PENSAM
I ENT O CR ÍT ICO/ PEN SAM IE NIO UT ÓPICO
ESTUDIOS SOBRE EL AMOR Carlos Gurméndez
EDITORIAL DEL HOMBRE
PENSA M I ENT O CR Í T I CO / PEN SA M I EN T O UT ÓPI CO Colección dirigida por José M. Ortega
Carlos Gurméndez
ESTUDIOS SOBRE EL AMOR
____ 11 EDITORIAL
L
DEL HOM BRE
Diseño gráfico: AUDIOVISA Muntaner, 445, 4", 1.* 08021 Barcelona Primera edición: marzo 1985 © Carlos Gurméndez, 1985 ©GRUPO A, 1985 Edita: Anthropos Editorial del Hombre Enric Granados, 114 08008 Barcelona Tel.: (93) 217 25 45 ISBN: 84-85887-57-3 Depósito legal: B. 2869-1985 Composición: Llovet,SA., Córsega. 199 08036 Barcelona Impresión: Diagráfic, S.A., Constitució, 19 08014 Barcelona Impreso en España - Printed irt Spain Todos los derechas reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transm itida por, un sistema de recuper ación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoqufmico. electrónico, magnético, clectroópti co, por fotocopia, o cu alquie r otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
PREFACIO*
«Porq ue sigo en tu la berin to esperando enco ntrarte , diré mejor enco ntrarno s a los dos, a tu monstruo y a ti, vivos todavía. Para que m e dure el paladeo de rum ian te nie tzscheano q ue le corres ponde. Lo percibido y lo sensado son un profundo sentimiento si el corazón los ha pensado. Oído y visión de un pensamiento en sueño vivo trasmutado por sensitivo entendim iento. Pensamiento sensacional más allá del bien y del mal. La noche oscura del sentido es el dolorido sentir del p ensam iento con movido para el que soñar es vivir en un paraíso perdido donde un m irar e s un morir. Su sentimiento es la razón de un pensamiento en conmoción. * Carta de J osé Bergami n al auto r, escrita en Fuent eheridos (21 mar zo 1982), con motivo de su libro Teoría de los sentidos.
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Como verás (con o jos del alm a) y oirá s (con oído de cora zón) aquí está todo (que diría Azorín) o casi todo (y eres tú quien lo dice) y todos o casi todos también. (Dante, Shakespeare, Cervantes, Santa Teresa, Molinos, Goethe, Nietzsche, Garcilaso, Unamuno, Bécquer, Heine,Pascal, Spinoza,Calderón, Hugo, Bergson... Y hasta MerleauPonty.) Sin olvidar a Leibniz cuando escribía: “Sensa ción: síntesis de (o en) una percepción confusa".» J o s é B er
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ga m ín
EL AMOR NUESTRO DE CADA DÍA
Que todos amam os, es una realidad objetiva, cotidianidad necesaria para existir y supervivir. El amor es lo más simple y elem ental, como la generación suces iva de la vida. Podemos observ arlo, aun para los ojos más desatentos, que está ahí como una objetividad patente, presencial, que verificamos todos los días y a todas ho ras. El am or es un a experiencia visi ble, usual, en la que se conjugan formas de ser diversas. A sí, de aparien cia tan senci lla, el am or resulta complicado porque, tras el es pectáculo d e esta realidad amorosa, se esconden muchas necesidades. Asombra descubrir que el amor más sencillo y humilde está lleno de recovecos, sinuosidades, sombras y dudas, pero el amor tiene el poder de unir estas multiplicidades reales. «Lo peculiar del mundo real es justo esto, de que en él, entidad es tan heterog éneas como las cosas m ate riales, lo vi viente, lo consciente, lo esp iritu al, ex istan jun tas , se superpongan, influyan mutuamente [...].oPero todas ellas están situadseas, se si guen unas a o tras coexis ten al mismo tiemp o [...]. La unida d de la realid ad es lo esencial en la unidad del Mundo » . 1 Cada amor es un mundo real I. Nicolai
Ha r t ma n n .
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propio que coexiste con otros, para c rear la totalidad par cial y hete rogénea del am or m ismo. Se ha creído siempre que el amor es un privilegio ex traño de los seres sensibles y que sólo las bellas almas, dotad as de poderosos sentimientos, puedenKant vivir explica la gran diosidad sublime del amor. Sin embargo, que «lo sublime» es una totalidad inhumana que nos so brepasa, como el espectáculo del m ar sin fin, de la mon taña solemne o de los espacios ilimitados de la estepa. Entonces, si el amor fuese este sentimiento superextraordinario, no podríamos soportarlo ni pertenecería a nuestra humanidad condicionada, material. Por el con trario , el am or tiene su raíz en la vida cotidiana, como e l traba jo, y nace de la relaci ón en tre seres human os: de una mirada fugaz, de un con tacto de las manos, de una sonri sa. Es la forma más primaria de la comunicación. No surge del deslumbramiento ante el espectáculo de una grande za pob lada de infinitas suger encias, sino que bro ta a la sombra de un simple arroyuelo, del susurro de unas palabras, de la voz melodiosa de una canción, de cual quiera de las razones y motivaciones que irradian de la vida cotidiana en su riqueza múltiple. Cotidianidad que reúne y conjuga, en sí misma, todas las formas o esferas imaginables y posibles del ser. Hay, pues, muchísimas ocasiones en nuestra existencia diaria para que nazca, florezca y se exp anda el amo r: al conjuro de una ventan a abierta asoma un rostro y se enciende una turbación, des pertándose una curiosidad atrayente; o se traban relacio nes a través de palabras que se entrelazan y cruzan en el aire Todo samoros hemos vivido asistido a estamensajes a uro ra del del corazón. acontecimiento o, puesyel amo r, como vivencia cotidiana, se demuestra no sólo por esta interrelación que establece entre seres distintos, sino tamb ién p or pr oces os ínti mos que evidenci a una realidad visible. Y aunque no sepamos lo que pasa por dentro. 10
podemos atenernos a como se desarrolla, que ya es basta nte signifi cativo y expr esivo . El am or es una realidad tan na tural y evidente que no se puede ocultar, salta a los ojos. Siempre estamos asistiendo a la formación del am or, po rque el ser no es es tát ico, «siendo el ser y las transformaciones del ser lo fundamental». «Wir beginnen mit einer allgemein bekannte Tatsache, mit der Proceshaftigkeit ais zentraler Kategorie einer 2 En consecuencia, el amor no sólo tiene neue Ontologie.» su géne sis en la vida cotid iana , usual de la existencia h umana , sino que se eng endr a o genera a sí mismo. Tod o lo que está presente, «el ser ahí» que dice Hartmann, es un res ulta do , la estratific ació n o cosif icación, «l a cosa en sí», la realidad de un devenir. La pareja que vemo s am arse o reñ ir ásperam ente, es l a con secuen cia de una h istoria, de una vida o de un •argo proceso de armonía o confusión. El ser ahí es el ser así, tan inevitable que no lo podemos impedir. Somos siempre el resultado de nuestros actos anteriores. «El presente, lo que es, no es el producto del pensar sino del ser . »3 Así, en el presente convergen el pasad o y las líneas del futu ro y podemos rep et ir con Hegel: », 4 o sea que la necesidad se basa en lo w eilpre es ist «es ist real quso, e siem es necesar io. Por síntesis, aproximaciones o uniones sucesivas se crea el am or, que es una realidad fruto de contact os continuos o una creación paciente de miradas, caricias, deliquios y ef usione s del corazón. A un el am or más fulm inan te y que nos trasp asa súbito, tiene que recorrer un camino y recrea rse a sí m ismo desde e l prin cipio. El am or es, sin duda alguna, una totalidad englobadora de todas estas parcialidades amorosas. Debemos añadir que podemos
2. «Empezamo s con un he cho generalm ente conocido, el proceso como categoría centra l d e una nueva on tologla» (Georg Luk á cs ). 3. Georg Luk á cs . 4. «Es asi, po rque es.»
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no ver el amor ni asistir al espectáculo amoroso, pero lo sentimos como una atmósfera envolvente, porque sabemos que es una totalidad de presencias que podríamos den om inar con ciencia . La perfecta ide ntidad en tre la realidad la conciencia, nos prueba que ese amoruniversalique no vemo sy existe como totalida d objetiva, es una da d de lo real, un ab soluto relativo; por ello, au nq ue no lo veamos, lo sentimos conscientemente. El am or está siempre ahí, es una esfera objetiva, pero parcial, de la to ta lidad del mundo. La pequeña o absoluta órbita que es el am or, p ara unos es nada o muy poc o, pa ra los indiferent es un menguado sector y para otros puede adquirir, y adquiere de hec ho, una dimen sión de trascenden cia y tota lidad. También para algunos, más sosegados y burgueses, puede ser muy im portante y confortar su vida, sosegar sus ímpetus, adecu ar su sangre a un ritm o pausado, compagin ar su alm a, pudiendo así el am or hasta convenir como orbe doméstico de serenidad . Para otros más am biciosos, puede co ns titu ir el fin y la me ta de todas sus aspiraciones y su búsqueda, el empeño de toda una vida. Como vemos, el amor puede ser parcial o absoluto, imp ortan te o insignifi cante, pero es un mundo por s i mismo, una totalidad limitada dentro del universo. No digamos, como Dante, que «mueve el so l y las estrellas», pero tampoco disminuyamos su significación. Aunque no sea una realidad cósmica, en determinados momentos puede hacerse absoluta, sobre todo si trasciende su particularidad. El amor, esfera dentro de la armonía de las esferas, es un can to o totalida d po r sí mismo. Per o no exageremos su trascendencia hasta platonizado o hacerlo, como Fernando de Rojas en La Celestina, una providencia diabólica que nos lleva, po r la seducción de la felicidad, al des astre y a la muerte, pues esa totalidad que nos engaña, por lo sublime e infinito de s u pro mesa , es tan sólo una reali«Das Ganze ist eine dad creada por las individualidades.
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Totalitüt, die sich aus den dynamischen Wechselbeziehungen relativer, partieller, besonderer Totalit&ten aufbaut, » 5 Dentro del orbe cerrado del amor individual, se des granan pequeñas totalidades que estructuran el amor mismo, momentos parciales que se pueden analizar con minuciosidad, pa ra reco nsti tuir e l proceso del am or. Es e l método introspectivo de Marcel Proust, quien lo descom ponía en sutilezas efímeras, por carecer de la síntesis final proyectiva para llegar a su conocimiento objetivo y real. Sin embargo, la parcelación atomística de la realidad amorosa es necesaria si se quiere llegar a comprenderlo. Mejor dicho, el am or se divide en una serie de actua lid a des parciales no sólo para llegar a constituirse sino que,
ya creado, vive descompuesto en estructuras diferentes. En consecuencia, para entender el amor, debemos utili za r el método genéti co-ontológico, es decir, an ali za r cada su i generis para estadio amoroso como una estructura averiguar de dónde procede y hacia dónde se proyecta. Entonces descubriremos que el amor, ese fenómeno que nos parecía tan simple y natural como el pan nuestro de cada día, resulta más intrincado y complejo de lo que podíamos imEl aginar, es un mundo se divide en subm undos. am or,porque es el complejo de unque a serie de com plejos. ¿Por qué el amor resulta tan complicado? Precisa mente por su simplicidad, pues nada hay más complejo que lo prim ariam ente existente ni más complicado que lo que, a prim era vista, parece simple y norm al. L a comple jidad del amor surge al vivirlo, al p enetrar en sus recondi teces, en sus vericuetos, en las sinuosidades de sus mares interiores. Comple jo es el a m or porq ue es dive rso, co ntr a dictorio, y opuestos lo s mundos qu e lo crea n. Cuando nos 5.
Esa totalida d objetiva, es el resultado de las acciones múltiples y recíprocas de los amantes» (Georg Luk á cs ).
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asomamos y adentram os p or el uni verso del amo r, aso mbra su riqueza plura l, y quedam os perplejos, desconcertados ante el misterio profundo que encierra, porque su presencia simple, cotidiana, esconde una multiplicidad de hechos extraño s: los celos, odios, crímenes pasionales, sacr ificios sublimes, todo lo cual crea un a com pleji dad de complej os. Esto no quiere dec ir que el am or nos atenace o sea un nudo en la garganta, en el sentido freudiano, que debemos desatar para liberarnos. No; como decíamos y repetimos, el amor es un misterio resplandeciente que está ahí pa ra concertarno s o acongojam os. Y es complej o porque es invisible como una sombra que arroja su propia diafanidad. Nadie puede sentirse tranquilo cuando empieza a a m ar, pues no sabemos a dónde nos ll evará e l am or ni p or cuáles caminos, ya que esco nde, en sí mismo, el germen de tod as las tragedias. Sin embargo, la quietud suprema es la finalidad de todo afán amoroso, la serenidad de la catarsis. Su oscuridad dual, contradictoria, constituye el punto de partida de su totalidad dinámica que se no s apa rece como una luz pá lida o «la noche ilum inada», mística de San Ju an de la Cr uz. Dentro del amor, vamos camin and o de un mu ndo c onoc ido a otro insospe chado, viviendo entre sombras luminosas y luces sombrías. Esto hace que un pequeño suceso adquiera, a veces, una significación total, una realidad completa, la revelación súbita de toda úna vida y un destino. Allí, en el estalli do de es e pequeño átomo de tern ura u odi o, está todo el continente del amor. «El más insignificante grano de polvo en el universo, no es menos ente que el universo mismo ». 6 La pluralidad de mundos que habita el amor individua l es el srcen de su dina mism o y com plejidad. La dificultad de comprender, al intentar abarcar la multiplici6. Nicolai
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Ha r t ma nn .
da d de seres, situaciones y esfer as ín tim as de los am antes , crea una imagen del amor como supremacía espiritual abso luta de raíz misteriosa y oculta, es dec ir, c omo Espí ritu que trasciende por encima de sus protagonistas, cuando, e n realidad, e l am or es una creaci ón n atura l del hombre.
a) E l Ojo y la M ano El am or se srcina a travé s de la experi encia separada y, a la vez, conj unta d e la v ista y el t act o. Los ojos con tem plan, como espejos fieles, el objetooque miran. Así, m irarse es un reconoc er para entenderse engañ ar. Es ta porfí a de la m irada es pene trar, ad ent rars e en el alma del otro y, también, una búsqueda. Los ojos recorren el objeto o sujeto que tienen ante sí, lo inspeccionan, lo dividen, abandonándolo a sí mismo y, por consiguiente, respetan su srcinalidad. Por el contrario, las manos apresan, hacen suyo el objeto y tienden a convertirlo en instrumento de dominio o propiedad. Tocar es el principio del conocimiento. El contacto primitivo de los que empiezan a am arse es el toque superfic ial que, repetido, se conviert e en una palpación mutua. En el frenesí cognoscitivo propio y revelador del tacto. Las manos son posesivas, y los ojos, ofrenda. Heide gger dividió la realidad cotid iana en «el ser a la mano» y «el ser ante los ojos», pues toda nuestra actividad en el mu ndo se r educe a ver y tocar, lo que nos sitúa y define. Se puede afirmar que viendo y tocando empezamos a crear en nosotros situaciones y actitudes amatorias. Analicemos cómo y por qué. Ver con los ojos es un acto desinteresado y objetivo, pues se limita a acaric ia r la superficie de las cosas sin 15
intentar comprenderlas. En su obra Der Mensch, Amold Gehlen afirm a que la ma no ve, a veces, mejor que los ojos. Hipótesis teórica antropológica que comprobaría experimentalmente el psicólogo soviético Ananiev, demostrando que la mano percibe, y la piel, lo cutáneo, también es visual porque refleja las cosas que toca. Conclusión a la que no llega Heidegger, que, sin em bargo , señal a los límites de la percepción visual. Sólo la mano nos da la inteligibilidad de l objet o para su utilidad instrum ental. Por l a manuabilidad del objeto comprendemos su realidad intrínseca. «L a conduc ta prác tica no es ateórica , en el sen tido de la falta de vista» (Heideg ger), pues el que manipu la un objeto, a la vez lo teoriza. Ta mbién la visión es cogn oscitiva, pues conocemos, por los trabajos de Amold Gehlen, que hay visio nes táctiles que no sólo con tem plan pasivamente el objeto, sino que lo tocan y adentran en él como la man o. Ahora bien, Heidegger sostiene que «e l ser a la mano» sól o puede exis tir cuan do se tiene algo an te los ojos y subraya, como necesaria, su identidad operativa, ya que, sin visión, no hay posesión manual. Sin embargo, debemos establecer una diferenciación. «El ser a la mano» un mundo para an mí,n,elnoque poseo, manipulo y utili zo. es Como dice H artm es un m undo en si, para todos, sino mi mundo subjetivo; «es realidad de las cosas vividas y experimentadas al usarlas», afirma. En consecuencia, lo que descubro por la mano se hace mi pertenencia. «Co n ello que da este s er referido al yo al que está dado» (Hartmann). La visión, por el contrario, es más general y objetiva, abierta por naturaleza. Frente a la mano,que ap rie ta, los ojos nos descubren lo que es en toda su am plitud . Estamos viviendo en nue stra vida cotidiana lo que llama Heidegger una «cura», es decir, una ocupación preocupada o una preocupación activa. Desarrollamos, pues, una actividad táctil posesiva y otra visual objetiva. 16
De la p rác tica o ejercicio de estas cond uctas se srcina el amor, que nace de la experiencia cotidiana de una en trega de si mismo y un a posesión del otro. Para ello, n ece sitamos situar a la persona que amamos en su generali dad objetiva. Pero no podemos limitamos a su contem plación visual, necesitamos querer, poseer el objeto amo roso, para sa ber cuál es su util idad a los fines vitales. Así, el amor tiene su génesis en la práctica más simple de la vida cotidian a. Es el ar te de sab er ver y de log rar posee r, lo cual requiere u na sabidu ría que s e obtiene a través de un profundo aprendizaje con los ojos y las manos. Saber ver si gnifica no dejarse de slum brar por el aspecto de los seres o de las cos as. Tampoco es f ácil ap re sar , pues supo ne reflexionar conelainmediata. man o y no pre cip itarsesignifica ni lanzaun rse a la posesión fugaz Saber poseer conocimiento manual, una experiencia táctil reiterada. Los ojos y las manos crean así el mundo subjetivo y propio del amor. La resistencia del objeto amoroso susci ta el odi o, al no po der poseer lo, pero su entreg a desp ierta el amor. Sin embargo, en las en trañ as de cada ser siempre están prefiguradas la actitu d gene rosa, entregad a, que se exp resa en los ojos que se dan y la egoísta, posesiva, de las manos que aferran codiciosas, pero que descubren el se creto de las cosas y de los seres.
b) E l Yo y el Nosotros La percepción y el tacto son activid ade s elem enta les y prim arias del hom bre sobre las que se construyen reali dades más complejas, porque, adem ás de l os sentidos m a teriales, también los espirituales nos afirman en el mun do objetivo. Los sentimientos y las pasiones no son sólo determinaciones antropológicas sino, también, ontológi-
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cas, como di ce Marx . La ontología adquiere así una nueva significación: ya no es el Ser de la realidad o el ente en cuanto ente, es la realidad del ser humano, es decir, la afirmación perseverante y continuada de sí mismo me diante una realización objetiva, ya que el Ser solo existe como fi jación mo me ntánea y efímera. E l S er es un proce so real. Por sus actos sensibles y espontáneos el hombre va adq uiriend o realidad, s e reali za positiva y negativamente porque se hace a sí mismo haciendo a los otros. En otras palabras, toda manifestación, Ent&usserung (Marx), es un a pecu liaridad de su «yo» que se desarrolla y autoperfecciona . Es el sa gra do egotismo , o sea la re alización de sí mismo por la negación de la objetividad de los otros. Es mi m undo circund ante que creo y me recrea. Sin em bar go, como la m anifestación de sí mismo es un a realización paulatina y progresiva, el «yo» se hace cada vez diferente y extraño al que era srcinariamente. Esta procesalidad del ser humano constituye la base de su historicidad. Ahora bien, la afirmación constante o realidad plasmada de nuestro ser, paradójicamente, nos desrealiza y ajena, porque todo nuestro ser vive en perpetuo cambio. No po demo s aferram os a nu estra realidad estable ni descubrir nos un «yo» definitivo. Nuestra realización implica trans formamos. Toda ma nifestación libre que no s afirm a es positiv a y, a la vez, negativa , porq ue nos lim ita y encierra . Al mismo tiemp o sacrificam os el ser que somos a los otros, es decir, toda Entáusserung (exteriorización) es una Entfremdung (alienación). Alienarse es entregarse a otro, identificarse con él, olvidarse de si mismo, lo que constituye el lado positivo de la alienación. Si de una parte nos sacrifica y consti tuye una pérdid a de la realidad individual, por otra nos objetiva y hace presente en los otros. Así pues, las emociones, las pasiones, lo s sen tim iento s son actos m últi18
pies que, si nos realizan subjetivam ente, a la vez nos objetivan y trascienden, alienándonos positivamente. El yo es la exteriorización del nosotros y, a su vez, el nosotros es la realización del yo, correspondencia de la actividad corporal y sensible que srcina la práctica del am or. Mejor dicho, la acción de l am or se basa en la dua lidad de una ac tividad recíproca de todo s los sentido s m ateriales y esp irituale s. Esta realización del yo es una a firmación posesiva, una autoalienación y, a la vez, una entrega, un holocausto, un abandono de sí a los otros, una verdadera objetivación. Afirmación negativa de la realización del yo y negación positiva u ofrenda de sí mismo, pero que es la alienación objetivadora y salvadora. Sin embargo, esta entrega generosa es posesiva y tiene como fin lograr una más potente y sólida realidad propia. La artim añ a del am or con siste en que e s para mí mismo para quien realizo el sacrificio de mi yo. Pero solamente por esta argucia de la pasión egoísta podemos crear el noso tros, es decir, la unid ad amorosa, pues e l yo, aunque pretende t an sólo afir marse a través de l otro, como se ab raz a a él, se funde y desaparece. Esta forma posesiva crea la factibilidad de la unión amorosa, la realidad del amor. En consecuencia, de nuestra actividad sensible y espiritual, de nuestros actos coti dianos surge e l a m or como una realidad objet iva c uya estru ctura es una dram ática du alidad: afirmación y pérdida de sí, conflicto que constituye la raíz visceral, orgánica, del amor mismo. Para amar tenemos que sentir previamente esa presencia viva y unitaria del nosotros. Sufrir una emoción, apasiona rse, es como exhalarse, una participa ción con el sentir de los otros, porque todos dejamos de ser para crear esa realidad común y srcinaria que somos. Amamos, pues , sobre la base ontológica de esta ex trañ a y contradictoria conjunción del yo y de todos en común. Sin emb argo, no dejamos de pertenecem os ni de af anarnos y 19
luchar por la consecución de nuestras afirmaciones diferentes y particula res. Somo s reales tan sólo como individuos esenciales, es decir, solitarios, sumergidos en nuestr a su bjetividad, pues t oda n uestra acción tiende a la realización afirm ativa sí mismo. erim enta r est e abism o subjedetivo pa ra coEs mpnecesario render s uexp limita ción y descubrirnos incompletos. De esta actividad ególatra y su bjetiv ista surge la necesidad exigente de otro s seres, el imperativo de una realidad completa unitar ia, d e la amorosidad, del nosotros . Mientras la visión y el tacto revelan la oposición tácita, todavía secreta, entre la apertura y la posesión, las emociones , las pasione s, los sentimien tos de los hombres configuran una realidad unitaria, es decir, la fusión estable, aunque no definitiva, de la ofrenda y de la posesión que hace posible la aparición real del amor. Asi, el amor es resultado de una actividad subjetiva, interior, med iata, y otra externa, posesiva e inmediata. El amor se divide unitariamente en espíritu y naturaleza. Porque es espiritual v, a la vez, material.
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EL AMOR COMO ESPÍRITU
El amor idealmente perfecto sería la unión absoluta, una armonía sin fisuras, la identidad cabal, como concibió Hegel en sus Escritos de Frankfurt. En este sentido, es la actividad subjetiva del Yo que no retrocede ni huye an te los objetos, porque ha perdido el tem or de entrega rse a la vida y puede realiz ar la completa identifi cación de la subjetividad con la objetividad. Con razón dice Lukács: «die Liebe ais eme vollstündige restlose Vereinigung aus jede Spur der Trennung verschwunden ist » .7 Cuando sujeto y
objeto, libertad y naturaleza se origen funden,divino. Hegel Tal señala la presencia de una arm onia de suprema concordancia es privilegio sólo de los dioses, no de los hom bres, quienes destruyen los objetos al h acerlos su yos. Pero este tipo de amor pretende unirnos sin dominar ni que nos dominen. La sublime espiritualidad de esta concepción juvenil de Hegel se refleja en su poema «Eleusis»: «El sentir se diluye en la contemplación, lo que llamaba mío ya no existe.» 7. «El am or como completa unificación, en el que ha desaparecido toda hu ella de separación» (Der Junge Hegel). 21
El am or hum ano, asi, vendría a se r todavía más elevado que el divino, pues al no exiátir la conciencia escindida desaparece la veneración al objeto supremo: Dios. El am or serí a la unid ad del espír itu y de la natura leza, sie ndo el yo el Espíritu, la identidad, y la Naturaleza otro, la diferencia. Este amor une, al conciliar sujeto y el objeto. Sin em bargo, Hege l no se eng aña ni ilusiona cuan do dice : «La naturaleza sigue siendo Naturaleza y no se ha realizado unión ninguna». De esta forma intuye las luchas y odios de los amantes unidos, los posibles conflictos del am or mismo. Para Hegel es previ o al a m or este rec onoc imiento de sus desavenencias. La distancia y separación de los seres le demuestra que todavía no se ha realizado verdad eram ente el am or. Y afirm a que sólo pued e crearse por afinidad y correspondencia estricta con alguien que sea «el espejo, el eco de n ues tro ser». El espíri tu abso rbe a la n aturalez a, la devora, y todo lo ajeno , extrañ o del otro, desaparece en este abrazo amoroso, ahogador e identificados La subjetividad sacrifica la diferencia a la simetría, y sólo aceptamos al otro como reflejo del yo. Hegel barrunta que esta armonía del amor no es perfecta, al sostener que el antagonismo sólo se puede conocer, como tal, si ya se ha vivido la unificación. Esta oposición irreconciliable se le revela en la religión, pues si identificamos al hombre con Dios, «se unifica lo que es incompatible» entre naturalezas antagónicas y se crea lo que Hegel llama «la positividad de la religión cristiana», es decir, la completa enajenación de lo subjetivo, la pérdida de sí mismo que, más tarde, llamaría Marx «la alienación religiosa». Desde el momento en que nos entregamos a la adoración, como presencia real de un ser diferente de nosotros, separado y lejano, no amamos realmente, porque n uestra subjetiv idad se funde y desaparece en una objetividad que nos es desconocida. Así, Hegel se anticipa al descubrimiento de la alienación amorosa, 22
pues lo que él llama «naturaleza», «extrañeza», «diferen cia», «separación», son su ra íz m isma. Claro está que Hegel creyó superada esa peligrosa exteriorización en el amor por el abrazo espiritual, es decir, por la interiori zación. El am or espiritua l nos salva de l peligr o del am or alie nado. Para Hegel, el salvador es Jesús: «A los manda mientos puramente objetivos, Jesús opuso algo que les era e nter am en te ajeno: lo subjetivo en general. A l procla mar la supremacía de la subjetividad a la positividad, el hom bre es responsab le po r sí mismo». Jesús no ignora las amenazas que le rodean, sobre todo la objetivación, la lucha entre lo mío y lo otro que lleva a la ruptura de la armonía. Intenta salvarnos, porque sabe que «amar es la exc lusión de lo opuesto». Y multip lica los actos am oro sos en la entrega de sí mismo, convirtiéndose en pura disponibilidad. Para sup era r las limitac iones d e los am o res individuales, Jesús, «Schóne Seele », 8 crea una totali dad abstracta de amor, creyendo vencer así la pobreza esquelética de todo acto amoroso. Jesús se esfuerza en un ir todo lo que se opon e, es la m oralidad im personal qu e «conservaa,suaseg ura de la pos ibilidad del am or; po r esoeses, de acuerdo forma operar, únicamente negativa, decir, de be t ra ta r a todos lo s hombres como a semejantes e iguales». Pero Jesús no puede responder ni resolver si tuaciones concretas de la vida donde la hostilidad, la agresión y e l conflicto pru eba n la presencia del ene migo. En consec uenci a, el am or de Jesús es de una nobl e y pu ra espiritualidad impotente. En esta metafísica del amor como suprema armonía dichosa, Hegel no pierde nunca la conciencia de la lucha de los homb res en tre sí, del de sam or y del odi o, y dice esta frase escalofriante: «todo sufrim iento es culpa». Por con 8. «Alma bella.»
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siguiente, el que h a sido ofendido es tan culp able como e l agresor, porque «el Destino es la conciencia que se tiene de sí mismo, como ser enemistado». La enemistad es constitutiva de la historia de los hombres y lo que Hegel buscaba eransrestablecer la arm onía resquebrajada por el odio y re co tituir la am istad , volviendo a la vida dichosa y armónica del amor. Ahora bien, ¿qué actitud adoptar ante un ataque injusto?, preguntaba Hegel. Caben dos opciones: re plica r con viol encia o ace pta r pasivam ente la ofensa. Para Hegel, las dos respuestas son válidas: el valiente se afirma a través de la violencia y el cobarde renuncia a su dignidad , pa ra salvag uarda rse y conserv arse. En esta lucha imp lacab le de lo s seres, el cristia nism o pro pone el perdón de las ofensas, la reconciliación, para poder llegar al amor por el sacrificio de sí mismo. Esta libertad suprema, dice Hegel, de poder renunciar a todo para salvarse, es el atrib uto negativo de la belleza del alm a. Así descubre e l dualism o dram ático del am or espiritual que por la donación busca, de hecho, la realización del hombre. De esta forma, Hegel denuncia indirectamente la inanidad e hipocresía de un cristianismo que predica la reconciliación amorosa sobre la base de una entrega aparente, pero que tiene por finalidad egoísta aprop iarse de la vida de otro p ar a afianza r la propia. En consecuenci a, no se puede u nir totalm en te el espíritu y la natu raleza , el yo c on el otro. Esta oposición late nte, que subsiste en toda la reflexión de Hegel sobre el amor, es la verdadera raíz y simiente de su dialéctica materialista. «Der entwilkelten Eignigkeit stand die Móglilichkeit der Re
flexión, der Trennung gegenüber; in dieser ist idie Eignigkeit .» 9 Este am or como deal de uniund Trennung vereignigt 9. «Del des arro llo de la unidad nace la posibilid ad de reflexión, frente a ella la separación; en aquélla se reúnen la unidad y la separación» (G.W.F. H e g e l ).
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dad de los hom bres, es criticad o p or Hegel po r su carencia de realidad objetiva. Como observa Lukács a su vez, Hegel descubre, en Jesús y el cristianismo, la contradicción insoluble, trágica, y su incapacidad de acción concre ta p ara la realiz ación ef ectiva del am or entre los hombres. Es indudable, sostiene Lukács, que los Escritos de Frankfurt de Heg el, reflej an la búsque da de formas hu manas de vida que puedan bo rra r todo lo muerto y aniquilador que surgía de la recientemente creada sociedad burguesa. El problema consistía en cómo salvar los valores humanistas de la individualidad subjetiva, que habían en trad o en contradicción flag rante con la nueva socie dad. Pero lo que no nos pare ce exacto, en la s tesis de Lukács, es sosten er que la conce pción del am or de Hege l, en la época de Frankfurt, sea tran sitoria y provi siona l. Por el contrario, creemos que el amor siguió ocupando una función central en toda su obra, aunque en adelante pierda su nimbo de romántica idealización sublimada y, también, de culminación su pera da de todo l o inerte y mu erto en la sociedad y la existencia. Si el amor deja de ser, para Hegel, esa arm onía idea l, se convertirá en una totalidad real de concienc ias, una unid ad pa tética de los hom bres. Per o aú n en este período, consciente de las oposic iones dr am áticas que existen, en su ensayo Amor y propiedad afirma que el amor tiende a convertir al amado en pertenencia. Sostiene que es legítimo este afán de poseer del amante, deseoso de fundirse con el amado, porque al apropiarse de él, al ha cerlo suyo desaparece la oposici ón y el objeto amoroso se integra a la subjetividad amante. «El amor excluye todas las oposiciones, no es nada lim itado r, nad a limitado , nada finit o», dice en este est udio. El am or no se puede contentar con sentir, que es un mero acto reflejo de pasividad que nos lim itam os a experim entar. En realidad necesitamos, aspiramos, buscamos la unidad en el amor. El sentimiento nos aísla, separa y escinde, «es una vida 25
parcial y no vida entera» (Hegel). Se trata , pues, de poseerse, para unif icar se totalmente. La separación es i ntolerab le p ara los am ante s, insufrible la lejanía y las distancias. Hegel llega a descubrir el meollo dra mático del amo r: «el antagon ismo entre la entrega total (la desaparición del am ante , su sa crifi cio esencial) y la independencia y la individualidad de cada uno que todavía subsiste». El obstáculo es la necesidad de co nse rva r lo que se pose e, es decir, el yo único, el cuerpo. Pero Hegel crea una confusión que debemos aclarar. El am ante tiende, es verdad, a de stru ir al otro como indi viduo pa ra aprop iárselo y fundirse con él , lo que constituye una pasión legítima. Pero lo que es mezquino y típicamente burgués, es poseer al o tro como si fue se un objeto precioso que deseamos nos pertenezca. Estas dos actitu des no están separadas en la concepción hegeliana. Así, cada amante intenta, con violencia apasionada, apoderarse del alma y del cuerpo del otro, es un ladrón de las propiedades del amado. Sin em bargo, sólo a través de esta desposesión recíproca se crea la armonía. Asoma la concepción ide alista de Hegel , sobre la e quiparación igualitaria de los amantes, cu ando dice: «El am or es un da r y un recibir mut uo», pa ra co ntra rres tar l a furia de prop ietarios que ocasiona e l deseq uilibrio y desigualdad de las individualidades. Es natural y lógico que en una soci edad basad a en l a propiedad p rivada, el am or solamente se pueda alcanzar por la capacidad de dominio, y así los seres hum ano s se convierten en objetos susceptibles de ser poseídos. Hegel intuye genialmente que en una sociedad burguesa, la diferencia de propiedades crea conflictos, separaciones, e impide la unión de los amantes, y que sólo una sociedad jacobina, igualitaria, formada p or pequeños propiet arios, rest ablecería la u nidad necesaria en el amor. Hegel examina también la situación, mucho más dra26
mática, de un amante propietario y otro sin propiedad algu na, que estable cería la dominación exc lusiva del rico frente al pobre: «y puesto que la posesión y la propiedad constituyen una p arte tan im portan te del hombre, d e sus preocupaciones y pensam ientos, tampoco los am antes pueden abstenerse de reflexionar sobre este aspecto de sus relaciones». La solución sería una comunidad de bienes entre los am antes, pero le parece que no suprim iría el conflicto básico. Para Hegel el am or es una actividad subjetiva, espiritua l, que lucha y se enfrenta con la na turaleza, la ob jetivi dad, el ímpetu posesivo. ¿Cómo salir de esta contradicción? Por una Idea, la moralidad, nueva concepción unitaria del amor que aparece en sus escritos de Jena. Se trata aquí de superar (aufheben) la dualidad de la reflexión que padece todo amor espiritual, por el hecho de estar volviendo siempre sobre sí mismo, y encontrar lo que él llama «la unidad existencial de los vivientes». El amor debe, pues, surgir de la conciencia que crea la convivencia en com ún. Ya no es esa fusión de las conciencias individuales, sino la unidad que nace de la vida misma. El conflicto espiritual del amor, que se le planteó en Frankf urt, lo resuel ve en Jena: « Das Hegel aus diese Stelle Lósang für die subjektive Unerfürheit der Liebe sucht und findet »} 0 El am or co mo subjetividad sentim ental o par ticularidad doméstica le parece incompleto y busca un amor como realidad objetiva, don común a todos los hom bres . Así socializa o colectiviza el am or, q ue ya no es subjetivo, sino una universalidad real. Pero «la gran carencia del amor consiste en que es aislamiento. Significa sólo un momento provisional en la gran corriente de la vida». 1 0 10. «Hegel en est e mom ento buscó y enc ontr ó una solución al car ácter ilimitado del amor» (Georg LutcAcs).
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El cambio de actitud de Hegel es notorio. El amor ya no es un fenómeno subjet ivo, es una realida d de ser, una categ oría ontológica, y se convierte en el funda me nto del matrimo nio, de la familia, pues brota de la coex istencia . Pero esta nueva unidad am orosa que c rea el m atrimonio es, también, un a limitación porque s e territorializa, como dicen acertadamente Deleuze y Guattari. Este espacio que crea la familia estrechamente vinculada, suscita intereses egoístas, cálculos perversos, solidaridades antagónica s con otros territorios familiares. Ca pulet os contra Mónteseos, los Castro enfrentados a los Lara, al mismo tiem po que el fu ego del hog ar infunde ter nu ra y placidez. La familia, así, viene a ser la mafia del Espíritu. Sin embargo, estos mismos odios y conflictos crean vínculos cad a vez m ás fue rtes y sóli dos que configuran lo que Hegel llama las pequeñ as comun idades, el pueblo, e l Nos, es decir, un amor más completo que se realiza como una presencia real, objetiva, en la comunidad o unid ad de los Tragódie in Sittlihombres. Este es el sentido de su obra che, donde dem uestra que la familia, « esa sup rem a to talidad de que la Na turaleza es capaz», no resist e a las fuerzas oscuras que la sustentan y disocian. Es la tragedia de Antíg ona, de la m oral fam iliar, de la piedad intim a co ntra la razón de Estado, de la colectividad su prem a, de Creón. Aquí se oponen la moralid ad v ital, im pulsiva, secreta, de los lazos de la sangre y de la familia, frente a la luz de la racionalidad espiritual y colectiva de la sociedad. Hegel se es fuer za siemp re en resolv er estos anta gonism os taja ntes, irrepa rables. Si el m atrim onio y la familia se desintegran por las fue rzas ignaras que los dis uelve n, encuen tra una nueva fórmula de amor entre los esposos: la piedad mutua, la ternura melancólica, que es el reposo del combate íntimo de las almas, la pacifica estructu ra de convivencia que les hace qu erer se como s i fuesen pad res el uno del otro, o hij os autónomos pero que, por haberse crea do 28
juntos, llegan hasta hacerse semejantes. ¿Falsa reconciliación amorosa? Tal vez una tregua sosegada en el luchar incesante de los amantes. En La fenomenología del Espíritu o historia de la génesis del Cap ital, «el Espírit u se une y se divide, asumi endo las diversas figuras de la conciencia», y surge una vez más el amor espiritual. En el prefacio dice: «Este ser en sí y por sí es, para nosotros, la sustancia espiritual». En esta obra se vuelven a encontrar todos los temas del joven Hegel: la vida, el am or, el de sgarr am iento , la división. N o existe, pues, un corte epistemológico en tre el joven Hegel y el m aduro. El Esp íritu o el ét er , 11 atravi esa disti ntas etapas en su largo cam ino de realización, desde su sustancia incorpórea h asta surepresenta cumplim iento concr eto. C ada estadi de este desarrollo una figura individual. La o primera es el amanecer de la conciencia, como conocimiento plural, infinito. Pero el que quiere conocer tiene que limitarse, ap un tar haci a un obje tivo para a dq uirir la certidumbre sensible (sinliche Gewissheit). Ante la vastedad del ofrecimiento, el ho mbre esco ge esto, es o o aquello y lo lleva a su morada interior, para lograr unir lo exterio r objeti vo a la intenc ionalidad subjetiva. Representa la figura de la simple e ingenua unid ad amoro sa. Es como el am or entre jóven es, f undid os inconsc ient e y n atura lm ente sin sab er el uno de l otro e ignorando, tam bién, por qué se unen. Sin embarg o, este am or ingenuo y natu ra l es, a la vez, esp iritua l, porqu e es la inm ediate z del E spíri tu en el hombre. Pero, de nuevo, se separa esta conciencia espontánea de la realidad objetiva y aparece en una segun da figura: la conciencia de si mismo, que es el reflejo o espejo del yo. Es la viva estampa del amor consciente, reflexivo, que am a al o tro como un eco de sí m ismo. Este amor hace la conciencia ajena propia y de la propia la II. «El éter es el Es píritu» (G.W.F. Heg el ).
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ajen a. Amor recíproco de las conciencia s qu e es un bello instan te de arm onía. Sin embargo, ninguna concien cia s e resigna a entregarse a otra y desaparecer. Por ello, en el seno del amor, las conciencias defienden su independen cia y luchan po r el reconocimiento mutuo . En este proce so surge una tercera figura:el señor y el esclavo, es decir, un amante dominador y otro dominado. Uno subyuga al otr o y éste siente el am or como un sacrificio necesari o al que se somete voluntariamente. Siguiendo el análisis de la dialéctic a esclavo- señor, descubrimo s que la sumisión, a veces, es aparente y la dulzura más sosegada puede ser tan vene nosa co mo ve mos en la protagon ista de Monsieur Ouine de Georg es Bemano s, donde la esposa esclava llega a con vertirse en dueña de su marido. Si la persona some tida logra do minar por la dulz ura y la argucia, se debe a que ha perdido el temor y recupera la dignidad, la con ciencia de sí. Al experim enta r miedo ante el am ado, deja de s en tir e se am or ciego, total, y se percata de que el se r a quien am a es un posible agres or. Por su pa rte, el que do mina en la relación amorosa siente necesidad de la perso na que le proporciona placer y se esclaviza a ella. Pero como la característica del placer es su desaparición, una vez satisfecho, la exigencia de renovarlo hace que la es clavitud del señor sea atroz. «El placer quiere eternidad, pero es fugitivo y no tiene —dice Hegel— subsistencia ni permanencia.» Abandonado a los placeres, el amo se co rrompe y debilita por la voluptuosidad en que vive. El deseo le divide en instantes esplendorosos que le disuel ven. Por el con trario , el am ado sum iso ap rend e a refrena r su des eo, re ta rd ar la satisfacción o consumirse de dese os, pues debe esp erar siempre la llamada del amante para poder entregarse. Su destino es satisfacer cada vez que el otro lo desee. Este dominio de sí mismo le fortalece y prepara para el trabajo, que es la verdadera independen cia del esclavo, su poder interior, para amar en libertad. 30
Entonc es, al d om ina r en forma perm anente a un ser qu e no depend e de él, satisface su deseo de po sesión objetiva . La conciencia servil, que temblaba ante el amante-domi nador, crea su propia independencia y ama libremente. Finalmente, por el trab ajo se crea e l Capital o Espíritu de la soci edad mod erna, que esp iritualiza , enardece y for tifi ca al am o deb ilita do por el deseo siemp re insatisfecho y el ocio. Así, esclavo y señor, obrero y capitalista, amante y amado se unen en el trabajo que es creación y resultado último de la propia obra espiritual del hombre. La solución a este conflicto podría ser la perpetuidad de la esclavitud recíproca o la ru pt ur a del ví nculo aniq ui lador, pa ra lo gra r la lib ertad de conci encia . Pero l a liber tad es, en rea lidad , soberbia de aislamie nto, menospre cio de la contingencia, estoicismo y resistencia a la volubili dad, resignación ante la continua e inquieta fluidez de la vida. De esta engañosa independencia se puede salir por una nueva esclavitud: la conciencia del aman te desdicha do, que busca consu elo en un s er supremo al que se entre ga, somete y reverencia. Entonces la conciencia se es cinde, en el interior de sí mismo, por la aparición de un tercer término: Dios, el señor todopoderoso. Esta adora ción significa la renuncia total de sí propio, la muerte anticipada voluntari amente. Este am ante a dquiere la dolorosa co nvicción de que el Se r o cria tu ra a quien am a es su propia esencia, el Todo, y él es su propia nada. Verda dera conciencia desdichada, típica de todos los amantes que sacralizan al a mad o y convier ten el am or en un abso luto trascendente, al que buscan du ran te tod a su vida con un a obstinac ión desesperada. Esta concien cia desdichada tra ta rá de fundirse c on lo inm utab le, es decir, con la divi nida d h um aniz ada o el hom bre divinizado, en un esfu erzo piadoso y andácht, como dice Hegel, para alcanzar ese más allá inaccesible. La tentativa siempre resulta inope ra nt e po rque Dio s ha m uerto en Cri sto, quien desapa reció 31
y no ha vuelto todavía. Asi, el ser que amamos no llega mos a tenerlo firme en nuestras manos, es inalcanzable, evanescente, contradictorio, desconcertante. Vive huyén donos, angustiándonos y aumenta la desdicha de la con ciencia. Este amado es como Albertine disponte , 12 que no está presente nunca ni podemos aferrar. Este sufrimiento de la conciencia sintiente es su forma de existencia, el modo de volverse a sí misma. Aceptar el propio destino constituye la grandeza infinita de este tipo de amor. De am antes desdi chados, no corr espondidos, está poblada la literatura. El barón de Charlus y Swann siempre aman con terqu eda d, pese a sus fra casos , porque en cue ntran en su conciencia subjetiva la realidad completa y absoluta del amo r. La conciencia desd ichad a vuel ve a de scu brir s u unidad interior al satisfacerse a sí misma. Pese a esta aparente unificación, subsiste la escisión de la conciencia, pues el amor desdichado revela el abis mo que separa la naturaleza objetiva de la conciencia optim ista y segura de sí . El hombre espiritua lizado choca siempre co n una realidad que no puede hace r suya. So la mente la Razón, según Hegel, puede operar la fusión del mundo natural orgánico y el espiritual humano. La Ra zón, para que sea efectiva, debe ser una acción propia, singular, que Hegel define abstractamente: « venvirkli chung des vemunftiges selbst bewustseins durch sich selbst » . 13 Esta unidad permite al hombre lanzarse a la búsqueda de su propia dicha. Es la conciencia feliz, opuesta a la conciencia desdichada, cuya finalidad con siste en hacer al otro espejo racional de su conciencia. Esto es la verda dera esencia de l am or pa ra Hegel , un ap o derarse del amado, realizar su conquista interior sin de ja rlo escapar nunca. 12. Marcel Pr o u st . 13. «Realización de lo racion al p or la conciencia misma.»
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Ahora bien, lo prim ero qu e persigue la concienci a singular es el placer, no el amor. Así aparece la figura del vicioso, el gozad or estético, el am ant e de los placeres, que disfruta de la vida como de una flor que se ofrece a la mano o se puede coger al azar. De esta forma, el hombre como sing ular idad se realiza cua ndo satisface sus d eseos inmediatamente y su placer consiste en toparse con ellos sin buscarlos. No se para a considerar que el otro existe, pues al gozarlo suprime la separación, porque el placer sólo dese a la presencia del otro p ara elim inarlo y qu eda rse sólo consigo mismo. Pero sin este ím pet u posesivo dirigido hacia el mundo que es el deseo no hay placer ni tampoc o puede su rg ir la un ida d del yo y el otro, que es la esencia delfines, amor que como Como deseo logra ja m ás sus esespíritu. la posesión deellos otrosnoque continú an viviendo co n toda independenc ia, se convierte e l yo en eje del deseo mismo y en un trasfondo oscuro permanecen presentes los objetos fantasmales del deseo, sus verdaderos protagonistas. Ligazón indestructible por la que aparece el Yo como nosotros y el Nosotros como yo. Por el deseo estamos proyectando a los otros, pero, al mismo tiempo, queremos borrarlos par a rea lizar nuestro deseo. Por el contr ario , el p lacer, que es deseo satisfecho , olvida o ignora la presencia del otro a quien toma como un ins trum ento de s u singula ridad y l e atribuy e la misma realidad que a sí mismo. El objetivo del placer es la satisfacción total de la individu alidad, pero su res ultad o es el vacío por la sencil la razón de que, al no realizar una comunicación afectiva con otras personas, los placeres no tienen ningún contenido. «Es la nada de la singularidad», dice Hegel. Todo amor placentero satisface corporalmente, pero nos deja inanes porque hemos permanecido solitarios, disfrutándolo en la conciencia de sí. Hegel señala la paradoja del placer y del deseo que, en lugar de arrojam os a la rica 33
aven tura plural de la vi da, n os ensimisma en n uestra vaciedad. Se cree vivir cuand o, de hecho, s e muere. Es necesario, pa ra que tal no ocurra, volver a sí mismo, dejar de apetecer para sentir y palparse el corazón: «Das Gesetz des Herzens». Esta ley del corazón es el universo del sent imien to y, a la vez, nuestra singu larida d. Tener corazón n o significa un d on exclusi vo. Todos tenemos c orazón, y, por consiguient e, la un iversalid ad sin tiente es un hecho . Pero cada corazón experimenta de forma diferente y cada uno quiere impo ner su ley, pa ra que los otros corazones pa rti cipen de su sentir. La Ley, para Hegel, significa unir los corazones en un haz cordial y fundirlos, lo que exige igualdad del sentir sin oposiciones de los sentimientos. Es ta Ley impone que el corazó n ajeno sie nta lo que el mío al unísono, en aco rda da a rm on ía. Y Hegel af irm a que si el hombre siente en sí esta unidad humana, debe tratar de establece rla en el m undo p or la revolu ción o el terro r. De esta ley del corazón que herm an a e iguala a los hombres, nace el revolucionario, quien se subleva contra un orden del m undo injusto que contradice la igualdad qu e exige la ley del corazón. Su proyecto o ideal rev olucionario es un sentimiento que trata de plasm ar en el mundo, y aunque no logre su realización efectiva, esta operación transformadora qu eda siempre dentro de sí c omo un a prim avera latente. De esta ley del corazón nace, ta mbién , el a m an te sentime ntal, que busca la unidad de lo s sentimientos. Es una forma del subjetivismo o autoritarismo del sentimiento, pues pretende que el contenido partic ula r del corazón tenga validez universal, es decir, que mi razón de amor debe imponerse en el Entonces corazón deestallan los otros, que me amen como yo amo. las para diferencias, porque cada corazón tiene su ley original. Esta resistencia a som eterse a las exigenci as ajenas convierte el amo r en una disputa interminable y sin salida. Nadie puede 34
exigir que sienta como yo siento. Así estalla la guerra de los coraz ones, a l q uere r sent ir cada u no por y pa ra sí mismo, sin aceptar la tiranía de una ley común, universal. Por esta razón, Hege l rec haza el am or como sen tim ien to y lo considera un a manifestación de la domesticidad privada. El resultado de este subjetivismo amoroso no es la realidad unitaria y objetiva del amor, sino la alienación recíproca de los amantes: imponer que sientan como yo quiero o am ar como todos ellos. Por el hecho de sen tir de forma diferente, Hegel dice: «Son los corazones de los otros hombres los que son abominables», y, más tarde, comentaría Sartrc: «El infierno son los otros». El amor sentimental separa, escinde, divide a los hombres en vez de unirlos, pues cada uno quiere p ara sí mismo, ego ísta y placenteramente, gozar de la verdad exclusiva del am or. Para realizarse, el amor exige sacrificar el sentimiento, la conciencia sing ular . Y así surge ne cesa riam ente u na nueva figura: la virtud del quijotismo, según Hegel. Pero la virtud, por más virtuosa que sea es ineficaz por inactiva, ya que se siente sólo en el interior del hombre como un noble propósito. En consecuencia, la virtud, como el amor, es un sentimiento privado, no universal. Hay que desindividualizar se p ara realizarla, no ser pa ra ser, o ser para no ser, porque sólo renunciando a la individualidad se llega a la universalidad singular. El mal reside en la individuali dad prec isa, determ inada , en e ste y aquel suje to que se encierran en su tarea y se creen absolutos, srci nando ese Reino animal del Espíritu, la desintegración áspera y combativa de la unidad humana. Por consiguient e, el a m or es una verdad objetiva frente a la certidum bre subjetiva, una rea lidad de todos pa ra todos, una creación en común. A sí podemos ente nd er el Es pírit u del Amor como una totalida d de reali dades, cada una de ellas completa e íntegra. El Espíritu es ideal, sueño o espejismo de la concien35
cia, que se manifiesta como un a abstracción colect iva en la que el hombre se aliena. Es cultura, moralidad, reli gión natural, artística y revelada. Sin embargo, Hegel exige que el Espíritu vuelva a sí mismo para e ncon trarse, es decir, saberse, conocerse y poder llegar a la autoconciencia (selbstbewustsein). Entonces toda la exterioridad se interioriza y la unidad parece completa. Pero como subsiste todavía una separación entre el interior de esa exterioridad y la interioridad de ese exterior, el trabajo espiritual realizará paulatina, sabia y conscientemente esa unidad suprema en la Idea. A su vez, en un acto de am or, la Idea renun cia a sí m isma y s e ofrenda como Na turaleza para fundirse totalmente con el Espíritu. Toda esta historia, como dice Marx, debe tener un personaje, un Sujeto, es condido o disfrazado de Idea, porque el re sultado de este proceso es la autocreación del hombre. «Concebir el Absoluto como Sujeto es concebirlo como implicando la negatividad y realizándose no sólo como naturaleza, sino en tanto que Yo u hombre . » 141 5 Si, como vemos , el E spíritu es el hom bre, el am or es su subjetiv idad. Por esta razón, al final de s u Fenomenología descubre Hegel una concepción del amor como totalidad de lo real. Ahora bien, esta totalidad no es el panteísmo místico, que interpreta Dilthey, sino una totalidad efecti va, una realidad objetiva. La novela Hyperion , ' 5 expresa lo que Hegel pensaba sobre el amor como totalidad espi ritual y real. En este sentido, Dilthey acierta al subrayar la afinid ad de ideas en tre Hólde rlin y H egel. La vida llev a aparejado el dolor porque es finita, limitada, y el amor puede u nir estas separaciones. Pero un amor sentimental, subjetivo, tensionescomo y dramas. Sólo una conexión de la vida concrea la totalidad, piensan Hólderlin y Hegel, 14. Alexandre Kojéve , Introducción a la lectura de Hegel. 15. Friedrich HOlderun .
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un amor objetivo, no un sentimiento particular, puede unir lo que está separado y escindido. El amor, así, es el Absoluto realizado, ese Todo-Uno de Hyperion donde «las disonancias del mundo son como las discordias de los am an tes »,«la recon ciliaci ón late en la dispu ta y cuanto se separa vuelve a juntarse». Esta esperanza en el am or, c o mo totalidad que une y concierta, es la meta final de la filosofía de Hegel. El amor, para él, es el viaje del Yo al Nosotros, el itinera rio del individuo, su entrega al Espíri tu , al volcá n de la natu raleza ferv ient e donde germina y se crea la vida.
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EL AMOR COMO NATURALEZA
Somos se res que necesitamos apreh end er obj etos pa ra nuestra subsistencia. Nuestro cuerpo es pasivo, dependiente, sufre de limitaciones naturales, y sus exigentes apetitos prueban la miseria que nos constituye. Estas carencias y la necesidad de satisfacerlas nos demuestran que tenemos una natu raleza e xterior y otra interior semejante. La Naturaleza es la exterioridad, la objetividad de mí mismo y, a la vez, mi interioridad, el cuerpo que me constituye. M i na tura leza es, pues, natu ral y hu man a. No hay separación posible y la identidad es perfecta. El amor es la necesidad objetiva, el impulso interior que nos dirige hacia el mundo, porque la Naturaleza nos at rae desd e fuera , es una fuerza activa que nos arreb ata y moviliza. Sin embargo, la Naturaleza existe por sí misma, independiente del hombre, como una realidad que
es gobierna y dirige nuestros actos e impulsos; dice Sartre, el objeto mismo. El reconocimiento de ¡a estaCosa, presencia fuera del hombre, pru eba nuestra dependencia de ella. Ahora bien, para el subjetivismo humanista de Fichte, todo lo que es tá fuera del hom bre y de su potencia 38
creadora no tiene ninguna realidad, y la Naturaleza es un mero campo de la actividad humana. Debemos a Scheliing el de scubrim iento de la presencia real de la NaDie turaleza en si y por sí, independiente del hombre: « Materia seis das enzig» ,Wahre, aller Dirtger rechter Vater, alies Denkens Element 16 afirma en una poesía epicúrea, manifestá ndose un en tusiasta de la Naturaleza cuya ex istencia celebra y reconoce. Pero no se limita a señalarla sólo como una potencia, sino que deduce la actividad de su presencia pasiva misma. La Naturaleza no duerm e ni es mera objeti vidad inerte que contemplamos. Tampoco es la sustancia es tática spinozis ta. La Naturaleza es dinám ica, activa, y tien e un movim iento incesante de camb ios y transformaciones. Schelii ng intu ye el proceso orgánico de la Na turaleza por su contradicción d ialéctica de inercia y actividad : es m ate ria sim ple, inf orme y , a la vez, cread ora de cuanto existe. La oposición dialéctica de la izquierda aristotélica, entre m ateria y forma, se re solvió por el concepto de una forma inmanente que impulsa al desarroll o creador. A una concepción idéntica llega Scheliing, cuan-
do afirma: «La Naturaleza se construye a sí misma», no necesi ta de un poder exterior para crearse. Es dinám ica y tiene su propia evolución. La realida d es la un idad de la Natu raleza y el hombre, resultado de su recíproca dependencia e independencia. En este proceso el hombre se naturaliza y la Naturaleza se humaniza. E sta ide ntidad de srcen nos hac e comprende r que el am or nat ura l es un a realidad común a todos los hombres y de la que todos participamos. Lo sentimos como una d ependencia o un padecer, pues pa ra vivirlo se necesita otro ser tan vital y físicamente co mo el aire p ara 16. «La mater ia es lo único verdadero, el pad re real de todas las cosas y elemento de todos los pensamientos.»
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resp irar , como la pla nt a el sol p ara crecer. E l amo r, asi, es un acontecer natural, la energía intima que nos hace vi vir, entendido en sentido cósmico de dependencia recí proca, pues no podemos existir aislados, solos, y necesita mos de seres, cosas fuera de nosotros. Esta dirección obje tiva recíproca de afirmación positiva se llama naturalis mo del am or humano, espiritual. Pe ro esta re alidad na tu ral-humana, Schelling la desnaturaliza al identificarla idealmente y se para rla dualisticam ente. Vere mos cómo. Schelling rompe con. la visión racionalista estáticogeométrica al afirmar que el mundo es un proceso diná mico . Entiende la N aturaleza como un a odisea del Espíri tu que arra nc a de la oscuridad y progre sa h asta llegar a la plena conciencia su realidad. La vida es el resultado de esta voluntad: «Elde Espíritu es un querer srcinario», un hace r crea do r que no tiene l ímites. E l mu ndo es l a ac tua lidad dinámica de esta voluntad absoluta. Esta idealiza ción de la materia y esta materialización del Espíritu constituyen las dos corrientes de la filosofía de la identi dad de Schelling, «sistema del idealismo trascendental que oscila entre la ciencia n atu ral objetiva de Goethe, y el idealismo mágico de Novalis ». 17 Sin embargo, en esta fi losofía de la natu rale za, que es como l a alqu im ia que p re para y antecede a la quím ica, Schelling intuye que existe una organización, una teleología, presentida ya por Kant en Crítica del Juicio, una razón qu e gobier na ocultamente los procesos orgán icos e inorg ánic os de los sere s vivos. Así se crea un a falsa id entid ad o mística nebulosa del sujeto y el objeto. El monismo srcinario de esta visión se descompone en una escisión dualista entre la actividad creadora de la Naturaleza y la autoconciencia reveladora del Espíritu, porque la Naturaleza no es realm ente natural, al conver 17. Georg Lu k Ac s .
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tirse en manifestación visible del Espíritu, y éste no es completamente espiritual porque se naturaliza. Jano bifronte donde la Naturaleza es Espíritu visible, y realidad ideal e invisible el Espíritu. La Naturaleza así es la más cara del Espíritu, y éste, el rostro de sí mismo. De esta forma se crea un rígido dualismo, bajo una ap aren te uni dad, entre el mundo natural y el mundo espiritual. La ruptura entre ambos órdenes que realiza Schelling en Sistema del idealism o trascendental, lleva el germen d e una dialéctica de la Naturaleza, es decir, a una razón sin ra cion alidad explicativ a de los pro cesos . En este sentido, e l amor vendría a ser la unificación de los sentires indivi duales aislados en una totalidad organizada del senti miento. Si como individuo soy la expresión de todas la fuerzas naturales reunidas, el amor natural es la univer salidad de la individualidad. El hom bre es un ser limitado, como l a p lan ta o el ani mal, no constituye ninguna excepción ni salto privilegia do de la N aturaleza , y su unida d con ella e s la natu ralid ad de su ser. Schell ing confirm a que, aun disfra zada de Espí ritu, la Naturaleza es una realidad viviente. También Goet he la había intuido como sentimiento poético de una presencia viva semejante a la humana, es decir, concate nación de las partes en un todo natural. La Naturaleza está en el hom bre y es a tra vés de sí mism o como se mani fiest a y resplandece. Para Schelli ng, es «la iden tidad de lo subjetivo y de lo objetivo», una realidad total y absoluta. Esto no quiere decir que la Naturaleza exista porque el hom bre la descubra. No ; la Naturaleza existe po r y para sí misma. Lo que pretende Schelling, con su teoría de la
aden identidad, es demostrar que la Naturaleza tiene un tro, una razón interna, un sujeto para si, y, a la vez, un afuera, una presencia objetiva en si. Lo subjetivo de la Naturaleza no es el espíritu humano trascendido. Esta intencionalidad oculta no se la presta el hombre, porque 41
la Naturaleza la posee ella misma como una teleología inmanente. Una dialéctica de la Naturaleza, tal como la concibió Engels, solamente puede par tir de la unidad y distinción entre la subjetividad racional y la objetividad natural, para evitar que se interprete, dialéctica Engels, como un objetivismo insano quedicha elimina la acciónde subjetiva del hombre y la Historia misma. Sólo entonces podremos d escub rir la Naturaleza no como un espect áculo asombroso o el tea tro del m und o al que asistimo s gozosos o espantados, s ino como la verdadera realidad en la que el hom bre, lo quiera o no, está inmerso, al mismo tiemp o que la Naturaleza se adentra en él, atraviesa sus poros sensibl es y le constituye. Ú nicamente as í la Naturale za se humaniza y el hombre se naturaliza. La Naturaleza tiene una lógica o estruc tura interna de su desarrollo. Explorar por dentro los fenómenos naturales ha sido la gran hazañ a de las ciencias experim entales. En este sentido, el descubrimiento de la célula y de las estr uctura s celulares «e s un acontecimien to decisivo par a el conocimien to interior de los procesos vivos», dice F austino Cordón. La Natu ralez a está regida, como l a sociedad humana , po rque unasnosleyes dialéctuna icasvisión o r azones intern as de su desarrollo permiten conjunta de los fenómenos en su conexión e interdependencia. Este es el verdadero sentido de Dialéctica de la Naturaleza, de Engels, quien, partiendo del organicismo naturalista de Schelling, que es simple concepción unitaria de la naturaleza viviente, lleg a a un a cosmología o monismo dialé ctico absoluto. «Ein allgemeines Gesetz der Natur-Geselbschafts und Denkentwickltmg zum erstenmal in seinerallgemein geltend Form ausgesprochen haben . » 18 Llegar a esta 18. «Se tra ta de encontra r, por prim era vez, una ley general, para la naturaleza, la sociedad y el pensamiento, que tenga validez universal.» 42
fórmula ú nica seria, dice el mismo Engel s, un a haz añ a de trascendencia histórica mundial. Quizá Einstein, en sus últimos años, buscó la fórmula matemática de unificación de todos los campos que fuese válida para todo el univer so. Se tra ta , pues, de una inves tigaci ón práctica , de una tarea a c um plir, no de una simple apli caci ón de unas leyes lógi cas del entendim iento hu mano a la Na turaleza. Las leyes o estru ctu ras dialécticas de la Na turaleza constituyen una hipótesis, y la ciencia experimental debe com prob ar su v eracidad en los organismos vi vos. Para las Ciencias Naturales, la dialéctica es la forma más im po rtante de p ensamiento, porque of rece la posibi lidad de establecer analogías entre fenómenos distantes, cone entredeproces os difer entes, y permite un Esta trán sito enxiones el campo investigación, sostiene Engels. un ida d de la rea lidad, Schelling la oscure ce al h ace r misteriosa la relación entre la Naturaleza humanizada y el hom bre natu raliz ado . A este respecto, como ya hemos dicho, estudia po r separad o la N aturaleza y el pensamiento. Como dice Engels, la filosofía y la ciencia natura l conocen sólo esta división entre Naturaleza y espíritu especulativo, pero no ven la acción entre ambos, es decir, la transformación de la Na turale za por la ac ción del hom bre y de éste por la Naturaleza. En efecto, el hombre es producto de una evolución natural y la Naturaleza, con excepción quizá de las islas vírgenes del Pacífico sur que se conservan en toda su pu reza, e s obra del trabajo , de la ind ustria y de la tecnología, o sea del ingenio del hom bre pe nsa nte . Pues bien, Schelling anuda confusa, mística u oscuramente am bos términos: la N aturaleza , para él, e s el Espí ritu escondido, un Dios implícito; y el hombre es la pura materialización o encamación de sí mismo, de la Idea. Enge ls, en u na o bra juve nil , 19 lleva a cabo una crítica 19. Schelling y la revelación.
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del ide alism o religioso en que dese mbo ca la filosofía de la Naturaleza de Schelling, quien acaba negando la racionalidad histórica de la Naturaleza que había sostenido. En efecto, al no poder captar por la razón la existencia real de las cosas y sólo su esencia, necesita un a intuición reveladora, y el Dios implícito se hace explícito como la verdadera Naturaleza viviente. Asi, ésta pierde su historicidad p ara os ten tar tan sól o la prese ncia d e la divinidad 20 Pero, entonces, su his toria no es la del propio desarrollo, sino de las progresivas revelaciones de Dios: las mitologías, que son lo s distintos rostros co n que se ma nifie sta .21 En consecuencia, una filosofía racional es negativa porque no descubre nunca la verdadera realidad divina. P or el contrario, una filosofía es positiva cuando revela la existencia de una n atu rale za pura: la de Di os. Ahora bien, el punto de partida de esta última filosofía de Schelling sigue si endo la mism a N atur alez a, pero cie ga, la Hyl e, la m ateria que se desarrolla h asta con stituirse e n exi stenci a necesaria. La Naturaleza sería así la evolución de la presencia de Dios desde una oscuridad hasta su aparición luminosa. Entonces nada quedaría oculto ni opaco: Dios es el ser qu e existe po r sí mismo. De esta forma S chellin g «inte nta defender la divinida d de la existencia, no l a existencia de la D ivinid ad», di ce Engel s. La Fe sustitu ye a la Razón, y un Dios libre, arbitrario, reemplaza al racional hum ano; los hech os brutos, la pu ra em pírica, a la N atu raleza; el dogma o revelación, al proceso natural. Sin embargo, Engels celebra que la Naturaleza,* que nos era ajena y extraña, se haya converti do po r obra del trabajo en general en un hogar tra nqu ilo, so segado, donde ya no nos esp anta n las fuer zas ocultas; la Na turaleza se hum aniza y toda angustia de separación desaparece. Pero el 20. F.WJ. S chelling , Filosofía de la revelación. 21. I d ., Filosofía de la mitología.
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viejo Schelling continúa cavando la fosa que nos separa del mundo histórico y natural, cuya objetividad había desc ubie rto an tes. Aho ra la N atur aleza , pa ra él, es el Dios explícito, las manifestaciones sucesivas de una deidad es condida. Así, la razón humana renuncia a sí misma y se entreg a o abando na a la pu ra pasividad d e una adoraci ón humilde y beata a esa Naturaleza. Pero la realidad es otra. El hombre, liberado del terror a la Naturaleza em prende la tare a de recrearla y se diviniza él mismo al in ten tar rea liza r todos sus pro yectos i deale s en la m ateria real. Ya nada le parece imposible, es el productor y crea dor por excelencia, un Dios real y vivo. Ha llegado a la autoconciencia de su poder. Por el contrario, Schelling entrega el de hombre a la plegaria, a la invocación la la presencia lo Inefable, de la palabra inaudible,decon espera nza de ver asomarse e sta luz invisib le del E spíritu. Esto significó man ten er al hombre en la esper a pasiva de un adven imien to o revelació n del Dios-Hombre, y que na cerá una nueva mitología que sustente su fe. Mientras esto esperamos, viajamos por el reino de especulaciones vacías, de sueños fantasmales. No hacemos nada y nos dedicamo s a la concentració n de la mente en un objet ivo: la blan ca pa red, el agujero c ósmi co, la nad a. No construi mos ni proyect amos nuevas realidades arti ficiales, artís ticas, sobre las naturales. Y, sobre todo, ocurre lo más peligroso: no podemos am ar, porque somos incapaces de unim os objet iva y hu man amente. Sin embargo, el amor natural realiza la unidad de lo subjetivo y lo objetivo, de l yo y del otro. Ind udab lem ente se po drá conse guir a t ravés de la religión ni e l arte , como pensaba Schelling; es por el am or natu ra l mismo, esencia es, a la vez, unitiva y separación, porque existecuya siem pre un sujeto activo ( el am ante ) y un objeto pasivo ( el amado). Pero esta relación se invierte porque el amante activo no puede ser amado sin ser objeto pasivo y en 45
tunees el objeto pa sivo al am ar es, a su vez, sujeto activo, ya que no existe un sujeto viviente, real, que no tenga un obje to fuera de sí. L a ide ntid ad no es, pues, posi ble consigo mi smo, s ino con otro, objetivada p ara realizar la unidad en la perfecta diferencia. El amor natural podría ser el ingenuo y espontáneo que de scribe Goethe en Germán y Dorotea, como un sincero y fragante perfume de los campos, una arrebatadora atracción recíproca. Pero es un falso amor creer en una Naturaleza trascendente, espiritualizada o divinizada que nos dirige, conform a, y a cuyas reglas nos sometem os libremente impelidos, al amar, por una voluntad suprema: la voz de la N atu rale za o de Di os. La perversión de la conc iencia moderna del am or no s hace sentim os víctimas de este fuego creador de la vida que quema nuestras entrañas y nos arroja, poseídos de un báquico entusiasmo, en el am or. La Naturale za a parece así como un a potencia dominante, poder ajeno y extraño, Dios diabólico y corruptor que suscita en nosotros deseos genésicos, demoníacos e insaciables. De acuerdo a esta concepción trascendente de la N atura leza , somos sus víctimas inocentes. Pero nada de esto es exact o. La Natu raleza está en nosotros porque somos seres con fuerzas vitales propias, con pulsiones activas y productivas semejantes a las naturales. En consecuencia, amamos sin obedecer a ese Gran Pan oculto, es decir, siento por mí mismo el ímpetu que me mueve hac ia los otro s y, a la vez, percibo la potencia activa del que me am a. Amar y dejarse am ar, tal es co mo se sien te el am or naturalm ente. Todo am or es l a conjunción, en sí mismo, de un a du alidad: la actividad subjetiva y la pasividad objetiva. En palabras sencillas: ama para ser amado y déjate a m ar por am or, es decir, ámate a ti mis mo como si fueses el próximo, no el p rójimo, que es un a vaguedad lejana y nebulosa. El amor comienza por una acción impetuosa que busca la 46
propia conservación, la identidad de sí a través de otro. El am or asi restab lece la síntesis de lo s opuestos: Esp íritu y N aturaleza, subjetividad y objeti vidad, que existían se parados o exclusivos, como conciencia desgarrada. El dilema era: o am am os espiritua lm ente o físic amente. Cuando, en realidad, amamos naturalmente, es decir, con el corazón secreto unido a todos los sentidos corporales, se am a in terior y ext erio rmente.
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AMOR SUBJETIVO Y AMOR OBJETIVO
El movimiento de la realidad no se detiene nunca, apareciend o nuevas for mas de am ar que ori ginan la polarización del amor en subjetivo y objetivo. El primero es propio del realismo humanista y el segundo característico del idealismo objeti vo. Cuando e l a mor íntim o, secretísimo, se siente en lo más profundo de nuestro ser, nos recluye y arroja en las cuevas más sombrías de nuestra esfera interior. En est e sentido, e l am or nos aísla y sepa ra de los otros hombres. El espíritu es el egoísmo supremo del alma y este am or no s encierra en nue stra m orada íntima. ¿Y qué pasa puertas adentro? ¿Es la música de las esferas, el acorde perfecto? No, jamás se vive contento amando así, porque esta vida interior no es el sosegado retiro ni el recogimiento de l alm a que im aginan los místicos y los amantes espirituales. Allí dentro se reúnen los ímp etus dispersos, se congregan las ansias , se confa bulan los sueños, se concentran todos los deseos. Desde este encierro en sí mismo, pr ep ara la ofensiva. Ya tiene un firme empeño, pues sa be lo que quier e: d om inar, im pe rar so bre los otros y sojuzgarlos. En consecuencia, el amor subjetivo es por es encia dram ático y lle ga a desg arra mos p até ti48
camente. Tomemos como ejemplo El padre de August Strindb erg. Al lí la disp uta se cen tra en el interior de los seres, no en la lucha metafísica y eterna de los sexos, como se ha interpretado falsamente. Los personajes se enfrentan por la posesión de la hija, para dirigirla y educarla. Si la madre intenta convencerle de que no es el verda dero pa dre, es un gol pe estratégico que le asesta, un arm a e ntre o tras pa ra sa lir airosa en e l combate. Y vence, porque logra inculcar al padre un sentimiento de culpa o de subjetividad solitaria. Entonces este hombre se plantea, por primera vez, el srcen de sí mismo y, a su vez, llega a poner en dud a la p ater nida d de su padre y que éste sea hijo de l suyo, en u na cad ena sucesiva que le hace pre gunta rse si som os hijos de un cre ad or o cr iatu ras d e nosotros mismos. Había creído siempre que tenía pad re y, de pronto, se le revela que es una conciencia so litaria sedienta de am or. Tal es e l dilema que la locura, fingi da o real, del protagonista, intenta resolver. Pero son finalmente él y ella, los que se amaron subjetivamente, quienes se encuentran separados, se hieren a si mismos y van consumiéndose en dolorosas disputas. ¿Por la posesión de la hija?, se preguntan azorados. Es una de las causas, pero, en realidad, porque todo amor espiritual, subjetivo, es confl icto perm anente. Siempre queremos inv adir el terre no in terio r del otro , y éste, el nuestro . La soledad rec íproca armoniosa se revela difícil, problemática, y el choque es invitable porque atormenta la conciencia de la realidad ajena. Así, en este amor subjetivo idealizado del padre aparece el Otro de rep ente e irrum pe en su conci enci a como enemigo. Es un ataque frontal, pero inesperado porque este ser vivía su am or solitario, inm erso en sí mismo, separado. También los protagonistas de Eusebio García Luengo ,22 libran su batalla diaria de reproches e 22. Entre estas cuatro paredes.
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insultos recíprocos. Pero mientras el amor les desune (provoca celos, sospechas, suscita venganzas), esta lucha cotidiana les une est recham ente, le s ata sin quererl o, un i dos en su odio n o pueden vivir junto s y tampo co sep ara r se. En esta obra el amor crea el odio, y éste, el amor, forjando la misma prisión subjetiva. Entiende Jean-Paul Sartre que este drama nace de la oposición innata, ancestral, de las subjetividades, y no hay solución intermedia: o dominamos o somos domina dos, o soy sujeto puro, subjetividad con plena libertad, o soy objeto pasivo, dominado. Como sujeto quiero reinar sin límites sobre el alma del otro, manipularlo como si fuese una cosa pero sin que pierda su individualidad, su identidad, su conciencia, su libertad. En esta obra ,23 el amor subjetivo verdadero es puro sadismo: debo hacer sufrir al otro, torturarlo hasta el borde de la agonía, de jándole conservar su conciencia. Si ésta desapareciese, mi am or cesaría porque necesi to am ar un objeto viv o, no al amad o muerto. E l am or sub jetivo inten ta siempre con ve rtir al o tro en sujeto ob ediente y pasivo, s in que llegue a ser esclavo. Situación ambigua que lleva al dominado a descu brir, en su pasividad, u n intenso g oce, una concien cia du plicad a de sí m ismo. Este am or objetivo ( en el fon do es subjetivo) que se sufre o padece voluntariamente como una entrega es, para Sartre, masoquismo. Pero el torturado no se somete y tampoco se revela. La ambiva lencia de su situación es patética: quiere sufrir para de mostrarse a sí mismo la intensidad del amor que siente por el torturador, su capacidad de sacrificio, con lo que obtiene una satisfacción gozosa de su conciencia interior yme. noAsí desea liberarse de esta a que le aopri como el sádico asp opresión ira a poseertiránic la conciencia, un que sea to rtu rad a, del otro, conservándolo lúci do, el ma23.
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Huís clos.
soquista intenta, a través de la abyección y el dolor, la liberación de su subjetividad sojuzgada. Y, al resistir al dolor, vence al sádico y adquiere conciencia de su propio valor, de su potencia. El masoquista puede llegar a incitar al sádico hasta el crimen. Es un riesgo calculado, proyecto liberador por el que busca objetivarla conciencia del que le tortura, paralizándolo, fijándolo en sí mismo, enajenándolo. Sólo así el sádico llega a torturarse y a suf rir po r el otro. La victoria de l masoq uista es atorm entar la conciencia del sádico, masoquizarle, convertirlo de torturador en torturado. Mientras el sádico quiere conservar la libert ad del otro pa ra satisfacer su am or subjetivo, el m asoquista inten ta lograr e l re mo rdim iento de con ciencia quista. del sádico, haciéndole sentirse culpable, masoEl amor subjetivo crea un desdoblamiento de la conciencia interior, la duplicida d del conflict o amoroso. Po r el contrario, el amor objetivo es simple, directo, sin dobleces, un impulso encendido, una dirección hacia el otro, una verdadera apertura de todo el ser. Mientras el amor subjetivo nos sumerge en la interioridad lóbrega, el am or objet ivo nos abre el horizonte, pero nos abandona a la azarosa presencia objetiva de la persona que amamos. Es una entrega inoc ente y arriesgada, no enturb iada por la conciencia subjetiva, es la búsqueda de la verdad de una realida d. P recisamente son l os novel istas realistas , que no disponen de un espejo especulativo para que se reflejen en él las conciencias de sus personajes, quienes nos pintan esos amores claros, objetivos y naturales. Benito Pérez Galdós ,24 describe la realidad natural del am en dos desinteresada, mujeres que, tan to enaun u naen como e n otra unaorentrega gratuita la que está , es volcada a la defensiva posesión de su bienamado. En El 24. Fortunata y Jacinta.
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lirio del valle,25 la
expr esión de esta objetividad amorosa es, todavía, más impresionante. La mujer madura se en trega a un joven pa ra formarl o, vive pendie nte y ate nt a a su re alid ad, con olvi do comp leto de s í misma. Tam bién el El padre Goriot26
amor de aunque llegue a sublimidades por sus hijas es auténtico y generoso, ridiculas. Cuando el amor es real, inconsciente, natural, nos objetiva y trasciende. Es más fácil la armonía entre unos y otros, puesto que no tenemos fine s conscientes que pue dan chocar ni contraponer ambiciones subjetivas. En verdad, cuando amamos espontáneamente estamos más pendientes del otro ser que de nosotros mismos. No por una falsa generosidad o sacrificio, lo que sería antinatu ral, si no porque ese amsubjetividades. or constituye Es la realización u obje tivación de nuestras como si saliése mos al aire libre desde una prisión lóbrega, porque la existencia sin amor encierra y asfixia. Hallarse solo es descu brir el prop io yo lle no de dud as, vacilacion es y tor mentos. El infiemo no son los otros, es el yo que vive ansioso de deseos, agonizando hora a hora, día a día. La subjetividad nos atormenta por su particularidad. Esta tensión interior que nos constituye, nos dispara a la bús queda del am or. Pero como toda su bjetividad es proyecti va, ideal, necesitamos una realidad en la que objetivar nos. Y es a través del amor natural, objetivo, como se cum plen todos nuestro s deseos, sin b usc ar m ás. Los seres que sencillamente se aman, se entienden sin exigir al amor más que amor. Cuando se busca una armonía espiritual, un entendi miento ho ndo, absoluto, sac rificamos el am or na tura l p a ra damos búsquedadedeLa unmontaña ideal trascendente. mágica y ElTal Doctor ocu rre a losa la personajes 25. Honoré 26. ÍD. 52
de
Balzac
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Fausto, de Thomas Mann, que exigen al amor un sutil acuerdo de los espíritus, una concertación tan singular que no se encuentra fácilmente. Representante en nues tros días de un a corriente espiritu alista es la obra Amor y mundo, del rqu fi lósofo ca tal án del Joaam qu ínorXirau estable ce una jera ía valorativa como, quien Ma x Sche ler, que va desde el instinto animal hasta el espíritu. Esta extraña cualidad que sólo el hombre posee, lo capacita para poder entregarse a las personas por encima de las co sas, de los apetitos y hasta de las pasiones. Piensa Xirau que el am or es el cen tro del m undo, está todo en el Todo, es dinámico ascendente como e l eros platónico o e l es táti co de la cosmología aristotélica. En uno u otro caso, es una total idad en el m ovim iento del universo. A la vez, «el am or es comunión de espíritus pers onale s», y añad e «no es otr a cosa que la afi rmación de la Razón», un im pera ti vo pa ra cono cer la realidad ajena y el m undo, o sea, am or racional pero que en su sima tenebrosa yacen los instin tos, las pasiones y los sentimien tos, «e l am or n atu ra l subvertidor del racional». Fiel a su visión espiritualista con cibe el amor puro y agru pa las experienc ias amorosas en cuatro fórmulas esenciales: primera, el amor supone abundancia de vida interior; segunda, el amor revela el ser de la persona, «como es vidente, es clarividente, in tuye va lores ocultos que no asom an a la m irada indiferen te»; tercera, el amor es una ilusión o transfiguración del que lo vive; cu ar ta, el am or es fusión. No cree que e l am or sea una pasión unitiva, porque es confusión o disolución en el otro. Pero admite que el amor puro también está lleno de odios, violencias y de seos que impelen a la abso r ción de l a persona amad a. Esta contradicci ón en tre am or y pasión la resuel ve po r el diá logo, pues e l am or debe ser comprensión, inteligencias que se desvelan para entrar en la vida del otro, una intimidad completa, una compe netración espiritual, una transparencia mutua. 53
El a m or es tan problem ático que, co mo la cienci a, hay que descubrirlo y luego requiere una indagación experimental para el desarrollo amplio de la individualidad. Goet he dem ostraba este principio en la prá ctica, pues su s amores eran medios pa ra lograr el libre desarroll o de su yo, como dice en su o bra Vida y poesía. Por esta razón no se detenía en sus amores ni buscaba llegar al entendimien to recíproco. En Las afinidades electivas prob ó que el amor es una selección natural de los espíritus, como la que existe entre las plantas y los animales, pero que es también un asun to de la razón p ara no caer e n dol orosos errores, extravíos y fracasos. El amor espontáneo y natural está lleno de las confusiones, espejismos y tinieblas que aco mpañ a a atoda visi ón inamorosa, me diata de la Asísufrimos, debido la inocencia idorealid latríasad. y fal sas visiones sobre la persona amada que, al descubrir su realidad, srcinan dramas o tragedias devastadoras. No se puede confiar solamente en la espontaneidad directa del am or ya que, también, la N aturaleza nos engaña. Por esta razón, el hallazgo de una realidad total sería la finalidad del am or, es decir, un a m or real, objetivo y, a la vez, acorde, selectivo, basado en la armonía de los seres. Sólo así, mediante el sacrificio del sentimiento propio aunque se conmuevan las fibras más sensibles d el dolor, s e puede llegar al desenvolvimiento completo del yo. Debemos, pues, seleccionar el amor, no co ntentamos con encontrarlo, sacrificando el dichoso hallazgo por la búsqueda paciente, la investiga ción laboriosa, ana lític a del a mor. A través de esa ciencia amorosa se trata de conquistar una conciencia suprema, plena. Seleccionando mucho a través deens experiencias sucesivas, lleg a veces hasta como ayos de laboratorio, aremos por dolorosas, eliminación a encontrar el otro que nos corresponde, no el de Las afi nidades electivas de Goethe, que guarda todavía una diferencia aunque exista una afinidad, sino el que nos es 54
idéntico, para poder crear la unidad real y no la ideal o remota. Como vemos, este amor a lo Mozart de sublime e increíble armonía melódica significaría, en principio, la unificación del amor espiritual, subjetivo, y del amor real, objetivo. Un amor así elegido entre espíritus selectos, ¿es realmente posible? Lo sería si la realidad social fuese también armoniosa y existiese unidad entre los hom bres que le sirven de soporte, s i el hom bre fue se una totalid ad y no la pa rcialid ad q ue es realmen te. Al no existir esta sociedad unitaria, lo que se obtiene es una nueva fragmentación del amor en soluciones unilaterales, que crean antinomias insolubles y desgarramientos dramáticos. dificultad para cre lograr esaselect realidad absoluta am orLa estriba en poder ar una ividad bási cadel entre los seres por eliminación de las diferencias, singularidades o egoís mos sublim ados, hasta llegar a l a unida d com pleta por la participación de todos en el Todo viviente. Los mensajes de Goethe y Thomas Mann conservan su validez como i deal a realiz ar, pero no pa ra unos pocos, lo s select os, lo s fáusli cos, los mejor es p ara quiene s sería posible el desarrollo infinito de sí mismos a través del amor, sino pa ra todos l os homb res conjugad os, uni dos. El am or debe ser y será un bien común, el instrumento más idóneo, por su to talida d ingenua y natut alísima, del progreso espiritual posibl e del homb re. Co mo unive rsalidad, el amor es un ideal a cumplir. En este sentido utópico, y sólo en este sentido, es el punto de partida de un movimiento ascendente en b úsqued a de un objetivo universal , com o es el Bien, pero entend ido como bien com ún accesible a todos los hombres. El am or sería entonces una realidad concreta que podríamos vivir todos, una presencia cotidiana y normal. Sin embargo, esta realidad universal del amor está desgarrada por sentimientos múltiples que dividen su 55
unidad esencial, y que son la forma individual que tenemos de amar. Ahora bien, el sentir no es individual ni especí ficament e subjet ivo, porque sentimo s p or y par a los otros. Aún en la mayor soledad del sentir, el sentimiento establece una relación objetiva con otra persona que yo puedo llevar a mí mismo h asta olvidar su presencia, pero esta rá siem pre real en su ausencia . Pod ré hace r todo para disolver su imagen en mi interioridad, pero su realidad objetiva continuará haciéndose presente. Así, el amor subjetivo individual y el amor objetivo, real, se unen en una realidad común que viven ambos amantes. Por más partic ula r que sea mi sentir, percibo la a tadura o vinculación con otro ser, y nos percatamos de que el amor no es toda mi sola reali dad , sino pa rte del proceso del universo mundo. Mientras el am or subjetivo , como hem os vist o, es conflictivo, dramático, y despierta un pesimismo real, el am or objet ivo susc ita un reali smo optim ista. El primero nos de ja insatis fechos y culpables , el se gundo nos colma, satisface, porque percibimos el amor como parte de la totalidad viva que lo susten ta, despertando el sentimiento de uni voca p articipac ión en el destino común de todos los hombres. E sta dicha d e la peregrinación te rres tre de l amor nos la describe la novela soviética contemporánea El Don apacible,27 al narra r el destino de sus personaj es a través de la Naturaleza, de los cambios inusitados del gran río que discurre por las llanuras inmensas. Lo que llam aba Lukács «l a épica de la novela realista» describe los sue ños de am or y amb ición que la vida burgue sa destroza, y sus héroes caen vencidos porque es necesario ad apta rse a ella. En las novelas soviét icas se man ifiesta la misma voluntad heroica del hombre, pero éste lucha, además, por transformar el mundo y no se deja abatir 27. Mijail
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S h ó LOJOV.
nunca. En Historia de una vida ,26 también la Naturaleza domina como sustancia spinozista imperecedera el desa rrollo de los amores sucesivos, con sus muertes, renaci mientos y dolor es, como un único personaj e inm utab le y sereno testi go imp asible, de las vidas hum ana s y sus dr a mas pasajeros. En esta totalida d viviente se concilia n to dos los amore s en un am or re al, absoluto. A l fin y al cab o el hombre cree (es la única certidumbre que posee) en lo que le rodea, sea cielo, nubes, tierra, polvo, río, mares, que llamam os espacio, l uz, movimiento circula r del c os mos. El arte de Paustovski consis te en re flejar escenas d e la vida hum an a con e l tel ón de fond o de la dignidad ete r na de una verdad definitiva: la del universo. Y lo que finalmente d escubre es la diversidad de mundos que vivi mos, que se comun ican en tre sí o qu e se desc onocen. Per o el que viven estos personajes es siemp re uno, el suyo, au n que existan otros en espacios intersiderales. Así vivimos sumergidos en nu estro m undo que, aun dirigido y gober nado por esos grandes ríos cuyas inmensas planicies me asusta n, el am or que siento es un sentimiento pa rticula r que me divide y sep ara. Com o senti r es sufrir , es un hecho que alyinteriorizarme o espiritualizarme de los otros me culpo porque al amar rompome el aíslo vinculo de identidad que me une a los otros seres. Tampoco puedo con tentarm e con vivir el am or retirado, recreando la fi gu ra de la persona amada. Esta idealidad pasiva, o vida interior del amor, no nos satisface y necesitamos en camarlo. «La pasión es la m ateria lidad del amor», dice Ma rx en La Sagrada Familia .Un am or subje tivo, pu rame nte esp iri tual no permite realizar el amor ni opera la unión entre los seres. Por el contrario, un amor natural lleno de pa sión, la c oncre ta y realiza. Pero como el am or p or sí mis-28 28. Consiantin
Pa u st o v s k i .
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mo es idealista, incorpóreo, solamente la pasión puede manifestarlo y definirlo. Mientras el amor subjetivo es pasivo, el amor apasionado es acción concreta y positiva. Sin la acción de la pasión el amor permanece inerme, desmayado como una mera promesa de realidad. Con toda razón se burlaba Marx del idealismo amoroso, de su ineficacia operativa y de su sent¡mentalidad vaga, ilusoria, quimérica. La pasión, al materializar o naturalizar el sentimiento, dispersa la atmósfera idealizada del amor y despeja sus nieblas. Y no sólo realiza el amor que llevamos dentro, sino que la pasión nos objetiva al hacemos salir de nosotros mismos a la búsqueda del otro y nos hacemos diferentes del que somos habitualmente. Por ello se afirma que el amor nos enajena o enloquece, porque salimos de nuestra quietud normal, para iniciar una nueva existencia agitada, rica de enigmas: la amorosa. Dante afirma del amor: aquí comienza la vita nova, y es exacto. Una vida apasionada está poblada de zozobras, sobresaltos, alegrías dulcísimas, hondas tristezas, desesperaciones, insensatas esperanzas. Es una nueva vida que no tiene fin hasta la realización plena y consumada del amor. Después sigue otra historia, también distinta: el apaciguamiento de la llama, la reviviscencia de su esplendor, el tempestuoso estallido del odio. Sabemos cómo empieza la vida amorosa, pero nunca cómo acaba. El sentir nos idealiza y la pasión nos materializa porque es un ímpetu que quiere, exige la satisfacción del cuerpo todo. Mientras el sentim iento es dif erente en cada hombre, la pasión nos universaliza porque, cuando nos apasio nam os, todos deseamos lo mismo: la pose sión física. Por hum la acción de am la or, pasión restablece . la unidad ana del puescorporal n os hacesesemejantes Sin embargo, como la pasión busca la satisfacción de un deseo particular, subjetivo, se convierte en posesiva y, en consecuencia, es egoísta, solipsista, busca experimentar 58
sensaciones p ersonale s y lo que sien ten los otros, qu e son meros instru mentos de placer, la deja indiferente. En este sentido, la pasión también nos limita, ciega y embrutece al encerrarnos en el placer propio. Sólo puede salvarnos de caer en este hedonismo, que lleva a la dispersión apasionada del deseo, el fuerte sentimiento de un ideal amoroso. La pasi ón debería es tar g uiada po r un a idea preconc ebida del amor para que, durante el proceso de la relación amorosa, podamos determinar si esa persona es o no la adecuada a nuestra exigencia ideal, lo que nos llevaría al conocimiento o a adentrarnos en la realidad del ser que amam os, en su meollo exi stenci al. Por ex trañ a parado ja, un ideal de amor restablece la socialidad objetiva del amor, pues de esta forma la persona amada, en cuya presencia objetiva nos satisfacemos, se reintegra al circuito de la existencia real y deja de ser el mero remedio de una pasión posesiva, insaciable y destructora. Puede ocurrir que el encu entro co n un ser determ inad o represente po r si mismo lodos los ideales amorosos m ás recón ditos y sat isfaga en él un deseo largamente acariciado, subjetivo, soñado. En este caso, la pasión me divide y particulariza, impidiéndome objetivar al otro. Sin embargo, existe un ideal de amor materialista, apasionado, que es propio y común a todos los hombres: el amor como estado satisfactorio, feliz, pleno, que nos proporciona un sincero y auté ntico bienestar. Esta felici dad sól o puede alcanzarse cuan do la persona am ad a existe de verdad y e l Tú, como sostenía Feuerbach, es una realidad independiente del Yo. Pero, au n co nq uistad a esta d icha, el ideal del Y o sub siste porque el am or es una idea vivida o experim entada, es decir, sufrida con pasión. El objetivo de esa m eta ideal no es la conquista del amor en si, como un ideal trascenden te que vuela por encima de los hombres y q ue se tra ta de ap re sar como ave en e l aire , sino la poses ión real de un 59
ser hum ano concreto que satisfaga nue stra idea amorosa subjetiva y, a la vez, sea ese se r una realida d con creta. Por esta causa, la pasión también necesita buscar, como la razón, e inquiere, se inquieta y atormenta para saber cómo es la persona que am a y si s e adecúa o no a su idea l amoroso. El a m or se siente pe nsándolo o s e piensa a si mismo, sintiéndolo. Esta actividad apasionada del pensamiento es la m ate ria lida d del ideal am oroso. A sí como la idea del am or no es ideal si no cordial, tampoco el sentimien to es sentim ental, es siem pre real, objet ivo. Al sen tir nos comu nicamos unos y otro s, pero no s e tra ta de una mera rela ción desde soledades que cambian mensajes a distancia. Exist ió siemp re,un como descubrieron los primeros rom án ticos alemanes, sentimiento universal, un trasfondo oscuro de sueños, sentires , deseos, aspira cione s profund as que raras veces salen a la luz, pero que constituyen una realidad o bjetiva común a todos lo s hombres. Est e sentir colectivo lo deformó Max Scheler, interpretándolo como una unidad primitiva que une a todos los seres en un sentir único (einfuhlung), un sentir cósmico-vital. Por el contrario, este se nt ir col ecti vo refle ja el hecho de que, en mi inte rioridad partic ula riza da , llevo de ntro a los otros y, desd e ella, participo en una realidad común. El am or es, pues, este sentimiento universal, cotidiano, que en mayor o menor grado sufrimos, gozamos todos, pero que, a la vez, para realizarnos, nos divide y separa. En efecto, al amar buscamos apasionadamente la afirmación propia, el querer ser, la singularidad, la diferencia con los otros. El amor en su aparición inmediata es pasión desapasio nadlos a, en el sentid que verdadera no busca valoración la posesiónde ni sí la mis unid ad de amantes y sío una mo. De esta búsqueda srcinaria se llega al amor como autoconciencia (Hegel), o a al amor como afirmación ontológica del ser humano concreto (Marx). 60
En el pri m er caso, la plenitu d de la con ciencia amo rosa trae consig o la sol edad suprema, u na realidad egoti sta unlversalizada, el Yo total. En el segundo, la afirmación ontológica del individuo, a través del amor, significa la dignificación de sí mismo, es decir, la desalienación liberadora desde la humillación de la alienación. Expliquémonos. El a m or revaloriza al ser hum ano, que está envilecido por el ansia de posesión de seres como si fuesen objetos y cuya pasión se degrada convirtiéndose, ella misma, en una cos a. El am or hum ano rescata al hom bre de su pérdida en un mundo objetivo y le devuelve a su valor autént ico como suj eto, porque cuando somos am ados nos sentimos reconocidos y resaltan nuestras cualidades, convenciéndonos de que somos dignos de ser amados. En consecuencia, si la pasión del am or nos individu aliza es par a hum anizarnos y sociali zamos, pues a la vez que me afirmo al am ar tam bién valoriz o al ser que amo. Pero si nos adentramos en esta contradicción, descubrimos que si la pasión de l a mor a firm a lo que soy o rea firma mi ser humano (negación afirmativa), el amor de la pasión es una entrega de sí,caso, una cuando donación (afirm ación negativa). En el primer nostotal apasionamos am orosa mente nos perdemos en e l otro ser, creyendo salvamos, pero al amar a través de la ofrenda de sí, nos realizamos ín tegram ente. A sí aparec e una divis ión dentro de la unidad del amor: de una parte nos hace posesivos, nos n atu raliz a, y de otra nos hace gener osos, abiertos, nos humaniza.
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AMOR NATURAL Y AMOR HUMANO
El amor florece espontáneamente como una planta y si lo siento es porque lo necesito para existir. Amamos porque vivimos, es decir, el amor es el sentir de lo sentido. La pulsión, el deseo, el querer, la pasión, son manifestaciones diversas de es te sentim iento n atu ral. El cuerpo de l hombre no es sólo soma, tam bién es un organismo material con una individualidad propia, un centro activo que reacciona a los estímulo s del mu ndo exte rior y lo s interio riza a través de los órganos de los sentidos materiales. Sobre la práctica y ejercicio de estos sentidos, se crea el llamado amor n atural. Nuestro sentir es una acción múltiple y diversa proyectada hacia el mundo exterior, pero, al mismo tiempo, cua nto nos l lega de fuer a pene tra en nuestra interioridad , es sentido íntim ame nte, espiritua lizand o los senti dos m ateriales que son naturalmente pasivos, pacientes, receptores, mie ntras los sentidos esp irituales son act ivos , ap asionad os, prácticos. Somos seres natu rale s que sufrimos o gozamos y, a la vez, estamos impelidos por sentires múltiples . Pero al a mar, lodos nuestros im pulsos s e agru pa n y 62
concentran. El amor es, pues, la verdadera unidad de nuestros sent ires, la totalidad de nuestra na turale za orgánica. Cuando amamos padecemos tristezas, ansias, gozamos alegrías y toda la gama infinita de sentimientos que se reflejan en el amor son experiencias siempre materiales porque las sentimos a través de nuestro cuerpo. El homb re es un ser na tu ra l no sólo porque es par te de la Naturaleza y vive en ella sino, también, porque «die .29 Paralelamente, el amor es nuestra Natur ist sein Leib » naturaleza, pues todo lo que sentimos forma una unidad física, material. En consecuencia, el amor no puede ser nunca un sentimiento independiente de nuestro organismo, sino un se nt ir que nace de los sentidos, de la concentración o centro nervioso que mueve el cuerpo y todo nuestro ser haci a una cria tura hum ana concreta. Tampoco el amor es ese sentimiento sublime que nos rarífica, extraña y sepa ra de los otros h ombres. En realida d no nos diferencia ni distingue; por el contrario, nos une en la identidad srcinaria que es la Naturaleza, propiedad común a todos los humanos. A este respecto, coincidimos con Jorge S an tay an a cuan do dice: «De sde el pu nto de vista de los orígenes, por lo tan to, el reino de la m ate ria es la matriz y fuente de todo, es la Naturaleza la esfera de la génesis, la madre universal ».30 Así como la Na tura lez a es un cuerpo en nosotros cuando lo utilizamos, también el amor es uno, único, cuando lo sentimos. De hecho, la Naturalez a e ngendr a todos los sentim ientos que vivimos, es la creadora del amor y de todos los amores que experimentamos. Este sentimiento de veneración a ella lo expresa, como nadie, Jorge Santayana cuando afirm a que la Naturaleza es el origen de todos los acontecimientos decisivos del hombre. Como se crea a sí misma, es indepen29. «La Naturalez a es su cuerpo» (Karl Ma r x ). 30. L os re in o s d el ser .
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diente y vi ve por sí , Santay ana la llama «ma teria». Puede variar lo que vemos, cambiar de forma las cosas, pero sabemos-, mejo r dicho, sentim os, qu e siem pre hay algo ah í que permanece constante e invariable. A este pálpito o presentimiento lo llama anim y aos,la materia, como residuo permSantayana anente de«fe todos lo sal», cambi «sustanci a». De aquí podríamos ded ucir que la N aturale za crea el amor, la materia lo realiza, y la fe animal lo siente, lo vive. Como creación de la N atura leza el a m or es material, corporal, es un todo viviente, y la fe animal a que se refiere Santayana es la creencia en la unidad del am or, que es un o y el m ismo pese a toda s sus diferencias y manifestaciones diversas. La fe animal es, en el fondo, el am or n atu ral, la con ciencia o exp erienc ia de su identidad, de su natu raleza igual , común, quizá impen etrable, mis teriosa. Pero es una oscuridad similar que abraza y une todas las diferencias de l s en tir amoroso. Sobre la base de esta s usta nc ia o fondo común del amor, los pensam ientos y los sentimientos, dice Santayana, se separan, son que bradizos e inestables. Nos hallamos en un flujo perm a nente de la sustancia. Ahora bien, por más que nossusustancialice, sumergiéndonos reveren tes yelfeamor lices en tota lida d viva, no por ello lo sentimos como una realidad homogénea. No; el am or es una experiencia física del cuerpo y, por esta razón, la sustancia al corporeizarse se individualiza en los múltiple s m undos que la constituyen . Sin emb argo, si la sustancia no es única , dice Santay ana, cada univer so sí es uno en sí mismo. En consecuencia, el amor, por más particula r que sea, es siem pre un mundo. Santayana, para dem ostrar la realidad física de sustancia, nos habla del aquí, del espacio como centro de un mundo, y del ahora, eje del tiempo sentimental, la continuidad de los momentos sucesivos, finitos, temporales. Luego, el amor sería un continuo de espacio-tiempo, un universo por sí 64
mismo, p uesto qu e el aquí es un espa cio plást ico de visiones sucesivas, es decir, sentires diversos, complejos pero unidos, y el ahora un durar, un permanecer en el flujo puro de lo vivido. Sin em bargo, el mismo Santayana a firma que si el amor fuese pura espiritualidad interior, el tiempo sentimental sería idealismo romántico, sólo un eco mo mentáneo , una v arian te del tiempo universal de la Naturaleza. Pero si el tiempo del amor es el objetivo, de todos, trascendido en una objeti vidad perm anente, se si túa po r encima de sus vari aciones sentimentales . En consecu enci a, el a mor es material porque, co mo dice San tayana, «el dominio de la materia sobre todo ser existente, inclusive cuando ese ser es espiritual, es el gran axioma del materialismo ». 31 Ahora bien, esta materia es una potencialidad creadora, c on la posibi lidad a bier ta de apare cer co n nuevas formas plásticas. Dich o en otra s pala bra s, el am or tiene capa cidad o riginal, inventiva, es forjado r de su propia sustancia. Aunque el hombre no es solamente un ser natural, el dominio de la Naturaleza le lleva a reverenciar las fuerzas inevitables que nos dirigen, a la aceptación sum isa de todo lo que a contece, o sea. a la pasivida d y al estatismo . También suscita el conformismo, la adaptación a las cosas por un oportunismo flexible, y todas las variantes de la resignación. Igualmente, el naturalismo impele al hombre a la satisfacción de sus instintos más elementales, porque los sentidos materiales tienden a gozar inmediatamente de los seres y de las cosas. Somos epicúreos y hedonistas porque los sentidos, egoístas por naturaleza, convi erten a los objetos en instrum entos de su pla cer. Así, el amor natural puro es una satisfacción gozosa de los sentidos, un donjuanismo irreflexivo, inmediato, que busca incircunciso la satisf acción del deseo múltiple. 31. Los reinos del ser.
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Donde se expresa cabalmente el naturalismo de Santayana es en su concepción de una naturaleza humana invariable, inmó vil, eterna , que h aría del hom bre un con denado a perm anecer siempre el m ismo ya que o bedece, lo qu ier a o no, a las leyes de la N atu ral eza. Por ejemp lo, el deseo de poseer y hasta la propiedad privada vendría a ser c omo un instinto n atu ral de posesión porque pe rtene cería a la esencia humana. También los celos, pasión po sesiva, nos definirían por ser consustanciales al hombre. «Toda c ria tu ra que am a, cela o se cela», suele'afirmarse con aparente sensatez. De esta forma, los instintos más primitivos y elementales se consagran y sacralizan como pasiones natura les de la naturaleza invariable del hom bre. El am or es natu espontánea, y su problemática hauna sidonecesidad y será siem preral, la misma. La lucha de los sexos es inevitable, el hombre y la mujer no se comprenden porque son seres biológicamente opuestos. Por el contrario, el matrimonio es la expresión de la uni dad natu ral de la par eja hu man a, de su feliz entend imien to, la coronación natural de su armonía. El hombre y la mujer están condenados a casarse, porque el aparejamiento responde a una necesidad n atu ral de los seres hu manos. Todo lo que es natural es humano, e inhumano cuanto es antinatural. El amor, es una esencia natural eterna, los hombres han amado siempre de la misma forma y con idéntica finalidad: la conservación de la especie. Esta concepción metafísica de la naturaleza humana lleva a la negación de la variabilidad del amor, cuando, en re alida d, es tá condicionado por las cl ases soc iales, sus costumbres, mutación deafir los sentimientos,su la psicología, variabilidadladecontinua las pasiones. Como ma S art re, «el am or es por natu rale za histórico». E n efec to, el hombre es un ser que se crea a sí mismo y está naciendo continuamente. «Die Geschichte ist die wahre 66
Naturgeschite des Menschen.» 32 La Historia es el testimonio de su quehacer y de sus obras. En consecuencia, el hombre no es solamente un ser na tura l, es también un ser humano. El amor es un impulso vital, sensible, emotivo, sen-
sual, apas iona do y, a la vez, una creación del hom bre, de su imaginación, de su pensam iento, de su actividad espiritual. No nace sólo espontánea y naturalmente ni es un sentim iento que se p adece o una pasión que nos arrebata . Tampoco es un a contec imien to que nos saca de quicio. E l am or se hac e, es un a prax is vehemente que debe mos cultiv ar con afán y tes ón. Para am ar realm ente es ne cesa rio lograr ser am ado, tarea que no es fác il, pues supone c onvenc er, arg üir, luchar. El am ordonde es un la trab ajo del espírlaitu, una creación total del hombre imaginación, inventiva, la sutil picardía, las artes de seducción juegan un enorme papel. Per o aunque no se utilice esta estrategia de captac ión, e l am or es la elabora ción cuidadosa de un a serie de actos necesarios para expresar y conquistar al otro que ex ige varias etapas: primera, la respuesta del ser que amamos; segunda, lograr que no s ame libre y hum anamente; tercera, amar al unisono, es decir, identificándonos. Unidad a mo rosa q ue significa vivir e l uno desde e l otro, e implica un proceso de creación mutua, una actividad ince sante y continua. El am or es una realidad hum ana p orque el h ombre, aun que se conoce capaz, conscient e y reflexivo, necesita de los otros hombres para vivir. Esta necesidad objetiva, que exige y reclama la presencia de otros, es el nexo que enlaza al hombre natural con el humano, social. Cada ser humano encuentra el complemento de su realidad en otro ser que le es afín. El amor es la manifestación más concreta de la socialidad del hombre. 32. «La Historia es la verdadera historia natural de los hombres» (Karl Ma r x ).
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la expresión de esta necesidad básica, fundamental, que tenemos los unos de los otros. Si somos capaces de crear un verdadero amor, demostraremos que existe la unidad humana y que esa relación natural, sexual, del hombre con la m ujer nos hu man iza y unive rsaliza. Tal es la finali dad ú ltima del am or: metamorfos ear, transforma r o transustanc iar una relación n atura l insti ntiva, en unidad es piritual consciente y humana. Ka nt, en su concep ción de‘l am or, no llevó a ca bo e sta unidad de lo natural y lo humano. Pensó que el amor es ciego, emotivo, porque pertenece a la esfera del senti miento oscuro e irracional, y lo arrinconó en el mundo subterráneo de la particularidad subjetiva. Para los am antes kantianos e ralos muy dif ícil la correspondencia entendimiento, ya que sentimientos, al querer algo,y el son por na turaleza antagónicos. Como pru eba de este ra dical antagonism o, K ant cita ba las pa lab ras de Carl os I: «Mi primo Francisco I y yo estamos de acuerdo en que ambo s querem os la misma cosa: Milán ». Si la única con cordia posible de los amores es apetecer y desear el mis mo objeto o persona, conduciría fatalmente al conflicto perm anente, a «la guerra civil de los nacidos ».33 P or ello, para Kant, racional y ético es sólo el im perativo categóri co de obrar de mutuo acuerdo, solidariamente, como si cada uno fuésemos fines recíprocos y no sujetos u obje tos deseables. Kant tiene clara conciencia de la esencial comunidad de los seres racionales, y el amor es, para él, un ideal a alcanzar de las conciencias éticas. Ahora bien, si debemos amarnos para ser seres racionales, el amor deja de ser una inclinación natural, un sentimiento, y se convierte en una imposición u obligación moral. Ya no sería un a categoría del ser si no de l de ber. Tal es l a co ntra dicción a que lleva la ética de Kant. Podríamos encon 33. Francisco de Quevedo .
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tram os unidos , solidar ios con otr os seres , pero si n sentir un amor real y concreto por ninguno de ellos. El amor, kantianamente hablando, sería una forma a priori de la razón pa ra e xistir. Sin du da es e xacto que si existi ese una sociedad humana solidaría y armoniosa, el amor podría brotar con mayor facilidad y espontaneidad. Al no ser así, el amor, para Kan!, es una abstracción sublimada. También Feuerbach al humanizar el amor lo aisló en sí mismo, lo privatizó, reconociendo las dif erencias na tu rales que nos individualizan. La personalidad se basa en esta singularidad radical que nos separa y nos une. «Wo kein Du ist kein, Ich .» 34 Mientras Hegel sostiene que el am or nace de la identidad, Feuerba ch afirma la primacía de un ser sobre otro, es decir, la diferencia es e l srce n del am or. El Tú signi fica la presencia de lo di stin to y opue sto a mí, pero que es llave del amor. No podemos amar sin sentimos ajenos y diferentes. El amor es egoísta, afirma Feue rbach, pues par a q ue el Y o exista nece sita el Tú. Esta suprem acía del Tú sobre la fal sa iden tidad cread a po r el Yo es «la revolución copemicana que trae Feuerbach», dice Martin Buber. Al concebir Feuerbach al hombre no como individuo sino como una realidad humana genérica, su natu ralismo es hum anista, y su humanismo, na turalis ta. Pero en su conce pción del am or destruye esta un idad del ho mbre como ser natu ral y hum ano. En efecto, la revolución del Tú significa la primacía del egoísmo impulsivo que necesita colmar su necesidad natural de bienestar físico, la satisfacción de todos los deseos entre los cuales está el amor. La armonía entre el Tú y el Yo parece perfecta, así como el hombre y la Naturaleza. Este impulso egoísta es generoso porque es una dádiva al Tú para que viva el Yo, o a la inversa, entrego mi Yo para que viva el Tú. Pero entonces no se realiza la sociaiidad del 34. «Donde no hay tú. no hay yo».
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amor o la humanización completa del hombre por el amor, sino la abstracción por concentración amorosa. Los am an tes de Fe uerbach, qu edan aislad os en el T ú y Yo, separados de la comunidad humana, abstraídos, lunáticos. El am or es, pa ra ellos , como la clau sur a de un a espiritua lidad dialogante. No podemos extrañarn os de que el existencialismo de Martin Buber y el personalismo de Emmanuel Mounier se inspiren en esta concepción abstracta del amor de Feuerbach. «El Tú —afirma Buber— manifiesta al Yo»; «el Otro, es la realidad dei Yo», sostiene Mounier. Bajo esta aparente unidad humana se esconde una realida d: el Tú es mi Yo disfrazado o alienad o bajo la máscara de un rostro ajeno y distinto. Al a m ar al Tú, Yo unid se ama sí mismo, sólo al Otro.elEsta ad aaislad a de lo y s am antasí es puede lleva alamar egoísmo recíproco. Este amor que pretende humanizamos nos deshumaniza, pues nos aísla de los otros hombres; al naturalizarnos y unimo s, nos co nfun de en un único ser, perdiendo el sentido de la objetividad exterior, o sea, nos desnaturaliza. El Tú y el Yo quedan separados de los otros hombres, indiferentes a sus problemas, sus dramas, para poder vivir em briagados de subjetividad recíproca, lo que no es humano ni natural. Humano es l a particip ación en el destino común de otros hombres; natural es vivir lo que nos separa, las dif erencias corporales, sexuales, temperamentales, y sobrellevarlas unidos. Lo que impidió a Feuerbach una concepción unitaria del amor fue la división que estableció en tre necesidades hum anas y necesidades naturales. Agnes Heller tam bién ha b osquejado u na teoría de las necesidades naturales en oposición a las artificiales creadas por el capita lism o de la sociedad consum ista. Lo que entiende por necesidades naturales no son las humanas que est imamos fundamentales para desa rrollar la uni dad hum ana concreta, intensi ficando las r elaci ones de comu70
nicaci ón en tre los hombres, que constituyen la necesida d básica para cre ar concreta y específicamente una socie dad socialista. Por el contrario, Agnes Heller establece una falsa oposición entre las necesidades humanas con cretas y los intereses abstractos del Estado socialista, como la pro ducció n, ios pla nes económicos, «a los que se sacrifica falsa y dolorosamente esas necesidades huma nas naturales», dice. De esta forma defiende ardorosa mente una concepción naturalista, empirista y economicista de las necesidades humanas, y propugna, como objetivo primordial, la satisfacción perentoria y urgente de las necesidades básicas inmediatas, el egoísmo social na tura l. Precisamente cuando el desarrollo de la c oncie n cia colectiva exi ge lo co ntra rio , es decir, e l sacrificio recí proco, como condición indispensable para crear esa so ciedad socialista, que significa la entrega de sí y de las apetencias inmediatas al imperativo de la unidad huma na. La neces idad hum an a básica es con sum ar este sa crifi cio para llegar, por la realización y libre desarrollo de cada uno, a la unidad común, a la realidad de la sati sfac ción y dicha colectiva. En consecuen cia, el am or que pre tende satisfacerse y de forma inmediata, denuncia el deseo naturalmente de apro piación, el egoísmo del prop ie tario. Por el contrario, el amor se humaniza cuando re nuncia a la pasión hirsuta, primitiva, y se atiene a una visión objetiva del ser am ado con la caricia de la m irada, ate nt a contem plación desde fuera d e sí y en sí mismo de l amado. Por esta atención solícita a la persona que ama mos, la comprendemos y tocamos, sin poseerla, por un tacto suave y sutil de su cuerpo que humaniza la pose sión. La ternura acariciadora, suavísima, del amor, cal ma y dulcifica la ferocidad aprehensiva de la pasión. Así llega el amor a convertirse en una verdadera realidad humana. La pasión nos diferencia y distingue a unos de otros 71
por la forma de apasionamos. El amor natu ral es, pues, distinto en cada ser. «Personalidad, egoidad, conciencia, sin naturaleza, todo es pura inesencial abstracción», dice Feuerbach. Las personas se distinguen por los diferentes temperamentos de sus cuerpos. Estas diferencias se manifiestan al amar y también varía nuestro sentir, que cambia con cada ser que amamos. El amor natural está condicionado no sólo por nuestro estado corporal sino por la persona a quien deseamos, y de cómo ella sea depende nuestro intento de acepta r o adapta m os a su realidad. Hay, pues, un movimento de entrega in deli bera da al amado, quien nos objetiva al obligarnos a vivir su realidad conc reta, sin quererlo o queriéndolo. Y esta ob jetivación nos humaniza obra la necesaria a la presencia real de por otro ser,deque frena nue adecuación stra imp etuosidad posesiva para aceptar su existencia. Es la persona am ada la que nos hará diferentes, lo cual no signif ica que dejemos de ser lo que somos cada vez que amamos, pero sí que nuestra forma de man ifestar el am or si empre será divers a, puesto que p ara ob tener e l am or de otro, éste no s fuerza a ser como él quiere que seamos. Sumisión u obediencia involuntaria que los clásicos medievales denominaron «servidumbre del amor». De aquí que puedan srcinarse equívocos y falsas situaciones amorosas, ya que podemos prestamos a represe nta r papeles que no son reales, fi cciones sentime ntales, como aparentar una generosidad que no poseemos o un en tusia sm o que no nos es propio. L a capac idad de farsa es infinita, pero el propósito siempre es el mismo: la conquista del ser que deseamos. En el fondo, todas estas simulaciones revelan una verdad: a que nos obliga el amor. Queremos im ita rlaal mimesis ot ro, ser exactam ente como él es . No sólo es la cur ios ida d qu e nos imp ulsa ni la ternura que, de hecho, es una táctica de la pasión posesiva. sino que es el principio de una entrega total de sí 72
mismo. Comienza po r un a afirmación del Otro: yo quiero ser como él, l o que ya indica un s erio olvido de sí mismo. Pero esa p resencia a jena , que todavia es desconocida, n os causa desconcierto, inquietud, turbación. Para despejar su incógnita frecuentamos su trato, nos regocijamos con sus alegrías y apena mo s con sus tristezas, h asta que llega la visión real objetiva. Y se inicia el esfuerzo de penetración al desprender la persona que amamos de nuestra pasión, para entenderla y conocerla. Amar es comprender, lo que no significa aceptación compasiva del otro ni implica un juicio de valoración intelectual. Comprendemos para entregar nos, para decir u n si definitivo, que la querem os como es. « Tú eres el único que me comprende», suelen los amantes, sincon saber realmente muchas veces lodecirse que quieren expresar estas palabras. En el fondo, formulan una súplica: «acéptame como soy, justifica todos mis actos». Este deseo previo de comprensión suele preceder a la entrega recíproca. También estas palabras m urm ura da s en pleno éxtasis de la efusión amorosa, pueden querer decir: «abrázame y olvídate de quien soy, lim itada , ind ividual, corpórea». Pero la justifi cación no es comprensi ón, quizá es un perdón anticip ado y necesario para las carencias limitadoras de los amantes. La comprensión no es una interpretación de las palabras y actos de la persona amada, herm enéutica que lleva al torme nto interrogativo y reinicia la inquietud du bi tat iva, el recelo mutuo, las vacilaciones sin cuento. Tampoco es una aceptación pasiva de sus errores y virtudes. Comprender es asumir interiorm ente y para sí la realidad de otro ser diferente como presencia total. Esta es la inHeráterpretación de Heidegger como nos la ofrece en su Cuenta que éste se calentaba las manos cerca de un horno de pan. Los que le rodeaban estaban impresionados al verle en un lugar tan humilde y distinto del que le er a h ab itua l, y Heráclito le s dijo: «N o os asombréis, aquí
clito.
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también están presentes los Dioses». ¿Cómo debe in terpretarse esta historia? El que vive junto al horno de pan recibe el fuego y calor de la lumbre, que son los ver daderos dioses. En consecuencia, lo inconmensurable apa rece en lo men sura ble, en lo cotidia no. Podemos ded u cir que en toda persona arde un fuego interior que mani fiesta claramente su realidad verdadera. Y no hay que internarse en los sombríos laberintos de su recóndita in terioridad p ara descu brir a la persona am ada. Basta aso marse a su presencia senci lla y permanece r siempre muy cerca de su realida d sólida, inm ediata. Pero no esperemos que de ella se alza ran los dioses, pues, como dice Heid egger, «no hay una religión griega que nos sitúe má s allá de las presencias». Del contacto y aproximación sincera a las personas nace la verdad del ser. Para Heidegger la comprensión surge de un pen sar no pensativo, o sea, de una aceptación de lo que se es en la realid ad p resente, pues tod a inter ven ción o apropiación activa del pensamiento lleva a una desnaturalización o deformación del ser inmediato. Pen sar es apropiarse de alguien, hacerlo nuestro, y de esta forma deja de ser lo que es, se desobjetiva. Como la pa sión pensante es posesiva y deformadora como la huma na, pa ra Heideg ger el am or es pu ra visi ón desapasion ada, atención simple y recogida, devoción muda, veneración secreta an te la presencia del ser que existe. D esde el mo mento en que se sale de esta invocación por la palabra, plegaría o concepto, es caer en la difamación o desamor a lo real. Sin embargo, comprender es una pasión activa, qu ere r hacer nu estro lo que el otro tiene de propi o y ori gi nal. Se comprende al otro con las manos, garra o ins tru me nto de posesión. Y solam ente podremos afc rrar lo si lo llevamos a nuestro hogar interio r cotidi ano, a la lumbre íntima. Si lo dejo ser y respeto tal cual es, como exige Heidegger, me limito a aceptar la realidad humana de 74
otro y hasta entro en él, pero me mantengo separado, distante. Por el contrario, apropiándomelo llego a com prenderlo al asu mir su identidad, es decir, me entrego a él y me humanizo al objetivarme. El amor es, pues, una comprensión activa, no una aceptación distante. La com prensión tam poco debe entend erse como la i n terpretó Dilthey: abrazo identificador en el que nos fun dimos seres diferentes, sin vernos ni conocemos, enlaza dos por el sentimiento de una unidad vital subyacente. Tal vez el am or llegue al moi profond, de que habla Bergson, por una misteriosa intui ción que posee el sentimien to amor oso. Sin duda , el am or es un poder que pen etra en las sombras más recónditas de los seres y su claridad lleva muchas veces a presentimos. Pero intuir, aunque sea tan poderosamente, no es comprender, ya que no po demos llegar a las profundidades de otra persona sin poseerla, sin seerla. Quizá el am or pueda consistir en una intuición esencial del ser que amamos, como decía Husserl, sin necesidad de la enorme tarea de comprenderle. Todas las teorías intuicionistas sustituyen la realidad de la persona que amamos por una visión fulgurante re veladora por sí misma. Por el contrario, la comprensión es una activid ad prolongada, paciente, pero totalizadora. No se puede comprender a nadie por súbita ilum inación o magia del amor, por más poderosas que éstas sean. Es preciso un arte sutil, paulatino, de descubrimientos suce sivos, en el que alte rna n luces y som bras. La com prensión es un proces o dialéct ico de apropiación a pasio nada y, a la vez, de amoroso distanciamiento contemplativo, atento, visual. Comprender no es la revelación del otro, sino la pasión por el ser en sí de la persona que am am os, por su alteridad profunda. Es un entregarse al am or mismo, al saber ajeno. Conocer la naturaleza de otro, su forma de ser y de actu ar, determ ina un esti lo de am or huma no prop io. P or 75
ejemplo, si amo una criatura dulce, sumisa, me convertiré en un ser condescendiente, tolerante, resignado, melancólico; o tal vez me subleve contra la infernal pasividad de mi amante y me haga dominador, vehemente, colérico; cabe tam bién que me adormez ca su na tura l dulz ura, m e arrop e en su seno y llegue a retroc ed er en el tiempo hasta desnacer; igualmente, puedo encontrar en ella un refugio a mi fre nes!, el reposo del guerrero de mi violencia íntim a. Ahora bien, si la m uje r que amo es apa siona da y combativa, podemos perdernos en riñas despedazadoras hasta que su pasión se dulcifique y engendre voluptuosidades dulcísimas. De las dialécticas del yo con el otro surge e l am or na tura l h uma no. Mi am or subjetivo será tal como es el objeto que am o y, a la inversa, e l am or objetivo del otro estará determinado por el sujeto que ama. Se crea así una dialéctica recíproca: un sujeto que se objetiva (el Yo es el O tro) y un o bjeto que se subje tiviz a (el Otro es el Yo). De est a rela ción o corresp ond enc ia na cen dis tin tas figuras de amantes, que será necesario analizar para com prender la realidad del am or human o y su limitación individual. La con junc ión de l am ante y de la am ada implica unas relaciones entre ambos para la constitución del amor. Al principio es la paralización del mirarse, «wenn ihr der ersten Blicke Schreck »,3S po r la e xtra ñez a q ue susc ita la semejanza del hallazgo, pues somos puros objetos dis tintos el uno para el otro. A este desconcierto le sucede el asom bro y luego viene la esp era nostálgica, «un die Sehnsucht am Fenster »,36 que señala la desaparición de la extrañeza reciproca y la aparición del desdoblamiento: el Tú, u objeto amado, entra subrepticia, misteriosamente 35. «Cuando espanta la primera mirada» (Rainer Maña elegía).
36. «La nostalgia en la venta na»
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(Íd .. Jb id.).
Rilke , //
en el Y o, y allí se queda como un fa ntasm a que d uerm e en la aurora del conocimiento. La inmediatez objetiva del Tú desaparece , porque la conciencia int erio r ha llevado el amado al interior de sí mismo. Sin embargo, el primer paseo en común, en ellejardín, Rilke la distancia, la infinita lejanía que separa.revela ¿Cómoa reconocer exteriormente el objeto amado que se lleva dentro? La dife rencia entre el ser imaginario que se vive íntimamente, y el real que tiene ante sí, es patética. Y al sentir este horizonte de la lejanía, los amantes se inquietan: no es posible que cuando brota el amor, muera. Al perm anecer encerrados cada uno en sí mismo, contemplándose desde su soledad recíproca, tienen la impresión de que se han perdido am bos y que puede romperse la ligazón del estremecedor contacto establecido. Esta amenaza mortal suscita la desesperación amorosa y una necesidad, como nunca sentida, de proximidad. Entonces, «o wie unfassliche entfemt ».37 Nos separamos para encerramos en nuestros corazones y llevamos nuestras imágenes, pe ro estamos más próximos que nunca en nuestra separa ción. Vivo, soy pa ra el otro que conservo siempre presente en mi alma, es decir, me entrego sin abandonarme por que, en el fondo, estoy separado, recluido en mí mismo. A su vez, la persona que amo se interna en sí misma, proyecta su imagen sin desbordarse y queda en el limite de la dona ción. Los am an tes al ofrecers e se poseen im agi nativa e idealmente, pero, de esta forma, la separación puede producirse de nuevo. Se hace necesaria la fusión, esa terrible aventura de la pasión que conlleva el riesgo de la desaparición mismo. Como la de unión es poderosa, de ¿sesílogra el acorde, la necesidad armonía? No; uno se entrega totalm ente y el otro pos ee. Es ta es la apa riencia que los amantes ofrecen al observador objetivo. 37. «¡Oh, inapren sible le janía!» (Rainer M aña Ril ke , 11 elegía).
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Pero la realidad es más compleja por su dualidad. Creemos que el que se entrega ama íntegramente y no exige nada para sí cuando, en realidad, se aferra, consolida, cierra el círculo del amor al poseer en sí mismo el objeto amado. Está satisfecho y ya no desea nada más. Pero no nos engañemos, en amor no hay víctimas ni victima rios. El poseedor apas ionad o y violento que desea y puede subyugar a la persona que am a, a su ve z está tan entregado a su dominación que no puede librarse de la dependencia del otro. Tampoco es la víctima que podríamos imaginar, la que sacrifica su ser para que viva el amado. Por el contrario, se ha instalado en su alma y ha tomado posesión definitiva de él. Los amantes se ocultan así lo que realmente so contradicción. n: am ante am Para ado ysalvarse amado am te. Extraña y terrible de anestas enajenaciones, deben objetivarse, abr irse de nuevo, enlazarse más estrechame nte y que cada uno dej e de ser en el otro. Así pueden pasar el uno a la habitación del otro, p ene trar en su sangre, de sinteg rar sus propias esen cias esc ondi das. Esta ofrenda m utua es al m ismo tiempo una posesión segura y sólida, porque los amantes al internarse cada uno en el otro se disuelven no para unirse, sino para verse separados y diferentes como objetividades. Entonces, ya no se espantan de la distancia.que les abismaba. Se cogen de las manos, se estrechan con fuerza, el contacto entre ellos es duradero porque la caricia, adem ás de conservar y ret ener, hace aparec er el cuerpo y la ternura que calma el ímpetu para permanecer unidos. De este abrazo común nace la promesa de eternidad. ¿Han creado los amantes una realidad conjunta distinta de ell os mismos? Sin sab erlo han logrado l a objetivación de sus subjetividades. Todo lo que yacía invisible, soterra do , escondido, se manifies ta y clarific a. Se han poseído los aman tes, no cabe la menor du da, pero lo que aparece es la conciencia de cada uno separada, rota la unidad. 78
Cuando s e llega a la unid ad amo rosa, cada uno de lo s am antes percibe siempre al otro que lo divi de, hasta choca r con sus límites. Se explica esta fron tera hostil porque la posesión nos divid e y la unión nos separ a. Como ambo s tratan de hacer suyo al otro, dominarlo o absorberlo, la unidad posesiva inalcanzable produce un choque hostil entre los es amantes. ¿Cabey se alguna salida a este amor? Sí, cuando uno de los protagonistas se enriquece con la ofrenda del otro y n o da na da a camb io. Situación ésta que modifica por completo la relación entre los amantes, convirtiéndose la unión, por parte de uno de ellos, en renuncia, sumisión radical de si mismo a las exigencias del otro. Claro está que la aceptación sumisa acum ula rebeldías secret as y rencores pro fundos que pueden estallar en cualquier momento. También puede ocurrir que uno de los amantes se mantenga esquivo y distante, lo que suscitará en el otro una conmoción que le muev e a una bús qued a ansiosa de l amante como objeto lejano. Este ansia posesiva del buscad or crea tensiones, co nflictos y si tuaciones d ram áticas que revelan, en el fond o, la felici dad de un am or, porque si uno quiere poseer y n o lo logra, termina po r am ar verdaderamente entregándose, aunque y rebeldías, pero cuya ofrenda recogesea el con otroprotestas satisfecho. Cabe también que el amante desdeñado o herido por la esquivez d el ot ro se som eta sin condiciones, renuncie a sí mismo y consuma su holocausto. Pero de esta forma humilla nte consigu e lo que se pr opone: s uj eta r a la persona am ada y aprision arla, comprom etiéndola . Lo que consti tuye, a la postre, una am arga dicha amorosa, pues ambos amantes se sienten ligados Ubérrimamente. Igualmente puede darse una situación más compleja y en redada: una amada dulcísima y tierna conmueve hasta tal punto al amante que si éste es posesivo y violento por naturaleza, se convierte en paciente y sumiso. En este caso, es él 79
quien verdaderamente se entrega porque renuncia a lo que es, para hacerse otro, enajenarse. La ternura sumisa impone s u voluntad, pues la cr iatu ra que en apar iencia se entrega es la que, de hecho, posee y domina. Puede darse el caso en que el am ante quie ra com prob ar si es verdadera la sumisión de la dulzura y ydespertarla durante el sueño con una pistola en la sien llegar a amenazarla: «Puedo hac er de ti lo que qui era , tengo derecho a tu vida y a tu muerte». Lo más probable es una respuesta humilde que provocará en el amante una nueva zozobra. De hecho no podemos poseer objetiva y totalmente a ningún ser humano. Cuando más, se llega a una esclavitud recíproca, como en los casos que hemos analizado. Pero esta felicidad o unidad amorosa es falsa, pues viven una duplicidad auténtica y sincera. Los que creen amar por puro am or, sólo padecen la fulguración fetichista del obje to amad o. O tros, que vive n sometidos y escl avizados, renunciando a sí mismos, de hecho buscan la posesión y el dominio. Los hay que a través de una sujeción a la voluntad de otro se sienten amp arad os, protegidos, seguros contra todas las adversidades. Se han construido con este amor esclavo una fortaleza, para enriquecerse íntimame Benito PérezsuGaldós ,3®pin un modelo demarim uje r quente. sabe emplear dulzura paratadominar a un do débil, llevándole a la ruina . Todos estos amo res cond ucen al fracaso y al desastre. Otra forma de comunidad amorosa es la pura unión carnal, abrazo unitivo que sumerge, de nuevo, a los am antes en la N aturaleza y son arreb atado s po r las olas del gran mar de la sangre. Es un amor juvenil, intenso, sanguíneo. Pero no creamos que es sólo el joven quien recibe el don maravilloso de la muchacha que se le entrega. Ambos son arrebatados por Neptuno y su terrible tri38 .
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La de Bringas.
den te. Estos am an tes están impulsad os po r el Dios oscuro de la v ida y o bede cen a s u corriente som bría. El río de l a sangre a rra str a el de seo en las ven as, las hincha y des mesura. Es un torbellino interior que les ciega y no les deja am ar ni entregarse realm ente. Am bos se engañan, creye ndo cada uno que era el otro quien c onstituía el aguij ón del deseo cuando , en realidad, cad a uno fu e el pretexto p ara que d espertase del fondo de si mismo el torm ento insaciable del deseo. La muchacha trata de colm ar el frenesí del amante que siente, ella misma, invadirle. Cree que se aban don a, pero obed ece a su ím petu oscuro, al río se cret o de sus antep asados, a sus furores ant iguos, a su caos salvaje. En la oscu ridad d e su sangre y de la noche, l legan a cre er que son uno cuand o, en re alidad, desaparecen en el vértigo común del deseo recíproco. No obstante, la muchacha al entregarse se realiza. Ella es, por naturaleza, abandono de sí misma, ofrenda, que se cumple. ¿Pasiva otra vez? No, activa, pues retien e al am an te, lo sosiega, l e impide caer en la dispersión del deseo y de la sensualidad. Entonces el joven puede concentrarse, amarla, sob repa sar el ímpetu oscuro de la sangre, abrirse la posibilidad del amor. Después de esta unidad lograda, como sus voluntades tienen finalidades opuestas, se separan para seguir cada cual su propio camino, porque este am or fue sólo un m edio para e mpez ar a reali zarse. Otr os am an tes, no se separan y vivirán unidos por el cuerpo y la violencia de la sangre. Gozarán, sufrirán d e su a m or y de su odio recíprocos, pues la unidad camal crea violencias y disputas que desgarran pero, a la vez, encadenan. La unión sensual es un vinculo durísimo del cual queremos librarnos po rvuelve eso nosarebela mos. Pero esta insaciable lucha odios a nos reúne,ynos abrazar en un deseo y sin fin. Cuando lo s am antes q uieren escap ar a la esclavit ud de la fusi ón en la noche del des eo, buscan verse las cara s a la
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v
luz del día, ha bla r y examinarse recíprocamente. E l diálogo puede re aliza r el amo r a través del entend imie nto, la comprensión mutua, y lograr la transmigración del uno al otro y del otro al uno. Entonces, ya no es la pareja car nal o unidad hecha de la misma sustancia, sino la comun idad esp iritual que no se cierra a sí misma y perm anece libre, horizontal. Es lo que llama Rilke «lo abierto», es decir, el Mundo. Pero estos amantes crean una comunión de soledades que viven de sí y para sí mismos, olvidados de la realidad y de lo s otros hombres, sus com pañeros de destino. Por el lo el am or en todas sus formas, sensual, cam al, espiritua l, sentimental e intelectual es li mitado, est recho, una singu laridad subjeti va. El am or es po r esencia contingente, como decía Sar tre. Hay amores relativos que vivimos, y amores absolutos a los que aspiramos, pero ningún amor es totalmente incondicionado. Exist en a mores sensu ales lige ros, sin trascendencia, lo s llamado s ocasional es que tam bién es posi ble que puedan convertirse en relativamente absolutos, pues a veces la ligazón carnal efím era puede transfo rm arse en un amor permanente y sólido. A su vez, los amores absolutos espirituales o intelectuales, fruto del diálogo y del entendimiento, se pueden relativizar y trocarse en amistad, en correspondencia mental necesaria en donde está ausente la pasión mutua.
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AMOR RELATIVO Y AMOR ABSOLUTO
El amor está siempre determinado por las preferencias, los deseos, las inclinac iones, e s decir, p or la sensibilidad. Es un sentir subjetivo del yo corporal. Pero estas aficiones particulares, reflejos del temperamento innato, suele n eng añam os como las apariencias ilusor ias que nos ofrecen los sentidos. Los amores juveniles son, pues, apren dizaje s del am or a través de desilusiones y desengaños necesarios de la subjetividad empírica. A la vez, el am or ideal, de l a conc ienc ia creadora, es una mera representación de un absoluto inexistente al que se puede sacrifi car, en vano e i nútilm ente, toda una vida. Sin em bargo, pese a qu e todo amo r absoluto tiene m ucho de relati vo y el relativo mucho de absoluto, veremos cómo la diferencia en tre am bos es evi dente. El am or relat ivo es t an pa rticu lar que no afect a al ser que se am a, ya que el otro n o le es necesario ni vital p ara reali zarse. Este am or se limita a satisfacer un deseo pasajero, efímero, y expresa una sim patía fugaz por el cuerpo o la psique de la otra persona. Por el contrario, el amor absoluto signi fica la necesidad vital de esa única c riatu ra 83
que, solamente ella, pued e term ina r con la an gustia de la soledad. Los amores relati vos suelen ser múltiples, suce sivos y satisfactorios como los frutos de los árboles. Son semejantes a los amores naturales porque, a través de su riqueza y mu ltiplicidad, nos unen a la Naturale za, al c os mos vivi ente. Las figuras que am am os así son evanescen tes, fugitivas, pero tras ellas nos abrazamos al Gran Pan, al tumultuoso goce estremecedor de la vida. La profusión de amo res rela tivos puede disp ersa rno s y nuestra unidad íntima flotar en el espacio desprendida, libre , o caer nu estro se r disoci ado por la ansied ad sin fin de una primavera anticipada, de un deseo infinito, como ese viento del desierto que describe Lenormand en Simoun,
aire cálido del quedesamor. nace de Al unarelativizarse aridez interior, del vacío del espíritu, tan total mente el amor, se transforma en sequedad de garganta, paramera del alm a, llanura sin verdor del sentimiento. Se desea pura y químicamente, se quiere apresar, pero no se ama. Este materialismo crudo y descarnado de algu nos amores relativos, no satisface nunca, porque es un mero de seo quem ante, infernal , que t ortu ra las entrañ as. Por el contrario, el a mor ab soluto no sólo nos salva de la soledad angustiosa sino que, al descubrir la afinidad con otro confi rma nuestro valor person al. Ahora bien, el am or absoluto, que se manifiesta p or la necesidad perentoria que tenemos de otro ser, puede ha cerse tan definitivamente absoluto que nos aprisione y aísle en una soledad irreal. Las consecuencias de este e spiritualism o amoroso pueden ser la adoración recíproca, el fetichismo de la mercancía amorosa, la mutua depen dencia, suj eción, sus vi das entra en u na c am pan a del acristal. El porque absolutism o del am or nlleva derecha mente a independizamos de todo lo que nos rodea, a la negación de la Naturaleza y de los seres humanos. Así como los am ores al relativizarse corroen el alm a y la divi 84
den, el amor absolutizado espiritualiza hasta llegar al ascetismo. El Doctor Fausto ,39 de muestra cómo el espíri tu, en búsqueda del absoluto, puede endemoniarse hasta aniquilarse o suicidarse. La quéte de l'absolu, del Santo Graal o del oro bizantino, es decir, del amor definitiva mente absoluto, puede consumir en vano nuestras vidas sin ha llarlo jam ás. Tal es e l desengaño f inal del espíritu a que puede llevar la ansiedad de amor absoluto. Un bi en suprem o que s e des ea alcanza r, separadam en te de todo interés concreto, es más que inasequible; es impe nsable. A sí, po r ejemp lo, los sueños de a mor abso lu to de Jean-Paul Richter «vuela n muy a lto po r encima de los cubiles de los perros, de los setos de espino y de las murallas endiabladas de la tierra». Este romántico, al difí perseguir con terquedad el am or absoluto, encuentra cil, tristísim a y decepcionante su vida. S i en Hesperus ex presa Richter las ambiciones grandiosas de un am or ideal Quintus Fixlein reco casi supraterrestre, en su novela mienda una adaptación más razonable al mundo real cuando dice: «Los pequeños goces de nuestros sentidos deben ser tenidos en más a lta estim a que los grandes» ; y añade: «Hay que sab er tom arle gust o a la vida burguesa y a sus micrologías». Como vemos, el ideal de am or ab soluto oscila en tre la bienaventuranza total y la pacífica, ordenada holgura, lo que demuestra la relatividad de todo amor absoluto. Si en un d eterminado momento pu ede parecemos un ser tan necesario y fundamental como el Todo-Uno, también po demos renunciar a nuestro ideal y encontrar en un ser distinto la armonía relat iva o in tenta r realizar a través de experiencias contingentes, creyendo que todas son eter nas y definitivas, nuestra ansiedad de un amor total. El am or absoluto puede fi jars e en un ser a l que perm anece 39. Thomas
Ma n n .
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remos fi eles toda nu estra vida, o relati vizarse en am ores cambiantes, variables. Ocurre tam bién que un am or contingente se convie rte en absoluto al encontrar el deseo u obstáculo insalvable para su realización. En este caso, ese deseo, al quedar insatisfecho, puede atormentar, encerrarse en sí, espiritualizarse ha sta el extremo de converti rse en un a nece sida d ab soluta. Pero tan to el am or absoluto, neces ario , y el contingente, relat ivo, tienen de com ún la condici onalidad subjetiva, pues en definitiva ambos son expresión de la singu laridad individual profunda, un itaria y sóli da en un caso, o más pasajera, efímera en el otro. Es indudable que ni el amor absoluto ni el relativo pueden cre ar u na realidad total, una universalidad objetiva. Al fin y al cab o todo am or es un affaire del sentimiento, del egoísmo cordial, de la individualidad solitaria, de la subjetividad. Ell o no quiere d ecir que el am or no pueda crear una comunidad humana, una sólida ligazón entre los seres. El am or es tan sólo la posibilidad de un a totalidad real que puede realizars e m ediante una experim entación viva. Al unirse dos seres cada uno aporta su vida en la que se ama lgam an sus emoci ones, contentos, fraca sos, éxitos, o sea, su realidad personal. Todo amor es, pues, una tentativ a, un pro yecto idea l, un m atrimo nio a prueba para comprobar si unos seres al reunirse pueden crear una unión hum ana conjunta. En conse cuen cia, de lo que se tra ta es de aun ar esos mundos particulares, privativos de cada uno de ellos, para hacer un solo y único mundo: una realidad de realidades.
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HISTORIA NATURAL Y HUMANA DEL AMOR
La oposición en tre natu ralez a y espíritu, am or natu ral y humano, subjetivo y objetivo, para resolverse en una unidad superior exige un aprendizaje, una experiencia del amor mismo. Todos creemos falsa e ingenuamente que es suficiente experimentarlo y sentirlo cuando, en reali dad, es neces ario apren der a am ar. Al dejamos a rras tra r por el impulso amoros o, se cometen errores, tropiezos, desengaños y hasta tragedias que nos arrebatan la dulz ura del am or o, peor aú n, que nos hacen temeros os y cobardes ante nuevos amores. Muchos se hunden en la melancolía y se retir an a su convento interior, a u na soledad definitiva. Otros, renuncian para siempre al amor y se vuelven misóginos. El am or se aprende poco a poco, pau latina y progresivamente. la quey se llega oa pa través de er una historiEsa,una un sabiduría proceso naa tural human ra conoc su realidad. Desde que comienza a vivir, aunque tiene todas las posibi lidades porque está dotado de una potencia infinita de amor, el hom bre solamente descubre en s í 87
mismo una vaga idea del amor que debe realizar. Para llevarla a ca bo, su am or atraviesa distintas etapa s ha sta llegar a constituirse, lo que le revela que su natu ralez a es histórica. En efecto, el amor tiene su historia natural y está som etido a su p rop ia ev olución como una flor o una planta, a unas leyes n aturales que lo explican. Pero, sobre todo , no pued e s alt ar etapa s porque obede ce a la dialécti ca evolucionista del espíritu. Así, desde su condición soli taria y egocéntrica de niño pasa a la social colectiva de hombre. En esto están de acuerdo todos los psicólogos, desde Vigostki y Piaget hasta Wallon. Sólo el preadoles cente comienza a tener barruntos de la idea del amor, mediante el trabajo de una fantasía poética, figuración o representación de imágenes con laselque y sefabulaciocom place. Generalmente es él mismo eje juega de estas nes, imaginándose héroe pasivo del amor. Este hecho es muy signifi cativo d e esta eta pa psicológic a en qu e se deja amar, y corresponde a ese egocentrismo propio de la in fancia que describe Piaget y tiene sus raíces en lo que denomina «narcisismo primario». ¿A qué atribuir el pa pel de protagonista pasivo en el amor que asume el prea dolescente? Primero, a una conciencia que forma el niño de su valo r, lo que llam a B ühle r «crisi s de oposición», y se traduce por actos de verdadera agresividad. Segundo, po r lo que Piaget llama «monólogos colectivos» a través de los cuales habla para sí, sin intención de informar ni ha cer preg unta s a ios otros. Si bien este egocentrismo pr ea dolescente expli ca la necesidad de a firmarse , no justifica la pasividad de s us fantasías amorosas. ¿S e tr ata ría de un masoquismo inconsciente? No; creemos que el amor es, para él, como un regalo que se le hace, un reconocimiento de su existencia. Constituye una manifestación del descentramiento del yo, una objetivación de sí mismo bajo esa forma de aceptación pasiva del amor. Piaget lo deno mina «el respeto m utuo que nace de una cooperaci ón, es 88
decir, cuando el preadolescente llega a ser capaz de coordinar los diversos puntos de vista correspondientes a distintos individuos ».40 El sentimiento del amor nace, pues, de una prim era experiencia: cuando el niño siente la reciprocidad de las relaciones humanas. La aparición del am or en sus fantasías signi fica un a nueva eta pa en su desarrollo, una liberación del pasado egocentrista y un salto ha cia la vida real, hacia el porvenir. Pe ro el am or lo siente como sujeto y a la vez objeto de sí mismo. Por consi guien te, en e ste proc eso natu ral human o es clara la contradicción dialéctica: el amor surge como resultado de una conciencia del orden social, de la cooperación o un ida d de los hom bres pero, a la vez, se lo vive como un reflejo d el yo, egocentrismo en su estadio p uro de pasivida d, co mo si reci bies e el alime nto m aterno, lo que llam a Vigostki «la ley de doble expresión de los sentimientos». Al interr oga rnos sob re el srcen de la fanta sía infan til, descubrimos que ésta se desarrolla por las impresiones que s uscita el m undo exterior. Ahor a bien, esas impresiones no se estancan ni inmovilizan, se mueven y circulan libremente, cambian, se transforman y modifican por obra de factores internos de reelaboración. Tenemos, pues, que la fantasía infantil es el trabajo de interiorización de unas impresiones externas. No es la fantasía una pura invención como se cree, ni un delirio poético de inspiración creadora; es el resultado de las variaciones o modificaciones ínt im as de los da tos externos. Además , los impulsos que son manifestaciones de necesidades y también los afectos, actúan como motivaciones ocultas de la fantasía y proporcionan el material para el trabajo combinatorio y disociativo. La fantasía es producto de la experiencia sensible y afectiva del niño. Suele afirmarse que la fantasía infantil 40 .
Biologie el cunnaissance.
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es más rica y variada que la del adulto. Pero el psicólogo sovié tico Vigostki h a dem ostrado experim entalm ente que esta afirmación es inexacta: «La experi encia del niño es mucho más pobre que la del adulto. Los productos de la autén tica imagi naci».41 ón creadora enecen a la fantasía madura En efecto,pert la fanta sía solamente infantil opera con invenciones irreales que se unen arbitrariamente en desmedro del raciocinio. Estas fábulas se expresan a través de dibujos esquemáticos y en historias fantásticas. La fantasía p lástica se crea sobre la base de impresi ones exteriores, la narrativa o poética se construye con elementos de la vida emotiv a e impulsiva, de las necesi dades corporales. Cuando llega la adolescencia, esta forma de fantasía cambia. Es la edad de transición y de terribles contradicciones. Como dice Vigostki, con toda razón, «el equilibrio infantil se ha destruido mientras falta todavía el equ ilibrio d el organismo adu lto». Entonces desapa rece la fantasía plástica, pues no puede expresar se a través de l dibujo, y tampoco n arra cuentos fantásticos que no se le escuchan con atención ni curiosid ad. Aparece un a inten sa exaltación de la vida interior que coincide con la madurez sexual . Es el mom ento p ara la creación de un mundo propio, íntimo. Y comienza el joven a escribir, soñando el am or en versos o novel as, trata nd o asi de pla sm ar su yo , manifestar su subjetividad. El sueño constituye la primera etapa de la sabiduría progresiva del amor. En esta prim era fase, el am or es lírico, pero orgulloso, afirmativo. El joven no siente el amor como un regalo ni lo acepta pasivamente, como en la fantasía preadolescente. Por el con trario, lo busca a cti Wunderland, vamente a través de los sueños, creando un un paraíso de satisfacciones, una armonía de sentimientos, un regocijo infinito. Estos sueños amorosos siguen 41 .
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Immaginazione e crealivitá nell'etá infantile.
siendo fantasías libres, combinaciones arbitrarias de mú ltiples y vag os ímp etus insatis fechos. N o tienen finalidad ideal ni meta especifica. Lo que satisface y realiza, con sus sueños de amor, es el consuelo al aislamiento en que vive, una forma de compensación a la pasividad que sufre. L a adolescencia es la edad c rític a y típica del pad ecimiento. V ive desgarrado porqu e siente todas las impresion es del mundo exterior. Su receptividad está a flor de piel y el más mínim o acontecimiento afecta la tierna sensibilid ad del adolescente. Vi vir, par a él, es su frir el m undo. Por esta razón, en su actividad febril del sueño de am or, busca una recompensa po r el sufri mien to de vivir y su protagonismo amoroso es la antítesis de su pasividad natural. En una subetapa, dentro de la misma generalidad o universa lidad del sueño, aparece en el adolescente lo que Piaget llama «elaboración de un programa de vida», es decir, un ideal co ncreto de amo r. Así, frente a la m ultip licidad de des eos que rev elaban la ausencia de un o real, s e conc ibe la unidad paradisiaca de un sol o sueño de am or repetido siem pre y e l mismo . Es entonces cuan do comienza a fraguarse un programa de vida mediante fórmulas ideales, lo que traduce ya una aspiración, un sueño más real, un deseo concreto. En esta etapa se limita a imaginar figuras, modelos ejemplares, paradigmas que le sirvan de est ímulo e inspiración en la realidad . La imaginación d el adolesce nte tra ba ja ya con elem entos reales, con los seres que frecu ent a y las cosas que ve, lo que sup one el principio de una experiencia. A través de su construcción ima gina tiva sobre cosas y seres reales, el idealism o de la adolescencia imágenes el deseo. es la evidente que,crea e n ellas trasfond o desensuales, estas concepci onesY late libido enma scara da de proyect os y sue ños. A esta idealizaci ón del am or corresponde , en el adolescente, la paralela construcción de ideales reformadores, 91
«de una ambición ingenua y a menudo desmesurada »,42 evadiéndose de lo inmediato y concreto para abstraerse en el m undo de las posibilidades. La concen tración sol ipsista del a m or coinci de con un a reflex ión interio r, con un intelectualismo apasionado. Por necesidad evolutiva el adolescente es un filósofo, un especulador metafisico, un ser refl exivo que Vigo stki describe como un ha bla r o vivir para sí. Esta reflexión ensimismada es un ejercicio de la mente que le permite crear un objeto amoroso represen tado, como hemos dicho, p or figuras ideales, lo que signi fica una e xteriorización de sí mismo. Ciertamen te realiza una entrega de su yo, pero sin salir de la esfera de la subjetividad , sin sufrir inquietudes ni des azones íntimas. El a mor que siente es ajeno al cuerp o y al deseo mismo, es una pu ra creación y satisfacción interio r, como l os pr ot a gonistas de La porte étroite 43 También la declaración de am or del personaje de La montaña mágica ,44 constituy e la más perfecta expresión de este esplritualismo amoroso. En u na tercera e tapa , el objet o amoroso exis te po r sí mismo c on independencia de l am ant e espir itual. El jove n adqlto vive el amor como un monólogo interior, aunque dialogue con frecuencia con la persona a quien ama. Sin embargo, la distancia se conserva siempre, y los encuen tros, los diálogos son meros pretextos para el enriqueci miento evocativo interior, para recrearse en la posesión ideal de una criatura. De hecho, el joven adulto no se atreve todavía a contrastar su idea, a verificarla experi mentalmente. Aunque ha perdido la timidez, el contacto con la persona amada permanece lejano, reservado. Finaliza la etapa del sueño cuando el joven intenta sab er si el ser que am a es realm ente como se l o represen ta. Entonces comienza la búsqueda concreta de una cria42. Jean Pia g et . 43. André GlDE. 44. Thomas Ma n n .
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tu ra que corresponda a su idea, a su naturalez a auténtica. Esta fase se carac teriz a p or los tropiezos y errores que se cometen en esta búsqueda, pues la dispersión y movilidad inquieta es propia de la agitación amorosa desordena da q ue viv e. En general sus amores son decepcionantes por exigentes, ya que se espera del otro ser que se adapte caprichosamente a los imperativos ideales de su yo. Al fracasar esta idealización del amor, sucede la ansiedad am orosa, el ham bre terrible, devastadora de vivir el amo r como un a realización de si mismo. ¿En qué se diferencia esta ansie dad del sueño de amor? Por la ansieda d el joven se inserta en la vida, es su integración desordenada en la socied ad. A la fase de conce ntrac ión y replieg ue en si mismo deellap ensoñación, sucede un a expansión activa . enYa no es rogra mado rleidea l y quiere, bus ca concretam te. Sin embargo, la rup tur a en tre am bas etapa s no es total pues el yo permanece centrado en si. Tanto el soñador como el ansioso siguen buscándose a través de distintos objetos amorosos, ya sean imaginados o vividos. El ansioso v ive sus amore s como si fue sen fragm entos de una melodía apenas iniciada que, al interrumpirse bruscamente, provocan una intensidad aún mayor de su ansiedad. Y vuelve, con renovado celo, a emprender la aven tura am oros a hasta llegar a exp erimentar una efí mera realización del deseo, de la comunicación y del diálogo. Pese a la brevedad de estas experiencias, comienza a precisar su búsqueda, a objetivarla, y su ansiedad se hace más con creta y luminosa porque tiene una finalidad. A si, de la errab un da y m últiple ansia, pasa a un a sola, al igual que d e los ensueños m últiple s al sueño único. L o anó ma lo este proceso es te La ne r ansiedad un fin queesseuna des conoc e, es sen tir edeignorar su deseo. potencialidad oscura, un proyecto interior que no crea imágenes ni fi guras ideales. Sólo la presencia de una criatura descubrirá lo qu e b usca el ansioso. Este encu entr o es el hallazgo, del 93
que nace u na nueva ansieda d subjetiva y conce ntrada. Se vive el amor sólo con el otro, quizá con el único fin de sab er si esa persona corresponde a lo que se busca y ansia. Pero la vive ncia pu ram ente interio r de est e am or suscita otra más honda ansiedad: enco ntrar la realidad obj etiva de la persona que se cree am ar. Todo su afán será poseer la camal e íntimamente. En esta etapa, la finalidad única es lograr integrarse con otro, para dejar de ansiar. Sin embargo, la misma ansiedad impid e entregars e totalmente a otro. Si amásemos realmen te, no tendríamo s ansiedad de am or. Per o la paradoja consiste en que la ansiedad am orosa es una concentración y preocup ació n p or uno mismo, que nos impide am ar. Es una lucha co ntinua a sol as. Natura lme nte, la dualidad entre la posesión siempre posible, esperada a cada instante, ya próxima y nunca realizada, lleva la ansiedad al paroxismo s ubjeti vo, pero demu estra, a la vez, la cap acid ad de entreg a del ansios o, su po der de concentración y energí a. En realidad , está luchando no pa ra ser amado, sino para pod er consu ma r un a donación de s í y que no puede llevar a cabo porque necesita aunar su entreg a con la pos esión del otro. E sta unid ad le llevaría el sosiego de su ansiedad, descubriendo si es verdadero el objetivo de su peregrinaje. Como su búsqueda ansiosa viene desde muy lejos, desde los juve niles deseos de am or, desde las raíces oscuras de su ensimism am iento, necesita abr ir las pue rtas de su sol edad y lle gar a un a compe netración real. A l no log rar este propó sito y quedarse de nuevo solo repetidas veces, descubre que tras la ansiedad se esconde un pod er autén tico: la pas ión, es decir, la activid ad aprehend edora q ue le lleva rá al conocimie nto, a l contacto real y estrecho con los seres. Entonces comienza la historia humana del amor. Si podemos llegar a amar realmente, sin sueños que nos oscur ecía n ni ansiedad que atorm en ta, es porque dis94
ponemos del poder d e la pasión, que nos permitirá vivir muchos amores, lo que no quiere decir que todos sean felices. El f in de la pasión es am ar, sim ple y llanam ente, aun que despu és este mismo am or nos desgarre y divida. La dificultad de todo este proces o nat ur al hum ano es pode r y sabe r ama r, lo que sól o se consigue con un trabajo intens o, porq ue la pasión no es sólo el pode r de poseer, es también creación de sí misma. La pasión unilateral, subjetiva, que sólo quiere la realización de sí mismo, es una mera potencia vital, como el personaje de Unamuno ,45 pasión arrebata dora, pero inmóvil siem pre igual. Por el con trario , la pasión ontológica, de todos, es la h istoria del proceso de creación de la persona. En este sentido, es una acción transformación individual. Asi entendida, pasión de puede ser la posibilidad del amor, y éste, la la realida d de la pasión. Sin embarg o, la pasión no es el am or ni el amor es la pasión. Podemos sentir pasiones intensas, hasta profundamente amorosas, sin que sean am or, o vivi r un a m or verdadero, sin pasión alguna. La pasión es unitiva, porque solamente se realiza me diante la fusión, y el amo r, como es íntimo, al poder sentirlo separadamente, es divisor. Dialéctica tensa del amor y de la pasión que tiene sus raíces en la experiencia de su realidad recíproca. La historia natural y humana del amor no tiene una solución acorde y armoniosa, ni logra una síntesis total. Es un proceso continuo y duro a través de las tensiones y contradicciones internas del amor y de la pasión, que están soterradas, escondidas durante toda esta evolución natural del espíritu o de la formación del amor.
45.
Abe l Sánchez.
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EL AMOR COMO ENSOÑACIÓN Y DESEO
Tenemos sueños de quietud y sueños de exaltación, que luchan entre sí como aspiraciones contrapuestas. Unos seres soñarán dulces quietudes, como Holandas de felicidad, y otros exaltadas primaveras estallantes de vidas. Tambi én cabe que soñe mos realizar arm oniosam ente ambas a la vez: una vida concentrada, pacífica, y que sea, al mismo tiempo, rica de emociones, de pasiones siempre renacidas. En las distintas etapas del proceso de constitución del amor, se manifiesta claramente esta antinomia fecunda y creadora. Hemos visto cómo e l adolescente sueña con m últiples sueños , porqu e está buscando el suyo pr opio, srcinal. Estos ens ueños de la adolescencia no se parecen en tre sí po r su contenido divers o, pero tienen en común que son an ticipaciones de felicidad. Son deseos prefiguradores que aparecen en los sueños de los Por que ejemplo, nuestra vida está pob lada, como dicediurnos, Em st Bloch. v amos en el Metro y soñamos en e l tiempo que gan aríam os si no s trasladasen de lugar el trabajo; o pensamos en comprar un traje más apropiad o a las nuevas funciones a que asp i96
ramos; o soñamos una feli z ave ntur a am orosa co n la mu je r que suele sentarse a nuestro lado; o lo dichoso que me sentiría si pudiese comprar una casa en la sierra de Gua darrama. Así, toda nuestra existencia, aun la más banal, Espagne está de sueños diurnos, de cháteaux al decirpoblada de los franceses, o de wishful dicen thinkingencomo los ingleses. Los sueños diu rno s son deseos que esper amo s realizar. Ahora bien, mientras cualquier «ciudadano del olvi do» es asediado, de cuando en cuando, por los sueños, el adolescen te vive tota lm en te de ellos y, como está proyec tado hacia el futuro, él mismo es una promesa, una espe ranza , un sueño. Esto s sueñ os suy os son meras fanta sm a
gorías en las que se representa como un gran personaje porque necesita sentirse sólido, seguro. Es lo que Bloch llama «el topos interior», pues el proyecto de ser de los adolescent es está de ntro de s í mismos. Sueñan p ara cre er que son. Pero este tipo de sueños se quedan en figuracio nes torpes, osc uras , evanes centes como las ninfa s del poe ma «L'aprés-midi d ’un fauno »,46 que aparecen, desapare cen, y no tienen nunca un contorno claro. adelante, sueño ad quiere un unpaís contenido nea do yMás preci so. Es e el l «topos exterior», p araddeli isíaco, el lug ar cabal d el ensueño. Suel en im agin ar amores goz osos en los que el protagonista es siempre dichosamente am a do y no co noce obstáculos en el cump limien to de sus aspi raciones. Este tip o de ensoñaciones no satisface el deseo , como pensab a Freud, porque éste aún no exis te, todaví a está formándose. Es cierto que en los sueños, aun los de contenido vacío y fatuo, po r el m ero hecho de plan ificar y anticipar ya se formula un deseo. Pero es un desear sin deseo, un puro soñarse. De esta unidad divisoria del en sueño y el deseo deriva la patética contradicción, que 46. Stephane
Ma l l a r mé .
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más ta rde e stallará, entre el am or y la pasión. Sí, al soñar ensueños nos proyectamos al futuro, es decir, deseamos. Pero este desea r que nos impulsa y arr as tra hacia un objetivo exterior, a la vez, nos repliega en nosotros mismos, nos vuelve al «topos interior» . Aclaremo s. Todo ensueño es un sueño de quietu d que nos ensimisma y, al mismo tiempo, es un sueño de exalt ación que nos precipita, nos hace buceadores inquietos, apasionados de existencia. Pero cuando se tienen sueños concretos de am or, el deseo aparece no como de seo mismo, sino como un que rer desear. Es, co mo señala exactam ente Bloch, un esfuer zo para rea liza r los deseos, la volun tad de un a afirmación enérgica de sí mismo, el trend, aspiración indefinida b ritánica , o el sehnsucht alemán, una esforzada tensión proyectiva. Todos los ensueños, primero pasivos y luego activos, del adolescente, son muy significativos de esta voluntad del deseo. Los sueños en' que el joven se imagina a sí mism o como un esforzad o luch ador victori oso del am or, reflejan la activid ad subco nsciente del dese o para desear. Pero al darle el joven una anticipación satisfactoria, debilita su voluntad deseosa, lo paraliza, y al mismo tiempo lo estim ula, crean do m últiple s deseos. Las ensoñaciones son, como el Bateau ivre, faros incandescentes que nos orien tan po r el m ar proceloso d e la vida. Si no tuviéramos ensoñaci ones, no podríamos sab er lo que queremo s. Así pues, las ensoña ciones , a veces fútiles, vana s, y otras sustanciales, concretas, nos enseñan primero a desear y luego a querer. Los ensueños revelan a los jóvenes lo que son: puras posibilidades, un mero querer ser. Y al representarse los distintos caminos del deseo, descubren también potencialidades. ensueño sólo multiplica y sus enciende los deseos,Cada a menudo los no estimula, engalana, embellece y vivifica. El joven soñador, proyectista habitual de su vida, suele encontrar tremendas dificultades para adaptarse a la 98
vida real , porque ar ra stra una m odorra ideal ista, una pereza soñadora, una inercia del alma que le costará superar durante mucho tiempo. Pero tanto las ensoñaciones pasivas como las activas del amor, le impelen a desear. De esta forma el joven adquiere la conciencia utópica de que pa ra él todo es factible. Y es exacto, sus p osibilidades son abierta s e ilim itadas porque aún no ha llegado a ser. Este no ser todavía le inclina a la esperanza, simiente de deseos, y el poder ser es la capa cidad s ecreta del deseo que le hace consciente de sí mismo: «Llevo dentro de mi un tesoro, que florec erá más tarde: a spiración íntima d e ser que, unida al proyecto exterior "yo quiero ser tal cosa", es la decisión d efinitiva p ar a el f utu ro "yo seré"». Para lleva r a cabo este proyecto rea l es necesario f orm ular p reviamente un sueño úni co di áfano, una an ticipación con creta. ¿Puede un joven, sin experiencia alg una de la vida, imaginar un tipo de amor que le satisfaga totalmente? En apa rienc ia, no e s posi ble, pues tiene que llegar a ser antes de am ar. Sin embargo, presiente o sabe oscu ram ente que só lo realizará su ser por el am or, bien am an do m uch as y sucesivas veces o u na so la y únic a vez. Como de los otros dependerá la realidad de su yo, el deseo ha nacido. Impulsado por su sueño, el joven comienza a vivir y apasionarse. Pero bien pronto descubrirá la contradicción e ntre sueño y des eo. No porque su sueño no se adap te a la realidad ni pueda realizarlo, sino porque el deseo tiene un ímpetu propio que se opone a la pasividad del sueño, es decir, el desear del deseo es diferente de cómo desea e l sueño . Mientras este últim o busca arm onías , dulces sosiegos, arc adia s p arad isíacas , el deseo se inq uieta y desasosiega en su búsqueda; «nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti»,47 significa que es in47. San
A g u s t ín
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satis facto rio. El deseo es infiel y traic ion a al sueñ o que lo creó, p ues deseamos lo que no queremos de verdad: « Meine Sehnsuchit sich verwirrte Stirg em por zu wilder Gier».4* ¿Cabe mayor contradicción? Sueño entregarme a un ser apacible, dulce, tierno y puedo desear, al mismo tiempo, una c riatu ra irascibl e, colé rica , apasionada. También c a be la posibilidad de que sueñe con amores violentos y que desee, simple y llanamente, satisfacer un deseo de tran quilidad y paz. Es decir, podemos soñar las violencias apas ionad as del dese o y desear las voluptuosidades enso ñadoras, pacíficas del sueño, porque se suele soñar y de sear opuestament e. Todo ello demuestra la unidad dividida, dramática, que sueño y eljamás, deseo. oHay res yconstituyen los hay queelno sueñan quejóvenes sueñan soñado con el puro deseo, disfrazando de romanticismo el puro instinto violento. Así pueblan el mundo jóvenes que desean con ímpetu ciego y torpe. Este deseo irrefrenable no tiene image n o sueño pr evio de una c riatu ra cuya visión pueda an tic ipa r dante scam ente. El que no ti ene sueño previo, no busca nada en el ser a quien desea. Cuando las m exicanas dicen al hombre que las mira deseoso: «¿me está usted soñando?», expresan que el deseo es un sueño y que sin soñar no se desea verdaderamente, porque no se conoce de antemano lo que se quiere. El deseo es, en realidad, una búsq ued a del ob jeto amoroso, de es os «ojos deseados que tengo en mis entrañas dibujados».49 Hay que llevar íntimamente, como en el sueño, un proyecto del deseo para desear. Ahora bien, el deseo ciego y violento, al con sumarse, puede des pe rtar la luz del sueño y dar lugar, e n una visión clarísima, a la percepción de la persona desea da. Así como el sueño expresa un deseo consciente en su 48. «Mi desc ose ext rav ía y se hace salvaje codicia» (Jens Peter J acos s e n ). 49. San J u a n d e l a Cr u z .
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inconsciencia, pero real, no siempre el deseo se convierte en sueño, y puede quedarse en mero deseo incumplido, renovable en otra ocasión. Como todo deseo es un ímpetu real, implica también éxtasis, un pasmo, una adoración objetiva al sujeto amoroso del deseo, entraña una posibilidad de sueño. Cuando decimos que hemos vivido un romance, queremos significar que hemos vivido realmente un amor como soñado, aunque parezca un sueño porque se ha vivido con fácil ligereza alada. Jacobsen, en el cuento Frtt Fonss, refleja esta atm ósfera de sueño irreal que tiene un amo r profun do y plenamen te realizado. Cuando la protago nista en su ma durez reen cuentra al hombre que, en su juve ntud , era la encama ción ade su sueño , sef une se separa susr hijos, aba ndon todo, par a ser iel aasí él, m isma y con de tinua este su único sueño de amor desde el srcen hasta la muerte. La vida, para esta mujer, fue hacer su sueño realidad. A menudo los sueños, como una sorpresa inesperada, se presentan tan vivos y reales que pueden e ncarna rse en un a persona que ya ha bíamo s olvidado. Sin embargo, en otro cuento tit ulado Dos mundos, Jacobs en se pregu nta si el sueño realizado, «ese castillo de la felicidad», puede resistir a los ataqu es del deseo inquieto. En determinados momentos pueden vivirse juntos sueño y deseo, sólo como dicha estática, suspensión de todo vuelo y aspiración . Es ta perf ección alca nzad a se qu iebr a generalme nte porque el deseo, que renace con viveza, amortigua y apaga finalmente el su eño. E l resultad o de esta supu esta dicha es una melancolía profunda, pues se siente el amor frágil, efímero, libremedir Eternidad de los Sueños con «intercambiándose la Felicidad que se la puede por horas».50 Sin embargo, estos amores satisfechos como de50. Jens Peter
J acobs en
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seos realizados resultan a la postre también aspiraciones incumplidas, ensoñaciones irreales, aunque el deseo per* manezca encendido y el amor continúe sosegado. Esta qu ietu d de la dicha es un des eo satis fecho, pero, tam bién, un sueño insatisfactorio, ya que buscamos en el mismo invierno del sosiego jornadas de exaltación, días de sol, noches de lu na. Y esto es así porq ue el sueño es un deseo, oculto o manifies to, y e l deseo, un sueño de búsqu eda sin fin. Por esta razón, al rea lizarse el sueño creemos que se cum ple el deseo como su re alidad , pero al satisfacerse el deseo reaparece el sueño, la inquie tud, y ent onces la re ali dad lograda semeja una caída de lo que aspirábamos y causa una melancolía inevitable, un renacimiento de la ensoñación como dicha que debemos conquistar de nue vo, es dec ir, el deseo cum plido se m anifiesta incompleto. La libre, dispersa e infinita ensoñación que srcina la insatisf acción y melancolía, s e diferencia del sueño crea dor, del yo definitivo que llegaremos a ser. Este es el sueño verdadero que o pera siempre sobre la base de con tactos co n personas real es, y es resultado de amores d ra máticos o felices, de una experiencia concreta. Si Swann puede im aginar que la banal Odette de Crécy es una figu ra honda y apacible, como extraída del cuadro de Vermeer La mujer leyendo una carta, este sueño no es una invención caprichosa, sino la expresión de una necesidad que arranca de las entrañas mismas. Es un sueño similar «C'est al que expresa Baudelaire en su célebre poema: pour assouvir ton moindre desir...»,51 manifestación clara del deseo de una felicidad tranquila, próxima a la beata seren idad. Sí, se sueña pa ra s atisfacer el deseo. Más tarde descubre Swann que Odette es un ser superficial, incapaz de colmar sus aspiraciones profundas. Este sueño de am or lo ha construido sobre una rea lidad que conf orma o 51. «Lu x e , Calmo ct Voluptc».
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deforma, pero siempre sobre la base de una relación estrecha con otra persona real que no inventa. De hecho, la reviste de las perfecciones que exige su deseo, porque el sueño de amor es la expresión más profunda de la realidad subjetiv a del ser. Dime cómo sueñas el am or fracay te diré quién eres. Por consiguiente estos sueños, aunque sen, como el de Swann y otros muchos, profundizan las raíces d el yo y desa rrollan la individualida d, aum ent an la conciencia y definen al ser que sueña. Los sueños de amor, felices o fracasados, desencadenan una peligrosa ansiedad emotiva, porque constituyen una anticipación de cada vivencia amorosa. El encuentro con un nuevo ser, l a posible cita a mo rosa, está precedida de un deseo esp ecífico y con creto que nos impide g oza r de la persona tal como es, en su frescura natural, en su autenticid ad. El sueño de am ore s la expresi ón de las nec esidades, deseos y sentimientos de la subjetividad. Si en la ensoñación el j oven se apoya en la experiencia, cuan do se vive un sueño de a m or es la experiencia la que se apoya en la imaginación. « La activida d ima ginativ a depende de l as necesidade s y de los intereses en qu e se expre sen las necesidades.»5 Por esta razón, a m or ima más su bjetivo y el2 amor real máselobjetivo, seginativo diferencian muy relativa mente, porque las emocione s todas que se experimentan se viven como si fuesen reales. Swann vive sus amores como si fuesen correspondidos cuando, en realidad , los vive solita riam ent e. Pero vive un sueño, que es la manifestación de una necesidad profunda, realizando así sus deseos más íntimos. El joven tiene una riqueza interior múltiple, propia del horizonte de posibilidades que se le abre, que no le permite concentrar su actividad soñadora. Sueña con ser poeta, místico, arquitecto, político, ingeniero, novelista, 5 2 . L .S . VlGOSTKI.
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porque dentro de sí siente todos los sueños posibles y aún no ha encontrado el verdadero de su ser. El sueño d e am or es único, porque corresponde al deseo interior que nos constituye. El j oven p asa de los ensueños al sueño , cuan do el deseo acucia y se convierte en dura y claramente necesidad. Entonces, las múltiples posibilidades que tie ne el joven son dones que le atormentan. Equivalen a la desazón que se padece en el estadio de pasivi dad ingenua, pues se quiere actu ar por sí mismo sin saber cómo. Esta riqueza dolorosa es la infelicidad de la potencialidad y obliga al joven a desear, como nadie, la quietud íntima. Así Goethe exclama en plena juventud: « Komm, ach Komm meine Friede».53 ¿Cómo en pleno ardor juvenil se puede pedir sosiego, ese estado tranquilo que es cosecha de la m adur ez? Sin em bargo, son lo s jóvenes quienes más necesi tan e sos lago s de paz íntim a p ara poder desarrollar su espíritu, porque al vivir disparado hacia la búsqueda del amor, a la vez, se concentra y reflexiona cuanto vive. «Denkert ist Liebe,»54 El que vive del pensamiento puro se atormenta al en redarse en sus tortuosos lab erintos. El pensam iento co ns tituye una pasión, pu es esc onde y manifiesta la búsqueda de sí mismo sin objeto exterior. De aqui la dificultad que tiene el joven cuando ama para descubrir al otro tal cual es realmente, en su verdadera naturaleza objetiva. Su actividad especulativa le impulsa a cre ar un modelo i deal que responde, en realidad, a una búsqueda de su propio deseo interior. La pasió n pe nsante tiene por finalidad en co nt rar la raíz del yo oculto, enc am ad o en la persona que se ama o se cree am ar. Los seres así am ados son símbolos plásticos, musicales, literarios, pues representan el ser que necesita nuestro yo. Si una frase de una sonata de Mozart expresa la serenidad que ansio o he perdido, in53. «¡Ven, ay, ven paz mía!» 54. «Pensar es ama r» (Martin H e id e c g er ).
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tentaré sentirla en la mujer que tengo a mi lado. En otra veré una figura de Rembrandt, por su atormentada pasión sombría, estallando a toda luz, irrumpiendo desde las oscuridades temblorosas de su ser. A través de estas imágenes cultas del sueño amoroso se busca ansiosam ente la quietud íntima. Pero, una vez lograda la intimidad necesaria y conseguido el apaciguamiento, el sueño de quietud ahoga porque nos estrecha el horizonte. Cae y desciende el sueño a la inercia del sosiego, a la monotonía, a la oxidación del reposo. Así la mism a qu ietu d suscita una inquietud y renace el deseo, pero como pasión de vida y de conocimiento. El joven, al tiem po q ue se concen tra y refle xiona , necesita v ivir gozarAunque de ricas prisionero experienci deas,sí entregarse conplenamen frenesí a te, la vida. mismo, eg otista, posesivo, se expan de en generosa s ofrendas. «De la concentración y de la dispersión del yo», ya nos ha blab a Baude laire. Tiende, pues, a vivir diversas vidas extrañas y ajenas a la suya, ama a muchas mujeres, corriend o el peligro de de struirse. Consci ente de este riesgo para su unidad esencial, recoge velas, vuelve a sí y busca de nuevo un sueño de quietud, como eje in terior de equ ilibrio, imá n de paz que sól o alcan za en breve s ins tantes. Entonces este sueño se convierte en ansiedad, afán o tensión p ar tic ul ar del dese o mismo. Porque e l deseo no es ese universal que describen Deleuze y Guattari, quienes, para re fu tar el pansexualismo de Freud, concibieron un deseo u nívoco, to tal, que puede se r «revolucionario, bol chevique, anarquista, amoroso, nostálgico, artístico». Esta riqueza plural del deseo convierte a toda pulsión en una abstrac ción inmóvil. Por el contra rio, e l deseo es vario, móvil, cambiante, y a través de la evolución natural del joven nos revelará sus distintas metamorfosis y una de ellas es la ansiedad.
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EL AMOR Y LA ANSIEDAD
Ansioso de a m or se m anifiesta el joven y asom bra a los que le observan. Su ansiedad, que a veces es dolorosa y acongojada, es una exigencia que esconde un ideal prefigura do que espera real izar. A sí como el sueño lleva oculta una ansiedad, ésta esconde un sueño, una idea oculta, como Van Gogh que ansiaba plasmar el sol de Arlés. En esta nueva etapa, el joven ya no se dispersa en amores o experiencias múltiples, ni su sueño es el mismo que soñaba. Lo que ahora busca es su propio fuego con interior trascendido en otro ser. Pero la trágica paradoja de la ansiedad consiste en que no sabe que sabe, porque la misma ansiedad le impide interiorizarse, llegar a ser consciente de lo que quiere . Vive fuera de sí, afan oso, en p rocura de un amor. Pero este sueño de am or que busca realizar no es el de su propio ser, sino el que le calm e y sosiegue, en re alid ad, el enemigo de su fogosidad, y que le será hostil porque representa la dulzura quieta frente a su impetuosidad. La ansieda d, si es dispersiva y de sor bitad a, a la vez, es ona nista, pues el qu e la vi ve suf re el autoer otism o o narci106
sismo reflejo. Es como el personaje del espejo de Lacan, un a proye cción de la imagen de sí mismo que contempla. Ahora bien, al mirarse se desdobla y del espejo em erge e l otro de su yo, es decir, la diferencia como identidad. Entonces buscará la propia realidad, pero como ajena, extra ña , asp iran do a la poses ión de sí a través de otro. No es por la libido, como afirma Freud, que sólo busca satisface r y lib era r la tensión que sobrecarga el deseo. La ansiedad es otro tipo de des eo que busca la posesión y tam bién la p ropia en trega a o tro ser que sea como é l mismo. A este respecto, recordemos lo que dice Hegel: «Sólo se ama aqu ello qu e es igual a nosotros, e l espejo, el eco de nue stro ser». Sin embargo, el ansioso busca la disparidad en esa semejanza, la otredad esencial para satisfacerse. Por esta razón, el deseo es siempre ingenuo, infantil. La libido de Freud y la mem oria de Proust llev an siempre disim ulado el recuerdo de una felicidad autoerótica que se satisfacía inmediatamente. El Otro, esa dualidad dentro de la unidad, era el fantasma, una proyección de su libido. Por consiguiente, el hombre recordará siempre el niño que fue, la inocencia o Edad de Oro en que satisfacía cuanto que ro ahora que luc har áspera y terri blem ente p ría. ara Pe realiza r sustiene d eseos. Sin duda, la ansiedad tiene mucho del egoísmo del deseo srcinario, porque el ansioso quiere también satisfacer su deseo, pero, como se ve oblig ado a bus carlo, sale de sí m ismo, se entre ga. En consecuenci a, es un de spe rta r a la presencia de los otros. Ahora bien, como el ansia es espiritual y soñadora, interior y material, sensual y corporal, al cruzarse estas exigencias antagónicas se para lizan recíprocamente. Expliquémonos. El ansioso tiene un deseo poderoso, violento, acuciante de esa criatura que tiene presente, pero como padece el ansia espiritual de acuerdo a una idea que lleva en su interior, quiere adecu ar esa realidad a su idealidad y po r ello pie rde ímp etu, 107
desma ya la energ ía de su libido. Así pues, el ansioso carece de la meta posesiva inmediata que impele a la libido. El ansia es una espiritualización inconsciente del deseo que convierte al ansioso en un co mb atiente sin ar mas y le hace fáciTampoco l de las maquinaciones y artilugios seductores pre del sa otro. tiene posibilidad de conquista, porque proyecta el objeto amoroso fuera de sí, lo d istancia y aleja para mirarlo y remirarlo. Este examen enfría la relación amorosa, la espiritualiza en prólogos y diálogos indefinidos. Pero no olvidemos q ue a su vez el ansioso se entrega con afán al otro, lo busca, desea saber de su exis tenci a, de sus problemas. La criatu ra que am a constituye para él una problemática inquietante, un enigma a descifrar, el misterio vivo. Esta inquisición angustiosa hace más intensa la libido objetal, pues necesi ta m ás que nadie calm ar su ansiedad, que no es la m era sati sfacción carnal, sino la posesión íntegra del otro ser. Y tanto se entrega a vivir al otro que llega casi al borde de conocer su verdadera realidad. Pe ro se arre dra , intimida, y retro ce porque al a m ar vuel ve a sí mismo, al na rcisismo srcinario. El deseo puede calmarse siempre; la ansiedad, jamás. La impo tencia del ansia procede de que no puede rea lizars e sin la en trega de otro ser. Por esta razón, el ansioso está al acecho, a la espera del signo de la ofrenda ajena, pues sólo la persona que ama puede sacarle de su clausura interior. El ansioso aparece siempre condicionado por la natu rale za o el ser de l otro: si se entrega , le li bera; si s e cie rra sobre sí mismo, s e condena a la esclav itud, a segu ir buscando, empeñado en la imposible tarea de realizar la ansiedad. Esta continuidad de la tensión transforma la ansiedad en pasión, que es la potencia liberadora del amor.
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EL AMOR Y LA PASIÓN COMO LIBERTAD
Toda pasión auténtica es espiritual, generosa y, a la vez, carnal, codiciosa, posesiva. La experiencia de la ansiedad, el sufrimiento de no poder realizarla crea un ideal para la pasión: encontrar la criatura real que nos haga olv idar el dolor a qu e nos condenó la ansied ad. Sólo así pod rá cu mplirse e l sueño verd adero de amo r, el deseo narcisista. Para curamos de las pasadas, necesitamos encontrar un ser que noheridas nos cause conflictos ni torturas, que se abandone espontánea y libremente en una en trega total. La fi nalidad de la pasi ón es halla r una criatura natural y humana, impetuosa y espiritual. La libertad espontánea de los seres para vivir la pasión puede a rro str ar el orden amoroso burgués, y la destrucción del amor como matrimonio e institución establecida. En su novela María Grubbe, Jacobsen describe la vida de una aristócrata danesa que escoge la libertad para am ar libremente, sin tener en cuenta «la fachada de la sociedad ». Esta libe rtad signifi ca el cum plim iento total y defini tivo de la person alidad. Jacobsen lo deja bien claro en el dest ino de esta m ujer, a quien, situad a muy alto 10 9
en la escala soc ial, no le impo rta descender de ell a p ara vivir los diversos amores que satisfarán por completo su alma y su cuerpo. Esta liberación es una conciencia progres iva y hu mana pa ra realizarse y no la s oled ad absoluta que se pretende es la libertad. Ahora bien, la ofrenda mú ltiple de s í puede disp ersa rse en am ore s varios y sucesi vos sin que lleguen a configurar un destino. El romántico alemán Achim von Arnim dibujó en su novela Dolores la fi gura de una mu jer entre gada a vivir sus pasiones opuestas. Y es tal la n atu ralid ad con que lleva a cabo las infidelidades y traiciones que el poeta asombrado se pregunta: «¿Era un solo y único ser o tenía distintos "yos" que se combatían dentro de ella?». También en su obra Melusina y el espejo, José Bergantín plantea este romántico y dram ático conflicto de la riqueza plural y contradictoria de las almas que habitan un solo cuerpo. Por consiguiente, la pasión no pue de suj eta rse ni limitarse. Es corporal, necesaria, y absolutamente libre porque es consciente de lo que necesita. Pero también, como decía Kierkegaard, es dual: hay una pasión inmediata, natural, incircuncisa, y otra pasión reflexiva, mediata, espiritual. La primera lleva a la disociación por dispersión posesiva. Esta pasión es regresiva, vuelve al srcen, pues los seres que posee o ama son meros fantasmas de su propia satisfacción. Dentro de este tipo de pasión cabe también la posibilidad de una pasión ordenada, limitada, dominadora del ímpetu por un cálculo racional y egoísta. Entonces se crea u na a mbigüe dad de la pasión o estab ilidad sin equilibrio interior, una desazón dramática. Sólo el temo r a la pérd ida de sí mismo, contiene en s u ím petu al apasionado espont áneo o n atura l. Por el contrario, la pasión espiritua l, cua ndo es solamen te una concienci a de sí misma lleva al ascetismo, al sacrificio de la propia naturaleza posesiva de la pasión y a la renuncia al amor real. 110
como demostró el mismo Kierkegaard. Pero hay otra forma de pasión espiritual que reflexiona la impetuosidad de la pasión natural y adentra el amor, realizando la unidad antagónica del hombre. Cuerpo espiritualizado y espíritu corporeizado, tal es la síntesis que operan el am or y la pasión unidos. Sin embargo, la antítesis subsiste: la pasión es corporal, y el amor, espiritual.
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EL AMOR COMO PENSAMIENTO
La sensualidad del cuerpo exige satisfacciones múltiples y crecientes de placer, agudas sensaciones en que de rra m ar su energí a vital, or gánica. Sin embargo, la chair est triste, hélas, decía Mallarmé, porque el goce profundo nos deja ahitos, vencidos, agotados. La mera posesión física de otro ser engendra un agudísimo sentimiento de soledad y desamparo. La multiplicidad de placeres tampoco calm a ni llena el vacío de la soledad. Aunque el cuerpo se entrega íntegro al acaric ia r la tersa y delicada piel de una c riatu ra, el placer sexual , la pur a posesión carnal de otro, no huma niza el cue rpo ni lo esp iritualiz a, pero lo natu raliza. Disfrutar ese bello cuerpo de un a mujer, decía Rilke, es como gozar d e un amanec er, gu sta r una manzana, o aspirar el aroma de una rosa. Posesivo, egoísta y solitario, el cuerpo se abre a todas las realidades terrestres, y al entrar en la oscura entraña de otro cuerpo se sumerge en la natur alez a. En consecuencia, todo acto sexual nos hunde en la totalida d pán ica. Pe ro esta integración cósmica no nos ayuda a salir de nuestra soledad. Necesitamos sentir el cuerpo propio, vivirlo objetivam ente a través de otro. Sólo la entrega recíproca en el acto amoroso puede proporcionárnoslo. 112
El cuerpo es el gran ausente d e nue stra vida cotidiana pues, m ie ntras actuamos, lo olvidam os por completo. Es el presente que está siem pre ausen te. Bi en sea porq ue los movimient os de l cuerpo desintegran su u nidad y no pode mos objetivarlo, como señala Merleau-Ponty, o porque consciente y deliberadamente no lo tenemos en cuentaper para realizar nuestros fines, proyectos e intenciones, maneciendo ahí como «transfondo último».55 Esta abs tracción del cuerpo es paten te y visi ble en todos nuestros acto s cotidianos, s ólo la ac ción amo rosa lo trans form a en ondas de energía y fogosidad. La actividad sensual pro porciona intensidad al cuerpo pasivo e inerte. Las cari cias, los contactos, los estrem ecim ientos recíprocos, esti mulan la acción corporal hasta encender la pasión. Por ello, cuando hacemos el amor creemos tener conciencia de que somos cuerpos. Pero, si el acto amoroso no nos comun ica, e s decir, s i al abra zarn os no sentim os el cuerpo propio en el ajeno y viceversa, que es su objetivación reci proca, entonces sufrimos nuestra incorporeidad, nuestra inanidad, nuestra nada. Para sentir la presencia del cuerpo, es necesario po seer otro cuerpo y en trega r el propio. Sól o así se cumple el sueño o finalidad secreta de todo cuerpo: la encarna ción. Paradójicamente el amor, en la ofrenda corporal de sí mismo, realiza la pasión posesiva. Pero entonces, y aunque parezca sorprendente, la pasión por sí misma com bate e l am or porque, a m edida que s e acumu lan con quistas, aventuras, satisfacciones, se crean insatisfaccio nes, tristezas y progresa la soledad interio r. Las pasiones, por más ricas y variadas que sean, no contentan ni apaci guan. La multiplicidad donjuanesca de pasiones frías y objetivas entorpe ce y oscurece e l cuerpo, aunq ue no pode mos nega r que enriquece su experiencia al hacerle p erde r SS. GeorgLuk Ac s , Ortología.
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la sensibilidad de la sensua lidad, es decir, la capacidad de receptividad, de percepción de la realidad de los otros. Mientras no quiere entregarse, la pasión permanece cerrad a sobre s í misma, solitaria, en decidida lucha contra el amo r, aferra da a su dese o posesivo, abstrayé ndon os de nuestra propia y la de juve la ajena. sobre todo en larealidad etap a de ntud ,También adquiere el ta amor, n exag erada importancia que se trascendentaliza como preocupación única y obsesiva. La dialéctica amorosa hace que el amor se convierta en meditación sobre sí mismo y dejamos de vivirlo para pensarlo. Asi se crea, quizá sin darnos cuenta, una m etafísica del am or en la edad juvenil, como señala Spranger. Paralelam ente a la pasión que p or su e jerci cio di spersivo amortigua nuestra sensibilidad, insensibilizándonos, el amor cavila, ensimisma y termina en una idealización que, por ot ra par te, res ulta inevitable y has ta lógi ca, pues todo amo r es siempre am or al Amor mismo. La dialéct ica amo rosa exi ge que aun el am or inm ediato, real, que vivi mos, se eleve a concepción ideal absoluta. No podemos impedimos desea r que n uestro am or sea e l m ás perfect o y total, pa ra q ue nos haga feli ces. Estam os, pues, y nos sentimos obligados a reflexionar l amo r. Ahora bien, pensar sobre el sobre amor,eno es amar verdaderamente. Sin embargo, cuando amamos, necesitamos pensar mucho, to rtura m os la mente para entender el objeto amoroso cuya realidad nos desconcierta. Por ello es muy diferente el pensam iento sobre el am or que pensa r el amor que vivimos. «Die Liebe ein Denkett odergar das Denken Liebe?»,56 se interroga Heidegger. Es un hecho que siempre que vivimos un am or lo pensamos , luego ¿el am or es pensam iento o pensarse? Heidegger tra ta de des56. «¿El amor es un pensamiento o el pensamiento es amor?», Heráclito.
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cifrar un verso de Hólderlin que dice: «wer das Tiefste gedacht», cuyo sentido es «el que ha pensado lo profun do», par a sa be r si ab arc a a todos los seres en su conjunto o su unidad esencial. Lo profundo, para Hólderlin, es lo que nos abisma, o sea, lo que se piensa. Y, sin duda, el am or es un misterio que no pod emos contem plar si n su mergimos en nuestra subjetividad. Por lo tanto, pe nsa res amar, mejor dicho, amarse. Pero Heidegger objeta, en principio, que el amor es un sentimiento y que el pensa mien to es a-sentimenta l. Por otra par te, la psi cología tra dicio nal s epa ra los pensam ientos de las emoc iones, senti mientos y voliciones. Quizá de aquí se diga a veces, con razón, que al pensamiento lo enturbian los sentimientos. ¿No seraEn al este revés, queelelamor sentimiento clarifica el sentir, pensa miento? caso, ya no sería sólo un sino un pensamiento que se piensa a sí mismo, como in tuyó H ólderlin en su verso. Si el am or es pensa mien to, ¿el pensamiento es am or? No necesariamente, pues puedo pensar el am or sin sentirlo, como también puedo vivirlo sin pensarlo. Quizá sea necesario el antagonismo entre amor y pensamiento para realizar su unidad o realidad ontológica. Pero examinemos el revés de la trama. Cuando el pensamiento piensa el amor, no ama, por que al abstraemos pensamos el amor en su totalidad y olvi damos am ar concreta y realmente. En una etap a juve nil podemos a m ar y m ed itar el am or. Ah ora bien, s i vivi mos el am or y éste no s preocup a seriam ente, no tenemos tiempo para pensarlo, porque estamos embargado s por la presencia misteriosa de la persona que amamos. En tonces pensamos, sí, pero para descubrirla, y sentimos el am or sin pensarlo. Sin embarg o, Heidegger insiste n que la solución del enigma se encuentra en el verso finale de Hólderlin: «Libt das Lebendigste».57 Este amor no sería 57. «Ama a los vivientes.»
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pensarse a sí mismo, que es el sentirse o reflejarse m utu a mente los amantes, ni tampoco el amor de las subjetivi dades prisioneras de sí mismas, ensimismadas y reflexi vas. El amor, así, sería la falsa relación intersubjetiva en que se mantiene la separación en la identidad del abrazo comú n. En este caso, es el vuelo del sol o al solo, porqu e no estamos abiertos, sino cada uno cerrado. En esta situa ción de enajenación alienada, ni se piensa ni se ama ver da de ra y realmen te. No s am am os, si nos sentimos al pen sar, y nos pensamos al sentir. Así el pensamiento no es amor ni el amor pensamiento. El pensamiento y el senti miento unidos nos hunden en la tiniebla de la subjetivi dad amorosa, pues al amar pensando el amor que senti mos nos precipitamos en el rincón más secreto del yo, caemos en la soledad, nos cerramos y deshumanizamos. La solución de amar al ser de la realidad, que propone Heid egger pa ra salvar nos de esta situación, e s tan exclu siva del sujeto como idealista, ya que el verso de Hólderlin indica una posibilidad de amor concreta y no la uni versalidad abstracta del sentimiento amoroso. En este sentido afirm a que el que piensa p rim ero ve mejor, si gni ficando que se debe descubrir lo que está oculto, lo pro fundo, lo que tenemos siempre en el pensamiento: el Amor, y saca rlo a la luz, desvel arlo par a p ode r am ar todo lo que vive, pues una vez que el hombre se ha abierto al Todo, podrá amar concreta y realmente. Pero amar a to dos es como no amar a nadie. Si la totalidad de la vida fuese condición necesaria del amor, no podríamos amar algo en concreto, porqu e no vemo s jam ás plenam ente. Si amo a una persona, mejor dicho, a lo que pienso sobre ella, amo en ese ser todo lo viviente, pero con un pensar solipsista o i deal ista. Esta es la inte rpreta ción de Heideg ger sobre la relación amor y pensamiento. Pese a la soledad en que nos hunde el pensamiento amoroso, para amar necesitamos pensar la persona ama
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da y llegar a conocerla. ¿El que ama, conoce? No por el solo hecho de amar. El conocerse los amantes, de que hablan los románticos, es una intuición racional, como una adivinación emanante del contacto emotivo. Sí; el am or suscita curiosidad, interés, perplejidad, afi nidades sorprendentes, dudas y vacilaciones. El desconcierto sur* ge a menudo de este proceso del conocimiento amoroso, porque no es un discurrir subjetivo, sino objetivo, cognoscitivo. Y tampoco es el pensar ontológico de Heidegger, que al pensarlo todo no neces ita exper ime ntar ni conocer a nadie. Por el contrario, el amante no puede pensar en vano, se apasiona e inquie ta p or conocer al am ado. Tam poco se puede entregar a pensar espontánea y natu ralmente, necesita de una experiencia previa, construir hipótesis, edificar conjeturas que admite o rechaza. Su amor es observación, y una atisbadura del amado. Es un proceso del pensam iento que avanza y retrocede, se corrige y vuelve sobre sí mismo para encontrarse con la realidad de la persona que ama, es idealización objetiva y subjetiva, un pensarse a sí mismo a través del amor, un circul o que se cierra en un discurso interior. Barthes decía qu e «el am or amamos tiene en ede l yo el único protago nista». Sin embargo, cuando verdad, como nos desvivimos por esa persona que deseamos, al sentir su atroz o dulce realidad nos olvidamos de lo que pensamos sobre ella par a a ce pt arl a sin juicio de valor y sea como sea. « El Príncipe Idiota» ama a la prostituta que rechaza y, sin embargo, la lleva a sí mismo, la sublima. Este cristianismo básico de Dostoievski es una impiedad amorosa, una vuelta a su yo, un amor hipócrita, porque al amar a los humildes se complace y enorgullece, se beatifica. El amor sublimado es una forma disimulada de amor a si mismo. La renuncia a la verdadera condición humana p ara salv ar a los otros, haci éndose Cr isto, es una tra ición al amor. El que ama necesita, exige conocer al otro. 117
no compadecerle. Pero el conocim iento tam poco es amor, si el conoce r es dist an te, rac iona l y objetivo. E l verd adero conocimiento lleva implícita una pasión dolorosa por sa ber del otro, una necesidad de aproximarse entre zarzas quem antes, ha sta llegar a tocar e l cor azón de su realidad. Entonces se alcanza la sabiduría amorosa, el saber de amor, cima de este proceso. Pero una vez conseguida la verdad del otro ser, el am or no term ina en el c onocimien to, sino que comienza su ve rdadera his toria porque ya no es sólo pensar y conocer. El am or es una activid ad consciente, y el pensam iento sentimentalizado o el sentimiento pensado que llevan al conocimiento amoroso, son operaciones de la subjetivi dad. La tragedia del amor consiste en que nos hace cria tura s pensantes, n os vuelve siempre a nu estra intimidad, nos invita a reflexionar. En este sentido, es exacto lo que dice Heidegger: «Das eigentliche Denken isí das wahre Lieben»,S8es hac er de sí mism o un hogar, «la pa tria» de que habla Bloch. Pero si la reflexión constituye la esencia del amor, no saldremos nunca de nuestra soledad subjetiva, egotista, y no podremos amar realmente a nadie. Las criaturas a quienes creemos amar serían, en realidad, objetivaciones o encamaciones de mi propio yo. Rilke prevé el fin de esta forma subjetivo-reflexiva y romántica de amar, cuando propone que los amantes se desprendan de sus l igazones para entregarse to talmente a lo abierto, pues si la realid ad que crean es una nueva s ole dad com partida, se aislarán del mundo para vivir su pro pia llam a de amor y harán más solitaria su soledad. Cons truirán su casa, tendrán un hogar con un fuego central que ilum inará pensamientos, reflexiones, y descansa rán el sueño de sus la vida: símbolo plástico del amor como propiedad privada. El regreso, después del peregrinaje 58. «El pe nsamiento prop iam ente dicho es el amor.»
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por el mundo, fue un ideal romántico. Es la imagen que nos da Peer Gynt, de Ibsen, y todo s los román ticos alem a nes: el corazón como centro del mundo para Vitales; el sueño que se sueña a si mismo, para Jean-Paul Richter, son todas figuraciones o construcciones de ese viaje de reto rno al ce ntro de sí mismo. E sta vuelta al hog ar srci nario nos afirma y consolida como seres solitarios. Aún más, e ste ideal de am or es encer rarse, y cua nto más aisla dos estén los amantes, más gozarán de su felicidad. El volverse hacia sí mism o es, en rea lidad , un retro ce so frente a la inicial apertura que significa el comienzo del amo r. Los am an tes qu e al un irse en esa religazón a los orígenes, cre an un h ogar y se separ an del mundo , no sólo vuelven atrás: a la sujeción uno al otro, aa sílamismos, religión,sino a lamás dominación ciega o del ligazón esclava. Ya no son libres, pues el amor les ata al unirlos. ¿Cómo romper los nudos de un amor que nos aprisiona y hace felices? Parece imposible, porque si nos sintiésemos infelices, enc on trar íam os la forma de de sha cer los ovillos en que estamos envueltos, pero como el hogar, símbolo del orden y felici dad de los am ant es, es un lazo indestru c tible, seguimos condenados a la obediencia recíproca. Es una vuelta al Dios del ori gen, al de sierto como tem blor y terror de lo desconocido, a «lo absolutamente Otro» de Rudolf Otto. Así, lo más íntimo, propio y subjetivo que era nuestro, /7 mió amante, se cam bia en Numen, terrible personaje extraño e ignorado, pero con la diferencia de que no está le jano ni rem oto, como en las religiones, sino a mi lado todos los días. No es la convivencia la que pro voca los enojos y disputas mutuas, ni el amor el que crea el es la subjetiva, solitaria de los amantes la odio; que crea la unidad lejanía recíproca, el distanciamienlo en la proxim idad más íntima. El am or se convierte así en la religión de la soledad, pues nos ata por detrás, a trai ción, haciendo que no podamos vernos las caras para 119
unim os. Tenemo s que olvidam os uno de otro , como si no nos conociésemos, para conservamos unidos. «Hogar, dulce hog ar», fel iz hallazgo de la a ng ustia de Heidegger , «la patria » de Blo ch, y el ideal de am or romá ntico son, e n realidad, un yermo de soledad. ¿Cómo escapar a este amor, para amar de verdad? Habíamos dicho que por una actividad o pasión de la conciencia amorosa se puede salir de este hogar de la subjetividad sentida y pensante. Pero no nos engañemos. La conciencia no es la pura inmanencia, como nos enseñaron, ni tampoco esa falsa trascendencia que, en el fondo, es un viaje por las fronteras del yo. La conciencia es un trascender la trascendencia. El amor es conciencia de sí mismo, cuan do se oam Y tambpara ién la concienci es amor, porque desaparece sea.aniquila saber del a otro que está ahí. « DieAkt, wie das Bewustsein ist, und wie etwas für ist, ist das Wissen. Das wissen ist sein einzigen Akt.»59 La conciencia, al e xteriorizarse, se entre ga, consuma su holocaust o, pero no s e lim ita a s alir de sí, opera la apropiación del objeto amoroso, pues sólo se sabe con certeza de lo po seído al hacerlo nuestro cua ndo lo interio rizamos. Tampoco se confina la conciencia amorosa en esta donación y posesión; todos los días la practica y renueva en una actividad inacabable. Así, amamos avanzando hacia el futuro del am or y lo creamo s día a día con esfuerzo, sin esa ilumin ada espera nza de los soñadores ni de los idealistas del amor. Todo amor subjetivo se construye por una síntesis imaginativa, un ideal de amor que no tiene contenido concreto pero, la mayoría de las veces, es el resultado de una conjunción de realidades vividas. En sentido kantia59. «La forma de man ifest arse la concienc ia y lo que significa algo para ella, es conocer. Conocer es su función, su único acto», Karl Ma r x , Critica a ¡a dialéctica y filosofía de Hegel.
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no, todo ideal de amor es vacío, pero orienta y estimula, anima el pensamiento y nos hace vivir en sueños la realida d del amo r. Por ejemplo, en los cuentos de Jacobs en, el am or es un a aspiración infinita e indefi nida, que no cuaja en ninguna figura concreta de hombre o mujer, es decir, en un ideal de amor. Pues bien, el amor especulativo, el del pensamiento sentido, se expresa a través de dos formas: mediante un sueño o ideal de amor que tortura la vida para realizarlo, o una aspiración sin fin vaga y etérea. Tanto el uno como la otra son manifestaciones del am or desamo rado propio de los soli tarios eternos. Pues el que sufre de una aspiración infinita, aunque aparente ser el person aje m ás ajeno a sueños ideales, al no bus car figuras imaginativas con quien compartir su alma, siente el am or como una trascendencia posible, un m ás allá que le priva de toda satisfacción concreta. Vemos así en la novela María Grubbe, de Jacobsen, có mo la libertad o espontaneidad necesaria del espíritu surge de la negatividad del amor mismo, del desencanto interior que consume el amor por el mero hecho de vivirlo. El desengaño es el resultado inevitable del ensueño de amor, del engaño en que se vive. La espiritualidad o libertad negativa que nos deleita nace de una concepción idealizadora, trascendente del amor, una creación del pensamiento o del sentimiento que lo sitú a p or encima de toda rea lidad te rres tre. Pero el amor no es la felicidad absoluta ni el paraíso trascendente de Jacobsen. No podemos nega r que e s necesaria cierta aspiración o id eal de amo r, como kantiana norm a reguladora que sirve par a d arno s la concienci a de lo s límites d e una realidad amorosa que vivimos. Ahora bien, el descubrimiento de estas lim itaciones nos ofrece distintas opciones: intentar vivir un nuevo amor, que nos proporcione iné ditas ilusiones, o ac ep tar el que ten emos con o jos abiertos y despejados, con mayor conciencia de la reali121
dad . Pero sólo por un a concienci a activa del am or podremos sal ir del círculo cerrad o del idealismo, de esas fi guraciones o especulaciones soñadoras. Por sí misma, la concienci a no es nada, sólo ap ertu ra hacia las cosas y l os seres . La concien cia es lo que llevo den tro de mí como una llama encendida: la pasión, aspiración íntima, secreta, base del desarrollo amoroso.
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HISTORIA DE LA PASIÓN
El amor, como hemos visto, es un proceso histórico, na tura l y human o de la individualidad . Atraviesa po r distintas etapas: comienza a insinuarse en el niño, lo siente con violen cia el adolescente y se constituye en el hom bre mad uro. La pasión tiene, tamb ién, un curso de desarroll o paralelo. No se trata de la pasión universal, abstracta, que se manifiesta como pura teoría y práctica transformadora, técnica , sino de la pasión srcinal, propia, erótica, que sentimos todos los hombres. En este caso, la pasión tiene su pro pia his toria como desa rrollo cond icional del am or mismo. Sin pasión no podemos sen tir ni vivir el amor. La pasión pasa necesariam ente por distintas e tapas en su crecimiento: primero, en el niño aparece la pulsión, que expresa como d abre esorden ado yaguza confuso de d irigirsesehacia cuanto le afán rodea, los ojos, el oído, agiliza la mano, degusta sabores y conforma los movimient os necesa rios pa ra asim ilar e l m undo y despl azarse por él. En realidad, el niño extiende sus brazos al mundo 123
en torno, para tomar lo que necesita y desarrollar, sobre todo sus movimientos sensomusculares. Estos primeros básicos y torpes movimientos, dirigidos hacia el mundo exterior, en realidad, preceden a la pulsión misma, pero le determinan. El niño necesita una serie de operaciones previas, como coger un objeto con la mano, moverlo, en apariencia sin sentido práctico, para dirigirse al mundo. Así todos sus actos son movimientos para conocer su entorno. Una vez conquistado el dominio instrumental de sus ojos, manos, oídos, bo ca y pies, puede c oncen trarse en una dirección y buscar , con decisión y energía, una cosa o una persona. Ha nacido el impulso de la pulsión, que es conocer el objetivo de sus m ovimiento s. De es ta forma, e l niño aprende saber que quiere en cada instante lo señala co n la amano sinlo p alab ras. «¿Para qué qu errá aqy uello o esto, el niño?», solemos preguntarnos. Simplemente para conocerlo, pues el niño se recrea en la inocente contemp lación mirífica de los cosas. ¿Qu é ve en ellas? Lo que nosotros ya no podemos ver: signos visua les, pala bra s secretas aún dormidas. Los objetos hablan a los niños, les dicen cosa s que re pre senta n lo que ellos desean v er y reflejan sus propios apetitos. Así el mundo exterior, con su riqueza plu ral, com ienza a encend er los sueños infanti les. El niño no sueñ a po r puro afán inventivo. Son l os objetos que ma nipu la los que despie rtan sus sueños. « La fantasía infantil —dice Vigostki— es el producto de una experiencia objetiva cotidiana.» La pulsión s e m anifiesta srcinariamente como ensoñación. El niño no se mueve, parece que está descansando, pero en re alidad está silencioso, recogido en sus observaciones soñadoras, aislado del ruido y de la varia agitación. El niño es, quizás, el ser más concentrado que existe. Pero esta ensoñación no le priva de energía ni de vitalidad. En esta etapa los sueños que vive esconden a la pulsión, la disimulan y, en cierto sentido, la reprimen. Las ensoñaciones infantiles deposi12 4
tan y almacenan las pulsiones en lo más intimo. Esta represión es inconsciente, no deliberada, pues el niño dialoga con los objetos, los vive y no se desinteresa jamás de ellos ni en el punto más exaltado de sus sueños. Es como un repliegue estratégico, para saltar de nuevo con inusitada energía sobre las cosas. Entonces, ya no las sueña, las cog e, las d estruye, las recompone, j ueg a con ellas. Los sueños del niño son siem pre afectivos porq ue es el tono o color sentimental lo que pone en las cosas, es su se nti r sobre ellas. Aho ra bien, en este nuevo estad o de su evolución ya no sueña los objetos, busca abrirlos para penetrar sus secretos. Por esta razón, rompe todos los ju guet es pa ra verlos po r dentro. Su pulsión s e derra m a en múltiples pulsiones: beber, comer, jugar, correr. Es la etapa de dinamismo infant il que tanto asombra y atemoriza a lo s adu ltos, pu es temem os que tan trem en da vitalidad conduzca a un accidente. E s la pulsi ón en su extrema tensión, srcinada por la sobrecarga de energía que ha creado la asimilación solitaria, soñadora. En estos momentos, el niño parece como perdido en la selva de sus impulsos y correrías. Sin embargo, la pulsión srcinaria, primitiva, ha logrado su finalidad objetiva: el niño aprendió a situa rse en el mundo, a movers e den tro de él. Nues tros temores son infundados en cuan to a los pelig ros que corre. Pero todas estas pu lsiones son vanas, no tienen ninguna meta precisa o, si la tienen, es inmediata, fugaz, pasajera. E sta prodigalidad o desparrame de energías no lleva a res ultado s signifi cativos. El niño crece y, ya más exp erimen tado, es conscient e de su potencialidad, pero, al mismo tiempo, de que esta fuerza es impo tente y que la dicha gozos a de su energía es su desdicha. Se percata de que por m ás que lo quiera, no logra realizar nada, siente que no llega nunca a la apropiación total, que es la finalidad de toda pulsión. La aprehensión se le revela remo ta e imposible y esta realida d le 125
consume de tristeza. Todas sus entregas a las solicitudes del mundo han sido vanas: no ha recogido ni poseído nada. Y nace la melancolía como refugio interior de la pulsión. Entonces, reaparecen los sueños como realizaciones de las pulsiones frustradas. Pero, a diferencia de los sueños infantiles, los juveniles ya no los encienden los objetos, los crea la insatisfacción de sus propias pulsiones. Sus sueños son, pues, diurnos, clarísimos: ser protagonista activo, héroe batallador. Cid, Amadís de Gaula. Así sueña con personificar la energía y la acción de la pulsión originaria. En el decurso de este proceso de ensoñación se oscurece de nuevo y se relega a un a zona se creta de la conciencia la finalidad de toda pulsión: la posesión yriamente, dominiopor objetivo. Se oreprime sin quererlo, involuntaun olvido desmemoria de la pulsión, que termina adormeciéndose. Pero estos sueños le demuestran que puede re aliz ar lo que sueña. Entonces, los sueños se formulan como de seos claros y distinta men te. Han servido al joven para aprender a desear. Su tristeza melancólica provenía de que sus pulsiones no tenía n fines precisos y, al ignorarlos, no sabía desear. Soñando, descubre que el deseo anula la pulsión sin aniquilarla. El deseo es una pulsión concentrada y dirigida hacia un objetivo. Claro que sentir un deseo no implica poder realizarlo. Tenemos tan tos deseo s como sueños, y pueden ser tan varios los unos como los otros. Experimentamos deseos vagos, ideales, imprecisos, y otros personales, materiales y concretos. Ocurre que los deseos, al diluirse en proyectos, ensoñaciones, encantamientos, nos privan de la energía creadora de las pulsiones srcinarías. Tanto nos deleita acariciar deseos y fabular planes que nos paraliza mos. Es frec uente asistir a este incesante proyectar dei adolescente, sin que sea capaz de llevar a cabo sus programas de vida. El peligro radica en que el deseo puede ag osta r la energía de la pulsión. Lo que salva al joven 126
de caer en la inercia y la postración total, es la densa energía de su deseo sexual, que no puede reprimir, y le empuja con afán posesivo a satisfacerlo con la posesión de un cuerpo ajeno. Eldad deseo sexual una calmarse pulsión in ha na sta ta, consciente de ssuu finali y que no es puede que no lo gra objetivo. Lo que F reud llam a «com plejo de Edipo», «c om plejo de Electra», «complejo de castración», «complejo sado-anal», todas estas manifestaciones de la sexualidad infantil son, en r ealida d, pulsiones hacia el cuerpo propio, el otro yo de l deseo que es su prim aria forma de objetiva ción. Las relaciones entre padre, madre e hijos constitu yen u na tram a o conjura de compl ejos intri ncados en que se enreda , m ultiplicándose y divi diéndose, l a pulsión ori gina ria del deseo sexual. Paradójicam ente, e l dese o, au n que orien tado h acia el cuerp o ajeno, nace de la atracción oscura que se siente por el cuerpo propio. La atracción por el padre, la madre, el hermano, el placer anal, la cas tración , son vue ltas sobre si mismo de l deseo pa ra c onsti tuirse, interiorizándose. Por ese reflejarse en los miem bros de su ento rn o familiar, el deseo se organiza y concen tra toda su energía preparándose para lanzarse a lapulsiva, aventuraejercit vital. ándose Pero elydeseo no puede permanecer en la oscura reclusión familiar y se tensa, distiende o proyecta hacia un único ser. Entonces, el de seo ya no tiene deseos, est á pos eído po r uno solo y preciso, una finalidad única. Sin embargo, el deseo no es sólo in mediato, impulsivo, arrojadizo; también sueña. El niño pasa durante años por un estadio de indiferencia sexual, como observó Freud, en que no tiene intereses eróticos. Luego, el de sp er tar sexual violento y agudo , coinci de con una viva actividad especulativa de grandes construccio nes ideales. Entonces, el joven sue ña o cre a la figura d e un ser a quien amar: Beatriz, Laura, Saskia, de Rembrandt, La Mujer, de Picasso, arquetipos ideales de sublimada 127
perfección. Así, el deseo tiene un objetivo concreto. «El seso crea el sexo; el sueño, el objeto del deseo.»60 La mente, que sueña dormida desde la infancia, des pierta para soñar lúcida y claramente con los ojos abier tos: «je fais ce reve qui est le reve d'un reve»;61construye, elabora sueños conscientes, dibujando el objeto de su de seo o deseo oculto que se venía creando desde la puber tad. Entonces siente el desasosiego e inicia la búsqueda en la noche del deseo, porque «la fausse clarté au reveil, étouffe la clarté».62Ese sue ño m ental que nos hace desear una figura humana es oscuro, secreto, pero puede imagi «la personne nar vespertinamente, entre luces sombrías, aimée, par m oi intenté et vraime nt faussé». Pero el sexo es «le grand sexe d’écailte est de ce méme oscuro, noir», ysombrío, nos hundimos en su abismo eterno, desde el co mien zo de la h isto ria . En fin, ese sexo único y universa l es el que el hombre desea. «Et l’homme malheureux qui désire et ne veut.» Sí, desea y no quiere, quizá co ntra su propia volun tad , pero la vida tiene un fin: el sexo, un dios inquie tante, siempre el mismo, ignoto, sin rostro. El deseo también sueña, busca la unidad perdida que ha ex perim entad o con el p adre o con la-madre, el srcen, la seguridad olvidada de la felicidad primera, el éxtasis de la conjunc ión am orosa de la id entida d. El deseo t iene, pues, su proyecto ideal añoroso edipiano, retrospectivo, de idilio familiar, de carne única y sangre indivisa. Por ello el sueño d el deseo es la uni dad de amo r, la necesidad de cum plir mi dese o que durm iendo o soñando me desa zona, me impele fuera de mí mismo, me desencadena el ímpetu y me llev a a sup rim ir el sueño pa ra realizarlo. D e
esta forma se recupera la actividad pulsiva. 60. Pierre-Jean 61. lo. 62. ÍD.
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J o uv e .
El ímpetu es la conciencia del poder de la energia interior. El joven es impulsivo porque sabe y puede responde r a los estím ulo s del m undo exterior. Pero su impu lsividad es meramente reactiva, no impetuosa. El verdadero ímpetu es un saber buscar y encontrar el ser, la cosa, el bien que deseamos. Mejor dicho, tener el poder de buscarlo, que no quiere decir necesariamente hallarlo. El joven impetuoso tiene ya una orientación fija y determinada dentro de sí mismo, como si poseyese una brújula interior. No creamos que el impulsivo sea un desequilibrado que se lanza fuera de sí a rea liza r un deseo que tiene e n la mente. No; por el contrario, el ímpetu nos adentra e intima con las cosas y los seres, pero guarda un vigor inte rior lo retiene y conserva. D e ot ra se perdería enque gestos presurosos y dilapidaría la forma, verdadera fuerza del ímpetu. Por ello, el ímpetu se crea desde la intimidad, pues no nacemos impetuosos o pasivos por la gracia de Dios, como suele afirmarse. Nos hacemos impuls ivos porque llevamos con nosotros una pesada ca rga de sueños, proyectos, ideas, deseos que claman por plasm arse en la realidad. El ím petu es el resultado de múltiples deseos concentrados. Así como el sueño es un deseo sin sueñ os, y el deseo un sueño sin des eos, es decir, am bos sin u na d irección pre cisa, soñamos amores para satisfacer el deseo, pero sin desea r verdadera men te nada ni nadie. L os amo res juveni les son sueños de am or que se viven o amo res vivido s que se sueña n. S ea como sea, los jóvenes los viven den tro d e su interio ridad oscura, recolet a, hasta que se esfuman co mo volutas en lontananza. Llenan horas, días, y colman los vacíos de la espera, el hueco los deseos. La irrealidad es el resultado de estas experideencias más soñada s que vividas que, al de jar un pozo ama rgo de insatisfacción, nos impulsan a la realización efectiva de lo que deseamos. Pues l a esencia d el ím petu consiste en sabe r que no pode129
mos, pero queremo s concreta me nte algo y nos lanzamos a su búsqueda. El ímpetu es un q uere r realmente con toda la energía de nuestra voluntad. El conflicto estalla cuando podemos querer, pero no sabemos a ciencia cierta lo que deseamos, pues tampoco el impulso nace del mero querer o empeñarse del deseo. Los impulsos tienen sueños que oscurecen sus fines, sueños que les arrebatan la claridad de visión. Hemos hablado de que existe el sueño de la quietud para los que desean dulzuras, y otro de la exaltación, para quienes sueñan pasiones. Entre los soñadores quietos están los que busca n sumisión, hum ildad, piedad, m ientras la exaltación puede quererse recogida o intensa, violenta o tierna.deEsta diversidad resultado degarse los a errores su inm ediatez.del Porímpetu el lo el es joven , al entre la vida amorosa e mp ujado p or el fluir de su sangre, tiende a confundirse al abra zars e ciegamente o a cae r de hi nojos. Suele pedírsele calma, que sofoque su ímpetu, lo cual es una exigencia imposible. No puede esperar porque obedece a la ley imperiosa del deseo. Sólo al volver sobre sí, después de sus fracasos, descubre la necesidad de reflexionar para saber lo que realmente desea su ímpetu. Entonces comienza a meditar sus amores impetuosamente concentrado, solitario, recreando otros nuevos. Sin embargo, todas las anticipaciones de sus sueños ya no son válidas. Tiene que experimentar nuevamente a través de ímpetus sucesivos para poder descubrir el objetivo de su vida. Y precisamente la búsqueda del amor, al hacerse meta ideal del ímpetu nos hace tropezar innumerables veces, equiv oca r el sentido , la dirección del mismo. Suele ocurrir entonces que al no verse realizado el ímpetu se repliegue en la interioridad ciega de su oscuridad nocturn a, acrecentand o su intensidad que lo endurece y empecina. la aspira De esta concentración íntima puede surgir do
ción, que es la mera espiritualidad del ímpetu, un saber
barrunta do de lo que se desea aunque tranquilo y sin afanes desmedidos. La aspiración es una insatisfacción quieta, y hasta cierto punto gozosa, resultado de esos err ore s de los impulsos diversos y de l os que se ha podido extraer una consecuencia, una finalidad o una imagen más próxima de lo que buscábamos tan impetuosam ente en vano. La aspiración es el ímpetu trasmutado. El que aspira también busca, pero sin arrojarse ni precipitarse como el impetuoso, por ello no puede arre pen tirse de sus fracasos y tampoco extraer una enseñanza de ellos. Entonces el desafuero del ím petu ansioso des pe rtará la vehe mencia.
El veheme nte se afirm a en la volun tad de su búsqued a y aunque no descubra nada que le satisfaga continuará su ascensión sin descanso. La vehemencia es la persistencia ansiosa del ímp etu, pero e n el tr ansc urso de la propia violencia pierde la conciencia de sus fines. El vehemente suele caer víctima de su desasosiego o se serena definitivamente. En rea lidad, es una etap a provisoria, br eve, que se srcina cuando se desbo ca el ím petu p or el fracaso reiterad o de sus aspiraciones. Pe ro cuando recu pera s u finaansie lidad y se obstina en perseguir el amor, sufrimos dad, que es la más terrible y peligrosa de las afecciones
espirituales. Si el ímpetu es siempre concreto, o por lo menos nos empeñamos en definirlo, la ansiedad puede prolo ngarse años, fo rm ulando vagos e infinitos dese os. La ansieda d es como e l am or desapasionado, pue s el que la si ente som ete ' al objeto amoroso a lo que su eña y busca, abandonándolo cuando no responde a ese ideal solicitado, exigido. La ansiedad es fruto de una razón calculadora que juzga lo que conv iene o es apto. El ansi oso e s utilitar io, pero tam bién romántico porque desprecia o rehuye lo real para satisfac er la ide alidad imag inativa qu e concib e. Pris ione-
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ro de la subjetivid ad sólo ama otro se r a través de s í mismo. Encerrado en su soledad se repite siempre y no renuncia a la búsqueda de una identidad amorosa, per o su roma nticism o metafísico l o ciega y l a tensión angustiosa de su yo solitario choca violen tamen te con la realida d del otro ser. La ansiedad es dual, está integrada por sueños luminosos y la estimula un ímpetu subyacente oscuro, que actúan en forma diferente: la aspiración soñadora debilita, modera el ímpetu pero éste, a su vez, agudiza, desasosiega la ansiedad hasta transformarse en angustia, que es adquirir conciencia de los propios límites. Al angustiarse el ímpetu se recoge, vuelve hacia sí mismo y descubre la pasión, este poder interior que encierra todas las posibilidades y le permitirá conquistar, poseer, cumplir sus deseos y realizar el sueño de ser. Tal es la génesis o proceso natural de la pasión.
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EL AMOR COMO PASIÓN
La pasión, como poder interior, se puede escindir y separar en sí misma, en su estructura interna. Se suele manifestar como pasión aislada, sola, una pura posibilidad, o como pasión real, posesiva. Sentir un poder interior que no podemos realizar, constituye una amenaza que nos tortura. Esta forma de pasión es la espiritual y solitaria de Kierkega ard, que ang ustia p or su posibili dad siempre irreali zable, ya que am enorlanob se en un objeto concreto, e l Dios real,elsino úsqcump ueda leinfinita de su realidad evanescente. Este tipo de pasión es la desespera ción verd adera. Sin llegar a estas tensiones extremas, en toda pasión hay una posibilidad factible y otra irreal, totalmente imposible que, sin embargo , puede llegar a ser real. Es la pasión cuando es objetiva para sí misma, solitaria, egotista. Pero como la pasión es también acción, sale disparad a a la búsqu eda del objeto amoroso. L a pasión es esta realidad con tradicto ria de potencia interior o posi bilidad irreal y una acción en sí misma. Origin ariam ente, la pasi ón es pasiva, es un afecto que 133
padecemos, una agitación informe que sufrimos, una emoción turbulenta. Como dice José Bergantín, «es el disparadero español», decir o cometer disparates, el esperpento, la greguería, que son manifestaciones de las razones de la pasión. Somos apasionados cuando nos escapamos de la realidad, cometiendo disparates con sentido, como Santa Teresa, pues sólo así, lanzándose desde su agitación pasiva, la pasión llega a convertirse en una energía activa. No se puede separar, pues, la pasión de la acción. Toda pasión, por más pasiva que sea, se está disparando. Pero una vez que sale de sí misma vuelve a concentrarse, aislándose o espiritualizándose. Es una fuerza activa que sentimos d entro de nue stro cu erpo, de nuestro ser y que no podemos vivir, pero que la experimentamos como nuestra posibilidad más íntima. Es la pasión interior, que no se apasiona, está inmersa como realidad inm anen te y es real porque la sentimos e ideal porque no la vivimos. Esta am bivalenci a crea un a a utén tica a ngustia que busca su propia realización: objetivarse. En el fondo, la angustia es el estado de la pasión reclusa, encerrada, que aspira a salir de su prisión interior. ¿Cómo pasa la pasión de ideal posible a real práctica? El fervor objetivodormida. ante algoElqueentusiasmo adm iram os, la pasión estancada, esdlaespierta primera manifestación u objetividad de la pasión, o sea, su encamación en otro ser. Pero podemos apasionamos tanto por nuestro propio entusiasm o que lleguemos a olvidar la cria tura que lo suscita y hasta no percatarnos si su entusiasmo corresponde al nuestro. Entonces la pasión, como busca la continuidad de sí misma, su perpetuidad, se convierte en exaltación. Este entusiasmo es la pasión ideal que nos permite endiosarnos. Para Hólderlin, Dios es la exaltación, como la potencia infinita de la poesía. Todos vivimos pasiones fugitivas, mortales, humanas. Una pasión abso luta, sin fin, renaciendo de sus cenizas, solamen134
te se puede sentir en el interior del alma, pero no vivirla realmente con un ser que amamos. La exaltación es un delirio sagrado de los sentidos que nos hace soñar, aspi rar, tender a la infinitud de la pasión, pero somos cons cientes de que no podremos realizarla nunca. La exalta ción es el entusiasmo por un ideal de la pasión misma. Hólderlin descubrió que la exaltación du ra breves ins tantes. Por ello anunció la muerte de los dioses, pues la caída de la exaltación significa el crepúsculo de Dios, su oscurec imiento y l a vuelta a la fe pu ram en te subjetiva de la pasión. Al quedarse sin objeto por el que apasionarse, la pasión tiene que sa lir de sus prop ias ilusiones ideales y volver a entusiasm arse con un sentido más obj etivo. En arrebatamiento
toces, sientelejano, sino próximo, anteinmediato. un objeto amoroso que ya no está Es el entu siasmo compartido, recíproco, vivido al unísono. Pero este arreb atam ien to pu ede ser forma l o informe . En el p rim er ca so, la pasión se conjunta, procede paso a paso a unirnos y armonizarno s. En el segund o caso no s arreb a ta como un res pland or y vu elve a separarnos , hundiéndo nos en la oscuridad srcinaria de la posibilidad siempre posible, pero fracasada. En consecuencia, la pasión nos aísla, nos subjetiviza, o no s po tencia, com unica y objet iviza. La pasión aunque es inmanente o trascendente, no nos plante a el dilem a de escoger lo uno o lo otro, porqu e toda pasión sub jetiva es activa al dirigirse h acia un obje to, y toda pasión objetiva es pasiva como receptividad de la presencia de otro ser. Ahora bien, se pueden vivir cada una por separado. La pasión subjetiva es como un am or paté tico porque, paralizada por propio conflicto, salirin de sí misma. ¿Cuál es su la raíz de este drama?:nolapuede oposición terna entre pasividad y actividad, ímpetu pasivamente activo y energía puramente interior pasiva. Los que su fren esta pasión subjetiva no pueden vivir una historia
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real, sólo un drama, esperpento intimo hecho de diyuntivas, desgarramientos insolubles. Desean la paz en la gue rra y la guerra en la paz. Cuando disfrutan de la quietud amo rosa, buscan la exaltación o emb riaguez de lo s senti dos y no logran nunca la síntesis o unidad de sí mismos. La pasión obje tiva sola y aisla da, sin pasión subje tiva, sufre la misma contradicción. Lanzada a la búsqueda de su objeto, es una acción apasionada que se realiza en la posesión. Esta pasión es cual grito que se exhala con fogo so frenesí, pero exp ira y se consum e en su realid ad posesi va. Es pa téti ca p orq ue al vivirla se muere. Ca be cre er que esta dádiva es amor, pues se sacrifica y agota a sí misma en la posesión amorosa. Pero este tipo de pasión no es amor, éste exige continuidad deeslatemp relación, eter nidpues ad posib le. Y lalapasión objetiva oral,una suce siva, es perecimiento, muerte. En consecuencia, el amor tampoc o es pasión, sino prod uctivida d inter ior que se ha ce a sí misma, es una fuente de lluvias que se derrama en el mar o, como dice el poeta Saint-John Perse, « nourrices trés suspectes semences de spores, de semences et d'espéces légéres» que germinan dentro del alma, la potencia de se nt ir continu a y sin fin. Es, pues, el am or como una pa sión inagotable, siempre posible, constante pero irreal. Nos separa al concentramos, pues ocupados en gozarlo interio rme nte, nos condena a la más mo rosa e inerte pasi vidad: la satis facción íntim a, la falsa creencia d e que bas ta recrear el amor sin cesar, para amar realmente. Este amor, en verdad, nos entumece y d etiene, por s u na turale za inactiva. Sólo la pasión puede sacarlo de quicio y de juicio, encendiendo el fuego de su frialdad contemplativa. Sólo el amor-pasión su pera la m era posesión de la pasión inmediata, hirsuta, y la sentimentalidad inerte del amor auto-r eflexionado. Mejor dicho, la pasión a ctiva realiza la potencialidad, la energía productiva que alberga el amor vivido interiormente, y la manifiesta práctica y demos 136
trativamente por una firme unidad de los amantes, cumpliendo así esa promesa de eternidad o continuidad posible del amor. Ahora bien, la pasión activa, afanosa de profundizar en el corazón ajeno, en la esencia cordial de los otros, puede morirse en la eternidad o quietud espejística de un amor esclavo, monótono, fiel a sí mismo, o renovarse sin fin en el goce estético del más brillante y fogoso de los instantes. El dilema que se le plantea es: inmovilidad frígida o sucesividad estética, donjuanesca. Pero la pasión no debe seguir estos caminos que desembocan en antítesis insolubles, tiene que buscar la sinceridad y autenticidad de una unidad más firme en que se renueve por sí mismo el yamla or y su felici identificadora, cae r en modorra inercia de ladad costumbre, lo quesinexigirá un la esfuerzo continuo, una activa intensidad de la pasión, su máximo empleo y tensión en esta labor unificadora, que se considera una tarea nunca cumplida ni terminada. Ahora bien, esta unidad, si tiene más ingredientes de pasión que de amor, estallará en conflicto, se dividirá en pasiones opuestas que se combatirán con patetism o ciego, term inand o po r queb rarse la unidad . Sólo la renunci a recíproca a una pasión poses iva, exigen te, pod rá restablecer la srcinaria armonía. Es necesario espiritualizar o interiorizar la pasión, hacerla amante, para afianzar el amor. Será, pues, indispensable un sacrificio dialéctico (ocultar la pasión sin que deje de es ta r viva y presente en su ocultamiento) para que se realice el amor. También puede ocurrir que el amor espiritualice la pasión, hasta el extrem o de que la desangre, la prive de vida i mpulso, unida ridade d de lossfortalecidas. ama nte s en meroediálogo deconvirtiendo solitarios, delainterio En este caso la operación dialéctica se hará a la inversa: se sacrificará el amor sin que éste desaparezca, por una apasionada entrega recíproca que suprime las fronteras 137
de la soledad mutua, restableciendo la necesaria unidad del a mor. En este sentido, convie ne señ ala r que no exi ste antino m ia absoluta en tre la pasió n y el amor, c omo parece deducirse de los antagonismos que nos sorprenden, sino que es puramente relativa. La pasión, en realidad, lleva consigo un riesgo, pues arrastra todo movimiento del ímp etu, h asta en co ntr ar el objeto amoroso. Así puede el hombre, em pujado po r su pasi ón, salir a la búsqueda y no enco ntrar nada, enajenándose en fuegos fatuos, err ores objetivos, reales, o perderse definitivamente a sí mismo, renun ciando a toda pasión y recluyéndos e en la m emo ria perdida, p etrificado p ara siem pre en el cultivo del pájaro secreto de la ensoñación reiterada. El mayor riesgo de la pasión es una entrega al vacio, un acto sublime de amor, pues supone el don to tal de sí mismo, creyendo que encon trará una respue sta equi vale nte. Habíamos dicho anteriorm ente que la pasi ón es po sesiva, egoísta, pero veremos que es también generosa, amorosa. Igualmente, si el amor empobrece y debilita la pasión, a la vez, afirma y consolida la unidad de los amantes. Si la pasión, como dice Marx en La Sagrada Familia, ma terializa e l am or al hum anizarlo, el am or espiritualiza oposición entrelaelpasión amor yy la la realiza pasión al es consolidarlo. fluida, relativaEsta y no absoluta, porque es consciente de su srcinaria unidad. Luego, la pasi ón puede disc ur rir por su propio camin o sin incidir en el del amor. Veamos cómo. La pasión tiene un objetivo, una finalidad única: poseer el objeto amoroso. El espíritu de la pasión se realiza por una fusión que implica su materialización. La materia del am or se manifiesta en la pasión o entrega recíproca, que significa, a la vez, su espiritualización. No hay nada más espiritual que el deseo, que es tan material, pues el ansia insatisfecha de los cuerpos se acaba con la pasión, se consum a. Si la pasión encarna el amor y ta m 138
bién lo mata, ¿qué queda de la pasión vivida? No esa animosidad contra el objeto poseído, propio del mero deseo transitorio del hambre de la libido, ni la tristeza que sigue al acto sexual que responde a un desfallecimiento momentáneo de la energía pulsiva del deseo, sino una ternura equilibrada que ha creado el fuego de los cuerpos. Y ha sta pueden q ue da r unidos, pero como esp íritus flotantes en el aire del amor evanescente, es decir, sin haber llegado a forjar una ligazón sólida. En este caso se espiritualiza la pasión, abstrayéndose de los cuerpos. Para ev ita r este resu ltado, será p reciso que la pasión ol vide la pose sión inm ediata y, sin ren unc iar a ell a, apre nda, con indep endencia de sí, a sen tir y vivir el objeto amoro so, sin querer absorberlo ni devorarlo. También es posible que el otro, al entregarse, objetive la ciega pasión, liberándola de sus cadenas subjetivas. Tampoco el am or es un siervo de la pasión ni sost iene un discurso de la servidumbre voluntaria. Por el contrario, el amor es una realidad sustancial existente por sí mism a. Poseemos testimonios de seres que al encon trarse juntos sienten una arm onía apacible, una afinidad, una ternura ínti ma o una comprensi ón fulminant e. Estas diversas formas del amor, como inteligencia espiritual o compenetración interior, constituyen una realidad de riqueza inagotable que suste nta la perennidad de un amo r. Claro está que estas afinidades experimentadas pueden descubrirse, más tarde, errores o vanas ilusiones. Como toda relación amorosa es puramente espiritual, secreta, impalpable, evanescente, es necesario verificarla en la práctica de la experiencia cotidiana. La realidad del amor demuestra día a día que el amor es un proyecto que la pasión, como su prueba de fuego decisiva, nos en señará si es real o no. Luego, la pasión hace efectivo el amor que senti mos o cree mos sentir, m aterializando su idealidad o fantasm agoría. A su vez, el am or es necesario pa ra que la 139
pasión se desmateriaiice y pierda su ansiedad posesiva, la trascienda en armoniosa correspondencia. No es que el amor espiritualice la pasión, sosegándola y privándola del ímpetu srcinal, sino que la pasión se sublima como renuncia, donación mutua. En suma, el amor practica, realiza la fusión amorosa. Cuando el am or es arm onía es piritu al, diálo go, comu nión inte rior a ve ces hast a sin pa labr as, nos sep ara y crea soledades que se comprenden, justifican y están abiertos uno al otro, pero solitarios. La pasión es unitiva, funde, abraza a los seres pero también los confunde, los enreda en sus torbellinos violentos y los destruye. La pasión uni fica y el amor separa. Entonces, si el-amor no une y la pasión nolanos satisface, qué am arrecíproco, y apasionarse? Sobre base de este ¿para desgarramiento que Hegel llamaba «das ungeheure widerspruch »,63 podemos cre ar una arm onía deseable y du rad era . La lucha es inevi table entre un am or íntimo, prof undo, que individualiza y aísla al concentramos, y la pasión codiciosa que quiere apropiarse, apoderarse del am ado. Egoísmo indivi dualis ta del am or y afán p osesivo de la pasión crean una a liena ción que destruye el am or co mo sentimiento n atu ral. Es ta alienación no es intrínseca al amor, sino resultado de una socieda d ba sada en la propieda d privada que crea la conciencia de propie tario. Por ello es tan difícil y proble má tico salv ar el am or entre seres af anoso s de conservar la integrid ad de sus pose siones y que entiend en el am or co mo una más, cuando ést e se basa y perpetúa en la renun cia a toda posesión exclusiva y no puede considerar a los amantes como apropiaciones definitivas. Sólo con la do nación natural de sus bienes y personas, puede realizarse la entrega recíproca de lo s aman tes. El amo r es el cum pli miento del abandono total. Frente a la pasión posesora, 63. «La enorme contrad icción.»
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este amor que une parecería que no sufre ese mal del propietario, pues establece una ligazón o unidad de los am antes, u na dulce comprensi ón que lleva a un a identif i cación progresiva. Pero toda esta armonía es una apa riencia engañosa, porque este amor es particular, y nos separa de los otros hombres, nos aísla de la sociedad y universaii za la individualidad, convirti éndola fals amente en totalidad humana. Esta alienación del amor destruye la n atu ral unid ad de los hombres y los encierra en la sole da d recíproca de los aman tes. El Yo y el Tú prisioneros de sí mismos, el egoísmo bilateral de que hablaba Feuerbach, la familia, los hijos, los bienes nos separa n de la com u nidad humana, del pueblo, de la realidad colectiva que Hegel llamaba el Espíritu. Al negarse el Todo, creemos que la pa rticula ridad que hemos creado es autosuf ície nte y qu e posee la m isma indep ende ncia de un Dios. Y no nos percatamos de que al vivir apartados, solos, para cultivar el jardín interior de nuestra felicidad, se termina por abrir un abismo entre los amantes. La solución a esta dialéctica dram ática , contradicto ria, del am or y de la pa sión, es la siguiente: si queremos que la pasión sirva ver dade ram ente pa ra unirnos, debemos renun ciar a lo que s e llama artificialmente el «instinto de propiedad». Y para am ar realme nte e identificamos, debemos asociamos co n los otros, reintegram os a la com unidad h um ana y ser uno entre tantos, no un elegido, un bienaventurado del amor. ¿Y si después de tantos trabajos y afanes que nos he mos dado, el am or no du ra y se consume sin que sepam os cómo ni por qué?
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EL AMOR Y EL TIEMPO
El amor es temporal porque el tiempo pasa, fluye, lo sabemos por experiencia. A la prim av era de la exaltación sucede el otoño de la quietud. Más tarde, llega el acabamiento poco a poco, o la b rusca r up tu ra de la ligaz ón que nos un ía. Sin em bargo, el am or exige y esp era etern ida d, mientras la pasión quema y arde en s í m isma. Es por ella que conocemos, en carne propia, que el tiempo existe. No son las horas que miden el paso del tiempo, es el corazón que palpita a ritmo enloquecido, frenético, o pausado, dulce, el que registra el decurso temporal. Por el contrario, el amor se opone a la pasión que lo mata y disuelve, soña ndo idealid ades, éxtasis S in fin, plácid as et ernid ades . Si es un hecho que los amores mueren, es para renacer. «Yo me sucedo a mí mismo», dice Lope de Vega. Amamos permanentemente desde que somos. ¿Cómo se explica esta infinitud finita d el amor? En su misma quietu d inqu ieta, o sea, en su pasión verd adera y sabia, porque el am or busca la arm onía y la serenidad a través del arrebatamiento apasionado. Asi, se introduce el tiempo en las ve142
ladu ras del corazón y hiere. D e esta destrucción del am or no tiene culpa sólo la pasión frenética, que lo consume y agota en un ab razo fugaz; es el am or mismo que, co mo un río heraclitiano, corre, crece y se desborda. Si amásemos una vez y para siempre, no podríamos decir que hemos am ado realm ente. El am or exige conoc imien to, una histo ria que se logr a p or revelac iones , descubrim ientos recíprocos, decepciones, alegrías y tristezas que entre tejen la tela del proces o inte rior de l os am antes. Sin emb argo, e l am or lo soñamos al margen del tiempo y esperamos que sea único, definitivo, absoluto. Para sentirlo apasionadam ente, debemos creer si empre en su huera y vana ete rn ida d. Así, cad a vez que amam os, nos escabullimos del tiempo para adentram os en una eternidad posible. Esta infinitud es el primer éxtasis del tiempo, y se expresa en el abrazo identifícad or de todas las dif erencias y distingos que nos separan. Todo parece igual, simultáneo, acorde. Este primer tiempo es como una melodía armoniosa que nos conjuga, un presente que está haciéndose presencia. Por esta razón, los am an tes se ol vidan de cua nto les rodea, de la bellez a que pere ce, de la caíd a de las hojas, d el reverdecer de la au rora. Su tiem po está tan lleno, rico, que los absorbe totalmente, no lo sienten pasa r y su presente actualísimo crea el es pejismo de la eternidad soñada. Están dormidos en una felicidad quieta, dulcísima, velándos e uno al otro extasiados, inmovi lizados. Sin embargo, el tiempo sigue fluyendo como el río del devenir, está ahí, terrible e implacable, desdiciendo nuestra dicha, pero nosotros lo ignoramos. «Vivimos el tiempo inmemorial de la sangre», decía Rilke, porque el amor viene desde muy lejos, de las cavernas oscuras del tiempo, desde su srcen. Somos herederos del amor que con tinúa sin ces ar y, de pronto, todos lo s am ante s que nos han precedido aparecen en el insta nte prodigi oso de nues tra unión y nos sobre pasan en el discurso eterno y proce143
sal del tiempo. Este ins tante perfect o de integración, no s descubre que e l am or es una realidad total y absoluta, un espacio abierto al que nosotros, pequeñas partículas inmanentes, nos integramos como sutiles corpúsculos u ondas vibrantes de la infinitud temporal. Estamos aquí, asomados a una ventana o abrazados en un rincón de la sala, est áticos, apresados p or el aire de la eternidad . Más tarde, repentinamente, despertamos de ese éxtasis: ha pasado el tiem po que hemos vivido unidos y nos vemos las caras, nos reconocemos. Comenzamos a prestamos una atención recíproca. A la inmovilidad de la fusión íntegra, sucede la separación cuidadosa, aunque seguimos unidos por lazos que nos aprietan fuertemente. Sólo media una pequeña distancia: la reflexión m utua o tiem po del desvelo, y sentimos, por prim era vez, que algo ha pasado o hemos perdido. Es la prim era experiencia del amor como tiempo. Un pequeño río nos separa, «pero no nos atrevem os ni a cru zarlo ni a seguir su curso perecedero».646 5Y no lo osamos porq ue nos desc ubrim os difere ntes, pues «si tu sombra con la mía se junta y en una sola, va alargándose a los ojos, pareciéndome que es otra».6s nos confunde y oscur ece porque pensábam os ha be r creado un nuevo serete de rno, la fusión Así, aqueliente, instante quela semejaba era unamorosa. t ran sc urr ir durm porque pasión ensoñaba, brezaba el amor y los am antes no se unían verdaderamente. El amor que sentimos está ocurriendo, o sea, haciéndose pasado su mismo presente. Para poder resistir este paso del tiempo tendríamos que proyectamos hacia el futuro y dibujar el plano de una ciudad ideal del amor o construir la utopía de una felicidad amorosa. Pero como el tiempo nos arr as tra e impulsa en su corriente invisi ble, 64. José Ber ga min . 65. Íd .
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no podemos anticipar el curso de nuestros sentimientos. El amor es, pues, la sublime contradicción de un pasado que está siempre presente y de un presente que está pa sándose. En el pr im er caso estamos atados y no s sentimos prisioneros de lo que hemos vivido, pasado al que, tal vez, nos aferra mos; en el segund o caso no s libera mos de estas rejas que nos tienen apresados, porque el mismo amor que sentimos pasa, se nos está yendo. Por esta razón, lle vamos im plícita en nuestro ser la continuid ad y la disc on tinuidad del tiempo, su carácter discreto, atómico. No creamos, sin embargo, que el tiempo del amor es liviano ni caigamos en l a vulgaridad mater ialista de creer que todo amor pasa y, tampoco, en la ilusión idealista de que el verdadero amor es el duradero y eterno. Es un hecho que el amor posee una íntima estabilidad existencial, pero si fuese invariable estaría por completo fuera del tiempo. En realidad, aun cuando dure y permanezca un am or, no será nunca el mismo. Cambia, se transfor ma , es un proceso histórico. No amam os siem pre como en ese prim er in stante de éxtasis ni el am or se mueFe de agota miento o tedio amoroso. El río de la exaltación no anun cia el fi n del am or ni tamp oco el otoño de la quietu d su fin definitivo. A aquella primavera pueden sucederle otras y aquel otoño puede esconder brasas de ternu ra y solici tud, de unión en la tristeza del apaciguamiento. No prejuz guemos, pues, el curso del amor, porque es siempre im previsible. Más claramente, caben dos situaciones existenciales: amar a un solo ser durante toda la vida, pero con una línea discontinua, vi viendo una histor ia real, du l ce y amarga a la vez; o amar sucesivamente a distintos seres, pero un esfuerz continuo y persenistente. Porque el amor es con sucesivo en su ounidad y único su sucesividad . De aquí se s igue que no es posible co nside rar el curso del am or como un proceso rectilíneo, pues e l tiem po es la expresión del devenir de algo, pero lo es siempre de un 145
contenido o materia concreta. «El concepto de acontecimiento, como de un determinado acto, de una acción, con stituye una especi e de átom o (cuanto) de l proceso de l devenir».6 6 El tiempo e stá cua ntifica do en distin tos tiem pos y, al am ar, lo dividimos todavía más porque cada minuto y hasta un segundo adquieren un v alor úni co. Los amantes son sabios medidores del tiempo y viven, como nadie, su intensidad variable. Ya hemos dicho que nuestros amores pueden ser únicos o sucesivos, pero todos son igualmente temporales. Si nos fundimos totalm ente en e l p rim er abrazo, como quedamos confundidos, emocionados, necesitamos espacios de tiempo para unirnos realmente; y cuando los amantes se separan, siempre es precis o un laps o p ara rein iciar co n otro nuevo amor lo que han dejado inconcluso en el precedente. Puede también ocurrir que el amor lo vivan quietos, en éxtasis, como fuera del tiempo, y, cua nd o éste tiem se presen ta, e l am or se m aterializa y desaparece en po puro, es decir, memoria rememorada de su existencia ida. Y también existe la posibilidad de que el paso del tiempo consuma un amor que se creía vivo, perenne, o que el amante necesite salir derenueve su prisión a la El búsqueda de uno nuevo que el amorosa ya agostado. amor tiene múltiples formas de manifestarse, pero lo que es verdadero es el tiempo en que se vive, cuyo espacio cordial es siem pre suce sivo, discontinuo, realizánd ose como una concatenación de conjuntos, una alternativa de acontecimientos. Hay una forma de suspender el vuelo del tiempo, por la fijación extática de los ama ntes , es decir, l a conc entr ación en e l ser am ado por una evocación perma nente. Entonces, creemos situamos al margen del tiempo y de la historia, lo que llama Walter Benjamin «el tiempo de 66. I.F. Askin , E l problem a de l tiem po.
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la remem branza», pero no s condenamos a repe tir nuestra existencia, a congelarnos definitivamente. El que convierte el pasado en prese nte inmóvil se muere a si mismo y disec a su a m or en pá jaro secreto, momifi cado del alm a. Sin emba rgo, el tiem po corroe sutil, imperce ptible, ven enosamente, este espacio armonios o, y perfor a p or den tro la cuaja da superfi cie perfecta de su es tab ilidad . Vuelve a ser un presente dividido, ese destejerse de la urdimbre, sintiendo como extraña la continuidad del tiempo mismo. En apariencia no pasa nada, todo sigue igual, pero, de pronto, estalla la ruptura de los amantes, hacen las maletas y la despedida es definitiva. ¿Cómo se puede interpretar esta súbita decisión? ¿Efecto del tedio de la armonios a vida amorosa, o de un arreba to im premeditado? No; es el tiempo que se hace presente totalm ente p ara iluminar nuestras vidas oscuras. Entonces sentimos que los años transcurridos no han pasado, son partículas vacías, pura inanidad. El tiempo se nos manifiesta en ese instante como la nad a del ser y , de ver dad, nos parece que no ha transc urrido tiempo alguno, que no hemos vivido. Esta nada que experimentam os nos revela l a realidad del tiempo y nos obliga a un balance , un a cue nta a l revés. Así, en un determina segund éxtasis del tiempo, conden sa és te endo nu instante, estra intimida d poara asesinar e l am orse y demostrarnos su eternidad huera. Es el pasado que se presentiza en una remem oración oscura que vam os realizando mientras discurre el tiempo, es una labor del rencor secreto que conservó todos los instantes vividos y los acumula, hasta que esas partículas temporales se reúnen en una explosión total. Entonces vivimos vueltos hacia atrá s, sin m irar hacia ade lante. Per o no debemos deducir que el tiempo nos sino condiciona fatalmente a que nuestros amores perezcan, que somos nosotros mismos quienes creamos la finitud a morosa. A l vivir con tabiliza ndo o cuantificando el tiempo en tiempos, condenamos e l am or 147
a su acabamiento. Esta medición del tiempo cotidiana y abru m ado ra, nos suscita la co ngoja de la limitación suc esiva. Estamo s vivie ndo la invisi ble atom ización del tiempo con las apariencias de un estatismo conformista. Este segundo éxtasis del tiempo surge de un proceso vital y de una historia del amor mismo, y se manifiesta en un instante violento. De la experie ncia del prim er éxtasis deduci mos que ha pasado un etapa del amor, la exaltación, que suele ser muy breve aun que dichosa. Ahora bien, en e se ins tan te de finit ud de la pasi ón cabe que e l am or m uera o se transforme. L a transustanc iación del am or es, t am bién, una ob ra del tiempo: o lo dejamos p as ar olvidándolo pa ra sólo evocar resplandores idos, oinnovadora nos sometedemos al ritm o nuevo ysus pausado, a la quietud la temporalidad. Así, podemos recrear nuestro amor en tiempos distintos, srcinales, imprevisibles, que nos hagan s en tir que el tiempo nos cam bia, modifica y enriquec e. Tam bién podemos repetir las exaltaciones que son, en realidad, representaciones o evocaciones de la dicha esplendorosa del prim er am or. De esta forma, hacemos del pasado un presente para vencer el tiempo y espacializarlo, pero, en el fondo, estamos viviendo hacia atrás, repitiéndonos. También el tiempo, por sí mismo, crea el amor. La dama del perrito, de Antó n Chéjov, dem ues tra que el am or es un proceso sutil que se constituye tardíamente como resultado de unas aproximaciones, citas, abrazos, hasta que se configura en unidad indestructible. Así nace un am or que nos da la sen sación de la infinitud del tiempo y es un cam ino ab ierto que no se sabe a dónde nos llevar á. El amor tiene, pues, un principio en el tiempo y un fin imprevisible por indefinido. En el primero mirábamos hacia at rá s, nos petrific amos; en e l segundo nos tem por alizamos, miramos hacia adelante. Pero, en ambos casos, se siente y padece el propio pa sa r, el sucederse de sí mis148
mos. Lu ego, la esencia del a mor no se revela ha sta s u fin. Entonces , en ese instan te, tercer éxtasis del tiempo, al decir «todo ha terminado», aparece el amor en su presencia tota l. La medici ón del tiem po en este momento es distinta. Ya ha pasado el amor pero, al irse, es cuando real y verdaderamente lo comprendemos, pues sólo el fin, su pasado indudablemente irreversible, nos lo presen ta luminosa y claramente. El que está viviendo el amor lo siente osc uram ente en la dispersión vagoro sa de lo s días y de las horas, sin tiempo para detener su paso fugitivo y reflexionar sobre su s entido. Más tarde, puede poe tizar e l tiempo, trascendiéndolo o comprendiéndolo. Sin embargo, el tiempo ob ra, se sucede a sí m ismo, se encadena en los hechos, dibuja formas, es geométrico, espacial. Y el amor es un espacio de tiempo que se vive y transcurre. Ahora bien, cuando ya no am am os y el tiempo sigue s u cam inar , nos hac emos consci entes d e que estamos constituidos po r ciclos y nue stro ser es tem por alidad , lo que nos reve la el car ácte r inacabado e incomplet o de cada am or, que es un átom o del tiem po y no un ab soluto en si mismo. Pero, no por ello renunciamos a la plenitud de los tiempos, a su riqueza total, ya que todo am or lo experim entamos como la frustración de una promesa incum plida, que esperábamos realizar. «Esperar, e s que rer que e l tiempo pase»,67 queriéndose y sabiéndose temporal. La esperanza siempre posible del amor manifiesta el conocimiento de la realida d del tiempo. Por esta razón, si un a m or no s deja insatisfechos, pesarosos, buscamos otro para completarlo. En todo am or presente que vivimos se reencarna el pasado y asoma el futuro am or que nos l lenará de ilusiones esperanzadas. Por esta intrusión del pasado en el presente y de éste en el futuro, se restablecen las coordenadas del tiempo. Estamos amando continua, pero mor67. José Bergam In , Cristal del tiemp o.
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tal y sucesivamente. El amor siempre confía, es la esperanza misma, el tiempo de las realizaciones, ya que está impulsado por la tentación de infinito. Proust tuvo c onciencia de la m utab ilida d de los seres, de laslocosas, pues hasta «las cambian, como s hombres», afirma ba.avenidas Esta verifi cación del hélas!, tiem po, como destructor de la belleza eterna, le sumerge en una melancolía semejante a la de John Keats: «She dwells wiíh Beauty. Beauty that musí die AndJoy »,68 por el fin irremediable de tanto s objetos bel los y queridos. Le asom bra la presencia exterior del tiempo que cambia los árbo-
les, muda los rostros y entumece el ímpetu de las almas, y le acongoja el envejecimiento del todo viviente, como signo demostrativo y evidente del movimiento del tiempo que está ahí y pasa para destruirnos. No se limita Proust a esta verificación exterior y, más tarde, profundiza en su o bra el tiempo interior. As í, pasa d e su evoc ación de la magdalena en la taza de té, a comprobar íntimamente que el proyecto de salvar el tiempo por la memoria un actodefugitivo, un fracasoPiensa memorable, lecciónesy prueba su invencibilidad. que no una podemos resca tarlo jam ás, pues, cuan to exi ste se está yendo para siempre. Los breves instantes de pasmo de la memoria involu ntaria son pasajeros y etap as del tiempo mismo. Volvamos al río de su fluir, a la vida misma, aconseja Proust. No podemos situam os por encima del tiempo. Quizá el éxtasis de l a rte suspen da el vuel o de la paloma , pero es una engañifa estética neoplatónica. La vida nos sumerge en la rea lidad de verdad del tiempo. ¿Q ué es la vida, par a Proust? Pues eso, convivir o coexistir con otros, encon68. «Oda a la melancolía».
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trarse en los salones de Mme. Verdurin, oír sonatas, conversar con los amigos, pasear solitario por el bosque. La vida son rostros de personajes con los cuales vamos crean do juntos una p arte , breve y minúscula, d el cosmos. «Le Temps, q ui d'habitude n'est pas visible», dice Prous t, de repente se manifiesta y acusa en una cara petrificada. «D'ailleurs parce qu'elle n'avait pas changé, elle ne semblait guére vivre. Elle avait l’air d’une rose stérilisée.» Proust siente la unidad invisible entre vida y tiempo, pues si no la vivimos, única forma de temporalizarla, nos quedaríamos convertidos en estatuas de sal, inmóviles como los hijos de la pied ra. Y este camb io exterio r, descubre Proust más ta rde, es el símbol o de la transformación inte rior que se ha producido hora a hora, es decir, la vida realmente vivida es el tiempo que nos cambia por dentro. En nuestro interior más profundo habita la verdad del tiempo. Desde sí mismo, sin enajenarse, contempla Proust la evolución de las personas que le rodean y encuentra que hay distintas d uquesas de Guermantes, cada una de ell as asociad a a la evoc ación de un rincón, de una iglesia o de una flo re n un traje. El tiempo, pa ra P roust, es relativo porqu e es subjeti vo, y aparece siempre ligado al espacio, los lugares en que ha vivido. Por ello puede ve r a Mme. Swan y Gilberte tan distintas como si fuesen habitan tes de plan etas diferentes. En efecto, co mo la un idad del yo desaparece, l e res ulta imposibl e enlaz ar ser es tan diferentes que componen una sola y única persona. La discontinuidad del yo es palpable, evidente, «c'est une suite de moi juxtaposés mais distincts qui mourraient les uns aprés les autres ou mente altemeraient entre eux». Así pues, opone Proust con toda razón a una psicología plana, que describe personajes inmóviles poseídos por una pasión ciega y única (como los de Unamuno y Balzac), lo que él curiosamente llama «psicología del espacio» que, en realidad, es una del tiempo, porque siente éste desde
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planos diferentes de la vida de las personas y, también, desde el centro inmóvil de su propio yo. De aquí la per manente diferencia de los seres que se le aparecen en su conciencia. Pero sólo llega a comprender la esencia del tiempo por el amor. El amor es la renuncia del yo, necesaria para amar, una pequeñ a pér dida de sí mismo. A través de lo s amores que ha vivido va descubriendo, Proust, sus propios dejar de ser , sus abandonos, y así llega a una v erdad era y obje tiva conciencia del tiempo. «Mais á forcé de se renouveler cette crainte (la pé rdi da de sí), s ’était naturellement changé en un calme confiant!» Por esta experiencia interior del amor, descubre la existencia del yo sucesivo, «or, je rte
iaimais plus, j’étais non plus l’étre qui l’aimait, mais un étre différent qui ne l’aimait pas». Sin embargo, la sucesividad no si gnifi ca la discon tinuid ad ab solu ta, como creyó Proust en su ingenua y temprana concepción del tiempo, porque el am or restablece la continuidad en la disconti nuidad temporal. Si al amar nos hacemos diferentes, el am or es siempre uno y el mismo. Proust llega a la conclu sión de que morimos muchas veces, tantas como ama mos. El amor es, pues, sucesivo, mortal, porque su esen cia es el tiempo inmemorial. ¿Cómo finaliza e l amo r? Nada dem uestra que se opera dramática y violentamente. Los amores se extinguen de modo paulatino, sin desgarramiento doloroso. Se consu men progresivamente, pero esa finitud se realiza sucesi vam ente. No e s como una llama que se v a apa gan do y nos da la imagen de una continuidad ininterrumpida de con sunción. Por el contrario, es una evolución cualitativa que opera por pequeñas y sutiles desgarraduras, apenas perceptibles, que van cortando suavemente el tejido sus tancial del amor. Sin embargo, cuando de improviso se produce el cambio sorprendente, la ruptura total, el salto en el vacio, no podemos explicamos esta modificación 152
súbita de nuestro ser porque no habíamos podido analiza r ni p erca tam os de eso s tránsitos y vari acion es. Qu izá fueron pequeños disgustos que separan, discusiones que dejan heridas invisibles, esperanzas mu tuas que se fr ustran , decep ciones ocultas o disim uladas, m últiples penas cotidianas que se condensa en una tristeza, la dicha sexual que se disgrega en placeres mecánicos, un dulce tedio que se descompone en galvana de vivir. Todas estas variaci ones imperceptibles s e van acumu lando y estallan en un corte inesperado y hasta brutal. También puede ocurrir que no pase nada y el amor se consuma lenta, progresiva y espaciosamente. En este caso, el tiem po transc urre, deja su huella invisible y s entimos, oscura pero indel eblemente , que nos traspa sa, hiere, aun que no sepamos a dónde nos conduce. Es el mismo río del fluir temporal que nos i mpide refl exionar y obnubila nuestras discrepancias. Estos incidentes menudos se depositan en la subconscienci a del tiempo íntimo del yo y, un bu en día, se agrupan y afloran. Entonces, el amor que nos parecía incólume, eterno, sin razón o motivo que lo explique, se nos apag a. No sentimos que el tiempo ten ga un contenid o ni podemos señalar un hecho preciso a partir del cual comienza la lenta agonía de nue stro amo r. Se nos va, sua ve y dulcemente, queremos retenerlo, pero no podemos conserva rlo y, por el lo, ni s iquiera duele. « J'avais cessé de l’aimer quan d j'étais deve nu un autre », explica lúcidamente Proust. No es que el amor cambie, soy yo mismo que me transformo, haciéndome diferente del que era. Esta mutación se explica por la sucesividad intrínseca del yo. Es el tiempo m ismo que nos apesa dum bra y aco ngoja , no el am or que vam os olvidan do y perdién dolo en la indiferencia. Lo que nos angustia realmente es la pérdida del propio yo, al que nos apegam os y querem os conservar, et er ni za r o solidificar, pero que se nos dis uelve. E s el n atural movimiento del tiempo interior que, sin ningún
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acontecimiento exterior u episodio íntimo, destruye el amor. Por esta disgregación de su identidad provisoria, tem pora l, llega a la esencia y raíz de la prop ia fugacidad, al otro de su y o. No es extraño que al ca m bia r y aparece r un otro del que era, se disuelva el amor que sentimos, porque ya no soy el que am aba y, al hacerme diferente, dejo caer el am or que sentía como un fárrago del pasado. Esta transformación en otro, que esto y siendo , no la pe rcibimos en nosotros mismos, pero se manifiesta en el acabam iento del amor. Entonces parece que el am or se consume sin causa justificada, y c ulpamos al tiempo, no s decimos que su pasar ha destruido nuestro amor. Sin embargo, el tiempo que me ha cambiado también operó transfor maciones en la persona am ada . Y caemos, de nuevo, en el engaño de cree r que es ella quien ha cam biado, cuando, en realidad, todos cambiamos porque estamos haciéndonos al amar. Más tard e descubr imos que d ejar de a m ar lo su frimos como una brusca desgarradura, un acabam iento, aunque, en verdad, mientras amamos, ya estamos padeciendo esos cortes mortales, penetrativos que nos van cambiando. Amar es, pue s, ponerse a va ria r el yo mismo, el núcleo interior del alma, sucederse. Así se puede explicar las rup tur as secretas y no violenta s, de dulce sab or amargo, que nos hieren y no sabemos cómo. A partir de este instante invisible, comienza el proceso de extinción del amor. Tiene, pues, una fecha precisa en el cronómetro sentimental, pero no aparece en la memoria. Desde ese día, empezamos a no vemos, viéndonos; a sentirnos lejanos, estando próximos ; a perm anece r remoto s en nuestra vecindad. El diálogo continúa, pero ya no nos aproxima, hiela y distancia. Son, sobre todo, las palabras que establecen la diferencia y desde ahí el tiempo corre veloz, implacable, se desliza precipitado hacia una disolución final del amor. Y ni siquiera luchamos contra su extin154
ción; por el con trario, la sentimos llegar, de str ui r una t er nura, apagar los abrazos y no podemos hacer nada para impedirlo. El am or es como una so mb ra que nos e nvue lve y nos va consumiendo lentamente.
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EL AMOR Y LA MUERTE
Nos atreveríamos a decir que sólo por el am or tenemos una conciencia penetrativa de la muerte. En el comienzo d el am or, la sentim os como un sacrificio de nuestro yo, como una disgregación de nuestra esencia personal. Hegel,69 ya se refirió a la extraña conjunción de negación y afirmación de sí m ismo, que constituy e el acto amoroso. Tam bién Rilke asocia la e sencia del am or con la donación propia y descubre, en la mujer que se abandona, el ser que puede llevar a cabo e l ve rdade ro des tino del amor. Así pues, comenzar a amar es empezar a morir, y durante el proceso mismo del amor sufrimos desgarramientos que semejan un a agonía. La mu erte y el am or son negaciones que no s obligan a perm ane cer «tú en tu sueño , yo en mi sueño»,70 sin poder saltar la valla invisible que nos distancia. Lenta y suavemente se descubre que la fusión absoluta es irrealizable. El am or, como la mu erte, es una presencia escondida. 69. A m or y mue rte. 70. José Bergam In . Velado desvelo.
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invisible, que progresa con dificultad. Al principio, los amantes viven el sueño de la identidad. De improviso aparece, para despertarnos de la felicidad paradisíaca, una m irada de repr oche, una pala bra rencor osa, un grito de desconsuelo. Así sentimos la presencia de la muerte, anticipá ndo lasucalento da día, p ero mo co nocemos su pereza nos consuela avan zarco . Cuando nos ve mos ca ra a ca ra, sin ens oñaciones, comenzamos a mo rim os juntos, y esta muerte nos vuelve a la realidad, «es despertar del alm a qu e dorm ía».71 El am or y la mu erte se aproxima n, ha sta se confunden, pero no se identifican ni unen jamá s. Se codean en su realidad constitutiva, pero se separan en su finalidad última. El amor es una totalidad que establece la comunicación más intens a y honda con el todo viviente. Al am ar a una cri atu ra am amos, e n el fondo, a la naturaleza íntegra y nos fundimos con ella. Por el con trario, la m uerte es no esta r ni sentir nada. La angustia de la mue rte es presentir ese vacio. Pero también la anticipamos, dulce y suavemente, sin acongojarnos, al vivir cotidianamente el cansancio, el tedio, la noche: cuando amamos, aun después de despertar del sueño extático, dichosos, en el seno del de sga rram iento y de la agonía, n os desprendemos de ella porque nos sentimos con otro, acom pañados en nuestras diferencias. Mientras que una muerte es la verdadera soledad dé soledades, ese no poder sentimos ni escucharnos. La dualidad que nos constituye, el monólogo interio r, esencia de la vida, ha t erm inad o. Después... ¿llegaremos a ser lo que nunca hemos sido, uno?72 Morir es deshacerse del compañero que nos habita, quedamos abso lutam ente mudos. Po r el contra rio, e l que ama puede estar muy lejos de sí mismo, pero no estará nunca total71. José Bergam IN, Velado desvelo. 72. Antonio Machado , Poesías completas.
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mente solo, porque vive, convive, se desespera y espera. Morir es la separación definitiva de sí mismo, mientras am ar es ah ond ar y ad en tra r en sí. El am or y la muerte se aproximan cuando las luces son sombrías y las sombras luminosas. La muerte está siempre presente en el amor, tanto en su alborada como en su anochecer. ¿Es el amor más poderoso que l a mu erte? Tal v ez el am or nos arra st re hacia la mu erte y sea como el bebedizo de Tr istá n e Isolda que embriaga, anochece y aletarga, venciendo así esa muerte al amor, porque al no lograr en vida el abrazo identificad or de las diferencias abisales, sól o en la noche de la muerte los am antes se identifi can tota lm en te y nad a podrá separarlos ya. Tal es el mito o leyenda de Tristán e Isolda, Romeo y Julieta, pretenden sea la la realización sublimada delque amor. Entonces, ¿elmuerte amor es más fuerte que la m uer te y puede vencerla? Sí, cuan do el amor es el cese de toda inquietud. En el idilio campesino, natural, de Hermán y Dorotea, el lento hilvanarse de las horas que se sucede n a sí mism as conjuga una paz perp etua, la muerte en vida. Esta felicidad es el espejo de la inmovilida d de la muerte, porque el am or se va apagand o hasta hacerse nada. Por el con trario, cuando amam os sucesiva e ininterr um pidam ente, sin adormecernos en la felicidad, podremos en laz ar nuestros am ores con el proc eso infinito de la vida cósmica, con la totalidad viviente. Si nos se ntimos m orir cuando term inan nuestros amores, es para salvar la continuidad del am or a través del tiempo. En todo caso, el amor y la muerte son potencias que se equilibran. Dentr o de mi hay otro, un fantasm a que está a mi lado día y noche. ¿Es el amor o la muerte? Tanto se parecen que a veces no podemos distinguirlos, porque cada uno a su manera nos realizan definitivamente. Por el amor somos, nos const ituimos, y la m uerte nos plasm a en estatu a petrificada, nos sitúa para siem pre. El am or y la muerte
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nos dan ser y n os qu itan porvenir , pues al am ar dejamos de ser y al morir ya no seremos. La muerte y el amor los llevamos dentro escondidos, desvelándonos. Son como «una fruta que madura en el alma»,73 una presencia ausente de aparición inesperada. No llegan por sorpresa ni son el accidente exterior, la teja que se nos cae encima , ni el hecho im previsto, como pensaba Sa rtre. Estamos ama ndo dia a día y muriendo no che a noche. Amor y Muerte son la n ovedad sec reta, invisible, que vivimo s y sufrimos. E l am or es mu erte porque es descanso de la ansiedad de viv ir, y la mu erte es amo r cuando lo sentimos como una etern idad. La mu erte nos acom pañ a siempre, la llev amos a cuestas al existir. Frente a ella, caben distintas actitudes: la resignada y escéptica, de Montaigne; «Philosopher cest apprendre á mourir», equivale a ace pta r con impasibilidad estoica el final inevitable del hombre. También como la vida propor ciona múltip les sinsabores y dolores sin cuento, puede parecer como un refugio definitivo al que acogemos, « cest u n port trés assuré »74 que no es de temer y a menu do se busca. Vamos conociendo l a m uerte a med ida que vivimos, y, si nos libera de los tormentos de la vida, bien venida sea; «je suis á toute heure preparé», agrega el sabio Montaigne, quien tan to la proyec ta en sí mismo que no le parece na da nuevo «la survenance de la Mort». En su existencia, logró conjugar vida y muerte sin oponerlas. Esta a ctitud resignada esco nde una concienc ia desdichada, meramente naturalista, de la inevitabilidad de la muerte, como todos los escépticos. Pues hemos de morir, preparém onos para la muerte, concentrándonos en nuestra intimidad, en la pasividad de la espera. Pero los escépticos y lo s resignados se mu eren en vida. 73. Raincr Mario Ril k e . 74. Stephanc Mo n t a ig n e .
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Otra actitud ante la muerte la refleja el poema de Francisco Aldana, «Ven, muerte tan escondida». Clama por su llegada porque la siente adentrada ya en el alma. El prodigio dialéctico de esta poesía consiste en que la muerte es un acontecimiento que no s traspasa como saeta encendida (idea poética srci nari a de sa nt a Teresa ) y, a la vez, viene de dentro. La muerte, asi, es un hecho exterior que acaece y una herida interior que nos de sga rra. Al cla m ar p or su advenimiento busca mos la paz y sus piramos, en realidad, por una vida sin el dolor que nos atormenta, sin muerte. El refranero español revela otra concepción de la muerte: «Cuando pienso que me tengo que dormir, echo mi capa al suel o y me harto de dormir». Paradójicamente queremos do rm ir para reh uir su pr esencia. P ero una sabi du ría se escond e tr as e sta am añad a sente ncia: si vi vimos dorm idos como si estuviéram os muertos, damo s vida a la muerte y ya no la temeremos. Sospechamos que también se esconde una estoica y resignada indiferencia tras este sueño voluntario o, tal vez, su aceptación morosa, soña dora. Pues cabe p erfectame nte so ñar el sueño de la m uer te enbría vida, para prepararse sabiamente entrar su som oscuridad . Quizá pretendem osacon ello en convertir a la muerte en protectora, en el sueño dulce y sosegado del alma y, de esta forma, la domesticamos, haciéndola nuestra. También podemos, como Unamuno, decir un ¡No! rotundo a la muerte, sin resignarse jamás a desapa recer. En realidad, Unamuno confundió la muerte con el vacío, la inanidad del lago del alma, su Lucerna de Valverde sumid a b ajo las aguas. Y sueña co n la inm ortalid ad del alm a y la resurrección de la carne, sabiendo que es un dogma en el que no puede creer. Su fe es tan voluntaría que se em peña en creer pa ra llegar a ella. También qu iere creer que negando la muerte y oponiéndose a ella termi naremos por eternizar el hombre de carne y hueso que 160
somos . Pero la ve rdad, la suya, es un se ntim iento y no la conciencia de la muerte. La siente dentro de sí como la na da , la quietud , la inercia frente a la inquietud, la lucha , la vida y la esperó siempre desde su dolor: «Vendrá de noche cuando todo duerma, vendrá de noche cuando el alma enferma se emboce en vida, vendrá de noche con su paso quedo, vendrá de noche y posará su dedo sobre la herida. Vendrá de noche y su fugaz vislumbre volverá lumbre la fatal quejumbre...»
Pero no tuvo conciencia luminosa, serena de ella. A lo sumo fue el acicate, el tormento de su pensamiento. No comprend ió que la vida es las suc esivas muertes que su frimos. La m uerte es siempre deci siva par a nuestra c ompren sión de la vida, dice Dilthey. Pero quien llevó esta ontología de la muerte más adelante fue Heidegger. El modo de existir del hombre es el ser siempre posible. Ser es pre-serse, anticiparse, vivir en la cura, en la preocupa ción. El que se ocupa se preocupa, se hunde en si mismo. La mue rte es, pues, para Heide gger, una presencia a usen te que se man ifiest a en la cer tidum bre e indeterminación del morir. El «si tan largo me lo fiáis», sirve de consuelo al hombre común. Y caben enfrentamientos múltiples ante la mu erte: el que está abs orbido p or el tráfago de la vida co tidia na y llega a olvid ar el sentido de la m uerte; el des preocupado que la siente ocasionalmente; el que sufre la certeza del hecho de dejar de existir. Heidegger establece una jerarquía artificial entre el hom bre común que huye de la mue rte y el hombre reflexi vo, profundo que, al ahondar en sí mismo, logra antici 161
parla. El hom bre com ún exterioriza la muerte y el otro la interioriza. Pe ro la ausenci a de la m uerte pa ra el hom bre simple, su lejanía porque la teme, no significa una fuga ante ella, y sí una ocultación. En La muerte de Iván Ilich, de Tol stoi, el personaje mue re del tem or que le insp ira la muerte. Muer e verdaderam ente de miedo a m orir. Su in tento de ocultarla es un conocimiento o relación con la realidad de dejar de existir y vive en esta angustia que termina por aniquil arlo. El ho mb re frívolo, despreocup ado que, en aparien cia, ignora la muerte y tampoco se conmueve ante la de los otros, también la vive en secreto, en la intimidad de su conciencia. De improviso despierta, enciende la luz, se incorpora, se palpa como un ser vivo, sin haber sufrido pesadilla alguna, porque la muerte sobrevive en el hon dón de su alma. Rilke ha dado cuenta de estos estados invisibles, como el terror de un niño en una habitación oscura, los amantes que se abrazan en las tinieblas y no pueden reconocerse, son realidades que vivimos y corres ponden a una conciencia oscura de la muerte. Un bode gón de Ruysdael o de Pieter de Hoogh, tan palpables y evidentes la fruta, el mueble, el tapiz, desprenden una atmósfera d e m isterio que no s sumerge en un m ás allá de lo visible. Así, todos, absolutamente todos los hombres, aun los más comunes y sencillos, sienten la presencia de la muerte, de ese otro mundo que se esconde tras la luz vivísima de nuestros actos. Ahora bien, si es exacto, como dice Heidegger, que la mu erte está ta n dentro de nosotro s que la comprens ión de su re alidad nos obli ga a a ce pta r que nuestra esenci a es l a mue rte misma, no es menos cierto que no podemos co nce birla intelectualm ente o representárnosla con la imagina ción. Es la postura del poeta Michel Leiris, quien la sufre como una idea insoportable, creyendo que sólo meditán dola profundam ente puede llegar a domesticarla. El pe n162
sam iento conlle va la serenidad de ánim o y le impide convertirse en un Iván Ili ch. Es neces ario, pues , para llegar a comprend er la muerte, experimentar su angustia, e s decir, que nuestro poder ser es finit o, limitad o, porq ue ella es la imposibilidad de la posibilidad de existir. Así se adquiere u na libertad o resol ución an te la muerte, ya que al precursar su presencia segura, se piensa y se vive su realidad. Pero es indudable que Heidegger, al futurizar la muerte la convierte, como dice Hartmann, en un espejismo m etafísico y pier de con tacto, precisamen te, con lo que buscaba dem ostrar: la interioridad de la muerte. Su a nticipación en la conciencia son fabulaciones, figuraciones mentales, especulativas. Únicamente del amor darnos la nrealid ad viva delala experiencia m uerte. Cuando Césapuede r Vallejo la anu cia en su poema, «Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo»
viene a demostrar la dimensión interior o presencia auténtica de la m uerte en el cor azón. El p asado, l o que recuerda, significa que se ha muerto muchas y diferentes veces: al subir al Metro se le aprieta el alma, y estuvo muerto; al a caric iar un a piel fina, zozobró de pen a y se le paró el corazón de tristezas; lo mismo al ver sonreir a un niño desam parad o o caerse un albañil del andamio. Co mo el poeta, experimentamos las sucesivas muertes de la vida por el dolor que mata y cuya esencia es matar dos veces, o doblegam os de sufrimiento hasta llevamos a perder afán vida, losvivi muertos. Sóloelasí, como una elmás dede laslatan tas como que ha do, puede poeta an ticip ar su mu erte re al. Si la muerte es la soledad absoluta, sería la negación del amo r. Si embargo, el am or es el descub rimie nto de la 163
soledad y, como la muerte, nos despierta a la conciencia de la realidad de la vida. Creemos que estam os sol os en la soledad de la noche , pero estamos en tinieblas todavía, a medio desp ertar. En realid ad, nu nca e stamo s sino en comp añía, con todo s. Ese otro u otros cuya sombra nos hab ita y cuya presencia s e manifiesta por la ausencia, es la vida o la muerte que están unidas. Vi vo la mu erte como e l am or, un a presenci a que me ato rm enta; es tan silenc iosa y discreta qu e cuando va llegando al corazón parece q ue detiene sus pasos y «la bien tapada»,75 aunque próxima, espera. Amar es, pues, morir por dentro, desde el corazón que es donde está la muerte escondida y callada. Nos vamos muriendo exactamente como cuando dejamos de amar o nos abandona una amante. Paso a paso, sin desgarramos, nos vamos separan do de nosot ros mismos y sent imos el cansancio de vivir, la finitud del amor, la pérdida de nuestros sueños, el peso del tiempo. La muerte no es esa catástrofe individual que creía Paul Niz an y que soñaba p oder ev itar por e l hum anismo colectivo, que esperó enco ntr ar realizado en la Unión Soviética de los años n heroicos de la Revolución. Soña con razón, que si todos os ayudamos a bien m orir, la mba, uerte, como desastre absoluto, desaparecería. Pero descubrió que, también allí, la muerte era individual o un cataclismo, sin d arse cuenta de que l a m uerte no es propiedad de nadie en particular. Rilke creía que era personal, una creación de la propia vida y que moríamos cada cual exactamente como habíamos vivido, amado o sentido. Por el co ntrario , creemos que la m uerte no es tuya, m ía ni de nadie, es un acaecer universal. La sabiduría sobre la muerte consiste en verse cada cual como un individuo entre individuos, como una gota en la corriente total de 75. José Bergam In , Esp er ando la m ano de nieve.
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los sucesos del mundo, de la historia, el que «sabe comedirs e en su veneración an te lo grandio so».76 Hay que vivir sin conciencia individualista de la muerte. Debe ser espantoso, dice H artmann, para el que vive exclusivamente sobre la base de la importancia de su sola persona y entiende por mundo meramente el suyo, pues la muerte sería el naufragio total o la universalidad absoluta de la pena. Todos nos morímos, sin quererlo o queriéndolo, como esas pequeñas olas que se quieb ran en el m ar suces ivo, y la mue rte nos une, como el am or, en estrech o y definitivo abrazo. Se piensa que la muerte sepa ra lo que el am or ha un ido. Un personaje de Malrau x,77 al qu e van a fusilar, ex clama: «¡Nos moriremos todos, unos pronto yo, otros más tarde!», expresando asi lamás unidad de lacomo muerte con la vida, de todos c on todos, l a m isma qu e la del am or. De aquí resulta sorprendente que Heidegger afirme que asistimos a la muerte de los otros como si fuese un espectáculo ajeno. Por el contrario, al ver morir, sentimos y experimentamos nuestra muerte en común. La ilusión pesimista de que nos morímos solos y nadie puede morir por nosotros, es falsa, pues cuando alguien muere morímos tam bién nosotros , algo s e nos va definitivamente. La muerte es el amor común, el único total.
76. Nicolai H artmann 77. L'espoir.
, Ontología.
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EL AMOR Y LA HISTORIA
El am or no es un sentimiento incondici onado, i nm uta ble, que sobrevive por encima del espacio y el tiempo. Es mudable, cambiante, temporal, tiene su propia historia porque es un reflejo de las distintas estructu ra s sociales. La evolución del am or es u n segmento de la gran historia universal. Sin el análisis de esta particularidad general, no se comprende el proceso del amor y su fin último. Comen cemos por seña lar que todo ser hum ano , aun el más desp sencilierta lo, nad a p reocupado, es objeto que y sujeto que los siente . Por ede l msentimientos ero hecho d e vivir , am a y es ama do. El a m or es el víncul o que nos une a todos en la canción única de la vida, í ntim a ligazón en tre religión y amor que aparece desde los orígenes del hombre. Analicemos el am or hindú que, según Marx, oscila en tre la entrega m últiple a la s educci ón pan orám ica de la riquísim a N aturaleza y un a renuncia ascética del mundo. El hind ú sufre la tentació n gozos a y pánica de su sensualidad multiforme, en la que se vuelca con un frenesí que multiplica y enardece sus deseos, para llegar a la fusión con la totalidad. ¿Se pue de llam ar am or a este de seo infinito? El deseo c ósmic o es ya un am or p or el univers o en su conjunto. Esta forma de entrega es un a religión, pues , 166
por encima de la apetencia deseosa, existe un sentido unitario del mundo. Este amor que se disuelve en el deseo, que se multiplica y enciende a sí mismo, hasta terminar por aniq uilar al ser que lo padece, es un sentim iento de padecimiento del universo, es el dolor cósmico pero, tam bién, un am or sin sujeto como una religión sin Dios. Este am ante no ama un ser determ inado o figu ra explí cita, se entrega a todos sucesivamente, se desperdicia en una donación múltiple o se disuelve en el abrazo cósmico. Sin embargo, el amor es siempre personal, como Dios es la personificación sublimada del hombre. En este caso, el amor crea la figura divina el sujeto definido del amor. Pero este ateísmo del amor hindú es expresivo de una sensualidad voraz queentregarse. no puede concentrarse un ser determinado a quien Por ello, es en placer sin límites y dolor cósmico, peligro de consunción. El hindú, temeroso de disolve rse en el universo, renuncia al place r que, en el fond o, es un su frim ient o, y se entreg a a la meditaci ón co ncentrad a. En es te recogimien to logr a su prim ir la sensualidad codicio sa, pánica, se am ortig ua el deseo de vivi r y su rge o tra forma de a m or serena, orden ada. ¿C ómo se expresa este amor ascético? Sentir compasión por todos los seres vivientes, participand o de su mismo destino sufriente , es un a nueva forma de paga nismo o naturalism o. Este am or es un a visión un ita ria del mu ndo y s e am a a todos los seres puros como si fuesen intoca bles, ya que tod o afán de posesión los destruye. Amar así, e s redim irlos de su p ropio deseo de vida, es una renuncia a la posesión voluptuosa de los otros y una entrega vehemente, ilimitada del yo. La suprema aspiración nirvana, finque de se sí conviert mismo yede todo ímpetudelnahindú tura l,eslael n ada del yo en el Todo del ser. Llegar a la total supresión de la codicia amo rosa, fundi rse c on la totalid ad viviente es para el hindú el amor, la vida eterna por sí misma. 167
Tal e s la complejidad y contradicción del am or hindú, que nace de la comunidad idílica primitiva de su estructur a social . El am or hindú vacila entre la sensualidad del deseo universal posesivo y la entrega ilimitada de sí mismo sin encontrar, en este movimiento pendular entre la satisfacció n gozosa y el sacrificio sublime, un eje de equ ilibrio por la ausencia de Dios como persona. El hindú descubre el amor absoluto a la vida, a un Dios sin rostro ni figura concreta, pero encarnado y vivo en todas las manifestaciones de la realidad. Este amor significa también la desaparición sombría, la noche, el oscurecimiento, la negación de la existencia misma. Si la individualidad perece en este abrazo universal, el amor como relación amorosa tampoco existe, porque es una emanación de la energía del mundo que penetra en el cuerpo de los seres y éstos la sufren pasivamente. Viven, pues, el amor como un acontecimiento cósmico, pero no lo crean ni lo sienten por sí mismos. Al amor cósmico, sensual y de pasmos múltiples, le sucede el amor griego, también una fuerza avasalladora, el Eros platónico que arrastra en su viento a todos los individuos. El am or griego n o es el hom osexual ni el heterosexual. Es una potencia vital unlversalizada que precede a la diferenciación sexual y, por consiguiente, a la individualidad. Mientras el amor hindú carecía de Dios como sujeto o persona a que aferrarse, el amor de los griegos es un a fuerza telúrica , pero idealizad a. Si el am or hindú es ateo, e l griego es estético, m ate rial. El cuerpo es la encarnación de la idea, y cuya conjunción perfecta de formas rep rese nta la divinida d. A través de la belleza co mo expresión de la armonía visual, el amor griego busca unos dioses que lo personifiquen . El am or es, pues, el goce del cuerpo divinizado. Por consiguiente, este cuerpo es asexuado, ideal, pitagórico, numérico, simétrico, platónico. Es la forma de la apa rienc ia o de la inocencia estéti 168
ca, como deci a K ierkegaard. Es cuerpo he rm afrod ita en e l que no se difer encia ho mbre o mujer. El a m or griego es el ideal amoroso, estético, de la po lis, que co rresponde a la ideol ogía de las cl ases dom inantes, y también, la religión de la democracia ateniense del siglo V, de Pericles , del ar te geométrico. Para lelam ente a esta participación igualitaria de intercambio de dones, de ntr o de un a mism a clase social, Platón, el teórico de las clases dom inan tes, di ce: «Es la música, al igual que antes la medicina, la que pone una misma cuenta y razón en todo, infund iendo amo r, cr eando unidad de pensamiento en todos y en tre todos ».78 El am or, al unir a los seres má s diferentes, se convierte en el ideal de la dem ocracia. Per o no i gualdadcomo e ntrelolos amanteo s; es, tamb ién, libertades pasólo ra realizarlo sentían concebían. E l gri ego ciudadano, propietario de esclavos, creía que todos los hom bres eran igual es y el am or su m anifest ación tan p ropia como la parcela de tierra que poseían. Esta democracia ateni ense fue el ideal de los jacobin os y de Hegel . Pensaba n los griegos el a m or cad a u no de acue rdo a su visi ón, y la libertad era las diferentes concepciones y maneras amorosas. En este sentido, e l am or p ara los griegos no era una pa lab ra unívoca , nos explica García Bacca, sino multisignificante. Si la armo nía es la conjunción de las dis tin tas pa rtes del cuerpo, e l a m or era el acorde, la unidad de las variadas particularidades y formas de sentirlo. «Lo que el dialogante dice, en su tu m o, es una de las notas del Amor. Una hecha pred om inan te. Mas no excluyent e de las demás. Por eso se complementan.»79 El amor era, pues, acorde musical, arm onía o estética de las forma s, bell eza contemplativa, idealidad visual. Pero, al mismo tiempo, en la soci edad griega existía un sen timiento oscuro, trági78. E l Banquete . 79. Juan David Gar
cí a
Bacca .
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co del amor: el de los esclavos y el de las clases campesinas, la religión de Dionisos, de los Misterios de Eleusis, de la Muerte y de la Resurrección. La primera concepción del am or era un a religión de las cl ases alta s, como di ce el histo riad or inglés B um , y la segunda, de las cl ases dominad as, ajenas al esplendo r democrático de la civilización urbana. En ceremonias de exaltación y embriaguez, los campesinos se iniciaban en los misterios de la participación dionisíaca. En oposición al amor ideal estético, los dionisíacos lo vivían como manía y entusiasmo. Para ellos, el amor era una locura lúcida, un frenesí por el que se participaba en la espon taneida d creadora, en l a libertad em briag ante, e n la fuerza sobrehumana de Dionisos. «Maníacos» eran los que amaban frenéticamente, sin medida. Traducido al lenguaje moderno, manía quiere expresar entrega ilimitada al amado, integrarse en su esencia secreta. A este respecto, dice Mircea Eliade: «La comunión con el dios rompía, du ran te algunas horas , la c ondición hu ma na, pero sin llegar a trasmutarla». En la embriaguez dionisíaca o báquica, se conservaba la independencia y el amor no era un diálogo que discurre sereno, ni la adoración a las formas del cuerpo de la s clases dominadoras, era un a p asión oscura y exaltada, sin palabras. Tal es la diferencia que separaba el amor platónico de las clases altas, del amor secreto y apasionado de las clases campesinas. Estas últimas también sentían «enthousiasmos», es decir, endio saban lo que am aba n, llenándose de la presencia d el Otro, del dios, de Dionisos. Esta divinización se lograba al llevar el dios al corazón, allí a su centro interior, en silencio, mística y oscuram como enMyo, los que Misteri os de Eleusis. «Misterio» procede ente del verbo significa mantener la boca cerrada. Amar era, pues, entusiasmarse, danzar, abrazarse, emborracharse en comunicación callada de corazón a corazón . Este am or de los campesi170
nos, de los pobres, de los que no saben palabras armóni cas, no l ogra el entend imiento, pero si la unida d amoros a por la fusión apasionada. El resultado de este arrebata mie nto en tre el dios y el ho mb re no sólo es la divinización del hombre, es la humanización del dios. En términos de am ante s, el que am a con entusiasm o se endiosa, se hace el Otro, y éste, entusiasmado también, se identifica con el amante. La comunión o resplandor de la iluminación mutua era perfecta entre el hombre y sus dioses. Los misterios dionisiacos buscaban la claridad total de los cuerpos y de los seres mediante el entusiasmo que los revelaba. M ientras el am or discursivo, de acordes mu sicales, platónico, conservaba una distancia entre los amantes, distinción aristocrática de las palabras, este amoruna furioso, embriagador, desnudo, realizaba la unión total de los amantes y salvaba sus diferencias. El amor ideal, estético, trataba de convencer al amado por el discurso, pues la verdadera intención de Sócrates era apoderarse del otro racionalmente, hacerlo partícipe de su visión o idea del am or. Por e l co ntra rio, el am or dioni síaco si gnificaba una renun cia rec iproca, un sacrificio en ara s del am or mismo, d e esa divinidad que reúne y jun ta las partíc ulas individual es en una orgía frené tica y colec tiva. En las tinieblas de la noche, los am ant es dionisiacos se ab raza ban sin ver se las caras , sin reconocer se, integra dos en una comuna amorosa poblada de silencios, pero rica de manife stacione s exaltadas. La unidad supre ma, el Todo que cre an los ama nte s dionisiacos es la fusión noc turna con la muerte y, a la vez, la promesa de resurrec ción. En esta orgía, e l am or se agota en el instan te m ismo de renace enda otros y or así la se consumación, sucede l a primpero ave ra de la vi en laentusiasmos tierra . El am dionisíaco era la feli cidad siempre posibl e, la dicha recu perada. La violenci a y el deseo, la exaltación y la te rn ur a, que 171
son los componentes del amo r, se transforman y cambian en el otoño de la Edad Media. De un lado, las barbaries del instinto se manifiestan en costumbres y juegos que testim onia n la supervivencia de lo s viejos misterios cam pestres grecolatinos. Por otro lado, se busca un am or ca balleresco fino y ritualizado, que domine la pasión y la sosiegue. Además, la Iglesia se esforzaba en divinizar el am or, platonizándol o. Per o «el am or que en la mente m e razona»,80 refleja la posterior laicización del platonismo clerical. El amor sagrado y el profano se conciertan así para oscurecer la manifestación burda y tosca campesina de un sen timiento grandioso y subyacent e. La aristocra cia consum a este esfu erzo de control y dom esticación de la pasi ón, po r las buen as m aner as, la conversaci ón inteli gent e, la cortesí a reglame ntada, que la pulen y adornan . El am or cortés es e l resultado de esta dom inaci ón orde nada de la pasión, « derriére quoi l’amour, naturellement, demeurait une passion sauvage et d’une violence élémentaire ».81 En el siglo XII culmina el proceso de pulimentación cortesa na del amo r, una vez som etida y subyug ada la vio lencia de la pasión. Aparece primero, como ideal amoro so, a laa un posesión sacrificando la dpa siónlaenrenuncia holocausto am orcarnal, sublimad o. La poesía e los trovadores realiza lo que Lucien Febvre denomina «revo lución ética», que sustituye la pasión interesada, posesi va, por la desintere sada e ideal. E n este momen to aparece por primera vez en la Historia el amor-pasión, como dijo Engels en su obra El origen de la familia, la propiedad pri vada y el Estado. Ahora bien, en esta primera forma de amor-pasión, el impulso sexual se manifiesta como una pasión escondida, interior, esp iritualizada, «die ritterliche 80. Dante .
81. Lucien
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Feb vr e .
Liebe des Miítelalíer ».82 La unidad del amor y la pasión constituye un acontecimiento histór ico. Hemos visto que el am or hind ú se desintegraba en una dispersión cósmica, y el amor griego en una ingenuidad estética o indiferenciación sexual, mientras la pasión se
agitaba en su mundo subterráneo como un g rito amargo, sin encontrar salida a su natural impetuosidad. Por pri mera vez los poetas provenzales plasman el amor-pasión en una cr ia tu ra concreta, objeto f ísico y metafí sico de un ímpetu nocturno, secreto y, a la vez, luminoso, trascen dente. Señala Engels que los pemas de Wolfram von Eschenbach pin tan con brillantes colo res al caba llero com partiendo el lecho de su am ada dura nte toda la noche, hasta que era avisado de la llegada de l alb a u otro peligr o por su escudero, quien perm anecía fuera vigilante de la felici dad de su señor. La separación de los am an tes cons tituía una escena patética y culminante. Este amor-pa sión se vivía generalmente fuera del matrimonio, lo que prueba la absoluta liberalidad de los formalism os socia les y de las reglas éticas de esta época. La libertad sola mente se podía conq uistar por u na manifes taci ón poética de la pasión en el amor. Curiosamente, el amor caballe resco anticipa la teoría del amor-pasión de Sten dha l, con la diferencia de que el am or burgués, j acobin o o stendhaliano, es más físico y sensual que el de aquellos trovadores, más atraíd os p or las i rradiacio nes poéticas de sus figuras ideales. El trovador provenzal trascendía la mujer en figura lejana de adoración pasiva, para poder amarla con todo el rendimiento y pleitesía de que su alma era capaz: •Hélas, je languis d'amour. Hélas, je meurs tous les jours.» 82. «El caballeresco amor de la Edad Media» (Friedrich E n g e l s ).
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Así era y debía s er el am or, un c an to de desesperación por la am ada lejana o ina cces ible, culto abs tracto a la mujer, a sus perfecciones ideales, a sus dones naturales, a su be lleza incorpóre a, a sus v irtudes, poesía que refleja e l ideal amoroso de una clase social: la aristoc racia. Margarita de Angul ema, duqu esa de Alençon y reina de N avar ra, con ti núa, en Heptamerón, esta concepci ón cortesan a, m edida y reflexiva del amor. Pues los poetas provenzales también sen tían el am or como una pasión analítica; se entre tenían en circunloquios, perífrasis, vueltas, revueltas y amane ramientos para concentrarse en el amor y olvidar la pa sión que les consum ía. De es ta forma, al m ed itar el am or y entretenerlo con almibaradas imágenes poéticas, cons treñían naturalprovenzales deseo de posesión. Las elpoesías nos asombran como joyas frías, imantadas de un amor reflexivo pero donde, tam bién, hay mucho dolor y una honda pena, pues la insatis facción amorosa que crea el ideal ascético, duele al cuer po. A la vez, esta meditación am orosa de la poesía trova doresca, enciende la mente de luminarias centelleantes, hasta que descubre la Idea como manifestación de la esencia del amor. Entonces, la mujer se convierte en el Bien, en la divinidad encarnada, la Virgen María, la Señora, la Madre, el útero sup remo. Esta poesí a enseñó a los homb res el art e del buen am or, como e l Arcip reste de Hita nos instruyó sobre el mal amor de Don Camal. Los homb res mediev ales no sabía n a m ar, se lanzab an cie gos a la posesión inmediata e irreflexiva. Pero los poetas pro venzal es les enseñaron la presencia objetiva de la Señora, adorar a la dama de sus pensamientos, independien temente del fuego deseoso de sus pasiones. Ensalzaron el amor y ahogaron la pasión, creyendo matarla. Sin embargo, sobrevivía entre los rescoldos del fuego amor tiguado. La poesía galaico-portugues a nos enseñó a am ar a dis 174
tancia. Conservar en sí, celosamente gu ard ada , la presen cia del Ausente, de la Amada o del Amado para poder evocarlos siempre, eternizándolos en la memoria. Los poetas galaico-portugueses se detenían e inmovilizaban su mirada en una figura sebastianesca, perenne, definiti va. A este am or eterno, a pr ac tic ar ia fidelidad amo rosa, a contemplarse en el espejo de la memoria, a mirar a sí mismo al recordar a la amada siempre ausente, nos in vitaron estos poetas. Sin complacerse en lo s alambicados retorcimientos reflexivos de la poesía provenzal, los poe tas galaic o-port ugues es sinti eron más limpia y puram en te el am or, al despojarlo de toda presencia ideal o corpo ral. Nos enseñaron el buen trovar, es decir, cómo en camar la Idea, que es llevarla al territorio recóndito del alma, allí donde nace la canción pura y verdadera. La amada se cambia y trasmuta en Idea subjetiva, en mía pro pia, instalándose como presencia secreta en el Yo tras cen den tal. A sí, lo ajeno y extrañ o se hace propio. Es to es lo que separa la poesía provenzal de la galaico-portuguesa. La primera conserva la lejanía, el distanciamiento, el verfrendung de Brecht, necesaria extrañeza para llegar a la meditación sobre la amada, mientras que la segunda, al apro piarse de la Figura o I magen, la conserva vi va sin pensarla. El trovar sin reflexionar galaico-portugués, aun por más profundo e íntimo que sea el amor que se siente, acab a en un a ausencia sostenida, pero congelada, porque, en el fondo, el poeta quiere su soledad poblada de una ausencia perma nente pa ra crearse a sí mismo. Aprisiona do por el recuerdo, no da un paso hacia la amada quizá porque la siente, ¡oh, relembro!, como una totalidad den tro de sí mismo. La poesía medieval refleja una idealiza ción volunta ría del am or (la provenz al), o invo lunta ria (la galaico-portuguesa). El amo r que permanecía como id eal a re alizar, a prin cipios del R enacimiento derivó a un neo platonismo am o 175
roso, *á jouir de la beauté sans passion »,83 y lleva, por pura fidelidad a sí mismo, a elevarse de una abstracción a otra : al am or de la Sup rem a Bell eza que se i dentifica con Dios. Esta ideali zación puede conduc ir a la pureza ascética, a la renuncia del am or, al idealismo ab soluto. El platonismo amoroso es el amor desencarnado, impersonal , que no busca una criatu ra concreta si no un conjun to de cualidades, esenci as ideal es de las que la mujer es un mero símbolo. Este remedio contra el amor, ya no es amo r. Sin embargo, l a idea p latónica del amo r pervivió en todo sentimiento amoroso aristocrático y, más tarde , en el burgués. F ue una idealidad necesaria, r ecóndi ta, casi inven cibl e, que an idab a en el corazón de todos los hombres, ricos y pobres, aldeanos o príncipes,de banqueros o proletarios. Pero este distanciamiento la amada, creado por una aristocracia lírica, al dilatar la satisfacción del deseo exacerbaba la pasión, encendiéndola de rab ias fogos as. No era e xtra ño que la pasión, co ntenida y enm ascarada por la cortesía poética, se de senf renase. Y era muy frecuente ob serv ar cómo el hom bre enloquecía y se des orbita ba, p asan do de la piedad a la lujur ia, de la cortesía a la violación, en la aurora del Renacimiento. El Heptamerón está lleno de historias de este género. Amadour, que adoraba religiosa e idealmente a Florida, se precipita sobre ella con una pasión salvaje, como un suicida desesperado. El control continuo y reflexivo, los análisis poéticos para idealizar el amor, habían fracasado. De aquí surge una nueva forma de sentir el amor. En el otoño de la Edad Media, la pasión escondida y domeñada surge, de nuevo, con una violencia bárbara, era una necesidad imperiosa que subsistía mezclada a una ferviente devoción religiosa, a una idealización trascendente del amor. «Mais quoi: dévote ou débauchée, l’a83. «Gozar de la belleza sin pasión» (Pietro Bembo , El cortesano).
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Manee est vieille», afirma Lucien Febvre. Y se producían
saltos imprevistos de la piedad a la violación, del amor sensual al divino. ¿Eran personalidades divididas y contradictorias? La situación histórica en aquella etapa del Renacimiento explica estas aparentes contradicciones, que no constituían un desgarramiento del yo. La naturaleza sensual vuelve a emerger de las sombras profundas de la intimidad recoleta medieval, pero no puede vencer la piedad religiosa, la devoción trascendente. Dentro de estas almas rudas y sensibles luchaba la naturaleza apasionada y la ternura recogida, pero de ninguna forma se produce el vértigo del yo o la to rtu ra de la personalidad, porque el yo, como unidad coherente y racional de la propia identidad no existía. Hay que e sperar h asta Montaigne y Descart es, que lib erará n a los hombres de su esclavitud frente a Dios, para que surja el hombre moderno. Los hombres se nutrían de una pasión, de la que no eran conscientes, que i rrum pía en su s devocio nes religi osas, y de una idealización que les oprimía y pesaba sobre ellos como la presencia de una Trascen dencia ajena y extraña . Los dom inaba un temb lor apasionado y un terro r religioso porque e ran víctimas de una pasión sin tern ura y amba orasin o era bestial, trascen primitivodeny seun ama la intim m ujeridad. comoEla dese Di os, queriendo cias. Esta forma de am or es dantesco p or infernal, p ues la pasión opera como quem azón e incendio de los cuerpos y, al mismo tiempo, el am or es celesti al, ent regándose a la sublimidad elevadísima, es la personificación divina del sentim iento. D el am or sensu al de F ranceses al espiritual de Bcatrice, del infierno al paraíso no hay y hay un abismo. Los am ant es de Rimini se revelan po r un beso qu e tos precip ita en los oscuros temblores de la pasión, en las llamas del infierno interior. Pero Beatrí ce aparece sobre un puen te del Amo como representación visibl e de la Idea que tiene el poeta; o coincidencia preestablecida de las
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almas, arm onía concordada desd e la eternidad, fijada por las estrellas o el destino. Ver a Beatrice es amarla para ascender al celeste imperio, al empíreo divino, una esca lada a la Trascendencia. A l am ar así divinam ente, no hay disonancias ni disputas. El acorde es sim ultáne o y perfec to como la sinfonía de las esferas. Esta inteligencia cor dial d el am or hum ano prefigura el paraíso m ental, la mú sica acordada de los espíritus. En este sentido, hay un abism o en tre el am or de Fran cesca y e l de Beatrice. Y , sin embargo, la pasión infernal coexiste, como hemos visto, con el am or celesti al, la inman encia con la trascendencia. Las congojas de la pasión exigen serenidad armoniosa en el amo r, la be atitu d celestial a nsia lo s tormentos e inquie tudes de un amor apasionado e infernal. En este caso no hay un abismo que separe a Francesca de Beatrice. A med ida que nos ad ent ram os en el Rena cimie nto, la pasión se sosiega, pierde su virulencia primitiva e in sensata, sus arreba tam ien tos infanti les, osados , y el am or comienza a pensarse. Deja de ser adoración beata y mu da, un rezo o invocación de hinojos ante una amada o am ado simbólicos . La pas ión se con centra en idea o i ma gen de la persona a quien se ama y el amor se polariza en una subjetividad meditativa renacentista. La pasión se obje tiva y el am or se subjetiviza . Así nace el am or al i tá li co modo. Los sonetos de Petrarca a Laura, aunque tienen una apariencia de suspiros y cantos neoplatónicos a una idealidad soñada son, en realidad, una creación intelec tual de la figura de Laura. En con trarla no es desc ubrirla, como para Dante. Laura es una presencia que hay que revelar, pensarla y crearla sin detenerse jamás en este prolijo trabajo de reflexión duda cartesiana mente de su existencia? No, interior. el poeta ¿Se quieFe eternizarla, poseerla in mente apasionadamente. El concepto petrarquesco del amor es una pasión posesiva, pues al concep tuar a la persona amada, la priva de realidad de presen 178
cia pa ra apropiársela defini tivamente. La s pasi ones más ardientes son siempre conceptuales, pues mediante definiciones cada vez más penetrantes y afiladas, a Laura la hace s uya, la aden tra en su intim idad h asta convertirla en un reflejo de sí mismo. La virtud de Petrarca es hacer humana la pasión salvaje, hirsuta, irreflexiva, medieval. Mientras los poetas provenzales desviaban la pasión o la evadían hacia una trascendencia amorosa de adoración pueril y beata, que dejaba subsistir intacta la violencia prim itiva de la pasión, Petrarca al conceptuarla la cultiva, ordena, y la humaniza al encarnarla en una figura conc reta, viva. La pasión medieval er a indiferenciada, s in objeto preciso, y podía satisfacerse siempre porque obedecía a la ley del ímp etu interior . Cuando éste nos avasa lla, el asalto es fulminante, sin detenerse ni reflexionar. De aquí las sorprendentes variaciones y cambios temperam entale s de los personajes medieval es, que desconcier tan y asombran a historiadores como Huizinga y Lucien Febvre. Por el con trario, el am or ren acen tista, más verd aderamente neoplatónico, pagano, se fija en una criatura, conce ntra en ella sus ardores, la descubre, la conceptúa y piensa sin fin. Entonces nace el amor quijotesco. Era necesario destruir los últimos restos de la idealización religiosa del am or, lo que lleva a cab o Cervantes a través de una iro nía tie rna pero verí dica y cruel del am or caballeresco. El amor a Dulcinea es, burla burlando, un retrotraer la trascendencia a la inmanencia del sentimiento. Lo que pervi ve del am or q uijot esco es la subjetividad del sentir . Se ha dicho que existe un a influenci a de Descartes en el pensamiento cervantino, que se refleja en esta concepción subjetiva del am or. Traduc ido a lengua je moderno, el amor quijotesco sería «un trascender sin trasce ndencia »,84 84. Emst
Bl och .
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Si el indiv iduo en su proceso vital no es el m ismo y se va transformando desde la juventud a la madurez, hasta el pu nto de que nos resu lta, a veces, difícil recon ocernos , el amor obedece también a esta misma ley de evolución. También la situación histórica condiciona las formas de unión amorosa. Du rante la Ed ad Medi a el m atrimon io no er a u na libre elecc ión de los am ante s; con el Renac imien to se racionaliza. Sin d ud a, sigue si endo ajeno y extraño al a m or cordial, al sentimien to puro del am or, pero ya e l amante puede sopesar las ventajas e inconvenientes del matrimonio. Un ejemplo de esta racionalización del amor, paralela a la conceptualización petrarquesca, la encontramos en Heptamerón, donde el joven Amadour, despu és de er contemplado duran te mucho una tiempo a Florida, «sehab délibéra de l'aimer», estableciendo dife rencia abisal con la idealización de los trovadores. Este personaje no se arrodilla ante su amada para adorarla y cantarla en versos sutiles, razona el amor como un geó metra del espacio, calcula y mide con la regla de oro de Piero del la F rancesca. Esta fría rac iona lidad es bien reve ladora de una etapa histórica del amor. Amadour, sólo después de un lento y minucioso examen, se decide a am ar p ara siempre a la m ujer que ha obse rvado y anali zado co n profun da atención. Pero ocu rre lo sorpren dente: decide casarse con Aventurada y seguir am an do a Florínda. Asombra este dualismo racionalista, cartesiano del am or. Las dec isiones de la volu ntad son fruto de una me ditación labori osa, cal culada. Puro m aterialismo y esplri tualism o meca nicista. Div isión sentime ntal q ue se rep eti rá en el matrimonio moderno. En el naciente orden burgués se sacrificará el am or al matrimonio y se dará a éste el prestigio de que carecía. El matrim onio exigí a una reval oriza ción porque, dura nte la Edad Media, la Iglesia lo había denigrado, como obra de la pasión diabólica , pa ra c elebrar la castida d. Pero l a 180
burguesía tuvo un evidente interés en racionalizar y socializar la pasión, encauzándola en el orden establecido. La dispersi ón am orosa a q ue llevaba la pasión medieval , siempre selvática y primitiva, perjudicaba sus intereses básicos. Durante los oscuros tiempos medievales, la pasión hab ía desord enado el equilib rio fís ico y la razón h uma na, llevando a los hombres al vicio y a la violencia más incontinentes. E n consecuenci a, la pasión no debía sub levarse contra la Razón, ese don natural y divino del hombre y base de la sociedad burguesa que nacía. La tranquilidad, la armonía interior, la paz conjugada debían reunirse en el matrimonio que surge como una salvación, puerto de sosiego de las pasiones y de los vicios en que había caído humillado e l hombre en la anterior etapa histórica. El matrimonio tiene así el significado de una restauración del orden social, desintegrado por el caos del amor medieval. Por esta razón, el burgués naciente desconfiaba de que fuera necesario en el matrimonio, cuya finalidad, en la etapa del capitalismo primitivo comercial, era crear lazos sólidos entre los seres y formar el nosotros, es decir, una pare ja unida por intereses. El vínculo conyugal realiza todo lo que un a comu nidad implica de participación en tareas múltiples y coti dianas; por el lo esta unión de bía se r pública y social . Pero esta socialidad del ma trimo nio excluía el sentim iento íntim o y peligroso que es el amor. Así, afirma Montaigne: « On ne se marie pas pour soi... On ne se marie autant, sinon plus, pour sa posterité, poursa famille». La burguesía comercial predi có lisa y llanam ente el m atrim onio sin amo r, que no s e comprende a prim era vista, porque el amor crea lazos perennes, pero aquella burguesía buscaba frenos contra la reafirmación del yo solitario y los intereses individuales. Es ta conce pción burguesa del m atrim onio tiene su explicación en el pasado histórico. La sociedad medieval no había podido dominar el caos emotivo que srcinaba la
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idealización platónica, trovadoresca del amor ni evitar los desórdenes de la pa sión. En consecuencia el am or era, para estos burgueses, un espejismo engañoso, una adora ción in sensa ta que c orrespondía al ciclo del rey Art uro, de la Ta bla Redonda y de Amad ís de Gaula. Se desprestigió el amor considerándolo un sentimiento ridículo, una antigualla que reflejaba la mentalidad de una clase en decadencia: la aristocracia. Además, el amor suscitaba temores porque es una ligazón de individuo a individuo que se puede rom per fácil mente y n o creaba una comuni dad inde structib le en tre hom bre y mujer. Y se buscó una nueva forma am orosa que a honda se los afect os, profun di ce las sensa ciones , enriquezca el alm a, ensanche el espíri tu, la acreciente los contactos anos, cultive y racion ce pasió n, im pidie ndo sushum incendios peligrosos. Así ali na ció el amor-razón. Sin embargo, este amor-razón creado por la burgue sía, no fue armonioso. Entre ambos términos pronto sur gió un a d esesperada d iscordancia: la razón colect iva exi gía el sacrificio del amor para consolidarse y la razón individual prefirió el amor a la construcción social. Un espíritu tan sutil como Montaigne, afirma: « Amour , mariage on fait torp á Yun et l’autre de les confondre». El ma trimonio para estos burgueses representaba la dulce so ciedad de la vida, la amistad, la comprensión, el entendi miento para llevar a cabo tareas de interés común, y fuera del hogar, en las sombras, se podía gozar el amor como secreta satisfacción. L a burgue sía constriñó la libre expresión del sentimiento del amor por razones comer ciales, po r intereses col ectivos, pero al rep rim irlo vuel ve a sublimarlo. La burguesía es idealista por materialista. En el horizon te de la histo ria, en 1860, surge una nue va pa lab ra en el lenguaje político y econó mico: ca pita lis mo. Así como la mercancía tiene su lado invisible, una plusvalía escondida, también el am or es la riqueza secre 182
ta del alma. Al desterrarlo a los suburbios de la concien cia, el amor se interioriza, se profundiza, ahonda y crea un contacto más real entre individuos solitarios. Esta for ma de am or enriquece, perfecci ona la individu alidad , nos hace conscientes de su poder secreto. «Es el affaire —dice Stendhal— más importante del hombre», el negocio que nos ocupa día y noche. Com o la esencia secre ta de la mercancía, Sinnliche-unnisinliche ,85 lo mismo se puede afirm ar que el amor es, a la vez, visible e invisible. En apariencia, todo se compra y se vende, pues el dinero envilece cuanto toca, pero la plusvalía enriquece al hom bre, es su secreto que no se ve. De la misma forma, en esta nueva sociedad capitalista, brota una conciencia interior del amor que no existía anteriormente. La diferencia en tre el amor-razón de la burguesía comercial y el amor-in terior del capitalista industrial es la pobreza ascética del prim ero y la riqueza inversora, productiva, del segundo. En el primer caso, la racionalidad calculada, ai frenar el impulso amoroso, privaba al amor de una realización plena, de su consumación total. En el segundo caso, la nueva conciencia del amor constituye una verdadera re volución sentimental, pues la finalidad del individuo es llegar a l d esarrollo de tod as sus facultades intelectuales y sensibl es. El am or es el medio pa ra c ultiv ar sus sens acio nes, emocion es y sentimientos, y llevar la individu alidad a su desarrollo último. En esta sociedad capitalista in du stria l, ya no es el am or un a técnica fí sica del cu erpo, un ejercicio de la sensualidad, como en los libros de Aretino y Brantóme, es el pensamiento interiorizado, una gimna sia íntim a de la pasión y , como l a mercan cía, es la posibi lidad de la riqueza del eros personal. El amor, en este sentido, «es un ensayo del espíritu», como dice Daniel Lagache, o una experiencia completa de la subjetividad. 85. «Sensible-transensible» (Karl Ma r x ).
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De esta forma, el verdadero am or es una conqu ista que se adqu iere po r la e xperie ncia interior, lo que pedía exacta men te K ierkega ard. Es n atu ral, pues, que este nego cio sea el más fructífero para el hombre de la era capitalista, porque el resultado de este perfeccionamiento individual es el poder. Mediante este amor enriquecedor, el indivi duo se sient e fuerte espiritua lm ente, libre, ll eno d e ener gía, capaz de emp rend er hazañ as imprevisi bles, dom ina dor. El am or in terio r es, como e l tra bajo , el srce n de la potencialidad creadora de la riqueza de una sociedad. Pe ro esta rica subjetivid ad del am or se objet iva y aliena, se reifica en mercancía. Expliquemos cómo. El amor, al interiorizarse como conciencia de sí mis mo, opera una increíble y jamás vista concentración del individuo. En este sentido, lo potencia hasta convertirlo en el único, el Uno (Kierkega ard), el solitario. C oncentra ción que se llev a a cabo por un a espiritualización imagi nativa. Ya no se razona el amor, como hacía el burgués comercial que contabilizaba los sentimientos como las monedas, o el cambista del famoso cuadro de Quentin Matrey s. Por el co ntrario , el cap ita list a inve nta, proyecta, concibe empresas, piensa el porvenir, y el amor es tam bién, para él, una operación de la imaginación creadora, una valora ción intrínseca. Por consigui ente, un a cri atu ra será tanto más valiosa cuanto más codiciada sea y tanto más valdrá cuan to m ás cu este. Esta valoraci ón equivale a justipre ciar el valor subjetivo de la persona se hace real mente mercancía. Ya no se puede amar sin previamente revalorizar el objeto amoroso como algo precioso, ex traño, particular. Debemos imaginarlo, sentirlo dotado de todas las perfecciones pa ra llegar a am arlo. La persona am ad a es la merc ancía m ás val iosa que existe , porq ue mi men te tiene e l pod er de co ncebirla atra ctiva , fulgurante, resplan decien te, llena de sugerencias y de encantos. Es la cristalización sentimental de Stendhal, la operación ne184
cesaría p ara pod er am ar. La imagi nación amorosa que la reviste de tod as las virtud es y adornos posibl es, suscita la codicia a i elevar la persona am ada a la co ndición d e m ercancía valiosa, de objeto inalcanzable que hace más intenso el deseo de poseerla. De esta forma, el am or se aliena, se objetiva y pierde la rica poten cialida d de la sub jetivida d creado ra, es decir, l o que le constituy ó srcina riam ente : la pasión. E l ca pita lista, al objetivar interiormente el amor, lo mercantiliza, dilapidando su esencia real, lo atomiza en el mismo instante de concebirlo, pues no ama a una persona por el impulso direc to de la pasión que suscita, sino po r los valores que se imagina posee. Entonces el amor ya no se separa del m atrimon io. El ca pitalista se casa con una mujer porque es activa, hacendosa o placentera, callada, sumisa . Pued e enum erar sus util idades prác ticas o calcu lar sus val ores espirituales. Se trat a de un am or que trasciende las cara cterísticas personales en mercancías valiosas. Este es e l ab ismo que se pa ra el am or del siglo X VI del am or del siglo XIX. El pr im ero vivía ocu lta y vergonzo samente la pasión amorosa fuera del matrimonio; el segundo tra ta de realizar e l am or en el matrimonio por un cálculo valor ativo, pero desnatura liza y m ata la pasión. Ya no am ará con apasionado dese o, sino co n el cerebro, imaginando, construyendo, edificando, y realiza la escisión en tre el am or y la pasión na tura l que lo susten ta. A ntinomia qu e se dibuja ya en tre la imaginaci ón creadora de la burguesía comercial, ansiosa de cristalizaciones perfectas del ser am ado, y l a imaginación estimativa del ca pitalista industrial que adorna y reviste de bondades y bellezas apetecibles al objeto amoroso, para que resplandezca y brille como un valor más cotizado y deseable en el m ercado mundial de haciendas y productos. Tenemos una imaginación dadivosa que atribuye al amado los dones mejores que poseemos y una imagina-
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ción valorativa utilitaria. De esta división interior de la imaginación surge otra racional, espiritualizadora que lleva el objeto amoroso a sí mismo, lo interioriza, le da vueltas y revueltas, lo piensa hasta arderle las sienes, lo medita hasta el agotamiento. Esta investigación, laborio sa y subjetiva, puede term ina r o no en el descubrim iento de su verdad objetiva, o su reali dad verdad era. Razón, en este caso, es una tentativa de conocimiento del ser que amamos. Ahora bien, paralela a esta razón cognoscitiva, se desarrolla la razón utilitaria que calcula y mide los valores lucrativos que nos pue de propo rcion ar la persona que am am os. Entonces, s e sopesa la utilid ad y convenien cia. Esta razón práctica, propia de la empresa cap italista, infecciona el amor de los amantes y destruye el deseo natural que implica el amor real. Durante los albores del capitalismo, es decir, desde 1848 hasta 1879, se acentúa la disociación entre amor y matrimonio. Este último se concierta por cálculos certe ros de la razón práctica y el amor se vive con las cortesa nas más célebres o las prostitutas en burdeles sombríos. Así vive la familia burguesa, «la más misteriosa institu ción de la era caps parece italista contra », comodicto diceria el hi riad or ingl és Hobsbawn, pue la sto existencia de la familia vinculadora y unitiva dentro de una sociedad competitiva e individualista basada en el lucro. Pero si examinamos más atentam ente la estru ctura familiar, nos sorp rende su sem ejanza a la de una f ábrica. No olvidemos que las grandes empresas capitalistas surgieron de alian zas matrimoniales entre grandes familias industriales, como por ejemplo Siemens y Halske, los Lefevre y Prouvost, Dol lfus y Mieg. Estos m atrim oni os se reali zaro n por cálculos e intereses que se armonizaban. Dentro de estas estructuras familiares el padre era la autoridad suprema que imparte órdenes y determina la existencia presente y futura de sus miembros, que son como verdaderos asala 186
riados. La familia era necesaria para el reposo de este guerrero-empresario, creador de riquezas que vivía en perpetua lucha y competencia con otros hombres. El amor, para él, es una beatitud doméstica, un descanso de la actividad incesante, una dulce armonía quieta en la que se desperezan m arido y m ujer. Sin em bargo, viv en el uno ajeno al otro, ignorán dose. Su lejanía es com pleta y recí p roca, porque han sacrificado los ideales del amor y su riqueza m últiple a la raz ón u tilitaria , consumando l a des trucció n definitiva d e la pasió n po r el eq uilib rio lógico de la unión racional. A lo máximo que podían llegar estos matrimon ios era a un entendim iento pac ífico, a una dul cedumbre sin querellas, a una tregua o ar misticio de su s individualidades opuestas, en podía la distancia crea un respeto mutuo. Perobasados tamb ién oc urri que r que la lucha competitiva de las individualidades, propia de la er a del c apita l, encendies e el confli cto en el m atrimon io, creando un odio re cípro co perm anente, viol ento d e rece los y desconfianzas, el infierno de Strindberg. Marido y mujer vivían, en esta etapa de la sociedad burguesa, una insatisfacción amorosa radical, ciertamente hambre de am or. El m atrim oni o cu mplía la f unció n integ rado ra, socializadora, pero de struía el am or co mo pasión vi va, in dividual. Esta disociación obligada y forzosa era debida a la instrumentalización del amor, que se conve rtía e n un me dio pa ra llegar a un fin: la consoli dación de una est ruc tu ra social. Cada familia era un a fortaleza aislada, separad a de las otras, como esos jardines ingleses creados en las fincas particulares para no verse con los vecinos, una ca dena de castillos arrinconados en soledades que reflejan la estructura de una sociedad atomizada de individuos encerrado s en sí mismos, fumando la pip a de la soledad y la concentración calculadora. Cada familia se aísla de la otra y, también, dentro del dulce hogar cada miembro
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vive para sí, solo. En consecuencia el amor, que es por esencia unitivo-creador, agoniza en este aislamiento con stitutiv o de una sociedad de individu alidades . Pues el nosotros, que signif ica la creaci ón de la verdadera unid ad amorosa, contravendría leyes vo. Cada un o debe est arlas solo y pardel a símercado mism o; competiti las familias, sepa radas . De esta forma se hace casi imposible vivir ta n to el gran amor como los pequeños amores. Pero no por ello se puede renunciar al amor, que permanece como una promesa ideal, un más allá inasequible, un remoto paraíso perdido, una edad de oro pasada. Con razón ha dicho Georg Lukács que la novela burguesa nace de este desencanto, del desengaño del hombre, de su tristeza al tener que abdicar de sus más puros y nobles ideales ante una re alidad : p rim ero enriquecerse y despué s am ar. Debe ada ptars e, re torcer su coraz ón, sa crificar su alma, m orti ficar la pasión para amar falsamente de acuerdo a las conveniencias y cálculos de la razón instrumental. Pero como los sueños e ideales persiste n, aun que se sacri fiqu en a la ambición como el Rastignac de Balzac, el ansia de am or contenida y hum illada se conviert e en alud, en una tempestad ciega de pasiones, en furia posesiva. Emile Zola narra, en su novela Nana, las devastacio nes que opera una vulgar cortesana en el corazón de un poderoso hombre político, el conde Muffat, quien se arruina totalmente por poseerla. Estas anomalías trági co-grotescas de una pasión eran frecuentes, así como la función que d esempe ñaban las cortesan as en los comien zos y ha sta las postrime rías de la era del capita l. El eros contenido, la izad pasión enfur holocausto so ciedad atom a, sesacrificada, convierte en ia codici de osa,laviolen ta y poses iva po r la m ujer. Así nace la qu erid a, la am an te, la entretenida que sacia los delirios imaginativos de la pasión refrenada. Los hom bres sienten p or estas mujeres, que describe Balz ac con man o m aes tra en su ob ra Vie des
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courtisanes, una pasión objetivada, fetichizada, como si fuesen símbolos abstractos del dinero o mercancías que se codician. Para poseer y conservar ese bien que tan ansiosa men te desean, estos hombres estaban dispuestos a llegar a todo, incluso a la ruina. Pero si ex iste Nana, también aparece Madame Bovary, de Flaubert, novela del idealismo amoroso, del quijotis mo trascendental, o El primo Basilio, de Eça de Queirós, representativa de la tím ida y triste debilidad amorosa. La tragedia del amor, cuyo srcen es la soledad que crea la socie dad burguesa, engendra una pasi ón de structora, sui cida y, a la vez, una idealización irónica, burlesca del amor, un medievalismo retrógrado del sentimiento. La
razón instrumentalizada, al convertir hombre en uny ser medido, dominado y dirigido haciaalfines proficuos lucra tivos, crea un desequilibri o orgáni co por ru ptu ra de la correspondencia natural entre la razón, las emociones y los sentimientos, quedando éstos sumergidos en la no che calla da y sec reta del yo. Al queb rar se la un id ad físicopsíquica del hom bre, se desencadenan sorprendentes irrupciones emotivas, salvajes acometidas del deseo, arrebatos insensatos de la pasión que se manifiestan en esas renuncias a la dignidad humana, en sumisiones in comprensibles a unas mujeres a quienes se sacrifica insensatamente la fortuna y hasta la vida. Todo esto demuestra la inexperiencia e ingenuidad sentime ntal del burgués , quien, para enriquec erse sólida mente, se racionaliza en d emas ía y no presta atención a sí mism o ni reflexiona sobre qué es y lo que sien te. Descono cimiento de su personalidad y de la de los otros que es causa del empobrecimiento de su vida sentimental y de sus tremendos frac asos amoroso s. Esta derro ta ín tima del burgués sentimen tal, en el seno de su triunfo, por un cu rioso camino de compensación que explicaría el psico análisis existencia! sartriano, lo vuelca en un idealismo
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amoroso, en una reviviscencia de los ideales pasados. Por ello, la burguesía no ha perdido la tradición caballeresca de la aristocracia ni el canto trovadoresco del amor me dieval. Buscará la dama única y elegida, la mujer de sus pensamientos, la Dulcinea del espíritu. Si Nana represen ta la pasión alienada del burgués, Madatne Bovary en carna su idealismo amoroso, un Quijote con faldas que busca realizar el am or absoluto que no puede jam ás ha llar en la sociedad en que vive. Este contraste entre el ideal de amor y la realidad mezquina, expresa el antago nismo patético de la vida amorosa del burgués. Es interesante comp roba r que e l hombre no renunc ia rá jamás a un ideal de amor y lo buscará siempre, aun entre las lobregueces y siniestras obsesiones de la razón calculadora y su actividad pr áctica. No olvidará nunca su ideali smo quijot esco , porque necesit a b añ ar de p ureza su sórdida codicia posesiva. Ahora bien, este idealismo sen timental creará un distanciamiento aún más profundo entre el hombre y la m ujer, un a leja nía do loro sa que dará srcen a nuevas idealizaciones y caídas dolorosas de los ensueños a tristísim os desengaños. Medieva lismo am oro so, secreto y pudibundamente escondido, que subsiste junto a un pluralismo y diversidad sen timental, como si el burgués buscara com pensar su ansiedad amo rosa co n el dandismo, imitando el andar distraído del paseante solitario que se entretiene mirando los escaparates y se enam ora de una mujer c omo si fuese un diam an te expues to en un a joyería. Se busca la m ujer herm osa, atrayen te, y ésta, a su vez , un tipo de hombre sedu ctor, varonil, ambos productos lujosos y exquisitos de una sociedad mercantilizada. Walter Benjamín,86 analiza el encantamiento del amor diverso y plural, resultado de la mirífica atracción 86. París , c apita l del si glo XIX.
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de los esc apa rates y de las galerías, como e l remedio más eficaz para distraer el hambre amorosa. Entonces, el am or se convierte en un juego, placer, diversión sensi ble que llega al cultivo del exotismo, como en el poema de Bau delaire a una negra. Much os per sonajes de Ba lzac po seen esta rica frivolidad sentimental, una capacidad de entretenimiento amoroso que desconcierta y asombra. Así, el idealismo es correlativo con este da ndism o am oro so. Tampoco la pasió n llega has ta los extremos del deliri o posesivo, sino que es una fruición estética para gozar del instante más exaltado y luego abandonar la presa con quistada. Estas aventuras ligeras constituyen uno de los dogmas más serios del amor burgués y cuya práctica enorgullece a sus Escatást una huida la grave a da d peli grosa de lcultivadores. a mo r y de las rofesde financieras que arrastraba antes una pasión avasalladora. Dentro de este estilo único, metafísico, de concebir y vivir el am or que tiene el b urgués, comienza a perfilarse la conci encia histórica del am or mismo. En este sentido, aparece un libro clave: La educación sentimental.87 Por primera vez se pinta y describe el am or de un adolescen te, Fede rico More au, que se ena mo ra de la imagen de una mujer entrev ista en un tre n, co nvenci do de que es la única mujer que podría hacerle feliz. ¿Un amor sentimental? No, una crítica despiadada de Flaubert contra el inmovilismo paralizante de la imaginación, para recordamos que no debemos estancamos en una etapa del proceso amoroso. Si Federico consume su vida en la veneración lírica de esta imagen, es porque h a supe rado la ado lescen cia se ntime ntal, pero se ha detenid o a sí mismo y congela do su se ntir. El amo r, por e l con trario, se apren de vivién dolo, y es, como el conocimiento, un a asimilació n progre siva. En consecuencia, exige un desarrollo continuo, una 87.
G ustave
F laub
er t
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educación sentimental, una historia que se lleva a cabo me dian te la tem po ralid ad de am ores suce sivos. Porque e l adolescente no ama lo mismo que el hombre maduro, ni éste como el viejo. La historicidad del amor se descubre al mismo tiempo que la ciencia histórica de Marx y el evolucionismo de Darwin. La educación sentimental equi vale a El Capital y El srcen de las especies. Paradójica men te, el fr acaso de la revoluci ón de 1848, escena rio dr a má tico de la novela , y el desen canto del prota go nista que le obliga a refugiarse en su vida íntima, lleva al autor al yo a través del descubrimiento de la historicidad del amor. El amor, Stendhal teoriza el amor-pasión en su obra pero es en Rojo y negro, donde se expresa co n diafanid ad el dram a del a mor burgués. L os protago nistas viv en una realidad amorosa plena y autén tica. Aq uí el am or ya no es lejanía ni poesía provenzal, es una realidad objetiva, y Madame Renal una m uje r de carne y hues o a quien Julián Sorel no idealiza . La am a y la odia secretam ente con toda la viol encia con tradic toria de su pasión. E l espíritu revo lucionario, jacobino, del protagonista, acentúa todavía más la virulenci a de su a mor. La pasión ya no es una furia posesiva y enajenante de los sentidos a la que se sacrifica la fortuna y la vida, sino una ambición total de posesión objetiva. Julián Sorel no desea una mercancía valiosa, como veía el conde Muffat en la cortesana; quiere la per sona real y concreta de su amante. Si en Rojo y negro el amor y la pasión se conjugan y no se disocian, aparecen sin embargo regidos por una fría voluntad de dominio. Detrás de la pasión existe en Julián Sorel el implacable dese o de poseer no só lo a la cr iatu ra am ada , sino tamb ién a través de ella valores extramorosos como el dinero, el brillo social, el ascenso de clase, el poder. Poseyendo a Madame Renal lograría el protagonista realizar sus pro pios fines ya que el esp íritu lujurioso, enajenador del
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amor es todavía muy fuerte y dominante. Sorel analiza, pesa y mide, como un empresario, sus sentimientos am orosos, desvirtuándolos o desnaturalizándolos. La razón del amor ya no es, como en Petrarca, una recreación subjetiva de la figura borrosa e indeterm inada del ser am ado, sino que es mera estrategia de una lógica instrumental. Frío y calor, nieve y f uego, rojo y negro div iden el corazón del protagonista. Pero la pasión en el burgués racionalista es, a veces, más fuerte que la razón. Y todos los planes de Sorel, tan minuciosamente calculados, se derrumban por un disparo de la pasión que, contenida y refrenada por la razón, se arrebata furiosa y estalla con violencia criminal. «La razón es la mejor maestra de la vida».88 Estos ejercicios espirituales de la burguesía ambiciosa terminan en una explosión trágica porque no se pueden sacrificar los sentimientos a la ambición de poder, al afán de dominio, s in pag arlo co n el hu ndim iento personal. En esta et ap a de florecimien to consciente y revolucionario, el amor burgués, aun pese a estas deformaciones, es un a realida d concreta: los hombres aman y las mujeres son amadas. Pero desdichadamente se fue creando un egoísmo secreto, posesivo, entre los amantes. El uno se convierte en instrumento de la realización del otro y la lucha estalla ciega, apasion ada. Drama interio r que re flejarán las obras de Strindberg. Hasta que, finalmente, se llega a descubrir, quizá como idea consoladora, que el amor lo sentimos solos, aislado en nosotros mismos. Amamos subjetiva e interiormente, pero no somos amados nun ca. Este escepticismo que refl eja Proust en to da su obra es resultado del egoísmo srcinario del amor burgués. Al amar uno porpo sur otro. lado, Separados nunca se posee certidum bre decada s er amado y escilandidos, este t ipo de am ore s la incomunicación completa. Po r 88.
W er ner
S ombart
,
El burgués.
i 93
esta causa, el am or se subjetiviza, pier de ímpetu pose sivo, deseo violento, sincera objetividad. Nace y se crea dentro del corazón solitario y constituye una vuelta al idealismo lírico del sentimie nto. Ya no se am a con pasión ni con profundo deseo de unidad real, como los personajes de Stendhal. En esta forma de am or, el am ante , en lugar de per seguir, con minuciosa atención objetiva, todos los movimientos intimos de la persona a quien a ma, se intern a en sí mismo pa ra ima gina rla y conceb irla. Ll ega así a lo que Hegel llam a el «sujet o como objet o», y descub re la otredad del yo. Como resultado de esta sumersión en la interioridad anhelante, nace el amor subjetivo. Proust, el gran analista de este sentimiento, afirma que el amor es una creación personal y e l ser que cr eemos am ar es solam ente el soporte objetivo de los propios sueños, emociones y sentim ientos. Al espir itua lizars e o subjet ivizarse así el amor, sin duda se profundiza, se realiza totalmente porque pierde la razón calculadora y egotista que padecía, pero nos aísla pérfidamente en la soledad más radical y yo, en la absoluta. El amor se convierte en el Todo del racionalidad uraDe deesta los fo más mínimos movimient y agitaciones más íntimp as. rma, se pierde concienci osa de la realidad de la persona am ada, que llega a conve rtirse en figura inconsútil, sombra sin contornos. Pero la pasión contenida del burgués racional vuel ve a estallar, m anifestándose como una dinámica de la angustia. Entoces el a m or es, como Dios, «el fa nta sm a infinito»89 que bus camos desesperadam ente y no po demos alcanzar. Esta desasosegada inquietud expresa la ausencia de la persona amada que se nos escapa como presencia, y al hacerse remota la pasión desenfrenada se lanza a su búsqueda. Amor individualista, y solitario, burgués en definitiva. 89.
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G.W.F.
H egel
.
que podría definir Kierkegaard como un tratado de la desesperación. Sin embargo, la subjetividad puede sumergirse todavía más en s í mism a, ha sta llega r a las raíces som brías del subconsciente individual y colectivo. Ulises, de Joyce, es un sueño lúcido porque el monólogo interior, el autoanálisis se desintegran en átomos de conciencia, son como fogonazos de luz en un a noche per pe tua de ilusiones lóg icas y pesadillas terribles. Este amor se vive hundido en una soledad poblada de imágenes aisladas, de palabras sueltas, de salpicados collages del recuerdo, es un a verda dera desint egración proyectada y calculada. No extraña, pues, el conturbado relato de otra obra suya,90 donde la protagonista Anna Livia Plurabelle vapersonificaciones. disolviendo su ser en u na sucesión inconexa de diferentes «Tú conoces a Anna Livia porque, naturalmente, todo el mund o la conoce» , querie ndo s ignifica r que es el Agua, la Tierra fecunda, Eva, Isis, Istar, la Madre, la Hija, la Seduc tora, la Historia, la Ciudad. Lo s otros que am am os se hacen yos propios y quiebran nuestra unidad esencial. Amar sería disociarse intimamente por obra ajena, desincorporarse progres iva e inevit ablemente, un a decadencia. An na Liv ia se arroj a al m ar desde la ribe ra juvenil de donde procede el amor que fue, para ella, entregarse al vacío de la mera consumación y la pulverizó en partículas cenicientas. En tragedia metafísica termina el amor tan sesudo, prudente , racional de la burguesía. Sin duda Joyce la de sorbita un tanto, pero constit uye una expo sición precisa de cómo la interiorización del amor burgués puede llevar a una absoluta racionalidad dem oledora que penetra, ta ladra y destruye la unidad natural del sentimiento. Al desmenuzar la espiritualidad del amor en vivencias íntimas y monólogos solitarios lo convierte en 90.
Finnegans Wake.
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una ensoñación quimérica. El amor ha muerto como existencia cier ta, palp able y es sólo una fuga musical que arre ba ta unos inst antes p ara desint egrar nos, enlodar nos en la car nalid ad de la pasión más ciega y abyecta. Triste finalor de unacomo burguesía espiritualista entrearcana, el am pu ro razón aislada y la pasidividida ón sucia, primitiva. Ángel y bestia, tomismo y sensualismo, donjuanismo espiritual y burdel anim al son formas de realizar el amor en la tradicional sociedad burguesa racionalista y reprimida. Las individualidades exasp eradas y com petiti vas, luchando rabiosa s en tre sí , crean la irracionalidad conjugada con e l racio nalism o má s lúcido , el inconsciente enlaz ado y maridado con la conciencia más alerta. Todo esto configura una situación de soledades recias, f irmes, absolutas, que dific ultan esa u nid ad d e los seres que signif ica el amor. Un poeta, Antonio Machado, fue consciente de esta realida d al d escu brir la es encia l heterogeneidad del Otro (en realidad, la otredad del Yo) y se lan zó en su búsqued a. Pero, él mismo, no pudo esc apar a este subjetivismo radic al y la soci edad en que vivi ó le forzó a ence rrarse en una interioridad amory ymetafísicos, a contentarsepor resignado con sus idealista amores, del ideales Guiomar. La separación de los sexos y su aislamiento recíproco para afirmar la estabilidad social, era uno de los signos de la sociedad burguesa española de su tiempo. «La formación de dos universos opuestos es el propósito de la educación diferencial».91 El resultado de esta separación radical de los sexos es «un amor ideal, idolátrico, mágico, sublimado», más propio del idealismo caballeresco de la sociedad feudal que del ca pita lism o. A la soledad recíproca se añadía la represión de la mujer, «internalizada de tal forma que su propia función como mu91. Vicente Ver d ú . 196
jer es la represión».92 Toda esta vivencia sentimental era resultad o de una sociedad ba sada en la avaricia y la se gu ridad , capitalismo prim itivo de acumulación que trajo la soledad e incomunicación de las individualidades. Los tiempos en que se rendía culto a la virginidad, «alacena histórica»,93 el ahorro, el matrimonio seguro y estable, han desaparecido. E l capitalism o m onopoli sta e n su expansión productiva crea u na nueva soci edad d e con sum idores, h edo nista y goza dora . Y nace un nuevo paga nismo, con su pante ón de dioses e ídol os. Marcuse s eñaló, con agudeza, la diferenci a entre el am or burgués profun do, idealizado, pese a su utilitarismo, y la sexualidad li bre del capitalism o tardío. Aquellas soledades y distanciamientos que exigía la soci edad burguesa p ara su esta bilidad y orden, creaban un exaltado idealismo amoroso. Los solitari os, más q ue nad ie, tienen ham bre de unidad, pues sufren espantosamente de su propio aislamiento. Por ello el amor era una idea y, a la vez, una solución a sus soledades. Ana Karenina conserva este ideal amoroso, al paso que Santuario, de Faulkner, es pur a f uria del sex o, desu blima ción, poesía del desenfreno y ca nto a la violen cia apasionada. El am or absoluto sublimado realiza en su exaltada pureza, a la entrega total de sí mismo a otro. Por el contrario, la pasión pura, erótica y posesiva, nos impu lsa al asesinato, a la destrucción del objeto s exual o de la persona que nos enajena y enfurece. Es la versión neocapitalista moderna de los personajes burgueses de Nana y Vida de las cortesanas, pero al revés, pues la pa sión llevada al paroxismo, en vez de arruinar al amante asesina a la amada, que es causa de la furia fetichista y sexual de la pasión. La satisfacción inmediata de los de seos, la facilidad consumista del sexo, apacigua y tran 92. Carlos
Casti l l a d e l Pin o .
93. Vicente
Verdú .
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quiliza la prote sta critica , racional, de l intelect o. Las posibili dades revolucionarias que conten ía la moral ascética y represiva del capitalismo primitivo quedaron eliminadas p or la desenfr enada libertad sexual en su etapa monopolista. La mujer del teniente La interesante novela marxista francés ,94 ana liza el co ntras te en tre el a m or como pasi ón profunda y teleológica, que perm ite a los amantes realizar po r el am or los fines que persi guen, frent e a la in trascendente y alienadora libertad amorosa de los felices años sesenta, donde e l a m or es un en tretenim iento frívolo sin esperanzas, una aceptación de sí mismo y de la realidad social. En efecto, si tenemos todos los deseos satisfe-
chos, gozaremos de yuna conciencia felizlas y estaremos dispuestos a olvidar hasta perd onar injusticias de la sociedad. Esta liberación de la sexualidad y de la agresividad revela su función realmente conformista y estabiliza dora. El am or, cu ando es só lo placer, engen dra sum isión y pérdida de los fines propios, de ideales concretos. No buscaremos, como antes, una mujer a través del amor. Encontramos una, luego otra, las poseemos alegremente como objetos que se consume n ráp ida y gozosamente, si n darle mayor im portancia. El resultado de esta oper ación neoc apita lista sobre e l am or es una localizaci ón de la pa sión a experiencia sexual empírica. Esta fiesta continua erosiona el sentim iento de felici dad, porqu e el pla cer que proporciona es parcial y limitado. Mientras el amor conlleva todas las posibilidades, el disfrute de estas satisfacciones eróticas sucesivas despierta una angustia infinita. Esta constricción del amor a una pasión limitada y objetivada, trae como c onsecuencia la desublimación total, es decir, la pérdida de la idealización amorosa. Ya no se busca el amor ni tampoco se piensa. Es una actividad 94. John
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Fo w l e s .
puram ente local y concreta que engendra una neurosis específica: el descontento en el contentamiento, la insatisfacción de la satisfacción generalizada. Sin emb argo, es necesario reconocer que la comunica ción entre hombre y mujer es más directa y espontánea, que la entrega recíproca es inmed iata y que de esta for ma se han creado las bas es de un futuro amo r humano y tras cen den tal. Pero, a la vez, el neu rótico vacío que deja esta forma de satisfacci ón sexual engendra una violencia desmedida que se traduce en la intrascendencia del amor lúdico, la diversión gozosa. Asi, volvemo s al p un to de partida : al clasicismo burgu és del am or. La pasión sigue despechada e insatisfecha y estalla con un ím petu desmedido, aniqu ilan do todo lo que posee . Clar o está, no se consume a sí misma ni se arruina en un suicidio global, pero tiene e l po der de ani qu ilar todo l o que po see. Esta pasión fungible, dotada de infinitud, no puede saciarse nunca y busca siem pre nuevos objetivos eróticos en que a gotar su ene rgía pulsiva. A l revés de Hegel , que desc ub ría el objeto den tro del sujeto, e n este cas o la pasión e s ella mism a su propio objeto y su finalidad últim a. El joven am ante de la socieda d consumista busca consum ir y ago tar en aven turas su propia pasión insatisfecha. La pasión se consume, pues, en la violencia concentrada o en la sucesiva diversión frívola, nueva manipulación objetiva de sí mismo. Al no en trega mos ni comprend emos, el am or vuel ve a ser más necesario que nunca. Pero como se le ha hecho remoto, lejano, parece una e strella de otra galaxia, «Luft von anderen Planeten »,95 una música trascendente. Paradójicamente, el amor, que en nuestros días resulta tan asequible , y fácil lleg ar a él, s e ha conv ertido en u na empresa que exige esfuerzos inmensos para conquistarlo y sentimos que está tan más allá de nuestras posibi lidades 95.
«Aire de otros planetas» (Stefan Ge o r g e ).
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como un Dios inasequib le. Y esta es la t rag edia de nu estr a modernidad: al perd er el am or su ideali dad tras cendente o sublimidad, su inmanencia al yo, no lo encontram os. El am or es, así, un absoluto situado al margen de nuestras posibilidades, y la pasión es un delirio posesivo y objeti vo, la m ercancía su prem a, el j ugue te erótico, la di vers ión metafísica, ya que solamente puede darnos, en su nove dad y renovación permanente, la satisfacción infinita de su consumo. De l as atrac tiva s y sexua les mujeres mo der nas, n o se puede afirm ar lo que decía Balzac de la pro sti tuta Esther: «En ella, la ternura florecía solamente en infinitud». Si la tragedia de Madame Bovary no puede repetirse en la m oderna socied adromanticismo liberadora, al del no desengaño»,96 exis tir las l imi taciones sociales ni «el por necesaria adap tación a un mundo de utilitarism o lu crativo, tampoco caben ilusiones sobre el amor. Carente de su idealis mo o quijotismo, no p or ello f lorece como una realidad total y se ha convertido en una m ercancía útil y práctica. Es indudable que ya no se calcula ni mide racio nalm ente el a mor, ni se especula y piensa s obre él ; se vive como algo que satisface, pero no nos ayuda a ser ni nos trasciende. Al utilitarismo burgués racional y medido, ahorrativo y prudente, le ha sucedido un hedonismo ilimitado fruidor y consumidor de seres y cosas. Si Madame Bovary se desgarró para ad ap ta r sus sueños a la realidad, sin poder renunciar a su ideal de felicidad, las mujeres u hombres de nuestro tiempo renuncian voluntariamente a la tras cendencia de l a mo r, por esa satisfacci ón inm edia ta gozo sa, pero ilusoria, que proporciona la circulación incesan te de las mercancías. No es la producción ni tampoco el consumo, como dice Marx, la finalidad del capital. Y lo 96.
200
Georg
Lu
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Ac
s
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que nos hace finalm ente dichosos e s la posibilidad de po sesión sin fin de la pa sión a moros a, el viaje a Cyterés. A la vez, este am or si n a m or es una q uietud sin inquietud ex plo radora, u na superficial e ilusoria, objetiva y alienadora posesión. Si el amor parece hayadedesaparecido de: nuestro horizonte inmed iato, que no deja ser lo que es u na reali dad inma nente al h om bre con sus posibil idades infi nita s, que permanece a la espera de cumplimiento futuro.
201
ÍNDICE
Prefacio
...................................................................
7
.................................. a) El Ojo y la Mano .............................................
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El am or nu estro de cada día
b) El Yo y el Nosotros.......................................... 17 El amor como espíritu .......................................... 21 El am or como natura leza ...................................... 38 Amor am or ........................... Amor subjetivo natu ral y yamor huobjetivo mano ............................... Amor relati vo y am or ab soluto ............................... Histori a natu ral y hum ana de l amor .................... El amor como ensoñación y deseo ........................ El am or y la ansiedad ............................................. El am or y la pasión como libertad ........................ El am or como pensamiento ................................... Historia de la pasión .............................................. El am or como pasión ............................................. El am or y el tiem po ................................................. El am or y la muerte ................................................. El am or y la historia .............................................
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Carlos Gurmcndez prosigue en esta obra su reflexión filosófica sobre la condición humana del amor. Si en otros estudios anteriores analizó la concepción subjetivista del amor, en este libro nos abre a una ontología del amor como realidad cotidiana y social. Por ser el amor una realidad radical que se srcina desde nuestro ser, que le pertenece, no es privilegio ni propiedad de unos pocos especialmente aptos para vivirlo, sino que es una realidad social común a todos los hombres, y tan necesario para vivir como la misma vida. Carlos Gurméndez estudió Derecho y Filosofía en la Universidad de Madrid. Colaborador asiduo en revistas como Revista de Occidente, Cuadernos para el Diálogo, Sistema, ínsula, etc., y periódicos como El País, El Sol, La Voz de Galicia, ha publicado diversas obras de ensayo filosófico: Teoría del humanismo, Ser para no ser (ensayo de una dialéctica subjetiva), El secreto de la alienación, El tiempo y la dialéctica, El hombre actor de sí mismo (ensayo de una antropología dialéctica) y Teoría de los sentimientos.