ARTÍCULOS ANTONIO GARCIA-TREVIJANO GARCIA-TREVIJANO
EL INDEPENDIENTE 1989-1990
CARTAS CARTAS DE ULTRATUMBA al escritor escritor Manuel Vicent ................ ......................... ................. ................ ................ .......... .. 3 CARTAS DE ULTRATUMBA al diputado Olmos ........................................... .................... .......................................... ................... 5 CARTAS DE ULTRATUMBA al diputado diputado Piñeiro...................................................... Piñeiro............................... .............................. ....... 7 LA TOMA DE LA BASTILLA................................... BASTILLA................ .......................................... ............................................. ...................... ........... 9 GANSOS SOBRE LA RUTA DEL ESTADO ESTADO ................ ......................... .................. ................. ................ ................ ................ ........... ... 17 MONOS DE ZARATUSTRA ZARATUSTRA ................ ......................... .................. ................. ................ ................ ................ ................. .................. ............... ...... 19 MUJERES EN MARCHA .......................................... ...................... .......................................... ........................................... ............................... .......... 21 DE LA INMORALIDAD INMORALIDAD POLÍTICA A LA CORRUPCIÓN ECONÓMICA....................... ECONÓMICA............................. ...... 24 LA INMORALIDAD INMORALIDAD POLÍTICA COMO FACTOR DE GOBIERNO...................................... GOBIERNO.................... .................. 26 LICENCIAS DE UN ESCRITOR .......................................... ..................... ........................................... ........................................ .................... .. 29
CARTAS CARTAS DE ULTRATUMBA al escritor escritor Manuel Vicent ................ ......................... ................. ................ ................ .......... .. 3 CARTAS DE ULTRATUMBA al diputado Olmos ........................................... .................... .......................................... ................... 5 CARTAS DE ULTRATUMBA al diputado diputado Piñeiro...................................................... Piñeiro............................... .............................. ....... 7 LA TOMA DE LA BASTILLA................................... BASTILLA................ .......................................... ............................................. ...................... ........... 9 GANSOS SOBRE LA RUTA DEL ESTADO ESTADO ................ ......................... .................. ................. ................ ................ ................ ........... ... 17 MONOS DE ZARATUSTRA ZARATUSTRA ................ ......................... .................. ................. ................ ................ ................ ................. .................. ............... ...... 19 MUJERES EN MARCHA .......................................... ...................... .......................................... ........................................... ............................... .......... 21 DE LA INMORALIDAD INMORALIDAD POLÍTICA A LA CORRUPCIÓN ECONÓMICA....................... ECONÓMICA............................. ...... 24 LA INMORALIDAD INMORALIDAD POLÍTICA COMO FACTOR DE GOBIERNO...................................... GOBIERNO.................... .................. 26 LICENCIAS DE UN ESCRITOR .......................................... ..................... ........................................... ........................................ .................... .. 29
CARTAS DE ULTRATUMBA AL ESCRITOR MANUEL VICENT
EL INDEPENDIENTE, JUNIO DE 1989 ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO De Henry David Thoreau al escritor Manuel Vicent Ciudadano y compañero: Un siglo de historia y la barrera entre la vida y la muerte nos separan. Pero nos unen ideas e intereses que, por ser naturales, no mueren. Te confieso que cuando vuelvo la vista a vuestro mundo, no me parece ser la tierra donde viví junto al lago Walden, en el corazón de los bosques de Nueva Inglaterra. Entonces la revolución industrial estaba aún lejos de acercarse al riesgo suicida de aniquilación de la naturaleza que vuestros partidos verdes tratan de alejar. Yo mismo, refractario a la tecnología, le rendí tributo al extasiarme ante el espectáculo del tren que surca veloz el paisaje dejando tras de sí una estela de vapor transfigurada en oro por los rayos del sol; o al cantar la épica de los grandes troncos que derriba el hacha del hombre y son luego transportados a fábricas y talleres, para cumplir su destino como mástiles de airosos navíos. En cualquier caso, mi voluntad de retirarme a la escondida cabaña de Walden respondía al propósito de demostrarme a mí mismo y a los demás que son muchas las cosas de las que puede prescindir un hombre sin por eso disminuir sino, por el contrario, aumentar muy crecidamente el disfrute de su felicidad. En compañía de pájaros, ardillas, ranas y otros animales, sin más ruidos que los naturales del bosque, tenía de vez en cuando ocasión de compartir mis palabras, mi comida, mis utensilios de pesca y hasta mis libros, con tramperos, exploradores, indios y antiguos vecinos que se arriesgaban a visitarme. Pero quizás estos recuerdos despierten en ti la sospecha de que quiero hablarte de ecología. No es así. Tu artículo “La firma”, en que te niegas a llevar un cirio en el cortejo fúnebre para enterrar un cadáver político en Europa, ha impresionado al ministro de Recursos Mentales de nuestra República, el barón de Montesquieu. Animado por la independencia de espíritu que revela ese NO de un consagrado escritor en un reino que sujeta la inteligencia y el disentimiento, me ha ordenado que te transmita su “consideración” –sentimiento que, como sabes, sitúa por encima del respeto- y que me ponga a vuestra disposición como director del Departamento de Desobediencia Civil a Gobiernos Propios, por si pudiera ser de utilidad en esa envenenada atmósfera en que políticos de lista y cerebros alquilados han envuelto la campaña electoral para el Parlamento Europeo. La desobediencia civil ha tenido siempre mala prensa. Y para los políticos que sólo pretenden perpetuarse en el poder, es un crimen execrable. Sin embargo, si se lo mira con los ojos del sentido común, el fundamento democrático de esta actividad no puede ser más simple. Es un principio evidente que quien se precie de demócrata debe estar dispuesto a obedecer al gobierno legítimo de la mayoría. Pero no es menos evidente “la razón práctica de por qué el pueblo permite que una mayoría gobierne y continúe haciéndolo así durante un largo período de tiempo”. Esta razón “no responde al hecho de que los componentes de dicha mayoría sean más capaces de encontrarse en posesión de la verdad, sino a que son físicamente los más fuertes”, por más numerosos. Naturalmente, nada hay de insensato en suponer que un Gobierno mayoritario acierte la mayor parte de las veces. Pero ninguna mayoría, por absoluta que sea, es infalible. ¿Qué hacer cuando el comportamiento o los dictámenes de la mayoría que gobierna son manifiestamente injustos? “¿Debe rendir el ciudadano su conciencia, siquiera un momento, o en el grado más mínimo, al legislador?” ¿No se impone en tales casos, con toda la evidencia del d el sentido común, la idea de que “debiéramos ser hombres primero y súbditos después”? La diferencia entre las leyes dictadas por la naturaleza y las dictadas por los hombres es que a éstas, cuando son injustas, debemos responder negándonos a obedecerlas. ¿Acaso no fue un saludable y decisivo acto de Desobediencia Civil la pacífica protesta general de los ciudadanos españoles el 14 de diciembre ante la prepotencia, desmanes, mentiras e incumplimientos de su Gobierno de mayoría absoluta? Si éste es el sencillo fundamento moral de la desobediencia civil activa a una ley injusta, más
fácil resulta ver el fundamento democrático de la desobediencia civil pasiva a un deber político imposible de cumplir en conciencia, como es el de votar sin saber bien a qué ni a quién en unas elecciones cuyo resultado, en definitiva, dejaría igual al pueblo. Las decisiones del Parlamento Europeo no cambiarán un adarme por el hecho banal de que los allí decididores cuenten con el bulto de unos diputados españoles de lista para elevar el ruido de los aplausos. Otra cosa sería si España hubiera ingresado en la Comunidad Europea para hacer oír su propia voz en lugar de ecos homologables de voces alemanas. Ante el bochorno de la ausencia de preparación, carácter e independencia frente a partidos más fuertes y más conscientes de los intereses mercantiles y nacionales que hegemonizan la política comunitaria, más valdría que sólo votaran los funcionarios y familiares de quienes, a falta de otras competencias útiles a la sociedad, se han especializado en la ocupación del erario público. La cuestión de votar o no votar se ha tornado además en un serio dilema porque vuestros políticos han caído en su propia trampa. Utilizando el sofisma de que el pueblo español no estaba maduro para la democracia, los partidos políticos de la transición os impusieron un sistema electoral que les permite reírse de la voluntad de los electores mediante el tráfico y la prostitución de escaños. El tiempo ha demostrado que quien no está madura para la democracia no es la ciudadanía española, sino la clase política que la desilusiona y desencanta. O por decirlo de una manera más realista: si los pueblos han de luchar siempre para obtener la plenitud de sus libertades, es porque las dictaduras y las oligarquías siempre se la negarán, en todo o en parte. La historia ha evidenciado que jamás ha existido un dictador maduro para ejercer la monocracia ni una clase política para gobernar responsablemente una oligocracia, como lo ilustra la transición española. Frente a la tesis oficialista de que la corrupción está en las personas y no en las instituciones, basta llamar la atención sobre el hecho de que si un diputado se beneficia con la prostitución de su escaño, es porque un partido se lo compra, con lo cual el desmán no sólo es personal. Para que el tránsfuga prospere, ha de haber un colectivo político o partido corruptor que consume el fraude al electorado. En el caso modélico del Tránsfuga Mayor del Reino, el Gran Corruptor fue el partido de vuestro Gobierno mortal, cuyo Presidente, en uno de sus habituales alardes de honestidad, “castigó” aquella felonía nombrando a su autor ministro de Asuntos Exteriores. Por otra parte, si el intento de soborno es algo que hay que probar y que puede ser castigado por los jueces, el transfugismo es algo que está ya más que probado y que un diputado puede seguir cometiendo con la más absoluta impunidad, porque lo ampara una ley electoral que, en la medida en que lo ampara, es moralmente corrupta. Los partidos que ahora se quejan de los defectos de esa ley, no lo hacen porque les duela haber traicionado con ella al pueblo, sino porque, descubierta su trampa, necesitan reformarla para continuar defraudándolo con listas desbloqueadas o incluso abiertas. Ningún colectivo político que se haya beneficiado del tráfico antidemocrático de escaños tiene ahora autoridad moral para pedir sus votos a los españoles. Falto de protección institucional en esta cuestión esencial para la existencia misma de la democracia, no le queda otra opción al pueblo español que responsabilizarse de su autodefensa mediante una campaña de desobediencia civil a una ley que debe ser cambiada. Permíteme, amigo Vicent, sacar de tu artículo la consecuencia de que si es grotesco acompañar a un muerto a Europa, más perjudicial os resultaría instalar allí a vuestra costa a unos “vivos”. Yo pienso y sostengo que cuando un ciudadano no puede votar con la seguridad de que no se traficará impunemente con su voto y éste es inútil para sus intereses, no debe votar. O mejor: debe No votar. Esto es lo que enseña el sentido común. Eternamente.
CARTAS DE ULTRATUMBA AL DIPUTADO OLMOS
EL INDEPENDIENTE, JUNIO DE 1989 ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO De Tomás Paine al diputado Olmos Ciudadano diputado: Todo en vosotros asombra a mi República. Ayer era, con Piñeiro, vuestro extraño modo de opinar en cuestiones de representación política, hoy es, contigo, la singular manera de juzgar asuntos de índole moral. Pero lo más asombroso es que ambos, el efecto Piñeiro y el efecto Olmos, procediendo de causas opuestas, concurren a producir un mismo resultado político. Sabéis convertir la amalgama de aberración doctrinal y caos ético en método de conservación del gobierno. Es curiosa la rara habilidad de los españoles para hacer que el poder político dure más que la fuerza social que lo establece. Desaparecida o disminuida ésta, aquél permanece. La máxima “un gobierno que se sostiene es un gobierno que cae” no ha sido extraída de vuestra experiencia. La historia moderna de España es la de una gobernación política basada más en el sostén de la apariencia que en el de la realidad social. Por ello permanecéis absortos, desde hace más de un siglo, ante la sima abierta entre la España real, la del 14-D, y la España oficial, la del Gobierno. En ningún otro país europeo se produce el fenómeno de que la opinión social esté tanto tiempo separada de la opinión política. El vértigo de este abismo produce vuestra fascinación social ante el poder. El sentido común no tiene fácil cabida en esta mística de la autoridad. La inexperiencia en asuntos de gobierno dio rienda suelta a la expresión de mi pensamiento en la carta al diputado Piñeiro. El clan “rusoniano” reaccionó inmediatamente pidiendo a Rousseau que aclarase su doctrina y exigiese mi cese como director de Sentido Común, por haber utilizado la ignorancia de los padres españoles de la patria como pretexto para desacreditar el “rusoísmo”. El orgullo del genio paraliza la acción colectiva de los intelectuales: “he dicho verdades a los hombres, las han tomado mal, no diré nada más”. El silencio del talento, si pudiendo hablar no lo hace, es signo de complicidad con el poder. El clan “rusoniano” se ha dirigido entonces a mi amigo mortal y enemigo inmortal, el “rusoísta” Sieyès, para que culpe a los hombres, y no a las instituciones, del desorden moral de España. El hábil eclesiástico ha visto una oportunidad de oro, como las vio materialmente en su otra vida, para lanzar a la publicidad uno de sus famosos lemas: “han querido ser libres y no saben ser justos”. Con esta propaganda pretende evitar que la corrupción de la clase política salpique a las instituciones. Vuestro vicepresidente del Gobierno mortal y sus corifeos de intelecto alquilado están ya repitiendo este eslogan. Pero son las instituciones, y no los hombres, quienes impiden observar en la vida pública los criterios de sentido común generalmente aceptados en las relaciones privadas. Esta verdad nos fue revelada por el inmortal Dante: “el mundo ha devenido malo porque está mal gobernado y no porque vuestra naturaleza esté corrompida”. Desde entonces, la historia enseña que los hombres quieren ser iguales y las instituciones no saben o no quieren hacerlos libres. Después de la igualdad en la servidumbre de la dictadura os han dado, a los españoles, la institución de la igualdad ante las urnas, en lugar de la libertad de elección de mandatarios y programas, retenida por media docena de personas, que otorgan hoy las diputaciones como antes una sola otorgaba las procuraciones. Habéis progresado pasando de la monocracia a la oligocracia, que es antesala de la democracia. En mi República el poder político pertenece a los señores ciudadanos, y éstos eligen como administradores a los candidatos unipersonales más votados en cada circunscripción. En vuestro reino mortal el poder político pertenece a varios señores de diputados que, separadamente, designan a sus respectivos funcionarios en listas cerradas y, conjuntamente, piden al pueblo que haga el reparto de las cuotas de poder a cada señor de diputados. En mi patria republicana los ciudadanos confían el poder a sus administradores. En tu reino mortal los gobernados confían en el poder de los señores diputados. Confiar el poder o confiar en el poder. He ahí la diferencia entre un alma libre y un espíritu servil. Las instituciones
republicanas conducen a la responsabilidad de los administradores. Las vuestras, de origen feudal, a la irresponsabilidad del señor y de los señores diputados. La corrupción está inscrita en el código genético de vuestras instituciones políticas, porque los diputados no tenéis relación alguna con el elector, quien solamente elige la cuota de diputación nacional que debe tener cada señor-partido. Así, la relación que te une a IU es institucionalmente de vasallaje. El cumplimiento de tu deber de lealtad tiene que permanecer en el anonimato para no ser ridículo o sospechoso. Ir más allá de lo que el deber reclama puede ser heroísmo. La mayoría de las veces conduce a la idiotez o a la imprudencia. Ahora, sólo ahora, el sentido común nos dirá si tu denuncia del comisionista-tentador ha sido idiotez, imprudencia política, o acto heroico, como tú y los favorecidos por ella pretendéis. ¿Era necesaria tu denuncia para salvar la reputación de IU? Evidentemente no. La tiene inmejorable. Sospechas y rumores de corrupción sólo se levantan contra los poderosos. Tu señor IU no tiene más patrimonio que, atrás, un pasado heroico que le curva la espalda y, delante, un paisaje bellísimo de honradez y desinterés material de sus afiliados y dirigentes. Absolutamente nadie ha puesto en duda que IU pueda ser corrompida por dinero. Puede corromperse políticamente, como creo que está. Pero moralmente, no y mil veces no. ¿Era adecuada para salvar tu reputación? Evidentemente no. Por definición carecías de reputación propia. Tenías la buena reputación moral que tiene IU. Bastaba que hubieras rechazado la ilícita propuesta, con indignada firmeza o con elegante ironía, si fueras capaz de ella, para que el asunto sólo mereciera un informe a tu partido sobre el significado sintomático de que un empresario crea que se puede corromper incluso a los diputados de IU. ¿Por qué entonces el exceso en tu conducta? ¿Por el altruismo de proteger a toda la clase política? Absurdo. Has asegurado que el 100 por 100 de los diputados obraría como tú. Pero entonces, si no hay diputados corruptibles no hay peligro corruptor. Eres un político de izquierda acostumbrado a pensar en las causas sociales de los comportamientos individuales. No crees en la caridad como solución de la pobreza, ni en la persecución ciudadana como solución de la delincuencia. Y, sin embargo, has seguido, coqueteado, registrado, denunciado, juzgado, condenado y ejecutado en la plaza pública a una persona. Has montado con otros cómplices el cebo y la trampa para producir de forma ilícita la situación que deseabas denunciar. Has perseguido a un individuo de dudosa moralidad, cometiendo varios atentados criminales contra sus derechos, como un cazador furtivo que acecha, tiende el cepo y atrapa a su presa. Y encima presumes de tu “bella” acción. Tu insensibilidad moral no puede fundar una acción heroica o cívica. Y eliminado el celo moral en tu motivación, no queda más que estrategia de partido. Pero IU no merece sufrir el daño de la idiota imprudencia de unos políticos irresponsables. Esta es la situación irremediable: o IU hace suya la violación del derecho de Fraga a su honra, objetivo político de tu denuncia para salvar a Leguina, o tiene que expulsar a todos los implicados en esta infamia. Para vencer políticamente a Fraga, incluso en este régimen oligárquico, bastaba exigirle explicación pública de las numerosas violaciones de derechos humanos que cometió como ministro protagonista de la represión física y moral de la dictadura. Pero atentar contra sus propios derechos, mezclarlo en un episodio de corrupción económica para anular el perjuicio del “piñeirismo” al PSOE, eso, esa vileza jamás la puede hacer un demócrata ni una persona de bien. Es muy posible que IU no sepa o no quiera reaccionar con la energía que la situación exige, pero la sospecha de una sucia maniobra política de IU a favor del PSOE está públicamente fundada. Eternamente.
CARTAS DE ULTRATUMBA AL DIPUTADO PIÑEIRO
EL INDEPENDIENTE, JUNIO DE 1989 ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO De Tomás Paine al diputado Piñeiro Ciudadano diputado: Hace poco tiempo que resido en la democrática república de los inmortales, donde acabo de asumir la responsabilidad de dirigir el Departamento de Sentido Común, el menos burocrático de todos los que integran el Ministerio de Recursos Mentales. Durante un brevísimo periodo de dos siglos, este ministerio estuvo presidido por J. J. Rousseau. Pero las constantes quejas de los pragmáticos anglosajones y de los positivistas europeos provocaron la dimisión del ministro y la de todos sus directores generales, entre ellos la del todopoderoso Carlos Marx. Por votación directa de todos los ciudadanos de la República ha sido elegido titular de este importante ministerio el barón de Montesquieu, quien ha procurado, con mi designación, cerrar el paso a las exageradas aspiraciones del partido francés. El caso es que el aristócrata Montesquieu está muy agradecido a España, y en especial a Sevilla, por haberle permitido descubrir el origen de la miseria de este pueblo en la quimera monetaria del comercio con las Indias, que aún perpetúa simbólicamente la Torre del Oro, y realmente el Banco de España. De este germen brotó luego “El espíritu de las leyes”, obra que goza de gran predicamento, como era de suponer, en esta República tan espiritual. Por este motivo el ministro me encomendó, como primer servicio, que regalase a los españoles, y en particular a los sevillanos, lo que a su juicio yo tengo en abundancia y ellos más necesitan: sentido común. Este capricho del poder me pareció un despropósito que contrariaba, además, mi vehemente deseo de impedir a tiempo que la introducción de las libertades en los sistemas socialistas burocráticos, conduzca a una reconstitución liberal de las oligarquías. Consideré absurdo regalar sentido común a unos políticos, como los españoles, que habían sido capaces de concebir y organizar un pragmatismo que ningún anglosajón pudo siquiera imaginar: convertir la abstracta metafísica de la voluntad general y de la soberanía popular en concreto y lucrativo negocio personal. Incluso insinué a Montesquieu que no merecían tal donación por la ingratitud del clan sevillano, que le había injuriado con la mayor de las ofensas que cabe inferir a un inmortal. Pero todo fue inútil. En cuanto comenzó a hablar la superioridad mental, única autoridad que aquí reconocemos, tuve que inclinarme. El clima de Sevilla disculpaba la ofensa del clan sevillano. Las distintas circunstancias de la reforma constitucional inglesa y de la independencia americana, con relación a las de la Revolución Francesa, explicaban el empleo de la metafísica, en lugar del sentido común, en las constituciones latinas. Aunque, si he de decir la verdad, sólo la última razón fue para mí decisiva: Hungría y otros países del Este están mirando como modelo la transición española, a pesar de su fracasada exportación a Brasil y Argentina. Obedeciendo, pues, a mi superior, que me despidió diciendo no olvides que “democracia es amor a la igualdad”, acabo de llegar a este pequeño lugar, que vosotros llamáis “este país” y nosotros España, con la esperanza de introducir un poco de sentido común en vuestras raras costumbres políticas, y de impedir que vuestro comportamiento político pueda servir de norma de conducta universal. Sobre este último aspecto tengo la suerte de contar con el apoyo de Kant, que me ha procurado valiosos informes sobre el origen de la incapacidad de los españoles para entender su imperativo categórico, y sobre la causa del prestigio internacional del modelo de transición, que sólo es una cuestión de propaganda de las potencias (aquí seguimos llamando así a los arcaicos Estados nacionales europeos) que se lo han impuesto a España. Especialmente Alemania no soportaba la idea de que un pueblo europeo lograra desembarazarse del totalitarismo sin intervención de fuerzas armadas extranjeras, y pudiera negociar desde esa situación de superioridad moral su entrada en el Mercado Común. Tanto repugna a Kant la fórmula del consenso entre totalitarios y demócratas, impuesta por Willy Brandt, Helmud Schmidt y Henry Kissinger a sus homologables alumnos españoles, que piensa vetarlos cuando soliciten su ingreso en nuestra República. La influencia de Kant sigue siendo tan grande en estas cuestiones morales que mucho me temo ver a estos tres políticos vagando
eternamente como almas en pena en pos de la gloria sin poder entrar jamás en ella. Te ruego, diputado Piñeiro, que disculpes la intromisión de este espíritu desconocido, debida no más (no puedo evitar el uso de este gracioso giro de idioma que aprendí de Miranda) a mi mandato imperativo de aclarar el “caso Piñeiro”, que trasciende a tu persona. Por cierto, antes de salir de mi República solicité consejo al asesor de asuntos hispanos, el inmortal Ortega, a quien no pude sonsacar más que un enigmático “no es esto”, “no es esto”. Con tan escasa ayuda sólo puedo confiar en mi sentido común para enfocar correctamente el complejo problema que has planteado a tus compatriotas. En primer lugar, políticos, periodistas e intelectuales, te culpan de haber arruinado, con tu apropiación de la soberanía popular, a la clase política y al sistema que vosotros llamáis democrático, pero que en mi República no lo consideramos así. Tu respuesta a esta acusación debe ser la misma que da mi jefe Montesquieu a quienes explican la Historia por anécdotas: “Si el azar de una traición personal, es decir, una causa particular, arruina a un sistema político, existe una causa general que hace que el sistema deba perecer con una sola traición personal”. El Presidente de vuestro Gobierno mortal ha tenido que reconocer públicamente que la Constitución ampara y protege tu apropiación de la soberanía popular, es decir, ha reconocido que una causa general piñeirista debe necesariamente producir piñeirismo como efecto. Tú no eres causa de nada. Sólo eres efecto de la Constitución que te ha engendrado. Quien no quiera el efecto, que suprima la causa. Mientras la Constitución no cambie, tú no tienes que cambiar. Este es nuestro sentido común. En segundo lugar, la acusación lanzada contra ti es falsa. Los mortales tenéis una sentencia de justicia popular, que aquí usamos mucho para perdonar eternamente a los plagiarios de segunda mano, según la cual el ladrón de un ladrón tiene cien años de perdón. Tú no has podido robar soberanía a quien no la tiene. Cuando está prohibido el mandato imperativo de los electores, como dice vuestra Constitución, y cuando la votación se hace por el sistema de listas, abiertas o cerradas, como dice vuestra ley electoral, la soberanía reside en los dirigentes de los partidos políticos, que con estos mecanismos tecnológicos la usurpan a los electores. Tú has robado soberanía a un partido de derechas para venderla a otro partido de derechas. El elector ni gana ni pierde. Estaba usurpado y sigue usurpado. Esto es para nosotros sentido común. El Presidente de vuestro Gobierno mortal engaña a los electores al decir que de ellos depende, no votando en las próximas elecciones a Piñeiro, acabar con el piñeirismo. No es verdad. Con vuestra Constitución y con vuestra ley electoral habrá siempre compraventa de escaños porque es de sentido común que así sea. Vuestro antiguo caciquismo compraba a los electores. El moderno, mucho más eficaz, compra a los elegidos. Esta es la diferencia entre vuestras antiguas instituciones liberales y vuestra actual posmodernidad neoliberal. Pero en tu caso personal concurre una circunstancia que justifica por sí sola mi intervención y tu probable absolución. Sólo el azar te ha colocado en la rara y excepcional situación de poder identificarte como el diputado “más uno” (+1) que da la mayoría en caso de empate, es decir, que da la soberanía. Desde el momento en que te identificas como el diputado “más uno” te ha pasado lo mismo que a todos los que, por cualquier razón humana o divina, se han encontrado investidos de soberanía: te has sentido soberano. Como tal, puedes darle el poder a uno u otro partido y, siendo la soberanía una e indivisible, también puedes quedarte con ella. Toda la clase política y todo el sistema constitucional descansan sobre la misma opinión que tú tienes de ti mismo y de la soberanía. Por ello te digo que si has arruinado a la clase política y al sistema constitucional es porque ambos son, como tú, víctimas de Rousseau y verdugos de electores. Es de sentido común que un sistema así concebido se desmorone tanto más de prisa cuanto más perfeccione su funcionamiento. La reforma de la ley electoral, cambiando las listas cerradas por listas abiertas, precipitará su caída porque disminuirá el poder coactivo de los dirigentes de partido sobre los candidatos, sin aumentar un ápice la confianza del elector. Si necesitas más aclaraciones no dudes en invocarme por el procedimiento normal entre mortales de escribir al director de este periódico, indicando en el sobre “a la atención del inmortal Paine”. Eternamente.
LA TOMA DE LA BASTILLA
EL INDEPENDIENTE. JULIO DE 1989 ANTONIO GARCÍA TREVIJANO. Golpe feudal de Luis XVI En un ambiente social de “fermentación universal”, como se decía entonces, la situación política en Francia, a principios de julio de 1789, estaba ya lejos del entusiasmo de consenso que abrió, dos meses antes, la reunión de los Estados Generales. La doblez del monarca y el natural egoísmo de la nobleza y del clero retardaron la reunión de los diputados en una sola asamblea. El Estado absoluto se oponía a las reformas exigidas por una nación convocada para expresarlas. Los diputados del Tercer Estado, confiados en la fuerza de su razón teórica, retaron a la nobleza y al clero constituyéndose ellos solos en Asamblea Nacional. En una sesión tormentosa, que terminó el 17 de junio, la diputación común se atribuyó la soberanía nacional y dictó habilísimas leyes que declaraban nulos los impuestos y ponían a la nación en garantía de la deuda pública del Estado. El guante de tan singular desafío tuvo que ser recogido por el propio rey. Por primera y última vez Luis XVI habló clara y libremente. La sesión real de 23 de junio marcó los límites de las reformas aceptables: libertad individual y de prensa, descentralización administrativa, aprobación por los Estados Generales de los impuestos y de la deuda pública, igualdad fiscal si la aceptasen los órdenes privilegiados. Luis XVI declaró intangibles “los asuntos referentes a los derechos antiguos y constitucionales de los tres órdenes, la forma de dar constitución a los próximos Estados Generales, las propiedades feudales y señoriales, los derechos útiles y las prerrogativas honoríficas de los dos primeros órdenes”. Confirmó el privilegio de la casta aristocrática para el acceso al mando militar, y aumentó el poder de la jerarquía eclesiástica en todo lo referente a la religión. En consecuencia, declaró inconstitucionales las decisiones de la Asamblea Nacional y amenazó con disolver los Estados, y gobernar en autócrata, si no era obedecido. “Si me abandonáis en esta bella empresa sólo yo haré el bien de mis pueblos, sólo yo me consideraré su verdadero representante”. Este golpe feudal del monarca fue decorado dentro del salón con la ausencia del ministro Necker y fuera del palacio con la presencia del aparato militar. Los diputados comunes trataron en vano de disimular su derrota. “Estamos aquí por la fuerza del pueblo y sólo nos moverá la fuerza de las bayonetas” (Mirabeau). “Somos hoy lo que éramos ayer, deliberemos” (Sieyès). La fermentación que produjo en París la noticia del golpe de fuerza del rey estalló el día 25 en tres frentes revolucionarios. El frente burgués se organizó en el Hotel de la Ville. Los 407 electores que habían elegido a los diputados derrotados en Versalles tomaron su relevo. El frente militar se estableció en los cuarteles de la Guardia francesa, donde los soldados permanecían retenidos desde el desafío de la Asamblea Nacional. El frente popular se concentró en el Palais Royal, donde una abigarrada multitud acudía para seguir los acontecimientos de Versalles y escuchar las inflamadas arengas de jóvenes periodistas como el prematuro republicano Camilo Desmoulins. Nada más conocer el golpe feudal del monarca los 407 electores quebrantaron la prohibición de reunirse. Los más radicales, Bonneville (traductor de Shakespeare) y el periodista Carra, consiguieron la aprobación de su agenda: organizar una guardia burguesa, constituir una verdadera comuna municipal electiva y anual, y dirigirse al rey pidiendo el alejamiento de las tropas y la libertad de la Asamblea. Negando la oficialidad a quienes iban a ser los más grandes generales de la historia militar de Francia, el golpe de Luis XVI provocó la indisciplina en el Ejército. Los guardias franceses
rehusaron el servicio en varios regimientos, y centenares de soldados salieron de los cuarteles para acudir al Palais Royal. Aclamados y agasajados por la multitud prometieron no obedecer órdenes contrarias a las de la Asamblea Nacional si los regimientos alemanes y suizos entraban en París. Esta intensa agitación de la capital y la manipulación del duque de Orleans, que aspiraba a ser lugarteniente del Reino, empujaron al bajo clero y a la facción liberal de la nobleza a los brazos de los comunes. La inutilidad de mantener ya la separación indujo a Luis XVI a ordenar el 27 de junio al resto de la nobleza y de la jerarquía eclesiástica que se integraran también en la Asamblea Nacional. Fracasada su batalla política, el rey concentró su estrategia contrarrevolucionaria en el golpe militar que había empezado a preparar el día anterior, con la orden a seis regimientos suizos y alemanes de marchar sobre París. La mayoría de los historiadores considera el período transcurrido desde el 5 de mayo, en que se inauguran los Estados Generales, hasta el 27 de junio, en que triunfa la tesis jurídica de los comunes, como el primer paso de un solo y único movimiento revolucionario de la burguesía contra el feudalismo. Hoy ha perdido vigencia el mito de la Revolución como bloque histórico. Modernos historiadores tratan a este primer período como una discontinuidad histórica con suficiente entramado para constituir una revolución autónoma, la de los abogados. La verdad, sin embargo, es muy otra. Sea cual sea el concepto que se tenga de reforma o de revolución, antes del 27 de junio no se dieron ni la una ni la otra. Sólo existió una batalla política. La del ministerio Necker contra la nobleza y el clero. El aliado de los privilegiados en esta batalla fue la Corte. El de Necker, el Tercer Estado. El ministro obtuvo del rey que duplicara el número de diputados comunes para igualarlos con la suma de los dos privilegiados. En la situación prevista, el arbitraje correspondería a la facción liberal de la nobleza encabezada por el duque de Orleans. Lo sorprendente, dada la voluntad real de igualar los votos, fue la negativa de la nobleza y el clero a reunirse con los comunes y la mala fe de Luis XVI al apoyarlos en su pretensión de votar por órdenes separados. Es extraño, es incomprensible que un hombre de la cultura y experiencia de Necker no se percatara de la causa de su fracaso. Varios años después se dolía de que, siendo el problema del déficit el que había convocado a los Estados y habiendo él encontrado la solución, los comunes recibieran con tanta frialdad su discurso de 5 de mayo. El Tercer Estado era aliado natural de Necker en un proyecto de reformas liberales y de igualdad de derechos, pero no de un ministro del Estado absoluto que tuviera la habilidad de resolver, él solo, el problema financiero sin necesidad de alterar la jerarquía social. El déficit del Estado era el tesoro de la nación, es decir, de la Revolución. Sin déficit, la reforma constitucional no era necesaria al Estado. Sin déficit, Luis XVI no necesitaba ya los Estados Generales salvo para aprobar el plan técnico de su ministro. El cambio de opinión del rey, que grandes historiadores atribuyen a su carácter mudable o influenciable, revela más bien una mayor sagacidad para percibir lo que su ingenuo primer ministro no vio: si con manipulaciones técnicas el déficit quedó reducido a 56 millones y la necesidad de un préstamo a 80, ¿por qué afrontar el riesgo de una reforma institucional? El clima de libertad de expresión en la redacción de los “cahiers de doleances” y en las elecciones, que había propiciado el propio monarca, hicieron imposible la solución tecnocrática de la crisis. La fuerza política de los comunes, su probabilidad razonable de alcanzar por consenso una reforma liberal del “ancien règime”, estaba precisamente en la permanencia del déficit. El éxito técnico del banquero fue la causa indefectible del fracaso político del ministro. La solución financiera convirtió la polémica en un pretexto que consumió un tiempo precioso en discusiones jurídicas que la situación de miseria social y de esperanza política no podían gastar sin mudar el consenso inicial en frustración revolucionaria. El tema legalista del voto por cabeza pasó a ser la primera consigna revolucionaria.
En el combate por el voto individual la buena fe, el derecho estaban con los comunes. Pero el liderazgo no correspondió a los abogados (Mounier, Targuet, Barnave), sino al vizconde de Mirabeau y al abate Sieyès. El gran momento tampoco fue el día del juramento ni el de las frases brillantes, sino ese 17 de junio en que Sieyès impuso una doctrina que usurpaba la soberanía no sólo al monarca, por eso le siguieron los comunes, sino a sus propios electores, de lo que no fueron conscientes los diputados que se opusieron para no provocar al soberano real. La batalla política de palacio, perdida por Necker y la nobleza, fue ganada por la reina y la jerarquía clerical. La batalla jurídica terminó en una extraña victoria del Tercer Estado el día 27 de junio; a partir de este día se acabaron sus posibilidades de liderazgo. Reunidos en una sola Asamblea con toda la nobleza y todo el clero, la relación de fuerzas daba la iniciativa a la facción liberal de la gran aristocracia. Le pasó a la Asamblea lo mismo que a Necker. Su éxito especial acabó con su potencia y prestigio general. En breve, lo que realmente sucedió en este período inicial fue: un “cambio gótico” en las instituciones, que dejó resentida a la nobleza; una preparación militar de la contrarrevolución, que dejó encantada a la Corte; una preparación insurreccional de la defensa ciudadana de París, que dio la alternativa política al cuerpo de electores burgueses; y una reunión común en Asamblea Nacional, que bloqueó a “los comunes” y dio a la gran aristocracia la posibilidad de un desquite que debilitara al trono en su provecho. Las jornadas siguientes hasta la toma de la Bastilla van a madurar la conciencia de un frente burgués revolucionario, democrático y municipal, que será desviado de su curso el día 14 de julio por un error de entusiasta inocencia y por la impunidad de un crimen atrozmente legitimado. Mirabeau o el contrarrevolucionario La incomprensión habitual de los intelectuales del fenómeno del poder, su fascinación ante quienes lo protagonizan no pueden dejar de afectar a la visión de unos acontecimientos tan llenos de enigmas como los ocurridos en 1789, y de un personaje tan equívoco y complejo como el vizconde de Mirabeau. Ni la Revolución Francesa fue los que nos cuentan hoy los historiadores del bicentenario, ni la toma de la Bastilla tuvo significación histórica el día 14, ni Mirabeau puede servirnos de arquetipo para definir, como hizo Ortega, al hombre político. A lo sumo puede ser considerado como el más resplandeciente espécimen de esa clase política, tan actual, que se instala en la revolución para hacer la contrarrevolución, o sea, en la izquierda para hacer la política de la derecha. Cuando se trata de conocer la historia real hay que tener la modestia de dejar hablar ante todo a los acontecimientos. Para captar a Mirabeau hay que observarlo en ese momento decisivo para Europa en que tradición y revolución se unen en Asamblea Nacional. La jornada del 27 de junio fue crucial para el porvenir de la Revolución. Aparentemente simboliza el triunfo de los representantes del estado llano en su pretensión de votar por cabeza en una sola Asamblea. Realmente señala el momento de la traición de los diputados a sus electores, a la causa de la libertad. Es ley histórica del consenso. El eufórico optimismo de la victoria jurídica será aprovechado por Mirabeau para embarcar inconscientemente a la Asamblea Nacional en el golpe militar que Luis XVI se dispone a asestar al pueblo de París. El plan contrarrevolucionario de la Corte dependía tanto de la actividad de los mandos del Ejército, en manos de la nobleza, como de la pasividad del pueblo de París, dinamizado por los 407 electores de la capital en nombre de los 50.000 electores de distrito. Si los guardias franceses, el electorado burgués y el pueblo consiguieran hacer frente común a las tropas alemanas y suizas del rey, el golpe militar degeneraría en una guerra civil que se transformaría en guerra nacional contra un ejército extranjero. Era fundamental evitar ese riesgo. Para la ejecución del plan militar, el ministerio moderado y liberal de Necker sería sustituido por un ministerio duro y fiel. Pero no antes de que todo estuviera a punto. No había que
prevenir a la población y darle tiempo a organizar su defensa. El rey tenía que retener unos días a Necker. El pueblo está soliviantado, alarmado contra los rumores de un complot de los aristócratas, dominado por el pánico de la inminente llegada de los regimientos extranjeros al mando de esa misma nobleza que había boicoteado durante 50 días la reunión de los Estados Generales. La Asamblea Nacional, foco de la atención nacional, debía ser paralizada y enmudecida. El rey ordenó a la nobleza y el clero que se reunieran en ella para impedir que los comunes se orientasen hacia la minoría liberal de la nobleza. El hombre fuerte de la Asamblea, comprometido con el duque de Orleans, debería ser ganado para el rey. No hizo falta. El genio de Mirabeau demostró que podía servir a todas las causas al mismo tiempo y que todo en él era falso, incluso cuando decía la verdad. Al instante mismo de completarse la Asamblea consigue embaucarla con uno de los discursos más inteligentes y deshonestos, más brillantes y perversos, más hábiles e insidiosos, más confiantes y más traidores que el talento puede concebir. Convirtiéndose en “relaciones públicas” de Luis XVI, mientras éste prepara su golpe militar contra el pueblo de París, Mirabeau logra una “Declaración de la Asamblea Nacional” destinada a confiar y desarmar a los tres frentes de resistencia que se estaban organizando en París. Su discurso para medir esta “Declaración” fue un modelo táctico de astucia psicológica y ficción política. Los diputados del pueblo, a diferencia de éste, dice Mirabeau, “juzgan sanamente los objetos y no son engañados por las apariencias. Donde los representantes de la nación no han visto más que un error de la autoridad (el golpe feudal de 23 de junio), el pueblo ha creído ver una decisión formal de atacar sus derechos y sus posesiones. ¿Han visto en las miradas mismas del rey, han sentido en el acento de su discurso cómo este acto de rigor y de violencia hacía sufrir a su corazón? ¿Han juzgado por sus propios ojos que él es el mismo cuando quiere el bien, el mismo cuando invita a los representantes de su pueblo a fijar una manera de ser equitativamente gobernados, y que cede a impresiones ajenas cuando restringe la generosidad de su corazón, cuando retiene los movimientos de su justicia natural? Es un deber sagrado para los diputados invitar a sus electores a descansar enteramente sobre ellos el cuidado de sostener sus intereses…haciéndoles ver que, lejos de haber alguna razón de desesperar, jamás su confianza ha estado mejor fundada. La tranquilidad de la Asamblea devendrá poco a poco la tranquilidad de Francia”. Mirabeau pide al pueblo toda su contribución al mantenimiento del orden y la autoridad para que, “cualesquiera que sean los acontecimientos”, pueda justificarse ante sí mismo de que al menos ha permanecido en la moderación y la paz. El contenido de la Declaración es un fulgurante ejemplo de aberración. Los héroes de la libertad, los juramentos del 20 y del 23 de junio piden al pueblo que se convierta en “promotor de la subordinación” a las autoridades reales que marchan militarmente contra él, no en calidad de enemigos sino como meros discrepantes de opinión. Una capitulación tan flagrante de la Asamblea no estaba al alcance de un hombre corriente. Necesitaba la argumentación disparatada de una elocuencia genial. “¡Qué funestos son a la libertad quienes la creen sostener por sus inquietudes y sus revueltas! Se exagera mucho, señores, el número de nuestros enemigos… quienes no piensan como nosotros están lejos de merecer por esto este título odioso. Conciudadanos que no buscan, como nosotros, más que el bien público, pero que lo buscan por otra ruta… todos estos hombres merecen consideración de nuestra parte. No hay que degenerar en querellas de amor propio, en guerra de facciones, diferencias de opinión. En su nombre y en el nuestro os recomendamos esta dulce moderación de que ya hemos recibido los frutos”. La Asamblea ataca a los defensores del pueblo de París y presenta a los señores feudales como meros disidentes de opinión, no como adversarios de intereses. El historiador Edgar Quinet consideró en el siglo pasado que esta “mentira” de la Asamblea Nacional al pueblo no será necesaria, y que si hubiera dicho toda la verdad, si hubiera revelado la responsabilidad directa del rey, la Revolución habría evitado muchas de sus dificultades y sufrimientos. En cambio, el socialista Jaurès juzgó conveniente esta mentira para que la Asamblea pudiera resolver su problema de conciencia mediante una ficción política: suponer que la voluntad verdadera era favorable a la Revolución para poder atacar sus actos como si
estuvieran inspirados por la perfidia de la Corte. La ilusión de Mirabeau de encontrar un nuevo consenso constitucional, haciendo del rey el jefe de la Revolución, se vino al suelo tan pronto como se había levantado. El día 30 de junio varios miles de ciudadanos liberaron de una prisión militar a once soldados que habían prometido no obedecer órdenes contrarias a las de la Asamblea, llevándolos en triunfo al Palais Royal. La solidaridad de los cuarteles de la Guardia francesa con el pueblo parisino se fraguó definitivamente. Al llegar esta noticia a Versalles, el rey ordenó que otros diez regimientos alemanes y suizos marchasen a París. La delegación de electores que acude a la Asamblea para que intervenga a favor de los soldados no consigue ser recibida. Un motín en los cuarteles, una prisión militar asaltada, todo el pueblo de París movilizado en defensa de estos soldados era un asunto menor al lado del respeto de Mounier al principio de no intervención de la Asamblea en los asuntos del poder ejecutivo. Ante la protesta de varios diputados Mirabeau propuso otra vez pedir moderación al pueblo. Afortunadamente, el diputado más sincero y valiente de toda la Asamblea, el bretón Le Chapelier, impidió esta gravísima irresponsabilidad. “Sería peligroso testimoniar una insensibilidad cruel. ¿Cuál es el origen de las revueltas que estallan en París? Es la sesión real. Es el golpe dado a los Estados Generales. Es esta especie de violación, esta usurpación de la autoridad ejecutiva sobre la legislación”. Arrastrada por la emoción de la sinceridad, la Asamblea envió una delegación al rey en solicitud de clemencia. Concedida la gracia el 3 de julio, el rey se dirige a los diputados: “No dudo que esta Asamblea dará una igual importancia a todas las medidas que tomó para restablecer el orden en la capital. Si el espíritu de licencia y de insubordinación continúa creciendo se terminará quizá por desconocer el precio de los generosos trabajos a los que los representantes de la nación se van a consagrar”. La amenaza de disolución es ya directa. Nadie dudaba en Versalles de la inminencia del golpe militar contra París ni de la trampa tendida a la Asamblea. Si se solidarizaba con el pueblo sería acusada de promover la agitación. Si se solidarizaba con el rey perdería por completo la confianza de los electores y su credibilidad ante la opinión. Otra vez va a encontrar Mirabeau la más alta expresión de su talento para arrastrar a sus oyentes con otro discurso genial, que no logra esconder del todo la oculta disponibilidad de la Asamblea para legitimar al vencedor de París. “¿Es, pues, a nosotros a quienes hay que prender si el pueblo que nos ha observado, ha murmurado? Yo no he dudado jamás que la nobleza se interpondrá entre nosotros y las bayonetas, no es a ella a quien temo; yo los conozco, los consejeros pérfidos de estos atentados a la libertad pública, y juro sobre el honor y la patria que los denunciaré un día”. La Asamblea acuerda, con el voto favorable de toda la nobleza, conjurar al rey a que “reenvíe a los soldados a los puestos de donde vuestros consejeros los han sacado”. La aristocracia, que tiene el monopolio del mando en el Ejército, retira su apoyo político al golpe de la Corte y del monarca contra el pueblo. La respuesta del rey el 11 de julio, el mismo día que ordenó a Necker abandonar Francia, reveló que el golpe militar era cuestión de horas. “Es necesario que haga uso de los medios que están en mi potencia para restaurar y mantener el orden en la capital y los alrededores”. La destitución de Necker, conocida en París el domingo 12 de julio, será el fulminante de la insurrección. Nada tiene de extraño que el movimiento defensivo de las masas populares, sin dirección política de la Asamblea, desarrollase un espontaneísmo revolucionario que asaltara la Bastilla improvisadamente, sin darle especial importancia, cometiera crímenes gratuitos y celebrara macabramente el descabezamiento de la autoridad. Lo grave, lo que la historia no debe, no puede justificar es lo sucedido al día siguiente tanto en la Corte como en la Asamblea. La toma de la Bastilla, mito o realidad La creación de mitos no es atributo exclusivo de los pueblos primitivos. La condición social del
hombre siempre ha mantenido dividida a la humanidad en grupos separados que marcan sus diferencias con una fuerte cohesión interior. Los mecanismos biológicos que posibilitan y condicionan el recuerdo, hacen de la memoria grupal una máquina prodigiosa de fabricar consenso por medio de mitos unificadores. El mayor conocimiento racional en las sociedades modernas no ha eliminado la necesidad del mito, pero sí ha cambiado la función que desempeñaba en el proceso de constitución y mantenimiento de las formaciones sociales. El origen legendario del mito primitivo permitía que, sin mediaciones voluntarias, produjera directamente el consenso social. Pero el mito moderno, para alcanzar ese mismo resultado, necesita la mediación consciente del consenso político. Si éste no altera significativamente la realidad histórica, el mito fundacional comunica una profunda estabilidad evolutiva al consenso social. Pero si el consenso político sustituye la realidad histórica por una fábula que altera el significado de lo real, la sociedad se verá condenada a sufrir la violencia institucional y la propaganda ideológica para que el mito fabuloso pueda cumplir su función. La Declaración de Independencia americana es una realidad histórica, ocurrida el 4 de julio de 1776, ennoblecida y embellecida por el recuerdo de un mítico consenso político de honestidad y valentía fundadoras de la nación. La identidad sustancial entre la realidad y el mito ha permitido la adaptación del consenso originario a los grandes desafíos de la guerra de secesión y de la segregación. La toma de la Bastilla es el ejemplo más notable del tipo bastardo de mito moderno. La diferencia sustancial entre la realidad el día 14 de julio de 1789 y el mito fabuloso creado en los tres días siguientes hizo imposible el desarrollo pacífico de la Revolución, causó su fracaso democrático y, en consecuencia, el de los Estados que hoy se legitiman, como el nuestro, en el bicentenario mito. La realidad de lo sucedido en París el día 14 es bien conocida. Pero la historia no explica cómo nació la fábula de la toma de la Bastilla y de la Revolución el día 15, ni por qué tuvo que ser solemnemente consagrada en los días 16 y 17 de julio de 1789. Sin esta fábula, la jornada del 14 de julio habría pasado a la historia como lo que realmente fue. Nadie tuvo ese día conciencia de que se estaba realizando, con el asalto a la Bastilla, algo trascendental. Ni siquiera era un objetivo táctico entre la Corte y la Asamblea. El día 14 fue la simple continuación de una insurrección defensiva de la alta y media burguesía de París comenzada el día anterior. Por razones de necesidad vital los electores burgueses se autoconstituyen en Comuna municipal y asambleas de distrito. Designan un comité permanente. Forman una milicia burguesa. Piden a la Asamblea que apruebe esta iniciativa. Obtienen del preboste municipal Fresselles autorización para retirar los fusiles almacenados en los Inválidos. Se oponen a la masa popular que, agitada por los agentes del duque de Orleans controlados por Choderlos de Laclos, desvía hacia la Bastilla al cortejo que regresaba de los Inválidos. Negocian con el gobernador de la fortaleza, el marqués de Launay, la entrega de pólvora y la integración de una guardia burguesa en la guarnición de la Bastilla. No participan en el insensato abordaje de la desordenada multitud de artesanos, soldados y pequeños burgueses que entra en un patio interior donde es fusilada impunemente por la guarnición suiza, dejando más de ochenta muertos y otros tantos heridos. Se oponen a que una columna de trescientos soldados de la guardia francesa, al mando del teniente Elie, y unos mil ciudadanos, la mayor parte artesanos, marche a la Bastilla con los cuatro cañones recogidos en los Inválidos. No toman parte en las negociaciones para la capitulación de Launay. Y quedan horrorizados cuando la furiosa multitud, que deseaba vengar a sus muertos, degüella y cuelga a seis prisioneros suizos, decapita al gobernador y al preboste de la villa y pasea en triunfo hasta el Palais Royal sus cabezas ensartadas en picas. La impresión que este día dejó en la conciencia ciudadana está descrita por el testigo de excepción Saint-Just. “No sé que se haya visto jamás, salvo en los esclavos, llevar el pueblo la cabeza de los más odiosos personajes en la punta de lanzas, beber su sangre, arrancarle el corazón y comerlo… Yo lo he visto en París”. En la jornada del 14 es fácil distinguir una acción principal y premeditada, la de los electores burgueses; una acción incidental e improvisada, la de los artesanos y soldados, y un crimen
pasional, el de la masa desesperada y vengadora. La acción principal de la burguesía tenía como finalidad defenderse a sí misma, y al pueblo de París, contra el golpe militar que el rey anunció para mantener el orden público. Lo más inteligente era suprimir el pretexto, suprimir el desorden público provocado por la dejadez de la policía y por el celo de los aduaneros, que impedían o retrasaban el suministro de alimentos a la capital. Los electores hicieron lo imposible para legitimarse con una autorización de la Asamblea Nacional. Pero este órgano representativo estaba paralizado desde que la nobleza y el clero se integraron en él. Los “revolucionarios de juramento” se negaban a intervenir en las cuestiones del poder ejecutivo del monarca absoluto. Sólo al final del día 13 el diputado bretón Le Chapelier pudo arrancar esta autorización a la Asamblea. La organización de la Comuna municipal, la constitución de un poder ejecutivo local por los electores chocaba frontalmente con la idea de sus diputados de limitar la revolución de la Asamblea Nacional a la sola conquista del poder legislativo. El error incidental, el intento espontáneo de asaltar la Bastilla y el crimen pasional que siguió a la capitulación del gobernador no podían definir, ni caracterizar como revolucionaria, a la jornada del 14 de julio. Antes y después de esa fecha ocurrieron hechos parecidos que hoy, salvo los historiadores, nadie recuerda. El asalto y pillaje de la fábrica de papeles pintados Reveillon el día 28 de abril produjo más víctimas que cualquiera de las jornadas revolucionarias posteriores. El día 22 de julio otra vez la “masa vengadora” decapita al ministro de finanzas Foulon y arranca el corazón a su yerno Bertier, intendente de París. Y otra vez un testigo de excepción, el joven Babeuf, expresa la ambivalencia de sus sentimientos. “He visto pasar esta cabeza de suegro y el yerno conducido detrás por más de mil hombres armados… en medio de doscientos mil espectadores que lo apostrofaban y se divertían con las tropas de escolta… ¡Cómo esta alegría me hacía mal! Estaba a la vez satisfecho y descontento. Recogen y recogerán lo que han sembrado, porque todo esto, mi pobre mujercita, tendrá continuaciones terribles, no estamos más que en el principio”. Aquí está la respuesta al enigma que los historiadores silencian. Mientras Babeuf sabe que la Revolución no ha hecho más que empezar, el rey y la Asamblea pretenden, con la fábula “consensuada” de la toma de la Bastilla, darla por terminada. Inventaron una Revolución que no había existido para conjurar la que podía existir. En pleno régimen feudal, en plena monarquía absoluta, la insurrección municipal de los electores de París no era suficiente para modificar la relación de fuerzas, realmente existente, en sentido favorable a una nueva constitución del reino. Había que alterar ficticiamente esta relación. Exagerar el significado de las acciones incidentales y criminales del 14 de julio. Transformar la revuelta en Revolución. Hacer de la Bastilla el símbolo de la monarquía absoluta. Convertir el asalto a una prisión semiabandonada en la “toma de la Bastilla”, en la conquista del Estado. El crimen será violencia revolucionaria. Los asesinos, héroes. El proceso fabulador lo inicia Luis XVI, quien escribe al rey de España Carlos IV, para hacer constar oficialmente a las monarquías europeas, que todos los actos realizados a partir del 15 de julio no son imputables a su libre voluntad y consentimiento. El rey simula confiar en al Asamblea Nacional, que esperaba y temía una inmediata represión militar, presentándose de improviso ante ella para rogarle que comunique a París su orden de retirar las tropas y que le ayude a mantener el orden. Tan pronto como pronuncia “soy yo quien me confío a vosotros”, el entusiasmo y el consenso son instantáneos. La revolución está consumada. El Rey es su jefe. La Asamblea ha de legitimar y asumir como propios el error y el horror del asalto a la Bastilla. Ese mismo día envía una delegación de 88 diputados a felicitar a la Comuna insurreccional de los electores, esos mismos electores a quienes antes no quería ni siquiera recibir. El presidente de la Asamblea, el científico Bailly, pasa a ser presidente de la Comuna de París, y el aristócrata Lafayette, comandante general de la milicia burguesa, denominada guardia nacional. El arzobispo de París, el consejero de la Reina que había inspirado la destitución de Necker y el golpe de fuerza del rey contra la Asamblea, propone y celebra un solemne “Te Deum” en acción de gracias ¡por los hechos del día 14! El abate Sieyès, que había inspirado la
usurpación de la soberanía de los electores por la Asamblea constituyente, escribe en su noticia que “así fue probada la voluntad cierta de la Nación sobre la naturaleza y extensión de los poderes conferidos a los diputados”. La Asamblea legitima y glorifica el error y el crimen de la Bastilla, los hace suyos como representante de la nación, porque es la Nación, es decir, la Revolución quien los ha cometido. Las cabezas del marqués de Launay y del preboste Fresselles probaban que la Nación había conferido a los diputados poderes constituyentes del Reino. Al día siguiente, 16 de julio, mientras parten para el exilio la mitad de la Corte, el ministerio Breuteil y el jefe del ejército, mariscal Broglie, el rey y la Asamblea llaman con urgencia a Necker. Bailly y Lafayette toman posesión de sus nuevas funciones. El proceso fabulador del mito lo terminó también Luis XVI, visitando el día 17 a la Comuna insurreccional de París y diciendo “yo apruebo el establecimiento de la guardia burguesa”. Esa misma milicia que la Asamblea negó hasta el último segundo. El mito fabuloso de la toma de la Bastilla permitió a Luis XVI y a la Asamblea Nacional organizar una Revolución, con una Monarquía constitucional que retuviera el poder ejecutivo y el judicial y que compartiera con la representación nacional el poder legislativo. Pero este simulacro de revolución por consenso, esta glorificación de un error de espontaneidad de una pequeña masa del pueblo sin conciencia política, esta santificación del crimen, no podían dejar de producir errores y crímenes mayores. El mito fabuloso de la toma de la Bastilla fundó la práctica y la teoría de las revoluciones y contrarrevoluciones europeas, sobre la falsa creencia de que el Estado es un aparato externo a la sociedad que se puede tomar, con violencia o sin ella, para dirigirlo contra la burguesía o contra la clase obrera, o simplemente contra el pueblo. Tomar el Palacio de Invierno, marchar sobre Roma, ocupar electoralmente el Reichstag, conquistar el poder político y utilizarlo desde el Estado para controlar la sociedad han sido y son monstruosas aberraciones doctrinales que traen su causa de la mítica toma de la Bastilla y que han ocasionado las mayores tragedias de la humanidad. Finalmente, la santificación del crimen, elevado a violencia inevitable de las masas revolucionarias, condujo a la institucionalización del terror que sepultó a la Revolución y a la violencia institucional de la razón (nacional) de Estado y del principio (antidemocrático) de autoridad que hoy desnaturalizan la libertad de la sociedad civil y la moralidad del poder. La eficiencia de la propaganda ideológica del Estado y de la violencia institucional, utilizadas para suplir la debilidad del consenso social fabuloso, ha sido tan grande que ahora, a diferencia de lo que acontecía en el siglo XIX, el peligro del sistema no está ya en el sufragio universal, sino exactamente en su contrario. Una abstención electoral motivada por la opinión cada vez más justificada de que la clase política sólo aspira a tomar la Bastilla. Con error y con crimen.
GANSOS SOBRE LA RUTA DEL ESTADO
EL INDEPENDIENTE, SEPTIEMBRE DE 1989 ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO Lo propio de la oligocracia de partidos es el reparto proporcional del poder en beneficio de la clase política, según las cuotas atribuidas a cada lista por los electores. Lo propio de la democracia es la separación y equilibrio de poderes, para que uno frene a otro, evitando el abuso y la corrupción en beneficio de los derechos del ciudadano y de la sociedad civil. Lo característico del régimen oligocrático es el gobierno de coalición sin control parlamentario. Lo que distingue al sistema democrático es el gobierno de mayoría absoluta, bajo control de comisiones del poder legislativo. Cuando en un régimen oligárquico de partidos se produce la anomalía no prevista en la Constitución, de que uno de ellos alcanza la mayoría absoluta, como sucedió en España tras el 23-F, todo el poder ejecutivo, legislativo, judicial, financiero y funcionarial del Estado es acaparado, sin control, por un solo partido. El abuso de poder y la corrupción política, inherentes al régimen oligocrático, dejan de ser relativos, es decir, limitados por la necesidad de su reparto, y se convierten en absolutos. Los partidos de oposición tratan de evitar la mayoría absoluta del partido ministerial por un doble motivo. Para transformar altruistamente la condición absoluta del abuso de poder en relativa y para participar egoístamente en un abuso limitado a los méritos electorales de cada uno. Con mayoría absoluta se abusará absolutamente. Con mayoría relativa se abusará relativamente. Y es preferible la corrupción relativa a la absoluta. Lo imposible, en este régimen oligocrático, es suprimir o evitar absolutamente el abuso de poder y la corrupción política. Las comisiones parlamentarias, los consejos de administración de los entes públicos, la distribución de espacios en los “medios”, la constitución del poder judicial y financiero y la ocupación de los cargos públicos, técnicos y burocráticos en el Estado y en las empresas públicas reproducen mecánicamente la misma proporción, la misma relación de fuerza oligárquica surgida del acto electoral. Ningún poder se controla a sí mismo. El poder indiviso, tanto si es administrado por un solo partido como si lo es por varios, no es controlable. Ni Montesquieu ha muerto, ni la división y separación de poderes es particularidad del carácter o del pensamiento político anglosajón. Francisco Miranda, que murió en una prisión de Cádiz (1816), escribió en 1794 lo que después la historia no ha hecho más que confirmar: “El pueblo no será soberano si uno de los poderes constituidos (el ejecutivo) no emana inmediatamente de él y no habrá independencia (entre los poderes) si uno de ellos fuera el creador del otro. Dad al cuerpo legislativo, por ejemplo, el derecho de nombrar a los miembros del poder ejecutivo y no existirá ya Libertad política. Si nombra a los jueces no habrá libertad civil”. El pensamiento socialista también ha participado en el combate contra la oligocracia de partidos. El presidente del Gobierno francés, Leon Blum, que redactó su ensayo “A escala humana” (1941) en una prisión alemana, expresó su inclinación hacia los sistemas de tipo americano o suizo, “que se fundan sobre la separación y equilibrio de poderes” y que tienen “además el gran mérito de sustituir la noción real de control a la noción un poco ilusoria de responsabilidad”. En resumen, la mayoría absoluta es buena en la democracia y mala en la oligocracia. Y en este asunto cuenta muy poco la mayor o menor capacidad de gobierno de un solo partido o de una coalición. Desde el final de la guerra civil ningún pueblo europeo, salvo tal vez el alemán, ha demostrado más “gobernabilidad” que el español. La tentación de reducir la política a uno solo de sus ingredientes ha estado presente siempre que la ciencia ha preponderado sobre la ideología dominante, en crisis. Sucedió al final de la monarquía absoluta con la fisiocracia de la producción agrícola de Turgot. Sucedió al final napoleónico de la Revolución con el “sansimonismo” de la producción industrial. Sucedió al final de la revolución de la comuna del 71 con la economía estatal del marxismo. Sucedió al final del liberalismo con el keynesismo de la economía de desarrollo. Y sucedió al final del crecimiento antiecológico, con la economía financiera de Chicago.
Los renegados del socialismo están dando el paso definitivo a la simpleza, en esta vía reduccionista de la política, haciendo con Saint-Simon lo que Marx hizo con Hegel. Han puesto del revés la relación producción-consumo. Desde que ocupan el Gobierno y el Estado no cesan de reducir “lo político” y de aumentar en el mismo grado el dogmatismo científico de su tratamiento. Han reducido la política a economía política y ésta a teoría de la demanda, reducida a su vez a teoría del consumo, concebido restrictivamente como gasto, para legitimar el déficit público. De esta forma “lo económico” se reduce a “lo financiero” y los instrumentos de la acción política se limitan dogmáticamente al impuesto y a la circulación monetaria. En consecuencia, el banco emisor dicta toda la política del Gobierno. Los impuestos no se calculan en función de los servicios prestados por el Estado o de la capacidad productiva de la sociedad civil, sino en función de la masa de dinero y crédito puesto en circulación. Si la nación, compuesta de Estado y de sociedad, gasta más de lo producido, entonces el Banco de España hace el ajuste de financiar el aumento del déficit público del Estado con la reducción del consumo privado de la sociedad. El Gobierno asume hacia la sociedad civil la tarea de convencerla, o amenazarla, de que el Estado debe continuar su marcha triunfal por la ruta del déficit. Bajo esta perspectiva, la política deja de ser una vocación general, para la que se vive mal, y se convierte en una especialidad profesional de la que se vive bien. La profesión política se alimenta de dos clases de expertos. Los técnicos en circulación monetaria, estadística, contabilidad, presupuestos, que se renuevan en los propios centros de formación profesional bajo la tutela de los mandarines permanentes del Banco de España, del Ministerio de Hacienda, del Instituto Nacional de Estadística y de los servicios de estudio de las grandes instituciones financieras, y los comunicadores con el mercado electoral, que se renuevan por cooptación entre los dirigentes de los partidos políticos. Los primeros cocinan las recetas de los programas. Los segundos las venden en el mercado político. La principal ventaja del partido ministerial no está tanto en el uso privilegiado de la televisión como en que sus recetas culinarias ofrecen más garantías de digestión por estar elaboradas con informaciones del Estado que no tiene la sociedad civil. Desde el momento en que la política se ha convertido en una profesión ya no merece más consideración y respeto que cualquier otra. Si un político habla desde el Gobierno no se le puede creer. Habla de su oficio. Pero con la extraña pretensión de que se le preste atención, comodidad y sitio, a costa de la incomodidad y estrechez de los oficios productivos de la sociedad civil, que cuando menos merecen tanta atención como el suyo. Como escribía el filósofo Alain (1923), el automovilista apresurado que economiza su freno comprende mal lo que hace una manada de gansos en la carretera, “pero los gansos van a su comida y a su charca”. Lo mismo sucede al gobernante que sigue su ruta y le extraña que los gansos no se alineen para admirar lo bien que rueda el carro del Estado. “Se necesitan gansos, lo concedo, dice el hombre de Estado, pero allí donde yo quiero que estén y no donde ellos quieran estar”. Este discurso jamás ha convencido a los gansos, pero con él el PSOE ha persuadido varias veces a los españoles. Los ciudadanos del 14 de diciembre y los sindicatos, como verdaderos gansos, se resisten a dejar libre la carretera, marginándose en los arcenes, y a engrosar las colas contemplativas de la destreza del hombre que conduce el Gobierno del déficit público y del paro, por la ruta del Estado, hacia un páramo donde el consumo estará más reducido que la propia política.
MONOS DE ZARATUSTRA
EL INDEPENDIENTE, SEPTIEMBRE DE 1989 ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO Carta de ultratumba de Tom Paine a la presentadora de TV Olga Barrio Querida ciudadana: preguntar qué es y para qué sirve la filosofía en ese patio de Monipodio que es la cultura española de la transición, y en pleno mes de agosto, es algo a lo que apenas si se han atrevido vuestras flamantes Universidades de verano. Es valeroso por tu parte haber convocado en tertulia televisiva a cinco profesionales del gremio para ilustrar al desorientado espectador, en particular a jóvenes y estudiantes, sobre la respuesta que hoy deba darse a este problema. Tu tertulia me pareció buena ocasión para contrastar mis puntos de vista, viejos de doscientos años, con las teorías filosóficas de los hombres de tu país y de tu tiempo, aunque debo confesarte que las respuestas de los invitados me han defraudado. Todos estuvieron de acuerdo en criticar con aire elitista la conciencia satisfecha y la estulticia de las masas, en traer una vez más a cuento la nietzscheana “muerte de dios” y en negarse a ser catalogados como representantes de la “posmodernidad”, de la que ninguno de ellos quiso, supo o pudo decir una sola palabra clarificadora. Del mapa de la filosofía española recordaron a Unamuno, Ortega y D’Ors, olvidando a Santayana, que jamás renunció a su nacionalidad española ni a su raíz cultural latina aunque escribiera en inglés. Una de las dos voces cantantes, el catalán Trías, con la discrepancia de su contrapunto madrileño José Jiménez, le perdonó graciosamente la vida a Zubiri. Al exponer su visión personal de la filosofía, Jiménez la definió elaborando una especie de cóctel de ingredientes tomados de la tradición griega (amor a la sabiduría), del pensamiento débil (actuar de un modo “sinuoso”, por los intersticios que deja el sistema, sin atacarlo frontalmente) y de la tradición marxista (transformar el mundo). Además de sinuosidad, recomendó “distancia y paciencia”. Desde mis puntos de vista de sentido común, estos ingredientes son solamente compatibles en el burdo sentido en que lo son los libros que se meten en una maleta. Pero pensar que de esa pueril mescolanza pueda surgir algo original o interesante, me parece descabellado. ¿A dónde puede llegar uno, en la teoría o en la praxis, con distancia, sinuosidad y paciencia? ¿Hubieran cumplido con ellas su programa especulativo Platón, Kant o Bertrand Russell? ¿Son tan necias las masas, son tan necios los jóvenes estudiantes capaces de ser atraídos por la filosofía como para tragarse semejante necedad? La segunda columna pensante de la tertulia, Eugenio Trías, cuya indumentaria facial parece querer mimetizar la de Nietzsche, prefirió definirse por la vía de la elusividad. Para el Zaratustra catalán, el filósofo no tiene más compromiso que el contraído con el lenguaje. Es decir, y en esto parecía coincidir con los demás, nada de preocupación por la ciencia, por la ética, por la política e incluso por la vulgaridad de la masa. Cuando un filósofo se despreocupa de estos campos, se ahorra una cantidad no despreciable de materias por estudiar y obligaciones que cumplir. Nada de cosmología, nada de biología, nada de tecnología, nada de ecología, nada de preocupación filosófica por el comportamiento ético de la persona ni por la miseria y la explotación de los países del Tercer Mundo. Siendo así las cosas, la única zona residual que le queda a la filosofía sería el punto de vista estético. Pero, ¿qué credibilidad le podría otorgar entonces la gente a un pensador que no fuese capaz de escribir novelas como Unamuno, Santayana o Eco? Uno de los cerebros sensatos de la desanimada tertulia, Carlos García Gual, dijo con palabras claras y sencillas, sin aspavientos de gran sacerdote, que el último reducto de la filosofía es hoy la crítica de la cultura, y que un paradigma de esa crítica es el pensamiento de Foucault. Pero, ¿renunció Foucault, que se vanagloriaba de recoger el legado de Bachelard y Canguilhen, al punto de vista de la metodología científica? ¿Renunció al compromiso ético y político? Su compromiso con el lenguaje lo dejó más claro Trías al afirmar que estamos en un momento de restauración y no se puede hablar. ¿Cómo osa decir esto un filósofo en un régimen de
libertades? Mi única explicación es que lo que entre vosotros es plaga no son sólo los intelectuales de pesebre, como los que firmaron el manifiesto pro OTAN o se manifestaron públicamente contra la huelga del 14 de diciembre. Puede que también sean plaga los intelectuales de antipesebre, tal vez para canjear su silencio por prebendas culturales y editoriales que les consigan, si no el favor del público, sí el de la publicación y el de la publicidad. En contraste con Argullol, que se mostró sobrio y acertado, Lynch se llevó de calle a la audiencia con su conmovedora e incontenible envidia por la figura de Savater. Espoleado por tan noble pasión, inició un acalorado parlamento del tipo de “pero Bruto es un hombre honrado”, poniendo en lugar de “Bruto” el nombre que le obsesiona. Obraste con sabia prudencia al quitarle la satisfacción de emular a Marlon Brando. Pero ello no impidió a tu invitado hablar luego del descenso de nivel filosófico en Europa, por ausencia de grandes pensadores, y del fabuloso ascenso del mismo gremio en España, que ha pasado de un nivel cero a un nivel cosmopolita, con la producción de excelentes ensayos filosóficos de altura europea. Corroboró el autoelogio la sentencia de Trías: En España se ha producido una revolución en filosofía. En la filosofía del siglo XX ha habido macrorrevoluciones y microrrevoluciones. Husserl y Russell iniciaron una revolución gigantesca, y luego Heidegger y Wittgenstein otra no menos grande, cuyos epígonos, al decir de Rorty, son los hoy llamados “posfilósofos”. Los clásicos distinguían entre el estilo de la filosofía académica, sólida y rigurosa, aunque inevitablemente pesada y a veces incluso pedante, y el estilo de la filosofía mundana, que debe procurar ser amena, aun a riesgo de incurrir en la frivolidad y en la inconsistencia. Quizá los filósofos que se interesan por la ciencia propendan más a lo primero y los filósofos que se interesan por la cultura a lo segundo. La única nota específica que advierto en la revolución filosófica de Trías y Jiménez es, a juzgar por lo que oí, la novedad de conjugar en una sola y misma cabeza filosófica la inconsistencia de la filosofía mundana con la pedantería de la filosofía académica. Un ídolo común a tus revolucionarios invitados es, no hace falta decirlo, Federico Nietzsche. Releyendo el otro día “Así habló Zaratustra”, volví a echarle casualmente un vistazo a un pasaje del Libro Tercero en que se relata cómo, al llegar a las puertas de una gran ciudad, le salió al paso al profeta del Superhombre un necio “que el pueblo llamaba “el mono de Zaratustra”, pues había copiado algo de la construcción y el tono de sus discursos y le gustaba también tomar en préstamo ciertas cosas del tesoro de su sabiduría”. La respuesta de Zaratustra a las simiescas imitaciones de aquel sujeto no fue menos contundente que la del Hijo del Hombre ante los mercaderes del templo: “¡Tu palabra de necio me perjudica incluso allí donde tienes razón! Y si la palabra de Zaratustra tuviese incluso cien veces razón, ¡jamás con mi palabra tendrías tú razón! Esta enseñanza te doy a ti, necio, como despedida”. Así habló Zaratustra y continuó su camino, sin volver a dedicarles una sola mirada ni un solo recuerdo al necio y a la gran ciudad. Eternamente.
MUJERES EN MARCHA
EL INDEPENDIENTE, 8-10-1989 ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO Pese a la ficción revolucionaria de la rendición de la Bastilla (14 de julio) y la renuncia al feudalismo de la gran nobleza (4 de agosto), nada había cambiado de sustancial en la relación de fuerzas que sostenía el equilibrio de la monarquía absoluta. La Asamblea Nacional, a pesar de su nombre, “permanecía feudal, no era otra cosa que los antiguos Estados Generales” (Michelet), y tan pronto como dejaba de discutir abstracciones caía en la impotencia cuando no en la reacción. Luis XVI había expresado sin ambigüedad que no aprobaría la abolición de los derechos feudales ni la declaración de derechos del hombre y que estaba dispuesto a autorizar la Constitución a condición de reservarse el poder ejecutivo, el judicial y un derecho de veto absoluto contra el poder legislativo. La mayoría de la Asamblea apoyaba este tipo de Constitución. Nada ilustra mejor la disparatada situación en que los representantes del tercer estado habían colocado al movimiento revolucionario que la contradictoria conducta de Mirabeau al decir que prefería vivir entre otomanos bajo un sultán con derecho de veto que en Francia bajo un monarca sin veto, mientras hacía circular en las tribunas populares del Palais Royal el rumor de que había sufrido un atentado mortal perpetrado por los partidarios del veto. El clima de desconfianza hacia la Asamblea de Versalles no estaba compensado, como sucedió en las jornadas de julio, por la confianza en los electores de distrito. La nueva asamblea de la Comuna de París, a la que habían accedido por elección talentos como Condorcet, Lavoisier y Brissot, se mostraba incapaz de establecer coherencia administrativa y solidaridad con los ayuntamientos rurales para abastecer regularmente a la población de París. El papel impulsor desempeñado en julio por la comisión de electores fue asumido desde finales de agosto por las mujeres de los mercados centrales de la Halle, organizadas en corporación y convertidas en intérpretes y portavoces de todas las amas de casa pobre de París. Ellas difundieron la creencia de que la escasez de pan terminaría si traían a París al rey panadero, a la reina panadera y al príncipe marmitón. La noticia de la despedida de Necker desencadenó el movimiento de la burguesía de París que llevó a la rendición de la Bastilla y a la constitución de la Comuna democrática de París. La noticia de la ofensa de la reina a la escarapela tricolor, en la cena de gala que ofreció a los oficiales del Regimiento de Flandes, fue la chispa que puso en pie a las mujeres y en marcha el movimiento femenino que consiguió la inmediata aprobación por el rey de la abolición de los derechos feudales y de la declaración de derechos del hombre, junto a la proeza de arrastrar a París a la familia real para poner fin a la escasez de pan y, alterando de verdad el equilibrio político a favor de la causa popular, abrir un período de paz de dos años, roto unilateralmente por la huida del rey a Varennes. La innovadora columna A pesar del notable trabajo realizado por la historiografía femenina, especialmente la anglosajona, para establecer la verdad histórica y, con ella, la importancia y dignidad de la participación de la mujer en los acontecimientos de la Revolución francesa, contra la denigración y falseamiento de que ha sido objeto, falta aún por investigar la respuesta a cuestiones esenciales de la primera manifestación pública del movimiento femenino. La marcha en columna fue una innovación táctica de la mujer respecto a la tradicional barricada masculina. La superioridad de la marcha ofensiva sobre la barricada defensiva fue descubierta por azar el 14 de julio, cuando la columna que regresaba con pólvora y cañones al centro de las barricadas se desvió hacia la Bastilla a instigación de las mujeres del Palais Royal. La cultura de la barricada fue producto de la época en que el pueblo, para defender sus antiguos derechos ante el avance del absolutismo, no podía concebir otra acción colectiva que
la de resistir en su casa, en su calle, en su plaza o en su ciudad. Pero cuando se trató de conquistar nuevos derechos populares, la barricada además de inútil, devino suicida. Al adversario le bastaba cortar el suministro de alimentos, como en la táctica militar de asedio, para aniquilar a los sitiados. La conquista revolucionaria de nuevos derechos requería necesariamente el hallazgo por el pueblo de una táctica ofensiva adecuada. En un primer momento, la inercia del pensamiento y el recuerdo emotivo de la lucha frondista impulsaron erróneamente a los parisinos a prepararse durante las jornadas de julio para una resistencia de barricadas. En esta tradición la mujer ayuda al varón realizando, como en la vida cotidiana, las labores de intendencia. El maestro, el oficial y el aprendiz permanecen en casa mientras la mujer sale a buscar alimentos, leña, candelas, jabón, noticias del mercado, rumores de la calle y, cuando se trata de defender su casa, armas de fuego y pólvora. En tiempos de crisis los mercados se convierten en lugares donde circulan los rumores y los propósitos colectivos de las masas femeninas. Fue natural que la decisión de marchar sobre la Asamblea Nacional en manifestación por las calles y en columna por la ruta de Versalles surgiera de las mujeres del mercado de la Halle para resolver de una vez por todas el abastecimiento de pan, obligando al rey a vivir en el Louvre. En solitario Las mujeres deciden ir solas, sin hombres y contra los hombres. Ellas mismas formaron una guardia armada de orden para impedir que éstos se incorporasen. Los historiadores explican esta originalidad por la razón táctica de asegurar que la columna llegara a Versalles sin ser ametrallada. Absurda y superficial explicación que no tiene en cuenta la evidencia. Para tal táctica no habrían marchado en columna militar con armas de fuego, ni habrían admitido en sus filas a unos centenares de hombres disfrazados de mujer para ayudarlas en el transporte de carruajes y armas pesadas. Deciden ir como mujeres para poder actuar como mujeres. Para resolver femeninamente un problema práctico de intendencia y poder reparar ellas mismas la ofensa de una mujer a sus héroes de la Bastilla. Habían perdido su confianza en la voluntad masculina de resolver la situación con algo más que palabras. Tenían que dar una lección y una advertencia. Marcharán contra la Asamblea Nacional y si fuera necesaria contra el castillo en Versalles. Obligarán al rey a que garantice personalmente el abastecimiento de pan y a que retire el veto, y a los oficiales de la reina a que pisoteen la escarapela negra de la austriaca y se pongan la tricolor. A diferencia de las acciones colectivas de los hombres, ellas no reconocen ningún liderazgo. Piden al héroe de la Bastilla Maillard que las acompañe para que las presente formalmente en la Asamblea. Allí se expresa éste con rudeza y las mujeres amenazan al presidente Mounier por defender el veto del rey. Pero lo aplauden cuando responde que lo hace por conciencia sin temor a perder la vida por ello. Designan como portavoz de la comisión de doce mujeres que hablará con el rey a la joven Louisse Chably, quien sale emocionada de la entrevista, con su promesa verbal de abastecer de pan a París, dando vivas al rey. Las mujeres la obligan, bajo una lluvia de insultos y amenazas, a volver a entrar y no salir sin la orden escrita y firmada por el propio rey. Amanecer Cuando todos pensaban que la crisis política provocada por el levantamiento femenino estaba resuelta por la concesión del rey a todas sus peticiones de pan, de retirada del veto a los acuerdos de la Asamblea y de restitución del honor nacional a la escarapela de la Revolución, el alba sorprende al castillo con una invasión de las mujeres, que llegan hasta el mismo aposento de la reina, para conseguir el último y más firme de sus propósitos. Devolver al Louvre la familia que lo había abandonado, por los placeres de Versalles, más de cien años antes. El día 6 de octubre, fecha en que entra en París toda la familia real, escoltada por una inmensa muchedumbre, seguida horas después por la Asamblea Nacional, tiene lugar la Revolución Francesa. Ni antes ni después de esta fecha se produce un acontecimiento revolucionario de tal
envergadura, hasta la ejecución de Luis Capeto y María Antonieta en la guillotina. Las mujeres, como masa femenina, volverán a estar presentes en todos los movimientos populares, junto con los hombres. Primero contra las Tullerías para deponer al rey. Luego contra la Asamblea para deponer a la Gironda. Pero a ellas solas corresponderá otra vez el mérito histórico de haber sido las creadoras de las primeras medidas intervencionistas del Estado para limitar el precio del pan, azúcar, café, velas y jabón, mediante la famosa ley del “máximo” que la Convención de Robespierre tuvo que conceder a la marcha de las mujeres. Esta táctica de la marcha urbana sobre la Convención terminó bajo el Directorio cuando Bonaparte empleó la artillería en la célebre masacre de Vendimiario. Una vez Emperador, encargó al arquitecto Petit el diseño urbanístico de París, que hoy conocemos, con la finalidad contrarrevolucionaria de ofrecer espacios abiertos y grandes arterias que permitieran reprimir con facilidad las marchas o barricadas de la población.
DE LA INMORALIDAD POLÍTICA A LA CORRUPCIÓN ECONÓMICA
EL INDEPENDIENTE, FEBRERO DE 1990 ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO En el debate parlamentario sobre la moralidad política del vicepresidente del Gobierno, la autodefensa de un caso de mendacidad personal se convirtió en apología doctrinal de la inmoralidad política, de la falta de ética en la acción de gobierno. Esta ingenuidad vicepresidencial, su espontánea extrañeza de que el cinismo y la mentira puedan ser motivos de dimisión, ha provocado una reacción de sinceridad, fuera y dentro del Parlamento, que ha puesto fin al inmoral consenso. La transición ha terminado porque el consenso sobre la necesidad política de la falsedad y la mentira, como sistema de gobierno, ha terminado. La sensibilidad moral de la sociedad española, demasiado tiempo anestesiada por varias circunstancias nacionales e internacionales, está cambiando en la medida que dichas circunstancias comienzan a desaparecer o a modificarse. El escándalo público ante las mentiras del poder es síntoma indefectible de libertad y sanidad moral. Comentando la escasa capacidad de indignación de la opinión ciudadana publiqué un artículo (“El País” 24-4-89) demostrativo de que “la desorganización ética” era consecuencia y fundamento de una transición basada en el consenso. La intervención parlamentaria del vicepresidente ha confirmado este diagnóstico con una lección magistral de anarquía moral y cinismo político. Afortunadamente, esta deconstrucción moral sólo fue compartida por el suarismo y los vascocatalanes heterodeterminados, es decir, por los autores del pacto constituyente de la transición, por la medula originaria del consenso. La mayoría de los ciudadanos, educados en una sociedad convencional, tienden a considerar los casos de corrupción como fenómenos personales y aislados que afectan de repente a personajes habitualmente intachables, pero débiles de carácter ante tentaciones irresistibles o pasiones desbordantes. La realidad es diferente. Cuando un reducido número de dirigentes se acostumbra a pensar y actuar colectivamente, en convivencia casi permanente, la corrupción moral de uno de ellos sólo puede ser personal si choca con la idea de moralidad colectiva de los restantes. Normalmente sucede lo contrario. En un partido que tira por la borda las ideas sociales que inspiraron su constitución, la ambición colectiva de poder, la táctica colectiva para adquirirlo o conservarlo, convertidas en desnuda obsesión, van poco a poco minando los escrúpulos morales de sus dirigentes para hacer fechorías que fuera del ámbito de poder del grupo no se atreverían siquiera a imaginar. La ética partidista comienza a separarse de la moral natural. Hasta que la prevalencia, sobre cualquier otra valoración, del interés de jefe y del grupito de incondicionales llega a ser tan absoluta que fuerza la dimisión de los elementos que conservan restos de su primitiva moralidad natural. El grupo dirigente no tiene conciencia de estar moralmente corrompido, sino especialmente inspirado para la percepción de la realidad del poder y del modo realista de ganarlo y conservarlo. Para estos hiperrealistas dirigentes, los críticos son moralistas utópicos que no saben de política. Cuanto mayor es la importancia que dan a las cuestiones disciplinarias, a la ausencia de tendencias organizadas en el seno del partido, a la fidelidad al jefe, mayor es también la distancia que se abre entre la moral interna del partido y la moral externa de la sociedad. El escándalo público es la chispa final que salta, para descargar la tensión social existente entre dos moralidades objetivas de signo contrario, cuando entran en contacto la opinión absolutoria del partido y la opinión condenatoria de la sociedad sobre la conducta política de un dirigente partidista. Antes de llegar a esta descarga emocional, el antagonismo moral y el conflicto social han estado largo tiempo larvados y encubiertos por ideologías engañosas y por propagandas de imagen pública. Así se explica el fenómeno social, tan característico de nuestro tiempo, de que las mismas personas que antes veían cualidades intelectuales y de carácter en determinado gobernante, se pregunten extrañadas, una vez perdida la aureola del cargo o conocida la corrupción, cómo es posible que haya podido ser presidente o vicepresidente del Gobierno, de una nación cargada de historia, alguien tan vulgar, tan inculto, tan insensible. La explicación
es simple. Esas personas no han sido seleccionadas con criterios democráticos. Tienen la fortaleza de que las reviste el cargo. Representan el papel artificial de una imagen. Los personajes políticos de la transición, salvo algunos líderes regionales, traen la razón de sus cargos en designaciones autoritarias o en audaces saltos a la cúpula del partido. La transición misma tiene su causa original en el compromiso contraído por los servidores del régimen dictatorial con unos jóvenes que habían arrebatado a los dirigentes tradicionales del PSOE los puestos de control del partido. Ese compromiso fundacional del régimen político actual estuvo promovido y patrocinado por el Departamento de Estado americano y por la socialdemocracia alemana. Su finalidad fue homologar el sistema político de España con los de Europa occidental, por medio de una reforma liberal de la dictadura que impidiera la participación política del pueblo en el proceso. A este compromiso bilateral, entre la legalidad franquista y la legitimidad democrática de la oposición, se le llamó consenso por dos motivos disimuladores. Ocultar la naturaleza moralmente corrompida del pacto transaccional del PSOE con la dictadura, y crear la imagen de que los demás dirigentes, salidos del franquismo o de la oposición, no eran, como fueron, puros comparsas en el pacto de poder Suárez-González. Para llegar a esa oportunidad de privilegio, para estar allí como solos legitimadores de la legalidad reformista del franquismo, para partir con ventaja respecto a los demás grupos democráticos, los jóvenes dirigentes del PSOE tuvieron que cometer demasiadas fechorías, dentro y fuera de su partido. No fue la menor traicionar el compromiso firmado de no aceptar su legalización sin la de los demás partidos, incluido el comunista. Tampoco fue pequeña la de presionar en Bruselas para que no llevara a cabo la suspensión de las negociaciones con España mientras permaneciera en prisión el promotor de la unidad de la oposición, de la que formaba parte el propio PSOE. Los jóvenes dirigentes del PSOE aprovecharon bien la oportunidad que tuvieron de legitimar al presidente del Gobierno de la monarquía dictatorial. Antes que nada impusieron a Suárez el sistema proporcional de listas cerradas. Sabían que este simple mecanismo les daría el control férreo de su partido. Con este truco legal podrían transformar a un partido de tradición ideológica en una máquina electoral y prebendaría al servicio del poder personal y del culto a la personalidad de un jefe. Es a partir de ese momento cuando la inmoralidad política del PSOE va a alcanzar una trascendencia histórica. Colocados en esa posición de ventaja, financiados por la socialdemocracia alemana, piden elecciones antes de que se instauren las libertades, antes incluso de que estuvieran legalizados los partidos de izquierda y los partidos republicanos. Hacen creer a la opinión pública que los diputados de las primeras elecciones legislativas están legitimados para aprobar una Constitución, sin abrir un proceso constituyente, sin convocar elecciones a Cortes constituyentes. Mediante esta usurpación, el poder constituyente del PSOE y del Gobierno Suárez hace de la Constitución del Estado un simple reglamento, a la medida del juego de la clase política, sin separar los poderes del Estado, sin garantizar a los individuos contra las injerencias del poder en las esferas de la sociedad civil y de los derechos humanos. Por eso ha sido posible la aberración jurídica de Rumasa, el escándalo de los GAL, y que ahora, el Parlamento no pueda impedir ni controlar la corrupción del poder ejecutivo por tráfico de influencias. La corrupción económica, cuando afecta a un dirigente de partido, es una derivación tardía en la conciencia individual de un largo proceso de degeneración moral en la conciencia política de grupo. El afán personal por el dinero ilícito es sólo síntoma, y no causa, de una previa corrupción política de carácter colectivo. Es psicológicamente congruente que, sin estar personalmente interesado en incrementar su fortuna, el vicepresidente no sienta repugnancia, por corrupción colectiva, de que otro miembro de su entorno, su familia, o su propio partido se valgan de su influencia para obtener un lucro ilícito.
LA INMORALIDAD POLÍTICA COMO FACTOR DE GOBIERNO
EL INDEPENDIENTE, FEBRERO DE 1990 ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO El intervencionismo estatal en la economía fue considerado, en el reciente debate parlamentario, como causa-ocasión de los enriquecimientos por tráfico de influencias o por uso indebido de información privilegiada. Por el portavoz del Partido Popular, al alegarla como causa de la corrupción. Por el vicepresidente, al replicar que el Gobierno socialista no desarrollaba una política intervencionista, sino liberalizadora. La máxima “quien evita la ocasión evita el pecado” traduce esa sabiduría popular sobre la que se apoya la creencia de que la mayor impunidad y las mayores oportunidades incrementan el peligro de corrupción. Es evidente, sin embargo, la intención ideológica de quienes convierten este adagio de prudencia en explicación causal del fenómeno. Unos como argumento neoliberal, otros por convencionalismo, todos están interesados en el arraigo de esta opinión que elude el verdadero terreno moral donde se sitúa el problema. Todavía hace reír aquel chiste alemán del esposo que sorprende a su mujer haciendo el amor con el amante en el sofá y pide consejo a su amigo. “Si quieres salvar tu matrimonio, vende el sofá”, es decir, desmantela al Estado de sus organismos reguladores del mercado. La corrupción económica, como fenómeno colectivo, siempre será una mera consecuencia de la degeneración moral del vivero que alimenta las instituciones estatales, un fenómeno dependiente de la inmoralidad política de los partidos gobernantes. De ahí la primordial importancia que para los electores tiene el conocimiento de la moralidad política de los partidos cuando están en la oposición. Los electores españoles no pudieron conocer estas cuestiones en el momento decisivo. Los partidos eran siglas míticas de prestigio internacional que agrupaban a personas contrarias a la moralidad del régimen. El hecho de que el PSOE, tras las primeras elecciones, ocupara la función de líder de la oposición al Gobierno UCD, integrado fundamentalmente por franquistas, determinó que continuara acaparando la simbolización de la virtud política, que él mismo propagó con los “cien años de honradez”. La opinión pública ha tenido que verlo en el poder para percibir, primero, sus contradicciones políticas, gobernando en interés del gran capital y del militarismo con una legitimación histórica de izquierda, y, luego, sus contradicciones morales, propiciando la mayor promiscuidad que la historia española ha experimentado de gobernantes mundanos y especuladores. Pero estas contradicciones las venían manifestando desde que el nuevo equipo dirigente hizo su aparición, en el escenario de la clandestinidad, con un precoz culto a la personalidad de su joven secretario general y con un feroz oportunismo social que se traducía en violentas y repentinas oscilaciones ideológicas. No debería ser motivo de extrañeza, ni de desilusión, que su posterior etapa de ocupación del poder hay sido una implacable historia de subordinación de los intereses generales a la supremacía personal de su jefe y al disfrute prebendario de sus fieles asistentes. Las hazañas carismáticas no pueden lograrse sin flagrantes violaciones de la moralidad natural. Difamación del Partido Andalucista sin respetar la autonomía andaluza; difamación del líder del nacionalismo catalán sin cumplir el calendario de traspaso de competencias; difamación sindical durante la reconversión industrial sin creación de empleo alternativo; domesticación del poder judicial sin saneamiento de la Administración de Justicia; reconversión “otanista” sin modernización de la carrera y del servicio militar; expropiación de Rumasa sin respeto del Estado de derecho; reprivatización de Rumasa sin cumplir su promesa de mantenerla en el sector público; ocupación burocrática del Estado y de las empresas públicas sin criterios de mérito profesional; fomento del transfuguismo de partido y de sindicato sin utilidad propia, pero con daño ajeno; abusivo retraso en el cumplimiento de su promesa de introducir el pluralismo televisivo sin democratizar el monopolio de la televisión pública; capitalización del ingreso de España en la Comunidad Europea sin negociar con firmeza y paciencia la defensa de los intereses económicos españoles; manipulación de la banca privada sin tener una política bancaria; difamación de los dirigentes de UGT sin atender las reivindicaciones sindicales; sistemático veto a la constitución de comisiones parlamentarias de investigación sin poner coto
al tráfico de influencias. Esta escalada de inmoralidad política en el modo de practicar la acción de gobierno fraguó el resentimiento social que condujo a la huelga general más importante que haya tenido lugar nunca en país europeo. Comparada con la inmoralidad sustancial de convertir en ética de partido, en hábito de poder, en factor de gobierno la falta de moralidad natural, la corrupción económica de los gobernantes es un epifenómeno accidental menos grave para la colectividad, por ser menos dañino. El vicepresidente ha respondido a esta “sutileza”, planteada por el PP, como cualquier presumido ignorante que forzado a concretar la cuestión de que se trate no puede hacer otra cosa que aspavientos y exclamaciones. Sí, señor vicepresidente. Sería mucho menos grave que estuviera frente a una acusación de enriquecimiento ilícito, incluso de miles de millones, que ante la falta política por la que se le exige dimitir. La gravedad es directamente proporcional a la extensión del daño. La corrupción económica perjudica a un número reducido de personas. Lo que se ha revelado en el Parlamento, ante millones de telespectadores, es decir, el carácter consustancial de la inmoralidad a la mentalidad política de su Gobierno, daña inconmensurablemente a todos los españoles y a la personalidad internacional de España. Ya no se trata de su conocimiento o ignorancia del tráfico de influencias realizado por su asistente, dilema más que suficiente para demandar su dimisión o destitución fulminante. De lo que se trata ahora es de algo muchísimo más grave. A partir de sus propias declaraciones, y las del Presidente que las avaló, los gobernados y la opinión pública internacional saben que su Gobierno considera políticamente honorable mentir al Parlamento, rechazando evidencias que nadie en su sano juicio moral se atrevería a negar. Los españoles saben ya que están siendo gobernados por personas que, probablemente a causa del sectarismo de grupo, no son conscientes de su carencia de moralidad instintiva, de su falta de ética racional, de su embotamiento espiritual. Con el argumento de que tienen más votos que nadie, se creen autorizadas a utilizar como factor de gobierno una especie degenerada de moralidad posracional que ni siquiera alcanza, a causa de su infantil rusticidad, la categoría de cínica. La barbarie moral del vicepresidente ha llegado al extremo de pedir para sí mismo la comprensión que él tiene, ¡incluso con agradecimiento!, para los partidos que pidieron su dimisión, puesto que “es legítimo que cada grupo político tenga su ética”. No, señor vicepresidente. El pluralismo moral no es lícito. El vicepresidente confunde el pluralismo de las fuentes generadoras de la moral con la anarquía de la normativa ética, la diversidad de teorías explicativas con la unicidad necesaria de la práctica moral. Esta confusión representa un verdadero peligro público. Tanto mayor cuantos más sean los electores que voten a esta singular pareja de sevillanos que subordina el mandato y las responsabilidades públicas de gobierno a la solidaridad privada inherente a todo espíritu sectario de clan. Los criterios cuantitativos de mayorías o minorías son, por definición, inaplicables a los comportamientos exigidos por la honestidad instintiva. Cuando falta esta rectitud, para los individuos genética o culturalmente insensibles a los dictados de la moral natural, las costumbres y las tradiciones de todos los pueblos, de todas las clases sociales, de todos los regímenes políticos, han inventado normas de urbanidad que coaccionan desde fuera a la conciencia bárbara para que, al menos por decoro, se comporte como civilizada. A este tipo de exigencia social responde la ética política. Nadie pretende que los políticos sean santos o simplemente buenas personas, aunque esto último sería deseable. Pero nadie puede admitir que sean indecorosos. La falta de educación moral de un Gobierno es una cuestión política de primera envergadura. Puede parecer, sobre todo a las nuevas generaciones, que las normas de urbanidad carecen en el fondo de significado moral. Puras fórmulas de hipocresía. Pero a poco que se reflexione descubrimos en esas cortesías la síntesis codificada de anteriores pasiones morales que inventaron, contra la hostilidad de la naturaleza y de los genes egoístas, la galantería, la amistad y el honor sobre los que la especie ha sobrevivido en forma de civilización. La verdadera moralidad está en los instintos. Pero esa sensibilidad animal necesita sistematizarse y reforzarse con una educación ética que, pese a la inercia y pérdida de sentido
inteligente de bastantes de sus prescripciones tradicionales, representa en definitiva el juicio histórico del progreso moral. Se puede afirmar, por esta razón histórica, que la falta de honorabilidad en los gobernantes denota, mucho más que la inculta brutalidad de las personas, el carácter reaccionario del poder que ejercen sin una ética de partido que sirva de modelo social, es decir, sin un propósito civilizador.
LICENCIAS DE UN ESCRITOR
EL INDEPENDIENTE, FEBRERO DE 1990 ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO El novelista Rafael Sánchez Ferlosio publica (“El País”, 18 de febrero) un artículo*, titulado “Rayado como una cebra”, con el doble propósito de definir conceptualmente el escándalo de la corrupción y de poner su concepto psicológico de este importante fenómeno social al servicio político del Gobierno. Toma por pretexto de sus legítimos propósitos una crítica literaria a dos frases entresacadas de mi artículo “De la inmoralidad política a la corrupción económica” (“El Independiente”, 10 de febrero). Antes de contestar al fondo de su escrito, que comienza con la corrección de una inocua errata, es imprescindible afeitarlo con la navaja de Ockam para eliminar los materiales impuros que lo enmarañan con licencias y manipulaciones de mis palabras. Maestros de la ficción, monopolizadores de la licencia literaria, peritos navegantes en los complejos y contradictorios meandros psicológicos de su mundo interior, los artistas no tienen en su expresión creadora las cortapisas ordinarias que la lógica y la realidad exterior imponen al juicio del sentido común. Entablar un debate racional con un escritor de ficciones es siempre una empresa arriesgada. Pero puede acometerse cuando el artista se deja guiar, en la polémica, por un propósito ajeno a la intención estética. La unidad de criterio exigida por tal propósito inutiliza, en ese caso, los recursos extraordinarios a que tiene derecho como artista. La necesidad de coherencia, entre el medio literario empleado y el propósito político perseguido, pone de relieve la anarquía de sus intuiciones y el carácter contradictorio de sus sentimientos. La razón toma la revancha sobre el talento literario cada vez que éste, abandonando su auténtica vocación, se pone al servicio del poder constituido o pretende constituirse en paradigma ético. Las dos frases que el señor Sánchez Ferlosio entresaca de mi artículo dicen: “La sensibilidad moral de la sociedad española, demasiado tiempo anestesiada por varias circunstancias nacionales e internacionales, está cambiando en la medida (en) que dichas circunstancias comienzan a desaparecer o modificarse. El escándalo público ante las mentiras del poder es síntoma indefectible de libertad y de sanidad moral”. Y estas son las principales licencias y ficciones que el novelista se permite introducir en este breve y claro texto. Primera. Fingir que donde digo “sensibilidad moral” he querido decir sensibilidad política, a pesar de que esa expresión la utilizo tras describir el fenómeno al que la aplico: “la extrañeza (vicepresidencial) de que el cinismo y la mentira puedan ser motivos de dimisión ha provocado una reacción de sinceridad, fuera y dentro del Parlamento”. Es evidente que esta reacción de sinceridad denota sensibilidad moral, pero no necesariamente conciencia política. Toda mi argumentación posterior, basada en la diferencia entre moralidad natural y moralidad política, pretende facilitar, en la opinión pública, el paso de de su innegable sensibilidad moral a su dudosa sensibilidad política. Trato de impedir que la conciencia moral se quede satisfecha, interpretando el escándalo como un caso de abuso particular del poder, y pueda convertirse en conciencia política, viéndolo como uso general del poder por un grupo reducido de personas que llegó a él con inmoralidad política y que lo conserva convirtiendo esta inmoralidad en factor de gobierno. El novelista comete esta primera licencia para oponer a mi pensamiento (supuesto) su concepción de la moralidad como sustitutivo (Ersatz) de la política. También yo estaba hablando de la moral natural como sustitutiva de la conciencia política. Pero con una diferencia esencial. Mientras el señor Sánchez Ferlosio considera a este tipo de sensibilidad moral como obstáculo para el nacimiento del interés por los negocios públicos, porque “funciona justamente como un opio que les permite conformarse, sin saberlo, con su privacidad”, yo la estimo como etapa imprescindible, cuando los conflictos de clase están mitigados, en el proceso de formación de la conciencia política. El carácter público y político del sobresalto de la opinión impide, por definición, que se produzcan los fenómenos de autocomplacencia y conformismo, propios de la psicología individual y de la moralidad privada. Segunda. Fingir que mi reflexión, exclusiva y expresamente basada en los materiales
proporcionados por el debate parlamentario y las encuestas posteriores, tiene por objeto de referencia las noticias o rumores previos al debate. Esta ficción le permite “sospechar” que he “convalidado sin más como criterio de medida del aumento de sensibilidad moral de la población la dimensión que a tal asunto han dado los periódicos”, tachados por él de amarillismo, pese a que tiene bajo sus ojos la prueba textual de lo contrario. Tercera. Fingir que no he tenido demasiado cuidado en usar la voz “escándalo” al decir “el escándalo público ante las mentiras del poder”. A esta expresión él contrapone y prefiere “la clarividencia frente a la mentira congénita (sic) del poder como presunto (sic) gestor de los intereses colectivos”. No se trata de una cuestión de gusto literario. Esta licencia le permite sostener que no es admisible el concepto de escándalo para definir el sobresalto de la opinión pública ante las mentiras del poder. Cuarta. Fingir que donde digo “mentiras del poder” debería haber dicho “mentiras de los poderosos”, y que “no vacilo” en llamar sensibilidad moral “a la receptividad del público para los chismes y trapisondas más o menos (sic) particulares de los dirigentes, por no hablar de los personajones y personajonas de la jet”. Con esta manipulación licenciosa utiliza el capricho literario y la hermenéutica de lo absurdo para evitar que la expresión “sanidad moral” pueda ser referida al poder político, al que maquiavélicamente aísla de toda connotación moral, reservándola, como expresión maloliente, a las vidas privadas de los potentados. En su lugar propone la expresión “vitalidad política”. Si eligiera su fragante lenguaje me vería en el apuro terminológico de no poder condenar los cuarenta años de dictadura a causa de su excesiva vitalidad política. La Historia ya sabe a dónde conduce el vitalismo político. Quinta. Fingir que donde he dicho “escándalo” he querido decir “propensión al escándalo”, y que cuando hablo de sensibilidad moral debo referirme a “la que se manifiesta en forma de receptividad para el escándalo”. Estas gratuitas interpretaciones le dan pretexto a presentar su tesis central sobre el carácter farisaico del escándalo, y su conclusión de que en lugar de ser síntoma de libertad lo es de falta de ella, como si fueran argumentaciones contra el carácter sociológico del escándalo público que mi artículo, a diferencia del suyo, nunca desconoce. Con la finalidad de que el ciudadano adquiera conciencia administrativa, etapa burocrática o degradada de la conciencia política, el señor Sánchez Ferlosio saca cinco trapos rojos, llamativos del público hacia terrenos tecnocráticos, y un capote amarillo para hacer el quite y cambiar de suerte al propio escándalo: “no es más que un puesto de pipas” comparado con el “gigantesco despilfarro publicitario con una estética monumentalista de signo fascistoide” realizado por “la prensa, los políticos y el público”. He aquí la propensión y la receptividad para el escándalo que se desprende del único pasaje de mi artículo referente al hecho económico que lo motiva: “Es psicológicamente congruente que, sin estar personalmente interesado en incrementar su fortuna, el vicepresidente no sienta repugnancia, por corrupción colectiva, de que otro miembro de su entorno, su familia o su propio partido se valgan de su influencia para obtener un lucro ilícito”. Pero si existiera conciencia política, añado en la segunda parte de mi artículo, tampoco esto “debería ser motivo de extrañeza ni de desilusión”, es decir, de escándalo, porque sería visto como algo previsto, como desarrollo normal de un proceso conocido, de “una implacable historia de subordinación de los intereses generales a la supremacía personal de su jefe y al disfrute prebendario de sus fieles asistentes”. Y porque además “las hazañas carismáticas no pueden lograrse sin flagrantes violaciones de la moralidad natural”. El relato-ficción de un texto que yo no he escrito, y que otro ha novelado con el propósito político de desactivar la energía social encerrada en el escándalo por tráfico de influencias, está basado en el incoherente guión, en la fantástica contradicción de comenzar negando la utilidad política del escándalo, la existencia misma de un hecho escandaloso, y terminar reclamando la constitución de una comisión de investigación parlamentaria y condenando al vicepresidente con los adjetivos más duros que nadie hasta ahora había empleado. Aunque no me corresponda tirar de la manta amarilla con la que sofoca a la prensa, debo recordar al señor Sánchez Ferlosio que las razones de rentabilidad económica también están políticamente a favor del escándalo. Los centenares de miles de millones que la huelga del 14 de diciembre no arrancó al Gobierno los ha conseguido, benditamente para las clases débiles, su maldito escándalo.