LA CRUZ, LA TIARA Y LA ESPADA
JEAN FLORI
LA CRUZ, LA TIARA Y LA ESPADA Las cruzadas: ideología y orígenes
Traducción Traducción de Manuel Serrat Crespo
En nuestra página web: www.edhasa.es www.edhasa.es encontrará encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado. Título original: La original: La croix, croix, la tiare et l’épée l’épée Diseño de la cubierta: Edhasa basada en un diseño de Jordi Sàbat Primera edición impresa: octubre de 2013 Primera edición en e-book: septiembre de 2015 © Éditions Payot, 2010 © de la traducción: Manuel Serrat Crespo, 2013 © de la presente edición: Edhasa, 2015 Avda. Diagonal, 519-521 08029 Barcelona Tel. 93 494 97 20 España E-mail:
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Prefacio Una palabra, una herida
Poco después del sorprendente atentado del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas de Nueva York, York, el presidente de los Estados Unidos de América, G.W. Bush, en un mensaje cargado de indignación y cólera contenida, anunció su decisión de luchar contra los autores de lo que consideraba, a la vez, un odioso acto terrorista, una agresión contra el mundo occidental libre y una especie de crimen de lesa majestad perpetrado contra el honor de la mayor potencia del mundo. Una intolerable humillación. Para convencer de ello a sus oyentes, esencialmente norteamericanos, aludió a dos acontecimientos históricos de fuerte contenido simbólico. El primero evocaba la epopeya del Salvaje Oeste presente en el subconsciente de todos los «yanquis», la época de las primeras victorias de la ley y el orden en un mundo de brutos. Aquella en la que algunos vaqueros de brazos musculosos y corazón puro, poniéndose al lado de escasos y virtuosos sheriffs, se exponían a mil peligros, enfrentándose a salteadores de caminos, a traficantes y a pandillas de pistoleros para salvaguardar los valores de la moral universal y hacer que el Bien triunfara sobre el Mal. En el intento de impedir las fechorías de aquellos peligrosos delincuentes (cuyo sumario retrato se exhibía en las regiones donde actuaban, acompañado por la célebre mención de «Wanted, dead or alive»), necesitaban, a toda costa, en nombre de la ley, perseguirlos y castigarlos. Como aquellos héroes de antaño, el presidente Bush se comprometía a «sacar de sus cuevas» a los terroristas de Bin Laden y de AlQaeda. Esta alusión al mito fundacional (la época de la conquista del Oeste; no tan lejana, por otra parte) era sin duda evocadora para los norteamericanos y capaz de tocar su fibra épica y patriótica. Sin embargo, tenía también el inconveniente (pero ¿a quién le importaba eso entonces?) de despertar en el resto del mundo otras
imágenes menos gloriosas y menos convincentes: éstas recordaban insidiosamente la corrupción y la carencia de ley verdadera que, precisamente, asoló aquel joven país; surgían entonces, sobreimpresionadas, otras imágenes poco tranquilizadoras: la de un país predicando, en nombre de la libertad, la tiranía de las armas, cuya venta libre seguía siendo legal; la de las bandas, las mafias y los lobbies; la de la matanza de indígenas en nombre de la ley del mejor armado o el más decidido a eliminar al adversario, etcétera. Esa evocación, por añadidura, alimentaba en la opinión pública la idea que muchos tenían de un G.W. Bush como «presidente cowboy». La otra alusión histórica era aún más inconsciente. G.W. Bush hablaba, en efecto, de lanzar contra los terroristas una «cruzada», anunciando de antemano que iba a ser larga y difícil, pero victoriosa. Sin duda, el presidente estadounidense no pretendía referirse con ello al fenómeno histórico de la cruzada, del que se hablará en las páginas que siguen. Probablemente empleaba la palabra en su común sentido actual (muy) derivado de «campaña dura, legítima y virtuosa». Leemos a menudo que este o aquel gobierno emprende una «cruzada contra la carestía de la vida», «contra la gripe» o «contra el fraude fiscal». Sin embargo, resulta que la palabra «cruzada», en el mundo musulmán, tenía evidentemente resonancias muy distintas. Lejos de ser sinónimo de empresa laudable, de dimensión más moral que bélica, la palabra «cruzada» evocaba la agresión perpetrada contra el mundo musulmán por los guerreros de Occidente, las matanzas que cometieron en Jerusalén y otros lugares, la instauración en el Oriente Próximo de Estados «cruzados» gobernados por príncipes occidentales, sobre todo franceses. Con razón o sin ella, muchos musulmanes perciben las cruzadas como el comienzo de una implacable lucha armada llevada a cabo por los Estados cristianos de Europa contra el «islam». Una lucha que, poco a poco, iba a asegurar el dominio militar y económico de Occidente sobre todo el planeta. Los Estados cruzados, desde esta perspectiva, son considerados a veces el antecedente de la colonización por venir, y equiparados (mediante un atajo histórico simplista pero efectivo) al actual Estado de Israel: una implantación considerada contranatura. Una pústula ulcerada. El renacimiento de los movimientos nacionalistas e islamistas, en especial en el mundo árabe, pero también en Irán y en Oriente, utilizó evidentemente en su beneficio esta percepción ideológica de la cruzada. Los islamistas radicales,
como es bien sabido, dicen abiertamente que están llevando a cabo su yihad (una suerte de «cruzada» invertida o, en todo caso, de guerra santa) contra los «judíos, los cruzados y los apóstatas». Así pues, la palabra «cruzada» estuvo muy mal elegida. Por otra parte, los asesores de G.W. Bush hicieron (¡demasiado tarde!) que se suprimiera esa referencia en los discursos presidenciales. Este anecdótico episodio me parece significativo. Ilustra a la perfección la ambigüedad de algunos términos y la confusión a la que su empleo puede llevar. Por su ambivalencia, algunas palabras pueden provocar un efecto contrario al deseado. El vocablo «cruzada», a este respecto, nos ofrece un caso ejemplar. Puede hablarse incluso de «caso paradigmático». ¿Qué es, pues, una cruzada? Los propios historiadores no se ponen de acuerdo sobre el sentido que debe darse a esta expresión. Divergen en su definición y en su delimitación geográfica y cronológica, así como en los rasgos característicos del fenómeno que la palabra intenta expresar. ¿Hay que ver en él una peregrinación armada o una expedición puramente militar de reconquista cristiana? ¿El efecto de un impulso popular espontáneo, anárquico y fanático o, por el contrario, una empresa pontificia maduramente concebida y destinada a asegurar el triunfo del catolicismo? ¿Hay que definir la cruzada a partir de sus objetivos iniciales, o de sus rasgos institucionales desarrollados por la Iglesia con el paso del tiempo? ¿Hay que reservar el empleo de esa palabra para aludir a las expediciones hacia el Oriente Próximo o extenderla a todas las operaciones militares llevadas a cabo en nombre de la Iglesia, siguiendo el mismo modelo o con la misma intención? Y, si es así, ¿hasta qué fecha? Si no lo es, ¿debe limitarse a las expediciones destinadas a asegurar a los cristianos la posesión de los Lugares Santos y, sobre todo, del sepulcro de Jesús en Jerusalén? ¿Hay que admitir como cruzadas las empresas diplomáticas destinadas a liberar Jerusalén, sin una auténtica dimensión militar? ¿Y las empresas populares, militares o no, que no tenían por completo –o incluso en absoluto– el aval pontificio? ¿En qué difiere la cruzada de la guerra santa? ¿En qué es específica y merece un apelativo particular? La ambigüedad de la palabra e incluso del concepto, muy marcado por la ideología, no es nueva. El debate entre historiadores tampoco lo es. Algunas observaciones dan fe de ello. He aquí tres ejemplos. El primero emana de ese brillante experto en la guerra santa que fue el canónigo Étienne Delaruelle. En la recensión que hizo, en 1970, del libro de Francesco Cognasso, reputado especialista italiano de las cruzadas, ponía de
relieve las dificultades, desacuerdos y ambivalencias de las distintas definiciones posibles de la cruzada, y concluía con humor que sería más prudente, en adelante, no seguir intentando definir el concepto.1 Pero ¿cómo estudiar un fenómeno sin verse obligado, tarde o temprano, a definirlo? Tomo el segundo ejemplo de la agradable pluma de mi colega y amigo Alain Demurger. En un libro reciente, este medievalista de merecida reputación se arriesga a una metáfora culinaria. «La cruzada, en efecto, es como la mahonesa», escribe. ¿Qué es necesario para que una mahonesa salga bien? Un bol, una cuchara de madera, una yema de huevo, mostaza, aceite… ¿Y para hacer una cruzada? Un contexto (favorable) de reforma, un Papa inspirado, la idea de liberación de las Iglesias de Oriente, la guerra santa, la peregrinación penitencial, la remisión de los pecados y Jerusalén. Concluye: «De esta amalgama […] nace la cruzada: una idea nueva, un objeto histórico nuevo».2 La mahonesa, una vez ha cuajado, es ya algo distinto a la mera adición de los diversos ingredientes que la componen. Del mismo modo, también la cruzada supera sus rasgos constituyentes anteriores. En el año 1095, nació un nuevo concepto que exige la creación de un término nuevo. Muy bien. Me adhiero también, desde hace mucho tiempo, a esa percepción del fenómeno. Sin embargo, quedan por evaluar y jerarquizar esos rasgos constituyentes. Por otra parte, como veremos, los historiadores divergen sobre los ingredientes necesarios para la elaboración de esa «mahonesa-cruzada». En todo caso, algo me parece cierto, indiscutible: la habilidad de «la mano» papal que supo conseguir que la mahonesa-cruzada «cuajara», perpetuándola y difundiéndola. Casi nos atreveríamos a añadir que el papado muy pronto intentó (y consiguió ampliamente) asegurarse de su monopolio, pretendiendo tener derecho a su exclusiva y patentándola como «marca registrada». Pero ¿es el papado su inventor? ¿No se tratará, más bien, de una especie de «captación de la patente»? El tercer ejemplo se debe a Norman Housley, uno de los historiadores más influyentes de la escuela llamada «pluralista». A diferencia de Alain Demurger, Housley no cree que Jerusalén o la liberación de las Iglesias de Oriente sean un elemento necesario para la definición del concepto de cruzada. En un artículo reciente, denuncia los interminables debates a este respecto, comparables, afirma, a las estériles disputas de los geógrafos sobre qué es una ciudad. Debates que resultan estériles sin una definición clara que separe «ciudad» de «pueblo». ¿Cómo reconocer una cruzada? Housley se inspira en lo que antaño dijo,
bromeando, un político conservador inglés: «Si “la cosa” que se intenta identificar se parece a un elefante, camina como un elefante y barrita como un elefante, entonces… es un elefante».3 La deducción parece sencilla y llena de sentido común. Pero comparar no es definir. Para decidir si «eso se parece a un elefante», es preciso haber visto ya antes un elefante y tener en la cabeza una imagen clara de qué es. En otros términos, para saber si se trata efectivamente de una cruzada, es preciso primero… definir un «modelo» de cruzada, un «elefantetipo» que sirva de criterio para las comparaciones. Eso es precisamente lo difícil. Y eso es lo que enciende el debate. Estos ejemplos, sin embargo, son significativos en sí mismos. Revelan la dificultad que los historiadores tienen para resolver un problema que intentan superar recurriendo al humor, a la caricatura o a la simplificación abusiva. La presente obra tiene como intención colocar algunos jalones hacia una nueva vía en la percepción del fenómeno de cruzada. Una vía que se apoye en los más sólidos fundamentos de las teorías anteriores sin conservar sus debilidades, al tiempo que propone otros criterios de definición. Un enfoque que, más que a través de la teorización de la cruzada por la institución eclesiástica, intenta aprehenderla y definirla a partir de la percepción de quienes participaron en ella y la crearon. La «cruzada», sea cual sea su sentido, era en el momento de su aparición un concepto nuevo que no tenía nombre aún. Sin embargo, los contemporáneos no se equivocaron: comprendieron que había nacido un fenómeno que iba más allá de la mera adición de conceptos preexistentes. A la evaluación de esos distintos componentes, de su respectivo papel, de su presencia y de sus interacciones está consagrado este libro.
PRIMERA PARTE
Debates de escuelas
Introducción
¿Qué es una cruzada y cómo definirla? Los especialistas no se ponen de acuerdo en estos puntos. No es algo nuevo, y si hace ya unos años pudo creerse que se había conseguido entre ellos la unanimidad, fue sobre todo porque una de esas escuelas, que iba viento en popa, llegó a convencerse de que encarnaba la verdad e impuso su punto de vista de modo un tanto abusivo, por no decir totalitario. Lo expresaba con un indiscutible sentimiento de superioridad: quien no lo compartía se veía de buena gana exiliado y señalado como un extravagante por medio de la técnica, por desgracia muy extendida incluso entre los historiadores, consistente en arrojar al basurero de la Historia a todos los que no adoptan con entusiasmo las ideas de moda por el mero hecho de que lo están. Desde hace poco tiempo, como todas las modas, pero con excesiva lentitud sin duda, ésta ha ido cambiando. Se alegrarán de ello quienes consideran que, en un debate de ideas, mejor es convencer que vencer, más aún si es por falta de combatiente. ¿Cómo explicar esos desacuerdos entre historiadores que, en su mayoría, son reconocidos especialistas y por lo general honestos y rigurosos? Son posibles varias explicaciones. La primera se apoya en la resonancia ideológica del tema. La cruzada, como se ha dicho, es percibida de un modo totalmente opuesto por los espíritus de los occidentales de cultura cristiana y por el pensamiento común en los países musulmanes. Por otra parte, en el propio seno de los países de tradición cristiana, la percepción de la cruzada, en el pasado, varió considerablemente. ¿Cómo podía ser de otro modo? Así pues, los católicos que con razón o sin ella justificaban, más o menos, la erradicación de los «herejes» albigenses por medio de la espada de los barones cruzados del norte o por las hogueras de la Inquisición, no tenían, evidentemente, la misma opinión ni la misma definición de la cruzada que quienes, por distintas razones, se identificaban más bien con sus víctimas. El
«fenómeno cruzada» no será, pues, descrito, ni interpretado, ni definido del mismo modo por un historiador según sea creyente o ateo, marxista o católico conservador, protestante liberal, cristiano ortodoxo o budista. El trasfondo cultural, religioso o ideológico de cada autor, sea éste consciente o no de ello, influye de forma indiscutible en su propia percepción del fenómeno que estudia.1 Otra causa de divergencia: los distintos modos de abordar el problema y las cuestiones fundamentales que de él se desprenden. ¿En qué criterios debemos basarnos para definir la cruzada? a) ¿En el «sentido común», del que se dice que es sólido y seguro? Esta actitud avalaría sin duda la «opinión heredada», tan a menudo errónea y afectada por la ignorancia e incluso por la parcialidad. b) ¿En el vocabulario usado para describir el fenómeno? Éste es un primer enfoque útil y necesario, pero que sin duda no basta, teniendo en cuenta las probables desviaciones de esta utilización. c) ¿En el destino de la expedición? Pero ¿estamos seguros de que todas las expediciones llamadas cruzadas tuvieran por objetivo la liberación de Tierra Santa? E, inversamente, ¿todas las empresas destinadas a liberar Jerusalén son ipso facto cruzadas? d) ¿En su iniciador, el Papa que la predicó? Pero ¿una cruzada es una expedición iniciada y predicada por el papado, sean cuales sean sus móviles, su destino y sus objetivos? e) ¿En sus fines y su sacralización? Pero ¿es la cruzada una forma particular de guerra santa y, en caso afirmativo, cuáles son sus límites geográficos y cronológicos? ¿O acaso es sólo una de las formas de la lucha armada de la cristiandad contra la «islamidad»?2 Estas cuestiones deben tenerse presentes a lo largo de toda la investigación que se expone en los capítulos siguientes.
Capítulo 1 Interpretaciones tradicionales de la cruzada
La diversidad de las interpretaciones de la cruzada no data de nuestra época. La encontramos ya en los propios relatos de los cronistas que nos dan a conocer la primera expedición, modelo fundacional del concepto. Esos cronistas no se limitan a poner de relieve el papel más importante y las virtudes del príncipe al que se han vinculado, y que muy a menudo es su «patrón». Reflejan también su propia ideología y apoyan sus intereses políticos.1 La primera cruzada (10961099), por su éxito y por el propio eco que suscitó en la opinión pública, les proporciona una notable ocasión y una incomparable caja de resonancia para difundir su interpretación más o menos partidista. Esta diversidad se diluye sin embargo durante el siglo XII. La primera cruzada, en efecto, lleva a la creación de los Estados latinos de ultramar, que en adelante el Occidente cristiano tendrá que defender. La dimensión «defensiva» de la cruzada, que no era forzosamente esencial en las motivaciones de los primeros cruzados, se hace prevalecer entonces. Se convierte en una especie de estribillo que repiten los propagandistas de las ulteriores expediciones. Los cronistas de la primera cruzada, más allá de sus diversidades recientemente redescubiertas, les sirven de argumentación. La cruzada se convierte así en una ideología antes de transformarse en mito.2 Las causas políticas se apoderan de ella y la insertan en su propia propaganda monárquica o aristocrática. Más aún, la Iglesia la hace suya, la institucionaliza, y amplía considerablemente esta dimensión de «guerra defensiva» entendida en sentido amplio. Cada vez más amplio. La cruzada se
convierte en un arma jurídica y militar dirigida contra todos los enemigos del papado, que se confunden voluntariamente con los de la Iglesia, los de la fe cristiana, los de Cristo y, en fin, con los de Dios. Presentada de este modo como una «guerra defensiva» contra las supuestas amenazas musulmanas a la Europa cristiana,3 la cruzada se convierte en sinónimo de una acción a la vez defensiva y represiva contra los herejes y los cismáticos en el interior de la cristiandad, incluso en una guerra «preventiva» contra los rivales políticos del papado considerados susceptibles de dañar la unidad del mundo católico. La erradicación de las «herejías» por la fuerza de las armas justificada por semejante ampliación de la ideología de cruzada no consigue, sin embargo, salvaguardar esta unidad, puesto que la Europa occidental se escinde, en razón de fundamentos esencialmente religiosos, en dos «mundos» rivales y hostiles. Católicos y protestantes se enfrentan y se despanzurran incluso reivindicando, unos y otros, el título de «soldados de Dios», expresión que hasta entonces designaba a los cruzados. Las guerras de religión atestiguan ese uso. Aun así, a pesar de estos conflictos que calificamos de internos, la idea de cruzada como «guerra cristiana defensiva» no se diluyó por completo. En 1453, Constantinopla cae y el Imperio romano desaparece. Viena se ve amenazada. Los propios reformistas se inquietan por ello. Al igual que los católicos, los protestantes utilizan esa ideología ya muy degradada (y que se acerca más a la «guerra santa» que a la cruzada, como veremos más adelante) para reunir a la cristiandad, por muy desgarrada que estuviese, contra esos invasores. Lutero está impregnado de esta mentalidad de guerra religiosa e incluso de «guerra santa» cuando incita a sus fieles a combatir a los turcos, a quienes identifica con los demonios y contra quienes quiere movilizar las legiones angélicas.4 La perspectiva cambia durante el siglo XVIII, cuando comienza a manifestarse lo que se ha llamado el «espíritu de las Luces», que lleva al racionalismo, al agnosticismo e incluso al ateísmo. 5 Los filósofos ilustrados del siglo XVIII, como Voltaire y Diderot, denuncian los aspectos repulsivos y bárbaros de estas expediciones que, en su opinión, son fruto del fanatismo religioso alimentado por un papado ávido de dominio universal.6 El juicio emitido sobre la cruzada se convierte entonces en muy desfavorable e incluso en totalmente negativo.
Esta actitud hipercrítica produce en los medios conservadores una reacción que, ilustrada y alimentada por el romanticismo religioso de Chateaubriand, se expresa en dos obras que comparten el premio en un concurso convocado el 11 de abril de 1806 por el Instituto de Francia sobre el siguiente tema: «La influencia de las cruzadas sobre la libertad civil de los pueblos de Europa, sobre su civilización, sobre el progreso de las Luces, del comercio y de la industria». Esas dos obras, al contrario que Voltaire, ponen de relieve los efectos «culturales» positivos de la cruzada.7 Encontramos parcialmente esta percepción, aunque con apreciables matices, en la monumental obra del historiador francés Joseph-François Michaud, considerado durante mucho tiempo como el mejor historiador decimonónico de las cruzadas.8 A pesar de sus interpretaciones divergentes e incluso opuestas, y del antiguo y común empleo del término «cruzada» para designar empresas avaladas por el papado, los historiadores de las cruzadas del siglo XV al XIX, incluso los católicos, se interesan sobre todo por las expediciones dirigidas hacia Oriente Próximo. Los títulos que eligen para sus obras son buena prueba de ello. En 1452, el italiano Benedetto Accolti redacta en latín una obra cuyo título puede traducirse como: De la guerra llevada a cabo por los cristianos contra los bárbaros para recuperar el sepulcro de Cristo y Judea.9 En 1581, Tasso hace publicar su Jerusalén liberada, concluida unos años antes, poema épico mucho más que trabajo histórico, pero que, sin embargo, influyó profundamente en varios autores, entre los que se encuentran Chateaubriand y Edward Gibbon, quienes consideraban la obra del Tasso como una fuente para la historia de la cruzada.10 En 1675, el jesuita Louis Maimbourg escribe su erudita Historia de las cruzadas para la liberación de Tierra Santa, seguido un siglo más tarde por Jean-Baptiste Mailly, el título de cuya obra es igualmente explícito. Para él, como para sus predecesores, las cruzadas tienen como objetivo «recobrar Tierra Santa».11 En 1631, el pastor Thomas Fuller, muy crítico con la cruzada, había incluido en su análisis lo que hoy se denomina las «cruzadas contra los albigenses», pero se cuidó mucho de evitar el término «cruzada» y prefirió el más adaptado de «guerra santa».12 ***
El siglo XIX ve nacer una nueva afición por la Edad Media, bajo la influencia del romanticismo, de los nacionalismos y de la idea de la superioridad de la civilización europea –de la raza incluso, siempre que esa palabra tenga aquí sentido–, que lleva a un colonialismo triunfante y sin complejos. Europa se percibe mayoritariamente entonces como depositaria de la ciencia salvadora, cuyas leyes están descubriendo de forma progresiva sus investigadores con el fin, se cree, de hacer retroceder en todas partes del mundo, por medio del saber, el reinado de la ignorancia y de la superstición, causa a su vez de oscurantismo, de miseria, de enfermedad y de muerte. El Occidente –y en particular la Europa de población blanca que es entonces, cultural y científicamente, su punta de lanza– se cree destinado a dominar y gobernar el mundo, a explotar sus riquezas, a desarrollar el comercio y la industria; pero también se percibe como encargado de una misión humanitaria, cultural y civilizadora cuyas lagunas o cuyo fracaso, relativo al menos, resulta muy fácil denunciar hoy. En nuestros días, esta misión de connotaciones «paternalistas» evidentes encoleriza a los censores, que a menudo la niegan y sólo quieren ver en ella pura hipocresía. Sin embargo, es tan real y sincera entre muchos hombres de aquel tiempo –exploradores y misioneros, por ejemplo, pero también maestros y médicos– como lo era la ingenua «fe» de los cruzados. Tal vez ello sea menos perceptible en los hombres de poder, aunque algunos de ellos quizá no habían alcanzado aún el nivel de cinismo (rebautizado como «realismo» o «pragmatismo») que hoy se considera casi «natural», indispensable incluso, en cualquier mandato político. En su edición abreviada, destinada a los jóvenes, de la Historia de las cruzadas de J.-F. Michaud, publicada en 1845, Jean-Joseph Poujoulat plasma muy bien la mentalidad de su tiempo a este respecto. Aun condenando las matanzas y las derivas de la cruzada, pone también de relieve –y los destaca– sus aspectos «positivos», que evalúa con el rasero de sus propios criterios, como demuestra este muy revelador, «profético» incluso, párrafo: Nuestra obra, destinada a popularizar el tema de las expediciones santas, debe tomar a nuestro entender un carácter de utilidad e interés en el tiempo presente, cuando los pueblos de Occidente se vuelven de nuevo hacia las regiones orientales. En Europa, los espíritus están ahora llamados a comprender mejor de lo que se ha hecho hasta la actualidad todo lo bello y social que hubo en las cruzadas. Sería una deplorable pobreza de criterio ver en estos acontecimientos sólo groseras supersticiones, una piedad ciega mezclada con hazañas inútiles. La Edad Media se armó de pronto, en nombre de la religión, único patriotismo de esos viejos tiempos, para ir a rechazar hasta las profundidades de Asia a los innumerables pueblos musulmanes que amenazaban Europa con una espantosa invasión. Su gran ambición fue, primero, liberar Jerusalén, porque Jerusalén era como el centro moral desde el que la
verdad se había extendido por el mundo, y la liberación del Calvario debía ser la gran victoria obtenida sobre los bárbaros hijos de la noche. La sublime esperanza de las cruzadas era la conquista de Oriente en beneficio del cristianismo, era la unidad cristiana estableciéndose en la tierra y conduciendo a la gran familia humana hasta la caridad, la paz, la luz.13
El propio J.-F. Michaud intenta, con mesura a su entender, hacer un balance equilibrado de las cruzadas condenando de entrada los excesos de las dos tesis anteriores, la de Voltaire, que las vilipendia, y la de los neoconservadores, que las revalorizan. Para él, las cruzadas son ante todo un impulso de fe de todo el pueblo cristiano que se pone en marcha tras la llamada del Papa para liberar los Lugares Santos, ciertamente, pero también para liberar a los cristianos de Oriente del yugo musulmán, aflojar su cerco y hacer triunfar la fe cristiana, única capaz, a su modo de ver, de ofrecer al mundo el progreso, la civilización y la paz. Para juzgarlas mejor y poner en la balanza los aspectos positivos y negativos de las cruzadas, propone a sus lectores hacer dos suposiciones contrapuestas. Primera suposición: ¿qué habría pasado si las cruzadas hubieran tenido pleno éxito? Como antaño, bajo la Paz romana, habrían reinado en esas regiones una lengua única, leyes justas, la paz y la prosperidad debido al florecimiento del comercio, de las artes y las ciencias; entonces, prosigue nostálgico ante la evocación de ese radiante porvenir lamentablemente truncado, «Egipto, Siria y Grecia se convertirían en colonias cristianas; los pueblos de Oriente y de Occidente caminarían juntos en la civilización; la lengua de los francos penetraría hasta el extremo de Asia; las costas berberiscas, pobladas por piratas, habrían recibido las costumbres y las leyes de Europa, y el interior de África no sería ya desde mucho tiempo atrás una tierra impenetrable para las relaciones del comercio y las investigaciones de los sabios y los viajeros». 14 ¡Qué felicidad perdió el mundo debido al fracaso parcial y final de las cruzadas! Segunda suposición: ¿qué veríamos si la cruzada no se hubiera producido? Entonces, las potencias sarracenas habrían subyugado a las naciones europeas, una tras otra, y Europa, conquistada y avasallada, habría sido condenada al inmovilismo, la ignorancia, la miseria, el subdesarrollo. «¿Quién de nosotros no se estremece al pensar que Francia, Alemania, Inglaterra e Italia podrían sufrir la suerte de Grecia o de Palestina?»15 ¿Cómo no percibir, a comienzos de nuestros siglo XXI, el alcance profético de semejante lenguaje y su reutilización ideológica y política?
Luego, al analizar lo que las cruzadas –tal como se produjeron realmente, a pesar de sus lagunas y de sus fracasos– aportaron al mundo, a Europa, a Francia sobre todo, Michaud subraya que fortalecieron la noción de nacionalidad y sellaron la alianza del pueblo y de su rey. Finalmente, tras haber evocado las consecuencias «benéficas» de las cruzadas, que habrían favorecido el florecimiento del comercio y de las ciencias, el autor concluye su obra con unas palabras que resumen su espíritu: «Lo más certero que puede decirse de las cruzadas es que fueron el primer paso de la sociedad europea hacia su gran destino […]. Entre esas grandes revoluciones que la Providencia dirige, debe incluirse sin duda la revolución de las cruzadas, cuya marcha nada ha podido detener hasta hoy y que, con formas diversas, con móviles distintos, tiende siempre al mismo objetivo moral, la civilización de los pueblos bárbaros y la reunión de Occidente y Oriente».16 Apenas caricaturizaremos si afirmamos que para Michaud, como para la mayor parte de los pensadores europeos del siglo XIX, la cruzada fue benéfica porque inició el gran movimiento ininterrumpido que lleva al triunfo de la «civilización» (europea) sobre la «barbarie» (islámica) y a la unión de Oriente y Occidente bajo la égida de un solo pastor, el de la religión católica. Los cuadros de la Sala de las Cruzadas, creada en Versalles por iniciativa de Luis Felipe y abierta al público en 1843, al igual que los grabados de Gustave Doré realizados en 1877 para la Historia de las cruzadas de Michaud,17 ilustran a las mil maravillas esta visión del mundo que impregnaba los espíritus en la época del renacimiento nacionalista y religioso, así como del colonialismo moralmente justificado por la misión civilizadora de Europa. La cruzada se percibía entonces como el primer movimiento liberador de Occidente, el primer paso de una marcha hacia delante que llevaría a Europa, y en particular a Francia,18 al lugar que, por así decirlo, la Historia le había reservado: el primero. Este lugar conllevaba una misión: la de someter al mundo, por las armas si era necesario, para aportarle los beneficios de la civilización, la paz, leyes justas, la verdadera religión y la prosperidad. En cierto modo, la felicidad en este mundo y el paraíso en el otro.19 Sin compartir por completo esta visión de las cosas, René Grousset, en su gran y preciso fresco redactado en 1936, sigue estando sin embargo muy impregnado de ella. Ve en la cruzada un episodio de la eterna «cuestión de Oriente» que no ha dejado de plantearse a lo largo de la Historia, la secular lucha
de Asia y Europa. Los acontecimientos del inicio de la Edad Media, escribe, anunciaban ya, en aquel momento, los que conoce ahora nuestra generación, a saber: «La próxima revancha militar de los asiáticos sobre las naciones blancas». A finales de la Antigüedad, «el triunfo súbito, inaudito y fulminante del islam a mediados del siglo VII sólo fue el mar de fondo que empujaba esa marea ascendente».20 Esta comparación de dos épocas separadas por casi un milenio le lleva a hablar de la «Francia del Levante». Grousset ve en la cruzada iniciada por Urbano II «la muy meditada obra de un pontífice genial con vistas a la defensa de Occidente». Para él, las cruzadas sólo son «una de las manifestaciones, espiritual y política al mismo tiempo, de ese inmenso movimiento que es concretamente el primer renacimiento de Europa tras la caída del Imperio romano». De su pluma nace una nueva comparación de las ideologías: «La cruzada, como oleada mística y movimiento de idealismo internacional, desempeñó en la fundación de los Estados francos de Siria el mismo papel que el idealismo paneuropeo de nuestros primeros revolucionarios en la fundación del imperio francés».21 Ideología, idealismo, idealización… Mientras que en su obra principal describe minuciosamente los episodios de las cruzadas entendidas en el sentido tradicional del término (en sus tres grandes volúmenes trata sólo las empresas occidentales dirigidas hacia Oriente, entre 1095 y 1291), su percepción de la cruzada como «defensa de Occidente» le lleva a ampliar el sentido de este término a la «Reconquista» española. Escribe sin ambages: «Por otra parte, la cruzada, si entendemos por ello la defensa de la Latinidad contra el islam, no comienza en absoluto, como enseñan los manuales, en Levante y en 1097, sino en la primera mitad del siglo XI y en el extremo Occidente (en España), donde Gregorio VII alentó el enrolamiento de los barones franceses bajo la bandera de la “Reconquista”».22 Se plantea así la cuestión de las «cruzadas antes de la cruzada», sobre la que volveremos.23 *** A este respecto, la segunda mitad del siglo XX marca una ruptura, incluso una inversión de las percepciones. Esta inversión, sin embargo, sólo ha reforzado la tendencia a la ampliación del concepto de cruzada. La euforia cientificista, la religión del progreso y la creencia en la misión civilizadora de Europa recibieron crueles heridas durante la Primera Guerra Mundial, con la hecatombe de Verdún
y el inútil sacrificio de vidas humanas, las de los «campesinos» de las campiñas de la metrópoli y (¡ya!) las de los «indígenas» de la Francia de ultramar, sacrificios que posteriormente se acentuarían. La percepción positiva y optimista de esta misión no sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial, a Oradour-sur-Glane, a Auschwitz o a Hiroshima; los golpes de gracia le fueron propinados con ocasión de las guerras de independencia de Indochina a Argelia. ¡Inversión de tendencia! ¡Introspección intelectual y llamadas (conminaciones incluso) al arrepentimiento colectivo! ¡Ejercicio psicoanalítico y catártico, transposición contemporánea de las procesiones medievales de flagelantes! El colonialismo, exaltado antaño y justificado por la misión civilizadora de Europa en general y de Francia en particular, en adelante fue rechazado, vilipendiado y estigmatizado con el mismo énfasis y los mismos excesos que antes se habían puesto en glorificarlo. Antaño, a veces de modo hipócrita, ciertamente, se habían sacado a colación a los Lyautey y los Foucauld, los soldados de gran corazón y los celosos misioneros, los maestros, los médicos, los constructores de carreteras, olvidando de paso a los aventureros sin fe ni ley, a los traficantes de esclavos y a sus cómplices locales, a los mercaderes deshonestos y a los colonos codiciosos que hacían «sudar la camiseta». En adelante, gran parte de la opinión pública francesa, a la que al parecer ilustran las «élites intelectuales» impregnadas de arrepentimiento, se complace en la autoflagelación. Actualmente, esta percepción se generaliza y se banaliza tanto que se corre el riesgo de hacer que renazca de sus cenizas, más absolutista aún, la antigua ideología a la que intenta desplazar.24 El vilipendiado colonialismo, para los partidarios de esos vengadores, sólo puede estar por completo del lado del Mal, y Europa es responsable de todas las desgracias del mundo. Sobre todo Francia, que durante tanto tiempo mantuvo su yugo en África, el Magreb y el mundo musulmán. El péndulo de la Historia nos ha acostumbrado a estos puntos de rebote. En ese clima nuevo, la epopeya de la guerra santa, por un curioso pero lógico giro de las cosas, invierte el sentido de su simbolismo. La cruzada es considerada ahora la prefiguración del imperialismo europeo agresor del mundo «arabo-musulmán», y como tal es vilipendiada.25 La resistencia a los cruzados, especialmente la de Saladino, se ve en cambio exaltada por los movimientos nacionalistas árabes más extremistas, generosamente calificados de «progresistas» aunque se fundamenten en las tendencias más retrógradas.
Francia, más que cualquier otra nación, es conminada pues a reparar sus faltas. Y, en primer lugar, a reconocerlas y expiarlas, algo que a veces hace con aplicación, con delectación masoquista incluso, rascándose sin cesar su herida: el colonialismo.26 Por lo demás, una herida de la que esos arrepentidos denunciadores no son en absoluto responsables, como tampoco sus adversarios. Podría pedirse, de acuerdo con los mismos principios, que los judíos de nuestro tiempo (¡y así se ha hecho!) y los romanos de hoy se arrepintieran de haber hecho detener a Jesús y haberlo condenado, proceso que precisamente esos mismos inquisidores contemporáneos calificarían, con razón, de «medieval», en el sentido también erróneo de primitivo, cruel y estúpido. El debate sobre este tema no está cerrado; arrostra todavía hoy sus escorias, exageraciones, invectivas y condenas sumarias en nombre de las ideologías opuestas erigidas en verdad intangible. El historiador debe guardarse de semejantes pugnas y disputas verbales, salvo para denunciar sus excesos, sus derivas, la falsificación de la Historia en nombre de la ideología. Esta falsificación es habitual en las dictaduras políticas, pero también puede deslizarse, más pérfidamente, como consecuencia de la autocensura impuesta por la presión moral de lo «políticamente correcto». No faltan ejemplos recientes de esta práctica. *** Las variaciones en la percepción ideológica de la cruzada que acabamos de esbozar no han dejado de tener influencia en su definición. ¿Cómo ver en la cruzada un medio de hacer triunfar la fe de Jesús sobre la de Mahoma sin ampliarla a horizontes distintos a Jerusalén o, incluso, a Tierra Santa? ¿Cómo ver en ella un medio de aportar al mundo la civilización y la paz –o, al contrario, denunciarla como agresión de tipo colonial– sin identificarla con un conflicto más amplio, más abierto, tanto en el plano geográfico como en el cronológico? Así pues, a partir del siglo XX vemos cómo se desarrollan varias escuelas que dan de la cruzada definiciones muy divergentes. Las dos principales, que por lo general se llaman «tradicionalistas» y «pluralistas», se expondrán sólo sumariamente en este capítulo. El capítulo siguiente procurará precisar sus matices y las recientes correcciones.
La escuela llamada «tradicionalista», como su nombre indica, hereda la percepción restringida que se ha mencionado anteriormente. A su modo de ver, sólo merecen el nombre de cruzadas las empresas llevadas a cabo por el papado hacia Tierra Santa. Paul Rousset da de ella esta breve definición: «La cruzada es una guerra que goza de privilegios eclesiásticos y emprendida para recobrar los Lugares Santos».27 Este origen y este destino sirven de criterio. Paul Riant distinguía ya con precisión la cruzada de la guerra santa: «La verdadera cruzada debe tener el doble carácter de una guerra santa, predicada en nombre de la Iglesia, y de una expedición armada destinada a recobrar los Lugares Santos; a falta de uno de estos elementos esenciales, sólo tenemos, unas veces, una guerra religiosa, y otras, una expedición laica a Palestina». Y añade: «Sin esta distinción rigurosa, nos veríamos abocados a extender a proporciones ilimitadas la historia de las cruzadas, que se convertiría así en la historia de las guerras de religión, o más bien la de toda la Edad Media».28 Intuición profética de un gran erudito… Con esta perspectiva, la era de las cruzadas comienza en 1095 y termina en 1291 cuando cae San Juan de Acre, último bastión de los Estados latinos de ultramar. Se excluyen las expediciones al Báltico, la Reconquista de España contra los moros, las percusiones militares contra los herejes albigenses, la guerra contra los oponentes políticos del papado, las expediciones contra los otomanos en el siglo XV e incluso la «Grande y Felicísima Armada» católica española contra la Inglaterra protestante (1588), considerados como distorsiones de la idea original.29 Hay quienes consideran esta sencilla definición simplista; deja, además, algunas divergencias y cuestiones abiertas. Queda por saber, por ejemplo, cuál era la verdadera intención de la primera expedición de 1095 predicada por Urbano II. Carl Erdmann veía en la cruzada, así definida, una de las manifestaciones de la guerra santa desarrollada en Occidente, especialmente en la segunda mitad del siglo XI. El Papa quería ayudar al basileus Alejo Comneno a arrebatar a los turcos los territorios recientemente conquistados tras su victoria en Mantzikert (1071), seguida de la toma de Antioquía y de la conquista de Anatolia, que hacía gravitar su amenaza sobre la capital imperial, Constantinopla. Esta ayuda tenía como objetivo la realización de su política de unión de las Iglesias de Oriente y Occidente. El Papa, además, habría predicado ante todo la liberación de las «Iglesias» de Oriente, y no la del Santo Sepulcro,
aludiendo a Jerusalén y a sus Lugares Santos sólo con un objetivo de propaganda, por no ser el tema de la ayuda a Oriente bastante popular como para conmover a las muchedumbres. Jerusalén, incluso cuando se refiere a ella, habría pues constituido para el Papa el «término» de la marcha y no su verdadero «objetivo».30 Esta interpretación, rechazada durante mucho tiempo, encuentra hoy nuevos partidarios. Volveremos a ello. H. E. Mayer, el más ilustre partidario de la escuela tradicionalista en la actualidad, ha apoyado durante mucho tiempo esta tesis; parece un poco paradójica en él, puesto que Mayer se niega a ampliar el concepto de cruzada a las expediciones que no tuvieron por objetivo Oriente Próximo. Insiste en el aspecto de «peregrinación armada» de la expedición, pero excluye sin embargo Jerusalén de las primeras intenciones de Urbano II. A diferencia de Paul Rousset y H. E. J. Cowdrey, entre otros, que ponen de relieve el lugar central de Jerusalén en la prédica de la cruzada y en el pensamiento del Papa, siguiendo a Erdmann, Mayer afirma que fue el pueblo, y no el Papa, quien hizo hincapié en Jerusalén y la convirtió en el tema principal de la cruzada.31 Numerosos historiadores, incluso pluralistas, han adoptado parcialmente este punto de vista, y puede leerse muy a menudo que al propio Urbano II le asombró el éxito de su llamada, que incluso, en este punto, quedó desbordado por la multitud. La cuestión merece atención y se examinará más adelante a la luz de varios trabajos recientes. Se plantea una cuestión aneja, vinculada a la de la preeminencia de la liberación armada de las Iglesias de Oriente o la de los Lugares Santos de Jerusalén, y en especial del Santo Sepulcro. ¿Debemos incluir en las cruzadas las empresas que, sin ir a combatir a Tierra Santa, tenían como objetivo indirecto la «liberación de los cristianos de Oriente», debilitando o arruinando el poder de las potencias musulmanas que los dominaban? La cuarta cruzada, la de 1204, antes de ser desviada hacia Constantinopla por una serie de acontecimientos sucesivos y desembocar en el saqueo de esta ciudad y en la formación de un imperio latino de Oriente, muy probablemente tenía como objetivo desembarcar en Egipto para destruir allí la potencia tutelar de la región.32 La quinta cruzada (1217-1221) desembarcó en las riberas del Nilo y sitió Damietta para acabar con el poder egipcio; las dos cruzadas posteriores del piadoso rey San Luis, aunque se consideran modélicas, quedarían fuera de una definición en exceso estricta, pues el monarca desembarcó con sus cruzados en Damietta el 5 de junio de 1249
y fue hecho prisionero el 6 de abril de 1250. Su segunda expedición estaba también destinada a atacar Egipto, por vía terrestre en esta ocasión, a partir de la actual Túnez. El rey murió de enfermedad en lo que había sido la antigua Cartago, el 25 de agosto de 1270, si bien es cierto que pronunciando la palabra «Jerusalén».33 Nadie piensa sin embargo en excluir estas expediciones de la categoría de las «cruzadas». Otra cuestión estrechamente vinculada, y que se plantea también a las demás «escuelas» de las que hablaremos, es la siguiente: ¿qué hacer con la numeración tradicional de las cruzadas? Incluso reduciéndolas a las campañas prescritas por el Papa y notificadas por una bula que emana de la Santa Sede, su número se limita por lo general a los grandes «pasajes generales», y deja de lado las numerosísimas expediciones de menor envergadura que sin embargo tenían las mismas características que las precedentes. Esta numeración es además aleatoria y varía según los historiadores. Así pues, ¿hay que considerar como cruzada la expedición, por lo demás fructífera aunque esencialmente diplomática, llevada a cabo en 1220 por el emperador Federico II, excomulgado por haber tardado demasiado en llevarla a cabo? ¿Hay que englobar bajo el vocablo de «primera cruzada», como se ha venido haciendo hasta hoy, la expedición llamada «de socorro» de 1101? Los cronistas de la primera cruzada hablan a este respecto de «segunda expedición». Mejor será, en definitiva, renunciar a esta numeración arbitraria y limitarse a dar la fecha de la operación descrita. Es lo que se tiende a hacer hoy cada vez más. ¿Qué hacer, por otra parte, con la campaña militar que en 1107 dirige Bohemundo de Antioquía contra el emperador Alejo al frente de un ejército de «cruzados», reclutados en Francia con la conformidad del papa Pascual II, y predicada en presencia de su legado Bruno de Segni? En realidad, su objetivo era derribar el Imperio bizantino, considerado cismático, responsable de la pérdida de los cruzados de 1101 y principal adversario de los Estados latinos creados tras la primera cruzada. Su objetivo invocado era la defensa de lo adquirido por la cruzada, en particular el propio principado de Antioquía de Bohemundo, amenazado con caer en manos de los musulmanes; pero su objetivo real era apoderarse del trono bizantino que ambicionaba ya su padre Roberto Guiscardo.34 ¿Debe considerarse una cruzada auténtica y, en caso afirmativo, es a causa de su supuesto destino (socorrer a los Estados latinos en peligro) o del aval pontificio, que puede ponerse en cuestión?
A la escuela tradicionalista, como también a la mayoría de sus competidores o rivales, se le plantea también otra cuestión de mayor alcance: ¿qué hacer con los movimientos populares que se afirmaban suscitados por Dios para tomar el Santo Sepulcro, liberar Jerusalén o arrebatar a los musulmanes la Santa Cruz? Nacidos por lo general en el seno de la Iglesia, y con su apoyo inicial a veces, luego solían ser contemplados con suspicacia por las autoridades eclesiásticas debido a su carácter antijerárquico y subversivo. Están impregnados, no obstante, de lo que se ha denominado el «espíritu de cruzada» en sus aspectos más aceptables para nosotros en el plano moral, puesto que ese «pueblo bajo» pretendía tener éxito, gracias a la fe y al apoyo divino, en lo que los poderosos enviados por el Papa no habían podido llevar a cabo con sus armas.35 *** A diferencia de la precedente, la escuela «pluralista» rechaza la limitación geográfica y cronológica de la cruzada, que le parece arbitraria, y da de ésta una definición más bien amplia. Hace hincapié en los rasgos constitutivos de la cruzada que aparecen claramente con el transcurso del tiempo y acaban fijándose de modo definitivo cuando la Iglesia la convierte en una institución, lo que lleva a Christopher Tyerman a preguntarse, paradójicamente también, si existió sobre esta base una verdadera cruzada antes del final del siglo XII.36 La extensión geográfica y cronológica de la cruzada es asimismo muy elástica, como advierte, sin turbarse, Jonathan Riley-Smith: hay estudios recientes que llegan hasta 1521, 1560, 1588, 1700 o, incluso, 1798.37 Sería fácil llegar más lejos aún. En definitiva, según la tesis pluralista actualmente aceptada, es la Iglesia (y sobre todo el papado) quien debe definir la cruzada, puesto que es una institución de la Iglesia iniciada y promulgada por el Papa. Jonathan Riley-Smith es, sin duda, el historiador de las cruzadas más representativo de esta tesis. La ha expresado varias veces en términos muy claros.38 «Una cruzada era una guerra santa autorizada por el Papa, que la proclamaba en nombre de Dios o de Cristo»,39 escribe en 1990. En otra obra aparecida en la misma fecha, subraya la magnitud geográfica de ese concepto así definido y la multiplicidad de sus objetivos: «Una cruzada era una guerra santa llevada a cabo contra quienes eran
considerados como enemigos del exterior o del interior, cuyo objetivo era la recuperación de los bienes de la cristiandad o la defensa de la Iglesia y del pueblo cristiano».40 Sin embargo, con ello el historiador inglés sólo consigue constatar un hecho: el movimiento de cruzada fue institucionalizado por la Iglesia y, en particular, por el papado, que lo utilizó en su beneficio. Afirmación indiscutible. Pero no por ello la definición del concepto es menos discutible. Así definida, la cruzada no es más que una guerra santa que, sea cual sea su destino, se beneficia en adelante, al albur del papado, de la suprema sacralización adquirida por el carácter por completo innovador de la expedición iniciada en 1095.41 Es evidente, y nadie lo duda hoy, que la cruzada no nace así como así: surgida del movimiento de sacralización de la guerra en la cristiandad occidental, es pues, por ello, una guerra santa. Sin embargo, ambos conceptos no son equivalentes ni intercambiables. La cruzada es también otra cosa y algo más que una guerra santa. Presenta caracteres nuevos que no se encontraban antes en la guerra santa y que transforman su naturaleza e intensidad. La mayoría de estos rasgos –aunque no todos, como veremos– están vinculados a su destino, especialmente a la triple sacralidad de Jerusalén, que convierte la cruzada en una expedición «santísima». Al mismo tiempo, hay que subrayar la continuidad y la ruptura que existen entre estas dos nociones. Hace algunos años, al concluir un estudio sobre la guerra santa como formación de la guerra de cruzada, enuncié este doble rasgo en una definición intencionadamente lapidaria que preciso a continuación: «La cruzada es una guerra santa que tiene como objetivo la liberación de Jerusalén».42 Extender esa dimensión santísima a todas las guerras emprendidas por el papado para «bien de la Iglesia» no es más que un abuso de lenguaje, una sustitución de vocabulario y, sobre todo, una confusión de conceptos. En el fondo, este deslizamiento semántico no hace más que traducir la colocación, sobre las empresas avaladas por el papado, de un nuevo concepto mucho más movilizador, el de «cruzada». Con esta estratagema, la cruzada nacida de la guerra santa consigue a su vez, por una significativa inversión, englobar a ésta.43 La cuestión que debatiremos aquí no es, pues, saber si el papado se apoderó del concepto de cruzada hasta el punto de reservarse su definición y su uso (esto es una evidencia). Se tratará de dilucidar si este deslizamiento está –en el plano
de la historia–, justificado, y si es legítimo desde una perspectiva no dogmática y no confesional.
Capítulo 2 Nuevos «esquemas de lectura»
La Segunda Guerra Mundial no sólo modificó las relaciones de fuerza en los campos político, económico y militar. Aceleró también la evolución de las mentalidades y de las ideologías creadoras de nuevos enfoques en la interpretación de la Historia. Surgieron entonces nuevos métodos de interrogación de los hechos del pasado, bajo la influencia de estas ideologías, que a veces impusieron a los historiadores la utilización de nuevos «esquemas de lectura». Esta advertencia no es trivial. El efecto perverso de estos «esquemas» ha sido claramente demostrado, en el campo de la biología, por ejemplo, con respecto a la «lectura marxista» de la ciencia. Se trataba ante todo de demostrar la superioridad de la «ciencia proletaria» sobre la «ciencia burguesa». Este enfoque dogmático condujo en 1935 al «caso Lysenko», controversia mundial en torno a las tesis totalmente erróneas de este agrónomo soviético que, para hacer triunfar su causa ideológica, no vacilaba en falsificar sus experimentos.1 Incluso hubo una «lectura marxista de la Historia» que, aplicada a las herejías medievales, a la paz de Dios o incluso a la cruzada, se apoyaba en el dogma recibido del «sentido irreversible de la Historia» para explicar esos fenómenos recurriendo sólo al postulado fundamental de la lucha de clases, en una perspectiva puramente materialista.2 Como suele suceder, el péndulo de la Historia regresó con tanta más fuerza cuanto había sido lanzado demasiado lejos en dirección opuesta. La reacción contra esa lectura ideológica dominante –y deformadora– llegó de dos horizontes. Un horizonte «occidental cristiano», por una parte, principalmente católico y conservador, que subrayaba por el contrario la dimensión religiosa de la cruzada, apoyándose para ello en los documentos producidos por los propios
medios que lanzaron la llamada a la cruzada o respondieron a ella.3Y un horizonte «mundialista», «antioccidental» incluso, de inspiración o de tonalidad promusulmana, que denuncia la cruzada como pura expresión del imperialismo y el colonialismo europeos. En ambos casos, era –y sigue siendo– grande el riesgo de sustituir un esquema de lectura ideológico por otro igualmente deformador. Debido a ello, y de rebote, la propia interpretación de la cruzada se vio afectada. Una criba ideológica actuó inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, y más aún en la época de la guerra de Vietnam o de los conflictos «neocolonialistas» de África, tras los ataques conjuntos que, nacidos en los medios más diversos –y a veces opuestos–, reprochaban al Occidente considerado cristiano haber vuelto, hipócritamente, la espalda a sus principios básicos, predicando la paz y el amor mientras practicaban la guerra y la explotación de los pueblos. Los intelectuales en Occidente se dividieron, grosso modo, en dos campos, de los que voy a trazar, y espero que se me perdone, una imagen sumaria e inevitablemente caricaturesca. Unos, haciendo hincapié en el pacifismo o la no violencia como valor fundamental, vieron en la cruzada –y más generalmente en la guerra sacralizada y santificada por la Iglesia en el transcurso de los siglos– una desviación, una traición incluso, de los ideales y las enseñanzas del cristianismo primitivo. 4 Los otros, por el contrario, en grados muy diversos y con matices sobre los que vamos a volver, procuraron rechazar ante todo la acusación de desviacionismo. En los antiguos tiempos (si no desde la época de Cristo), la Iglesia no habría rechazado el uso de la violencia, indispensable para hacer que triunfara una causa justa. Se hace entonces hincapié en la legitimidad de la «causa» defendida, el «fin» que justifica el uso de los «medios». El recuerdo de la necesaria lucha contra las horribles fechorías de las dictaduras y la mera evocación del nombre de Hitler aportaban a esta posición un considerable apoyo. Esta idea, como subraya Riley-Smith, fue, sin embargo, mal aceptada por gran parte de la «cultura» moderna. A ésta, siguiendo la estela de las Luces, del protestantismo liberal y del humanismo, le repugna la idea de conferir al uso de la violencia un valor positivo.5 Sin embargo, los historiadores influidos por la ideología pacifista se equivocan, prosigue el mismo autor en otro artículo, cuando adoptan esta actitud de reprobación moral de la ética de cruzada. No ayudan a comprender por qué unos hombres «sinceros y morales» creyeron que la violencia era entonces buena y exigida por «fidelidad a san Pedro», como
atestigua un vasto corpus de textos sobre el tema, sistematizado en síntesis a finales del siglo XI por canonistas como Anselmo de Lucca, Juan de Mantua o Yvo de Chartres, que están en el origen de la definición del concepto de guerra usta, de guerra santa incluso, o en todo caso, en aquella fecha, del uso legítimo por parte de la Iglesia del derecho de guerra.6 Es muy evidente, como he intentado subrayar en diversos trabajos, que a finales del siglo XI la idea de guerra santa, tras un proceso evolutivo de más de mil años, llegó en cierto modo a la madurez, abriendo así el camino a la idea de cruzada que la prolonga y la supera.7 La Iglesia la expresó y difundió de muchos modos y, aunque no era todavía admitida por completo por todos en aquella fecha, los laicos que la adoptaron compartían naturalmente sus «valores». Así pues, la cruzada es realmente una ideología.8 Para estudiar de un modo válido y comprender el fenómeno de la cruzada y los motivos de quienes la predicaron o participaron en ella, es preciso, pues, tener con ellos cierta «empatía», no negar a priori que los cruzados pudieran ser impulsados por verdaderos «ideales».9 Quienes tomaron la cruz, al igual que sus familias, que aceptaron por ello grandes sacrificios financieros, lo hicieron por motivos idealistas. El mismo éxito de la predicación de la primera cruzada demuestra que este ideal respondía a las aspiraciones de gran parte de los laicos de aquel tiempo.10 Habrá que tener en cuenta este hecho para intentar dar una definición satisfactoria de la cruzada. Limitémonos de momento a plantearlo a modo de paradoja: el ideal de cruzada influye en su definición. La cruzada es en efecto una ideología de naturaleza religiosa y sus motivos son, en lo esencial, de naturaleza «idealista» (más que «espiritual»). Lo acepto de buena gana, y precisamente por esto un historiador desprovisto de cualquier sensibilidad religiosa me parecería poco apto para estudiar de modo convincente un fenómeno de este orden. Pero «comprender» no es «aceptar», y menos aún compartir o aprobar. En efecto, si la empatía se lleva demasiado lejos, nos arriesgamos a transformar la Historia en arsenal de propaganda ideológica. Ahora bien, parece que desde hace varios años se haya desarrollado una tendencia que va en esta dirección. Desemboca en las tesis que ven en los actuales conflictos un choque de culturas, un episodio del combate del Bien contra el Mal, estando el Bien, naturalmente, en su propio bando y el Mal en el otro.
Esta interpretación de tipo dualista, sin embargo, está manifiestamente presente en buen número de escritos eclesiásticos medievales de la cristiandad occidental, por no decir en todos. Justifica el uso de las armas y de la coacción contra todos los «adversarios del Bien», es decir de la Iglesia católica dominante. La idea ampliada de guerra santa nació de ello. Reina a lo largo de toda la Edad Media y se perpetúa en las guerras de religión. Esta «mentalidad totalitaria» no ha desaparecido por completo en nuestra época; parece incluso que inicia con mucha fuerza un regreso, tanto en los medios musulmanes radicales como en los medios cristianos ultraconservadores, a pesar de que su génesis, en Occidente al menos, se expresa en una forma generalmente más «civilizacional» que confesional o incluso religiosa. Tiende a banalizar la idea de guerra santa y a considerarla inherente a toda religión. Tiende también a confundir las dos nociones de guerra santa y de cruzada, confusión que permite dar valor a la primera atribuyéndole los rasgos, muy particulares y excepcionales, de la segunda. ¿Es la idea de guerra santa, en el Occidente cristiano, antigua y, por así decirlo, «natural», genética? Ya en este punto las interpretaciones divergen e interfieren en la percepción de la cruzada, y por consiguiente en su definición. Sostengo por mi parte que la sacralización de la guerra en la cristiandad occidental nada tiene de natural. Es el resultado de una evolución lenta pero continua que desemboca, tras casi un milenio, en la noción de guerra santa primero, y de cruzada más tarde, mediante una verdadera «revolución doctrinal» llevada a cabo por la Iglesia.11 Por el contrario, Thomas Deswarte, por ejemplo, niega esta revolución, pero ve en la guerra santa un nuevo concepto belicista nacido de la prédica de la cruzada por Urbano II, que la transforma además en un medio de salvación.12 Esta percepción invierte el curso generalmente admitido de la evolución de los términos. La guerra santa se desprendería de la cruzada, y no a la inversa. Otros autores confunden alegremente ambas nociones y hablan indistintamente de guerra santa o de cruzada, o amplían tanto el concepto de cruzada que éste se basta a sí mismo y hace inútil el empleo de cualquier otro término. El concepto de guerra santa no está mejor definido que el de cruzada, lo que permite a veces numerosas amalgamas. Sin embargo, aunque la expresión «guerra santa» es relativamente tardía, precede en mucho la aparición del término «cruzada», y puede considerarse que el concepto existe en cuanto la
participación de un individuo en una empresa bélica es percibida, como una acción no sólo legítima y loable, sino también piadosa y capaz de procurar recompensas espirituales. En una palabra, cuando es «sacralizadora» y ofrece a quienes la llevan a cabo un aumento de «santidad».13 *** Evidentemente, una definición dogmática y confesional de la cruzada complace a los integristas de ambos bandos. Definirla a partir de su institucionalización pontificia ya llevada a cabo supone, además, enunciar esta tautología: «Una cruzada es una expedición así considerada por el papado». Sin embargo, ésta es la tendencia que se expresa sin ambages ni complejos en varios trabajos recientes, que adoptan la definición muy jurídica y eclesiástica de la cruzada elaborada por los canonistas católicos para justificarla en todos sus aspectos y todas sus direcciones. Esta posición ya la expresa claramente el célebre especialista en derecho canónico Hostiensis en su Summa Aurea, concluida a mediados del siglo XIII. Para él, como para los canonistas precedentes a los que cita, el Papa, como jefe de la Iglesia, ha recibido de Dios todo poder, tanto en el campo espiritual como en el temporal, según la tesis ya antigua y tradicional ahora de las «dos espadas» de san Pedro. Precisa que este poder se extiende tanto en el interior de la cristiandad como en el exterior. Así el papado, como jefe institucional de la Iglesia, justifica moralmente el uso de la violencia armada, en nombre de los principios combinados de la guerra santa y la guerra justa. Con todo el derecho, pues, la Iglesia combate a los sarracenos y a todos los demás enemigos de Cristo, los herejes, los cismáticos o los apóstatas. Basándose en los mismos fundamentos, Hostiensis justifica el uso de la cruzada tanto contra los enemigos «del interior» como los «del exterior». En efecto, escribe, «si la cruzada en ultramar es y debe ser predicada por el Papa para recobrar o preservar Tierra Santa, la cruzada contra los cismáticos de este lado del mar debe predicarse con más fuerza aún para preservar la unidad de la Iglesia. Pues el Hijo de Dios no vino al mundo y sufrió la cruz para adquirir tierras, sino para liberar a los cautivos y llevar a los pecadores al arrepentimiento».14
La cruzada, tanto en Europa como en ultramar, es pues un instrumento legítimamente puesto en manos del Papa, único habilitado para promulgarla. Como vicario general de Cristo, es el único depositario del poder supremo, el único dueño del voto de cruzada, el único que puede conferir la indulgencia, que puede responder de la fe y plantar cara con este medio a los peligros que amenazan a la Iglesia, tanto en el interior como en el exterior de la cristiandad.15 *** Sin embargo, un historiador del derecho eclesiástico tan reputado como Michel Villey concluía, en 1942, que sólo el estudio de la historia de su elaboración (y no la mera consideración de su estado de consumación) podía ilustrar la cuestión y ayudar a distinguir la cruzada de la guerra santa de la que ha nacido.16 La mayor parte de los pluralistas fueron sensibles durante mucho tiempo a esta argumentación, e intentaron demostrar que la ampliación del concepto inicial por el papado no la había desnaturalizado. Antes de llegar a esta definición radical que, por su propia radicalidad, acaba con todo debate, algunos historiadores del movimiento pluralista exploraron otras vías, intentando poner de relieve las permanencias, las dimensiones comunes a todas esas empresas al hilo de su extensión. Así ocurre con el voto de cruzada, del que James A. Brundage mostró que su evolución fue lenta y gradual.17 O también con el uso de la cruz, que por lo demás no parece haberse aplicado siempre sistemáticamente a las «cruzadas» en un sentido amplio.18 Esos mismos historiadores intentaron también, durante mucho tiempo, demostrar que los contemporáneos, por su parte, no establecían diferencia alguna entre las cruzadas de ultramar y las que el papado dirigía en la Europa cristiana contra los herejes, cismáticos o refractarios a la autoridad pontificia. 19 Según Norman Housley, el más firme partidario hoy de la noción pluralista de la cruzada, las impugnaciones de esta ampliación (en especial en lo referente a las «cruzadas» contra los enemigos políticos del papado) habían sido muy exageradas, pues no habrían sido más frecuentes que las críticas contra las cruzadas de ultramar.20 Sin embargo, esta opinión no es unánime. Maureen Purcell demostró muy bien la implacable lógica del proceso de asimilación, pero también su absurdo. Lógica implacable porque, desde Gregorio VII, la causa papal y la de la Iglesia son tan estrechamente confundidas por los teóricos del derecho canónico que los
adversarios del Papa se convierten ipso facto en los enemigos de la Iglesia, y en consecuencia pueden ser, por ello, objeto de una «cruzada» en su contra. Le era así lícito al papado predicar una cruzada por sus propios intereses, contra cualquiera de sus adversarios o rivales. Contra el emperador Federico II, por ejemplo, a partir de 1228, cuando amenazaba los intereses políticos y territoriales del Papa, o para defender o reconquistar los territorios reivindicados por el papado con el pretexto de asegurar la defensa y salvaguardar la «unidad de la Iglesia», como en el caso de la «cruzada de Sicilia» (1265-1266) llevada a cabo por Carlos de Anjou. Esta autora añade que, a finales del siglo XIII, «Bonifacio VIII llevó hasta el colmo el absurdo del uso de una cruzada como instrumento destinado a obtener un objetivo estrictamente papal, más que universalmente cristiano: la declaración de una cruzada contra los Colonna, que estaban comprometidos en una pura vendetta familiar contra el Papa».21 Se corre entonces el riesgo de una implosión de la noción de cruzada, por ejemplo cuando hay cisma y conflicto de un Papa contra un antipapa… No puede negarse a este respecto la existencia de una deriva real. ¿Deben percibirse semejantes empresas como «variantes genéticas» en el interior de la misma especie de «cruzada» definida, a toro pasado, de modo lo bastante amplio como para poder incluir en ella estas profundas variaciones sin rebajarla? ¿O por el contrario debe admitirse que estas variaciones son aberrantes y apartan de tal modo el fenómeno afectado por ellas del tipo morfológico básico que define la cruzada que, entonces, es conveniente encontrar otro término para designarlas? ¿O también clasificarlo en una categoría más amplia ya existente, en este caso la categoría «guerras santas», incluso «guerras sacralizadas» o «guerras de religión»?22 El muy pluralista Norman Housley no está lejos de adoptar este punto de vista cuando acepta que, ya en el siglo XIV, el Papa extendió incluso la idea de que quienes combatían en las guerras monárquicas (anglo-francesas, por ejemplo en la guerra de los Cien Años) eran asimilables a los crucesignati («cruzados»), hasta el punto de que pudo hablarse de «cruzadas nacionalistas».23 De hecho, se trata del proceso de sacralización habitual de las guerras llevadas a cabo por la causa que se adopta, proceso que recupera para ello, por amalgama, todos los valores ideológicos disponibles. Para justificar el apelativo de «cruzada» atribuido a empresas tan diversas, varios historiadores procuraron poner de relieve la permanencia de otros elementos considerados fundamentales, en particular el de «indulgencia».24
Durante mucho tiempo, los historiadores pluralistas intentaron demostrar que la remisión de los pecados confesados a quienes tomaran parte en esa expedición sería el factor común esencial de todas las cruzadas; su marcador genético, por así decirlo. La indulgencia sería así uno de los mejores criterios de determinación que permitiría definir una cruzada. En otras palabras, y esquematizando, donde hubiera indulgencia, habría cruzada. Convenía, pues, demostrar, en esta perspectiva, que la indulgencia vinculada a la dirección de una expedición armada no se confirió antes de 1095, salvo si debe concederse este apelativo a las empresas que, antes de esa fecha, se beneficiaron de esta promesa. Sobre esta base, en gran parte, pudo hablarse de «cruzada» (púdicamente llamada a veces «precruzada») con respecto a la «Reconquista» española, que, en la segunda mitad del siglo XI, bajo la influencia de Cluny y del papado, adopta cada vez en mayor medida matices ideológicos de guerra santa que no tenía en absoluto durante la época carolingia y muy poco antes del año mil.25 Los partidarios de esta tesis se apoyaban en algunas cartas del papa Alejandro II que, treinta años antes de Urbano II, alentaba a los cristianos a participar en la lucha armada contra los moros en España, les animaba a confesar sus pecados y, por la autoridad de la sede apostólica, anulaba su penitencia y les garantizaba la remisión de sus faltas. 26Vinculada o no (eso todavía se discute) a la toma de Barbastro en 1064 por una expedición que se tenía de buena gana por internacional, esta promesa era considerada fundacional. No era sólo una bendición papal de los participantes en una expedición armada contra los sarracenos de España, sino una remisión de las penitencias requeridas por sus pecados, anunciadora de la que Urbano II pronunció en Clermont en 1095.27 Sin embargo, la interpretación de estas cartas es muy discutida, tanto por los tradicionalistas como por los pluralistas, como veremos más adelante. El propio significado de la indulgencia proclamada en Clermont en 1095 sigue siendo objeto de numerosos debates, al igual que la búsqueda de las primeras manifestaciones de esta costumbre. También aquí los propios historiadores pluralistas han admitido y puesto de relieve una evolución del sentido. Para Jonathan Riley-Smith, por ejemplo, en Clermont Urbano II no habría proclamado un «privilegio espiritual» (lo que más tarde se convertirá en la indulgencia), sino una «guerra penitencial» cuya «pena» o penitencia se consuma por los propios esfuerzos de los participantes en esa lejana y difícil
expedición. Se trataría entonces de una simple conmutación de penitencia. Según este crítico, el único «embrión» de indulgencia con un significado de «privilegio espiritual» que podría advertirse en la prédica y los mensajes de Urbano II sería una afirmación mencionada por Fulquerio de Chartres y Baudri de Bourgueil: quienes no llegaran hasta el fin de su «peregrinación» y murieran por el camino tras haber tomado la cruz también obtendrían la remisión de sus pecados. Estamos pues lejos de la doctrina de la indulgencia. Por lo demás, en las cartas de los primeros cruzados no habría tampoco referencias a un privilegio espiritual, a pesar de algunas furtivas alusiones a méritos que van en el sentido del futuro «tesoro de los méritos» que están en la base de la doctrina de las indulgencias.28 Hoy, los historiadores y los teólogos están generalmente de acuerdo en afirmar que la indulgencia plenaria vinculada a la cruzada es el resultado de un desarrollo del siglo XIII. El papel de la indulgencia no es pues aceptado por los pluralistas como un criterio real de determinación de la cruzada, ni en su principio ideológico, ni en su limitación cronológica. ¿Es más determinante el papel del Papa en esta iniciativa? No puede afirmarse, pues este papel es a veces discutido por los propios historiadores pluralistas. Como la indulgencia, no basta para definir la cruzada, como puso de relieve Christopher Tyerman: entre 1095 y 1187 conocemos numerosas partidas de cruzados e incluso algunos «pasajes generales» en los que el Papa desempeñó un papel muy reducido. Según este historiador, la ausencia de control del Papa sobre la cruzada sería incluso un rasgo constante en la Edad Media, especialmente en el siglo XII, que no vacila en llamar, no sin cierto exceso, «la edad oscura [Dark Ages] de la cruzada». Ésta no es pues, aún, una institución a finales de este siglo, hasta el punto que podemos preguntarnos, siguiendo el título de su provocador artículo, si existieron realmente «cruzadas» antes de finales del siglo XII.29 También podemos preguntarnos lícitamente, en la misma tesitura provocadora, si las hubo después.30 Estas reticencias no impidieron al propio Christopher Tyerman, convertido a la tesis pluralista radical, dar esta definición «sintética» de la cruzada en un libro reciente: Lo que hoy denominamos cruzada puede describirse como una guerra que responde a una orden de Dios, autorizada por una autoridad legítima, el Papa, quien, en virtud del poder que se consideraba que le había sido conferido como vicario de Cristo, identificaba el objetivo de la guerra y ofrecía a quienes
la emprendían la plena remisión de las penas de los pecados confesados y un conjunto de privilegios temporales que incluían la protección de su familia y de sus propiedades, la impunidad ante la persecución de la ley y los intereses de las deudas. Los beneficiarios ganaban estos privilegios pronunciando un voto simbolizado por la adopción ritual de una cruz bendecida por un sacerdote, y que llevaba sobre un vestido; este voto era a menudo pronunciado en términos semejantes a los de una peregrinación.31
Es decir, de modo más conciso: una cruzada es una empresa que el papado considera como tal. Puede calificarse de definición sintética. De hecho, se trata de una excelente y precisa definición «confesional» de la cruzada tal como aparece no a finales del siglo XII, sino mucho más tarde aún, cuando se convirtió en una verdadera institución eclesiástica. El concepto de cruzada está por aquel entonces más que clericalizado. Está totalmente integrado en un sistema autonormado. Semejante definición no es sino el fiel reflejo de la que elaboró la Iglesia católica sobre la base de los documentos eclesiásticos que, salidos de sus filas y seleccionados con este fin, justificaban su uso y ampliación. Convierte así la cruzada en un instrumento por completo en manos del papado. Aunque esta definición no sea artículo de fe y no haya sido nunca objeto de una declaración pontificia hablando ex cathedra, puede comprenderse que predisponga a los católicos a acogerla favorablemente y a adherirse a ella. Del mismo modo, puede comprenderse que un historiador no católico, o incluso no cristiano, agnóstico o ateo, no se sienta obligado a adoptarla. *** ¿Cómo explicar semejante repliegue de los historiadores pluralistas en lo referente a una definición que puede calificarse de confesional, pues coincide con la de los canonistas más intransigentes de la doctrina católica medieval? Por supuesto, no se trata aquí de cuestionar la honestidad intelectual de los historiadores pluralistas, ni de acusarlos, en su mayoría al menos, de intentar a toda costa, con argumentos históricos seleccionados para ello, justificar la posición adoptada desde siempre por la Iglesia católica. Los historiadores aquí citados son eruditos respetables a quienes no pienso ni por un momento acusar de falsificar la Historia ni de triturarla para hacerla entrar en categorías de pensamiento que les serían impuestas por su pertenencia a una Iglesia, una filosofía, un partido o una escuela, o incluso por sus propias convicciones
religiosas personales, aunque evidentemente éstas desempeñan un papel en la actitud de cada uno de nosotros. Subrayo en cambio tres elementos que pueden invitar a un reexamen de esta definición admitida con demasiada facilidad. 1. Esta definición tiene un alcance ideológico funesto. Conduce a valorizar y a sacralizar en un grado sumo todas esas guerras que, en la Edad Media e incluso más allá, fueron avaladas por la Iglesia y llevadas a cabo por los cristianos en beneficio de su religión, fueran cuales fuesen los adversarios, el destino geográfico o los móviles profundos. Hay ahí un fenómeno de modelización. Es muy grande el riesgo de ver cómo esa adhesión declarativa, por muy formal que sea, es «recuperada» (a costa de una amalgama intelectualmente discutible pero fácil y eficaz) por los partidarios extremistas del «choque de culturas». Frente a las exageraciones caricaturescas de los sistemáticos despreciadores de Occidente, vemos así levantarse a sus incondicionales defensores que, como en la época de las cruzadas a las que se refieren de buena gana y movidos por un totalitarismo religioso del mismo orden, reivindican la señal de la cruz y predican la lucha por la defensa de Occidente en nombre de una cristiandad amenazada. 2. Se apoya en un a priori metodológico discutible. El presente capítulo ha puesto sumariamente de relieve los fallos y las lagunas de las dos principales tesis expuestas. La tesis tradicionalista puede ser tachada de tautología al afirmar sin ambages que las únicas cruzadas verdaderas son las que se dirigían a Tierra Santa. Del mismo modo, la tesis pluralista no escapa a este reproche en la medida en que su definición de la cruzada se basa en los rasgos que la empresa inicial acabó adoptando al cabo de su transformación en institución eclesiástica, aunque intervinieran múltiples retoques y variaciones que modificaron sus rasgos característicos. Ahora bien, estas modificaciones son reales y reconocidas hoy por todos los historiadores, incluidos los pluralistas. Por otra parte, éstos no las discuten ya, pero admiten su licitud y su adecuación al concepto de cruzada, según una definición establecida precisamente sobre esta base. Hay ahí un círculo de razonamiento que no puede eludirse. 3. Ambas tesis expuestas no consiguen resolver el problema planteado por la definición del concepto de cruzada. Pero esas dos escuelas no son las únicas, y no nos vemos obligados a elegir, en cierto modo, entre el fuego y las brasas. Más
exactamente, a falta de «escuelas» (término que sobreentiende un sistema de pensamiento relativamente dogmático y cerrado), existen otros enfoques, a menudo olvidados o desdeñados por los defensores de estas dos corrientes dominantes, que ponen de relieve hechos que se han tenido muy poco en cuenta o que presentan argumentos inéditos, ignorados, desdeñados o no comprendidos durante demasiado tiempo. *** Hay, pues, un modo de salir del atolladero. Una nueva vía que el próximo capítulo intentará esbozar.
Capítulo 3 ¿Cómo salir del atolladero?
Para salir del atolladero al que parecen arrojarnos las dos tesis principales anteriormente expuestas, debemos tener en cuenta ciertas interpretaciones más o menos nuevas que no siempre han recibido toda la atención que merecían. Una de ellas es la de Alfons Becker, el mejor especialista en Urbano II y en el pensamiento eclesiástico relativo a la cruzada en la época de su aparición. Este medievalista alemán critica la tendencia, excesiva a su entender, de los historiadores de ambos bandos a hacer hincapié en la dimensión penitencial de la cruzada predicada por el Papa en Clermont. Esta insistencia la convierte ante todo en una «peregrinación armada» y la vincula por ello a la indulgencia así definida. Alfons Becker subraya por el contrario, y con razón, su dimensión de guerra santa y la continuidad de la política pontificia. Urbano II desarrolló varias veces la interpretación teológica de la cruzada, la de un Dios que dirige la Historia y en la que la acción de los hombres debe insertarse, bien para llevarla a cabo (los fieles), o bien para oponerse a ella (los infieles, los enemigos de Dios en su conjunto). Precisamente en Clermont, el Papa intenta convencer a los laicos de aquel tiempo de que los caballeros pueden obtener su salvación de un modo distinto a renunciar al mundo y a las armas para entrar en el monasterio. Les anuncia que ha llegado la hora de una restauración cristiana, tanto en Oriente como en Occidente. La cruzada, por tanto, es para él ante todo una expedición de reconquista; la idea de peregrinación, por su parte, se habría desarrollado gradual, progresivamente, por el camino.1 Por lo que a mí se refiere, he compartido por completo la afirmación de la primera parte de esa definición, que refleja a la vez el pensamiento de Urbano II y, en gran medida, el de Gregorio VII veinte años antes.2 No creo en cambio que la idea de peregrinación (ni
tampoco, por lo demás, la de militia Christi, casi inversa, y la del martirio de los cruzados muertos por el camino)3 apareciera «durante el trayecto», sino, tal vez, como veremos en un próximo capítulo, en el pensamiento del Papa entre Piacenza y Clermont, entre marzo y noviembre de 1095, lo que es un «trayecto» muy corto en comparación con la Historia… Ernst-Dieter Hehl, discípulo de Becker, va más allá aún en esta dirección. Como Alfons Becker, convierte la cruzada en una de las expresiones de la política pontificia en la línea de la sacralización teológica de la guerra llevada a cabo por el «restablecimiento de la Iglesia» en un sentido muy amplio, lo que plasma perfectamente el movimiento de centralización monárquica que se impone por aquel entonces en la Iglesia romana, y que tiende a convertir al papado no sólo en la «cabeza» de la Iglesia, sino también en el «jefe institucional» de la cristiandad, el dueño de la «caballería» en vías de formación.4 En una obra reciente, rechaza las dos tesis, tradicionalista y pluralista, como si ambas fueran aún demasiado restrictivas.5 Para él, la cruzada es la propia expresión de la nueva interpretación de la guerra como medio lícito de llevar a cabo el plan de Dios. Los rasgos esenciales de una cruzada deben buscarse, pues, en la percepción que de ella tuvieron los cruzados, en consonancia con esta «teología de la reconquista», de realizar la voluntad de Dios en la tierra y ganarse, así, el perdón de sus pecados, con o sin la aprobación papal. Este último punto, pocas veces mencionado, me parece esencial porque le quita una parte al a priori doctrinal antes subrayado. Así, la «declaración pontificia» no sería ya el criterio determinante en la definición de la cruzada. Sin embargo, esta interpretación globalizadora me parece más adaptada al concepto de guerra santa en general, como veremos más adelante. No tiene bastante en cuenta los rasgos específicos de la expedición predicada en 1095, dirigida hacia Jerusalén; particularidad inicial que introduce en la cruzada nuevos elementos esenciales, aunque no están necesariamente asociados sólo a la peregrinación, como antaño se dijo en exceso. Inducen debido a ello a un considerable salto cualitativo en el orden de la sacralización. Esta dimensión de peregrinación atribuida a la cruzada por la mayoría de los historiadores, incluso por los pluralistas, está vinculada sobre todo al primer destino de la expedición, es decir, Jerusalén y los Lugares Santos, y en particular el Santo Sepulcro. Desde hace mucho tiempo, se atribuye a Urbano II el mérito
de haber realizado «la audaz síntesis de la guerra santa y la peregrinación». 6 A menudo se ha definido así la primera cruzada como una «meritoria peregrinación armada» y se ha atribuido la indulgencia prometida a esta dimensión que convierte la cruzada en un acto penitencial. Ciertamente, el concilio de Clermont proclama que, a quienes tomaran la ruta «movidos sólo por la piedad y sin intención de obtener gloria o beneficio», el viaje les sería considerado como penitencia. Jonathan Riley-Smith, pluralista, afirma sin embargo que este destino convertía la cruzada en una peregrinación y añade: «No cabe duda alguna de que, en Clermont, Urbano II predicó la cruzada como una peregrinación».7 Esta interpretación, clásica ya, ha sido vivamente discutida hace muy poco por Paul Chevedden. Éste reprocha a esos historiadores haber tomado ese camino sin salida por no haber «sabido traducir del latín una frase de tres líneas», la del canon de Clermont, que no incita a los cristianos a ir a liberar los «Lugares Santos», sino la «Iglesia de Oriente».8 Critica a la vez esa insistencia de la mayoría de los historiadores en la novedad de la indulgencia y en su presunto vínculo con la peregrinación. Como Erdmann y Becker, considera la cruzada como la continuación lógica de la guerra santa llevada a cabo por el papado contra el islam,9 que si bien se amplía en la segunda mitad del siglo XI con el movimiento de «liberación» de la Iglesia llevado a cabo por el papado gregoriano, se manifestó ya mucho antes de esta fecha en Occidente. Las indulgencias, afirma Chevedden, ya sean «remisión de las penitencias» o «remisión de los pecados» (que hoy se distinguen, pero que los cristianos de aquella época probablemente debían de confundir), fueron promulgadas mucho antes de 1095, con respecto a la expedición de Barbastro en 1063. Para este historiador, la novedad introducida por Urbano II no es la indulgencia de Clermont, sino el hecho de que, por primera vez (dejando aparte, añadiría yo, el abortado intento de Gregorio VII en 1074), el papado extiende la «cruzada» a la parte oriental del Mediterráneo. La «indulgencia de cruzada» sería pues la prolongación de la «indulgencia de guerra santa», de la que no debería disociarse. Como la cruzada, nació del conflicto en curso entre el islam y la cristiandad en el mundo mediterráneo, de la experiencia histórica de un largo conflicto entre ambas culturas.10 No habría entonces ruptura, sino continuidad. El cambio crucial no habría sido el abandono de la antigua posición de la Iglesia sobre la violencia o la aceptación de una nueva idea (la de una guerra-peregrinación), como Erdmann había imaginado
(seguido en ello por la mayoría de los historiadores de las cruzadas), sino la participación papal en la guerra contra el islam, esta vez en una posición de independencia y de liderazgo con respecto a las autoridades seculares de la época. Con la cruzada, el Papa toma claramente en sus manos la guerra santa contra el islam. Según Chevedden, el factor fundamental que transformó la guerra santa en cruzada no sería, pues, la asociación de la guerra y la peregrinación, como afirman la mayoría de historiadores desde Carl Erdmann, ni el estatuto especial de Jerusalén y de los Lugares Santos, como yo afirmo. Es el florecimiento del papado, que alcanza entonces una posición de liderazgo y de independencia en la cristiandad occidental. En dos palabras, es la «revolución papal».11 Este pertinente análisis debe ser examinado más adelante; tiene el mérito de situar una vez más la cruzada en su contexto natural de guerra santa, del que no puede disociársela sin riesgos. Critica con mucho acierto la teoría de una cruzada que habría nacido de repente en 1095 en una especie de big bang inicial. Comparto parcialmente, mucho más de lo que el autor cree, este punto de vista. Pero ¿debemos considerar por ello desdeñable el impacto psicológico e ideológico de Jerusalén en la formación del concepto de cruzada, en su percepción por el mundo laico de la época y, sobre todo, en la intensidad de su sacralización? Aunque resultara (y con razón esto se discute) que la indulgencia de cruzada promulgada por el papado no hubiera aparecido con respecto a una expedición de liberación de los Lugares Santos de Jerusalén ni ningún otro lugar de peregrinación, sino con ocasión de una campaña puramente militar dirigida contra los musulmanes de España (Al-Ándalus) más de treinta años antes de la llamada de Clermont, o incluso con antelación, no sería menos cierto que la expedición emprendida en 1095 presenta rasgos particulares, innovadores y fundacionales, distintos a la mera intensificación de la implicación pontificia, que es innegable, por otra parte. Lo que denominamos «primera cruzada» fue una guerra santa, pero no una guerra santa «ordinaria». Y, se quiera o no, es indudable que debe sobre todo a su destino final (si no a su proyecto original) sus caracteres particulares que, como ya he señalado, no la convierten sólo en una guerra santa, sino también en una guerra «santísima», como veremos más adelante.
Por ello, en cierto modo, esta primera expedición se convierte en la matriz de la que salieron todas las que, a continuación, la reivindican como modelo. Ese salto cualitativo en la sacralización crea verdaderamente el concepto de cruzada que en adelante sirve de referencia. Los papas que a partir de entonces intentan extender su uso a empresas diversas, tanto en Oriente como en Occidente, contra los musulmanes o contra los herejes o cismáticos, se refieren de continuo a la iniciativa de Urbano II como fundacional. No en vano identifican las recompensas espirituales ofrecidas a los participantes para convencerlos con las que este pontífice concedió a los primeros cruzados. *** A la inversa de esta interpretación muy generalizante de la cruzada, algunos historiadores han puesto de relieve dos importantes dimensiones de la expedición inicial que faltan a menudo en las guerras santas, por mucho que fueran calificadas de cruzadas. La primera es su dimensión «popular»; la segunda, su alcance escatológico o trascendental y, más generalmente, el lugar preponderante que se le concede en el desarrollo de la Historia Sagrada, realización del plan de Dios en el mundo. El historiador francés Paul Alphandéry se consagró sobre todo al espíritu de esta expedición de 1095-1099, espíritu que, a su entender, subsiste aún medio siglo más tarde;12 es un movimiento popular, mesiánico, una empresa «de salvación colectiva de tendencia escatológica y anárquica», a menudo al borde de la herejía. Según este autor, el movimiento se atenúa a consecuencia de sus fracasos (algo que, por lo demás, es discutible). Las cruzadas se transforman con el transcurso del tiempo, se convierten en operaciones militares dirigidas por los grandes, incluso en simples peregrinaciones armadas, mientras la multitud del pueblo bajo, que conserva en lo más hondo de sí mismo la idea de una salvación colectiva mesiánica, empuja la antigua cruzada, en una andadura nostálgica y utópica a la vez, a cada calamidad nueva. Este autor exagera sin duda esa doble dimensión «popular» y «anárquica» de la primera cruzada, presente sobre todo en una parte, sin duda importante, de sus efectivos. Pero no deja por ello de existir y hay que tenerla en cuenta. Además, esta dimensión se encuentra, en cambio, en otras expediciones «populares» que, desaprobadas por el papado (en gran parte debido a este carácter subversivo), fueron por ello excluidas del
concepto de cruzada al que, sin embargo, debían ligarse. Ésta es, también, una de las consecuencias de la adopción del postulado denunciado en el capítulo anterior. Más cierto es aún en la dimensión «escatológica» o trascendental, cuya presencia he demostrado recientemente, en todas las cruzadas dirigidas hacia Tierra Santa,13 incluso en la segunda, la menos escatológica de todas, la del rey de Francia Luis VII, en 1147. Ésta es en cambio (y esta advertencia no es menor) el ejemplo más manifiesto de una «peregrinación armada»; tan cierto es que el rey, su verdadero iniciador, la emprende sin duda como tal.14 Sería un gran error, pues, desdeñar sin más esa dimensión, que se ha desacreditado con excesiva facilidad asimilándola sin vergüenza alguna a los famosos «terrores del año mil» que son su deformación simplista y caricaturesca, impuesta antaño por Michelet. Esa «espera del fin de los Tiempos» es ridiculizada una y otra vez desde entonces, cuando no es negada, pasada por alto o marginada. Todavía lo es, erróneamente, en nuestra época.15 Paul Rousset alude también (y se olvida con demasiada frecuencia) a la continuidad que, al menos en el pensamiento del papa Urbano II, unía las instituciones de paz con su prédica de la cruzada. Como la paz de Dios, según el historiador suizo, la cruzada sería una «antiguerra», y no en vano el discurso del Papa en Clermont habría establecido este vínculo.16 Clermont, no lo olvidemos, era también y sobre todo un «concilio de paz», destinado a devolver su vigor a las instituciones creadas poco tiempo antes del año mil, por las que la Iglesia pretendía recuperar a las desfallecientes instancias políticas o, en todo caso, orientarlas según sus directrices. Su objetivo era restablecer en Occidente la paz turbada por las exacciones de los «caballeros» (milites) que, por su propia cuenta o por la de sus «patrones» y empleadores, los castellanos bandoleros, se entregaban a guerras intestinas que padecían en primer lugar todos los inermes, los que no llevaban espada. Se trataba de asegurar la protección de la vida y los bienes de los cristianos desarmados ante aquel «furor caballeresco», en una sociedad «feudal» donde las antiguas nociones de Estado y de bien público habían desaparecido.17 Una sociedad en la que se mezclaban sin fundirse aún por completo los antiguos valores pacíficos de la cristiandad primitiva y los valores guerreros atribuidos antaño a los «bárbaros germánicos» que habían puesto fin al Imperio romano. La Iglesia habría intentado con ello proteger a los humildes.
También, y sobre todo, quiso protegerse a sí misma. Porque las excomuniones y los anatemas caen principalmente sobre los señores que atentan contra los bienes, tierras y personas de los establecimientos eclesiásticos, sobre los que discuten sus derechos y tasas e imponen otros, en nombre de la protección de la población que supuestamente asumen. No son los caballeros en su conjunto quienes así se señala con el dedo, sino aquellos que, en los conflictos entre señoríos laicos y señoríos eclesiásticos, toman partido por los primeros contra los segundos. Por el contrario, quienes combaten bajo las banderas eclesiásticas para defender los intereses de iglesias y abadías son moral y espiritualmente valorizados, se les aseguran a la vez las oraciones de los monjes y la protección de los santos patronos, que de vez en cuando acuden a socorrerlos en su combate.18 Sea como fuere, y por muy caricaturesca que resulte la interpretación clásica de las instituciones de paz, muy discutida hoy, expresa sin duda un estado de hecho: la Iglesia del siglo XI está «implicada» en la vida temporal de aquel tiempo y en sus conflictos políticos y sociales, aunque sólo fuese por la magnitud de las posesiones territoriales y económicas de sus establecimientos, iglesias, obispados y abadías, y por la deliberada voluntad de sus prelados (sobre todo del Papa) de dirigir el mundo de acuerdo con sus principios, recordando a los poderosos su deber, que es someterse a sus preceptos en nombre de la superioridad de lo espiritual sobre lo temporal. Esta doctrina se ve especialmente afirmada en la segunda mitad del siglo XI por los papas de la reforma gregoriana. Es ilustrada hasta la caricatura en las tonantes declaraciones de los dictatus papae de Gregorio VII, que afirmaban que el Papa, sucesor de san Pedro, lugarteniente de Dios, ha recibido por derecho (de ure) todo poder en la Iglesia y en la entera sociedad cristiana, si no en el mundo entero.19 Su objetivo es instaurar el reino de la Iglesia de Dios en la tierra. Los historiadores han demostrado perfectamente que, en aquella fecha (1075), se trata de un programa «ideal», puramente utópico, teórico, irrealizable porque se oponen a ello fuerzas diversas. La primera de ellas es la resistencia política de los poderosos, reyes y príncipes laicos, comenzando por la del emperador germánico Enrique IV, que se niega a reconocer la supremacía pontificia y pretende defender, tanto con argumentos jurídicos como con las armas, sus prerrogativas de «soberano por la voluntad de Dios». De ello resulta un conflicto que, durante mucho tiempo aún,
opondrá el Imperio al sacerdocio. Prosigue durante la época de las cruzadas, y no es tampoco una coincidencia. De modo puramente retórico, el Papa y el emperador se disputan el derecho y el deber, pero también el monopolio de ir a conquistar Jerusalén a la cabeza de los ejércitos cristianos.20 La segunda es la resistencia ideológica y práctica de la caballería laica que, en vías de formación aún, tiene aspiraciones y usos muy a menudo incompatibles con los preceptos de la Iglesia. 21 La llamada de Urbano II en Clermont, lanzada por encima de la cabeza de reyes y príncipes en su mayoría por aquel entonces excomulgados, revela un intento del papado de poner a su servicio la caballería. Entre la paz de Dios y la cruzada hay pues, sin duda alguna, cierta continuidad ideológica, pero también puntos de ruptura que he señalado recientemente.22 El relativo fracaso de esta ambición pontificia, manifiesta tras la primera expedición, acarrea con toda naturalidad la creación de las órdenes religiosas militares, comenzando por los templarios, que pueden considerarse como «cruzados permanentes» por completo al servicio de la Iglesia.23 Ese relativo fracaso lleva también a la Iglesia a intensificar el proceso ya emprendido, consistente en infundir sus valores en la ideología caballeresca en vías de formación y que se desvía en la propia época de la cruzada. Paul Rousset, mi primer maestro, lo advirtió muy bien: «La cruzada y la caballería son dos instituciones paralelas y contemporáneas; formaron progresivamente su doctrina y unieron a su ideal la clase de los guerreros y el orden eclesiástico […]. La cruzada es a la vez la consumación de la caballería y su mala conciencia».24 A verificar –y a veces a discutir o a desviar– esta afirmación consagré los quince o veinte primeros años de mis investigaciones doctorales y posdoctorales, bajo la dirección de Georges Duby.25 Éstas desembocaron, sobre todo, en contradecir o al menos matizar las afirmaciones más perentorias y más aventuradas de Alphonse Dupront, para quien «el acto de cruzada fue un ejercicio eminente de caballería» o para el que también «el combate de cruzada es deber eminente de cualquier caballería», en lo que coincide en exceso con la visión idealista y mística de Léon Gautier, sin tener su claridad ni su riqueza informativa. Coincido sin embargo con este autor, a menudo abstruso, cuando escribe: «La Iglesia se preocupó cada vez más de “sacralizar” la caballería, a medida que
disminuía la potencia de la guerra santa».26Veo en ello, en efecto, una reacción ante el fracaso del intento papal de movilizar bajo sus órdenes la caballería. La cruzada es su ejemplo más manifiesto. Los conceptos de caballería y de cruzada están evidentemente unidos, y revelan procesos evolutivos próximos, aunque sin embargo diferentes. Los deberes de los caballeros, expresión de un código deontológico de servicio profesional, laico y militar, se impregnan cada vez más de connotaciones religiosas y espirituales; insertan esos valores de servicio armado al «patrón» (el señor que recluta, emplea y remunera de un modo u otro a esos guerreros) en la visión más amplia y moralmente más elevada de una militancia armada al servicio de Dios y de la Iglesia. La liturgia del armar caballero, 27 los escritos didácticos, los tratados e incluso los romances se apoderan de este tema y forjan así lo que nosotros llamamos el «ideal caballeresco», donde estos valores espirituales y eclesiásticos se mezclan a su vez con otros valores mucho más profanos, folclóricos, sensuales e incluso paganos, que lo orientan hacia su dimensión «cortés» y aristocrática mucho más que religiosa.28 La cruzada se alía, pues, con la caballería en el plano de la ideología o, más exactamente, de su captación: una y otra han sido objeto de un manifiesto intento de «recuperación ideológica» por parte de la Iglesia, con éxitos diversos y discutidos. Los dos temas (por no decir aquí las dos instituciones) se entrelazan a menudo a partir de los siglos XI y XII. En los escritos moralizantes de la Edad Media, la cruzada aparece a veces como uno de los deberes de la caballería. Hay que guardarse mucho, sin embargo, de esta amalgama, tanto más cuanto la ideología caballeresca y sus códigos de valores éticos no se han constituido todavía en 1095.29 La cruzada (o más exactamente su ideología nostálgica y un tanto mítica) se convierte a veces en la coartada de la caballería: el armar caballero en el Santo Sepulcro, que deviene moda en el siglo XIV, es buena ilustración de ello. Inversamente, en la misma época, la caballería, incluso en lo que se ha llamado la «cruzada de Prusia» (o más bien «viaje [Reise] de Prusia»), se aleja de la cruzada y de su «espíritu». Esta empresa de conquista territorial llevada a cabo en la segunda mitad del siglo XIII contra los paganos, bajo la dirección de la orden de los caballeros teutónicos, se convierte en el siglo XIV en una especie de terreno de juego de la aristocracia occidental, que desarrolla en ella sus aspectos honoríficos, nobiliarios, aristocráticos y lúdicos (justas, torneos, mesas redondas,
órdenes civiles, escudos de armas, etc.); lo que he denominado los «oropeles de la caballería».30 Alain Demurger ha denunciado con mucho acierto esta engañosa amalgama: «Se partía para ayudar a la orden teutónica a combatir a los «sarracenos», es decir a los lituanos paganos […]; al final de las operaciones, los caballeros colgaban el escudo que llevaba sus armas en los muros de la catedral de Königsberg, y luego se dirigían a Marienburgo. El gran maestre de la orden, nuevo Arturo, ofrecía un banquete y recibía en su mesa (¡redonda, por supuesto!) a los doce caballeros más valerosos de la campaña».31 Danielle Buschinger y Mathieu Olivier, más recientemente aún, han subrayado esta deriva común de la caballería y la cruzada. Aun concediendo que estas expediciones –consistentes en esencia en razias y festejos campestres y puntuadas por los placeres de la buena carne al cabo de una jornada de pillaje y matanza– incluían, pues, su parte de peligro, concluyen que la esperanza de los caballeros era sobre todo «ser armado caballero durante la Reise y sentarse en la Mesa de honor».32 Cruzada y caballería se desnaturalizaron así, la una a la otra, al hilo de su evolución tardía. Volvamos a la época que precede a la cruzada y, en particular, a las instituciones de paz. Jean Richard retomó parcialmente por su cuenta la noción de continuidad entre las instituciones de paz y la cruzada. Al llamarlos a Clermont, el Papa sólo habría extendido al Oriente su campo de aplicación: «… al igual que las ligas de paz empleaban a los guerreros en el mantenimiento del orden en Occidente, así los caballeros llamados a la cruzada intentaban devolver la paz al Oriente haciendo entrar en razón a los invasores. En esta interpretación, la cruzada se parecería a una “institución de paz” cuya acción tendría como escenario el Oriente».33 El mismo historiador rechaza, en cambio, otro vínculo establecido a veces entre institución de paz y cruzada: el Papa habría contribuido a «pacificar» el Occidente incitando a esos caballeros revoltosos a ir a combatir en Oriente, para purgar de ese modo la cristiandad occidental precisamente de aquellos contra quienes se habían promulgado las instituciones de paz anteriores, a saber: los caballeros bandidos, ladrones, desvalijadores de iglesias, despojadores de los ricos y salteadores de los pobres. Para Jean Richard, esta interpretación sería «tan simplista como cínica». Sin embargo, tiene como mínimo una apariencia de veracidad, puesto que el propio Papa habría aludido a ella, si damos crédito a los testimonios de su discurso de Clermont y en particular a Fulquerio de Chartres. Al conceder el
perdón de sus pecados confesados a quienes adoptaran la cruz, el Papa se habría dirigido a esos caballeros bandoleros que, poniendo en un doble peligro su vida eterna y su vida terrenal, derramaban la sangre de los cristianos por unas miserables monedas en toda suerte de exacciones: «Háganse hoy caballeros de Cristo quienes hasta ahora eran bandidos…».34 Habría opuesto así claramente la «caballería mundanal» (del todo echada a perder, gangrenada por el mal y que conducía a la muerte), a la «caballería de Cristo», que se ponía al servicio del bien recorriendo en adelante el camino que conduce a la salvación. Así lo habría comprendido el joven caballero Tancredo, sobrino (o primo, más bien) de Bohemundo y el modelo mismo del caballero, cuyas hazañas durante la primera cruzada nos cuenta Raúl de Caen. Tancredo no sabía cómo conciliar los preceptos de la «caballería del mundo» que prescribe utilizar la violencia y las armas, no respetar siquiera la sangre de un pariente, despojar y arrebatar, y los del Evangelio de Cristo, que enseña, por el contrario, a no usar la violencia, no devolver mal por mal, ofrecer más bien la otra mejilla, etcétera. Estos preceptos contradictorios entumecían su valor. «Pero cuando la declaración del papa Urbano hubo asegurado la remisión de todos sus pecados a los cristianos que fuesen a combatir contra los gentiles, entonces el valor guerrero de Tancredo despertó, por así decirlo, de su sueño […]; puesto que su habilidad en el manejo de las armas estaba ahora al servicio de Cristo, esa doble ocasión de servir con las armas se inflamó con increíble fuerza.»35 Tancredo se convirtió en cruzado, pues, convencido de su perdón y de la licitud moral de su nueva función. Sin embargo, no era por ello un pecador arrepentido, ni un penitente, ni un cruzado desinteresado: participó en efecto en todos los asaltos y matanzas, con valor, hasta Jerusalén, hasta el Santo Sepulcro y la mezquita de Al-Aqsa, creyendo que era el «templo de Dios» y que desvalijó sin vergüenza. Seguía siendo así un «caballero», como antes, obedeciendo los mismos preceptos. Pero al dirigir su espada contra los sarracenos, esos «enemigos de Dios», «expoliadores de la tierra de Cristo», a su entender su combate le absolvía. Como Bohemundo, lo hizo todo para obtener un dominio en ese Oriente conquistado, primero en Cilicia, luego en Galilea, antes de convertirse en regente del principado de Antioquía durante el cautiverio de Bohemundo, y en príncipe de Antioquía luego, tras la muerte de éste. Su caso ilustra muy bien la complejidad de los motivos de los cruzados y las múltiples dimensiones de la cruzada.
Paul Rousset, uno de los primeros historiadores que ha examinado y descrito con rara precisión los aspectos de guerra santa de la cruzada, pone en paralelo este carácter y la conquista de la Tierra Prometida por los hebreos tal como la cuenta la Biblia. Esta percepción tiene la ventaja de situar de nuevo al historiador de nuestro tiempo en una perspectiva de Historia Sagrada, que era sin duda la que prevalecía en la época de los primeros tiempos de la cruzada y que era compartida también por los cronistas que nos la cuentan. Debemos mantenernos atentos a las interpretaciones histórico-proféticas de la expedición.36 Sin dejar de atribuir a la cruzada la doble dimensión de guerra santa y peregrinación (escribe: «Los peregrinos se hicieron guerreros, los guerreros se hicieron peregrinos»), Paul Rousset muestra que numerosos rasgos de la cruzada se heredaron de la noción bíblica de «guerra del Eterno». Evidentemente, esos rasgos adoptaban todo su significado en esa marcha del nuevo pueblo elegido hacia Jerusalén, ciudad santa de la cristiandad, herencia de Cristo.37 Aun así, podemos preguntarnos si esa interpretación era efectivamente la de los cruzados participantes. ¿No será más bien una reconstrucción intelectual posterior al acontecimiento, una reflexión orientada, una interpretación teológica destinada a transformarla en «epopeya» religiosa? En efecto, se expresa sobre todo en los cronistas de la cruzada que, eclesiásticos todos ellos, en el momento en que redactan establecen a toro pasado un paralelismo entre ambas empresas guerreras, que consideran deseadas por Dios y realizadas por «su pueblo». El primer «pueblo de Dios», Israel, cautivo oprimido en Egipto, es levantado y a continuación liberado por Moisés bajo la dirección divina y, gracias a sus milagros, emprende la conquista de la Tierra Prometida y el establecimiento del templo de Dios en Jerusalén. Pero los pecados de este «primer Israel» (el «Israel carnal») acarrean su desgracia, la dominación de las naciones paganas (los «gentiles»), la deportación a Babilonia, la invasión de los «paganos» griegos y luego la sumisión a Roma. El rechazo de Cristo por Israel pone fin a su elección. El «Nuevo Israel», el «Verdadero», es el pueblo cristiano, la Iglesia. El liberador es Cristo, pero los pecados de su pueblo cristiano conducen una vez más a su castigo por los «paganos», los sarracenos. Hasta que llegue el tiempo. Esta interpretación antigua y clásica, anterior incluso a san Agustín, adopta entonces un nuevo significado con la reconquista (para los gentiles que la ocupan desde hace casi cuatro siglos), de la Tierra Santa y de Jerusalén por los
cruzados, brazo armado del nuevo pueblo de Dios, la Iglesia. Entiéndase, la Iglesia romana, la que dirige el Papa, nuevo Moisés, que la predicó en nombre de Dios. Ésta es sin duda, en su forma más elaborada, una interpretación teológica a posteriori. Pero aun interpretándola así, esta reconstrucción contribuye a la formación de la ideología de cruzada. La reconquista de Valencia, la de Toledo o incluso la de Antioquía no tenían, evidentemente, el mismo alcance ni el mismo valor de signo. Pero aún hay más. Si bien los primeros cruzados, laicos e incluso eclesiásticos, muy probablemente no llevaban todavía en sí una percepción tan elaborada de su expedición, no por ello dejaban de estar, a diferencia de la mayoría de nuestros conciudadanos de hoy, alimentados por la Historia Sagrada, y de ser aptos para establecer paralelismos; menos precisos, sin duda, pero igualmente evocadores y creadores de ideología. No con un trazado seguro y lineal, fruto maduro de una sistematizada reflexión teológica como las que acabamos de exponer, sino por la adición y yuxtaposición de pinceladas «impresionistas» que, por su coherencia, crean una imagen igualmente fuerte. Así, como veremos, el nombre «Jerusalén», bastaba sin duda alguna para evocar en los futuros «cruzados» algo muy distinto a una entidad geográfica urbana que les importaba muy poco.38 Te - nía en cambio para ellos resonancias religiosas e incluso místicas vinculadas a la historia de la salvación en las tres dimensiones del tiempo: en el pasado, la de la Historia Sagrada, historia de la acción salvadora de Dios en la tierra de los hombres; en el presente, la de la salvación ofrecida por la peregrinación a los Lugares Santos, que adquiere en el siglo XI una considerable magnitud, pero también apego a la tumba de Cristo como sede dinástica y mística; y en el futuro, la del papel escatológico de Jerusalén en la realización final de esta salvación, cuando Cristo vuelva para establecer el reino de Dios y hacer que descienda del cielo esta «Nueva Jerusalén» de la que habla la visión del Apocalipsis. 39 Entonces se producirá la «transferencia» de una Jerusalén a otra, de la historia humana a la eternidad divina. ***
Las líneas precedentes reflejan la gran diversidad de las interpretaciones de la cruzada, la complejidad del fenómeno, la necesidad de situarla de nuevo en su contexto y la dificultad de su definición. Ninguna de las dos escuelas principales lo consigue, por razones ideológicas y metodológicas a la vez. Definirla a priori a partir de su mero destino geográfico o de su «espíritu» nuevo y revolucionario es un postulado en el que prevalece en exceso el aspecto «idealista», «místico» incluso, de la cruzada.40 Definirla por el contrario a partir de su institucionalización por la Iglesia es un postulado más manifiesto aún, que adopta además un aspecto confesional, puesto que equivale a fijar a posteriori como normativa la imagen jurídica y canónica que la propia Iglesia ha acabado dando de ella tras una indiscutible evolución. Esta definición, nacida de las declaraciones pontificias y de las mentalidades moldeadas por la Iglesia romana, la exonera de todas las derivas sufridas por este concepto y las justifica, literalmente, «por definición». Entre esos dos atolladeros, debemos encontrar un camino nuevo, de carácter histórico y no confesional. Como en la búsqueda de la clasificación de las especies en el campo de la biología y la paleontología, parece lógico, para definir un fenómeno histórico que en muchos aspectos aparece como nuevo, intentar determinar sus principales rasgos característicos. El método aquí seguido condiciona la organización de su materia y, en gran medida, también su plan. Algunas cuestiones serán objeto de un capítulo aparte. Otras se examinarán al hilo del discurso, a veces repetidamente, bajo ángulos distintos, en diversos capítulos que abordan problemas conexos. Así sucede, por ejemplo, en las relaciones de la cruzada con la conversión, con el colonialismo, con el populismo, etc. Casi todos los historiadores están hoy de acuerdo en que la especie «cruzada» se manifiesta en 1095. No nace de la nada y es preciso poner de relieve, primero, cuáles son los elementos constitutivos que tradicionalmente se le reconocen, para analizar así su pertinencia. Éste será el objeto de la segunda parte de este libro. La tercera parte expondrá los rasgos específicos de la expedición predicada en 1095, que la convierten precisamente en un fenómeno lo bastante nuevo como para crear, primero, el concepto de cruzada, y luego la palabra para designarlo. Intentaremos a continuación situar esa nueva «especie» en el esquema general de la evolución de las ideologías guerreras en Occidente.
SEGUNDA PARTE
De la guerra justa a la guerra santa
Capítulo 4 «Soldados de Cristo»
«Dios lo quiere…» Los cronistas de la primera cruzada insisten en esta convicción: al tomar la cruz, al hacer voto de partir a Oriente para combatir a los musulmanes, aquellos a quienes llamamos los cruzados estaban convencidos de librar «el buen combate de la fe», de actuar como «soldados de Dios y de Cristo», de librar una guerra a la vez justa y santa, puesto que era deseada por Dios. En resumen, una obra piadosa capaz de granjearles, por parte del Omnipotente, «recompensas espirituales». Historiadores y teólogos discuten todavía hoy acerca de la naturaleza de esas recompensas contempladas entonces, pero todos están de acuerdo en el principio que se da a continuación, del siglo XII al XIII, desarrollado y codificado con mayor precisión: al igual que los «caballeros del mundo» recibían del señor al que servían con las armas recompensas temporales, una especie de salario por su servicio armado, así los «caballeros de Cristo» (milites Christi) no serán olvidados por el Señor supremo que les ha incitado a «tomar la cruz» para seguirlo. Desde la época en que Jesús predicaba por los campos de Galilea, la suprema recompensa, para un cristiano, es naturalmente obtener la vida eterna, ser admitido en este «reino de Dios» prometido a quienes, por la fe, hayan sabido «tomar su cruz» y abandonarlo todo para «seguir a Cristo», adaptándose a sus enseñanzas. En Clermont, casi un milenio más tarde, el papa Urbano II utiliza las mismas expresiones que sugieren las mismas recompensas, pero les da esta vez un sentido manifiestamente bélico.1 ¿El sentido de esta llamada es característico de la cruzada hasta el punto de servir como criterio para su definición? ¿De dónde procede esta interpretación guerrera del «servicio de Cristo»? ¿Es nueva
en 1095 o es anterior? ¿Cuándo y cómo se pasó de la noción original pacífica de servicio de Cristo a la de operación militar que proporciona recompensas espirituales o, en otras palabras, a la noción de guerra santificante que denominamos «guerra santa»? La cruz y el sepulcro de Jesús A veces se niega el carácter pacífico e incluso pacifista del mensaje de Jesús. Sin embargo, todo lo demuestra: su prédica pública, sus enseñanzas particulares a sus discípulos, su comportamiento cotidiano, su arresto que acepta sin defenderse, su condena y su infamante muerte en la cruz, que padece sin llamar a la revuelta.2 Sus primeros discípulos, desconcertados al principio por la muerte de su maestro, intentan luego imitarlo. Están desorientados porque, judíos todos ellos, veían en Jesús al Mesías esperado por todo este pueblo. Como la mayoría de quienes lo habían aclamado durante su entrada triunfal en Jerusalén, el día de «Ramos», habían esperado que, investido por el poder divino, Jesús se manifestara como Mesías, ungido enviado por Dios para liberar a su pueblo de la opresión de los gentiles. Al acercarse la Pascua, fiesta que conmemora la liberación del pueblo hebreo de su servidumbre en Egipto, la Ciudad Santa aguardaba más que nunca un liberador. La multitud que aclama a Jesús cuando entra en Jerusalén grita, en efecto: «Hosanna al hijo de David, bendito sea el rey que viene en nombre del Señor». 3 Los propios discípulos comparten esta percepción de un Mesías político que arrojaría a los gentiles fuera de Israel. Tal vez no con las armas en la mano, como pensaban los extremistas, los sicarios, dispuestos a liberar Jerusalén con un baño de sangre, sino por el poder de Dios, capaz de manifestarse en innumerables milagros. Había hecho tantos ya… Todos creen que Jesús, al que consideran «Hijo de Dios» (sea cual sea el sentido de esta expresión, sobre el que los teólogos discuten sin cesar), utilizará este poder divino para expulsar a los paganos de Jerusalén, luego de toda la Tierra Prometida, para tomar el poder y establecer por fin ese «reino de Dios» presagiado por todos los profetas. Aun cuando Jesús les repita que su reino no es de este mundo y que ha venido para aportar, con su mensaje, con su vida y con su muerte, una salvación de
naturaleza muy distinta –a saber: salvar a los hombres de sus pecados–, ellos no están dispuestos a escuchar semejante discurso. Los evangelistas lo dicen sin ambages: «No comprendieron nada de todo aquello. Era para ellos un lenguaje oculto, palabras cuyo sentido no captaban».4 La razón es muy sencilla, y Lucas la expone un poco más adelante: los discípulos creían entonces que había llegado el momento. Estaban rozando el objetivo: «… se creía que el reino de Dios iba a aparecer al instante».5 Ahora bien, Jesús no aprovecha aquel fervor popular. No dirige a la multitud ningún discurso inflamado, no intenta golpe de fuerza alguno contra la guarnición romana de la fortaleza Antonia, muy cercana; no llama a la insurrección, como esperaban los extremistas, los «patriotas». Mientras la multitud, incluidos sus discípulos, espera un golpe de fuerza, Jesús abandona la efervescencia de la Ciudad Santa y se retira a Betania, pequeña aldea de los alrededores.6 Tal vez para obligar a Jesús a salir de aquel extraño «sopor» que parecía paralizarlo, Judas, un hombre de tendencias extremas, piensa en hacerlo detener. Como todos los discípulos, considera imposible que Dios permita algo semejante. Puesto entre la espada y la pared, cuando se acerquen los soldados será necesario que Jesús haga un milagro para salvarse, como tantos ha hecho para los demás; que actúe por fin, utilizando la fuerza divina que está en él o apelando a las legiones celestiales. Pero, como bien sabemos, Jesús se deja detener sin resistencia; incluso prohíbe a Pedro (¡el futuro primer Papa!) que desenvaine la espada para defenderlo: «Entonces Jesús le dijo: devuelve la espada a la vaina, pues todos los que toman la espada perecerán por la espada. ¿Piensas acaso que no puedo apelar a mi Padre, que pondría de inmediato a mi disposición más de doce legiones de ángeles?».7 Podría…, pero no hace nada de nada. Se deja detener, lo que desorienta más aún a sus fieles, como ponen de relieve los textos: «Entonces los discípulos lo abandonaron todos y huyeron».8 Su desconcierto se acrecienta más aún cuando Jesús se deja flagelar, juzgar sumariamente, condenar y crucificar. El mensaje central del cristianismo puede expresarse en unas pocas palabras: Cristo murió por los pecados de los hombres, pero resucitó, y su resurrección, prueba de su victoria sobre la muerte, es prenda de la futura resurrección de todos aquellos que hayan creído en él. Según los Evangelios, Jesús murió el viernes por la tarde y resucitó el domingo por la mañana. Las
«santas mujeres» que, con los primeros fulgores del alba, tras el reposo legal del sabbat, van a la tumba excavada en la roca para embalsamar su cuerpo y comprueban que la sepultura está vacía. Corren a anunciarlo a los discípulos, a los que, abrumados aún, les cuesta creer la noticia. 9 Sin embargo, algunos días más tarde esos discípulos desalentados y postrados se convierten en triunfadores: anuncian por todas partes el Evangelio (la «buena nueva»). Jesús ha resucitado, afirman, ha vencido a la muerte, está sentado a la diestra de Dios y regresará al final de los tiempos para juzgar a los vivos y los muertos, y abrir con su victoria el reino de Dios a todos quienes hayan creído en él. Esa incomprensible metamorfosis sólo puede explicarse por un fenómeno ante el que divergen el creyente y el no creyente. Para el creyente cristiano, en la Edad Media al menos, Jesús simplemente resucitó. Su victoria sobre la tumba y su ascensión hacia Dios son garantías de la futura resurrección de sus fieles y de su acceso, por la fe en su Salvador, al reino de Dios. Para el ateo, el incrédulo o el agnóstico de hoy, los cristianos creyeron, quisieron creer o hicieron creer que así sucedió. Para el historiador de nuestro tiempo y de nuestra cultura, algo al menos es seguro: en los primeros discípulos, la espera de un reino terrenal establecido por la fuerza con la ayuda de las legiones celestiales dio paso, bruscamente, a una nueva esperanza, la de un reino de Dios que no es de este mundo, donde se entrará por la fe y no por la fuerza. No esperan ya un Mesías guerrero conquistador que expulse de Tierra Santa al ocupante romano; en adelante aguardan el advenimiento de otro reino de Dios, procedente del cielo. No es posible comprender la naturaleza y el éxito inicial del cristianismo, que es una religión de salvación, sin tener en cuenta el sentido doctrinal «ejemplar» de esa tumba vacía. Hay que ver en ella el propio fundamento del apego de los cristianos al Santo Sepulcro. Es conveniente no olvidar este aspecto a continuación, cuando otros valores muy distintos se añadan, se sobreimpongan incluso u obliteren este simbólico significado inicial del Sepulcro. Una religión pacífica e internacional La Iglesia de los primeros tiempos predicó de inmediato este nuevo mensaje, esta «buena nueva». Así ocurre, particularmente, con san Pablo, cuyas epístolas sistematizaron la doctrina cristiana y pusieron de relieve sus implicaciones en el
comportamiento de los fieles. El fundamento es éste: no naces cristiano, te haces cristiano por un acto voluntario que convierte al adepto en un «hijo de Dios», un «ciudadano del reino de los cielos», verdadera patria del cristiano. Una patria de elección. Se es cristiano por «adopción». Y esta elección, además de una promesa, implica un compromiso real, deberes y principios. La noción de reino de Dios pierde entonces su significado étnico. No queda reservado ya sólo a los judíos, el «pueblo de Dios», o, dicho de otro modo, la salvación, antaño reservada por derecho de nacimiento al pueblo «elegido», especie de pasaporte de entrada en el reino futuro, es ahora, por la fe, accesible a todos los hombres, sean cuales sean su origen étnico, su lengua, su sexo, su condición social o jurídica. La Iglesia sustituye al pueblo de Israel sin excluir a ninguno de sus hijos, que son llamados a formar parte de él. Esta dimensión nueva, universalista, multiétnica, convierte al cristianismo en una religión supranacional, pero también en una religión pacífica por naturaleza. Sean de origen judío o griego, los cristianos se vinculan entonces a su nueva patria, que es el reino de Dios. Ahora bien, este reino no es de este mundo, y sus enemigos no son ya (como sucedía con la antigua nación judía) los ejércitos romanos ni los de las potencias terrenales por venir, sean cuales sean. Al mismo tiempo, la noción de guerra santa se hace obsoleta, totalmente carente de sentido. Esta noción existía, sin duda alguna, en la religión judaica. Encontramos de ello indicios seguros en lo que los cristianos llaman el Antiguo Testamento. El pueblo judío se percibía como elegido por Dios para llevar a cabo en la tierra su misión de fidelidad, cuidando de distinguirse de los demás pueblos que, a su alrededor, habían adoptado el paganismo. La noción de pueblo de Dios se encarnaba, en cierto modo, en una nación, fuera ésta dirigida por ueces o, como concesión divina, por un rey. Dios no dejaba por ello de ser el efe supremo de esa nación. Moisés interrogaba a su Dios por medio del Urim y del Tumim antes de tomar cualquier decisión importante que comprometiera a todo el pueblo. Los profetas, que recibían directamente de Dios sus instrucciones, eran encargados de desvelar su voluntad o de recordarla a los gobernantes, por su cuenta y riesgo. El «Dios de los ejércitos» dirigía las campañas militares llevadas a cabo de acuerdo con su voluntad, y él aseguraba la victoria en las «guerras del Eterno». Sea cual sea su forma jurídica, la nación de Israel, a lo largo de toda su historia, seguía siendo en su principio una nación teocrática en la que las pertenencias étnica y religiosa tendían a confundirse. El mensaje revolucionario de Jesús invalida esta percepción. ¿Quedaría
Dios dividido contra sí mismo? ¡En absoluto! La Iglesia cristiana, a diferencia del pueblo de Dios del Antiguo Testamento, es por naturaleza internacional, multirracial: «Ya no hay judío ni griego; ya no hay esclavo ni hombre libre; ya no hay hombre y mujer. Pues todos vosotros sois uno en Jesucristo», escribe san Pablo a los gálatas.10 Este nuevo «pueblo de Dios» no se recluta por nacimiento, filiación, ni siquiera por asimilación. Está abierto a todos, sólo sobre la base de la fe, de la adhesión personal al mensaje de Jesús transmitido por sus apóstoles. No es una nación, ni una tribu, ni un clan. De este modo, puesto que el pueblo de Dios no se reúne ya en nación, sino que se disemina en múltiples naciones, en ocasiones incluso rivales o enemigas, la noción de guerra santa no tiene ya sentido alguno. ¿Los cristianos, «soldados de Cristo»? Para los primeros cristianos, por lo demás, el mensaje de Jesús condena incluso cualquier forma de violencia, y extiende a todos los hombres el amor debido al «prójimo», noción limitada hasta entonces a los próximos, aliados, amigos, compatriotas, y que excluía a los adversarios del país. El enemigo, en la nueva percepción introducida por Jesús, no son ya ejércitos humanos, seres de carne y hueso que quieren aniquilar o someter al pueblo de Israel al dominio de los impíos. El adversario es más sutil, más interior. Empuja a los fieles a faltar por medio de la tentación, con malas incitaciones que la Biblia atribuye al enemigo de Dios, a Satán, a Lucifer, a las potencias demoníacas e infernales. Ahí, en el corazón del hombre, se libra en adelante el «buen combate de la fe» al que aluden Jesús y san Pablo. Para explicar la dureza de ese combate, sin dejar de subrayar su dimensión puramente espiritual, Pablo recurre a una metáfora militar. El cristiano, escribe, no está desarmado contra semejante adversario. Este pacífico soldado de Dios puede luchar y vencer. Tiene armas para ello. A los efesios, les escribe: «Por último, armaos de fuerza en el Señor, de su fuerza omnipotente. Revestid la armadura de Dios, para estar en condiciones de plantar cara a las maniobras del diablo […]. ¡De pie, pues! En la cintura, la verdad como ceñidor, con la justicia por coraza y, como zapatos en los pies, el impulso de anunciar el Evangelio de la
paz. Tomad sobre todo el escudo de la fe; os permitirá apagar todos los proyectiles inflamados del Maligno. Recibid por fin el casco de la salvación y la espada del Espíritu, es decir la Palabra de Dios». 11 Vocabulario bélico para un militantismo ardiente, pero pacífico. Los cristianos son efectivamente, en el pensamiento del apóstol, milites Christi.12 Esa misma expresión es la que, en la época de las cruzadas, designará primero a los cruzados y luego, un poco más tarde, en la pluma de san Bernardo, a los templarios, miembros de la «nueva caballería».13 En los primeros siglos de la Iglesia, es la denominación frecuente de los cristianos en conjunto. Particularmente la de los «mártires de la fe», que, para permanecer fieles, prefirieron morir (sin combatir) bajo la espada de los romanos perseguidores o bajo los colmillos de las fieras en la arena. Tampoco en esos casos la expresión tiene nada de militar o de guerrera. Subraya sólo la oposición entre dos formas de «servicio»: el servicio del mundo (milita seculi) y el servicio de Dios (milita Dei). Ambos servicios son a veces incompatibles. Así sucede, por ejemplo, con el uso de las armas, que implica el derecho y a veces el deber (o al menos el riesgo) de matar a un ser humano, ese prójimo del que habla el Evangelio. En los primeros tiempos de la Iglesia, ese riesgo de conflicto moral puede evitarse con bastante facilidad. El servicio militar no era entonces obligatorio. El ejército romano de los comienzos del Imperio es un ejército profesional, y quienes se alistan lo hacen por voluntad propia. Las cosas se estropean luego, cuando el Imperio, amenazado por diversas invasiones, necesita un mayor número de soldados precisamente cuando la profesión militar ya no atrae demasiado. Se acentúa la presión del Estado sobre los ciudadanos, y se llega al reclutamiento forzoso. A comienzos del Imperio, como en la época de la República, alistarse en el ejército constituye un medio excelente de promoción social y política, el primer peldaño del cursus honorum. Por lo que sabemos, los cristianos se abstienen sin embargo de ello por múltiples razones, la principal de las cuales se ha mencionado ya: su patria está en el cielo, y viven en este mundo a la espera del otro, el advenimiento de su verdadera patria, el reino de Dios. Pero no dejan de sentir por ello el deber de someterse a las leyes y a las autoridades del Estado, según los preceptos de san Pablo: «No sólo por temor, sino también por motivos de conciencia».14
Sin embargo, consideran que son más útiles al Imperio orando a Dios (como hacen los sacerdotes de todas las religiones admitidas por Roma) que combatiendo con las armas en la mano. Además, en el momento de alistarse, el soldado presta juramento de fidelidad al Imperio y al emperador, y puede verse empujado a matar a otros hombres. Ahora bien, la Iglesia primitiva prohíbe a la vez jurar y matar; por ambas razones no acepta el servicio militar para los cristianos. Las dificultades aparecen y se refuerzan con el transcurso del tiempo, cuando el culto imperial se amplía y el juramento al emperador, prestado por los reclutas, adopta formas de idolatría. Algunos historiadores han negado a veces esta actitud «antimilitarista» de la Iglesia primitiva. 15 Se apoyan para ello en dos argumentos. El primero se basa en algunos textos de los Evangelios. Juan Bautista, se lee en ellos, no negó su bautismo a los recaudadores de impuestos ni a los militares. A los primeros les pidió, sólo, que no exigieran nada más allá de lo que las leyes prescribían; a los segundos, los militares, les dijo: «No hagáis violencia ni daño a nadie, y contentaos con vuestra soldada».16 Tampoco el propio Jesús rechazó a los soldados e hizo el elogio de la fe de un centurión romano a cuyo hijo sanó. 17 La tradición afirma también que un centurión romano llamado Cornelio, un «temeroso de Dios» (adepto de la religión judaica, aunque no judío), se había convertido al cristianismo y había sido bautizado. El segundo argumento pone de relieve que, según el propio testimonio de los escritores cristianos de la época, había numerosos seguidores de Cristo en el seno de los ejércitos romanos. En su Apología, redactada el año 197, Tertuliano escribe: «Vivimos con vosotros en este mundo. Con vosotros navegamos, hacemos el servicio militar, cultivamos la tierra y nos dedicamos al comercio. Intercambiamos con vosotros los productos de nuestra técnica y nuestro trabajo. ¿Cómo podemos pareceros inútiles para vuestros negocios, puesto que vivimos con vosotros y de vosotros?».18 Estos dos argumentos no son del todo concluyentes. Es evidente que, en su pologético, Tertuliano intenta demostrar a las autoridades romanas paganas de su tiempo que los cristianos son gente «como los demás». Gente tratable y útil a la sociedad. Gente que, además, es numerosa y que se encuentra en todos los sectores de la vida de su tiempo. Al hacerlo, esbozando esta advertencia (que responde sin duda a las intenciones de su alegato), no aprueba necesariamente el alistamiento de un cristiano en los ejércitos romanos. Lo condena además con
firmeza a continuación, cuando acusa a la Iglesia romana de desviacionismo.19 Hay cristianos en el ejército, es cierto… pero ¿son cristianos que se han hecho soldados, o soldados que se han hecho cristianos? El matiz no es sólo pura forma… Algunos años más tarde, en todo caso antes del año 250 d. C., el autor de La tradición apostólica, importante texto que a menudo se atribuye a Hipólito de Roma, da la solución de esta aparente contradicción. Hay cristianos en el ejército romano, es cierto, pero sin embargo un cristiano no debe alistarse en la profesión militar. El autor proporciona a continuación una lista de profesiones que un cristiano no podría adoptar sin ir contra sus compromisos morales: encargado de burdel, fabricante o guardián de ídolos, gladiador o bestiario, etcétera. Estos oficios son moralmente indignos, y quienes los practican no pueden pretender convertirse en cristianos sin cambiar de oficio. En caso contrario, debe dejar de instruírseles para el bautismo. El caso de los soldados es un poco distinto, pues es una profesión uramentada. Es preciso, pues, distinguir. Son posibles dos casos. Primero: el de un soldado «pagano» que desea convertirse en cristiano, pero que no puede romper sus compromisos de servicio y seguirá siendo soldado. Sin embargo, para convertirse en cristiano tendrá que demostrar que su obediencia a la ley divina subsiste y prevalece sobre las órdenes humanas impías que por casualidad le sean dadas, en particular para todo lo que se refiera al acto de matar, un acto que tendrá que rechazar. Si no se compromete a ello, no puede recibir el bautismo.20 El segundo caso es, evidentemente, más sencillo: un hombre que ya es cristiano o está en proceso de recibir la instrucción que lleva al bautismo no puede alistarse en el ejército. Si persiste en su elección, debe ser excluido de la Iglesia: «El catecúmeno o el fiel que quiera hacerse soldado será despedido, porque ha despreciado a Dios».21 También es cierto que no todas las comunidades cristianas siguieron esta regla, pero sería como mínimo aventurado postular, a la inversa, que esta regla era la excepción. Hacia el año 248 d. C., el gran exegeta cristiano de Alejandría, Orígenes, redacta un libro titulado Contra Celso, filósofo pagano que, precisamente, reprochaba a los cristianos que no participaran en la defensa armada común del Imperio contra sus enemigos, y ser por ello malos ciudadanos e incluso traidores.
Orígenes no niega en absoluto el hecho de que los cristianos no quieran tomar las armas, pero rechaza la conclusión que de ello extrae Celso, como sin duda la mayoría de los paganos de aquel tiempo. Desarrolla para ello tres argumentos: 1. El cristiano, es cierto, no combate con la espada, pero no por ello es menos fiel al Imperio romano y al emperador, a los que sirve mejor con sus oraciones que con las armas. 2. En el Imperio romano, Celso lo sabe bien, los sacerdotes paganos, adoradores de los ídolos, mantienen sus manos puras de cualquier sangre porque están dispensados del servicio militar; con más razón aún los cristianos, servidores del verdadero Dios, deben estarlo. 3. Más generalmente aún, con sus oraciones y su compromiso moral, los cristianos combaten a los verdaderos enemigos del Imperio y de toda la humanidad, a saber: los demonios, responsables de los disturbios y de las guerras que suscitan. Concluye: «Más que otros, combatimos por el emperador. No servimos con sus soldados, aunque él lo exija, pero combatimos con él levantando un ejército especial, el de la piedad, con las súplicas que dirigimos a la divinidad».22 Las dificultades de los cristianos ante esta exigencia romana aumentan más aún cuando el Imperio, acuciado por las incursiones bárbaras y por diversos disturbios internos, debe plantar cara a estos peligros precisamente cuando el desagrado por la profesión militar es más acusado. El Estado recluta masivamente a «bárbaros» e intenta imponer el reclutamiento, por la fuerza si es necesario o por medio de diversas coacciones. Numerosos cristianos buscan y encuentran acomodo, pero otros se niegan en redondo y prefieren morir como mártires antes que aceptar alistarse en el ejército. 23 Los términos empleados por estos «refractarios» son a veces de gran interés porque ponen de relieve la naturaleza de esta oposición. Sumariamente, podemos resumirlo así: «No quiero servir con las armas (militare) porque soy cristiano». El cristiano de los primeros tiempos es un soldado de Cristo (miles Christi), como decía san Pablo. Es militante, pero no militar. Sirve a Dios y, precisamente por ello, al Imperio en lo que tiene de bueno. Ésta es, en verdad, una ironía de la historia: la expresión que en los primeros tiempos de la Iglesia designaba a los
cristianos no violentos, reacios al servicio militar (milites Christi), acaba aplicándose luego, dos o tres siglos más tarde según la misma lógica, al «ministerio» de los sacerdotes y los monjes que, siempre sin armas, se consagran como milites Christi a servir a Dios (militare Deo), para terminar, en el siglo XI, designando por fin a los guerreros que, en nombre de la cruz, blanden las armas para recuperar por la fuerza de la espada la tumba vacía de Cristo. En este caso, no se trata de una simple evolución. Los términos de «mutaciones» (en plural) o incluso de «revolución» se adaptarían mejor. Primera mutación: la conversión de Constantino Antaño se discutió mucho sobre la conversión de Constantino, bautizado sólo en su lecho de muerte, en el año 337 d. C. La sinceridad o la profundidad de su conversión importan muy poco, a fin de cuentas, al historiador. De su actitud, sea como sea, no cabe duda: desde el año 312 d. C. se presenta como el elegido del Dios de los cristianos que, según proclama, le predijo en una visión y luego le concedió la victoria en el campo de batalla del puente Milvio contra su rival Majencio. Victorioso gracias al «signo» cristiano que hizo grabar de inmediato en el escudo de sus soldados, vence poco después a Licinio, que gobernaba por aquel entonces la parte oriental del Imperio. Constantino se convierte así en el primer emperador «cristiano» de un Imperio romano reunificado. En adelante, la Iglesia es objeto de su protección. Las persecuciones anteriores cesan; el cristianismo, reconocido como religio licita, se ve incluso ampliamente favorecido, en especial bajo su forma romana. El emperador se rodea de consejeros cristianos y apoya la convocatoria del primer concilio «ecuménico» en Nicea, que estableció el «credo», la confesión de fe, etcétera. La conversión de Constantino equivale a una primera revolución. Hasta entonces, hacerse cristiano era un acto de fe peligroso, comprometido. En el plano de la vida terrenal, ese compromiso del fiel podía costarle caro sin proporcionarle más que el desprecio, preocupaciones, trabas, incluso persecuciones, a veces torturas y la muerte. El acceso a la Patria Celestial se conseguía a ese precio. En adelante, en este mundo, bajo Constantino, se convierte por el contrario en ventajoso ser reconocido como cristiano. Las conversiones se multiplican, y la cantidad de adeptos corre evidentemente el riesgo de compensar su cualidad y la sinceridad de su compromiso. Los
cristianos rigoristas se preocupan por ello y denuncian ese laxismo, en particular la facilidad con la que se reintegra a los lapsi, aquellos que, para escapar de las persecuciones o de las vejaciones, renegaron o compraron certificados de complacencia. En cuanto a la actitud de la Iglesia con respecto a la guerra, la conversión del emperador modifica también, de un modo radical, las perspectivas. ¿Cómo negarse a servir bajo un emperador cristiano? La objeción de conciencia, en tiempos de paz al menos, se hace sospechosa. A partir del año 314 d. C., el concilio de Arles proclama en uno de sus cánones que quienes, en tiempos de paz, se nieguen a llevar las armas deben ser excomulgados.24 Rechazar las armas, que era la actitud común, si no general, de los fieles, se convierte entonces en una prescripción que sólo el clero toma por su cuenta, al igual que los monjes que, más incluso, se retiran de la sociedad. El importante papel de los ciudadanos romanos durante los tres primeros siglos no es el de combatir, lo que tal vez explica también la acrecentada presencia de nuevos cristianos en el ejército romano. Su función es más vasta: operaciones de policía, construcción de carreteras y obras de arte o de ingeniería, organización y administración, etcétera. Cada vez más, para las tareas puramente guerreras sobre el terreno los ejércitos romanos contratan a mercenarios bárbaros, de alma guerrera, muy satisfechos de poder penetrar en el Imperio, de encontrar allí un empleo lucrativo, y de «romanizarse» así combatiendo por Roma contra otros bárbaros. La presión de esos bárbaros germánicos, que aumenta en los siglos IV y V, prepara a su vez una segunda mutación de la ideología eclesiástica con respecto a la guerra, la que expresa san Agustín. Segunda mutación: la guerra justa de san Agustín Desde Teodosio (380 d. C.), el cristianismo ya no es sólo una religión lícita, una de las religiones admitidas (y favorecidas) por el Estado. Se ha convertido en la religión del Estado romano. Las manifestaciones del paganismo están ahora prohibidas; los paganos son perseguidos a su vez, y sus templos destruidos o transformados en iglesias.
En la misma época, las tribus germánicas, impulsadas por los hunos, se concentran en las fronteras del Imperio y penetran en él con tanta mayor facilidad cuanto éste las necesita, como hemos visto, para defenderse. Puesto que los paganos no tienen ya derecho de ciudadanía, ¿quién puede, entonces, defender al Imperio con las armas? Las tropas romanas están ahora compuestas, esencialmente, por cristianos de las regiones periféricas y de los pueblos bárbaros romanizados y cristianizados, de tendencias diversas. La mayoría son arrianos. Entre los católicos, sin embargo, a pesar de los disturbios y los peligros de las «invasiones bárbaras» que pondrán fin a la unidad romana en Occidente, las reticencias con respecto a llevar y sobre todo a usar armas en tiempos de guerra siguen siendo grandes. En la doctrina eclesiástica, derramar sangre, incluso en acto de servicio, sigue siendo una falta, un pecado, que conlleva severas penitencias; esa norma subsiste durante mucho tiempo aún, y se irá atenuando poco a poco hasta los siglos IX y X. Una de estas invasiones marca profundamente los espíritus. En el año 409 d. C., Alarico cruza los Alpes, sitia Roma y la saquea un año más tarde. El estupor entre los intelectuales del Imperio es enorme. Es cierto que en aquella fecha «Roma no está ya en Roma»: la capital del Imperio desde el año 330 d. C. es Constantinopla y el antiguo palacio imperial está en manos del «Papa», el obispo de «Roma». Pero, dado su pasado, el nombre de Roma sigue siendo un símbolo. Para muchos, su caída es un acontecimiento inexplicable, inaudito, impensable. Algunos ven en ella el anuncio del fin del mundo. San Jerónimo no está lejos de darles la razón: ¿quién puede creer, escribe, que «la gloriosa luz del mundo» se haya apagado, que sea decapitada «la cabeza del Imperio romano»? «Con esa única ciudad, añade, es el universo entero, por así decirlo, el que ha perecido.»25 En todo caso, ve en ello un signo profético del final de los tiempos, un castigo de Dios debido a los pecados de los habitantes (cristianos) del Imperio.26 Para san Agustín, por el contrario, ni el saqueo de Roma ni el declive del Imperio están vinculados al final de los tiempos en el sentido histórico del término, noción que combate de paso, además, en la mayoría de sus escritos. No por ello deja de considerar que el Imperio romano, como civilización, cultura y religión, merece ser defendido, con las armas si es necesario. Intenta borrar de la mentalidad común de los cristianos el sentimiento, muy presente aún, de una
mancha vinculada a la profesión de soldado, en especial a causa de la sangre humana derramada. Quiere refutar también la opinión extendida entre los no cristianos (los paganos son todavía muy numerosos en Occidente, a pesar de las medidas represivas), según la cual las desgracias que caen sobre el Imperio se deben, precisamente, a la falta de civismo de los cristianos. En algunas cartas, cuyos destinatarios se conocen, Agustín combate varias opiniones. Afirma que ni Dios ni la religión cristiana prohíben todas las guerras: el Evangelio no pide a los soldados que arrojen sus armas.27 Diserta sobre el Estado, el gobierno, el poder, ninguno de los cuales existe sin la voluntad de Dios. Pues bien, el poder estatal es el que tiene el derecho de guerra. El soldado, al obedecer, sólo cumple con su deber. Si mata en acto de servicio, de acuerdo con las órdenes de su jefe autorizado por el poder, no es más culpable que el verdugo que ejecuta a un condenado por orden del magistrado,28 etcétera. A Bonifacio, que se dispone a enfrentare con los bárbaros, le subraya el valor moral de su guerra: los sacerdotes, escribe, combaten con los demonios, enemigos invisibles; vosotros combatís con los bárbaros, enemigos visibles. Unos y otros libran un justo combate si, como corresponde a los cristianos, hacen la guerra para devolver la paz y se comportan, en su lucha, de modo «humano», de acuerdo con los principios divinos, para llevar a los vencidos a la paz.29 Se puede pues, afirma Agustín, «complacer a Dios con el uniforme militar».30 Para ello es preciso que la guerra en la que participan los soldados sea usta, y que ellos mismos se porten en ella con justicia. Agustín no consideró necesario establecer con precisión una doctrina de la guerra justa. Sólo reuniendo numerosas referencias al tema, diseminadas en su inmensa obra, historiadores y teólogos han podido sistematizar sus líneas directrices.31 Una guerra puede considerarse como justa si es posible compararla con la sanción penal que castiga «justamente» una falta contra la ley moral. Una guerra justa debe, pues, tener como objetivo el restablecimiento de la justicia; ha de ser librada por los soldados sin odio ni interés personal, y sólo puede ser prescrita por el poder legítimo, el Estado, que ejerce el derecho de guerra. Esta doctrina de la guerra justa, que se inspira tanto en Cicerón como en el Antiguo Testamento, debe ser situada en su contexto histórico. Apoyándose en el Antiguo Testamento, Agustín muestra que el propio Dios ordenó la guerra, bien directamente o bien por medio de los profetas. Pero hoy la teocracia de Israel ha desaparecido, los judíos se han dispersado por el mundo, privados de patria.
Dios se ha apartado de ellos. Ha elegido un nuevo pueblo, el de los cristianos. No habla ya a ese pueblo de un modo directo, a través de los profetas, sino que se reveló en Jesucristo, y sus nuevos preceptos, que consuman, retocan y adaptan al tiempo presente las antiguas prescripciones de la ley judaica, bastan para ilustrar a su pueblo y sus dirigentes sobre la conducta que han de seguir. Ahora bien, el pueblo cristiano, en el seno del Imperio romano, que es un poder legítimo y deseado por Dios, está entonces amenazado por enemigos visibles (los bárbaros) e invisibles (las fuerzas satánicas). Al clero, sacerdotes y monjes, les toca combatir a los segundos; al poder civil, al Estado, combatir a los primeros por medio de sus ejércitos de soldados laicos. La guerra justa parece así como una concesión hecha al Estado, en este caso al Imperio romano en el que, a pesar de sus lagunas, se ha delegado el poder antaño ejercido directamente por Dios en un Estado teocrático, el del Israel «carnal» de la Antigua Alianza. El Estado romano es un poder civil, pero aun así cristiano, y que, claro está, debe seguir las reglas y los principios de la Iglesia. Así, según san Agustín, ya no hay guerra santa porque no hay ya Estado teocrático. Sin embargo, hay una guerra justa, la que es proclamada por un Estado cristiano para defensa de la patria, para el restablecimiento del derecho violado y de la justicia quebrantada, para la restitución de los bienes expoliados y el castigo de los violadores de la ley. Esta nueva noción de guerra justa, a pesar de su importancia jurídica, tal vez no tuvo en el período que sigue la influencia que a veces se le atribuye. La retoman los canonistas que se interrogaron sobre el derecho de guerra, pero no influyó en la idea de cruzada.32 Demasiado vinculada a la noción de Estado y de poder civil, que se debilita hasta el punto de desaparecer, poco a poco cede su lugar al renacimiento de la antigua idea de guerra santa, abolida por Jesús. Ella es, en cambio, la que está en el origen de la guerra de cruzada. La sacralización de la guerra La caída del Imperio romano en Occidente y la formación de los reinos «bárbaros» que originaron la Europa medieval y moderna aceleran y amplifican una evolución, iniciada ya en aquella época, que hoy denominamos Antigüedad tardía. El Occidente latino, fraccionado en reinos y principados rivales, se aleja
de Oriente, cuya lengua no comprende ya. La noción de Estado (con la de servicio público que le está vinculada) desaparece en beneficio de una creciente valorización de las relaciones personales, de la vinculación al rey, al jefe, al «patrón». Los lazos de vasallaje se desarrollan. La economía se contrae, la sociedad se ruraliza; nuevos valores, llamados «germánicos», se imponen: glorificación de la fuerza, el ardor guerrero, la intrepidez ante la muerte, la afición a las armas, etcétera. Se mezclan con los antiguos valores cristianos y romanos. El cristianismo primitivo predicaba, ante todo, un combate interior contra los malos pensamientos. Esta concepción no desaparece, pero se desvía hacia una dirección más clánica, colectiva y guerrera.33 Todo esto es ya muy conocido, al menos en su forma caricaturesca. Menos conocida es, tal vez, la progresiva potenciación, en paralelo, del poder religioso de la Iglesia católica romana. Es prácticamente la única estructura administrativa que ha permanecido en su lugar durante y después de los trastornos de las invasiones germánicas. En la antigua Galia, por ejemplo, el obispo, protector de la población, pacta ahora con la nueva aristocracia germanogalorromana. La Iglesia romana, sin rival en el plano religioso en la parte occidental del Imperio romano invadido por los bárbaros que lo ocupan, triunfa gracias a la conversión al catolicismo de Clodoveo, único jefe «bárbaro» que hasta entonces se mantenía en sus creencias paganas. El peligro era grande, pues casi todos los demás jefes que en los siglos V y VI instalan en Europa occidental su realeza son cristianos de tendencia arriana, considerados herejes por la ortodoxia romana y por el Papa, al que evidentemente no reconocen. A comienzos del siglo VI, apoyado por la Iglesia católica, Clodoveo derrota unos tras otros a los visigodos, los ostrogodos, los burgundios y los alamanes, y asegura así la supremacía religiosa del catolicismo romano en la antigua Galia. Aparece como el adalid de la Iglesia católica; las guerras civiles que libra contra estos «enemigos de la fe» son, claro está, valorizadas y moralizadas. No por ello son sacralizadas, pero el proceso está en marcha. Roma interviene más directamente aún en la política y en los conflictos de poder durante el «golpe de Estado» que, a mediados del siglo VIII, hace que a los merovingios, considerados demasiado indolentes (se les representa como reyes holgazanes), les suceda una nueva dinastía, la de los pipinidas, a los que se llamará carolingios. Pipino el Breve, mayordomo mayor de palacio (es decir, jefe
de la aristocracia militar), detenta desde hace mucho tiempo el poder. Es rey sin poseer ese título. El papa Zacarías, que necesita la protección militar de los ejércitos francos, favorece y avala su «golpe de Estado». En el año 751, Pipino, que ha hecho rapar y encerrar al rey merovingio Childerico III, hace entonces que una asamblea de fieles en Soissons le nombre rey. Para fortalecer su poder ante los católicos, muchos de los cuales son reticentes a seguirle, el papa Zacarías le hace «consagrar» rey, el año siguiente, por el futuro san Bonifacio. La consagración real, practicada ya entre los anglosajones y los visigodos, contribuye a convertir al nuevo rey franco en el elegido de Dios. El prestigio de la nueva dinastía se remonta, de hecho, al padre de Pipino, Carlos Martel, victorioso frente a los árabes cerca de Poitiers en el año 732. Esta fecha, antaño una de las mejor conocidas por los alumnos franceses, no es celebrada sólo hoy por los defensores de las ideologías nacionalistas extremistas. Plasma y resume hasta la caricatura una realidad: el temor que, del siglo VIII al siglo X, se expresa en las fuentes de aquel tiempo ante las amenazas que gravitan sobre la «cristiandad», esa entidad en vías de formación. Esta amenaza adopta la forma de nuevas oleadas de invasiones, las de los sarracenos al sur, los húngaros al este y los normandos un poco por todas partes, en las riberas de los mares y a lo largo de los ríos. Esos invasores, por el temor que suscitaron –con razón o sin ella–,34 contribuyeron en gran parte a acentuar la sacralización de los combates librados contra ellos. En otra parte he subrayado su papel indirecto en el desarrollo de los rituales de bendición de los ejércitos y los guerreros que los recibían. Los normandos en particular, que intentaban ante todo apoderarse de los ricos tesoros esencialmente litúrgicos de las iglesias y monasterios, son así designados, en su calidad de invasores, saqueadores e incendiarios, pero también como «paganos», como enemigos de las iglesias, de su santo patrono por tanto y, por extensión, de la Iglesia en su conjunto, de la fe cristiana y, en consecuencia, de Cristo y de Dios. Volveremos a ello en un próximo capítulo. Debemos considerar también otro tipo de invasión, más precoz y directa aún, la de los sarracenos. En efecto, el doble ascenso concomitante del papado por una parte y de la amenaza sarracena por la otra permitió la progresiva sacralización de los combates librados en favor de la Iglesia de Roma y contra los invasores musulmanes, a quienes se vinculaba con los paganos de la Antigüedad cristiana.
Tercera mutación: Roma, el Papa y los sarracenos Una nueva potencia acaba de aparecer en Oriente, la de lo que se llama, impropiamente, el «Imperio musulmán». Poco tiempo después de la muerte de Mohammed (año 632), el profeta fundador del islam, a quien los textos latinos llaman Mahoma, los guerreros de Alá emprenden la conquista del mundo a partir de La Meca. Al norte, Jerusalén cae en el año 638, a la que le sigue Siria; al oeste, Egipto, Libia y toda el África del Norte. En el año 711, un jefe bereber islamizado desembarca en España, dando su nombre al estrecho que atraviesa (Gibraltar, de djebel al-Tariq: «montaña de Tariq»). La rápida conquista de lo que hoy es España, minada por luchas intestinas, 35 sólo permite subsistir, al norte, a algunos pequeños Estados cristianos montañosos, de los que más tarde partirá lo que denominamos la «Reconquista». Las tropas musulmanas pasan a la Galia, ocupan Aquitania, el Languedoc y la Provenza, lanzan vanguardias de reconocimiento y de razia más al norte aún, al valle del Ródano y en dirección al Loira. El golpe que asesta Carlos Martel junto a Poitiers, en el año 732, es ciertamente marginal. No carece por ello de valor simbólico. Proporciona a su autor un aumento de prestigio y una ocasión de propaganda. A pesar del reflujo árabe que, un siglo más tarde, no se mantiene ya de ese lado de los Pirineos, la presencia de los sarracenos sobre el suelo de la antigua Galia (que se convertirá en Francia) deja un recuerdo amargo y duradero. Las canciones de gesta lo atestiguan, aunque su fecha final de redacción, en su forma hoy conocida, es más tardía y contemporánea a la cruzada. En el siglo IX, Francia, en su conjunto, escapa a la ocupación musulmana, pero las costas del Mediterráneo siguen siendo vulnerables a sus razias, llevadas a cabo desde Al-Ándalus, las islas o La Garde-Freinet (Var). Este último reducto subsiste hasta finales del siglo X y no es sólo un nido de piratas y de bandoleros sarracenos, sino también una base estratégica. Más al sur, además de España, los musulmanes se han apoderado de las islas: Sicilia, Cerdeña (año 827), Baleares, Córcega (año 850). Desde estas bases, los sarracenos lanzan también expediciones de saqueo hacia Italia. En el año 847 amenazan el Lacio, Roma, el territorio de la Santa Sede, las tumbas de Pedro y de Pablo… El Papa apela entonces, una vez más, a los ejércitos francos. Más concretamente al emperador de Occidente, título restablecido con solemnidad desde el año 800, a pesar de la
oposición de Bizancio, por un papado que, al coronar a Carlomagno de parte de Dios, pretende conferirle ese título y ese poder de parte de san Pedro, de quien el Papa se dice lugarteniente en esta tierra. Por esta razón, el emperador franco es considerado, por su propia naturaleza, el «defensor» por excelencia de la Iglesia romana. La cosa no es del todo nueva. Un siglo antes, en el año 755, el papa Esteban II había dirigido a los reyes Pipino, Carlos y Carlomán una carta pidiéndoles que fueran a protegerlo del rey lombardo Astolfo, que discutía y amenazaba los territorios atribuidos al Papa, llamados «Patrimonio de san Pedro». Esta ayuda militar era reclamada «para protección de la santa Iglesia», «como servicio a san Pedro», a cambio de lo que el Papa llamaba una promesa de recompensa espiritual: escribía que esa idea les procuraría «una recompensa para su alma», sin precisar no obstante su naturaleza.36 Dos años más tarde, el papa Pablo I se muestra algo más específico cuando dirige una petición de ayuda, de nuevo contra los lombardos, al rey franco Pipino, recientemente ungido y consagrado como defensor Ecclesiae: el rey franco es en efecto, dice el Papa, el primer defensor de la Santa Sede, «ante Dios y san Pedro» que sabrán, sugiere el Papa, procurar al rey recompensas celestiales.37 Así, cuando es amenazado en su integridad territorial, el papado pide socorro al poder real franco y, luego, al poder imperial restaurado hace poco tiempo. Este poder posee, en efecto, la espada material, con el doble título de protector del Imperio, del que Roma constituye la antigua y prestigiosa capital, y de la Iglesia de san Pedro, sede de la autoridad eclesiástica universal, en un Occidente un tanto menguado. Las guerras así libradas por el emperador son consideradas, pues, eminentemente legítimas; guerras justas, aunque teñidas de religiosidad y de sacralidad. Pero no por ello son, todavía, guerras santas. A mediados del siglo IX, la amenaza sarracena sobre Roma es ocasión para una nueva mutación. En el año 846, una expedición lleva a los musulmanes hasta el interior de la ciudad, donde saquean la iglesia de San Pedro. El patrimonio pontificio es amenazado una vez más, ahora por unos «no cristianos» considerados como «paganos», adeptos de una religión mal percibida, pero a la que se considera rival. Una potencia adversaria que, tras haberse apoderado de gran parte del antiguo Imperio romano de Occidente, la emprende ahora contra el corazón de la cristiandad católica que está naciendo. Según su costumbre, el Papa pide socorro a los ejércitos del emperador franco. Pero, esta vez, el papa León IV no vacila en afirmar que a todos los que mueran en semejante combate
no se les negarán los reinos celestiales. A mi entender, ésta es la primera expresión clara de la noción de guerra santa que renace, en esta fecha, con una forma nueva. La guerra librada a petición del Papa, para defender Roma y la Santa Sede de los ataques de los musulmanes, adopta aquí una dimensión santificadora. Algunos ven ya en ello una «indulgencia de cruzada», otros hablan de precruzada, otros de indulgencia de guerra santa. Es conveniente estudiar con mayor atención el significado de esta nueva doctrina que, sin duda alguna, marca una importante etapa en la marcha hacia la cruzada. Volveremos a ello.
Capítulo 5 Las palmas del martirio
Asoldrai vos pur vos anmes guarir Se vos murez, esterez seinz martirs, Sieges avrez el greinor pareïs. (Os absolveré para curar vuestras almas. Si morís, seréis santos mártires, Lugar tendréis en el más alto paraíso.) CHANSON DE ROLAND, hacia 1133-1135
En la reconstitución personal que realiza el monje Guiberto de Nogent del discurso de Urbano II en Clermont, en noviembre de 1095, atribuye al Papa una frase que expresa la «santidad» de la expedición guerrera a la que llama a los caballeros: «Hasta ahora habéis librado guerras injustas […] y precisamente por eso habéis merecido vuestra perdición eterna y la certidumbre de la condenación. Ahora, os proponemos guerras que, en sí mismas, comportan la gloriosa remuneración del martirio».1 Esta concisa formulación de las recompensas espirituales de la guerra santa concluye lógicamente la precedente argumentación del Papa. Se concreta en tres puntos. Existen tres clases de guerras; las guerras justas, que autorizan a los caballeros cristianos a tomar las armas y los hacen dignos de alabanza: son las destinadas a defender la patria. Existen también guerras injustas por codiciosas, hechas de saqueos, de exacciones y crímenes: son las que libran los caballeros en Occidente, entre cristianos, que conducen a la perdición. Y hay finalmente guerras que, por la santidad de la causa que defienden, procuran a quienes encuentran en ellas la muerte las palmas del martirio, lo que les abre el acceso al paraíso.
Para designar estas operaciones salvadoras, Guiberto no hace pronunciar al Papa la expresión de «guerra santa», pero ésta figura explícitamente en el libro anterior, en la exposición general que el cronista hace de la expedición de Jerusalén. Ésta, afirma, aporta a los caballeros y a los laicos nuevos medios de ganar su salvación.2 Baudri de Bourgueil, que sin duda estaba presente en Clermont, atestigua también la utilización por el Papa de esta doctrina de la guerra santa que procura el paraíso a quienes acabaran perdiendo en ella la vida. La justifica sin embargo por el objetivo particular perseguido por la expedición, a saber: la liberación de Jerusalén. Más adelante volveremos a esta nueva dimensión de la sacralidad. Jonathan Riley-Smith pone en duda que en Clermont, el Papa pronunciara palabras de este tipo.3 Para él, la idea de que los guerreros puedan, por su muerte en combate, ser admitidos entre los mártires de la fe no estaba aún, en aquella fecha, universalmente admitida en la cristiandad occidental. Sin embargo la expresa ya, a mediados del siglo IX, el papa León IV. Se trata aquí de una verdadera mutación doctrinal, preparada, no obstante, por una lenta evolución cuyas principales etapas se han recordado en el capítulo precedente. Desde san Agustín, la guerra, en ciertas condiciones, no es ya condenable por principio. Puede ser justa, y quienes se comprometen en ella arriesgando su vida pueden, entonces, merecer con todo derecho la gratitud de la población, las alabanzas de la gente de bien y los honores del Estado. La monarquización de la Iglesia y la militarización de la sociedad llamada «feudal» contribuyen a sacralizar más aún el combate librado por la cristiandad occidental en vías de formación. Su principal factor de unidad es el predominio de la Iglesia romana. La guerra santa es una innovación ideológica papal. Nace hacia el año 850 y permanece embrionaria durante mucho tiempo, antes de alcanzar su plena estatura dos siglos más tarde, mucho antes de la cruzada. La carta de León IV, redactada en 847 para incitar a los guerreros del Imperio a acudir en ayuda de Roma, poco tiempo antes amenazada y saqueada por los sarracenos, refleja ciertamente un considerable salto cualitativo: la aparición de la noción de guerra santa. No sólo ésta es justa, y quienes la libran no son, pues, culpables en absoluto de homicidio cuando matan al enemigo en el campo de batalla, sino que es también santificadora, puesto que quienes mueren en combate obtienen lo que todo cristiano busca en esta tierra: el acceso al paraíso. Como muy bien ha advertido H. E. J. Cowdrey, uno de los mejores
especialistas en estas cuestiones, la guerra justa pertenece a la esfera legal e incluso secular.4 Procede de las leyes humanas y se emprende bajo un legítimo mando terrenal. Quienes combaten pueden alcanzar alabanzas, distinciones honoríficas o recompensas temporales, pero no la santificación. La guerra santa, en cambio, pertenece a la esfera religiosa. Su criterio es la conformidad con la voluntad de Dios y su recompensa es doble: la palma de la victoria o la del martirio. Aquí el registro ha cambiado. Esta revolución doctrinal convierte a la guerra santa en el equivalente a la yihad musulmana. Sólo pudo nacer y desarrollarse en una sociedad de tipo teocrático, precisamente la que el papado intenta instaurar. La aparente paradoja se debe al hecho de que, en el siglo IX, la situación del Papa es peligrosa y su autoridad «teocrática» puramente ficticia o verbal. Pero justo a causa de estas circunstancias difíciles necesitaba innovar para sacralizar, más aún, la lucha armada necesaria para asegurar su protección. Así se explican, a la vez, la precocidad de esta innovación y su ulterior favor, dos siglos más tarde, cuando el papado gregoriano intenta llevar a cabo su ideal teocrático y extenderlo a toda la cristiandad reconquistada o, según se cree, a punto de serlo. Nacimiento de la idea de guerra santa El texto precoz y ejemplar de León IV, cuyo contexto hemos expuesto anteriormente, merece ser analizado para extraer de él su pleno significado y su alcance. Ha llegado hasta nosotros en dos formas muy levemente distintas. Tanto en la una como en la otra, el Papa tranquiliza a los guerreros: «Aun deseando que ninguno de vosotros muera, queremos haceros saber que si uno de vosotros muriese fielmente en combate, en semejante guerra, el reino celestial no se le negará en absoluto». Las variantes se refieren a la justificación de esta promesa. La primera versión puede traducirse así: «En efecto, si sucediera que uno de vosotros muriese, habría muerto (el Omnipotente lo sabe) por la verdad de la fe, la salvación de la patria y la defensa de los cristianos. Por eso recibiría de él la susodicha recompensa».5
Esta versión muestra aún rasgos de la antigua noción de guerra justa. El factor de sacralización procede de una sutil amalgama que une los valores cívicos de la antigua Roma (morir por la patria), 6 los de la moral universal y cristiana (la protección de los compatriotas, de los conciudadanos, de los habitantes de una comunidad aquí amenazada, los cristianos de la región de Roma) y los de la religión (la defensa de la fe, amenazada por los paganos). La segunda versión es más claramente anunciadora de los futuros rasgos de la guerra santa. Se expresa en esos términos: «En efecto, si sucediera que uno de vosotros muriese, habría muerto (el Omnipotente lo sabe) por la verdad de la fe, la salvación de su alma y la defensa de la patria de los cristianos…».7 Esta versión convierte a la expedición armada destinada a proteger la ciudad de Roma y la Santa Sede de los ataques sarracenos en una obra piadosa capaz de procurar al guerrero que la emprendiese (si muere por ella) la salvación de su alma. No estamos lejos, en esa formulación, de la idea de una guerra que aporta la remisión de los pecados, uno de los rasgos constitutivos de la guerra santa y, más tarde, de la cruzada. Esta versión afirmaría también la existencia de una «patria de los cristianos» (en otras palabras, de una «cristiandad» comprendida en un sentido territorial y cultural a la vez) cuya defensa sería un piadoso deber, concepto que nace sin duda en esa época, pero cuya formulación parece aquí (demasiado) precoz. El movimiento, sin embargo, está en marcha desde hace mucho tiempo. Hay ahí una voluntaria amalgama: Juan VIII, un poco más tarde, emplea a menudo la palabra «patria» para designar a Roma, y más a menudo aún para designar al dominio pontificio.8 La defensa de las tierras de san Pedro se asimila así a la de toda la cristiandad que simbolizan y resumen. En ambas versiones, la recompensa prometida al guerrero muerto en combate no deja de afirmarse. Se debe a la eminente sacralidad de la lucha armada, que a su vez resulta de la convergencia de dos dimensiones de signos contrarios: la primera es «positiva», es el carácter «santo» de la causa que hay que defender, causa que puede ampliarse en círculos concéntricos como las ondas de un estanque en el que ha caído una piedra (la Santa Sede, Roma, la Iglesia, la cristiandad…); la segunda es negativa, es el carácter «diabólico» de los asaltantes, los sarracenos, que no son saqueadores ordinarios, sino que se han alineado, dada su calidad de «no cristianos», en el campo de los enemigos de Dios.
Encontramos esos mismos rasgos unos años más tarde. Por razones idénticas (las amenazas sarracenas sobre Roma), el papa Juan VIII intenta conmover a sus protectores, los soberanos carolingios. En noviembre del año 876, en una carta al emperador Carlos el Calvo (a quien el propio Papa coronó emperador el 25 de diciembre de 875), compara la amenaza de los sarracenos con una plaga de langostas, y describe sus estragos: esos «hijos de la sierva» (los árabes, descendientes de Ismael, hijo de Abraham y de Agar, la sierva de Sara que es, en cambio, la esposa de Abraham) se atreven a oprimir a los hijos legítimos, los hijos de la Alianza (los cristianos que se afirman hijos espirituales de Abraham); esos agarenos, «enemigos de la cruz de Cristo», devastan el Lacio romano, incendian las ciudades y los pueblos y matan a sus habitantes.9 El llamamiento no produce efectos. En febrero del año 877, el Papa insiste; los sarracenos, escribe, saquean Sabina y devastan sus santuarios. El asunto es grave: es preciso que el glorioso emperador libere esa tierra pues, si se perdiera, el emperador quedaría envilecido y aquella pérdida engendraría la de toda la cristiandad.10 Carlos el Calvo, esta vez, acude en su auxilio, pero muere el 6 de octubre del año 877. Juan VIII se vuelve entonces hacia su sucesor en Francia, el rey Luis II el Tartamudo. Reclama de nuevo guerreros. En el año 878, el Papa recibe una carta de los obispos de este reino solicitando precisiones sobre la suerte de quienes, respondiendo a su llamada, acabaran muriendo a manos de los sarracenos. El Papa apacigua sus temores: Vuestra venerable fraternidad ha intentado saber, con una pregunta discreta, si quienes, por la defensa de la santa Iglesia de Dios, por el sostén de la religión cristiana y del Estado (rei publicae) han caído recientemente en combate o caerán en el porvenir, podrían obtener el perdón de sus faltas (indulgentia delictorum). Confiando en la justa benevolencia de Cristo Nuestro Dios, osamos responder que quienes caen en el campo de batalla guerreando valientemente contra los paganos y los infieles, con el amor a la religión católica en ellos, entrarán en el reposo de la vida eterna. En efecto, el Señor se dignó decir por medio de su profeta: «Sea cual sea la hora en la que se arrepienta, no me olvidaré ya de todas sus iniquidades», y el buen ladrón, en la cruz, mereció el paraíso por su mera confesión de fe […]. En nuestra humildad, por la intercesión del bienaventurado apóstol Pedro, a quien pertenece el poder de atar y desatar en el cielo y en la tierra, tanto como es posible, los absolvemos y los encomendamos a Dios con nuestras oraciones.11
Algunos autores ven en esta promesa una verdadera «indulgencia de cruzada»: los soldados obtendrían el perdón de sus pecados como premio de su combate contra los paganos y los infieles. El canónigo Étienne Delaruelle, al finalizar su
análisis, concluía perentoriamente: «Juan VIII concedió una indulgencia propiamente dicha, una de esas indulgencias que caracterizarán las cruzadas en sentido estricto. No veo por mi parte diferencia sustancial alguna entre las promesas de Juan y las de Urbano II».12 Subrayaba por fin el carácter muy innovador de la idea de guerra santa, de la que el Papa es entonces, en aquella fecha, «no sólo el mayor, sino, para decirlo todo, el único representante». 13 En este último punto, sólo podemos darle la razón. La nueva idea, a continuación, hizo camino y ganó terreno. ¿Supone eso afirmar que Juan VIII concedió aquí una «indulgencia de cruzada»? Esta conclusión es discutible por partida doble. ¿Es efectivamente, además, una «indulgencia»? La palabra latina indulgentia figura, es cierto, en el texto. Pero ¿cuál es su sentido? Se aplica aquí al perdón de las faltas cometidas por los guerreros antes de su participación y a su muerte en el combate. Tal vez no tuvieron tiempo o intención, todos, de llevar a cabo las penitencias exigidas para expiar sus pecados confesados. Han (o habrán) muerto en combate, además, acción que todos los penitenciales, por aquel entonces, asimilan a una falta que a su vez necesita… penitencia, aunque hubieran actuado por orden de sus jefes. Ésta es la razón por la que los obispos se hacen la pregunta: ¿habrán muerto en estado de pecado? ¿Pueden esperar obtener el perdón de sus faltas no expiadas? El Papa responde a ello como titular privilegiado del derecho de atar y desatar que habría sido concedido a san Pedro y a sus sucesores. Nada de sorprendente hay en ello: es la reivindicación tradicional del obispo de Roma. Su respuesta es clara. Los obispos pueden estar plenamente tranquilos: cuando deciden combatir a los sarracenos por la salvación de Roma o del sucesor de san Pedro, esos guerreros manifiestan su intención de abandonar las vías del pecado por las que se habían extraviado antaño, como todos los guerreros «del mundo» (milites mundi); han decidido defender ahora la causa santa, la de la defensa de la Santa Sede. Éste es un acto de fe y de prudencia. Si no han podido llevar a cabo por completo las penitencias normalmente necesarias para obtener el perdón de sus faltas, ha sido debido a la intervención de su muerte. No cargan con esa responsabilidad, puesto que estaban (o estarán) en la imposibilidad de actuar de otro modo, incluso, simplemente, de actuar. Por eso el Papa cree necesario evocar a este respecto el caso del buen ladrón crucificado junto a Jesús. Esta alusión, fuera de esta interpretación, no tendría sentido alguno. El ladrón, en efecto, tenía también sobre la conciencia
numerosos pecados que no había expiado. Pero en la cruz, in extremis, se «convirtió», cambió de bando. No importa el momento de la conversión, subraya el Papa: incluso el pecador convertido en el último momento puede obtener la salvación. Este acto de fe del buen ladrón, aunque de naturaleza puramente declarativa, bastó por sí solo para asegurar su salvación eterna puesto que Jesús, en la cruz, le prometió que estaría con él en el reino de Dios. El Papa se compromete, pues, en este punto: en nombre de san Pedro, guardián del paraíso, y en virtud de los poderes que según afirma le han sido concedidos, «absuelve» a esos guerreros de sus faltas no expiadas y los encomienda a Dios en sus plegarias. Puede afirmarse válidamente que aquí no se trata de una indulgencia en el sentido pleno y ulterior de la palabra, ni de una «absolución general». El Papa afirma tan sólo que la guerra librada en favor de Roma, en favor de san Pedro, en favor del Papa y, por lo tanto, de la Iglesia y en favor de la cristiandad entera, en modo alguno puede menoscabar la salvación de quienes en ella encuentren la muerte. Muy al contrario.14 Los historiadores del derecho han discutido también la pertinencia de la expresión «indulgencia». No puede hablarse aquí de indulgencia, advierte James A. Brundage, pues en esta fecha el término no puede tener aún el sentido muy preciso que adoptará luego entre los teólogos. Concluye, sin embargo, que, en cambio, ambas cartas (la de León IV y la de Juan VIII) muestran muy claramente que «la guerra contra los infieles es santificada y santifica a quienes participan en ella, al menos si tienen el infortunio de morir en esos combates».15 Paul Chevedden, más recientemente, va más lejos en el sentido contrario. Subraya que en esta fecha no se hacía todavía la distinción entre la penalidad temporal necesaria para expiar la falta cometida y confesada, y las penas eternas que castigan al pecador después de su muerte.16 El Papa concede, pues, a su entender, una verdadera «indulgencia» que convierte la defensa de Roma contra los paganos y los infieles en un acto capaz de procurar a esos guerreros el perdón de la deuda adquirida ante Dios por sus pecados, a condición, sin embargo, de que su combate se lleve a cabo «por amor a la fe católica» y que hayan encontrado la muerte combatiendo valerosamente.17 Según Chevedden, mucho antes de Clermont, el papado institucionalizó así el conflicto con el islam haciéndolo digno de una recompensa espiritual proclamada por la Iglesia. Estas
proclamas constituyen el fundamento de las colecciones canónicas que, a partir del siglo XI, reglamentan el derecho de guerra y exponen la doctrina de la guerra santa. Estoy de acuerdo en gran parte, en este punto, con Chevedden, tanto más cuanto añade que la indulgencia así comprendida no es el elemento fundacional de la «cruzada». Es, en cambio, estoy seguro de ello, el elemento fundacional de la «guerra santa» que, a partir de esta fecha, pero más claramente a partir del siglo XI, convierte la lucha armada librada por el papado, y en particular contra los sarracenos, en un acto meritorio que permite el acceso directo al paraíso a los mártires de la fe. Podría hablarse entonces, en el caso de estas declaraciones papales del siglo IX, de «indulgencia de guerra santa». El matiz está muy lejos de ser desdeñable, como veremos más adelante. Esta noción no es, sin embargo, doctrinalmente expresada en las dos cartas analizadas, pero es su conclusión lógica. Si, en efecto, el Papa, arguyendo el poder heredado de san Pedro de atar y desatar los pecados, considera que puede absolver los pecados anteriores de los soldados que han ido a socorrerlo, sólo puede en cambio afirmar que esos guerreros muertos en combate serán admitidos entre los santos del paraíso con una condición: se supone que el combate que causó su muerte no comporta mancilla alguna, ninguna falta que oblitere la pureza de su alma. Una guerra usta, en aquella fecha, exigía penitencia. Sólo una guerra «santa en sí misma» podía proporcionar la certidumbre de que la penitencia no sería necesaria. El Papa no pretende en modo alguno ostentar el poder de declarar que una guerra es santa. Tanto León IV como Juan VIII justifican la decisión de Dios de admitir a esos héroes muertos en combate por la santidad de la causa defendida: la defensa de Roma y de la Santa Sede, corazón de la cristiandad, ante los asaltos combinados de los sarracenos y los infieles. Madurez de la idea de guerra santa Esta doctrina, esbozada a mediados del siglo IX, tarda sin embargo en afirmarse. No se encuentran manifestaciones incontestables de ella antes del siglo XI. En todo caso, está ligada a la presencia de uno, al menos, de los dos componentes que permitieron su nacimiento: la lucha armada emprendida a petición del Papa para asegurar la supremacía de la Iglesia católica por una parte, y la lucha contra los musulmanes para recuperar las tierras antaño cristianas por la otra.
La lucha contra los sarracenos Por muy abogado que fuese de la causa pontificia, Étienne Delaruelle, lo hemos mencionado ya, ponía de relieve que a mediados del siglo IX el Papa era probablemente el único representante de la idea de guerra santa. No sorprende por lo tanto advertir un vacío en la documentación referente a la guerra santa entre su primera afirmación y su extensión en los textos y los hechos de la Historia. Se ignora así, ampliamente, el proceso de difusión de esta idea y su recepción durante el siglo X; por lo demás, la época más opaca de la Edad Media. La idea de guerra santa, promulgada con precocidad por León IV y JuanVIII, reaparece en cambio en los textos del siglo XI, y se advierte que en este momento ha adquirido ya, en cierto modo, su autonomía. Proclamada o no por el Papa, acompañada o no, como anteriormente, por una «indulgencia» papal, la guerra santa se percibe entonces como concediendo «de oficio» las palmas del martirio. Eso sucede en particular en el caso de la lucha armada contra los sarracenos. Esta lucha, en España por ejemplo, comenzó desde luego mucho antes del siglo XI, pero no había adquirido todavía los rasgos de una guerra religiosa ni, menos aún, los de una guerra santa; al menos en el bando cristiano. Se trataba de un conflicto «de fronteras» donde los intereses materiales, territoriales y económicos eran los principales.18 El conflicto adopta un matiz ideológico más marcado en la época de la reforma gregoriana, a consecuencia del muy particular interés que el papado siente por los territorios reconquistados, cuya propiedad reivindica por otra parte, como veremos en el próximo capítulo. Ésta es una de las tesis generalmente admitidas hoy. No obstante, se advierten rasgos de una sacralización de la guerra librada contra los sarracenos en España mucho antes de la reforma gregoriana. Encontramos un ejemplo de ello en las Crónicas asturianas que, a finales del siglo IX, profetizan para muy pronto la victoria de los cristianos, según el plan de Dios, tras ciento setenta años de ocupación musulmana, considerada como un castigo de Dios debido a los pecados cometidos por los godos. La intención ideológica de estas crónicas es manifiesta, y es política: subraya la legitimidad y la sacralidad de la dinastía asturiana, convirtiendo a sus reyes en los adalides de la cristiandad en su empresa de reconquista de la península ibérica, asimilada a una guerra santa
deseada por Dios y proféticamente anunciada. Sin embargo, no encontramos en ellas aún la afirmación de que esta guerra, sacralizada no obstante y deseada por Dios, procure por sí misma las palmas del martirio. Esta última afirmación es favorecida por la progresiva diabolización de los sarracenos, asimilados a los paganos de la Antigüedad, perseguidores antaño de los cristianos. Esta amalgama es flagrante en los mártires de Córdoba que, a mediados del siglo IX, alentados por Eulogio y glorificados por su discípulo Álvaro, buscan manifiestamente el martirio acusando, hasta en las mezquitas de la ciudad, al profeta del islam de ser un secuaz del Anticristo. Álvaro profetiza el próximo fin del dominio árabe sobre España (hacia el año 870) que precederá la llegada del Anticristo y el final de los tiempos. Ciertamente, no hay ninguna llamada papal a la resistencia armada entre esos extremistas, pero la diabolización del adversario musulmán y su asimilación al bando del Anticristo favorecen la posterior sacralización del combate armado librado contra ellos en el marco de la «Reconquista».19 Esta sacralización alcanza su paroxismo en el primer tercio del siglo XI, en el pensamiento común de Occidente. Raúl Glaber es un buen testigo de ello. Cuenta como, poco después del avance musulmán de Almanzor (llevado a cabo en el año 997, en nombre de la yihad, hasta Santiago de Compostela),20 Guillermo de Navarra, llamado el Santo, se atrevió varias veces a enfrentarse con él en el campo de batalla pese a la debilidad de sus tropas. Éstas eran en efecto tan escasas que los monjes se vieron obligados a tomar las armas. Raúl precisa el estado de ánimo de estos combatientes improvisados: «Entre los cristianos, numerosos religiosos cayeron en combate durante esa larga guerra, luchando con amor por sus hermanos más que por vano orgullo y deseo de gloria».21 Philippe Sénac subraya con razón que esta primera reseña de Raúl Glaber referente a Almanzor, por aquel entonces ministro y jefe de guerra del califato de Córdoba, es históricamente muy errónea y demuestra la pobreza de su información: la reputación de Almanzor no ha cruzado aún los Pirineos. 22 No tiene importancia para nuestro propósito. Más útil es en cambio el comentario de Raúl Glaber referente a este mismo episodio, sea cual sea por lo demás su historicidad. Refleja el modo en que se percibía entonces el valor moral de algunos combates.
En su relato, Raúl Glaber cuenta luego la visión que tuvo en una iglesia del condado de Tonnerre un monje llamado Wulferio. Bruscamente, una intensa luz iluminó la iglesia hasta entonces sumida en la oscuridad (celebraba maitines); ésta se llenó de personajes con túnicas blancas dirigidos por un hombre que llevaba una cruz y se llamaba el «pastor de las naciones». A Wulferio, que les preguntaba quiénes eran y de dónde venían, le dijeron ser religiosos muertos en combate cuando habían tomado las armas para defender su patria y al pueblo católico contra los sarracenos. Por esto, afirma, quienes así murieron por la espada fueron considerados dignos de la corona de los mártires y de compartir, en adelante, la suerte de los bienaventurados.23 Ahora bien, como sabemos, los monjes, tal vez más incluso que los sacerdotes, deben abstenerse de derramar sangre e incluso de cualquier acto guerrero. Sin embargo, para Raúl Glaber, buen intérprete del «pensamiento común»,24 Dios consideró oportuno acoger en la morada celestial a aquellos religiosos que se hicieron soldados por algún tiempo. Obtuvieron así, por su meritoria muerte con las armas en la mano en el campo de batalla, la salvación eterna que habían buscado durante toda su vida de oración, en la paz y el silencio del claustro. Si semejante muerte en combate es hasta ese punto benéfica para los religiosos que violan la ley de su orden, con más razón debe serlo para los laicos que, por su parte, pueden comprometerse en ella «legítimamente», como profesionales. Aunque, claro está, no por cualquier causa. Esta guerra es santa porque se libra para proteger la patria y a los hermanos cristianos amenazados por los enemigos «naturales» que son los sarracenos, diabolizados a su vez. No son los únicos. También los normandos lo son, como paganos (verdaderos en este caso) y agresores de la cristiandad. También ellos, según el plan de Dios, son utilizados por él como «plaga» que se encarga de castigar al pueblo cristiano por sus pecados. Sin embargo, es preciso combatirlos, y esta lucha armada es tan meritoria que, guerreando por la patria cristiana, es posible obtener, si se muere, las palmas de los mártires. Ya a comienzos del siglo X, en un sermón destinado a los soldados (ad milites), Abbon de Saint-Germain incita a esos guerreros dedicados a las rapiñas y a expoliar los bienes de los pobres a cambiar de conducta y a combatir contra los normandos paganos. Se atreve incluso a invocar las Sagradas Escrituras en apoyo de su llamamiento con una promesa: «No permitáis que vuestros enemigos crezcan y se multipliquen sino,
al contrario, como mandan las Escrituras, combatid por vuestra patria, no tengáis miedo de morir en la guerra de Dios [bello Dei]; sin duda, si encontráis en ella la muerte, seréis santos mártires». 25 En las canciones de gesta, como bien sabemos, los musulmanes y los normandos son muy a menudo designados con el mismo apelativo de «paganos» o de «sarracenos». Combatirlos es un deber, un acto de piedad, y morir por sus manos se asimila a la muerte salvadora de los mártires que, antaño, perecieron bajo los golpes de los perseguidores paganos de la Antigüedad romana. Pero esta vez los mártires no son pasivos: hacen la guerra y matan. La idea se extendió a lo largo de todo el siglo XI. Se expresa claramente, por ejemplo, en el Cantar de Roldán, por boca del arzobispo Turpin, clérigo y guerrero a la vez: Señores barones, Carlos nos ha dejado aquí, por nuestro rey debemos bien morir. ¡Ayudadlo a defender la cristiandad! […] Si morís, seréis santos mártires, tendréis vuestro lugar en el más alto paraíso.26 Incluso en plena batalla contra los sarracenos, Turpin repite su promesa: Pero una cosa puedo aseguraros: el santo Paraíso os está abierto de par en par; allí estaréis con los Inocentes. 27 La «defensa de la cristiandad» en España adopta aspecto de reconquista, si bien, como veremos, a veces se la ha calificado de «precruzada». Lo mismo ocurre con la expedición militar conjunta llevada a cabo en ultramar en el año 1087, aunque todavía en el Occidente romano, en el actual Túnez, por las flotas de Pisa y Génova. Un poema pisano compuesto en esa fecha la glorifica y subraya sus aspectos de guerra santa: el «rey» musulmán Tamim, que reinaba en aquellos lugares, es allí diabolizado, asimilado al «cruel dragón Anticristo»; Jesucristo, se afirma, conduce personalmente la expedición hacia el África y el arcángel san Miguel, antes de la batalla, toca la trompeta como lo hizo antaño cuando combatió al dragón del Apocalipsis. El combate es victorioso y Tamin, vencido,
ofrece la paz. Reconoce que la tierra que ocupa pertenece en derecho a san Pedro y, por ello, envía al Papa, en Roma, un tributo de oro y plata; hace también que sean liberados miles de cautivos cristianos. La operación tiene, pues, un éxito total y la muerte de su jefe, el conde Hugo, a quien los sarracenos matan en combate, se equipara casi al martirio de Cristo.28 Semejantes combates acumulan, en efecto, una doble sacralidad: se libran a la vez contra los sarracenos, asimilados a los paganos enemigos de la «verdadera fe» y de la cristiandad, y en beneficio del papado, cuando no por su iniciativa. El combate por Roma y por la fe católica La idea de que una guerra es santificante cuando se libra contra los sarracenos y los paganos invasores es, al parecer, plenamente adoptada en Occidente ya antes del año 1000. Pero se extiende también, por contagio, a la lucha contra los adversarios interiores de la cristiandad, incluidos los «falsos cristianos» que, por ejemplo, expolian los bienes y las tierras de los Lugares Santos, de las iglesias y los monasterios; en otras palabras, los caballeros bandidos contra los que la Iglesia echa rayos y truenos en las asambleas de paz. Entre 1020 y 1050, el continuador de Bernardo de Angers cuenta cómo un caballero tocado por la gracia se había hecho monje y se había convertido en prior de la abadía de Conques, en Rouergue. Sin embargo, conservaba al pie de su cama sus pertrechos de caballero para estar siempre dispuesto a armarse y combatir a esos expoliadores si la emprendían contra su abadía. Prometía incluso a sus compañeros la recompensa del martirio si acababan muriendo en semejantes combates, más meritorios a su entender que la lucha contra los «paganos»: Cuando acontecía algún ataque, algún saqueo de los malhechores, él mismo se encargaba de la función de defensor y dirigía personalmente a su tropa armada. Alentaba el valor desfalleciente y prometía, con osadía, las recompensas de la victoria o las de la gloria del martirio; aseguraba incluso que tenían el deber de combatir a esos falsos cristianos que atacan la ley cristiana y abandonan a Dios, mucho más que a los propios paganos que, por su parte, nunca lo han conocido. 29
Esta mentalidad «popular» coincide y anticipa incluso la de los papas de la época gregoriana, que santifican la lucha armada de los fieles a san Pedro contra sus adversarios, partidarios del emperador y refractarios a la reforma, calificados
por ello de cismáticos o herejes, asimilados así a los paganos, adversarios tradicionales de la Iglesia. Este proceso se inscribe en un marco «político» en sentido amplio, a saber: la afirmación de la autoridad del Papa no sólo en la Iglesia, sino en toda la cristiandad, sobre el emperador, los reyes y los príncipes, en nombre de la primacía del poder espiritual sobre el temporal. Esta reivindicación se pone de manifiesto ya bajo el pontificado de León IX cuando éste, soberano temporal del «patrimonio de san Pedro», recluta guerreros para defenderlo contra quienes intentan hollar sus territorios o discutir sus ambiciones en la región. Elevado al pontificado por el partido imperial en el año 1049, León IX es discutido en Roma por los partidarios de su rival Benedicto IX. Para quebrar su resistencia, León IX invade y asola el territorio de Túsculo a la cabeza de la milicia pontificia, y condena por herejía a Benedicto y sus partidarios, en un sínodo de Letrán.30 En 1052, el Papa quiere apoderarse del Benevento, ambicionado también por los normandos de Roberto Guiscardo. Dirige contra ellos su ejército compuesto por reclutas procedentes del Imperio germánico, que son severamente derrotados en Civitate el 18 de junio del año 1053.31 El Papa queda profundamente afectado y muere al año siguiente. Este acontecimiento es utilizado muy pronto por varios escritores eclesiásticos favorables al Papa para justificar el empleo de la guerra por la Santa Sede y convertir ese tipo de combates en una guerra santa. Una Vida de León IX , redactada hacia 1060, afirma que la gloriosa recompensa celestial se concedió a los guerreros caídos como mártires en la batalla: «Puesto que fue por su fe en Cristo y por la liberación de un pueblo oprimido que santamente habían querido entregar su vida, la gracia divina manifestó con claridad, con varias revelaciones, que gozaban de la felicidad eterna en el reino de los cielos».32 Según el autor de otra Vida de León IX , este Papa, al morir, habría sido a su vez reconfortado por una visión que demostraba este ascenso. El Papa habría afirmado: «Los he visto, en efecto, entre los mártires, y sus vestiduras tenían el esplendor del oro. Llevaban todos en la mano palmas de imperecederas flores y me decían: “Ven, quédate con nosotros, pues gracias a ti poseemos ahora esta gloria”».33 Hacia el año 1086, Bonizo de Sutri considera que los guerreros que han combatido por el Papa son dignos de figurar entre el número de los santos.34 Cuatro años más tarde, Bruno de Segni (futuro legado del papa Pascual II durante la gira de propaganda de cruzada de Bohemundo en Francia, en el año 1106) se extraña de la derrota del «ejército de los santos» (sanctorum exercitus),
de la muerte de esos «soldados de Cristo» (milites Christi), que están, no lo duda, en el paraíso: «Es preciso creer con mucha firmeza […] que todos los que han muerto por la justicia se encuentran entre el número de los mártires. El Señor los coloca entre los príncipes de su pueblo».35 La misma interpretación encontramos con respecto a la lucha emprendida por el papa Alejandro II y la «pataria milanesa» contra el clero y el pueblo de Milán. El Papa apoya primero este movimiento «puritano», que se opone a la influencia del emperador germánico sobre el clero italiano al que el papado intenta imponer su autoridad y sus reformas. El clero milanés y una parte de la población que lo apoyaba son entonces denunciados como corruptos, heréticos y cismáticos, y fuertemente diabolizados.36 Para luchar contra ellos por las armas, Alejandro II concede su estandarte a un caballero llamado Erlembaldo, a quien pone a la cabeza de los guerreros que le son fieles. Algo más tarde, su sucesor, Gregorio VII, le designa con expresiones muy laudatorias como «caballero de Cristo», que dirige la «guerra de Dios» contra los «miembros del diablo»,37 etcétera. Muerto en combate con su amigo Liutprando en el año 1075, Erlembaldo fue venerado muy pronto como mártir.38 Andrés de Strumi llama a ambos «los mártires de Cristo» (martires Christi).39 Por lo demás, sobre la tumba de Erlembaldo no tardaron en producirse milagros. Estos casos sirven de ejemplo a los canonistas de finales del siglo XI en su afirmación jurídica del derecho de guerra de la Iglesia, y entendamos por ello la Santa Sede. La guerra librada por la «liberación de la Iglesia» y el triunfo de la cristiandad (identificada con la Iglesia romana) contra los enemigos exteriores (los musulmanes y los paganos) o interiores (herejes, cismáticos o refractarios a sus ambiciones) se percibe de forma manifiesta, en la cristiandad romana, como santificadora. Como veremos, no ocurre lo mismo en la cristiandad oriental. Evidentemente, esta doctrina se aplicará a la cruzada que, predicada por el papa Urbano II en nombre de Dios, se beneficia de todos los caracteres de una guerra santa cuyos componentes acabamos de analizar. Por ello, contiene «en sí misma» la promesa de la gloriosa remuneración del martirio. Aunque, como advierte Jonathan Riley-Smith, no pueda afirmarse que el Papa pronunció en persona estas palabras, es seguro que, en esta fecha, quienes le oyeron lo comprendieron de ese modo. Eso se desprende claramente de los textos de los primeros cruzados y de los cronistas eclesiásticos que nos cuentan su epopeya.40 Existen numerosos ejemplos que corroboran la interpretación, dada al inicio de
este capítulo, de la expedición predicada por Urbano II. Bastará sólo uno de ellos, tan ilustrador resulta. Durante la batalla de Antioquía librada en junio del año 1098 por los cruzados contra el ejército musulmán de Karbuqa, el atabeg de Mosul, varios cruzados afirmaron ver a los ejércitos celestiales de los santos del paraíso participando en los victoriosos combates de los cristianos, como había sido anunciado antes a algunos visionarios del campamento cruzado.41 Estos ejércitos eran conducidos por los santos patronos tradicionales de la caballería, Jorge, Mercurio y Demetrio. Estos santos no estaban solos: las legiones celestiales estaban compuestas, a la vez, por los santos mártires de la Antigüedad y los nuevos mártires, es decir los cruzados muertos ya durante la expedición. Algunos días antes de la batalla, san Andrés lo había anunciado en los siguientes términos al visionario Pedro Bartolomé: ¿Ignoras por qué Dios os ha traído hasta aquí, cuánto os quiere y cómo os ha elegido especialmente? Os ha hecho venir hasta aquí para vengar el desprecio que él y los suyos han sufrido. Os quiere tanto que los santos que están ya en el reposo, conociendo de antemano la gracia de la disposición divina, quisieran ser ellos mismos de carne y hueso para combatir con vosotros […]; pues sois superiores en méritos y en gracias a todos los que antes vinieron y vendrán después de vosotros, como el oro prevalece en valor sobre la plata.42
La cruzada es pues, en efecto, una guerra santa; alcanza incluso, sólo en este plano, como subraya el texto, un inigualable grado de sacralización.43 Hasta entonces, desde mediados del siglo IX y más aún desde los alrededores del año 1000, según la doctrina pontificia, la corona de los mártires recompensaba a quienes habían muerto en combate en Occidente por la protección de los cristianos amenazados por las invasiones de los «paganos» y la de la patria cristiana, la cristiandad occidental que los papas confundían de buena gana con la Iglesia romana. Los nuevos objetivos de la cruzada, destinada a la liberación de la Iglesia de Oriente (separada de Roma) y de sus Lugares Santos, especialmente el Santo Sepulcro, centro privilegiado de peregrinación, introducen elementos nuevos y, en el plano de la guerra santa, la hacen ascender un grado más en la sacralidad. Arriesguémonos a una comparación. La noción de guerra santa elaborada en Occidente hasta la cruzada aparece, poco más o menos, como el equivalente cristiano de la yihad que, establecida en el primer tercio del siglo VII, precedió en más de dos siglos la primera expresión de guerra santa en el Occidente cristiano. Con la cruzada, la guerra santa se convierte en «santísima». Equivale a una
yihad que tuviera como objetivo la liberación de los lugares santos de Medina y de La Meca, si éstos hubieran estado durante cuatrocientos cincuenta años en manos de los «infieles» cristianos. Por otra parte, aunque la cruzada es en efecto una guerra santa por todas las razones que aquí se han recordado, no toda guerra santa o supuesta como tal es una cruzada. Precisamente, los capítulos que siguen intentarán sacar a la luz los rasgos que distinguen a ésta de aquélla y la convierten, incluso, en algo distinto a una guerra «santísima».
Capítulo 6 La reconquista cristiana en Occidente: ¿«precruzada» o «guerra santa»?
La guerra santa, como vemos, no aparece en Occidente antes de mediado el siglo IX. Hasta aquí la hemos definido, en el plano puramente doctrinal, por las recompensas espirituales que al parecer procura a los participantes y, en particular, a quienes pierden en ella la vida. Esas recompensas son concedidas por las autoridades religiosas y, en definitiva, en la cristiandad católica occidental, por el obispo de Roma que, como sucesor de san Pedro, «guardián del paraíso», se considera el poseedor de ese «poder de las llaves». Vemos cómo se multiplican las afirmaciones de esta doctrina en los escritos de los papas de la reforma llamada gregoriana, cuando éstos retoman por su cuenta la antigua idea de guerra santa expresada por León IV dos siglos antes. Ya no sólo, como antaño, en una perspectiva defensiva, la de la protección de Roma contra los ataques sarracenos, sino en la mucho más amplia y de alcance ideológico de una «liberación de la Iglesia», tema principal de los escritos pontificios de la época.1 Esa liberación adopta varias dimensiones: religiosa, política y militar, territorial incluso. Para llevar a cabo los distintos aspectos de este programa, el papado proclama lícito el uso de la fuerza armada. A finales del siglo XI, algunos canonistas como Anselmo de Lucca,2Yvo de Chartres3 o Bonizo de Sutri4 reúnen sus afirmaciones para extraer de ellas la doctrina eclesiástica del derecho de la Iglesia a utilizar la guerra contra todos sus adversarios. Este uso de la fuerza coercitiva se convierte en el instrumento lógico de una política pontificia que, iniciada desde hace mucho tiempo, se afirma y se fortalece en la segunda mitad del siglo XI. La reforma gregoriana no tiene como
objetivo sólo la purificación «moral» de las costumbres y comportamientos de los eclesiásticos, en particular la lucha contra la simonía (tráfico de las funciones y los bienes eclesiásticos) y el nicolaísmo (esencialmente el matrimonio o concubinato del clero); intenta sobre todo, en el plano político, «liberar a la Iglesia» del imperio de las potencias laicas volviendo contra ellas la fuerza armada de sus guerreros, los milites, término que puede entonces comenzarse a traducir por «caballeros». El papado quiere incluso, por una verdadera inversión de la tendencia, dominar a su vez la sociedad civil medieval afirmando su autoridad sobre los reyes, príncipes y señores, y más generalmente sobre toda la aristocracia guerrera que domina por aquel entonces Occidente. Ahora bien, este Occidente latino está en una etapa de plena expansión, en los planos demográfico, económico, cultural y también militar. Este movimiento, iniciado a partir del año 1000, se amplía durante el siglo XI, marcado por los progresos de la «dilatación» de la cristiandad: conquista y cristianización al este y en Escandinavia, intensificación de la «Reconquista» ibérica, conquistas normandas en Italia del Sur y en Sicilia, operaciones todas ellas apoyadas por el papado. La Europa cristiana entra entonces en una fase de «crecimiento» que proseguirá durante varios siglos. La cruzada proclamada en el año 1095 es, evidentemente, una de sus expresiones. Sería del todo vano negar esta continuidad. Pero no por ello obliga a identificar cruzada y guerra santa, por múltiples razones que se mencionarán a continuación. El papado contribuyó a esta expansión mediante la valorización del uso de las armas en el marco de un programa teocrático que el papa Gregorio VII expone claramente en sus dictatus papae y en varias de sus cartas. Se trata de una visión ideológica unitaria que, confundiendo nociones hoy distintas (fe cristiana, Iglesia, cristiandad, Santa Sede), transforma a su modo de ver el Occidente cristiano en un vasto conjunto político-religioso que el Papa considera haber recibido la misión de dirigir y gobernar en nombre de Cristo, para hacerlo prevalecer sobre las fuerzas adversarias que se encuentran, de ese modo, diabolizadas, asimiladas al Anticristo (en el sentido global de «personaje o potencia hostil a Cristo» en todas las épocas) y al Maligno. Desde esta perspectiva teológica de la Historia, que Urbano II llevará incluso más allá, parece abrirse una nueva era, marcada por el final, que se cree próximo, del dominio musulmán y por el «restablecimiento» concomitante de la preponderancia cristiana. Naturalmente, su lucha armada contra los musulmanes en España forma
parte de este programa de reconquista cristiana,5 al igual que la de las islas del Mediterráneo occidental (Sicilia, Cerdeña, Córcega, etcétera), y todo ello tanto más cuanto que Gregorio VII reivindica su propiedad (o al menos su soberanía) en nombre del Constitutum Constantini, la (falsa) donación de Constantino.6 Lorenzo Valla (muerto en el año 1457), fundador de la crítica moderna, demostró hace ya mucho tiempo que ese famoso texto, «la falsificación más célebre de la historia del papado»,7 brotó de los medios de la curia pontificia del siglo VIII. Este texto pretende que el emperador Constantino, tras haber decidido transferir la capital del Imperio a la ciudad que llevará su nombre (Constantinopla), quería que en Occidente el obispo de Roma ejerciera en su lugar el principado y dispusiera de un «poder superior» al suyo. Constantino habría establecido por lo tanto la autoridad religiosa del Papa en estos términos: «Decretamos que el pontífice tendrá primacía sobre las cuatro principales sedes de Alejandría, Antioquía, Jerusalén y Constantinopla, así como sobre todas las demás Iglesias de Dios en el universo entero». Su poder político y su jurisdicción territorial se afirman más aún por esta pseudodonación: «Y para que el prestigio del pontificado no se envilezca en absoluto, sino que sea por el contrario más brillante aun que la dignidad del Imperio y el poder de la gloria de éste, concedemos y otorgamos al bienaventurado Silvestre, nuestro padre, Papa universal, no sólo nuestro palacio de Letrán […], sino también la ciudad de Roma, así como todas las provincias, localidades y ciudades de Italia y de las regiones occidentales, para que él y sus sucesores las tengan bajo su poder y bajo su tutela […], entregándoselas esta constitución para siempre y por derecho a la Iglesia romana».8 Si bien es cierto que no todas las reivindicaciones políticas y territoriales del papado se basan en ese documento «apócrifo», es poco prudente en cambio, o demasiado complaciente, minimizar su impacto. Sea o no citado de forma expresa, no deja de reflejar la concepción política del papado en la época de la reforma gregoriana.9 Éste es, sumariamente resumido, el trasfondo ideológico del desarrollo de la idea de guerra santa en la segunda mitad del siglo XI. Encontramos huellas de ello en los escritos eclesiásticos referentes a la «Reconquista» española. No hay que deducir por ello, claro está, que en España los móviles de los combates fueran esencialmente religiosos. Ni mucho menos. Las operaciones militares tuvieron sobre todo objetivos políticos y económicos; los intereses materiales
fueron allí preponderantes, en forma de obtención de territorio, de tributos que percibir, de razia, de saqueo o de botín. Son opciones de realismo político, uicioso o no, que impone la proximidad de un adversario musulmán que es (y seguirá siendo por mucho tiempo) un vecino con el que hay que pactar. Se encontrarán, por lo demás, esos rasgos de realismo que llevan a cierto compromiso (más que tolerancia) entre los cruzados instalados en Tierra Santa, a quienes se llamaba los «pupilos». La toma de Barbastro: ¿una «precruzada»? Al margen de los testimonios ya citados de una aceptación «popular» de la idea de guerra santa, la correspondencia pontificia ofrece pruebas bastante numerosas de la utilización de esta idea y de su aplicación a la «Reconquista» española. La más antigua se produce bajo Alejandro II (1061-1073), probablemente en el año 1063, precisamente cuando en Italia la alianza del papado y los normandos, sellada en 1059 por los juramentos de Melfi, da sus frutos y permite teñir con matices de la guerra santa las conquistas normandas en Apulia y en Sicilia, cuya sacralidad el cronista Godofredo Malaterra aumenta voluntariamente a finales del siglo.10 Paul Chevedden ve allí, incluso, el verdadero punto de partida de la cruzada tal como la concibe; es decir, el proceso global de liberación de la Iglesia cristiana del dominio musulmán.11 En todo caso, es un buen ejemplo de las iniciativas diplomáticas del papado para utilizar en su beneficio la idea de guerra santa y promover así, bajo su teórica directiva, la reconquista de territorios antaño cristianos en la parte occidental del antiguo Imperio romano. Así pues, antes de la batalla de Cerami, en el año 1063, vemos cómo el conde Rogelio de Sicilia hace a sus guerreros un verdadero discurso de guerra santa, comparando a los normandos con el pueblo elegido conducido por Gedeón y prometiéndoles la victoria gracias a la ayuda celestial, de san Jorge en particular: esta ayuda se manifiesta de inmediato con la presencia de un caballero blanco llevando un estandarte del mismo color coronado por una cruz refulgente, que dirige con éxito el asalto de los cristianos. 12 Advertido de esta victoria, el Papa envía a los normandos su bendición apostólica y, por el poder de las llaves de que dispone, concede la absolución de sus pecados (si se arrepienten en el futuro, sin embargo) al conde y a todos los que lo ayuden a
tomar Sicilia de manos de los paganos y a convertirla, una vez tomada, a la fe de Cristo. Les envía también el vexillum de san Pedro para que lo enarbolen en sus campañas futuras. Semejante relato acerca mucho la guerra de conquista de Sicilia emprendida por los normandos a las guerras del Eterno libradas antaño por los hebreos para tomar posesión de la Tierra Prometida. En el año 1066, el mismo papa Alejandro II confiere también su estandarte (el vexillum sancti Petri) a otro conquistador normando, Guillermo el Bastardo, que, tras su victoria sobre el rey Haroldo en Hastings, se convierte en rey de Inglaterra bajo el nombre de Guillermo el Conquistador. Aun así, no querrá reconocerse vasallo de la Santa Sede. El papado, por aquel entonces, intenta manifiestamente extender su hegemonía político-religiosa a todo el Occidente.13 Por lo que se refiere a España, el papa Alejandro II está implicado en la operación militar que se apodera de Barbastro en el año 1064, como atestigua una carta sin fecha, pero auténtica, cuya traducción es la siguiente: Con amor paternal, exhortamos a quienes han decidido ir a España a que se apliquen con el mayor cuidado a la realización efectiva de ese proyecto que han concebido en su espíritu de acuerdo con un consejo divino [divinitus admoniti]. Que cada uno de ellos, según la naturaleza de sus pecados, los confiese a su obispo o a su padre espiritual [a], y que el confesor le imponga la penitencia adecuada [b], para que el diablo no pueda acusarle de impenitencia [ne diabolus accusare de impenitentia possit]. En cuanto a nosotros, por la autoridad de los santos apóstoles Pedro y Pablo, les relevamos de esta penitencia [c] y les hacemos remisión de sus pecados [d] […].14
La interpretación de esta carta ha hecho correr mucha tinta. Para unos, como Marcus Bull y Jonathan Riley-Smith,15 nada tiene que ver con la guerra santa ni con la cruzada: se trataría de una «conmutación de penitencia» concedida por el Papa a unos peregrinos que habían decidido ir a Santiago de Compostela. Teniendo en cuenta la magnitud del trayecto y de los peligros corridos, se arriesgarían a morir antes de haber realizado su peregrinación, y el diablo podría entonces reclamarlos como «impenitentes». El Papa se compromete a levantar la penitencia que hubiera sido impuesta por el confesor y les garantiza desde entonces la remisión de sus pecados. En cambio, Carl Erdmann antaño y Paul Chevedden más recientemente, además, aunque en menor medida, Joseph O’Callaghan, ven en ella la primera «indulgencia papal de cruzada».16 Varias razones me inducen a pensar, como a la mayoría de los historiadores, que esta carta no se refiere a peregrinos, sino a guerreros. Para los peregrinos ordinarios, la propia peregrinación constituiría penitencia bastante para expiar
sus pecados perdonados, y la intervención particular del Papa no se justificaría. Además, la expresión in Hispaniam no puede aplicarse a Santiago de Compostela, tierra cristiana por aquel entonces, sino que suele designar los territorios bajo dominio musulmán; la encontramos incluso utilizada en este sentido para territorios situados en Oriente, durante la primera cruzada. Se trata pues de una expedición militar dirigida contra los sarracenos de AlÁndalus. Sabemos por otra parte que este Papa escribió dos cartas más que probablemente se refieran a esta misma expedición, que sin duda es la de Barbastro, a pesar de las reticencias expresadas a este respecto por Alberto Ferreiro.17 El contexto es claramente el de una operación militar contra los musulmanes. Sabemos también que numerosos caballeros de más allá de los Pirineos tomaron parte en esta expedición, aunque su identificación sea a veces controvertida, al igual que sus motivos. De ello no se desprende que Alejandro II emitiera aquí una «bula de cruzada» antes de tiempo, incitando a los caballeros de Occidente a reconquistar España y prometiéndoles «privilegios espirituales de cruzada». Alejandro II no tomó sin duda, personalmente, la iniciativa de semejante expedición, cuyo carácter, en esencia «laico» y materialista, ha sido puesto de relieve hace poco.18 Sin embargo, Joseph O’Callaghan sostiene con argumentos convincentes que con toda probabilidad el Papa estaba al corriente de las empresas en curso, que las aprobó y que tal vez respondió a una demanda de apoyo. Ambos hechos no son incompatibles. Por lo que aquí nos concierne, eso tiene poca importancia. Lo que cuenta, en cambio, es el grado de sacralización que el Papa, por su parte, le concede. No es poco, y su mínima formulación es ésta: el Papa afirma claramente a los participantes (o al menos a los destinatarios de su carta) que su decisión de ir a combatir en España es de origen divino; los alienta a responder y, para facilitar su realización, les asegura de antemano el levantamiento de las penitencias que les hayan sido impuestas por su confesor y la remisión de sus pecados. Pero ¿quiénes son los destinatarios de esta carta? También en eso las opiniones están muy divididas. Va dirigida al clero Vulturnensi. Quienes quieren convertir a Barbastro en una «precruzada» predominantemente internacional y, sobre todo, francesa, se inclinan por un obispado en Francia, cosa muy problemática y poco probable. Se ha propuesto con mayor verosimilitud Castel Volturno (en Campania), luego Volterra y, más tarde, Volturara Appula, en
Apulia.19 Me adhiero de momento a esta última proposición, que tiene la ventaja de convertir a los personajes en cuestión en caballeros del ducado de Apulia, vasallos de la Santa Sede desde el acuerdo del Papa con los normandos de la Italia del Sur, en el año 1059, y hace hincapié en el papel de los normandos en la política de reconquista cristiana tal como la entiende el papado desde la época de Alejandro II. La dimensión de guerra santa de la expedición no está por ello menos presente, como mínimo en el pensamiento del Papa, aunque su principal aspecto doctrinal, la referencia al martirio, falte por completo. ¿Estaba presente también entre los participantes de la expedición? Puede dudarse de ello, es cierto, si nos atenemos al comportamiento real de los guerreros de Barbastro. Carlos Laliena Corbera subraya con mucho acierto los aspectos puramente laicos y guerreros de ese comportamiento, al que denomina la «segunda vertiente de la guerra santa»; por ejemplo, el entusiasmo genocida que corresponde, a su entender, a la estricta versión profana de lo que se denomina guerra santa.20 La observación merece un análisis pormenorizado. Al estudiar el fenómeno de guerra santa, los teólogos y los historiadores especialistas en derecho eclesiástico tienden en exceso a definirla sólo a partir de sus dimensiones religiosas y doctrinales expresadas por los papas y los clérigos que la predican y por los canonistas que la codifican. La andadura es, en efecto, lógica y natural. Pero hay que tener en cuenta también su «otra vertiente», es decir, el modo en que se percibía la guerra santa precisamente por quienes la practicaban. Hay entre esas dos percepciones notables diferencias, tanto en el plano cualitativo como en el cuantitativo, en la escala de los valores recibidos como constituyentes de la guerra santa. Entre los valores compartidos por los participantes en la expedición de Barbastro, como en la mayoría de las demás ayudas militares proporcionadas en el siglo XI a las tropas españolas de la «Reconquista» por los caballeros de más allá de los Pirineos, puede ponerse de relieve también, como han hecho muchos historiadores recientes, que sus motivos profundos eran a la vez materiales e ideológicos: sed de botín, deseo de conquista, pero también solidaridades familiares o clánicas, solidaridad de «clase». La mayoría de los caballeros notables que, procedentes de Aquitania o incluso de Borgoña, van a guerrear a España, tienen vínculos familiares, más o menos estrechos, con las dinastías españolas.21 Estas solidaridades «laicas» se mezclan con la percepción de una
pertenencia cristiana común; están más fortalecidas aún, en esa época, por los estrechos vínculos que se instauran entre el papado y algunos reinos españoles, y en particular el de Aragón. Philippe Sénac escribe que las fuentes árabes (en absoluto desmentidas por algunos autores latinos)22 mencionan, acerca de la toma de Barbastro, matanzas y saqueos, violaciones de mujeres y de muchachas musulmanas por los guerreros cristianos ante los esposos y padres de éstas. 23 Nos encontramos ante denuncias del mismo tipo (y que dan lugar a las mismas exageraciones) que los excitatoria que, del lado cristiano esta vez, impulsan a la «cruzada» percibida como una guerra de venganza contra «los turcos». Estos comportamientos, sin embargo, no alteran la dimensión clerical de guerra santa expresada por los escritos pontificios que aquí se examinan: en efecto, estos crímenes y delitos son, por definición, obra de los supervivientes. A los muertos, por lo tanto, no les afectan y siguen siendo «santificados», aunque pueda considerarse verosímil que, sin su muerte, también se habrían visto llevados a las mismas prácticas guerreras, frecuentes en todas las épocas tras el asalto victorioso de una plaza fuerte. ¿Podemos por ello hablar aquí, con respecto a la carta de Alejandro II, de «primera indulgencia de cruzada», como proclamaban ya Carl Erdmann y Étienne Delaruelle, y más aún, hoy, Paul Chevedden? Para este último autor, la carta sería «una de las más detalladas de todas las indulgencias de cruzada», pues precisaría, mejor aún que todas las que van a seguir durante el siglo XIII, las sucesivas fases del rito de la indulgencia. Esas etapas se expresan en las frases anotadas como a, b, c y d en mi traducción del texto reproducida anteriormente. –Primera fase (a): confesión auricular de los pecados. –Segunda fase (b): imposición de una penitencia por el confesor. –Tercera fase (c): remisión de esta penitencia. –Cuarta fase (d): remisión de los pecados. Tal vez sea ésta una interpretación doctrinal un tanto excesiva. Atribuye en efecto a una simple carta circunstancial un valor dogmático adquirido al final del desarrollo posterior de la doctrina de la indulgencia de cruzada. No podemos desdeñar esta interpretación de la carta, pero también podemos ver en ella, como en el caso de la de Juan VIII, la afirmación del derecho pontificio a perdonar los pecados; advirtamos de paso que Alejandro II reivindica aquí este derecho en nombre de san Pedro y san Pablo, y no sólo del primero, cuyos herederos dicen ser los papas. En resumen, habría que
comprender esta carta esencialmente en el plano práctico: el Papa, enterado de la expedición, aprueba la decisión de estos guerreros de Italia de ir a combatir en España; antes de partir, tienen que confesar sus pecados y recibir de su confesor la penitencia idónea. Pero el tiempo apremia; no todos, según la gravedad de sus faltas, tendrán tiempo de «purgar» esta pena y ser así absueltos. Para favorecer y acelerar su partida y, al mismo tiempo, tranquilizarlos, y para que el diablo (en caso de muerte por el camino) no pueda «reclamarlos» acusándolos ante Dios de haber muerto impenitentes, el Papa les remite esta penitencia, de modo que son, por consiguiente, potencialmente perdonados de sus pecados. Interpretada de este modo, la carta de Alejandro II en nada supera las de León IV y Juan VIII. Ni siquiera evoca la dimensión santificadora de la empresa para conferir el paraíso a quienes perdieran en ella su vida. Este «olvido» no es sorprendente, por otra parte: el Papa se dirige aquí de modo expreso a guerreros que se disponen a partir, y aunque la idea de martirio pueda ser reconfortante de modo abstracto, o cuando la cosa ha pasado, para los padres o íntimos del difunto, sin duda no es muy incitadora en el momento en que parten los propios participantes: el Occidente cristiano medieval no tiene la fibra suicida de otras culturas… La carta de Alejandro II, sin embargo, tiene un gran interés ideológico por sus dos notables elementos nuevos. Por una parte, la afirmación del Papa que confirma el origen «divino» de la decisión de los destinatarios de la carta de ir a España; por la otra, la implicación pontificia en una empresa guerrera que, esta vez, no está (como lo estaba en el siglo IX) destinada a la protección de Roma por guerreros procedentes de otras partes. En este caso se trata de favorecer una empresa llevada a cabo por guerreros probablemente vasallos o aliados del Papa, y destinada a atacar a los sarracenos lejos de Roma, en la España musulmana (Al-Ándalus). Hay ahí una inversión que plasma el creciente interés del papado por la reconquista cristiana. La implicación pontificia en la «Reconquista» Este interés se traduce, por ejemplo, en una aproximación política entre el papado y el reino de Aragón, cuyo soberano Sancho I Ramírez, alentado por el éxito inicial de Barbastro en el año 1064, se dirige a Roma en 1068 y coloca su reino bajo la dependencia del Papa. Sancho I Ramírez se ha casado con la
hermana del conde Eblo de Roucy, a su vez yerno de Roberto Guiscardo, vasallo y ambicioso sostén del Papa. También ahí interfieren los vínculos familiares.24 A partir de entonces, la reconquista aragonesa toma unos crecientes rasgos de guerra santa.25 Gregorio VII (1073-1085), el sucesor de Alejandro II, se interesa más aún por España.26 Desarrolla la idea de una movilización de las fuerzas militares de la cristiandad al servicio de la Iglesia; es decir, de la Santa Sede. En varias cartas, expresa sus reivindicaciones sobre España en nombre de la falsa donación de Constantino o, al menos, del «patronazgo de san Pedro».27 Esta reivindicación le permite, en cierto modo, poner entre paréntesis el período de ocupación musulmana, e incluso visigoda, y presentarse como el heredero legítimo del Imperio romano en el plano religioso y político. Puede así imponer la liturgia romana a los territorios reconquistados (en detrimento de la antigua liturgia mozárabe) y presentarse como adalid de la reconquista cristiana por medio de los reyes cristianos de España, incluido el rey de Castilla y León, Alfonso VI, quien, muy reticente al principio, acaba imponiendo ese rito romano en los territorios reconquistados. Este rey es, según el Papa, un campeón tanto más aceptable cuanto que tiene victorias más probatorias que los demás príncipes españoles. En 1073, con la aprobación papal, Eblo de Roucy decide emprender una expedición a España para ayudar al rey de Aragón y conquistar el reino de Navarra. En una carta, Gregorio VII incita a sus fieles a llevar a España un ejército cuidándose de advertir a su jefe de que todos los participantes tendrán que reconocer a san Pedro la propiedad de los territorios reconquistados. 28 En el siglo siguiente, el abate Suger, consejero de los reyes Luis VI y Luis VII, reprocha a Eblo de Roucy haber elevado sus pretensiones hasta el punto de partir un día hacia España «a la cabeza de un ejército de una importancia que sólo se adecuaba a los reyes».29 Las fuentes españolas, mudas sobre este tema, llevan a los historiadores a pensar que este ejército no realizó grandes cosas. Actualmente están divididos con respecto a su magnitud y a sus resultados efectivos. La implicación pontificia no es por ello menos real, al igual que las pretensiones políticas emitidas en esta ocasión. Las expediciones militares a España no son pues sólo, en adelante, asunto de los príncipes, como sucedía aún a comienzos de siglo. Los papas les prestan la mayor atención y alientan a algunos de sus fieles a participar en ellas. Las
reivindicaciones pontificias chocan sin embargo con la voluntad de los reyes (sobre todo el de Castilla) de afirmar la independencia y la soberanía de su poder monárquico. Alfonso VI se convierte en el primer valedor de esta idea y en el campeón de la «Reconquista», al tiempo que subraya, para contrarrestar al papado utilizando el mismo lenguaje, que actúa como «emperador dirigido por Cristo» en el sometimiento de los territorios dominados desde hace más de trescientos setenta años por los musulmanes. 30 Este tema de la reconquista cristiana es particularmente desarrollado por Urbano II. Antes de pensar en retomar por su cuenta el proyecto de cruzada de Gregorio VII, hacia Oriente, el Papa se preocupa primero por la reconquista en Occidente. Se apropia del programa de Gregorio VII y lo inserta en su concepción de una pedagogía de la Historia dirigida por Dios, que cambia los tiempos y las circunstancias, derriba y establece los reyes y bendice a su pueblo si es fiel, pero lo castiga si se aparta. Con toda naturalidad, la perspectiva político-teológica de Urbano II convierte esa guerra de reconquista en una guerra santa. Lleva a cabo el plan divino y puede así convertirse en acción piadosa y meritoria, acto de penitencia y fuente de gracias. Su abundante correspondencia permite captar su pensamiento en lo referente a la naturaleza de la lucha librada en España contra los musulmanes. En su carta de 1 de julio de 1089 al obispo de Vic Berenguer Sunifred sobre la reconquista de la ciudad de Tarragona, Urbano II expresa su «teología de la Historia»: Dios se ha dignado hoy visitar a su pueblo castigado por sus pecados con la ocupación sarracena durante trescientos noventa años; dicho de otro modo, Dios ha «inspirado» a los príncipes para la liberación y la restitución a la sede apostólica de Tarragona, de acuerdo con los derechos de la Santa Sede. No obstante, aunque la guerra sea aquí valorizada y moralizada, no es santificada.31 Indulgencia de peregrinación El 1 de julio del mismo año (1089), en cambio, Urbano II asimila plenamente la restauración de Tarragona a una obra meritoria de valor penitencial.32 El Papa incita a los príncipes de la región y sus caballeros a consagrar a esta restitución su potencia armada y sus riquezas, por la remisión de sus pecados. Podemos traducir así ese importante texto:
Por vuestra penitencia y por el perdón de vuestros pecados, os encargamos que actuéis con todo vuestro poder y toda vuestra riqueza [potentia et divitiis vestris] para la restauración de esta Iglesia. Aconsejamos que quienes, movidos por un espíritu de penitencia y de piedad, deseen ir a Jerusalén o a algún otro lugar, destinen más bien los gastos y los esfuerzos de semejante viaje a la restauración de la Iglesia de Tarragona para que, con la ayuda de Dios, pueda existir con seguridad allí una sede episcopal, de modo que esta ciudad pueda levantarse allí como una muralla y una almena del pueblo cristiano contra los paganos. Con la gracia de Dios, os prometemos la misma indulgencia que la que ganaríais con tan largo viaje.33
Tenemos aquí un elemento nuevo que, sin ninguna duda, anticipa una de las dimensiones de la cruzada. Ciertamente, la acción aquí prescrita «en remisión de los pecados» no es en concreto una expedición militar, pero implica el uso de la fuerza armada por parte de los príncipes y de sus guerreros. Se trata de asegurar Tarragona y su región (con la designación de Iglesia, advirtámoslo), de convertirlas en una «sólida muralla» contra los «paganos». Tenemos pues aquí la inequívoca expresión de una doble asimilación: por una parte, una acción con finalidad militar, vinculada a la reconquista de un territorio para la cristiandad y la Santa Sede, que se considera lo bastante meritoria como para ser prescrita «en remisión de los pecados», a título de penitencia, en la línea de la evolución que hasta aquí se ha descrito y como conclusión lógica de ésta; por la otra, esta acción meritoria se equipara, en una estricta equivalencia, a una peregrinación penitencial, incluida la particularmente prestigiosa a Jerusalén. El Papa asegura por lo tanto a los condes catalanes que, restaurando Tarragona y protegiéndola de los asaltos sarracenos, sus pecados serán perdonados «como si» hubieran ido en peregrinación a Jerusalén. Esta doble asimilación muestra a la perfección cómo el pensamiento de Urbano II iba preparando el mensaje de Clermont. La llamada a la cruzada no nació de la nada en 1095. Es el resultado de una lenta evolución cuyas etapas principales han sido sumariamente recordadas aquí. La mayoría de los elementos de la llamada de Clermont están ya en el pensamiento de Urbano II, elaborado con respecto a la guerra sacralizada de reconquista cristiana en la parte occidental del Mediterráneo, y sobre todo en España. Para el Papa, la reconquista en Occidente y la cruzada en Oriente son dos aspectos de una misma empresa de liberación de territorios antaño cristianos, temporalmente ocupados por los musulmanes de acuerdo con los secretos designios de Dios para castigar
los pecados de su pueblo. Pero el tiempo del castigo ha terminado ya, y es el propio Dios quien prescribe a los cristianos que reconquisten su herencia expoliada por los sarracenos. Más tarde, en otra carta a los condes catalanes, Urbano II expresa de nuevo la equivalencia que, en su espíritu, existe entre las dos empresas, en España y en Oriente: Al igual que los milites de otras tierras han resuelto unánimemente partir en ayuda de la Iglesia de Asia y liberar a sus hermanos de la tiranía de los sarracenos, también vosotros, de acuerdo con nuestras exhortaciones, esforzaos en ir a socorrer a la Iglesia que está cerca de vosotros contra los asaltos de los sarracenos. En esta expedición, si alguien cayera por amor a Dios y a sus hermanos, que no dude que adquirirá el perdón [indulgentia] de sus pecados y la vida eterna por la misericordiosa gracia de Dios. Si uno de vosotros ha decidido ir a Asia, que se aplique más bien en cumplir aquí su piadoso designio, pues no es una «virtud» liberar a los cristianos de los sarracenos en un lugar y entregarlos en otro a la tiranía y a la opresión sarracena.34
La asimilación de ambas luchas armadas en el plano de los méritos se ha realizado, pues, plenamente, en el pensamiento del Papa. Ambas son, a su modo de ver, guerras santas. Esta asimilación plena no lo es por completo, sin embargo, para los españoles, que siguen atribuyendo un valor preeminente a la expedición a Jerusalén. Pascual II (1099-1118) tendrá que recordar, y varias veces, que la lucha contra los moros en la Península va acompañada de los mismos privilegios espirituales que la cruzada; tendrá que prohibir formalmente a los obispos y a los príncipes españoles que participen en ella mientras la amenaza sarracena gravite sobre sus tierras.35 Eso prueba, si acaso era necesario, que para ellos la cruzada no era sólo una guerra santa, sino también una guerra «santísima» con un alcance ideológico múltiple por Jerusalén, por sus lugares santos y por su papel histórico, bíblico y escatológico. Perciben la cruzada como una empresa «santa», con o sin declaración pontificia. Lo es en sí misma, en un grado muy superior al de la «Reconquista» que, sin embargo, les concierne directamente. Lo que es cierto para su dimensión de «guerra santa» lo es también para su aspecto de «peregrinación». Cuando Urbano II propone a los condes catalanes deseosos de ir a Jerusalén que consagren más bien su tiempo, sus fuerzas y su dinero a «fortificar» Tarragona contra los sarracenos, argumenta una equivalencia de méritos. Es «como si» hubieran ido en peregrinación a
Jerusalén. Identidad de méritos para el Papa, pero ciertamente no hay identidad de valor equiparable en el espíritu de los participantes. Pues si la cruzada era una guerra santa, era también, por su propio destino, una peregrinación. Una de verdad. Realmente, y no sólo «como si». La percepción papal de la cruzada, por lo demás, no es la única que permite definirla. Es preciso tener en cuenta también el modo en que los primeros «cruzados» verdaderos recibieron y comprendieron el mensaje que los impulsó a partir hacia tan lejana aventura. En otras palabras, tener en cuenta no sólo la «otra vertiente» de la guerra santa, sino también todas las dimensiones de la cruzada: las de la guerra santa que la precedió y preparó, así como los rasgos nuevos que sólo pertenecen a ésta y que determinan su espíritu. Ahora bien, este «espíritu de cruzada» cuenta tanto, si no más, para la definición del concepto que los caracteres que a posteriori fueron adoptados por la Iglesia en su institucionalización utilitaria por el papado.
Capítulo 7 La conquista del Este: ¿protocruzadas?
Las «cruzadas bizantinas» El Imperio romano, al que denominamos bizantino, se vio afectado mucho antes que Occidente por las invasiones árabes. Ya en el año 638, Jerusalén cae en manos de los conquistadores musulmanes. Sofronio, patriarca de Jerusalén, debe decidirse a entregar la ciudad a los vencedores. Se dice que habría asistido a los primeros trabajos destinados a desbrozar la explanada del Templo de Jerusalén, destruido por los romanos en el siglo II, para que se construyera allí la futura «mezquita de Omar». Habría visto en ese acto el cumplimiento de la apocalíptica profecía de Daniel, retomada por Jesús.1 En el Oriente griego sometido a la ley musulmana, en el siglo VII son numerosos los cristianos que interpretan esta invasión árabe como un castigo de Dios a su pueblo, como consecuencia de sus pecados. Confían en que sea temporal, como lo habían sido todos los que Dios permitió, antaño, que ejercieran los paganos sobre el pueblo de Israel, culpable también de infidelidad. Algunos cristianos del siglo VII van más allá y consideran que el dominio musulmán había sido anunciado por los profetas de la Biblia, especialmente en el Libro de Daniel, en el Antiguo Testamento, retomado y explicitado en el Nuevo Testamento por el apóstol Juan en su Apocalipsis. Ven en ello, a veces, la última persecución de la Historia, vinculada a ese Anticristo que debe aparecer y dominar el mundo antes de ser vencido por el regreso de Cristo. Hacia el año 640, sólo dos años después de la toma de Jerusalén por los árabes, un texto griego procedente de Libia explica que este final de los tiempos está cerca, puesto que el Imperio romano (última potencia universal que, según las profecías, debe dominar el mundo) es hoy atacado, dividido, desmembrado,
corroído. El Anticristo, pues, no tardará ya en aparecer, y el autor se pregunta si el «profeta de los sarracenos», recientemente victoriosos, no será su precursor y su aliado.2 Estos medios cristianos orientales, a los que hoy se calificaría de «fundamentalistas», asocian por lo tanto la dominación de los musulmanes al poder postrero del Anticristo de los que son adeptos. Dominio temporal: no tardará en ser abatido por Cristo y sus fieles. La esperada victoria de los cristianos sobre estos «infieles» se percibe, por supuesto, como la de los ejércitos imperiales romanos, actuando el emperador (o basileus) como lugarteniente de Dios. Hacia el año 690, un nuevo texto profético redactado en siriaco y falsamente atribuido a Método de Olimpo (muerto en 311) se demora sobre el papel histórico de los árabes en el desarrollo lineal de la Historia de acuerdo con el plan eterno de Dios. El texto se inspira en los escritos proféticos de la Biblia, pero añade numerosas «profecías» nuevas. Anuncia en particular que la dominación árabe durará setenta años. Los destinatarios siriacos del texto sabían situar el punto de partida de esta dominación: entre el año 632 (fecha de las primeras conquistas árabes fuera de la península Arábiga, tras la muerte del Profeta) y el año 636 (conquista de Siria, de donde procede el texto) o 638 (toma de Jerusalén). Esta profecía anuncia pues la derrota total y definitiva de los árabes entre los años 702 y 708. Debe serles infligida por las fuerzas del emperador de Constantinopla. 3 Será el último emperador de la Historia; empujará a los árabes hacia los desiertos de los que han salido, establecerá sobre el mundo el dominio universal de los cristianos y entregará su poder al Cristo regresado, cuando aparezca el Anticristo (a quien Cristo Rey combatirá y vencerá). Tras la victoria sobre los árabes, el último emperador de la Historia reinará diez años y seis meses en Jerusalén. Entonces aparecerá el Anticristo, concebido en Chorazin, nacido en Betsaida, que reinará en Cafarnaúm (por eso, dice el autor, Jesús se lamentó por esas tres ciudades). El emperador, tras haber cumplido su papel histórico y profético, subirá al Gólgota y entregará su corona a Dios, en un gesto cargado de significado simbólico: En cuanto el Hijo de Perdición se haya revelado, el rey de los griegos subirá y se mantendrá en el Gólgota, y la santa Cruz será colocada en el mismo lugar donde fue erigida para llevar a Cristo. Y el rey de los griegos depositará su corona en lo alto de la santa Cruz y elevará ambas manos al cielo. Y
entregará el reino a Dios su Padre. La santa Cruz en la que Cristo fue crucificado será elevada al cielo con la corona real. Pues la santa Cruz […] es el signo que aparecerá antes del regreso de Nuestro Señor.4
Estos textos expresan una esperanza apocalíptica y mesiánica, en la que el emperador bizantino desempeña el papel de lugarteniente de Dios, papel que podemos calificar de «clásico», de tradicional en el Imperio bizantino. Esta corriente radical, de inspiración religiosa y sobre todo monástica, se opone a otra corriente más política, pragmática y diplomática, que admite como un hecho la presencia del poder musulmán y se acomoda a él por medio de ventajosos tratados para el comercio. Aun conservando un fondo de pacifismo cristiano original, la corriente rigorista advierte, frente a la yihad musulmana a la que, sin embargo, condena con fuerza, que la guerra contra semejante adversario es inevitable y forma parte de la misión confiada por Dios al emperador bizantino. Él, el basileus, de acuerdo con la voluntad divina, debe obtener la victoria. Los intentos de reconquista de los territorios perdidos por el Imperio romanocristiano se perciben así como el cumplimiento de una misión sagrada impuesta al emperador.5 Esta guerra de reconquista se ve justa por esencial. Es incluso sagrada, como lo es también todo lo que afecta al emperador. Aun así, no es considerada como una guerra santa en el sentido occidental del término, por una sola razón: la Iglesia oriental, contrariamente al Occidente católico romano, nunca ha admitido la doctrina que considera a los soldados muertos en combate como mártires de la fe, por mucho que los mataran los musulmanes «infieles» en el cumplimiento de esa misión sagrada del emperador. Sin embargo, en el siglo X, esta noción hubiera podido prevalecer. Más de cien años antes de la llamada de Clermont, las reconquistas emprendidas por los emperadores León VI, Nicéforo Focas y Juan Tzimisces son consideradas como guerras santas por algunas corrientes del Imperio, comenzando por los propios emperadores. Nos encontramos, concede el historiador bizantinista Alain Ducellier, al borde de la idea de guerra santa; se alimenta de una atmósfera de reconquista en la que se exalta a Cristo como verdadero jefe de los ejércitos de los que el emperador es sólo el lugarteniente, y en la que se espera una victoria definitiva sobre el enemigo de Bizancio y de Dios: el islam, descrito como portador de todas las taras y todos los vicios, especialmente la violencia. 6
Gérard Dédéyan subraya que la noción de guerra santa, ajena a la mentalidad de la Iglesia griega, lo es mucho menos en los medios armenios cercanos a los emperadores en cuestión. Convierte incluso a los armenios en los primeros que practicaron la guerra santa, en su forma defensiva al menos, puesto que ya en el año 451, durante la resistencia armada de éstos a los persas mazdeos, los cristianos muertos en combate fueron considerados mártires y, en la Iglesia armenia, admitidos para ser conmemorados como tales.7 La creciente importancia del reclutamiento armenio en el siglo X tal vez explique, en parte, la actitud de esos emperadores hacia los soldados bizantinos muertos en estas campañas contra los musulmanes. Un renacimiento de la espera escatológica tal vez haya contribuido también a ello, como sugiere Paul Magdalino.8 El relato que hace Liutprando, enviado por el emperador Otón I, de su embajada a Constantinopla (en 968) ante el mismo Nicéforo Focas, confirma ese trasfondo escatológico. Nicéforo afirma en efecto que va a combatir a los sarracenos (a quienes llama «asirios») y los aplastará de acuerdo con los libros proféticos que, dice, anuncian la victoria conjunta del emperador griego y del «rey de los francos», que Nicéforo reduce al simple rango de un reyezuelo bárbaro. Liutprando, ultrajado ante semejante desprecio, no puede soportar la afrenta y replica en el mismo tono, poniendo así fin a su embajada.9 No habrá, pues, operación conjunta de los «emperadores griego y romano»… El fortalecimiento militar del Imperio bizantino, además, hace posible en aquel momento, en el nivel de la propaganda al menos, una reconquista de lo que denominamos Tierra Santa. La guerra contra los musulmanes es alimentada entonces por la ideología religiosa, que da un nuevo impulso a la identificación del Imperio con la realeza de Cristo, y que se manifiesta también en un culto sin precedentes rendido a las reliquias de la primera venida de Cristo; esas reliquias se multiplican hasta en el palacio imperial, y su favor se acrecienta en el momento en que Jerusalén vuelve a ser un potencial objetivo militar. Parecen cumplirse, pues, todas las condiciones para una reconquista de la Tierra Santa bajo la égida de la cruz. Por otra parte, en una arrogante carta redactada en el año 964 y destinada a la corte musulmana de Bagdad, el emperador Nicéforo Focas había anunciado claramente su programa de campaña. Se parece mucho a la realización de las profecías del Pseudo-Método. Se habla de rechazar a los sarracenos hacia su desierto, de aplastarlos, de tomar
La Meca, de establecer el Imperio romano cristiano en el mundo entero y regresar luego a Jerusalén para imponer la cruz en todas partes. Dicho de otro modo, derribar el poderío musulmán incluso en su propio corazón religioso (La Meca) y establecer o restablecer el triunfo de la cruz y la supremacía de Cristo en todo el Oriente Próximo, en especial en Jerusalén, símbolo de esta realeza de Cristo.10 Salvo por algunos detalles, éste es el programa de Urbano II predicado en el concilio de Clermont y en su gira de propaganda, a excepción de la inexistencia de cualquier alusión de ese Papa a La Meca, primer Lugar Santo del islam. ¿Habrá nacido la cruzada en Bizancio y no en Clermont? ¿Y más de un siglo antes de la llamada de Alejo I al papa Urbano II? Algunos años más tarde, en el año 975, el nuevo emperador, Juan Tzimisces (que ha tomado el poder tras haber hecho asesinar a Nicéforo Focas), inicia a su vez una campaña militar contra los musulmanes con el objetivo explícito de liberar Jerusalén y, especialmente, el Santo Sepulcro, como él mismo dice en una carta a Achod III de Armenia. Quiere adquirir reliquias, visitar en Jerusalén los Lugares Santos, «liberar el Santo Sepulcro del ultraje de los musulmanes» y «librar del dominio sarraceno todo el Oriente Próximo». 11 Su campaña, sin embargo, es menos eficaz de lo previsto, pero la intención no deja de estar muy cerca de la del canon 2 de Clermont. ¿Estamos ante una «cruzada», como creía René Grousset? Este historiador habla varias veces, refiriéndose a la reconquista bizantina del siglo X, de «verdadera cruzada», «cruzada bizantina» o «cruzada griega», que él mismo hace comenzar antes del año 959, bajo Constantino Porfirogéneta.12 Los objetivos son los mismos: recuperación de los territorios antaño cristianos conquistados por los musulmanes, restablecimiento de la religión cristiana en esa «tierra de Cristo», exención de los cristianos del dominio musulmán, y liberación del Santo Sepulcro de Jerusalén. Es el mismo programa de Urbano II, tal como lo establece e interpreta minuciosamente su más reciente historiador.13 Sólo faltan, en lo esencial, dos dimensiones para entrar en las categorías admitidas hasta ahora como fundamentales para definir la cruzada: 1. Esa reconquista tiene rasgos de guerra sagrada, pero no de guerra santa en el sentido occidental del término, pues esta noción que compartían esos emperadores no fue admitida por las autoridades religiosas bizantinas, contrariamente a lo que ocurrió en la Iglesia católica romana.
2. Es suscitada por el emperador griego de Constantinopla, y no por el obispo de Roma. A Nicéforo Focas, que deseaba proclamar la guerra santa, el patriarca de Constantinopla y los obispos oponen, con indignación, las reglas anteriores de la doctrina eclesiástica: «¿Cómo podría considerarse a quienes han matado o han muerto en la guerra como mártires, o como iguales a los mártires, cuando los santos cánones los someten a la penitencia apartándolos durante tres años de la santa y venerable comunión?».14 Así, la idea de ver a los soldados muertos en la guerra como mártires es rechazada con horror por los dignatarios de la Iglesia de Oriente. Alain Ducellier concluye muy acertadamente: «Al rechazar cualquier indulgencia específica para las violencias cometidas en la guerra, los cánones arrancan de raíz el propio principio de la guerra santa: nunca tendrá, en Bizancio, mérito alguno derramar sangre, y sobre todo no tendrá beneficio espiritual».15 No hay, por consiguiente, doctrina eclesiástica de la guerra santa en la Iglesia bizantina; por lo tanto, tampoco de cruzada en el sentido clásico, occidental y católico del término. Sin embargo, quienes ordenaron, un siglo antes de Clermont, esa expedición de reconquista (y quienes participaron y murieron en ella) podían tener en sí mismos la certeza, o la esperanza al menos, de librar una «guerra de Dios» para la liberación de la Iglesia cristiana y los lugares santos de Jerusalén, y por lo tanto una guerra meritoria, dejando a Dios, tal vez, la tarea de recompensar a su guisa a quienes así lo habían servido. Una segunda razón lleva a la mayoría de los historiadores occidentales de tradición católica a negar a estas expediciones el apelativo de cruzadas. En este caso, en efecto, es el emperador bizantino quien ordena la reconquista, y no el obispo de Roma, cuya autoridad sobre los territorios pasados, presentes y por venir del Imperio ni el basileus ni el patriarca de Constantinopla reconocen. Ahora bien, en la cultura occidental de inspiración católica, es tradicional subordinar estrechamente el concepto de cruzada (como el de guerra santa) a la iniciativa pontificia que la sacraliza. Sin declaración pontificia, no podría haber cruzada. Por aquel entonces, sin embargo, en Occidente nunca se había estado tan cerca de la noción de guerra santa, de cruzada incluso, que durante esas reconquistas bizantinas del siglo X.16
¿Escapan estas expediciones del concepto de cruzada por la mera razón de que su definición sólo puede ser papal? Desde una perspectiva histórica no confesional, el problema se plantea de modo distinto. Tratándose de la cruzada, debe hacerse hincapié, no en la autoridad que la declara, sino en el fenómeno histórico en sí mismo. Éste es, a la vez, resultado de la llamada tal como ha sido hecha pero también percibida, y de la respuesta que le han dado quienes la han escuchado. En otros términos, la cruzada es un movimiento, un impulso popular que, respondiendo a un llamamiento que se considera procedente de Dios, impulsa a los fieles a responder de forma voluntaria a ella. Éste es el elemento principal que brota de las fuentes de la primera cruzada, ejemplar por ello. Ahora bien, esa doble característica tampoco está en las presuntas «cruzadas bizantinas». Si se establece un paralelismo entre el Occidente romano y el Oriente bizantino, podría sostenerse que el emperador de Constantinopla, lugarteniente de Dios para los asuntos político-militares, recibió y difundió el encargo divino de liberar la Iglesia oriental sometida y el Santo Sepulcro, del mismo modo que el pontífice romano, vicario de Cristo, la percibió y difundió en 1095. Sin ser semejantes, ambas formas son relativamente comparables en este nivel. En cambio, no lo son por lo que se refiere a la respuesta mandato. En 1095, en Clermont, los «cruzados» de Occidente responden libre y masivamente al llamamiento del Papa gritando «¡Dios lo quiere!». Otros parten incluso sin haber siquiera oído la prédica pontificia. Unos y otros se comprometen en esa empresa, a la que consideran santa y divina, por un voto voluntario. Sean cuales sean, por lo demás, sus motivaciones profundas y diversas. Ocurre de modo muy distinto en el caso de las presuntas «cruzadas bizantinas» del siglo X y eso seguiría siendo cierto aunque Nicéforo Focas hubiera conseguido convencer a la Iglesia ortodoxa de que aceptara que los guerreros muertos en combate por los musulmanes en estas mismas expediciones fueran considerados mártires. Ciertamente, esta aceptación habría valorizado la guerra así considerada «santa», pero no por ello la habría transformado en cruzada. En efecto, los participantes de estas expediciones militares (aun sacralizadas por la Iglesia) eran guerreros profesionales, mercenarios que obedecían las órdenes de sus jefes. Estos hombres parten en expedición a consecuencia de un contrato que los une a su empleador, y no porque respondan a una encomienda divina a la que se han adherido libre y espontáneamente. En otros términos, su percepción del llamamiento como procedente de Dios
es aquí, como mínimo, dudosa. Su adhesión lo es más todavía. No es libre ni masiva. No se advierte ningún impulso popular, ninguna respuesta del «pueblo de Dios». No se trata por lo tanto de una cruzada, sino de una empresa de reconquista, llevada a cabo por un Estado bizantino (tachado a veces de «cesaropapista»), de los territorios conquistados por los musulmanes, pero todavía ampliamente poblados por cristianos de obediencias diversas, entre ellos, por lo demás, muchos monofisitas considerados por Bizancio herejes o cismáticos. La coincidencia de los objetivos con los de la cruzada de 1095 no es por ello menos notable. Sin embargo, aunque el proyecto de una liberación de los cristianos de Oriente pudiera proceder del propio Oriente, por todas las razones antes mencionadas, la idea de convertirla en una cruzada sólo podía nacer en Occidente. Pero no por fuerza en Clermont, y no necesariamente en el año 1095. El proyecto de «cruzada» de Gregorio VII En el propio Occidente, en el marco ya evocado de la guerra santa de «reconquista cristiana» y de «liberación de la Iglesia» de todos sus enemigos, la llamada de Clermont no es la primera iniciativa que tiene por objetivo expulsar a los musulmanes de los territorios conquistados en Oriente y liberar así a los cristianos sometidos a su dominio, especialmente en la cuna del cristianismo, la Iglesia madre de Jerusalén, santificada además por la presencia del Santo Sepulcro. Gregorio VII es su principal promotor, lo que no resulta sorprendente, puesto que ese Papa es el que con más fuerza, y hasta con exageración, afirmó su supremacía sobre los poderes civiles en Occidente y su primacía doctrinal y urisdiccional sobre la Iglesia universal, incluidos los demás «patriarcados» de Oriente, como pretendía, ya lo hemos visto, la falsa donación de Constantino. Benjamin Weber lo expresa a la perfección en su tesis todavía inédita: «La guerra en Oriente permitía exaltar ambos aspectos del poder pontificio, el del efe religioso universal, que luchaba por la salvaguarda de la religión, y el del príncipe temporal, que se ponía a la cabeza política, civil y militar de la expedición».17 Así ocurría en el siglo XIV, pero también tres siglos antes.
En Occidente, GregorioVII despliega todos sus esfuerzos para llevar a cabo lo que denomina la «libertad de la Iglesia». Debe ser efectiva tanto en el interior como en el exterior de las presentes fronteras de la cristiandad. Esta libertad implica, de hecho, una soberanía. En el interior de la cristiandad, tal como es en esa fecha, esta libertad exige que se reconozca la total independencia de la Iglesia institucional con respecto a los poderes civiles y la plena autoridad religiosa y política del Papa, que puede hacer y deshacer reyes y emperadores, ordenar a los obispos y destituirlos, «perseguir» (persecutare) a los herejes y los cismáticos, condenarlos y reducirlos por la fuerza armada coercitiva de esos mismos poderes civiles que obedecen la ley divina que la Iglesia institucional proclama, interpreta y difunde. En el exterior de la cristiandad, y en particular en los territorios antaño cristianos pero ocupados hasta entonces por los musulmanes, la Iglesia (ekklesia, la comunidad de los creyentes) subsiste en una posición de sumisión que al Papa le parece intolerable. La verdadera fe debe triunfar. Como sus precedentes, y más aun que ellos, Gregorio VII anima a la reconquista de los territorios cristianos adquiridos por los musulmanes tres siglos y medio antes. No obstante, en este plano, la reconquista no puede tener por completo los mismos caracteres en Oriente que en Occidente. En Occidente, el Papa se muestra como jefe natural, tanto en el plano religioso como en el político, dominios que hoy distinguimos. Como jefe de la Iglesia, quiere restablecer la primacía de la fe cristiana en todas partes donde esté en peligro o en posición de dependencia a consecuencia de la dominación del islam. Pero el Papa reivindica también la propiedad de estos territorios. Ya sea en nombre de la falsa donación de Constantino, en el de la soberanía papal o en el de su patronazgo sobre los Estados, ya en nombre de san Pedro. Ésta es la razón por la que apoya, como hemos visto, las empresas de reconquista llevadas a cabo en el sur de Italia, luego en Sicilia por los normandos, en España y también en Córcega y en Cerdeña. Desde su entronización, Gregorio VII afirma sus derechos sobre los territorios reconquistados en España en una carta dirigida a Eblo de Roucy, antes de su campaña mencionada más arriba. Eblo, escribe, recibirá directamente del pontífice las tierras que consiga arrancar a los infieles, pues España, desde la Antigüedad, pertenece en derecho a san Pedro. La referencia a la falsa donación de Constantino está implícita aquí, aunque manifiesta: «No ignoráis que el reino de España perteneció antiguamente de pleno derecho a san Pedro [proprii iuris
sancti Petri fuisse] y que todavía hoy, aunque esté ocupada por los paganos, siendo este derecho imprescindible, no puede depender de hombre alguno, salvo de la sede apostólica».18 En la parte oriental de lo que fuera el Imperio romano, el Papa no puede en modo alguno reivindicar un derecho cualquiera de propiedad, de soberanía o de patronazgo. La falsa donación de Constantino, como hemos visto, convertía al Papa en heredero del emperador en Occidente, precisamente porque Constantino, al establecerse en Constantinopla, se encargaba de la parte oriental del Imperio. Afirmaba en cambio la primacía religiosa del obispo de Roma sobre los patriarcas orientales y sobre todas las Iglesias de Dios en el mundo entero, reivindicación tradicional de la Iglesia romana desde los primeros siglos. En Oriente el Papa sólo puede, pues, intervenir en el plano religioso, salvo si invoca como motivo de su participación una petición de ayuda por parte de las autoridades imperiales o una reclamación de socorro de los cristianos de Oriente, abandonados a su triste suerte por un Imperio romano incapaz de socorrerlos. Eso es precisamente lo que sucederá en el año 1095, en la época del emperador Alejo y del papa Urbano II. Tal vez sea también lo que Gregorio VII pretende hacer ya en 1074, como respuesta a una discutida petición del basileus Miguel Ducas,19 tres años después de la derrota bizantina de Mantzikert. Antaño se exageró el carácter catastrófico de esta derrota en el plano puramente militar,20 pero no por ello dejó de marcar el inicio de un período de avances musulmanes en Siria y en Capadocia. La iniciativa de Gregorio VII se inscribe a la perfección en la lógica de sus concepciones político-religiosas y de su proyecto global de liberación de la Iglesia. Lo expone por primera vez en una carta del 2 de febrero de 1074 dirigida al conde de Alta-Borgoña, pero destinada también a algunos de sus fieles partidarios, los príncipes Raimundo de Saint-Gilles, Amadeo de Saboya, Godofredo de Lorena y Matilde de Toscana. Estos «fieles de san Pedro» son príncipes que se han comprometido a proporcionar al Papa su apoyo y su asistencia, armada si es necesario, en su acción de reforma, particularmente en su confrontación con el emperador Enrique IV sobre la supremacía reivindicada por el Papa sobre los reyes. El Papa les pide, «como servicio a san Pedro», que envíen a los guerreros prometidos por esos fieles para garantizar la libertad (libertas) de la Iglesia romana. Sin
embargo, puesto que considera que dispone ya allí, por reclutamiento directo,21 de un número suficiente de milites para lograrlo, se propone utilizar a los guerreros que le proporcionen en una expedición que pretende dirigir él mismo hacia Constantinopla, para acudir en ayuda de los cristianos de Oriente oprimidos por los sarracenos. Confía en que esa mera demostración de fuerza baste para impresionar a los opresores, sin tener que derramar la sangre de los cristianos, pero no por ello deja de prometer de parte de los santos Pedro y Pablo recompensas espirituales a todos los que se sintieran «abrumados» (fatigati) durante esta expedición guerrera.22 Un mes más tarde, el Papa redacta una carta circular dirigida «a todos los que quieren defender la fe cristiana». Acaba de saber que los sarracenos (a los que denomina los «paganos», gentes paganorum) han invadido el Imperio bizantino hasta casi las murallas de Constantinopla. En su violencia tiránica, han matado «como ganado» (quasi pecudes) a miles de cristianos. Si somos cristianos, concluye, tales hechos no pueden dejarnos indiferentes. Hay que actuar. El Papa se propone aportar su ayuda al Imperio cristiano amenazado, por amor fraterno: La caridad fraterna y el ejemplo de nuestro Redentor nos instan a poner nuestras vidas en peligro para liberar a nuestros hermanos. Pues al igual que Él dio su vida por nosotros, también nosotros debemos dar la nuestra por nuestros hermanos. Sabed pues que, por nuestra parte, confiando en la misericordia y la omnipotencia de Dios, nos disponemos y nos preparamos a acudir en ayuda por todos los medios [modis omnibus], omnibus], y lo antes posible, del Imperio cristiano, con la ayuda de Dios. 23
Puesto que la tensión entre el sacerdocio y el Imperio se ha atenuado un poco, el Papa vuelve sobre este proyecto el 7 de diciembre de 1074, en una carta dirigida esta vez al emperador germánico en persona, Enrique IV. Describe de nuevo las fechorías de «los turcos» contra los cristianos de Oriente que padecen su invasión. Estos infelices han enviado al Papa una delegación suplicando que les preste socorro «para que la religión cristiana no desaparezca por completo de aquellas regiones». El Papa anuncia al emperador que ha lanzado ya una exhortación a los cristianos incitándolos, a imitación del Salvador, a dar su vida por sus hermanos para defender la ley de Cristo. Esta llamamada ha sido escuchada, pues el Papa se dice dispuesto a marchar sobre Jerusalén a la cabeza de un poderoso ejército: «Creo, afirmo incluso, que ese llamamiento, por inspiración divina, ha sido recibido con júbilo por los italianos y los habitantes de allende los montes, y que más de cincuenta mil hombres ya están haciendo
sus preparativos; si se les permite tenerme como jefe y pontífice en esta expedición, desean levantarse en armas contra los enemigos de Dios y llegar hasta la tumba del Señor, bajo su dirección».24 El objetivo, en aquella fecha, es por consiguiente el mismo que el del papa Urbano II veintiún años más tarde: reconquistar hasta el Santo Sepulcro de Jerusalén los territorios conquistados por los sarracenos, y liberar así a los cristianos de la opresión de estos «enemigos de Dios». En una verdadera inversión de los papeles respectivos de los poderes espiritual y temporal, el Papa confía al emperador, en su ausencia, el cuidado de proteger a la Iglesia en Occidente, mientras él, el soberano pontífice, parte a la cabeza del ejército cristiano para liberar por las armas a los hermanos de Oriente, las Iglesias y el Santo Sepulcro. Gregorio vuelve sobre el tema una semana más tarde, en una carta dirigida a todos los «fieles» más allá de los Alpes. Les recuerda la decisión que ha tomado, «de parte de san Pedro», de acudir en ayuda de los hermanos cristianos de ultramar. Promete, en nombre de san Pedro, recompensas eternas a quienes hayan servido con las armas al rey de los cielos; en un esfuerzo momentáneo, no obstante: … rogamos, exhortamos, acuciamos en nombre de san Pedro a aquellos de entre vosotros que quieran defender la fe cristiana y servir con las armas al rey celestial, que acudan a nos según las instrucciones del portador de esta carta, para que con ellos, y con la ayuda de Dios, preparemos el viaje (via) de (via) de todos aquellos que desean cruzar el mar por medio de nos (per nos) nos) para defender allí el honor celestial, y que no tengan miedo de mostrar que son hijos de Dios. Por eso, queridísimos hermanos, los que hasta aquí habéis sido valerosos al combatir por bienes materiales que no pueden conservarse ni poseerse sin dolor, sed valerosísimos para combatir por una alabanza y una gloria que sobrepasan todo lo que pueda desearse. Pues por medio de una labor momentánea, podréis adquirir una recompensa eterna […].25
Poco después, en una carta a Matilde de Toscana, Gregorio glorifica a quienes perdieron la vida en esa expedición, porque, según escribe, «si es dulce u honorable morir por la patria, más hermoso es aún dar la vida por Cristo, que es la vida eterna».26 Tampoco ahí puede dejar de sorprendernos la similitud de los temas de ese llamamiento y de su propia expresión con los de la llamada de Urbano II en 1095. El 22 de enero de 1075, Gregorio VII afirma una vez más su intención de dirigir personalmente esta expedición de liberación dirigida contra «los turcos». Por ello apela a todos sus fieles y les promete, de nuevo, recompensas eternas, el
salario por su servicio armado: si de verdad quieren ser hijos y milites de san Pedro, deben amar y servir a su santo patrón mucho más y mejor que a sus señores terrenales. Pues éstos apenas les conceden, como paga por su peligroso servicio, algunos miserables bienes terrenales. San Pedro, en cambio, les garantiza bienes eternos por la absolución de todos sus pecados y les asegura la patria celestial.27 También aquí, el lenguaje de Gregorio VII parece haber inspirado directamente a Urbano II, o por lo menos a los cronistas que nos narran su discurso en Clermont. La expedición proyectada, como bien sabemos, no se llevó a cabo, es probable que a causa de las renovadas tensiones entre el papado y el Imperio, que coparon la atención de Gregorio VII hasta su muerte. Lo que no es razón bastante para desdeñar su significado y menos aún su alcance ideológico y su influencia sobre Urbano II. La cruzada no puede definirse sólo a partir de sus resultados. Varios historiadores, por otras razones, han creído tener que negar incluso el papel precursor de Gregorio VII en la formación del concepto de cruzada, papel puesto de relieve por Carl Erdmann, que hablaba a este respecto de «primera llamada a la cruzada».28 Paul Riant y Paul Rousset, por el contrario, coincidiendo en este punto con Heinrich von Sybel,29 procuraron minimizar las similitudes señaladas más arriba. Paul Riant afirma así, con audacia, que «en las seis cartas de Gregorio VII no se habla de Tierra Santa, ni de las profanaciones cuyo escenario pudo haber sido, ni de las persecuciones a las que los cristianos habrían sido sometidos. El Santo Sepulcro sólo se nombra una vez, y sólo de paso».30 Cierto es, en efecto, que la expresión «Tierra Santa» no aparece en estas cartas. Tampoco aparece, por lo demás, en Urbano II. Pero los textos citados y comentados hasta ahora muestran muy claramente, en cambio, que el tema de las «persecuciones» (reales o supuestas) de los cristianos a los que el Papa describe masacrados y «tratados como ganado» está muy presente en las cartas de Gregorio VII. Este tema, además, no tiene otra función, tanto aquí como más tarde, que la de servir de elemento movilizador. Y si es cierto que el Santo Sepulcro sólo se designa una vez como la meta que debe alcanzarse al final de la expedición proyectada, ésta no dejaba de tener como objetivo confeso el socorro a los cristianos de Oriente y la reconquista de los territorios perdidos. Paul Riant añade que en ninguna parte aparece la doctrina que él considera «inseparable de
cualquier idea de cruzada, la de la remisión de los pecados obtenida con las armas en la mano». Sin embargo, puesto que esta doctrina comienza a aparecer bajo Juan VIII, Gregorio VII debía por tanto conocerla. Ahora bien, prosigue Riant, se abstuvo cuidadosamente de formular este ideario, que sólo se afirmará con rotundidad en Clermont. A estos argumentos, como mínimo muy discutibles, y controvertidos en cualquier caso, Riant añade este otro: no había y no podía haber en el pensamiento de Gregorio VII «ninguna intención de reconquistar Tierra Santa a los infieles».31 «Los turcos», añade en efecto, desempeñaban sólo un papel secundario en el pensamiento del Papa, preocupado principalmente, por lo que se refiere a Oriente, por la unión de las Iglesias. El argumento carece de valor, como veremos más adelante, salvo si por ello se entiende que el Papa no tenía la intención de conquistar «para sí mismo» esos territorios. Sin duda, su objetivo no era convertir los territorios reconquistados por su ejército, hasta Jerusalén, en Estados pontificios en el sentido estricto del término. Quería (y necesariamente debía) ayudar al Imperio bizantino, a pesar de sus taras, sus lagunas y sus «herejías», a liberar a aquellos cristianos oprimidos por los turcos. Pero nada impide pensar que el Papa confiaba también en contribuir con su apoyo armado a fortalecer su autoridad en Oriente, y favorecer así la unión de las Iglesias de un modo u otro. Lo mismo ocurrirá, por lo demás, con Urbano II. Paul Rousset comparte la opinión de Paul Riant, pero admite sin embargo que Gregorio VII manifiesta en sus cartas su intención de combatir a los infieles que amenazan Constantinopla, de «servir así al rey de los cielos», de socorrer a los cristianos masacrados por los turcos, por amor fraterno hacia los cristianos de Oriente, «argumento de cruzada que Urbano II retomará en Clermont (según los cronistas)».32 Como Riant, considera también, erróneamente a mi entender, que en esas cartas se encuentra una sola y magra alusión a una recompensa eterna. Entre todos los caracteres de cruzada que procura sacar a la luz, sólo ve en esos textos la ayuda fraterna, y eso es poco. Concluye: «No estamos todavía ante la cruzada, ni siquiera, como Erdmann pretendía, ante la idea de d e cruzada». El historiador suizo, por lo tanto, sólo ve en el proyecto de Gregorio VII un momento de su política pontificia, un elemento del juego diplomático. Para él, «el objetivo principal del Papa era la unión de ambas Iglesias por una ayuda militar a Bizancio». Concluye, de modo muy pertinente: «Lo más probable es que Gregorio VII pensara entonces en rehacer la unidad de la Iglesia, y vio en
una expedición de socorro un medio providencial. Si pudiéramos establecer sólidamente este punto de vista y pudiéramos demostrar que Urbano II quiso también, por medio de la cruzada, restablecer la unidad religiosa de Oriente y Occidente, podríamos entonces considerar a Gregorio VII como el precursor de Urbano II».33 Importante confesión… pues, como veremos, esta unión de las Iglesias es también, muy probablemente, una de las preocupaciones principales de Urbano II.34 Nada tiene de incompatible con la idea de cruzada y está incluso necesariamente vinculada al «fenómeno cruzado» iniciado de hecho en el año 1095. Ninguna de las premisas precedentes impide por lo tanto, muy al contrario, ver una cruzada en la empresa planeada por Gregorio VII. El único argumento válido en este sentido reside menos en la llamada que en la respuesta. Urbano II, como veremos, apela a todo el pueblo cristiano, por encima de la cabeza de los reyes y de los príncipes. Gregorio VII, en cambio, moviliza a los fieles de san Pedro, los príncipes que están políticamente a su lado. Las promesas espirituales que evoca se emiten, también, en nombre de san Pedro. Se trata de una empresa pontificia que, además, no acabará llevándose a cabo. Ignoramos por lo tanto la magnitud real de la respuesta de los laicos a esta iniciativa. En realidad, no es seguro, ni mucho menos, que los efectivos mencionados por el Papa sean un fiel reflejo de la verdad. De todos modos, no tiene comparación alguna con el acontecimiento sin precedentes que fue la primera cruzada. Ésta, y no el proyecto de Gregorio VII, debe tomarse como criterio. La iniciativa de GregorioVII no tiene todavía todos los rasgos que caracterizan la cruzada. Posee, sin embargo, numerosos elementos de ella, que a continuación serán retomados y amplificados por Urbano II. Es sin duda, en este sentido, una «protocruzada». Y más difícil es aún sostener que Urbano II no se inspirara en ella para expresar su propia iniciativa, que, por su parte, sigue siendo ejemplar y fundacional.
Conclusión ¿Un bing bang? bang?
La cruzada no nace de la nada, en una especie de big bang ideológico. Varios historiadores lo subrayan hoy1 y yo estoy absolutamente de acuerdo como, por lo demás, he mostrado en varios trabajos. La «revolución ideológica», atribuida con frecuencia a Urbano II, no se produjo en Clermont. Los elementos determinantes de esta revolución son anteriores: la noción de guerra santa que procura recompensas espirituales a quienes mueren en combate contra los sarracenos para defender a la Iglesia romana aparece en Occidente en el siglo IX y se afirma durante el siglo XI. La remisión de los pecados confesados, obtenida por un acto de connotación militar que sirve de peregrinación, la concede claramente por primera vez Urbano II, seis años antes de la llamada de Clermont, a quienes, en una especie de cofradía, contribuyen a fortalecer Tarragona, y puede incluso encontrarse su rastros –si bien controvertidos, es cierto–, con respecto a la expedición de Barbastro treinta años antes. Lo que resulta nuevo en 1095, como subraya Paul Chevedden, es que el papado tome en sus manos la lucha armada contra los sarracenos en Oriente. También aquí estoy de acuerdo, si nos limitamos a la mera percepción pontificia de la empresa. Sin embargo, resulta que ese cambio de campo de aplicación modifica con profundidad todas las perspectivas. Introduce situaciones, formulaciones, motivos y destinos nuevos que, precisamente, crean en la realidad histórica el big bang que Paul Chevedden niega, con razón, en el mero plano de la teología pontificia.2 Lo que para él (y es probable que para el pensamiento pontificio, que analiza muy bien) sólo es continuidad y simple extensión a Oriente de lo que hasta entonces se había llevado a cabo en el Occidente romano, se convierte, lo queramos o no, en un big bang por la respuesta a la llamada tal como fue
formulada y, en todo caso, recibida por los primeros cruzados. Una revolución, un mar de fondo que no pueden explicar los meros elementos ideológicos dispersos y precursores analizados hasta hoy, sean cuales sean su realidad y su impacto en la formación de la doctrina eclesiástica. Por lo tanto, debemos volvernos ahora hacia lo que constituye la cruzada inicial. Hacia lo que se realizó en 1095, en la exhortación del Papa, pero también en las iniciativas distintas a las pontificias; en la respuesta de aquellos que recibieron o creyeron recibir la llamada de Dios para partir hacia aquel Oriente de donde llegaba el mensaje cristiano de los orígenes, al final de una revolución doctrinal de más de un milenio, y todo ello en el contexto y el entorno mental de aquella época, en lo que podemos denominar, para simplificarlo, la «mentalidad» de los cruzados potenciales.
TERCERA PARTE
Los ingredientes de la cruzada
Continuidad y ruptura
La primera cruzada es la doble y ambigua expresión de una continuidad y una ruptura. La continuidad es de orden ideológico. La segunda parte de este libro ha mostrado cómo la Iglesia católica, con varias mutaciones doctrinales más o menos decisivas, abandonó progresivamente el pacifismo inicial a comienzos del siglo IV; adoptó la idea de guerra justa a principios del siglo V; valorizó, sacralizó y, con posterioridad, santificó en el siglo IX la guerra librada por la protección de la Santa Sede y, al fin, en la última mitad del siglo XI, favoreció en Occidente la lucha armada contra los sarracenos concediendo privilegios espirituales vinculados al poder de las llaves que el papado pretende poseer. La consumación de este proceso no es sino la realización del pensamiento gregoriano de «liberación de la Iglesia» en el sentido religioso, pero también en el político del término. En 1075, en el plano de las ideas, este programa de liberación se amplía también a Oriente. Pero el programa se queda en lo virtual. Su realización efectiva se lleva a cabo en 1095, por medio del papa Urbano II, que difunde su idea en el concilio de Clermont y, luego, en su gira de propaganda por Francia y en su intercambio epistolar. La ocasión se la ofrece una petición de ayuda del emperador bizantino Alejo I Comneno. El Papa responde a ella, pero transforma profundamente esa llamada para asegurarse el éxito, hacerla adecuada a su propia ideología y, a la vez, obtener de ella provecho en este plano. Retoma, claro está, numerosas ideas ya evocadas por sus predecesores; ideas, ya examinadas más arriba, que contribuyeron a forjar la ideología de guerra santa de la que es heredero. Pero no se limita a repetir. Prolonga y amplía; innova, también. Lleva a cabo así una síntesis original mezclando con las antiguas ideas magnificadas elementos que antes no podían aparecer, ni adoptar su pleno significado.
La ruptura pertenece al orden de los hechos. Crea un nuevo fenómeno. Sea cual sea su origen, la decisiva llamada lanzada en Clermont, procedente sólo del Papa o masivamente difundida por él –y, tal vez, modificada gracias a su ingenio mediático–, toma muy pronto una magnitud inaudita, tan enorme que algunos historiadores consideran que el Papa no había previsto semejante éxito y que se sintió sorprendido, desbordado incluso. Algunos sugieren que ese éxito se debe a una mala comprensión de su mensaje por los laicos, incluso a una transformación oportunista de ese mensaje llevada a cabo por el Papa sobre la marcha. Las páginas que siguen examinarán esas hipótesis explicativas. Comprendido o no de acuerdo con las primeras intenciones del Papa, en todo caso es cierto que el mensaje percibido por los «cruzados» engendró un big bang en el plano de los hechos, aunque fuese preparado en el plano ideológico como se ha mostrado. Se manifiesta en la misma magnitud de la explosión. No hay comparación posible entre el fenómeno nuevo y «mundial» de los años 1095 y 1099 y los limitados efectos de las incitaciones a la acción armada emitidas anteriormente por los papas, cuyas más señaladas intervenciones he recordado en la segunda parte de este libro. Todos los cronistas contemporáneos del acontecimiento, todos los historiadores modernos y recientes, incluso los que tienden a reducir sus efectivos, han puesto de relieve la importancia de esta «migración de pueblos», han evocado una «epopeya» que inicia una «nueva era», etcétera. ¿Por qué? La respuesta a esta pregunta se encuentra quizá en la reacción al llamamiento tanto como en el llamamiento mismo, que sin embargo conviene analizar con detenimiento para distinguir sus elementos de permanencia y de ruptura, percibir las posibles distorsiones entre la (o las) llamada(s) por una parte, la (o las) respuesta(s), por la otra, y sus diversos componentes. Son estos elementos los que caracterizan verdaderamente el «fenómeno cruzado». ¿Cómo definirlo? ¿Por el vocabulario? ¿Por los objetivos? ¿Por los signos distintivos? ¿Por los privilegios concedidos? En cualquier caso, es de un grandísimo alcance ideológico. La prueba: a pesar de la continuidad puesta aquí de relieve, los propios papas, para incitar a nuevas expediciones que equiparan a la cruzada (aunque estén dirigidas, como antaño lo fueron algunas operaciones ya mencionadas, hacia objetivos más interiores), se refieren todos ahora a la iniciativa del papa Urbano II y a las
proclamas, indulgencias y promesas por él promulgadas en esa ocasión. Debemos, pues, volvernos hacia el propio fenómeno para definir sus ingredientes innovadores y fundacionales, y delimitar por fin su pertinencia.
Capítulo 8 «Las palabras para decirlo…»
Lo que se concibe bien se enuncia con claridad. Y las palabras para decirlo llegan fácilmente. BOILEAU, Arte poética
Aplicado a la cruzada, el vínculo entre el concepto y las palabras empleadas para expresarlo puede dar lugar a dos formulaciones: –Versión «simplista»: «Una cruzada es una cruzada. ¿Por qué complicar las cosas…?». –Versión «erudita»: «El vocabulario referente a la cruzada en los textos que la relatan no permite identificar el concepto y determinar su naturaleza». Las cosas no son, lamentablemente, tan sencillas. El prefacio de este libro pone de relieve, en los discursos del presidente de Estados Unidos en septiembre de 2001, la reciente deriva de la palabra «cruzada» y sus lamentables consecuencias. Ha habido otras, muy anteriores. Es decir, que es preciso guardarse mucho de definir o incluso de identificar un concepto por el mero uso de la palabra que ha terminado prevaleciendo. La etiqueta no hace el producto, aunque ayude a venderlo. Hoy hemos aprendido que el valor de la etiqueta prevalece a menudo, para asegurar su éxito, sobre la calidad inicial del producto, a veces desnaturalizado; la publicidad mentirosa comienza, ya, por el empleo engañoso de las palabras. Ciertamente, el uso de una palabra específica para designar un concepto prueba que éste ha adquirido en la mentalidad común una existencia real, hasta el punto de servir de referencia. Pero no prueba en absoluto, en cambio, que se evoque de modo adecuado por su mero uso. Por lo que se refiere a la cruzada, la
cosa es evidente. En el lenguaje corriente, en Occidente al menos, el término ha llegado a designar, como sabemos, cualquier compromiso considerado loable: cruzada contra el calentamiento climático, contra la pobreza, la corrupción, la insalubridad, la contaminación, las algas verdes, lo incivil, la reforma de la ortografía o los controles policiales por el aspecto. 1 Yo añadiría de buena gana una «cruzada contra el uso abusivo de la palabra cruzada». La lista es interminable y está abierta, al igual que el sentido inicial de la expresión, que, así, se diluye a voluntad. Pero aun diluido, sigue siendo corrosivo… Esta deriva no sólo afecta al habla popular reciente o al de los medios de comunicación que la transmiten y amplifican su ambigüedad. Es mucho más antigua. El empleo cada vez más frecuente del término «cruzada» para designar cualquier cosa sólo prueba, en realidad, un hecho: el poder evocador del concepto y el interés que se tiene en apropiárselo para acrecentar la popularidad y el valor ideológico de la causa así designada. Eso tampoco es nuevo, como veremos en estas páginas. El vocabulario La presencia de la palabra «cruzada» refiriéndose a una empresa no prueba, pues, en modo alguno, que esta empresa lo sea realmente. Al contrario, antes de hacerse popular y ser así utilizado a diestro y siniestro, el «fenómeno cruzado» existió sin llevar todavía ese nombre. La cruzada precedió pues a la palabra creada para la circunstancia. Ese término venía a llenar un vacío semántico. Era precisa una palabra nueva para designar la «cosa», precisamente porque era percibida como inédita en la época en que se creó la palabra. Cuando el concepto nació, sólo estaban disponibles, para evocarlos, términos que hasta entonces describían un fenómeno anterior muy bien conocido: la lejana peregrinación hacia el mismo destino, es decir los lugares santos de Jerusalén. Por eso, con toda naturalidad, los vocablos empleados por los redactores (eclesiásticos) de las fuentes narrativas y de las cartas se refieren en su mayoría a esta empresa con palabras latinas como peregrinatio («peregrinación»); los «cruzados» son con mucha frecuencia llamados peregrinos (peregrini); se pusieron en marcha (via), y tomaron el camino (iter). Sin embargo, esas fuentes
utilizan al mismo tiempo expresiones que subrayan la importante dimensión militar de la empresa: esos peregrinos que tomaron el «camino de Dios» (via Dei) son también guerreros de Dios o de Cristo (milites Dei, milites Christi); forman parte del ejército de Dios, del ejército del Señor (exercitus Dei, exercitus Domini). Estas dos dimensiones, conjuntas aquí (en una unión originalmente contranatural), crean un nuevo concepto cuyos componentes perciben muy bien los contemporáneos, aunque sólo pueden expresarlo, a falta de una sola palabra abstracta adecuada, con la yuxtaposición de términos que se refieren a dos entidades anteriores bien conocidas que, a su modo de ver, se funden en él: la peregrinación y la guerra llamada santa. Los historiadores han afirmado durante mucho tiempo, en efecto, que la palabra «cruzada» no aparece antes del comienzo del siglo XIII, primero en España y en el sur de Francia. En los textos en francés antiguo, sin embargo, encontramos, para designar la expedición a Tierra Santa, la palabra croisement («cruzamiento») en el juglar cruzado Ambrosio (entre 1192 y 1196), así como la expresión se croiser2 («cruzarse»). Pero, de todos modos, eso ocurre un siglo después de la primera expedición. Algo más precoz aún es la noción conexa de «cruzarse» o la designación «cruzados» aplicada a quienes han «tomado la cruz», símbolo tangible de su alistamiento en una operación militar que correspondía al concepto contemporáneo de cruzada, mal definido aún.3 El sustantivo «cruzada» es un término abstracto que plasma un concepto, una institución incluso, y en consecuencia tuvo un nacimiento lento, por múltiples razones que intentaremos identificar mejor a continuación. En los textos que la utilizan, principalmente eclesiásticos, la palabra adopta el sentido principal que adquirió en su época y más aún el que sus autores quieren darle. En un artículo reciente, Benjamin Weber advierte así que en el siglo XIV, en los textos procedentes de la curia pontificia, la palabra cruciata ha tomado un sentido principalmente financiero; en las cuentas de los perceptores, designa el medio de obtener fondos por la concesión de indulgencia.4 Ese uso atestigua de modo significativo la percepción pontificia del fenómeno en esa fecha tardía. Más precoz, al ser más concreto, fue el apelativo que caracterizaba a quienes participaban en aquel nuevo tipo de operación iniciado en 1095. El término latino que nosotros traducimos como «cruzados», hemos leído a menudo, se extiende a partir del pontificado de Inocencio III (1198-1216). Según Michael Markowski, autor del estudio que más a menudo se cita a este respecto,
este Papa emplea la expresión crucesignati sólo a partir del año 1200, tras haber recibido en Roma la visita de Geraldo de Gales, quien, en su libro, redactado en 1191, cuenta la «toma de cruz» del arzobispo Balduino, recientemente muerto en Tierra Santa como cruzado (crucesignatus). Geraldo de Gales utiliza además el término crucesignatus en varios de sus libros concluidos en aquellas fechas. Hasta entonces, Inocencio III nunca había empleado esta palabra para designar a los «cruzados». La utiliza en cambio, y cada vez con mayor frecuencia, para referirse a operaciones militares que, precisamente, podían ser objeto de discusión: por ejemplo la que en 1204 desembocó, tras su cambio de rumbo, en la toma y saqueo de Constantinopla por los cruzados latinos (esta capital imperial era, en efecto, cristiana, pero rechazaba la autoridad pontificia y podía ser considerada por ello como «cismática»);5 o también la que, a partir de 1209, se libró por su instigación directa contra los «herejes» albigenses. Michael Markowski atribuye lo que denomina un «retraso» de vocabulario a la reticencia que, al principio, el Papa habría tenido en identificar esta nueva forma de combate contra los herejes en Europa con la «cruzada» de Oriente. Añade de inmediato que, de ser así, esta reticencia «desapareció muy pronto».6 Es lo menos que puede decirse, en efecto, teniendo en cuenta las fechas. Por mi parte, a partir de las mismas constataciones, por el contrario tendería a ver en este uso del término la deliberada voluntad de Inocencio III de asimilar las nuevas operaciones militares que él avala, en el propio interior de la cristiandad, al movimiento cruzado reconocido como tal hasta entonces. Esta voluntad de asimilación por el uso reiterado de un término específico prueba sólo que, antes de esta fecha, los «cruzados» eran percibidos como quienes habían «tomado la cruz» por la liberación de la Iglesia de Oriente y del sepulcro de Jerusalén. El término «cruzado», por lo demás, no es tan tardío como a veces se ha afirmado, incluso en latín. Aparece en la época de la primera cruzada, aunque no, como afirma Markowski, en una carta de Urbano II a Alejo I Comneno (carta que es una notoria falsificación),7 sino en una misiva, auténtica ésta, de Ademar de Puy y Simeón, patriarca griego de Jerusalén, al mismo papa Urbano II. En 1097, esta epístola pide, «en nombre de la santa Cruz y del Santo Sepulcro», que sean excomulgados todos los que, marcados por el signo de la Santa Cruz (sancta cruce signati), se quedaron sin embargo en su casa, violando así su compromiso, por lo que deben ser considerados apóstatas.8 Encontramos una
formulación casi idéntica referente a los «cruzados» (signati sancta cruce) en la carta enviada desde Antioquía al papa Urbano II por los príncipes cruzados, de septiembre de 1098.9 Esta expresión se encuentra más claramente aún, con el manifiesto sentido de un sustantivo (aunque sea en dos palabras), en la primera parte de la Historia de Alberto de Aix, demasiado tiempo olvidada y, por fortuna, rehabilitada por Susan Edgington, quien recientemente ha publicado de ella una edición excelente. Considera, con razón, que esta primera parte pudo ser redactada antes de 1106, y yo pienso incluso que pudo ver la luz entre 1102 y 1105.10 Alberto de Aix cuenta que algunas pandillas «de peregrinos y cruzados» (peregrini et cruce signati), al atravesar en junio de 1096 la Renania para dirigirse a Constantinopla y, luego, a Jerusalén, mataron a los judíos y se apoderaron de sus bienes.11 Sólo a mediados del siglo XII aparece con certidumbre el término latino crucesignatus en una sola palabra12 para designar a un «cruzado»; su uso se generaliza hacia finales del mismo siglo, atestiguando así el hecho de que en adelante se percibe con toda claridad a éste como un tipo particular de hombre, perteneciente a una «categoría» específica bien definida. La noción más concreta de «cruzado» precedió pues ampliamente a la formación del término «cruzada», que designa una abstracción.13 El símbolo de la cruz Un cruzado es por lo tanto un individuo que, marcado por el signo de la cruz, manifiesta así públicamente su pertenencia a un grupo definido de seres humanos, los que se han comprometido a cumplir una misión que nosotros denominamos la «cruzada». Toda la terminología referente a este concepto está vinculada al vocablo de la cruz (crux en latín) y a los valores que le son propios.14 ¿Cuáles son estos valores connotados por la cruz a finales del siglo XI? ¿Por qué y cómo fueron movilizados por Urbano II y sus sucesores para desarrollar esta nueva ideología que es la cruzada? Cierto es que el derecho a portar la cruz, públicamente concedido, se convirtió muy pronto en el signo distintivo de los participantes en el fenómeno que denominamos cruzado, de acuerdo con los ritos adoptados y difundidos por la Iglesia. Salvo por unas raras excepciones, ya a mediados del siglo XII todos los
que han «tomado» o «recibido» la cruz son considerados cruzados (crucesignati). Sin embargo, lo hemos advertido ya, no todos esos cruzados se han sentido movilizados por el mensaje papal. Todos, en cambio, al menos si eran sinceros en sus motivos, consideraban que respondían a una llamada de Dios para llevar a cabo esa misión. El signo de la cruz hacía visible esta creencia y este compromiso. Lo recíproco no es tan seguro. Algunos cruzados parecían, en efecto, no haber «recibido la cruz». Dos ejemplos, entre otros, bastan para demostrarlo. A mediados del siglo XII, un tal Siebrando Chabot decide ir a Jerusalén y recibe, ante Dios y las reliquias de los santos, el «báculo» y la «escarcela», insignias clásicas del peregrino.15 Un siglo más tarde, el príncipe cronista Juan de Joinville, que participó en la primera cruzada de san Luis en 1248, cuenta cómo recibió del abad de Cheminon su escarcela y su báculo de peregrino, pero no hace alusión alguna a que, por su parte, tomara la cruz.16 Sin embargo, cuenta con muchos detalles cómo el propio rey, enfermo, pidió la cruz y la recibió, convirtiéndose así en cruzado, imitado por sus hermanos y varios otros príncipes.17 El mismo Joinville se refiere a la expedición que nosotros llamamos cruzada con la expresión «peregrinación de la Cruz», y subraya que el rey sufrió mucho allí, a imitación del propio Cristo. Se sorprende de que no se le cuente aún entre los mártires. El rey, en efecto, «siguió a Nuestro Señor hasta la cruz; pues si Dios murió en la cruz, lo mismo hizo el rey, que era cruzado cuando murió en Túnez».18 Además de su interesante asimilación de los términos y las situaciones, Joinville expresa aquí, vinculados al uso de la palabra «cruz», varios de los valores ideológicos de la cruzada ya evocados y sobre los que volveremos. Según Giles Constable, autor de una investigación casi exhaustiva sobre el uso y el sentido del signo de la cruz, la mayoría de las fuentes referentes a la cruz de los peregrinos-cruzados se refieren a Jerusalén y al Santo Sepulcro, pero añade que, de todos modos, no es seguro que este símbolo de la cruz fuera utilizado sólo para las peregrinaciones a Oriente. Los escasos ejemplos que menciona para apoyar esta última restricción, sin embargo, no me parecen muy convincentes.19 Así, cuando Roberto el Monje rememora la prédica de Urbano II, advierte del gran número de quienes, «habiendo recibido la cruz» durante aquel concilio de Clermont, de ese modo «se comprometieron a viajar al Santo Sepulcro». Habla a este respecto de una «peregrinación». Pero más adelante, añade Giles
Constable, el mismo Roberto el Monje relata la interrogación de Bohemundo sobre el «signo de peregrinación» llevado por los primeros grupos de «peregrinos», y lo interpreta como si se tratara de una referencia a una peregrinación cualquiera. No lo creo. ciertamente, cuando estos primeros «peregrinos-cruzados» llegan a Apulia, Bohemundo está atareado sitiando Amalfi. Numerosos peregrinos pasan por Apulia, camino de Bari, donde cruzan el Adriático para ir a Constantinopla. Bohemundo quiere saber si esa gente son peregrinos «ordinarios» o aquellos a quienes aguarda, que son de otra naturaleza. Le responden que llevan «la santa cruz en la frente o en el hombro derecho», lo que basta para tranquilizar a Bohemundo acerca de su identidad. De inmediato, como inspirado por el Espíritu Santo, decide unirse a ellos.20 Me parece que está claro que el texto no alude aquí a un «signo de peregrinación en general», sea cual sea su destino. Bohemundo sabe sin duda alguna, por aquel entonces, que Urbano II ha predicado en Clermont una expedición armada a Jerusalén, y que desde entonces la cruz es el signo adoptado por los peregrinos-cruzados que, procedentes de «Galia», marchan hacia Jerusalén para cumplir su voto.21 La carta de Guillermo el Montero confirma también que la cruz que recibe es el signo distintivo de la «peregrinación a Jerusalén», y no de una peregrinación cualquiera.22 En el año 1146, en Vézelay, Luis VII, «según la costumbre», recibe de san Bernardo el «signo de la peregrinación» que es la cruz. En todos estos casos, se trata efectivamente de una expedición a Jerusalén, y no de una alusión o una referencia a una peregrinación en general. Durante el siglo XII, la toma de la cruz se codifica lentamente y se convierte en la manifestación pública de un voto que compromete a un hombre ante Dios y ante la Iglesia; marca su entrada en una categoría específica transitoria, intermedia entre el estado laico y el estado eclesiástico.23 En adelante, aunque armado, está protegido por la Iglesia, como lo estaban ya antes los peregrinos y los penitentes desarmados. También sus bienes lo están. Se convierte, como afirman las fuentes, en peregrino y soldado de Dios, adalid o guerrero de Cristo. Como la cruzada en general, el símbolo de la cruz y su solemne entrega son poco a poco institucionalizados por la Iglesia, que codifica su uso e inclina su sentido al albur de sus nuevas intenciones y de sus intereses. ¿Cuáles podían ser los significados del símbolo de la cruz para quienes lo adoptaron, de entrada, como signo distintivo de su compromiso? Para conocerlo, el historiador debe interrogar primero, evidentemente, a los testigos que vieron
nacer el fenómeno y compartieron su interpretación, para no colocar sobre esta interpretación nociones que con el transcurso del tiempo la han desviado y modificado, e incluso pervertido. No hay duda de que fue el papa Urbano II quien, primero y en todo caso mejor, supo asociar el signo de la cruz a la «peregrinación armada» a cuyo éxito contribuyó ampliamente. En las numerosísimas fuentes que cuentan la puesta en marcha de ese fenómeno nuevo y masivo, se evoca a menudo el signo de la cruz, prueba del alcance mediático de esta elección. Sin embargo, los primeros participantes, poco después del discurso del Papa en Clermont, no se limitan a hacer público su compromiso cosiendo cruces en sus vestiduras, como dicen todos los testigos del concilio. Son también numerosos quienes llevan o a veces exhiben la marca de la cruz en su carne, en su frente, en sus hombros, en su espalda. Ahora bien, muchos de esos cruzados no respondieron a la llamada del Papa. Tal vez por ello, además, los cronistas que mencionan esos hechos se dividen entre dos posibles interpretaciones. Unos, como Fulquerio de Chartres, ven en ello la prueba de una intervención divina que avala la empresa.24 Del mismo modo, Orderico Vital señala que, en julio de 1096, murió en Filipópolis Gualterio de Poissy, compañero de camino de Pedro el Ermitaño y de Gualterio Sin Haber; tras su muerte, el signo de la Santa Cruz apareció en su cuerpo, lo que avaló su causa. Pero Orderico Vital no pudo encontrar este detalle en su modelo principal, Baudri de Bourgueil, ni en las demás fuentes francesas que utilizó. Ninguna alude a él, pues todas dan testimonio de mucha desconfianza hacia todo lo que se refiere a Pedro el Ermitaño y a sus pandillas de cruzados populares, a su modo de ver elementos demasiado subversivos.25 Por el contrario, la mayoría de estos cronistas procuran minimizar el alcance de estos signos que, para las multitudes, parecían avalar la santidad de quienes los llevaban. Muchos de éstos habían sido suscitados por Pedro el Ermitaño u otros predicadores llamados «inspirados», que escapaban del control de la Iglesia y afirmaban haber recibido su misión directamente de Dios. Encontramos el mismo proceso en la mayoría de las «cruzadas populares». Los demás, por el contrario, se burlan de esta credulidad y afirman que esas cruces eran muy a menudo del todo «humanas», y resultado de supercherías. Baudri de Bourgueil, que a menudo se muestra despectivo hacia el pueblo bajo, ve en ello una práctica extendida entre los «cruzados de base» procedentes de la
plebe, incluidas las mujeres; éstos, dice, se habían aplicado a sí mismos un hierro al rojo en forma de cruz, por pura vanagloria o para demostrar su compromiso voluntario.26 Guiberto de Nogent no pierde la ocasión de burlarse de la credulidad de su predecesor (Fulquerio de Chartres) a este respecto. Sin negar en modo alguno que semejante sello pudiera ser de origen divino y estar destinado a poner de relieve su fe, Guiberto subraya también que algunos hombres «de rango oscuro» y algunas «mujeres indignas» usurparon ese supuesto milagro trazando ellos mismos, sobre sus cuerpos, por distintos procedimientos, ese signo de la cruz. Menciona incluso a un abate de su región que, para hacerse popular y ganar así subsidios para financiar su «viaje a Tierra Santa», se había hecho en la frente, con el acero, una incisión en forma de cruz que, según decía, había recibido de Dios durante una visión. Añade sin embargo que el pueblo «ignorante y ávido de novedades» lo había colmado de presentes debido a ello. Esta superchería ni siquiera le fue desfavorable ante los eclesiásticos, pues acabó siendo obispo de Cesarea.27 Sean cuales sean sus interpretaciones divergentes de esas cruces supuestamente milagrosas, los cronistas que las mencionan están todos de acuerdo en un punto: la cruz era considerada un signo distintivo de esa expedición inaudita, por su parte expresión de la voluntad divina, ya fuera hecha pública por el Papa o por otros predicadores.28 Un signo comprendido por todos los pueblos, cualquiera que fuera su lenguaje.29 Un signo que no tardaría en crear vocablos nuevos destinados, precisamente, a denominar el concepto así elaborado (la cruzada) y a quienes en él tomaron parte (los cruzados). El alcance ideológico del signo de la cruz ¿Cuál podía ser, por aquel entonces (finales del siglo XI), el alcance ideológico de este signo, fuera milagroso o falsificado, inciso en la carne o cosido en las vestiduras, llevado en el hombro derecho, en el izquierdo, o entre los omoplatos, como dicen sin preocuparse en absoluto por la contradicción los cronistas de aquel tiempo, lo que refuerza más aún la veracidad de su testimonio? ¿Cuáles son las razones de semejante e inmediato favor y de un éxito tan duradero a continuación?
Evidentemente, los historiadores modernos de la cruzada han intentado traducir a un lenguaje contemporáneo esos valores ideológicos expresados por el signo de la cruz. Lo han hecho recurriendo a conceptos abstractos que, debe reconocerse, traicionan tanto como traducen; a menudo son muy deudores de la propia percepción del historiador que los emplea. De ello resultan interpretaciones diversas que, por lo demás, no forzosamente se excluyen. El historiador francés Paul Alphandéry, por ejemplo, ve en ello un signo de redención, pero también la expresión de un impulso místico individual, anárquico, de dimensión profética y escatológica creada por la abundancia de los signos celestiales.30 Como reacción a la posición de Alphandéry, que considera en exceso «popularista», Bernard McGinn, gran especialista en los movimientos proféticos y escatológicos, minimizó durante mucho tiempo la dimensión escatológica de la cruzada. Ve ante todo en la cruz (y en particular en la reliquia de la Vera Cruz estrechamente vinculada a Jerusalén, cuya formidable resonancia en los espíritus de aquel tiempo pone de relieve) una referencia a la pasión y a la muerte de Jesús, pero también «un poderoso símbolo de la transformación de la muerte en vida»;31 en otras palabras, un símbolo de resurrección, un signo de victoria.32 Un signo que, sin embargo, con esta forma, evoca claramente a Jerusalén y todas sus dimensiones, proféticas e históricas a la vez. Es extraño que McGinn omitiera subrayarlo. Hans Eberhard Mayer se limita a interpretaciones menos teológicas y más «prácticas», jurídicas incluso. Para él, la cruz (y precisa que se trata de la de los cruzados) tiene un doble sentido. Es signo de la protección de Dios al participante y de su pertenencia a una comunidad específica, la de los «peregrinos en armas». Es también el símbolo legal de privilegios particulares.33 Esta segunda interpretación, por lo demás, me parece incluida en la primera, en sus orígenes al menos. El historiador alemán, que defiende la tesis de una definición tradicional de la cruzada limitada sólo a las expediciones a ultramar, minimizó sin embargo durante mucho tiempo (lo que no deja de ser una paradoja) el papel y el alcance de Jerusalén como objetivo de la primera cruzada. Su percepción del símbolo de la cruz olvida pues, deliberadamente, todo lo que de ello depende. Jonathan Riley-Smith, aunque vehemente partidario de una definición pluralista muy amplia de la cruzada, subraya por el contrario (y es una nueva paradoja) el vínculo que existe entre Jerusalén y el signo de la cruz. Escribe: «Es
casi seguro que el destino de Jerusalén condujo a Urbano II a indicar que los cruzados llevaran la cruz, reflejando así las preocupaciones contemporáneas referentes a la cruz como símbolo devocional, la crucifixión y el deber de los hombres de seguir el camino de la cruz». 34 En otra parte, el historiador inglés pone de relieve que Urbano II predicó la cruzada como una peregrinación, y afirma: «El objetivo de Jerusalén convertía la cruzada en una peregrinación». Aun así, el autor añade a esta dimensión otros valores vinculados a la sacralización de la guerra, igualmente innegables. Por mi parte, di antaño mi propia interpretación del símbolo de la cruz adoptado por los cruzados. Giles Constable la resume en estos términos: la cruz sería para mí «signo de protección, devoción, pertenencia a Dios, arrepentimiento y victoria». Ahora bien, para el historiador estadounidense, a muchos cruzados debía de costarles comprender esos valores que yo evoco en una interpretación que él considera «trascendental».35 No comparto esta opinión, y tengo que desarrollar y corregir si es necesario, aquí, mi posición. 1. La cruz como signo de protección no plantea problema de comprensión alguno. Tanto los peregrinos como los guerreros de aquel tiempo debían de ser sensibles, sin duda, a esta dimensión; se expresa en las fuentes del tiempo con la presencia de expresiones empleadas con respecto a los mismos cruzados que iban a enfrentarse con numerosos y temibles enemigos, y también con los peligros de una larga marcha. Se los describe en efecto «provistos de la santa Cruz», «protegidos por el signo de la cruz», y demás expresiones similares que plasman la misma idea: Dios protege a los suyos. Ekkehard advierte así de que algunos cruzados adeptos de Folkmar, que fueron exterminados por el camino mucho antes de Constantinopla, se habían marcado la cruz con la esperanza de que el signo los protegiera de la muerte. 36 Es cierto que puede verse ahí un simple «efecto talismán», un asegurador de naturaleza puramente supersticiosa, pero también la creencia en que Dios protege a quienes combaten por él y marchan hacia el lugar donde sufrió el martirio de la cruz. Ambas interpretaciones, sin embargo, pueden conjuntarse sin trabas, tanto en aquella época como (también) en la nuestra. Esta concepción de la cruz no fue iniciada por Urbano II. La mayoría de los cristianos, simples o no, la compartían. Es el resultado de la larga andadura que condujo a la Iglesia a sacralizar ciertas guerras libradas por su causa. En un
plano más militar, podemos hacer que el principio inicial se remonte a la época de Constantino, que, como hemos visto, en vísperas de la batalla del puente Milvio aseguraba haber recibido una visión de Cristo quien le prometía la victoria si marcaba los escudos de sus soldados con un símbolo cristiano cuya naturaleza concreta se discute.37 Según Rufino de Aquilea, su visión era la de una cruz, de la que unos ángeles le explicaron que le daría la victoria.38 Esta versión que pone en escena la cruz, y no las letras griegas, es la que fue adoptada en el Occidente latino por la mayoría de los autores medievales. La sacralización de la guerra por la Iglesia se incrementa manifiestamente durante el siglo XI, como hemos recordado más arriba, y de ello resulta una correlativa creencia en la virtud protectora de la cruz. En 1086, en Pleichfeld, los guerreros del Papa (los «fieles de san Pedro» o los «soldados de san Pedro») que se enfrentan con los sajones del emperador alemán llevan con ellos al campo de batalla un carro con la cruz. Ese signo les da confianza en la ayuda divina. A pesar de que sus enemigos los superan en número, confían, dice el cronista Bernoldo, «no en las armas, sino en la virtud de la santa Cruz».39 2. La cruz como signo de devoción es más general aún y tanto más sencillo de comprender por los fieles de aquel tiempo cuanto que no debe serlo en el sentido contemporáneo del término. La devoción medieval es más concreta que abstracta. Se manifiesta con gestos, actitudes de respeto asimilables a una forma de piedad que puede rozar, para nosotros, la superstición. La cruz es en efecto el signo cristiano por excelencia, una especie de sigla (hoy diríamos logo, aunque un logo sagrado y temible) que encarna un variado conjunto de valores compartidos por quienes la enarbolan. Protege, acabamos de verlo, pero también hay que protegerla de las mancillas, de las injurias. Los enemigos de la Iglesia y de los cristianos, o más generalmente todos los adversarios o rivales de la religión cristiana, se designan muy a menudo con la expresión «enemigos de Cristo» o «enemigos de la cruz», en un significativo atajo. Los cristianos de finales del siglo XI veneran la cruz, como referencia a los valores de este símbolo y, más concretamente, a la cruz de Cristo, la Santa Cruz, de la que se extraen a su vez innumerables reliquias investidas de poderes divinos. La recuperación de la madera de esta «Vera Cruz», que según se dice descubrió la emperatriz Helena (madre de Constantino), se perdió luego y fue reencontrada numerosas veces en el curso de los siglos; es por lo demás uno de los títulos de gloria de los
cruzados, muy felices al descubrir una parte de ella al final de la primera expedición. Los cristianos se sienten heridos al ver cómo los musulmanes, en las murallas de las ciudades que ellos sitian, se entregan a ritos de humillación y execración de la cruz, que les parecen abominables sacrilegios. La devoción de la cruz resume y simboliza la devoción de Cristo salvador, muerto en la cruz para la redención de los creyentes. 3. La cruz como signo de pertenencia coincide en parte con las categorías precedentes y añade una dimensión comunitaria. A este registro puede vincularse la costumbre de colocar cruces sobre las iglesias y las tumbas de los cristianos. Tiene también valor de publicación identitaria de un grupo que ejerce una función militar, valor que los guerreros de aquel tiempo eran especialmente aptos para comprender. Es la época en que, por distintas razones (técnicas, tácticas, tecnológicas, sociales, etcétera), ve cómo se multiplican los estandartes, luego las siglas y los símbolos que originarán las armas pintadas en los escudos. Son a la vez signos de pertenencia, medios de reunión, destinados también a acrecentar la solidaridad de las tropas con su patrón. Se añade a ello una dimensión de protección religiosa cuando se trata de estandartes eclesiásticos. El guerrero que los lleva o que combate por ellos cree que puede contar, a cambio, con la protección del santo patrón cuya causa e intereses defiende.40 Hay así cohesión horizontal entre guerreros que enarbolan la misma sigla, y cohesión vertical entre los guerreros terrenales y las potencias celestiales que, según creen, los dirigen. Éste es uno de los rasgos principales de la noción de guerra santa, a la que pertenece también la cruzada, que es su «punta de lanza». Podemos ver así que el signo de la cruz figura en los estandartes pontificios enarbolados por Guillermo el Conquistador cuando en 1066 desembarca en Inglaterra. Actúa efectivamente con la aprobación del Papa, lo que sacraliza por ello su combate y moraliza su conquista. Más cierto es aún para los milites sancti Petri, o «guerreros de san Pedro», reclutados en gran número por Hildebrando, el futuro papa Gregorio VII, que combaten en Italia para acrecentar y preservar las tierras de los Estados Pontificios de las amenazas de sus vecinos y rivales, con más frecuencia cristianos que «paganos».41
Esta dimensión está, evidentemente, más presente aún en la cruzada. Los guerreros que llevan la cruz no combaten ya a las órdenes del Papa, sino del propio Dios, como pone de relieve Urbano II y como muestra el grito que le responden: Deus lo vult , «Dios lo quiere». Ya no son milites sancti Petri, sino milites Christi. Ya no defienden a la Santa Sede de eventuales invasiones, sino que quieren devolver a la cristiandad la tierra de Cristo, arrebatándosela a los musulmanes (calificados de «paganos»), que se han apoderado de ella por la fuerza. Hay ahí, sin duda alguna, un importante salto cualitativo en el progreso del valor simbólico de la cruz. Este valor existía, antes de la predicación de la cruzada, en la mayoría de las guerras santificadas. Adopta aquí una nueva dimensión. 4. El valor de signo de arrepentimiento es más específicamente religioso y puede tener implicaciones teológicas complejas. Sin embargo, en su forma más simple sigue siendo muy accesible a los creyentes de aquel tiempo, incluso a los más zafios. Nosotros hemos perdido su conocimiento intuitivo debido al laicismo de nuestra sociedad contemporánea. En la cristiandad medieval, la cruz es signo de la muerte de Cristo, pero también de la victoria de éste sobre la muerte. La enseñanza cristiana dice que los creyentes pueden, gracias a la muerte de Cristo en la cruz, ser perdonados de sus pecados. Éste es el meollo del mensaje cristiano, comprensible por todos, incluso por los más humildes de aquel tiempo. El cristiano está pues «salvado» en potencia, pero sólo puede serlo en realidad (y por lo tanto admitido en el reino de Dios al que aspira) si toma conciencia de sus pecados y sus faltas, los reconoce, se arrepiente y los confiesa. La cruz es así signo de muerte y de vida, de absolución y de bendición. La Iglesia medieval insiste cada vez más en la necesidad de esta confesión y en la penitencia que, según se cree, paga su precio. Una de esas penitencias, a decir verdad la más pesada, prescrita en caso de crímenes graves, es la peregrinación. Y la más sagrada, la más lejana y dura es Jerusalén, lugar de la crucifixión y de la resurrección. La tumba (vacía) de Cristo, el Santo Sepulcro, es en cierto modo la prueba de la victoria sobre la muerte lograda por Cristo en la cruz, para la salvación de sus fieles. Llevar la cruz, como sabemos, se imponía a los peregrinos penitentes y también a los herejes «arrepentidos».42 Ahora bien, la
cruzada es también una peregrinación por su propio destino. Es un acto penitencial, para algunos al menos. Por lo demás, así la predicó el Papa, como veremos más adelante. 5. La cruz como signo de victoria acaba de ser analizada en el plano de la fe, de la religión interior. Pero lo es también en el plano militar, como se ha visto con respecto al signo de protección. Hay que añadir a ello una nueva dimensión, que une ambos aspectos. Se comprende fácilmente si nos impregnamos de la percepción de la Historia de los cristianos de aquel tiempo. Para ellos, la Historia se confunde con la Historia Sagrada, la que la Iglesia extrae entonces de la Biblia y de su interpretación por los Padres de la Iglesia. Alimentados por esta Historia Sagrada, por muy reducida que estuviera a sus imágenes más simplistas, creían todos que el mundo había sido creado por Dios. Hubo un comienzo y habría un final. Este final llegaría en una fecha que sólo Dios conocía y cuyo día y hora no podían predecirse, pero que llegarían cuando se hubieran cumplido las profecías. La cruz triunfaría, por fin, con el glorioso regreso de Cristo Rey. El estudio de estas profecías era evidentemente cosa de los eruditos, escrutadores de las Escrituras y de la patrística. La gente del «común» tenía sólo de ello un muy rudimentario conocimiento, muy superior sin embargo, he tenido a menudo pruebas de ello, al de la mayoría de la población, educada y diplomada incluso, en nuestras sociedades laicas occidentales, en Francia al menos.43 El monje normando Orderico Vital cuenta un episodio que expresa muy bien, creo, varias de las virtudes declarativas y simbólicas de la cruz en el espíritu de los primeros participantes en la cruzada. El conde Helio de Maine había hecho voto de cruzado poco después del paso del papa Urbano II por Le Mans, en febrero de 1096. Por su parte, Roberto Courteheuse, duque de Normandía, también había «tomado la cruz»; para financiar su partida, había entregado su ducado como prenda a su hermano Guillermo el Rojo, por entonces ya rey de Inglaterra, que discutió algunos derechos territoriales del conde Helio en Maine. Éste le hizo saber que había hecho voto de cruzado y deseaba, por lo tanto, obtener un acuerdo de paz antes de su partida; se dirigió a la corte de Guillermo, en Ruan, y le dijo: «Mi señor y rey, según el consejo del Papa, he tomado la cruz del Señor para servir con las armas, y he hecho voto al Señor Dios de ponerme en camino hacia Jerusalén acompañado por numerosos nobles».44 Guillermo barrió con el dorso de la mano el argumento y le respondió
que podía ir a donde le placiese…, siempre que le entregara antes los territorios en disputa. Helio propuso entonces llevar el asunto a juicio, pero el rey afirmó que defendería directamente su causa «con la lanza y la espada». Helio, irritado, replicó en el mismo tono: por muy cruzado que fuese, pretendía defender su derecho. Había tomado la cruz, es cierto, y no renegaba de ello, muy al contrario: esa misma cruz, a su entender, lo protegería en su justo combate: No abandono la cruz de nuestro Salvador, con la que me he señalado al modo de un peregrino; 45 por el contrario, haré que se represente en mi escudo, en mi casco, y en todas mis armas, y haré que graben el signo de la santa Cruz hasta en la silla y el freno [de mi caballo].46 Protegido por semejante símbolo, marcharé contra los enemigos de la paz y la justicia, y defenderé con las armas las tierras de los cristianos. Así, mi caballo y mis armas estarán manifiestamente marcados con este signo santo, de modo que todos los adversarios que viniesen a atacarme combatirán con un soldado de Cristo. 47
Por todos esos aspectos y algunos otros, más sutiles, el signo de la cruz era del todo adecuado para ilustrar y resumir de modo visible la actitud de quienes, por esa causa, fueron muy pronto llamados «cruzados». El papa Urbano II no creó este símbolo, pero supo asociarlo a la expedición que, en adelante, llevará su nombre. Lo eligió debido a las distintas connotaciones ideológicas que la cruz reunía. Le añadió también algunos elementos nuevos, y asumió su difusión y su alcance.
Capítulo 9 La indulgencia de cruzada
El historiador alemán Carl Erdmann es sin duda quien más ha influido en la historiografía de la cruzada desde la segunda mitad del siglo XX.1 Ha interpretado la expedición predicada por Urbano II como la consumación lógica del expansionismo militante de la cristiandad o, con más precisión, del papado: una guerra emprendida por el Papa con ocasión de una petición de socorro del emperador Alejo I Comneno, algo que, como hemos visto, no puede ser discutido. En el pensamiento de Erdmann (como en el del basileus) , Jerusalén no ocupa un lugar privilegiado. El verdadero objetivo de guerra (Kriegsziel) es la reconquista de Oriente. Jerusalén sólo es el último objetivo asignado a la expedición (Marschziel). Para Erdmann, las alusiones del Papa a Jerusalén y a los Lugares Santos son, pues, epifenómenos. Urbano II sólo ha recurrido a ellos por oportunismo, para favorecer el reclutamiento. La cruzada concebida por el Papa no es pues, en absoluto, una peregrinación. La liberación de los cristianos de Oriente pertenece al mismo orden que la propaganda. Estos elementos no son constitutivos de la cruzada, que es ante todo una guerra eclesiástica, la prolongación en Oriente de la política de expansión y de conquista sacralizada llevada a cabo por el papado gregoriano para afirmar su poder.2 A pesar de la pertinencia y la erudición de su análisis de los hechos invocados, la propia radicalidad de estas tesis ha suscitado algunas reacciones, incluso entre los historiadores más inclinados a adoptar, total o parcialmente, esta interpretación. Hans Eberhard Mayer, por ejemplo, atenúa este radicalismo, pero admite también que Urbano II, al menos al comienzo, no consideraba la cruzada como una peregrinación, por muy armada que fuese. Por lo demás, según el relato de Fulquerio, considerado como el mejor testigo, ni siquiera
habría mencionado Jerusalén en su discurso de Clermont. Urbano II predicó ante todo una ayuda militar a Alejo I Comneno, destinada a la liberación de los cristianos de Oriente; pero habría comprendido sinceramente, al hilo de sus intervenciones, la eficacia movilizadora del tema de la peregrinación, y por ello lo habría incorporado a sus mensajes orales y escritos.3 H. E. J. Cowdrey defiende, en cambio, la tesis inversa. Para él, la cruzada es por esencia una peregrinación armada. Urbano II la habría percibido y predicado así desde sus orígenes. La idea de peregrinación íntimamente vinculada a la cuestión de Jerusalén (y del Santo Sepulcro) estaría en el meollo de la prédica papal.4 Esta tesis fue luego adoptada por la mayoría de los historiadores de las cruzadas, especialmente por Jonathan Riley-Smith, para el que en Clermont Urbano II predicó la cruzada como peregrinación.5 Marcus Bull, por su parte, da a la expedición un valor sobre todo penitencial, vinculado a la indulgencia promulgada en Clermont.6 Esta diferencia de acentos, llevada al extremo, introdujo en muchos historiadores una diferenciación, incluso un desdoblamiento de los objetivos de cruzada y una jerarquización de sus verdaderos objetivos iniciales. Se ve muy bien en la interpretación (e incluso en la traducción) del texto del canon 2 de Clermont. ¿Se trataba de socorrer a los cristianos de Oriente o de liberar a la Iglesia de Jerusalén, o al Santo Sepulcro? En un artículo reciente, Paul Chevedden pasa revista a las distintas traducciones «orientadas» e incluso erróneas de este canon 2. A mi modo de ver, constituye la primera fuente que debe analizarse para conocer las intenciones del Papa. Luego sólo hay que centrarse en los demás testimonios directos emanados del sumo pontífice, sus cartas especialmente, luego en el reflejo interpretado de su pensamiento (sus discursos transcritos a su modo por los cronistas). Estos testimonios son, para él, mucho más seguros que los de las fuentes indirectas, en particular las cartas de partida de los cruzados, en las que se apoyó mucho H. E. J. Cowdrey.7 El canon 2 del concilio de Clermont
El texto latino relativo a la cruzada promulgada en el concilio de Clermont (1095) ocupa menos de tres líneas.8 Si se deja provisionalmente en blanco la parte controvertida del texto, todo el mundo está de acuerdo en traducirlo así: «Quien, movido sólo por la piedad (y no para ganar honor o dinero) haya partido… [sigue aquí una breve frase cuya polémica traducción se examinará más adelante], que ese viaje le sea contado por toda penitencia». Este canon establece pues que el viaje (iter) al que el Papa llama a participar hace las veces de penitencia, aunque con una condición: debe ser emprendido por un motivo piadoso, para adquirir beneficios espirituales, y no para buscar en él gloria o riqueza. La operación es pues comparable, en sus efectos, a una peregrinación, penitencia generalmente prescrita por la Iglesia para la expiación de faltas graves. Cumple sus funciones y ocupa su lugar. En la peregrinación tradicional, el peregrino penitente (peregrinus), para obtener la remisión de sus pecados confesados debe llevar a cabo su viaje (peregrinatio, iter, via) con un espíritu de piedad y contrición, simbolizado por el humilde hábito del peregrino que parte a menudo con los pies desnudos, al menos durante las primeras leguas. Nada es más normal que encontrar esas prescripciones en el canon de Clermont, en la medida en que el objetivo de la operación, o al menos el término de la marcha, era Jerusalén, el primero y el más importante de los lugares de peregrinación de la cristiandad. Los partidarios de la tesis que asimila la expedición a una peregrinación armada pueden utilizar este argumento. Sin embargo, es posible también comparar esta equivalencia con la que el mismo Papa había ofrecido a los condes catalanes que, seis años antes, habían decidido hacer una peregrinación para obtener la remisión de sus pecados. El Papa, como recordaremos, había incitado más bien a esos condes a no emprenderla, sino a consagrar las fuerzas, el tiempo y el dinero de semejante viaje para fortalecer y afirmar Tarragona, recientemente reconquistada, contra los previsibles asaltos de los musulmanes. Les aseguraba que esta obra piadosa les valdría la remisión de sus pecados tanto como una peregrinación, aunque se tratara de una tan prestigiosa como la de Jerusalén.9 Los partidarios de la tesis según la cual la cruzada se define por la indulgencia concedida por el Papa a una acción guerrera emprendida según sus directrices, interpretan el canon 2 de Clermont desde este punto de vista. Para ellos, no son su destino o sus eventuales rasgos de peregrinación los que
permiten a la expedición proyectada servir de penitencia expiatoria de los pecados perdonados. Es porque el Papa, heredero de san Pedro, dispone plenamente del poder de perdón y lo concede aquí, como había hecho con respecto a Tarragona, a quienes van a su vez a emprender por la cristiandad una acción guerrera contra sus enemigos, los musulmanes. Semejante interpretación es desde luego defendible en la medida en que se apoya en algunos precedentes abundantemente subrayados ya, entre ellos el de Tarragona, el más claro de todos ellos. Sin embargo, en el caso de Tarragona, se trataba de una acción «semiguerrera» llevada a cabo por los condes, «en vez» de una peregrinación, y de la que el Papa prometía que tendría para ellos el mismo valor de eficacia penitencial. Esta promesa se hace de modo específico, a personajes concretos a los que se dirige una carta, pontificia, es cierto, pero que no tiene valor doctrinal universal. Las cosas son muy distintas en Clermont, donde la promesa es pública, universal, expresada en una declaración conciliar y destinada a cualquiera que emprenda, en un estado de ánimo de penitencia, una acción que, precisamente, se parece mucho a una… peregrinación. En Tarragona, la penitencia que garantizaba la remisión de los pecados de los condes catalanes les es prometida «como si» esos condes fueran a realizar la peregrinación. En Clermont, esta misma penitencia es concedida a cualquiera que parta para llevar a cabo, lejos, una acción guerrera que es en sí misma una peregrinación. Encontramos la misma ambigüedad de interpretación en el fragmento de frase que hemos dejado en suspenso. ¿Cuál es la acción que, según el concilio de Clermont, asegura a cualquiera que la emprenda la plena penitencia prometida? Se expresa en la frase latina que voluntariamente he omitido traducir: es una garantía para cualquiera que haya partido «ad liberandam ecclesiam Dei Hierusalem». Se oponen aquí dos interpretaciones que conducen a dos traducciones. La primera es aquella que, antigua ya,10 se ha ido imponiendo cada vez más desde los trabajos de H. E. J. Cowdrey. Comprende que la remisión de los pecados confesados se asegura a quienes partan «para liberar la Iglesia de Dios (que está) en Jerusalén».11 Con toda probabilidad, hay que descartar aquí el significado material de la expresión «Iglesia de Dios» como designación de un lugar de culto particular que estaría situado en Jerusalén, fuera cual fuese el renombre universal de esta
iglesia, en este caso la iglesia del Santo Sepulcro, la basílica de la Resurrección. Ciertamente, por aquel entonces la palabra latina ecclesia, procedente del griego ekklesia («asamblea»), ha adoptado ya desde hace mucho tiempo, y cada vez con mayor frecuencia, el sentido concreto de «lugar de reunión de los fieles», monumento destinado al culto divino en una institución eclesiástica secular o monástica. En este caso, suele traducirse en español por la palabra «iglesia», sin mayúscula. Pero ecclesia conserva aún, sobre todo en un texto eclesiástico de este tipo, su primer sentido de «asamblea de los fieles». Por lo tanto, creo que Sylvia Schein se equivocaba al afirmar que ese canon se refería explícitamente a la iglesia del Santo Sepulcro.12 El texto alude a la Iglesia de Dios en sentido amplio; es decir, a la asamblea de los fieles cristianos que viven en los territorios gobernados por los musulmanes, en una tolerancia real aunque relativa. Pero ¿cuáles? ¿Se trata de liberar sólo a los fieles de Jerusalén? Es la idea formulada ya en 1955 por Frederic Duncalf en su contribución a la monumental y colectiva Historia de las cruzadas, que habla de la «liberación de la iglesia de Jerusalén». 13 En este caso, casi podría comprenderse que el Papa llamó a los cristianos a liberar Jerusalén como ciudad, la Ciudad Santa. Eso es lo que parece sugerir a veces H. E. J. Cowdrey, por ejemplo, en su comentario al canon 2 de Clermont.14 Jonathan Riley-Smith, en uno de sus comentarios, asigna a la operación un objetivo un poco más amplio, aunque vinculado sin embargo a la Ciudad Santa, a saber, la liberación de la Iglesia dependiente del patriarcado de Jerusalén: «Este decreto concede una indulgencia muy restringida, apenas una exención de penitencia, pero se advertirá que se afirma explícitamente que el objetivo de la cruzada era la liberación del patriarcado de Jerusalén».15 En suma, podría tratarse de una operación concreta, limitada, referida sólo a Jerusalén, su distrito o, quizá, a su patriarcado. Es difícil mantener esa interpretación limitada del canon 2 de Clermont, y a Paul Chevedden no le cuesta denunciar su fragilidad. Este historiador demuestra, por el contrario, de un modo muy riguroso, que la acción loable a la que incitaba el concilio era una operación de reconquista destinada a devolver su «libertad» a la Iglesia cristiana de Oriente. Si traducimos el canon 2 de Clermont como es debido, la remisión de los pecados se concederá (si es por piedad y no por interés material) «a quien parta hacia Jerusalén para liberar la Iglesia de Dios». El matiz es importante. En esa traducción, que muy probablemente es la más exacta,
Jerusalén representa el objetivo último que debe alcanzarse, el término de la marcha de los cruzados que tienen como tarea liberar a los cristianos (la Iglesia de Dios) del dominio musulmán. Estoy por completo de acuerdo con esta interpretación. Una versión resumida de las decisiones conciliares, llamadas «de Censio», explica que en Clermont se decidió una expedición «hecha de caballeros y de infantes, para arrancar Jerusalén y las demás iglesias de Asia del poder de los sarracenos».16 Es decir, que Jerusalén ocupa un lugar privilegiado entre las «demás iglesias» que deben liberarse. Así era ya, como hemos visto, en el proyecto de Gregorio VII veinte años antes. Sin embargo, este Papa era el mayor promotor de la idea de una necesaria «liberación de la Iglesia» en el sentido más amplio del término. ¿Por qué el papa Urbano II, con más claridad aún que su predecesor, designa precisamente Jerusalén como término de la marcha de sus «ejércitos de liberación»? Esa insistencia no es baladí ni en Gregorio VII ni en Urbano II, quien, como sabemos, se inspiró mucho en el primero. 17 Es difícil creer que la Ciudad Santa se mencione sólo como un jalón, una especie de «pancarta» indicativa de la reconquista prevista. Sin duda alguna, ésta tenía como objetivo la liberación de los cristianos, y eso es lo que la convertía en una guerra que el Papa creía poder predicar, respondiendo así a la llamada de Alejo. Pero el basileus pedía ayuda para reconquistar los territorios perdidos recientemente por el Imperio, es decir, en líneas generales, Capadocia y Siria del Norte hasta Antioquía, tomada por los turcos en 1085. Ahora bien, Antioquía era la sede de un antiguo y prestigioso patriarcado, la ciudad donde por primera vez los fieles de Cristo fueron llamados «cristianos». El Papa habría podido designar Antioquía como el objetivo que debían alcanzar en aquella campaña, antes que Jerusalén, en manos de los musulmanes desde hacía ya mucho tiempo. Por lo demás, había también, más allá de Jerusalén esta vez, otras regiones ocupadas por los musulmanes y que tenían una abundante población cristiana: Alejandría, por ejemplo, otro antiguo patriarcado, con numerosas iglesias que liberar… Una empresa de «liberación» del dominio musulmán habría podido conducir también al Papa, para valorizarla, a asignarle como objetivo «rechazar a los sarracenos hasta La Meca», o al menos «a sus desiertos», como habían declarado otros proyectos. Sin embargo, el decreto de Clermont no hace nada de eso. Jerusalén, sin duda alguna, desempeña un papel fundamental en esta decisión.
Precisamente cuando este texto atribuye a quienes partan (con ciertas condiciones, muy parecidas por lo demás a las que se exigen a un peregrino penitente) una «indulgencia» a la que se llama «de cruzada», la insistencia sobre Jerusalén adopta todo su sentido. Es, en efecto, el lugar santo por excelencia, el primer centro cristiano de peregrinación. La indulgencia llamada «de cruzada» que aquí se anuncia coincide con la concedida a quienes, como penitentes, llevaban a cabo la peregrinación a Jerusalén. Desde hacía más de medio siglo, a causa de los disturbios y las penalidades causadas en el camino por los beduinos y los sarracenos en Anatolia y en Siria, los peregrinos podían ser acompañados por hombres armados. Conocemos varias de esas peregrinaciones armadas de gran amplitud, mediado el siglo XI y, luego, en 1064-1065 por ejemplo.18 Esta vez, en 1095, se trata de una peregrinación armada de gran envergadura que, precisamente por sus dimensiones y por la esperada aportación de los ejércitos bizantinos, es también una campaña militar de reconquista y de liberación. Asimismo, esta formulación es válida a la inversa. ¿Por qué oponerlas? Ambas dimensiones están, en efecto, íntimamente vinculadas en el canon 2 de Clermont, y me parece inútil disociarlas. La indulgencia aquí proclamada es semejante a la de una peregrinación por la simple y buena razón de que la expedición proyectada, por su destino final, ES en sí misma una peregrinación.19 ¿Cómo imaginar un solo instante que este destino final no tuviera influencia en la concesión de indulgencia definida en Clermont? Las cartas pontificias La correspondencia de Urbano II no se ha conservado totalmente. Sólo poseemos, referentes a la cruzada, algunas cartas escasas que, sin embargo, confirman las conclusiones precedentes. Así, en una epístola dirigida a los flamencos en diciembre de 1095 (apenas un mes después de Clermont), el Papa se refiere al concilio. Dice haber conocido las desgracias de los cristianos de Oriente y, embargado de compasión por ellos, haber ido a Francia, donde ha «incitado a la mayoría de los príncipes de ese país y a sus súbditos a liberar las Iglesias de Oriente. Les hemos ordenado solemnemente, durante un concilio celebrado en Clermont, por la remisión de todos sus pecados, que participen en esta expedición».20 La remisión de los
pecados, en efecto, está vinculada a esta expedición de liberación, que el Papa explicita en la misma carta. ¿Cuáles son entonces esas desgracias que justifican la expedición? Urbano II las menciona algo más arriba. Sus lectores están ya informados de ellas, supone, porque la cosa se ha divulgado: «Pensamos, hermanos, que habéis ya sabido por numerosos relatos que la rabia de los bárbaros ha devastado las iglesias de Dios que están en Oriente, oprimiéndolas miserablemente, y que además se han apoderado de la santa ciudad ilustrada por la pasión y la resurrección de Cristo, reduciéndola a una intolerable servidumbre con sus iglesias, lo que no puede decirse sin horror». El Papa hace aquí una amalgama: se refiere a las recientes invasiones de los turcos, de las que acaba de tener noticia por los enviados de Alejo I Comneno al concilio de Piacenza y por los peregrinos (tal vez también por Pedro el Ermitaño) que han regresado de esas turbulentas regiones; pero también a la toma de Jerusalén, cuyo nombre no se menciona, pero a la que se designa claramente como «la santa ciudad». Una ciudad que, como sabemos, está en manos de los musulmanes desde hace más de tres siglos. Lo que significa que para el Papa, o al menos para los destinatarios de la carta, Jerusalén representa y simboliza por sí sola toda la lamentable situación de la cristiandad sometida. Advirtamos de paso la mención de la Iglesia de Jerusalén (los cristianos), pero también de las iglesias de esta santa ciudad (los Lugares Santos). Urbano II retoma este tema en una misiva dirigida a los boloñeses el 19 de septiembre de 1096. Dice haber sabido que algunos de ellos han tomado la decisión de participar en la expedición cuyo objetivo y condiciones exigidas recuerda: Hemos oído decir que algunos de vosotros han concebido el deseo de ir a Jerusalén porque supisteis que eso nos complacería enormemente. Sabed sin embargo que, para todos los que vayan allí, no por deseo de beneficio terrenal, sino por la mera salvación de su alma y por la liberación de la Iglesia , […] hemos remitido la completa penitencia de los pecados de los que hubieran hecho una confesión verdadera y completa, porque habrán puesto en peligro sus bienes y sus personas por amor a Dios y a su prójimo.21
También aquí, el objetivo de la expedición se indica con claridad: es Jerusalén. Como en el canon 2 de Clermont, el perdón de los pecados confesados se asegura a quienes partan para liberar la Iglesia oprimida, acto cuyo valor
penitencial subraya el Papa: actúan por amor a Dios y a sus hermanos, y la penitencia les está asegurada porque ponen su vida y sus bienes en peligro para llevar a cabo ese viaje y esa misión. Menos de un mes más tarde, el 7 de octubre de 1096, el pontífice escribe a los monjes de Valumbrosa. Dice haberse enterado de que algunos de los monjes deseaban «unirse a los guerreros que van a Jerusalén para liberar a la cristiandad». Esta idea parte de un buen sentimiento, concede, pero no se adapta a su estado. No es asunto de monjes, que han elegido servir a Dios en una militia espiritual. El Papa recuerda que se ha dirigido a guerreros (milites) «para que participen en esta expedición, con el fin de que, con sus armas, puedan reprimir la ferocidad de los sarracenos y restaurar la antigua libertad de los cristianos». 22 Por eso prohíbe a los monjes que tomen parte en ella. Una vez más, se pone de relieve aquí la dimensión militar de la empresa. La alusión a «la antigua libertad de los cristianos» se adecua mejor, por otra parte, a la restauración de la autoridad cristiana sobre Jerusalén desde hace tanto tiempo «cautiva» que a la reconquista de los territorios del norte de Siria, caídos muy recientemente en manos de los turcos; reconquista para la cual, al contrario que Alejo, él esperaba contar con la ayuda de los guerreros occidentales. Así, en las tres cartas de Urbano II, encontramos una formulación de la expedición y de su valor espiritual conforme a la del canon 2 de Clermont: tiene por objetivo Jerusalén, y como misión liberar a los cristianos de Oriente del dominio musulmán. Esta expedición militar procurará a quienes la emprendan por piedad, y no por deseo de gloria o de riqueza, el perdón de los pecados confesados; les será plenamente contada como penitencia. La llamada del Papa en Clermont El discurso del Papa en Clermont nos es conocido por varios testigos que lo resumieron a su modo. Todos redactan algunos años más tarde, cuando los cruzados, tras haber vencido a los musulmanes en Nicea, Dorilea, Antioquía, Jerusalén y Ascalón, han establecido por fin en Oriente algunos principados latinos y, luego, han regresado a sus casas tras haber «liberado» las Iglesias de Oriente y restablecido la autoridad de los cristianos sobre los lugares santos de Jerusalén (entre otros). Es muy posible, pues, que esta «recuperación» de los
Lugares Santos haya conducido a los redactores a hacer hincapié en Jerusalén cuando reconstruyen el discurso pontificio. Aun así, ese hincapié es demasiado fuerte y demasiado conforme a la lógica de su argumentación para llevarnos a concluir que es un ulterior invento de los cronistas. Sólo Fulquerio de Chartres, probablemente presente en Clermont, omite toda referencia a Jerusalén. Podemos comprender fácilmente el motivo. Partiendo con Esteban de Blois, se vinculó a Balduino de Bolonia por el camino y en octubre del año 1097 se convirtió en su capellán. Lo siguió poco después a Edesa, cuando éste se convirtió en su príncipe, y permaneció allí con él. Ahora bien, como Bohemundo, convertido en príncipe de Antioquía, Balduino no participó en la marcha de los cruzados de Antioquia a Jerusalén, ni en la toma de esa ciudad, ni en la «purificación» de los lugares santos, y tampoco en la decisiva victoria de Ascalón. En estas condiciones, hacer hincapié de entrada en Jerusalén como objetivo de la empresa al final de la «peregrinación» hubiera sido torpe por parte de Fulquerio. Prefiere ampliar los objetivos de la expedición. Baudri de Bourgueil, que redacta su texto hacia 1107, estaba sin duda entre el auditorio del discurso papal. Refleja su espíritu. Desde las primeras líneas, afirma que la expedición fue suscitada por el propio Cristo, que estimuló a sus fieles, procedentes de toda la cristiandad, «para que ese ejército cristiano [christiana militia] se reuniera para arrancar a los inmundos turcos que la mantenían cautiva aquella Jerusalén donde él sufrió».23 Su reconstrucción del discurso del Papa coincide con las cartas citadas más arriba. El Papa alude allí a las malas noticias que todos conocen: los cristianos, nuestros hermanos, los miembros de Cristo son ultrajados en Jerusalén, en Antioquía y en las demás ciudades de las regiones orientales. Sus santuarios son profanados. En Antioquía, los turcos han «instalado» su culto de superstición en la propia iglesia –esta vez, especifiquémoslo de paso, se trata efectivamente del edificio– de la que Pedro fue el primer obispo. Luego el Papa pasa a un peldaño superior de dramatismo: hasta entonces, dice, he omitido hablaros de Jerusalén porque me ruborizaba de vergüenza a este respecto. Evoca un sacrilegio supremo, imaginario por completo, pero muy significativo y movilizador, pues también allí, habría dicho, en el mismo lugar donde Cristo sufrió la pasión por sus fieles, «las naciones bárbaras reverencian las estatuas que han colocado allí». El sepulcro del propio Cristo es mancillado por su dominio. El Papa apela en este punto al testimonio de peregrinos que regresan de allí: «Nos hemos abstenido de
referirnos al sepulcro del Señor porque algunos, entre vosotros, han visto con sus propios ojos lo que puede decirse de semejante abominación».24 Y concluye: «Qué digno de ser deseado es ese precioso lugar de la sepultura del Señor, ese lugar incomparable». Para Baudri no cabe duda: Jerusalén estuvo en el meollo de la llamada de cruzada de Urbano II. La santidad eminente de Jerusalén, lugar de la pasión de Cristo y de su resurrección, exige que los cristianos vayan a arrebatársela a los «pueblos bárbaros» que la ocupan. A causa de Jerusalén y de sus Lugares Santos que por todas partes recuerdan la actividad salvadora de Cristo, aquella tierra es una «Tierra Santa», según la innovadora expresión que Baudri atribuye a Urbano II: «Deploramos la inmensa devastación de la Tierra Santa… Hemos llamado con razón santa a esta tierra […]. Por eso os hemos dicho estas cosas, hermanos míos: que os sea glorioso morir por Cristo en esa ciudad donde Cristo murió por vosotros».25 Lo mismo se dice en el relato de Roberto el Monje, testigo también del discurso pontificio. También aquí, ya en las primeras líneas, el Papa alude a las razones que lo han llevado hasta allí: «De las regiones de Jerusalén y de la ciudad de Constantinopla nos han llegado informaciones graves».26 Una nación maldita, ajena a Dios, ha invadido esos parajes, saqueado las iglesias de Dios, mancillado sus altares (también aquí se trata, en efecto, de los lugares de culto) y masacrado a los cristianos. Hay que actuar. El pontífice lanza entonces su llamamiento a los franceses que lo escuchan: «Que os empuje a actuar, sobre todo, el Santo Sepulcro de Jesucristo, nuestro Salvador, poseído por pueblos inmundos, y los Lugares Santos que ellos deshonran y mancillan con sus impurezas».27 El Papa evoca luego la palabra de Cristo que promete, a quienes lo hayan abandonado todo para seguirlo, que recibirán el céntuplo, en su vida eterna, de lo que hayan perdido en la tierra; por lo demás, una tierra pobre apenas suficiente para alimentarlos, mientras que Jerusalén es el centro de un territorio fértil. 28 Luego concluye: «Poneos pues en camino hacia el Santo Sepulcro, arrancad esa tierra de las manos de ese pueblo abominable, y someted a vuestro poder esta tierra que Dios dio en plena posesión a los hijos de Israel…». 29 Se trata pues aquí, en su máxima expresión, de la «Tierra Santa», territorio del antiguo Israel, cuya capital es Jerusalén, ilustrada por el ministerio y la muerte salvadora de
Jesús. Urbano II prosigue, y su discurso se detiene aquí: «Tomad pues ese camino en remisión de vuestros pecados y partid seguros de la gloria imperecedera que os aguarda en el reino de los cielos».30 Guiberto de Nogent probablemente no participó en el concilio de Clermont, pero sin duda conoció de él algunos relatos por testigos de su entorno. También él hace que el discurso del Papa comience por una evocación a la Iglesia de Jerusalén, «esta Iglesia de la que nos vino la gracia de la Redención, y que es la cuna de toda la cristiandad».31 Inmediatamente después, pasa de la Iglesiaasamblea a una iglesia-edificio al evocar el Santo Sepulcro cuya gloria, según las Escrituras, debe subsistir hasta el final de los tiempos. Es preciso por lo tanto que los cristianos se pongan en camino «para purgar esta ciudad santa y este glorioso sepulcro de las mancillas que allí amontonan los paganos con su presencia».32 La Iglesia de Oriente es representada una vez más por la Iglesia de Jerusalén, y ésta por sus Lugares Santos, especialmente la basílica del Santo Sepulcro. Tudebode y el Anónimo normando no hacen alusión alguna al discurso de Clermont, pero advierten, de acuerdo con las palabras de Jesús, de lo que en el Evangelio se decía: «Si alguien quiere venir conmigo, que renuncie a sí mismo, que tome su cruz y me siga», y señalan que se produjo en la Galia un gran movimiento «para que quien, con corazón puro y espíritu puro, deseara seguir al Señor con celo y quisiera llevar fielmente la cruz a su lado, no tardase en tomar a toda prisa el camino del Santo Sepulcro».33 Nos encontramos ahí ante una interpretación desviada de las palabras del Evangelio, que incitaban a seguir la actitud de Cristo y no a partir por él a la guerra. Lo importante, por lo que aquí nos concierne, es subrayar sólo ese atajo, erróneo pero notable: «Seguir a Jesús tomando su cruz» adquiere aquí el sorprendente significado de «hacerse cruzado y ponerse en camino hacia el Santo Sepulcro» para arrebatárselo a los musulmanes. Las predicaciones de Urbano II en Francia Urbano II no se limitó a predicar en Clermont. Emprendió a continuación una larga gira de propaganda por Francia, de la que tenemos algunos ecos indirectos por distintos documentos locales que indican su paso. Evidentemente, estos
relatos dan versiones concisas, resumidas e incompletas de los temas abordados en el mensaje pontificio, las cuales plasman sin duda, ante todo, el modo en que ese mensaje fue interpretado por los oyentes. Sin embargo, se hace difícil creer que lo deformaran o incluso desnaturalizaran por completo. Tanto en estas crónicas como en las cartas de partida de los cruzados estimulados por la prédica del Papa, hay algunas escasas formulaciones que describen la cruzada, de modo general, como una expedición puramente militar dirigida contra los sarracenos. Así, una donación del cartulario de Marcigny está fechada en «el año en que el papa Urbano II vino a Aquitania y llamó a la formación de un ejército cristiano para reprimir la ferocidad de los paganos de Oriente».34 En la mayoría de los casos, sin embargo, los dos motivos (la lucha contra los sarracenos y la liberación de Jerusalén) están estrechamente asociados, como lo están en Clermont y en las cartas del Papa. Así, la condesa Clemencia de Flandes, inspirándose tal vez en los términos de la carta a los flamencos, fecha una de sus epístolas en la «época en que la indignación de los cristianos se inflamó contra la perfidia de los persas que, en su insolente altivez, habían invadido la iglesia de Jerusalén y abatido, en las regiones vecinas, la religión cristiana».35 De modo muy lacónico, una carta de Vendômois, fechada en 1096, describe a un cruzado como «deseoso de ir próximamente a Jerusalén con el ejército de los cristianos contra los paganos». 36 En una carta de abril de 1096, Achard de Montmerle emplea para designar su expedición el término de «peregrinación [o peregrinaje] a Jerusalén»,37 expresión retomada por la mayoría de los cronistas de la primera cruzada en el título de sus relatos. Otra carta de Cluny evoca en términos semejantes a dos hermanos, Bernardo y Eudo, quienes, por la remisión de sus pecados, parten con los demás en esa «expedición a Jerusalén».38 Una reseña del Lemosín cuenta cómo el papa Urbano II, en el concilio de Clermont, expuso «las desgracias de la ciudad de Jerusalén y el oprobio infligido a Cristo», y luego fue a Limoges, donde «exhortó al viaje a Jerusalén»;39 otra reseña de la misma región insiste más aún en las fechorías y las persecuciones de los turcos contra las iglesias cristianas en Oriente, y sobre la llamada del Papa a ir allí para defender la libertad de las iglesias de Dios y del pueblo cristiano, 40 poniendo así de relieve la estrecha vinculación de ambos temas. Una carta del 26 de agosto de 1096, procedente del cartulario de Saint-Victor de Marsella, subraya ambas dimensiones de la cruzada, peregrinación y campaña militar: pone en escena a
dos hermanos, Godofredo y Hugo, «que van a Jerusalén, tanto por la gracia de la peregrinación como para extinguir, con la protección de Dios, la malvada rabia de los paganos vertida sobre innumerables poblaciones cristianas que, hasta ahora, han oprimido, reducido al cautiverio y matado con su furor bárbaro…».41 Sin embargo, la mayoría de los testimonios hacen más hincapié aún en Jerusalén y su liberación, incluso en la «purificación» de los Lugares Santos y principalmente del sepulcro de Cristo, ya evocada en términos muy firmes en las cartas precedentes. La liberación de Jerusalén y de sus Lugares Santos no se presenta sólo como el objetivo de la marcha, sino también como la razón de ser de la expedición, haciéndose eco de las alusiones realizadas ya por el Papa a este respecto en Clermont, como hemos visto antes. Podríamos mencionar ejemplos numerosísimos. Nos limitaremos a citar algunos. Una carta angevina del año 1096 retuvo sólo de la predicación del Papa que éste había promulgado «un edicto afirmando que todos deben ir a Jerusalén».42 Otra carta del mismo año explica por qué un tal Drogon decidió hacerse cruzado: «La evocación del sepulcro del Señor conmovió su corazón y, deseando partir en peregrinación con los demás», 43 vendió unas tierras a los monjes de Saint-Serge de Angers para financiar su viaje. Una tercera carta angevina relata también el modo en que la prédica del Papa fue recibida en aquella región: una llamada a partir en peregrinación hacia Jerusalén: «El año del Señor de 1096, convirtiendo su corazón al amor por la vida celestial, como muchos de quienes habían oído la suave prédica del grandísimo pontífice de la sede romana Urbano y que, por la remisión de sus pecados, debían tomar el camino de la peregrinación a Jerusalén…».44 Una carta de Le Mans de febrero de 1096 cuenta cómo un hombre que poseía injustamente una iglesia, conmovido por la muerte de su hermano, tomó conciencia de su falta y buscó la remisión de sus pecados. Tomó la decisión de partir cuando el papa Urbano II fue «a predicar el camino de Jerusalén»,45 etcétera. « Iter Hierusalem, via Hierusalem…». Es la misma expresión que hasta entonces designaba la peregrinación más importante, la del Santo Sepulcro. Encontramos varias veces esta expresión para designar la empresa predicada por Urbano II. En este mismo cartulario, una carta emitida en la misma fecha cuenta así que un tal Riboul restituyó unas tierras al capítulo de Saint-Pierre de Le Mans, en presencia del papa Urbano II, cuando éste fue a Le Mans «para predicar el camino del Santo Sepulcro».46 Según la Crónica de SaintMaixent, en
1096 Urbano II fue a Poitiers y, a continuación, a Angers, antes de regresar a Saintes y luego a Roma. Por todas partes, «ordenó a los hombres hacer cruces, partir a Jerusalén y liberarla de los turcos y demás paganos». Más adelante, el cronista añade que, aquel mismo año, «el signo de la cruz apareció en el cielo y, por orden de este Papa, numerosos nobles y no nobles, ricos y pobres procedentes de todas partes, tomaron el camino del Santo Sepulcro abandonándolo todo».47 Señalar Jerusalén como objetivo de una marcha prescrita en remisión de los pecados conducía lógicamente a Urbano II a evocar el Santo Sepulcro, como lo hizo ya en Clermont. Georges Beech ha publicado un fragmento de una crónica del priorato de Chaizele-Vicomte que hace referencia a un discurso que el Papa habría pronunciado en Saint-Florent de Saumur, probablemente el 2 de febrero de 1096, apremiando al pueblo a ir a Jerusalén, pasando por Constantinopla, para restaurar allí los Lugares Santos devastados por los paganos. 48 Es uno de los escasos textos que mencionan Constantinopla, etapa obligada, no obstante, en una reconquista de los territorios perdidos por los cristianos de Oriente. Más que la «restauración» de los Lugares Santos, era el acceso al Santo Sepulcro, su liberación y su «purificación» desde un punto de vista de peregrinación armada lo que podía conmover más profundamente a los potenciales cruzados a quienes el Papa se dirigía. La mayoría de las fuentes han preferido esta formulación. Así, Nivel de Freteval, tocado por la gracia, se arrepiente de haber sido un caballero bandido en las tierras eclesiásticas y decide, para obtener el perdón de este pecado, «partir en peregrinación a Jerusalén, desde hace mucho tiempo sometida a la servidumbre con sus hijos».49 En 1096, otro caballero, tocado también por la gracia, se alegra de que Dios le haya concedido tiempo para hacer penitencia por sus pecados, de los que ha tomado conciencia. Afirma querer «ir a buscar ese sepulcro del que brotará nuestra redención, tras haber triunfado sobre la muerte». 50 En una carta de Raimundo de Saint-Gilles, concedida poco antes de su partida hacia la cruzada, el conde afirma querer partir «para liberar el sepulcro del Señor». 51 El obispo Geraldo de Cahors dice del mismo conde que partió «en peregrinación […] para que la ciudad santa de Jerusalén no siga siendo cautiva y el Santo Sepulcro del Señor Jesús no sea ya mancillado».52
La cruzada es considerada, pues, como una peregrinación armada destinada a liberar Jerusalén y el Santo Sepulcro del dominio sarraceno. El Liber Pontificalis sitúa claramente la expedición predicada por Urbano II en la prolongación de la que, antes que él, había querido organizar Gregorio VII. Ese Papa quería ir «a Jerusalén para defender allí la fe cristiana y liberar el sepulcro del Señor de las manos de sus enemigos»; pero no pudo llevar a cabo ese proyecto debido al emperador Enrique IV, así que fue Urbano II, el pontífice elegido por Dios, quien, por la gracia de Dios, lo concretó «incitando a grandes y pequeños a liberar el sepulcro del Señor».53 Incitaciones a la cruzada Otras fuentes que se mencionan más raramente confirman que la expedición militar predicada por Urbano II tenía la dimensión de una peregrinación vinculada de modo íntimo al destino de la empresa, es decir Jerusalén y sus Lugares Santos, en especial la liberación de la iglesia del Santo Sepulcro. Esta dimensión es la que se prefiere más a menudo en los excitatoria, textos compuestos en la época de la primera cruzada para incitar a los cristianos a participar en ella. Uno de ellos tiene gran interés. Se trata de una encíclica que se afirma procedente del papa Sergio IV, pontífice entre 1009 y 1012. El supuesto Sergio informa en ella a todos los cristianos, príncipes o gente del vulgo, clérigos y laicos, de que el Santo Sepulcro de Jerusalén acaba de ser «destruido por las manos impías de los paganos». Hasta entonces, numerosos peregrinos, «conducidos por el amor de Cristo», iban a venerar los Lugares Santos de Jerusalén, el monte del Calvario donde Cristo sufrió la pasión para salvarlos, el monte de los Olivos y, más aún, el sepulcro donde reposó su cuerpo. Ahora bien, este Santo Sepulcro, según las profecías, debía permanecer glorioso hasta el final de los tiempos. Anomalía. Escándalo. ¡Sacrilegio intolerable! El Papa anuncia por consiguiente su intención, que recuerda (o anuncia) la de Gregorio VII: liberar, restaurar el Santo Sepulcro y exterminar a los sarracenos: «Sépase pues la intención cristiana que es la mía: he concebido el proyecto, yo, si place al Señor, de embarcar personalmente para abandonar nuestras riberas marítimas en compañía de todos los romanos, o italianos, toscanos o demás cristianos de cualquier región que sea que quieran partir con
nos, para dirigirnos contra el pueblo de los agarenos, con la ayuda del Señor, con la intención de matarlos a todos. Quiero restaurar en su integridad el Santo Sepulcro del Redentor».54 El Papa añade que quienes tomen parte en esa expedición de «venganza divina» ganarán su paraíso: «La promesa divina es ésta: quien, por Cristo, haya perdido su vida terrenal, encontrará otra vida que no tendrá nunca fin […]. Combatamos pues contra los enemigos de Dios, con el fin de merecer regocijarnos con él en el cielo. Venid, hijos míos, a defender a Dios, y ganad así el reino eterno». La autenticidad de este texto tan explícito y violento es hoy controvertida. Su discusión no tiene aquí lugar, pero una de dos: o el texto es auténtico y data de los años 1009-1010, inmediatamente después de la destrucción del Santo Sepulcro por el califa Al-Hakim55 (y en ese caso el texto probaría que la idea de una «cruzada» organizada por el Papa y que prometía el paraíso a quienes tomaran parte en ella es más precoz aún de lo que se había creído, y está más estrechamente vinculada, en aquella época como en la de Gregorio VII, a la liberación del Santo Sepulcro de Jerusalén), o bien, como creen la mayoría de los historiadores, se trata de una falsificación realizada en Moissac por la curia romana de Urbano II durante su gira de propaganda, en 1095-1096. En este caso, el texto expresa con toda claridad la voluntad de sus autores, cercanos al Papa, de hacer hincapié en la dimensión más apropiada para suscitar la indignación de los cristianos y la partida de los cruzados: liberar el Santo Sepulcro y restablecer la autoridad cristiana en este lugar. sacro En una época en que la peregrinación desempeña un papel eminente en la espiritualidad cristiana de Occidente, el camino de la peregrinación al Santo Sepulcro debe permanecer abierto. Urbano II y su entorno no fueron los únicos en comprender el alcance de este símbolo y en utilizarlo para movilizar a los cristianos. Según Alberto de Aix, el primer iniciador de la cruzada no sería Urbano II, sino Pedro el Ermitaño, quien, en una peregrinación previa, se habría sentido escandalizado por el estado de abandono de la iglesia del Santo Sepulcro y los demás Lugares Santos de Jerusalén. Se lo habría dicho al patriarca de Jerusalén, que lo habría deplorado ante él poniendo de relieve el estado de pobreza, de dependencia y de sumisión a los sarracenos de la comunidad de la ciudad. Pedro el Ermitaño habría concebido entonces el proyecto de ir a informar a los príncipes de Occidente, para instarlos a emprender su liberación. El patriarca habría aprobado esta iniciativa y le habría
entregado unas cartas provistas de su sello, para avalar su veracidad. Mientras Pedro el Ermitaño oraba junto al sepulcro, una visión de Cristo le habría confirmado que ésa era, en efecto, la voluntad divina. Pedro, de regreso a su casa, cerca de Amiens, habría informado de ella al Papa y habría cumplido su misión predicando su cruzada por todas partes. Reunió a varios miles de cruzados que tenían como objetivo definido la liberación del Santo Sepulcro, manu militari. Las dos «cruzadas», la de Urbano II y la de Pedro el Ermitaño y sus émulos, confluyeron, geográficamente, en Constantinopla. Confluyen también en buena parte de sus intenciones. Jerusalén y el Santo Sepulcro ocupan un papel principal. Aunque el canon 2 de Clermont convierta Jerusalén en el objetivo final de una empresa de liberación de todos los cristianos de Oriente, esta liberación toma por todas partes, incluso en la prédica papal, la forma de una liberación de los Lugares Santos de Jerusalén con fuertes connotaciones de peregrinación. Alfons Becker, partidario sin embargo de una cruzada percibida como guerra de reconquista cristiana, afirma que el Papa sin duda pronunció ya en Clermont la palabra mágica de «Jerusalén» y evocó el Santo Sepulcro. De ello no cabe duda. Estas palabras expresan la propia naturaleza y la razón de ser de la cruzada y confieren un carácter nuevo a la empresa: «A la noción de una guerra santa de reconquista deseada por Dios, se añade el motivo de la peregrinación».56 A diferencia del historiador alemán, yo creo que esta dimensión no se añadió, ni siquiera se amplió, durante el camino. Estaba presente, e incluso omnipresente desde el origen, a causa de su propio destino, Jerusalén y el sepulcro de Cristo, que convertía esta expedición armada en una peregrinación. Este destino fundamenta y justifica la indulgencia formulada en Clermont.
Capítulo 10 Liberar la Iglesia de Dios
«Por la remisión de vuestros pecados…» La mención de Jerusalén y de los Lugares Santos como objetivo que debían alcanzar la expedición organizada por Urbano II convertía a ésta, ipso facto, en una peregrinación. Es muy natural, pues, que fuera investida de su valor «redentor», en particular penitencial. Como acabamos de ver, es lo que afirman el canon 2 de Clermont, tres cartas del Papa y distintos testimonios relativos a su predicación. Lo que a continuación se denominará, por extensión, «indulgencia de cruzada» sólo es, por lo tanto, en su origen, una indulgencia de peregrinación en el sentido que ese acto adoptó en el siglo XI: la expresión de la doctrina que, cada vez más popular en el Occidente cristiano medieval, afirma que una peregrinación a distintos lugares santos adopta valor penitencial y puede por consiguiente borrar en el pecador arrepentido la culpabilidad de las faltas que ha cometido. Paga así su deuda con Dios y la Iglesia y obtiene, con esa peregrinación expiatoria, la remisión de sus pecados confesados. Estos lugares de peregrinación son sagrados debido a sus reliquias (o más aún a la tumba) de los más ilustres héroes y mártires de la fe cristiana que en ellos se conservan. Cuanto más «santos» son estos mártires, más lo es el lugar que los alberga, y más prestigiosa y eficaz resulta también la peregrinación que hasta ellos lleva. Lo vemos por ejemplo en los tres grandes centros de la época, Santiago de Compostela, Roma y Jerusalén. Santiago de Compostela obtiene su sacralidad del apóstol Santiago, que habría evangelizado España antes de regresar a Palestina, donde fue decapitado. Su cadáver, colocado en una embarcación dirigida por un ángel, habría atravesado el Mediterráneo y cruzado luego el estrecho de Gibraltar para llegar a
Galicia, donde su tumba habría sido milagrosamente descubierta hacia el año 800. El apóstol mártir se distingue sobre todo, después de su muerte, en la lucha armada de reconquista española, que sacraliza a su vez, en especial en los siglos XI y XII. Roma, un peldaño por encima, presume de poseer la tumba de san Pedro – el «príncipe de los apóstoles»,1 primer obispo de Antioquía, que se habría convertido en obispo de Roma (en primer Papa, por lo tanto) antes de ser crucificado bajo Nerón–, pero también la de san Pablo, decapitado en Roma bajo el mismo emperador. Más antigua y prestigiosa, a finales del siglo XI, que la de Santiago de Compostela, su peregrinación atrae las multitudes. No obstante, el prestigio de esos dos santuarios no es nada comparado con el de Jerusalén, que posee innumerables lugares santos que recuerdan la vida y la muerte de Cristo. El más famoso de todos ellos es el Santo Sepulcro, tumba vacía que atestigua a la vez su muerte y su resurrección, prenda de salvación eterna para todos aquellos que creen en él. Por eso la peregrinación a Jerusalén, dada esta sacralidad suprema (a la que se añaden también la longitud y los peligros del camino que allí conduce), reviste un innegable valor expiatorio, es prescrita como penitencia para los pecados más graves: crimen, rapto, bigamia, incesto, sacrilegios notorios, etcétera. Se comprende así por qué el concilio de Clermont puede afirmar sin temor que el «viaje a Jerusalén» servirá de plena y única penitencia a todos quienes lo emprendan para la remisión de sus pecados, con ese objetivo puramente espiritual, y no para ganar en él honores o riquezas. En otras palabras, «cubre» por sí solo todos los pecados y tiene pues valor «plenario». Puede sustituir todas las demás penitencias que hayan podido ser prescritas como expiación de todos los pecados confesados por los cruzados potenciales. Éste es uno de los factores principales de sacralización de la cruzada, manifiestamente debido a su destino: Jerusalén. Pero no es el único. Urbano II no predicó la cruzada como peregrinación ordinaria, por muy armada que fuese. La expedición que quiso promover es, por su propio destino, una peregrinación de dimensiones penitenciales, como hemos puesto de relieve hasta aquí. Pero es también, por su naturaleza y su función, una acción colectiva considerada como piadosa y sacralizada por su objetivo, la liberación de la Iglesia de Dios. La cruzada tiene por lo tanto, al menos, una
doble sacralidad; una está vinculada a su destino (Jerusalén), la otra a su misión (la liberación de la Iglesia cristiana). Al examen de esta dimensión debemos consagrar ahora algunas páginas. Cruzados, peregrinos, penitentes Hagámonos primero esta doble pregunta: 1) ¿Eran todos los peregrinos penitentes? 2) ¿Todos los cruzados se percibían a sí mismos esencialmente como peregrinos? A la primera cuestión hay que responder, sin duda, con una negación. Aunque la Iglesia romana, por boca de los sacerdotes confesores, prescribiera a los pecadores esa o aquella peregrinación «para remisión de sus pecados confesados», no deja de ser cierto que la peregrinación tenía también funciones distintas a la penitencial. La mera mención restrictiva del canon 2 prueba que algunos cruzados se sentían tentados a partir para adquirir algo más que el perdón de sus faltas confesadas. Jonathan Riley-Smith, entre otros, ha demostrado que el coste de semejante viaje para un solo cruzado era considerable y afectaba gravemente a las familias.2 Las «posibilidades» de enriquecerse eran pues ínfimas, y la mayoría de los cruzados regresaron a sus casas mucho más pobres que al partir, salvo en reliquias. Es un hecho innegable, pero que no prueba nada. Por una parte, porque el prestigio adquirido por las reliquias traídas de Tierra Santa por el cruzado es, en sí mismo, fuente de gloria; la fama que obtienen los «jerusalemitas» es también un hecho indudable. Por la otra, porque algunos cruzados (escasos, es cierto) «hicieron fortuna» en Tierra Santa, ganaron tierras y riquezas y se quedaron allí. Así sucede en el conocido caso de Bohemundo de Antioquía y de Tancredo, su primo, por mencionar sólo los dos casos más conocidos. La esperanza de botín arrebatado a un Oriente opulento podía ser muy atractiva también. Por insignificante que fuese, la «oportunidad» de enriquecerse, para un cruzado, no era pues más débil que la de ganar hoy el gordo en la lotería o las apuestas deportivas. Esa oportunidad minúscula en nada desalienta a los apostadores, que siguen «teniendo fe» en su buena estrella; aunque con menores riesgos que los cruzados, es cierto…
Además de que estos móviles «materialistas» los excluían de los beneficios de la indulgencia penitencial, los cruzados (como todos los peregrinos en general) podían también animarse a partir por otros motivos no religiosos: atracción por la aventura, deseo de cambio, necesidad de escapar de ciertas amenazas, etc. Son móviles marginales que, sin embargo, no deben desdeñarse sin más. En cambio, numerosos motivos de orden moral o religioso (aunque distintos a la dimensión penitencial prescrita por la Iglesia) podían decidir a un cristiano de aquel tiempo a partir en peregrinación. Podía querer alcanzar la tumba de un mártir para rogar allí al santo patrón, obtener de él alguna gracia, la realización de un deseo muy caro, una curación para sí mismo o para sus íntimos, el nacimiento de un hijo heredero, la liberación de un prisionero o, incluso, un éxito material, guerrero incluso, la victoria en una próxima batalla, 3 etcétera. No todos los peregrinos son penitentes, pues. A la segunda pregunta, muy probablemente, debemos responder también de forma negativa, y eso a pesar de las frecuentísimas referencias a la peregrinación, a pesar de las denominaciones que se vinculan a la expedición y a quienes en ella toman parte (iter, via, peregrini, etcétera) y a pesar de las menciones explícitas de sus móviles que los redactores de las cartas subrayan con claridad.4 Todo el mundo está hoy de acuerdo en ver en los motivos espirituales o ideológicos de los cruzados las razones principales de su partida.5 Pero ¿de qué motivos se trata? Sólo conocemos la religiosidad de los laicos a través de lo que nos dicen los monjes o los clérigos. Podemos preguntarnos, legítimamente, si la influencia de los monjes sobre los laicos, en particular sobre los caballeros, condujo de forma inevitable a una forma común de espiritualidad, como afirma Marcus Bull. Ciertamente, unos y otros practican, en efecto, la misma religión formal, formalista incluso, cuyos ritos esenciales observan, pero, no obstante, no tienen de ella la misma percepción íntima. Desde este punto de vista, podemos preguntarnos si las cartas de los cruzados, redactadas por los monjes, no expresan más la religiosidad de éstos que la de los laicos concernidos en esas actas. La expresión de los móviles de los cruzados sufrió sin duda, al pasar por el monje redactor, una coloración, una formulación, una alteración incluso. Voluntaria o no, esta transcripción les confiere un matiz eclesiástico que los acerca a lo que la Iglesia consideraba hasta entonces como el origen de esas decisiones de partir. Lo hace conforme a la norma admitida, o políticamente
correcta de la época, que es un «correcta según la doctrina». De ahí que se haga hincapié en la conciencia del pecado, en la necesidad de arrepentimiento, en la peregrinación a los Lugares Santos destinada precisamente a servir de penitencia. La coloración clerical del lenguaje de las cartas no puede negarse; no debemos por consiguiente minimizar su impacto. La distorsión no es sólo cuantitativa, y, exagerando la intensidad de los sentimientos religiosos, puede ser también cualitativa, y así transformar un motivo religioso poco ortodoxo en una expresión más adecuada a la doctrina admitida. Además, aunque esos redactores no tuvieran la intención de tergiversar los motivos de los cruzados, probablemente fueran llevados a hacerlo por simple conformidad con los modelos léxicos que les proporcionaba la Historia pasada. En 1095-1096, no lo olvidemos, la cruzada era un fenómeno nuevo, sin ningún vocabulario específico. Para describirlo, había que utilizar el lenguaje usado hasta entonces para otros fenómenos con los que podía comparárselo, aunque pudieran distinguirlos de ellos mentalmente. ¿No nos encontramos entonces, en la mayoría de las cartas, ante un lenguaje monástico estereotipado, idéntico al que se empleaba antaño con respecto a las peregrinaciones? El propio objetivo de los cruzados, Jerusalén y el Santo Sepulcro, llevaba a los escribas, con toda naturalidad, a redactar esas cartas de partida en términos idénticos a las de los peregrinos, los únicos concernidos hasta entonces. Ahora bien, como estos peregrinos, los cruzados iban a buscar en los establecimientos eclesiásticos los subsidios necesarios para su viaje. Sus cartas fueron redactadas, precisamente, para registrar estas transacciones, ventas o pignoraciones disfrazadas. ¿Puede haber algo más natural, para sus redactores, que atribuir una misma causa a esos fenómenos que producen, en apariencia, los mismos efectos? El lenguaje de los monjes redactores de las cartas deforma por lo tanto triplemente la realidad. La primera vez, equiparando a esos cruzados a los anteriores peregrinos penitentes; la segunda vez, asimilando sus ventas, renuncias y pignoraciones a donaciones piadosas; y la tercera vez, atribuyendo a estas concesiones registradas como era de rigor (tanto o más incluso que a la propia expedición) el mérito de haber sido realizadas «por la remisión de sus pecados» o «por la salvación de su alma». Muy a menudo las cartas atribuyen de forma explícita ese valor redentor a la donation o a la renonciation que el cruzado hacía para obtener subsidios tanto como a la expedition que, sin embargo, es su razón de ser por las necesidades financieras que produce, pero que puede, por su parte, haber sido suscitada por móviles muy distintos.
En otras palabras, la dimensión penitencial destinada a obtener la remisión de los pecados alegada en las cartas, por todas las razones ya evocadas, pudo estar, ciertamente, en el origen de la partida de numerosos caballeros. Pero sería muy peligroso, en cambio, generalizar y convertirla en el motivo único o principal de los caballeros. Existen otros que son, también, de orden religioso o ideológico. Fechorías y diabolización de los sarracenos Estos cruzados eran así descritos como peregrinos, incluso como penitentes que iban a Jerusalén para obtener la remisión de sus pecados, pero se percibían a sí mismos más como combatientes de la fe, como milites Christi que ponían su valor y su espada al servicio de su Señor, por amor, es cierto, aunque esperando de él recompensas espirituales como premio por sus servicios, al igual que los caballeros del mundo servían con las armas a su señor temporal. Llegamos aquí a la noción de guerra santa puesta de relieve en la segunda parte de esta obra. La ética de cruzada es, a la vez, religiosa y guerrera.6 Hasta entonces, el papado sólo había sacralizado las empresas guerreras destinadas a promover la «libertad de las Iglesias» en Occidente, en el sentido expuesto en capítulos anteriores. Esta sacralización, como hemos visto, tenía dos orígenes principales. El primero se debía a la autoridad del que daba la orden, es decir, el papado, que prescribía en nombre de san Pedro, primer Papa y guardián del paraíso, una acción militante y militar destinada a proteger la Iglesia amenazada, en particular la Santa Sede, tanto en su dimensión espiritual (en la Iglesia) como temporal (en la cristiandad). La segunda se debía a la inserción de esta lucha armada en un conflicto moral, cósmico y político a la vez, el de la Iglesia romana contra todos sus enemigos así diabolizados. Esto ocurre fundamentalmente con los sarracenos, equiparados a los paganos de la Antigüedad, culpables de haber invadido los territorios cristianos dependientes de la autoridad del Papa y reivindicados como tales por la falsa donación de Constantino y otros muchos documentos que en ella se inspiran o que expresan las mismas pretensiones.
La transposición de esta lucha hacia Oriente modificaba de forma considerable sus rasgos de sacralidad. La Iglesia de Oriente a la que debían liberar del poder de los paganos no dependía directamente de la obediencia pontificia. Una intervención directa del Papa en aquellos territorios creaba delicados problemas políticos y jurídicos que se abordarán más adelante. La parte de sacralidad debida al combate contra los musulmanes, en cambio, era aquí del mismo orden que en Occidente, aunque de un nivel muy superior dadas las numerosas fechorías de las que se los acusaba, tanto contra los «hermanos cristianos» de Oriente como contra los peregrinos de Occidente, y más aún contra los Lugares Santos que se consideraban profanados. El canon 2 de Clermont, muy sucinto, no hace referencia a ellos, pero cada uno de esos temas es evocado y, a veces, ampliamente desarrollado por Urbano II en sus misivas o en los testimonios indirectos. En una carta a los monjes de Valumbrosa, como hemos visto, el Papa pide a los caballeros que «pongan fin a la ferocidad de los sarracenos»; en su carta a los flamencos, habla de «la rabia de los bárbaros que ha devastado y oprimido las Iglesias de Dios en Oriente»; según los testimonios de su discurso en Clermont, el Papa habría insistido en estas exacciones capaces de provocar la indignación de los cristianos presentes. Según Fulquerio de Chartres, les pide que se apresuren a acudir en ayuda de sus hermanos de Oriente, sobre quienes se han lanzado los turcos y los árabes que han asolado los países conquistados, matado a muchos cristianos y derribado las iglesias (también aquí en el sentido de lugares de culto). Es preciso por consiguiente rechazar a esos impíos, esa «raza infiel, degenerada, sierva del demonio», que en ningún caso debe prevalecer sobre el «pueblo del Dios Omnipotente iluminado por la fe de Cristo». En ese combate, se enfrentan dos bandos: «Por un lado los enemigos del Señor, por el otro sus amigos».7 Los cruzados son, con todo derecho, llamados en este combate «soldados de Cristo» (Christi milites). Roberto el Monje relata un discurso del mismo tenor. Urbano evoca en él una triste noticia: el pueblo persa, «raza maldita y totalmente ajena a Dios», ha invadido las tierras de los cristianos de Oriente, capturado a una parte de ellos para someterlos a la esclavitud y matando a la otra parte. Han arrasado las iglesias de Dios, han mancillado sus altares y se han entregado, sobre los cristianos cautivos, a crueldades horribles (a unos les han perforado el ombligo, han atado un extremo de sus intestinos a una estaca y los han obligado a girar a
su alrededor para vaciar así sus entrañas; otros les sirven de blanco y son atravesados por las flechas). Y qué decir de la abominable «polución» de las mujeres, de la que el Papa prefiere no hablar… Es preciso pues castigarlos, arrebatarles lo que han tomado, arrancarles sobre todo, como hemos visto, el Santo Sepulcro.8 Según Baudri de Bourgueil, el Papa habría desarrollado más aún el tema de la ignominia y la crueldad sarracenas. De Jerusalén a Antioquía y hasta los alrededores de Constantinopla, los cristianos han sido vencidos, ultrajados, rechazados, torturados, expoliados sus bienes, sus iglesias transformadas en establos, profanadas, la Tierra Santa devastada… Expulsar a los sarracenos es una acción piadosa. Baudri no vacila en atribuir a Urbano II promesas que en modo alguno pueden encajar en la restricción del canon 2 de Clermont referente al valor penitencial de la expedición, si ésta era la única o la principal de sus funciones. Es preciso decir, en efecto, que Dios es el remunerador de quienes lo sirven. Vencedores o vencidos, todos saldrán ganando: «Las riquezas de vuestros enemigos os pertenecerán también. En efecto, o, victoriosos, saquearéis sus tesoros y regresaréis a vuestras casas; o, enrojecidos por vuestra propia sangre, obtendréis el premio eterno del recorrido».9 Reconocemos aquí el tema de la guerra santa, sugerido también por Fulquerio de Chartres y Roberto el Monje; procura la salvación a quienes encuentran en ella la muerte, pero en nada prohíbe la adquisición de riquezas terrenales a los vivos.10 La cruzada, como vemos de nuevo aquí, no es para todos y no es sólo un acto de penitencia que, por su parte, necesita emprenderse sin ninguna intención de enriquecimiento u otra valorización material.11 Socorrer a los cristianos de Oriente así masacrados «como ganado» por los enemigos de la fe es, pues, un acto de piedad, una obra de amor fraterno. 12 Pero el Papa, según los testigos que divulgan su discurso, se demora mucho más en las fechorías de los musulmanes que en la cualidad «fraternal» de los cristianos de Oriente, poco movilizadora. En la versión de Guiberto de Nogent, muy hostil al Imperio bizantino, Urbano II ni siquiera alude a ella. Sólo evoca la sacralidad de los Lugares Santos y la dimensión escatológica de la empresa, sobre la que volveremos más adelante. Sólo se mencionan, al margen de estos dos temas, los «intolerables» atentados de los musulmanes contra los peregrinos católicos que se dirigen a Jerusalén. Los describe sometidos a continuas humillaciones, tasas y violencias, impuestos y tributos, rescates y diversos suplicios: se les abre el
vientre para encontrar las monedas que están acusados de haberse tragado, se hurga en sus intestinos… Manifiestamente, el relato de los atentados contra los peregrinos de Occidente tiene más efecto que el de las pérdidas sufridas por los cristianos de Oriente. El Papa detiene ahí su evocación. Sólo añade esta frase significativa, que resume toda su argumentación: «Recordad, os lo ruego, a esos miles de peregrinos que sufrieron una muerte abominable; salvad los Lugares Santos de donde nos han llegado los principios de la piedad. Estad convencidos de que Cristo, al enviaros a librar sus combates, marchará ante vosotros, y será vuestro portaestandarte y vuestro inseparable precursor».13 Una vez más, incluso cuando habla de ir a liberar «la Iglesia de Dios en Oriente», el Papa alude ante todo a la Iglesia de Jerusalén, el Santo Sepulcro y los peregrinos de Occidente que van a visitarlo para adquirir allí la salvación. La Crónica de Saint-Pierre-le-Vif relaciona también la cruzada con la invasión de los turcos que ocupaban Jerusalén y bloqueaban así el valioso camino de la peregrinación: «A causa del temor que inspiraban, ningún cristiano se atrevía ya a visitar el sepulcro del Señor».14 La ayuda fraternal a los cristianos amenazados podía aplicarse a cualquier teatro de operaciones contra los sarracenos. No sucede así, en cambio, con los atentados contra los peregrinos, ni con las profanaciones y depredaciones de las iglesias y Lugares Santos de Jerusalén, en los que todas las fuentes insisten sin mesura. Ahora bien, esos rasgos, que no pueden extrapolarse, son precisamente los que convierten la operación de reconquista oriental en una guerra «santísima». Liberar el Santo Sepulcro En el capítulo precedente se ha mostrado hasta qué punto el tema del Santo Sepulcro de Jerusalén era capital en todos los discursos y llamadas del Papa a la cruzada, y en la mayoría de los documentos que mencionan la partida de los cruzados. Volveremos a ello, brevemente, para poner de relieve que este tema también está presente en muchos de los documentos a los que por lo general aluden los historiadores que quieren demostrar que la cruzada no es más que una guerra santa contra el islam. Una guerra promulgada por el Papa en nombre de
su propia autoridad y acompañada, por ello, de una indulgencia de remisión de los pecados, al estar destinada a la liberación de la «Iglesia de Dios» en el sentido amplio del término, es decir, la cristiandad, compuesta por los cristianos de Oriente tanto como por los de Occidente. Acabamos de ver que el relato del discurso papal en Clermont insiste mucho en la diabolización de los sarracenos, enemigos de la cristiandad en su conjunto, pero más todavía en su profanación de las iglesias y, sobre todo, de los Lugares Santos. Los sufrimientos de los hermanos cristianos de Oriente se evocan, pero del mismo modo y más aún, a veces, los de los peregrinos de Occidente, humillados y detenidos en su andadura hacia el Sepulcro, vía de salvación para los pecadores. Encontramos también rastros de esta guerra en las escasas cartas que presentan la expedición como una «guerra de Dios dirigida contra los sarracenos». En abril del año 1096, Achard de Montmerle explica en esos términos las razones de su partida: «Yo, Achard, testigo de ese gran movimiento o expedición del pueblo cristiano que se dispone a marchar sobre Jerusalén para combatir por Dios contra los paganos y los sarracenos…». No por ello deja de mencionar, como vemos, el objetivo de la expedición (Jerusalén), lo que no resulta sorprendente, y emplea más adelante, para designarla, la frase «peregrinación a Jerusalén».15 Otro cruzado, Amamieu de Loubens, afirma haber sido inspirado por el Espíritu Santo (interesante mención) para ir a «combatir y matar a los enemigos de la religión cristiana», lo que parecería abonar el sentido de una guerra santa «general»; pero añade de inmediato: «Y sobre todo para purificar el lugar donde Nuestro Señor Jesucristo se dignó sufrir la muerte para la restauración de la raza humana»,16 lo que aboga por la tesis inversa. Geraldo de Cahors, como hemos visto, dijo del conde Raimundo de Toulouse que había ido «en peregrinación» a Jerusalén, aunque precisa también que partió «para hacer la guerra a los pueblos extranjeros y vencer a las naciones bárbaras para que la ciudad santa de Jerusalén no siga estando cautiva y el Santo Sepulcro del Señor Jesús no sea mancillado ya». Sobra todo comentario. En todos estos testimonios, y muchos más todavía, se alude a la dimensión de guerra santa, pero siempre en relación con Jerusalén y sus Lugares Santos. La Vida de Godofredo de Chalard atribuye a Urbano II este discurso, que expresa muy bien la doctrina admitida de la guerra santa: «Es un deber de nuestra santa religión arrebatar la ciudad santa de Jerusalén y la tumba del Señor a las
mancillas de los paganos y devolverlas a los creyentes de la fe cristiana. Hay ahí un camino seguro de salvación para quienes están todavía empantanados en el crimen y a quienes consideraríamos ajenos a todo bien. Muchos ganarán allí la palma del martirio y llegarán al reino de los cielos. Pero quienes no obtengan la gloria del martirio no perderán el premio de sus fatigas; pues el Señor no dejará de ser el generoso remunerador de aquellos que combatan por él».17 En este sentido, la expedición proclamada por Urbano II se sitúa en la prolongación de varios documentos pontificios ya citados que, todos ellos, justificaban y sacralizaban la intervención del Papa en Oriente por la necesidad de liberar o de restaurar el Santo Sepulcro de Jerusalén. Así ocurre, como hemos visto, con las cartas de Gregorio VII en 1074-1075 y con la (¿falsa?) encíclica de Sergio IV. Podemos añadir a ellas otra epístola, auténtica ésta, de Gerberto de Aurillac, Papa entre 999 y 1003 con el nombre de Silvestre II. En el año 984, por aquel entonces abad de Bobbio, redacta una carta circular en la que, en un puro ejercicio retórico, hace hablar a la Iglesia de Jerusalén, pobre y oprimida, pidiendo ella misma socorro: En nombre de Jerusalén devastada, a la Iglesia universal. Puesto que estás en buena salud, oh esposa inmaculada de Dios […], tengo la grandísima esperanza de levantar gracias a ti mi cabeza casi aplastada ya. ¿Por qué no voy a contar contigo, que eres dueña de todo? […] Aunque hoy estoy abatida, no por ello el universo deja de considerarme la mejor parte de él […]. De mi casa partieron los apóstoles, esas luces que iluminan el mundo; aquí descubrió el mundo la fe en Cristo, en mi casa encontró su Redentor. En efecto, aunque esté presente en todas partes por su divinidad, fue sin embargo aquí donde, en su humanidad, nació, sufrió y fue enterrado, aquí fue elevado hasta los cielos. Y no obstante, mientras que el profeta dijo: «Su sepulcro será glorioso», el Diablo intenta privarlo de esta gloria por medio de los paganos que devastan los Lugares Santos. Levántate pues, soldado de Cristo [enitere ergo, miles Christi]. Enarbola tus estandartes y combate conmigo; y puesto que no puedes venir a socorrerme con las armas, hazlo con tus consejos y con la ayuda de tus riquezas.18
La carta suena como una llamada a la cruzada. Todo está aquí: la evocación de la opresión musulmana contra la Iglesia de los orígenes, identificada con la Ciudad Santa que vio nacer la religión cristiana, que vio predicar, morir y resucitar al Salvador, la que posee su sepulcro, que la profecía anuncia como glorioso hasta el final de la Historia, y que sin embargo, por instigación del diablo, es hoy devastada y humillada. A pesar del tono muy castrense de las últimas líneas, la carta parece admitir que una liberación por las armas no es (¿tal vez?) posible, y
que un apoyo financiero sería bienvenido. Al menos, la idea de semejante expedición militar se ha lanzado. Y también esta vez se considera que la liberación del Santo Sepulcro la justifica. Vasallos de Cristo Miles Christi, decía Gerberto de Aurillac. Por aquel entonces (980) y más aún en el año 1095, podemos traducirlo como «soldado de Cristo» pero también «caballero de Cristo», incluso «vasallo de Cristo», porque la palabra miles expresa, ante todo, el deber de asistencia militar debido al señor por sus vasallos y dependientes, sus caballeros.19 A la llamada de su señor terrenal, todo miles debe ponerse a sus órdenes para servirle con las armas, defender su tierra amenazada por un enemigo y, más aún, ayudarle a reconquistarla si ha sido expulsado de ella. Esta dimensión de servicio militar (servitium) no deja de ser recordada por el papa Urbano II –como había hecho ya Gregorio VII en numerosísimas cartas–, en su discurso, al menos si creemos a algunos de los testigos de Clermont. Según Fulquerio de Chartres, Urbano II habría gritado: «Háganse hoy milites Christi quienes hasta ahora eran bandidos…».20 Según Roberto el Monje, Urbano habría recordado que la ciudad real de Cristo, iluminada por su prédica, consagrada por su pasión y «señalada por su sepultura», está hoy «mantenida cautiva por sus enemigos, reducida a la servidumbre». Aspira a su liberación e implora a los francos que vayan a socorrerla.21 Creemos escuchar aquí el eco de la carta de Gerberto de Aurillac. Esta vez, sin embargo, no cabe ya duda: la ayuda solicitada es claramente militar. Y no es sólo la Iglesia quien la reclama, o incluso el papado: es Cristo, es el propio Dios quien llama a sus fieles cristianos a liberar su tierra expoliada y profanada. Urbano, como sabemos, es un Papa francés nacido en una familia caballeresca. Fue monje de Cluny, cuyos vínculos con los medios caballerescos se conocen también: Cluny, en su liturgia, adoptó sus ritos.22 Semejante Papa, probablemente, no dejó de aludir en sus discursos al tema del servicio militar debido al Señor supremo. Gregorio VII lo había ya hecho en el año 1075, extrañándose de que los caballeros sirvan sin rechistar a su señor terrenal por unas remuneraciones miserables y temporales, a riesgo de su muerte eterna.
Subrayaba por el contrario que, yendo a liberar la Iglesia de Oriente en la expedición que pretendía dirigir en persona hasta el sepulcro de Cristo, san Pedro les prometía bienes eternos por la absolución de todos sus pecados, y los conduciría a la patria celestial por el poder que le ha sido transmitido. 23 Urbano II toma por su cuenta esta comparación. Subraya a su vez los riesgos y peligros de los caballeros del mundo que combaten por las dudosas causas de su señor, para ganar unas cantidades miserables. Muestra por el contrario todos los «beneficios» que pueden obtener los milites Christi, que luchan para socorrer a sus hermanos… Pero también, y sobre todo, para liberar la tierra del Señor Cristo, su heredad, señalada por su tumba. La mayoría de las fuentes que relatan el discurso del Papa aluden a esa dimensión «vasállica» del servicio armado de los caballeros cristianos hacia Cristo Rey expulsado de sus tierras. Baudri de Bourgueil lo expresa con particular precisión utilizando la referencia bíblica a la que Urbano II habría aludido en Clermont. Es un salmo del Antiguo Testamento, que él cita así: «Oh, Dios, los paganos han invadido tu heredad, han mancillado el Templo de Tu Santidad»…24 Es, para él, ocasión de desarrollar el tema del servicio militar y el deber caballeresco comprometidos al señor por los caballeros a quienes se dirige: han recibido el cinturón de la caballería (cingulum militiae) y se glorifican con arrogancia por ello, pero se desgarran vergonzosamente entre sí, en el propio seno de la Iglesia (la cristiandad). Eso es, dice, pervertir la militia Christi, que había sido instituida para proteger a la Iglesia. El Papa incita por lo tanto a esos caballeros a «abandonar en cuanto sea posible el cinturón de semejante militia», y tomar más bien el de otra militia, la que tendrá como misión liberar la Iglesia oriental como milites Christi.25 Añade: «Que os sea glorioso morir por Cristo en esa ciudad donde Cristo murió por vosotros». Antes de volverse hacia los obispos y los clérigos a quienes va destinada la continuación de su discurso, el Papa concluye con estas palabras dirigidas aún a los caballeros de Cristo: «Debéis servir bien por las armas [militare] a semejante emperador [imperator] al que no le faltan ningún poder ni ninguna soldada para remuneraros. El camino es corto y la labor poco considerable, cuando os proporcione una corona imperecedera».26 Los caballeros sólo podían ser sensibles a esta referencia explícita a los propios valores que regían su profesión. ¿Cómo no responder a la petición de socorro del Señor Rey desposeído por sus enemigos de su heredad, de su «Tierra
Santa» devastada? En esta forma, la llamada valorizaba, al mismo tiempo, su profesión reconocida como necesaria y su misión, moralizada y sacralizada de este modo. Restablecer al Señor en sus derechos pisoteados no era sólo una guerra justa. Se convertía en una guerra santa, al más alto nivel posible de santidad. A causa de Cristo Rey, que es santo; a causa de su heredad, la Tierra Santa, y a causa de su Santo Sepulcro profanado. «Cristo lo ordena» En el año 1075, Gregorio VII incitaba ya a sus «fieles», príncipes y caballeros a ir hasta el sepulcro de Cristo y combatir a los sarracenos para liberar la Iglesia de Oriente. También él evocaba la doble recompensa prometida a quienes lo acompañaran en esa empresa militar destinada a ayudar a sus hermanos cristianos. Urbano II, sin embargo, confiere nuevos elementos de santidad a la expedición proyectada. Más aún: al desplazar el acento, los intensifica y modifica su sacralidad. Urbano, ya lo hemos visto, añade al socorro a los hermanos de Oriente asesinados y expulsados de sus tierras el tema de los peregrinos occidentales acosados y el de Cristo Rey despojado de su heredad. Insiste en las iglesias devastadas, en Jerusalén y en el Santo Sepulcro profanado, mucho más que en la Iglesia amenazada. Todos estos elementos de sacralidad subrayados en los dos capítulos que preceden aseguran el inmenso éxito de su llamada. Un llamamiento que, por lo demás, formula como procedente del propio Cristo, cuando Gregorio VII, imbuido de su concepción teocrática y monárquica de la Iglesia, hacía de él un acto deliberado del pontífice que actuaba por su propia autoridad, como heredero de san Pedro. En las cartas de Gregorio VII, es san Pedro quien pide a sus fieles que le presten el servicio militar prometido; es san Pedro quien, según escribe, sabrá retribuir a sus fieles. En el discurso de Urbano II, en cambio, la llamada se eleva un peldaño más y alcanza el supremo nivel. Se pasa del discípulo al maestro, del santo apóstol al «Hijo de Dios». Según Fulquerio de Chartres, el Papa, en Clermont, al llamar a los cruzados a partir habría gritado: «Lo digo a quienes están presentes, lo hago saber a los ausentes, pero es Cristo quien lo ordena».27 Urbano II se presenta así, no como el iniciador de la cruzada, sino como su difusor. Su misión es hacer pública la
llamada de Cristo. De este modo, en cualquier caso, lo percibieron sus oyentes, que, según Roberto el Monje saludaron el final de su discurso con este grito: «Dios lo quiere». Tomando de nuevo la palabra, Urbano II ve en esta respuesta del pueblo reunido la propia expresión de la voluntad divina: «Sea éste, pues, en los combates, vuestro grito de guerra, pues esta frase ha brotado de Dios».28 En otras palabras, los cruzados respondieron tan masivamente no porque era el Papa quien lanzaba ese llamamiento, sino porque estaban convencidos de que el propio Cristo reclamaba su ayuda. Respondían a una llamada que creían procedente de Dios. Encontramos también, en algunas cartas, la expresión de este convencimiento. En una de ellas, el conde Roberto de Flandes dice estar «a punto de partir hacia Jerusalén para liberar la Iglesia de Dios hollada durante mucho tiempo por los pies de las naciones, como respuesta a la petición divina promulgada por la autoridad de la sede apostólica», lo que la condesa de Flandes, su esposa, interpreta diciendo que su marido ha sido incitado por el Espíritu Santo a reunir un ejército para reprimir a los persas que habían invadido la iglesia de Jerusalén.29 Según el Anónimo normando, que hace el panegírico de Bohemundo de Antioquía, este príncipe normando participaba con su tío Rogelio de Sicilia y su hermanastro Rogelio Borsa en el sitio de Amalfi cuando le llegó la llamada. Habría decidido de pronto «tomar la cruz» al saber que quienes se acercaban portaban la cruz de Cristo y que su grito de guerra era «Dios lo quiere». De inmediato, «inspirado por el Espíritu Santo», hizo cortar las preciosas vestiduras que llevaba y las convirtió en cruces para todos sus compañeros; al regresar a su tierra, «se preparó con celo a ponerse en camino hacia el Santo Sepulcro».30 Con certeza, podemos dudar de esta interpretación: Bohemundo estaba sin duda alguna al corriente de la prédica pontificia y de que se acercaban los cruzados procedentes de Francia. Su súbita «conversión» es un montaje mediático manifiestamente destinado a engrandecerlo. No por ello deja de atestiguar la percepción común según la cual el supremo ordenador de la cruzada era el propio Dios, relevado por el Espíritu Santo, y que estaba destinada a liberar la Tierra Santa, la heredad de Cristo, y sobre todo Jerusalén y su Santo Sepulcro. Esta percepción es la que plasma también el cronista Alberto de Aix. Convierte al papa Urbano II en el propagador del llamamiento de cruzada, pero no en su iniciador. Para él, la llamada procede del propio Cristo, y el que pone en marcha la operación es Pedro el Ermitaño, a quien el Señor Jesucristo se
apareció en el Santo Sepulcro para confortarlo en su decisión de ir a predicar en Occidente una empresa de liberación de Jerusalén y de sus Lugares Santos. Le habría dicho con claridad: «Pedro, queridísimo hijo de los cristianos, levántate, ve al encuentro de nuestro patriarca y recibe de él una carta que atestigüe nuestra legación, provista con el sello de la Santa Cruz. Luego regresa pronto al país de tus padres para revelar allí las injurias y las injusticias infligidas a nuestro pueblo y a los Lugares Santos, incita el corazón de los fieles para que vayan a purificar los Lugares Santos de Jerusalén y a restaurar los oficios sagrados». 31 Pedro, como fiel servidor, lo habría hecho. Los historiadores de la cruzada, convencidos por la erudición del principal comentarista de las cartas de Urbano II, Heinrich Hagenmeyer, hasta hoy han minimizado con excesiva frecuencia ese testimonio, que atribuyen a una tradición germánica hostil al papado. Sin embargo, no tenemos razón válida alguna para desdeñarlo,32 pues, si puede dudarse de la veracidad de la visión del ermitaño, es en cambio casi seguro que el propio Pedro se presentara como directamente investido por Dios de la misión que se atribuía. Y no dejó de reunir tras él una multitud considerable de cruzados que creyeron en su mensaje, cuyo carácter subversivo sólo se percibió más tarde y fue combatido por las fuentes llamadas «francesas», que procuraron establecer también aquí la primacía pontificia.33 *** Todos los textos examinados en estos dos últimos capítulos demuestran que la empresa de cruzada era percibida como sagrada por los cruzados a causa del enemigo que debía combatirse, pero también y sobre todo a causa de su origen y de su destino. Su origen, para ellos, era Dios, Cristo, el Espíritu Santo, que avalaban en su ánimo los discursos del Papa y de los predicadores que los hacían públicos. Y su destino era, ciertamente, el socorro a los hermanos cristianos de Oriente, pero ante todo la liberación de la Tierra Santa, heredad de Cristo; la reconquista de Jerusalén, principal sede de la salvación. También la recuperación de sus Lugares Santos y, por encima de todo, la del Santo Sepulcro, mancillados a su modo de ver por el sacrílego dominio de los «infieles». Combatir por la llamada de la Santa Sede para rechazar a los sarracenos fuera de las tierras que ocupaban en España, en Córcega o en Sicilia (cuya posesión reivindicaba el
Papa en nombre de san Pedro) era ya considerado, con certeza, una obra sacralizada. Pero partir por la llamada de Cristo para liberar su tierra y su tumba la convertía en una obra eminentemente piadosa, una guerra «santísima», acompañada por una peregrinación. Ningún otro destino podía conferirle una sacralidad de ese orden y de esa dimensión. Esta santidad está vinculada a la de Jerusalén. Es indisociable de ella.
Capítulo 11 Cruzada y plan de Dios
Una obra divina La primera cruzada movilizó considerables multitudes. En eso coinciden todos los especialistas, aunque no se pongan de acuerdo sobre los efectivos reales de esta expedición, que pudo reunir hasta cien mil participantes.1 Marcó profundamente los espíritus e influyó en las mentalidades. En Occidente, semejante movimiento de masas fue muy pronto percibido como un acontecimiento que marcaba la historia del mundo y al que, por lo tanto, convenía celebrar como tal. Eso es lo que explica el gran número de fuentes que a él se consagran. Ahora bien, los relatos narrativos que tienen como autores a algunos participantes (a excepción de Fulquerio de Chartres) se limitan a relatar los hechos, no mencionan el concilio de Clermont y dejan un lugar más que reducido al Papa. Por su forma excesivamente tosca, estos relatos fueron considerados indignos del carácter sacro de este nuevo fenómeno cuyos episodios cuentan, y que aparece como una obra divina de profundísimo significado. Semejante joyel merecía un estuche digno de él, capaz de no envilecerlo, sino, por el contrario, de exaltar su dignidad y de revelar su sentido: el movimiento masivo y popular de la cruzada tiene su lugar en la Historia Sagrada dirigida por Dios y debe, por lo tanto, ser tratado con el respeto debido. Hacia el año 1107, Baudri de Bourgueil escribe en su prólogo que este acontecimiento sin precedentes había sido objeto ya, antes que él, de un «opúsculo tan torpe como es posible». Ciertamente, tenía el mérito de dar a conocer los hechos, pero, debido a su carácter «inculto», desvalorizaba un tema tan noble y apartaba de él a los lectores cultivados.2
Guiberto de Nogent, en una fecha muy cercana, utilizó también el mismo opúsculo (el del Anónimo normando); hace de él un juicio del mismo tipo. Ahora bien, subraya, esta expedición es de origen divino y se llevó a cabo «sólo por el poder de Dios y por los hombres que él había elegido para ello». Para Guiberto, el propio Dios suscitó esta expedición. Eligió a los participantes y aseguró su victoria; pero procuró también que su historia fuera escrita dignamente. Y era a él, Guiberto, a quien Dios destinaba esta tarea. Lo afirma sin ambages: «No he podido dudar de que él [Dios] me dio a conocer la verdad sobre estos acontecimientos del modo que le placía, sin negarme los ornamentos de los términos que se adecuaran al tema», escribe.3 Afirma haber sido dirigido por el Espíritu Santo en el cumplimiento de esta tarea y vuelve a ello al terminar su libro: «Doy gracias también a Dios por haber confiado a mi boca el relato de sus hazañas, por inspiración de su Espíritu». 4 El título que eligió para su obra es, en sí mismo, significativo: la llama «La gesta de Dios por los francos» (Dei gesta per Francos). Roberto el Monje, entre 1107 y 1110, va tal vez más lejos en esta misma dirección. Redacta su Historia a petición de su abad. Roberto conocía ya el opúsculo aludido, pero éste tenía a su modo de ver dos defectos principales: no mencionaba el origen de la expedición, que para él había sido iniciada por el Papa en el concilio de Clermont; además, estaba redactado de un modo tan grosero y tan inculto que «envilecía su tema».5 Esos tres monjes son, más aún que los demás cronistas, unos propagandistas.6 Conscientes de la dimensión «planetaria» de la expedición a Jerusalén y de su origen divino, quieren darla a conocer, magnificarla, explicar su significado y, a la vez, subrayar su papel principal y los méritos del Papa que la inició en el momento adecuado, así como los de los francos (y sobre todo los franceses) que la llevaron a cabo. La cruzada ocupa así un lugar en la Historia Sagrada, la que lleva de la creación del mundo a su fin y a la instauración de la «Nueva Tierra», el reino de Dios. Un lugar eminente: Roberto el Monje afirma que desde la creación del mundo, dejando aparte (¡faltaría más!) el misterio de la cruz salvadora, nada es más digno de admiración que lo que acaba de producirse, es decir, ese «viaje de los nuestros a Jerusalén», que «no fue una obra humana, sino divina».7 Al final de su libro, el autor vuelve de nuevo sobre el tema: la liberación de Jerusalén por los francos es una obra divina de tan gran alcance que había sido predicha ya por
los profetas de la Biblia, especialmente Isaías. Poco después, concluye con esta frase: «Estas palabras, y muchas más, las encontramos en los libros proféticos que se aplican a esta liberación consumada en nuestra época».8 La cruzada se convierte así en objeto de profecía. No sólo la quiso Dios, sino que, de antemano, la había anunciado por medio de los profetas. Se trata aquí, claro está, de una interpretación ideológica de fuerte coloración clerical; una reflexión sobre el acontecimiento que acaba de producirse destinada a exaltar su importancia histórica y a subrayar su significado teológico. La victoria de los cruzados sobre los sarracenos, la liberación de Tierra Santa, de Jerusalén y del Santo Sepulcro son analizadas como resultado de una acción divina llevada a cabo por los francos de acuerdo con el plan de Dios anunciado en las Santas Escrituras. Pero eso no es todo: esta acción divina no sólo fue predicha. Tenía como función también, y sobre todo, llevar a cabo el plan de Dios «haciendo avanzar» la Historia hacia su término. La cruzada encarna el programa histórico de Dios en la Historia universal. La reconquista cristiana en el plan de Dios Cada realización de una profecía marca, en efecto, una etapa en la marcha de la Historia del mundo que Dios dirige desde su origen hasta su final. Entre la creación del mundo y su fin, la cruz de Cristo es, claro está, el acontecimiento central, principal, incomparable. Para Roberto el Monje, como para todos los demás cronistas que lo expresan de otro modo, la cruzada, por su victoria sobre los sarracenos, que asegura la liberación de Jerusalén, constituye también un hecho de la mayor importancia. No es sólo un jalón que permite a los cristianos comprobar que la Historia que se desarrolla cumple las profecías y confirma de ese modo que Dios la dirige. Es también un hecho capital que, modificando bruscamente sus perspectivas históricas, abre una nueva era, desbloquea en cierto modo una situación que parecía inmóvil y que permite a la Historia Sagrada «seguir su camino» de acuerdo con el plan de Dios. La primera de estas dos interpretaciones podía aplicarse, en último término, a acontecimientos ligados a
la reconquista cristiana en Occidente. La segunda, en cambio, vinculada a la escatología, no podía serlo. Hay aquí una diferencia fundamental que merece ser examinada. En Occidente: consumación histórica Antes de 1095, Urbano II se refiere en varias de sus cartas a la doctrina que a veces se denomina pedagogía o teología de la Historia, directamente inspirada en la Biblia. Nada hay más banal: Dios dirige la Historia, pero la hacen los hombres. A veces, incluso llevan a cabo así, sin saberlo, el plan divino. La Historia Sagrada es la propia expresión de esta percepción casi universal. En el pasado, Dios castigó así a Israel, su pueblo, sometiéndolo al cautiverio en Egipto, liberándolo luego por medio de Moisés, en la época del Éxodo, para incitarlo al arrepentimiento. Más tarde lo obligó al exilio en Babilonia, lo sometió luego al dominio de los persas, y de los griegos a continuación. Bajo la Nueva Alianza, en la era cristiana, abandonó su Iglesia al yugo de los romanos; luego, finalmente, al de los árabes. Aun así, este castigo no es nunca eterno, cuando su pueblo vuelve a Él, Dios lo perdona y lo libera. Eso comienza a realizarse en nuestra época, afirma Urbano II, refiriéndose a la «reconquista cristiana» en Occidente. Tres ejemplos bastarán para recordarlo. En el año 1088, en una carta al arzobispo Bernardo de Toledo, evoca el esplendor pasado de la Iglesia de Toledo, seguido por su ruina «a causa de los pecados», y después por su sometimiento a los sarracenos durante trescientos setenta años; pero, «en nuestros días», Dios se ha acordado de su pueblo y la ciudad está hoy de nuevo bajo el dominio cristiano.9 Al año siguiente, en una carta al obispo de Vic Berenguer Sunifred, explica que desde hacía trescientos noventa años, «a causa de nuestros pecados», Tarragona estaba ocupada por los sarracenos. Pero Dios, «que transfiere los reinos y cambia los tiempos», ha visitado hoy a su pueblo y ha inspirado a los príncipes para que la devuelvan a la sede apostólica.10 En el año 1093, una carta dirigida al obispo de Siracusa se refiere al mismo concepto: desde hace trescientos años, escribe el Papa, «a causa de nuestros pecados», Sicilia estaba mantenida en servidumbre, bajo el yugo de
los sarracenos, «pero Dios, que transfiere los poderes y cambia los tiempos cuando quiere», ha hecho que Rogelio y sus milites restablezcan la religión cristiana en la isla.11 La reconquista que, en Occidente, debe poner fin al dominio musulmán y devolver a la Iglesia su plena autoridad sobre los territorios de los que los infieles se habían apoderado por la fuerza de las armas, se percibe así como «normal», adecuada a la pedagogía divina: Dios había permitido este dominio para castigar a los cristianos por su infidelidad. En su gracia, permite hoy que vuelvan a tomar posesión de sus tierras expoliadas y que se restablezca la verdadera fe. Con Dios, el derecho prevalece sobre la fuerza. No obstante, esta reconquista occidental, aunque conforme a la voluntad de Dios –más aún si algunos podían haberla esperado, deseado, profetizado incluso–, no tiene en sí misma ninguna dimensión profética o escatológica. No ocurre con la cruzada. En Oriente: sentido histórico y profético La cruzada, en efecto, consuma el plan de Dios de dos modos: 1. ha sido anunciada por los profetas y, por lo tanto, debe realizarse; 2. su propia realización es una etapa indispensable para que el plan divino pueda seguir desarrollándose y llegar a su término: la victoria definitiva de Dios al final de los tiempos, con el regreso de Cristo. La cruzada tiene, pues, una dimensión escatológica que ha sido negada durante mucho tiempo, o minimizada al menos. Así sucedió antaño con los mejores especialistas que, como Bernard McGinn, estimaban que la espera del fin del mundo había desempeñado un papel menor en los motivos de los primeros cruzados.12 No es falso, pero supone confundir dos campos, el de los motivos de los hombres (con mucha probabilidad múltiples y diversos), y el de las interpretaciones ideológicas (que lo son igualmente, aunque en otros registros). A pesar de la enorme cantidad de signos celestiales, «naturales» y «sobrenaturales», relatados por numerosas crónicas de aquella época, yo estoy por completo convencido, como Bernard McGinn, de que no fue la febril espera
de un fin del mundo inminente lo que arrojó mayoritariamente a los cruzados al camino de Jerusalén. No hubo un «gran miedo» que empujara por sí solo a un éxodo masivo, ni en 1095 ni en 1033, ni siquiera en el año 1000, como demasiado a menudo se ha creído desde Michelet.13 Pero, teniendo en cuenta lo que acaba de decirse, no puede afirmarse, a la inversa, que un acontecimiento tan señalado como la primera cruzada no se percibiera como algo que desempeñaba un papel importante en el desarrollo de la Historia Sagrada, un papel que permitiera a esta Historia avanzar hacia su desenlace: es decir, la victoria final de Cristo al término de los tiempos. Es evidentemente su destino, Jerusalén, lo que permite semejante interpretación escatológica. Se discierne ya antes del año 1095 con respecto al favor creciente de la peregrinación al Santo Sepulcro. Como con la cruzada, la espera escatológica no es sin duda fundamental en los motivos habituales de peregrinación…, salvo, tal vez, durante el milenario de la encarnación o de la pasión de Cristo.14 Raúl Glaber, en las fechas de 1000 y 1033, relata la recrudescencia de las herejías y de los disturbios, y ve en ella la realización de la profecía del Apocalipsis según la cual, de acuerdo con la nueva interpretación del milenio, «Satán debe ser liberado».15 Frente a esta actividad de Satán y sus secuaces, Raúl advierte también la del bando de Dios y de sus fieles. Insiste igualmente en el número y los efectivos de las peregrinaciones que se produjeron hacia el año 1030, acompañadas por diversos signos. Por su magnitud y por la diversidad de las clases sociales concernidas, ve en esa moda de las peregrinaciones un fenómeno nuevo. La intención de los peregrinos es también inédita, para algunos al menos: querían, dice, ir a Jerusalén para morir allí, intención conectada probablemente con una espera escatológica.16 Raúl Glaber, que escribe hacia 1035, sesenta años antes de la cruzada, da a ese florecimiento masivo y nuevo de la peregrinación una interpretación profética: anuncia, dice, la próxima llegada del Anticristo y la cercanía del final de los tiempos. Este gran impulso popular de las peregrinaciones en la década de 1030 es visto incluso, por algunos al menos, como precursor de un movimiento más importante aún que tendría lugar más tarde: una marcha de los cristianos hacia Oriente para enfrentarse con el Anticristo. La explicación que de ello da Raúl Glaber merece nuestra atención:
Quienes eran considerados como los más sabios de este mundo fueron consultados para saber qué sentido debía darse a ese hecho de que tanta gente se dirigiera hacia Jerusalén, en número inaudito hasta ahora. Se les respondió con sabiduría que eso sólo presagiaba la llegada del perverso Anticristo que, según el testimonio de la autoridad divina [las Escrituras], debe manifestarse hacia el final de este siglo [circa finem seculi istius]. Entonces se abriría para todos los pueblos un camino hacia Oriente, donde el Anticristo iba a aparecer, y todas las naciones se reunirían así para marchar contra él. 17
¿Cómo no ver en ello una prefiguración de la cruzada? Hacia finales del siglo XI, pero antes del año 1095, algunos autores retocan en ese sentido diversas profecías, especialmente las del Pseudo-Método, que anunciaban la próxima aparición del Anticristo. Antes, un «último emperador», rey de los griegos y los romanos, iría a Oriente pasando por Constantinopla, para «vengar el reino de los cristianos, someter y vencer a los hijos de Ismael y liberar el reino del funestísimo yugo de los sarracenos». 18 El autor de este texto ve sin duda en este personaje al emperador germánico Enrique IV, adversario del papa Gregorio VII. Benzo de Alba, en el año 1086, partidario del emperador contra el Papa, va más lejos aún en esta dirección. Para él, Enrique IV someterá a su ley a los normandos de la Italia del Sur (vasallos o aliados del papa Gregorio VII) y recibirá la corona imperial en Constantinopla. A continuación irá a Jerusalén para cumplir su misión profética: «Entonces, conducirá su expedición armada hacia Jerusalén y, tras haber liberado el Santo Sepulcro y los demás santuarios del Señor, será coronado por la alianza y la gloria de Aquel que vive por los siglos de los siglos. Babilonia estará asombrada, e irá a Sión, deseando lamer el polvo de sus pies. Entonces se cumplirá lo que está escrito: “Y su sepulcro será glorioso”».19 Estos escritos escatológicos surgen especialmente en el marco del conflicto papado-Imperio, y pueden vincularse a la empresa del papa Gregorio VII, en 1075, que pretende rechazar a los sarracenos y liberar las Iglesias de Oriente de su dominio. Urbano II, evidentemente, no ignoraba ese intento de su predecesor; tampoco ignoraba los escritos proféticos procedentes en su mayoría del Oriente cristiano (como los del Pseudo-Método y de los libros sibilinos) y traducidos casi todos al latín desde hacía mucho tiempo. Uno de ellos gozó de gran favor en Occidente: a mediados del siglo X, el monje Adson de Montier-en-Der redacta, a petición de la reina Gerberga, un «tratado sobre el Anticristo» destinado a tranquilizar a la reina, inquieta ante su «próxima» irrupción. Como agudo político cercano al poder, Adson apacigua un poco los temores de la reina. El final del mundo, afirma, es sin duda ineluctable, al igual que la aparición del
Anticristo. Pero no es inminente, pues, según se atreve a asegurar (no sin audacia), el Imperio romano, la última potencia que, al decir de san Pablo, «retiene» al Anticristo, no ha desaparecido por completo…, puesto que los reyes francos son sus herederos. Azaroso postulado, arma de doble filo incluso… Añade en efecto: «Algunos de nuestros doctores dicen que el último día aparecerá un rey de los francos que dominará el Imperio romano por completo […]. Tras haber gobernado felizmente su reino, irá a Jerusalén y depositará su cetro y su corona en el monte de los Olivos. Entonces será el final y la destrucción [consummatio] del Imperio romano cristiano. De inmediato, según la frase dicha ya por el apóstol Pablo, se asegura que debe aparecer el Anticristo».20 Esta interpretación coincide con la del Pseudo-Método salvo por una importante diferencia: aquí no es ya el basileus griego el que desempeña el papel del último emperador, sino un rey franco. Algunas variantes de ese texto de Adson designan a este «último emperador» con la expresión «rey de los griegos y los romanos», lo que coincide también con la interpretación ya señalada con respecto a Liutprando de Cremona. Éste, como hemos visto, en una fecha cercana (hacia 968), pensaba en una acción común del basileus griego y el emperador germánico dirigida contra los sarracenos. Uno y otro invocaban los escritos proféticos en apoyo de su preeminencia en esta expedición.21 En 1095, Urbano II, a su vez, piensa en una acción común con el emperador de Constantinopla con los mismos objetivos y el mismo destino. Resulta difícil creer que no tuviera en cuenta estos precedentes y su contexto escatológico. Sin embargo, en este caso no se trata de asociar a ello un emperador occidental, ni siquiera un rey: todos están excomulgados por aquel entonces. Es él, el sumo pontífice, quien está en condiciones de movilizar las fuerzas ascendentes de la caballería de Occidente. ¿Evocó en sus discursos movilizadores esta dimensión escatológica? Sólo un cronista se refiere a ello, con mucha precisión y amplitud: Guiberto de Nogent. No es seguro que éste estuviera presente en Clermont. Es sólo posible, pero en cambio es probable que sus ecos le llegaran a través de colegas eclesiásticos presentes allí. 22 La reconstitución del discurso del Papa ocupa, en él, todo un capítulo, 112 líneas en la edición de la Selección de los Historiadores de las Cruzadas.23 Casi la mitad (42 líneas de 112) están consagradas sólo al argumento de la necesidad de ir a Jerusalén para cumplir una misión profética:
prepararse para afrontar la llegada del Anticristo, que debe aparecer allí. Antes incluso de abordar el tema, el Papa habría ya aludido en su discurso a la mancilla infligida a Jerusalén, lugar de la Redención, heredad de Dios, a su templo santo y sobre todo a su Santo Sepulcro que, según la profecía de Isaías, debe permanecer glorioso. A continuación el Papa desarrolla el argumento escatológico. Recuerda la posibilidad de que Dios haya querido suscitar esa expedición militar de los francos para hacer posible la indispensable realización profética del final de los tiempos. ¿Acaso no quiere Dios preparar así la lucha final contra el Anticristo? Según las profecías bíblicas (y según la propia etimología de su nombre, dice), el Anticristo debe perseguir a los cristianos de Jerusalén. Ahora bien, prosigue el Papa, en esos lugares ya casi no quedan cristianos. Se sabe también, según el apóstol Pablo, que el Anticristo llevará al colmo su iniquidad llegando hasta sentarse, en Jerusalén, en el templo de Dios, haciéndose pasar por el propio Dios. Concluye: «El final de los Tiempos se acerca y las naciones no dejan de convertirse al Señor pues, según las palabras del Apóstol, es preciso que aparezca antes la Apostasía. Pero, según las profecías, es necesario que la autoridad del cristianismo se restablezca en esos parajes antes de que aparezca el Anticristo. Lo será por vosotros, o por otros que el Señor elija. Así, el príncipe de todos los males que instale allí el trono de su reino tendrá que combatir ese foco de la fe. Pensad, pues, que el Omnipotente tal vez os haya destinado a restaurar Jerusalén, cruelmente pisoteada hoy». Esta misión, afirma el Papa, incumbe a los cristianos de Occidente, según las propias palabras del profeta Isaías: «De Oriente haré venir tu raza, y de Occidente te reuniré». Eso, dice el pontífice, significa que Dios quiere reunir a sus fieles de Occidente para reparar las ofensas causadas a Jerusalén. «Y éstos, en nuestra opinión, podríais ser vosotros mismos, con la ayuda de Dios». La marcha de los cruzados y su victoria en Jerusalén sobre los sarracenos son, pues, necesarias para llevar a cabo el plan de Dios en la Historia. ¿Por qué los otros cronistas que relatan el discurso del Papa no hacen referencia alguna a esta dimensión escatológica de la cruzada? Sólo son posibles dos explicaciones: o bien el Papa no hizo a ello la menor alusión, y ese largo desarrollo sería entonces una pura y simple invención de Guiberto de Nogent (pero, en tal caso, ¿qué interés tendría para un monje como Guiberto subrayar de ese modo, diez años después de la toma de Jerusalén y del regreso de la mayoría de cruzados, que el Papa había formulado un argumento sin gran valor puesto
que la Historia continuaba y el Anticristo no se había manifestado aun?); o bien, por el contrario, son los otros tres testigos, es decir Roberto el Monje, Fulquerio de Chartres y Baudri de Bourgueil, quienes, por la misma razón, omitieron intencionadamente el relato de esta alusión del Papa a la dimensión escatológica de la expedición, que no se realizó. Podemos dudar entre ambas lecturas. Sin embargo, sea cual sea la explicación elegida, algo sigue siendo siempre cierto: cuando se predicaba la cruzada, la dimensión escatológica de una expedición masiva de los cristianos de Occidente era, desde hacía ya mucho tiempo, conocida y admitida. Los eclesiásticos, en particular los monjes, se nutrían de los textos de las Sagradas Escrituras referentes al final de los tiempos, término de la Historia, preludio del Juicio Final y de la instauración de la «Nueva Jerusalén». Meditaban y predicaban sobre estos temas procedentes de las profecías bíblicas de los libros de Daniel y del Apocalipsis de Juan, sobre las de Jesús sobre Jerusalén invadida por las naciones, las de san Pablo sobre la aparición del Anticristo aparejada con el debilitamiento del Imperio romano, y muchos más aún. Tampoco ignoraban, como hemos visto, las profecías extrabíblicas de origen oriental, en su mayoría suscitadas por el dominio musulmán, que muchos consideraban que iba a ser el último poder universal de la Historia. Pero esta potencia sarracena, según esas profecías, debía ser derribada en Jerusalén por los ejércitos cristianos de un último emperador, rey de los griegos y los romanos. Una vez uniera a todos los cristianos, iría a Oriente para vencer a los árabes, rechazarlos hasta los desiertos, liberar Jerusalén y restaurar allí la «verdadera fe» antes de entregar por fin su corona a Cristo, ya de regreso, precisamente cuando apareciera el Anticristo. Comenzarían entonces los postreros tiempos de la Historia del mundo, marcados por la persecución final del Anticristo contra los cristianos, y por la victoria definitiva de Cristo Rey sobre ese aliado del demonio. Se hace pues difícil creer que la predicación de la primera cruzada, expedición masiva de los cristianos destinada a vencer a los sarracenos y a liberar Jerusalén, no hiciese alusión alguna a estas profecías escatológicas. Más difícil de creer aún es que Guiberto de Nogent fuera el único que diera de esta expedición una interpretación profética. La explicación más plausible de esta (relativa) ausencia es, a mi entender, la siguiente: la cruzada parecía que iba a cumplir estas profecías referentes a los últimos tiempos. Ahora bien, más de diez años después de su predicación, ocho años al menos después de la toma de Jerusalén, ninguno de aquellos hechos se había producido del modo esperado.
Los sarracenos habían sido vencidos, es cierto, pero no eliminados: su amenaza subsistía; tampoco hubo conversiones en masa a la verdadera fe. El Anticristo no había aparecido y Cristo no había regresado. La propia unión de las Iglesias no se había realizado. Los cronistas, todos eclesiásticos, que intentan interpretar este fenómeno, del que continúan pensando que tiene un sentido profundo, acaban entonces minimizando su alcance escatológico e insisten en adelante en otras dimensiones. La primera cruzada, a su modo de ver, deja de cumplir las profecías referentes al final de los tiempos. Este cumplimiento, evidentemente, no queda anulado. Necesario, ineluctable, sólo ha sido retrasado, aplazado. La cruzada, sin embargo, en nada pierde su papel fundamental de realización del plan de Dios. Su función no queda disminuida; como acontecimiento fundamental, se convierte «en sí misma» en objeto de profecía. Dios la llevó a cabo para cambiar la faz de la Historia que, es cierto, sigue, aunque de otro modo. Comienza ahora una era nueva. El fin de los tiempos quedará para más tarde. A pesar de esta interpretación teológica de la cruzada, subsisten sin embargo, en algunos cronistas, rastros de una percepción escatológica de ésta. Así, es evidente que Fulquerio de Chartres intenta equiparar a los musulmanes a los adeptos del Anticristo, afirmando que habían erigido, en el «Templo de Dios» transformado en mezquita, un ídolo de Mahoma.24 Fulquerio, que se ha quedado en Tierra Santa tras la victoria, sabe muy bien cuando escribe esas líneas que ese ídolo nunca ha existido. Eso ocurre también con Raúl de Caen, que se refiere claramente a la presencia de semejante estatua en el Lugar Santo donde su maestro Tancredo fue el primero en entrar. No por ello deja de prestar a éste reflexiones que asimilan al profeta de los musulmanes a un Anticristo precursor del gran Anticristo final que debe manifestarse al término de los tiempos y poner su trono en el Templo de Dios, en Jerusalén, haciéndose así pasar por Dios. El Anticristo se vincula así a los musulmanes, y la estatua de Mahoma en el Templo de Jerusalén prefigura su presencia futura en ese mismo lugar. Esto es lo que sugiere Raúl de Caen al plasmar los pensamientos de Tancredo ante aquella presencia sacrílega, totalmente imaginaria: «En cuanto Tancredo la divisó, exclamó: “¡Oh vergüenza! ¿Qué significa la presencia en este lugar de esta estatua elevada? […] ¿Será acaso Cristo? No se encuentran aquí las insignias de Cristo: no hay cruz, no hay corona, no hay clavos ni costado atravesado. ¡No es
pues en absoluto Cristo! ¡Es más bien el Anticristo precursor, ese depravado Mahoma, ese pernicioso Mahoma! ¡Oh, si su asociado apareciese ahora, aquel que debe venir, mi pie destruiría entonces a la vez ambos Anticristos! ¡Oh, escándalo! ¡El comensal del abismo, el huésped de Plutón se ha adueñado de la ciudadela de Dios! ¡Se ha convertido en el Dios de la obra de Salomón!”».25 Evidentemente, no sabemos si estamos ante un eco de las expectativas escatológicas de Tancredo en el momento de la toma de Jerusalén. Pero, en todo caso, como todos los eclesiásticos de aquel tiempo, Raúl de Caen no puede evitar atribuir a la reconquista de Jerusalén, y más aún a la «liberación» de los Lugares Santos, un significado profético y escatológico. Encontramos esta dimensión en la prédica de Pedro el Ermitaño, o al menos en los pocos ecos que de ella se han conservado. Los Annales de Harsefeld, por ejemplo, como la mayoría de anales germánicos, insisten en el clima de milagros, de signos celestiales y maravillosos que acompañó la predicación de la cruzada en Alemania. Su autor recuerda que Pedro obtenía de ellos argumentos para movilizar a multitudes de gente del burgo, pero también a los poderosos de este mundo. Mostraba en su apoyo una carta que decía caída del cielo, en la que se afirmaba que los cristianos de todas las partes del mundo debían partir armados hacia Jerusalén para expulsar de allí a los paganos y tomar de nuevo posesión, para siempre, de aquellas regiones. Solía confirmar sus palabras con un testimonio extraído del Evangelio, aquel en que Jesús, predicando acerca de la destrucción de esa ciudad, concluye en estos términos: «Y Jerusalén será pisoteada por los gentiles, hasta que se haya cumplido el tiempo de las naciones (Lucas 21,24)».26 Ahora bien, decía, el tiempo había llegado. No sabemos, por desgracia, nada más sobre la prédica de Pedro el Ermitaño. Algo más sabemos sobre uno de sus émulos, directos o indirectos, a saber, Emich de Flonheim, aunque se alejara en numerosos aspectos de la prédica del Ermitaño. Según Ekkehard de Aura, que redacta en la misma época de la cruzada, Emich se decía instado por Dios para extender por todas partes la fe cristiana, por la fuerza si era necesario. Inspirándose en las profecías que anunciaban la conversión masiva de los judíos antes de la aparición del Anticristo final, quiso hacer que bautizaran por la fuerza a los judíos de las importantes comunidades de Renania, e hizo que matasen a quienes rechazaran el bautismo. Su objetivo era, ante todo, convertir a los judíos. Probablemente se identificó con el personaje profético del emperador de los días postreros que,
como hemos visto, es a veces llamado «rey de los griegos y los romanos», y que también debía convertir en masa a los judíos antes de marchar triunfalmente hacia Jerusalén para vencer allí a los sarracenos. Una crónica hebraica así lo afirma: «Se convirtió en el jefe de la horda y concibió una historia según la cual un apóstol del crucificado se había dirigido a él y le había hecho una marca en su carne para indicar que, cuando Emich llegara a la parte griega de Italia, él mismo aparecería y colocaría la corona en su cabeza, y que Emich triunfaría sobre todos sus enemigos».27 Fueron tal vez esas matanzas y esas fechorías de los «cruzados populares», especialmente las de Emich, «el enemigo de todos los judíos», las que impulsaron a los cronistas franceses a «olvidar» de manera voluntaria esa dimensión escatológica, y a evitar referirse tanto como fuera posible a esas cruzadas populares y al papel de Pedro el Ermitaño como predicador. Sin Alberto de Aix y los cronistas germánicos y hebraicos, no sabríamos casi nada de estas cruzadas populares, y menos aún del papel y de la nombradía considerable de Pedro el Ermitaño. Ninguno de los cronistas occidentales franceses lo menciona, salvo precisamente, y con qué contención, Guiberto de Nogent, el único que insiste también en la dimensión escatológica de la cruzada. A pesar de sus fuertes reticencias, Guiberto confiesa haber sido testigo personal de la inmensa popularidad de Pedro el Ermitaño entre las multitudes. Y la reconoce a regañadientes, tan excesivo consideraba ese fervor popular: «Todo lo que hacía y decía parecía tener algo divino, hasta el punto que llegaban a arrancar los pelos de su mulo para convertirlos en reliquia». 28 Roberto el Monje se muestra también escandalizado cuando comprueba que el pueblo consideraba a Pedro «superior en piedad a todos los obispos y los abades», 29 y que, por su mera prédica, había arrastrado un «enorme ejército». Su empresa parece por ello subversiva, y a Guiberto no le enoja poner de relieve, a continuación, sus excesos y sus fracasos.30 La cruzada, la verdadera, sólo puede ser, al modo de ver de esos monjes, una obra pontificia. Por eso Guiberto de Nogent, Roberto el Monje y Baudri de Bourgueil, como Fulquerio de Chartres, añaden a los relatos del Anónimo normando, de Tudebode, de Raimundo de Aguilers y de Alberto de Aix importantes desarrollos que hacen hincapié en el concilio de Clermont y en la predicación del Papa. Ésta es incluso, como hemos visto, una de las razones que llevaron a esos tres monjes a completar, en este punto, su modelo, el relato de las
Gesta Francorum, que sólo consagraba algunas líneas al papel difusor del Papa, de pronto impulsado a llegar «rápidamente a los países de allende las montañas» para incitar allí a llevar la cruz de Cristo y a emprender a toda prisa el camino del Santo Sepulcro.31 Como si «hubiera llegado el tiempo». Para las fuentes francesas, muy favorables al papado y a la orden eclesiástica, la cruzada, a pesar de las apariencias, no es popular, ni subversiva, ni escatológica. Es una orden divina confiada al Papa.
Dimensiones escatológicas Esta dimensión escatológica, sin embargo, resurge en todas las expediciones destinadas, como la primera, a liberar o proteger Jerusalén del dominio musulmán. Sólo la segunda es una excepción, al menos en Eudo de Deuil, su cronista francés, atento sobre todo a glorificar al rey de Francia Luis VII y a probar que se comportó como un cruzado modelo, a pesar del fracaso que de ello resultó. Está presente en cambio en Otón de Freising, quien, entre 1146 y 1157, alude a la cruzada en curso como la realización de profecías conocidas en distintos lugares de la Galia y que predicen el asedio y la toma de la ciudad real –a saber, Babilonia–, y prometen al igual que Ciro, rey de los persas, el triunfo sobre todo el Oriente a Luis, rey de los francos. 32 En otra parte, muestra que el fin de los tiempos está cercano, concentra su atención en el Anticristo y ve en el florecimiento del poder de la Iglesia sobre el Imperio germánico un cumplimiento de la profecía de Daniel sobre la piedra plana lanzada por una mano anónima, que destruye la estatua descrita por el profeta (Daniel, 2,34). Eso se realizó, escribe, cuando el Papa excomulgó al emperador Enrique IV y lo privó de su reino. En esos tiempos cercanos al final, añade, algunos hombres van a Jerusalén para combatir a los enemigos de la cruz, con la ayuda del famoso «preste Juan», de acuerdo con las profecías.33 Esta dimensión escatológica está presente también en la tercera cruzada. En 1191, el rey Ricardo Corazón de León, cuando hizo escala en Sicilia con el rey Felipe Augusto antes de embarcar hacia Acre, solicitó consultar a Joaquín de Flora, célebre y erudito intérprete de los escritos proféticos de la Biblia, especialmente de los libros de Daniel y del Apocalipsis. Su conversación giró en torno a la interpretación de los capítulos 12 y 13 del Apocalipsis, que ponen en
escena al Gran Dragón de siete cabezas amenazando a la mujer que, a punto de parir, debe huir al desierto durante 1.260 días. Según la tradición, la mujer representa, al mismo tiempo, a María y a la Iglesia, y el dragón a Satán. Joaquín se muestra más preciso: esas siete cabezas representan a los siete perseguidores de la Iglesia. Cinco de ellos han caído, como la profecía anunciaba (Herodes, Nerón, Constancio, Mahoma y Melsemut);34 uno existe en la actualidad, es Saladino. El último está por venir aún, es el Anticristo. Ricardo Corazón de León vive, pues, la penúltima época del mundo y debe combatir a Saladino, cuyo final está cerca: «Una de estas cabezas es en efecto Saladino, que hoy oprime a la Iglesia de Dios, y la somete a la esclavitud, con el sepulcro del Señor y la santa ciudad de Jerusalén, al igual que la tierra que hollaron antaño los pies de Cristo. Y el tal Saladino perderá muy próximamente su reino de Jerusalén, y lo matarán».35 Ricardo tiene, pues, una misión anunciada en una profecía: acabar con Saladino antes de que aparezca el verdadero Anticristo, al final de la Historia: «A ti destinó el Señor la realización de todas estas profecías, y permite que se cumplan por ti. Te dará la victoria sobre todos tus enemigos, y Él mismo glorificará tu nombre por toda la eternidad».36 En otra versión de la misma entrevista, Joaquín de Flora habría predicho la fecha de esta victoria de Ricardo siete años antes de la toma de Jerusalén por Saladino, en 1194. 37 Joaquín añade que el Anticristo no tardará en manifestarse: lo cree nacido ya, en Roma. Pertenece al mundo de la Iglesia, y pronto se apoderará de la sede apostólica para elevarse «por encima de todo lo que se denomina Dios», antes de ser destruido por el Señor Jesús en su venida. La cruzada, pues, cumple la profecía escatológica. También la cuarta cruzada da lugar a una interpretación del mismo orden, así como las que la siguieron. Eso ocurre especialmente en el caso de la quinta cruzada, donde veremos aparecer, durante el sitio de Damietta por los cruzados, varios textos proféticos redactados en esa ocasión que prometen la victoria definitiva de los cristianos sobre los musulmanes durante un último conflicto que inaugura el final de los tiempos. Las dos últimas cruzadas, las del rey san Luis, tienen también connotaciones escatológicas, como demuestran las esperanzas de alianzas con el «preste Juan» o con los mongoles que, según se creía por aquel entonces, debían acudir en ayuda de los cristianos al final de los tiempos para reducir a la nada el poder musulmán.38 Esta dimensión contribuye a sacralizar la expedición a Oriente incorporándola al plan de Dios proféticamente anunciado.
Está muy ligada a Jerusalén, donde tendrán que desarrollarse los últimos acontecimientos de la Historia. Es incluso por completo indisociable de ella, y en ningún caso puede aplicarse a otro destino que a Tierra Santa.
Capítulo 12 La cruzada en el plan pontificio
La liberación de la Iglesia de Dios Según el canon 2 de Clermont, las cartas del papa Urbano II y su discurso, la empresa a la que llamamos primera cruzada tenía como destino Jerusalén y como objetivo la «liberación de la Iglesia de Dios». ¿Qué sentido tenía, para Urbano II, esta noción de liberación, presente ya en la abundante correspondencia pontificia desde Gregorio VII? Para Gregorio VII, la Iglesia está siempre amenazada por el diablo y sus secuaces. Por «Iglesia» entiende, claro está, la comunidad de los cristianos, pero también y sobre todo la Iglesia institucional, católica y romana, que la estructura, y en particular su cabeza, la Santa Sede. En consecuencia, es preciso luchar contra todas las fuerzas adversarias que oprimen a la Iglesia. Pueden proceder del exterior (dominación de los sarracenos y de los paganos), pero también del interior (herejías, cismas y faltas morales que la minan y la dividen). Liberar a la Iglesia es tanto poner fin, en la cristiandad de Occidente, al nombramiento de los papas por el emperador, de los obispos por los reyes, de los sacerdotes por los señores laicos, como devolver a la «verdadera fe», aunque sea por la fuerza, a los herejes y cismáticos, o vencer a los enemigos del papado. ¿Qué sucede en Oriente? En varias cartas, Gregorio VII formula ciertos reproches contra la Iglesia de Oriente, culpable, a su modo de ver (y castigada por ello con la ocupación musulmana), de haber abandonado la «verdadera fe». Cuando pretende llevar un ejército hasta el sepulcro del Señor, justifica este proyecto por su deseo de liberar a los cristianos de la opresión, pero también de buscar la «unión» con la Iglesia de Oriente, que se ha alejado de la verdad. En una carta a Hugo de Cluny, el Papa deplora el estado de la cristiandad que tiene a
su cargo. Está abrumada por el diablo que suscita el cisma en Oriente, siembra la discordia y la herejía en la cristiandad de Occidente y, por medio de los turcos, mata a los cristianos y amenaza hoy Constantinopla. Puesto que los príncipes laicos no hacen nada para poner fin a estos escándalos, le corresponde a él, al Papa, la tarea de «reprimir a los impíos» estén donde estén.1 Urbano II se inspira mucho, como hemos visto, en su predecesor. Por lo que se refiere a Occidente, retoma el mismo programa de liberación de la Iglesia de la opresión sarracena. Sus cartas, ya lo hemos indicado, muestran claramente que interpreta este libramiento como destinado, al mismo tiempo, a expulsar a los sarracenos de las tierras así «liberadas» y a colocarlas de nuevo bajo la obediencia pontificia, en el plano litúrgico, doctrinal e incluso político; dominios que hoy distinguimos, pero que se confunden tanto en Gregorio VII como en Urbano II. ¿Ocurre lo mismo en lo que se refiere al Oriente que depende del Imperio bizantino y del patriarcado de Constantinopla, incluso del de Antioquía, en malas condiciones? En lo relativo a estas regiones, Urbano II no puede aludir a la (falsa) donación de Constantino para reivindicar una autoridad de naturaleza política. En cambio, como jefe institucional de la Iglesia, sucesor de Pedro y vicario de Cristo, Urbano II está convencido de que encarna la autoridad divina y encabeza la «verdadera fe», de la que se habría alejado la Iglesia de Oriente. La «liberación» de esta Iglesia podía pues tener en su pensamiento un doble aspecto, un doble sentido incluso: una victoria militar sobre los musulmanes que dominaban la región y, también, una victoria doctrinal de la Iglesia romana por la unión de las Iglesias. Una unión entendida, claro está, en el sentido católico del término, es decir: el regreso de la Iglesia de Oriente a la obediencia romana. La llamada de Alejo I Comneno le proporcionaba una ocasión de conseguir, de uno u otro modo, esa unión de las Iglesias que hasta entonces había fracasado por completo debido a la intransigencia de ambas partes. Oriente y Occidente en el año 1095 Sin duda, frente a la amenaza del mundo musulmán, la cruzada podía convertirse en un poderoso factor de acercamiento entre las dos partes, distanciadas desde hacía mucho tiempo, del antiguo Imperio romano, que se había hecho cristiano a
comienzos del siglo IV. La parte occidental de este Imperio, desde las invasiones bárbaras del siglo V, había perdido cualquier unidad política e iba lentamente remodelándose en un marco nuevo que solemos denominar, no sin ambigüedad, las «feudalidades». Poco a poco, en un mundo al que a veces se ha llamado «sin Estado», se formaron entidades nuevas, multiformes, rurales en esencia, a escala más reducida, mejor adaptadas a las realidades políticas, económicas y sociales del momento: castellanías, principados, reinos rivales… Todas esas entidades, sin embargo, evolucionan poco más o menos en el mismo contexto y desarrollan caracteres comunes que las alejan del modelo político y cultural anterior que era el Imperio romano urbanizado, estatal, centralizado, superadministrado, comercial. Aun a riesgo de caricaturizar, podemos decir que las percepciones recíprocas de ambas partes ahora separadas del antiguo Imperio romano, la occidental y la oriental, abarcan un amplio abanico de realidades. Los griegos, sobre todo los de las grandes ciudades (y de Constantinopla en particular, la riquísima capital imperial), se sienten ciudadanos de un Imperio romano que, con ciertas vicisitudes, es cierto, subsiste contra viento y marea y conserva sus antiguos rasgos. Para ellos, todos los habitantes de Occidente se confunden con los «bárbaros», esas tribus germánicas que la diplomacia imperial había desviado hábilmente hacia Occidente algunos siglos antes, a costa de oro y de títulos rimbombantes. Nada ha cambiado desde su punto de vista desde entonces: el Occidente les parece, en lo esencial, un revoltijo de pueblos zafios, miserables, inconstantes, versátiles y codiciosos.2 Se les reconoce, sin embargo, ciertas cualidades, todas ellas militares. El Imperio griego saca de ello, desde hace mucho tiempo, provecho: en efecto, se sabe que esos pueblos son osados, valerosos, temerarios incluso; duros ante el dolor, saben batirse, sobre todo a caballo, combate cuya nueva técnica dominan. El valor de la «caballería» de los francos, ilustrado por su famosa carga, comienza a ser conocido por todas partes, y los emperadores los reclutan cada vez de mejor gana.3 Los occidentales, en cambio, basan su escala de valores en las virtudes guerreras, feudales y «caballerescas», por aquel entonces sólo en vías de codificación. Consideran a los orientales opulentos y avaros, pretenciosos, despectivos, pusilánimes, ablandados por el lujo, afeminados, verborreicos, cobardes y trapaceros.4 ¿Choque de culturas? ¿Simple oposición de modos de
vida, de mentalidades y de niveles sociales? Desde hace ya mucho tiempo, antes incluso de la caída del Imperio romano de Occidente, ambas partes no se comprendían, y no sólo por una cuestión de lenguas que, aun así, adopta un valor de signo: el Imperio romano que subsiste en torno a su capital, Constantinopla, habla y escribe en griego. Occidente, cuyo centro de gravedad se aleja del Mediterráneo y más aún de Roma para emigrar hacia el noroeste, escribe en latín y habla cada vez más unas lenguas vernáculas que se convertirán en románicas. El desacuerdo es, pues, evidente, aunque no pueda hablarse aún de ruptura. Sin embargo, existen entre ellos rasgos comunes que no deben olvidarse ni minimizarse. La evolución divergente de ambas partes no los ha obliterado por completo. El principal es de orden religioso. Toda esa gente, o casi toda, es o se dice cristiana, aunque sus ritos, por las razones ya mencionadas, son algo distintos. Pero las oposiciones doctrinales siguen siendo mínimas y para nada insuperables a finales del siglo XI. Se ha exagerado mucho la importancia del «gran cisma del año 1054». La excomunión del patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario, por los legados del papa León IX (seguida de inmediato, ocho días más tarde, del anatema de los legados pontificios por parte de un sínodo bizantino) no tuvo en aquel entonces consecuencias irreparables. Más grave es, a continuación, la actitud hostil del papa Gregorio VII que, por interés o por necesidad política, apoya al normando Roberto Guiscardo (convertido en su «vasallo» en 1059) en su ocupación de la Italia del Sur y de Apulia, territorios que pertenecían antaño a Constantinopla, así como en su intento de conquista directa del Imperio bizantino emprendida en 1081. Contra el Papa y los normandos, Alejo I Comneno se alía, por el contrario, con el emperador germánico Enrique IV, adversario declarado del papado y de la reforma gregoriana. Enrique IV, por su lado, hace que se elija y apoya a un antipapa y llega incluso a amenazar a Gregorio VII en la propia Roma. La oposición es, en esta ocasión, frontal. En junio de 1083, en plena campaña victoriosa contra el basileus en los Balcanes, Roberto Guiscardo debe responder urgentemente a la petición de socorro de su señor Gregorio VII. Confía el resto de las operaciones militares a su hijo mayor, Bohemundo (el futuro cruzado), regresa a Italia, libera al Papa atrincherado en el castillo de Sant’Angelo y se lo lleva a Palermo, donde fallece poco después, el 25 de mayo de 1085. Roberto reanuda de inmediato la lucha
contra Alejo, pero muere a su vez el 15 de julio del mismo año. Privada de su efe, la expedición normanda de Bohemundo fracasa, vencida por el basileus. Ambos hombres conservan el recuerdo de esos enfrentamientos. El envite real de la querella: la unión de las Iglesias En 1088, el acceso al trono pontificio del francés Urbano II, más flexible que GregorioVII, abre nuevos horizontes. También Urbano II es discutido, y en la propia Roma, por el antipapa Guiberto de Rávena (Clemente III). Intenta entonces apaciguar sus relaciones con Alejo I Comneno, cuya excomunión levanta. Una nueva actitud de «concordia» parece esbozarse entre Roma y Constantinopla.5 El «cisma» de 1054 no era por aquel entonces irremediable en absoluto, como atestiguan los múltiples contactos e intentos de acercamiento que se produjeron tras esa fecha, considerada, erróneamente, como fatídica. El obstáculo principal seguía siendo el de la primacía romana, que el Papa, obispo de Roma, patriarca de todo el Occidente, reivindicaba con fuerza en su forma más radical, es decir, la de una autoridad doctrinal y jurisdiccional sobre todo el mundo cristiano, algo que, por supuesto, el patriarca de Constantinopla se negaba a aceptar. Sólo le reconocía al patriarca romano el título de primus inter ares (el primero entre sus iguales). No le faltaban argumentos. La Iglesia oriental podía reivindicar su anterioridad histórica y la antigua existencia de cinco patriarcados que estructuraban la Iglesia cristiana ya en los primeros siglos: Jerusalén, Antioquía, Alejandría y Roma, a los que se añadió Constantinopla. Desde las invasiones musulmanas del siglo VII, Alejandría y Jerusalén, en territorio ocupado, habían perdido su antiguo lustre, y Antioquía, caída en manos de los turcos en 1085, seguía el mismo camino. Roma era, ciertamente, la antigua capital del Imperio romano en tiempos de Jesús y los apóstoles, la ciudad donde habían perecido Pedro y Pablo (y donde se veneraban sus tumbas), el único patriarcado para todo el Occidente de entonces. Pero ese Occidente, del siglo I al III, era todavía «tierra de misión» para la religión de Cristo, mientras que las poblaciones orientales
eran ya mayoritariamente cristianas. La situación, es cierto, había evolucionado luego en favor del Occidente cristiano, menos afectado que Oriente por las conquistas árabes… Por otra parte, ¿acaso la ciudad de Constantinopla, fundada en el año 330 por el emperador Constantino, primer emperador convertido al cristianismo, no llevó primero el nombre de «Nueva Roma», antes de adoptar el de su fundador? Su papel de capital del Imperio convertía la sede patriarcal de Constantinopla, fundada en el año 381, en heredera de la antigua Roma y defensora natural de los demás patriarcados orientales originales, ante las pretensiones romanas a la universalidad. Por todas estas razones, las Iglesias orientales estaban dispuestas a reconocer a Roma una «primacía de honor» debida a su papel histórico, pero no una preponderancia jurisdiccional y doctrinal. Para el obispo de Roma, por el contrario, sobre todo desde que la reforma gregoriana había acentuado su tendencia monárquica, la unión de las Iglesias sólo podía concebirse con la entrada de la Iglesia oriental en el regazo de la Iglesia «católica». La llamada de Alejo I Comneno y la respuesta del Papa La expedición planteada en 1095 podía servir, y mucho, a la causa de la aproximación de ambas Iglesias e inclinarla en la dirección deseada por el papado. El emperador griego se había colocado esta vez en posición de pedigüeño al solicitar, solicitar, en el concilio de Piacenza, la ayuda del Papa y el envío de guerreros destinados a rechazar los asaltos de los musulmanes. Alejo Comneno no deseaba en absoluto ver cómo caían sobre su Imperio las multitudes guerreras que afluyeron efectivamente a Constantinopla entre el 1 de agosto de 1096 (las de Pedro el Ermitaño) y el 14 de mayo de 1097 (las de Roberto de Normandía y Esteban de Blois). Muy al contrario, cogido casi de improviso, temía mucho a esas tropas dispares, a menudo incontrolables; en realidad, a pesar de sus precauciones, le causaron numerosos disgustos, notables depredaciones, pillajes y saqueos, retorsiones y escaramuzas que llegaron hasta el enfrentamiento armado. Por fortuna para él, llegaron en orden disperso y en fechas lo bastante espaciadas como para darle tiempo de tratar, sucesivamente, con la mayoría de los jefes. Colmándolos de regalos y promesas, pudo obtener así de ellos el
uramento de fidelidad «habitual en los latinos» y hacer pasar, unas tras otras, sus amenazadoras tropas a la otra orilla del Bósforo, región que escapaba aún al dominio turco, bien establecido hasta Nicea. La situación militar del Imperio, en aquella fecha, no era sin embargo desesperada, y los avances de los turcos desde 1071 no requerían un socorro de semejante magnitud.6 Pero no por ello el emperador había dejado de dirigir, y varias veces, peticiones de ayuda a Occidente. ¿En qué forma? Desde hacía mucho tiempo, los ejércitos bizantinos estaban sobre todo compuestos por mercenarios de muy diversos orígenes: suecos, noruegos, daneses, normandos, bretones, flamencos, y cada vez más anglosajones –e incluso árabes y turcos- se alistaban de buena gana bajo los estandartes del Imperio. No sin riesgos para éste: varias veces ya, algunos de estos jefes mercenarios occidentales habían aprovechado su poder sobre sus tropas para obtener dominio en detrimento del Imperio griego, para apoderarse de él incluso. Así sucedió en 1071, por ejemplo, con el normando Roussel de Bailleul, contra quien el emperador tuvo que apelar a los turcos para vencerlo y librarse de él. Razón de más para diversificar el origen de esos mercenarios: veinte años más tarde, el emperador Alejo I obtiene así del conde de Flandes el envío de quinientos caballeros flamencos, a los que utiliza contra los pechenegos que amenazan el Imperio.7 Es evidente que las ventajas del mercenariado parecen por aquel entonces superiores a sus riesgos. Frente a la persistente amenaza de los turcos seljúcidas (que han tomado Antioquía en 1085 y emprenden la conquista del Asia Menor, avanzando hasta Nicea y amenazando las costas del mar Egeo), Alejo I recurre de nuevo a un reclutamiento de mercenarios. Esta vez se dirige al Papa, reanudando al mismo tiempo las negociaciones sobre la unión de las Iglesias, que son su contrapartida. En un concilio celebrado en marzo de 1095 en Piacenza, los enviados del emperador piden al Papa que lo ayude a acrecentar su poder militar contra los turcos. Según Godofredo de Vendôme, uno de los testigos de aquel concilio, el Papa habría incitado a los fieles a prometer bajo uramento socorrer al emperador. emperador.8 Diversos trabajos recientes han mostrado que esa petición del basileus en Piacenza no fue un caso aislado.9 El objetivo de Alejo Comneno es conseguir que Urbano II incite a los caballeros mercenarios a alistarse en las filas del ejército bizantino. «Simple solicitud de mano de obra cualificada», según la ingeniosa expresión de Franco
Cardini.10 En el espíritu del Papa, por aquel entonces (marzo de 1095), tal vez las cosas no sean distintas. Tanto para el uno como para el otro, se trata ante todo, dando pruebas de recíproca buena voluntad, de recrear un clima de confianza y colaboración, de borrar la tensión del período anterior, nacida de las torpezas de 1054, y permitir así una reanudación de las negociaciones sobre la unión de las Iglesias.11 Ni de un lado ni del otro, se trata de «cruzada» en el sentido en que nosotros la entendemos. Favorecer el reclutamiento de mercenarios occidentales por el emperador griego no es predicar la cruzada, sea cual sea el sentido que le demos. Ni siquiera es lanzar una llamada a la guerra santa. No deja por ello de ser cierto que la petición de Alejo I abría a Urbano II nuevas perspectivas políticas para la unión de las Iglesias. Según su importancia y sus éxitos, la ayuda occidental deseada por el emperador podía ser útil a la causa de la concepción romana de esta unión: el establecimiento de la primacía papal sobre el conjunto de la cristiandad.12 Una cristiandad unida que, a partir de entonces, bajo la égida de la Santa Sede, podría «dilatarse» por Oriente, gracias a la victoria de las fuerzas conjuntas de los griegos y los latinos sobre los musulmanes turcos y árabes. Estas victorias permitirían la «liberación» de las tierras antaño cristianas, como sucedía ya en Occidente, en España, en Apulia, en Sicilia y en las islas del Mediterráneo occidental. Semejantes realizaciones comunes, frente al invasor musulmán, facilitarían sin duda alguna la unión cristiana. Evidentemente, ambas partes estaban interesadas en ello. Esta esperanza, en esta forma, iba a ser de corta duración, por razones cronológicas que ya conocemos y a las que volveremos a referirnos. Transcurren ocho meses entre el concilio de Piacenza (1-5 de marzo de 1095) y el discurso de Urbano II en Clermont (19 de noviembre de 1095). Ignoramos por completo la evolución del pensamiento papal a este respecto durante este período. En cualquier caso, es evidente que la prédica en Clermont y luego su posterior gira de propaganda por Francia cambian por completo la escala y la naturaleza tanto de la petición de Alejo I como las de los socorros considerados. Se produjo una verdadera mutación. Ésta es la que crea el fenómeno «cruzada». En efecto, el Papa no sugiere a algunos guerreros de Occidente que se alisten bajo los estandartes imperiales para «hacer caballería», ganarse así la vida y ayudar al emperador griego a rechazar a los enemigos que éste les designe
como tales. En nombre de Dios, incita ahora a todos los caballeros cristianos a que vayan a combatir un enemigo que el propio Papa les señala: los musulmanes de Oriente, turcos, sarracenos, paganos o infieles. Son ellos quienes, desde hace demasiado tiempo ya, ocupan indebidamente la tumba de Cristo y otros Lugares Santos de Jerusalén (en cuya reconquista el emperador no piensa en absoluto), oprimen a los cristianos de Oriente, profanan sus iglesias, desvalijan y molestan a los peregrinos y, ahora, extienden sus fechorías y están ya amenazando Constantinopla como paso previo, tal vez, a caer sobre Occidente. El adversario queda identificado con claridad, el objetivo enunciado, así como los móviles de la intervención y los ritos que deben llevarse a cabo; el signo de la cruz tendrá que ser enarbolado por quienes hayan hecho voto de partir. El Papa precisa incluso las recompensas espirituales prometidas a quienes se hayan señalado con esta cruz: su expedición tendrá valor de penitencia y les valdrá la remisión de todos sus pecados confesados. Lo que hoy denominamos cruzada, sea cual sea la definición que le demos, nació de esta mutación. El inmenso éxito popular que transformó la idea en fenómeno histórico real atestigua su viabilidad. Con toda evidencia, el concepto de cruzada nació en aquel momento. Precedió a la aparición del vocablo forjado más tarde para designarlo. Éxito militar, militar, fracaso de la unión pacífica Sin embargo, nada demuestra que los objetivos del Papa cambiaran entre Piacenza y Clermont. Pero, en adelante, teniendo en cuenta el éxito de la respuesta al concepto enunciado, para hacer triunfar su versión de la unión de las Iglesias el Papa puede apoyarse en algo muy distinto al agradecimiento de Alejo Comneno por haber recibido algunos mercenarios. Esta vez serán innumerables ejércitos los que partirán del Occidente romano con el objetivo de rechazar a los turcos y reconquistar para la nueva cristiandad los territorios perdidos. El Papa puede esperar que esta reconquista común favorezca la unión tan esperada de las Iglesias, en la «fraternidad». Existe la posibilidad de que pueda también contar con la presión «diplomática» de esta fuerza militar para convencer a Alejo I de la necesidad de semejante unión.
Ya sabemos cómo y por qué esta esperanza se vio frustrada. La confraternización de los cristianos «ortodoxos» de Oriente (griegos en particular) y de los cristianos «católicos» de Occidente no duró mucho tiempo a lo largo de la expedición. El fracaso se debe en parte a incomprensiones mutuas, fruto de las diferencias de mentalidad y de cultura que esa breve y tumultuosa colaboración puso de relieve. Se debe también a las maniobras y a los intereses divergentes de ambas partes, que intentaron utilizarse la una a la otra. Mucho más que en 1054, la unión de las Iglesias fracasó durante esta expedición que, por el contrario, tenía que promoverla. Por el camino, en efecto, la hermosa unidad del «ejército de Dios», puesta sin embargo como ejemplo por los cronistas, se desvaneció. Los jefes cruzados y el Papa probablemente esperaban obtener de Alejo I, además de un apoyo económico y logístico indispensable, un importante sostén militar. Los príncipes latinos que mandaban aquellos ejércitos «católicos» habían acabado todos, de buen o mal grado, aceptando rendir homenaje al basileus y entregarle (pero ¿hasta dónde?) las tierras que, conquistadas por los musulmanes (pero ¿desde cuándo?), habían pertenecido antaño al Imperio romano de Oriente. Pero Alejo I, por razones diversas, arguyendo la necesidad de proteger y reorganizar su Imperio, no había hecho más que adjuntar a los cruzados un limitado contingente de guerreros al mando del general Tatikios. Varias crónicas latinas lo presentan deliberadamente como un traidor, lo que pone de relieve su hostilidad hacia los griegos, al menos tras la expedición o incluso antes ya.13 En Antioquía, tras un asedio largo y mortífero, el príncipe ítalo-normando Bohemundo consigue apoderarse de la ciudad, que le ha entregado uno de sus habitantes (3 de junio de 1098); pero los «cruzados» son asediados de inmediato a su vez por un inmenso ejército musulmán dirigido por el «generalísimo» «g eneralísimo» Karbuqa. La situación parece entonces desesperada. Ésa es, en todo caso, la opinión de Esteban, conde de Blois y de Chartres que, entretanto, al parecer enfermo, se había retirado a Alejandreta. Viendo las impresionantes dimensiones del ejército musulmán, considera estúpido perecer por nada, da media vuelta y se encuentra por el camino con el ejército que el emperador Alejo I dirigía a Antioquia para socorrer a los «cruzados». El emperador se deja convencer por Esteban de la inutilidad de ese acto y de su fracaso seguro. Regresa a su vez a Constantinopla y abandona a los «cruzados» a su triste suerte.
Sin embargo, los cruzados, motivados por el «milagroso» descubrimiento en la catedral de Antioquía de la santa lanza que atravesó a Cristo en la cruz, según las predicciones de varios visionarios del bando provenzal del conde Raimundo de Saint-Gilles, consiguieron contra toda previsión derrotar al ejército de Karbuqa. Nuevo «milagro» que, según varios cronistas, se debería a la intervención de los ejércitos celestiales. Antioquía, pues, permanece en manos de los cruzados, más divididos que nunca. No sin esfuerzo, Bohemundo consigue quedarse con Antioquía, a pesar del compromiso de los príncipes que habían jurado al emperador que le entregarían las ciudades conquistadas. Lo consigue recordando que estos mismos príncipes, cuando Karbuqa se estaba acercando (y amenazaba con rodearlos en un campamento cristiano atrapado en una tenaza entre ese ejército de socorro y las murallas de la sitiada Antioquía), habían acabado, al retirarse, concediendo la posesión de la ciudad «a quien supiera apoderarse de ella». Bohemundo pone de relieve también que el emperador, al no acudir en socorro de los cruzados encerrados en su torre de Antioquía, ha violado sus compromisos. Por consiguiente, los cruzados podían sentirse liberados de los suyos. Su habilidad diplomática y sus «astucias de normando» hacen el resto. Sólo su rival, Raimundo de Saint-Gilles, conde de Toulouse, que sin duda también ambicionaba Antioquía, se convierte en defensor de Alejo I hasta el final y en resuelto adversario de Bohemundo. La ruptura entre el normando y el Imperio bizantino se ha consumado desde entonces. Se amplía y se difunde por un Occidente fácilmente receptivo a la idea a consecuencia de la propia notoriedad de Bohemundo, de su ingenio mediático y de su habilidad como propagandista.14 La cruzada, ahora, se vuelve «autónoma». La conquista es latina, como los Estados que se crean en ultramar. ultramar. Durarán dos siglos. Los rasgos de esta «latinidad» aparecen ya en el relato de los cronistas acerca de la toma de Antioquía. Para ellos, esta ciudad evocaba para ellos, con toda naturalidad, la persona de san Pedro, de quien el Papa se dice sucesor. Es san Andrés (especialmente reverenciado en Oriente) quien indica a un hombre del ejército provenzal, Pedro Bartolomé, el emplazamiento donde encontrará la santa lanza, en la catedral de San Pedro de Antioquía, y quien afirma que esta ciudad pertenece por derecho a su «colega» san Pedro.15 ¿No podemos ver en
ello el anuncio de una transmisión simbólica? ¿Es por azar, también, que la batalla librada a Karbuqa se fije en el 28 de junio, víspera de las fiestas de los santos Pedro y Pablo, tan reverenciados en Roma? La víspera, los jefes envían a Karbuqa una embajada encabezada por Pedro el Ermitaño. Según la carta que escribe entonces Anselmo de Ribemont, le dirigen este discurso: «He aquí lo que os dice el ejército del Señor: aléjate de nosotros y de la heredad de san Pedro; de lo contrario, serás expulsado por las armas».16 Según el Anónimo normando, el mensaje es el siguiente: «¿Por qué habéis entrado en la tierra de los cristianos que es también la nuestra?», y les pide que se retiren de «la tierra de Dios y de los cristianos que el bienaventurado Pedro convirtió antaño con su prédica a la doctrina de Cristo».17 Guiberto de Nogent no se aleja en exceso de esa fórmula haciendo que Pedro el Ermitaño diga: «Sabed que el bienaventurado apóstol Pedro reivindica para sí mismo, con la ayuda de Dios, la ciudad de la que fue el primer obispo». 18 Finalmente, según Raimundo de Aguilers, sus palabras fueron: «Renunciad a sitiar la ciudad, pues pertenece por derecho a san Pedro y a los cristianos».19 Cuando relata la batalla del 28 de junio, Raimundo de Aguilers cuenta cómo se prepararon los cruzados para el combate: comulgaron por la mañana, entregándose a Dios para morir, si era ésa su voluntad, o para vencer, «por el honor de la Iglesia romana y del pueblo franco».20 ¿Podía el Papa, sucesor de san Pedro, protector de las tumbas de Pedro y Pablo, pensar en la liberación de la heredad de Cristo sin consumar la completa «libertad» de la Iglesia de Antioquía, heredad de san Pedro, con la que la Santa Sede estaba unida por vínculos tan estrechos? Evidentemente, esta libertad implicaba el restablecimiento de la autoridad romana sobre el primer obispado del primer Papa. Por esta razón, la «liberación de la Iglesia de Oriente» no podía significar sólo la liberación de Jerusalén. Un desembarco en Palestina, aunque hubiera sido técnicamente posible (algo de lo que puede dudarse),21 no habría alcanzado el objetivo buscado.
Capítulo 13 Liberación de las Iglesias y «triunfo» de la Iglesia latina
¿Una conquista latina premeditada? La liberación de Antioquía, «heredad de san Pedro», como primicia de la de Jerusalén, «heredad de Cristo»… ¿Era posible encontrar un símbolo más explícito del éxito de la empresa confiada a los cruzados por el Papa: asegurar la «libertad de la Iglesia» en Oriente? Esta libertad habría podido conseguirse por la victoria común de los cruzados y los ejércitos imperiales que favorecía la unión de las Iglesias bajo la égida pontificia. Sin embargo, de hecho, la cruzada desembocó en la formación de los Estados latinos de Oriente, en ruptura con Constantinopla. La «reconquista» se convirtió, pues, en latina y romana. ¿Lo fue «por accidente», al albur de las circunstancias que acabamos de consignar? ¿O estaba ya previsto así, en los planes (secretos) del papa Urbano II? Esta tesis, defendida entre otros por Alfons Becker, 1 no carece de interés ni de argumentos. Se apoya en la constante concepción pontificia de la libertas ecclesiae, que no se dedica sólo a restablecer la «libertad» de los cristianos y de sus antiguos territorios caídos en manos de los árabes, sino también al establecimiento (denominado «restablecimiento») de la plena autoridad «legítima» de la Santa Sede sobre la Iglesia universal. Esta concepción se expresa, por ejemplo, en una carta de Urbano II al obispo Pedro de Huesca, probablemente redactada en 1098, donde el Papa relaciona las empresas llevadas a cabo por aquel entonces en Oriente y en Occidente: «En nuestros días, Dios ha aliviado los sufrimientos de los pueblos cristianos y ha permitido que triunfe la fe. Por medio de las fuerzas cristianas, ha vencido a los turcos en Asia y a los moros en Europa, y ha restaurado el culto cristiano en las ciudades donde antaño
era celebrado».2 Gregorio VII expresaba ya la misma concepción cuando acuciaba a los reyes españoles a «restablecer», en los territorios reconquistados en España, la autoridad y la liturgia romanas en detrimento de la liturgia visigoda anterior. Esta tesis se apoya, además, en varios documentos que sugieren un plan premeditado de conquista puramente latina. Así sucede con tres textos redactados acerca de las discusiones acaecidas, unos años después de la victoria de los cruzados, entre las Iglesias de Antioquía y de Jerusalén. Todos estos textos se refieren a las decisiones que Urbano II habría tomado en Clermont acerca de la organización futura de los territorios reconquistados por los cruzados en Tierra Santa. En 1124, Fulquerio de Chartres cita efectivamente un «privilegio del pontífice romano»3 que, en ese concilio auvernés de 1095, habría establecido que toda ciudad recuperada en ultramar de los infieles pertenecería indiscutiblemente a su liberador. Esta decisión papal habría sido repetida y aprobada en un concilio presidido en Antioquía por el obispo de Puy (muerto en Antioquía el 1 de agosto de 1098). Una reseña del cartulario del Santo Sepulcro señala otro concilio celebrado en Benevento por Pascual II en 1113, en el que el Papa habría resuelto una diferencia entre príncipes cruzados recordando que, en Clermont, el papa Urbano II había establecido que, si un príncipe, en detrimento de los infieles, podía adquirir provincias o ciudades, en adelante las iglesias de éstas dependerían de este príncipe.4 La misma referencia encontramos en un manuscrito del siglo XII de la iglesia de Sidón.5 La coherencia de estos testimonios es grande y parece determinante, sobre todo en ausencia de pruebas directas de esta decisión de Urbano II, puesto que sólo conocemos los cánones del concilio de Clermont por algunos testigos que a ellos se refieren. Ésta es la razón por la que ha sido discutida la autenticidad de esa decisión conciliar. Rudolph Hiestand, que recientemente ha renovado ese estudio, subraya claramente su importancia con respecto al problema examinado en este capítulo. Pues si la decisión canónica antes mencionada está probada, sin duda alguna hay que concluir de ella que, en Clermont, el Papa había previsto (o incluso ordenado) la creación de Estados francos y de Iglesias latinas en Siria. 6 Ahora bien, es muy poco probable que los documentos citados sean falsos o se refieran a una falsificación. Y a la inversa, es difícil creer que el Papa hubiera
podido «prever», en Clermont, una línea de división tan clara entre las Iglesias de Antioquía y de Jerusalén, antes de su reconquista efectiva, como parece sugerir el concilio de Antioquía citado más arriba. La interpretación más plausible de estos hechos en apariencia contradictorios nos lleva por lo tanto a adoptar, acerca de estos textos, una solución intermedia que se sitúa entre la autenticidad estricta y una posterior falsificación. La cuestión de los límites entre distintos obispados que deben crearse en los territorios reconquistados no nació en 1095, con respecto a la expedición considerada. Se planteaba ya antes de esta fecha; en España, por ejemplo. Ahora bien, en Clermont había numerosos obispos españoles. En este concilio, la curia muy bien pudo tomar para España decisiones conciliares sobre el mismo principio, decisiones que a continuación pudieron adaptarse a la situación que se produjo efectivamente en Siria. Rudolph Hiestand concluye, pues, en estos términos: «Aunque falte un testimonio directo, una decisión sobre los principios de organización eclesiástica en la Península se insertaba, sin problemas, en la situación de 1095».7 Bastaba para ello con omitir, si las había, las referencias específicas a España y obtener así textos genéricos normativos aplicables a la situación en Siria. Los textos mencionados más arriba no prueban, de modo absoluto, que el Papa hubiese premeditado una conquista latina de Siria-Palestina y promulgado de antemano decisiones referentes a la organización eclesiástica de los territorios reconquistados. Pero muestran, al menos, que el concilio de Clermont emitió esas reglamentaciones referentes a la reconquista cristiana de España. En la medida en que, como sabemos, por aquel entonces en el pensamiento del Papa las dos empresas en Oriente y en Occidente eran equiparables, no es sorprendente que la eventualidad de una reconquista cristiana de aquellos territorios orientales hubiese conducido a decisiones semejantes relativas a una reorganización eclesiástica, en la que la Iglesia romana sería, sin duda, parte interesada, dominante, incluso. El Papa podía esperar que lo fuera de dos modos posibles. O a consecuencia del éxito de la unión de las Iglesias, que situaría a las Iglesias orientales bajo su primacía reconocida. O a consecuencia de un éxito militar de los cruzados de Occidente que, a pesar del siempre posible fracaso de la unión de las Iglesias, habrían conquistado, especialmente más allá de Antioquía, territorios perdidos desde hacía mucho tiempo por el Imperio bizantino y que, sin duda, Alejo
Comneno no iba a reivindicar. Esta segunda eventualidad es, como sabemos, la que al final se produjo. Resultaría sorprendente que un Papa tan sagaz como Urbano II no hubiera pensado en esa alternativa. ¿Hay que ir más lejos aún y atribuir al Papa el proyecto deliberado de establecer su autoridad pontificia sobre el Oriente reconquistado por «sus cruzados francos», con o sin el acuerdo del emperador Alejo I? Ninguna prueba decisiva puede alegarse en uno u otro sentido. He mencionado ya, por una parte, el (relativo) clima de «concordia» que parecía reinar entre el Papa y el emperador griego por aquel entonces, clima que probablemente condujo a Alejo I a solicitar en Piacenza la ayuda del pontífice. Pero he recordado también, por otra parte, las fuertes tensiones políticas e incluso militares que los enfrentaron pocos años antes. Y también la mutación radical que el Papa hizo sufrir a la solicitud del basileus. Transformaba una ayuda militar, indirecta y limitada, de mercenarios, en una verdadera migración de pueblos latinos armados. Ese llamamiento del Papa, ante los reyes y los príncipes, le convertía, por su éxito, en el «dueño de la caballería de Occidente». El Papa no podía ignorarlo, y sería casi injuriarlo creer que no pensó en sacar de ello provecho para su causa. Muchos historiadores han puesto de relieve que, en Clermont, Urbano II había designado a Ademar de Puy como su representante, y que éste fue en efecto el único capaz, durante la expedición, de obtener la confianza de todos los efes cruzados, pese a sus divergencias y sus oposiciones. Por otra parte, el conde de Toulouse, Raimundo de Saint-Gilles, uno de los «fieles de san Pedro», que había tomado parte ya en la «Reconquista» española, fue en Constantinopla el más refractario al juramento de vasallaje exigido por el basileus. Éste temía manifiestamente que los cruzados intentaran apoderarse por su propia cuenta de los territorios reconquistados a los musulmanes. Durante mucho tiempo se ha visto en Raimundo a un «hombre del Papa», y esta posibilidad inicial no está del todo excluida a pesar de la tendencia actual de los historiadores a ver, más bien, en este papel, a su rival directo en Antioquía, es decir, a Bohemundo.8 Tras la victoria de los cruzados sobre el ejército de Karbuqa, obtenida en Antioquía el 28 de junio de 1098 bajo la dirección de Bohemundo, el 11 de septiembre este príncipe normando redacta, en nombre de los demás jefes cruzados reunidos a su alrededor, una carta auténtica dirigida al papa Urbano II para informarlo de su éxito. Ellos, los «jerusalemitas», han vengado la injuria
hecha al Dios Altísimo. El redactor de la carta cuenta cómo «ha triunfado la fe cristiana». Él mismo, Bohemundo, supo hacer un pacto con un turco que le permitió entrar en la ciudad. Los cruzados pudieron así apoderarse de ella. Cuenta luego cómo Dios reavivó el valor abatido de los cruzados, sitiados a su vez en la ciudad: el Señor les hizo descubrir la santa lanza profundamente enterrada en la catedral de Antioquía, y todo ello de acuerdo con las visiones recibidas por algunos cruzados del contingente de Raimundo de Saint-Gilles. Fortalecidos por ese descubrimiento, tras aquella lanza del Señor se arrojaron osadamente al asalto del gran ejército de Karbuqa y salieron vencedores; la ciudadela de Antioquía también ha caído en sus manos. La victoria es, pues, total. Y es la victoria de la «religión romana». En esto, el Anónimo normando coincide con Raimundo de Aguilers, quien, recordémoslo, escribía que al enfrentarse con Karbuqa los cruzados combatían por la gloria de la «religión romana».9 La carta de Bohemundo lo subraya sin ambigüedades: «La ciudadela de la que hemos hablado antes, con el emir que la ocupaba con mil hombres, se rindió a Bohemundo y, por sus manos, está enteramente sometida a la “religión cristiana”; y así Nuestro Señor Jesucristo ha sometido a la religión y a la fe romanas toda la ciudad de Antioquía».10 Sin embargo, prosigue Bohemundo, esta victoria queda ensombrecida por la muerte de Ademar, «el obispo de Puy, que tú nos habías dado como tu vicario». Por eso, Bohemundo y los demás jefes solicitan al Papa que vaya a concluir «su guerra»: Ahora, pues, nosotros, tus hijos, privados del padre que tú les habías dado, nos dirigimos a ti, nuestro padre espiritual, que nos has abierto este camino y has hecho que todos, por tus exhortaciones, abandonemos nuestras tierras y todo lo que allí poseíamos; tú, que nos has ordenado seguir a Cristo llevando nuestra cruz y nos has incitado a exaltar el nombre cristiano; te conjuramos a que vengas a nosotros para consumar lo que nos exhortaste a hacer, y convencer a todos los que puedas de que vengan también contigo para unirse a nosotros […]. ¿Qué habría, pues, en el mundo más justo que verte a ti, el padre y el jefe de la religión cristiana, viniendo a esta ciudad (Antioquía), primera capital del nombre cristiano, y tomando parte, tú también, en esta guerra que es la tuya?
La presencia del Papa no es deseada sólo para que tome posesión de esos territorios que corresponden en derecho a san Pedro. Lo es también para consumar la empresa. Los cruzados, en efecto, han vencido a los turcos y reconquistado esas tierras cristianas, cuna del cristianismo. Pero la obra no está terminada, ya que en el propio seno de las poblaciones que se llaman cristianas
hay numerosas herejías a las que debe vencerse; los cruzados, que son guerreros, no son capaces, por sí solos, de llevar a cabo esta misión. Necesitan al Papa. En verdad, la fe romana ha salido victoriosa de los turcos, pero no todavía de los herejes, que son numerosos en la Iglesia de Oriente. La carta no deja margen para la duda: se trata efectivamente, en el ánimo de los jefes cruzados, de establecer en esas regiones el pleno poder pontificio, como lo demuestran los términos empleados: Nosotros hemos vencido a los turcos y los paganos; pero no hemos podido vencer a los herejes, griegos, armenios, sirios, jacobitas. Te pedimos, pues, y volvemos a pedírtelo aún, queridísimo Padre nuestro, que vengas, tú, nuestro padre y nuestro jefe, al lugar de tu paternidad; te pedimos, a ti que eres el vicario de san Pedro, que te sientes en su silla; considera que tienes en nosotros unos hijos obedientes para actuar adecuadamente en todo: por tu autoridad y nuestro valor, erradica y destruye todas las herejías, sean de la naturaleza que sean. Y así, con nosotros, consuma el camino de Jesucristo que nosotros comenzamos y que tú predicaste; abre para nosotros las puertas de las dos Jerusalén, libera el sepulcro del Señor y haz que el nombre del cristiano sea exaltado por encima de todo nombre. Si vienes a nosotros y consumas con nosotros esta marcha que tú iniciaste, el mundo entero te obedecerá.
En esta carta tan explícita, pueden advertirse algunas notas escatológicas, como la alusión a las «dos Jerusalén» (la terrenal y la celestial), o la insistencia en el «sepulcro» como objetivo que debe alcanzarse. Pero se percibe, sobre todo, la evidente voluntad de los cruzados de colocar los territorios conquistados bajo la autoridad directa del Papa y de la Iglesia romana. Volveremos a encontrar la misma voluntad en Jerusalén, con una perspectiva más claramente escatológica, en la misma víspera del asalto, cuando los cruzados intentan elegir un «rey» y el clero quiere primero nombrar al patriarca (latino) de Jerusalén.11 ¿Se trata de una idea concebida sólo por los jefes cruzados, caballeros y laicos? ¿Se trata de la misión que recibieron o creyeron recibir del Papa, o sólo la que se han forjado ellos mismos bajo la influencia de sus convicciones religiosas, modeladas por sus propias mentalidades? Evidentemente, no podemos pronunciarnos en este punto, tanto menos cuanto que esa carta nunca recibió respuesta. Aun así, debemos notar que refleja bastante bien la concepción eclesiástica de la época. Los jefes cruzados la comparten, pero no la inventan. ¿Habría podido Urbano II responder a las llamadas de Bohemundo? Nada permite tampoco afirmarlo ni negarlo con certeza. Sabemos, sin embargo, que en octubre de 1098 el Papa celebró un concilio en Bari. ¿Había recibido en aquella fecha la carta de los príncipes cruzados? Es muy verosímil y, en todo caso, es
posible. Se sabe también, por testimonios indirectos (pues las actas no se han conservado), que ese concilio de Bari examinó los diversos cismas de las Iglesias orientales, lo que corresponde muy bien a los temas abordados por la misiva de los príncipes cruzados y a las preocupaciones del Papa referentes a la unión de las Iglesias. ¿Es preciso ir más allá? Paul Riant encontró en la biblioteca Mazarine, y publicó en 1880, una Carta del clero y del pueblo de Lucca, redactada también en octubre de 1098, que cuenta las peripecias de la cruzada hasta aquella fecha, y que termina con la mención muy precisa de ese concilio de Bari y muestra que se habló allí también (algo que antes ignorábamos) de la cruzada. Probablemente se trató asimismo de la organización eclesiástica que planteaba, aunque sólo fuera para sustituir a Ademar de Puy como legado pontificio.12 Más precisamente aún, la carta afirma que Urbano II se disponía a unirse a los cruzados, como muestran sus últimas líneas: «Os informamos de que el señor papa Urbano celebra concilio en Bari, tratando y tomando disposiciones con numerosos príncipes de la tierra, con el fin de dirigirse sin duda a Jerusalén».13 Cierto es que, esta mención no proporciona la prueba absoluta de que ésta fuera la intención del Papa. Por lo demás, nunca se sabrá, porque Urbano II murió nueve meses más tarde sin haber podido dar curso a esa petición o a ese proyecto. En todo caso, es la intención que le atribuye el autor de la carta en octubre de 1098; refleja sin ninguna duda, en cambio, la opinión de los fieles del Papa en Italia, eco casi perfecto de la de los príncipes cruzados en la misma época. Hay ahí una coherencia del todo significativa: para ellos, la liberación de la Iglesia de Oriente implica el establecimiento de la supremacía de la Iglesia romana en Oriente. Eso es lo que pone también de relieve otra cuestión que plantea la carta de Bohemundo y de los príncipes cruzados: ¿quiénes son los «herejes» que esos príncipes latinos se declaran incapaces de vencer solos en esos territorios arrancados a los musulmanes, y en adelante sometidos a la autoridad de la fe católica romana? Los cruzados, evidentemente, no entran en detalles en las creencias específicas (muy complejas, por lo demás) de las distintas Iglesias cristianas que subsisten en Oriente. Varias de ellas, monofisitas en su mayoría, eran consideradas también heréticas por la ortodoxia bizantina de Constantinopla
y, por esta razón, acosadas a menudo ya por la autoridad imperial antes de la conquista musulmana. Los redactores de la carta las enumeran según su composición étnica, más visible y menos problemática: sirios, armenios, etc. Pero ¿qué decir de la mención a los «griegos» entre los herejes? Podemos preguntarnos si, para los autores de la carta, no es el conjunto de las Iglesias orientales, tanto «ortodoxas» como «disidentes», el que se engloba bajo el apelativo de hereje, frente a la única Iglesia verdadera, la que dirige la Santa Sede. Semejante percepción, en su forma zafia y desprovista de cualquier matiz, ¿no coincide acaso, además, con la que expresaba ya Gregorio VII cuando evocaba los yerros de la Iglesia oriental, por iniciativa de Satán? Gregorio ustificaba su proyecto de intervención en Oriente por una doble necesidad: liberar «hasta el sepulcro de Cristo» esos territorios de la ocupación de los «paganos», y restablecer la unión de las Iglesias bajo la autoridad pontificia, puesto que la Iglesia de Constantinopla, que se ha alejado de Roma, aguarda del Papa que vaya a hacer triunfar la verdadera fe. En efecto, escribía al emperador Enrique IV, «la mayoría de los orientales aguardan que la fe del apóstol Pedro se pronuncie entre sus diversas opiniones».14 El Papa sabrá seleccionar. En septiembre de 1098, el recurso de los jefes cruzados al arbitraje pontificio se sitúa sin duda en la misma línea. La ruptura Sin embargo, en esta fecha (11 de septiembre de 1098), puede afirmarse que la ruptura de los cruzados con el Imperio griego no se ha consumado aún. En efecto, atendiendo los malos consejos del fugitivo Esteban de Blois, el emperador no ha socorrido a los occidentales, pero aun así éstos han vencido a Karbuqa y se han hecho dueños de Antioquía. Si Bohemundo pretende conservarla, a los demás jefes, por su parte, les repugna violar sus compromisos de «vasallaje» con el emperador. Dos meses más tarde, en noviembre, un consejo celebrado en la catedral de Antioquía no se decide aún a poner la ciudad en manos del normando, y Raimundo de Saint-Gilles se opone firmemente a ello en nombre de los juramentos prestados por los demás jefes a Alejo I (compromisos que él mismo, por lo demás, no había suscrito).
La cuestión queda, pues, en suspenso y sigue estándolo seis meses más tarde, a comienzos de abril de 1099, cuando los enviados de Constantinopla solicitan a los jefes ocupados en el asedio de Arqa que aguarden la llegada del emperador con su ejército para emprender la marcha hacia Jerusalén. Él se unirá a ellos…, como es natural, tras haber tomado posesión de Antioquía. Raimundo de Saint-Gilles es favorable a esta petición, que Bohemundo rechaza categóricamente porque tiene ya la intención de permanecer en Antioquía para defenderla, y no piensa en absoluto proseguir su ruta hacia Jerusalén. Los «cruzados» de base, por el contrario, quieren ante todo terminar su «peregrinación». En el lindero de la clara revuelta, acaban obligando a los jefes a reanudar la marcha. Frente a esa enorme presión, Raimundo de Saint-Gilles debe ceder Antioquía a su rival Bohemundo. Se pone entonces el hábito del cruzadoperegrino modelo y encabeza la expedición hacia Jerusalén. En adelante, la ruptura entre griegos y cruzados se ha consumado por completo, todos los historiadores lo admiten. A mi entender, sin embargo, ya lo estaba mucho antes de esta fecha, potencialmente al menos. Desde mediados de octubre de 1097, Balduino de Bolonia se separó de los cruzados para ir a sitiar Antioquía. Responde a una petición de ayuda de Thoros, señor bizantino de Edesa, se hace con el poder y el 9 de marzo de 1098 se convierte en príncipe de Edesa en su lugar. Ni por un instante ha pensado en entregar esta tierra al emperador. Los anteriores intentos de Tancredo y Balduino en Cilicia lo presagiaban ya, sin embargo. A comienzos del mes de octubre de 1097, cuando los cruzados entregaban todavía los territorios conquistados a la autoridad bizantina, se advierte una curiosa formulación que deja dudas acerca del modo en que los cruzados percibían esta entrega. En Plastencia, los habitantes de la ciudad se rinden a ellos. Un caballero llamado Pedro de Aups solicita la gestión de la ciudad, para defenderla con fidelidad «a Dios y al Santo Sepulcro y a los señores y al emperador».15 Se trata pues, por lo menos en el ánimo de los cruzados, de una «coseñoría», una especie de soberanía compartida entre el emperador y sus jefes que actúan en nombre de Dios y del Santo Sepulcro. Los cronistas ulteriores sólo mencionan ya, por su parte, la fidelidad «a Dios, al Santo Sepulcro y a los cruzados», o «al Santo Sepulcro y a la cristiandad». 16 El vasallaje al emperador desaparece. Ya en sus orígenes no era absoluto.
Encontramos la misma dualidad inicial acerca de los nombramientos eclesiásticos, que poco a poco se convierte en supremacía latina. Hacia el 20 de septiembre de 1098, sólo unos días después del envío a Urbano II de la carta redactada por Bohemundo en nombre de los príncipes cruzados, Raimundo de Saint-Gilles se apodera de la ciudad de Albara e instala allí un obispo latino. 17 Esta elección, Raimundo de Aguilers lo subraya, fue alabada por el pueblo y era conforme a la voluntad de Dios, «que deseaba tener un obispo romano en la Iglesia de Oriente para administrarla».18 Es más que probable que el Papa y los cruzados, actuando en nombre de la cristiandad latina, quisieran «restablecer» en Oriente la libertad de la Iglesia, comprendida en el sentido romano de una supremacía católica. Esperaron de Alejo Comneno una colaboración logística y militar que les habría ayudado a cumplir esa misión. Por su lado, Alejo I intenta utilizar en su beneficio esa fuerza militar de magnitud inesperada, obteniendo de sus jefes un juramento de fidelidad del tipo del vasallaje que, como hemos visto, no resistió las presiones de los intereses divergentes de ambas partes. Éstas intentaron utilizarse mutuamente, de ahí las tensiones, suspicacias, desconfianzas y rencores que, tras la concesión de Antioquía a Bohemundo, llevaron a la ruptura. La unión «pacífica» de las Iglesias fracasó muy pronto. Quedaba la posibilidad de una unión por la fuerza o por la presión. Ésta inspiraría la «cruzada» de Bohemundo en 1107, tentaría a la mayoría de las cruzadas siguientes y en 1204-1205 desembocaría en la toma de Constantinopla por los cruzados, seguida por la formación de un «imperio latino de Oriente» en vez y en lugar del Imperio bizantino, considerado cismático, cómplice de los musulmanes y traidor a la cruzada. Esta orientación antigriega de la cruzada fue amplificada por los acontecimientos. Difícilmente puede sostenerse que el motivo no fuera la propaganda de Bohemundo. Es el resultado de una percepción general, en los medios occidentales más favorables al papado, que convierte a los griegos en cismáticos, al menos en cismáticos a quienes sería oportuno hacer regresar a la verdadera fe por medio de la sumisión a la primacía romana. Se refleja en la mayoría de las fuentes «francesas» de la primera cruzada, con una notable excepción, sin embargo, la de Alberto de Aix, que a este respecto se muestra
mucho más imparcial que los demás cronistas. No denigra sistemáticamente a Alejo Comneno y a los bizantinos, y da una imagen mucho más ecuménica de los cristianos de Oriente, cuya defensa asume varias veces.19 «¡Alcémonos contra el basileus!» La orientación de la cruzada pontificia La propaganda antibizantina orquestada por Bohemundo agudiza las tensiones y procura convertir al Imperio bizantino en el enemigo principal de los nuevos Estados latinos de ultramar, y a Alejo en un traidor con el que debe acabarse. En 1105, Bohemundo comprende que no podrá enfrentarse con sus enemigos musulmanes y bizantinos sin una masiva ayuda exterior. Por eso emprende una amplia campaña de reclutamiento en Apulia, su dominio de origen, y luego en Francia, con el apoyo del nuevo papa Pascual II, que le adjunta a su legado, Bruno de Segni.20 En su compañía, Bohemundo predica «su cruzada» en Chartres, en la catedral, precisamente el día de su boda con Constanza, hija del rey de Francia Felipe I. Siempre que tiene ocasión presenta al emperador Alejo como el principal enemigo de los «cruzados», el traidor que ha multiplicado las celadas contra los cristianos de Occidente y que estuvo a punto de causar la perdición de la primera expedición al no socorrerla en Antioquía; es responsable también del exterminio casi total de los «cruzados» de la segunda expedición, la de 1101, a quienes aquel «pérfido emperador» habría condenado a la perdición al entregarlos a los turcos en el Asia Menor. En apoyo de su propaganda de reclutamiento, el entorno de Bohemundo difunde en Francia el relato de la primera cruzada, que se atribuye a un «cruzado» de su contingente. Desempeña allí el papel principal, el del cruzado modelo. Ahora bien, este relato, las Gesta Francorum (o Historia anónima de la rimera cruzada),21 se considera desde el siglo XIX como la mejor fuente para la historia de esta expedición. Sirvió de base a varias otras crónicas redactadas en el primer decenio del siglo XII, entre ellas las de Baudri de Bourgueil, Roberto el Monje y Guiberto de Nogent, antes de inspirar también, indirectamente, al monje normando Orderico Vital.
Como todos mis colegas historiadores de la cruzada, compartí durante mucho tiempo este punto de vista referente al valor de ese texto. Pero no puedo defenderlo ya, porque hoy me parece muy evidente que la versión de la que disponemos es fruto de varios retoques de coloración política, destinados a desacreditar a Raimundo de Toulouse, a ennegrecer tanto como sea posible al emperador Alejo y a glorificar cada vez más claramente a Bohemundo para que aparezca como el jefe cruzado ideal, con un evidente objetivo de propaganda para su propia causa.22 Así se presenta ante los ojos del Papa, como también ante los ojos de los caballeros que recluta en Francia, y lleva a cabo una nueva «cruzada» dirigida de manera deliberada contra el Imperio bizantino.23 Se trata, pues, de un relato partidista, comprometido, muy impregnado de ideología y de propaganda. En adelante debe preferirse la Historia atribuida a Pedro Tudebode, que, como creo haber demostrado, sólo es una versión anterior que es probable que proceda de la misma pluma, antes de los retoques. 24 Es preciso además corregir esas dos versiones con la ayuda de otras crónicas a menudo peor consideradas, las de Fulquerio de Chartres, Raimundo de Aguilers y, más aún, la de Alberto de Aix, éste mucho menos parcial que los demás.25 Estas constataciones merecen atención, porque nuestro conocimiento de la primera expedición procede, en buena medida, de estas crónicas cuya jerarquía hay que reevaluar hoy. Resultan de ello diversas consecuencias. Así, la orientación antibizantina de la mayoría de estas fuentes, que ha hecho escuela, procede en gran parte de la propaganda política de Bohemundo, una propaganda que él mismo difundió oralmente en Francia y que, propagada por el relato del Anónimo normando y amplificada por los demás cronistas que de él dependen, modeló de modo perdurable las ulteriores mentalidades referentes a las relaciones entre el Occidente latino y el Oriente bizantino. Se trata ahí de una interpretación comprometida que, a pesar de sus excesos, hunde sus raíces en la muy probable percepción pontificia de la cruzada desde su origen: la liberación de la Iglesia de Dios pasaba por la unión de las Iglesias bajo la égida de la Santa Sede.
Conclusión general
La «primera cruzada» desembocó finalmente en la formación de los Estados latinos de ultramar. Ahora hay que defenderlos, contra los musulmanes, claro está; a veces también contra los griegos, que reivindican su posesión. Las crónicas occidentales de esta expedición, compuestas sólo unos años después del acontecimiento, tienen como objetivo narrar la epopeya y explicar su significado teológico, pero también justificarla e incitar al Occidente cristiano a asegurar su perennidad defendiendo esos nuevos Estados contra todos sus enemigos. Estas orientaciones las conducen (con la notable excepción de la Historia de Alberto de Aix, olvidada durante demasiado tiempo) a despreciar a los bizantinos y, más aún, al emperador Alejo Comneno, acusado de cobardía o, peor todavía, de traición. Esta tonalidad hostil hacia el emperador griego es manifiesta en Guiberto de Nogent y Roberto el Monje, que redactan precisamente cuando Bohemundo ataca a Alejo I en tierras del Imperio, pero existe ya en la versión más antigua de las Gesta Francorum, y subsiste en una forma atenuada aún en el texto atribuido a Pedro Tudebode. Se acentúa en la versión definitiva del relato del Anónimo normando, que Baudri de Bourgueil, Roberto el Monje y Guiberto de Nogent utilizan como fuente principal o exhaustiva de información. Es muy probable que esta versión fuese producida y propagada en Francia justo cuando Bohemundo llega al reino Capeto para reclutar nuevos guerreros destinados a defender su principado de Antioquía, amenazado, por todas partes y a la vez, por los griegos y los musulmanes. Ahora bien, como sabemos, Bohemundo dirigió sus tropas contra Alejo I, con la intención manifiesta de apoderarse del Imperio de Constantinopla. Haya o no iniciado la cruzada, el papado difundió su idea, apoyó su realización y favoreció su consumación. La carta de los príncipes a Urbano II lo pone de relieve: ésta es «su guerra», y no puede decirse que la Santa Sede no
esté descontenta del desenlace que los acontecimientos han impuesto. Esta cruzada no ha favorecido, ni mucho menos, la unión de las Iglesias, dejada para más adelante, pero tiene como resultado la implantación en Oriente de una cristiandad católica romana en posición predominante. De norte a sur, la Cilicia armenia, el condado de Edesa, el principado de Antioquía, el condado de Trípoli y el reino de Jerusalén están bajo dominio franco y católico. Como hemos visto, los cruzados, al menos los más próximos a la Santa Sede, compartieron también esta percepción. Se alegran de que, gracias a Dios y a sus armas, la «verdadera religión», la Iglesia romana, prevalezca hoy en esa antigua cuna del cristianismo como domina también en Occidente. Sin embargo, incluso para esos cruzados, la cruzada no es sólo una guerra de reconquista emprendida contra los invasores musulmanes. Es una guerra santa, como en España, pero es también mucho más que eso, como hemos demostrado a lo largo de los capítulos precedentes. Recordemos cuáles son los ingredientes de la nueva expedición, que crean el nuevo concepto de cruzada en el espíritu de sus participantes. 1. Es una empresa divina y no humana. Al señalarse con la cruz, los cruzados tienen conciencia de responder a una llamada de Dios, tanto si es difundida por el Papa, considerado el jefe de la cristiandad y el vicario de Cristo, como si lo es por visionarios, predicadores «inspirados» que, como Pedro el Ermitaño, se dicen o se creen enviados directamente por Dios para pedir en su nombre el socorro de sus fieles. La abundancia de signos celestiales y demás elementos milagrosos o «maravillosos» atestigua esta fuerte creencia popular. Los monjes redactores que, a toro pasado, reflexionan con una perspectiva eclesiástica sobre el sentido de la expedición, intentan a continuación subestimar o criticar esta dimensión para atenuar el carácter subversivo de este tipo de cruzada. Insisten, por el contrario, en el papel principal del Papa en el concilio de Clermont, a menudo dejado en la sombra por los más antiguos cronistas, más empeñados por su parte en presentar la cruzada como acción de Dios por los suyos que en atribuir su origen y todo el mérito al papado. 2. La empresa tiene como misión liberar la «Iglesia de Dios». Esta expresión (ecclesia Dei), puesta de relieve en el canon 2 del concilio de Clermont, designa el conjunto de las poblaciones cristianas que, tras la conquista musulmana del siglo VII –pero más en particular tras las victorias obtenidas desde 1070 por los
turcos seljúcidas sobre los ejércitos bizantinos en Siria del Norte y Capadocia–, viven bajo el dominio musulmán, en una real y notable tolerancia, aunque limitada y mal llevada a pesar de todo. Esta liberación es percibida por los eclesiásticos como algo natural, inscrito en el plan divino. Adopta la forma de una reconquista militar que comenzó hace ya mucho tiempo en Occidente y se ha amplificado y extendido desde entonces, con altibajos, en España, en Italia del Sur y en las islas del Mediterráneo occidental. En Occidente, esta reconquista militar es dirigida por los poderes laicos por motivos esencialmente materiales. En España, sus artífices son los reyes y príncipes españoles del norte que la emprenden por su propia cuenta, a menudo como rivales, deseosos de ampliar así sus territorios en detrimento de los reyes de taifas, herederos del desmembramiento del antiguo califato omeya. El papado alienta esa reconquista e impulsa a los cristianos de «más allá de los Pirineos» a tomar parte en ella por razones políticas y religiosas a la vez. Razones religiosas, porque las victorias de los reyes católicos le dan la ocasión de imponer en los territorios reconquistados la autoridad y la liturgia romanas, lo que fortalece el centralismo de la Iglesia. Razones políticas, porque la Santa Sede reivindica la propiedad (en nombre de la falsa donación de Constantino, por ejemplo) o, por lo menos, la «soberanía» de esos territorios reconquistados, como muestran las numerosísimas cartas pontificias ya citadas y referentes a la reconquista en España, en Córcega, en Sicilia y en Cerdeña. Este doble interés pontificio, unido a la natural solidaridad de los cristianos, contribuye mucho a la sacralización de la guerra librada en Occidente contra los musulmanes, que ocupan «indebidamente» estos territorios cristianos. Esta sacralización tiene también una doble dimensión: la primera procede de la «dignidad», de la «santidad» incluso, de la causa defendida, es decir, aquí, la de la Iglesia (asamblea de los fieles en el antiguo sentido del término), de la Iglesia romana institucional, de su clero y de sus sacramentos, pero también de sus establecimientos eclesiásticos, iglesias o monasterios, dedicados a los santos patronos que, teóricamente, los poseen, los santifican y los defienden. Quienes los atacan para saquearlos (normandos o sarracenos, bandidos diversos) o para disputarles o expoliar tierras y bienes (señores de la vecindad, herederos de antiguos donatarios, etcétera) desafían también a sus santos patronos. Se colocan por sí mismos en el bando de los adversarios de la Iglesia, de los santos y de Dios. La segunda dimensión es resultado de la primera. Es, por así decirlo, el
reverso de la medalla. Estando la Iglesia en el campo del bien y de Dios, sus adversarios se alinean necesariamente en el campo del mal, el del diablo. La diabolización del adversario contribuye mucho a la sacralización del combate que se libra contra ellos. La noción de guerra santa, ajena por completo a la religión cristiana de los orígenes, se forma así, de forma gradual, en los escritos eclesiásticos. Llega a su punto culminante cuando se han reunido ya las dos dimensiones mencionadas: máxima valorización de la causa defendida; máxima diabolización del adversario. Así sucede a mediados del siglo IX, cuando los sarracenos, dueños ya desde hace un siglo de España y de la mayoría de las islas del Mediterráneo, atacan y saquean la ciudad de Roma, los territorios de la Santa Sede y sus lugares santos. En nombre de san Pedro, patrón de la Iglesia romana, el Papa apela a guerreros cristianos del Imperio romano germánico de Occidente, reconstituido ficticiamente, hacía poco, en la coronación de Carlomagno por el Papa en 800. El emperador es en efecto el defensor natural de Roma, y el Papa se dirige con toda naturalidad a los guerreros del Imperio de los que depende para luchar contra esos invasores asimilados a los paganos; les promete recompensas espirituales. La guerra contra los musulmanes invasores así «paganizados» no es ya sólo sacralizada, se convierte en «guerra santa», es decir santificante, puesto que aporta a quienes pierden en ella la vida un aumento de santidad. Pueden datarse en esa época los primeros indicios de aparición de la noción de guerra santa en la doctrina católica de Occidente. Se une en esa fecha, aunque con dos siglos de retraso sobre ella, con la noción paralela de yihad en la doctrina musulmana. Los cristianos muertos en un combate librado contra los musulmanes se consideran así mártires. La equiparación de los musulmanes a los paganos perseguidores de la Antigüedad cristiana favoreció mucho la aparición y el desarrollo de esta doctrina, que se extiende por la cristiandad occidental en el siglo XI. Esta noción de guerra santa es privativa de la Iglesia católica en Occidente. A pesar de algunos intentos en esta dirección, nunca fue admitida en las Iglesias cristianas de Oriente. Por esta razón, la idea de cruzada tal como es generalmente percibida sólo podía nacer en el seno de la cristiandad católica romana occidental. 3. Liberación de los hermanos cristianos de Oriente. Según el canon 2 del concilio de Clermont, la expedición predicada en él tenía como objetivo liberar
la «Iglesia de Dios» que, en Oriente, «vegetaba» y sufría bajo el dominio musulmán. La prédica del Papa, sus cartas y sus discursos apelan, pues, de forma espontánea a la solidaridad de los fieles de Occidente con aquellos cristianos de Oriente considerados «oprimidos». Se advierte, sin embargo, tanto en los escritos pontificios como en los textos referentes a la cruzada, una reticencia bastante notoria ante la idea de una plena solidaridad cristiana entre cristianos católicos y orientales. A pesar de que enarbolan una misma referencia a un Salvador común, a una creencia compartida, a una «fraternidad» de fe, ambos mundos, el de Oriente y Occidente, se han separado desde hace tanto tiempo que las divergencias en materia de lengua, de cultura, de nivel social y, más aún, de «mentalidades», han creado barreras de incomprensiones mutuas. Puede afirmarse sin riesgo a equivocarnos que una llamada a los cristianos de Occidente incitándolos a ir a combatir bajo los estandartes imperiales de Alejo I para ayudarlo a reconquistar Nicea o Anatolia habría tenido un efecto muy restringido. Por lo demás, muy probablemente eso era lo que suponía también el basileus en su solicitud de Piacenza. No tenemos razón alguna para pensar que esa llamada a ir a enfrentarse con los musulmanes en Anatolia habría tenido más éxito que las incitaciones papales a ir a rechazar a los musulmanes en España. Hasta aquella fecha, esas peticiones de ayuda habían obtenido reacciones muy modestas. Aun así, la liberación de los territorios occidentales invadidos por los musulmanes habría podido resultar más atractiva que la de unos lejanos territorios orientales: la solidaridad cristiana era ahí más fuerte, mayor la proximidad cultural y geográfica, más limitados los riesgos, más atractivas las perspectivas materiales de instalación y enriquecimiento. Como hemos visto, los historiadores pluralistas añaden incluso que las recompensas espirituales prometidas por la Iglesia eran ahí equivalentes desde siempre, lo que acrecentaba más aún la desproporción de las ventajas. Ahora bien, esa llamada a liberar el lejano Oriente cristiano obtuvo un éxito incomparable, nunca visto hasta entonces. Este mismo triunfo es el que funda el nuevo concepto de cruzada. La solidaridad cristiana con los hermanos de Oriente, equiparable a la que podía sentirse con los de España, Sicilia o «Túnez», no puede explicarlo en caso alguno. Las cartas de los primeros cruzados, redactadas durante la expedición, en algunas ocasiones permiten entrever una fascinación real por Constantinopla, por el poder imperial, las ostentosas riquezas y generosidad del emperador Alejo I. Así ocurre, sobre todo,
con Esteban de Blois, y mucho menos con Anselmo de Ribemont,1 pero se advierte que esta admiración muy pronto se convierte en desconfianza, en rencor incluso, tras la toma de Nicea, entregada al emperador en 1097 con gran enojo de los cruzados, que habían llevado a cabo el asedio sin obtener los beneficios correspondientes. En cambio, esas cartas apenas dejan constancia de la solidaridad con los cristianos de Oriente.2 En las crónicas de la primera cruzada, excepto en el caso de Alberto de Aix, esta simpatía no aparece. Los armenios y los sirios, por ejemplo, son a menudo acusados de hacer que suban de modo excesivo los precios de las vituallas que proporcionan a los cruzados; se los acusa también de hacer un doble juego y servir de espías a los musulmanes. Son incluso denunciados, ya lo hemos visto, como «herejes», en compañía de los griegos, en la carta redactada por los jefes cruzados tras la toma de Antioquía. La creación de obispados latinos y la elección de un patriarca latino de Jerusalén, durante la expedición, expresa la necesidad de autoridades religiosas latinas debida al gran número de católicos en el ejército de los cruzados, pero también cierta desconfianza hacia el clero oriental y una voluntad de hacer que triunfe la Iglesia romana.3 Todo esto muestra muy claramente que la solidaridad cristiana con los hermanos de Oriente desempeñó un papel débil en la movilización de los cruzados. Éstos, en cambio, fueron mucho más sensibles a la evocación de las molestias, las exacciones y las supuestas persecuciones de los peregrinos occidentales que se dirigían al Santo Sepulcro de Jerusalén, en una época en que la peregrinación se había convertido en una de las principales dimensiones de la espiritualidad occidental. Los discursos movilizadores insisten en esta dimensión y varios cronistas afirman que el Papa, al evocarlos de modo especialmente dramático, afirmaba haber recibido sus alarmistas informaciones de peregrinos que, regresados a Occidente, estaban presentes en Clermont y podían atestiguarlo. También Pedro el Ermitaño afirmaba haber constatado estos atentados contra los peregrinos y los Lugares Santos durante su propia peregrinación a Jerusalén. La «liberación de la Iglesia de Oriente» se concretaba, para los cruzados, en la liberación de los Lugares Santos y en el hecho de hacer más seguros los caminos de peregrinación que a ellos llevaban. De esta seguridad, pensaban, no podía encargarse el Imperio bizantino, al menos en las partes caídas ya en manos de los musulmanes, lo que hacía necesaria, según los
cruzados, una intervención de los occidentales. Pero tampoco existía en el propio Imperio bizantino; a este respecto, varias fuentes acusan al emperador de no haber velado como convenía por la seguridad de los «peregrinos», y de haber dejado que los molestaran. En una carta remitida en junio o julio de 1098 a todos los cristianos de Occidente, por Bohemundo y los príncipes cruzados, epístola recibida por el obispo Hugo de Grenoble, los firmantes explican que en mayo de aquel mismo año acababa de producirse un acuerdo entre los jefes cruzados y Alejo I a este respecto. El emperador se comprometía por juramento a procurar que ninguno de los «peregrinos del Santo Sepulcro» fuera en el futuro molestado, y castigaba con la muerte a los responsables. 4 Esta carta refleja perfectamente la tensión que en aquella fecha existía entre el emperador y los cruzados, siempre que la expresión «peregrinos del Santo Sepulcro» se refiera a éstos, como parece ser. 4. Libertad de la Iglesia y unión de las Iglesias. Las incomprensiones recíprocas entre cristianos de Oriente y de Occidente, unidas a la concepción monárquica y centralizada de la Iglesia romana, desempeñaron sin duda alguna un papel en la concepción de la cruzada por el papado. En vez de una ayuda militar limitada a enviar unos centenares o miles de caballeros mercenarios, como deseaba realmente Alejo, el Papa promulgó en todo el Occidente cristiano, ante reyes y príncipes, una especie de movilización general de la caballería cristiana. Es muy plausible, si no probable, que pudiera esperar de ello la realización de la unión de las Iglesias tal como por aquel entonces (y también a continuación) era interpretada por Roma: una asociación de todas las Iglesias cristianas en la obediencia pontificia. Esta amalgama habría podido ser facilitada por una victoria conjunta de las fuerzas occidentales y bizantinas. Las numerosas diferencias que, desde su llegada al Imperio bizantino, enfrentan a los cruzados con el emperador, más tarde las desilusiones y los rencores que siguen a la rendición de Nicea a Alejo I y, más aún, la ruptura producida con respecto a Antioquía ponen fin, provisionalmente al menos, a esa esperanza de unión «pacífica» de las Iglesias. Es muy probable que un Papa tan sagaz como Urbano II hubiese previsto también la eventualidad de semejante desacuerdo ya en la época de Clermont o poco después. En ese caso, la propia importancia de los contingentes cristianos occidentales habría permitido a los cruzados, con la ayuda de Dios, claro,
establecer en Oriente unos Estados latinos de ultramar, al menos en las partes del Imperio que, más allá de Antioquía, caídas desde el siglo VII en manos de los musulmanes, no serían sin duda reivindicadas por el emperador. Eso sucedió, en efecto, por lo que se refiere al reino de Jerusalén. Por todas estas razones, la «liberación de la Iglesia de Oriente» sólo podía comprenderse, en la línea de la política pontificia, en el marco de una reconquista llevada a cabo por los cruzados, con la ayuda de los soldados del Imperio, de los territorios antaño cristianos, de Constantinopla a Jerusalén. Se comprende entonces por qué el canon 2 de Clermont menciona específicamente ambos objetivos conjuntos, tan necesarios y verídicos el uno como el otro. Se comprende también por qué el conflicto a causa de Antioquía llevó, del lado cristiano, y en especial a causa de la hábil propaganda de Bohemundo, a la acentuación de la ruptura entre Roma y Constantinopla. Esta ruptura se perpetuaría, a pesar de los esfuerzos de los unos y los otros, durante todas las cruzadas siguientes, desde 1107 en la «cruzada» de Bohemundo contra Alejo I, hasta el saqueo de Constantinopla por los cruzados en 1204-1205, y más allá incluso. Se comprende también (y tal vez sea más importante) por qué esta ruptura, al crear los Estados latinos de ultramar, los convierte en una especie de islotes «extranjeros» tan mal aceptados por el mundo musulmán circundante en tanto que no se perciben desde entonces como el resultado de una reconquista bizantina «banal», como hubo tantas, sino como la implantación considerada «contranatural» de entidades latinas, de carácter «colonial», por así decirlo, antes de tiempo. Ese rasgo particular de los Estados latinos crea por consiguiente una especie de obligación moral por parte de la cristiandad occidental, la única concernida y capaz entonces de asegurar la perennidad de esos Estados, una perpetuación que se hace necesaria por el mero prestigio moral y religioso de Jerusalén, designado desde su origen como el objetivo que la expedición debe alcanzar. 5. La campaña tiene como objetivo Jerusalén. No cabe duda, en efecto, de que sin la explícita mención de Jerusalén la expedición nunca habría visto la luz, al menos con amplitud suficiente para crear el «fenómeno cruzada» que se estudia en estas páginas. Podemos suponer que el propio Papa añadió ese tema movilizador para asegurar el éxito del reclutamiento. Es una hipótesis que no puede verificarse, una pura especulación que, por lo demás, en nada modifica la problemática. Lo
importante es el hecho de que, desde el origen de la prédica papal, Jerusalén fue propuesta como destino final de la campaña de «liberación» ofrecida a los cruzados. Asimismo, en definitiva importa poco que Jerusalén sea el objetivo de la campaña militar o sólo el término postrero que marca su consumación. Éste es un punto que divide a los historiadores y que puede presentar un gran interés por lo que se refiere a las intenciones profundas del papado. Pero tanto en el primer caso como en el segundo, la expedición proyectada no dejaba de plantear los caracteres constitutivos del fenómeno cruzada. Sea como sea, Jerusalén es mencionada como el objetivo que debe alcanzarse y esta mención, evidentemente, no es baladí. Para los participantes, Jerusalén no es sólo el destino simbólico de una operación de reconquista como las demás, comparable a los «hacia París» o «dirección Berlín» de las inscripciones optimistas en los trenes de soldados alemanes y franceses tanto de la Primera como de la Segunda Guerra Mundial. Jerusalén tiene, tanto para los fieles como para los cruzados, considerables resonancias culturales, religiosas y místicas. Son muy importantes a la vez en la predicación, en la propaganda de cruzada, en los motivos de los cruzados y en la propia naturaleza de la empresa. Jerusalén es también el destino de la expedición iniciada por Pedro el Ermitaño y los predicadores «inspirados». Ese eminentísimo valor vinculado a la Ciudad Santa explica la omnipresencia de la palabra «Jerusalén» en los títulos de las crónicas, en su texto, en los relatos de las predicaciones papales en Francia, en las misivas de los cruzados y en sus cartas de partida. No podemos subestimar el peso de esta constatación. 6. La expedición proyectada se prescribe «en remisión de los pecados». Tanto en el canon 2 de Clermont como en las cartas del Papa o en sus predicaciones, la cruzada se equipara, con ciertas condiciones, a una penitencia. Cumple en este caso una función expiatoria que asegura al pecador arrepentido el perdón de sus pecados confesados con antelación. En tal sentido, es equiparable a la peregrinación, que tiene la misma función. La peregrinación a los Lugares Santos de Jerusalén es entonces en general prescrita por la Iglesia como penitencia por pecados particularmente graves. «La indulgencia de cruzada» proclamada en Clermont sería por lo tanto equiparable a una «indulgencia de peregrinación» a los Lugares Santos. Una indulgencia plenaria en el antiguo
sentido del término: la expedición guerrera sería aquí por entero recibida como penitencia, como lo habría sido una peregrinación emprendida por las mismas razones de piedad. No es la primera vez, como subrayan algunos historiadores pluralistas, que el Papa se habría atribuido, en nombre del poder conferido a san Pedro, el derecho de proclamar semejante indulgencia para una operación de tipo militar que nada tenía que ver con una peregrinación. Así sucedió, en efecto, con respecto a la restauración de Tarragona, unos años antes de la primera cruzada. También los príncipes españoles que se comprometieron a restaurar la ciudad y su obispado vieron que sus pecados les eran perdonados como si hubieran llevado a cabo una peregrinación penitencial. Esos escasísimos ejemplos, sin embargo, no tienen la fuerza convincente que quisieran atribuirles los historiadores pluralistas. Son casos raros y de interpretación discutible. No tienen peso alguno ante la dimensión del fenómeno de cruzada de 1095. Esta vez no se trata sólo de obtener el perdón de los pecados confesados, como si se llevara a cabo una peregrinación. Pues la cruzada, por su proclamado destino final, es verdaderamente una peregrinación. La liberación de la Iglesia de Oriente, tanto para los cruzados como para los cronistas, los redactores de las cartas, los testigos de los discursos del Papa o los predicadores «inspirados», pasa entonces a un segundo plano. La Iglesia de Oriente se confunde para ellos con la Iglesia de Jerusalén, y ésta con sus iglesias, sus Lugares Santos, su Santo Sepulcro, lugar privilegiado de la peregrinación que es también su marcha salpicada de combates. Aunque en su origen la cruzada no fuera predicada como una «peregrinación armada», se convirtió en ello por su propio destino. Y es este destino el que da a la «indulgencia de cruzada» su valor y su coherencia. La hace creíble y le quita cualquier valor de arbitrariedad. Ésta es la razón por la que, en Antioquía, la masa de los cruzados, exasperados por el inmovilismo de sus jefes, empantanados en sus conflictos y negociaciones políticas contradictorias, acaban obligándolos, por la fuerza del número y por su presión moral, a proseguir la marcha, a ponerse de nuevo en camino hacia Jerusalén, a liberar el Santo Sepulcro y a «purificarlo» de las «mancillas» que le había infligido, piensan, la dominación musulmana. 7. La cruzada es una guerra de liberación «santísima». La expedición propuesta tiene como función enunciada la liberación de la Iglesia de Dios. Se han
subrayado ya los distintos significados y connotaciones que podía tener esta expresión en el pensamiento del Papa, en el de los cronistas y en el de algunos efes cruzados. ¿Cuál era para los participantes «de base»? Podemos esperar saberlo por los temas abordados en las prédicas y por las reacciones de esos participantes. Para todos, tanto para el Papa como para los cruzados, la liberación de la Iglesia pasa por la reconquista de los territorios ocupados por los musulmanes. Como las operaciones de reconquista ya emprendidas en Occidente, en España, en las islas, en Italia del Sur y en Sicilia, la reconquista en Oriente es una «guerra santa» que, por ello, podía procurar a quienes perdieran la vida en ella la recompensa de las palmas del martirio. Eso fue afirmado hace mucho tiempo ya por los papas acerca de quienes murieran para proteger de los asaltos de los sarracenos la Santa Sede, sus iglesias y sus tumbas de los santos mártires. Parece difícil que pudiera ser de otro modo para los cruzados que acabaran pereciendo al intentar arrebatar a los musulmanes, turcos, agarenos o sarracenos, el Santo Sepulcro del Salvador. También aquí es Jerusalén la que introduce, en la erarquía de la santidad de las acciones de reconquista, un indiscutible salto cualitativo. Si se admite que la reconquista en España puede calificarse de guerra santa (y eso es indiscutible en el pensamiento eclesiástico a partir de Gregorio VII), con mucha más razón puede serlo la que tiene como misión desposeer a los musulmanes de la cuna del cristianismo. Podemos hablar a ese respecto de guerra «santísima». El salto cualitativo puesto aquí de relieve se expresa de otros varios modos: en Occidente, el Papa llama a los fieles de san Pedro para que retomen a los musulmanes los territorios que, antaño cristianos, fueron invadidos y así (de acuerdo con la doctrina política pontificia plasmada en la falsa donación de Constantino) escaparon a la justa propiedad y jurisdicción de la Santa Sede. Por la reconquista de los territorios orientales, es Cristo, el propio Dios quien, tanto a través del Papa como de Pedro el Ermitaño y los «inspirados», llama a todos sus hijos, a los que redimió con su muerte y su resurrección, para que vayan a liberar de manos impías su «heredad», el lugar de su pasión, su tumba vacía. En Antioquía, ya lo hemos visto, los cruzados piden a los turcos que se retiren de ese territorio, que es la «heredad de san Pedro». En Jerusalén, se pasa a un grado superior de sacralidad, puesto que se trata de la «heredad de Cristo». Tanto en el nivel de la peregrinación como en el de la liberación de la Iglesia, la cruzada oriental, debido al objetivo que pretende alcanzar, reviste un
carácter de sacralidad sin precedentes. Ese carácter está evidentemente vinculado a la propia naturaleza de Jerusalén y a sus dimensiones religiosas. Le es indisociable y no podría extrapolarse a otra parte. 8. La cruzada cumple el plan profético de Dios. La cruzada tiene también, debido a Jerusalén, un carácter profético y, más aún, escatológico que no puede tener ninguna otra expedición, por muy sacralizada que sea por declaración eclesiástica. A pesar de los esfuerzos de «espiritualización» de la escuela agustiniana, los cristianos de la Edad Media (menos sin duda que los de la Antigüedad, pero mucho más que los de las épocas moderna y contemporánea) siguen convencidos de que Dios dirige la Historia y de que ésta tiene sentido. Contrariamente al pensamiento grecorromano, que tiene de la Historia una concepción cíclica, en el pensamiento judeocristiano la Historia Sagrada es lineal. El mundo tuvo un comienzo y tendrá un final. Las profecías bíblicas (y también extrabíblicas) dan del avance de la Historia hacia su término, el final de los tiempos, signos que, al realizarse en la Historia, permiten a los creyentes seguir la marcha del tiempo y situarse a sí mismos en el plan de Dios. Esta Historia Sagrada converge hacia su objetivo: el establecimiento final del reino de Dios, la victoria del Bien sobre el Mal, de Dios sobre el diablo, de Cristo sobre el Anticristo. Todos los fieles de esa época saben, aunque sólo sea confusamente, que al acercarse el fin de los tiempos aparecerá un perseguidor de la verdadera fe, el Anticristo, que establecerá en Jerusalén un poder mundial e intentará hacerse adorar como un Dios en el templo de Jerusalén, antes de ser vencido por Cristo cuando regrese. Otras profecías anuncian que este Anticristo sólo aparecerá al final del Imperio romano, que subsiste aún, según se cree, en Oriente e incluso en Occidente. Una de las más extendidas, procedente del Pseudo-Método pero relevada en Occidente por algunas traducciones latinas, afirma que el islam debe ser la última potencia universal vencida por el último emperador, rey de los griegos y los romanos, que rechazará a los árabes hasta sus desiertos y entregará su poder en Jerusalén (en el monte Calvario) a Cristo, que habrá regresado por fin para vencer al Anticristo y establecer definitivamente el reino de Dios. Estas profecías son más precisas y tal vez menos conocidas que el esquema general esbozado antes, pero los eclesiásticos no las ignoran y sus prédicas y sus escritos hablan de ellas. El tema del fin del mundo no deja indiferentes a las masas
populares. Se advierte todavía hoy, incluso en una Francia que se quiere racional y ha perdido la mayoría de sus referentes religiosos. Hoy la perspectiva del fin del mundo no es ya religiosa, sino ecológica. No es ya del orden de la fe, sino de la credulidad. A finales del siglo XI, en una sociedad impregnada de religiosidad, estas profecías, bíblicas o no, conformes o no con la doctrina recibida, dirigen todas, sin excepción alguna, los ojos de los creyentes hacia Jerusalén, donde un día debe aparecer el Anticristo para ser vencido del modo definitivo, allí, por Cristo. Esta dimensión escatológica, presente también en todas las cruzadas suscitadas para la protección o la liberación de Tierra Santa, es evidentemente indisociable de Jerusalén. 9. La cruzada inicial acumula múltiples dimensiones. Para los cristianos de aquel tiempo, éstas la convierten, a la vez en una guerra «santísima», una peregrinación prestigiosa, un acto penitencial, una obra de piedad y de amor fraterno, un servicio de vasallaje hacia Cristo Rey, una realización profética, una consumación necesaria destinada a permitir la próxima realización del plan de Dios, etcétera. Cualquiera de estas dimensiones presentes en la cruzada puede, es cierto, encontrarse en empresas destinadas, por ejemplo, a conquistar nuevos territorios de los paganos de Lituania, a cristianizar Prusia o a exterminar a los cátaros del Languedoc o a los valdenses del Piamonte. La mayor parte de las veces, los únicos rasgos comunes de estas expediciones con la verdadera cruzada iniciada en Clermont son las declaraciones pontificias que, por necesidades de la política de la Santa Sede, concedieron a quienes tomaran parte en ellas los mismos privilegios que fueron atribuidos a los primeros cruzados por el papa Urbano II. Para incitar a los guerreros a librar por iniciativa del papado otros combates contra sus adversarios musulmanes, paganos, herejes o rivales políticos de toda suerte, el papado extendió los privilegios de la cruzada predicada por Urbano II (para la liberación, hasta Jerusalén, de los cristianos de Oriente) a otros teatros de operaciones, incluso si los rasgos fundamentales de la expedición inicial no se reunían ya. Ahora bien, son precisamente estos rasgos los que permitían el paso de una guerra santa a una cruzada, guerra «santísima» por su destino, y que la convertían también en una peregrinación, en sus diversos sentidos (penitenciales u otros). El historiador no confesional no está obligado a admitir esa ampliación del
sentido del término o el concepto. Puesto que las causas que sacralizaban la primera empresa (casi todas vinculadas a Jerusalén) no estaban ya presentes, nada permitía transferir esta sacralidad a otros teatros de operaciones, contra otros adversarios, por objetivos diversos y discutibles. Nada salvo la afirmación de este postulado contra el que este libro intenta rebelarse y que consiste en decir: una cruzada es una operación militar predicada como tal por el papado y acompañada por él de una indulgencia. 10. ¿La cruzada, operación militar predicada por el Papa por la remisión de los pecados? Ni siquiera es seguro, por lo demás, que las tres dimensiones que acaban de mencionarse estén presentes en la cruzada inicial, ni que sean necesarias en las cruzadas siguientes. La cruzada fue indiscutiblemente predicada por el Papa como una operación militar. Urbano II se dirigió a los guerreros, sobre todo a los caballeros, e incluso prohibió a los clérigos, a los monjes, a los enfermos y a los no aptos para el combate tomar parte en ella. Con ello intenta disociar la cruzada de una peregrinación ordinaria. Sabemos sin embargo que fueron numerosos los monjes, los clérigos, las mujeres y los «débiles», los niños incluso, que participaron en ella para ir a liberar la tumba de Cristo. Eran sin duda más numerosos en las filas de la «cruzada popular» que en los ejércitos de los barones promovidos por el Papa. Aun así, sería muy azaroso creer que esos ejércitos principescos no los incluían. Esos «inermes», esos pobres, querían participar también en la liberación de Jerusalén (mucho más que en la de la Iglesia de Oriente) y podían esperar que Dios, que los llamaba a ese acto de fe, actuaría para ellos y por ellos tanto como para la fuerza armada de los príncipes y los caballeros. La Historia Sagrada abunda en ejemplos de este tipo. El mismo carácter de fe ingenua e irrealista se encuentra en las expediciones denominadas, tal vez de forma errónea, las «cruzadas de los niños» (en 1212), o la de los pastorcillos (en 1251 y luego en 1320). También ellos, esos humildes, esos zagales, esos pastorcillos se afirman llamados por Dios a realizar el viaje a Jerusalén para obtener, por la fe, la liberación que no pudieron conseguir los ejércitos de los príncipes, a los que consideran corruptos, y que, por sus pecados y la búsqueda de sus intereses materiales, se ganaron la reprobación divina, causa de su fracaso. También ellos cuentan con el milagro divino que supla su incapacidad guerrera. Como los esclavos hebreos de la Biblia abandonando Egipto conducidos por Moisés, esperan y creen que las aguas del Mediterráneo
se abrirán ante su jefe y que Dios les hará recobrar Jerusalén. También ellos, incluso sin armas caballerescas, provistos sólo de la cruz, llevan a cabo la «santa peregrinación» destinada a liberar el Santo Sepulcro y la Santa Cruz. Estas cruzadas tienen también una dimensión escatológica innegable. No tenemos razón alguna para no incluir su iniciativa entre las verdaderas cruzadas con el argumento de que la Iglesia institucional, en la que primero esperaron, los rechazara finalmente (y los excluyera, claro está, de la indulgencia pontificia) a causa del carácter subversivo de su empresa. Los historiadores pluralistas adoptan el mismo punto de vista y lo justifican «diabolizando» esos movimientos llamados anárquicos, desordenados, opuestos a cualquier autoridad, etcétera, por el hecho de haber sido repudiados por la Iglesia institucional. La Iglesia católica quería, y siguió queriendo a continuación, conservar el dominio de la cruzada tanto como su definición. A la inversa, no vemos cómo la campaña contra los albigenses, a la que Inocencio III concedió muy oficialmente los mismos privilegios que Urbano II otorgaba a los primeros cruzados, puede ser considerada también como una cruzada equiparable a la predicada en 1095. En Clermont, por ejemplo, la indulgencia de cruzada era concedida con una condición expresa: los cruzados debían emprender la expedición sólo por piedad, sin intención de obtener riquezas o gloria. En 1108, por el contrario, Inocencio III entrega los bienes de los herejes albigenses a quienes los tomen tras haberlos vencido. Hay ahí una contradicción radical que debería turbar a los pluralistas. En resumen, advertimos que el papado, ante el éxito de la cruzada y el peligro de ver a los guerreros abandonando los otros terrenos de combate contra los «infieles» y los paganos, extendió muy pronto los privilegios de cruzada a ciertas guerras santas que predicaba. La mayoría de los historiadores las llama también cruzadas sólo por esta razón. Todo lo que el historiador no confesional puede afirmar es que son guerras que fueron equiparadas a una cruzada por razones de eficacia y de propaganda. Sólo son denominadas cruzadas a consecuencia de la captación del concepto por la Santa Sede. Se trata en realidad de una especie de reinyección destinada a moralizar y sacralizar como «cruzada» unas empresas pontificias que no tienen ninguna de sus dimensiones, a excepción de las indulgencias que así se les atribuyen.
Epílogo Para una percepción evolucionista de la cruzada
¿Qué es una cruzada? ¿Puede definirse este concepto de modo simple? La diversidad de opiniones emitidas a este respecto, recordada en los tres primeros capítulos de este libro, muestra con creces la dificultad y la precariedad de semejante empresa. La razón de ello es doble. Por una parte, las definiciones propuestas por los historiadores difieren según su época, sus preocupaciones y su trasfondo ideológico y religioso; por la otra, el objeto de estudio escapa a cualquier intento de definición simple justo a causa de su complejidad y de las fluctuaciones de sentido que reviste según las épocas consideradas. Todos los historiadores están hoy de acuerdo en que la cruzada no brota de la nada. Es producto de una evolución de las ideas que, en el Occidente cristiano, ustificó poco a poco y sacralizó luego algunas guerras y, precisamente por ello, valorizó desde el punto de vista moral y espiritual a quienes las libraban. Esta advertencia da lugar a otras preguntas. ¿En qué difiere la cruzada de una guerra santa o una guerra sacralizada, de una guerra justa incluso? ¿En qué lugar hay que situar ese concepto en el esquema representativo de la evolución de las ideas referentes a la guerra en Occidente? Otra dificultad del estudio: la palabra «cruzada» ya no sólo designa fenómenos históricos reales y concretos cuyos diversos aspectos pueden estudiar los historiadores con algunas posibilidades de estar de acuerdo en lo esencial. El tema tratado en estas páginas no es el estudio de una u otra de las cruzadas o de las guerras sacralizadas sino, en efecto, el de los conceptos que se traducen por los términos de «guerra santa» y de «cruzada». Ahora bien, estos conceptos son
ambiguos, y resulta ilusorio, creo, esperar deshacerse del problema poniendo sencillamente esos términos entre comillas, cómodo procedimiento que expresa tan sólo nuestra turbación ante nociones cuyos contornos se nos escapan. Se impone una primera observación: la idea de cruzada (y más aún el término que lo designa) en modo alguno puede aparecer antes del propio fenómeno. La palabra nace del concepto, y éste toma forma sólo cuando el fenómeno que lo origina ha alcanzado en el pensamiento común consistencia y amplitud bastantes como para exigir el empleo de una terminología particular. Resulta vano, pues, como hemos advertido, contar con el vocabulario para proporcionarnos indicaciones precisas sobre el nacimiento de esta idea. Así, la expresión «guerra santa» aparece por primera vez, que yo sepa al menos, en Guiberto de Nogent, mucho después de que esta noción se hubiera impuesto a los espíritus, y precisamente cuando se transforma en cruzada, concepción que supera la de guerra santa. Del mismo modo, el término «cruzada» nace y se impone sólo durante el siglo XIII, precedido por el término «cruzarse» (crozaverese) durante el siglo XII, antecedido a su vez por «cruzado» (crucesignatus) en la primera mitad de este siglo y, probablemente, poco después de la primera expedición. Estos términos son creados cuando el concepto está ya bien emplazado; su uso se generaliza en la época en que el fenómeno que origina el concepto y su término genérico están, a su vez, en vías de desaparición. Es inútil, pues, deducir de la ausencia de los términos la inexistencia de los conceptos que designan. Esta distancia cronológica entre el fenómeno original, su concepto y su denominación específica tiene como consecuencia que cualquier definición demasiado unívoca de la guerra santa y, en menor medida, de la cruzada, sería a la vez especiosa, anacrónica y peligrosamente reductora. Sin embargo, a pesar de estas reservas, el uso y la definición de un concepto resultan indispensables para el historiador. A condición, no obstante, de no dar de él una formulación demasiado rígida o dogmática, sobre todo si ésta se basa en los rasgos definitivos que el concepto ha terminado adaptando en el curso de su evolución o, incluso, al final de ésta. Eso supondría caer en la temible trampa del anacronismo o, peor aún, en la del confesionalismo. ***
Abogo pues, aquí, por una formulación evolutiva, evolucionista incluso, de la noción de guerra santa. Me explicaré: si se me permite esa osada comparación, diría de buena gana que el proceso de hominización estudiado y descrito por los teóricos de la evolución de las especies puede, mutatis mutandis, servir eficazmente de modelo conceptual para los historiadores de las mentalidades y las ideologías. Unos y otros estudian fenómenos de larga duración (¡sin común medida, claro está!) que no podemos esperar comprender y «definir» a partir de conceptos preestablecidos y de definiciones dogmáticas hechas a toro pasado por los especialistas, al final de la evolución. Esta evolución actúa por medio de rupturas en el seno de una «continuidad». Ambos elementos son indisociables e indispensables. El factor de continuidad induce los rasgos de permanencia que fundamentan un linaje (el de los homínidos, por ejemplo), mientras que el factor evolutivo (mutaciones) introduce en el linaje rasgos nuevos que, añadidos a los precedentes, fundan tipos nuevos, que desemboca en el Homo llamado sapiens sapiens. Lo mismo ocurre, a mi entender, con el linaje ideológico que desemboca en la noción de cruzada, a su vez procedente de la de guerra santa (que le es anterior). También es el resultado de una evolución de la que es preciso considerar, a la vez, sus rasgos permanentes y los rasgos innovadores introducidos por una especie de «mutaciones ideológicas» que modifican el modelo anterior y crean un concepto nuevo. Por lo que se refiere al «linaje evolutivo» que en el Occidente cristiano desemboca en la noción de cruzada, podemos poner de relieve varias fases sucesivas que no siempre dieron lugar a definiciones conceptuales precisas, y que me limitaré a esquematizar del modo siguiente (véase esquema 1, a continuación).
Esquema 1
–La fase A es la de la «condena» de la violencia armada y de la guerra (en líneas generales, los tres primeros siglos de la Iglesia). Se expresa muy claramente en varios textos, entre ellos los de Orígenes, Tertuliano e Hipólito de Roma. Para ellos, la participación de un cristiano en una guerra o en una acción violenta que produzca la muerte de un ser humano es impensable. Como es lógico, hay que excluir del concepto el combate puramente espiritual del cristiano contra las «fuerzas del mal», concebidas también como espirituales. Se trata aquí, es evidente, de una actitud pacifista, de una resistencia moral estricta a las tentaciones y solicitudes mundanas, a pesar del vocabulario muy militar empleado ya por san Pablo, en especial en su Epístola a los Efesios. No puede argüirse, pues, el uso original de los términos bellum Dei, bellum sanctum o de las alusiones al uso de las armas de la fe en el combate contra el mal librado por los milites Dei o milites Christi para insertar esta noción, eminentemente espiritual y pacifista, en la noción de guerra santa que, por el contrario, postula el uso de las armas materiales. Semejantes locuciones no pueden en modo alguno ser consideradas como la expresión «en germen» de la ulterior actitud de la Iglesia con respecto a la guerra. Atestiguan por el contrario la revolución
doctrinal llevada a cabo durante el primer milenio, que, jugando con las palabras utilizadas en las expresiones metafóricas, permitió insertar el uso de la violencia armada en el combate de única naturaleza espiritual librado por los cristianos de los primeros tiempos.1 Este rechazo de la violencia (y con más razón aún de la noción de guerra, ya sea lícita, moral o santa) es manifiesto en la mayoría de los escritos de los tres primeros siglos. Por ello, un soldado puede hacerse cristiano a condición de comprometerse a no matar, aunque sea por orden de sus jefes, pero un cristiano no podría en caso alguno hacerse soldado, so pena de excomunión definitiva. Este «linaje» de actitud pacifista y rigorista desaparece de forma progresiva y ya sólo subsiste en algunas Iglesias y movimientos disidentes poco conocidos, para resurgir a veces en la época contemporánea. –La fase B es la de la «aceptación pragmática» de la guerra admitida como necesaria para la defensa, protección o dilatación de un Imperio romano convertido en cristiano a partir de Constantino (313); se prolonga hasta la fase siguiente, que la sustituye en el pensamiento de, por lo menos, una parte de las élites eclesiásticas. –La fase C es la de la «justificación doctrinal» de la actitud precedente. La ilustran en especial Agustín de Hipona e Isidoro de Sevilla, quienes, a partir del siglo V, intentan conciliar la necesidad práctica o el «realismo político» con los principios evangélicos que conceden al poder civil cristiano del Imperio romano el derecho a hacer una guerra «justa» según ciertas condiciones ya conocidas y que no es necesario repetir aquí. –La fase D es la de la «valorización ideológica» de algunas guerras y de algunos guerreros en el ejercicio de su misión armada. En Occidente, esta fase ocupa un período que se inicia en el siglo V y se prolonga mucho más allá de la aparición de las fases que nos interesan especialmente aquí (es decir, las de la guerra santa y la cruzada) para desembocar en la formación de la ideología caballeresca, noción a su vez muy compleja.2
–La fase E es la de la «sacralización descendente» de algunas guerras, aquellas de las que los textos afirman que fueron libradas por la causa de Dios, con su ayuda y la de los santos, incluso la de las legiones celestiales. Esta protección procedente de lo alto, llevada a cabo por la participación directa de los santos, es la que sacraliza los combates físicos librados por la causa de Dios y de la Iglesia. Aquí debemos hablar de guerra sacralizada más que de guerra santa, pues es la presencia de los santos del paraíso (mártires pacifistas, confesores, monjes, santos obispos, etcétera, que acuden en ayuda directa o indirecta de los guerreros terrenales) la que aporta al combate esa dimensión de sacralidad. En otras palabras, hay entonces santos guerreros, pero no todavía guerreros santos. 3 Esta fase de sacralización se extiende por una amplísima parte de la Edad Media, con creciente intensidad. –La fase F es la de la «sacralización ascendente», que esta vez puede calificarse sin temor de guerra santa. Ocupa en líneas generales un período que se extiende del siglo IX al siglo XI, pero que, también prosigue mucho más allá de la aparición de la siguiente «mutación», creadora de un concepto nuevo. –La fase G es el resultado de la «mutación» que hace posible la fusión de la guerra santa precedente y de la peregrinación a los Lugares Santos. Esta fusión crea la nueva noción de «cruzada» que, en su forma auténtica, se prolonga también mucho más allá de la fase precedente de la que brotó en 1095. –La fase H, finalmente, es la de la «instrumentalización» del nuevo concepto de cruzada por el papado y su ampliación a zonas geográficas y a objetivos novedosos que no tienen ya relación alguna con aquellos que hicieron posible la mutación antecedente. Algunos historiadores (los pluralistas) tienden a confundir esta fase con la anterior en el apelativo único de cruzada aplicado a todas las empresas designadas como tales por el papado. Se trata, en mi opinión, de un error de orden metodológico, pues eso supone definir la cruzada de modo retroactivo, a partir de rasgos constitutivos que se impusieron a continuación de esa misma instrumentalización (es decir, al final de la evolución) y no ya a partir de los nuevos rasgos aparecidos durante la «mutación» que llevaba a esta fase, como parece lógico hacer cuando se estudian los conceptos y la evolución de las ideologías.
El presente libro ha estudiado principalmente las fases F y G, que corresponden a las nociones de guerra santa y de cruzada. El esquema 2 (en la página siguiente) ilustra los resultados de esta investigación. Muestra cómo, en 1095, nació el concepto de cruzada (G), brotando del de guerra santa (F), que prosigue de forma independiente y que incluye las empresas que poseen el grado de sacralidad definido anteriormente. Este nuevo concepto de cruzada (G), como hemos mostrado, supera muchísimo en sacralidad, aquel del que brotó, a causa de sus múltiples dimensiones nuevas, en su mayoría vinculadas a Jerusalén. La Iglesia romana intentó (y en gran medida consiguió) controlar la cruzada institucionalizándola con ritos declarativos y concesiones de privilegios. Al hacerlo, en cierto modo «capturó» e incluso secuestró la idea, y la confundió con la definición que la Iglesia misma daba de ella a partir de sus propios elementos institucionales. La confusión no fue grave mientras esta definición seguía aplicándose al mismo concepto, ilustrado por el esquema de la fase G, hasta el final. La transposición, en cambio, se produjo bastante pronto, con respecto a los combates librados por la Santa Sede. Para hacer triunfar su propia causa, el papado creyó poder atribuir a esas luchas diversas la eminentísima sacralidad que la cruzada tenía. La fase H del esquema ilustra este proceso. Se asimila, como vemos, a una especie de captación de sacralidad seguida por una reinyección de ésta en la guerra santa, ya dominada precedentemente por la Iglesia romana. Las páginas anteriores han recordado las distintas percepciones que de la cruzada tenían quienes la predicaron y quienes respondieron al llamamiento. Para unos, se trata de una guerra santa e incluso «santísima» por su propio destino (recobrar Jerusalén, hecho vinculado a la liberación de las Iglesias de Oriente), capaz por ello de procurar recompensas espirituales a quienes en ella se comprometan, en especial la corona de los mártires a quienes mueran. Para los otros, se trata ante todo de una peregrinación (armada) al Sepulcro, el primero de los Lugares Santos de la cristiandad, y que, por ello, puede ser considerada como penitencia plenamente satisfactoria para los pecados confesados. Este concepto original de la cruzada se expresa en la fase G, que nace en 1095 y se proyecta de hecho hasta 1291, fecha de la desaparición efectiva de los Estados latinos de ultramar, pero que prosigue mucho más allá en el nivel de las ideologías.
Esquema 2
Otra opinión aparece con el transcurso del tiempo: la que admite como cruzada cualquier expedición así calificada por el papado, dispensador de los privilegios enunciados por Urbano II con ocasión de la primera expedición. Esta tendencia es precoz, aunque perceptible sobre todo a partir de la cuarta cruzada, auspiciada por Inocencio III.4 El papado consigue entonces instrumentalizar la cruzada y utilizarla contra objetivos que no tienen ya en absoluto relación con sus principales rasgos constitutivos. Al conceder privilegios llamados «de cruzada» a estas expediciones contra los moros de España, los paganos de las regiones balcánicas, los «herejes» del Languedoc, los reyes y príncipes cristianos refractarios a las decisiones pontificias o los soberanos de la vecindad poseedores de territorios ambicionados por la Santa Sede, en realidad el papado no hace más que desviar la fase H hacia la anterior fase F, la de la guerra santa, con la que coincide añadiendo sólo nuevos privilegios nacidos de la cruzada (cf. esquema 2). Es lo que antes he llamado una «reinyección de sacralidad».
El historiador no está en absoluto obligado a admitir esta equiparación contranatural. Semejantes expediciones, en efecto, no tienen ya ninguno de los rasgos «genéticos» característicos de la cruzada. Para merecer este título sólo tienen el discurso pontificio que, de modo recurrente y explícito, las gratifica de forma abusiva «con los mismos privilegios concedidos por Urbano II» a la verdadera cruzada,5 la que tiene como objetivo la «liberación» de los cristianos de Oriente y de los Lugares Santos de la cristiandad, especialmente el Santo Sepulcro de Jerusalén.6
Bibliografía
Para reducir las dimensiones de esta bibliografía, que podría resultar excesiva, las fuentes primarias utilizadas, citadas en nota, no se mencionan aquí. Por la misma razón, los artículos contenidos en los volúmenes colectivos, misceláneas u homenajes, figuran sólo en esta bibliografía con el nombre del editor general del volumen y no se indican, independientemente, con el nombre de cada uno de los autores. Cuando se citan en una nota de esta obra, se encuentran en cambio indicados con el nombre de su autor y con el nombre del volumen colectivo donde pueden encontrarse. Abulafia, A.S. (ed.), Religious Violence between Christians and Jews: Medieval Roots, Modern Perspectives, Nueva York, 2002. Abulafia, A. S., «The Interrelationship between the Hebrew Chronicles on the First Crusade», Journal of Semitic Studies, 27, 1982, pp. 221-239. Abulafia, D., Frederick II: A Medieval Emperor, Londres, 1988. Albu, E., The Normans in their Histories: Propaganda, Myth and Subversion, Woodbridge, 2001. Alphandéry, P. y Dupront, A., La Chrétienté et l’idée de croisade, t. I y II , París, 1954; reed. 1995 (con un postfacio de M. Balard). Amouroux-Mourad, M., Le Comté d’Edesse, 1098-1150, París, 1988. Anderson, G. M., Ekelund, R. B. Jr., Hebert, R. F. y Tolison R. D., «An Economic Interpretation of Medieval Crusades», Journal of European Economic History, 21, 1992, pp. 339-363. Andrea, A. J. and Motsiff, I., «Pope Innocent III and the Diversion of the Fourth-Crusade Army», Byzantino-slavica, 33, 1972, pp. 6-25. Andrea, A. J., Contemporary Sources for the Fourth Crusade, Leiden, 2000.
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Notas Prefacio 1. Delaruelle, É., reseña del libro de F. Cognasso, Storia delle crociate, en Cahiers de civilisation médiévale, 1970, pp. 175-176. 2. Demurger, A., Croisades et croisés au Moyen Âge, París, 2006, p. 52. 3. Housley, N., «“If it looks like an Elephant”: Defining the Crusade», Friends of Dr.William’s Library Fifty-Seventh Lecture, Londres, 2004. Agradezco aquí a Norman Housley que tuviera la amabilidad de hacerme llegar su texto. Más tarde integró este artículo en una obra más elaborada; véase Housley, N., Contesting t he crusades, Oxford, 2006.
Introducción 1. Esta observación se refiere también a mí, claro está. Espero, sin embargo, no estar en exceso afectado por estas influencias en la medida en que, tras haber podido sufrir sucesivamente, en un pasado ya lejano, varias de ellas, contrarias por lo demás, me defino como un «agnóstico de cultura judeo-cristiana», y no pertenezco desde hace más de treinta años a Iglesia alguna ni a ninguna escuela de pensamiento que pueda imponerme una «plantilla de lectura» particular, lo que me parece garantía de una relativa imparcialidad o, en todo caso, de una real independencia de pensamiento. 2. Me permito utilizar también aquí este neologismo para evitar cualquier ambigüedad. La palabra «cristiandad» no es sinónimo de religión cristiana, ni de cristianismo, ni de Iglesia. Designa una entidad geográfico-político-cultural dominada por una religión, mayoritaria como mínimo y que se impone. Desgraciadamente, no tiene equivalente para designar la noción simétrica en lo que se refiere al mundo musulmán. La palabra «islam» designa la religión, la fe musulmana. La cruzada, como la guerra santa, no era más una guerra al islam de lo que la yihad era una guerra al cristianismo. Por eso lamento no haberme atrevido a utilizar ya este neologismo en uno de mis primeros libros sobre la cruzada. Véase Flori, J., La Première Croisade. L’Occident chrétien contre l’islam (aux origines des idéologies occidentales), BruselasParís, 1992 (2.ª ed., 1997; 3.ª ed., 2001).
Capítulo 1. Interpretaciones tradicionales de la cruzada 1. He intentado recientemente demostrar y evaluar la magnitud de esta dimensión de propaganda ideológica de los primeros cronistas; véase Flori, J., Chroniqueurs et propagandistes. Introduction aux sources de la première croisade, Ginebra, 2010. 2. Fenómeno bien analizado por Powell, J. M., «Myth, Legend, Propaganda, History: the First Crusade, 1140ca.-1300», en Balard, M. (ed.), Autour de la première croisade (Actas del coloquio de la Society for the Study of the Crusades and the Latin East, Clermont-Ferrand, 2225 de junio de 1995), París, 1996, pp. 127-141. 3. Se trata, claro está, de supuestas amenazas presentes y futuras, y no de las invasiones musulmanas (muy reales) en los pasados siglos, que conquistaron para la «islamidad» la mayor parte del antiguo Imperio romano. Pero en la percepción profética de la Historia Sagrada que prevalece en la época de la que aquí se habla, el pasado es también presagio del porvenir, y los combates que enfrentan a la Iglesia católica con sus adversarios se sitúan ipso facto en el marco más general y significativo de un conflicto profético, ontológico y cósmico, el combate del Bien contra el Mal. 4. La presencia de los ángeles y los ejércitos celestiales junto a los combatientes de ambos bandos es una de las características de la ideología de guerra santa y de yihad, y no sólo de la cruzada. Véanse en este punto los ejemplos mencionados en Flori, J., La Guerre sainte. La formation de l’idée de croisade dans l’Occident chrétien, París, 2001, y Flori, J., Guerre sainte, yihad, croisade. Violence et religion dans le christianisme et l’islam, París, 2002. 5. Para un análisis más completo del modo en que la cruzada ha sido percibida y definida desde la Edad Media a nuestros días, véase Constable, G., «The Historiography of the Crusades», en Laiou, A. E. y Mottahedeh, R. P. (eds.), The Crusades from the Perspective of Byzantium and the Muslim World,Washington D. C., 2001, pp. 1-22. 6. Véase por ejemplo Voltaire, Le micromegas de Monsieur de Voltaire. Avec une Histoire des Croisades & un nouveau plan de l’Histoire de l’Esprit humain par le même, Londres-París, 1752, pp. 43-130. Véase también la violentísima requisitoria de Diderot y D’Alembert, Encyclopédie, ou dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, París, 1717-1738, t. IV, pp. 502 y ss., que se inspira en Voltaire, pero también en el abate Fleury. 7. Véanse Heeren, A. H. L., Essai sur l’influence des croisades, trad. fran. Ch. Villers, París, 1808; Choiseul-Daillecourt, M. de, De l’influence des croisades sur l’état des peuples d’Europe, París, 1809. El autor desvela con mucha claridad su intención ya en la primera página de su obra, que «deplora y niega la lectura constantemente desfavorable para las cruzadas que se ha impuesto en los espíritus desde Voltaire». 8. Michaud, J.-F., Histoire des croisades, París, 1812-1822. Aun poniendo de relieve los aspectos «positivos» de la cruzada, Michaud concede que, desde 1204, el espíritu de la cruzada se pervirtió: «Desde entonces el espíritu de estas expediciones comienza a cambiar; mientras que un pequeño número de cristianos derraman aún su sangre para liberar la tumba de Cristo, los príncipes y los caballeros ya sólo
escuchan la voz de la ambición. Los papas acaban de corromper el verdadero espíritu de las cruzadas, al predicarlas contra los pueblos cristianos y contra sus enemigos personales. Las guerras santas degeneran entonces en guerras civiles, en las que se ultraja igualmente la religión y la Humanidad» (t. I, p. 4). 9. Accolti, B., De bello a Christianis contra barbaros gesto per Christi sepulcro et Judaica recuperanda, 1452, 1461, impreso en Venecia en 1532. 10. Y eso a pesar del juicio, severo pero justo, de Boileau, quien como sabemos, oponía «el relumbrón del Tasso a todo el oro deVirgilio» (Sátira IX); véase también el Arte poetica, canto 3. 11. Maimbourg, L., Histoire des croisades pour la délivrance de la Terre Sainte, 2.ª ed., París, 1682 (1.ª ed., 1675); Mailly, J.-B., L’Esprit des croisades, ou histoire politique et militaire des guerres entreprises, par les Chrétiens contre les Mahométans, pour le recouvrement de la Terre-Sainte, pendant les XIe, XIIe, & XIIIe siècles, Ámsterdam-París, 1780 (4 vols.). 12. Fuller, T., The History of the Holy Warre, 1631 (1.ª ed.), 1647 (3.ª ed.), 1651 (4.ª ed.). 13. Michaud, J.-F. y Poujoulat, J.-J., Histoire des croisades abrégée à l’usage de la jeunesse, París, 1853. Cito aquí su reedición, París, 1995, p. 4. 14. Michaud, J.-F., Histoire des croisades, libro XXII; cito aquí la 7.ª edición, París, 1849, t. IV, pp. 200201. 15. Ibíd. 16. Ibíd., p. 203. 17. Michaud, J.-F., Histoire des croisades, illustrée par 100 grandes compositions par Gustave Doré , París, Furne et Cie. Éditeurs, 1877. 18. El mismo movimiento existe también, y tal vez más, en Inglaterra, expresado en el himno Rule Britannia, por ejemplo. 19. Trasladada a nuestra época, esta conmovedora misión se parece mucho a la que se atribuyen quienes desean imponer al mundo, por las armas si es necesario, el triunfo de la democracia. Sobre la percepción de la primera cruzada por los historiadores del siglo XIX, véase Siberry, E., «Nineteenth Century Perspectives of the First Crusade», en Bull, M. y Housley, N. (eds.), The Experience of Crusading, t. 1: Western Approaches, Cambridge, 2003, pp. 281 y ss. 20. Grousset, R., Histoire des croisades et du royaume franc de Jérusalem, París, 1934-1936, 3 vols. (reed. París, 1991), vol. III, pp. II-III. 21. Ibíd., p. XIII.
22. Ibíd., p. VIII. Añade: «Las cruzadas españolas, que fueron como las grandes maniobras de la expedición de 1097, encontraron, pues, el Occidente del todo preparado cuando se produjo la llamada de Urbano II y el papado proclamó que, ante la conquista turca y el derrumbamiento bizantino, la defensa de Occidente no estaba sólo en las marcas de España, sino también en las riberas de Asia». 23. En la misma época, se habla ya corrientemente de las «cruzadas españolas». Véase en este punto Boissonnade, P., «Cluny, la papauté et la première grande croisade internationale contre les Sarrasins d’Espagne: Barbastro (1064-1065)», Revue des Questions Historiques, n.º 117, 1932, pp. 257-301. 24. El éxito desmesurado e inmerecido del libro de Sylvain Gouguenheim, Arioste au Mont-Saint-Michel. Les racines grecques de l’Europe chrétienne, París, 2008, y más todavía la oleada de debates mediáticos que suscitó en lo que se ha denominado el «caso Gouguenheim» ilustra a mi entender estas palabras, al igual que el debate puesto de relieve por la prensa sobre la cuestión del «papel positivo» del colonialismo. Tanto en un caso como en el otro, cada cual se ve obligado a elegir su bando y a adoptar toda su ideología, sea cual sea su carácter primario. 25. Véase a este respecto las interesantes observaciones de Ward, J., «The First Crusade as Disaster: Apocalypticism and the Genesis of the Crusading Movement», en Medieval Studies in Honour of Avrom Saltman, Bar-Ilan Studies in History, 4, Ramat-Gan, 1995, pp. 253-292. 26. El colonialismo real fue sin duda una llaga, pero ¿curamos una llaga rascándola? 27. Rousset, T., Histoire d’une idéologie: la croisade, Lausana, 1983, p. 9. 28. Riant, P., «Inventaire critique des lettres historiques des croisades», Archives de l’Orient latin, t. I, 1880, p. 22. Véase también p. 2. 29. Retomo aquí sin modificarla la exposición de esta tesis hecha por un historiador que no la comparte en absoluto. Véase Phillips, J., The Crusades 1095-1197 , Londres-Nueva York, Pearson, 2002, p. 4. 30. Erdmann, C., Die Entstehung des Kreuzzugsgedanken, Stuttgart, 1935, trad. ingl. M.W. Baldwin y W. Goffart, The Origin of the Idea of Crusade, Oxford, 1977, pp. 322-331. 31. Mayer, H. E., Geschichte der Kreuzzüge, Stuttgart, 1965 (8.ª ed. 1995); trad. ingl. The Crusade, Oxford, 1977 (2.ª ed., 1988), pp. 9-11. Mayer ha reafirmado recientemente su oposición a la tesis pluralista. Véase Mayer, H. E., Zwei deutsche Kreuzzugsgeschichten in Züricher Sichte. Eine Replik , Kiel, 2008. 32. Véase la excelente puntualización de Madden, T. F., «Outside and Inside the Fourth Crusade», International History Review, 17, 1995, pp. 726-743, especialmente pp. 733-741. 33. Sobre las razones de este desembarco en Túnez, véase el pertinente análisis de Richard, J., Histoire des croisades, París, 1996, pp. 441-447. 34. Véase en este punto Flori, J., Bohémond d’Antioche, chevalier d’aventure, París, 2007, pp. 275-292; trad. esp. M. Serrat Crespo, Bohemundo de Antioquía, Edhasa, Barcelona, 2009. Tesis contraria de Rowe, J. G., «Paschal II, Bohemund of Antioch and the Byzantine Empire», Bulletin of the John Rylands Library, 49, 1966, pp. 165-202.
35. Es lo que subraya con razón Raedts, 35. Rae dts, P., P., «The Children’s Crusade of 1212», Journal of Medieval History, History , 3, 1977, pp. 279-324: «Creían que, después del fracaso de las cruzadas armadas, Dios había considerado que los poderes de este mundo eran incapaces de recuperar los Lugares Santos y había elegido, en su lugar, a los pobres para llevar a cabo esta misión». Véanse especialmente pp. 300 y 301. Sobre estos movimientos, véase más recientemente el pertinente análisis de Dickson, G., The Children Crusade. Medieval History, Modern Mythistory, Mythistory, Nueva York, 2008. 36. Tyerman, C. J., «Were there any Crusades in the Twelfth Century?», The English Historical Review, 36. Review , 110, 1995, pp. 553-577. 37. Riley-Smith, J., «The Crusading Movement and Historians», en Riley-Smith, J. (ed.), The Oxford 37. Illustrated History of the Crusades, Crusades, Londres, 1995, pp. 1-12, aquí pp. 11-12. En semejante perspectiva «abierta» podríamos incluso incluir las guerras coloniales en pleno siglo XX. 38. La mejor exposición de esta tesis es, a mi entender, la de Riley-Smith, J., What were the Crusades?, 38. Crusades?, Londres, 1977, especialmente pp. 11-15, donde concluye: «Para los contemporáneos, una cruzada era una expedición autorizada por el Papa, cuyos principales participantes habían hecho un voto y gozaban de privilegios de protección en su país, y de indulgencia que, cuando la expedición no se dirigía a Palestina, era expresamente igualada con la que se había ofrecido a los cruzados de Tierra Santa». 39. Riley-Smith, J., y L., The Crusades, Idea and Reality, 1095-1274, 39. 1095-1274 , Londres, 1980, p. 1; véase también Riley-Smith, J., «The Crusading Movement and Historians», op. cit. pp. 1-12. 40.. Riley-Smith, J., Les 40 J., Les Croisades Croisades,, París, 1990, p. 11. 41. Véase en este punto Flori, J., «La formation des concepts de guerre sainte et de croisade aux XIe et XIIe 41. siècles: prédication papale et motivations chevaleresques», en Baloup, D. y Josserand, P., Regards P., Regards croisés XI e- XIII e siècles), sur la guerre sainte. Guerre, idéologie et religion dans l’espace méditerranéen latin ( XI siècles), Actas del coloquio internacional celebrado en la Casa de Velázquez (Madrid), del 11 al 13 de abril de 2005, Toulouse, 2006, pp. 133-157. 42. Flori, J., La Guerre sainte…, 42. sainte… , op. cit., p. 357. Para una exposición crítica de las tesis presentes, véase también Flori, J., «Pour une rédéfinition de la croisade», croisade », Cahiers de civilisation médiévale, médiévale , 47, 2004, pp. 329-350. 43. Este desliz semántico es perceptible en numerosísimos trabajos, incluso procedentes de especialistas, 43. que emplean de modo intercambiable los términos de guerra santa y de cruzada.
Capítulo 2. Nuevas «plantillas de lectura»
1. La teoría de Trofim Lysenko, impuesta en la Unión Soviética hasta 1963, pretendía haber establecido, contrariamente a las leyes de Mendel, consideradas «burguesas y reaccionarias», que era posible modificar las características genéticas de las plantas actuando sobre su entorno. El aspecto de delirio ideológico de esta supuesta «ciencia michuriana», por el nombre del agrónomo soviético Ivan Michurin, fue humorísticamente denunciado por el gran biólogo francés Jean Rostand, que afirmó a este respecto: «Pretendo poder observar un renacuajo sin verme obligado a pensar en la lucha de clases». 2. Véase por ejemplo, en lo referente a la paz de Dios, Töpfer, B., Volk und Kirche zur Zeit der beginnenden Gottesfriedensbewegung in Frankreich, Frankreich , Berlín, 1957. Sobre la herejía, Koch, G., Frauenfrage und ketzertum im Mittelalter (12-14 Jhdt.), Jhdt.) , Berlín, 1962, y más generalmente Russel, J., «Interpretations of the Origins of the Medieval Heresy», Mediaeval Heresy», Mediaeval Studies, Studies, 25, 1963, pp. 26-53. Esta misma escuela atribuía a los papas, a los predicadores de las cruzadas y a los cruzados motivos esencialmente materiales. Esa tesis ha sido totalmente desmentida hoy por los trabajos de los recientes historiadores de las cruzadas, a veces excediéndose en dirección contraria, puesto que varios de ellos llegan a negar, por reacción, estos móviles materiales, aun siendo evidentes, sin embargo, en los cruzados, especialmente en Bohemundo y muchos otros; véase en este punto Flori, J., Bohemundo de Antioquía, Antioquía, op. cit. Esta dimensión «material» es hoy reconocida e integrada en las demás. Véase por ejemplo Marshall, C., «The Crusading Motivation of the Italian City Republics in the Latin East, 1096-1104», en The Experience of Crusading, Crusading, op. cit., pp. 6079, y más recientmente, Flori, J., «Ideology and Motivations in the First Crusade», en Nicholson, H. (ed.), Palgrave Advances Advances in The Crusades, Crusades, Londres, 2005, pp. 15-36. 3. Sermones, misivas de los papas, cartas de partida de los cruzados, etc. Pero todos esos documentos (o casi) brotaron de plumas eclesiásticas y reflejan pues, masivamente, la interpretración ideológica dominante. Así ocurre también con las cartas de partida de los cruzados que, procedentes de laicos, son redactadas sin embargo por monjes que interpretan a su modo los motivos de estos personajes. Véase a este respecto Constable, G., «Medieval Charters as A Source for the History of the Crusades», en Edbury, P. W. (ed.), Crusade and Settlement , Cardiff, 1985, pp. 73-89, retomado en Constable, G., Monks, Hermits and Crusaders in Medieval Europe, Europe, Londres, Variorum, 1988, VIII, pp. 73-89; Riley-Smith, J., «L’Idée de croisade dans les chartes de la première croisade», en Rey-Delqué, M. (ed.), Les Croisades. L’Orient L’Orient et l’Occident d’Urbain II à Saint Louis, 1096-1270, 1096-1270 , Milán, 1997, pp. 130-133, atenúa en este punto la anterior posición de su autor, que minimizaba por el contrario esta dimensión. Cf. Riley-Smith, J., «The Motives of the Earliest Crusaders and the Settlement of Latin Palestin, 1095, 1188», English Historical Review, Review, 98, 1983, pp. 721-736. 4. En 1951, Steven Runciman, uno de los mejores historiadores de la cruzada, concluía así su estudio de más de mil páginas: «La propia guerra santa no fue más que un largo movimiento de intolerancia en nombre de Dios, y éste es el verdadero pecado contra el Espíritu Santo». Véase Runciman, S., A History of the Crusades, Crusades, Cambridge, 1951; trad. fr. D. A. Canao, Histoire Canao, Histoire des croisades, croisades, París, 2006, p. 1053. 5. Riley-Smith, J., «History of the Crusades and the Latin East (1095-1204): A Personal View», en Shatzmiller, M. (ed.), Crusaders and Muslims in the Twelfth-Century Syria, Syria , Leiden-Nueva York-Colonia, 1993, pp. 1-17, especialmente p. 6. 6. Véase en este punto Riley-Smith, J., «An Approach to Crusading Ethics», Reading Medieval Studies, Studies, 6, 1980, pp. 3-19. 7. Véase en particular, sobre este punto, Flori, J., La J., La Guerre Guerre sainte…, sainte…, op. cit., etc.
8. Una ideología de «geometría» variable, sin embargo, como muy bien puso de relieve P. Rousset, Histoire Rousset, Histoire d’une idéologie: la croisade, croisade, op. cit. 9. Aun así, esto debe matizarse: los ideales de los participantes pueden ser múltiples, contradictorios incluso, también en un solo y mismo individuo; pueden diferir asimismo, notablemente, de los expresados en las fuentes eclesiásticas que relatan las llamadas, proponen los objetivos en términos adecuados a su propia ideología eclesiástica e interpretan las respuestas en el mismo sentido. 10. En este punto, estoy por completo de acuerdo con RileySmith, J., The First Crusade and the Idea o 10. Crusading, Crusading, Londres, 1986, especialmente p. 153, con el matiz expresado en la nota precedente. 11. Véase Flori, J., «L’Église et la guerre sainte, de la paix de Dieu à la croisade», Annales ESC , 1992, 2, 11. pp. 88-99; Íd., «La formation des concepts de guerre sainte et de croisade…», op. cit., pp. 133-157. La misma interpretación en Demurger, A., «La papauté entre croisade et guerre sainte (fin XIe-début XIIIe siècle)», en Baloup, D. y Josserand, P., Regards P., Regards croisés… croisés…,, op. cit., pp. 115-131. 12. Cf. Deswarte, T., «La “guerre sainte” en Occident: expression et signification», en Famille, 12. en Famille, violence et christianisation au Moyen Âge, Mélanges offerts à Michel Rouche (estudios reunidos por M. Aurell y P. Deswarte), París, 2005, pp. 331-349, y Deswarte, P., «Entre historiographie et histoire: aux origines de la guerre sainte en Occident», Occ ident», en Baloup, D. y Josserand, P., P., Regards Regards croisés… croisés…,, op. cit., cit., pp. 67-90. 13. Volveremos 13. Volveremos a esta cuestión de las relaciones entre guerra santa y cruzada. Véase a este respecto Flori, J., «Guerre sainte et rétributions spirituelles dans la seconde moitié du XIe siècle: lutte contre l’islam ou pour la papauté?», Revue papauté?», Revue d’Histoire Ecclésiastique, Ecclésiastique, 85, 1990, 3/4, pp. 617-649. En este punto estoy de acuerdo, pues, con Bronisch, A. P., Reconquista und Heiliger Krieg: die Deutung des Krieges im Christilichen Spanien von den Westgoten bis ins frühe 12. Jahrhundert (doctorado en filosofía), Münster, 1998, especialmente p. 226, y Bronisch, A. P., «En busca de la guerra santa. Consideraciones acerca de un concepto muy amplio (el caso de la península ibérica, siglos VII-XI), en Baloup, D. y Josserand, P., Regards P., Regards croisés…, croisés…, op. cit., pp. 91-113. 14. Hostiensis (Henrici de Segusio, Cardinalis Hostiensis), Summa Aurea, 14. Aurea, pref. de Oreste Dighetti, Turín, Bottega d’Erasmo, 1963, columnas 1141 y ss., col. 1528 y ss., 1541 y ss., 1547 y ss., etc. 15. Advirtamos de paso que el propio Hostiensis admite que en el siglo XIII, cuando los papas utilizaron la 15. cruzada contra los enemigos de la Iglesia, algunos pensaron que era injusto y deshonesto tomar la cruz contra los cristianos; en el concilio de Basilea, en 1420, Alonso de Cartagena considera que la guerra santa debe dirigirse sólo contra los infieles; cf. Constable, Giles, «The Historiography of the Crusades», en Laiou, A. E. y Mottahedeh, R. P. (eds.), The Crusades from the Perspective of Byzantium…, Byzantium… , op. cit., pp. 1-22, aquí p. 15. 16. Véase en este punto Villey, M., La Croisade. Essai sur la formation d’une théorie juridique, 16. juridique, París, 1942, pp. 73 y ss. 17. Brundage, J. A., «The Votive Obligations of the Crusaders; the Development of a Canonistic Doctrine», 17. Traditio, Traditio, 24, 1968, pp. 77-118, retomado en Brundage, J. A., The Crusades, Holy War and Canon Law , Londres, 1991 (Collected Studies Series), VI.
18. Véase en este punto Ehlers, A., «The Crusade of the Teutonic Knights against Lithuania Reconsidered», 18. en Murray, A. V. (ed.), Crusade and Conversion on the Baltic Frontier 1150-1500 1150-1500,, Aldershot, 2001, pp. 2144. 19. Véase Housley, N., The Later Crusades from Layons to Alcazar, 1274-1580, 19. 1274-1580 , Oxford, 1992, especialmente p. 377; Housley, N., «Holy Land or Holy Lands? Palestine and the CatholicWest in the Late Middle Ages and Renaissance», Studies in Church History, History, 36, 2000, pp. 228-249. 20. Véase Housley, N., Contesting the Crusades, 20. Crusades, op. cit., y especialmente Housley, N., The Italian Crusades: the Papal-Angevin Alliance and the Crusades against Christian Powers, 1254-1343 , Oxford, Clarendon Press, 1982, especialmente pp. 62 y ss. Esta afirmación es hoy todavía objeto de debate. Véase por ejemplo la crítica de Schein, S., «Fideles crucis.» The Papacy, the West and the Recovery of the Holy Land, Land, Oxford, 1991, p. 7. 21.. Purcell, M., Papal 21 M., Papal Crusading Policy, Policy, 1244-1291, 1244-1291, Leiden, 1975, p. 19. 22. Es lo que parece imponerse, por ejemplo, para las operaciones sacralizadas de las guerras de religión 22. libradas de parte de Dios, del lado católico, contra los husitas y los valdenses en el siglo XV, contra los protestantes en el siglo XVI, y del lado protestante a favor de las «cruzadas puritanas» de Cromwell, como sugiere P. P. Rousset, «L’idéologie de croisade dans les guerres de religion au XVIe siècle; la croisade puritaine de Cromwell», Revue Cromwell», Revue Suisse d’Histoire d’Histoire,, 28, 1978, pp. 15-28 y 31, 1981, pp. 174-184. 23. Crucesignati: 23. Crucesignati: literalmente, «quienes están marcados con el signo de la cruz», expresión que se considera, con razón, equivalente al francés «croisés» y, por lo tanto, al castellano «cruzados». Housley, N., The Later Crusade from Lyons to Alcazar, Alcazar , op. cit., pp. 451-453 y p. 456. 24. Véase en este punto Richard, J., «Urbain II, la prédication de la croisade et la definition de 24. l’indulgence», en « Deus qui mutat tempora», tempora», Festschrift für A. Becker, Becker, Sigmaringen, 1987, pp. 129-135 (retomado en Croisades et États latins d’Orient , Variorum, 1992, II, pp. 129-135). La controversia contemporánea se refiere en gran parte al lugar del elemento «indulgencia», y a su vínculo con la peregrinación. Esta cuestión se examinará más adelante. VIII e IX e siècles), 25. Véase en este punto Sénac, Ph., Les Carolingiens et al-Andalus ( VIII 25. siècles), París, 2002, especialmente pp. 111-115. Esta dimensión es discutida por Deswarte, T., De la destruction à la restauration. L’idéologie L’idéologie du royaume d’Oviedo-León d’Oviedo-León ( VIII e- XI e siècles), siècles), Turnhout, 2003, para quien la lucha por la reconquista de España se hace en nombre de una ideología real visigoda, pero también civilizadora romana y cristiana, y nada tendría que ver pues con el mundo franco y con la idea de «cruzada» que, sin embargo, se desarrolla allí en el siglo XI. Sobre la celebración de este proceso y su papel en la formación de la idea de cruzada, véase Flori, J., «De Barbastro à Jérusalem: plaidoyer pour une rédefinition de la croisade», en Aquitaine-Espagne ( VIII siècles), textos reunidos y presentados por Philippe Sénac, VIII e- XIII e siècles), Poitiers, 2001 (Civilisation Médiévale, XII), pp. 129-146.
26. Alejandro II, Epistola 26. II, Epistola clero vulturnensis, vulturnensis, ed. S. Loewenfeld, Epistolae Loewenfeld, Epistolae pontificum romanorum ineditae, ineditae, 1885 (reimpresión 1959), n.º 82, p. 43; véase también, para el contexto, Alejandro II, Épître n.º 101 aux évêques d’Espagne, d’Espagne, PL (Patrologia Latina) 146, col. 1386-1387, y Alejandro II, Lettre à l’archevêque l’archevêque de Narbonne (ed.), Narbonne (ed.), S. Loewenfeld, Epistolae… Loewenfeld, Epistolae… op. cit., n.º 83, p. 43.
27.. Cf. Brundage, J. A., Medieval 27 A., Medieval Canon Law and and the Crusader, Crusader, Londres, 1969, pp. 24-25. 28. Véase en este punto Riley-Smith, J., «The Idea of Crusading in the Charters of Early Crusaders, 109528. 1102», en Le Concile de Clermont de 1095 et l’appel à la Croisade, Croisade, Roma, 1997, pp. 155-166, especialmente pp. 157-160. Véase también el desarrollo de esta idea en un libro más reciente, Tyerman, C. J., The Invention of the Crusades, Crusades , Londres, 1998. 29.. Tyerman, C. J., «Were 29 «Were there any crusades…», c rusades…», op. cit., pp. 553-577. 30. Tanto más cuanto el mismo autor, en una obra precedente (Tyerman, C. J., England 30. J., England and the Crusades, 1095-1588, 1095-1588, Chicago, 1988, pp. 37-38) advertía del declive de la idea de cruzada en Inglaterra a partir de 1148. 31. Tyerman, C. J., Fighting 31. J., Fighting for Christendom. Holy War War and the Crusades, Crusades , Oxford, 2004. Subrayo de paso, en esta definición, la presencia de una idea pocas veces expuesta y sobre la que volveré más adelante: la cruzada es percibida como una empresa resultante de una orden de Dios. Esta percepción es la que le da su fuerza, y no el hecho de que sea predicada por el Papa con su plena autoridad.
Capítulo 3. ¿Cómo salir del atolladero? 1. Véanse, por ejemplo, Becker, A., Papst Urban II, 1088-1099, 1088-1099, Stuttgart, 1964 (t. I) y 1988 (t. II), especialmente pp. 353 y ss; Becker, A., «Urbain II, pape de la croisade», en Bellenger, Y. y Quéruel, D. (eds.), Les (eds.), Les Champenois et la croisade (Actas croisade (Actas de las 4.ªs jornadas de Reims, 27-28 de noviembre de 1987), París, 1989, pp. 9-17. 2. Cf. Flori, J., «Réforme-reconquista-croisade. L’Idée de reconquête dans la correspondance pontificale d’Alexandre II à Urbain II», Cahiers de Civilisation Médiévale, Médiévale , 40, 1997, pp. 317-335, y Flori, J., «Le vocabulaire de la reconquête chrétienne dans les lettres de Grégoire VII», en Laliena Corbera, C. y Utrilla Utrilla, J. F. (eds.), De (eds.), De Toledo a Huesca. Sociedades medievales en transición a finales del siglo XI (1080 (10801100), 1100), Zaragoza, 1998, pp. 247-267. Opinión muy próxima en Cowdrey, H. E. J., «Pope Gregory VII and the Bearing of Arms», en Kedar, B. Z., Riley-Smith, J. y Hiestand, R. (eds.), Montjoie: Studies in Crusade History in Honour of Hans Eberhard Eberhard Mayer Mayer,, Aldershot, 1997, pp. 21-35. 3. Es lo que cree Riley-Smith, J., «Death on the First Crusade», en Loades, D. (ed.), The End of Strife, Strife , Edimburgo, 1984, pp. 14-31. Véase, a la inversa, Flori, J., «La préparation spirituelle de la croisade: l’arrière-plan éthique de la notion de miles Christi», Christi», en Il Concilio di Piacenza e le crociate, crociate, Piacenza, 1996, pp. 179-192. 4. Cf. Hehl, E. D., Kirche D., Kirche und Krieg im 12. Jhdt , Stuttgart, 1980; Hehl, E. D. Heike Ringel, I., y Seibert, H. (eds.), Das (eds.), Das Papsttum in der Welt des 12. Jahrhunderts, Jahrhunderts, Stuttgart, 2002. Estoy plenamente de acuerdo con esta parte de la argumentación que se aplica a la guerra santa en su conjunto, incluida la cruzada predicada
por Urbano II, y su intención de poner a la recién creada «orden de caballería» al servicio de la Iglesia. Véase sobre este punto Flori, J., L’Essor J., L’Essor de la chevalerie, XI e- XII e siècles, siècles, Ginebra, 1986, pp. 193 y ss. 5. Hehl, E. D., «Was «Was ist eigentlich ein Kreuzzug?», Historische Kreuzzug?», Historische Zeichrift , 259, 1994, pp. 297-336. 6. Villey, M., «L’Idée de croisade chez les juristes du Moyen Âge», X Âge», X Congresso internazionale di scienze storiche, storiche, Roma, 1955, p. 577. 7. Riley-Smith, J., The First Crusade, Crusade, op. cit., p. 22. 8. Chevedden, P. E., «Canon 2 of the Council of Clermont (1095) and the Goal of the Eastern Crusade: “To liberate Jerusalem” or “To liberate the Church of God“?», Annuarium God“?», Annuarium Historiae Conciliorum, Conciliorum, 37, cuaderno 1, 2005, pp. 57-108. 9. También aquí el uso de la palabra «islamidad» me parecería más adecuado. 10. Chevedden, P. 10. P. E., «The Council of Clermont (1095) and the Crusade Indulgence», Annuarium Indulgence», Annuarium Historiae Conciliorum, Conciliorum, 57, cuaderno 2, 2005, pp. 253-322; véase también la interpretación más global expuesta en Chevedden P. E., «The Islamic Interpretation of the Crusade: A New (Old) Paradigm for Understanding the Crusades», Islam Crusades», Islam,, 83 (junio de 2006), pp. 90-136; Chevedden, P. E., «The IslamicView and the Christian View of the Crusades: A New Synthesis», History Synthesis», History,, 93 (abril de 2008), pp. 181-200. Agradezco aquí a Paul Chevedden haberme enviado amablemente uno de sus artículos antes de su publicación. 11.. Chevedden, P. E., «The Council of Clermont (1095) and the Crusade Indulgence», art. cit., pp. 273-274. 11 12. Alphandéry, P. y Dupront, A., La chrétienté et l’idée de croisade, 12. croisade, t. I y II, París, 1954; reed. 1995 (con posfacio de M. Balard), especialmente t. I. pássim. 13. Véase en este punto Flori, J., L’Islam 13. J., L’Islam et la fin des Temps. L’Interprétation L’Interprétation prophétique des invasions musulmanes dans la chrétienté médiévale, médiévale , París, 2007. 14. Cf. Graboïs, A., «The Crusade of Louis VII, King of France; a Reconsideration», en Edbury, 14. Edbury, P.W P.W.. (ed.), Crusade and Settlement , op. cit., pp. 94-104; Graboïs, A., «Louis VII, Pèlerin», Revue d’Histoire de l’Église de France, France, 74, 1988, pp. 5-22. 15. Michelet, J., Histoire de France, 15. France, t. I, libro III. Así sucede, recientemente, con una perspectiva sin embargo inversa, en Gouguenheim, S., Les Fausses Terreurs de l’an mil. Attente de la fin des temps ou approfondissement approfondissement de la foi?, foi?, París, 1999. 16.. Véase Rousset, P., 16 P., Histoire Histoire des croisades croisades,, París, 1957. 17. Es la interpretación clásica que había descrito y popularizado, notablemente, Georges Duby. Véanse por 17. ejemplo Duby, G., «Les laïcs et la paix de Dieu», I Dieu», I Laici nella «societa christiana» dei secoli XI e e XII (Actas (Actas de la Tercera Semana Internacional de Estudios, Mendola, 21-27 agosto, 1965), Milán, 1968, pp. 448-469;
Duby, G., Adolescence de la chrétienté occidentale, Lausana, 1967, pp. 83 y ss.; Duby, G., Guerriers et paysans, VII e- XII e siècles. Premier essor de l’économie européenne, París, 1973, pp. 86 y ss.; Duby, G., Le Moyen Âge, de Hugues Capet à Jeanne d’Arc (987-1460), París, 1987, pp. 105 y ss., etc. 18. Véase sobre este punto Flori, J., «L’Église et la guerre sainte, de la paix de Dieu à la croisade», Annales ESC , 2, 1992, pp. 88-99, que debe corregirse por Flori, J., «De la paix de Dieu a la croisade? Un réexamen», Crusades, 2, 2003, p. 123. 19. Texto en Caspar, E., Epistolae selectae, II, MGH (Monumenta Germaniae Historica), Berlín, 1967 (3), pp. 21-27; traducción y estudio en Pacaut, M., La Théocratie, París, 1957 (2.ª ed., París, 1989), y especialmente, por lo que se refiere a nuestro tema: Pacaut, M., «La papauté et la réforme de Grégoire VII à Urbain II», en Il Concilio di Piacenza et le crociate, op. cit., pp. 39-49. 20. Véase sobre este punto el debate entre los partidarios de la «monarquía sacerdotal» (por ejemplo en Gregorio VII, Registrum, II, 31, Carta del 7 de diciembre de 1074 al emperador Enrique IV) y los de la supremacía imperial, por ejemplo en Benzo de Alba, Ad Henricum IV Imperatorem, I, 15, MGH SS (Scriptores) 11, p. 605 (texto corregido en Erdmann, C., «Endkaiserglaube und Kreuzzugsgedanke im 11. Jhdt», Zeitschrift für Kirchengeschichte, 51, 1932, pp. 384-414, especialmente pp. 405 y ss., y Benzo de Alba (?), Exhortatio ad proceres regni, ed. E. Dümmler, Neues Archif der Gesellschaft für Ältere Deutsche Geschichtskunde, t I, Hanóver, 1876, p. 177). La atribución a Benzo de Alba es dudosa, pero el texto refleja efectivamente sus ideas. 21. Por lo demás, yo subrayé esas divergencias. Véase Flori, J., «Croisade et chevalerie; convergence idéologique ou rupture?», en Femmes, Mariages, Lignages ( XII e- XIII e siècles), Mélanges offers à Georges Duby (col. «Bibliothèque du M. A.»), Bruselas, 1992, pp. 157-176. 22. Cf. Flori, J., «De la paix de Dieu à la croisade? Un réexamen», art. cit. 23. Véase sobre este punto Demurger, A., Chevaliers du Christ. Les ordres religieux-militaires au Moyen Âge ( XI e- XVI e siècles), París, 2002, pp. 17-28. 24. Rousset, P., Histoire d’une idéologie: la croisade, op. cit., p. 97. 25. Mi tesis doctoral en la Sorbona (1981) fue publicada parcialmente en dos volúmenes, Flori, J., L’Idéologie du glaive. Préhistoire de la chevalerie, Ginebra, 1983 (2.ª ed., 2010), y Flori, J., L’Essor de la chevaler ie, op. cit. 26. Dupront, A., Le Mythe de croisade, París, 1997, 4 vols., vol. II: Croisade et chevalerie, pp. 573 y ss., que se hace eco de la declaración formal de Léon Gautier: «La caballería es la forma cristiana de la condición militar; el caballero es el soldado cristiano», y de la definición de los diez mandamientos de la caballería; véase Gautier, L., La Chevalerie, París, 1884, pp. 232 y ss. 27. Cf. Flori, J., «Chevalerie et liturgie; remise des armes et vocabulaire chevaleresque dans les sources liturgiques du Xe au XIVe siècles», Le Moyen Âge, 84, 1978, pp. 247-278 y 3/4, pp. 409-442.
28. Síntesis accesible en Flori, J., Chevaliers et chevalerie au Moyen ge, París, 1998 (3.ª ed., 2008). 29. Eso supondría repetir con respecto a la caballería el falso proceso que Christopher Tyerman hace con respecto a la cruzada. Al igual que existió efectivamente «cruzada» antes de su «institución», también existió una caballería antes de la Caballería idealizada por las novelas y los rituales. 30. Sobre esas cruzadas de Prusia, véanse Urban,W., The Prussian Crusade, Lanham, 1980; Paravicini,W., Der Preussenreisen des europaïschen Adels, Sigmaringen, 1989; Birkhan, H., «Les croisades contre les païens de Lituanie et de Prusse: idéologie et réalité», en Buschinger, D., La Croisade: réalités et fictions (Actas del coloquio de Amiens, 18-22 de marzo de 1987), Göppingen, 1989, pp. 31-50. Sobre esta evolución ideológica de la caballería, cf. Flori, J., La Chevalerie, París, 1998, p. 122; Flor i, J., Chevaliers et chevalerie au Moyen Âge, op. cit., p. 264. 31. Demurger, A., Croisades et croisés au Moyen Âge, París, 2006, p. 317. Añade: «Naturalmente, este viaje a Prusia valía a sus participantes las indulgencias de cruzada como si hubieran acudido a socorrer Tierra Santa». 32. Buschinger, D. y Olivier, M., Les Chevaliers teutoniques, París, 2007, pp. 166-167. 33. Richard, J., Histoire des crusades, París, 1996, pp. 32-33. 34. Fulquerio de Chartres, Historia Hierosolymitana, I, 4, RHC (Recueil des Historiens des Croisades) Hist. Occ. III, pp. 324 y ss. F: « Nunc fiant Christi milites, qui dudum extiterunt raptores…». 35. Raúl de Caen, Gesta Tancredi, RHC Hist. Occ. III, p. 106. 36. Véase también sobre este punto Lobrichon, G., 1099, Jérusalem conquise, París, 1998. 37. Rousset, P., Les Origines et les caractères de la première croisade, Neuchâtel, 1945, pássim. 38. Véase sobre este punto Schein, S., «Jérusalem: objectif originel de la première croisade?», en Balard, M. (ed.), Autour de la première croisade…, op. cit., pp. 119-126. 39. Apocalipsis 21,9-22,5. 40. Cf. el fresco monumental, y conmovedor por su misma complejidad, de Dupront, A., Le Mythe de croisade, París, 1997, 4 vols.
Capítulo 4. «Soldados de Cristo» 1. Volveremos sobre la manifiesta desviación del sentido de esta expresión: «Cargar con su cruz».
2. Véase sobre este punto, Flori, J., Guerre sainte, yihad, croisade…, op. cit., pp. 16-24. 3. Lucas 19,37-38, Marcos 11,8-10; Mateo 21,4-9. 4. Lucas 18,34; Marcos 9,30-32. 5. Lucas 19,11. 6. Mateo 21,17. 7. Juan 18,10-11; Mateo 26,51-54. 8. Mateo 26,56. 9. Lucas 24,12. 10. Gálatas 3,28-29. 11. Efesios 6,10-17. 12. Bernardo de Claraval, De laude novae militiae, ed. y trad. fran. P. Y. Emery, Éloge de la nouvelle chevalerie, París, 1990 (Sources Chrétiennes n.º 367), párr. 1: «Sí, se trata aquí de una caballería de nueva especie, que los siglos pasados no conocieron, y por la que el Señor libra infatigable y conjuntamente un doble combate: “Contra la carne y la sangre, y contra los espíritus del mal en los espacios celestiales”. Esta formulación, para aplicarse a los monjes-guerreros, desvía hábilmente el sentido de la frase de san Pablo que, por su parte, no se refería a un “doble combate” sino a uno sólo, que en ningún caso era militar». 13. Véase sobre este punto el ejemplar estudio de Harnack, A., Militia Christi, Die christlichen Religion und der Soldatenstand in den ersten drei Jahrhunderten , Tubinga, 1905 (trad. ingl. David McInnes Gracie, Militia Christi:The Christian Religion and the Military in the First Three Centuries, Filadelfia, 1981). 14. Romanos 13,1-7. 15. Véase Ryan, E. A., «The Rejection of Military Service by the Early Christians», Theological Studies, 13, 1952, pp. 1-32; contestando a Bainton, R. H., «The Early Church and War», Harvard Theological Review, 39, 1946, pp. 189-212, cuya posición se reafirma en Bainton, R.H., Christian Attitudes Toward War and Peace: A Historical Survey and Critical Re-Evaluation , Londres, 1961 (reed. 1990); reafirmación radical de la tesis pacifista en Hornus, J. M., Évangile et Labarum, Ginebra, 1960, y en Ellul, J., «Les chrétiens et la guerre», en Viaud, P. (ed.), Les Religions et la guerre, París, 1991, pp. 289 y ss. Véase sobre este problema la muy documentada y equilibrada exposición de Helgeland, J., Daly, R. J. y Burns, J. P., Christian and the Military:The Early Experience, Filadelfia, 1985. 16. Lucas 3,12-14. Lo que en ambos casos significa el compromiso de renunciar a cualquier fraude, corrupción o exacción, y de mantenerse en el estricto respeto de las leyes y reglamentos de la profesión ejercida.
17. Lucas 7,1-10: «Yo os digo que ni siquiera en Israel he encontrado semejante fe». 18. Tertuliano, Apologético, 42, ed. trad. fran. J. P.Walting, París, 1929 (1961), p. 79. 19. Véase Tertuliano, De idolatria, c. XIX, ed. CCSL, Turnhout, 1954. El juramento militar le parece aquí contrario a la lealtad debida a Cristo, pues no puede servirse a dos amos. 20. Hipólito de Roma, La tradición apostólica, 16, ed. y trad. fran. B. Botte (2.ª ed. revisada), París, 1984, p. 71: «El soldado subalterno no matará a nadie. Si recibe orden de hacerlo, no la llevará a cabo. Si se niega, será despedido». 21. Ibíd. 22. Orígenes, Contra Celso, VIII, 73, ed. y trad. fran. M. Borret, t. III, París, 1969, p. 345. 23. Cf. « Passiones tres martyrum Africanorum ss Maxima, Donatillae et secundae, s. Typasii veterani et s. Fabii vexilliferi», Analecta Bollandiana, IX, 1890, pp. 107-134. Véanse también las expresiones mencionadas en Knopf, D. R., Ausgewälte Martyrenakten, Tubinga, 1929 (2.ª ed.), pp. 8687, trad. fran. en P. Monceaux, La vraie légende dorée, París, 1928, pp. 251-255. 24. « De his, qui arma proiciunt in pace, placuit abstineri eos a communione», Concilio de Arles, texto y trad. fran. en J. Gaudemet, Conciles gaulois du IV e siècle, París, 1977 (Sources Chrétiennes n.º 241), canon 3, pp. 4849. El autor comenta así ese texto cuyo sentido fue antaño muy discutido: «Si se descartan esas correcciones arbitrarias, sólo puede advertirse que el concilio de Arles condena aquí la negativa al servicio militar». 25. Jerónimo, Prefacio al comentario de Ezequiel, PL 25, col. 15. 26. Véanse Jerónimo, Carta 60 a Heliodoro, ed. y trad. fran. J. Labourt, Saint Jérôme, lettres, t. III, París, Les Belles Lettres, 1953, pp. 107-108; Jerónimo, Carta 128 a Pacatula, op. cit., p. 153. 27. Agustín, Epístola 138, ad Marcellinum, PL 33, col. 525-535. 28. Agustín, De libero arbitrio, IV, 9-12, ed. y trad. fran. F. J. Thonnard, Bibliothèque Augustinienne, t. 6, París, 1952, pp. 151-155. 29. Agustín, Epístola 189 a Bonifacio, Epistulae, E. A. Goldbacher, Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum, 57, 1911 (o PL, 33 col. 854-857). 30. Ibíd, p. 133: « Noli existimare neminem Deo placere posse, qui in armis bellicis militat ». 31. Véanse por ejemplo Regout, R., La Doctrine de la guerre juste, de saint Augustin à nos jours, París, 1934, pp. 39-43; Swift, L. J., «Augustine on War and Killing», Harvard Theological Review, 66, 1973, pp. 369-383; Russel, F. H., The Just War in the Middle Ages, Cambridge, 1975, pp. 18 y ss.; Markus, R. A., «Saint Augustine’s View on the Just War», en Sheils,W. J. (ed.), «The church and the War», Studies in Church History, 20, 1983, pp. 1-13, etc.
32. Los historiadores están aún divididos en este punto. Según Brundage, J. A., «The Limits of War-Making Power:The Contribution of Medieval Canonists», en Reid, Ch. (ed.), Peace in a Nuclear Ages:The Bishop’s Pastoral Letter in Perspective,Washington D. C., 1986, pp., 69-85 (retomado en Brundage, J. A., The Crusades, Holy War and Canon Law, op. cit.): la noción de guerra justa de Agustín habría desempeñado un gran papel en el desarrollo de las doctrinas sobre la limitación de los combates; según Gilchrist, J. «The Erdmann Thesis and the Canon Law», en Edbury, P.W. (ed.), Crusade and Settlement , pp. 37-45, todos los textos citados por los canonistas para justificar el uso de la guerra por la Iglesia han salido de san Agustín o del pseudo Agustín, y ninguno podía ser utilizado para justificar una guerra ofensiva contra no cristianos (p. 40). Véanse también Russell, F. H., The Just War in the Middle Ages, op. cit.; Hubrecht, G., «La guerre uste dans le Décret de Gratien», Studia Gratiana, 3, 1955, pp. 161-177, y la exposición de las distintas posiciones en Lenihan, D. A., «The Influence of Augustine’s Just War: The Early Middle Ages», Augustinian Studies, 27, 1996, pp. 55-94. 33. Véanse sobre este punto Cardini, F., Alle raditi della cavalleria medievale, Florencia, 1982, pp. 31 y ss. y 71 y ss.; y Flori, J., L’Idéologie du glaive…, op. cit., pp. 41-61. 34. Los historiadores modernos han subrayado, con razón, que las fuentes eclesiásticas y, sobre todo, monásticas, exageraron ampliamente la magnitud de las fechorías de estos invasores. Por lo que nos concierne aquí, lo que ante todo importa es la percepción que de ello se tenía. Fue esto, mucho más que la realidad, lo que modificó las mentalidades. Encontramos hoy el mismo problema con respecto al «sentimiento de inseguridad» que algunos oponen, sin consideración, a la inseguridad real. 35. Véanse sobre este punto Lomax, D.W., The Reconquest of Spain, Londres, 1978, pp. 10-28; Rucquoi, A., Histoire Médiévale de la péninsule Ibérique, París, 1993, pp., 68-82. 36. Esteban II, MGH Epistolae, III (Merowingici et Karolini aevi I), ep. 6, pp. 488-490. 37. Pablo I, Carta n.º 13, MGH Epistolae, III (Merowingici et Karolini ievi, I), pp. 508-510.
Capítulo 5. Las palmas del martirio 1. Guiberto de Nogent, Dei gesta per Francos, II, 4, ed. R. B. C. Huygens, CCCM (Corpus Christianorum Continuatio Mediaevalis) 127A, Turnhout, 1996, p. 113 (= RHC Hist. Occ. IV, p. 138). 2. Guiberto de Nogent, I, 1, op. cit., p. 87 (= RHC, p. 124): «[…] Instituit nostro tempore prelia sancta Deus, ut ordo equestris et vulgus oberrans… novum repperient salutis promerendae genus […]». 3. Riley-Smith, J., The First Crusade…, op. cit., p. 116. 4. Cowdrey, H. E. J., «Christianity and the Morality of Warfare during the First Century of Crusading», en The Experience of Crusading, op. cit., pp. 175-192.
5. León IV, Ep. I, «Ad exercitum Francorum», PL 115, col. 655-657. 6. Villey, M., La Croisade…, op. cit., pp. 28 y ss., compara juiciosamente la frase de León IV con el texto de Cicerón, De Republica, VI, 7 (el sueño de Escipión), que imagina un lugar de felicidad eterna para quienes mueren por la patria: «Omnibus, qui patriam conservaverint, ajuverint, auxerint, certum esse in coelo definitum locum, ubi beati aevo sempiterno fruantur». Ahora que la Romanitas se ha convertido en la Christianitas, la Iglesia hace suya la idea de Cicerón. 7. León IV, Ep. I, «Ad exercitum Francorum», MGH Epistolae, V (Karolini Aevi, III), Berlín, 1899, p. 601. 8. Cf. Delaruelle, É., L’Idée de croisade au Moyen Âge, Turín, 1980, p. 28. 9. Juan VIII, Carta n.º 22, Al emperador Carlos el Calvo (15 de noviembre de 876) , MGH Epistolae, VII , pp. 19-20. 10. Juan VIII, Carta n.º 31, Al emperador Carlos el Calvo (10 de febrero de 877), MGH Epistolae, VII , pp. 29-30. 11. Juan VIII, Carta n.º 150, A todos los obispos del reino de Luis el Tartamudo , MGH Epistolae, VII , p. 126. 12. Delaruelle, É., «Essai sur la formation de l’idée de croisade», Bulletin de Littérature Ecclésiastique, t. 42, 1941, pp. 86-105 (especialmente p. 103), retomado en Delaruelle, É., L’Idée de croisade au Moyen Âge, op. cit., pp. 39-41. 13. Ibíd., p. 26. 14. Es la tesis que he defendido en el pasado. Cf. Flori, J., La Guerre sainte, op. cit., p. 53. Aporto aquí algunos matices, como se verá más adelante. 15. Brundage, J. A., Medieval Canon Law and the Crusader, op. cit., pp. 22-23. 16. Recordemos por otra parte que, en esa fecha, la noción de purgatorio no existe todavía. Véase sobre este punto Le Goff, J., La Naissance du purgatoire, París, 1981. 17. Chevedden, P. E., «The Council of Clermont (1095) and the Crusade Indulgence», art. cit., especialmente pp. 262-263. 18. Fletcher, R., «Reconquest and Crusade in Spain, c. 1050-1150), Transactions of the Royal Historical Society, 37, 1987, pp. 31-47; Sénac, Ph., La Frontière et les hommes ( VIII e- XII e siècles); le peuplement musulman au nord de l’Èbre et les débuts de la reconquête aragonaise, París, 2000; véanse también Laliena Corbera, C., La formación del estado feudal. Aragón y Navarra en la época de Pedro I , Huesca, 1996; Laliena Corbera, C. y Sénac, Ph., Musulmans et chrétiens dans le Haut Moyen Âge: aux origines de la Reconquête aragonaise, París, 1991.
19. Cf. lvaro, Indiculus luminosus, c. 23, PL 121, col. 513-556 y en Gil, J. (ed.), Corpus Scriptorum Muzarabicorum, Madrid, 1973, pp. 297 y ss.; Álvaro, Vita Eulogii, ed. E. Flórez, España Sagrada, 10, apéndice VI, también en Indiculus luminosus, párr. 21 y en Gil. J. (ed.), Corpus Scriptorum Muzarabicorum, pp. 294 y ss.; sobre el alcance de este episodio, véase Wolf, K.B., «Christian Views of Islam in Early Medieval Spain», Tolan, J. V. (ed.), Medieval Christian Perceptions of Islam; a Book o essays, Nueva York y Londres, 1996, pp. 85-108;Tolan, J. V., «Mahomet et l’Antéchrist dans l’Espagne du IXe siècle», en Buschinger, D. y Spiewok, W. (eds.), Monde oriental et monde occidental dans la culture médiévale ( Wo - dan, vol. 68), Greifswald, 1997, pp. 167-180. 20. Véase sobre este punto Sénac, Ph., Al-Mansûr, le fléau de l’an mil, París, 2006, pp. 150-158. 21. Raúl Glaber, Historiae, II, 18, ed. y trad. fran. J. France, Oxford, 1989, pp. 82-83. 22. Sénac, Ph., Al-Mansûr…, op. cit., p. 160. 23. Raúl Glaber, Historiae, II, 19, p. 84. 24. Cf. Rousset, P., «Raoul Glaber, interpréte de la pensée commune au XIe siècle», Revue d’Histoire de l’Église de France, 36, 1950, pp. 5-24. 25. Abbon de Saint-Germain, Sermo 6, Adversus raptores bonorum alienorum (llamado en otra parte «Sermo ad milites»), p. 64, Önnerfors, U. (ed.), Abbo von Saint-Germain-des-Prés 22 Predigten, Kritische Ausgabe und Kommentar (Lateinische Sprache und Literatur des Mittelalters, vol. 16), Fráncfort-BernaNueva York-Nancy, 1985, pp. 94 y ss. 26. La canción de Roldán, v. 1132-1138, ed. y trad. fran. J. Dufournet, París, 1993, p. 151. 27. Ibíd., v. 1521-1523, p. 181. 28. Véase la edición de este poema en Scalia, G., «Il carme pisano sull’impresa contro i Saraceni del 1087», Studi di Filologia Romanza offerti a Silvio Pellegrini, 1971, pp. 565-627. Otro estudio y edición en Cowdrey, H. E. J., «The Mahdia Campaign of 1087», The English Historical Review, 92, 197, pp. 1-29 (retomado en Popes, Monks and Crusaders, Londres, 1984, p. XII). 29. Bernardo de Angers, Liber miraculorum sancte fidis, III, 18, ed. A. Bouillet, París, 1897, pp. 158-159; trad. fran. en Bouillet, A. y Servières, L., Sainte foy, vierge et martyre, Rodet, 1900, p. 546. 30. Vie et miracles du pape saint Léon IX , ed. A., Poncelet, Analecta Bollandiana, 25, 1906, pp. 277 y ss. 31. Véase Taviani-Carozzi, H., «Une bataille franco-allemande en Italie: Civitate (1053)», en Carozzi, C. y Taviani-Carozzi, H. (dirs.), Peuples du Moyen Âge: problèmes d’identification, Aix-en-Provence, 1996, pp. 181-211. 32. Guiberto (pseudo), Vita sancti Leonis, PL 143, col. 500; cito aquí la traducción de M. Goullet, La Vie du pape Léon IX (Brunon, évêque de Toul), París, 1997.
33. De obitu sancti Leonis IX , PL 143, col. 527. 34. Bonizo de Sutri, Liber ad amicum, ed. E. Dümmler, V, MGH Libelli de lite, I, pp. 589 y 618. 35. Bruno de Segni, Libellus de symoniacis, II, párr. 5-6, MGH Libelli de lite, p. 550. 36. Sobre este episodio, véase Cowdrey, H. E. J., «The papacy, the Patarenes and the Church of Milan», History, 51, 1966, pp. 25-48 (retomado en Popes, Monks and Crusaders, op. cit.). 37. Véase en este punto Flori, J., La Guerre sainte, op. cit., pp. 187 y ss. 38. Landulfo Senior, Historia Mediolanensis, III, MGH SS 8, pp. 32-100 (= PL 147, col. 805-954) y D. A. Cutolo, RIS IV, 2A, Bolonia, 1942. 39. Andrés de Strumi, Vita sancti Arialdi, MGH SS 30, 2, pp. 1064 y 1065. 40. Véase sobre este punto Flori, J., «Mort et martyre des guerriers vers 1100; l’exemple de la première croisade», Cahiers de Civilisation Médiévale, 34, 1991, 2, pp. 121-139. 41. Cf. Pedro Tudebode, ed. J. H. y L. L., Hill, Historia de Hierosolymitano itinere, París, 1977, pp. 100112. Acerca de la promesa al sacerdote Esteban hecha por Cristo y María, véase también Raimundo de Aguilers, ed. J.H. y L.L., Hill, Le «liber» de Raymond d’Aguilers, París, 1969, p. 73. 42. Raimundo de Aguilers, op. cit., p. 70. 43. Sobre el alcance de este episodio, véase Flori, J., «“Les héros changés en saints… et les saints en héros”. Sacralisation et béatification du guerrier dans l’epopée et les chroniques de la première croisade», PRIS-MA, 30, 1999, pp. 255-272.
Capítulo 6. La reconquista cristiana en Occidente: ¿«precruzada» o «guerra santa»? 1. Véanse sobre este punto Tellenbach, G., Libertas: Kirche und Weltordnund im Zeitalter des Investiturstreits, Leipzig, 1936; Robinson, I. S., The Papacy, 1073-1198, Continuity and Innovation, Cambridge, 1990, pp. 302-321; Cowdrey, H. E. J., Pope Gregory VII, 1073-1085, Oxford, 1998. 2. Anselmo de Lucca, Collectio canonica, lib. 13, ed. y estudio por E. Pasztor, «Lotta per le investiture e ius belli; la posizione di Anselmo di Lucca» en Golinelli, P. (ed.), Sant’Anselmo, Mantova e la lotta per le investiture, Bolonia, 1987, pp. 405-417. 3. Yvo de Chartres, Panormia, PL 161, col. 1037-1346; Yvo de Chartres, Decretum, PL 161, col. 47-1036.
4. Bonizo de Sutri, Liber ad amicum, op. cit., pp. 568-620, especialmente pp. 571 y ss.; Bonizo de Sutri, Liber de vita christiana, ed. E. Perels, Berlín, 1930, especialmente VII, 17-28, pp. 243 y ss. 5. Cf. Flori, J., «Le rôle de la reconquête dans la formation de l’idée de guerre sainte», en Les Français en Espagne du VIII e au XIII e siècles, Actas del congreso Transpyrenalia, Zaragoza, 2006, pp. 35-59. 6. Cf. Gregorio VII, Registrum, I, 63; I, 64; IV, 28 y I, 07; ed. E. Caspar, Epistolae selectae, II , MGH, Berlín, 1967; Becker, A., «Politique féodale de la papauté à l’égard des rois et des princes ( XIe-XIIe siècles)», en Chiesa e mondo feudale nell secoli X-XII (Actas de la Duodécima Semana Internacional de Estudios, Mendola, 24-28 de agosto de 1992), Milán, 1995, pp. 411-445, minimiza el recurso a esta falsificación en la reivindicación pontificia de Urbano II; este Papa la invocaría sólo para fundamentar su derecho de propiedad sobre «las islas» (Córcega, Sicilia, Cerdeña, etcétera). Podemos dudar de ello. Gregorio VII, en todo caso, va mucho más allá por lo que se refiere a España. 7. Véase la breve y erudita puntualización de Olivier Guyotjeanin en el Dictionnaire historique de la papauté , París, 1994, pp. 581-583. 8. Constitutum Constantini, texto en Zeumer, K., «Der älteste Text des Constitutum Constantini», Festgabe für R. von Gneist , 1888, p. 47 y ss.; véanse también Fuhrmann, H. (ed.), MGH Fontes iuris germanici antiqui, pp. 10, 85-86, 93 y Haller, J., Die Quellen zur Geschichte der Entstehung des Kirchenstaates, Leipzig, 1907, pp. 241 y ss.; traducción en Pacaut, M., La Théocratie, op. cit., p. 231, y en Contamine, P., Delort, J., La Roncière, M. de y Rouche, M., L’Europe au Moyne Âge, t. I: 395-888, París, 1969, pp. 142143. 9. Cf. Ullmann,W., A Short History of the Papacy in the Middle Ages, Londres, 1961, pp. 139 y ss.; Robinson, U. S., The papacy, 1073-1198, Continuity and Innovation, Cambridge, 1990, pp. 295 y ss.; Pacaut, M., «La papauté et la réforme de Grégoire VII à Urbain II», art. cit., pp. 3949; Cowdrey, H. E. J., Pope Gregory VII, 1073-1085, op. cit. 10. Godofredo Malaterra, De rebus gesti Rogerii Calabriae et Siciliae comitis et Roberti Guiscardi duci fratris eius, ed. E. Pontieri, Bolonia, RIS (Rerum Italicarum Scriptores), V, 1, 1924; véase especialmente II, 1, p. 29; IV, 1-2, pp. 85-86. Ese carácter de guerra santa, incluso en Malaterra, es minimizado en exceso por Martin, J.-M., Italies normandes, París, 1994, p. 20, y Taviani-Carozzi, H., La Terreur du monde. Robert Guiscard et la conquête normande en Italie. Mythe et histoire, París, 1996. 11. «1059, not 1095, marked the start of the Crusade.» Cf. Chevedden, P. E., «Canon 2 of the Council of Clermont (1095) and the Goal of the Eastern Crusade…», art. cit., pp. 57-108, aquí p. 287, n. 14. Véase también la misma idea desarrollada en Chevedden, P. E., «The Islamic Interpretation of the crusade…», art. cit., pp. 90-136. 12. Godofredo Malaterra, II, 33, op. cit., p. 44. 13. Sobre las reivindicaciones «políticas» del papado en esa época, véase Flori, J., «Réforme-reconquistacroisade. L’idée de reconquête dans la correspondance pontificale d’Alexandre II à Urbain II», Cahiers de Civilisation Médiévale, 40, 1997, pp. 317-335. Más concretamente, refiriéndose a Gregorio VII, véase Flori, J., «Le vocabulaire de la reconquête chrétienne…», art. cit., pp. 247-267.
14. Alejandro II, Epistola clero vulturnensis, op. cit. 15. Véase la discusión en Flori, J., La Guerre sainte, op. cit., pp. 277-284. 16. O’Callaghan, J. F., Reconquest and Crusade in Medieval Spain, Filadelfia, 2003, pp. 24 y ss.; Chevedden, P. E., «The Council of Clermont», art. cit., p. 278. 17. Ferreiro, A., «The Siege of Barbastro, 1064-65. A Reassessment», Journal of Medieval History, 9, 2, unio de 1983, pp. 129-144. Discusión en Flori, J., La Guerre sainte, op. cit., pp. 280 y ss. 18. Laliena Corbera, C., «Barbastro, ¿protocruzada?», en GarcíaGuijarro Ramos, L. (ed.), Segundas ornadas internacionales sobre la primera cruzada (7-11 sept. 1999), Huesca. El autor no cree en la existencia de una alianza formal entre la Santa Sede y Aragón en aquella época y le parece improbable que el objetivo de esa expedición armada fuera algo más que un intento de poner fin al desorden provocado por la desaparición, en el año 1063, del rey de Aragón, Ramiro I. 19. Chevedden, P. E., «The Council of Clermont…», art. cit., pp. 253-322 (pp. 283 y ss.) y O’Callaghan, J., Reconquest , op. cit., pp. 25 y ss. 20. Cf. Laliena Corbera, C., «Barbastro, ¿protocruzada?», art. cit., texto retomado y ampliado en Laliena Corbera, C., «Guerra santa y conquista feudal en el noreste de la Península a mediados del siglo XI: Barbastro, 1064», en Cristianos y musulmanes en la Península Ibérica: la guerra, la frontera y la convivencia (XI Congreso de Estudios Medievales), Ávila, 2007, pp. 187-218; esta interpretación particular de la guerra santa haciendo hincapié en los valores «heroicos», aristocráticos y guerreros, coincide con la de Jean-Charles Payen acerca del Cantar de Roldán; véase Payen. J.-Ch., «Une Poétique du génocide joyeux», Olifant , 6, 1979, 3-4, pp. 226 y ss. 21. Véanse en este punto Lomax, D.W., The Reconquest of Spain, Londres, 1978, pp. 56 y 75; Fletcher, R., «Reconquest and crusade in Spain, c. 1050-1150», Transactions of the Royal Historical Society, 37, 1987, pp. 31-47; Beech, G. T., «The Ventures of Dukes of Aquitaine into Spain and the Crusader East in the Early Twelfth Century», The Haskins Society Journal, Studies in Medieval History , vol. 5, 1993, pp. 62-75; Martín, J. L., «Reconquista y cruzada», en Il Concilio di Piacenza e le crociate, op. cit., pp. 247-271; Laliena Corbera, C., La formación del estado feudal. Aragón y Navarra en la época de Pedro I , Huesca, 1996;Vanoli, A., Alle Origini della Reconquista. Pratiche et immagini della guerra tra Cristianità e islam, Turín, 2003. 22. En especial Amado de Montecasino, L’Ystoire de li Normant , I, 7-9, ed. E. Bartholomaeis, Roma, 1935, que cuenta la recuperación de Barbastro por los sarracenos, a consecuencia de los pecados de los «caballeros de Cristo» que se entregaron al «amor de las mujeres». La victoria de los «turcos» es calificada de «justo juicio de Dios», al igual que la gran mortandad de cristianos. 23. Sénac, Ph., «Un château en Espagne. Notes sur la prise de Barbastro (1064)», en Liber largitorius. Études d’histoire médiévale offertes à Pierre Tourbert par ses élèves , reunidos por D. Barthélemy y J. M. Martín, Ginebra, 2003, pp. 545-562.
24. Cf. Flori, J., «Guerre sainte et rétributions spirituelles dans la seconde moitié du XIe siècle: lutte contre l’islam ou pour la papauté?», Revue d’Histoire Ecclésiastique, 85, 1990, 3/4, pp. 617-649; Flori, J., La Guerre sainte, op. cit., pp. 284 y ss.; O’Callaghan, J. F., Reconquest and Crusade in Medieval Spain, op. cit., pp. 27-28, etcétera. 25. Laliena Corbera, C. y Sénac, Ph., Musulmans et chrétiens…, op. cit.; Lalinea Corbera, C., «La sociedad aragonesa en la época de Sancho Ramírez (1050-1100)», en Sancho Ramírez, rey de Aragón, y su tiempo, 1064-1094, Huesca, 1994, pp. 65-80; García-Guijarro Ramos, L., «El papado y el reino de Aragón en la segunda mitad del siglo XI», en Aragón en la Edad Media, 18, 2004, pp. 244-264. 26. Véase en este punto Cowdrey, H. E. J., «The Reform Papacy and the Origin of the Crusades», en Le Concile de Clermont de 1095…, op. cit., pp. 65-83. 27. Véase en este punto Flori, J., «Le vocabulaire de la reconquête chrétienne…», art. cit., pp. 247-267. 28. Gregorio VII, Registrum, IV, 28. 29. Suger, Vita Ludovici Grossi regis, V, ed. y trad. fran. H.Waquet, París, 1964, pp. 26-27. 30. O’Callaghan, J. F., Reconquest and Crusade in Medieval Spain, op. cit., p. 29. 31. Lettre à l’évêque Béranger, Acta Pontificorum Romanorum inedita, Pflugk-Harttung, J. von (ed.), Stuttgart, 1884, II, n.º 176, pp. 142-143. 32. Urbano II, Carta n.º 23, a los condes de Besalú, Ampurias, Rosellón, Cerdaña y a sus milites , ed. P., Kehr, «Papsturkunden in Spanien, Vorarbeiten zur Hispania Pontifica, I, Katalanien, 2, Urkunden und Regesten», Abhandlungen der Gesellschaft der Wissenschaften zü Göttingen, 1926, pp. 287-288; véase también pp. 293 y ss., y Liber Censuum, I, pp. 468-469. 33. Urbano II, Carta n.º 20, PL 151, col. 302-303. 34. Urbano II, Carta n.º 23, Kehr, P. (ed.), op. cit., pp. 287-288. La fecha de esta carta crea controversia: se la sitúa entre 1089 y 1099. Me inclino por una fecha posterior al año 1096, dada la alusión a los milites que van a socorrer a la Iglesia oriental. 35. Pascual II, Epistolae, PL 163, Carta 25, col. 45; Carta 26, col. 45; Carta 44 (1101), col. 64-65.
Capítulo 7. La conquista del Este: ¿protocruzadas?
1. Según Teófanes el Confesor, Cronografía, P. G. (Patrologia Graeca) 108, col. 684-689; AM 6127, trad. ingl. C. Mango y R. Scott, The Chronicle of Theophanes Confessor, Byzantine and Near Eastern History, AD 284-813, Oxford, 1997, p. 471, Sofronio habría dicho: «En verdad, aquí está la abominación de la desolación establecida en lugar sagrado, como fue anunciada por el profeta Daniel». 2. Véase Doctrina Jacobi nuper baptizati, I, 22, ed. y trad. fran. V. Déroche, Travaux et mémoires (Colegio de Francia, Centro de investigación de historia y civilización de Bizancio), t. 11, 1991; análisis en Flori, J., L’Islam et la fin des temps…, op. cit., pp. 123 y ss. 3. Véase Pseudo-Método, «Apocalypse syriaque du PseudoMéthode», ed. y trad. ingl. F. J. Martínez, Eastern Christian Apocalyptic in the Early Muslim Period: Pseudo-Methodius and Pseudo-Athanasius, Washington D. C., 1985, vols. I-II, Ann Arbor, 1985 (University Microfilms International). 4. Pseudo-Método, c. XIV, op. cit., p. 152. 5. Cf. Ducellier, A., Chrétiens d’Orient et Islam au Moyen Âge, VII e XV e siècles, París, 1996, pp. 170 y ss. 6. Ibíd., pp. 179 y ss. 7. Dédéyan, G., «Le cavalier arménien», en Mahé, J.-P. y Thomson, R.W. (eds.), From Byzantium to Iran. Armenian Studies in Honour of Nina G. Garsoïan, Scholar Press (s.l.), 1997, pp. 197-228. 8. Magdalino, P., «The Year 1000 in Byzantium», en Magdalino, P. (ed.), Byzantium in theYear 1000, Brill, Leiden-Boston, 2003, pp. 233-270. 9. Liutprando, La embajada en Constantinopla, trad. fran. E. Pognon, L’An mille, pp. 4 y ss. 10. Nicéforo Focas, «Carta a la corte de Bagdad», trad. fran. en Schlumberger, G., Un empereur byzantin au X e siècle: Nicéphore Phocas, París, 1896 (1923), pp. 427-430. 11. Texto en Mateo de Edesa, Crónica, ed. y trad. fran. E. Dulaurier, RHC Doc. Arméniens I, pp. 3 y ss. 12. Grousset, R., Histoire des croisades et du royaume franc de Jérusalem, op. cit., t. I, pp. IV, X, XII, XIV, XVI, XVIII. 13. Véase sobre este punto Chevedden, P. E., «Canon 2 of the Council of Clermont (1095)…», art. cit. 14. Citado por Ducellier, A., Le Miroir de l’islam. Musulmans et chrétiens d’Orient au Moyen Âge ( VII e- XI e siècles), París, 1971, p. 248. 15. Ducellier, A., Chrétiens d’Orient et Islam au Moyen Âge, VII e- XV e siècles, op. cit., p. 194; opinión parecida en Lemerle, P., «Byzance en la croisade», Relazioni del Xº congresso internazionale di scienze storiche, III, Florencia, 1955, pp. 595-612.
16. Cf. Regan, G., First Crusader. Byzantium’s Holy Wars, Nueva York, 2001. 17. Weber, B., Lutter contre les Turcs. Les formes nouvelles de la croisade pontificale au XV e siècle, tesis presentada en Toulouse-II, en septiembre de 2009, p. 19. Agradezco aquí a B.Weber que me suministrara su texto antes de la publicación. 18. Registrum, I, 7, p. 11. 19. Cowdrey,. H. E. J., Popes…, op. cit., X, p. 30, n. 16, no cree en la realidad de semejante llamada, al contrario que Riant, P., «Inventaire critique», art. cit., pp. 62-64, y a Nicol, D. M., «The Crusades and the Unity of Christendom», en Goos, V. P. y Bornstein, Ch. V., The Meeting ofTwo Worlds, Cultural Echanges between East and West during the Period of the Crusades (Studies in Medieval Culture , 21), Kalamazoo, 1986, pp. 169-180. 20. Es lo que ha demostrado Cheynet, J.-C., «Mantzikert, un désastre militaire?», Byzantion, 50, 1980, pp. 412-438. 21. Sobre el reclutamiento por Gregorio VII de los milites Sancti Petri, véanse Robinson, I. S., «Gregory VII and the Soldiers of Christ», History, 58, 1973, pp. 169-192; Semmler, J., « Facti sunt milites domni Hildebrandi omnibus… in stuporem», en Das Ritterbild in Mittelalter und Renaissance, Dusseldorf, 1985, pp. 11-35. 22. Registrum, I, 46, pp. 69-71. 23. Registrum, I, 49, pp. 75-76. 24. Registrum, II, 31, pp. 165-168. 25. Registrum, II, 37, pp. 172-173. 26. Gregorio VII, Epistolae, ed. y trad. ingl. H. E. J. Cowdrey, The «Epistolae Vagantes» of Pope Gregory VII , Oxford, 1972, n.º 5, pp. 10-13. 27. Ibíd, p. 190. 28. Erdmann, C., Die Entstehung…, op. cit., p. 149. 29. Sybel, H. von, Geschichte des Ersten Kreuzzugs, Dusseldorf, 1841, pp. 188 y ss. 30. Riant, P., «Inventaire critique…», art. cit., pp. 56-66. 31. Ibíd., p. 64. 32. Rousset, P., Les Origines et les caractères de la première croisade, op. cit., p. 52.
33. Ibíd., p. 53. 34. Véanse sobre este punto Cowdrey, H. E. J., «Pope Gregory VII’s “Crusading Plan” of 1074», Outremer, Jerusalén, 1982, pp. 21-40 (retomado en Pope…, op. cit., X); Cowdrey, H. E. J., «The Gregorian Papacy, Byzantium and the First Crusade», en Howard-Johnston, J.D. (ed.) Byzantium and the West, c. 850-1200, Amsterdam, 1988, pp. 146-169; Cowdrey, H. E. J., «Pope Gregory VII and the Bearing of Arms», art. cit., pp. 21-35; Cowdrey, H. E. J., «The Papacy and the Origins of Crusading», Medieval History, 1, 3, 1991, pp. 48-60.
Conclusión: ¿un big bang? 1. Véase, hace veinte años ya, Flori, J., «Guerre sainte et rétributions spirituelles dans la seconde moitié du XIe siècle: lutte contre l’islam ou pour la papauté?» Revue d’Histoire Ecclésiastique, 85, 1990, 3/4, pp. 617649, y la síntesis más reciente, Flori, J., La Guerre sainte…, op. cit. 2. Chevedden, P. E., «The Council of Clermont (1095)», art. cit., pp. 253-322; Chevedden, P. E., «The Islamic View and the Christian View of the Crusades…, art. cit., pp. 181-200.
Capítulo 8. «Las palabras para decirlo…» 1. Hemos oído también recientemente, y varias veces, a algunos abogados hablando de su trabajo de defensa de un acusado denominándolo «cruzada judicial». 2. Ambrosio, L’Estoire de la guerre sainte, ed. G. Paris, París, 1897, v. 138, 145, 155-158. 3. Así, en Bernardo Itier, que redacta sus notas entre 1189/1198 y 1225 (fecha de su muerte), se encuentran por dos veces referencias a los «cruzados». Véase Bernardo Itier, Crónica, ed. y trad. fran. J.-L. Lemaître, París, 1998; en el año 1215: «… crozati qui alacriter de patria exire volebant » (p. 48); en el año 1218: « Anno MºCCºXVIII, crozati plenarie iter arripiunt » (p. 54); encontramos también una referencia al acto de «cruzarse», en el año 1188: « Philipus et Richardus reges crozaverunt se» (p. 28). 4. Cf.Weber, B., «Nouveau mot ou nouvelle réalité. Le terme cruciata et son utilisation dans les textes pontificaux», en Balard, M. (ed.), «La papauté et les croisades» (Actas del coloquio internacional de Aviñón). Agradezco aquí a B.Weber que me suministra el texto de su comunicación antes de ser publicado. 5. Aunque el papa Inocencio III condenase efectivamente el ataque y el saqueo de Constantinopla, no por ello dejó de manifestar su satisfacción ante la «reunificación» de las Iglesias así obtenida por la instauración de un Imperio romano latino. Véase por ejemplo Inocencio III, Registrum, en Hageneder, O. (ed.), Die Register Innocenz’III, GrazCologne, 1964-1995, VI, pp. 229, 230;VII, pp. 153, 154 y VIII, p. 203 (con una
interpretación escatológica de esta reunificación). Bernardo Itier, en 1204, plasmó muy bien la percepción eclesiástica latina de esta toma de Constantinopla con estas palabras: «La hija fue devuelta a su madre, y la Iglesia de los griegos regresó a la obediencia de la Iglesia romana, incluso a su pesar». Véase Bernardo Itier, Crónica, op. cit., a. 1204, 125, p. 32. 6. Markowski, M., «Crucesignatus: Its Origin and Early Usage», Journal of Medieval History, 10, 1984, pp. 157-165. El autor llega a la imaginaria conclusión de que no es ya posible definir la cruzada refiriéndose a Jerusalén y la peregrinación, nociones de las que el papa Inocencio III se liberó en aquella fecha. En otras palabras, el pontífice es quien define la cruzada. 7. PL 151, col. 485. Su no autenticidad fue demostrada por Riant, P., «Inventaire critique», art. cit., pp. 124127, que la atribuye a Jeronimo Donzellini en 1574. 8. Simeón y Ademar, «Carta a los obispos y a los fieles de Occidente», Hagenmeyer, H. (ed.), Die Kreuzzugsbriefe aus den Jahren 1088-1100, Innsbruck, 1901, VI, pp. 141-142. 9. Sin embargo es probable que el párrafo entero (líneas 15 a 17) sea una interpolación en esa carta colectiva, añadida tal vez por el propio Bohemundo por razones de propaganda. Véase en este punto Hiestand, R., «Boemondo I e la prima Crociata», en Musca, G. (Coord.), Il Mezzogiorno normanno-svevo et le Crociate (Atti delle quattordicesime giornate normanno-sveve, Bari, 17-20 ottobre 2000), Bari, 2002, pp. 65-94 (especialmente pp. 83 y ss.) 10. Alberto de Aix, Historia Hierosolymitana, ed. y tr. fran. S. B. Edgington, Oxford, 2007, datación pp. XXIV-XXVIII, y Flori, J., Chroniqueurs et propagandistes, op. cit., pp. 261 y ss. 11. «Quos peregrine et cruce signati comperientes…», Alberto de Aix, Historia Hierosolymitana, I, 26, op. cit., p. 50. La yuxtaposición de ambos términos no significa, muy al contrario, que Alberto quiera aquí distinguir dos categorías de personajes. Este autor suele utilizar «dobletes» de este tipo, como muestra la lista que de ellos se hace en la introducción de S. Edgington, p. XXVIII. Añado a esta lista «auditu et relatione» (Alberto de Aix, I, 1, p. 272) y aquí « peregrini et cruce signati». 12. Erróneamente, Constable, G., Crusaders and Crusading in the Twelfth Century, Farnham y Burlington, 2008, p. 69 y n. 123, menciona la presencia de la palabra crucesignatus con respecto al conde Fulco de Anjou, en 1128. La idea está ahí, pero no la palabra. Según el texto, antes de partir hacia Jerusalén y ser allí nombrado rey, Fulco se dirigió a Tours para recibir del arzobispo el «signo de la santa cruz» que convenía a semejante peregrinación («…ut ei archiepiscopus sacre cruci signu pro more tante peregrinationis imponeret »). Más adelante, el mismo cronista habla del «signo del Señor» ( Dominicum signum); véanse Chroniques d’Anjou, Marchegay, P. y Salmon, A. (eds.), París, 1856, t. I, p. 152, o mejor la Chronique des comtes d’Anjou et des seigneurs d’Amboise, Halphen, L. y Poupardin, R. (eds.), París, 1913, Addimenta, pp. 161 y 162. 13. Véanse los numerosos ejemplos citados por Trotter, D. A., Medieval French Literature and the Crusades (1100-1300), Ginebra, 1988, pp. 35-52. Véase también la buena síntesis de Constable, G., «The terminology of crusading», en Crusaders and Crusading in the Twelfth Century, op. cit., apéndice A, pp. 350-352. 14. Sobre el símbolo de la cruz de los cruzados, véase Rousset, P., Les Origines…, op. cit., pp. 7 y ss.
15. «Siebrandus Chabot volens ire Jherusalem, coram Deo et reliquiis sanctorum, accepto baculo et pera in ecclesia Beati Nicolai», Cartulaire de l’Absie, ed. B. Ledain, Archives historiques du Poitou, 25, Poitiers, 1895, p. 109. 16. Joinville, Vie de Saint Louis, 122, ed. y trad. fran. J. Monfrin, París, 1995, pp. 60-61. Cierto es que inicia su viaje a Tierra Santa con una peregrinación a distintos santuarios de la región. 17. «Pidió que le dieran la cruz y se hizo […]. Después de que él se hubo cruzado, se cruzaron Roberto, el conde de Artois, Alfonso, conde de Poitiers, Carlos, conde de Anjou… los tres hermanos del rey», ibíd., 108, pp. 54-55. 18. Ibíd., 5, pp. 4-5. 19. Véase Constable, G., Crusaders and Crusading, op. cit., pp. 70 y ss. 20. Roberto el Monje, Hierosolymitana expeditio, I, 4, y II, 3, RHC, Hist. Occ. III, p. 131, A-B y p. 741. 21. Véase en este punto Flori, J., Bohémond d’Antioche…, op. cit., pp. 63-78; trad. esp. M. Serrat Crespo, Bohemundo de Antioquía, Edhasa, Barcelona, 2010. 22. «Willelmus Venator, per Dei inspirationem voluntatem habuit adeudi Jherusalem. Et, ut mos hujusmodi peregrinorum exigit, in signum peregrinationis crucem accepit», Chartes de Saint-Julien de Tours, 10021227 , pu - blicadas por el abate L.-J. Denis, en Le Mans (Archivos históricos del Maine, XII, 1. er fascículo), 1912, pp. 87-88. 23. Ese estado transitorio se hace permanente en las órdenes religiosas militares, iniciadas por los templarios en 1129. 24. Fulquerio de Chartres, Historia Hierosolymitana, op. cit., I, 8, p. 330. Sin embargo, es una nueva paradoja, pues Fulquerio es probablemente el cronista más deseoso de convertir la cruzada en una empresa esencialmente pontificia. Véase sobre este punto Flori, J., Chroniqueurs et propagandistes, op. cit. 25. Orderico Vital, Historia eclesiástica, ed. y trad. ingl. M. Chibnall, The Ecclesiastical History of Orderis Vitalis, Oxford, 1965-1978, IX, 4, t. 5, p. 30. 26. Baudri de Bourgueil, Historia Hierosolymitana, I, RHC, Hist. Occ., IV, p. 17. No por ello deja de concluir: «A este respecto créase lo que se desee», Gesta Dei per Francos, RHC, Hist. Occ. 27. Guiberto de Nogent, IV, 17, p. 183 y VII, 32, p. 251. 28. Es la intención que pone de relieve en su Crónica Bernoldo de Constanza, MGH SS Rer. Germ., Nova Series 14, p. 528 (o MGH SS 5, p. 464): c. 1096: «De este modo todos los que hicieron voto de emprender este viaje se marcaron a sí mismos con el signo de la cruz en sus vestiduras, y ese mismo signo apareció también en la carne de algunos de ellos; por esta causa, la mayoría de la gente creía que aquella expedición había sido emprendida por orden de Dios y por su inspiración». Como la mayoría de los cronistas, Ekkehard considera también que esta expedición tenía un origen más divino que humano: « Hic de militie vel
expeditionis eiusdem causa non tam humanitus quam divinitus ordinata… », Ekkehard de Aura, Chronicon universale, Schmale, F. J. y Schmale-Ott, I. (eds.), Frutolfs chroniken und die anonyme Kaiserkronik , Darmstadt, 1972, p. 130. 29. Véase en este punto Giberto de Nogent I, 1, p. 125: formar este signo cruzando dos dedos de las dos manos bastaba, dice Guiberto de Nogent, para indicar su destino. 30. Alphandéry, P. y Dupront, A., La Chrétienté et l’idée de croisade, op. cit., t. I y II (reed. 1995), aquí t. I, pp. 62-63. Alphandéry ve con razón en el éxito del signo de la cruz la marca del «contagio popular de la idea de cruzada extendiéndose libremente, apoyada sólo en su signo. Progresa al margen de cualquier erarquía, sin dirección, sin reglas» (p. 62). 31. McGinn, B., «Iter sancti sepulchri:The Piety of the First Crusaders», en Lackner, B. K. y Philp, K. R. (eds.), Essays on Medieval Civilization (The Walter Prescott Webb Memorial Lectures), Londres, 1978, pp. 33-71, cita p. 41. 32. Se olvida con demasiada facilidad, en efecto, que a finales del siglo XI la cruz es percibida aún, ampliamente, como un símbolo de victoria, la de Cristo sobre la muerte y, por consiguiente, un signo de redención para los humanos que pueden también triunfar por la fe sobre la muerte y obtener la vida eterna en el reino de Dios. El hecho de hacer hincapié sobre el Cristo sufriente es más tardío, en especial a partir del siglo XIII. 33. Mayer, H. E., Geschichte der Kreuzzüg, Stuttgart, 1965 (8.ª ed., 1995); trad. ingl. The Crusades, Oxford, 1977 (2.ª ed., 1988), aquí p. 38. H. E. Mayer intenta describir aquí el significado de la cruz de los cruzados en todas las épocas. No estoy seguro, por ejemplo, de que la noción de «privilegios particulares» fuera claramente percibida por los primeros cruzados. El primer significado incluía, para ellos, el segundo, que sólo adoptó su dimensión jurídica tras la institucionalización de la cruzada por la Iglesia. 34. Riley-Smith, J., «The First Crusade and the Persecution of the Jews», Persecution and Toleration, Studies in Church History, 21, 1984, pp. 51-72, cita pp. 67-68. 35. Constable, G., Crusaders and Crusading…, op. cit., p. 86, refiriéndose a Flori, J., Pierre l’Ermite et la première croisade, París, 1999, p. 239; trad. esp. M. Serrat Crespo, Pedro el Ermitaño y el origen de las Cruzadas, Edhasa, Barcelona, 2006. 36. Ekkehard, Chronicon…, op. cit., p. 444: «… paucissimi qui remanserant adhuc testari solent, quod crucis signum super se celitus apparens ab imminente eos nece liberasset ». 37. Según Lactancio, De la muerte de los perseguidores, 44, trad. fran. en Meslin, M. y Palanque, J.-R., Le Christianisme antique, París, 1967, pp. 191-192: «Constantino fue advertido en su sueño de que hiciera inscribir en los escudos el signo celestial de Dios y entablara así el combate. Obedece y hace que se inscriba a Cristo en los escudos, con la letra X puesta de través con la parte alta curvada». Según Eusebio de Cesarea, Vita Constantini I, 28, ed. F.Winkelmann, Berlín, 1975, trad. ibíd., pp. 193-194: «Cristo, hijo de Dios, se le apareció en su sueño con este signo que le había sido mostrado en el cielo y le ordenó que hiciese fabricar un estandarte militar que se pareciera al que había visto en el cielo, que lo utilizara luego en los combates como una saludable protección».
38. Rufino de Aquilea, Historia eclesiástica, IX, 9 (trad. fran. en Meslin, M. y Palanque, J.-R., Le Christianisme antique, op. cit., pp. 195-196): «Entonces, alegre de nuevo y seguro ya de la victoria, señaló su frente con el signo de la cruz que había visto en el cielo». 39. Bernoldo de San Blas, Chronicon, ed. G.Waitz, 1844, MGH SQ. 5, p. 444. 40. Véase sobre este punto las plegarias y bendiciones de los rituales de entrega de armas y estandartes a los abogados y milites de iglesias, que desempeñan un gran papel en la sacralización de la guerra. Véanse Flori, J., «Chevalerie et liturgie…», art. cit., 247-278 y 3/4, pp. 409-442 y Flori, J., L’Essor de la chevalerie, op. cit., pp. 81 y ss. 41. Cf. Semmler, J., «Facti sunt milites domni Ildebrandi omnibus… in stuporem», en Das Ritterbild in Mittelalter und Renaissance, Dusseldorf, 1985, pp. 11-35. 42. Véase en este punto Van Cauwenbergh, E., Les Pèlerinages expiatoires et judiciaires dans le droit communal de la Belgique au Moyen Âge , Lovaina, 1927, pp. 22-23; más generalmente, sobre las peregrinaciones penitenciales, véanse Meerseman, G. G., «I penitenti nei secoli XI e XII», en I Laïci nella societas christiana dei sec. XI e XII (Actas de la Tercera Semana Internacional de Estudios, Mendola, 1965), Milán, 1968, pp. 306-339;Vogel, C., «Les pèlerinages pénitentiels», Revue des Sciences Religieuses, 38, 1964, pp. 113-145;Vogel, C., «Le pèlerinage pénitentiel», en Faivre, A. (ed.), En rémission des péchés: Recherches sur les systèmes pénitentiels dans l’Église latine, Aldershot, 1994, n.º VIII, pp. 113-153. 43. Sobre esta dimensión escatológica de las cruzadas, véase Flori, J., L’Islam et la fin des Temps, op. cit., con abundante bibliografía. 44. Orderico Vital, Historia eclesiástica, op. cit., X, 8, pp. 228-230 (traducción del autor). Los términos empleados merecen atención: «… concilio papae crucem Domini pro servitio eius accepi, et iter in Ierusalem cum multis nobilibus peregrinis Domino Deo deuovi». 45. Ibíd., p. 230: «Crucem Saluatori nostri qua more peregrini signatus sum non relinquam…»; no estamos lejos, una vez más, de la expresión «cruce signatus». 46. Ibíd.: «… et in sella frenoque meo sacrae crucis signum infigam». 47. Ibíd.: «… omnes aduersarii qui contra me insurrexerint im militem Christi praeliabuntur». Guillermo el Rojo, sin embargo, no se dejó impresionar por este argumento. Aun afirmando que no quería «combatir a los portadores de cruz» (ego contra cruciferos praeliari nolo, sed…), no renunció por ello a revindicar «sus derechos» y anunció su intención de hacerlos valer por las armas.
Capítulo 9. La indulgencia de cruzada
1. Acerca del impacto de Erdmann sobre la historiografía de las cruzadas, véase Riley-Smith, J., «Erdmann and the Historiography of the Crusade, 1935-1995», en García-Guijarro Ramos, L. (ed.), La primera cruzada novecientos años después: el concilio de Clermont y los orígenes del movimiento cruzado , Castello d’Impressio, 1997, pp. 17-29. 2. Erdmann, C., Die Entstehung des Kreuzzugsgedankens, op. cit., 1977, especialmente pp. 300 y ss., 322 y ss., 366 y ss., 373-377, 390 y ss. 3. Mayer, H. E., Geschichte der Kreuzzüge, op. cit., 1988, pp. 8-11. 4. Véanse especialmente Cowdrey, H. E. J., «Pope Urban II’s Preaching of the First Crusade», History, 55, 1970, pp. 177-188 (retomado en Popes…, op. cit., XVI); Cowdrey, H. E. J., «Pope Urban II and the Idea of Crusade», Study Medievali, 36, 1995, 2, pp. 721-742. 5. Riley-Smith, J., The First Crusade and the Idea of Crusading, op. cit., p. 22: « It was the goal o Jerusalem that made the crusade a pilgrimage. There is no doubt that Urban II preached the crusade at Clermont as a pilgrimage». 6. Bull, M., «The Roots of Lay Enthousiasm for the First Crusade», History, 78, 1993, pp. 353-372, especialmente p. 363; Bull, M., Knightly Piety and the Lay Response to the First Crusade:The Limousin and Gascony (c. 970-c. 1130), Oxford, 1993. 7. Para una fuerte crítica de su argumentación, véase Chevedden, P. E., «Canon 2 of the Council of Clermont (1095)», art. cit., pp. 57-108. 8. «Quicumque pro sola devotione, non pro honoris vel pecunie adeptione, ad liberandam ecclesiam Dei Hierusalem profectus fuerit, iter illud pro omni penitentia ei reputetur». 9. Véase anteriormente, p. 119 y ss. capítulo 4. 10. La encontramos ya en 1852, en francés, por la pluma de Paul Jouhanneaud, en un Dictionnaire dogmatique, historique, ascétique et pratique des indulgences…, París, 1852, del que P. Chevedden, «Canon 2…», art. cit., p. 104, reproduce la traducción: «Quien… se dirija a liberar a la Iglesia de Dios de Jerusalén, que el viaje le sea contado como pago de toda penitencia». 11. Véanse todas las traducciones propuestas en este sentido por sus autores en el apéndice de Chevedden, P., «Canon 2…», art. cit., pp. 104-107. 12. Schein, S., Gateway to the Heavenly City. Crusader Jerusalem and the Catholic West (1099-1187) , Aldershot, Ashgate, 2003 (2005), p. 10: «Uno de los decretos de Clermont repetido al pie de la letra por el Papa en su carta a los boloñeses del 19 de septiembre de 1096 se refiere, explícitamente, a la iglesia del Santo Sepulcro». Una referencia implícita, en cambio, no se excluye en absoluto, como veremos más adelante. 13. Duncalf, F., «The First Crusade: Clermont to Constantinople», en Setton, K. M. (dir), A History of the crusades, t. I: The First Hundred Years (Baldwin, M.W. ed.), Filadelfia, 1955, pp. 253-279; véase también Duncalf, F., «The Pope’s Plan for the First Crusade», en The Crusades and other Historical Essays
presented to Dana C. Munro, Nueva York, 1928, pp. 44-56. 14. Cf. Cowdrey, H. E. J., «Pope Urban II and the Idea of Crusade», art. cit., cita pp. 723-724: «Canon 2 as recorded by Bishop Lambert of Arras promised that, if a man set out with a right disposition of mind to set free the city of Jerusalem, the journey would be reckoned to him in place of all penance» . El conjunto del artículo no va tan lejos, pero afirma en cambio que Jerusalén, como objetivo de la expedición de liberación del Oriente Próximo, estaba en el centro del pensamiento del Papa desde el principio, algo que resulta más que probable, como veremos. 15. Riley-Smith, J. y L., The Crusades, Idea and Reality, op. cit., p. 80: «… but it will be noticed that it stated explicitly that the aim of the crusade was deliberation of the patriarchate of Jerusalem». 16. Texto en R. Somerville, The Council of Urban II , vol. I: Decreta Claramontensia, Ámsterdam, 1972, p. 124. 17. Véase en este punto Cowdrey, H. E. J., «Pope Urban II and the Idea of Crusade», art. cit., pp. 721-742; Cowdrey, H. E. J., «Pope Gregory VII and the Bearing of Arms», art. cit., pp. 21-35. 18. Orderico Vital, Historia eclesiástica, lib. III, t. 2, p. 56; Annales Altahenses maiores MGH SQ. 20, p. 815; Lamberto de Hersfeld, Annales, Holder-Egger, O. (ed.), Scriptores rerum germanicarum…, Hanóver, 1894, pp. 92-93 (o MGH SS 5, 134-263); Bertoldo de Reichenau, Chronicon, ed. G. H., Pertz, MGH SS 5, pp. 264-326. 19. Según Richard, J., «L’Indulgence de croisade et le pèlerinage en Terre sainte», Il concilio de Piacenza et le crociate, op. cit., pp. 213-223, la indulgencia de peregrinación se asocia aquí a la indulgencia de guerra santa. Una vinculada al viaje a la tumba, la otra a una acción guerrera designada como pía y con indulgencia. El gran éxito de la primera cruzada se debe a que Urbano II las asoció. Puedo suscribir esta formulación si se admite que la segunda deriva de la primera. 20. Urbano II, Carta a los flamencos (diciembre de 1095), ed. H. Hagenmeyer, op. cit., n.º II, pp. 136-137. 21. Urbano II, Carta a los boloñeses (19 de septiembre de 1096), ed. H. Hagenmeyer, op. cit., n.º III, pp. 137-138. 22. «Cum militibus qui Ierusalem liberandae christianitatis gratia tendunt», Urbano II, Carta a los monjes de Valumbrosa, ed. W. Wiederhold, Papsturkunde in Florenz, Nachrichten von der Gesellschaft der Wissenschaften zü Göttingen (Phil.– Hist. Klasse), Gotinga, 1901, pp. 313 y ss. 23. Baudri de Bourgueil, op. cit., RHC, Hist. Occ., IV, p. 10. 24. Ibíd., pp. 13-14. 25. Ibíd. ,pp. 14-15. 26. Roberto el Monje, Hierosolymitana expeditio, I, 1, RHC, Hist. Occ. III, p. 727.
27. Ibíd., p. 129. 28. Lo que parece aquí en contradicción con la restricción del canon 2 de Clermont referente al estado de ánimo de los penitentes… Pero ¿son penitentes todos los cruzados? 29. Ibíd., p. 728 F: «Viam sancti Sepulcri incipite, terram illam nefariae genti auferte, eamque vobis subjicite, terra illa filiis Israel a Deo in possessionem data fuit…». 30. Ibíd., I, 2, p. 729 B. 31. Guiberto de Nogent, Dei gesta per Francos, II, 4 (RHC Hist. Occ. IV, p. 137). 32. Ibíd., p. 138 C. 33. Anónimo, Gesta Francorum et aliorum Hierosolymitanorum, 1, ed. y trad. fran. L. Bréhier, Histoire anonyme de la première croisade, París, 1964 (1924), pp. 2-3; Pedro Tudebode, op. cit., pp. 31-32. 34. Cartulaire de Marcigny, ed. J. Richard, Dijon, 1952, n.º 919. 35. Carta de Clemencia de Borgoña, condesa de Flandes (octubre de 1097), ed. H. Hagenmeyer, Die Kreuzzugsbriefe…, op. cit., VII, pp. 142-143. 36. Cartulaire de Marmoutier pour le Vendômois, ed. M. de Trémault, Vendôme, 1893, p. 258, carta n.º 180. 37. Recueil des chartes de l’abbaye de Cluny, ed. A. Bernard, y A. Bruel, París, 1876-1903 (6 vols.), n.º 3703, t. V, pp. 51-52: «Quod si him hac peregrinatione Iherosolimitana mortuus fuero…». 38. Ibíd., p. 59: «… Bernardus et Oddo, fratres pro peccatorum nostrorum remissione, cum ceteris in expedizione Hierosolimam proficiscentes…». 39. Notitiae duae Lemovicenses de praedictione crucis in Aquitania; RHC Hist. Occ. V, pp. 350-351: «Item in eodem concilio exponitur miseria civitatis Jerusalem», «Exinde venit Lemovicas […] ibi etiam induxit et exhortabatur de Jerosolymitano itinere». 40. Ibíd., II, p. 352: «Quatenus sanctae Dei ecclesiae libertatem defenderet…, populumque christianum a ugo nefandae gentis liberaret…». 41. Cartulaire de l’abbaye Saint-Victor de Marseille, ed. M. Guérard, París, 1847, carta n.º 143, t. I, pp. 167-168. 42. Premier et Second livres des Cartulaires de l’abbaye Saint-Serge et Saint-Bach d’Angers ( XI e et XII e siècles), ed. Y. Chauvin, Angers, 1997 (2 vols.), t. I, n.º 156, p. 139. 43. Ibíd., t. I, n.º 157 (1096), pp. 141-143: «Hujus autem cor tepigit recordatio dominici Sepulcri et cum caeteris volens perigrinari supradictam terram monachis Sancti Sergi vendidit».
44. Ibíd., t. I, n.º 323, p. 265: «Inter innumeros qui ut audiebant ob generalem peccatorum remissionem peregrinationis iter Hierusalem arripere debebant». 45. Cartulaire du chapitre royal de Saint-Pierre-de-la-Cour du Mans, ed. Menjot d’Elbenne y L.J. Denis, Le Mans, 1903-1907, t. IV, n.º 11, p. 15: «… Postea vero, dum Urbanus Papa predicaret viam Jerusalem, et causa illius predicationis, ad istas partes venisset…» El papa Urbano II estuvo en Le Mans los días 16, 17 y 18 de febrero de 1098. 46. Ibíd., carta n.º 12, pp. 15-16. 47. Marchegay, P. y Mabille, E., Chroniques des églises d’Anjou, París, 1869, pp. 411-412; Chronique de Saint-Maixent (751-1140), ed. y trad. fran. J. Verdon, París, 1979, p. 154. 48. Beech, G. T., «Urban II, the Abbey of Saint-Florent of Saumur, and the First Crusade» , en Balard, M. (ed.), Autour de la première croisade…, op. cit., pp. 57-70 (texto pp. 60-61): «Anno incarnationis dominicae millesimo nonagesimo quinto Urbanus Papa […] populum ut Ierosolimitanum iter a paganis usque Constantinopolim processum et loca sancta destructa reedificarent privatim et publice invitabit». 49. Cartulaire de l’abbaye de Saint-Père de Chartres, ed. M. Guérard, París, 1840 (2 vols.), carta n.º 36, t. 2, p. 428: «Michi itaque, pro hujus oppressionis remissione, peregre proficiscenti ad Jerusalem, que adhuc servit cum filiis suis…». 50. Cartulaire de l’abbaye de Saint-Vincent du Mans, ed. C. R. Charles, y S. M. d’Elbenne, Le Mans, 18861913, t. I, col. 69. Cito aquí la traducción de Schein, Sylvia, «Jérusalem, objectif originel de la première croisade?», en Balard, M. (ed.), Autour de la première croisade…, op. cit., p. 122. 51. « Ad dominici sepulcri liberationem», texto en Devic, C., y Vaissette, J., Histoire générale de Languedoc, Toulouse, 1875, vol. V: pruebas, pp. 745-747. 52. Ibíd., t. V, p. 753. El capítulo 10 pondrá de relieve otra dimensión de esta declaración: la dimensión de guerra santa. Véase más adelante. 53. Liber Pontificalis, ed. L. Duchesne, t. II, París, 1892 (1955), p. 293. 54. Sergio IV, Encíclica (¿falsa?), texto en Gieysztor, A., «The Encyclical of Sergius IV», Medievalia et Humanistica, V, 1948, pp. 3-23;VI, 1950, pp. 3-34 y pp. 32-34 (texto). 55. La autenticidad a toda prueba de ese texto fue defendida por Schaller, H.M., «Zur Kreuzzugsenzyklika Sergius’IV», Papsttum, Kirche und Recht im Mittelalter, Tubinga, 1991, pp. 135-153 (texto pp. 150-153), seguido por Morris, C., The sepulchre of Christ and the Medieval West: from the beginning to 1600, Oxford University Press, 2005, pp. 136-137. 56. Becker, A., «Urbain II et l’Orient», en Palese, S. y Locatelli, G. (eds.), Il concilio di Bari del 1098 (Actas del congreso histórico internacional y celebración del IX centenario del concilio), Bari, pp. 123-144, cita p. 138.
Capítulo 10. Liberar la Iglesia de Dios 1. Princeps apostolorum, primero de los apóstoles, traducido a continuación como «príncipe de los apóstoles». 2. Riley-Smith, J., «The Motives of the Earliest Crusaders…», art. cit., pp. 721-736; Riley-Smith, J., The First Crusade and the Idea of Crusading, op. cit., pp. 31 y ss.; Riley-Smith, J., «Early Crusaders to the East and the Costs of Crusading, 1095-1130», M. Goodich, S. Menache y S. Schein, Cross Cultural Convergences in the Crusader Period (Essays presented to Aryeh Graboïs on his sixty-fifth birthday) , Nueva York, 1995, pp. 237-257; Flori, J., «Ideology and Motivations in the First Crusade», art. cit., pp. 1536. 3. Sobre los diversos motivos de las peregrinaciones, véase Sigal, P.-A., L’Homme et le miracle dans la France médiévale ( XI e- XII e siècles), París, 1985; más concretamente sobre la peregrinación a Tierra Santa, Sigal, P.-A., «Le pèlerinage de Terre sainte aux XIIe et XIIIe siècles», en ReyDelqué, M. (ed.), Les Croisades…., op. cit., pp. 167-174. 4. Sobre estos motivos religiosos expresados en las cartas, véanse Bull, M., «The Roots of Lay Enthousiasm for the First Crusade», art. cit., pp. 353-372; Bull, M., Knightly Piety, op. cit.; Bull, M., «The Diplomatic of the First Crusade», en Phillips, J., The First Crusade, Origins and Impact , Manchester, 1997, pp. 35-54; Riley-Smith, J., «L’Idée de croisade dans les chartes de la première croisade», art. cit., pp. 130-133; RileySmith, J., «The Idea of Crusading…», pp. 155-166. 5. Riley-Smith, J., The First Crusaders, 1095-1131, Cambridge, 1997; véase también el análisis de las dimensiones «psicológicas» en Bliese, J. R. E., «The Motives of the First Crusaders: A Social Psychological Analysis», Journal of Psychohistory, 17, 1990, pp. 393-411; síntesis reciente en Flori, J., «Ideology and Motivations in the First Crusade», art. cit., pp. 15-36. 6. Véase en este punto el buen análisis de Riley-Smith, J., «An approach to crusading ethics», art. cit.; véase también Flori, J., «Chevalerie et guerre sainte: Les motivations des chevaliers de la première croisade», en Buschinger, D. (ed.), La Guerre au Moyen Âge, Réalité et Fiction, Amiens, 2000 (Médiévales, n.º 7), pp. 55-68. 7. Fulquerio de Chartres, op. cit., I, 3, pp. 323-324. 8. Roberto el Monje, op. cit., I, 1, RHC Hist. Occ. III, pp. 727-728. 9. Baudri de Bourgueil, op. cit., I, 4, RHC, Hist. Occ. IV, pp. 1315 (cita p. 15). 10. En Roberto el Monje, op. cit., I, 2, p. 729, el Papa subraya la riqueza de la Tierra Prometida que los cruzados deben someter a su dominio y la opone a la pobreza de las tierras de los francos. En Fulquerio de Chartres, op. cit., I, 1, p. 324, él afirma como Papa que Dios concederá el perdón de los pecados a quienes
mueran en camino o por la espada de los paganos, pero evoca también, para los vivos, la «doble gloria» que les será atribuida como recompensa por su servicio armado. 11. Riley-Smith, J., «The State of Mind of Crusaders to the East, 1095-1300», en Riley-Smith, J. (ed.), The Oxford Illustrated History of the Crusades, op. cit., pp. 66-90 (especialmente pp. 75-81) intenta sin embargo fusionar ambas promesas. 12. Véase en este punto Riley-Smith, J., «Crusading as an Act of Love», History, 65, 1980, pp. 177-192. 13. Guiberto de Nogent, Dei gesta per Francos, II, 4, op. cit.; Gesta Dei per Francos, RHC Hist. Occ. IV, p. 134; cito aquí la traducción de M. C. Garand, Guibert de Nogent, Geste de Dieu par les Francs, trad., intr. y notas por M. C. Garand, Turnhout, 1998, pp. 82-83. 14. Chronique de Saint-Pierre-le-Vif de Sens, dite de Clarius , ed. R. H. Bautier y M. Gilles, París, 1979, a. 1096, pp. 140-141. Esta afirmación es evidentemente inexacta, pero no por ello deja de atestiguar el impacto que tuvo esta «propaganda» en Occidente. Plasma el pensamiento común. 15. Recueil des chartes de l’abbaye de Cluny, ed. A. Bernard y A. Bruel, París, 1876-1903 (6 vols.), n.º 3703, t.5, pp. 51-52: «Quod si in hac peregrinatione Iherosolimitana mortuus fuero.» 16. Cartulario del priorato de Saint-Pierre-de-la-Réole, ed. C. Grellet-Balguerie, Archivos históricos de la Gironde, 5, 1863, n.º 11, párr. 93-96. 17. Vie de Geoffroy de Chalard, Vita beati Gaufredi Castaliensis, ed. A. J. B. Bosvieux, Mémoires de la Société des sciences naturelles et archéologiques de la Creuse, 3, 1862, texto pp. 74-120 (texto latino p. 93, traducción p. 130). 18. Gerberto de Aurillac, Correspondencia, t. I, cartas 1 a 129, ed. y tr. fran. D. Riché y J.-P. Callu, París, 1993 (aquí carta n.º 22, pp. 58-60). 19. Cf. Flori, J., «La préparation spirituelle de la croisade: l’arrièreplan éthique de la notion de miles Christi», en Il Concilio di Piacenza et le crociate, op. cit., pp. 179-192. 20. Fulquerio de Chartres, op. cit., I, 3, p. 324. 21. Roberto el Monje, op. cit., I, 2, p. 729. 22. Véase en este punto Rosenwein, B. H., «Feudal War And Monastic Peace: Cluniac Liturgy as Ritual Agression», Viator, 2, 1971, pp. 129-157; Constable, G., «Cluny and the First Crusade», en Le Concile de Clermont de 1095 et l’appel à la Croisade…, op. cit., pp. 179-193. 23. Gregorio VII, Registrum, II, op. cit., 37, pp. 172-173; 49, pp. 188-190. 24. Salmos 78 (79), citado en Baudri de Bourgueil, RHC Hist. Occ., IV, p. 14. Véase sobre este tema Cole, P. J., «O God, the Heathen have come into your Inheritance (Salmos 78, 1). The theme of Religious Pollution in Crusade Documents, 1095-1188», en Shatzmiller, M., Crusaders and Muslims in Twelfth
Century Syria, op. cit., pp. 84-111. 25. Sobre este cambio de militia, véase Flori, J., «Croisade et chevalerie; convergence idéologique ou rupture?», art. cit., pp. 157-176. 26. Baudri de Bourgueil, op. cit., IV, 25, p. 15. 27. « Praesentibus dico, absentibus mando, Cristut autem imperat », Fulquerio de Chartres, op. cit., RHC Hist. Occ. III, p. 324. 28. Roberto el Monje, op. cit., I, 2, RHC Hist. Occ. III, p. 729. 29. Actes des comtes de Flandre, ed. F. Vercauteren, Bruselas, 1938, pp. 62-63; Charte de Clémence de Bourgogne…, op. cit., n.º VII, pp. 142-143. 30. Anónimo, Gesta Francorum…, op. cit., pp. 18-21. 31. Alberto de Aix, op. cit., I, 4, p. 273. 32. Véase Flori, J., Pierre l’Ermite…, op. cit., refutando sobre este punto concreto la mayoría de los argumentos de Hagenmeyer, H., Le Vrai et le Faux sur Pierre l’Ermite (trad. fran. F. Raynaud), París, 1883. 33. Véase en este punto Flori, J., Chroniqueurs et propagandistes…, op. cit.
Capítulo 11. Cruzada y plan de Dios 1. Las evaluaciones más plausibles, basadas en métodos distintos, se aproximan a la cifra de cien mil. 2. Baudri de Bourgueil, Prólogo, RHC, Hist. Occ. IV, p. 10. 3. Guiberto de Nogent, Prefacio, p. 119, trad. fran. M. Garand, op. cit., p. 45. 4. Guiberto de Nogent, VII, 50, p. 260, trad. fran. M. Garand, op. cit., p. 305. 5. Roberto el Monje, Apologeticus sermo, RHC Hist. Occ. III, p. 721. 6. Véase en este punto Flori, J., Chroniqueurs et propagandistes…, op. cit. 7. Roberto el Monje, Prólogo, op. cit., p. 723: «Hoc enim non fuit humanum opus, sed divinum».
8. Ibíd., p. 882. 9. Urbano II, Epistolae et privilegia, op. cit., PL 151, col. 288. 10. Urbano II, Acta Pontificorum Romanorum ineditae, op. cit., n.º 176, pp. 142-143. 11. Urbano II, Carta 93, PL 151, col. 370-371. 12. McGinn, B., «Iter sancti sepulchri: de Piety of the First Crusaders», art. cit., pp. 33-71. 13. Véase en este punto Flori, J., La Fin du monde au Moyen Âge, París, 2008. 14. Véase por ejemplo los Miracula sancti Agili abbatis, 1, 3, Acta sanctorum, August , 6, p. 588, que los relaciona con los «prodigios» y signos celestiales. 15. Raúl Glaber, Historiae…, op. cit., II, 12. 16. Según Claverie, P. V., «La dévotion envers les Lieux saints dans la Catalogne médiévale», en Chemins d’Outre-mer. Études d’histoire sur la Méditerranée médiévale offertes à Michel Balard , París, 2004 (Byzantina Sorbonensia, 20), pp. 127-137 (cita p. 128), estas peregrinaciones «pretendían esperar en la Jerusalén terrenal el juicio final que debía hacerla coincidir con la Jerusalén celestial». 17. Raúl Glaber, op. cit., IV, 6. 18. Texto en Erdmann, C., «Endkaiserglaube und Kreuzzugsgedanke im 11. Jhdt», art. cit., pp. 384-414, p. 398. 19. Benzo de Alba, Ad Henricum IV Imperatorem, I, 15, MGH SS 11, p. 605. Véase también el texto corregido en Erdmann, C., «Endkaiserglaube und Kreuzzugsgedanke im 11. Jhdt», art. cit., p. 405 y ss. 20. Adson de Montier-en-Der, ed. Derhelst, Adso Dervensis, De ortu et tempore Antichristi, Turnhout, 1976, CCCM 45; trad. española completa en Lozano Escribano, J. y Anaya Acebes, L., Literatura apocalíptica cristiana (hasta el año 1000), Madrid, 2002, pp. 289-300. 21. Liutprando, «La embajada a Constantinopla», op. cit , pp. 4 y ss. 22. Véase sobre este punto Flori, J., Chroniqueurs et propagandistes…, op. cit., pp. 173 y ss (sobre Guiberto). 23. Guiberto de Nogent, RHC Hist. Occ. IV, pp. 137-139. 24. Fulquerio de Chartres, I, 26, RHC Hist. Occ. III, p. 357. 25. Raúl de Caen, Gesta Tancredi, c. 129, RHC Hist. Occ. III, p. 695.
26. Annales Rosenveldenses, op. cit., p. 101. 27. Crónica de Solomón bar Simson, Crónicas hebraicas, trad. ingl. S. Eidelberg, The Jews and the Crusaders; the Hebrew Chronicles of the First and Second Crusades ,Wisconsin University Press, 1977, p. 28. Sobre la intención escatológica de estas conversiones forzadas, véase Flori, J., «Une ou plusieurs “première croisade”? Le message d’Urbain II et les plus anciens pogroms d’Occident», Revue Historique, 285, 1991, 1, pp. 3-27. 28. Guiberto de Nogent, II, 8, RHC Hist. Occ. IV, pp. 142, trad. fran. M. Garand, op. cit., p. 87. 29. Roberto el Monje, op. cit., I, 5, p. 731. 30. Guiberto compone incluso un poema vengativo con ocasión de la supuesta huida de Pedro el Ermitaño a Antioquía (huida de la que puede dudarse). Compara allí la caída de Pedro a la de las estrellas predicha en el Apocalipsis. Véase Guiberto de Nogent, op. cit., IV, 8, p. 174. 31. Anónimo, Gesta Francorum, I, 1, pp. 3-4 (10 líneas en la edición RHC Hist. Occ. III, p. 121). 32. Otón de Freising, Ottonis et Rahewini gesta Friderici I. Imperatoris, ed. G.Waitz, Hanóver, 1884 (2), prólogo, pp. 7-8. 33. Otón de Freising, Chronique sibe Historia de duabus civitatibus, ed. A. Hofmeister, Scriptores rerum germanicarum…, Hanóver, 1912, p. 82, p. 272, pp. 304-306, p. 320. 34. El nombre designa probablemente a Abd el Mumen o a los almohades en general. 35. Gesta Henrici, II, p. 152. 36. Ibíd., p. 153. 37. Hoveden, op. cit., III, pp. 77-78. 38. Véase sobre este punto Flori, J., L’Islam et la fin des Temps, op. cit., pp. 313-402.
Capítulo 12. La cruzada en el plan pontificio 1. Gregorio VII, Registrum, II, 31, p. 167, línea 32; Registrum, II, 49, pp. 188-190. 2. Sobre el modo en que eran percibidos en Bizancio los occidentales en la época de la cruzada, véase Gounaridis, P., «L’image de l’autre; les croisés vus par les Byzantins», en Ortali, G.; Ravegnani, G. y Schreiner, P. (eds.), Quarta Crociata. Venezia-Bisantio-Impero latino, Ve - necia, 2006, pp. 81-95.
3. Cf. Shepard, J., «The English and Byzantium…», Traditio, 19, 1973, pp. 53-92; Shepard, J., «The Uses of Franks in 11th Century Byzantium», Anglo-Norman Studies, 15, 1993, p. 303; Cheynet, J.-C., «Le rôle des Occidentaux dans l’armée byzantine avant la Première Croisade», en Konstantinou, E. (ed.), Byzanz und das Abendland im 10. und 11. Jahrhundert , Colonia-Weimar-Viena, 1997, pp. 111-128. 4. Se trata de tópicos ya muy antiguos, cuyos rasgos van a acentuarse más aún tras la cruzada, pero que preexisten a ésta, formando así la imagen caricaturesca que aquí se esboza. Esta imagen precisaría, claro está, retoques y matices para reflejar una realidad multiforme, como pone de relieve Carrier, M., «Pour en finir avec les Gesta Francorum: une réflexion historiographique sur l’état des rapports entre Grecs et Latins au début du XIIe siècle et sur l’apport nouveau d’Albert d’Aix», Crusades, 7, 2008, pp. 13-34, especialmente pp. 14-16. 5. Acerca de este nuevo clima, véanse Ducellier, A., «L’empire romain d’Orient et la croisade», en ReyDelqué, M. (ed.), Les Croisades…, op. cit., pp. 109-121, especialmente p. 109; Ilieva, A. y Delev, M., «La conscience des croisés et l’altérité chrétienne», en Balard, M. (ed.), Autour de la première croisade…, op. cit., pp. 109-118; Cowdrey, H. E. J., «The Gregorian Papacy, Byzantium and the First Crusade», Byzantium and the West…, op. cit., pp. 146-169, etcétera. 6. Véase ya sobre este punto Cahen, C., «En quoi la conquête turque appelait-elle la croisade?», Bulletin de la Faculté des Lettres de Strasbourg, Estrasburgo, 1950, pp. 118-125 (argumentación retomada en «An Introduction to the First Crusade», Past and Present , 6, 1954, pp. 6 y ss.). Más recientemente, Cheynet, J.C., «Mantzikert, un désastre militaire?», Byzantion, 50, 1980, pp. 412-438. 7. Estas llamadas no son en absoluto la prueba de una situación considerada especialmente difícil del Imperio griego, como han subrayado muy bien, entre otros, Shepard, J., «Aspects of Byzantine Attitudes and Policy toward the West in the Tenth and Eleventh Centuries», Byzantium and the West , op. cit., pp. 67118; Ducellier, A., Chrétiens d’Orient et Islam au Moyen Âge, op. cit., pp. 238-240; Cheynet, J.-C., «Les effectifs de l’armée byzantine aux XIe-XIIe siècles», Cahiers de Civilisation Médiévale, 38, 1995, pp. 319335, y Malamut, E., Alexis Comnène, París, 2007, especialmente pp. 102-110. 8. La realidad o la importancia de esta apelación en el concilio fue negada durante mucho tiempo, o discutida al menos. Véanse sobre este punto Munro, D. C., «Did the Emperor Alexius I ask for Aid at the Council of Piacenza», American Historical Review, 37, 1922, pp. 731-733; Duncalf, F., «The Council of Piacenza and Clermont», en Setton, K. M., A History of the crusades, t. I, op. cit., pp. 220-251. Se admite hoy como una certidumbre y su importancia ha sido puesta de relieve recientemente. Véanse sobre este punto diversas comunicaciones del coloquio de Piacenza en 1995, especialmente Picasso, G., «Il concilio di Piacenza nella tradizione canonistica», Il Concilio di Piacenza…, op. cit., pp. 109-119. 9. Véase por ejemplo Frankopan, P., «Co-operation between Constantinople and Rome before the First Crusade: a Study of the Convergence of Interest in Croatia in the late Eleventh Century», Crusades, vol. 3, 2004, pp. 1-13. 10. Cardini, F., «L’Italie et les croisades», en Rey-Delqué, M. (ed.), Les Croisades…, op. cit., pp. 85-92. 11. Sobre este espíritu de concordia en la época de Urbano II y el vínculo de ese clima y de la llamada a la cruzada con la cuestión de la unión de las Iglesias, véase Cowdrey, H. E.J ., «The Gregorian Papacy, Byzantium and the First Crusade», Byzantium and the West…, op. cit., pp. 146-169.
12. Coincido, al menos en parte, sobre este punto, con la tesis de Krey, A. C., «Urban’s Crusade, Success or Failure?», American Historical Review, 53, 1948, pp. 235-250. 13. Sobre la muy importante dimensión de propaganda antibizantina de la mayoría de las crónicas de cruzada, véanse Flori, J., «Quelques aspects de la propagande antibyzantine dans les sources occidentales de la première croisade», en Chemins d’outre-mer, op. cit., pp. 331-343, y más aún Flori, J., Chroniqueurs et propagandistes…, op. cit. Sobre la persona y el papel de Tatikios, véase Malamut, E., Alexis Comnène, op. cit., pp. 108-116 y 382-387. 14. Sobre la habilidad diplomática de Bohemundo, especialmente ante Alejo, véase Shepard, J., «When Greek Meets Greeks: Alexius Comnenus and Bohemond in 1097-1098», Byzantine and Modern Greek Studies, 12, 1988, pp. 185-277, y más generalmente, sobre su papel de propagandista en Occidente, véase Flori, J., Bohémond d’Antioche…, op. cit. trad. esp. M. Serrat Crespo, Bohemundo de Antioquía. No me ha convencido la tesis contraria de Carrier, M., «Pour en finir avec les Gesta Francorum», Crusades, 7, 2008, pp. 13-34, que niega esta dimensión de propaganda anti-Alejo de las Gesta, que yo reafirmo, con otros argumentos, en Flori, J., Chroniqueurs et propagandistes…, op. cit., pp. 78 y ss. 15. Raimundo de Aguilers, ed. J. H. y L. L. Hill, Le «Liber» de Raymond d’Aguilers, op. cit. 16. «… ab hereditate beati Petri», Anselmo de Ribemont, Segunda carta a Manasés, ed. H. Hagenmeyer, Die Kreuzzugsbriefe, op. cit., XV, pp. 156-160 (cita p. 160). Anselmo se equivoca sin duda al situar esta embajada en el mismo día de la batalla, a saber «vigilia apostolorum Petri et Paulus». 17. Anónimo, op. cit., p. 148. 18. Guiberto de Nogent, VI, 2, RHC Hist. Occ. IV, p. 204. 19. Raimundo de Aguilers, op. cit., p. 79. 20. «… vel ad decus Romanae Ecclesiae et Genti Francorum» , ibíd. 21. Ésta es la razón por la que sólo comparto parcialmente la opinión de Bachrach, B. S., «Papal War Aims in 1096:The Option not Chosen», art. cit., pp. 319-343.
Capítulo 13. Liberación de las Iglesias y «triunfo» de la Iglesia latina 1. Cf. Becker, A., Papst Urban II, 1088-1099, Stuttgart, 1988, t. 2, pp. 384 y ss. 2. Urbano II, Carta 237, Epistolae et privilegia, PL 151, col. 504-506; coincido aquí con A. Becker cuando considera que esta percepción de la reconquista está en el origen de la idea de cruzada…, siempre que se añada que se trata de la concepción «papal» de la cruzada. Cf. Becker, A., «Urbain II et l’Orient», en Palese, S. y Locatelli, G. (eds.), Il concilio di Bari del 1098 (Atti del convegno storico internazionale e
celebrazioni del IX Centenario del concilio), Bari, p. 136. Veáse también Urbano II, Carta n.º 23, ed. Kehr, P., «Papsturkunden in Spanien», Abhandlungen der Gesellschaft der Wissenschaften zü Göttingen, 1926, pp. 287-288. 3. Fulquerio de Chartres, op. cit., III, 34, RHC Hist. Occ. III, p. 466. 4. Cartulaire du chapitre du Saint-Sépulcre de Jérusalem, ed. G. BrescBautier, París, 1985, n.º 89, p. 203. 5. Hiestand, R., Papsturkunden zür Kirchen im Heiligen Lande, Gotinga, 1985, n.º 15, p. 119. 6. Hiestand, R., «Les canons de Clermont et d’Antioche sur l’organisation ecclésiastique des États croisés. Authentiques ou faux?», en Balard, M. (ed.), Autour de la première croisade…, op. cit., pp. 29-37. 7. Ibíd., p. 35. 8. Véase sobre este punto Flori, J., Bohémond d’Antioche…, op. cit., pp. 153-184; trad. esp. M. Serrat Crespo, Bohemundo de Antioquía, op. cit. 9. Raimundo de Aguilers, op. cit., p. 79. 10. «… et ita Dominus noster Iesus Christus totam ciuitatem Antiocham Romanae religioni ac fidei mancipauit.» Carta de Bohemundo a Urbano II (septiembre de 1098), ed. H. Hagenmeyer, Die Kreuzzugsbriefe…, op. cit., n.º XVI, pp. 161 y ss. (cita p. 164). 11. Véanse sobre este punto Flori, J., L’Islam et la fin des Temps, op. cit., pp. 270 y ss.; Ferrier, L., «La couronne refusée de Godefroy de Bouillon: eschatologie et humiliation de la majesté aux premiers temps du royaume latin de Jérusalem», en Le Concile de Clermont de 1095 et l’appel à la Croisade…, op. cit., pp. 245-265. 12. Riant, P., «Inventaire…», art. cit., apéndice IV, p. 223 (texto) y pp. 184-187 (análisis); Hagenmeyer, H., Chronologie de la première croisade: (1094-1160), Georg Olmus Verlag, 1973, p. 326; Becker, A., «Urbain II et l’Orient», en Palese, S. y Locatelli, G. (eds.), Il concilio di Bari de 1098…, op. cit., pp. 123-144. 13. «… tractans et disponens cum multis terrae senatoribus ad Ierusalem profecto tendere.» Carta del clero y del pueblo de Lucca a todos los fieles, en Hagenmeyer, H., Die Kreuzzugsbriefe…, op. cit., n.º XVII, pp. 165-167 (cita p. 167). 14. Gregorio VII, Registrum, II, 31, pp. 167: « Illud etiam me ad hoc opus premaxime instigat, quod Constantinopolitana ecclesia de Sancto Spiritu a nobis dissidens concordiam apostolicae sedis expectat, Armenii etiam fere omnes a catholica fide oberrant et pene universi orientales prestolantur, quid fides apostoli Petri inter diversas opiniones eorum decernat.» 15. Anónimo, Gesta Francorum, 11, p. 60, Tudebode, op. cit., p. 59.
16. Así en Roberto el Monje, op. cit., III, 24, p. 769, Pedro promete fidelidad a Dios, al Santo Sepulcro y a los cruzados. En Baudri de Bourgueil, II, 7, op. cit., p. 39 F, «en fidelidad al Santo Sepulcro y a la cristiandad». 17. Anónimo, op. cit., 31, ed. L. Bréhier, p. 168;Tudebode, op. cit., p. 117. 18. Raimundo de Aguilers, op. cit., p. 92: «Atque Deo multas gracias protulit quod episcopum romanum in Orientali ecclesia habere voluit per sui administrationem». 19. Coincido plenamente sobre este punto con la posición de Carrier, M., «L’Image d’Alexis Ier Comnène selon le chroniqueur Albert d’Aix», Byzantion, 78, 2008, pp. 1-32, especialmente pp. 20 y ss. Véase sobre este punto Flori, J., Chroniqueurs et propagandistes…, op. cit., pp. 95 y ss. 20. Russo, Luigi, «Il viaggio di Boemondo d’Altavilla in Francia (1106): un riesame», Archivio Storico Italiano, 603, 2005, pp. 3-42. 21. Anónimo, Gesta Francorum et aliorum Hierosolymitanorum, ed. y trad. franc. L. Bréhier, Histoire anonyme de la première croisade, París, 1964. 22. Opinión contraria en Carrier, M., «Pour en finir avec les Gesta Francorum», art. cit., que considera que las Gesta no son lo bastante hostiles a Alejo como para haber sido compuestas y retocadas para servir de propaganda a Bohemundo. Era sin embargo, ya, ir muy lejos en esta dirección… Admito, es cierto, que tal vez habría podido hacer algo más aún, y Guiberto de Nogent se encargó de ello con algunas menciones personales, pero tenía ya ante los ojos un modelo muy avanzado en este sentido, a saber, precisamente las Gesta del Anónimo. A nadie se le exige, de entrada, la perfección, ni siquiera en el campo de la propaganda. 23. Sobre todo lo precedente, véase Flori, J., Bohémond d’Antioche…, op. cit.; trad. esp. M. Serrat Crespo, Bohemundo de Antioquía, op. cit. 24. Véase sobre este punto Flori, J., «De l’Anonyme normand à Tudebode et aux Gesta Francorum. L’impact de la propagande de Bohémond sur la critique textuelle des sources de la première croisade», Revue d’Histoire Ecclésiastique, 2007, 3/4, pp. 717-746. 25. Véase sobre este punto Flori, J., Chroniqueurs et propagandistes…, op. cit.
Conclusión 1. Esteban de Blois, Primera carta a Adela, su mujer, ed. H. Hagenmeyer, Die Kreuzzugsbriefe…, op. cit., pp. 138-140, carta muy admirativa por lo que se refiere a Alejo, a su fasto y a su generosidad con Esteban; su segunda carta, ibíd, n.º 10, pp. 149-152, pone también de relieve la gran generosidad de Alejo para con los jefes cruzados de Nicea, generosidad que matiza mucho Anselmo de Ribemont, Primera carta a Manasés, arzobispo de Reims, ed. H. Hagenmeyer, Die Kreuzzugsbriefe…, op. cit., n.º VIII, pp. 144-146 (especialmente p. 145): «Hechas estas cosas, los jefes del ejército acudieron ante el emperador que había
llegado para dar gracias; y tras haber recibido de él dones de inestimable valor, unos se alejaron con benevolencia, otros… de otro modo [acceptisque ab eo inaestimabilis pretii donis, alii cum benevolentia, alii aliter recesserunt].» 2. A excepción de la declaración final de esta misma carta de Anselmo, p. 145, que afirma muy doctrinalmente que «nuestra madre la Iglesia de Occidente» puede alegrarse de haber adquirido tanta gloria y haber socorrido así a las Iglesias orientales. 3. Advirtamos de paso que Pedro el Ermitaño parece ser uno de los pocos que obtuvo la confianza del clero oriental. Fue elegido, en la batalla de Ascalón, para dirigir las ceremonias litúrgicas de propiciación llevadas a cabo en Jerusalén por los cleros griego y latino. Véase en este punto Anónimo, Gesta Francorum…, op. cit., p. 210; análisis en Flori, J., Pierre l’Ermite…, op. cit., pp. 467 y ss; trad esp. M. Serrat Crespo, Pedro el Ermitaño…, op. cit. 4. Carta de los príncipes cruzados a todos los cristianos, ed. H. Hagenmeyer, Die Kreuzzugsbriefe…, op. cit., n.º XII, pp. 153-155 (especialmente p. 153).
Epílogo. Para una percepción evolucionista de la cruzada 1. Por esta razón no puedo estar de acuerdo con Thomas Deswarte en su intento de unificación de la teoría de la guerra santa, cuya dimensión inicial de «combate sagrado contra el mal» podría incluir el combate librado por la ortodoxia contra la herejía, combate «espiritual» que se plasma en realidad en una guerra librada contra los herejes, lo que es evidentemente muy distinto. Cf. Deswarte, Th., «La “guerre sainte” en Occident: expression et signification», en Famille, violence et christianisation au Moyen Âge, op. cit., pp. 331-349. 2. Véanse principalmente, sobre este punto, Cardini, F., Alle radici della cavalleria medievale, Florencia, 1982; Flori, J., L’Idéologie du glaive…, op. cit.; Flori, J., L’Essor de la chevalerie…, op. cit. 3. Cf. Flori, J., La Guerre sainte, op. cit., especialmente las pp. 59 a 124. 4. Véase en este punto Flori, J., «Culture chevaleresque et quatrième croisade: quelques réflexions sur les motivations des croisés», en Ortali, G.; Ravegnani, G. y Schreiner, P. (eds.), Quarta Crociata…, op. cit., pp. 271-288. 5. Esta constante referencia de los papas –para todas las ulteriores expediciones sean cuales sean sus destinos–, a los privilegios e indulgencias atribuidos por Urbano II a los participantes en la primera cruzada pone de relieve, evidentemente, el carácter normativo de aquélla, un carácter basado, como acabamos de ver, en sus objetivos, es decir, recobrar Jerusalén y el Santo Sepulcro. Sólo este destino la convierte a la vez en una guerra «santísima» y una meritoria peregrinación. Ninguna de las demás expediciones a las que se atribuye el nombre de «cruzada» tiene esos caracteres constitutivo y normativo.
6. Las reiteradas intervenciones de los papas exhortando a los españoles a renunciar a su proyecto de cruzada en Oriente para combatir, más bien, a los moros en España, muestran muy bien que para éstos la «cruzada» (hacia los Lugares Santos) conservaba un valor eminentísimo que no tenía la «guerra santa» (en España), a pesar de la identidad de las indulgencias y privilegios concedidos por los papas en ambos teatros de operaciones. La indulgencia no era, pues, importante en sus motivos.