Crónicas del breve reino Por: Dra. Mercedes Mafla
Santiago Páez o el horror de la Historia Crónicas del breve reino aparece en 2006 y es una novela en verdad insólita. Constituye una tetralogía titánica que se desplaza a lo largo de casi dos siglos de la supuesta historia de un país imaginario (o imaginado, más exactamente), llamado Ecuador. Pero, la máscara de la novela histórica, oculta un trabajo minucioso, como pocos, que propone abandonar justamente el horror de la Historia y entrar (la aclaración es de Kundera) en el único hogar del novelista: la historia de la propia novela. Santiago Páez (Quito, 1958) nos lleva, a lo largo de cientos de páginas, por un camino en apariencia conocido, pero minado de explosivos extrañamientos. El referente es Ecuador, pero la lupa de la novela como género paródico y deformador, nos devuelve un mundo leído o mirado desde lejos o desde muy adentro y, por tanto, desconocido. La primera novela del conjunto es Rolando y simula, con enorme pericia, ser histórica, Aquilino está configurada como policial, Adolfo es de aventuras y
Uriel es una novela de ciencia ficción. En este breve ensayo me detendré en Rolando, la primera del grupo. Se ha leído el experimento de Páez como la búsqueda de la “novela total”. Si esa fue la búsqueda planteada por el escritor quiteño podríamos confirmar el hecho de que la tradición de la literatura escrita en nuestro país seguiría sometida a una especie de fatalidad de lo tardío o decadentista. Fueron los escritores clásicos de América Latina quienes aspiraron a escribir la novela total, Vargas Llosa es de los ejemplos más visibles. Sus novelas continúan, siempre en apego a la tradición realista decimonónica, pintando grandes frescos sociales con pretensión de totalidad. La mayoría de novelistas posteriores ha tomado senderos menos descomunales. Entonces ¿Páez llega tarde a una visión de la novela ya algo envejecida en la actualidad? No es así. Las cuatros novelas que forman Crónicas del breve reino llevan dentro de sí el virus que corroe la noción misma de novela total y descomponen, desde los cimientos, la confianza en un realismo convencional. Siempre he creído que la publicación conjunta de las cuatro partes crea un efecto abrumador en el lector, y es de esa decisión editorial de la que proviene la sensación de una unidad que, en realidad, es un ardid novelesco y no la postulación de una comprensión íntegra del referente (Ecuador, su historia). Sería absurdo creerlo porque Crónicas del breve reino narra la paulatina huida de la novela realista
(o su apariencia) hacia el territorio de la novela fantástica. Más aún: la escritura de la obra se presenta como el trazado de un mundo inventado a partir del delirio de un checo de apellido Vrhel que ha soñado con un lugar llamado Ecuador. Inspirado por este delirio, otro escritor tienta una novela y, al no poder escribirla, encarga a otro escritor para que la realice. Esta es la premisa que sostiene el libro y usando el conocido recurso de exponer la invención como invención, Páez, muy al estilo del barroco y sus espejos “cóncavos, pero fieles”, inventa tres alter egos que, como velos, se despliegan entre él y el lector, creando la opacidad que impide una lectura inocente. Se podría calificar el recurso de típicamente posmoderno, pero creo que más bien quiere hablarnos de la fidelidad al origen del género. Páez inicia sus Crónicas por el comienzo: la parte llamada “Liminar” sucede en Alcalá de Henares, concretamente en la Plaza Cervantes. Alfonso Solá y Blat está por convertirse, sin saberlo, en novelista y Paez le hace nacer a la ficción en el pueblo mismo del creador de la novela. En este detalle uno puede evidenciar la gran ambición del escritor quiteño y se trasluce la intencionalidad vedada que él tiene en tanto deja entrever su poética. Hay algo de invocación en este comienzo. Se invoca al maestro como los antiguos invocaban a las musas o al espíritu. Quizá un comienzo ajustado a la retórica clásica.
Solá y Plat es un sudamericano, de origen español, perdido en el otoño europeo. Ha sido llamado por una monja, María de las Llagas, que vive encerrada en el convento de San Bernardo. Ambos se conocían en el pasado y ella, llamada entonces Montserrat, es hermana de Camilo Dear y Villegas gran amigo de Alfonso. Dear y Villegas ha muerto y su amigo recibe una extravagante carta en la que se le asigna la misión de su vida: escribir una novela en base a la ficción del misterioso checo Vrhel, que había inventado un país llamado Ecuador. Es justo ver en esta especie de Dios tutelar algo de la sombra de Cide Hamete Benengeli el más misterioso de los rostros de Cervantes. En la carta, Dear y Villegas expone su empresa en los siguientes términos: Vrhel inventó su propio país imaginario: el Ecuador. La misma elección de este nombre ya muestra su voluntad de que su invento no fuera confundido con ningún país real, actual o ya desaparecido. El Ecuador es una línea imaginaria que divide al mundo en mitades y que “atraviesa” más de diez países reales de América, África y el sur de Asia. El Ecuador de Vrhel es una metáfora que busca mostrar un país dependiente. Un país fronterizo de la Civilización Occidental; fraccionado, interiormente, en la contraposición de diferentes razas y regiones. Es un estado marginal al punto de existir porque durante la Colonia española en América ni el Virreinato del Perú ni el de la Nueva Granada tenían control sobre una franja de territorio, situada para el uno en un sur lejano y, para el otro, en un norte inaccesible. […] En ese país imaginado por Vrhel yo quise contar una historia. Y me documenté los cuatro últimos años. He leído casi mil libros para crear el reino de mi novela. Ahora me muero y no podré hacerlo. Lo harás tú. Cuenta, Alfonsico, por la deuda que tienes conmigo y por tu deseo de ser novelista, la aventura que yo sólo llegué a documentar. 1
Alfonso ha abandonado su país perseguido por la Historia, y Camilo ha muerto sin conseguir vengarse de esa Historia en la que confió cuando vivió como revolucionario y fue traicionado. Se declara compañero de los cubanos y su añeja cruzada. Su fracaso y la emboscada que padeció lo llevan a afirmar (siempre en la carta que cambia el destino de su amigo): “La historia no tiene sentido, es irracional, torpe. No es no río que fluye. Es un insecto sin cerebro que huye, entre desperdicios, de otro insecto más grande”2. Esta declaración de principios es el eco de la propia voluntad de Páez quien escribe Crónicas el breve reino estableciendo una distancia consiente y abismal entre él y la novela escrita en Ecuador. Es abrumadora la confianza que tantos novelistas han demostrado ante la Historia. Ingenuamente se han sometido a su servicio y la han aceptado como se acepta una religión: con fe y, a la larga, con pereza. Rolando se centra en uno de los episodios más novelados de nuestra modesta tradición narrativa: el asesinato de Eloy Alfaro. Cabe un paréntesis para mencionar algunas novelas que vuelven con una especie de beatitud obsesiva al oprobioso hecho: desde luego La hoguera bárbara, de Alfredo Pareja Diezcanseco, un episodio muy significativo de la primera parte de de la última novela de Icaza, Atrapados; incluso una muy reciente, Vientos de agosto, de Carlos Arcos en la que se trata el hecho con impericia y civismo. Todas coinciden en una mirada casi religiosa sobre la masacre ocurrida en en
los albores del siglo XX y hacen gala de una devoción ciertamente ideológica y, por tanto ajena al arte de la novela, a la Historia. El resultado es que este episodio tan significativo ha devenido en mito nacional, mito que no puede ser cuestionado y que no debe someterse a ninguna relectura porque atentaría a una especie de liturgia sagrada. La confianza en la Historia es, sin duda, una de las debilidades sustanciales de la novela ecuatoriana. Mientras la novela del siglo XX ha cuestionado la veracidad de esta forma perversa de la ficción, demasiados escritores de por estos lares continúa supersticiosamente prendiendo velas en su infame altar. No es lo que ha hecho Páez quien ha entendido que para bombardear los cimientos de la novela con pretensiones de histórica ha recurrido a una parodia inteligente y meticulosa como pocas. Eloy Alfaro, quien encarna el fracaso del liberalismo, es convertido en el personaje de un escritor delirante: “Imaginaba Vrhel un líder para esta revolución: el liberal Eloy Alfaro, político y militar hijo de un español, buen amigo de José Martí. Este cabecilla y sus lugartenientes se enfrentarán –según imaginó el autor checo- a los conservadores primero, y unos contra otros luego.”3 Rolando tiene una originalidad notable en tanto desplaza el punto de vista: no se narra desde la manida voz de los acólitos de Alfaro, sino desde el ángulo de sus traidores. Además la novela se centra en la larga víspera que
preludia los crímenes de los liberales, más que en el acontecimiento mismo. No olvidamos, porque Páez nos lo estará constantemente recordando, que estamos en el territorio de la ficción y que cuanto se lee es una farsa. Sin embargo, la meticulosidad de la que se disfraza esta primera parte es impecable, en tanto echa mano de un evidente conocimiento de las argucias más elaboradas de la novela realista, de tipo histórico. No solo aparecen una serie de personajes referenciales, sino que se logra recrear con esmero toda una época, aquella que se encuentra en los años finales del siglo XIX y en los inicios del XX. Rolando comienza en una noche de neblina en París en la que el coronel Durán, uno de los complotados, se encuentra con Honoré Semanate Giraud, su cómplice. Ambos planearán la muerte de Alfaro. Es claro el santo patrono que se esconde en esta novela, no puede ser otro que Balzac. No solo aparece en el nombre del traidor, sino que se menciona en un homenaje explícito: los personajes se encuentran en el cementerio de Pere Lachaise y Semanate se encarga de dejar la pista necesaria para adivinar la poética de Páez en esta parte de su larga novela. Dice: “Es un lugar famoso. Balzac habla de él en una de sus novelas: Ferragus, jefe de los devoradores. Dice que en algún armario el guardián del cementerio almacena los bustos de los distintos reyes de Francia: una especie de Pére Lachaise de las revoluciones. Los cementerios duran siempre más que los reinos y las revueltas que los
desbancan.”4 La sombra del maestro francés de la novela clásica será, como en su momento el propio Cervantes, parodiado y transformado, en Crónicas del breve reino. Se usa, por una parte, el fuerte arraigo a la conciencia histórica de los personajes, expresado en abundantes y muy logrados diálogos (Durán sentencia, por ejemplo: “El problema de Hispanoamérica es que todos se creen Napoleón, incluso Bolívar”5), pero en medio de la solidez que intenta emular el realismo (y que la novela de Páez pone en duda), se filtran grietas desconcertantes. Quizá la más significativa sea la presencia de Cosmo, un joven que, sin envejecer, se mueve sigilosamente a lo largo de las cuatro novelas, como una especie de viajero del tiempo. Páez ha dicho de él en una entrevista que no sabe quién es ni de donde vino, pero que siente por esta aérea criatura verdadera simpatía. Personalmente comparto esta opinión. Hay algo de Ariel en Cosme. Un Ariel entre maligno y juguetón. Rolando Galassi, el protagonista de la primera crónica y otro de los complotados en contra de Alfaro, va a conocer a Cosme en el páramo en una escena estrambótica en la que se mezcla lo onírico con una especie de paisaje entre bucólico y medieval. Rolando ha sido atacado y despierta para encontrarse ante una cueva. Entonces ve que un misterioso hombre arrastra a un muchacho: “-Perfecto- aceptó el hombre mientras tomaba un cuaderno para dibujar en él con una sanguina. Rojas imágenes fueron extendiéndose sobre la
página en blanco-. Así te quiero, Cosme, bello, casto y desnudo frente a este señor tan serio. Recuerda: eres el joven Sir Percival, quien ha enloquecido por causa de su pecado con el Grial, y busca redención con su tío, el anciano eremita del bosque.”5 Es como si dos universos paralelos coexistieran y de vez en cuando colisionaran. En un lugar se halla lo aparente, la “realidad real”, representada por el afán de un grupo de personajes que se unirán para enfrentar a quien consideran un tirano. Pero este es el reino de las apariencias porque sigilosamente se mueve una historia protagonizada por Cosme que hace las veces de un testigo intemporal que funge de ángel provocador. En la superficie se mueve Rolando (nombre que funciona como eco de un mundo heroico) y debe soportar la persecución de los antiguos amigos liberales. Ellos terminarán quemando su casa y obligándolo a protagonizar la conjura en contra de los Alfaro, pero más allá de los acontecimientos (siempre vertiginosos y variados) se debe notar que la novela de Páez privilegia a muchos extranjeros o descendientes de extranjeros a quienes convierte en protagonistas o en miradas renovadoras que colocan su luz en ángulos inusuales
de
un
mundo
acostumbrado
a
ser
retratado
desde
el
ensimismamiento. El Quito de Rolando es visto desde la casita rural donde éste vive, que es, también metonimia de su propia condición: Rolando Galassi es hijo de italianos y, además es guayaquileño. Hay que recordar que Páez le
ha asignado a su dios creador la nacionalidad de checo y, aunque no se especifica, los otros dos escritores interpuestos, igualmente son parias. A lo largo de toda la novela la mirada de quien ve por fuera se repite. Para ahondar el extrañamiento de estos testigos, Mademoiselle Satán es además prostituta, con lo cual su perspectiva sobre la ciudad y sus habitantes se hace aun más privilegiada. Es en el burdel que ella regenta en donde Rolando debe refugiarse. Con la ayuda de la mujer se disfraza de ciego y se dedica a la tarea de sembrar la cizaña que permitirá el linchamiento de Alfaro y sus aliados. La novela termina con Galassi asesinado en los momentos previos a que la turba viva el frenesí del ajusticiamiento. Pero la historia seguirá y sus caminos se signarán por una continuidad fatal. Los complotados han acordado que el guardia del penal deberá dejar abierta las puertas. El hombre se llama significativamente José Rojo y será el padre de un niño llamado Aquilino, el héroe de la segunda crónica. El epílogo de Rolando parodia lo que la Historia hace con las mínimas hazañas u horrores humanos: los convierte en imágenes míticas y solemnes. El pintor Uribe dejará para la posteridad el rostro muerto de Rolando transfigurada en Orlando Furioso, “quien ha perdido su bruñida armadura y con ella la paz, la razón y la virtud; y vaga por selvas, por desiertos y por ciudades, estragando haciendas, corazones y esperanzas”. Cosme está a su
lado como un “doncel delicado y suave”6. El fracaso de Rolando será el fracaso de la imaginaria nación. Su traición, y la traición de sus víctimas signarán el tiempo venidero como si de una maldición se tratase. Rolando y Alfaro serán las sombras tutelares del permanente engaño, de las luchas y la codicia que la novela de Páez presentará como farsas inacabables y cada vez más absurdas. En este Orlando maldito hay un eco del Orlando, de Virginia Woolf que viaja a través de las eras y es también aficionado a los reinos imaginarios, a las aventuras llenas de conspiraciones y romance, y es un ser andrógino como el Cosme, de Páez. Como su asombrosa novela.
NOTAS 1 Santiago Páez, Crónicas del breve reino, Rolando, Alfaguara, Madrid, 2009, p. 319. 2 Ibid., p. 318. 3 Ibid., p. 320. 4 Ibid., p. 332. 5 Ibid., p. 335. 6 Ibid., p. 337.
7 Ibid., p. 470.