LA ETNOGRAFÍA Y LA IMAGINACIÓN HISTÓRICA John y Jean Comaroff En: Ethnography and the historical imagination. Boulder: Westview Press (1992). Capítulo 1, pp. 3-11 (Traducción preliminar para la cátedra Antropología Sistemática III de M. Kalzestein, Inés Fernández de Casal y Pablo Wright)
I “Guerreros místicos ganan terreno en la guerra en Mozambique”, era el encabezado lo suficientemente exótico como para ser el titular de la página del Chicago Tribune de un domingo. “Llamemos a esto uno de los misterios de África”, comenzaba el reportaje. “En las regiones del norte de Mozambique devastadas por la guerra, en remotas aldeas de chozas de paja donde el mundo moderno ha penetrado escasamente, espíritus sobrenaturales y pociones mágicas están repentinamente ganando una guerra civil que armas mecánicas, morteros y granadas no pudieron. El énfasis fue puesto en describir el armamento de varios miles de hombres y muchachos luciendo vinchas rojas en la cabeza y blandiendo lanzas. Denominados en memoria de su líder, Naparama –de quien se dijo que ha resucitado de la muerte-, ellos despliegan sobre sus pechos las cicatrices de una vacunación contra las balas. Su terreno es la aterrorizada provincia de Zambesia, donde una guerra civil con Sudáfrica ha sido salvajemente mantenida desde hace unos quince años. Actualmente los rebeldes fuertemente armados escapan de la vista de los Naparama, y las tropas gubernamentales aparecen igualmente espantadas. Diplomáticos y analistas occidentales, señala el reportaje, “pueden solamente rascarse sus cabezas sorprendidos”. La noticia final en un tono de picaresca autoridad decía: “Gran parte de la efectividad de los Naparama puede ser explicada por el predominio de creencias supersticiosas en todo Mozambique, un país en donde los mercados de la ciudad siempre tienen puestos para vender medicinas, amuletos, manos de monos, y patas de avestruz para defenderse de los espíritus demoníacos”. Enfrentados con tal evidencia, los antropólogos podrían ser perdonados por dudar de haber hecho ningún impacto en la conciencia occidental. Pasaron más de 50 años desde que Evans-Pritchard (1937) mostró con sencilla prosa que la magia Zande era una cuestión de razón práctica, que la “mentalidad primitiva” es una ficción del pensamiento moderno; más de 50 años de escritura en un esfuerzo por contextualizar lo curioso. Sin embargo no hemos superado el reflejo que califica de “supersticiosas” a la mayoría de las
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creencias africanas. No, las aldeas de paja y las pociones mágicas son tan confiables en este texto como en cualquier relato de viajero de fines del siglo XIX. Existe aún el aroma de un tráfico de carne (las manos de mono, las patas de avestruz). No importa que estos indómitos guerreros sean de hecho las víctimas de un conflicto totalmente moderno, que usen vestimentas civilizadas y se alineen en combate cantando canciones cristianas. En la imaginación popular ellos son signos completamente cargados de lo primitivo, excusa para un evolucionismo que los coloca a ellos –y a sus correrías fascinantes- en un irrecuperable abismo con nosotros mismos. Estos salvajes sensacionalizados, que irrumpieron a través de nuestro umbral un domingo nevado, sirvieron para enfocar nuestro interés acerca del lugar de la antropología en el mundo contemporáneo. Porque el “artículo” contó con menos de los soldados mozambiquenses que de la cultura que los ha conjurado como su propia imagen invertida. A pesar del reclamo de que el significado ha perdido su anclaje en el mundo capitalista tardío, había una predictibilidad banal acerca de esta noticia. Descansaba en la vieja oposición entre la mundanidad secular y el misterio espectral, el modernismo europeo y el primitivismo africano. Y lo que es mejor, el contraste implicaba un telos, una visión demasiado familiar de la Historia como un pasaje épico desde el pasado al presente. El surgimiento de Occidente, nuestra cosmología nos cuenta, está acompañada paradójicamente por una Caída: el costo del avance racional ha sido nuestro eterno exilio desde el jardín sagrado, desde sus encantados caminos de conocimiento y existencia. Solo el hombre natural, no reconstruido por el toque de Midas de la modernidad, puede deleitarse en sus seductoras certidumbres. El mito es tan viejo como las montañas. Pero ha tenido un impacto duradero en el pensamiento post-iluminista en general, y en particular en las ciencias sociales. Ya sea clásica o crítica, una celebración de la modernidad o una denuncia de su jaula de hierro, estas “ciencias” han compartido, al menos hasta ahora, la premisa del desencantamiento –del movimiento de la humanidad desde la especulación religiosa a la reflexión secular, de la teodicea a la teoría, de la cultura a la razón práctica (Sahlins 1976). Los antropólogos, por supuesto, difícilmente han ignorado los efectos sobre la disciplina del persistente legado del evolucionismo (Goody 1977; Clifford 1988). Sin embargo, permanece en nuestros huesos, por así decirlo, con profundas implicaciones para nuestras nociones de historia y teorías del significado. Los guerreros místicos subrayan nuestra propia desconfianza en el desencantamiento, nuestra reluctancia a ver la modernidad –en completo contraste con la tradición- como una dura cuña entre cosmología e historia (Anderson 1983:40). Para estar seguros, nunca hemos brindado ninguna
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certeza analítica a esta oposición ideológicamente cargada o a alguna de sus aliadas (simple:complejo; adscriptivo:impulsado por los logros; colectivista:individualista; ritualista:racionalista; y así sucesivamente). Porque, vestidos como pseudohistoria, estos dualismos se alimentan unos a otros, caricaturizando las realidades empíricas que se propone revelar. Las comunidades “tradicionales” aún se sostienen frecuentemente, descansan, por ejemplo, en certezas sagradas; las sociedades modernas, por su parte, en la historia para explicarse a sí mismas o para mitigar su sentido de alienación y pérdida (cf. Anderson 1983:40; Keyes, Kendall and Hardacre). Además, estos contrastes estereotípicos son fácilmente espacializados en el abismo entre Occidente y el resto. A pesar de lo que hagan, los Naparama nunca serán más que rebeldes primitivos, sacudiendo sus sables, sus “armas culturales”, en la prehistoria de un amanecer africano. Como Fields observara (1985), sus formas “milenarias” raramente son atribuidas a motivos propiamente políticos, raramente se les acreditan acciones racionales intencionales de las que la historia supuestamente está hecha. En el caso, el ojo occidental pasa por alto similitudes importantes en el modo en que las sociedades en todas partes están hechas y rehechas. Y, muy a menudo, nosotros los antropólogos hemos exacerbado esto. Porque nosotros tenemos nuestro propio interés en preservar zonas de “tradición”, en enfatizar la reproducción social sobre el cambio fortuito, la cosmología sobre el caos (Asad, 1973; Taussig 1987). Aun cuando exponemos nuestras islas etnográficas a las corrientes cruzadas de la historia, permanecemos temerosos. Todavía separamos las comunidades locales de los sistemas globales, la descripción densa de culturas particulares de la narrativa delgada (thin) de los sucesos mundiales. Los soldados a prueba de balas nos recuerdan que las realidades vividas desafían los dualismos fáciles, que los mundos en cualquier parte son fusiones complejas de lo que nosotros llamamos modernidad y magia (magicality), racionalidad y ritual, historia y el aquí y ahora. De hecho, nuestros estudios de los Tswana meridionales nos han probado extensamente que ninguna de éstas eran opuestas en primer lugar –excepto tal vez en la imaginación colonizante y en ideologías como el apartheid, que se han originado de ella. Si Permitimos que la conciencia histórica y la representación puedan tomar formas muy diferentes de aquellas de occidente, entonces gente de cualquier parte resulta ser que ha tenido historia desde siempre. Como se ha vuelto sentido común como para señalarlo, entonces, los colonizadores europeos no llevaron, en un acto de heroísmo digno de Carlyle (1842), la Historia Universal a los pueblos sin ella. Irónicamente, trajeron historias en particular, historias mucho menos predictibles que las que hubiéramos estado inclinados a pensar. Por ello, a pesar de los reclamos de la teoría de la modernización, de los marxistas dependentistas [SIC], o de los 3
modelos de “modo de producción”, las fuerzas globales participaron dentro de las formas y condiciones locales en forma inesperada, cambiando estructuras conocidas en extraños híbridos. Nuestra propia evidencia muestra que la incorporación de los sudafricanos negros a la economía mundial no erosionó simplemente las diferencias o produjo mundos homogéneos y racionalizados. El dinero y las mercancías, el alfabetismo y la cristiandad desafiaron los símbolos locales, amenazando con convertirlos en moneda universal. Pero precisamente porque la cruz, el libro, y la moneda eran signos tan saturados, ellos fueron variada e ingeniosamente reutilizados para albergar una serie de nuevos significados en tanto los pueblos no occidentales –profetas Tswna, combatientes Naparama, y otros- conformaron sus propias visiones de la modernidad (cf. Clifford 1988:5-6). Ninguna fue (o es) meramente un rasgo de las comunidades “transicionales”, de aquellos marginales a la razón burguesa y de la economía mercantil. En nuestros ensayos, en la medida que seguimos a colonizadores de diferentes clases desde la metrópolis hasta África y viceversa, se tornó claro que la cultura del capitalismo ha estado siempre atravesada por sus propias magias (magicalities) y formas de encantamiento, todo lo cual requiere un análisis. Como los evangelistas del s XIX que acusaban a los pobres de Londres de extrañas y salvajes costumbres (ver capítulo 10), Marx insistía en comprender las mercancías como objeto de culto primitivo, como fetiches. Siendo jeroglíficos sociales más que meros objetos alienantes, ellos describen un mundo de poder y significado densamente entrelazados, encantados por una creencia “supersticiosa” en su capacidad de ser fecundos y multiplicarse. Aunque estos bienes curiosos son más prevalentes en las sociedades “modernas”, su espíritu, como Marx mismo lo reconoció infecta la política del valor por todas partes. Si, como el capítulo 5 lo demuestra, dirigimos nuestra mirada más allá del horizonte donde los así llamados primer y tercer mundo se encuentran, conceptos como la mercancía dan lugar a especulaciones útiles acerca de la constitución de las culturas usualmente vistas como no capitalistas. Y así el dogma del desencantamiento se remueve. Salvo en las aserciones de nuestra propia cultura, en síntesis, aserciones que han justificado largamente el impulso colonial, no existe un gran abismo entre “tradición” y “modernidad” –o “posmodernidad”, para el caso. Ni, como otros antes que nosotros han señalado, es mucho lo que se puede ganar de contrastes tipológicos entre mundos de gesellschaft (sociedades) y gemeinschaft (colectividades), o entre economías gobernadas por el valor de uso y el valor de cambio. Pero aquí estamos menos interesados en hacer una observación metodológica. Si tales distinciones no se mantienen, se sigue que los modos de descubrimiento asociados a ellas –etnografías para las comunidades “tradicionales”, historia para el mundo “moderno”, pasado y 4
presente- tampoco se pueden delinear claramente. Requerimos la etnografía para conocernos a nosotros mismos, así como necesitamos la historia para conocer a los otros no-occidentales. Porque la etnografía sirve al mismo tiempo para hacer lo familiar extraño y lo extraño familiar, tanto mejor para comprenderlos a ambos. Esto es, se podría decir, la carne de cañón de una antropología crítica. Con respecto a nuestra propia sociedad, esto es especialmente crucial. Porque es argumentable que muchos de los conceptos sobre los cuales nos basamos para describir la vida moderna –modelos estadísticos, elección racional, y teoría de juegos, aún historias logocéntricas de eventos, estudios de caso, y relatos biográficos- son instrumentos de lo que Bourdieu llama (1977:97ss), en un contexto diferente, la “ilusión sinóptica”. Ellos son nuestra propia cosmología racioanlizante haciéndose pasar por ciencia, nuestra cultura exhibiéndose como causalidad histórica. Todo esto, como muchos lo reconocen ahora, requiere dos cosas simultáneamente: que consideremos nuestro propio mundo como un problema, un sitio propio para la investigación etnográfica, y que, para realizar adecuadamente esta intención, que desarrollemos una antropología genuinamente historizada. Pero, ¿cómo exactamente vamos a hacer esto? Contrariamente a cierta opinión académica, no es tan fácil alinearnos de nuestro propio contexto significativo, tornar extraña nuestra propia existencia. ¿Cómo hacemos etnografías de, y en, el orden mundial contemporáneo? ¿Cuáles podrían ser las direcciones sustantivas de tal antropología histórica “neomoderna”?
II “Tanto la historia como la etnografía están interesadas en sociedades diferentes que en las que vivimos. Tanto si esta otredad (otherness) se debe a una lejanía en el tiempo o a una lejanía en el espacio, o incluso a la heterogeneidad cultural, es de importancia secundaria comparada con la similaridad básica de perspectiva (…) En ambos casos estamos tratando con sistemas de representaciones que difieren para cada miembro del grupo y que, en su totalidad, difieren de las representaciones del investigador. El mejor estudio etnográfico nunca hará del lector un nativo… Todo lo que el historiador o el etnógrafo pueden hacer, y todo lo que podemos esperar de ellos, es ampliar una experiencia específica a las dimensiones de una experiencia más general” (Claude Lévi-Strauss 1963:16-17).
Estas cuestiones se pueden analizar en dos partes, dos motivos complementarios que comienzan en forma separada y, como un clásico pas de deux, se unen lentamente, paso a paso. El primero pertenece a la etnografía, el segundo a la historia.
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Como hemos observado, es estatus contemporáneo de la etnografía en las ciencias humanas es algo cercano a la paradoja. Por un lado su autoridad ha sido, y es seriamente cuestionada desde dentro de la antropología como desde fuera; por el otro, está siendo ampliamente apropiado como un método liberador en otros campos que el propio –entre ellos, los estudios culturales y legales, sociología, historia social, y ciencias políticas. ¿Están estas disciplinas sufriendo un atraso crítico? ¿O, de un modo más realista, es un sentido simultáneo de esperanza y desesperación intrínseco a la etnografía? ¿Su relativismo le brinda lugar a un sentido perdurable de sus propias limitaciones, de su propia ironía? Parece haber mucha evidencia en el reciente reclamo de Aijmer (1988:424) acerca de que la etnografía “siempre ha estado vinculada con problemas epistemológicos”. En este sentido, sus padres fundadores, habiendo tomado el campo para subvertir los universalismos occidentales con particularidades nooccidentales, ahora están acusados de haber servido a la causa del imperialismo. Y las generaciones de antropólogos especializados desde entonces han luchado con las contradicciones de un modo de investigar que aparece, por turnos, únicamente revelador e irremediablemente etnocéntrico. La ambivalencia es palpable también en las críticas a las antropología que la acusan de fetichizar la diferencia cultural (Asad 1973; Fabian 1983; Said 1989) como –por su inflexible prejuicio burgués- de borrar la diferencia por completo (Taussig 1987). En una reciente síntesis, por ejemplo, Sangren (1988:406) reconoce que la etnografía “en cierta medida hace un objeto del otro”. Sin embargo continúa afirmando que fue “dialógica mucho antes de que el término se volviese popular”. Argumentos similares, uno podría agregar, se escuchan en otros campos académicos que se basan en la observación participante: Al revisar la creciente literatura en estudios culturales, por ejemplo Graeme Turner (1990:178) señala que “el impulso democrático y el efecto inevitable de la práctica etnográfica en la academia se contradicen mutuamente”. Pero ¿por qué esta persistente ambivalencia? ¿Es la etnografía, como muchos de sus críticos han insinuado, singularmente precaria en su empirismo ingenuo, su irreflexividad filosófica, su orgullo interpretativo? Metodológicamente hablando, la etnografía posee ecos extrañamente anacrónicos, que nos remontan atrás al credo clásico de que “ver es creer”. Este punto es evocador de las primeras ciencias biológicas, donde la observación clínica, la penetrante mirada humana, era francamente celebrada (Foucault 1975; Lévi-Strauss 1976:35; Pratt 1985); esto nos recuerda aquí que la biología fue el modelo elegido, durante la era dorada de la antropología social, para una “ciencia natural de la sociedad” (Radcliffe-Brown 1957). La disciplina, no obstante nunca desarrolló realmente una defensa de los instrumentos objetivantes, las
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estrategias estandarizadas, y las fórmulas cuantificantes. Ha continuado siendo, como Evans-Pritchard insistiera tiempo atrás (1950;1961), un arte humanístico, a pesar de sus pretensiones a veces científicas. Y aun cuando nunca ha sido teóricamente homogénea, disputas y diferencias internas raramente llevaron a divisiones profundas de su modus operandi. En efecto, el crítico hostil podría reclamar que la etnografía es una reliquia del tiempo de los escritos de viaje y exploración, de la aventura y el asombro; que se contenta con ofrecer observaciones de escala humana y falibilidad; que aún depende, artificiosamente en la facticidad de la experiencia de primera mano. Aun así se podría argumentar que la mayor debilidad de la etnografía es también su mayor fuerza, una paradoja de tensión productiva. Porque rechaza colocar su confianza en técnicas que brindan a métodos más científicos su objetividad ilusoria: su insistencia en unidades de análisis a priori estandarizadas, por ejemplo, o su dependencia de una mirada despersonalizada que separa el sujeto del objeto. Con seguridad, el término “observación participante” -un oxímoron para los creyentes en la ciencia valorativamente neutral- connota la inseparabilidad del conocimiento de su conocedor. En la antropología, el observador es auto-evidentemente su “propio instrumento de observación” (Lévi-Strauss 1976:35). Este es todo el punto, Aunque quisieran, lo etnógrafos no podrían, a pesar del idilio purificador de la etnociencia, intentar quitar cada vestigio de la arbitrariedad con la que leen signos significativos en un paisaje cultural. Pero seguramente sería erróneo concluir que su método sea particularmente vulnerable, más que otros esfuerzos para comprender mundos humanos (o incluso no humanos). En este sentido, el “problema” del conocimiento antropológico es sólo una instancia más tangible de algo común a todas las epistemologías modernistas, como han notado hace tiempo los filósofos de la ciencia (Kuhn 1962; Lákatos and Musgrave 1968; Figlio 1976). Porque la etnografía personifica, en sus métodos y modelos, la ineludible dialéctica del hecho y el valor. De todos modos, la mayoría de los que la practican insiste en afirmar la utilidad –en realidad el potencial creativo- de tan “imperfecto” conocimiento. Tienden tanto a reconocer la imposibilidad de la verdad y lo absoluto, como a evitar la incredulidad. A pesar del idioma realista de sus trabajos, aceptan ampliamente que –como las otras formas de comprensión- la etnografía es históricamente contingente y configurada culturalmente. Incluso a veces han encontrado vigorizante la contradicción. Pero todavía vivir con inseguridad en más tolerable para algunos que para otros. Aquellos actualmente preocupados por los etnógrafos (no iluminados) autoritarios que pretenden ser realistas puros al uso antiguo. Por eso Clifford (1988:43) nota que aún si nuestros relatos “dramatizan eficazmente el
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intercambio intersubjetivo del trabajo de campo… siguen siendo representaciones de un diálogo”. Como si la imposibilidad de describir el encuentro en su totalidad, sin ninguna mediación, nos condenara a verdades menores. Del mismo modo, Marcus (1986:190) contrapone “etnografía realista” ante una nueva forma “modernista” que, porque “no podrá obtener nunca el conocimiento de la realidad que las estadísticas pueden”, deberá “evocar el mundo sin representarlo”. ¡Si no podemos tener una representación real, no tengamos ninguna! Sin embargo, ¿esto reinscribe el realismo naif como un – inalcanzable- ideal? ¿Por qué? ¿Por qué deberíamos los antropólogos asustarnos ante el hecho de que nuestros relatos son representaciones refractarias, que no pueden transmitir un sentido no distorsionado del “misteriocon-final-abierto” de la vida social como la gente experimenta? ¿Por qué, en vez, no deberíamos los etnógrafos describir cómo son esas experiencias social, cultural e históricamente instaladas o discutir acerca de los mundos evocados, con el objetivo de enriquecer nuestras propias maneras de ver y ser, de subvertir nuestras propias seguridades? (cf. Van der Veer 1990:739). La etnografía en todo caso, no habla por otros, sino sobre ellos. Ni imaginativamente, ni empíricamente puede jamás “capturar” su realidad. Aunque parezca increíble, esto nos llegó en un baño de la London School of Economics en 1968. Resultó ser la primera vez que saboreamos la deconstrucción, tal vez ahí empezó la antropología posmoderna. En una perta destartalada, una artista desconocido –tal vez un estudiante descarriadopreguntaba a nadie en particular “¿Raymond Firth es real o sólo un fragmento de la imaginación tikopeana?” Para ampliar el punto, la etnografía no es un vano intento de traducción literal, en la cuan nos vestimos con el manto de otro ser, concebido en cierta forma como proporcional al nuestro. Es un modo históricamente situado de entender contextos históricamente situados, cada uno con sus propias, tal vez radicalmente diferentes, clases de sujetos, y subjetividades, objetos y objetivos. También ha sido, hasta ahora un inescapable discurso occidental. En él, para retomar lo dicho anteriormente, narramos lo no familiar –otra vez la paradoja, la parodia de doxa- para confrontar lo límites de nuestra propia epistemología, nuestra propia visión de persona, agencia e historia. Estas críticas no pueden ser completas o finales, por supuesto, ya que continúan embebidas en formas de pensamiento y práctica no totalmente conscientes o ignorantes de limitaciones. Pero proveen un camino, en nuestra cultura, para decodificar esos signos que se disfrazan a sí mismos de universales y naturales, para trabarse en inquietantes intercambios con aquello, incluidos estudiosos, que viven en diferentes mundos. Por todo esto, es imposible librarnos del etnocentrismo que acosa nuestro deseo de conocer a los otros, aunque nos confundamos con el problema en 8
formas todavía más refinadas. Así muchos antropólogos han sido cautelosos con ontologías que anteponen individuos antes que contextos. Porque estos se basan en supuestos manifiestamente occidentales: entre ellos, que los seres humanos pueden triunfar en sus contextos a pura fuerza de voluntad, que economía, cultura y sociedad son el agregado de acción e intención individual. Sin embargo, como señalaremos nuevamente más abajo se ha demostrado excesivamente difícil echar el sujeto burgués fuera del rebaño antropológico. Ha vuelto con distintos trajes, desde el hombre maximizador (maximizing man) de Malinowsky, hasta el hacedor de significados de Geertz. Irónicamente, aparece otra vez en los que critican la antropología por fallar al no representar el “punto de vista de los nativos”. Sangren (1988:416) alega vigorosamente que este es un legado de la antropología cultural americana, o al menos de la versión que separa cultura de sociedad, sujetos que experimentan de las condiciones que los producen. Bajo estas condiciones, la cultura se convierte en material de fabricación intersubjetiva: una tela a ser tejida, un texto a ser traducido. Y la etnografía resulta “dialógica”, en el sentido completamente socializado de Bakhtin, sino en el sentido estrecho de un intercambio diádico, descontextualizado, entre antropólogo e informante. Deberíamos resistir la reducción de la investigación antropológica a un ejercicio de “intersubjetividad”, la comunión de antores fenomenológicamente concebidos sólo a través de la conversación. Como remarca Hindess (1973:24) la reducción de la ciencia social a los términos de sujeto experimentador es producto del humanismo moderno, de una occidental e históricamente específica visión del mundo. Tratar a la etnografía como un encuentro entre un observador y otro – Conversations with Ogotemmeli (Griaule 1965) o The Headman and I (Dumont 1978)- es convertir a la antropología en una entrevista global, etnocéntrica. Pero es precisamente esta perspectiva lo que garantiza el llamado a la antropología para ser “dialógica” –así hacemos justicia al rol del “informante nativo”, el objeto singular, en la producción de nuestros textos. Generaciones de antropólogos lo han dicho de diferentes modos: en orden a interpretar los gestos de otros, sus palabras y guiños y otras cuestiones, tenemos que situarlos de los sistemas de signos y relacione, de poder y significado, que los animan. Nuestra preocupación últimamente es con la interacción de dichos sistemas –muchas veces sistemas relativamente abiertos- con las personas y eventos que provocan; un proceso que necesita no privilegiar ni el ego soberano ni las estructuras sofocantes. La etnografía, alegaríamos, es más un ejercicio dialéctico que dialógico, aunque el segundo es siempre parte del primero. Además de conversación, implica observación de actividad, e interacción tanto formal como difusa, de modos de control y límites, de silencio así como también de afirmación y desafío. A lo largo del camino, los etnógrafos también leen diversos tipos de textos: libros, cuerpos, edificios,
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incluso ciudades (Holston 1989; Comaroff and Comaroff 1991). Pero deben siempre dar contexto a los textos y asignar valores a las ecuaciones de poder y significado que expresan. No es que los contextos estén allí. Deben también ser construidos analíticamente a la luz de nuestras suposiciones sobre le mundo social. “La representación de sistemas impersonales más grandes”, en resumen, no es indefendible en “el espacio narrativo de la etnografía” (Marcus 1986:190). Aparte de todo lo demás, dichos sistemas están implicados, aunque no lo reconozcamos, en las frases y escenas que interpretamos con nuestra limitada visión. Pero más que esto: la etnografía se extiende más allá del rango de visión empírica; su espíritu inquisitivo nos llama a basar la acción subjetiva y culturalmente configurada en la sociedad y la historia –y viceversa- cueste lo que cueste.
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