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CONFUSIÓN DE LENGUAS
Un retorno a Sandor Ferenczi
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CONFUSIÓN DE LENGUAS
Un retorno a Sandor Ferenczi Miguel Gutiérrez Peláez
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Gutiérrez Peláez, Miguel Confusión de lenguas: un retorno a Sandor Ferenczi. - 1a ed. Mar del Plata: EUDEM, 2011. 282 p.; 21x15 cm. - (Bitácora. Cuadernos del Analista; 3) ISBN 978-987-1371-84-6 1. Psicoanálisis. I. Título CDD 150.195 Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723 de Propiedad Intelectual. Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio o método, sin autorización previa de los autores. ISBN: 978-987-1371-84-6 Este libro fue evaluado por Horacio Martínez Fecha de edición: Diciembre de 2011 © 2011, EUDEM Editorial de la Universidad Nacional de Mar del Plata EUDEM / Formosa 3485 / Mar del Plata / Argentina www.eudem.mdp.edu.ar © 2011 Miguel Gutiérrez Peláez “COLECCIÓN BITACORA” (Cuadernos del analista) Directores: Dra. Marta Gerez de Ambertín y Mg. Horacio Martínez Arte y Diagramación: D.I. Luciano Alem Imagen de tapa: Alejandra Escribano, “Implosión” Impreso en: Imprenta El Faro, Dorrego 1401, Mar del Plata
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Para Verónica: Mi mujer, mi compañera, mi constante.
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Mí querido Karinthy…[Usted] Dijo que conocía dos tipos de sabio y dos tipos de ciencia. La primera busca la verdad y se esfuerza por despertar a la humanidad somnolienta, la otra evita por todos los medios perturbar la quietud del mundo adormilado y tiende incluso a que repose aún más profundamente. El psicoanálisis, dijo usted, posee una facultad especial para despertar a las gentes y trata de dar al psiquismo humano, mediante el saber, no solamente el dominio de sí mismo, sino también el de las fuerzas orgánicas y físicas. Pero ahora escribe usted que es preciso dejar de analizarse para estudiar preferentemente a quienes hablan de paz, de armonía, de bienestar, y que, con ayuda de hábiles sugestiones, incluso mediante un sueño hipnótico, introducen subrepticiamente en el psiquismo humano sensaciones, ideas e intenciones razonables, inteligentes, reconfortantes y dichosas. Ya encontré anteriormente un tanto audaces sus palabras sobre el poder del sabio, pero a partir de entonces he podido convencerme de su certeza. Reconocí en principio la facultad de «despertador» que correspondía al psicoanálisis y no he cambiado de parecer, porque sé que a falta de una ciencia auténtica y valiente, cualquier esfuerzo para encontrar la dicha es inútil y a lo más puede suscitar una ilusión pasajera. Pero usted, por el contrario, ha perdido aparentemente la paciencia (es posible que bajo el efecto de las miserias actuales), ya no desea más la verdad, ni la ciencia, y sólo aspira a procurar a nuestro mundo atormentado un poco de dicha, a cualquier precio, aunque suponga el adormecimiento. En una palabra, quisiera simplemente constatar aquí que, de nosotros dos, soy yo quien no ha abandonado las filas de los que despiertan. Sandor Ferenczi Ciencia que duerme, ciencia que despierta (1924) (Carta a Frédéric Karinthy)
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Presentación Este libro corresponde en su mayoría, salvo algunos cambios y modificaciones, a mi tesis para el Doctorado en Psicología de la Universidad de Buenos Aires defendida en octubre de 2010. Otros escritos en torno a esta investigación sobre Ferenczi han sido publicados en revistas científicas, como es el caso de la Revista Universitaria de Psicoanálisis (2007 y 2008) de la Universidad de Buenos Aires, la Revista Ideas y valores (2008) de la Facultad de Filosofía de Universidad Nacional de Colombia, el International Journal of Psychoanalysis (2009) y la revista Universitas Psychologica (2010) de la Facultad de Psicología de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá. Antecede a este trabajo mi tesis de la Maestría en Psicoanálisis de la Universidad de Buenos Aires (2006) titulada Splitting como concepto en la obra de Sandor Ferenczi. Extiendo algunos agradecimientos a personas que han sido indispensables para este trabajo. A Josefina Dartiguelongue por su infatigable amistad, su ayuda y sus aportes fundamentales. A Mauricio Santín, por su afecto y por haber recorrido conmigo un gran trayecto de lo acá construido. A Juan V. Gallardo por su pasión ferencziana y sus valiosísimos aportes. A Héctor López, sin cuya dirección rigurosa y entusiasmo el producto final no se habría podido alcanzar. A Marcela Rojas por su ayuda con la traducción en momentos tan singulares. A Horacio Martínez y al equipo de EUdeM por creer en el libro y apoyar su publicación. A mis maestros, por instruirme y permitirme separarme. A mis alumnos, por su confrontamiento y energía. A mis pacientes, indispensables y a quienes dejo en el anonimato. A mis padres y a Pablo por su apoyo incondicional. A Verónica, compañera de vida.
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Prólogo El camino del “retorno a…” abierto por Foucault y transitado por Lacan en su lectura de Freud, se ha convertido ya en el método imprescindible a la hora de la investigación en psicoanálisis. Por el simple hecho de haberse puesto a transitar ese camino, el libro de Miguel Gutiérrez asegura un sorprendente redescubrimiento de Sandor Ferenczi. Gutiérrez emprende una lectura retroactiva de este díscolo discípulo-analizante de Freud haciendo un empleo sutil de las herramientas heredadas de Lacan, y nos asombra en su encuentro de lo que no estaba allí sino bajo la forma de una ausencia. Esta es sin duda una operación audaz, pero en el caso de El despertar a la confusión de lenguas, totalmente justificada y rigurosamente productiva. Un primer acierto de este singular libro es, a mi entender, haber señalado el destino de represión y hasta de desprecio sufrido por la obra de Ferenczi en la historia del psicoanálisis (recordemos los desdenes y hasta la sospecha de psicosis difundida por E. Jones), y en segundo lugar, haber descubierto la verdadera razón de este descrédito: el rechazo del valor subversivo de una obra incendiaria con respecto a un modo adormecido de situarse en el psicoanálisis y su práctica, que permitía y permite a los analistas gustar de un “tibio bienestar” totalmente extraño a la ética freudiana. En este sentido, el libro que tienes entre manos no podría pertenecer a ninguna colección de “Historia del psicoanálisis”; al contrario, es un libro muy actual como lo será todo aquél donde se aplique sin concesiones el método llamado por Lacan del “repensar” (su modo particular del retorno a Freud), siempre, claro está, que quien lo practique tenga el atino de trabajar sobre una obra, que como el sileno, encierre algún “agalma”. No es otra cosa lo que capítulo a capítulo, casi página a página descubre Miguel Gutiérrez en la heteróclita obra de
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Ferenczi y en todas las otras que toma como soporte y referencia para escribir su libro. Pero además es al campo de la experiencia clínica adonde nos conduce este texto, y allí se hace grito en el desierto la denuncia de Ferenczi sobre las cuestiones más urticantes de la práctica y sus desviaciones. Sobre todo la que se refiere a la “responsabilidad del analista”, locución no limpia de todo moralismo, con que se refiere sin duda al lugar central que ocupa en la cura el “deseo del analista”. La obra toda de Ferenczi, nos advierte Gutiérrez, es un insistente reclamo al “despertar” de los analistas. Pero existe un pliegue descuidado entre sus textos. Es el que hace de la función del lenguaje la instancia decisiva para la construcción del inconsciente en la infancia y para ciertos avatares de la historia singular que llevarán al neurótico al diván. Es en ese punto donde se despliega todo el recorrido de la investigación de este libro provocador. Haber tenido el acierto de localizar como punto de partida “La confusión de lenguas entre el adulto y el niño” (1932), conferencia pronunciada por Ferenczi un año antes de su muerte, resulta una verdadera “reducción simbólica” que funciona como una puerta abierta, por un lado a los efectos traumáticos del lenguaje, recibido siempre por el infans como una “lengua extranjera” por la sobrecarga libidinal de la “lalengua”, y por otro al despliegue que nos brinda este libro de un paisaje deslumbrante de ideas, de autores y de articulaciones inéditas con todo ese campo que Nicolás Casullo llamó “el debate de las ideas”. Si los confines frecuentados y explorados por Ferenczi interesan al “movimiento psicoanalítico” y no a la historia del psicoanálisis es porque ellos sirven de guía hacia los grandes temas de la práctica. Nada más potente que el "activismo" y las audacias de Ferenczi para demostrarnos lo que es la fecundidad del desvío y la insistencia de la verdad en el error, cuando más allá de la pasión puesta en juego hay un analista que produce según las reglas del inconsciente.
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Las propuestas de su extensa y diversa obra (no hay tema que interese al psicoanálisis que no esté presente en ella), pensemos por ejemplo en su Diario Clínico, casi un testamento, destilan una ingenuidad casi mágica; y sin embargo resultan ser puntuaciones pertinentes y aun anticipatorias de las cuestiones ineludibles que unos treinta años después Lacan tendrá que rescatar del olvido para elevarlas a la categoría de problemas cruciales del psicoanálisis: son aquellas que dan vuelta en torno a la pregunta por el deseo del analista y su vigencia en la eficacia de la cura, la cuestión de los límites de la transferencia y de la responsabilidad del analista ("mis alumnos han heredado de mí la manía de buscar la falta en ellos mismos"), el problema del fin de análisis ("cure finishing: acomodarse a lo que puede obtenerse y renunciar a lo imposible o a lo muy improbable") e in extremis, la inquietud por las consecuencias de la práctica sobre la vida y las tendencias pulsionales del analista. "¿Quién está loco, nosotros o los pacientes?" lleva por título el diario del 1 de mayo. Ante la pregunta "¿quién analiza?" es evidente que Ferenczi se limita a responder: "Yo", error que convierte a su Diario casi en un documento personal, confesión íntima de su extrema implicación subjetiva como practicante. La ausencia de mediatización simbólica en la relación con sus pacientes anuncia un desenlace de tragicomedia que se cierne sobre la escena ("Yo soy responsable de que la transferencia se haya vuelto tan apasionada, debido a mi frialdad de sentimientos: prometer sensaciones de placer preliminar despertando esperanzas, para luego no dar nada"). La necesidad de ser "sensible" desencadenará ya sobre su muerte, la "mutualidad" en el análisis, técnica basada en una exacerbación de los vínculos imaginarios con el paciente, y conducirá finalmente -al menos en el caso de una paciente norteamericana- a la cura mutua telepática a través del océano. "Técnica" a la que llega Ferenczi, atraído por el vértigo de lo real. Pero, además, lleva hasta su límite el compromiso íntimo con el analizante, llegando a plantearse "las
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complicaciones debidas al hecho de tener más de un paciente en análisis" (31 de marzo de 1932). El efecto que nos deja este libro es que Ferenczi “está de vuelta”. Lo sabíamos por nuestra lectura de Lacan donde aparecen múltiples referencias a su obra en las que no falta la advertencia de su importancia clínica, y además, por las múltiples publicaciones, tesis de doctorado y congresos internacionales dedicados a Ferenczi (recordemos el celebrado en Buenos Aires, 2009). Si algo logra demostrar Miguel Gutiérrez claramente es que cuando los posfreudianos “iban”, o mejor aún “se iban” de la esencia freudiana, Ferenczi, aún con sus propios desvíos y audacias técnicas (dolores de cabeza para Freud), “volvía” a traernos el espíritu y la letra freudiana hundiendo su estilete en las cuestiones más resistidas pero al mismo tiempo más apremiantes para el psicoanálisis de entonces y aún de hoy. Él fue el primero, sin duda, en poner “en el banquillo” al analista y no al analizante. Por todo esto, no resulta para nada ociosa la tarea emprendida y llevada a buen puerto por Miguel Gutiérrez para repensar la obra de Ferenczi desde una actualidad donde los problemas de la práctica son precisamente aquellos que Ferenczi pudo anticipar como las grandes cuestiones del análisis. Si en la clínica hacemos la experiencia del “hueso de lo real”, ese hueso es roído todo el tiempo por la práctica que Ferenczi inventaba, defendía con pasión, y anhelaba que Freud aprobara… sin éxito. Sin duda que Freud tenía muy claro que el furor curandi de Ferenczi lo llevaba a callejones sin salida: “… ¿no es Ferenczi un verdadero motivo de tribulación? una vez más estamos sin noticias de él desde hace meses. Se siente ofendido porque uno no está encantado de saber que está realizando el juego de madre e hijo con sus pacientes femeninos”. Sin embargo, algo valioso debió encontrar en los arrebatos de su discípulo pues además de llamarlo “mi hijo querido”, también dijo de él: Hungría, tan próxima a Austria en lo geográfico y tan
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distanciada en lo científico, hasta ahora no ha brindado al psicoanálisis sino un sólo colaborador, S. Ferenczi; pero tal que vale por toda una sociedad”. Si Lacan, en la “Dirección de la cura…” había dicho que los textos de este “gran visir” de Freud eran “tizones encendidos que pronto serán cenizas”, el valioso libro que te dispones a leer es un fuerte soplo que viene a atizar el fuego que subyace en las páginas de este mártir del inconsciente que fue Sandor Ferenczi. Héctor López
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I DEVELANDO A FERENCZI
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El coraje de ir hasta el fin de los problemas es lo que hace al filósofo. Debe ser como el Edipo de Sófocles que, tratando de aclarar su terrible destino, prosigue infatigablemente su búsqueda, incluso cuando adivina que la respuesta sólo le reserva horror y espanto. Pero la mayoría de nosotros lleva en su corazón una Yocasta que suplica a Edipo por el amor de los dioses que no siga adelante, y nosotros cedemos y por esto la filosofía está donde está. Carta de Schopenhauer a Goethe (1815), citado por Ferenczi en La figuración simbólica de los principios del placer y de la realidad en el mito de Edipo
La obra de Sandor Ferenczi, después de años de exclusión del movimiento psicoanalítico, ha retornado de la misma manera que retorna lo reprimido. Ésta ha sido o bien olvidada o bien teñida de psicopatológica, de antitécnica, de antiteórica, de antipsicoanalítica, procesos que sin duda fracasaron como mecanismos defensivos. Su obra está de vuelta en escena y es motivo de varios artículos, estudios y revisiones. Desafortunadamente, esa nueva mirada sobre la obra ferencziana no suele iluminar lo que en ella retorna, sino más bien, cubre con nuevos velos lo real que en ella insiste. Las innovaciones técnicas de Ferenczi, sus pacientes excéntricas y su apasionada relación con Freud logran rellenar la totalidad del espectro de esos nuevos estudios y, con ellos, lo fundamental de su obra vuelve a quedar recubierto. El retorno de Ferenczi ha recibido así la forma de la re-velación: aparece sólo para ser nuevamente velado.
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Para recuperar eso fundamental, nodal, que insiste y persiste en la obra de Ferenczi, es necesario un develamiento que haga posible que Ferenczi retorne como verdad mediante un análisis profundo de su obra. Ferenczi se ubica en el movimiento psicoanalítico del lado del despertar. Por lo tanto, una nueva lectura de su obra no puede hacerse devolviéndola al sueño y a la mismidad. Las innovaciones técnicas de Ferenczi, acordes con sus avances en su teoría y sus incursiones clínicas, apuntan a producir una incomodidad en el paciente que vaya en contravía de ese movimiento natural del análisis hacia el sueño, para así producir un despertar. Sucede, sin embargo, que no siempre los trabajos e investigaciones en torno a su obra son acordes con esa apuesta ferencziana por el deshipnotizar. Es por lo tanto necesario producir una nueva lectura de Ferenczi que rescate su importancia para el psicoanálisis contemporáneo. Viene bien no perder de vista que esta búsqueda ferencziana por el despertar no deja de ser freudiana, pues Freud se interesa por el mundo de los sueños no porque quisiera sumergir la vigilia en las oscuras cavernas de Morfeo (consultorio oscuro, analista oscuro, palabras oscuras), sino por lo que en él hay de despertar. Freud sabía que a través del dispositivo analítico el analizante no se encontraba con su esencia, con el núcleo definitivo de su ser, con la pepita de oro que se ensambla en la composición de su cosmos, sino con ese punto en el que su existencia se quiebra, con la que la continuidad de su vida se rompe, la brecha que separa todo intento de totalidad de su ser consigo mismo, con ese no-lugar que enfrenta a la existencia contra su propia fractura. Sin duda los escritos más ricos de Ferenczi son los de sus últimos años de vida. Son éstos, en particular los escritos de 1932, los que cobran su mayor originalidad y su mayor distancia con respecto a Freud. A pesar de su novedad, sin embargo, conservan una ilación profunda con el resto de su obra y con los temas que lo convocaron desde el comienzo de su actividad médica y psicoanalítica. Temas como la hipnosis y el
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deshipnotizar, las innovaciones técnicas, el trabajo con pacientes “difíciles”, la articulación entre el trauma y lo traumático con la sexualidad y el lenguaje, el fin de análisis, entre otros, son cuestiones que en mayor o menor medida están presentes desde sus primeros escritos, bien sea como temas abiertamente enunciados o en gérmenes que sólo en su obra más tardía saldrán definitivamente a la luz y darán sus frutos. Haynal (1997) destaca cómo los intereses fundamentales de Ferenczi están presentes desde sus escritos preanalíticos. Según Haynal, estos intereses serían la comunicación en sus formas más ocultas (Ferenczi 1899), la hipnosis (1904) y la comunicación en el amor (1901), la sexualidad en sus manifestaciones más extrañas (1902) y la infancia (1904 y posteriormente 1908, 1913a, 1913b). Sobre este último es importante destacar que Ferenczi no era un analista de niños (ni aún el pequeño Arpad era paciente suyo) y, por lo tanto, la noción conceptual de infancia goza de unos matices fundamentales que es necesario precisar. Esta noción de la infancia estará presente en “La adaptación de la familia al niño” (1928b) y finalmente en “Confusión de lenguas entre el adulto y el niño. El lenguaje de la ternura y de la pasión” (1932a). Para Haynal dicha infancia no tiene que ver con la inocencia, sino con la autenticidad, rasgo que rescata además de la persona de Ferenczi; sin embargo, es necesario tener en cuenta que si bien la infancia está relacionada con la inocencia, lo está pero con respecto a una inocencia siempre perdida, mítica y estructural. En particular, en los escritos de Ferenczi de 1932, es posible encontrar la raíz de lo que será el más grande desarrollo del descubrimiento freudiano después de Freud: el aparato del lenguaje en su dimensión inconsciente, elaborado a posteriori en la obra de Jacques Lacan. En Ferenczi, la dimensión traumática del lenguaje – en su doble vertiente: como posibilidad de entrada en el lenguaje y como trauma desestructurante a partir del silenciamiento del sujeto por imposición de la palabra del Otro – adquiere un nombre de resonancias bíblicas: confusión de lenguas. Ferenczi aborda este tema de la dimensión traumática del lenguaje con insistencia en su escrito “Confusión de lengua
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entre el adulto y el niño” de 1932. Allí, plantea la relación entre lo que denomina el lenguaje tierno del niño y el lenguaje pasional del adulto. Estos dos lenguajes pasarán a verse confrontados y serán el origen del trauma. Es allí donde surge la confusión de lenguas. Este planteamiento abre la dimensión del deseo, pues es el lenguaje del adulto el modo en que se encamina el deseo del niño y se trastoca su dimensión de sentido. Desde Ferenczi es posible rescatar una noción de infancia que parte de un lugar hipotético, pero siempre perdido, que es el lugar de la inocencia del niño: un estado previo a la pasionalidad que es inyectada por la entrada en el lenguaje y por la articulación del lenguaje con el deseo. La infancia, en sus escritos, está en el lugar de lo intachado, de lo paradisíaco, pero es necesario leer esa infancia desde su lugar estructural, desde su dimensión de siempre perdida, pues una infancia inmaculada es sin duda una idea insostenible desde el psicoanálisis, en donde se entiende el infante como deseante y perverso polimorfo. La confusión de lenguas, por lo tanto, como la dimensión real del lenguaje, es por un lado estructurante e inevitable en tanto hace posible la adquisición de la palabra, pero por el otro lado hace referencia al trauma en cuanto tal, como trauma clínico, cuando lo que opera no es la entrega de la palabra, sino el silenciamiento de la voz por la imposición de la voz del Otro. Las demás situaciones traumáticas a las que hace referencia Ferenczi, desencadenadas por la pasionalidad del adulto, son derivadas de esta dimensión traumática inicial. Una lectura rigurosa y desprejuiciada de la obra de Ferenczi no ignorará el hecho de que sin duda el psicoanalista húngaro no sale invicto de sus luchas y, en cierto punto, no termina de dar el paso que él mismo inaugura. Será más tarde, a través de la obra de Lacan, que se llevarán esos pasos pioneros mucho más lejos y se abrirá la dimensión del lenguaje en su extensión. Ferenczi piensa el encuentro con lo real, con ese real que es la confusión de lenguas – accidental e inevitable, que es posibilidad de la emergencia de la palabra y, a la vez, imposibilidad para todo hablante –, como un encuentro con la realidad, es decir, con la realidad imaginaria que gobierna a los
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hombres. Freud se molesta con esto profundamente y lo critica por creer como realidad eso que ocurre en la fantasía, por confundir los hechos del mundo con los fantaseos del neurótico. Como lo demostró la realidad de los hechos históricos, Freud y Ferenczi no estuvieron libres de que entre ellos hiciera su aparición esa confusión de lenguas. La crítica de Freud a la ponencia de Ferenczi sobre la “Confusión de lenguas” es sin duda equívoca: no logra leer que en los polémicos escritos de su discípulo y colega no hay un retorno a las concepciones iniciales y antiguas del psicoanálisis, sino un retorno de lo real del lenguaje que aparecía como intocado por la propia práctica analítica. Ese trauma que Ferenczi ubica en la realidad, producto de las operaciones perversas de los hombres, es un real que atraviesa a todo hablante, su inserción en el lenguaje como inclusión en el deseo del Otro, el núcleo insondable de la práctica parlante misma. Es así que Ferenczi se enfrenta en su clínica con un real. Los psicoanalistas de su tiempo habían sido lo suficientemente hábiles para esquivar este real, para hacerle el rodeo, para no verlo, para que desapareciera de la escena (la escena siempre es, por definición, un intento de exclusión de lo real) y así daban curso a ese movimiento natural del análisis hacia el dormir. Emplearon con ese real el mismo mecanismo que después ambicionaron con la persona de Ferenczi y con su obra. Pero, una vez más, lo reprimido abrió su camino. Ese real con el que Ferenczi probablemente no supo en definitiva qué hacer, que trató de darle sentido y de abrirle un lugar en el análisis a partir de sus innovaciones técnicas, es nada menos que un real de la dimensión misma del lenguaje, precisamente aquella que enuncia como confusión de lenguas. Ferenczi no se extiende sobre la naturaleza de esa confusión de lenguas. Pareciera no explicar más allá de la puesta de dos lenguajes en conflicto: el del niño y el del adulto, el lenguaje de la ternura y el lenguaje de la pasión. Sin embargo, cuando Ferenczi se detiene allí, en la figura del padre y el hijo, del maestro y el discípulo, del analista y el analizante, abre inevitablemente una llaga que atraviesa la
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totalidad de la disciplina analítica: la dimensión traumática del lenguaje. Ese punto de insuturabilidad es, para Ferenczi, el punto nodal que estructura el descubrimiento freudiano. Ese punto, que Lacan buscará abordar desde diferentes flancos a través de la complejización de su práctica y su pensamiento (los conceptos de lalangue y Troumatisme se suman a esta operación), es aún la dimensión fundamental para entender qué es eso de psicoanálisis y qué es eso que ocurre durante la práctica analítica. Ferenczi se percata del adormecimiento que produce el psicoanálisis y le apunta a un despertar, un despertar a un real que opera como el afuera incesante de toda práctica del habla. Se hace necesario, por lo tanto, la puesta en marcha de una investigación que profundice en la obra de Ferenczi para lograr escuchar lo que en ella habla sobre ese real. En los últimos años se ha reavivado el interés por Ferenczi, pero, desafortunadamente, por lo general ha sido leído en clave posfreudiana, desatendiendo la originalidad de su obra y aún lo fundamental permanece oculto. La obra de Ferenczi suele leerse de tres maneras principales: como un antecedente de las variaciones técnicas (validando, a partir de Ferenczi, la producción de cambios en el encuadre psicoanalítico), como un disidente del psicoanálisis que se rebela contra la ortodoxia freudiana y como un fundamento para pensar el trauma como verdadero, más allá de la realidad psíquica, como hecho de la realidad material. Sin embargo, pareciera que eso (etwas) que retorna en la obra de Ferenczi no ha encontrado su justo lugar, sino que siempre ha sido atrapado por la figura del disfraz. Así, en el interés por el develamiento de sus contenidos, se tiñe su obra con las palabras de otro o se utiliza como antecedente de los conceptos de otro, pero el real que insiste y persiste en su obra pareciera no poder evitar, en cada desocultamiento, la nueva forma que lo vela. ¿Cómo no caer nuevamente en este vicio? ¿Cómo no ser víctimas de lo que acá se denuncia? ¿Cómo hacer que una obra hable con su voz propia, con su lengua materna, o es que esa lengua, aunque materna, siempre está en el lugar de la
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extranjeridad, la lengua materna es siempre la voz del otro? ¿Cómo rescatar el sujeto que habla con esas voces del otro? Sin duda, procediendo con cautela. No es un destino caer muerto en las entrañas de los propios inventos. Dédalo logra escapar del laberinto de Creta que él mismo había construido para los dioses. Tuvo la humildad de la que careció su hijo. Como bien lo señala Héctor López (1994), no es lo mismo el movimiento psicoanalítico que la historia del psicoanálisis. La segunda se compone de las contingencias de la temporalidad histórica que determina una cronología de los hechos según un antes y un después. La primera, en cambio, está hilada no por el tiempo, sino por la lógica que hace de la dimensión heteróclita del psicoanálisis un mismo cuerpo. Entendida así la diferencia, puede comprenderse por qué ciertos autores que pertenecieron a la historia del psicoanálisis no formaron parte de su movimiento. Adler y Jung están excluidos del movimiento psicoanalítico no por un capricho de Freud, sino porque sus obras, de acuerdo con su propia lógica, quedan por fuera de la estructura conceptual del psicoanálisis. Los giros del pensamiento freudiano son la evidencia de que Freud se movía por la lógica de aquello que iba descubriendo e investigando (el inconsciente) y no por el afán de encontrar pruebas a conclusiones tomadas a priori. Freud deseaba posicionarse como un hombre de la Modernidad, pero su fidelidad al movimiento psicoanalítico lo llevó a encontrarse con los propios quiebres del proyecto moderno. López ubica el discurso psicoanalítico como un movimiento que va de S1 Freud a un S2 Lacan, siendo este S2 un momento de retrofundación del psicoanálisis en el que se produce una metáfora en ese discurrir sobre la cadena significante que es la historia del psicoanálisis. Ahora bien, en esta serie de movimientos, historias y discursos, ¿qué lugar tiene Sandor Ferenczi? Sin duda se halla dentro del movimiento psicoanalítico, pues su obra evidencia una coherencia con la lógica que lo estructura. A nuestro juicio, las lecturas que se han hecho de su obra lo ubicarían como un eslabón más dentro de la
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metonimia de la cadena significante. Consideramos que una lectura novedosa de la obra de Ferenczi permite resignificar (hacer metáfora de) su lugar dentro del movimiento psicoanalítico, no como una pieza de museo, fijada en una época pasada del psicoanálisis, sino como producción futura que brinda respuestas y produce interrogantes para el porvenir del psicoanálisis actual. Ferenczi, al igual que Freud, siguió tan lejos el camino del inconsciente que algunos de sus contemporáneos sintieron que se salía de la lógica del psicoanálisis, sin entender que era el propio movimiento del inconsciente el que trazaba la ruta. Hoy, que varias décadas desde su muerte han transcurrido, encontramos en la obra de Ferenczi una vigencia no estudiada, cruda y sin digerir. Se hace necesario, por lo tanto, la producción de una lectura que permita sacar a la luz esa originalidad y vigencia de su obra que, aun a pesar de las diferentes lecturas y estudios que se han hecho de ella, permanece, sin embargo, bajo las sombras. Es importante tener en cuenta, a pesar de la atemporalidad del inconsciente, el tiempo en que nos encontramos hoy. Tal vez el retorno a Ferenczi se hace posible porque por medio de Lacan ha habido ya un retorno a Freud. Es probable que sin ese movimiento anterior, el movimiento que ahora nos proponemos no pudiera encontrar su camino. Faltarían elementos, conceptos, significantes, elaboraciones y despertar. Como señala López (2007) retomando a Lacan, la lectura – y la investigación – consiste en colocar la diacronía de los conceptos en la sincronía de la obra. En ese sentido, la obra de Lacan nos serviría para ubicar conceptualmente el eje sincrónico de la obra de Ferenczi en la diacronía metonímica de su producción. Se observa, por lo tanto, que la historia del psicoanálisis quiso olvidar las cicatrices dejadas por Ferenczi, tapar con finas telas los cortes grabados en su piel, pero bajo el chorro de agua de su historiografía y sus teorías, se encontraron, como en su momento lo hizo Lady McBeth, con la marca de ese nombre maldito que había manchado indeleblemente la superficie de sus
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manos. Ferenczi, en su devoción por el psicoanálisis y el inconsciente, terminó como los Mesías que operan como herejes en el interior de la religión, como San Francisco de Asís, Sor Juana Inés de la Cruz o Shabbetai Zevi. Cabe recordar las palabras del célebre Gershom Sholem, gran amigo de Walter Benjamin y gran estudioso de la cábala en el siglo XX, quien afirma que “el judaísmo como genuina tradición religiosa sólo se salva allí donde deja fluir sus herejías. Las herejías renuevan continuamente a las grandes experiencias religiosas. En realidad, una de las grandes paradojas de las grandes tradiciones religiosas, es que los místicos (…) son aquellos que al mismo tiempo representan la tradición, en un sentido radical y poderoso, pero indagan de tal modo en la tradición que la llevan a sus límites, son subversivos de la propia tradición al buscar afirmarla radicalmente” (citado por Forster, 2006). El lugar aparentemente absurdo al que llegan las innovaciones técnicas ferenczianas no es el afuera del psicoanálisis, una desviación de sus premisas ontológicas, sino la consecuencia lógica de su mismo movimiento. Ferenczi opera entonces como un antinomista, es decir, yendo en contra del nomos, de la ley. Pero no es un intento manifiesto de ir en contra de esas tradiciones que han dado consistencia a unas creencias o a una ciencia, sino todo lo contrario: lo que se expresa es una fidelidad absoluta a esas tradiciones a tal punto que esa misma fidelidad hace trastabillar las fibras que la han producido y que le han dado consistencia. En eso radica el horror que produce para la historia del movimiento psicoanalítico: porque pone en evidencia una vez más que la herejía es una consecuencia lógica de las estructuras de poder, que la lógica misma que se entabla para conservar la legitimidad de las estructuras y de las instituciones produce, en un mismo movimiento (moebiano), su resultado (aparentemente) contrario. La revolución, dentro de la propia lógica de su proceso, y no en la desviación de éste, tiende a reproducir los mecanismos contra los que se subleva. A su vez, la potencialización de la ortodoxia y la fe llevan a sacudir los cimientos sobre los que reposa un saber coagulado. Por ello,
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diremos de Ferenczi que no es un revolucionario, sino un subversivo. La presente investigación pretende arrojar luz sobre la dimensión traumática del lenguaje en tanto confusión de lenguas, aspecto que aún hoy permanece velado de la obra de Sandor Ferenczi, permitiendo develar su pertinencia para el psicoanálisis contemporáneo.
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II EN EL TERRENO DEL TRAUMA
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El efecto inmediato de un traumatismo, que no puede percibirse rápidamente, es la fragmentación. Ferenczi, Notas y fragmentos, 1930 La angustia es la consecuencia inmediata de todo traumatismo. Ferenczi, Notas y fragmentos, 1931
En un capítulo del libro El porvenir del inconciente (2006), Jorge Alemán formula la extraña afirmación de que la última enseñanza de Lacan no es ya psicoanálisis. Sin embargo, no brinda los elementos para explicar lo que con ello quiere decir, sino que le deja esa tarea a las generaciones por venir. Afirma, en una entrevista concedida a Emilia Cueto y publicada en Imago Agenda (2006) que “Lacan, como todo gran pensador, excede al género a través del cual realizó su camino. Lo excelente siempre excede al género, pero no lo relativiza. Cuanto más lejos llega con el psicoanálisis, también a través del psicoanálisis puede dar lugar a un suplemento sin nominación, que para no extenderme, diría, que es un nuevo tipo de escritura sobre la condición parlante, sexuada y mortal” (pág. 40). Esta pregunta se interroga por los límites del psicoanálisis, por la frontera que teje, por el adentro y el afuera de la disciplina. De una manera bastante acorde, Ferenczi va a insertar la pregunta por los límites del psicoanálisis en el interior de la disciplina analítica. En un mismo movimiento, y no en un movimiento en contra, Ferenczi
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hace retumbar algo del andamiaje sobre el que reposa el psicoanálisis. Su propia devoción al movimiento psicoanalítico y al descubrimiento del inconsciente lo lleva a enfrentar la totalidad del movimiento contra el límite de su libertad. En ese sentido, es posible afirmar que el lugar de Ferenczi en la historia del movimiento psicoanalítico es traumático. Pero, ¿cuál es la naturaleza de ese trauma? O mejor, ¿qué es un trauma? Es precisamente la pregunta por el trauma la que ubica el punto de ruptura entre esos dos grandes pensadores de la primera generación de analistas: Freud y Ferenczi. Preguntamos: “¿Qué es un trauma?”, pero la pregunta por el qué nunca es inocente y sea tal vez ese modo de preguntar por las cosas que logró denunciar Heidegger (1955) el que vele la aparición de lo esencial en torno al trauma. Sin embargo, este qué, por lo menos por ahora, no parece posible de esquivar y demanda su atención, así sea sólo una herramienta ficcional para disponer una serie de cartas importantes sobre la mesa. Con Freud El diccionario de Roudinesco y Plon (1998) trae a la luz una precisión que al menos en un primer momento parece importante. Diferencia, en su definición de trauma, el trauma como tal del traumatismo. Así, entienden como traumatismo el hecho contingente productor de efectos psíquicos y como trauma al efecto de esa contingencia sobre la persona expuesta al traumatismo. Aparece sin duda esta diferenciación en los escritos mismos de Freud donde dichas acepciones pueden ser rastreadas. El pensamiento de Freud comienza a tomar forma a partir de sus escritos sobre el trauma, su famosa teoría “traumática” y los efectos traumáticos de la seducción, sobre la enfermedad y la aparición de los síntomas. Hechos contingentes de la realidad, tales como la seducción y el abuso sexual, llevan a producir efectos traumáticos que se ocultan en el inconsciente por efecto de la represión y se mantienen en silencio mientras no
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se altere nuevamente el estado de cosas en aparente equilibrio. Sin embargo sucede que más adelante en el tiempo ocurre algo en apariencia desconectado de ese trauma reprimido, y el inconsciente, en silencio pero al acecho, logra tejer redes imprevistas valiéndose de sus propios recursos simbólicos, de ciertas lógicas significantes y de sentido. Así, dadas las asociaciones respectivas, se resignifica ese trauma anterior a partir de este segundo momento o de esta segunda escena y ese trauma oculto en el inconsciente hace nuevamente su aparición con su consecuente espectro de síntomas. El tratamiento, por lo tanto, consiste en reconstruir los hilos que atan este segundo momento con el primero y que han caído en el olvido. Será por lo tanto la rememoración vía el análisis el camino para levantar la represión y darle término al síntoma. Sin embargo, Freud dará un viraje a su teoría cuyos efectos fueron catastróficos para varios analistas1. Intuirá que en el relato de trauma sexual de sus pacientes hay una persistencia de escenas que de ninguna manera pueden tener su correlato en la realidad, puesto que eso llevaría a un crecimiento exponencial, un n! alocado, de casos de abuso, de producción de neurosis obsesiva, perversión e histeria que no se corresponde con las evidencias de la realidad. Por lo tanto, enunciará en la carta 69 a Fliess su tantas veces citada frase “Ya no creo en mi neurótica” (1897, pág. 301), haciendo referencia a los endebles cimientos de su teoría ya que, proponiéndoselo o no, sus pacientes le han mentido: han relatado como hechos de la realidad producciones de sus fantasías neuróticas. Así, aparecerá el concepto de realidad psíquica que se opone en cierta medida a la realidad de los hechos. Y en este abandono de la teoría traumática es posible afirmar que el psicoanálisis como tal hace su aparición, yendo más allá de una terapéutica de la memoria.
Ver capítulo 6, “La historia de Confusión de lenguas entre el adulto y el niño”, pág. 63. 1
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Este no será, sin embargo, el lugar final de la teorización del trauma. Con el giro que da su pensamiento a partir de 1920 y con la posibilidad de aislar la función de la pulsión de muerte, Freud podrá ir más allá del principio del placer a partir de estudiar los efectos de los traumas de guerra sobre la realidad onírica y la persistencia de lo displacentero revelará que no es la hegemonía del principio del placer la que reina en el interior del aparato psíquico. En esta línea, en un artículo titulado Constructing the truth: From 'Confusion of tongues' to 'Constructions in analysis', Jaques Press (2006) presenta una definición de trauma a partir de una cita de Assmann (1997), según la cual es sólo a partir de un determinado marco “que un evento traumático se hace experienciable, comunicable y memorable” (pág. 26, citado por Press, pág. 529). En términos psicoanalíticos, se entendería que el trauma es aquello que carece de una posible frontera que enmarque una vivencia determinada. En la medida en que desborde todo marco posible, dicha vivencia se hace inexperienciable, es decir, carecería de representación y, por lo tanto, no sería rememorable, insistiendo la huella en el aparato psíquico bajo la forma de la repetición. Cuando Freud conoce el escrito que Ferenczi quiere leer en el Congreso de Wiesbaden de 1932, encontrará un fantasma que creía largamente enterrado. Leerá en los planteamientos de Ferenczi ese pensamiento suyo que ya desde principios de siglo se hallaba oculto bajo tierra. Pero Ferenczi no desenterraba un muerto o si lo hacía, no era para traer a la vida un viejo Freud o por lo menos no aquel que el Freud de 1932 creía encontrar en ese escrito. Ferenczi sacaba algo de las mazmorras, algo oculto en el relato y sintomatología de sus pacientes y oculto también entre líneas en la producción teórica de los analistas de su tiempo y del propio Freud. A medida que avanzaba el pensamiento analítico por caminos novedosos, profundizando y controvirtiendo los hechos, Ferenczi leía algo que no aparecía en ningún renglón, sino en el espacio en blanco entre palabra y palabra, entre frase y frase, y que era ese real que insistía tanto en su clínica como en su pensamiento y su escritura. Fue así que
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trajo a la escena analítica un real que estaba desde el comienzo del pensamiento de Freud y sólo en ese sentido es un retorno. Pero más que un retorno de Ferenczi a un viejo Freud, es un retorno de lo reprimido del pensamiento analítico y de la práctica analítica misma. Por el modo en el que Freud reaccionó ante este escrito (la correspondencia entre Jones y otros da cuenta de ello), es posible entender que leyó ese retorno bajo la clave de la teoría traumática de sus primeros años de investigación analítica, pero lo que Ferenczi producida ahí y que tanto se ha leído bajo esa clave freudiana era sin duda otra cosa, algo más fundamental, más primitivo y primario y de una complejidad tal que implica a la totalidad del pensamiento psicoanalítico y el límite del lenguaje como frontera de su práctica. Con Ferenczi En sus últimos años de vida, Ferenczi se inserta en un trabajo intenso de escritura y producción de teoría sobre el trauma. Como testimonio de ese trabajo esta su escrito “Confusión de lengua entre el adulto y el niño” (1932a), su Diario clínico (1932d) escrito a lo largo de 1932, sus notas y apuntes que serán publicados póstumamente bajo el nombre “Notas y Fragmentos” (1932f) y un pequeño aparte que salió publicado como “Reflexiones sobre traumatismo” (1934). La temática planteada por Ferenczi en estos escritos presenta ideas en desarrollo alrededor del traumatismo y los mecanismos psíquicos que intervienen frente a él, más que teorías acabadas. En su escritura ronda la pregunta y la conjetura, la osadía y el tanteo meticuloso. Se esfuerza, con los mecanismos que tiene en sus manos, por darle un lugar a eso que hace su aparición en su diván a través de sus pacientes enfermas. En “Confusión de lengua entre los adultos y el niño” (1932a), Ferenczi se propone ampliar el tema del origen exterior del trauma sobre el carácter y las neurosis y rescatar el papel del factor traumático – que considera que se ha dejado de lado en la
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teoría psicoanalítica – en un aparente regreso sobre algunos conceptos anteriores de las formulaciones freudianas. Sin embargo, como logrará precisarse a lo largo de esta investigación, allí donde parece que Ferenczi acude a un retorno de las concepciones iniciales del psicoanálisis, en particular a las primeras teorías traumáticas de Freud, lo que retorna en realidad es un real excluido de la clínica analítica; justo allí donde pareciera haber un camino de regreso, el antiguo Nostos de Ulises, lo que hay es un empuje hacia delante, hacia la frontera, hacia el límite de la práctica analítica misma, hacia eso que Alemán (2000) ha llamado con lucidez el gozne entre el sentido y la pulsión. Es posible hacer un recorrido por los rasgos sobresalientes de ese artículo. En él, Ferenczi diferencia dos corrientes amorosas que están en juego: la tierna y la erótica; el niño, psíquica, afectiva y biológicamente estaría atravesado por la primera y la segunda sería privativa (en el mejor de los casos) de la adultez. Sin embargo, ciertos adultos con predisposiciones psicopatológicas confunden el lenguaje tierno del niño con los deseos sexuales de una persona madura y se dejan llevar por ellos sin reparar en las consecuencias. A esto es precisamente a lo que alude el título, sugiriendo la confusión de lenguas en la que incurre el adulto con respecto a lo que manifiesta el niño. No siempre el niño puede defenderse de esto ni manifestar su rechazo, quedando paralizado por un temor intenso y, más específicamente, “cuando ese temor alcanza su punto culminante, les obliga a someterse automáticamente a la voluntad del agresor, a adivinar su menor deseo, a obedecer olvidándose totalmente de sí e identificándose por completo con el agresor. Por identificación, digamos que por introyección del agresor, éste desaparece en cuanto realidad exterior, y se hace intrapsíquico […] la agresión cesa de existir en cuanto realidad exterior y, en el transcurso del trance traumático, el niño consigue mantener la situación de ternura anterior” (Ferenczi, 1932a, Pág. 145). De esta manera, el niño introyecta el sentimiento de culpa del adulto. Lo que antes aparecía como un juego para el niño, tras el acto sexual, tras el abuso sexual en que
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incurre el adulto, se transforma en algo por lo que merece ser castigado. En caso de poderse recuperar de esa agresión, empero, el niño se haya ya divido, siendo tanto culpable como inocente, destruyéndose los vínculos con sus propios sentimientos, percepciones y sentidos y sumiéndose en un estado confusional. De esta manera, el niño no se defiende, sino que se identifica con el agresor e introyecta aquello que le aparece como amenazador. Así, en la reacción del niño, se anuncia la división de la personalidad. En otros textos, Ferenczi (1929) trabaja la idea de cómo el niño se enfrenta a un gran temor si se le estimula prematuramente en sus sensaciones genitales, ya que su deseo va de la mano, no de la pasión violenta del adulto, sino del juego y de manifestaciones afectivas tiernas. En este punto, se empiezan desplegar las artimañas secretas con las que ejerce su poder la confusión de lenguas. El deseo es deseo del Otro en la medida en que es el otro el que habla. El niño habla a través de él y es hablado por él. Las palabras del adulto, que nunca han sido externas del modo en que puede ser externo la diferenciación de un adentro y un afuera, hablan a través del niño y para éste esas palabras son su voz propia. En ese sentido, va iluminándose hasta qué punto la lengua materna es siempre una lengua extranjera. Tal vez la experiencia del psicoanálisis no sea la única que devuelve esas voces a su lugar de exterior, de afuera, pero sólo en ella se encuentra la lógica del funcionamiento de estos mecanismos. La propia palabra, dada esta relación entre la voz del niño y la del adulto, cobra siempre el lugar de la confusión, de la una sobre la otra, del silenciamiento de una para que se imponga la otra. Esa es la violencia de la palabra y el poder dominante del lenguaje. Pareciera no haber dialéctica posible que solvente esta confusión de lenguas. Ferenczi destaca 3 situaciones potencialmente traumáticas: las seducciones incestuosas, los castigos pasionales y el terrorismo del sufrimiento. Por el efecto del trauma, el aparato psíquico se fragmenta y se van borrando las posibilidades de rememorar los hechos traumáticos. Así, el niño carece de
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mecanismos para ligar el exceso de excitación: es invadido por una sobreexcitación ante la cual no puede imponer barrera o velo alguno. Ferenczi halla el factor traumático como un universal y considera que hasta que no se alcance ese material, inicialmente asequible sólo a través de la repetición y no por la rememoración, dado su carácter de vivencia, no podrá darse por terminado un análisis. Hacia el final de “Confusión de lengua entre los adultos y el niño” (1932a), Ferenczi intenta esbozar más precisamente lo que sucede a nivel psíquico a partir de la experiencia del trauma. Afirma que “si los choques se suceden durante el desarrollo, el número y la variedad de los fragmentos divididos aumenta, y se nos hace difícil mantener el contacto con ellos, sin caer en la confusión, ya que se comportan como personalidades distintas que no se conocen entre sí. Esto puede determinar un estado que se designaría atomización, si no se admite la imagen de la fragmentación: y es necesario mucho optimismo para no enredarse frente a tal estado. Espero sin embargo que puedan hallarse caminos para unir entre sí los diversos fragmentos resultantes” (Pág. 148). Esta cita abre aún más claramente el panorama ante el cual se estrella Ferenczi al detenerse frente al material que presentan sus pacientes. El mecanismo de defensa puede resultar en la división del psiquismo en varias partes dependiendo de la incidencia e intensidad de los traumatismos a los que se expone el niño. Propone el término atomización (Atomisierung) como medida de cautela frente a otro, fragmentación (Fragmentierung), pero que pareciera más acorde con lo que evidencia la clínica. Acá se abre una luz con respecto a la manera como esta idea va adquiriendo forma en sus escritos. ¿Qué sentido puede dársele a esa proliferación de significantes y de lenguaje colorido en los escritos de Ferenczi? Sin duda, lo que se juega allí es un intento por atrapar algo, ese algo, ese hay que lo interpela como el rostro lévinasiano y que le dice “Heme aquí”. Ferenczi se esfuerza por darle sentido y acude para ello a los elementos de la ciencia que tiene a su mano, pero tal vez sea por fidelidad a eso que allí insiste y que es su
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motor y su pasión que no termina de cerrarlo en una totalidad teórica, sino que le deja el espacio abierto, lo acecha por uno y otro lado. Sigue tratando de encontrar su fundamento en la realidad, en el hecho de seducción realmente acaecido, pero si se llevara la discusión a término ahí, si lo que hubiera no fuera más que los efectos de un padre maltratador y perverso sobre la integridad psíquica, se estaría haciendo con la obra de Ferenczi eso contra lo que él se resistía y con lo que no comulgó: el silenciar ese real en una totalidad, en producir su ocultamiento a través de una conceptualización superficial disfrazada de polémica, en empaparlo de significantes que impidan escuchar algo sobre ese real que hace su aparición en su experiencia clínica y en sus escritos. Ferenczi explica en “Confusión de lenguas…” cómo el adulto utiliza al niño para su satisfacción pulsional, bien sean éstas sexuales o emocionales (de ira u odio). Este actuar del adulto aparece sorpresivamente para el niño y lo toma indefenso. El evento traumático entra a destruir un estado previo de seguridad propio y con respecto al mundo circundante del niño: alguien que anteriormente era portador de sentimientos de confianza por parte del niño pasa a llevar a éste de su estado de seguridad a otro de total desamparo y el sujeto traumatizado es ahora tomado por un sentimiento de absoluta inseguridad. Como consecuencia de esto, se somete y pasa a identificarse con el agresor, logrando que la agresión misma desaparezca de la realidad exterior y manteniendo aquella situación tierna que reinaba antes del trauma que entra irrumpiendo el orden previo de la constitución psíquica. Sin embargo, Ferenczi también nos dice que esto no basta para constituir un trauma y, al igual que en la elaboración traumática de Freud, se requiere de un segundo momento que en este caso es la respuesta del adulto. Considera que se necesitan dos tiempos para la patologización por trauma; es decir, la situación traumática, por sí sola, no resulta necesariamente en la producción del trauma. Hay un segundo movimiento que tiene que ver con la falta de soporte por parte de aquellas personas de las cuales depende el niño. Sobre este
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segundo movimiento, se observa que “la desaprobación de la madre como disfunción de la palabra es un agente traumático que redobla las iniciaciones precoces, que son disfunciones de la libido del niño” (Sabourin, 1984, pág. 19). Este comportamiento de los adultos respecto del niño que ha sido abusado está directamente en relación con el mecanismo psíquico en juego en la cristalización del trauma. La teoría traumática de Ferenczi se complejiza en el punto de cómo pensar los efectos de – y sobre – la memoria y la rememoración. La reacción que produce el trauma es de ruptura con la realidad, generando la autodestrucción de la conciencia. Hay un detenimiento del pensamiento y de las percepciones con el cual se paralizan las funciones psíquicas y no hay registro alguno de esas impresiones, ni siquiera a nivel inconsciente. De este modo, no habrá manera alguna de rememorar lo sucedido. El aparato psíquico no alberga ninguna de esas impresiones traumáticas. Al no haber registro y, por lo tanto, no haber posibilidades de recuerdo o de advenimiento de material a la consciencia, queda claro que lo que está en juego no es del orden de la represión, sino que habla de una dimensión mítica y estructural. Varios lectores de Ferenczi van a sugerir que se trata generalmente de un trauma sufrido en la primera infancia, trauma que de algún modo nunca se hizo consciente, pero que ha tenido su lugar en la realidad. Sin embargo, pocas veces se ha entendido que esa infancia inmaculada apunta a una dimensión estructural que tiene que ver con el trauma que implica la inmersión en el mar de la palabra. A través de esa identificación con quien ejerce la agresión, el psiquismo garantiza su propia existencia. Encuentra allí la manera de sobrevivir al maltrato. Además, logra mantener la imagen “buena” del adulto. Estas agresiones son graves, tienen que ver con violaciones o castigos pasionales; sobre todo, castigos por faltas que el niño no considera haber cometido. A pesar de no considerarlas como suyas, el niño encuentra la necesidad de identificarse con el agresor para mantener esa imagen buena del adulto (agresor) que es fundamental para él.
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Deviene, como resultado de la escisión, un niño que es, a la vez, inocente y culpable. El adulto, por su parte y movido por su culpabilidad, niega los hechos, lo que aumenta los efectos del trauma y produce la desconfianza del niño en sus propios sentidos. ¿Entendemos que la culpa aparece en el niño por la inocencia perdida, por el descuartizamiento que produce la entrada en lenguaje, una vergüenza producida por ese cuerpo deseante y sexuado, a saber, una culpa adánica ante la pérdida del Ursprache y de la eternidad y por la entrada en la historia? En “Reflexiones sobre el traumatismo” (1934), serie de notas que aparecen publicadas póstumamente, Ferenczi especifica los efectos del traumatismo sobre el psiquismo: “El «choque» es equivalente a la anulación del sentimiento de sí, de la capacidad de resistir, de actuar y de pensar en defensa del propio Yo. También puede ocurrir que los órganos que mantienen la defensa del Yo abandonen, o al menos reduzcan, sus funciones hasta el extremo. (La palabra «Erschütterung», conmoción psíquica, viene de «Schutt» que es igual a ruinas; engloba la destrucción, la pérdida de la propia forma y la aceptación fácil y sin resistencia de una forma sumisa, «a la manera de un saco de harina»)” (Pág. 153). La persona se abandona a sí misma ante la situación traumática. Hay un arruinamiento de la subjetividad, una destrucción de su propia persona y la entrega total a ese otro que comete la agresión. Nuevamente, Ferenczi encuentra en su clínica cómo el trauma como confusión de lenguas lleva al silenciamiento de la palabra del niño por la imposición del adulto, hasta tal punto que la realidad de su propia voz y su propia experiencia son borradas y su realidad negada. Es la realidad del otro la que pasa a operar como medida del mundo. Lo fundamental que empieza a aparecer es cómo la entrada en el lenguaje se hace erigiendo la diferencia del otro como enemigo de lo mismo. La voz del otro en tanto diferente de mí es el límite del lenguaje, el punto de lo innombrable, de la palabra impronunciable. Cuando el otro habla, no como otro de mí, sino como alteridad radical, ya no es posible la estructura del lenguaje como mecanismo de
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comunicación que funciona a partir de circunscribir el todo a significantes universales. Pero, precisamente, la estructura del lenguaje es la estructura de la incomunicabilidad porque impide que el otro hable, que haga su aparición en la palabra la alteridad radical. Allí sin duda habrá que hacerse amigo de los poetas que, sin dejar de pertenecer al orden del lenguaje, sino, precisamente, tomándolo como lugar de vida, a la vez como habitación y campo de batalla, han llevado a estirar la frontera del lenguaje hasta que sus pliegues se tornan transparentes y, transportando al lector hasta allí, lo invitan a contemplar sin demasiada sevicia, por entre esos pliegues transparentes, las primicias de luz que se asoman desde el otro lado. Ferenczi, en ese mismo movimiento de empujar contra las cuerdas, expone a la disciplina psicoanalítica frente a los límites de su libertad, a saber, la frontera que enmarca la particularidad de una práctica parlante y sexuada. Con Lacan No es fácil rastrear la presencia de Ferenczi en el pensamiento de Lacan. Se sabe que lo apreció, que lo utilizó, que lo recomendó y que lo incorporó, pero rastrear la presencia de su pensamiento y el modo en que Lacan lo toma es difícil, como suele suceder con la mayoría de las referencias en la obra del psicoanalista francés. Se sabe, por medio de Granoff (1997), que Lacan le recomendó a éste su lectura. Barzilai (1997), por su parte, sugiere diferencias en la comprensión del concepto de Nachträglichkeit por parte de ambos psicoanalistas. Haciendo un recorrido por los seminarios de Lacan, se observa que el nombre del analista húngaro hace su aparición en ciertos momentos contundentes. Sin duda habrá habido algún nivel de identificación en cuanto a sus lugares en el interior del psicoanálisis, ese lugar maldito del infant terrible y de la excomunión. Pero tal vez el lugar más eficaz, menos obvio y menos estudiado
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sea la relación de Ferenczi con el lenguaje y, en particular, la relación entre trauma y lenguaje en la confusión de lenguas. André Haynal (1997) se aventura a establecer relaciones entre Ferenczi y Lacan. Afirma que a pesar de la exclusión a nivel mundial de la obra de Ferenczi, Lacan expresó abiertamente su interés por la obra del analista húngaro. Cabe recordar que incluso en Norteamérica, Ferenczi no se enseñaba en los institutos psicoanalíticos. En Inglaterra sus escritos encontraron un terreno más fértil, de la mano de Balint, en los grupos kleinianos y en el “Middle Group” winnicottiano. Lacan destaca en su escrito “La dirección de la cura y los principios de su poder” (1958) que “Puede decirse en efecto que el artículo de Ferenczi: Introyección y transferencia, que data de 1909, es aquí inaugural y que se anticipa con mucho a todos los demás ulteriormente desarrollados de la tópica [de la transferencia]” (pág. 592). Más adelante retoma sus comentarios sobre el pensamiento ferencziano: “Fuera de este foco de la escuela húngara de tizones ahora dispersos y que pronto serán cenizas, sólo los ingleses en su fría objetividad han sabido articular esa hiancia de la que da testimonio el neurótico al querer justificar su existencia, y por ende implícitamente distinguir de la relación interhumana, de su color y de sus engaños, esa relación con el Otro en que el ser encuentra su estatuto” (pág. 593). Pero a pesar de este buen intento de Haynal por establecer una relación entre el analista francés y el húngaro, sigue siendo insustancial para establecer una relación conceptual. El real que se intenta dilucidar en Ferenczi tal vez encuentre su forma más adecuada en la última enseñanza de Lacan, precisamente en el lugar de no anteponer ninguna forma a lo real, en hacerle el rodeo a la imagen y en exponer el rostro a ese real. En una conferencia sobre el trauma, Eric Laurent (2002) trae una cita de Lacan: “El síntoma es la respuesta del sujeto a lo traumático de lo real” (versión digital). Así, se pone en evidencia la relación entre síntoma como manifestación de la enfermedad, el trauma y lo real. En ese sentido, encontramos en Lacan los puntos de apoyo para hacer una lectura novedosa de
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Ferenczi que permitan reencontrar en él las anticipaciones para la actualidad del psicoanálisis y, a la vez, su posición ética como analista. Sobre esos cimientos se apoya lo fundamental del descubrimiento de Ferenczi que suele permanecer tras los velos: que el trauma no corresponde a un traumatismo acaecido en la realidad, sino a algo estructuralmente más profundo, a una respuesta del sujeto humano y hablante frente a lo real. De este modo no se está obviando la participación contingente de la realidad en la operación del trauma que sin duda tiene su lugar más que protagónico, sino que se está afirmando que el elemento traumatizante de la situación traumática no está en los hechos acaecidos, es decir, en el relato imaginario que pueda hacerse del mismo, o en los efectos que pueda tener sobre la construcción fantasmática, sino precisamente en lo que ese relato vela, que es, nuevamente, lo real como límite de la palabra del hablante. Ese real que insiste y persiste, encuentra un sustituto para la voz que no puede tener en las manifestaciones sintomáticas del paciente enfermo. Pero la técnica va a encontrar allí nuevamente un punto nodal que lanza la pregunta que gobierna y guía la reflexión ferencziana: ¿puede lo que ocurra en ese análisis ir más allá de la confusión de lenguas o es la confusión misma el límite del psicoanálisis como práctica del habla? Lacan se mueve a su vez en el mismo terreno en lo que se conoce como su última enseñanza: ¿Cómo incluir lo real en la práctica analítica sin hacer de eso real una imagen o una representación? ¿Cómo tramitar lo real por lo real, sin reducir lo que en lo real insiste a partir del silenciamiento de la palabra en el plano simbólico? Ferenczi va a enunciar esto de distintas maneras y se encontrará el eco de esa insistencia en el pensamiento de otros autores, tales como Donald D. Winnicott, por ejemplo: ¿Cómo evitar que el dispositivo analítico repita el esquema inicial que produjo el trauma? Para enriquecer esta problemática, es pertinente incluir pensadores que operen desde otros campos del saber. En particular, aparecen como imprescindibles Walter Benjamin y Emmanuel Lévinas ya que, como pensadores inscritos en la
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tradición judía, insertan sus desarrollos filosóficos en lo fundamental de la palabra escrita y del lenguaje. Sus aportes a la temática de la traducción y de la confusión de lenguas son acertados para encaminar la relectura de la obra de Ferenczi. Específicamente, el tema de la traducción, el cual es discutido en esta investigación, no es apropiado sólo por las dificultades que presenta el paso de los escritos de Ferenczi de un idioma a otro, sino por cuanto es un efecto de la naturaleza misma del lenguaje el que en él habite el equívoco. Con Walter Benjamin Walter Benjamin, como los principales filósofos judíos del siglo XX, pone el judaísmo como tela de fondo de todo su pensamiento. Pesa, en el pensamiento de estos filósofos, la figura del Mesías como una promesa siempre futura y también, fundamentalmente, la significancia de la palabra escrita. Benjamin, por su parte, profundiza, de la mano de su amigo Gershom Sholem, en temas cabalísticos y la lectura de la Torah. De allí su pregunta permanente por el estatuto del lenguaje y de la palabra escrita. La figura de Adán y su relación con el lenguaje nominativo, como aquel que da su justo nombre a los seres del Paraíso, y el mito de la torre de Babel en tanto nacimiento de la confusión de lenguas y de toda traducción, serán nodales en su pensamiento. De la reflexión de estos pasajes bíblicos, donde se sentencia, además, el nacimiento mismo de la historia con la expulsión de Adán y Eva del Paraíso, Benjamin pasará a desmenuzar qué es eso del traductor y qué es eso de traducir. No pretende, ingenuamente, restituir el lugar de una lengua universal, la famosa Ursprache que reinaba anterior a toda lengua, ni una Grundsprache que tejería un vínculo divino como aquel con el que gozaba y era gozado el Presidente Schreber, sino que pensará en vez en una Zwischensprache o interlengua, esa que discurre y se produce en el paso de un texto de un idioma a otro idioma. En cada una de esas traducciones, que no son
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transcripciones de textos de un idioma a otro, sino que son producción de nuevos textos, se van explotando los contenidos del lenguaje y se va enriqueciendo cada vez más a medida que se le exprimen nuevos sentidos. De esta manera, de la mano de la figura del traductor, Benjamin pretende sortear la confusión de lenguas que es constitutiva que cada idioma, no a partir de erigir una lengua como superior a otra, ni de la primacía del original sobre la traducción, sino de la Zwischensprache como lugar de posibilidad de un encuentro del lenguaje con su propio potencial semántico, como lugar donde la lengua escrita se encuentra con su propio cara a cara. Es allí, en la abertura, en el quiebre, en el entre, entre dos lenguas, entre una lengua y otra lengua, que Benjamin encuentra lo fundamental de la experiencia del lenguaje. No es el ente de la estructura del lenguaje, su esencia, sino, por el contrario, su entre, su lugar de tránsito, de abertura, de quiebre, de desvanecimiento. Esta dimensión del entre es fundamental para lograr la articulación de la filosofía de Benjamin con el psicoanálisis ya que a lo que apuntaría un análisis no sería a rescatar la voz original, el Ursprache del analizante, la palabra de su esencia (ni la esencia de su palabra), ni tampoco a entender que el lenguaje que le ha impuesto el Otro es la lengua última que en él habla, sino por el contrario ubicar al sujeto en la hiancia que lo compone, contra esa falta en el lugar del fundamento, y es en los movimientos sobre esa hiancia y en la palabra que desde y sobre ella pueda articularse, que se va rescatando un lenguaje que posibilite salir de la alienación que produce el ser hablado por el Otro e ir dando cuenta del sujeto analítico. Con Emmanuel Lévinas Lévinas es uno de los más importantes pensadores del siglo XX y tal vez sea el filósofo que más en serio se haya tomado el intento de pensar la diferencia, encontrándose allí con los límites mismos del lenguaje, con la dificultad que en éste se
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encuentra para pensar lo otro, la diferencia, por fuera del concepto que cierra el universo de sentido en una totalidad. Lévinas centra su pensamiento ético en la figura del otro y es supremamente cuidadoso, y tal vez la totalidad (siempre abierta) de su obra no sea más que el intento por dar ese rodeo para sortear la imposibilidad con la que se topa, en afirmar el lugar de ese otro no como lo otro de mí, sino lo otro en tanto otro. Es decir, pretende centrar todo el peso de su reflexión ética en ese otro anterior a todo a priori sin hacer de él una representación, sin encerrarlo en un campo de mismidad, sino preservar su lugar de otro y la diferencia radical de ese otro como fundamento sin fundamento, an-arquico, de toda reflexión ética y de la justicia. La apelación a Lévinas es movida por el intento por comprender ese otro radical preservando su afuera, su más allá, sin encerrarlo en las fronteras totalizantes del concepto. Lévinas es fundamental en tanto ubica a ese otro radical en lo que puede nombrarse en este estudio como un “más allá” de la confusión de lenguas, en tanto preserva su afuera. El lenguaje de la metafísica, que hace de las palabras conceptos que cierran la multiplicidad en lo uno, no ha logrado pensar al otro. Los intentos por pensar la diferencia, incluso la differance derridiana, terminan pensando lo otro como otro de: otro de alguien, otro de mí. Ese modo de entender lo diferente como diferente de algo no deja de proponer lo mismo como medida y punto de partida de lo otro. El intento de Lévinas es ir más allá de esto, más allá de esa tendencia a la mismidad propia del lenguaje de la filosofía. De esta manera, Lévinas nos ubica en un eje central, pues su modo de usar el lenguaje y su modo de ubicar al otro radical como eje del pensamiento filosófico brindan herramientas para pensar ese lugar del otro anterior a la confusión de lenguas, como sería el lugar de la infancia inmaculada de Ferenczi. Habría, por lo tanto, dos ejes en juego: el primero tendría que ver con esa dimensión real del lenguaje que desde Ferenczi se enuncia como confusión de lenguas, lugar de imposibilidad, inquebrantable pero siempre presente en tanto no simbolizable y, por el otro lado, el lugar de ese otro mítico que interpela como
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posibilidad de un devenir más acá de la confusión, como lugar inmaculado en tanto no atravesado por el lenguaje, el extranjero de la palabra. Habiendo podido rastrear la naturaleza de este recorrido en Lévinas, y sin pretender de manera alguna sugerir un psicoanálisis de inspiración lévinasiana, es posible proceder a insertar esta reflexión sobre el otro como problemática del psicoanálisis, a saber, ¿cómo incluir a ese otro en la experiencia analítica? ¿Cómo un psicoanálisis que sea apertura al otro radical y no tendencia a la mismidad o diferencia de algo? ¿Cómo pensar una diferencia como acontecimiento analítico que no apele ni a una lengua esencial ni a la recuperación de una infancia inocente y tierna? El ubicar la reflexión en la apertura al otro reclama el advenimiento y la presencia de otro que no sea mismidad en tanto enajenamiento del ser por la palabra del otro ni diferencia a partir del ser de otro, es decir, un sujeto analítico que no se afirme sólo por su diferencia del otro. La revisión en torno a este tema llevada a cabo a lo largo de este recorrido revelará si es posible dicha inclusión o si la confusión de lenguas y el otro como diferencia de lo mismo son límites inquebrantables de la lógica y práctica psicoanalítica. Tanto Lévinas como Benjamin serán retomados en capítulos especiales en los que se profundizará su importancia y pertinencia para los objetivos propuestos.
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III PROYECTO DE RELECTURA
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La psicología experimental es exacta, pero no nos enseña nada, el psicoanálisis es inexacto, pero revela relaciones insospechadas y descubre capas del psiquismo inaccesibles de otro modo. Ferenczi, Sobre la historia del movimiento psicoanalítico, Segundo Congreso de Nuremberg En lo que sigue a este libro, el lector encontrará un recorrido por la obra de Ferenczi que no pretende ser simplemente un recorrido bibliográfico exhaustivo por diferentes textos intentando hacerle justicia a los mismos, sino la producción de nuevos contenidos y significaciones que, estando en los textos, aparecen como no-dichos y ocultos entre los pliegues, esperando para hacer su aparición en esos sentidos novedosos. Como bien lo señala Héctor López (2007), “ese es el trabajo del investigador: permitir el advenimiento de un sentido nuevo que siempre se produce por retroaccción. Los pasos para dar lugar a ese acontecimiento textual, no se dan en la „iluminación‟ sino en el transcurso de un arduo trabajo: el de restituir la sincronía de las relaciones lógicas en la dispersión diacrónica de los textos interesados” (pág. 71). Hemos insistido fervorosamente sobre el olvido sistemático de la obra de Ferenczi y del ocultamiento de su nombre propio bajo etiquetas peyorativas: tildarlo de loco o enfermo, significantes que han llegado a nublar no sólo su práctica, sino también la validez de su producción teórica e investigativa. Pero no nos limitaremos de ninguna manera a lamentarnos de esa omisión. Por el contrario, ha sido
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indispensable nutrirnos de ella, a partir de un lugar bastante particular y que tiene que ver con esa necesariedad de la ausencia como lugar de fundación de una determinada discursividad. Como señala Michel Foucault (1984), “Para que haya regreso [retorno a], en efecto, primero, tiene que haber olvido, no olvido accidental, no recubrimiento por alguna incomprensión, sino olvido esencial y constitutivo” (pág. 17). En este sentido, Ferenczi, como autor, tiene que desaparecer para que el retorno a su obra sea posible. Las lecturas de la obra de Ferenczi, por lo general, han desconocido ese papel de “muerto” indispensable que cumple todo autor para que haya lugar a una lectura de su obra. La manifestación directa de esto es la imposibilidad de desligar la persona de Ferenczi, su historicidad y la sucesión de hechos, experiencias, anécdotas y vivencias que se suman para recopilar el relato de una existencia en el tiempo y que aparecen ordenados cronológicamente en los diferentes documentos que compilan la historia del psicoanálisis, mas no la del movimiento psicoanalítico. El retorno a la obra ferencziana aquí realizado pretende leer esa presencia en el texto que aparece como omisión en su lectura. Consiste en un movimiento de traer a la luz las lagunas olvidadas de la obra que pertenecen a la propia arquitectura del texto, a sus relaciones internas, pero que no han sido desocultadas en el discurso. Como señala también Foucault (1984), lo que aparece en los retornos no es la creación del nuevo autor (investigador) sobre el texto antiguo, sino que se descubre, sobre eso nuevo que aparece, que “esto estaba ahí, bastaba leerlo, todo se encuentra ahí, los ojos tenían que estar muy cerrados y los oídos muy tapados para no verlo y oírlo; e inversamente, no, no es en esta ni en aquella palabra, ninguna de las palabras visibles y legibles dice lo que ahora está en cuestión, se trata más bien de lo que se dice a través de las palabras, en su espacio, en la distancia que las separa” (pág. 18). Por lo tanto, redescubriendo esa sincronía estructural de los textos, invisible a lecturas anteriores, se trae a la presencia lo no leído del texto, aquello que aguardaba desde siempre en los pliegues
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significantes, pero que, a su vez, no está en significante alguno, sino en el modo discursivo en los que se enlazan esos significantes en la lectura propuesta para efectuar ese retorno a Ferenczi. Se tuvo en cuenta, también, para el presente estudio, cómo una investigación psicoanalítica no se corresponde con los modos en que procede la investigación científica, lo cual no implica un déficit por parte del método psicoanalítico, sino, por el contrario, una de sus ganancias, por cuanto el psicoanálisis se ocupa de aquello que la ciencia excluye y que, para decirlo todo, adquiere un sólo nombre: lo Real. La lógica psicoanalítica, congruente con su propio movimiento, funciona a partir una lógica que le es propia y que se sigue del proceder freudiano que gobernó los pasos que lo llevaron a descubrir el funcionamiento del Inconsciente. Es así que se ha trabajado a partir de una serie de convivencias. En cuanto a esas convivencias, se ha articulado a Freud en relación al trauma psíquico y al trauma de guerra. Con Ferenczi, el diálogo se encontrará abierto al trauma como efecto de la confusión de lenguas, la realidad del trauma y a la “confusión de lenguas” como el nombre que adquiere el real que interpela desde su obra. Con Walter Benjamin, se ha abordado la traducción como un modo de poner a hablar el lenguaje. Para ello, la figura del traductor ha sido fundamental, pues opera como un modo o bien de sortear, o bien de “hacer con”, la confusión de lenguas y han sido significativas las implicaciones de esto en relación al mito de la Torre de Babel. Interactúan también sus desarrollos en torno a la pérdida de la palabra de los soldados que vuelven de las trincheras de la Primera Guerra Mundial (1936). Con Lévinas, ha operado la figura del otro en tanto otro, el otro como lo radicalmente otro y no como lo otro de mí, la crítica del pensamiento de la mismidad y de la diferencia y sus intentos de que el otro hable más allá de la confusión de lenguas. Interesan estos aportes por cuanto iluminan las problemáticas introducidas en la primera parte y aportan a la terapia psicoanalítica misma. Por último, está la convivencia con
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Lacan y su clínica de lo real, su intento por dar cuenta de ello sin anteponer la representación o la imagen, intentando tramitar lo real por lo real. En cuanto a los escritos de Ferenczi, han sido sus trabajos de 1931 y posteriores los que han servido para armar y dar cuenta del concepto de “confusión de lenguas” en su obra. Se ha realizado este corte temporal, como se ha explicado, porque es allí que se produce la mayor distancia teórica entre Freud y Ferenczi. Son los escritos de esos años, además, los que le valen el mal nombre a Ferenczi al interior de la comunidad analítica y seguramente se debe a ellos el demérito de su obra, después de haber sido ampliamente halagada hasta entonces. Es en la relectura de estos textos que se busca insertar una diferencia conceptual. Igualmente, la producción teórica de Ferenczi de esos años hasta su muerte no está desligada del resto de su obra y es posible trazar nexos e hilos conductores con su producción anterior. Esto da cuenta de la lógica empleada por Ferenczi en su producción teórica y clínica, fiel a los presupuestos psicoanalíticos. Será posible observar cómo una relectura de la obra de Sandor Ferenczi permite comprender nuevas consecuencias de la dimensión traumática del lenguaje trabajada en sus escritos, al mismo tiempo que permite situar la importancia y originalidad de su producción en la historia del movimiento psicoanalítico. Se encontrará cómo las elaboraciones de Ferenczi a partir de 1932 no son un retorno a la teoría freudiana de la seducción, sino un nuevo desarrollo en torno al trauma de gran originalidad y pertinencia para pensar el psicoanálisis contemporáneo. En el recorrido, además, se tomará la noción de despertar, la cual es pertinente para ubicar el lugar de Sandor Ferenczi en la historia del movimiento psicoanalítico. Esta noción de despertar, elaborada por J. –A. Miller (1986), permite pensar el lugar de Ferenczi en el psicoanálisis contemporáneo. El despertar hace referencia al deseo de un encuentro con lo real; sin embargo, el encuentro con lo real no es posible. Del mismo modo que no es posible despertar de lo
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real, no es posible despertar de la confusión de lenguas. Despertar a la confusión de lenguas hace referencia a la producción de un deseo de despertar. Para Miller, el deseo del analista tiene que ver con el deseo de despertar a lo real. Las innovaciones técnicas de Ferenczi, si bien puestas en marcha por una pasión por la eficacia del análisis, pueden ser leídas como intentos por producir una incomodidad en el paciente que esquive el sueño del sentido. La noción de despertar, construida a partir de las conceptualizaciones presentes en los escritos de Miller, ha sido utilizada para ubicar las relaciones entre la confusión de lenguas y lo real y el deseo del analista en la producción teórico-clínica de Ferenczi. En las páginas que siguen, el lector encontrará la producción de una relectura de la obra de Sandor Ferenczi que rescata su importancia para el psicoanálisis contemporáneo y la ubica en la lógica del movimiento psicoanalítico.
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IV VIEJAS RUPTURAS, NUEVOS ENLACES
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La palabra es un relato de la historia del trauma. Sandor Ferenczi (1932), Diario Clínico La obra de Sandor Ferenczi es extensa y prolífica. Excluyendo sus escritos preanalíticos, su obra, siempre producida en un fervoroso interés psicoanalítico, guarda un permanente diálogo y reivindicación de la obra de su maestro Freud. Sin embargo, 1932 puede ser leído como un punto de giro para su obra, a partir de su escrito “Confusión de lengua entre los adultos y el niño”, y el momento de su mayor distanciamiento con Freud, donde su obra cobra además su mayor originalidad. A este escrito, que constituye una conferencia que leyó Ferenczi en el Congreso de Wiesbaden, y en ese mismo año, le seguirá su obra más fragmentaria, dentro de la cual se destacan su Diario clínico (1932d), “Notas y fragmentos” (1932f) y “Reflexiones sobre traumatismo” (1934), todos publicados póstumamente. La preocupación de Ferenczi en sus últimos años está ligada a sus preguntas sobre la etiología y causa del trauma psíquico, la fragmentación del psiquismo y la personalidad y el papel del trauma como real, en oposición a la realidad psíquica. Este último, junto con los factores transferenciales y contratrasferenciales de su relación con Freud referidos en su correspondencia de los últimos años, será el punto de mayor discusión y distanciamiento entre ambos psicoanalistas. Paradójicamente, a pesar del carácter fragmentario de sus escritos tardíos, son éstos los que más consistentemente ahondan
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en torno de las nociones de fragmentación y trauma psíquico. Si bien pueden encontrarse vestigios de esta preocupación vital de Ferenczi en su producción teórico-clínica de años anteriores, se ahondará en su producción última, trayendo a la presencia, en la medida en que sean pertinentes, algunos escritos anteriores, los cuales reflejan una coherencia y una derivación lógica a lo largo de su obra. Freud, por su parte, confiere gran parte de sus escritos al tema del trauma, inicialmente en relación a la etiología de la histeria y la neurosis obsesiva, y luego en relación a las neurosis de guerra, tema que se articulará posteriormente, y a partir de 1920, con el fenómeno de los sueños traumáticos y la repetición. El libro Lo que queda de Auschwitz (2000) de Giorgio Agamben permite explorar otra dimensión del trauma de guerra, no ya aquella sobre la que debatieron los psicoanalistas, neurólogos y psiquiatras de principios del siglo XX, a saber, la Primera Guerra Mundial, sino aquella otra que ya se vaticinaba en los escritos freudianos, precisamente, la Segunda Guerra Mundial y los horrores de la misma. Agamben recupera de los escritos de Primo Levi y de algunos otros sobrevivientes de los campos de concentración la figura del musulmán como aquel prisionero que ha perdido todos sus atributos humanos, entre esos, evidentemente, el habla. Así, para Agamben, lo no-dicho no es lo que se excluye de lo dicho, sino aquello que moviliza y apuntala lo dicho. El musulmán evidencia la pérdida de la posibilidad de que aflore un sujeto y, por su condición en relación al lenguaje, queda impedido para dar testimonio de su vivencia. De ese modo, el musulmán sugiere una frontera con lo real por cuanto en él se evidencia lo intestimoniable del sujeto, pero no como lo otro del sujeto, sino como su permanente posibilidad y condición en el proceso de subjetivación y desubjetivación. Lévinas va a sugerir un modo de disponer el pensamiento que permita abrir el camino para que el otro advenga a la presencia de la filosofía sin que se convierta en objeto de la misma. El laberinto lévinasiano es cómo pensar
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aquello otro del pensar sin reducirlo a un concepto, siendo que el pensamiento opera haciendo de lo otro mismidad, es decir, objeto del pensar. Así, en comunión con las líneas de pensamiento trazadas, Lévinas procurará dar testimonio de lo intestimoniable: si bien el otro otro es lo perdido estructural de todo pensamiento, es precisamente porque falta y porque agujerea lo existente que insiste en la producción de pensamientos que, a pesar de que no logran producir más que mismidades, intentan bordear la frontera de lo incercable de lo real. Otro autor, judío como Lévinas, es Walter Benjamin, quien desmenuza las posibilidades del lenguaje para dinamitar lo imposible de significar que mora en la palabra. Releyendo su tradición judía, tan entrelazada con el origen verbal y de palabra del mundo, inserta la reflexión del lenguaje en el tema de la traducción y, en particular, en la imposibilidad estructural de ésta. Habiéndose perdido ese ancestraje mítico de las lenguas comunes, la confusión de lenguas es el real que habita todo lenguaje: un agujero de la imposibilidad de significar que, sin embargo, es motor de toda producción idiomática. Así, más que apuntar a un metalenguaje, la riqueza humana habita en una lengua intermedia que regala al mundo la confusión de lenguas. Este otro modo de abordar el pensamiento y el lenguaje, forzando al pensamiento a mantenerse al margen de los intentos de inscribir su objeto dentro de la metafísica filosófica, va en comunión con lo que Jorge Alemán nombra como la antifilosofía, término tomado de una conferencia de Lacan. En los confines de las herramientas técnicas que prometen un idilio de lo ilimitado, por fuera de la mediación de la castración, el pensamiento de la antifilosofía – esa bisagra entre la filosofía y el psicoanálisis – apunta a escuchar aquello que las épocas – tiempo en el que se tarda la humanidad en significar un trauma – no asimilan, el resto desligado de su temporalidad y su significancia, nada menos que su real. Porque es justamente lo real lo que designa los vectores de movimiento del psicoanálisis mismo, más no lo hace la voluntad del psicoanalista. El psicoanálisis aparece en el seguimiento y en la escucha de esa ruta. Siguiendo ese
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silencio y atreviéndose a otro modo de pensar es que Ferenczi arriba al pensamiento de la confusión de lenguas como ese real que habla de lo estructuralmente perdido de toda significancia, que a su vez es motor de lo simbólico.
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V LA HISTORIA DE “CONFUSIÓN DE LENGUAS ENTRE EL ADULTO Y EL NIÑO”
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No me extrañaré si esta conferencia, como algunas de las que he publicado en los últimos años, les deja la impresión de una cierta ingenuidad en cuanto a mis puntos de vista. Que alguien, tras veinticinco años de trabajo analítico, comience repentinamente a sorprenderse ante el hecho del traumatismo psíquico, puede parecerles tan extraño como aquel ingeniero conocido mío que, habiéndose jubilado tras cincuenta años de servicio, acudía todos los días a la estación para admirar la partida del tren y exclamar una y otra vez: «¡Qué maravillosa invención la de la locomotora!» Sandor Ferenczi (1931), Análisis infantil en el análisis de adultos El artículo de Ferenczi “Confusión de lenguas entre el adulto y el niño. El lenguaje de la ternura y la pasión” (1932a) fue la presentación inaugural del XII Congreso de Psicoanálisis en Wisbaden, Alemania, el 12 de septiembre de 1932. Ferenczi presentó su trabajo frente a varios psicoanalistas del momento, entre los que no estaba Freud, quien no atendió por problemas de salud. Si bien Freud no escuchó esa conferencia, la conocía por boca de Ferenczi, quien se la había leído en su casa algún tiempo antes. La respuesta de Freud fue contundente: la rechazó de inmediato. Entre los analistas que sí la oyeron estaban “Anna Freud, Federn, Alexander, Jekels, Jones, de Groot, Brunswick, Simmel, Harnick, Bonaparte, Sterba, Reck, Balint, Deutsch, Rado, Weiss, Odrir, Glover, Roheim, Menninger, de Saussure2”. (Masson, 1984, p. 15). El rechazo de la ponencia fue 2
Error en el original, donde aparece “Sausseiere” en lugar de “Saussure”.
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generalizado: los nuevos métodos presentados, la resonancia de una vuelta a la teoría de la seducción, el enfoque sobre el abuso sexual infantil, el énfasis en el trabajo sobre casos difíciles y la evidente ruptura con el pensamiento de Freud han sido las principales causas atribuidas al malestar que produjo. Sin embargo, no es ese el comienzo del conflicto Freud-Ferenczi, sino que probablemente pueda rastrearse desde la publicación del trabajo conjunto de Ferenczi y Rank de 1924 titulado Perspectivas del psicoanálisis. Por otro lado, es también extraño que esta ponencia en particular haya generado tanto revuelo porque, si bien marca un giro importante en la obra de Ferenczi, no es incongruente con lo que venía siendo el resto de su obra. Desde sus escritos preanalíticos, Ferenczi expresaba su interés por los casos difíciles, presentaba ideas poco ortodoxas acerca de la psiquiatría e innovaciones técnicas para el tratamiento de sus pacientes, todo esto aún antes del comienzo de su relación con Freud3. El punto que suele enfatizarse cuando se retoma el rechazo de Freud frente al trabajo de Ferenczi es sin duda el tema de la vuelta a la primera neurótica freudiana. El abandono de la teoría de la seducción por parte de Freud ha sido blanco de muchas hipótesis. Para Jones (1953) parecía ser un avance en la teoría psicoanalítica producto del autoanálisis emprendido por el propio Freud (pág. 265-266); otros, como Anzieu (1975, pág. 311-315), Max Schur (1972, pág. 113-114) y Sulloway (1979, pág. 205) han estado de acuerdo con el abandono de la Neurótica y han tomado ese abandono como línea directriz para sus propios trabajos; para otros como Masson (1984), por el contrario, interpreta ese abandono como una pérdida de valor por parte de Freud; y Krull (1979), yendo aún más lejos, ve el abandono de la teoría de la seducción también como un retroceso y atribuye el hecho a la ambivalencia de Freud con respecto a su propio padre Ver, por ejemplo, el artículo de 1902 “Homosexualities feminine” publicado en Gyögyaszat, No. 11, pp. 167-168. 3
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(referido por Rachman, 1989, pág. 184). Estos últimos comentarios reflejan la voz de una tradición en psicoanálisis que siempre ha mantenido viva la importancia de la primera neurótica freudiana. En este sentido Ferenczi sigue siendo retomado por estos autores porque fue él quien abrió la puerta para pensar el abuso emocional como un trauma. De todas maneras, no queda del todo claro que esto haya sido una afirmación tan descabellada para Freud, pues él mismo la siguió trayendo a colación en sus escritos y conferencias posteriores al supuesto abandono de la teoría de la seducción. En la número 23 de sus Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-1917), titulada “Los caminos de la formación del síntoma”, Freud afirma que “Particular interés presenta la fantasía de seducción, aunque sólo sea porque a menudo no es una fantasía, sino un recuerdo real” (pág. 333). Con facilidad los comentadores de Ferenczi afirman que Freud abandona la teoría de la seducción traumática antes de 1900, pero las referencias posteriores de Freud a la misma son, en todo caso, omitidas. La más decisiva de ellas se encuentra en De la historia de una neurosis infantil (el <
>) (1918 [1914]). Allí Freud escribe: “Del historial del tratamiento debo destacar algo todavía: se tuvo la impresión de que con el dominio de la escena de Grusha, de la primera vivencia que efectivamente pudo recordar y recordó sin mi ayuda y sin mi conjetura, quedaba resuelta la tarea de la cura. A partir de ahí ya no hubo resistencias, sólo hizo falta reunir y comprender. La vieja teoría del trauma, que por cierto se había edificado sobre impresiones obtenidas en la terapia psicoanalítica, recuperó de golpe su vigencia” (pág. 87). Según Sabourin (1984), en algunos momentos Freud parece omitir toda nueva relación con la antigua teoría traumática (como en el estudio del caso Schreber) y, en otros, parece volver a ella, como, “por ejemplo en 1924 cuando confirma que <>” (pág. 17). Acá Sabourin está haciendo referencia a una nota a pie de página que Freud incluye en 1924 a su texto de
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1896 Nuevas puntualizaciones sobre la neuropsicosis de defensa. En ese escrito, Freud trata la seducción como un acto concreto y no como fantasía o mascarada. La nota agregada en 1924 dice: “Esta sección está bajo el imperio de un error que después he admitido y rectificado repetidas veces. Por aquel tiempo yo aún no sabía distinguir entre las fantasías de los analizados acerca de su infancia y unos recuerdos reales. A consecuencia de ello, atribuí al factor etiológico de la seducción una sustantividad y una validez universal que no posee. Superado este error, se abrió el panorama de las exteriorizaciones espontáneas de la sexualidad infantil, que describí en Tres ensayos de teoría sexual (1905d). Sin embargo, no todo lo contenido en ese texto es desestimable; la seducción conserva cierta significatividad para la etiología, y todavía hoy considero acertados muchos de los desarrollos psicológicos aquí expuestos” (pág. 169). Se podrían nombrar otros ejemplos en Freud, tal como el hecho real de la muerte del padre en Tótem y tabú (1913) y la real identidad y posterior asesinato de Moisés el Hombre en Moisés y la religión monoteísta (1939). De esta manera se observa que Freud no tomó una postura definitiva al respecto de la teoría de la seducción. Esto se suma además al hecho que “en algunas cartas a Fliess, censuradas por la descendencia oficial de Freud, Max Schur ha encontrado detalles que ayudan a comprender la magnitud del conflicto de Freud a este respecto. Contrariamente a sus sucesores, Freud nunca se inclinó por opiniones definitivas a favor o en contra de la teoría de la seducción” (Sabourin, 1984, pág. 15). Sabourin (1984) aporta una precisión que ayuda a entender la particularidad de la lengua alemana con respecto a la seducción. En ese idioma, la palabra que tanto Freud como Fliess usan para referirse a la seducción es Verführung, la cual tiene un sentido activo, es decir, se utiliza “seducción como desorientación, como desviación, en este caso desviación del deseo del niño por el adulto, y no seducción, tomada en sentido pasivo, como ocurre en el francés [y en todo caso, en castellano también], es decir seducción como encanto o tributo de la
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persona que trata de ser objeto del deseo de otro, ni seducción como fantasía (originaria o no), y mucho menos <>” (Baudrillard, 1979, citado por Sabourin, 1984, pág. 15). Ferenczi era consciente de que reavivaba la antigua polémica sobre el trauma y sugería motivos bastante íntimos, en relación a su enfermedad, para ello. En una carta del 20 de julio de 1930 le escribe a Freud: “<>” (citado por Dupont, 1997, En: Diario clínico, 1932e, pág. 16). Si bien se hace evidente la presencia de esta disputa en torno a la realidad del trauma, se observa que para Freud la vieja teoría traumática no era un archivo caduco ni mucho menos. Esto lleva necesariamente a suponer la presencia de un “algo más” en el escrito de Ferenczi de 1932 que alimentó la beligerancia freudiana. Y, efectivamente, hay un aspecto menos atendido de la polémica Freud-Ferenczi con respecto a la Confusión de lenguas, el cual tiene que ver con el factor pulsional, y que podría expresarse de la siguiente manera: mientras que para Freud hay un elemento mortífero en cada sujeto, para Ferenczi ese elemento mortífero aparece por efecto del otro; adviene por el efecto traumático de la acción del otro y, de no ser así, no tendría por qué desatarse el mismo. Sin embargo, también sobre este punto pueden encontrarse las idas y venidas de Freud. Según escribe en la conclusión de Tres ensayos de teoría sexual (1905), “<
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niño de forma perversa polimorfa>>” (citado por Sabourin, 1984, pág. 14). Factores traumáticos externos, tales como las seducciones infantiles por parte de adultos, pueden tener efectos catastróficos sobre el desarrollo libidinal, bien sea frenándolo, retrasándolo o desviándolo. En una nota a pie de página de El yo y el ello (1923), Freud afirma lo siguiente: “No es fácil para el analista luchar contra el obstáculo del sentimiento inconsciente de culpa. De manera directa no se puede hacer nada; e indirectamente, nada más que poner poco a poco en descubierto sus fundamentos reprimidos inconscientemente, con lo cual va mudándose en un sentimiento consciente de culpa […] es honesto admitir que aquí tropezamos con una nueva barrera para el efecto del análisis, que no está destinado a imposibilitar las reacciones patológicas, sino a procurar al yo del enfermo la libertad de decidir en un sentido o en otro” (pág. 51). Freud se topa en este punto con una barrera para el psicoanálisis, con un punto más allá del cual no se puede avanzar. El sentimiento inconsciente de culpa sería un elemento mortífero de la pulsión de muerte no desanudable por vía del psicoanálisis. Más allá de estas diferencias teóricas, los hechos parecen probar que Freud tuvo un papel activo en la omisión de la publicación en inglés de la ponencia de Ferenczi en el Congreso de Wiesbaden. Rachman (1989) presenta una serie de evidencias que demuestran que Freud excluyó deliberadamente el artículo de Ferenczi de toda publicación posterior, valiéndose de la ayuda de otros miembros de la comunidad analítica. Rachman se basa en los comentarios que hizo Jeffrey Masson sobre la correspondencia no publicada de Freud durante el tiempo que fue secretario de los archivos de Freud. Anna Freud le permitió a Masson el acceso a dicho material antes de que se diera paso a la construcción del Freud Museum. Según cuenta Masson (1984, pág. 145), él encontró el material por accidente en el cajón de un escritorio en la casa de Freud en Marsfield Gardens. Eran unas cartas cuya existencia parecía ignorar la propia Anna. Otra de las fuentes de Rachman corresponde al material traducido al francés
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por el grupo de Le Coq-Héron. En una carta citada por Sylwan (1984, pág. 108), Freud le advierte a Eitington el 29 de agosto de 1932 que o bien Ferenczi leerá otro trabajo distinto al de “Confusión de lenguas…” o no leerá trabajo alguno. Para Freud, el trabajo era “inalcanzable” y causaba una impresión desagradable. Esa mala impresión de Freud frente al artículo produjo un gran dolor en Ferenczi. Posteriormente, es el propio Ernest Jones quien juega un papel fundamental en la tarea de excluir, de una vez por todas, el artículo de Ferenczi. Jones, al igual que Freud, Eitington y otros analistas de la primera generación, rechazó el contenido del trabajo sobre la “confusión de lenguas”. La omisión de Jones aparece como una movida estratégica que comienza con su negativa a traducir la ponencia de Ferenczi. En la década del 30, muchos analistas acudían a las versiones en inglés de los artículos para estar al día con los avances del psicoanálisis. Era por esto mismo que las ponencias de los Congresos solían traducirse rápidamente al inglés para su publicación, pero la de Ferenczi no corrió esa suerte. Ferenczi estaba muy interesado en que su ponencia (la cual efectivamente sí fue leída) fuera traducida. Según la evidencia que recoge Rachman, Jones le mintió a Ferenczi diciéndole que su artículo aparecería traducido en el International Journal (Masson, 1984, p. 151). El propio Ferenczi le escribió a Jones el 22 de marzo de 1933 dándole las gracias por querer publicar su trabajo para el Congreso en la revista en inglés (carta no publicada, escrita en inglés, guardada en los Jones Archives de Londres y descubiertos por Masson, 1984, pág. 151152). Finalmente, Jones traduce el artículo, pero le miente a Ferenczi diciéndole que lo publicará. Es posteriormente, después de la muerte de Ferenczi en mayo de 1933, que Jones habla abiertamente de sus sentimientos e impresiones sobre el artículo de Ferenczi. La siguiente es una carta que le dirige Jones a Freud ese mismo mes, la cual no ha sido ni publicada ni traducida y que Masson cita directamente de los archivos de Jones en Inglaterra: “Es acerca del escrito de Ferenczi para el Congreso que ahora le escribo. Eitington no quería permitir que se leyera en el
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Congreso, pero yo lo persuadí. Yo pensé en ese momento preguntarle a usted acerca de su publicación en el Zeitcrift; yo pensé que él se ofendería si no se traducía al inglés y por lo tanto le pedí permiso para ello. Él parecía gratificado y nosotros no sólo hemos traducido su trabajo, sino que lo hemos mecanografiado como el primer capítulo en la edición de julio. Desde su muerte, he estado pensando acerca de la remoción de los motivos personales para su publicación. Otros también han sugerido que sea retirado ahora y le cito el siguiente pasaje de una carta de la señora Rivière con el que estoy de acuerdo: „Ahora que Ferenczi ha muerto, me pregunto si usted no reconsiderará publicar su último trabajo. A mí me parece que sólo podría hacerle daño y un descrédito, mientras que ahora que él ya no puede ser herido por el hecho de que no se publique, ningún buen propósito podría servirle. Su contenido científico y sus afirmaciones acerca de la práctica analítica son simplemente un tejido de delirios que sólo pueden desacreditar el psicoanálisis y darle crédito a sus detractores. No puede suponerse que los lectores del Journal apreciarán la condición mental del escritor y, con respecto a esto, ¡uno tiene que pensar en la prosperidad también!‟ Por lo tanto, yo pienso que es mejor retirar el trabajo al menos que escuche de su parte que usted tiene algún deseo hacia lo contrario” (citada por Masson, 1984, pág. 152)4. De esta manera, queda en manos de Freud el destino de la publicación del trabajo. Rachman (1989) afirma que no hay evidencia acerca de la respuesta de Freud al respecto. Aparece una referencia de ello, sin embargo, en una carta que dirige Jones a Brill el 20 de junio de 1933, en la que dice que, para satisfacer a Ferenczi, había impreso el artículo para la edición de julio del Zeitcrift, pero que habiendo consultado a Freud al respecto, ha decidido no llevar a cabo su publicación. Brill a su vez responde que está de acuerdo, afirmando que entre menos se diga al respecto mejor. No se sabe qué pasó con la traducción que 4
En ingles en el original, traducción del autor.
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Jones hizo del artículo. No será sino hasta 1949, dieciséis años después, que el artículo sea finalmente publicado en inglés en una traducción de Balint, su fiel y devoto pupilo. Esa traducción presenta sin embargo sus dificultades, principalmente porque Balint traduce dos términos distintos (Zunge y Sprache) como si fueran uno sólo, escribiendo siempre tongue (lengua) en su lugar, lo cual a nuestro modo de ver ha sido una de las causas de la mala lectura del artículo (Gutiérrez, 2006 y 2010). En el anexo 2 de este libro encontrarán una nueva traducción del artículo de Ferenczi, efectuada directamente del alemán, que corrige este y otros errores e imprecisiones presentes en las traducciones existentes. Tal vez más asombrosa que la exclusión de su trabajo en inglés es el hecho de haya sido privado de toda publicación también de las revistas psicoanalíticas de Hungría, su tierra natal. En un artículo de Hidas (1993; citado por Rachman, 1997, pág. 476), quien ha sido presidente de la Sociedad Psicoanalítica Ferencziana de Hungría, se observa cómo el trabajo se publica por primera vez sólo hasta 1971, esto es, 39 años después del Congreso de Wiesbaden, en un libro de Béla Buda titulado Psychoanalysis and its Modern Tendencies, el cual se publica con motivo de una conmemoración a la obra de Ferenczi. Después de esa publicación, el trabajo vuelve a quedar en el olvido y Hidas afirma que no hay ninguna discusión sobre él en el psicoanálisis húngaro contemporáneo. Volviendo un poco atrás, después de la publicación del artículo en inglés, muchos psicoanalistas apoyaron el trabajo. Uno de ellos fue Eric Fromm, quien afirmó que “Tal como cualquiera que lo lea quedará convencido, es un trabajo de extraordinaria profundidad y resplandor – uno de los escritos más valiosos de toda la literatura psicoanalítica; contiene, sin embargo, algunas importantes aunque sutiles desviaciones del pensamiento de Freud” (pág. 165, citado por Rachman, 1989)5. 5
En ingles en el original, traducción del autor.
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Otros muchos analistas han afirmado su admiración por el artículo. Sin embargo, no hemos encontrado ningún autor que resalte el concepto de “confusión de lenguas” del mismo modo que hemos pretendido hacerlo en la presente investigación. En un artículo publicado en 1989 en el Journal of American Academy of Psychoanalysis (17:181-205) y titulado “Confusion of Tongues: The Ferenczian Metaphor for Childhood Seduction and Emotional Trauma”, Arthur W. M. Rachman apunta a dilucidar un elemento fundamental de la “confusión de lenguas” que en un primer momento parecía estar en concordancia con nuestra noción: su estatuto de metáfora y, como tal, su lugar como producción de lenguaje. Rachman (1989) propone cuatro lecturas posibles para dicha metáfora: 1) el niño que acude al adulto buscando ternura es abusado sexualmente por el adulto que busca pasión; así, el niño confunde la ternura con la pasión. 2) Un paciente abusado cuando niño reexperimenta la agresión vivida en la infancia con la persona del analista en transferencia cuando este se mantiene insensible, alejado y emocionalmente frío; al obrar de esta manera, el analista confunde al analizante una vez más. 3) Un nivel de confusión de lenguas que se da entre Freud y Ferenczi producido por el artículo mismo. 4) Por último, una confusión de lenguas entre Ferenczi y la comunidad analítica, cuyo disparador es, en palabras de Rachman, un conflicto edípico entre Ferenczi y Jones por el amor de Freud padre, el cual cobró el estatuto de trauma para Ferenczi. Es posible ver, una vez más, como los lectores y comentadores de Ferenczi, justo en el punto en el que parecieran desocultar un saber fundamental de su obra, vuelven una vez más a ocultarla. Uno de los velos más recurrentes para ocultarla es justamente el de tildar su obra de psicopatológica o de ubicar en la persona de Ferenczi síntomas psicoanalíticos, sean del orden de las neurosis o de las psicosis, que son el motor de sus producciones tardías. Igualmente proceden otros autores: Blum (1994) considera que “Confusión de lenguas entre el adulto y el niño” es el escrito de un analizante moribundo en estado regresivo a su analista con el que se
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encuentra identificado (pág. 872), explicando así la última obra de Ferenczi como una producción de la enfermedad6 (con qué facilidad cierta tendencia del psicoanálisis emplea una especie de seudo-psicoanálisis aplicado a la primera generación de analistas, haciendo caso omiso a un factor fundamental: que son significantes y no personas. ¿De qué otra manera podrían ser leídos y comunicar algo?). Del mismo modo que Nietzsche decía que Kant liberaba a la bestia sólo para volverla a enjaular (daba cuenta de la percepción fenomenológica a la vez que postulaba la cosa en sí), podemos decir que Rachman se acerca a un despertar cuando nombra como metáfora la “confusión de lenguas”, pero que vuelve a dormir la riqueza de su descubrimiento cuando se dispone a desarrollar lo que él entiende por metáfora. Se observa además que Rachman sigue destacando la visión inocente de la infancia. Esta es una dimensión bastante paradójica y recurrente de los analistas y autores que escriben sobre Ferenczi (Blum, 1994; Jacobson, 1994; Press, 2006; Rachman, 1989; Zaslow, 1998, entre otros): dichos autores leen su obra, destacan su mente brillante y afirman que uno de sus grandes logros fue percatarse de que los adultos imponen sus ideas sobre los hechos del niño y así borran su realidad. Sin embargo, en estas lecturas, estos autores actúan de la misma manera con Ferenczi: imponen sus propias ideas que lo que hacen es acallar aquello que es más interesante y profundo del trabajo del psicoanalista húngaro. Esta dimensión que rescatan de su obra es una muy elemental y bastante poco original de la “confusión de lenguas”. Es, además, una afirmación psicológica básica y no psicoanalítica. Sin embargo, autores como Modell (1991) han logrado ver la “confusión de lenguas” más allá del abuso sexual. En su caso, por ejemplo, ubica un nivel de la “confusión de lenguas” que En el artículo “Confusion of tounges”, Berman (1995) critica esta postura teórica de Blum (1994) según la cual la última producción teórica de Ferenczi sería un resultado directo de su enfermedad. 6
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ocurre en la construcción de la realidad del niño: la “confusión de lenguas” es el conflicto entre la construcción de la realidad del niño y la realidad del adulto (pág. 228), presentándose un conflicto de deseos y necesidades. Harris y Aaron (1997), por su parte, pretenden rescatar de Ferenczi una teoría semiótica, sin iluminar significativamente nuestra comprensión de la “confusión de lenguas”. El mérito del recorrido de Rachman, sin embargo, tiene que ver con haber sacado la dimensión de la “confusión de lenguas” de su estatuto puramente imaginario. De esta manera, se dibujan dos dimensiones distintas sobre las cuales leer la “confusión de lenguas”: una dimensión imaginaria, en la relación entre el niño inocente y el adulto pasional que abusa, y una dimensión simbólica, en la que la “confusión de lenguas” opera como metáfora. Pero pareciera que el descubrimiento ferencziano apunta a un “más allá” de esta dimensión simbólica de la confusión de lenguas, como una apertura a su dimensión real. Se hace por lo tanto necesaria una lectura de “Confusión de lenguas entre los adultos y el niño” (1932a) que permita oír esos sonidos más roncos de sus palabras y que dé lugar a que esa dimensión real haga su aparición y adquiera su presencia.
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VI SOBRE LA TRADUCCIÓN Y LA CONFUSIÓN DE LENGUAS: Un “más allá” para la confusión de lenguas
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El buen camino deshipnotizar
para liberarse: desmecanizar
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Sandor Ferenczi (1932), Diario Clínico
El artículo de Ferenczi de 1932, “Confusión de lengua entre el adulto y el niño. El lenguaje de la ternura y de la pasión”, permite la lectura de un subtexto que lo atraviesa de principio a fin y que se extrae, precisamente, de su título: “confusión de lenguas”. Dicho subtexto cobra importancia en la medida en que nos pone en el centro de la problemática de la traducción, remitiéndonos necesariamente al mito bíblico de la torre de Babel, lugar de origen de la confusión de las lenguas. El mito de la torre de Babel será pensado según una lógica estructural que es coherente con los modos como son leídos los mitos desde la doctrina psicoanalítica. El mito, a su vez, se conecta siempre con la apertura a lo real cuando los confines de lo simbólico delimitan su orilla. Como señala Lacan en el Seminario 8: La transferencia (1961): “Cuando llegamos […] a un cierto término de lo que se puede obtener en el plano de la episteme, del saber, para ir más allá se requiere un mito. Nos resulta perfectamente concebible que haya un límite en el plano del saber, si es cierto que éste es únicamente accesible al hacer intervenir de manera pura y simple la ley del significante. En ausencia de conquistas experimentales avanzadas, está claro que en muchos dominios – y en dominios en los que nosotros, por nuestra parte, no lo necesitamos – será urgente dar la palabra al mito; […] vemos surgir mitos cuando se precisa para suplir la hiancia de aquello
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que se puede asegurar dialécticamente” (pág. 143). De este modo, es posible extraer la significancia del mito de la torre de Babel para pensar la propuesta ferencziana en torno a la “confusión de lenguas” en relación al tema de la traducción. Para comenzar, es posible afirmar, según el recorrido que propone Derrida en “Torres de Babel” (1979), que en hebreo la palabra Babel es homofónica con otra: Confusión. De esta manera se sigue, en la lógica estructural del mito, que Babel, que es Confusión, produce la confusión de lenguas. Para poder extraer la riqueza de los matices que surgen de llevar a cabo esta lectura del artículo de Ferenczi, nos parece fundamental utilizar como herramienta este artículo de Derrida sobre la confusión de lenguas, uno de los más valiosos escritos en torno al modo en que el mito de la Torre de Babel ilumina la problemática de la traducción. Ese artículo de Derrida aparece en primera instancia como un desafío para sus traductores, pues consiste en traducir un texto sobre la traducción. La traducción misma lleva al centro del problema, a saber, ¿es posible la traducción?, y, si lo es, ¿de qué manera lo es?, pues la babelización ha producido la confusión de lenguas. Los traductores del texto de Derrida dicen, queriendo que sea Derrida el que hable por ellos: “No se debería pasar por alto nunca la cuestión de la lengua en la que se plantea la cuestión de la lengua y se traduce un discurso sobre la traducción” (pág. 35). La destrucción de la torre y del proyecto de la lengua universal (si es que corresponden a dos arquitecturas distintas) impone la necesidad de la traducción, a la vez que la hace imposible; una suerte de necesaria imposibilidad. La traducción se hace condena que sólo puede llevar a la frustración ya que pareciera haber una dimensión inobviable de la confusión de lenguas. Los traductores de Derrida lo saben, como sabe también Derrida, quien no ignora que su escrito es a la vez traducción y no sólo porque en él traduzca un texto de Benjamin sobre la traducción (texto a la vez traducido por otro). Es de la mano de Derrida que podremos introducir el pensamiento de Benjamin, el cual será igualmente rico para extraer la importancia
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del concepto de “confusión de lenguas” para ser pensado desde el psicoanálisis. Derrida trabaja el problema de la traducción a partir de la lectura del mito de Babel. Señala en su escrito que “Y el nombre propio de Dios [a saber, YHWH] se divide ya en la lengua lo suficiente como para significar también, confusamente, <>” (Derrida, 1987, pág. 39). A Derrida le interesa esta cuestión homofónica entre Babel y Confusión porque resalta que es la confusión la materia misma en la que se construye la torre del lenguaje. El lenguaje es necesariamente confusión y, el habla, babelización. De esta manera, cuando el mito se refiere a un estado previo a la construcción de la torre donde aún el lenguaje no se había confundido, señala ese lugar inmaculado que ya hemos señalado en Ferenczi: un lugar en donde los hombres son aún niños inocentes, incontaminados de deseo y no atravesados por el lenguaje. Se entiende que la torre es siempre la ruina de la torre, del mismo modo que el lenguaje es siempre un corte y su adquisición implica una pérdida significante. Todo el tema de la traducción apunta a operaciones que se hacen a partir de ese corte que instaura el lenguaje, en las transacciones que discurren sobre ese espacio vacío, en blanco, y que nunca se consolidan en un metalenguaje. La relación delirante con el lenguaje, sea tomada desde los escritos de los místicos (Sor Juana Inés de la Cruz o San Francisco de Asís) o desde la psicosis (la Grundsprache de Schreber), evidencia que algo de ese corte y de esa pérdida no ha logrado consolidarse plenamente; falta aún algo de esa falta estructurante que acá hemos llamado babelización o confusión (de lenguas). Es insólito que ningún crítico o comentador de Ferenczi haya resaltado las resonancias babélicas sugeridas tanto en el título como en el cuerpo mismo del artículo de 1932. En él, Ferenczi describe una dimensión de la confusión: se confunde el lenguaje tierno del niño con el lenguaje de la pasión del adulto. Hay una confusión de lenguas en el sentido en que las mociones tiernas del niño son leídas como pasionales por el adulto, quien reacciona a partir de sus propias disposiciones sexuales, que
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difieren absolutamente de aquellas a las que tiene acceso y posibilidad el niño por su condición de infante. El niño, presa del temor, se somete e identifica con el agresor. Esto genera una clara ruptura en el psiquismo del niño7, quien pasa a ser a la vez agresor y agredido, sintiendo una culpa y un dolor inconciliables. Ha operado en él una fragmentación psíquica en aras de conservar el funcionamiento de su psiquismo; tal es la paradoja que presenta el autor. Pero además, en ese artículo, hay otra dimensión de esa confusión de lenguas y quien incurre en ella esta vez es Balint, discípulo y traductor de las obras de Ferenczi al inglés: funde el Sprache y el Zunge en un sólo significante: tongue. Parece no poder escapar a la antigua traducción inglesa de la Biblia en donde habita también esa homologación de la que sí salva Ferenczi en su artículo empleando el Zunge y el Sprache. El castellano se libra de esa confusión de la que no exime el inglés: en nuestra lengua, lengua es a la vez órgano del habla (anatómico) y lenguaje. En otras lenguas, como el hebreo, no es la lengua la que habla, sino el labio. La traducción es una problemática que habita desde siempre como eje central del pensamiento psicoanalítico. Freud (1938) sugería que “vemos que a todo lo nuevo por nosotros deducido estamos precisados a traducirlo, a su turno, al lenguaje de nuestras percepciones, del que nunca podremos librarnos”; cuando se dice “Aquí ha intervenido un recuerdo inconsciente, esto quiere decir: Aquí ha ocurrido algo por completo inaprensible para nosotros, pero que si hubiera llegado a la conciencia sólo habríamos podido describirlo así y así” (pág. 198). En el mito de Babel, es también una traducción la trasmutación de los materiales: el ladrillo en piedra y el betún en argamasa (Derrida, 1987, pág. 37). El psicoanalista se enfrenta, Sobre el tema de la fragmentación psíquica en Ferenczi ver “Splitting como concepto en la obra de Sandor Ferenczi” (Gutiérrez, 2006b, Tesis de Maestría en Psicoanálisis, Universidad de Buenos Aires). 7
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en su ejercicio y pensamiento, a los problemas de la traducción: que la lengua de su paciente no se confunda con la suya propia. Se enfrenta además con la problemática que sugiere Derrida con respecto a cómo traducir un texto escrito en varios idiomas, pues eso que trae el paciente a las sesiones en forma de discurso queriendo dar cuenta de su propia palabra, suele ser una gran polifonía de voces que hablan a través de su boca. Y es que el problema de la hipnosis es sin duda un tema central del psicoanálisis y está lejos de haber quedado por fuera de su esfera por el hecho de que Freud lo haya desechado como método terapéutico. Si algo evidencia la cotidianidad de la clínica es que la hipnosis es un factor preponderante, pero de una manera bastante distinta a la de Breuer y Janet y la del Freud de los inicios (prepsicoanalítico). Fue sin duda Ferenczi (1932b), cuando habla del “buen camino para liberarse: desmecanizar y deshipnotizar” (pág. 100), quien mejor coligió la vigencia de la hipnosis, en tanto los pacientes arriban a las sesiones hipnotizados, obrando como suyas las palabras de otros que, como órdenes, dictan sus destinos. Aún antes de 1906, el cual fue un año prolífico para Ferenczi y en el cual realizó importantes contribuciones al estudio de la terapia hipnótica, su técnica y contraindicaciones y en el que se empieza a preocupar incluso por leyes que regulen su uso en Hungría, el psicoanalista húngaro comienza a dar un giro que, más que un movimiento en contra, parece ser un movimiento sobre una misma banda de Moebius que revela el paso del hipnotizar al deshipnotizar. La característica principal de la hipnosis tiene que ver con el efecto de la palabra sobre una persona que actúa las órdenes de otro como si fuesen suyas, sin que quede para él rastro de aquel que, como un titeretero de la palabra, da uso de esa voluntad que le ha delegado el hipnotizado. Se desplaza el papel de la hipnosis, pues cómo someter a los pacientes a ella: de entrada llevan encima suficientes como para producir en ellos otras nuevas.
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Pero, ¿es el destino de la confusión de lenguas necesariamente la hipnosis o es éste, por el contrario, la herramienta clínica que tiene el psicoanalista en su mano para producir el despertar, es decir, como la posibilidad de producir un despertar a ese real que es la confusión de lenguas? Si hemos situado a Ferenczi del lado del despertar, su método iría en contravía de ese sueño aletargante que produce el trance hipnótico. Como señala López (1990), “si el movimiento psicoanalítico se puede sintetizar en una especie de oposición entre lo que sería el dormir y el despertar, a Ferenczi deberíamos situarlo totalmente del lado del despertar; cuando digo despertar me estoy refiriendo a un encuentro con algo desconocido, a algo que pertenece al orden de lo real, si quieren ustedes, y que no es algo natural al sujeto; lo natural es una tendencia al adormecimiento, a la asimilación, a lo ya conocido; y el despertar es una función antinatural. El análisis o, mejor dicho, el deseo del analista a lo que tiende es a producir un despertar” (sin página). Ferenczi se percata de ese adormecimiento y puede leerlo como síntoma, además, de la práctica analítica de su tiempo. Se propone, por lo tanto, descifrar los modos de llevar esa tendencia regrediente hacia el dormir en cauce contrario, impulsando un despertar a lo real. Sabe, ante todo, que el paciente viene hipnotizado, dormido, en el sueño profundo de ese palimpsesto que habla en él. Así, cada sesión de análisis opera como una escena de características muy particulares, donde son varios los personajes y varias las voces que entran en escena a través del habla del paciente. El paciente nombra como suyas una serie de voces que pertenecen de antemano a otros cuerpos y que se han ido forjando su disfraz de superyó. Oculto entre los personajes que narra y las palabras que pronuncia, se van dibujando las voces y los lugares de enunciación del superyó. Esos lugares no se establecen de manera vitalicia, sino que rotan, se mudan y metamorfosean, cada sesión con sus particularidades. Pueden presentarse cambios de lugares aún en la misma sesión. Así, el analizante, a través del trabajo con su analista, va ubicando
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que esas voces, frases, palabras, etc., que él enuncia como suyas, pertenecen a otros personajes que han ido a alojarse en su inconsciente como crueles designios superyoicos. En esa polifonía de voces de otros que el paciente trae, desentendido de la ajenidad de esas palabras en su trance hipnótico, obliga al psicoanalista a una lenta y cautelosa labor de cirugía y de armazón, favoreciendo el despertar del paciente y devolviendo la palabra a aquellos que la pronunciaron en un primer momento y que el paciente incorporó como ley. En ese sentido podría releerse la tan criticada Küsstechnik o “técnica del beso” ferencziana, el beso como metáfora de ese lugar donde convergen las lenguas – o los labios, si se atiene a la literalidad de la traducción hebrea – que en este contexto se entendería como el oficiar acertado de la traducción. “Sigamos este movimiento de amor, el gesto de este amante (liebend) que opera en la traducción. No reproduce, no restituye, no representa, en lo esencial no devuelve el sentido del original, excepto en ese punto de contacto o de caricia, lo infinitamente pequeño del sentido. Extiende el cuerpo de las lenguas, pone las lenguas en expansión simbólica; y simbólica aquí quiere decir que, por poca restitución que haya que realizar, el mayor, el nuevo conjunto sigue teniendo que reconstruir algo” (Derrida, 1979, pág. 55). Así, cuando Freud se aterra ante las palabras de la paciente de Ferenczi quien dice en círculos sociales: “Tengo permiso de besar a papá Ferenczi tan frecuentemente como quiera” (Diario clínico, citado por Stanton, 1997, pág. 49), podría decirse que esas palabras Freud (en su propia traducción) no las leyó entre líneas, o por lo menos no más allá de los pormenores del amor de transferencia. Hay una metáfora presente allí y que merece ser releída. En una reinterpretación de las palabras con las que la paciente se vanagloriaba de una imaginaria relación amorosa con Ferenczi, es posible leer, en este contexto, que había en su análisis un plano de entendimiento de los labios precisamente porque por boca de Ferenczi podía oír el eco de su propio deseo y no la negación del mismo por las palabras de aquel, lo cual no llevaría más allá de la repetición de esa situación que instauró el trauma. Si se atiende a
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la literalidad de la traducción hebrea, en donde lengua se dice labio, y si se entiende el beso como una dimensión del amor, de su operatividad, se puede ver que en la apertura del labio que se dispone al beso, se revela la dimensión de la hiancia, de la brecha que queda exenta e intocada en la traducción, que es paradójicamente, el motor mismo de la traducción8. Ferenczi sabe esto con claridad. Dice que “la palabra es un relato de la historia del trauma” (1932b, pág. 163) y en ese sentido articula el trauma como trauma de lenguaje. Ferenczi conoce el papel y el valor del amor en la unión de las partes. Sabe que “sin simpatía no hay curación” (1932b, pág. 277). Él, como analista experto en casos difíciles, se enfrenta en el día a día de su clínica ante la sin-forma de la mente fragmentada, la cual aparece como un “ánfora despedazada”, para emplear la metáfora benjaminiana citada por Derrida (1979): “<>” (pág. 55). Ese lenguaje mayor, en el caso del psicoanálisis, tendría que ver con el deseo propio, con el asir algo de esa correspondencia que existe entre las propias palabras y la autenticidad de ese deseo que a través de ellas se expresa. Como señala también J. –A. Miller (1986) “el deseo del analista es el deseo de despertar” (pág. 120). En eso se juega el deseo del analista y el amor del traductor, que en este contexto han sido Cabe explicar, como lo refiere claramente Dupont (1988) en la introducción del Diario clínico (1933), que Ferenczi nunca besó a sus pacientes, sino que fue un malentendido producto de un comentario de una analizante de Ferenczi llamada Clara Thompson (otra confusión de lenguas). 8
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fundidos hasta hacer de ellos una misma cosa, en la unión de las partes, de las voces, de los lugares de enunciación de las palabras que pueblan el discurso, haciéndolos entrar en los modos de ser de la lengua propia. Ha sido resignificada la dimensión del amor en el análisis, más allá del amor de transferencia que sólo podría entender la dimensión del Küsstechnik como un encuentro de zonas erógenas (piel, poros y carne) y no de lenguas. “No olvidamos que Babel da nombre a una lucha por la supervivencia del nombre, de la lengua o de los labios” (Derrida, 1979, pág. 50). ¿Pero se agota en esto punto la totalidad de los elementos del mito de la torre de Babel, o habrá en él nuevas vetas que permitan abrir la reflexión en torno a la “confusión de lenguas” ferencziana? Es importante en este punto, por lo tanto, realizar un recorrido por el mito de la torre de Babel que pueda brindar variables importantes para aportar a la problemática de la confusión de lenguas y situarla en relación a su origen bíblico.
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VII BABEL Y LA TORRE DE BABEL
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¿Cómo referirlo, ni aun con la lengua de los ángeles? Milton (1667), Paraíso Perdido
¿Qué se sabe de la torre de Babel? Según narra la Biblia (Génesis 10, 1-32 y 11, 1-9), Noé engendra a Sem, que a su vez engendra a Cus, que a su vez engendra a Nimrod, primer poderoso sobre la tierra. Nimrod impulsa la construcción de la torre de Babel, torre de inmensas magnitudes que se alzaba hasta los cielos. Se conservan algunas imágenes en donde la imaginación creadora y fantástica reconstruye lo que pudo haber sido: dos de los tres cuadros de Brueghel “El Viejo”, la imagen de Monsu Desiderio, la de Frans Francken (El mozo) y la tablilla del siglo XII de la Catedral de Salerno, por nombrar algunos. “Se puede decir que aún cuando se conservan numerosas representaciones suyas dispersas por Europa desde la Alta Edad Media (en capiteles del palacio de los dux y de la catedral de Monreale, en la vidriera de San Martín de Colmar, en los murales de Saint Savin sur-Gartempe, en el campo santo de Pisa, obra de Benozzo Gozzoli), existe una cierta localización de su imagen en el espacio y el tiempo: en Alemania y los Países Bajos y Flandes y en el momento en que sus pueblos se van separando de Roma” (Benet, 1990, pág. 17). Otros ejemplos son: La tabla anónima del museo de Praga, la de Berning en el Murithuis de la Haya; las de Bril y Kaulbacha en el Dahlem de Berlín; las de Van Cleef, también en Praga, Van Troyen en Gelánde Gallerie de Dresde, y la de Jan Van Scorel. Parece ser que, si bien no se conocen representaciones de la torre de Babel hasta la Biblia Cotton de
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los siglos V o VI, es a partir de Brueghel “El Viejo” que la torre se vuelve protagonista en la pintura. Entre 1550 y 1650, por su parte, aparecen numerosos retablos que hacen mención de la torre. Pero, no es en tanto obras de arte que nos interesan estás creaciones, no en tanto a su valor estético –que es espléndido–, sino por cuanto constituyen ellas mismas traducciones9. Pero, ¿es posible, a partir de esta multiplicidad de representaciones, rearmar la totalidad de la torre? ¿Es la suma de las traducciones, sean pictóricas, líricas o semánticas, sean formas o imágenes, suficiente para reconstruir la Urbild de Babel? Según el escritor norteamericano Paul Auster (1985), “En cuanto a la torre misma, la leyenda afirma que un tercio de la estructura se hundió en la tierra, un tercio fue destruido por el fuego y otro tercio quedó en pie. Dios la atacó de dos maneras distintas para convencer al hombre de que la destrucción era un castigo divino y no el resultado del azar. Sin embargo, la parte que quedó en pie era tan alta que una palmera vista desde arriba no parecía mayor que un saltamontes. También se decía que una persona podía andar durante tres días a la sombra de la torre sin abandonarla nunca. Por último […] se creía que quien miraba las ruinas de la torre olvidaba todo lo que sabía” (pág. 45). Milton (1667) nos revela otra imagen: “Pero Dios, que sin ser Se ha preferido el uso amplio del término traducción, en un más allá de lo lingüístico. Como afirma Derrida (1995) al referirse a la concepción schellinguiana de la traducción: “Esto justifica que, desde el comienzo de esta exposición, haya yo hablado a menudo de traducción allí donde no se trataba sino de transposición, de transferencia, de transporte en el sentido no estrictamente lingüístico. Quizá se podría pensar que abusaba y que hablaba metafóricamente de traducción (sobreentendido: estrictamente semiótica o lingüística) allí donde la transposición de que hablaba no tenía nada, justamente, de propiamente lingüístico. Pero es que justamente para Schelling, cuya ontoteología querría presentar con lo que vengo diciendo, la lengua es un fenómeno viviente; la vida o el espíritu viviente habla en la lengua y del mismo modo o la naturaleza es un autor, el autor de un libro que se debe traducir con la competencia de un filólogo” (pág. 75). 9
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visto desciende muchas veces a visitar a los hombres, y entra en sus moradas para investigar sus obras, fijó en ellos sus miradas y bajó a aquella ciudad antes de que su torre ocultase las torres del cielo; y burlándose de ellos, puso en sus lenguas espíritus diversos, que alterando por completo su nativo idioma, lo convirtieron en un ruido disonante de palabras desconocidas. Pronto se suscitó un confuso y estrepitoso clamoreo entre los constructores; llamábanse unos a otros, pero nadie se entendía, de suerte que redoblando sus gritos enfurecidos, y creyéndose mutuamente injuriados, trabaron entre sí descomunal pelea. ¡Oh!, ¡qué de risas produjo en el cielo aquel espectáculo, con su extraño azoramiento y su horrenda vocería! Cayó así en ridículo y concluyó la soberbia fábrica, que por esta causa fue llamada «Confusión»” (Pág. 108). ¿Cuál era el objetivo de tan impresionante proeza? Forjarse un nombre propio, un nombre para la humanidad. Babel, explica Derrida (1979), es confusión10, pero es también Ciudad de Dios (Ba: Padre; Bel: Dios) (pág. 36). Se sigue a esto que los hombres no logran forjarse su propio nombre, sino que desciende Dios y les da el suyo (se los impone y opone), a saber, Confusión, y opera entonces la confusión de lenguas. Así, el nombre de Dios como nombre de padre, al dar su nombre y sucesivamente todos los nombres, da origen al lenguaje, pero “uno no puede ya entenderse cuando sólo hay nombre propio, y uno no puede ya entenderse cuando no hay nombre propio” (Derrida, 1979, pág. 36), reinando entonces la confusión de lenguas en la ciudad de Babel. El nombre impronunciable de YHWH lleva a la dispersión y multiplicación de lenguas. Es ese sólo nombre de Dios como nombre de padre el que impone la marca de inapropiable del lenguaje, a saber, su confusión. Como sugiere Walter Benjamin, la traducción es ley e impone una deuda impagable que hay que pagar, “se convierte entonces en algo necesario e imposible como resultado de una 10
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lucha por la apropiación del nombre, algo necesario y prohibido en el intervalo entre dos nombres absolutamente propios” (Derrida, 1979, pág. 39). El nombre de Dios se confunde en la lengua de tal manera que pasa a significar confusión. La noción de nombre propio no es de ninguna manera ajena al psicoanálisis y de cierta manera podría decirse que es un resultado deseable para un análisis determinado que el analizante pueda adquirir y gozar de un nombre propio. ¿Qué implica adquirir un nombre propio? Que ya no es el nombre del Otro el que opera en mí como vara de medida. Justamente encontramos allí la diferencia entre superar al padre e ir más allá del padre. Superar al padre implica sumarse con él en una lucha fálica que, aún con el triunfo sobre el padre, sólo puede llevar a la frustración y al malestar (¿alguna estructura más fálica en las antiguas narrativas occidentales que la propia Torre de Babel?). Como evidencia de ello está el apartado “Los que fracasan cuando triunfan” del escrito freudiano Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico (1916). Ir más allá del padre, por el contrario, implica que el padre ya no es el falo que sirve como medida del mundo, sino que el sujeto ha podido construir uno que es precisamente su nombre propio. Sabemos que esto no es sólo virtud de psicoanálisis: las artes han revelado otros procesos y luchas, sean más o menos dolorosos, por los que ese nombre se adquiere. Lo interesante de la reflexión de Benjamin es que, cuando piensa en la deuda que impone la traducción, articula la dimensión de la oferta y la demanda en relación a la confusión de lenguas; es decir, ¿qué demanda un analizante con respecto a su confusión de lenguas? ¿Demanda un metalenguaje que lo hable a él en su alienación de la palabra del Otro? ¿Demanda que el analista reinstaure ese lenguaje del Otro que a través del síntoma revela sus fisuras? Y, a su vez, ¿qué oferta el analista? ¿Una lengua absoluta que carezca de los quiebres de los que ahora se queja el paciente? ¿Se oferta en el lugar de sujeto supuesto saber, portador del nombre propio por excelencia? Ferenczi alerta que lo que el paciente demanda es volver al sueño del metalenguaje del Otro, al sueño profundo del sentido, y ante eso el analista
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tiene dos opciones, ambas imposibles: darle el dormir o darle el despertar. Por un lado, el analista no puede dar un metalenguaje (Ursprache) que está estructuralmente perdido; por el otro lado, no puede dar tampoco un despertar a lo real porque es éste el lugar de lo imposible. Sin embargo, aparece nuevamente cómo el hilo que conduce al psicoanálisis lo hala por un cauce intermedio. J. –A. Miller (1986) lo sugiere de la siguiente manera: “El despertar [a lo real] es imposible si, como lo formula Lacan, el inconsciente implica que no sólo se sueña cuando se duerme. Pero el psicoanálisis puede inspirar el deseo de cómo sería esto si fuera posible” (pág. 120). Benjamin lo piensa de la misma manera en relación a la traducción: ésta está perdida de entrada porque la falta propia que provoca el lenguaje hace imposible que exista un lenguaje que permita que la traducción absoluta y esencial se produzca. Sin embargo, dice Benjamin, es en el movimiento hacia esa lengua absoluta, como una asíntota que no toca la paralela, que se va enriqueciendo la lengua misma y produciendo la maravilla que habita esa lengua intermedia. Esta reflexión bejaminiana es absolutamente coherente con su pensamiento judío: la lógica judaica no se valida en el punto en el que el Mesías llegue, sino en la espera misma de esa promesa del final de los tiempos que produce lo bello en el movimiento hacia esa línea de fuga, hacia ese horizonte por siempre inalcanzable. El analizante, por su parte, en el movimiento hacia lo intachado, hacia lo absoluto, en esa búsqueda de respuestas sobre lo que le pasa, en la cruzada por reestructurar un yo que esté libre de escisiones, se topa con el centro mismo de su Spaltung, con el agujero que lo constituye como ser deseante y desde el cual brota el Nombre. Volviendo a la traducción, es posible observar que existe una autonomía de la obra traducida y la obra original. Como se dijo al comienzo, el sujeto de la traducción adquiere una deuda (impagable) con la obra que le demanda la producción de la traducción. Pero el texto traducido no es una inscripción del mismo escrito en otra lengua o una transformación a los códigos de otra lengua. Es, ante todo, otro texto; precisamente, “el
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vínculo o la obligación de la deuda no se da entre un donante y un donatario sino entre dos textos (dos <> o dos <>”, dándose una “dualidad rigurosa entre el original y la versión” (Derrida, 1979, pág. 47). Es por esto que las traducciones pasan a adquirir vida propia y se convierten en textos independientes. Granoff (1984) afirma que “Strachey produjo nada menos que una obra competitiva de facto con la de Freud. Su obra sobresale por encima de la de Freud en el mercado mental y psíquico de la lectura. Y de la enseñanza” (Pág. 167). Willson (2004) afirma que “Según Foucault, tan presente estaba Hegel en la traducción de Hyppolite que los alemanes mismos recurrieron a ella para comprender lo que, „por un instante al menos, se convertía en la versión alemana‟” (Pág. 16). La traducción, por lo tanto, lejos de ser imagen o copia, no aparece como la representación o reproducción de aquel otro texto del cual parte. Para el traductor, pasar de una lengua a otra aparece como una proeza que tiende al absurdo. Pero no siempre se da de una lengua a otra; a veces son muchas lenguas las que hablan en una lengua y la polifonía de las frases desborda las posibilidades que brinda la literalidad de las lenguas y su correspondencia vocablo a vocablo. Así, un orden semántico particular registra una polivalencia en su resonar multilingüe. A modo de ejemplo, podemos ver que el he war del “Finnegans Wake” de Joyce, que también refiere Derrida, significa “guerra” en inglés y “fue” en alemán. Del mismo modo, el título de la obra puede variar en tanto si se lee el Finnegans con o sin apóstrofe, es decir, como posesivo, como Finn-again, Finn-de-nuevo, o si se lee el Wake como funeral o como despertar (Boorstin, 1994, pág. 648). ¿Cómo pensar este funeral y este despertar en relación al papel de Ferenczi en el movimiento psicoanalítico como ubicándose del lado del despertar (Ferenczi’s Wake)? Borges (1964), por su parte, también articula el despertar con la muerte:
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Mi voz, mi rostro, mi temor, mi suerte. ¡Ah, si aquel otro despertar, la muerte, Me deparara un tiempo sin memoria De mi nombre y de todo lo que he sido! ¡Ah, si en esa mañana hubiera olvido! (Pág. 272). A la inversa, será también Borges (1981) quien articule la longevidad con el insomnio. Retomando el valor lingüístico de Babel, encontramos que su significación acadia parece haber sido “Puerta de Dios”. Tal recuento etimológico de la palabra se halla trazado por André Parrot en La torre de Babel (1961), recorrido que va desde los textos cuneiformes sobre zigurats hasta los escritos de Herodoto de Halicarnaso. El autor realiza a su vez su propio ejercicio de traducción, argumentando que la palabra “babel” proviene en la tradición hebrea de “balal”, significando allí tanto confundir como mezclar. Sugiere, además, que “resulta calcado demasiado directa y seguramente del acadio bab- ilu (puerta del dios)” (Parrot, 1961, pág. 14). Esta última significación, no menos significativa, ha tenido su arraigo y trascendencia también en el imaginario de las lenguas. Por esto, resulta interesante que es la misma palabra la que se lee hoy en la multiplicidad de idiomas, pues revela una dimensión particular de los nombres propios, como si pertenecieran a una esfera distinta al de la lengua regular; atraviesa y a la vez engaña los sentidos, pues por lo menos Babel goza de su doble naturaleza: la de ser nombre propio y nombre común, nombre de Dios padre y confusión11. Y es aún más confusión en tanto confusión ya que, por su correspondencia semántica (una suerte de traducción No hay que obviar el efecto de las itálicas sobre la palabra, como tampoco cuando se ponen entre comillas o se escriben con mayúscula, pues desplaza la palabra a nuevos niveles semánticos, de tal manera que la misma palabra escrita de manera diferente ya no es, con respecto a la otra, ni homónima ni sinónima (ver, en relación a la palabra anasémica: Derrida, 1997, págs. 74-75). 11
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intralingüística), pasa a su vez a ser nombre propio, a saber, Confusión como nombre de Dios padre. Y es así que “un nombre propio, en sentido propio, no pertenece propiamente a la lengua” (Derrida, 1979, pág. 40) y sólo lo hace a partir de dejarse traducir en su significación semántica en la lengua; por lo tanto, se inscribe el nombre propio en tanto ya no es propio. Según Benet, en su texto La construcción de la Torre de Babel (1990), confluyen sobre la torre tres mitos de autónoma y diferente naturaleza, como es: la existencia de una raza única con un único lenguaje, el propósito de construir una torre que llegara a las alturas del cielo y la decisión de la divinidad de abortar el proyecto, de destruir la Utopía y proceder a una segunda expulsión del Paraíso (pág. 50). Así, aparece también esa dimensión de la traducción en tanto un mismo texto está sujeto a la producción de diversidad de sentidos. Y es también la dimensión del texto en tanto inagotable, es decir, en tanto posible de ser traducido tantas veces como lo introducido en él insista en (y a) la traducción.
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VIII APORTES DE WALTER BENJAMIN A LA PROBLEMÁTICA DE LA “CONFUSIÓN DE LENGUAS”
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Pero allí donde crece el peligro, crece también lo que salva. Hölderlin, citado por Heidegger (1969, En: Palnier y Towarnicki, 1981).
La reflexión benjaminiana en torno al lenguaje es de una riqueza infinita para esta investigación ya que presenta un gran aporte para pensar la problemática de la confusión de lenguas. Ésta permite profundizar sobre lo planteado en relación al trauma y al lenguaje en la obra de Sandor Ferenczi. Benjamin ubica el lenguaje en la dimensión de lo eminentemente humano en el sentido en que no es posible elevar una pregunta por el hombre escindido de la dimensión del lenguaje. El lenguaje es tanto el modo como el hombre logra su expresión, como el medio a través del cual lo existente es expresado por lo humano. El lenguaje en Benjamin es creador y es la base de la cual parte todo saber sobre lo humano. Sin embargo, a pesar de que apela a la importancia ineludible del nombre, no va a dejarse engañar con la existencia de una relación directa entre las palabras y los seres del mundo. Es en ese punto que la reflexión benjaminiana roza el oficio de los poetas. Como sugiere Mallarmé, el contrato entre las palabras y el mundo se ha roto. Ya no hay una adecuación de las palabras a los seres del mundo, sino que la labor del poeta es ante todo creadora, consiste en crear tantos mundos como sea posible, obrando como arquitecto de un mundo ficcional hecho de palabras y giros lingüísticos. Las palabras no se limitan a las posibilidades que brinda el mundo y, a su vez, el mundo no se
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deja decir por el lenguaje, porque es precisamente esa correspondencia de la palabra con los objetos del mundo, aquella en que tanto confió la metafísica occidental, la que se viene a plomo con la caída de los fundamentos. Ya no hay orden gramatical de las cosas y la palabra es arbitrariedad pura, herramienta creadora de los poetas, límite último del encuentro ante el otro. “Mallarmé dice no, las palabras son el lugar en el que el mundo habita, pero no como la verdad del mundo, sino como la verdad del lenguaje” (Forster, 2006). Por otro lado, de la mano de Hölderlin, es nada menos que Hyperion el que descubre que esa lógica perversa según la cual la totalidad de la lógica del horror que se ha desencadenado es producto de la misma búsqueda frenética de los hombres por la libertad. Hyperion revela que es precisamente la búsqueda de la libertad la que lleva a crear las condiciones del mal, la violencia y el encierro; es en la lógica de la libertad que se desencadena la lógica del horror. Benjamin se fascina con esa enigmática frase de Patmos según la cual “allí donde crece el peligro crece también lo que salva” y la incorpora, a partir de su estructura mesiánica, para pensar la catástrofe no como lo antagónico a la oportunidad, sino precisamente como lo que guarda la posibilidad – en tanto oportunidad – en su seno, según esa lógica kafkiana en donde son precisamente los desesperados a quienes se les abre la oportunidad. Se observa que lo violento, lo barbárico y lo irracional no son un afuera, una otredad ajena y exiliada, sino que se hallan inmersos en el propio sujeto de la civilización. Foucault (1976), quien ofrece probablemente, aún hoy, el estudio más significativo sobre la obra de Raymond Roussel, analiza el paralelo que hace el poeta francés entre el lenguaje y el sol: ambas esferas quebradas, siempre presentes pero inalcanzables. Dice Foucault, en el último capítulo de esa atípica obra: “Es el espacio del lenguaje de Roussel, el vacío desde el cual habla, la ausencia por la cual la obra y la locura comunican y se excluyen. Y ese vacío no lo entiendo en absoluto como una metáfora: se trata de la deficiencia de las palabras, que son menos
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numerosas que las cosas que ellas designan, y que deben a esta economía el querer decir algo” (pág. 186; también retomada por Eribon, 1992, pág. 201, en su estudio sobre Foucault). La paradoja que eleva en su análisis de Roussel era abiertamente expuesta por el propio poeta: el lenguaje bordea la locura pues es en su mismo replegarse que teje el vacío que se sustrae de él. Foucault marca la coordenada, además, con la obra de Artaud, la cual serpentea constantemente ese vacío, en la permanente oscilación de acercarse-desvanecerse de su objeto. Dentro de lo que Ferenczi enuncia como “confusión de lenguas”, aparece una especie de infancia destruida por obra del otro que habla. Con su palabra, el otro tacha por siempre esa virginidad original y mítica que antecede al habla. De este modo, eso que Ferenczi nombra como “lenguaje de la ternura” es un no-lenguaje, un mar primordial, Thálassa, en el cual la perversión de la palabra no ha hecho aún su aparición. Acontece, por obra del otro, la imposición de un “lenguaje de la pasión”, un lenguaje que articula el deseo y que puebla al mundo de significantes extranjeros. En ese extravío de la palabra, el niño buscará algún significante que lo nombre dentro de todos esos otros que nombran cosas otras. En esta línea puede leerse el famoso “Sueño del bebé sabio” que tanto fascinó a Ferenczi, en el que un bebé recién nacido habla. El propio Ferenczi, que lo interpreta del lado de la sabiduría del bebé o el niño pequeño que se pone a hablar en el diván y que sabe de sexualidad, afirma que su interpretación es incompleta. Podemos atrever otra interpretación que es justamente un humano que no padece el trauma del lenguaje, que no tiene que entrar a buscar su nombre en los significantes del Otro, sino que ya los trae incorporados desde el vientre (nace ya con su Nombre). Ese niño inmaculado es precisamente la posición estructural de la infancia tierna como siempre perdida. Por el contrario, la imposición de una lengua sobre otra lengua, pura confusión de lenguas, se vincula con los tipos de lenguaje que describe Benjamin.
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En su obra, el filósofo alemán refiere diferentes tipos de lenguaje, partiendo de las concepciones cabalísticas propias de su tradición judía. Por un lado, se interesa por lo que denomina „lenguaje creador‟, lenguaje que es propio de Dios y su enunciación es, a la vez, creación. No es un lenguaje que adjetive, un lenguaje que brinde descripciones del mundo, sino que en el acto mismo de su enunciación crea todas las condiciones de posibilidad del mundo. Esto es propio del pensamiento talmúdico que piensa un mundo hecho de lenguaje y palabras. Permanentemente, en los pensadores judíos, está presente esa vertiente ineludible del mundo y el lenguaje y el peso abrumador que trae la palabra escrita. Este sería, en este contexto, ese lenguaje incontaminado de confusión, pre-babélico. Por otro lado, está el lenguaje nominativo de Adán, que se remonta al papel de éste en el Edén como aquel que le da a cada cosa su justo nombre. Para el judaísmo, el mundo es una creación de palabra, de la palabra de Dios. Adán, como primer hombre, recibe una donación que consiste en ponerle a cada cosa el nombre que le corresponde. Adán, a diferencia de Dios, no se encarga de la creación del orden de las cosas, sino de algo que se encuentra en un plano inferior, por lo menos en términos ontológicos, y que corresponde a una sutilidad secreta que se oculta en el sileno del lenguaje. Al nombrar las cosas, Adán no afirma la violencia del lenguaje que supone un arreglo sobre el orden de las cosas. Tampoco es el uso del lenguaje conceptual y de las categorías universales que fuerzan a cada cosa a subsumirse a un orden mayor. No hay una dominación en el lenguaje nominativo de Adán, sino la posibilidad de que cada cosa aparezca en lo que cada una dice de sí misma a través del nombre. Esa donación que recibe Adán se despliega poéticamente como don de darle a cada cosa el nombre que de cada uno habla. El gesto de Adán consiste en darle el justo nombre a las cosas; no es un gesto de dominación y apropiación, no es la violencia con la que se limita la posibilidad de cada cosa y se la circunscribe en un único modo del decir (conceptual),
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sino que consiste en darle a cada cosa el nombre que en cada cosa habla y que le corresponde. Sin embargo, la cosa nombrada no encuentra en esa palabra su propia historia vivida, su experiencia en el mundo, porque en el Paraíso, al no haber muerte, no hay tampoco historia. No hay tiempo, no hay presente ni pasado ni futuro, no hay sucesión de partes, no hay antes ni después. La historia comienza con la expulsión del Edén y con la confusión de lenguas, con la pérdida de ese lenguaje único y originario, Ursprache, que introduce la dimensión de la falta en la palabra de los hombres. En esa lengua que antes permitía la comunicación entre todos los hombres, ahora se le introduce la brecha, la fractura y el desencuentro. Pero Benjamin no ve en ello una catástrofe, o por lo menos no ve en esa catástrofe un cierre de las posibilidades, sino todo lo contrario: hay en esa confusión de lenguas la posibilidad de enriquecer la palabra cada vez más, no apelando a la cercanía con un metalenguaje, sino en la auscultación de una interlengua, de esa que va abriéndose camino en el paso de una lengua a otra lengua. Esto no presenta una contradicción con respecto al modo como Ferenczi comprende la confusión de lenguas, sino todo lo contrario, ya que la confusión de lenguas juega siempre con esa doble vertiente: por un lado puede ser castratoria en el sentido limitante y patológicamente traumático, y por el otro, es posibilitante y enriquecedora. Siempre, en cierto nivel, es traumática porque corresponde a la pérdida que produce la palabra en todo ser parlante, en la perversión polimorfa del habla, pero es en ese agujero estructural que se explaya la riqueza del mundo humano, del hablante, de la palabra. Las primeras dos lenguas descritas, tanto la creadora como la nominativa, apuntan a lenguajes no atravesados por la confusión de lenguas. El primero es un lenguaje que hace al mundo, la palabra es la cosa misma, y el segundo es un lenguaje que no presenta distancia entre las palabras y las cosas. Como señala Benjamin, la historia es un resultado de la expulsión del Paraíso, y es sólo en las afueras de las puertas del Edén que el
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lenguaje puede convertirse en una sucesión de palabras que hablan del mundo. Esa articulación significante, que tiene una sincronía particular, es un resultado de la confusión de lenguas. Es así que nuevamente estamos ante la paradoja que se lee en la obra de Ferenczi: la confusión de lenguas se presenta como una condición inevitable de todo hablante y, a la vez, es el traumatismo en el que se cuecen las producciones sintomáticas. Adquiere la forma de la transacción: entregar la inocencia a cambio del lenguaje para entrar en una sucesión movilizada por la búsqueda de esa inocencia que está ahora por siempre perdida. Sin embargo, para Benjamin, hay un posible devenir empobrecido para el lenguaje babélico. Ese lenguaje de la confusión es una lengua potencialmente enriquecida, pero que pierde sus posibilidades en el lenguaje de la comunicación. El lenguaje de la comunicación es aquel que se articula en conceptos y los conceptos son la presencia de lo múltiple en lo uno. Es allí donde se abre camino el lenguaje representacional, que es ante todo el lenguaje de la violencia, porque fija unas condiciones inamovibles de posibilidad para que haga su aparición lo hablado. Este lenguaje de la civilización es uno que apela al silencio de las palabras. Levi-Strauss lo va a oponer al lenguaje primitivo, a la lengua de los salvajes. Este “lenguaje de los salvajes, dice el autor de Tristes trópicos, es un lenguaje que prolifera lingüísticamente sobre el mundo, apropiándose de la diversidad que el mundo tiene y no reduciendo la diversidad a una unidad conceptual” (Forster, 2006, sin página). Pero Benjamin no se rinde ante la violencia del lenguaje de la comunicación. Detrás de sus mecanismos de apropiación y de silenciamiento, el Nombre sigue vibrando y elevando sus resonancias. De este modo, Benjamin sigue apelando a la búsqueda del Nombre, insertándose en la tradición cabalística, pero no lo hace de una manera ingenua. No procede como un místico o un alquimista buscando la lengua perdida, el “lenguaje de los pájaros” (Benjamin, 1918, pág. 74) que enuncia la verdad de cada cosa. Tampoco procede delirantemente, como Schreber con su
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Grundsprache, en una comunicación sin otro con un Dios bicéfalo en cuyo plan está la reestructuración de la humanidad. Benjamin no desplaza su realización ante la llegada del Mesías; sabe que la esencia de su judaísmo está en esa espera. En vez, Benjamin elige entre todas las lenguas esa lengua intermedia que no termina de consolidarse nunca, que está siempre sobre el quiebre de la palabra y que es la que se enriquece en la traducción. Así, Benjamin da la directriz para ubicar el lenguaje psicoanalítico: aquel que no habla de lo que el sujeto es, su individualidad en relación con una totalidad, su esencia en relación a un fundamento, o su nosología en relación a una categoría psiquiátrica o científica, sino que en el despliegue de la palabra en la relación analítica, en el transcurrir de los relatos que son el material de trabajo de la sesión, en esos significantes que vienen del otro y que son el nombre del otro, el sujeto va pudiendo, en cada repetición, ir dando forma a esos significantes nuevos que, sin ser ajenos al otro, hablan –cada vez más– de su propio deseo. La búsqueda del Nombre no es más que una directriz, es aquello que para Ferenczi moviliza el deseo del analista. Su búsqueda del niño (para Ferenczi el paciente es siempre un niño sufriendo en el diván) es la directriz a partir de la cual ese lenguaje expatriado va abriéndose camino sobre ese lenguaje del Otro por el cual el sujeto se halla exiliado y es en ese movimiento que el analizante se va abriendo camino hacia el despertar. Recordemos que despertar a lo real es imposible (pues no soñamos sólo cuando dormimos) y, sin embargo, es hacia allá que mueve el deseo del analista y es ese deseo el que acompaña al analizante a su salida de la hipnosis. Benjamin encuentra dos modos posibles de devolverle la voz a esa palabra que grita detrás del silencio de los conceptos. Una es la vía poética, esa facultad que tiene el poeta de exaltar las posibilidades del lenguaje, de llevar la palabra a los límites de sí misma, de escuchar lo que en ella habla, su demanda, su posibilidad, su piel. Pero hay un nivel más profundo de esa restitución nominativa y éste es el de la traducción. Para Benjamin (1918), “La traducción es la transferencia de un
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lenguaje a otro a través de una continuidad de transformaciones. La traducción entraña una continuidad transformativa y no la comparación de igualdades abstractas o ámbitos de semejanza” (pág. 69). La labor del traductor, que es de entrada imposible, pues no hay modo de ser enteramente fiel al sentido en el paso de las lenguas, intenta exprimir a fondo lo que en la palabra calla, sus sonidos más roncos. Es en una zona intermedia, en algún lugar que ya no es el de la lengua originaria o fuente o el de la lengua meta, sino el de la zona del quiebre, de la escisión y de la fractura, en donde aparecen los sonidos más oscuros del lenguaje. “Es en esa interlengua, en ese cortocircuito que al mismo tiempo se ilumina el fondo del lenguaje, la trama gramatical, la morfología, porque el traductor descubre que en el lenguaje hay empatías olvidadas, solidaridades perdidas, mundo extraviado de sentido que la traducción vuelve a colocar delante. Para Benjamin, el traductor es portador de una redención, que es la redención del lenguaje, de esa pérdida de su función nominativa y haber caído, pura y exclusivamente, en una función representadora” (Forster, 2006, sin página). ¿Qué se devela en esta interlengua? Ante todo, un lugar de impronunciable de la experiencia de la palabra (que Benjamin denomina su dimensión espiritual), un límite inquebrantable del habla que habita como tesoro en el fondo del lenguaje. Y nuevamente aparece en Benjamin el lugar de la esperanza, pues es en ese impronunciable, en ese límite inalcanzable de la palabra, que se eleva la promesa de una unidad de todo ese mundo significante en pedazos. Recordemos que Ferenczi, según lo describe en repetidas ocasiones en su Diario clínico (1932d), también creía en una unidad inicial de sus pacientes fragmentadas: aún en la más severa fragmentación psicótica existe la promesa de una unidad. Anteriormente, en su Thálassa. Una teoría de la genitalidad (1927), Ferenczi había hablado de un estado original, mítico a su vez, que antecedía al ciclo de catástrofes que resultaron en la aparición de la sexualidad. Ese mar primordial que es Thálassa es el lugar donde el deseo duerme profundo, sin posibilidades de despertar.
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Benjamin no quiere producir como resultado una traducción que habla en las palabras de la unidad perdida, es decir, en la restitución de las lenguas inconfundidas, sino que esa promesa de unidad está allí como motor y como límite intraspasable, y es en ese acercarse ante lo imposible (Real) – aquello que guía todo intento de traducción – que se eleva la posibilidad de dinamitar los limites de toda palabra y todo lenguaje, de elevar esa voz del nombre que nunca se agotará a sí misma, pero que hace de ella su singularidad, su multiplicidad. La traducción que intenta acomodarse al original es ante todo silencio, lenguaje de la dominación, silencio representacional del infinito del habla. Benjamin le huye a eso. Tampoco es allí que el psicoanálisis halla su lugar: el paciente no viene a ser nombrado por el analista o, por lo menos, no recibirá del analista la satisfacción de esa demanda. Por el contrario, viene a librarse de ese Nombre del Otro, de ese lenguaje de la pasión que ha enlodado su inocencia y es un arduo proceso de duelo el saber que esa inocencia está perdida. Pero es en el camino hacia esa inocencia, partiendo del lenguaje de la pasión, que se irá abriendo esa interlengua sobre la cual ir articulando el deseo exiliado y encaminándose hacia un despertar a la confusión de lenguas. No hay despertar de la confusión de lenguas: eso sería caer en los sueños profundos de un metalenguaje. La literatura nos presenta ejemplos de esto: por ejemplo, cuando Hölderlin traduce a Sófocles, no quiere transcribir la obra griega a sus voces correspondientes en alemán, sino ponerla a hablar en una lengua intermedia que no pertenece ni al griego ni al alemán, pero que exalta esa promesa de unidad que calla en las palabras y que habla en el tejido de ese puente interlingual. En esta misma línea, el lenguaje analítico aparece también como una lengua daimónica, porque el psicoanálisis, al igual que el amor –según nos enseña Diotima, la sabia mujer de Matinea (El banquete, Platón, 428-347 a.C)– es también una cosa intermedia. Es muy interesante la presencia de esa esperanza en el discurso de Benjamin. A pesar de que la entrada en la historia es la entrada en la muerte, en el malestar en la civilización, en el
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dolor de la barbarie, en la violencia de la imposición, en el extravío de lo perdido, en la injusticia, existe sin embargo esa promesa que se aguarda desde el comienzo de los tiempos en lo impronunciado de la palabra. Es en ese sentido que el rememorar en Benjamin es, a la vez, proyección de esa promesa mesiánica. Recordar no es pasar revista a la estaticidad de lo acontecido, sino renovar esa luz que se proyecta al futuro como esperanza por venir. Benjamin establece un modo muy particular de relacionarse con el pasado y de introducirlo en su pensamiento. Nunca mira al pasado con una mirada de anticuario, como quien observa reliquias en un museo; por el contrario, toda mirada a un acontecimiento pasado implica necesariamente una nueva mirada que resignifica ese acontecimiento. Hay, por lo tanto, una permanente transformación de los hechos pasados que se evocan para la reflexión presente y ese estado de cosas actual es, a su vez, transformado por aquellos acontecimientos evocados. Por eso Benjamin se interesa por los sueños no cumplidos de la humanidad, por sus juguetes, por su infancia, por el fantaseo infantil como lugar de lo arcaico, de lo no contaminado, de lo múltiple. Nuevamente acá volvemos a encontrarnos con Ferenczi. El interés por la niñez no es un intento de recopilar el relato de la infancia, la escena originariamente traumatizante que libere al analizante del trauma. La infancia inmaculada es la directriz, es la sospecha de que ahí donde sólo pareciera haber una sumatoria de citas del Otro, hay un sujeto que elige la enunciación de esas citas. Benjamin tuvo por muchos años un proyecto: construir una obra sólo compuesta de citas, de las palabras y frases de otros. Sabía que en esa obra era ante todo su palabra la que hablaba, como también sabía Borges (1944) en su Pierre Menard, autor del quijote que el autor no incurría en plagio alguno. Es por esto que Benjamin piensa la historia en términos de alegorías y no de símbolos. Mientras que el símbolo le parece rígido e inamovible, gozador de significaciones inmediatas, la alegoría se le aparece como la evidencia misma de lo
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fragmentario y, dada esa condición, es portador de multiplicidad de significaciones. En su estudio de los escritores barrocos de la Alemania del siglo XVII, Benjamin observa un modo que tiene el lenguaje para expresar una época eminentemente fragmentaria. Y lo hermoso que deriva de su reflexión es que cada uno de esos fragmentos es, en sí mismo, una promesa de totalidad, de completud, pero no al modo del símbolo que es totalidad inamovible, sino como promesa siempre futura, ubicada en ese porvenir esperanzador, mesiánico. Esta idea de Benjamin es profundamente ferencziana en relación al Splitting y a la clínica de la fragmentación emprendida por el analista húngaro (ver Gutiérrez, 2006). El tema de la experiencia en Benjamin se liga con el de la traducción en la medida en que también allí hay una frontera inquebrantable. Hay una dimensión del experienciar que no se hace asequible a las palabras, sino que guarda su lugar en un más allá desde el cual insiste. Benjamin observa esto en los soldados que vuelven de las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Para estos soldados traumatizados, el lenguaje se había ido por el barranco, había muerto allí también en ese baño de sangre que supuso la guerra, con los ocho o nueve millones de muertos y los seis millones de inválidos. Se mantiene la articulación, por lo tanto, según la cual uno de los efectos del trauma es siempre la pérdida de la palabra, aún en la confusión de lenguas, pues su lado más benigno, como puede ser la adquisición del lenguaje, implica a su vez la pérdida de significantes y el naufragio de lo que sería un lenguaje de la ternura. En el trauma de guerra, por ejemplo, ante la radicalidad y singularidad de esa experiencia, los soldados se hacían mudos. En su ensayo “El narrador”, Benjamin (1936) lo pone en los siguientes términos: “Con la Guerra Mundial comenzó a hacerse evidente un proceso que aún no se ha detenido. ¿No se notó acaso que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? En lugar de retornar más ricos en experiencias comunicables, volvían empobrecidos. Todo aquello que diez años más tarde se vertió en una marea de libros de guerra, nada tenía que ver con experiencias que se transmiten
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de boca en boca” (pág. 112). Lo que evidenciaba la mudez con que retornaban los soldados de las trincheras era la imposibilidad de tramitar simbólicamente las vivencias padecidas. Una dimensión de la incomunicabilidad se refugiaba en la experiencia. La vasta producción literaria que gatilló el horror de la guerra no era la trascripción de lo narrado por las víctimas, sino más bien un intento cultural, desde el arte, de inscribir una huella de eso imposible ante lo que la palabra trastabillaba. Pero esta no es la dimensión trágica del lenguaje; no es la ausencia de palabras lo que opera como núcleo del trauma – el valor traumatizante está en la guerra –, sino todo lo contrario: es en esa dimensión de impronunciable que irriga de valor la propia experiencia. El trauma, en todo caso, imprime ese matiz de unicidad de toda experiencia y es en el hurgar y el exprimir esa zona muda que la narración de lo ocurrido va nutriendo de verdad esa experiencia. Lo traumático sería no poner a hablar esa experiencia o cercarla en el silencio de la generalidad del trauma, en la universalidad que supone el horror de la guerra en cada uno de esos muchachos que volvieron con el cuerpo o el pneuma rasgados, que asesinaron y vieron morir a sus hermanos. El trauma se potencializa en su destrucción en la medida en que no se lo pone a hablar, en que no se oye lo que en él se dice, en la medida en que se lo silencia y se lo vuelve ley. La experiencia siempre será un “más allá”: más allá de la ley, más allá de la totalidad, más allá de los conceptos, más allá de las palabras y del lenguaje. La experiencia de ninguna manera se agota en el sentido, sino que discurre en esa dimensión de la fragilidad humana que narra la singularidad de la experiencia acontecida. En psicoanálisis, Winnicott va a partir de Ferenczi (sin citarlo, desafortunadamente) para hablar de la necesidad de experienciar en el análisis, por primera vez, eso traumático que se vivenció en la primera infancia y que, dada la condición prematura del psiquismo del infante, no pudo ser incorporado dentro del campo de la experiencia propia. En este ir y venir de lo traumático, cada forma de experiencia va dejando un resto, una dimensión de lo acontecido que no se suma a una totalidad,
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que no se subsume a los modos de saber empleados por los mecanismos de la razón. Pero ¡cuidado! nos advierte Benjamin, no se está apelando con esto a la esencia de la experiencia en tanto aquello que hace que la experiencia sea a pesar de lo que de ella pueda decirse. No es la mudez de la eidos la que mora en el interior de la experiencia, su quididad. Eso sería traer nuevamente a la vigilia a los dioses dormidos que llevan al pensamiento a sumirse una vez más en sus propios sueños. De ninguna manera apela Benjamin a un esencialismo, sino a la radical diferencia que habita en la experiencia; no aquella que la hace igual a sí misma, sino, por el contrario, la que es siempre estado de excepción, que no se suma a una totalidad, sino que es siempre resto y en ese resto insiste la promesa de unidad al final de los tiempos (nunca acontecido, por supuesto; esa es su condición mesiánica). Cuando Benjamin trae a la presencia las ensoñaciones de los hombres a lo largo de los tiempos, lo hace con un único propósito que se articula con los modos de proceder ferenczianos: lo hace para propiciar un despertar, un despertar de los sueños profundos que arrastra el pensamiento de la mismidad y la totalidad. Por eso Benjamin rebusca en los restos, en los pedazos, en los fragmentos porque en ellos, y no en la mirada museística que repasa la estaticidad de la historia tras la firmeza de los cristales, aguarda la promesa de una reconciliación. Y sabe sin duda que no hay garantía alguna para esa promesa, que los fragmentos se dispersan a cada paso, que las olas se acallan finalmente sobre el lago y que los sueños se olvidan con el fin de la noche y la llegada del día. Pero, como afirma Forster (2006): “sin el esfuerzo de la rememoración, sin volver a escuchar las narraciones olvidadas sin auscultar lo no pronunciable del lenguaje, el destino cierto es la barbarie. Lo único garantizado es la barbarie. Probablemente se siga realizando y sigamos perdiendo la oportunidad de recordar aquello que olvidamos. Pero, dice Benjamin, como la historia no es sólo y puramente una acumulación necesaria, homogénea y lineal de acontecimientos que nos llevan hacia el futuro, sino que la historia es sorpresa, inquietud, estado de catástrofe, estado de
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excepción, tal vez sin garantías, ese sujeto desarmado, perdido de sí mismo, expropiado, fragmentado, pueda encontrar en el otro – como diría mucho después Lévinas – una oportunidad” (sin página). Es allí, en los fragmentos, en los restos de mundo, que Benjamin, como un reciclador, recorre con sus textos de cartón y sus palabras de balineras los intransitados pasillos de la historia y los recovecos por los que no se atreven a pasar los hombres y que eluden con su mirada, ante los que tapan sus oídos, porque sabe que es allí, en el interior mismo de cada pedazo y no en la totalidad que pueda reconocer ese fragmento como suya, que aguarda esa utopía de la reconciliación perdida. Para Benjamin, el texto no produce a sus receptores y traductores, sino que los requiere y los reclama allí en el lugar de imponer la ley – la de la traducción (fallida siempre) –, y es allí que se abre una dimensión para pensar la demanda analítica. El analizante aparece en este sentido como lo por-traducir, no por el analista en tanto representación, sino por el lugar que ocupa en relación al dispositivo analítico. Lo fundamental que se juega en esa demanda de traducción no recorre el camino de lo dicho, enunciado, comunicado o incluso del tema. La lectura derridiana de Benjamin ofrece una mirada sobre la traducción, partiendo del texto sagrado, en donde la comunicación no es lo esencial. “¿Qué <> una obra literaria (Dichtung)? ¿Qué comunica? Muy poco a quien la comprende” (citado por Derrida, 1979, pág. 48). Así, cuando Winnicott (1954), molesto ante la malinterpretable afirmación de que “el analista es un artista”, se pregunta “¿a qué paciente le interesa ser el poema o el cuadro de otra persona?” (Pág. 394), cabría explicar que no en tanto creación del analista, es decir, en tanto producción a partir de las palabras por él enunciadas, pues esto llevaría de vuelta a la hipnosis y al dormir, sino en tanto comprendido en la equiparación de las lenguas, en esa convergencia desplazada de una lengua con otra lengua – la del paciente y la del analista – en donde algo de la voz propia (del paciente, de su nombre) pueda ser recuperada. La demanda de traducción está dada (y exigida) aún antes de que aparezca el traductor; está, podría decirse, de
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entrada en la estructura del original. La deuda no está obligando a presentar una copia o una fiel representación del original. El analista no está obligado ni a representar ni a comunicar y, sin embargo, existe el pacto analítico que asigna y obliga ambas partes. Si, como propone Lacan, el inconsciente está estructurado como un lenguaje, habrá entonces que hacer una traducción de lo que en él dice. La naturaleza misma del inconsciente, en tanto aquello que puja incesantemente, contiene en sí misma varios elementos que van de la mano con aquello que Benjamin designa como lo por-traducir. El original aparece no fijado en el tiempo, sino también sujeto a las leyes de la mutación, del devenir y de múltiples transformaciones. “El original se da modificándose, este don no lo es de un objeto dado, aquél vive y sobrevive en mutación: <> (Derrida, 1979, pág. 50). La idea de la mutación del original, su modificación, sugiere para el psicoanálisis –si bien no es ésta la intención de Derrida, por lo menos no en este escrito– la multiplicidad posible de intervenciones analíticas. Así, siempre habrá palabra y no se silenciará el texto. La pregunta estaría puesta en cuáles intervenciones analíticas hacen posible movilizaciones hacia el sueño (sentido) y cuales hacia el despertar (efecto) y en este punto se hace fundamental tener en cuenta las innovaciones técnicas de Ferenczi como movimiento hacia la posibilidad del despertar. El fin de análisis, pensando el análisis como traducción, no se daría por la identificación del analizante con el analista, ya que la traducción no se reproduce, sino que aumenta con esa capacidad propia de hablar por sí mismo, diferente a lo que sería un hijo que se sometiese a la ley de la reproducción. Esa reproducción, precisamente, es lo que estaría del lado de la hipnosis; la capacidad de hablar – por sí en tanto diferente –, por el contrario, está del lado del deshipnotizar.
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Benjamin se interesa por el parentesco entre las lenguas, pero no como aquel que podría llevar a cabo un historiador, sino en tanto esa relación enigmática que resulta entre lengua y lengua. “La traducción no pretendería decir esto o lo otro, trasponer tal contenido o tal otro, comunicar tal carga de sentido sino re-marcar la afinidad entre las lenguas, mostrar su propia posibilidad” (Derrida, 1979, pág. 53). Si el original demanda la traducción, se entiende de entrada que en sí misma, a pesar de su valor de original, no se halla en estado de completud. También el original está atravesado por carencias y se encuentra en una disimetría aún consigo mismo, pues tampoco rigen para él las leyes de la identidad. Así, se entiende que el traductor, como también el analista si se sigue esta metáfora del analista como traductor, “debe rescatar (erlösen), absolver, resolver, tratando de absolverse a sí mismo de su propia deuda que en el fondo es la misma, y que no tiene fondo; <>” (Derrida, 1979, pág. 54). Así, en ese interjuego, se va haciendo crecer el lenguaje. Aparece no como una estructura de hierro, sino de una manera fugitiva, como es también fugitivo el contacto entre los dichos del analizante y la interpretación analítica (lo fugitivo – en tanto punto de encuentro – es la interpretación misma). Benjamin ofrece la metáfora de la tangente que sólo toca el círculo en un diminuto punto de sentido, que es el lugar de encuentro entre la traducción y el original, entre el analista y el analizante, y es a la vez lo que permite el movimiento de esa línea que se extiende hasta el infinito. El fin de ese recorrido, de la misma manera en que se concibe que la línea se encuentre consigo misma en el infinito para consolidar un círculo (esa es también una promesa, a pesar de las específicas particularidades de las matemáticas en relación a la traducción), así, a modo de ficción, se antepone un
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límite al análisis y a la traducción, pero sólo por lo que facilita al entendimiento, ya que en su naturaleza tal recorrido no termina nunca12. Y el punto fundamental de esa apertura propuesta, que en el caso de la puesta analítica la despoja de la imagen, es que no contradice la unidad.
El fin de análisis en Ferenczi, temática que requeriría un estudio aparte dada su complejidad, no se cierra de ninguna manera con lo aquí propuesto. Siguiendo el hilo de la traducción, según el recorrido de Benjamín, todo fin tendería en todo caso a su infinitización. Pero lejos de que ello implique en el caso de Ferenczi que todo fin es ficcional, el fin de análisis sería un efecto del análisis mismo y no la determinación de una de sus partes: “El análisis termina de verdad cuando no hay suspensión ni por parte del médico ni por parte del paciente: el análisis debe morir por agotamiento” (Ferenczi, 1927). 12
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IX LA MUERTE DE DIOS Y LA “LENGUA DE LOS PÁJAROS”
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No me atreveré nunca a aconsejaros que secundéis la extraña idea, que habéis alumbrado, de soñar con una lengua universal. Francesco Soave, Riflessioni intorno all’istituzione Di una lengua universale, 1774
A continuación, se abrirá una discusión en torno a dos concepciones distintas del lenguaje. Por un lado, está lo que los antiguos místicos llamaron la “lengua de los pájaros”, nombre con el cual definían una lengua divina, cognoscible sólo por el iniciado y a través de la iluminación y libre de los avatares de la confusión babélica. Por el otro lado, está el concepto nietzscheano de “la muerte de Dios” el cual interesa en cuanto muerte de la representación. La lectura de estas dos nociones permite ubicar la lógica del lenguaje que se pretende rescatar para poder articular así el pensamiento de Lévinas y Benjamin con las nociones de “infancia” y “confusión de lenguas” en Ferenczi. Una manera de sortear la confusión babélica parece haberla ofrecido la lengua de los pájaros. Lejos de situarse en la universalización de un idioma, la lengua de los pájaros se ubica por encima de toda lengua y de toda traducción. Es el referente mismo de la palabra en su esencia. Más allá de la materialidad fenoménica del mundo, la lengua de los pájaros no ofrece distancia entre las palabras y las cosas; de cierta manera en ella la palabra es la cosa. Cabe recordar la función de Adán en el Paraíso: dar nombre a las creaciones divinas (tengamos presente
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la diferencia que hace Benjamin entre el „lenguaje creador‟ de Dios y el „lenguaje nominativo‟ de Adán). ¿Qué se sabe de éste enigmático lenguaje? Según narra la tradición que se ocupa de ello, llámese mística o religiosa, antes de la babelización de la lengua habitaba la lengua de los pájaros. Fulcanelli (1922) dice que “el argot es una de las formas derivadas de la Lengua de los pájaros, madre y decana de todas las demás, la lengua de los filósofos y de los diplomáticos. Es aquella cuyo conocimiento revela Jesús a sus apóstoles, al enviarles su espíritu, el Espíritu Santo. Es ella la que enseña el misterio de las cosas y descorre el velo de las verdades más ocultas. Los antiguos incas la llamaban Lengua de Corte, porque era muy empleada por los diplomáticos, a los que daba la clave de una doble ciencia: la ciencia sagrada y la ciencia profana. En la Edad Media, era calificada de Gaya ciencia o Gay saber, Lengua de los dioses, Diosa-Botella. La Tradición afirma que los hombres la hablaban antes de la construcción de la torre de Babel, causa de su perversión y, para la mayoría, del olvido total de este idioma sagrado” (pág. 53). Se sabe también que Tiresias, quien vive la experiencia de la feminidad y posee el don de la adivinación, sabe algo de la lengua de los pájaros, lengua que permite sortear los obstáculos de la confusión babélica. Esa lengua es la que supuestamente enseñó Cristo a sus apóstoles y recordemos que, según escribe Eco (1997), “in Christo non est masculus neque faemina” (pág. 20); es decir, también en Cristo se juega la relación presente en Tiresias entre ese lenguaje y la feminidad. El ciego Tiresias conocía esta lengua, instruido por la diosa Minerva. Fulcanelli (1922) afirma que “Según la mitología, el célebre adivino Tiresias tuvo un conocimiento perfecto de la Lengua de los pájaros, que le habría enseñado Minerva, diosa de la Sabiduría. La compartió, según dicen, con Tales de Mileto, Melampo y Apolonio de Tiana” (Pág. 22). También resuenan las palabras que dirige la diosa Atenea a la serpiente Erictonio: “Limpia los oídos de Tiresias con tu lengua para que pueda entender el lenguaje de las aves proféticas” (Graves, 1985, pág. 10, vol. 2). Lo que revela Tiresias es esa dimensión interesante entre traducción y feminidad, pues es
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precisamente por su imposibilidad de hablar de su ser mujer y la torpeza de sus palabras al respecto que es hecho ciego como castigo. Algunas tradiciones afirman que también San Francisco de Asís se había adentrado en sus misterios: “Esperadme aquí en el camino, que yo voy a predicar a mis hermanitos los pájaros” (Las florecillas, capítulo XVI). Siegfried, héroe de la tercera parte de la ópera de Wagner, Anillo de los Nibelungos, comprende el lenguaje de los pájaros a partir de probar la sangre del dragón Fafner a quien ha dado muerte con su espada. Es importante tener en cuenta, según se precisó en el apartado anterior, que el valor de verdad que Benjamin ofrece a la traducción dista mucho de querer ubicarse en armonía con un metalenguaje. También está lejos de querer adjudicar a un idioma el valor de metalenguaje. Tampoco Heidegger (1955) postulaba al griego para ese puesto cuando afirmaba que “en la lengua griega lo dicho en ella es al mismo tiempo, por modo eminente, aquello que lo dicho nombra” (pág. 25). Se observa como ese interés puede llevar ad absurdum en el ejemplo que Benet (1990) cita de Frazer quien, recurriendo a Leibniz, afirma que: “Existen tantos motivos para suponer que el hebreo fue la lengua originaria de la humanidad como los hay para adoptar la opinión de Goropius, que en su libro que publicó en Amberes en 1580 trató de demostrar que la lengua hablada en el Paraíso había sido el holandés. Otro escritor sostuvo la tesis de que Adán había hablado en vasco; mientras que otros, adelantándose a las mismas Escrituras, introdujeron la confusión de lenguas ya en el Edén, y así afirmaron que Adán y Eva hablaban en persa, que la serpiente había hablado en árabe y que el afable arcángel Gabriel había conversado con nuestros primeros padres en turco: hubo otro que sostuvo seriamente que el todopoderoso se había dirigido a Adán en sueco, que Adán había respondido en danés a su Hacedor, y que la serpiente había tentado a Eva en francés” (pág. 59). También Tomas Moro, en su isla de Utopía, va a proponer una lengua universal artificial, mezcla del hebreo, el griego y el persa (Matamoros, 1998, pág. 5). Eco (1993) ha sido claro cuando ha afirmado que “El tema de confusión de las
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lenguas y el intento de remediarla mediante la recuperación o la invención de una lengua común a todo el género humano, aparece en la historia de todas las culturas” (Pág. 12). Como se explicó anteriormente, para Benjamin el valor de verdad de una traducción no está dado por el modo en que se acomode con fidelidad al modelo del cual parte, ni en la adecuación al sentido que despliega el original. No es del orden de la representación lo que demanda el texto por traducir, sino más bien la producción de una lengua mayor. Tal es la promesa que atraviesa el ejercicio de la traducción, el mismo que viciaría la existencia de una lengua divina, metalenguaje, o lengua de los pájaros, pues es precisamente por ese punto infinito y diminuto de intraducibilidad – tan lejano de la esencia del texto –, cercano a la noción de núcleo de Abraham (Derrida, 1997), el que posibilita la producción de esos otros textos que son las traducciones múltiples de un mismo original. Se puede pensar, como lo hace Abraham, en la presencia de un impensable en el interior de las lenguas, y en ello radica su interés ante la paradoja de “<<¿cómo incluir en un discurso, cualquiera que este sea, aquello mismo que, por su condición, le escaparía por esencia?>>” (Derrida, 1997, pág. 73), que es precisamente lo que hay de no-discurso en ese discurso, lo que escapa a las posibilidades de la traducción y a las posibilidades de ser representado. El original no es el arquetipo de los otros; es éste también diferente a sí mismo, como lo son las traducciones de aquel a pesar de la relación existente entre las lenguas. Si bien Fulcanelli (nombre que es a su vez traducción de Vulcano) afirma que la lengua de los pájaros es “lengua de Corte”, sucede que realmente es lengua que no permite corte alguno, esa distancia que hace posible la producción de traducciones y la producción de una lengua mayor. Es ese corte el que, un poco al decir de Agamben (2005), profana el lenguaje, es decir, se lo roba a los dioses y lo devuelve a los hombres para su justo uso. Cuando Nietzsche afirma que Dios ha muerto, se entiende que de la caída de la deidad se sigue la caída de los fundamentos. De
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todos los fundamentos, efectivamente, pues no se trata de erigir nuevos en el lugar de aquel. La tumba de Dios es una que ha de permanecer vacía y todo lo que se ubique en ese agujero sería repetición de lo mismo y no de lo diferente. Sea ateísmo, religiosidad, filosofía, ciencia, cuerpo, etc., por más que se enuncie desde la contrapostura, desde la contracultura, desde la corriente adversa, desde la otra orilla, no haría más que repetir aquello contra lo cual se rebela. Pero de eso no se sigue el silencio. Como afirma Derrida (1998b), “Nietzsche ha apelado a un olvido activo del ser: no ha tenido la forma metafísica que le imputa Heidegger” (pág. 144). Si bien se pone de manifiesto la vacuidad del fundamento del ser, el sujeto en tanto ficción sigue siendo herramienta de filosofía, sin que eso implique resucitar a los muertos. La ausencia de un fundamento abre el camino de la multiplicidad; libera al original de una traducción que sea su representación en otro idioma. Se abre una multivocidad de significantes intra y extra lingual. Así, ante los límites de la palabra, Fulcanelli (1922) sentencia al final de su obra: “CALLAR.” (pág. 206). Milton se preguntaba en su Paraíso perdido (1667): “¿Cómo referirlo, ni aun con la lengua de los ángeles?” Wittgenstein (1973), en su ataque a la metafísica, lo abordaba desde otro lugar: “De lo que no se puede hablar hay que callar” (pág. 183). Pero se observa que precisamente aquello que escapa la palabra hay que perseguirlo por los resquicios, por los quiebres, rondarlo por las zonas oscuras por las cuales escapa y así, acorralado, robarle siquiera un vago perfume, así como el efecto Doppler trae, al modo de una ola, el aliento y reminiscencias del cuerpo que se aleja. La traducción no trasciende a la lengua, “algo real que ellas cercarían por todas partes, como una torre a la que pretenderían rodear. No, a lo que apuntan intencionalmente, cada una por su parte y todas juntas en la traducción, es a la lengua misma como acontecimiento babélico, una lengua que no es la lengua universal en el sentido leibniziano, una lengua que no es tampoco la lengua natural, puesto que siguen existiendo las otras;
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es el ser-lengua de la lengua, la lengua o el lenguaje como tales, esta unidad sin ninguna identidad consigo misma que hace que haya unas lenguas, y que sean lenguas” (Derrida, 1979, pág. 64). Se presenta como un estar en armonía de las lenguas y los textos, que no tiene pretensiones de completud o totalidad. La lengua de la verdad de Benjamin aparece diferenciándose de lo que sería esa “lengua de Corte” o “lengua de los pájaros”. La muerte de Dios en tanto muerte de todo fundamento es a la vez la muerte de una lengua universal. Al no haber “lengua arquetípica” no hay referencia última de sentido para los significantes, sino que, por el contrario, es el sentido el que se despliega entre las palabras y las cosas. No hay una metafísica de la traducción. No hay metalenguaje. Pero yace ahí precisamente el regalo, porque la multivocidad y multiplicidad de significaciones es lo que da origen a la metáfora, a los juegos de lenguaje y a la diversidad de sentidos. En el lenguaje de la psicosis aparece un uso de la palabra que no permite estos juegos del lenguaje y por lo tanto está más cerca de esa “literalidad” a la que condenaría la lengua de Dios, o lengua de los pájaros, o en todo caso, a la lengua que existiría antes de la confusión babélica y que, en palabras de Ferenczi (1932), llevaría a enunciar que: “dios es loco, el mundo está en el caos” (pág. 227). Se abre así una relación entre la palabra como muerte de la cosa y Dios como muerte. El Dios como muerte es el que se ofrece en las palabras de Sgalambro (1996): “Desear el bien de los demás es desear que no mueran, eso es todo. (¿Cómo se puede conciliar, repito, la idea del bien con Dios, que es la muerte misma? Creo, por el contrario, que la idea de Dios y la idea de la muerte se asocian de tal manera que podemos usar tanto un nombre como el otro)” (pág. 116)13. Muerte aparecería entonces como otro de Se podría abrir una interesante relación entre el beso como traducción (según lo abordamos a partir de la Küsstechnik) y este nivel de la muerte de Dios apelando a la lengua materna de Ferenczi, el húngaro, pues “Es extraño, pero, en húngaro, esas dos palabras, matanza y beso, ölés y ölelés, son parecidas y tienen la misma raíz…” (Márai, 1990). 13
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los nombres de Dios o como otra de las significaciones del impronunciable YHWH. La muerte de Dios, por su parte, llevaría a que nunca se silencie la palabra. Los originales, nos dice Benjamin, no son rocas ni planetas; hablan y se transforman. No se venden a la estaticidad y se nutren de lo que habla de y por ellos en la proliferación de las lenguas. Si se sigue con la metáfora de la psicosis, es decir, de aquel estado en el que no hay metáfora, resulta en un encuentro con unos muertos en vida: “los enfermos mentales son realmente personas medio muertas” (Ferenczi, carta a Groddeck del 10 de octubre de 1930, citado por Stanton, 1990, pág. 48). Cabe recordar cómo Beckett, con la genialidad de su palabra, se defendía contra esto: “Siempre he tenido la impresión de que dentro de mí había un ser asesinado. Asesinado antes de mi nacimiento. Tenía que encontrar a ese ser asesinado. Intentar devolverle la vida” (Juliet, 2006). En el aforismo 125 De la Gaya ciencia (2001) titulado “El loco” (o “El frenético”, según la traducción), Nietzsche habla por segunda vez en su obra (la primera es en Los presos de su libro El caminante y su sombra, 1980) y de la manera más directa de su concepto de la muerte de Dios. Pone las palabras en la voz de un loco que se acerca a una multitud de hombres que no creen en Dios y grita sin cesar “¡Busco a Dios, busco a Dios!” Los hombres se burlan de él y es entonces cuando él les revela la condición de ese Dios que ha muerto, y que han sido ellos mismos, los hombres, quienes le han dado muerte con su cuchillo, ahora teñido de sangre divina. Procede entonces a decirles: “¿Dónde está Dios? Os lo voy a decir, lo hemos matado, vosotros y yo, todos nosotros somos sus asesinos. Pero ¿cómo hemos podido hacerlo? ¿Cómo pudimos vaciar el mar? ¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte? ¿Qué hemos hecho después de desprender a la tierra de la cadena de su sol? ¿Dónde la conducen ahora sus movimientos? ¿A dónde la llevan los nuestros? ¿Es que caemos sin cesar? ¿Vamos hacia delante, hacia atrás, hacia algún lado, erramos en todas las direcciones? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿Flotamos en una nada infinita? ¿Nos persigue el vacío con su aliento? ¿No sentimos
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frío?” (Pág. 135). Sus palabras revelan que el pivote y eje angular de rotación de la tierra se descentra y el suelo no es ya la roca indeleble de solidez inalterable; por el contrario, las superficies se revelan como horrorosamente deleznables. El lugar de Dios ha quedado vacío, vaciado, su cuerpo se descompone y ya las partes complementarias del mundo de lo corruptible han desaparecido con el disolvimiento del más allá (Divino) que consolidaba ese círculo perfecto que brinda la seguridad de un engranaje perfecto. La muerte de Dios es la muerte de toda verdad como fundamento. Con esa frase, Nietzsche sentencia un estallido y fragmentación de la verdad, convirtiéndola en no más que un relato o una fábula. La verdad se convierte ahora “en una aventura del lenguaje, en un conflicto de palabras, en una construcción histórica, en una violencia a través de la cual alguien impone aquello que es su propia mirada del mundo. La verdad, por lo tanto, no arrastra un contenido de objetividad, una esencia, no es sustantiva, no responde a un fundamento, sino que emerge del conflicto de las miradas opuestas, de lo que Nietzsche también llama la perspectiva, de lo que emerge en esa confluencia conflictiva, violenta, apasionada, de las diversas miradas. La verdad se separa del fundamento, hace estallar todo esencialismo para afirmarse en la materialidad histórica, para emerger como batalla de miradas opuestas” (Forster, 2006, sin página). La explosión que opera de la mano de Nietzsche desvanece todo intento de reubicar un primer principio como fundamento de la verdad o como consistencia de ser. Ahora bien, ¿qué hacer con el lugar de Dios? ¿Qué hacer con ese lugar que ha quedado vacío? Nietzsche dirá que la tumba de Dios (que es tumba porque es el lugar donde yace el cadáver divino) hay que dejarla vacía y a su manera explica como todo lo que venga a ubicarse en ese lugar, bien sea a taponar su vacío, a realizar intentos vanos de rellenamiento de vacuidad, no harán más que revivir y repetir eso que implicaba la existencia de Dios e impediría ver que el haberle dado muerte es la “acción más grandiosa” y si acaso “La grandeza de ese acto ¿no es
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demasiado grande para nosotros?” (2001, Pág. 136). Deleuze utilizará esta imagen para describir lo que sucede con las revoluciones que, una vez alcanzan el poder, son atrapadas por el aparato de captura y pasan a realizar exactamente lo mismo que aquello contra lo cual se habían alzado en protesta en un primer momento. Las fuerzas activas y reactivas se aniquilan a sí mismas, de la misma manera que el hombre deja de ser cuando da muerte a Dios; sólo a partir de que muere en su dar muerte es que es posible el devenir del superhombre (Deleuze, 1967). En cuanto al tema acá en cuestión, interesa el lugar de insuturabilidad de ese espacio, es un corte que ni siquiera se ubica como tal, no hay llaga ni cicatriz, es una puerta abierta. De insertarse un dedo en ella no se sabría sino de sus bordes, pero nada de la vacuidad que la habita, que no es inteligible: la nocorrespondencia de los significantes abre el camino para la multiplicidad de traducciones. Con respecto a la dimensión psicoanalítica se abre la misma problemática, pues ante la presencia de la pérdida del sentido del paciente, dotar su existencia de nuevos sentidos por medio del dispositivo analítico es, de alguna manera, llevar al paciente nuevamente al sueño (del sentido) y alejarlo del despertar. Por eso es útil la noción de “efecto de sentido” propuesta por Lacan, pues permite mantener la coherencia con aquello que se ha planteado en relación al deseo del analista como el deseo de llevar al paciente al despertar. En los planteamientos de Nietzsche, la dimensión más significativa que interesa destacar es la de la muerte de Dios como muerte de la representación. La muerte de Dios implica la pérdida de los significantes (últimos). Es todo un mundo de absolutos, de esencias y valores transcendentales el que se descompone en el cuerpo de Dios. Las palabras que Nietzsche pone en boca del loco refieren esa vacilación que imprime el estar ante el lugar de la falta, ante aquello para lo cual no hay palabras y que habita en la región de lo innombrable. Es el mundo de la representación el que ha caído. El nombre de Dios (Padre) es un significante que no remite a otro significante, sino a
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un vacío; implica el funcionamiento de un cero y por eso su lugar de innombrabilidad. Cuando Nietzsche sugiere que “La lógica no es más que las cadenas del lenguaje” (citado por Derrida, “El suplemento de la cópula”, 1998a, pág. 216) afirma que la metafísica se ha adentrado tanto a la arquitectura de los procesos gramaticales que el prescindir de ellos pareciera llevar a la imposibilidad de pensar. La razón misma y el uso que de ella hace la filosofía, están para Nietzsche inevitablemente montados sobre categorías metafísicas. Poder pensar a partir de la muerte de Dios implica renunciar a ellas o aceptarlas sólo en tanto ficciones. La muerte de Dios a su vez toca otro borde, otro nervio, porque como bien lo expone Freud, no hay representación psíquica de la muerte. Hay un roce también aquí de la tangente con su círculo, tan presentes entre Nietzsche y Freud sin que de ninguna manera afirmen lo mismo. Sin embargo, es un hecho que sus descubrimientos se entrecruzan y encuentran. Como afirmaba el propio Freud en su Presentación autobiográfica (1925): “En cuanto a Nietzsche, el otro filósofo [además de Schoppenhauer] cuyas intuiciones e intelecciones coinciden a menudo de la manera más asombrosa con los resultados que el psicoanálisis logró con mucho trabajo, lo he rehuido durante mucho tiempo por eso mismo; me importa mucho menos la prioridad que conservar mi posición imparcial” (pág. 56)14. En esa relación entre muerte y silencio, Freud (1926) afirma que hay algo intransferible en el goce estético, sexual, en la muerte. La pulsión de muerte es muda y por eso Dios muere en silencio, Cabe recordar además el extraño caso de Otto Rank, “nietzscheano puro” del círculo íntimo de la primera generación de analistas, aceptado como tal también por Deleuze, cuyas apreciaciones de la obra de Nietzsche son sin duda brillantes. Sin embargo, el pensamiento de Rank termina desembocando en la afirmación de que el trauma de nacimiento es el origen de todos los traumas. Así, ¿cómo conciliar esta afirmación con el pensamiento de Nietzsche, tan lejano a una afirmación de este tipo? La muerte de Dios no sólo es muerte del fin, sino también del origen como fundamento (sobre este tema ver Zuleta, 2004, págs. 250-252). 14
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con tan poco alboroto que de ella no se han enterado la mayoría de los hombres (“Cuando Zaratustra estuvo solo dijo a su corazón: ¿Será posible? Ese santo anciano no se ha enterado aún de que Dios ha muerto”) (Nietzsche, Fuera de Servicio, 2003). La multiplicidad posible para las traducciones de un original se observa en que cohabitan y, a pesar de su diversidad, no habitan en ellas – necesariamente –contrasentidos. El lenguaje de los fundamentos sólo puede encontrar en las traducciones representaciones o copias – malas – del original (como lo eran las cosas del mundo en relación a los arquetipos, eidos). Ante todo, “la traducción promete un reino para la reconciliación de las lenguas” (Derrida, 1979, pág. 63). Esa es la promesa mesiánica al final de los tiempos ofrecida en Benjamin. Es una extensión al infinito que abre al encuentro de lo otro y posibilita a cada lengua la salida de su soledad enclaustrada, su propio crecimiento en ese encuentro con otra lengua que es lo que permite la traducción. Así, la babelización, lejos de aparecer como un castigo, aparece como una dádiva que abre al encuentro con lo diferente; libera del Paraíso, arquetipo de la mismidad, en donde cada cosa es igual a sí misma y no hay distancia entre las palabras y las cosas. “Adán y sobre todo Eva, tienen el mérito original de habernos librado del paraíso, nuestro pecado es que anhelamos regresar a él” (Zuleta, 1980, pág. 10). En otras palabras, el pecado del sujeto es que vive en la ilusión de regresar a ese estado primitivo, sin aceptar que el adulto, con su seducción, le ha entregado su liberación. Acá nos topamos nuevamente con ese elemento positivo de la confusión de lenguas, coherente con su movimiento moebiano: trauma que limita, trauma que libera; trauma ante el cual dormirse, trauma al cual despertar. Podemos concluir, por lo tanto, que no entendería nada el analizante de sí mismo si la lengua que se impone es la del analista sobre la suya propia; sería confusión de lenguas como sueño de sentido. El analizante debe entender los efectos del lenguaje en él, lo otro en él y no apelar al sí mismo. Así lo sugiere Abraham para la lectura de su libro La corteza y el núcleo: “no se
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entenderá nada si no se lee este texto como él mismo enseña a leer, teniendo en cuenta la <>, la de <>. Este texto debe descifrarse, pues, con ayuda del código que propone y que pertenece a su propia escritura” (Derrida, 1997, pág. 71). Las palabras del analizante a su vez se presentan para ser leídas en su propio código y con las herramientas que aparecen allí en su discurso. En el análisis, más que leer ese texto que son las palabras del analizante, se implica y exige una traducción: leerlas es, de entrada, traducirlas.
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X EL OTRO “OTRO” EN LÉVINAS
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¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad. Pedro Páramo, Juan Rulfo En la sombra del otro buscamos nuestra sombra; En el cristal del otro, nuestro cristal recíproco. La moneda de hierro, Jorge Luis Borges
Las linternas de la razón no han podido sino alumbrar al otro con la luz de la mismidad que hace de sus rostros máscara. Detrás de esas máscaras, de esa personae, se filtra el per-sonido del otro, no el otro de mí, sino el otro otro que entona el coro silenciado por los estruendosos cobres de la mismidad: “No me matarás, no me circunscribirás dentro de tu mismo campo de mismidad. No me mates: no hagas de mí una representación”. Quien entona ese canto es un judío lituano parido entre dos años y dos mundos, entre a.C. y d.C., en el entre de dos épocas según el totalitarismo temporal impuesto por el culto a Julio Cesar y a Gregorio XIII, que es a la vez la fina línea que delimita la ortodoxia religiosa de la globalización de los tiempos. Es este judío el que se da cuenta que la otredad sigue impensada a pesar de que sus contemporáneos sienten que ya ha obtenido suficientemente su lugar en el pensamiento de la Différance. Pero permanece en el afuera de ese pensamiento de la diferencia – que
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no deja de producir los destellos de una mismidad que delimita una frontera que excluye un afuera, es decir, la existencia de una alteridad en tanto aquello que lo mismo excluye, y, por lo tanto, lo mismo sigue siendo la vara de medida de lo diferente –, un otro otro, impensando, cuyo rostro me interpela. Este autor interesa para pensar la problemática de la “confusión de lenguas” en Ferenczi porque Lévinas, aunque desde otro lugar, intenta un modo de indagar en la filosofía que trata de dar cuenta de ese otro anterior a la babelización de lenguas. Se propone, en su delicado uso del lenguaje filosófico, saber algo de ese otro anterior a las categorías del lenguaje, de ese lenguaje de la mismidad a través del cual se nombran las cosas del mundo. En definitiva, Lévinas intenta rescatar esa diferencia del otro anterior al traumatismo que supone el lenguaje del Otro. Nuevamente estamos ante la paradoja que trae consigo la confusión de lenguas: con la entrada en el lenguaje que supone la adquisición de los significantes del Otro, el otro se pierde. Hay un naufragio del otro porque el modo de nombrarlo va a ser siempre el lenguaje de la mismidad. El lenguaje de la mismidad es el lenguaje del Otro, de los significantes Otros. De esta manera, en la reflexión lévinasiana, estamos nuevamente ante la pregunta de Ferenczi: ¿cómo saber algo de ese otro que sufre en el diván? ¿Cómo rescatarlo de ese lenguaje del Otro que se ha impuesto de tal manera que ha silenciado al sujeto analítico? ¿Cómo hacer que ese niño inocente, que ese lenguaje de la ternura, hable en las sesiones? ¿Cómo apelar a que ese lugar estructuralmente perdido, y que es motor de deseo, encuentre su articulación en los significantes del Otro para que sea el sujeto el que hable? Tanto Lévinas como Ferenczi saben que ese lugar está perdido; es esa imposibilidad la que impulsa al sentido en sus trabajos. Por lo tanto, la búsqueda de ese lugar opera como directriz: es esta línea la que guarda la promesa del encuentro con lo perdido, pero es un encuentro que nunca se consuma en el tiempo. Es allí donde cobra importancia la temporalidad judía: la espera de un Mesías que no llega nunca. El sentido está puesto
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en la búsqueda de un encuentro que no se consuma jamás. El sentido no es el encuentro, es la espera. De la misma manera, Ferenczi es movido en su clínica por la promesa de un encuentro con ese lugar incontaminado de trauma, anterior a todo traumatismo. También, cuando Ferenczi en su clínica se encuentra con el psiquismo fragmentado de sus pacientes, lo moviliza la promesa de la existencia de un estado anterior en el que esas partes pertenecieron a un todo. En ese movimiento, que presupone un comienzo y un fin asintótico (en el sentido en que no se encuentra nunca con su paralela, que es su punto cero) va dándose la posibilidad del encuentro con esa pérdida estructural y su dimensión posibilitante. En materia de lenguaje, por ejemplo, es en la búsqueda de la voz de ese niño inmaculado que se va dando lugar a la traducción antes mencionada, al enriquecimiento del lenguaje por medio de esa interlengua que es la voz que habla desde los quiebres de la palabra. En ese movimiento, se va dando una producción significante que logra hacer hablar a ese otro que se haya exiliado en el leguaje del Otro. En el Nombre del Otro va dándose lugar a la aparición de un Nombre Propio. El “qué” y el “otro” Surge entonces la pregunta: ¿qué es ese otro15? Pero parece que ocultamos la respuesta de entrada porque ¿qué vela Žižek (2003) diferencia la dimensión imaginaria, simbólica y real del otro: “En primer lugar, está el otro imaginario: otras personas „como yo‟, los otros seres humanos con quienes estoy vinculado mediante relaciones especulares de competencia, reconocimiento mutuo, etcétera. Luego, está el „gran Otro‟ simbólico: la „sustancia‟ de nuestra existencia social, el conjunto impersonal de reglas que coordina nuestra coexistencia. Finalmente, está el Otro qua real, la Cosa imposible, el „compañero inhumano‟, el Otro con quien no es posible el diálogo simétrico, mediado por el orden simbólico” (pág. 81). Sin embargo, es importante observar que Žižek lee la problemática del otro en Lévinas como una metafísica – distinta a la lectura propuesta acá – en la que la faz del otro 15
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ese qué que tanto criticó Heidegger (1955) que por boca de Sócrates hace su aparición demasiado pronta en la historia del pensamiento? ¿Qué otra cosa preguntamos con el qué, sino por la esencia? ¿No es precisamente la esencia lo que designa aquello por cuanto algo es igual a sí mismo, aquello por lo que una cosa no es otra, a saber, el lugar de cierre de la cosa en una totalidad? Si preguntamos por el otro otro, no queremos saber qué de ello se suma en una totalidad absoluta, sino qué es lo radicalmente otro que allí aparece, anterior a todo a priori, mirándome cara a cara, interpelándome con su rostro. En la introducción de Totalidad e infinito (1961), Daniel E. Guillot (2006) afirma que: “El otro es precisamente lo que no se puede neutralizar en un contenido conceptual. El concepto lo pondría a mi disposición y sufriría así la violencia de la conversión del Otro en Mismo. La idea de lo infinito expresa esta imposibilidad de encontrar un término medio – un concepto – que pueda amortiguar la alteridad del Otro. El Otro como lo absoluto es una trascendencia anterior a toda razón y a lo universal, porque es, precisamente, la fuente de toda racionalidad y de toda universalidad” (pág. 25). Así, como anterior a toda anterioridad, el otro es a la vez irrepresentable y fuente misma del aparato representacional; es anterior a todo fundamento, pero es fundamento sin arkhé de toda ética y toda justicia. Por lo tanto, cobra sentido la afirmación de Lévinas según la cual la ética precede a la ontología, pues la inmemorialidad del otro del cual soy responsable desde siempre (allí la relación con la ética) es anterior y primera que cualquier ontología. La reflexión ética no se deriva de la ontología; el otro estaba allí desde siempre, como límite de todo tiempo y todo pensamiento. En nuestro tiempo es sin duda el ojo el órgano que más elude la presencia estructural de la castración. Ese punto de quiebre donde el sujeto se desvanece, donde se destrona y se funciona como “el FETICHE último” (pág. 84) que sirve para suturar la castración del gran Otro. Nosotros, por el contrario, destacamos ese otro como una apertura a lo real, como un exponerse a lo imposible.
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delimita el terreno sin fronteras de lo imposible y lo no-totalizable, se eyecta ante el ojo de la razón técnica que todo lo ve o, vale decir, que en su mirar hace de lo existente totalidad. Pero ya nos lo había advertido Johannes Angelus Silesius – y no sólo él – en su Peregrino Querubínico (1675): “Un ojo que jamás se priva del placer de ver, se ciega al fin por entero, y no se ve a sí mismo” (sin página). En ese mismo movimiento de observación-apropiación, la razón se desbanca a sí misma del lugar de la mirada y haciéndose ciega en esa circularidad en la que enmarca lo existente, pretende ser el referente óptico de todo lo que sentencie su ser a partir de la refracción de la luz. Ese “traer a la luz” como iluminación de lo que es, como fluorescencia de los cuerpos a partir del concepto, es silenciamiento de lo real en tanto presencia de la alteridad en lo que hay (il y a). Pero si este es el estatuto de la mirada en el espectro de lo pensable, entonces, ¿qué quiere decirnos Lévinas cuando afirma que “la ética es una óptica” (1961, pág. 50)? Ciertamente no destaca la óptica que pretende circunscribir con su mirada el ser a la representación, sino una óptica a-representacional, anterior al pensamiento, que permita que el ojo que allí se encuentra, vulnerable, a la espera, pueda ser afectado por el rostro del otro. Es de otro modo que ser, es decir, en el más allá del ser. Pero anterior a todo esto, anterior a que haya un otro diferente de mí, anterior a mí, hay un otro radical que me interpela. Esa alteridad absoluta no se circunscribe a mi palabra hablada en mi propio idioma. No se cierra en mi totalidad conceptual, en el sentido que mi sentido lo atrapa como aquel sentido que puedo darle, no es lo otro de mí, sino el otro otro. Ese otro radical no cae en el marco de la confusión de lenguas, entendida ésta como la imposición de una lengua en otra lengua, sino que preserva su lugar en lo intocado de toda traducción, mantiene su diferencia, no es hablado por otros. De este modo se encuentran la infancia ferencziana y el otro lévinasiano (¡esos dos imposibles!), en ese lugar anterior a todo a priori, anterior a la decadencia del deseo y al nacimiento de la historia. Ubicando esos lugares anteriores a toda temporalidad lógica de la
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estructura, es decir, de aquel lugar que carece de antes, apuntan a rescatar el fundamento perdido, pero no en aras de reconstruir una metafísica, pues esto sería la muerte en acto de la diferencia y de la singularidad de la infancia, sino como motor que moviliza en uno el pensamiento en torno a la ética y en el otro la dirección de la cura en el dispositivo analítico. Esa diferencia radical, motivo mismo de su singularidad en tanto hay, es el real que interpela, que seduce al asesinato, pues mantener el lugar de radical diferencia se presenta como un imposible; por lo tanto, se busca hacer de eso otro una representación, recogido dentro de un mismo campo de sentido, haciendo de ello mismidad, totalidad. Pero ese rostro del otro radicalmente diferente sentencia a su vez la frase no matarás, no hagas de mi una representación, déjame ser desde mi singularidad. Esta singularidad no es su esencia al modo de la filosofía griega, ni su fundamento yoico al modo moderno, sino ante todo an-arquía, precisamente sin arkhé, sin fundamento. Afirmar su esencia sería hacer de él, nuevamente mismidad, totalidad; ser afectado por su interpelación an-arquica es preservar su lugar de alteridad radical, de diferencia. El desplazamiento del Otro A las figuras del huérfano, la viuda y el extranjero que propone Lévinas como lugares del otro radical, habría que añadir sin duda al menos una más: el desplazado. Es el rostro del desplazado el que nos interpela en toda esquina, con otros ojos, otros mundos y otras pieles. En su coraza de dolor, atraviesa el espectro de la diferencia. Lo asesino, lo despojo de su singularidad y lo nombro con mi concepto que hace de él nada, vil diferencia de mí. Aparece así, en mi violencia, la cara del mal que no es la de los fusiles y bombas que lo despojaron de su tierra, sino esa otra violencia más sutil y que por poderse disfrazar de bondad y buenas intenciones se hace más peligrosa porque, ¿quién cura del mal que el bien hace?. Como señala Lacan
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(1958) en relación a la técnica psicoanalítica: “La bondad es sin duda más necesaria aquí que en cualquier otro sitio, pero no podría curar el mal que ella misma engendra. El analista que quiere el bien del sujeto repite aquello en lo que ha sido formado, e incluso ocasionalmente torcido. La más aberrante educación no ha tenido nunca otro motivo que el bien del sujeto” (pág. 599). Así, “el mal no es ya una finitud que impide al sujeto elevarse hasta lo absoluto, hasta más allá de la muerte, sino el infinito malo de la indeterminación del hay. No es la nada que circunda el ser y que, en última instancia, es cómplice del ser, sino ese mundo innominado de los espacios siderales y de los desiertos que pugna por reducir la subjetividad al elemento inerte” (Gillot, 2006, pág. 29). Y sin embargo, a pesar de esta violencia de la bondad, esta violencia subliminal que pasa desapercibida en la cordialidad de las buenas intenciones, existe aún una violencia anterior y fundante que surge de toda subjetividad, una violencia esencial que es precisamente la del ser que excede a todo pensamiento que intente asirla en un todo, es la violencia propia de todo infinito, su maravilla. ¿Pero cómo es que sé de la otredad, cómo hago experiencia de lo otro, de lo infinito? Ciertamente no con el pensamiento si por pensamiento entendemos lo que entendió Zenón, a saber, lo otro como Uno, acá de lo múltiple, pues infinito es precisamente aquello que desborda al pensamiento. “La relación con lo infinito puede, ciertamente, expresarse en términos de experiencia, porque lo infinito desborda el pensamiento que lo piensa. En este desbordamiento se produce precisamente su infinición misma, de tal suerte que será necesario aludir a la relación con lo infinito de otro modo que en términos de la experiencia objetiva. Pero si experiencia significa precisamente relación con lo absolutamente otro – es decir, con lo que siempre desborda al pensamiento – la relación con lo infinito lleva a cabo la experiencia por excelencia” (Lévinas, 1961, pág. 51). Por lo tanto, infinito no es una representación, no es la representación de infinito, sino ante todo lo que a ella escapa y se fuga del concepto.
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Lévinas rompe con una tradición que ubica en la sensibilidad el modo en que la inteligencia aprehende el mundo con la información que se percibe a través de los sentidos. Esto no le interesa a Lévinas más que como contrapunto de ese otro modo de disponerse la sensibilidad en la apertura al otro. Ya no es la facultad de conocimiento la que rige la experiencia de la sensibilidad en tanto aprehensión de los objetos del mundo y su transformación en fenómenos, sino la sensibilidad en tanto afectividad. Es afectividad pura la superficie que se expone (y no interpone) ante la presencia del otro. Allí aparece una cercanía con Benjamin en tanto a la experiencia que, más allá de las cualidades sensibles o la mediación del pensamiento, sacude al yo ante la extimidad de su ser. Ese gozo que produce la sensibilidad sin pensamiento es la apertura ante la experiencia del otro, no como representación del otro en mí, sino como alteridad sensible ante mí. Lo que presenta Lévinas no es una dicotomía frente a los modos de conocer el mundo, inscrita en la clásica tradición psicológica – y en la filosofía de donde toma su origen – de percepción/apercepción, sentimiento/pensamiento, afecto/ razón, sino un modo de saber de lo otro, de lo que desborda la totalidad, sin que implique un asesinato de la alteridad en tanto circunscripción a un pensamiento que hace de ello mismidad. Es la sensibilidad alejada de la teoría de la alteridad, es la sensibilidad frente a lo infinito más allá del concepto de infinito, es diferencia más allá del discurso de la diferencia. La sensibilidad como herramienta del conocimiento tiende muros frente al otro; la sensibilidad como vulnerabilidad frente al otro que me interpela es apertura al rostro del otro. Esa apertura al otro no parte de una intencionalidad que quiere darle cabida a la alteridad. Eso sería volver al egoísmo que cierra la apertura en círculos concéntricos, el gozo del mí en mí. Es precisamente la pasividad en el dejarse afectar por el otro, sin que ese dejarse sea actividad, lo que lleva a que el otro me interpele. No lo decido, es anterior a mí, está desde siempre. No aparece como tema para la representación. En este sentido, la subjetividad aparece por lo tanto como este estar ofrecido desde
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siempre al otro. Es precisamente allí donde es posible enunciar nuevamente la frase fuerte de Lévinas según la cual la ética precede a la ontología. Cabe recordar el énfasis ferencziano en la clínica en cuanto a la simpatía, según lo desplegó en su Diario clínico (1932d): la simpatía del analista como elemento indispensable de la clínica psicoanalítica implica abrir un modo para que eso otro que yace en el diván – ese niño perdido en los significantes del Otro, en la hipnosis de esa palabra del Otro – haga su aparición; hacerme sensible a ese otro y en ese dejarme afectar, acercarme a esa infancia naufragada. El otro y el lenguaje: Una propuesta pro-vocativa ¿Pero qué es lo otro otro si no es lo otro de mí? No es lo que no soy, mi no-yo, lo que excede mi frontera que delimita un adentro y un afuera. No es ni siquiera lo otro de mí en el punto en el que yo me desvanezco, allí donde el yo se duerme, se aleja, en la mirada que me devuelve el cristal y que no reconozco como mía, aquella ajenidad con el propio ser del famoso “Car JE est une autre”16 rimbaudiano. Tampoco es el otro de las profundidades y las superficies, motor del lapsus, el chiste y las producciones oníricas, reservorio de deseos de infancia. Tampoco es el yo que se encuentra idéntico a sí mismo aún en sus alteraciones y que se espanta ante la alteridad de lo que es. Tampoco es ese otro niño que aguarda en los pliegues del lenguaje y que desea en mi deseo. Lévinas (1961) nos dice: “Lo Otro metafísicamente deseado no es <> como el pan que como, o como el país que habito, como ese paisaje que contemplo, como a veces, yo mismo a mí mismo, este <>, este <>. De estas realidades, puedo <> y, en gran medida, satisfacerme, como si me hubiesen simplemente faltado. Por ello mismo, su alteridad se 16
Carta a Georges Izambard, Charleville, 13 de mayo de 1871.
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reabsorbe en mi identidad de pensante o de poseedor. El deseo metafísico tiende hacia lo totalmente otro, hacia lo absolutamente otro” (pág. 57). Pero, ¿qué de la diferencia cuando pregunto por el qué del otro? ¿Supera el deseo en tanto metafísico aquello que estructuralmente vicia el lenguaje? ¿Puede la pregunta por el qué darle algún lugar a lo totalmente otro, a lo absolutamente otro, o es el lenguaje, de entrada, mismidad? ¿Es la pregunta por el qué de lo otro tan insostenible en sí misma en tanto articulación semántica como una bola de arena arrojada al mar? ¿Es el lenguaje necesariamente un terreno maldito para la reflexión sobre el otro? ¿Puede saberse del otro a partir de una articulación significante o es la interpelación del rostro del otro necesariamente asignificante? Y aún así, nos dice Lévinas que el lenguaje es el terreno donde se da la relación entre lo Mismo y lo Otro. Esa relación, que es la metafísica misma, absuelve a lo Mismo y lo Otro de la sumatoria; es la salida de sí de la mismidad. En palabras de Lévinas, es Religión. Ante esto, surge necesariamente la pregunta por el estatuto de esta metafísica a la que “retorna” Lévinas. En esa lucha que encabeza Nietzsche con su Filosofía del Martillo, que prosigue en la Destruktion heideggeriana y que acompaña el grueso de la filosofía contemporánea, todo en pro de derrumbar la metafísica, de dar vuelta hacia el logos, de restablecer un pensar no metafísico, sin fundamento en principios trascendentes, entra Lévinas a traer conceptos tales como Deseo metafísico y Religión para pensar la relación del Otro con el Mismo. ¿Qué lugar darle a este pensamiento que escape a ese peligro que viene siempre de la mano de la resucitación de viejos ídolos? ¿Por qué volver a incluir en el seno de la reflexión filosófica y en la tarea actual del pensar estas nociones y estos términos que resultan tan incómodos en nuestro siglo, como elementos que, en sí mismos, vician toda posibilidad de producir un nuevo pensamiento? Esta problemática ya la tocamos en relación a Ferenczi: ¿cómo pensar la figura tierna de la infancia en su obra sin que eso implique tumbar abajo el descubrimiento freudiano en cuanto al niño como deseante, pulsional, perverso polimorfo? Del mismo
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modo que procedimos con Ferenczi, habrá que proceder con Lévinas: para hacerle justicia a su modo de insertar esos conceptos en su producción filosófica, es necesario comprender la metafísica lévinasiana desde los estatutos de su propio pensamiento. Metafísica que retorna tal vez, pero no al modo de la materia céfala que se esculpe en el lugar vacante que ha dejado la muerte de Dios, porque es ruptura con una tradición de pensamiento que asentada en el qué y los modos de conducirse de la razón, niega la diferencia y lo advenidero en lo múltiple. Es el pensamiento que critica Heidegger (1955) en su modo de preguntar por el qué de las cosas, en el preguntar por la verdad como suficiencia de lo mismo, por su ipseidad y, en términos de Lévinas (1961), la manifestación su “egología” (pág. 68). El pensamiento de Lévinas, en este sentido, no necesariamente es un “giro religioso” que se opone a la antifilosofía, según lo ha precisado Alemán (2000), entendida ésta como la puesta de la filosofía en el camino hacia un otro pensar. No es el retorno a la filosofía de las Luces tampoco, porque ese incondicionado no es una representación ni una esencia, sino un modo en el que se incita a advenir lo real. Lévinas es consciente de los peligros que trae consigo la resucitación de los dioses dormidos. Si postula un principio ético anterior a todo a priori es porque éste no es fundamento, sino ante todo an-arquía. No es fundamento al modo en que se trae a la presencia la mismidad. Es, ante todo, pasado inmemorial que no adviene a nuestro encuentro y del cual, a pesar de ello, me hago responsable desde siempre. No es inmemorial por una debilidad de la memoria, sino por la imposibilidad insuperable del tiempo, es el otro como límite del pensamiento. Es lo primero que todo, anterior a cualquier efecto de representación. Este modo de entender lo inmemorial en Lévinas nos sirve de puente para volver a lo que hemos definido como estructural en cuanto al lugar de la infancia en Ferenczi: el lugar de lo perdido, de lo ausente, de lo evanescente, de lo imposible, de lo inevitable y de la necesariedad.
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Volviendo a la reflexión en torno al lenguaje: si es éste la materia misma que compone el pensamiento y el pensamiento tiende a hacer de lo múltiple Uno y mismidad, ¿cómo es que en la experiencia del lenguaje doy lugar al otro? Allí Lévinas refiere a una distinción fundamental para comprender como procede la apertura a la alteridad en la experiencia de la palabra que es la diferencia entre el decir y lo dicho y la participación del vocativo en esa experiencia. Si el otro me interpela, hay que encontrar el modo de responder a ese otro, no con mi palabra-apropiación, sino con el decir-apertura. “El Decir se aproxima al Otro percibiendo el noema de la intencionalidad, dando la vuelta a la conciencia como si fuese una chaqueta que, por sí misma, hubiese permanecido para sí incluso en sus tendencias intencionales […] En el Decir el sujeto se aproxima al prójimo ex-presándose en el sentido literal del término; esto es, expulsándose de todo lugar, no morando ya más, sin pisar ningún suelo. El Decir descubre, más allá de toda desnudez, lo que puede haber de disimulo en la exposición de una piel puesta como desnuda” (Lévinas, 1974, pág. 101). La relación con el vocativo lo encuentra Lévinas no sólo en la adopción que hace del francés, sino que sobrevive su presencia también en su lengua materna, el lituano. Así, es al otro al que se alude en la enunciación de las palabras – no en su enunciado –, sin que otro sea sujeto u objeto. El lenguaje en este sentido es producido por la interpelación del otro, es él el que me hace hablar. Es, sin embargo, en su doble filo, el lenguaje también un modo de callar al otro, de despojarlo de su alteridad y ceder ante la amenaza de aniquilar su diferencia con mi englobamiento conceptual. La voz propia no es aquella voz con la que el yo habla, sino la voz con la que lo real de la singularidad se manifiesta. La lengua materna es siempre – y de entrada – una lengua extranjera. Pero no sólo esto es la lengua materna. Como afirma con lucidez el escritor colombiano Mario Flórez, la lengua natal no es “la lengua en que uno aprendió a hablar, sino la lengua en la que uno aprendió a callar” (citado por Ospina, 2007, pág. 68). Y es aquí que las formas que articulan a Ferenczi y a Lévinas encuentran su círculo
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perfecto, pues la confusión de lenguas no resulta por lo que le dice el adulto al niño, por el contenido de lo dicho, sino por el sólo hecho de hablar, por el decir. Esta diferencia, que da al pensamiento ferencziano una mirada estructural y no psicologisista, vuelve a revelar la paradoja de la confusión de lenguas. La posición del sujeto que habla es siempre traumática: supone estar en el sueño profundo del sentido del Otro (que da el Otro). Pero el despertar de ese sueño no supone una iluminación a la manera de los místicos en la que se recupera una relación adánica con los objetos y la adopción de un lenguaje que no supone babelización alguna. Por el contrario, el despertar es un despertar a la confusión de lenguas, se da en el quiebre mismo del lenguaje, por medio de la relación analítica, a través del enriquecimiento que produce la interlengua (Zwischensprache): único lenguaje donde es posible que hable el deseo. En castellano, vocativo es sinónimo de llamativo, es decir, permite entender que lo que está en juego es el llamado del otro, el oído presto a su diferencia, mi cuerpo prestado para su caricia. En el decir, “el uno se expone al otro como una piel se expone a aquello que la hiere” (Lévinas, 1975, pág. 102). Es la pasividad a esa herida, el ofrecimiento de la piel para la caricia y la contusión. Pero si bien se entra en ese juego de significaciones y significantes, es ante todo significación anterior a toda objetivación. El otro como vocativo, como llamado al que respondo, no es el objeto, ni aún el sujeto, de mis enunciados, es decir, sin apropiación: el habla en la apertura del ser. Sólo en este “Heme aquí” del lenguaje es posible que el mismo pueda expresar el otro en tanto que otro. Es la disposición de esta caridad al otro, aún como traición del lenguaje mismo, que puede la palabra no ser borramiento del otro, su lugar de desvanecimiento, mi apropiación. Se abre, por lo tanto, otra dimensión del lenguaje, un más allá del lenguaje tradicional de la filosofía para delimitar su objeto. Lévinas (1951) dice que “No puede mantenerse un lenguaje sensato favoreciendo un divorcio entre razón y filosofía. Pero tenemos derecho a preguntarnos si la razón, considerada
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como posibilidad de tal lenguaje, le precede necesariamente, si el lenguaje no está fundado en una relación anterior a la comprensión y que constituiría su razón” (pág. 16). Este anterior al que alude Lévinas como fundación y fundición del lenguaje es precisamente la presencia de ese otro en el pasado inmemorial; es de allí que parte toda palabra y toda reflexión ética. Lévinas apela a lo que desde Ferenczi hemos llamado el lenguaje de la ternura, a la infancia perdida, al infante libre de pérdida. Desde allí quiere que parta su reflexión ética. Es posterior al otro que la palabra se hace custodia de la quididad y la alteridad del otro se sacrifica para mantener lo uno de lo existente. Pero para Lévinas la posibilidad de que todo lenguaje no sea necesariamente confusión de lenguas está dada por ese anterior, por esa interpelación del otro que se escucha y habla antes de la representación que me haga de su voz o de lo que con ella me dice. Pero, en este sentido, Lévinas apela sólo a la dimensión más traumatizante de la confusión de lenguas: aquella que sólo permite que lo mismo hable y que el otro se oculte entre los pliegues de los significantes. Es en la conservación de ese espacio primordial que para Lévinas se extiende un lugar para que el responder al otro no sea borrarlo del mapa de la diferencia haciendo de él objeto de mi entendimiento, víctima de mi herramienta de conocimiento. Nos distanciaríamos de Lévinas si pretendiera abolir toda dimensión posible de la confusión de lenguas, si buscara un lenguaje libre de deseo y libre de los entredichos del Otro. Qué un otro otro Lévinas se interesa por una subjetividad que no sea sólo protesta frente a la totalidad, sino que sea ante todo singularidad fundada en la idea de infinito. Lo infinito no encuentra su lugar en oposición a lo finito, no es su contracara, sino en tanto afuera radical de toda totalidad y como lugar fundante de lo que es, anterior a todo fundamento. El deseo metafísico no opera como
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deseo en falta que busca su objeto para llenarse y completarse, ese deseo de la falta en ser que resalta Lacan (1960-1) en su lectura de El banquete de Platón, sino que desea más allá de aquello que lo colma. Desea, por lo tanto, lo absolutamente otro, más allá del pan que quita el hambre, la cama que quita el cansancio y el agua que quita la sed; es aquello metafísico que como tendencia del deseo no se cierra en una totalidad con el otro. Sólo así puede lo mismo saber del otro sin privarlo, en ese saber, de su alteridad. Ese Otro radical sobre el que no puedo poder – es decir, mi vulnerabilidad, mi pasividad – no se enumera tampoco conmigo porque sería enumeración de lo Uno, pérdida de libertad y, por lo tanto, mismidad. Aparece entonces una exigencia para la producción de un nuevo encaminamiento y procesamiento del pensar para poder responderle al otro – no conceptualmente, representacionalmente – que con su rostro me interpela, desde su alteridad radical. Ese nuevo modo de disponerse el pensamiento y la tarea de la filosofía es el que evoca Derrida (1995b) con las palabras de Blanchot el día del a-Dios del filósofo lituano: “Hay ahí como un nuevo punto de partida de la filosofía y un salto que se nos anima a realizar tanto a ella como a nosotros mismos” (Pág. 12). No es sólo Lévinas el que nos interpela con sus palabras o a través de sus palabras evocadas por otros, por Blanchot, por Derrida, o por la producción filosófica de la Francia de finales del siglo XX; es el otro el que nos interpela a través de sus escritos que operan como lupa, microscopio al otro, y que sin anteponer conceptos definitivos, sino una sucesión infinita de torsiones que buscan despojar el espacio que lo Mismo le roba al Otro, logra correr los velos representacionales, sustraer la cara familiar para que aparezca, más allá de las facciones, los ojos, el rictus circunspecto, el rostro inalterable e inapropiable del otro que está allí anterior a nosotros, ante nosotros, anterior a todo a priori, anterior a mí y ante mí. Pero este correr los velos no es un develar entendido sólo como aletheia, es decir, como aparición de lo otro en el espectro de lo pensable, sino el modo en que el infinito hace su entrada en el lenguaje sin darse a ver. De esta
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manera puede enunciarse la reflexión lévinasiana en tanto a la pregunta por “qué un otro otro”: no aparece en pensar lo diferente aún si esa reflexión acude al mundo desde los bordes, desde la periferia que delimita un adentro y una afuera, sino en estar expuesto al otro. Así, si bien en las fronteras se agudiza el ojo y se ejecuta la óptica que denuncia la totalidad como enemiga de la diferencia, es en la exposición al otro que se agudiza el oído y se logran oír los nudillos de ese otro, de esa alteridad, que da sus golpes en mi puerta. Y si logro oírlos y abro la puerta no es para que el otro entre en mi morada y mi guarida y se haga mí inquilino o mi invitado, sino para mantener esa puerta a la vez abierta y cerrada, para que no sólo sea el otro el que entre, sino yo el que salga, no sólo de la comodidad de mi vivienda, sino de la comodidad de mi ser. Es en la salida del ser que se hace posible la interpelación del otro, la inquietud ante el otro, la epifanía de su rostro. Despertar al otro Ferenczi buscó a través de sus innovaciones técnicas que ese otro también tocara a su puerta. Buscó que en la invocación de ese otro se diera lugar a un despertar. Lacan, según conjetura J. A. Miller (1986), intentaba lo mismo con sus sesiones cortas: producir una incomodidad en sus analizantes que les produjera ese antinatural deseo de despertar de sus diversos sueños, incluido el sueño analítico. El despertar tiene que ver con el deseo de un encuentro con lo real, que sin embargo de entrada es un encuentro imposible. El despertar está atravesado por la misma imposibilidad paradójica que implica la confusión de lenguas: no hay un “más allá” de la confusión de lenguas, más allá del deseo de un “más allá” de la confusión de lenguas. Del mismo modo como dijimos que los poetas apuntan a un “más allá” del lenguaje a través del lenguaje mismo, explotando los sentidos, produciendo efectos de lenguaje, pero por medio y a través de la propia palabra, el psicoanálisis apunta a un “más allá”
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de la confusión de lenguas que rescate eso que posibilita la confusión de lenguas misma, apunta a producir un deseo de despertar a lo real aun cuando ese encuentro con lo real es un encuentro imposible. Si no es posible, y esto vale también para el otro en Lévinas y para el niño en Ferenczi, ¿para qué apuntar a ello? Porque es en ese movimiento, en ese infinito, en esa promesa del encuentro y de la llegada, que hace su aparición el otro: aparecen los vestigios de ese sujeto extraviado en el lenguaje del Otro y que se manifiesta en el deseo del analista, que no es otra cosa que el deseo de producir un despertar. Acá podemos aclarar algo que se articula con toda la problemática anunciada: del mismo modo que no hay un más allá de la confusión de lenguas, tampoco hay un despertar a lo real. Aparecerían, en lo hasta acá presentado, una serie de polaridades, que son en realidad movimientos sobre una misma banda de Moebius: Ursprache – Lenguaje de la comunicación (lenguaje de los Conceptos), Lenguaje de la ternura – Lenguaje de la Pasión, Infancia – Adultez, Dormir – Despertar. Es precisamente entre esos polos que discurre la labor del analista que, valiéndose de esa lengua intermedia, daimónica, apunta a que se realice ese encuentro siempre estropeado que ocurre entre el dormir y el despertar.
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XI LACAN. EN LOS CONFINES DE LA EXPERIENCIA PSICOANALÍTICA
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La antifilosofía traza los límites entre el psicoanálisis y la filosofía, pero también torna posible su examen y una evaluación de su presencia en la experiencia analítica, de tal modo que puede surgir un decir de un lugar que no sea el terreno metafísico en el que la filosofía, la ciencia y la religión controlan el sueño, el fantasma, podríamos decir, sobre el que se funda la subjetividad moderna. ¿Qué posición tomará la filosofía ante este despertar, cuando ella manifiesta querer, en su última modernidad, curarse por sí misma, traspasar sus propios límites y experimentar un nuevo modo de pensamiento? Jorge Alemán, Notas antifilosóficas, p. 89.
Una vez introducida la reflexión lévinasiana y benjaminiana en torno al lenguaje, se abre necesariamente la pregunta: ¿cómo lograr incorporar este otro en psicoanálisis? ¿Cómo dar lugar a su aparición, a su manifestación, en el interior de las sesiones de análisis? ¿Cómo hacer para que la técnica psicoanalítica sea una apertura a la diferencia, a la alteridad radical, y no una herramienta de la mismidad? Habrá que preguntarse, por lo tanto, si de entrada está presente la posibilidad de esa apertura o si, por el contrario, es un límite lógico imposible de quebrantar. Como se refirió al comienzo del trabajo, Ferenczi apunta al descubrimiento de un real que es un real del propio lenguaje. El psicoanálisis, como técnica del habla, está atravesado a su vez por los límites del lenguaje. La propuesta de pensadores como
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Lévinas y Benjamin es revisar hasta qué punto el lenguaje vicia toda reflexión por fuera de las categorías metafísicas e impide lo que desde Heidegger se nombra como un camino hacia un otro pensar. Ese modo apropiativo del lenguaje, su tendencia a la mismidad, su violencia como modo de imposición de la palabra sobre otra, es lo que desde Ferenczi hemos dado a entender como “confusión de lenguas”. Benjamin, por su parte, propone la traducción como un modo, si bien no de sortear, por lo menos de un hacer con la confusión de lenguas, que logre exprimir los sentidos del lenguaje, renovándolo permanentemente, no como una tendencia a esa mismidad que supone la fidelidad de la traducción con su original, sino como un texto nuevo, con sentidos novedosos y portador de su propia singularidad. El traductor se presta al servicio de ese modo de encaminarse del lenguaje y es en ese punto que interesa pensar la relación de esa figura del traductor en Benjamin con el psicoanalista dentro de la práctica analítica. Lévinas, por su parte, construye una obra que es un rodeo del pensamiento propuesto como una apertura al otro, como un modo de, a pesar de los límites mismos del lenguaje, abrirle ese espacio al otro. Lévinas, con el cuidado de su palabra, dispone el lenguaje de tal manera que no habla de otra cosa que del otro, pero sin nombrarlo nunca del modo clásico en que el lenguaje nombra las cosas, pues sabe que en ese mismo movimiento, termina haciendo del otro lo mismo. Logra, sin embargo, dentro de las posibilidades que brinda la palabra, señalar la problemática que trae consigo ese lenguaje tan teñido de metafísica, junto con el modo como la filosofía ha pensado al otro y, así, delinear un contorno que permite la presencia de ese otro otro. Es la apertura que brinda esa vuelta sobre el lenguaje la que permite la sensibilidad ante el otro, el hacerse sensible al otro. Como señala J. -A. Miller (1986) con respecto al límite del lenguaje en relación a la práctica psicoanalítica, “el significante uno tiene virtud dormitiva. El hecho primario de todo discurso es adormecer, y esto vale también para el analista cuando se abandona a la escucha de su paciente, a la hipnosis al
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revés” (pág. 118). Ahora bien, ¿desde donde proceder para incorporar este pensamiento de la filosofía en el interior del psicoanálisis? ¿Qué puentes se tienen para abrir esas transferencias? Sin duda, el terreno abierto para introducir esta reflexión está en la obra y pensamiento del psicoanalista francés Jacques Lacan y, en particular, su desarrollo alrededor del concepto de lo real. Éste es un concepto que utiliza de diferentes maneras en distintos momentos de su obra y que es necesario definir y precisar para especificar de qué se está hablando cuando se habla de lo real en Lacan. A pesar de que no está notoriamente consolidado como una acepción específica de lo real, es claro que en lo que se ha denominado como “su última enseñanza” hay una elaboración más profunda de lo que es lo real. Es en esos últimos seminarios que Lacan resalta los matices más oscuros y complejos de su concepto de lo real y que realiza los experimentos más sofisticados para introducir ese real como problemática en el interior de la práctica psicoanalítica. Por eso no se equivoca Alemán (2006) cuando sugiere que la última enseñanza de Lacan no es ya psicoanálisis, que debe tal vez ser llamada con otro nombre, pues si la historia del psicoanálisis ha sido de entrada confusión de lenguas, es ésta última época de su obra una apertura para sortear – o hacerle frente a – esa confusión. Lacan procede a través de la incorporación de elementos ajenos al psicoanálisis para, desde esa exterioridad, abrir posibles modos de sortear la complejidad que implica pensar por fuera de los límites mismos del lenguaje. Es probablemente en este punto en el que se encuentran los filósofos, psicoanalistas y poetas que hemos puesto a interactuar en esta reflexión. Ferenczi, por su parte, incurrió en innumerables modos fallidos de incorporar ese real a la práctica analítica, tratando de mantenerlo en su lugar y sin borrarlo de la escena. Consideró que el modo de incorporarlo era a través de las variaciones técnicas ya varias veces comentadas: técnica activa, relajación y neocatarsis, y análisis mutuo. Su interés por el cuerpo estaba en que encontraba en él un terreno libre de la contaminación del lenguaje, portador de los
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estragos más profundos y esenciales del trauma. Su pasión por lo arcaico, tan osada y poéticamente ofrecidos en Thálassa. Una teoría de la genitalidad (1924), es probablemente un intento por hallar ese lugar anterior a la ordenación semántica de los cuerpos que opera a través de la adquisición del lenguaje. Lo arcaico en Ferenczi es ese terreno similar al de la infancia en Benjamin, ese terreno anterior a la confusión de lenguas donde aguarda la esperanza de una cura verdadera. Ferenczi mismo no se supo libre de esa confusión: la enfermedad que lo llevó a la muerte, una anemia perniciosa, era para él la insistencia de ese núcleo no analizado que moraba desde siempre en los pliegues de su soma y avivado por sus desencuentros tardíos con Freud, aguardando allí como un hijo no parido, antiguo y silencioso. Por lo tanto, haciendo este contrapunto entre Ferenczi y Lacan, y sugiriendo que Ferenczi se topó con ese real que ha sido nombrado como “confusión de lenguas” y que quiso abrirle un lugar en la práctica del psicoanálisis, pero que no logró hacerlo a partir de su método que era la introducción de variaciones en la técnica, será necesario revisar cómo procede Lacan y qué nos queda de su obra que permita seguir pensando esa apertura para un hacer con los límites del lenguaje en Psicoanálisis. Será preciso especificar algunas cuestiones de la relación de Lacan con la filosofía para luego proceder a delimitar lo que articula como real en su última enseñanza. Lacan y la antifilosofía A través del sin duda desafortunado nombre de antifilosofía, Alemán (1999) se propone pensar la relación de Lacan con los filósofos y su particular modo de incorporar la reflexión filosófica para el psicoanálisis. Este término no lo inventa Alemán, sino que lo toma de unas palabras pronunciadas
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por el propio Lacan en 197417. Afirma Alemán que “la antifilosofía no es una especialidad, como no debe de haber una especialidad en topología o lingüística, sino que es una de las diversas maneras de hablar de aquello en lo que consiste la experiencia analítica, y es también una discusión acerca de su modo de transmitirla” (pág. 28). Así, como modo de hablar de la experiencia analítica, la antifilosofía no hace su aparición con Lacan, sino con el propio Freud, quien a pesar de su querer ser moderno e ilustrado, terminó topándose con los quiebres de la Modernidad y con los resquicios que delataban la inconsistencia de su proyecto. Tal fue el descubrimiento freudiano de esa porosidad de la Modernidad que cuando se hizo eminente su caída, es decir, cuando los horrores de la Segunda Guerra Mundial hicieron más que evidentes – aún para aquellos que se habían acomodado bien sus cabestros y no habían querido oír los señalamientos sobre los peligros de ese proyecto moderno que venían ya desde los movimientos románticos (con el Sturm und Drank y los poetas malditos, y luego con los primitivistas y demás movimientos de contracultura del siglo XX y finalmente el psicoanálisis) – que esa lógica según la cual el proyecto de la razón instrumental llevaría al progreso y realización de la especie cargaba en su seno un proyecto diabólico, los pensadores que emergían del holocausto no tuvieron más remedio que remitirse al pensamiento freudiano para desentrañar alguna verdad de esa lógica del horror que había definitivamente viciado todo pensamiento anterior. Los descubrimientos de Freud en torno al trauma y a la compulsión a la repetición hacían ahora sí enteramente deleznable esa “metafísica de la emancipación” que había erigido la modernidad como bandera. Freud emerge por lo tanto como un portador de una “razón fronteriza”, según la terminología de Eugenio Trías, que desmantela la inconsistencia del proyecto moderno y devela – moebianamente – cómo el horror del siglo XX es una consecuencia 17
Jacques Lacan, Peut- étre à Vincennes, Ornicar?, Nº 1, p.5.
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lógica del proyecto moderno mismo y no de su fracaso. Así, parafraseando a Freud e invirtiendo la ecuación, el proyecto moderno triunfa allí donde fracasa; los horrores y decepciones de la guerra, las infinidad de muertes, Auschwitz y Treblinka, los 5000º C a los que ardieron los cuerpos humanos en las localidades de Hiroshima y Nagasaki, son la realización y triunfo de la lógica que gobernaba el proyecto de la Modernidad. Freud introduce la pulsión de un modo que no había tenido lugar antes en la historia del pensamiento. Sitúa allí aquello que le aparece no por su propia búsqueda, sino a pesar de su propio apetito moderno, que es lo que Alemán (1999) con genialidad rescata como “un gozne entre el campo del sentido y el campo de la pulsión” (pág. 31). Esa bisagra que instaura el pensamiento freudiano, más que ser el abismo de su inconsistencia, es el epicentro de su temblor y su poder. Allí donde los opositores del psicoanálisis señalan la falta de consistencia epistemológica de su pensamiento, los psicoanalistas reconocen su potencia. ¿Por qué es una razón fronteriza la de Freud? Justamente porque instalando la reflexión sobre ese gozne, plantea ese lugar de extimidad que une y separa a la vez. ¿Y qué es eso que se une y separa a la vez? Nada menos que el sentido y la pulsión. Nuevamente estamos aquí ante el límite mismo de la práctica analítica, ante ese real, ante ese punto en apariencia inquebrantable de la confusión de lenguas. Porque precisamente lo que señala este límite es hasta qué punto – o en qué punto – el sentido toca al cuerpo, a ese soma “más allá” de la caricia de lo simbólico. Este descubrimiento freudiano que instala el pensamiento en el límite entre sentido y pulsión no se sistematiza al modo en que la ciencia instrumentaliza la razón. “No se trata, en efecto, de fundar la cientificidad del psicoanálisis según las epistemologías; por el contrario, si el psicoanálisis no puede ser una ciencia no es por déficit, sino porque se ocupa de aquello que la ciencia excluye para constituirse como tal” (Alemán, 1999,
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pág. 33)18. Es decir, ese más allá de la razón instrumental, esa lupa analítica que delata sus quiebres, goza a su vez de una lógica interna que es preciso rastrear y dilucidar con el fin último de entender cómo procede y cómo funciona y, así, desentrañar sus propios límites. Y es posible adelantar que ciertamente aquello que la ciencia excluye es nada menos que lo real, ese afuera de lo simbólico que permanentemente interpela todo orden de la realidad. Sin embargo, no por ello discurre el psicoanálisis en un más allá de la lógica. Lacan se preocupa por encontrar modos de intervenir en la frontera entre sentido y goce, y sentido y real, para tratar de encontrar un modo en que, desde el sentido, sea posible intervenir sobre lo real. Si hemos señalado que la obra de Ferenczi opera como un intento de articular ese real que su habilidad clínica le revela, habrá que ver si la obra de Lacan en torno a este tema brinda herramientas para un saber sobre ese real en psicoanálisis. Lacan destaca varias premisas del pensamiento de Heidegger, entre ellos el modo en que cada época como traída del ser a la presencia es a la vez el modo como ese ser se vela. Por lo tanto, el modo de ser del ser en cada época no es otra que bajo la forma del ocultamiento. Ese ocultamiento del ser del que se halla enferma la filosofía, su confusión del ser y el ente, es leído por la mente psicoanalítica de Lacan a través de los mecanismos de la represión y la forclusión. Anteriormente ya se había señalado que la forma en la que Ferenczi vuelve a la escena psicoanalítica es por medio del retorno de lo reprimido y que, en cada nueva aparición – cada nuevo libro, cada nueva conferencia, Del mismo modo hemos procedido en relación al método investigativo de la presente investigación. Nuestro método no es leer a Ferenczi científicamente, sino desde una lectura psicoanalítica que no representa un déficit, sino que es congruente con una lógica distinta a la científica. Si hemos dicho que Ferenczi se ubica dentro del movimiento psicoanalítico, la lectura de su obra debe hacerse a través de un método coherente con esa lógica que movilizó el descubrimiento freudiano y que es, en últimas, la que determina lo que hace o no hace parte del movimiento psicoanalítico. 18
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cada nuevo artículo, sea sobre su obra o su persona, lugares tantas veces confundidos – aparece la nueva forma que lo vela y que oculta lo real que asistía como despertar en esa nueva producción. Heidegger, por lo tanto, apunta a un despertar de la filosofía que se halla en el sueño del ente, sueño cuyo guardián es la propia metafísica. Lacan encuentra que los psicoanalistas posfreudianos son los más filósofos de los analistas en el sentido en que se encuentran en las profundidades oníricas de la metafísica y además, lo que resulta peor, no se encuentran en absoluto enterados que ese es el sueño que sueñan. Esto va de la mano de lo que Žižek señala en varios de sus escritos y conferencias en torno a las ideologías como aquello que no se sabe que se sabe en el sentido en que operan sobre todos los órdenes del pensamiento, sin que el sujeto sepa que esto está detrás de sus análisis, decisiones y conclusiones. Sobre la obra de Heidegger, Alemán (2000) afirma que “[s]e sabe que el proyecto „Ser y Tiempo‟ es abandonado a falta de un lenguaje, de una relación entre el pensador y la lengua que le permita proseguir su tarea. Heidegger abandona su proyecto porque llega ese momento en donde el lenguaje dispone ya de tal carga semántica, de tal inercia metafísica, que no es apto para producir el atravesamiento de la filosofía que hace tiempo él mismo demanda” (pág. 114). Se sabe que también Rimbaud abandona su proyecto literario: después de explotar los fonemas y significantes de la lengua francesa, se abandona a sí mismo en las selvas de Albania para contrabandear mercancías, armas y esclavos. Tampoco para él era suficiente el lenguaje. Y sin duda es cierto que con el lenguaje lo real no se puede decir, es lógicamente imposible. Pero también es cierto que la maquinaria del lenguaje puede ponerse al servicio de callar lo real y eso no es lo que desea el pensamiento que aquí se despliega. “Si lo real está excluido del campo del sentido, a través de qué tipo de huellas, sin embargo, puede, eventualmente, llegar a ser leído” (Alemán, 2006, pág. 18). Al igual que el dedo no puede tocar el agujero sino sólo sus bordes, el lenguaje puede operar como una presión sobre las pieles laterales y circundantes de la herida a fin
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de abrirla, dilatarla y, así, prestar oído a lo que en ella habla. De esta manera, no se estaría ante la función nominativa del lenguaje en tanto silencio de lo real, ni ante el lenguaje concreto/lenguaje abstracto de Lévi-Strauss, sino ante una función dilativa del lenguaje que expande los poros semánticos de la palabra de tal manera que lo real respira y se ventila, su pneuma se asoma a la superficie y se “da a ver”. Con este artificio de la antifilosofía, Alemán (2000) logra centrar el tema en el punto principal que esta investigación convoca, a saber: si es posible un análisis que produzca un despertar a la confusión de lenguas. Alemán lo plantea de la siguiente manera: “El problema de si el psicoanálisis aborda o no lo real es un problema que Lacan hizo explícito, pero que se halla, por supuesto, en Freud. Una de dos: o el psicoanálisis no es nada más que el comentario permanente, inagotable y lúcido, de un impasse, o el psicoanálisis toca algo de lo real” (pág. 42). Esto podría enunciarse a su vez de otra manera: ¿es el psicoanálisis puro sueño, pura satisfacción autoerótica de la pulsión de dormir, o es el psicoanálisis también la posibilidad de un despertar? Freud va a hacerse esta pregunta cuando piense los efectos de la terapia analítica en sus pacientes traumatizados más allá de los confines de la transferencia. Ferenczi se lo preguntará también cuando se interrogue en su Diario clínico (1932d) en qué punto es posible que esa aparente unidad de partes de sus pacientes psicóticas se mantenga más allá de los muros de su consultorio y no sucumban ante el derrumbe que imprime la brutalidad del splitting (Gutiérrez, 2006). Así, lo interesante de la reflexión lacaniana es que no se agota en el punto de pensar lo real como aquello que con lo simbólico se excluye, sino el lugar de la frontera, del litoral y de la superposición. Lo que inmediatamente revela la composición del nudo borromeo es que lo Imaginario, lo Simbólico y lo Real no colindan, sino que se solapan.
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Lacan y la apertura a lo real Slavoj Žižek, en una conferencia dictada en la Asociación Psicoanalítica de Buenos Aires (APdeBA) en 2004, diferencia tres tipos de real que, más que tres entidades distintas y diferenciadas, son tres modos de un mismo real; son tres registros que se interrelacionan y afectan recíprocamente. Žižek lo plantea de la siguiente manera: “Hay tres modalidades de lo Real: lo „Real real‟ (la cosa aterradora, el objeto primordial, desde la garganta de Irma hasta el Alien), lo „Real simbólico‟ (lo Real como consistencia: el significante reducido a una fórmula sin sentido, así como las fórmulas cuantitativas físicas que no podemos traducir a la experiencia diaria de nuestro universo de sentido) y lo „Real imaginario‟ (el misterioso je ne sais quoi, la „cosa‟ insondable a cuya cuenta la dimensión sublime brilla a través de un objeto común). Así, lo Real es efectivamente estas tres dimensiones a la vez: la vorágine abismal que destruye cualquier estructura consistente; la matemática estructura consistente de la realidad; y la pura y frágil apariencia” (trascripción, inédito). Para Žižek, lo real no va a ser la dimensión última de lo traumático, su evidencia final, sino que esa Cosa traumática, Das Ding, no es sino velo del horror que subyace a ella, a la noción misma de real como cosa insoportable. Para él, hay una versión aún más radical de lo real. Empleando como metáfora las nociones de espacio curvo de Einstein, y entendiendo con ellas que no es la materia la que curva el espacio, sino que es el espacio curvo el que produce la materia, afirma que el trauma sigue siendo una mascarada y que lo real es producto de las inconsistencias de la realidad. De igual manera, en cuanto a las alteraciones en la percepción de la realidad, no ocurren por la insistencia de lo real sobre la hegemonía de los órganos sensibles, sino que la alteración perceptiva es evidencia misma de lo real. Así, Žižek lee las diferentes esferas del nudo borromeo, Simbólico, Imaginario y Real, como interdependencia, cada una
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afectando a las demás. Su formulación al respecto podría graficarse de la siguiente manera: REAL
SIMBÓLICO
IMAGINARIO
REAL
La cosa horrible
La fórmula sin significado
Lo real ilusión
SIMBÓLICO
La fórmula sin significado Lo real de la ilusión
El habla como tal, el habla que significa Los símbolos y arquetipos (jungianos)
Los símbolos y arquetipos (jungianos) La imagen como tal, seductora
IMAGINARIO
de
la
Žižek, apoyado en los escritos de Jonathan Lear, plantea que a Freud pueden imputársele las mismas críticas que Hegel le dirigió a Kant, a saber, que ante el descubrimiento de una negatividad procede postulando una positividad. En el caso de Kant, Hegel le critica que, ante el descubrimiento de la inconsistencia de la cognición de la realidad, formula la cosa-en-sí como positividad que restituye el orden de las cosas, aún a pesar de que ese orden pueda ser el fundamento de un desorden y que le subyaga el caos. Freud, ante la evidencia del trauma y su intrincado modo de acontecer junto con la repetición, postula el dualismo pulsional, es decir, pulsión de vida y pulsión de muerte como positividades explicativas que dan cuenta de la brecha que aparece en la noción de trauma. Así, para Žižek, siguiendo a Lear, pulsión de muerte no es el nombre del trauma insoportable, sino el velo que se tiende ante él, ante su evidencia, ante su brecha insondable. Lo real, por lo tanto, no es la Cosa inaccesible, sino la propia distancia se que ubica en el ínterin y que hace imposible el acceso a la Cosa. De esta manera, Žižek se ubica en su relación con la verdad en una dimensión que no es ni la Kant ni la de Nietzsche: la verdad no es la cosa es sí, pero tampoco es pura relatividad, porque hay una verdad que no es relativa, a saber, la verdad de la brecha misma que se impone
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como imposibilidad de toda neutralidad y de toda verdad última. La imposibilidad de un conocimiento sin distorsión no es producto de la inmanencia de lo real, sino la evidencia de facto del trauma de lo real. El trauma es la huella de lo real, no su producto. De cierta manera, el trauma se opone a lo simbólico porque “por definición, un trauma es algo que uno no puede recordar, o sea, integrarlo a su narración simbólica, de modo tal que se repite a sí mismo indefinidamente, y retorna para acosar al sujeto” (Žižek, inédito). Lo Real real, que es lo Real en su dimensión más extrema, es la evidencia del trauma más arcaico, pura negatividad, y constitutivamente imposible de procesarse simbólicamente. Por lo tanto, toda elaboración en torno a lo real es de entrada un velo a lo real, una pantalla que se antepone ante el horror que subyace. Es posible afirmar, como generalidad, que la relación con lo real se ve por siempre afectada con la entrada en el lenguaje. Lo real funciona como un imposible en el sentido en que no puede expresarse por medio del lenguaje porque la entrada en el lenguaje mismo es una separación irrevocable con lo real. Pero no por eso cesa la influencia de lo real. Es el muro en cuanto tal el que aguarda en el lenguaje y en las fantasías. Tal es la doble vertiente del trauma: por un lado, la entrada en el lenguaje es traumática porque altera todo un modo relacional con el mundo y graba la brecha en lo real y, por el otro lado, la presencia inminente de lo real en la retirada de lo simbólico es vivida como una inundación de angustia que es la huella propia del trauma. Es necesario precisar esta noción de lo real como la brecha misma en relación a los seminarios de Lacan, para ubicar en qué contexto es posible apoyarse en tal afirmación. El concepto de real en Lacan es uno que sufre varios cambios y mutaciones. Se observa como en sus primeros escritos y seminarios la noción de “real‟ está tanto más cerca de la de “realidad” y de la vertiente imaginaria de la misma. Cabe recordar, por ejemplo, el trato que le da a lo real en el “Esquema R” en “Una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis” (1957-8).
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En el seminario II de Lacan, El yo en la teoría de Freud (1954), por ejemplo, lo real aparece como aquello que carece de fisuras. En el recorrido que hace del texto de Freud Pulsiones y sus vicisitudes (1915), Lacan afirma que lo real no puede pensarse en relación a una interioridad y una exterioridad, precisamente por la ausencia de fisuras que le es propia. Aparece así una primera dimensión de lo real como incognoscible a no ser por medio del registro simbólico. Sin embargo, en este momento Lacan piensa aún lo “real” en tanto “realidad” y lo designa como el lugar de incognoscibilidad de la realidad misma. Es en relación a un imaginario y a un simbólico que puede aparecer algún marco de la realidad. No es sino hasta el seminario VI, El deseo y su interpretación (1959), que la noción de real adquiere una contundente vuelta de tuerca. Allí Lacan esboza una clara diferencia entre la realidad y lo real: “Es decir que el a, el objeto del deseo, en su naturaleza es un residuo, un resto. Es el residuo que deja el ser al cual el sujeto parlante está confrontado como tal, en toda posible demanda. Y es por esto que el objeto alcanza (rejoint) lo real. Es por esto que participa de ello digo lo real, y no la realidad porque la realidad está constituida por todos los cordeles (…) que el simbolismo humano, de manera más o menos perspicaz, pasa al cuello de lo real en tanto hace de ello los objetos de su experiencia” (clase 27, 1º de julio). Lo real, en su relación con el objeto a, aparece como la dimensión de mayor ligadura al trauma y, por lo tanto, a la repetición. Por ello, Lacan puede enunciar que lo real se presenta, precisamente, en aquello que retorna siempre al mismo lugar. Aquello que retorna a través de los tiempos y que se asegura en su constancia es lo que articula toda teoría posible en torno a un armado de la realidad. Se podría plantear como última definición clara que da Lacan de lo real aquella que aparece en “Radiofonía y televisión” (1970) según la cual lo imposible es lo Real, es decir, imposible en
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tanto no puede ser escrita19. Esta afirmación ya había aparecido antes en el pensamiento de Lacan, por lo menos desde su seminario XI, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis (1964), donde afirma que “Esta función de lo imposible hay que abordarla con prudencia, como toda función que se presenta bajo una forma negativa. Querría simplemente sugerirles que la mejor forma de abordar estas nociones no es tomándolas por su negación. Este método nos llevaría aquí a la cuestión de lo posible, y lo imposible no es forzosamente lo contrario de lo posible, o bien entonces, ya que lo opuesto de lo posible es lo real, tendremos que definir lo real como lo imposible” (clase 13, 6 de mayo). Pero nuevamente Žižek le va a dar un giro a esta afirmación que a nuestro entender le hace justicia a lo afirmado por Lacan. Lo real no es imposible en el sentido en que es algo que nunca va a suceder, sino que lo real efectivamente sucede, pero como encuentro siempre fallido y es precisamente esa interpelación de lo real lo que opera como traumático. Lo problemático es que justo allí donde se cree encontrar lo real, en realidad lo que hay es la ilusión, el espejismo que, vestido de real, continúa ocultando lo verdaderamente traumático. Para Žižek la presencia de lo real no está dada en la distancia que pueda tener el objeto en relación a la Cosa, esa distancia en la que toda aprehensión está vetada de un encuentro verdadero más allá del fenómeno perceptivo, sino que la brecha está en el objeto mismo, es éste el que está escindido, roto. Esta brecha inevitable presente en el propio objeto es su lugar de desdoblamiento. Por eso, más que ser imposible lo real, es la imposibilidad misma la que es real. El encuentro con lo real es un encuentro fallido, un encuentro que no se produce pero que tiene efectos y uno de esos efectos es ciertamente el trauma: el trauma como efecto de Recordemos las palabras que introduce en Televisión: “Yo digo siempre la verdad: no toda, porque decirla toda, no somos capaces. Decirla toda es materialmente imposible: faltan las palabras. Precisamente por este imposible, la verdad siempre aspira a lo real” (pág. 83). En ellas, lo real está puesto en el lugar de lo imposible, no porque no suceda, sino porque no puede escribirse. 19
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lo real. Allí se teje esa dimensión de lo real que no es más que un nuevo velo tendido frente a lo real. Ahora bien, cuando se afirma que lo que interpela al clínico en la contemporaneidad es lo real, ¿qué se está queriendo decir con esa afirmación? ¿Que el objeto clínico mismo está más allá de las posibilidades de la clínica, en ese real que está más allá del campo de influencia de la práctica, operando en el sujeto desde una dimensión con la que nunca será posible un encuentro? ¿O bien que lo que trae el paciente a las sesiones es una ausencia de mascarada, un fracaso fantasmático tal que se halla imposibilitado para construir una escena que le permita tramitar algo de la angustia que lo invade y que, por ello, lo que aparece como sintomático es precisamente la falta de síntomas (simbólicos), a saber, una invasión pura de angustia (a-objetal) que evidencia una cercanía horripilante con lo real? ¿O bien es también esa inmanencia de lo real un velo que se tiende allí, sea por el paciente o por el propio analista, al ubicar lo real como lugar de imposible, como velo frente al trauma de un posible encuentro con lo real? En últimas, ¿es la lectura clínica de la relación con lo real un velo también que excluye eso real más radical, su otredad absoluta, y un modo de circunscribirlo, en tanto imposibilidad, como posibilidad dentro del campo de la mismidad de la clínica?
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XII DESPERTANDO AL TRAUMA ESCRITOS DE TRAUMATOFILIA
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Histerias de angustia e histerias de conversión en el espectro de las patologías de guerra. En él, lo que de irreparable tiene el pasado asume la forma de una inmanencia absoluta; post festum y ante festum, sucesión y anticipación se aplastan paradójicamente una a otra. El despertar queda sumergido para siempre en el interior del sueño: “pronto oiremos todavía / la orden extranjera / ¡Wstawac´!” Agamben, Lo que queda de Auschwitz, 2000 Esta cita de Agamben (2000) hace referencia a un poema de Primo Levi que habla de la incertidumbre del sobreviviente de los campos de concentración con respecto a si su vida actual es un sueño o un despertar: “En las noches atroces soñábamos Densos sueños, violentos Soñados con el alma y con el cuerpo: Regresar; comer; narrar. Hasta que breve y lánguida sonaba La orden del alba: „Wstawac´‟; Y se rompía en el pecho el corazón. Hoy hemos reencontrado la casa, Nuestra hambre está saciada, Hemos terminado de hablar.
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Esta es la hora. Pronto oiremos de nuevo La orden extranjera: „Wstawac´‟” (Levi 6, p. 530, citado por Agamben, 2000, pág. 106). Esa palabra extranjera, Wstawac (levantarse), aparece en el lugar del Nombre, es decir, de lo que no tiene nombre: el horror frente al despertar, la palabra última que llama desde lo real, es decir, el acaecer de lo imposible. Para las víctimas de los campos de concentración, son varios los procesos que confluyen y a los que asisten, tales como la pérdida de la temporalidad, de la espacialidad, de la humanidad, pero hay uno que se presenta con más violencia: la asistencia a su propia desubjetivación. Paradójico, por lo demás, porque expone, aunque desde el lugar de la tortura, la degradación y la deprivación, a aquello que produce la subjetividad misma: la subjetividad como aquello que se resta a los procesos autoalimentados de subjetivación y desubjetivación. En este sentido, la condición extrema padecida en los Lager, si bien habla de la miseria de la humanidad y del despojo de los atributos humanos del hombre, revela sin embargo una condición estructural: lo no-humano no es lo otro de lo humano, sino, por el contrario, aquello que lo habita. Lo mismo sucede con los procesos de desubjetivación-subjetivación en relación al ser sujeto del sujeto y lo mismo se destaca en relación a lo no-dicho: no constituye lo otro del lenguaje sino que, desde los confines de lo simbólico, acosa la producción significante. De este modo, el traumatismo, si bien opera como excitación exterior, eleva una decisión en el sujeto que implica un recurso interno para hacerle frente. Más claro es, aún, cuando la amenaza opera desde el interior, desde la propia libido. Esta discusión en torno al origen interior o exterior del trauma estuvo a la base de todos los escritos sobre neurosis de guerra durante la Primera Guerra Mundial. Es en 1918 que se lleva a cabo el V Congreso Internacional de Psicoanálisis en Budapest, con gran
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cantidad de trabajos presentados dedicados al tema de las neurosis de guerra, con ponencias de Freud, Simmel, Jones, Abraham, Ferenczi, entre otros. Dicho Congreso convoca no sólo a la naciente comunidad psicoanalítica, sino también a funcionarios de distintos gobiernos (austríaco, alemán y húngaro principalmente) quienes se interesan por implementar centros especializados para tratar ese tipo particular de neurosis. El encuentro se lleva a cabo en un lujoso hotel llamado el GellértFürdö y el despliegue es de tal magnitud y convoca a tantas esferas de la sociedad húngara que Freud llega a sugerirle a Abraham en una carta con fecha del 27 de agosto de 1918 que Budapest se ha convertido en el “centro del movimiento psicoanalítico” (citado por Stanton, 1997, pág. 27). Hubo un gran despliegue social, sumado al hecho de que 1918 y 1919 fueron años positivos para los ideales de izquierda de Ferenczi, con Béla Kun como líder del partido comunista, situación que durará no más que un año cuando el contraalmirante Miklós Horthy se tome el poder por la fuerza (1919 es, además, el año en que Ferenczi contrae matrimonio con Gizella Pálos). Ferenczi venía trabajando con víctimas de trauma de guerra desde 1915, primero en la frontera en la localidad de Pápa y luego a partir de 1916 como director de una clínica neurológica de Budapest. Ferenczi se interesa apasionadamente por el tema de las neurosis de guerra, el cual lo impulsa a una intensa producción literaria. Lo más decisivo de su producción con respecto al trauma de guerra (cabe aclarar que el tema del trauma, aunque no necesariamente sólo el de guerra, está presente en prácticamente la totalidad de su obra) está contenido en dos artículos: “Dos tipos de neurosis de guerra (histeria)” (1916) y “Psicoanálisis de las neurosis de guerra” (1918), este último leído en el Congreso de 1918 en Budapest. Es llamativo y a la vez desconcertante lo poco que aportan las ponencias de ese Congreso al tratamiento de neuróticos de guerra. Tal vez sólo el trabajo de Simmel ofrece referencias claras en este sentido, pero su terapéutica difícilmente se inserta en la lógica del movimiento psicoanalítico,
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incentivando una serie de seudo-conversaciones en el camino del paciente desde su hipnosis profunda hacia su despertar. Si bien ninguno de los otros ponentes defienden un método terapéutico como el de Simmel, la mayoría sí convergen en el hecho de relacionar la aparición de los síntomas de los neuróticos con una herida narcisista. En “Dos tipos de neurosis de guerra (histeria)” (1916), artículo redactado para una conferencia que dictó en el Hospital Militar María Valeria, Ferenczi se propone diferenciar los casos de neurosis de guerra que son más cercanos a “histerias de conversión” de las denominadas “histerias de angustia”. El psicoanalista húngaro considera que ciertos casos de neurosis pueden ser entendidos desde el modelo de las histerias de conversión de Breuer y Freud: aparece un traumatismo producido por un afecto repentino que excede las posibilidades de tramitación con que cuenta el psiquismo. Las inervaciones psíquicas que adopta el cuerpo al momento del evento traumático prevalecen de manera patológica. Por lo tanto, ese afecto repentino que produjo el traumatismo sigue vigente y sigue produciendo efectos a nivel inconsciente. Ferenczi clasifica las neurosis de guerra “monosintomáticas” como histerias de conversión. En ellas, el paciente sufre una conmoción; luego le sigue un tiempo de parálisis que eventualmente cede para revelar los síntomas de inervación de ciertos órganos determinados. Estos corresponderían a las “histerias de conversión”. Habría, sin embargo, otro tipo de cuadro clínico. Ferenczi considera que existen ciertos casos en los que el intento por realizar determinadas acciones desencadena afectos de angustia y llama a este fenómeno histeria de angustia. Para él, estos pacientes han sufrido una serie de traumatismos psíquicos que han llevado a romper la confianza en sí mismos. Los afectos de dichos traumas son rechazados al inconsciente, disminuyendo su capacidad de acción. Al sentir que una serie de hechos pueden estar trayendo de vuelta la situación traumática, no tienen otra reacción sobre el medio que la producción de angustia. El paciente se convierte entonces en una suerte de experto en la
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evitación de actos asociados a la repetición de la situación traumática. Ferenczi considera que la astasia abasia es la expresión del estado avanzado de este fenómeno. Estos pacientes pueden presentar hiperestesia de los sentidos y presentan constante alteración del sueño, deterioro de la vida libidinal y de la vida sexual. De este modo, para Ferenczi (1916) “queda justificado el considerar todas las neurosis de guerra como histerias de angustia e interpretar los problemas de la motilidad como una manifestación de fobias que tienen por objeto impedir la aparición de la angustia” (pág. 321). Ferenczi imagina que el traumatismo produce una regresión neurótica que encuentra su expresión en el retroceso en los planos onto y filogenéticos, leyendo las dificultades para caminar como una regresión a un período anterior a la marcha y, en otro plano, anterior a la bipedestación. Al margen de esto, se observa que Ferenczi se vale de los aportes de Freud a la teoría del trauma, considerando que cuando la persona logra prepararse para la conmoción, movilizando afectos a la espera del evento, puede contrarrestar los efectos observables en las neurosis traumáticas. También sustenta la observación de Freud de que una herida en el cuerpo puede jugar el mismo papel que el del investimiento libidinal del aparato psíquico (es asombroso ver hasta qué punto esta producción sobre las neurosis de guerra a la vez vaticina y contiene el germen de lo que será el giro epistemológico freudiano de 1920). Para Ferenczi, en las histerias de angustia no ha habido ninguna posibilidad de localizar los efectos del trauma, exponiéndose a una situación traumática sin preparación y sin lesiones corporales. Aún si estos pacientes han podido advertir el peligro, no han podido producir una intensidad suficiente para contrarrestar aquella de la conmoción. El aparato psíquico queda en un estado de desequilibrio que requiere de un ajuste que “no puede conseguirse más que si la conciencia toma parte en las excitaciones desagradables; éste es precisamente el papel de un cierto dispositivo „traumatófilo‟: la hiperestesia de los órganos de los sentidos que transmiten a la conciencia,
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progresivamente y en pequeñas dosis, la cantidad de espera angustiosa y de choque que el paciente había intentado ahorrarse en el momento de éste. Según la concepción de Freud, debemos, pues, considerar que los pequeños traumatismos de repetición, el sobresalto al menor ruido o ante la luz súbita, son una tendencia a la curación, un intento del organismo por restablecer el equilibrio perturbado del reparto de la tensión” (pág. 325). Quien introduce el término “traumatofilia” es Abraham (1907) y lo utiliza para referirse a una predisposición subjetiva que antecede todo trauma sexual de la infancia. Fenichel, por su parte, se refiere también a los tramatófilos20 y lee en ellos la inoperancia de la repetición como mecanismo de abreacción del trauma: «[...] el Yo desea la repetición para resolver una tensión penosa pero la repetición es en sí misma penosa [...]. El enfermo ha entrado en un círculo vicioso. No logra jamás controlar el traumatismo por medio de sus repeticiones, ya que cada tentativa aporta una nueva experiencia traumática» (citado por Laplanche y Pontalis, 1981, pág. 254). Así, el espectro de la sintomatología de estos pacientes es el ornamento de su proceso curativo, envuelto sin embargo en un círculo diabólico (Teufelskreis). Lo mismo puede leerse en los sueños traumáticos según lo expuesto por Freud en Más allá del principio del placer (1920). De este modo, aquello de lo que el paciente se queja – el miedo, el efecto sobre sus órganos más allá de su voluntad – es el fenómeno que mantiene por vía consciente para favorecer su curación. Hay un intento, como lo lee también Abraham cuando se refiere al comportamiento de personas abusadas sexualmente en la infancia, de desplegar en un escenario consciente aquello que corresponde a experiencias primitivas. El eterno retorno de lo traumático, en su circularidad, no busca otra cosa que esa repetición de lo mismo se convierta en repetición de la En 1939, Fenichel utiliza el término al referirse al Charakter-Analyse (1933) de Wilhem Reich. 20
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diferencia, en su espiralidad. Es en esta lógica que Ferenczi lee aquellos supuestos efectos positivos con los que se deleitan los neurólogos de su tiempo: la descarga eléctrica de la terapia electroconvulsiva sería una nutrición para esa búsqueda del dolor como vía de tramitación del sufrimiento padecido, es decir, de su traumatofilia, pero puesta al servicio no de la reparación del trauma, sino de un sistema de poder que demanda que sus hombres vuelvan al campo de batalla. En el V Congreso Internacional de Psicoanálisis, Ferenczi presenta su trabajo “Psicoanálisis de las neurosis de guerra” (1918). Su ponencia comienza con una reflexión sobre la revolución rusa y sobre la sorpresa que produjo entre los revolucionarios el hecho de que sus acciones no obtuvieran los rápidos efectos que se habían propuesto a través de planes sustentados sobre la base del materialismo histórico marxista. Por el contrario, fueron otros los que terminaron apoderándose del poder y, como sucede una y otra vez con los movimientos de contracultura, terminaron repitiendo aquello mismo contra lo que se alzaron. Cómo dice Ferenczi, los gestores de la revolución, demasiado encantados con la maquinaria económica y los sistemas de poder, olvidaron “un pequeño detalle”: nada menos que el elemento psíquico de la revolución. Ante la evidencia de su omisión, acudieron los rusos a las obras germánicas que se referían al conocimiento del mundo psíquico para así ponerse a la guardia de aquello que se les había escurrido por entre los dedos. Ferenczi aprovecha su ponencia para lanzar un duro ataque contra un neurólogo eminente contemporáneo suyo que, al igual que los psicoanalistas, se estaba ocupando de las neurosis traumáticas. A diferencia de ellos, sin embargo, Hermann Oppenheim, quien es el primero en definir las neurosis traumáticas en el año de 1889, consideraba que lo que producía las neurosis era una “alteración física de los centros nerviosos (o de las vías nerviosas periféricas que producen secundariamente estas alteraciones centrales)” (Ferenczi, 1918, pág. 35). Ferenczi no tolera estas concepciones simplistas tan en boga entre los
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médicos de su tiempo. Afirma que Gaupp considera “tales especulaciones físicas y fisiológicas superficiales como mitología cerebral y mitología molecular. A mi parecer, se muestra injusto con la mitología” (pág. 35). Posteriormente pasa a nombrar velozmente el modo como Oppenheim produce sus teorías, las cuales resultan en una lista cada vez más amplia de síndromes típicos producidos durante la guerra, tales como “akinesia, amnéstico, motoclonia trepidante”, sin que para Ferenczi dichas nosologías hayan aportado gran cosa para el tratamiento o para la salud mental en general, ni que sean en sí mismas seductoras. Luego invoca, en una cita al pie, a un supuesto crítico – sobre el que nada nos impide creer que sea el propio Ferenczi – quien ha propuesto utilizar estas palabras de Oppenheim difíciles de pronunciar “para el examen de las perturbaciones del habla en los paralíticos (para que al menos sirvan para algo)” (pág. 35). Ferenczi se vale, por lo tanto, de su humor negro como un elemento retórico para abrir los oídos frente a sus descubrimientos en el campo de batalla. Esto no quiere decir que Ferenczi sea un escéptico de la ciencia. Él, al igual que su maestro vienés, visiona la corroboración empírica futura de los presupuestos psicoanalíticos, sobretodo de aquellos que tienen que ver con el quantum o energía psíquica. En su ponencia de Budapest, Ferenczi realiza un recorrido teórico con el fin de sustentar el papel del factor psicógeno en las neurosis traumáticas, pasando por las criticables concepciones mecánico-orgánicas de Strümpell, hasta los aliviantes escritos de Mörchen, Bonhöffer y otros que señalan que los prisioneros de guerra no presentan neurosis traumáticas, afirmaciones éstas que si bien sirvieron para darle peso a las tesis a favor del papel del psiquismo ante la experiencia traumática, han sido rebatidas por las experiencias clínicas de los años a venir. La discusión que abre Ferenczi pasa a centrarse en la predisposición a la neurosis de guerra. Afirma que tanto Gaupp como Laudenheimer, entre otros, consideran que el sujeto traumatizado es, de entrada, neurótico y que el evento traumático no es más que el desencadenante de una condición estructural.
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Autores como Nonne, sin embargo, dan más peso al evento traumático que a la predisposición individual. Ferenczi, por su parte, apela al concepto de “ecuación etiológica”21 de Freud, según el cual tanto el traumatismo como la predisposición estructural juegan papeles importantes y se complementan inversamente para la aparición de la neurosis de guerra. “Pero el psicoanálisis no se ha contentado con una alusión teórica a esta relación, sino que se esfuerza -con éxito- en descomponer la noción compleja de «predisposición» en elementos más simples y en separar los factores constitucionales que determinan la elección22 de la neurosis (la tendencia específica a desarrollar tal tipo de neurosis en vez de tal otro)” (Ferenczi, 1918, pág. 43). Aparecen sin embargo algunos matices, pues en ciertos casos, el propio Ferenczi considera que puede advenir el trauma a pesar de que no hay ningún factor constitutivo en juego. En “Consecuencias psíquicas de una „castración‟ en la infancia” (1917), Ferenczi piensa la castración como algo estructural que sólo en determinados casos puede advenir como hecho concreto en la realidad, como en circuncisiones mal ejecutadas u otras operaciones genitales.
En la obra de Ferenczi en castellano se traduce como “serie etiológica” lo que Freud había conceptuado como “ecuación etiológica” en sus primeros escritos y luego, a partir su “22ª conferencia. Algunas perspectivas sobre el desarrollo de la regresión. Etiología” (1916), opta por el más preciso “serie complementaria”, aunque de manera no definitiva (en las correcciones que formula a Tres ensayos de teoría sexual (1905) se conservan ambos conceptos). Sin embargo, hemos preferido emplear la formulación “ecuación etiológica” en vez de aquella ofrecida por la obra en castellano de Ferenczi ya que, sumado a las dificultades en relación a la traducción anteriormente referidas, se presta a confusiones conceptuales. Además, dicha formulación era la que se utilizaba al momento de la pronunciación de esta ponencia. 22 Es fundamental no perder de vista que Ferenczi retoma el papel de la “elección” en el resultado de un cuadro psicopatológico determinado. Como bien señala Alemán (2003), “Los únicos casos de elección no reflexiva son: Heidegger, Sartre, Lacan y Freud” (p. 24). 21
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La Primera Guerra Mundial llevó a una prácticamente ilimitada cantidad de literatura referida a las neurosis traumáticas. Ferenczi cita un trabajo de Stern sobre el tratamiento de neurosis de guerra en hospitales militares desde el modelo psicoanalítico. Cita también el trabajo de Mohr en el cual se propone tratar las neurosis de guerra a partir del método catártico desarrollado por Breuer y Freud. Con él, pretende revivir el evento traumático para que el paciente repita la emoción padecida al momento del trauma y pueda logar su abreacción. Pero, según Ferenczi, el único que ha hecho una aplicación metódica a dichos casos de lo que denomina psico-catarsis es Simmel, quien también presenta su trabajo durante el Congreso en Budapest y a la cual ya se ha hecho referencia. Según Stanton (1990), “Las neurosis de Guerra fueron previamente estudiadas como „histeria de batalla‟. En 1918 Babinski y Froment, incluso, propusieron que el fenómeno fuera incorporado dentro de la noción general de „sugestión‟. También creyeron que era contagioso” (cf. Merskey, 1979, p. 37)” (pág. 194). Ferenczi analiza el papel de la inconsciencia en la intensificación de los síntomas. Para Goldscheider, Aschaffenburg y otros, explica Ferenczi, el hecho de caer inconsciente durante el evento traumático protege de las neurosis. Otros autores, como L. Mann, defienden todo lo contrario y piensan el papel de la pérdida del conocimiento desde el modelo de los estados hipnoides de Breuer: la pérdida del conocimiento llevaría a la imposibilidad de tramitar cualquier componente de la sobrecarga afectiva. Nonne contradice sin embargo dichos argumentos, pues considera que el inconsciente sigue vigilante a pesar de que la consciencia se halle en reposo. Sin embargo, Ferenczi desechará las teorías de Nonne por apelar a una noción de sexualidad y erotismo bastante limitada, asociando la sexualidad a la genitalidad y evadiendo así una concepción abarcadora del erotismo, según es planteado en la obra freudiana. Para Ferenczi (1916), es Orlowsky “quien expresa la opinión más sensata en esta controversia al proponer que se considere la pérdida de conocimiento como un síntoma
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psicógeno, una huida al inconsciente que ahorra al sujeto la experiencia consciente de la situación y de la sensación penosas […]. Para nosotros, los psicoanalistas, la hipótesis de una formación de síntomas psicógenos incluso en un estado de inconsciencia resultaría muy comprensible. Este problema sólo podría incomodar a los autores que adoptan el punto de vista, superado por el psicoanálisis, de una asimilación posible entre psiquismo y consciente” (pág. 46). En su ponencia de Budapest, Ferenczi profundiza sobre los mecanismos que entran en juego en las neurosis de guerra y que había comenzado a trabajar en su artículo “Dos tipos de neurosis de guerra (histeria)” (1916). Considera que en los casos de neurosis de guerra no sólo interviene la libido genital, sino algo anterior y que tiene que ver con el narcisismo, dando un giro importante a su teoría al ubicar la neurosis traumática en el mismo espectro que la demencia precoz y la paranoia. Habría, según Ferenczi, una regresión a una etapa del desarrollo que denomina de “amor hacia sí”, en la cual la libido del paciente se almacena en el Yo, produciendo la demanda de que el otro los consienta, acaricie y cuide como a niños pequeños. Dicha estasis de la libido en el Yo lleva a la disminución de la libido objetal y, por lo tanto, a una reducción del investimiento erótico de los objetos del mundo. Pero para Ferenczi nadie está a salvo de la contracción de una neurosis de guerra y de la operatividad de dichos mecanismos, pues cada sujeto tiene núcleos narcisistas que, dependiendo de la intensidad de la fijación a ellos, requerirá un mayor o menor quantum traumático para desencadenar un cuadro patológico. Si la presentación de los síntomas está más cercana a la fobia, es decir, las inervaciones orgánicas tienen como fin la evitación de la repetición del evento traumático, Ferenczi las considerará histerias de angustia. Si los síntomas, por su parte, tienen como fin la repetición de la situación al momento del evento traumático, las considera histerias de conversión. Esta diferenciación que hace Ferenczi de las “histerias de angustia” y las “histerias de conversión” permanece silenciosa para la teoría
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psicoanalítica. Más que por su peso nosológico o diagnóstico, interesa por la novedad que introduce en torno al pensamiento sobre la angustia. Su conceptualización permite situar una diferenciación con lo que posteriormente se desarrollará en la teoría psicoanalítica en torno a la angustia, pues de cierta manera, tanto la fobia como la conversión ofrecen objetos para un “hacer con” dicha angustia; es decir, hay una representación para que se aloje la angustia, aún si la significación de esa representación escapa a la conciencia. Pero hay una dimensión de la angustia, que sería la angustia como tal, que no se fija en objeto alguno y, por lo tanto, es tan innombrable como irrepresentable. Será esta angustia la que se desarrollará más adelante, oponiéndola al miedo que, como “angustia impropia”, sí aporta un objeto a la producción de la angustia23. La angustia, por su parte, siguiendo un recorrido que asoma su desarrollo más claro en la obra de Heidegger y Lacan, es aquella que expone al hombre contra su decisión fundamental: la de seguir o no existiendo (y, para Lacan, una angustia que sí tiene un objeto, de características singulares, que denomina objeto a). Estos desarrollos ferenczianos en torno a la “histerias de angustia” y las “histerias de conversión” valen para este desarrollo por tanto reflejan la lógica diferencial que va empleando Ferenczi a medida que avanza sobre el abordaje de los casos de neurosis de guerra. Ante la idea de que lo que los neuróticos traumatizados buscan es un beneficio secundario, tal como una pensión o una indemnización por parte del Estado o las Fuerzas Armadas, Ferenczi afirma que esas peticiones no son más que secundarias a un interés más fuerte que es el deseo de permanecer a salvo de la situación que ellos sienten los ha enfermado. Los sueños de angustia son intentos de curación espontánea de la enfermedad adquirida en el frente de batalla.
Aún así no hay que perder de vista que la angustia es, de por sí, ya una respuesta. 23
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Hay otros dos artículos de Ferenczi que son de interés para el tema de la neurosis de guerra: “Consecuencias psíquicas de una „castración‟ en la infancia” (1917), al cual ya se ha hecho referencia en relación a la “ecuación etiológica” freudiana, y “Tentativa de explicación de algunos estigmas histéricos” (1919), en el que matiza la causalidad de ciertos fenómenos patológicos, diferenciando los fenómenos de los estigmas religiosos en la histeria y un caso de hemianestesia histérica: este último causado completamente por el efecto del evento traumático y el primero como una predisposición corporal dada por las inclinaciones religiosas de la persona que los padece. La función de la angustia en las neurosis de guerra En determinados momentos del traumatismo, el mundo de los objetos desaparece entera o parcialmente: todo es sensación sin objeto. Ferenczi, Notas y fragmentos, 1932. Como se mencionó anteriormente, la Primera Guerra Mundial produjo un gran caudal de neuróticos de guerra y, por lo tanto, también innumerables ponentes frente al gran debate del origen de esa patología. La claridad sobre la etiología pretendía poder diferenciar los enfermos de los simuladores, de modo análogo a lo que se había pretendido hacer algunos años antes con las pacientes histéricas. Frente a ese debate, Freud es llamado en calidad de experto para que emita un concepto en relación a las acusaciones en contra del psiquiatra Julius Wagner-Jauregg por parte de Walter Kauders por haber empleado su poder psiquiátrico para tratar a neuróticos de guerra como simuladores y haber utilizado la terapia electroconvulsiva manera irresponsable. Wagner-
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Jauregg y algunos neurólogos afines, habían hecho de la neurosis una afección orgánica, relegando la función del psiquismo, de un modo análogo al de las teorías de Oppenheim. Freud, si bien no elevó un ataque directo contra el psiquiatra Wagner-Jauregg, si se mostró severo en contra del uso de la terapia electroconvulsiva por considerar que no se utilizaba en el mejor interés del paciente, sino a favor de las instancias del poder, bien sea del Estado o de las Fuerzas Armadas. Ante la pregunta de si estos pacientes eran neuróticos de guerra o simuladores, Freud elevó una respuesta que pone el tema de frente en relación con el sueño profundo de la hipnosis en el que mora todo neurótico y es que de alguna manera la neurosis es siempre una simulación la cual, sin embargo, opera más allá de las intenciones (conscientes) del paciente. La neurosis, en este sentido, es una simulación inconsciente y, al mejor modo ferencziano, el tratamiento y la labor del terapeuta se ubican del lado del deshipnotizar. El debate en torno a la realidad o simulación de la sintomatología de guerra no es un debate consolidado, sino que mantiene su vigencia aún hoy. Los profesionales que trabajan con población de traumatizados pertenecientes a las Fuerzas Armadas y a la Policía no dejan de ser presionados por esas entidades para que determinen hasta qué punto lo que estos pacientes buscan es nada más que una pensión y una salida de esa institución. Desafortunadamente, la salud mental y los psicoanalistas no han dejado de estar en ciertos momentos a lo largo de la historia del movimiento al auxilio de lúgubres sistemas de poder, del cual la psicoterapia de guerra a favor del nacional socialismo liderada por Matthias Heinrich Göring y las instrucciones de Wehrmacht puestas al servicio de la selección de anormales psíquicos para enfilar las escuadras a la cámara de gas por parte de Kemper son sólo algunos de sus macabros ejemplos. Las ponencias, presentadas en el Congreso de Budapest de 1918 fueron publicadas un año más tarde en un pequeño tomo de la Internationaler Psychoanalytischer Verlag, que había sido recientemente fundada. Para la introducción de esa publicación, Freud redacta un corto trabajo titulado “Introducción a Zur
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Psychoanalyse der Kriegsneurosen” (1919). Allí, se refiere a la diferencia entre las neurosis de guerra y las neurosis de transferencia, discusión que surge ante el lugar de la amenaza productora de angustia: en la primera aparece un peligro exterior, mientras que, en la segunda, es la libido la que opera como peligro interior. Freud afirma que “En las neurosis traumáticas y de guerra, el yo del ser humano se defiende de un peligro que le amenaza de afuera o que se le corporiza en una configuración del yo mismo; en las neurosis de trasferencia de tiempos de paz, el yo valora a su propia libido como el enemigo cuyas exigencias le parecen amenazadoras. En ambos casos el yo teme un daño: aquí de parte de la libido, allí de parte de los poderes externos. Y hasta se podría decir que en las neurosis de guerra, a diferencia de las neurosis traumáticas puras y a semejanza de lo que sucede en las neurosis de transferencia, lo que se teme es pese a todo un enemigo interior. No parecen insuperables las dificultades teóricas que cierran el paso a esa concepción unificadora; en efecto, es posible, con buen derecho, caracterizar a la represión, que está en la base de toda neurosis, como reacción frente a un trauma, como neurosis traumática elemental” (pág. 208). De este modo, Freud apela a una lectura más abarcadora del trauma: la represión es la evidencia del trauma, su motor y su origen. Los traumas posteriores, vengan de excitaciones exteriores o interiores (siendo, sin embargo, todas de alguna manera interiores) serían la reedición de esa traumática original. Durante ese Congreso, Freud se ocupó de la función del sueño traumático y el papel de la repetición en la elaboración del trauma, refiriéndose a su vez a los trabajos de Ferenczi y Simmel al respecto. Sobre este tema, tanto Ferenczi como Freud vuelven a los trabajos de Freud y Breuer respecto a las reminiscencias de las que sufre el sujeto histérico, según el modo en que se interpretó el material del neurótico en esos años de finales de siglo XIX. En Más allá del principio de placer (1920), Freud refiere que las neurosis de guerra podrían ser “neurosis traumáticas facilitadas por un conflicto en el yo” (pág. 32). Afirma que la
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conmoción mecánica debe entenderse como fuente de excitación sexual y, por lo tanto, una herida (fiebre o dolores) sirven para redistribuir la libido y facilitar la descarga de un quantum de esa excitación. La acción traumática se produce por la falta de preparación (angst en oposición a schreck) del sujeto ante el evento traumático. Este mismo mecanismo opera para Freud en el hecho de que ciertas enfermedades orgánicas cancelan la sintomatología de patologías tales como la melancolía o la dementia Praecox. Cuando Freud trabaja el tema del origen interior o exterior del trauma, hace referencia a lo que denomina Reizschutz o “barrera o protección antiestímulos”. Esta barrera ofrece una protección al organismo frente a excitaciones provenientes del mundo exterior. En términos económicos, se entiende el traumatismo como la producción de una excitación de tal magnitud que supera la capacidad del sujeto para hacer frente a ella a través de sus mecanismos psíquicos. Freud dará una vuelta a esto, sin embargo, en Inhibición, síntoma y angustia (1920) al referirse al modo como el yo desencadena una angustia señal para defenderse de la angustia automática que ataca al sujeto, tanto desde dentro como desde fuera del aparato psíquico, en estado de indefensión. Se observa que también las excitaciones displacenteras provenientes del interior del aparato psíquico son tratadas como amenazas exteriores. La proyección permite hacer de eso que amenaza con desestabilizar el aparato psíquico desde adentro, un estímulo externo frente al cual se ofrece la barrera antiestímulos como protección. El trauma, al ser una excitación que supera el umbral contrarrestable por dicha barrera, produce una inundación de tal magnitud que el aparato psíquico buscará entonces reestablecer la situación homeostática anterior, operación que obra en detrimento del funcionamiento de otros sistemas psíquicos. Así, en el despliegue mismo de la sintomatología, se lee a su vez la operación de la defensa. El modo como Freud arma su teoría del trauma luego del giro epistemológico de 1920 permite colegir que más que el miedo o el pánico desencadenados por el evento, es la falta de
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angustia anterior la que da las condiciones de posibilidad del trauma: la liberación de angustia permite movilizar los sistemas del aparato psíquico para hacer frente a las excitaciones que operan desde el mundo exterior. He allí también el objetivo del sueño traumático: busca dominar la situación de manera retroactiva. El sueño traumático – que no es lo mismo que la pesadilla – ofrece los elementos para anteponer contra el evento, con la angustia suficiente para hacerle frente. Es evidente que aquí ya no rige el principio de placer: hay una insistencia de ofrecer un retorno para el material reprimido, nada menos que la compulsión a la repetición. En sus conceptualizaciones, Freud refiere cómo la neurosis de guerra se relaciona con una vivencia de fuerte contenido emotivo que, por lo general, contiene un peligro para la vida del sujeto que la padece. Su evolución posterior tendrá en cuenta, por lo demás, si el trauma desencadena la evolución de la sintomatología sobre la base de una estructura neurótica preexistente o si el determinante principal no es la estructura, sino la propia situación traumática. En este último caso, los síntomas estarían fundamentalmente ligados al evento traumático, el cual retorna una y otra vez en el sueño traumático como un intento de ligar y descargar la sobrecarga producida por el trauma. Es en Más allá del principio del placer (1920) que Freud explica que si bien la neurosis traumática se parece a la histeria por la cantidad y diversidad de síntomas motores, logra sobrepasarla sin embargo por presentar signos más acentuados y por revelar un sufrimiento subjetivo mayor (los cuales recuerdan a Freud cuadros tales como la hipocondría y la melancolía). A diferencia de la histeria, además, la neurosis traumática ofrece un deterioro mayor de las funciones psíquicas y una más acentuada reducción de la actividad. Si bien Freud no fue testigo de aquello que vaticinaba en sus escritos tardíos (Psicología de las masas y análisis del yo (1921), El malestar en la cultura (1930), “¿Por qué la guerra?” (1933), entre otros), a saber, la magnitud de la Segunda Guerra Mundial y la pasión de abolición del Tercer Reich, sí ofreció los elementos
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clínicos y teóricos con los que los sobrevivientes de la guerra – y aquellos otros que demandaban una explicación o querían poder entender qué era lo que había sucedido – pudieron comenzar a formular un pensamiento sobre lo impensable e inenarrable de esa guerra. De los sobrevivientes de los campos, en particular de Auschwitz, surgieron una serie de pensadores – de los que Bettelheim y Primo Levi son sólo algunos de sus exponentes – que buscaron ordenar simbólicamente algo de lo inexperienciable de la guerra. Siguió, al holocausto judío, una extensísima producción de material humano, tanto literario, como teórico, filosófico, artístico, fílmico, que a pesar de su riqueza ha revelado sin embargo hasta qué punto el trauma no se reduce a partir de una narrativa, sino que, precisamente porque introduce una dimensión excluida de lo simbólico – imposible –, impulsa a una producción simbólica reiterativa e incesante que si bien no logra nunca abordar su objeto, sirve siquiera para trazar una suerte de circunferencia que – al menos imaginariamente – lo sitie (nos encontramos con un mecanismo cultural y social que Freud ya había ubicado intrapsíquicamente en los sueños traumáticos). Dentro de esa lógica, hubo quienes consideraron de entrada que, por su brutalidad, ya no habría palabra posible para los Lager y que el silencio constituía la esencia misma de la reflexión. Otros, en vez, a pesar de que puedan partir de esa tradición, abogaron por todo lo contrario: consideraron que callar sobre el horror nazi y el padecimiento judío era cumplir el mandato del Tercer Reich y adorar lo ocurrido en silencio. De los filósofos contemporáneos que se han ocupado de pensar la problemática del campo de concentración sin duda sobresale Giorgio Agamben y, en particular, su libro Lo que queda de Auschwitz (2000).
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Lo intestimoniable y la evidencia del sujeto ¿Tendrá la existencia el coraje de aceptar su fractura, y sabrá leer en el inconsciente, el modo singular en que habita la lengua? Alemán, Notas antifilosóficas, p. 28. Agamben (2000) comienza su trabajo sobre Auschwitz elevando una crítica muy sensata al manejo judicial que se le dio al problema de los nazis. Refiere que a pesar de que los juicios de Nuremberg fueron manifiestamente insuficientes, pues sentenciaron a un minúsculo porcentaje de mandos altos de la maquinaria del Tercer Reich, difundieron sin embargo la errónea idea de que se había hecho justicia, de que la barbarie del exterminio era un tema superado. “Al margen de algún espíritu lúcido, casi siempre aislado, ha sido preciso que transcurriera casi medio siglo para llegar a comprender que el derecho no había agotado el problema, sino que más bien este era tan enorme que ponía en tela de juicio al derecho mismo y le llevaba a la propia ruina” (Agamben, 2000, Pág. 18). Así, se ponía sobre la mesa una premisa que los contemporáneos mecanismos de resolución de problemas puestos en marcha por los países en conflicto (latinoamericanos, entre otros) no dejan de corroborar una y otra vez: la búsqueda de la disolución de un conflicto debe escoger o bien la paz o bien la justicia, pero no las dos; mas que ir de la mano, esas dos esferas se repelen en una lógica inversa. Agamben retoma a profundidad la obra de Primo Levi para pensar una serie de figuras y acontecimientos producidos en los campos de concentración, en Auschwitz en particular. Agamben considera que Levi expone al hombre frente a un elemento ético novedoso que dinamita la propia idea que se tenga de responsabilidad, pues en su obra despeja lo que denomina una zona gris que hace que determinadas instancias,
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como las de la víctima y el verdugo, el bien y el mal, se hagan indiferenciables: “Una gris e incesante alquimia en la que el bien y el mal y, junto a ellos, todos los metales de la ética tradicional alcanzan su punto de fusión”. (Agamben, 2000, Pág. 29). Agamben critica el propio término „Holocausto‟ para describir el exterminio judío, pues esta palabra proviene del latín holocaustum, derivado del adjetivo griego holocaustos (cuya traducción literal es „todo quemado‟) y cuya forma sustantiva es holokaústõma (Pág. 28). Corresponde, según la tradición bíblica, a una „entrega total a motivos sagrados y superiores‟, modo sin duda aberrante de designar una escuadra de hombres que ingresa a una cámara de gas.“No sólo el término contiene una equiparación inaceptable entre hornos crematorios y altares, sino que recoge una herencia semántica que tiene desde el inicio una coloración antijudía” (Pág. 31). El cuestionamiento de un sistema teórico implica no sólo su revisión conceptual, sino la significación oculta de la terminología utilizada y sobre la cual se monta esa lógica particular. Es sabido que varios sectores intelectuales consideraron que era de tal dimensión el acontecimiento barbárico de Auschwitz que sobre el mismo no se podía hablar. Después de Auschwitz ya no habría poesía. Así, a la vez que se sepultaba algo de lo esencialmente humano en Auschwitz, se silenciaba también lo posible que sobre él podría decirse y, con ello, la voz de sus víctimas. Optar por la no palabra ante Auschwitz, señala astutamente Agamben, es darle estatuto de euphēmeîn, término del que se deriva la palabra „eufemismo‟ que, en términos coloquiales, apunta a la sustitución de una palabra por otra con motivo de las buenas costumbres. Pero, etimológicamente, euphēmeîn significa „adorar en silencio‟, en otras palabras, tenderle el tapete para su gloria. “Nosotros, por el contrario, „no nos avergonzamos de mantener fija la mirada en lo inenarrable‟. Aún a costa de descubrir que lo que el mal sabe de sí, lo encontramos fácilmente también en nosotros.” (Agamben, 2000, Pág. 32). Por esto, Agamben pide cautela a quienes consideran que Auschwitz es un acontecimiento inenarrable. Considera que es cierto que
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fue un acontecimiento único frente al que permanentemente se expondrá – y debe exponerse – el testigo a una incesante y activa imposibilidad de decir, pero si consideran que es indecible en el sentido que Auschwitz es un acontecimiento por fuera del universo del lenguaje estarían, a pesar de sus posibles buenas intenciones, legitimando y poniendo en acto el deseo mismo de los nazis: el deseo de que, luego de la guerra y a pesar de su barbarie, la palabra del superviviente y la ausencia de testimonio callen para siempre la voz de los hundidos24. Testimoniar, por el contrario, dar voz a lo impronunciable, implica posibilitar el despliegue de la tensión propia de todo testimonio entre la posibilidad y la imposibilidad de decir. El testigo integral Sin duda, la reflexión más interesante y profunda de Lo que queda de Auschwitz la aborda Agamben a partir de la figura del musulmán. Muselmann se llamaba al sujeto del campo que había perdido todos sus atributos humanos. Los prisioneros de los campos veían en los musulmanes la frontera entre la vida y la muerte y leían en sus rostros un destino posible para cada uno de “Su silencio entraña el riesgo de duplicar la advertencia sarcástica que las SS transmitían a los habitantes del campo, que Levi transcribe al principio de Los hundidos y los salvados: „De cualquier manera que termine esta guerra, la guerra contra vosotros la hemos ganado; ninguno de vosotros quedará para dar testimonio de ella, pero incluso si alguno lograra escapar el mundo no lo creería. Tal vez haya sospechas, discusiones, investigaciones de los historiadores, pero no podrá haber ninguna certidumbre, porque con vosotros serán destruidas las pruebas. Aunque alguna prueba llegase a subsistir, y aunque alguno de vosotros llegara a sobrevivir, la gente dirá que los hechos que contáis son demasiado monstruosos para ser creídos: dirá que son exageraciones de la propaganda aliada, y nos creerá a nosotros que lo negamos todo, no a vosotros. La historia del Lager, seremos nosotros quien la dicte” (Levi 2, p.11, citado por Agamben, 2000, pág. 161). 24
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ellos. En esa frontera estaban aquellos que ya no podían reaccionar a estímulo alguno, que parecían haber perdido todo deseo y toda voluntad, objetos desprovistos de funciones motoras, pero a quienes los mínimos movimientos de sus órganos los mantenían aún respirando. En la figura del musulmán, los judíos del Lager pudieron comprender que lo humano y la humanidad eran atributos que podían perderse: lo humano era una categoría que podía borrarse del humano. Que un humano perteneciese a la humanidad era algo que el campo había logrado poner en entredicho. “Por lo demás, en muchos testimonios está implícito que todos en Auschwitz habían perdido de una u otra forma la dignidad humana. Pero en ninguno quizás tan claramente como en el pasaje de Los hundidos y los salvados en el que Levi evoca la extraña desesperación que se adueñaba de los prisioneros en el momento de la liberación: „En aquel momento, en que sentíamos que nos convertíamos en hombres, es decir, en seres responsables…‟ (Levi 2, p. 61). El superviviente conoce, pues, la común necesidad de la degradación, sabe que la humanidad y responsabilidad son algo que el deportado ha debido dejar fuera del recinto del campo” (Agamben, 2000, pág. 61). El musulmán despliega una zona gris, muerta, donde cada hombre asiste a la abolición de aquello que lo constituye como humano y relativiza el “ser hombre” del hombre. Refleja, como un perverso ojo invertido, que lo inhumano no es el afuera de lo humano, sino su otredad indisociable, su interior más impropio, su extimidad. Agamben analiza los posibles orígenes de la palabra „musulmán‟ para designar a los hundidos de los campos. El más probable parece ser la palabra árabe muslim, que habla de aquel que se somete sin condiciones a la voluntad de Dios. Lo paradójico del término es que allí donde el musulmán del Islam encuentra el esplendor en la entrega a Alá, el musulmán de Auschwitz presenta la carencia total de esplendor posible o de esperanza. Como bien lo señala Kogon (referido por Agamben, 2000, p. 400), la cercanía del musulmán a la muerte no era un acto de voluntad, sino de pérdida de la misma. Otro origen
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bastante menos probable de la palabra proviene de Muschelmann que significa „hombre aconchado‟ o „replegado sobre sí mismo‟. La definición que da Des Pres del musulmán es llamativa: “Instancia empírica de la muerte en vida” (Des Pres, p. 99, citado por Agamben, pág. 96) (recordemos que ya Ferenczi había descrito a los psicóticos, y luego también a sus pacientes traumatizados, como muertos en vida). La fatalidad está en que los judíos saben que en Auschwitz no mueren como judíos, sino como musulmanes. En este sentido, el musulmán aparece como lo intestimoniable del campo. Hasta tal punto escapa a la palabra que ni aún los oficiales de la SS hallaban cómo nombrarlo, optando, cuando no a „cadáver‟ o a „cuerpo‟, a Figuren (Agamben, pág. 52). “El denominado Muselmann, como se llamaba en el lenguaje del Lager al prisionero que había abandonado cualquier esperanza y que había sido abandonado por sus compañeros, no poseía ya un estado de conocimiento que le permitiera comparar entre bien y mal, nobleza y bajeza, espiritualidad y no espiritualidad. Era un cadáver ambulante, un haz de funciones físicas ya en agonía. Debemos, pues, por dolorosa que nos parezca la elección, excluirle de nuestra consideración” (Améry, p. 39, citado por Agamben, 2000, pág. 41). El musulmán era el terror de todos en el campo: su devenir monstruoso y posible (y la transformación en él imperceptible). Asombra, en la serie de relatos al respecto recogidos y citados por Agamben, que el musulmán no despierta ni piedad ni lástima, sino ira y desprecio, no sólo en los oficiales de la SS, sino en los propios prisioneros del Lager: “El musulmán no le daba pena a ninguno, ni podía esperar contar con la simpatía de nadie. Los compañeros de prisión, que temían continuamente por su vida, ni siquiera le dedicaban una mirada. Para los detenidos que colaboraban, los musulmanes eran fuente de rabia y preocupación, para la SS sólo de inmundicia. Unos y otros no pensaban más que en eliminarlos, cada uno a su manera” (Ryn y Klodzinski, pp. 94, citado por Agamben, 2000, pág. 42).
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El análisis del musulmán que lleva a cabo Agamben apunta a ver en él el umbral entre el hombre y el no-hombre. Hacia allá se encaminaba también Levi con el título de su obra Si esto es un hombre (2006), hasta el punto de preguntarse si puede llamarse „muerte‟ a la muerte del musulmán o si ésta habría ocurrido más bien mucho antes del cese de sus funciones vitales. Recordemos que el propio Bettelheim ideó su Instituto para el trabajo con niños autistas como un anticampo que permitiera a los enajenados volver a ser hombres. Sabía que el trauma alteraba de tal modo el orden de las cosas que se requería producir una fuerza en contra que pujara en sentido reverso al del trauma. La situación extrema es, en resumidas cuentas, aquella que ejecuta el paso del hombre al no-hombre. Pero el musulmán no es un otro del hombre como no lo es tampoco el no-hombre del hombre: no se excluye del hombre, sino que se habitan y alimentan. Y es tal vez allí que se hace imposible el posar la mirada sobre el musulmán. Agamben relata cómo la liberación de los rusos de Auschwitz iba acompañada de cámaras de video y fotográficas que buscaban recoger evidencias para los procesos que vendrían contra los nazis. Esa filmación revela que las pilas de cadáveres no repelen la mirada del camarógrafo, pero sí lo hace la presencia del musulmán25. Así, “según la ley en virtud de la cual el hombre le repugna aquello con lo que teme que se le note el parecido, el musulmán es unánimemente evitado en el campo porque todos se reconocen en su rostro abolido” (Agamben, pág. 53). Todos evitan mirar al musulmán, todos bogan para que cese su presencia. El “Pues bien, el mismo operador que hasta ese momento se había detenido pacientemente en los desnudos yacentes, en las terribles „figuras‟ desarticuladas y apiladas unas sobre otras, no puede soportar la visión de esos semivivos y vuelve inmediatamente a encuadrar los cadáveres. Como ha señalado Canetti, el montón de cadáveres es un espectáculo antiguo, en el que los poderosos se han complacido a menudo; pero la visión de los musulmanes en un escenario novísimo, no soportable para los ojos humanos” (Agamben, 2000, pág. 52). 25
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musulmán, en su ubicarse en la franja entre lo muerto y lo viviente, revela un límite aún más terrorífico: el límite del hombre y el no-hombre. Es más, ¿no hacía la desnutrición de los habitantes de los campos (bastante más allá de una economía de alimentos), que suponía una cierta “regularidad” de los cuerpos (parecidos en su delgadez), más fácil para la los hombres de la SS el verlos como seres genéricos, prácticamente asexuados, sin edad, y evitar así esa diferencia (singularidad como aparición del semejante) que haría imposible el darles muerte? La teoría traumática de Ferenczi apunta a la vivencia de una experiencia sobre la cual la palabra se ha perdido, es decir, el trauma como tal ha quedado por fuera de la esfera del lenguaje. Lyotard es retomado por Agamben para pensar cómo es posible hablar del trauma vivido si el haber sido quien lo vivió lo exime inexorablemente de la posibilidad de testimoniar al respecto: el hombre está siempre enajenado de la posibilidad de testimoniar su propia historia; vivirla es, de entrada, silenciarla. Lyotard lo despliega de manera retórica: “Es sabido que algunos seres humanos dotados de lenguaje han sido colocados en una situación tal que ninguno de ellos puede referir después lo que fue esa situación. La mayor parte desaparecieron entonces y los que han sobrevivido hablan de ella muy raramente. Y cuando hablan de ella, su testimonio sólo alcanza a una ínfima parte de tal situación. ¿Cómo saber que la situación misma ha existido? ¿No es fruto de la imaginación de nuestro informador? O bien la situación no ha existido en tanto que tal. O bien ha existido y, entonces, el testimonio de nuestro informador es falso, porque en ese caso debería haber desaparecido o debería callarse… Haber „visto realmente con sus propios ojos‟ una cámara de gas sería la condición que otorgara la autoridad de decir que ha existido y de persuadir a los incrédulos. Pero todavía sería necesario probar que mataba en el momento en que se la vio. Y la única prueba admisible de que mataba es estar muerto. Pero, si se está muerto, no se puede testimoniar que ha sido por efecto de la cámara de gas” (Lyotard, p. 19, citado por Agamben, 2000, pág. 35). La entrada en el lenguaje, según hemos visto, produce
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el universo simbólico a la vez que derrumba lo que pudiese haber por fuera de él. Así, a la vez que arma lo simbólico, produce también lo que de él se excluye, a saber, su real. Es en este sentido que lo real puede entenderse también como producción de lenguaje, así no pueda entrar nunca en él, al menos no como palabra. Bettelheim describe, como lo hace también Ferenczi, a esos seres cuya vida vegetativa es la única evidencia de que ahí hay algo viviente: “Aunque su muerte física se produciría más tarde, se convirtió en un cadáver viviente a partir del momento en que asumió el mando de Auschwitz. No era un musulmán, porque estaba bien alimentado y bien vestido, pero se había despojado por completo del respeto de sí mismo y del amor propio, hasta el punto de no ser más que una máquina cuyos botones de mando eran accionado por superiores” (Bettelheim 3, p. 307, citado por Agamben, 2000, pág. 58). Y, más adelante: “Los prisioneros se convertían en musulmanes cuando ya no había nada que lograra despertar en ellos emoción alguna… Aunque tuvieran hambre, el estímulo ya no llega a su cerebro de una forma suficientemente clara para provocar la acción… Los demás prisioneros se esforzaban por ser buenos con ellos cuando podían y por darles de comer; pero los musulmanes ya no eran capaces de responder a la simpatía que se manifestaba en esos actos” (Bettelheim 3, p. 211, citado por Agamben, 2000, pág. 59). Otro relato citado por Agamben reflejan matices de ese mismo efecto: “Eran tan débiles que se dejaban hacer cualquier cosa. Era gente con la que no existía ningún terreno común, ninguna posibilidad de comunicación; y éste es el origen del desprecio, porque no podía comprender cómo podían entregarse de esa forma. Hace muy poco he leído un libro sobre los roedores de las nieves („lemmings‟) que cada cinco o seis años se arrojan al mar para morir; me ha hecho pensar en Treblinka” (Sereny, p.313, citado por Agamben, pág. 81). Ferenczi, al analizar el material de sus pacientes en su Diario clínico (1932d), estipula lo que se ha conceptualizado como splitting (Gutiérrez, 2006) y que tiene que ver con una defensa según la cual el
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psiquismo, ante la eminencia de la destrucción, elige destruirse a sí mismo en aras de salvarse. La aniquilación segura aparece como un terreno menos angustioso que la espera de una muerte incierta. Y es que, como bien lo rescata Lacan de los escritos de Heidegger, la angustia es aquello que impulsa al sujeto ante el abismo de su elección fundamental: la de si sigue o no existiendo. La abolición segura, antes que la muerte probable, establece un coto a la angustia, la desterritorializa de la ausencia de coordenadas, promete una dimensión limitada frente a lo ilimitado de la angustia. Otra de las figuras frente a las cuales se detiene extensamente Agamben es la noción de testimonio, pues encuentra en ella el despliegue de la paradoja del lenguaje, según la cual se pretende hablar de aquello de lo que no se puede hablar porque no entra en el lenguaje. Es allí que cobra significancia la frase de Levi que designa al musulmán como el testigo integral. El musulmán no puede hablar, pero es él quien podría decir aquello de lo que hay que hablar: es el musulmán el que ha vivido; es el musulmán el que ha vivido como nohombre. Es en este punto en el que se entrecruzan las líneas del musulmán y del infans. Empleando la misma lógica de Agamben con respecto al musulmán, podríamos decir que las innovaciones técnicas en Ferenczi son intentos del psicoanalista para permitir que aparezca un testimonio del infante. No es desenterrar un trauma acaecido en la historia de la niñez, sino un despertar a lo real del trauma que hace del infans lo ausente de la estructura. Pero, ¿cómo testimonia el que no puede hablar? y ¿cómo testimonia otro en su lugar si no ha vivido aquello que se le pide que testimonie? Para Agamben, toda escritura y toda palabra surge como testimonio y, en cierta forma, el terreno del testimonio es distinto del de la lengua y la escritura. El carácter del testimonio no se despliega en la significación de las palabras, pues este está perdido de la experiencia; es, ante todo, presencia de lo intestimoniado. “La lengua del testimonio es una lengua que ya no significa, pero que, en ese su no significar, se adentra en lo sin
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lengua hasta recoger otra significancia, la del testigo integral, la del que no puede prestar testimonio […] O, por decirlo de otra manera, la imposibilidad de testimoniar, la „laguna‟ que constituye la lengua humana, se desploma sobre ella misma para dar paso a otra imposibilidad de testimoniar: la del que no tiene lengua. […] La huella, que la lengua cree transcribir a partir de lo intestimoniado, no es su palabra. Es la palabra de la lengua, nace cuando la lengua no está ya en sus inicios, baja de punto para – sencillamente – testimoniar: „no era luz, pero estaba para dar testimonio de la luz‟” (Agamben, 2000, págs. 39-40). Esa nolengua de la lengua es la evidencia de lo no-humano que soporta lo humano. En el seno de todo hombre está esa herida absurda como un sello kafkiano que marca la presencia vívida del nohombre. Si para la Modernidad el sujeto se entendía como fundamento, para pensadores contemporáneos como Agamben el sujeto es, en cambio, el resto que resulta de una lucha de campos de fuerza. Así, la pregunta por el sujeto no es la pregunta por lo que constituye su esencia, su ente, sino su entre. La lógica oposicional tan clásica en Occidente es subvertida por una lógica donde los opuestos no se excluyen, sino que hallan su lugar en una lucha de la que resultan los seres. Particularmente, según Agamben, el sujeto es el resultado de una lucha entre una subjetivación y una desubjetivación. Si el lenguaje se entiende como aquello a partir de lo cual se constituyen las subjetividades, es necesario ubicar la modalidad de ese lenguaje que se ocupa del sujeto, del entre, y acá nuevamente articulamos lo que anteriormente referimos como “lengua intermedia” (Zwischensprache) a partir de lo referido en torno a la traducción por Benjamin26. De este modo, el sujeto aparece en el
En su trabajo “La constitución de la subjetividad en Nietzsche” (2001, págs. 49-76), Mónica Cragnolini trabaja la noción de Zwinchen que, si bien no aparece formulada de esa manera en la obra del filósofo alemán, permite entender la permanente tensión de toda subjetividad entre los procesos de indentificación26
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movimiento subjetivación-desubjetivación, es decir, de la palabra a la no-palabra. La figura del in-fans, del que aún no habla, mantiene una permanente tensión con el ser parlante. De manera análoga, la infancia perdida de Ferenczi, mantiene una tensión permanente con el hablante: el infante se ha perdido por siempre de la estructura, pero continúa produciendo efectos en ella, haciendo las veces de un agujero. Es esa tensión la que habla del trauma, a saber, aquel que implica la pérdida del mundo a cambio de la palabra. El sujeto sólo existe como tal en el discurso, el cual tiene su origen (genealógico) en la niñez. Así como el infante mora por su lugar en la experiencia, lo no-dicho aguarda para aparecer en el lenguaje. Pero eso nodicho no es la negación del lenguaje, sino una suerte de potencia del lenguaje mismo al acecho de la palabra. Y aún la potencia de lo no-dicho no es una que se realiza con su paso al acto, pues esto es imposible (está excluido de la estructura, mora en lo real), sino como pura potencia que revela el límite del pensamiento. Es justo hacia allí, hacia el límite, que templa las cuerdas la experiencia: se detiene ante las primicias de la infancia. Por lo tanto, es el no-decir la potencia que posibilita el lenguaje. El musulmán puede ser pensado a partir de una instancia psicológica, es decir, como un trauma acontecido en la historia del viviente, temprana o tardía, que lo lleva a un estado tal que lo ubica en el umbral de lo vivo y lo muerto y cuestiona el límite mismo de lo humano. Pero el musulmán puede ser también pensado en un lugar estructural, como aquel que da evidencias de la articulación del hombre y el no-hombre y como lo no-humano mora y es potencia de lo humano. Así, como instancia perdida de la estructura, que no por estar perdida – sino precisamente por ello – deja de producir efectos, es potencia permanente de los seres parlantes. El infans como evidencia de una ausencia simbólica en todo viviente (zoé), revela que el no desidentificación, subjetivación-desubjetivación, acordes con la no sintetización de la afirmación y negación en la construcción de su filosofía.
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hablar es posibilidad también de todo parlante, pero no como instancia que pueda aparecer por anamnesis, sino como experiencia del límite, como borde de la palabra, como acontecimiento. Es en ese sentido que el musulmán se acerca a la infancia: el musulmán no habla porque se niegue a la palabra, sino porque en su seno se retiene lo no-dicho, lo que no entra en el discurso. Lo no-dicho no es aquello que se excluye con lo dicho. Por el contrario, es la no-palabra la que permanentemente habla en la palabra; es su motor y productor, de igual manera que el musulmán no es la antítesis de lo humano. Como se dijo en relación a la angustia, si a algo expone la experiencia extrema (la del Lager, por ejemplo) es a la toma de una decisión: la de seguir o no existiendo. La pulsión de vida ofrece un rodeo para esa sentencia trágica que es la muerte. El ser viviente es ser-para-la-muerte; para Freud, lo inerte siempre está allí anterior a la vida, aguardando como objetivo de toda vida. La angustia es aquello que más acerca al viviente ante su experiencia subjetiva, es aquello que lo lleva a la pregunta por el ser. Por eso la pulsión de muerte es condición del viviente. La angustia es aquello que, en últimas, sentencia el imperativo de la responsabilidad. Lo que hacía patente la liberación de Auschwitz para los prisioneros era que comenzaban a hacerse responsables. La culpa del sobreviviente tiene que ver con el sentimiento de estar ocupando el lugar de otro. Para evidencia de ello basta leer los poemas de Levi. He aquí uno de los múltiples ejemplos: “Since then, at an uncertain hour, Desde entonces, a una hora incierta, Aquella pena regresa, Y si no encuentra quien lo escuche, Quema en su pecho el corazón. Mira de nuevo los rostros cómplices Lívidos en la primera luz, Grises de polvo de cemento, Imperceptibles en la bruma, Sus sueños manchados de muerte y angustia:
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Por la noche aprietan las mandíbulas Y bajo el largo peso de los sueños Rumian invisibles nabos. “Idos lejos de aquí, los caídos, Alejaos. Yo nunca suplanté a nadie, Nadie ha muerto por mí. Nadie. Regresad a vuestra niebla. No es mi culpa si vivo y respiro Y como y bebo y duermo y visto paños” (Levi 6, p. 581, citado por Agamben, pág. 94) Así, la experiencia extrema, como lugar de decisión, implica la responsabilidad frente al otro. Pero esa decisión no es necesariamente lugar de exclusión del otro; por el contrario, implica afirmar qué lugar ocupa el otro en mí. Esa dimensión de la culpa y la vergüenza es ampliamente estudiada por Agamben. Lo que pone de manifiesto la liberación de Auschwitz por parte de los rusos aquel 27 de enero de 1945 no es la alegría de unos hombres que se liberan de un yugo, sino una amalgama de seres oprimidos que lentamente van sintiendo la avanzada de la vergüenza. Vale recordar lo conceptualizado por Ferenczi en torno al tema de la culpa y la vergüenza en sus estudios sobre trauma. La víctima, antes que ira u odio hacia su victimario, siente vergüenza frente a los hechos. Esto se intensifica, sin duda, en la medida en que los adultos a los que quiere o teme niegan los hechos. Se hace así más fácil borrar el hecho y mantener la imagen favorable del adulto – y con ello una dimensión significativa de la realidad – que asir la existencia del suceso traumático. Es importante nunca perder de vista el hecho de que el trauma no se reduce al relato del evento traumático: el trauma siempre estará por fuera del relato y de la narración, por más detalles que se tengan del mismo. Lo traumático, por definición, se excluye de la rememoración. Lo traumático es lo otro de la representación, de
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lo inteligible: siempre estará por fuera de la experiencia y siempre estará ejecutando la producción de sus efectos. La teoría psicoanalítica, desde Freud en adelante, siempre enlaza el tema del trauma con el de la rememoración. La experiencia traumática hace patentes sus estragos a partir de los efectos sobre la memoria. ¿Es rememorable el trauma? ¿Qué estatuto psíquico tiene el trauma? ¿El olvido es evidencia en contra de la existencia del trauma o, más bien, es el olvido la propia huella del trauma? Es interesante observar que parece ser una condición propia del trauma el llevar a la producción de una cierta irrealidad de la víctima con respecto al trauma mismo. “A nosotros mismos, los que teníamos que decir, empezaba ya a parecernos inimaginable” (Antelme, p.5, citado por Agamben, 2000, pág. 27). Ferenczi se ocupa extensamente del tema del trauma y la rememoración. En su explicación de este fenómeno, refiere que de la experiencia traumática no queda registro ni aún en el inconsciente, es decir, que el estatuto de ese material traumático no es el mismo de lo reprimido. Sin embargo, no por ello deja de producir efectos y de producir formaciones del inconsciente. El trauma, en estos términos, parece referirse a aquello que produce un agujero que no es reducible a representación alguna. En esta línea es que cobra sentido la paradoja fundamental de Levi: el musulmán es el testigo integral. El que no puede hablar, el que ha perdido el habla por haber sido despojado de sus insignias humanas, aquel que devela el nohombre del hombre, es precisamente el que debe elevar la voz para hablar de sí mismo. Agamben lo formula a su vez con otras palabras: “el hombre es lo que puede sobrevivir al hombre” (Agamben, 2000, pág. 85). El musulmán habla de la frontera en la que lo humano se oculta en las sombras. Tal ha sido la insistencia del trauma que no halla modo de articular lo ocurrido en el plano representativo. El trauma, nuevamente, aparece como aquello que ha sido excluido del campo de registro psíquico, pero desde su ausencia produce los efectos (en el mejor caso como síntoma, pero con bastante frecuencia como un desligado monto de
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angustia). La pregunta de Agamben es, entonces, ¿cómo hacer hablar aquello que ha quedado por fuera de campo de la palabra? ¿Cómo habla lo ausente? Y su respuesta, sin duda astuta, podría formularse de la siguiente manera: es lo ausente, precisamente, lo que ha venido hablando todo este tiempo. El testimonio, en últimas, es siempre testimonio del musulmán; no es otra cosa lo que mueve al habla. Necesitaríamos que Ermakov, psicoanalista que se dedicó a las neurosis de guerra, atendiendo soldados durante la guerra entre Rusia y Japón, y que muere en 1942 en los campos de concentración nazi, nos diera testimonio de su experiencia. En él tenemos un testigo integral de sus propias teorías; Ermakov ya no podrá testimoniar sobre lo que sólo él podría testimoniar. Para Agamben (2000), “Auschwitz representa, en esta perspectiva, un punto de derrumbamiento histórico de estos procesos, la experiencia devastadora en que se hace que lo imposible se introduzca a la fuerza en lo real” (pág. 155). Lo real es entendido aquí como realidad, pero justamente el que lo imposible se introduzca en la realidad implica un desdibujamiento simbólico sobre cuya ausencia lo real retorna. “Es la existencia de lo imposible, la negación más radical de la contingencia; la necesidad, pues, más absoluta. El musulmán, que Auschwitz produce, es la catástrofe del sujeto, su anulación como lugar de contingencia y mantenimiento como existencia de lo imposible. La definición goebbelsiana de la política – „el arte de hacer posible lo que parece imposible‟ – adquiere aquí todo su peso. Define un experimento bio-político sobre los operadores del ser que transforma y desarticula al sujeto hasta un punto límite, en que el nexo entre subjetivación y desubjetivación parece deshacerse” (Agamben, 2000, pág. 155). De este modo, se observa cómo Auschwitz expone al hombre contra su real. La maquinaria de Goebbels es un empleo macabro de la técnica para exponer al hombre ante su real, que en este punto es el desvanecimiento de todo límite entre lo subjetivizante y lo desubjetivizante, pues lo real no es la desubjetivación, sino la ausencia de todo pendular entre lo uno y lo otro.
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Schoppenhauer sabía también que la vida era un pendular, para él entre el odio y el hastío. Pero cuando ya el péndulo cesa y la llaga explota, no queda allí un hombre, ni siquiera su carne, sino su ausencia simbólica, su asignificancia. Auschwitz, al derrumbar la esfera de la decisión, derrumba a su vez toda posibilidad de producir un salto: al destruir la temporalidad propia del sujeto, elimina a su vez toda posibilidad de que se produzca un acontecimiento. El gozar del hombre es siempre inauténtico. Ni la pulsión, ni el lenguaje, ni el cuerpo se pertenecen a sí mismos. Cabe la definición aristotélica del movimiento: las cosas se mueven porque no están donde deberían estar. Así, es siempre cierta la máxima según la cual el deseo es la evidencia del destierro de los goces. El ser del hombre nunca habita su propia casa; la existencia humana es la historia de su propio extravío. Acontecimiento: lo excluido del campo El psiquiatra japonés Kimura Bin (referido por Agamben, 2000, págs. 132-135), director del Hospital psiquiátrico de Kyoto, se vale de los tiempos del Dasein para pensar una serie de patologías. Para ello, retoma lo que nombra como post festum, “después de la fiesta”, y de allí piensa tanto el ante festum, el intra festum y el post festum. Así, establece que para la melancolía rige el post festum en el sentido en que lo sido para el melancólico es para siempre y permanece eterno en el tiempo inamovible. El ante festum se juega en la esquizofrenia, en el sentido en que el sujeto esquizofrénico es uno que siempre llega demasiado pronto a su propia fiesta; anticipándose a su propio tiempo de ser, es regido por ese permanente desfase con sí mismo. Su vida está siempre bajo la figura de la anticipación porque su yo nunca está, por decirlo de alguna manera, al abrigo de sus alas. Para el intra festum, Bin dará dos ejemplos. Primero, nombra al obsesivo, el cual habita su propia fiesta, pero sólo a costa de la reiteración del acto obsesivo en el tiempo. “Quien se
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obsesiona con „aprovechar‟ el tiempo o el que rige su vida cotidiana por el imperativo „el tiempo es oro‟, sólo experimenta „lo impropio del tiempo‟, lo exterior. No lo crea como acontecimiento, lo padece como obsesión. „Preguntando así por el „cuanto‟ y el „cuándo‟, el ser-ahí pierde su tiempo‟” (López, 2004: 162). Así, al obsesivo le sirve la fuerza de su obsesión para alojarse en su propia fiesta, de la cual, paradójicamente, el acto obsesivo es velo. El otro ejemplo que da, más extraño que todos, es el del epiléptico, en donde converge una suerte de yo psicosomático con un yo en tanto entidad del lenguaje. La simultaneidad de la experiencia de esos dos yoes, que serían algo así como el asimiento del presente absoluto, lleva a que la mente se quiebre y advenga el ataque epiléptico. Acá puede verse que de alguna manera Kimura Bin, por más que apele a Heidegger, siguiendo el camino trazado por Binswanger, no puede escapar al primer Wittgenstein (1973), en el cual habría unas cosas del mundo que adquirirían su análogo en el lenguaje a través de las palabras y un estado de cosas que serían referidas en el discurso a partir de las frases que operan como articuladores de esas palabras. Ese binarismo que deja por fuera un mundo absoluto que sólo toca al hombre en un punto que es el lenguaje, si bien pretende ser – y en cierta medida logra serlo – un ataque mortal contra la metafísica, regala sin embargo el mundo al empirismo en el sentido que metafísico sería toda aquella palabra que no tiene un referente en el mundo. El ataque de Heidegger contra la metafísica, de dimensiones bastante distintas, tiene que ver con la producción de un camino hacia un otro pensar, no ofreciendo la filosofía a la razón instrumental, sino minando la razón para dar cuenta de lo impensando de la razón misma, a partir de ese olvido legendario en que la pregunta por el qué ha subsumido el ser a la esencia del ente. Lo interesante, y la razón por la cual interesa traer este uso de los tiempos del Dasein que hace Bin, es que retrata hábilmente el desfase temporal, la brecha entre ser y tiempo, en diferentes entidades de la salud mental. La neurosis obsesiva desconoce el lugar de la brecha misma que lo constituye y se vale
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del acto obsesivo para poder lidiar con su propia castración. Al respecto, Agamben (2000) afirma que “En cualquier caso, lo interesante es que para el psiquiatra japonés, el hombre parece morar necesariamente en una separación respecto a sí mismo y al propio dies festus. Como si el viviente, por el hecho de haberse convertido en hablante, por haber dicho yo, estuviera ahora constitutivamente dividido y el tiempo no fuera otra cosa que la forma de tal desconexión. Ésta sólo se supera en el acceso epiléptico o en el instante de la decisión auténtica, que representan una suerte de arquitrabe invisible que sostiene el edificio estático-horizontal del tiempo, impidiéndole caer en pedazos sobre la situación espacial del Ser-ahí, sobre su ahí” (pág. 134). El tiempo del Dasein no es el de la “repetición cíclica”, el del obsesivo de Bin, el de la asociación libre, no es ese en el que “se repite constantemente la misma secuencia temporal con la condición de que este sistema físico no esté sujeto a cambio por ningún influjo externo” (Heidegger citado por López, 2004, pág. 161), sino aquel tiempo “esencialmente inherente a la vivencia en cuanto tal, como sus modos de darse, el ahora, el antes, el después, y las modalidades determinadas por éstos, el simultáneamente, el sucesivamente, etc., no se puede medir por la posición del sol, ni con un reloj, ni por medio de nada físico, ni en general se puede medir” (López, pág. 161); es el tiempo del acontecimiento, del Ereignis. Por eso, si la temporalidad es introducida por el lenguaje a partir de ese saberse mortal, anticipando el tiempo incierto pero inevitable de la finitud futura, el fin de análisis se juega en ese otro tiempo (depersonalización y destemporalización) donde puede darse paso a la constitución del ser. Entendemos, en este saberse mortales, las agonías de El Inmortal (1949) de Borges quien no era eterno como los animales que no sabían de su propia finitud, sino condenado a una existencia de saberse inmortal, el tiempo de la sucesión de los días que nunca encontrarán su ocaso, privado de las delicias del sin-tiempo animal y de las finitudes humanas. Esa metáfora del final de análisis, “chispa poética que simboliza una falta, pero no con un significante que podamos interpretar por similitud con
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aquél al que sustituye, sino en la máxima disparidad, es decir en la „creación de un efecto significante nuevo‟” (López, 2004, pág. 118), nos pone en relación no con el eterno retorno de los animales de Zaratustra (Nietzsche, 2003), ese tedioso eterno retorno de lo mismo, sino con el eterno retorno de lo diferente, según lo rescata Deleuze en su Nietzsche y la filosofía (1967). Por lo tanto, el acontecimiento implica una suerte de asimiento de esas diferentes temporalidades, del desfase del hombre con respecto a su propio dies festus. Sin embargo, Auschwitz, al haber suprimido toda temporalidad de los procesos de subjetivación – desubjetivación, hace imposible que advenga el acontecimiento. Por lo tanto, el mandato gobbelsiano de hacer posible lo imposible se ha reformado como hacer imposible lo posible del acontecimiento. Volviendo a los escritos psicoanalíticos, vemos que la neurosis traumática implica exponerse a una situación frente a la cual no se está preparado. Es un cuadro marcado por la repetición: aquello que no se puede rememorar retorna como repetición; retorna una y otra vez aquello de lo que el sujeto es ignorante. La neurosis de transferencia ofrece, a su vez, un componente decisivo de la repetición: con la persona del analista se repiten las transferencias anteriores del sujeto, revelando la dimensión resistencial de la transferencia, pero, a su vez, es gracias a esta repetición que se ubica el funcionamiento de la repetición en el sujeto y se abre la posibilidad de hacer consciente esa operatividad transferencial para despojar al sujeto de su círculo diabólico. Al referirnos a la entrada en el lenguaje, no encontramos un terreno disímil: si la entrada en el lenguaje es el trauma ineludible y constitutivo, vemos que lo que retorna en él permanentemente es lo no-dicho, lo imposible de decir, su silencio significante. Por eso, ante el mecanismo de la pulsión de muerte en la repetición, no ha de extrañarnos que Freud destacara de esa pulsión mortífera su silencio. Lo que demanda el trauma en su repetición es entrar en el universo simbólico. Pero lo real del trauma no entrará nunca en el lenguaje; lo real no se permite en lo simbólico, pero a la vez
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juega un papel fundamental en la organización simbólica e imaginaria. Un fenomenólogo sugería que la Fenomenología consistía en circundar una y otra vez el mismo árbol y en cada vuelta encontrar una nueva veta. La repetición funciona de manera análoga: el árbol, en todo caso, está perdido a la experiencia; de él no nos quedan sino sus vetas. De la repetición nos queda su intento de ligar, algunos significantes y algunas representaciones. Pero, como tal, el trauma es precisamente lo que escapa a la experiencia fenoménica, a lo simbólico, a lo representacional y en ese sentido es consistente con la definición y desarrollo propuesto por Žižek en relación al trauma y lo real. La repetición es movida por un engaño: de alguna manera ella cree que cumplirá su función y hay que admirar sin duda su insistencia a pesar de que en la mayoría de los casos su automatismo se infinitiza, se moviliza de modo asintótico sin encontrarse nunca con su paralela, a saber, con lo real. Decimos que asombra el automatismo de la repetición, es decir, su automaton, la insistencia de sus signos. Pero esos signos no dejan de entrar de alguna manera en el universo simbólico, sea a través de nosología, semiología o algún otro modo de nominación, sea o no universal. Pero Lacan (1964, clase del 12 de febrero) se refiere a ese otro modo de la repetición, la tyché, la cual designaría lo real de la pulsión, el verdadero motor de esa insistencia, su imposible en términos simbólicos. Ya hemos visto cómo los intentos de sortear la confusión babélica tampoco han logrado superar sus propios límites, ya que están montados sobre la infinitización. Los ejemplos trabajados por Umberto Eco (1993) revelan hasta que punto fracasa todo intento de dar soluciones universales al problema de la multiplicidad de idiomas, de lenguajes y traducciones. La repetición, en tanto tyché, habla de lo perdido de la estructura que, si bien no es simbolizable, como hemos dicho, tiene sin embargo una función fundamental en la organización de todo proceso simbólico e imaginario. El traumatismo nos habla del evento exterior, pero el trauma es en sí mismo el efecto producido en el sujeto. De este modo, podemos ver que si bien Auschwitz produjo un
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traumatismo en la subjetividad no sólo de los hombres del Lager, sino en la subjetividad de una época, reveló, como probablemente lo han hecho también otros traumatismos a lo largo de historia de la humanidad, la existencia, una vez más, de un trauma archi originario. Ese archi trauma al que varios psicoanalistas han querido darle su lugar simbólico, sea “trauma de nacimiento” o “destete” o alguna otra de sus formas, sumándose en cierta medida también a ello Ferenczi con su Thálassa (1924), existe sin embargo sólo bajo la figura de la pérdida y es precisamente porque no está que damos cuenta de su existencia. De cierta manera, el Thálassa originario es lo preverbal y la confusión de lenguas es la pérdida del mar originario, a la vez que es la ganancia del mundo del habla, pero ganancia siempre mediada por la figura de la pérdida. Si bien Freud no ignora la importancia de la vivencia particular, y la particularidad de sus efectos para el sujeto, sí lo va llevando el material clínico de las sesiones a encontrar una suerte de hermandad entre los traumas. Un trauma no aparece de manera aislada, sino que ofrece una red que lo interconecta con otros traumas. De este modo, aún el traumatismo ocurrido en la guerra, y la total sorpresa con la que abruma al sujeto, no dejan de envestirse con elementos propios del sujeto (su Empfünglichkeit) para la producción del trauma. El acontecimiento traumático no excluye la dimensión del deseo; el sujeto es traumatófilo por el sólo hecho de hablar. El lenguaje, que produce el inconsciente, media en la incorporación de las vivencias en el saber. De este modo el lenguaje ofrece, por su sola existencia, las condiciones del trauma. El sujeto, por ser parlante, disuelve todo camino posible a su objeto de deseo. No le queda más que el lenguaje como acceso al goce, del cual, sin embargo, está perdido el objeto de deseo. El lenguaje es traumatismo también en la medida en que produce una efracción del sujeto, la apertura de su hiancia.
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El miedo, una angustia impropia Ir uno mismo al encuentro del desagrado o acelerarlo tiene ventajas subjetivas en relación a la espera, posiblemente de larga duración, del desagrado y de la muerte. Ante todo, soy yo mismo quien prescribe de por sí el ritmo de la vida y de la muerte: de esta forma queda descartado el factor de angustia ante lo desconocido. Comparado con la espera de la muerte que viene del exterior, el suicidio es un placer relativo. Ferenczi, Notas y fragmentos (1931, Vol. IV, pág. 317). El miedo es siempre miedo a algo, a un objeto externo. El terror, por su parte, implica reconocer lo temido de uno en el otro (encontrar el daimon interno en el afuera). La angustia, sin embargo, implica enfrentarse a la vacuidad de la existencia y, por lo tanto, obliga a la decisión de seguir o no existiendo. Alemán (2003) lo plantea en los siguientes términos: “en la angustia, para Heidegger – eso es lo que luego Lacan va a recotificar con la angustia y su teoría del objeto a – no sabemos ante qué nos angustiamos, porque en realidad la angustia lleva ante uno mismo. Heidegger dice que el miedo es una angustia impropia, que la angustia es aquello que nos lleva a nuestra elección fundamental, porque ya no nos podemos justificar con aquello que nos da miedo, sino con lo que nosotros mismos somos. Estamos angustiados porque estamos aquí, no porque tengamos miedo a eso o a aquello” (p. 18). Cuando Ferenczi define la neurosis de angustia, despliega el mecanismo de la misma según la lógica fóbica, pero es visible en sus escritos tardíos que ya no es con los objetos del mundo que se defiende el sujeto, sino que lo que está en juego es la propia vida como elección fundamental.
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La neurosis de guerra, al ser una experiencia de angustia y una situación extrema que toma al sujeto indefenso, incapacitado para anteponer una representación o un movimiento libidinal (investimento) a lo que se le presenta, se enfrenta a esa misma decisión. Así, siguiendo la pista trazada por Ferenczi, podría formularse la hipótesis de que la neurosis de guerra está asociada con el haber tomado la decisión de no seguir existiendo y, a pesar de ello, haber seguido con vida. Alemán (2003), apelando al concepto de decisionismo en Sartre, formula la arista de la decisión en la angustia de la siguiente manera: “Sartre ha captado esto porque por ejemplo, si uno está en un campo de concentración, o vive una experiencia totalitaria, es verdad que uno identifica a sus enemigos, identifica el terror y adopta la fisonomía adecuada para esconderse. Pero también sabe que cuando uno ha vivido una situación de pánico extremo, más que nunca se renueva la elección para uno mismo de si uno va a querer seguir existiendo o no; y ese es el punto de angustia. La angustia quiere decir entonces, extender la responsabilidad y no escudarse en la mala fe” (p. 18). La angustia se ubica, entonces, en relación al tema de la decisión. La pregunta de Ferenczi será, por lo tanto, ¿cómo seguir viviendo luego de haber desechado la vida como posibilidad? Para ello es útil analizar un fragmento de una sesión presentado en su Diario clínico (1932d). En la entrada del diario del 30 de julio titulada “La repetición „literal‟ indefinidamente repetida -y ninguna rememoración”, Ferenczi habla de su paciente B. quien, tras contar un sueño, se golpea indignada de que haya cosas que no pueden llegarle por vía de la rememoración, sino tan sólo en sueños. Ante esto, Ferenczi le dice lo siguiente: “otros análisis me han enseñado que una parte de nuestra persona puede „morir‟, y si el resto sobrevive al traumatismo se despierta con una laguna en la memoria, una laguna en la personalidad propiamente hablando, porque no solamente el recuerdo de la agonía sino también todas las asociaciones que se relacionan a ella han desaparecido de manera selectiva, y son quizás aniquiladas” (pág. 251). La paciente se
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pregunta entonces por qué, si sabe eso, no puede darse cuenta de que finalmente logró sobrevivir y existir con esa parte de su personalidad. Se pregunta por qué le es imposible recordar el pasado de una manera normal, y sólo le queda volver a él de esa manera deformada u onírica. Ferenczi le dice entonces: “Otros casos me han enseñado que puede haber momentos terriblemente penosos donde se siente la vida tan espantosamente amenazada y a sí mismo tan débil o tan agotado por el combate, que se abandona la lucha. En realidad, se abandona a sí mismo” (pág. 251). A continuación, pasa a contar un caso relatado a él por un amigo cazador hindú que presenció el momento en el que un halcón atacaba un pequeño pájaro. Lo particular del relato fue cómo el cazador observó que el pajarito, al ver al halcón, comenzó primero a temblar y posteriormente se lanzó directamente contra el pico del halcón, quien procedió a tragárselo. Esta imagen evoca el cuento de Hoffmann trabajado por Freud en “Lo ominoso” (1919b) (el momento en que Nathaniel se lanza de la torre ante la visión de los “hermosos ojos” de Coppelius), al igual que “El Buitre” de Kafka (1920), en donde un ave entierra su pico en la boca del protagonista, sólo para morir ahogado en su sangre: es un doble movimiento de liberación por la muerte; tanto el buitre como el protagonista mueren y en esa muerte, el protagonista se salva de los dolores y torturas a las que lo sometía el buitre: “Al caer de espaldas sentí como una liberación; sentí que en mi sangre, que colmaba todas las profundidades y que inundaba todas las riberas, el buitre, irremediablemente, se ahogaba”. Ferenczi sugiere que “la espera de una muerte cierta parece ser tan penosa que, en comparación, la muerte real es un alivio” (1932d, pág. 251). Lo mismo lo evidencian los suicidios que se producen con antelación a una situación en donde la muerte aparece como una posibilidad (un duelo, una guerra o una ejecución). Es un alivio relativo el que produce este privarse a sí mismo de la vida si se lo compara con lo insoportable de una agresión que aplasta y supera la totalidad de las posibilidades y recursos de los que se goza.
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Ferenczi se va a preguntar por el estado en el que se encontraría el pajarito del ejemplo relatado si fuese rescatado de las manos del halcón en el instante inmediatamente anterior a aquel en el que es tragado. Se pregunta por el estado de su psiquismo y lo que éste haría con el recuerdo de su intento de darse muerte: “probablemente sólo subsistiría un recuerdo del momento de su tentativa de suicidio, porque qué es pues acordarse: la conservación de una huella mnémica en vista de su utilización futura” (1932d, pág. 252). Pero justamente en el caso de este pajarito – el cual evidentemente debe leerse como análogo a los pacientes a los que trata Ferenczi en su clínica – que ha renunciado a la vida y a su porvenir, ya no le quedan razones para retener nada, pues ha entregado su alma, se ha abandonado a sí mismo. Así, si se ha logrado sobrevivir gracias a fuerzas exteriores o a ciertas fuerzas vitales a pesar de haber tomado la decisión de morir, los acontecimientos producidos, dada la ausencia mental del individuo, sólo podrán aparecer (cuando aparecen) como si hubiesen ocurrido a alguien más, pues efectivamente la persona ya no era en ese momento. Habrá casos en que “la retracción del propio Yo fue tan completa, que incluso se perdió el recuerdo de todo el episodio” (1932d, pág. 153). En otro lugar afirma que el sufrimiento “insoportable culmina en la descomposición de la personalidad. Al despertar, el Yo global no puede recordar los episodios que han tenido lugar durante la escisión” (1932d, pág. 240). Aparece entonces la pregunta: ¿cómo “hacer consciente lo que no lo ha sido nunca?” (1932d, pág. 253). Siguiendo esa ruta, Ferenczi involucra la Verleugnung cuando hipotetiza sobre dos posibles maneras de morir: o bien resignándose a la muerte, o bien protestando contra ella hasta el final. Esa protesta suele adquirir, dice, la forma de la denegación de la realidad, apareciendo así el trastorno mental. La denegación total produciría el desvanecimiento y la negación parcial el reemplazo de la realidad por el sueño (nuevamente, la dimensión del dormir). Se observa, en la paciente de Ferenczi citada en el ejemplo anterior, sin embargo, una imposibilidad de
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dejar de lado esa parte fragmentada de su personalidad, afirmando que esa parte separada ha “constituido una gran parte, quizás incluso la parte más importante de mi alma, y aunque usted quisiera persuadirme, lo que espero que no hará, no cesaré jamás de esforzarme en hacer conscientemente mía esta parte de mi persona, por dolorosa que sea” (1932d, pág. 253), evidenciándose en este punto que es precisamente la angustia la que opera como coordenada, haciéndose imposible para la paciente el dejar su sufrimiento de lado. A pesar de que no aparece el recuerdo consciente, se manifiesta sin embargo cierta afectividad presente que pone de manifiesto la presencia de esa fragmentación. Es así que no hay representación alguna, pero se manifiesta la presencia de un afecto y es esta particularidad lo que llevó a Ferenczi a preguntarse si la que se jugaba allí era del orden de la represión. Ferenczi observa en sus pacientes un permanente intento por recuperar esa parte perdida de su ser: “la personalidad estallada y sin defensa por el sufrimiento y el envenenamiento, intenta una y otra vez, pero siempre sin éxito, reunir las diferentes partes de sí misma en una unidad, es decir, comprender los sucesos en ella y alrededor de ella” (1932d, pág. 224). Sin embargo ese intento les resulta vano, operando cada vez nuevamente la fragmentación. Por eso el énfasis dado por Ferenczi en la importancia de que el análisis permita revivir el trauma para que el paciente pueda hacer experiencia del mismo en la relación analítica y en transferencia. Permanentemente los pacientes de Ferenczi se mueven en esas polaridades: unidad y fragmentación, acercamiento y alejamiento en torno a la angustia, asimiento y desasimiento de sí mismos. Así, en los momentos de regresión analítica “…siente[n] entonces solamente esa tranquilidad totalmente insoportable que es lo que más teme[n]” (1932d, pág. 274). Es el temor que aparece ante el revivir del trauma, ante el experienciar aquello que no puede ser recordado por no haber quedado registro alguno del suceso. Durante ciertos momentos de la sesión, la paciente de Ferenczi tiene efectivamente recuerdos de
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sus crisis, pero una vez se incorpora se le hacen irreales los recuerdos de las agresiones que ha evocado de su infancia: ignora de qué manera algo del trauma resulta no tocado por su relato y su representación. Su paciente fantasea que mientras no sea posible una cierta unión de sus partes fragmentadas, no será posible que las crisis que le sobrevienen cada tanto devengan en verdaderos recuerdos, pero, como hemos visto, la Urbild no se reconstruye por la suma y ensamble de las partes fragmentadas. Cuando Nietzsche postula la muerte de Dios, apunta a desmantelar todo lo que podría denominarse la Deontometateología. Como postura ética, la religión mantiene el sofisma de que sin Dios y sin la ley los hombres se aniquilarían (recordemos el Dios ha muerto, todo está permitido atribuido a Dostoievsky y el Si Dios ha muerto, ya nada está permitido lacaniano). El ateísmo, entendido como la renuncia a esa Urbild, permite fundar otro tipo de ética. Para Sartre, “„Un verdadero ateísmo […] es cuando finalmente se extiende el concepto de responsabilidad; se es verdaderamente ateo cuando se ha mostrado que, en la vida, la responsabilidad gana definitivamente la escena‟. Esta sería la tesis mayor de su manifiesto” (Aleman, 2003, p. 14). Ya hemos visto cómo es la responsabilidad, precisamente, lo que adviene como realidad para el liberado del campo. De este modo se encuentra el asiento ético sobre el cual sostener lo que Alemán ha elaborado en torno a la antifilosofía: una ética fundada en el agujero (estructural) de la ex-istencia. Así, extendiendo el alcance de la responsabilidad, ante la pregunta de ¿Por qué no matar al otro?, es posible responder con un Porque puedo, es decir, no matarlo justamente porque se inserta dentro mi marco de posibilidad. Es una lógica inversa a la del perverso (la religión, que supone un Otro que siempre sabe qué es lo mejor para uno – hasta que se confunde incluso su lugar afirmando que es la propia religión lo que es mejor para uno – se inserta dentro de esa lógica perversa). Una muy diciente definición de la perversión, precisamente por su aparente simpleza, es la que ofrece el psicoanalista inglés Adam Phillips (1994), cuando afirma que perversión es: “knowing too exactly what
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one wants, the disavowal of contingency, omniscience as the cheating of time; the mother who, because she knows what’s best for us, has nothing to offer”27 (pág. 108). Para Phillips, la perversión tiene que ver con saber (o creer saber) demasiado bien lo que el otro necesita. De este modo, un verdadero ateísmo se ubicaría en la antípoda de esto: allí donde el perverso sabe suficientemente bien con lo que el otro goza, el ateo no antepondría ningún contenido ante el goce del otro, pues eso implicaría, en términos lévinasianos, asesinar la otredad del otro y hacerlo mismidad de mis propios objetos, elegidos a partir de un marco metafísico. Los conceptos que se han demarcado a lo largo de este recorrido, a saber, trauma de guerra por un lado y trauma de lenguaje por el otro, adquieren una íntima relación con respecto al Dasein, en tanto éste ubica al hombre en relación al futuro incierto de su no-existencia, incierto en tanto temporalidad, más no en cuanto certeza de acontecimiento: ¿asisten los hombres a su propia muerte? Es sin duda un ideal romántico el querer estar vivo cuando se muere. En un fragmento de su autobiografía citado por su esposa Clare (autobiografía que nunca vio la luz y que si lo hubiera hecho se habría llamado Poca cosa, menos que nada), el propio Winnicott le exclama a un T. S. Eliot imaginario “¡Oh Dios! Haz que esté vivo cuando muera” (1991, pág. 16). Precisamente es la entrada en el lenguaje (trauma de lenguaje) la que asegura ese tiempo cierto pero indeterminado de la propia muerte, de la finitud futura. Así, el despertar a la confusión de lenguas es lo que permite un auténtico ateísmo, por fuera de los avatares de la metafísica. No por ello deja de ser un semblante (aún Nietzsche en sus Escritos póstumos (2006) apelaba a la necesidad de postular un sujeto para el pensamiento, así ese sujeto tuviera un estatuto ficcional; necesariedad lógica, más sin embargo un sujeto no totalizado o totalizante), pero sí permite exponer la “Saber demasiado exactamente lo que uno quiere, la negación de la contingencia, la omnisciencia como el engaño del tiempo; la madre que, porque sabe qué es mejor para nosotros, no tiene nada que ofrecer” (traducción del autor). 27
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abertura, la herida, la hiancia hacia lo real del trauma, a la dimensión real del trauma. Decimos que no deja de ser un semblante, pero es sin duda uno muy distinto a aquel que arma el sujeto con el relato del trauma. Así, arribando nuevamente a la conceptualización ferencziana de la confusión de lenguas, podría parecer paradójico que se asimilen esos dos modos del trauma (de lenguaje y de guerra) siendo que al parecer uno lleva a la adquisición del lenguaje y el otro, por el contrario, se manifiesta como pérdida de la palabra, como imposibilidad de decir, de nombrar. Pero esta oposición es sólo aparente, pues el trauma del lenguaje es también pérdida de la palabra, pérdida de aquellos significantes que pudiesen nombrar algo por fuera de la delimitación de lo simbólico. La entrada del lenguaje implica siempre la pérdida de un mundo y hace del goce aquello que nunca se encuentra con su objeto. Para Alemán (2003), el “goce no expresa una fuerza ni una energía primera anterior al discurso, pues para que haya goce, el ser vivo debe ser atrapado por la lengua, aunque la misma no pueda luego significarlo” (p. 28). Así, la relación paradójica se da, más que entre el trauma de guerra y el trauma de lenguaje, entre el goce y el lenguaje, pues para que pueda hablarse de un sujeto que goza, es necesario que haya un sujeto tomado por la lengua, la cual no podrá nunca significar ese goce.
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XIII EL RETORNO A FERENCZI
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Es gibt kein Höheres Recht, als die der Wahrheit. Ferenczi, Los estados sexuales intermediarios, 1905 Luego de este recorrido propuesto, es posible comprender la importancia y pertinencia de Sandor Ferenczi para el psicoanálisis contemporáneo. Sus escritos contienen elementos originales y agudos hacia los que un retorno sistemático como el acá efectuado permite volver y rescatar para la actualidad. A lo largo de los capítulos precedentes ha sido posible rastrear, extraer y conceptualizar la noción ferencziana de “confusión de lenguas” para situar consecuencias novedosas de la dimensión traumática del lenguaje. Resultó viable, además, retomar la obra ferencziana resaltando lo presente en su escritura que aparecía como omitido en la lecturas posteriores que de ella se hicieron. Este ejercicio de relectura permite establecer diferencias significativas entre las teorías traumáticas de Freud y Ferenczi. El traumatismo aparece como el hecho contingente que produce la conmoción del psiquismo; el trauma, por su parte, es el efecto que produce en un sujeto dicho hecho contingente. En el primer momento de la teoría traumática, Freud veía en la rememoración la herramienta principal para debilitar las represiones que persistían allí, dándole consistencia al síntoma. Pero prontamente, abandonará la teoría traumática, produciendo un saber y una clínica que va más allá de una terapéutica de la memoria. En un tercer momento del recorrido de su obra, según pudimos precisar, aparece la lógica de ese resto pulsional al que puede nombrar como pulsión de muerte luego de sus
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escritos de 1920 y que inscriben otro modo de la satisfacción: la vertiente más mortífera de la pulsión. Ferenczi, en 1931 y 1932, por su parte, estaba produciendo algo distinto que Freud en su primera teoría traumática. Es posible observar cómo Ferenczi fue leído por varios psicoanalistas de su tiempo como retornando a la primera traumática freudiana, incluido el propio Freud. De la producción de Ferenczi pudimos extraer ese lugar traumático que tiene su topología en el gozne entre el sentido y la pulsión. Además, se dio cuenta de cómo en Ferenczi hay la producción de una novedad que lo hace distinto de Freud. Ferenczi instaura una diferencia a pesar de que pareciera volver a la primera traumática freudiana, según en su momento fue leído. De este modo, es posible diferenciar dos tipos de trauma en Ferenczi: un trauma en la realidad vs. un trauma estructural. La noción estructural del trauma es el efecto de la palabra sobre el cuerpo, el cual pasa a inscribirse como deseante y sexuado. Tanto la “infancia” en Ferenczi como el “otro” en Lévinas se ubican en un tiempo mítico anterior a la dimensión del deseo y anterior a toda historia. Es porque el adulto se le dirige a este “infante”, por el sólo hecho de hablarle, que se instala la confusión de lenguas. El trauma se entiende de este modo como un efecto de lo real. Se puede constatar, a partir del recorrido teórico, que nunca se da un encuentro verdadero con lo real, sino siempre encuentros fallidos. En concordancia con la actualidad del retorno a Ferenczi, la noción de infancia ha sido leída como un lugar estructural: designa esa infancia siempre perdida, libre de culpa y libre de deseo. En relación a ello, fue posible observar cómo en Ferenczi el otro aparece como límite del lenguaje: el otro como el desterrado del lenguaje, su forajido. Un elemento importante precisado en la investigación y que marca una diferencia substancial con Freud, es el modo como Ferenczi lee el elemento mortífero de todo sujeto como un efecto de la acción del otro.
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La relectura ha permitido precisar tres dimensiones de la confusión de lenguas: una dimensión imaginaria, que se establece entre el niño inocente y el adulto pasional que entra a subvertir ese estado; una dimensión simbólica, que tiene que ver con la confusión de lenguas como metáfora, según lo conceptualizado por Rachman (1989 y 1997); y una dimensión real, a saber, la dimensión traumática como tal. Ferenczi nomina esa relación de parentesco entre el trauma y el lenguaje como confusión de lenguas. En cuanto al agente traumatizante, se precisó que no aparece en el relato imaginario de la situación traumática, sino en lo real que esa relación imaginaria vela. El trauma siempre está por fuera de la narración que de él pueda construirse, así sea, a su vez, posibilidad de construcción del relato mismo. Este punto se trabajó, además, a partir del ensayo “El narrador” de Benjamin (1936) al referirse a la ausencia de narraciones que traían los excombatientes de guerra. Esta noción del trauma la hemos articulado con el mito de la torre de Babel, por cuanto repercute en la problemática de la “confusión de lenguas”. Gracias al recorrido por este mito, y su ligazón profunda con la temática de la traducción, pudimos precisar que hay allí una paradoja: Babel impone la necesidad de una traducción entre las lenguas y, a la vez, es por Babel, en tanto confusión, que dicha traducción es imposible. La torre de Babel, entienda siempre como la ruina de la torre, ubica la topología de lo no-dicho del lenguaje. También nosotros, como los hombres de Nimrod y demás habitantes de Babel, no podemos decirlo Todo. En relación a aquel no-dicho del lenguaje, y valiéndonos de los aportes de la filosofía de Lévinas, pudimos colegir que si el lenguaje sólo hablara de diferencia, nadie podría entender al otro: sería puro monólogo de espíritus heteróclitos. Ahora bien, el lenguaje habla de lo mismo, ¿pero implica eso que el otro desaparece? ¿O prevalece, en lo no dicho del lenguaje (en lo nodicho que habita como presencia en el lenguaje) esa disimetría de la comunicación? ¿No le apuesta siempre a eso el psicoanálisis: que el deseo, como lo irreductible del sujeto a las artimañas del
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sentido, está siempre allí, activo, pujante, entre los pliegues significantes? El mito de Babel fue de esta manera reinterpretado. Lo más significativo de la Torre no era su altura, sino el espacio que alojaba en el centro. La vasta empresa fue la creación de un gran receptáculo vacío. Su esencia no la daba lo construido, sino el vacío que lo construido circundaba. Uno de los aportes principales de este recorrido tiene que ver con la articulación de la noción de “despertar”, según la retoma J. –A. Miller (1986), con la problemática de la dimensión traumática del lenguaje. Fue posible ver en la obra de Ferenczi una insistencia suya por producir un despertar, retomando una vía que él comprendía como contraria a la hipnosis. Tal como sugieren las palabras del propio Ferenczi en el epígrafe de esta tesis, él forma en las filas de los que despiertan. El despertar se entiende como un movimiento en contravía de la hipnosis. Ferenczi, en sus escritos, resalta la vertiente deshipnotizadora del psicoanálisis. Su trabajo clínico, documentado profusamente en sus escritos tardíos, apunta al encuentro con algo que es desconocido, del orden de lo real y, por ello, antinatural. El deseo del analista es, precisamente, según fue conceptualizado y construido en relación a la obra ferencziana, el deseo de producir un despertar. Al igual que “despertar”, “dormir” a lo real es una fantasía, un ideal igualmente imposible. Ferenczi apunta a producir un despertar a un real: si con el significante se duerme, habrá que buscar un mecanismo para impulsar un despertar a ese real. El movimiento psicoanalítico, por su parte, puede leerse como una oscilación entre un dormir y un despertar. Por ello, fue pertinente la pregunta ofrecida desde el comienzo de este libro: finalmente, ¿se ubica Ferenczi dentro o fuera del movimiento psicoanalítico? Podemos decir que la historia trató de excluirlo, pero la lógica de su método, que no es otra que seguir la ruta del inconsciente, lo liga íntimamente con el movimiento. Su clínica y producciones teóricas resultan de su
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fidelidad al método analítico y a los fundamentos del psicoanálisis. En este sentido, se evidencia que efectivamente Ferenczi se anticipa a ciertas concepciones del psicoanálisis que sólo posteriormente encontrarán su lugar. En cuanto a la dimensión traumática del lenguaje, en particular, es Lacan quien rescata sus tientes más oscuros, insertando su poderoso concepto de lo Real, en su tríada con lo simbólico e imaginario, como nodal para la compresión de lo inminentemente traumático del habla. Es a partir de la relectura del escrito “Confusión de lenguas entre los adultos y el niño” (1932a), que es posible comprender que “confusión de lenguas” es el nombre que adquiere en la obra de Ferenczi la dimensión traumática que insiste en lo real del lenguaje. Siendo el psicoanálisis una práctica que discurre en el lenguaje, está permanentemente interpelada por esta dimensión traumática. Lo esbozado por Ferenczi siempre se despliega en una dimensión clínica. Sus percepciones e intuiciones son el resultado de lo que va apareciendo y analizando en su propio trabajo como psicoanalista. La confusión de lenguas es traumática porque implica una pérdida para todo ser parlante, pero es inmanente a la confusión de lenguas el que el sujeto hable. La “traumatofilia” es estructural en todo sujeto por el sólo hecho de hablar. El trauma es aquello que inyecta la mónada de autenticidad a toda experiencia. Por ello, de ninguna manera se agota la experiencia en el sentido. Siguiendo la línea del psicoanálisis como práctica del habla, y reconociendo como nodal para la práctica clínica misma dicha dimensión traumática, hemos trabajado y reconstruido desde los escritos de Benjamin la noción de interlengua (Zwischensprache), la cual se articuló como un producto del recorrido analítico. La interlengua, como lenguaje mayor, es un lenguaje de seres deseantes y parlantes; no excluye de su funcionamiento la dimensión del deseo. Se es deseante porque se habla, así pudiese parecer que se es deseante a pesar de la lengua. Esta lengua intermedia se diferencia del lenguaje creador, del
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lenguaje de la dominación y del lenguaje de la comunicación, según se definieron desde los escritos de Benjamin. Este último, implica siempre la simetría de los hablantes. La interlengua benjaminiana pretende incluir, en tanto movimiento incesante, lo no-dicho como algo distinto del afuera del lenguaje. Eso no-dicho del lenguaje está allí inscrito como lo intocado de la traducción. En el lenguaje hay siempre una presencia de lo distinto de sí mismo, de lo disimétrico por excelencia. Ese no-dicho es positividad del – y para el – lenguaje. El lenguaje intermedio reconoce dicha positividad. Del mismo modo que el paso de las lenguas produce un resto que es positividad y no defecto o error de las lenguas, el sujeto es igualmente aquello que aparece como substracción de un proceso de subjetivación, incesante como el paso de las lenguas, incesante en tanto que el sujeto habla. El recorrido de la investigación permitió concluir, a partir de Agamben (2000), que el sujeto aparece como resto de los procesos de subjetivación y desubjetivación. Retomando su trabajo sobre los musulmanes de los campos de concentración nazi durante la Segunda Guerra Mundial, fue posible profundizar en la relación de lo humano y el lenguaje, articulándola con los efectos que produce el trauma sobre dichas instancias. Los paralelos entre los traumatizados de los Lager y los pacientes ferenczianos permitieron indagar a fondo los efectos de la confusión de lenguas en tanto lo real del lenguaje. El paso de lo traumático de la lengua a lo traumático de la guerra, fue un movimiento que permitió la clínica de la neurosis de guerra. Observamos cómo, en la producción psicoanalítica contemporánea, el tema del trauma de guerra no tiene un papel preponderante, a pesar de ser la guerra y sus efectos material clínico del día a día28. Vimos que si bien la A pesar de ello, no hay que desconocer algunos importantes desarrollos del psicoanálisis en la actualidad en torno a esta temática, producción tanto europea como norte y latinoamericana. El trabajo de los franceses Françoise Davoine y Jean-Max Gaudillière (2006), Histoire et trauma: La folie des guerres, es 28
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primera generación de analistas no logró formulaciones que significativamente favorecieran el tratamiento de los neuróticos de guerra, sí logro desmenuzar a profundidad la naturaleza de la angustia y sus variantes más representativas. Esos desarrollos en torno a la angustia conservan su vigencia por cuanto hablan de los afectos subyacentes a toda neurosis y ligan la aparición de las mismas a mecanismos narcisistas. Es llamativo preguntarse por qué ciertas temáticas del psicoanálisis parecen borrarse de la escena con el pasar de los años. Lo cierto es que el retorno a esos primeros escritos de los gestores del movimiento, en la medida en que se hizo a partir de una lectura atenta a la subjetividad de la época actual, permitió enriquecer los fundamentos epistemológicos y técnicos de la clínica psicoanalítica contemporánea, en relación con la clínica del trauma desarrollada por Sandor Ferenczi. ¿Qué decir entonces en relación a la “experiencia” de la dimensión traumática del lenguaje por cuanto hay sujetos que hablan? Encontramos que inevitablemente hay una dimensión de la experiencia que implica que haya un sujeto que la soporte. Hacer “experiencia” implica que algo de lo experienciado no sea reducido a materia objetiva. A la vez, la experiencia ocurre siempre en el ámbito de la lengua. Pero la lengua no es sólo lo dicho. Lo no-dicho no se opone a lo dicho, sino que ambos interactúan de tal manera que permiten que lo ausente del lenguaje haga su aparición en la construcción de la lengua. En el recorrido efectuado a lo largo de esta investigación, la experiencia fue trabajada desde dos lugares convergentes: por un lado, desde los planteamientos de Benjamin, quien sugiere que hay una dimensión del experienciar que no se agota en el sentido y que es esquiva al registro significante, y, por el otro, en los presupuestos de lo que sólo un ejemplo de que la indagación por esta problemática sigue vigente, llevando a la producción de trabajos sólidos y pertinentes. Es de esperarse – además de necesario – que ésta siga siendo un área de exploración, estudio y producción renovada desde el psicoanálisis.
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nombramos como antifilosofía, según lo rescata Jorge Alemán de Lacan. La antifilosofía sin duda fue una ruta fundamental para el trabajo efectuado, pero que no concluye de manera alguna en lo que de ella retoma esta investigación, sino que seguramente será un campo de suma fertilidad para investigaciones futuras, aportando un parentesco novedoso entre el psicoanálisis y la filosofía y situando el psicoanálisis en su mayor novedad con respecto a la clínica y al pensamiento del cual parte. Lacan descubre la antifilosofía en la convergencia Freud-LacanHeidegger. En relación a esta convergencia, vemos que cuando Heidegger eleva su crítica frente a la técnica, denuncia el modo como ésta no admite lo imposible. De admitir lo imposible, la técnica lo hace postergando su realización: refiere el lugar de lo imposible como contingente y promete un futuro donde lo imposible será finalmente territorio de lo posible. Así todo lo que se presenta como imposible existe de un modo en el que el futuro reivindicará su posibilidad. En la medida en que la ciencia es técnica, pretende adueñarse de lo ausente de la experiencia. En ese sentido, la ciencia como técnica es pura metafísica: supone un universo de cabos cerrados y puntos de encuentro donde lo posible y pensable convergen en un círculo perfecto. Todo teísmo y toda identidad son una clausura de la experiencia y del mundo; el ateísmo, por el contrario, apunta a una apertura ética hacia lo imposible. Del mismo modo que Alemán (2006), situándose desde la antifilosofía, sugiere que sólo hay democracia en la medida en que “hay siempre un lugar imposible de colmar” (pág. 172), podemos decir que la ciencia sólo existe como posibilidad en la medida en que lo imposible no es el afuera de sus coordenadas. La ciencia se asemeja a los sistemas totalitarios en tanto que cierra toda posibilidad para que lo vacío y lo imposible acontezcan. El sujeto, por su parte, no se nombra nunca de manera completa en el registro de los significantes. Siempre hay un quiebre en esa dimensión, siendo así que el sujeto no se reduce a la representación. El ideal de la técnica es que el mundo se reduzca a los significantes, expulsando lo imposible del registro
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de sus intereses. Por ello, la ruta trazada en esta investigación, guiada por el concepto de “confusión de lenguas”, construido a partir de la obra de Ferenczi, apunta en una dirección muy distinta a la de la técnica. Lejos de querer soldar la temática del sujeto en tanto parlante en un paraíso sin quiebres, ha querido que la apertura y lo imposible puedan encontrar su presencia en el registro del lenguaje y de la clínica, así ello se dé siempre de manera fallida. Como bien lo señala Milner (1978) en su libro titulado El amor por la lengua, el ideal de la lingüística es la reducción de la lengua a su forma, haciendo de ella artificio de la Mismidad. La lingüística, circundando ninguna otra cosa que lalangue, se esfuerza por no ocuparse en lo más mínimo de ella; le interesa el lenguaje en tanto Todo y hace posible su objeto a partir de la evasión del no-todo. Por el contrario, lo que revela el psicoanálisis, a partir de las formaciones del inconsciente, es que la lengua es en últimas lo no idéntico a sí misma. El camino recorrido a partir de Ferenczi nos ha acercado a esa disparidad del lenguaje con respecto a sí mismo. Esta disparidad es la que permite que la lengua sea un terreno fértil para que sobre él se encause el deseo y surja el equívoco. ¿Cómo tratar una lengua como si nadie la hablara? Es excluir por completo la dimensión deseante del habla. Complejizando el terreno que funda la apertura ferencziana a la dimensión traumática del lenguaje, encontramos que en el lenguaje habita lo imposible; no todo se puede decir. Ese no-todo de la lengua es su lugar de parentesco con lo real. Pero lo no-dicho del lenguaje no es pura negatividad, ausencia de significantes para nombrar el Todo, sino positividad, porque es potencia del mismo: porque se inscribe lo no-dicho como positividad en la lengua es que existe la lengua. La dificultad siempre está en intentar producir una escritura que permita conservar la presencia de lo no-dicho del lenguaje. La escritura, si es escritura de Todo, debe volcar sus espaldas por completo a la obstinación de lo no-dicho. La experiencia analítica permite colegir que hay algo de la dimensión
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del lenguaje de la que los seres parlantes no serán nunca sus amos, pero sí responsables29. En relación a este punto, elevamos, desde Lévinas, la siguiente pregunta: ¿cómo un lenguaje que no sea negación del otro? En un nivel dijimos que ello era imposible: el lenguaje – y hablar – es siempre hablar de lo Mismo. Pero, en otro nivel, el que haya lenguaje implica que en él habita como potencia lo nodicho y esto, como tal, transcurre siempre en el lugar de lo indiscernible, de lo no simétrico, es decir, de lo imposible de la comunicación. Desde Benjamin, por su parte, sugerimos, que el traductor es una suerte de eromenos. La diferencia griega entre el erastés y el eromenos salva de una visión más popular según la cual los amantes estarían en igualdad de condiciones: yo te amo a ti y tú a mí; yo amo en ti y tú en mí. Si algo vela la mascarada del enamoramiento es la disparidad entre los cuerpos deseantes. El lenguaje entre los cuerpos que hablan, a saber, la comunicación, se esfuerza, al igual que el amor, por velar la indiscernible disimetría de los entes parlantes (parlentes). La comunicación y el amor velan la diferencia como imposibilidad. La insistencia del deseo será siempre el vestigio inesquivable de la diferencia inmanente. El deseo es el propio rayo de Zeus que hace del Uno del Andrógino no un Dos, sino un Uno y un Uno cuya sumatoria, como sería una reversibilidad imaginaria, no rearmaría – por imposibilidad interna – el Todo anterior. ¿Perturba el lenguaje lo real? Seguramente no podamos dar cuenta de ello sin implicar en el mismo movimiento una puesta de fe. Hemos visto que es posible circundarlo, rodearlo, rozarlo, acariciarlo, olerlo, pero nada nos deja saber que afecte ello lo real. Seguramente nuevas investigaciones puedan retomar aristas no profundizadas que pueden haber sido sugeridas por el trabajo aquí efectuado. Pero vemos que el analista, como el poeta, se esfuerza por grabar un surco que sea escritura de ese 29
Punto de distancia con Milner (1978, pág. 120).
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imposible de escribir: hacer escritura de aquello que insiste en la clínica como lo real del lenguaje. Tal vez sea éste el punto en el que Lacan, produciendo desde el psicoanálisis, logra superar el terreno del que parte. En el retorno a Ferenczi, posible por el retorno de Lacan a Freud, encontramos la confusión de lenguas como la huella de esa insistencia.
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XIV CONSIDERACIONES FINALES
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Adiós, querido Karinthy, le dejo; pero si he de ser franco, no creo que este adiós sea definitivo; algo en mi interior le dice más bien: hasta luego. Sandor Ferenczi (1924) Ciencia que duerme, ciencia que despierta Los aportes de la presente investigación tocan tres cuestiones fundamentales. La primera tiene que ver con el aporte de la relectura de Ferenczi sobre la confusión de lenguas. Este recorrido permitió ver cómo el gran legado de Ferenczi para todo clínico, no sólo en sus últimos escritos, sino en su producción escrita y el trabajo clínico realizado a lo largo de su vida, es que el problema del trauma para el psicoanálisis no es un problema de técnica, sino que estructuralmente hay algo que está desterrado del propio lenguaje. Por ello, toda pretensión de ofrecer técnicas terapéuticas como más adecuadas en tanto permiten una inscripción total de todo vestigio de lo traumático, es retornar una vez más, de manera compulsiva, al sueño del sentido, a ese no despertar a la confusión de lenguas. Lo irreductible del trauma no es una falencia de la palabra, una pobreza de significantes, sino aquello estructural que produce al propio lenguaje. Esta operación sobre la obra de Ferenczi, instala una articulación con la obra de Lacan, en particular, a partir de la formulación que ha introducido esta investigación de “trauma de lenguaje”. Es en este punto que es posible encontrar en Ferenczi una anticipación a problemáticas que encontrarán su lugar con más claridad en la enseñanza de Lacan.
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La segunda cuestión tiene que ver con el abocar a la cuestión tan central en psicoanálisis, nódulo del sujeto y por tanto de la clínica psicoanalítica, que es nada menos que la cuestión de lo real. Como todo tópico, más aún tratándose de lo real, por situarse éste por fuera de lo simbólico, debe tomarse una de sus vías de acceso posibles (posibles para un imposible). En este caso, el uso de la teorización ferencziana sobre el trauma y la confusión de lenguas fue la vía regia para producir un acercamiento y bordear la cuestión de lo real. Justamente, circunscribir algo de este orden se constituye como un legado de este escrito. El psicoanálisis no trata en la cura con otra cosa que el ser y la verdad del sujeto, es decir, con lo real como el sustrato singular del ser hablante y esto constituye, por lo tanto, el horizonte de su praxis. Más allá de las distintas instancias, herramientas y procesos en la cura, es a la relación con lo real del sujeto con lo que se está convocado a trabajar. La cuestión de lo real – de lo real y su relación al trauma y al lenguaje – es lo que se elucida y se transmite a lo largo de esta investigación. Es posible inteligir cómo las conclusiones derivadas tienen un efecto de suma importancia para la práctica clínica. En la época actual, con el auge de tratamientos que prometen mejores resultados y mayor eficacia, la terapéutica parte de la premisa de la omnipotencia del sentido frente a la inscripción del trauma. Sólo el psicoanálisis – y esto es lo nodal de la teoría traumática ferencziana – está alerta y permite un lugar para aquello del trauma que es esquivo al cerco semántico de la palabra. El clínico que no pierde de vista esa irreductibilidad de lo traumático al sentido, permite, por un lado, no perderse en el espejismo que supone la mascarada simbólica, haciendo caso omiso a todo asomo de lo real y, por el otro, permite que eso irreductible tenga un lugar en el trabajo clínico, que adquiera allí una presencia. En relación a esta dimensión clínica, es posible percatarse de la diferencia radical de llevar a cabo una clínica del sentido a una clínica de lo real. Como plantea Jorge Alemán
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(2000), o bien el psicoanálisis no es más que un comentario permanente o toca algo de lo real (tocarlo de una manera distinta a tender un velo de sentido sobre él). Ferenczi, por su parte, llega a pensar que lo real es un problema de sentido y un problema de técnica: cambiando la técnica podría introducirse un nuevo lugar en el sentido para lo traumático. Pero el propio Ferenczi se percata también de que, a pesar de sus innovaciones técnicas, sigue habiendo algo esquivo del trauma que no termina de articularse simbólicamente. Por último, cabe nombrar la coyuntura consumada entre la filosofía contemporánea y el pensamiento de Ferenczi, la cual permite la relectura del último a partir de los debates filosóficos actuales, sobre todo aquellos en relación al lenguaje. A través del recorrido efectuado, se allanó, además, el camino para la producción de nuevas investigaciones que por su extensión y por exceder los objetivos, no fueron resueltas en el presente trabajo, mas sí enunciadas en él. La relectura de la obra de Ferenczi realizada en esta investigación se centró en sus trabajos tardíos y giró principalmente en su noción de “confusión de lenguas”, acá elevada a concepto. Sin embargo, hay otra gran serie de nociones y conceptos en la obra del psicoanalista húngaro que, trabajados con un rigor similar, podrían a su vez servir para iluminar otras problemáticas del psicoanálisis contemporáneo. Tal es el caso de sus innovaciones técnicas, que si bien fueron abordadas acá, no pudieron ser desplegadas en toda su extensión; su trabajo sobre el fin de análisis; su introducción y elaboración del concepto de introyección; y el trato que da el psicoanalista a la pulsión de muerte a lo largo de sus escritos tardíos.
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Anexo I LA TRADUCCIÓN DE LA OBRA DE SANDOR FERENCZI
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Un problema que sin duda atraviesa toda investigación sobre Ferenczi es la dificultad del acceso a su obra, en particular dados los problemas de traducción de la misma. Según Stanton (1990), “La última „edición‟ inglesa de su trabajo [el de Ferenczi] fue realizada en la década de los 50 a partir de traducciones efectuadas en su mayor parte alrededor de 1920. Desafortunadamente muchas de ellas parecen en la actualidad mal fechadas e inexactas. La edición es además incompleta, debido a que muchos de los primeros artículos en húngaro, algunas conferencias alemanas y la mayoría de las revisiones permanecen aún sin traducción. Por último, el trabajo no está cronológicamente ordenado, no cuenta con referencias cruzadas, ni está lo suficientemente editado como para explicar los olvidados detalles de algunos antiguos debates” (pág. 57). Es así que su obra no ha estado libre de los avatares de la traducción y del trastrocamiento de sentidos que sufre el paso de las lenguas. En cuanto a la traducción del Diario clínico (1932d) de Ferenczi, es notable observar que la primera edición del mismo aparece primero en francés y sólo hasta 1985, traducido por Judith Dupont. Ese mismo año aparece en español, traducido por Beatriz Castillo en la edición de Editorial Conjetural, y luego en 1997, con traducción de José Luis Etcheverri, en una edición de Amorrortu titulada Sin simpatía no hay curación (1932e), titulo tomado de una nota del texto del Diario. Será sólo hasta 1988
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que por primera vez, aparecerá una edición del Diario clínico en alemán, idioma en que originalmente fue escrito30. Ese año saldrá también por vez primera una edición en inglés, cuya traducción había realizado Michael Balint, pero que en esta edición publicada por el Harvard Press aparecerán restituidos los fragmentos que el propio Balint había excluido del original (las otras ediciones, gracias a la labor de Dupont, incluyen también ese material). Por último, está la edición en castellano de sus obras completas, con traducción de Francisco Javier Aguirre, editada por la editorial Espasa-Calpe. Los primeros tres tomos de esta edición aparecen en 1981 y el cuarto en 1984. En este último, sin embargo, no está incluido el Diario clínico. Es muy probable que el desconocimiento mismo en el que cayó su obra haya sido un factor determinante para esta dificultad en el manejo y acceso a la obra de Ferenczi. A su vez, esa dificultad para acceder a su obra pareciera ser producto de ese mismo rechazo. A continuación presentamos una traducción del artículo de Ferenczi Sprachverwirrung zwischen den Erwachsenen und dem Kind (1932) que pretende sortear algunas de las dificultades presentes en las traducciones anteriores del artículo.
El Diario clínico fue escrito en alemán, si bien incluye entradas en inglés, al igual que palabras y frases en húngaro y latín. 30
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Anexo II TRADUCCIÓN “CONFUSIÓN DE LENGUAS ENTRE EL ADULTO Y EL NIÑO”
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Confusión de lenguas entre el adulto y el niño (El lenguaje de la ternura y de la pasión) (1932)31 Sandor Ferenczi Fue un error pretender abordar el amplio tema de la exogeneidad en la formación del carácter y de la personalidad en una presentación para un Congreso. Presentaré entonces sólo un pequeño aparte de todo lo que podría decir sobre este tema. Tiene sentido si en primer lugar les comento a ustedes cómo llegué a la posición problemática (Problemstellung) que denoto en el título. En la conferencia que presenté en los 75 años del profesor Freud frente a la Asociación Psicoanalítica de Viena, informé sobre una regresión en la técnica, en parte también en la teoría de las neurosis, a la cual me llevaron ciertos fracasos o logros incompletos. Me refiero a una fuerte y reciente acentuación del momento traumático en la patogénesis de la neurosis, que en los últimos tiempos ha sido, sin merecerlo, descuidada. La ausencia de una suficiente exploración profunda del momento exógeno, Traducido del alemán por Miguel Gutiérrez Peláez y Marcela Rojas Rodríguez. El título original de la presente conferencia era: “Las pasiones de los adultos y su influencia en el carácter y el desarrollo sexual de los niños”. 31
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acarrea el riesgo de asumir de forma precipitada una explicación basada en la disposición y constitución. Las, y quiero decirlo, imponentes apariciones, las repeticiones casi alucinatorias de experiencias traumáticas, que comenzaron a ser más frecuentes en mi práctica, me dieron la esperanza que con ese tipo de abreacciones, grandes cantidades de afectos reprimidos se impusieran en la vida afectiva consciente y así ponerle fin a la formación de síntomas. Esta esperanza estuvo especialmente relacionada con el debilitamiento de la superestructura de los afectos (Überbau de Affekte) gracias al tratamiento psicoanalítico. Lamentablemente, esta esperanza sólo se realizó de forma parcial y algunos casos me generaron gran vergüenza. La repetición, la cual era fomentada por el análisis en los pacientes, resultó demasiado exitosa. En efecto, se registró una notoria mejoría en algunos síntomas, pero en su reemplazo los pacientes comenzaron a padecer estados de angustia (Angstzustanden) nocturnos, en su mayoría hasta fuertes pesadillas y la hora de análisis degeneraba constantemente en un ataque de angustia histérico (angsthysterischen) y aunque frecuentemente sometíamos la sintomatología amenazante, lo cual aparentemente convencía y tranquilizaba al paciente: el añorado éxito duradero no se alcanzaba y la mañana siguiente se presentaban las mismas quejas sobre la terrible noche y la hora de análisis se convertía, una vez más, en la repetición del trauma. En este estado de vergüenza me conformé durante un buen tiempo como es costumbre con la idea que el paciente tenía grandes resistencias (Widerstände) o sufría de represiones (Verdrängungen) cuya descarga y acceso a la conciencia sólo se puede dar en etapas. Como con el paso del tiempo no se presentaban cambios sustanciales, tuve que recurrir nuevamente a la autocrítica. Comencé a escuchar cuando los pacientes en sus ataques me llamaban frío, crudo y cruel, cuando me reprochaban egoísmo, insensibilidad y arrogancia, cuando me gritaban: „¡Ayúdeme, pues, rápido! ¡No me deje sucumbir indefenso!‟, y comencé a evaluar mi conciencia, si a pesar de mi buena voluntad no había algo de cierto en estas quejas.
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A propósito, estos arrebatos de molestia y enojo sólo se presentaban en casos excepcionales, con mucha frecuencia terminaba la hora con una sobresaliente, casi indefensa sumisión y con la voluntad de aceptar nuestras interpretaciones. La volatilidad de esta impresión me permitió vislumbrar, que también estos dóciles pacientes experimentan secretamente impulsos de odio y enojo, y comencé a estimularlos, sin que se abstuvieran de consideración alguna. Esta estimulación también tuvo poco éxito, la mayoría de ellos se rehusaba enérgicamente, aunque ésta estaba suficientemente sustentada en el trabajo analítico. Gradualmente me convencí que los pacientes tienen una extremadamente refinada sensibilidad para los deseos, tendencias, humores, simpatías y antipatías del analista, siendo esta sensibilidad inconsciente para el propio analista. En vez de contradecir al analista, de acusarlo de determinadas faltas y errores, se identifican con él, sólo en determinados momentos excepcionales de excitación histérica, es decir, en un estado casi inconsciente, reúnen protestas. Lo usual es que no hagan críticas hacia nosotros, ya que éstas ni siquiera se les ocurren, a menos que les demos un permiso especial para ello, que los motivemos directamente a hacer ese tipo de críticas. Tenemos entonces que adivinar de las asociaciones de los enfermos no sólo cosas desagradables del pasado, sino, más que hasta ahora, críticas reprimidas o sofocadas (unterdrückte) hacia nosotros. Pero ahí nos estrellaremos con no pocas resistencias, en esta ocasión de nosotros y no de los pacientes. Sobre todo tenemos que estar demasiado bien y “hasta el fondo” analizados, conocer todos nuestros rasgos de carácter desagradables, tanto los externos como los internos, para que así estemos bastante preparados para todo el odio escondido y el desprecio que las asociaciones de los pacientes contienen. Esto nos lleva al problema paralelo del estar analizado del analista, que gana más y más importancia. No olvidemos que en su mayoría un análisis profundo de una neurosis requiere de muchos años, mientras que los análisis usuales en la formación
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de los analistas con frecuencia sólo duran meses o un año, hasta año y medio. Esto puede llevar a la intolerable situación que nuestros pacientes estén mejor analizados que nosotros mismos. Es decir, muestran vestigios de esta superioridad pero son incapaces de expresarla y quedan con frecuencia a merced de una extrema sumisión, al parecer en consecuencia de la incapacidad o de la angustia (Angst) a que sus críticas generen disgusto en nosotros. Una gran parte de la crítica reprimida de nuestros pacientes se relaciona con lo que se podría denominar la hipocresía de la ocupación. Nosotros saludamos a nuestro paciente cuando ingresa a nuestro consultorio, amables, lo motivamos para que inicie con sus asociaciones y con eso le prometemos que lo escucharemos atentamente, que todo nuestro interés está dedicado a su bienestar y al trabajo de esclarecimiento (Aufklärungsarbeit). En realidad nos pueden parecer ciertos rasgos externos o internos del paciente difíciles de tolerar. O tal vez sentimos que la hora de análisis interrumpe de forma desagradable un asunto interno para nosotros más importante a nivel laboral o personal. También en ese caso no veo otra salida que adivinar la razón de nuestra molestia en nosotros mismos y ponerlo en palabras frente al paciente, confesarlo tal vez no sólo como una posibilidad sino también como un hecho real. Curioso es, pues, que tal renuncia a la hasta ahora considerada inevitable “hipocresía de la ocupación”, en vez de herir al paciente, le genera un notorio alivio. El ataque traumático-histérico, cuando se presentaba, era mucho más leve, eventos trágicos del pasado podían ser de repente reproducidos en pensamientos, sin que su reproducción una vez más llevara a la pérdida del equilibrio del psiquismo; todo el nivel de la personalidad del paciente parecía aumentar. ¿Qué consecuencias tuvo esta situación? Se generó en la relación entre el médico y el paciente algo no-dicho, algo no sincero, y la discusión al respecto, por así decirlo, soltaba la lengua (Zunge) del enfermo; el reconocimiento del error del
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analista le daba la confianza del paciente. Esto daba la impresión que fuera una ventaja, de vez en cuando, hacer errores para luego reconocerlos frente al paciente. Pero este consejo es ciertamente superficial, ya cometemos suficientes errores, y una paciente muy inteligente se enojó por eso con razón, diciéndome: “mejor hubiera sido si hubiera evitado los errores en absoluto. Su vanidad, señor Doctor, quiere sacar provecho hasta de sus fallas”. El encontrar y resolver este problema puramente técnico, me permitió el acceso a un material hasta ahora escondido o poco atendido. La situación analítica: la frialdad reservada, la hipocresía de la ocupación y la antipatía hacia el paciente escondida detrás de ella, la cual el paciente sentía en todos sus miembros, no era radicalmente diferente de aquella situación, que en su momento –me refiero en la infancia – actuaba generando enfermedad. Mientras que en este nivel de la situación analítica también acercábamos al paciente a la reproducción del trauma, creamos una situación intolerable; no es de extrañar que no tenga otras y mejores consecuencias que el trauma originario (Urtrauma) en sí mismo. La liberación de la crítica, la capacidad de reconocer y omitir nuestros propios errores, nos trae la confianza del paciente. Esta confianza es ese algo que se constituye en el contraste entre el presente y el insoportable, traumatogénico pasado. El contraste entonces es imperativo para que el pasado no vuelva a resucitar como una reproducción alucinatoria, sino como un recuerdo objetivo. La crítica escondida de mis pacientes, por ejemplo, descubría con perspicacia los rasgos agresivos de mi “terapia activa”, la hipocresía al promover la relajación del paciente y me enseñó a reconocer y dominar en ambos sentidos las exageraciones. No menos les estoy agradecido a aquellos pacientes que me enseñaron que nos aferramos demasiado a determinadas construcciones teóricas e ignoramos con frecuencia hechos que debilitarían la seguridad en nosotros mismos y nuestra autoridad. En todo caso, aprendí cuál era la causa de la incapacidad para influir sobre los brotes histéricos y lo que posibilitaba al final el
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éxito. Me sucedió como a aquella dama ingeniosa cuya amiga enferma de los nervios no se despertaba con sacudidas y gritos de su estado narcoléptico. De repente le llegó la idea de hablarle de un modo infantil y travieso: “gírate, alborótate, bebé”, después de lo cual la enferma comenzó a hacer todo lo que se le solicitaba. Hablamos mucho en el análisis sobre la regresión a lo infantil, pero al parecer no nos damos cuenta lo acertados que estamos al hacerlo; hablamos sobre la fragmentación32 (Spaltung) de la personalidad, pero al parecer no apreciamos suficientemente lo profundo de esa fragmentación. Si también conservamos nuestra postura pedagógica y fría frente a un paciente opistotónico, entonces desgarraremos la última hebra de la conexión con él. El paciente impotente es en su trance realmente un niño que no reacciona ante aclaraciones inteligentes, si acaso reacciona ante una amabilidad maternal; sin ésta siente una gran necesidad (Not), se siente solo y abandonado, es decir que se encuentra justo en el mismo estado insoportable que en algún momento lo condujo a la fragmentación psíquica y a enfermarse; no es sorprendente que no pueda hacer nada diferente que cuando se enfermó, que es repetir la producción de síntomas a través de la conmoción (Erschütterung). No puedo ocultar que los pacientes no reaccionan ante frases teatrales de lástima, sólo lo hacen ante sincera simpatía. Si reconocen esto en el timbre de nuestra voz, en nuestra elección de las palabras o de otra forma, no lo sé. En todo caso, revelan un extraño, casi clarividente saber sobre los pensamientos y las emociones que acontecen en el analista. Un engaño al enfermo parece apenas posible y, si se intenta, solo tiene consecuencias malvadas.
[N. de los T.] Sobre la traducción de Spaltung en Ferenczi como “fragmentación” ver: Gutiérrez, M. (2010), Diferencias entre los conceptos de splitting en Ferenczi y Spaltung en Freud, Revista Universitas Psychologica, Vol. 9, No. 2, págs. 469-483. 32
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Permítanme ahora informarles sobre algunas disertaciones a las que llegué con la ayuda de las relaciones íntimas con los pacientes. Sobre todo se reconfirmó el supuesto que ya antes había compartido que el trauma, especialmente el trauma sexual, como agente de enfermedad, no puede ser lo suficientemente valorado. También niños de familias respetadas e inspiradas por un espíritu puritano caen, con más frecuencia de lo que uno se atrevería a suponer, como víctimas de violaciones reales. O son los padres mismos, que por su insatisfacción (Unbefriedigtheit) buscan de forma patológica un reemplazo, pero también personas de confianza, los familiares (tíos, tías, abuelos, abuelas), profesores que van a casa, personal de servicio, que abusan de la ignorancia y la inocencia de los niños. La objeción posible, de que se trata de fantasías sexuales del niño mismo, es decir de mentiras histéricas, desafortunadamente se invalida ante el sinnúmero de confesiones de este tipo, de maldades hechas a niños por parte de pacientes que se encuentran en análisis. Por lo tanto, no me sorprendí cuando, hace poco, un pedagogo inspirado con un espíritu filantrópico me buscó y, desesperado, me contó que él hizo el descubrimiento, por quinta vez, en familias de los círculos más altos, que las gobernantas llevan una vida conyugal con niños de nueve a once años, ajustada a las normas. Una forma típica como se generan seducciones incestuosas es la siguiente: Un adulto y un niño se aman; el niño tiene la fantasía juguetona de jugar con el adulto el papel de madre. Este juego también puede adquirir formas eróticas, pero permanece todavía en el nivel de la ternura. Esto no sucede con adultos que presentan patología, en especial si por otras tragedias o por el placer generado por narcóticos están perturbados en su equilibrio y en su autocontrol. Ellos confunden los jugueteos de los niños con el deseo de una persona sexualmente madura o se dejan, sin tener miramientos por las consecuencias, tentar a realizar actos sexuales. Violaciones reales a niñas, que apenas superan la infancia, actos sexuales similares de mujeres con
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niños, pero también actos sexuales forzados de carácter homosexual, están a la orden del día. Difícil de adivinar es el comportamiento y los sentimientos de los niños después de tal agresión. Su primer impulso sería: rechazo, odio, asco, fuerte defensa. “No, no, eso no lo quiero, eso es muy fuerte para mí, eso me duele. Déjame”, esto o algo similar sería la reacción inmediata, si no fuera paralizada por una tremenda angustia. Los niños se sienten corporal y moralmente indefensos, su personalidad está aún muy poco consolidada como para protestar siquiera en pensamientos. La abrumadora fortaleza y autoridad de los adultos los deja mudos, los priva con frecuencia de sus sentidos. No obstante, esta misma angustia, cuando alcanza su punto más alto, los obliga automáticamente a someterse a la voluntad del agresor, a adivinar cada uno de sus deseos y seguirlos, olvidándose totalmente de sí mismos, identificándose completamente con el agresor. A través de la identificación, digamos de la introyección del agresor, éste desparece como realidad externa y se vuelve intrapsíquico, en vez de extrapsíquico; pero a lo intrapsíquico se le atribuye un estado onírico, como lo es el trance traumático, el proceso primario, es decir que puede, conforme el principio del placer, ser modelado, ser transformado en positiva o negativamente alucinatorio. En todo caso la agresión deja de existir como una rígida realidad externa y en el trance traumático el niño logra mantener la situación de ternura previa. Sin embargo, la significativa transformación que la identificación angustiosa (ängstliche) con la pareja adulta genera en la vida psíquica del niño, es la introyección del sentimiento de culpa del adulto, que permite entrever en el juego, hasta ahora inofensivo, una acción punible. Se recupera el niño después de esta agresión y se siente enormemente confundido, en realidad ya fragmentado (gespalten), inocente y culpable simultáneamente. También con la confianza hacia la manifestación de sus propios sentidos rota. A esto se suma el comportamiento brusco del ahora aún más plagado de remordimiento y enojado adulto, que sume al niño en el
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reconocimiento de su culpa y lo hace sentir avergonzado. Casi siempre se comporta el agresor como si no hubiera ocurrido nada. También se tranquiliza con la idea: “aj, es sólo un niño, todavía no sabe nada, va a olvidar todo”. A menudo, el seductor después del evento, se vuelve sobremoral (übermoralisch) o religioso y aspira alcanzar la salvación psíquica del niño a través de esta severidad. Común es que también la relación hacia una segunda persona de confianza, por ejemplo la madre, no sea lo suficientemente íntima como para encontrar en ella ayuda; intentos débiles de ese tipo son rechazados por ella al considerarlos disparates. El niño abusado se convierte en un ser mecánicamente obediente o se vuelve rebelde, pero no puede dar cuenta, ni siquiera a sí mismo, de la causa de esa rebelión. Su vida sexual no se desarrolla o asume formas perversas; quiero callar aquí sobre las neurosis y psicosis que pueden resultar. Lo científicamente significativo de esta observación es el supuesto, que la personalidad aun débilmente desarrollada, no responde con defensas (Abwehr), sino con una identificación angustiosa (ängstlicher) y la introyección de lo que amenaza o ataca, ante el repentino displacer (Unlust). Hasta ahora entiendo por qué los pacientes rechazaban tan persistentemente el seguirme cuando yo les sugería reaccionar con displacer, acaso con odio y defensas, así como yo esperaba que reaccionaran por la injusticia sufrida. Una parte de su personalidad, el núcleo de la misma, se quedó en algún momento en un nivel, en el cual aún no se tiene la capacidad para una reacción alopática y se reacciona autoplásticamente, por así decir, con una especie de mimetismo (Mimikry). Llegamos así a una forma de personalidad que sólo está conformada por el ello y el superyó, que entonces aun no tiene la capacidad para sostenerse en el displacer, así como el estar solo para un niño completamente desarrollado es insoportable sin la protección materna o de otros y sin una cantidad (Quantum) sustancial de ternura. Tenemos que recurrir a líneas de pensamiento que Freud desarrolló hace largo tiempo.
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Ya había llamado la atención en aquella época que a la capacidad para el amor de objeto le precede un estadio de identificación. Quiero llamar a este estadio como el del amor pasivo al objeto o de la ternura. Rastros del amor de objeto ya se muestran acá, pero sólo como fantasías, en una forma juguetona. Así también juegan los niños, casi sin excepción, con la idea de asumir el lugar del padre del mismo sexo, para convertirse en el esposo del padre del sexo opuesto. Pero recuerden bien, sólo en la fantasía; en la realidad no quieren, no pueden prescindir de la ternura, en especial de la de la madre. Si a los niños en la fase de la ternura se les impone más amor o amor de otras formas a las que desean, entonces esto también puede acarrear consecuencias patógenas, como la hasta ahora casi siempre referida privación de amor. Nos llevaría muy lejos si nos remitiéramos aquí a todas las neurosis y todas las consecuencias caracterológicas que la prematura presencia de formas de amor apasionadas y llenas de culpa generan en un aún inmaduro e inocente ser. La consecuencia sólo puede ser aquella confusión de lenguas a la que aludo en el título de esta conferencia. Los padres y los adultos tendrían, así como los analistas en el análisis, que aprender a soportar que detrás de la sumisión, o incluso de la adoración, así como detrás del amor de transferencia de nuestros hijos, pacientes y alumnos, se esconde el vehemente deseo de deshacerse del amor que los sofoca. Si se le ayuda al niño, al paciente o al alumno, a que renuncie a la reacción de la identificación y a defenderse de las transferencias problemáticas, así se puede decir que se logró subir su personalidad a un nivel más alto. Sólo brevemente quiero mencionar algunos otros puntos de vista, a los cuales esta serie de observaciones prometen abrir paso. Desde hace tiempo sabemos que no solamente el amor forzado, sino que también los castigos insoportables generan fijaciones. La comprensión de esta reacción que aparenta no tener sentido tal vez se facilite por lo anteriormente dicho. Las ofensas juguetonas del niño se convierten en realidad por los castigos apasionados y
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enfurecidos, generando consecuencias depresivas para el niño que hasta entonces se sentía inocente. El detallado seguimiento de los acontecimientos durante el trance analítico también nos enseña que no hay shock (Schock), no hay terror (Schreck), que no sugiera una fragmentación de la personalidad. Que una parte de la persona presente una regresión a la felicidad previa al trauma y busque hacer que el trauma no existió, no sorprenderá a ningún analista. Más extraño es que en la identificación uno vea otro mecanismo trabajando, de cuya existencia yo poco sabía. Me refiero al repentino, sorpresivo, como por arte de magia, nacimiento de nuevas capacidades, posterior a la conmoción. Le recuerda a uno los trucos de magia de los faquires, que supuestamente hacían nacer, ante nuestros ojos, de una semilla, un tallo y una flor. La necesidad extrema, en especial la angustia ante la muerte (Todesangst), aparenta tener el poder de despertar y poner en actividad disposiciones latentes que, aun vacantes, en profundo reposo, esperaban madurar. El niño atacado sexualmente puede de repente desarrollar las futuras capacidades, preformadas y virtuales, que pertenecen al matrimonio, a la maternidad y al ser padre y todas las sensaciones de una persona madura, bajo la presión de la necesidad traumática. Uno puede con toda confianza hablar, en contraste con la regresión que comúnmente conocemos, de una progresión traumática (patológica) o de maduración precoz. Esto hace pensar en el rápido proceso de maduración de las frutas, que fueron heridas por el pico de un pájaro, o en la precocidad de frutas que tienen gusanos. El shock puede de repente generar maduración en una parte de la personalidad, no sólo a nivel emocional, sino también a nivel intelectual. Recuerdo el “sueño del bebé sabio” que fue destacado hace muchos años por mí, en el cual un recién nacido o un bebé de cuna de repente comienza a hablar y transmite a toda la familia sabiduría. La angustia ante el adulto desenfrenado, por lo tanto ante el adulto loco, convierte al niño, por así decirlo, en psiquiatra y para convertirse en eso y para protegerse del peligro
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que representan las personas sin autocontrol, tiene que, ante todo, identificarse completamente con ellas. Es casi increíble, cuanto podemos aprender de nuestros sabios niños, los neuróticos. Si se acumulan en la vida del humano que crece las conmociones, así crece el número y la variedad de fragmentos (Abspaltungen) y pronto se le vuelve a uno muy difícil mantener el contacto con los fragmentos (Fragmenten), que son como personalidades separadas que en su mayoría no se conocen, sin confundirse. Finalmente se puede llegar a un estado el cual se puede designar, continuando con la imagen de la fragmentación (Fragmentierung), tranquilamente como atomización y se requiere realmente mucho optimismo para no dejar sucumbir la valentía frente a este estado; pero espero que aún aquí también se encuentren caminos para unir entre sí los fragmentos resultantes. Junto con el amor y el castigo apasionados hay también un tercer medio de someter (binden) a un niño y este es: el terrorismo del sufrimiento. Los niños tienen la obligación de resolver en la familia todo tipo de desorden, es decir, cargar el peso de todos los otros sobre sus tiernos hombros; claro, no por puro altruismo, sino para poder volver a disfrutar de la tranquilidad perdida y de la correspondiente ternura. Una madre que se queja de su sufrimiento puede hacer de un niño un cuidador para toda la vida, es decir, convertirlo realmente en una madre sustituta, esto sin tener en cuenta los intereses del niño. No creo que, si todo esto se comprueba, nosotros no estaremos obligados a revisar algunos capítulos de la teoría sexual y genital. Las perversiones, por ejemplo, son tal vez infantiles sólo en el nivel de la ternura, en donde se vuelven apasionadas y conscientes de su culpa, tal vez dan testimonio de estimulación exógena, de exageración neurótica secundaria. También mi teoría genital no tuvo en cuenta la diferencia entre la fase de la ternura y la de la pasión. Cuanto del sadomasoquismo en la sexualidad de nuestros tiempos esta culturalmente determinado (es decir sólo debido al sentimiento de culpa introyectado) y cuanto se desarrolla autóctona y
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espontáneamente como una propia fase organizativa, queda reservado para otras investigaciones. Me alegraría si ustedes quisieran hacer el esfuerzo de comprobar de una forma práctica e intelectual lo aquí expuesto y, en especial, seguir mi consejo de tener en cuenta, algo más que hasta ahora, la extraña, muy escondida, pero muy crítica forma de pensar y hablar de los niños, pacientes y alumnos y, por así decirlo, soltarles la lengua (Zunge zu lösen). Van a escuchar algunas cosas instructivas. Post-Scriptum Este razonamiento remite sólo descriptivamente a lo tierno en el erotismo infantil y a lo apasionado en el erotismo de los adultos. Deja, sin embargo, abierta la pregunta sobre la naturaleza de la diferencia entre los dos. El psicoanálisis puede estar de acuerdo con la idea cartesiana de que la pasión es generada por el sufrimiento, pero tal vez también va a encontrar una respuesta a la pregunta, de cuál es el elemento que introduce el sufrimiento y con ello el sadomasoquismo en la satisfacción juguetona de la ternura. Las afirmaciones hechas dejan vislumbrar que es el sentimiento de culpa, entre otros, el que convierte en el erotismo adulto al objeto de amor en el objeto depositario de sentimientos ambivalentes, de amor y odio, mientras que la ternura infantil carece de esta ambigüedad. El odio es lo que sorprende de forma traumática y aterroriza (erschreckt) al niño amado por el adulto y lo que lo transforma de un ser espontáneo que juega inofensivamente, a un autómata del amor (Liebesautomaten), angustiado (ängstlich) por el adulto, por decirlo así, que al imitar se olvida de sí mismo y es consciente de su culpa. Los sentimientos de culpa propios y el odio hacia la pareja que seduce forman en el niño la imagen de las relaciones sexuales del adulto como una batalla que asusta (escena primaria), que termina con el momento del orgasmo, mientras que el erotismo infantil, por la ausencia de la “batalla de los
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sexos”, insiste en el nivel del pre-placer (Vorlust) o sólo conoce satisfacciones en el sentido de “saturación”, pero no los sentimientos de aniquilamiento (Vernichtungsgefühle) del orgasmo. La “teoría de la genitalidad33”, que busca explicar la batalla de los sexos filogenéticamente, va a tener que apreciar en la cópula esta diferencia entre las satisfacciones eróticas infantiles y los amores empapados de odio.
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INDICE
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Confusión de lenguas Presentación
9
Prólogo
15
1. Develando a Ferenczi
17
2. En el terreno del trauma
29
3. Proyecto de relectura
49
4. Viejas rupturas, nuevos enlaces
57
5. La historia de “Confusión de lenguas entre el adulto y el niño”
63
6. Sobre la traducción y la confusión de lenguas: Un “más allá” para la confusión de lenguas
77
7. Babel y la torre de Babel
89
8. Aportes de Walter Benjamin a la problemática de la “confusión de lenguas”
99
9. La muerte de Dios y la lengua de los pájaros
119
10. El otro otro en Lévinas
133
11. Lacan. En los confines de la experiencia psicoanalítica
153
12. Despertando al trauma. Escritos de traumatofilia
171
Histerias de angustia e histerias de conversión en el espectro de las patologías de guerra
173
La función de la angustia en las neurosis de guerra
185
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Lo intestimoniable y la evidencia del sujeto
191
El miedo, una angustia impropia
212
13. El retorno a Ferenczi
221
14. Consideraciones finales
235
Anexo I: La traducción de la obra de Sandor Ferenczi
241
Anexo II: Traducción “Confusión de lenguas entre el adulto y el niño”
245
Bibliografía
261
280
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Esta publicación se terminó de imprimir en el mes de Diciembre de 2011, en la ciudad de Mar del Plata. Esta edición costa de 500 ejemplares
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