Copia de examinación para estudiantes registrados en IB Media y universidades asociadas al IB Media Core. El contenido de esta obra está protegido por las leyes, que establecen penas de prisión y multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeran total o parcialmente el contenido de este libro por cualquier procedimiento electrónico o mecánico , incluso fotocopia , grabación magnética , óptica o informática , o cualquier sistema de almacenamiento de información o sistema de recuperación, sin permiso escrito de IB International Media for Students.
for students registered in IB Media IB Media Examination copy and universities associated with the Core. The content and fines , in of this work is protected by laws, which establish prison sentences addition to the for all or part of the corresponding compensation for damages, those who reproduced contents of this book by any electronic or mechanical procedure , including photocopy , magnetic , optical or computer recording , or any information storage system or retrieval system , without written permission of IB International Media for Students.
Índice de contenido Portada Créditos Índice AGRADECIMIENTOS INTRODUCCIÓN PRIMER MOVIMIENTO | COMPORTAMIENTO HUMANO CAPÍTULO 1 TRES IMPERATIVOS CAPÍTULO 2 NATURA Y CULTURA CAPÍTULO 3 ALTRUISMO Y EGOÍSMO CAPÍTULO 4 PSICOLOGÍA COALICIONAL CAPÍTULO 5 ESTATUS: DIFERENCIARNOS MÁS QUE IGUALARNOS SEGUNDO MOVIMIENTO | PSICOLOGÍA MORAL CAPÍTULO 6 MACACOS, PRIMATES Y BEBÉS CAPÍTULO 7 SENTIMIENTOS MORALES CAPÍTULO 8 CÁLCULO MORAL CAPÍTULO 9 RECAPITULANDO BREVE INTERLUDIO EPISTEMOLÓGICO | BIO-ECO-MAPS TERCER MOVIMIENTO | POLÍTICA Y MORAL: LOS NUDOS DEL DEBATE CAPÍTULO 10 EL OBJETIVO DE LA POLÍTICA CAPÍTULO 11 DOCTRINAS POLÍTICAS Y MORAL CAPÍTULO 12 INTERÉS PROPIO E INTERÉS GENERAL CAPÍTULO 13 ACCIONES COLECTIVAS Y REPARTO CAPÍTULO 14 ESTADO Y MERCADO CAPÍTULO 15 GLOBALIZACIÓN Y TRIBALISMO CUARTO MOVIMIENTO | LOS PILARES DE LA SOCIEDAD LIBRE DEL SIGLO XXI CAPÍTULO 16 LA TENSIÓN ENTRE LIBERTAD E IGUALDAD CAPÍTULO 17 EL SEDUCTOR MEME SOCIALISTA CAPÍTULO 18 UNA SOCIEDAD ENTRELAZADA CAPÍTULO 19 SIETE OPCIONES LIBERTARIAS Y UNA REGLA DE ORO CAPÍTULO 20 PILARES DE UNA SOCIEDAD LIBRE EN EL SIGLO XXI
EPÍLOGO | MIRANDO AL FUTURO REFERENCIAS Notas
AGRADECIMIENTOS Durante el largo período de tiempo en el que estuve reflexionando sobre los temas que finalmente cristalizaron en este libro, tuve la oportunidad de interactuar con varios de los más importantes científicos sociales que analizan el comportamiento humano desde la perspectiva evolucionaria, y que han estado construyendo esa disciplina en los últimos treinta años. Quisiera agradecer el que ellos tuvieran la buena disposición para tener estimulantes e iluminadoras conversaciones conmigo, que me sirvieron tanto para aclarar mis ideas como para mejor comprender el contenido de sus escritos. Entre ellos quisiera destacar a Leda Cosmides, del Center for Evolutionary Psychology de la U. de California en Santa Bárbara, quien a través del tiempo nos ha honrado a Ximena, mi esposa, y a mí con su amistad y, además, se ha transformado en una asidua visitante de nuestro país. Tanto en esas visitas como en los congresos y seminarios a los que hemos asistido en conjunto, y en las visitas que nosotros hemos hecho a Santa Bárbara, hemos tenido la ocasión de profundizar ideas y discutir conceptos, útiles para mi propio proceso de reflexión, y para construir una mirada balanceada de lo que esta perspectiva involucra. Adicionalmente, quisiera mencionar al antropólogo John Tooby, su marido, al psicólogo cognitivo Steven Pinker y su esposa, la filósofa Rebecca Goldstein, al primatólogo Richard Wrangham, al antropólogo físico Dan Liebermann, al psicólogo Jonathan Haidt, al zoólogo Matt Ridley, al antropólogo Pascal Boyer, al filósofo de la ciencia Jesús Mosterín (quien lamentablemente falleció mientras preparaba la edición de este libro), al filósofo Dan Dennett y al antropólogo Daniel Sznycer, entre los más cercanos. Asimismo, quiero agradecer las permanentes conversaciones y discusiones que he mantenido a lo largo de los años con el economista Harald Beyer y el sociólogo Eugenio Guzmán sobre todos los temas tratados en el libro, y muchos más, pues todas ellas me han servido para contrastar ideas y expandir conocimientos, y me han permitido nutrirme de su inteligencia. Adicionalmente, tengo que expresar mis agradecimientos a quienes leyeron pacientemente el texto y me enviaron sus valiosos comentarios: a Daniel Sznycer, quien lo hizo desde Arizona y Montreal, a mi hija Claudia, con quien compartimos entusiasmo, curiosidad e interés por todos estos temas, y a Ximena, mi esposa, cuya inteligencia y conocimientos constituyen siempre una fuente de inspiración
para mí. Quiero agradecer también a Raúl Alcaíno, amigo desde los tiempos de la universidad y compañero de aventuras empresariales por casi 40 años, quien puso a mi disposición —y en varias ocasiones— un magnífico lugar en el sur de Chile, donde tuve la tranquilidad para escribir de manera concentrada, en medio de un bello e inspirador paisaje, pasajes que resultaron cruciales para darle forma al texto que presento a continuación. Asimismo, agradezco a Claudia Urzúa, quien realizó una agobiante edición de estilo bajo apremiantes restricciones de tiempo y lo hizo con mucha lucidez, y a Gaspar Guevara, que diseñó la portada del libro con entusiasmo y dedicación. Agradezco también a Arturo Infante de Editorial Catalonia por haber confiado en mí y haber estado dispuesto a publicar este libro. Finalmente, este libro no hubiera sido posible de escribir sin contar con el apoyo de mi familia, de Ximena, Claudia, Benjamín y Daniela, que no solo me soportaron, sino que me apoyaron permanentemente a lo largo de este proyecto, y cuya inclinación positiva hacia estas materias proveyó el ambiente adecuado para desarrollarlas. Santiago, noviembre de 2017
INTRODUCCIÓN Fui construyendo las motivaciones que me impulsaron a escribir este libro en un caldo vital de lento cocimiento. Ellas surgieron de la interacción entre la sucesión de hechos y vivencias que constituyen mi vida y los diversos marcos conceptuales abstractos con los cuales uno puede interpretar la realidad. Soy ingeniero matemático por formación, emprendedor por profesión y curioso intelectual por vocación, y al interior de esa trilogía de circunstancias e intereses se fue armando el entramado de ideas que presento en este ensayo. Ellas se sustentan en un esfuerzo por permanecer fiel al rigor lógico que exige la matemática, mi gran amor juvenil, en las experiencias vividas en ese inmenso laboratorio del comportamiento humano que es el mundo de los negocios, y en las lecciones aprendidas en tantas horas de lectura y conversaciones personales con protagonistas del saber evolucionario contemporáneo, asistiendo a congresos, seminarios y talleres con ellos. Fui rumiando los conceptos e ideas aprendidos, en una multitud de sesiones de trote por las calles de Santiago y de diferentes ciudades del mundo. Busqué patrones y relaciones entre ellos en permanentes conversaciones con amigos con quienes compartimos estos intereses y con Ximena, mi esposa, alimentado siempre por la curiosidad que me ha servido de permanente combustible en esta aventura. ¿Cómo se relacionan nuestros rasgos conductuales —parte de la naturaleza humana— con los sentimientos morales con que enjuiciamos ese comportamiento? ¿Cómo se confabulan ambos elementos para producir las doctrinas políticas con que intentamos orientar nuestras sociedades? ¿Por qué, desde ese análisis, la doctrina liberal es la que surge como más apropiada para organizar la vida en las sociedades contemporáneas? Esas son las preguntas que intentaré contestar a lo largo de estas páginas. Serán respuestas necesariamente incompletas, seguramente no exentas de errores. Estarán construidas a partir de los avances de las ciencias del comportamiento en los últimos cuarenta años, lo que constituye una manera no tradicional —pero, a mi juicio, la única posible de utilizar en el futuro— de abordar esta temática, aunque, obviamente, reflejarán mi particular forma de organizarlos y describirlos.
La naturaleza humana es un concepto controversial. Hay quienes sostienen que no hay tal naturaleza y que las personas nacemos como una página en blanco. Piensan que todo está abierto para ser construido socialmente, en tantas y distintas direcciones como nuestra imaginación y nuestra voluntad nos permitan. Sin embargo, si los seres humanos somos el resultado del proceso evolutivo seguido por los organismos vivos desde hace 3.700 millones de años; si todos esos organismos vivos son el resultado de una cadena ininterrumpida de reproducciones exitosas de cada uno de sus antecesores; si consideramos, además, que esa cadena se construyó copiando la información encriptada en el ADN de cada individuo de una generación a otra, muchas veces de una manera no perfecta, debido a las mutaciones y recombinaciones genéticas ocurridas en el camino, entonces nada parece casual o espontáneo. Conseguir que todos los organismos hayan sobrevivido y se hayan reproducido consecutivamente hasta llegar al momento actual establece una ligazón común que ha ido estableciendo, a lo largo de la historia, las características que cada especie exhibe, y en ello los seres humanos no somos una excepción. Esa historia evolutiva fue seleccionando, reteniendo y moldeando aquellos atributos que mejor sirvieron a los individuos que los poseían para seguir traspasando sus genes a la siguiente generación, acumulando diseño a lo largo del proceso. Entre ellos, nuestros sistemas cognitivo y emocional, tan específicos de nuestra especie, que constituyen lo que normalmente llamamos naturaleza humana. A través de ellos, nuestra mente procesa la información que recibimos y reacciona a ella produciendo conductas. Y también con esos sistemas se generan nuestros sentimientos morales. Como esa naturaleza humana está presente siempre y nos acompaña en todo momento, no nos damos cuenta de su existencia, así como no notamos el aire que respiramos a cada instante. Pero toda nuestra vida está organizada en torno a ella. Más aún, las relaciones entre nuestra naturaleza y la cultura —es decir, aquella información que no se traspasa genéticamente, sino que pasa de una mente a otra por imitación, aprendizaje o enseñanza— están siempre organizadas de tal forma que la cultura se subordina a lo que la naturaleza habilita y admite.
Una tarde en Vaucluse Entre 1337 y 1353, el poeta italiano Petrarca vivió en Vaucluse, un pequeño pueblo de la Provence, en el sur de Francia. El pueblo debe su nombre y fama a
la Fontaine de Vaucluse, un surgimiento de agua verde esmeralda proveniente de las entrañas de la tierra. Su profundidad, hasta ahora desconocida, y su belleza, que contrasta con la aridez de la zona circundante, le han conferido a lo largo de la historia un aura misteriosa y mágica. Junto a ella, Petrarca escribió su Cansonnere, consumido por un amor platónico por la bella Laure de Noves, a quien vio por primera vez en una iglesia de Avignon, en 1327. Hoy día, la fuente es una de las atracciones turísticas de la zona, y quienes la visitan dicen sentir el embrujo que la llevó a ser un centro de culto desde la Antigüedad. Fuimos a conocerla como parte de un recorrido turístico que hicimos con Ximena por esa región. Desde el pueblo caminamos por el sendero que conduce a la fuente, a uno de cuyos costados se encuentra el río que la desagua, de aroma fresco y húmedo, y al otro, la pared rocosa del cerro decorada con diversas placas alusivas al lugar. Hay una escrita en provenzal, en honor a su más famoso representante, el escritor y poeta Federico Mistral; las otras recuerdan a Petrarca, quien acrecentó la fama de la fuente, y están escritas en varios idiomas: en francés, dedicada por el pueblo de Vaucluse; en italiano, dedicada por la Sociedad Dante Alighieri; y hasta en un léxico de difícil comprensión, pero que evoca sonidos familiares, y a cuyo pie se lee, orgullosamente destacado,
LANGUE INTERNATIONALE ESPERANTO ¿Por qué los seres humanos tenemos tantos idiomas para expresarnos? ¿Por qué no uno solo? ¿Es ese un rasgo de nuestra naturaleza o de nuestra cultura? Recuerdo que en mi juventud incursioné brevemente en el estudio del esperanto, pero lo abandoné en cuanto advertí que su propósito no me sedujo con la intensidad que pensé que lo haría. Mi abandono quedó inscrito en el desinterés generalizado de tantos otros que impidió que el esperanto alcanzara la calidad de lingua franca universal a la que aspiraba. Ese día, junto a la Fontaine de Vaucluse, quedé perplejo. ¿Acaso no era una buena idea construir un lenguaje que utilizara las raíces de los idiomas más conocidos para armar su vocabulario y que incorporara las consonantes con los sonidos más usados de las distintas lenguas para facilitar su vocalización? ¿Acaso eso no hacía más sencillo su aprendizaje, facilitando el que todos pudieran utilizarlo? ¿No conseguiría con ello coordinar de mejor forma a los seres humanos? ¿Por qué, entonces, la idea no prendió? ¿Por qué nunca le llegó
su tiempo? Quizás tuvo que ver con que una lengua como el esperanto, construida de manera artificial , no siguió el camino natural que condujo a la aparición de la multitud de hablas que se han conocido a lo largo de la historia y que se usan en distintas partes del mundo. Quizás quien la concibió ignoró, posiblemente sin advertirlo, algún elemento esencial de nuestros rasgos psicológicos, necesario para hacer surgir nuevos idiomas o dialectos. O ni siquiera eso: tal vez no pudo alcanzar en su momento la masa crítica requerida para constituirse en una ola cultural incontrarrestable, como lo está logrando ahora el inglés, cuya permanente utilización en el mundo de los negocios y de la ciencia lo ha transformado, en la práctica, en la más importante segunda lengua para las personas del mundo global del siglo XXI. ¿Estará el proceso de construcción de nuevos idiomas ligado a nuestra naturaleza, o es solo el resultado de una imitación cultural? 1
Cuando se examina la historia del surgimiento de los distintos idiomas, es frecuente observar que a partir de la interacción entre grupos pequeños se van estableciendo modismos, palabras o pronunciaciones novedosas que se transforman posteriormente en dialectos o, incluso, idiomas distintos, cuando las comunidades se apartan y constituyen grupos relativamente aislados unos de otros. El proceso de diferenciación paulatino, desde la fonética de las palabras a las palabras mismas, ha sido común en diversas partes del planeta. Ocurrió con las lenguas romances y con las germánicas, con aquellas empleadas por la multitud de tribus que habitan Nueva Guinea y las distintas regiones de África. En general, es lo que ocurrió en prácticamente todo el mundo. En su libro Genes, pueblos y lenguas (2010), el genetista italiano Luigi Luca Cavalli-Sforza logró relacionar la genética con la evolución de las lenguas de poblaciones humanas en distintos lugares geográficos, mostrando que grupos genéticamente aislados habían dado lugar a idiomas o dialectos distintos siguiendo ramificaciones casi idénticas. Ello calza muy bien con un rasgo fundamental de la mente humana: la psicología coalicional, que analizaremos con más detalle en el capítulo 4. Es la que nos hace sentirnos parte de un grupo con cuyos miembros tenemos algún aspecto en común, como la nacionalidad, el equipo de fútbol de nuestros amores o la escuela en la que estudiamos. Presente desde nuestro pasado cazador-recolector, a lo largo de la historia ha permitido a las personas distinguir a los miembros de la propia comunidad de aquellos de comunidades ajenas, así como discernir
entre amigos y enemigos, todas distinciones vitales para la supervivencia. Para identificar a los miembros del grupo propio o distinguir al que pertenece a uno ajeno se requieren pistas cognitivas, entre las cuales estaba la lengua, el dialecto o la particular pronunciación que esas personas utilizaban. En efecto, casi siempre que las personas abren la boca y pronuncian una frase, revelan su origen. Rex Harrison, encarnando al solterón profesor Higgins en la inolvidable película Mi bella dama (1964), nos lo ilustró persuasivamente, basado en la genialidad dramática del Pigmalion de George Bernard Shaw. Pero también podríamos interpretarlo al revés. Podríamos afirmar que cada comunidad, quizás inconscientemente, fue modificando sus vocablos, palabras o particular pronunciación, para establecer un rasgo que los identificara y diferenciara del resto, para así reconocerse con facilidad y saber en quién confiar y en quién no, en forma opuesta a lo que ocurre con la vestimenta u otras costumbres, fácilmente imitables. Lejos de ser un fenómeno casual, la diferenciación de los idiomas a lo largo del tiempo estaría ligada a elementos consustanciales a las características de nuestra especie, como la psicología coalicional, lo que, al parecer, el oftalmólogo polaco L. L. Zamenhof, creador del esperanto en 1876, no consideró. Quizás eso perjudicó su aspiración de transformarla en una lengua universal. A pesar de ello, la idea de que un idioma pueda ser usado por grandes cantidades de personas, como está ocurriendo crecientemente con el inglés, muestra que la idea original de Zamenhof tenía sentido, especialmente ahora que vivimos insertos en una sociedad global. Lo que este no calculó es que se requería de ciertas condiciones de contexto para que ello tuviese lugar, que no se daban cuando introdujo el esperanto. Si Zamenhof hubiese sabido que las distintas lenguas fueron apareciendo, entre otras razones, porque la psicología coalicional, moldeada por selección natural, ayudó a que así ocurriera, habría reflexionado con más cuidado sobre la eficacia de introducir una lengua como el esperanto de la manera artificial en que lo hizo. Se habría dado cuenta de que no bastaba con la buena intención que él tenía de que todos los seres humanos pudiesen comunicarse a través de un único idioma común para que todo su plan ocurriera de manera exitosa. O bien habría intentado conseguir más rápidamente la masa crítica de hablantes en esperanto, que hiciera imposible ignorarlo. El fracaso del experimento de Zamenhof tiene que ver con un concepto fundamental para los propósitos de este libro: la distinción entre natura y cultura. Con ello, me refiero a la diferencia que hay entre la información que se transmite genéticamente de una generación a otra (natura) y aquella que se hace
por aprendizaje, imitación o enseñanza a lo largo de nuestras vidas (cultura). Lo que el ejemplo del esperanto ilustra es que se requiere de un entramado de instituciones apropiadas que se conecten de manera virtuosa con nuestra naturaleza para que una buena idea se concrete. La naturaleza humana nos condujo a las variedades de dialectos e idiomas que conocemos, pero fue el desarrollo cultural el que ha permitido que un idioma particular, como el inglés, se haya transformado en uno casi universal. La interrelación entre natura y cultura, sus implicancias en nuestro comportamiento y en sus resultados es lo que exploraremos en el capítulo 2.
Sesgos naturales de nuestra conducta La naturaleza humana, construida laboriosamente a través de la historia evolutiva de los homininos , impone sesgos en nuestras disposiciones conductuales, sesgos de los que hay que hacerse cargo al momento de establecer doctrinas políticas. 2
En otras palabras, los grados de libertad que tenemos para construir sociedades no son infinitos, sino que están acotados por la naturaleza de nuestra arquitectura neuronal y por los sentimientos morales que compartimos como especie. Esa, que parece ser una razonable aseveración, se enfrenta, sin embargo, con nuestros permanentes deseos de alcanzar estados sociales ideales, construidos por nuestra imaginación, la que, efectivamente, parece no tener límites. Pero si formulamos nuestras doctrinas políticas queriendo alcanzar esos estados ideales sin considerar esos sesgos, ni nos hacemos cargo de las limitaciones que imponen, difícilmente lograremos los objetivos originales que esas doctrinas tuvieron al momento de formularse. Dichos sesgos no habrán desaparecido solo porque alguien propuso una doctrina utópica. Son las conductas de las personas, orientadas por ellos, las que determinan el resultado social final de cualquier doctrina política. Como veremos en las páginas siguientes, el comportamiento promedio de las personas está sesgado por patrones y motivaciones naturales. Por lo tanto, si estos están en desacuerdo o en desencuentro con el propósito de esa doctrina, el resultado será frustrante. Nuestros impulsores conductuales, esculpidos por selección natural, son los ocultos orientadores de la forma en que nos comportamos, y tienen mucha más fuerza que las idealizadas aspiraciones de los intelectuales que imaginan propuestas sin anclaje con nuestra naturaleza. Por ello, cuando eso ocurre,
nuestras reacciones a las normas instituidas terminan yendo en direcciones que no necesariamente están en consonancia con los objetivos buscados ni con las intenciones que tenían quienes formularon aquellas doctrinas o políticas. No es suficiente imaginar o construir formas de convivencia que juzguemos a priori como “más justas”, “mejor intencionadas” o “más compasivas”. Si no calibramos previamente las posibles consecuencias que ellas generen, estas pueden resultar muy distintas de las esperadas, y habremos errado lastimosamente en nuestro propósito. La historia del siglo XX está llena de ejemplos de ello. Sin embargo, la naturaleza humana está lejos de predeterminar todo nuestro comportamiento. Ella solo impone sesgos a nuestras conductas, lo que deja un amplio espacio para imaginar y construir una variedad de instituciones que los aprovechen de manera beneficiosa. Para establecer reglas de convivencia e instituciones públicas, y hacerlo con alguna probabilidad de éxito, es necesario conocer mejor cómo somos los seres humanos. Más aún: por qué somos como somos. En esto han estado las ciencias del comportamiento humano en los últimos treinta años, especialmente luego de adoptar la perspectiva evolucionaria como la base para formular sus hipótesis explicativas. Gracias a sus avances, ahora contamos con un mejor conocimiento científico respecto de nuestro comportamiento, que nos permite relacionar a la naturaleza humana con los sentimientos morales, a estos con las doctrinas políticas, y a ambos, a su vez, con la perspectiva liberal para abordar a estas últimas.
La perspectiva liberal El resultado de la interacción entre las reglas e instituciones propuestas por las doctrinas políticas y el comportamiento a que ellas dan lugar se produce en el espacio de libertad que estas les entreguen a las personas para actuar. Si las reglas instituidas están, de alguna manera esencial, desvinculadas de la naturaleza de las personas, su cumplimiento requerirá de un esfuerzo opresivo singular. Si, en cambio, esas reglas aprovechan las fuerzas de la naturaleza humana para obtener sus propósitos, su cumplimiento no exigirá necesariamente una coacción y sus buenos resultados alimentarán un círculo virtuoso. El libre ejercicio de las motivaciones humanas, aun cumpliendo reglas sociales, pero reglas que no contradigan su naturaleza, es el camino para mejorar el funcionamiento de las sociedades y para que las personas alcancen sus aspiraciones. De ahí la importancia de desentrañar los rasgos esenciales de la psiquis de los humanos, aquellos que están en la base de la naturaleza humana y
que no han sido modificados por el factor cultural, lo que haremos en las primeras dos partes del libro. Sin embargo, el hecho de que nuestra naturaleza no haya cambiado, porque nuestro genotipo no se ha modificado de manera sustancial en los últimos cien mil años, está lejos de determinar la historia humana. Como veremos a lo largo de los próximos capítulos, la incesante y compleja interacción entre natura y cultura, con la segunda subordinada a la primera, es la que produce la deriva que llamamos historia humana. Este libro pretende argumentar en favor de la libertad y la autonomía individual como el centro fundacional que articule nuestros objetivos políticos en el siglo XXI. Eso no significa creer que llevando una vida aislada del resto, como individuos autónomos libres cual átomos sueltos en el espacio social, es la manera como deseamos conducir nuestra existencia. No. Por el contrario, solo desarrollando una intensa vida social, en la que cada persona forme parte de una compleja red de relaciones mutuas, como un vasto conjunto de moléculas interactuando entre sí, es como lograremos satisfacer nuestras necesidades, aspiraciones y motivaciones de manera más plena. Pero para que esas interacciones se den y florezcan de manera que beneficien a cada individuo en sus metas personales —y que, por esa vía, beneficien al conjunto de la sociedad — es necesario que ocurran en un espacio que respete la libertad y la autonomía individual de cada quien. Ese debe ser el principio fundacional sobre el cual, y a posteriori, se establezcan las debidas consideraciones y restricciones nacidas de las interferencias que los proyectos de cada uno impongan a los de otros. Ello, a pesar de entender, como lo explicaremos en más detalle en el capítulo 3, que el interés individual no es lo único que nos mueve, sino que este coexiste, de manera esencial y permanente, con la cooperación con los otros y con el interés general y el consiguiente bienestar colectivo al que también aspiramos. Intentaré transmitir a lo largo de estas líneas que la libertad y la autonomía individual, con las salvedades que explicitaremos en su momento, interpretan bien las motivaciones de la naturaleza humana, especialmente cuando la miramos a la luz de nuestro comportamiento. Esa es la razón que hace necesario ponerlas en el corazón de nuestra interacción social. Más aún, de esa manera se logran mejores resultados para nuestra convivencia y progreso material y espiritual que cuando se procura instalar a la igualdad como fundamento de nuestras sociedades, como argüiremos en el capítulo 16. En efecto, cada vez que ello se hace, se requiere imponer reglas e instituciones de manera constructivista
y artificial, contrarias a las fuerzas de nuestra naturaleza humana. En ese caso, los resultados no solo distan de conseguir esa anhelada igualdad, sino que, además, su resultado es una menor creación de valor o riqueza, y reduce la enriquecedora diversidad que la libertad nos genera. Sin embargo, y como también argumentaré en este libro, el que la libertad sea un mejor pilar fundacional que la igualdad no significa que debamos adoptarla de manera absoluta y descuidar por completo a la igualdad como meta deseable. Las complejidades de la condición humana no permiten hacer aseveraciones así de simplistas. Es necesario, en consecuencia, que la preeminencia de la primera se articule con los elementos igualmente humanos que contiene la segunda. Los avances teóricos y empíricos de las ciencias sociales evolucionarias nos ayudan a enfrentar estos dilemas con nuevos elementos de juicio para abordar la etapa actual del ambicioso proyecto civilizatorio humano. El camino del progreso es uno posible, pero es estrecho y lleno de atajos laterales falsos, por lo que hay que escoger con extremo cuidado nuestras opciones. Afortunadamente hoy, a comienzos del siglo XXI, tenemos mejores conocimientos sobre nosotros mismos, apoyados en esfuerzos científicos serios y sostenidos, que nos permiten hacer esas elecciones con mayor probabilidad de éxito.
Un ensayo en seis movimientos Los temas de la moral y la política han sido tradicionalmente tratados desde la perspectiva humanista. En este ensayo, sin embargo, lo haré desde la perspectiva del comportamiento humano, esto es, desde las regularidades que los seres humanos exhiben en sus conductas, y que denominamos ciencias sociales. Estas nos pueden informar respecto de los fundamentos cognitivos y evolucionarios de la moral, conforme a la evidencia acumulada a la fecha, y cómo aquellos impactan en la construcción de las doctrinas políticas. Este ejercicio es posible porque la comprensión de las conductas de las personas ha tenido un sustancial avance científico. No solo tenemos un mejor aparato conceptual para describir los rasgos que nos hacen humanos —la perspectiva evolucionaria de las ciencias sociales y su descripción de la naturaleza humana en una versión científica—, sino también mejores herramientas tecnológicas para obtener evidencia empírica que valide las hipótesis propuestas. Tenemos mejores computadores para procesar a gran velocidad infinidad de datos y hay mejores herramientas estadísticas para interpretarlos. Hay equipos de resonancia
magnética funcional más sofisticados, que permiten conocer los flujos sanguíneos que ocurren en el cerebro cuando este realiza diversas actividades. Además, tenemos todos los conocimientos que aportan la neurociencia, la economía experimental y otras disciplinas, que crecientemente están construyendo un mejor escenario de las motivaciones y conductas de las personas. Eso, sin contar la inteligencia artificial y los algoritmos que utilizan varias capas de redes neuronales —el llamado deep thinking—, que permiten establecer, incluso a veces con más precisión que las declaraciones verbales de los sujetos, aquello que estos pretendían hacer. Este libro fue concebido en seis “movimientos”, como si fuera una obra musical. El primero de ellos es el que trata, precisamente, del comportamiento humano. Contiene cinco capítulos y su tempo es el de andante maestoso. El primer capítulo describe la perspectiva evolucionaria, la que permite entender cómo surgen los impulsores del comportamiento humano e introduce los tres imperativos que restringen su dinámica: el imperativo termodinámico, ley física universal imposible de soslayar para los organismos vivos; el imperativo biológico, que dirige a esos organismos a la sobrevivencia y reproducción, sin el cual no habría ser vivo de qué hablar ni nada que explicar, y el imperativo económico, esa ineludible escasez de recursos a la que los organismos inevitablemente se enfrentan. El segundo capítulo establece la distinción entre natura y cultura, fundamental, como ya he adelantado, para todo lo que sigue. Luego, los siguientes tres capítulos tienen por objetivo describir lo que he considerado son los tres impulsores conductuales más importantes que sustentan nuestra vida social: la dualidad altruismo/egoísmo, la psicología coalicional y la búsqueda de estatus, que se traduce en el permanente afán de diferenciarnos más que de igualarnos en la jerarquía social, cualquiera que sea la métrica que utilicemos para ello. El proceso de construcción de esos impulsores ha sido pausado, como son los procesos evolucionarios, y por eso lo de andante, pero, al mismo tiempo, la majestuosidad de lo que la selección natural fue capaz de hacer moldeando la arquitectura neuronal de nuestro cerebro le da el carácter de maestoso. El segundo movimiento está dedicado a la psicología moral, la disciplina científica que procura entender los mecanismos mentales que producen nuestros sentimientos morales y que nos instan a hacer juicios respecto de las conductas propias y ajenas, tanto aquellas que nos afectan directamente como las que afectan a terceros. Está construido en torno a cuatro capítulos. El primero de ellos está orientado a dilucidar si nuestra moral es innata, adquirida o una mezcla
de ambas. El siguiente trata de los sentimientos morales como la base fundacional de la moralidad de nuestra especie, para luego, en el tercero, referirnos al cálculo moral, ese esfuerzo razonado de costo/beneficio que efectuamos para hacer calificaciones morales. Finalizaremos con uno que recapitula todo lo anterior en un esfuerzo ordenador para dar unidad y consistencia a los tres anteriores. La moral constituye el soporte que da sentido a nuestras doctrinas políticas, y de ahí que sea indispensable examinarla si luego queremos abordar los pilares de una sociedad libre, pues ellos descansarán necesariamente en consideraciones morales. El tempo de esta segunda parte del libro será un adagio vivace. A continuación, en el tercer movimiento, introduciré un breve interludio epistemológico, cuyo tempo he llamado adagio pensante. Me pareció que analizar fenómenos como la moral o la política desde la perspectiva del comportamiento humano, apoyado en conocimientos científicos en vez de la tradicional aproximación humanista, era un ejercicio que requería de un sustento epistemológico. O sea, se hacía necesario discutir el grado de “verdad” o validez que esos conocimientos tienen y mostrar que están fundados en las mejores herramientas intelectuales que tenemos hoy. Para ello, indicaré cómo se conecta el mundo material de nuestro cuerpo y sus funciones biológicas con nuestro sistema nervioso central y nuestra mente, y cómo se puede abordar el mundo intangible de nuestras emociones y pensamientos desde un punto de vista científico no reduccionista. Indicaré por qué podemos adoptar una perspectiva de tercera persona en ese análisis, y cómo eso evita alzar a la subjetividad como una muralla infranqueable para entender las conductas humanas. A su vez, procuraré mostrar cuál es el grado de validez científica que tiene esa aproximación. Como se trata solo de un interludio, no ahondaré en todos los recovecos que un tema tan complejo como ese es capaz de producir. De todas formas, mantendré un tono reflexivo, que le confiere el calificativo de adagio pensante. El cuarto movimiento está dedicado a analizar los nudos del debate políticomoral que caracteriza a las sociedades contemporáneas. Sus dos primeros capítulos abordan el objetivo de la política y el origen de las relaciones entre la moral y las doctrinas políticas. En los siguientes cuatro capítulos, enumeraré uno a uno esos nudos: el contrapunto entre el interés propio y el interés general, las ventajas y los problemas de las acciones colectivas y la forma de repartir sus frutos, los conflictos y la complementariedad entre el Estado y el mercado —este
último entendido como el espacio en el que ocurre el intercambio humano— y el aún no completamente resuelto enfrentamiento entre la globalización y el tribalismo, que tiene su origen, precisamente, en la psicología coalicional. Intentaré mostrar cómo todos esos problemas tienen que ver con la dificultad de articular el conflicto entre las disposiciones conductuales humanas de naturaleza individual con aquellas de naturaleza colectiva, conflicto enmarcado en sentimientos morales surgidos a lo largo del proceso evolutivo. Procuraré mostrar, además, que a eso se agregan los problemas de pasar desde grupos pequeños, como los de nuestros antepasados cazadores-recolectores, a sociedades globales de millones de individuos anónimos, lo que introduce complejidades y sofisticaciones no anticipadas por los primeros. Su tempo es allegro vibrante. El quinto movimiento está orientado a identificar los elementos fundacionales de una sociedad libre en el siglo XXI. Veremos en el primer capítulo cómo y por qué se genera la tensión entre libertad e igualdad, para concluir que la primera es más esencial que la segunda. Luego, en el siguiente, analizaremos cómo, y a pesar de ello, el “meme” socialista mantiene su poder de seducción, confiriéndole a ese debate una dificultad permanente. A continuación, nos referiremos a las complejidades de las sociedades contemporáneas, que dificultan el diseño de doctrinas políticas basadas únicamente en buenas intenciones, pues el grado de entrelazamiento y de interdependencia en el que se desenvuelve la vida social requiere de un análisis mucho más sofisticado para su construcción. Con esos antecedentes, presentaré un capítulo destinado a plantear mis posturas respecto de una serie de dilemas de la vida contemporánea, como el aborto, la eutanasia, la clonación, el descarte de embriones fecundados, el matrimonio homosexual, la adopción de hijos por parte de estos y la legalización de las drogas, desde una postura liberal. Finalizaré esta última parte con los que considero son los principios fundacionales, los pilares esenciales, en los que debe sostenerse y basarse una sociedad libre en el siglo XXI, aquella capaz de dar mayores satisfacciones y generar mayor progreso para sus miembros. El tempo de este movimiento será el de allegro ma non troppo, que revela el optimismo en el futuro de la humanidad con que, en lo personal, enfrento esta discusión, pero sin que por ello debamos caer en un entusiasmo exagerado en atención a las complejidades y complicaciones que el proceso conlleva.
El epílogo o sexto movimiento presentará ciertos temas que debieran ser materia de debate en las próximas décadas, como la inteligencia artificial, los robots autónomos y la superinteligencia, impresionantes avances tecnológicos que cuestionan las bases mismas de nuestra existencia. Sin embargo, mientras no se modifique nuestro genoma de manera sustancial —una incógnita para la que aún no tenemos respuesta— los dilemas humanos a que todo ello conduce seguirán dándose al interior del marco conceptual utilizado en este libro. Pero, para no abusar de la paciencia de los lectores, su tempo será presto. He hecho un esfuerzo por presentar todas estas ideas manteniendo una consistencia lógica y he procurado que las categorías por las que nos moveremos en los diversos temas estén adecuadamente concatenadas. Si bien gran parte del material exhibido lo he obtenido de lecturas de diversos autores, de conversaciones con algunos de ellos y con muchas otras personas, la responsabilidad de su edición y presentación, así como de sus errores y omisiones, es mía y es indelegable. A continuación, los invito a ingresar a esta aventura intelectual con la mente tan abierta como crítica.
PRIMER MOVIMIENTO COMPORTAMIENTO HUMANO ANDANTE MAESTOSO “La biología habilita; es la cultura la que prohíbe”. Yuval Noah Harari, De animal es a dioses (Sapiens)
CAPÍTULO 1 TRES IMPERATIVOS Nuestra vida diaria se caracteriza por la permanente interacción que realizamos con otros seres humanos. Con ellos intercambiamos conversaciones, afectos, bienes y a veces, incluso, insultos. Con algunos competimos y con otros cooperamos. Con los más afines formamos grupos cohesionados en torno a alianzas de lealtad o amistad, y juntos nos enfrentamos a otros grupos a los que encaramos como antagonistas. Parte del tiempo actuamos persiguiendo nuestros propios intereses y, en otras oportunidades, los de nuestra comunidad. Destinamos mucho tiempo a relacionarnos con nuestra familia, pero también, y cada vez más, nos encontramos interactuando con extraños que no conocemos. La mayoría de nosotros formamos parte de alguna cadena productiva, educativa o deportiva. Nuestra vida es distintivamente gregaria. Todas esas actividades requieren algún tipo de conducta expresa de nuestra parte, indicativa de la intención y motivación que la impulsa. Nuestras actitudes y movimientos, nuestro lenguaje verbal y corporal, las expresiones que revelamos con nuestros gestos, los propósitos que hay tras nuestras acciones, son todas distintas formas de comportamiento humano. Una trabajadora que se dirige a su trabajo mediante el sistema de transporte público se verá en la necesidad de interactuar de diversas maneras con las personas que viajan en este: negociando su entrada al vagón del tren subterráneo repleto de extraños, acomodándose luego a los estrechos espacios disponibles; posteriormente, al llegar a su destino, deberá esforzarse en salir de él a través de una multitud que quiere subir. Eso requiere un intercambio de gestos, movimientos, expresiones verbales o convenios tácitos con otros que tratan de hacer lo mismo. Luego, en su trabajo, ella deberá utilizar una gama mucho más amplia de atributos, necesarios para coordinarse con otros trabajadores de su empresa; en algunos casos será en torno a las metas comunes que ella les plantee y en otros para resolver los conflictos que puede arrastrar con sus pares, sus subalternos o sus superiores. La compleja madeja de intercambio social en la que esa trabajadora se ve
involucrada en las simples rutinas de su vida laboral nos resulta reconociblemente humana. Todo lo que ella hace nos parece comprensible, todos sus gestos y actitudes nos sugieren una motivación que tiene sentido, todas sus conductas tienen una hilación que podemos seguir sin ninguna dificultad. De la misma manera, podemos comprender e interpretar las conductas de personas que viven en otras latitudes o las de aquellas que vivieron en épocas pretéritas. Los libros de historia, las epopeyas pasadas, los cuadros que nos muestran personas que vivieron en otros siglos, las obras de teatro que relatan escenas imaginarias con personajes imaginarios de otros momentos, todas ellas trasuntan comportamientos humanos que nos interpelan emocionalmente. Todas tienen un sello que nos resulta cercano, humano, nuestro. Esa capacidad que tenemos para reconocer lo humano dondequiera que se encuentre nos sugiere que los rasgos emocionales y cognitivos que nos caracterizan tienen una universalidad que atraviesa a todas las sociedades y comunidades humanas. Pero ¿no sería posible inteligir formas de coordinación e interacción solo mediante la razón? ¿No podría nuestra vida mental ser únicamente un constructo social intelectual que prescindiera de los rasgos comunes innatos que nos ayudan a entendernos? ¿No sería posible que las relaciones entre humanos proviniesen únicamente de distinciones hechas ad hoc y a posteriori por medio del lenguaje racional? Esa provocativa pregunta tiene ahora una respuesta. No. Nuestra vida mental no es solo un constructo social dependiente de la particular sociedad a la que pertenezcamos. Si así fuera, ¿cómo es que apreciamos universalmente lo humano en todas las instancias en que aparece, a pesar de que sus manifestaciones podrían, teóricamente, divergir en múltiples direcciones? ¿Cómo es que incluso aquellas conductas humanas que consideramos más aberrantes nos siguen pareciendo humanas? Las ciencias sociales modernas tienen una explicación para esa universalidad: la perspectiva evolucionaria. Los seres humanos no somos un grupo antojadizo de individuos que aparecieron espontáneamente en algún momento, sino que somos el resultado de un proceso de evolución de los organismos vivos, desde que estos aparecieron en la Tierra hace unos 3.700 millones de años . Ese proceso se desenvuelve al compás de la selección natural, una poderosa mezcla de aleatoriedad y necesidad que va moldeando las características y los rasgos de las distintas especies y organismos que han ido surgiendo, sin un cerebro central que lo organice ni un objetivo final que lo impulse. Sin embargo, y a pesar de eso, la selección natural ha sido capaz de generar toda la biodiversidad observable, y las exquisitas adaptaciones que cada organismo vivo exhibe para sobrevivir en el 3
medio en el que le toca desarrollarse. Este es un tema que actuará como telón de fondo a lo largo de todo el libro, por lo que es importante captar la lógica que la selección natural impone a la vida en general, así como a la vida humana en particular. Todos los seres vivos de todas las épocas son o fueron el resultado de una ininterrumpida cadena de reproducciones exitosas que comenzó con las primeras moléculas replicadoras y ha continuado de esa manera hasta ahora. Pero la reproducción no siempre produce copias idénticas a las de sus antecesores, a pesar de que el ADN generalmente se copia a sí mismo sin errores. En el caso de los organismos unicelulares, la reproducción ocurre por división celular, proceso en el que se pueden generar mutaciones aleatorias que modifican los rasgos del nuevo individuo. En el caso de la reproducción sexuada, como la de los mamíferos, además de las mutaciones, cada progenitor aporta a sus gametos (células germinales) una selección aleatoria de su propio material genético, por lo que los individuos que nacen no son idénticos a ninguno de sus dos antecesores, y tampoco a sus hermanos. Nosotros, por ejemplo, somos todos distintos a nuestros hermanos, salvo en el caso de los gemelos idénticos, aquellos que provienen de un solo huevo. Y es de esas variaciones que están permanentemente ocurriendo —mutaciones y recombinaciones genéticas— de las que se nutre la selección natural para escoger las que mejor sobreviven y se reproducen. De esas modificaciones, algunas son inviables y no se transforman en organismos vivos y otras sí son viables, pero tienen dificultades para sobrevivir y reproducirse exitosamente. Finalmente, algunas no solo son viables, sino que están en mejores condiciones para sobrevivir y reproducirse que sus antecesores, como producto de los rasgos introducidos por la misma variación. Estas últimas son las que comienzan a hacerse prevalentes y van lentamente desplazando a las otras. Cuando eso sucede, decimos que están mejor adaptadas a su entorno, porque en la competencia por conseguir energía o alimento los nuevos rasgos adquiridos le confieren ventajas respecto del resto. Ese proceso, que va reteniendo las variaciones que permiten una mejor sobrevivencia y reproducción y va descartando las que no lo consiguen con la misma eficacia, recibe el nombre de selección natural. Los organismos vivos que surgen del proceso de selección natural están sometidos a tres restricciones importantes: a las leyes de la física, en particular a
la segunda ley de la termodinámica, que llamaremos el “imperativo termodinámico”; a la necesidad de sobrevivir y reproducirse, que llamaremos el “imperativo biológico”, y a la escasez de recursos, o el “imperativo económico”. Es en torno a esas tres restricciones que se genera la dinámica de la vida, y de esa dinámica es de la que surge toda la biodiversidad existente y, en particular, los rasgos y características que nosotros los sapiens exhibimos.
El imperativo termodinámico Al final de cada año y desde 1997, el sitio edge.org llama a sus seguidores a responder “la pregunta del año”. Entre los que contestan se encuentran las más sofisticadas mentes de la ciencia y la filosofía. La pregunta correspondiente al 2017, formulada a fines de 2016, fue: “¿Qué concepto científico debería ser más transversalmente conocido de lo que hasta ahora lo es?”. Una de las respuestas más comentadas fue la del psicólogo cognitivo y lingüista Steven Pinker. El concepto que él propuso fue “el segundo principio de la termodinámica”. Pinker cita en su respuesta al físico inglés Arthur Eddington, quien en 1915 afirmó: “La segunda ley de la termodinámica tiene una posición suprema entre las leyes de la naturaleza; si una teoría está en contradicción con ella, no tiene ninguna esperanza de ser correcta”. Luego, cita un artículo reciente sobre los fundamentos de la ciencia de la mente —escrito por los psicólogos evolucionarios John Tooby y Leda Cosmides, junto con Clark Barrett— que afirma, y lo dice en el título, que “la Segunda Ley de la Termodinámica es la Primera Ley de la Psicología”. Hay muchas formas de expresar el contenido de dicha ley. Una de las más conocidas afirma que la entropía de un sistema aislado siempre crece. La entropía es una medida del grado de desorden de ese sistema. Cuando este no recibe energía desde afuera tiende a desordenarse y a confundirse con su entorno. Por ejemplo, la entropía o el desorden de nuestro jardín crece si no lo cuidamos, es decir, si no gastamos energía en mantenerlo. Del mismo modo, si en una casa deja de funcionar la calefacción durante el invierno, la temperatura se equipara con la del exterior. Los seres humanos somos un sistema altamente estructurado, con una organización interna compleja y sofisticada. Para mantenerla, requerimos captar energía del medio, y por eso nos alimentamos. Entre la infinidad de posibles maneras de combinar las moléculas de nuestro organismo, solo un pequeñísimo número nos confiere la estructura que poseemos y nos permite estar vivos. Ellas requieren, como mínimo, tener la capacidad para
adquirir energía del entorno, que nos permita mantener esa estructura ordenada y seguir vivos. Examinemos, con un ejemplo más sencillo, esa misma idea desde otro ángulo. Cada vez que jugamos un juego de cartas, barajamos el naipe. Lo hacemos porque queremos que las cartas queden desordenadas, para no saber de antemano qué cartas le tocan a cada jugador ni qué carta es la siguiente del montón. La mayoría de las configuraciones resultantes no tiene un orden particular por pinta y por número. Sería muy improbable. Es decir, hay muchas más maneras de que las cartas queden desordenadas que ordenadas. La probabilidad de que queden desordenadas después de barajarlas es muy alta, y, al revés, que queden ordenadas es muy baja. Para ordenarlas, necesitamos que alguien realice un cuidadoso trabajo que consume energía. Por la misma razón que solo una pequeña cantidad de combinaciones de cartas deja ordenado el naipe —por pinta, número o color— es que decimos que, de todas las combinaciones posibles de partículas para formar un objeto, nada más que una pequeñísima proporción da lugar a un ser vivo. Es muy improbable que los seres vivos surjan espontáneamente. Se requiere de un delicado proceso evolutivo —que combina variación aleatoria y selección no aleatoria— para que ello ocurra, y luego, solo se pueden mantener en ese estado si adquieren energía del medio, es decir, si se alimentan. Ese es el imperativo que nos impone la segunda ley de la termodinámica a todos los organismos vivos. Este principio también vale para la organización social. Si queremos que la sociedad funcione, que haya todo tipo de productos en las tiendas, que haya internet disponible cuando queramos, que haya energía cuando la necesitemos, que los bancos mantengan los saldos correctos de las cuentas corrientes de cada uno de nosotros, que nuestra vida siga transcurriendo y tengamos disponibles todas las opciones que la vida contemporánea nos ofrece, hay que proveer de energía al sistema. Gran parte de esa energía proviene del trabajo de las personas o del trabajo de máquinas controladas por personas. Sin trabajo, sin esfuerzo, la sociedad pierde estructura, se desordena y todo lo anterior se desvanece. No es posible mantener la sofisticación tecnológica que hemos alcanzado, y que los más de siete mil millones de habitantes del planeta puedan vivir con el estándar con el que viven, cualquiera sea este, sin ese trabajo permanente de muchos de nosotros, que provee de la energía necesaria para que ello ocurra. De ahí que resulte ilusorio pensar que podamos proveer a las personas de ciertos
bienes o servicios —educación, salud o vivienda— sin que previamente la sociedad haya hecho un esfuerzo para generar la riqueza requerida y se hayan establecido las reglas de operación que lo permitan. Si no trabajamos, el sistema se queda sin energía externa y la cadena que preserva la vida social se rompe. La segunda ley de la termodinámica no puede ser violada. No podremos tener “derecho” a esos bienes si no los generamos primero con trabajo. El proceso social avanza construyendo mayor complejidad, es decir, alcanzando estadios cada vez más improbables, y eso requiere de cada vez más energía disponible por unidad de tiempo por persona. Es muy importante nunca perder de vista este hecho. La segunda ley de la termodinámica está siempre actuando. Es un imperativo del que no podemos librarnos. Por algo Tooby y Cosmides la rebautizaron como la primera ley de la psicología, porque es imposible soslayarla, incluso para nuestra vida mental.
El imperativo biológico Para que toda la discusión de este libro pueda tener lugar —o cualquier otra, de cualquier tema, tenga sentido— es necesario que haya personas vivas que participen de ellas. Y para que eso se haya producido, es necesario que la sucesión de reproducciones exitosas ocurridas desde la aparición de las primeras moléculas replicadoras hasta ahora no se haya interrumpido nunca. Cualquier organismo vivo debe satisfacer el “imperativo biológico” de reproducirse. A menos que los organismos sean inmortales —lo que resulta difícil que ocurra, por razones sobre las que no viene al caso ahondar acá—, es necesario que puedan asegurar la continuidad de su especie, reproduciéndose. Este hecho, que en cierto modo es una obviedad lógica, es muy complejo de conseguir en la práctica. Las primeras moléculas replicadoras debieron estar organizadas de una manera especial para que pudiesen copiarse a sí mismas. El sistema conformado por el ARN y el ADN, en el que se basa la vida que conocemos, es un tipo de organización molecular que lo permite. A partir de eso y de la infinidad de variaciones que se fueron generando por mutaciones aleatorias en el copiado del ADN, fueron surgiendo nuevos organismos que pudieron obtener más fácilmente que otros la energía necesaria para mantenerse vivos. Es decir, esas nuevas formas vivas lograron sortear con éxito “el imperativo termodinámico”. Pero, además, si lograron traspasar esas características a las siguientes generaciones, quiere decir que cumplieron con el “imperativo biológico” de la reproducción. La mejora en la capacidad de no
fracasar en ambos imperativos —a través de “trucos” que la selección natural fue encontrando a lo largo del proceso— fue lo que construyó, lentamente, la biodiversidad observable. Para ello se apoyó en “trucos” descubiertos a lo largo del tiempo y en el hallazgo de otros nuevos. Los primeros organismos no tenían un sistema nervioso central como el que poseemos los humanos. Por lo tanto, nunca pudieron reflexionar sobre su condición, sino que eran simplemente configuraciones de partículas organizadas de maneras muy complejas e improbables, que conseguían mantenerse vivas porque eran capaces de obtener energía del medio y porque, además, podían replicarse o reproducirse, traspasando a la siguiente generación la información necesaria para vivir. Los rasgos que exhibimos los humanos también surgieron de ese proceso, el que laboriosamente y durante miles de millones de años fue acumulando diseño y complejidad , desde las primitivas células procariotas (sin núcleo), pasando a las eucariotas (con núcleo), siguiendo con los organismos multicelulares, luego con aquellos que se reproducen sexuadamente, hasta llegar a los animales con sistema nervioso central, entre los que nos encontramos nosotros, los H. sapiens. 4
Este proceso no persigue un objetivo definido, pues las mutaciones y recombinaciones genéticas que surgen son aleatorias, es decir, no siguen una dirección predeterminada. Tampoco tiene un cerebro central que lo organice, pues cada organismo debe sortear descentralizadamente los problemas de supervivencia y reproducción que enfrenta en el nicho ecológico en el que le tocó vivir. De ahí que las características de nuestro sistema nervioso central — capacidades cognitivas y disposiciones emocionales— son solo el resultado del permanente trabajo sin propósito de la selección natural. Esta fue reteniendo las variaciones aleatorias de información genética que mejor permitieron la supervivencia y reproducción de sus portadores y fue desechando las otras. El resultado no fue buscado ni manipulado. Nuestras características no se construyeron intencionadamente. No fuimos diseñados de antemano. Simplemente resultamos. Pero debemos poder reproducirnos para seguir “resultando”. Debemos ser capaces de satisfacer el imperativo biológico.
El imperativo económico Los organismos deben conseguir energía externa para mantenerse vivos —lo que hemos denominado el imperativo termodinámico— y deben poder reproducirse
para que su existencia perdure en el tiempo, lo que describimos como el imperativo biológico. Pero esa energía, que en el caso de las plantas son nutrientes del suelo y luz solar para efectuar la fotosíntesis, y en el caso de los animales son alimentos de diversa índole, no es ilimitada. La luz solar disminuye en la noche y en el día es menos intensa si se está a la sombra o si el día está nublado. Los nutrientes del suelo, los alimentos, vegetales o animales, son también limitados y no están en todas partes. En otras palabras, los organismos vivos están, ineludiblemente, expuestos al problema de la escasez. Solo aquellos cuyos rasgos, esculpidos por selección natural, les permiten resolver el problema de la escasez son los que constituyen el reino de lo vivo. El resto va quedando fuera de carrera. La escasez es lo que da lugar al tercer imperativo, el económico. Y constituye un imperativo porque es una restricción fundamental que enfrentan todos los organismos vivos, y a la que deben encontrarle solución. Esto ya fue reconocido por Thomas Malthus en su famoso trabajo de 1798 , en el que observó que las poblaciones humanas se reproducen en proporción geométrica, mientras que el crecimiento de los cultivos alimenticios se da en proporción aritmética, lo que conduce, inevitablemente, a la imposibilidad de alimentar a todas las personas. Cuando Charles Darwin leyó ese trabajo cuarenta años después, se dio cuenta inmediatamente de que, a partir de él, podía construir una teoría para explicar la evolución de las especies. De todas las variaciones que se generaban, sobrevivirían solo aquellas mejor adaptadas para conseguir el escaso alimento. La naturaleza seleccionaba quién sobrevivía o se extinguía, y el criterio era superar la valla de la escasez de alimentos o energética. 5
6
En nuestra vida contemporánea pareciera que no hay escasez. La abundancia de alimentos en los supermercados y la facilidad con que botamos lo que nos sobra así lo sugiere. Pero eso es una ilusión. Aún subsisten grupos humanos que no tienen las suficientes calorías para llevar una vida sana. Es más, incluso aquellos que no tienen problemas para conseguir los alimentos que necesitan, y que pueden darse el lujo de escoger sofisticadas formas de ingerirlos en modernos restoranes, enfrentan la escasez. La enfrentan cuando desean adquirir otros productos distintos del alimento —libros, computadores, casas, automóviles—, cuando buscan recibir otros servicios —cirugías, entretenimiento—, cuando quieren obtener una buena remuneración laboral, todas adquisiciones necesarias para alcanzar el nivel de vida que les permita superar el problema de la escasez de alimentos, que es el problema que está en la base. Las complejas sociedades modernas han trasladado la escasez a otros ámbitos productivos más complejos,
sin los cuales no habría suficientes alimentos, ni siquiera para una población mucho menor que la actual. El imperativo económico, es decir, resolver el problema de la escasez, es insoslayable, y está actuando de manera permanente sobre todos los seres vivos, incluso sobre aquellos que parecen poseer una alta autoestima, que los cree capaces de tantos logros, como los humanos.
Dinámica replicativa Hemos visto que la biología y las formas de vida que habitan la tierra se desenvuelven, entonces, en el espacio disponible que les deja el estar sometidas a las restricciones de los imperativos termodinámico, biológico y económico. Una forma iluminadora de describir el fenómeno de la vida es la metáfora del “gen egoísta”, acuñada por el zoólogo británico Richard Dawkins en su famoso libro homónimo. Dawkins plantea que para entender mejor lo que hacen los organismos vivos resulta útil pensar que estos no son más que los vehículos que los genes utilizan para pasar de una generación a otra. Los genes actúan “como si” estuvieran dirigiendo a los individuos en los que se encuentran para que se reproduzcan, afirma Dawkins. El mundo de la biología opera “como si” los genes tuvieran como único interés el perpetuarse, utilizando para ello a los organismos en los que habitan. De ahí que el uso del adjetivo “egoísta” no sea gratuito. Cada vez que se producen variaciones genéticas, por la razón que sea, y los individuos portadores de esas variaciones no logran reproducirse, esos genes dejan de pertenecer al mundo de lo vivo. Cuando miramos a nuestro alrededor, solo observamos genes que han logrado “perpetuarse” a través del tiempo, es decir, que han logrado “manipular” a los individuos en los que habitaban para que estos les permitan continuar existiendo, mediante la reproducción, en la siguiente generación. Es en esas condiciones que se da la dinámica de la vida y de la selección natural. Los individuos deben ser capaces de conseguir energía para sobrevivir y lograr reproducirse, para lo cual deben poder sortear el problema de la escasez. Y luego, las variaciones aleatorias de genes —por mutaciones o recombinaciones genéticas— dan lugar a individuos distintos, los que deben volver a sortear esos tres imperativos, y así sucesivamente. Como resultado de ese proceso, van surgiendo los “trucos” que la selección natural descubre, siempre por causalidad, y que retiene y elige una vez probada su eficacia. Así, pasan a formar parte del
mundo de lo vivo acumulando diseño y complejidad a su paso. Todos esos ardides son soluciones a los problemas que imponen el triple imperativo termodinámico-biológico-económico y surgen porque el entorno está en permanente cambio, sea por modificaciones en el clima, la geografía, la ecología o por la existencia de otros organismos. Por ejemplo, el especial color de las flores de nuestro jardín surgió porque una mutación genética aleatoria hizo que sus pétalos reflejaran la longitud de onda de la luz de ese color. Y ese color, a su vez, atrajo con más facilidad al sistema visual de las abejas y las indujo a extraer su néctar. Para hacerlo, estas debieron posarse sobre la flor, y después trasladaron el polen que se les quedaba pegado en sus extremidades a otras flores similares al seguir recolectando alimentos, con lo que, inadvertidamente, permitieron la reproducción de la planta. Ni la flor quiso ser de ese color ni la abeja sabía que ese color le gustaría ni la naturaleza previó que esa mutación daría como resultado ese color. Fueron las permanentes variaciones genéticas las que dieron por casualidad con él, sin buscarlo. A continuación, y ya no por casualidad, sino porque tuvo resultados al atraer más abejas, las flores existen y los insectos logran alimentarse y el sistema continúa reproduciéndose. Los trucos son muy variados. A través de la selección natural se “encontró” la forma de construir individuos multicelulares en lugar de unicelulares, con tejidos diferenciados y especializados, que expandieran sus posibilidades de acción. También esta dio con la manera de construir individuos altamente colaborativos, como los insectos sociales, o individuos que actuaran con reciprocidad, como es el caso de algunos primates. Una de esas soluciones fue el de la reproducción sexuada, pues la recombinación genética que eso induce, producto de los distintos genes que aportan los progenitores, confiere a la descendencia mejores defensas ante los patógenos que enfrenta. La reproducción por división celular no sexuada, como la de las bacterias, no otorga ese rango de opciones. Aún más, incluso entre las especies sexuadas hay distintas soluciones reproductivas. En algunos casos, muy pocos machos acaparan a la mayoría de las hembras, como en los elefantes marinos, y en otros, hay mucha promiscuidad sexual, como entre los bonobos. Hay casos en que la solución es intermedia, como en los humanos. Pero, en todos esos casos, los rasgos que exhibe cada una de esas especies ha sido el resultado de la evolución por selección natural, siempre sometida a las restricciones de los imperativos termodinámico, biológico y económico.
En los capítulos siguientes, cuando examinemos el comportamiento social de los humanos, nos encontraremos con disposiciones conductuales que surgieron así. Analizaremos los “trucos” específicos que la selección natural descubrió para que los humanos hayamos sido exitosos como especie social, copando los nichos ecológicos que habitamos. Y en la segunda parte del libro, cuando examinemos la psicología moral, tendremos la ocasión de discutir otros trucos encontrados por la selección natural, aquellos que sirvieron para resolver los conflictos de intereses y las dificultades particulares que conlleva la vida social. La selección natural nos proveyó de soluciones para aprovechar esas ventajas y para lidiar con sus dificultades. A lo largo de estas páginas, veremos cómo la perspectiva evolucionaria nos provee, efectivamente, de un punto de vista apropiado para describir los fenómenos biológicos y el mundo humano. Es una perspectiva que además tiene un alto poder explicativo. Y, como hemos visto, los imperativos termodinámico, biológico y económico constituyen el rayado de cancha que constriñe el accionar de la selección natural. A su vez, la metáfora del gen egoísta que sugiere que estos solo buscan perpetuarse nos permite entender las múltiples direcciones por las que se desenvuelve todo el proceso. Es con esos elementos que les propongo abordar lo que viene a continuación.
CAPÍTULO 2 NATURA Y CULTURA La distinción entre natura y cultura es particularmente importante para comprender la dinámica de las sociedades humanas, y también para analizar la capacidad de las doctrinas políticas de alcanzar sus objetivos. Los humanos, al igual que algunas otras especies animales que poseen un sistema nervioso central suficientemente sofisticado, pueden desarrollar “cultura”. Eso nos otorga una especial capacidad para copar los nichos ecológicos disponibles y para desarrollar nuestras sociedades. La cultura depende de lo que la natura, o naturaleza humana, habilita, tal como lo expresó Yuval Harari en Sapiens (2011). Veamos que significan ambos términos. Jesús Mosterín, filósofo de la ciencia español, afirma en su libro Naturaleza humana (2006) que la distinción entre natura y cultura es válida no solo para los seres humanos, sino también para muchos animales no humanos. Proviene del hecho de que hay dos modos de transmisión de información al interior de las especies: el intergeneracional o biológico, a lo largo de las generaciones, y el intrageneracional o social, al interior de una generación particular. El primero, dice Mosterín, corresponde al traspaso de información a la siguiente generación durante el proceso de reproducción, en la que los antecesores transmiten a sus descendientes la información contenida en el genotipo de la especie, información que llamamos su naturaleza. Ella ha sido filtrada y moldeada a través de miles de generaciones por selección natural y, en consecuencia, se hereda biológicamente. El segundo corresponde a la información que se transmite de un individuo a otro, de una mente a otra, por medio de la imitación, el aprendizaje o la enseñanza. A ese tipo de información la llamamos cultura y se adquiere socialmente, a lo largo de la vida. Son pocas las especies en las que la cultura se manifiesta de manera clara; en ese selecto grupo estamos los humanos, entre quienes la cultura es uno de sus rasgos más distintivos. La naturaleza biológica se modifica muy lentamente, a la velocidad de la selección natural, y toma decenas de miles de años para que los cambios sean observables. La cultura, en cambio, lo hace a gran velocidad: lo notamos, por ejemplo, en lo que sucede en las sociedades contemporáneas con las modas, las
tecnologías o las normas morales, legales o penales. Así como nuestro sistema emocional y cognitivo no ha tenido cambios sustanciales durante la historia conocida de la especie, y es uno de los rasgos más permanentes de nuestra naturaleza, nuestra evolución cultural —tecnológica, artística, científica, normativa, filosófica, religiosa, entre otras— es muy cambiante y exhibe distintos patrones en las diferentes regiones del globo. La naturaleza humana está formada por las mismas herramientas básicas que todos poseemos. Son aquellas con las que las personas enfrentan la vida, sobreviven y se reproducen diariamente en todas partes; entre las más importantes se encuentran sus capacidades cognitivas y las emociones que gatillan sus conductas. Las culturas humanas, en cambio, se expresan de maneras diversas en las distintas comunidades del planeta, muchas de ellas a través de reglas o normas, implícitas o explícitas. Cada una de esas culturas muestra la particular forma en que esas distintas sociedades han dado expresión a esas manifestaciones. No solo eso, sino que, además, esos rasgos culturales evolucionan en el tiempo. Los rasgos que, generación tras generación, quedaron encriptados en nuestro genotipo fueron seleccionados por su eficacia adaptativa respecto de rasgos alternativos. Es decir, fueron retenidos y seleccionados porque permitieron a quienes los portaban sobrevivir y reproducirse más exitosamente que quienes no lo hacían. Por ejemplo, el hecho de que las personas cambien su primera dentadura —cambio útil para adaptarse al importante crecimiento del cráneo humano antes de llegar a la adultez y al cambio de alimento luego de unos tres años de alimentarse principalmente con leche materna, como ocurría ancestralmente— no requiere de un proceso educativo previo. La información guardada en el ADN de sus células permite hacerlo. Lo mismo ocurre con el deseo sexual, que comienza a manifestarse en la pubertad sin que nadie lo enseñe. Algo similar ocurre con el procesamiento de información de las señales visuales, las que se reciben sobre una superficie de dos dimensiones, la retina, y, sin embargo, se representan en la corteza cerebral en tres dimensiones, sin que la persona deba “aprender” a hacerlo. Algoritmos que hacen supuestos respecto de la proveniencia de la luz que ilumina los objetos que las personas miran — normalmente la luz solar— permiten al cerebro resolver ese problema que, en principio, sin esos supuestos, tendría infinitas soluciones. Muchas ilusiones ópticas se basan, precisamente, en “engañar” esos supuestos. La particular forma de resolver el problema de cómo ver en tres dimensiones a partir de información recibida en dos dimensiones forma parte de la arquitectura neuronal de la
especie. O sea, está encriptada en el genotipo humano y probablemente se apoya en soluciones que ya estaban presentes en especies antecesoras a la nuestra, construyéndose a partir de ellas. Hay rasgos, como nuestro sistema emocional, que también forman parte del conjunto de herramientas cognitivas que los humanos exhibimos de manera universal. El miedo, la angustia, la alegría, el asco, la envidia, la ambición, la vergüenza, el enojo, entre otras emociones, guían nuestro comportamiento en direcciones pertinentes a las pistas que nos entrega el entorno. Están instaladas en nuestro sistema nervioso central porque resultaron las más apropiadas para sobrevivir y reproducirse en el ambiente en que a nuestros antepasados les tocó vivir. Ese ambiente no solo consistía en la geografía del lugar, o en las especies animales y vegetales que lo habitaban, sino que también estaba formado por los miembros del grupo propio y por los individuos de otros grupos humanos circundantes. Todas esas emociones se gatillan como si fueran subrutinas de un programa computacional extraordinariamente complejo que, sin embargo, no opera con las funciones y la física de los computadores que utilizamos a diario, sino que lo hace de acuerdo con la arquitectura neuronal y su bioquímica. Es la universalidad de nuestro sistema emocional la que nos permite comprender las conductas de las distintas sociedades, aun cuando ellas tengan tradiciones culturales distintas a las nuestras. A ello se debe que cuando leemos libros de historia podemos entender las motivaciones que tuvieron los líderes de las tribus, ciudades, reinos o imperios para conducirlos de la manera en que lo hicieron. El sistema emocional humano es esencialmente el mismo para todos los miembros de nuestra especie. Por eso podemos leer una tragedia griega y entender las motivaciones de sus personajes, o una obra de teatro de Shakespeare y empatizar con las pasiones que exhiben sus protagonistas. Enero de 2016, valle de Yaeda, en Tanzania. Un grupo de científicos sociales evolucionarios y otros expedicionarios, entre los que me encontraba, tuvimos la oportunidad de visitar a los Hadza, la última tribu cazadora-recolectora de África que vive como tal. Allí también fuimos capaces de entender las motivaciones que estaban detrás de sus rutinas diarias. Pudimos “leer” los gestos que veíamos en sus caras y notar, por ejemplo, cuándo estaban preocupados o cuándo estaban contentos. Pudimos identificar el estado emocional que exhibían los hombres que competían en una improvisada competencia de arco y flecha. Por ejemplo, la cara del musculoso Shibubu, luego de resultar ganador. Mostraban las mismas emociones que exhibiría un grupo de chilenos jugando rayuela o un grupo de
franceses jugando a las bochas. Lo mismo ocurría cuando estaban agazapados, con la mirada atenta y los sentidos aguzados en busca de la presa que necesitaban cazar para comer ese día. También pudimos sintonizar con el estado emocional de las mujeres mientras desenterraban tubérculos junto a sus bebés, como otra fuente de comida, o armaban collares para ponerse como adornos. Entendimos cuán significativamente humanos y similares a nosotros eran cuando el último día de nuestra estadía, al atardecer, tuvimos a través de un intérprete una conversación de preguntas y respuestas mutuas. Reconocimos ahí sus motivaciones respecto de la vida —individual y social— como similares a las nuestras, a pesar de las diferencias culturales. Regina, por ejemplo, una bella muchacha de unos dieciséis años, aunque manifestó interés en estudiar enfermería, dijo que igual volvería todos los veranos a convivir con su gente. Luego, al caer la noche y finalizar la cena conjunta, se dejaron llevar por la alegría del momento y comenzaron a cantar y danzar rítmicamente, en una actitud tan humana y conectada con nuestras propias emociones que mi esposa Ximena se unió, ayudada por Adía, a la fila de los bailarines, y estos la acogieron con afecto como a un par más que disfrutaba el instante. La expresión de la naturaleza humana es universal porque está incorporada al genotipo de todos sus miembros y no se modifica si ese genotipo no sufre un cambio radical. Cuando navegaba en el Beagle desde Inglaterra rumbo a Tierra del Fuego, con tres yámanas a bordo traídos por el capitán Fitz-Roy en un viaje anterior, Charles Darwin reconoció instantáneamente en Jemmy Button, Fuegia Basket y York Minster los mismos rasgos humanos que poseían los marinos ingleses de la tripulación. Los encontró, por ende, merecedores de la misma empatía que la que él podía sentir respecto de sus compatriotas. Eso, a pesar de que cuando llegó a la bahía de Wulaia, en la isla Navarino, donde habitaban los yámanas y la familia de Jemmy Button, no pudo sino calificar sus costumbres como las más distintas y primitivas que había visto, y que la vida que llevaban era “miserable” y “abyecta”. Esa aparente contradicción ilustra con elocuencia la distinción entre natura y cultura que estamos haciendo. Darwin reconoció la similar naturaleza de ingleses y yámanas, pero también se impresionó con las abismales diferencias entre sus culturas. El lenguaje con que describió esas diferencias, derogatorio para nuestros días, era, sin embargo, habitual en esa época. A la inversa, el propio Jemmy Button, el más conocido de los tres indígenas,
había sido invitado a tomar té en Londres con la reina Adelaida y gustaba de vestirse como un lord inglés mientras vivía en Inglaterra. Esto le producía mucho placer —le gustaba hacerlo con frecuencia—, ilustrando con ello que el concepto de estatus y de rango social asociado a esa vestimenta era claramente comprensible para un yámana canoero del canal de Beagle de la mitad del siglo XIX, tal como lo era para la aristocracia británica. En el capítulo 5 veremos que establecer el estatus al interior de la comunidad en que se vive, e intentar ascender en ella, es parte de nuestra naturaleza. En cambio, la información que solo es posible adquirir durante nuestras vidas, en el proceso de interacción social, por imitación, enseñanza o aprendizaje, y que llamamos cultura, toma formas distintas en las comunidades humanas. Las costumbres y tradiciones, el lenguaje, la comida y los bailes típicos de los distintos grupos son diversos y revelan la particular forma con que estos expresan esos modos de vida. Pero, además, la tecnología, la ciencia, las normas morales, legales y penales, las obras de arte, las creencias religiosas, las posturas estéticas, la música, la historia, entre otras, corresponden a información que requiere ser absorbida y asimilada y, por lo tanto, forma parte de la cultura. Por esa misma razón, hacer fuego es información cultural, pues las personas no nacen sabiendo cómo hacerlo. Entre los Hadza, por ejemplo, el fuego se hace de una manera distinta —frotando un trozo de madera sobre otro— a como se hace en los países modernos, pero en ambos casos es necesario que las personas aprendan de otras personas cómo prenderlo. Por otra parte, aunque las herramientas cognitivas y emocionales sean las mismas para todas las personas, las diferencias en el entorno cultural al que estas pertenecen hace que se gatillen por razones diferentes. Mientras escribo estas páginas, la línea aérea Air France anuncia que dejó en libertad de acción a las tripulantes mujeres que no querían volar a Irán para no verse obligadas a taparse la cabeza con un pañuelo, que es lo que el Gobierno de ese país imponía a todas las mujeres que pisaban su territorio. En Irán muchas personas se ofenderían si una mujer va por la calle con su cabeza descubierta. En Francia, muy pocas personas se molestarían por eso. La emoción de sentirse ofendido es la misma en ambos países, pero es gatillada por conductas diferentes en las distintas culturas. En las tribus del oeste de Canadá y Estados Unidos, hace ya varios siglos, era común que cuando los grandes jefes se reunían para conferenciar se generaba una especie de competencia de quién entregaba más regalos al otro, pues eso era un signo de su riqueza y poderío. Pero si lo mismo hicieran, en pleno siglo XXI, los representantes de los países más industrializados del orbe en un encuentro del
G-7, esa exhibición de riqueza resultaría repudiable para los ciudadanos de esas naciones. Nuevamente, lo apropiado o inapropiado y las emociones que generan, aunque están instaladas en el dispositivo mental de todos los individuos, se gatillan por pistas distintas según la comunidad de que se trate. Si bien la naturaleza humana no es modificable a menos que el genoma humano cambie radicalmente, la cultura sí innova con gran facilidad. La transmisión de información de una mente a otra es un proceso rápido y fácilmente asimilable. Sin embargo, para que esa información se inscriba de manera permanente en una comunidad debe primero acomodarse a las motivaciones, aspiraciones, anhelos e intereses de esas personas, las que responden, finalmente, a una misma naturaleza humana. Por eso, la transmisión cultural siempre está sujeta a las restricciones que impone su naturaleza biológica y psicológica. Según Leda Cosmides y John Tooby, autores del artículo “Evolutionary Psychology, Moral Heuristics and the Law” (2006), “los distintos programas computacionales que procesan información en nuestra mente, cada uno aplicable a contenidos específicos, organizan nuestra experiencia inyectando a nuestra vida mental ciertos conceptos recurrentes y motivaciones similares; nos otorgan pasiones y nos proveen de marcos interpretativos universales que pueden atravesar las distintas culturas, y que nos permiten entenderlas”. Y continúan: “En consecuencia, esos programas juegan un rol central al momento de determinar qué ideas y costumbres se esparcirán fácilmente de una mente a otra y cuáles no, es decir, son cruciales para dibujar la cultura humana y estabilizar ciertas formas de convivencia social”. 7
De allí que la cultura humana no pueda establecer formas de vida —reglas, normas, costumbres— que estén en permanente contradicción con la naturaleza humana. Tarde o temprano desaparecerán, ya sea porque no será posible seguir forzando esas reglas en contra de lo que las personas libremente desearían hacer —y esa resistencia es una forma de expresión de la naturaleza humana— o porque el resultado de la aplicación de esas reglas comienza a apartarse cada vez más del propósito original con que fueron concebidas, a pesar de las buenas intenciones con que se diseñaron, y terminan por ser corregidas o abolidas. Esto ocurre en todos los ámbitos de la interacción humana. En la economía, por ejemplo, cuando se fijan los precios de los productos en un valor sustancialmente más bajo que el que equilibra su oferta y demanda, con el objeto de aliviar la situación de los consumidores de menos recursos, eso no impide que sigan operando los mecanismos mentales innatos de valoración e intercambio,
que son los que gatillan las disposiciones de las personas para comprar y vender. Y, si no son tenidos en cuenta, el resultado final de fijar los precios es, como se ha visto en innumerables ejemplos a lo largo de la historia, incluido Chile, la escasez de esos productos, colas para adquirirlos, mercados negros, acaparamiento, etc., algo muy distinto a lo que se buscaba. Una regla cultural bien intencionada —pues la fijación de precios es una norma cultural, según la definición que dimos de información cultural— se traduce en un resultado diferente al buscado al no considerar la naturaleza humana. Por razones similares, imponer controles de cambio para evitar la fuga de divisas solo la exacerban, pues las personas tratarán de adquirirlas de cualquier manera, aumentando así su escasez. Asimismo, la inamovilidad laboral para evitar el desempleo únicamente lo aumenta, pues los empleadores evitarán contratar trabajadores que luego no puedan despedir. En lo social, vemos cómo las granjas colectivas israelíes, los kibbutzim, fracasaron en su intento de criar a los hijos separados de sus padres para educarlos mejor, pues el cuidado de terceros rara vez se compara al que los padres pueden entregarles, y los padres nunca se conforman con el hecho de que sus hijos estén al cuidado de otros. Asimismo, no prosperaron los intentos de la ex Unión Soviética por eliminar el sentimiento religioso de las personas, procurando no exponerlas a la religión, pues bastó que el régimen cayera para que ese sentimiento volviera a surgir, mostrando que, en realidad, nunca había desaparecido . La experiencia histórica nos muestra que no es posible modificar la naturaleza humana culturalmente —la revolución cultural de Mao lo intentó, con millones de muertos como resultado, y algo parecido ocurrió con Pol Pot en Camboya— y la moderna ciencia evolucionaria nos explica por qué. 8
Analicemos por un segundo lo que ocurre cuando se fija un precio por debajo del valor que equilibra la oferta con la demanda, para entender de mejor forma el mecanismo a que estamos aludiendo. Ese precio de equilibrio, en una economía con libre competencia, es al cual todos quienes desean un cierto bien, y están dispuestos a pagar un precio igual o superior a él, logran adquirirlo, y todos quienes lo poseen y están dispuestos a venderlo a un precio igual o inferior a ese consiguen hacerlo. Un precio mayor al de equilibrio disminuiría los interesados en comprarlo, y habría vendedores sin lograr venderlo. Estos, a su vez, intentarían bajar el precio hacia el de equilibrio para conseguir la venta. Al contrario, un precio menor al de equilibrio aumentaría los interesados en adquirirlo y no habría suficientes unidades para satisfacerlos. Como resultado de ello, habría compradores que estarían dispuestos a ofrecer un precio mayor, hasta
alcanzar el de equilibrio. Si se deja a las personas para que transen libremente arribarán a ese equilibrio. Cualquier otro precio deberá ser forzado de alguna manera. Por esa razón, si se quiere hacer cumplir una regla que fija arbitrariamente los precios bajo el equilibrio —sin considerar la natural propensión de las personas a intercambiar voluntariamente bienes solo a valores que sean convenientes para ambas partes— es necesario acompañarla de controles y castigos, destinando enormes recursos y esfuerzos a ese fin. Forzar la transacción de manera que convenga, en este ejemplo, al comprador, pues la regla lo deja en condiciones de comprar el bien a un valor inferior, gatilla en el vendedor una fuerte resistencia, pues sabe que hay otras personas que pagarían más, y el hecho de que sean las normas de la sociedad las que estén imponiéndole un precio no es suficiente razón para que lo considere “justo” o “correcto”. El vendedor, por lo tanto, se rebela en su contra y procura evitar que ello ocurra. El que el vendedor aspire a una mayor ganancia para sí o, por último, a evitar una pérdida, al no venderle al comprador a ese bajo precio —una actitud que puede ser considerada individualista—, es simétrico al deseo, también individualista, del comprador de querer pagar un menor precio por el bien. Ambos están intentando un mejor resultado financiero para cada uno, en un juego de suma cero. Incidentalmente, lo mismo ocurre si se fija un precio por sobre el de equilibrio, pues en ese caso habría muchos productores que se quedarían sin compradores y tratarían de vender sus productos en mercados clandestinos a un menor precio para poder subsistir, violando así la regla artificialmente impuesta, al igual que en el caso anterior. Por eso, el resultado de forzar una regla que fija un precio bajo el de equilibrio implica, por un lado, un enorme gasto de energía para controlar que se cumpla, pues voluntariamente no ocurrirá, y, por otro, provoca el intento de los productores de burlarla, vendiendo en mercados negros a precios más altos, lo que desata todo el fenómeno de colas, escasez, acaparamiento, etcétera, ya conocido. Podemos concluir que lo que llamamos “la ley de la oferta y la demanda”, que pertenece al ámbito de la disciplina económica, tiene validez porque proviene de rasgos del comportamiento humano, íntimamente enraizados en su naturaleza, que son los que dan lugar a esa “ley”. Es decir, más que una abstracción teórica, es una consecuencia de los rasgos de nuestra especie y de las conductas a que ellos dan lugar.
Si no existen relaciones de parentesco o amistad entre las personas, no se generan, por razones que veremos más adelante, los sentimientos de colaboración que harían que el vendedor incurriera en un perjuicio para beneficiar a terceros, como sí lo haría con sus parientes. Por el contrario, son las disposiciones conductuales competitivas e individualistas las que se imponen. No considerar los impulsores de la conducta humana al momento de diseñar reglas de convivencia, o al elaborar doctrinas políticas, es un grueso error y tiende a no lograr los objetivos buscados. En otras palabras, no bastan las buenas intenciones. Esta es una cuestión fundamental. El creer que no hay una naturaleza humana, que las personas nacemos como una página en blanco y que nos construimos solo en la interacción social es uno de los grandes errores teóricos cometidos por una parte de las ciencias sociales cuya concepción está asociada al determinismo cultural. Esa equivocada manera de entender a las personas se ha trasladado, a continuación y de manera natural, a ciertas doctrinas políticas, en particular a gran parte de las visiones sustentadas por la izquierda, aunque también ha permeado las visiones de parte de la derecha. Pensar que basta establecer un entorno cultural apropiado para que las personas acomoden su manera de ser a ese nuevo entorno, suponiendo que ello no va a interferir con su naturaleza — porque ella no existe, ya que las personas nacen como una página en blanco—, es el supuesto que está detrás de la idea del “hombre nuevo”, tan utilizada en la terminología política de izquierda en las décadas previas a la caída del muro de Berlín. Durante el coffee break del seminario sobre “Unidad del Conocimiento”, que tuvo lugar en 2001 en la Academia de Ciencias de Nueva York, abordé con un colega al científico norteamericano E. O. Wilson, una de las celebridades del encuentro, pues se discutían las implicancias de su último libro, Consilience, que trataba precisamente sobre la unidad del conocimiento, es decir, la posibilidad de entender el mundo de una manera consistente y unificada. Wilson ha sido una de las figuras centrales de los últimos cuarenta años en el esfuerzo por establecer una conexión entre las ciencias naturales y las ciencias sociales. Durante la conversación, y dada su condición de formicólogo —o especialista en estudiar las hormigas, especies que desarrollan su interacción social en un ambiente mucho más orientado a la colaboración grupal que a los intereses individuales—, le preguntamos su opinión sobre el comunismo. Su respuesta fue escueta pero elocuente:
“Nice theory. Wrong species” (Linda teoría, pero los humanos son la especie equivocada para aplicarla). ¿Qué quería decir Wilson con eso? ¿Acaso que las aspiraciones morales implícitas en la doctrina comunista no pueden cumplirse por razones biológicas? ¿Es que estamos determinados, por los rasgos de nuestra especie, a ciertos tipos de organización social y no a otros? ¿Querría acaso implicar que no es cierto que podamos alcanzar nuestras utopías si estas no se adecúan a nuestras características naturales? ¿Tendría esto que ver con la distinción entre naturaleza y cultura a la que hemos estado aludiendo? Wilson, aunque había respondido de manera espontánea, es además un científico consagrado, estudioso de la naturaleza humana y de las conductas altruistas y egoístas. Para él, los seres humanos, así como el resto de las especies vivas cuyos individuos interactúan entre sí, despliegan conductas cuyos patrones de comportamiento provienen de la arquitectura neuronal de su sistema nervioso central, adquirido evolucionariamente por selección natural, que los predispone a reaccionar ante las pistas del entorno con cierta regularidad estadística. De modo que, si imponemos reglas para las interacciones de los individuos de acuerdo con nuestras aspiraciones, por más noblemente orientadas que estén, sin tomar en cuenta la naturaleza de los individuos a quienes están dirigidas, los resultados finales, sesgados por esa naturaleza humana, estarán lejos de reflejar esos deseos utópicos. Las aspiraciones constructivistas con que esas reglas puedan haber sido diseñadas no modifican los rasgos innatos de nuestra naturaleza, de modo que, si no hay una cierta coherencia y correspondencia entre ambos, no se lograrán los objetivos buscados. Y por eso a Wilson no le parecía que las aspiraciones implícitas del socialismo avanzado que Marx llamó comunismo pudieran darse en las sociedades humanas, a menos que se incurriese en enormes costos para forzar su instalación, como fue el intento del bloque soviético durante gran parte del siglo XX.
La equivocada doctrina del “darwinismo social” Algunos creen ver en la nueva forma de razonar recién expuesta una nueva forma de “darwinismo social”. Ese es un error. No solo es esa una doctrina errada y superada por la ciencia evolucionaria, sino que, además, no estoy haciendo uso de los razonamientos del darwinismo social. Pero vamos por
partes. Primero, la doctrina del darwinismo social. Se trata de la equivocada doctrina que sostiene que lo que en el mundo es “natural” también sería “bueno” en el plano moral. Esa forma de razonar se ha denominado la “falacia naturalista” , porque si lo natural constituye lo moral, entonces no habría opciones morales entre las que escoger. Bastaría conducirse de manera “natural”. Pero nosotros somos capaces de calificar moralmente las conductas y distinguir las buenas de las malas. Es decir, la “naturalidad” de una conducta no le confiere moralidad de manera automática. Se trata, pues, claramente, de una falacia. 9
El darwinismo social también yerra desde el punto de vista científico. La “supervivencia del más apto”, que para sus cultores era lo mismo que la “supervivencia del más fuerte”, no toma en cuenta que la aptitud no proviene únicamente de la fuerza, sino también de la cooperación o la colaboración. Cuando esa distinción no se hace, se puede concluir que es correcto eliminar a los más débiles, exterminar a las razas “inferiores” y otras aberraciones, como concluyó el nacionalsocialismo alemán de la primera mitad del siglo XX. Cuando esa distinción sí se hace, se advierte que la colaboración es un rasgo que, efectivamente, surge por selección natural, como los científicos contemporáneos lo han demostrado, y lo examinaremos en detalle en otra sección. Y una vez que eso queda establecido, todas aquellas conductas colaborativas y solidarias que despiertan nuestras mejores calificaciones morales pasan a formar parte, de manera natural, de nuestro acervo conductual. El darwinismo científico moderno contradice al llamado “darwinismo social”. Vamos ahora al segundo punto, es decir, al hecho de que no estoy haciendo uso del darwinismo social. Cuando afirmo que es necesario hacerse cargo de nuestras motivaciones conductuales al momento de proponer reglas de interacción, no estoy diciendo que las disposiciones conductuales que se ajustan a la naturaleza de las personas tengan una superioridad moral sobre las normas sociales fundadas en consideraciones distintas, como la justicia, los derechos o las virtudes. No. Se trata de reconocer que esas disposiciones conductuales naturales están presentes, encriptadas en nuestro genoma, y que ellas sesgan el resultado de nuestras interacciones sociales. Como resultado de ello, nuestras conductas tienden hacer caso omiso de aquellas normas que no consideraron esos sesgos y, como consecuencia de ello, su resultado práctico puede ser muy distinto a aquello que buscaban conseguir.
Un ejemplo de ello ocurre en Chile en materia educativa. Muchos de quienes proponen, desde posiciones de influencia, que la educación debe ser provista por el Estado de manera gratuita, de modo que el bolsillo de los padres no influya en la educación de sus hijos —con lo que procuran evitar que esas diferencias sociales se reproduzcan a través de las generaciones, según declaran—, los educan, sin embargo, en colegios particulares pagados. Eso es contrario a su propuesta, pues al hacerlo están efectivamente utilizando su bolsillo para educarlos de la manera más directa posible. Es decir, mientras no haya una norma que los obligue en contrario, prefieren pagar a sus hijos la mejor educación que puedan entregarles, acorde con lo que su naturaleza humana les sugiere. Incluso en aquellas sociedades en las que la educación es gratuita, las personas utilizan sus recursos económicos para establecer diferencias. Por ejemplo, en Estados Unidos es frecuente subordinar la elección de la vivienda a la oferta de colegios en los barrios: las familias escogen los barrios donde hay mejores colegios, pero deben tener suficientes recursos, pues esas viviendas son normalmente más caras o han subido de precio precisamente por la demanda inducida por esos buenos colegios. O bien, en Corea del Sur, donde los padres pagan academias caras para que sus hijos asistan a ellas después de clases, y así poder establecer una diferencia. 10
Perspectiva evolucionaria frente al determinismo cultural Si las buenas intenciones no logran, por sí solas, buenos resultados, ¿qué lo logra? Los científicos sociales han logrado establecer que son más bien aquellas normas o instituciones que, tomada en cuenta la dinámica social a la que dan lugar, generan incentivos que instan a las personas, conforme a su naturaleza, a comportarse en una determinada dirección. Si ello es así, el imponer de manera permanente reglas que no se acomodan a la naturaleza humana solo genera conductas que provocan resultados distintos a los objetivos buscados. Si, además, para imponer esas reglas debemos incurrir en enormes costos, porque voluntariamente no se van a cumplir, entonces las doctrinas políticas, cualesquiera que ellas sean, tienen que hacerse cargo de la naturaleza humana de los agentes a quienes están dirigidas. En Una izquierda darwiniana: evolución y cooperación (2000) el filósofo australiano Peter Singer argumenta en favor de una izquierda compatible con la perspectiva evolucionaria para entender a los seres humanos —que él juzga el abordaje adecuado—, y al respecto afirma que “mantenerse ciego a la naturaleza
humana arriesga un desastre”. Más aún, expresa que el mayor error cometido por la izquierda, particularmente la marxista, ha sido, precisamente, negar la existencia de una naturaleza humana y suponer que las personas son solamente constructos culturales. Esa suposición es la que condujo a sostener que si se cambian las condiciones culturales a las que las personas son sometidas estas cambiarían en su esencia, y surgiría “un hombre nuevo”. Probablemente eso es lo que tuvo en mente Salvador Allende en su discurso final, antes de acabar con su vida, cuando dijo, en una memorable frase, que de persistir en las ideas inspiradoras de su gobierno “más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas por donde pasará el hombre libre (¿‘nuevo’?), para construir una sociedad mejor”. La pretensión de que basta construir la institucionalidad social apropiada para que surja un “hombre nuevo” es una idea romántica e inspiradora, pero que ha probado estar profunda y esencialmente equivocada. Las ciencias sociales modernas, las que se fundan en la perspectiva evolucionaria para abordarlas, están corrigiendo esa equivocación, como iremos viendo a lo largo de los siguientes capítulos. Para ello se basan en una concepción distinta de los seres humanos, que se acomoda de mejor manera a la evidencia empírica que crecientemente se ha estado construyendo. Lo anterior no significa que haya unanimidad de posturas políticas al interior de la disciplina. De hecho, es posible encontrar distintas visiones más a la derecha o más a la izquierda, pero siempre desde la base de la superación del determinismo cultural como paradigma válido, es decir, que las personas no nacen como una página en blanco. De allí que los criterios que utilizamos para definir nuestras opciones políticas y nuestras calificaciones morales, así como los elementos que debemos tener en cuenta al momento de definir las políticas públicas que adoptemos, requieren tener alguna comprensión de lo que somos los seres humanos. Debemos distinguir cuáles son nuestros atributos de carácter universal, que cruzan a toda la especie, y cuáles son de carácter particular, cultural o específico, para así poder fundamentar el origen y validez de esas opciones. Pero también se hace necesario entender los mecanismos impulsores de nuestras conductas, para anticipar la dirección que tendrán los efectos de las reglas, leyes o instituciones que introduzcamos en nuestra sociedad. De esa manera, no solo podremos diseñarlas de manera que se acomoden mejor a esa naturaleza, sino que, además, podremos corregir de mejor manera aquellos efectos indeseados o no anticipados que de todas maneras se produzcan, cuando hayamos escogido una institucionalidad específica y hayamos visto sus efectos.
El pretender conocer cómo son los seres humanos con fundamento científico era hasta hace poco una quimera, no solo por la dificultad evidente que un esfuerzo de ese tipo implicaba, sino también porque para muchos ello era epistemológicamente imposible. Los seres humanos no son sujetos de conocimiento científico, se argüía; su naturaleza es distinta a la de los objetos físicos, y su complejidad, sus emociones o sentimientos y su conciencia escapan al análisis que la ciencia pueda hacer. Sin embargo, los avances científicos en neurociencia, en psicología evolucionaria y en los fundamentos biológicos de la moral desarrollados en los últimos decenios —entre muchas otras materias— están contradiciendo ese escepticismo. Además, están permitiendo construir una comprensión de lo que los seres humanos somos. Ello hace posible estudiar nuestras disposiciones conductuales básicas, así como el origen y sentido de nuestros sentimientos morales y las eventuales consecuencias que las reglas que adoptemos tendrán sobre nuestra interacción social. De esa manera, podemos fundamentar mejor nuestras posturas y opciones políticas. En efecto, podremos entender mejor las consecuencias que esas opciones generan en el funcionamiento social, lo que nos permitirá saber si sus efectos se ajustan o no a los objetivos morales declarados en esas doctrinas. Pero también, e inversamente, podremos establecer si los objetivos morales que están en la base de las doctrinas que adoptemos se acomodan o no a los aspectos más universales de nuestras intuiciones morales, que la evidencia empírica está comenzando a desentrañar. En otras palabras, este mejor conocimiento de los seres humanos hace que el debate doctrinario en materia política tome un cariz distinto, más cercano a la evidencia empírica que a la especulación teórica. Sin embargo, lo anterior no significa pretender que las doctrinas políticas que adoptemos tengan el mismo sustento e igual validez epistemológica que las teorías científicas duras, como las de la física. Se trata más bien de que, a partir de la comprensión científicamente fundada de los seres humanos, intentemos que los objetivos que están en la trastienda de las doctrinas políticas representen adecuadamente las intuiciones morales más permanentes que tenemos como especie. De esa manera podremos determinar si las doctrinas políticas propiamente tales están o no bien concebidas. Para comprender mejor esa tarea, en los próximos capítulos examinaremos, basados en la perspectiva evolucionaria, los principales impulsores de las conductas sociales humanas, y luego, en la siguiente sección, las bases de nuestra psicología moral.
CAPÍTULO 3 ALTRUISMO Y EGOÍSMO El altruismo y el egoísmo constituyen una pareja fundamental de impulsores de la conducta humana. A pesar de que nunca actúan juntos —cuando uno se expresa el otro es silenciado y viceversa—, los presento como pareja porque no son independientes el uno del otro. La pareja egoísmo/altruismo será una protagonista esencial de gran parte de la argumentación que cruzará este libro, no solo en el ámbito conductual, sino también en el moral. Muchos de los nudos del debate político contemporáneo se pueden encontrar en sus manifestaciones. De ahí que para describirlos resulte mejor entender sus orígenes. El altruismo se define como aquella conducta que procura beneficiar a otros y que implica un costo para quien la realiza: invitar a los amigos a cenar, prestarle al vecino la escalera, donar dinero a causas nobles, salvar a alguien que cayó al río y una multitud de actos de común ocurrencia en nuestra vida diaria en sociedad. Por su parte, el egoísmo se define como la conducta que persigue nada más que el interés propio: buscar incrementar el salario, alcanzar una posición de privilegio en la escala social, ganar una elección política, entre tantos otros. El altruismo tiene que ver con la colaboración, la cooperación y la solidaridad. El egoísmo, con el individualismo, el interés propio y la competencia. Durante mucho tiempo resultó difícil entender, desde el punto de vista de la selección natural, por qué habría organismos que destinarían esfuerzo y recursos para beneficiar a otros, incurriendo en costos para hacerlo —es decir, a efectuar actos altruistas—, si eso, aparentemente, disminuía sus propias capacidades para sobrevivir y reproducirse. No parecía sensato que una característica de ese tipo apareciera por selección natural, dado que el proceso consistía justamente en retener aquellos rasgos biológicos que permiten a los individuos sobrevivir y reproducirse, y no aquellos que favorecen a otros a que lo hagan a costa de ellos mismos. Lo esperable hubiera sido, entonces, que se seleccionaran rasgos que indujeran a los organismos a preocuparse de sí mismos y no de los demás, de beneficiarse de sus actos y no de autoinferirse costos al hacerlo. Y, sin embargo, se observan una multitud de conductas altruistas que, a la luz de lo dicho, parecen inentendibles.
Si los seres humanos somos el resultado de un proceso de evolución por selección natural, como la ciencia ha establecido con robusta evidencia empírica, ¿cómo es que se seleccionaron estas dos disposiciones conductuales opuestas? ¿Cómo es que coexisten? ¿Y por qué tendría sentido que la selección natural diera lugar a individuos que, pareciera, disminuyen sus opciones de sobrevivir y reproducirse, ayudando a otros? ¿No es esto, acaso, contradictorio, no parece más bien un puzle, un enigma, el que atributos simples y directos, pero a la vez opuestos, se den en una misma persona? El propio Darwin permaneció intrigado por estas preguntas, sin lograr darles una respuesta completamente satisfactoria. Debieron transcurrir más de cien años para que William Hamilton y Robert Trivers mostraran (en 1964 y 1971, respectivamente), con argumentos teóricos, modelos matemáticos y evidencia empírica incontrarrestable, que la selección natural sí puede dar lugar a conductas altruistas y que eso no contiene en sí mismo una contradicción, disolviendo así el enigma. Veamos cómo. 11
12
El argumento de Hamilton es que sí tiene sentido evolucionario que individuos incurran en costos para que otros se reproduzcan si es que comparten con estos gran parte de sus genes. Ello porque esos costos se verán contrarrestados por el hecho de que genes similares a los propios logren pasar a la siguiente generación. La selección natural retiene genes que logran pasar a la siguiente generación, no importando si ello ocurre por medio de la reproducción del organismo en el que esos genes se encuentran o por la de otro. La metáfora del “gen egoísta” de Dawkins nos dice que a los genes no les importa dónde habitan, solo les interesa perpetuarse. Ahora bien, si el grado de similitud genética es total, si se trata de individuos genéticamente idénticos —hormigas estériles, gemelos univitelinos—, entonces no hay distinción evolutiva entre ambos casos. Si los genes compartidos son solo una fracción —el 50% en promedio entre hermanos humanos o el 75% en el caso de las abejas obreras con los huevos de la abeja reina—, entonces el costo en el que un individuo está dispuesto a incurrir para ayudar a esos parientes es la mitad, o el 75%, de lo que harían para reproducirse ellos mismos. Como lo dijo elocuentemente el biólogo británico J. B. Haldane, él mismo un comunista, “yo estoy dispuesto a salvar a dos hermanos, o bien, a ocho primos hermanos, pues eso equivale genéticamente (en promedio estadístico) a mi propia vida” (en referencia a que los hermanos comparten, en promedio, la mitad de los genes, y los primos hermanos, un octavo).
Que un individuo se reproduzca, traspasando sus genes a la siguiente generación, o que esos mismos genes se transfieran a través de la reproducción de otro individuo con quien los comparte es, desde el punto de vista evolutivo, indiferente . Para los parientes, la probabilidad de coincidencia de sus genes es mucho más alta que en el caso de individuos no relacionados. En el caso extremo de las hormigas estériles —su biología es tal que el 100% de sus genes coinciden con los de la reina—, estas trabajan incesantemente para conseguir que los huevos de la reina se reproduzcan, lo que para ellas es equivalente a reproducirse a sí mismas indirectamente. 13
Nuestra disposición a favorecer a nuestros parientes es tan obvia que ponemos reglas para que los funcionarios de la administración pública no puedan contratar o negociar con sus familiares, ya que se entiende que existe un conflicto de intereses. El funcionario debe escoger entre favorecer al Estado, su empleador, para lo cual debe contratar al mejor candidato —que no siempre será su pariente —, o favorecer a este último, que es lo que su disposición genética lo insta a hacer en contra del interés del Estado. Incluso, hemos acuñado el vocablo “nepotismo” (del italiano nipote, “sobrino”) para referirnos a la práctica de contratar familiares en la administración pública por parte de altos funcionarios. Por su parte, Trivers argumentó que tiene sentido evolucionario que existan organismos que beneficien a terceros con los que no están emparentados, aunque ello les signifique un costo, si como resultado de esa conducta reciben favores de vuelta, ya sea que provengan de los individuos beneficiados inicialmente o de otros que los han visto hacerse acreedores a ello. Estos últimos, a su vez, los recibirán de vuelta probablemente de otros, y así sucesivamente. Como resultado de ese intercambio de favores, todas las personas quedarán, en promedio, en mejores condiciones para sobrevivir y reproducirse que en ausencia de toda colaboración. Los seres humanos poseemos ese rasgo de “altruismo recíproco”, como lo llamó Trivers. Hacemos favores y recibimos, o esperamos, atenciones en respuesta. Pero esos favores no pueden ser siempre unilaterales: deben ser reciprocados. Si nunca recibimos invitaciones a cenar de nuestro amigo, a quien hemos invitado incontables veces, dejamos de invitarlo. La reciprocidad puede ser, por lo tanto, positiva o negativa: positiva cuando extiende favores esperando (consciente o inconscientemente) que se los reciproquen, y negativa cuando castiga, imponiendo costos a quienes no reciprocan luego de haberlos recibido. Los chimpancés, por ejemplo, tienden a reciprocar a quienes los acicalan (sacándoles
los piojos de la espalda, algo difícil de hacer individualmente) acicalándolos de vuelta, pero dejan de hacerlo con quienes no devuelven sus favores. Tanto en el caso de los chimpancés como en el de los humanos, la reciprocidad es un rasgo moldeado por selección natural que promovió la colaboración con otros individuos aunque no hubiese parentesco entre ellos. Para los humanos ha sido fundamental en el desarrollo de la especie, pues parte de su capacidad para copar los nichos ecológicos, desarrollar tecnologías y generar el tipo de civilizaciones que hemos alcanzado proviene de esa disposición a la reciprocidad que conduce a la colaboración y cooperación. El altruismo recíproco se gatilla emocionalmente. Es decir, lo que causa dicha conducta es una disposición emocional innata, parte de nuestra naturaleza humana, que nos insta a comportarnos de manera cooperadora o solidaria con el resto. Si nos hacemos una introspección, cuando ayudamos a alguien, sentimos que lo hacemos por un genuino interés en hacerlo (incluso a veces sentimos satisfacción por ello), y no para recibir un favor de vuelta en el futuro (sin perjuicio de que así sea en algunos casos, dando lugar a los comportamientos manipulativos y maquiavélicos, que hacen aún más compleja la interacción humana). Pero la verdadera razón por la cual ese tipo de emociones han quedado instaladas en nuestra arquitectura neuronal es la lógica evolucionaria de la reciprocidad. En efecto, por intermedio de ella mejoran, en promedio, las opciones de sobrevivir y reproducirse de cada uno de nosotros, mucho más que si cada uno fuese un átomo individualista, competitivo y no colaborador. Los biólogos dicen que la “causa próxima” de la solidaridad es la emoción que sentimos al respecto (por ejemplo, la compasión o el deseo de ayudar), pero que la “causa última” de esa emoción es la lógica evolucionaria que instaló la reciprocidad en nuestra arquitectura neuronal. Los comportamientos egoístas también son fundamentales, pues individuos totalmente despreocupados de sí mismos difícilmente lograrían sus objetivos, entre los que se encuentran el aparejamiento y la reproducción. Los seres humanos exhibimos ambos tipos de conductas. Somos egoístas y competitivos en ambientes anónimos, como en el de los mercados, y somos solidarios y cooperadores en ambientes sociales cercanos, como en el de las bandas de cazadores-recolectores de las que venimos o en nuestros grupos sociales de la actualidad. Esto ha sido documentado en numerosos experimentos transculturales en los últimos veinticinco años. Veamos algunos de ellos.
El juego del ultimátum y el juego del dictador
Para entender mejor la coexistencia del altruismo y el egoísmo en las conductas humanas, examinemos un juego que, en sus distintas versiones, algunas transculturales, intenta aislar las motivaciones egoístas o altruistas de las personas. En el “juego del ultimátum” participan dos jugadores, el 1 y el 2: al jugador 1, llamado oferente, se le entregan diez billetes de mil pesos chilenos (aproximadamente US$1,5) y se le dice que puede ofrecer la cantidad que quiera entre cero y diez billetes al jugador 2. El jugador 2, llamado receptor, puede hacer una de dos cosas: aceptar la oferta, en cuyo caso recibe el monto ofrecido y el jugador 1 se queda con la diferencia, o bien rechazar la oferta, en cuyo caso ambos jugadores reciben cero. La teoría económica estándar predice que el jugador 1 ofrecerá el mínimo posible mayor que cero, es decir, $1.000, quedándose así con $9.000, y que el jugador 2 lo aceptará, pues eso es mejor que nada, que es con lo que se quedaría si la rechaza. A su vez, si el oferente ofrece cero para intentar quedarse con $10.000, se arriesga a que el receptor lo rechace, castigándolo por la baja oferta, quedándose sin nada. Sin embargo, eso no es lo que ocurre en la práctica. Los jugadores tienden a ofrecer $5.000 o $4.000 y solo ocasionalmente cantidades menores, las que en algunos casos son rechazadas por el jugador 2, perdiendo ambos. Lejos de concordar con la teoría económica estándar, las personas se comportan siguiendo otro paradigma. El premio nobel de Economía 2002, Vernon Smith, padre de la economía experimental, plantea que las personas están programadas evolucionariamente para el intercambio social reiterado, pues tienen un módulo prediseñado para ello y actúan de esa manera como parte de sus instintos. En la constante repetición de “juegos” que constituye nuestra vida, nos es útil tener una reputación de dar y recibir favores, de ser altruistas recíprocos, pues esa es la manera en que nos comportamos en el mundo natural. Por eso en el juego del ultimátum tendemos a compartir, en promedio, una fracción sorprendentemente cercana a la mitad de los recursos con el otro jugador y no la cantidad parecida a cero que predice la teoría económica estándar. Pero la situación puede volverse más compleja. El juego del ultimátum se ha repetido bajo condiciones que simulan diversas situaciones de la vida real. Supongamos que inicialmente se realiza para un conjunto de parejas que se sortean al azar de entre un grupo de personas y luego, también al azar, se determina al interior de cada pareja quién es el oferente y quién el receptor. Al oferente se le indica que divida los $10.000 que tiene con la otra persona,
siguiendo las mencionadas reglas del juego. En este escenario se reproduce el resultado anterior: se obtienen muchas ofertas por $5.000, con una media sobre $4.000, como si las personas actuasen siguiendo un patrón de equidad, es decir, como si considerasen injusto quedarse con una gran cantidad de dinero en perjuicio del jugador 2, pues no han hecho nada que los haga merecedores de ello salvo el haber sido sorteados como oferentes. Nada ha cambiado, solo que hemos repetido el juego para muchas parejas. Supongamos ahora que, antes de elegir las parejas, se hace una competencia de conocimientos generales entre los participantes y la mitad con mejores resultados se transforma en los oferentes del juego. En este caso, los experimentos arrojan que las ofertas del jugador 1 son, en promedio, inferiores a las del caso anterior, como si esas personas sintiesen que ahora tienen derecho a tomar una proporción mayor del dinero entregado por haber tenido mejores resultados en la competencia de conocimientos. Asimismo, los receptores tienden a aceptar ese menor monto y no rechazan la oferta, como si sus peores conocimientos los hicieran sentir que merecen ese menor monto, y por eso les reconocen un mayor derecho a los oferentes. Más aún: imaginemos a continuación el mismo escenario en que las parejas fueron elegidas por sus conocimientos, pero diciéndole al jugador 1 que está negociando el precio de compra de un bien que posee el jugador 2. Así, el jugador 1 es el comprador de ese bien y el 2, el vendedor. Además, se le informa a 1 que el juego consiste en decidir qué proporción de los $10.000 está dispuesto a pagarle al vendedor para mejorar su oferta inicial de compra. Esto equivale a decir que los diez billetes de $1.000 son el espacio de regateo de la compra y que mientras menos billetes entregue más barato le habrá costado el bien. En esta situación, aunque el juego es estructuralmente el mismo, las ofertas bajan considerablemente, pues el comprador siente que su oferta debe ser lo más baja posible dentro de lo aceptable para el jugador 2, porque su orientación ya no es hacia la “equidad”, sino hacia comprar más barato. En síntesis, las personas no están haciendo lo que haría una máquina lógica de propósito general dispuesta a maximizar su beneficio. Más bien, se comportan según el contexto social en el que parecen estar imbuidas sus conductas, aprendidas evolutivamente a lo largo de miles de años, entre las cuales el egoísmo no fue la única ni la mejor forma de actuar. En este sencillo juego del ultimátum, nuestra primera disposición es a compartir
los billetes que hemos recibido con el otro jugador. O sea, por alguna razón, los seres humanos seríamos personas generosas, solidarias y altruistas, y no los oportunistas codiciosos que la teoría de juegos económica supone que somos. En todas las versiones los oferentes dan una proporción mayor que la que el egoísmo puro permitiría predecir. Pero aquello cambia en cuanto nos brindan indicaciones especiales de contexto. Así, nuestra tendencia inicial a compartir equitativamente con el jugador 2 se ve alterada hacia una cantidad menor, aunque siempre mucho más alta de lo que la teoría estándar predice en las distintas opciones que hemos presentado. Veremos que, si modificamos el juego un poco más, nuestro egoísmo reaparece con toda su fuerza, pues seguía estando ahí, en alguna parte de nuestra psiquis, esperando el momento apropiado para mostrarse. Examinemos para ello una variante del juego del ultimátum, el llamado “juego del dictador” . Es similar al anterior, excepto porque se elimina el derecho que tiene el jugador 2 a aceptar o rechazar la oferta, y solo recibe el monto indicado por el jugador 1. El jugador 1 “dicta” la cantidad que está dispuesto a entregar al jugador 2. Si en el juego del ultimátum el receptor podía “castigar” al oferente si este le ofrecía muy poco, rechazando la oferta y quedándose ambos con $0 (reciprocidad negativa), la situación ahora no se permite. Y, efectivamente, los resultados cambian en forma radical: el 18% de las personas ofrecen $0 y un 18% ofrece $1.000. Pero sigue habiendo personas que ofrecen $2.000, $3.000, $4.000 y $5.000. Del modo esperado, el egoísmo aumentó respecto del juego anterior, aunque no de manera completa. 14
Los investigadores eligieron un nuevo contexto más proclive al egoísmo. Se llama la condición de “doble ciego”, y lo que persigue es que la relación entre oferentes y receptores sea lo más impersonal posible. Para ello, ambos grupos de oferentes y receptores se ubican ahora en habitaciones separadas, de manera que ningún miembro de un grupo sabe quiénes son los integrantes del otro, y el experimento se diseña de forma tal que no es posible, bajo ninguna circunstancia, que los receptores sepan cuánto ofreció ninguno de los oferentes. Esta condición de máxima privacidad le quita todo contexto social al juego, y los jugadores muestran todo su egoísmo, pues un 64% ofrece $0 y un 20% ofrece $1.000. Estos experimentos se han realizado en diversas situaciones complejas, que simulan nuevas situaciones sociales, y han permitido extraer interesantes conclusiones sobre nuestras motivaciones y formas de comportarnos respecto del
intercambio. Por ejemplo, Vernon Smith presenta la siguiente hipótesis: lo que las personas hacen cuando se enfrentan al juego es ponerse en la situación del otro, “leer” su mente, y con esos antecedentes juegan. Cuando las personas se enfrentan directamente, cara a cara, la tendencia instintiva de los oferentes es a compartir su dinero, porque lo que su mente les insta a hacer es a ganarse una reputación de otorgador de favores (para hacerse acreedor a recibirlos de vuelta). Pero luego, a medida que los contextos van cambiando y, por ejemplo, los oferentes son quienes han sacado mejor puntaje en una competencia previa, no solo se sienten con el derecho de ofrecer menos dinero, sino que piensan que a los receptores (a quienes les “leen” la mente), que han sacado peores resultados en la competencia, les parecerá que eso es lo más justo y no los castigarán rechazando la oferta. Lo mismo ocurre en el caso de la situación de compradores y vendedores. El contexto social permite que las personas hagan suposiciones respecto de lo que sus interlocutores tienen en su mente y actúan acorde con ellas. Finalmente, en el caso de máximo anonimato, cuando nadie puede saber lo que el otro ha hecho, la tendencia egoísta prima y la mayoría de los oferentes se quedan con los máximos recursos en su poder. Las personas se mueven en un amplio espectro de conductas, entonces. Mientras más impersonal resulte el escenario, como ocurre con el juego del máximo anonimato, despliegan conductas egoístas, que en el terreno económico podrían traducirse como competitivas. Pero mientras más social sea el escenario —el juego cara a cara—, se producen las ofertas más equitativas. En este caso podríamos hablar de conductas cooperadoras, en las que los sentimientos de equidad del oferente priman sobre sus intereses individuales. Los escenarios intermedios, en tanto, producen conductas intermedias. Las bolsas de comercio son un buen ejemplo de lo anterior. En la bolsa las personas compran y venden sus acciones de manera anónima: no saben a quién le venden ni a quién le compran. Por eso no tienen problemas en tratar de obtener la máxima utilidad posible en cada transacción. En cambio, sospecho que a cualquiera le sería muy difícil venderle a un amigo, cara a cara, una acción que él piensa va a bajar, o bien comprarle una que él crea que va a subir, pues, si la predicción resulta correcta, este amigo lo reprocharía a la primera ocasión. El anonimato que ofrecen las bolsas elimina ese efecto inhibidor, y así pueden funcionar con eficiencia en la búsqueda de los precios que reflejen el equilibrio entre oferta y demanda. En otras palabras, el altruismo y el egoísmo coexisten en nuestras disposiciones conductuales y se gatillan sesgadamente, según el contexto social al que nos enfrentemos.
Las dos caras de Adam Smith Las conductas humanas procuran tanto el beneficio propio como el interés general. Ambas posturas aparecen prima facie como contradictorias. Adam Smith, filósofo moral e iniciador de la disciplina económica, exploró esta contradicción. En La riqueza de las naciones (1776) expresó: “No es de la benevolencia del carnicero, del panadero o del cervecero de donde provendrá nuestra cena, sino del hecho de que cada uno de ellos persigue maximizar sus propios intereses” . Sería el egoísmo natural, apoyado en nuestra tendencia al intercambio, lo que guía la “mano invisible” que genera la riqueza, esa mano invisible que, en un ambiente de competencia, produce más bienes a mejores precios para más personas, aunque “esa no haya sido la intención de los agentes participantes”. 15
Antes, en 1759, en su Teoría de los sentimientos morales, Smith había afirmado que “por más egoístas que se suponga a las personas, evidentemente hay otros principios en sus naturalezas que los hacen preocuparse de la ventura del resto, que la felicidad de los demás se les hace necesaria, de lo que no obtienen otro beneficio más que el placer de observarla” . Es decir, junto con la preocupación por nosotros mismos, que permite la creación de valor, estaría la preocupación por nuestros semejantes, que se manifiesta diariamente en nuestras relaciones con ellos. 16
Durante mucho tiempo se interpretaron estas afirmaciones como una inconsistencia del discurso de Adam Smith. El egoísmo y el altruismo no podían coexistir en las conductas humanas. Sin embargo, el premio nobel Vernon Smith aclaró que no hay tal inconsistencia. Los citados juegos del ultimátum y del dictador, y la psicología evolucionaria, dice Smith, permiten conciliarlos. Tal como muestran los juegos del ultimátum y del dictador, las personas se comportan dentro de un rango que va desde el egoísmo máximo (que conduce a la competencia o a la no cooperación) hasta las conductas más solidarias (que se caracterizan por la colaboración entre los actores). Las conductas egoístas se dan en escenarios impersonales, desprovistos de un contexto de interacción social — como en las bolsas de comercio—, porque allí las personas, actuando anónimamente, perciben que no está en juego su reputación como altruistas recíprocos. En cambio, las conductas cooperadoras tienden a darse en escenarios con gran interacción social, donde nuestros mecanismos adaptativos nos incitan a la reciprocidad.
Una misma persona puede alternar entre ambos extremos, dependiendo del contexto. Un empresario puede ser muy egoísta para maximizar el valor de su compañía, y muy solidario haciendo donaciones anónimas a organizaciones sociales. Un político puede ser muy cooperador trabajando para que su partido crezca, y muy competitivo al momento de querer ser nombrado por ese partido candidato a un cargo de elección popular en vez de otros de sus correligionarios. Un campesino puede ser muy solidario con extraños que se encuentran en problemas cerca de su casa, y muy individualista al momento de negociar el precio de sus productos en la feria. Por otra parte, la teoría económica ha establecido de manera contundente que la eficiencia en los mercados impersonales se obtiene cuando los actores actúan de manera competitiva y no cooperadora, pues entonces se logra maximizar la “torta” que hay para repartir, como también lo que cada uno recibe de esa torta, considerando que los otros actores también intentan maximizar la suya. En cambio, cuando el intercambio económico se da en un contexto social, con personas interactuando cara a cara en relaciones diarias, se requiere reciprocidad para que no colapse el trabajo conjunto. Las sociedades primitivas entendieron que colaborar para cazar resultaba más eficiente que competir individualmente. No se puede cazar un mamut si los cazadores compiten entre sí y no colaboran. En las sofisticadas sociedades modernas eso no ha cambiado: al interior de las compañías la colaboración entre los empleados es clave para enfrentar la competencia entre empresas. A veces la conducta egoísta es la más útil, y a veces lo es la conducta cooperadora. El premio nobel de Economía 1974, Friedrich von Hayek, conocido como el padre del liberalismo moderno, expresa esta dualidad de la siguiente manera: si en nuestras relaciones con los demás solo seguimos las reglas de competencia que nos llevan a los eficientes mercados impersonales, destruiremos el tejido social constituido por nuestros afectos, amistades y compasión; pero si en los mercados impersonales del mundo extendido actual solo seguimos las reglas cooperadoras, de amistad y compasivas, destruiremos la capacidad de estos de crear riqueza a través de la mano invisible. En otras palabras, las disposiciones altruistas, que articulan nuestras relaciones sociales, no sirven para generar la riqueza que surge en ambientes competitivos, pero esa competencia no puede extenderse a nuestro entorno social y familiar, porque destruye la convivencia. Los beneficios que la competencia genera, creando valor e incorporando innovación —descritos ya desde los tiempos de la mano invisible de Adam
Smith— y la necesidad de colaboración y cooperación que estructura nuestra vida en sociedad y aporta las externalidades positivas que ello conlleva son dos rasgos fundamentales al momento de definir las doctrinas políticas. El que se gatillen altruismo o egoísmo según el contexto social al que se enfrenta el individuo hace que sea tan difícil encontrar una regla única para nuestra vida social y que la política y la moral giren en torno a esta temática de manera permanente, sin una doctrina que los solucione de manera definitiva y aceptable para todos en todo momento.
CAPÍTULO 4 PSICOLOGÍA COALICIONAL Una de las disposiciones conductuales más generalizadas en el mundo animal es la de “arrancar o pelear” (flight or fight). Su sistema nervioso central está preparado para definir, de acuerdo con las pistas que recibe del entorno, cuál de las dos opciones tomar. Se trata de un mecanismo moldeado por selección natural, que los humanos también heredamos como rasgo, pero que se manifiesta en nosotros de maneras más elaboradas, en particular al interactuar socialmente con otros individuos. Hoy, al igual que nuestros antecesores homininos en el pasado, requerimos distinguir amigo de enemigo, para decidir con quiénes es posible colaborar y de quiénes hay que defenderse. Esa distinción se extendió a situaciones que no necesariamente implicaban un peligro inmediato, en las cuales el potencial antagonismo amigo/enemigo era más matizado o moderado. Es lo que observamos con frecuencia en nuestra vida cotidiana actual. Por ejemplo, “mi grupo” (mis “amigos”) son los hinchas del equipo de fútbol que yo apoyo, y el “otro grupo” (mis “enemigos”) son los hinchas de su rival tradicional. Hacemos una diferencia similar en las reuniones de amigos posteriores a los partidos o en situaciones fortuitas frente a extraños, en las que estos se transforman en “cercanos” si son hinchas de mi equipo y “lejanos” si son hinchas de mi rival. También nos fijamos en variaciones de pronunciación, dialecto o idioma de las personas con las que interactuamos, pues constituyen una pista importante al momento de determinar si pertenecen o no a “mi grupo”, cualesquiera sean los fines para los cuales hacemos esa clasificación. El beneficio adaptativo que tuvo para los humanos y sus antecesores inmediatos ser capaces de diferenciar grupos con facilidad es obvio. En el ambiente ancestral cazador-recolector, los peligros del entorno estaban constituidos no solo por los caprichos de la naturaleza o por animales peligrosos, sino también por otros seres humanos o bandas de seres humanos con los que se competía por recursos, territorios u opciones reproductivas. Esas distinciones entre el grupo propio y el grupo externo también dieron lugar a prejuicios —raciales o culturales— que han sido bien estudiados a través de experimentos desarrollados
inicialmente por psicólogos sociales y posteriormente por psicólogos evolucionarios. Para describir la capacidad innata que nos permite discernir entre grupos y que nos hace sentirnos parte de alguno de ellos, los psicólogos evolucionarios Tooby y Cosmides acuñaron el término “psicología coalicional” . Se trata de un rasgo básico de la naturaleza humana que ha generado a través de la historia los sentimientos de pertenencia a clubes, regiones o naciones, así como el antagonismo con que se mira a quienes pertenecen a clubes, regiones o naciones distintas. 17
El conocido experimento de la Cueva Robbers permite ilustrar la transversalidad de este rasgo, y la facilidad con que la mente humana lo procesa . En un campamento de verano, un grupo de jóvenes provenientes de distintos colegios que no necesariamente se conocían entre sí fueron sorteados aleatoriamente para formar dos grupos, el “azul” y el “rojo”. Sin mediar más información que esa — su pertenencia a uno de los dos grupos— los jóvenes comenzaron a actuar como si se tratara de bandas rivales: hacían planes para arrebatar provisiones del otro y conspiraban para impedir que el contendor lograra completar las tareas que los guías les habían indicado. El aglutinador para que todo eso ocurriera era la psicología coalicional, que rápidamente había construido un escenario de colaboración con los del mismo color y de rivalidad con los del otro. Este experimento muestra que solo se requiere de un mínimo de información para que la disposición natural a aliarse se exprese, desatando conductas que, en principio, se podrían interpretar como surgidas de un sesudo análisis estratégico o de complejos cálculos de costo/beneficio. 18
La facilidad con que establecemos mentalmente nuestra cercanía con individuos con los que sentimos que tenemos intereses comunes, incluso cuando esa cercanía estuvo dada nada más que por un sorteo en un campamento de verano, nos indica que estamos en presencia de un rasgo básico de nuestra arquitectura neuronal, que se incorporó al bagaje de nuestra herencia biológica a lo largo del tiempo y no corresponde, por lo tanto, al resultado de un análisis racional de una situación particular. La psicología coalicional nos habilita no solo a defendernos de los peligros o amenazas de otros grupos, sino además a generar acciones colectivas de mutuo beneficio. Citando nuevamente a Leda Cosmides y John Tooby, “la coalición cooperativa —en oposición al mero intercambio de bienes o servicios entre dos
personas— se da cuando tres o más individuos coordinan su conducta para conseguir un objetivo común y luego comparten los beneficios resultantes. Entre los cazadores-recolectores, la coalición cooperativa entre individuos que no tienen relación de parentesco (o sea, que no tendrían por qué cooperar espontáneamente) ocurría más comúnmente en dos contextos: la caza cooperativa y la respuesta a la agresión recibida de otros grupos” . 19
Es decir, la acción colectiva grupal, actuando como si fuera una coalición, constituyó una herramienta fundamental en el desarrollo de los seres humanos y a la vez ayudó a establecer esa característica que los humanos exhibimos de manera tan distintiva. Por ejemplo, la ya mencionada caza de mamíferos mayores requiere de un grupo para ser exitoso. Lo mismo construir un puente para cruzar un estero, que se hace a más velocidad en grupo que de manera individual, beneficiando de paso a todos quienes participan. O la defensa frente a los peligros, como animales salvajes o desastres naturales, que es más eficaz organizarla en grupo que de manera individual. La constitución de grupos colaborativos se vio reforzada por la dinámica social de los tiempos ancestrales, puesto que la inevitable rivalidad que se generaba con otros grupos humanos, con los que competían por recursos, como territorio o agua, facilitó la necesidad de distinguir entre “mi grupo” y el “otro grupo”, entre “mis amigos” y “mis enemigos”. Así, la psicología coalicional constituye un rasgo eminentemente adaptativo al problema de la convivencia social. El antropólogo biológico inglés Robin Dunbar ha encontrado una interesante relación entre el grado de desarrollo cognitivo de una especie y el tamaño típico de sus grupos. De hecho, lo que él encontró es una relación lineal entre dos variables: una, la proporción que el córtex representa en el volumen total del cerebro de esa especie, y la otra, el número de individuos que conforman los grupos de esa especie. Que la relación sea lineal significa que si, por ejemplo, en una especie la proporción córtex/cerebro es el doble que en otra, entonces el tamaño promedio de sus grupos también es el doble. 20
Todo organismo que vive de manera grupal debe procesar las pistas del entorno para resolver los problemas de su propia subsistencia, como también los indicios que surgen de la conducta de otros individuos de su especie, incluso la de aquellos al interior de su grupo, para estimar si son amistosas u hoscas, veraces o fingidas, conspirativas o colaboradoras. Todo eso precisa de gran capacidad de procesamiento de información, porque necesita guardar en su memoria la
historia de interacciones que ha tenido con esos individuos y ser capaz de reconocerlos individualmente, para no adjudicar conductas de otros a quien tiene al frente en ese momento, todo lo cual incrementa las necesidades cognitivas requeridas para lograr un desempeño eficaz. La vida en grupos no solo genera los beneficios que surgen de la colaboración, sino que también requiere enfrentar los costos de quienes practican la decepción, la manipulación o la conspiración para su propio beneficio. De allí que el procesamiento de información necesario para resolver los dilemas conductuales de la vida grupal crece exponencialmente con el tamaño del grupo, y las capacidades cognitivas para enfrentarlo también. Eso es lo que dio lugar, entre los humanos, al importante crecimiento del córtex respecto del volumen de su cerebro, y al impresionante aumento de las conexiones neuronales de su cerebro, en comparación con las otras especies. La interacción grupal proveyó a los humanos de muchas más ventajas que desventajas. Para ello fue necesario desarrollar capacidades que sacaran el mejor provecho de las primeras y que les permitieran defenderse adecuadamente de las segundas. Gracias a la psicología coalicional, conformamos grupos estrechamente colaborativos y nos defendemos de quienes amenazan nuestro entorno, nuestros recursos o incluso nuestra existencia. La situación internacional en la zona del Medio Oriente y aledañas sirve para ilustrar la facilidad con que la psicología coalicional construye y destruye alianzas entre países —más precisamente, entre los nacionales de esos países— o entre facciones o grupos al interior de países o territorios, según las circunstancias y conforme ello sirve o no a los propósitos de cada uno. Cuando ocurrió la revolución islámica en Irán en 1979 y su Gobierno tomó rehenes estadounidenses en la embajada de Estados Unidos en Teherán, ambos países se transformaron en enemigos. Por eso, cuando el líder de Irak Saddam Hussein decidió invadir Irán, Estados Unidos se inclinó a apoyarlo, ayudando a su ejército con armas, pues ambos compartían la enemistad con Irán. Pero luego, cuando Irak invadió Kuwait —tradicional aliado de Estados Unidos—, el país del norte salió en defensa de Kuwait, expulsando a los iraquíes de vuelta a su país. La coalición de Estados Unidos con Irak se deshizo. No es posible pensar que la decisión política de modificar el estatus de Irak de amigo a enemigo, incurriendo en el costo de sacrificar vidas humanas en ese empeño, fuese posible de realizar con tanta facilidad sin el mecanismo de psicología coalicional operando entre los ciudadanos estadounidenses.
Dos décadas más tarde, cuando grupos sunitas crearon el Estado Islámico (ISIS) en partes de Irak y Siria, el combate en su contra fue encabezado, entre otros, por Irán, país de mayoría chiita. En ese momento, Irán era cercano al Gobierno del Irak post Saddam Hussein, pues la población iraquí es 60% chiita, por lo que su Gobierno también lo era. La pertenencia al chiismo permitió aglutinar a Irán e Irak en contra del sunita ISIS, a pesar de que hasta hacía pocos años antes ambos países habían mantenido una sangrienta y prolongada guerra. Por otra parte, ISIS se formó juntando a muchos de los grupos sunitas que, o bien habían formado parte del Gobierno de Saddam Hussein —quien pertenecía a la minoría sunita— o habían sido discriminados por el Gobierno chiita que lo remplazó. Nuevamente, es la psicología coalicional actuando. Finalmente, como Estados Unidos se oponía a ISIS, este enemigo de Occidente que mataba cruelmente y con publicidad a quienes consideraba sus representantes, se encontró, paradójicamente, en el mismo bando con Irán en el combate a ISIS, a pesar de que hasta hacía poco el régimen iraní era su mayor enemigo. Tanto la distinción entre sunitas y chiitas, que es permanente y subsiste a través del tiempo, como aquella entre amigos y enemigos en la zona, que como se ve cambia con bastante rapidez según las circunstancias, deben gran parte de su existencia a ese rasgo humano que hemos llamado psicología coalicional, que permite a los grupos construir las lealtades necesarias para combatir unos contra otros, arriesgando la vida en ese empeño. Por cierto que la explicación de los últimos treinta años de conflictos en esa parte de Medio Oriente no se reduce a la psicología coalicional. Ilustrar ese rasgo solo pretende mostrar cuán instalada está en nuestra circuitería neuronal y cómo se expresa a través de las coaliciones que se arman y desarman con tanta frecuencia y radicalidad. La psicología coalicional es el mecanismo que hace posible que esas coaliciones se construyan, pero tal elaboración no es una facultad exclusiva de la mente de los líderes, sino que también opera en la de quienes forman parte de la población combatiente. Sin el “pegamento” neuronal que la psicología coalicional provee, sería muy difícil que los ciudadanos se incorporasen a una u otra de esas coaliciones y que estuvieran dispuestos a sacrificar su vida por ellas. En ámbitos en que no está en juego la vida vemos la misma huella. Por ejemplo, en el fútbol, cuyo atractivo universal se funda en las fuertes emociones que los resultados de su equipo despiertan en los hinchas. Los futbolistas profesionales
se identifican intensamente con el equipo en que juegan y los hinchas se identifican con ellos con una intensidad igual o mayor. Sin embargo, cuando se produce el traspaso comercial de alguno de esos jugadores a un equipo rival, este rápidamente se identifica con su nuevo club y lo mismo ocurre con sus hinchas, para quienes ese jugador, hasta antes del traspaso, formaba parte del equipo contrario. Asimismo, en otro tipo de identificaciones grupales, como la raza o el color de la piel de las personas, la psicología coalicional se encuentra en la base del racismo o discriminación de personas debido a ella, una de las lamentables conductas humanas que observamos con frecuencia en las sociedades contemporáneas. Siendo el color de la piel de las personas un distintivo que se exhibe sin poder ocultar, establecer diferencias en base a ese rasgo es casi automático; pero, si además se producen circunstancias por las que miembros de un color racial tienen problemas, guardan rencores o se sienten amedrentados por otros, promueve que esas discriminaciones grupales se afirmen y que se desaten aquellas conductas aberrantes para la mayoría de quienes pregonamos una sociedad libre y respetuosa de la diversidad. Sin embargo, los psicólogos evolucionarios Cosmides y Tooby se cuestionaron que la distinción por el color de la piel fuese un rasgo fundamental de nuestra psiquis, como lo es, por ejemplo, el sexo. En efecto, si los sapiens evolucionaron en el África subsahariana, una zona donde toda la población era de color negro, distinguir a las personas por ese rasgo no hacía grandes diferencias, por lo que es poco probable que haya quedado encriptado en el genoma de la especie. El sexo, en cambio, sí es una categoría universal que no es posible evitar. Por lo tanto, Cosmides y Tooby, junto a un grupo de investigadores formados por ellos, se han dedicado a investigar si la distinción por raza es coyuntural y no fundamental . 21
Mediante ingeniosos experimentos, han logrado mostrar que, si se dan las condiciones de contexto apropiadas, la discriminación principal que se hace al interior de un grupo que contiene a blancos y negros no necesariamente será por su color, sino por otra característica que en ese contexto resulte más importante. Por ejemplo, si hay dos equipos de básquetbol y en ambos hay blancos y negros, a los hinchas —blancos o negros— de esos equipos, que actúan como los sujetos del experimento, les será más fácil discriminar a los jugadores por el equipo al que pertenecen que por el color de su piel. De hecho, se les ha hecho la siguiente pregunta a los asistentes blancos y negros de un estadio de béisbol en Nueva York, una ciudad en que es tradicional que blancos y negros, así como diversos grupos raciales, interactúen sin problemas: ¿Se siente usted más identificado con una persona que no es de su color pero que es hincha de su equipo, o con el que
sí es de su color, pero no es hincha de su equipo? La mayoría tiende a sentirse identificado con el primero. El color de la piel no es la categoría principal para hacer la distinción grupal en esa circunstancia. En otras palabras, la psicología coalicional actúa como un mecanismo que, a partir de pistas del entorno, establece grupos a los que las personas sienten que pertenecen o con los que tienen afinidad y los distingue de otras colectividades con las que les ocurre lo contrario. Esas distinciones, que pueden muchas veces ser culturales, son modificables si se dan las situaciones de contexto y de interacción adecuadas. La disposición natural a asociarnos como hinchas de equipos deportivos, exalumnos de un colegio, habitantes de una región o país o devotos de una misma religión es instintiva y forma parte de los rasgos de nuestra naturaleza humana. El grupo con el que nos identificamos puede cambiar en el tiempo, a veces por razones culturales o coyunturales, como cuando hemos abandonado un culto y no nos sentimos pertenecientes a él o cuando dejamos nuestro país de residencia. A veces por categoría de análisis, como cuando nos avisan que un gigantesco meteorito va a chocar con la Tierra y eso nos hace sentir en comunidad con toda la humanidad, amenazados todos por un mismo peligro. En este caso, las múltiples diferencias que en otras materias manteníamos con tantas personas tienden a perder importancia. Al respecto, el filósofo australiano Peter Singer habla de la posibilidad de ampliar los círculos de conciencia. Se refiere a que a lo largo del proceso civilizatorio se puede observar que nuestra empatía parroquial original, dirigida solo a los grupos más cercanos a nosotros, con quienes nos sentimos ligados a través de la psicología coalicional, es posible extenderla hacia agrupaciones cada vez más grandes e universales. Primero, de nuestra familia al barrio, luego del barrio a toda la ciudad, de la ciudad a la provincia o al país o incluso de los humanos hacia los animales no humanos. Ese proceso reconoce implícitamente la existencia de la psicología coalicional, que nos permite efectuar, con relativa facilidad, esa expansión de los grupos con los que nos identificamos. Más adelante, veremos que ella juega un rol muy relevante en la conformación de nuestras convicciones morales. Por ahora, reconozcámosla como uno de los impulsores permanentes de nuestra conducta, porque está en la base de las construcciones grupales con las que actuamos en nuestra interacción social.
CAPÍTULO 5 ESTATUS: DIFERENCIARNOS MÁS QUE IGUALARNOS En el mundo contemporáneo, el tema de la desigualdad cruza los debates políticos en diversas partes del globo. Se plantea como un gran problema que es necesario combatir. Para algunos —entre ellos, ciertamente, numerosos dirigentes políticos de mi país— es el problema más importante que enfrenta nuestra nación, y algo similar han dicho otros políticos respecto de sus propios países. No solo eso, sino que vastos sectores de la población parecieran estar de acuerdo, a juzgar por el impacto que está teniendo dicho debate en la segunda década del siglo XXI. ¿Lo estarán, de verdad? ¿Estaremos entendiendo bien a lo que nos referimos cuando aseveramos lo anterior? ¿Es que los seres humanos efectivamente buscamos combatir la desigualdad como motivación vital? ¿O habrá otra forma de interpretar lo que ocurre? Los políticos que argumentan en favor de reducir la desigualdad utilizan como uno de sus grandes motivadores argumentales el exhibir qué parte del ingreso de su país se lo lleva el 1% más rico de la población, y luego continúan con el 0,1% más rico, y en algunos casos extienden su esfuerzo al 0,01% más rico. En todos los casos, el resultado son porciones desproporcionadas respecto del porcentaje que ellos representan de la población total, con las que quieren reflejar que esa disparidad, más allá de la precisión de los cálculos, ilustra una parte fundamental del problema. Pero de inmediato surge la pregunta: ¿por qué no se preocupan de las diferencias, mucho menores, por cierto, que se dan entre los que se encuentran en la mitad de la tabla respecto de aquellos que están 1% más abajo o 1% más arriba? ¿O 10% más abajo o 10% más arriba? ¿Por qué esas diferencias no parecen importarles? ¿Es la comparación con los más ricos la única manera de marcar con fuerza el contraste? ¿Será que no importan el resto de los ciudadanos? Y si es así, y no son tan importantes, ¿qué es lo que verdaderamente objetan del 1%, 0,1% o 0,01% más rico? Esto no es una acusación de hipocresía moral, sino el intento de desentrañar un debate clave con precisión. Al respecto, resulta interesante revisar lo que Sznycer y colaboradores
encontraron en una investigación publicada recientemente (2017) relacionada con esta temática. En ella, estos psicólogos evolucionarios procuraron determinar las motivaciones por las cuales las personas se muestran partidarias de la redistribución de ingresos en las sociedades modernas, es decir, por qué son proclives a mitigar la desigualdad que estas presentan. Su estudio arroja que los sujetos son partidarios de redistribuir motivados, en algunos casos, por la compasión frente a quienes están en una situación desmedrada; en otros, por el interés propio, si podrían salir favorecidos por esa redistribución, y en otros, por la envidia que sienten hacia quienes poseen más recursos. Adicionalmente, el mismo estudio mostró que la orientación hacia la equidad o la justicia (fairness) expresada verbalmente por los sujetos no predecía su opción redistributiva. Estos resultados fueron todos estadísticamente significativos y fueron realizados en cuatro países diferentes —Estados Unidos, el Reino Unido, India e Israel— en trece estudios distintos, en los que participaron 6.024 personas. Es decir, pareciera que no es el anhelo abstracto, racional, de justicia lo que moviliza a las personas frente a la desigualdad, sino las emociones que esa desigualdad gatilla. La compasión, para mejorar la situación de los más vulnerables, la envidia, para empeorar la situación de los más exitosos, o el interés propio, si ellos son los que se verán favorecidos. 22
Para analizar esta temática y entender mejor lo que subyace al problema de la desigualdad debemos nuevamente volver a nuestros orígenes y revisar lo que los científicos sociales evolucionarios han establecido respecto de las motivaciones humanas que generan desigualdad. Entre ellas, e íntimamente entrelazadas, se encuentran la búsqueda de estatus, el vínculo retribución-esfuerzo y la disposición a aumentar el valor de los bienes que poseemos, sean estos materiales o inmateriales. Examinemos cada uno de ellos, para ver si eso ayuda a comprender mejor el problema.
Búsqueda de estatus Entre las actividades más importantes de todas las especies sexuadas está la del aparejamiento reproductivo. En los humanos, para tener éxito reproductivo en el ambiente ancestral cazador-recolector las hembras debían realizar una mucha mayor inversión parental que los machos. Debían fecundar óvulos, acarrear un embarazo durante nueve meses, sobrevivir un parto y continuar con una lactancia de dos a tres años, comparado con la brevedad del coito, que, en principio, aparece como la única inversión parental masculina indispensable. Ese imperativo biológico implicaba que las mujeres solo podían tener entre ocho a
diez partos exitosos en su vida, pues entre embarazo y lactancia se consumían al menos tres años de una vida fértil que en total duraba alrededor de unos treinta años. En cambio, los hombres podían participar en miles de relaciones potencialmente reproductivas. Así, las escasas opciones reproductivas que la especie tenía estaban controladas por las mujeres, lo que condujo a psiquis evolucionadas distintas para ambos sexos. Los hombres debían competir por esas opciones reproductivas, y uno de los factores mediante el cual se diferenciaban entre sí era el estatus que habían alcanzado —recursos, jerarquía social o poder—, un estimador de su capacidad para asegurar éxito en la crianza de la prole . Por esa misma razón, las mujeres desarrollaron una particular atracción por ese rasgo, pues conseguir una pareja de mayor estatus mejoraba la probabilidad de éxito reproductivo de sus hijos. La psiquis evolucionada de los hombres, por su parte, moldeada por selección natural y mediada por la testosterona, los instaba a hacer enormes esfuerzos por aumentar su estatus, corriendo riesgos para lograrlo, pues eso acrecentaba sus opciones reproductivas. Del mismo modo, la psiquis evolucionada de las mujeres, también esculpida por selección natural, incorporó a su acervo una preferencia por los hombres mejor posicionados, acompañada por un menor apetito por los riesgos, condición que no otorgaba buenos retornos reproductivos. Para las mujeres, pasar inseguridades podía poner potencialmente en peligro la supervivencia de su prole ya nacida, sin necesariamente aumentar la probabilidad de generar prole nueva. Lo anterior no significa que las mujeres no procuren mayor estatus, sino que ese rasgo es más importante de exhibir, en la búsqueda de pareja, para los hombres que para las mujeres. Es decir, en promedio, son distintos los riesgos que están dispuestos a tomar uno y otro sexo en su afán reproductivo. La importancia de mirar estos resultados en promedio estadístico es fundamental, y debe estar siempre presente al hacer estas aseveraciones. 23
La búsqueda de estatus subsiste relativamente estable hasta hoy y corresponde a disposiciones conductuales instaladas emocionalmente —la evidencia empírica así lo atestigua—, esculpidas por imperativos biológicos, que no provienen necesariamente de motivaciones utilitarias o culturales, sin perjuicio de que en ocasiones así sea . 24
Por otra parte, el hecho de que este rasgo se haya instalado en nuestra arquitectura neuronal, mediada por nuestro sistema hormonal, impulsó a los humanos a procurar aumentar su riqueza, fuente inequívoca, pero no única, de
estatus. El biólogo Jared Diamond, en su reconocido libro Armas, gérmenes y acero (1997), identifica un patrón común en la historia de todas las civilizaciones. Parte la secuencia con la domesticación de granos como alimentos abundantes —maíz o trigo, por ejemplo—; luego viene la posterior domesticación de mamíferos mayores como fuente de energía —para transporte y carga, además de alimento—; después, la aparición de la agricultura, acompañada más tarde por la escritura, para llevar las cuentas de la producción, y luego, la organización social en ciudades. Ello permitió sostener poblaciones con mayor cantidad de personas, dotarlas de estructuras de jerarquía, necesarias para que ese proceso de creación de valor se desarrollara de mejor forma y, consecuentemente, de nuevas y más sofisticadas formas de establecer estatus: fuerza, riqueza, poder o casta. Asimismo, otras motivaciones humanas, que también impulsan nuestras conductas, han continuado alimentando ese proceso. Lo ocurrido en esas civilizaciones continuó exacerbándose hasta las sociedades modernas en un avance continuo y retroalimentado. En efecto, en las sociedades modernas, las fuerzas del mercado —consideradas, en general, egoístas, individualistas y competitivas— impulsan la búsqueda de mayor eficiencia productiva, procuran maximizar los retornos y pretenden aumentar la creación de valor mediante innovaciones de todo tipo. De esa manera, se multiplican las opciones de intercambio, que mejoran la situación de todos quienes participan de él, como también las actividades que ayudan a las personas a conseguir poder y posición social: el arte, la filosofía, la ciencia, el deporte y la recreación, entre muchas otras. Esa búsqueda de estatus, que opera como un potente motor motivacional, retroalimenta la orientación al crecimiento económico y al resto de las actividades que lo acompañan, puesto que permite que ella encuentre nuevas y múltiples maneras de manifestarse. De ahí las motivaciones que dirigen la humanidad hacia la globalización. En efecto, la globalización permite alcanzar las escalas necesarias para bajar costos y lograr los máximos beneficios del comercio entre actores diversos. Además, aprovecha las ventajas comparativas (en el sentido “ricardiano” ) y las ventajas competitivas, incorporando nuevas materias primas, más productos y conocimientos, novedosas prácticas productivas y nuevas experiencias con que retroalimentar todo el proceso, repotenciando la creación de valor a lo largo de toda la cadena. Y, además, la globalización multiplica las formas de obtener estatus. 25
Como lo explica Matt Ridley en su libro The Rational Optimist (2010), a nivel económico el intercambio cumple un rol parecido al del sexo en biología. El sexo provee, al recombinar el aporte genético de cada ancestro, de nuevas combinaciones de alelos para protegerse mejor de los patógenos y confiere además nuevas capacidades para enfrentar el nicho ecológico que cada individuo habita. De la misma forma, el intercambio de bienes y servicios provee de nuevos conocimientos, nuevos materiales y nuevas capacidades a las personas. El posterior intercambio de lo anterior permite que todo ello se disemine por grupos cada vez más numerosos, lo que, a su vez, confiere a los participantes de oportunidades inéditas para seguir aumentando esos conocimientos, para crear nuevos productos y para desarrollar otras capacidades, generando valor y riqueza en un proceso continuo de retroalimentación virtuosa del que la historia reciente de la humanidad (últimos trescientos años) es un elocuente ejemplo. De modo que el imperativo termodinámico de obtener energía para seguir vivos, acompañado del impulsor conductual de escalar en la jerarquía social y aumentar el estatus, están detrás del permanente proceso de expandir la capacidad productora de bienes y servicios que las sociedades contemporáneas exhiben. Ello conduce, de manera natural, al proceso de globalización que observamos, que permite utilizar de mejor forma todos los elementos a nuestra disposición en la mayor cantidad de combinaciones posibles: mayor cantidad de población interactuando, mayor cantidad de mentes innovando, mayor cantidad de materias primas disponibles y mayor cantidad de conocimiento acumulado a disposición de todos. Todo ello se traduce en una mayor creación de valor y riqueza. El genetista británico Bryan Sykes identifica en su libro Adam’s Curse (2003) a la búsqueda de estatus como el combustible que ha alimentado el trabajolismo humano, que nos llevó de cazadores-recolectores a posibles destructores de la biósfera, en un permanente afán de continuar con el proceso de creación de valor y riqueza. Hasta ahora hemos descrito a la búsqueda de estatus como una fuerza que empuja el desarrollo productivo y la creación de riqueza material de las sociedades humanas. Sin embargo, las personas están permanentemente procurando avanzar en la jerarquía social en todo tipo de actividades, no solamente en aquellas relacionadas con la riqueza material. En el mundo del arte, los pintores procuran que su obra sea apreciada por los críticos, por sus colegas y por el público. Los escritores quieren algo muy parecido. A Federico García Lorca se le adjudica la frase “escribo para que me quieran” y a Gabriel García
Márquez, una versión más refinada de lo mismo: “Escribo para que me quieran mis amigos”, todo lo cual indica su preocupación por el estatus. Los científicos aspiran a ganar el Premio Nobel mucho más por el prestigio y la jerarquía social que obtienen de ello que por el dinero asociado. Las personas comunes y corrientes quieren ascender en su trabajo y los políticos aspiran a lo largo de su carrera a posiciones de mayor importancia. Los deportistas quieren ganar las competencias en las que participan y los escolares, destacar en la escuela y al interior de sus clases. Es más, las personas reconocen fácilmente la jerarquía en cualquier actividad en la que se desempeñen y le rinden pleitesía. El saludo a la autoridad, el respeto a quien está mejor calificado y, por supuesto, el afán de querer superarlos son conductas que los humanos exhibimos rutinariamente. Esto muestra que nunca se nos escapa la categoría de la persona que tenemos enfrente ni tampoco la posición relativa que ocupamos respecto a ella. Todo eso forma parte intrínseca de las motivaciones y conductas humanas. No hay actividad humana en la que ascender en la escala social no forme parte de las aspiraciones de las personas que en ella participan. Aunque, como es natural, siempre podremos encontrar excepciones. Pero ello solo ratifica el refrán que dice que las excepciones “confirman la regla”.
El vínculo retribución-esfuerzo Estrechamente relacionado con la búsqueda de estatus está el vínculo entre retribución y esfuerzo, que actúa como un aliciente o un incentivo para que esa búsqueda tenga buenos resultados y para que quienes aspiran a subir en la escala social consideren legítimo el que ellos u otros lo hayan logrado. En nuestra psiquis evolucionada, la retribución se valida si proviene del esfuerzo. Nos satisface mucho más el éxito logrado por un emprendimiento hecho con mucho esfuerzo a lo largo de varios años que un premio suculento obtenido en la lotería. Esta ligazón entre retribución y esfuerzo es otro elemento constitutivo de la naturaleza humana. En efecto, y como ya vimos en el capítulo anterior a través del juego del ultimátum, los seres humanos tenemos una disposición emocional a comportarnos de manera altruista con nuestros semejantes más cercanos, al menos en primera instancia. Es decir, realizamos conductas que benefician a terceros, incluso incurriendo en costos para hacerlo. Así, ayudamos a nuestros vecinos, solidarizamos con personas que sufren y contribuimos a campañas de bien social. Esa conducta tiende a reforzarse recíprocamente, es decir, los
favores otorgados despiertan disposiciones similares en quienes son receptores de ellos y de esa manera se construye una red de favores mutuos que nutre el tejido social. Al revés, quienes no otorgan favores terminan por no hacerse acreedores a recibirlos. De esa manera la reciprocidad, que puede ser positiva o negativa, quedó incorporada a nuestra psiquis evolucionada. El intercambio de beneficios mutuos tuvo claras ventajas adaptativas respecto de quienes no tenían esa disposición genética al favorecer la supervivencia y la reproducción de quienes sí la poseían. Pero, por esa misma razón, también se seleccionó un rasgo, un mecanismo funcional adaptativo, que permite detectar con facilidad a quienes hacen trampa en esa red de favores mutuos, a quienes reciben los favores, pero no pagan el costo que los hace acreedores a recibirlos, es decir, a quienes no reciprocan. Ese mecanismo, que Leda Cosmides llamó “módulo para detectar tramposos” y cuya existencia está apoyada en una muy robusta evidencia empírica , implica que las personas entendemos que para recibir beneficios debemos también incurrir en los costos asociados, incluidos los esfuerzos personales que despleguemos para alcanzar nuestras metas. Cuando ese vínculo se triza o resquebraja, debido a reglas institucionales que lo devalúan —subsidios de cesantía demasiado generosos, educación gratuita universitaria generalizada sin contrapartida de esfuerzo de parte del receptor, condonaciones frecuentes de impuestos o de deudas de diversa índole—, el incentivo por esforzarse se debilita, el trabajo humano se realiza con menos ahínco y la creación de valor social se atenúa. A todos nos gusta recibir subsidios, educación gratuita o condonaciones de impuestos y deudas, pero si ese es el estándar institucional, la motivación por trabajar, estudiar o pagar impuestos o deudas se diluye. 26
Recordemos la analogía que ya hicimos con la termodinámica en el primer capítulo. Si los sistemas físicos no reciben energía externa que los mantenga en el estado alejado del equilibrio en el que se encuentran, son proclives al desorden o al aumento de entropía, como el jardín de nuestra casa si deja de atenderse. De la misma manera, las sociedades que no despliegan esfuerzos, que no realizan un trabajo suficiente, porque sus miembros tienen incentivos que van en la dirección opuesta, aumentan su desorden estructural y se inclinan a perder el impulso que les permite generar riqueza y bienestar. Se transforman en organizaciones sin la fibra necesaria para seguir construyendo valor y, por lo tanto, no están en condiciones de satisfacer las aspiraciones de sus miembros. Por otra parte, la disposición colaboradora con que se desenvolvió nuestra
especie entre parientes, o de manera recíproca entre quienes no lo son, y que sigue vigente hasta hoy —coexistiendo con el individualismo—, genera naturalmente el problema del free rider: individuos que procuran tomar los beneficios de esa cooperación sin incurrir en los posteriores costos de participar o reciprocar. En experimentos cuidadosamente elaborados, y que dieron lugar al “módulo para detectar tramposos” recién mencionado, Leda Cosmides y John Tooby han mostrado que detectamos con mucha facilidad a quienes hacen trampa en los contratos sociales de costo/beneficio, es decir, a los free riders, pero tenemos dificultad para detectar la trampa en contratos de otro tipo. En esos experimentos se muestra que ante problemas que tienen una estructura lógica idéntica, pero que no están formulados en un formato de costo/beneficio, tres cuartas partes de los sujetos —incluidos estudiantes de Harvard— se equivocan; en cambio, solo un cuarto de los sujetos se equivocan si esos problemas son planteados en una estructura de contrato social de costo/beneficio. Es decir, al parecer nuestra mente fue moldeada para detectar a los “tramposos” de los contratos de costo/beneficio, aquellos contratos en los que para recibir un beneficio es necesario previamente haber incurrido en un costo. Ese mecanismo es evidentemente adaptativo, pues procura impedir que algunas personas se aprovechen de otras transformándose en sus parásitos, y es el que permite que el altruismo recíproco se exprese de manera robusta en nuestras sociedades, y, con ello, los beneficios que aporta al grupo. Otra forma de expresar lo anterior es que las personas entienden que para obtener un beneficio es necesario incurrir en un costo. Por lo tanto, nos parece correcto o justo que la retribución que obtengamos en nuestra interacción social deba provenir de un esfuerzo previo que hayamos efectuado. Cuando ese vínculo entre retribución y esfuerzo se debilita o se quiebra, se pierde el impulso para alcanzar el éxito, la creación de valor que caracteriza a nuestras civilizaciones decae y las sociedades se sumergen en períodos de decadencia y pobreza. Por eso resulta tan importante que las políticas públicas no contengan incentivos perversos o que no se otorguen beneficios a quienes no los merezcan y que, en el caso de que algunas personas los requieran de cualquier modo, porque han sufrido infortunios o tienen impedimentos serios para procurarse su sustento, las políticas públicas estén diseñadas de manera de evitar que se “cuelen” los free riders. Que no reciban beneficios quienes no están en la condición que los hace acreedores a recibirlos.
Aumentar el valor de los bienes que poseemos
Otro rasgo característico de nuestra mente, presente durante gran parte de nuestra actividad rutinaria, particularmente el intercambio, es la capacidad para valorizar bienes, materiales o inmateriales. Somos capaces no solo de jerarquizar los bienes que tenemos al frente —discernir cuáles son más valiosos y cuáles menos—, sino de asignarles valores relativos a unos respecto de otros, de manera cuantitativa, de modo que cuando los intercambiemos lo hagamos en condiciones favorables. No intercambiamos una casa por una palta, pero sí, quizás, una palta por dos naranjas. Para hacer lo anterior, de modo que cada partícipe de un intercambio quede en una mejor situación después, los “valorizamos”. Obviamente, lo que hacemos cuando intercambiamos bienes es procurar aumentar nuestra riqueza y no disminuirla. La riqueza proviene, inicialmente, de nuestro trabajo, que es un imperativo termodinámico al que no podemos escapar si queremos mantenernos vivos, y luego, del intercambio, al adquirir bienes que no teníamos y que nos interesaban, a cambio de otros que nos sobraban. Acumulamos riqueza mediante el trabajo y el intercambio, para lo cual es fundamental nuestra capacidad para valorar bienes. Es importante no confundir la disposición a aumentar los bienes que poseemos, que nos insta a obtener beneficios del intercambio, con la disposición al altruismo recíproco con la que ayudamos a terceros. En el primer caso, ambos participantes procuran quedar en mejor situación que antes de efectuarlo y, por lo tanto, su actitud es egoísta. Además, una vez realizado el intercambio, no quedan favores por reciprocar. En cambio, en los casos en que las personas realizan actividades caritativas, altruistas o colaboradoras, están motivadas emocionalmente para desprenderse de bienes en beneficio de terceros, es decir, están incurriendo a sabiendas en costos que disminuyen su propio bienestar, porque la lógica evolucionaria instalada en nuestra psique indica que la reciprocidad favorece a la larga a todos quienes la practican . 27
Así, la conducta humana está orientada por la propensión natural a aumentar nuestra riqueza, material o inmaterial, procurando aumentar el valor de los bienes que adquiramos o acumulemos, lo que se enlaza con el ya mencionado impulso que procura aumentar nuestro estatus.
Desigualdad Volvamos, pues, al tema de la desigualdad y a la pregunta que nos hicimos al
comienzo del capítulo, premunidos de los elementos que la discusión desarrollada en las últimas páginas nos provee. Nos preguntábamos si la desigualdad era verdaderamente el mayor problema de la sociedad contemporánea y si, como resultado de ello, lo que las personas buscábamos era esencialmente igualarnos. Lo que acabamos de ver nos indica que las personas, lejos de buscar igualarse, están instintiva y permanentemente tratando de diferenciarse unas de otras. Ello proviene, en buena parte, de la búsqueda de estatus instalada en nuestra psiquis, porque el imperativo biológico de lograr éxito reproductivo —sin el cual no habría personas, sociedades ni civilizaciones de las que preocuparse— requiere del aparejamiento, en el que el estatus juega un rol preponderante. Procurar ascender en la jerarquía social, aumentando el estatus, implica, casi por definición, diferenciarse de los semejantes más que igualarse con ellos. Ascender en la escala social del grupo o en los puestos de trabajo en la empresa o ganar en los campeonatos deportivos del barrio es a lo que aspiran las personas en sus comunidades. Obtener un premio de alcance nacional o internacional entre los científicos, alcanzar el éxito de ventas o de crítica en la literatura y en el arte para los artistas, lograr el reconocimiento público y los votos para los políticos forma parte del afán permanente de quienes tienen relevancia más allá de sus comunidades locales. Las personas se fijan metas en sus vidas y esas metas son siempre ascendentes, cualquiera sea la actividad que realicen. Si lo anterior forma parte de la psiquis humana; si quedó encriptado en el genotipo de la especie; si la selección natural retuvo ese rasgo porque dio lugar a una mejor sobrevivencia y reproducción de los individuos que si no fuera así; si se traduce, finalmente, en el afán para superar a nuestros semejantes, diferenciándonos de ellos, ¿cuál es el problema que tenemos con la desigualdad? ¿Por qué su existencia nos preocupa y obsesiona? Las investigaciones de Sznycer y sus colegas insinúan parte de la respuesta. En ciertos casos, nos preocupa la desigualdad por compasión ante a las más desafortunados; en otros, por envidia frente a quienes han sido los más exitosos, y en otros, porque advertimos que nos podemos beneficiar de la redistribución que se haga para mitigarla. Pero, adicionalmente, hay otras razones para ocuparnos de la desigualdad. Ya dijimos que nuestra mente está provista de un módulo capaz de detectar “tramposos”, es decir, a quienes perciben los beneficios sin incurrir en los costos requeridos para ello. Como consecuencia de
lo anterior, tendemos a vincular fuertemente la retribución con el esfuerzo, por lo que nuestros sentimientos morales condenan a quienes obtienen beneficios inmerecidamente. Por lo tanto, si aquellos que tienen más lo han adquirido sin esfuerzo, o si ha sido producto de una situación de privilegio a la que otros no pueden acceder, se genera una sanción moral inmediata hacia la desigualdad así obtenida. De ahí que el debate no deba centrarse en la medición de la disparidad en sí misma, sino que deba poner el foco en la calidad de las reglas sociales y las políticas públicas vigentes para evaluar si ellas permiten alcanzar sus metas a todos quienes poseen talentos, espíritu emprendedor, capacidad de tomar riesgos y otros atributos necesarios. Ese triunfo puede ser monetario, literario, artístico, científico, deportivo o cultural. Al mismo tiempo, estas reglas sociales y políticas públicas deben procurar que aquellos desfavorecidos en esos atributos puedan tener una vida digna, ayudados por la comunidad de maneras específicas y cuidadosamente construidas, para evitar a los free riders. Esta visión requiere de una meticulosa construcción de las referidas reglas sociales. Asimismo, precisa de un particular esfuerzo por dotar a las personas, en su etapa formativa, de las herramientas necesarias para enfrentar las complejidades y la sofisticación de la sociedad del conocimiento contemporánea. Todas las motivaciones que hemos visitado en este capítulo intervienen en nuestra vida diaria, dirigiendo una parte de nuestras conductas. La búsqueda de estatus explica una parte muy importante del trabajolismo humano, pues para lograr, mantener o acrecentar ese estatus se requiere de permanente esfuerzo y trabajo. El altruismo y el egoísmo son, como diría Violeta Parra, “los dos materiales” que componen nuestra interacción social diaria. La dinámica que nos hace pasar de uno a otro y que nos lleva, en algunos casos, a otorgar favores a los demás y en otros, a procurar ascender en la escala social para beneficio propio, es una constante en nuestras vidas. La importancia del vínculo retribución-esfuerzo resulta clave para que no nos invadan los free riders y es el fundamento de la ética del trabajo y la meritocracia que conduce al progreso social. Finalmente, la capacidad para valorar las cosas establece la dirección del vector que nos insta a comportarnos aumentando nuestra riqueza disponible y nos permite, también, apreciar bienes inmateriales, como la libertad, y compararlos con otros como la lealtad, la autoridad o la equidad. La facilidad con que se tiende a condenar a quienes han triunfado en el ámbito
empresarial, como si eso fuera el resultado de privilegios inmerecidos, así como la soltura con que se alaba a deportistas destacados, cuyo éxito proviene de cualidades innatas y de un esfuerzo directamente observable, a pesar de que ambos representan la desigualdad que se busca mitigar, solo ilustra la dificultad para comprender los esfuerzos que hay detrás de los emprendimientos productivos, comparado con la obviedad del talento deportivo. En suma, no es la desigualdad en sí lo que debería ser el foco de discusión, pues estamos permanentemente procurando generar diferencias en nuestras vidas, sino las reglas sociales y las políticas públicas que regulan la interacción de las personas y que deben velar por oportunidades similares para todos. El foco debería ponerse en facilitar los mecanismos que permitan la movilidad social y no en inhibir aquellos que generan disparidades producto de talentos, esfuerzos o disposición al riesgo distintas. Habría que concentrarse en la igualdad de oportunidades en vez de la igualdad de resultados, sin perder de vista que hay personas que, por diversos motivos, requieren ayuda del resto de la sociedad. Así, en esta primera parte del libro hemos visto tres impulsores fundamentales de nuestra interacción social: la coexistencia del altruismo y el egoísmo, la psicología coalicional y la búsqueda de estatus, que se traduce en el afán por diferenciarnos más que por igualarnos. Todos ellos están tras una buena parte de nuestras motivaciones conductuales. Son elementos constitutivos de nuestra vida en sociedad, pero son también elementos constitutivos de nuestra naturaleza humana. No podemos desligarnos de ellos, aunque queramos. Tenemos que vivir con ellos y debemos hacer el mejor uso posible de sus fuerzas para construir sociedades que satisfagan nuestros anhelos, sueños y esperanzas. En la segunda parte del libro discutiremos los orígenes y las características de nuestra psicología moral, ese rasgo humano que nos lleva a emitir juicios y calificar las conductas propias y del resto. La psicología moral está en la base de las distintas doctrinas políticas que han surgido a lo largo de la historia, forma parte del corazón de nuestros debates políticos contemporáneos y está íntimamente relacionada con las ventajas que nos confiere la sociedad libre a la que muchos de nosotros aspiramos. Adentrémonos, pues, en ella.
SEGUNDO MOVIMIENTO PSICOLOGÍA MORAL ADAGIO VIVACE “Las reglas de la moral no son, en consecuencia, las conclusiones de la razón”. David Hume
CAPÍTULO 6 MACACOS, PRIMATES Y BEBÉS Entre el 29 de julio y el 1 de agosto de 2015, un selecto grupo de dieciocho investigadores se reunió en Santiago de Chile para hablar de la moral desde un punto de vista científico. Cientistas sociales, politólogos, psicólogos evolucionarios, primatólogos, antropólogos y economistas dedicaron cuatro días a explorar los orígenes cognitivos y evolucionarios de la psicología moral humana, a través de presentaciones que prepararon a la luz de sus disciplinas y de los hallazgos de su propio trabajo. Fui uno de los organizadores del evento junto a Leda Cosmides, a quien he citado en estas páginas, fundadora y directora —con su marido, el antropólogo John Tooby— del Centro de Psicología Evolucionaria de la Universidad de California en Santa Barbara. Cosmides y Tooby son líderes pioneros de la disciplina científica que se ha denominado psicología evolucionaria y acuñaron el término. Con Leda propusimos el objetivo del encuentro a partir de un texto que reproduzco aquí: Si los átomos no tienen moral, si la física no tiene moral, ¿por qué los humanos la tenemos? Esta conferencia explora los fundamentos cognitivos y evolucionarios de los razonamientos, juicios y emociones morales. La vida social de los humanos está impregnada de conceptos morales (bueno, malo, obligaciones, tramposos, confiables, free riders), juicios morales (justo, injusto, con derecho a, encomiable, castigable, prohibido), sentimientos protomorales (empatía, altruismo, asco) y emociones morales potentes (indignación, enojo, culpa, gratitud). Una nueva disciplina, la psicología moral, está investigando la génesis y el contenido de esos conceptos, juicios y sentimientos. Esta es una bullente área multidisciplinaria, que junta a psicólogos, biólogos, economistas, sociólogos, antropólogos, científicos sociales, neurocientíficos, primatólogos y filósofos experimentales. Su trabajo está orientado a entender cómo es que las personas producen juicios morales, es decir, a averiguar cuáles son los mecanismos mentales y sociales involucrados en
ese proceso. Para ello utiliza el método científico para abordar cuestiones y hacer preguntas que hasta hace poco solo pertenecían al ámbito de las humanidades. ¿Es la moral el producto de la razón pura, es una construcción social arbitraria o una expresión profunda de la naturaleza humana? ¿Tienen moral los bebés o nacemos como criaturas amorales? ¿De qué manera los sentimientos morales y las cogniciones morales moldean nuestras relaciones familiares, amistosas o románticas? ¿Cómo lo hacen al interior de los grupos, de las coaliciones, de las comunidades o de las naciones? Un creciente cuerpo de investigaciones sugiere que la mente humana tiene una rica arquitectura evolucionada, que está atravesada por mecanismos que producen juicios, razonamientos y sentimientos que reconocemos como morales. Esta nueva forma de entender la moral ha hecho que los científicos sociales y los humanistas vuelvan a plantearse algunas preguntas cruciales. ¿Es que acaso los conceptos, los juicios y las emociones morales surgen de nuestras instituciones? ¿De instituciones religiosas, políticas, económicas, legales o culturales? ¿Es decir, de las iglesias, de las cortes, de las elecciones políticas, o de las leyes que protegen la propiedad privada, de las normas sociales, de los bancos, del matrimonio, o, quizás, de otras instituciones sociales? ¿O es que acaso, al revés, son los sentimientos morales evolucionados los que moldean a esas instituciones, haciendo desaparecer a algunas de ellas y estabilizando a otras? ¿O es que ambas situaciones coexisten? ¿Y si las emociones morales evolucionadas existen, cómo se conectan con la filosofía moral? ¿La investigación en psicología moral enriquece o le quita el piso a la filosofía moral? También la vida pública es iluminada con una nueva perspectiva por la psicología moral. En efecto, las sanciones morales se producen tanto en la interacción entre dos personas como entre varias, en un grupo, o también entre grupos. Con la moral también se juzga la conducta de terceros, y eso permite escalar los juicios para examinar moralmente a la sociedad como un todo. La moral es la base sobre la que se construyen las doctrinas políticas, transformándose así en la piedra angular de las políticas públicas. Esto hace que la investigación sobre la biología y la psicología de la moral tenga relevancia en los debates públicos, en los dilemas sociales, en las consideraciones valóricas, en las disputas religiosas y en otros tópicos que atraen la atención pública de manera cotidiana.
Así quedan planteadas varias de las cuestiones que examinaremos con algún detalle en los próximos tres capítulos. Como se ve, se abren múltiples interrogantes sobre las que no hay juicios definitivos, pero sí una metodología y un bagaje conceptual de conocimiento acumulado, que permite abordar la temática de la moral desde una plataforma distinta, conectada con la biología y la psicología de los seres humanos. Ello la relaciona más con la evidencia empírica que aporta nuestra conducta diaria que con los razonamientos morales de una raíz puramente intelectual. Parece ser bastante claro, y nuestra cotidianeidad así lo sugiere, que el calificar moralmente las conductas de las personas con las que uno interactúa —las de personas cercanas, las de terceros y también las propias— tiene un carácter universal. Ocurre en las más distintas situaciones de la vida real de cada uno de nosotros: cuando nos aprovechamos de lo que otros han hecho para exhibir logros que presentamos como propios, cuando discriminamos a alguien por sus defectos físicos o cuando utilizamos un lenguaje inadecuado para la situación social en la que nos encontramos. Prácticamente no hay actividad en la que nos involucremos que no nos parezca susceptible de calificar de buena o mala, apropiada o inapropiada, justa o injusta. Eso tiene un carácter tan estrechamente ligado a las rutinas de nuestra vida que casi no nos damos cuenta de que estamos permanentemente haciendo juicios morales, y que, además, los hacemos sin esfuerzo. Nos sugiere que se trata de un rasgo constitutivo de nuestra naturaleza que, en consecuencia, tiene origen biológico, sin perjuicio de las variaciones culturales con que se manifiesta en las distintas comunidades. En especies con sistemas nerviosos centrales menos sofisticados que los nuestros, como los de los monos capuchinos, los experimentos de Brosnan y de Vaal muestran que estos parecieran tener la capacidad para calificar la justicia o injusticia de situaciones en las que se ven envueltos. En efecto, se enojan si ante una misma situación experimental son retribuidos de manera diferente: los que reciben un pepino (menos apetitoso) resienten —no aceptándolo o botándolo al suelo luego de recibido— que a otros se les entregue una uva (más agradable) por el mismo logro, como si ello fuese “injusto”. Sugerentemente, ese disgusto disminuye si el que recibe la uva es un pariente del que recibió un pepino, como si en ese caso la ofensa fuese más aceptable. Lo anterior es consistente con la selección natural, pues los parientes comparten más genes entre sí que los no relacionados. 28
En otro experimento famoso de los años sesenta , un individuo escogido de un 29
grupo de macacos Rhesus (Macaca mulatta) tiene la posibilidad de obtener alimento moviendo una palanca que está a su alcance. Sin embargo, al moverla se produce una descarga eléctrica que afecta a otro macaco, ubicado a cierta distancia, pero a la vista del primero. Para evitar que la descarga eléctrica le produzca ese sufrimiento, está dispuesto a pasar hasta doce días sin moverla y no obtener ese alimento, como si una emoción parecida a la compasión humana estuviese actuando. Esto nos indica que aún en sistemas nerviosos centrales de especies menos desarrolladas que la nuestra ya se manifiestan reacciones que se parecen a nuestros propios sentimientos morales. La disposición para desarrollar la vida en grupos, que exhiben tanto los humanos como algunos animales no humanos, requiere de gran procesamiento de información en la corteza cerebral. Ya vimos que la proporción de corteza respecto del volumen total del cerebro crece proporcionalmente con el tamaño del grupo, como el antropólogo Robin Dunbar logró establecer. El mayor tamaño de la corteza es necesario, porque al interior de los grupos casi siempre se desarrollan relaciones de jerarquía, de cuidado y protección, de reciprocidad e incluso de confianza, pero también de hostilidad, de violencia, de manipulación y de decepción, todo lo cual requiere poder interpretar las señales que indican la probabilidad de uno u otro comportamiento, para adaptar el propio a sus posibles consecuencias. Se requiere, además, de suficiente memoria para reconocer individualmente a los congéneres y recordar sus conductas pasadas, lo que complejiza enormemente el escenario en el que la vida en grupos se desenvuelve. Por ejemplo, entre los chimpancés, una especie en la que los machos disputan la posición jerárquica que tienen al interior del grupo —y los que pueden, compiten por alcanzar la de macho alfa—, son conocidas las historias de alianzas en las que un macho de segunda o tercera jerarquía se confabula con otros para destronar al alfa. Este, a su vez, si es capaz de advertir lo que está ocurriendo, puede maniobrar socialmente y evitar el motín, aunque, para su desgracia, no siempre lo logra. Esas historias tienen un sabor muy parecido a las disputas políticas por liderazgos que han protagonizado y aún protagonizan los humanos a lo largo de la historia. Aunque el uso del lenguaje y la sofisticación conductual humana le confiere a esa dinámica importantes diferencias con el caso de los chimpancés, ambas ilustran la complejidad de comportamiento que se genera cuando los individuos de una especie viven en grupos, compitiendo en su interior por sobrevivir y reproducirse.
A pesar de lo anterior, la vida en grupos genera muchas ventajas a quienes participan en ella: la defensa organizada frente a los peligros que otros grupos puedan representar, el mejor cuidado que colectivamente se puede otorgar a los infantes y a sus madres, el acicalamiento (sacado de piojos, por ejemplo) que practican recíprocamente los chimpancés y la vasta red de acciones de altruismo recíproco que desplegamos los humanos en nuestra vida diaria. De modo que la vida en grupos resultó ser una innovación adaptativa que les confirió mejores opciones para sobrevivir y reproducirse a las especies que la practican. Pero también provoca ineludibles conflictos de intereses entre sus miembros, pues estos, además de colaborar, están compitiendo entre sí por recursos, por opciones reproductivas y por la jerarquía social que sus conductas les otorguen, entre varias otras razones. Para resolver esos conflictos, reforzando con conductas específicas la colaboración e, inversamente, inhibiendo las conductas que impliquen amenazas y agresiones destructoras del tejido social y sus ventajas, es que probablemente surgieron las reacciones emocionales que hemos descrito entre los capuchinos y los macacos. Ellas sugieren la existencia de una protomoral, que se despliega con aún mayor nitidez en especies más complejas como los primates. ¿Ocurre esto, efectivamente, con los chimpancés? Por cierto, y la literatura está llena de ejemplos de ello. Permítanme relatarles un caso que no observé personalmente, pero que ocurrió en la colonia de chimpancés que habitan el Parque Nacional Mahale, en la orilla oriental del lago Tanganyika, en Tanzania, que visité en el ya relatado viaje a los orígenes humanos en África en enero de 2016. Esta es una colonia que vive en su hábitat natural, cuyo comportamiento ha sido estudiado de manera diaria por más de veinticinco años por un grupo de investigadores japoneses y sus alumnos. Ellos han logrado establecer el registro completo de las posiciones relativas en la jerarquía de prácticamente todos los machos y hembras de las distintas generaciones y han podido seguir las historias de alianzas frustradas y exitosas para suplantar al macho alfa del momento. Nuestro guía, Mbutati, nos contó varias de esas historias con bastante detalle, pero una de ellas, que está registrada en los anales del parque, nos llamó especialmente la atención . 30
En un momento determinado de la historia de este grupo asciende a la posición alfa un chimpancé de veintitrés años que, a los ojos de los investigadores, era particularmente agresivo, abusivo y cruel. Trataba mal a los miembros del equipo investigador y a los otros chimpancés. Su nombre era Pimu. No solo agredía sin razón a otros machos, sino que además de copular con las hembras,
en muchos casos violándolas, violaba a su propia madre, según nos contó Mbutati, un comportamiento bastante inusual y extraño. El más viejo de los machos, Kulundi, de cincuenta y tres años —una edad inusualmente avanzada para un chimpancé macho—, se especializaba en ayudar a que otros desafiaran al alfa, con lo que mantenía su influencia en la comunidad a través de los años. Por ello había recibido el apodo de “Kingmaker” o “Hacedor de reyes”. Era, sin duda, el más inteligente del grupo. La situación se había tornado tan insoportable que cuando Pimu mordió a Primus, un macho joven y poderoso que intentó desafiarlo, Kulundi y otros seis machos aparecieron, coordinados nadie sabe exactamente cómo, y atacaron al alfa Pimu, golpeándolo ferozmente hasta que lograron darle muerte. El segundo de la jerarquía, Alofu, consigue morderlo y penetrarle el cráneo con su canino. Finalmente, Kulundi toma una roca y le asesta varios y sucesivos golpes en la cabeza al ya fenecido Pimu, para asegurarse de que estuviera realmente muerto. Nada más parecido a una “venganza moral”, o a “tomar la justicia en sus propias manos”, si quisiéramos describir lo sucedido en lenguaje humano. El episodio está en el centro mismo de lo que podríamos llamar una sanción moral. Este increíble ejemplo ilustra que el sistema nervioso central de los chimpancés no solo alberga disposiciones para actuar con reciprocidad —tanto la positiva, aquella que refuerza la colaboración, como la negativa, que castiga el egoísmo —, sino también reacciones emocionales más fuertes que, para todos los efectos prácticos, parecieran provenir de sentimientos morales. Pues bien, si las reacciones conductuales que podríamos describir como motivadas por sanciones morales ocurren en los capuchinos, en los macacos y en los chimpancés, ¿estaremos también los humanos provistos de herramientas morales instaladas en la arquitectura neuronal de nuestro propio sistema nervioso central, independientes del aprendizaje que recibimos posteriormente, cuando crecemos y nos desarrollamos, y que ya se expresan cuando somos todavía bebés? Experimentos recientes realizados por los psicólogos Kiley Hamlin, Karen Wynn y Paul Bloom de la Universidad de Yale , con bebés de seis a diez meses, apuntan en esa dirección. A los bebés se les presentan animaciones en las que un muñeco (un triángulo con ojos, de un color determinado, capaz de moverse) trata de subir una empinada pendiente y se encuentra, en distintos momentos del tiempo, con otros dos muñecos, distinguibles del primero por su forma y entre sí por su color, uno de los cuales lo ayuda a subir empujándolo desde atrás y le 31
permite alcanzar la cumbre, mientras que el otro se opone a que suba, procurando detenerlo por delante e impidiendo que lo consiga. Más tarde, cuando a los bebés sujetos de la investigación se les presentan los dos muñecos —el “bueno” y el “malo”— en material sólido, con los mismos ojos y colores que tenían en la animación, tienden a escoger (acercándose o extendiendo sus manos en su dirección) con mucha mayor frecuencia al que ayuda a subir que al que impide hacerlo. En una variante del experimento, se les presenta a los bebés una nueva animación, en la que el muñeco original —el “escalador”— está frente a la pendiente que debe subir y tiene al frente a los otros dos muñecos. Luego, mira alternativamente al muñeco que ayuda y al que impide a subir, y escoge a este último. Esto les produce asombro a los bebés —¿por qué escoger a quien obstaculiza?—, asombro que los científicos han establecido se produce cada vez que los bebés fijan su atención en aquello que consideran que se sale de lo común. Cuando algo les parece normal, continúan haciendo sus cosas sin fijar la vista en nada en particular o la siguen manteniendo en aquello en que estaban concentrados. Este experimento muestra que, ya a los pocos meses de vida, el sistema nervioso central de los seres humanos es capaz de hacer distinciones que podríamos describir como “morales”. Otro ejemplo que muestra la precoz capacidad de los bebés para detectar fenómenos físicos de manera intuitiva es el asombro que manifiestan cuando un objeto sólido pareciera cruzar una pared también sólida. Esto se ha podido establecer mediante un conocido experimento muchas veces repetido. Hay una manzana sobre una mesa frente al bebé; luego se interpone una pantalla sólida que impide que la siga viendo; a continuación, y sin que este se dé cuenta, se agrega otra manzana junto a la anterior. Finalmente, se levanta la pantalla y el bebé se enfrenta “mágicamente” a dos manzanas, insinuando que la segunda manzana atravesó la pantalla. Nuevamente, esto llama la atención de los bebés, que dejan de hacer lo que estaban haciendo, sorprendidos porque algo pareciera que puede atravesar un material sólido. Es decir, la arquitectura neuronal humana parece venir precableada con elementos de física intuitiva y de moral intuitiva. Pero volvamos a los experimentos de Karen Wynn. Otras variantes realizadas por el equipo de la doctora Wynn muestran resultados que ratifican la precoz disposición moral de los bebés, aunque en este caso son de mayor edad, entre un año y medio y dos años y medio, es decir, ya pueden recibir instrucciones y
entienden algo de lenguaje. Cuando se les entregan dulces para que los repartan entre distintos muñecos, lo hacen de acuerdo con su particular predilección por aquellos. Pero si se les entrega un solo dulce a repartir y la opción es entregársela a un muñeco “bueno” o a uno “malo”, que ellos determinan en situaciones parecidas a las del primer experimento, no se equivocan en su opción moral, entregándoselo al “bueno”. Si, al revés, deben castigar a alguno de los muñecos, quitándole el dulce que ya recibieron, tampoco se equivocan, quitándoselo al “malo”. Todos estos experimentos, diseñados en diversas variantes, son consistentes en sugerir la existencia de intuiciones morales universales que aparecen muy tempranamente en los individuos, antes que el aprendizaje cultural comience a actuar. De esa manera, el debate respecto del origen de la moral, entre quienes piensan que es innata y quienes piensan que es aprendida, parece estar definiéndose en favor de los primeros. Se trataría de sentimientos o emociones morales, cuya disposición a expresarse se da según las pistas que nos entrega el entorno, disposiciones que están instaladas en nuestra mente por selección natural y que, por lo tanto, quedaron encriptadas en el genotipo de la especie. Hemos visto la sorprendente variedad de evidencia, tanto en macacos como en primates y bebés, que revela que el origen de una parte de nuestro aparataje moral es innato, incluso en especies distintas de la nuestra. Nos hemos podido dar cuenta de que esa parte de nuestra moralidad no parece ser el resultado de los razonamientos analíticos que hagamos de las situaciones sociales a los que nos vemos sometidos. Más bien, parecen provenir de reacciones instintivas, o emocionales, instaladas en la arquitectura neuronal de nuestros sistemas nerviosos centrales. Todo esto resulta bastante sorprendente y contraintuitivo. En nuestra vida cotidiana tendemos a creer que nuestras reacciones morales obedecen a una “razón” que podemos inteligir, y que es ella la que está detrás de nuestras calificaciones morales. Sin embargo, este aspecto instintivo solo ilustra partes del funcionamiento de nuestra psicología moral. Ahora profundizaremos en los avances que la ciencia ha podido realizar en su esfuerzo por desentrañar su origen cognitivo y evolucionario, es decir, cómo opera y qué función cumple la psicología moral. Por una parte, examinaremos con más detalle su carácter emocional, y, por otra, cómo ese carácter interactúa con los elementos racionales y de cálculo que también están involucrados en nuestros juicios morales.
CAPÍTULO 7 SENTIMIENTOS MORALES En el capítulo anterior vimos cómo la evidencia empírica indicaba que venimos equipados de fábrica con ciertos elementos básicos para tomar decisiones morales. Podemos distinguir las situaciones favorables de aquellas desventajosas, las que nos instan a otorgar favores a quienes nos benefician o a infligir costos a quienes nos los infligen a nosotros, incluso cuando somos todavía bebés y nadie nos ha enseñado la diferencia entre lo favorable y lo adverso, el costo y el beneficio. Los experimentos de Karen Wynn y su equipo así lo demuestran. Podemos llamar a estos mecanismos sentimientos, emociones o “intuiciones” morales. Con ello nos referimos a que se trata de procesos cognitivos, que captan las pistas del entorno, las procesan y luego nos predisponen a actuar en determinadas maneras conforme a ellas. Así opera la emoción del miedo, la rabia, la envidia o la vergüenza. Los psicólogos evolucionarios están desarrollando una intensa agenda para establecer formas de describir nuestras emociones en un lenguaje común. La escuela de Santa Barbara, creada por Cosmides y Tooby, piensa que ellas, además de procurar la supervivencia y reproducción, sirven también para recalibrar nuestras relaciones con los demás y, en particular, para modificar el grado en que los otros están dispuestos a incurrir en costos para beneficiarnos respecto del grado que nosotros consideramos el adecuado. Por ejemplo, me enojo con mi amigo porque usó mi elegante bufanda para limpiarse la boca después de la comida. Eso indica que no me valora lo suficiente como para haber utilizado la servilleta de papel en lugar de la bufanda. Mi enojo tiene el objetivo de hacerlo cambiar esa valoración, subiéndola. Sin embargo, no me produce enojo el que utilice la misma bufanda como torniquete para salvar la vida de su hijo, pues, en ese caso, el beneficio que él obtiene es muy superior al daño que a mí me provoca. Pasa también con la vergüenza que nos da haber llegado tarde a clases: nuestra expresión facial busca indicar que nos interesa que el profesor modifique al alza la baja valoración que le provocó nuestra acción.
En general, las emociones o los sentimientos son mecanismos cognitivos adaptativos. Es decir, sirvieron a nuestros antepasados para lograr el éxito reproductivo de largo plazo en su interacción social y esa es la razón por la que fueron retenidos evolucionariamente. Sin embargo, y aun cuando los sentimientos morales tengan un origen biológico innato, los dominios morales sobre los cuales actúan dichos instintos varían con las culturas. El psicólogo moral Jonathan Haidt, en su libro The Righteous Mind (2012) —que utilizaremos de guía a lo largo del capítulo—, nos muestra cómo operan esas variaciones culturales y otros aspectos de nuestros sentimientos morales. En las culturas occidentales más individualistas, como por ejemplo en Estados Unidos, es condenable que un marido castigue a su mujer solo porque ella fue al cine sin pedirle permiso. En cambio, en ciertas regiones de la India, donde predomina una cultura sociocéntrica, que favorece las costumbres sociales y colectivas por sobre la autonomía individual, ese castigo sería considerado aceptable. A la inversa, que un hijo de veinticinco años se dirija a su padre por su nombre de pila sería reprochado en esas regiones de la India, pero no en Estados Unidos. Pero en ambas culturas se criticaría a un padre que no cumple su promesa de hacerle un regalo a su hijo si le va bien en un examen. Hay conductas que parecen ser incorrectas en todas partes, y otras que lo son dependiendo de la cultura del lugar. Dice Haidt que las culturas centradas en el individuo son más permisivas, pues no condenan moralmente las acciones de una persona mientras estas no interfieran con la vida de los demás. Por ejemplo, no se reprocharía a alguien por destruir la bandera de su patria para luego tapar un hoyo en la pared del closet de su pieza. Pero sí se le castigaría cuando lo hace en público. En cambio, para las culturas sociocéntricas incluso contravenir las convenciones sociales resulta sancionable moralmente, aunque no hagan daño a nadie. Por ejemplo, no asistir con el uniforme escolar a clases si es obligatorio hacerlo. Estos ejemplos sugieren que el carácter innato de nuestras emociones morales no emite juicios de manera independiente, sino que interactúa con la cultura circundante y del resultado de esa interacción surgen los juicios morales. Pero hay situaciones en que la cultura del lugar no modifica el juicio que nuestros sentimientos morales universales tienden a darle. Por ejemplo, el caso del padre que no cumple su promesa. Este recibe una condena moral
independiente de la cultura circundante. Los sentimientos morales se gatillan de distintas maneras en distintas culturas. Además, no son solo provocados por el daño y sufrimiento ajeno, sino también por la falta de respeto o la no consideración por la autoridad. En otros casos, su origen puede provenir del asco o disgusto que una determinada situación pueda producir. Por ejemplo, en el mismo experimento anterior, en las regiones de la India auscultadas se condena moralmente a una mujer que luego de defecar en el baño no se cambia la ropa para cocinar, lo que en Estados Unidos y gran parte de Occidente sería aceptable. Así, las diferencias culturales que hemos descrito muestran que nuestras reacciones viscerales o nuestros sentimientos morales intuitivos son guiados por el aprendizaje cultural asociado a las costumbres del lugar. Esas reacciones no solo se dan en contra de aquellas conductas universalmente consideradas como inaceptables, sino, además, en contra de violaciones a reglas definidas por las costumbres culturales del lugar y que, lejos de ser universales, pueden tratarse de simples convenciones. Las personas son capaces de distinguir entre las convenciones sociales y las reglas morales de carácter universal implícitas en nuestra arquitectura neuronal. Hay convenciones sociales —usar uniforme en el colegio— cuyo incumplimiento es considerado incorrecto solo en las comunidades que la han adoptado. Pero hay otras acciones que son siempre incorrectas, haya o no reglas que las impongan, relacionadas con la justicia, los derechos, el bienestar y cómo se debe actuar con los otros. Numerosos experimentos muestran que los niños de cinco años distinguen las reglas convencionales de las universales, que son similares en todas las culturas. En distintas culturas hay diversas reglas morales sobre la comida, la menstruación, el sexo, el tocar cadáveres o la piel de personas que tienen enfermedades, que tienden a evitar lo que produce asco o disgusto emocional y procuran buscar la limpieza contra lo que está poluto. Quienes estudian de manera sistemática la psicología moral intentan hacerla compatible con una visión científica más comprensiva de los seres humanos. Haidt, por ejemplo, está logrando cada vez mayores avances en la comprensión de esos fenómenos. En su libro concuerda con la visión nativista de la moral, es decir, aquella que afirma que ella está precableada en nuestra arquitectura neuronal. Eso está en concordancia con el cúmulo de experimentos que están apuntando en esa dirección, lo que no significa, afirma Haidt, que sea rígida y
mecánica. Por el contrario, los sentimientos morales intuitivos, antes de generar juicios automáticos, interactúan con el complejo escenario cultural al que se enfrentan, o frente a inesperadas y nuevas condiciones específicas a las cuales deban reaccionar, y luego dan lugar a calificaciones morales diversas, no necesariamente predeterminadas por esa arquitectura. Los ejemplos recién dados (en Estados Unidos e India) así lo indican. Eso deja un amplio espacio para el debate moral. Podemos afirmar que hay una parte muy importante de nuestros juicios morales que provienen de mecanismos funcionales adaptativos instalados en nuestra arquitectura neuronal de manera evolutiva y que actúan de manera instintiva. Ellos se expresan desde una muy temprana edad, incluso en bebés de pocos meses, si se presentan contextos apropiados para que estos se gatillen, como en los experimentos de Wynn. Nuestra moral está, pues, íntimamente relacionada con nuestra biología y nuestra psiquis evolucionada y está presente en nuestro sistema nervioso central antes de que el proceso de aprendizaje cultural nos entregue los conceptos con que nos referimos a la moral en nuestro lenguaje cotidiano. Cuando pensamos en sentimientos morales, generalmente tendemos a pensar en aquellos que nos hacen comportarnos de manera altruista, que impliquen ayudar a los demás, que nos hagan colaborar o cooperar con el resto, que provoquen nuestra solidaridad o compasión por el prójimo dañado o sufriente. Sin embargo, cuando se examina la evidencia empírica en la aparición de sentimientos morales, nos damos cuenta de que estos no solo se gatillan frente al daño o sufrimiento, sino también ante la falta de respeto o ante el asco o disgusto, como ya dijimos. Este es un punto muy importante, pues no toda nuestra psicología está orientada a la preocupación por la ventura de los demás, por aliviar su sufrimiento o por ayudarlos cuando se encuentran en problemas, aunque ciertamente este es uno de los aspectos importantes en los que se centra nuestra vida moral. Más sobre esto hacia el final del capítulo. Volvamos al aspecto innato de nuestros sentimientos morales y examinemos por un instante un rasgo peculiar que caracteriza a muchos de nuestros juicios morales. Muchas veces, cuando se les pide a las personas explicar racionalmente su reacción frente a una situación, basada en algún principio general, estas parecen no ser capaces de hacerlo. Así lo sugieren experimentos que interrogan a las personas de manera sistemática para encontrar la razón final y última de su argumentación moral. Estas solo dan razones que son contingentes a un aspecto
particular del caso en discusión, construidas sobre la marcha para darle sentido, y cuando se sigue presionando al sujeto para que dé una explicación que se base en algún principio general, sigue ahondando en cuestiones particulares, construidas en el minuto, hasta que finalmente se da por vencido, y dice que eso “está mal” porque, sencillamente, así “lo siente” y punto. Un ejemplo ilustrativo de lo anterior es el siguiente experimento que Haidt presenta en su libro: Dos hermanos, estudiantes universitarios, están viajando juntos en vacaciones de verano. Una noche, alojados en una cabaña junto a la playa, deciden que sería divertido hacer el amor. Aunque ella está tomando píldoras anticonceptivas, él decide complementarlo con el uso de un condón para estar aún más seguros. Lo pasan bien, pero deciden no hacerlo de nuevo. Lo guardarán como un secreto entre ambos. Solo un 20% de los encuestados (también estudiantes universitarios) consideró que estaba bien; el resto desaprobó su conducta. La interrogación a uno de los sujetos que sancionó moralmente a los hermanos muestra el patrón que recién indiqué. —¿Cuál es tu opinión de lo que hicieron? —Está mal que ellos hayan tenido sexo. —¿Por qué? —Soy religioso y además el incesto está mal. —¿Qué tiene de malo el incesto? —Bueno, si ella queda embarazada, el bebé puede nacer con defectos. —Pero estaban usando píldoras y condón. —Sí, es cierto. —Entonces ella no quedaría embarazada. —Bueno… sí… pero supongo que el sexo más seguro es la abstinencia… mmm… no sé, en realidad, creo que está mal.
—Sí, pero quiero poder saber por qué está mal. —¿Qué edad me dijiste que tenían? —Universitarios, alrededor de 20, supongo. —Mmmm… no sé… es algo que te enseñan a no hacer. Al menos a mí… eso es algo que no debes hacer… no es algo aceptado… —Pero no me has dicho por qué se enseña a no hacerlo. Por ejemplo, si te hubieran enseñado que es malo que las mujeres trabajen fuera de su casa, ¿te hubiera bastado eso para decir que es malo que las mujeres trabajen? —Oh… esto es difícil, no hay forma que cambie mi opinión sobre lo que ellos dos hicieron, pero no sé cómo explicar lo que siento. Es muy raro. Haidt usa el vocablo inglés dumbfounded para describir lo que le ocurre a este sujeto que no puede encontrar una razón para explicar sus sentimientos. Las traducciones que encontré no me parecen muy satisfactorias —“estupefacto”, “aturdido”, “confuso”—, pero, en todo caso, se refiere a que la persona es incapaz de dar razones de por qué emite el juicio que ha hecho. El sexo entre hermanos es una conducta que los psicólogos evolucionarios han definido como un tabú “no cultural”, una disposición que está profundamente asentada en la naturaleza humana, probablemente porque quienes no la sentían no dejaron mucha descendencia en el largo plazo . Hoy sabemos que la práctica del incesto acumula defectos genéticos que entorpecen la supervivencia, y esa fue la razón por la que la selección natural retuvo el instinto antiincesto como parte de nuestra psiquis. 32
Esto nos hace pensar que el argumento que damos para explicar un juicio moral o para apoyar una sanción moral ante una cierta conducta es una fabricación racional post hoc. El razonamiento moral que hacemos con posterioridad a nuestra reacción emocional parece ser más bien una destreza evolucionada de la mente, que busca justificar nuestras acciones más que dar con la causa de nuestra conducta. Este es otro de los temas asociados a la moral que han suscitado controversia a lo largo de la historia. Algunos han afirmado, como Platón y Kant, que la moralidad de nuestros actos proviene, o la establecemos, por medio de la razón o a través de razonamientos. Otros, como el filósofo británico David Hume, han
dicho que “las reglas de la moral no son las conclusiones de nuestra razón” . Lo que hemos visto tiende a concordar con él. Hume decía, además, que “la razón es solo el sirviente (o el esclavo) de las pasiones” o, en otras palabras, que la razón está al servicio de lo que las pasiones o sentimientos morales indican. Ella solo intenta dar una explicación de lo que aquellas pasiones le transmiten, argumentando en consonancia con esos sentimientos mediante una fabricación racional que los justifica a posteriori. La postura de Hume forma parte del debate que ya citamos y que ha estado siempre presente en la discusión sobre filosofía moral: si es la razón o la pasión el conductor de las acciones humanas. 33
En la actualidad, para poder desentrañar discusiones como esta es necesario entender el diseño de nuestra mente. La herramienta más poderosa que hoy tenemos para hacerlo es la teoría de la evolución de Darwin, pues ella pone el acento en las presiones de selección que debieron haber existido para que la mente exhiba un cierto rasgo en vez de otro. Eso es lo que permite establecer si hay o no una correspondencia entre el rasgo observado y el problema que ese rasgo estaba destinado a resolver. Adicionalmente, esa forma de abordar el diseño de nuestra mente permite luego someter al test de la evidencia empírica la hipótesis que se proponga para explicarla. Toda la evidencia apunta a que los sentimientos morales evolucionados que las personas exhiben son innatos, incluso cuando las normas construidas socialmente se aprenden culturalmente. En esos casos, son esos mismos sentimientos morales innatos los que se ven gatillados cuando esas normas culturales se violan. Por otra parte, resulta difícil argumentar que nuestras conductas morales provengan únicamente de razonamientos, porque si así fuere, los filósofos morales serían los individuos más virtuosos de la sociedad. Sin embargo, el mayor virtuosismo lo encontramos con más frecuencia en personas que han actuado de esa manera sin que previamente hubiesen ahondado en abstracciones filosóficas. De ahí que no podamos considerar a las virtudes morales o a los derechos humanos como verdades matemáticas platónicas esperando ser descubiertas o demostradas por alguna mente brillante. Más bien, debemos asumir que son constructos sociales, formulados lingüísticamente, resultado de la natural revulsión que las personas sienten contra, por ejemplo, la tortura, o la simpatía innata que les produce las víctimas de ella. Eso es lo que nos insta a construir una teoría de los derechos que sirve para conceptualizar y justificar los sentimientos que ya estaban ahí con anterioridad. En cierto sentido, la filosofía
moral es una fabricación conceptual, resultante de las consultas hechas por quienes reflexionan sobre ella a los centros emotivos del cerebro . 34
Más aún, los descubrimientos del neurólogo Antonio Damasio, muy bien descritos en su libro El error de Descartes (1994), muestran que las deliberaciones morales requieren de nuestras reacciones emocionales para operar, pues cuando ellas están dañadas falla también nuestro razonamiento ético. Un ejemplo clásico de ello es el caso de Phileas Gage, un obrero de ferrocarriles al que un fierro le atravesó su cabeza en un accidente a fines del siglo XIX, dañando parte de su lóbulo frontal. Su personalidad y temperamento cambiaron por causa del accidente. Se transformó en una persona “irregular, irreverente, blasfema e impaciente”, afectando su interacción social y su conducta moral, aunque sin alterar su capacidad analítica. Damasio muestra muchos otros casos en los que la ausencia de o el daño en las capacidades emocionales paraliza a las personas y modifica su aptitud para razonar desde lo ético. Por eso, no es sensato pensar que el juicio moral se da en un diálogo entre la pasión y la razón, como pensaba Thomas Jefferson. Los hallazgos de Damasio sugieren que el razonamiento moral requiere que previamente se hayan desatado las pasiones (emociones) o los sentimientos morales, como lo había anticipado Hume. Todo esto no significa que el razonamiento no juegue ningún papel en esta historia, pero lo hace de una manera distinta a aquella que estamos analizando aquí. Pero eso no es parte de este capítulo, sino del próximo. El carácter intuitivo y emocional de nuestros juicios morales ha sido ratificado por experimentos que el propio Haidt ha realizado. A los sujetos se les presentan dilemas que ellos deben enjuiciar en distintas condiciones experimentales. A veces deben mantener cargas cognitivas altas y, en otras ocasiones, bajas, reguladas por la cantidad de información no relacionada con el dilema planteado que deben mantener en su memoria. Haidt encontró que el peso de la carga cognitiva no cambia su capacidad para enjuiciar moralmente la situación, como sí ocurre frente a otros problemas que no son de carácter moral. La facilidad para hacer juicios morales, a pesar de una carga cognitiva alta, es coherente con el carácter intuitivo y emocional que le hemos adjudicado y consistente con su naturaleza innata. Haidt nos sugiere que hay otras motivaciones que impulsan nuestro razonamiento moral y que están relacionadas con nuestra psicología coalicional. Más que encontrar las razones que están detrás de nuestro juicio moral, a las personas nos interesa que otras personas se unan a nuestro juicio, como si
quisiéramos formar una coalición con quienes piensan moralmente parecido a nosotros. Pareciera que buscamos tener a más personas de nuestro lado cuando enfrentamos un dilema y debemos tomar una opción conductual. Por ello, nuestro razonamiento moral buscaría los mejores argumentos para convencer a otros de que se nos unan. Esta forma de operar de la psicología coalicional en el ámbito moral sirve también un propósito social, pues nuestros juicios morales participan y ayudan a construir nuestra reputación y a desarrollar o a reclutar alianzas con terceros frente a alguna disputa. A pesar de ello, como se forman en torno a sentimientos morales, fundados emocionalmente, los juicios morales son muy difíciles de cambiar. Por eso las discusiones políticas son tan frustrantes: las personas tienden a no cambiar sus posturas, sino que las defienden ante el otro con nuevos argumentos para sostenerlas, sin cambiar los puntos de vista que generaron su postura inicial. Provienen de las pasiones y no de la razón, como decía Hume. La psicología coalicional hace que las personas persistan en mantener sus opiniones, porque son las de “su” grupo, en oposición a las del “otro” grupo. Aun así, sostiene Haidt, estamos en condiciones de cambiar nuestros juicios morales cuando interactuamos con otras personas si nuestra posición relativa en la comunidad y nuestra reputación se ven mejor servidas al compartir y consensuar puntos de vista con otros. En esos casos, cambiar el punto de vista es un ejercicio mental similar al que ocurre cuando miramos un cubo de Necker y cambiamos mentalmente el sentido de la profundidad del cubo . Estamos dispuestos a cambiar nuestra postura moral si nuestra reputación en la comunidad está en juego y esta mejora luego del cambio de postura. Recordemos que, más que buscar verdades, nuestros argumentos buscan justificaciones. 35
El hecho de que nuestros razonamientos morales, resultado de nuestros sentimientos morales, estén vinculados con nuestra vida social, y que no provengan necesariamente de artificiosos silogismos, no debe sorprendernos. Al respecto, vale la pena recordar la frase de William James, padre de la psicología del siglo XIX, quien decía que “la mente tiene como objetivo producir conductas”. En efecto, el sistema nervioso central solo aparece en aquellos organismos que se mueven o desplazan. Como su hábitat va cambiando con el desplazamiento, la flexibilidad de respuestas que ello requiere generó las presiones de selección necesarias para que el sistema nervioso central apareciera. En general, las plantas, que no se mueven, no poseen uno. La sofisticación que
ha alcanzado el sistema nervioso central humano —y el procesador de información que lo acompaña y que llamamos mente— es lo que nos permite vivir en comunidades grandes, dotándonos de maneras de resolver moralmente los conflictos de intereses que se generen, para así obtener todos los beneficios que la vida colectiva nos entrega. Desde ese punto de vista, una de las funciones centrales del pensamiento es asegurarse de que las personas se comporten de maneras posibles de ser justificadas persuasivamente ante los otros. Es decir, nuestro razonar moral es más parecido al de un político que busca votos que al de un científico detrás de la verdad. O similar a un tribunal de ley, en el que los abogados pueden desarrollar argumentos para los dos lados de una causa dependiendo de quién los contrate. Resulta muy difícil fundar la moral en un principio único, como, por ejemplo, maximizar el bienestar o cumplir con ciertas reglas o deberes imperativos. El utilitarismo procura maximizar el bienestar, que implica calcular las consecuencias de los actos y escoger lo que hace menos daño o aumenta más la felicidad. Por su parte, la deontología guía las conductas según ciertas reglas o deberes de validez universal que se establecen para todas las personas por igual. Ninguno de estos cuerpos teóricos cubre todo el espectro de decisiones morales que toman las personas en su vida diaria y los sentimientos en que las fundan. Tampoco resultan ser guías morales absolutas o cómodas de seguir en todas las circunstancias. Ambas, utilitarismo y deontología, junto a un tercer principio — comportarse procurando ser virtuoso— son conceptualizaciones posibles que los filósofos han encontrado para fundar nuestra conducta moral. Pero, como lo hemos indicado, ellas provienen más bien de razonamientos a posteriori, construidos a partir de los sentimientos morales que las personas tienen con anterioridad, y no satisfacen totalmente la universalidad a la que aspiran. Al respecto, Hume, cuyas intuiciones explicativas publicadas durante la primera mitad del siglo XVIII han probado estar sorprendentemente cercanas a lo que psicología moral experimental actual ha logrado establecer, creía que la ciencia de la moral debía comenzar con un estudio acucioso de la naturaleza humana que permitiese entender mejor lo que las personas realmente son. Luego de escudriñar sus características, Hume concluyó que son los sentimientos morales la fuerza impulsora de nuestras conductas. Pero, además, advirtió que al escoger ciertas conductas sobre otras, intentando seguir un camino virtuoso, se podía encontrar una diversidad de virtudes, sin claridad respecto de la superioridad de una respecto del resto, y que eso dependía de las circunstancias específicas de cada situación y del “gusto” del individuo. De ahí que, para Hume, las
percepciones morales no debían ser vistas como operaciones de nuestro entendimiento, sino más bien como el resultado de los distintos gustos que cada uno tiene construidos a lo largo de su vida. En otras palabras, la versión fundacional de la moral, según Hume, son los sentimientos morales, que son plurales, diversos, sin preeminencia de uno sobre otro, sin un principio único en el cual fundar todo. A Kant, por su parte, no le pareció adecuado dejar a la moral en manos de ese subjetivismo, por lo que propuso el imperativo categórico, cuya máxima es actuar de tal manera que eso pueda constituir una ley universal, válida para todos. Por eso hemos dicho que Hume y Kant se encuentran en veredas opuestas en esta materia. Así, el estudio acucioso de la naturaleza humana al que aludía Hume, y que en los últimos treinta años ha tenido grandes avances, en especial al adoptarse la perspectiva evolucionaria para analizarla, comienza a mostrar que el filósofo inglés estaba en la senda correcta. No solo respecto de la preeminencia de la pasión sobre la razón, sino también en relación con la pluralidad de ejes sobre los cuales se distribuyen nuestros sentimientos morales. El daño o el sufrimiento, con su contrapartida de compasión y solidaridad, no son el único núcleo que soporta nuestra moralidad: hay otros que, además de introducir pluralidad de análisis, generan controversia y discusión respecto de sus conclusiones, puesto que no siempre apuntan en la misma dirección para enjuiciar moralmente una situación específica. A partir de su investigación fundada en los vínculos entre la teoría evolucionaria y las observaciones antropológicas acumuladas por los expertos, Haidt propone la existencia de seis ejes detrás de nuestros juicios morales: 1. El eje daño/sufrimiento versus cuidado/preocupación: se funda en la respuesta evolutiva al desafío adaptativo de cuidar a los niños en nuestros tiempos ancestrales, que nos hizo sensibles al sufrimiento y a la necesidad de otros, que nos hace rechazar la crueldad y que nos insta a cuidar a los que sufren. Para muchos, este es la causa y el propósito de la moral, pero la evidencia empírica de los estudios del comportamiento humano permite afirmar que no es el único. 2. El eje corrección versus trampa: se funda en la respuesta evolutiva para adaptarse al desafío de extraer los beneficios de la cooperación sin ser
explotado por los free riders, es decir, por los que hacen trampa. Nos hace sensibles a las señales que las personas entregan para indicar que pueden ser buenos colaboradores y nos hace evitar la relación con quienes hacen trampa, y querer castigarlos cuando eso sucede. Ya vimos que tenemos un mecanismo funcional adaptativo —“módulo para detectar tramposos”— que nos permite detectar con mucha facilidad a quienes hacen trampa en los contratos de costo/beneficio, es decir, a quienes pretenden llevarse las regalías sin pagar los costos requeridos. No se trata solo de la detección de los tramposos o free riders, sino de la reacción emocional que los sanciona moralmente y procura castigarlos luego de detectados. 3. El eje lealtad versus traición: se funda en la respuesta evolutiva al desafío adaptativo de formar y mantener coaliciones. Nos hace sensibles a las indicaciones de terceros de ser personas dispuestas a trabajar en equipo, haciéndonos confiar en ellas y retribuirles su buena disposición, e, inversamente, nos mueve a intentar aislar y dañar a quienes nos traicionan, tanto a nosotros como a nuestro grupo. También este eje es una reacción emocional de carácter moral inscrita en los mecanismos de la psicología coalicional, que está en el corazón de la naturaleza humana. 4. El eje autoridad versus subversión: se funda en la respuesta evolutiva al desafío adaptativo de establecer relaciones que nos beneficien, cuando actuamos al interior de grupos en los que hay jerarquías sociales. Nos hace sensibles a los signos de rango o estatus, y a aprobar a las personas que se están comportando correctamente según el rango que ellos tienen y a condenar a los que no. En este caso, la sanción moral se orienta a quienes subvierten la jerarquía social, de una manera que, de acuerdo con quien está haciendo el juicio moral, altera las interacciones sociales de manera perjudicial. Vimos la importancia del estatus y ascender socialmente como impulsor de nuestras conductas, que ilustraba el hecho de que las personas procuran diferenciarse entre sí más que igualarse. 5. El eje santidad versus degradación: se funda en la respuesta evolutiva al desafío adaptativo de vivir en un mundo plagado de patógenos y parásitos. Nos hace preocuparnos de una variedad de objetos y símbolos que parecen ser una amenaza, como la polución, la suciedad o lo que genera disgusto o asco. También nos insta a invertir nuestra atención en objetos o símbolos que tienen valores irracionales y extremos, a los que profesamos culto, y que contribuyen a mantener al grupo unido, como ocurre muchas veces con la religión. Incidentalmente, en su libro Religion Explained: the Evolutionary Origins of Religious Thoughts (2002), el antropólogo evolucionario franco-estadounidense Pascal Boyer dice que uno de los
aspectos que casi todas las religiones incluyen —inconscientemente, según él, y probablemente porque forma parte importante de la naturaleza humana, señala Haidt— es el de la polución y la limpieza, el lavado de las manos, de los cuerpos, y otros ritos asociados a eso. Esa es otra de las razones por las que la mente humana es tan proclive al pensamiento religioso. 6. El eje libertad versus opresión: se funda en la respuesta evolutiva al desafío adaptativo de vivir en pequeños grupos en los que, si se dan las condiciones, surgen individuos que querrán dominar o maltratar a los otros. Nos hace ser sensibles a las señales de intento de dominación e intentar combatir y evitar que ello ocurra. Este eje está detrás tanto de la búsqueda de la equidad y el desprecio por el autoritarismo, que normalmente exhibe la izquierda, como de la oposición a la interferencia, la intromisión y el control del Estado sobre las personas, prevalente en la derecha y al que nos referiremos (entre otros muchos temas) en la tercera parte y la cuarta parte del libro. Los seis ejes de Haidt dan lugar a sentimientos morales que sancionan a quienes los violan y alaban a quienes los siguen, pero seguir uno de ellos puede significar violar otro. ¿Debemos denunciar a nuestro amigo que está copiando en el examen final y haciendo trampa o quedarnos callados para no traicionar la lealtad que le debemos? Estos desencuentros introducen una complejidad adicional a nuestra psicología moral y reafirman la dificultad de fundarla en un solo principio. Nuevamente, le da la razón a Hume en su descripción de la naturaleza humana, y nos obliga a tomar en cuenta la diversidad de sensibilidades que activan nuestras intuiciones morales al momento de definir y escoger las doctrinas políticas que mejor se acomoden a nuestra manera de entender la organización social. Como veremos, los sentimientos morales y las “heurísticas” que los acompañan juegan un papel muy importante en las intuiciones morales en las que se basan las doctrinas políticas. Por esa razón, vale la pena recordar lo que aquí examinamos al momento de revisar esas secciones.
CAPÍTULO 8 CÁLCULO MORAL En los dos capítulos anteriores mostramos cómo la ciencia ha ido lentamente desentrañando los orígenes cognitivos y evolucionarios de la moral. Por cognitivos me refiero a los mecanismos mentales que están tras la producción de intuiciones, sentimientos, conceptos y emociones morales, a partir de pistas obtenidas del entorno. Por evolucionarios me refiero a las razones por las cuales esos mecanismos, y no otros, están instalados en la arquitectura mental humana. En efecto, por una parte vimos que hay una serie de reacciones cognitivas ya presentes en bebés de solo meses de edad. Ellas anticipan a los que, posteriormente, se transformarán en sentimientos morales con los que esos bebés actuarán cuando jóvenes o adultos. Esto nos informa el carácter innato de ellos. Nos indica que nuestras reacciones morales, como el resto de los sentimientos o emociones, provienen de una apreciación intuitiva del entorno —es decir, cognitiva pero no racional— y que, a partir de ella, aparece la reacción emocional o el sentimiento moral, dependiendo del caso. Cuando esa reacción es de carácter moral, quedará encasillada en alguno o varios de los seis ejes morales propuestos por Haidt, de lo cual dependerá finalmente nuestra postura frente al hecho y la conducta a la que eso nos dirija. Posteriormente, nuestra razón, en una fabricación propia post hoc, se encarga de darle a esa postura una explicación causal, racional, en un marco conceptual apropiado. El que esa argumentación causal surja inicialmente de un sentimiento hace que nos sea tan difícil cambiar de opinión, como discutimos en el capítulo anterior. La gran intuición del filósofo de la Ilustración inglesa David Hume (“las reglas de la moral no son, por lo tanto, las conclusiones de nuestra razón”), previamente citada, comienza a ser corroborada por las investigaciones a las que hemos hecho referencia en los dos capítulos anteriores. 36
Esos sentimientos morales son los que orientan nuestras conductas. Están instalados en nuestra arquitectura neuronal, moldeados por selección natural a lo largo de la evolución de los homininos, porque dieron lugar a modos de interacción social más exitosos que opciones alternativas. A lo largo de la
historia humana probaron ser efectivos para procesar, entre otros problemas, los inevitables conflictos que se suelen dar al interior de un grupo: por recursos, por opciones reproductivas, por jerarquía social o por prestigio, entre otros. De este modo, las aprobaciones o sanciones morales a que dieron lugar reforzaron o inhibieron los esfuerzos colaborativos entre sus miembros, dependiendo de si esas conductas impulsaban o impedían dicha colaboración. Así, y a pesar de que subsistía la competencia individual, los sentimientos morales hicieron que el tejido social construido sobre relaciones de cooperación no se resintiera y degradara, sino que, por el contrario, se fortaleciera. Otra forma de describir lo anterior es decir que el aparataje moral instalado en nuestra mente por selección natural surgió para regular la vida social al interior de los grupos, ayudando a que las ventajas de vivir en comunidades se pudiesen aprovechar mejor y no se dilapidaran en disputas que las fragmentaran. O, dicho de una tercera manera, “la moral es un conjunto de adaptaciones que llevan a individuos que normalmente tenderían a ser individualistas a extraer las ventajas de la cooperación” . 37
Esta última mención al individualismo nos hacer recordar que, a pesar del énfasis que hemos puesto en la disposición cooperativa y sus ventajas, sin duda reales y beneficiosas, sigue vigente la motivación por el interés propio. Los individuos de cualquier especie moldeada por selección natural tenderán a exhibirlo, especialmente por el hecho de haber surgido en un escenario de competencia por recursos escasos, que, naturalmente, induce ese interés propio, y eso, por cierto, incluye a la humana. Quizás solo podríamos exceptuar a algunos insectos sociales, producto de su particular genética y biología reproductiva, como las hormigas y las abejas. Insisto en este punto porque, si bien es cierto que sin cooperación los humanos no habrían logrado copar los nichos ecológicos ni crear la actual civilización tecnológico-cultural, ha sido el interés propio el que les ha permitido desplegar las capacidades individuales que también sirvieron para enriquecer la vida social. Como parte de nuestra naturaleza, necesariamente competimos con otros, motivados, como hemos visto, por ascender, destacar o sobresalir en las actividades que realizamos. Así lo vemos permanentemente en las disputas por encontrar pareja, en la competencia por ser el candidato ganador en una elección, en el esfuerzo por sobresalir en el trabajo, en el deporte, en la ciencia, en el arte, en el interés por ser el más popular del grupo, entre tantas otras situaciones.
Pero volvamos a la cooperación. Sería mucho más difícil establecerla si los beneficios de ella surgieran puramente de un cálculo racional. Si cada vez que tengo la oportunidad de cooperar razono sobre si ello me resultará beneficioso, mi conducta no seguirá patrones predecibles sino variables, dependiendo de las circunstancias coyunturales de cada caso, por lo que la credibilidad de mi disposición cooperadora quedará en entredicho. En efecto, en algunos casos habré cooperado y en otros no, y la reciprocidad, base de la cooperación, desaparecería. Es necesario que la cooperación se exprese de una manera que no dependa del contexto específico de una interacción, sino que provenga de una disposición general más genuina. O, al menos, que sus reglas de decisión parezcan ser neutrales respecto del cálculo de sus consecuencias. Por esa razón, tiene sentido que la selección natural haya instalado en nuestro sistema emocional el aparataje moral que conocemos. Y lo hizo en la forma de sentimientos morales para que así, y conducidos por estos, las personas se transformen en “esclavos” (como decía Hume) o en “sirvientes” (como prefiere decir Haidt) de sus “pasiones” (sentimientos, emociones, en nuestro lenguaje) y les resulte más difícil recurrir al oportunismo tramposo del cálculo individual en su conducta. Y, sin embargo, a pesar de nuestros sentimientos morales, el “oportunismo tramposo” ocurre, pues en todas las comunidades hay free riders que toman los beneficios sin incurrir en los costos necesarios para hacerse merecedores a ellos. Para combatir eso, hay dispositivos mentales —el castigo, el arrepentimiento, la culpa y la vergüenza— sobre los que no voy a ahondar aquí, porque no es mi propósito hacer un catastro del arsenal emocional humano, sino solo mencionar las bases sobre las cuales este parece estar construido, para reflexionar desde ahí sobre los dilemas políticos que enfrenta una sociedad libre. En este momento de la discusión, resulta interesante introducir lo que respecto de estos temas tiene que decir el psicólogo experimental y filósofo moral Joshua Greene. A pesar de que coincide con Haidt en que las herramientas morales surgieron por selección natural y que tienen como propósito resolver los conflictos que se generan entre las personas, promoviendo su cooperación, Greene establece una distinción: las herramientas morales con que venimos equipados, dice, sirven para atacar solo una categoría de problemas, aquellos que pueden ser caracterizados por “la tragedia de los comunes”, la conocida metáfora económico-ecológica acuñada por el ecologista Garret Hardin en 1968, pero deja sin resolver otra, a la que aludiremos más adelante.
La “tragedia de los comunes” describe el dilema que enfrenta cualquier grupo de pastoralistas que poseen un limitado terreno en común. Deben decidir si dar libertad para que cada uno siga agregando animales al pastoreo, incrementando su beneficio personal a su arbitrio —con el riesgo consiguiente de que el terreno se vuelva insuficiente, a los animales se les acabe la comida, a la tierra sus nutrientes, y el resultado sea una tragedia— o bien ponerse de acuerdo, colaborativamente, para limitar la cantidad de animales que cada uno pueda tener, lo que le da sustentabilidad al terreno, logra que todos mantengan sus animales originales y evita así dicha tragedia. La “tragedia” de los comunes se produce, como se ve, por falta de colaboración coordinada, y por eso Greene dice que las herramientas morales con que contamos son la respuesta que la selección natural encontró para enfrentarla . 38
39
La “tragedia de los comunes” se da en una multitud de situaciones en la vida social moderna. Un ejemplo de ella es el de las pesquerías mundiales; en particular, las de Chile. Si cada empresa o pescador artesanal sale a pescar todo lo que pueda, sin ponerse de acuerdo en cuotas que tengan relación con la masa de peces existente y su biología reproductiva, se arriesga la extinción de las especies. En ese caso, todos los participantes —pescadores y empresas— se quedarían sin fuente de ingresos, además de los consumidores, quienes verían desaparecer una fuente alimenticia como resultado de ello. Resolver el problema de la cooperación no fue ni es sencillo. Requirió de incontables generaciones de actuación de la selección natural para dar con una solución que, de todos modos, no es totalmente satisfactoria. Examinemos por un instante un ejemplo de la teoría de juegos que ilustra esas dificultades. Se trata del conocido experimento mental llamado el “dilema del prisionero”. Dos individuos son capturados por un delito mayor, para el cual la policía no cuenta con pruebas para acusarlos. Para intentar conseguirlas, los encierran en celdas separadas y les proponen el siguiente trato: el que delate a su compañero sale libre, y al otro se lo condena a diez años; si ninguno habla, serán, sin embargo, acusados por un crimen menor, para el que sí tienen pruebas, con una condena de un año para cada uno. Si ambos se delatan mutuamente, la condena será de tres años por igual. Separados en sus celdas, los detenidos deben decidir qué hacer. Cada uno razona independientemente y concluye que no importa lo que haga su compañero, a él le conviene delatarlo. En efecto —piensa uno de ellos—, si su compañero lo delata, entonces a él le conviene hacer lo mismo, pues, si no, lo condenarán a diez años por haber sido delatado por su amigo. En cambio, si él
también lo hace, solo le tocarán tres, que es lo que ocurre cuando ambos se delatan. Y si su compañero se queda callado, también le conviene acusarlo, pues en ese caso él saldrá libre (y al otro le darán diez años). Es decir, haga lo que haga el otro, a él le conviene acusar. Como los razonamientos de ambos son simétricos, ambos se acusan, y, según el trato, les tocan tres años de cárcel a cada uno. El dilema se produce porque si, en vez de haber buscado su mejor resultado individual, hubiesen pensado en cooperar, es decir, si ambos se hubiesen quedado callados en vez de acusar, hubiesen recibido la pena menor de un año a cada uno, una situación preferible a los tres años que recibieron por delatarse mutuamente. ¿Por qué no cooperaron? ¿Acaso no pudieron darse cuenta de que haciéndolo podrían reducir la pena a la que estaban expuestos? ¿Fue porque la tentación por delatar era demasiado grande, porque así existía la posibilidad de salir libre? ¿Es que su egoísmo los traicionó? ¿O, al revés, porque a pesar de que se daban cuenta de que cooperar era mejor, no creyeron que el otro lo haría y prefirieron adelantarse a ese hecho? ¿Es que ninguno confiaba en que el otro mantendría su silencio y se sentían más seguros delatando? Cualquiera sea la respuesta que queramos dar a las preguntas anteriores, este dilema muestra lo difícil que es establecer la cooperación para organismos vivos que han surgido de un proceso darwinista de selección natural, cuya conducta —por defecto o como reacción de primer orden— es mejorar su situación personal. Para que la cooperación tenga posibilidades de éxito, se hizo necesario instalar en los sistemas nerviosos centrales herramientas muy poderosas, como los sentimientos —las “pasiones” en el lenguaje de Hume—, que sabemos son difíciles, pero no imposibles, de domar. Esos sentimientos debían ser capaces de aplastar al impulso egoísta de primer orden y generar emociones de segundo orden de carácter colaborativo que conduzcan a mejores resultados en el largo plazo. Hasta aquí todo bien. Esto es similar a lo ya discutido. Pero ahora es cuando Joshua Greene, en su libro Moral Tribes, introduce una nueva categoría de problemas. Dice Greene que la cooperación recién analizada es solo la que ocurre al interior de un grupo —como la tragedia de los comunes entre los pastoralistas o el dilema del prisionero entre los dos delincuentes amigos—, pero no se hace cargo de los conflictos entre grupos. Para explicarlo, Greene utiliza pronombres: dice que, así como la cooperación fue la solución que la selección natural encontró para resolver el conflicto entre un individuo y el grupo al que pertenece —el problema del “Yo” versus el “Nosotros”—, el conflicto entre grupos, el que queda sin resolver, es el de “Nosotros” versus “Ellos”.
Esto nos hace volver a la psicología coalicional, es decir, a esa disposición conductual que nos hace sentirnos parte de un grupo con el cual compartimos intereses, creencias, afinidades, con el que construimos lealtades y con cuyos miembros nos sentimos más fácilmente orientados a cooperar. Nunca debe ser subestimada. Es una disposición conductual que siempre estamos utilizando y que actúa con la facilidad de aquellos rasgos innatos que forman parte de nuestra naturaleza humana. En particular, dice Greene, conformamos lo que él llama “tribus morales”, es decir, grupos en los cuales hay una visión moral compartida y, en consecuencia, una postura diferente de la de otros grupos. Eso puede ocurrir por diversas razones. Puede ser por razones políticas, de acuerdo con las tradicionales o no tan tradicionales divisiones de la política contemporánea, o por razones culturales, porque nuestra cultura o nuestro subgrupo cultural tiende a aprobar o sancionar moralmente ciertas conductas que otras culturas no hacen. También puede ocurrir por razones religiosas, porque nuestra religión tiene una manera diferente de apreciar ciertas conductas que las religiones de otros. O, simplemente, porque frente a ciertos dilemas morales —el aborto o la eutanasia, por ejemplo— nuestras posturas están a uno u otro lado de la dicotomía “a favor” o “en contra”. ¿Cómo se resuelve ese conflicto?, se pregunta Greene. ¿Cómo se concilian las posiciones morales entre los diversos grupos cuando estas no coinciden? ¿Cómo se impone la cooperación, y sus ventajas, y no la fragmentación, y sus costos? ¿Cómo logramos, luego de haber resuelto el conflicto intragrupos entre el “Yo” y el “Nosotros”, entre el egoísmo y la cooperación, mediante la maquinaria moral evolucionariamente construida, dirimir entre “Nosotros” y “Ellos”, es decir, el conflicto entre-grupos, para el cual esa maquinaria no fue diseñada ni está equipada? Volvamos atrás por un segundo para entender mejor la génesis del problema planteado por Greene. De lo expuesto surge la siguiente duda: si la cooperación es fomentada por las herramientas morales moldeadas por selección natural, ¿por qué los individuos de un grupo no cooperan con los de otro grupo, tal como cooperan entre ellos al interior de su grupo? ¿Por qué no funcionan los sentimientos morales entre grupos como sí funcionan al interior de ellos? Veamos. Nuestro cerebro moral evolucionó en el contexto ancestral de bandas de cazadores-recolectores, cuyos miembros se veían forzados a colaborar entre ellos
si querían subsistir, y para quienes las herramientas de esa moral resultaron adecuadas. Pero la lógica que gobierna la selección natural no promueve la cooperación generalizada, porque la evolución es un proceso eminentemente competitivo, provocado por la escasez. Es la escasez la que genera la competencia y provoca que se seleccionen naturalmente algunos rasgos genéticos y no otros. Si hubiera abundancia ilimitada, los distintos rasgos exhibidos por las distintas especies —o los diversos individuos al interior de una especie— no harían mayor diferencia en términos de supervivencia y reproducción, pues los recursos alcanzarían para todos y no habría problema de cooperación ni de selección que resolver. Es porque hay escasez que la variación genética presiona a la selección natural a escoger y, como resultado de ello, a retener aquellos rasgos que permiten a sus portadores pasar esos genes con más facilidad a la siguiente generación. Los rasgos alternativos van desapareciendo a lo largo de las generaciones porque, como estaban peor adaptados al nicho ecológico en el que habitaban, no pudieron resolver el problema de la escasez. A ese proceso de retención selectiva lo describimos como si fuera una competencia, no porque los genes estén “compitiendo” entre sí —al fin y al cabo, no son más que moléculas complejas—, sino porque nuestra mente entiende mejor el proceso cuando lo describimos de esa manera, antropomorfizándolo. Es decir, desde el punto de vista evolutivo, tuvo sentido que la cooperación surgiera al interior de un grupo particular y no de manera generalizada entre todos los individuos de la especie, porque eso les confirió una ventaja competitiva a los individuos de ese grupo respecto de los individuos de otros grupos. Estos últimos, a su vez, cooperaban entre sí para ganar la competencia con los anteriores, estableciéndose, de esa manera, el “Nosotros” versus “Ellos”. Nótese que siguen siendo los individuos los que están procurando sobrevivir y reproducirse; no es el grupo el que lo hace, solo que esos individuos hacen uso de las herramientas morales que los inducen a cooperar internamente con otros miembros de él para lograrlo. La cooperación que se da al interior de un grupo es solo un rasgo más que sirve a los individuos de ese grupo en la competencia con los individuos de otros grupos por éxito reproductivo. De esa manera, el problema de la cooperación entre “Nosotros” y “Ellos” no queda resuelto por la moral cooperativa al interior de un grupo. Es por eso que la vida contemporánea se desenvuelve en medio de permanentes conflictos intergrupos: los taxistas tradicionales en contra de los choferes de Uber, los
sunitas en contra de los chiitas, los agricultores europeos en contra de los agricultores de otras partes del mundo, los liberales en contra de los social demócratas, los pro-choice en contra de los pro-life en el debate sobre el aborto, los hinchas de Boca Juniors en contra de los de River Plate, el Gobierno chino en contra del Gobierno de Estados Unidos por la hegemonía mundial, los que se consideran perdedores en contra de quienes ellos consideran ganadores del sistema social imperante, y así. Podemos caracterizar este problema usando los impulsores conductuales que forman parte de la naturaleza humana: El “Yo” versus el “Nosotros” es el egoísmo enfrentado al altruismo, y el “Nosotros” versus “Ellos” es el resultado de la psicología coalicional actuando sobre una psiquis humana organizada para competir en escenarios de escasez. Son esos impulsores de nuestra conducta los que están detrás de los conflictos intergrupos y de aquellos entre grupos. Greene tiene también otra forma de referirse a ambos problemas. Así como el “Yo” versus “Nosotros” es una forma de expresar el dilema de “la tragedia de los comunes”, el “Nosotros” versus “Ellos” refleja lo que él llama “la tragedia de la moral del sentido común”. Con ello, se refiere a la fatalidad de creer que los conflictos intergrupos se pueden resolver aplicando los criterios que funcionan al interior de un grupo particular, que es lo que el sentido común les indica. Pero, precisamente, porque el conflicto entre ambos grupos proviene del hecho de que sus criterios morales —los sentimientos y juicios morales con que aprecian la situación que provoca el problema— no coinciden es que surge la pugna. Sin embargo, es necesario introducir una nota de cautela a la discusión recién descrita. La existencia de conflictos entre grupos pareciera indicar que estos son entidades claramente determinadas que tienen continuidad en el tiempo. Pero, en realidad, así como se forman también se deshacen. Algunos son más permanentes y otros más efímeros, algunos generan mucha cohesión y otros generan lazos más tenues. Por eso, establecer una separación tajante entre el grupo propio y el ajeno puede resultar exagerado. La vida social es compleja y entrelazada. En algunas ocasiones dos personas interactúan como si fueran meros individuos; en otras, como si formaran parte de un mismo grupo, y en otras, como si formaran parte de grupos distintos. Es bueno tener flexibilidad para comprender el concepto de grupo y el análisis que al respecto hicimos en los párrafos anteriores. Por ejemplo, en las sociedades contemporáneas, en las que la mayoría de las
personas no están conectadas unas con otras, como lo están al interior de su grupo, la capacidad para que las herramientas morales a su disposición logren la cooperación se hace mucho más difícil, pues los sentimientos morales no logran actuar como fueron diseñados. Para las personas que se encuentran en un extremo del mundo, en una de las provincias de un país o que pertenecen a un grupo particular, lo que les ocurra a quienes se encuentran en el otro extremo del mundo o en otra provincia del mismo país o que pertenecen a un grupo distinto no les genera la misma simpatía que sí les generan las personas de su propio grupo. Con estos sí sienten que comparten un destino común, como ocurre con los pastoralistas de la tragedia de los comunes o con los prisioneros frente a su dilema. Es cierto que tenemos opiniones de lo que ocurre en otros lugares, pero el resultado de lo que ocurra en ellos —a menos que tenga directa relación con nuestras vidas, ya sea porque nos beneficia o porque nos impone costos— no genera los mismos sentimientos morales que los problemas que se dan al interior de nuestro grupo. Para los que vivimos en Chile, una inundación en Bangladesh no tiene el mismo impacto emocional que una ocurrida en nuestro país, e incluso, al interior de él, una tragedia a quinientos kilómetros de distancia nos genera menos solidaridad que lo que ocurrió en nuestro barrio. Aunque nos gustaría que no fuera así, hay buenas razones evolucionarias para que así sea. Por eso, cuando abordemos las doctrinas políticas, deberemos hacernos cargo del hecho de que, en promedio estadístico, eso es lo que normalmente ocurre. Las posturas contrapuestas que los distintos grupos tienen respecto de ciertas materias —políticas, morales, religiosas, entre otras— también dificulta que los sentimientos morales impulsen la cooperación entre ellos. Más bien ocurre lo contrario, es decir, estrechan la cooperación entre quienes sí coinciden y la dificultan con quienes discrepan, porque la psicología coalicional asociada une a los primeros y los enfrenta al resto. Es decir, ya sea por el anonimato que la distancia establece con miembros de otros grupos o porque la psicología coalicional nos enfrenta a grupos que, sin ser anónimos, expresan criterios morales diversos, el conflicto entre grupos se hace difícil de resolver. Así, quienes son contrarios al aborto y quienes están dispuestos a permitirlo tienden, de manera natural, a estar en disputa irreconciliable. Aun así, el filósofo australiano Peter Singer ha hecho un esfuerzo para mitigar esos problemas de desconexión emocional a través de lo que él llama la expansión de los “círculos de conciencia”. Se refiere al tamaño de las
comunidades a las que dedicamos nuestro aparataje moral o nuestra preocupación moral. Mencionamos este punto brevemente en el capítulo sobre psicología coalicional. Singer propone que el proceso civilizatorio nos permitiría realizar esa expansión: primero, desde nuestra comunidad más cercana a todo el pueblo, de ahí a una provincia, luego a una nación, siguiendo con un continente hasta llegar al globo terráqueo como un todo. Más aún, continúa Singer, podemos expandir el círculo inicial fuera de la especie humana. Al fin y al cabo, dice Singer, los humanos solo corresponden a un subconjunto pequeño de todos los animales sintientes del planeta, por lo que deberíamos poder ampliar el círculo también a otras especies cercanas a la nuestra que son capaces de sentir dolor, como los perros y los gatos, e incluso a aquellas que nos son particularmente útiles, porque aprovechamos su carne y leche, como los vacunos, cerdos o caprinos, destinándoles también a ellas los sentimientos que nuestro aparataje moral es capaz de generar. Sin embargo, lo cierto es que no resulta fácil expandir esos círculos si no logramos que las pistas cognitivas y de significado del entorno nos induzcan a hacerlo. Solo si logramos esa expansión de las pistas podremos gatillar los sentimientos morales encriptados en nuestro genotipo, pues en principio ellos son sensibles a las personas más cercanas que a las más lejanas. No es lo mismo cooperar al interior de una empresa que entre empresas competidoras. No es lo mismo tratar a nuestro gato con particular consideración que hacerlo con todos los gatos del mundo. No es lo mismo solidarizar con nuestra vecina que con las personas que padecen hambruna en el cuerno de África. O, al menos, no se siente su sufrimiento de la misma forma para los distintos grupos humanos. Es cierto que, bajo ciertas condiciones, esos sentimientos se logran ampliar a grupos muchos más grandes que los normales. Por ejemplo, la tecnología digital nos facilita conocer instantáneamente lo que ocurre en cualquier lugar del globo y nos ayuda a conectarnos con personas que habitan en otros lugares. En los campeonatos mundiales de fútbol, los ciudadanos de un país se unen más allá de lo imaginable con una tremenda fuerza emocional, la misma con la que luego se desunen pasados algunos días del triunfo o del fracaso de su actuación. También, en el improbable evento de que un meteorito estuviere acercándose directo a la Tierra a gran velocidad amenazando la supervivencia de gran parte de sus habitantes, es muy posible que todos los terrícolas ampliemos nuestro “círculo de consciencia” frente al peligro común, y que un sentimiento de unidad y comunión se apodere de nosotros. Un sentimiento que nos lleve a cooperar masivamente y en unidad para tratar de desviar su trayectoria. Pero, aunque lo
lográramos, es muy posible que rápidamente volvamos a nuestro estado emocional original. Es decir, los sentimientos de cooperación expandidos a grupos más amplios duran lo que duran las causas que los provocaron, que no bastan para darles un carácter permanente. Por esa razón es que es tan difícil que el aparataje emocional humano actúe para el “círculo” máximo en todo momento. Algunos ejemplos dan cuenta de la dificultad involucrada, que, no obstante, no implica imposibilidad. Después de la Primera Guerra Mundial, los líderes de las potencias mundiales se pusieron de acuerdo para no continuar utilizando las guerras para resolver conflictos, pues el daño, el sufrimiento y la destrucción que aquella había provocado había sido demasiado. Además, la secuela de destrucción que las guerras dejaban solo podía empeorar, dados los avances tecnológicos que continuamente aumentaban la capacidad destructiva de las armas a emplear. Era un momento histórico en que las personas se sentían intensamente comprometidas con la paz y sus sentimientos morales estaban profundamente movilizados. Sin embargo, veintiún años después de finalizada la Primera, comenzó la Segunda Guerra Mundial, probablemente más horrorosa aún. De nada sirvió la emocional convicción con la que se formó la Liga de las Naciones como manifestación del espíritu de global cooperación que surgió luego de 1918. La paz mundial se quebró, la competencia entre naciones continuó y la humanidad se vio nuevamente azotada por un conflicto global (la “tragedia de la moral del sentido común”, en el lenguaje de Greene), pues el círculo ampliado de consciencia no logró sostenerse. En otras palabras, las mismas herramientas morales con que un grupo resuelve sus problemas internos no necesariamente sirven para resolver los que se dan entre grupos. La distinta óptica con que cada uno analiza el conflicto produce juicios distintos respecto del otro, que la psicología coalicional ayuda a fijar, al marcar con más fuerza la lealtad dentro de cada grupo. El conflicto en el Medio Oriente entre Israel y Palestina es un ejemplo típico de ello. La cooperación no se da porque la sanción moral que cada uno aplica sobre el otro, dada la óptica diferente con que analizan el problema, y la psicología coalicional que genera lealtad e identidad al interior de cada grupo, lo impide. Pero, dice Greene, los seres humanos contamos con otras herramientas, además de los sentimientos morales, para enfrentar los dilemas éticos, los conflictos de intereses o la cooperación entre grupos. Para ejemplificarlos, volvamos a la psicología moral experimental y a uno de sus más famosos experimentos: el del
“trolley”. Un “trolley” o un “carro de tren” está avanzando sin control a alta velocidad por una pendiente, en una carrera que lo lleva inexorablemente a atropellar a cinco personas, causándoles la muerte. La única posibilidad de evitarlo es empujar a una persona con una gran mochila, quien está en un puente peatonal sobre la vía, para que con su peso y el de la mochila detengan al carro y salven a las cinco personas, lo que, sin embargo, le causará la muerte. ¿Es correcto o moral hacerlo? Cuando se les pregunta a las personas, la mayoría considera que no lo es. Argumentan que no es aceptable matar intencionalmente a una persona, aunque ello consiga evitar que otras cinco mueran. Insisten en que el fin no justifica los medios, aunque salvar a cinco personas parezca un mejor fin que matar a una persona como medio para lograrlo. (“Actúa con las personas siempre como si fueran un fin y nunca un medio”, fue la forma abreviada que Kant dio a su imperativo categórico). Pero si el experimento varía un poco, y en lugar de empujar a la persona para salvar a los cinco que van en el carro bastara con mover una palanca para desviar al carro por un línea lateral, sobre la que, lamentablemente, hay un trabajador haciéndole reparaciones, quien lo detendrá pero fallecerá como resultado, entonces una mayoría está de acuerdo con mover la palanca y tomar la vida de esa persona para salvar a las demás. En ese caso, no habría un reproche moral. Ahora sí les resulta apropiado evitar la muerte de cinco personas matando a una, así como antes no. El mismo fin, pero con medios levemente distintos —mover una palanca—, modifica el juicio moral de las personas. Estos experimentos mentales se han realizado en una infinidad de variantes, todas sutilmente distintas de la original, para tratar de desentrañar los mecanismos psicológicos detrás de los calificativos morales que las personas hacen en las distintas situaciones, en lo que la literatura ha llamado “troleología”. No es mi propósito aburrir al lector con una digresión que haga un recuento de ellos, pero para los que están realmente interesados, el capítulo XX del libro de Greene es una buena opción para conocerlos, además de la abundante literatura ubicable en Internet al respecto. Lo que nos interesa aquí, para mostrar la otra herramienta que nuestro aparato mental dispone para emitir juicios morales, es identificar el mecanismo cognitivo que modifica el juicio moral de las personas al pasar de un caso al otro. Greene se apoya en diversos ensayos que, utilizando resonancia magnética funcional, miden la actividad cerebral de los sujetos cuando se los enfrenta a
dilemas morales. En el primer caso, cuando salvar a las cinco personas requiere empujar a otra y matarla, los mecanismos mentales involucran a la corteza prefrontal medial y ventro medial (CPFVM), más relacionada con “sentir” que con “saber”. En el segundo caso, cuando hay que mover la palanca, un caso más impersonal, es la corteza prefrontal dorso lateral (CPFDL) la que se activa, más relacionada con procesos cognitivos de control. Lo que estos resultados insinúan es que aprobar “mover la palanca”, salvando a cinco, pero perdiendo a uno, está comandado por esta última, la CPFDL. En cambio, en el caso de “empujar a la persona” desde el puente peatonal, este es vetado por la CPFVM, pues se produce una intensa respuesta emocional que considera inmoral arrojar a alguien a su muerte. Más aún, cuando hicieron el experimento con personas que tienen dañada su CPFVM —la que veta empujar— el 60% aprobó empujarla. En cambio, solo un 20% de las personas con su CPFVM sana estuvo de acuerdo, lo que es consistente con lo recién dicho. Antonio Damasio repitió el experimento con sujetos con daño directo en la corteza relacionada con el sentir y encontró que estos eran cinco veces más proclives a aprobar empujar a la persona desde el puente peatonal para salvar a los otros que las personas normales. Este tipo de dilemas morales se puede dar también en otros contextos. Un ejemplo es el que enfrentan los médicos para salvar a un paciente. Los cirujanos, cuando tienen un paciente en riesgo vital, en general consideran que deben hacerse todos los esfuerzos e incurrir en todos los gastos que sea necesario para salvar al paciente. En cambio, a los salubristas, encargados de las políticas públicas, les parece que se debe hacer un cálculo de costo/beneficio para determinar la mejor forma de asignar los recursos escasos. Para ellos, más que salvar una vida en peligro, se trata de extender los años y la calidad de vida de la mayor cantidad de personas. Nuevamente, dos distintos mecanismos cognitivos, uno más emocional y otro más calculador, se enfrentan. El cirujano frente a un paciente crítico actúa parecido al sujeto que se opone a empujar a la persona para salvar a cinco, y el salubrista se comporta parecido al sujeto que aprueba mover la palanca para desviar al tren, aunque como resultado de ello muera un inocente. Resulta interesante constatar que tener dos modos distintos para procesar las decisiones que enfrenta nuestra mente —uno rápido, instintivo y emocional, y otro más lento, pensante y calculador— hace sentido evolucionario. En efecto, como dice Greene, las respuestas de un organismo frente a la infinidad de
problemas que le plantea el entorno deben ser, por una parte, eficientes, es decir, rápidas, para tomar una decisión antes de que sea demasiado tarde, y, por otra, flexibles, para construir la decisión con un cálculo más reposado que tome en cuenta los elementos particulares de esa situación. Esto es similar, dice Greene, al modo automático y manual de una cámara fotográfica. Cuando un turista quiere registrar un momento emotivo de su viaje que se produjo en un instante preciso, el modo automático es, lejos, el más eficiente. En cambio, si necesita registrar un paisaje en un día en que la luz está distribuida de manera caprichosa y hay algunos planos que quisiera captar y destacar, la flexibilidad que le otorga el modo manual es el mejor. La velocidad del primero para no perder el momento mágico y la flexible precisión del segundo, que, sin embargo, necesita tiempo y cálculo para sacar el mejor provecho a ese paisaje, son dos modos cuyo trade-off es necesario balancear. La selección natural encontró la manera de hacerlo instalando los dos modos de nuestra mente: el rápido y emocional y el lento y racional. Esta temática ha sido muy bien desarrollada en sus diversas facetas, de las cuales aquí solo hemos tocado una, por Daniel Kahneman, el premio nobel de Economía de 2002, en su exitoso libro Pensando rápido y pensando lento (2013). De modo que, efectivamente, tenemos otra herramienta para enfrentar los dilemas morales. No solo contamos con los sentimientos surgidos por selección natural, que resuelven el problema de la cooperación al interior del grupo, sino que tenemos el cálculo racional, que algunos llaman “utilitarismo”, “consecuencialismo” o “pragmatismo”. Estos términos, aunque no son sinónimos —y los filósofos morales hacen las distinciones pertinentes entre ellos —, comparten la idea de que, en vez de dejarnos llevar por una reacción moral emocional, podemos también hacer un cálculo que nos arroje las consecuencias de los posibles caminos de acción, y que sean esas consecuencias las que nos indiquen, según sean más favorables o más adversas, la correcta opción moral. De todas formas, es bueno tener en cuenta que, una vez que nuestro trabajo racional ha hecho una adecuada descripción del problema y ha efectuado los cálculos pertinentes, son mecanismos emocionales los que finalmente parecen estar tomando la decisión, como el de la CPFDL, ilustrado por el caso en que las personas aprueban mover la palanca. Esta nueva herramienta —el cálculo moral—, que, como ya vimos, está estrechamente relacionada con ciertas zonas específicas de nuestro cerebro, tiende a ser más útil para resolver los dilemas modernos de la vida civilizada que los más automáticos. Esto, porque ahora no solamente interactuamos con
nuestros grupos más cercanos, a los que nos sentimos ligados por instintos coalicionales, sino que también lo hacemos con muchos otros individuos que no necesariamente nos gatillan esos sentimientos morales. Por esa razón, Greene piensa que el camino para resolver la “tragedia de la moral del sentido común”, aquella que se manifiesta entre grupos y no intra grupos —es decir, para enfrentar el “Nosotros” versus “Ellos”, más que el “Yo” versus “Nosotros”—, es el del “cálculo moral”. De esta manera, podemos decir que hay dos modos para enfrentar los problemas morales, dos tipos de herramientas, diseñadas y moldeadas por selección natural, que están a nuestra disposición para resolver los dilemas que nuestra vida en sociedad nos impone. Por una parte, están los sentimientos morales, que actúan de manera automática. Una vez producida la reacción emocional que genera el sentimiento moral, nuestra razón intenta darle una explicación, post hoc, en un marco conceptual apropiado, utilizando el lenguaje de los derechos, las virtudes o las reglas o costumbres de la cultura prevalente. Por otra, está el cálculo moral, que intenta medir las consecuencias de los caminos a seguir, lo que necesariamente requiere un esfuerzo cognitivo más extendido y que permite resolver situaciones en las que la distancia emocional con los sujetos intervinientes es más grande y, por lo tanto, en general, hay más tiempo para hacerlo. ¿Cuál es el camino más adecuado para resolver los dilemas morales que nuestra especie enfrenta diariamente? Esa es una pregunta para la que no hay una respuesta categórica universalmente aceptada. Vimos como el dilema del “trolley” ilustra la facilidad con que nos cambiamos de una herramienta a otra dependiendo de sutiles modificaciones en las condiciones de contexto del experimento. Pero mi interés no es resolver esa pregunta. Al fin y al cabo, muchos notables pensadores han destinados vidas enteras intentándolo, sin lograr arribar a un consenso con sus pares. Mi interés es mostrar, a grandes rasgos, cuál es el modelo que los científicos —psicólogos evolucionarios, psicólogos morales, neurocientíficos, economistas, sociólogos y muchos otros investigadores— han logrado construir hasta ahora para representar los mecanismos envueltos en nuestras emociones, intuiciones, juicios y cálculos morales. Ese interés proviene del hecho de que, como argumentaré en la tercera parte del libro, la política tiene una estrecha relación con nuestras percepciones y apreciaciones morales, por lo que conocer los mecanismos que las generan es de especial importancia al momento de proponer fórmulas para organizar nuestra
vida en sociedad. Lo que Greene propone para resolver esta dificultad intrínseca de la vida contemporánea, los conflictos entre grupos, es lo que él llama una “metamoral”. Con ello se refiere a un sistema moral que esté por encima de la moral de primer orden con la que los humanos analizan sus conflictos al interior de sus grupos. Una especie de moral de segundo orden, que englobe a los sentimientos surgidos por selección natural y los expanda a un sistema más general, mediante un lenguaje común, el del cálculo de las consecuencias de nuestros actos, que pueda hacer compatibles esos criterios discrepantes. Esa moral de segundo orden efectuaría esa compatibilización mediante el cálculo moral de costos y beneficios. He querido recoger los elementos principales de la psicología moral —los sentimientos morales y el cálculo de las consecuencias de nuestros actos—, así como los impulsores del comportamiento humano que vimos en la primera parte, para preparar el examen que haremos a los nudos del debate político contemporáneo, y luego utilizarlos cuando analicemos los elementos constitutivos de una sociedad libre, la que propongo como mejor solución para el florecimiento de las sociedades humanas. Pero antes de hacer eso, recapitulemos lo ya avanzado.
CAPÍTULO 9 RECAPITULANDO Este es un buen momento para hacer una pausa en el camino y volver a mirar en su conjunto los distintos tópicos que hemos discutido. Lo es no solo por la variedad de temas visitados hasta ahora, lo que de por sí es una fuente de dispersión, sino porque además todos esos temas los hemos analizado desde la perspectiva del comportamiento humano. Esa es una mirada no tradicional, cuya novedad agrega complejidad a cualquier esfuerzo unitario que uno quisiera hacer. Por eso, este alto en el camino tiene como propósito realizar un ejercicio sintetizador, procurando amalgamar lo ya visto en un resumen coherente. Además, resulta necesario hacerlo antes de acometer el resto del libro, en el que reflexionaremos políticamente sobre las ventajas de una sociedad libre y los pilares en los que debemos fundarla. En las dos primeras partes, aquellas sobre comportamiento humano y psicología moral, describimos parte de las regularidades de nuestra conducta. Implícita en esa descripción hay una perspectiva más general de los seres humanos que no estamos acostumbrados a utilizar. En vez de describirnos como una especie única y particular, esencialmente distinta al resto, entendemos que somos un eslabón más en la evolución de los organismos vivos, organismos que, a su vez, son el resultado del caprichoso devenir evolutivo del cosmos como un todo. ¿Por qué hace sentido mirarnos con esta perspectiva más distante? ¿Por qué presentarnos como el resultado del mismo proceso material que dio lugar al universo y a su parte viva en la que habitamos? ¿Por qué pensar en todo el universo, si nuestra galaxia fue una más entre las diez mil millones surgidas, y nuestro planeta es solo un oscuro rincón al interior de ella? ¿Por qué tiene sentido hacer este zoom out? Porque ese será el telón de fondo permanente en el cual estará inserta nuestra noción de lo humano. Porque el marco conceptual con el que construiremos una versión del escenario general en el que ocurren las particularidades de nuestra existencia y el devenir de nuestro desarrollo se encuentra delante de ese telón.
Recapitulemos entonces. Si la vida surge de la complejidad molecular que se dio en nuestro planeta hace unos 3.700 millones de años; si eso, a su vez, fue el resultado de la explosión combinatoria de sus posibilidades moleculares, dada por la variedad de elementos químicos existentes y la infinidad de reacciones que entre ellos se podían dar; si de esa vastedad de combinaciones algunas de ellas se constituyeron en un ciclo autoreplicativo, es decir, uno en el que una cadena de reacciones comienza y termina con la misma primera molécula; si de esos ciclos autoreplicativos surgieron moléculas como el ARN y el ADN, capaces de reproducirse a sí mismas con la ayuda de catalizadores adecuados; si, además, estas fueron capaces de sufrir mutaciones y recombinaciones al momento de copiarse, susceptibles de someterse a la lógica de la selección natural, si todo ello ocurrió de esa manera, entonces, eso implica que también los seres humanos somos el resultado de ese proceso. Un proceso que incorpora replicación y variación, realizadas una y otra vez sobre las formas de vida más primitivas, aquellas surgidas de esos primeros replicadores, y que finalmente llegó hasta nosotros. Asimismo, ese proceso se fue abriendo en un árbol de diferentes especies a lo largo del tiempo, en el cual nosotros, los sapiens, somos solo una especie más surgida hace tan solo algunas decenas de miles de años. Me podrán decir que esta es la manera menos poética de describirnos a nosotros mismos. Sin embargo, cuando adoptamos esa perspectiva nos damos cuenta de que no somos más que una pequeña parte de un proceso híper complejo, caprichoso, que fue agregando diseño a las formas vivas más primitivas, sin la necesidad de un artista creador ni de un organizador central, y que condujo, a través de un largo y tortuoso camino de variación y selección, a nuestra existencia. Especialmente ahora, a comienzos del siglo XXI, resulta conveniente tener la flexibilidad para vernos de esa manera porque así, cada vez que el análisis lo requiera, podremos quitarle la connotación sagrada que tendemos a darle a nuestra existencia. Sagrada no en un sentido religioso, sino por el valor absoluto que tendemos a adscribirle a lo sagrado. El desarrollo de una sociedad libre a comienzos del siglo XXI requiere, para que nuestro análisis tenga consistencia, que no le otorguemos a nuestra vida un carácter absoluto, que no la veamos como esencialmente distinta a la materia que conforma al universo y al resto de los organismos vivos. En lugar de ello, precisa que la entendamos como parte del proceso de evolución cosmológica u orgánica que acabo de resumir. Y que aun cuando la podamos calificar poéticamente de maravillosa o misteriosa, de intrigante o desafiante, de injusta o efímera, no debemos olvidar el camino material que hemos recorrido para llegar a ella. Un
camino en el que nuestros rasgos humanos quedaron encriptados en la arquitectura neuronal de nuestro cerebro como resultado del camino evolutivo seguido. Y tampoco debemos olvidar que los impulsores conductuales y los sentimientos morales que están en la base de nuestro comportamiento social son parte del mismo proceso. Ahora bien, para que apareciera la vida en la Tierra debieron transcurrir diez mil millones de años desde el Big Bang, tiempo necesario para que las leyes de la física transformaran la sopa inicial de partículas en átomos y moléculas elementales, de las que surgieron posteriormente las estrellas y los demás cuerpos celestes, en cuyo interior se dieron las reacciones que permitieron la aparición de átomos más pesados y moléculas más complejas. Esos fueron los ingredientes indispensables que permitieron el surgimiento de moléculas autoreplicadoras de entre la gigantesca cantidad de reacciones posibles que esos mismos ingredientes admitían. Finalmente, fue sobre esos primeros replicadores que la selección natural comenzó a hacer su trabajo, construyendo así el árbol de la vida que observamos a nuestro alrededor y del cual nosotros somos uno de sus representantes. Los rasgos que nos caracterizan como humanos están encriptados en el genoma de la especie. Entre los más prominentes se encuentran nuestro sistema emocional y nuestro sistema cognitivo. Ellos constituyen la esencia de lo que hemos llamado naturaleza humana. A su vez, esos rasgos los diferenciamos de las características que presenta la cultura que hemos desarrollado, como la tecnología, la ciencia, las normas legales, penales y morales, el arte y las creencias religiosas, entre otras. Los primeros —los rasgos de nuestra naturaleza — se transmiten genéticamente de una generación a otra en el proceso de reproducción, y los segundos —los culturales— se transmiten de una mente a otra por imitación, aprendizaje o enseñanza, durante nuestras vidas. Como parte de los rasgos de la naturaleza humana, identificamos a tres impulsores de nuestras conductas, presentes en todas las culturas como fuerzas o pulsiones fundamentales de la interacción social. Actuaron sobre las bandas de cazadores-recolectores de las que provenimos de la misma forma que sobre quienes habitamos las complejas sociedades de la información de comienzos de este siglo. Estos impulsores son la pareja egoísmo/altruismo, la psicología coalicional y la búsqueda de estatus, es decir, nuestro afán de ascender en la jerarquía social.
La pareja egoísmo/altruismo corresponde a disposiciones conductuales que coexisten en nosotros a pesar de ser contrapuestas: la primera, que nos insta a destinar esfuerzos en pos de nuestro propio interés, sin preocuparnos de los demás, y la segunda, que nos induce a beneficiar a terceros, aun incurriendo en costos para nosotros mismos. La psicología coalicional, por su parte, nos insta a interactuar con lealtad y colaboración con los miembros de los grupos a los que nos sentimos pertenecientes. Finalmente, la disposición a escalar en la jerarquía social nos lleva a diferenciarnos más que a igualarnos, cualquiera sea la manera con que midamos esas diferencias: dinero, casta, destreza analítica, artística, deportiva o de cualquier otro tipo. Estos impulsores no determinan nuestras conductas, pero sí las sesgan, es decir, las conducen predominantemente, aunque no exclusivamente, hacia el tipo de objetivos para los que fueron seleccionados evolutivamente, como si esa fuera su “intención”. Ese sesgo también se manifiesta en la dificultad para actuar de manera discordante con esos objetivos. Así, la psicología coalicional nos hace concordar o colaborar con quienes forman parte de nuestro grupo y nos dificulta no apoyarlos. El altruismo nos dificulta comportarnos de manera individualista cuando enfrentamos a otras personas en situaciones sociales, mientras que el egoísmo nos hace más difícil colaborar con otros, especialmente en situaciones anónimas , en las que podemos obtener ventajas. Finalmente, por nuestro afán de ascender en la jerarquía social procuramos no dejar pasar las oportunidades en las que nos podamos destacar, ya sea en el trabajo, en el deporte, entre los amigos, etc. 40
Este sesgo, que opera de manera emocional, es el que se interpone con aquellas doctrinas políticas que ignoran su existencia. Por esa razón, proponer reglas de interacción social que no se hagan cargo de ellos es una mala idea. De ahí que la fijación unilateral de precios no funcione como se espera que lo haga, el separar a los padres de los hijos en la crianza temprana es una mala idea, la obligación de pagar impuestos debe tener implícita la amenaza del castigo para funcionar — las personas no los pagan de manera voluntaria—, la integración social que hace caso omiso de la psicología coalicional resulta ilusoria, y así sucesivamente. Para resolver la multiplicidad de conflictos de intereses que nuestra interacción social genera, y también para conseguir que la cooperación al interior de los grupos humanos se dé y no nos destruya la “tragedia de los comunes”, la selección natural instaló en nuestra arquitectura neuronal los sentimientos morales. Vimos que esos sentimientos tienen una raíz innata, pues ya se
manifiestan de manera incipiente en individuos de solo meses de edad, antes que la cultura prevalente, el razonamiento analítico o el lenguaje permita transmitírselos. Mostramos que ellos no solo corresponden a reacciones frente al sufrimiento que padecen terceros, sino que también se manifiestan motivados por las dualidades lealtad versus traición, corrección versus trampa, autoridad versus subversión, santidad versus degradación y libertad versus opresión. Sugerentemente, esos ejes corresponden a respuestas adaptativas a las presiones de selección que la especie humana enfrentó durante nuestro pasado cazadorrecolector. Sin embargo, esa maquinaria emocional y las herramientas morales así surgidas no resuelven todos los problemas. Por una parte, los distintos ejes nos instan a actuar en direcciones no siempre coincidentes: por ejemplo, la lealtad nos impide castigar a los amigos tramposos, y reconocer la autoridad nos pone en oposición a nuestras ansias de libertad. Por otro lado, la maquinaria no fue diseñada para enfrentar los conflictos entre grupos, aquellos que contraponen a los integrantes de un grupo con los de otros grupos, cuyos puntos de vista difieren. Hay numerosos ejemplos: los provida frente a los proelección en materia de aborto, los liberales frente a los conservadores en otros valóricos, los chiitas frente los sunitas en materias religiosas, los partidarios del libre comercio frente a los proteccionistas, o los que están a favor de que el Reino Unido salga de la comunidad europea frente a los que quieren que permanezca en ella. Para ese tipo de conflictos se hacen necesarias herramientas diferentes. La psicología coalicional vuelve particularmente difícil encontrar fórmulas para establecer un terreno común para las diferencias entre grupos. Por eso, además de los sentimientos morales, los seres humanos poseemos otras herramientas cognitivas con que enfrentarlas. Somos capaces de evaluar situaciones con una óptica de costo/beneficio, que nos ayuda a dilucidar cuál es la alternativa que conduce al “mejor” resultado final. Eso nos permite llevar la disputa a una moneda común y a un lenguaje común. Este se funda en un análisis más pausado, más razonado de las circunstancias y los valores que están en juego. Es el modo “manual” de la razón que calcula, distinto del modo “automático” de las emociones que actúan instintivamente, si usamos la metáfora fotográfica de Joshua Greene; corresponde al uso del pensamiento “lento” del análisis, distinto del “rápido” de los sentimientos, en el lenguaje que dio fama al psicólogo y premio nobel de Economía Daniel Kahneman; podríamos también llamarlo, más simplemente, “cálculo” moral. No me pronuncio respecto de cuál es mejor —
sentimientos morales o cálculo moral—, porque mi propósito fue describir las herramientas disponibles para enfrentar la interacción social, surgidas evolucionariamente, con las cuales deberemos sortear los dilemas que nos plantea el siglo XXI y no proponer reglas morales absolutas y definitivas con las que enfrentar nuestra vida social. En resumen, hemos visto que los seres humanos surgimos de un proceso darwiniano de selección natural. Nuestros rasgos psicológicos fueron moldeados por un proceso que operó genéticamente, reteniendo lo que “funciona” y descartando lo que “no funciona”. Es decir, un proceso que seleccionó rasgos — aquellos que provocaron conductas adaptativas al entorno— que permitieron la sobrevivencia y reproducción, traspasando esos genes a la siguiente generación. Simultáneamente, fue descartando aquellos rasgos que, en competencia con los anteriores, dejaron menos descendencia y, por lo tanto, al transcurrir las generaciones, tendieron “naturalmente” a desaparecer. La retención de ciertos rasgos y no de otros, la selección de ciertas características encriptadas en nuestros genes y no otras, ocurrió porque en nuestro pasado cazador-recolector no había recursos suficientes para que todos sobrevivieran y hubo que competir por ellos. En estricto rigor, la restricción de la escasez está siempre presente y no solo en aquel momento. Esas mismas herramientas mentales —que no han cambiado, porque nuestro genotipo no lo ha hecho— son las que utilizamos para enfrentar los entornos culturales modernos en los que la ciencia y la tecnología, las normas legales, penales y morales, las distintas leyes e instituciones que hemos ido construyendo determinan el nicho ecológico que hoy habitamos. Se trata de un nicho mucho más influyente que el geográfico. Sería más apropiado calificarlo como nicho de “significado”, pues interactuamos con nuestros semejantes y con el entorno según el “significado semántico” que le damos a todo el entramado cultural circundante. El hecho de que ese significado no sea universalmente consensuado o que tengamos distintas interpretaciones del mismo es lo que conduce a muchos de los conflictos que la humanidad enfrenta en la actualidad. De la interacción de nuestras herramientas mentales biológicamente heredadas con el entorno cultural y de significado que nos rodea, y que ha sido “socialmente” adquirido a lo largo de nuestras vidas, resultan la trayectoria y la deriva de la historia humana. Sin embargo, es necesario entender que toda la construcción cultural humana, toda la información acumulada en nuestras mentes, todo el inmenso esfuerzo
civilizatorio que la humanidad ha realizado, no ha modificado nuestras herramientas mentales originales ni ha cambiado la naturaleza humana. Ella sigue encapsulada en el mismo genotipo humano que no ha sido modificado en nada sustancial en más de cincuenta mil años, al menos en lo que se refiere a nuestro sistema nervioso central. Por eso los sesgos que este introduce a nuestro comportamiento siguen estando presentes, a pesar de los notables cambios de entorno que hemos construido a lo largo de los últimos diez milenios. Tenemos ejemplos que lo ilustran. Cuando ocurren catástrofes naturales o artificiales que alteran todo el sistema de vigilancia social mediante el cual la autoridad impone el respeto a la ley —la policía y el sistema judicial que lo acompaña—, se genera una sensación de impunidad. En esas condiciones, las inhibiciones con las que operamos en nuestra vida diaria, y que nos impulsan a respetar esas normas y a la autoridad que las hace cumplir, tienden a desaparecer y aparecen conductas sorprendentes, a veces incomprensibles y casi siempre incompatibles con la vida social a la que estamos acostumbrados. Ocurrió en el apagón de Nueva York de 1977, que dio lugar a saqueos y violaciones masivas; sucedió en Nueva Orleans luego del paso del huracán Katrina en 2006, y también en Concepción, Chile, después del terremoto de 2010, con saqueos y robos de tiendas y comercio. Pasó también con frecuencia al finalizar las guerras, cuando los ejércitos vencedores invadieron a los perdedores, saqueando sus pertenencias y violando a sus mujeres. En todos esos casos, la repentina percepción de ausencia de autoridad tiende a “desplomar” el andamiaje de civilidad que sostiene a la población. Las herramientas mentales de esos individuos, su naturaleza humana, los insta a actuar acorde a las nuevas pistas que provee el entorno y se comportan como si siglos de construcción civilizatoria desaparecieran como por encanto. La facilidad con que se produce, primero, ese cambio y después se retorna, como si nada, a la normalidad, una vez que se reponen los controles y el “significado” de ese entorno vuelve a ser el rutinario, muestran que es la cultura la que se subordina a la naturaleza humana y no al revés. La naturaleza humana es lo inmutable, y la cultura circundante lo variable. En otras palabras, la naturaleza humana y los rasgos que la distinguen constituyen una primera capa de herramientas conductuales sobre la cual se erige la información cultural que caracteriza a nuestras sociedades contemporáneas. Ella forma una segunda capa, que es la que tenemos presente cuando observamos nuestro entorno, pero que, sin embargo, no modifica a la primera.
Más aún —y este es un punto crucial—, nuestra naturaleza tiene preeminencia respecto de la cultura, pues se “rebela” cuando las reglas culturales pretenden forzar al individuo a comportarse de maneras contrapuestas a los impulsores conductuales básicos que la conforman. Cuando eso ocurre, se genera una resistencia que no es posible de aplacar de manera permanente, pues el sesgo conductual de esos impulsores sigue actuando en una dirección diferente. De ahí los ejemplos que vimos en el primer capítulo: la supresión artificial de la religión en la ex Unión Soviética no logró eliminarla a pesar de que lo intentó por setenta años. La separación artificial de padres e hijos en los kibbutzim israelíes tuvo que ser revertida porque sus resultados no lograron los efectos buscados. Los precios fijados artificialmente bajo su nivel de equilibrio llevaron, entre varios otros factores, a la ruina a la Venezuela de Hugo Chávez y su sucesor, Maduro. La articulación entre la naturaleza humana y las normas que regulan la interacción social producen resultados virtuosos cuando estas últimas están en armonía con la primera, y resultados desastrosos cuando esas normas se introducen ignorando la naturaleza humana. Recapitulando: los impulsores conductuales y los sentimientos morales son parte de la naturaleza humana, moldeados por selección natural y encriptados en el genotipo de la especie. Esta afirmación se sustenta en los esfuerzos teóricos y empíricos que los científicos sociales evolucionarios han logrado establecer en los últimos treinta o cuarenta años, y cuya validez epistemológica proviene de lo que revisaremos en nuestro próximo Interludio.
BREVE INTERLUDIO EPISTEMOLÓGICO BIO-ECO-MAPS ADAGIO PENSANTE Biología, economía, moral, antropología, psicología y sociología
* * * Estimé necesario incluir un interludio que intente justificar el hecho de analizar al comportamiento humano, incluida la moral, desde un punto de vista científico. Me pareció que una aspiración de esa naturaleza requería de justificación epistemológica, porque no todos aceptan que esas materias sean susceptibles de análisis científico. Adicionalmente, me pareció que, de esa manera, las reflexiones políticas que presento en el resto del libro quedarían mejor fundadas y tendrían una mayor coherencia interna. Por justificación epistemológica me refiero al grado de veracidad que tienen las afirmaciones que hago sobre esos temas. A quienes no les parezca interesante esta temática, pueden saltársela sin perder el hilo de la discusión y retomar la lectura en la tercera parte, a partir del capítulo 10. Tanto las conductas humanas como las calificaciones que las personas hacemos de esas conductas, que usualmente connotamos como moral, han estado tradicionalmente fuera del ámbito de la ciencia. Han pertenecido más bien al terreno de las humanidades. Y las ciencias no siempre se han llevado bien con las humanidades. Por el contrario, durante mucho tiempo el mundo de la ciencia —los laboratorios, los delantales blancos, los experimentos y los modelos matemáticos que describen los fenómenos— les pareció a muchos humanistas como desconectado de lo humano, cuyas disciplinas estaban orientadas a estudiar las más altas expresiones del espíritu, como la historia, el arte, la filosofía, la ética, la estética, la historia de las ideas, entre otras. Los humanistas consideraban que el contenido y la forma como ellos abordaban sus temáticas se encontraban muy distanciadas de los métodos y propósitos de la ciencia. Y, si bien se han hecho diversos intentos para compatibilizar ambos mundos —uno de los más famosos, el que el físico y periodista C.P. Snow propuso en su libro Las dos culturas (1959), al constatar con preocupación la separación entre ambos—, aún no se ha logrado concebir una expresión epistemológica de ello que sea universalmente aceptada. Pues bien, y a la luz de lo anterior, el punto de vista que adopto en este libro es que las conductas humanas y la moral sí son susceptibles de estudio científico, aunque sean temas tradicionalmente considerados parte de las humanidades. Dicho de manera más general aún, el universo en el que vivimos y todos sus componentes —físicos, biológicos y culturales— forman parte del quehacer de
la ciencia, más allá de las objetivas complejidades que eso involucra. Esta es la mirada que tiene, por ejemplo, John Brockman, el agente literario de la mayoría de los autores científicos que escriben libros de divulgación sobre temas como la conciencia, el pensamiento religioso o el desarrollo de las culturas humanas, considerados, hasta hace poco, exclusivos de las humanidades. Junto a él está el grupo de intelectuales que Brockman ha logrado congregar en el reconocido sitio web www.edge.org, y cuya temática él llama “la tercera cultura”. Y es también la perspectiva que propone el científico estadounidense E. O. Wilson en su libro Consilience, en el que afirma que “la más grande empresa que enfrenta nuestra mente ha sido y seguirá siendo intentar establecer los vínculos entre las ciencias y las humanidades”. Con ello quiere decir, implícitamente, que esa es una aventura posible de acometer, que tiene sentido hacerlo y que las bases epistemológicas para construirla están disponibles. Las formidables dificultades que enfrentamos para lograrlo son propias de la naturaleza extremadamente compleja de los fenómenos que se pretenden analizar, pero eso no significa que la unidad del conocimiento, aquello a lo que se refiere el título de su libro, no sea plausible o alcanzable. En fin, es la postura de una gran parte de la comunidad científica internacional, de la que no formo parte, pero a cuyo punto de vista adscribo. La pregunta que surge a continuación es ¿cuál es la perspectiva epistemológica que permite hacer las afirmaciones de Brockman, Wilson y la gran mayoría de los científicos contemporáneos? ¿Sobre qué base de conocimiento es posible afirmar que se puede comprender el mundo de manera unificada, tal que permita incorporar al comportamiento humano, la moral y, eventualmente, la política a una perspectiva científica? Y en caso de que así sea, ¿qué tipo de afirmaciones podremos hacer al respecto? ¿Serán del mismo tipo que aquellas que hacen los físicos respecto de las fuerzas de la naturaleza, y con la precisión que les otorgan los modelos matemáticos en que se basan, o de las que los cosmólogos hacen respecto de la evolución de los cuerpos celestes, coherentes con las anteriores? ¿O serán de una naturaleza distinta? Todas estas preguntas son importantes si uno pretende incorporar las conductas humanas, y las calificaciones morales que de ellas hagamos, entre otras materias, al acervo del conocimiento científico. El punto de partida de la postura epistemológica que adopto en este libro es, como queda claro, el de la ciencia. Esto equivale a afirmar que para entender la realidad, para conocer las regularidades del universo que habitamos, no tenemos una mejor herramienta que el método científico. Hay personas que desafían esa
aseveración, y piensan que hay otras herramientas con las que se puede entender los fenómenos que nos rodean. De hecho, hay varias que se han utilizado a lo largo de la historia. Una de esas es creer que la verdad proviene de la jerarquía de la autoridad de quien la afirma, sea esta intelectual, política, religiosa o militar, lo que ocurría con frecuencia en las épocas antiguas, cuando lo que decían los reyes, emperadores o sumos sacerdotes no era susceptible de duda. Increíblemente, sigue ocurriendo en el siglo XXI, con algunos súbditos que le asignan el carácter de verdad a lo que dicen sus autócratas gobernantes. Otra es tomar como verdad lo que algún humano informe a su comunidad que una fuente divina le ha revelado. Ese es el origen de la mayoría de las religiones modernas. Esas afirmaciones de una autoridad, o las presuntas revelaciones de un profeta, son las que dan lugar luego a especulaciones abstractas, intuiciones esotéricas, disquisiciones metafísicas o argumentaciones teológicas respecto del mundo y de los seres humanos. Las expresan sus seguidores y se sustentan en lo que esas revelaciones informaron. Pero, si esas revelaciones no tienen una conexión con la realidad circundante, difícilmente podrán informarnos con claridad sobre lo que ocurre a nuestro alrededor. Para que esa conexión con la realidad se dé de manera rigurosa y seria, no tenemos otra opción que utilizar el método científico. Este opera mediante la formulación de hipótesis de las regularidades de los fenómenos que observamos, las que son contrastadas con la evidencia empírica por medio de experimentos y son luego sometidas al juicio de los pares. Si logran pasar esas pruebas, quedan validadas, pero solo tentativamente, pues no hay un número suficiente de experimentos que garantice que esa hipótesis no pueda ser falseada por un experimento posterior futuro. La ciencia es, en ese sentido, modesta. Siempre está abierta a encontrar nuevas formas de describir la realidad, nuevas conceptualizaciones o modelos de ella que superen la prueba de la evidencia empírica que las anteriores no lograron. Así construye, peldaño sobre peldaño, un cuerpo organizado, ordenado y coherente de proposiciones que describen las regularidades de los fenómenos que se dan en el Universo. Las afirmaciones que hace la ciencia nunca pretenden que esa sea la “realidad en sí”. Su único alcance es afirmar que la realidad opera como el modelo propuesto indica. La ciencia solo puede aseverar que los fenómenos del mundo se comportan “como si” la realidad fuera idéntica a ese modelo, pero no se pronuncia si es “efectivamente” ese modelo. Se preocupa de su operatividad, no de su ontología.
Sin embargo, a pesar del éxito que la ciencia ha tenido, no tenemos una prueba definitiva, o un imperativo lógico incontrarrestable, que nos asegure que ese es “el camino” que nos conduce al conocimiento del mundo. Aun así, no tenemos otro y nadie ha imaginado otro que haya probado entregar mejores resultados. Por eso, la ciencia y su metodología es nuestro punto de partida. Siempre hay que tener un punto de partida, unos supuestos iniciales —unos axiomas, dirían los matemáticos— desde donde construir un edificio intelectual, y el que mejor resultado nos ha dado para construir el conocimiento del mundo en el que vivimos es el del método científico, basado en la evidencia empírica y el juicio de los pares. Ese es nuestro supuesto inicial, nuestro punto de partida. Ahora bien. El estudio de los fenómenos que nos rodean es el estudio de la materia y de la energía, que, como Einstein mostró hace ya un siglo, son las dos caras de una misma medalla. El universo físico, el que observamos, escuchamos o sentimos a nuestro alrededor —o del que podemos observar, escuchar o sentir sus efectos indirectamente, por medio de instrumentos que hemos construido especialmente para ello—, puede ser descrito mediante los modelos — imperfectos y aún con contradicciones internas— que la ciencia de comienzos del siglo XXI propone. Y aunque subsisten una serie de problemas aún no resueltos, como la materia y la energía oscura, la incompatibilidad entre la relatividad general y la mecánica cuántica y la composición final de la materia, entre otros, la descripción que la ciencia ha hecho del mundo físico nos da una buena idea de lo que ocurre a nuestro alrededor. Además, nos ha permitido generar tecnologías poderosas que hoy utilizamos a diario —la relatividad general en la tecnología de los GPS y la mecánica cuántica en la de los chips de circuitos integrados, entre los ejemplos más fácilmente identificables de la vida moderna—, lo que nos hace tener confianza que el camino seguido hasta ahora conduce, efectivamente, hacia una mejor comprensión de ese mundo físico. Pero, más allá del mundo físico, ¿qué ocurre con los organismos vivos? ¿Es posible explicarlos desde el paradigma de la ciencia? Y si suponemos que es así, ¿podemos extender la explicación anterior para que también cubra a aquellos organismos que tienen un sistema nervioso central, como los humanos, y que, como consecuencia de ello, generan fenómenos mentales? Aunque no hay una explicación definitiva para el origen de la vida, desde el punto de vista científico esta dejó de ser “una adivinanza envuelta en un misterio al interior de un enigma”, como durante un tiempo se la consideró. Hoy la ciencia puede, con bastante confianza, afirmar que los organismos vivos están
constituidos de materia inerte, organizada de formas extremadamente complejas, a las que se llegó luego de un largo proceso de evolución por selección natural, desde las primeras moléculas autoreplicadoras que aparecieron hace unos 3.700 millones de años atrás. La vida, probablemente, se generó a partir de la explosión combinatoria de resultados posibles a que las reacciones entre átomos y moléculas pueden dar lugar. Efectivamente, hay una gigantesca diversidad de combinaciones que se pueden dar a partir de un número finito, pero no pequeño, de átomos. Eso dio paso a la aparición de moléculas complejas, las que, interactuando entre sí, generaron una infinidad de otras moléculas complejas, lo que permitió que en algún momento de ese proceso, y en ciertos lugares y condiciones, aparecieran moléculas autoreplicantes. Algunas variantes de ellas, sobre las que la selección natural darwiniana comenzó a operar, dio origen luego al ARN y, posteriormente, al ADN, la célula y el resto del proceso evolutivo que conocemos y que desembocó finalmente en los seres humanos. En otras palabras, hoy es posible afirmar que la transición de la química a la biología no requiere de componentes ni esencias distintas a las de la materia y energía conocidas. Solo se necesitan las leyes de la física y la química, además de ciertos niveles de complejidad molecular. Esa complejidad es la que admite una explosión combinatoria suficientemente vasta, de modo que la baja probabilidad de encontrar moléculas autoreplicantes se contrarreste con el altísimo número de opciones desde donde escoger. Esa explosión en el número de combinaciones permitió el “ensayo” de trillones de opciones, variantes unas de otras, de las cuales se “retuvieron” aquellas que admitían la autoreplicación, originando así la trayectoria que dio lugar a los organismos vivos. Por lo tanto, la vida, en esa perspectiva, corresponde nada más que a configuraciones de partículas especialmente enrevesadas e improbables, pero que no contienen una sustancia especial, distinta o desconocida que las “anime”. Para que exista un nivel de complejidad molecular compatible con la vida que conocemos, es necesaria la aparición de átomos más pesados que el hidrógeno y el helio —el carbono, el oxígeno, el hierro, el calcio, entre otros—, todo lo cual es compatible con la evolución cosmológica conocida. Se trata de una historia de continuidad, desde el Big Bang hasta la aparición de la vida, y de esta hasta la aparición de los sapiens, coherente y consistente con el conocimiento científico aceptado por la comunidad científica mundial. En otras palabras, los organismos vivos están compuestos de materia inerte, complejamente estructurada, de modo
tal que puedan adquirir energía para mantener su organización y reproducirse. Esa materia viva obedece a las mismas leyes de la física y la química que el resto de las partículas o los cuerpos inertes que observamos a nuestro alrededor o de aquellos que se encuentran en el cosmos. A mayor abundamiento, el conocimiento que hoy se tiene de la información necesaria para dar lugar a organismos vivos (el ADN), junto a las herramientas tecnológicas que se han ido construyendo con ese conocimiento, han dado lugar a lo que se conoce como biología sintética. Se trata de una disciplina que construye moléculas a partir de materia inerte, pero copiadas de genes o cromosomas de organismos vivos y luego modificadas de maneras ingeniosas. El resultado de esa síntesis permite desarrollar “herramientas” biológicas, que simulan componentes de organismos vivos o generan individuos “artificiales” nuevos, lo cual brinda credibilidad a la afirmación ya expuesta sobre el origen y carácter material de la vida. Pero ¿qué hay de la vida mental, de los pensamientos, del significado y el propósito que le damos a la vida los seres humanos? ¿Es eso también susceptible de análisis científico? La respuesta a esa pregunta es, como lo habrán supuesto, afirmativa. Para justificarla, quizás resulte apropiado introducir la distinción entre la postura monista y la dualista para entender al ser humano, pues esta última está detrás de muchas de las concepciones equivocadas que ha habido para entender la vida. El dualismo lo introdujo Descartes a comienzos del siglo XVII, al distinguir entre mente y cuerpo como dos sustancias distintas y separadas. En su visión, el pensamiento y la materia constituían realidades de naturaleza diversa; la vida mental estaba fuera del ámbito material y, en consecuencia, el análisis científico, tal como lo definí, no sería capaz de incorporarlo. En cambio, la postura monista afirma que solo hay una sustancia, la material, y es a la que adscriben la mayoría de los científicos actuales. Esto significa no reconocer la existencia de otros componentes o “sustancias” distintas de la materia y la energía —no hay ninguna evidencia empírica de ellas—; por lo tanto, el procesamiento de información que ocurre en el sustrato material de nuestro cerebro no requiere de otra sustancia más que la material. En lo que sigue, presentaré argumentos epistemológicos que avalan esa postura y que nos permitirán afirmar que nuestras conductas y nuestra vida mental son susceptibles de investigación científica.
Ya dijimos que para comprender la realidad y entender las regularidades de los fenómenos que nos rodean la mejor herramienta que tenemos disponible es el método científico, apoyado, a su vez, en el conocimiento ya acumulado que la propia ciencia ha generado. Una vez instalados en el ámbito científico, si queremos comprender por qué —o, mejor aún, para qué— el cerebro y la mente poseen ciertas capacidades o competencias, nuestra mejor opción es adoptar la perspectiva evolucionaria. Ella procura entender las presiones de selección presentes en el ambiente ancestral en el que evolucionaron nuestros antepasados, que permitieron el surgimiento de los rasgos que actualmente exhibimos como especie. En otras palabras, la mirada evolucionaria nos plantea las preguntas correctas respecto del origen de nuestras características. A su vez, las respuestas que demos a esas preguntas, basadas en los problemas que enfrentaron nuestros antepasados y las especies que los antecedieron, nos permitirán plantear hipótesis explicativas de esos fenómenos, que podremos luego someter a pruebas empíricas, y a sus resultados, a la aprobación o rechazo de los pares. En relación con el estudio de nuestra mente, la mera introspección no es un buen método para resolver las complejidades que tiene su comprensión, no solo por lo intrincado que puede resultar para una mente individual acometer tamaña tarea, sino también por lo opaco que suele ser para el sujeto pensante todo lo que está ocurriendo en su interior. Toda la información parcial y segmentada que podemos recoger con ese método se refiere únicamente a lo que nos “parece” que está sucediendo y, peor aún, a la información a la que podemos acceder conscientemente, dejando de lado, por lo tanto, a la enorme cantidad de información que se procesa de manera inconsciente en nuestra mente. Algo más diré sobre eso más adelante. Por ejemplo, Descartes, en su concienzuda introspección del Discurso del método, concluye que, aunque él podría pretender que no tiene un cuerpo y, más aún, que no hay un mundo externo donde ese cuerpo se encuentre, no tendría manera de pretender que su pensamiento no es “algo” e, incluso, el solo hecho de pensar y dudar respecto de la verdad de las otras cosas materiales sería una prueba de la certeza de que él (su pensamiento) existe. Por lo tanto, él se reconoce como una sustancia cuya esencia o naturaleza es el pensar y, en consecuencia, su ser no requiere un lugar en el espacio y no depende de una cosa material para existir. Ese razonamiento introspectivo es la base para creer en la dualidad mentecuerpo que ya mencioné y que establece la existencia de dos tipos de sustancias,
las materiales (res extensa) y las mentales (res cogitans). Sin embargo, resulta muy difícil sostener esa doctrina ahora, en el siglo XXI, pues cualquiera que sea la sustancia mental a la que Descartes se refiere debe conectarse en algún momento con la sustancia material, pues de otro modo los pensamientos que albergamos en nuestra mente nunca se transformarían en acciones. Para que ello ocurra se necesita que, de alguna manera, esos pensamientos produzcan impulsos nerviosos que se transmitan y den lugar a las contracciones musculares que generan las acciones que previamente pensamos. Recíprocamente, las sensaciones de placer o dolor que les provocan los objetos materiales a nuestros sentidos, a través de nuestro cuerpo y sus sistemas perceptivos y sensoriales, tendrían que conectarse con la sustancia mental donde se ubicarían aquellas sensaciones. Pero ¿de qué manera ocurre esa conexión? ¿Cómo nuestros pensamientos van a provocar acciones físicas? ¿De dónde proviene la energía para hacerlo? ¿Estamos dispuestos a violar la conservación de la energía, por ejemplo, para entenderlo? ¿Cómo la sustancia mental echa a andar la cascada de eventos que hace mover nuestros cuerpos? ¿Qué es lo que conecta a la sustancia mental con la física? La dualidad mente-cuerpo resulta, pues, incompatible con el conocimiento científico universalmente aceptado. Hoy día, el peso de la prueba se traslada, entonces, a quienes sostienen dicha dualidad, pues deberían ser ellos quienes expliquen cómo es que todo eso ocurre y funciona. Por su parte, la postura monista y materialista equivale a sostener que no hay otra sustancia más que la material, o su forma alternativa de presentarse, que es la energía. De ahí el vocablo “monista” (monosustancia). La materia es la que sustenta todo lo que ocurre, de modo que nuestra mente no es otra cosa que el procesamiento de información que ocurre en el sustrato material del cerebro. Esto guarda una cierta analogía con el procesamiento de información en un computador mediante el uso de instrucciones escritas en programas específicamente diseñados para ello. El procesamiento de información, o software, requiere de un soporte físico donde ocurra, o hardware. De un modo similar (pero con una arquitectura y un sustrato físico distintos) ocurre el procesamiento de información en nuestro cerebro. Respecto del cerebro, lo que la ciencia está en condiciones de afirmar es que la arquitectura mental de los trillones de conexiones neuronales que posibilitan el complejísimo procesamiento de información que allí ocurre y que llamamos “mente” han sido moldeados por selección natural. La aparición de cada uno de los rasgos surgidos en los diversos organismos vivos, incluidos los humanos, contribuyeron a fortalecer su capacidad para recoger información específica del
entorno, información a la que antes no tenían acceso, o que, si la tenían, era de inferior calidad. De esa manera, esos nuevos rasgos les permitieron conseguir mejores y más eficientes fuentes de energía, mejores métodos de defensa y apareamiento, la construcción de alianzas con otros miembros de su especie, y desplegar conductas o formas de representar el mundo que los rodeaban, que les fueron beneficiosas en términos de su supervivencia o reproducción. Los componentes constituyentes de los organismos vivos son muy similares: todos ocupan el sistema de almacenamiento informático que llamamos ADN, el sistema de generación de aminoácidos y proteínas que conocemos a partir del ADN, y similares sistemas de generación de energía al interior de la célula. Todos esos son “trucos” que la selección natural fue generando, encontrando y reteniendo a través de millones de generaciones. Se trata de un incesante proceso de ensayo y error que opera en paralelo, a través del cual se ha acumulado complejidad, dando lugar a capacidades y habilidades tan portentosas como las del cerebro humano. Su complejidad conectiva es tan grande que describirla es prácticamente imposible. Si quisiéramos hacerlo, tendríamos que recorrer cada detalle del camino evolucionario descrito, lo que resulta impracticable, o bien, tendríamos que intentar emularlo en una complejísima simulación artificial. Nuestra mente es el objeto más complejo que conocemos en el universo y, sin embargo, fue construido por un mecanismo que no tuvo un propósito que lo guiara ni un cerebro central que lo organizara. Ese proceso, que llamamos selección natural, generó diseño sin la necesidad de un diseñador, generó inteligencia sin que hubiese una inteligencia que planificase el camino. Eso es lo que le confiere una naturaleza materialista a la vida, opuesta al dualismo de Descartes. No podemos decir que los organismos primitivos entienden cuáles son sus intereses y ni siquiera podemos asegurar que los tengan. Pero si quisiéramos describir sus intenciones tendríamos que afirmar que ellos —o, más bien, sus genes— actúan “como si” su único interés fuera autoreplicarse, es decir, lograr pasar a la siguiente generación . Para hacerlo, cada organismo requiere poseer o adquirir capacidades que los mantenga vivos, que les permita conseguir recursos energéticos para mantener su organización interna y, por último, les facilite reproducirse . Como la energía es escasa, hace sentido que la destine principalmente a su autoreplicación y no a la replicación de otros (a menos que con ellos comparta genes o practique la reciprocidad). Para eso debe ser capaz de reconocer la frontera que separa su interior de su exterior, o sea, que le permita 41
42
distinguir entre sí mismo y el resto. A medida que el mecanismo de selección natural va generando nuevos rasgos, a partir de nuevas mutaciones y recombinaciones genéticas, esos organismos primitivos adquirieron nuevas capacidades para realizar el proceso de autoreplicación descrito. Eso se traduce en nuevas formas de extraer información del entorno, para “evitar” los peligros que los acechan y para “conseguir” los recursos que necesitan . 43
Cuando llegamos al nivel de organismos multicelulares, y entre ellos, a los que se movilizan para aumentar sus posibilidades de obtener energía —los animales, en oposición a las plantas—, aparecen herramientas más sofisticadas. Para procesar la nueva información que genera el nuevo entorno, mucho mayor e inesperada que la que una posición estática genera, se requiere auscultar el medio con mecanismos más sutiles, que los hagan cambiar la trayectoria de su movimiento cada vez que sea necesario, evitando los peligros o consiguiendo recursos. Ese es el sistema nervioso central. Es decir, los animales movientes necesitan realizar comportamientos más flexibles, que anticipen de mejor forma el futuro. Así, lentamente, esos organismos se van transformando en “informívoros”, o sea, que se “alimentan” de información. El proceso de selección natural continúa agregando capacidades, siempre que generen una respuesta coordinada del organismo como un todo. Estas capacidades incluyen procesar información de manera que produzca aprendizaje, a través del refuerzo o el debilitamiento de sus conexiones neuronales y según las reacciones que se van produciendo ante las cambiantes condiciones del entorno. Así, sobre la base de los miles y miles de sistemas nerviosos centrales de especies e individuos anteriores al ser humano, se fueron desarrollando y agregando nuevos circuitos especializados para realizar tareas específicas cada vez más complejas, como reconocer figuras de ejes verticales y simétricos, distinguir amigo de enemigo, desplegar destrezas, como el movimiento de los ojos para capturar la información desde un mayor ángulo del entorno, así como la posterior integración de lo anterior en un todo organizado, entre muchísimas otras funciones. Los seres humanos provenimos de otros homininos y en los últimos tres millones de años triplicamos el volumen de nuestra caja craneana. Para ello fue necesario que la absorción alimenticia fuera menos costosa en términos energéticos. Eso se consiguió cuando nuestros antecesores liberaron parte de las calorías que
consumían en la costosa digestión de alimentos crudos, aprendiendo a cocerlos antes de ingerirlos, y utilizando esas calorías ahora disponibles en la operación del cerebro más grande que fue surgiendo, todo ello por selección natural (la hipótesis del fuego de Wrangham). Con la caja craneana de mayores dimensiones pudimos, entre otras cosas, incorporar el lenguaje y organizarnos en grupos de manera coordinada y cooperativa. Con ello surgieron las enormes ventajas que la cooperación provee, por medio de disposiciones emocionales y conductuales que la facilitaron. Esos sistemas nerviosos centrales más complejos en algún momento adquirieron las capacidades necesarias para representar en su propio sistema la información que adquirían del entorno. Los humanos poseemos la facultad de representarnos en la mente la posición del cuerpo y las extremidades, un punto rojo de luz, la sensación de hambre o de sed, el olor de la madera de roble (como también lo pueden hacer, con toda seguridad, muchos otros animales). Pero también podemos representarnos un olor cuando forma parte del aroma de un buen vino, la ciudad de Santiago, la raíz cuadrada de un número primo menor que veinte o el esquema de funcionamiento de un motor de combustión interna. Todo ello debe provenir, necesariamente, de procesos específicos de actividad neuronal en la corteza. Asimismo, los humanos poseemos la capacidad —que llamamos “teoría de mente” (TOM, por sus siglas en inglés)— de “leer” la mente de otros y captar su postura intencional. Decimos, por ejemplo, que “Juan está enojado conmigo”, que “los dirigentes estudiantiles no le creen al ministro de Educación” o “yo creo que tú estás escuchando lo que estoy susurrando”. Esto significa que podemos albergar creencias respecto de los estados intencionales y las creencias de terceros, lo que nos permite interactuar con nuestros semejantes de maneras colaborativas, de alta complejidad, defendernos de maniobras manipulativas sofisticadas impulsadas por terceros o prestar atención compartida a algún fenómeno (“mira el cóndor allá arriba”, entre muchas otros). O sea, los humanos podemos hacer metarrepresentaciones de otros humanos, es decir, representarnos la creencia que tenga la representación que nos hagamos de otro humano. También podemos desacoplar en nuestra mente la realidad percibida de la realidad imaginada, o de aquella extraída de nuestra memoria sobre un evento del pasado, así como anticipar y planificar nuestros próximos o no tan próximos pasos.
Metarrepresentarnos lo que hacen otros no es muy diferente a metarrepresentarnos a nosotros mismos, lo que equivale, en cierto sentido, a tener conciencia de nosotros, de lo que estamos haciendo, de lo que estamos percibiendo o de tener creencias respecto de esas representaciones. Eso nos sugiere que la diversidad de capacidades mentales y los circuitos neuronales que ellas activan es lo que está detrás de la vida consciente, aquella que constituye una parte tan característica de lo que somos, De este compacto relato, resulta obvio que la aptitud de nuestra mente para desarrollar fenómenos conscientes tiene un alto valor adaptativo. Más aún, esa capacidad, unida a la del lenguaje y a las que permiten la transmisión de información desde una mente a otra, información que ya no es genética — normas legales o morales, teorías científicas, tecnologías, historia, arte, creencias religiosas, entre muchísimas otras— y que llamamos cultura, permitió a nuestra especie copar también los nichos informacionales y de significado que hoy día habitamos. El torrente de información acumulada, que tiene significado estratégico para cada uno de nosotros y con el cual operamos en el mundo, junto con las herramientas cognitivas, emocionales y de consciencia que heredamos biológicamente, es lo que construye la compleja trama de nuestra vida contemporánea. Sin embargo, no conocemos bien cuáles fueron ni de qué manera se combinaron las presiones de selección que condujeron a la aparición de la consciencia. Ese es un camino que está en desarrollo. Volvamos por un instante a Descartes. Él creyó resolver el problema de la conexión entre la sustancia mental —los pensamientos— y la sustancia material —el cuerpo— atribuyéndosela a la glándula pineal. Ese sería el lugar al cual concurriría toda la información recogida por los órganos sensores del cuerpo y donde se tomarían posteriormente las decisiones que, transmitidas por el sistema nervioso, generarían las acciones que dan lugar a nuestra conducta diaria. Pero, como ya vimos, eso no resuelve el problema de cómo se conecta la sustancia mental con la sustancia material, pues, después de todo, la glándula pineal está constituida por materia. Además, al hacer esa descripción de la glándula pineal, Descartes introdujo otro concepto adicional: los seres humanos tendríamos un comando central donde se representa todo lo que ocurre, donde se tomarían las decisiones conforme a esa representación y donde se generaría luego nuestro comportamiento visible, así como nuestra vida mental interna, con la que continuamos pensando.
Esta forma de describir lo que nos pasa, de cómo ocurre nuestra vida consciente, sin embargo, presenta varios problemas que nos muestran, otra vez, que la introspección no es la metodología adecuada para abordar la problemática mental. De paso, eso introduce un problema más esencial a la fenomenología como forma de entender nuestra vida interior. 44
En efecto, si hubiese un lugar en nuestro cerebro que fuera el centro de nuestro yo consciente, donde se tomaran las decisiones y que representara nuestra voluntad y nuestra identidad, sería, para todos los efectos prácticos y teóricos, como tener en nuestro interior un pequeño homúnculo, o una versión en miniatura de nosotros mismos, responsable de las expresiones de nuestra voluntad (o, si quieren, de la voluntad de ese homúnculo). Pero si tuvimos que concentrar en una versión en miniatura de nosotros mismos la capacidad para impulsar nuestras acciones, decisiones, pensamientos y voluntad, nos vemos obligados a concluir, mediante el mismo razonamiento, que necesitamos al interior de ese mismo homúnculo otro más pequeño que le dé instrucciones al primero. Si no, ¿dónde residen la voluntad y el centro de decisiones de ese primer homúnculo? Y como ese razonamiento lo podemos continuar ad infinitum, caemos en cuenta de que no es posible tener un centro neurálgico donde ocurra todo, donde resida nuestro yo interno, donde se generen nuestros pensamientos, decisiones y voluntad, porque al hacerlo caemos en una regresión infinita. Otra vez la introspección nos juega una mala jugada. Para salir de ese entuerto, es necesario pensar que, efectivamente, no hay un punto neurálgico central donde se represente toda nuestra vida mental y consciente, donde se tomen todas las decisiones y se despliegue nuestra voluntad. Más bien, debemos pensar que la multitud de mecanismos que componen nuestra mente están permanentemente recibiendo información del entorno y desde nuestro interior, y que ella queda distribuida en distintos circuitos neuronales. Cada uno de ellos realiza la función de pesquisa de información y de representación de manera descentralizada, aportando cada uno lo que resulta pertinente para la coyuntura del momento. Esos aportes dispersos, no centralizados en un lugar específico, serían los que producen un estado neuronal particular que, a su vez, es el que provoca una conducta acorde. Probablemente, una de las razones por las cuales nos cuesta pensar de esa manera es porque nuestra fenomenología más directa nos hace sentir que lo que ocurre en nuestra mente es un todo integrado, bien coordinado, representado en una especie de escenario central, que el filósofo Daniel Dennett llama el Teatro
Cartesiano. Sin embargo, si comenzamos a considerar intervalos de tiempo cada vez más cortos —un par de decenas de milisegundos, o menos— que corresponden al orden de magnitud en el que ocurren los fenómenos mentales en el torrente de consciencia, y los examinamos mediante cuidadosos experimentos, como los que se han hecho, nos daremos cuenta de que la instantaneidad en tiempo y espacio que le adjudicamos al supuesto comando central simplemente no puede darse. Siguiendo un ejemplo dado por el mismo Dennett, consideremos el caso del Imperio británico en 1815, cuya extensión geográfica era inmensa, en un momento histórico en que la velocidad de la comunicación era varios órdenes de magnitud más lenta que ahora. La batalla de Nueva Orleans, parte de la llamada Guerra de 1812 entre Estados Unidos e Inglaterra, y que tuvo lugar el 8 de enero de 1815, ocurrió quince días después de la tregua que terminó el conflicto y que se había firmado en Bélgica, el 24 de diciembre de 1814. Supongamos que la noticia de la tregua hubiese llegado veinte días después a Nueva Orleans (el 13 de enero) e incluso más tarde a Calcuta, el confín del Imperio, el 15 de enero. ¿Cuándo quedó informado el Imperio británico de la paz en la Guerra de 1812? Solo podemos decir que en algún momento entre el 24 de diciembre de 1814, cuando se firmó la tregua, y el 15 de enero de 1815, cuando la noticia llegó a Calcuta. Distintos personajes del Imperio se informaron en momentos diferentes, pero a ninguno de esos momentos podemos identificarlo como el definitivo. Durante veintidós días, la noticia de la firma estuvo distribuida en los distintos órganos que registraban la información en dicho Imperio, sin claridad respecto de si el Imperio como un todo estaba o no informado del término de la guerra, e incluso hubo una batalla, como la mencionada de Nueva Orleans, que ocurrió después de que se firmó la tregua. Podemos pensar que algo similar ocurre en la mente. La información está distribuida en ella y, por lo tanto, no hay un momento preciso en que cada conceptualización de un evento consciente ocurre. No hay un momento específico al que podamos referirnos como el instante en el que ese evento ocurrió. Para ahondar en la comprensión de este punto, consideremos el experimento de Kolers y Von Grünau llamado “fenómeno del color phi”. En él, a los sujetos se les presenta una pantalla, en cuyo lado izquierdo se enciende un punto rojo durante ciento cincuenta milisegundos, el que luego se apaga por cincuenta milisegundos, y luego, en la parte derecha de la pantalla, a una corta distancia y
a la misma altura del anterior, se enciende un punto verde, por otros ciento cincuenta milisegundos. Lo que los participantes del estudio reportan que ocurrió es que hay un punto rojo que se mueve de izquierda a derecha, y que a mitad de camino cambia de color, algo muy distinto a lo que físicamente sucede. Lo que hubo fue el encendido y posterior apagado de manera secuencial de dos puntos de distinto color en distintos puntos de la pantalla. ¿Saben acaso los sujetos, antes que se encienda el punto verde, cuando el punto rojo va a mitad del ilusorio camino que ellos creen que va recorriendo, que ese nuevo punto se encenderá más tarde y que tendrá un color verde? ¿Cómo es que la mente cree que el cambio de color se produjo a mitad de camino? ¿Cómo se anticipa a una información que no tiene y que, además, no tuvo lugar? Solo podemos entenderlo si lo que ocurre es que nuestra mente mantiene la información recibida de manera distribuida, durante ciertos milisegundos, con una cierta ambigüedad en tiempo y espacio de su exacto orden, al igual que lo que ocurrió en el Imperio británico, de modo de construir posteriormente la imagen consciente del recorrido que recién describimos. Por supuesto, si el tiempo entre que se apaga un punto y se enciende el otro aumenta, se pierde el efecto y volvemos a tener la imagen de dos puntos en dos lugares distintos y encendidos en momentos diferentes. Este tipo de experimentos nos lleva a concluir que la idea de que nuestra mente posee un comando central donde todo se representa fielmente y luego se toman las decisiones es una conclusión y construcción errada de nuestra fenomenología. Es necesario describir lo que ocurre en nuestra vida consciente de otra forma. Hay un punto adicional respecto de la vida mental que termina de complicar las cosas, y es el que el filósofo australiano David Chalmers ha llamado el problema “difícil” de la conciencia. Con ello se refiere a las llamadas “qualia”, es decir, las cualidades experienciales que les adjudicamos a nuestras vivencias (qualia es el plural del latín quale). Por ejemplo, la intensidad del azul del cielo en un día despejado o las emociones que nos evoca la interpretación de un pianista virtuoso. Ello, en oposición al problema “fácil” de la conciencia, que es el de encontrar el correlato neuronal, o sea, los patrones de conexiones entre neuronas que nos permitan describir los fenómenos de autoreferencia o consciencia de sí mismo, o la capacidad de traer a la consciencia y establecer metarrepresentaciones de situaciones vividas o imaginarias, como las que hemos descrito.
Los llamados problemas fáciles de la consciencia no representan un problema insoluble para la neurociencia, aunque los detalles de su solución estén lejos de poder especificarse. Determinar si lo que para mí es el color azul es lo mismo que para otra persona, si la experiencia del dolor tiene un correlato neuronal claro y específico, de manera que una máquina computacional que tuviese las mismas capacidades de la mente humana sintiera el mismo dolor frente a los mismos estímulos —el problema de las qualia—, es lo que ha hecho derramar toneladas de tinta a los filósofos y científicos que han estudiado e investigado el tema, sin que hasta ahora se hayan puesto de acuerdo ni siquiera respecto de si se trata de un problema solucionable. Una forma radical de abordar el dilema es la propuesta de Dennett, pues para él las qualia son una ilusión. Afirma que la experiencia neuronal particular que se produce en una mente frente a un estímulo, interno o externo, tiene un significado específico para esa mente, proveniente de la carga cultural e informática acumulada a lo largo de su vida y que está montada, a su vez, sobre el bagaje cognitivo y emocional de las subrutinas procesadoras de información contenidas en aquel cerebro, biológicamente heredadas. Eso configura lo único que hay al respecto y no hay otros elementos adicionales que agregarle. Por ejemplo, dice Dennett, el color no es una cualidad intrínseca de las cosas, sino que se trata de una distinción que los sistemas de captura de información de los animales fueron desarrollando evolucionariamente, captando la reflexión de las ondas de luz que impactan a los objetos y sacando provecho de lo que esas distinciones le informaban. Así, insectos sociales como las abejas tienen sistemas visuales que les permiten distinguir con precisión los colores de las flores que más calorías le aportan con su néctar. Las flores, al mismo tiempo, despliegan los colores más efectivos para el esparcimiento de sus semillas reproductivas atrayendo abejas, con lo cual ambas especies logran que los genes de cada una pasen a la siguiente generación. En cambio, cuando el observatorio astronómico Alma, ubicado en la llanura de Chajnantor, cerca de San Pedro de Atacama, en el norte de Chile, recibe radiación electromagnética de amplitud milimétrica y submilimétrica, la información que recolecta en sus pantallas y que posteriormente procesa en sus poderosos computadores en la forma de bellas imágenes es información que en su estado natural es indiferente para nosotros. Ni siquiera estamos conscientes de que existe; no tenemos experiencias sensoriales conscientes de ella, nuestro sistema visual nunca desarrolló esa capacidad y la quale asociada a esas ondas
no deja ningún registro consciente en nuestra mente. Solamente cuando hacemos la traducción de esa información a una impresión sobre papel o a una pantalla de computador, con los colores del espectro óptico, es que tenemos una experiencia con qualia de su contenido. Por eso —dice Dennett— resulta una ilusión querer agregar algo más al sonido de una sonata de piano de Beethoven, pues lo que escuchamos es el producto de nuestro sistema sensorial, del bagaje cultural que hayamos acumulado y de las particulares vivencias que hayamos tenido ese día, elementos que configuran los correlatos neuronales que dan como resultado la experiencia vivencial de ese concierto. La común arquitectura neuronal que los humanos comparten nos hace pensar que es muy plausible que las qualia sean similares para todos, pero esa creencia es cuestionada por una parte de la comunidad científica y filosófica que estudia la conciencia. Las qualia aún permanecen como el “problema difícil” de la conciencia, como dijo Chalmers, aunque otros pensadores, como el filósofo alemán Thomas Metzinger, creen que la distinción de Chalmers entre el problema “fácil” y el “difícil” de la conciencia ya fue superada por el mainstream de investigadores en la actualidad. Es posible que el desarrollo de la inteligencia artificial, cuyos nuevos avances vaticinan cambios importantes en escenario de la vida humana en los próximos decenios, nos arrojen luz respecto de una solución más consensuada de estos problemas, pero aún es temprano para afirmarlo. Como habrán podido apreciar a lo largo de este interludio, la ciencia contemporánea ha logrado conectar la evolución cosmológica con la aparición de la vida, y a esta con las capacidades cognitivas de órganos tan complejos como el cerebro humano. Y todo ello lo ha hecho sin abandonar el sustrato material (y energético) en el cual todo eso ocurre, de una manera epistemológicamente consistente. No se han generado incoherencias o inconsistencias cuando se pasa de la física a la biología o de ella al comportamiento. Todas las disciplinas más específicas, como la biología o la sicología, siguen obedeciendo las leyes de las más generales, como la física. En consecuencia, es la validez general de la ciencia la que está en juego cuando proponemos que nuestra vida mental, así como nuestro comportamiento individual y grupal, son sujetos de investigación científica. Cuando asumimos esa postura, nos independizamos de la subjetividad inescrutable que tendemos a adjudicar a cada uno de nuestros actos y, por lo tanto, podemos estudiar los fenómenos psicológicos tomando el punto de vista de un observador externo objetivo.
Naturalmente, la pretensión tiene aún severas limitaciones de información, que probablemente se irán superando con el avance de la investigación, tal como en otros campos científicos. Aun así, es necesario introducir una nota de precaución: cuando pasamos de la física a la biología, y de ahí a las ciencias sociales, introducimos un nivel de complejidad tan grande en cada paso que la descripción de los fenómenos deja de tener la precisión de las descripciones matemáticas que utiliza la física y pasan a tener solo un nivel de precisión estadístico. La limitación es importante, pero no invalidante, y es necesario tenerla presente al momento de evaluar las afirmaciones sobre el comportamiento humano que he realizado en el libro. Esta disquisición epistemológica —por su naturaleza, necesariamente abstracta y abstrusa— nos ha permitido construir una plataforma intelectual desde la cual planteamos que la vida humana —con sus conductas, pensamientos y su moral— es susceptible de estudiarse desde el punto de vista científico. Su estudio emplea los mismos pilares epistemológicos que sustentan al resto de la ciencia, de una manera que es consistente y coherente con la física y la biología subyacente. De esa manera, constituye una parte más del cuerpo unificado de conocimiento que la humanidad ha ido acumulando a través de su historia, especialmente a partir de la creación del método científico. Con esto finalizamos este interludio y estamos en condiciones de adentrarnos en los problemas de la política y de las sociedades libres del siglo XXI. Una última nota sobre el título que utilicé para esta sección: BIO-ECO-MAPS. Como tengo una cierta predilección por los acrónimos, quería encontrar uno que incorporase las iniciales de las distintas disciplinas de las ciencias sociales. Me parecía importante resaltar que debemos entender a las personas como una unidad indivisible en toda su complejidad, y no como fragmentos analíticos diseccionados por la práctica académica. Busqué distintas combinaciones de las iniciales de biología, psicología, sociología, antropología, economía y moral, y ninguna me pareció adecuada. Por esa razón, relajé las restricciones que me había impuesto y permití que dos de las disciplinas estuvieran representadas por tres letras en vez de solo su inicial. De esa manera introduje los prefijos “Bio” y “Eco”, para representar a biología y economía, que están suficientemente incorporados a nuestra cultura como para tener un significado por sí mismos. Comenzar con “Bio” parecía natural, porque la biología es el sustento epistemológico de las otras cinco. Seguí con “Eco”, que
nos recuerda, además, que en el mundo moderno es necesario, cada vez, adaptarnos de mejor manera al entorno en el que vivimos. Finalmente, las otras cuatro disciplinas las agrupé en MAPS, que es como una sílaba adicional a las dos anteriores, y recuerda al vocablo español “mapas”. Así, BIO-ECO-MAPS, el nombre de este interludio, representa el esfuerzo por comprender nuestro comportamiento, desde la perspectiva evolucionaria y científica, pero hecho de manera holística.
TERCER MOVIMIENTO POLÍTICA Y MORAL: LOS NUDOS DEL DEBATE ALLEGRO VIBRANTE “¿Comunismo? Linda idea, pero no para la especie humana”. E. O. Wilson
* * * Hasta ahora hemos examinado nuestros rasgos de comportamiento, así como las bases de nuestra psicología moral. Para ello, hemos hecho un intento por descorrer el velo a través del cual normalmente nos introspectamos. Ese velo es una delicada cortina que nos impide examinar con claridad los mecanismos de nuestro mundo mental. Por eso, normalmente solo advertimos aquello que los biólogos llaman las “causas próximas” de nuestros actos, es decir, aquellos sentimientos, deseos y creencias que sentimos son los que provocan nuestras conductas. Ellos son los que se encuentran por delante de ese velo. Sin embargo, detrás de él están las “causas últimas”. Esas son las que hemos intentado desentrañar en las dos primeras partes del libro. Son las que nos indican por qué tenemos esos sentimientos, deseos y creencias, cuáles son las razones evolucionarias por las que tenemos esos rasgos y no otros, cuáles fueron las presiones de selección que influyeron para que eso ocurriera y, también, cuáles son los comportamientos a los que ellas nos conducen. Las “causas últimas” nos describen los engranajes con que se construyó el aparato motivacional que da lugar a nuestro comportamiento. Dicho de otra forma, al descorrer ese velo nos hemos adentrado en el “lenguaje de máquina” de nuestra psiquis. Al pasar al otro lado de la cortina dejamos de lado el lenguaje de nuestra cotidianeidad, de nuestras emociones y nuestros sentimientos, con el que describimos nuestra interacción rutinaria con nuestros semejantes, y nos movemos a un nodo anterior, a uno que nos expone al desnudo cómo somos, que intenta explicarnos los mecanismos funcionales adaptativos de nuestro sistema nervioso central y cuál fue la lógica evolucionaria que tuvo la selección natural para instalarlos. Y, naturalmente, para hacer eso hemos mantenido una postura descriptiva del comportamiento humano, y solo hemos hecho algunas insinuaciones respecto de cómo “deberíamos comportarnos”, de cuáles deberían las normas a seguir, pero sin que ese haya sido el foco principal de la discusión. En esta tercera parte del libro, en cambio, la propuesta es analizar los nudos más importantes que están en el corazón del debate político contemporáneo y sus componentes morales: interés general e interés propio; acciones colectivas y reparto; Estado y mercado; y globalización y tribalismo. Para hacerlo
utilizaremos lo que vimos en las dos primeras partes respecto de nuestro comportamiento y de nuestra psicología moral, e introduciremos, además, otros conceptos que nos ayuden a poner lo anterior en el contexto adecuado. Los nudos mencionados están en la base de gran parte de las discusiones en las que se desenvuelve la política moderna, tanto en sus aspectos doctrinarios como en sus aplicaciones prácticas a las políticas públicas, y tienen que ver con las tensiones entre el individuo y los distintos colectivos en los que participa. Esas tensiones constituyen el corazón de la mayoría de nuestras disputas. Comencemos, pues, esta tarea.
CAPÍTULO 10 EL OBJETIVO DE LA POLÍTICA A través de los siglos transcurridos desde que hay civilización, los seres humanos hemos seguido una trayectoria que exhibe patrones comunes. Ellos han sido descritos por Jared Diamond en su afamado libro Armas, gérmenes y acero (1997) y vale la pena recordarlos al momento de precisar los objetivos de la política. Todas las civilizaciones comenzaron domesticando granos silvestres, cuando estos estaban disponibles —en Mesopotamia, China, India, Mesoamérica, Perú o Nueva Guinea— para transformarlos en cultivables. En efecto, al escoger como alimento los granos que permanecían en su tallo y no los que habían caído al suelo, los humanos estaban, inconscientemente, seleccionando unas plantas — las de tallo más firme y recto— respecto de otras, de tallo más débil y frágil. Eso condujo, a través del ciclo natural de ingesta y excreta alimenticia humana, a la reproducción diferenciada de las plantas así escogidas y al paulatino descarte de las otras. A este proceso Diamond da el nombre de “domesticación” de granos. Yo lo describiría como “selección artificial involuntaria”. Luego, esas civilizaciones domesticaron mamíferos mayores —caballos, vacunos, cabras, elefantes, camellos— como fuente de energía, de alimento, de tracción y de transporte. No todos los mamíferos mayores son domesticables: por ejemplo, las cebras, los rinocerontes, los hipopótamos o los búfalos no lo son. Pero cuando los grupos humanos encontraron mamíferos que sí lo eran, se las ingeniaron para hacerlo, porque ello les otorgaba una fuente de recursos energéticos invaluables a partir de la cual desarrollaron las primeras tecnologías productivas de transporte y alimentación. A continuación, cuando tanto la utilización de los granos como los mamíferos domesticados les permitieron generar y sostener poblaciones mayores, con una organización más compleja, los seres humanos se vieron en la necesidad de inventar alguna forma de registro para guardar información importante de manera física, fuera de sus mentes. Las primeras escrituras sirvieron para anotar la producción alimenticia que el cultivo de esos granos domesticados les
generaba y a quienes esa producción pertenecía. En esas condiciones, por la eficiencia productiva resultante, surgió de manera natural la división del trabajo. Además, se intensificó el intercambio de bienes, aprovechando las ventajas de comerciar entre dos comunidades, lo que es beneficioso para ambas aun cuando una de ellas sea siempre más eficiente para producir esos bienes, como lo conceptualizaría con agudeza David Ricardo en el siglo XIX. Toda esta dinámica se movía y autoalimentaba, entre otras razones, por la disposición instintiva a ascender en la jerarquía social que describimos anteriormente. En efecto, las tecnologías productivas, la división del trabajo y el intercambio intensivo de bienes se transformaron en herramientas que permitieron a las personas escalar socialmente, ya sea a través de la riqueza o el poder que eso les generaba, o bien, cuando les fue posible, construyendo una casta social que les perpetuara su condición de privilegio. Así, las tecnologías productivas, la división del trabajo y el intercambio de bienes, utilizados para aumentar la riqueza disponible, pero también para permitir el ascenso social de los más ambiciosos y emprendedores, se fueron retroalimentando mutuamente. Eso impulsó un aumento de la población, la que pudo concentrarse en comunidades más grandes llamadas ciudades. A su vez, ellas permitieron una mayor especialización del trabajo, el surgimiento de más innovación tecnológica y el incremento del intercambio, y, de esa manera, siguiendo un proceso virtuoso, los humanos hemos recorrido el largo camino que nos ha conducido a los albores del siglo XXI. Ese proceso no ha estado exento de problemas. A lo largo de él ha habido todo tipo de conflictos, pestes, hambrunas y guerras; ha habido líderes que han sometido a sus pueblos y pueblos que han esclavizado a otros; ha habido sufrimiento, malos tratos, pillajes, violaciones y un sinnúmero de otros males que han hecho de la vida de quienes los padecían un permanente martirio. Pero también las personas han podido amar y reproducirse; desarrollaron la amistad y disfrutaron de la música; descubrieron nuevas tierras, nuevos alimentos y nuevas tecnologías; se pudieron reír en las fogatas comunes ancestrales y con las comedias contemporáneas; sufrieron con las tragedias representadas en el teatro y se compadecieron de quienes sufrían en la vida real; buscaron el conocimiento para aplicarlo o para disfrutarlo; en fin, lograron hacer de sus vidas individuales, así como de las de aquellos con quienes convivían, una experiencia que, mirada en retrospectiva, sumando y restando de manera agregada, les produjo satisfacción.
En otras palabras, los seres humanos nos hemos comportado hasta hoy persiguiendo ciertos objetivos, aquellos que están instalados en nuestro sistema cognitivo y emocional y que nos han conducido, con alegrías y sinsabores, con sufrimientos y logros, con luchas, pero con creatividad, por la senda que nos ha transformado de simples cazadores-recolectores en sofisticados habitantes del siglo XXI. Así, armados con las herramientas tecnológicas, artísticas y científicas que conocemos, la gran mayoría vive hoy su vida sin que les parezca atractivo volver el reloj diez mil años atrás. Esa senda, si la miramos en perspectiva, la podemos describir de manera genérica como una de agregación de valor o de generación de riqueza: en bienes materiales, en conocimiento científico y tecnológico, en patrimonio artístico, en distinción filosófica, en desarrollo deportivo y de esparcimiento, entre otros, como lo hemos reiterado a lo largo de este libro. Para agregar valor, las personas complejizamos nuestras conductas, organizamos las sociedades de maneras cada vez más elaboradas, los recursos naturales los aprovechamos mediante tecnologías de creciente sofisticación y a nuestro lenguaje le incorporamos nuevos marcos conceptuales que describen mejor la realidad, tanto aquella que vamos construyendo día a día como la de los sueños de nuestra imaginación. Es decir, avanzamos hacia estados sociales cada vez más improbables, más difíciles de que surjan solos. Avanzamos en contra de la entropía y de la segunda ley de la termodinámica. Pero como no podemos violarla, necesitamos introducir energía externa al sistema, energía que extraemos del medio y que transformamos, mediante nuestro trabajo y nuestro comportamiento agregado, en esa complejidad social con la que construimos valor. Sin trabajo, no es posible mantener estados entrópicamente más improbables y ese es un imperativo físico del cual resulta imposible escapar. Los seres humanos buscamos satisfacer nuestras propias inquietudes y procuramos que nuestros semejantes también lo hagan, pero queremos hacerlo en sociedad, porque somos una especie social, resultado de nuestra evolución. Por eso nos interesa que la convivencia sea sana, generadora de riqueza, que del intercambio —comercial, de afectos, de favores o de conocimientos— obtengamos beneficios que no tendríamos actuando de manera individual. Además, queremos que todo ello se dé en el marco de una convivencia pacífica, sin la violencia de la imposición de algunos pocos sobre el resto, sin que algunos hagan el esfuerzo y el resto se beneficie sin aportar su cuota, en un equilibrio sano y consensuado que permita el florecimiento de cada quien, pero tratando de evitar la desigualdad extrema, inmerecida, tanto para quienes están en la parte de
arriba como para quienes están en la parte de abajo de ese resultado, que vulnere las bases de la convivencia social. La política, entendida como la actividad cuyo propósito es dirigir los destinos de las comunidades organizadas —las regiones o provincias, los países o naciones, o incluso las comunidades de países—, tanto en lo que se refiere a la acción gubernamental misma (y a la oposición organizada a esta) como en lo que dice relación con las directrices doctrinarias en las cuales ese gobierno funda su accionar, tiene ese objetivo. Es decir, el propósito de la política moderna es procurar el florecimiento de las comunidades de manera consensuada, producto de la deliberación reglada y no impuesta por unos pocos, de modo que las personas individuales puedan desarrollar sus vidas conforme a sus inclinaciones y que el intercambio de todos los tipos de bienes que estas desarrollen contribuya a su enriquecimiento personal y también al enriquecimiento social. Desde ese punto de vista, los grandes problemas a resolver son la generación de riqueza y la formulación de las reglas de convivencia que permitan a las personas una vida pacífica con una razonable certidumbre de que los elementos más fundamentales de ellas se mantendrán hacia el futuro. Reglas que permitan que las grandes decisiones sean tomadas por los representantes de la mayoría, pero que dejen espacio para que las minorías también puedan expresar sus puntos de vista. Esas reglas de convivencia fundamentales, normalmente oficializadas a través de las constituciones de los países, deben ser de tal modo generales que admitan a las diversas soluciones particulares que se puedan plantear —las doctrinas de los distintos conglomerados políticos y las leyes a que ello dé lugar— como una instancia específica de ellas. Y entre esas instancias están las doctrinas que sustentan a una sociedad libre, cuyos elementos permanentes son los que queremos identificar. Si observamos con cuidado, ambos objetivos —generación de valor y reglas de convivencia— requieren tener en cuenta cómo son las personas que participan en esas comunidades, pues de su comportamiento y adecuación a dichas reglas surgirá, de mejor o peor manera, con más rapidez o más languidez, la riqueza y la convivencia pacífica que harán florecer la situación de las personas consideradas individualmente, así como de la comunidad como un todo. Y como las personas no son una página en blanco a la espera de ser escritas durante el proceso de construcción social, sino que vienen con una carga natural encriptada
en su genoma desde la cuna, sobre la cual se imprime la impronta cultural que adquieren posteriormente en la interacción social, es que tiene sentido todo el largo argumento que hemos hecho respecto de natura y cultura a lo largo del libro. Y por eso hemos identificado a los principales impulsores de nuestra conducta social y hemos escudriñado en la naturaleza de nuestra psicología moral, pues todo ello es lo que incide en el contenido de las doctrinas políticas con las que, a continuación, conducimos los destinos de nuestras naciones. Es decir, la política así concebida constituye la cúspide de la actividad humana en pos del bien colectivo, al aspirar a determinar las reglas bajo las cuales las comunidades conducen su vida social. De su actividad surgen y son escogidos tanto quienes liderarán ese proceso como aquellos que vigilarán cómo esos líderes se conducen, estos últimos procurando que los primeros no violen las normas que todos aprobaron, representando los problemas que ese liderazgo pudiese estar generando y aspirando a sustituirlo conforme a las reglas democráticas establecidas para ello. Nuestra transformación desde bandas cazadoras-recolectoras a sofisticadas naciones del siglo XXI es un testimonio del éxito del proceso de selección natural que moldeó nuestro sistema nervioso central de la manera que lo hizo. Hemos conseguido ese éxito con las mismas herramientas mentales que ya tenían esos cazadores-recolectores, pero aprovechando la impresionante tecnología que nos circunda, y hemos creado, así como las reglas morales, legales y penales que nos rigen y permiten progresar, la organización política y el resto de las instituciones que hacen todo lo anterior posible. El proceso es un testimonio del éxito no solo de la selección natural, sino de quienes son el resultado de ella —nosotros—, porque hemos sido capaces de utilizar esas herramientas con todos los vaivenes que hemos comentado, en una trayectoria tal que no nos parece posible, ni atractivo, ni deseable, el retroceder a ninguno de nuestros estadios anteriores. Más bien, a lo que aspiramos es a continuar en un camino ascendente (en estricto rigor, no tenemos muchas opciones), meta que, como hemos dicho, está dirigida y orientada por la política. Por eso ella es tan importante, sus objetivos son los más nobles y su curso de acción requiere enmarcarse en instituciones que procuren su permanente avance.
CAPÍTULO 11 DOCTRINAS POLÍTICAS Y MORAL Si la política constituye, como lo afirmamos en el capítulo anterior, “la cúspide de la acción colectiva humana, pues aspira a determinar las reglas bajo las cuales las comunidades conducen su vida en sociedad”, entonces el contenido de esas reglas, las motivaciones que estuvieron tras su formulación y, más especialmente, los resultados a los que esas reglas conduzcan son de una importancia fundamental. En las sociedades libres, abiertas y democráticas, todos quienes pretendan dirigir los destinos de sus comunidades, sean ellas personas individuales o, más comúnmente, colectividades políticas, compiten entre sí por lograrlo. Lo hacen mediante elecciones democráticas, en las que las doctrinas políticas son uno de los elementos esenciales para establecer las diferencias entre los aspirantes a representar a la ciudadanía porque, a través de ellas, los competidores proponen el conjunto armónico y coherente de reglas que consideran más apropiadas para conducir la vida ciudadana. Esas reglas pueden ser explícitas, codificadas en leyes, o implícitas, encriptadas en los objetivos que esas doctrinas políticas manifiestan tener. Antes de adentrarnos en los nudos del debate político, analizaremos de qué manera se conecta el objetivo de la política con el funcionamiento de nuestra psicología moral. Como las distintas colectividades políticas siempre aspiran a convocar a una mayoría, sus propósitos están normalmente orientados a la búsqueda del bien de la comunidad, a alcanzarlo de una manera justa y a respetar, a lo largo del proceso, los derechos de las personas, intentando interpretar con ello los anhelos de la población. Es decir, el fundamento último de las doctrinas políticas es siempre moral. En consecuencia, las reglas propuestas para alcanzarlo son susceptibles de calificación moral, algo que hacemos con las herramientas de nuestra psicología moral. Por otra parte, doctrinas y reglas requieren ser coherentes entre sí, de lo contrario, la disfuncionalidad generada por posibles inconsistencias atenuará la creación de valor y, como consecuencia de ello, el potencial de mejoramiento de la vida de las personas se diluirá. Doctrinas políticas inconsistentes tenderán a caer en descrédito.
Como los humanos tenemos distintos ejes en los que fundamos nuestra moral, lo que no siempre conduce a juicios morales alineados, y como, además, apreciamos los hechos desde ópticas individuales disímiles, cuesta mucho que todos coincidamos en un mismo conjunto de reglas que nos satisfagan universalmente. Por eso, y a pesar de que todos declaremos aspirar a nobles objetivos colectivos, subsisten los distintos partidos políticos con sus respectivas doctrinas políticas y las sutiles o sustanciales diferencias que se observan entre ellas. En cualquier caso, y cualesquiera sean las doctrinas políticas de que se trate, para que interpreten a la opinión pública deben poder expresarse en un lenguaje comprensible y cercano a las motivaciones del ciudadano común, de maneras concretas e interpelando a las emociones de los ciudadanos. De lo contrario, la actividad política se desconecta de las personas y, como resultado de ello, los dirigentes se aíslan conceptualmente de la población. Para que la política desarrolle un lenguaje con “significación ciudadana”, se requiere que esté enlazado con nuestra naturaleza moral, que procure interpretar los anhelos y aspiraciones de los ciudadanos a través del filtro de los sentimientos morales que albergan en su interior. Hacer política poniendo el foco en la precisión conceptual con que se describe la compleja problemática contemporánea, descuidando la conexión emocional y moral que esa realidad genera en los individuos, solo provoca el alejamiento del ciudadano. Para entender cómo se puede producir de una forma sencilla el vínculo entre la doctrina política y la población a representar, es necesario introducir el concepto de heurísticas morales y examinar las consecuencias que de ese concepto se derivan.
Heurísticas morales En su iluminador capítulo “Evolutionary Psychology, Moral Heuristics and the Law” , Cosmides y Tooby razonan sobre este concepto. Se basan en la agenda que la psicología evolucionaria ha estado construyendo en los últimos veinticinco años, que pretende desentrañar las características de los programas mentales instalados por selección natural en nuestra arquitectura neuronal y cuya naturaleza es necesariamente adaptativa. 45
Ya vimos que los estudios de comportamiento animal y de neuropsicología humana muestran que la mente no es una página en blanco y que, por el
contrario, venimos “equipados de fábrica” con ciertos conocimientos del mundo que nos permiten resolver ciertos problemas con mucha facilidad y sin gran ayuda, como reconocer caras, aprender a hablar o aprender a caminar. Bebés de meses de edad son capaces de hacer distinciones que podríamos calificar de “morales”. Otras tareas, sin embargo, nos resultan mucho más difíciles, como aprender a escribir, aprender matemática o resolver un crucigrama. Ahora bien, los programas seleccionados para procesar información no resuelven automáticamente todos los problemas que podamos imaginar, sino, a lo más, aquellos a los que nos enfrentamos durante nuestro pasado cazador-recolector. Los resolvimos entonces y los resolvemos hoy con relativa facilidad, casi sin darnos cuenta. Por ejemplo, reconocemos en doscientos milisegundos (dos décimas de segundo) una cara de pena en una foto pigmentada en blanco y negro, pero nos demoramos entre cien y mil veces más (entre veinte y doscientos segundos) en resolver un problema cuya complejidad computacional es mucho menor, como encontrar en un dibujo a “Wally” —el popular juego infantil—, pues eso nunca fue una tarea a la que debimos enfrentarnos en tiempos ancestrales. 46
Algunos de esos programas producen reacciones o generan inferencias de manera tan rápida y fácil, tan sin esfuerzo y casi sin darnos cuenta de que lo estamos haciendo, que podemos utilizar la palabra instinto para describirlas. Cosmides y Tooby usan el conocido trabajo de Simon Baron-Cohen para ejemplificarlo: si un niño tiene al frente cuatro diferentes dulces, pero fija su mirada en un Milky Way, a la pregunta “¿qué dulce quiere el niño?”, la respuesta de casi todos los niños (y los adultos) es “el Milky Way”. En cambio, un niño autista, ante la misma pregunta, produce respuestas al azar. Sin embargo, si se le pregunta “¿qué dulce está mirando el niño?”, no tiene problemas en responder “el Milky Way”. La mayoría de nosotros tenemos un programa que nos dice, sin esfuerzo, casi de manera instantánea, que el dulce que el niño “quiere” es “el que está mirando”. Ese es el programa que no está funcionando en el niño con autismo. No es capaz de inferir lo que ocurre en la mente del otro, algo que la mayoría de nosotros hacemos sin pensar que estamos razonando, sin darnos cuenta de que hay un esquema algorítmico en nuestra mente que está resolviendo esa pregunta. Otro ejemplo es el instinto que nos hace evitar el incesto sin que podamos dar una buena “razón” para ello. De un modo parecido, algunos de esos programas están orientados a producir intuiciones que Cosmides y Tooby llaman heurísticas morales, es decir, reglas
fáciles y simples de seguir, que se gatillan ante situaciones que enfrentaron nuestros antepasados cazadores-recolectores y que permanecen en nuestras mentes modernas. Este es el concepto que queremos utilizar para comprender el origen evolucionario —quizás inconsciente— de los aspectos morales de nuestras doctrinas políticas. Analicemos el siguiente caso, que tendrá implicancias luego, en capítulos posteriores: Consideremos por un instante la disposición de los cazadores-recolectores a compartir el producto de la caza de mamíferos mayores. Todos los antecedentes recolectados por científicos en terreno indican que se trata de una práctica que tiene al menos dos millones de años, anteriores incluso al sapiens. Asimismo, no hay evidencia de que la repartición de lo cazado se hiciera condicionada a algún tipo de reciprocidad, por lo que se trataría de la práctica más cercana a la aspiración de Carlos Marx: “De cada cual según su capacidad y a cada cual según su necesidad”. Pero si escarbamos un poco más en la vida de los cazadores-recolectores del pasado y en las tribus que aún practican un modo de vida similar, encontraremos que no todo era compartir. Por ejemplo, los frutos silvestres o las plantas recolectadas individualmente no se compartían con todos, sino solo con los miembros de la familia nuclear. Si la comunidad iba más allá de la familia nuclear, se compartía, pero esperando reciprocidad, o sea, solo se entregaba parte de lo recolectado si previamente se acordaba recibir algo a cambio, en ese momento o con posterioridad. Si eso no se respetaba, se generaban enormes tensiones y disputas. La gran diferencia entre la caza y la recolección de frutos o plantas silvestres es la distinta probabilidad de éxito asociada a cada una. La caza es muy incierta. Hay una extrema variabilidad en los resultados, los que no son imputables al esfuerzo físico de los participantes sino, más bien, a la suerte, es decir, a que se hayan dado las condiciones favorables para que ello ocurriese. En cambio, la recolección de frutos es más sencilla, hay más abundancia de ellos y casi siempre se es exitoso. La variabilidad de resultados en la recolección es solo respecto de la cantidad recolectada, pero no del hecho de obtenerlos; si alguien no recolecta, lo más probable es que se deba a una falta de esfuerzo; la suerte no juega un rol en ello. Si los resultados de esas tareas dependen en un caso de la suerte y en el otro del esfuerzo, uno esperaría que hubiese reglas morales distintas para regular la disposición a ayudar o no a otros, y que ellas fuesen activadas por morales heurísticas diferentes. Veamos por qué. Cuando la suerte juega un papel tiene sentido ayudar y compartir, pues quien
tuvo suerte una vez no la tendrá en la siguiente, y el haber compartido la primera vez lo hará acreedor a que colaboren con él la siguiente vez, si es que todos siguen la regla de la reciprocidad. La mala suerte del cazador pudo deberse a una lesión anterior o a estar enfermo justo para esta salida de cacería, o a que los animales se hubieran movido transitoriamente en otra dirección. Por eso, que el resto comparta con él el producto de la caza y que él haga luego lo mismo con quienes estén en la misma desafortunada circunstancia en el futuro beneficia a todos. Habría sido difícil que la caza de mamíferos mayores se hubiese transformado en una práctica común entre los humanos sin reciprocidad, porque no se hubiese generado la cooperación sistemática necesaria para hacerlo. En el caso de los frutos silvestres, en cambio, si algunos comparten lo recolectado con otros que no recolectaron solo porque a estos últimos les dio pereza hacerlo, incentiva a que haya más personas que se aprovechen de la situación, recibiendo parte del botín sin hacer el esfuerzo que los haga acreedores a ese beneficio, transformándose en parásitos de los primeros. Los humanos tenemos un módulo para detectar fácilmente a quienes hacen trampa en los intercambios de ese tipo, como vimos en la primera parte del libro. Revisemos con más cuidado lo que está sucediendo. ¿Qué programas podrían haber sido seleccionados para lidiar con estas situaciones? ¿Qué intuiciones morales, qué heurísticas morales, qué reglas simples y fáciles podrían estar detrás de nuestra disposición a compartir o no hacerlo en estos casos? Una opción es la siguiente regla: a) si alguien es víctima de una tragedia de pura mala suerte, debemos ayudarlo. b) si se lo pasa holgazaneando y viviendo a costa del resto no merece nuestra ayuda. Se trata de inferencias que nos parecen naturales, que se autoexplican y son claramente pertinentes para lo que acabamos de analizar. Pero fíjense en lo que ocurre si modificamos esas dos reglas de la siguiente manera: a1) si alguien es víctima de una tragedia de pura mala suerte, no merece nuestra ayuda. b1) si se lo pasa holgazaneando y viviendo a costa de los demás debemos
ayudarlo. Estas nuevas reglas nos parecen “raras”, a pesar de no tener contradicciones lógicas en su estructura. Lo que ocurre es que violan la “gramática de nuestro razonamiento social”, como dicen Tooby y Cosmides, o sea, la forma correcta que tenemos para entender nuestras relaciones sociales. Por eso, deberíamos esperar que nuestra mente contenga mecanismos que activen las intuiciones morales expresadas en las frases a) y b), pero no en las a1) y b1). Y, de hecho, los debates contemporáneos respecto de la manera en que deben distribuirse los recursos que la sociedad genera se dan entre grupos que tratan de describir el mundo más cerca de la reglas a), es decir, de creer que se debe ayudar a quienes han sido víctimas de mala suerte —por su cuna, por la estructura de la sociedad que los condena o discrimina o por alguna otra causa ajena a su voluntad que los mantiene en una situación de vulnerabilidad—; o bien, de las reglas b), es decir, de creer que los que solicitan ayuda están intentando conseguir recursos del resto sin hacer los esfuerzos necesarios para merecerlos, aprovechándose de su buena voluntad. En los debates políticos modernos, las personas tienden a seguir uno de esos dos criterios de manera rígida: o bien sus semejantes merecen siempre ayuda, asumiendo que su desventura es verídica, o bien, que no la merecen, asumiendo que solo se trata de holgazanes. Quienes así se expresan han tomado una actitud que llamamos ideológica, es decir, una que no admite matices, pues suponen que la idea que ellos sustentan se aplica universalmente a todos los casos. Pero la realidad es siempre más compleja. Las reglas deben concebirse de tal manera que sean capaces de distinguir, en la medida de lo posible, entre esos dos casos. En general, el problema es que estas heurísticas morales surgieron para operar en los ambientes ancestrales y no necesariamente funcionan con la misma precisión en las sociedades contemporáneas. En los ambientes ancestrales con bandas de veinticinco a cincuenta individuos, en los que era muy fácil detectar quién tenía mala suerte o quién era un holgazán, se obtenían los resultados esperables en casi todos los casos. En cambio, cuando se aplican a sociedades de millones de personas a través de leyes aprobadas en los parlamentos, que deben aplicarse con precisión burocrática e impersonal, es de fácil ocurrencia que las víctimas de mala suerte no queden cubiertas por alguna ley particular, o que los holgazanes consigan beneficiarse a pesar de su pereza. Pueden ser muchos los casos en que
la heurística moral no conduzca a buenos resultados. Por eso, quienes diseñan las políticas públicas deben ser muy cuidadosos de que estas no contengan incentivos perversos que permitan el aprovechamiento de sus beneficios por quienes no se han hecho acreedores a ellos o que, por deficiencias en su redacción, no cubran a quienes verdaderamente los necesitan. Examinemos ahora que ocurre con la implementación de las reglas que, pretendiendo interpretar nuestras heurísticas morales, organizan la vida social.
Función intrínseca e instrumental de la ley Las reglas que conforman las doctrinas políticas basadas en heurísticas morales como las recién descritas tienen como objetivo cumplir una cierta función, función que debe tener alguna relación con la concepción moral de quienes las proponen, es decir, con la idea que estos tengan respecto de la mejor forma de establecer la convivencia social. En un interesante artículo sobre psicología y política, Russell Korobkin explica que las leyes —la forma explícita en que se conforman esas reglas— tienen dos funciones: una de carácter intrínseco y otra de carácter instrumental. La función intrínseca se logra cuando la ley “codifica alguna concepción de derechos, justicia o moral”, es decir, cuando el objetivo declarado de ella contiene un propósito moral (o de derechos, o de justicia) como su sustento. En otras palabras, las leyes o los códigos cumplen su función intrínseca cuando son concebidos para mejorar la situación de las personas o de la sociedad en general. Y, por lo tanto, las doctrinas políticas que contengan esas reglas las tendrán como su fundamento moral. 47
Lo anterior no asegura que la intención que hubo tras la redacción de las normas se concrete en la vida diaria. Korobkin distingue entre la recién descrita función intrínseca de la ley y la función instrumental de la misma. La función instrumental de la ley es la que procura “moldear la conducta de los gobernados, de manera que, en la práctica, se cree una sociedad más cercana a alguna concepción de derecho, justicia o moral, de lo que sería si hubiese seguido otros caminos”. Se trata de una distinción sutil, pero una que ha estado en el trasfondo de lo argumentado en la primera parte de este libro. En la función instrumental, no solo es necesario que la ley tenga un propósito moral en su concepción, sino que, además, debe estar concebida de manera que moldee la conducta de las personas hacia el propósito buscado. Mediante la distinción entre función intrínseca e instrumental de la ley, Korobkin reconoce el
posible desajuste entre el propósito de las leyes y el resultado de su aplicación. Y, de acuerdo con lo que hemos discutido, ello ocurre cuando las personas reaccionan a la norma de manera diferente a la intención que hubo al momento de diseñarse, porque su naturaleza los insta a ello. Más aún, cuando ese desajuste genera efectos opuestos a los buscados —fijación de precios para favorecer a los más vulnerables, que termina en mercados negros y desabastecimiento; inamovilidad laboral para mantener el empleo, que termina con menos empleos porque hay menos empleadores dispuestos a contratar; separación de los niños de sus padres en los kibbutzim israelíes para educarlos mejor, que no mejora su educación, entre otros—, la función intrínseca de la ley queda desprovista de su función instrumental. De modo que la política y la moral están íntimamente entrelazadas. Primero, porque cuando las personas conciben reglas institucionales, leyes o políticas públicas, lo hacen normalmente y de manera natural con la intención de cumplir con algún objetivo de derecho, justicia o moral. Pero, además, cuando a esas normas se les exige que moldeen la conducta de las personas para que, en la práctica, se cree una sociedad más cercana a esa concepción de derecho, justicia o moral, lo cual requiere un esfuerzo adicional, se pretende que las consecuencias de ellas también tengan un objetivo moral. La ausencia de este segundo aspecto deslegitima al primero, porque si los resultados no logran cumplir con las intenciones que inspiraron las reglas, se desvirtúa ese noble propósito inicial.
Política y técnica Hay otra distinción que se utiliza con frecuencia en materias políticas y que también tiene una connotación moral. Se trata de aquella que distingue entre medidas de carácter “político” y de carácter “técnico”. Las primeras se refieren a propuestas que tienen por fin agradar a la ciudadanía en el corto plazo para obtener beneficios electorales. Las segundas están relacionadas a iniciativas que, dados los conocimientos expertos que las avalan, debieran producir mejores resultados agregados. Como eso no es evidente para el grueso público y el efecto de las medidas “técnicas” es, en general, de mediano o largo plazo, no otorgan beneficios electorales inmediatos o claros. Como se observa, ambas tienen un objetivo moral, aunque distinto: las primeras buscan que la calificación que la ciudadanía haga de ellas sea positiva
instantáneamente; en cambio, las segundas procuran que el resultado en el largo plazo sea beneficioso para la mayoría de manera más permanente. Las medidas “políticas” son populares; las medidas técnicas suelen ser “impopulares”. Las primeras apuntan a conectar de manera directa y emocional con el votante; las segundas, optan por asegurar que sus consecuencias en el mediano y largo plazo sean las mejores. Pero ambas se presentan de una manera que reconoce implícitamente la connotación moral que aspiran a tener. Las medidas “técnicas” no siempre son mejores que las “políticas”, al menos no de manera absoluta, porque en estricto rigor son formas distintas de escoger entre las opciones disponibles. Por ejemplo, muchas veces el cálculo económico indica proponer una medida técnicamente saludable pero no recomendada por la “economía política”, porque la reacción que la ciudadanía tenga a ella —un rechazo masivo, por ejemplo— produciría efectos contrarios a los esperados, que impedirían que sus efectos beneficiosos finalmente se alcancen. El hecho de no poder aplicar siempre medidas “técnicas” se debe a que las iniciativas políticas apelan de manera directa a los sentimientos morales de los votantes, mientras que las técnicas provienen de un cálculo de sus consecuencias. Hemos visto la importancia de los sentimientos morales de las personas como impulsores de sus conductas. Es natural que la relación entre doctrinas políticas y moral sea estrecha, dado todo lo que vimos respecto del rol de la política en las sociedades humanas y el rol central que juega en nuestra mente la psicología moral. Y, así como en ocasiones esa relación se funda en motivaciones electorales, en otras se basa en argumentos técnicos. Pero quienes conducen la política en sociedades democráticas y abiertas aspiran siempre a conectarse con las intuiciones morales de sus electores, pues ese es el tamiz que las mentes de los ciudadanos utilizarán, incluso inconscientemente, para juzgar a las doctrinas políticas y para decidir su futuro. Como las direcciones a las que apuntan nuestros sentimientos morales no son siempre coincidentes, eso tensiona nuestras decisiones, generando dilemas morales de diverso tipo, para los cuales no resulta fácil establecer una prioridad única. Frente a opciones que parecen contraponerse debemos buscar criterios consistentes que nos permitan escoger en cada caso específico. En otras palabras, requerimos buscar formas de priorizar una opción sobre otra de manera coherente, para que nuestras decisiones tengan una regularidad predecible. Solo así, con esos criterios ordenados estructuradamente, se podrá constituir una
doctrina política que sea merecedora de ese nombre. Pero que no se malentienda: esto no implica que frente a un dilema específico — por ejemplo, atenuar las desigualdades sociales o reforzar la libertad de emprendimiento, que muchas veces van en direcciones opuestas— la opción elegida signifique el descarte completo de la otra. En efecto, los distintos ejes de nuestra psicología moral están siempre actuando en forma independiente del cuidado analítico con que hayamos formulado una doctrina política. Sabemos que, como entre esos ejes hay tensiones, no existe un conjunto de normas y preceptos único que pueda representar de manera definitiva los distintos propósitos morales. Así, la tensión entre libertad e igualdad, por ejemplo, no queda completamente resuelta ni en una doctrina socialista ni en una liberal, pues ambos conceptos forman parte de nuestra naturaleza y producen heurísticas morales que los apoyan. El esfuerzo al que debemos apuntar es, entonces, a priorizar, de manera consistente y racional, una sobre la otra, cada vez que nos enfrentemos a esas tensiones. Esta mirada, más orientada a las consecuencias de las políticas que a la naturaleza de las motivaciones que las establecen, puede parecer cínica. Sin embargo, el hecho es que motivaciones nobles —una sociedad igualitaria, de derechos sociales— han dado dar lugar a sistemas que han terminado con un resultado inverso al buscado, privando a esas nobles motivaciones de su virtud inicial y quitándoles su atractivo. Los ejemplos de ello son abundantes, y no es necesario recurrir a épocas históricas para encontrarlos, pues el siglo XXI los ha provisto con mayor abundancia de lo que uno esperaría. La revolución cubana, cuyo líder, Fidel Castro, falleció mientras escribía estas páginas, constituye un elocuente ejemplo de ello. Para construir la utópica sociedad de iguales que prometió, debió controlar y restringir la libertad de emprendimiento de sus ciudadanos, pues de otra manera la diferencia de talentos, esfuerzos y capacidades para tomar riesgos de sus habitantes se hubiese expresado, ineludiblemente, en desigualdades. Tampoco pudo permitir la libertad política, que se podría haber traducido en un cambio de régimen, con el consiguiente desplome de su utopía. Lastimosamente, y luego de casi sesenta años de persistir, el castrismo no ha logrado ni prosperidad para su pueblo ni libertad para que cada uno pueda emprender el camino que escoja ni tampoco la utópica igualdad, pues la deteriorada situación económica a que el experimento condujo los ha obligado a recurrir, tímidamente, a la iniciativa privada y al turismo internacional, con las estratificaciones desigualadoras a que eso conduce.
Las doctrinas políticas, como hemos visto, se basan en intuiciones morales. Pero su verdadera prueba moral se produce al momento de implementarlas. Si producen resultados alejados de los propósitos originales, no pasan esa prueba. Y eso ocurre, casi siempre, porque ignoraron las fuerzas de la naturaleza humana.
CAPÍTULO 12 INTERÉS PROPIO E INTERÉS GENERAL Examinemos ahora los nudos de debate político contemporáneo. Comencemos con la antinomia entre el interés propio y el interés general. La sociedad está compuesta de personas individuales. No hay vida social sin que, previamente, haya individuos que la desarrollen. La interacción social se construye a partir de los deseos y creencias de esos individuos. Son las conductas de cada una de esas personas, procurando satisfacer sus deseos y creencias, basadas en la arquitectura neuronal a la que hemos aludido a lo largo de estas páginas, las que constituyen lo que llamamos vida social. La satisfacción del interés propio es, por lo tanto, anterior a la constitución de la vida social, y precisamente porque ese interés propio requiere ser satisfecho es que se produce la vida en sociedad. Si las personas ven limitada la libertad que tienen para dirigir sus propias vidas en la dirección que escojan, la consecuente vida en sociedad, como un todo, se resiente y empobrece. Y, sin embargo, como una aparente paradoja, es la vida en sociedad lo que le da significado a la vida individual. El interés propio solo se consigue en la interacción social. Es en ella donde las personas encuentran, o no encuentran, satisfacción a sus aspiraciones. Es en la interacción social donde los individuos se emparejan y reproducen —estableciendo familias, dándole así continuidad a la especie, sin la cual no habría nada de qué preocuparse ni discutir, incluidas las doctrinas políticas y este libro—, es en la interacción social donde las personas se fijan metas y procuran alcanzarlas y donde establecen su jerarquía o estatus. En otras palabras, es en sociedad donde las personas se realizan como individuos. Más aún, es la profunda orientación social de nuestra especie lo que le confirió las ventajas que exhibe para copar todos los nichos ecológicos, sean estos geográficos, culturales o de significado. Pero es el aporte de cada uno, satisfaciendo sus intereses propios, lo que permite que la vida en sociedad ocurra. Personas individuales frustradas, insatisfechas en sus intereses personales, a quienes se les ha restringido su capacidad y libertad para
perseguirlos, no contribuirán con todo su potencial a la riqueza y los beneficios de la vida social, y esta se verá empobrecida o perturbada. ¿No es lo anterior, acaso, una contradicción? ¿No se nos ha transmitido que el interés propio debe estar subordinado al interés del grupo, al de la comunidad, de modo que cada uno de sus miembros esté aportando su mejor esfuerzo a ese propósito colectivo? ¿No vimos que en la satisfacción de los intereses individuales, en ausencia de cooperación, es que se desata la “tragedia de los comunes”? ¿No fue eso lo que dio lugar a los sentimientos morales como parte de nuestro sistema emocional? ¿Por qué, entonces, habría el interés propio de primar sobre el interés general? ¿Cómo podemos desenredar este nudo? Volvamos al altruismo y el egoísmo, esa pareja fundamental de impulsores de la conducta humana, cuyo origen y razones evolucionarias ya explicamos. Efectivamente, porque tenemos esa disposición altruista, cuando vivimos en sociedad tendemos a colaborar con nuestros semejantes, a cooperar con el grupo al que pertenecemos o a sentir solidaridad por los que sufren. Esa forma de actuar es la que nos conecta con el bien común, con el bienestar colectivo de todas las personas que conforman nuestra comunidad, sea esta pequeña — familia, clubes, amigos— o más grande —nuestro pueblo, región, país o civilización—. Por eso, cuando hablamos del “interés general” nos referimos a la motivación con que desplegamos nuestras acciones para que el bien común se realice, y en pos del cual debemos sacrificar parte de nuestro interés propio. Sus fundamentos, como resulta aparente, están en la disposición al altruismo recíproco que poseemos de manera innata, que nos permite destinar esfuerzos a la mejora de terceros, incurriendo en costos para hacerlo que incluso pudieran ir en contra de nuestro beneficio individual. Pero el interés general no lo es todo; el interés propio y el interés general coexisten en nosotros. Un campesino puede ser muy solidario con un turista que tiene un problema cerca de su casa, pero muy competitivo al momento de defender el precio de su cosecha en la feria el domingo. Un empresario puede ser muy individualista cuando maximiza las utilidades de su empresa y muy cooperador cuando hace donaciones anónimas a instituciones de beneficencia. Un político puede estar muy preocupado del interés general de su colectividad cuando colabora para que su partido crezca electoralmente, y mostrarse muy egoísta con sus correligionarios cuando procura que lo nominen como candidato. Nosotros podemos declarar nuestra disposición a colaborar con el interés general de la nación en que vivimos, pero podemos ser bastante egoístas o competitivos
con nuestras naciones vecinas. Paradojalmente, el egoísmo, la competitividad y el individualismo resultan ser beneficiosos para el “interés general” cuando se actúa en mercados competitivos e impersonales, pues eso genera más bienes a mejores precios para más personas, como bien lo describió Adam Smith a través de su metáfora de la mano invisible. Pero ese modo de actuar resulta corrosivo cuando interactuamos con nuestros grupos más cercanos —familia, amigos y conocidos—, pues no solo es contrario al altruismo (recíproco) que nos caracteriza en nuestra interacción con ellos —algo que nuestras emociones nos instan a desplegar—, sino que además lesiona el tejido social que nos une. Revisemos con un poco más de detalle cómo opera el interés propio en beneficio del interés general en el caso de los mercados. Primero, recordemos que los seres humanos poseemos un mecanismo neurocognitivo que nos permite detectar con rapidez a quienes hacen trampa en los contratos de costo/beneficio. Eso está muy bien documentado por Tooby y Cosmides en una serie de experimentos realizados con distintos formatos y bajo distintos contextos sociales, mediante el uso de la llamada Wason Selection Task , que es un rompecabezas lógico ante el cual los sujetos deben escoger cartas con cierto tipo de información, que les permite comprobar o no su veracidad. 48
49
Cuando dos personas están dispuestas libre y voluntariamente a intercambiar un bien, entonces el resultado será, casi por definición, de mutuo beneficio. Si no fuese así, ¿por qué habrían de recurrir al intercambio? Incluso, si en ese intercambio una persona entrega voluntariamente más de lo que recibe, debemos entender que está realizando un acto altruista con plena consciencia de ello y que, por lo tanto, sí está recibiendo un beneficio: el placer interior de hacerlo. El intercambio sin coerción evita, además, transacciones con personas tramposas — para eso el módulo recién descrito es vital— o con quienes intentan imponer condiciones desventajosas. Para ello, basta con recurrir al simple expediente de ignorarlos e intercambiar con otros. Ni siquiera es necesario utilizar la violencia. A pesar de que intercambiar solo bajo condiciones de mutuo beneficio no tiene como intención generar bienestar social, ya hemos indicado que Adam Smith sorprendió al mundo con su “mano invisible” al mostrar que bajo condiciones apropiadas (muchos participantes, bajas externalidades y solo intercambio de mutuo consentimiento) el resultado produce un gran beneficio social que no formaba parte de las intenciones de los participantes.
Curiosamente, cuando las sociedades han establecido sistemas de planificación centralizados para sus economías bajo la premisa de querer incrementar el bienestar general, terminan produciendo menores niveles de bienestar que aquellas en las que el intercambio solo se realiza de manera descentralizada y bajo condiciones de mutuo consentimiento. La experiencia que tuvo el mundo con las dos Alemanias luego de la Segunda Guerra Mundial, la que sigue teniendo con las dos Coreas en la actualidad, el contraste entre la China de Mao y la de Deng Xiaoping, el colapso de la Venezuela chavista y el fracaso de la Cuba castrista son demasiado elocuentes como para requerir mayores explicaciones. A pesar de que puede resultar contraintuitivo, en un sistema de intercambio privado se requiere muy poca información para decidir cuáles intercambios deben tener lugar, pues son las decisiones descentralizadas de las personas, cada una actuando en su propio beneficio, las que los determinan. Al respecto, la mente tiene un sistema sofisticado y elaborado para valorar los bienes que desea y cuáles transacciones son las que le conviene efectuar; en cambio, intentar representar todo ese conjunto de deseos y aspiraciones que habitan en nuestras mentes a través de gigantescas matrices de datos en un computador, para así definir, de manera centralizada y por una burocracia estatal, las transacciones óptimas, es prácticamente imposible. Incluso si lo fuera, habría que estar en condiciones de monitorear permanentemente los posibles cambios en las aspiraciones de las personas e introducir esas modificaciones a la matriz, además de asumir el costo que habría que imponer a todo el sistema para recolectar, procesar y mantener esa información actualizada. Cuando las transacciones se realizan de manera privada, toda la riqueza de información involucrada en cada decisión no requiere ser comunicada ni entendida por nadie. Su poder radica en la sencilla regla de elección incorporada a nuestra mente: “Escoge la alternativa que te produzca el mayor beneficio”. Por supuesto, estos intercambios diádicos entre dos individuos pueden ser generalizados a organizaciones de personas, como las empresas, tengan estas o no fines de lucro, que operan bajo la misma lógica: mínima información y simpleza de objetivos. Eso es lo que ocurre de manera generalizada en las economías de mercado en las que, bajo condiciones de competencia, ausencia de externalidades y de coerción en las transacciones, se obtienen más productos para más personas a mejores precios. De manera que el interés propio no solo coexiste con el interés general, sino que,
además, tiene un rol preponderante en las sociedades modernas a través del sistema de transacciones privado bajo las condiciones ya descritas. La motivación personal es capaz de aumentar el bienestar general de la población más que los sistemas diseñados específica y centralizadamente para hacerlo, y de lograrlo sin que los participantes hayan tenido necesariamente esa intención. Esto, como ya dijimos, no invalida la existencia del interés general. Seguimos siendo egoístas y altruistas, solo que no somos ambos a la vez. En ocasiones somos egoístas y en otras, altruistas. Esa dualidad constituye un dilema intrínseco e insoslayable de la condición humana. Coexisten en nosotros tanto el egoísmo como el altruismo, el individualismo como la colaboración, la competitividad como la cooperación. Como las situaciones en que se gatillan unos u otros no coinciden para las distintas personas, no es posible armonizar los intereses de todos de una manera clara por medio de reglas únicas. Es más, quienes estudian las bases del comportamiento humano han mostrado mediante una numerosa y extendida cantidad de experimentos que las personas tienden a ser egoístas y competitivas en los ambientes impersonales, como los mercados en los que participan muchas personas, y cooperadoras y solidarias en los ambientes sociales. En ambos casos resulta más eficiente para el resultado final del grupo el comportamiento que se acomoda a una de esas dos situaciones, que el alternativo. “Si queremos aplicar nuestros instintos sociales solidarios a los mercados impersonales, perdemos la capacidad que estos tienen de generar riqueza, pero al revés, si queremos aplicar las reglas competitivas de los mercados a nuestras relaciones sociales, destruimos el tejido social”, afirmó el premio nobel de Economía Friedrich von Hayek . No tenemos una solución definitiva a ese problema, por lo que debemos procurar construir una sociedad que aproveche a ambos, lo que no es sencillo. De ahí que las reglas institucionales y las políticas públicas que queramos introducir a nuestra convivencia social requieran de un esfuerzo particular para tomar en cuenta esta complejidad en su diseño. Debemos estar dispuestos a monitorear sus resultados y corregirlos cuando estos no sean los esperados. 50
Podemos concluir que tanto el interés propio como el interés general sirven al propósito social, y las sociedades modernas deben utilizar ambos, diseñando con meticulosidad las instituciones que promueven uno u otro según las condiciones de que se trate, procurando interpretar correctamente los sesgos conductuales a que nos conduce la naturaleza humana.
CAPÍTULO 13 ACCIONES COLECTIVAS Y REPARTO Hemos insistido en describir a la actividad política como “la cúspide de la acción colectiva humana”. Sin embargo, solo una pequeña parte de la población se involucra en esa actividad de manera activa, permanente y consciente. La gran mayoría solo participa cuando emite su voto en las elecciones, cuando la comenta al interior de su entorno más cercano, interactúa en las redes sociales o se informa por los medios masivos. Por eso, denotamos a la política como una acción “colectiva” en un sentido más bien metafórico. Pero si nos desentendemos de las intenciones detrás de las conductas de las personas, normalmente orientadas a los intereses específicos de cada quien, y analizamos su quehacer de manera agregada, vemos que todas contribuyen a construir la sociedad en la que habitan. En ese sentido, hay, efectivamente, una “colectividad” operando. Sin embargo, hay otra forma de entender las acciones colectivas. Nos referimos a aquellas que surgen de la colaboración o cooperación intencionada de dos o más personas para realizar una tarea de manera conjunta y cuyo producto es luego repartido entre los participantes, de acuerdo con alguna regla. La pregunta que surge de inmediato es: ¿cuál es la regla más apropiada? Este es un tema que atraviesa la mayoría de los debates políticos contemporáneos, pues está relacionado con la distribución de la riqueza que se genera en la sociedad como resultado de la acción conjunta de sus miembros. Para abordarlo, es necesario determinar cuáles son los elementos de nuestra naturaleza que nos conducen a realizar acciones colectivas y a repartir sus resultados. Para ello, siempre es bueno recurrir a ejemplos menos contaminados por las complejidades de las modernas sociedades postindustriales actuales, como las bandas de cazadores-recolectores, pues su problemática está rodeada de un contexto más sencillo de analizar. Varias veces hemos mencionado la caza de mamíferos mayores, practicada extensamente en la sabana africana por las bandas de cazadores-recolectores, una acción colectiva por excelencia. Resultaba virtualmente imposible cazarlos
individualmente, por lo peligroso y difícil que era intentarlo. En efecto, cazar un mamífero mayor requería de varios participantes, cada uno aportando su propia especialidad: algunos para seguir sus rastros, varios para atacarlos simultáneamente con sus lanzas y evitar ser atacados, y esos mismos más otros para despostarlo y trasladar la carne al campamento. Pero, además, la cantidad de carne así obtenida era superior a la que los cazadores podían ingerir antes que se pudriera, con la dificultad añadida de que, una vez muerto, el animal se transformaba en una apetitosa presa para otros animales y aves de carroña. Para evitar que se perdiera todo el esfuerzo realizado, se hacía necesario compartir con los otros miembros del grupo que se habían quedado cuidando a los menores o recogiendo frutos silvestres o tubérculos. En cierto sentido, todo el clan formaba parte de la acción colectiva, pues, aparte de la acción directa de los cazadores, el resto realizaba labores necesarias para que los cazadores pudieran concentrarse en su tarea. Es claro el beneficio que obtenían de la acción colectiva. Si los humanos hubiesen vivido de manera individual, cada uno por su cuenta, la caza de mamíferos mayores no hubiese estado disponible como opción alimenticia y, en consecuencia, tampoco el fundamental aporte proteico que ella ofrece. Las sociedades humanas se han desarrollado a lo largo de la historia utilizando intensivamente acciones colectivas: así, en el mundo contemporáneo, las vemos en la mutua defensa, en la construcción de edificios o en la producción de automóviles. Pero volvamos nuevamente al ejemplo de la caza de mamíferos mayores para obtener carne, y comparémoslo con la recolección de frutos silvestres o tubérculos. Vimos en el capítulo 11 que la forma en que tendemos a compartir sus beneficios está sometida a heurísticas morales específicas. En el caso de la recolección de frutos silvestres, en la que casi siempre se es exitoso, la regla moral nos sugiere no compartir, para evitar el free riding (no repartir frutos a quienes no hicieron nada para recogerlos), a menos que alguien esté impedido de participar por enfermedad u otra condición inhabilitante. En el caso de la caza, en la que a pesar del esfuerzo es posible que los resultados sean negativos, entonces la heurística moral nos insta a compartir el producto entre todos, pero castigando a los holgazanes. Compartir con quienes trabajaron pero no tuvieron suerte es una forma implícita de reciprocidad, pues los exitosos compartirán con los que le fue mal, lo que será reciprocado cuando la fortuna se invierta, y así todos estarán mejor que si nunca compartieran.
En el lenguaje contemporáneo, compartir cuando hay mucha varianza es equivalente a tomar un seguro. En efecto, las personas pagan una prima cuando comparten con terceros parte de lo obtenido, porque eso les permite cobrar el seguro cuando la suerte no los acompañe, recibiendo de esos terceros parte de lo que ellos obtuvieron. Por otra parte, no compartir cuando la varianza es muy baja, es decir, no colaborar con el holgazán, nos parece natural e intuitivo, porque evita el parasitismo de los free riders. El compartir de manera equitativa el producto de una acción colectiva, o hacerlo de manera sesgada, es un tema actual de permanente debate. La heurística primitiva ya descrita, que cambia la regla dependiendo de si hay o no varianza en los resultados de una acción colectiva, resolvía ese problema con bastante eficacia en las bandas de cazadores-recolectores. Sin embargo, como ya vimos, esas reglas no se ajustan bien a las sociedades modernas y les generan muchos problemas. En la actualidad, con millones de personas anónimas interactuando, es muy fácil manipularlas para recibir beneficios sin ser un infortunado, o bien para no entregar ayuda a quien sí la necesita. Es sabido que las burocracias estatales impersonales tienden a ser excesivamente formalistas en su interpretación de las reglas, lo que genera errores o permite favoritismos. Las acciones colectivas también las podemos caracterizar como acciones de cooperación coalicional, en las que un grupo de individuos se coordina para obtener un meta común y luego comparte lo conseguido. Como ellas están siempre expuestas al problema del free riding, cuando ello ocurre desincentivan la participación de quienes sí trabajan, lo que tiende a desarticular las ventajas de actuar colectivamente. En el mundo animal, salvo el caso de los insectos sociales, cuyos individuos comparten sus genes como si fueran hermanos o gemelos, son pocas las especies que cooperan por medio de acciones colectivas. Es la selección natural la que tiende a evitarlo, justamente porque ella puede inducir la aparición del free riding. En efecto, no participar pero cosechar de igual forma los beneficios confiere a esos individuos una ventaja reproductiva, pues no solo recibirían el producto de dicha acción, sino que no gastarían energía en obtenerlo. De esa manera, luego de un tiempo, los free riders superarían en población a los que cooperan, porque serlo da mejores resultados. Pero en esas condiciones, los propios free riders comenzarían lentamente a desaparecer, pues habría muy
pocos cooperadores de quienes obtener el alimento y demasiados free riders queriendo alimentarse. Los economistas experimentales y científicos evolucionarios han estudiado con tesón la dinámica de las acciones colectivas de este tipo. El llamado “juego de bienes públicos” sirve a ese propósito: en él, a los participantes se les entrega una cantidad de dinero y se les dice que pueden contribuir a un “pozo común” con la proporción que deseen desde cero hasta el total y que luego ese pozo será multiplicado (típicamente por dos o por tres) y repartido entre todos los participantes. El juego se repite muchas veces. Al igual que en el “dilema del prisionero”, también aquí se genera un dilema. Mientras más contribuyan los participantes al “pozo común”, mayor será el monto a repartir entre todos. Y, sin embargo, un participante individual podría considerar no contribuir al pozo si todo el resto lo hace, y obtener así un mejor retorno que si hubiese contribuido. Por lo tanto, tiene la permanente tentación de no contribuir. Imagínense a cinco jugadores con diez dólares cada uno. Si todos aportan la suma total, y el pozo de cincuenta dólares se multiplica por tres a ciento cincuenta dólares, cada uno recibirá treinta dólares. Pero si uno de ellos no contribuye, y los otros cuatro aportan sus diez dólares, el pozo de cuarenta también se multiplicará por tres a ciento veinte dólares, lo que significará veinticuatro dólares a cada uno. En ese caso, el que no contribuyó ahora tendrá treinta y cuatro dólares, diez más que el resto, los mismos que se guardó y no aportó. Le resultó conveniente no contribuir. Si otro de los participantes hace lo mismo, el pozo caerá un poco más y nuevamente los free riders estarán más favorecidos. Pero a medida que eso se generalice, y si se trata de juegos con muchos jugadores, los retornos comienzan a caer dramáticamente, pues el pozo se hace cada vez más pequeño, los que siguen contribuyendo comienzan a frustrarse y dejan de contribuir, y el sistema colapsa. Se han creado diversas variantes de juegos de este tipo —modificando montos, múltiplos, número de jugadores y el contexto social en que se les dice que se encuentran los jugadores, para simular situaciones sociales diferentes— y la conclusión general es que los jugadores comienzan contribuyendo proporciones altas de su dinero, las que, luego de algunas rondas, comienzan a caer por las razones recién expuestas, hasta estabilizarse en proporciones bajas, con lo que el juego pierde el atractivo que originalmente ofrecía. Se puede argumentar que estos juegos no simulan bien las complejas situaciones
en que se dan las acciones colectivas en el mundo real. Pero, quizá justamente por eso, por la simplicidad y lo primitivo del juego, deja poca duda respecto de la propensión de los actores —seres humanos— a transformarse en free riders si pueden, seguramente impulsados por la natural tendencia a conseguir el retorno más favorable ante la coyuntura que enfrentan, pues el interés propio siempre está al acecho. No obstante, tal como en el “dilema del prisionero”, su intuición falla. En el caso de los prisioneros, ambos se delatan mutuamente y obtienen una sentencia mayor a la que hubieran obtenido si hubiesen colaborado quedándose callados. En el caso de los bienes públicos, el querer sacar provecho individual del juego se traduce en una caída de las contribuciones al pozo común de un número cada vez más alto de participantes, con lo cual el retorno, tanto para los contribuyentes como para los free riders, tiende a desaparecer. ¿Cómo se resuelve, entonces, el problema de los free riders? Noten que no es trivial. En otras especies que no tienen la capacidad analítica nuestra, si una proporción de sus individuos tuviese una disposición genética al free riding, siempre tenderían a desplazar a los colaboradores por la ventaja reproductiva obvia de recibir lo mismo con menos esfuerzo. Se transformarían en sus parásitos, dificultando la supervivencia final de la especie, pues la población de colaboradores disminuiría progresivamente. En el caso de los humanos, a pesar de que podemos analizar racionalmente la situación y entendemos esa dinámica, igual tendemos a no colaborar, como lo muestran los juegos recién descritos. Sin embargo, la selección natural encontró una solución al problema. Ella funciona para especies complejas como los sapiens, con sistemas nerviosos centrales sofisticados, que poseen la capacidad para hacerse representaciones simbólicas de la realidad, que tienen conciencia y que hacen uso intensivo del lenguaje. Se trata de la disposición moral punitiva —otra heurística moral, en el lenguaje de Tooby y Cosmides— de actuar en contra de quienes no colaboran, castigándolos. El propio juego de “bienes públicos” así lo ha demostrado. Si se permite que los contribuyentes castiguen a quienes no contribuyen, extrayéndoles parte de su dinero como multa, se evita que las sumas caigan y ese efecto es más fuerte aún si el castigo se extiende también a los que no castigan. No solo eso: los sentimientos punitivos son tan poderosos y constituyen una intuición moral tan arraigada que los contribuyentes están dispuestos, incluso, a poner plata de su bolsillo para poder castigar a los free riders, es decir, están dispuestos a incurrir en un costo para sí mismos con el objeto de satisfacer sus sentimientos punitivos.
Hay experimentos que así lo muestran. Todo esto contradice el supuesto de la teoría de “rational choice”, que afirma que las personas tienden a sacar el máximo provecho de cada coyuntura que enfrentan. Esa, que sería la conducta “racional”, no es la seguida por los jugadores, que están dispuestos a poner dinero para castigar, incluso en el caso de que el juego sea de un solo turno y no tengan la oportunidad de recuperar las pérdidas en rondas siguientes. Si las reglas o los programas con que opera nuestra mente estuvieran solo orientados a maximizar los resultados en cada situación, no reaccionaríamos castigando. Pero no es así. Los sentimientos punitivos —un “truco” encontrado por la selección natural— son mayores mientras más grande sea la diferencia entre las contribuciones de los actores. La heurística moral opera evaluando el nivel de aporte de cada participante individual y observando el promedio del grupo, y según ello calibra su castigo. En las sociedades modernas, ¿es posible organizar la producción como una acción colectiva en gran escala, así como lo era la caza en los clanes de cazadores-recolectores? En otras palabras, ¿es posible que el esfuerzo productivo de cada ciudadano vaya hoy, en el siglo XXI, a un pozo común, del que luego se distribuya lo que le toca a cada participante, ya sea montos iguales o “según la necesidad de cada cual”, como quería Marx? En todas las sociedades modernas se construye un pozo común a través del sistema de impuestos. Esa recaudación financia primero al aparato estatal, encargado de mantener la organización social funcionando, y ese mismo aparato estatal es el que redistribuye el saldo conforme a reglas o leyes aprobadas en los respectivos parlamentos. La diferencia del sistema impositivo con el juego de los “bienes públicos” es que, en el caso de los impuestos, las contribuciones se plantean como obligatorias y en el juego, se sugieren como voluntarias. Pero, en ambas situaciones la forma de conseguir que se efectúen requiere de la amenaza de un castigo, pues esa es la heurística moral a la que responde la mente humana. El entusiasmo por contribuir está directamente relacionado con los retornos esperados. Por eso, si los impuestos no se traducen en beneficios palpables se hace más difícil pagarlos de buena gana, y solo la amenaza del aparato judicial represivo de los recaudadores mantiene las contribuciones en el nivel solicitado. Inversamente, si el sistema admite un grado de free riding importante que haga
sentir a quienes contribuyen que son ellos los que cargan injustamente con todo el esfuerzo, el sistema colapsará. El adecuado balance entre ambas situaciones, que maximice los beneficios estimulando las contribuciones y, simultáneamente, minimice el parasitismo que las haga decaer, es el difícil ejercicio que enfrentan todos quienes diseñen políticas públicas en las naciones modernas. La única manera de hacerlo bien es incorporar a ese diseño las características de la naturaleza humana para lograr que las conductas se alineen con el objetivo que las motivó. Pero nuestra pregunta estaba dirigida al caso extremo, en el que todo lo producido va destinado a un pozo común, equivalente a una tasa impositiva de 100%. Hay varios ejemplos recientes en que eso se ha intentado, entre ellos, las granjas colectivas de la Unión Soviética y las de la China de Mao. En la URSS, luego de la revolución de 1917, la agricultura fue organizada como una gran acción colectiva, dejando un 3% de la tierra en dichas granjas en manos privadas. Los resultados fueron sorprendentes. La tierra privada llegó a producir entre el 45 y el 75% de los vegetales, carne, leche, huevos y papas de la URSS (Sakoff, 1962) . En China, la colectivización de la tierra produjo una de las más grandes hambrunas de la historia, en el período entre 1958 y 1962, con hasta treinta millones de muertos en el proceso . 51
52
Por supuesto que ninguno de estos resultados estaba en la intención de quienes diseñaron esas formas productivas . Quienes las introdujeron actuaron sin conocer, o sin tomar en cuenta, los mecanismos de nuestra mente. Se desentendieron de la naturaleza humana como factor a considerar en el comportamiento humano. Pensaron que el “hombre nuevo”, resultante de un entorno cultural suficientemente colectivista, que no los condujese al individualismo, sería suficiente. Eso fue lo que llevó a Mao a impulsar una inmensa y penosamente fracasada “revolución cultural”. Pero Mao estaba equivocado. Su concepción de los seres humanos era errónea. Nuestros porfiados mecanismos mentales evolucionados siguen operando, aunque se hayan modificados las reglas culturales. 53
Deng Xiaoping, quien dijo que no importaba el color del gato, sino solo que cazara ratones, reintrodujo la posibilidad de que los agricultores vendieran sus productos en un mercado libre y se quedaran con las ganancias. En esas condiciones, los mismos programas mentales que antes los inhibieron de participar con ahínco en acciones colectivas al observar la creciente aparición de free riders —lo que produjo la hambruna— ahora instaron a esos agricultores a
aumentar la producción, pues esta ya no iría a ese pozo común con pocos contribuyentes, sino que las ganancias les llegarían directamente. En resumen, las acciones colectivas aplicadas a grandes grupos de individuos, que desacoplan la retribución del esfuerzo, gatillan un proceso de declinación en las contribuciones individuales que se esparce por el grupo hasta llevarlo a colapsar. Tal como dijimos, los sistemas impositivos funcionan simulando una acción colectiva parcial, pues recaudan solo una parte de lo producido en un pozo común. Si el porcentaje a recaudar es muy alto, el incentivo para contribuir tiende a disminuir. Por eso, en las sociedades modernas, las empresas trasladan sus actividades cada vez que pueden a países donde las tasas sean más bajas, como las grandes corporaciones estadounidenses que utilizan a Luxemburgo o Irlanda como centros de operación. La acción colectiva, cuando se exagera, desarrolla en su interior el germen de su destrucción. Más que un análisis de los sistemas impositivos, lo que me interesa recalcar es que todos los comportamientos descritos provienen de heurísticas morales que surgieron para evitar el free riding, y que el free riding siempre está presto a aparecer para sacar provecho, si las reglas se lo permiten. Hasta hace muy poco una afirmación de este tipo podría haber sido calificada de ideológica. Ahora, gracias al desarrollo de las ciencias sociales evolucionarias y multidisciplinarias, encontramos un fundamento científico, tanto teórico como empírico, para explicarla. Una parte sustancial del esfuerzo de este libro es transmitir esa idea. Podemos concluir que las acciones colectivas no son necesariamente la manera más apropiada para organizar la producción de bienes y servicios en las sociedades modernas. Deberemos seguir utilizando los incentivos individuales, apoyados en un sistema de propiedad privada, para satisfacer las necesidades de todos, pues eso atenúa fuertemente la aparición del free riding. La colectivización de la producción alberga en su interior el germen que le impide lograr su objetivo.
CAPÍTULO 14 ESTADO Y MERCADO El Estado y el mercado han tendido a transformarse en conceptos antagónicos en el debate político contemporáneo. Sin embargo, a cualquier Gobierno le resultaría muy difícil abandonar las capacidades del libre mercado para generar riqueza; del mismo modo, le resultaría muy difícil no utilizar al Estado para mantener la organización social, afinar las reglas institucionales necesarias para su correcto funcionamiento y redistribuir parte de esa riqueza generada en favor de quienes lo requieren, evitando, en la medida de lo posible, a los free riders. Intentaremos desentrañar los impulsores conductuales que están empujando a las sociedades en las dos direcciones posibles de los ejes Estado-mercado y globalización-tribalismo, grandes protagonistas de los dilemas, debates y luchas políticas que ya se están manifestando en los albores del siglo XXI. El hecho de que la existencia de dichos ejes forme parte de nuestra naturaleza humana les dará un sentido más profundo a esos debates, pues mostrará que ambos constituyen formas de manifestarse de algunas de nuestras disposiciones conductuales más enraizadas. La utilización del libre mercado ha quedado establecida como la principal manera para generar riqueza en las sociedades modernas, especialmente a partir de la caída de los llamados “socialismos reales” —últimos bastiones de la producción planificada centralizadamente— ocurrida a fines de la década de 1980. La razón fundamental de ello es que el libre mercado aprovecha el estímulo y los incentivos asociados a la propiedad privada para producir más bienes, para más personas, a mejores precios y con mayores opciones de innovación. La propiedad privada constituye una parte esencial de un sistema de mercado libre, pues las transacciones de bienes y servicios se realizan entre agentes que tienen “derechos de acción” o “derechos de propiedad” sobre aquellos. De esa manera, los agentes pueden libremente acordar los contratos de transacción de bienes o servicios, logrando un beneficio para ambas partes. En efecto, en la gran mayoría de los casos, el intercambio se hace a un precio que está sobre el costo que tiene para el dueño producirlo, lo que lo beneficia, y por debajo del valor que tiene para el comprador adquirirlo, pues nadie quiere
pagar más del valor que ese bien le aporta. Cuando hay amplia libertad para definir esos contratos, el espacio de negociación que ello deja insta a las partes a defender sus intereses competitivamente. Si la negociación no resulta conveniente a uno de los agentes, basta con que la abandone y se dirija a otro intermediario para continuarla. Como los bienes o servicios pertenecen a personas naturales o jurídicas que los han fabricado o empaquetado de la manera más eficiente o atractiva posible, motivados por obtener los máximos beneficios de la posterior transacción, toda la cadena productiva y de valor está sometida a la misma lógica. La eficiencia productiva y la maximización de ganancias inducen a los agentes a utilizar todos los grados de libertad que puedan: para transar, para producir bienes, para otorgar servicios e incorporar todas las innovaciones posibles a todos esos procesos. Dichas innovaciones solo se introducen si crean valor y resultan más atractivas a las partes. Pueden ser tecnológicas (nuevos productos), de diseño (creando nuevas formas y apariencias), de procesos (más eficientes), de modelos de negocio (que faciliten el intercambio de las más variadas maneras), de estructura organizacional o de cultura empresarial, que potencien el proceso productivo para que todo lo anterior opere con más fluidez. Por las razones evolucionarias ya expuestas, la generación de riqueza está íntimamente relacionada con el estatus —quienes tienen riqueza poseen una de las formas posibles de ascender socialmente— y, por lo tanto, obtenerla constituye un driver permanente de las conductas humanas. En otras palabras, hay motivaciones intrínsecas, instaladas en la naturaleza de las personas, que están permanentemente empujando para que la compleja madeja de actividades involucradas en la satisfacción de sus necesidades, intereses, deseos y anhelos que se dan en el libre funcionamiento de los mercados continúe potenciándose. Por otra parte, utilizar al mercado para generar riqueza promueve la libertad de las personas. No es posible desarrollar la multitud de actividades que en el mundo moderno se requieren para producir y crear nuevos bienes y servicios si las acciones necesarias para lograrlo están sujetas a reglas restrictivas. Eso es cierto, con mayor razón, si consideramos que los nuevos conocimientos y nuevas tecnologías precisan para existir de un vasto repertorio de acciones libremente creadas, además de una mente y un cuerpo libres de coacción para actuar. Por eso es imposible siquiera imaginar nuevas y diversas formas de esparcimiento, practicar e incrementar las oportunidades deportivas de las que disfrutamos e intercambiar lo generado de mejores y más atractivas maneras sin desplegar
intensamente nuestra autonomía en las más distintas direcciones. Me refiero a las llamadas libertades negativas, como las de emprendimiento, de movimiento o de expresión. Se les denomina negativas porque para impedir que el titular las ejerza alguien debe realizar una acción específica negativa para coartarla. En otras palabras, son libertades que se ejercen de manera natural, sin esfuerzo, por medio de la sola voluntad del individuo y de su capacidad para seducir a otros para que se le unan, a menos que terceros —casi siempre representando al Estado organizado— se interpongan y se lo impidan. El uso permanente e intensivo de la libertad para intercambiar bienes y servicios, ideas y conceptos, favores y colaboraciones se ve potenciado por la existencia de mercados, que facilitan que todo lo anterior ocurra con mayor fluidez, con un bajo roce y sin la necesidad de introducir restricciones artificiales desde afuera. Sin embargo, a medida que las sociedades se hacen más ricas, sofisticadas y densamente pobladas, la libertad de cada individuo comienza a interferir de manera cada vez más frecuente con la de otros. Eso sucede, por ejemplo, cuando la construcción de la ampliación de la vivienda de uno interfiere con la vista del vecino. A su vez, los conflictos de intereses comienzan a multiplicarse aceleradamente. Siguiendo con el ejemplo de las ciudades, la construcción de un estadio de fútbol enfrenta a los hinchas de ese equipo con los vecinos del lugar, que ven alterada su vida diaria por los flujos de público que a él acuden. Otra manifestación de la complejidad y densidad de las interacciones que acompañan al mundo del siglo XXI es la creciente aparición de externalidades negativas. Ellas ocurren cuando el libre accionar de individuos que producen bienes y servicios en el mercado genera, como subproducto, perjuicios que afectan a terceros, o bien, cuando el productor los distribuye a toda la sociedad. En ese caso, esos perjuicios no quedan incorporados en los costos de ese productor. Un caso típico es la contaminación atmosférica, provocada por las partículas que salen de chimeneas de procesos productivos sin los adecuados filtros y que, al esparcirse por la atmósfera, afectan a todos, sin costo para quien las generó. Resolver las externalidades negativas requiere internalizar los perjuicios en los costos del productor. En el ejemplo de la contaminación, el precio final subirá y, como consecuencia de ello, su demanda disminuirá, o hasta podría desaparecer, bajando la contaminación total a los niveles tolerables por la sociedad. Pero hay
mecanismos más sutiles que permiten combatir las externalidades negativas sin amenazar la libertad de emprendimiento. Siguiendo con la contaminación, es posible definir niveles globales máximos de partículas que sean aceptables para una serie de productos y entregar certificados de emisión por esa cantidad al mercado. Así, quien los requiera deberá comprarlos. Y, como en el caso anterior, si su demanda crece, su mayor precio disminuirá la demanda de los bienes que precisaron contaminar para ser manufacturados, y los productores tomarán su decisión de producción según el costo resultante. Adicionalmente, esos niveles máximos aceptables pueden hacerse más exigentes si se considera que el daño era mayor al originalmente supuesto, o relajarse en caso contrario. Vale la pena recordar que, a pesar de los ejemplos recién mencionados, todo el proceso productivo desarrollado por medio de mercados libres genera, por sí solo, múltiples externalidades positivas, las que suelen superar a las negativas. Aun así, esas externalidades negativas requieren ser internalizadas en los costos de quien las provoca, por distintos mecanismos, para contribuir a mitigarlas. La economía de mercado también sienta las bases para la desigualdad de ingresos, pues no todos tienen los mismos talentos ni la misma disposición para correr riesgos emprendedores y, como resultado de ello, reciben retribuciones disímiles. Eso da pábulo, a continuación, para que la desigualdad de ingresos se traduzca en desigualdad de oportunidades para las generaciones siguientes, que comienzan su vida con las ventajas o desventajas que heredaron de sus antecesores. En otras palabras, un ambiente productivo de libre mercado que requiere para su funcionamiento de derechos de propiedad puede producir estratificaciones sociales y desequilibrios en la distribución de la riqueza. Cuando eso ocurre, se producen reacciones a la posible injusticia detrás de ese estado de cosas, si se juzga que quienes gozan de esas estratificaciones las obtuvieron inmerecidamente. Los sentimientos morales a los que aludimos anteriormente se gatillan ante la constatación de diferencias marcadas entre individuos, especialmente por aquellas que no parecen provenir únicamente de la diferencia de capacidades innatas o de esfuerzos desplegados, sino de privilegios inmerecidos. En esos casos, la distribución de riqueza resultante es considerada injusta, por lo que las sociedades se sienten compelidas a buscar formas que la contrarresten. En algunos casos, la reacción social tiende a procurar reestablecer la igualdad de
oportunidades y en otros, a buscar sistemas impositivos que redistribuyan parte de la riqueza de los grupos más altos hacia los más bajos. Pero, en cualquier caso y con las dificultades conocidas para que esos sistemas redistributivos funcionen apropiadamente, la disposición de las personas a buscar formas de corregir lo que les parece injusto se manifiesta de manera permanente cada vez con mayor claridad, gatillada por los sentimientos morales biológicamente heredados y esculpidos por selección natural. Incluso, en algunos casos, como vimos en el capítulo 5, por envidia. En otras palabras, es posible que transacciones perfectamente voluntarias y legales conduzcan a resultados agregados considerados injustos, los que pueden provenir de desigualdades percibidas como inmerecidas, de perjuicios directos que la libertad de unos impuso sobre la libertad de otros o de conflictos de intereses mal resueltos. Así como la libre transacción de bienes y servicios en bandas cazadorasrecolectoras condujo casi siempre a estados superiores de bienestar para las partes, en las complejas sociedades modernas —donde transan sujetos anónimos en una multiplicidad permanente de interconexiones e interrelaciones— dichos procesos requieren de un marco reglamentario e institucional que impida los efectos negativos recién mencionados. Obviamente, en estos casos —y a causa de la larga disquisición que hicimos sobre la naturaleza humana— la discusión posterior se traslada a la efectividad de las reglas que al respecto se propongan, las que lograrán su objetivo si atendieron correctamente a los rasgos humanos inherentes o, por el contrario, fracasarán si se diseñaron sin considerarlas, de manera voluntarista. Los países han debido introducir normas que procuren corregir los conflictos de intereses que el ejercicio de la libertad genera, de atenuar las externalidades negativas que la propiedad privada distribuye entre terceros o a toda la sociedad, y de mitigar la desigualdad de ingresos u oportunidades que el proceso anterior haya provocado. Asimismo, deben buscar mecanismos que corrijan las asimetrías de información y las fallas de coordinación que el funcionamiento del libre mercado también haya producido. Todo ello no tiene como objetivo eliminar al mercado, sino corregir los efectos indeseados que aquel provoca sin abandonarlo. La labor descrita corresponde al Estado y esta solo podrá incrementarse en el futuro si se quiere mantener el equilibrio. Los recursos que el Estado requiera provendrán de los impuestos que gravan los ingresos directos o indirectos de las personas. Asimismo, necesita monitorear tanto la existencia de conflictos de
intereses (para atenuarlos) como la generación de externalidades negativas que el mercado esté introduciendo (para mitigarlas), lo que se traduce en crecientes requerimientos de fiscalización. Finalmente, se ve en la necesidad de corregir la desigualdad —de ingresos, de oportunidades, de trato—, porque los sentimientos morales que procuran la equidad y rechazan la desigualdad extrema hacen que la mayoría de los miembros de la sociedad así lo exijan. Todos los países se enfrentan a la necesidad de que el Estado intervenga en la convivencia de sus ciudadanos en esos ámbitos, una necesidad en aumento conforme las tendencias indicadas se sigan expresando en la sociedad. Pero ello no significa que el Estado como institución deba necesariamente crecer, sino que su foco se deberá orientar decididamente a esos ámbitos más que a otros. Como se ve, hay buenas razones para que mercado y Estado estén presentes en el desarrollo de los países. Por ello, la discusión hacia el futuro deberá reconocer el rol que ambos cumplen y entender cuáles son sus limitaciones, procurando establecer los sutiles mecanismos institucionales que regulen la interacción entre ellos. Se trata de potenciar la libertad individual, que está en la base del florecimiento de las sociedades modernas, con la mitigación cuidadosa de los problemas que esa libertad genere. Ni el Estado debe ahogar la libertad individual ni la promoción del mercado debe abolir o minimizar el rol insustituible del aparato estatal como organizador último de las reglas sociales. Más sobre esto en la cuarta parte. De modo que el debate político moderno no opone a Estado y mercado —ni a lo público con el afán de lucro—, sino que se enmarca en el acotado espacio que queda disponible para reconocer el valor de ambos y establecer sus modos de utilización conjunta en pos de una mejor sociedad.
CAPÍTULO 15 GLOBALIZACIÓN Y TRIBALISMO No solo el Estado y el mercado conforman una díada en torno a la cual el debate político se torna particularmente punzante. También hay otro eje que despierta intensas pasiones. Se trata de aquel que enfrenta la creciente tendencia a la globalización de la sociedad con el no menos creciente tribalismo que ha surgido en los últimos años y que pretende preservar y aislar a las comunidades locales —o a países completos— de los eventuales efectos deletéreos de la tendencia globalizante. La tendencia a la globalización, que hemos visto desplegarse desde fines del siglo XX hasta hoy, surge del natural deseo de los agentes económicos de extender el comercio libre de restricciones por todas partes del planeta. Ese deseo proviene, a su vez, del hecho de que las transacciones libres y voluntarias producen un beneficio, y cualquier restricción o gravamen que se interponga a esa transacción es perjudicial. A partir de ello, ese libre comercio permite el libre intercambio de ideas, tecnologías, conocimiento científico, formulaciones filosóficas, formas de esparcimiento o disputas deportivas, que uniforman las miradas de las personas, que las hacen sentirse parte de una unidad mayor —la humanidad como un todo—, retroalimentando y reforzando esa globalización. Y, sin embargo, la resistencia a ella está ahí. Los tratados de libre comercio están llenos de cláusulas restrictivas y los esfuerzos de las agencias de las Naciones Unidas por establecer acuerdos económicos de carácter universal llevan décadas sin lograr avances importantes. Una nación tan importante como el Reino Unido decidió, en junio de 2016, abandonar la Unión Europea (UE), que es una institución surgida de un esfuerzo de globalización importante, aunque parcial. Algunos ciudadanos británicos votaron su salida para evitar el libre movimiento de personas que la UE admitía en su interior y para contener la permisividad que sus leyes de inmigración otorgaban a nacionales de otras regiones. Otros apoyaron la salida porque, paradójicamente, las condiciones comunitarias no permitían el libre comercio de manera más categórica, introduciendo diversos reglamentos restrictivos. Eso ilustra precisamente nuestro punto: que ambos lados de esa división cuentan con adeptos.
Por otra parte, el autodenominado Estado Islámico, que declaró su existencia en partes de Siria e Irak en 2014, comenzó a combatir mortalmente a quienes disentían de su doctrina al interior de su territorio. Simultáneamente, ambicionaba extender su soberanía a todo el globo, mostrando que ambas tendencias, la global y la tribal, coexistían en su interior. En todas partes del planeta se observan grupos, comunidades, países que procuran detener el avance de la globalización por distintas razones: algunos para mantener su cultura impoluta de las influencias del exterior, otros para evitar la competencia de productos externos, otros por razones xenofóbicas, y así. ¿Qué es lo que está ocurriendo? ¿Por qué tendemos a compatibilizar —no necesariamente a uniformar— nuestros distintos modos de vida a través de la globalización y, simultáneamente, nos oponemos a ello? ¿Por qué, por un lado, parecemos disfrutar de las ventajas de compartir con facilidad y sin restricciones productos, servicios, entretención, tecnologías, conocimientos, provenientes de distintas partes del mundo, y, por otra, procuramos defender, aislar y preservar nuestras costumbres y cultura? Incluso, evitamos que ingresen a nuestro país productos foráneos mejores y más baratos, a sabiendas de que eso nos perjudica. ¿Cuál es la razón? Debemos volver a examinar nuestras disposiciones conductuales básicas para entenderlo. El hecho de que la búsqueda de estatus se haya instalado en nuestra arquitectura neuronal impulsó a los humanos a un permanente esfuerzo por crear valor y acumular riqueza como fuente inequívoca, pero no única, de prestigio. Vale la pena repetir que el biólogo Jared Diamond, en Armas, gérmenes y acero (1997), identifica como patrón común de la historia de todas las civilizaciones a la secuencia que comienza con la domesticación de especies productoras de granos como alimentos abundantes —maíz o trigo, por ejemplo—; la posterior domesticación de mamíferos mayores como fuente de energía para transporte y carga, además de alimento; la aparición de la agricultura, que aumentó el alimento disponible para poblaciones más numerosas, seguida más tarde por la invención de la escritura, para llevar las cuentas de la producción, y luego, la organización social en ciudades. Ello permitió sostener poblaciones cada vez más grandes, dotarlas de estructuras de jerarquía —necesarias para ordenar y organizar al proceso de creación de valor, para que se desarrollara de mejor forma— y, consecuentemente, de nuevas y más sofisticadas formas de establecer estatus: fuerza, riqueza, poder o casta. Si las fuerzas del mercado impulsan la búsqueda de mayor eficiencia productiva,
si lo que pretenden es maximizar los retornos, aumentar la creación de valor mediante innovaciones de todo tipo y multiplicar las opciones de intercambio, entonces no hay mejor forma de lograrlo que a través de la globalización. En efecto, ella permite alcanzar las escalas necesarias para bajar costos, logra los máximos beneficios del comercio entre actores diversos, aprovecha de mejor manera las ventajas comparativas (en el sentido “ricardiano”, ya citado en un capítulo anterior), además de las competitivas, e incorpora nuevas opciones de materias primas, productos, conocimientos, prácticas productivas y experiencias con que retroalimentar todo el proceso, potenciando la creación de valor a lo largo de toda la cadena. Como lo explica Matt Ridley en su libro The Rational Optimist (2010), el intercambio económico cumple un rol parecido al del sexo en biología y ya lo mencionamos en otro capítulo. El sexo provee de nuevas combinaciones de alelos para la progenie de individuos de la misma especie, pues el sujeto naciente recibe una fracción aleatoria de los genes de la madre y otra fracción aleatoria y de similar tamaño de los genes del padre. Los rasgos resultantes proveen a sus portadores de opciones distintas para protegerse mejor de los patógenos, que siempre están mutando, y les confiere nuevas capacidades para enfrentar el nicho ecológico que habitan. De la misma manera, el intercambio de bienes y servicios en el campo económico dota a las personas de conocimientos, materiales y capacidades que hasta ese momento no tenían, que se esparcen por grupos cada vez más numerosos, lo que, a su vez, les brinda nuevas oportunidades para seguir aumentando esos conocimientos, creando y desarrollando capacidades novedosas, por las que obtendrán valor y riqueza, en un proceso continuo y retroalimentado de carácter virtuoso. La historia reciente de la humanidad —es decir, los últimos trescientos años— es un elocuente ejemplo de ello. Gran parte de las nuevas tecnologías desarrolladas en los últimos decenios, así como la legislación y las instituciones que las han acompañado, están orientadas al proceso de globalización. Entre ellas, podemos mencionar a la digitalización de la información que permite su transmisión casi instantánea por internet a distintos lugares del globo; la mejora de los medios de transporte aéreo de pasajeros y de carga, que ayudan a fortalecer y facilitar el intercambio interplanetario, y la creciente aparición de tratados de libre comercio, o de libre movimiento de capitales y de personas, que bajan adicionalmente las dificultades que podría enfrentar el intercambio. Asimismo, nuevas tecnologías e
instituciones refuerzan el proceso de globalización ya mencionado y, de paso, obtienen beneficios para la mayoría de quienes participan de ella. La exitosa creación de la Alianza del Pacífico en 2013, en la que participan México, Colombia, Perú y Chile, es un buen ejemplo de la fuerza con que, en esta parte del mundo, la globalización sigue desplegándose. Es una fuerza que tiende a copar gran parte de la vida contemporánea. No solo eso: el increíble desarrollo de China de los últimos treinta años, que ha maravillado al mundo, se basó tanto en la utilización intensiva de las fuerzas del mercado para crear valor como en el creciente despliegue de la globalización a lo largo y ancho del planeta, que multiplicó las opciones de sus habitantes para comerciar con el mundo. Los beneficios de la globalización son crecientes y ostensibles. Si miramos el proceso con algo de distancia, podemos recordar que el imperativo termodinámico de obtener energía para seguir vivos y el imperativo biológico de la búsqueda de estatus están detrás del permanente esfuerzo de expandir la capacidad productora de bienes y servicios que las sociedades contemporáneas exhiben. Son ellos los que conducen, de manera natural, la globalización que observamos, permitiendo utilizar de mejor forma todos los elementos productivos a nuestra disposición en la mayor cantidad de combinaciones posibles: mayor cantidad de población interactuando, mayor cantidad de mentes innovando, mayor cantidad de materias primas disponibles y mayor cantidad de conocimiento acumulado a disposición de todos, todo lo cual conduce a una mayor creación de valor y riqueza. El genetista británico Bryan Sykes identifica en su libro Adam’s Curse (2003) a la búsqueda de estatus como el combustible que ha alimentado el “trabajolismo humano”, que nos llevó de cazadores-recolectores a potenciales destructores de la biósfera en el siglo XXI, por ese permanente afán de seguir creando riqueza. Sin embargo, en nuestro repertorio de capacidades cognitivas y motivaciones conductuales sigue estando presente el sentido de pertenencia al grupo del que formamos parte —de distinto tamaño y rango según el contexto— y a la distinción amigo/enemigo con que nuestra arquitectura neuronal evolucionó. La psicología coalicional nos hace sentir estrechamente ligados a los grupos a los que pertenecemos —los exalumnos de nuestra escuela, los hinchas del equipo de nuestros amores, la colectividad política que apoyamos, la nación de la que somos ciudadanos y así—, lo que actúa como un impulsor fundamental de nuestro comportamiento y nos hace mirar con desconfianza lo que otros grupos hagan. Adicionalmente, nos hace pensar, instintivamente, que nuestra interacción
con otros grupos se enmarca en un juego de suma cero, es decir, que lo que el otro grupo gane es lo que nosotros perdemos. Y, en consecuencia, procuramos que ello no ocurra. Por esa razón, tendemos a ver a los inmigrantes como personas que utilizarán nuestro sistema de asistencia social en su favor y en desmedro nuestro o que, como están dispuestos a trabajar por menores salarios que los que nosotros exigimos, eso también nos va a afectar. Asimismo, nos parece que los productos que llegan desde el extranjero desplazan a los producidos en nuestro país, disminuyendo nuestras fuentes de trabajo locales. Esta visión y sus ejemplos operan bajo el supuesto mental inconsciente de que se trata de un juego de suma cero. Del mismo modo, las culturas distintas a las nuestras nos parecen erradas, no confiables y eventualmente dañinas, entre muchas otras situaciones en las que preferimos mantenernos distantes de otros grupos. Por ejemplo, el conflicto que Chile mantiene con Bolivia por el permanente reclamo boliviano de obtener un acceso soberano al mar se enmarca en la dinámica de la psicología coalicional. Chile siente que Bolivia desea quitarle algo que obtuvo luego de una transacción consensuada, y Bolivia siente que debe recuperar lo que a ella le parece propio. La psicología coalicional que se interpone entre ambos pueblos no deja espacio a la colaboración. Del mismo modo, la facilidad con que se fragmentó la ex Unión Soviética en las distintas repúblicas o subrrepúblicas que la constituían, luego de la caída del régimen comunista, refleja pertenencias a referentes culturales distintos unos de otros, e ilustra el mismo punto con bastante nitidez. La campaña de Donald Trump a la Presidencia de EE. UU. se basó en un discurso proteccionista en lo comercial, además de contrario al ingreso de extranjeros al país y proclive a la expulsión de quienes ya habían ingresado ilegalmente. Su postura procuraba aglutinar al ciudadano medio, de raza blanca y de baja educación, sobre la base de encender su psicología coalicional en contra de lo foráneo, fuera esto personas o productos. Un fenómeno de similares características ha tomado una inusitada fuerza no solo en Estados Unidos, sino también en diversos países de Europa. De modo que, en pleno siglo XXI y a pesar de habernos beneficiado de diversas maneras de la globalización, la psicología coalicional ha irrumpido con la fuerza que tiene como elemento consustancial de nuestra psiquis evolucionada. Y parece dirigirnos hacia el tribalismo. Es decir, nos empuja hacia una forma de manifestación del proteccionismo, que combate la globalización y que aspira a ser un protagonista importante de nuestro futuro.
Lo que está ocurriendo nos ilustra por qué la velocidad de avance de la globalización ha sido irregular a lo largo de la historia, con prolongados períodos de estancamiento e incluso de retrocesos locales, y otros en los que ha habido persistentes esfuerzos proteccionistas que se resisten al fenómeno global. El combate a la globalización procura evitar el intercambio generalizado, impulsado por quienes, al interior de un grupo, sienten que eso les genera pérdidas, las que, a su vez, serían equivalentes al beneficio percibido por miembros de grupos ajenos. Se alimenta así la tendencia al regionalismo, al proteccionismo y a la xenofobia. Esa tensión permanente, que opone las ventajas de la apertura al resto del mundo con la idea de que es mejor refugiarse en el grupo propio, la denominamos “tribalismo”. Recordemos que nuestra psicología moral surgió como conjunto de acciones y estrategias para resolver el problema de la cooperación al interior de nuestro grupo. Había que evitar caer en la “tragedia de los comunes”, armonizando para ello la relación entre el “yo” y el “nosotros”. Sin embargo, también vimos que eso no resolvía el conflicto entre “nosotros” y “ellos”, que nos enfrenta a otros con quienes tenemos puntos de vista distintos o intereses encontrados. Nuevamente, resulta interesante constatar que el imperativo termodinámico que nos insta a conseguir recursos para mantenernos vivos, el imperativo biológico, que nos empuja a ascender en la jerarquía social, y todas las conductas asociadas que ellos promueven como parte de nuestra naturaleza no nos conducen necesariamente en direcciones convergentes. Por el contrario, pueden estimular conductas opuestas, que tienden a anularse, como la que se da en el caso de los ejes Estado-mercado y globalización-tribalismo. Lo que impulsa al mercado como generador de riqueza, impulsa simultáneamente al Estado a corregir los problemas que el mercado genera, y la exacerbación del Estado, resultante de lo anterior, nos impulsa a recuperar las fuerzas liberadoras del mercado para seguir generando riqueza. A su vez, la fuerza expansiva de la globalización coexiste con el proteccionismo local defensivo del tribalismo, lo que le confiere a la dinámica de las sociedades caminos no fácilmente predecibles. La construcción de escenarios futuros requiere entender la fuerza con que estos impulsores conductuales están actuando, para lo cual debemos estar conscientes de la complejidad involucrada en dichos fenómenos. Hemos examinado la naturaleza de los nudos que traban los debates morales y políticos contemporáneos, los que pivotean alrededor del interés propio y el interés general, del individualismo y la colaboración, de la competencia y la
cooperación. Todos ellos tienen que ver, finalmente, con la dinámica grupal que esos ejes generan y la tensión entre lo individual y lo colectivo. Pues bien, con todos esos elementos a la mano, corresponde ahora que discutamos la forma en que mejor podemos resolver esos debates.
CUARTO MOVIMIENTO LOS PILARES DE LA SOCIEDAD LIBRE DEL SIGLO XXI ALLEGRO MA NON TROPPO “No importa el color de los gatos, lo importante es que cacen ratones”. Deng Xiaoping
* * * En esta parte del libro voy a modificar la intencionalidad. Quiero agregar a la mirada descriptiva una reflexión sobre política, en el marco de una cultura liberal. Daré las razones por las que considero que una sociedad libre y los elementos principales que la configuran son los que mejor organizan la vida social. Ellos son los que elevan más rápidamente la calidad de vida de las personas, que multiplican con más eficacia las opciones para que los individuos puedan satisfacer sus necesidades, y son los que entregan más herramientas desde donde estos puedan escoger cómo vivir sus vidas y alcanzar sus anhelos. Por esa razón, seguir los lineamientos de una sociedad libre es lo que permite a las sociedades modernas alcanzar nuevas alturas en su florecimiento y, a nivel global, eso permitirá al proyecto civilizatorio humano seguir siendo una fuente de inspiración para todos. Eso no lo lograremos con buenas intenciones, como he argumentado latamente, sino con buenas instituciones. Para eso tenemos que diseñarlas de modo que se acomoden a las fuerzas de la naturaleza humana y, simultáneamente, minimicen la interferencia con la libertad de las personas. Así, aprovecharemos en plenitud las capacidades humanas para generar valor —material y espiritual—; base necesaria, aunque no suficiente, para alcanzar los objetivos planteados. Pero, también, deberemos asegurarnos de que, al momento de diseñar esas instituciones, queden bien cautelados los efectos deletéreos que pueden darse en una sociedad libre. Entre ellos, mitigar las externalidades negativas que no se hayan podido internalizar adecuadamente en los costos privados, procesar adecuadamente la interferencia que la libertad de unos imponga a otros, corregir las desigualdades inmerecidas a que la dinámica social haya conducido, despejar las asimetrías de información o las fallas de coordinación que la dinámica social haya provocado, y apoyar a quienes sufren infortunios transitorios o permanentes que no pueden modificar por sí solos. Examinaremos primero la tensión entre libertad e igualdad, y luego, por qué —y a pesar de ello— la idea socialista sigue resultando equivocadamente atractiva. También discutiremos cómo en las sociedades contemporáneas, en las que todo está conectado con todo, se hace particularmente complejo y difícil desmenuzar su funcionamiento y, en consecuencia, dar con las doctrinas políticas apropiadas que lo organicen. Pero mostraremos que, al igual que la enredada geometría de
nuestras conexiones neuronales no impide la existencia de regularidades en nuestro comportamiento, la enredada madeja en la que se desenvuelve nuestra sociedad y la complejidad de sus interrelaciones no impiden establecer, si utilizamos las instituciones adecuadas, un camino de progreso que satisfaga a quienes la habitan. A continuación, y con esos antecedentes en mente, propondré los principios en los que deberíamos basar el funcionamiento de una sociedad libre en el siglo XXI, y para ser consecuentes con la argumentación general del libro, mostraremos que ellos sí están en consonancia con la naturaleza humana.
CAPÍTULO 16 LA TENSIÓN ENTRE LIBERTAD E IGUALDAD En distintas secciones de este libro he afirmado la importancia que tiene la libertad. Ella es la que permite a las personas conducir sus vidas de la manera que les parezca. Pretendo convencerlos, además, de que la libertad es la mejor forma de alcanzar estadios superiores de desarrollo humano, pues entrega a las personas los grados de autonomía necesarios para que las fuerzas creativas individuales se desaten, para que el impulso emprendedor y organizativo se exprese y para que la disposición innovadora en busca de mayor valor se implemente. Si ello se conjuga con el libre intercambio de bienes, servicios y conocimientos, y si a todos, a su vez, se les permite combinarse de manera virtuosa, se establece una ruta de florecimiento social en la mayor cantidad de direcciones posible. La satisfacción individual de cada uno conforme a sus deseos y anhelos conduce al enriquecimiento colectivo de la especie como un todo, al incrementar el valor disponible de maneras cada vez más sofisticadas. Todo lo anterior es más válido que nunca en la imparable sociedad del conocimiento del siglo XXI. Pero para lograrlo es necesario que el valor de la libertad sea privilegiado por sobre el de la igualdad. Este capítulo pretende fundar de mejor forma las aseveraciones anteriores y discutir sobre el significado que estamos asignando a “libertad” e “igualdad” en el contexto construido. Asimismo, procura relacionar ambas con la naturaleza humana y con el comportamiento que inducen, lo que nos permitirá descubrir las tensiones que entre ellas surgen. No por nada han sido parte de los más incendiarios ideales revolucionarios de los últimos doscientos cincuenta años y protagonistas permanentes de punzantes debates intelectuales contemporáneos. Aunque en 1789 libertad e igualdad forman parte del grito de guerra de la Revolución francesa (“¡Libertad, Igualdad, Fraternidad!”) como si fueran hermanas, el tiempo se fue encargando de alejarlas. Tanto es así que ciento sesenta años más tarde, durante la Guerra Fría, la separación se hizo claramente ostensible.
Las sociedades que privilegiaron la libertad de los individuos quedaron agrupadas a un lado de esa división y aquellas que se inclinaron por la igualdad, en el otro. Obviamente, no toda la tensión y las diferencias que se escondían tras esa división —que se mantuvo durante los cuarenta y cinco años que duró la Guerra Fría y para la que Winston Churchill acuñó el término “cortina de hierro”— son completamente atribuibles al desencuentro entre las ideas de libertad e igualdad. Hay mucho más. Pero ello no invalida la tensión entre ambas, que se manifestó en ese período y se sigue manifestando ahora. Naturalmente, en las sociedades modernas contemporáneas tanto la libertad como la igualdad están entre los objetivos declarados por sus gobernantes. No solo eso: como todas las sociedades contienen también una amalgama de diversos objetivos y propósitos adicionales y una multiplicidad de factores actuando en distintas direcciones, analizar la libertad y la igualdad como parte de la compleja madeja del funcionamiento social puede resultar confuso e inconducente. Es preferible interrogarlas de manera aislada respecto al origen de la antinomia entre ambos ideales, la naturaleza de su incompatibilidad, si es que eso es efectivamente lo que ocurre y, en cualquier caso, responder por qué somos tantos quienes escogemos la libertad para que tenga preeminencia sobre la igualdad. Vimos que en las sociedades libres modernas las personas tienen autonomía para emprender, asociarse, movilizarse y expresarse. Asimismo, utilizan intensivamente la división del trabajo para escoger de entre una multiplicidad de opciones las tareas en las que mejor desean poder desarrollarse. Además, el riesgo que toman al ejercerlas, ya sea como trabajadores o emprendedores, produce retornos diferenciales para cada quien. Todo lo anterior se traduce indefectiblemente en diferencias en el nivel de vida que logran, es decir, desigualdades en su estatus social y en su prestigio comunitario. No es de extrañar, entonces, que todo ese proceso provoque estratificaciones sociales que, a su vez, conducen a diferencias de diversa índole entre sus ciudadanos. Esto es inevitable, no solo por las diferencias en aptitudes y capacidades que las personas tienen de manera innata —las que, naturalmente, conducen a resultados distintos—, sino porque el nivel de riesgo asociado a las distintas actividades está acompañado de una mayor variabilidad en los retornos, ya sea mayores éxitos o bien mayores fracasos. Y esto no se refiere únicamente a retornos monetarios, sino de cualquier otro tipo.
El tomar un empleo remunerado en una compañía sólida y bien posicionada, que asegura con cierta regularidad un salario razonable, lleva asociado un riesgo mucho menor que el que toma un emprendedor independiente, como una joven que forma una start-up o que desea incursionar en la literatura, o un cineasta o actor cuya apuesta por establecerse en el mundo del espectáculo puede resultarle tremendamente exitosa o bien puede frustrarlo y hacerlo volver a una vida chata y alejada de sus intereses más íntimos. El bajo riesgo asociado a trabajar en el Estado es una de las razones por las que esos empleos, cuya estabilidad proviene de un soporte legal establecido de manera ad hoc, tienden a tener menores remuneraciones que las equivalentes en el sector privado . 54
Más que las innumerables anécdotas a que da lugar la variabilidad de ingresos que las personas alcanzan, destacan dos características respecto de libertad e igualdad, relacionadas con la discusión que hemos arrastrado a lo largo del libro. La primera es que esa variabilidad es inherente a las capacidades, talentos, esfuerzos y riesgos que las personas aportan y toman en su vida diaria, y la segunda, que uno de los tres impulsores conductuales de nuestro comportamiento social es precisamente la permanente disposición que los humanos tenemos para procurar subir en la jerarquía social, cualquiera sea la métrica con que esa escala se quiera medir. Por lo tanto, resulta inherente a la naturaleza humana que las personas intenten ascender a lo largo de sus vidas en pos de una mejor posición relativa respecto del resto. Todos los trabajadores quieren mejorar sus salarios; los artistas quieren ser apreciados por el público; los científicos, admirados por sus logros; los deportistas, recibir los honores de una buena actuación; los políticos, alcanzar el rango que les otorga el poder, y así. Las personas buscan diferenciarse más que igualarse; por lo mismo, bajar voluntariamente en la escala social es considerado, en casi todas las situaciones en que eso pueda darse, una demostración de extravío mental. Los sindicatos nunca solicitan disminuir sus salarios o perder sus beneficios, los gerentes no pretenden ocupar posiciones menores en el organigrama de su empresa, los artistas no procuran empeorar su obra y los deportistas no tratan de bajar su rendimiento. Eso no forma parte de la lógica social humana con la que interactuamos en nuestra vida diaria. Pero si el caso es que las personas buscan diferenciarse unas de otras de manera natural, entonces forzarlas en la dirección contraria —es decir, intentar igualarlas (hacia abajo)— requerirá obviamente un esfuerzo de parte de quien decida hacerlo. Como eso irá en contra de las disposiciones naturales de las personas,
estas se resistirán, al advertir que su situación personal se verá alterada en direcciones contrarias a las de sus deseos . Cuando eso ocurre, los coaccionados disminuirán su esfuerzo por crear valor, pues notarán que ya no les será recompensado como corresponde. El ejemplo de las granjas colectivas chinas en tiempos de Mao y los espectaculares logros posteriores de esos mismos agricultores, liberados por Deng Xiaoping, nos ilustran el punto con elocuencia. El resultado agregado de una coerción igualadora será una pérdida de dinamismo creador de la sociedad como un todo y, finalmente, una suerte de decadencia social. La coerción igualadora produce, en promedio, resultados inferiores al estímulo libertario y provoca desencanto y frustración en la motivación de los ciudadanos. 55
¿De qué manera puede el Estado intentar igualar a las personas? De variadas formas: a través de impuestos altos a las personas que tengan ingresos superiores a cierto monto o sobre un cierto percentil de ingresos; estableciendo límites superiores a los salarios; forzando el alza de los salarios más bajos por medio de leyes laborales especialmente diseñadas para ello; estatizando gran parte de las empresas productivas, pues así puede elevar los salarios más bajos o poner límites a los más altos mediante un simple decreto; obligando a los ciudadanos de los tramos superiores de ingresos a hacer contribuciones adicionales a la salud y pensiones de los ciudadanos de menores ingresos; justificando alzas impositivas de diversa índole para ser transferidas a los grupos de los percentiles más bajos, a través de diferentes programas de apoyo; introduciendo subsidios a los precios de productos de primera necesidad para mejorar el poder adquisitivo de los que tienen menos; puede, incluso, hacerlo de una manera alternativa, fijando los precios de esos productos a un valor inferior al de mercado. Esas son algunas de las fórmulas más conocidas. Lo que pasó en Chile cuando se fijaba el precio de los productos a comienzos de la década de 1970, lo que ha sucedido en Venezuela a partir de 2000, lo que ocurrió en la ex-URSS durante el período soviético y el resultado obtenido por Cuba a partir de la revolución introducida por Fidel Castro son casos históricos que muestran cómo el proceso de creación de valor se ve fuertemente alterado y reducido por el efecto de las distorsiones igualadoras forzadas que esos regímenes utilizaron e intentaron imponer. En todo caso, no todas las intervenciones igualadoras son igualmente nocivas, como indicaré más adelante. Aun así, todo ese tipo de intervenciones implican repartir parte del producto generado por algunos al resto de los miembros de la sociedad, como un intento
de transformar al proceso productivo de toda la sociedad en una gran acción colectiva —más tenue o más decididamente, según el grado de la intervención —, similar al actuar de los cazadores-recolectores que repartían entre todos la caza de mamíferos mayores. Sin embargo, vimos que la heurística moral que instaba a los cazadoresrecolectores a repartir el producto de la caza de mamíferos mayores surgió porque se trataba de una actividad de alta varianza en su éxito. Así, repartir parte de lo cazado al resto del grupo cuando se era exitoso se compensaba porque luego ellos recibían de vuelta, cuando no lo eran, parte de lo que los otros habían cazado. La heurística no funcionaba bien si la actividad productiva no tenía alta varianza, como en el caso de la recolección de frutos silvestres, en la que todos podían tener una alta probabilidad de éxito. En ese caso, repartir solo incentivaba la aparición de free riders. En otras palabras, considerar las actividades productivas como acciones colectivas, cuyo producto se reparte de manera relativamente equitativa entre todos los miembros de la comunidad, requería, para que el sistema se sostuviera e hiciera sentido, que hubiese gran varianza de resultados en esa actividad. Así, se impedía que ese reparto equitativo fuera aprovechado por quienes, a pesar de haberse encontrado en condiciones de aportar al esfuerzo, no lo hicieron. Ahora bien, en las complejas sociedades modernas, existe una interrelación muy estrecha entre las innumerables y diversas actividades que realizan las personas. Todas las actividades dependen mutuamente del resto . Eso impide establecer con precisión el grado de varianza atribuible a alguna de ellas en particular y dificulta realizar ese reparto según la heurística moral mencionada. Adicionalmente, en las sociedades actuales, que se caracterizan por la acción anónima de millones de personas —anónima en el sentido de que no está sometida al control cercano del resto de la comunidad, como sí ocurría en las bandas de cazadores-recolectores—, el reparto se determina por medio de reglas impersonales contenidas en leyes. No hay grupos cercanos que controlen lo que los otros hacen y, en consecuencia, los individuos tienden a hacer uso de esas reglas en su propio beneficio, abusando de ellas cada vez que pueden. Además, quienes entregan el excedente de su producto al resto tampoco conocen a las personas que los recibirán ni si merecían recibirlo conforme al espíritu de esa ley. 56
Como la heurística moral surgida de las acciones colectivas de nuestro pasado cazador-recolector no está bien adaptada a las sociedades contemporáneas, su
uso indiscriminado tiende a desvirtuarla. Muchos se sienten compelidos a manipular resultados en beneficio propio sin que necesariamente se hayan hecho acreedores a esos beneficios. Por ejemplo, subdeclaran ingresos para recibir ayudas que, de otro modo, no obtendrían. En otros casos, el solo hecho de tener derecho a beneficios —porque la regla que se los otorga forma parte de la institucionalidad vigente— desincentiva el esfuerzo y la contribución que esa persona hubiese hecho de no recibirlo, provocando un perjuicio a la sociedad como un todo. Introducir grados de reparto en las sociedades modernas transforma a la parte beneficiada, parcialmente, en free rider, y tiende a disminuir la creación de valor agregado de quienes, por esa razón, prefieren manipular la regla en su beneficio que trabajar con ahínco. Los ejemplos que dimos previamente de las granjas colectivas soviéticas, o de las chinas antes de la revolución económica de Deng, durante el período de Mao, constituyen casos extremos pero ilustrativos de acciones colectivas cuyo producto se reparte casi completo. En el resto de las sociedades modernas, esos efectos son más sutiles, pero siempre van en esa dirección. En este momento, se hace necesario introducir algunas precauciones o advertencias, para que no se malentienda el argumento. No estoy abogando por la ausencia de impuestos. Ya argumenté, en el capítulo 14, respecto de la importancia del Estado en las sociedades contemporáneas y de la necesidad de que los ciudadanos hagan un aporte de sus ingresos al erario nacional en la forma de impuestos, para que ese Estado, administrado por el Gobierno de turno, efectúe la labor que se espera de él: darle una dirección al avance social, mantener el orden público, asegurar la existencia de un Estado de derecho, defender a sus ciudadanos de los peligros externos, apoyar a quienes se encuentran en estado de vulnerabilidad, corregir inequidades inmerecidas, mitigar las externalidades negativas que ciertas actividades libremente emprendidas puedan generar y regular las interferencias que la autonomía de unos impongan, de manera ostensible, a otros, entre las más comunes. Por lo tanto, la existencia de una carga impositiva es necesaria porque el funcionamiento social así lo requiere. Ese es un punto que no admite discusión. De ahí en adelante, sin embargo, la cuantía específica que la carga impositiva tome en cada país es materia de amplio debate y cada caso debe ser visto en su mérito. Tampoco estoy abogando por la ausencia de preocupación por la población vulnerable o por aquella a la que el infortunio le impide realizar su aporte como
al resto. Nuestros sentimientos morales, los mismos a los que les hemos reconocido una importancia crucial en algunos de los sesgos conductuales que exhibimos como especie, nos impiden desentendernos de ella; en consecuencia, las sociedades civilizadas, modernas y libres se ven en la necesidad de hacerse cargo de ese hecho. Justamente porque entendemos los problemas que se generan cuando las heurísticas morales surgidas de situaciones ancestrales se intentan aplicar a escenarios contemporáneos para los cuales no están adaptadas, y reconocemos que hacerlo puede distorsionar el comportamiento de las personas en una dirección inadecuada, es que se hace necesario resaltar el problema y buscar formas de mitigarlo. Ello ocurre cuando las reglas entregan incentivos que hacen que personas que no merecen el reparto de beneficios igual los reciban, o bien inducen a otras a relajar sus esfuerzos para generar valor, porque ya tienen algunos beneficios asegurados. Por ejemplo, en el caso de Chile, el puntaje que se les asigna a las personas con un cierto grado de vulnerabilidad a través de la llamada “Ficha de Protección Social” es un activo que las personas tienden a cuidar celosamente. Ese número es el que les confiere los beneficios que otorga el Estado, lo que a su vez genera incentivos para subdeclarar ingresos, ocultar bienes o evitar adquirir el estado civil de “casada” —en el caso de las mujeres—, pues así aumentan su puntaje y los beneficios que de él se derivan. El resultado agregado de todo ello afecta al conjunto de la sociedad. Por eso, es necesario preocuparse de manera específica de los incentivos involucrados cada vez que se redactan las leyes o reglamentos con que se quiere implementar una política pública. Así, la buena intención inicial con que se introdujeron no se verá vulnerada por aprovechadores oportunistas o, en otros casos, los beneficios adquiridos no generarán un decaimiento en el esfuerzo por generar valor, con el consiguiente perjuicio general. Esta no es una apología al individualismo o indiferencia ante la situación de los más vulnerables de nuestra sociedad, como una especie de dictum absoluto. Más aún, debemos preocuparnos de ella, puesto que se trata de una materia que está íntimamente ligada con los sentimientos morales que, se activan cuando una persona sufre un infortunio o nació con alguna condición inhabilitante y eso le provocó la desmedrada posición en la que se encuentra. Tampoco queremos contravenir la idea de que los impuestos a las personas sean proporcionales a su riqueza o a sus ingresos o, incluso, progresivos.
Creo que la sociedad debe intervenir cuando el carácter libre de su funcionamiento conduzca a situaciones que podrían ser juzgadas como discriminatorias o que dificultan, por razones de la misma dinámica social, las posibilidades de progreso de algunos. Y eso puede implicar el uso de recursos recaudados a través de los impuestos para ir en su ayuda. Pero, nuevamente, esa intervención debe ser hecha con el cuidado que surge de conocer la naturaleza humana, porque en ausencia de ese cuidado la aparición del free riding, del aprovechamiento oportunista de las reglas introducidas con buenas intenciones, dañará su resultado final y provocará una situación agregada inferior a la que se hubiese producido sin la intervención. Cada vez que introducimos reglas para repartir entre terceros lo que otros han producido, aunque lo hayamos hecho con las buenas intenciones que nuestros sentimientos morales nos inspiran, estamos de alguna manera interfiriendo con la libertad de quienes hicieron ese esfuerzo productivo. En efecto, les estamos impidiendo que hagan con esos recursos lo que les parecería más apropiado, entorpeciendo de esa manera el ejercicio de su autonomía, y disminuyendo el incentivo a continuar haciéndolo. Recordemos también que la acción de esos individuos actuando en ambientes competitivos beneficia a la sociedad como un todo, a través de la mano invisible de la que habló Adam Smith, aun cuando ello no haya sido su intención. Es por esa razón que interferir en demasía con el ejercicio de su libertad puede resultar, a la larga, perjudicial para la comunidad. Es decir, si no tomamos en cuenta la naturaleza humana al momento de diseñar el reparto, habremos distorsionado el proceso de creación de riqueza y nuestro esfuerzo no habrá servido el mejor propósito. Es en ese sentido que se justifica que releguemos a un segundo plano nuestra preocupación por la igualdad y privilegiemos, por el contrario, a la libertad. Pero no es la única razón. Hasta ahora, hemos dicho que debemos establecer la autonomía responsable de los individuos en primer lugar y otorgarles los máximos grados de libertad que podamos para que la ejerzan. Luego, y solo a continuación, debemos restringirles parte de esa libertad, solo cuando sea necesario, para ayudar a los desafortunados, apoyar a los desvalidos, corregir las desigualdades inmerecidas o mejorar las fallas estructurales que impiden lograr sus propósitos a quienes tienen merecimientos. También dijimos que debíamos restringir esa libertad cuando se hace necesario regular conflictos de intereses, corregir la interferencia de la libertad de unos con la de otros o corregir asimetrías de información. Y hemos dicho además que cada vez que lo hagamos
deberemos cerciorarnos de que no hayamos introducido incentivos perversos, porque en ese caso las fuerzas de la naturaleza humana, siempre al acecho, impulsarán a algunos a hacer mal uso de esa ayuda. Eso puede ocurrir si algunos manipulan las reglas para su beneficio, distorsionando así el propósito con el que fueron introducidas, o bien si otros se ven desincentivados en su empeño por generar valor porque el beneficio recibido atenuó su esfuerzo. La otra razón, más importante aún, por la que quisiéramos privilegiar la libertad sobre la igualdad es que la autonomía de los individuos para tomar iniciativas en las más distintas direcciones y en los más diversos ámbitos —productivos, artísticos, científicos, deportivos, filosóficos o de esparcimiento— es la base sobre la que descansa la generación de valor que construye el progreso y que mejora las condiciones de vida individuales y colectivas. Y cada vez que la restringimos con reglamentos prohibitivos, aunque sea invocando razones que nos parezcan plausibles, estamos afectando ese proceso. En efecto, es en la diversidad de opciones como mejor se satisfacen las aspiraciones, anhelos y deseos de todos. La libertad expande el universo de bienes tangibles o intangibles, materiales o espirituales, desde donde escoger aquellos que más se acomodan a los intereses de cada cual. La libertad maximiza el intercambio, impulsa la innovación y permite la creatividad sin límites. Así, apoyándose unos en las ideas de otros, sin restricciones administrativas, legales o políticas que se inmiscuyan en ese proceso creativo, sin reglamentos restrictivos que se interpongan al ímpetu innovador, sin mal concebidas defensas estatales de los pocos que se podrían ver perjudicados por esas innovaciones e ignorando los muchos que se verían beneficiados por ellas, logramos el florecimiento de los países y la mejor calidad de vida para sus habitantes. Lo dijo elocuentemente, ante una pregunta del público, el economista catalán Xavier Sala-i-Martin en una conferencia: “Prefiero la desigualdad que generó Steve Jobs para sus accionistas a través del éxito de Apple, compañía que él creó, porque así tengo acceso a sus iPhones, que vivir en un mundo igualitario, en el que los celulares inteligentes nunca hubiesen aparecido”. 57
Cada vez que se introduce una prohibición, se establece simultáneamente una dificultad para que ese proceso tome el curso benéfico al que hemos aludido. Cada vez que se elabora una restricción, se mueve hacia abajo, aunque sea un poco, la perilla de los logros posibles. Cada vez que se regula, se rigidiza el entorno social y la acumulación de rigidez produce uniformidad. Pero la uniformidad no es fecunda. Una sociedad en estado de uniformidad forzada, que
languidece en su achatamiento como resultado de la acumulación de prohibiciones y restricciones, de profusión de reglas y directrices, no genera ni los incentivos ni otorga las posibilidades requeridas para que el proceso creativo se produzca. Una sociedad que no permite que el afán de ascender en la escala social sea la fuente de motivación para trabajar con ahínco y cosechar los frutos de ello —y, repitámoslo, cualquiera sea la métrica con que esa escala se mida: dinero, prestigio, calidad, intelecto, liderazgo, trabajo en equipo o actitud colaboradora—, una sociedad así, sin afán de superación, es una sociedad que se empobrece, en la que sus ciudadanos languidecen y en la que el impulso vital se debilita. Es por ello que debemos privilegiar la libertad sobre la igualdad. Porque el progreso individual y colectivo descansa sobre la amplitud de caminos que la libertad nos ofrece y que la igualdad nos esconde. Porque la libertad desata la imaginación y la igualdad la inhibe, porque la libertad enciende nuestras motivaciones y la igualdad las apaga con el peso de su uniformidad, y porque la libertad ensancha y la igualdad rigidiza. Además, como hemos insistido, si uno de los impulsores básicos de nuestra conducta social es nuestro afán por diferenciarnos más que por igualarnos, ¿por qué habríamos de privilegiar la igualdad? En estricto rigor, y para ser justos, los debates contemporáneos procuran más bien combatir la desigualdad que alcanzar la igualdad. Ambas cosas no son lo mismo. En el primer caso se trata de mitigar la desigualdad y, en el segundo, de hacerla desaparecer. Quienes combaten la desigualdad lo hacen porque les molesta que la dinámica social conduzca a estratificaciones sociales profundas y contrastantes, que no reflejen los merecimientos de sus miembros, ni de los que se encuentran en la parte de arriba ni de los que quedaron en la parte de abajo. Pero si ese fuese el problema, si de lo que se trata es de procurar nivelar de mejor forma la cancha que enfrentan las personas, y para ello se entregan herramientas mejor dirigidas a quienes parten con una desventaja, y si además ello se hace minimizando la interferencia con la libertad que recién hemos alabado, hay un amplio espacio para encontrar consensos. El problema se genera cuando el combate a la desigualdad se transforma en un objetivo en sí. En efecto, en ese caso comienzan a introducirse restricciones, regulaciones, prohibiciones y directrices, que son las que interfieren con la autonomía individual, que coartan crecientemente la libertad de las personas y que uniforman y achatan a la sociedad resultante. Y es normalmente en ese
momento cuando, además, se ignora la naturaleza humana, interviniendo las instituciones por un afán igualador. Es eso lo que provoca todos los problemas sobre los que he insistido y cansado al lector a lo largo de estas páginas. Quise presentar la antinomia entre libertad e igualdad, sin aclarar previamente el significado que les doy a esos términos. Me pareció que era mejor hacerlo de esta forma, para que las nociones intuitivas que todos manejamos estuvieran en juego sin contaminarlas o manipularlas con algún significado específico. Sin embargo, ya expuestos los argumentos y vistos los temas que están en juego, vale la pena revisar ambos términos para darles no una definición, pero sí, al menos, un sentido. Me he referido a la libertad teniendo en mente su sentido clásico, es decir, la ausencia de coerción de terceros para que un individuo realice las acciones que pretende realizar y que están dentro de sus posibilidades o capacidades. Si una persona se dirige a una tienda a comprar un artículo y la autoridad le impide entrar a la tienda, entendemos que dejó de ser libre para hacerlo. Pero si nadie lo detuvo y una vez en su interior se dio cuenta de que no tenía el dinero suficiente para comprar un televisor de última generación, esa persona no ha sufrido una restricción a su libertad para efectuar su compra, en el sentido que le acabamos de dar a “libertad”, sino que simplemente no dispone de los medios para hacerlo. Si una persona no está en condiciones de demostrar un teorema matemático porque no posee las capacidades o el talento para hacerlo, no decimos que no es “libre” para demostrarlo. Sigue siendo libre de demostrarlo, nadie se lo impidió, solo que no pudo hacerlo. Del mismo modo, yo no puedo ir a la Luna, no tengo los medios ni las capacidades para lograrlo, pero no por eso digo que no tengo libertad para hacerlo. La libertad, o le es restringida a uno por un tercero, o bien uno tiene la opción de ejercerla, pero siempre dentro de las capacidades que cada cual tiene. Cuando la libertad se restringe, la restringen terceros. En las sociedades modernas, la restricción proviene mayoritariamente del Estado. Inversamente, en ausencia de esa restricción, la libertad se ejerce sola. Por eso que se dice que practicar la libertad —de movimiento, de expresión, de emprendimiento, de asociación— equivale a ejercer derechos “negativos”, porque la única forma de impedirlo es que un tercero —particular o el Estado— efectúe una acción coercitiva contraria. Es decir, se trata de derechos cuyo ejercicio solo lo decide el titular, a partir de sus capacidades y talentos, sin requerir que otros concurran a ello. Por el contrario, la falta de medios para conseguir atención médica en un hospital privado, para adquirir una vivienda o
para estudiar en una universidad pagada de prestigio no constituye, en esta visión, ausencia de libertad para hacerlo. Todas esas situaciones son, sencillamente, una expresión de la imposibilidad económica o de talento para lograrlo. No ha habido un tercero involucrado en impedirlo. La igualdad, por su parte, tiene distintas acepciones. Existe la llamada igualdad ante la ley, sobre la cual hay un relativo consenso general respecto de su validez, salvo cuando la discusión se refiere a grupos étnicos originarios, puesto que, con cada vez más frecuencia, hay quienes quisieran tratarlos de manera distinta que al resto. También está la igualdad de oportunidades para enfrentar los problemas de la vida en las complejas sociedades modernas del siglo XXI. Esta es una aspiración noble, pero imposible de cumplir de manera absoluta. Consiste en procurar corregir las desigualdades de cuna o resultantes de la estratificación social existente o anterior, lo que parece razonable, pero para algunos también consistiría en restringir el uso de las capacidades naturales de los más aventajados, porque serían ellas las que impedirían a los más desfavorecidos lograr sus aspiraciones a pesar de sus esfuerzos y merecimientos. En muchos casos, eso puede resultar absurdo. De modo que la igualdad de oportunidades es una meta noble, pero asumirla de manera demasiado profunda y ortodoxa la pondrá en disputa con otras poderosas manifestaciones de la naturaleza humana que incluyen, entre otras, nuestro interés propio y la preocupación por nuestros parientes. Intentar sortear las diferencias individuales de manera artificial, como si se tratara de un absoluto, puede traer más problemas que los que se quieren resolver. Finalmente, existe la igualdad de ingresos o de riqueza, que es la más fácilmente detectable. La intervención igualadora tiende a interferir con la libertad en ambos casos, pero se manifiesta mucho más claramente y provoca más daños en el segundo. Más allá de las definiciones, el punto que hemos querido hacer es que, por más que nos interese combatir la desigualdad en cualquiera de sus acepciones, si para hacerlo tenemos que sacrificar la libertad, sacrificio que se establece mediante reglas, leyes o instituciones que la restrinjan, y si además esas reglas no se han hecho cargo de la naturaleza humana, dando lugar, en muchos casos, a resultados contrarios a los objetivos perseguidos, entonces no vale la pena intentarlo. Para decirlo en positivo, si tenemos que decidir, es casi siempre mejor privilegiar la libertad sobre la igualdad.
CAPÍTULO 17 EL SEDUCTOR MEME58 SOCIALISTA El debate sobre privilegiar libertad o igualdad no se ha agotado. Sigue formando parte de la discusión pública sin que la balanza se incline en alguna dirección de manera definitiva. A veces se desarrolla con más ahínco y fuerza, a veces con menos vigor e intensidad. A continuación, intentaré explicar las razones de su permanencia y las dificultades de carácter intrínseco que impiden zanjarlo de manera definitiva. Ya dijimos que ese debate estuvo implícito durante los cuarenta y cinco años de la Guerra Fría. Cuando cayó el muro de Berlín, en 1989, y con ello vino el derrumbe de la Unión Soviética, pareció que la discusión concluía. El esquema de libertades encarnado por las democracias occidentales, con sociedades basadas en la autonomía responsable de las personas para decidir libremente su camino de vida, parecía imponerse de manera definitiva sobre el esfuerzo de aquellas que tenían como norte la igualdad y la supremacía del colectivo por sobre el individuo. Sin embargo, veinte años después, luego de la Gran Recesión que comenzó en 2008, el debate resurgió. El desplome de los mercados financieros y sus duras secuelas —atribuidos por algunos a los problemas intrínsecos de un modelo que, privilegiando la libertad de las personas, permitía la aparición de sociedades estratificadas y desiguales, fundadas en el egoísmo competitivo, lo que provocaba abusos y miseria— constituía una razón más que suficiente para volver a recuperar los viejos ideales igualitaristas, cooperadores y solidarios de antaño, equivocadamente abandonados luego de la caída del muro. Y, así, el debate no ha cesado. 59
¿Qué es lo que está detrás de esta permanente pugna? ¿Por qué las personas no logran concordar en un modelo de organización social? ¿Qué hace que la discusión oscile permanentemente entre libertad e igualdad, entre competencia y cooperación, entre lucro y caridad? Si las sociedades libres entregan tantos beneficios, y las sociedades igualitaristas —forzando igualdad sobre sus ciudadanos, aun cuando lo hagan procurando nobles objetivos— han fracasado
tantas veces en entregar las bondades que prometen, ¿por qué hay tantas personas que vuelven una y otra vez sobre esos ideales? En otras palabras, ¿por qué es tan seductor el meme socialista? La durabilidad del conflicto nos sugiere que hay elementos de carácter universal que están detrás de su aparición. Por eso, debemos encontrar la respuesta en las características de la naturaleza humana antes que en razones de carácter coyuntural o intelectual. Entre los elementos de la naturaleza humana que actúan para mantener vivo ese debate están algunos de los impulsores de nuestra conducta social, así como algunas piezas de la arquitectura de nuestra psicología moral. En efecto, el meme socialista resulta especialmente seductor —me refiero a su atractivo emocional más que intelectual— porque se basa en sentimientos humanos que están en la base de nuestra naturaleza y que se encuentran profundamente entrelazados entre sí: por una parte, está la disposición altruista que nos impulsa a cooperar con otros individuos, aun incurriendo en costos para hacerlo, y, por otra, está uno de los ejes ya descritos de nuestra psicología moral, relacionado con el daño/sufrimiento y el cuidado/preocupación. Recordemos que la disposición altruista o cooperadora surgió por selección natural. El conferir beneficios a terceros y, como resultado de ello, recibir beneficios de vuelta de quienes fueron los receptores de nuestra generosidad —o incluso, recibirlos de otros, porque nuestra actitud cooperadora nos hizo acreedores a ellos— resultó una mejor estrategia de sobrevivencia y reproducción que actuar como átomos individuales, solo preocupados de nuestra ventura personal. Eso fue recogido en la información genética de la especie. La red de favores mutuos a que esa reciprocidad da lugar deja a todos, en promedio, en mejores condiciones que si cada uno actuara de manera individual y egoísta. De allí el nombre de “altruismo recíproco” con que denotamos a ese rasgo. Nuestra disposición a actuar con reciprocidad, a cooperar con otros, se basa, a su vez, en el sentimiento moral de solidaridad que sentimos por los demás, el que también fue moldeado por selección natural y quedó encriptado en nuestra arquitectura neuronal. De ese sentimiento moral surge el mencionado eje daño/sufrimiento y cuidado/preocupación. Nuestra vida social y nuestra psicología moral están ancladas en esas disposiciones conductuales. En consecuencia, cuando pensamos en formas de organizar la sociedad nos parece natural considerar aquellas emociones que mejor interpretan nuestra
manera de entender la interacción social: la cooperación, la ayuda mutua, la preocupación por el otro y la compasión ante su sufrimiento. Las conductas egoístas, individualistas y competitivas parecen ser contrarias a las anteriores y, por lo tanto, no nos parece adecuado considerarlas como organizadoras de nuestra vida social. Nuestros sentimientos morales, como vimos, fueron construidos en el proceso evolutivo para resolver los problemas de cooperación que genera la interacción en grupos —“la tragedia de los comunes”, si quisiéramos darles un formato general— y, por lo tanto, quedaron encriptados en nuestro genotipo. Son ellos los que nos llevan a la cooperación, a la colaboración, a la solidaridad, a la compasión ante el sufrimiento del prójimo y nos instan a querer organizar nuestra interacción social de manera que mitigue o corrija ese indeseado estado de cosas. La cooperación recíproca ya estaba instalada como un rasgo distintivo de la arquitectura neuronal de los primates, como los chimpancés y los bonobos. Luego, continuó desarrollándose de manera cada vez más notoria en las especies de homininos —tanto en las que antecedieron al sapiens como en la nuestra— y fue esencial para permitir que las bandas de cazadores-recolectores resolvieran los problemas de supervivencia y reproducción que enfrentaron, y posteriormente continuaran su camino civilizatorio hasta nuestros días. Por otra parte, los sentimientos morales surgieron de ese mismo proceso evolutivo: son los que nos hacen juzgar positivamente la cooperación y la colaboración y negativamente al individualismo y al egoísmo. No es de extrañar, entonces, que gran parte de nuestra moral gire en torno a la cooperación y la solidaridad, que nuestra aspiración de sociedad ideal es una que las encarne y que las doctrinas políticas que representan ese eje moral pivoteen alrededor del ideario socialista. El meme socialista se alimenta de todo aquello. La sociedad, a ojos de nuestra naturaleza, debe ser solidaria, colaboradora, cooperadora y compasiva, y no competitiva, egoísta e individualista. Por eso, en la actualidad, el meme socialista prefiere que los sistemas de pensiones estén basados en el reparto y no en la capitalización individual, que la salud sea provista por entes públicos en vez de organizaciones privadas —las que tienden a estar, según ellos, contaminadas por las ganancias basadas en el individualismo— y que lo mismo ocurra con la educación. El ideario socialista tiende a desconfiar de la creación de valor a partir de la iniciativa individual, fundada en los derechos de propiedad, pues considera que el valor creado se obtuvo en entornos competitivos, apoyados en el egoísmo y no en la cooperación. Los sentimientos morales detrás de ese tipo de juicios están anclados en lo más profundo de la
naturaleza humana y son los que nos instan a rebelarnos en contra de los modelos de sociedad que parezcan ignorarlos. Y por eso, a pesar de los continuos fracasos de las formas más radicales de ese ideario —el bloque soviético, la Cuba castrista, la China de Mao—, sus ideas vuelven a reagruparse en la mente de muchos. Eso lo observamos en el actual laborismo de Corbyn en el Reino Unido, el socialismo del Podemos español, el Frente Amplio chileno o “el socialismo del siglo XXI” venezolano. Eso, incluso después de haber observado cómo la ex-URSS, Cuba y la China de Mao cayeron en desgracia por sus malos resultados y que el “socialismo del siglo XXI” sumiera a Venezuela en una crisis política, económica y humanitaria. Los sentimientos morales de sus partidarios los llevan a sentirse “indignados” frente a lo que consideran un mundo sin solidaridad, dirigido por el afán de lucro egoísta, que solo conduce a sociedades desmembradas y desprovistas de la humanidad a la que ellos noblemente aspiran. Es nuestra disposición conductual orientada a la cooperación, acompañada de sentimientos morales basados en la compasión frente al sufrimiento de los demás, lo que está detrás de la permanente búsqueda de formas de organización social que añoran construir sociedades igualitarias y colectivistas. O, al menos, sociedades que se aproximen a eso y que se hagan cargo de los problemas mencionados. De ahí el permanente resurgimiento del meme socialista cada vez que pierde vigencia y lo seductor que resulta su mensaje. Pero, si la disposición a sentirse atraído por ese meme forma parte de la naturaleza humana y si hemos argumentado que la naturaleza humana no la podemos cambiar sin modificar el genotipo de la especie, ¿cuál es el problema del ideario socialista? ¿No sería acaso esa la manera correcta de querer organizar la vida social, en concordancia con nuestra naturaleza? ¿No es el mundo de la cooperación y la colaboración el que debe conducir nuestro destino, conforme a lo que nos indican nuestros sentimientos morales? ¿No deberíamos aspirar, acaso, a alguna forma de socialismo? ¿Por qué estaría errada esa forma de entender el mundo? El propio análisis de la naturaleza humana que examinamos en la primera parte del libro es lo que nos permite responder las preguntas anteriores. Es cierto que las personas tenemos una disposición natural al altruismo recíproco, que en nuestras relaciones sociales cercanas tendemos a la colaboración y a la cooperación y que reaccionamos de manera solidaria y compasiva ante el sufrimiento ajeno. Pero eso no es todo lo que está ocurriendo.
También el egoísmo forma parte de nuestra naturaleza. Ya lo vimos en el capítulo 3, cuando mostramos que este coexiste con el altruismo y discutimos cómo los juegos de economía experimental —los del “ultimátum” y del “dictador”— muestran que el egoísmo se manifiesta más claramente cuando el intercambio se hace de manera anónima, mientras que el altruismo se expresa con más fuerza cuando el intercambio ocurre en el ambiente social cercano. Asimismo, también forma parte de nuestra naturaleza el procurar subir en la jerarquía social, cualquiera sea la métrica para establecerla —dinero, casta, prestigio—, y eso nos lleva a competir con los demás y a intentar ganar esas competencias. Queremos hacerlo mejor en el trabajo, queremos que nuestros pares reconozcan el valor de lo que hacemos, ya sea como científicos, artistas, publicistas, médicos, ingenieros, abogados, comerciantes, administradores u operarios y, para eso, hacemos esfuerzos para superar a nuestros colegas. Nos gusta mejorar el barrio y el aspecto de la casa en que vivimos, nos hace sentir bien compartir con gente importante, aquella que está más arriba que nosotros en la jerarquía social —y por eso nos tomamos “selfies” con los famosos—, queremos ascender en la organización en la que trabajamos, y así. Alcanzar un mejor lugar en la jerarquía social es parte de nuestra naturaleza, tanto como lo es la compasión o nuestro altruismo recíproco. Obtener mejores resultados para nosotros y para nuestra familia cercana es tan constitutivo de nuestra humanidad como la cooperación que exhibimos ante nuestros vecinos o amigos. Pretender descender en la escala social es una anomalía. Ya lo dijimos. Los trabajadores no solicitan que se les disminuyan sus remuneraciones con el fin de colaborar con su empleador, un músico no desvirtúa su interpretación para que su colega brille, los futbolistas no se dejan ganar por compasión por el equipo contrario, y los científicos no introducen errores en sus trabajos para que sus colegas se lleven los honores. No. Los seres humanos desplegamos un permanente esfuerzo por ser mejores en lo que hacemos, por mejorar nuestras condiciones de vida, por elevar nuestros salarios, por obtener el reconocimiento de nuestros pares, todo lo cual nos lleva a ser egoístas, competitivos e individualistas, y eso ocurre a la par con nuestras disposiciones altruistas, cooperadoras y colaboradoras. Ambas disposiciones forman parte de nuestra naturaleza, pero cada una juega un rol distinto. En nuestras relaciones cercanas, la disposición altruista ayuda a generar los lazos con nuestro grupo, lo que fortalece el tejido social y produce las ganancias resultantes de la colaboración. En nuestras relaciones más
impersonales, es la competencia la que nos permite mejorar nuestra condición individual o de nuestra familia frente a terceros. El altruismo, en el ambiente apropiado, genera interacciones en las que ambas partes ganan, pues son interacciones de suma positiva, resultado de la cooperación. Pero, a su vez, en el ambiente apropiado, la competencia también genera externalidades positivas. No para quienes compiten, porque para ellos la competencia es un juego de suma cero, es decir, lo que gana uno lo pierde el otro. Pero sí lo hace para la sociedad como un todo. En efecto, como lo describió Adam Smith hace ya más de doscientos cuarenta años, la competencia entre productores genera más bienes para más personas a mejores precios, aun cuando esa no haya sido su intención. Así, la cooperación es eficiente en el mundo de nuestras relaciones sociales, y la competencia es eficiente en el mundo de las relaciones productivas. Y son justamente los beneficios de la competencia —la “mano invisible”— lo que nos permite organizar la producción de bienes y servicios de las sociedades modernas en un esquema institucional basado en el egoísmo, el individualismo y la competencia, y que, luego de observar sus buenos resultados, nos permite sentir que no hemos traicionado nuestra psicología moral. La “mano invisible” es uno de los hallazgos más importantes de las ciencias sociales, y es, además, profundamente contraintuitivo. Pero, justamente porque nuestra psicología moral nos induce a comportarnos de manera colaborativa con nuestros congéneres, no nos parece comprensible que personas que compitan de manera egoísta, motivadas por un afán de lucro, produzcan resultados beneficiosos para el resto. Y más aún, que lo hagan sin que esa haya sido su intención. Pues bien, en esa aparente contradicción se encuentra el corazón del problema. El seductor meme socialista no es capaz de “asimilar” este elaborado concepto de la mano invisible: que agentes egoístas generen beneficios si esa no era su intención no puede ser posible. Pero así es; eso es lo que ocurre y así funciona el mundo, al menos la parte del mundo que mejores resultados produce. Relacionado con la “mano invisible”, hay otro aspecto que está detrás de quienes sustentan el ideario socialista. No les parece posible que el libre intercambio de bienes, servicios, favores, ideas o conversaciones sea capaz de producir un orden social. Este requeriría, piensan, de una coordinación central. Solo quienes tienen la intención de producir un cierto resultado y planifican de esa manera lograrán su objetivo. Por eso en el pensamiento socialista la planificación y la coordinación juegan un rol clave. Pero esa afirmación no es correcta. El mercado no es el único en generar un orden espontáneo: quizás más importante aún, la evolución por selección natural también lo hace. Un proceso sin un propósito
que lo guíe y sin un cerebro central que lo organice generó toda la biodiversidad observable, y junto con ello la exquisita variedad de rasgos que los distintos organismos despliegan para adaptarse a su entorno, como un gran orden colectivo. La propia naturaleza ilustra, pues, la posibilidad de alcanzar un orden sin un planificador que lo esté orientando. Y aunque es cierto que las sociedades basadas en mercados competitivos y propiedad privada requieren de instituciones —regulaciones— para que operen adecuadamente, no es cierto el argumento de la planificación. Al revés, porque el futuro es incierto, el ensayo y error que una economía libre provee es una mucha mejor herramienta para enfrentarlo que la ilusoria certeza de la planificación impuesta desde arriba. La economía libre permite descartar los errores, que afectaron solo a los pocos que intentaron ese ensayo, y, en cambio, facilita aprovechar los aciertos de algunos para beneficio de todos, socializándolos mediante el intercambio. Por su parte, la planificación central escoge nada más que una opción cada vez, aumentando de esa manera la probabilidad de errar. Y cuando yerra, afecta a todos. Los beneficios que entrega el esquema de mercado superan con creces aquellos en los que la competencia se abandona. Ello está sustentado no solo en el sólido desarrollo de la teoría económica contemporánea, sino en la abrumadora evidencia empírica aportada por la historia de los casos en que ha sido ignorado. Un ejemplo ilustrativo lo constituye el caso de las dos Coreas: un mismo pueblo, dividido geográficamente a comienzos de la Guerra Fría por razones ideológicas, dio lugar a dos resultados radicalmente distintos. La porción sur ha alcanzado estándares de vida muy superiores a la porción norte y goza de libertades inimaginables para sus vecinos, a pesar de que, al comenzar el proceso, era predominantemente rural y más pobre que el relativamente más rico e industrializado norte. Así pues, se plantea un dilema. O seguimos la preferencia de nuestra psicología moral por una vida social basada en la cooperación y la solidaridad, o buscamos los beneficios que confiere la creación de valor en esquemas competitivos fundados en el afán de lucro y la propiedad privada. El premio nobel de Economía Friedrich von Hayek lo ha expresado con meridiana claridad: Si aplicamos sin modificación las reglas bajo las cuales vivimos en el microcosmos (clanes y familias) a la vida en la sociedad entera, como nuestros sentimientos (morales) nos instan, destruiríamos su capacidad para generar riqueza; y, sin embargo, si siempre aplicamos las reglas del orden extendido (intercambio impersonal en las sociedades modernas), del
macrocosmos, a nuestros grupos íntimos, los aplastaríamos (destruiríamos el tejido social). Por ello debemos aprender a vivir en dos mundos al mismo tiempo. 60
En otras palabras, Hayek nos está diciendo que nuestra psicología moral, moldeada por selección natural durante nuestro pasado evolucionario de bandas cazadoras-recolectoras, nos insta a conducirnos bajo reglas de cooperación y colaboración. Pero, agrega a continuación, en las sociedades modernas, en las que interactuamos mayoritariamente de manera anónima, la creación de valor se genera mejor en un ambiente competitivo y son las reglas del mercado, el afán de lucro y la propiedad privada las que producen los beneficios. En esas condiciones, si pretendemos aplicar las reglas con que nos conducimos en nuestra vida familiar o con nuestros amigos a la sociedad como un todo, no generamos la riqueza que requerimos y que la competencia provee. Pero, si aplicamos las reglas de la competencia y el egoísmo a nuestra vida social, desbaratamos el tejido social. Así queda planteado un dilema moral que resulta insoslayable a la condición humana y no tenemos una manera sencilla de resolverlo: debemos aprender a convivir con ambos mundos. Esa es nuestra naturaleza, y la compleja interacción de nuestra psicología moral con nuestro afán por superarnos y ascender en la jerarquía social es la que nos conduce a él. Ese dilema nos ilustra las dificultades que enfrentamos los seres humanos para concordar en formas de organizar nuestra sociedad. La cooperación y la solidaridad, rasgos surgidos evolucionariamente, resultan no estar completamente adaptados a las sociedades extensas y anónimas que el proceso civilizatorio fue construyendo . Y ahora, en las modernas sociedades del conocimiento del siglo XXI, ello se hace aún más nítido. Se requiere utilizar todo el bagaje de herramientas tecnológicas y productivas, desarrolladas al amparo de sistemas que protegen la propiedad privada, que utilizan los incentivos y generan competencia, para que estemos en condiciones de satisfacer los requerimientos de los ciudadanos. 61
Esto no significa, como bien dice Hayek, que debamos olvidarnos de la cooperación y la solidaridad. No. Ellas siguen formando una parte fundamental de nuestra psicología moral de la que no podemos desprendernos, pues juega un rol muy importante en la construcción del tejido social. Ella está detrás de todas aquellas iniciativas que utilizamos para ir en ayuda de quienes presentan condiciones de vulnerabilidad o infortunio. Por eso el dilema. Debemos escoger con cuidado cuándo utilizamos la competencia y el individualismo, y cuándo la
cooperación y la solidaridad, porque ambos cumplen su función. Lograr que aprovechemos ambos en beneficio de nuestras sociedades y sus ciudadanos es una tarea compleja, que requiere de buenas políticas públicas, aquellas que comprendan los elementos de la naturaleza humana que están en juego y las diseñen en concordancia. Las propias bandas cazadoras-recolectoras de nuestro pasado evolucionario — verdaderos clubes de ayuda mutua— competían fieramente con otras bandas de cazadores-recolectores por recursos, territorio u opciones reproductivas. De modo que el afán de competencia ya formaba parte de su psiquis, un rasgo que nos acompaña hasta nuestros días. Pero no solo nos acompaña como un pesado fardo que debemos acarrear en contra de nuestros deseos, sino que también nos es útil, pues de la competencia, impulsada en una parte no menor por nuestro afán de subir en la jerarquía social, ha surgido la innovación tecnológica y cultural, la creación de conocimiento, los sistemas productivos eficientes, entre otros, y es responsable de una parte importante de nuestra trayectoria como especie. Nuestra esencia es una que combina ambos rasgos, egoísmo y altruismo, porque es la solución que encontró la selección natural para el diseño de nuestra arquitectura neuronal. Hemos hecho uso de esa mezcla para obtener los éxitos, así como las penurias, que nos han marcado a lo largo de la historia. Hay especies en las que cada individuo es un átomo solitario que debe resolver sus problemas de sobrevivencia y reproducción aisladamente, y hay otras, como los insectos sociales, que llevan la colaboración y el altruismo al extremo. Nosotros usamos ambos. Pero, si queremos seguir solo una de ellas, la igualitarista y colectivista, cometeremos un profundo error. Como me dijo el connotado científico norteamericano E. O. Wilson, en un coffee break durante la conferencia sobre Unidad del Conocimiento organizada por la NY Academy of Science, en 2001: “Communism? Nice theory; wrong species”. O sea, los humanos son la especie equivocada para intentar organizar sus sociedades siguiendo los ideales socialistas hasta su expresión extrema, pues los rasgos de nuestra naturaleza no permitirán que ello ocurra exitosamente. Hemos visto que el meme socialista basa su poder de seducción en algunos de los rasgos más distintivos de nuestra naturaleza. Pero, al concentrar el núcleo de su atractivo emocional en torno a ellos, ignora otros como la fuerza creadora de valor y riqueza que nuestro afán por escalar la jerarquía social provoca. Esa fuerza ha sido y seguirá siendo muy importante para el florecimiento de nuestras comunidades, aunque venga acompañada —algo en cierto modo inevitable—
por la competencia, el afán de lucro y la propiedad privada, que genera a su paso estratificación y desigualdad como subproductos. En otras ocasiones, el meme socialista revela que los mismos rasgos que ignora o combate están camuflados en su propia retórica. Por ejemplo, cuando en nombre de la solidaridad exige gratuidad en la educación o en la salud, o sea, derechos sociales, pero cuya materialización precisa de recursos. Pero estos se obtienen de los impuestos pagados por agentes privados que, incentivados por el interés propio y el afán de lucro, generan los excedentes necesarios para generarlos. Es decir, la doctrina no advierte que el otorgamiento de esos derechos requiere la activación del germen de aquello que pretenden combatir: el interés propio. A menos, claro, que pretendan que todo sea producido por el Estado, que ya mostró, en los muchos experimentos llevados a cabo durante el siglo XX, su ineficiencia e incapacidad para poder satisfacer las necesidades sociales. Por otra parte, cuando los estudiantes solicitan gratuidad para sus estudios universitarios, los beneficiarios son ellos mismos y los recursos que demandan provienen, nuevamente, del interés propio de los agentes económicos que luego pagan impuestos. Cuando los trabajadores piden que las pensiones provengan de un sistema de reparto y no de la capitalización individual, están intentando beneficiarse con recursos que entrega el Estado, provenientes de los tributos al lucro de las actividades productivas privadas. Cuando la ciudadanía exige mayores impuestos a los más ricos, lo hace para ser ellos los beneficiarios de esos impuestos, surgidos del desacreditado interés propio. La solidaridad no consiste en recibir de otros lo que uno requiere. Por el contrario, consiste en la entrega voluntaria de recursos a otros que precisan de ayuda. Quienes piden para sí mismos no están actuando con solidaridad: están exigiendo solidaridad forzada al resto. Por eso los impuestos que pagan los contribuyentes no constituyen una forma de solidaridad. Muy por el contrario, como su nombre lo dice, son “impuestos” (participio del verbo imponer) a la ciudadanía por la fuerza, como una exacción que debe utilizar la imposición de la ley y los castigos que ella establezca para lograr que se paguen. Las personas que “contribuyen” al erario público casi nunca lo hacen voluntariamente. El hecho de que los adherentes al meme socialista hagan exigencias que, en la práctica, impliquen transferencias de recursos hacia ellos solo ratifica que los seres humanos albergamos tanto una preocupación por el interés general —
colaboración, cooperación y solidaridad— como por el interés propio —mejores salarios, servicios gratuitos u otros—, y eso muestra, una vez más, que ambos forman parte indisoluble de la naturaleza humana. Recordemos que, si la redistribución en el combate a la desigualdad constituye el pivote de la organización social concebida en el ideario socialista, las formas prácticas con que este se implementa inevitablemente entran en tensión con la libertad, otra de las pulsiones fundamentales de nuestra conducta social. Ignorar a esta última interfiere, además, con la capacidad de las personas para construir su existencia según su propio criterio, impulsadas por la autonomía para desplegar todos sus talentos, talentos que, articulados en una institucionalidad que no los restrinja, producen beneficios sociales muy superiores a los de la uniformidad igualitaria. Considerar a nuestra disposición altruista como el único eje articulador de la sociedad implica descuidar otros aspectos muy importantes de nuestra psiquis evolucionada; además, limita y coarta el impulso creador que las personas aportan al querer mejorar su propia existencia. Pero también es necesario reconocer que un modelo de convivencia donde solo importe la autonomía individual, bajo el supuesto de que los intercambios que allí se producen, al ser todos de mutuo beneficio, generarán un mundo ideal, es una manera estrecha e incompleta de concebir la vida en sociedad. Ya vimos que con el libre intercambio se producen externalidades negativas que no quedan incorporadas en los precios, que las sociedades modernas facilitan que la autonomía de unos interfiera con la de otros y que se generan desigualdades, asimetrías de información y fallas de coordinación que requieren la intervención de un ente que no represente a las partes, rol que cumple el Estado. Por ello, las instituciones de una sociedad moderna y libre deben dar cuenta de las distintas manifestaciones que forman parte de la naturaleza de las personas: es decir, dar libertad para que se genere riqueza y se cree valor en todo el espectro de las capacidades humanas, pero también permitir construir el tejido social necesario para que los ciudadanos sientan que forman parte de una comunidad que les da un sentido de pertenencia, lo que incluye preocuparse por los más vulnerables o que sufren infortunios difíciles de mitigar, que satisfaga nuestra psicología moral. De modo que privilegiar libertad sobre igualdad, como propuse en el capítulo anterior, no significa reprimir los sentimientos morales que buscan combatir las
desigualdades inmerecidas o los infortunios incorregibles. Es necesario darles un cauce a esos sentimientos, pero un cauce que no subordine la primacía del individuo y su autonomía, de modo que pueda ejercer su libertad responsablemente. La seducción que ejerce el meme socialista sobre nuestros sentimientos se transforma en una ilusión cuando se aplica con rigurosidad, pues sus resultados tienden a desvanecerse y a producir frustración. Y eso se debe a que no considera todos los elementos de la naturaleza humana, sino solo parte de ellos. Las modernas ciencias sociales evolucionarias están permitiendo entender lo anterior con mayor claridad y nos permiten seguir afirmando la preeminencia de la libertad sobre la igualdad.
CAPÍTULO 18 UNA SOCIEDAD ENTRELAZADA En el conocido ensayo Yo, lápiz (1958), de Leonard E. Read, el autor hace una afirmación sorprendente, hasta inverosímil: “No hay una sola persona en el mundo que pueda fabricar un lápiz”, en referencia al simple lápiz de grafito con goma de borrar en la parte de atrás. Para mostrar que ello es así, Read enumera todos los elementos que se requieren para fabricar un lápiz —la madera, el lacado, la pintura, la mina para escribir, el metal para sujetar la goma, hasta la goma misma— y describe cómo cada uno de ellos necesita incorporar distintos recursos naturales: bosques desde donde extraer la madera en Oregon, Estados Unidos, grafito desde minas en Sri Lanka, aceite de castor para el lacado, por nombrar los más obvios. Cada uno de estos materiales requiere, a su vez, de una red de trabajadores, herramientas y equipos para obtenerlos —camiones, sierras, barcos, acero, tinturas, hornos, etcétera— y de un proceso de fabricación que involucra a más trabajadores, herramientas y equipos. De esa manera, se conforma un enjambre de actividades de tal tamaño y diversidad que, efectivamente, no hay nadie en el mundo capaz de realizar y fabricar solo un lápiz de grafito. No solo eso, continúa Read, sino que ninguno de los que participa en esa inmensa red productiva está trabajando con la intención de producir un lápiz; ni siquiera el presidente de la compañía de lápices, que está más preocupado en su rutina diaria de que su empresa funcione y sea rentable que de los lápices de la línea de producción. Cada una de las personas involucradas en esa inmensa red contribuye con su conocimiento especializado para realizar una infinitésima parte de lo que se necesita para fabricar el producto. Más aún, cada una de ellas lo hace a través de transacciones voluntarias con otras personas —trabajo por salario, productos por dinero—, miles y miles de ellas, transacciones que quedan saldadas al momento de su ocurrencia. Sin que ningún ente esté organizando centralizadamente toda esa multitud de acciones, los lápices se fabrican todos los días por millones y llegan al comercio, donde son adquiridos por personas que ni imaginan lo intrincado de su proceso de fabricación. Y, sin embargo, cuando sentimos necesidad de adquirir un lápiz, nos dirigimos a una tienda o lo ordenamos por Internet y lo obtenemos sin muchas complicaciones y a un precio
razonable. Ese ensayo está haciendo obvia alusión a los beneficios de la “mano invisible” y a las bondades que resultan del adecuado funcionamiento de los mercados. Sin necesidad del roce desgastante de la fiscalización, estos otorgan los incentivos necesarios para introducir eficiencia, en contraste con lo que ocurriría mediante un esquema centralizado y burocrático. Respecto de la naturaleza de nuestras relaciones, aunque Read hace una alusión preferente a la parte transaccional involucrada en la fabricación de un lápiz, destaca la ausencia de una intención concordante en todos quienes participan en ese proceso. Cada uno de los actores involucrados está preocupado de satisfacer su propio nodo de actividad, es decir, distan de estar enfocados en el lápiz. Lo anterior ilustra que en las sociedades modernas y extendidas, tan diferentes de las bandas de cazadores-recolectores originales, las personas no están computando en su vida diaria las múltiples conexiones que pueden establecerse entre lo que ellos están haciendo y lo que hagan eventualmente otros. Están más bien preocupados de las cosas que los afectan directamente, e ignoran la vastedad de acciones que el resto de las personas realizan. Eso no es distinto a lo que ocurría con los cazadores-recolectores en el ambiente ancestral en que nuestra especie evolucionó, que estaban únicamente preocupados de su microambiente. Y ahora, en el siglo XXI, seguimos actuando como los sapiens que somos y como los cazadores-recolectores que fuimos, preocupados de nuestro entorno más cercano, a pesar de que —como el ensayo sobre el lápiz sugiere— esas otras acciones que ignoramos están mucho más relacionadas con nuestros propios intereses de lo que a primera vista parece. Es interesante. La competencia permite que haya más productos para más personas a mejores precios, no solo de bienes tangibles, sino también de servicios y de otros intangibles, como el arte y la cultura. Pero si miramos el proceso con otro lente, alejando la mirada hasta tener una visión global del funcionamiento de la sociedad, pareciera que todo el intercambio humano fuera parte de un gran proceso colaborativo en el que todos participan para que todos se beneficien. En efecto, a pesar de que cada uno en su particular nicho negocia con su coyuntural interlocutor su máximo beneficio individual, el resultado final de todo aquello es una inmensa cooperación universal, que da lugar a la inimaginable profusión de bienes y servicios distintos que observamos a diario,
como el lápiz. Esa inmensa red colaborativa es la que permite que las personas de los más diversos lugares del mundo se levanten en la mañana y destinen una parte sustancial de su tiempo a su trabajo u ocio específico, sin preocuparse de dónde saldrá el resto de los bienes que necesitan. En el fondo, tienen la inconsciente tranquilidad de que el resto de las personas están trabajando para ellas, del mismo modo que ellas lo están haciendo, también inconscientemente, para los demás. Nuestra sociedad exhibe esa curiosa propiedad. Cuando se la analiza con el lente apropiado, pareciera que se trata de una gran colaboración universal y, sin embargo, cuando se la ubica bajo un microscopio, da la impresión de consistir en una incesante competencia. Esa aparente paradoja es consustancial a los sistemas biológicos, aquellos que tienen como objetivo permanente el asegurar la supervivencia y reproducción de sus miembros. En efecto, los organismos vivos consiguen satisfacer ese objetivo utilizando recursos de su entorno, de los que obtienen la energía que les permite seguir vivos y realizar las otras funciones vitales para su subsistencia, como la digestión o el combate a los agentes patógenos que los atacan. Pero ese entorno está constituido también por otros organismos biológicos que, a su vez, están haciendo lo mismo, de manera que algunos son alimento de otros, los que son alimento de terceros y así, sucesivamente, en un encadenamiento ecológico permanente. Todos están, finalmente, utilizándose mutuamente. De ahí que el sistema se asemeja a un vasto esquema “colaborativo” de seres vivos. La vida sobre la tierra se basa en encadenamientos ecológicos, la mayoría de los cuales son, como hemos visto, de suma positiva. Uno de esos encadenamientos ocurre, por ejemplo, con las bacterias que habitan nuestro sistema digestivo. En él encontramos hasta mil especies distintas de bacterias, que pesan todas juntas casi dos kilos. En particular, en el colon hay un denso ecosistema que incluye un millón de millones de células de flora microbiana por gramo de contenido intestinal. La mayoría de ellas cumple funciones insustituibles en nuestra digestión y en la activación de las respuestas inmunológicas para enfrentar a los agentes patógenos, todas indispensables para nuestra supervivencia. Pero no solo los seres humanos dependemos de esas bacterias, sino que también ellas dependen de nosotros, pues encuentran su nicho de vida al interior de nuestro sistema digestivo, al interior del cual sobreviven y se reproducen. Y de este caso, que es un pequeño ejemplo de colaboración entre dos especies, podemos extrapolar la misma idea a la biósfera como un todo y concebirla como una gran cooperación de todos con todos.
El hecho de que cambiemos nuestro lenguaje de “competencia” a “colaboración”, dependiendo del foco más cercano o más lejano con que apreciemos al mismo fenómeno, no es un caso aislado. También se observa en otros ámbitos de la realidad. En el ámbito industrial, por ejemplo, la adquisición de maquinaria productiva por parte de una empresa es considerado en su balance anual como una “inversión” y no como un “gasto”, y su costo se “deprecia” en veinte años. Pero si el mismo balance se realiza tomando un horizonte más largo —por ejemplo, esos mismos veinte años—, entonces esa maquinaria sería un simple “gasto” para ese período. El cambio en el horizonte de tiempo utilizado modifica la manera en que describimos un mismo acto, en este caso, la adquisición de maquinaria. Y así como a nivel microscópico gran parte de los fenómenos que ocurren en la biósfera pueden describirse como competitivos, pero a nivel macroscópico como colaborativos, del mismo modo el sistema productivo de nuestras economías, que bajo el lente micro parece una colección de actos competitivos de todos contra todos, luce como un gigantesco ejercicio de cooperación cuando se hace un zoom out para mirarlo en su conjunto. El ejemplo de la fabricación del lápiz lo ilustra con singular elocuencia. La necesidad de modificar los términos con que nos referimos a los fenómenos que observamos, dependiendo de si miramos su “grano fino” o su “grano grueso”, es producto de la forma en que construimos lingüísticamente los conceptos más elaborados . Por ejemplo, los conceptos de “colaboración” y “competencia” son conceptos elaborados que no denotan objetos tangibles, sino que se refieren a maneras en que pueden interactuar actores biológicos. A su vez, los conceptos de “inversión” y “gasto” se refieren a las maneras de calificar las adquisiciones que efectúan distintos agentes industriales. Utilizamos uno u otro según la perspectiva que adoptemos para hacerlo. No ocurre lo mismo con los objetos tangibles, como una pelota o un cuaderno, que no cambian dependiendo de cómo los analicemos. 62
Un ejemplo que aclara aún más la idea es el de una foto digital en la pantalla de nuestro computador. Si la apreciamos en su conjunto, podremos recordar ese momento feliz con nuestra familia durante las vacaciones que quedó registrado por la foto. Pero si afinamos la mirada a un punto particular de ella, acercándonos más y más a él, perderemos las relaciones que antes advertíamos entre los distintos pixeles —los elementos tangibles que nos generaban en nuestra corteza cerebral esa imagen de las vacaciones— y solo veremos una
amalgama de cuadraditos de distintos colores, pixel a pixel, sin que podamos inferir qué es lo que la foto completa representa. Con esta larga disquisición hemos introducido el tema de este capítulo, cuyo propósito es reflexionar sobre las implicancias que tiene el grado de entrelazamiento profundo y complejo que exhiben nuestras sociedades en la discusión sobre política y moral. Si observamos con cuidado, podremos apreciar que gran parte de nuestras vidas transcurre en rutinas diarias que se desenvuelven en pequeños submundos, aparentemente distantes de los del resto de las personas. Eso parecería ser todo lo que nos debiera importar, pues es lo que constituye el corazón de nuestra existencia. Pero en realidad esas vidas y esas rutinas forman parte de un espacio mucho más grande de relaciones, interconexiones, encadenamientos causales y circunstancias que nos relacionan con las vidas de otras personas, la mayoría de las cuales no conocemos ni sabemos de su existencia. Y esas relaciones afectan, muchas veces sin que nos demos cuenta, la cotidianeidad de nuestras rutinas. Por ejemplo, lo que ocurre con otras personas al interior de los pueblos o ciudades en que vivimos —o, abriendo aún más el foco, al interior de nuestros países y, eventualmente, al planeta como un todo— puede tener un gran impacto en nuestras rutinas cotidianas más íntimas. La forma que adquiere ese impacto no es siempre aparente a primera vista, pero el ensayo sobre la fabricación del lápiz de grafito y el cuidadoso análisis que en él se elabora revela cómo impacta en nuestras vidas diarias una multitud de acciones rutinarias de las que no tenemos conciencia. Por eso, cuando queramos proponer doctrinas políticas y diseñar las reglas del juego de nuestras sociedades, debemos ser consecuentes con ese enjambre de relaciones que está permanentemente actuando. Si no, podríamos sentirnos tentados a proponer soluciones que impliquen modificar algunas de esas relaciones, con resultados insospechados o contrarios a nuestra intención. Así ocurre, por ejemplo, cuando grupos de distintos países se movilizan para protestar contra el “sistema neoliberal” y la “globalización”. Para coordinarse deben utilizar sus teléfonos celulares, conectados mediante redes construidas por compañías de telecomunicaciones, las que, a su vez, requieren para funcionar de energía eléctrica que proviene mayormente de centrales generadoras. El precio de esa energía es el resultado de un proceso competitivo entre las compañías generadoras, todas intentando obtener las mayores ganancias posibles para sus
accionistas, parte de cuyo capital puede pertenecer a fondos de pensiones estatales o privados. Es perfectamente posible, entonces, que quienes protestan puedan tener invertidos sus ahorros previsionales en un fondo, supongamos estatal, que contenga en su cartera de acciones a alguna de esas generadoras y compañías de telecomunicaciones. En consecuencia, los que se rebelan se encuentran, quizás sin darse cuenta, en una doble situación contradictoria: por una parte, su protesta requiere de tecnologías de información y energía para conectarse, lo que solamente puede ser provisto si el sistema económico mundial está conectado globalmente —de manera digital a través de Internet, eléctrica por medio de redes de distribución, y física, con sistemas de transporte de mercancías marítimos, aéreos y terrestres eficientes—, que es justamente lo que ellos quieren desbaratar. Por otra parte, aspiran a que su fondo de pensión tenga la mayor rentabilidad posible, para que su jubilación sea lo más alta posible, pero para eso necesitan que el sistema “neoliberal”, contra el que protestan, se mantenga vigente y funcione con eficiencia para que las acciones de su fondo aumenten de valor. Es decir, esos grupos protestan contra la globalización con herramientas que la misma globalización les provee, herramientas que ellos no quieren perder, pero que perderían si la globalización desapareciera. Y, simultáneamente, protestan contra el sistema económico neoliberal a pesar de que necesitan que funcione muy bien para que la cuantía de su pensión sea lo más alta posible al momento de jubilar. No es posible aspirar a las herramientas que la globalización provee sin globalización, ni tener una alta rentabilidad en sus ahorros previsionales si se quiere abolir el sistema que genera esas rentabilidades. Dicho de manera genérica, las economías de las sociedades libres y modernas, contra las que muchas personas protestan, generan bienes que esas mismas personas aprecian y desean, pero cuya producción implica acciones contra las que protestan. No apreciar la maraña de conexiones en las que se han transformado las sociedades modernas conduce a ese tipo de contradicciones. Otro ejemplo es el de las redes sociales. Las personas las aprecian crecientemente, desean que sean cada vez más ubicuas, de mejor calidad, que transfieran contenidos cada vez más pesados y a más velocidad. Pero para que esas redes sociales existan y funcionen debe haber todo un andamiaje productivo que lo haga posible. Eso incluye una amplia gama de actividades criticadas a diario en esas mismas redes: la extracción de recursos naturales para fabricar los celulares con los que nos conectamos, rellenos sanitarios para depositar los
residuos de esos procesos de fabricación, tendidos eléctricos que cruzan distintos territorios para llevar energía a los sistemas que soportan los canales de comunicación, extracción de minerales para producir las baterías que hacen funcionar los smartphones y poder así seguir conectados. Para disfrutar las redes sociales es necesario que una serie de actividades productivas estén funcionando, actividades criticadas ácidamente en esas mismas redes sociales. Querer preservar las partes “buenas” y descartar las “malas” del sistema productivo mundial no es tan sencillo. La situación es muchísimo más compleja. Un tercer ejemplo es el del fútbol profesional. Las mismas personas que critican la desigualdad que se genera en las sociedades libres basadas en el mercado no critican la desigualdad representada por los millonarios salarios que reciben sus futbolistas ídolos. Les parece que esa es la retribución justa que ellos merecen por sus talentos. Pero no advierten que para que esa retribución se produzca debe haber clubes profesionales organizados, ligas que hagan competir a esos clubes, compañías productivas con fines de lucro que estén dispuestas a apoyar a esos equipos con avisaje, canales de televisión con fines de lucro que transmitan los partidos, los que, a su vez, son financiados por los avisos comerciales de otras compañías con fines de lucro, y así sucesivamente. Un futbolista súper talentoso, solo y aislado, no recibiría ni un peso. Es la industria del fútbol, brevemente descrita recién, la que permite la existencia de esos gigantescos salarios. Pero esa industria se apoya para operar en el esquema de libre mercado subyacente y toda la vasta red de interconexiones a la que hemos hecho referencia. Y si las personas que critican la desigualdad que el libre mercado provoca pretenden abolirlo, tendrían campeonatos de fútbol aburridos y poco competitivos —ligas de tercera división—, algo que no es necesariamente evidente si no se está consciente de lo entrelazada que es la sociedad actual. El ecosistema productivo que la humanidad ha construido y de cuyas ventajas podemos gozar —y también sufrir sus consecuencias— ahora en el siglo XXI está de tal modo interconectado, constituye un sistema de tal manera complejo e intrincado, que no es posible extraer selectivamente las partes que no nos gustan y conservar solo las que nos satisfacen. Y aunque la construcción de ese ecosistema ha sido un proceso paulatino a través de los siglos, cuyos componentes han sido desarrollados íntegramente por seres humanos, con formas de operar conocidas, no sabemos lo que podría pasarle al sistema completo si le extraemos algunos de sus componentes. En efecto, como el ecosistema es más que la suma de sus partes, sus propiedades emergentes —que son las que más apreciamos— dependen de las interacciones de sus
componentes básicos de maneras complejas y no lineales, por lo que la extracción de parte de sus nodos puede dar resultados desconocidos y, en muchos casos, peores que aquellos que se querían evitar. Podemos entenderlo mejor si pensamos lo que ocurre con el genoma humano, que requirió una evolución de 3.700 millones de años para llegar a él. En ese proceso se fue acumulando complejidad genética, la que observamos en la acumulación y la sofisticación de diseño que exhiben los organismos surgidos a lo largo de él. Nosotros, los humanos, somos un caso particular de ello. Nuestro genoma se manifiesta a través de una gigantesca red de interrelaciones e interconexiones entre sus más de veinte mil genes. La activación de algunos de ellos puede resultar en la inhibición en la actuación de otros, lo que, a su vez, puede inducir o no la expresión de un tercer grupo, y así sucesivamente, en un proceso que está mediado por las proteínas que esos genes sintetizan o no sintetizan, dependiendo de si están activados o inhibidos. Ese enjambre de conexiones nos hace imposible desentrañar, al menos por ahora, el efecto global de modificar algún gen de nuestro genoma —algo que la tecnología ya permite hacer—, salvo para casos muy específicos y puntuales. Por eso somos tan renuentes a hacer uso de la tecnología disponible para intervenir nuestra genética, algo que podría cambiar a futuro. Volvamos ahora a las sociedades actuales y a las implicancias que tiene lo que hemos estado discutiendo en este libro. La complejidad y densidad de las interrelaciones que se dan en las sociedades modernas hace que las herramientas diseñadas por selección natural para lidiar con los problemas de la vida grupal —nuestra psicología moral— resulten a veces inapropiadas. No basta con el altruismo recíproco y la solidaridad para encontrar soluciones que satisfagan las aspiraciones y los anhelos de miles de millones de seres humanos, interconectados a través de un sistema de producción de bienes, servicios, cultura y entretención hipersofisticado. Menos aún considerando que la psicología coalicional nos lleva a formar grupos o comunidades que entran en disputas o conflictos con otros grupos o comunidades. En un escenario de ese tipo, las reglas institucionales que introduzcamos basadas en simples intuiciones emocionales pueden tener nefastas consecuencias para el funcionamiento de todo el sistema. Nuestra psicología moral fue diseñada para resolver problemas de la vida grupal en bandas pequeñas de cazadores-recolectores, compuestas a lo sumo por ciento cincuenta personas, cuyo sistema de vida consistía primordialmente en la
satisfacción inmediata de sus necesidades, sin la planificación ni la anticipación de futuro a que nos obliga la intrincada sociedad actual. En la visita que hicimos a los Hadza en Tanzania —la última tribu cazadora recolectora que vive en África, que mencioné al comienzo de este libro— pudimos constatar aquello. Ellos salen a cazar para alimentarse y, completada esa actividad, vuelven y no piensan en la caza hasta el día siguiente, cuando deben decidir si necesitan hacerla o no. Si desean compartir con otros miembros del grupo, lo hacen hasta que se aburren y, en ese caso, se van a hacer otras cosas sin “pedir permiso”. El futuro solo les aparece cuando están fabricando el arco que utilizarán en los próximos meses o cuando arreglan las flechas ya utilizadas para los próximos días. Para la vida en esas comunidades, la psicología moral puede ser suficiente para lidiar con el tipo de conflictos que en ellas surgen. ¿Qué ocurre, entonces, en las sociedades modernas que exhiben la alta complejidad a la que nos hemos referido? Recordemos lo que decía Joshua Greene al respecto. Cuando citamos su libro Moral Tribes, argumentaba que la psicología moral sirve para resolver los problemas al interior de un grupo —es decir, fue la solución que la selección natural encontró a las permanentes interacciones humanas ocurridas principalmente al interior de grupos—, pero que no era suficiente para resolver los conflictos que se generan entre grupos. Menos aún para enfrentar los problemas de las modernas sociedades contemporáneas, caracterizadas por engorrosas interrelaciones entre sus miembros en las que coexisten no solo múltiples conflictos de intereses entre individuos, sino también entre la multitud de diferentes grupos que en ella actúan, y con personas que, individualmente, participan en varios de ellos. Para superar ese problema, Greene sugería no utilizar la psicología moral, sino hacer cálculos de costo/beneficio ante las opciones que tenemos al frente. Eso permite actuar de la manera pausada que acompaña al raciocinio, no del modo automático característico de las reacciones emocionales. Recordemos la metáfora de la máquina fotográfica que Greene ocupaba. Nuestros sentimientos morales, decía Greene, funcionan como el modo automático de las cámaras fotográficas: sacan una foto rápidamente, sin tener que hacer cálculos de luz o distancia, para no perder el instante preciso que queremos inmortalizar, pero sacrifican calidad al no aprovechar de manera óptima las condiciones lumínicas, de distancia y de composición que, cuando tenemos más tiempo, sí podemos ajustar, utilizando el modo manual. El cálculo de costo/beneficio nos da el tiempo necesario para diseñar instituciones o introducir políticas públicas,
asegurándonos que estas no contengan incentivos perversos que desvirtúen su aplicación. Es la distinción entre “pensamiento rápido” y “pensamiento lento” de la que habla el premio nobel de Economía Daniel Kahneman. ¿Qué implica todo esto para nuestras doctrinas y prácticas políticas? Que no basta con que nos dejemos llevar por nuestros sentimientos morales cuando enfrentemos problemas que superan el marco para el cual ellos evolucionaron, sino que en esos casos debemos analizar el problema cambiando la herramienta, calculando los costos y beneficios que las soluciones que diseñemos nos generen y decidir en consecuencia. No basta, como ya vimos, con nuestra disposición altruista y nuestro sentimiento moral de solidaridad como movilizadores para diseñar la sociedad ideal a la que soñamos o aspiramos. Si lo creemos así, estaremos errando doblemente: ignorando el resto de los rasgos de nuestra naturaleza, esos que nos harán actuar en direcciones distintas, a veces no anticipadas, y descuidando las múltiples interrelaciones que las sociedades contemporáneas incorporan y que complejizan su funcionamiento. El resultado final será muy distinto al imaginado, como en los ejemplos sobre los que hemos hablado (fijación de precios, inamovilidad laboral, derechos sociales ilimitados, entre otros). Recordemos que nuestros sentimientos morales, en la versión de Jonathan Haidt, no solo se mueven a lo largo del eje daño/sufrimiento y cuidado/protección, que nos llevó a proponer esa sociedad ideal, sino que en otros cinco ejes adicionales que no siempre son consistentes entre sí. Por eso, en las complejas sociedades modernas, seguir ciegamente a nuestros sentimientos morales compasivos y colaborativos como guía para la construcción institucional puede ser un error que nos cueste caro. Sin embargo, ese cálculo de costo/beneficio no siempre se puede hacer con la claridad, justeza y precisión que nos gustaría, pues requiere utilizar supuestos que no siempre resultan correctos, o bien introducir parámetros cuyos valores conocemos solo con una parcial certeza probabilística o que, a veces, ignoramos por completo. Incluso, muchas veces la distribución de probabilidades de ese parámetro nos es ajena, por lo que es frecuente que el cálculo de futuro resultante sea errado. A veces, ese cálculo necesita recorrer un árbol de opciones tan amplio y complejo, con ramas que se extienden hacia el futuro de maneras tan variadas y distantes, que opacan nuestra capacidad de análisis. Un caso típico que ejemplifica lo anterior consiste en determinar cuál es el tipo de bolsas a utilizar en los supermercados: si plásticas, baratas, pero no biodegradables, o de papel, biodegradables, pero cuya fabricación implica cortar árboles que capturan
CO2. El cómputo preciso de los costos y beneficios relativos de cada una de esas opciones requiere adentrarse hacia las múltiples opciones que en el futuro puedan darse y hacer supuestos sobre lo que ocurriría en cada una de esas ramas, para lo cual ni la más avanzada tecnología computacional de cálculo está capacitada para hacer de manera precisa. Para decidir entre bolsas plásticas o de papel lo recomendable es usar la mejor y más “educada adivinanza” de futuro que tengamos en ese momento, que podría cambiar si más adelante tenemos nuevos antecedentes que lo ameriten. Algo similar tendríamos que hacer para diseñar instituciones o formular políticas públicas. Como no podemos calcular con precisión el balance costo/beneficio de cada una de ellas, debemos utilizar como sustituto nuestros mejores y más actualizados cálculos parciales, prestando atención a las eventuales modificaciones que tendríamos que introducir más adelante si surge información fresca que lo justifique. Por ejemplo, hace algunas décadas, se consideraba que cuando había un incendio en un área natural protegida por el Estado había que intentar apagarlo inmediatamente para no perder la riqueza biológica que el lugar contenía. Hoy se considera más apropiado dejar que el fuego se extinga solo, porque el proceso natural de aparición de fuego y su posterior extinción, también natural, permite una mejor renovación del ecosistema como un todo que su extinción artificial. Ocurre con frecuencia que en el diseño de instituciones y la formulación de políticas públicas los cálculos de futuro están influenciados por nuestros sesgos, la mayoría de las veces de carácter ideológico, y como consecuencia muchas veces no estamos de acuerdo. A ello se debe, entre muchas otras razones, que utilicemos un sistema democrático para escoger a nuestras autoridades, pues de esa manera la responsabilidad de las decisiones que estas tomen recaerá, finalmente, en el grupo mayoritario de ciudadanos que las escogió, y si resultó que estaban equivocados hay una manera sencilla y pacífica —las elecciones— para corregirlo. Recapitulando, para proponer doctrinas políticas, diseñar instituciones que rijan la vida social o formular políticas públicas que utilicen recursos y esfuerzos de todos, es necesario tomar en cuenta el estado del arte más actualizado que tengamos sobre la naturaleza humana: los impulsores de nuestra vida social, los sentimientos morales que alimentan nuestros juicios morales y el sistema emocional y cognitivo con que interpretamos las pistas que recibimos del entorno. Luego, con ese conocimiento incorporado al análisis, podremos
anticipar mejor los posibles efectos y consecuencias de la aplicación de doctrinas políticas, creación de instituciones o puesta en práctica de las políticas públicas que hayamos diseñado y propuesto, calculando sus costos y beneficios. Ignorar lo anterior significa arriesgarse a que las conductas que adopten las personas al enfrentar esas nuevas reglas sean finalmente muy distintas de las que se supusieron, muy distantes de las intenciones de sus autores y con un resultado potencialmente opuesto al que se esperaba. Un comentario adicional respecto de lo anterior. El hecho de que nuestra psicología moral no sea la herramienta más adecuada para resolver algunos de los problemas que enfrentan las sociedades modernas —tan enmarañadas en comparación a las bandas cazadoras-recolectoras en las cuales esa psicología surgió— no significa que ella desaparezca. La psicología moral sigue formando parte de nuestros rasgos más universales y, por lo tanto, no deja de ser un antecedente fundamental a tomar en cuenta cuando se hacen los cálculos de costo/beneficio a los que me referí. En suma, las sociedades modernas, complejas, extendidas, tecnificadas, masificadas, digitalizadas en las que vivimos en la actualidad constituyen una densa red de interrelaciones e interconexiones de las que normalmente no estamos conscientes en nuestra vida cotidiana. Pero, al momento de tomar decisiones respecto de las reglas con que queremos conducir esa vida social, debemos incorporar esa complejidad en nuestro mapa decisional. Y, además, no debemos olvidar que nuestras conductas, aquellas que adoptaremos cuando enfrentemos esas reglas, son regidas, en una parte no menor, por nuestras emociones y sentimientos morales, los que forman parte esencial de nuestra naturaleza, evolucionariamente adquirida. Los seres humanos somos mucho más emocionales que racionales, y ese es un dato a incorporar de manera permanente en nuestros raciocinios y cálculos de costo/beneficio.
CAPÍTULO 19 SIETE OPCIONES LIBERTARIAS Y UNA REGLA DE ORO Las sociedades se desarrollan cuando se genera riqueza. Ella surge de la incesante actividad productora de bienes y servicios y su posterior intercambio sobre bases comerciales en constante apertura y globalización. Tanto la producción como el intercambio de dichos bienes (que pueden ser materiales, como los alimentos; inmateriales, como el software; y de distinta naturaleza, como el comercio, la filosofía, el deporte, la tecnología, la educación, el conocimiento, las normas, la ciencia, el arte, el esparcimiento) se realizan de maneras cada vez más sofisticadas, basadas en tecnologías de punta y en conocimiento científico que no deja de evolucionar. Todo lo cual da cuenta de la impresionante capacidad que han mostrado los seres humanos en sus avances innovadores. Con una arquitectura mental para procesar información similar a la de los cazadores-recolectores de cincuenta mil años atrás, pero con una cantidad de conocimiento acumulado y empaquetado en la forma de distintos bienes de diversa naturaleza, hemos conseguido construir la civilización que hoy podemos exhibir. Ella es muy superior a la de las generaciones anteriores, analizada bajo los parámetros más exigentes que podamos utilizar, como violencia global — Steven Pinker lo ejemplifica con elocuencia en su libro The Better Angels of Our Nature (2012)—, estándar de vida, esperanza de vida, enfermedades, calorías a nuestro alcance, energía disponible por persona por unidad de tiempo, entre otras. Gran parte de este desarrollo acelerado ha sido conseguido en los últimos trescientos años. Una parte sustantiva del desarrollo tecnológico que está transformando al mundo, que nos está permitiendo construir un universo digital, paralelo al analógico en el que estamos acostumbrados a vivir, ha estado ocurriendo en los últimos treinta años. Sin duda, la fuente inagotable que alienta toda esta actividad es la libertad de la que crecientemente gozan los ciudadanos del mundo, que se manifiesta en especial en los países desarrollados y en
muchos de los emergentes, y permite a cada individuo perseguir sus intereses, aspiraciones y anhelos, solo limitados por las restricciones termodinámicas de alimentación necesarias para seguir vivos, las de sus propias capacidades y motivaciones respecto de las metas que se planteen, su psicología moral y la necesidad de cumplir con el marco institucional que rige las conductas de las personas en las sociedades modernas. En ausencia de coerción, y a través de la suma de proyectos individuales y acciones colectivas, la mayoría de ellos operando de manera descentralizada, la humanidad avanza en una dirección que aumenta el valor de lo que cada uno produce y consume. Ello lo logra mediante una complejísima red de interacciones mediadas tecnológicamente, cuya vastedad es cada vez más difícil de advertir de manera completa, pero de cuyos resultados agregados somos testigos todos a diario. La libertad y autonomía para realizar las actividades que cada uno imagine está en la base de este proceso, y ha sido alimentado por los impulsores conductuales a los que aludimos en la primera parte: la pareja egoísmo/altruismo, la psicología coalicional y la búsqueda de estatus. Estos impulsores son, a su vez, el resultado de la acción moldeadora de la selección natural sobre nuestro sistema nervioso central desde los tiempos ancestrales. Todo este proceso civilizatorio-tecnológico ha sido un gran continuo que, sin duda, se ha acelerado de manera importante en los últimos decenios. Los conocimientos científicos y tecnológicos acumulados, así como una comprensión más fina de cuáles son las normas institucionales que conducen a mejores resultados, nos permiten adoptar una perspectiva de mayor amplitud para entender la condición humana. Desde ese punto de vista, limitar la libertad aludida en algún ámbito específico da pábulo para luego hacerlo en otros, con la consecuencia de imponer un pesado lastre al proceso recién descrito. En este capítulo, quisiera referirme a la libertad de las personas para seguir sus propios proyectos de vida respecto de tres materias específicas, históricamente delicadas y difíciles de consensuar pero que, a la luz de esta perspectiva de mayor amplitud a la que me he referido, pueden ser abordadas con menor trauma. Se trata de los temas referidos a la vida, en las transiciones que ocurren cuando esta se inicia y cuando ella termina, o aun cuando, sin estar a punto de terminar, se enfrenta a situaciones particularmente dolorosas; los dilemas que tienen que ver con las relaciones homosexuales y su interacción con el resto de la sociedad, y la postura relativa a la ingesta de sustancias que afectan nuestros estados de conciencia o salud, como son las drogas.
La vida, como ha sido mencionado a lo largo del libro, dejó de ser “un misterio envuelto en un enigma dentro de un puzle”, y ahora sabemos que se trata de formas extraordinariamente complejas de organización de la materia. Aunque no conocemos la exacta secuencia que dio lugar a su aparición, entendemos relativamente bien, con algunos baches en el camino, el proceso que condujo a su aparición, desde la complejización de moléculas inertes a la aparición de moléculas autoreplicadoras y de ahí, por selección natural, a todas las formas de vida conocida. Los recientes avances en biología sintética, que han permitido construir cromosomas artificiales a partir de material genético vivo, establecen cada vez con más certeza que la vida no corresponde a una esencia distinta de la material. Aun así, nuestro sistema cognitivo y emocional —que evolucionó para comprender con facilidad las relaciones físicas de los objetos a nuestro alrededor — tiene enormes dificultades para aceptar una conclusión como esa, porque desde nuestras emociones seguimos maravillándonos ante las capacidades, formas, colores y comportamientos que exhiben los distintos seres vivos, rebelándonos ante la idea de que todo eso sea solo materia. Lo anterior, en todo caso, no modifica la conclusión a la que el implacable rigor de la ciencia nos ha conducido. El inicio de una nueva vida humana es, a la luz de lo recién descrito, un proceso de construcción material que se va dando por etapas. Desde la cópula, que permite la unión de uno de los trescientos millones de espermios producto de una eyaculación normal con el óvulo al interior del útero, siguiendo con las siguientes etapas de su división celular y crecimiento, hasta el parto. La vida también se puede producir si un espermio es escogido con cuidado por un médico desde la muestra espermática de un hombre, microinyectándolo posteriormente a un huevo extraído de una mujer, todo realizado fuera del útero en una clínica especializada y, posteriormente, reintroducido a este o, quizás, en el futuro, mantenido fuera de aquel. Durante todo ese proceso no se ha producido un cambio en la naturaleza material de lo que se ha gestado: siguen siendo células que operan conforme a la biología que las constituye, las que, sobre la base de esa misma biología y de la información contenida en el ADN fusionado del espermio y del huevo, van conformando el cuerpo del nuevo ser. Se constituye así el sistema nervioso central, que lo dotará posteriormente de los rasgos con los que empatizamos, como una sonrisa o la búsqueda del pezón para alimentarse, que nos dan la sensación mágica de que se ha producido un milagro. Podemos ubicarnos en cualquier punto del continuo que se extiende entre el proceso natural y el
milagro, según cómo cada quien quiera entenderlo, pero en cualquier punto en que nos ubiquemos la naturaleza material del proceso de construcción de un nuevo ser humano no cambia. De un modo similar, el término de la vida sigue siendo un proceso material, ya sea como resultado de un accidente —un impacto de carácter destructivo para el cuerpo material de la persona, que dañe de manera irreparable los delicados mecanismos que mantienen todo el sistema operando—, de una enfermedad específica, cuya naturaleza interfiera con el metabolismo de las funciones de sus órganos impidiendo la mantención de los procesos vitales, o bien una muerte natural debida a la senescencia. Este último caso ocurre por la acumulación de factores que van dañando los componentes del organismo a lo largo de la vida y que conducen, finalmente, a una falla sistémica de la que ese cuerpo no se recupera. Los daños producto del proceso de senescencia no son corregidos por selección natural. Nuestros genes se preocupan de que el sistema funcione, al menos, hasta que se reproduzca. Después, los efectos deletéreos que se acumulen no son mejorados ni eliminados del pool genético humano. La naturaleza no recibe presiones de selección en esa dirección, pues los genes existentes ya habían pasado a la siguiente generación. En todo caso, sea que la interrupción de la vida ocurra de manera brusca o de manera paulatina, la naturaleza material del proceso no se modifica. Con estos antecedentes, voy a proponer siete opciones libertarias, es decir, siete situaciones en las que las sociedades modernas, libres, abiertas y democráticas ganan más cuando a las personas se les permite decidir con libertad cómo abordarlas, antes que cerrarles opciones anticipadamente. Se trata de temas controversiales, en los que no hay consensos en ninguno de los sentidos, ya sea permitir o prohibir una determinada conducta. Las opciones libertarias son las que admiten conductas, no las que las prohíben. Por ello, quienes no deseen utilizar esas opciones siguen estando libres para evitarlas. Las prohibiciones, en cambio, obligan a todos a seguirlas, no tan solo a quienes se sienten cómodos con ellas. Esa es la asimetría fundamental entre la opción libertaria y la prohibición. 1. Aborto. Las relaciones sexuales humanas, así como en casi todas las especies sexuadas, tienen como resultado posible la gestación de uno o más descendientes. Como su motivación está mediada por el atractivo sexual entre
los miembros de la pareja, atractivo que ocurre en cualquier momento del ciclo menstrual, su resultado no necesariamente está vinculado con la reproducción. Pero, cuando se produce el embarazo, es la mujer la que por razones biológicas tiene que sacarlo adelante y, junto con ello, asumir los costos de llevarlo a término, además de sufrir los dolores y riesgos del parto. Asimismo, su disposición psicológica está especialmente orientada al cuidado de la criatura, asociado a la lactancia, mediada por la oxitocina que aquella libera. Resultaba imposible en los tiempos ancestrales que la madre se liberara de la lactancia y del cuidado de una criatura que nace indemne, pues su cerebro estaba muy poco desarrollado. Ese cuidado permitía, además, que el padre pudiese involucrarse en actividades más riesgosas, como la caza. Lo anterior generó una psiquis evolucionada femenina, mediada hormonalmente, más dirigida a la crianza que la del padre. Ese costo inicial que asume la madre durante el embarazo, y el que posteriormente contrae durante la crianza, aunque pueda estar ampliamente compensado por las satisfacciones emocionales que le genera, se desvirtúa completamente si el embarazo es no deseado. Cuando es no deseado, la madre igual debe asumir los costos del mismo y la responsabilidad de criar a su bebé. Alternativamente, si una vez nacido este ella decide entregarlo en adopción, debe asumir los costos de esa ruptura, pues la actividad hormonal genera sentimientos de apego aunque el embarazo no fuera buscado. Esos costos no tienen escapatoria. La biología y su psiquis evolucionada así lo dictan. Por lo tanto, como la mujer siempre debe asumir los costos de gestar, parir y criar, y como la conexión existente entre el feto o embrión con su madre es de una naturaleza íntima y extremadamente dependiente, la opción de interrumpir o llevar adelante un embarazo debería estar disponible para ella y solo para ella. Más aún, la mujer tendría que estar en condiciones de ejercerla a su discreción, si encuentra especialistas dispuestos a efectuar el procedimiento con un bajo riesgo. Las ventanas de tiempo permisibles para abortar durante el embarazo, las excepciones a esos plazos según circunstancias específicas y demás detalles que la regulación imponga requieren ser materia de debate social con espacio para discutir distintas variantes posibles. La decisión del padre biológico debe quedar supeditada (legalmente) a la decisión de la madre. Obviamente, es posible que se produzca una discusión al respecto entre ambos, pero el hecho de que la madre sea la que asuma los costos directos del embarazo, y más probablemente la responsabilidad psicológica de la
crianza, convierte en natural que sea ella quien tenga la prioridad para decidir si va a optar por la interrupción o no. En esta mirada no hay una discusión sobre el momento en que se inicia la vida, porque no es ese el argumento que define la cuestión. Son los sentimientos morales que nos despierta el feto o la criatura los que nos hacen decidir cuándo no podemos deshacernos de ella y en eso las sociedades se han puesto todas de acuerdo: es seguro que no podemos eliminar a un bebé una vez nacido. Por ello, la postura libertaria es que la opción de interrumpir el embarazo esté disponible en algún momento antes de que la criatura nazca, a definir legalmente, momento que, salvo casos especiales, no debería superar las doce a catorce semanas de gestación. 2. Eutanasia. La íntima conexión que tiene la vida del feto con la de la madre que lo acarrea en su útero —cuyos costos son soportados directamente por esta — es la razón por la que resulta necesario darle la opción para interrumpir un embarazo cuando no es deseado. Por ello, con mucho mayor razón las personas deben tener la opción de escoger terminar con su propia vida si enfrentan un cuadro terminal que la haga insufrible, una enfermedad degenerativa que les impida vivirla como quisieran o una patología mental que los mantenga desconectados de su entorno. Las condiciones bajo las cuales se podrán invocar esas causales también pueden ser parte de un debate social, pero no parece razonable que los seres humanos se vean en la obligación de extender un sufrimiento extremo si no lo desean. La solución no tiene por qué ser un suicidio trágico, por medios extremos, que la mayoría de las veces no está disponible para ancianos o enfermos en situación muy deteriorada, sino que puede ser perfectamente la administración de drogas que lo provoquen, ya sea de manera autoinducida, si están en condiciones de hacerlo, o bien con la ayuda de un especialista, si esa es la única opción disponible. La eutanasia activa, que es la que hemos recién descrito, o la pasiva, es decir, la decisión del paciente de no recibir un cierto tratamiento sabiendo que esto tendrá como resultado su muerte, son opciones que requieren estar disponibles para las personas que las deseen utilizar. Al igual que en el caso del aborto, el carácter material y no sagrado de la vida, la imposibilidad de que terceros conozcan los procesos mentales que han conducido a una persona a la convicción de que desea terminar con su vida, a veces dejando instrucciones específicas para hacerlo en ciertos casos y bajo ciertas circunstancias, le confiere al titular de esa vida el derecho a optar por ese camino sin que la sociedad se entrometa para
impedirlo. Salvo, obviamente, la objeción de conciencia de terceros que no deseen participar en el proceso eutanásico involucrado. 3. Descarte de embriones fecundados. Los tratamientos para combatir la infertilidad de la pareja conducen a la fecundación de varios huevos por sendos espermios. Algunos de ellos son implantados en el útero de la madre, y otros son guardados para un eventual uso posterior. También hay casos en que ambos padres son portadores, cada uno, de un solo alelo de una enfermedad mortal — por lo que ninguno de ellos la sufre—, que sería fatal para un embrión fecundado por ellos si recibiera los alelos portadores tanto del padre como de la madre. En ese caso, y para evitar esa situación trágica, querrán fecundar in vitro varios huevos de la madre con sendos espermios del padre y luego escoger alguno que no acarree ambos alelos simultáneamente para implantar en el útero de la madre, libre de la enfermedad mortal. Ambas situaciones generan el problema de qué hacer con los otros embriones fecundados y no implantados que han quedado congelados. Nuevamente, la opción libertaria es permitir que los padres puedan decidir sobre el destino de los embriones fecundados y no utilizados, incluido su descarte, e indicarlo razonablemente al momento de iniciar el tratamiento. 4. Clonación. La opción de una persona de generar a partir de sí a otro individuo genéticamente idéntico —al menos en el ADN nuclear, aunque no en el mitocondrial— está relativamente cerca de estar disponible. Hay muchas razones para pensar que el resultado podría no dejar muy contentos a quienes la utilizaran, pero ¿es esa una razón para impedirlo? La clonación ya se da entre los humanos. Es el caso de los gemelos univitelinos, los que no solo no tienen problemas con su hermano genéticamente idéntico, sino que son objeto de intenso estudio por especialistas para entender la heredabilidad de los rasgos, al comparar a gemelos que se criaron juntos con aquellos que se criaron separados, y medir así la fuerza que el medio ambiente induce en sus rasgos. El caso de la clonación artificial sería distinto, pues un clon tendría una edad muy menor que quien lo originó. Un padre podría generar un hijo artificial genéticamente idéntico a sí mismo. No está claro si al sujeto clonado eso le resultaría incómodo o no, ni tampoco al que decidió la clonación, pero no parece haber razones fundamentales para que la clonación deba ser prohibida ex ante.
Por ello, la opción libertaria es que la clonación esté disponible para quienes quieran utilizarla y que sea su utilización la que permita determinar, a posteriori, si hay razones para restringirla o reglamentarla. 5. Matrimonio homosexual. La vida contemporánea ha permitido reconocer la existencia de distintas orientaciones sexuales como una realidad humana sin que ello necesariamente desmerezca la dignidad de esas personas. Durante mucho tiempo, quienes tenían una orientación sexual homosexual, o alguna de sus variaciones, fueron objeto de ostracismo y persecución, una situación que está lentamente llegando a su fin. Las organizaciones homosexuales han luchado, y siguen luchando, para conseguir que su orientación sexual no afecte el lugar que ellos ocupan en la sociedad y para ser tratados con la misma dignidad que se brinda a los heterosexuales. Una sus reivindicaciones más importantes, motivadas por ese fin, es que las parejas homosexuales que deseen compartir su vida bajo la institución del matrimonio puedan hacerlo. Como el matrimonio es una institución que no fue creada con ese propósito en mente, sino más bien para regular la vida familiar de individuos heterosexuales que tuviesen hijos, muchas personas se niegan a que la opción esté disponible. Sin embargo, incluso para quienes son partidarios del matrimonio, extender su definición y alcance a las parejas homosexuales solo puede resultar positivo, pues, en un ambiente en que el matrimonio ha perdido parte de su prestigio, el que haya grupos que quieran cobijarse bajo él ayuda a devolvérselo. Por ello, la opción libertaria es ampliar la definición de matrimonio para que incluya además a las parejas homosexuales y dejar esa opción también disponible para todos los que deseen contraer el vínculo. 6. Adopción homosexual. Una de las razones que se esgrimen para no permitir el matrimonio homosexual es que se abriría una puerta para permitir a continuación la adopción de menores por parte de parejas del mismo sexo. Y posiblemente sea así: que, una vez aprobado el vínculo, las parejas del mismo sexo quieran legalizar la adopción de hijos. Pero ¿es esa una razón para no permitírselo? ¿Por qué, si una pareja homosexual desea adoptar y pasa las mismas exigencias que las parejas heterosexuales deben pasar (condiciones económicas, sociales, mentales, etc.), no se le debería permitir hacerlo? ¿Acaso el hecho de que manifiesten la intención de comprometerse con el bienestar y la educación del
adoptado para ser elegibles para el proceso, y de que las pruebas psicológicas a las que se les sometió indiquen que están aptos para hacerlo, no son pruebas suficientes para permitírselo? Se podría sostener que la crianza de un niño o una niña por una pareja del mismo sexo no tendría las características más apropiadas y que estas solo existen al interior de una pareja tradicional (hombre y mujer). Pero eso no significa que tenga efectos negativos y, en ausencia de estudios que así lo indiquen y la existencia, al contrario, de muchos niños que requieren ser adoptados, la opción libertaria es permitirla, siempre y cuando los requisitos psicológicos y de otra índole que se han establecido para que las parejas heterosexuales puedan adoptar se hayan cumplido. Hay un gran número de menores que estarían en mejores condiciones adoptados por parejas homosexuales que mantenidos en instituciones estatales burocráticas e impersonales, cuyo cuidado, atención y esmero dejan mucho que desear. 7. Legalización de las drogas. El uso de drogas para alterar el estado de conciencia, como el alcohol o los alucinógenos, o para obtener placer, como el cigarrillo o la cocaína, debería ser, en principio, una materia dejada a la libre voluntad del individuo que desee hacerlo. Así como subir paredes rocosas verticales sin arnés de protección o tirarse en parapentes por difíciles quebradas con traicioneras corrientes aéreas son actividades permitidas, pues quienes corren los riesgos son solo las personas interesadas y no involucran a terceros, habría que permitir a quienes desean utilizar drogas dañinas para su salud, como el tabaco, el alcohol o la cocaína, que lo puedan hacer. En el caso de las drogas, que además de riesgo para la salud genera adicción, es decir, dificultad para abandonar su ingesta, se ha prohibido su uso, argumentando que no solo afecta a quien las ingiere, sino que le impone costos a la sociedad como un todo, pues exige recursos para tratar a los adictos con su vicio y en las otras enfermedades que sufran. Curiosamente, se ha excluido de ello al cigarrillo y al alcohol. Pero la bien intencionada medida de prohibir las drogas se ha transformado en la fuente de corrupción más importante que enfrentan las policías y los sistemas judiciales del mundo. En efecto, la prohibición no impide que se comercialicen, sino que genera que ello se haga al margen de la ley por medio de carteles que operan de manera mafiosa, protegiendo sus territorios y sus mercados con prácticas criminales, y cuyas ganancias provienen del sobreprecio que las personas están dispuestas a pagar por sustancias prohibidas. El comercio de drogas llevado a cabo de esa manera
—que incluye sobornos a jueces y policías, luchas sangrientas por conquistar mercados y decenas de miles de millones de dólares gastados en todo el mundo para sostener infructuosamente ese combate— ha llevado al convencimiento a muchas personas de que mantenerlo es una peor opción que abandonarlo. Abandonar el combate significa hacer en el campo de las drogas lo que el mundo ya hace con el cigarrillo y el alcohol. Estos últimos son permitidos, las empresas que los producen son conocidas, sus directorios también, la calidad de lo que venden está sometido al control de las autoridades, pagan impuestos específicos e impuestos a las ganancias. Legalizar las drogas permitiría a los países liberar los cuantiosos recursos que utilizan para combatirlas y destinarlos, a continuación, a prevenir la adicción y a rehabilitar a quienes ya han sido víctimas de ella. La opción libertaria de combatir las drogas es hacerlo de manera persuasiva y no prohibitiva. Ello implica legalizar todas las drogas, duras y blandas, al menos en los grandes mercados del mundo, y de esa manera tender las bases para arrebatar los mercados de las drogas a las mafias actuales. El legalizar las drogas cumple con el ideal libertario de permitir a las personas conducir sus vidas según su particular parecer, incluso si aquel es contrario a su salud. Además, constituye la mejor forma de combatir su uso, liberando los recursos destinados a su combate para orientarlos a la educación sobre los daños que ellas provocan, procurando que menos personas se sientan atraídas por ellas, y a rehabilitar o ayudar a quienes han caído en el vicio y no tienen fuerzas para salir de él. El éxito que los países desarrollados han tenido en disminuir el consumo de tabaco así lo avala. Quizás lo más importante es que sienta las bases para desactivar al mundo criminal y corruptor de policías y jueces que la prohibición ha permitido construir. Estas siete opciones libertarias, desarrolladas de manera sucinta, se basan en la idea de que la humanidad requiere seguir un camino que le permita desplegar todas sus capacidades y que, para lograrlo, debe mantener abiertas la mayor cantidad de puertas, a menos que nuestros sentimientos morales nos indiquen lo contrario de manera universal. En el caso del aborto o la eutanasia, probablemente hay tantas personas cuyos sentimientos morales les permiten utilizarlo que quienes se oponen a él no tienen una legitimidad universal para calificarlas de asesinos. En cambio, sí hay legitimidad universal para condenar el asesinato de seres humanos nacidos, porque es negligible el número de personas a quienes eso no les produce repulsión moral. Maximizar el número de puertas
abiertas para que las personas puedan transitar por ellas es la opción que mejor sirve a los propósitos de florecimiento social al que aspiramos. Pero hay una regla de oro que nunca debemos olvidar: para que las siete opciones libertarias estén disponibles y puedan ser utilizadas por las personas, es necesario que previamente la sociedad las haya aprobado democráticamente. Las decisiones tomadas democráticamente tienen la legitimidad de la mayoría; además, mantienen la reversibilidad que surge del hecho de que una nueva mayoría pueda pensar distinto a la anterior y cambiarla. Para procesar los distintos puntos de vista que sobre una variedad de temas albergamos en nuestras mentes, no tenemos un mejor procedimiento que el democrático, y es el que debemos preservar para estos casos. Pues, como dijo Winston Churchill, “la democracia es la peor forma de gobierno, excepto por todas las demás”.
CAPÍTULO 20 PILARES DE UNA SOCIEDAD LIBRE EN EL SIGLO XXI A Deng Xiaoping, el líder de la revolución económica china, iniciador del exitoso proceso de apertura de su economía a la participación privada y a los precios de mercado para estimular su producción, le gustaba citar el dicho “No importa si el gato es blanco o negro, lo importante es que cace ratones”. Lo dijo muchas veces y en distintas ocasiones, en una de ellas para responder a la pregunta que muchos analistas se hacían respecto de si el sistema político que él estaba impulsando era socialista o capitalista. Si se analiza con cuidado la metáfora de Deng, nos quiere decir, por una parte, que no importa el apellido que le pongamos al sistema político imperante, lo que importa es que dé resultados. Y para que dé resultados, el sistema debe instar a las personas a actuar conforme a los incentivos que están en su naturaleza, que en el caso de los gatos es cazar ratones. Y como a los seres humanos nos motivan los incentivos que otorga un sistema de mercado, hay que aprovechar el impulso que este nos otorga para producir los bienes y servicios que la población demanda. Recordemos que cuando el resultado del trabajo de una persona depende de su esfuerzo y no de la suerte, suele tener poca disposición a compartirlo con otros, y su empeño se concentra en maximizar los beneficios que pueda obtener de él. Deng omite especificar las diferencias existentes entre capitalismo y socialismo, pero indirectamente plantea la necesidad de hacerse cargo de cómo son las personas al momento de definir la organización productiva de una nación. En el fondo, está reconociendo la distinción que hemos hecho entre natura y cultura. Admite que la disposición de las personas a responder a los incentivos pertenece a su natura, así como la disposición a cazar ratones pertenece a la de los gatos. Y, dado que esa es la inclinación natural de las personas, su primera medida liberalizadora fue utilizar los precios de mercado para incentivar la producción agrícola, porque se dio cuenta de que eso era mejor que intentar que el trabajo se hiciera en granjas estatales, con salarios fijos, independientes de la producción.
Las granjas estatales eran promovidas por la doctrina comunista como si se tratara de una gran acción colectiva a ser redistribuida entre todos. Y aunque la acción colectiva pareciese, en abstracto, más equitativa y en consonancia con nuestros instintos cooperadores, Deng comprendió que su resultado era, al final, claramente inferior. La razón de traer esta anécdota a colación es doble: por una parte, muestra que incluso pequeñas dosis de libertad como las que China incorporó a sus actividades económicas en los últimos cuarenta años han sido capaces de generarle una enorme prosperidad, llevándola a transformarse en la segunda economía del planeta y elevando el estándar de vida de la población de manera dramática. Por otra, ilustra que, a pesar del férreo control político que el Partido Comunista ejerce para gobernar su país, sus líderes han comprendido el corazón del argumento que hicimos en la primera parte del libro: que las personas reaccionan a las reglas que se les propongan acorde con su naturaleza. Entonces, sabiendo eso, y que no basta con que esas reglas hayan sido diseñadas con un fin utópico, modificaron radicalmente el camino de la Revolución Cultural seguido por Mao hasta ese minuto. Decidieron, en consecuencia, utilizar los incentivos —está en la naturaleza de las personas reaccionar a ellos, si son libres para hacerlo— para generar riqueza y llevar a su país camino al desarrollo. Una parte importante del éxito chino en combatir el extremo atraso en que los había dejado la revolución de Mao se basa en ese argumento. Y ese éxito se debió principalmente al otorgamiento de libertad para emprender y capturar ganancias a cada uno de sus ciudadanos. En efecto, fue el hecho de haber liberalizado el emprendimiento económico y permitido que los emprendedores se quedaran con el fruto de ese emprendimiento lo que desató las fuerzas creativas, productivas e innovadoras en las que se apoyó el gigantesco salto que China dio en las décadas recientes. La falta de libertad política, sin embargo, constituye un obstáculo a superar. Cuando lo logren, se abrirán aún más opciones a sus ciudadanos; entre ellas, escoger las formas de gobierno que estimen adecuadas, manifestar sus quejas cada vez que lo consideren necesario, desarrollar las expresiones artísticas que les interesen y, en fin, dirigir cada uno su vida como le parezca pertinente. Eso potenciará la creatividad e innovación de sus habitantes, dando como resultado la satisfacción que puedan obtener de sus vidas. Con todo, la libertad, aunque sea parcial, logra mejores resultados que su ausencia. En contraste con ello, su vecino, Corea del Norte, no solo tiene conculcadas las
libertades políticas, sino que también las económicas, y los resultados están a la vista. Sin embargo —y esto es siempre importante recalcarlo—, no es conveniente relacionar la naturaleza humana con la ausencia de una democracia efectiva en China al momento de diseñar las reglas bajo las cuales se organiza una sociedad. Seguir las motivaciones innatas en el ámbito productivo no es suficiente para que la sociedad nos satisfaga. Es necesario que también se establezcan otras instituciones, entre ellas, las reglas democráticas de gobierno. La falta de democracia en China es un fenómeno de una naturaleza distinta al que estamos comentando, y proviene de una opción del Partido Comunista chino, que ha decidido continuar manteniendo un férreo control de su país. El caso chino es solo una demostración de que las personas, cuando son libres para hacerlo, reaccionan a las reglas que enfrentan acorde con su naturaleza, y que esas reacciones se gatillan con relativa independencia del esquema político imperante. Podemos afirmar, a la luz de lo examinado, que las doctrinas políticas, cualesquiera ellas sean, dan mejores resultados si toman en cuenta en su formulación la naturaleza de las personas y les dejan libertad para actuar conforme a ella, que si no. Aquí nos encontramos nuevamente con la antinomia entre la moral de Hume y la ética de Kant: atender a la naturaleza de las personas, como prefiere Hume, o a un imperativo moral construido racionalmente, a posteriori, deducido con independencia de ella, como propone Kant. Hume piensa que los sentimientos morales son de la esencia de nuestra naturaleza, moldeada por selección natural, y que ellos tienen preeminencia sobre nuestros razonamientos morales, que son a posteriori. Kant, por su parte, propone el esquema del imperativo categórico —“elige como máximas de tu acción principios que puedan ser adoptados como leyes universales”—, y lo hace dirigido a seres “racionales”, que actúan exclusivamente por respeto a la ley moral, seres que en el mundo real no existen . Como dice Jesús Mosterín en Ciencia, filosofía y racionalidad (2013), en Kant hay “una separación tajante entre el mundo sensible y el mundo inteligible, entre el mundo de la naturaleza y el mundo del espíritu, cuya compatibilidad con una visión científica del mundo es sumamente dudosa”. 63
Para diseñar las instituciones que rijan nuestra vida en sociedad, debemos tomar en cuenta —siguiendo a Hume— los impulsores que están tras nuestras conductas. Así aprovecharemos las fuerzas de la naturaleza humana en favor de
los objetivos que nos propongamos. Es lo que hacen los cultores del judo cuando aprovechan la fuerza que ejerce el adversario para aplicar la llave que lo volteará. Eso es preferible a concebir objetivos que nos pueden parecer muy atractivos en teoría, pero que en la práctica implican ponerse en combate frontal con esa naturaleza. No es una tarea fácil. Hemos visto que nuestros impulsores conductuales nos llevan a desarrollar instituciones con propósitos que pueden parecer opuestos, como ocurre con los ejes “Estado/mercado” y “globalización/tribalismo”. De manera similar, nuestra psicología moral nos insta a calificar de maneras diversas las situaciones a las que nos enfrentamos, dependiendo de los ejes desde los cuales las analizamos. Así, el eje lealtad/traición nos hace descalificar a quienes denuncian a los tramposos si son nuestros amigos, pero el eje corrección/trampa nos motiva a hacer lo contrario —aplaudir a quienes denuncian a los tramposos—, aunque se trate de nuestros amigos. De manera que los impulsores conductuales y la psicología moral no nos proveen de una solución única para definir el contenido de las doctrinas políticas. No hay un sistema intrínsecamente superior a los demás en todas las medidas posibles. Ello dependerá de los objetivos que se fijen quienes los definen, objetivos que, a su vez, están subordinados a la preponderancia que se le otorgue a algún eje moral por sobre otro y a la fuerza que tengan los impulsores conductuales en sus mentes. En otras palabras, las posturas políticas siguen —en cierto modo y ex ante— a los “gustos” morales de quienes las adoptan, como diría Hume. Esos “gustos”, por su parte, probablemente dependan del “marcador somato sensorial” que tenemos las personas y que corresponde a la reacción visceral con que decidimos, la mayoría de las veces, nuestra conducta frente a las opciones que se nos ponen por delante. Es una especie de “valor actualizado neto” de nuestras experiencias pasadas, que marca la dirección de nuestras decisiones en el momento presente, cuando actuamos de modo “rápido”, no calculado. Puede tratarse de elecciones sin contenido moral (voy a comer carne o pescado en un restaurante, según los escenarios viscerales que eso me genere) o con contenido moral (debo condenar o no a la persona que le pegó a un menor). Pero ese marcador también es influenciado por un primer análisis racional de la situación, que permite entender los factores en juego (por ejemplo, la decisión de Estados Unidos de invadir Irak en 2003, que requiere diseccionar lo que está ocurriendo y las fuerzas detrás de ello), luego de lo cual el juicio moral se vuelve instintivo 64
(apoyo o no apoyo). Las personas no manifestamos esos “gustos” en direcciones cambiantes y aleatorias, sino que lo hacemos con una relativa consistencia, que es la que describe nuestra postura moral más permanente. Esta es la razón por la que se habla de ideología política, pues la postura de cada uno proviene de su inclinación moral, a la que ha arribado a lo largo de los años y que sesga de manera consistente su forma de evaluar las situaciones sociales y políticas conforme a ciertas “ideas” predominantes, a las que adscribe junto a otras personas de pensamiento similar, apoyados en la psicología coalicional que los une. Hemos visto, también, que limitar la libertad de las personas —restringiendo sus opciones para actuar conforme a sus “gustos” propios— impedirá que estas alcancen sus metas de desarrollo y afectará por esa vía el florecimiento social que anhelamos. Solo podemos excluir aquellas restricciones a las que he hecho referencia a lo largo del libro, y que repetiré dos párrafos más adelante. Como ya fue expresado respecto a la tensión entre libertad e igualdad, la restricción igualadora uniforma la vida, achata las metas personales, desincentiva el esfuerzo, impone un pesado fardo sobre la creatividad y la imaginación y amordaza las capacidades humanas impidiendo su total despliegue. De ahí que resulte tan importante que las sociedades humanas se apoyen en la libertad y no en la restricción, en las preguntas abiertas y no en las prohibiciones cerradas, en crear en lugar de copiar, en el despliegue del intercambio libre y voluntario antes que en las indicaciones rígidas de los burócratas, en preferir la negociación descentralizada de unos con otros por sobre aquella mediada por una autoridad central. En fin, en el optimismo de un futuro abierto más que en la resignación del camino conocido y reglado. Con estos elementos en mente, propondré los que me parece son los pilares en los que se debe sustentar una sociedad libre. Me refiero a una sociedad que maximice los grados de libertad de las personas para que desplieguen su vida y su actuar en las direcciones que deseen. Pero, como hemos visto, conviene tener en mente que esa libertad encuentra sus límites cuando interfiere con la libertad de otros, cuando genera externalidades negativas sobre el resto de la población o cuando provoca conflictos de intereses que requieren ser resueltos restringiéndola. Además, está constreñida por las obligaciones tributarias que el Estado impone a sus ciudadanos, mediante las cuales recauda la ayuda para aquellos a quienes el infortunio ha puesto en una situación desmedrada y difícil.
Todos estos límites deberán estar reglamentados en códigos democráticamente ratificados por quienes han sido electos para ello. Intentaré mostrar, asimismo, que los pilares a proponer se adecuan a nuestra naturaleza, así como a la psicología moral que hemos visto a lo largo del libro. Por lo tanto, si se permite que las personas actúen libremente, pero siguiendo reglas institucionales basadas en los pilares que más adelante enumero, los resultados serán mejores que seguir caminos alternativos, las más de las veces utópicos, voluntaristas o constructivistas.
1. Autonomía responsable de las personas La esencia de una sociedad libre es que sean las personas individuales la base de la sociedad y las que construyan el colectivo social, y que sean estas las que doten a ese colectivo de sus reglas institucionales. Es una mirada opuesta a aquella que considera que la sociedad es un colectivo jerárquicamente superior a las personas individuales, y que es él el que regula los márgenes de acción dentro de los cuales los individuos deben moverse. Aunque las reglas resultantes en ambos casos podrían ser teóricamente similares, en la práctica es difícil que ocurra, pues la perspectiva desde la cual se diseñan es muy diferente. En el primer caso, la sociedad tiende a formarse desde abajo hacia arriba, siendo los individuos los constituyentes básicos con los que se construye la vida social, y en el segundo, las reglas a las que deben ajustarse los individuos para vivir en comunidad se prescriben desde arriba hacia abajo. Bajo la primera premisa, los grados de libertad con que las personas actúan tienden a ser menos restrictivos. Bajo la segunda, cuando se deciden desde arriba, suelen ser condescendientes, como si les concedieran de manera paternalista a las personas sus libertades. De ahí que la preeminencia de la libertad surja, en el primer caso, porque la autonomía aparece como el modo “por defecto” con que se organiza la sociedad, mientras que en la segunda es la “organización social” la que intenta representar al “interés general” y es ella la que admite los espacios de libertad en los que las personas se pueden mover. En el peor de los casos, ese colectivo no es nadie en particular, o bien, en el mejor de los casos, se trata de la deliberación organizada de los representantes de los individuos, pasando por todo tipo de poderes fácticos en situaciones intermedias. En la búsqueda de una sociedad abierta, la construcción social es el resultado de la interacción libre de personas. Esa autonomía no es ilimitada, pues las personas
deben ejercerla con responsabilidad. Es decir, deben hacerse cargo de las consecuencias de sus actos, los que normalmente están reglados con el fin de atenuar la interferencia de la acción de unos sobre la libertad de otros, para mitigar los conflictos de intereses que se provoquen, e internalizar, en las actividades de cada quien, las externalidades negativas que su actividad genere. Además, deberán procurar corregir desigualdades inmerecidas o constituir redes sociales para personas en extrema vulnerabilidad. Todas esas reglas pueden, efectivamente, limitar esa autonomía inicial; por ello se construyen por medio de representantes democráticamente electos, de quienes se espera que preserven ese espíritu, es decir, que procuren respetar la autonomía individual al momento de diseñarlas. Aun así, hay quienes miran con escepticismo esta forma de concebir la sociedad. No les parece posible que la libre interacción de las personas dé lugar a un orden colectivo con mejores resultados que aquel que proviene de la coordinación impuesta por una autoridad. En otras palabras, no creen que de la negociación descentralizada de los intereses individuales de unos respecto de otros, en un ambiente legalmente reglado, surja un orden espontáneo, una adecuación armónica de sus conductas e intereses, que consiga un modo de convivencia mejor que el proveniente de una coordinación organizada desde arriba. Sin embargo, ya vimos que ese orden espontáneo se da en al menos dos ámbitos. (Y en los que no, obviamente se hace necesaria la existencia de una jerarquía que lo organice, porque para eso es que, precisamente, existen los Estados y los Gobiernos que lo administran). Ese orden se produce, por ejemplo, en mercados de bienes y servicios que funcionan correctamente, pues en ellos, sin que una autoridad intervenga en las negociaciones descentralizadas entre las partes, se generan más bienes para más personas a mejores precios, sin que esa haya sido, además, la intención de los agentes participantes. Por el contrario, cada uno, siguiendo sus intereses individuales, genera la dinámica que conduce a ese estado de cosas. “La mano invisible” es uno de los hallazgos más interesantes y contraintuitivos de las ciencias sociales. Pero también el diseño y la funcionalidad que observamos en el mundo de los seres vivos es el resultado de un mecanismo —la selección natural— que actúa “sin un propósito que lo guíe ni un cerebro central que lo organice” . Y, a pesar de esa ausencia de propósito y de organización central, construye el exquisito diseño que observamos en el mundo de lo vivo, incluidas sus cadenas ecológicas, la extraordinaria adaptación que logran las distintas especies al nicho 65
en el que habitan y la integradora dependencia mutua de algunas especies respecto de otras. De modo que, sin perjuicio de los problemas de externalidades negativas, conflictos de intereses e interferencia de la libertad de unos con la libertad de terceros, que deben ser corregidos por la autoridad, no es necesaria la coordinación centralizada para que una parte sustancial de su interacción resulte en un beneficio para todos, en promedio. Las ventajas de seguir este modo de actuar son evidentes, pues los costos de transacción generados por un exceso de reglas —por la necesidad de dar cuenta a la autoridad de lo que las personas hacen o que esta fiscalice sus actos de manera permanente— es inmenso. Además, en los casos de exceso de reglas o de fiscalizaciones excesivas, el espacio de opciones disponibles para que los individuos imaginen e innoven se ve reducido sustancialmente, impactando en forma negativa en el nivel de riqueza que esa sociedad puede crear y acumular. En la tradición conceptual humanista, la autonomía de las personas es el ámbito de la libertad individual. Al poner a esa autonomía en el centro de la concepción política de la sociedad —es decir, al otorgarle a la libertad individual un rango preeminente— se edifican comunidades en las que las actividades de los individuos, libremente escogidas por cada uno, constituyen un nodo jerárquico anterior a aquellas limitaciones que la autoridad se ve en la necesidad de imponer con posterioridad. Y, en todo caso, si esas limitaciones requieren ser introducidas, se deben consensuar siguiendo los esquemas democráticos universalmente aceptados. La preferencia por un esquema de este tipo satisface el ansia natural de todos de disponer de nuestra existencia de la manera que mejor nos parezca. Pero, además, el esfuerzo invertido en desplegar esas ansias, incentivado por la retribución a la que merecidamente se aspira como resultado, junto al dinamismo y a la creatividad que de ahí surja, es la base del proceso de creación de riqueza, material e inmaterial, en que se funda la prosperidad y calidad de vida de las sociedades contemporáneas. Este es el pilar fundamental del pensamiento que debe predominar en una sociedad libre. El procurar la satisfacción de los intereses propios no significa la construcción de una sociedad de átomos individualistas. Por una parte, el orden espontáneo que surge cuando el mercado está funcionando adecuadamente, sumado a la propensión natural de los seres humanos a preocuparse por sus semejantes, hace
que el ejercicio de esa libertad también conduzca, en un marco institucional apropiado, a una vida social rica en interacciones de todo tipo, contribuyendo, por esa vía, al bien común de la mayoría.
2. Considerar a la naturaleza humana Una sociedad libre necesita acomodarse a la naturaleza humana. Procurar lo contrario significa que las personas se vean forzadas en direcciones distintas a las que quisieran dirigirse de manera natural. Esa naturaleza ahora la podemos describir y entender mucho mejor a la luz de las disciplinas científicas que buscan desentrañarla. Hemos dicho, además, que eso no significa caer en el equivocado “darwinismo social” de fines del siglo XIX y principios del siglo XX, que condujo a las aberraciones morales que culminaron con el nacionalsocialismo alemán de la Segunda Guerra Mundial. Muy por el contrario, consiste en hacerse cargo de los sesgos conductuales que las personas tenemos como producto de la evolución de nuestro sistema nervioso central, que le da cierta regularidad estadística a la forma en que reaccionamos frente a ciertas pistas del entorno. Pensar que solo proponer políticas públicas basadas en objetivos morales genera en las personas la disposición a conducirse de manera acorde —implícito detrás de muchas de las concepciones que se basan en imperativos éticos— es un error. Las personas no se comportan de esa manera. Un contraejemplo, que ya dimos en otra sección, lo ilustra con elocuencia. En el debate educacional del Chile actual se propone como uno de los ejes fundacionales de su filosofía el que no sea la capacidad económica de las familias la que determine la educación a la que puedan acceder. Sin embargo, la mayoría de los dirigentes que adscriben a esa doctrina han tenido, o tienen, a sus hijos en colegios particulares pagados, la forma más extrema en que el bolsillo de los padres determina la educación de los hijos. Es decir, sus conductas no son, en la práctica, coherentes con sus postulados éticos. No están dispuestos a seguir aquello que propugnan, a menos que la ley los obligue. Mientras eso no ocurra, sacan provecho de esa situación, dándoles a sus hijos la mejor educación que sus bolsillos puedan pagar. Su naturaleza los insta a hacerlo. Todos quieren dar la mejor educación que puedan a sus hijos. Más aún, incluso si se eliminaran los colegios particulares pagados y todos los colegios fuesen públicos y gratuitos (como en Corea o Japón), ello no obsta para que los padres paguen para procurar darles una ventaja a sus hijos: en Japón o Corea, con academias extraescolares pagadas, y en EE. UU., adquiriendo casas en barrios más caros donde los colegios son mejores. La
naturaleza humana es más porfiada que los imperativos categóricos. Nuevamente, y en la práctica, Hume está sobre Kant en este punto. El largo argumento que hemos hecho a lo largo de este libro en torno a natura y cultura tuvo como objetivo, justamente, darle sentido a la necesidad de considerar a la naturaleza humana al momento de diseñar nuestras instituciones públicas. No tomarla en cuenta, y proceder como si los seres humanos naciéramos como una página en blanco, que nos construimos solo en la interacción social, conduce a los voluntarismos constructivistas que tanto daño han causado en la historia de la humanidad y siguen causándolo ahora, incluso en nuestra América Latina. En este sentido, podríamos decir que la doctrina de una sociedad libre como la que estamos proponiendo es “conservadora”. Pero no conservadora en lo moral, sino en pretender conservar los elementos esenciales que caracterizan a los seres humanos empaquetados en aquello que llamamos naturaleza humana, utilizándolos al momento de diseñar la institucionalidad que determina nuestra convivencia. Hay dos elementos de esa naturaleza que resulta necesario destacar como pilares de una sociedad libre. 2.1. Vínculo retribución-esfuerzo La vinculación entre retribución y esfuerzo constituye un elemento esencial de la naturaleza humana, como ya vimos. El “módulo para detectar tramposos”, al que ya nos hemos referido, hace que las personas entendamos que para recibir beneficios debemos también incurrir en costos, incluidos en ellos los esfuerzos personales que despleguemos para alcanzar nuestras metas. Es decir, debe haber un empeño equivalente a la recompensa que se reciba. Dijimos también que cuando ese vínculo se triza o resquebraja el incentivo para trabajar se debilita y la creación de valor social se atenúa. Una sociedad libre debe procurar, en sus directrices de política pública, mantener vivo y pujante al vínculo retribución-esfuerzo. Por esa razón, por ejemplo, es tan importante que, en materia educativa, los profesores sean evaluados, evitando que su remuneración sea independiente de su desempeño. Incidentalmente, el hecho de que este punto sea una fuente de tantos debates en distintas partes del mundo, con la fuerte oposición de los educadores a evaluarse, solo indica que se trata de la política correcta. Sería sospechoso que fueran los maestros quienes estuvieran tras las autoridades rogándoles que los evaluaran.
Cuando el vínculo retribución-esfuerzo está bien estimulado por las instituciones sociales, las personas emprenderán, individual o asociativamente, todo tipo de actividades, de índole comercial, cultural, deportiva, tecnológica, científica o artística, que enriquecerán su propia vida, así como las de los demás, y lo harán con creatividad e innovación.
2.2. El valor de los incentivos Una doctrina política que crea en los individuos como los constituyentes fundacionales de la sociedad y que, en la versión que estamos proponiendo aquí, entienda e internalice los rasgos de la naturaleza humana al momento de decidir las reglas con que se organiza la vida social debe incorporar a los incentivos como un elemento esencial de ella. Los seres humanos pensamos en términos de costos y beneficios, así como pensamos en términos de principios y virtudes. Pensar en unos no significa eliminar a los otros. Ya hemos visto que tanto nuestras motivaciones conductuales como nuestra psicología moral pueden apuntar en direcciones disímiles. Y eso debemos tenerlo en cuenta al momento de establecer las reglas sociales. En efecto, nuestro largo argumento respecto a natura y cultura nos indica que si adoptamos reglas sociales solo en base a principios fundados en sentimientos o virtudes nobles — pero desconectados con otros aspectos de nuestra naturaleza, como el interés propio—, es decir, si forzamos el reparto o la solidaridad cuando esta no surge de manera natural a partir de las reglas propuestas, obtendremos resultados muy distintos de los buscados. Eso ocurre cuando la solidaridad forzada resulta injusta o inmerecida, pues en esos casos las personas se ven obligadas a entregar una parte de su esfuerzo a quienes no se han hecho acreedores a ello, lo que los desalienta a seguir esforzándose. Las fuerzas de la naturaleza humana no son susceptibles de modificarse por persuasión ni menos por decreto. Como ya advertimos, los maestros de judo les dicen a sus alumnos que, más que usar la fuerza propia, es mejor aprovechar la del adversario, y con ella efectuar la “llave” que lo voltee para ganar un combate. En el mundo de las políticas públicas y de las doctrinas políticas, conviene estar del lado de las fuerzas de la naturaleza humana antes que luchar en contra permanentemente, porque lo más probable es que no seamos exitosos. No sacamos nada con decir a las personas que ahorren energía, si los precios a los que se enfrentan no han cambiado. En Chile, la gran sequía de 1998 generó una gran disminución en la generación de energía hidroeléctrica, pero la rigidez de los precios de largo plazo en los
contratos de suministro a los hogares no incentivaba a sus moradores a ahorrarla, a pesar de los denodados esfuerzos públicos del encargado gubernamental del sector. Si no hay un cambio radical en la percepción de costos y beneficios, hay poca probabilidad de que se produzca un cambio en las conductas respectivas. Hemos visto que está en nuestra naturaleza la propensión a cooperar, colaborar y solidarizar con nuestros semejantes, especialmente en los ambientes sociales cercanos, como en los que evolucionamos. Pero eso no significa que el interés propio haya desaparecido, pues aun colaborando sigue siendo consustancial a nosotros el alcanzar nuestras aspiraciones personales, que son las que nos permiten subsistir y satisfacer nuestra vida de la mejor forma posible. Lo anterior incluye nuestra disposición a ascender en la jerarquía social, que nos hace buscar diferenciarnos más que igualarnos del resto. El interés propio se expresa de manera preferente en los ambientes impersonales, característicos de las sociedades contemporáneas en las que interactúan millones de personas de manera anónima. La disposición a seguir el interés propio está, por razones obvias de subsistencia, encriptada en nuestro genoma, como en la mayoría de los seres vivos, y no se modifica de manera voluntarista. En los grandes mercados de las sociedades modernas, la creación de riqueza está ligada a la competencia entre agentes que persiguen el interés propio, que es lo que alimenta la producción de más bienes para más personas a mejores precios. Es el interés propio el que impulsa a las personas a mejorar sus condiciones salariales, su calidad de vida y los beneficios que obtengan de la sociedad organizada. Por eso, diseñar políticas públicas que aprovechen la disposición natural de las personas a defender el interés propio significa, en la práctica, valorar los incentivos como herramienta fundamental del progreso social. En otras palabras, una doctrina política que tenga como meta una sociedad libre y moderna debe reconocer la importancia de los incentivos y utilizarlos para lograr el mayor beneficio social, no solo en los mercados competitivos, sino también en el diseño de esas políticas. En el debate actual que se da en Chile, el legítimo empeño de las personas por obtener ganancias de las actividades que realizan ha sido, lastimosamente, traducido como “afán de lucro”, con la indisimulada intención de darle a ese empeño una connotación negativa, como si el interés propio tuviera algo de pecaminoso. Sin embargo, el interés propio está presente en las actuaciones de todo tipo de organizaciones. La motivación de un pequeño comerciante por obtener ganancias de la actividad que realiza no difiere de la de un miembro de un sindicato que quiere aumentar su salario: ambos están defendiendo su interés propio. Así como el comerciante no vende
voluntariamente bajo su costo para ayudar a sus clientes, tampoco un trabajador propone disminuir voluntariamente su salario para beneficiar a su empleador. Las personas nunca abandonamos nuestro interés individual, por mucho que colaboremos y seamos solidarios con los demás. Pero, entonces, debemos hacernos cargo de ello al momento de diseñar las políticas públicas y una forma es reconocer el valor de los incentivos. No admitir la importancia del interés propio y reconocer que forma parte de la naturaleza humana, suponiendo, por el contrario, que las personas solo se preocupan de sí mismas como resultado la corrupción instalada por el sistema económico, es persistir en la falacia de que la mente humana nace como una “tabula rasa”, como una “página en blanco”. Equivale a pensar que solo por ser parte de una sociedad de mercado es que se adquiere la tendencia a buscar el beneficio personal, el que no existiría si viviéramos en otro tipo de sociedad. Basta observar lo que ha ocurrido en los sitios en que se ha intentado adoctrinar a las personas con un enfoque colectivista, como Cuba o la antigua URSS, para reparar en el error tras esa mirada. En ellas, las personas no perdieron su interés propio, a pesar del enfoque social al que fueron expuestas. En una visita turística a Cuba en 2006, nuestro guía, un joven nacido bajo la “revolución” y disciplinado defensor de ella, nos confidenció que “si en Miami se gana en treinta días lo que toma treinta años ganar en Cuba, pues, me tomo una balsa a Miami”, revelando que su interés propio todavía estaba allí, a flor de piel. Pensar que la cultura circundante determina al individuo según la doctrina del “determinismo cultural”, es decir, que las personas nacemos como una tabula rasa, ha sido suficientemente cuestionada, tanto desde un punto de vista teórico como empírico, como para seguir insistiendo en ella . 66
Para que una sociedad prospere y florezca, es necesario reconocer y aprovechar el hecho de que las personas se motivan cuando están adecuadamente incentivadas a ello.
3. Diversidad en vez de uniformidad Como resultado de promover la autonomía responsable de las personas para que estas puedan desplegar sus talentos, intereses, empeños y creatividad en la dirección que les parezca —con las restricciones que nuestra psicología moral, en lo que tiene de universal y no de convencional, nos impone—, se generan de manera natural una amplia variedad de bienes, servicios, ideas, obras de arte, espacios de entretención, entre otros, desde donde las personas pueden escoger.
Eso ocurre cuando la producción se organiza por medio de mercados competitivos, pues ello da lugar a una multiplicidad de bienes de todo tipo. Pero también el libre ejercicio de la autonomía responsable genera diversidad de opciones para bienes inmateriales más complejos, como la educación. La educación es un ejemplo al que hemos recurrido reiteradamente, porque es uno de los temas más debatidos en las sociedades modernas. La diversidad de opciones es importante en educación, porque nuestra actual ignorancia sobre los detalles del funcionamiento de nuestra mente no nos permite afirmar con precisión científica cuál es la mejor manera de enseñar a las nuevas generaciones, de transmitirles conocimientos o de motivarlos para que los reciban. De ahí que suponer que la fórmula correcta para educar se pueda especificar en un manual de procedimientos, como algunos pretenden, al que todos deban ajustarse, corresponde a una concepción radicalmente equivocada del proceso educativo. Esa es, probablemente, la fuente de una gran parte de los problemas que enfrenta. De ahí que la existencia de diversos modelos educativos entre los que las personas puedan escoger sea una parte esencial del ideario de una sociedad libre. La educación todavía sigue siendo, después de todo, un proceso esencialmente experimental. En general, propender a la uniformidad, a que haya solo un tipo de oferta de lo que sea, bajo el pretexto de reducir o eliminar las diferencias que se pudieren producir entre las personas, es caminar en la dirección opuesta a lo que una sociedad libre requiere introducir. Los sistemas únicos —de salud, de educación, de vivienda, de seguros, entre muchos otros— representan la uniformidad que una sociedad libre debe procurar evitar. La diversidad tiene un valor en sí. Esto es importante de entender, pues de sus variaciones, diferencias y de la repetición reiterada de ensayos y errores, de fracasos y éxitos surgidos de ella es de donde proviene la innovación, el progreso y la creación de valor. La diversidad, además, genera competencia entre distintas opciones y la competencia impulsa más innovación. Quienes logran éxito en ese proceso mejoran su estatus en la jerarquía social, alimentando así un círculo virtuoso permanente. La creación de valor marca la dirección hacia la que se dirigen nuestras sociedades, y esta se nutre de la diversidad y se ahoga en la uniformidad. Un interesante ejemplo del ya citado Armas, gérmenes y acero, de Jared Diamond, ilustra el valor de la diversidad. Cristóbal Colón pudo viajar “a las Indias” por la ruta occidental y así descubrir lo que hoy llamamos América
porque Europa estaba dividida en una multitud de reinos, ducados o principados. Como consecuencia de eso, el poder estaba diluido en una diversidad de centros, cada uno de los cuales tenía criterios de decisión distintos ante los problemas o dilemas que enfrentaban. Así, cuando Colón quiso presentar su proyecto, no se enfrentó a un único poder central, sino a muchos, y pudo entrevistarse con varios potenciales “capitalistas de riesgo” que financiaran su aventura, cada uno de ellos con distintos enfoques para evaluar su proyecto. Habló con el duque de Medinacelli, con el rey de Portugal, entre otros, y dos veces con la reina Isabel la Católica de España, a quien solo en la segunda ocasión logró convencer. En cambio, un siglo antes, China, el país más avanzado del mundo en ese momento, cuya tecnología superaba a la europea en los más variados aspectos — incluidos inmensos juncos para navegar los mares—, tenía un poder central único: el emperador. Las disputas internas en su cúpula terminaron con una facción ganadora que decidió cerrar sus fronteras, de modo que la navegación fuera de China quedó suspendida. Con ello, la posibilidad de que algún intrépido navegante oriental descubriera América antes que Colón desapareció, y su liderazgo como nación fue relegado a una posición secundaria. Recién comienza a recuperar su posición seiscientos años después, de la mano de Deng, que tan poca importancia le daba al “color” de los gatos y cuya preocupación estaba en que “cazaran ratones”. La diversidad europea de centros de poder fue el sustrato que posibilitó el viaje de Colón y la uniformidad china se transformó en un obstáculo infranqueable para la aparición de un “Colón oriental”. Cuando las opciones son binarias —apertura al mundo o cierre a él—, las posibilidades de equivocarse al elegir una u otra son muy grandes. La China del siglo XV es un ejemplo de ello. En cambio, en el camino de la diversidad, con los múltiples ensayos y errores de los que se nutre, los fracasos son de unos pocos y no involucran a toda la sociedad, sino solo a quienes tomaron esos riesgos, y los éxitos se socializan mediante el intercambio. Una sociedad libre y moderna incluye entre sus preceptos más importantes promover la diversidad y evitar la uniformidad. Como bien dice Robert Wright en su libro Nonzero. The Logic of Human Destiny (2001), la fuente del progreso de los seres humanos la debemos encontrar en los juegos no suma cero —interacciones en las que ambas partes obtienen beneficios, en oposición a aquellas en las que el beneficio de una equivale al perjuicio de la otra— en los que participamos por medio del intercambio de bienes, conocimientos, cultura, etc. Esos juegos ocurren con particular vigor en
los ambientes que admiten la diversidad, pues ella, al ampliar las opciones, potencia el valor adquirido por medio del intercambio. Pero —y esto es importante— la diversidad tiene límites, como el propio Wright describe en su libro. Las comunidades de personas no pueden obtener los frutos de los juegos no suma cero si no tienen una organización que dirija su accionar, con reglas que regulen la interacción entre sus miembros y sistemas que sancionen a quienes las transgredan. Esa organización es la que, en los tiempos modernos, llamamos Estados, los que son conducidos por Gobiernos. Casi por definición, los Gobiernos de cada país son únicos y no diversos. No hay varios Gobiernos coexistiendo en un mismo país, salvo en los sistemas federales, pero siempre supeditados a un Gobierno central en algunos puntos esenciales. Es importante que así sea. Es necesario que sea una única autoridad la que provea reglas bajo las cuales las personas se comportan en sociedad, la que las haga cumplir y la que diseñe y conduzca los destinos generales de una nación, con un sistema democrático para remplazarla. Desde la perspectiva de una sociedad libre, uno de los objetivos de ese Gobierno, además de sus labores propias, es asegurar la existencia de una amplia diversidad de opciones para los más variados aspectos de la vida en sociedad — educación, salud, vivienda, bienes y servicios, entretenimientos, cultura, entre tantos otros—, de modo que los ciudadanos tengan esas opciones desde donde escoger y que, como resultado de esa diversidad, se produzca una sana competencia que impulse la aparición de nuevas opciones y fomente la creación de más riqueza y de más valor para todos sus miembros. Con todo, no resulta aconsejable extender ese principio a un único Gobierno mundial para todo el planeta. Es preferible tener una variedad de centros de poder en una multitud de países e impedir así la eventual imposición de un solo modo de vida sobre los demás. La existencia de muchos Gobiernos permite que, en un ambiente libre, las personas “voten con sus pies”, escogiendo cambiar su lugar de residencia si no están satisfechos con el que se encuentran. De esa manera se incentiva que en cada uno de ellos se dé una permanente renovación de pensamiento y adecuación de ideas, para que resulte atractivo permanecer en ellos.
4. Estado de derecho Para que tanto la autonomía individual y el vínculo entre retribución y esfuerzo
como el valor de la diversidad y los incentivos se expresen en la organización social, conforme a la naturaleza de las personas, es necesario que exista un conjunto básico de normas que los sustenten y que respondan a un esquema de premios y castigos. Premios que incentiven las buenas conductas, creadoras de valor y virtud, y castigos que inhiban aquellas conductas que van en la dirección opuesta. Además, para ello el uso del poder debe estar institucionalizado por medio de un sistema de pesos y contrapesos que evite un inadecuado desbalance en favor de alguna fuerza en particular. Obtener los beneficios de un conjunto de reglas así concebidas y de las jerarquías emanadas de ellas requiere que las personas las respeten. Cuando eso se logra, decimos que en la sociedad opera un “Estado de derecho”, lo que nos da la certidumbre jurídica, que, a su vez, crea las confianzas necesarias para maximizar los beneficios del intercambio social. El respeto al Estado de derecho es un pilar de una sociedad libre y precisa que las reglas que lo rijan tengan una razonable permanencia en el tiempo, pues si es constantemente desafiado, con la incertidumbre respecto del futuro que eso genera, destruye la confianza y afecta la capacidad para trabajar mirando el largo plazo. Por eso es que las constituciones, o conjunto de reglas generales con que se organiza el orden social, son mejores cuantas menos correcciones sufran en el tiempo, pues esos cambios rompen los consensos y supuestos sobre los que se funda la vida en sociedad. Para ello, es importante que estén formuladas sobre la base de principios amplios, expresados de maneras genéricas, válidos para las distintas vicisitudes y situaciones que puedan afectar a la sociedad y en consonancia con la naturaleza humana. Todas las constituciones son elaboradas en base a un supuesto implícito respecto de esa naturaleza. La de Estados Unidos es un buen ejemplo de lo anterior, pues es la que tiene, entre las más conocidas, una gran adecuación a ella, y probablemente esa es la razón por la que ha logrado sobrevivir casi doscientos cuarenta años con muy pocas enmiendas. Si esas constituciones fueron introducidas en su oportunidad solo para interpretar un momento social, estarán sometidas al desgaste que ese momento tenga en el tiempo e inevitablemente requerirán cambios. Eso es justamente lo que, según hemos argumentado, deberíamos evitar. En Chile tenemos una constitución que fue concebida a fines de la década de 1970, en parte para interpretar un momento social —por eso ya ha sufrido tantas modificaciones—, y se encuentra, mientras escribo estas líneas, en un análisis para identificar los pilares sobre los que remplazarla por una nueva, empezando por su mecanismo de elaboración . Sin 67
embargo, para que el buen funcionamiento social persista en el tiempo, introducir modificaciones o enmiendas correctivas a una constitución existente es casi siempre un mejor camino que escribir una de nuevo. Cuando se parte de una página en blanco se corre el riesgo de que el nuevo escrito esté concebido para procurar interpretar otro momento social —aquel en que se está escribiendo esa nueva constitución—, lo que abre serias incógnitas respecto de su contenido y muchas posibilidades de error. Esos errores desatan una dinámica que conduce a nuevos cambios, cada vez que se considere que se está frente a un nuevo ciclo. Comenzar con una página en blanco corre el riesgo —por un entusiasmo emocional de sus redactores o de las asambleas convocadas a tal efecto— de ignorar el cúmulo de evidencia histórica y los profundos y eruditos conocimientos acumulados a lo largo de ella, o de introducir un conjunto de especificaciones que no corresponden al nivel constitucional, o de incorporar reglas improvisadas que no consideren la naturaleza humana en su redacción e ignoren el aprendizaje que otras sociedades han tenido al respecto. Seguir el camino de introducir constituciones que interpreten cada nuevo momento social va construyendo un escenario de cambios constitucionales relativamente frecuentes, todo lo contrario a la estabilidad que debería ser su sello primordial y que es, como hemos dicho, el origen de sus principales beneficios. Las constituciones deben contener normas suficientemente generales, de modo que las diferentes visiones de sociedad que se tengan puedan caber dentro de esas normas. A su vez, las particularidades de esas distintas visiones deberían tener cabida y expresarse en la jerarquía inmediatamente inferior, es decir, a nivel de las leyes aprobadas por los parlamentos, que sí responden a las coyunturas del momento social y, por lo tanto, pueden ser modificados por la nueva cámara legislativa electa, si esta tiene una sensibilidad distinta al respecto. En ese caso, son los parlamentarios los que asumen el riesgo de afectar su prestigio y su reelección si los cambios propuestos y aprobados por ellos no resultan los apropiados. Debemos aspirar a la existencia de un Estado de derecho en torno a reglas que se basen en los principios que hemos enumerado y que estén en consonancia con los rasgos y características de la naturaleza humana. De esa manera, los agentes a quienes esas reglas están dirigidas reaccionarán en las direcciones esperadas por sus creadores, porque estaba en su naturaleza hacerlo. Eso otorga certidumbre y permite descontar el futuro a una menor tasa, aumentando el valor presente de los bienes materiales o inmateriales que existan o que se pretendan construir. Además, es posible visualizar el futuro de mejor forma, al asumir que
los ciudadanos tenderán a comportarse de acuerdo con reglas que tomaron en cuenta sus motivaciones conductuales más básicas, lo que incentivará a modificar solo aquellas que no cumplan con ese propósito, precisamente con el objeto de preservar la certidumbre y la confianza que ayudan a crear valor.
5. Confianza en el progreso humano Los elementos que constituyen los pilares de una sociedad libre, y que hemos intentado delinear aquí, contienen como un elemento esencial de su mirada un optimismo permanente respecto de las capacidades humanas, una confianza en que el talento individual, adecuadamente motivado, se traducirá en un progreso colectivo, que nos conducirá por la senda de la creación de valor hacia sociedades que mejoran la calidad de vida de quienes las integran. Ese progreso —material, cultural, artístico, científico, deportivo, filosófico— es la aspiración permanente de las personas, y marca la dirección de la actividad humana, por lo que debiera ser el norte a observar al momento de proponer una doctrina política. Recordemos que el objetivo de la política es el progreso humano, entendido como el proceso de creación de valor individual que impacta en lo colectivo, en una sociedad que resuelve pacífica e institucionalmente sus conflictos y tensiones. La doctrina política que aquí bosquejamos procura alcanzarlo. Los principios a los que hemos aludido, pilares de un proyecto de sociedad libre, moderna y abierta, están todos fuertemente relacionados con los rasgos constitutivos de la naturaleza humana. Ejercer la autonomía individual con responsabilidad, el que las retribuciones estén directamente vinculadas al esfuerzo por lograrlas, el permitir una diversidad de opciones desde donde libremente escoger, para no estar obligado a seguir la única disponible, el que se aprovechen los incentivos para fomentar las conductas generadoras de valor, el promover la confianza por medio de un Estado de derecho estable y el procurar el progreso como fin último de la actividad humana son coherentes con la naturaleza de nuestro sistema cognitivo y emocional y de los impulsores conductuales que lo acompañan, tal como los describimos en su momento. Hemos insistido en esta sección en que nuestra psicología moral es lo que está tras gran parte de nuestras opciones políticas. La psicología moral parece estar orientada por seis ejes. Por eso, las personas, en su gran mayoría, se acomodarán mejor a un sistema que sea consistente con esos ejes: prefieren vivir con libertad; se preocupan por el sufrimiento humano y desean mitigarlo; se rebelan contra la injusticia de quienes hacen trampa; desaprueban la traición y elogian la lealtad;
reconocen la importancia de la autoridad y evitan las conductas que provoquen disgusto o asco. Todo eso, sin embargo, difícilmente se logra de manera simultánea. Por el contrario, con gran frecuencia ocurre que privilegiar la libertad puede provocar desigualdad, así como denunciar a los tramposos suele implicar deslealtad, en especial si quienes hacen trampa son nuestros amigos, o respetar la autoridad puede conducir a conductas abusivas por parte de esta, y así sucesivamente. Ninguno de estos principios es absoluto, y necesariamente nos vemos forzados a privilegiar a unos sobre otros cuando nos enfrentamos a circunstancias particulares. Desde ese punto de vista, las doctrinas políticas se pueden caracterizar, de manera gruesa, por medio de la especificidad del sesgo con que ese privilegio se ejerza. La proposición que estamos haciendo respecto de una moderna doctrina que sustente a una sociedad libre en el siglo XXI es orientar ese cariz hacia la autonomía responsable de las personas, es decir, a privilegiar en general la libertad por sobre la igualdad cuando ellas entren en conflicto y a procurar la diversidad de opciones por sobre la uniformidad. Nos interesa particularmente la creación de valor en el proceso social, pues es este el que permite satisfacer las aspiraciones de las personas individuales y, asimismo, constituye el sustrato necesario —aunque no suficiente— para una sana convivencia. Más que estar en permanente combate o negación, nos conviene utilizar los rasgos característicos de la naturaleza humana, porque ellos están encriptados en nuestro genoma y no se modifican por persuasión ni por decreto. Esas son las restricciones de las que debemos hacernos cargo al momento de definir las reglas de interacción social y las políticas públicas que queramos llevar a cabo. Ese es el proyecto al que debemos aspirar. La mirada liberal que lo inspira es la que mejor acomoda a las fuerzas de la naturaleza humana, caracterizadas por nuestros impulsores conductuales y nuestra psicología moral.
EPÍLOGO MIRANDO AL FUTURO Presto
* * * Hemos llegado al final de este ejercicio. Pero, antes de cerrarlo completamente, permítanme hacer algunos comentarios finales sobre el camino argumentativo seguido y ofrecer unas pocas reflexiones sobre el futuro que se abre ante nosotros a la luz de lo que hemos discutido. Serán breves, para alivio de aquellos lectores que hayan llegado hasta este punto, y por eso el tempo elegido para este epílogo es el de presto. La fuerza del argumento desarrollado a lo largo de estas páginas se ha sustentado en dos grandes pilares: por un lado, en establecer la existencia de lo que hemos llamado “naturaleza humana”, con sus rasgos propios y los sesgos conductuales y morales que ella genera en la interacción social, resultantes de la arquitectura neuronal de nuestra mente y del genotipo de la especie; por otro, en destacar la importancia que tiene la libertad en la vida humana —entendida como ausencia de coerción al momento de escoger nuestros caminos de vida y preservación de la autonomía responsable en nuestras rutinas cotidianas—, si queremos lograr el progreso y el florecimiento de las sociedades humanas. Toda la compleja trama, todo el sofisticado paisaje intelectual construido por nosotros, los sapiens, a lo largo de nuestra historia, no ha modificado nuestro genotipo. Sin embargo, ese paisaje, caracterizado por la gigantesca cantidad de información acumulada, especialmente en los últimos trescientos años y aún más aceleradamente en los últimos treinta —información matemática, científica, tecnológica, histórica, filosófica, social, artística, deportiva, estética, de normas, legales, penales y morales, etc.—, no está encriptado en nuestro genoma. Toda esa información la guardamos en registros externos a nuestra mente, pero también en ella, y la llamamos cultura. Aun así, ella no ha modificado nuestra naturaleza y no ha cambiado nuestra necesidad de actuar conforme a nuestros deseos e impulsos vitales de manera libre. En consecuencia, la alteración cultural que hemos ido introduciendo a nuestro entorno a través de los siglos y, en particular, en los últimos decenios solo constituye el cambiante escenario ante el cual debemos actuar para seguir vivos y reproducirnos. Es en ese escenario en el que intentaremos darle un futuro a nuestra especie. Hasta ahora lo hemos construido provistos de las mismas herramientas
cognitivas y emocionales que constituyen nuestra naturaleza y la de nuestros antecesores. Por ello, este libro afirma que, si organizamos nuestra vida en sociedad ignorando esa naturaleza, los porfiados sesgos naturales de los que nuestra conducta se alimenta nos volverán a la realidad. Ahora bien, podemos hacer esa afirmación a comienzos del siglo XXI porque ahora tenemos todo un desarrollo científico —las ciencias sociales evolucionarias, la neurociencia, los métodos estadísticos, los computadores que procesan gigantescas cantidades de datos, los equipos de resonancia magnética funcional y PET que auscultan nuestro cerebro, entre muchos otros— que nos permite entender y conocer los rasgos y características de esa naturaleza. Además, nos permite hacerlo con la validez epistemológica que nos otorga el saber científico, tomando en cuenta, eso sí, las advertencias precautorias que hemos hecho respecto de su precisión, que es solo estadística, y la complejidad que tienen los fenómenos bajo estudio. En el siglo XXI podemos discutir con conocimiento y fundamento temas que, hasta hace poco, solo se basaban en la introspección de individuos analíticamente bien dotados, como los filósofos de los últimos veinticinco siglos antes de este. Ahora, en cambio, nos podemos apoyar en las mejores herramientas científicas disponibles, testear las hipótesis que de allí surjan con los mejores métodos a nuestro alcance y luego confrontarlas con la evidencia empírica que acumulamos de manera sistemática. Muchos de los debates que hemos revisado en este libro sobre naturaleza humana, política y moral han transitado desde el hasta ahora fértil, pero menos sistemático, camino de las humanidades hacia el riguroso camino de la ciencia, sin perder de vista, eso sí, los formidables obstáculos que esta tiene para acometer tareas de este tipo. El ámbito de las ciencias sociales es de una pasmosa complejidad, muy distinto de las tareas que se dan en las ciencias de la simplicidad , como la física. 68
Al momento de escribir estas líneas, a fines del año 2017, el panorama al que se enfrenta el Futuro del Proyecto Humano contiene problemas y amenazas globales inmensas, gran parte de las cuales se inscriben en el escenario conceptual descrito en el libro, pero hay otras que podrían salirse de él, estableciendo incógnitas de otro tipo, para las cuales no tenemos experiencias previas que nos iluminen el camino. Entre los primeros, podríamos mencionar naturalmente al cambio climático,
cualquiera sea la versión a la que uno adscriba y cualquiera sea la participación que uno les endose a los humanos en ella. En cualesquiera de esos casos, igual deberemos adaptarnos a las situaciones nuevas que ello genere —perjudiciales la gran mayoría de las veces, o beneficiosas, en algunas menos frecuentes—, distintas a las que estamos acostumbrados a vivir. En un mundo interconectado y global, de redes sociales instantáneas, también nos enfrentaremos a la amenaza que representan para la convivencia mundial pacífica los enormes bolsones de pobreza que aún subsisten en el planeta, y la desigualdad tecnológica en la que viven muchas de esas comunidades. Los sentimientos morales a los que tanto hemos aludido nos instan a buscar maneras de mitigar esa inequidad; además, quienes se encuentran afectados por esas formas de vida se podrían sentir motivados a buscar formas extrasistema para salir de la situación. Asimismo, tendremos que lidiar con el desafío de lograr alimentar a la población del futuro, no porque necesariamente vayan a faltar los alimentos, sino por el creciente rechazo que las nuevas generaciones sienten frente al actual sistema de producción de proteínas. Este se basa en la crianza de animales en factorías, en las que permanecen en condiciones de brutal hacinamiento, con el solo objetivo de ser sacrificados tempranamente para el consumo humano. Como resulta imposible satisfacer las necesidades de alimentación de la población únicamente mediante el libre pastoreo o en otras condiciones naturales, se hará necesario buscar formas alternativas de producir proteínas, probablemente de manera artificial. Finalmente, habrá que lidiar con escenarios futuros en los que, muy probablemente, se requiera habitar, parcial o totalmente, otros lugares del universo si la Tierra da señales de agotamiento de sus recursos naturales a causa de su sobreexplotación, o si la alteración que le provoquemos a su superficie o a su atmósfera así lo aconseje. Para enfrentar estos problemas contamos con las mismas herramientas que hemos usado para superar otros obstáculos en el pasado: ingenio y esfuerzo. Eso, en el siglo XXI, implica la profundización del desarrollo científico y el conocimiento que genera, la multiplicación de las aplicaciones tecnológicas que ese conocimiento nos permita imaginar, la persistencia en buscar innovaciones que generan valor, apoyados en la ciencia y tecnología previamente acumuladas, y la organización de todo lo anterior de manera productiva, mediante el libre emprendimiento al que los seres humanos, motivados mayoritariamente por el “afán de lucro”, son tan proclives. Para mantenernos vivos en este mundo
desafiante, tendremos que mantener la libertad y autonomía como el pilar en el que se desenvuelve nuestra actividad humana y, si es necesario, construir nuevas instituciones que den cuenta de esa nueva problemática. En ambos casos, deberemos hacernos cargo de los rasgos más esenciales de la naturaleza humana, pues ignorarla solo trae problemas, como hemos argumentado en este libro. Para esos problemas, que hemos llamado “tradicionales”, buscaremos soluciones utilizando la tétrada constituida por ciencia, tecnología, innovación y emprendimiento, y, aunque no podamos conocer su contenido anticipadamente, al menos podemos anticipar que seguiremos cauces “tradicionales” para encontrarlas. Entonces, ¿cuáles son los otros problemas, los “no tradicionales”, que estamos menos equipados para enfrentar, y cuya solución requerirá también formas “no tradicionales” de búsqueda? Hemos dicho en estas páginas que la vida es solo materia inerte, organizada de maneras extraordinariamente complejas. Ella apareció producto del crecimiento explosivo de todas las posibles combinaciones de reacciones entre moléculas, resultantes de la aplicación de las leyes de la fisicoquímica que actuaron sobre un apreciable número de elementos de la tabla periódica. En algún momento, aparecieron las moléculas autoreplicantes, y de allí las innumerables ramificaciones del árbol de la vida que conocemos gracias a la acción permanente del mecanismo de selección natural. Este proceso evolucionario fue acumulando diseño a su paso, expresado en la infinidad de variantes aparecidas, las que surgieron, a su vez, por las mutaciones espontáneas del ADN de los organismos ya existentes y por la recombinación genética de aquellos que se reproducen sexuadamente. Sabemos de este desarrollo con creciente detalle desde que se descubrió el ADN, es decir, desde que entendemos cómo se traspasa la información biológica de una generación a otra. A partir de ese momento, caímos en la cuenta de que la biología es, en realidad, una ciencia de la información, que estudia la evolución de esa información a través del tiempo, a medida que ella va mutando y se va recombinando. En los últimos setenta años, los seres humanos hemos desarrollado objetos que procesan información, que llamamos computadores, gracias a la posibilidad que descubrimos de digitalizar la información y procesarla electrónicamente (en el futuro será posible fotónicamente, cuánticamente o mediante el uso de ADN especialmente adaptado a ello). Actualmente la digitalización se ha generalizado. Estamos, en la práctica, construyendo un universo digital paralelo al análogo en el que nos desarrollamos como especie. A ese universo digital hemos
incorporado unos apéndices de silicona que llevamos a todas partes, que llamamos teléfonos inteligentes y que nos conectan a toda la información disponible, además de hacerlo entre nosotros. No solo eso: estamos proveyendo de “inteligencia” a todas las “cosas” que hemos creado para nuestro propio uso, interconectándolas con sensores capaces de conocer sus estados y acciones, para que funcionen de manera coordinada y óptima, en lo que se ha dado en llamar la IOT o “Internet of Things”. El paralelo que se comienza a perfilar entre biología y digitalización se extiende más allá aún, porque, así como hay paquetes de información biológica llamados “virus”, que nos provocan enfermedades, también hay paquetes de información digital que también llamamos “virus” y que infectan a nuestros computadores, a nuestros teléfonos celulares y a los objetos interconectados a través de la IOT. Así, la naturaleza de la biología se comienza a confundir con la naturaleza de los objetos digitalizados que estamos construyendo a través del concepto de información. Pero ese es solo el primer paso en esta confusión. En una línea paralela a esa, hemos estado intentando hace ya unos cincuenta años —con muchas partidas falsas, con muchos caminos inconducentes y con mucha frustración de por medio— construir máquinas que emulen la inteligencia humana. Como resultado de ese esfuerzo se ha conseguido fabricar máquinas que superan a los mejores humanos en ajedrez, a los campeones mundiales de “go” —un juego oriental mucho más complejo que el ajedrez— y a los vencedores del Jeopardy, un concurso televisivo que requiere conocer no solo impresionantes cantidades de información de “trivia” —los computadores superan ampliamente a los humanos en eso—, sino manejar con talento humano las ambigüedades del lenguaje y sus contextos. Hoy en día, los algoritmos de “deep learning”, que procesan infinidad de datos a gran velocidad por medio de varias capas de redes neuronales, permiten conocer los gustos y motivaciones de las personas con más precisión que la mejor introspección que estas pudieran hacer de sí mismas. Ustedes dirán que esas son capacidades específicas para resolver problemas específicos mediante programas específicos que los realizan máquinas con esas especificidades, máquinas que no son capaces de hacer otra cosa y que, además, dependen de la energía que los humanos les provean para que puedan operar. Todo eso es cierto. Sin embargo, las personas que más conocimientos tienen de estos temas y que han participado de manera activa en todos esos avances —la mayoría se desenvuelve en el mundo de la inteligencia artificial, en particular en
el área que hoy se denomina “superinteligencia”— tienen la poderosa intuición, aunque no todavía la convicción, de que a pesar de las limitaciones expuestas no está lejano el día —serán treinta, cien, trescientos años, pero quizás no más que eso— en el que se construyan máquinas que repliquen y muy probablemente superen vastamente las capacidades de la inteligencia humana. Y eso lo dicen no porque quieran justificar su empeño o porque muestren un autojuicio extremadamente generoso respecto de sus propias capacidades, sino porque están altamente preocupados de las posibles consecuencias que para los humanos tenga la llegada de ese momento. En septiembre de 2016 tuve la oportunidad de asistir al seminario Ethics in AI (Ética en Inteligencia Artificial), del NYU Center for Mind, Brain and Consciousness (Centro para la Mente, el Cerebro y la Conciencia, de la Universidad de Nueva York), organizado por David Chalmers, el filósofo australiano que acuñó el término “los problemas difíciles” de la conciencia. Asistieron a él connotados filósofos y neurocientíficos interesados en esta temática, así como algunos de los máximos especialistas en inteligencia artificial y en ciencias de la computación, entre muchos otros. El tema sobre el que se discutió no era cómo ni cuándo se iba a lograr superar a la inteligencia humana, ni tampoco sobre si eso ocurriría eventualmente, sino que se debatía respecto de qué hacer para mitigar los graves peligros a los que estaría expuesta la especie cuando ello ocurriera . 69
Este es un tema de futuro, que se entrelaza con otra línea diferente de desarrollo humano, también de futuro, una que podría dar lugar a modificaciones en un aspecto central de lo discutido en este libro. Se trata de la posibilidad de que los humanos puedan modificar el genoma de la especie , y de esa manera alterar, quizás, la naturaleza humana, ancla que ha dirigido nuestro destino hasta ahora y en la que se ha basado la argumentación contenida en estas páginas. No está claro cómo se combinarán ambas —las máquinas superinteligentes con la manipulación genética—; ni siquiera si eso va a ocurrir o no, o si la naturaleza humana podrá ser modificada de manera relevante. Pero sí podemos afirmar que la alta dependencia que estamos exhibiendo respecto a los teléfonos inteligentes, los computadores y la interconexión por internet con los objetos que construimos —todos interpretables como apéndices artificiales de nuestro propio cuerpo—, además de los impresionantes avances que están teniendo la biología sintética y los cromosomas artificiales, nos indica que no es aventurado empezar a prepararse para un escenario de ese tipo. La superinteligencia y la manipulación genética constituyen los problemas no tradicionales a los que me refería. Nos 70
ofrecen incalculables oportunidades, así como escalofriantes amenazas. El futuro nos enfrentará a ellos. Se trata de un futuro no tan lejano, que nos presentará incógnitas para las que no tenemos herramientas disponibles, salvo, quizá, una sabia mezcla de audacia y prudencia. En ese escenario se jugará el futuro del proyecto humano. Este epílogo no pretende internarse en los detalles de estos temas, sin duda fascinantes y desafiantes a la vez. Lo que quise hacer, más bien, fue abrir levemente la ventana de lo que el biólogo teórico Stuart Kauffman ha denominado el “adyacente posible” y asomarnos, en medio de la niebla que aún nos impide ver con claridad, a ciertos aspectos que ese futuro adyacente podría presentar, para que cada uno de nosotros, en la soledad de nuestra introspección o en la calidez de nuestras conversaciones, tratemos de poner esos desafíos en el contexto de lo que hemos discutido en este libro. No solo nos enfrentamos al desafío de organizar nuestras sociedades conforme a las características naturales de nuestra especie (las cognitivas, emocionales y morales) en medio de un escenario tecnológico moderno, preservando la libertad y la autonomía responsable de las personas; sino que tendremos que hacerlo, además, con un ojo puesto en los profundos cambios que esa tecnología podría inducir en nosotros mismos y en la dirección que tome nuestra evolución, que ya no sería por selección “natural” sino por selección “humana”. Como se dice en inglés: Food for thought!
REFERENCIAS ALEXANDER, RICHARD (1987), The Biology of Moral Systems, Nueva York, Aldine Transaction. Ver también Darwinismo y asuntos humanos, Barcelona, Salvat, 1994. AKTIPIS, ATHENA, y ROBERT KURZBAN (2004), “Is Homo Economicus Extinct?: Vernon Smith, Daniel Kahneman and the evolutionary perspective”, en Advances in Austrian Economics, vol. 7, R. Koppl, ed., Ámsterdam, Elsevier, pp. 135-153. Disponible en . AXELROD, ROBERT (2006), The Evolution of Cooperation, ed. revisada, Nueva York, Perseus Books. [La evolución de la cooperación: El dilema del prisionero y la teoría de juegos, Madrid, Alianza, 1996]. BARON-COHEN, SIMON (1995), Mindblindness. An Essay on Autism and Theory of Mind, Cambridge, MA, The MIT Press. BEINHOCKER, ERIC D. (2006), The Origin of Wealth, Boston, Harvard Business School Press. BOYER, PASCAL (2001), ¿Por qué tenemos religión? Origen y evolución del pensamiento religioso, Cuidad de México, Taurus. [Religion Explained. The Evolutionary Origins of Religious Beliefs, Nueva York, Basic Books, 2001]. BROCKMAN, JOHN, ed. (1995), The Third Culture: Beyond the Scientific Revolution, Simon & Schuster. [La tercera cultura, Barcelona, Tusquets, 1996]. BROSNAN, SARAH y FRANZ DE VAAL (2003), “Monkeys Reject Unequal Pay”, Nature, Issue 425, septiembre. BUSS, DAVID M. (2003), The Evolution of Desire, 4ª edición revisada, Nueva York, Basic Books. [La evolución del deseo, Madrid, Alianza, 2007]. CHALMERS, DAVID J. (1995), The Conscious Mind: In Search of a Fundamental Theory, USA, Oxford University Press. [La mente consciente: en busca de una teoría fundamental, Gedisa, 1999].
COSMIDES, LEDA, y JOHN TOOBY (1988), “The Evolution of War and its Cognitive Foundations”, Institute for Evolutionary Studies, Technical report 881. COSMIDES, LEDA, y JOHN TOOBY (1992), “Cognitive Adaptations for Social Exchange”, en Cosmides, Tooby y Jerome Barkow, eds. (1992), The Adapted Mind, Nueva York, Oxford University Press. COSMIDES, LEDA, y JOHN TOOBY (1992), “The Psychological Foundations of Culture”, en Cosmides, Tooby y Jerome Barkow, eds. (1992), The Adapted Mind, Nueva York, Oxford University Press. COSMIDES, LEDA, t JOHN TOOBY (2005), What is Evolutionary Psychology?: Explaining the New Science of the Mind, New Haven, CT, Yale University Press. COSMIDES, LEDA, y JOHN TOOBY (2009), Evolutionary Psychology, Moral Heuristics and the Law, en Gerd Gigenrenzer y Christoph Engel, eds., Heuristics and the Law, MIT Press. DAMASIO, ANTONIO (2006), El error de Descartes, Barcelona, Crítica. [Santiago, Andrés Bello, 1996. Descartes’ error, Avon Books. 1994. DARWIN, CHARLES (2009), El origen de las especies, Madrid, Alianza. Espasa Calpe, 2008, Alba, 2005. DAWKINS, RICHARD ([1976] 1989), The Selfish Gene (2nd ed.), Oxford University Press. [El gen egoísta, Barcelona, Salvat, 2000]. DE WAAL, FRANS (2000), Chimpanzee Politics, ed. revisada, Baltimore, The Johns Hopkins University Press. [La política de los chimpancés, Madrid, Alianza, 1993]. Ver también Primates y filósofos: la evolución de la moral del simio al hombre, Barcelona, Paidós Ibérica, 2007, y El mono que llevamos dentro, Barcelona, Tusquets, 2007. DENNETT, DANIEL (1995), Darwin’s Dangerous Idea: Evolution and the Meanings of Life, Nueva York, Simon & Schuster/Londres, Penguin. [La peligrosa idea de Darwin, Barcelona, Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, 2000].
DENNETT, DANIEL (1987), The Intentional Stance, Cambridge, MA, Bradford Books/The MIT Press. [La actitud intencional, Barcelona, Gedisa, 1991]. DENNETT, DANIEL (1991), Consciousness Explained, Boston, Little, Brown/ Londres, Allen Lane. [La conciencia explicada: una teoría interdisciplinar, Barcelona, Paidós Ibérica, 1995]. DESCARTES, RENE (1637), El discurso del método, Editorial Leyde. DIAMOND, JARED (2006), Armas, gérmenes y acero, Barcelona, Debate. [Guns, Germs and Steel, Nueva York, Norton, 2005]. DUNBAR, ROBIN (1996), Grooming, Gossip and the Evolution of Language, Londres, Faber and Faber. La odisea de la humanidad. Una nueva historia de la evolución de la raza humana, Crítica, 2007. EKMAN, PAUL (1984), Expression and Nature of Emotions, en Klaus R. Scherer y Paul Ekman, eds., Approaches to Emotion, Filadelfia, Laurence Erlbaum (Taylor &Francis). FISCHER, ÁLVARO (2001), Evolución…el nuevo paradigma, Santiago, Editorial Universitaria. FISCHER, ÁLVARO (2009), La mejor idea jamás pensada, Santiago, Ediciones B. GELL-MANN, MURRAY (1994), The Quark and the Jaguar: Adventures in the Simple and the Complex, Nueva York, W. H. Freeman. [Henry Holt & Company, 1995] [Owl Books, 2002] [El quark y el jaguar, Barcelona, Tusquets, 1995]. GIGERENZER, GERD, y KLAUS HUG (1992), “Domain-specific Reasoning: Social Contract, Cheating, and Perspective Change”, Cognition 43(2): 127-71. GREENE, JOSHUA (2013), Moral Tribes, Penguin Press. HAIDT, JONATHAN (2012), The Righteous Mind, Penguin Random House. HAMILTON, WILLIAM D. (1996), “The genetical evolution of social behaviour I and II (1964)”, en Narrow Roads of Gene Land: The Collected Papers of W. D. Hamilton, Oxford, W. H. Freeman/Spektrum [Nueva York,
Oxford University Press, 1998]. HARARI, YUVAL NOAH (2015) Sapiens, A Brief History of Humankind, Nueva York, HarperCollins. HUME, DAVID (1738), A Treatise of Human Nature, Book III / Of Morals Part I. Of Virtue and Vice in General. Section I. Moral Distinctions Not Deriv’d from Reason. Oxford at The Clarendom Press (1896). HUMPHREY, NICHOLAS (2000), “How to Solve the Mind-Body Problem”, Journal of Consciousness Studies, Bowling Green, OH, Imprint Academic. LIEBERMAN, D., SYMONS, D., WOLF, A. P. (1998), “Sibling Incest Avoidance: from Westermack to Wolf”, The Quarterly Review of Biology 73 (4), 463-466. KAHNEMAN, DANIEL (2011), Thinking Fast and Slow, Nueva York, Farrar, Strauss and Giroux. KAUFFMAN, STUART (2002), Investigations, Nueva York, Oxford University Press. [Investigaciones: complejidad, autoorganización y nuevas leyes para una biología general, Barcelona, Tusquets, 2003]. KAUFFMAN, STUART (1995), At Home in the Universe, Nueva York, Oxford University Press. KOROBKIN, RICHARD (2000-2001), “A Multi-disciplinary Approach to Legal Scholarship: Economics, Behavioral Economics and Evolutionary Psychology”, Jurimetrics 51:319-336. KUHN, THOMAS (1962), The Structure of Scientific Revolutions, Chicago, University of Chicago Press. [La estructura de las revoluciones científicas, México/Madrid/Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2005]. KURZBAN, R., TOOBY, J., y COSMIDES, L. (2001), “Can Race Be Erased?: Coalitional Computation and Social Categorization”, Proceedings of the National Academy of Sciences, 98(26), 15387-15392. KURZBAN, R., ROBINSON, P. y JONES, O. (2007), “The Origins of Shared Intuitions of Justice”, Vanderbilt Law Review 60: 1633. Disponible en
. MALTHUS, T. (2000), Primer ensayo sobre la población, Madrid, Alianza. [An Essay on the Principle of Population, as it Affects the Future Improvement of Society with Remarks on the Speculations of Mr. Godwin, M. Condorcet, and Other Writers. Thomas Malthus, Londres, 1798]. MASSERMAN, JULES H. M.D.; WECHKIN, STANLEY PH.D., y TERRIS, WILLIAM (1964), Altruistic behavior in rhesus monkeys, M.S.2 Originally published in: The American Journal of Psychiatry Vol 121. Dec. 1964. 584-585. MOSTERÍN, JESÚS (2008), La naturaleza humana (nueva edición de bolsillo, corregida y renovada, en la colección Austral), Madrid, Espasa Calpe. MOSTERÍN, JESÚS (2013), Ciencia, filosofía y racionalidad, Barcelona, Editorial Gedisa. PINKER, STEVEN (2009), How the Mind Works, nueva edición, Nueva York, Norton & Co. [Cómo funciona la mente, Barcelona, Destino, 2007]. PINKER, STEVEN (2003), The Blank Slate: The Modern Denial of Human Nature. Londres, Penguin Books. READ, LAWRENCE, (1958) Yo, lápiz, Texto provisto por la Foundation for Economic Education. RIDLEY, MATT (2010), The Rational Optimist, Londres, Harper Books. SAKOFF, A. N. (1962), Food and Agriculture Organization’s Monthly Bulletin, septiembre. SINGER, PETER (2000), A Darwinian Left: Politics, Evolution and Cooperation, Yale University Press. SHERIF, M., HARVEY, O. J., WHITE, B. J., HOOD, W. R., & SHERIF, C. W. (1961), Intergroup Conflict and Cooperation: The Robbers Cave Experiment (Vol. 10), Norman, OK, University Book Exchange. SMITH, ADAM (2009a), La teoría de los sentimientos morales, Madrid, Alianza.
SMITH, ADAM (2009b), Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, Madrid, Tecnos. SMITH, VERNON (1998), “The Two Faces of Adam Smith”, Southern Economic Journal 65(1): 2-19. SMITH, V., HOFFMAN, E., y MCCABE, K. (1998), “Behavioral Foundations of Reciprocity: Experimental Economics and Evolutionary Psychology”, Economic Inquiry 36, 3: 335-352. Oxford University Press. SMITH, V., HOFFMAN, E., y MCCABE, K. (1996), “Social Distance and Other-Regarding Behavior in Dictator Games”. The American Economic Review, Vol. 86, N.º 3, jun 1996, pp. 653-660. SNOW, CHARLES PERCY (1993), The Two Cultures, Cambridge, Cambridge University Press. [Las dos culturas y un segundo enfoque, Madrid, Alianza, 1977]. SYKES, BRYAN (2005), La maldición de Adán. El futuro de la humanidad masculina, Barcelona, Debate. SYMONS, DONALD (1992), “On the Use and Misuse of Darwinism in the Study of Human Behavior”, en Cosmides, Tooby y Barkow, Jerome, eds., The Adapted Mind. SZNYCER, D., LOPEZ SEAL, M. F., SELL, A., LIM, J., PORAT, R., SHALVI, S., HALPERIN, E., COSMIDES, L., & TOOBY, J. (2017), “Support for redistribution is shaped by compassion, envy and self-interest, but not a taste for fairness”, Proceedings of the National Academy of Sciences, 114(31), 8420– 8425. TRIVERS, ROBERT (2002), “The Evolution of Reciprocal Altruism”, Quarterly Review of Biology 43: 35-36. Ver también, Natural Selection and Social Theory: Selected Papers of Robert Trivers (Evolution and Cognition Series) by (Paperback - Sep 5, 2002) Oxford University Press, USA. TUDGE, COLIN (1998), Neanderthals, Bandits and Farmers: How agriculture really Began, Londres, Weidenfeld & Nicolson/New Haven, CT, Yale University Press, 1999. [Neandertales, bandidos y granjeros. Como surgió realmente la agricultura, Barcelona, Crítica, 2000].
VON HAYEK, FRIEDRICH (1988), The Fatal Conceit, University of Chicago Press. WILSON, EDWARD O. (1998), Consilience: The Unity of Knowledge, Nueva York, Knopf. [Consilience: la unidad del conocimiento, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 1999]. WILSON, EDWARD O. (2014), The Meaning of Human Existence, Nueva York, Liveright Books. WRANGHAM, RICHARD (2009), Catching Fire: How Cooking Made us Human, Londres, Profile Books. WRIGHT, ROBERT (1994), The Moral Animal: Why We Are the Way We Are. The New Science of Evolutionary Psychology, Nueva York, Pantheon Books. [The Moral Animal. Evolutionary Psychology and Everyday Life, Londres, Abacus, 2004]. WRIGHT, ROBERT (2001), Non-zero: The Logic of Human Destiny, Nueva York, Vintage. [Nadie pierde. La teoría de juegos y la lógica del destino humano, Barcelona, Tusquets, 2005]. YANG, DALI L., Calamity and Reform in China. State, Rural Society and Institutional Change since the great Leap Famine, Stanford University Press, 1996.
Notas 1 Creada por el médico L. L. Zamenhof, originalmente con el nombre de Lingvo Internacia. Sus bases fueron publicadas en 1887. 2 En la actual terminología taxonómica, los homininos pertenecen al género Homo y los homínidos a la familia de los primates 3 Recientemente se publicó en Nature 543, 60-64 (2 de marzo, 2017) la existencia de posibles rastros de seres vivos de hace 4.300 a 3.800 millones de años atrás, en rocas en la provincia de Quebec, Canadá. 4 No siempre la selección natural genera más complejidad. De hecho, las bacterias, relativamente simples comparadas con los mamíferos, son de los organismos más antiguos y siguen siendo de los más numerosos que existen. 5 An Essay on the Principle of Population, as it Affects the Future Improvement of Society with Remarks on the Speculations of Mr. Godwin, M. Condorcet, and Other Writers. Thomas Malthus, Londres, 1798. 6 “Variaciones” fue el vocablo que usó Darwin en su libro El origen de las especies. Hoy sabemos, luego del descubrimiento del ADN en 1953, que esas variaciones corresponden a mutaciones o recombinaciones genéticas del ADN que resultan en características distintas de los individuos que las portan. 7 Este artículo es parte del libro Heuristics and the Law, editado por G. Gigerenzer y C. Engel, publicado en 2006 por MIT Press de la Universidad de Cambridge, en asociación con Dahlem University Press. 8 La facilidad de la mente humana para albergar creencias religiosas está bien explicada en el libro Religion Explained, del antropólogo evolucionario Pascal Boyer, publicado en 2001. 9 Concepto introducido por el filósofo británico G. E. Moore en 1903, en su libro Principia Ethica. 10 En el próximo capítulo veremos por qué nuestra naturaleza favorece a los
parientes, en especial a los hijos. 11 “The Genetical Evolution of Social Behavior, I and II”, Journal of Theoretical Biology, 7 (1): 1–16. 12 “The Evolution of Reciprocal Altruism”, The Quarterly Review of Biology, Vol. 46, No. 1, mar., 1971. 13 Esa indiferencia debe ser ponderada por la probabilidad de que los genes de esos parientes sean efectivamente los mismos que los del individuo beneficiado. 14 Elizabeth Hoffman, Kevin McCabe y Vernon Smith, “Social Distance and Other-Regarding Behavior in Dictator Games”, The American Economic Review, Vol. 86, N.º 3, jun 1996, pp. 653-660. 15 Adam Smith. An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, 1776. 16 Adam Smith. The Theory of Moral Sentiments, 1759. 17 Originalmente en John Tooby y Leda Cosmides, “The Evolution of War and its Cognitive Foundations”, Institute for Evolutionary Studies, Technical report 88-1, 1988. 18 El experimento de la Cueva Robbers, en el State Park de Oklahoma. Sherif, M., Harvey, O. J., White, B. J., Hood, W. R., & Sherif, C. W. (1961), Intergroup conflict and cooperation: The Robbers Cave experiment (Vol. 10), Norman, OK: University Book Exchange. 19 Leda Cosmides y John Tooby, Evolutionary Psychology, Moral Heuristics and the Law. Op cit. 20 La parte del cerebro que procesa las funciones más elevadas, como la cognición o el razonamiento espacial. 21 Kurzban, R., Tooby, J. & Cosmides, L. (2001), “Can Race Be Erased?: Coalitional Computation And Social Categorization”, Proceedings of the National Academy of Sciences, 98(26), 15387-15392. 22 Sznycer, D., Lopez Seal, M. F., Sell, A., Lim, J., Porat, R., Shalvi, S.,
Halperin, E., Cosmides, L., & Tooby, J. (2017), “Support for Redistribution Is Shaped by Compassion, Envy, and Self-interest, but not a Taste for Fairness”, Proceedings of the National Academy of Sciences, 114(31), 8420– 8425. 23 Hay mucha evidencia empírica al respecto. Por ejemplo, los estudios transculturales del psicólogo evolucionario David Buss, acumulados en su libro The Evolution of Desire (1994). 24 Los mencionados estudios transculturales de David Buss así lo reflejan. Por ejemplo, en distintas culturas, en países desarrollados o subdesarrollados, tradicionales o progresistas, las mujeres les adjudican más importancia a las perspectivas financieras de su pareja que los hombres. 25 David Ricardo mostró que dos naciones se benefician si producen separadamente los bienes para los que cada una de ellas es más eficiente y luego los intercambian, aun cuando una de ellas sea mejor productora que la otra de cada uno de los bienes en cuestión. 26 Barkow, Tooby y Cosmides (1992), The Adapted Mind, capítulo 3, “Cognitive Adaptations for Social Exchange”. 27 En rigor, el altruismo recíproco sí involucra un eventual intercambio —la reciprocidad por el favor recibido—, pero este se difiere en el tiempo y es solo eventual. Por eso requiere una emoción para gatillarlo de manera consistente. 28 Sarah Brosnan, Franz de Vaal, “Monkeys Reject Unequal Pay”, Nature, Issue 425, septiembre, 2003. 29 ‘Altruistic’ Behavior in Rhesus Monkeys”, Jules H. Masserman, M.D.; Stanley Wechkin, PH.D., & William Terris, M.S.2 Originally published in: The American Journal of Psychiatry Vol 121. Dec. 1964. 584-585. 30 Ver vimeo.com: Pimu’s Murder – Steve Ladd, Greystoke, Mahale. 31 Wynn y Bloom son marido y mujer, y asistieron al encuentro de 2015 en Santiago. 32 Ver, por ejemplo, D. Lieberman, D. Symons, A. P. Wolf, “Sibling Incest Avoidance: From Westermarck to Wolf”, The Quarterly Review of Biology,
73(4), 463-466, 1998. 33 David Hume, “A Treatise of Human Nature” BOOK III / OF MORALS Part I. Of Virtue and Vice in General. Section I. Moral Distinctions Not Deriv’d from Reason. 34 Jonathan Haidt, The Righteous Mind. 35 El cubo de Necker es uno dibujado sobre un papel en dos dimensiones, pero que nuestro cerebro interpreta en tres dimensiones, de dos maneras posibles. 36 La cita original en inglés es: “The rules of morality, therefore, are not the conclusions of our reason”. 37 Moral Tribes, de Joshua Greene (2013). 38 En este caso, “comunes” es la traducción de “commons” en inglés. Se refiere a un recurso al cual la comunidad tiene acceso irrestricto. No se refiere a personas “comunes”, como en la expresión “comunes y corrientes”. 39 No todos los problemas de falta de colaboración corresponden a un caso de “tragedia de los comunes”. Por ejemplo, la no colaboración para cazar un mamut no es un caso de “tragedia de los comunes”. 40 Recuerden que el egoísmo y el altruismo coexisten, a pesar de corresponder a conductas opuestas, pues se gatillan por pistas distintas del entorno: el egoísmo en situaciones anónimas y el altruismo en situaciones sociales. 41 La metáfora del “gen egoísta” de Richard Dawkins. 42 El imperativo termodinámico y el biológico del capítulo 1. 43 Nótese que los verbos intencionales “evitar” y “conseguir” son metáforas que utilizamos para mejor describir lo que ocurre, pues obviamente esos organismos no están evitando ni consiguiendo nada, sino solo operando de acuerdo con la estructura interna de su organización biológica. 44 La fenomenología intenta describir el mundo a través de nuestras percepciones directas, apelando a la experiencia intuitiva o evidente que recibimos a través de nuestra conciencia, excluyendo todo lo externo a nuestra
experiencia inmediata. 45 Cosmides, L. & Tooby, J. (2006), del libro G. Gigenrnzer & Christoph Engel (eds.), Heuristics and the Law (Dahlem Workshop Report 94), Cambridge, MA, MIT Press. 46 “Complejidad computacional” se refiere al largo del programa computacional mínimo necesario para resolver un determinado problema. 47 R. Korobkin, “A Multi-disciplinary Approach to Legal Scholarship: Economics, Behavioral Economics and Evolutionary Psychology”, Jurimetrics, 51:319-336. 48 Tooby y Cosmides en The Adapted Mind, de Barkow, Tooby y Cosmides. 49 Para un resumen de esa investigación, ver A. Fischer, La mejor idea jamás pensada (Ediciones B, 2009), o, en una versión más completa, The Adapted Mind, de Barkow, Tooby y Cosmides. 50 F. von Hayek, The Fatal Conceit. 51 A. N. Sakoff, Food and Agriculture Organization’s Monthly Bulletin, septiembre 1962. 52 Ver, por ejemplo: Dali L. Yang (1996), Calamity and Reform in China. State, Rural Society and Institutional Change Since the Great Leap Famine, Stanford University Press. 53 Estudios recientes indican que la hambruna resultante del caos productivo en las granjas colectivas de la URSS en la década de 1930 fue utilizada por Stalin, distribuyendo selectivamente el escaso alimento disponible, perjudicando conscientemente a Ucrania, donde el régimen enfrentaba más resistencia. 54 Muchas veces eso no es así, particularmente en el caso de los empleos de menor especialización; eso ocurre cuando sus titulares han logrado una capacidad de presión política lo suficientemente alta como para obtener esos mejores salarios. 55 A menos que esa igualación consista en “mejorarle” su posición y no “disminuirla”, mediante beneficios, bonos, derechos, entre otros, pero no es el
caso que estamos analizando. 56 Aclararemos esto con más detalle dos capítulos más adelante. 57 7 de enero de 2017, Cátedra sobre Crecimiento y Competitividad, organizada por la UDD, Banco de Chile y diario El Mercurio. 58 “Meme” es un concepto acuñado por Richard Dawkins, cuyo rol en el traspaso de información cultural sería similar al del gen en el traspaso de información biológica. En la actualidad, los memes se refieren a ideas que se transforman en “pegajosas” a través de las redes sociales digitales. 59 Me refiero a la crisis financiera de 2008, desatada por la utilización desmesurada de instrumentos financieros subprime que condujeron al derrumbe de empresas y a la desvalorización de activos. 60 Paréntesis agregados por el autor. 61 La “inadaptación” de nuestros rasgos seleccionados en nuestro pasado cazador-recolector a las sociedades modernas ha sido muy estudiado. Por ejemplo, nuestra disposición natural a ingerir glucosa, que aporta energía, que en ese tiempo era escasa, se ha transformado en la actual pandemia de obesidad que observamos, resultado de su abundancia y bajo precio. 62 Por “elaborados” me refiero a conceptos que no denotan objetos físicos tangibles, sino que se emplean para describir las relaciones que se dan entre objetos tangibles. 63 No confundir la “racionalidad moral” que Kant les exige a las personas para comportarse éticamente con el cálculo “racional” de costo/beneficio al que me referí en un capítulo anterior. 64 Antonio Damasio (1996), El error de Descartes. 65 Daniel Dennett, La peligrosa idea de Darwin. 66 Ver La mejor idea jamás pensada, de A. Fischer (Ediciones B, 2009) y con mucho mayor detalle en The Blank Slate, de Steven Pinker. 67 El argumento que aquí expongo respecto de evitar que la constitución solo
interprete un “momento social”, y que para modificarla se procure utilizar todo el mejor bagaje de conocimiento acumulado en el mundo, preservando siempre el carácter general y no específico de sus normas, se sostiene con independencia de la discusión respecto de su legitimidad de origen. 68 Para una discusión completa sobre simplicidad y complejidad, recomiendo ver El quark y el jaguar: aventuras en lo simple y lo complejo, escrito por el premio nobel de Física y descubridor de los quarks Murray Gell-Mann. 69 Para quienes deseen profundizar más respecto de esta temática, recomiendo el libro Superintelligence, del filósofo sueco y especialista en inteligencia artificial Nick Bostrom. 70 El método llamado CRISPR y su versión CAS9 permiten modificar el genoma humano con extrema facilidad.