Lecturas desviadas sobre Cultura y Comunicación
A UTORIDADES UTORIDADES DE LA UNIVERSIDAD N ACIONAL
DE L A PLATA
PRESIDENTE Arq. Gustav Gustavoo Adolfo Azpiazu ICEPRESIDENTE V ICEPRESIDENTE Lic. Raúl Aníbal Perdomo
SECRETARIO GENERAL Arq. Fernand Fernandoo Tauber SECRETARIA ECRETARIA DE DE A SUNTOS SUNTOS ECONÓMICO-FINANCIEROS Cdora. Mercedes Molteni SECRETARIA A CADÉMICA CADÉMICA Dra. María Mercedes Medina SECRETARIO DE CIENCIA IENCIA Y Y TÉCNICA Dr. Horacio Alberto Falomir PROSECRETARIO DE EXTENSIÓN UNIVERSITARIA Arq. Diego Delucchi DIRECTORA IRECTORA DE DE LA EDITORIAL (EDULP) Mag. Florencia Saintout
Lecturas desviadas sobre Cultura y Comunicación
Sergio Caggiano
Diseño: Erica Anabela Medina
Editorial de la Universidad Nacional de La Plata Calle 47 Nº 380 - La Plata (1900) - Buenos Aires - Argentina Tel/Fax: 54-221-4273992 editorialunlp.com.ar La EDULP integra la Red de Editoriales Universitarias (REUN) 1º edición - 2007 ISBN Nº Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723 © 2007 - EDULP Impreso en Argentina
AGRADECIMIENTOS
Este libro no hubiera sido posible sin la iniciativa y la capacidad de realización de Florencia Saintout, sin su trabajo creativo y persistente como directora de la Editorial de la Universidad Nacional de La Plata. Le agradezco la posibilidad de la publicación. También las ideas, sugerencias y discusiones compartidas en la cátedra de Comunicación y Teorías de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la UNLP. Y también, claro, las largas, diversas y dispersas conversaciones nuestras. El texto es fundamentalmente producto de mi trabajo como docente en carreras de comunicación y debe mucho a los espacios de intercambio y reflexión conjunta que este trabajo permite. Muchas de mis preguntas y de mis argumentos se han visto enriquecidos por las preguntas y argumentos de otros colegas y de alumnos. Quiero agradecer especialmente a los compañeros de la cátedra de Comunicación y Teorías de la UNLP. Asimismo, a Carlos Mangone y los compañeros de la cátedra de Teorías y Prácticas de la Comunicación I de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Los artículos que componen el libro fueron escritos mientras realizaba estudios de posgrado: la maestría en Sociología de la Cultura y
Análisis Cultural en el Instituto Inst ituto de Altos Alt os Estudios Est udios Sociales (IDAES) y la Universidad Nacional de San Martín (UNSaM) y el doctorado en Ciencias Sociales en el Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES) y la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS). Primeras versiones de algunos de estos artículos fueron producto de mi asistencia a cursos en el marco de estas carreras. Consecuentemente los textos han recibido directa o indirecta, voluntaria o involuntariamente los aportes de compañeros de estudio y de profesores. En estos contextos y mucho más allá de ellos Elizabeth Jelin, José Emilio Burucúa y Alejandro Grimson han significado una guía y orientación imprescindibles de mis inquietudes y búsquedas y de mis intentos por responderlas. Mi agradecimiento a cada uno de ellos por su generosidad, su apoyo, sus indicaciones y sus críticas. Ramiro Segura leyó versiones anteriores de estos textos e hizo sugerencias y observaciones sustanciales, participó de todas las discusiones del libro, en presencia y en ausencia y, sobre todo, soporta y comparte las otras tribulaciones y los otros entusiasmos. Mariana Speroni me ayudó sin saberlo en la redacción y en la edición; siempre cerca en su nomadismo prueba cosas y pone a prueba. Agradezco a ambos sus amistades. Porque el tiempo de los trabajos y el de los afectos no siempre se concilian fácilmente, a mi familia y a mis amigos, por el trabajo con los afectos.
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN Comunicación/cultura como campo (¿minado?) Contenido y organización de los capítulos ....................................
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C APÍTULO 1 Opacidades y transparencia. Analítica social, teoría y política en El Ca pi pita tall .. ..... ... ... ... ... ... ... ... ... .. ..... ... ... ... ... ... ... ... ... .. ..... ... ... ... ... ... ... .. Del fetichismo y el valor a una teoría de la significación............
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Los límites y las limitaciones del espacio de la significación/opacidad ...................................................
La plusvalía y el lugar de la polític políticaa ........... ........................ ........................ ...........
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C APÍTULO 2 Ideología, dialéctica y totalidad. Ado Adorno rno y la crí crític ticaa de la crítica cultural ..................................................................... De la crítica de la ideología a la crítica como ideología .................. Crítica cultural y totalidad .................................................... De la crítica como ideología a ¿la ideología como crítica? .......... Corolario y derivación ...........................................................
47 52 58 64 68
C APÍTULO 3 La determinación , la acción y la historia. Originalidad de Raymond Williams contra el economicismo ............................. Acci Ac ción ón y de dete term rmin inac ació ión n ....... ... ............................................... ... ............................................... ... .. Historización de la determinación ........................................... Totalidad y determinación ..............................................
71 77 83 83
Proc eso y dete rmin rminaci aci ón ................................................
Conclusión ...........................................................................
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C APÍTULO 4 La discursividad como "horizonte teórico". Implicaciones sociológicas y políticas ............................................................ 99 Antagon Anta gonismo ismo,, sig signif nifican icantes tes y arti cula culació ción n heg hegemón emónica ica .... ........ ........ ...... 1 0 2 Representación, evidencia e ideología. El lugar de la crítica ....... 1 0 9 Equivalencia y diferencia. El espacio de la política ................... 1 1 3 Anotación Anota ción sobre el pode poderr y la teor teoría ía soci social al ..... ........... ........... .......... .......... .......... ....... 1 2 2
C APÍTULO 5 La fermentación de las ideas. Circularidad cultural y poder en El que so y los gus 125 gusano ano s ... ...... ...... ...... ...... ...... ...... ...... ...... ...... ...... ...... ...... ....... .... ... ...... ...... ...... ... Producción e influencia cultural. La circularidad ..................... 1 2 9 La superación de la dicotomía interpretativa ........................... 1 3 7 Circularidad y poder: las reglas del juego ................................ 1 4 0
BIBLIOGRAFÍA .........................................................................
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INTRODUCCIÓN
Este es un libro teórico. Y esta declaración constituye una advertencia y una disculpa anticipada. No hay aquí resultados de investigación con apoyatura empírica elaborada. El libro reúne un conjunto de ensayos que tienen como finalidad revisar conceptualmente algunas problemáticas. Recurriendo a una terminología insalvable, podría decir que se trata de ensayos de corte "metateórico", en el sentido de que tienen teorías o fragmentos de teorías como su referencia y marco. Podría decirse también que se trata de un libro de lecturas, si se entiende la lectura como un proceso productivo (no solamente reproductivo) y social (no solamente individual). Resulta del trabajo sobre otros textos, más o menos clásicos, de la elaboración de preguntas sobre respuestas o sobre propuestas. Intenta repreguntar, entonces, dichos textos, decir de nuevo algunas cosas, mostrar otros costados de lo dicho. Parto de una posición no disciplinar a propósito de la teoría y de la producción de conocimientos en general. No se trata de descono-
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cer el carácter específico de la posición desde la que escribo marcada, entre otras cosas, por una ubicación determinada en el espacio de las ciencias sociales. Las problemáticas teóricas y los interrogantes que aquí abordo pueden reconocerse originados en el campo de estudios de comunicación y cultura o, en otros términos, pueden entenderse como formulaciones que provienen de una sociología de la cultura preocupada por los procesos de producción y reproducción social de sentidos. Ahora bien, pensar desde el campo de "comunicación/cultura", como Schmucler (1997) lo definiera para evitar la "y", y eludir así los efectos disyuntivos de la conjunción, supone precisamente el abandono de y la vigilancia contra las clausuras disciplinares. Los estudios de la comunicación y la cultura configuran, por virtud o por necesidad, un campo no disciplinar. El trayecto en el que estos estudios se consolidaron e institucionalizaron en todo el mundo y en América Latina en particular, los vinculó a una multiplicidad de áreas de trabajo, de investigación y producción: técnicas de información y cibernética, periodismo y literatura, estética y filosofía, lingüística y semiología, antropología y sociología. Como señalara Martín-Barbero, "al no estar integrado por una disciplina sino por un conjunto de saberes y prácticas pertenecientes a diversas disciplinas y campos, el estudio de la comunicación presenta dispersión y amalgama" (Martín-Barbero, 1990). No se ve ningún inconveniente ni amenaza en esta multiplicidad que asistió al nacimiento y crecimiento del campo. La riqueza parece estar en superar las tentaciones tecnocráticas de definir barreras disciplinares y desarrollar, en cam bio, las potenciali potencialidades dades de dicha multiplici multiplicidad. dad.
CULTURA COMO COMO CAMPO (¿MINADO?) COMUNICACIÓN /CULTURA
La constitución del campo de estudios de «comunicación/cultura» se da tras un proceso de largo aliento de retroalimentación en-
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tre la comunicación y otras disciplinas sociales. En términos generales puede señalarse un doble movimiento que enlazó los conceptos de comunicación y de cultura . Por un lado, se dio lo que podríamos llamar la semiotización del concepto de cultura. Desde aproximadamente los años 50 del siglo XX en la antropología adquieren una importancia creciente las aproximaciones a una noción de cultura que subraya su naturaleza comunicativa, es decir, «su carácter de proceso productor de significaciones» (Martín-Barbero, 1991: 228). Ello puede verificarse tanto en la línea de los trabajos pioneros en antropología simbólica y en los de Marshall Sahlins (1982; 1985), como en los trabajos de Geertz (1987; 1994) y en los de algunos antropólogos «posmodernos» (Clifford y Marcus, 1991) que recurren a una concepción fenomenológica del sentido. La preocupación por la dimensión comunicacional de la cultura ocupa a su vez una posición clave en la perspectiva que Lévi-Strauss (1969; 1987) inaugurara trabajando sobre una concepción estructuralista del significado. Vale destacar también la propuesta de algunos antropólogos británicos de comprender las transformaciones «en la esfera del pensamiento humano» a partir de una historia de los medios y tecnologías de comunicación y de su control (Goody, 1977: 10 1). Aun con las importantes diferencias que separan y hasta enfrentan entre sí a varios de estos autores y perspectivas, puede percibirse un fondo común dado por la preocupación general acerca de la dimensión comunicacional. «Cultura» fue consolidándose así como el campo en el cual y por el cual las sociedades (o sectores de ella) se dan las significaciones necesarias para su producción y reproducción. En sociología, entretanto, diversos autores enfatizaban la relevancia de los procesos de nominación y clasificación
En los casos en que no se aclara las traducciones de textos en idiomas extranjeros son propias. 1
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en la estructuración de la sociedad (Bourdieu, 1982; 1988; 1990; Bourdieu y Waquant, 1995). En una dirección similar se dirigía el creciente interés por los modos de expresión (o mejor, configuración simbólica) de lo social del «gran arte» y de la «cultura popular» (Grignon y Passeron, 1989). Al mismo tiempo, muchos historiadores dieron impulso a espacios de investigación relegados (historia de las mentalidades, historia social) que miraban el pasado a la luz de muchas de las inquietudes y conceptos mencionados. Una de las categorías metodológicas más productivas surgidas de este proceso, la de indicio (Ginzburg, 1989), mostraba antecedentes importantes en la semiótica peirceana (Peirce, 1931/1965). Estos desarrollos con sus particularidades y convergencias, dieron forma a concepciones comunicacionales de la cultura 2. Por otro lado, tuvo lugar un proceso complementario de culturalización de los estudios de la comunicación que tomó cuerpo con investigaciones y reflexiones sobre áreas consideradas ajenas hasta entonces. En el último cuarto del siglo XX las distintas perspectivas de análisis de la comunicación masiva venían enfrentándose a su incapacidad para resolver muchos de los problemas centrales que se planteaban. Los enfoques derivados de la teoría informacional, por ejemplo, chocaban contra la estrechez de su mirada que, en el fondo, seguía «tecnologizando» el proceso de comunicación y reduciendo su complejidad sociocultural. Los estudios críticos, a su turno, percibieron que la crítica ideológica de los medios masivos convertida en certeza teleológica podía transformarse en un obstáculo para comprender la densidad de lo cultural. En un
En una lograda síntesis García Canclini define cultura como «la producción de fenómenos que contribuyen, mediante la representación o reelaboración simbólica de las estructuras materiales, a comprender, reproducir o transformar el sistema social, es decir, todas las prácticas e instituciones dedicadas a la administración, renovación y reestructuración del sentido» (García Canclini, 1982: 41). 2
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texto ya clásico, Martín-Barbero señaló que «al dejar afuera el análisis de las condiciones sociales de producción del sentido, lo que el modelo informacional elimina es el análisis de las luchas por la hegemonía, esto es, por el discurso que ‘articula’ el sentido de una sociedad» (Martín-Barbero, 1991: 223). Por otro lado, «de la amalgama entre comunicacionismo y denuncia lo que resultó fue una esquizofrenia, que se tradujo en una concepción instrumentalista de los medios de comunicación, concepción que privó a estos de espesor cultural y materialidad institucional» ( ibidem : 221)3 . La culturalización de los estudios en comunicación representó entonces el esfuerzo por abandonar el encierro en pseudoespecificidades limitadas por medios, aparatos, transmisiones de mensajes y efectos (Williams, 1982) y fue la base para la promoción de los estudios de «comunicación/cultura» (Schmucler, 1997; Martín-Barbero, 1981) que reestructuraran radicalmente este espacio de conocimientos a mediados de la década de 1980. La conformación de un campo de estudios supone una prospección, la definición de agendas de investigación, la jerarquización de las preocupaciones que ocuparán a los intelectuales a él ligados, un conjunto de objetivos y tareas institucionales a desarrollar. Mas supone también una intervención retrospectiva sobre la historia: el establecimiento o restablecimiento de una tradición que legitima su especificidad y especifica su legitimidad, dando sustento a aquella prospección. En esta reconstrucción del pasado de los estudios en comunicación se hace evidente la ausencia de «padre fundador». Y
Quedan fuera de esta brevísima reseña aportes tempranos en dirección a asociar comunicación y cultura. Particularmente los autores identificados (por Winkin, 1984; Baylon y Mignot, 1996) dentro de la llamada «universidad invisible»: Bateson, Jackson, Birdwhistell, Watzlawick, E. Hall, Goffman y Sigman, quienes abordaron ya en los años cincuenta el carácter comunicativo/interaccional de la cultura, con dificultades y aportes específicos que no puedo atender aquí. 3
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siguiendo con la metáfora patriarcal, en el marco de esta ausencia fueron escogidos tíos y padres putativos tomados en préstamo de una abundante y variada lista de pensadores e investigadores provenientes de espacios intelectuales muy diversos. La aludida multiplicidad de áreas de trabajo se plasmó en esta tradición: se apeló a representantes de la sociología empírica norteamericana, de la filosofía y la crítica de la cultura alemanas, de los primeros estudios culturales británicos y de los análisis lingüísticos y semiológicos franceses, por hacer una breve enumeración, algo estereotipada y que se remonta únicamente a las metrópolis. Los estudios en comunicación formaron desde un comienzo un campo complejo y múltiple, no disciplinar. Como intento de atender problemas nuevos y de atender de manera nueva algunos viejos problemas, la conformación del campo de «comunicación/cultura» no puede entenderse sino a partir de condiciones sociohistóricas determinadas. No es posible aquí dar cuenta de este aspecto que obligaría tanto a tratar movimientos internos al campo del saber y de las ciencias sociales que cuestionaron la distinción consagrada entre disciplinas, como a considerar transformaciones estructurales económicas, políticas y socioculturales a nivel mundial y regional que conformaron el marco en el cual aquellos movimientos se dieron. Basta sintetizar algunos procesos relacionados directamente con la comunicación mencionando «la acelerada expansión de la capacidad tecnológica de codificación y difusión informati va [...] y la recompos recomposición ición de los sistemas de interpretac interpretación ión del mundo» (Fuentes Navarro, 1995: 13). La propagación de los sistemas telemáticos (y los cambios posibilitados por ella, que afectan desde el funcionamiento de los mercados financieros globales hasta la organización del espacio doméstico), el proceso de concentración a escala nacional e internacional de los medios de comunicación masiva y la diversificación estratégica creciente de sus productos son algunos de los fenómenos más evidentes.
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Estas tendencias y dinámicas se profundizaron en las décadas siguientes y lo que algunos llaman «revolución en las comunicaciones» no da actualmente señales de interrupción o estancamiento. Ello condujo a una representación de la cuestión comunicacional como componente fundamental de las vidas pública y privada contemporáneas, lo cual ha generado menos un dimensionamiento del problema que un desdibujamiento de sus contornos. Entretanto, algo similar ocurría y ocurre con el término «cultura» o, como es común escuchar en ámbitos no especializados, con «el concepto antropológico de cultura» que, en un largo proceso de difusión y difuminación, es convertido en un factotum en las más diversas esferas. Así, dirigentes políticos y sociales, líderes empresariales y sindicales, organismos internacionales, los propios medios de comunicación, etc. hacen referencia a sus campos de acción, a sus conflictos y a sus necesidades en términos de «los problemas comunicacionales y culturales» a los que se verían enfrentados. Es en este marco general de transformaciones económicas y políticas y en las condiciones de mudanzas permanentes en las tecnologías, en las instituciones y en las representaciones asociadas a «lo comunicacional» y «lo cultural» (que llevan aparejadas mudanzas en los ámbitos profesionales y en las relaciones con otras instituciones) que no parece sensato ni provechoso a largo plazo el intento de cerrar un espacio de conocimientos, definiendo las fronteras en torno a algún «objeto» pretendidamente propio y exclusivo. Tras los primeros años de constitución de un campo que asumía haber nacido minado desde dentro (Martín-Barbero, 1988), esta opción del encierro en la comunicación encuentra actualmente sus adeptos entre quienes, seguros en la pseudoespecificidad en la que logran confinarse, prefieren la singularidad de lo mismo que les de vu el ve un a im ag en es pe cu cula la r, si n te rc er os . El re su lt a do es , previsiblemente, desdichado. «(L)a búsqueda de legitimación académica de la comunicación como disciplina autónoma, aislándola
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institucional y operacionalmente de las ciencias sociales (y de las naturales, de las artes, de las ingenierías y de todo lo demás), ha llevado al efecto contrario: a la pérdida del impulso en la consolidación de su especificidad» (Fuentes Navarro, 1997: 44). Más tarde o más temprano, la «especificidad» de la comunicación es buscada nuevamente alrededor (y a corta distancia) de unos instrumentos y unas técnicas, de los medios o de sucedáneos como «los lenguajes», los géneros, etc. Esto tiene al menos dos consecuencias. Por un lado, pierde peso el trabajo de exploración y revisión de teoría social. Como si los objetos que supuestamente «nos» corresponderían pudieran ser construidos en un espacio diferente al de las ciencias sociales, aparte de sus preocupaciones. En el mejor de los casos, algunos elementos de sociología, antropología o historia serían suficientes para brindarnos un «contexto» adecuado para analizar la comunicación. La huida hacia los dispositivos semióticos constituye una muestra de este fenómeno. La segunda consecuencia, íntimamente asociada a la anterior, es que se ven cada vez menos intentos por producir teóricamente desde este campo de estudios, es decir, por interrogar el campo social desde lo comunicacional/cultural, problematizando el espacio de las ciencias sociales al colocar otras preguntas, énfasis y sesgos. Tras estos pocos años de historia discurrida sobre un suelo en permanente movimiento, con las tensiones disciplinares que constituyen este campo desde un comienzo, con sus interfaces y cruzamientos característicos, es posible hablar de la existencia de «una mirada» desde la comunicación, es decir, de un conjunto de preguntas y un modo de formularlas que tiene como horizonte insoslayable y co mo a po yo aq ue ll a tr ad ic ió n mú lt ip le y di ve rs a qu e fu er a reinventada en la primera mitad de 1980. Esta tradición de lecturas (De Certeau, 1996) no es un mero conjunto de referencias bibliográficas; es el producto de una tarea de elaboración que recuperó algunos textos, que renovó otros con inquietudes que les hicieron decir algo distinto de lo que podían decir operando en otros campos.
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No es posible definir ni apreciar especificidad alguna por medio de la reclusión. La particularidad de una mirada comunicacional, como cualquier particularidad, solo puede ser identificada diferencialmente, lo cual implica poner en diálogo los interrogantes y las respue respuestas, stas, ponerl ponerlos os en común y poner ponerlos los en juego. Por otra parte, como Mattelart indicó hace tiempo, sólo una teoría social puede dar cuenta de la comunicación (Mattelart, 1995 y 1996; Mattelart y Mattelart, 1997). El punto principal es aún, o debiera volver a ser, «profundizar la apertura de la comunicación hacia otras disciplinas y saberes, ‘abrir la comunicación’. Pensar incluso la idea de que es posible que no haya existido nunca y no exista una disciplina de la comunicación sino más bien unos problemas complejos en torno a la pregunta por la comunicación, que demandan la mirada de las múltiples disciplinas de las ciencias sociales» (Saintout, 2003: 193); evitar el más pesado riesgo de la institucionalización de la comunicación como campo: el de disciplinarse, volverse sobre sí y sobre sobrevivir vivir en un módico aisla aislamient miento. o. Desde luego, la búsqueda de la apertura no puede estar ella misma confinada a un campo en particular. Por el contrario este planteo se encuadra en propuestas más generales y de mayor alcance que han procurado desestabilizar la infundada demarcación de jurisdicciones separadas a partir de un objeto pretendidamente exclusivo, de un método (o incluso una técnica) supuestamente propio, o incluso de un entramado de conceptos y categorías sobrecargados de tecnicismos muchas veces innecesarios. En verdad el anhelo por disciplinarizar y especializar los conocimientos sociales y por institucionalizar las disciplinas y especializaciones es reciente, a pesar de que es presentado con la fuerza de una evidencia casi «natural» y ahistórica. Su corta historia tal vez se inició en el último cuarto del siglo XIX, acaso más tarde. Los pensadores, analistas y ensayistas hasta ese momento no pretendían para sí un objeto o problema exclusivo, «propio». ¿Cómo clasificar a
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Voltaire?, ¿los escritos sobre ética de Adam Smith son parte del campo de la economía?, ¿Marx era filósofo, economista, sociólogo?4 Incluso entrado el siglo XX, propuestas como la de Marcel Mauss de tratar determinado fenómeno como «hecho social total» buscaban precisamente oponerse al desmembramiento que una especialización por entonces incipiente podría provocar. En los últimos años muchos intentos de elaboración de teorías sociales han optado por eludir la parcelación disciplinar (Giddens, 1990); se han formulado descripciones de (y apelaciones a) una apertura de las ciencias sociales que pueda atender la complejidad no compartimentada de nuestras sociedades (Wallerstein, 1996) y que permita la emergencia de nuevos interrogantes (Piccini, 1987; García Canclini, 1992; Reguillo y Fuentes Navarro, 1999; Reguillo, 2005). Es decir que a pesar de las ansias redisciplinantes y a pesar del peligro de la mercantilización académica de la multi, inter, pluri o transdisciplina, existe un espacio abierto para insistir en los aportes y hasta ha sta en la necesidad necesi dad de los traspasos tra spasos de fronteras y de las miradas no disciplinares. Es a partir de aquella tradición de lecturas que estructuró un campo de estudios y a la vez, a partir de la asunción del carácter precario de los límites de ese campo y de la necesidad de la apertura de las ciencias sociales, que este libro está escrito. Si los estudios de comunicación/cultura ponen en juego desde su inicio una mirada no disciplinar, acaso su contribución principal sea la de tender puentes, «llevar y traer», unir áreas, responder o preguntar en el contexto y en la clave «equivocados», incluso volviendo grises algunas dimensiones y borrosos algunos límites. Esto es algo que no queda totalmente claro aun en llamados de atención acerca del borramiento de los límites entre los géneros discursivos, los de la ciencia entre ellos (Geertz, 1983), o acerca de la necesidad de atravesar no ya el corte que separa campos de conocimiento de lo social sino aquel que presupone una separación entre el conocimiento de la naturaleza y de la cultura (Latour, 1992). 4
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ONTENIDO Y Y ORGANIZACIÓN ORGANIZACIÓN DE LOS CAPÍTULOS CONTENIDO
Visto desde el campo de comunicació comunicación/cultura n/cultura el libro reúne un conjunto relativamente heterogéneo de autores y textos entre los cuales se cuentan algunos que son habitualmente leídos y considerados «propios» (acaso en los últimos años algo esclerosados en lecturas «canónicas»), otros que son habitualmente citados (aunque no siempre leídos) y otros que han sido, según entiendo, extrañamente desatendidos. Visto desde otras áreas de las ciencias sociales, el libro coloca una serie de preocupaciones e inquietudes (y una forma de plantearlas) a autores y a textos que suelen ser interrogados desde otros espacios de conocimiento con resultados diferentes. La estrategia de trabajo en los cinco capítulos consiste en revisar en cada uno de ellos un problema central tomando respectivamente como referencia privilegiada la obra de un autor, o algún fragmento de ella. En los cinco casos el punto de partida y la justificación justificació n de la elección es el hecho de que el problema adquiere matices sugerentes estudiado desde los aportes del autor en cuestión, o bien que el autor o sus textos adquieren nuevos matices al planteárseles tal problema. Los autores que organizan los capítulos son Karl Marx, Theodor Adorno, Raymond Williams, Ernesto Laclau y Carlo Ginzbug. El recorrido intelectual es indudablemente arbitrario y la lista de autores escogidos también lo es. Las ausencias son innumerables y las presencias no son claramente homólogas; su agrupamiento no es, ciertamente, indiscutible. En primer lugar, es claro que en la selección de autores hay desniveles y disparidades en cuanto al carácter de «fundadores de discursividad» (Foucault, 1969) de cada uno de ellos. El capítulo a propósito de Marx no encabeza los capítulos por azar. Constituye, para cualquiera de los demás, una referencia más o menos importante, más o menos aceptada. Entre los restantes autores, es común que alguno de ellos constituya fuente o referencia
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para otro, o que actúe como interlocutor en un diálogo inter pares. La distancia en cuanto a la profundidad histórica de sus producciones y sus trayectorias intelectuales no es un elemento menor para explicar parte de estos desfases. En otro orden de diferencias, Adorno y Williams son quienes indudablemente forman parte de la tradición de lectura del campo de comunicación/cultura. Marx es una Capital al no es su trabajo más bibliogra bibli ografía fía de refe referenc rencia, ia, si bien El Capit explorado en este campo, y es éste el texto en el que me detengo en el capítulo 1. Algunos textos de Ernesto Laclau forman parte de la bibliogra bibli ografía fía de curso cursoss en carr carreras eras de comun comunicaci icación ón y han cobra cobrado do mayor relevancia en los últimos años, tal vez menor de lo que podría suponerse a partir del destacado lugar que ocupan en ellos las teorías del signo y del discurso. Ginzburg, por último, queda fuera del sistema de referencias y de lecturas del campo, salvo algunas excepciones entre profesores e investigadores (de hecho su inclusión aquí responde, entre otras cosas, al objetivo de ensanchar ese sistema de referencias). Asumida la disparidad, las líneas que atra viesan vies an y art articul iculan an posi positiva tivament mentee esta sele selecció cción n de auto autores res podr podrán án ser apreciadas en la breve presentación que sigue y más detalladamente, con el desarrollo de los capítulos. En el capítulo uno ensayo una lectura de El Capit Capital al desde una «teoría de la significación». Esto quiere decir que la obra, o algunos pasajes destacados, pueden leerse, sin abandonar sus propios términos, como si organizaran la comprensión de lo social de acuerdo con una dinámica de opacidades, transparencias y sustituciones. Interpreto en esta clave la teoría del valor, el fetichismo de la mercancía y la teoría de la plusvalía. De este proceso resultan dos consideraciones generales. Por un lado se verifica que, como algunos críticos señalaran, en El Capital hay elementos que pueden conducir a una búsqueda escatológica de relaciones sociales «transparentes», esto es, relaciones que pretenderían evitar cualquier forma de quid pro quo, operación de sustitución que está en la base de la teoría del
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val or y del fet valor fetich ichism ismo. o. Por otr otroo lad lado, o, pro procur curoo mos mostra trarr que est están án presentes también allí los elementos de una analítica social del ca pitalismo pital ismo no superada en las ciencias sociales, que continúa mostrando en torno del concepto de plusvalía el punto ineludible de cualquier crítica de las sociedades capitalistas. Con esta lectura semiótica de El Capital intento subrayar, entonces, la potencia teórica y política que la obra conserva en tanto que analítica social, lo cual implica que se trata de una potencia no teleológica. El problema de «Ideología, dialéctica y totalidad», el capítulo segundo, es el de la crítica cultural y el autor en torno al cual reflexionar sobre el mismo es Theodor Adorno. Su inquietud ante la profesionalización del crítico de la cultura conduce a Adorno a captar ciertos rasgos profundos de la cultura en el capitalismo industrial avanzado, comenzando por la forma específica que toma su pretensión de autonomía. Por este camino, el tema acaba siendo el de la relación compleja entre lo cultural y algo que sería lo «no cultural», entre la autonomía de la cultura y su atadura a algo «por fuera» de ella. El tratamiento dado por Adorno al problema en numerosos ensayos (en ocasiones junto a Horkheimer) no sólo conser va su pote potencia ncia heur heuríst ística ica espe específi cífica ca sin sinoo que ofre ofrece ce suge sugerenc rencias ias y advertencias para el estudio de cualquier fenómeno sociocultural. Me interesa rescatar los tres aspectos presentes en el título del capítulo. En primer lugar, la noción de totalidad social que, en tanto requerimiento metodológico, representa un esfuerzo por sortear la reificación de los fragmentos sociales y, en los términos de esta Introducción, por sortear la reificación de la especialización disciplinar. Ligado a ello, es imprescindible recuperar la noción de dialéctica negativa. Exploro asimismo el concepto de «ideología» de Adorno (y Horkheimer), que permite evitar tanto las versiones que la entienden como falsa conciencia como las supuestas resoluciones funcionalistas del problema. Hay dos aspectos de este concepto que mantienen intacta o renovada su vigencia: la noción de ideología
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como repetición de la realidad empírica y la presencia en toda ideología de un componente de verdad junto al componente de no verdad. El tercer capítulo gira en torno del tratamiento que Raymond Williamss da al concepto de «determ William «determinación inación», », central a la vez en la tradición marxista y en el campo de comunicación/cultura, en la medida en que pone en foco la relación entre la producción material y las repre representa sentacion ciones, es, imág imágenes enes y discu discursos rsos soci sociales. ales. El conce concepto pto conlleva tradicionalmente dos riesgos y da lugar a dos acusaciones abarcables en la idea de «economicismo»: la de reducir la vida social a la «infraestructura» económica y la de reducir la acción de los sujetos al lugar que ocupan en la estructura social. Williams, por su parte, reelabora el concepto de determinación y lo convierte en una herramienta para enfrentar aquellas dimensiones del economicismo. En primer lugar, la determinación en tanto que fijación de límites y ejercicio de presiones no sólo no anula sino que presupone la capacidad de acción y la agencia de los sujetos. En segundo lugar, dado que el principio de la determinación está en el «proceso social total», no se admite como «natural» la existencia de áreas o esferas de la vida social separadas y sucesivas (economía, política, cultura, etc.). En tercer lugar, el recurso a esa noción de «proceso social total» no implica la idea de una totalidad estructural ahistórica puesto que precisamente refiere a un «proceso» que es histórico en cuanto tal. Desarrollo el argumento en tres pasos, contrastando las proposiciones de Williams con las de otros autores (Gramsci, Althusser y Adorn Adorno, o, respec respectiva tivamente mente), ), lo cual ayuda a aprec apreciar iar la especi especificificidad y originalidad de su planteo, sin dejar de señalar el entrelazamiento que liga estos tres aspectos del concepto. El capítulo cuatro trata sobre la teoría social y política de Ernesto Laclau y en particular, sobre el concepto de «discursividad» entendido como «horizonte teórico». Persigo dos objetivos principales. En primer lugar, exponer la potencia de ese concepto para la teoría social, subrayando su perspectiva crítica intrínseca. Dado que
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la «discursividad» así entendida presupone una perspectiva relacional y una interrogación sobre el poder, procuro mostrar que dicha potencia consiste en resaltar las dinámicas relacionales en los estudios de la desigualdad tanto como lo político y el poder en los estudios sobre «discursos sociales». El segundo objetivo es interpretar críticamente los límites que el espacio de la política presenta en el planteo del autor. Intento mostrar formas de lo político contenidas en los márgenes de su planteo y sostengo que la teoría abre posibilidades que los postulados políticos prácticos del propio autor no exploran. Estos dos puntos generales del ensayo tienen un denominador común que los atraviesa y que menciono en el final del texto: la relación siempre compleja entre teoría social y política, es decir, entre el conocimiento de la dinámica social y (el conocimiento en) la intervención sobre la misma. La noción de «circularidad cultural» refiere a un proceso comunicacional y forma parte del núcleo de aquello que suele definirse como problemas en comunicación/cultura. Para abordar esta noción, en el último capítulo reviso El queso y los gusanos , de Carlo Ginzburg, que constituye un trabajo fundamental sobre la problemática. La inquietud teórica general que estructura el capítulo es cómo pensar las relaciones de poder en el espacio mismo de la circularidad cultural, es decir, entendiendo que las producciones culturales no se circunscriben a un grupo o sector social y que las influencias entre estas producciones son recíprocas y no unidireccionales. Utilizado ingenuamente el concepto puede desactivar un análisis de la desigualdad. Si las ideas, valores y prácticas culturales se generan «arriba» y «abajo» en la estructura social, y circulan igualmente tanto en una dirección como en la otra, puede vol verse borrosa la comprensi comprensión ón de las inequida inequidades des y pueden licuars licuarsee las relaciones de poder. Ginzburg, en cambio, interpreta el caso que estudia en términos de circularidad cultural no sólo sin relegar sino poniendo entre sus principales preocupaciones las relaciones entre
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cultura de elite y culturas subalternas. Su libro da cuenta de una de las formas en que el interrogante principal de este capítulo puede ser respondido: la desigualdad es constitutiva de los procesos de circularidad cultural porque en ellos no sólo circulan y se ponen en común creencias, mitos y hábitos sino también las reglas y criterios de acuerdo con los cuales aquellas creencias, mitos y hábitos podrán ser evaluados, considerados correctos o erróneos, morales o inmorales, etc.
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C APÍTULO 1 Opacidades y transparencia Analítica social, teoría y política en El Capital
Lo mejor que hay en mi libro es: 1) (y sobre esto descansa toda la comprensión de los hechos) la puest pue sta a en rel reliev ievee des desde de el pri mer cap ítu ítulo lo del doble carácter del trabajo, según se exprese en valor de uso o en valor de cambio; 2) el análisis de la plusvalía, independientemente de sus formas particulares tales como el beneficio, el im puesto, la renta de la tierra, etc.
Carlos Marx, Correspondencia Marx-Engels
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La inquietud general acerca de la actualidad política de El Capital recorre este ensayo. Procuro establecer en qué sentido es posi ble aún pensar política políticamente mente esta obra, o mejor, identifi identificar car cuál es la potencia política que ella conserva. Esa inquietud general involucra a su vez el problema de la novedad teórica de Marx respecto de la economía política clásica. Hay un modo en que puede leerse la política en El Capital que se corresponde con la forma general en que la episteme occidental ha permitido que la política fuera pensada: ligada a lo que denominaremos una teoría de la significación . Si examinamos esta línea interpretativa deberemos concluir que este trabajo de Marx no supone originalidad o ruptura alguna de cara a los economistas clásicos, ni contribuye a imaginar un modo de lo político que escape al modelo teleológico. Pero intentaré brindar otra alternativa. En un primer momento analizaré los aspectos que efectivamente hacen de Marx un contemporáneo de sus predeCapit al una obra políticamente agotada. Para ello me cesores y de El Capital
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detendré sobre el fetichismo y sobre la teoría del valor. En segundo lugar, recuperaré los elementos que, en cambio, sí producen un corte teórico con la economía clásica y simultáneamente, configuran el espacio que renovadamente permite, o exige, una atención política. Me concentraré en este caso en el concepto de plusval plusvalía ía . Sostener que El Capital Capit al sigue siendo fundamental para pensar la política contemporánea no significa el encuentro de la ansiada Panacea o del Método. No se hallará aquí más fuerza política que la que una analítica social pueda ofrecer. Y ésta está muy lejos de ser la indicación del camino a seguir o de las herramientas a utilizar como si fueran derivaciones lógicas o deducciones necesarias del conocimiento científico alcanzado. Ella se limita al modesto pero persistente señalamiento del espacio donde la lucha política debe darse.
Y EL EL VALOR A A UNA UNA TEORÍA TEORÍA DE DE LA SIGNIFICACIÓN DEL FETICHISMO Y
Un discurso que se quiera a la vez empírico y crítico no puede ser sino, de un solo golpe, positivista y escatológico...
Michel Foucault, Las palabras y las cosas El fetichismo de la mercancía constituye el mejor punto de partida para comenzar el trabajo sobre las dos dimensiones que aquí interesan, la política y la teórica. Por un lado, porque las páginas acerca del fetichismo han ido ineludiblemente unidas a las interpreCapital al . Por otro, porque el fetichismo se taciones políticas de El Capit define él mismo como un fenómeno representacional, como una sustitución que resulta de poner una cosa en el lugar de otra. El fetichismo está ligado a un cierto «carácter místico de la mercancía» por el cual la relación entre los productores reviste la forma de una relación social entre los productos de su trabajo. Se trata de
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un quid pro quo del que resulta que las personas adquieren atributos de cosas y las cosas adquieren atributos personales. El producto del trabajo alcanza un carácter misterioso al revestir forma de mercancía. La medida del gasto de fuerza de trabajo por su duración adquiere la forma de magnitud de valor de los productos del traba jo, la igualda igualdad d de los trabaj trabajos os humanos adquier adquieree la forma de «una objetivación igual de valor de los productos del trabajo» (Marx, 1983: 39) y, como dije, las relaciones entre los productores adquieren la forma de una relación social entre los productos de su propio trabajo. «El carácter misterioso de la forma mercancía estriba, por tanto, pura y simplemente, en que proyecta ante los hombres el carácter social del trabajo de éstos como si fuese un carácter material de los propios productos de su trabajo, un don natural social de estos objetos y como si, por tanto, la relación social que media entre los productores y el trabajo colectivo de la sociedad fuese una relación social establecida entre los mismos objetos, al margen de sus productores» ( ibidem). Es preciso retener un aspecto importante: puesto que los productos del trabajo presentan un carácter fetichizado en la medida en que «se crean en forma de mercancías», el fetichismo debe ser considerado inseparable del modo de producción capitalista. Es comprensible entonces que Marx ofrezca ejemplos imaginados e históricos de lo que habrían podido ser (su Robinson supuesto), habrían sido (la Edad Media europea, una familia campesina) o podrían llegar a ser (los «hombres libres que trabajen con medios colectivos de producción») relaciones sociales no fetichizadas. Caracteriza asimismo, sobre todo a partir del último ejemplo, dichas relaciones sociales no fetichizadas de los hombres entre sí, con su trabajo y los productos de su trabajo y con la naturaleza como «racionales», «perfectamente claras y sencillas» ( ibidem : 40). Sin embargo, y más allá de la mayor o menor verificabilidad de estos ejemplos, las exigencias planteadas a las relaciones sociales se
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vuelven problemáticas en los mismos términos en que se desarrolla la teoría marxista de El Capital Cap ital . Apresadas en una teoría de la signi ficación moderna, la racionalidad y la claridad y sencillez perfectas de las relaciones sociales se revelan impracticables cuando no inconsistentes. En cualquier caso, no será este el lugar más fructífero para buscar el aporte político de El Capital . Por otra parte, no será posible hallar en este apresamiento en la teoría de la significación la ruptura y originalidad de Marx respecto de la economía clásica. Pero ¿qué quiere decir apresamiento en una teoría de la significación ? Desandemos el Capítulo I (que concluye con «El fetichismo...») para trabajar algunas consideraciones acerca del valor y de la mercancía . La justificación de esta contramarcha está dada en que el fetichismo no es sino consecuencia de un intercambio en el cual la fuerza de trabajo cuenta en tanto que mercancía. Por otra parte, con esto no se hace más que ahondar en el propio argumento de Marx, «enrollando» esa suerte de hilo conductor que es el «carácter misterioso de la mercancía» 5. En efecto, dicho «carácter misterioso» es presentado por Marx anteriormente al exponer el cierre que la form forma a equiv equivalenc alencial ial del valor reali realiza za sobre la apertu apertura ra efectu efectuada ada por la forma relat relativa iva . La forma simple del valor se despliega en estas dos formas, relativa y equivalencial, del valor. Dado que las 20 varas de lienzo de Marx (y cualesquiera) no pueden expresar su valor en sí mismas sino que necesitan para ello de la relación con otra mercancía (una levita, siguiendo el mismo ejemplo), desde el comienzo la forma simple del valor se desdobla en la forma relativa de la mercancía: el lienzo ex-
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Remontar el camino por completo exigiría dirigirnos primero a la forma general
del valor (o mejor, a la forma dinero y luego a la forma general del valor), luego
a la forma total o desarrollada del valor y finalmente llegar a la forma simple . Pero en la medida en que aquellas son deducciones lógicas y generalizaciones de ésta última podemos tomar algunos atajos.
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presa su valor en la segunda mercancía (la levita), y esta otra mer-
cancía a su vez le sirve de material para esta expresión de valor . La forma simple del valor requiere de estos dos aspectos a la vez inseparables y mutuamente condicionados, como también opuestos. Y es porque una misma mercancía no puede ocupar al mismo tiempo ambos polos que esta expresión simple del valor requiere de las dos mercancías diferentes puestas en relación. «Puesto que ninguna mercancía puede referirse a sí misma como equivalente ni por tanto tomar su pelleja natural propia por expresión de su propio valor , no tiene más remedio que referirse como equivalente a otra mercancía, tomar la pelleja natural de otra mercancía como su forma propia de valor » (ibidem : 24). Puede decirse en términos precisos que la relación que se esta blece entre estas dos mercancías es una relación de representación . ¿Cuál es la forma que adquiere esta relación?, ¿cómo se da la expresión del valor del lienzo en la levita? Reuniendo algunos pasajes de Marx que enfocan este fenómeno desde la perspectiva de la forma relativa y desde la perspectiva de la forma equivalencial, es posible anotar esta única relación de varias maneras. Desde la perspectiva de la forma relativa: - el Valor (del lienzo) es expresado en el valor de uso (de la levita) - el Valor (del lienzo) es expresado en la materialidad (de la levita) - la forma del Valor (del lienzo) es expresada en la forma natural (de la levita) Desde la perspectiva de la forma equivalencial: - el valor de uso (de la levita) se convierte en forma del Valor (del lienzo) - la materialidad (de la levita) se convierte en forma del Valor (del lienzo) - la forma natural (de la levita) se convierte en expresión de la forma del Valor (del lienzo)
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Como se trata de la relación entre dos mercancías, cada una con sus valores de uso y sus Valores (de cambio), sus materialidades y sus formas naturales, la imagen más adecuada de las ecuaciones sería: LIENZO v. de uso
LEVITA v. de uso
Valo Va lorr
Valo Va lorr
LIENZO materialidad
LEVITA materialidad
Valo Va lorr
Valo Va lorr
LIENZO forma natural
LEVITA forma natural
forma del Valor
forma del Valor
en las cuales la flecha vista hacia la derecha y hacia arriba debiera leerse «expresado en» y vista hacia la izquierda y hacia abajo debiera leerse «se convierte en forma de». Dos cuestiones se vuelven perceptibles. La primera es por qué Marx ha ligado aquel elemento «místico», el fetichismo, al «carácter misterioso de la mercancía». La forma relativa del valor permite entender una relación social detrás de (y en) la relación entre mercancías mientras que, por su parte, la forma equivalencial hace más bien lo contrario, la opaca u oculta. «Al expresar su esencia de valor
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como algo perfectamente distinto de su materialidad corpórea y de sus propiedades físicas, v. gr. como algo análogo a la levita, la forma relativa de valor de una mercancía, del lienzo en el ejemplo, da ya a entender que esta expresión encierra una relación de orden social. Al revés de lo que ocurre con la forma equivalencial, la cual consiste precisamente en que la materialidad física de una mercancía, tal como la levita, este objeto concreto con sus propiedades materiales, exprese valor, es decir, posea por obra de la naturaleza forma de valor» valor » (ibidem : 25). La segunda cuestión, que interesa más aquí, y sobre la que formularé alguna precisión a pesar de que quizá sea suficientemente clara, es el carácter representacional de esta relación entre mercancías. En la exposición hecha por Marx de la forma simple del valor hallamos el diagrama característi característico co de una teoría moderna de la significación, hasta el punto de poder encontrar allí anticipaciones precisas y puntuales de los desarrollos más avanzados en formalización y rigor de la lingüística y la semiología del siglo XX. Podrían ser identificadas, por ejemplo, líneas de continuidad entre conceptos clave de la propuesta saussureana y estas páginas de El Capital . La definición del valor, concepto cardinal en el planteo de Saussure, como constituido por «una cosa desemejante susceptible de ser cambiada por otra cuyo valor está por determinar» y por «cosas similares que se pueden comparar con aquella cuyo valor está en cuestión» (Saussure; 1985: 142) nos retrotrae a esas varas de lienzo que necesitan de la levita para expresar su valor y cuya «significación no existiría», al igual que no existiría la significación del signo sin ese «valor determinado por sus relaciones con otros valores» (ibidem: 144). En esta definición del valor, además, y en la idea clave de la lengua como un sistema en el que «no hay más que diferencias» (ibidem : 147) se abre el juego de reenvíos y remisiones que podríamos parangonar con el desarrollo del valor desde su forma simple a su forma general.
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Una homología tal vez más sorpresiva es la que presentan respecto de estas páginas algunos aspectos centrales de la teoría lingüística de Louis Hjemslev, el encargado de la formalización del planteo de Saussure y antecedente ineludible de la semiología francesa de los años cincuenta y sesenta. En este caso, bastará colocar uno seguido del otro dos párrafos fundamentales, uno de cada autor. Primeramente, uno de los párrafos en que Marx organiza aquel juego de sustituciones, expresiones y reenvíos: «Por tanto, la relación o razón de valor hace que la forma natural de la mercancía B se convierta en la forma de valor de la mercancía A o que la materialidad corpórea de la primera sirva de espejo de valor de la segunda. Al referirse a la mercancía B como materialización corpórea de valor, como encarnación material de trabajo humano, la mercancía A con vierte el valor de uso B en material de su propia expresión de valor. El valor de la mercancía A expresado así, es decir, expresado en el valor de uso de la mercancí mercancíaa B, reviste la forma del valor relativo relativo» » (Marx, op. cit.: 20). En segundo lugar, la definición de la «función de signo» de Hjemslev: «En virtud de la función de signo, y sólo en virtud de ella, existen sus dos funtivos, que pueden ahora designarse con precisión como forma del contenido y forma forma de la expresión . Y en virtud de la forma del contenido y de la forma de la expresión, y sólo en vir virtud tud de ella ellas, s, exis existen ten resp respecti ectivame vamente nte la sust sustanci anciaa del contenido y la sustancia de la expresión, que se manifiestan por la proyección de la forma sobre el sentido, de igual modo que una red abierta proyecta su sombra sobre una superficie sin dividir» (Hjemslev, 1984: 85). En cualquier caso, lo que se pone en juego en la relación de expresión de valor entre las dos mercancías es el mismo dilema que originará las preocupaciones de todas las teorías semióticas posteriores: cómo y con qué efectos una semiosis suspende su «ser en sí» para que otra semiosis sea no lo que es «en sí» sino aquello que resulta del hecho de que es (aparece) en la forma de la primera. Aquí se cifra el conjunto de problemas de significación
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(sustituciones, desfases, desplazamientos, etc.) producto de la opacidad propia de toda representación. En la equiparación «20 varas de lienzo = 1 levita», cómo (y qué) se suspende del ser de la levita para que el Valor del lienzo se exprese en ella (aparezca), pero ahora como algo que pertenece a la levita misma, «por naturaleza», y de este modo pueda concluir estableciendo que « una levita vale veinte varas de lienzo».
LÍMITES Y Y LAS LAS LIMITACIONES DEL ESPACIO DE LA LA SIGNIFICACIÓN SIGNIFICACIÓN / LOS LÍMITES OPACIDAD
La colocación de Marx en el cuadro de la problemática abierta por lo que llamé «teoría de la significación» conduce a aceptar la vali va lide dezz de al algu guno noss de lo loss po post stul ulad ados os que fo form rmul ular araa al re resp spec ecto to Foucault en Las palabras y las cosas . La mutación que a fines del siglo XVIII y principios del XIX se produce, de acuerdo con Foucault, en la episteme occidental da lugar a una nueva configuración y disposición del saber. Entre otros cambios que esta ruptura conlleva, se formará la economía política aproximadamente en el espacio que hasta entonces ocupaba el análisis de las riquezas. En esta dimensión particular del saber la mutación puede sintetizarse en la centralidad que adquiere el trabajo , ya desde Adam Smith, y más aun a partir de Ricardo, para quien el trabajo no será únicamente unidad de medida del valor sino, en tanto actividad de producción, la fuente de todo valor. No es necesario señalar el lugar del trabajo en el pensamiento de Marx ni la continuidad que, en un sentido general, presenta en rela-
Aunque desde luego sería un error descuidar el carácter innovador de la postulación del trabajo humano abstracto que efectúa Marx, y de las peculiaridades que esto conlleva para su teoría. 6
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ción con Ricardo en cuanto a considerarlo fuente de valor 6. En El Capital lo hallamos en el corazón del planteo, a poco que retomemos nuestra contramarcha a lo largo del capítulo 1. En efecto, si ha sido posible la confrontación entre el lienzo y la levita para establecer la forma simple del valor es porque existe un «tercer término» común a ambas mercancías, y este es justamente el trabajo humano abstracto, materializado o cristalizado en ellas. Foucault advierte que esta mutación en la episteme occidental tiene como consecuencia el surgimiento simultáneo de nuevos campos empíricos (la economía política al lado de la filología y de la biolog bio logía) ía) y de un tem temaa tr trasc ascend endent ental al o, con may mayor or pre precis cisió ión, n, de nuevas empiricidades unidas a ese tema trascendental. «El trabajo, la vida y el lenguaje aparecen como otros tantos ‘trascendentales’ que hacen posible el conocimiento objetivo de los seres vivos, de las leyes de producción, de las formas del lenguaje. En su ser, están más allá del conocimiento, pero son, por ello mismo, condiciones de los conocimientos» (Foucault, 1997: 239-240). El orden de la verdad que se ajusta a esta episteme singular habilita a la vez dos espacios: el de un análisis de tipo positivista y el de un discurso de tipo escatológico. Como dice Foucault, refiriéndose precisamente a Marx entre otros, «se trata aquí menos de una alternativa que de la oscilación inherente a todo análisis que hace valer lo empírico al nivel de lo trascendental» (ibidem : 311). Es en este preciso sentido en el que señala que «el marxismo no ha introducido ningún corte real en el nivel profundo del saber occidental» (ibidem: 256). El trabajo, en tanto que «empírico-trascendental», se coloca a la vez como «origen» (externo) y punto de fuga de la Historia. De un lado, el trabajo como el único medio de «negar la carencia fundamental y de triunfar por un instante sobre la muerte» (ibidem: 252), en Ricardo (o como el tiempo, la pena y la fatiga en Smith) responde y reacciona al «descubrimiento» de la finitud humana. Del otro lado, esa finitud fundamental del hombre se pro-
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yecta, en la dirección contraria, a la concepción de un fin de la Historia, de una suspensión del devenir que está presente tanto en Ricardo como en Marx, a pesar de darse en aquel según la forma «pesimista» de una «disminución indefinida» y en éste en la forma de la promesa revolucionaria de un «viraje radical» ( ibidem: 257). El trabajo ocupa este lugar empírico-trascendental en El Capital , aparece como el elemento exterior para el despliegue del «espacio de significación» expuesto antes. Conduce, en este sentido, a un punto ciego del origen y a un punto ciego de la Historia. En efecto, por un lado, el trabajo antecede y permite desde fuera la conformación de dicho espacio de significación, al mismo tiempo espacio de opacidad, que es el que Marx somete a análisis. Por otro lado, aparece en el horizonte como el más allá de este espacio en tanto que condición y posibili posibilidad dad de lograr la transpa transparencia rencia de las relacion relaciones es sociales sociales.. Vimos Vim os que el trabajo humano abstracto era el tercer término que permitía la puesta en relación de las dos mercancías en la forma simple del valor. Ahora bien, Marx indica que la antítesis externa entre las dos mercancías en la forma simple del valor no es sino la corporización de «la antítesis interna de valor de uso y valor que se alberga en la mercancía (cuyo valor se quiere expresar) [...] La forma simple del valor de una mercancía es, por tanto, la forma simple en que se manifiesta la antítesis de valor de uso y de valor encerrada en ella» (Marx, op. cit.: 29). Por consiguiente, es en esta figura aún más simple donde podremos encontrar aquel trabajo. De hecho, es en su carácter de «algo común» a las mercancías, algo «interno» a ellas, «valor intrínseco» buscado por Marx, como aparece por priCapit al el «trabajo humano abstracto» (ibidem : 4-6). mera vez en El Capital «Es la misma materialidad espectral, un simple coágulo de trabajo humano indistinto, es decir, de empleo de fuerza humana de traba jo» ( ibidem: 6). Es como «gasto de la fuerza humana de trabajo en el sentido fisiológico [...] como trabajo humano igual o trabajo humano abstracto (que el trabajo) forma el valor de la mercancía» ( ibidem:
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14). En estas líneas parece configurarse la naturaleza trascendente del trabajo empírico, en el punto en que como gasto de energía se aproxima a la finitud como origen y fundamento. Lo cual se hace más manifiesto cuando Marx nos conecta directamente con aquella presencia ricardiana de la finitud humana y de la muerte recordándonos que «todo hombre muere 24 horas al cabo del día» ( ibidem: 163). Si bien el trabajo humano abstracto es condición para la mercancía, no todo trabajo humano produce mercancía. Un objeto puede «ser útil y producto del trabajo humano sin ser mercancía. Los productos del trabajo destinados a satisfacer las necesidades personales de quien los crea son, indudablemente, valores de uso, pero no mercancías. Para producir mercancías, no basta producir valores de uso, sino que es menester producir valores de uso para otros, valores de uso sociales » (ibidem : 8). He aquí el espinoso problema al que era preciso llegar. La pregunta obligada es si para que no se produzca ese particular fenómeno que da lugar a la mercancía (y con ella, al despliegue de todo el espacio de la significación/opacidad) es necesario producir valores de uso para «satisfacer las necesidades personales» y únicam únicamente ente esto; es decir, si es necesari necesarioo permanec permanecer er en un momento en el cual los valores de uso se vean limitados al autoconsumo. Desde otro ángulo, la pregunta sería si en verdad es únicamente la mercancía la que supone esa conversión, esa transformación, ese pasaje a la opacidad del (producto del) trabajo humano. Evidentemente la respuesta es negativa. Incluso más, colocados en este nivel del autoconsumo, no se ve cómo sería posible salir de él sin entrar en alguna forma de la significación/opacidad. Cualquier proyección o movimiento más allá del autoconsumo nos encamina a algún modo de opacidad que, desde luego, no tiene por qué ser necesariamente el de la mercancía, pero que es inerradicable en la medida en que más allá del autoconsumo siempre los valores de uso son sociales, son para otro. Imposibilidad, entonces, de una tal limitación a la esfera del autoconsumo o de la satisfacción de las nece-
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sidades personales. Más aún considerando que fue el mismo Marx quien tempranamente reconoció la historicidad de las necesidades, lo que implica que el límite de aquella esfera de las «necesidades personales» es siempre móvil, desplazable. El problema es análogo al que había quedado planteado en un inicio acerca de las formas no fetichizadas («racionales», «perfectamente claras y sencillas») que podrían (deberían) tomar las relaciones sociales. En nuestro recorrido por las páginas de Marx no se percibe cómo podrían ser o haber sido transparentes estas relaciones. ¿Son relaciones no fetichizadas, sin ir más lejos, las que presentan sus propios ejemplos? Dejando de lado al Robinson conjetural, es claro que ni en la Edad Media europea ni en la familia campesina citadas por Marx, podríamos hallar relaciones transparentes, fuera de que las opacidades estamentales, religiosas, etc. pudieran aparecer a Marx como siendo claras (y quizá hasta sencillas). Los «hom bres libres que traba trabajen jen con medios colecti colectivos vos de producc producción» ión» son igualmente una conjetura, a no ser que pusiéramos en consideración las formas en que el proyecto socialista «realmente existió» en Estados y Partidos de los que la mayúscula en el nombre cifra ya parte de su propia opacidad. Imposibilidad nuevamente, entonces, en la medida en que los valores de uso son siempre ya para otro, en tanto que sociales; en la medida en que el producto del trabajo está desde el comienzo mediado por un otro al cual se puede convidar, ofrendar, tributar, etc., etc., un otro sin el cual es difícil comprender que en el proceso de trabajo el hombre «no se limita a hacer cambiar la forma de la materia que le brinda la naturaleza, sino que, al mismo tiempo, realiza en ella su fin , fin que él sabe que rige como una ley las modalidades de su actuación y al que tiene necesariamente que supeditar su voluntad» ( ibidem: 140). Todo el problema está contenido en ese pasaje desde el trabajo primigenio hacia la opacidad, o con mayor rigor, en la postulación de ese trabajo como empírico-trascendental, origen y fundamento
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previo, al tiempo que horizonte y más allá del espacio de significación. Marx nos ofrece una analítica de la opacidad material . Y en la proposición de ese más acá y más allá de la opacidad material, en la proposición de ese empírico-trascendental que opera como hilo sutil que enlaza el principio y el fin, Marx se inscribe en la episteme configurada entre fines del siglo XVIII y principios del XIX. En este Capital l no supone un corte sentido, en este particular sentido, El Capita radical respecto de los economistas clásicos. Por otra parte, en el proyecto de «recuperación» de la transparencia de las relaciones sociales el elemento empírico-trascendental engendra la forma escatológica del discurso de Marx. La política marxista ha dado muestras en varias de sus versiones de esta forma escatológica, y sus críticos han apuntado también hacia allí, sobre todo en estas últimas décadas. Los problemas no se reducen, por lo demás, a la fijación de fines últimos supuestamente fundados en un origen primigenio y, como consecuencia, ineluctablemente determinados, sino en la pretensión de fundamentar todo este plano metafísico trascendental (del principio y de los fines últimos) en la dimensión positiva (empírica) de la que la analítica de Marx da cuenta científicamente. Esta es la dirección en que no creo productivo continuar la indagación política de El Capital .
PLUSVALÍA Y EL LUGAR DE LA POLÍTICA L A PLUSVALÍA
Marx es, en relación re lación a sus predecesores, pr edecesores, en cuanc uanto a la teoría de la plusvalía, lo que Lavoisier es a Priestley y a Scheele [...] Donde habían visto (sus predec pre deceso esores res)) una sol soluci ución ón (Ma (Marx) rx) no vio sin sino o un problema. Vio [...] que no se trataba aquí ni de la simple comprobación de una realidad económica, ni del conflicto de esta realidad con la
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justicia eterna y de la verdadera moral, sino de una realidad llamada a trastocar la economía entera, y que al comprender el conjunto de la producción capitalista, ofrecía la llave de ella –a quien supiera servirse...
Federico Engels, «Prólogo» al Segundo Libro de El Capital Capit al
En el conocido Capítulo V del Tomo I Marx aborda el proceso de producción de plusvalía. Enseña que en el proceso de producción el capitalista persigue dos objetivos. En primer lugar, producir un artículo destinado a la venta, un valor de uso que tenga valor (de cam bio), o sea una mercancía. En segundo lugar, producir una mercancía «cuyo valor cubra y rebase la suma de valores de las mercancías invertidas en su producción , es decir, de los medios de producción y de la fuerza de trabajo» (Marx, op. cit.: 148). En otros términos no «se contenta con un valor puro y simple, sino que aspira a una plusvalía, a un valor mayor» (ibidem). En el análisis que hace Marx de este proceso encontramos nuevamente el problema central de nuestro apartado anterior: el del trabajo y de la potencia del trabajo de ir «más allá» de las necesidades. Sólo que aquella vez nos condujo a una analítica de la opacidad material , en general, y en este caso permite a Marx elaborar una analítica de la opacidad capitalista . No puedo explicar aquí en detalle cómo se vuelve posible la producción de plusvalía . Baste decir que la clave reside en que el costo de conservación de la fuerza de trabajo y su rendimiento «son dos magnitudes completamente distintas. La primera determina su valor de cambio, la segunda forma su valor de uso. El que para alimentar y mantener en pie la fuerza de trabajo durante veinticuatro horas haga falta media jornada de trabajo , no quiere decir, ni mucho menos, que el obrero no pueda trabajar durante una jornada entera» (ibidem: 154-155). Dicho de otro modo, «el factor decisivo es el
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valor de uso específico de esta mercancía (la fuerza de trabajo), que
le permite ser fuente de valor, y de más valor que el que ella misma tiene» (ibidem : 155). El proceso de creación de valor es aquel en el cual la fuerza de trabajo pagada por el capital da lugar a un equivalente . Cuando se rebasa este punto estamos en un proceso de valorización , y estamos en la órbita de la producción de plusvalía. Una vez más se hace presente el problema del plus del trabajo , esto es, de esa potencia del trabajo de ir «más allá» de las necesidades, en esta oportunidad en la distinción de las dos magnitudes, la de la conservación y la del rendimiento de la fuerza. Muchas páginas después despunta un debate sobre el cual Marx toma una clara posición. Sostiene que no se debe asociar a la « produc productividad tividad natura natural l del trabajo [...] ideas de carácter místico» ( ibidem: 459) y a continuación critica a quienes, como Proudhon, acaban creyendo que «la facultad de rendir un producto sobrante es algo innato al trabajo humano» (ibidem : 462). Se hace preciso señalar un desplazamiento injustificado en el argumento de Marx. Para atacar la idea de una base «natural» de la plusvalía termina concibiendo, justamente él, un límite a la capacidad productiva del trabajo. No habría plusvalía «por naturaleza» porque no habría un sobrante «natural» del trabajo 7. El desplazamiento infundado de Marx reside en que niega que la plusvalía sea efecto de la facultad del trabajo de rendir un sobrante y, a la vez, y sin razón a la vista, niega también la existencia misma de esta facultad. Es cierto, como hace notar perfectamente Marx, que la plusvalía
Pero ¿cómo se establecería el límite más allá del cual estaríamos ante el sobrante «no natural» del trabajo y más acá del cual encontraríamos la medida adecuada del producto? Una vez más, es claro, no podría definirse ese límite sino en torno de las necesidades personales, primarias, el autoconsumo, etc., con todos los inconvenientes que vimos que ello acarrea, incluido en primer lugar el de la historicidad de las necesidades, etc. 7
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no se explica por ninguna «facultad misteriosa». No obstante, «producción de plusvalía» no es sinónimo ni consecuencia necesaria de «trabajo con capacidad sobrante». Como vimos, existe una diferencia cuantitativa entre la magnitud de conservación de la fuerza de trabajo y su magnitud de rendimiento, y es correcto subrayar la arbitrariedad histórica que hace que esa diferencia entre las magnitudes se transforme en un plus de valor que se apropia el capitalista, pero ello en absoluto anula la existencia de tal distancia. Por el contrario, parece más apropiado dentro del planteo de Marx sostener la idea de que el trabajo está efectivamente capacitado para rendir un sobrante y, al mismo tiempo, revelar que el hecho de que ese so brante se materialice en plusvalía para el capitalista responde a condiciones históricas específicas y a contingencias singulares, y de ninguna manera a «la naturaleza». En consecuencia hay un plus del trabajo, lo cual no implica necesariamente una plusv plusvalía alía ; hay un plus del trabajo que en el modo específico de producción capitalista plusvalía alía . se convierte en plusv En el señalamiento teórico de la plusvalía se organiza la analítica de la opacidad capitalista . En este señalamiento reside el doble logro (teórico y político) y el doble atractivo (teórico y político) que quisiera subrayar en El Capital , basado en la determinación del meollo en torno al cual se estructura y sostiene dicha opacidad específicamente capitalista (y, en cierta proporción, se estructura y sostiene el capitalismo mismo). El logro y atractivo teórico fue puesto en evidencia con agudeza por Althusser (Engels, por su parte, lo precedió y, en lo que a este trabajo interesa, inspiró, como el propio Althusser hizo constar). El interrogante general de este último se ordena en torno de la filosofía (y la epistemología) de El Capital , en torno de su objeto científico y, por consiguiente, de su novedad respecto de la economía clásica y de la diferencia específica que lo separaría de la misma. Su respuesta se basa en el concepto de «plusvalía». No en la sustitución que Marx
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hace con una nueva palabra de los términos que en Ricardo y Smith habrían hecho referencia al mismo fenómeno (beneficio, renta, interés), sino en el carácter novedoso que conlleva ese nuevo concepto teórico que, como tal, es «el representante de un nuevo sistema conceptual, correlativo de la aparición de un nuevo objeto» (Althusser, 1985b: 158). El mérito de Engels, afirma Althusser, estriba en haber puesto de manifiesto «una relación funcional necesaria entre la naturaleza del objeto , la naturaleza de la problemática teórica y la naturaleza de la terminología conceptual » ( ibidem : 161). Engels había visto cómo el concepto de plusvalía en El Capital viene a cambiar la base, la problemática teórica de la economía política. Althusser concluye que «se puede comprender [...] cómo el concepto de su objeto distingue radicalmente a Marx de sus predecesores [...] Pensar el concepto de producción es pensar el concepto de la unidad de sus condiciones: el modo de producción. Pensar el modo de producción es pensar no solamente las condiciones materiales, sino también las condiciones sociales de la producción [...] Sabemos cuál es, en el modo de producción capitalista, el concepto que expresa en la realidad económica misma el hecho de las relaciones de producción capitalista: es el concepto de plusvalía» (ibidem : 195). El atractivo y la potencia política de El Capital están íntimamente ligados a esta conquista teórica. El concepto de plusvalía y el sistema teórico que le va asociado dan con (y dan en) el corazón del capitalismo. Señalan, entonces, el lugar para la política anticapitalista, el punto en torno del cual esta política no puede renunciar a pensar, y al cual es imprescindible afrontar. Acaso este sea, por cierto, todo el atractivo político y la potencia que pueda tener una analítica social. No es más que eso. Pero tampoco es menos que eso. Así entendido, El Capital no ofrece ningún camino a seguir porque no hay determinación teleológica a partir de estos elementos, ni a partir de un «origen», ni como indicación de un horizonte totalizador. No hay empírico-trascendental que ordene la dimensión posi-
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tiva de la significación/opacidad y la haga descansar sobre un más acá o sobre un más allá en que las relaciones sociales serían por fin transparentes, «perfectamente claras y sencillas». Así entendido, El Capital tampoco ofrece un marco de conocimiento científico que funcione como guía-garantía de la acción política, un cuadro teórico capaz de explicar la dimensión política y deducir lógicamente de sí una dirección a seguir, camino por el que deriva la lectura althusseriana 8 . Es posible que a alguien que espere «aportes» de esta índole, el atractivo político de la analítica no le parezca tal cosa. La línea de interpretación seguida aquí, desatenta a ese tipo de promesas, podría resultarle insuficiente. Insisto, lo «único» que ella comprueba es el señalamiento del corazón del capitalismo. Pero esto no parece poco. En los últimos años se ha discutido largamente acerca de la desactivación de la lucha de clases, aun desde posiciones de izquierda. En ocasiones se ha sustentado la idea de una lucha de clases que pueda darse sin discutir el fondo: la plusvalía. La intelección histórica de la imposibilidad de resolver las múltiples y complejas formas de dominación y desigualdad reduciéndolas a la lucha anticapitalista tiene ya muchos años, y constituye un acierto general. Sin embargo, de ello no hay por qué inferir, como algunos han querido hacer, que la lucha anticapitalista deba convertirse en una lucha por el mejor de los capitalismos posibles. Muchas de las tendencias teóricas y políticas que con cierta pereza intelectual son agrupadas bajo el nombre cada vez más vago de
Una y otra cosa pueden perseguirse en una interpretación de El Capital que siga los lineamientos escatológicos que critiqué en la primera parte de este ensayo. Y aun cuando se siga la segunda dirección presentada, la de la analítica de la opacidad capitalista , siempre existe el «peligro» de convertir esta analítica en una escatología, en tanto ambas comparten el haber surgido de ese atolladero teórico de Marx que llamamos plus del trabajo . 8
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«posmodernas» han ayudado a repolitizar espacios y dimensiones de la vida considerados durante años como «no políticos». Inversamente, en los mismos años el capitalismo no ha corrido la misma suerte. La economía parece más bien confirmarse en la dirección opuesta: la de la despolitización. Si fuera que aún es necesaria, acaso urgente, la repolitización del capitalismo, es decir, de la economía capitalista, en El Capital sigue estando una de las claves. En un principio quizá se trate «meramente» de rodear el punto e insistir en su señalamiento. Si «el deber de la izquierda es mantener viva la memoria de todas las causas perdidas, de todos los sueños y esperanzas rotos y pervertidos que acompañaron a los proyectos izquierdistas» (•iek, 1998: 350), el espacio abierto por Marx en El Capital , la reconfiguración teórica y política que la plusvalía implicó, reclama su reposición. «Todo lo que tenemos que hacer es marcar repetidamente el trauma como tal, en su misma ‘imposibilidad’, en su horror no integrado, por medio de algún gesto simbólico ‘vacío’» (ibidem: 352). El Capital , como analítica de la opacidad capitalista , enseña dónde este sistema no puede reconciliarse consigo, y exhibe el punto que es necesario rodear y marcar. La sociedad capitalista, o lo capitalista de nuestra sociedad, se estructura desde siempre y hoy también allí donde lo señaló Marx, y sólo allí puede conce birsee su dese birs desestru structur cturaci ación. ón.
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C APÍTULO 2 Ideología, dialéctica y totalidad Adorno y la crítica de la crítica cultural*
«El espíritu no puede menos que debilitarse cuando es consolidado como patrimonio cultural y distribuido con fines de consumo»
M. Horkheimer y T. Adorno, Dia Dialéc léc tic a de del l Ilu mi minis nis mo
Este ensayo es una versión corregida del texto presentado con el mismo título en las VIII Jornadas Nacionales de Investigadores en Comunicación, realizadas en la ciudad de La Plata, entre el 16 y el 18 de septiembre de 2004, y organizadas conjuntamente por la Red Nacional de Investigadores en Comunicación Social y por la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. *
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Ciertos problemas de la ciencia y la filosofía no pueden ser correctamente abordados si se omiten determinados pensadores. De igual modo, muchos autores o escuelas de pensamiento no pueden considerarse sin prestar atención a unas áreas de estudio particulares. Sucede muchas veces que ambos hechos se combinan en una relación compleja de doble dirección. Es el caso de Theodor Adorno y la crítica de la cultura, entendida no como un campo profesional en el cual desempeñar una tarea, sino como un campo sobre el cual hacerlo, es decir, la crítica de la cultura y el crítico considerados como un objeto sometido a reflexión de la propia crítica (de la cultura). Enfocar el modo en que Adorno enfrentó la posibilidad de la crítica cultural permitirá comprender algunos rasgos centrales de esa empresa, así como algunos obstáculos para su realización. Al mismo tiempo, al enfocar esta dimensión específica procuraré poner de relieve algunos aspectos generales del pensamiento del autor, en particular su tratamiento del concepto de ideología, y formular algunas sugerencias acerca de la potencia heurística de los mismos.
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¿En qué espacio se vuelve posible la crítica cultural?, ¿dónde colocarse para intentar una crítica que evite la pretensión de «estar en ningún lado» y que evite al mismo tiempo los falsos sitiales que darían autoridad a la propia palabra?, ¿qué crítica cultural sería capaz de no reificar su propio campo y de generar una reflexión sobre el mismo, sobre sus lógicas y sus efectos?; a un nivel más básico, ¿cuál sería la posición para un estudio crítico?, ¿en qué consistiría?, ¿qué condiciones debería cumplir y qué características tener?, ¿cuáles exigencias deberían mantenerse para sostenerlo? En el ensayo en que Adorno encaró más directamente esta pro blemática afirmó que «con toda su inveracidad es la crítica tan verdadera como la cultura es falaz» (Adorno, 1984: 228). Esta proposición solo puede ser comprendida partiendo de la imbricación íntima de la crítica y la cultura. Cada una supone y necesita, en la confirmación de su propio lugar, el lugar de la otra. Pero es al mismo tiempo el cierre o clausura siempre posible de este juego especular en el que busca afirmarse la autarquía de ambas el que conduce a la falacia de la cultura y a la inveracidad de la crítica. La crítica de Adornoo a la crít Adorn crítica ica de la cultu cultura ra apunt apuntaa a ese cier cierre re espec especular ular del «espíritu». Pero no puede hacerlo sino apoyado en las mismas condiciones de posibilidad que dicho cierre abre. La propia posición crítica de Adorno respecto de la cultura y respecto de la crítica oficial de la cultura se sustentará justamente allí, en la torsión perpetua que busca impedir esa clausura. El crítico cultural pretende una autonomía de campo sobre la cual funda y reclama su autoridad. «Finge» poseer una independencia que no tiene. El rechazo de Adorno a esta pretensión es más que la denuncia de su falsedad. No responde a ese fingimiento de independencia indicando una dependencia de ese «espacio singular» de la cultura (y del crítico) respecto de otro «espacio singular»: la economía, el mundo de la producción. La cuestión es más bien mostrar la dependencia de una totalidad , de un todo estructural en el que se
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ha vuelto posible que aquellos (y otros) espacios singulares puedan ser delimitados en su singularidad y asumidos como tales. La denuncia de la falsedad de la autarquía del crítico cultural y de la cultura es ardua pues podría sostenerse que el crítico sí logra aquella autonomía o independencia, y que la logra merced a (o en el momento en) que la cultura misma se «separa» y logra reconocimiento como «espacio singular». El crítico es producto a la vez que artífice de esta autonomización y podría ser considerado él mismo, en tanto que figura social, como la acreditación misma y la aparente prueba de aquella autonomía. Es justamente aquí donde reside su «pecado» y donde ataca Adorno: no en la falsedad empírica de esa autonomización sino en la herida que ella provoca al «espíritu», y en la traición que implica a su potencia crítica. Al tratar el crítico a la cultura como su objeto la cosifica, siendo lo propio de la cultura «la suspensión de la cosificación». Como «estimador», el crítico se mueve entre bienes y valores culturales; sopesa, juzga, selecciona. «Su misma soberanía, la pretensión de poseer un saber profundo del objeto y ante el objeto, la separación de concepto y cosa por la independencia del juicio, lleva en sí el peligro de sucumbir a la configuración-valor de la cosa; pues la crítica cultural apela a una colección de ideas establecidas y convierte en fetiches categorías aisladas como espíritu, vida, individuo» (ibidem : 228-229). Allí donde la razón había podido comenzar la tarea inagotable de reflexión sobre sus propias condiciones, su confinamiento a un territorio especial y la determinación de actividades propias la inhiben de tal afán, o mejor, circunscriben esa tarea y frenan así sus efectos disruptivos y corrosivos. Es en este sentido que «la cultura no puede divinizarse más que en cuanto neutralizada y cosificada» ( ibidem : 231). Allí donde el espíritu había iniciado el camino de impugnación de la realidad con el señalamiento de la falsedad de ciertas ideas y creencias, y con la mostración de la verdad posible (no actual) de algunas de esas ideas y creencias, su entronización no puede ser sino
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una reclusión que obtura la crítica. No sólo obtura la crítica de la ideología sino que la vuelve ideología a ella misma, en su reducción a mero puesto en la administración de bienes y valores culturales. Intentaré a continuación dar cuenta con mayor profundidad de estas observaciones. Pero desandaré esta introducción en la dirección inversa a la de su presentación: de cómo considerar ideológica la crítica cultural a la necesidad de considerar la totalidad social y la dialéctica negativa como posibilidad de un proyecto crítico.
CRÍTICA DE DE LA IDEOLOGÍA IDEOLOGÍA A A LA LA CRÍTICA CRÍTICA COMO IDEOLOGÍA DE LA CRÍTICA
«La metafísica de los hechos en nada aventa ja a la metafísica del espíritu absoluto»
Max Horkheimer, «Ideología y acción» En unas pocas palabras de Adorno se cifra el problema que quisiera atender en este apartado: «La crítica cultural recubre y disimula la crítica, y sigue siendo ideología en la medida en que es mera crítica de la ideología [...] La función ideológica de la crítica cultural da alas a su propia verdad, la resistencia contra la ideología» (ibidem : 235). ¿Qué afirmaciones pueden leerse en este fragmento?, ¿qué significa, en primer lugar, que la crítica cultural «sigue siendo ideología en la medida en que es mera crítica de la ideología»? Se hace necesario detenernos un momento en el concepto de ideología . La complejidad del concepto y su larga historia cargada de debates no permite una revisión exhaustiva; interesa exclusivamente el modo en que es trabajado por Adorno 9. Se trata de ideolo-
En algunas oportunidades como «Ideología», uno de los textos en que me apoyo, en coautoría con Max Horkheimer. 9
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gía toda vez que «un producto espiritual surge del proceso social
como algo autónomo, sustancial y dotado de legitimidad. Su no verdad, precisamente como ideología, es entonces el precio de esa separación, en que el espíritu pretende negar su propia base social. Pero incluso su momento de verdad se encuentra vinculado a esta autonomía, propia de una consciencia que es algo más que la simple huella dejada por lo que es, y que trata de penetrarlo» (Adorno y Horkheimer, 1969: 201). Gran parte del problema se resume en esta coexistencia de un momento de no verdad y uno de verdad en los productos espirituales en tanto que ideológicos o, mejor, en los productos ideológicos en tanto que «espirituales». En esta definición se ve que derivan de las mismas condiciones tanto el momento de verdad como el de no verdad. Y se aprecia con claridad en qué sentido la verdad de la crítica necesita de la falacia de la cultura como espacio autónomo, a la vez que la inveracidad de la crítica se vuelve, entonces, un peligro inherente a este movimiento, en la medida en que la autonomía de la cultura es presentada como «verdad». El momento de no verdad aparece como mediación necesaria del momento de verdad y este, a su vez, como la única posibilidad de vol verse contra aquel y hacerlo visible como tal por medio de este giro. El foco del problema está en la configuración concreta que la ideología presenta en el contexto del capitalismo industrial avanzado. «Hoy –dirán Adorno y Horkheimer–, el elemento ideológico tiene más bien por emblema la ausencia de esta autonomía, y no el engaño de la pretensión de autonomía. Con la crisis de la sociedad burgues bur guesa, a, aun el con concept ceptoo tra tradic dicion ional al de ide ideolo ología gía par parece ece perd perder er su objeto» (ibidem ). Evidentemente, para los autores la crítica de la ideología está sujeta a la dinámica histórica. La forma filosófica de la ideología contemporánea de Adorno no es ya el idealismo (frente al cual se levantó Marx) sino el positivismo y el pragmatismo. Por ello señala que «(i)deología es la sociedad como fenómeno» (Adorno, 1984: 242).
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Esta idea constituye una de las bases sobre las que se asienta la crítica de Adorno (y otros miembros de la Escuela de Frankfurt) a la Industria Cultural10. La cultura de masas (o « para las masas») elimina, en relación con la obra de arte, la posibilidad de plasmar un orden distinto al de la realidad efectiva, de igual modo que obtura la irrupción del horror que engendra esta sociedad y la subtiende. Impide hacer patente este horror, al tiempo que no permite la mostración, como apertura o como evocación, de un orden otro, que vaya más allá de lo que es . «Para resumir en una sola frase la tendencia inmanente a la ideología de la cultura de masas, sería necesario representarla en una parodia del dicho ‘Conviértete en lo que eres’, como duplicación y justificación ultravalidadora de la situación ya existente, lo cual destruiría toda perspectiva de trascendencia y de crítica. El espíritu socialmente actuante y eficaz se limita aquí a poner una vez más, bajo los ojos de los hombres, lo que ya constituye la condición de su existencia, a la vez que proclama ese existente como su propia norma; de ese modo, los confirma y consolida en la creencia carente de verdadera fe en su mero existir» (Adorno y Horkheimer, 1969: 204). Esta cualidad, que resulta el trazo característico y definitorio de los «productos espirituales» del capitalismo industrial y que determina la naturaleza de todo el campo cultural, alcanza desde luego a la misma crítica de estos productos en tanto que ella pertenece a dicho campo. La crítica de la cultura en esta sociedad repite los mecanismos que el campo de la cultura está constreñido a poner en funcionamiento. Es ella misma ideología en la medida en que no pone en crisis dicha constricción, la cual se le presenta a la vez como encogimiento,
Algunos de los pasajes más famosos de esta crítica pueden ser consultados en Adorno (1966; 1975) y, desde luego, en «La industria cultural» de Horkheimer y Adorno (1969). 10
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por un lado, y como condición de posibilidad, por otro. Hay una suerte de homología estructural entre la Industria Cultural como campo general de la producción espiritual del capitalismo avanzado, y la ciencia de la cultura y la crítica cultural como el modo en que esta sociedad dispone el acceso y conocimiento de aquella. Adorno ofrece la pista para este argumento cuando señala que «el reconocimiento tácito concedido a esta actividad de la investigación descriptiva – se refiere a la communication research – constituye también un elemento de la moderna ideología» ( ibidem: 203). Resulta esclarecedor contrastar con estas consideraciones las que el propio Adorno efectúa sobre los productos culturales de la etapa del capitalismo liberal, así como sobre la forma que la crítica tomaba con referencia a ellos. El autor establece una contraposición clara entre los productos culturales de uno y otro momento histórico. Por ejemplo, a propósito de la generación de conflicto y tensión en las obras de arte, y de su abolición en una reconciliación armónica anticipada en la industria cultural, la afirmación es rotunda: en la industria cultural, «(p)rivados de oposición y de conexión, el todo y los detalles poseen los mismos rasgos. Su armonía garantizada desde el comienzo es la caricatura de aquella otra –conquistada– de la obra maestra burguesa» (Horkheimer y Adorno, 1969: 152-153)11. El contraste no se da únicamente en este aspecto. El elemento de la internalización, que «desempeñaba un papel decisivo en las primiti vas novelas populares» desaparece en la cultura de masas del capitalismo avanzado. Consecuentemente, «(e)l acento en la interioridad, en los conflictos interiores y la ambivalencia psicológica [...] ha cedido su puesto a una caracterización no problemática, estereotipada
La oposición es tan flagrante que «(f)ilm y radio no tienen ya más necesidad de hacerse pasar por arte. La verdad de que no son más que negocios les sirve de ideología» ( ibidem : 147). 11
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[...] El desenlace de los conflictos está preestablecido y todos los conflictos son puro simulacro. La sociedad es siempre la que sale ganando y el individuo es tan sólo un títere manipulado a través de normas sociales» (Adorno, 1966: 14-19). La armonía fraudulenta de los productos de la industria cultural confronta algunos de los rasgos más decisivos de la novela clásica y suprime los aspectos progresi vos que est estaa pud pudier ieraa con conten tener. er. La ten tensió sión n ind indivi ividuo duo-so -socie ciedad dad,, el conflicto interno y otros esfuerzos exigidos al lector para su intelección son eliminados en la cultura del capitalismo industrial, y sustituidos por una conformidad ya sabida y una resolución de los conflictos prevista y conocida de antemano por el público 12. Es correlativo el contraste que se establece entre la crítica ideológica clásica y la crítica en el capitalismo industrial avanzado. La primera detectaba la falsedad de una suerte de promesa que no encontraba asidero y, al tiempo que denunciaba esta falsedad, intenta ba señalar cuáles podían ser las tendencias objetivas que encaminaran hacia su realización. La segunda crítica, convertida en ideolo-
La discrepancia se vuelve aun más perceptible si recordamos los análisis de Lukács sobre la novela, en los que señala la búsqueda como una propiedad sustancial de la misma (la búsqueda de una totalidad que por sí denuncia la ausencia de una armonía de la sociedad burguesa consigo misma). «Todas las fracturas y todos los abismos que lleva en sí la situación histórica pueden introducirse en la configuración, y no se deben esconder con los medios de la composición» (Lukács, 1975: 327). Esta misma dirección sostendrá luego Goldmann cuando, respecto de la existencia de la reificación en la literatura, señale el pasaje de un momento en que la novela coloca en su esencia «la historia de una búsqueda, de una esperanza que fracasa necesariamente «, a otro en el cual, a medida que progresa la reificación, «la ruptura entre la realidad social y la búsqueda de lo humano –por lo menos en el mundo capitalista– se han acentuado hasta tal punto que la expresión de esta búsqueda (cede) el paso a la simple constatación y descripción de una realidad social reificada inhumana y desprovista de significación» (Goldmann, 1962: 87-88). 12
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gía, no puede, dicho crudamente, detectar la falsedad de las promesas porque no puede detectar siquiera las promesas. Y no puede hacerlo porque, como vimos, la ideología misma ya no es una promesa: «(l)a ideología, la apariencia socialmente necesaria, es hoy la sociedad real misma» (Adorno, 1984: 243). Ante este estado de cosas la crítica cultural oficial deviene ideología en el momento en que se limita a asegurarse su lugar en la evaluación y clasificación de los bi en es y va lo re s de la cu lt ur a, y tr ai ci on a su ra zó n de se r a l autovalidar ese lugar. Adorno lo señala en un texto sobre Spengler: «(l)a ideología liberal pareció generalmente a la crítica dialéctica como una promesa falsa. Los formuladores de la crítica dialéctica al liberalismo no han discutido las ideas de este [...] Para los críticos dialécticos eran las ideologías apariencia, pero apariencias de la ve rd ad » (A do rn o, 19 84 : 45 ) 13 . En la afirmación de Adorno y Horkheimer según la cual «(l)a falsa consciencia actual [...] se trata de algo científicamente adaptado a la sociedad» (Adorno y Horkheimer, 1969: 201-202) no hay tan sólo una caracterización de esa falsa conciencia, también hay una caracterización del papel que la ciencia juega en la configuración de esa conciencia como algo adaptado . La crítica de la cultura está incluida en esa admonición. La industria cultural es el terreno para el emplazamiento de la ideología en el capitalismo industrial avanzado y define la modalidad que por excelencia ésta adopta. Nos la muestra en su maniobra específica: la reduplicación de la realidad positiva y la reposición de
De igual manera que no se trataría de reivindicar los productos espirituales de la época liberal contra los del capitalismo industrial avanzado, tampoco se trata sencillamente de reivindicar aquel modo de la crítica por sobre este. En las líneas citadas puede verse ya la dirección (crítica) que Adorno toma también en relación con aquella crítica. Luego volveremos sobre ello. Por ahora, lo que quiero enfatizar es la diferencia entre ambos momentos para comprender el juicio de Adorno sobre el segundo. 13
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esta realidad como la única opción. La crítica cultural oficial, que no puede ser sino positivi positivista sta, es su correlato adecuado. Y es su correlato no sólo por los servicios que pueda brindarle a dicha industria cultural en su consolidación (como herramienta para la organización y suministro de bienes), sino fundamentalmente porque, en la medida en que se acepta a sí misma sin problemas, acepta la clasificación de la sociedad en regiones de especialización pretendidamente autónomas (la cultura como una de esas regiones), y porque, a partir de la aceptación de este reparto de casilleros, omite vérselas con la totalidad .
CRÍTICA CULTURAL Y TOTALIDAD «El dominio de la categoría de totalidad es el portador del principio revolucionario de la ciencia»
Georg Lukács, Historia y consciencia de clase Como vimos hasta aquí, la crítica adorniana de la crítica cultural se concentra en su origen, esto es, en la pretensión de la crítica de definir un campo autónomo para desarrollarse o, complementariamente, en la pretensión de la cultura de necesitar y merecer una crítica cerrada en sus propios términos. Es hacia esta aspiración y hacia el engaño de su consecución hacia donde apunta la impugnación adorniana, puesto que es allí donde la crítica se vuelve ideología. ¿Qué supone la denegación de esta pretendida autonomía de la cultura?, ¿qué fundamenta esta denegación y qué consecuencias se desprenden de ella? El rechazo de una plena autonomía debe conducir a la aceptación de algún tipo de dependencia, lo cual nos conduce a un aspecto central de la postura de Adorno. La cultura no puede pensarse si no es puesta en relación con el proceso material de la vida. En el momento en que es separada de sus condiciones de posi-
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bilidad históricas y es postulada como cerrada en sí y como un todo, se traiciona la cultura en el carácter crítico que le es inherente. Cuando la distancia que la cultura necesita establecer respecto de sus condiciones históricas es vuelta un absoluto y es convertida ella misma en fetiche, «se dispensa la cultura de someterse a la piedra de toque de las condiciones materiales de la vida» y se olvida que «el contenido de la cultura no está exclusivamente en sí misma, sino en su relación con algo que es su reverso, el proceso material de la vida» (Adorn (Adorno, o, 1984: 224 y 239). Ahora bien, no debe creerse que tal dependencia sea simple y se sostenga en una dirección causal elemental. Como anticipé, no se trata de concebir la dependencia de la cultura respecto de otra esfera particular , la economía o el mundo de la producción, como su causa determinante. La dependencia que mantiene la cultura (y que el crítico no debiera silenciar) se da respecto de la totalidad del sistema social. La cultura está en relación con la sociedad como un todo, y si esto se oculta y se absolutiza su singularidad, entonces se pierde su capacidad crítica. Allí reside el desafío: en la comprensión de «su posición en el todo» ( ibidem: 239), y en la comprensión de su dinámica como parte de una dinámica mayor en la que se incluye. La cultura no puede ser desprendida de esa totalidad, y vale decir incluso que no sólo sus formas y sus contenidos sino también su misma aspiración a la separación deben comprenderse como efectos de una torsión singular de dicha totalidad. El tratamiento que «el joven» Lukács hiciera de este concepto constituye un antecedente fundamental del modo en que sería utilizado por Adorno. Para Lukács era fundamental reconstruir la totalidad y que en su alusión y por intermedio de ella se compusiera el marco necesario para la comprensión de los fragmentos sociales. En una de sus aserciones más radicales, Lukács sostuvo en Histori Historia ay consciencia de clase que «(l)o que diferencia decisivamente al marxismo de la ciencia burguesa no es la tesis de un predominio de los
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motivos económicos en la explicación de la historia, sino el punto de vista de la totalidad. La categoría de totalidad, el dominio omnilateral y determinante del todo sobre las partes, es la esencia del método que Marx tomó de Hegel y transformó de manera original para hacer de él el fundamento de una nueva ciencia [...] El principio revolucionario de la dialéctica hegeliana no podía manifestarse en y por esa inversión (la inversión materialista) sino porque se mantuvo la esencia del método, el punto de vista de la totalidad, la consideración de todos los fenómenos parciales como momentos del todo, del proceso dialéctico entendido como unidad de pensamiento e historia» (Lukács, 1985: 72). La verificación de la continuidad de Hegel en Marx, es decir, de la continuidad del método dialéctico, es central en estos textos de Lukács (y lo será, a su turno, para los pensadores frankfurtianos). Desde su punto de vista, es esa «esencia del método que Marx tomó de Hegel» lo que posibilita al materialismo histórico una mirada original. La reconstrucción de la totalidad se vuelve ineludible para la comprensión de la realidad; es por esto que investigación concreta será, para Lukács, «referencia a la sociedad como un todo» (Lukács, 1985: 94). La objetividad de cualquier objeto de conocimiento sólo se determina en su referencia al todo, el cual, por lo demás, no puede determinarse sino atendiendo a la forma apariencial de esos ob jetos, necesaria necesariamente mente parciales parciales.. Es la determina determinación ción mediada de la objetividad la que permite la inteligencia de la realidad. Tan sólo el pasaje metodológicamente indeclinable del todo a los momentos y de los momentos al todo vuelve accesible el proceso social como tal o, en palabras de Lukács, la realidad como acaecer social . Es en este sentido que el método dialéctico es la clave para efectuar una historización de los hechos sociales que pueda penetrar su fetichización. El método dialéctico permite ver que el capitalismo ha producido además de un conjunto de hechos sociales, un modo de conocimiento (una teoría y un método) para aprehenderlos. En
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términos generales, lo que este modo de conocimiento garantiza es la fetichización de tales hechos. Es así como «nacen hechos ‘aislados’, complejos fácticos aislados, campos parciales con leyes propias (economía, derecho, etc.)...» ( ibidem: 51)14. En «La crítica de la cultura y la sociedad» son claras las referencias a la totalidad en este sentido. Adorno no efectúa objeciones a un tipo de crítica de la cultura meramente «errada» en términos científicos o filosóficos. Mediante la historización a la que somete al campo cultural (y a la crítica), Adorno hace patentes las condiciones específicas que permiten la emergencia y consolidación de la cultura en su pretendida autonomía, así como de un tipo de especialistas encargados de ella. En este gesto de recuperación del todo social no sólo revela la contingencia de aquella configuración social específica (y de sus partes) sino que, y esto es fundamental, muestra la necesidad de conocer esos campos singulares pretendidamente autónomos a la vez que el proceso por el cual esa autonomía logra apariencia de realidad para, entonces sí, por fin comprender en tanto que totalidad aquellas condiciones específicas, que son las del capitalismo industrial avanzado15. Puede entenderse así la afirmación según la cual «la cultura nace en la separación que es su pecado original» (Adorno, 1984: 235).
Para ver en más detalle la trascendencia de los conceptos de totalidad y media- ción en la obra del joven Lukács, así como la influencia ejercida sobre el pensamiento de algunos autores de Frankfurt, cfr. Jay (1974: 103 y ss.). 15 Donde se abre una diferencia importante entre Adorno y Lukács es justamente en torno a la noción de ideología . Este último había señalado como uno de los fundamentos de la crisis de la Kultur capitalista el hecho de que «la ideología se 14
halla en oposición insoluble con el ordenamiento productivo, con el ordena- miento social » y también que «el motivo de la grandeza de las antiguas Kultur «
residía en «la armonía entonces existente entre ideología y ordenamiento productivo». Se infiere de estos dos puntos que, para Lukács, «la Kultur del capitalismo no podía ser sino crítica sin embellecimientos de la época capitalista» (Lukács,
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La vindicación de la dialéctica y el consecuente recurso a la noción de totalidad es una referencia netamente hegeliana, y Adorno hace explícita esta ligadura en varios pasajes de su obra. En el citado ensayo sobre Spengler, por ejemplo, sostiene que «(s)i la verdad es, como quiere Hegel, la totalidad, no lo será sin embargo más que en el caso de que la fuerza del todo penetre completamente en el conocimiento de lo particular» (Adorno, 1984: 40). También puede verse cifrada esta concepción en la aserción según la cual «(l)a crítica es un elemento inalienable de la cultura, en sí misma contradictoria» (Adorno, 1984: 228). La misma noción está siempre presente y actuante en las refutaciones a la crítica cultural y al positivismo científico. El requisito de la negación determinada para penetrar la inmediatez domina aquella impugnación al conocimiento como mera percepción, clasificación, y cálculo que desemboca en la repetición de lo existente. El rescate de Hegel no es, sin embargo, incondicional. Uno de los rasgos definitorios y distintivos del pensamiento adorniano viene dado por la resistencia a y la recusación de la posibilidad de una resolución de la dialéctica, estableciéndose así una distancia en relación con el cierre sintético de la dialéctica hegeliana. La dialéctica negativa de Adorno Ador no no cons consient ientee la sutu sutura ra del proc procedim edimient ientoo de nega negación ción.. La crítica permanece abierta a un movimiento de re-flexión que no puede detenerse más que pagando el precio de perder su razón de ser. Ya 1973: 78-80). La diferencia surge con la captación de Adorno de esa suerte de vuelco de la fuerza negativa de la ideología burguesa hacia la positividad. Desde esta perspectiva, Lukács no habría alcanzado a ver esa positivización de la ideología en el capitalismo avanzado, su peculiar y eficaz «armonización» con las condiciones de vida, como reificación y confirmación de lo existente. Podría imaginarse que ante la afirmación de Lukács de acuerdo con la cual con el capitalismo «cesa la unidad orgánica de las obras de la Kultur , su esencia armónica, dispensadora de alegría» ( ibidem : 80), Adorno subrayaría que en el capitalismo industrial avanzado el problema central es, por el contrario, que la ideología «da alegría» en justas dosis de entretenimiento y repitiendo la mentira de la realidad y del orden social efectivo.
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en Dia léc ti tica ca de dell Ilu min minism ism o , Horkheimer, al respecto, escribía coincidentemente: «(e)n el concepto de negación determinada Hegel ha indicado un elemento que distingue al iluminismo de la corrupción positivista a la cual lo asimila. Pero al concluir él por elevar a absoluto el resultado consabido del entero proceso de la negación, la totalidad sistemática e histórica, contraviene la prohibición y cae a su vez en la mitología» (Horkheimer, 1969: 39) 16. Por último, para insistir en el uso que hace Adorno de la noción de totalidad, puede recordarse su crítica y la de Horkheimer a la utilización que Mannheim hace de la misma noción (la cual, dado ese uso, ya no es la misma). Horkheimer enfatiza el carácter de procedimiento metafísico que asume la noción en la perspectiva de Mannheim, dado el desvelo de éste por «el problema de la verdad absoluta» (esta impugnación invierte así la más habitual que se dirige al relacionismo mannheimiano). De acuerdo con Horkheimer, esta idea de totalidad como «tendencia hacia el todo», que contendría un trasfondo metafísico en el que se dibuja la creencia en una esencia del devenir humano, constituye por esto un método contrario al inaugurado por Marx. Adorno hace hincapié en un rasgo diferente y a la vez complementario. Según él, la concepción mannheimiana de totalidad es rechazable por el hecho de que pretende explicar el proceso social como una compensación de las contradicciones en el todo. Ambos
Aun cuando lo comparta con otros autores frankfurtianos, este rasgo es clave del pensamiento de Adorno. Como ha indicado Jay, «(e)ntre los miembros de la Escuela de Francfort, quizá fue Adorno quien más persistentemente expresó su aversión hacia la ontología y la teoría de identidad. Al mismo tiempo, también rechazó el positivismo ingenuo como una metafísica no reflexiva independiente...» (Jay, 1974: 128). Es pertinente también tomar cuenta de otras lecturas que no comparten esta perspectiva en cuanto a la sutura o cierre de la dialéctica en Hegel. Al respecto, pueden consultarse varios trabajos de Slavoj •iek (1998 y 2001, entre otros). 16
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cuestionamientos se asocian en la medida en que, cada uno a su manera, insisten en rechazar la metafísica y en estimar las contradicciones de la sociedad privilegiando un método dialéctico que no admite clausura ni suspensión de la negatividad.
LA CRÍTICA CRÍTICA COMO IDEOLOGÍA A A ¿LA LA IDEOLOGÍA IDEOLOGÍA COMO COMO CRÍTICA ? DE LA
«Ideología y verdad artísticas no son como ovejas y cabritos. No existe la una sin la otra...»
Theodor Adorno, Teoría Estética La sugerencia contenida en la pregunta final del título de este apartado puede parecer desmesurada. Quiero enfatizar con ese interrogante que el problema de la crítica cultural no se agota con las acusaciones y recusaciones expuestas hasta aquí. Después de todo, es un trabajo de crítica cultural el que Adorno lleva adelante cuando toma a la crítica cultural como su objeto. La materia de estas últimas páginas será, entonces, la forma que adopta la propia crítica adorniana. Procuraré delinear en qué debe consistir para el autor la tarea de la crítica y, para ello, indicaré algunos rasgos que distancian el propio proyecto adorniano de aquel que él somete a examen. Es preciso poner de relieve el otro aspecto de la ideología, que resulta de «la fuerza inmanente del ideal» en tanto, como vimos, el espíritu «tiene que hacerse problemático a sí mismo por el propio cumplimiento de su función ideológica. Si bien el espíritu expresa la ceguera, expresa también al mismo tiempo, movido por la incompatibilidad de la ideología con la existencia, el intento de escapar de la ceguera» (Adorno, 1984: 237). El autor reconoce dos posiciones posibles frente a la cultura, una trascendente y una inmanente . La crítica tradicional de la ideología, la posición trascendente, que puede parecer más radical en su
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renegación del fetichismo, queda obsoleta en la medida en que ya no supone un aporte preguntarse «qué depende de qué» no existiendo ideologías en el sentido tradicional de «falsa consciencia». De acuerdo con Adorno, siendo lo que es la ideología (siendo la ideología lo que es), adquiere una importancia capital la posición inmanente. En rigor, se trata de lograr mantener la tensión entre ambas posiciones de la crítica, evitando con dicha tensión los riesgos de cada una y explorando simultáneamente las potencialidades de ambas. Si la posición inmanente enseña la obra o el objeto cultural pero no ve más allá de ellos y la posición trascendente se sale de la obra u objeto, o los mira desde fuera, y pudiendo ver lo que los posibilita no puede captar lo que ellos mismos significan, la posición más fértil será aquella que encuentre su lugar en el espacio que las dos anteriores abren en su distanciamiento y en su enfrentamiento. El problema de la ideología está presente aquí con toda su comple jidad. Se ha vuelto necesario mostrar cómo el espíritu aparece reducido y ajustado a la realidad existente, pero a la vez es preciso ver incluso en esta suerte de forma «degradada» de la ideología los elementos que escapan a la mera repetición y que eventualmente configuran el componente de verdad que toda ideología encierra. «Aún en las obras que están penetradas hasta lo más íntimo de ideología puede darse un contenido de verdad. La ideología, apariencia social necesaria, es siempre, aún en su necesidad, figura deformada de la verdad. Uno de los límites entre la consciencia social estética y la trivialidad es que aquélla reflexiona sobre la crítica social del elemento ideológico que tienen las obras de arte, mientras que ésta se conforma con repetir maquinalmente esa crítica» (Adorno, 1983: 305). Contra el pragmatismo de lo siempre igual, el crítico dialéctico apuntará a «realizar el Posible histórico», resistiendo de esta manera el «punto de vista de la historia real» (Adorno, 1984: 53 y 89-90). Para lograrlo, o al menos para intentarlo, es necesario mantener la posición trascendente, que se abstiene de fetichizar la esfera del es-
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píritu y, contra toda cosificación, se dirige al todo. Pero al mismo tiempo, ante el riesgo de la ideología positivista (de lo positivo como ideología), ese movimiento debe relativizarse si no se quiere caer en el lenguaje del «buen salvaje», en el desprecio del «espíritu», en alguna versión tosca del irracionalismo. A Adorno la posición inmanente le parece más intensamente dialéctica pues conduce a asumir que no es la ideología la que es falsa sino su pretendida realización efectiva. La crítica inmanente de las formaciones espirituales muestra su fuerza como comprensión de la contradicción entre «la idea objetiva de la formación cultural y la pretensión de estar de acuerdo con la realidad» (Adorno, 1984: 244). Se trata de manifestar las contradicciones, sin reconciliarlas en el engaño de una armonía, formulándolas «con toda su pureza, inflexiblemente» ( ibidem). Ahora bien, es igualmente cierto que el fracaso del espíritu no puede superarse en el plano mismo del espíritu, y es preciso percibir esta limitación fundamental. El límite infranqueable viene dado por el hecho de que siempre el espíritu «se encuentra sometido a unos lazos» ( ibidem ). Los peligros acechan a ambos lados. De la consideración trascendente: perpetuarse en la fijeza de la etiqueta y la denuncia prescritas. De la consideración inmanente: el idealismo que desconoce la posición en el todo estructural. La contracara de ambos peligros recuerda la potencia de cada posición y la productividad de la tensión entre ellas. La aparente circularidad del planteo es producto del esfuerzo por sostener esa tensión. La negatividad obliga a un retorno que es reanudación y reanudamiento. La posición de la crítica dialéctica es la de la inadecuación y la incomodidad. Frecuentemente Adorno advierte la dificultad de esta posición, planteada desde el comienzo por la paradoja general de la cultura. «El umbral de la crítica dialéctica, que la separa de la crítica cultural, se encuentra en el lugar en que levanta a ésta hasta la supresión del concepto de cultura» ( ibidem: 238). Parafraseando una exhortación de Marx (acerca de la filosofía y el proletariado), podría de-
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cirse que si la crítica no puede realizarse sin suprimir la cultura (en su pretendida autonomía), la cultura no puede suprimirse sin realizar la crítica. Pero la idea de esa «realización» puede extraviarnos una vez más. Debe recordarse inmediatamente que la crítica sólo es posible precisamente en la cultura, es decir en el espacio abierto para su propia pretendida autonomía (que, en términos históricos, adquiere sus rasgos fundamentales con la Ilustración). La tensión queda abierta, y la resolución dialéctica se pierde nuevamente en el momento negativo. Mantener el movimiento de la crítica dialéctica respecto de la cultura, comprendiendo su posición en el todo, implica que «(e)l crítico dialéctico de la cultura tiene que participar y no participar de ella» (Adorno, 1984: 246), con lo cual se ve que el todo no puede tomarse como un dato sino que es él también postulado por medio de este movimiento. Dado que la relación de la cultura con el proceso vital concreto es de una complejidad que no puede ser reducida ni a separación ni a determinación simple, es condición articular las dos posiciones y no meramente sumarlas en sucesión. En el campo particular del arte, por ejemplo, como señala Adorno, interpretación, comentario y crítica «(s)irven al contenido de verdad de las obras al considerarlo como algo que las sobrepasa y separan ese contenido –tal es la tarea de la crítica– de los momentos de su falsedad [...] (T)ienen que afilarse hasta penetrar en el terreno de la filosofía para que el despliegue de las obras acontezca en ellas con éxito. En el movimiento de la configuración inmanente de las obras de arte y en la dinámica de su relación con el concepto mismo de arte, de dentro afuera, se está haciendo patente hasta qué punto el arte, no obstante su esencia monadológica y a causa de ella, es un momento en el movimiento del espíritu y en el movimiento histórico real» (Adorno, 1983: 256, cursivas mías). En conclusión, la empresa es posible solamente a partir de esta comprensión de la participación del arte, y de los objetos de la cul-
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tura en general, la crítica incluida, en ese espacio a la vez interior y exterior. En otras palabras, en la comprensión del atravesamiento que la cultura debe realizar de su propio espacio «autónomo». Reconocer y discriminar los momentos de verdad de los momentos de falsedad, e intervenir con este reconocimiento para que el despliegue de aquella verdad muestre su doble pertenencia y su doble ajenidad en relación con «el movimiento del espíritu» y «el movimiento histórico real».
Y DERIVACIÓN DERIVACIÓN COROLARIO Y
Hemos visto la crítica de Adorno a la crítica cultural, a la fetichización de sus categorías y a la conversión en fetiche de la cultura como tal. Vimos luego el método general que permite a Adorno escapar a una eventual acusación en este mismo sentido: la dialéctica negativa y la relevancia de los conceptos de totalidad y mediación, el carácter abierto y, consecuentemente, la imposibilidad de una clausura o de un detenimiento de este movimiento dialéctico. Finalizamos con una aproximación a lo que significaría desarrollar concretamente la negatividad de la crítica dialéctica. Considero que las ciencias sociales en general, y los estudios de comunicación y cultura en particular, han anquilosado y sesgado la lectura de los autores de la Escuela de Frankfurt, entre ellos Adorno, y han ensombrecid ensombrecidoo en este proceso algunos aspectos que merecen ser recuperados. En este sentido, espero que estas páginas hayan podido poner en primer plano la riqueza de su enfoque dialéctico y de su tratamiento del concepto de totalidad social. La dialéctica negativa muestra no solamente la potencia de la recursividad reflexi va y la centralidad de las contradicciones sociales. También se ofrece, tempranamente, como una perspectiva insustituible para intentar una aproximación a la naturaleza paradójica de ciertos fenóme-
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nos socioculturales. Por otra parte, el concepto de totalidad, además de permitir el desarrollo de esta mirada dialéctica, al insistir en los lazos sociohistóricos que ciñen a cualquier «formación espiritual» subraya los elementos materialistas que, de manera compleja, ocupan su lugar en el planteo adorniano, aun cuando algunos comentadores no hayan querido verlo suficientemente. Procuré también rescatar el tratamiento que Adorno hace del concepto de ideología ya que, según entiendo, no ha recibido el lugar adecuado en las largas discusiones que, dentro y fuera del materialismo, se han dado en torno del mismo al menos en las últimas décadas. Acaso el señalamiento del carácter ideológico de la positividad, esto es, de lo ideológico de un mundo que no engaña sino que muestra abiertamente su realidadverdad (presentándola como la única variante y como la única norma), no tenga por qué quedar fijado a la especificidad del capitalismo industrial avanzado y pueda ayudarnos en la comprensión de nuestras sociedades contemporáneas. Por último, considero que el concepto de ideología de Adorno permite pensar una alternativa distinta al «elitismo» que se le ha adjudicado a su teoría y a la de otros intelectuales de Frankfurt. Se trata apenas de una sugerencia teórica y soy conciente de que la misma difícilmente podría ajustarse a las posturas políticas efecti vas del propio autor, pero es una lectura posible y, según creo, productiva. Poner en el centro de la discusión la coexistencia tensa de un momento de verdad y uno de no verdad en toda ideología 17 puede conducir a interpretaciones precisamente no elitistas de las creencias, valores y conductas de un determinado sector o grupo social. Puede ayudar a comprender que el apego a prácticas culturales que garantizan la producción o reproducción de determinadas relacio-
Recientemente autores como Jameson (1991; 2002) y •iek (1992; 2003) han enfatizado este aspecto. 17
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nes de poder y estructuras de desigualdad no supone (al menos no necesariamente) ni la adhesión política «consciente» a tal estructuración de poder ni tampoco una suerte de ceguera o deslumbramiento en su aceptación o consentimiento. Asumir que cualquier ideología contiene un momento de verdad implica abandonar tanto la hipótesis de la maldad cultural como la de la necedad cultural y aceptar, en cambio, el desafío de reconocer las aspiraciones «auténticas», para decirlo adornianamente, que habitan toda ideología. Implica intentar comprender cómo las personas y los grupos se apegan (nos apegamos) a prácticas culturales que no necesariamente concuerdan en sus razones y en sus criterios con las del analista que procura descifrarlas, es decir, intentar comprender el modo en que los sentidos acerca del mundo suponen un trabajo arduo de esas personas y de esos grupos por elaborar y re-producir «la positividad de los hechos».
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C APÍTULO 3 La determinación , la acción y la historia Originalidad de Raymond Williams contra el economicismo
Un marxismo que carezca de algún concepto de determinación es, obviamente, inútil. Un mar xismo que present presentee varios de los conce conceptos ptos sobre la determinación con que cuenta en la actualidad es absoluta y radicalmente inválido
Raymond Williams, Marxismo y Literatura
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El concepto de determinación ocupa un lugar fundamental en cualquier teoría social de filiación marxista. Constituye asimismo uno de los conceptos más controversiales, tanto para quienes se ubican en el interior del materialismo como para sus críticos externos. Su potencia heurística y su aporte sustancial en la interpretación de la sociedad capitalista industrial hicieron de la determinación un concepto clave para los intelectuales y políticos marxistas durante la segunda mitad del siglo XIX, en su búsqueda por comprender y transformar la sociedad. En todo ese tiempo y en las décadas que seguirían, además, ejerció no poca seducción en el campo científico la posibilidad de explicación causal que el concepto conlleva. A lo largo del siglo XX, la noción fue conservada, a veces revisada, otras impugnada, otras defendida, casi siempre como eje de querellas y debates teóricos y prácticos. En cualquier caso, el esquematismo y simplismo a que la vulgarización del concepto condujo en numerosas ocasiones y su conversión en panacea teórico metodológica de aplicación universal y
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ahistórica hicieron de la determinación el blanco de las críticas al reduccionismo y economi-cismo marxistas. Es posible distinguir en estas críticas dos grandes problemas (relacionados entre sí) que el concepto de determinación arrastra. Por un lado, la reducción de todas las manifestaciones de la vida no económica a la base económica, la explicación de aquellas mediante su referencia a ésta. En este sentido, no es posible entender el papel de lo superestructural o lo ideológico en términos generales (lo jurídico, lo político, lo cultural, lo religioso, etc.) sino como efecto, refle jo, repres representaci entación ón o deriva derivación ción de la infra infraestruct estructura ura o la base económica de la sociedad. Por otro lado, la incapacidad para comprender la agencia de los sujetos (individuales y también grupales), la explicación de la acción como una reacción (más o menos adecuada, más o menos errada) al lugar ocupado en la estructura social o en la estructura productiva de la sociedad. De esta forma, los actores sociales aparecen limitados a la puesta en acto o a la manifestación de lógicas y dinámicas ajenas, que les vienen dadas desde fuera: si la práctica de los sujetos está determinada por el lugar social ocupado, el carácter productivo o creador de la agencia humana puede verse reduci reducido do a su mínim mínimaa expresi expresión. ón. Esta distinción se corresponde con la diferenciación que Mouffe hiciera de las dos dimensiones propias del economicismo. «La pro blemática economicist economicistaa de la ideología presenta dos aspectos claramente distintos aunque íntimamente relacionados. El primero consiste en establecer un vínculo causal entre estructura y superestructura y en concebir a esta última como un reflejo mecánico de la base económica. Por este camino se desemboca en una visión de las superestructuras ideológicas como epifenómenos que no desempeñan ningún papel en el proceso histórico. El segundo aspecto no se refiere al papel de las superestructuras, sino a su naturaleza propia; en tal sentido, a estas últimas se las concibe como determinadas por la posición de los sujetos en las relaciones de producción, es decir, por las clases sociales» (Mouffe, 1980: 116). 74
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Raymond Williams en Mar Marxism xismo o y Lit Literat eratura ura retomará la tarea, considerada por él ineludible, de reformular y poner a punto el concepto de determinación en la teoría social marxista. En su desarrollo del concepto atenderá y resolverá de manera nueva muchas de las dificultades que éste presenta, y que generaran las críticas antedichas. De acuerdo con su planteo, un primer sentido fundamental de «determinar» es el sentido negativo de «fijar términos» o «fijar límites». El carácter de exterioridad propio de este sentido de la determinación como fijación de límites puede derivar tanto en un «determinismo abstracto» (que Williams rechaza) como en un «determinismo inherente». «La cuestión clave radica en el grado en que las condiciones ‘objetivas’ son comprendidas como externas. Desde el momento en que, dentro del marxismo, por definición, las condiciones ‘objetivas’ son, y sólo pueden ser, resultado de las acciones del hombre en el mundo material, la verdadera distinción sólo puede darse entre la objetividad histórica –las condiciones en que, en cualquier punto particular del tiempo, los hombres se encuentran con que han nacido; y por lo tanto, las condiciones ‘accesibles’ que ‘establecen’– y la objetividad abstracta, en la cual el proceso ‘determinante’ es ‘independiente de su voluntad’; no en el sentido histórico de que lo han heredado, sino en el sentido absoluto de que no pueden controlarlo; sólo pueden procurar comprenderlo y, en consecuencia, guiar sus acciones en armonía con él» (Williams, 2000: 105). Hay un segundo sentido, positivo, de «determinar», que es el de «ejercer presiones». Las relaciones entre el sentido negativo y el sentido positivo de la determinación son complejas y variadas. Las presiones son con frecuencia «derivadas de la formación y el impulso de un modo social dado; en efecto, son una compulsión a actuar de manera que mantienen y renuevan el modo social de que se trate. Son asimismo, vitalmente, presiones ejercidas por formaciones nuevas con sus requerimientos e intenciones todavía por realizar» ( ibidem:
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107). Lo cierto es que «la ‘sociedad’ nunca es solamente una ‘cáscara muerta’ que limita la realización social e individual. Es siempre un proceso constitutivo con presiones muy poderosas...» ( ibidem). Un último punto a subrayar de la definición de determinación de Williams Willia ms se vincula a la pregunta acerca de qué es lo que ejerce la determinación, o dónde ella tiene lugar. La respuesta es clara: la determinación «se halla en el propio proceso social en su totalidad, y en ningún otro sitio; no en un abstract abstractoo ‘modo de producción’ ni en una ‘psicología’ abstracta» (ibidem). Estos elementos que definen la determinación williamsiana otorgan al concepto una productividad original que, como intentaré mostrar en estas páginas, le permite enfrentar y resolver sus riesgos reduccionistas y economicistas en las dos grandes dimensiones presentadas. Podremos ver que (1) la idea de la determinación como un proceso de límites y presiones complejo e interrelacionado vuelve posible considerar la agencia humana como parte de este proceso. Asimismo, el hecho de que la determinación se conciba en la totalidad del proceso social nos permitirá (2.a) evitar la división cosificada entre un área «fundamental» y otras derivadas reductibles a aquélla y, al mismo tiempo, (2.b) introduci introducirr la histori historicidad cidad en la comprensión de esta determinación. En cada uno de estos tres momentos desarrollaré el argumento recurriendo a autores que pueden considerarse antecedentes en la apertura de la discusión y revisión conceptual que se trata en cada caso. Estos autores son Gramsci, Althusser y Adorno, respectivamente. Si bien se trata de tres de los (pocos) autores citados por Williams Willia ms en este libro, el propós propósito ito no es establ establecer ecer líneas de procedencia teórica (ni en sus continuidades –mayores respecto de Gramsci– ni en sus rupturas –mayores en los otros dos casos) sino únicamente establecer un contraste que ayude a lograr una más acabada comprensión de la originalidad y profundidad de los aportes de Williams.
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CCIÓN Y DETERMINACIÓN DETERMINACIÓN A CCIÓN Y
Como fijación de límites y ejercicio de presiones la determinación es entendida en términos dinámicos, y este dinamismo supone otorgar un lugar preponderante a la acción y a las prácticas de hombres y mu jeres. El intento de fijar límites lleva a pensar en una actividad que desafía dichos límites, o los desconoce. El ejercicio de presiones implica a la vez el producto de acciones y posibles causas de acciones nue vas. La fuerz fuerzaa cread creadora ora y prod producto uctora ra es resaltada así por sobre la pasi vidad de unos actores sociales que aparecerí aparecerían, an, de otro modo, fijados a/en una estructura, o cuyos actos serían la derivación o el efecto de fuerzas extrañas alojadas en algún otro lugar; actos que serían, en este sentido, ajenos a la voluntad, la conciencia, los intereses, el deseo de los sujetos. La inclusión de las presiones en la definición de determinación, el énfasis en la acción inagotable de individuos, grupos y clases, el reconocimiento de formaciones alternativas que desafían las tradiciones e instituciones caracterizan el planteo de Williams. El autor es concluyente al enfatizar que «ningún modo de producción y por lo tanto ningún orden social dominante y por lo tanto ninguna cultura dominante verdaderamente incluye o agota toda la práctica humana, toda la energía humana y toda la intención humana» (ibidem: 147). Luego de la aparición de Marxismo y Literatura, y consulta consultado do en una entrevi entrevista sta acerca del «ejerci «ejercicio cio de presion presiones», es», Willia Wil liams ms reb rebatí atíaa las per perspe specti ctivas vas rep reprod roduct uctivi ivista stass señ señala alando ndo que «el peligro de las corrientes teóricas que tienden a torcer la noción de determinación hacia la de reproducción, es que ellas subestiman la cantidad de elección adulta que existe, lo cual no debería pensarse simplemente en términos individuales, voluntaristas, sino en términos de lo que es aprovechable, y en la persistencia de formaciones alternativas» (Williams, 1994: 51). Stuart Hall, por su parte, destaca como característica definitoria de los trabajos de Williams (y de los de E. P. Thompson) el énfasis
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puesto en la actividad de hombres y mujeres haciendo la historia, así como en la cultura imbricada con todas las prácticas sociales. Como indica Hall, ambos «tienden a leer las estructuras de relación en términos de cómo ellas son ‘vividas’ y ‘experimentadas’» (Hall, 1984: 81). Dentro del marxismo, Gramsci fue uno de los intelectuales que con más consistencia puso de relieve lo que actualmente se suele llamar agencia . En el núcleo de sus intereses teóricos, los cuales no pueden pensarse desligados de su militancia política, se encontra ban precisamente el margen de acción de los obreros y otros grupos oprimidos de su sociedad y la capacidad de organización popular como condición para la transformación social. Estas preocupaciones, así como algunas de las respuestas ensayadas por Gramsci, abrirían luego todo un campo de investigaciones sobre cultura popular y sobre las formas en que los propios sujetos viven, experi experimentan, mentan, perciben y valoran la relación de hegemonía/subalternidad. Al indicar el carácter material de la ideología, así como su capacidad para organizar la acción, los textos gramscianos insisten en el señalamiento de la agencia popular. Evocando a Marx, Gramsci postula uno de los principios de la filosofía de la praxis: «que las ‘creencias populares’ o las creencias del tipo de las creencias populares tienen la validez de las fuerzas materiales» (Gramsci, 1987: 109). En la misma dirección va la afirmación según la cual «los hombres adquieren conciencia de los conflictos fundamentales en el terreno de las ideologías» (ibidem : 108), así como la idea frecuentemente citada según la cual la ideología es el terreno «donde los hombres se mueven, adquieren conciencia de su posición y luchan» (Gramsci, 1975: 337). En estos fragmentos, además de apreciarse el carácter material de la ideología (sobre lo cual Gramsci habría de volver en varias oportunidades), se aprecia la insistencia en la posibilidad teórica y en la necesidad política de la praxis . La tercera de estas citas introduce un nuevo aspecto del problema en la medida en que apa-
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rentemente plantea el carácter identitariamente constitutivo de esa
lucha ideológica, en el sentido de que los sujetos políticos no serían algo ya dado sino que serían producidos en y por ese proceso y esas prácticas de lucha. Vemos así que la relac relación ión deter determina minación/a ción/agencia gencia invol involucra ucra dos temas diferentes aunque vinculados: por un lado, el margen de acción de los actores respecto de la determinación (de aquello que los determina), es decir, la posibilidad de escapar a la reproducción; por otro, la fatalidad (o no) de que los actores se constituyan como «actores de clase», es decir, la posibilidad de que el proceso en que los sujetos se mueven, adquieren conciencia de su posición y luchan pueda ser considerado un proceso de resultado incierto en cuanto al tipo de intereses políticos que movilizarán dichos actores. Advert Adv ertíí «ap «apare arente ntemen mente» te» por porque que otr otros os pas pasaje ajess de los esc escrit ritos os gramscianos colocan el marco «necesario» o «correcto» en que los sujetos deberían adquirir conciencia y actuar consecuentemente. Sin dudas el compromiso político de Gramsci influyó en que hubiera una vara única o más importante (la de la organización de un proletariado revolucionario) para evaluar la acción (más o menos adecuada) de los actores sociales. No hace falta más que vol ver a la misma frase, pero esta vez conserv conservando ando su idioma origin original al y part partee de su cont context extoo tex textua tual,l, en el que Gra Gramsci msci dist distingu inguee entr entree una «ideología orgánica» (que forma ese terreno donde los hom bres adquie adquieren ren concie conciencia ncia de su posici posición ón y luchan luchan)) y una «ideo «ideolología arbitraria»: «(b)isogna dunque distinguere tra ideologie storicamente organiche, che sono cioè necessarie a una certa struttura, e ideologie arbitrarie, razionalistiche, ‘volute’. In quanto storicamente necessarie esse hanno una validità che è validità ‘psicologica’, esse ‘organizano’ le masse umane, formano il terreno in cui gli uomini si muovono, acquistano coscienza della loro posizione, lottano ecc. In quanto ‘arbitrarie’ non creano altro che ‘movimenti’ individuali, polemiche ecc. (non sono completamente
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inutili neanche esse, perché sono come l’errore que si contrappone alla verità e l’afferma)» (ibidem)18. Las formaciones ideológicas y las acciones y luchas a ellas ligadas pueden ser orgánicas, necesarias, adecuadas o bien arbitrarias, erróneas, inadecuadas. Esto muestra los límites de la propuesta gramsciana en este punto. La acción y organización política ocupan sin dudas el centro de su preocupación y de su propuesta teórica, y constituyen la última y la primera razón de la dinámica de reproducción y transformación social. Ahora bien, puede tratarse de una organización y acción política ajustadas a una «ideología orgánica», «históricamente necesaria a una cierta estructura», o bien bie n pue puede de tra tratar tarse se de «po «polém lémica icass y ‘mo ‘movim vimien ientos tos’» ’» que que,, aun no siendo «completamente inútiles» (como cualquier «error») son apenas el resultado de una «ideología arbitraria». Más allá de que otros pasajes de la obra de Gramsci podrían permitir interpretaciones alternativas 19, lo que interesa aquí es lo que hace Williams con este espacio teórico: profundizar su apertura y superar sus límites.
Complementariamente, en otro lugar podemos leer que «(l)a adhesión o no adhesión de masas a una ideología es el modo como se verifica la crítica real de la racionalidad a la historicidad de los modos de pensar. Las construcciones arbitrarias son más o menos rápidamente eliminadas de la competición histórica […] mientras que las construcciones que corresponden a las exigencias de un período complejo y orgánico terminan siempre por imponerse y prevalecer, aun cuando atraviesan muchas fases intermedias durante las cuales su afirmación se produce sólo en combinaciones más o menos abigarradas y heteróclitas» (Gramsci, 1985). 19 Considérese, por ejemplo, el siguiente fragmento: «[...] se deduce la importancia que tiene el ‘momento cultural’, incluso en la actividad práctica (colectiva): cada acto histórico sólo puede ser cumplido por el ‘hombre colectivo’. Esto supone el logro de una unidad ‘cultural-social’, por la cual una multiplicidad de voluntades disgregadas, con heterogeneidad de fines, se sueldan con vistas a un mismo fin, sobre la base de una misma y común concepción del mundo (general y particular, transitoriamente operante –por vía emocional– o permanente, cuya base intelec18
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En Marxismo y Literatura no hay una vara de medida que pueda predefinir (y evaluar por anticipado) la forma y carácter que tendrían que asumir los sujetos sociales y políticos. No existe un patrón previo al que debiera ajustarse la acción humana, y de acuerdo con el cual dicha acción aparecería como más o menos acertada. No hay, correlativamente, una teleología a este respecto: los actores sociales no son ni deben ser necesariamente actores de clase y, cuando se trata de clases, no hay una forma a priori definida como correcta o incorrecta. El punto no es restar importancia a la clase, sino comprender de otro modo los procesos de construcción de sujetos sociales (incluidas las clases). El espacio para el reconocimiento y la identificación social, y para la configuración de sujetos es múltiple y flexible, y sus lógicas internas (políticas y socioculturales) no son un equivalente simétrico ni una derivación mecánica de la «estructura productiva» y su lógica. En consecuencia el analista no puede conocer las acciones de los actores por adelantado (por una deducción a partir del lugar que ocupan en dicha estructura productiva). Como señala Williams a propósito de la actividad cultural y de su lugar en la formación de la estructura económica y social, «(l)as gentes se ven a sí mismas, y los unos a los otros, en relaciones personales directas; las gentes comprenden el mundo natural y se ven dentro de él; las gentes utilizan sus recursos físicos y materiales en relación con lo que un tipo de sociedad explicita como ‘ocio’, ‘entretenimiento’ y ‘arte’: todas estas experiencias y prácticas activas [...]
tual está tan arraigada, asimilada y vivida, que puede convertirse en pasión). Si así son las cosas, revélase la importancia de la cuestión lingüística general, o sea, del logro de un mismo ‘clima’ cultural colectivo» (Gramsci, 1985: 25). Estas líneas sugieren un amplio margen para la construcción de sujetos políticos que, en principio, no estarían necesariamente destinados a ser sujetos de clase. En esta dirección va, por ejemplo, la interpretación de Mouffe ( op. cit.: 134 y 140).
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pueden ser comprendidas tal como son sin ser reducidas a otras categorías» (Williams, 2000: 133). Es elocuente asimismo la apropiación que Williams hace de la idea de Gramsci anteriormente citada de la ideología como el terreno «donde los hombres se mueven, adquieren conciencia de su posición y luchan». En una evocación clara, Williams apunta que «(l)a ‘ideología’, entonces, recae en una dimensión práctica y específica: el complicado proceso dentro del cual los hombres se ‘vuelven’ (son) conscientes de sus intereses y de sus conflictos» ( ibidem : 86). Pero de inmediato en vez de llamar la atención sobre formas «necesarias» o «arbitrarias» que tal proceso podría adquirir, rechaza cualquier intento de definir configuraciones correctas o incorrectas de la conciencia, los intereses y los conflictos. «El atajo categórico en dirección a una distinción (abstracta) entre ‘verdadera’ y ‘falsa’ conciencia es, en consecuencia, efectivamente abandonado, como debe ocurrir en toda práctica» (ibidem )20. En resumen, la definición de la determinación que articula el componente negativo de la fijación de límites con el positivo del ejercicio de presiones permite a Williams evitar un doble reduccionismo.
La cita de Gramsci resuena también en la definición de clase social de Thompson, según la cual ésta «cobra existencia cuando algunos hombres, de resultas de sus experiencias comunes (heredadas o compartidas), sienten y articulan la identidad de sus intereses a la vez comunes a ellos mismos y frente a otros hombres cuyos intereses son distintos (y habitualmente opuestos) a los suyos» (Thompson, 1989: XIV). En relación con el carácter identitariamente constitutivo de las prácticas sociales y la experiencia, Thompson elabora la idea general gramsciana en una dirección semejante a la de Williams. En este sentido, es significativo que en ciertos momentos presente diversas alternativas para nombrar a un actor social, como al sostener que «(e)l motín es la respuesta que un grupo , una comunidad o una clase da a una crisis...» (Thompson, 1995: 298), y ponga de este modo el foco sobre las condiciones particulares de las luchas sociales y sobre las modalidades de estas luchas como instancias en las cuales esos «grupos» se constituyen, se definen, consolidan y transforman. 20
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Frente a la reducción de los actores sociales a la figura de sujetos sujetados Williams da cuenta de su capacidad transformadora. Frente a la reducción de su complejidad a una naturaleza necesariamente clasista atada a una «verdadera» conciencia, Williams describe un proceso abierto de resultados no predefinidos.
LA DETERMINACIÓN DETERMINACIÓN HISTORIZACIÓN DE LA
El argumento en esta segunda sección consta de dos partes, que se derivan ambas de la posición de Williams acerca del espacio social en que la determinación tiene lugar, y de su posición acerca de la distinción de una esfera determinante y otras determinadas. Sintéticamente, para Williams la determinación «se halla en el propio proceso social en su totalidad» (Williams, 2000: 107). Esta sola frase contiene dos afirmaciones de peso, cuyas implicaciones desarrollaré sucesivamente: a) la determinación se halla en el proceso social en su totalidad , y b) la determinación se halla en el proceso social en su totalidad.
T OTALIDAD OTALIDAD Y DETERMI DETERMINACI NACIÓN ÓN
Vimos que una de las formas del economicismo consistía en esta blecer una relación causal simple entre la infraestructura y la superestructura, y en restringir la segunda a simple derivación refleja de la primera. En este caso, «determinación» era el nombre de esta relación causal entre la esfera o área de la economía y las esferas o áreas superestructurales. Contra este economicismo mecanicista ha habido innumerables reacciones y complejizaciones dentro del marxismo a lo largo de todo el siglo XX. Algunos autores han reconocido la «autonomía relativa» y la consecuente potencialidad de rever-
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sión de las superestructuras sobre la base o infraestructura, relativizando pero sin abandonar el modelo economicista original. Otros han desembocado en la negación de toda forma de determinación como corolario de la negación de la determinación última de la economía, culminando así en el abandono del concepto mismo. En cualquiera de ambas opciones se descuida la exigencia teórico metodológica marxista de la reposición o de la reconstrucción de la totalidad . En el primero, porque la totalidad social consistiría meramente en la suma de partes: la parte «de abajo» (infra) que determina, las partes «de arriba» ( super) que son determinadas. En el segundo, porque la idea misma de totalidad social es evitada deliberadamente, en la medida en que se la entiende como totalización absoluta y, en este sentido, debe ser abandonada. En cambio, el concepto de determinación de Williams recupera la exigencia de pensar la totalidad social. La determinación tiene lugar en el proceso social total y no entre áreas acabadas y separadas. No se ejerce de un área sobre otra. No se trata de esferas cerradas, entendidas como jerarquizadas y dependientes unas de otras. Es preciso comprenderla en el proceso social material en su totalidad. El quid es que «‘la conciencia y sus productos’ siempre forman parte, aunque de formas muy variables, del propio proceso social material, sea como elementos necesarios de la ‘imaginación’ en el proceso de trabajo, según los denominara Marx, o como condiciones necesarias del trabajo asociado, en el lenguaje o en las ideas prácticas de relación; o, como es frecuentemente olvidado, en los verdaderos procesos –todos ellos físicos y materiales, y la mayoría manifiestamente– que son disfrazados e idealizados como ‘la conciencia y sus productos’ pero que, cuando se observan sin ilusiones, resultan ser ellos mismos actividades necesariamente materiales y sociales. Lo que realmente se idealiza, en la concepción reductiva corriente, es el ‘pensar’ o el ‘imaginar’ y la única materialización de estos procesos abstractos se consigue por
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el retorno a una referencia general de la totalidad del proceso social material ». ». (ibidem: 79, cursivas mías). Dos ideas fundamentales se conjugan en este párrafo. En primer lugar, Williams niega el supuesto carácter ideal de «lo superestructural», y recuerda lo que otros autores marxistas señalaran con anterioridad: el carácter material de la «ideología» en sentido amplio. La «conciencia», el «lenguaje» en uso, las significaciones sociales, las formas de la imaginación y sus productos, «el reino del arte y las ideas», la «estética», etc. son considerados desde un principio por Williams en su materialidad . Si no es éste el punto de partida, no pueden ser comprendidos «como lo que son en realidad: prácticas reales, elementos de un proceso social material total; no un reino, o un mundo o una superestructura, sino una numerosa serie de prácticas productivas variables que conllevan intenciones y condi condicione cioness espec específic íficas» as» ( ibidem : 114). En segundo lugar, el autor señala la participación efectiva de la conciencia, el lenguaje, la significación y la imaginación en los procesos de producción económica. Es decir, no hay trabajo y, en consecuencia, no hay producción económica ni hay proceso de creación de valor que no comprometa como factores necesarios esa conciencia, ese lenguaje, etc. Con palabras de Williams, debemos comprender «el lenguaje y la significación como elementos indisolubles del proceso social material involucrados permanentemente tanto en la producción como en la reproducción» ( ibidem: 120). Por otro lado, la separación misma de áreas o esferas es rechazada, o al menos puesta en suspenso. La operación de separación de áreas acabadas y diferentes es el presupuesto que permite su consideración en orden sucesivo, escalonado y, como paso siguiente, jerárquico. Por el contrario, la reposición de la totalidad del proceso social da lugar a la problematización de esta operación de separación y jerarquización. Por ello «resulta irónico recordar que la crítica originaria de Marx se hubiera dirigido principalmente contra la
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separación de las ‘áreas’ de pensamiento y actividad [...] y contra la
evacuación siguiente del contenido específico –las verdaderas acti vida vi dade dess hu huma mana nas– s– po porr la im impo posi sici ción ón de ca cate tego gorí rías as ab abst stra ract ctas as» » (ibidem: 97), y también por ello se vuelve vital notar que no se trata de áreas o elementos disociados sino de «actividades y productos totales y específicos del hombre real» ( ibidem: 99), que sólo pueden distinguirse con fines analíticos y/o, como veremos en el apartado siguiente, en términos históricos. Es por esto que Hall destaca que Williams opone al materialismo vulgarr y al deter vulga determini minismo smo econó económico mico un «‘in «‘intera teraccion ccionismo ismo radi radical’ cal’ [...] la interacción de todas las prácticas con y dentro de las demás [...] La distinción entre las prácticas es superada considerándolas a todas como variantes de la praxis –de una actividad y energía humana de tipo general» (Hall, op. cit.: 75). Los trabajos de Althusser constituyen una referencia útil para comprender la singularidad del planteo de Williams. La noción de totalidad social es fundamental para el conjunto de la producción teórica de Althusser y, en particular, para la revisión que éste hace de la «determinación» y su desarrollo del concepto de sobredeterminación . Una de sus preocupaciones teóricas principales es la discusión crítica de la totalidad hegeliana , a la que contrapone lo que constituye en su perspectiva la totalidad marxista . La primera «es el desarrollo enajenado de una unidad simple, de un principio simple, que a su vez sólo es un momento del desarrollo de la Idea» (Althusser, 1985a: 168). A este mito del origen hegeliano, Althusser opone la totalidad marxista que debe ser pensada como una estructura compleja; la sociedad constituye un todo complejo estructurado. «No existe más, por tanto (bajo ninguna forma), la unidad simple originaria, sino lo siempre-ya-dado de una unidad compleja estructurada » (ibidem : 164). Esta noción de la totalidad social como estructura compleja está en la base de la sustitución que Althusser propone del concepto de
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determinación por el de sobredeterminación. La idea de un todo complejo estructurado no permite una simple inversión de la dialéctica hegeliana, que sustituya la Idea como principio dinámico simple con otro principio igualmente simple: la economía o las fuerzas productivas (en sentido restringido), que tomarían así el lugar de la Idea como origen de la determinación. «Sobredeterminación» no refiere a una mera determinación múltiple, sino a una relación compleja en la cual las partes del todo se interrelacionan. La sobredeterminación designa a la re-flexión, en el sentido de una torsión de las partes del todo sobre sí y sobre las demás, una re-flexión de las condiciones específicas existentes sobre las contradicciones sociales. Althusser señala que «la superestructura no es un mero fenómeno de la estructura, es al mismo tiempo su condición de existencia» (ibidem : 170). No es posible pensar un «arriba» y un «abajo» sino un juego de las partes que es interno a la estructura. Para comprender la sobredeterminación es menester recordar que las contradicciones del todo complejo reflejan «cada una en sí la relación orgánica que mantiene con las otras (y) la estructura dominante del todo complejo en que ella existe» ( ibidem: 172). La sobredeterminación supone reenvíos simbólicos que exceden la idea de una multicausalidad. Antes bien, parece conducir lógicamente al abandono de la idea misma de causalidad 21. Sin embar-
Esta es la interpretación que hacen Laclau y Mouffe al indicar que «el sentido potencial más profundo que tiene la afirmación althusseriana de que no hay nada en lo social que no esté sobredeterminado, es la aserción de que lo social se constituye como orden simbólico. El carácter simbólico –es decir, sobredeterminado– de las relaciones sociales implica, por tanto, que éstas carecen de una literalidad última que las reduciría a momentos necesarios de una ley inmanente. No habría, pues, dos planos, uno de las esencias y otro de las apariencias, dado que no habría la posibilidad de fijar un sentido literal último , frente al cual lo simbólico se constituiría como plano de significación segunda y derivada» (Laclau y Mouffe, 1987: 110). 21
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go, Althusser buscó componer la sobredeterminación con la determinación en última instancia por la economía, una combinación de dudosa consistencia dado que se trata de conceptos construidos de acuerdo con lógicas distintas e incluso contrapuestas. Esto último puede comprobarse en las tensiones entre algunas de las afirmaciones del propio Althusser. A propósito del condicionamiento recíproco entre las distintas «esferas», el autor parece luchar con sus propios conceptos al manifestar que «este mutuo condicionamiento de existencia de las ‘contradicciones’ no anula la estructura dominante que reina sobre las contradicciones y en ellas (en este caso la contradicción en última instancia de la economía)» ( ibidem.: 170). Esta «lucha» se vuelve más patente en frases en las cuales la tensión parece a punto de estallar: «la determinación en última instancia por la economía se ejerce, justamente, en la historia real, en las permutaciones del papel principal entre la economía, la política y la teoría, etc.» (ibidem : 177). La composición de la sobredeterminación con la determinación en última instancia, o mejor, el agregado de esta última a la primera nos coloca ante dos alternativas. 1) Se asume que la esfera de lo económico es una suerte de entidad externa a la estructura comple ja del todo social, que la determinaría en su conjunto. De este modo se pierde gran parte de los méritos del planteo general y, aun con complejizaciones, no se modifica el modelo determinista original, aunque aparezca ahora menos mecanicista y menos economicista. 2) Se asume que el resultado de la sobredeterminación es un sistema o estructura dentro de la cual una de sus partes condensa (ignorándose en función de qué principio) las contradicciones de las demás esferas y de la totalidad misma. En esta alternativa la determinación estructural se manifiesta o expresa primordialmente a tra vés de una de sus partes. Esta última opción, la que reserva toda actividad a la estructura, es la que irá confirmándose en los trabajos posteriores de Althusser.
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El problema fundamental de esta concentración de toda actividad en la estructura reside, como es sabido, en la resignación de la historia, en su renuncia analítica. Ciertamente muchas de las críticas que se le han hecho simplifican la propuesta althusseriana. En verdad, Althus Alt husser ser no nieg niegaa la his histor toria. ia. Ant Antes es bien bien,, a est estee res respect pectoo lle lleva va a cabo un avance teórico de enorme relevancia al reconocer la historicidad diferencial, las temporalidades específicas, de cada «esfera» de la vida social, así como cortes, ritmos y puntuaciones particulares. En este sentido, la existencia histórica de los diferentes «niveles» (del desarrollo de las fuerzas productivas, de las relaciones sociales de producción, de la política, de las producciones estéticas, etc.) no es una y la misma, «por el contrario, a cada nivel debemos asignarle un tiempo propio , relativamente autónomo» (Althusser, 1985b: 110). Sin embargo, el obstáculo a este avance teórico lo pone una vez más el mismo Althusser al confinar estas diversas temporalidades en el interior de la estructura, en ese todo social que las encierra y las convierte en juegos internos de un sistema invariante . En el mismo libro en que sostiene con mayor claridad la idea de las temporalidades diferenciales de las partes de la estructura, Althusser indica que estudiar su articulación significa definirlas en función de las restantes partes a la vez que «obligarse a definir lo que ha sido llamado su sobre-determinación o su sub-determinación en función de la estructura de determinación del todo» ( ibidem : 117). Por otro lado, en la Rev Revolu olució ción n teó teóric rica a de Mar Marx x ya se plantea de manera rotunda que las situaciones «de hecho» deben ser interpretadas como variaciones de la estructura dominante de la totalidad, invariante como tal. La estructura dominante del todo complejo, «esta invariante estructural, es ella misma la condición de las variaciones concretas de las contradicciones que la constituyen, por lo tanto, de sus desplazamientos, condensaciones y mutaciones, etc.» (Althusser, 1985a: 177). Por último, esta concepción se con-
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firma en la caracterización de la Ideología como el cemento que permitiría mantener en pie el edificio social al garantizar la reproducción de las relaciones de producción, y en la afirmación de que dicha Ideología en su carácter estructural no tiene historia, es «eterna», «inmutable», «omnihistórica» (Althusser, 1984: 51). Este planteo y el de Williams comparten el recurso a la totalidad social como procedimiento teórico metodológico que posibilita escapar al enfoque de las esferas o áreas separadas, ordenadas consecutivamente, que constituye el basamento sobre el que se constru ye la concepción causal del determinismo economicista economicista.. No obstante, la totalidad de Williams no autoriza el pasaje de una esfera que sería «última instancia» a un sistema totalizador, fijo, que regula la dinámica de sus áreas componentes. La resolución diferente que Williams Willi ams ofrec ofrecee a esta probl problemát emática ica condu conduce ce al cará carácter cter proce procesual sual de la totalidad.
P ROCE ROCESO SO Y DETERMI DETERMINACI NACIÓN ÓN
La totalidad de Williams no acaba configurando una estructura en la que deba depositarse toda la fuerza activa de la determinación. No se trata de postular un sistema al cual atribuirle la capacidad de determinación sobre las partes que en el modelo original le era atri buida a una de las partes part es sobre las demás. La diferencia diferen cia con el derrotero teórico althusseriano está dada por la referencia permanente a la historia que evita una deriva semejante. Incluso puede decirse que uno de los blancos a que apunta Williams es justamente «la reducción de la determinación social a la idea de la determinación por un sistema» (Williams, 2000: 53). La insistente idea de pro proces ceso o acompañando siempre a la categoría de totalidad social mantiene la tensión y la imposibilidad del cierre de la estructura. No hay estructura invariante dentro de la cual se desarrolle el juego controlado de
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las variaciones internas; « proceso social total» implica un dinamismo que afecta precisamente a la totalidad y no solamente a las partes (dinámicamente relacionadas a su vez) que la conforman. Desde luego, esto no es excepcional dentro del «materialismo histórico ». Ya Marx erigió en exigencia teórica la historización de los fenómenos sociales, lo cual fue retomado en la tradición marxista de diversas maneras. Sin embargo, también es cierto que una concepción teleológica heredada de Hegel, y que está también presente en el propio Marx, pareció muchas veces opacar este principio. Es posible encontrar en los trabajos de Adorno un modo singular de llevar adelante la exigencia teórica de la historización. Su perspectiva constituye un antecedente importante para pensar histórica y dinámicamente la determinación de un proceso que se totaliza pero que permanece siempre proceso , es decir, para pensar un mo vimiento vimie nto que no puede cerra cerrarse rse (tota (totalizar lizarse) se) plena plenamente mente.. Adorno impugna la separación de áreas o esferas apelando, como Althusser, a la totalidad , pero en su caso no se trata de una totalidad que organice internamente las esferas separadas y las relaciones entre ellas. La totalidad dialéctica de Adorno permite la superación de la separación de esferas y muestra que dicha separación es ella misma el producto de una forma histórica específica de regulación social de los objetos, hechos y relaciones sociales. Lo que impugna Adorno es cierta separa separación ción efectiva de áreas de la vida que la sociedad capitalista industrial avanzada consagró, y no solamente la visión teórica que acepta dicha separación. El recurso a la totalidad, entonces, debe permitir dirigir la crítica hacia las condiciones históricas que habilitan y sostienen esa compartimentación, y no solamente (aunque también) hacia la crítica cultural que la consiente. En primer lugar, como pudo verse detalladamente en el capítulo 2, Adorno observa que los críticos culturales pretenden una autonomía de campo sobre la cual fundan y reclaman su autoridad y rechaza esta pretensión indicando no la dependencia de la cultura
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(y del crítico) como «área singular» respecto de otra «área singular»: la economía, sino respecto de una totalidad social. El problema es que, como Adorno nota, la cultura (y el crítico) han logrado efectivamente la autonomía que es producto de su «separación» como «área singular». La existencia misma de la figura del crítico, producto y artífice de esta autonomización, podría ser considerada la prue ba de dicha autonomía. Es aquí donde está el núcleo del problema. El crítico cultural que asume como dato la separación de esferas trata a la cultura como su objeto y, así, la cosifica, traicionando la criticidad del «espíritu» y de la cultura misma. Por ello la concisa síntesis de Adorno según la cual «la cultura nace en la separación que es su pecado original» (Adorno, 1984: 235). Pudo verse también que la comprensión histórica del concepto de «ideología» posibilita a Adorno la apreciación de formas diferentes de operación ideológica: la del engaño y la falsedad de la ideología liberal y la de la repetición de la realidad existente de la ideología del capitalismo industrial avanzado. En la recuperación del todo social muestra la urgencia de conocer los campos singulares «autónomos» a la vez que el proceso por el cual esa autonomía logra su realidad y, consecuentemente, revela la contingencia de esa configuración específica. En segundo lugar, la totalidad no se convierte en un sistema o estructura estática u omnihistórica dado el método dialéctico de Adorno.. Si bien involu Adorno involucra cra una referen referencia cia franca a Hegel, su dialéctica supone una profunda diferenciación respecto de éste en la medida en que recusa la posibilidad de una resolución o cierre sintético. La dialéctica negativa de Adorno (y de Horkheimer) no consiente la sutura del procedimiento de negación. La apertura de la crítica a este movimiento sin cierre es consecuencia de la apertura misma del movimiento de la historia, que no admite síntesis final o reconciliación de la sociedad consigo misma. Adorno rechaza cualquier metafísica y subraya las contradicciones en un proceso social siempre abierto.
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Es posible hallar coincidencias entre el análisis procesual de Williams Willia ms y el movimi movimiento ento abiert abiertoo de la crítica de Adorno, solo que aquel pone un énfasis mayor en el señalamiento del carácter histórico de la separación de «esferas» sociales y, por consiguiente, del carácter histórico de la forma que toma cada una de estas esferas y de la relación entre ellas. Ampliando el concepto de «fuerzas productivas», Williams sostiene que «(e)n todas las actividades que efectuamos dentro del mundo no producimos solamente la satisfacción de nuestras necesidades, sino también nuevas necesidades y nuevas definiciones de necesidades. Fundamentalmente, dentro de este proceso histórico humano nos creamos a nosotros mismos y producimos nuestras sociedades; y es dentro de estas formas variables y en desarrollo donde se realiza la propia ‘producción material’, consecuentemente variable tanto en el modo que adopta como en su esfera de acción» (Williams, 2000: 111). El carácter procesual y abierto a la historia afecta pues a la producción material que, como vimos, involucra a las significaciones (materiales ellas mismas) de este proceso (del trabajo, de los productores, de los productos, etc.). Por eso es que en el proceso de prod pr oduc ucci ción ón producimos la satisfacción de las necesidades pero también nuevas necesidades y la definición de éstas, y nos producimos a nosotros y a nuestras sociedades. El carácter procesual no afecta sólo a la relación entre dos (o más) esferas sino a la complexión que adquieran esas esferas y a su misma separación. En la entrevista citada anteriormente Williams afirma que no se trata de negar que pueda establecerse jerarquías entre esas esferas, pero sí de historizar dichas jerarquías y de señalar que las mismas no son inmutables. Si bien reconoce una cierta línea general que tendría como punto de partida a las «necesidades físicas básicas» (lo cual no deja de ser un concepto sugestivamente vago), lo primordial es que «la jerarquía de las producciones está en sí misma determinada dentro de un orden cultural que de ninguna manera es
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separable como esfera independiente, en el que la gente se pregunta acerca de las incumbencias últimas de la vida [...] En todos los casos en que las determinaciones de necesidad se están discutiendo, está involucrado de modo crucial el orden cultural» (Williams, 1994: 50). En el mismo sentido, respecto del «arduo problema acerca de cuál es la actividad social más formativa», el autor señala en otra entrevista que «debe ser considerado en la particularidad de cada sociedad» (Williams, 1979: 11). Más allá de esta coincidencia general con disparidad de énfasis, existe una diferencia cualitativa fundamental con el planteo de Adorn Ado rno. o. Es ac acer erca ca de aq aque uello llo que pa para ra ca cada da uno de los au auto tore ress constituye el factor que garantiza la apertura de la historia y asegura este movimiento sin cierre de lo social. La desilusión y la desesperanza de los autores de Frankfurt, además del propio carácter negativo de la teoría crítica, impidió que identificaran actores sociales concretos a los cuales consideraran capaces de llevar adelante una transformación social hacia formas de libertad, de justicia o de felicidad (o inversamente: la imposibilidad de identificar estos actores los llevó a la desilusión, la desesperanza y la negatividad). Las consideraciones adversas de Adorno acerca de los individuos masificados frente a los gobiernos totalitarios o las democracias manipuladoras, frente a la industria cultural reificadora o frente al capitalismo triunfante en la reproducción de la explotación son el permanente correlato de esta posición. El arte auténtico conserva su potencia liberadora, pero ha sido reducido a una expresión ínfima, y a veces abyecta, en el capitalismo industrial avanzado. La razón crítica parece encontrarse en condiciones equivalentes a las señaladas para el arte auténtico: mantiene apenas una potencia extraordinariamente limitada. Lo mismo que el arte auténtico, la crítica quedaría reservada a unos pocos autores y nombres extraordinarios. Es que, en rigor, la apertura sin sutura de la historia es en Adorno producto de un movimiento del espíritu. Si bien Adorno sostiene
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que el fracaso del espíritu no puede superarse en su mismo plano, su posición respecto de la alienación y la represión de las masas y su refugio en la crítica estética y filosófica parecen impedirle rebasar dicho plano. En efecto, el proceso social aparece por momentos como un proceso sin «agente». La dialéctica explica que el juego se mantenga abierto y sin un cierre final. Pero se trata de una dialéctica que resulta del juego intelectual de la razón. No estamos ya ante la síntesis hegeliana sino ante la negatividad radical, pero permanecemos siempre en el espacio de las astucias de la razón. La réplica de Williams a esta posición teórica ha sido adelantada ya. Viene dada por la consideración de los límites y de las presiones, y de los hombres y mujeres concretos en su relación con ellas. Este aspecto de la propuesta de Williams nos devuelve al primer apartado de este trabajo, por lo que no es preciso agregar más. La agencia humana es lo que se eclipsa en el planteo adorniano y es, en cambio, lo que organiza e impulsa el argumento de Williams. Lo que mantiene abierto en este caso el juego de la determinación es el proceso histórico que actores concretos llevan adelante en su producción de la sociedad y de ellos mismos, en las condiciones determinadas y determinantes en que les ha tocado vivir. Es ese margen de acción el que nutre el dinamismo del proceso social total.
CONCLUSIÓN Como con la mayoría de los conceptos teóricos con que trabaja, William Wil liamss renu renueva eva la fuer fuerza za heur heuríst ística ica del conc concepto epto de dete determi rminanación. La originalidad de su planteo se sustenta en una recuperación de sus aspectos más potentes y en la revisión y reelaboración de los elementos discutibles. En esta recuperación de categorías de la tradición marxista, Williams se coloca en una tensión productiva que permite sortear las limitaciones de un cierto oficialismo teórico, al
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tiempo que retomar, exigir y avanzar sobre las problemáticas planteadas por algunos antecesores en la inagotable tarea del rescate crítico del pensamiento de Marx. Intenté mostrar cómo el concepto williamsiano de determinación evitaba los riesgos economicistas. En primer lugar la determinación, de acuerdo con Williams, no anula la capacidad de agencia de los sujetos. Por el contrario, la presupone, en tanto respuesta a los límites, de una parte, pero también en tanto esos límites no son sino el resultado sedimentado de la acción histórica. En segundo lugar evita la distinción cosificada entre una superestructura y una ba se y la co ns id er ac ió n de la pr i me ra co mo un de ri va do epifenomenal de la segunda. La recuperación de la totalidad le posi bilitaa no sólo una revis bilit revisión ión del orden ordenamien amiento to clási clásico co base/s base/superesuperestructura sino también la historización de la disociación misma de áreas separadas y sucesivas. Por último, la postulación teórico metodológica de la totalidad social no lo conduce a la idea de una estructura o sistema fijo que ajuste y determine la articulación interna entre sus partes. La insistencia respecto del dinamismo y la historicidad de esa totalización recuerda que se trata siempre de un proceso abierto, nunca logrado plenamente. Cabe subrayar la importancia decisiva que tiene el hecho de regenerar este concepto y de sostener positivamente una noción de determinación. Porque recobrarlo en la actualidad permite evitar otros problemas venidos de la fascinación por el pensamiento «dé bil», «fragmentar «fragmentario», io», etc. Por un lado, elude la tentación del subjetivismo, que con la coartada de reconocer la importancia de la agencia humana, restituye sin más al viejo sujeto liberal (con su individualidad, su voluntad, etc.). Por otro lado, advierte ante las trampas de un contingencialismo ingenuo (o malintencionado) que con el argumento de dar al azar su lugar en la historia, reniega de la búsqueda misma de cualquier factor o dimensión que permita ir más allá del simple «las cosas suceden así». En pocas palabras, pensar la
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determinación nos recuerda que los hombres hacen su historia en condiciones que no manejan . Que el último punto de este ensayo reenvíe al primero tiene su razón de ser. Esto busca hacer hincapié en el lugar que la agencia o la acción humana tienen ya no sólo respecto de la discusión circunscripta del punto 1 sino en el conjunto de la propuesta de Williams. Desde Marx en adelante una tensión recorre toda la tradición materialista, y se refiere nada menos que al «motor» de la historia. Sucede que en distintos textos de Marx puede hallarse o bien la preeminencia de la contradicción entre fuerzas productivas y relaciones de producción, o bien la preeminencia de la lucha o el conflicto de clases. Se trata de dos principios o dos «motores» distintos, y ni la supremacía de uno sobre otro, ni los solapamientos y encadenamientos entre ellos están claros o a salvo de controversias. Quise apenas mostrar la resolución que al respecto procura Williams la cual, evidentemente, se inclina hacia la segunda alternativa: las luchas y los conflictos sociales 22. En pocas palabras, pensar la determinación con Williams nos recuerda que, aun en condiciones que no manejan, los hombres y las mujeres hacen su historia.
Un ejemplo contrastante puede hallarse en la respuesta diferente (opuesta) que ensaya Anderson (1985, cap. 2). 22
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C APÍTULO 4 La discursividad como "horizonte teórico" Implicaciones sociológicas y políticas
La objetividad -el ser de los objetos- no es otra cosa que la forma sedimentada del poder, es decir, un poder que ha borrado sus huellas.
Ernesto Laclau, Nue Nuevas vas ref reflex lexion iones es sob sobre re la revolución de nuestro tiempo
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En una suerte de giro discursivo que atravesó las ciencias sociales en las últimas décadas, algunos estudiosos han incorporado creativa y productivamente conceptos y categorías provenientes de la lingüística, la semiología y la filosofía del lenguaje al análisis e interpretación de la sociedad y la cultura. Correlativamente, por involucrar en sus producciones y en sus diálogos a la sociología, la antropología, la ciencia política o la historia, estos estudiosos lograron aportes sustantivos en lo que respecta a la reflexión sobre los sistemas semióticos, la construcción de las significaciones sociales y la com comuni unicac cación ión.. En est estee con contex texto, to, y com comoo uno de los mej mejore oress ejemplos de este fenómeno, Ernesto Laclau produce su teoría social y pol políti ítica ca rev revisa isando ndo la lin lingüí güísti stica ca sau saussu ssurea reana na y las der deriva ivacio ciones nes posestructuralistas, el neopragmatismo y las teorías performativas desde la tradición marxista (con especial referencia a Gramsci) y en el marco de las preocupaciones de la teoría política moderna. En el constructivismo y la politicidad resultantes de estos cruces teóricos
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y discipl disciplinare inaress reside gran parte de sus mayor mayores es mérito méritoss y alguna algunass de sus debilidades, lo cual intento explorar en este capítulo. Las relaciones entre una teoría, la explicación o comprensión de la sociedad y la intervención política no son transparentes ni están exentas de complejidades y enredos. La teoría de la discursividad social propuesta por Laclau no es una excepción al respecto. Busco en estas páginas dar cuenta de algunas de estas relaciones y de los problemas que presentan. Para ello, en primer lugar, describo en pocos párrafos algunos elementos sustantivos que caracterizan la perspectiva del autor. En el apartado siguiente expongo la forma en que una teoría que entiende la discursividad como «horizonte teórico» politiza el análisis social colocando las relaciones de poder en la base de cualq cualquier uier inte intento nto de expli explicació cación n o compr comprensi ensión ón del orden social. A continuación intento demostrar que el campo de «lo político» que la propia teoría de Laclau traza es más amplio que el de las decisiones teórico políticas que el autor toma, es decir, que su constructo teórico permite pensar lo político más allá de las opciones propias del autor (con lo cual no pretendo poner en discusión las elecciones del autor sino mostrar la potencia de su constructo teórico). En una breve conclusión, por último, procuro ordenar los planteos anteriores a la luz de las relaciones entre teoría, análisis social y posicionamiento político.
NTAGONISMO, SIGNIFICANTES SIGNIFICANTES Y Y ARTICULACIÓN ARTICULACIÓN HEGEMÓNICA A NTAGONISMO
Para comprender la teoría de Laclau es necesario ubicarla en el espacio teórico que se forma de la convergencia o entrecruzamiento de diversas concepciones filosóficas consideradas vagamente como posmodernas. Definiendo el propio autor su enfoque como «posmarxista», es posible señalar entre sus influencias prioritarias, además del marxismo, al posestrucuturalismo y al neopragmatismo.
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Un punto fundamental de acuerdo entre estas corrientes teóricas viene dado da do por lo que es, en palabras de Derrida, Derr ida, la crítica crí tica a la meta física de la presencia (Derrida, 1989), y que en Laclau toma la forma de un rechazo militante de cualquier forma de esencialismo que pretenda agotar el juego siempre abierto de lo social, así como de un rechazo de las figuras de un origen primero o un fin último del que dependiera o al que tendiera la historia. Es decir que toma la forma de la deconstrucción de las concepciones que pretendan garantizar el acceso a la reconciliación de la sociedad consigo, a la plenitud transparente (o a la transparencia plena) de lo social. La sociedad es imposible, dirá Laclau, si se entiende que el concepto de «sociedad» supone dicha plenitud. Sólo es posible pensar en un espacio de lo social caracterizado por una apertura constituti va, esp espaci acioo con consta stante ntemen mente te ame amenaz nazado ado,, «si «siste stema ma de dis disper persió sión» n» (Foucault, 1991) que nunca logra estabilizarse sino provisoriamente. Estructura precaria que no cuenta con un centro o núcleo que organice, explique y prediga con certeza el juego de los elementos dentro de un interior ya definido, es decir, espacio no suturado o estructura dislocada. Esta noción se hace más clara si se tienen en cuenta otras como la de antagonismo y la de exterior constitutivo . El antagonismo es precisamente «el límite de toda objetividad» (Laclau, 1993: 34), es decir, la presencia negativa de la plenitud social. En tanto no posee un contenido propio, el antagonismo es justamente aquello que opera impidiendo la objetividad. Este antagonismo funciona como exterior constitutivo puesto que aún siendo ese elemento que bloquea el cierre del interior sobre sí mismo (entonces elemento externo), es la condición para que el interior adquiera algún sentido (entonces elemento constitutivo). El exterior constitutivo es la figura ante la cual y contra la cual la sociedad puede proyectarse y es, al mismo tiempo, la figura que nos recuerda siempre la imposi bilida bil idad d de la rea reali lizac zació ión n aca acaba bada da de esa pro proye yecci cción ón,, la ame amena naza za
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constante que desbarata las pretensiones de totalización. Siendo inconmensurables el exterior y el interior de este juego siempre en tensión, el primero no puede concebirse sostenido y contenido por una lógica subyacente común a la del segundo. En ese sentido es un exterior radical, irreductible a momento de un proceso de síntesis dialéctica. Podría decirse, entonces, que la sociedad es a la vez imposible y necesaria. Entre la entera determinación y la libre creación de los agentes sociales se esboza así un espacio de fijaciones parciales y contingentes de lo social. La estructura está dislocada en el sentido de que hay una inerradicable distancia de la estructura consigo misma, distancia que no puede predecirse quién, cómo ni con qué grado de efectividad podrá llenar. Planteadas así las cosas, no puede considerarse la existencia de un Sujeto Universal que pudiera encarnar un fundam fundamento ento puesto que tal fundamento no existe. No puede considerarse la existencia de un actor intrínsecamente pri vilegiado vilegi ado que pudiera señala señalarr la direcci dirección ón de la histo historia ria puesto que ya no hay un una a dirección (pre)determinada. El sujeto aparece en aquella distancia que la estructura mantiene consigo, o sea, se da en el intento por ocupar y eliminar esa distancia. El sujeto emerge como «resultado del colapso de la objetividad» social ( ibidem: 77). Esto quiere decir que es el resultado de una decisión en condiciones indecidibles. Como vimos, la estructura de Laclau es indecidible ya que no acepta un fundamento o núcleo esencial que organice el juego de las diferencias. Pero requiere de la postulación de un exterior para estructurarse. Este segundo movimiento supone una toma de decisión que se manifestaría, de tal modo, como la búsque bús queda da por sup suplem lement entar ar las car carenc encia iass de la est estruc ructur turaci ación ón social. El sujeto es precisamente «la distancia entre la estructura indecidible y la decisión» ( ibidem : 47). Este espacio en el cual el sujeto se constituye es necesariamente mítico. El mito es inherente a la política en tanto se erige como la
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dimensión donde aquella dislocación busca ser reparada. El mito sucede como una instancia de representación en la que unos rasgos particulares se ofrecen como garantía de la sutura del espacio social. El trabajo del mito, éste «estar en lugar de» los elementos dislocados, brinda la posibilidad para que emerja el sujeto como metáfora de una estructuralidad ausente, y la realización del mito, su consagración como objetividad consumada implica la anulación de aquel sujeto en tanto se ve ceñido a posición de sujeto . La totalidad social es entendida como totalidad significativa y, en tanto tal, como sistema de diferencias. Y es sistema en tanto el mencionado exterior le posibilita constituirse como tal. ¿Cuál es la forma en que esta exterioridad necesaria para constituir la sistematicidad del sistema puede ser expresada? La exterioridad no puede ser de ninguna manera una diferencia más, de la misma clase que las diferencias internas al sistema. Las diferencias internas de ben ser todas ellas diferentes a la exterioridad, o de lo contrario esta Diferencia ncia última no es tal. Es decir, deben ser equivalentes en su Difere respecto de lo que queda excluido. Diferentes al interior del sistema, son idénticas en su diferenciación del elemento antagónico/ antagonizado. Ahora bien, no existiendo un fundamento de lo social que pueda indicar a priori cuál de los elementos estructurales representará esa Difere Diferencia ncia , en principio (en términos lógicos) cualquiera de ellos puede hacerlo. Y lo hará funcionando como un significante vacío , esto es, vaciándose de todo contenido particular para poder representar el puro ser del sistema, que es lo mismo que decir el enfrentamiento con el exterior. Laclau ofrece diversos ejemplos de esta dinámica, desde la unificación de reivindicaciones, demandas y actores (obreros, estudiantes, políticos liberales) en una relación de oposición frente al régimen represivo zarista en la Rusia de la segunda década del siglo XX, hasta las luchas por lograr la «unidad nacional italiana» en la Italia de Gramsci. Un ejemplo argentino al que el autor suele
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volver es el del peroni peronismo smo y la figura del líder proscri proscrito to en los años 60. Laclau indica que una acumulación de demandas insatisfechas en distintos órdenes (la vivienda, la salud, la educación) y la imposibilidad de vehiculizar estas demandas una a una dentro de un sistema político-institucional generó en distintos sectores sociales frustración en un nivel, en otro y en otro, comenzando a esta blecerse blece rse así una rela relació ción n de equi equivale valencia ncia entr entree todo todoss esos nive niveles les y com comenz enzand andoo a est establ ablece ecerse rse tam tambié bién n el mar marco co par paraa que un ele ele-mento pasara a hegemonizar el conjunto de esa cadena. En este contexto, la demanda de la vuelta de Perón pasó a ser el significante vacíoo que se con vací convir virtió tió en un par de año añoss en sin sinóni ónimo mo de jus justic ticia ia (Laclau, 1996). ¿De qué modo y por qué algunos significantes y no otros llegan a jugar el papel de significantes vacíos ? El interrogante atañe a un punto clave en el planteo laclauiano: la noción de articulación hegemónica. Ésta es la forma de una intervención que postula un significante vacío «x» (la liberación nacional, la revolución social, el acceso a determinado derecho, la figura de un líder, etc.) como aquel que puede significar la totalidad siempre postergada. Hegemo Heg emoniz niz ar es articular los elementos de un sistema en torno de uno (o algunos) de ellos que se convierte así en punto nodal que busca fijar la significación del campo social. «Esta relación por la que un contenido particular pasa a ser el significante de la plenitud comunitaria ausente, es exactamente lo que llamamos relación hegemónica » ( ibidem : 82). La articulación hegemónica supone la apertura de lo social. Es ella misma contingente y recuerda la contingencia de las relaciones sociales y de toda formación histórica. Muestra el carácter constituyente de lo político. Si no hay una racionalidad que, por debajo de una superficie de manifestación de lo político, prefigure y defina de antemano el modo en que ha de darse la dinámica social, las articulaciones hegemónicas instituyen también las relaciones sociales y los su-
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jet os hi jetos histó stóric ricos. os. El act actoo he hegem gemóni ónico co no pue puede de ser ent entonc onces es si sino no 23 un acto de construcción . Muchos de los conceptos, categorías y giros de los párrafos anteriores proceden claramente de la lingüística y el análisis del discurso: «forma y contenido», «representación» o «sustitución», «significante», etc. La reflexión sobre «lo discursivo» ocupa un lugar capital en la propuesta del autor para comprender lo social. Da cuenta de ello la noción de la «estructura» social como estructura significativa o, en otros términos, la idea de «lo social organizado como un espacio retórico» (Laclau, 2003: 85). ¿Qué implica la recurrencia de «lo discursivo» en el planteo del autor?, ¿cuál es el estatuto de esta figura, y cuál el estatuto de lo no discursivo?, ¿la centralidad de lo discursivo conllevaría o conduciría a una forma sofisticada de idealismo que negaría la realidad externa al discurso? La respuesta a este interrogante es negativa y, para su mejor comprensión, es preciso recordar la distinción que Laclau y Mouffe ha-
Vale hacer notar, aunque no nos detengamos en ello, que en procesos históricos concretos la frontera que establece el significante vacío no puede ser completamente inmóvil. La frontera dicotómica puede desdibujarse en la medida en que alguna o algunas de las demandas particulares (pensemos en ejemplos como la «honestidad para gobernar», la «verdadera democracia», etc.) busquen ser articuladas por proyectos hegemónicos rivales. En este caso el sentido de los significantes de esas demandas «permanece indeciso entre fronteras equivalenciales alternativas» (Laclau, 2005: 165). Para dar cuenta de esta suspensión del sentido Laclau propone la categoría de «significantes flotantes», componentes interdependientes de los significantes vacíos en el juego hegemónico. A propósito de las elaboraciones más recientes de Laclau, también es pertinente mencionar la importancia ganada por la dimensión afectiva. En su trabajo sobre el populismo el aspecto emocional encuentra su lugar mediante la noción de «investidura radical». El autor indica que no es posible la significación (en el sentido político visto) sin el afecto (de la misma manera en que no es posible el afecto sin una cadena de significación). «Investidura radical» significa «hacer de un objeto la encarnación de una plenitud mítica. El afecto (es decir, el goce) constituye la esencia misma de la investidura, mientras que su carácter contingente da cuenta del componente ‘radical’ de la fórmula» ( op. cit.: 148). 23
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cen entre la existencia de los objetos del mundo y el ser de estos objetos. Como señalan, fuera de toda configuración discursiva «los objetos no tienen ser ; tienen sólo existencia ». Creer lo contrario sería creer en una esencia de las cosas. «(L)as cosas sólo tienen ser dentro de una cierta configuración discursiva o ‘juego de lenguaje’, como Wittgenstein la llamara. Sería absurdo, desde luego, preguntarse hoy si ‘ser un proyectil’ es parte del verdadero ser de la piedra (aunque la cuestión tendría cierta legitimidad desde la metafísica platónica); la respuesta será, obviamente: depende de cómo usemos las piedras [...] Si el ser –a diferencia de la existencia– de todo objeto se constituye en el interior de un discurso, no es posible diferenciar en términos de ser lo discursivo de ninguna otra área de la realidad. Lo discursivo no es, por consiguiente, un objeto entre otros objetos (aunque, por supuesto, los discursos concretos lo son) sino [...] un horizonte teórico» (Laclau y Mouffe, 1993: 118-119) 24.
Para más detalles puede consultarse la respuesta de Laclau y Mouffe a la crítica de Norman Geras. Los autores indican la necesidad de distinguir la oposición entre idealismo y materialismo de otra muy diferente entre idealismo y realismo . El idealismo, «en el sentido en que él se opone a materialismo y no a realismo, no es la afirmación de que no existan objetos externos a la mente, sino la afirmación muy distinta de que la naturaleza más profunda de estos objetos es idéntica a la de la mente –es decir, que es en última instancia pensamiento . (No pensamiento de las mentes individuales, por supuesto; ni siquiera de un Dios trascendente, sino pensa- miento objetivo )» )» (Laclau y Mouffe, 1993: 121). Lo que el idealismo afirma, entonces, es la reductibilidad de lo real al concepto. La oposición idealismo/materialismo queda dibujada con nuevos contornos. «(U)n mundo de formas fijas que constituiría la realidad última de un objeto (idealismo) es puesto en cuestión por el carácter relacional, histórico y precario del mundo de las formas (materialismo)». Por consiguiente el materialismo, según lo entienden Laclau y Mouffe, procura «mostrar el carácter histórico, contingente y construido del ser de los objetos y mostrar que esto depende de la reinserción de ese ser en el conjunto de las condiciones relacionales que constituyen la vida de la sociedad como un todo» ( ibidem : 125127). Para esta noción amplia de discurso y su íntima vinculación al carácter relacional de lo social, puede consultarse también Laclau (2005: 92 y ss.) 24
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EPRESENTACIÓN , EVIDENCIA EVIDENCIA E E IDEOLOGÍA . EL LUGAR LUGAR DE DE LA LA CRÍTICA CRÍTICA R EPRESENTACIÓN
Una práctica analítica o interpretativa inspirada y guiada por el horizonte teórico de la discursividad social contiene una dimensión crítica inherente. Esta criticidad no es aquella en torno a la cual se estructuró y encontró su razón de ser gran parte de lo que fue la primera semiología francesa de mediados de la década de 1950 y 1960. Más allá de los muy valiosos aportes que aún hoy continúan siendo sugerentes 25, aquellos estudios arrastraban el lastre de una cierta concepción adecuacionista de la verdad. La denuncia de los efectos ideológicos de las configuraciones semiológicas analizadas (relatos, mensajes de los medios masivos, espectáculos públicos, objetos domésticos, etc.) parecía apoyarse en el conocimiento cierto de lo que había detrás de los mensajes que se «develaban». Como si uno pudiera hallar, por un lado, una lógica autónoma de la significación que el estructuralismo había enseñado a indagar y, por otro, el mundo real frente al cual aquella lógica podía revelarse ilusoria o engañosa. La tarea crítica consistía a grandes rasgos en el des-cubrimiento de esa realidad/verdad. La dimensión crítica inherente a una perspectiva como la de Laclau no estriba en enseñar lo que no se ha mostrado en su forma «real», aunque comparte el propósito general de toda mirada semiológica, que puede resumirse en una frase de Barthes: «descifrar los signos del mundo quiere decir siempre luchar contra cierta inocencia de los objetos» (Barthes, 1993: 224). Es decir, la crítica apunta contra la evidencia de esos objetos. El carácter crítico consiste en impugnar y discutir lo evidente en su carácter de tal. La crítica de lo ideológico no busca bus ca dese desente nterra rrarr una ver verdad dad ocu oculta lta pre presup supuest uestaa sin sinoo que busc buscaa mostrar el carácter político de la aspiración misma de los discursos a
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Uno de los ejemplos más célebres es Mitologías de Roland Barthes (1991).
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colocarse en ese lugar de la verdad, y al mismo tiempo dar cuenta de los intereses que mueven a esta aspiración. Laclau mantiene el concepto de ideología y la noción de fals falsa a representación pero invirtiendo su contenido tradicional. «Lo ideológico –señala– no consistiría en la falsa representación de una esencia positiva, sino exactamente en lo opuesto: consistiría en el no reconocimiento del carácter precario de toda positividad, en la imposibilidad de toda sutura final. Lo ideológico consistiría en aquellas formas discursivas a través de las cuales la sociedad trata de instituirse a sí misma sobre la base del cierre, de la fijación del sentido, del no reconocimiento del juego infinito de las diferencias [...] Y en la medida en que lo social es imposible sin una cierta fijación de sentido, sin el discurso del cierre, lo ideológico debe ser visto como constitutivo de lo social» (Laclau, 1993: 106) 26. Una crítica de lo ideológico, entonces, consiste en un cuestionamiento de lo evidente. La sospecha ante la evidencia define la criticidad, la búsqueda por hacer patente lo que de producido tiene el dato indiscutible, lo que de ficción (de fictio) y, en consecuencia, de histórico, tiene aquello que se presenta con la fuerza de la naturaleza cuando, en rigor, ha resultado de la naturaleza de la fuerza. El carácter crítico busca recordar que «la objetividad no es otra cosa que un poder que ha borrado sus huellas huellas» » (ibidem: 76). Para concluir este apartado quisiera apuntar algunas implicaciones y consecuencia consecuenciass metodológi metodológicas cas de esta dimensión crítica.
En una dirección similar Verón sostiene que «lo ideológico es una dimensión constitutiva de todo sistema social de producción de sentido, no es el nombre de un tipo de discurso (ni aún en un nivel descriptivo), sino el nombre de una dimensión presente en todos los discursos producidos en el interior de una formación social, en la medida en que el hecho de ser producidos en esta formación social ha dejado sus ‘huellas’ en el discurso» (Verón, 1998: 17). 26
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La primera implicación metodológica, derivada del énfasis puesto sobre lo relacional, es el lugar privilegiado que un análisis de este tipo debe dar a los actores sociales involucrados en el proceso que se estudia. El énfasis en lo relacional supone el rechazo de estructuras que explicarían por anticipado y supone, consecuentemente, el abandono de la aplicación de modelos elaborados a semejanza de esta estructura presupuesta. Es decir, es preciso ir tras las acciones concretas de los actores sociales que dan sentido a sus prácticas. Lo cual no significa en absoluto abrazarse a la creencia en una fuente primaria de sentido, en un punto de vista verdadero que habría que restituir como garantía última de la verdad. Se requiere abandonar la opción entre estructuralismo y fenomenología 27 y poner el foco en las relaciones sociales y en la productividad de esas relaciones . Y hacer foco en las relacione relacioness es hacerlo en los actores sociales, en sus acciones y prácticas para ver allí la creación de problemas y de posibles soluciones, la definición de intereses a defender, la delimitación de pertenencias y exclusiones, de alianzas y oposiciones, la construcción de sentidos, a veces comunes, a veces discrepantes, en fin, el establecimiento de los criterios de legitimación de esos intereses, sentidos y pertenencias.
Como señala Descombes, «el análisis estructural parte de la estructura, es decir, de relaciones definidas de manera puramente formal mediante algunas propiedades, de las que está provisto un conjunto de elementos cuya naturaleza no se precisa; y, a partir de la estructura, así planteada, el análisis muestra que tal o cual contenido cultural (un sistema de parentesco, un mito) es un ‘modelo’ de éste o, como también se dice, una ‘representación’. ¿Qué se ha demostrado entonces? Ni más ni menos que este contenido es isomoro respecto a un cierto número de otros contenidos. La estructura es precisamente lo que se conserva en un isomorfismo entre dos conjuntos». Por el otro lado, «(l)o que se manifiesta en la reducción fenomenológica es un prejuicio, a saber, que no es posible ir más allá de la experiencia, y la experiencia siempre es vivida por alguien « (Descombes, 1998: 118 y 109). 27
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En segundo lugar, este enfoque conduce a abandonar la estratificación preconcebida de niveles de la vida social entre los cuales uno ocuparía el lugar de la explicación última (o primera) y los otros el de anexos más o menos directamente subordinados a aquel: lo económico, lo político, lo cultural, etc. Esta discusión de la noción de «última instancia» no debiera llevarnos a abandonar la idea de que tales dimensiones o «niveles» efectivamente operen como tales y se articulen de manera compleja y desigual. El objetivo es más bien mantener el interrogante acerca del proceso que resulta en una distinción de dimensiones que operan como niveles, que se articulan y eventualmente subordinan. Es decir, en la medida en que esta perspectiva lleva a especificar las condiciones históricas que hacen que los procesos y relaciones sociales puedan tomar unas formas y no otras cualesquiera, lleva a historizar también la configuración de esferas de la vida que aparecen como separadas y relacionadas de manera asimétrica (lo económico, lo político, lo cultural, etc) 28. En tercer lugar vale apuntar un aspecto que se presenta algo subestimado en la teoría de Laclau: el de los condicionamientos sociohistóricos que tienen los juegos de lenguajes o de significaciones sociales. Es preciso no pasar por alto esos condicionamientos para evitar entender las relaciones y las articulaciones hegemónicas como producto del puro azar o bien de voluntades plenamente autoconscientes. Por cierto Laclau no ignora esto, pero el hincapié puesto en la contingencia de lo social y en la lógica de la discursividad por momentos opaca la necesidad de indagar la sedimentación histórica de unas específicas estructuras económicas y socioculturales, institucionales, etc. Por ello es preciso remarcar el carácter potencial del juego infinito de la discursividad y no olvidar que éste siempre sucede en condiciones históricas precisas y en sociedades determinadas. Foucault, que constituye una referencia importante para Laclau, lo expresó sencilla y categóricamente al decir que «no se puede hablar en cualquier época de cualquier cosa»
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(Foucault, 1991: 73) o, más poética aunque no menos categóricamente, al señalar que «en toda sociedad la producción del discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su pesada y temible materialidad» (Foucault, 1971: 11). Por último, cabe subrayar que las fijaciones parciales de lo social que supone la hegemonía son claramente el resultado de conflictos y relaciones de poder. Este punto capital en el planteo plant eo del autor es la base del desarr desarrollo ollo del apart apartado ado sigui siguiente. ente.
QUIVALENCIA Y Y DIFERENCIA DIFERENCIA . EL ESPACIO DE LA LA POLÍTICA POLÍTICA EQUIVALENCIA
Lo político es en la teoría de Laclau una categoría ontológica. Los conflictos y relaciones de poder estructuran, desestructuran y reestructuran el orden social. Es decir, lo político precede a lo social. Para dar cuenta de la forma de lo político en su planteo es preciso introducir las lógicas de la equivalencia y de la diferencia . La primera es la que permite una estructuración (siempre precaria y contingente) de lo social, y la segunda es la que insiste en volver precario y contingente aquel intento de totalización. Dicho inversamente, la lógica de la diferencia indica la particularidad de los elementos en el interior de una estructura, y la de la equivalencia subvierte el carácter diferencial de estos términos, estableciendo lo que tienen en común para conformar esa estructura (oponiéndose al exterior)29.
En el capítulo anterior sobre el concepto de «determinación» en Raymond Williams es trabajada esta problemática. 29 Para un explicación acabada de ambas lógicas y su vínculo, cfr. Laclau y Mouffe (1987). 28
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En términos foucaultianos podría decirse que si la lógica de la equi valencia nos enseña que estamos frente a un sistema de dispersión, la de la diferencia nos muestra que estamos ante un sistema de dis persión . «Si mantenemos el carácter relacional de toda identidad y si, al mismo tiempo, renunciamos a la fijación de esas identidades en un sistema, en ese caso lo social debe ser identificado con el juego infinito de las diferencias [...] Este primer movimiento implica, así, la imposibilidad de fijar el sentido. Pero este no puede ser el fin de la cuestión [...] El segundo movimiento consiste, por consiguiente, en llevar a cabo una fijación que es, en última instancia, imposible. Lo social no es tan solo el infinito juego de las diferencias. Es también el intento de limitar este juego, de domesticar la infinitud, de abarcarla dentro de la finitud de un orden.» (Laclau, 1993: 104). Recordando palabras de Gramsci, la equivalencia llevaría al momento de la guerra de maniobras (y del ataque frontal) en que las distintas partes de cada uno de los dos bandos se encolumnan claramente frente a las del otro y, de alguna manera, se «simplifica» la ubicación de las fuerzas en el campo, y la lógica de la diferencia, en cambio, descentralizaría el conflicto de modo tal de disponer los elementos en una multiplicidad tal de frentes que ni siquiera se podrían reconocer dos bandos. Se configura así un espacio delimitado de un lado por la máxima equivalencia y del otro por la máxima diferencia. Dicho espacio puede ser imaginado más o menos amplio, más o menos estrecho. Lo importante es la presencia de los límites en ambos extremos. Entre ellos, un movimiento pendular, porque las lógicas de la equivalencia y de la diferencia se necesitan mutuamente; un movimiento de flujo y reflujo que se acerca más a uno u otro de los polos para vol ver al opuesto. En el interior de este cuadro, entre un polo y el otro, Laclau define derivaciones políticas prácticas que postula como si se dedujeran de su constructo teórico. Intervenir en política consistiría en concertar arreglos en ese espacio entre uno y otro de los polos pero sin llegar a tocarlos. El autor señala, como conclusión
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necesaria de sus postulados teóricos: «dicotomías parciales y precarias tienen que ser constitutivas del tejido social. Este carácter incompleto y precario de las fronteras que constituyen la división social está a la raíz de la posibilidad, en el mundo contemporáneo, de una autonomización general de las luchas sociales –los llamados nuevos movimientos sociales– que van más allá de toda subordinación a una frontera única que sería la sola fuente de la división social» (Laclau, 1996: 37); «(e)l mito de la sociedad transparente y homogénea –que implicaría el fin de la política– debe ser resueltamente abandonado» (Laclau, 1993: 145)30. Desde mi punto de vista estas derivaciones prácticas de Laclau no constituyen deducciones necesarias de su teoría sino decisiones políticas, es decir, pueden ser comprendidas como parte de una opción por mantenerse dentro de los límites demarcados por los dos extremos del juego de la equivalencia y la diferencia. De su propuesta teórica general es posible desprender consecuencias teóricas y prácticas diferentes de (y acaso reñidas con) sus propias elecciones. Intentaré mostrar que lo político como gesto fundacional o como huida anárquica son figuras que están alojadas en su constructo teórico, aunque sea en los extremos. No pretendo evaluar las posiciones políticas de Laclau o ponerlas en cuestión, sino mostrar que en tanto se trata de decisiones teórico-políticas contingentes no anulan sino que, antes bien, habilitan otras posibilidades. El objetivo de este apartado al mostrar estas otras posibilidades es señalar las relaciones complejas y los desfases entre análisis e interpretación social, por un lado, e intervención política, por otro. En uno de los polos del movimiento pendular, aquel al cual lleva la radicalización más extrema de la lógica equivalencial , se deja ver la figura de un pod poder er abs absolu oluto to y, por ese camino, el espectro de
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Es posible hallar ejemplos similares en Laclau (2000: 55 y 98; 2003: 92).
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Hobbes. Como señalé, para Laclau lo político es la dimensión instituyente del orden social. El momento de la creación política es el momento de un acto « absolutamente instituyente» (Laclau, 1993: 222), el momento de una creación radical, que él mismo llama «creatio ex nihilo » (ibidem : 193); «todo consenso se constituye a través de un acto originario de coerción, y la sociedad se muestra como siendo constituida de un modo enteramente político» (ibidem : 184). Viene a la memoria la idea del poder constituyente de Hobbes, aquel gesto político por el cual el Soberano se define y con el cual, a la vez, construye –ex nihilo– el Estado, circunscribe un interior así constituido y fija las reglas de su funcionamiento. En el extremo más radical de la lógica de la equivalencia , allí donde una imagen logra congregar y aunar todas las diferencias para enfrentarlas a algo frente a lo cual se revelan (se constituyen) como idénticas; allí donde, a punto de llegar al extremo diferencial del desorden radical, hace falta un gesto de mayor magnitud que permita dar un salto hasta el otro extremo implantando así un Orden; allí donde el campo de lo social se simplifica al punto de dejar lugar a un nosotros-todos-enla-figura-del-Soberano enfrente de y opuesto a lo otro, en ese lugar insiste la figura de Hobbes (1997). Ciertamente Laclau se esfuerza por rechazar casi sistemáticamente la aparición de Hobbes. Al enumerar los supuestos básicos de la mirada moderna sobre la política ( fund fundamen amento to de lo social, totalidad y representabilidad ), ) , Laclau coloca el «enfoque hobbesiano» como la corriente principal. «No podía ser de otro modo –sostiene–; si hay un fundamento de lo social –que es condición de su inteligibilidad – y si, como consecuencia, la sociedad sólo puede ser considerada como una ordenada serie de efectos, es decir, como una totalidad , en ese caso una acción cuyo sentido se derive de ese fundamento y de esa totalidad tiene que ser plenamente transparente...» (Laclau, 1996: 150). Más allá de los aciertos de esta apreciación, no parece pertinente atribuir al planteo hobbesiano la idea de
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un fundamento de lo político o de lo social. ¿Cuál es ese fundamento en Hobbes?, ¿existe una supuesta racionalidad que, por debajo o por encima de la historia de los hombres, se realice, lo cual permitiría su predicción? ¿No es justamente esa una idea que Hobbes busca sepultar? Cuando al reunir aquellos supuestos ( fundament fundamento o y totalidad social ) Laclau coloca a Hobbes en el principio de una línea que seguiría con Hegel y con (cierto) Marx parece no sopesar adecuadamente la enorme diferencia que hay entre la consideración de lo político como instancia de fund fundació ación n de una totalidad social y la consideración de lo social como superficie que descansaría sobre un fundamen fundamento to primero. Más aun, esas consideraciones se contradicen: pensar lo político en su dimensión fundacional, pensar el poder constituyente, se vuelve necesario cuando no hay fundamento de lo social, cuando no hay una clave del sentido de la vida social, cuando no se encuentra un último basamento en nombre del cual gobernar. Es entonces que se propone, y (siempre que se pueda) se impone, pero nunca se supone un fundamento de lo social. Así entendida, la institución de un orden no puede anular de manera definitiva cualquier otra nueva institución posible. Consideraciones similares podrían hacerse partiendo de Rousseau. Puede observarse en sus textos una visión rupturista en cuanto a lo que el gesto político de constitución de un Estado supone respecto del pasado: « De inmediato este acto de asociación produce, en lugar de la persona particular de cada contratante, un cuerpo moral y colectivo...» (Rousseau, 1993: 15-16), lo cual deja leer, en clave laclauiana, la primacía de lo político en la definición de lo social y nos fundamento o , el desconocimiento y la recuerda la crítica radical del fundament impugnación de la existencia de reglas anteriores al establecimiento de la ley. Además, no solamente no existe una ley previa al acto originario de instituir un pueblo sino que tampoco hay «en el Estado ninguna ley fundamental que no se pueda revocar» (ibidem : 100), con lo cual la contingencia es inerradicable del devenir histórico.
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La dimensión fundacional y la dimensión de fundamento son distintas, y no puede desprenderse lógicamente el rechazo de la primera del rechazo de la segunda. Se podrá decir que el poder fundacional pretende dar un fundamento a lo social. Pero es precisamente eso lo que niega que dicho fundamento exista. Hobbes, Rousseau y el poder constituyente de la política moderna se cuelan en el aparataje teórico de Laclau y, en uno de sus extremos, hacen aparecer la totalidad, el mito más abarcativo, el orden absoluto. En el polo opuesto, radicalizando la lógica de la diferencia , otra figura política habita la teoría de Laclau. Ha sido expresada en los textos de Deleuze y Guattari y en algunas vertientes de la crítica postmoderna. La estructura social es en este enfoque un establecimiento, una regulación y un control de y sobre los flujos de deseo que conforman, si puede decirse así, la materia prima de lo social. Flujos sobre los cuales el socius, o máquina social, delimitará y esta blecerá equipa equipamiento mientoss colecti colectivos, vos, histó históricos ricos,, sobre los cuales codificará, sobrecodificará o axiomatizará. Flujos moleculares, nómadas y polívocos cuya naturaleza móvil o dinámica desafía los um brales y que serán ordenados, dispuestos en conjuntos molares , sedentarios, unívocos. Flujos de carácter impersonal e indiscriminado que sólo adquieren identidades y nombres particulares según las formas del ordenamiento social que los organice. «El problema del socius siempre ha sido éste: codificar los flujos del deseo, inscribirlos, registrarlos, lograr que ningún flujo fluya si no está canalizado, taponado, regulado» (Deleuze y Guattari, 1974: 39). Tras la codificación de la «máquina territorial» y la siguiente sobrecodificación de la «máquina despótica», la «máquina capitalista» se encuentra en una situación completamente nueva: la descodificación de los flujos. La «máquina capitalista» es incapaz de proporcionar un código que cubra la totalidad del campo social. Nacido del encuentro de dos clases de flujos (flujos descodificados de producción en la forma del capital-dinero y flujos descodificados
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del trabajo en la del trabajador libre), el capitalismo se caracteriza por su tendencia a la desterritorialización del socius y a la descodificación de los flujos. Por eso es la axiomática y no el código la imagen que mejor muestra el funcionamiento de su regulación. «Ahí radica la potencia (y el poder) del capitalismo: su axiomática nunca está saturada, siempre es capaz de añadir un nuevo axioma a los axiomas precedentes» (ibidem: 258). A la vez, los autores señalan la capacidad de re-territorialización y de re-codificación del socius . La sociedad capitalista se caracteriza, en síntesis, por un movimiento oscilatorio entre desterritorialización y re-territorialización, descodificación y re-codificación. El escenario recuerda el planteo de Laclau: toda estructura significativa (y una estructura social lo es) puede desplegar su juego indefinido de diferencias a condición de reconocerse parte de un orden sistemático; toda estructura social es tal porque logra contener el juego de las diferencias, porque produce los mitos necesarios para lograr relocalizaciones (re-territorializaciones) parciales. Para Deleuze y Guattari no se puede retornar a un estado de sobrecodificación despótica, de la misma manera que para Laclau es imposible (o inadecuado) hacer «equivaler» en una única figura mítica la totalidad de las diferencias particulares. ¿Qué hacer, entonces? De acuerdo con Laclau es menester «la plena aceptación de las transformaciones que el capitalismo implica y la construcción de un proyecto alternativo a partir del terreno que estas transformaciones han creado, no en contra de las mismas. La comodificación, la burocratización y el dominio de la división del trabajo por parte de la planificación científica y tecnológica no deben ser resistidos, sino que se debe operar en el interior de los mismos, desarrollando las posibilidades de una alternativa anticapitalista que ellos abren» (Laclau, 1993: 72). Deleuze y Guattari también parten de la situación capitalista con sus dislocaciones o desorganización crecientes, su tendencia descodificante , y la vía revolucionaria que
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encuentran consiste en «ir aún más lejos en el movimiento del mercado, de la descodificación y de la desterritorialización. Pues tal vez los flujos no están aún bastante desterritorializados, bastante descodificados [...] No retirarse del proceso, sino ir más lejos, ‘acelerar el proceso’» (Deleuze y Guattari, 1974: 247), explotar el potencial revolucionario que continúa y desarrolla las líneas de fuga polívocas y dispersas, el nomadismo de los flujos de deseo. Una política de los flujos busca, contra las regulaciones, dejarlos emerger y correr, y promueve una renegación de la estructuración social. Estamos ante la huida de los valores, las morales, las patrias y las religiones de la que hablara Blanchot. Según Laclau, con la radicalización de la lógica de la diferencia podría llegarse a una suerte de esencialismo de los elementos (en vez del esencialismo de la totalidad del extremo de la máxima equi valencia). «Sólo en una situación en la que todos los grupos difirieran entre sí y en la que ninguno de ellos quisiera ser algo distinto de lo que es al presente, la pura lógica de la diferencia gobernaría de modo exclusivo la relación entre grupos» (Laclau, 1996: 90-91). Por eso señala que la lógica de la diferencia está en la base del apartheid . Sin embargo, Deleuze y Guattari muestran que en realidad esto no es una radicalización de la lógica de la diferencia sino más bien su contención en un punto determinado. No se lleva allí hasta el final la deconstrucción que la lógica de la diferencia supondría sino que ésta es, al contrario, detenida en un cierto momento. ¿Por qué el conjunto social se desagregaría hasta llegar a «x» distri bución de «x» grupos? Si realme realmente nte se especula con la posibi posibilidad lidad de dejar en suspenso cualquier tipo de encadenamiento equivalencial –eso sería radicalizar la lógica de la diferencia–, se produce la desestructuración del orden social, de los grupos y de las subjetividades que lo componen. En este extremo hay desborde y subversión de toda estructura y desconocimiento de toda frontera; la dispersión condena al fracaso a cualquier pretensión de sistematicidad.
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Deleuze y Guattari señalan como objetivo a buscar un lugar que Laclau prefiere ocultar, o mostrar como imposible, y ofrecen así la segunda figura de lo político que habita, inquietante, en el otro extremo del planteo de Laclau. En conclusión, el campo político que dibuja la teoría laclauiana es más ancho que el de las opciones y el de los principios del propio autor. La dimensión política en su teoría se abre a alternativas que van más allá de sus propias decisiones. Lo político como gesto fundacional o como huida anárquica constituye figuras alojadas en su aparataje teórico, bien que en los extremos y, en cierta medida, ocultas. Un cuestionamiento a esta idea podría señalar que la propuesta de Laclau no resiste esas dos figuras de lo político porque, en el interior de su desarrollo teórico, las lógicas de la equivalencia y de la diferencia se necesitan y se regulan mutuamente. Extremar cualquiera de los polos hasta hacer desaparecer al otro sería imposible porque, en los términos del autor, lo social mismo consiste precisamente en el juego de tensiones entre la equivalencia y la diferencia. El inconveniente de este cuestionamiento es que estaría asumiendo que lo político se contiene (se deja contener) en una dinámica que conocemos como propia de la vida social . El problema aquí es, por un lado, el de la relación entre lo social y lo político y, por otro lado, el de la relación entre la teoría, el análisis o comprensión y la inter venció ven ción n pol políti ítica. ca. Ni lo político como gesto fundacional supone el agotamiento de toda diferencia (por eso es posible renovar la fundación), ni lo político como huida anárquica supone la realización de la dispersión absoluta (porque las re-territorializaciones son insoslayables). Se trata de proyectos que procuran ir, en tanto que tales, más allá de determinado funcionamiento social. Las dos figuras de los extremos introducen así un aspecto constitutivo de lo político que es el de la promesa, entendida como apertura a un ideal, presentación de un modelo deseable o invención de un sentido. El hecho de que conozcamos que la
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sociedad transparente y homogénea es imposible, no parece implicar necesariamente que «el mito de la sociedad transparente y homogénea [...] deb[a] ser resueltamente abandonado» (Laclau, 1993: 145). Las sociedades (las fijaciones parciales de lo social) mantendrán la tensión entre equivalencia y diferencia, pero la política puede apuntar a desbaratar esta tensión hacia uno u otro extremo (no importa nuestra opinión como analistas al respecto). Como analistas siempre podremos (acaso siempre debamos) señalar críticamente el intento ideológico de cierre de lo social. Pero es preciso tener presente que las decisiones políticas en nuestras sociedades no las toman los analistas (al menos no en su carácter de tales).
NOTACIÓN SOBRE EL PODER Y LA Y LA TEORÍA TEORÍA SOCIAL SOCIAL A NOTACIÓN
La reflexión del autor recoge y supera algunos de los aspectos más renovadores de la teoría política moderna. Ataca las pretensiones metafísicas y esencialistas que ocuparon parte importante del pensamiento político de los últimos dos siglos, así como los más lúcidos pensadores modernos habían respondido al pensamiento clásico con la noción revolucionaria de la sociedad como una construcción humana. En este sentido, uno de los mayores méritos de Laclau reside en la captación de la politicidad intrínseca de lo social. Su teoría permite comprender la dinámica democrática y vislum brar los extre extremos mos de su juego de poder y muest muestra, ra, más allá de las posiciones personales del autor, que tales extremos son explorables aunque imposibles, es decir, que en el campo de la política puede justamente justam ente postul postularse arse la posibilidad de una fundación de la sociedad (creación original), o bien la posibilidad de una fundición de la sociedad (disolución del conjunto y de los elementos), más allá de que la dinámica misma del poder democrático vaya a reponer una y otra vez la tensión entre equivalencia y diferencia. El carácter de
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«lugar vacío» del poder (Lefort, 1985; 1989) en las sociedades democráticas precisamente no permite predecir qué forma tendrán los intentos por llenarlo. La teoría de Laclau como perspectiva de análisis e interpretación social es inherentemente crítica. La tradición política que el autor recupera y desarrolla conduce a incluir inexcusablemente el poder y el enfrentamiento de intereses en los estudios socioculturales y en el campo de la comunicación y la cultura. Cualquier intento de comprender la construcción de significaciones sociales, su contingencia y varia variabilida bilidad, d, no puede dejar fuera los conflic conflictos tos y las fuerza fuerzass sociales en disputa. A su vez, la discursividad en el sentido en que Laclau la entiende conduce a dinamizar el análisis de los conflictos y a comprender la estructuración de las estructuras de poder. Subra ya, por tanto tanto,, las desigu desigualdade aldadess y asime asimetrías trías como parte de procesos relacionales (y, por tanto, dinámicos) de conformación de sujetos, de identidades, de grupos y fronteras entre grupos, de intereses y valores. Dicho brevemente, en una proposición que no puede prescindir de ninguna de sus partes, la teoría social es una teoría del poder y el estudio del poder es un estudio de las relaciones.
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C APÍTULO 5 La fermentación de las ideas Circularidad cultural y poder en El queso y los gusanos
Yo soy de la opinión que hablar latín es un desacato a los pobres, ya que en los litigios los hombres pobres no entienden lo que se dice y se hallan aplastados, y si quieren decir dos palabras tienen que tener un abogado
Domenico Scandella, llamado Menocchio, 1584.
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El problema teórico que atiende El queso y los gusa gusanos nos es expuesto por Carlo Ginzburg desde el comienzo: la relación que existe entre la cultura de las clases subalternas y la de las clases dominantes, la medida en la cual la primera es subalterna a la segunda o bien «expresa contenidos cuando menos parcialmente alternativos» (Ginzburg, 1999: 10). ¿Cómo tratar la cultura popular de la sociedad preindustrial?, ¿cómo estudiar a los sectores populares en cuanto a la generación y propagación de ideas y valores, de creencias y prácticas? Desde el comienzo también, el autor muestra con claridad cuáles son los frentes en que desarrolla sus discusiones y argumentos. Ginzburg procura evitar los riesgosos caminos tomados por otros autores que trabajaran el tema: la atribución hecha por Mandrou a las clases subalternas de una mera «adaptación pasiva a los subproductos culturales excedentes de las clases dominantes» (ibidem: 16); la visión ingenua de Bollème que considera la literatura de colportage «expresión espontánea [...] de una cultura popular original y autónoma» (ibidem: 12); el irracionalismo
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estetizante de algunos seguidores de Foucault que postulan la imposi bilidad de la interpretación frente a esa suerte de «otredad radical» que sería la cultura popular. Se trata indudablemente de un problema ligado a la cuestión del poder: hace referencia de una u otra manera a las relaciones conflictivas entre clases y sectores sociales. El tema de la cultura popular ante (o contra) la cultura oficial coloca una discusión en torno al grado de autonomía o de dependencia de aquella respecto de ésta, es decir, una discusión acerca de quiénes producen cultura, con qué márgenes de acción lo hacen, con qué consecuencias, qué posiciones sociales se convalidan o se desafían en el proceso, cómo se dan modos de dominación y de resistencia, opresiones y alternativas en el campo cultural. Las preguntas pueden resumirse en pocas pala bras: ¿cómo reconocer la capacidad de creación cultural de las clases populares sin perder de vista las relaciones estructurales de opresión que limitan dicha capacidad? o, inversamente, ¿cómo dar cuenta de relaciones de desigualdad que acotan el espacio de creación y producción cultural de las clases populares sin reducir el mismo a simple derivación más o menos degradada de la alta cultura? Ginzburg encuentra que el concepto de «circularidad cultural» constituye la mejor salida a los retos que estas cuestiones plantean y permite evitar los desaciertos en que cayeran los otros autores. Recupera y extiende el tratamiento de la circulación cultural que iniciara Bajtin (1994) para dar cuenta de las formas positivas y activas de producción cultural de las clases populares, a la vez que de las influencias culturales de doble dirección entre culturas «alta» y «baja». La propuesta de Ginzburg no parece haber resultado, sin embargo, absolutamente clara. Al menos eso muestran algunas reacciones y objeciones a la primera edición del libro, como la de Zambelli, que el propio autor recupera en una edición posterior, quien lo acusa de sostener «la idea de la autonomía absoluta de la cultura campesina», que estaría decididamente reñida con la de la
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circularidad cultural. Ginzburg se muestra perplejo ante la imputación y ofrece una explicación conveniente, pero no tengo la intención de analizar aquí ese debate. Mi principal inquietud gira en torno al concepto de «circularidad cultural» y al tipo de conexión que pueda tener con el análisis de las relaciones de poder y el conflicto. Intentaré, en primer lugar, ofrecer algunas precisiones sobre dicho concepto, su significado y sus implicaciones. A continuación, indicaré algunas ventajas del mismo a partir de un somero contraste con otro enfoque sobre el tema. Finalmente, ya en condiciones de abordar el interrogante central del trabajo, examinaré en qué medida y, especialmente, de qué forma permite el concepto de «circularidad cultural» introducir la preocupación acerca del poder y la desigualdad en las relaciones culturales.
INFLUENCIA CULTURAL CULTURAL. L A A CIRCULARIDAD CIRCULARIDAD PRODUCCIÓN E INFLUENCIA
«Circularidad» entre cultura hegemónica y culturas subalternas significa, en pocas palabras, influencia recíproca. En El queso y los gusanos es posible comprobar, más allá de las diferencias, numerosas analogías entre la cultura popular y la de los sectores «avanzados» de la alta cultura del siglo XVI. Una y otra vez, Ginzburg refuta como explicación de estas analogías la simple difusión desde arriba hacia abajo, puesto que ella no haría más que repetir «la tesis tradicional según la cual las ideas nacen por definición, siempre y solamente, en los medios [...] de la alta cultura: en el cerebro de monjes y profesores de universidad, pero no en el de molineros y campesinos» (Ginzburg, op. cit.: 227). Es como rechazo de esta explicación y de esta tesis que el autor sostiene la hipótesis de la circularidad. La noción de «relaciones circulares», en el sentido de recíprocas, entre la cultura dominante y la cultura popular implica al menos dos ideas fuertes, encadenadas entre sí: en primer lugar, «circu-
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laridad» quiere decir que hay producción y creación de cultura, y no mera recepción pasiva, entre campesinos, artesanos y clases populares en general; en segundo lugar, quiere decir que la influencia entre los dos «niveles» tiene lugar en ambas direcciones. En El queso y los gusanos estos dos aspectos son trabajados de manera conjunta. Un breve repaso por separado de cada uno de ellos puede ayudar a su mejor comprensión y a evitar confusiones. 1. Como señalé, Ginzburg no considera la cultura popular como simple resultado de la imposición o divulgación (y de la aceptación pasiva) de creencias e ideas ajenas sino que entiende, por el contrario, que las clases subalternas son productivas o activas en este aspecto. Hay referencias en todo el libro a elementos que de diversas formas remiten a una tradición oral trasmitida de generación en generación que da algunos de sus trazos característicos a esta cultura popular, por ejemplo: «un caudal no explorado de creencias populares, de oscuras mitologías campesinas» ( ibidem : 17). Una tradición campesina que explica la persistencia de una religión precristiana, materialista, ligada a los ritmos de la naturaleza y opuesta a dogmas ceremoniales, así como explica también algunos componentes del radicalismo campesino (utopismo igualitario, escepticismo, etc.). Por evidentes razones metodológicas (aunque también teóricas y sus sustan tantiv tivas) as),, Gin Ginzbur zburgg no pret pretende ende hal hallar lar man manife ifesta stacion ciones es concretas de esta tradición oral. La importancia de Menocchio no es la de ser representativo de la conservación «de un acervo de cultura campesina» (ibidem : 68)31. De hecho, el propio molinero menciona
En consecuencia, y a favor de su respuesta a la crítica de Zambelli, la posición de Ginzburg no puede ser reducida al sencillo señalamiento de un «autonomismo» de la cultura campesina, a una nostalgia reaccionaria del pasado o a una búsqueda romántica de la esencia inmóvil y ahistórica de esa cultura. (Pero el problema es complejo, como se verá en la nota 33). 31
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en reiteradas oportunidades, durante el juicio en su contra, los li bros que constituía constituían n fuentes de sus ideas. Lo que resulta revelador para Ginzburg es la manera en que el molinero leía y se apropiaba de estas fuentes. Por eso lo que busca hacer es «medir el desfase» ( ibidem: 20) en la lectura, es decir, dar cuenta del trabajo de lectura, de su productividad, analizando cuidadosamente la distancia entre los textos leídos y las opiniones sostenidas. La idea principal es que ese desfase y esa productividad son el resultado del encuentro entre unos textos impresos (y un código) y otr otros os «t «tex extos tos» » no im impre preso soss (y ot otro ro «c «códi ódigo» go»)) que Men Menoc occhi chio, o, como otros campesinos, poseía. Es la cultura popular de la que participaba Menocchio la que le habría permitido reelaborar los libros que leía en el mismo proceso de lectura; es la proyección de elementos extraídos de la tradición oral sobre la página impresa la que lo habría hecho posible. A pro propósi pósito to de la rel religi igiosi osidad dad prá prácti ctica ca y fac factua tuall del mol moline inero, ro, Historia ia del de l Giudicio Giu dicio , por ejemplo, que éste asocia a su lectura de la Histor Ginzburg desmenuza el texto en cuestión y las ideas ofrecidas por Menocchio, y los compara para mostrar que sus modos de leer podían ser incluso más fecundos que la fuente misma, y que la pro yecció yec ción n de val valor ores es y cre creenc encia iass de aqu aquell ellaa tra tradic dició ión n ora orall sob sobre re la página la moldeaban y renovaban sus significados. El autor lleva adelante esta tarea analítica sobre la totalidad de las lecturas declaradas por Menocchio, o inferidas de sus testimonios, y obtiene resultados equivalentes. «Si cotejamos uno por uno los pasajes de los libros citados por Menocchio, con las conclusiones que él saca de los mismos (para no hablar de la forma en que se lo refirió a sus jueces) tropezamos siempre con un hiato, una desviación a veces profunda. Cualquier intento de considerar estos libros como ‘fuentes’, en el sentido
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mecánico del término, se derrumba ante la agresiva originalidad de la lectura que de ellos hace Menocchio. Por lo tanto, más importante que el texto es la clave de lectura; el tamiz que Menocchio interponía inconscientemente entre él y la página impresa: un tamiz que pone de relieve ciertos pasajes y oculta otros, que exaspera ba el significado de una palabra aislándola del contexto, que actuaba sobre la memoria de Menocchio deformando la propia lectura del texto. Y este tamiz, esta clave de lectura, nos remite continuamente a una cultura distinta de la expresada por la página impresa: una cultura oral» (ibidem : 68). Este argumento central es corroborado por Ginzburg mediante la comparación del caso de Menocchio con el de un aldeano apodado Scolio y con el de otro molinero, Pighino «el gordo», quienes por esos años habían expresado en otras zonas de Italia ideas similares a las de aquel. En un poema lo había hecho Scolio y frente al tribunal que lo procesó, Pighino. Nuevamente Ginzburg no deja lugar a dudas: el igualitarismo y el materialismo rurales, junto a otras ideas sostenidas por los tres, pueden proceder sólo en parte de algunas lecturas compartidas y, mayormente, de los modos en que estas lecturas fueron hechas. «El elemento decisivo procede de un estrato común de tradiciones, mitos, aspiraciones transmitidos oralmente de generación en generación» ( ibidem : 170). 2. En las lecturas de Menocchio, Ginzburg comprueba que hay algo que éste pone en ellas que provoca los desfases y reelaboraciones. Es la existencia de una tradición oral y una cultura popular activas lo que la productividad de sus lecturas atestigua. Ahora bien, como señalé, para que la hipótesis de la circularidad se complete es definitoria la idea de una influencia recíproca, en ambas direcciones.
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En muchos pasajes de El queso y los gusano gusanoss queda demostrada la convergencia o confluencia cultural, es decir, la coincidencia de ideas y creencias de Menocchio con las de sectores letrados de su sociedad, o algún representante de éstos. En ocasiones se trata únicamente de la comprobación de esa convergencia. Este es el caso cuando Ginzburg hace notar que «tanto Montaigne como Menocchio, cada uno a su modo, habían pasado por la experiencia perturbadora de la relatividad de creencias e instituciones» (ibidem : 157). El impacto que la lectura de los Viajes de sir John Mandevill Mand evillee y el conocimiento de mundos distantes habían producido en el molinero lo llevaron a revisar los fundamentos de sus creencias y conductas. «Por aquellos mismos años –agrega Ginzburg–, un noble del Périgord, Michel de Montaigne, experimentaba igual conmoción relativista leyendo los relatos sobre los pobladores indígenas del Nuevo Mundo» ( ibidem : 82). De igual modo, respecto de la reducción hecha por Menocchio de la religión a «una realidad puramente mundana», a un vínculo político y mor moral, al, Gin Ginzbu zburg rg pued puedee «en «entre trever ver una con conver vergen gencia cia par parcia ciall entre los ambientes más avanzados de la alta cultura y los grupos populares de tendencia radical» ( ibidem : 77). El autor parece ir un poco más lejos en otro ejemplo de confluencia entre corrientes doctas y corrientes populares. También está relacionado con la tolerancia religiosa y, más precisamente, involucra la lectura hecha por Menocchio de la leyenda de los tres anillos que aparece en el Dec Decamer amerón ón , y el elogio de la tolerancia que en ella se encuentra. La confrontación entre el molinero y un inquisidor experto en derecho canónico se le presenta a Ginzburg como un momento simbólico. Es que «(l)a Iglesia católica sostenía en aquel período una guerra en dos frentes: contra la alta cultura, vieja y nueva, irreductible a los esquemas de la Contrarreforma, y contra la cultura popular. Entre estos dos enemigos
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tan distintos pueden darse, como hemos visto, subterráneas con vergenci verg encias» as» ( ibidem: 89)32 . Por último, Ginzburg va aun más allá cuando no se limita a verificar elementos de convergencia cultural sino que los remite a un origen popular. La analogía entre la creación del mundo y el nacimiento de los gusanos en el queso, que no da nombre al libro por azar, posibilita este movimiento interpretativo. Sin olvidar la importancia de la experiencia cotidiana doméstica de Menocchio en este asunto, el autor subraya que el molinero se hace eco, con esta analogía, de mitos antíquisimos y remotos transmitidos oralmente, como el mito indio que figuraba en los Vedas en el cual las aguas de los mares, batidas por los creadores, coagularon como un queso del cual nacieron las plantas, los animales, los hombres y los dioses. «No podemos excluir que ésta constituya una de las pruebas, fragmentaria y casi extinta, de la existencia de una tradición cosmológica milenaria que, por encima de diferencias de lenguaje, conjuga el mito con la ciencia. Es curioso que la metáfora del queso que gira reaparezca, un siglo después del proceso de Menocchio, en un libro (que suscitaría grandes polémicas) en el que el teólogo inglés Thomas Burnet intentaba acordar las Escrituras con la ciencia de la época. Puede que se tratara de un eco, aunque inconsciente, de aquella antigua cosmología india a la que Burnet no dejaba de dedicar algunas páginas en su libro, pero en el caso de Menocchio no podemos por menos de pensar en una transmisión directa, una
Hacia el final de su libro el autor volverá sobre esta idea para indicar que la coincidencia temporal de la condena a muerte de Menocchio y de Giordano Bruno puede representar esta doble batalla, hacia arriba y hacia abajo, librada por la jerarquía católica. 32
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transmisión oral de generación en generación. Esta hipótesis resulta menos inverosímil si consideramos la difusión, en aquellos mismos años y precisamente en el Friuli, de un culto de trasfondo chamánico como el de los benandanti . Es en este terreno, aún casi inexplorado, de relaciones y migraciones culturales, que se inserta la cosmogonía de Menocchio» ( ibidem: 98). De esta manera Ginzburg corrobora el rebrote de «un estrato cultural profundo» que, si bien ha podido producirse porque se dieron la Reforma y la difusión de la imprenta, da cuenta de «un remanente irreductible de cultura oral». Más aun, en las líneas citadas el autor sugiere que la alta cultura recibe la influencia de la cultura popular. La metáfora del queso no es sólo «compartida» por los doctos sino que, como Ginzburg se encarga de hacer notar, el texto del teólogo inglés es cien años posterior al proceso de Menocchio. Así, la tradi tradición ción oral trasm trasmitida itida genera generaciona cionalmente lmente acaso consti constitutu ya su origen (si bien esto es en algún sentido indemostrable)33.
Opera en la misma dirección el análisis de la figura del «mundo nuevo» como metáfora con profundas raíces populares sobre las cuales se apoyarían tanto la utopía plebeya como la culta ( ibidem : 127-133). A diferencia de lo visto en la nota 31, el análisis de la tradición oral de la coagulación del mundo como un queso, o el de la metáfora del «mundo nuevo» podrían abrir una puerta a acusaciones como la de Zambelli acerca de una cierta «autonomía absoluta» de la cultura popular en el planteo de Ginzburg. Sucede que uno de los problemas profundos que el autor quiere enfrentar es «el de las raíces populares de gran parte de la alta cultura europea, medieval y postmedieval» ( ibidem : 180-181). Si el objetivo es mostrar que al lado de los libros en tanto que fuente de inspiración de doctos y plebeyos (con sus lecturas singulares y activas en cada caso) están las tradiciones orales y mitos populares influyendo también a ambos, doctos y plebeyos, nos mantenemos en el plano de la circularidad como «influencia recíproca». Sin embargo, en pasajes como el de la metáfora del «mundo nuevo» podría parecer que en esas «raíces populares» se esté postulando un fondo común para 33
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En el proceso de circulación, como portador o intermediario cultural entre lo alto y lo bajo, Menocchio ocupa un espacio singular de hibridez, y aparece como una figura de doble naturaleza que viene dada principalmente por la posición social de los molineros en aquella sociedad. En ese mundo cerrado el molino era, junto con la hostería y la taberna, un lugar de encuentros y de relación social y, como consecuencia, de circulación de ideas. Vinculado por su condición de molinero con los señores feudales locales, pero al mismo tiempo campesino que trabaja la tierra, Menocchio es él mismo un punto de intermediación y confluencia cultural. «En las bruscas definiciones que Menocchio espetaba a sus paisanos habría que ver un intento consciente de traducir las abstrusas concepciones servetianas, tal como él las había entendido, de una manera accesi ble a int interl erlocu ocutor tores es ign ignora orante ntes. s. La exp exposi osició ción n de la doc doctri trina na con toda su complejidad, estaba reservada a otros: el papa, un rey, un príncipe o, a falta de otra cosa, al inquisidor de Aquileia y al alcalde de Portogruaro» ( ibidem: 110).
toda la cultura, e incluso para la dicotomía misma entre lo popular y lo docto. En
esta dirección aparentemente va Ginzburg cuando señala que los desfases y apropiaciones en las lecturas de Menocchio «nos remiten, por una parte, a una tradición oral probablemente muy antigua. Por otra, reclaman una serie de temas elaborados por los grupos heréticos de formación humanista [...] Es una dicotomía puramente aparente que nos remite en realidad a una cultura unitaria, en la cual no podemos operar por cortes precisos [...] La raíz [...] es antigua, se afirma en un acervo oscuro, casi indescifrable, de remotas tradiciones rurales» (ibidem : 20-21). Aquí parece desdibujarse el carácter relacional que define lo subalterno y lo hegemónico, la idea de una «influencia recíproca» parece difuminarse en una base unitaria y la «cultura popular» misma oscurecerse hasta confundirse con todo el pasado histórico sedimentado (o, si se quiere, todo el pasado sedimentado confundirse con la cultura popular). Considero, no obstante, que fragmentos como estos pueden ser interpretados como producto del énfasis propio de los debates en que el autor participa y que no menoscaban el valor del concepto de «circularidad».
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La superación de la dicotomía interpretativa El concepto de «circularidad cultural», con sus dos presupuestos característicos, la productividad cultural en las clases populares y la in influ fluenc encia ia com comoo pro proces cesoo rec recípr íproco oco,, res resalt altaa ent enton onces ces dos dimensiones del problema: la de la producción cultural y los actores sociales que participan en ella con un mayor o un menor protagonismo, y la de las relaciones entre cultura de elite y cultura popular o, de manera algo simplificada, las relaciones culturales entre clases dominantes y clases subalternas. Esto conduce directamente a la inquietud central de este capítulo respecto de la «circularidad cultural» y las relaciones de poder. Pero antes de abordarla, procuraré mostrar algunos aportes específicos del concepto de «circularidad». Para ello me apoyaré brevemente en una comparación de este concepto con la propuesta que Claude Grignon y JeanClaude Passeron desarrollaron a partir de los conceptos de heteronomía y autonomía para abordar problemas afines desde la sociología de la cultura. Grignon y Passeron parten del interrogante general acerca de cómo estudiar la cultura popular, y la «autonomía» y la «heteronomía» dibujan las alternativas de base que estructuran la tarea. La primera opción, que indica comprender la propia coherencia simbólica de la cultura popular, tratarla como un universo de significación autónomo, corre el peligro de descuidar las relaciones con lo no popular y, de este modo, olvidar los efectos simbólicos de la dominación. La segunda, por el contrario, estipula partir de la dominación social que constituye a la cultura popular como cultura dominada e interpretar sus productos y procesos según este principio de heteronomía, con el riesgo de perder de vista su especificidad. El etnocentrismo de clase es la posición inicial que el analista debe abandonar y superar (y es también el «error» en el que se puede recaer). El relativismo cultural conforma la primera ruptura
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y da inicio a la tarea de «reducir las ilusiones del etnocentrismo». El relativismo lleva a constatar que todo grupo social posee un simbolismo irreductible y «acredita a las culturas populares el derecho de tener su propio sentido» (Grignon y Passeron, 1991: 57), estableciendo que las culturas deben ser descriptas de acuerdo con sus códigos y valores. Con el fin de relativizar el relativismo y evitar la «ingenuidad» de la autonomización absoluta de la cultura popular, la segunda ruptura implica incluir su análisis en el cuadro mayor de relaciones de fuerza, describirla «con referencia a la cultura de las clases dominantes» ( ibidem : 30), para lo cual los autores sugieren explicitar una teoría de la legitimidad cultural. Los dos movimientos de ruptura, extremados, pueden conducir a sendas derivas que, cada una a su modo, llevan como regresión última a alguna forma de etnocentrismo. «Del mismo modo que las cegueras sociológicas del relativismo cultural aplicado a las culturas populares incitan al populism populismo o, para quien el sentido de las prácticas populares se cumple íntegramente en la felicidad monádica de la autosuficiencia simbólica; la teoría de la legitimidad cultural corre el riesgo, por su integrismo enunciativo, de conducir al legitimismo que, bajo la forma extr extrema ema de miserabilismo , no puede sino computar, con aire afligido, todas las diferencias como faltas, todas las alteridades como defectos, ya adopte el tono del recitativo elitista o el tono del paternalismo» (ibidem : 31). Para evitar las derivas y regresiones de cada posición de análisis, y articular sus méritos respectivos, los autores proponen combinar la alternancia y la ambivalencia. La hipótesis de la alternancia indica distinguir y especificar grupos, momentos, tipos de prácticas, etc. Complementariamente, la hipótesis de la ambivalencia de todo simbolismo y toda práctica impone «admitir plenamente en el análisis y la interpretación los derechos de la doble lectura» (ibidem : 61). El esquema de Grignon y Passeron, a pesar de su indiscutible riqueza y utilidad, adolece de un inconveniente de peso dado por su
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concepción dicotómica del mapa de relaciones socioculturales. El planteo identifica dos polos, y los riesgos sobre los que advierte devienen de acercarse a uno u otro de los extremos. La progresiva complejización del esquema extiende y amplía las dos series de actitudes posibles del analista (autonomismo-relativismo-populismo, de un lado; heteronomismo-legitimismo-miserabilismo, del otro) sin romper con la polaridad básica que viene dada por la distinción primera entre autonomía y heteronomía. En el mismo sentido, la solución de la alternancia y la ambivalencia no permiten ir, en última instancia, más allá de una cierta oscilación. Según la posición que asuma el analista, según el equilibrio que logre, las culturas populares (o los grupos involucrados) serán consideradas más o menos activas, a una mayor o a una menor distancia de la cultura dominante, llegando a los extremos de la supeditación absoluta o del total aislamiento, pero en cualquier caso las relaciones culturales no podrán ser entendidas fuera de esa bipartición. Justamente una de las mayores ventajas del concepto de «circularidad cultural», tal como lo trabaja Ginzburg en El queso y los gusanos , es la capacidad de superar dicha dicotomía así como la oscilación entre las salidas ofrecidas por la alternancia y la ambivalencia 34 . Esta superación de la dicotomía analítica entre autonomía y heteronomía no significa desconocer la distinción entre la cultura dominante y las culturas subalternas. Se trata de distinciones de naturaleza diversa. Para Ginzburg los dos espacios de la cultura, popular y de elite, son, por supuesto, diferenciables. Desde el comienzo de su libro elogia en el trabajo de Bajtin el reconocimiento de la circularidad entre cultura subalterna y cultura hegemónica y, al mismo
Esto no significa que este sea el único camino por el cual tal dicotomía pueda ser sorteada. Se puede encontrar una forma alternativa de superar estas dificultades en varios trabajos de E. P. Thompson ( cfr., por ejemplo, Thompson, 1995). 34
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tiempo, la captación de la particularidad de cada una de ellas. «Estamos ante dos culturas, aunque unidas –y este es el problema– por relaciones circulares (recíprocas) que hay que demostrar analíticamente caso por caso» (Ginzburg, op. cit.: 226). El concepto de «circularidad cultural» abarca y contiene una tensión y una dinámica porque lo que intenta nombrar son procesos sociales dinámicos y cargados de tensiones. La idea de circularidad entre cultura dominante y cultura popular muestra lo separado de los «objetos» cuyo enlace refiere o, si se quiere, muestra su vínculo intrínseco en el mismo movimiento en que nos recuerda su distinción.
IRCULARIDAD Y Y PODER PODER : LAS REGLAS DEL JUEGO CIRCULARIDAD
El dinamismo y la fluidez contenidos en la idea de la circularidad cultural conllevan el riesgo de olvidar la dominación. En tanto que se produce cultura aquí y allá, y en tanto ésta circula, por aquí y por allá, el mapa puede volverse borroso. En otras pala bras, bra s, pues puesto to que cier ciertas tas ide ideas, as, cre creenci encias as y prá prácti cticas cas de los sect sectoores populares pueden derivar de los sectores dominantes de la misma forma en que ciertas ideas, creencias y prácticas de los sectores dominantes pueden encontrar su origen o formación en los sectores populares, puede que se pierdan de vista las relaciones desiguales constitutivas de estos procesos. ¿Cuál es el estatuto de dicha desigualdad cultural? ¿Cómo es posible pensar el ejercicio de poder en la cultura, con sus dinámicas y tensiones, reconociendo la particularidad cultural y las «influencias recíprocas»? ¿Cómo introducir el interrogante por las relaciones de poder en el marco de la «circularidad cultural», sin perder los méritos y sutilezas de este concepto? Habría varias alternativas, aunque no igualmente válidas:
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Podría sostenerse que la desigualdad y el poder no pertenecen al plano de la cultura y las relaciones culturales. Para algunos esto sería así porque si bien las ideas, creencias y prácticas culturales son utilizadas en función de determinados intereses, de atacar o defender una cierta posición social, etc., no serían ellas más que instrumentos para una lucha que se da, en última instancia, en otro plano. Para otros, comprender las «diferencias» entre ideas, creencias y prácticas culturales conlleva directamente renunciar a la pregunta por las desigualdades. Lo que esta opción en cualquiera de sus versiones versi ones deja fuera es precis precisamente amente nuestr nuestraa inquie inquietud. tud. Una segunda opción sería pensar que las ideas, creencias, etc. no circulan con la misma fuerza en una dirección y en otra. Es decir que habría una suerte de desnivel en ese tráfico y, en consecuencia, un intercambio desigual que resultaría en una mayor intensidad de la actividad en uno de los lados de la relación y una correlativa debilidad en el otro. Estamos así muy cerca de la concepción que ve la circulación de ideas, creencias, etc. en un único sentido, lo cual nos llevaría, más tarde o más temprano, a abandonar la noción de «influencia recíproca». Más allá de los fenómenos que esta idea podría permitir analizar35, el punto es que en este caso hay circulación pero no verdadera circularidad, que es lo que interesa interrogar aquí en relación con el poder. La alternativa que considero adecuada para pensar el poder y la desigualdad en la circularidad cultural pone el acento en el proceso de legitimación cultural , es decir, el proceso de definición de las normas y los criterios que sancionan valores y disvalores cognitivos, estéticos, morales, etc. En este sentido, la desigualdad en las relaciones culturales tiene que ver menos con la eficacia, la calidad o la suma de adhesiones que logren unas ideas, creencias y prácticas que con el establecimiento de los patrones y pautas para su valoración, clasificación y jerarquización. Consecuentemente, no se trata tanto de reconocer intensidades diferenciales en la producción y la
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difusión cultural, sino de indagar el proceso de construcción y generalización de esos patrones y pautas de validación 36. Esta tercera alternativa permite pensar el poder y la desigualdad en el marco de la circularidad cultural evitando que «circularidad» sugiera interpretaciones ingenuas en torno a alguna pretendida equivalencia o igualdad cultural 37. Es posible hallar interpretaciones formuladas de acuerdo con esta alternativa en las páginas de El queso y los gusanos . Los participantes del proceso, Menocchio y sus jueces (o la cultura popular y la cul cultur turaa doc docta ta enc encar arnad nadas as por ell ellos, os, res respec pecti tivam vament ente, e, en esa situación), ponen en juego creencias y opiniones pero también ponen en juego las formas de legitimarlas, los «códigos» y reglas para su valoración.
Es evidente que esta «circulación desigual» es más que habitual. En una sociedad altamente massmediatizada como la nuestra ella se vuelve patente. Pero no es menos significativa en sociedades con otros sistemas de producción concentrada de saberes, informaciones, imágenes. 36 Hay una diferencia fundamental con la tarea de «explicitar una teoría de la legitimidad cultural» de Grignon y Passeron. La «legitimidad» no es en ningún sentido un dato que hay que «explicitar». Antes bien, atender el proceso de legitimación supone que en la circulación cultural circulan también las normas, patrones, pautas y criterios (por lo tanto no está necesariamente garantizada su ratificación). 37 Este modo de pensar la «circularidad cultural» y las relaciones de poder está íntimamente vinculado con el concepto de hegemonía. La dinámica y las tensiones de la circulación cultural recuerdan el carácter de la hegemonía de vívido proceso que se hace y se rehace, continuamente renovado y recreado (Williams, 2000). Por otro lado, puede decirse concluyentemente que «(n)o hay hegemonía –ni contrahegemonía– sin circulación cultural. No es posible un desde arriba que no implique algún modo de asunción de lo de abajo» (Martín-Barbero, 1991: 110) o, en otros términos, que la clase hegemónica «es la clase que ha podido articular a sus intereses los de otros grupos sociales a través de la lucha ideológica [...] renuncia a una concepción estrictamente corporatista, pues, para ejercer el liderazgo, tiene que tener en cuenta, auténticamente, los intereses de los grupos sociales sobre los cuales aspira a ejercer la hegemonía» (Mouffe, 1980: 130). 35
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Tras describir las condiciones sociopolíticas en que vivió Menocchio, Ginzburg se pregunta qué conocía de ellas el molinero, «¿qué podía saber de este intríngulis de contradicciones políticas, sociales y económicas? ¿Qué idea se hacía del gran juego de fuerzas que silenciosamente condicionaban su existencia?» (Ginzburg, op. cit.: 46). Parafraseando o extendiendo el interrogante, vale preguntar ¿qué podía conocer Menocchio de las relaciones de fuerza culturales en que se movía? Hay fragmentos muy significativos para ser leídos en función de esta inquietud. Se vuelve revelador, por ejemplo, el cuidado permanente de Menocchio por remitir sus pareceres a sus lecturas e identificar estas lecturas como su fuente. Los libros y su raciocinio son una referencia que el molinero esgrime insistentemente frente al Santo Oficio. Es claro que Menocchio no sólo expone ideas sino que busca mostrar que el camino por el cual llegó a ellas es válido, procura para sí y sus pensamientos la legitimidad de la cultura letrada. La insistencia tendría como fin poner su palabra (y ponerse él mismo) a la altura de la de sus inquisidores, poner sus argumentos al mismo nivel en la discusión 38. Para esto se empeña en colocarse él también dentro de la norma, y al hacerlo convalida la legitimidad general de la cultura letrada. Al mismo tiempo, su gesto permite ver la reconfiguración de esta legitimidad, y de las formas de regulación social concomitantes, a partir de la difusión de los textos impresos.
A este respecto, es interesante que no haya ninguna referencia del molinero a imágenes o iconografías, aun cuando el propio Ginzburg sugiere, por ejemplo, que los frescos de la iglesia de san Rocco de Montereale que representaban escenas de María en el templo y de José con los pretendientes, pudieron haber influido en su explicación de que «María ‘se llamaba virgen por haber estado en el templo de las vírgenes, que era un templo en donde albergaban a doce vírgenes, y conforme se educaban se casaban...’» (Ginzburg, op.cit.: 69). 38
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A propósito de una de las respuestas que Menocchio ofrece al vicario general, Ginzburg señala que el molinero respondió «sacando a colación de nuevo (esta vez a sabiendas) la trama ya señalada entre cultura escrita y cultura oral» ( ibidem : 90), para luego agregar que «Menocchio era orgullosamente consciente de la originalidad de sus ideas: por ello deseaba exponerlas a las más altas autoridades religiosas y seculares. Pero, al mismo tiempo, sentía la necesidad de apoderarse de la cultura de sus adversarios. Comprendía que la escritura, y la capacidad de apoderarse de la cultura escrita y transmitirla, son fuentes de poder» (ibidem : 99). ¿Qué implica que Menocchio sacara a colación la trama entre cultura oral y escrita «a sabiendas» o que comprendiera la relación entre escritura y poder? Como Ginzburg advierte, Menocchio entiende que allí no están tratando únicamente ideas sino también criterios de validación y, en los momentos de mayor agrietamiento del proceso, esa conciencia del molinero muestra que, en cierta medida, están en juego las reglas del juego 39. Surgidas las creencias, los mitos, los hábitos en ambientes doctos o en ambientes populares, la circularidad cultural no hace simplemente que se tras-
Algo similar podría decirse respecto de lo que hoy llamaríamos «posición enunciativa». Vimos antes que, para Ginzburg, el diálogo del interrogatorio en torno a la leyenda de los tres anillos resulta simbólico porque exhibe la guerra que la iglesia católica mantenía en dos frentes: contra la alta cultura y contra la cultura popular. Considero que este segmento es simbólico también por otra razón. «Es un momento extraordinario», dice el autor. «Por un momento se han invertido los papeles y Menocchio ha tomado la iniciativa tratando de convencer al juez: ‘Escuchadme por gracia, señor’. ¿Quién representa aquí la parte de la alta cultura y quién la parte de la cultura popular? –se pregunta Ginzburg–. Es difícil contestar» (Ginzburg, op. cit.: 88). El momento es extraordinario porque Menocchio intenta invertir la lógica del convencimiento, el lugar de la verdad y de la demostración, la posición pedagógica. La pregunta de Ginzburg acierta al sugerir audazmente una inversión de los papeles, porque Menocchio estaba haciendo algo más que demostrar que era capaz de pensar ideas propias: estaba disputando cierto lugar a los inquisidores mostrando la lógica y el orden de esas ideas. 39
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laden de un lado a otro, sino que tiende a universalizar un mismo cedazo de normas que hace entrar de diferente y desigual manera a dichas creencias, mitos y hábitos en el orden de lo correcto y lo erróneo, lo alto y lo bajo, lo bueno y lo malo. Menocchio, hombre de doble naturaleza, comprende la relación entre escritura y poder, y encuentra que el mejor modo de dar su lucha es logrando inscribirse en el registro de la norma, colocando su palabra en el orden legitimado. «(H)abía vivido en primera persona el salto histórico, de alcance incalculable, que separa el lenguaje gesticulado, murmurado, chillado, propio de la cultura oral, de aquel otro, carente de entonación y cristalizado sobre el papel, propio de la cultura escrita», el salto «de la abstracción sobre el empirismo» (ibidem: 99). Con sus libros y su raciocinio creía poder ponerse a la altura de la discusión y exponerse a los jueces expresando sus opiniones. Pero si bien todos pueden pensar y leer, no todos pueden evaluar. «(E)l sentido ‘literal’ es el índice y el efecto de un poder social, el de una elite. De suyo ofrecido a una lectura plural, el texto se convierte en un arma cultural, un coto de caza reservado, el pretexto de una ley que legitima, como ‘literal’, la interpretación de profesionales y de intelectuales socialmente autorizados [...] Ayer, la Iglesia, fundadora de una división social entre clérigos y ‘f ie le s’ , ma nt en ía la Es cr it ur a en el es ta do de ‘literalidad’ supuestamente independiente de sus lectores, y, de hecho, guardada por sus exégetas: la autonomía del texto era la reproducción de las relaciones socioculturales en el interior de la institución cuyos encargados fijaban lo que había que leer. Con el repliegue de la institución, aparece entre el texto y sus lectores la reciprocidad que ocultaba, como si, al retirarse
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aquélla, se dejara ver la pluralidad indefinida de las ‘escrituras’ producidas por unas lecturas. La creatividad del lector crece a medida que decrece la institución que la controlaba. Este proceso, evidente desde la Reforma, inquietaba ya a los pastores del siglo XVII. Hoy, son los dispositivos sociopolíticos de la escuela, de la prensa o de la TV los que aíslan de sus lectores el texto poseído por el maestro o por el productor. Pero detrás del decorado teatral de esta nueva ortodoxia, se oculta (como ayer ya era el caso) la actividad silenciosa, transgresora, irónica o poética, de lectores (o televidentes) que conservan su actitud de reserva en privado y sin que lo sepan los ‘maestros’» (De Certeau, 1996: 184-185). El párrafo de De Certeau es esclarecedor, de manera directa y metafórica, porque hace alusión al contexto cultural particular de la Europa de Menocchio, y porque expone también el mecanismo en que se da la desigualdad en la cultura. Los sectores dominantes no pueden nunca abolir por completo la productividad de la práctica lectora, ni de cualquier otra práctica cultural, pero sí establecer los criterios de la «literalidad»: fidelidad, rectitud, corrección. El concepto de «circularidad cultural» permite ver ambas cosas: la obstinada capacidad popular de crear, más que de absorber y repetir («deficientemente»), pero también la renovada capacidad hegemónica de regular esa capacidad, de calificar y clasificar sus productos, de hacerlos jugar según sus reglas, de determinar aciertos, errores y culpas. Las palabras de los jueces en la sentencia de condena a muerte de Menocchio muestran también el lugar que los patrones y las pautas de legitimación tienen en la circulación cultural. Vemos en ella que los jueces necesitaban encajar las palabras de Menocchio en su propia clasificación (que era la clasificación oficial), en su cuadro cono-
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cido de aberraciones y pecados. La idea de Menocchio de la confesión como relación directa con Dios habría estado ligada a la de los «herejes» (partidarios de la Reforma), las referencias al caos le ha brían venido de la influencia de un «filósofo antiguo», y con procedimientos equivalentes le fueron atribuidas influencias de los maniqueos y de las doctrinas de Orígenes. Quizá esto revele algo más que el abismo «que separaba la cultura de Menocchio de la de sus inquisidores», como señala Ginzburg ( op. cit.: 141). Quizá sea una manifestación del poder para rotular y catalogar las doctrinas del otro, valorarlas y sacar conclusiones de esa valoración, fijar las leyes (entre ellas, la «literalidad»), definir los sistemas y los códigos, los órdenes. Lo crucial aquí no es que los miembros del Santo Oficio equivoquen la imputación de supuestas influencias sobre Menocchio sino el hecho de que son ellos mismos quienes hacen posibles las condiciones de validez para tal imputación, que es una imputación a tal punto ajustada a los criterios oficiales (es decir, a los propios criterios del Santo Oficio) que a Menocchio le cuesta la vida. Lo que esto muestra es cuán relevant relevantee es en la lucha cultural no (solo) la imposición de ideas sino el establecimiento de la clave de lectura, de los códigos, de los sistemas de clasificación. La cultura dominante se define en gran medida a través de la determinación de las reglas del juego de la producción, la circulación y el consumo cultural, aun cuando no domine en su totalidad dicha producción, circulación y consumo. ¿Qué era lo que sucedía cuando Menocchio, acerca de la extrañeza que para él presentaba la diferencia entre creador y criatura y la idea misma de un Dios creador, «tenía bien claro en su cabeza que sus ideas eran distintas de las del inquisidor, pero a partir de cierto punto le faltaban las palabras para expresar esa diferencia» (ibidem : 156)? A Menocchio no le faltaban las pala bras, le faltaban las palabras para expresar esa diferencia. El código era del inquisidor, y Menocchio estaba obligado a dar cuenta de sus ideas en un código ajeno.
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«Dar fe de una mutilación histórica» (ibidem : 24). Para Ginzburg hay algo indescifrable en Menocchio y en su cultura. Pero también hay algo que se inserta, sutil, en una historia que llega hasta nuestros días. Dar fe de Menocchio, a la vez «eslabón perdido» y «nuestro precursor» (ibidem ). El concepto de «circularidad cultural» constituye una herramienta vital para Ginzburg al hacer frente a la comple ja tarea de subrayar la producción cultural de las clases populares y las influencias recíprocas en su relación con la cultura oficial. La riqueza de ese concepto y del trabajo de Ginzburg reside en haberlo hecho sin licuar las relaciones de poder en la circularidad.
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Este libro se terminó de imprimir en el mes de mayo de 2007, en la ciudad de La Plata, Buenos Aires, Argentina.