m. sídorov
que po sólo el cuerpo, sino también los rasgos del rostro de los “fantasmas” eran humanos. Y por su estatura debían de ser niños. Había que tomar una decisión. “Son niños —pensó Singj—. Mi misión es socorrer a todos los desgra ciados y desheredados por la fortuna. Debo llevarme estos niños y tratarlos como a todos los demás.” El plan para atrapar a los “fantasmas” era simple: echar a los lobos adultos de su refugio y llevarse a los niños. Singj logró convencer a los aldeanos para que lo ayudaran. Al día siguiente, rodearon el cubil y comenzaron a desmoronarlo con azadones. El lobo fue el primero en saltar afuera y refu giarse en la jungla. La loba se lanzó sobre la gente y £úe y preciso herirla de un tiro. Luego de ensanchar una de las entradas, algunos hombres pudieron penetrar en el cubil. En el rincón más oscuro yacían acurrucados los dos niños y los dos lobeznos. Los niños fueron llevados a una de las casas de la aldea y ubicados en un rincón, detrás de un sólido tabique de madera, como en una jaula. Localizar y atrapar a los “fan tasmas” había llevado varios días. Singj y sus acompañantes debían seguir viaje con urgencia. Singj encargó a uno de los aldeanos el cuidado de los niños, y partió. Cuando regresó a la aldea varios días después, ésta parecía desierta. Y así era en efecto. Por temor a los “fantasmas” habían huido todos sus habitantes, inclusive el hombre que debía atender a los niños. Éstos yacían en su rincón, exánimes de hambre y sed. A duras penas Singj logró reponerlos y trasladarlos al asilo. Allí los asearon y les cortaron el cabello. Eran dos niñas. Según le pareció a Singj, una debía de tener alrededor de un año y medio y la otra, quizás ocho. A la menor la llamaron Amala y a la mayor, Kamala. Sólo el misionero y su esposa sabían la procedencia de las niñas. De esta manera, la idea ^
18
abstracta de que un niño pudiera criarse entre fieras se vio concretada en la realidad. < Kamala y Amala eran criaturas humanas. Pero la vida entre los lobos había dejado huellas características en la estructura de sus cuerpos. Así podía apreciarse, principal mente, en su forma particular de alimentarse y de caminar. Durante el tiempo que habían vivido con los lobos las niñas se alimentaban regularmente de carne cruda. Sus maxilares,
sobre todo en la mayor de ellas, estaban bastante más des arrollados que lo común en niños de su edad; a su vez, los músculos de la masticación también eran muy fuertes. Además, los dientes habían experimentado algunos cambios. Kamala despedazaba con facilidad grandes trozos de carne cruda y fibrosa, y roía los huesos sin recurrir a la ayuda de las manos, hasta dejarlos tan limpios que difícilmente un f adulto podría competir con ella. Para desplazarse, Kamala y Amala usaban dos procedi mientos; se arrastraban sobre las rodillas sosteniéndose con las manos o caminaban y corrían a gatas. Les resultaba 19
imposible sostenerse erguidas en posición vertical. Las arti4 culaciones de las caderas y rodillas se habían adaptado tanto a la marcha en cuatro patas, que no podían extenderse de pronto para permitir la marcha en posición erguida. Los brazos, fuertes y bien desarrollados, algo más largos que lo habitual, cumplían principalmente la función de extremi dades de apoyo y no de prensión, si bien las niñas trepaban con facilidad a los árboles. El musculoso cuello sostenía erguida la cabeza cuando se desplazaban sobre las cuatro extremidades. Pero los rasgos puramente animales del aspecto exterior, producto de la imitación de los lobos, poco nos dicen sobre el grado de desarrollo de la conciencia. Lo que más impre sionaba a quienes rodeaban a las criaturas no era precisa mente su aspecto, sino su forma de conducirse en general. Cuando se repusieron y se les dio cierta libertad, esas particularidades no tardaron en ponerse de manifiesto. Kamala y Amala observaban un régimen de vida típicamente *
crepuscular y nocturno, evitando en forma sistemática la luz y en especial el sol. De día se metían en rincones oscuros y dormían o permanecían sentadas, de cara a la pared, indiferentes a cuanto las rodeaba. Dormían como le hacen los animales, estrechamente apretadas entre sí o atra vesadas una sobre la otra. Al caer la tarde, comenzaban a manifestar una notoru actividad. Se levantaban y comenzaban a andar (gateando por supuesto). Cuando tenían hambre, se ponían a olfatea: el aire en el lugar donde se les solía dar el alimento. Ante, de empezar a comer, no dejaban de olfatear la comida y ei agua. Tenían magníficamente desarrollado el olfato, como también el oído. Percibían el olor más sutil a gran distancia. No bebían, en el sentido propio de la palabra, sino que tomaban la leche o el agua de la taza a lengüetadas, paradas 20
que jinte todo correspondía descubrir cómo se forman el pensamiento y todas las fuerzas espirituales del hombre. Para ello, decía, “debemos comenzar a observarnos desde las pri meras sensaciones que experimentamos; debemos descubrir la^causa de nuestras primeras operaciones mentales, llegar hasta la fuente de nuestras ideas, mostrar su origen y obser varlas hasta los límites que nos ha fijado la naturaleza; en uña palabra, como se expresa Bacon, * debemos reconstruir todo el raciocinio humano”. De manera que el problema es claro. ¿Pero cómo puede ser resuelto? A primera vista, parece que lo más sencillo es recurrir a la auto-observación. Pero Condillac señala que eL hombre nada recuerda de los primeros meses y ni siquiera de los primeros años de su vida, es derirTlde la etapa inicial de la formación de su pensamiento, de s u «conciencia. Y entonces, para salvar las dificultades, Condillac sugiere%ecurrir a una original hipótesis: como modelo del proceso de surgimiento del pensamiento nos presenta
la est at ua que cobra vida
Imaginémonos, dice Condillac, una estatua que, tanto por sus dimensiones como por su estructura interna, sea seme jante al hombre. Pero no hay en ella pensamientos, sufri mientos ni sensaciones de ninguna clase. Es un modelo muerto de un hombre vivo. Ahora imaginemos que en esa estatua ha surgido algún sentido (Condillac comienza por el olfato). * Francisco Bacon (1561-1626), célebre filósofo materialista inglés que luchó intensamente por la ciencia, por un enfoque mate rialista y avanzado de la naturaleza, contra el predominio del es colasticismo y la Iglesia. 11
¿Cómo percibirá el mundo la estatua cuando posee un solo sentido?, ¿cómo cambiará su representación del mundo si al sentido que ya posee le agregamos gradualmente otros: el oído, la vista, el tacto? Condillac previene especialmente a los lectores que no atribuyan al mundo espiritual de la
estatua que cobra vida ninguna de las formas de pensamiento corrientes en el hombre adulto, pero complejas y que sólo aparecen posteriormente. Ya al plantear el problema se nos revelan los rasgos característicos de la teoría del conocimiento correspondiente al materialismo premarxista. Los materialistas sensualistas imaginaban la conciencia del hombre como una tabla rasa, en la cual la naturaleza va grabando las distintas imágenes. La conciencia o, como se decía generalmente, el alma del hombre, sólo puede percibirlas y combinarlas de distinta manera. La tesis más importante de esta teoría es que la percepción pasiva del mundo exterior basta y sobra para conocer la naturaleza. En cuanto a la capacidad de operar 12
con las imágenes ideales, ésta se presuponía dada desde un principio. El alma dispone inmediatamente de los medios indispensables para la actividad mental. Ni siquiera se pre guntaban cuál era el origen de esos medios ni cómo se formaban. ¿Cómo imaginaba Condillac el proceso de desarrollo de la conciencia en su hipotética estatua? “El principio que determina el desarrollo de sus facultades —dice— es muy sencillo: está contenido en las sensaciones mismas; en efecto, como todas las sensaciones son forzosamente agradables o desagradables, la estatua tiene interés en experimentar las primeras y evitar las segundas. Fácil es admitir que este interés resulta suficiente para poner en funcionamiento el raciocinio y la voluntad. El juicio, la reflexión, el deseo, las pasiones, etc., no son más que distintas trasformaciones de las sensaciones”. Al exponer su teoría, Condillac asegura que la mayoría de los sentidos no dan al ser que los posee la posibilidad de juzgar sobre la existencia real de los objetos exteriores. Además del olfato, esto concierne también al oído, la vista y el gusto. Condillac no cuestiona la existencia real de los cuerpos, objetos y fenómenos, pero considera que para tener plena conciencia de que ellos se encuentran fuera del sujeto, los sentidos antes mencionados son insuficientes. “Para obli gar a este hombre a pensar que existen los cuerpos —escribe— hacen falta tres cosas: primero, que sus miembros puedan moverse; segundo, que su mano, órgano fundamental del tacto, lo palpe a él y también todo lo que lo rodea; y tercero, que entre las sensaciones que experimenta su mano exista una sensación que necesariamente represente los cuerpos”. Por consiguiente, sólo el tacto nos da testimonio de que los objetos existen fuera de nosotros. Él enseña al hombre a remitir todas sus impresiones al exterior, a reconocer que