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Breve reseña del libro “Fabricante de miseria”
Autor: Silia Argüello
Caracas, enero de 2012
Este libro trata de las ideas y actitudes que mantienen en la miseria a grandes muchedumbres latinoamericanas, trata de los gobiernos que con sus prácticas antieconómicas ahora las posibilidades de generar riquezas. Esos grupos que, unas veces de buena fe y otras por puro interés, mantienen a millones de personas viviendo, a veces, pero que las bestias. Quienes actúan movidos por la demagogia, la mala fe o la más devastadora ambición personal. De los casi 400 millones de iberoamericanos, aproximadamente la mitad vive muy pobremente. Ese es el gran fracaso y la gran vergüenza de nuestro universo cultural y étnico. La mayor parte de los pobres latinoamericanos son niños; y los niños en su mayoría pobres. Tales niños están abocados a la mendicidad y al robo. Según la comisión económica, en América Latina el número de pobres se ha duplicado desde la década de los setenta. Se calcula que hoy sobrepasa los 200 millones de personas, lo que equivale al 45% de la población. La pobreza, o sus secuelas, es la primera causa de mortalidad infantil. Causa un millón y medio de muertos al año. Padecen de índices elevados de desempleo y están expuestos a enfermedades infecciosas y parasitarias; ha producido brotes de violencia social y política en países como Brasil, Haiti, Perú y Venezuela, e inclusive, en Cuba y Nicaragua. Hay una relación estrecha entre pobreza, educación y baja productividad, sobre todo teniendo en cuenta que la productividad hoy en día está estrechamente relacionada con la creatividad, la difusión y el uso de niveles de conocimiento. Las investigaciones del Nobel de Economía Gary Becker lo demuestra. Otros factores que afectan las economías latinoamericanas, y que se relacionan con la pobreza son la estrechez de los mercados locales, la criminalidad y la violencia. En casi todos los países latinoamericanos se registran preocupantes aumentos de criminalidad urbana. Sólo en Colombia se contabilizan veintiséis mil asesinatos por año.
La economía informal es vista simultáneamente como problema y solución. Nace de la pobreza y es una defensa ante la situación de los campos, la virtual imposibilidad de adquirir un estatus legal, crear empresas o construir viviendas. Desde luego tiene sus inconvenientes, no media para ellos ningún sistema jurídico, carece de toda protección social, no asumen ninguna base impositiva al margen del esfuerzo productor del país con frecuencia roban agua, electricidad y materias primas a los canales de suministro, contribuyen al grave deterioro del medio ambiente en las zonas urbanas. Hay otros tantos decenas de millones de seres humanos que viven en miseria perfectamente calificable como tercermundista y es tan desesperante este contraste que de un tiempo a esta parte, comienza a observarse una especie de fatiga en la lucha contra la pobreza y surgen voces fatalistas que nos hablan de segmentos de población “naturalmente excluibles”. Es muy probable que jamás puedan educarse, tener acceso a un puesto de trabajo estable, y en algunos casos extremos, ni siquiera a un techo permanente. Gente que nacerá en la calle y en ella morirá tras una vida de violencia, privaciones y enfermedades. Los bienes comunes en beneficio de un grupo poderoso y en perjuicio de quienes no tienen fuerzas para defender sus intereses y derechos. Y todavía hay otra clase de nefasto político que sí cabe, es aún peor, pues cínicamente combina la virtud personal con las flaquezas ajenas. Es el político al que no le interesa el dinero o el lujo, se coloca más allá del bien y del mal, pero tolera y hasta estimula la corrupción de sus subordinados. Para esta fauna la corrupción es un instrumento de gobierno, un apaciguador de enemigos y una forma de recompensar a aliados circunstanciales. No es nada fácil romper este círculo vicioso. Supongamos que un político honrado y moderno, sabedor de estas dolorosas verdades decide hablar claro en lugar de prometer “colocaciones”, promete establecer una administración basada con el mérito, el concurso y la utilización cuidadosa de los bienes públicos, lograría el apoyo de la ciudadanía. Esto sólo ocurrirá cuando la sociedad civil sea suficientemente poderosa como para ofrecerles a las personas un mejor destino que el que brinda el sector público.
Dictadores feroces como el paraguayo Rodríguez de Francia o el mexicano Santa Anna. América latina conoce varios tipos de caudillos y algunos de ellos tuvieron una vida política razonablemente democrática. Un caso notable de caudillismo democrático fue el del argentino Hipólito Yrigoten, la figura dominante en la unión cívica radical durante el primer tercio del siglo XX, electo en 1916 en unas elecciones impecables, en las que por primera vez se estableció el voto universal y secreto y aunque solo para varones adultos como era la costumbre en esa fecha, mantuvo un Ferrero control de su partido, donde se le tenía como una especie de hombre providencial. En 1828, tras la presidencia de Marcelo T. Alvear, se hizo reelegir. Tenía 75 años y estaba decrepito. Gozaba justamente de la fama de hombre honrado, pero no así su gabinete. George Pendle, que ha estudiado a fondo este período, lo describe así: “El Presidente que no había sido nunca una persona de claro juicio, se encontraba ahora senil; sus rapaces subordinados, sin que el lo supiese, saqueaban todos los departamentos de la administración, y él mismo fue incapaz de cumplir con la rutina corriente de su despacho…Los documentos permanecían sin firmar, los salarios no se pagaban y se olvidaba las citas que tenía con sus ministros. En el año 1946, en efecto, apareció en Argentina otra modalidad de caudillo: en ese año el Coronel Juan Domingo Perón alcanzó la presidencia con un amplio respaldo popular. Perón siempre fue un dictador electo democráticamente. Es decir una figura autoritaria a la que los argentinos, con cierta dosis de irresponsabilidad, le entregaron el Estado a sabiendas de que no respetaría la constitución vigente ni tendría en cuenta los derechos de las minorías.