Un país de novela
Marcos
Aguinis Un país de novela Viaje hacia la mentalidad de los argentinos
A Marita
Hay tres cosas que me son ocultas; aún tampoco sé la cuarta. PROVERBIOS XXX, 18.
Ésta será la novela que más veces habrá sido arrojado con violencia al suelo, y otras tantas recogida con avidez. MACEDONIO FERNÁNDEZ
El nuestro es un país que debería salir de gira. ENRIQUE SANTOS DISCÉPOLO
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Debo contarle que en los días anteriores al lanzamiento de la primera edición de este libro, hace varios años ya, unos amigos que conocían el texto me aconsejaron –con gravedad unos y con balsámico humor otros─ que preparase las maletas para abandonar el país. Los argentinos no me perdonarían lo que había escrito. Decían que era demasiado frontal, demasiado insolente. Aunque ya había pasado por circunstancias difíciles a causa de obras anteriores, nunca había tratado los desaguisados argentinos en forma tan global, sin concesiones, con tanta entrega, pasión y dolor. Ni con un anhelo tan desesperado por ayudar. Contra el pronóstico de mis asustados amigos, la obra fue recibida con alborozo. En poco tiempo superó la docena de reediciones. Supe que los lectores –tal vez ustedes entre ellos– la recomendaban y comentaban con fiebre. Yo estaba sorprendido y no podía contestar todas las llamadas telefónicas ni las cartas agobiantes de elogios o nuevas ideas. Algunas radios y medios gráficos de diversos puntos del país tuvieron la iniciativa de reproducir frases que les resultaba elocuentes. Fue una gran sorpresa escuchar al comentarista deportivo Víctor Hugo Morales quien, entre gol y gol, se aplicaba a difundir calientes parrafadas. Tuve la gratificación de saber que, por lo menos había acertado con el título. El nuestro era, decididamente, un país de novela. Pero la mayor de mis satisfacciones fue enterarme de que en muchas escuelas, colegios y universidades se empezaba a leer y discutir este libro en clase de historia, literatura o ciencias sociales. Un público diverso y curioso reflexionaba sobre su contenido. También me enteré de que su lectura era recomendada a los funcionarios de las aaaaaaaaaa 5
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representaciones diplomáticas para comprender –¿se puede comprender?– la mentalidad argentina. Ahora, al cumplirse veinte años de democracia, Editorial Planeta decide volver a lanzar esta obra que –me informan– sigue siendo muy recomendada. Ven en ella una defensa encendida de la libertad y el pluralismo; un texto que hunde el bisturí en las vísceras profundas de nuestra laberíntica realidad nacional. Yo, impresionado, agradezco esa opinión, que es el mejor premio a tantas jornadas de estudio, análisis y dudas. Muchas dudas. A mis editores les parece fundamental y oportuno que éste sea un libro que revisa la historia argentina desde sus inicios porque de esa forma el lector es llevado de la mano a descubrir la vieja oposición entre modernización-aislamiento, también traducible como democracia-autoritarismo. Cuando recorremos nuestro pasado, vemos que de un lado predominan la racionalidad, la ciencia y el diálogo, en una línea que se extiende desde la Revolución de Mayo, pasa por Rivadavia, la Organización Nacional, la Generación del 80 y llega a la recuperación democrática de 1983. Del otro lado domina el paternalismo feudal, autoritario y retrógrado, que empieza en la colonia, continúa con Rosas, los golpes militares de 1930 y 1943, y sigue con el peronismo. Esta oposición no tiene fronteras claras. Ambas categorías nos habitan. Sarmiento fue muy lúdico al titular su obra Civilización “y” Barbarie; jamás hubiera dicho Civilización “y” Barbarie. Los diversos sectores de nuestra sociedad tienen ingredientes mixtos; ninguno ya es pura racionalidad o pura irracionalidad. Los partidos políticos históricos y los nuevos se nutren de diversos manantiales y hasta intercambian sus aguas. Pero existen tendencias y ellas tienen precedentes que nos ayudan a entender mejor lo que sucede. Para esta edición he suprimido párrafos sobre aspectos coyunturales que, a mi juicio, no tendrán peso histórico. Creo que brindo un mejor servicio a mis conciudadanos al entregarles un libro 6
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más atemporal, en el que hoy y mañana se podrán descubrir vicios y cualidades de nuestra fabulosa Argentina. Ojalá que en el futuro, esta novela que es nuestro país tenga menos suspenso y más previsibilidad, apague sus colores oscuros y encienda los brillantes, esos que estallan en la aurora de una larga jornada feliz. Buenos Aires, junio de 2003.
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I. Pórtico
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Prefiero suponer que debo este libro a otro escritor, más joven, audaz y entusiasta que yo. Desde hace aproximadamente ocho meses ha comenzado una persecución implacable. Viene tras de mí con sus borradores y sus ideas. Me busca a la salida del trabajo, irrumpe en la casa después de la cena y se ha convertido en mi huésped de plomo durante los fines de semana. No sé cómo reaccionar: ahora también se cuela en mi tiempo privado, come a mi mesa y viaja conmigo, hablándome. Lo hace sin parar. Arrastra impúdicamente sus gordos fajos de recortes, documentos y citas que hurta de todas las fuentes a su alcance. Escribe sentado y de pie, abruma con preguntas y reflexiones. Para colmo, exige mis respuestas y no se enfada con mis críticas. Es el acompañante ideal para no dormir ni relajarse, sino para componer un libro. Que es su propósito. Ya ve: lo está consiguiendo. Tras penosas dudas, he comenzado el libro. Quiero sacarme este tábano de encima y para ello no tengo mejor opción que satisfacerlo. Lo cual me exige el cilicio de proseguir escuchando sus osadías y volcar en el papel sus ideas. Este individuo, que parece separado de mí y al mismo tiempo me habita, me arrastra por esta aventura plagada de flancos vulnerables. En los acalorados debates que mantenemos le recuerdo que ya se ha escrito mucho sobre la Argentina y los argentinos, que ya se la enfocó desde el sentimiento, la definición, el misterio, la profundidad, la intimidad, la maravilla, el pensamiento, la soledad, la viveza, el medio pelo; que distinguidos autores fatigaron lentes de gran aumento y llenaron páginas memorables. Que la gente ya está harta de revolver el mismo guiso. 9
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No se arredra. Quiere entender a la Argentina y a los argentinos porque –dice– los ama, los admira, lo enternecen… y lo desconciertan. Reconoce que el ensayo, el magnífico género literario que consagró Michel de Montaigne, no es ideal para su propósito pero ofrece ventajas. Ventajas a cambio de un precio: la coherencia. Y hete aquí una dificultad: los argentinos tenemos poco trato con la coherencia. René Balestra llega a categorizar a la Argentina como absurdo; dice que manejamos una nueva gramática en la que el verbo entra en colisión con el sustantivo: los aviones no vuelan, los teléfonos no hablan, la electricidad no mueve ni ilumina, el gas no enciende, los trenes no andan, la universidad no enseña… Tiene algo de cierto y mucho de impacto. Esta descripción odiosa y en parte falsa contiene amor. ¿Ayuda a corregir los defectos o ayuda a tolerarlos? Nuestra composición anímica incluye baldazos de ilógica, chorros de ilusión toneladas de hipérbole y espolvoreos de melancolía. Además de paradojas, muchas paradojas. Veamos una. Orwell anunció el apocalipsis para una fecha maldita: “1984”. Y bien: la Argentina realizó una suerte de inversión: vivió la atmósfera de “1984” antes de 1984 y en ese año disfrutó la alegría de tener restablecida la democracia. Antes de 1984 mi país se había hecho vergonzosamente célebre por la creación masiva de un nuevo tipo de víctima: los desaparecidos. El siglo XX ya se venía diferenciando de los anteriores por el incremento de la crueldad: dos guerras mundiales, producción fantástica de armamentos, devastadores conflictos locales, el holocausto, varios genocidios y una apabullante generación de refugiados. A esta ominosa lista añadimos la flamante monstruosidad. Los desaparecidos son un crimen que los autores no reconocen como tal. Sin embargo, la mera “desaparición” prueba un ocultamiento, y este ocultamiento estaría de más si no existiese el crimen. Antes de los desaparecidos la Argentina era apenas identificada por el tango, Evita, el Che Guevara. Para niveles de mejor 10
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información se solía añadir a la lista su excelente carne vacuna, la pampa, Jorge Luis Borges, la Patagonia. Los conocedores agregaban a Domingo Faustino Sarmiento, la copiosa inmigración de la primera mitad de siglo, el Libertador San Martín, Buenos Aires y su parecido con París, el gaucho, la aventura de los Apeninos a los Andes que narra Edmundo D’Amicis en su libro Corazón, la hospitalidad brindada a los republicanos que huyeron de la Guerra Civil Española. A ello se incorporaban datos recientes sobre exiliados argentinos que se radicaban en otros países como buenos científicos o dotados artistas, y sobre los ciudadanos argentino disparados al mundo durante el festín de la “plata dulce” (1978-1981), que corrían por las avenidas turísticas del universo decididos a “comprar todo” con los dólares que hinchaban sus bolsillos. Pueblos rico, generoso y feliz. Al mismo tiempo empobrecido y atribulado. Con certezas en su potencialidad. Y que, obsesivamente, machaca la pregunta: ¿qué nos pasa? La Argentina es un país vasto al que se llega desde los otros continentes mediante un largo viaje. Habitualmente se coincide en suspirar: “¡Queda en el culo del mundo!”. Lo cual nos ofende sobremanera, aunque hayamos sido argentinos quienes inventamos la expresión. Decorosamente se podría explicar que se trata de un país ubicado en la región caudal de América. Pero con este giro concedemos enseguida el privilegio novedoso, porque la cartografía se desarrolló en el Norte y cabría suponer que le tentaba dibujarse “arriba”. Algunos cartógrafos locales han intentado poner los mapas cabeza abajo, pero su conmovedor empeño no modifica la dolorosa relación de fuerzas. Va imponiéndose el humor de quienes no se escandalizan por lo del culo y miran pensativamente el panorama. James Reston escribió que los Estados Unidos parecen dispuestos a hacer cualquier cosa por América Latina, menos leer sobre ella o tratar de comprenderla. Y el venezolano Carlos Rangel asevera que “el no sentirse Latinoamérica indispensable, o ni siquiera demasiado necesaria”, hace suponer “que si se llegara a hundir en el océano sin 11
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dejar rastro, el resto del mundo no sería más que marginalmente afectado”. En otras palabras, mi querida Argentina corre un peligro mayor que el de estar en una punta del mundo: quedar fuera del mundo. Otra desventaja se vincula con nuestra escasa población: somos apenas treinta y seis millones para un territorio de casi tres millones de kilómetros cuadrados. En la Patagonia la densidad cae a medio habitante por kilómetro cuadrado. Desde el siglo XIX se viene insistiendo en la necesidad de llenar con gente nuestras tierras y que “civilizar es poblar”. Hoy en día, sin embargo, con los problemas mundiales de la explosión demográfica, ese defecto ya no es señalado con énfasis, y la centenaria consigna pierde respaldo. Más que inmigrantes, urge distribuir mejor los treinta y seis millones, cuya mitad se amontona en la ciudad y provincia de Buenos Aires. Los otros inconvenientes, vistos desde afuera, son menores. Vistos desde adentro, se agrandan a merced a los tozudos esfuerzos que realizamos no sólo para que así sean, sino para que así parezcan. Las virtudes –que alternativamente negamos y voceamos– son múltiples. La Argentina es un país joven. Mana recursos naturales que no puede ni sabe consumir. Tiene una población bastante sana, de variados orígenes, con un considerable nivel medio de educación. No ha padecido guerras que hayan dañado en forma significativa su población ni sus recursos. No existen conflictos estructurales insolubles. No la han mortificado hambrunas. Las comunicaciones – con muchas fallas– mantienen conectada la mayor parte del país. En varios rubros existen manifestaciones de excelencia, tanto de la ciencia y la técnica como del arte, el desarrollo empresarial o el movimiento cooperativo. Se ha conformado una de las centrales obreras más numerosas del mundo. En una época la Argentina llegó a ser el centro editorial de Hispanoamérica. Sin embargo, G. K. Chesterton ya habría avizorado decenas de paradojas en lo poco que venimos diciendo: virtudes que generan 12
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padecimientos, padecimientos que no generan virtudes, experiencias que se olvidan, disvalores que se critican y, al mismo tiempo, son motivo de orgullo. Por estas paradojas, no sólo muchos extranjeros tienen dificultad en comprender a los argentinos; tampoco nos resulta fácil a nosotros. Si bien todos los pueblos tienen su complejidad y misterio, los argentinos podemos reconocer que a veces somos un poco más: un enigma dentro del misterio. Este complicado laberinto desafía nuestras fuerzas y nuestra razón. El autor de este libro insiste en recorrer algunas de sus cámaras confusas, situaciones humorísticas y también pasillos trágicos. Para cualquiera puede resultar emocionante. Para los argentinos es un ejercicio de reencuentro.
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La exploración de la identidad argentina nos puede enardecer, enriquecer o alienar. Pero tardará en brindarnos la respuesta luminosa y redonda que apetecemos. No la consiguen pueblos con historia más larga y estudios más rigurosos. Se lucubra que la Argentina es, por lo menos, cuatros países precariamente ensamblados en el sentido transversal, sincrónico. Y otros tantos países en el longitudinal, diacrónico. Tiene más diferencias caracterológicas un habitante de Buenos Aires con otro del Noroeste que un bonaerense con los uruguayos y un jujeño con los ciudadanos de Bolivia. Nuestro mapa es colorido. Es el marco unificador de una fogosa diversidad. En ella caben actitudes develadoras y encubridoras, vitales y fatales, creativas y sacralizantes. Todo lo que se diga sobre nuestro pueblo –sobre cualquier pueblo– es una conclusión aproximada y provisoria. Aproximada, porque aún no se dispone de un instrumento suficientemente preciso para obviar las distorsiones de la subjetividad. Provisoria, porque no solo cambia el ojo y el espíritu del observador, sino porque el observador no deja de cambiar. En estas arenas movedizas, sin embargo, podemos efectuar varios señalamientos discutibles y comprometedores. Un ejemplo. A mediados de los 70 muchas personas emprenden el penoso trajinar del exilio. La mayoría es recibida con cálida hospitalidad en varios países del continente y de Europa. Con poca o con significativa ayuda deben afrontar situaciones inéditas, desenredarse de las pesadillas que siguen invadiendo los sueños, adaptarse a otras modalidades. Cuesta superar el pasado, cuesta mejorar el presente. Algunos tienen más suerte, algunos más nostalgia, algunos más rencor. Los anfitriones los acogen con curiosidad y 14
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estima. Pero al poco tiempo pergeñan una hiriente y divertida recomendación: “compre un argentino por lo que vale y véndalo por lo que dice que vale”. ¿Nos creemos tan valiosos como aparentamos? ¿O es una mentira de circunstancias? Ni es tan mentira, ni sólo de circunstancia. El argentino engreído que hace notar su volumen y habilidad, especialmente en el extranjero, no es una excepción. Corresponde al tipo porteño que los habitantes de las provincias no soportan. Suscita envidia y rechazo. Dice que es mejor: él, su país, su ciudad, su barrio, su bife. Se lo han inculcado desde chiquito en los discursos y las lecciones. Inscribieron en su alma que Dios es argentino, somos el granero del mundo, tenemos un destino de grandeza. Simultáneamente padece el temor al ridículo. No acepta que lo critiquen y menos que le hagan una burla. Se desespera si un extraño le toca un mito, llámese Gardel o la versión congelada de los próceres. Para evitar estos malos ratos asume una postura solemne. Postura que sostiene con éxito mediante la risa estentórea, muecas laterales y gestos de desenfado. Así se desplaza por el mundo, con autosuficiencia engañadora. Pero en la intimidad, con la distensión que provee la reserva o el apoyo de un amigo, puede reconocer sus defectos. Entonces no es sólo sincero, sino cruel. Castiga nuestros errores y falencias en duros términos. Pareciera que en el alma la hubieran inscripto el negativo de lo que declama: el diablo es argentino, somos la escoria del mundo y tenemos un destino de mierda. Como es insoportable saberlo y asumirlo, guarda el saber para el secreto y exhibe lo contrario. La prepotencia es el antifaz de cierta impotencia. Abrirse paso en el espolón de los codos y persuadir con voz imperativa demuestra que no confía en métodos menos agresivos. Esta flagrante bivalencia es llamativa en los altibajos del humor. La producción artística –música, cine, literatura– refleja dominancia melancólica entre los argentinos; pero desde el nivel popular y gráfico fluye un humor caudaloso que horada sin clemencia hábitos, rigidez, 15
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personajes y caracteres. Durante las dictaduras el humor es un socavador, y durante la democracia, un necesario develador. Existen períodos en que crece la inspiración de la gente y de boca en boca ruedan los chistes; en otros períodos se ensombrecen las caras pero continúa, y en parte compensa, la inagotable comicidad gráfica. Así como se ha celebrado un delicado humor finisecular de los ingleses o un agridulce humor judío, aún no se ha reconocido la desproporcionadamente vigorosa producción gráfica humorística argentina con nombres que traspasan sus fronteras con productos de valor universal. Quizá, por razones que todavía no son claras, predomina lo escrito sobre lo oral como una especie de samizdat oxigenante que compensa los mandatos de apariencia y silencio. Las manifestaciones alegres son extrañas. Contradicen el acento atribulado del tango o del folklore, aletargamiento de la pampa o los lamentos de poetas tristes. Persisten ecos de frenéticos candombes, milongas y malambos que dan cuenta de regocijo y de fiesta. Pero esto último no descuella. Menos en los últimos años, en que hubo muchas frustraciones colectivas. Se dice, por ejemplo, que mientras Brasil sufre al ritmo de la samba, la Argentina llora al ritmo del tango. Nos inunda una mezcla de rencor y lírica, erotismo y muerte, manía y depresión. Todo bien retorcido, escurridizo y apasionado como el baile. Y protestón como la letra. Veamos otros señalamientos. Alternan en nuestro espíritu la solución y la salvación. Es útil reflexionar sobre esto. Porque la solución exige serenidad, autoconfianza y racionalidad; en cambio la salvación prescinde de ellas. La solución es tarea de uno; la salvación es tarea de otro. La solución puede ser fallida y demandar un nuevo esfuerzo; la salvación es infalible. La solución requiere paciencia; la salvación requiere ansiedad. La solución es tangible, concreta, pedestre; la salvación es una instancia idealizada e inaprehensible. La solución se teje esforzadamente, por ejemplo, en un clima democrático. La 16
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salvación no necesita de la democracia, sino del mesías. También se suele ensanchar una franja intermedia en la que interjuegan ambas. Entonces la salvación se oculta tras el antifaz de aparentes soluciones; pero en vez de impulsarlas, las sabotea; en vez de mejorarlas, las desacredita. Las soluciones fallidas se convierten en el camino de un recrudecimiento salvacionista. La solución, a su turno, se sirve de los fracasos de la salvación; entonces crece una saludable prevención ante los ilusionistas o quienes prometen demasiado. Hacia el final de las dictaduras –todas salvacionistas– aumenta el anhelo de solución. Durante las penurias de la democracia, en cambio, aumenta el anhelo de salvación. Se busca lo opuesto de lo que se tiene. Pero en la alternancia –y a favor de un tiempo prolongado– gana la solución, porque se desacredita la salvación. No es, sin embargo, una guerra ganada. Los cambios profundos son ciertos, pero todavía insuficientes. El anhelo de salvación, cuando no satisface la solución, y el deseo de solución, cuando fracasa la salvación, muestran que frecuentemente se cambia de caballo; ora la racionalidad, ora la magia; ora el esfuerzo propio, ora el milagro. Esto se vincula con una especie de generalizado deporte: poner en otra parte también la causa. La causa de nuestros bienes reside en la riqueza del país, verdadera y declamada. No somos sus hacedores. La causa de nuestros males, a su vez, en la “maldad” del gobierno, el extranjero, el imperialismo, las ideas ajenas a nuestra idiosincrasia, el patrón, el empleado, el vecino. No somos los responsables. De esta forma, pues, hemos desarrollado una técnica que nos permite esquivar el bulto. Si no funciona la solución, que venga la salvación. Si nos atormenta la salvación, que jamás se cumple, reclamamos la solución y su costoso esfuerzo. Si nos va bien, Dios es argentino. Si nos va mal, la culpa es de otro. A pocos días de asumir el general Bignone como último presidente de la pasada dictadura, pronunció un discurso conciliador que permitiera una retirada digna. Dijo en esa oportunidad que “todos 17
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somos culpables” e ilustró sus palabras con el ejemplo de la prostituta a quien nadie podía arrojar la primera piedra. Fue elogiado por su tono amistoso y porque se incluía entre los culpables. Recuerdo haberle contestado con un artículo más o menos audaz titulado “Eso de arrojar la primera piedra…”. Le decía que la generalización era un viejo método que no clarifica. Su propósito –demostraba el artículo– era licuar la culpa de unos pocos entre millones, de tal forma que los más involucrados terminen sin darse por aludidos. Traigo este episodio para evitar un error: en el delicado tema de la culpa, el autor de este libro no tiene placer ni costumbre de adjudicarla con ligereza. Pretende, sí, una reflexión seria sobre los indicios de la débil responsabilidad que campea entre nosotros. Culpa y responsabilidad no son lo mismo. Nos estamos refiriendo a la responsabilidad. La que reniega de la solución y fuga hacia la salvación. La que rápidamente dirige su mirada hacia otro u otros cuando tiene que explicar un fracaso. Ideólogos y políticos, dirigentes y charlistas compiten en su afán por llenarse la boca con los “autores” de nuestras desgracias. Consiguen audiencia, porque alivia depositar afuera los lastres. Si no alcanzan los entes de la vecindad o el repertorio de los chivos emisarios tradicionales, centran el discurso reduccionista en los organismos internacionales o en la dependencia. Y se ha llegado a una prodigiosa abstracción que nadie precisa pero suena a espanto: la sinarquía. Durante muchos años se matracó esta palabreja –resucitada por Perón–, que tiene la ventaja de poder colgársela a quien uno prefiere: los judíos, los comunistas, los colonialistas, los intelectuales, los imperialistas o los oligofrénicos. Quien cincela nuestros dramas es alguien o algo que no es uno, pero es más poderoso que uno.* El factor externo es real, pero no exclusivo. Circunscribirse a él tranquiliza: justifica la derrota. Nos exime de responsabilidad. Pero observado con agudeza, debería avergonzarnos. Porque es una coartada. Porque obtura futuros éxitos. No hay duda de que en el 18
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complejo entramado nacional e internacional juegan las presiones de intereses que nos convierten en víctimas de sus ciegos apetitos. Pero no son ellos siempre y únicamente los autores: también lo somos nosotros. Y de nosotros depende que les resulte difícil someternos. Paradójicamente, quienes más enronquecen denunciando la culpa de los menos, ayudan al desarrollo de la responsabilidad que nos permitirá enderezar nuestro destino. Aunque insistan en que somos sujetos de la historia, por este mecanismo tranquilizador y alienante nos condenan a ser objetos de la historia. La culpa en el otro nos arrincona en la pasividad –aunque se acompañe de bombas y petardos–. La responsabilidad propia nos eleva al rol activo, aunque carezca de espectacularidad. *”Prefiero suponer que debo este libro a otro escritor”, dije al principio. He ilustrado conmigo mismo, descaradamente y desde el comienzo, esta fuerte propensión.
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Advierto con preocupación que escribo aceleradamente. Las ideas se amontonan. No me dan tiempo para ordenarlas. Aunque reescriba, algunos párrafos vuelven a superponerse. Supongo que el empeño tiene alguna razón de ser, aunque no pueda advertirla. Es necesario que evite la generalización y la simplificación. Son saboteadoras de la verdad. Pero valoro la síntesis. Y la riqueza de datos. En pocas páginas he volcado un chorro de observaciones y angustias, reflexiones y expectativas. Los argentinos somos más complejos aun. Admirando nuestros valores, más ganas tengo de sacarle la máscara a los disvalores. Pero ¿quién soy yo para discernir entre la máscara y el rostro? Soy un protagonista. Un autor que tiene otro autor adentro que no da respiro y no acepta medias tintas. Es riesgoso, lo sé. No sólo para el autor, sino para lo que escribe. Justificativo o exculpación: no lo podría hacer de otra forma. Y seguimos adelante. La precaria responsabilidad también suele colgarle el sayo al destino. En algunas ocasiones parece que cientos de miles nos ponemos de acuerdo en decir “todo va mal”. El omnímodo fatalismo no deja piedra sobre piedra. Descree del presente, no vislumbra regocijo futuro. “Este país no tiene cura”, se machaca por doquier. En la oficina y en el bar, en la administración pública y en los claustros universitarios se realiza el ejercicio del desaliento con enérgica convicción, hasta que alguien aprieta el freno con la pintoresca frase: “¡No me tire más pálidas!”. El escepticismo que envuelve anchas franjas del país se trueca en lo opuesto cuando titilan señales positivas. Entonces se habla de esperanza y potencialidades. Se recuerdan atropelladamente los 20
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recursos naturales y humanos, la historia y la geografía, la Biblia y el calefón. Este bascular se ve en contradictorias “certezas” de arraigo. Suele repetirse, por ejemplo, que “el pueblo nunca se equivoca”, y lo opuesto: “este pueblo nunca aprende”. En otro campo se exige “reeducar a las Fuerzas Armadas” para que no vuelvan a errar sus objetivos o ignorar sus límites, pero a renglón seguido repican discursos sobre la dignidad de las Fuerzas Armadas y su tradición patriótica que no toleraría experimentos innovadores. Muchos que defienden las libertades consagradas por Occidente no se han horrorizado por la represión, los crímenes y latrocinios que se han cometido en el nombre de esas libertades. Se condena el derecho a matar y se consienten los asesinatos. Se apela a la inexorable marcha de la historia y se recurre al voluntarismo que cambiaría su rumbo. Esa “certeza” inexorable no sólo corresponde a la ideología de la izquierda senil, sino a vastos sectores que no se creen limitados por una ideología, sino que evocan al pasar, como dato obvio, “nuestro destino de grandeza” o “el país que merecemos”. Se critica el enorme gasto público pero se exige como sino existiese el gasto público; a veces, en el mismo párrafo se injuria al Estado y se le pide que haga otro poquito. Las contradicciones no son advertidas y esto contribuye a mantener su vigencia. Se obedece a dos patrones. Con poca lógica. Con poca serenidad. Y con enfática contundencia. De esta forma tejemos un curioso tapiz de contrastantes dibujos con un solo hilo. A veces relumbra el dibujo de la débil responsabilidad, a veces débil racionalidad, a veces débil autoconfianza. Me detengo aquí. Releo lo escrito. Me formulo preguntas. Me parece que soy ecuánime. Marco únicamente los aspectos descalificantes. Para entender a los argentinos también debo señalar cualidades: ternura, lucidez, hospitalidad, ingenio. Son muchas, importantes, necesarias. Pero estas cualidades que conocemos y 21
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compartimos suelen escogerse bajo el calor seco de deformaciones, prejuicios y resentimientos que conocemos menos o negamos. Su descubrimiento irrita. Pero sólo su descubrimiento permitirá ponerlos en caja. Decido continuar otro poco, entonces, con los aspectos que nos avergüenzan. Acabamos de describir la débil responsabilidad. Si tironeamos del hilo unificador empieza a relucir un dibujo próximo: el autoritarismo pasivo. ¿Qué los relaciona? Funciones de causa y efecto. El autoritarismo pasivo hace gozar de la irresponsabilidad y ésta induce a persistir en aquél. Es notable el interjuego y vale la pena mirarlo de cerca. Aclaremos primero qué es el autoritarismo pasivo. Equivale a la cara oculta de la luna. Existe, pero no se la ve en forma directa. La cara visible y sobrecogedora, en cambio, corresponde a su modalidad activa. Ésta reúne la mayoría de las descripciones, estudios y críticas. La que exhibe conocidas manifestaciones que van desde las tiranías políticas hasta los abusos en el seno del hogar, desde las asfixias en la enseñanza hasta las corrupciones y violencias en el deporte, desde la delincuencia disfrazada de seguridad pública hasta las iniquidades en las relaciones de trabajo. Entre los argentinos esta forma activa tuvo mucho auge. No lo digo en tiempo pretérito porque ya podamos celebrar su extinción, ni siquiera su definitivo repliegue. Sólo que esta modalidad del autoritarismo está más identificada, acotada y desprestigiada. Pero aún gravita y amenaza con recuperar los territorios que debió ceder. El autoritarismo pasivo se diferencia del anterior porque no utiliza fusiles ni garrotes. No lo protagoniza el dominador sino el dominado. Prevalece entre nosotros. Y pareciera haberse incrementado por el espacio que ha perdido la modalidad activa. Se basa en la obediencia inconsciente a los mandatos autorizados. Mandatos que se caracterizan por un alto nivel de desprecio, que 22
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manipulan al sometido como si fuese un estúpido, un incapaz y un indigno. La población impregnada de autoritarismo pasivo no advierte que en las aguas profundas de su espíritu acepta la desvalorización que le impusieron. En lo abisal se siente poca cosa. Pero como resulta intolerable reconocerlo, en la superficie parece normal o superior a lo normal, hiperactuaciones incluidas. Ignora qué le pasa. No ve al déspota –nos referimos al período en que no ocupa el poder formal– y supone que no sufre el despotismo. Pero el déspota sigue gobernando. Parece que no está; y sin embargo está. Sólo su figura es invisible. Pero su enseñanza deletérea no se borra fácilmente. Persiste el vago temor a un castigo si aventuramos la rebeldía. Su ojo cruel vigila nuestras acciones, nuestros pensamientos. Todo el saber y todo el poder le pertenecen. Es el proveedor de bienes si acatamos su voluntad y de males si usurpamos su papel. Para que no descargue su venganza debemos inclinarnos ante su omnipotencia. Su omnipotencia exige la contrapartida de nuestra impotencia. Él, por lo tanto, se ocupa de crear y decidir. Nosotros, de rogar. El autoritarismo pasivo genera un consejo que en la Argentina ha gozado de nefasta resonancia: “No te metás”. Meterte equivale a cuestionar al déspota o a ocuparte de lo que no te concierne. Aceptá que sos pequeño y limitado. Este autoritarismo también genera el predominio de la protesta. Los argentinos somos protestones. Se protesta mucho y con razón bajo una tiranía: están bloqueados los canales de expresión, descalificadas las alternativas, censurada la creatividad. Teníamos razones para protestar y mucho. Pero un exceso de protesta en la democracia evidencia que persiste un comportamiento anacrónico. Seguimos actuando como si no hubiese pasado el tiempo, cambiado el sistema y modificado el clima social. He señalado en otros textos que nos resulta difícil saltar de la protesta a la propuesta. La protesta corresponde a la atmósfera autoritaria; la propuesta, a la atmósfera democrática. La protesta implica subordinación, porque reclama a otro que nos 23
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resuelva el problema. La propuesta, en cambio, revela independencia de criterio, porque uno indica cómo entiende y decide resolver dicho problema. La protesta equivale a la inmadurez, la impotencia y la pasividad, exactamente lo contrario de lo que significa la propuesta. Protesta el bebé que en su cuna chilla para que otro le traiga el biberón, le cambie los pañales o le quite el frío. Protesta el prisionero para que otro le abra la puerta o le acerque un objeto que está fuera de su alcance. Protesta el enfermo postrado para que el médico le calme el dolor. Son manifestaciones de dependencia. Desagradable dependencia. Y, simultáneamente, cultivada dependencia. Porque al protestar no sólo nos quejamos: alimentamos la cómoda irresponsabilidad y, con ella, nuestro papel subordinado. Al margen del poder que atribuimos al otro, al protestar aumentamos imperceptiblemente nuestra desestima. De ahí que la protesta también incremente el resentimiento. Pese a sus desventajas –el que protesta se siente no querido, no atendido–, es difícil abandonarla. Porque brinda el beneficio de la irresponsabilidad (volvemos al hilo unificador). La propuesta, en cambio, cobra un honorario elevado por sus gratificaciones (de creatividad, rol activo, madurez): la responsabilidad de autoría, el peso del error. Protestar, entonces, es más fácil que proponer. Se arriesga menos. Esto no significa descalificar la protesta. Además de ser legítima y fecunda en la tiranía, es imprescindible en la democracia como denuncia o crítica (aunque no es idéntica a la crítica). Muchas veces la protesta contiene una propuesta y llega a ser la solución. No nos referimos a ellas, sino a la regresiva dominancia de la protesta cuando existe un clima que permite crear y vehiculizar propuestas. El autoritarismo pasivo puede manifestarse con el engañador sonido y furia de la violencia. Su carga de agresividad confunde. Pero no modifica la raíz sometida. Los ruidos que produce un galeote con sus cadenas no lo convierten en un hombre libre. Pueden ayudarlo a 24
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ilusionarse, pero no a cambiar la realidad. Ese cambio no depende del ruido ni de la ilusión. Es una violencia que no enaltece ni libera. El autoritarismo pasivo impulsa al asentimiento irracional. Los golpes de Estado que padecimos desde 1930, por ejemplo, no tropezaron con resistencias significativas. La profanación del orden constitucional, que tanto costó acordar y se venía consolidando por más de medio siglo, no escandalizó de entrada. El halo de omnipotencia que irradia el tirano subyuga y paraliza. Asume la responsabilidad; la sociedad, en cambio, queda mágicamente liberada de ella. Es el papá que vuelve a reinar con su sabiduría y su fuerza; sólo nos cabe el regocijo de volver a ser chiquitos y limitarnos a una tarea sin complicaciones: hacerle caso. El autoritarismo pasivo necesita conducción, no importa si legítima. Importa que sea fuerte, es decir que piense y decida por nosotros. No hay amo sin esclavo. No hay minoría sometedora sin mayoría sometida. El más enfervorizado movimiento de masas necesita del culto a la subordinación. Son inversamente proporcionales la reciedumbre del jefe y la condescendencia de la masa. La alianza que los populistas celebran entre el líder y la multitud no sólo refleja la armonía entre ambos, sino la jibarización de la multitud. Al transferir todo el saber y todo el poder al líder, la multitud se despoja de decisión propia. Renuncia al juicio. Es capaz de heroísmo y abyección, según se le ordene. Su objetivo es nítido: obedecer. Su gozo, complacer al líder. Si existe protagonismo, no es otro que el del sirviente. La multitud bulliciosa y fanática parece activa. No lo es. Sufre un estado equivalente a la hipnosis. Sus deseos pueden ser torcidos y sus necesidades manipuladas. Irá al saqueo, la depredación, la guerra según le indiquen. No medirá sacrificios ni consecuencias. No reflexiona: el líder lo hace por ella. Por cierto que hay líderes “buenos” que orientan hacia victorias necesarias. Pero ¿qué líder no es bueno? No sería líder. Para los iraníes que corrían en oleadas hacia la 25
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muerte, Khomeini era un líder maravilloso. También lo son otros jefes que, vistos desde una distinta óptica, merecerían el más severo tribunal por genocidio o el más ajustado tratamiento por locura. El autoritarismo pasivo es, pues, “la buena conducta” de la masa. Le han ordenado “no te metás” y no se mete. Es decir, no perturba las decisiones o actos de la superioridad. No participa. No discute. No razona. En la Argentina ha sido frecuente –no sólo en la última dictadura– que se prohíba en el cine, en el teatro, en la literatura, en la ópera. La censura, además de profanar el arte y la libre expresión, inyecta un tácito mensaje: el público no está preparado para recibir ciertos productos. En otras palabras: es inmaduro, ignorante, crédulo. Más directo aun: ingenuo, infradotado, incapaz. En estas condiciones no puede entender y menos opinar. Entonces que calle y que ni piense. “El silencio es salud”, aconsejaban grandes afiches del segundo peronismo y la primera y más sanguinaria etapa del Proceso. No hablar, no pensar. Esta tarea corresponde al polo iluminado, el que está a cargo de la salvación. Tal autoritarismo pasivo impregna los más diversos campos. En la educación, por ejemplo, se manifiesta en el exagerado cultivo de la memoria. Así, aprendizaje es sólo la transferencia de un paquete cerrado y consagrado de información. El docente tiene la misión de entregarlo a los estudiantes. Los estudiantes no pueden cuestionarlo ni transformarlo. La “cultura” que se le ofrece no es materia opinable. Es la verdad. En las universidades ha proliferado el estudio por apuntes que reproducen las clases del profesor. Basta repetirlos de memoria para aprobar la materia. Tienen la ventaja de facilitar el trámite. Y la doble desventaja de aprender poco y rebajarse a la obsecuencia. También aquí rige el “no te metás”: no compulses otra bibliografía, no cuestiones al docente, no pretendas saber más que él ni te atrevas a imaginar una invención. ¿Es así ahora? En varios lugares continúa así, con firme resistencia al cambio. En muchos otros se operan modificaciones 26
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notables. Tanto, que parece irreal lo que hasta hace poco tenía vigencia. Es parte de nuestra turbulenta transición. En resumen: el autoritarismo pasivo, que aún padecemos en muchas franjas, genera actitudes regresivas que bloquean el crecimiento. Ha penetrado en el tuétano de los argentinos. Es más difícil liberarse de él que de su modalidad activa. Somos sus víctimas. Explica muchos disvalores que nos hacen daño: la poca responsabilidad, el exceso de protesta, el apego al facilismo, la basculación de eslóganes, el anhelo de salvación por sobre el esfuerzo de la solución, la persistencia de mucha ilusión e irracionalidad. Consolida una actitud subordinada de que no es fácil –no se quiere– salir. Es un círculo vicioso. ¿Por dónde se lo corta?
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El círculo vicioso del autoritarismo puede ser atacado desde diferentes ángulos. Pero el elemento de elección es obvio: la democracia. No lo sabíamos con tanta certeza. Cada vez son menos los que cobijan dudas al respecto. Nunca los argentinos hemos alcanzado un consenso tan alto en favor de ella como ahora. Algunos piensan que la democracia nos hace sufrir. Contra muchas expectativas, no ha resuelto graves problemas. Hacia fines de 1983 abrimos un capítulo bañado de luz que contrastaba con el pasado lúgubre. El triunfo de quienes defendían la vida y el derecho impactó al mundo. Pronto ingresan al carril de la democracia otros países latinoamericanos. El nuevo gobierno gana simpatía y prestigio. Los argentinos soñamos con una fabulosa reparación: el regreso de los exiliados, la fuerza de la justicia, el crecimiento de la riqueza nacional, el progreso de la ciencia y la educación, el bienestar de los ciudadanos, la racionalización de los conflictos. Pero no ocurrió así. En la democracia también se sufre. La democracia, además, no provee soluciones. Ni siquiera bálsamos. Entonces, ¿por qué es mejor que la tiranía? ¿Cómo va a quebrar el círculo vicioso del autoritarismo? Aunque no se conozcan o compartan las respuestas, la democracia es apoyada esta vez. Quienes intentan suprimirla o degradarla se topan con una resistencia inédita. No se sabe con claridad por qué, pero se sabe indefinidamente, profundamente, que sólo a través de ella emergemos de la ciénaga que paraliza nuestros pies. A partir de la última dictadura crece un anhelo de democracia cuya intensidad no tiene precedentes. Los conceptos peyorativos como democracia formal o democracia burguesa han envejecido sin 28
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remedio. Las consignas que pretenden disminuir su jerarquía pierden seducción. Pareciera que hubiésemos bebido todo el veneno del despotismo para reclamar el único antídoto eficaz. Del ya famoso discurso de Alfonsín se propaga como ondas galvanizantes que “con la democracia se come, se cura y se educa”. Ante su avance arrollador, se repliegan el autoritarismo y los autoritarios. Pero no por mucho tiempo. Las severas dificultades rompen la ilusión como si fuese una burbuja. El gobierno se instala en un país que parece un comercio incendiado. O peor. Porque descubre que muchos rincones están en ruinas y en otros arden las llamas aún; mientras los bomberos quieren extinguir los focos del fuego, varios intrusos se dedican a cortar el agua; un grupo saquea al amparo del desorden y otro exige que le reciban la mercadería ya comprada; un pedazo de techo se derrumba y otro pedazo de techo es objeto de reparación urgente. Si esto pareciera excesivo, lo desmiente la realidad: el gobierno debe poner buena cara y atender a los clientes que se arriman a ese comercio porque no les importan los incendios, los bomberos, los saboteadores, los peligros, las demandas: simplemente exigen lo suyo. El gobierno debe poner las asentaderas en varias sillas y multiplicar las manos que calmen aquí, arreglen allá y consigan en otro lado. Como no puede calmar, arreglar y conseguir al ritmo de las expectativas o los deseos, se filtra poco a poco, como el agua silenciosa a través de una grieta, la decepción. Es el momento en que sacan alguna protuberancia los autoritarios para expeler sus mensajes: ¿querían democracia? ¡Ahí la tienen!: desorden, fracaso, libertinaje, corrupción. No dicen: el gobierno es malo; dicen: la democracia es mala. Cuando afirman esto, nos entregan una falsificación. Los autoritarios, como consecuencia de su mente cerrada, ven en la democracia lo que no es de ella, sino del autoritarismo. Contrariamente a lo que se puede suponer, la democracia no es una política, ni una doctrina de salvación, ni una teoría de la historia, ni 29
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siquiera una filosofía. Es una forma de convivencia que se caracteriza por el reconocimiento del otro. Es el más evolucionado sistema inventado por el hombre para sostener la alteridad. O –como hemos propuesto en un mensaje– es “la decisión colectiva de representarnos los unos a los otros”. Nada más. Y nada menos. A partir de esta premisa, la democracia es neutra. No tiene preferencias, no fija privilegios. Puede ser más o menos imperfecta y volcada en direcciones espurias. Pero cuando se consigue preservarla, sus únicos principios son la libertad y el respeto recíproco. No pueden entonces amarla quienes temen los productos de la libertad y quienes no quieren privarse de avasallar al prójimo. Octavio Paz sostiene que la libertad no es proveedora de bienes: es un bien es sí misma cuando se la sabe usar. No se define, sino se ejerce. No es idea, es acto. La libertad no es simultáneamente la justicia, la fraternidad y la igualdad, sino la posibilidad de acercarse a ellas. La libertad necesita de la democracia para crecer y la democracia de la libertad para no corromperse. Su asociación es el gran logro de Occidente que, tras un prolongado apagón luego de su brote en la Grecia clásica, irrumpió hace dos siglos y puja por irradiarse a las sociedades maduras del universo. Los argentinos estamos descubriendo que la libertad no es la salud social, sino un medio para recuperarla cuando se quiebra y alimentarla cuando la tenemos. Se la goza no sólo cuando se la idealiza, sino cuando uno opina sin peligro, elige sin compulsión, disiente sin represalias, confiesa sin miedo y expresa sin censura. La democracia necesita de la conciencia crítica, la duda, la tolerancia y el aprecio al pluralismo. Elementos a los que echan azufre los autoritarios. Reiteradamente hemos padecido persecución por hablar, pensar y ser. Antes de la Ilustración se transformaban las filosofías en teologías. Después en ideologías. Ambas tienen poco aprecio hacia la democracia debido a sus necesidades estructurales intrínsecas. En el 30
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pasado las teologías y en el presente las ideologías se ocupan de dar las respuestas, ordenar la visión del mundo y contener las ansiedades. La democracia no compite con ellas. No sabes, no puede, ni tiene por objeto ofrecer tales beneficios. No es un rival de las ideologías, sino su posible encuadre témporo-espacial. La democracia no cabe en una ideología pero muchas ideologías y teologías caben en una democracia. En las últimas décadas se ha producido el nacimiento de un monstruo llamado fundamentalismo, hijo del acoplamiento incestuoso de la teología y la ideología. Obviamente, este monstruo padece de horror a la democracia. Y es un hirviente caldo de cultivo autoritario. El prestigio de la democracia, empero, induce a que la invoquen también quienes no la practican. Desde los tiranos hasta los manipuladores de opinión pública la esgrimen como el ángel de sus acciones. Paradojas, claro. En la Argentina las dictaduras irrumpen para “restablecer” la democracia. Los déspotas guardan las urnas para que el pueblo madure, como si la supresión de la gimnasia política estimulase su desarrollo. Pensándolo mejor, no sería correcto hablar de paradoja en estos casos, sino de hipocresía. Caradurez. Esta bendita democracia es, pues, tanto y tan poco. Nos hemos entusiasmado vivamente por ella y nos desencantamos de ella. Pero ya no la queremos perder. No la mayoría absoluta. Es verdad que nos cuesta asimilarla, adecuarnos a su fisiología. Se la tironea y pellizca porque se desentiende de las necesidades perentorias, sin pensar que ella no existe para atenderlas y menos solucionarlas. La democracia nos brinda la llave para abrir los pórticos de las respuestas. Pero tenemos que abrirlos nosotros, no ella. Sin embargo, se insiste en reclamarle éxitos a corto plazo, que cierre las heridas provocadas por la dictadura, que satisfaga las expectativas de millones, que se coma, se cure y se eduque. La democracia, sin embargo, no lo hace, sino que ofrece las herramientas para que lo efectúe la sociedad. Alfonsín tenía razón. En el autoritarismo son las tareas del polo que acapara el 31
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saber y el poder. En la democracia el saber y el poder son devueltos a la sociedad. Cuando el aguijón autoritario ha inyectado profundamente su ponzoña, la sociedad queda paralizada por mucho tiempo y no acierta a recibir el saber y el poder, menos a utilizarlos. Pretende que las cosas prosigan como antes, concentrada la fuerza y la luz en una elite. Entonces confunde la vitalidad de la democracia con la arrogancia del autoritarismo, el rol activo que promueve una con el rol pasivo que exige el otro. Acostumbrada a pedir en vez de hacer, a acatar en vez de proponer, en repetir en vez de crear, traslada los hábitos autoritarios del poder que siempre se arroga el usurpador. Y si ese gobierno decepciona, pasa la factura a la democracia. En esta transición son visibles los altibajos del humor colectivo. Se combinan la indefinida convicción del éxito con el fastidio por los resbalones. Se reconocen sustanciales avances y se escapan frecuentes suspiros. En ciertas oportunidades crece la movilización y en otras se extiende la desmovilización. Hasta las huelgas van perdiendo energía, y los paros generales de inocultable agresividad se transforman en feriados somnolientos. Decrecen los reproches a la democracia porque crece la conciencia de su valor. Excepto los ultras y los beneficiarios de la tiranía, no son muchos los que se atreven a injuriarla directamente. Pero aún se lo hace de forma oblicua. Estos ataques recurren a los ingredientes del autoritarismo pasivo que hemos expuesto. El desencanto se transforma en el cemento que une a los desestabilizadores. Tras la euforia suele extenderse como un gas el escepticismo. No se trata de un escepticismo filosófico, sino provocador. Busca convencer, enardecer. En lo manifiesto denuncia errores que se cometen en el sistema. En lo latente ansía cambiar el sistema. No es inocente, porque este cambio significa sólo una cosa: regresar al autoritarismo. Inconscientemente es tentador. Tras las exigencias de la democracia (responsabilidad, racionalidad, creatividad, ley, esfuerzo) dan ganas de volver a las comodidades perdidas. A esto contribuyen 32
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los disvalores que han anidado en nosotros. Y que –modestamente, dubitativamente– trataremos de abordar ahora.
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El lazarillo de la picaresca española, que soportaba estoicamente las humillaciones para obtener comida o un sitio donde dormir, tiene su epílogo en la Argentina; pero llega mucho más lejos. Es un hombre orquesta que todo lo sabe y todo lo puede. Parece capaz de encarar cualquier iniciativa y asumir cualquier cargo por elevado que sea. Ninguna barrera resiste su sagacidad ni intrepidez. Tiene gracia e ingenio, ligereza y perspicacia. Nace en Buenos Aires. El resto del país no lo acepta como propio hasta que su brillo y osadía le deparan tanta celebridad que sus modos y sus fintas se adoptan por doquier. Le llaman vivo. Sus actos triunfales son las avivadas. Por haber nacido en la Argentina su gentilicio termina siendo viveza criolla. Quienes quedan rezagados en su técnica descienden a la vergüenza del zonzo. Por eso abundan los consejos imperativos: “¡A ver si te avivás!”; “¡No seas zonzo, avivate!”. O el tranquilizante diagnóstico: “Por fin se está avivando”. El vivo posee jocundos sinónimos: canchero, piola, rompedor, rana, madrugador, púa, pierna. Cada una de estas palabras ayuda a completar su retrato de triunfador. Es un individuo que se desplaza con las antenas eréctiles y el cuerpo elástico, seguro de reconocer al adversario antes de que éste lo sospeche y, además, ponerlo fuera de combate sin que se haya despabilado siquiera. Su experiencia le ha demostrado que gana el más rápido. Como ninguno, adhiere fanáticamente a la consigna de que no hay mejor defensa que un oportuno ataque. Repite que “al que madruga / Dios lo ayuda”. Madrugar, para él, no significa empezar al alba su faena ni ensanchar la jornada porque –dice– “no por madrugar amanece más temprano”. Madrugar es sorprender. Es golpear primero. Es asegurarse la parálisis 34
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del otro para que ni siquiera haya réplica. “Si uno no joroba, lo joroban”. Su diversión cotidiana es la cachada. Necesita burlarse de alguien a quien llama “punto”. Lo elige con certera pericia. Tiene tanto olfato que descubre “puntos” donde pasan inadvertidos. Y les asesta sus dardos sin que den cuenta. Son ataques sorpresivos, de calculada dosis y tan esfumada responsabilidad que no le pueden devolver la agresión. Eso sí: el vivo necesita de la “barra”, el auditorio que le festeje su habilidad. Actúa para que lo vean y lo aplaudan. Se siente en escena y representa un papel que suscita admiración. Incluso ha enriquecido el universo de la historieta con un personaje que logró mucha popularidad porque expresaba desopilantemente a los lectores: Avivato. En la mentalidad argentina ha penetrado tanto el vivo, que resulta humillante carecer de su talento. Quien no es vivo es zonzo. Todo zonzo se desespera por demostrar lo contrario. Los demás son los jueces. Se necesita su absolución. Es intolerable ser un zonzo en la Argentina. Tanto, que es preferible ser inmoral. “Me encarcelaron por ladrón, no por zonzo”. En realidad, el vivo no cree en la justicia. Los medios son lícitos si le sirven. La Ley es un obstáculo que debe saltearse cada vez que se interpone. El fraude no lo escandaliza: se trata de un recurso. Supone que la honestidad es una palabra hueca. Así como él jamás confesará a otro –ni siquiera a sí mismo– qué le pasa o cómo le va, tampoco los otros harían lo mismo. Los otros no están para ayudar; son enemigos potenciales; largarán el zarpazo al menor descuido. La viveza criolla consiste en atacar sin que importe la Ley y sin que la víctima pueda devolver el golpe. El vivo es un individuo que necesita triunfos urgentes. Es un exitista, no un exitoso. Rasgo que se puede extender a vastas franjas; insistimos: porque el exitista sufre ansiedad y anhela controlarla con rápidos alimentos a su autoestima; se conforma con migajas porque no 35
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puede esperar. El exitoso, en cambio, posterga su satisfacción, invierte esfuerzo, confía en sí mismo y aspira a un resultado mayor. Las ventajas que obtiene el vivo son de corto plazo. Acumula ganancias chicas que ni siquiera pude cambiar por una grande. Las soluciones que aporta a sus necesidades no son la solución, sino su apariencia. Recoge halagos de la barra, ofrece éxitos menores a su egolatría, representa el papel de gran señor y no consigue liberarse de su profunda y dolorosa impotencia. Es un resentido. Su pequeña gloria se amasa con la desgracia del prójimo. Disfruta la humillación del “punto” porque la ha evitado para sí. Es el vivo, si se descuida, quien la recibirá, porque en el fondo la merece. Porque en el fondo no es gran señor ni triunfador. Es un actor mediocre que se defiende con sable de lata. Su horror al ridículo deriva de su pánico al desenmascaramiento. Por eso no reconoce flaquezas ni pone límites a su capacidad. Con un gesto y una mentira modifica la situación en favor suyo. No le importa el dolor de los burlados, los desplazados, los estafados. La única persona que jamás puede ser postergada o defraudada es él. De la centenaria picaresca española y la ideología que prevaleció entre los hidalgos hereda su desdén por el esfuerzo. “El vivo vive del zonzo y el zonzo de su trabajo”, repite para su menguada conciencia. La prestidigitación de la viveza arrima el dinero a sus manos, sin que las deba modificar en duras tareas. La América fabulosa exhibía oro y plata en los años de la conquista: había que recoger una fortuna ya hecha. O quitárselas a los indios mediante un truco ingenioso. Después se viene para “hacer la América”. No es preciso rebajarse al nivel de la servidumbre o la esclavitud. No hay que producir, sino apropiarse de los productos. Y para apropiarse no hay que trabajar, sino ser “vivo”. La historia nos ilustra ampliamente sobre la aparición, desarrollo y fijación de estos hábitos. Pero la historia no siempre precisa quién es el burlador y quién el burlado. Porque a menudo éste se transforma en burlador. Tanto 36
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uno como otro son los descendientes de conquistados y conquistadores, de criollos y de inmigrantes. Victimarios y víctimas se confunden porque, además del mundo concreto, no habita el mundo de lo que fue y puede volver a ser. Las humillaciones no tienen que haber sido sentidas por nosotros o nuestros antepasados: basta con que hayan sido aplicadas a otros para también temerlas. La sistemática violación a la Ley que se registra en el devenir latinoamericano abrió las compuertas de injusticias sin cuento. Los engaños eran moneda corriente. Los legitimaba un desprecio primordial y sostenido por los diferentes, llámense indios, mestizos o negros. La ofensa de los reprimidos generó rencor. Humillación, desprecio, impotencia y burla hierven en un puchero infernal. Padecían los de abajo. Pero también los de arriba: en la mirada que esperaban recibir de los oprimidos. Entonces aumentaban la represión. De este vínculo basado en la fuerza y la arbitrariedad nacen defensas tímidas. Sabotajes disimulados. No vaya a darse cuenta el déspota y aplique su castigo. Se ansiaba devolverle a él lo que él hacía sin misericordia. Pero con habilidad, con astucia. Ser “vivo”, entonces, equivale a seguir vivo. Poder infligir estocadas sin que le devuelvan una mortal. Ser vivo es realizar una escaramuza exitosa sin lamentar pérdidas. No se consigue liquidar al enemigo, pero sí molestarlo. Y gozar el aplauso de nuestros cómplices. Con estas escaramuzas es posible ilusionarse, suponer que la impotencia no existe, que la inferioridad es aparente. La derrota se esconde bajo los relumbrones de pequeños éxitos que sólo nuestro grupo conoce y festeja. La etapa aluvial incrementó el uso de la viveza. Los inmigrantes fueron objeto de estafa o negligencia en muchísimos casos. No hicieron la América enseguida. Y cuando la hicieron les costó ingentes sacrificios. Las puertas estaban abiertas para que ingresaran al país y se pusieran a trabajar. Pero como mano de obra barata, no
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como colonizadores. Porque se les retaceó la tierra: ya estaba repartida. Los criollos, a su vez, sintieron la herida de la marginación. Un nuevo golpe de desprecio. Quienes recién llegaban parecían gozar de más oportunidades y favores que los argentinos nativos. Ambos eran víctimas. Pero como ocurre con los débiles, dirigieron la acusación contra un semejante, contra otro débil. No tuvieron la fortaleza necesaria para identificar al culpable y animársele. Es más fácil apuntar el índice contra un rival desmoronable y hacerle a éste lo que se desearía hacerle a aquél. La viveza se transformaba en un deporte, entonces. Empiezan a venderse buzones y tranvías. Por poco precio: el necesario para celebrar la zoncera de los “puntos”. Durante una de las frecuentes plagas de langosta alguien inventa un aparato baratísimo y eficaz para matarlas. La modesta caja contenía dos tablitas, una marcada con la letra A y la otra con la B; las instrucciones decían: “Coloque la langosta sobre la tablita A y péguele fuerte con la tablita B”. Las demandas de los estafados no pudieron demostrar que el “invento” era ineficiente para dar muerte a la langosta… Como no pudieron demostrar la mala fe de otros inventos, más interesados en “jorobar” al prójimo y divertirse a su costa que en levantar un macizo beneficio. Ingeniosidades. Picardías. Humor. Con graves consecuencias hasta hoy. Hace algunas décadas de difundió la proeza de un industrial que vendió una partida de zapatos al exterior y despachó unidades de un solo pie, total –pensaba– cuando se den cuenta ya habré cobrado el dinero. O el caso de la piel de yacaré: vendía tanto el producto que, para no frenar los beneficios del negocio, decidió imprimir los dibujos y relieves del yacaré sobre cuerina. ¿Delincuencia? ¿Psicopatía? ¿Ambición exagerada? Estos “vivos” ocultan una profunda desvalorización personal. No se atreven a afrontar los desafíos importantes, sea con un gran esfuerzo, sea reconociendo arbitrariamente sus límites. Escogen la 38
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coartada. No está exenta de cobardía, por cierto. El vivo es capaz de “agachadas” para conseguir su propósito. Ningún procedimiento, vaya por derecha o izquierda, en forma directa u oblicua, lo inhibe. Pero evitará cuidadosamente parecer cobarde. Las ofensas que le infectan el alma exigen que parezca superior. La viveza es el arma que lo preserva de nuevos avasallamientos –“madrugar antes de que te madruguen” – y le restaña su desmadejada autoestima. Pero a costa del prójimo, que desprecia. La viveza crece bajo el autoritarismo como la hierba del campo. Se cuela con poco ruido entre los colmillos del poder, le pincha huidizamente las encías. Socava las construcciones que no siente suyas, que son casi todas. Y participa del festín transgresor. Es víctima y cómplice. Pretende refutar su miseria con estafas y cachadas. Pero yerra los tiros: lastima a quienes no debe. Su esfuerzo es patético. Los triunfos nada cambian, sólo encubren. Tras cada victoria de la viveza necesita otra para no darle tiempo a la verdad. Bajo esta plaga de disvalores que se presentan como valores, los argentinos nacemos, crecemos, sufrimos, reímos y creamos. No es poco mérito, ¿verdad? También hemos de preguntarnos si los desaparecidos no son la gran “avivada” del Proceso. Los secuestraban, torturaban, asesinaban y luego… la sonrisa pícaro-inocente del “piola”: “Se han ido al exterior”, decía Videla. Surgió descarnada la viveza criolla: el festín transgresor, la cobardía, la estafa, el resentimiento, el desprecio, la patológica sensación de víctima que otorga el derecho a convertirse en victimario. La guerra “sucia” justificaba todo. Pero en vez de hacerlo a la luz y asumirlo de frente, eligió una retorcida modalidad. Que nació aquí. Que se nutrió de disvalores vernáculos. Sí, como sospechamos, esa vergonzosa tragedia es la expresión extrema y trágica de la “viveza”, le ha llegado la hora de una despiadada revisión.
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Después de presentar este desordenado muestrario, el autor que me habita pretende ahora revolver en el cofre de la historia argentina. Me parece atrevido. Se lo advierto, pero no ceja. Opto, entonces, por cederle la palabra. Pero le anticipo que será castigado desde la ideología: ni a la izquierda ni a la derecha, ni a los liberales ni a los autoritarios les gusta que toquen sus mitos. ¿Se puede entender el presente sin echar una mirada a fuertes vivencias del pasado? –insiste–. Tampoco quiero demorarme en él – aclara–. Me aburriría. El objeto de este ensayo no es la historia. Ni siquiera la breve historia argentina. Pero esa breve y colorida historia nos explica… ¡y cómo! Esa breve historia contiene los arcanos de de nuestros conflictos y chifladuras. Es una historia que provoca vehementes controversias, que por un lado pretende congelarse en epopeya sagrada y por otro lado no se resigna a dejar el presente, porque repetimos, sin darnos cuenta, muchos de sus anacrónicos compases. Es sabido que el pasado conforma un material inmutable. Pasó lo que pasó. Pero su conocimiento no tiene límites. Avanza, se corrige y hasta se contradice en el decurso de las generaciones. Ningún historiador, por brillante, imaginativo o erudito que sea, puede fijar la versión última. Le sucederá otro que mirará por una faceta menos transitada del poliedro. La soberbia de quienes pretenden esculpir la verdad incontrastable se rompe en los acantilados de las verdades que se descubren después. Paráfrasis de Heráclito: aunque se trate de los mismos hechos, nunca nos bañamos en la misma historia. Es sabido también que interesa lo ocurrido a un individuo o una colectividad porque acucia el revelamiento del presente y del fututo. 40
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¿Puede el pasado ofrecernos información del porvenir? Mágicamente, sí. Científicamente, también (en forma relativa). Aunque para casi todas las creencias y algunas filosofías el devenir humano tiene racionalidad, opino que ella es parcial: la acompañan irracionalidades y accidentes. Podríamos convenir que la historia es a-racional. Si se le encorseta una prisión demasiado racional, no es historia sino mentira; lo aproximado sería conceder que en sus pliegues caprichosos reúne algo de coherencia, algo de racionalidad. Las claves, tendencias y fijaciones pretéritas no se interrumpen abruptamente, sino que determinan la orientación de los acontecimientos que siguen. De esta forma es posible hacer pronósticos sensatos, sin la pretensión de acertar siempre. Por otra parte, sin pasado no existe identidad. Los pueblos jóvenes necesitan fortificarla y, en muchos casos, fraguarla. Cuando a principios del siglo XIX estallaron las revoluciones emancipadoras de América latina y a cabo de unas décadas de lucha externa e internas se fijaron las fronteras de los nuevos países, resultaba muy difícil diferenciarlos entre sí. Para hacernos una idea de la intensidad emocional de esa carencia, baste señalar que hoy, en vísperas del siglo XXI, todavía inquieta el tema de la identidad nacional. De aquí que en la Argentina, desde los comienzos de la independencia, haya obsesionado la necesidad de crear símbolos, efemérides, héroes, mitos y voluminosos tratados sobre los padres de la patria. Con las limitaciones que imponen nuestro presente y mi subjetividad, propongo hacer una recorrida veloz del pasado argentino mirando tan sólo algunas cumbres de su orografía. Una suerte de índice tendencioso. Veamos. Hubo una época precolombina pobre y dispersa. Le sigue la innovación de la era colonial. Durante tres siglos mezcla las raíces autóctonas con las importaciones europeas. Esa era colonial se inaugura con la exploración y la conquista españolas, durante las cuales se fundan ciudades; poco a poco se conforma un panorama 41
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socioeconómico y cultural diferenciado que desemboca en la instauración del amplio Virreinato del Río de la Plata. Su tamaño abarca cuatro repúblicas actuales y grandes porciones de otras dos. En 1810 se inicia la revolución independentista que no sólo sienta las bases del futuro Estado argentino, sino también la de sus severas antinomias. En 1835 Juan Manuel de Rosas establece una dictadura que a fuerza de sangre, odio y represión unifica en parte al país. Es derrocado en 1852 por una alianza de adversarios y antiguos leales que pone en marcha el demorado proceso constitucional. El desencuentro entre la rica Buenos Aires y el resto del país no es fácil de resolver; durante una década la Argentina es una nación dividida en dos Estados. A partir de 1862 se consagra la unidad y comienza un profundo cambio. La Generación del 80, luego, se inmortaliza como la protagonista de una República liberal coherente. Empieza la profusa inmigración que en pocos años genera modificaciones profundas en lo social y cultural. Gracias al sufragio universal y obligatorio, en 1916 asume la Presidencia de la República Hipólito Yrigoyen. Pero en 1930 –crac de Wall Street, avance del fascismo en Europa– la estabilidad argentina es fracturada con un atropello de incalculable repercusión: el general José Félix Uriburu, a la cabeza de los cadetes del Colegio Militar, destituye al gobierno legítimo e inaugura la llamada “década infame”. Uriburu tiene su Gabriel D’Annunzio en el poeta Leopoldo Lugones, que había clamado por la “hora de la espada”. Lugones, por razones que no deja esclarecidas, se suicida después y su hijo se convierte en un torturador reconocido. El ejército empieza a contaminarse en la vida política, y los declamados principios éticos de José de San Martín siguen declamándose mientras se practica lo contrario. Esta etapa conservadora concluye tal como había empezado: con otro golpe, el de 1943, cargado de nítidos ingredientes fascistas. La nueva situación es un caldo de cultivo óptimo para el ascenso del coronel Juan Perón, quien gana las elecciones de 1946. El peronismo, que sucede, hereda y 42
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metamorfosea la República conservadora y el gobierno militar, dura en el poder nueve años. A partir de 1955 la historia avanza a barquinazos. Dos brevísimos períodos constitucionales son abortados por intervenciones armadas que aumentan su insolencia y profundidad. Con intensa carga mesiánica se establecen las dictaduras de Juan Carlos Onganía y de Jorge Rafael Videla. Ambos generales son sucedidos por otros presidentes militares, también elegidos por las Fuerzas Armadas. Y en esos cambios que lindan con la tragicomedia se desmoronan uno a uno los vocingleros juramentos de grandeza y moralidad con los que habían irrumpido en el poder; hasta resignarse, derrotados, a devolver al pueblo la soberanía usurpada. Tras la última tiranía, inaugurada con el pretencioso título de Proceso de Reorganización Nacional –y que desbarranca la sociedad hacia el furor especulativo, la violación sistemática de los derechos humanos y una grave decadencia cultural y científica– empieza la actual etapa democrática. Esta recorrida ultrasónica nos abre el apetito para curiosear en meandros subyugantes, desde donde brotarán con frecuencia el autoritarismo, el desprecio, la violación a la Ley, el facilismo, la frustración, la ilusión, la gesta, el mito, las buenas intenciones, la omnipotencia y la impotencia, la viveza, el miedo al ridículo, la cobardía y la valentía, la mentira y el amor a la verdad. Contribuirán a esclarecer el origen de muchos rasgos argentinos. O, más tímidamente, a permitirnos degustar sus agridulces misterios y paradojas.
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II. Abuelos
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El naturalista Florentino Ameghino sostiene, sobre la base de sus investigaciones paleontológicas, que en la Argentina nació la especie humana. Aunque su teoría no logra el consenso de la comunidad científica internacional, vale como interesante contribución al desciframiento de las brumas primordiales. Sus hallazgos tintinean como moneda hermosa pero sin valor de cambio, análoga a la que exhibirían los iraquíes como soberanos del territorio donde pudo haber existido el paraíso de la Biblia. Lo cierto es que abundan restos fósiles que testimonian la remotísima presencia del hombre en estas tierras. Valga esto como curiosidad. Los habitantes primitivos conformaban pequeños grupos aislados entre sí. La variedad de la naturaleza generó variedad de costumbres. Distantes valles, bosques, desiertos, montañas, llanuras, helados estrechos y un cálido delta fueron los escenarios de la larga historia que, lamentablemente, no registra la historia. La geografía vasta, inabarcable, operó como un firmamento donde sistemas solares humanos errantes se desplazaban sin articularse unos con otros. La geografía siguió constituyendo un desafío singular durante los agitados siglos siguientes y lo es aún –con sus vastas riquezas inexplotadas– en vísperas del siglo XXI. La Argentina ha sido y es un país de perpetua búsqueda. Por esa flagrante incomunicación y su rudimentaria cultura, se suele descalificar la raza india de la evolución argentina. Sin embargo, hubo desarrollos significativos que se extienden hasta el día de hoy. El ubérrimo Nordeste fue habitado por los indios guaraníes. La benevolencia del clima les permitía andar desnudos. Aunque abundaban la caza y la pesca, inventaron herramientas de madera para 45
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llevar a cabo sus cultivos. Su mansedumbre fue, a partir del siglo XVI, una delicia para los rudos conquistadores y permitió más tarde a los jesuitas construir una poderosa red de misiones. En la región opuesta y muy lejana, en el montañoso Noroeste, con valles longitudinales a la cordillera de los Andes, los diaguitas levantaron aldeas de piedra. Fueron los más evolucionados por el ingenio que los forzó a desplegar la naturaleza hostil y por sus conflictivas relaciones con el imperio incaico. Los conquistadores hubieron de ser esforzados y crueles para lograr someterlos. Pero no a todos, porque varios grupos prosiguieron la resistencia desde las anfractuosidades cordilleranas. La prolongada guerra generó cadencias dolorosas que siguen escuchándose entre los cerros multicolores y las quebradas. Vestían tejidos de llamas y vicuñas; elaboraban vistosos cacharros; cultivaban maíz, papa, zapallo, mandioca; inventaban técnicas de riego y fraguaban complejas cosmogonías mientras las guerras locales y las guerras con el imperio de los incas los endurecían para la definitiva confrontación que les impondría el europeo. Los restos de intocables pucaraes escintilan en las montañas esperando contar a futuros exploradores y estudiosos su pasado conmovedor. Lejos de allí, en la infinitud de la pampa cubierta de pasto eterno, deambulaban los querandíes como extraviados en un laberinto que después exaltaría Borges. En el Norte, donde abunda la selva –separados por completo de diaguitas y guaraníes–, vivieron y aún viven los matacos. Y en la punta sur del desorbitado territorio, en el frío austral, donde la Patagonia se desgarra en islas y témpanos de hielo, onas y yagones envueltos e pieles pescaban con arpones su abundante ración. Los tehuelches controlaban pequeñas porciones de la hermosa franja occidental de la Patagonia. Esos indios constituían manchas humanas que apenas usufructuaban el espacio inconcebible. Los primitivos dueños de la tierra no sabían unos de otros, ni sabían que eran dueños. 46
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Consumieron decenas de generaciones ignorándose unos a otros e ignorando el conjunto. De ellos ahora quedan empobrecidas comunidades. En diversas partes del territorio se levantan monumentos al indio, pero el indio de carne y hueso es objeto de marginación. Ha sufrido un obstinado desprecio. Tanto, que a veces él mismo llega a justificarlo. Y lo peor: hacerlo propio. Al límite de avergonzarse de su etnia, su lengua, sus mitos y costumbres. Sobrevive como un patético testimonio de lejanía y derrota. He ahí la triste y precaria base de nuestra identidad.
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Los españoles llegan al Río de la Plata veinticuatro años después de que Colón descubriera América. El río más ancho del mundo, bautizado como Mar Dulce por los deslumbrados navegantes, es testigo de la inaugural incorporación del europeo a esta tierra. El explorador Juan Díaz de Solís no sólo es asesinado por los indios charrúas, que habitaban el actual territorio del Uruguay, sino que devoran su carne. Así, pues, antes de empezar el abundante mestizaje se consuma esta conmixtión brutal y cargada de presagios. Uno de los marineros de la expedición española, Alejo García, se da la fuga y en el trayecto recibe información sobre fabulosas riquezas en el corazón del continente, que luego desparrama como un combustible que enciende y desenfrena las ambiciones. España ha terminado su guerra de siglos contra los moros y se queda con las armas en la mano. Los soldados que aprendieron a mandar y matar, que degustaron la violencia y la exaltación de la rapiña, son agredidos por la paz. Pero, hete aquí la aparición inesperada del Nuevo Mundo. Florecen proyectos, se inflama la imaginación, soplan vendavales de heroísmo. Sin sospecharlo, toda una sociedad se agita para construir historia. Esos hombres no son pioneros, no aman el trabajo, sino la lid. Conocen riesgos y peleas, tienen la piel curtida y codicia en la sangre. Son los años en que Gutenberg revoluciona la comunicación, Maquiavelo transmite consejos al príncipe, Leonardo urde máquinas, Miguel Ángel embellece a Roma, y Vesalio explora la anatomía del ser humano. Los conquistadores, emulando a Vesalio, exploran con voracidad la anatomía del continente ignoto, sus costas, ríos y
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montañas, enfrentándose a los indios y a la naturaleza con una osadía difícil de reconstruir en nuestro tiempo. Los viajeros de Indias marcan a América con la impronta de su valentía desopilante y también con la impronta de sus delitos. A medio milenio de haber comenzado aquella gesta, las actuales opiniones se encabritan para exaltar el coraje o reprochar el crimen. Pero no hacemos mucho más que repetir opiniones. El cronista de época Gonzalo Fernández de Oviedo denuncia que los móviles de la conquista se agitan entre “la pobreza de unos, la codicia de los otros y la locura de los más”. Con equivalente severidad se expresa Cervantes cuando dice brutalmente que las Indias son “refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de homicidas, pala y cubierta de los jugadores”. Pero mucho más crítico aparece Simón Bolívar, porque se involucra, porque él mismo se considera descendiente de aquellos viajeros: “Todo lo que nos ha precedido está envuelto en el negro manto del crimen. Somos un compuesto abominable de estos tigres cazadores que vinieron a América a derramarle su sangre”. O la descalificante descripción de José Martí: “Llenos venían los barcos de caballeros de madia loriga, de segundones desheredados, de alféreces rebeldes, de licenciados y clérigos hambrones”. En términos económicos, la inversión que realiza España con América en 1492 es la operación financiera más redituable de la historia universal. No vamos a determinar si el dinero que se arriesga es del Tesoro, proviene de las míticas joyas personales de la reina Isabel o corresponde a la propiedad judía secuestrada antes o durante su expulsión. Lo cierto es que el equipamiento que obtiene Cristobal Colón demanda el equivalente a unos 15 kilogramos de oro cuanto mucho. A cambio de esa cifra, América derrama la Casa de Contratación de Sevilla, sólo hasta el año 1600, 180 toneladas de oro y cargamentos de plata muchísimos más grandes. España pasa a ser la primera potencia europea. Su pueblo se transforma en semillero de 49
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navegantes y descubridores. Héroes, evangelizadores, poetas, pintores y místicos son arrastrados por la maravilla del Nuevo Mundo. Pero todo ese oro hipertrofia una cultura de la renta. El milagro muestra pronto su sarcasmo escondido: destruye la actividad productiva. Sus consecuencias son terribles. La literatura española que se desarrollará en el siglo XVIII lamentará el bienestar perdido en poco tiempo. Indirectamente denunciará la prodigalidad del derroche y la incapacidad del ahorro. Deberán transcurrir cuatro siglos hasta que la España moderna, gravemente herida por esa cultura de la renta, se lance al exitoso proceso de la acumulación: lo hace Inglaterra en el siglo XVIII, Japón a fines del XIX, la Unión Soviética a partir de los 20. Y para acumular es preciso diferir la gratificación. Nada fácil cuando la riqueza disponible viene ligeramente hacia las manos. Lo sufrido por España, lamentablemente, se reproduce en la Argentina después, con la riqueza fácil de la pampa húmeda. Los conquistadores luchan con denuedo bajo la alucinación de la riqueza existente: marchan para apoderarse de ella, no para generarla. Es la ideología de su entorno, ciertamente. Pero una ideología que echa raíces fuertes. Obviamente, el imán del botín no es un rasgo exclusivo del español: la piratería inglesa se ocupa de obtener el oro y la plata directamente de los barcos, sin siquiera internarse en el difícil continente.
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Los conquistadores traen su valentía y audacia. Junto a ellas también su desprecio al trabajo. Son buscadores de oro con empaques de nobleza. A los descubrimientos de Hernán Cortés y Fernando Pizarro se añaden deslumbrantes espejismos y devoradores anhelos. La riqueza no está derramada en las llanuras ni flota sobre los ríos como suponía la ilusión: es el patrimonio de los indígenas, que se han ocupado de extraer el oro y la plata de las minas para confeccionar objetos rituales y adornos. A ellos tienen que arrebatárselos en nombre del rey. Y cuando se agotan las existencias, los indios, que son también propiedad del rey, deben descender a las minas y esmerarse en la extracción de los minerales. No se trata, pues, de recoger lo que yace al alcance de la mano, sino de obtenerlo a partir de una relación con los antiguos propietarios. La relación es, desde el principio, una relación de poder en la que se imponen los conquistadores. Esa relación deja su marca en la mentalidad de los latinoamericanos, y de los argentinos. Los indígenas, que viven en la proximidad de las ciudades fundadas por los conquistadores, son sometidos al implacable régimen de la encomienda o de la mita. La encomienda es una institución jurídica que regula las relaciones entre los colonizadores españoles y la población india. Sus orígenes se remontan a la Edad Media castellana; consiste en la cesión temporaria de un bien a un noble o un caballero para que se encargue de su protección o defensa. Teóricamente, el encomendero debe evangelizar y educar al indio; no puede esclavizarlo ni inferirle mal trato. Prácticamente, el encomendero abusa del indio en su beneficio personal.
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La mita, de origen indígena, deriva su nombre del quechua mitla (turno). Es un servicio que debe prestar a las colonias españolas una parte de la población india de 18 a 55 años. La duración de la mita tiene esta progresión: quince días al año en el servicio doméstico, tres o cuatro meses en el pastoril y diez meses en la minería. Teóricamente, los indios deben recibir un salario por su labor. Prácticamente, no se les brinda paga ni compensación alguna. Las mitas de Potosí, por ejemplo, absorben de 13.000 a 17.000 indios que entregan gratuitamente su esfuerzo durante 280 agotadores días por año. Mientras agonizan en la labranza o en las minas deben, además, soportar el embate de los misioneros, que los azuzan a abandonar sus antiguos cultos. A menudo los sacerdotes ofrecen su intercesión ante las autoridades para disminuir los padecimientos del aborigen, lo cual resulta eficaz muchas veces. Pero, a pesar de la ayuda de la Iglesia, los padecimientos siguen igual. El cuestionamiento de los sacerdotes a la explotación que aplican los encomenderos es desparejo, inconstante y ambiguo. El resentimiento de los indígenas crece hasta romper en explosiones de rebeldía o desarrollar la resistencia pasiva mediante el recurso burlón de la pereza. La concepción autoritaria que impregna a los conquistadores desde su experiencia vital y política se acentúa en América. Los indígenas llegan a ser considerados no sólo diferentes, sino inferiores; no sólo inferiores, sino desprovistos de alma, como los animales. Las increíbles polémicas en torno a su discutible carácter humano ilustran el desenfreno del abuso y las justificaciones que se elaboran para explotar el trabajo, violar a las mujeres, despedazar una cultura y robar la riqueza. Las doctrinas neoescolásticas que más adelante se expandirán desde la Universidad de Córdoba –basadas en los textos del teólogo Francisco Suárez– contribuyen a orientar la enseñanza en un sentido discriminatorio y opresivo.
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A mi juicio, la violencia de la conquista mantuvo su continuidad en sucesivas generaciones a través de una doble instancia inaugural: la apoteosis viril del conquistador y el quebrantamiento del oprimido. Ambos graban su modelo. Ambos siguen latiendo en la actualidad, lado a lado, o uno dentro de otro, confundiéndose, potenciándose. Generando también aquí paradojas inextricables aunque, por la extensión del territorio y su pobreza demográfica, no hayan sido muchos los encomenderos ni tantas las violaciones de indias. Cada latinoamericano –cada argentino– es aún el campo de confrontación entre un conquistador y un indígena, entre un triunfador y un vencido, entre un ambicioso y un resignado. Se suceden alternancias entre ambos roles porque a veces el ofendido se viste con manifestaciones de ofensor y otras el ofensor no es sino la parodia desesperada del que ya fue abatido por las humillaciones.
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Refrescamos estas porciones de historia para acercarnos a los núcleos de la idiosincrasia argentina. Remontémonos por ejemplo al siglo XVI. Los conquistadores conocen largas guerras. Para discriminar, perseguir, maltratar, expulsar, asesinar, para poder escribir su epopeya incomparable, necesitan algo más efectivo que el odio. Ese factor agregado es el desprecio. Desprecio al otro, al diferente, que puede llamarse infiel, moro, judío. El visor tiende a desplazarse hacia el hereje, sea el de las viejas herejías, sea el de las nuevas, que brotan como peste a partir de la Reforma. Luego hacia los conversos, a quienes se apoda “marranos” o “chuetas”, para seguir faltándoles el respeto. Los habitantes de América son más fáciles de distinguir que los moros, judíos, herejes, protestantes o los acomodaticios “cristianos nuevos”. Tienen diferente color de piel, diferente mirada, diferentes costumbres, diferentes ritos, diferentes ropas, diferentes conductas. Contienen el sumo de la diferencia. Un indio puede adivinarse bajo cualquier máscara y se lo puede maltratar sin el peligro de que el cielo formule reproches. Así como las lanzas triunfales alegraban a los ángeles cuando ponían en fuga a los enemigos de la unidad española, así se alegraba el corazón de los conquistadores cuando en estas ignotas inmensidades producen el temblor y la obediencia de los indígenas. De las carabelas descienden hombres rudos, perros, caballos y armas de probada eficiencia. Y desembarca un enorme desprecio nutrido en centurias de enfrentamientos y prédicas, recientemente avivado además por el combustible de la Inquisición. El poder dominante –allá– o el poder del conquistador –acá– no tolera las impugnaciones que le insinúan desde la diferencia. A la diferencia –en el fondo inquietante– hay pues 54
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que atacarla, degradarla. Y, por otro lado, hay que hacerla desaparecer de la realidad, para que no siga incomodando. Urge, por lo tanto, unificar, unanimizar, uniformar. A palos, a hierro, a fuego; vale todo. Abundan las explicaciones. Recordemos que España está lejos de ser una unidad consolidada. No existe una nación española, sino Castilla, Aragón, Navarra, Andalucía, Asturias. Con los cristianos se mezclan los cristianos nuevos, que producen desconfianza por su tendencia a judaizar. En materia de derecho gravitan el jus romanorum y el liber feudorum, los fueros y las cartas de población. La amenaza de desintegración está latente. Las graves consecuencias autoritarias que se manifestarán después tienen en ese comprensible anhelo antipluralista un antecedente poderoso. Pero el desprecio ligado al antipluralismo no se borra (como no se borran las diferencias). El desprecio ha existido antes de la irrupción europea en América: entre los grupos indígenas locales, entre los locales y los incas. Se trata de un rasgo que caracteriza al hombre y no a una cultura. Pero existen culturas –o choques de culturas– que lo exacerban. Ese desprecio fuerte se acumula en el tuétano de nuestra gente con su doble rol: el que lo infringe y el que lo sufre. Tormentosas experiencias lo incrementan. Y perdura gracias a un servomecanismo. Porque quienes desprecian son los que han sufrido un desprecio que no pueden superar. Lo proyectan, entonces, contra el más propicio. El autodesprecio necesita descargarse mediante el heterodesprecio, y éste, por acción especular, refuerza el primero. Quien desprecia a otro, en variable medida según el caso, percibe el desprecio de retorno. Un despreciador es, en última instancia, un despreciado. Y todo despreciado es un despreciador. No siempre se logra poner el desprecio afuera y entonces se termina aceptando, como natural, una condición de inferioridad. El resultado no es definitivo: los grupos resignados a su inferioridad como consecuencia de un sometimiento al
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dominador, sin embargo, fermentan su secreta y resentida protesta. En algún momento y de alguna forma saltará. Los indios despreciados tienen mustios continuadores: el mestizo, el gaucho, el negro, el inmigrante desdeñado por el criollo y el criollo mal visto por el inmigrante; por último, el cabecita negra. Políticamente después se desprecian en forma recíproca el “salvaje unitario” y el “mazorquero asesino”. Luego el “contrera” o “vendepatria” o “gorila” que denuncia a cada rato el peronismo descubre en éste el autoritarismo y la corrupción que sintetizan los males del país. Desdén, rechazo y hostilidad para el que no es como uno. ¿Somos entonces un pueblo muy herido por las saetas del desprecio? ¿Las saetas nos han emponzoñado tanto que nos cuesta visualizarlo, circunscribirlo y extirparlo? Creo que sí. Estamos en condiciones de colegir que el desprecio es el esqueleto del autoritarismo. Por eso, si falta, el autoritarismo se desmorona. En conclusión, cualquier autoritario, cuando siente que alguien –por arriba o por adentro– lo desprecia, tiene la imperiosa necesidad de desplazar ese desprecio a otro que esté por debajo. Y éste, como también está debilitado, no lo puede devolver al que se lo escupe y elige entonces otro más débil en quien volcarlo a su vez. Así se construyen esas miserables cadenas de subordinación en las que se confunde el gozo sádico de proyectar la agresividad con el sufrimiento (o gozo masoquista) de recibirla. No existe “la decisión colectiva de representarnos los unos a los otros”, sino se usarnos los unos a los otros. ¡Qué desdicha! Es el recurso ilusorio, neurótico, de una reparación. La sutura ficticia de una herida que jamás se cierra porque emplea el mismo instrumento que la abre. El desprecio generalizado que contamina la atmósfera argentina convierte en lugar común expresiones escalofriantes: “¿Fulano es un hombre de gran prestigio? ¡Qué va a ser, si vive a la vuelta de casa!”. Si yo soy quien soy –autodesprecio mediante–, Fulano, por ser mi 56
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vecino, tampoco vale. Un equivalente a la ironía que dispara Groucho Marx cuando le autorizan su solicitud de ingreso: “No puedo ir a un club que acepta un socio como yo”… Descubrimos que el humor judío de Groucho, que vehiculizar autoodio y escondida arrogancia, toca un ángulo del humor argentino, donde cohabitan el desprecio visible y el autodesprecio escondido. Así, se debe al desprecio generalizado –con ácida autocrítica– que alguien haya pergeñado esta comparación maniquea: un norteamericano puede ser mediocre, dos funcionan bien y tres forman un excelente equipo. En cambio un argentino puede ser brillante, dos funcionan mal y tres producen el caos.
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El desprecio se asocia a otro factor importante en el género de muchos trastornos actuales. Desde la conquista se siente en todo el continente –excepto el área que conformará el núcleo de América anglosajona– que la Ley puede ser fácilmente violada. Parafraseando a Guillermo Hudson, la Ley queda allá lejos y hace tiempo. Aquí impera el capricho del hombre blanco (o el que tiene algún poder). Un hombre que dice una cosa y hace otra, un hombre que “mentía, robaba, asesinaba, ejecutando la mortal contradicción de una cultura que separaba el espíritu del cuerpo y la experiencia de los valores intrínsecos” –denuncia Waldo Frank en América Hispana–. Estos individuos “sabían entendérselas con las leyes de Cristo. Podían ser cristianos y, no obstante, burlarse del Sermón de la Montaña; podían ser españoles y decir a la ley española, sin embargo: obedezco pero no cumplo”. Podían torturar, violar y despanzurrar indios para concentrarse más tarde, con devoción, en la santa misa. No predomina la Ley, sí la hipocresía. Las mujeres son tratadas desde el principio como botín de guerra –así pasaba en todas las guerras–. Tanto se incorpora esa vivencia que hasta la actualidad en la Argentina –y en casi todo Iberoamérica– seducir a una mujer es conquistarla. Los sensuales versos del Arcipreste se transmutan en jolgorio interminable: el “haber juntamiento con fembra placentera” se transforma en un objetivo regocijante, abundante, constante. Pero a costa de la dignidad indígena. La zona guaraní es celebrada como el paraíso de Mahoma. Súbitamente los curtidos guerreros de la cruz pierden su tirria hacia al moro infiel y sus repugnantes convicciones, porque las promesas del Corán sobre las huríes del otro mundo son tomadas por los hidalgos 58
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como derechos de éste. Su angurrienta genitalidad usa en forma incansable los bronceados cuerpos sin veda –total, la Ley queda lejos…–. Se funda la ciudad de Asunción con aproximadamente cien conquistadores y en sólo diez años sus vergas hiperactivas les hacen cinco mil hijos a las indias del lugar. Este semental formidable no sólo aumenta la población, sino que funda el mestizaje, estructura una paternidad irresponsable de dolorosas consecuencias y consolida el sometimiento de la mujer. Pese a las recomendaciones reales –la Ley lejos, siempre lejos– el trato de los encomenderos (obsesionados con el logro de riquezas rápidas) es despótico, sin deberes efectivos que balanceen sus privilegios enormes. De Europa siguen arribando hidalgos y villanos carentes de mentalidad pionera. Su desdén por el trabajo es la ideología común. En ese contexto de festín transgresor, Hernandarias arriesga un paso audaz al permitir que los jesuitas funden sus misiones en la zona guaraní, donde los mansos indios, a cambio de evangelizar su alma, obtienen mayor respeto por su vida. Ese imperio teocrático, no obstante, tendrá corta duración. Las burlas y afrentas a la Ley prosiguen con variaciones. En 1617 Buenos Aires es separada de Asunción y se convierte en la pequeña capital del Río de la Plata. Su escasa población ha empezado a desarrollar el maloliente comercio de cueros y sebo. La palabra maloliente se utiliza aquí en el sentido real y también en el figurado. Estos productos son obtenidos del ganado, cimarrón que vaga sin dueño por la pampa. Luego se decreta el “permiso de vaquerías”, que autoriza su persecución y sacrificio. De esta forma –modesta, poco elegante, unida al vacuno– se inician las fortunas locales. Pero el ganado no se cría: se caza. La riqueza no se produce ni se cultiva, se recoge. No se trata de buscadores de oro que embolsan el metal, sino de buscadores de oro que se conforman con degradados equivalentes. Pero estos productos gratuitos de la pampa generosa se venden en ocasiones con permiso y en ocasiones sin él. En ese remoto tiempo 59
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fundacional se practica y convierte en consolidado hábito una abierta violación a la Ley; de nuevo: la Ley lejos. Desde 1622 una duana “seca” se instala en Córdoba para defender a los comerciantes peruanos de la competencia que empieza a generar Buenos Aires. Esta prohibición estimula su transgresión. Las restricciones, cuanto más estrictas y numerosas –en un ámbito donde la Ley está lejos–, reciben como respuesta una multiplicación de violaciones. En poco tiempo el contrabando se convierte en la actividad más intensa y redituable. Llega a faltar papel en el Cabildo, verbigracia, y circula como secreto a voces que se tejen complicidades entre los poderosos contrabandistas y los magistrados pícaros. Los puestos públicos son comprados a la Corona; su importancia no radica en el poder que otorgan, sino en el poder que otorgan para enriquecerse ilegalmente. La turbulenta génesis institucional argentina es también la génesis de su corrupción oficial, de prolongada vigencia. Las primeras fortunas porteñas no son fruto del trabajo ni del ahorro, sino del delito. Especialmente el contrabando con Gran Bretaña, actividad precursora de la especulación que en la segunda mitad del siglo XX alcanzará su apoteosis. Lo curioso es que estas transgresiones no exacerban la indignación ni la crítica. En su lugar aparece un puritanismo modernizante y obstinado… pero, ¡en otras áreas! Los delitos que mencionamos no se ven o se ven poco. Hay que reconocer que la hábil maniobra de compensación sirve para encubrir el dolo y mantener la fachada de la Ley. En aquellos tiempos primordiales ya hace pata ancha la hipocresía. Sirve de ejemplo una iniciativa del progresista virrey Juan José de Vértiz, quien osa fundar en este marginal y aburrido territorio una Casa de las Comedias ¡Vaya iniciativa! De inmediato, con fogosidad, los sectores tradicionales –beneficiados por el contrabando y la corrupción– denuncian el teatro como amenaza para la moral y las buenas costumbres.
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Advierto al lector que tras este párrafo he tenido que tachar cerca de veinte líneas. En ellas quería derramar un vómito de improperios contra los entogados, empingorotados y descarados señores y monseñores que se escandalizan con la espuma del libertinaje y silencian la sustancia de la inmoralidad. El tramo de historia que revisamos exhibe los comienzos de fallas, distorsiones y patologías que se repiten sin término. Muchos negociados, peculados y crímenes que se acumulan en tan sólo el lapso de nuestras vidas no han sido denunciados en su momento como atentados a las buenas costumbres y no han provocado la santa ira de sus solemnes custodios, pero sí puede exacerbarla una obra desmitificadora, un lenguaje develador. Más que ser moral, se predica la moral. Más que asumir la Ley, se hace como si se la asumiera. Histrionismo, falsedad. Es la tendencia predominante. Hay un hueco de Ley (mayúscula) y se llena con la paja de la ley (minúscula). No se es: se aparenta. Y se termina valorando más la representación que lo representado. Importa que parezca, aunque no sea. Por eso la abundancia de empaque, solemnidad y miedo al ridículo. Miedo a que se devele la apariencia. A que fracase la representación y surja la verdad escamoteada. Cuando a través de la sátira, la literatura, el humor, se hace una representación (reconocida como tal) de la representación (moral o legal, pero desconocida como tal), ésta puede quedar al desnudo. Resbalar al temido ridículo. Como en matemáticas: menos por menos es igual a más. Por eso el odio al arte que incursiona en las complejidades de la condición humana o los buceos del lenguaje o la insolencia del humor. Cuando se privilegia la representación de la Ley –y tras los bastidores se la viola– se necesita el encubridor montaje de la hipocresía. En nuestra tradición tienen más importancia las leyes que la jurisprudencia. Los juicios se desarrollaban por escrito y duraban demasiado. Las sentencias de los jueces son unipersonales y sin el 61
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concurso de los jurados. Porción de Ley, entonces, y mucha apariencia de Ley. En la práctica los jueces pueden ser influidos al margen de los alegatos oficiales. La confusión entre la Ley y el individuo que la aplica (el juez), la reduce a ley (minúscula). Por eso se ha extendido la convicción generalizada de que, pese a lo ceremonioso del aparato judicial, “hecha la ley, hecha la trampa”. Claro; el exceso de leyes crea un laberinto que facilita su burla. La justicia no es apreciada como amiga, sino como amenaza. No protege, sino persigue. En nuestra tradición predomina la idea de que uno es culpable hasta que se pruebe lo contrario. Es una culpa indefinible que aumenta con las inyecciones del desprecio: si nos desprecian, “por algo será” (expresión que adquirirá nefasto vigor durante la última dictadura). Sentirse culpable es sentirse acusado, inferior y pasible de castigo. En la tradición anglosajona, por el contrario, nadie puede ser acusado de un delito sin que previamente lo juzgue un jurado cuyos miembros no tengan prejuicios ni intereses en su contra. La historia argentina ofrece ilustración sobre patéticas culpas a priori, como el martirologio del gaucho y los copiosos exilios, prisiones y muertes por la “culpa” de profesar ideas, aunque no medie una violación a la ley. El divorcio entre la letra y el acto –“entre el dicho y el hecho hay mucho trecho” – se manifestará con la sanción de las Constituciones latinoamericanas. Todas son democráticas, republicanas y liberales. Y en los países se aplica a menudo lo contrario: autoritarismo, centralismo y represión. Casi todas prohíben la reelección presidencial, pero los numerosos dictadores se las arreglan para intentar gobernar de por vida. Se discriminan tres poderes en sabio balanceo y control recíproco, pero el régimen presidencialista demasiado fuerte les hace sombra y hasta avasalla a los otros dos. La ley ausente o lejana también produce la consigna del “sálvese quien pueda”. Fomenta el individualismo. Sin embargo, se predica 62
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hasta la náusea el defecto del individualismo y la virtud de la solidaridad. Mientras así se habla, cada uno tira para su lado. Eso sí: representando lo contrario. Es lo opuesto de lo que prevalece en un país con otra tradición; por ejemplo los Estados Unidos. Allí el individuo simultáneamente colabora con su comunidad y reconoce su egoísmo. Es solidario e individualista. En los abundantes pleitos que promueve no disminuye su honor porque exija compensación económica, mientras aquí es casi obligatorio esconder el dinero o donarlo para ganar en honor, con la desventaja de que muchas donaciones son más forzosas que felices. Quizá porque allí se exagera el valor del individuo (uno es el individuo) y se aprecia más el valor de otro (que también es un individuo). La sociedad gira en torno del individuo. Aquí la sociedad gira en torno de ciertos colectivos como el gobierno. El gobierno es el equivalente del absoluto. El individuo, el equivalente de lo relativo. Aquí se suele denominar al Poder Ejecutivo al Superior Gobierno; en Estados Unidos, en cambio, The Administration. Aquí el Superior Gobierno es una abstracción en la que se proyectan rasgos divinos y diabólicos. Allí el gobierno es una empresa de la comunidad que debe rendir cuentas y funcionar bien. Aquí la Ley es objeto de idealización mientras nos las arreglamos sin ella. Allí es cotidiana, pedestre y concreta. Esta oquedad de Ley merece un dibujo descollante en el tapiz de nuestros disvalores que borda un solo y grueso hilo. Por eso atañe vincularla con los otros disvalores sociales que venimos señalando: débil responsabilidad, facilismo, expectativas de salvación, viveza, ilusión.
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Antes de cerrar la etapa colonial corresponde mostrar su contracara positiva, que también nos habita, nutre y orienta. No puedo renunciar a la mayor objetividad posible. No cabe en una síntesis. Tampoco es necesario exponerla detalladamente aquí. Baste enfatizar que la estructura colonial, pese a sus grietas, entra a funcionar e incluso perfeccionarse. Aunque la Ley está lejos, consigue establecer cierto régimen legal. A lo largo de trescientos años sedimenta procedimientos y conductas. El caudaloso aporte de España (lengua, tradiciones, instituciones, costumbres, suelos, arre) impone un sello indeleble. La fertilización que lleva a cabo en las extensiones de América genera poco a poco una nueva realidad. Nueva, ciertamente, porque llega a diferenciarse de la europea, que queda lejos, y de la precolombina, que existió hace tiempo. Esta nueva realidad –síntesis de ambas culturas– fue bautizada por Toribio de Mogrovejo como cristiandad colonial. Con sus graves defectos y sus conflictos irresueltos, sus injusticias, sus delirios… es el marco de referencia que, a fuerza de continuidad, acomoda el universo de los individuos, de los grupos, de las ambiciosas ciudades, de la campaña montaraz. Los trescientos años de régimen colonial hispánico forjan valores y mitos que estructuran –para decirlo en un lenguaje biológico– lo congénito de nuestro pueblo. Cuando se desea penetrar en el origen de virtudes o defectos, paradojas y locuras, es necesario remontarse a esa prolongada y fecunda época en la que españoles, criollos, indios y mestizos amalgaman, sin saberlo o sin proponérselo, un universo de rasgos propios.
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Las críticas a la conquista o los abusos de la colonización no empañan el genio de España y Portugal, que en la vastedad inconmensurable de América edifica ciudades –muchas fastuosas y que hoy festejan centenares de años– y desarrolla una compleja red de obligaciones y derechos que entretejen a los distintos grupos sociales. Conecta los remotos espacios y los desfases temporales. Sobre lo existente y lo inexistente americano hace surgir una prodigiosa construcción política, jurídica y económica.
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En la segunda mitad del siglo XVIII empieza a florecer tanto en España como en sus colonias un movimiento de reforma social, política e intelectual. Es un procesos lento que convoca a minorías ilustradas, pero contradice agriamente las tradiciones imperantes. No responde a la evolución histórica, sino a la penetración de ideas “extranjeras”. Se trata de la modernización. A dos siglos y medio de entonces, hoy todavía la modernización es un objetivo no alcanzado en gran parte de América latina. ¿Por qué esta demora? Si dejamos al margen las razones sociales, económicas y de política internacional sobre las que tanto se ha escrito, nos encontramos con una estructuración mental –sobre la que se escribió menos– que presenta a la modernización una cerrada resistencia. No es invencible, por suerte: ya brotan esperanzadores signos de cambio. Pero es una roca en el camino contra la que se han estrellado varias generaciones y malogrado magníficos proyectos. Octavio Paz puntualiza tres factores: presencia de elementos no europeos en América latina, componente árabe-islámico en la ideología española y éxito en estas tierras de la Contrarreforma. Examinémoslos. 1) Los elementos no europeos provistos por indios y negros influyen en las creencias y las instituciones; gravitan en la familia, la religión, la moral, las leyendas, las artes, la cocina, las relaciones sociales. Siguen un ritmo diferente y responden a otras exigencias que las del área anglosajona. El componente árabe-islámico es decisivo en el sentido de misión que caracteriza a la conquista. El Estado español no representa 66
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1) una heterogénea nación y sus valores particulares, sino una ideología que inyecta carácter sagrado a su accionar. Predominan la fe y la ilusión. Los viajeros de Indias, los encomenderos, después los caudillos y por último los dictadores son seres elegidos e iluminados que sólo responden ante Dios, en guerra a muerte contra los “infieles” que resisten sus mandatos. Domina el anhelo de teología, de verdad revelada, de respuestas categóricas para todo. España no es tierra de filósofos, sino de misticos.* 2) A esto se agrega la Contrarreforma, que cierra el camino al pensamiento moderno. El neotomismo crece como un método que desalienta la investigación de lo desconocido porque su objeto es impedir el cambio y consagrar la tradición. La Edad Moderna empieza con la crítica. La neoescolástica, que inunda Iberoamérica, aborda la crítica. Las nuevas ideas son consideradas ajenas a la tradición, heréticas, “extranjerizantes”. Es cierto: significa el cambio, el salto al futuro. Penetran lentamente en España y sus colonias. No podían ser generadas por nosotros, sino provenir de afuera (la Ilustración). A ellas adhieren los próceres de la independencia. Su propósito cardinal no es separarse se España, sino de lo que España entonces significa como postración. * Fernando Díaz Plaja añade: “De los árabes sacamos la desunión. De los árabes sacamos el coraje militar apoyado por la religión. De los árabes –y de los judíos– la seguridad de estar luchando por la única religión verdadera, tesis que además impregna toda nuestra conversación, incluso entre los no creyentes”. “De los árabes sacamos el desprecio hacia lo de afuera, que en lo intelectual se llama el que inventen otros de Unamuno, y la burla de lo material, de lo mecánico. Hasta muy poco España era, como los países árabes, una nación esencialmente agrícola. También sacamos virtudes, la hospitalidad, por ejemplo, el compartir el pan y la tienda con los que nos visitan.”
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Pero las nuevas ideas son adoptadas y no adaptadas. Las minorías cultas de esa época no son pacientes: pretenden imponerlas por todos los medios, incluso los violentos, para quebrar las fosilizadas estructuras y dar el demorado paso a la modernización. Son más apasionados que los tenaces evangelizadores. A fines del siglo XVIII y principios del XIX deciden imponer por la fuerza la revolución provocando trágicos choques y derrotas. En la evangelización, en cambio, los sacerdotes reconocían la ferviente religiosidad de los indios y buscaban en sus mitologías y ritos los puntos de enganche con el cristianismo. De esta forma, “al indianizarse, el cristianismo se arraigó y fue fecundado. Algo semejante deberían haber intentado nuestros reformadores”, enfatiza Octavio Paz. Pero no lo hacen así, sino que se dan de patadas con la realidad. Desprecian el pasado. En vez de advertir el arraigo de las costumbres y descubrir en ellas puntos de intersección con las nuevas ideas, optan por ignorarlas o atacarlas. El resultado es lamentable: las costumbres agredidas se alzan con ferocidad y pisotean la buena semilla de las ideas renovadoras. Tan grave es el desencuentro que hasta hoy quienes se niegan a la racionalidad y la crítica siguen utilizando expresiones como “ideologías ajenas a nuestra nacionalidad” para descalificar personas o pensamientos que probablemente no están reñidos con nuestra nacionalidad. La nacionalidad argentina no fue parida por la fauna y la flora autóctonas, sino por el rodar de gentes, intereses, conflictos e intercambio de cosmovisiones.
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El movimiento emancipador implica, obviamente, una ruptura con el universo colonial. Pretende al mismo tiempo objetivos contradictorios –por parte de las diversas facciones–: la independencia de España, introducir el progreso del mundo y mantener la base que estructuró pacientemente la colonia. Los tres objetivos no pueden armonizar, y en poco tiempo aflora un resultado gravísimo y nada heroico: la desintegración del país. Junto con las guerras en varios frentes se desarrolla una convulsión interna creciente. El júbilo de la emancipación se turba con el canibalismo de la desorganización. Destruida la Ley (que, aunque parcial y mediocre, había empezado a reinar en la colonia) no la continua otra Ley, sino su vacado. ¿La Argentina nace prematuramente? ¿No estaba preparada para asumir su propio destino? En verdad ninguna colonia –con raras excepciones– es preparada por la metrópoli para este fin: basta recorrer no sólo el mapa de América latina, sino el muy vasto de Asia y África. La independencia tampoco da automáticamente la madurez institucional. El parto se precipita con la invasión de Napoleón a España y el arresto de Fernando VII. Es una oportunidad demasiado tentadora, especialmente para los criollos de las ciudades. Resulta fácil expulsar al virrey y poner en marcha una entusiasta revolución inspirada en el Siglo de las Luces. Pero es difícil conseguir su victoria. Al cabo de un escaso lustro los caudillos al frente de sus mesnadas exigen la regresión al tiempo feudal. Por otra parte, lo curioso de la independencia es que combina épicos sacrificios y nobles ideales con argumentos encubridores y 70
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maniobras leguleyas. No se firma la independencia hasta julio de 1816. Pero desde mayo de 1810 se constituye un gobierno propio, se libran batallas, se fraguan símbolos, se convocan asambleas constituyentes que no sólo queman los instrumentos de tortura que evocan a la detestada Inquisición, sino que se proclaman soberanas. Por lo tanto, ¿se miente? La “máscara de Fernando VII” es una redonda hipocresía. No hay consenso ni claridad sobre el objetivo de la lucha. San Martín, antes de iniciar su prodigioso cruce de los Andes, reclama con impaciencia un acta donde quede firme que representa de veras a una nueva nación. Son años de incertidumbre, terrible incertidumbre que todavía no fue bien contada por la historia ni la ficción. La tierna criatura –recién nacida, nacida a ocultas, nacida prematuramente o nacida bajo malas circunstancias– corre peligro. A las matanzas en los frentes se añaden los conflictos anteriores, y a éstos, el vuelco desfavorable del contexto internacional. Con desesperación los líderes buscan emplastos que permitan resolver la emergencia, sea coronando un rey fantoche que apacigüe a la Santa Alianza, sea consiguiendo el apoyo manifiesto de Gran Bretaña. Los esfuerzos en esas direcciones se mencionan ahora con desdén porque no se recuerda la angustia que los impulsaba. Internamente no se acierta la forma adecuada de gobierno: la Primera Junta, integrada por nueve miembros, es sucedida por la Junta Grande, con demasiados diputados; la Junta Grande es sustituida por una institución diminuta: el concentrado Triunvirato. El Triunvirato es reducido a la figura del Director Supremo. Como si el afán democrático del comienzo se rindiese a la autoritaria forma de la jefatura ejecutiva del gobierno unipersonal, al absolutismo del rey. El Director Supremo tampoco logra unificar al país. Buenos Aires, que fue capital del virreinato, se aviene a tener también gobernador como las demás provincias. Cada gobernador es
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como un jeque árabe (caudillo propietario) que se alza con una porción del territorio y su gente. En 1820 el gobernador Sarratea, de Buenos Aires, firma el Tratado de Pilar con los gobernadores del litoral argentino, en el que se admite la necesidad de un gobierno central. Pero como corresponde a una paradoja, más se proclama la unión, más se impulsa la desunión. En vez de compactar el país, deja abiertas las compuertas de la dispersión. Las desavenencias son demasiado profundas y los intereses locales se han desenfrenado como para corregirlos con meros gestos políticos. Un último y emocionante esfuerzo es intentado mediante la investidura de un presidente de la Nación. Dramático presidente ilustrado que derrama inteligencia y progreso pero no logra convencer a las provincias. A los surtidos contratiempos se añade la guerra contra el Brasil. La Argentina gana la guerra y pierde la negociación. El primer presidente se siente obligado a renunciar y queda al descubierto la realidad precaria: conjunto de provincias de un Estado inexistente. Así de mal empezamos los argentinos.
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Si la conquista es una violación a la Ley y si la colonia es una Ley en barbecho, tras la independencia ya no se sabe qué es la Ley. En toda América latina surge el fenómeno del caudillismo, cuya vigencia no ha sido completamente superada. En alguna medida se puede considerar a los caudillos descendientes de los encomenderos debido al poder económico y político del sesgo feudal que detentan. Pero, a diferencia de sus antecesores, son jefes queridos y representativos de la población rural que se les somete. Son la ley para la jurisdicción que dominan, aunque no equivalen a la Ley. La ley del caudillo aparece reducida al tamaño del hombre que la establece y aplica, a sus imperfecciones personales y a su versatilidad. La Ley (mayúscula), en cambio, excede al hombre ocasional e involucra también al caudillo. Ante este fenómeno, los historiadores tienen un ancho campo para llenar: ¿qué ha pasado en la vida rural de América latina durante trescientos años? ¿Qué ha pasado con la segunda, tercera y cuarta generación de los conquistadores? ¿Qué pasó con los indígenas, los hijos y nietos del mestizaje? Súbitamente, a comienzos del siglo XIX, se levanta el telón y aparecen hombres chúcaros con lanzas y cuchillos, provistos de sangre mixturada, arraigados a su tierra y que no han sido tenidos en cuenta por los registros urbanos. A ellos los conducen jefes que, paradójicamente, provienen de la ciudad pero se llevan mal con ella. El historiador José Luis Romero sostiene que aquí reinó la Edad Media como proyección de la que había existido en Europa. Y que lo hizo en sus dos vertientes: la campesina y la burguesa. El mundo rural hispanoamericano es correlativo del mundo rural de Europa. La 73
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ciudad americana –también como en Europa– es la estructura que consolida la posesión del territorio, el instrumento de la irreversible penetración conquistadora, el baluarte del poder. Los campos, por el contrario, son las áreas donde quedan los vencidos. En el siglo XII, por ejemplo, Enrique el León se propuso realizar lo que en Alemania llaman “la marcha hacia el Este”, colonizar tierras más allá del río Elba; y el mecanismo usado fue fundar ciudades. Lo mismo ocurre en América latina. Pero, como dijimos, no todos viven en ellas: afuera quedan los marginales, los descastados, los sin dignidad ni representación; aguardan la revancha. Representan el feudal contra el burgués, el campo contra la ciudad. Pero, igual que en Europa, el feudalismo –pese a su violencia– influye menos en el mundo moderno que la burguesía. También aquí, donde la burguesía no logra imponer su proyecto revolucionario a comienzos del siglo XIX se demora la modernidad. Los caudillos son la versión criolla del señor feudal. Hechos y mitos los dotan de una personalidad subyugante. Sus figuras enriquecen el pasado con tonalidades viriles. Preservan valores telúricos. Pero su rémora frena el desarrollo económico y el crecimiento espiritual. Los países de América latina pueden evocar anécdotas rancias y gestas admirables gracias a ellos, pero no olvidemos que son parte de los obstáculos que dificultan ascender desde la ley a la Ley. Así como los caudillos tienen su antecedente en los encomenderos, los dictadores del siglo XX tienen su antecedente en los caudillos. Y los hay de toda ralea, desde los que se asocian a idealizadas efigies del César hasta los que producen vergüenza o espanto. Su poder es proporcional al infantilismo del pueblo, a su necesidad de la mano fuerte que lo guíe (aunque lo guíe mal), a su ilusión de amparo, a las identificaciones que ligan la masa con el líder. Tras las guerras de la independencia latinoamericana, cuando la Ley se rompe en retazos de ley, caudillos y caudillejos contribuyen a desgarrar la unidad del continente con la excusa de proteger los 74
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derechos de los acólitos. Entonces Simón Bolívar, profundamente decepcionado, propina las bofeteadas de sus conclusiones: “La América es ingobernable para nosotros; este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles de todos los colores y razas”. Sin Ley, los pueblos se desfondan. Es bueno recordar que España no corre mejor suerte que sus ex colonias. Deja de ser madre-patria para convertirse en patria-hermana de infortunios. El modelo que era, como hontanar fabuloso de mística, arte y costumbres, se transforma. España es víctima de la misma irracionalidad y alienación que América. El siglo XIX es epiléptico aquí y allí. La revolución y la contrarrevolución se dan dentelladas. De 1814 a 1876 España cambia siete constituciones, padece dos guerras civiles y afronta treinta y cinco intentos militares para derrocar al gobierno, de los cuales once son exitosos. Mientras las multitudes se descuartizan en los enfrentamientos, la tradición patrimonialista y oligárquica va concentrando el 42 porciento de la tierra en el 1 por ciento de los terratenientes. La injusticia crece. También la decadencia. La etapa de los caudillos argentinos, generalmente intitulada anarquía, es la de los señoritos independientes que se atacan unos a otros o pactan según conveniencias transitorias. No reconocen ni toleran derechos políticos o mandatos impersonales delimitados. Responden a un crudo molde autoritario y mesiánico en el que predomina la experiencia de mando directo. Los caudillos son los únicos que pueden disponer de fuerzas sin recursos del Estado; de ahí su poder, de ahí que no les importen demasiado los medios legales. Aunque casi todos provienen de la ciudad, no es en ella donde actúan sino que buscan el apoyo de la plebe irrepresentada. El triunfo del caudillo inyecta en la plebe el gozo de ser incorporada a lo político; por identificación con su jefe idealizado disfruta la venganza y la reivindicación largamente añorada. 75
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El desgastante conflicto interior se va diferenciando y aglutinando en dos fracciones que enarbolan su mutuo desprecio durante medio siglo: unitarios y federales. Los unitarios privilegian el Estado central y los federales la autonomía de las provincias. Los primeros tienen su fortaleza en la ciudad de Buenos Aires y sus voceros en la gente ilustrada; continúan a la elite estatal española vinculada a la razón y las luces. Los federales reclutan su poder en el interior y responden al mando de los caudillos. Los federales expresan el feudalismo y los unitarios, la burguesía. Pero éste es un esquema simple. Ayuda a los fines didácticos y también ayuda a equivocarse. Pido disculpas si mero confusión; porque ser unitario no es idéntico a porteño (propio de la ciudad de Buenos Aires), ni federal a provinciano. Distinguidos provincianos son unitarios (Sarmiento, José María Paz) y convencidos federales son porteños (Manuel Dorrego, José Hernández). Su rivalidad es un interjuego donde intereses, ideologías, sentimientos y tendencias mezclan los tantos. Es fácil ser injusto con ambas facciones La expresividad fragorosa de Sarmiento hace un corte sísmico: civilización y barbarie. Durante décadas es considerado un acierto. Ahora se reconoce barbarie en la presunta civilización y viceversa. Pero hasta quienes se escandalizan con la violencia de esa definición, no pueden ignorarla. Porque, en efecto, tensiona el deseo de cambio y la resistencia al cambio. Compiten el progreso y la involución, la conexión con el mundo y el aislamiento del mundo, formas crecientes de democracia y modalidades crecientes de autoritarismo, poder institucional y poder personal, futuro y pasado.
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Ocurre que al final no se logra una buena síntesis y pareciera que triunfan los unitarios (ciudad, burguesía). Pero no es del todo así: ese triunfa beneficia también –y mucho– a los latifundistas que apuestan a la fórmula agroexportadora. A cambio de la centralidad económica de Buenos Aires se conceden beneficios a los federales. Beneficios que no valen mucho sino en la letra. Rápidamente se confunden unos con otros. La antinomia entre modernidad y atraso construye nuevas expresiones abundantes, también, en contradicciones y paradojas. La modernización no llega, pues, ni enseguida, ni bien, ni como resultado histórico de una evolución. Es la ambición grandiosa de una minoría ilustrada. Las revoluciones de Francia y los Estados Unidos son admiradas, pero no cuentan aquí con el mismo respaldo social. La resistencia de la campiña y los caudillos posterga y corrompe la modernización. Y los ilustrados tampoco saben tratar con la campiña ni entender a los caudillos. Termina por prevalecer lo que prevalecía desde antaño: un sistema patrimonialista que en el mundo anglosajón no se concibe: el jefe de gobierno (llámese rey, virrey, gobernador o caudillo) maneja los asuntos públicos como si fuesen una extensión de su patrimonio particular. Así se comporta Rosas, por ejemplo. Es el fundamento del paternalismo nefasto. De relaciones antidemocráticas. El patrimonialismo legitima al caudillo pero no enriquece a la nación. Simón Rodríguez, el guía de Bolívar, advierte que “fundamos repúblicas sin republicanos”. Es verdad. Aunque hay una dominancia feudal, se eligen formas modernas. Pero esa herencia feudal tomará varios desquites golpeando una y otra vez con tiranías o seudotiranías cargadas de nostalgias inconfesables.
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Las dos caras de la moneda argentina podrían simbolizarse con figuras claves de esa época: Bernardino Rivadavia y Juan Manuel de Rosas. No sólo por su gravitación, sino por su carácter de modelos. Rivadavia fue el primer presidente, una isla institucional en las turbulencias de la anarquía. Juan Manuel de Rosas fue el primer dictador. Rivadavia representa la tendencia ilustrada y moderna, acusada de facciosa. Rosas representa la tendencia autoritaria, celebrada como patriótica y popular. Son arquetipos, ya. Nos habitan, nos gobiernan. Disputan el control de a sociedad argentina. Disputan en el alma de cada argentino. Últimamente se ha puesto de moda el revisionismo histórico. Tras vencer los obstáculos de la “historia oficial”, ha conseguido popularizarse. Muchas de sus interpretaciones y varios hallazgos son valiosos. Sacuden una estructura precozmente envejecida, tendenciosa, bastante encubridora. Pero también resbala a simplificaciones que reducen su aporte a invertir los términos: lo que era objeto de admiración pasa a maldito y viceversa. De esta forma un tirano, desde cierto punto de vista, se convierte en héroe. La barbarie se transforma en veneno de gloria. Consigue seducir con lo execrado. También es rígido. Oponerse a su nuevo maniqueísmo es ahora tan antipático como le ocurría al revisionismo con el procerato oficial. No tendré más remedio que nadar en contra de su corriente. No me anima el deseo de ceñirme a la historia vieja, pero tampoco someterme a otra vejez con pintura juvenil. Que además pretende vender como panacea lo que hace tan poco demostró su proximidad al infierno. Los conflictos actuales nos estimulan a aprender del pasado. Pero para definirnos, como hubo que hacerlo antes: progreso o regresión, 78
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modernización o decadencia. Dos rumbos. Dos modelos. Por algo hay pasión por Rosas y pasión por Rivadavia. Rivadavia, para corregir los desproporcionados privilegios que se heredan desde los tiempos de la conquista y que se asientan en la propiedad de vastos territorios de producción extensiva (ni se imaginaban los beneficios de la producción intensiva), elabora un plan revolucionario. Consiste en otorgar tierras a pequeños colonos que deseen radicarse en ellas y explotarlas mediante el pago de reducidas tasas. Su propuesta violenta la costumbre de otorgar grandes espacios a pocos individuos influyentes. Como es de esperar, la resisten los grandes estancieros que no aceptan límites a sus jurisdicciones. Lo que no es de esperar es que, paradójicamente, esos estancieros cuenten con el apoyo de las víctimas, los mismos habitantes de esas tierras: prefieren el sometimiento al señor que la responsabilidad de la autonomía económica. Prevalece el régimen de tenencia latifundista que nace en la colonia y encorseta el país a la trampa del ocio. Para ilustrar las consecuencias gravosas del fracaso de Rivadavia, compárese con los Estados Unidos, donde las propiedades individuales son explotadas por el grupo familiar desde el principio de la colonización; nunca latifundios inconmensurables (excepto en el Sur, donde la esclavitud y el trabajo extensivo se prolongan hasta 1865, época en que la Argentina, yendo en contra de la historia, amplía los latifundios).* En los Estados Unidos las tierras recién con* Asombroso: la Guerra de Secesión norteamericana otorga el triunfo al norte, que apuesta a la industrialización, y derrota a los terratenientes del Sur, que desean perpetuarse como proveedores de materia prima mediante la producción extensiva. En los mismos años la Argentina culmina su guerra civil con el triunfo de los terratenientes de la pampa que desean perpetuarse como proveedores de materia prima (cueros, carnes) mediante la antigua producción extensiva. Durante unas décadas, la Argentina obtiene caudalosas ganancias –como otros países proveedores, como los países árabes en las décadas del 50-70–, pero después debe sufrir las rudas consecuencias de la dependencia y del atraso.
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quistadas no quedan al arbitrio del poder para ser distribuidas entre amigos ni premiar servicios de guerra; no es un régimen de concesiones gratuitas, sino el remate público de lores en que previamente se subdivide el plano de la futura ciudad. En la Argentina, en cambio, antes y después de las campañas contra los indios se reparte alegremente hasta donde llega la mirada del hombre y también más allá. Rivadavia, execrado por el revisionismo histórico nacionalista y luego por los que adscriben a políticas de corte populista y también presuntamente populares, intenta modificar de raíz esa grave deformación heredada. Pero, claro, también se lo execra por otros pecados: sanciona una ley de elecciones que consagra el sufragio universal, de modo que se echa en contra a los caudillos elegidos sin esos métodos “doctorales”. Establece la libertad de cultos y ordena abolir los fueros especiales del clero y el diezmo que percibía la Iglesia. Busca el afianzamiento del orden interno donde una revolución sin gobierno se autoincinera. Avanza hacia un modelo representativo y republicano con división de poderes, Parlamento libre, sufragio universal y directo, control del Poder Ejecutivo por el Legislativo; seguridad de las personas por el hábeas corpus, publicidad de los actos administrativos, libertad de escribir y publicar. Como no le alcanzan los recursos para extender la educación al ambicioso ritmo deseado, desarrolla el método de la educación mutua. Y además funda un colegio de agricultura, el Museo de Ciencias Naturales, trae de Europa instrumentos de física y química, convoca técnicos, crea la Universidad de Buenos Aires y se esfuerza para educar gente del interior que difunda la reforma en todo el país. Pero en el interior son escasos los que desean ilustrarse. Una excepción es el gobernador Del Carril, de San Juan, que sanciona en 1825 una Constitución progresista llamada Carta de Mayo, que provoca una reacción violenta. En el resto del país predomina la idiosincrasia colonial. Para oponerse a Rivadavia, el caudillo riojano 80
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Facundo Quiroga enarbola una bandera negra con la inscripción “religión o muerte”. La simbología se explica por sí sola. Cuando Rivadavia solicita al Congreso que declare a Buenos Aires capital del país, la misma provincia de Buenos Aires se opone: sus ganaderos, representados especialmente por Rosas, pretenden que las ganancias de la ciudad y su puerto continúen sirviendo a la provincia, no al país. De esta forma, Rivadavia, que parecía representar los intereses porteños, lanza iniciativas que benefician al conjunto del territorio y, en la vereda opuesta, los caudillos y latifundistas, que se dicen representantes genuinos de los pueblos, defienden la mezquindad sectorial. Rivadavia será considerado el unitario que ignora a las provincias y Rosas el federal que las ampara. ¡Vaya justicia! Juan Manuel de Rosas representa los intereses de grandes propietarios de estancias y saladeros, con un formidable ascendiente sobre los hombres de la campaña. Rivadavia, cuyo aspecto negroide evoca el mestizaje, queda ligado a las luces de la ciudad. Rosas, rubio y de ojos claros, de pura estirpe española, tiene la adhesión de los marginales. Rivadavia, desconocido por la plebe, se desespera por elevarla; Rosas, amado por los desposeídos y los negros, reinstaura el comercio el comercio de esclavos. Rivadavia cultiva la intriga política, incluso contra San Martín. Rosas condena directamente a muerte. Rivadavia es responsable del primer empréstito europeo (¡imperdonable equivocación!). Rosas, el corajudo que enfrenta los europeos (¡ejemplo inmortal!). Rivadavia quiere el ingreso de la Argentina en el mundo. Rosas estimula su aislamiento del mundo. Dos temperamentos, dos ideologías, dos siembras opuestas. Rivadavia empuja hacia las libertades y responsabilidades de la decisiva modernidad. Rosas retrae hacia la infancia autista donde subyugan los beneficios del paternalismo. A partir de la década del 50 crece la corriente histórica que reivindica a Rosas hasta alcanzar en nuestros días un relativo consenso 81
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que impide criticarlo porque, sobre todo, ha defendido la soberanía nacional. Por esa actitud corresponde perdonarle los defectos. Esta posición tiene como contrapartida que figuras adversas a Rosas son despojadas de sus incontables méritos por haber cometido errores. La reescritura de la historia, también entre nosotros, no sólo es cruel, sino caprichosa y tragicómica. Juan Manuel de Rosas suscita confusión. ¿Cómo no la va a suscitar si reúne lo deseado y aborrecido por la sociedad argentina? Su personalidad fascina y eriza. Su obra es objeto de observaciones simultáneamente elogiosas y despectivas. No sólo ha llenado más de dos décadas del siglo XIX sino que llena más tiempo en el siglo XX, aunque haya estado enterrado en el cementerio de Southampton. Contrariamente a lo que se venía postulando desde 1810, Rosas sostiene que las provincias se mantengan separadas con sus gobiernos locales y no se unifiquen bajo un gobierno central. Esta desunión tiene un nombre: Federación. Rosas la hace llamar sagrada Unidad. Apoyado en su poder económico, es el encargado de las relaciones exteriores del conjunto. Así, pues, nuevas mentiras: el país dividido en pequeños países está articulado por el lazo de la Federación y la federación es desmentida por el sometimiento de los caudillos provinciales a la voluntad de Rosas. La celebrada descentralización federal que desean los caudillos es –¡ridícula paradoja!– el triunfo encubierto del voraz centralismo porteño. Durante el gobierno de Rosas el puerto continúa derramando ganancias al fisco y los productores de Buenos Aires, sin que las provincias huelan siquiera una participación. Las industrias locales, especialmente las del interior, sufren la desproporcionada competencia extranjera. Las aduanas interprovinciales protegen no sólo la “autonomía” de esos territorios, sino su pobreza. Es otra paradoja que gusta al dictador porque así mantiene su predominio. Los caudillos-gobernadores gozan la ilusión de su poder sin advertir el costo que pagan por su sometimiento. 82
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La Federación restaura muchos aspectos del orden colonial. Pretende reparar el nacimiento prematuro o el nacimiento mal dirigido. En verdad desea anular los avances de la modernización. Arrasa con lo logrado durante el primer cuarto de siglo de vida independiente. Las iniciativas que empujan el país hacia la revolución industrial son obturadas. Se incrementa, en cambio, el paternalismo feudal cuyas nefastas emanaciones llegan hasta nuestros días. La educación que progresaba es limitada severamente y transferida a las órdenes religiosas. Se limitan las libertades públicas e individuales. La voluntad de Rosas pasa a ser objeto de una grotesca exaltación porque se la identifica con el destino nacional. Él es la ley, como durante la conquista. O peor aún: como será después. Establece desde el principio un régimen policial sanguinario. La persecución de los disidentes es despiadada. La adhesión a su régimen debe exteriorizarse mediante el uso de una cinta roja: maniqueísmo extremo, división entre elegidos y réprobos. En el interior se reproduce el paradigma extendiéndose la práctica del degüello sin cuartel. Correctamente se lo llama “Restaurador de las leyes”, las leyes del régimen pretérito y anacrónico. Leyes que se oponen al espíritu de Mayo. Leyes que ocupan el lugar de la Ley. Que obturan el crecimiento y la responsabilidad porque fuerzan la regresión y la alienada obediencia. La resistencia al cambio obtiene pingües triunfos con Rosas. La Universidad pierde impulso. Mientras en Europa se tienden las líneas férreas, avanza el telégrafo y se multiplica el uso del vapor, en la Argentina se perpetúan la carrera y el saladero. El saladero prepara la carne llamada tasajo, que va al sur de los Estados Unidos y al Brasil para alimentar esclavos. La agricultura casi no existe. El ganado es magro. El inglés Richard Newton introduce el alambrado para obtener ovejas 83
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mejoradas porque la demanda de lana crece en la floreciente industria textil… ¡de Europa! El término de la dictadura empieza cuando –¡qué dato notable!– es quebrada una hipocresía: Urquiza, gobernador de Entre Ríos, acepta la renuncia formal que el dictador presenta cada año como encargado de las relaciones exteriores de la Federación. Ofrece la renuncia para que sea rechazada con protestas de elogio. Se sobreentiende que es una mentira respaldada por la complicidad de los gobernadores. Tantos años de repetir el simulacro de legitimidad –la Ley siempre lejos…– convierte el procedimiento en rutina. La insolencia de Urquiza convulsiona al país. ¡Cómo se atreve a desenmascarar esta cómoda farsa! La Legislatura de Buenos Aires lo califica de traidor y loco. Disentir o develar es propio un traidor y un loco, efectivamente. Son palabras fuertes, pero exacta expresión de desprecio. En esa época los insultos forman parte del lenguaje político corriente. A los unitarios se los llama “salvajes”, “inmundos”; incluso se los denigra con la etiqueta de “mulato”. Otra paradoja: los negros y mulatos reales, fieles a Rosas, celebran el desprecio a negros y mulatos… Prodigio diabólico del autodesprecio. También desde los tiempos de Rosas viene el uso de “gringo” para estigmatizar a los extranjeros, y “cajetilla” para burlarse de quienes habitan la ciudad. Este hábito ofensivo se repetirá en el futuro: durante la primera presidencia de Perón se dirá a los adversarios “vendepatria”, “cipayo”, “antipueblo”, “contrera”. Durante la última dictadura militar se calificará por igual a terroristas, desaparecidos y meros críticos del Proceso como “delincuentes subversivos”. El 3 de febrero de 1852, aniversario de la primera victoria de San Martín, Rosas es derrotado en la batalla de Caseros. Disfrazado, logra huir hasta una nave de guerra inglesa que lo lleva a Gran Bretaña, donde se le brinda asilo y respeto. Este acto culminante de su vida pública no impide que sus admiradores lo exalten como el más vigoroso enemigo de los ingleses. 84
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La reivindicación de Rosas crece luego de la caída de Perón quien, sin embargo, se cuida de repatriar sus restos o hacerle homenajes. Rosas sigue en ascenso durante las décadas del 1960 y 1970, coincidieron con el recrudecimiento teórico y práctico de la violencia. Se lo idealiza, se exagera el valor de su intransigencia ante Francia y Gran Bretaña. Es el hombre fuerte que el país necesita. El patrón. El pater familias medio romano y medio bíblico. El nacionalista. El héroe de la soberanía. Pero lo que se mantiene en silencio es el fondo regresivo de su política, la decadencia de la racionalidad (económica, clerical e ideológica). Deja un país con disarmónico desarrollo, con un atraso global en materia educativa, técnica y productiva. La riqueza se concentra en menos manos. Hoy se nota un decreciente entusiasmo por Rosas*. ¿Tiene que ver en algo el Proceso? Creo que sí: es como si hubiéramos vivido nuevamente aquella sanguinaria época: el estado policial, la ley arbitraria, el retroceso educativo y científico, la decadencia productiva, el enriquecimiento de los menos. Una cosa es ensalzar el pasado no vivido, haciendo abstracción de lo que no nos gusta, y otra es vivir lo que no nos gusta. Rosas, mediante el terror, consigue mucho de la ansiada unidad nacional. Pero frena la modernización. Como contrapartida fortifica las oligarquías provinciales. La aristocracia ganadera monopoliza el poder político y las clases populares se someten al régimen de la estancia. La batalla de Caseros produce la caída de Rosas, no del rosismo (así como en 1955 cae Perón y continúa el peronismo). Los grandes estancieros conservan su riqueza, su prestigio y su influencia: Anchorena, Alcorta, Arana, Vedoya… Eso sí: Rosas salva para la posteridad a los caudillos. Quedan marcados en el alma argentina y legitimados en la historia. La Ilustración no consigue degradarlos ni borrarlos. En la nostalgia, en la
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leyenda, esos hombres llenos de coraje y amor al terruño perduran como el reverso de la cultura que florece en las ciudades. La caída de Rosas tampoco equivale a la reivindicación lisa y llana de Rivadavia. En los argentinos ambos sobreviven. Rivadavia: apasionado por la ciencia, la libertad, el progreso, la apertura mental y política, el cambio, la fuerza institucional, el civismo, Rosas: aferrado a la tradición, el quietismo, la intolerancia, el aislamiento, la fuerza personal, el autoritarismo. * El presidente Carlos Menem se ocupó de repatriar los restos. Pese al esfuerzo oficial, sus exequias no conmovieron al país.
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El siglo XIX es el escenario de un curioso personaje que se enraíza profundamente en la mentalidad argentina: el gaucho. Aunque no ocupa la totalidad del vasto territorio sino la región pampeana en particular y tiene vigencia en Uruguay y el sur de Brasil, el gaucho es una categoría de excepción elevado ahora a la altura de arquetipo. Algunas palabras como “gauchada”, por ejemplo, significan acción amistosa, generosa. “Ser gaucho” equivale a ser íntegro, valiente, hospitalario. El gaucho es solidario con el amigo, respetuoso del indigente, fiel a la palabra empeñada. Su carácter reúne precisas cualidades: introversión, puntillismo en cuestiones de honra, silenciosa picardía o hablar sentencioso, amor a la libertad, austeridad, coraje, lealtad, patriotismo, inspiración poética. Sin embargo –¡qué contraste!– rara vez ha sido apreciado en vida. Primero se lo oprime, persigue y extermina. Después se lo entroniza. Al empujarme a analizar la figura del gaucho siento un estremecimiento. Ingreso en un santuario. Puedo caer en una profanación. La mayoría de los argentinos no estamos maduros para soportar un examen objetivo de esta figura desbordante de equívocos. Sabemos que nos habita: en lo brillante y aceptado según el mito; en lo vergonzoso y oculto según la historia. Durante el siglo XIX alcanza su más alto protagonismo –guerra de la independencia, guerra de los caudillos, guerra contra Brasil, guerra contra la indiada– y el más alto grado de discriminación, que desemboca en su definitiva evanescencia, sea por muerte o metamorfosis. El peón de estancia y el orillero que aparecen después son tristes y castrados epígonos. El centauro de la pampa que comparte con el salvaje la posesión del espacio desaparece para siempre. 87
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Recién después de muerto y enterrado, después de que José Hernández escribe El gaucho Martín Fierro, después de que el resto de la sociedad se considera libre de su presencia incontrolable, brotan las voces de revalorización. Tardan años en perforar el monolítico rechazo de la elite ciudadana. A fines del siglo XIX por ejemplo, La Vanguardia, órgano del flamante Partido Socialista, rompe el consenso negativo y traza un retrato idílico. Dice del gaucho inexistente que es elegante, viril, orgulloso, honorable, libre para vagar y trabajar a su antojo; y lo contrasta con su sucesor degenerado. Al abrirse el siglo XX aparece un editorial en la Revista de Policía que lamenta la desaparición del viejo gaucho filantrópico, muerto bravíamente por su amado país y reemplazado por un nuevo espécimen bribón, egoísta y pendenciero. En 1913 Leopoldo Lugones pronuncia unas conferencias que después reúne y publica en El payador, en un definitivo impulso a su resurgimiento glorioso; pero en la literatura y el mito la pampa queda vacía de él. ¿Quién fue el gaucho? ¿Por qué nos importa ahora? ¿Cuánto le deben nuestros hábitos, trastornos de conducta, reflejos, preferencias? La palabra gaucho no es muy antigua. Aparece por primera vez en el año 1743, en Noticias secretas de América, diario de dos navegantes científicos españoles; utilizan el término en forma genérica para referirse a los habitantes del campo. Pero en la Argentina –nada menos que en la Argentina– esa palabra acusa un nacimiento ultrajante: funcionarios del gobierno se quejan en 1774 de gauchos y cuatreros que operan en una región donde no impera la ley. Irrumpe, pues, como expresión de delincuencia. Su aparición en escena está mancillada por un estigma que recién en nuestro siglo –idealización mediante– se comienza a borrar. Las disputas etimológicas se deben a su actual jerarquía; cuando el gaucho era una odiosa realidad no se hicieron esfuerzos para iluminar su origen. Ahora, en cambio, se sostiene que gaucho proviene de la voz árabe chauch, que significa tropero, arreador de 88
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animales; además se parece al árabe por su afición al caballo, la vestimenta, su nomadismo en la vastedad del espacio. No obstante, quieren ganar la partida los andaluces que nos traen la modificación de chauch a chaucho, vocablo que en el Río de la Plata bien pudo transformarse en gaucho durante el siglo XVIII. Los que privilegian el origen indígena muestran el araucano gachu que se traduce como amigo, camarada. Y obtienen atención quienes se fijan en una palabra del profundo quechua: guacho –de vigencia erizante– que significa solo, huérfano, vagabundo, abandonado… y bastardo. Ahora que gracias a la literatura, el folklore, el mito y la culpa, la palabra gaucho tintinea con honor, compiten las lenguas y los deliquios para atribuirse la fuente. Abundantes estudios pretenden derivarla del gitano, el vasco, el hebreo y hasta el inglés. El pintor Emeric Essex Vidal, en 1820, escribe que “los habitantes de Buenos Aires llaman a todos los campesinos gauchos; un término, sin duda, derivado de la misma raíz que nuestras voces inglesas gawk o gawkey (torpe, patán), adaptadas para expresar los modales y el aspecto desgarbado y desaliñado de esos rústicos”. El razonamiento del pintor no es arbitrario. Contiene más verosimilitud plástica que la que nos atreveríamos a reconocer. Si interrogamos documentos de época, casi todos tienen connotaciones descalificantes. Para que el gaucho que tenemos adentro nos explique hoy, no basta evocarlo como deseamos que sea: así lo exhiben la literatura y el mito. Deberíamos, por el contrario, abrazar las bellezas del mito para zambullirnos en las marejadas de la historia y recuperar al gaucho como fue, o como lo veían en su época. En alguna medida es el argentino que posiblemente no queremos ser y, no obstante, somos demasiado. El inspector postal Concolorcorvo, espontáneo cronista, afirman que son perezosos y andan mal vestidos, desagradan como guitarristas pero se muestran hábiles con el lazo, las boleadoras y el cuchillo; 89
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viven miserablemente en toscas chozas de adobe; algunos asaltan a los viajeros desprevenidos. El científico español Félix de Azara utiliza las palabras gaucho y gauderio como sinónimos: delincuentes y cuatreros que vegetan con mujeres cautivas. El minero inglés Francis Bond Head viaja de Buenos Aires al Perú y lo acompañan en largos tramos los gauchos; le parecen que son “salvajes (…), una raza bárbara y rústica (…) extremadamente adicta al juego y la pele con cuchillo”. Tan categórica y unánime es la desestimación que hasta Sir Walter Scott, asombrado por las coloridas referencias, se siente tentado a escribir sobre ellos como “especie de salvajes cristianos llamados gauchos cuyo principal mobiliario son los cráneos de los caballos muertos, cuya única comida es la carne cruda con agua, cuya única ocupación es apresar ganado cimarrón (…) y cuya principal diversión es montar un caballo hasta reventarlo”. Predominan las imputaciones. Son “incultos en las letras, los modales, la religión y la moral”, informa el agregado de negocios de los Estados Unidos en 1832, y agrega que tienen “la ferocidad del carnicero”. El juego es “el espíritu animador de la existencia y la diversión” –sostiene Thomas J. Hutchinson, cónsul británico en la década de 1860–. Además, se pasa la vida fumando, tomando mate y cabalgando de una pulpería a la otra. Los desacuerdos entre jugadores de naipe concluyen trágicamente con un gaucho “destripando a otro con el cuchillo tras una riña trivial”. Quizá uno de los retratos más descarnados se lo debamos al lingüista Frederick Mann Page, pero escrito en 1893, cuando el gaucho ya agoniza: “El gaucho suele ser generoso, taimado, liberal, irreligioso, ignorante, inmoral, feroz, hospitalario, valiente, moderadamente honesto, ostentoso, ávido de novedades, jugador por naturaleza, libertino, bravucón”. Page reconoce la influencia de las peculiares condiciones socioeconómicas en la formación de un carácter contradictorio y, al mismo tiempo, tan previsible. Lamenta que no se le brinde ayuda para incorporarse a la vida moderna. En este 90
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sentido coincide con José Hernández, Juan Bautista Alberdi y Florentino Ameghino, quienes denuncian la opresión, el prejuicio y la irracionalidad de que son objeto. En las guerras de la independencia son incorporados a las tropas en forma masiva mediante el reclutamiento forzado. Pese al fervor patriótico que describen algunas versiones, la tasa de deserción es importante. Merece destacarse una excepción: el Norte, donde Martín Güemes lidera la llamada “guerra gaucha”. No son exactamente los gauchos de la pampa, pero se les parecen. La palabra gaucho es tan descalificante que cuando José de San Martín la emplea en dos comunicados, la Gaceta oficial se considera obligada –fiel al pudor y las buenas costumbres– a sustituirla por la expresión “patriotas campesinos”. Un gaucho no encaja con el amor a la patria o las acciones virtuosas. Son vagabundos. Lo único que saben y pueden hacer, además de robar ganado y consumir su existencia en el juego o las peleas a cuchillo, es guerrear. De ahí los consejos de Sarmiento al general Bartolomé Mitre en 1861: “No ahorre sangre de gauchos”. Su apego a la libertad, que tras su desaparición se celebra, es denunciado en vida como un vicio. Charles Darwin, el viajero inglés que algo simpatiza con los gauchos, narra que cerca de Mercedes, en 1833, preguntó a dos hombres por qué no trabajaban. “Uno dijo que los días eran demasiado largos; el otro que era demasiado pobre.” Como se ve, justificativos absurdos porque no existen las condiciones de una respuesta adecuada. ¡Son una aberración social! Conforman una categoría inclasificable. Disperso por la inmensa llanura, alimentado por el ganado cimarrón, montado en uno de los despreciados caballos criollos, conchabado esporádicamente en un trabajo rural, el gaucho pasa de un estamento socioeconómico y legal a otro donde lo único permanente es la inestabilidad. Cuando se lo contrata por día o por mes se transforma en peón asalariado o jornalero. Pero al terminar su contrato queda sin empleo –esto dura la mayor parte del año– y vuelve a ser vagabundo, contraventor de las 91
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leyes, fugitivo de los reclutamiento. Su inestabilidad abarca el espacio (de la estancia legal a la ilegalidad de la intemperie) y el tiempo (empieza como ladrón de ganado, sigue como soldado de la independencia, luego servidor de los caudillos, pasa a ser carne de cañón en la guerra de los fortines, se transforma parcialmente en peón de estancia y termina exaltado como arquetipo nacional). Se lo acusa de individualismo. Es un rasgo evidente. Pero es consecuencia de la dispersión que imponen las distancias y las frustraciones que padece en contacto con los hombres de ciudad. No importa tanto el individualismo, sino que esa dispersión impide constituir la solidaridad grupal. Adherido a la montura del caballo, nunca se apea sino para echarse a dormir. Si participa en reuniones, incluso si oye misa, lo hace de a caballo. Desmontado, no parece un hombre. Guillermo E. Hudson cuenta que “se menea al andar; las manos buscan a tientas las riendas; los dedos de los pies se curvan hacia adentro como los de un pato”. ¿Cómo podría ser hábil para el trabajo si no sabe caminar? Un gaucho de a pie asusta a un toro, porque le animal no reconoce semejante especie. Es correcta, pues, la imagen del centauro. Pero el gaucho –otra paradoja– no trata con cariño a su animal. ¿Por qué es cruel con el caballo? El domador goza de más jerarquía que el resero y reúne valores apreciados por la gente rural: destreza, sangre fría, agilidad, emoción, virilidad. Pero en la doma es feroz. Al díscolo animal lo sujeta, arroja al suelo, cubre los ojos y asfixia con un lazo ceñido. Así debilitado, lo monta y deja correr hasta el agotamiento. Este rudo método produce lesiones y muertes. En 1846 Schóo informa a Rosas que de setenta y cinco caballos comprados, sietes habían muerto por heridas sufridas durante la doma. La abundancia de caballos provoca la indiferencia; aun el gaucho más humilde posee una tropilla a medio domar. Observadores de los Estados Unidos y Europa, según el testimonio de Richard W. Slatta, “que otorgan gran valor económico 92
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al caballo, expresan horror ante el destructivo método gaucho de domarlos. El domador parece totalmente indiferente al bienestar del animal, lo cual parecería una anomalía dada la importancia del caballo en la vida de frontera”. Francis B. Head recuerda en 1826 que, tras un vivaz galope, “las espuelas, talones y piernas de los peones están literalmente bañados en la sangre” que fluye de lo flancos heridos de los caballos. Según el periódico La Tribuna, de abril de 1855, ningún jinete del mundo se preocupa menos que el argentino por alimentar, abrevar y mantener al caballo. Por otra parte, los soldados de frontera cabalgan tan cruelmente que los animales tardan meses en recobrarse. Mucho rencor debe acumularse en el pecho del gaucho para descargar tanta maldad. Mucha decepción para odiar tanto a quien tanto necesita y debería querer. Acostumbrado a la miseria, adicto a siestas largas, prefiere robar a trabajar. Los niños, criados en la infinita y bárbara llanura, heredan los malos hábitos. Pero la delincuencia campesina no está sólo a cargo de los gauchos. En 1873 varios miembros de la Sociedad Rural admiten la complicidad de los estancieros en el tráfico ilícito de cueros. La Sociedad también sospecha la corrupción de jueces locales. Los cuatreros no pueden operar solos: necesitan mercados y también comerciantes y funcionarios que faciliten el tráfico ilícito. Marion Mulhall cuenta una graciosa anécdota: el juez de paz de Azul ofrece comprar cueros, sin hacer preguntas indiscretas, a un gaucho llamado El Cuervo. El gaucho debe arrojarlos por encima de la pared que rodea la casa del juez. Después de unos días, un peón del funcionario descubre algo sorprendente: los cueros que provee el gaucho tienen la marca de su patrón. El juez, furioso por tener que comprar el producto de sus propios animales, increpa al gaucho. Pero éste responde con magistral ironía: “Patrón, ¿qué ganado querría usted que matara si no era el suyo?”.
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La organización legal que favorece el latifundio impide que el gaucho acceda a la tierra, la casa, la estabilidad, la responsabilidad y el amor al trabajo. La Ley Avellaneda de 1876 implica un paso audaz para la reforma agraria –cuyo primer adalid fue el ya lejano presidente Rivadavia–, pero la administración débil y corrupta permite, como siempre, que los especuladores adquieran vastas extensiones que luego no se dedican ni a mejorar ni a poblar. Estrada, en los Anales de la Sociedad Rural de 1866, critica la mala estructura basada en la desigual distribución de la propiedad y aconseja la modificación de las leyes que rigen la propiedad feudal de las tierras. Pero los latifundistas prominentes mantienen su poder al margen de las fluctuaciones políticas: los mismos nombres, las mismas familias, los mismos intereses dominan los asuntos nacionales de todo el siglo XIX y parte del XX. La consolidación de los latifundios continúa durante gobiernos liberales y europeístas (paradoja, otra vez). A fines de 1854, la Revista del Plata condena el limitado acceso a la tierra por parte de los campesinos: familias harapientas subsisten en chozas destartaladas porque conocen la inutilidad de construir hogares sólidos que les serán arrebatados al finalizar el contrato de arrendamiento. El coronel Benito Machado, en nota al presidente Mitre fechada en 1863, señala la carencia de tierras como la causa principal de la vagancia y el juego. Carencia de tierras en un país como la Argentina, donde lo que sobra es precisamente la tierra. El gaucho no sólo pasa la mayor parte de su existencia fuera de la ley, sino que la ley es modelada de tal forma para que siga, cada vez más, fuera de ella. El modo de definir y condenar a los vagabundos, desertores y cuatreros no es aséptico ni ingenuo: refleja intereses. La necesidad de peones dóciles en un territorio donde la mano de obra se escurre en el laberinto de su extensión genera argucias legales para “cazarlos” y enviarlos a las estancias o hacerlos morir en los enfrentamientos contra los indios. Esos seres trashumantes y analfabetos deben portar siempre su documentación, lo cual es una 94
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sutil maniobra para convertir en delincuentes de facto a casi todos los habitantes de la pampa. Son culpables a priori, hasta que prueben lo contrario. Los archivos de los jueces de paz y de la policía revelan que severas disposiciones se aplican con todo rigor y compulsivamente contra miles de gauchos. Estos abusos levantan un hervor de odio generalizado en la campaña. El gaucho siente que, en nombre de la ley, se burla la Ley. Por el mero testimonio verbal un hombre puede ser sentenciado a varios años de servicio militar por vagabundo. La leva es arbitraria, forzosa. Los gobiernos que se suceden, unitarios o federales, luego liberales o conservadores, apoyan el poder de los terratenientes en su contra. El mismo Rosas, que parecía cómplice del gauchaje, redobla la persecución de los vagos. Busca la “subordinación” –palabra que le encanta repetir– de la población rural. Ser peón golondrina es peligroso. Ser el hombre libre de la pampa que hoy celebra el folklore es delincuencia. Lo ilustra este caso: a mediados de 1839 las autoridades arrestan a Francisco Solano Rocha por no tener pasaporte no patrón. Su empleador de “Los Cerritos”, Juan José Díaz, le había dado un mes de licencia para viajar a Tapalqué. Aunque Díaz consideraba al gaucho un buen peón, y aunque ya había cumplido tres años de servicio militar, la sola falta del documento lo condena a un nuevo período de reclutamiento. Otro caso es el de Bartlo Díaz, oriundo de Santiago del Estero, arrestado en 1846 por malhechor; sus datos: veintiocho años, analfabeto, sano, peón de campo, descalzo y vestido con chiripá; su delito: no portar el documento. Lo grave es que a menudo los “vagabundos” obligados a la conscripción, desertan. El desertor es un delincuente agravado y más peligroso. Para combatir la deserción el gobierno ofrece recompensa a quienes delatan. Pero también ofrece amnistía. De esta forma se confunde una situación con otra.
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Tampoco los niños se salvan. A fines de 1847 los funcionarios de Chivilcoy arrestan a Feliciano Pereyra, de nueve años, que tocaba la flauta en el ejército, acusado de deserción. Se lo castiga con ocho años de servicio militar, pero le perdonan los 300 azotes que se propina a los desertores. Su captor obtiene un premio de 50 pesos. Entre los castigos practica usualmente el “estaqueado”. La víctima es atada por tobillos y muñecas con correas de cueros húmedos, en forma de equis yaciente. Cuando el cuero se seca, los miembros se estiran hasta desgarrarse. El Eco de Tandil de 1882 por fin advierte que es una hipocresía castigar a los vagabundos, que lo son por las estructuras jurídicas y económicas de la provincia. Los poderes arbitrarios de los jueces de paz y la policía, así como la amenaza de la conscripción, fuerzan al gaucho a vivir fuera de la ley. La maquinaria transforma peones honrados en vagabundos. Los delitos de la pampa derivan de la marginalidad impuesta. Y las sucesivas administraciones no proveen ni escuelas ni tierras sino cepos y azotes. Los jueces dan una imagen caricaturesca. Se convierten en corruptos cómplices de terratenientes y de políticos. Llegan a actuar como jueces electorales que garantizan la victoria de ciertos candidatos mediante el fraude y la fuerza. Sarmiento informa a un amigo, en carta de 1857, que los gauchos que se resisten a votar por los candidatos del gobierno son encarcelados, puestos en el cepo o despachados a la frontera. En 1863 el Standard describe una elección rural donde los jueces conducen a los gauchos a las urnas “con papelitos de color en la mano” (la Ley lejos…) Juan Bautista Alberdi se opone a identificar redondamente la barbarie con los gauchos. Sostiene que sólo representan la barbarie en libros que no entienden qué es la civilización. Compara el gaucho con el marinero y el mecánico inglés, también toscos e incultos, pero centrales en la vida económica de su país. La inversión inteligente del problema que ensaya Alberdi fue, sin embargo, anunciada por el mismo Sarmiento en su fundamentan Facundo al admitir que Buenos 96
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Aires envía “sólo cadenas, hordas exterminadoras y tiranuelos subalternos” al interior; en lugar de la “luz, riqueza y prosperidad” de una civilización en serio. En 1856 produce sus denuncias más violentas contra el latifundio ganadero, que condena a gran parte de la población rural a una existencia errante e insegura. José Hernández es más explícito: la civilización genera la barbarie al crear fortines y grandes fincas, expulsar indios y perseguir gauchos. Insiste que el latifundio deja tierras ricas “en la esterilidad y el abandono”. Hacia su agonía, el gaucho se desluce, adapta y apaga. El poema Martín Fierro, en la segunda parte (1879), aconseja respetar al otro, trabajar con empeño y evitar la bebida. Ya no es el gaucho que fatiga las extensiones ilimitadas de la pampa, sino el hombre que se asienta. Martín Fierro concluye diciendo que el gaucho debe tener casa, escuela, iglesia y derechos, bienes que nunca tuvo y por eso fue quien fue. En la Vuelta, quien representa al gaucho primordial ya no es Fierro sino un personaje taimado o insociable, el viejo Vizcacha, dueño de una cínica sabiduría y cuyo hábitat produce espanto. ¿Lágrimas por el gaucho muerto? Hace rato que lo han matado, pero parece actual por efecto del mito y la presencia de sus epígonos. Cuando se quiere fijar la fecha de su obituario, aparecen las controversias. Adolfo Bioy Casares ofrece un irónico cálculo: “Varias generaciones afirmaron que el gaucho sólo existía en el pasado, preferentemente setenta años antes de cada una de dichas afirmaciones. La nostalgia estimulaba a fechar la extinción en la generación anterior. Su extinción parecía su característica más perdurable”.
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El gaucho Martín Fierro, largo y brillante poema de José Hernández, no sólo es un sólido monumento literario que rodea al arquetipo, sino la descripción de miserias y cualidades que aún nos determinan. La obra ha logrado consenso y ditirambos. Es el producto artístico argentino más traducido. Forma parte del santuario nacional. Jorge Luis Borges, sin embargo, se atrevió a romper la unanimidad en su trabajo La poesía gauchesca. Reconoce el peligro que corre quien se atreve a cuestionar los mitos y, a pesar de ello, se lanza a decir que el Martín Fierro no es una representativa epopeya nacional, sino una novela decimonónica escrita en verso, nacida en el tiempo de las grandes novelas, centrada en un destino individual. Afirma que asimilar el Martín Fierro a la épica es una inútil y equivocada pretensión. Si el personaje no es más que “un cuchillero de mil ochocientos setenta, ¿cómo va a condensar la historia de nuestra patria? No hay otro libro argentino que haya sabido provocar de la crítica un dispendio igual de inutilidades”. La obra se dedica apenas a “las dolorosas vicisitudes de un gaucho del último tercio del siglo diecinueve, en la época de su decadencia y desaparición por una organización social que lo aniquila”. Borges enfatiza su asombro de que “la vida pastoril ha sido típica de muchas regiones de América, desde Montana y Oregón hasta Chile, pero esos territorios, hasta ahora, se han abstenido enérgicamente de redactar El gaucho Martín Fierro”. Aunque estas iconoclastas observaciones tienen mérito cuestionador, no se pregunta por qué las sucesivas generaciones argentinas, sin detenerse en las precisiones de la ciencia literaria ni los 98
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encuadres académico, sienten este poema como el más representativo de su identidad colectiva. Por qué el gaucho abandonado, perseguido, individualista, rebelde, peleador y lacrimógeno, que narra sus desventuras en las sextinas de una prosodia deformada, es elevado a la cima del arquetipo. Las dos partes del extenso poema –Ida y Vuelta– condensan la historia del gaucho, su insubordinación y su sometimiento, su libertad perseguida y su rendición melancólica, su protesta y su resignación. Pero la segunda no sustituye la primera, sino la completa. Ambas perduran en las turbulencias subterráneas de la mentalidad argentina. El “todo” Martín Fierro mantiene vigencia, con sus contradicciones, irracionalidad, sabiduría, resentimiento. Los argentinos nos vemos en ese poema, de ahí el hábito de citarlo a mansalva, profusamente, en las ocasiones más dispares. No sólo el gaucho que en primera persona nos canta “una pena extraordinaria”, sino todos sus personajes, provistos o no de nombre, que tejen la urdimbre de una sociedad corrupta, injusta e inestable. Borges incorpora a su trabajo esta aguda observación: “Otro recurso para descuidar el poema lo ofrecen los proverbios. Esas lástimas –según las califica definitivamente Lugones– han sido consideradas más de una vez parte sustantiva del libro. Ingerir la ética del Martín Fierro, no de los destinos que presenta, sino de los mecánicos dicharachos hereditarios que estaban en su decurso, o de las modalidades foráneas que lo epilogan, es una distracción que sólo la reverencia de lo tradicional pudo recomendar”. “Creer en su valor nominal es obligarse infinitamente a contradicción.” En otras palabras, Borges atribuye a Martín Fierro la muy reconocida y celebrada anécdota del cura que ordena a sus feligreses “haced lo que yo digo, mas no lo que yo hago”. Este cura también nos representa mucho. “La verdadera ética del criollo –recuerda Borges– está en el relato”, en las acciones de Martín Fierro y no en sus consejos acompañados con guitarra. Las acciones son delictivas y presumen “que la sangre 99
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vertida no es demasiado memorable y que a los hombres le ocurre matar”; los consejos, en cambio, piden respetar al otro (y suenan a falso). No es un defecto original, sino reflejo de una tradición. Vale la pena unir este señalamiento con lo que desarrollamos insistentemente páginas atrás: más que ser moral, se predica la moral; más que asumir la Ley, se hace como si se la asumiera. Hay un hueco de Ley (mayúscula) y se rellena con la paja de la ley (minúscula). No se es: se aparenta. Y se termina valorando más la representación que lo representado. También nos extendimos en el desprecio. Desprecio al otro que juega la mala pasada de provocar el autodesprecio. Desprecio parecido atrozmente por el gaucho. Que lo induce a no valorar su persona ni su vida. Tampoco la de los otros. Para Borges, Martín Fierro no supera su desprecio por la vida. “No me olvidaré de un orillero –cuenta–, que me dijo con gravedad: ‘Señor Borges, yo habré estado en la cárcel muchas veces, pero siempre por homicidio’.” ¡Curiosa escala de valores que pone tan bajo el respeto por el otro, y que viene de lejos!: las matanzas de la conquista, el desdén por los bastardos y los negros, la carnicería desenfrenada de animales; que siguen con la sanguinaria puja entre caudillos, los degüellos de la Mazorca, el exterminio de los ranqueles, la cacería de los gauchos. Y llega a la segunda mitad del siglo XX con honda carga de criminalidad para asesinar miles de personas sin siquiera reconocerlo (los desaparecidos). Cuando el jacobino Mariano Moreno, ex secretario de la Primera Junta, fallece en alta mar, se dice que dijo el presidente: “Se necesitaba tanta agua para apagar tanto fuego”. Parafraseando a Saavedra, podemos exclamar junto al cofre de la turbulenta historia argentina: “Se necesita tanta sangre para apagar tanto odio”. ¿Por qué el odio, las matanzas, el delito? El padecimiento desmitificado del gaucho nos aporta cierta luz. El pobre gaucho empieza su martirio antes de nacer. Desde su concepción es una llaga viva. El vientre materno ya es un claustro de oprobio. Cuando asoma a 100
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la luz tiene impuesta la condición infamante: es gaucho. Es decir, bastardo. Es hijo de la paternidad irresponsable que siembra descendencias al voleo. Las mujeres son preñadas como las vacas y abandonadas a su suerte. Los niños buscarán a su progenitor en el primero que se les acerque, lo idealizarán en el caudillo, lo alucinarán en la infinitud del territorio. El gaucho es tratado como un mal sujeto, como un hijo de puta. Lo consideran eso. No tiene muchas alternativas, y en el fondo y en la superficie se siente eso. Entonces se comporta como tal, como se supone que se comporta en cualquier lugar y tiempo un hijo de puta. Desconoce la autoridad, que le es adversa y discriminatoria. Sin padre no hay Ley. Nos preguntábamos varias páginas atrás sobre lo que pasó durante los tres siglos coloniales en el espacio rural. ¿Qué se hizo de los numerosos retoños que engendró la hiperactividad genital de los conquistadores? ¿Cómo se portaron los primeros mestizos y después sus hijos, nietos y tataranietos? Creo que podemos aventurar una pequeña parte de la respuesta que se relaciona con ciertos núcleos de nuestra conducta. Hubo un modelo transgresor y un machismo extremo que se fueron consolidando en el curso de las generaciones. La mujer se puede usar sin contrapartida. Las limitaciones son violables. Que haya o no embarazo como consecuencia del placer, no importa. El país está lleno de gauchos como uno. Que son despreciados como uno. Que les han vilipendiado a la madre, como a la madre de uno. Cada gaucho no sólo es gaucho, sino hijo de puta por partida doble: porque lo es su padre y porque a su madre la trataron como no se trata a una mujer respetable. El gaucho, entonces, tiene que sentirse muy guacho. Guacho de alma, no sólo de la carne. Querrá vengar a su madre y a sí mismo. Pero la única venganza posible es haciendo a otras lo que a ella le hicieron. Transforma a su madre a una santa idealizada; no duda en matar por su honor. Las demás son “perdidas”; pocos años después lo cantará así el tango. 101
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El gaucho es un antihéroe antes de ingresar en el mito. Vive como un bárbaro e impugna la autoridad. La mala autoridad que equivale a su padre hijo de puta y a la ley de los leguleyos. Su perpetuo galopar y su irrefrenable delinquir son una conmovedora fuga de la opresión y una costosa respuesta a las burlas. Desde su desamparo llama con lágrimas secas a la justicia, cuya protección nunca tuvo. Cuando Martín Fierro está “de vuelta”, cuando expulsa a la “barbarie” (el mal) a la indiada, y ya tiene diferencias importantes con el gaucho que fue, resucita el Martín Fierro primordial en el Viejo Vizcacha. Vizcacha no es el antónimo de Martín Fierro, sino “su otro yo” o su verdadero yo –como el otro yo del civilizado Doctor Merengue que populariza la historieta–. Mientras Martín Fierro pide solidaridad y respeto, Vizcacha sigue siendo el gaucho marginal que se protege como puede con las armas de la astucia. Después de Fierro es el personaje más popular de la obra. No resulta incoherente que las expresiones malsanas de este pícaro tengan tanta aceptación como los mismos consejos de Fierro. Tampoco es arbitrario reconocerlo como precursor de la viveza criolla. El vivo –lo atestiguan sus víctimas– se comporta como un guacho. El vivo es también un huérfano que se desquita y se defiende. Con otras armas, pero equivalente habilidad. Y esterilidad.
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Tras la caída de Rosas, el Acuerdo de San Nicolás establece el pacto federal, la libertad de comercio en todo el país, la distribución proporcional de las rentas nacionales y la convocatoria a un Congreso Constituyente. Pero las cláusulas económicas y la igualdad de representación desencadenan la oposición porteña, que rechaza el Acuerdo. Urquiza disuelve entonces la díscola Legislatura de Buenos Aires y se hace cargo del poder nacional. Pero ni su reciedumbre ni su triunfo duran mucho. Cuando viaja a Santa Fe para instalar el Congreso Constituyente, estalla en Buenos Aires una revuelta que restaura las antiguas autoridades, quienes declaran nulo el Acuerdo de San Nicolás, autónoma la provincia y elige su propio gobernador. Es gravísimo. El tiempo retrocede treinta años. Urquiza prefiere no intervenir. Es el gran jefe que se inhibe: como Aníbal ante Roma, como Juan Lavalle ante Rosas, como se volverá a inhibir ante Mitre en la batalla de Pavón. El Congreso, inspirado en la Constitución de los Estados Unidos y las propuestas de Juan Bautista Alberdi, consagra el sistema representativo, republicano y federal, un Poder Ejecutivo fuerte, asegura los derechos individuales, las autonomías provinciales y una equitativa distribución de las rentas de la nación. Es una pieza ejemplar que tendrá larga vigencia. La firman el 1º de mayo de 1853; es jurada por todas las provincias, excepto Buenos Aires. De esta forma queda consumada la secesión vernácula. La Argentina será durante casi una década dos países. Por un lado la Confederación Argentina con capital en la ciudad de Paraná, y por el otro el Estado de Buenos Aires, que se da su propia Constitución en 1854, y que 103
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mantiene su añeja organización administrativa y la abultada recaudación de la aduana. La Confederación, en cambio, necesita crear el armazón institucional del Estado a partir de la pobreza y el aletargamiento que acrecentó en el interior del país la reaccionaria gestión de Rosas. Ambos estados se hostilizan. La Confederación, como no recibe las ganancias de la aduana porteña, establece un pago adicional a las mercaderías que pasan por Buenos Aires. Buenos Aires responde airada prohibiendo el pasaje en tránsito hacia su puerto de los productos de la Confederación. La Confederación apoya en secreto los ataques de los indios a las proximidades de Buenos Aires. Buenos Aires moviliza sus fuerzas contra la Confederación. Este odioso clima político es simultáneo, paradójicamente, al despuntar del crecimiento económico: intensa producción de lana y de cereales, que se exportan masivamente. Comienza la inmigración, que pronto será aluvional, y surgen las históricas colonias Esperanza, San José, San Jerónimo, San Carlos. En la batalla de Cepeda miden sus fuerzas los dos Estados. Triunfa la Confederación Argentina sobre el Estado de Buenos Aires. Se firma un pacto mediante el cual esta última se declara parte de la Nación Argentina y acepta en principio la Constitución de 1853. Pero una nueva excusa le permite declarar nulo el pacto. La Confederación decide esta vez intervenir a la caprichosa Buenos Aires. Chocan las tropas en la batalla de Pavón, donde se supone que Urquiza se deja derrotar. Bartolomé Mitre, líder de Buenos Aires, asume interinamente el gobierno de la Confederación y luego es elegido presidente, cargo que asume el 12 de octubre de 1862, La Argentina tiene, así, su tercer “primer” presidente (hasta en esto somos confusos): Rivadavia fue el primero en investir esa jerarquía, pero sin el apoyo de las provincias; Urquiza fue el primero de todas las provincias pero con Buenos Aires afuera; Mitre es el primero de la nación en su conjunto. Tras esas 104
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marchas y contramarchas, desencuentros y paradojas, el país ingresa en un medio siglo de relativa estabilidad, con desafíos nuevos y la creciente opulencia de una franja social.
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De 1862 a 1880 se suceden tres presidentes ilustres por su dinamismo y creatividad: Mitre, Sarmiento y Nicolás Avellaneda. Renacen los principios de la Revolución de Mayo y el modernismo de Rivadavia. Junto a ellos activa una minoría entusiasta que ha hecho su experiencia durante la época de Rosas (en contra o en favor) y los rudos años del enfrentamiento entre los dos Estados argentinos. Tras costosa demora se pone en marcha la organización del país: se tienden caminos y telégrafos, se desarrolla el correo, se suprimen las fuerzas militares locales. Se constituye la justicia federal, se reordena la administración, se redactan códigos, se impulsa la educación popular, se efectúa el primer censo nacional, se empieza a vigilas la salud pública. La batalla de Pavón es interpretada en varios sitios como el triunfo de Buenos Aires o de una alianza entre las provincias del litoral contra el resto. Se produce entonces la rebelión de los últimos caudillos, que con sus razones, sus lanzas y su trágica osadía caen definitivamente. Décadas después resurgirán en la nostalgia y la protesta. La elite de estancieros y los profesionales que de ella brotan siguen adelante con su proyecto: tienen claros intereses y orientan con mano firme las acciones. Queda aún pendiente la cuestión de los indios ranqueles. Dominan la mitad sur del país. La línea de fortines, que marca una frontera interior transversal desde el Atlántico a los Andes, no es suficiente. En 1876 se cava una inmensa zanja desde la provincia de Buenos Aires hasta la provincia de Córdoba para impedir sus cuantiosos robos de ganado. Pero esta línea Maginot resulta burlada: los indios empujan olas de vacunos al interior de la zanja hasta 106
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rellenar un tramo y por sobre ese piso doliente hacen pasar el resto; tal es la abundancia de animales. Es el Far West austral con escenas que erizan, sucios negocios, cinismo político, fortineras que arriesgan sus vidas llevando erotismo al desierto, historias de cautivas y torturas a desertores. El ulular de los malones incendia de pesadillas a los que se aventuran en el Sur. La lucha hubiera proseguido contra la invencible lanza si no se introducía el Remington. Los recios salvajes son perseguidos por las balas hasta sus profundas bases en la Patagonia y se aniquila su poder ofensivo. La oligarquía argentina dispone ahora de un territorio tan vasto que casi duplica el anterior. Se repartirá mal, según el antiguo esquema colonial latifundista. Crece la riqueza, pero en pocas manos y estrechamente dependiente del mercado europeo. Aumenta la demanda de lana en los países manufactureros, por ejemplo, y la Argentina eleva de manera fantástica su cría de ovinos a 60 millones de cabezas. Pero una fábrica que se instala en 1873 para producir tejidos con la baratísima materia prima existente debe cerrar por no poder competir con los artículos importados. Sarmiento reclama el desarrollo de otras manufacturas que no sean las tradicionales, pero la tendencia agroexportadora estrangula cualquier iniciativa. En 1876 se establecen algunas tímidas tarifas proteccionistas; inútil: el mercado sigue siendo dominado por los importadores. De ahí que los centros urbanos en expansión se vuelven predominantemente comerciales y parasitarios: reina intermediación y la especulación. Buenos Aires se reencuentra con su viejo ethos. En este período se tienden 2516 kilómetros de líneas férreas por medio de tres compañías argentinas (dos estatales y una privada) y siete compañías extranjeras. Las extranjeras hacen buen negocio porque reciben anchas extensiones de campo a los lados de sus vías; son las que más se valorizan, pero no ayudan a la política de colonización, sino a la tentación especuladora. De todos modos los
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ferrocarriles imprimen un gran impulso porque crean nuevos pueblos e inéditas fuentes de trabajo. El revolucionario vuelco económico, social y cultural será producido, sin embargo, por el fenómeno de la inmigración masiva.
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La apertura del país brinda facilidades “a todos los hombres de buena voluntad que quieran habitar el suelo argentino”. Entre 1857 y 1930 llegan 6.330.000 inmigrantes, incorporación que sacude la base económica, étnica, política y cultural del país. De seguir ese ritmo la población se duplicaría cada veinte años. Es un capítulo sísmico de la historia argentina. Choca la tradición colonial mestiza con el aluvión extranjero. La elite gobernante se siente reconfortada porque recibe la mano de obra que necesitan sus campos infinitos, pero considera a los inmigrantes un mal necesario: podrían, con el tiempo, desequilibrar el poder (y lo harán, efectivamente). No les facilitan la posesión de la tierra y, de esta forma, desalientan su arraigo. Gran cantidad de inmigrantes funcionan como golondrinas. De los que han venido, sólo la mitad se queda. De todas formas, la transfusión poblacional es la más alta de todo el continente en términos relativos, incluidos los Estados Unidos. El censo de 1895 revelan que los extranjeros suman el 25% de la población total; el censo se 1914 los eleva al 30%. En esta época, más de la mitad de los habitantes de Buenos Aires ya no son argentinos. Impresionante. La política inmigratoria –si de política quiere hablarse– es contradictoria. Por un lado se la estimula y por el otro se la traba. Las mejores tierras están distribuidas. La naturalización es un procedimiento burocrático penoso. Los arrendamientos son breves. Por otro lado se establece la educación pública obligatoria para consolidar la cohesión nacional. A falta de suelo se estimula la administración de los héroes. Se argentiniza mediante la prédica. En vez de generar el amor directo a la tierra que se trabaja, se lo genera a
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través de amar a quienes la amaron. Se argentiniza a imagen y semejanza de la elite patricia que gobierna el país. En muchos casos la inmigración responde al espejismo del veloz enriquecimiento. Se repite el equívoco de la conquista. Como entonces, arriban barcos cargados de ilusión. Pocos tendrán suerte rápida. Casi todos sufrirán penurias. La incomprensión, la soledad, la melancolía, el trabajo duro, impregnarán de secreto llanto muchas vidas. Millares vienen huyendo de persecuciones. Aquí no hay privilegios, pero tampoco matanzas. Los inmigrantes pueden organizarse según sus identidades de origen. Pese a las dificultades económicas y políticas, prosperan las colonias de piamonteses en Santa Fe, judíos en Entre Ríos, galeses en Chubut, italianos en Mendoza, siriolibaneses en el Noroeste, alemanes en Chaco y Misiones. Los inmigrantes provienen de las porciones miserables de Europa y están destinados a la zona rural. Pero el campo argentino – mal repartido por los latifundios y mal aprovechado por la elite propietaria– no deja florecer una colonización sistemática. No hay tradición de aldeas organizadas, sino de caseros dispersos. En pocos años los inmigrantes se desplazan hacia las ciudades. Es tan intenso este fenómeno que en 1938 el 74% de la población argentina ya es urbana, lo cual constituye un disparate: con tanta tierra fértil vacante, esa urbanización sólo es aventajada entonces por Holanda y Gran Bretaña. Surgen los inquilinatos con el irónico nombre de conventillos. Llegan a tener cuarenta y cinco piezas que se alinean junto a los olorosos patios. Son cuartos pequeños, oscuros, de madera casi siempre. Están provistos en muchos casos de una cocinita a carbón que llena de humo y hollín hasta el alma. Los braseros de trípode suelen proveer la paz de la muerte en los fríos inviernos cuando por descuido se cierra la única puerta. Los conventillos son el purgatorio 110
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de las nacionalidades, en el que se descubren, descalifican y también aprenden lenguas y canciones, historias y sueños. Los criollos se sienten desplazados por los recién venidos. A las injusticias padecidas antes (discriminación, explotación) se añade ahora la ofensa de preferir “gringos” en los puestos de trabajo. Surgen desconfianzas y resentimientos recíprocos. La sociedad argentina acrecienta su pluralismo con turbulencia. El enfrentamiento es doloroso para ambos sectores. En el criollo perdurará la nostalgia por los tiempos en que su país no le era extraño y desarrollará ante el avance de los gringos la viveza criolla. El inmigrante, aunque esté dispuesto a luchar, también sufre la pérdida de su atmósfera pasada y, desarmado, tiene que resignarse a dificultades que no esperaba y burlas que no merece. En la dirigencia y los sectores conservadores se teme la disolución nacional. Pero no se produce tal disolución sino una metamorfosis. El país adquiere una personalidad propia que integra sus coloridas partes en un dinámico mosaico. No es un mosaico pluralista como el de los Estados Unidos, sino un mosaico vergonzante de su pluralismo. Prevalecerá la ideología del “crisol de razas”. Utopía cruel que falta el respeto a los tesoros heredados por cada grupo étnico y cultural. Pretende arrojarlos a una olla común y someterlos al fuego de la depuración que brindará, finalmente, el milagroso guisado de nuestra identidad común. Pero el crisol no funciona, sino una integración dinámica. La Argentina es pluralista sin saberlo. Triunfa parte del proyecto de imponer la “civilización europea” en las ciudades y persiste el anhelo de mantener la barbarie primordial fuera de ellas o en los inquietantes suburbios. El gringo usa los arreos del criollo y el criollo viste la alpargata del gringo. El gringo enseña a plantar árboles junto al rancho solitario, adornar el exterior con flores y el interior con fotografías y almanaques. El criollo le enseña a tomar mate, domar caballos, jugar al truco y
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orientarse con las estrellas. Terminan bailando juntos la polca acriollada y la ranchera que mezcla la tarantela y valsecito criollo. A partir de la crisis de 1930 disminuye la corriente inmigratoria (tendrá un nuevo y último pico en la Segunda Guerra Mundial) y empieza la migración interna. Los extranjeros que fracasan en el campo se orientan al comercio y las artesanías. Desarrollan el comercio minorista, la intermediación y los servicios de toda índole. El empresariado industrial es mayoritariamente extranjero. Crece una desmesurada clase media que cumple un descollante papel de homogeneización social y cultural. Los integrantes de la vieja elite seguirán teniendo el poder, lustrarán su abolengo patricio y manejarán negocios públicos, pero ya no podrán detener la modernización que sus propios intereses han desencadenado. La dinámica de la prosperidad encubre los conflictos sociales. El desarrollo agroexportador legitima a la elite, que se considera liberal y cosmopolita, pero se abroquela en feos vicios. El sistema electoral es corrupto y en los salones se estila repetir que “el sufragio universal es el triunfo de la ignorancia universal”. La inscripción en los padrones depende de las autoridades locales y el escrutinio no es secreto. Votan los muertos y se contratan matones para decidir a los indecisos. La Ley aún está lejos.
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La famosa Generación del 80 está compuesta por positivistas. Son espíritus cultivados. Anhelan transformar Buenos Aires en otra París. Tienen fe en el progreso. Cultivan las artes. Se dedican a la política. Fundan clubes y bibliotecas. Luchan por eliminar los restos de “barbarie” e imponer definitivamente la “civilización”. Impulsan la eliminación de anacrónicos lastres y protagonizan enfrentamientos con la Iglesia, que se niega a disminuir sus privilegios temporales. Por ejemplo, se crea el Registro Civil (1884), que encomienda al Estado el registro de las personas en vez de hacerlo los sacerdotes. Tras encendidas controversias se impone el laicismo con la Ley 1420, de educación obligatoria y gratuita. Se sanciona la ley de autonomía universitaria. Se establece el matrimonio civil. El clero resiste cada una de estas medidas, y la discusión entre liberales y católicos prosigue hasta el presente, pero con un cambio notable: muchos hijos de aquellos liberales –y que siguen titulándose liberales– ahora prefieren aliarse con el clero y el clero se manifiesta más flexible en el orden secular. Los cambios económicos son decisivos. El ganado vacuno y ovino es refinado y gana prestigio en el mercado exterior. Aumentan considerablemente los cultivos de cereales. Se construyen los primeros frigoríficos argentinos, que pronto serán superados por los que edifican capitales británicos y norteamericanos. Crecen las chacras en la llamada pampa gringa o “seca”, donde la tierra tiene menos valor y los inmigrantes la fecundan con su apasionado esfuerzo. Garantizadas las inversiones, se ofrecen al Estado argentino sucesivos empréstitos que se invierten en grandes obras: puertos, edificios públicos. También se construyen monumentos, se abren 113
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avenidas, se levantan teatros y residencias, se extienden parques, canales de riego, obras sanitarias. De los edificios brotan artesonados de líneas torcidas, astrágalos y florones. Existe una disponibilidad ilimitada de dinero. La riqueza, como en el pasado, no hay que producirla, sino recogerla. El trabajo es innecesario. Se consolida la cultura de la renta. Es posible vivir, programar y gozar sin odiosos sacrificios ni mezquinos ahorros. No hace falta diversificar inversiones ni preocuparse por el futuro. “Dios es argentino.” “Aquí no gana el que no quiere.” La cultura de la renta se torna maciza. Cuando más adelante se agote la renta, seguirá la cultura. No querrá reconocer los cambios que impone el devenir. No se superarán fácilmente las veleidades de ricos aunque no se tenga riqueza. Tampoco se reconocerán la imprevisión, el despilfarro y la irresponsabilidad. Es patético. Se sentirán víctimas. Y como la cultura de la renta no se deja morir, intentará nueva suerte por medio de la especulación. Mientras, en aquel tiempo irreal empiezan los fastuosos viajes a Europa, que pronto serán caravana. Los argentinos se entregan a increíbles derroches. Son la prefiguración de los sheiks de los 70 que dilapidarán petrodólares: son los sheiks de la pampa. Uno de estos señores puede contratar una porción de un transatlántico de lujo, hacer decorar y amueblar de nuevo sus recintos, embarcarse con toda su familia y llevar además las institutrices bilingües, el cocinero, aves de corral y una vaca para tener leche fresca. Será su costumbre sacrificar la vaca al arribo y donar su carne a la tripulación. En Europa compra vajilla, consolas, cortinas, platería, esculturas, faroles, cuadros. En Buenos Aires levanta espléndidos palacios. “Necesitará por lo menos la corte de Luis XIV o la de Jerjes para llenar su fastuoso domicilio” – comenta George Clemenceau asombrado, luego de su viaje–. También dice Clemenceau que una elegante dama le ha explicado los suplicios de las nuevas exigencias sociales, pues necesita en Buenos Aires el doble de vestidos que en París. 114
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El despilfarro se convierte en signo de distinción. La política agroexportadora armoniza con los requerimientos del mercado internacional y la Argentina goza décadas de fantástica riqueza. Rubén Darío, que la habita en esos años, lo expresa con elocuencia: ¡Hay en la tierra una Argentina! / He aquí la región del Dorado, / He aquí el paraíso terrestre, / He aquí la ventura esperada, / He aquí el vellocino de oro, / He aquí Canaán, la preñada, / La Atlántida resucitada. Pero esta es una faz del poliedro. El rodar de confluencias y divergencias, la valoración de las tierras y el parasitismo oligárquico, la presión inmigratoria y la reacción chauvinista, la aparición del proletariado y la llegada del capital extranjero, mueven aguas profundas. En 1890 irrumpe un fenómeno inesperado que obliga el retorno precipitado de Europa: la inflación. Llega para no irse. En 1878 se ha realizado la primera huelga que obtiene una victoria: jornada de 10 horas en invierno y 12 en verano. En 1890 un club socialista compuesto por alemanes promueve la celebración del 1º de Mayo y reúne 3000 obreros. Se multiplican las obras públicas pero los trabajadores ven disminuir sus magros ingresos y aumenta la desocupación. En 1902 se realiza la primera huelga general. La respuesta del gobierno es la Ley de Residencia para deportar a los extranjeros que perturben el orden público. El electorado replica con el triunfo de Alfredo L. Palacios en 1904, que accede al Congreso como diputado del Partido Socialista. No se puede retroceder en el tiempo. Los cambios que ya se han introducido ponen en crisis el régimen “falaz y descreído”. Esta calificación la inventa y difunde una nueva fuerza política que en pocos años concentra las esperanzas y reclamos de la mayoría. Su objetivo principal es la limpieza del sufragio. La Unión Cívica Radical nace en 1891 con un apoyo múltiple y, desde el comienzo, revela su ambición de ganar el poder, extender los beneficios sociales y económicos, democratizar la política y privilegiar la ética.
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Tras fuertes colisiones y forcejeos, los sectores progresistas de la elite convierten el sufragio en secreto y obligatorio sobre la base de padrones militares. En 1916 triunfa y asume la Presidencia de la Nación el líder popular Hipólito Yrigoyen.
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Una corriente humana de distinta fisonomía ingresa en el gobierno y la función pública: son hombres de clase media en su mayoría, de origen mestizo o extranjero. Comienza la integración de los inmigrantes. El acceso a los cargos públicos se convierte en un instrumento de ascenso social, así como las profesiones liberales y el comercio. Los ciudadanos que acompañan a Yrigoyen aspiran a incorporarse en el sistema que construyó la elite, no a cambiarlo. Las estructuras institucionales y económicas no son alteradas. La prensa y el prestigio permanecen en manos de los antiguos dueños. La propuesta del radicalismo no consiste en una revolución social, –como temían sus detractores– sino en generar un movimiento que ponga cohesión, dinamismo y modernidad al conjunto del país. En este sentido comienzan a imperar reglas éticas, desde la austeridad republicana del presidente hasta su apotegma “los pueblos son sagrados para los pueblos como los hombres son sagrados para los hombres”. El sufragio universal, secreto y obligatorio, por el que ha luchado denodadamente, opera como un elixir maravilloso sobre el tumor del desprecio, la marginación y la injusticia. El trabajo va recuperando dignidad. Es posible progresar gracias al esfuerzo, no sólo gracias a la renta. Crece la movilidad social. Estudian, se gradúan y ejercen hijos de inmigrantes e hijos de criollos pobres. La política colonizadora se torna más flexible y muchos arrendatarios consiguen acceder a la propiedad de la tierra. En la Universidad de Córdoba se produce una revuelta académica por la renovación de las ideas y una apertura de los círculos del privilegio; por primera vez los estudiantes exigen participar en el gobierno universitario y reemplazar a la engolada clase magistral por el seminario de investigación. Corre 117
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1918. El estallido se consagra y celebra con el nombre de Reforma Universitaria. Sus efectos se extienden a otros países de América y anticipan ruidosamente las explosiones estudiantiles que conmoverán a Occidente medio siglo después. La Primera Guerra Mundial favorece un incipiente desarrollo de la industria. Pero los capitales siguen atados a la política agroexportadora. La burguesía industrial no se apodera del eje económico, no tiene modelo alternativo válido contra el próspero modelo agroexportador. No forma una clase autónoma, sino que busca su crecimiento uniéndose a los terratenientes, cuya ideología no percibe los guiños de la modernidad. Las mejores tierras se destinan a la cría del vacuno ganado y la producción de cereales, aunque empiezan a bajar lentamente los precios del mercado internacional. El gobierno no consigue modificar al latifundio ni al monocultivo. Pero encara una agresiva acción en materia de petróleo, defiende con fuerza los intereses de la nación y lleva adelante una política exterior independiente. El rechazo al extranjero (al “otro”) que experimentan los sectores patricios ante su indeseable presencia en las ciudades, sumado a la introducción de ideas socialistas y el miedo a una revolución que reproduzca aquí la bolchevique, desencadenan una delirante ola antisemita. En enero de 1919 tiene lugar la Semana Trágica. Amarga paradoja: el primer gobierno limpiamente democrático registra el primer pogrom de esta tierra americana. Luego este mismo gobierno sufre las huelgas insurreccionales de la Patagonia en 1921-22 y debe asumir la violenta represión que efectúe el ejército. El capítulo radical de la historia argentina contiene la prosperidad del modelo agroexportador y el comienzo de su cancelación definitiva. El ilusorio progreso ininterrumpido entra en crisis. La renovación de ideas es un acompañamiento sostenido de esa época, con el entusiasmo por Henri Bergson, los neokantianos, el 118
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ultraísmo. Emilio Pettoruti desconcierta a Buenos Aires con su pintura cubista. Aparecen escritores como Ricardo Güiraldes, Jorge Luis Borges, Roberto Arlt, Manuel Gálvez, Gregorio de Laferrère, Ricardo Rojas, Leopoldo Lugones. Se expande un estilo que conquista al mundo: el tango. Y con el tango se eleva un nuevo símbolo: Carlos Gardel. Sobre uno y otro nos ocuparemos más adelante. La personalidad de Hipólito Yrigoyen sintetiza al político de la civilización y el caudillo del país profundo. Su magnetismo reactiva la figura del padre protector y omnipotente que las multitudes sin padre necesitan. Los opositores lo acusan de adular a las masas, montar un poder personal, conceder ventajas indebidas a los sindicatos. Pero no equivales a Rosas, ni a Facundo Quiroga, ni a Felipe Varela. Es un político de nuevo cuño. Su fuerza no está en el arma, sino en la persuasión; su poder no deriva de las montoneras, sino del sufragio. El estilo de Yrigoyen hace escuela y surgen los caudillos de provincias y de barrios con su mezcla de señor antiguo y moderno. A diferencia del dirigente conservador, desarrolla la relación personal con los afiliados y con la gente del común; practica gestos magnánimos como regalar su reloj o su abrigo, dinero para medicinas, interesarse por los miembros de la familia y repartir generosamente el abrazo. Crea un discurso que toca la sensibilidad popular. Pero no se dirige a las masas con arengas de barricada, sino que habla en secreto con pequeños grupos y hasta persona a persona; la mayoría de sus fanáticos seguidores no le conocen la voz. A partir de Yrigoyen el paternalismo feudal de los estancieros se transforma en paternalismo político. Los conservadores pierden terreno ante el avance exitoso de esta modalidad y se ven forzados a imitarlo: un nuevo caudillismo se generaliza. Pequeños líderes que recaudan la clientela electoral acceden a las bancas parlamentarias: sus méritos no son otros que los derivados de su poder de convocatoria. Con el tiempo los dos partidos políticos mayoritarios del país –radical y conservador– llegan a practicar los mismos métodos. El socialista 119
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Juan B. Justo los descalifica con el mote de “política criolla”. Pero en realidad el país ha crecido. Los vicios de esta política reflejan una evolución positiva respecto a los vicios de pocas décadas atrás.
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A principios de siglo el ejército cae bajo la influencia prusiana. Las consecuencias ideológicas y mentales de esta orientación le costarán muy caro a la sociedad argentina. Ni siquiera la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial produce un cambio. A ello se agrega la penetración del nacionalismo monárquico francés, se poderoso influjo en la derecha argentina. Y pronto la seducción de las ideas fascistas. Curiosamente, liberales e hijos de liberales abandonan los principios que cimentaron su cosmovisión y, muchas veces, sin dejar de creerse liberales, adoptan elementos del nuevo cariz. Yrigoyen es reelecto en 1928 y desde el día posterior a su victoria se intensifica la acción conspirativa. La prensa despliega una acción psicológica de desprestigio, como más adelante lo hará para conseguir el derrocamiento del presidente Illia. Los intereses ganaderos y de los frigoríficos se asustan con la crisis de 1929; las grandes compañías petroleras buscan aliados contra la tozudez de Yrigoyen. En 1930 madura la intención de un golpe de Estado. Será el primero de la historia argentina. Significará profanar la continuidad institucional de ¡casi setenta años! Lo curioso de este golpe y de los sucesivos es su inutilidad. Derrocan gobiernos que se caen solos, no derrocan gobiernos fuertes (hasta en eso son indignos). Yrigoyen, en efecto, no controla la situación. El electorado porteño se pronuncia contra la UCR seis meses antes del golpe; para las elecciones próximas se gesta una coalición de conservadores, radicales antipersonalistas y socialistas que terminarán por cancelar la vigencia del anciano caudillo. Sin embargo, la tentación de quebrar la legalidad es demasiado intensa, así como las ventajas de asumir el poder mediante el uso de la fuerza. 121
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También se derrocará a Perón en 1955 cuando su régimen declina, y a su viuda en 1976 cuando seguramente la desplazarán las siguientes elecciones. El resultado es paradójico: la UCR fácilmente echada del gobierno, recupera su mística, Hipólito Yrigoyen, cuyo hogar es saqueado y cuya persona es ofendida, salta a la altura de los próceres. Lo mismo ocurrirá con el peronismo que, en vías de corrupta descomposición, será salvado dos veces por los golpes que lo pretendían matar: después de 1955 (caída de Perón) y 1976 (caída de su viuda); con el mérito de la clandestinidad y la idealización nostálgica del pasado, se reorganiza y recupera. Los golpes fabulan su legitimidad. Hablan de la urgencia, de su carácter de “única alternativa”, de su valor salvífico. En verdad, responden a intereses sectoriales, que no son los del país. Y la única legitimidad que tienen deriva de la falta de respeto a la Ley. Tras los golpes, el país no mejora: a la corta o a la larga tiene que pagar el abismal costo de un retroceso que no es sólo político, sino cultural y económico. El contenido reaccionario del golpe de 1930 se manifiesta en el empeño del poder usurpador por restablecer, mediante el uso de la fuerza, la situación vigente antes de la gestión radical. Intento que choca contra un país cambiado irreversiblemente. La clase media ha crecido tanto que no puede ser ignorada aunque se la desprecie: las ciudades están llenas de pequeños propietarios, empleados, profesionales y comerciantes que se infiltran en todos los barrios, intersticios de la gestión pública y ámbitos artísticos o políticos. Para impedir que los radicales vuelva a ganar las elecciones se instrumenta el cínico “fraude patriótico”.* La minoría ilustrada, benefactora y eficiente del país –así se ve y se califica a sí misma– somete a persecución, cárcel y tortura a los que intentan recuperar los derechos cercenados. A lo largo de una década se suceden avances corporativistas, negociados, compromisos internacionales humillantes, fuerte 122
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injerencia del Estado. Los disvalores profundos, primordiales, se toman la revancha. Las transformaciones socioeconómicas en evaluadas desde una óptica mezquina y, en lugar de encauzarlas hacia un sostenido crecimiento nacional, se las quiere frenar, destruir o poner al servicio de la minoría. Se cierra la inmigración. En el Congreso, Alfredo Palacios denuncia torturas y Mario Bravo, gastos inocuos en la adquisición de armamentos; Lisandro de la Torre cuestiona fogosamente la política seguida con los pequeños productores en relación con los intereses de los frigoríficos ingleses y norteamericanos. Las tradicionales exportaciones argentinas se sienten amenazadas tras la Conferencia de Ottawa, año 1932, en la que Gran Bretaña acuerda beneficiar a sus propios dominios. Tiembla el sistema agroexportador. El poder conservador-militar impulsa el Pacto RocaRunciman, que asegura la continuidad de las exportaciones argentinas a cambio de gravosas ventajas ofrecidas al capital inglés. Se explica así la reflexión del vicepresidente Roca, para quien la Argentina es, “desde el punto de vista económico, parte integrante del imperio británico”. Y el brindis de William Leguizamón: “Argentina es una de las joyas más preciadas de la corona de su Graciosa Majestad”. Tanta obsecuencia inspira la fina ironía de Sir Herbert Samuel en la Cámara de los Comunes: “Siendo de hecho la Argentina una colonia de Gran * Enrique Santos Discépolo evoca “aquellos comicios donde los malevos opinaban a balazos y donde tu opinión merecía tan poco respeto como tu libertad o tu vida misma. Entonces no importaban los hombres amados por el pueblo, el poder pasaba de mano en mano, no como una preciosa conquista de los humildes, sino como un arreglo de compinches. Entonces el escrutinio no era una ceremonia sino una complicidad. Eran los años del comité que chorreaba vino barato y olía a empanadas gratuitas, los años en que los muertos abandonaban su indiferencia y se incorporaban a la caravana de los que votaban al oficialismo; los años en que la libreta de enrolamiento no era un documento sino una changa”.
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Bretaña, le conviene incorporarse a su imperio”… Esta grave situación no debería simplificarse acusando a sus protagonistas de vendepatrias. Quieren salvar a la patria y para ello buscan desesperadamente el buen camino. Repiten los tanteos ciegos de algunos héroes de la Independencia que proponían al rey fantoche para apaciguar a la Santa Alianza. Pretenden eternizar el paraíso del pacto colonial. La maciza cultura de la renta no les permite visualizar otra salida. En vez de marchar junto a la historia, quieren detener la historia porque la observan desde un solo lado. En vez de asumir el esforzado desafío de la industrialización, se aferran al monocultivo obsoleto. Los conservadores (que se creen liberales) son quienes instrumentan el más agresivo avance económico del Estado; son seguidos sin solución de continuidad por el peronismo. Nace con ellos una actitud desembozadamente intervencionista que refleja una moda mundial, en contra de la economía impulsada por la iniciativa privada. Aquí confluyen las ideas centralizadoras del fascismo, el afán de control que reina en la formación militar y los intereses de la elite. Buenos Aires no es sólo la capital del país, sino que en las pocas manzanas de su city se manejan todos los hilos de la economía y la política. Se inventa el Instituto Movilizador, que favorece a los grandes productores. Se establece el Control de Cambios para regular las importaciones y el uso de las divisas. Se crea el Banco Central como agente financiero del gobierno y regulador de todo el sistema bancario. En el campo de la producción se avanza en forma sistemática sobre los granos, las carnes, la vid, poniéndolos bajo la autoridad y vigilancia de juntas reguladoras que determinan el volumen de la producción para mantener el nivel de los precios. Todas estas restricciones –nacidas en la década infame– gratifican el afán de control que tipifica a las dictaduras. Es, además, el modelo que predomina: Italia de Mussolini, Unión Soviética de Stalin, Alemania de Hitler y Estados Unidos del new deal. 124
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La paradoja –la Argentina siempre rica en paradojas– es ésta: la fuerte política estatizante al servicio de los intereses agroexportadores contribuyen al desarrollo de las indeseadas actividades industriales. Es el castigo histórico que reciben los castradores que sólo piensan en el campo y la producción extensiva: mientras el nivel de la producción agropecuaria se mantiene invariable, la renta nacional por el crecimiento industrial llega a los 4000 millones de pesos entre 1935 y 1941. En 1944 ya se encuentran ocupadas por la industria más de un millón de personas. Son los obreros del progreso. Pero para el poder conservador-militar son los “cabecitas negras” que vienen del interior a inficionar el privilegiado estilo de vida vigente y pondrán término a la belle époque de la pampa húmeda. La incesante concentración de las decisiones y de la riqueza en Buenos Aires, la disminución de las fuentes de trabajo en el interior y el sistemático desaliento a la colonización agraria estimulan al movimiento migratorio. En 1947 ya suman 3 millones las personas que viven fuera de su lugar de nacimiento, de las cuales la mitad se radica en Buenos Aires, donde empieza a extenderse un ancho cinturón de desarraigados. En el mismo año del golpe de Estado contra Yrigoyen se constituye la Confederación General de Trabajo, pero la represión le dificulta organizarse hasta 1937. Los obreros encuentran sus líderes entre los dirigentes anarquistas y socialistas, que aportan experiencias europeas, lo cual aumenta la xenofobia de los grupos reaccionarios. La política sigue dominada por la antinomia entre radicales y conservadores, aunque alcanzan cierto predicamento otras denominaciones menores. En 1938 Roberto Ortiz es elegido presidente con impúdico fraude. Se acentúan la decepción y la ira. La sociedad vive con pasión la Guerra Civil Española. El enfrentamiento del campo democrático con el autoritarismo desgarra por partida doble. En el ejército crece la ideología fascista. Desencadenada la Guerra Mundial, un sector de las Fuerzas Armadas se inclina por el 125
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Eje. Ortiz, de mejor madera que la sospechada por sus acólitos, bloquea esa tendencia decretando la neutralidad. No le gusta el fraude y se arriesga a comenzar la normalización institucional: interviene la provincia de Buenos Aires, cuyo gobernador Manuel Fresco, es todo un símbolo del delito, además de filofascista. Pero el presidente, afectado por ceguera diabética, debe renunciar en junio 1940. Le sucede el conservador Ramón Castillo, que anula los pasos progresistas de Ortiz. Los sectores democráticos se organizan en pro de los aliados, pero los sentimientos imperialistas –en especial antibritánicos– de grupos nacionales producen la confusión derivada de aquella máxima que dice “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”. De la UCR se abre el grupo FORJA, que critica la política liberal (a la que de liberal sólo le queda el nombre) y es permeable a una política autoritaria de diferente signo. Constituirá el pilar lúcido del peronismo. El gobierno sufre una inquietante división. Ante el curso de los acontecimientos mundiales el presidente Castillo busca un candidato que guste a la elite y a los Estados Unidos. La decisión desagrada a los ganadores pro británicos y a los sectores pro nazis. Entonces se abre paso el GOU, una logia militar secreta integrada por oficiales que simpatizan con el fascismo. Encarga la insurrección al ministro de Guerra, Pedro P. Ramírez, quien recurre a las guarniciones vecinas a la capital y depone al presidente el 4 de junio de 1943. Se autorrotula pomposamente la “revolución del 4 de junio”. Los golpes de Estado o de palacio, que casi siempre son traiciones pretorianas sin grandeza, necesitan ensalzarse con la altisonante palabra revolución. De esta forma, mientras en Europa se desmorona el fascismo y la opinión pública lo execra por su oneroso fracaso, un amplio sector militar que parece vivir fuera de la realidad, por su formación aislacionista, lo quiere poner en práctica. Llega con atraso. No anhela la democracia ni la modernización. Producirá una distorsión profunda que, bajo la euforia de imparables reivindicaciones, empujará hacia la 126
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regresión colectiva. Los coroneles del GOU se distribuyen los principales cargos y actúan con flagrante desarmonía entre sí adoptando medidas demagógicas, como el congelamiento de los alquileres y el avasallamiento del Poder Judicial. Igual que en los golpes de Estado posteriores, su objetivo explícito es reimponer la moral. Pero la obsesión moralista se agota en las primeras semanas; después tratarán de no mencionarla siquiera para evitar las sonrisas.
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El tango es un fenómeno original que se desarrolla a orillas del Plata. Expresa, con insolencia y dramatismo, conflictos, rencores, miedos y picardías. Nace en la marginalidad y se introduce en la ciudad con estigmas de barbarie. Gana fama en el mundo y se enciende por toda la Argentina. A lo largo de su trayectoria recibe devoción y calumnias. Leopoldo Lugones lo bautiza “reptil de lupanar”. El nacionalista Carlos Ibarguren –candidato a presidente contra Hipólito Yrigoyen en 1916– afirma que es un “producto ilegítimo” y el comunista Leónidas Barletra dice que “es la música de unos degenerados que se niegan a usar ropas proletarias”. Es un fruto híbrido, resultado de cruzas humanas y artísticas. Es, por eso, argentino de veras. Nace con el bullicio de la desordenada inmigración. Buenos Aires se puebla de conventillos, de talleres improvisados. Los gauchos en extinción se corrompen en compadritos y malevos. A falta de amor se multiplican los lenocinios y a falta de trabajo y de mujeres aumentan los canfinfleros. Esta gente empieza a ser entretenida y pintada por un ritmo que mezcla distintos aires. En los animados candombes se cuela la habanera ondulante de los marineros; a las payadas puebleras de las milongas se le incorpora el compás del tango andaluz. El payador que discurre sobre el tiempo, la desventura y el coraje añade las groserías del quilombo. La tristeza del inmigrante se enjuga en la danza que le permite abrazar a una mujer por la mujer que sueña. Este nuevo arte, mestizo y sin alcurnia, nace en medio de la confusión. A fines del siglo XIX el criollo padece la inmigración aluvional, que trastrueca sus valores y costumbres. El inmigrante padece estafa y postergaciones. Entre unos y otros se agravian sin advertir que los 128
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identifica el sufrimiento. El desprecio del criollo hacia el gringo y del gringo hacia el criollo es apenas la exteriorización del agobio por sentirse tan descalificado. Los gestos de solidaridad entre los argentinos y los extranjeros vendrán después y serán productos del esfuerzo y de la lógica, no de la tendencia. La tradición del gaucho solo y de las ciudades solas no ayuda a tejer aproximaciones, sino a conformar solidaridades compartimentadas, una especie de archipiélago hostil. La misma palabra tango resulta ilustrativa: es el lugar de concentración de esclavos, tanto en África como en América, y por extensión se refiere al ámbito de su venta; en el comercio esclavista tango significa lugar cerrado, círculo. Los hombres heridos en su autoestima, esclavos de un destino cruel –lugar común tanguístico–, se encierran en los prostíbulos a girar en torno de su pens y su rencor. Enrique Santos Discépolo define el tango como “un pensamiento triste que se baila”. Es la mesticia abrumadora del desarraigo y la frustración, la nostalgia, y la soledad. Por eso se va conformando una coreografía laberíntica, concentrada, que incorpora las contradicciones de la ira: sensual, insolente, burlona, triste, exhibicionista, apasionada. En los años fundacionales del tango –cuando los gauchos se degradan a peones y orilleros– adquiere ascendiente la figura del compadre. Es el guapo que se prestigia con su valentía y su mirada. En los barrios encarna la justicia (la Ley) frente a la arbitrariedad de la policía (la ley). Es hombre de honor y de palabra, rasgos que se aplican retrospectivamente y nostálgicamente el gaucho extinguido. Viste de negro por su intimidad con la muerte; los únicos contrastes que se permite incorporar son el lengue blanco con la inicial bordada y una chalina de vicuña. No da puñetazos como los brutos: su arma es un facón acortado en cuchillo que mantiene alerta bajo la ropa. Desprecia el trabajo, como los conquistadores y como los gauchos, porque –según Héctor Sáenz Quesada– es un hidalgo venido a menos: 129
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su melena sobre la nuca recuerda la colecta dieciochesca, se bate a muerte si le miran la mujer, como en los dramas de Calderón; se contonea al caminar, evocando al minué, y avienta la ceniza del cigarrillo con la uña del meñique con afectación de gentilhombre. El comité político alquila sus servicios y él defiende con lealtad ciega al caudillo de la parroquia. Vive solo, es parco en el hablar. El compadrito lo imita, per mal. Mientras el compadre se impone por presencia y por conducta, el compadrito es procaz y fanfarrón. Es un gaucho desmontado, que a fuerza de sentirse chiquito necesita hacerse notar. Se rodea de adulones. Exagera su ademán y su vestuario. Camina quebrándose para llamar la atención. Busca pendencia, especialmente a los muchachos y hombres bien vestidos, a quienes envidia. No lo quieren ni respetan a pesar de su autoelogio, su jopo perfumado y su “aire de bacán”. En la emergencia desenfunda el revólver, cosa que jamás osaría un compadre. Para ganar algún dinero se convierte en proxeneta: es el cafiolo que tiene bajo su dominio y protección una, dos o tres mujeres. Las consigue a fuerza de seducción y generalmente se enamora de alguna, como testimonia “Mi noche triste”, donde llora a la percanta que lo amuró.* Más adelante, cuando la trata de blancas se convierte en monopolio de organizaciones, el canfinflero queda reducido a la nostalgia de un personaje pintoresco y hasta romántico avasallado por la multitud. El compadrón ocupa un peldaño más bajo aún, porque es desleal y ventajero. Lo desprecian por cobarde. Suele vigilar garitos y beneficiarse como soplón de comisarías. El malevo repta peor todavía: villano de los sainetes, abusador de mujeres y débiles, deja encarcelar a un inocente, se achica al primer embate, grita en el conventillo y tiembla ante el allanamiento policial. De esta forma, pues, en medio de cambios socioeconómicos, la marginalidad produce la irritante y develadora criatura llamada tango. * La prostituta que lo abandonó. 130
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Mientras la clase dirigente pronuncia francés sin acento, incorpora la arquitectura de París y se articula estrechamente a la economía británica, en el submundo de las orillas se expresan el malestar y la agresión, la pena y el goce. Los marginales idealizan a los oligarcas y, sabiéndolo o no, pretenden imitarlos bailando “a la francesa”, aunque el resultado sea grotesco: en los ambientes cultivados se danza sin tocarse y retrocediendo los hombres; en cambio los prostíbulos aceptan que los cuerpos se pongan en contacto y sea la mujer quien retroceda porque el varón no puede entregar su espalda al potencial enemigo en acecho. El baile se convierte en motivo de exhibición y orgullo de los bravos; demuestra la agilidad del cuerpo y la resistencia de los pies con referencia obvia al combate: Así en el ocho / y en la sentada / la media luna / y el paso atrás, puso el reflejo / de la embestida / y las cuerpeadas / del que se juega / con su puñal (Miguel A. Camino). Baile macho, debute y milonguero, / danza procaz, maleva y pretensiosa, / que llevás en el giro arrabalero / la cadencia de origen candombero / como una cinta vieja y asquerosa (Carlos de la Púa). El tango contiene desde sus orígenes al país real, con sus desajustes y su dramatismo, su descontento y problematicidad, su hibridez y su sarcasmo. Infiere una puñalada a la hipocresía oligárquica envuelta en modales artificiosos, lenguajes amanerados y moral rancia. Los tangos de los primero tiempos abundan en títulos insolentes o francamente sexuales que impiden su ingreso en los salones: “La clavada”, “Con qué tropieza que no dentra”, “Concha sucia” (que se disfrazará eufemísticamente como “Cara sucia”), “El serrucho”, “La concha de la lora” (que se editará con la ambivalente grafía “La ca…ara de la l…una”), “El fierrazo”, “Colgáte del aeroplano”, “Dos sin sacar”, “Dejálo morir adentro”. El tango es la agresión de la orilla y el sinceramiento que se resiste en todas partes, incluso en los conventillos, donde –pese a la miseria– reina una atmósfera de decencia y trabajo. La impudicia del burdel que se limite 131
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al burdel, pregonan los moralistas. Sin embargo, su avance es arrollador. En 1906 Enrique Saborido vende cien mil partituras de “La Morocha”: significa que las niñas bien ya la tocan al piano, escondiéndola entre las páginas del “Hanón” o “Sobre las olas”. Ayuda al crecimiento y la afirmación del lunfardo, lengua de los bajo fondos pero, sobre todo, puchero hirviente de la mezcla de culturas que se lleva a cabo en el país. El lunfardo empieza sintiendo la clave de los ladrones, el idioma “de la furca y la ganzúa”, según Borges. Se enriquece con el aporte de poetas improvisados y poetas de fuste. Se introduce en los conventillos atosigados de inmigrantes, pasa a ser la segunda lengua de los argentinos. La que traduce gustos y rechazos, fijaciones y manías. La palabra bobo se refiere al reloj, porque trabaja día y noche sin parar; otario es el ingenuo candidato a una estafa; rante o rantifuso deriva del atorrante y se aplica a personas despreciables, en hondo estado de abandono material y moral; escrachar es destruir, estrellar, destrozar; fayuto es el falso, hipócrita. Felipe Fernández (Yacaré) publica en 1915 sus basales Versos rantifusos y en 1928 Carlos de la Púa da a conocer La crencha engrasada, obra cumbre del lunfardo. A través de sus palabras y giros, el lunfardo redondea una moral y una cosmovisión. Hablado, cantado, recitado, este idioma insolente no es reconocido por la sociedad cultivada –que a escondidas también lo habla y lo canta–. El golpe fascista de 1943 prohíbe la difusión de las letras lunfardas para mantener la pureza del idioma; se deben elaborar a la disparada nuevas versiones de algunos tangos y suprimir muchos del repertorio. Hasta el voseo, tan arraigado, debe remplazarse por el hispánico “tú”. Todos los vocablos que evoquen marginalidad y sexo tienen que desaparecer. Las traducciones no son únicamente incorrectas, sino cómicas: “Yira-yira” debería llamarse, según propuesta del mismo Discépolo, “Dad vueltas, dad vueltas”. Esta represión contra el voltaje expresivo de los tangos se repetirá en las dictaduras de Onganía y de Videla. 132
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La ética que respira el tango tiene sus complicaciones. Como toda manifestación artística, dice y sugiere, ruge y calla, ironiza y llora, consuela y ríe. También evoluciona con en el medio donde batallan sus creadores. En una época predominaba el reproche a la mujer de cabaret que olvida su origen, que traiciona su clase y su identidad: Ya no sos mi Margarita, ahora te llaman Margot; sin embargo… hay algo que te vende, yo no sé si es la mirada / la manera de sentarse, de charlar, de estar parada / o ese cuerpo acostumbrado a las pilchas de percal. Las apariencias no alcanzan, hoy sos toda una bacana, la vida te ríe y canta o tenés el mate lleno de infelices ilusiones; pero llegará el castigo y te convertirás en un descolao mueble viejo. Las duras admoniciones también se aplican a la elite, subrayándose la decadencia, la vejez melancólica, los éxitos efímeros. El jugador, mujeriego y exitoso en el hipódromo, es zarandeado ferozmente en el tango “Pa’ lo que te va a durar”. Impera la culpa por el triunfo, siempre fugaz, siempre inmerecido. Estas piezas conforman el Eclesiastés del lunfardo. Los moralistas que profesan sagrado desdén al tango no advierten esas lecciones, más eficaces que un sermón. La madre ocupa un lugar central. La oprobiosa bastardía se incrementa con el desarraigo de inmigrantes y orilleros. La ausencia de padre y la lejanía de la Ley aumentan la idealización de la madre, a la que se dedican tangos memorable como “Pobre mi madre querida”, “Madre hay una sola”, “Avergonzado”, “Tengo miedo”. No basta con reconocer en ellos una latente homosexualidad, que es, por otra parte, la que reina en el malevaje, y el culto de la fuerza, si no la amenaza constante del abandono, la indefensión. El hijo teme que la madre se vaya con otro individuo; teme que éste la maltrate o incluso la destruya, con lo cual perderá lo único valioso que tiene en la vida. Esto pasa a menudo, porque no hay otro padre, o porque está lejos, o porque la ignora. En las letras de 133
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tango se oculta la ansiedad de fondo mediante la inversión: jamás será la madre quien abandone al hijo –que es lo que se teme–, sino el hijo quien deja a la madre; jamás la madre se irá con otro porque “es una santa”. El hombre se aparta de la “viejecita querida” por la seducción de una percanta; es ésta quien lo abandona a él (no la madre) y entonces, lleno de lágrimas y remordimiento, vuelve al cálido seno rogando que le perdone su pecado y jurándole el amor más puro e indestructible. Que es lo que necesita y reclama desde su más tierna edad. Los tangos también son canciones de protesta. No sólo porque algunos se refieren al hambre y muchos a la injusticia, sino porque hacen una crítica frontal y devastadora de los males sociales. Quizás el autor paradigmático de esta línea sea Enrique Santos Discépolo, cuyo sarcástico escepticismo expresa el rostro macabro de la década infame. Es el profeta que clama contra el desmoronamiento de los valores. Denuncia que ahora es lo mismo ser derecho que traidor, / ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador. En su tango “Cambalache” sentencia que el siglo veinte / es un despliegue de maldad insolente… el que no llora no mama / ¡y el que no afana es un gil!... Es lo mismo el que labura / noche y día como un buey, / que el que vive de los otros, / que el que mata, que el que cura / o está fuera de la ley. Envuelto en tangos flamea un paradigma argentino: Carlos Gardel. Es como si hubiéramos decidido bíblicamente que nos hagamos pues en Dios a semejanza / de lo que quisimos ser y no pudimos. / Démosle lo mejor, / lo más sueño y más pájaro / se nosotros mismos. / Inventémosle un nombre, una sonrisa, / una voz que perdure por los siglos, / un plantarse en el mundo, lindo, fácil / como pasándole ases al destino (Humberto Constantini). Gardel es su apellido naturalizado. Es un inmigrante. Es un bastardo. Es un habitante de conventillo, un golpeado por la pobreza y la humillación. Es un misterio. Su origen es conjetural, como el de los mestizos y los 134
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gauchos; es un hijo de la inmigración, como millones de seres que debaten penas y ambiciones en el ancho país. Estudia en el barrio de Balvanera, donde conoce a otro infortunado, Ceferino Namuncurá, el indiecito ranquel que testimonia la derrota de su raza. Es un ladronzuelo que también conoce la cárcel y quizá la terrible cárcel de Ushuaia. Es un triunfador solitario que consigue todo: fama, dinero, mujeres, viajes, inmortalidad. No sólo tiene apostura, sino sonrisa. La limpia, amplia y segura sonrisa que este pueblo necesita para conciliarse con el desprecio y la frustración que lo agobia. Se le agradecen el éxito y la voz. Pero se le agradece, en fuerte medida, la sonrisa. Sonrisa estampada en su rostro y luego en el monumento de bronce que pone clave de vida en el cementerio. Esa sonrisa permanece en las estampas de santo laico que adornan quioscos y talleres mecánicos, colectivos y paredes de restaurantes. Es la sonrisa que apenas diez años más tarde iluminará el rostro de Perón. A Gardel se le disculpa todo. Ha subido al trono del mito. Se recuerdan sus éxitos. Su primera etapa cantando canciones criollas, como forma de arraigarse al país. Su vertiginosa etapa de tango, como forma de prestigiar al país. Su triunfo en Europa y Estados Unidos. Sus pruebas de amigo fiel y generoso. Su vida rumbosa. Su actuación junto a Josephine Baker en el teatro Fémina de París. Sus filmes… Y se prefiere olvidar su fracaso en el teatro Nacional de Buenos Aires, la fría recepción del público argentino, las afirmaciones de la prensa sobre la decadencia de su voz, el brulote del diario Crítica porque se atrevió a entonar una canzonetta –“Bueno, mirá viejo, si en una de mis andanzas por el mundo hubiera encontrado al Viejo Vizcacha del Martín Fierro fumando Camel, no hubiera causado tanta sorpresa”, escribe nada menos que Carlos de la Púa–. Tampoco se recuerda que, quizás alterado por su menguante popularidad en la Argentina, tiene la mala ocurrencia de grabar un tango que celebra el golpe de 1930. El avión de Carlos Gardel choca con otro en la pista de Medellín y, junto a sus acompañantes –entre ellos el poeta y guionista Alberto 135
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Le Pera–, es consumido por las llamas. La muerte sorpresiva borra todo los reproches. Se transforma en ídolo. Sin tacha, sin corrupción posible. A partir de entonces e El Zorzal Criollo. Al velatorio y entierro asiste una multitud fervorosa equivalente a lo que acompañó a Hipólito Yrigoyen. Y la sucesión de generaciones testificará que Gardel “cada día canta mejor”. En vida le ocurre a Gardel lo mismo que al tango, lo mismo que a la mayoría de los talentos argentinos, llámese Borges o Cortázar, Milstein o Piazzolla. Sin el visto bueno internacional, al tango aquí no se le lleva el apunte. Veamos qué informa la revista El Hogar del 20 de diciembre de 1911 sobre su situación en París: “Como se ve, los salones aristocráticos de la gran capital acogen con entusiasmo un baile que aquí, por su pésima tradición, siquiera nombrado en los salones”… “en este año, el baile de moda es el tango argentino, que ha llegado a bailarse tanto como el vals”. En esa misma época comenta Juan Pablo Echagüe: “Casi no puede abrirse un diario o una revista de París, de Londres, de Berlín, hasta de Nueva York, sin encontrarse con referencias al tango argentino. Reproducciones gráficas de sus pasos y figuras, discusiones sobre su verdadera procedencia (¿el salón o el suburbio?), condenaciones y apologías, bienvenidas y alarmas ante la invasión”. Pero el embajador argentino en París, Enrique Rodríguez Larreta, formula una réplica que traduce la opinión argentina dominante de entonces: “El tango es en Buenos Aires una danza privativa de las casas de mala fama y de los bodegones de la peor especie. No se baila nunca en los salones de buen tono ni entre personas distinguidas. Para los oídos argentinos la música del tango despierta ideas realmente desagradables”. Este rechazo contundente carga el desprecio no sólo al tango, sino a las multitudes fermentativas de donde nace y se nutre. El odio puede llevar al esperpento: cuando un cronista de Le Figaro pregunta al historiador Guglielmo Ferraro sobre las causas de la Primera Guerra Mundial, gruñe una humorada: “La culpa la tiene el tango”. 136
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El movimiento dialéctico del arte se manifiesta en el papel jugado por el tango cuando parece que expresa a los desarraigados y finalmente se comprueba que disuelve el desarraigo. El aporte italiano, por ejemplo, es caudaloso. No sólo la profusa inmigración, sino la importación de 2000 italianismos de uso frecuente y común. Letristas, compositores y ejecutores de primer nivel son italianos o hijos de italianos; baste señalar unos pocos: Pascual Contursi, Vicente Greco, Enrique S. Discépolo, Ernesto Ponzio, Roberto Firpo, Francisco Lomuto, Sebastián Piana, Francisco Canaro, los hermanos Francisco y Julio de Caro, Homero Manzi. Así como se critica todo lo criticable del país, brotan piezas conmovedoras que reclaman el país, canciones sobre la nostalgia de volver y el amor a Buenos Aires. Incluso el miedo –reactivado por las explosiones autoritarias– da la vuelta mágica de unir a los que el desprecio y la frustración mantienen aislados. En el tango “El miedo a vivir” se canta: Los miedos que inventamos / nos acercan a todos / porque en el miedo estamos / juntos, codo a codo…
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IV. Hijos
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Ingresamos ahora en un tiempo fascinante. Respiremos hondo. Aparece un fenómeno destinado a mantener larga gravitación. En poco tiempo produce una turbulencia nacional que invade todos los resquicios. Excita a millones en su favor y a otros tantos en su contra. Hoy subsiste tanto amor y hubo tanto odio que resulta difícil objetivarlo. Se trata del peronismo. No es sólo un partido político. Creo que tampoco lo explica acabadamente la palabra “movimiento”. Desencadena esperanzas dormidas, asegura reivindicaciones postergadas, abre las compuertas de la fiesta. El peronismo es ideología y folklore, creencia y conducta. Se le podrán efectuar muchas críticas, pero no se le puede negar que vehiculiza valores y disvalores arraigados de nuestra sociedad. Lo cual no impide que a la vuelta de decisivas experiencias cambie nuestra sociedad y también el peronismo. Los estudios sobre este fenómeno tropiezan con cargas emocionales. En favor y en contra. Su primera etapa, de sólo nueve años, produce tanta disrupción y, al mismo tiempo, siembra tanto apego que los análisis posteriores siguen un curso errático. Junto a la descalificación fanática emergen los encomios. Lo consideran fuente de todos los males padecidos por la Argentina a partir de la segunda posguerra y el generador de vicios incurables. En la vereda opuesta opinan que no se lo odia por sus defectos, precisamente, sino por sus virtudes: incorpora millones de marginados a la política, el bienestar, la cultura, la salud y expande la justicia social en un país legendariamente injusto. Cuando lo derrocan, muchos confían ingenuamente en su extinción. Pero no se extingue: se consolida. Esta
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inexplicable supervivencia pone creciente sordina a la crítica, que pronto suena estereotipada y antigua. Quince años después de su caída estrepitosa, el peronismo vuelve a emerger. Lo hace con el apoyo –impensable tiempo atrás– de la juventud y los intelectuales, que habían sido sus fogosos cuestionadores. Se dilata un abanico de opinión favorable que deposita en el peronismo la confianza de solucionar todos los problemas. Así como se lo consideró responsable de la decadencia, ahora es el líder de la liberación y el progreso. Igual que a Gardel, a Perón se le perdona todo. Pero supera a Gardel: es mito en vida. A partir de entonces, quien se ocupe del peronismo –con pocas y notables excepciones– lo hará con autocensura. Evitará giros hirientes, paralelos que se tomen como insultos, datos que susciten irritación. Quien se atreva a atacarlo recibirá puntualmente la etiqueta de “gorila”; mote que no se refiere únicamente a la condición de antiperonista, sino a todo lo enfermizamente antipopular. La evolución prodigiosa, pues, lleva a identificar peronismo y pueblo, tema sobre el que nos ocuparemos más adelante. El primer peronismo ejerció una despiadada censura. Ahora las cosas han cambiado: se autocensuran quienes escriben sobre el peronismo. No hay duda de que representa a una gruesa porción de nuestro pueblo. A esa porción la encarna vívidamente. Y así como hay temor de abordar los disvalores del pueblo, se teme abordar los del peronismo. Pero, como dije más arriba, cambian ambos. Intentar su radiografía no equivale a desnudarlo para la afrenta. En esta etapa predomina el deseo de la radiografía para entender. Y para entender, debemos recordar. Para recordar, necesitamos coraje. Cuando en los 70 irrumpe con fogonazos de apoteosis, la nueva generación ignora aspectos cardinales de su gestión fundacional. También ignora sus fuertes y destructivas tendencias latentes. Cuando se las exhiben, la nueva generación no las acepta como ciertas. Prefiere creer. Prefiere soñar. Niega los defectos, exalta las virtudes. 140
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Tanto desea las virtudes que no se atreve a enfrentar los defectos, perdiendo la ocasión de destruirlos o transformarlos. Las consecuencias son trágicas. Hoy, en las décadas del ochenta y del noventa, y con la realidad de su desempeño en el poder –gobiernos provinciales y oposición nacional durante los 80, gobierno nacional con nítida hegemonía sobre los tres poderes de la República durante los 90–, ya no cabe tratar el peronismo como víctima de la marginación ni depositario exclusivo de la fórmula salvacionista. No hace falta agudizar el cuestionamiento ni enajenarnos por sus méritos. Abordémoslo con sus cuotas de drama y farsa, grandeza y mezquindad, progreso y regresión, originalidad y plagio.
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Juan Domingo Perón es un coronel del GOU que se mueve con talento tras el golpe de 1943. Ocupa la Subsecretaría de Guerra y luego el Departamento Nacional del Trabajo. Tiene fresca su experiencia en Italia y Alemania: organiza la Secretaría de Trabajo y Previsión sin despertar la resistencia de sus compañeros de armas que orientan las ambiciones hacia campos tradicionales del poder. Con gestos inéditos atrae la simpatía de algunos dirigentes obreros. En los conflictos se pronuncia a favor de los trabajadores, y éstos se asombran de que un militar propicie el alza de salarios y la multiplicación de sus organizaciones. Perón se apoya desde el principio en el ejército y el sindicalismo; doble política que lo hace quedar doblemente bien: los obreros viven el júbilo de un inesperado aliado y el Estado Mayor del Ejército fortalece su sueño de hegemonía continental con el respaldo de los trabajadores. Su proyecto, sin embargo, no enfila hacia cambios revolucionarios. No es ni será nunca un hombre de izquierda. Se presenta como una opción novedosa, brotada del país y de su genio. Pero está inspirado en la teoría y práctica del fascismo. Dato que lastima la buena conciencia peronista; dato cuya negación obcecada no contribuye al actual esfuerzo autodemocratizador, máxime cuando desde su tiempo primordial hasta el presente nunca dejaron de tener relevancia en el seno del peronismo los grupos fascistas. Brota como una síntesis de las tendencias conservadoras, nacionalistas y el avance de la sociedad de masas. En uno de sus primeros discursos radiales, el 2 de diciembre de 1943, Perón señala que “los gobernantes no se daban cuenta que la indiferencia que mostraban frente al conflicto social sólo servía para difundir la rebelión”. Y lo que él pretende hacer 142
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es sofocarla… mediante el control de los rebeldes. Dice en 1944: “No siempre propugnaremos y defenderemos a las agrupaciones obreras, sino que es indispensable disponer de esas agrupaciones para poder cumplir con nuestro cometido”. Confiesa en su famoso discurso ante la Bolsa de Comercio, en 1944: “Es preferible saber dar un 30 por ciento a tiempo que perder todo a posteriori”. En 1945 insiste ante el Colegio Militar sobre la urgencia de hacer justicia social y organizar las agrupaciones populares: “Es indudable que eso levantará la reacción y la resistencia de esos señores que son los peores enemigos de su propia felicidad, que no por dar un 30 por cierto van a perder dentro de varios años o de varios meses todo lo que tienen, y además las orejas”. Por segunda vez Perón explicita el costo de la justicia social: 30 por ciento. Que no se alarmen los ricos. También Mussolini fue claro en 1926 cuando creó la institución del Dopolavoro: “Los patrones tienen un interés objetivo en elevar lo más posible el tipo de vida de los obreros, porque significa mayor tiempo de reposo en los talleres, el trabajo es mejor y más productivo… Un capitalista inteligente no se ocupa sólo de los jornales, sino piensa en casas, escuelas, hospitales y en campos de deporte para sus obreros”. El uso hábil y discrecional de la radio coloca a Perón en contacto directo con el resto del país. Las multitudes postergadas se estremecen ante el milagro: un militar con poder se manifiesta su defensor y protector. Ya no se trata del gesto corto que se realiza en el comité: el regalo de un abrigo, la ayuda de una recomendación. Es una aparición insólita dispuesta a repartir bienes y derramar derechos eternamente postergados. El osado avance de Perón y su inspiración mussoliniana irrita a los sectores democráticos. Entonces no se advierte el contacto fecundo entre su accionar y las emergencias del país profundo. Un grupo conservador persuade a militares allegados de que ordenen su detención y renuncia. Es tarde: a Perón ya no lo sacan fácilmente de en medio. Se produce una masiva concentración en Plaza de Mayo el 143
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17 de octubre de 1945, con el apoyo de otros sectores militares y de la policía, que exigen su libertad. En el siglo XIX se presentaban las montoneras con sus lanzas a las puertas de las ciudades; a mediados del siglo XX las montoneras sin lanzas –pero con sus ancestrales reclamos– se instalan en el corazón de la city y profanan los santuarios de la elite lavando sus pies en las artísticas fuentes. Acuñan un nuevo grito de guerra: ¡Pe-rón! ¡Pe-rón! Consiguen que lo traigan de la isla Martín García a la Casa de Gobierno y, en gobierno (desde ese gobierno), un coronel le asegura la inmunidad que jamás disfrutaron. Entre el gobierno, las Fuerzas Armadas y un amplio sector popular se conforma una inédita alianza que determina el futuro del país. Perón lo expresa en ese momento: “Que sea esta hora histórica cara a la República y cree un vínculo de unión que haga indestructible la hermandad entre el pueblo, el ejército y la policía”. Reconfortado por la adhesión masiva, acepta una transacción: renunciar a la vicepresidencia, tal como exigen sus opositores, pero para darles batalla en elecciones limpias. Ya era el candidato de las Fuerzas Armadas; ahora es el candidato de media nación. Su estrategia lo impulsa a solicitar la compañía de la UCR, cuyo prestigio ético se ha robustecido durante la década infame. Al no conseguirlo, se presenta como candidato del Partido Laborista; pero su compañero de fórmula y muchos diputados provienen del radicalismo. Pese a ello, el resto de los partidos se unen para enfrentarlo. Perón los derrota de una mayoría del 55 por ciento de los votos. Antes de asumir, el gobierno militar del cual surge le facilita la tarea interviniendo universidades y expulsando docentes que militaban en su contra. Aunque es un presidente constitucional, Perón actúa con rapidez autoritaria para instaurar una especie de dictadura legalista. Remueve los cuadros administrativos y judiciales sin detenerse ni ante los ministros de la Suprema Corte. En el Congreso mantiene disciplinada una mayoría que se torna cada vez más obsecuente. La 144
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Policía Federal, creada por el golpe de 1943, es usada contra la oposición política y también contra los disturbios obreros; crea el Fuero Policial, que sustrae a sus integrantes de la jurisdicción común otorgándoles impunidad a sus abusos; instituye el “certificado de buena conducta”, que es imprescindible para buscar trabajo, viajar al exterior e inscribirse como estudiante. Controla la prensa escrita y radial. Ni los partidos políticos ni las instituciones culturales pueden realizar publicaciones críticas ni reunirse sin permiso. En 1949, una reforma del Código Penal amplía la ley sobre desacato y convierte en delito “ofender de cualquier manera la dignidad de un funcionario público”. En 1951 establece la curiosa ley de “estado de guerra interno” que amplía la competencia de la justicia militar a grandes sectores de la población civil. La Secretaría de Prensa e Información ejerce una censura desembozada. La delación crece hasta convertirse en práctica consuetudinaria. El miedo se expande. Una propaganda desenfrenada de los grandes y pequeños actos gubernamentales o los méritos de Perón y su esposa invade la radio, el cine, la prensa escrita, las paredes, las tapias, los costados de los caminos. Se pone en marcha una distribución desordenada e impúdicamente propagandística de ropa, alimentos, sidra y pan dulce que no sólo cubre a medias las reales carencias de los marginados, sino que despierta un enfervorizado sentimiento de gratitud: no se trata del objeto en sí, que suele ser importante, sino de la mano protectora que se extiende con dilatada generosidad. Perón desarrolla un estilo personal que combina su formación y disciplina castrense con la picardía del paisano y la chabacanería del porteño. Subyuga en la intimidad y en la multitud con su palabra fácil, su sonrisa gardeliana, su cálido manejo del cuerpo mediante la práctica sistemática del abrazo o el saludo con los brazos en alto, triunfales y excitantes. Sus apariciones en público y sus discursos elevan la temperatura emocional. Convoca con frecuencia a las 145
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multitudes, cargándolas de mística. Nunca se habían vivenciado manifestaciones de masa tan cargadas de afecto. Perón no teme el ridículo de preguntarles si están conformes con su gestión, y la resonante respuesta positiva no sólo es explotada como burdo referéndum, sino que acentúa el sometimiento de la masa al influjo hipnotizador de su líder. El peronismo instaura una creencia, con pseudopodios que llegan a la fe, como ocurrirá tras la muerte de Eva, su mujer prodigiosa. Eva Perón es un cometa que irrumpe con imparable carga de resentimiento y energía. Contiene cicatrices de marginación, envidia a los ricos, sed de amor, mucho coraje. Evidencia hambre de poder, apuro de desquite, se cubre con pieles y joyas, interfiere en el gobierno, es una diablesa incontrolable. Pero también se metamorfosea: su poder es el poder que le delega la ilusión de los pobres. Y entonces concentra sus esfuerzos en una dirección ajustada, que acentúa el carácter autoritario y paternalista del régimen. Aplasta a las antiguas damas de beneficencia con la demoledora Fundación Eva Perón. Es el escándalo de la sociedad tradicional y también democrática al insultar con palabrotas a cuanto ministro o diputado se opone a su designio. Se convierte en “abanderada de los descamisados”. Sus discursos difunden un sentimentalismo que crispa el lenguaje habitual y enardece a las multitudes. Poco antes de morir se edita masivamente su libro La razón de mi vida, de lectura obligatoria en todos los establecimientos educacionales. Las piezas de una caudalosa promoción y la enceguecida gratitud de los beneficiarios elevan su figura al sitial de heroína y mártir. Su temprana muerte desenfrena emociones y destemplanzas: se ordena exhibir en la ropa un cintillo negro en señal de luto y se llega a extremos cuyo grotesco ya no se advierte en un clima de inundación obsecuente: además de bautizar con su nombre calles, pueblos, estaciones, escuelas, teatros, hospitales y hasta una provincia entera, se quiere entronizarla en el firmamento mundial, y la Dirección 146
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General de Observatorios decide que todos los astros “recientemente descubiertos y los que en el futuro se descubran sean consagrados a Eva Perón e identificados con nombres que exalten sus virtudes”; en la misma disposición “se asignan los nombres de Abanderada y Mártir a los cuerpos celestes últimamente catalogados bajo los número 1581 y 1582”. Su breve e intensísima acción es reivindicada después por la izquierda peronista, en especial los montoneros. Si Evita viviera / sería montonera, proclama un eslogan. Pero ella no hubiera sido montonera, como en vida no es revolucionaria, ni siquiera la expresión jacobina del peronismo que con buena voluntad se le pretende atribuir. Su conmovedora biografía, su entrega incondicional al marido, su belleza, su actividad avasallante, el escándalo de su intromisión en la vida política, facilitan la idealización de su figura y su papel. Ahora es un mito hermoso, flor querida por el pueblo argentino y valorada en el mundo. Le ha aplicado un corte inolvidable a la historia del país en mitad del siglo XX. Pero, contrariamente a lo que el mito y el deseo proponen, la documentación de la época y sus testigos revelan que Eva Perón sirvió más a la inmovilización del país que a su crecimiento. La Fundación que instituye con fondos de origen desconocido lleva al paroxismo la acción del Estado paternalista: distribuye consuelo, alegría, y recoge sometimiento. Son regalos que hace con el dinero de los ricos, como Robin Hood, pero no convierte a los ricos en menos ricos porque les permite trasladar los costos a los precios. Y los pobre no dejan de ser menos pobre porque reciben pescado, ya que nos se les estimula a usar la caña de pescar; en cambio sí actúa los hábitos de la dependencia. Uno de los aspectos sociales más negativos de esta política es su mecanismo perverso: no se pretende destronar a los patrones, ni competir con ellos, ni ocupar su lugar. Se pretende solamente “sacarles” cosas. No interesa si pueden, si crecen, si decaen: importa que “den”. Resulta grato a cierto sadismo social molestar a la 147
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oligarquía, irritar a los poderosos. Pero sin eliminar a la oligarquía ni transformar la sociedad. Los poderosos que entienden el mecanismo se hacen más poderosos. Y aplauden a Perón. Evita contribuye a la domesticación del sindicalismo, entrometiéndose en la CGT y maniatando dirigentes hasta conseguir la subordinación incondicional de todo el movimiento obrero a Perón. Su postura y su lenguaje no toleran titubeos. En octubre de 1947, ante la amenaza de una huelga petrolera, grita a quemarropa: “¡Si paran cinco minutos les saco las tropas a la calle!”. La Fundación paga contingentes de rompehuelgas que servirán de inspiración a José López Rega cuando, en la segunda etapa del peronismo, se hará cargo del Ministerio de Bienestar Social y formará los escuadrones de la Triple A. El antimachismo de Eva Perón no es cierto. Dice en su libro: “Ningún movimiento feminista alcanzará en el mundo gloria y eternidad si no se entrega a la causa de un hombre”. “Nacimos para constituir hogares. No para la calle”. “El problema de la mujer es siempre, en todas partes, el hondo y fundamental problema del hogar. Es su gran destino. Su irremediable destino.” Quizá declama lo contrario de lo que es, idealiza su contraparte, pero en los hechos apoya a la reacción, como lo hará años después el segundo peronismo al vetar la ley de patria potestad compartida. Su subordinación al hombre está claramente expresada: “Como mujer le pertenezco totalmente (a Perón), soy en cierto modo su ‘esclava’, pero nunca como ahora me he sentido más libre”. La gran reivindicación femenina que se instaura en tiempos de Eva es el voto femenino, innovación que no es de ruptura porque ya fue recomendada por la Santa Sede en 1919, teniendo en cuenta el elemento tradicional y religioso que prevalecía en la mujer. A las legisladoras femeninas Eva Perón las obliga a escribir cartas con falsas expresiones de deslealtad partidaria –según testimonia Delia de Parodi, vicepresidenta de la Cámara de Diputados– que usaría en su contra en caso de indisciplina. 148
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Todo esto no se evoca ya. Mejor olvidar. Ignorar. Y quien lo recuerde será descalificado: antiperonista, “gorila”, “liberal”… Los obreros deben afiliarse obligatoriamente a los sindicatos, y la contribución se vuelve automática. Se instituye un sindicato por actividad, lo que permite un control más rígido. La clase trabajadora empieza a ser dirigida por la burocracia sindical y esta burocracia es un vasallo de Perón; se destruye el gremialismo libre y los dirigentes indóciles sufren desplazamiento y persecución. Las huelgas de los primeros años son aplastadas brutalmente. En la Asamblea Constituyente de 1949 los diputados peronistas se oponen al derecho a huelga.* Las movilizaciones espontáneas –que tanto ensalzarán los apologistas del régimen– son desalentadas y reprimidas por Perón, quien acuña el mandato: “De casa al trabajo y del trabajo a casa”. Las movilizaciones que tienen lugar son sólo las prolijamente organizadas y estimuladas desde arriba para convalidar y no para decidir. La conmemoración del 1º de Mayo se frivoliza mediante la elección carnavalesca de la Reina del Trabajo. En esta atmósfera de represión y fiesta se sanciona leyes jubilatorias, se instituye el aguinaldo, la indemnización por despido, vacaciones pagas. Iniciativas socialistas que habían sido archivadas o * El diputado Hilario Salvo, secretario general de los obreros metalúrgicos, produce una asombrosa pieza que se tiende a esconder: “El sector minoritario pregunta por qué no se da el derecho a huelga. Darlo sería como poner en los reglamentos militares el derecho de rebelión armada. Como dirigente obrero, digo con toda responsabilidad –perdóneseme la expresión– que las huelgas se han hecho para los machos: es cuestión de hechos, por tanto, no se precisa el derecho (…). Como dirigente obrero debo expresar por qué razón la causa peronista no quiere el derecho a huelga. Si deseamos que en el futuro esta nación sea socialmente justa, deben de estar de acuerdo conmigo los señores convencionales en que no podemos, después de anunciar ese propósito, hablar a renglón seguido del derecho de huelga, que trae la anarquía y que significará dudar de nuestra responsabilidad y de que en adelante nuestro país será socialmente justo. ¡Consagrar el derecho de huelga es estar en contra del avance de la clase proletaria, en el campo de las mejoras sociales!”. 149
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postergadas se convierten en realidad. Y son ruidosamente promocionadas como conquistas del régimen. Al mismo tiempo se impulsan salarios altos, lo que refuerza en los obreros la sensación de vivir un tiempo privilegiado. Las enormes reservas de divisas son utilizadas con prodigalidad. La política económica tiene un sesgo dominante: la intervención estatal. Continua la tendencia de la etapa conservadora impulso el golpe de 1930 y corresponde a las ambiciones totalitarias subyacentes. Su vertiente rescatable estriba en cuidar –al menos en teoría– los intereses de la nación en su conjunto, proteger los sectores indefensos, consolidar la unión del país, estimular el desarrollo de áreas estratégicamente valiosas que no interesan al capital privado. Su vertiente negativa se manifiesta en una excesiva centralización que desemboca en el monopolio estatal, la corrupción, la ineficiencia y la paralización de la iniciativa comunitaria. Se nacionalizan el gas, los teléfonos, la navegación fluvial. Se compran los ferrocarriles, con gran propaganda, por 2462 millones de pesos; la operación es presentada como fruto de una negociación genial, aunque la Dirección Nacional de Transportes los había valuado poco antes en 730 millones (¿a dónde fue a parar la diferencia?). Se crea el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI) para comercializar las cosechas, y pronto su elefantiasis burocrática reduce los márgenes de los productores y favorece con descaro a los amigos del gobierno que hacen crecer vertiginosamente sus fortunas. Los créditos del Banco Industrial benefician a los sectores de la industria media y liviana, que se convierten en entusiastas peronistas. La alegría no concluirá en 1950, cuando empiezan a notarse las consecuencias del despilfarro, el alza de salarios seguida del alza de precios, el agotamiento de las reservas, la imprevisión productiva. Queda marcado en el “estilo peronista” un tufillo de ciega arrogancia que se manifiesta a menudo en el lenguaje oficial encubridor, que volverá en 1974 con el grosero slogan “Argentina potencia” –siendo 150
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que prevalecía la impotencia– y que se repetirá en 1987 cuando, tras su éxito en las elecciones de gobernadores del 6 de setiembre, producen afiches que ya anuncian el triunfo de dos años después: “Con el peronismo unido, 1989 es pan comido”. Los planes quincenales, de prolijo diseño y ambiciosas metas, equivalen a una especia de maniobra militar en que se lucha contra una ficción. Porque la realidad en que se aplican ya es otra y está corrompida. La ley en el peronismo se aleja mucho de la Ley. Las dificultades del régimen pretenden acallarse con discursos agresivos. Pero, en rigor de verdad, ese lenguaje no se acompaña de acciones equivalentes: es más grave la amenaza que la paliza. Perón se autocalificará más adelante como “león herbívoro”. Así y todo, bajo su gobierno hay cárcel, tortura, exilio, persecución, humillación, discriminación y muerte. La primera etapa peronista –de la que abrevan las siguientes– aún será objeto de muchas interpretaciones. El peronismo tiene el incuestionable mérito de haber incorporado definitivamente a millones de marginados a la vida política del país y de haber fortalecido la conciencia nacional. Pero tiene la responsabilidad por haber demorado la recuperación de una democracia vigorosa y haber aletargado las energías del país con paternalismo, burocracia, corrupción, facilismo y chabacanería. En lo cultural, con el propósito de recuperar lo popular, se degrada la excelencia. Se reduce lo nacional a lo folklórico. Se confunde arte popular con arte pobre y hasta con lumpenaje. Es cierto que se recupera lo despreciado y amplía el escenario de lo nacional. En este sentido merece destacarse cuánto contribuye a jerarquizar el arraigo en un país con tanto desarraigo. Pero se anuda una alianza con el atraso y la reacción. Se confunde cultura de punta con cultura kitsch, como corresponde al fascismo subyacente y que tiene sus expresiones más claras en el cine y la monumentalidad de los actos partidarios, la arquitectura y la escultura oficial de la época. 151
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Simultáneamente con la revitalización del folklore –que galvanizaría el país a partir de los 60– se producen nuevas manifestaciones del tango. Una de ellas es el cantor Alberto Castillo. Castillo es un médico que se disfraza de arrabalero para exaltar el tango –se dice– como Al Jolson era el judío que se disfrazaba de negro para jerarquizar el jazz. Su estilo es una especie de burla y desparpajo. Exagera su fonética conversacional y hace bocina con las manos. Inspirado en los dibujos de Guillermo Divito en la revista Rico Tipo,* viste grotescos trajes de tela azul brillante y anchas solapas cruzadas cuyas puntas le llegan a los hombros, nudo de corbata grande y cuadrado en contraste con el ajustado y angosto de moda, gran pañuelo que sobresale, pantalón de tiro alto y exageradas bocamangas. Qué saben los pitucos, lamidos y shushetas / qué saben lo que es el tango, qué saben de compás. / Aquí está la elegancia, qué pinta, qué silueta / qué porte, qué arrogancia, qué clase pa’ bailar –desafía con su voz petulante–. Lo acusan de payaso pero las multitudes lo ovacionan, es su ídolo: ridiculiza y humilla a los “cultos”, a los “finos”. Y los encrespa, ciertamente, con su calculada vulgaridad. La universidad sufre persecución y degradación. Junto con muchos artistas, destacados investigadores deben partir al exilio. Los docentes son elegidos con criterio público y no científico; se lo obliga a cometer actos humillantes, como solicitar la reelección de Perón, otorgar el doctorado “honoris causa” a Eva, tomar exámenes todos los meses, formar mesas especiales para los jóvenes líderes de la CGU. Este sistema de exámenes mensuales es presentado como “conquista” estudiantil, pero es una costosa entrega al facilismo que permite recibirse a todo galope sin concurrir a clases ni realizar prácticas. La relación con la Iglesia es siempre estrecha y recíprocamente conveniente. La enseñanza de religión católica en los establecimientos * Divito es el creador de los personajes que develan la ambivalencia hipócrita de una ancha faja social: El Otro Yo del Doctor Merengue y Falluteli. 152
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oficiales rige durante casi todo el tiempo, excepto en la última etapa, en que se habilitan prostíbulos, se persigue de diversas formas al clero y se instituye el divorcio. Así como la Iglesia influyó mucho en el resultado de las elecciones que llevaron a Perón a la presidencia, también influye en su derrocamiento. El ingrediente fascista que alienta en el peronismo entra en su etapa crítica. O avanza hacia el Estado totalitario o se desmorona. La fiesta inicial, las reivindicaciones, la representación de la revolución en lugar de una revolución, empiezan a dar muestras de agotamiento. La sociedad argentina ya no tolera los abusos de la nueva elite integrada por burócratas sindicales, policías, funcionarios venales, desclasados, parientes pobres de familias venidas a menos, lumpenaje con poder político. La ambición de partido único es resistida vigorosamente y el gobierno, sólo meses antes de su caída, cede por primera vez la radio a dirigentes de la oposición. Pero los tiempos se han consumido. La relativa atonía de Perón, la decadencia económica, la ascendente corrupción de los funcionarios, los actos de obsecuencia desvergonzada, corroen los tiempos pilares de ambicionado Estado totalitario argentino. No al alcanzan el apoyo y la movilización de las masas, ni el lenguaje incendiario, ni la exaltación nacionalista. Una coalición de Fuerzas Armadas, clero y partidos opositores lleva a cabo la denominada Revolución Libertadora. Perón se asila en Paraguay, donde el general Stroessner ha comenzado su prolongada dictadura. Después se cobijará en otros países igualmente gobernados por dictadores de derecha: Pérez Jiménez, Trujillo, Franco. Su caída se homologa a la de Rosas, afirmándose que se recupera la línea Mayo-Caseros. El gobierno fenecido es degradado con el mote de “segunda tiranía”. Queda prohibido el nombre de Perón, su partido y sus símbolos. Desaparece el cadáver embalsamado de Eva. Se inician juicios contra el ex presidente que afectan su buen nombre, su condición militar, su abultada fortuna.
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Hay tanta inquina acumulada que se extiende un severo reproche no sólo contra los dirigentes peronistas, sino contra la masa. El desprecio robusto y a veces inconsciente que late desde el abismo de la historia se derrama ahora sin tapujos sobre los peronistas, identificados confusamente con los indígenas, los negros, los gauchos sin mito, los diferentes que por eso mismo no tienen derecho a ser como uno. Son la repugnante barbarie compuesta por hijos de puta. Una expresión lapidaria hace época: “aluvión zoológico”. Animales del país profundo que pretenden –han pretendido– imponerse a la civilización. El fanatismo antiperonista, contracara del fanatismo peronista, impide comprender que los peronistas mantendrán una gratitud duradera con el hombre y el régimen que les ayudaron a mitigar los estragos del desprecio. No importa si fue a cambio de soborno (regalos, feriados, privilegios) y manipulación. El peronismo será cada vez más una creencia. No querrá poner lógica ni racionalidad, sino emoción, ilusión, pasión. Para volver a ganar y volver a mitigar el desprecio que muerde sin clemencia cuando se está abajo. Por eso no bastará con exhibir las joyas de Eva o los bienes malhabidos de Perón. El amor al líder y el carácter trunco de la experiencia peronista (fascismo inconcluso) mantienen vivo el fervor del pueblo. Éste no recibe las denuncias como pruebas, sino como ofensas. No asimila a su líder con la imagen de pederasta tramposo que le quieren imponer. Niega sus gruesas fallas e hiperboliza sus cualidades. Es más fácil adherirse a la ilusión alegre del peronismo que reconocer su fracaso y empezar a remontar la dura cuesta. No deja de ser impresionante que en nuestro “país de novela”, apenas un año después de expulsado (con pruebas categóricas sobre sus delitos), en una cancha de fútbol la hinchada porrumpiese: “¡Puto o ladrón / lo queremos a Perón!”.
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El golpe de 1955, celebrado como el límite del fenómeno, implica su salvación a mediano plazo. De haber seguido en el poder, el peronismo hubiera sucumbido de muerte natural. Será salvado un cuarto de siglo después –el 24 de marzo de 1976– por el golpe del general Jorge Rafael Videla.
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Los sectores nacionalistas y católicos que han acompañado a Perón, y de quien se separan cuando osa enfrentar a la Iglesia, forman el círculo íntimo del general Lonardi en las primeras semanas de la Revolución Libertadora. La consigna “ni vencedores ni vencidos” que acuña desea rescatar elementos del peronismo, aunque sin Perón. ¡Cómo se repite en la corta historia argentina!: lo mismo que tras la batalla de Caseros en el siglo XIX, en la que Urquiza intenta preservar cierto rosismo sin Rosas. La secuencia también se repite: es guillotinado el continuismo, renuncia Lonardi (como se derrocó a Urquiza) y jura como presidente provisional de la República el general Pedro Eugenio Aramburu. El nuevo régimen, para diferenciarse del peronismo, predica la libertad y la democracia. Paradójicamente, para que el autoritarismo doblegado no vuelva, se adoptan medidas autoritarias. El resultado no se hace esperar: en vez de extinguirlo se echa fuego al combustible de la nostalgia. Un levantamiento protagonizado por oficiales y suboficiales concluye en un precipitado fusilamiento. Consecuencia: ahora el peronismo también tiene sus mártires; la “operación masacre” –narrada magistralmente por Rodolfo Walsh– se convierte en emblema. La represión que efectuaba el peronismo, ahora se aplica en su contra; el antiguo victimario se convierte en la víctima. Durante la Revolución Libertadora se restablece la Constitución de 1853 y se instituyen derechos sociales, entre ellos el de huelga, impulsado por la UCR. Se crea el Fondo Nacional de las Artes a iniciativa de la escritora Victoria Ocampo. Regresan del exilio científicos, políticos y artistas. La Universidad recobra impulso y protagonismo. La supresión de la censura facilita el crecimiento 156
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editorial. Pero a partir de este golpe de Estado –el tercero del siglo– se acelera la inestabilidad política del país. Hasta 1983, ninguno de los tres gobiernos constitucionales que surgen completará su período y las administraciones militares que los derrocan fracasarán en sus objetivos. La sociedad rueda hacia una dramática basculación: entusiastas comicios para recuperar las instituciones y la pasividad ante los golpes. Falta de paciencia con la democracia y falta de resignación con las dictaduras. Alternancia deseada y repudiada que frustra expectativas de uno y otro color. Crecientes ansiedad, inseguridad y escepticismo, que se calman con la fugaz alegría de la novedad: sea electoral, sea golpista. La exclusión del peronismo genera una política hipócrita. Se quiere ignorar a casi la mitad de la población prohibiéndoles elegir a sus propios candidatos, en nombre de la democracia, mientras se negocia con su incuestionable jefe en el exilio. Esta proscripción política no es original: la UCR la sufrió desde 1930 hasta mediado de la siguiente década. El régimen parlamentario es desbordado pero no suplantado enteramente hasta el año 1966. Con ingenuidad se pretende combatir la creencia peronista mostrando sus crímenes, sus gestos demagógicos y su represión política y cultural. De nada sirve: la exhibición de las riquezas de Eva no disminuye el amor de quienes encienden velas a su retrato ni los juicios contra las inmoralidades de Perón disminuye la idealización de quienes esperan su retorno triunfal. Quienes se sienten marginados por amar a su líder estallan en gritos desconcertantes son la demoledora respuesta de una sociedad sin Ley, indefensa y desquiciada. La UCR, que durante el peronismo fue principal partido de la oposición y que mantuvo una consecuente actitud progresista, se divide en dos fracciones. Una de ellas, conducida por Arturo Frondizi, propone una industrialización acelerada que supere el antagonismo vigente. Su acercamiento a los proscriptos desencadena las iras de los militares y demás sectores atrincherados contra la “segunda tiranía”. 157
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Firma un pacto con Perón que le permite obtener una victoria aplastante. Sin embargo, su éxito cargará el estigma de la ilegitimidad. Los militares no le perdonan su alianza y le manifestarán un creciente desdén. Al asumir pronuncia ante el Congreso un enérgico discurso. Pero es su último enérgico discurso. Los militares empiezan a formularle “planteos”, eufemismo que encubre perentorias y hasta irrespetuosas exigencias. Por imposición castrense designa ministro de Economía al capitán ingeniero Álvaro Alsogaray, cuya figura el caracterizada popularmente como la del “chanchito práctico”: se trata de una conservador-liberal que se mantendrá en primer plano hasta el día de hoy; su esfuerzo por conseguir el apoyo del pueblo es recordado por la secuencia de discursos didácticos que pronuncia y su inolvidable frase “hay que pasar el invierno”; la población fija su frase, pero el invierno nunca llega a la primavera. Frondizi impulsa una agresiva política de autoabastecimiento petrolero e industrialización. Sacrifica todo lo que le piden con tal de permanecer en el cargo. Los militares presionan descaradamente y van hundiéndose en una visión distorsionada del papel que les corresponde desempeñar en una república. El general Larcher, secretario de Guerra, dice el 3 de junio de 1960: “Las Fuerzas Armadas son la columna vertebral de la República”; “la patria no es hija de los políticos, sino de la espada”. Se delibera en los cuarteles y sus diferencias los llevan a querer dirimir puntos de vista a cañonazos en plena ciudad. Resultará trágico que en las Fuerzas Armadas crezca la sensación de privilegio y omnipotencia. En 1962 se realizan elecciones de gobernadores; en varias provincias ganan los candidatos del peronismo. Un fugaz encuentro de Frondizi con el Che Guevara exacerba la paranoia anticomunista de muchos oficiales, que deciden su destitución. Pero el golpe es postergado hasta que finaliza la visita del príncipe de Edimburgo: frívolo gesto para cuidar las apariencias. Frondizi es 158
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sacado de Buenos Aires y jamás se repondrá de la ofensa. Pero esta ofensa hará una vuelta carnero en el transcurso de los años, hasta convertirse en identificación con sus ofensores: en la segunda mitad de los 80 Frondizi pareciera buscar una delirante reparación haciendo al presidente Alfonsín lo que le hicieron a él. Es increíble que el audaz, lúcido y valiente estadista que fue diera paso a una actitud de doblegamiento ante los militares que lo eyectaron del poder y frustraron sus trascendentales obras de modernización. En lugar de unirse a los esfuerzos de reforzar la aún débil democracia, empieza a comulgar con los nostalgiosos de un pasado letal. Es un doloroso caso de sometimiento al verdugo, que ojalá no empañe su imagen de gran presidente argentino. Su decepcionante final hiere a muchísimos argentinos que creyeron y confiaron en su talento de estadista. Cierra dramáticamente una vida galvanizada por ambición, inteligencia, intriga, coraje, doblez, consecuencia e inconsecuencia. Reúne suficiente material para una biografía desgarradora. Las Fuerzas Armadas siguen avanzando sobre la sociedad civil. Lo hacen para “defender la libertad y la democracia” –así lo dicen y posiblemente así lo creen–. Su estrategia se basa en dos principios: a) prohibir la legalización del peronismo, que desembocaría en el temido retorno de Perón; b) amenazar y hasta deponer a las autoridades constitucionales que no se sometan a esta orden. La estrategia tiene altos costos porque los resultados no son brillantes ni se consolidan. Por otra parte, los militares aparecen comprometidos en asuntos que no manejan en forma directa. Desde fines de los 50 inicia su expansión por América latina la doctrina de la seguridad nacional. El general Solanas Pacheco expresa el 13 de junio de 1959: “Se han abierto en el país fronteras ideológicas cuya atención es tan de nuestra estricta competencia como la vigilancia de nuestras fronteras geográficas”. Esta doctrina ofrece cómo respaldo a la represión del peronismo, el comunismo y toda manifestación que moleste a los dueños de la vereda, la razón… y el poder. 159
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En 1963 es ungido por una minoría de electores el presidente Arturo Illia. La UCR vuelve a gobernar luego de treinta y tres años de ostracismo y resistencia. Se despliega un clima democrático y de austeridad en la gestión pública. Mejora la balanza de pagos, disminuye la desocupación y se consigue un aumento relativo de los salarios. El fanático respeto de Illia a la palabra empeñada determina la anulación de los contratos petroleros firmados por Frondizi, tal como lo prometió en la campaña electoral, por encontrarse fallas en varios de ellos. Es quizá su mayor error económico, porque compromete el autoabastecimiento y provoca un renovado temor de los inversores extranjeros. Pero el balance de su gestión muestra que crece el producto bruto y más aún la actividad científica, artística y editorial. Son años de franco ascenso. Pese a la veda del peronismo, con diversas denominaciones y actores se produce una progresiva reinserción de sus adherentes a la política nacional. En este clima de creciente consolidación democrática se fortalece el movimiento obrero. Pero, en vez de jugar un papel progresista, es víctima de deformaciones que lo llevan a comportarse como un desestabilizador. La crítica a los sindicalistas de entonces tropieza con temores y prejuicios, por lo cual nunca se abre un debate franco sobre el modelo de conducta que siguieron –y siguen en su mayoría–, con enorme repercusión sobre la vida y el destino del país. Intentemos un somero análisis. Es importante. Vimos que durante la presidencia de Juan D. Perón (1946-55) el movimiento obrero organizado se desarrolla bajo la subordinación al gobierno. La afiliación obligatoria agranda decisivamente el volumen del sindicalismo. El Estado es su protector benevolente. Pero también su implacable cancerbero. Los líderes críticos son desplazados, las organizaciones rebeldes son reprimidas. La CGT se convierte en un gigante. Pero un gigante parecido al dinosaurio: cuerpo enorme y diminuta cabeza. Durante ese período se obtienen beneficios concretos e inolvidables. Y se los asocia definitivamente con el peronismo. 160
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Queda incorporado a la mayoría de los obreros el adoctrinamiento que acompañaba a cada asistencia, a cada prestación, a cada regalo, a cada manifestación popular. Se internaliza el verticalismo, el anticomunismo, las invocaciones al orden, el antipluralismo, el nacionalismo y la tutela del Estado. Cuando es derrocado Perón, los intentos de desperonización cometen suficientes torpezas como para producir el efecto contrario. La mayoría de los obreros se abroquela en la nostalgia. Es más fácil aferrarse a la antigua creencia que quedar desamparados. Quienes descalifican a su líder no aparecen como aliados, no están dispuestos a mantener el grato estilo paternalista de Perón. Quienes aburren con sus arengas sobre la libertad y la democracia, en realidad se refieren a la libertad y democracia que disfrutan los que ahora tienen el poder, no el conjunto de la sociedad, porque los peronistas no sienten los beneficios de una ni de otra. Los intentos de crear una representación sindical múltiple fracasan también. Ni el movimiento obrero organizado se desperoniza, ni cambia de estructura. Pero el cambio ocurre, está presente. Porque la dura realidad indica que el Estado deja de comportarse como el protector benevolente y, al mismo tiempo, cesa la obligación obrera de someterse a su ideología. Es el instante en el que el movimiento de los trabajadores, como una criatura viable, secciona su cordón umbilical. ¡Enhorabuena!, si no pesara sobre esta criatura la deformación dinosáurica y el reaccionario atractivo del retorno. La fijación al pasado bloquea el desarrollo de la cabeza, la búsqueda de caminos originales, la inserción de estrategias nacionales progresistas. De todas formas, la nueva situación margina a los viejos dirigentes y surgen los nuevos, que desarrollan una capacidad de lucha que jamás ejercieron bajo Perón: utilizan las herramientas de la huelga, las relaciones industriales, las negociaciones colectivas e incluso aparecen como verdaderos políticos cada vez que se levantan las restricciones. Los sindicatos despliegan una reciedumbre como nunca antes. La República Argentina va 161
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cambiando también: aumentan los sectores industriales que producen bienes intermedios y de consumo durable, ingresan capitales extranjeros, se enriquece el pluralismo cultural. Pero los dirigentes sindicales siguen padeciendo la perniciosa limitación: el pasado. Su política es: reclamar beneficios distributivos, reproducir el esquema dadivoso que internalizaron en el régimen depuesto. Su acción se apoya sobre dos columnas: la primera consiste en lograr representación parlamentaria, aunque la cuota alcanzable sea pequeña; la segunda es infligir un desgaste implacable al gobierno, sea constitucional o sea militar. Quienes acusan al sindicalismo peronista de subversivo se equivocan: no quiere sustituir al capitalismo, pero sí hacerle la vida imposible. Su tarea desestabilizadora no es frontal, sino indirecta. Induce la caída de los gobiernos, no ayuda a consolidar sus éxitos. Su gimnasia política es brillante para bloquear y opaca para generar soluciones. Se trata, obviamente, de una conducta defensiva. Es el producto de una larga historia de marginación, desprecio e injusticia. Historia que se reactiva dramáticamente con la proscripción política. El gobierno de Illia intenta corregir la falta de democracia sindical interna y el uso discrecional de sus recursos mediante la estricta vigilancia del Ministerio de Trabajo, que fiscaliza sus elecciones y el corrupto manejo de fondos. Esto provoca una airada reacción, con huelgas y manifestaciones. La huelga no es sólo un instrumento de presión: se convierte en la vía regia para promover el ascenso de los líderes. Las demandas económicas dejan de ser exclusivamente tales para encubrir intenciones políticas. Se consolida una visión corporativista y sectorial que cercena las responsabilidades sobre el conjunto del país. Los proyectos de crecimiento y estabilización que surgen en los 50 y 60 son en parte frenados por esta política sindical. No deja de ser doloroso que la clase obrera haya sido llevada a frustrar los caminos que hubieran redundado en su beneficio. Estas duras conclusiones pueden disgustar, y es lógico que así sea. 162
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Pero más lógico sería que se reflexione sobre una conducta que cuesta modificar y que termina cobrando altas facturas a sus mismos protagonistas. Las gratificaciones que brinda el clima democrático de Arturo Illia no se aprecian sino como una ocasión para protestar y socavar. En 1964 los sindicatos lanzan el agresivo plan de lucha, como si enfrentaran a un dictador. Multiplican los paros y llegan a ocupar 11.000 establecimientos fabriles. Illia soporta con estoicismo las proclamas injustas y las calumnias. Su tolerancia genera burlas. No quiere reprimir. Y esto envalentona a los agitadores. Lo consideran lento, ineficiente. Lo caricaturizan con una paloma en la cabeza, lo apodan “tortuga” y se acuña en su descrédito la palabra “buenudo”. La ofensiva sindical se va aliando con la militar, reconstruyendo subrepticiamente la alianza corporativa que anudó el coronel Perón en 1945. Alguna prensa, con asombrosa irresponsabilidad, se hace cómplice de la prefabricada atmósfera de caos. El 10 de diciembre de 1964 –cuando lo índices elogian el crecimiento del país– la CGT emite una declaración en la que afirma inescrupulosamente: “La radiografía nacional es bien conocida: miseria - desocupación desnutrición - retroceso cultural - crisis financiera y económica hipoteca internacional - relajamiento y limitación de nuestra soberanía - sintetiza a un gobierno incapaz, falto de visión, con crisis de fe, desmoronamiento de nuestras instituciones y desintegración de nuestro acervo nacional” (!). Esta declaración no parece tan lejana, ni siquiera destinada a un gobierno como el de Illia. Parece una fotocopia de declaraciones formuladas luego con el gobierno de Alfonsín, al que con miles de huelgas y trece paros generales lo acosan en idénticos feroces términos. Se trata, por consiguiente, de algo más profundo, que una denuncia o una reivindicación. Se trata de una cordillera de rencor y agresividad contenida que se derrama contra quien representa lo otro. Es la necesidad de vencer, reparar. Pero sin afinamiento. A lo caníbal. Con el gobierno de la Alianza no irá mejor. La CGT oficial y 163
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la CGT combativa compiten en sus ansias por dificultar las tareas del gobierno. Los dirigentes sindicales, que el lenguaje de la calle etiqueta como “Los Gordos”, no miden sus acciones por el beneficio que traerían a los trabajadores, sino por la popularidad que les reportaría su pulseada con el oficialismo. En sus protestas no hay iniciativas racionales, sino el empeño de enrarecer cada vez más el clima de bronca y desconcierto. Un estallido de proporciones surge cuando Patricia Bullrich, la ministra de Trabajo, quiere tomar declaraciones patrimoniales a quienes se consideran líderes del movimiento obrero. Es una medida lógica y saludable, máxime cuando la mayoría de los sindicalistas caen bajo la sospecha de enriquecimiento ilícito. Pero en vez de establecerse una norma de transparencia que hubiera ayudado a la nación, es expulsada la ministro. Sufrimos otra derrota de la democracia, de la modernidad y de la ley. Las acciones del sindicalismo y el clima que contribuye a generar cierta prensa –provista de una libertad de expresión que no gozaba en décadas– empujan hacia una nueva tragedia: el 28 de junio de 1966 las Fuerzas Armadas perpetran otro golpe de Estado. Pero se llevan una mayúscula sorpresa. Cuando irrumpen de madrugada en el despacho del presidente Illia, se topan con un anciano digno que los califica de salteadores nocturnos. El general Julio Alsogaray, a cargo del operativo, insiste en que abandone la Casa de Gobierno para evitar actos de violencia. –¿De qué violencia me habla? – responde Illia con serena firmeza–. A la violencia la acaban de desatar ustedes en la República. Yo he predicado en todo el país la paz y la concordia entre los argentinos, he asegurado la libertad y ustedes no han querido hacerse eco de mi prédica. Ustedes no tienen nada que ver con el ejército de San Martín y Belgrano; le han causado muchos males a la patria y se los seguirán causando con estos actos. Los golpistas, absortos, no logran percibir la fuerza premonitoria de esas palabras. Illia agrega: “El país les recriminará siempre esta 164
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usurpación, y hasta dudo de que sus propias conciencias puedan explicar lo hecho”. Los oficiales no comprenden la estatura moral del presidente. “Mi autoridad emana de la Constitución que nosotros hemos cumplido y que usted –se dirige a Alsogaray– ha jurado cumplir. A lo sumo usted es una general sublevado que engaña a sus soldados y se aprovecha de la juventud, que no quiere ni siente esto”… Los militares insisten en desalojar el salón. –¡Ustedes se escudan cómodamente en la fuerza de loa cañones! ¡Usted, general, es un cobarde, que mano a mano no sería capaz de ejecutar semejante atropello! Meses después, desde el llano, Arturo Illia completa su definición. “Como todos los aprendices de brujo, aparecen como mortales enemigos en las construcciones permanentes. Y así las improvisaciones, el aniquilamiento de la seguridad colectiva, la intimidación y el miedo”. Asume el coronel Juan Carlos Onganía con la bendición de las Fuerzas Armadas y de varios dirigentes sindicales. La CGT emite un comunicado ambiguo; por un lado justifica el golpe por “el estado caótico de lo social, político y económico que engendraba día a día la falencia del poder constituido”. Por otro lado quiere lavar sus culpas: “La CGT no se regocija por esto. No es responsable de lo acontecido”, y “demanda la participación que le corresponde”. “La expectativa general intuye que es menester arrancar de esta hora cero hacia el futuro que todos ambicionamos.” El coronel Perlinger, que acompaña a Julio Alsogaray en el alevoso operativo, expresará más adelante su profundo y público arrepentimiento por el crimen institucional perpetrado. ¿Será más fácil el examen de conciencia individual que el colectivo?
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Con Onganía se avanza otro paso hacia la desvalorización de las instituciones fundamentales de la República. Por primera vez se impone un texto que compite en fuerza y valor con la Constitución Nacional: es el Estatuto de la Revolución Argentina. Suspende sine die la actividad de los partidos políticos, cuyos edificios son confiscados y transferidos al Ministerio de Educación. Se expulsa a los legisladores y se habla del gran ahorro que significa para el país la clausura del Congreso… En el magno edificio se instala el Consejo Nacional de Seguridad. El propósito de este golpe no es corregir falencias de un gobierno ni volver a la democracia, sino producir una profunda transformación de la sociedad. Es un intento superador de inspiración mesiánica. Las Fuerzas Armadas, “ante el colapso del sistema”, se sienten llamadas a asumir la responsabilidad única en el manejo de los asuntos públicos. Tienen la ilusión de suprimir el conflicto a través del orden y la verticalidad, como en los cuarteles. Aspiran a conseguir una monolítica unidad militar y social; transforman la política en simple administración. Muchos sindicalistas experimentan una comprensible afinidad. Están acostumbrados a repudiar la democracia, a la que generalmente le cuelgan adjetivos descalificantes: formal, oligárquica, gorila; la imagen de “hombre fuerte” que irradia Onganía les activa reminiscencias. Coincide con su posición nacionalista y anticomunista, sus llamadas al orden y sus promesas de tutelaje estatal. Y Onganía devuelve favores: no deroga la Ley de Asociaciones Profesionales, que determina el sindicato único por actividad y permite la expansión del sistema de obras sociales, que
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brinda a los sindicatos el control de una voluminosa masa de recursos que se vuelva en obra y –más adelante– posibles coimas. Otro apoyo importante al nuevo régimen proviene de los liberales economicistas. La propuesta de estos liberales consiste en erradicar definitivamente el peronismo y pulverizar su expresión sindical, producir una drástica reducción de la intervención del Estado y elimina los sectores industriales ineficientes. Aunque estas premisas tienen la simpatía de una franja considerable de la población, no recaudan suficientes votos. El liberalismo economicista debe resignarse a los males menores, sea el desarrollismo de Frondizi (a quien provee su ministro de Economía), sea el radicalismo (al que apoyan electoralmente cuando tienen que optar). De esta forma los liberales, por falta de votos, y los sindicalistas, por prohibición del voto, se unen para respaldar al dictador de derecha Juan Carlos Onganía. Su ministro de Economía más conspicuo será Adalbert Krieger Vasena y su embajador en Washington, el capitán ingeniero Álvaro Alsogaray. Onganía ya no es presidente provisional como Lonardi y Aramburu, sino presidente de la Nación a secas, insolentemente, como si hubiera sido elegido por las urnas. Pero su autoridad se apoya en las Fuerzas Armadas, convertidas en la frontera moral del país, su columna vertebral y su esencia incorrupta. Sin embargo, las Fuerzas Armadas “no gobernarán ni cogobernarán”. De ahí que Alsogaray declare que el de Onganía no es un gobierno militar sino un gobierno civil presidido por un militar. Este gobierno actúa con iluminada decisión: para conseguir el desarrollo económico confía la tarea en tecnócratas omniscientes que parecieran estar más allá de los intereses sectoriales. Para oxigenar la sociedad intoxicada de politiquería enfatiza la retórica corporativa y estimula la formación de “consejos de la comunidad” que vehiculicen las inquietudes y demandas sociales. Para sanear la universidad viola sus claustros con los cascos de la caballería, saca de los cabellos a los estudiantes y apalea a los 167
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docentes en la atroz Noche de los Bastones Largos. Los científicos, profesores y artistas, apabullados, amenazan con abandonar el país: tienen la ingenua esperanza de conmover al déspota. Pero a este mesías de labio partido y espeso bigote rubio no le importa que se vayan. Y se van: larga caravana de creadores, investigadores y técnicos emprenden la ruta del exilio. Se produce un hiato generacional, se abortan proyectos en marcha, la ciencia se oscurece, la tecnología decae. El gobierno sigue sintiéndose iluminado. Con el tiempo se llamará, a la de Onganía, la dictadura ilustrada. Pero Onganía sabe reprimir, no crear. Su talento se agota en la transposición de los hábitos del cuartel a la sociedad civil. Y la sociedad civil no se arregla pintando todo lo que está quieto, saludando con la venia todo lo que se mueve. En abril de 1969 el secretario general de la CGT de la República Argentina, Raimundo Ongaro, que mantiene gruesas diferencias con los sindicalistas cómplices, opina del golpe: “… por eso, el 28 de junio (de 1966) imaginé una nueva estafa a la nación y al pueblo, un nuevo pacto firmado con los golpistas políticos y gremiales cuyo resultado iba a ser la anulación de todos los derechos humanos, sociales, políticos, culturales. Y efectivamente, jamás hemos tenido en la historia del país resultados tan desastrosos como con el gobierno de la Revolución Argentina. Nunca se había visto una plaga semejante”. Un resultado que los “salvadores de la patria” no esperaban era el acercamiento entre radicales y peronistas. Los dos grandes partidos comparten la misma veda y persecución. Ambos empiezan a descubrir sus afinidades, a declinar antiguas tirrias y deformaciones. El enemigo común, que es la dictadura, impulsa la conformación de un frente político llamado La Hora del Pueblo, cuya clarinada anuncia el resurgimiento de los partidos y el agrietamiento del régimen. Otro efecto, tampoco esperado, es el progresivo cuestionamiento del autoritarismo, que se extiende y confunde, lamentablemente, con el cuestionamiento a toda autoridad. Las soluciones mágicas del 168
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hombre fuerte son –como lo anunció Arturo Illia– gruesos errores de aprendiz de brujo. La sociedad argentina, que se dejó seducir por la campaña de desprestigio contra Illia, no supo apreciar la democracia y la confundió con el caos, deseó una solución mesiánica y luego de tres años de temor y pasividad comprende que ni es mesiánica ni es solución y empieza a segregar un clima contestatario de magnitud desconocida. Tras la parálisis inicial, brotan críticas contra los dirigentes sindicales propensos a la tutela del dictador y críticas contra los gerentes de empresas. Se multiplican la protesta, la agresividad. El general de bigote rubio y labio partido es rígido y soberbio. No escucha a la sociedad, ni escucha a sus camaradas. Descarta una salida democrática. Su paz artificial pretende eternizarse, pero hace agua. Por fin, la tensión acumulada explota. En mayo de 1969 se produce el Cordobazo: obreros y estudiante controlan la ciudad durante tres días. La represión es seguida por otro estallido, el Viborazo, llamado así por aplastar bíblicamente la víbora de la subversión. Pero ya no se sabe quién es más subversivo: si el que usurpa el poder o el que cuestiona al usurpador. Onganía pretende aún consolidar su estado corporativo brindando privilegios a sindicalistas amigos y empresarios aliados. Solicita el apoyo de la Virgen de Luján, a la que proclama patrona de la Nación en una larga y publicitaria marcha a pie hasta su santuario. Ingresa en escena otro actor de nefastas consecuencias: la guerrilla. La fecundación marxista del peronismo y de sectores nacionalistas de derecha produce una criatura teratológica: los montoneros. Su nombre evoca las lanzas del siglo XIX, los caudillos de la regresión feudal y la apoteosis del arraigo a la tierra. Se autocalifican soldados de Perón, agitan el slogan de “liberación o dependencia”, promueven la insurrección popular para instaurar un régimen no democrático, sino autoritario, que idealizan como socialismo nacional. Sus acciones sorprendentes desconciertan y pronto seducen a vastos sectores juveniles por su cuota de heroísmo. 169
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Confluyen el recuerdo fresco del Che Guevara, la exaltación teórica del Tercer Mundo, la aparición de movimientos guerrilleros en otros países. El ex presidente Aramburu intenta negociar una salida democrática. Se abre la pregunta sobre cuánto desagrada esta actitud a Onganía y a su ministro del Interior. Sigue la pregunta sobre cuánta responsabilidad le asiste en lo que viene: Aramburu es secuestrado espectacularmente por los montoneros y luego asesinado. En esa época estremece a multitudes la película “Z”, cuyo oficial “malo” se parece físicamente al ministro del Interior. Es el año en que el compositor Ástor Piazzolla –fuertemente resistido por la vieja guardia y los viejos gustos: “sus tangos no son tangos” – estrena su primer éxito popular: “Balada para un loco”. Onganía no quiere reconocer que ha fracasado. Resiste a los tres comandantes de las Fuerzas Armadas. Pero está solo y debe marcharse. Los jefes militares mandan llamar al general Marcelo Levingston, que cumplía funciones diplomáticas en Washington, para ungirlo presidente. Casi nadie lo conoce. Levingston pretende impulsar el progreso económico mediante un sesgo nacionalista. Pero crece la depredación de la guerrilla. Es ilustrativa una carta de Perón a Rogelio Frigerio en abril de 1970: “A mi parecer, recién ‘comienza el baile’. La guerra revolucionaria, que ya es realidad en todos los países latinoamericanos, tardará muy poco que lo sea también en la Argentina… poco hay en el panorama nacional que no haga presagiar nuevas desgracias”. El avance de los políticos fuerza a un gesto inédito. Alejandro A. Lanusse, quizá uno de los últimos caudillos militares de la Argentina con talento político, manda a su casa a Levingston y concentra en sus manos las tres riendas del poder: comandante del Ejército, miembro de la Junta Militar y presidente de la Nación. Consigue espacio porque asegura la salida democrática. Se aplica a crear las condiciones de una retirada digna. Facilita la apertura y ésta 170
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es una de las más amplias y bulliciosas que conoce el país, con profusión de publicaciones y debates. La excitación ideológica es la cara opuesta del silencio que reinaba en los tres primeros años de la reaccionaria Revolución Argentina. La sociedad bascula: antes callaba, ahora grita. Pero ni antes ni ahora prevalecen la racionalidad ni la responsabilidad. Cuando ordenaban el silencio hizo silencio y cuando se le permite hablar prefiere el estallido. El más rotundo fracaso de la dictadura militar se manifiesta al levantarse la veda política. La transformación profunda que Onganía quiso imponer a bastonazos se ha corrompido en descontento generalizado y en guerrilla delirante. Ni siquiera ha podido renovar los líderes políticos porque emergen las mismas caras: Perón, Balbín, Frondizi, Alende. La Revolución Argentina ha servido para perder el tiempo, además de abortar el crecimiento armónico que despuntaba con Illia, desprestigiar a las Fuerzas Armadas, alimentar el resentimiento, echar combustible a nuevas soluciones mágicas (la guerrilla, la revolución) para enjugar el desengaño. Crece el culto a la violencia. Por lo tanto retroceden la tolerancia, la capacidad de negociación y el valor de la vida. La dilatada proscripción del peronismo produce su idealización; no se quiere saber de sus defectos: “A Perón lo han derrocado por sus buenas acciones, no por las malas”. Perón mismo, sumando años, experiencia y lejanía, parece otro, abierto al diálogo y el progreso. Empresarios, intelectuales y políticos empiezan a peregrinar hacia su residencia en Madrid, tal como lo venían haciendo sus acólitos. Su carisma asciende velozmente. Por doquier se le reconoce visión de estadista. El otrora “tirano” o “dictador depuesto” se transforma en el Viejo que adoran los jóvenes y miran con benevolencia sus antiguos enemigos. Los conservadores susurran que es la pieza reservada por Occidente para frenar el avance marxista, y la izquierda lo imagina como otro Maon que instaurará el socialismo. Lanusse le devuelve el cadáver de Eva, permite que se difundan su palabra y su imagen, 171
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instruye a su embajador para que lo visite. Su ministro Mor Roig tiene información de que no desea retomar personalmente el poder y, en consecuencia, sus candidatos serán derrotados en elecciones limpias. De esta forma concluirá el mito de la mayoría peronista perpetua y se pondrá en marcha un sistema democrático estable. Pero no será Lanusse quien lo consiga: tendrán que pasar todavía diez atroces años.
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Desde su exilio en la España de Franco, Perón despliega un juego pendular que le arrima la adhesión de un espectro político muy extendido, en el que se incluyen sectores bravíos de izquierda y nacionalistas de derecha. Su doctrina mantiene la suficiente ambigüedad para postergar sine die las definiciones. Ni siquiera se expide contra el terrorismo, porque la creciente inseguridad lleva agua a su estrategia. “Me han estado presionando para que haga declaraciones contra la violencia –escribe a Rogelio Frigerio en abril de 1972–, pero yo estoy convencido de que toda la culpa de esta violencia la tienen los de la dictadura, que comenzaron por usurpar el gobierno por la fuerza y en diecisiete años ha muerto más gente que en todo el resto de la historia política institucional argentina.” La guerrilla montonera –a la que se añaden los trotskistas del ERP–, la agitación juvenil, el repliegue rencoroso de las Fuerzas Armadas y la politización exaltada de la sociedad producen un curioso viraje hacia el pasado. Las esperanzas confluyen hacia el Viejo idealizado. Se le atribuyen una sabiduría y habilidad que sin duda tiene, pero en franca declinación. En parte es un preso de las limitaciones de su salud y en parte del secretario privado que ha elegido: José López Rega. Su antigua costumbre de no permitir que a su lado levanten vuelo potenciales competidores lo lleva a elegir como representante personal y luego candidato a presidente a un hombre mediocre. El doctor Héctor Cámpora no es capaz de mantenerse solo; se deja arrastrar por la seducción multitudinaria y se deshace en expresiones de obsecuencia a su jefe. Gana las elecciones a la cabeza del Frejuli (Frente Justicialista de Liberación) pero es obligado a renunciar antes de los dos meses. Lo reemplaza el yerno de López 173
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Rega, Lastiri –sólo recordable porque coleccionaba corbatas y cantaba boleros–, que convoca a nuevas elecciones para darle “todo el poder a Perón”. Perón ha cambiado de veras, por lo menos en lo concerniente a su concepto de la democracia. La oposición ya no es el “antipueblo”, sino una pieza irrenunciable del sistema. Se abraza con su antiguo perseguido, el líder radical Ricardo Balbín. Descalifica a la violencia. Quiere encausar institucionalmente la política.* Basa su gobierno en un doble arco de alianzas. Por un lado, la reedición mejorada del pacto social entre asociaciones empresariales y gremiales que equilibren las demandas de los sectores en pugna y acudan al arbitraje del Estado. Por el otro, rescatar al Congreso como ámbito de negociación. Esto último es inédito para la tradición autoritaria del peronismo y recibe la crítica oblicua o el sabotaje silencioso de las fracciones jacobinas de la izquierda o los grupos fascistizantes de su propio partido. El anciano presidente obtiene más * Sus palabras del 3 de agosto de 1973 son una lección notable que el peronismo tardará años en metabolizar: “Nosotros somos un país politizado, pero sin cultura política. Y todas las cosas que nos están ocurriendo, aun dentro de nuestro propio Movimiento, obedecen, precisamente, a esa falta de cultura política. Nuestra función dentro del Movimiento no es ya, solamente, de adoctrinamiento –en lo que hemos trabajado mucho, y eso ha traído la politización–, sino de ir cultivando las formas que lleven nuestro Movimiento al más alto grado de cultura política, lo que será un bien inmenso para el país, no sólo por lo que representa para el Movimiento Justicialista, sino porque inducirá a las demás fuerzas políticas a que también adquieran ese grado de cultura política”. “La política, hoy, ya no son dos trincheras en cada una de las cuales está uno armado para pelear con el otro. Este mundo moderno ha creado necesidades, y los pueblos no se pueden dar el lujo ya de politiquear. Esos tiempos han pasado. Vienen épocas de democracias integradas en las que todos luchan con un objetivo común, manteniendo su individualidad, sus ideas, sus doctrinas y sus ideologías, pero todos trabajando para un fin común. Ya nadie puede tratar de hacer una oposición sistemática y negativa, porque los países no pueden ya aguantar una política semejante.” 174
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comprensión y apoyo de la oposición democrática que de su propio movimiento. Perón ha cambiado, pero el peronismo –que padeció proscripción y manoseo, que no pudo desarrollar su responsabilidad con el ejercicio de la función pública– no ha cambiado. Sus ingredientes despreciativos y rencorosos mantendrán vigencia más allá de las intenciones y la muerte de Perón. No sólo en el discurso, sino en la acción. A los crímenes de los montoneros se agregan los crímenes de la Triple A, que es una organización parapolicial de derecha. Unos y otros “dan la vida por Perón”, unos y otros empujan el país hacia su capítulo más trágico. El sindicalismo quiere recuperar su paraíso perdido, invita al líder que repita sus lecciones como en el remoto pasado y anhela imponer el peso de su número para influir en las decisiones de gobierno. Pero el reloj no retrocede. El líder imparte una sola breve lección el 26 de octubre de 1973, y los desconcierta cuando afirma: “Es indudable, como ya lo he dicho otras veces, que el valor real de las organizaciones no se puede medir por el número de sus afiliados ni por la importancia que ellos tienen en la acción de conjunto. El verdadero valor se mide por la clase de dirigentes que los conducen y los encuadran”. Dice algo más descalificante: “En la acción sindical hay mucha burocracia. Por otra parte nadie tiene una experiencia más dolorosa que yo sobre esto. Porque yo lo he visto defeccionar a ellos, dirigentes sindicales”… “los dirigentes sindicales tienen la ilusión de que manejan, y no es así. Porque el manejo político, no sindical: el manejo sindical es solamente para la defensa de los intereses profesionales; no da para más” (14 de enero de 1973). Como si presagiara el daño que infligiría a su gobierno, el último discurso de Perón es una dura crítica a las desmedidas exigencias sectoriales que provocarán su irrefrenable deterioro. Primero agradece la solidaridad de la ciudadanía: “…sin el apoyo masivo de los que me eligieron y la complacencia de los que no lo hicieron, pero luego evidenciaron una gran comprensión y sentido de 175
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la responsabilidad, no sólo no deseo seguir gobernando, sino que soy partidario de que lo hagan quienes puedan hacerlo mejor que yo”. Luego recuerda la base de su estrategia: “Como ustedes saben, nosotros propiciamos que el acuerdo entre trabajadores, empresarios y Estado sirva de base para la política económica y social del gobierno”. Enfatiza la responsabilidad y el sacrificio que les conciernen. “Todos los que firmaron en dos oportunidades ese acuerdo sabían también que iban a ceder parte de sus pretensiones.” Y entonces formula una grave denuncia: “Sin embargo, a pocos meses de asumir ese compromiso pareciera que algunos firmantes están empeñados en no cumplir el acuerdo y desean arrastrar al conjunto a que haga lo mismo”. Presintiendo que estaba legando un testamento, lanza su párrafo de fuego que mantiene vigencia hasta hoy (aunque abunden los sordos): “Frente a esos irresponsables, sean empresarios o sindicalistas, creo que es mi deber pedirle al pueblo no sólo que los identifique, sino que los castigue” (12 de junio de 1974). La puja sectorial aumenta brutalmente tras el fallecimiento del presidente Perón y será un mal argentino endémico que sólo se acalla, desgraciadamente, bajo la represión de la dictadura. Recuperada la democracia en 1983, la puja vuelve a roer el crecimiento y el bienestar del conjunto. Perón es el primer argentino elegido para tres períodos presidenciales. Ocupa el escenario político del país durante treinta años. Se le condonan las acciones legales pendientes y devuelven los bienes confiscados. Disfruta la apoteosis de su reparación histórica. Se lo vela y entierra con los máximos honores. Pero en el breve lapso que media entre su regreso y su muerte padece el enfrentamiento salvaje entre facciones internas y su creciente impotencia para conducir el país. A la matanza de Ezeiza –que es una sangrienta recepción y un exacto presagio de lo que ocurrirá– siguen las acciones criminales de la Triple A, que impulsa su secretario privado, la insolencia de la juventud decepcionada, la destitución del gobernador del Córdoba por 176
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su jefe de policía (el Navarrazo) y el final de la tregua que ha concedido la guerrilla. En este vendaval asume su viuda Isabel, que había sido electa vicepresidenta. Es la primera mujer que accede a tan alta investidura. El machismo nacional se siente incómodo. Inventa chistes y burlas. Se había racionalizado antes de las elecciones que ella, por ser la esposa, era “su mejor alumna”. Pero Isabel, pese a su buena voluntad, no puede sostener el timón. José López Rega, apodado “el Brujo” o “Rasputín”, es quien gobierna. Elimina a Gelbard, el ministro de Economía que eligió Perón siguiendo su costumbre de confiar esa cartera a los empresarios; intensifica la limpieza de izquierdistas o todo lo que tenga semejanza con ellos; desenfrena el terror; se apodera de dineros públicos. Pero no está solo, sino que es el rostro emblemático de una fuerte corriente peronista que, matices más o matices menos, lo apoya. Las ilusiones que se acunaron en el edénico retorno peronista ansían satisfacerse. La justicia social es entendida exclusivamente como justicia distributiva, y la función del Estado como protectora. No se piensa en la creación de la riqueza ni en la responsabilidad de los actores sociales. Las exigencias a corto plazo se acompañan de una desoladora despreocupación por la consolidación del sistema. Los dirigentes sindicales no pueden superar las tácticas defensivas, oposicionistas y desestabilizadoras que tuvieran sentido cuando regía su proscripción: las siguen aplicando con igual intensidad –discursos justificadores mediante– contra el gobierno que han elegido. Sabotean a sucesivos ministros de Economía: Gómez Morales, Antonio Cafiero. La presión sindical consigue torcer el brazo de Isabel y produce un estallido inflacionario sin precedentes: el Rodrigazo (Celestino Rodrigo es el ministro de Economía que deja pegado su nombre al acontecimiento). El periodismo diagnostica el réquiem de la clase media que, efectivamente, comienza su inexorable declinación. Los empresarios remarcan los precios a diario y los aumentos nominales 177
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de salarios que conquistan los aguerridos sindicalistas se volatilizan sin remedio. La economía es de saqueo recíproco. El desquiciamiento del gobierno alarma. Isabel Perón acusa los impactos con sucesivas enfermedades y se recluye en lejanas residencias junto al mar o en las sierras de Córdoba. Es una pobre mujer acosada. Mientras, las Fuerzas Armadas se han repuesto de su humillación y reaparecen nuevamente como la reserva que volverá a imponer el orden. ¡Tanto olvidamos, tanto repetimos! A este papel redentorista de las Fuerzas Armadas brinda una paradójica e inestimable ayuda la guerrilla. También imbuida de mesianismo, idealizadora de revoluciones ajenas y necesitada de alimentar su ego con acciones heroicas, no sólo se dedica a secuestrar empresarios para obtener rescate o distribuir alimentos en villas miserias, sino a asaltar guarniciones y asesinar oficiales. Es tan extrema su alienación que distorsiona groseramente los hechos objetivos. El repudio que Perón formula a esas actividades al final de su vida, por ejemplo, es interpretado como una genial estrategia del Viejo para encubrir su marcha hacia el socialismo. Mientras los amplios sectores que se han movilizado a partir de 1969 se llaman a la inactividad y el silencio, la guerrilla aumenta su prédica y su virulencia confiando en el apoyo de las masas. Mientras la mayoría de la población se resigna, asustada, la guerrilla se enardece, más prendida que nunca a la ilusión de una victoria imposible. Estos grupos armados, provenientes en su mayoría de las clases media y alta, se autosugestionan como representantes genuinos del pueblo y los obreros, cuando en realidad no lo son de uno ni de los otros sino de su propio delirio. No pueden erigir otro Vietnam ni desencadenar la guerra civil. Es un deseo intensísimo, pero que no alcanza para sembrar condiciones revolucionarias. Sólo para soñar y nutrirse de estéril coraje. Este deseo, sin embargo, es tomado como una realidad por las Fuerzas Armadas y la derecha. Sarcástica paradoja. Empiezan a ver en la estruendosa guerrilla a un enemigo formidable. La guerrilla 178
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es exaltada a una altura que no tiene. Y en lugar de sofocarla con los instrumentos de la Ley, las Fuerzas Armadas se someten al deseo de la guerrilla y la invisten de una jerarquía que ésta anhela alcanzar y legitimar. En vez de tratarla como delito (qué paradoja: sí hablarán de “delincuentes subversivos”, no de enemigos) la tratan como a otro ejército. En vez de detener, procesar y condenar abiertamente, harán la guerra, que para tragedia de nuestra sociedad será sucia. La guerrilla, tras su apariencia triunfal, oculta la autodestrucción. Los elementos letales de cuño fascista que germinan en este fundamentalismo juvenil empujan y arrastran al país hacia la hecatombe. Isabel Perón, con su partido anarquizado, busca la protección de las Fuerzas Armadas. La oposición trata de salvar el sistema; el radical Ricardo Balbín acuña la expresión “El que ganó gobierna y el que perdió ayuda”. Sugiere que el senador justicialista Ítalo A. Luder tome el poder y ordene juicio político a Isabel por las irregularidades cometidas con su Cruzada de la Solidaridad. Pero Luder no se atreve a levantarse contra alguien que lleva Perón como apellido. El desbarrancamiento se acelera. La segunda experiencia peronista, aunque ha nacido con más respaldo y expectativas que la primera, concluye igual: en franca corrupción, descomposición y desconcierto. La nación, atontada, padece el fuego graneado de la guerrilla marxista-peronista, la represión parapolicial de derecha y la inoperancia de la dirigencia justicialista. Pareciera que los militares son los únicos capaces de restablecer el orden. Se vuelve a repetir –repetir, repetir– la sensación de desvalimiento que sólo se corrige con la “mano dura”. Se vuelve a tener la ilusión de que la fuerza militar impondrá la Ley, como si los militares no formaran parte del cuerpo nacional alienado. Aunque la mayoría asiste con resignado silencio a lo que se viene, una sorda premonición anuncia la peor tormenta de la historia argentina. 179
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El golpe de Estado se perpetra el 24 de marzo de 1976. En esta ocasión, los jefes militares están decididos a llevar sus acciones hasta una dimensión desconocida.
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Los golpes asestados al devenir constitucional de la República en el siglo XX expresan el omnipotente e ingenuo propósito de interpretar los anhelos saludables de la Nación. Pero podemos dividirlos en dos categorías. Hasta 1966 se limitan a cercenar la gravitación de ciertos partidos “en nombre de la democracia”: primero prohíben a la UCR y después al peronismo. Desde 1966 ya osan sustituir a todos los partidos; se atreven a reconocer que, en verdad, poco les interesa la democracia representativa. El golpe del general Onganía establece un régimen sostenido por las Fuerzas Armadas. El del general Videla, una década más tarde, ya es el desembozado régimen de las Fuerzas Armadas. La Argentina se convierte, llanamente, en país ocupado. Los militares en 1976, imbuidos de inflamado espíritu redentorista, se apoderan de ministerios, secretarías, gobernaciones, embajadas, empresas públicas, sindicatos y hasta canales de televisión. Repiten el desplante de Onganía al jurar por un documento que ellas mismas inventan: el Acta Institucional; pero superan a Onganía al establecer que la máxima autoridad del Estado es la Junta Militar compuesta por los comandantes en jefe de las tres armas. Con soberbia se pone en marcha el ambicioso Proceso de Reorganización Nacional. Se trata nada menos que del anhelado tratamiento quirúrgico de la “enfermedad” argentina. Va de suyo que el diagnóstico, la elección de la técnica, los cuidados operatorios y posoperatorios quedan bajo la responsabilidad exclusiva de los únicos hombres que se consideran superiores: los militares. Pareciera que por fin se establecerá la Ley en nuestro sufrido país. Lo dice Videla en su mensaje: “…debe quedar en claro que los hechos acaecidos el 24 de 181
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marzo de 1976 no materializan solamente la caída de un gobierno. Significan, por el contrario, el cierre definitivo de un ciclo histórico y la apertura de uno nuevo, cuya característica fundamental estará dada por la tarea de reorganizar la Nación, emprendida con real vocación de servicio por las Fuerzas Armadas”. Como si se adelantase a los que constituirá el más terrible oprobio que infligiría al país, añade con increíble e hipócrita naturalidad: “Para nosotros, el respeto de los derechos humanos no nace sólo del mandato de la Ley ni de las declaraciones internacionales, sino que es el resultante de nuestra cristiana y profunda convicción acerca de la preminente dignidad del hombre como valor fundamental. Y es justamente para asegurar la debida protección de los derechos naturales del hombre que asumimos el ejercicio pleno de la autoridad; no para conculcar la libertad, sino para afirmarla; no para torcer la justicia, sino para imponerla”. Mientras esto dice, se pone en ejecución una inmisericorde purga. La subversión, para los militares, no se limita a la patética guerrilla, que ya recae y se repliega, sino a todo comportamiento crítico en la universidad o la escuela, el arte o las fábricas, la familia o el bar; incluso las actitudes neutras o complacientes son motivo de sospecha. La Argentina es caratulada como sociedad en guerra. Urge pulverizar al enemigo en todas sus ramificaciones actuales o potenciales. La represión no tiene límites. Se usan los cañones hasta contra las hormigas. Basta que alguien figure por casualidad en la libreta de direcciones de un detenido para merecer arresto, tortura, detención indefinida y hasta muerte. Con el noble propósito de salvar la nación y su “esencia occidental y cristiana”, se desencadena un gangsterismo que macula irremediablemente estos propósitos. Eso sí: en apariencia reina la Ley. Nunca hubo tanta prédica moral desde los estrados y los púlpitos. Se condena al materialismo y al pragmatismo elogiándose los valores del espíritu. Se fantasea sobre la creación de una economía nueva donde primen las virtudes tradicionales (?). Se propugna un 182
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“cambio de mentalidad”. Se aspira a desactivar los objetivos de la subversión mediante exhortaciones a un nuevo comportamiento. Pero no se aclara en qué consiste. Los hombres de armas sólo conocen el que se imparte en el cuartel y desean imponer sus beneficios a toda la nación. Que los argentinos sean, pues, prolijos, eficientes, patrióticos, disciplinados y dispuestos al sacrificio. Se considera que, lamentablemente, somo proclives a lo contrario. Para ellos, la nuestra es una sociedad mal educada, con franca debilidad por el pecado y por “doctrinas ajenas al ser nacional”. Aplican entonces una severa censura que complace a los represores de la imagen y de la letra. Las tijeras mutilan con devoción cientos de películas; los argentinos que descubrieron el genio de Bergman antes que Europa y a Saura antes que España, son privados de lo que pueden “dañar las mentes”. También se queman libros, entre los que se incluyen novelas de Dostoievski (por ruso) y Mario Vargas Llosa (por permitirse el humor sobre los argentinos). A los dos meses de instalado el gobierno se prohíbe a Voltaire, presentado en el Teatro Nacional Cervantes por una compañía francesa. En su primera y única representación un sector del público grita en francés –sector “culto”, por lo tanto–: “¡Canallas! ¡Cerdos! ¡A Moscú! ¡Comunistas!”. Después del incidente, Borges recibe al director de la obra y comenta: “Voltaire… fíjese… qué cosa, ¿no?... dos siglos después… parece mentira”. Más adelante se prohíbe el ciclo televisivo Érase una vez el hombre porque “no se consideraba la Creación Divina en el origen del mundo”, es decir, se prohíbe la versión que aporta la ciencia. Un semanario de actualidad califica la serie como “veneno en la pantalla chica” (!). La “sana mentalidad” que ansía el Proceso esté vinculada a la religión. Sin Dios no se entiende la moral. Y las autoridades no pierden ocasión de señalar el peligro atroz del ateísmo. En otros países los ateos suelen ser vistos como bondadosos escépticos o gente inofensiva entre los que hay vegetarianos, mediocres, eruditos de cosmogonías, ciudadanos honestos, charlatanes y seres talentosos. 183
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Pero en la Argentina se los etiqueta como legión belicosa y mortal. Todo ateo es marxista. El ministro de Educación se niega a discutir su curso de “formación moral y cívica” con alguien que no esté adscripto a una fe. Las autoridades de inmigración, consecuentemente, aseguran que no habrá ateos entre los pocos refugiados del Extremo Oriente que se admitan por razones humanitarias, que no debemos inquietarnos. Este ardiente apoyo a la religión sufre un esguince. Los testigos de Jehová, cuyo número se calcula en 30.000 personas, les tuercen la coherencia. Obedecen literalmente los versículos de la Biblia. Por eso no aceptan las transfusiones de sangre, se niegan a usar armas –“no blandirá más la espada nación contra nación, ni se adiestrarán más para la guerra” – y creen que la adoración de Dios es incompatible con la reverencia a otros símbolos, incluida la bandera de la patria. Su intransigencia no es celebrada como fervor religioso, sino como maldito agravio. El 31 de agosto 1976 se publica el decreto que declara a sus creencias opuestas al carácter nacional y se los somete a una persecución inédita. Son arrestados por celebrar reuniones de plegaria y estudiar la Biblia. Centenares de niños son expulsados de la escuela por obedecer a sus padres y negarse a rendir homenaje a la bandera. Les secuestran compilaciones de historia sagrada. Algunos gobiernos provinciales van más lejos y les confiscan patrióticamente sus propiedades. Muchos jóvenes son encarcelados sin juicio y sin término. Esto ocurre a la luz del día –y con toda severidad– porque las autoridades defienden los “sagrados” símbolos de la nación. Y nadie se atreve a señalar la magnitud del despropósito, excepto algún temerario periodista de un diario poco leído. Además de estas amenazas contra la nación –ateísmo y testigos de Jehová–, se enfatiza otra: la disolución de la familia. Parece que estuviera por estallar una portentosa pulverización de los vínculos. Aunque no se puede señalar con precisión dónde están las tropas enemigas y cuáles son sus terribles avances, el aullido es tan fuerte que nadie se atreve a desmentirlo. La “defensa de la familia” se 184
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convierte en una imperiosa consigna. En esa época James Neilson se anima a reflexionar en el Buenos Aires Herald que “lo que es peligroso para una familia no lo es necesariamente para otra. El sacerdote católico que convence al hijo de un comunista de que su padre trabaja para Satán tal vez trabaje para Dios, pero también puede disociar a una familia comunista feliz”. Asimismo puede atentar contra la intensa vida familiar la profesión de marino, diplomático o explorador. Falta reconocer que tras esta campaña en pro de la familia no se busca el bienestar de la familia, sino el sometimiento de sus integrantes. Pero esto no se puede decir, ni siquiera pensar. La familia es considerada un buen chaleco de fuerza, no la tierra fecunda de un desarrollo libre. Rigen disposiciones para mantener a las mujeres en su lugar; el padre puede llevarse a sus hijos si se le ocurre pero la madre, si quiere hacer lo mismo, debe conseguir la autorización del padre. Del divorcio, ¡ni hablar! Tampoco hablar de lo que es el infierno argentino: delaciones, torturas de padres delante de los hijos, castigos a mujeres embarazadas, secuestros de niños nacidos en la prisión. Eso no afecta a la familia. El general Menéndez –que tiene a su cargo un campo de concentración y años después amenazará con un puñal a un periodista en la calle– sintetiza los pilares de la moral en un discurso a los educadores: “desconfiar de los que no creen en Dios” y de quienes proponen liberalizaciones de “la sexualidad”. Sin proponérselo, enlaza a nuestro país con otros que, inexplicablemente, no forman parte de la cristiandad occidental: Irán y Libia. El desprecio latente de la sociedad argentina se expresa con fuerza cuando el gobierno concibe su obligación de protegerla contra la ubicua “subversión intelectual”. Es decir, visualiza a millones de argentinos como una manada de borregos que no sabe pensar por sí misma. Ya no se trata de exterminar la guerrilla, sino de exterminar las ideas. El general Leopoldo F. Galtieri –que será presidente y desencadenará la guerra de las Malvinas– asegura en agosto de 1980 que la “subversión intelectual” es más grave que las bombas, que la 185
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batalla durará mucho tiempo y morderá hondo. No quiere destruir las ideas con otras ideas, sino con la fuerza bruta. No es suficiente liquidar libros y personas, ansía llegar a las raíces. Confiesa un miedo abrumador al marxismo: no tolera que se lo mencione y menos que se lo conozca, porque no habría forma de escapar a su seducción. Estos cruzados de Occidente parecen tener muy poca confianza en el vigor de sus propias ideas, ya que están seguros de perder en una limpia confrontación; por lo tanto la confrontación debe tener lugar en el campo de la tortura y el exterminio físico. La experiencia de los países avanzados muestra lo contrario: conocer el marxismo en vez de ignorarlo les permite no ser marxistas; más aún: apropiarse de los valores que existen en el marxismo para beneficio de Occidente. Probablemente el general Galtieri ignora también que el marxismo es un producto de Occidente que penetró en Oriente como “ideología extraña”, se deformó a su vez y produjo algunos monstruosos resultados que hubieran avergonzado a su propio creador. Como ocurre con el que mucho fabula: se termina por creer en la fábula. Estos guerreros de la “civilización occidental y cristiana” tienen de sí una imagen heroica. Los adulan sectores conservadores, nacionalistas, antisemitas, oportunistas y paranoicos; creen –con una explosiva mezcla de infantilismo y arrogancia– que depurarán la nación de sus diabólicos cuerpos extraños. Son los ángeles de la luz que exterminarán a los de las tinieblas en esta guerra apocalíptica. Por eso, ante el beneplácito del gobernador peronista de Corrientes, el general Galtieri, cuando era comandante de la séptima brigada de Infantería, anuncia que las Fuerzas Armadas se aplicarán a curar la sociedad argentina: “que a nadie le quede ninguna duda de que será extirpado todo el mal; y para extirpar todo el mal tendrán que extirparse todas las células, aun las que dejen dudas”.* No es de extrañar, entonces, que los “salvadores” de la patria hundan su bota en el grotesco. No es de extrañar que las autoridades educacionales de la provincia de Córdoba decidan prohibir la 186
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enseñanza de la “Matemática moderna”. Llegan a la conclusión de que es útil a los subversivos porque aparta de la certeza a los estudiantes. Si nada es absoluto, estamos ante el abismo de interminables cuestionamientos. Es posible destruir la fe, socavar la unidad de familia, poner en duda la sacralidad de los símbolos patrios, no hacerle más caso a papá –suponen, escandalizados–. Y deducen que este método corrosivo, desde luego, impregna a la ciencia. Por lo tanto, es necesario ponerle a también a ella el debido muro de contención. De modo que no es casual, entonces, que se alargue rápidamente la caravana de los investigadores que parten al exilio, ni la cantidad que es expulsada de institutos y universidades, siendo reemplazados por hombres que no se dejan embaucar por las nuevas tentaciones del demonio. El gobierno se preocupa de cuidarnos de pensamientos peligrosos y teorías nihilistas. El interventor en la provincia de Córdoba declara que su odio a la izquierda es tan profundo que –corre la voz– si fuera preciso se amputaría el brazo izquierdo. El tratamiento quirúrgico de la “enfermedad” argentina encarado por la alianza reaccionaria del Proceso, incluye la contratación de personal auxiliar que se engloba bajo el terrorífico nombre de “grupos paramilitares”. Incluyen oficiales o suboficiales fuera de servicio o que cumplen horas extras y también a muchos civiles. Gozan de inmunidad judicial para sus patrióticos servicios. Es claro que tanto privilegio –robar, torturar, asesinar– los ceba para incrementar el macabro placer y no resulta fácil distinguir entre un “servicio” al país y un servicio a sus propias y oscuras perversiones. La sistemática violación de la Ley se acompaña de la protección que les brinda la ley * La persecución de la última célula puede llevar no sólo a la muerte de la enfermedad, sino del paciente. Pero estas minucias no le interesan a este general avasallante y eximio. Se le atribuye que, en su afán de fantásticos logros, también llega a decir que la Argentina necesita un gran cambio, un cambio de 360 grados (?!). 187
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de Proceso. Constituyen una mano de obra muy atareada en estos años de alienación y serán, al restablecerse la democracia, mano de obra desocupada que se manifestará pintando esvásticas, poniendo bombas en escuelas, iglesia y sinagogas o adhiriendo a liderazgos fascistas. Asombra que la espiritualidad que se invoca desde el alba al anochecer armonice con la aplicación sistemática de la tortura. A tal extremo llega el tabicamiento moral que no sólo el gobierno, sino amplios sectores de una población embotada consienten en su empleo, “cuando la usan hombres correctos para un fin noble”; “es la emergencia ante la agresividad de la guerrilla y sus oscuras conexiones”; “gracias a la tortura se puede obtener información para salvar vidas”, y “es el camino más rápido para liquidar el flagelo”. Quienes así piensan no advierten que la tortura es en sí misma un flagelo y abona la peor subversión. No sólo es víctima el torturado sino el torturador. Es el torturador quien mediante su oficio desciende a la más abyecta encarnación del Mal, que es la ceguera ante la humanidad de los otros. El sadismo que energiza a la tortura provoca un apetito que requiere nuevas víctimas para saciarse. Podrán cesar las razones que en un principio urgieron su aplicación, pero no cesan tan rápido las ganas de seguirla disfrutando. El torturador no hace su trabajo por razones altruistas, sino que lo hace porque ya no tiene altruismo. Esta violación flagrante de los derechos humanos –que las autoridades niegan con cara de angelitos*– se acompaña pronto por una develación que tarda en ser asumida: los desaparecidos. Han debido sufrirse tres años de Proceso para que la censura y el terror pudieran ser perforados por insistentes denuncias. Algunas tímidas referencias aparecen en diarios y revistas. Se sabe que muchas personas fueron arrestadas por fuerzas de seguridad en la vía pública, en los lugares de trabajo, en sus hogares. Que a menudo los uniforma* Difunden profusamente el eslogan “Los argentinos somos derechos y humanos”. 188
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dos mostraban sus credenciales, y otros apelaban a la brutalidad, que en ocasiones arrasaban con dinero y bebidas o se comportaban correctamente, que procedían a arrestar o simplemente trasladaban a alguien por un ratito para hacerle unas preguntas nomás. De esta forma, esposa e hijos, maridos y padres eran llevados para un breve interrogatorio. No se trataba de acciones bélicas, sino de trámites. Pero esas personas jamás regresaban. Era inútil recorrer comisarías o cuarteles, repetir el nombre del uniformado. Era inútil también exhibir falta de antecedentes penales, corrección ciudadana. También era inútil tener amigos influyentes. Un terrible acto de magia ha producido la evaporación. El número de denuncias es alto. Pocos creen en su veracidad. Como no se puede eliminar al verdugo, tranquiliza quitarle maldad a éste y trasladar la culpa a la víctima. Por eso nace y se populariza una nefasta expresión ante la noticia de otro que desaparece: “¡Por algo será!”. En 1979 la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos tiene registradas 4500 denuncias con testimonios rubricados bajo declaración jurada. El gobierno aduce que los desaparecidos no son tales, sino gente que partió al exilio y en el exterior impulsa la “campaña antiargentina”, o guerrilleros que fueron asesinados por sus propios camaradas. Cuando la presión de la opinión pública ya habla de 10.000 desaparecidos, entonces se reconoce que tal vez algunos subversivos pudieron ser víctimas de “excesos” cometidos por celo profesional. La acción tenaz de las Madres de Plaza de Mayo y luego de las Abuelas de Plaza de Mayo contribuye al despertar de la conciencia. La cifra es cada vez más espantosa e involucra a militares de familias. Pronto se empieza a calcular que son demasiados quienes recuerdan un pariente o un amigo desaparecido, dato que hasta este momento pocos se animaban a reconocer. No obstante, las versiones sobre campos de concentración donde se humilla y asesina producen tanto horror que tardan en ser aceptadas. Tampoco se cree en personas
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arrojadas al mar desde aviones y helicópteros. O en inocentes enterrados en basurales o hundidos en el fondo de los ríos. La cacería hace rato que ya no responde al nivel de una guerra, sino al colapso de la ética. Sin embargo, el general Videla prosigue negando como si tal cosa: “Comprendemos pero no justificamos que, tal vez con muy buena intención, grupos espontáneos quieren hacer lo que creen que el gobierno no hace”. Para explicar la desaparición del embajador Héctor Hidalgo Solá, de los periodistas Edgardo Sajón y Fernández Pondal, dice que es algo que “se nos ha escapado” y promete “castigar a los responsables cuando sean individualizados”. Pero nadie es individualizado ni castigado. Más adelante el general Santiago Riveros se enorgullece de algo escandaloso: “hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con las órdenes escritas de los comandos superiores” y reconoce que la acción represiva “la condujeron los generales, almirantes y brigadieres de cada fuerza”. La esperanza de que el terror de Estado provenía de grupos incontrolables y no del gobierno se derrumba cuando en septiembre de 1982 la Junta Militar informa que: “Todas las operaciones libradas contra las bandas terroristas fueron ejecutadas conforme a planes aprobados y supervisados por los mandos orgánicos de las Fuerzas Armadas, en ejercicio pleno de su responsabilidad institucional”. Por si quedasen dudas, el general Camps ratifica a un periodista español que “todo lo que actuaba contra la subversión lo hacía siempre bajo las órdenes de la máxima conducción militar”. Su arrogancia le permite develar otro ominoso secreto: “En muchos casos había que actuar de civil”. En el Proceso alcanzan su más alto voltaje algunos disvalores argentinos de larga data: el desprecio, la hipocresía, la violación a la Ley; el autoritarismo, la pacatería moral. Falta añadir el capítulo económico, en el que renacen con virulencia el desdén a la productividad y la ilusión de ganancias fáciles. La política económica del Proceso es conducida con firmeza por el economista “liberal” José A. Martínez de Hoz. No sólo consigue la 190
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confianza irrestricta de los militares, sino que tiene la ocasión de aplicar sus recetas durante un lustro en el que están silenciados los conflictos y amordazadas las protestas. Los “liberales” pudieron ocupar la cartera de Economía durante períodos breves (Verrier, Pinedo) o largos (Alsogaray, Krieger Vasena), pero sin conseguir imponerse totalmente. Con el golpe de 1976 advierten que les ha llegado el turno. Cuentan con el Estado fuerte –que en teoría critican– para imponer su ideología. Las demandas sectoriales que socavaran a todos los gobiernos precedentes y la subversión izquierdista los llevan a aceptar la “razón de guerra” y la supresión de los derechos y garantías individuales. Liberales que se asocian a una dictadura y que no se horrorizan por la abolición de la libertad, no son seguramente tan liberales. Una opinión verosímil es que el liberalismo argentino se confunde con el conservadurismo y la derecha. La ideología liberal sería una máscara de los sectores reaccionarios. Los beneficios que a la larga se demarrarían sobre el país consistirían en la posibilidad de que la máscara termine modificando el rostro; es decir, que la reacción golpista se transforme en un franco y real liberalismo. Pero durante el Proceso están pegoteados a un militarismo y clericalismo anacrónicos que se caracterizan por inhibir el desarrollo y la consolidación de la libertad.* Martínez de Hoz es el ministro civil del gobierno. Tiene objetivos claros y se rodea de un equipo coherente. Suprime las críticas afirmando que la suya es la política económica de las Fuerzas Armadas. Éstas no lo desmienten y con su silencio se hacen responsables. Quiere reformar a los empresarios y hacerlos eficientes. * A los voceros del “liberalismo” argentino les cuesta condenar el Proceso y sus crímenes. Asombroso liberalismo que se siente más cómodo en las misas donde se vitorea a los responsables del terrorismo represor que en las organizaciones defensores de los derechos humanos. Diarios de esta corriente simpatizan con figuras conspicuas del Proceso. La Prensa de esa época, por ejemplo, brinda sus columnas al general Camps o a responsables de publicaciones nazis. 191
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La oportunidad es inmejorable porque el sindicalismo está paralizado, con dirigentes presos, muertos o sometidos. Su política no pretende achatar el índice de inflación a cero, pero tampoco logra bajarlo del ciento por ciento anual; durante todo su período será una corrosiva constante a la que se amoldan los hábitos. Este liberalismo en el poder considera inadecuadas las medidas proteccionistas de cualquier tipo y cualidad: es necesario competir libremente para forzar a la industria a mejorar sus productos. Instaura entonces el sistema económico de libre mercado a través, principalmente, de la apertura a la competencia exterior. Como se esperaba, los empresarios argentinos dan muestra de extraordinaria plasticidad; pero en vez de realizar una conversión que les permita vencer el alud de las mercancías importadas, se convierten ellos mismos en importadores; el resultado es que la producción metamorfosea en especulación. Esto no se esperaba. En diciembre de 1978 se implementa el cambio de moneda a futuro para contener la vehemencia especulativa, pero el efecto es extremadamente negativo: eleva verticalmente la deuda externa y empuja al país a una irrefrenable crisis. El dólar barato genera una fiebre consumista sin precedentes. Mientras por un lado se habla de eficiencia, por el otro se cierran las fábricas; mientras se predica contra el materialismo se desencadena una locura de compras y de viajes que ni conoció la belle époque. Los argentinos atestan los aviones, menudean las sobreventas de pasajes y en el exterior vacían los comercios. Esta política “liberal” no hesita en valerse de los medios de comunicación social para inducir la frívola conducta de productores y consumidores. Olvida la crítica que se efectuaba a los gobiernos populistas y abusa de los mensajes con ingrediente autoritarios: la Dirección General Impositiva aparece en los dibujos animados de las pantallas cinematográficas y televisivas con ágiles tanques; los argentinos son amenazados en otro corto publicitario con un sello que les estampará en la frente la acusación de
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“responsable”. Se insiste en que “la Argentina es un país que produce y avanza”. Pero en verdad especula y retrocede. Los empresarios no obedecen: es demasiado fuerte su fijación a la economía semicerrada y al Estado paternalista. Las esperanzas de los líderes “liberales” y su elenco de tecnócratas educados bajo la inspiración de Milton Friedman se dan de narices contra una realidad que niegan. Después argumentarán que su economía fallaba porque no estaba respaldada por un clima político igualmente liberal. Lo cierto es que esa economía agota las reservas, hace crecer el Estado y sus gastos, azuza la inflación, aumenta la deuda externa, diezma la industria local y ofrece tasas de interés tan elevadas que hacen las delicias de especuladores argentinos y varios tiburones extranjeros. Los argentinos son empujados a un grotesco frenesí. Incluso los modestos empleados se dedican a especular; algunos llegan a vender su vivienda y hasta su motocicleta para colocar el dinero a plazo fijo, con cuyos intereses pueden vivir sin trabajar. Hombres y mujeres hacen cola ante los bancos eligiendo un punto más para sus colocaciones. Surge la bien llamada “bicicleta” financiera, mediante la cual se produce un reciclaje que brinda cuantiosas ganancias a quienes hacen rotar el dinero por los diversos circuitos. El dólar artificialmente bajo –con la firme garantía de seguir bajo– induce la venida de millones de dólares del exterior que se transforman en moneda argentina al solo fin de obtener elevados intereses y después regresar multiplicados como en ningún otro tiempo y lugar, sin haber generado una sola inversión productiva. Estos beneficios a costa del país después no serán tenidos en cuenta. Se dirá que actuamos irresponsablemente. Es cierto. El nuestro es un caso químicamente puro de endeudamiento para especular. Se especula exaltadamente, genialmente. Sin déficit de la balanza comercial. Es increíble: endeudamiento para evadir capitales. Fugan por las puertas abiertas de par en par millones de dólares. Es un gran festín centrífugo. Los demás países que se endeudan no padecen 193
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una evasión de capitales tan enorme. La cultura de la renta se reinstala entre nosotros con más fiebre que nunca. Se inventa la expresión familiar del “palo verde” para el millón de dólares. Las operaciones ya no se computan en dinero nacional sino en palos verdes. Es una “forestación” maníaca que inyecta júbilo y omnipotencia. Miles de argentinos, arrastrados por la impetuosa distorsión, tienen la expectativa de hacer el negocio que “me pare para toda la vida”. Nunca, desde la belle époque, se oyó exclamar tan seguido: “me sale bien esta operación y ¡no laburo más!”. El propósito manifestó y desvergonzado es no trabajar: como los hidalgos, los encomenderos, los caudillos, los terratenientes, los rentistas, los gauchos, los compadres y los canfinfleros. Gruesa cadena de oro improductivo que súbitamente se venera como paradigma. Pacto fáustico en el que la corrupción de los valores éticos –mientras se predica lo contrario– sofoca de transitorio bienestar.
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Esta economía devastadora es acompañada por la moda de la geopolítica. Los militares han sido subyugados por una disciplina que les permitirá expandir su poder. La asocian con la doctrina de la seguridad nacional (fronteras ideológicas). Pertenecer a Occidente no quiere decir el Occidente de los derechos individuales y el pluralismo, sino la trinchera que se opone al Oriente marxista; pero luchar contra este Oriente marxista tampoco significa hacer la guerra a la URSS, con la que se comercia magníficamente, sino masacrar a los subversivos, los ateos y los “relativistas”. También a los sionistas –y por extensión a los judíos– porque el sionismo es tan misterioso como el marxismo, la masonería y la sinarquía que, obviamente (!), se confabulan para agredir a la civilización cristiana. El periodista Jacob Timerman se salva de la muerte porque el general Ramón Camps supone que ha dado con la punta del hilo que lo llevará al corazón de cenáculo siniestro. Cuando las fuerzas de seguridad arrestan a un judío, sea culpable o inocente, le hacen sufrir mayor ofensa y tortura no sólo porque los excita el antisemitismo, sino porque este antisemitismo tiene la noble justificación de estar al servicio de la violencia occidental y cristiana. Para los militares y sus luminosos ideólogos ha llegado a su apogeo la tercera guerra mundial. Lo afirma el brigadier Graffigna, miembro de la Junta Militar: “El país sufrió uno de los mayores ataques dentro de la gigantesca agresión contra la civilización occidental que está soportando el mundo. Uno más, en el contexto de la que debemos llamar, sin eufemismos, tercer guerra mundial no declarada”. Lo confirma el general Luciano Benjamín Menéndez, comandante del tercer cuerpo de Ejército: “…estamos en una guerra 195
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apartada de la tremendez material de los dos conflictos mundiales anteriores, pero que lleva acabo la confrontación por procedimientos más sutiles y totales… la Argentina es uno de los campos de acción de esta tercera guerra mundial”. Se consideran los campeones de Occidente. Y no entienden por qué este Occidente les viene con disparatadas exigencias sobre los derechos humanos. El almirante Emilio Massera, miembro conspicuo de la Junta Militar, expresa su respetuosa queja, su “sorpresa, desconcierto y decepción ante el hecho de que, tras haber enfrentado con valentía y gran sacrificio al enemigo que suponemos común, el gobierno de los Estados Unidos nos responde con una campaña sobre derechos humanos que, haciendo gala de miopía, debemos considerar involuntaria”. El general Camps es más categórico: “Lo que pasa –dice– es que Occidente no tiene vocación de triunfo”. Agrega que, paradójicamente, le exigen pedir disculpas por haberle ofrendado la victoria. El anticomunismo del Proceso es tan ingenuo y salvaje que produce vergüenza a los anticomunistas racionales. En el cuarto Congreso Anticomunista Latinoamericano (CAL), que se celebra en Buenos Aires bajo la presidencia del general Carlos Suárez Mason, el delirio muestra facetas antológicas. Luego de leerse mensajes de adhesión de los presidentes-generales Rafael Videla (Argentina), Augusto Pinochet (Chile), Luis García Meza (Bolivia), Alfredo Stroessner (Paraguay), del comandante del Ejército uruguayo, general Luis Queirolo, y el ministro José Martínez de Hoz, el secretario general del CAL, Rafael Rodríguez, denuncia que “hay en marcha una conspiración contra nuestras naciones, que no viene sólo de Moscú y de La Habana, sino –expectativa y tensión en el auditorio ante la noticia– que cuenta con la base de apoyo en Whashington y Nueva York, y cómplices en Venezuela, Panamá, Costa Rica y México”, En las resoluciones aprobadas, el congreso denuncia la política exterior del presidente Jimmy Carter como “instrumento de un proyecto neocolonial marxista”(!) y brinda un voto de apoyo a los gobiernos 196
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realmente anticomunistas, a los que solicita que no se dejen intimidar por las campañas difamatorias, “ni por las presiones y amenazas del carter-comunismo” (?!). La alienación de la sociedad es incentivada con el Mundial de Fútbol de 1978. Se constituye el EAM, que pone en marcha un monumental circo. Se gastan cientos de millones de dólares en grandes estadios, modernización de aeropuertos, construcción de hoteles y un gigantesco canal de televisión en colores. Se consigue excitar al país entero con este deporte popular y querido para anestesiar la indignación creciente. La necesidad de salir al aire libre – a los estadios y a la calle–, de volver a expresarse, prende en la comunidad pero bajo el férreo magnetismo del fútbol. El veneno autoritario que inyecta el Proceso activa el histórico autoritarismo larvado y las multitudes dan su respaldo a esta fiesta tramposa. El 1º de junio de 1978, en el estadio de River Plate, 80.000 espectadores aplauden a rabiar y, desde el palco de honor, la Junta Militar sonríe satisfecha. A las 15 se da el primer puntapié. A la misma hora, en la Plaza de Mayo, excepcionalmente vacía, un centenario de mujeres dispersas se aproximan a la pirámide, sacan pañuelos blancos para cubrir sus cabezas e inician una patética procesión. Son madres que perdieron a sus hijos e hijas, o que perdieron a sus padres por obra del gobierno. Piden noticias, explicaciones, que nadie les da. Llega la policía, pero no puede actuar: periodistas extranjeros han desenfundado sus cámaras y el Proceso pretende dar buena imagen en el exterior. Por la tarde estalla la furia en Casa de Gobierno: ¡estas mujeres quieren dañar el prestigio del país! Semanas después, algunas engrosarán la lista de desaparecidos. Pero durante el campeonato la Argentina está feliz, se olvidan de los crímenes y se exacerba el nacionalismo. Al producirse la victoria brota una expresión antipluralista de larga vigencia: “¡El que no salta es un holandés!”. Y todos, como simios, deben saltar para no ser diferente.
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La sociedad argentina se desayuna en la primavera de 1980 con una noticia inverosímil: el Premio Nobel de la Paz es otorgado a un integrante del sufrido movimiento argentino por los derechos humanos. Adolfo Pérez Esquivel resulta un desconocido para la mayoría de la población. Sus acciones han sido debidamente censuradas. Los apologistas del régimen no han escatimado recursos para convencernos de que los derechos humanos son un arma de la izquierda internacional. Pérez Esquivel es, entonces, un diabólico marxista que ha conseguido embaucar al mundo. La Argentina no tiene por qué regocijarse, ya que este lauro es un éxito de la “campaña antiargentina”. El embajador en Oslo hace el mismo papelón que la URSS cuando el Premio Nobel recayó sobre Boris Pasternak, Alexander Solyenitsin y Andrei Sajarov, homologándose entonces a la potencia cuya ideología pretende aniquilar. Algunos, sin embargo –el número crece rápidamente– se deciden a prestar más atención a lo que de veras pasa en el país. Se recuerda también que eso de campaña antiargentina es un plagio de la campaña antialemana que denunció Hitler para descalificar a “traidores” como Thomas Mann o Albert Einstein. También los católicos se atreven a suponer que el arzobispo de París, cardenal François Marty, habría contado con importantes motivos para negarse a celebrar en 1978 una misa por José de San Martín. La fácil indignación no quiso escuchar que “la conmemoración del general San Martín corresponde, en la Argentina, a un legítimo sentimiento popular –informaba el arzobispo francés–. Pero en París es iniciativa propia de la Embajada, es decir de las autoridades oficiales argentinas. De esas mismas autoridades las familias francesas, como muchos otros, esperan hoy explicaciones respecto a la situación de sus desaparecidos y la adopción de medidas humanitarias indispensables”. La jerarquía eclesiástica argentina, por su parte, emite en 1977 un documento de ejemplar honestidad y coraje. En términos inusualmente directos denuncia “numerosas desapariciones y 198
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secuestros”, “grupos autoidentificados como miembros de las Fuerzas Armadas o policiales”, “presos que han sido sometidos a torturas”, “largas detenciones sin que el detenido pueda defenderse o saber, al menos, la causa de su prisión”. Los sacerdotes reciben el clamor de la feligresía. Ayudan a salvar vidas. Posiblemente la Iglesia canaliza noticias más allá de las fronteras y contribuye de esta forma a la conciencia universal sobre el infierno argentino. En 1979 L’Osservatore Romano asegura que en nuestro país “el hombre ha sido ofendido y perseguido en nombre de órdenes internos erigidos en norma moral suprema y absoluta”. Ante semejante indignación –indignación profética que honra de los pastores– cabe preguntarnos qué pasa con nuestros obispos a partir de 1980. Pareciera que se los ha obligado a retroceder, cerrar los ojos, confundir la paja con el trigo. En octubre de 1981 la Conferencia Episcopal somete a “la prudente consideración” del gobierno “el problema que crea el necesario ordenamiento y vigilancia sobre la moralidad pública”. Esta moralidad no se refiere a las torturas, desapariciones, extorsiones y robos. ¡Oh, sorpresa! Se refiere al así llamado destape, que corrompe el pudor en revistas, películas y espectáculos teatrales. ¿Qué magnitud podía tener el presunto destape en 1981, durante pleno Proceso? El documento vincula este permisivismo moral –propio de Occidente, no del Oriente islámico o marxista– con la subversión… Como si fuese poca toda la censura, regresión y atontamiento que el Proceso ya venía efectuando. Es probable que la asfixiante inmoralidad del Proceso haya forzado este desplazamiento de las obligaciones pastorales. Habrían de pasar años hasta que la mayoría de los obispos argentinos volvieron a recuperar el coraje de defender prioritariamente la vida y la dignidad de las personas. La sucesión presidencial de Videla es decidida por los tres miembros de la Junta Militar y recae en el general Roberto Viola. Los cinco turbulentos años transcurridos inducen al nuevo presidente a 199
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pacificar la sociedad y sincerar la economía, pero se produce tal resquebrajamiento que el dólar asciende desenfrenadamente, se rompen los diques de confiabilidad y el proyecto económico de las Fuerzas Armadas resbala hacia el caos. Antes del año, Viola es enviado a su casa, y asume en general Leopoldo Fortunato Galtieri (que de fortunato tiene poco). Asesorado por su canciller, Nicanor Costa Méndez –que fue canciller de Onganía; cambian los tiempos pero no cambian tan rápido las ideologías y a veces ni siquiera los hombres–, prepara la gesta heroica que lo convertirá en una encarnación de San Martín. Galtieri dispone de buenas razones: es un soldado de Occidente, ayudó al golpe del narcotraficante García Meza en Bolivia, apoya la reacción somocista en Nicaragua y en su reciente visita a los Estados Unidos han elogiado su “majestuosa” estampa. El 2 de abril de 1982 se pone en marcha un operativo “genial”. El gobierno anuncia la recuperación de las islas Malvinas gracias a la valerosa acción de sus tropas. El Proceso logra otra vez confundir a la gente. La convicción que anida en el corazón argentino acerca de sus derechos sobre el archipiélago desencadena una inundación emotiva y parece sibilino detenerse o reflexionar sobre la oportunidad de la medida. Pocos días antes tuvo lugar una dura protesta contra el régimen; ahora se produce otra concentración con banderitas y vivas a los militares. La legitimidad del fin –recuperar las islas– encubre completamente la torpeza de los medios. El nacionalismo y el triunfalismo largamente cultivados obnubilan el raciocinio. Galtieri se asoma al balcón de la Casa Rosada para recibir el entusiasmo del pueblo. Se siente la encarnación de Perón y levanta los brazos como él lo hacía. Poco antes, en la localidad pampeana de Victorica, hizo servir un asado criollo para miles de comensales, el asado colectivo más grande de la historia nacional. Es un hombre destinado a grandes cosas. Viene enseguida la reacción británica y la intercesión norteamericana. Galtieri y sus colaboradores no creen que Margaret 200
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Thatcher vaya a enviar sus fuerzas tan lejos; Margaret Thatcher es una conservadora que seguramente aprecia la victoria argentina contra el marxismo. Tampoco creen que los Estados Unidos frustren esta página brillante de sus incondicionales aliados del Sur. Cuando la Royal Navy inicia su viaje hacia las Malvinas y muestra claros signos de estar decidida a recuperarlas por la fuerza, los estrategas locales afirman que para esa fecha habrá olas de 15 metros que impedirán el desembarco. También afirman que los ingleses necesitarán cinco hombres contra cada argentino, de modo que no podrán triunfar con menos de 50.000 soldados. En las islas, mientras tanto, las tropas argentinas no cuentan con ropas adecuadas para el frío, escasean los alimentos y los oficiales tratan autoritariamente a sus subordinados. La diplomacia argentina consigue la adhesión de los países latinoamericanos. El ministro de Educación despierta de su sopor y anuncia que en las escuelas se enseñará más historia de América latina (!). Quienes poco antes elogiaban a Thatcher, ahora la acusan de pirata. La xenofobia levanta su cabeza y propone arreglar cuentas no sólo contra Gran Bretaña, sino contra todos los países que la respaldan. Desgraciadamente, esos países corresponden al mundo industrializado y anticomunista: Alemania, Francia, Canadá, Australia, Holanda, Bélgica, Escandinavia, Estados Unidos. Los nacionalistas no aclaran cómo los argentinos derrotaremos a “esa sarta de paisuchos carentes de ideal”. Los británicos no toman en serio la pasión argentina por las Malvinas. Los argentinos no toman en serio la firmeza británica. Si los británicos hubiesen sabido hasta qué punto los argentinos cerrarían filas por este objetivo, incluso en torno de un gobierno criminal, habrían previsto mejores defensas para evitar su ocupación intempestiva. Si los argentinos hubiesen sabido que la decadencia británica es relativa y que una tradición centenaria los preserva de aceptar gratuitamente las ofensas, se habrían limitado a una ocupación
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simbólica o hubiesen aceptado alguna fórmula de compromiso que los colocase en mejor posición negociadora. La euforia arrebola incluso a militares de argentinos en el exilio. Se habla de la lucha del pueblo, se exhuma la consigna de la liberación nacional. Es ridículo pensar en las vidas que se han perdido durante el desembarco o se perderán en la inminente confrontación. El largo desprecio a la vida que ha internalizado el Proceso cambia de signo: ahora se aplica a la defensa de la soberanía, la lucha contra el colonialismo, la dignidad de los pueblos humillados. Ahora los militares tienen consenso. El general Galtieri asegura que no le importa cuántos morirán: cuatro mil o cuarenta mil (!). Está exultante. Su ambición de gloria y su sed de potencia por fin armonizan con el júbilo del país. A los ingleses no les resulta fácil expulsar a los precarios argentinos. Deben pagar con el hundimiento de varios barcos y la muerte de muchos súbditos. Pero triunfan. Al gobierno argentino no le resulta posible acomodarse a algo menos grave que una derrota. Sus Fuerzas Armadas se han enredado en la telaraña del poder absoluto, la degradación y la confusión. Su aventura omnipotente e irresponsable aleja más que nunca a las Malvinas: se malogran los avances diplomáticos previos, el intercambio comercial y turístico, la perspectiva de una gradual integración de los kelpers. Pero una victoria argentina –aunque imposible en esa ocasión– hubiera sido más costosa para los mismos argentinos. El Proceso habría cumplido su objetivo de profundizar la alienación nacional, los militares habrían consolidado su poder ilegítimo. Los delirios de grandeza les hubieran desenfrenado la vanidad y seguramente se prepararían a resolver el conflicto con Chile por el canal de Beagle mediante el uso de las armas victoriosas. Luego desarrollarían la vieja hipótesis de conflicto con el Brasil. La represión interna tendría más argumentos para acallar cualquier brote de racionalidad. 202
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Borges, aprovechando la impunidad que le provee su fama, califica a la guerra del Atlántico Sur como la “pelea de dos calvos por un peine”. Su coraje desmitificador es interpretado como un chiste de mal gusto. Interrogado más adelante, produce una admirable síntesis: “Ingenua o maliciosamente (opto por el primer adverbio, ya que la mente militar no es compleja) se han confundido cosas distintas. Una, el derecho de un Estado sobre tal o cual territorio; otra, la invasión de ese territorio. La primera es de orden jurídico; la segunda de un hecho físico. Se ha invocado el derecho internacional para justificar un acto que es contrario a todo derecho. Esa transparente falacia, que no llega a ser un sofisma, tiene la culpa de la muerte de un indefinido número de hombres, que fueron enviados a morir o, lo que sin duda es peor, a matar”. Los nacionalistas, las diversas corrientes de izquierda y los tercermundistas que de súbito se han regocijado con la iniciativa bélica del gobierno militar deben digerir el severo descubrimiento que produce el mexicano Carlos Fuentes. Opina que este nacionalismo mantiene privilegios en América latina y que inhibe a las fuerzas de la modernidad. El Proceso es una ilustración trágica. Carlos Fuentes enlaza la guerra de las Malvinas con algo doloroso: el lastre de la historia: “Una manera de ver la guerra del Atlántico Sur es como un episodio más del prolongado combate entre los imperios británico y español, entre protestantes y católicos, entre administradores coloniales capitalistas, eficientes y ahorrativos, por un lado, e hidalgos barrocos, crueles, indolentes y pródigos, por otro”. No habría mejor retrato del in-Fortunato Galtieri que el del “majestuoso” hidalgo barroco, que señala el escritor Carlos Fuentes. Cuando pierde la guerra, asombra al país con una orden: prohíbe hablar de la derrota (?!). Como si mágicamente, por no hablar de ella, dejase de ser una realidad. Este hombre –más aún: esta mentalidad– ha gobernado con “mano dura” a treinta millones de argentinos.
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La rendición argentina hace añicos una porción de nuestros delirios de grandeza. Aquella frase de Belisario Roldán, aseguradora de que nuestra bandera jamás será atada al carro de ningún triunfador de la Tierra, pierde vigencia. Los salvadores de la patria no sólo han sembrado el terror, la regresión, el endeudamiento y la decadencia, sino que acaban de producir el primer revés militar del siglo. El shock es tan intenso que no queda margen para asombrarse de que el canciller Carlos Méndez –que pertenece al riñón del conservadurismo– viaje a Cuba para agradecer a Fidel Castro su apoyo diplomático. Súbitamente el poder militar descubre que los aliados de antes son enemigos y que los satánicos enemigos son los verdaderos aliados. Este vuelco alboroza a cierta izquierda (ingenua o arteriosclerótica) que sueña con la milagrosa conversión de las Fuerzas Armadas. El majestuoso Galtieri debe regresar a su casa, y el comandante del Ejército designa al nuevo presidente de la Nación. Se trata del general Reinaldo Bignone, dispuesto a brindar una imagen de “bueno” para cubrir de la mejor manera la indetenible retirada del poder. Es quien procura licuar la responsabilidad de los fracasados salvadores con la invocación al Evangelio de que nadie puede arrojar la primera piedra. Ha sido un cruzado de Occidente que ahora cambia y decide viajar a la VII Cumbre de No Alineados en la India. Allí, junto a líderes cuya sola mención justificaba la tortura y desaparición de militares argentinos, pronuncia un discurso que recoge aplausos marxistas y tercermundistas. Cuando regresa a Buenos Aires aclara que no hay de qué asombrarse, porque son conceptos que siempre mantuvo el Proceso y también el gobierno peronista (!). No aclara 204
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entonces por qué se derrocó al peronismo y se asesinó a tanta gente que decía lo mismo. Quizás, ante una buena pregunta, habría sacado de la manga una buena respuesta para salir del paso o tranquilizarse a sí mismo. Pero el general Bignone y muchos de sus detractores no advierten, en cambio, cuánta sinceridad entraña su actitud. Digo actitud y no discurso. Actitud asombrosa de unirse a líderes que parecía detestar. Actitud que nos abre la puerta de un descubrimiento increíble. En efecto, el Proceso de Reorganización Nacional, inaugurado en 1976 para “curar” a la sociedad argentina –apoyado por la derecha, los conservadores y los “liberales” – “creía” que era un movimiento destinado a salvar los valores de Occidente. Pero se equivocaba: era un movimiento antioccidental: la versión vernácula de movimientos análogos en Libia, Irán e incluso regímenes marxista-leninistas de Asia y África. Videla y sus colaboradores no alcanzaron a experimentar las sensaciones de Bignone. Videla no comprendía la invitación que le formulara en 1979 Fidel Castro para que concurriera personalmente a la Conferencia de No Alineados en La Habana. Ni Massera, ni Graffigna, ni Viola, ni Menéndez, ni Camps advirtieron a tiempo que la maldita campaña en favor de los derechos humanos en la Argentina jamás fue generada ni sostenida por el Tercer Mundo, ni los países del área socialista. Esas presiones molestas venían de Occidente (de las potencias colonialistas o ex colonialistas). El viejo Sandro Pertini, presidente de Italia, tiene la osadía de quebrar el recato y envía un telegrama de insoportable insolencia a la Junta Militar cuando ésta emite su “documento final” sobre los desaparecidos: “El aterrador cinismo del comunicado con que se anuncia la muerte de todos los ciudadanos argentinos y extranjeros desaparecidos en la Argentina en los trágicos años pasados bajo la dictadura militar coloca a los responsables fuera de la humanidad civil. Manifiesto el desdén y la protesta, mía y del pueblo italiano, en nombre de los elementales derechos humanos tan cruelmente ofendidos y pisoteados”. Italia es 205
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refugio de exiliados, así como lo son Francia, Suecia, España, Alemania Federal, Estados Unidos. Desde ahí los traidores del “ser nacional” instrumentan su campaña antiargentina. No desde Cuba, ni Libia, ni Irán, ni Indonesia, ni Angola, ni Siria. Los hombres del Proceso, entonces, se parecen a los del Tercer Mundo o del mundo llamado socialista: hombres de principios (cerrados en los principios) dispuestos a la guerra santa, de fuerte nacionalismo, que no se achican ante la necesidad de torturar, purgar y matar cuando están en juego Dios (o la ideología) y la Patria. Tampoco es arbitraria la afirmación de Bignone sobre las coincidencias del Proceso y el peronismo. Ha tenido que derramarse mucha sangre y acumularse una cordillera de frustraciones para que las Fuerzas Armadas educadas en el corporativismo reconocieran su afinidad con el movimiento creado por un militar como Perón. Esto se develaría pronto a través del pacto militar-sindical que denuncia Raúl Alfonsín y vuelca gran parte de la opinión pública en su favor. O la disposición de los candidatos justicialistas a beneficiar con la amnistía a los responsables del Proceso si ganan las elecciones. O las posteriores manifestaciones de grupos paramilitares o de militares golpistas como Aldo Rico y Mohamed Seineldín que se vinculan irrefutablemente con el peronismo. Los montoneros fueron perseguidos despiadadamente durante el Proceso; no obstante, su aleación de clericalismo y marxismo los ubica en la misma corriente que el fundamentalismo islámico u otras análogas que corrompen la lucha de los pueblos por su libertad, crecimiento y bienestar. Varios años más adelante, en un comunicado emitido en La Habana por los jefes montoneros allí exiliados, se vuelve a reiterar la expectativa de una alianza entre “el pueblo y las Fuerzas Armadas”. No interesan la democracia, ni el pluralismo, ni los derechos individuales ni el crecimiento de las fuerzas productivas, sino la mística salvacionista. Es el trasnochado mesianismo que empujó hacia la muerte en las décadas del 60 y 70, primero con el 206
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ropaje redentorista de la izquierda y luego con el ropaje redentorista de la derecha. Ambos fanatismos desprecian por igual la vida y, por lo tanto, la variedad de sus productos. Ambos pretenden reducir el universo al angosto cauce de su rigidez ideológica. Los jefes de la organización Montoneros, Fernando Vaca Narvaja y Roberto Perdía, a principios de marzo de 1988 –como si nada hubieran aprendido–, pronostican desde Cuba que el peronismo ganará las elecciones de 1989, lo cual abrirá un “período de agudas luchas sociales” y se incorporarán a ellas los sectores nacionalistas y populistas de las Fuerzas Armadas, entre los que ponen como alentador ejemplo al ex teniente coronel golpista Aldo Rico. “O las Fuerzas Armadas siguen jugando un papel de policía interna oligárquica o se convierten otra vez, como en los inicios del peronismo –dicen–, en Fuerzas Armadas nacionales, aliadas a los sindicatos y los empresarios nacionales para impulsar el desarrollo y la justicia social.” Es decir, la alianza corporativa que deja al margen el sistema democrático. Occidente –el de la libertad y el derecho de la persona– ha sentido vergüenza y repulsa por estos abanderados del Proceso (y sus enemigos de ocasión), porque en realidad son abanderados de lo que en Occidente se procura superar. Los líderes del Proceso y los de la guerrilla no lucen como líderes de Occidente. Sí pueden concebirse en el mosaico del Tercer Mundo. Un Tercer Mundo compuesto por millones de seres que padecen injusticia y hambre, opresión y desdén. Pero que no los padecen únicamente por culpa del Occidente satánico (como afirma Khomeini y lo repiten con diversos lenguajes tantos textos), sino también por culpa de los regímenes que esos mismos pueblos segregan, apoyan y padecen. En ninguna parte de la Tierra se acumulan tanto salvajismo, masacres, conflictos sangrientos y mezquinos, hecatombes estériles y sistemática corrupción como dentro de esas sufridas naciones. Es preciso reconocer la justicia de sus reclamos, la crueldad de sus carencias. Pero también denunciar la
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alienación de sus ideologías y la perversión de sus líderes de izquierda y de derecha. Callar esto es, sencillamente, mentir. El arrogante Proceso termina confundiéndose con lo que quiso destruir. En lugar de “curar” a la Argentina, la deja en la más grave postración de su historia. Cuando derriba al gobierno de Isabel Perón, la deuda externa era de 7 mil millones de dólares y se podía pagar con el producto de las exportaciones de tan sólo 9 meses. Cuando el Proceso se va, la deuda es de 45 mil millones.
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Me exijo ahora un poco de paciencia. Quiero reflexionar sobre las vicisitudes de la transición democrática. Pero no debo hacerlo sin antes echar una última e imprescindible mirada sobre la anemia y el autoritarismo que nos lega el Proceso. ¿En qué consisten? Nada menos que en un agudo debilitamiento de la normativa (la Ley, lejos…). Se oscurece la diferencia entre lo justo y lo injusto, lo permitido y lo prohibido, lo perjudicial y lo beneficioso. El hombre desea el sentido; lo necesita. Cuando lo pierde, como resultado de la arbitrariedad autoritaria, resbala el desconcierto y se angustia. Para atenuar la angustia apela a cualquier libreto, viola los pactos, tantea a locas. La urgencia para calmar la angustia crece en forma proporcional a la falta de orientación, y como no se sabe cuál es el camino, aumenta la imprevisibilidad. Avanzar es, entonces, más peligroso que retroceder. Mejor malo conocido que bueno por conocer. Por lo tanto se involuciona al clan, lo que implica desprenderse de los vínculos más complejos y distantes de la solidaridad social: moral hacia adentro y “vale todo” hacia afuera. Esta situación se expresa con el reiterado mandato antisolidario del “No te metás”. “No meterse” con las injusticias, “no meterse” con las violaciones a la Ley. Reitero lo expresado al comienzo de este libro: el autoritarismo hace de la Ley y de la autoridad una caricatura. Crea la confusión; pone a la sociedad en el callejón sin salida de la obediencia ciega, acrítica, obsecuente. Martilla con los beneficios del orden y la autoridad, pero no estimula ni lo uno ni lo otro, sino equivalentes degradados. No es el orden que necesita la sociedad para funcionar y crecer ni es la autoridad legítima que completa y fortalece a un grupo humano. Los contrastes abundan: la legítima autoridad fomenta el 209
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espíritu tolerante; el autoritarismo desembozadamente intolerante. La autoridad se regocija con la creación y la vida; el autoritarismo con la obediencia y la muerte. La autoridad estimula los roles activos y el autoritarismo los pasivos. La autoridad no se escandaliza con el disenso; el autoritarismo sí y obliga a la uniformidad, el silencio o la repetición. La autoridad deriva de la Ley, y a ella se remite; el autoritarismo crea su propia y sectaria ley, que a menudo ni siquiera él mismo respeta. Hemos visto que la historia argentina exhala vapores de anomía y de autoritarismo suficientemente variados y ponzoñosos como para detectarlos a distancia. No obstante, argumentos que van desde la razón patriótica a la razón social, tienden a quitarles importancia. Tenemos un ejemplo ilustrativo y polémico en Juan Manuel de Rosas. Rosas queda lejos en el tiempo, pero el Proceso queda cerca. Quienes lo idealizan tienen la dificultad en reconocer que el Proceso brinda de Rosas una réplica actualizada. Uno ayuda a entender al otro, uno justifica al otro (o lo desnuda). ¿Es difícil homologarlos? Creo que no. En ambos campean el despotismo, la arbitrariedad, el desprecio de la vida, la regresión, la decadencia, el juicio inapelable del jefe, la censura, el exilio, la hipocresía, el aislamiento. En ambos se produce una grandilocuente manifestación de nacionalismo y soberanía que se circunscribe a la página heroica, la exaltación emocional, pero no se acompaña del contexto que garantiza éxito perdurable a esa manifestación. Rosas y el Proceso empobrecen al país pero agrandan el patrimonio de ciertos sectores. Y aunque se les puede reconocer valor a algunos gestos patrióticos, su realidad no sólo se compone de gestos, sino de arrogancia y degüello, odio al disenso y al arte, ahogo de la crítica y atraso productivo. Rosas y el Proceso son autoritarios. Equivalen a la “mano dura” que en los momentos de desánimo promete la salvación –y posterga la solución–; hablan de grandeza y asfixian en la pequeñez. Ambos debilitan la normatividad y estimulan
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la involución. Representan disvalores profundos que siguen teniendo vigencia. Dijimos que el autoritarismo consta de dos caras como dos caras tiene la Luna. La más conocida, la única que se ve directamente, es la de la usurpación y la amenaza. Corresponde a las dictaduras que se eternizan marginando la voluntad popular; también corresponde a manipuleo irrespetuoso en el aula o el hogar, la calle o la oficina. Es el rostro arbitrario e inclemente del que trata como inferior a otro porque dispone de más fuerza. Pero la otra cara no es menos gravosa aunque cueste mirarla. Sus cráteres y valles están dibujados por la obediencia a los mandatos del que tiene la fuerza. Se caracteriza porque sobrevive al opresor: aunque éste falte, el oprimido no deja de portarse como oprimido. ¿Por qué? Porque ha incorporado la orden; porque el ogro autoritario anida en el espíritu de su víctima. Y ésta lo sigue siendo después de muerto el ogro. Es, de lejos, la más pesada carga que sufre nuestra nación y tardaremos años en sacárnosla de encima. Este autoritarismo pasivo mantiene aherrojada la creatividad social y desalienta la participación. En los períodos autoritarios también se incrementa el etnocentrismo, es decir la superioridad ficticia del propio grupo (Rosas, Proceso, etc.). Va acompañado del desprecio y la discriminación a los demás, imprescindibles para sentir un valor propio que no existe. (Lo que existe es una inconsciente e intolerable autodesestima.) La propia minusvalía urge la degradación comparativa de los ajenos.* Aumenta el extremismo político, acompañado de sospecha en la inteligencia, sinceridad o calidad de las opiniones diferentes (afectarían la pretendida, enclenque y, a veces, grotesca * Thomas Mann lo ilustra con su descripción del antisemita: “El antisemitismo es la aristocracia de la canalla. Es como si dijera: ‘Debo reconocer que no soy nadie, pero al menos no soy judío’. Los degenerados lo creen y, por consiguiente, ya son alguien”.
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superioridad). No hay tolerancia ni respeto, sino fanatismo. La debilidad normativa permite el crecimiento del afán punitivo. Parece Ley, pero es venganza o sadismo. La “mano dura” no es deseada porque imponga el orden, sino porque da leña a los que no hacen y piensan como uno. El castigo desenfrenado brinda una satisfacción doble: humilla a quienes no están con uno e intenta destruirlos antes de que impugnen nuestra frágil verdad (lo cual es muy temido). Tan lejos anda el autoritarismo de la Ley, que no hay régimen autoritario en el que no menudee el saqueo. El visible y el disimulado. Eso sí: tranquilizan su conciencia con abundante retórica. Los hombres del Proceso y sus amigos predican la moral y las buenas costumbres como lo hacían los líderes nazis. Unos y otros se enriquecen con allanamientos, expropiaciones y excusas múltiples. En la Argentina acuña la delicada expresión “ilícito” para referirse a los robos efectuados más o menos a mano armada. Pero este desenfreno expresa algo más hondo: el apuro por enriquecerse a corto plazo. Y este apuro revela inseguridad (en sí mismos y en el régimen). Con lo cual se cierra un círculo. La consecuencia es que llega un momento en que no se sabe qué es delinquir. La anomía impera holgadamente. Torturar a un sospechoso, violar a una intelectual, robar a un judío – cuando se desmorona la Ley– no sólo es placentero, sino que merece una condecoración. La contusión extrema entre valores y disvalores pone un biombo a la ética. La angustia por la pérdida de sentido se anestesia con satisfacciones inmediatas y un chorro de sofismas. La sociedad no es inmune al contagio. El autoritarismo pasivo no sólo consiste en dejar de pensar con lógica, sino en imitar dócilmente al tirano. Doble discurso y doble moral que ya tienen bastante historia. Resulta fácil porque son conductas impuestas desde hace mucho. No es un escándalo mayúsculo que casi la mitad de los negocios se realizan “en negro” para burlar los controles impositivos. Los exportadores son virtuosos de la subfacturación y los importadores, unos genios de la subfacturación (la Ley más lejos que 212
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nunca…). En esta competencia corrosiva las grandes empresas del Estado –que brindan ganancias a los inventores militares y también a muchos funcionarios menores– se esmeran en batir récords de ineficiencia y burocratización; las Fuerzas Armadas las sostienen como emblemas de nuestra soberanía, pero en verdad sostienen a quienes trabajan en ellas. El debilitamiento de la normativa que genera el autoritarismo del Proceso no se corregirá en años. Tendrá presencia y gravitación mediante conductas que aparentan respetar la Ley recuperada, pero la trampearán con insistencia. Se seguirá confundiendo lo justo y lo injusto, los perjudicial y lo beneficioso.
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La muerte de la “partidocracia” decretada por la dictadura –el vocablo partidocracia fue utilizada por el primer peronismo y cierta izquierda– no se cumple. En las sombras, con riesgo de su vida, los políticos han cuidado la llama de sus denominaciones. Cuando se levanta la proscripción, ocurre lo de siempre: reaparecen las figuras conocidas, alternativamente defenestradas y reivindicadas. Pero con un cambio trascendente: a la muerte de Perón, ocurrida en 1974, se suma la del líder radical Ricardo Balbín. Ambos partidos mayoritarios necesitan ahora recomponer sus jefaturas y asumir la transformación que exige la dramática retirada militar. La UCR se había acostumbrado a defender la república desde la oposición. Salvo la fugaz presidencia de Illia, no ha vuelto a ejercer el poder desde 1930, cuando se produjo el primer golpe de Estado. Durante el segundo peronismo se distinguió por su buena disposición a sostener un gobierno legítimo pero caótico. Sintetizó su actitud en el apotegma: “el que gana gobierna y el que pierde, ayuda”. Balbín era el líder de un electorado cautivo que oscilaba en el 25 por ciento y que respondía a una maquinaria de “punteros”. La actitud conciliadora del último Perón armonizaba con la actitud mediadora del anciano Balbín. La UCR ya no era el partido que encabezaba la causa contra el régimen, sino el defensor del orden constitucional esforzadamente recuperado. Pero ambos fracasan: el segundo peronismo y el radicalismo mediador. En efecto, la ausencia de una alternativa categórica brinda excusas adicionales al golpe de 1976. Durante los años del congelamiento ha empezado a crecer, pero poco, la línea de Renovación y Cambio que Raúl Alfonsín creó dentro de la UCR en 1972. Las dos palabras condensan un anhelo profundo 214
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del partido y la sociedad: cambio, renovación. Son palabras que empiezan a convocar multitudes. Cuando declina el Proceso se abren los padrones y concurren a afiliarse a la UCR un millón y medio de ciudadanos. La lucha por las candidaturas se polariza entre los herederos de Balbín y los decididos a un fuerte giro. En los comicios internos Alfonsín apenas conseguía una minoría digna. Bruscamente se convierte en el protagonista de un triunfo arrollador. Su éxito produce un entusiasmo que excede los límites del partido. Aparece con una afectuosa sonrisa y aprieta las manos sobre el lado del corazón: invita a la confluencia de voluntades. Y, sobre todo, convoca a la vida. Con rapidez consigue la homogeneización interna y empieza a difundir un discurso cautivante. Desdeña las anacrónicas antinomias; es respetuoso con el adversario. Une a la defensa de la libertad los principios de la justicia social. Recupera la importancia de la ética en un país donde se ignora la Ley y se violan los derechos humanos. Hace una encendida defensa de la democracia y la convierte en el eje de las demás aspiraciones nacionales. Culmina sus alocuciones con el Preámbulo de la Constitución Nacional. La Constitución, la suprema Ley de la República, es súbitamente elevada a rezo laico. Enfervoriza a las audiencias que anhelan recuperar el estado de derecho. La UCR consigue simpatías extrapartidarias. Aunque es un partido de indiscutible raigambre nacional, no tiene inconvenientes en ser homologado con la socialdemocracia europea. De esta forma hace más inteligible su mensaje y lo ajusta al tiempo contemporáneo. El peronismo, por su parte, sufre una honda crisis. No sólo ha perdido a su jefe carismático, sino que arrastra el estrepitoso fracaso de su última gestión gubernativa y la riña cruel entre sus inconciliables facciones internas. Desde que irrumpió en escena en 1946, ha ganado siempre las elecciones; cuando lo prohibían ordenaba votar en blanco, y era tan grande la “nevada” que desdibujaba la legitimidad de los comicios. La ilusión de recuperar el paraíso perdido 215
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–que mantiene vigorosa la llama del peronismo tras su derrumbe en 1955– ha sufrido un revés con la atroz experiencia de 1973-76. Urge actualizarse, sacudir vicios que desagradan a una opinión pública más atenta y más crítica. Es una aspiración difícil de satisfacer porque continúa vigente la obediencia a la verticalidad, aunque ella conduzca a una cima vacante. Se procura llenar esa vacante con la frágil figura de Isabel. Los esfuerzos por dotarla de talento político resultan tragicómicos. Sufrimos la historia del rey desnudo: nadie se atreve a decir la verdad. Ella, a su turno, expresa una decepción inamovible: no quiere regresar de España ni ocuparse del partido. Ante su residencia los políticos con ramos de flores en la mano hacen inútiles esperas, entre ellos, Carlos Menem. La mantienen como presidenta del partido aunque no participa de reuniones ni decisiones. Usan su apellido para sostener la precaria unidad. Tratan de organizarse. Por un lado gravita el sindicalismo, que pretende hacer valer su categoría de “columna vertebral”; por el otro los políticos, que añoran recuperar su espacio. Se empujan, pactan, rompen, denuncian y amigan con vocingleras manifestaciones de lealtad a Perón. Un Perón que ya no puede responder, ni si quiera señalar con el dedo. Los sectores izquierdistas y juveniles no se atreven a mostrarse por miedo a un rechazo tan hiriente como el que padecieron en vida del mismo Perón. Las candidaturas se deciden sobre la base de un collage que mezcla figuras muy dispares, pero refleja el inquietante mapa peronista. La campaña electoral es montada sobre dos pivotes: la imagen de Perón y la certeza de “volver a ganar”. Los discursos no incluyen la convicción del pluralismo, ni de las libertades públicas, ni las garantías constitucionales, ni la división y control del poder. Éstos no fueron jamás los aspectos predominantes del peronismo. En cambio abundan los ataques descalificantes al partido rival y sus candidatos. A medida que avanza la campaña y los peronistas empiezan a dudar sobre la magnitud de su triunfo, desatan agresiones físicas e insultos de grueso calibre. Inventan que Raúl Alfonsín es un títere de la Coca-Cola. El 216
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ascenso de la violencia culmina con la quema en la avenida 9 de Julio del ataúd de Alfonsín por el candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires ante un millón de personas. El chiste –mezcla de soberbia e ideología autoritaria– induce a cambiar el voto a muchísimos electores indecisos. De cada diez electores, nueve votan por uno de los partidos mayoritarios, lo cual ilustra sobre la aguda polarización. De ellos, cinco lo hacen por la UCR y cuatro por el peronismo. En la noche del 30 de octubre de 1983 tiembla el país: de sorpresa y de alegría. El triunfo de Alfonsín asombra al mundo.
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V. Purgatorio
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El 10 de diciembre de 1983 asume el gobierno electo. Concurren a la ceremonia nutridas delegaciones europeas, americanas y de otros continentes, presididas por los más altos funcionarios, incluidos muchos jefes de gobierno. Por primera vez en muchos años se reúnen en Buenos Aires líderes de repercusión internacional. De súbito cae el prolongado aislamiento que castigaba a la Argentina. Alfonsín procura conseguir, aun antes de jurar como presidente, la convergencia de voluntades democráticas para superar el viejo estilo antinómico: ofrece a su rival, el candidato justicialista, la presidencia de la Suprema Corte de Justicia. Uno de los tres poderes que establece la Constitución sería ejercido por un conspicuo hombre de la oposición. Este gesto, de claro compromiso con los recíprocos controles que deben primar en una república, es rechazado. Luego vendrán otros gestos con variada fortuna, que formarán parte de un trabajo ímprobo y paciente para crear nuevas relaciones políticas y asegurar la dignidad de las personas. La Argentina, con esfuerzo, da un paso importante hacia la modernidad. El flamante gobierno necesita aprender. Tras casi ocho años de despotismo y muchas décadas de confusión debe enterarse de la realidad. Todo aprendizaje lleva tiempo. Y no es el tiempo lo que sobra. La realidad legada por la dictadura amenaza ser peor de lo imaginado. Esto se dice, pero no se asume. Porque se quiere cumplir con lo anunciado en la plataforma electoral, y se anhela poner en marcha al país estancado. “¡No quiero fallar!”, confiesa Alfonsín a sus íntimos. Los datos de la realidad cruel, por lo tanto, chocan con el deseo de cumplir lo prometido sin costo social.
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Emergen en su monstruosa dimensión la crisis económica, las graves secuelas de la desindustrialización, el peso de la deuda externa, la desnutrición, la caída de los salarios, la desocupación y subocupación, la elefantiasis de un Estado costoso e improductivo, las Fuerzas Armadas resentidas, el repliegue táctico (no la desaparición) de los cavernarios y los golpistas. Pero también se perciben la taquipnea de la esperanza, la exigencia de éxitos, la puesta a prueba del renovado partido radical. Alfonsín toma una decisión inédita. Rodeado por sus ministros, anuncia solemnemente el procesamiento de las tres primeras Juntas Militares por violación de los derechos humanos. Por primera vez serán juzgados los militares. Y lo serán por algo que ni siquiera hizo Grecia cuando condenó a los coroneles golpistas, porque el decreto no se refiere a la usurpación del poder sino a tormentos, homicidios y desapariciones. También ordena la detención de la tercera Junta por su responsabilidad en la guerra de las Malvinas. Al mismo tiempo decreta la prosecución de las causas penales contra los jefes de las organizaciones terroristas. La justicia impone prisión preventiva al general Ramón Camps y al vicealmirante Joaquín Chamorro, por haber planeado y dirigido un siniestro aparato de terror. Estas decisiones valientes y principistas se ponen en marcha cuando aún la Argentina está rodeada por gobiernos dictatoriales. La limpieza de campo se acompaña de instrucciones a los funcionarios para que ejerzan la actividad administrativa con la mayor probidad, desde el presidente de la Nación hasta el último empleado. Se elimina el uso de expresiones altisonantes como “Su Excelencia” y equivalentes, sustituyéndolas en todos los casos por las de “señor” o “señora”. Se deroga la pena de muerte. Se anula la atribución gubernamental –usada durante el Proceso– para expulsar del país a extranjeros por causas políticas o ideológicas. En materia cultural queda inmediatamente abolido el Ente de Calificación Cinematográfica, que aplicaba la censura. Se ratifica la 220
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libertad de expresión y se facilita la difusión, descentralización y multiplicación de las manifestaciones artísticas. Cumpliendo con lo reiteradamente prometido durante la campaña electoral, es organizado e implementado el PAN (Programa Alimentario Nacional), que hace frente a la emergencia de desnutrición que afecta a millones de argentinos. En cuatro años la desnutrición desciende. Se crean y ponen en marcha decenas de programas participativos que cubren casi todo el espectro social. Al cumplirse los primeros 100 días de democracia el presidente se dirige al país. Comunica que la situación es muy difícil: “Estoy seguro de que todos, sin distinción, comprenden o presienten que estamos ante una hora decisiva”. Recuerda que “vivimos en un mundo caracterizado por los conflictos y en buena medida por la injusticia”. Describe la situación internacional y pregunta: “¿Cómo nos encuentra este mundo a los argentinos?”. Ofrece algunos datos: “El producto bruto per cápita es hoy menor que el de 1970. La producción industrial de nuestro país en 1983 fue menor que la de 1971; tenemos las economías regionales destruidas, una evasión impositiva que supera en muchos rubros al cincuenta por ciento, una pérdida de la capacidad de recaudación de las provincias que atenta contra el federalismo porque muchas de ellas –con todo lo que recaudan– no alcanzan a pagar ni el diez por ciento de los sueldos”. “Es decir, estamos frente al cuadro de una pobreza extrema.” “¿A qué estamos desafiados los argentinos?”, vuelve a preguntar. “A una empresa heroica que no puede ser llevada adelante por un solo sector, ni político, ni ideológico, ni social. Tiene que ser una empresa de todos”, insiste. “Vamos a hacerlo entre todos, absolutamente entre todos.” Su convocatoria señala razones dramáticas y objetivos entusiastas. Para superar las estériles antinomias que nos han dividido históricamente, enlaza en el proyecto al radicalismo y el peronismo. “El radicalismo produjo la reforma moral, incorporó a la vida política a los inmigrantes y a los hijos de los inmigrantes; hizo cierta la 221
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soberanía popular a través del sufragio; impulsó la reforma universitaria; realizó una lucha por la dignidad del hombre.” “El peronismo incorporó luego a la vida política a los sectores del trabajo y enriqueció la lucha nacional al levantar las banderas de la libertad económica, la justicia social y la soberanía política”. Después Alfonsín menciona los aportes de la democracia cristiana, el socialismo y los liberales. “Entre todos y sin excepción”, repite, “salvo los sectarios o los dogmáticos, tenemos que hacer el esfuerzo grande para poner de pie a nuestro país.” “Estoy seguro de que los argentinos vamos a estar a la altura de nuestras responsabilidades, y cuando alguien venga con su palabra confusa, con su ademán violento a dividirnos, digámosle sencillamente: ¡Ahora no; ahora todos, ahora juntos, ahora Argentina!”. A pesar de la credibilidad y el magnetismo que lo acompañan en el primer tramo de su gestión, Alfonsín no consigue persuadir al conjunto social y político sobre las amenazas que acechan y la urgencia de armonizar voluntades. Su sueño noble tendrá difícil concreción.
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El autor interior que me dicta este libro sin darme pausa, exige ahora que me refiera al eléctrico eje que atraviesa los años de la dictadura y los primeros de la transición democrática: derechos humanos. Merece varias páginas, porque es un tema que no se cerrará en décadas. Durante el Proceso los derechos humanos habían sido objeto de sarcástica violación y las entidades dedicadas a sostenerlos fueron perseguidas y calumniadas. Se las asoció al marxismo demoníaco y la campaña antiargentina. Se descalificaron sus reclamos como subversión embozada y sus denuncias como apoyo a criminales. Tan intensa fue la prédica en su contra que hasta hoy existen bolsones de nuestra República donde se teme hablar de los derechos humanos por miedo a ser etiquetado de “bolche” o delincuente. Los cruzados de la civilización occidental ignoraban que si algo exhibe dicha civilización con orgullo es la incomparable jerarquía, precisamente, de los derechos humanos. Los manifiestos avances en este rubro que nuestro país puede lucir hoy nos estimulan a recordar la entereza de quienes mucho arriesgaron para salvar otras vidas. Y que además sembraron solidaridad y coraje. Nobleza obliga: debemos mencionar las ocho organizaciones más importantes. Por gratitud y por deuda. Tres se ocupaban de recuperar un pariente “chupado” por el régimen: Madres de Plaza de Mayo, Abuelas de Plaza de Mayo y Familiares de Detenidos-desaparecidos. Otra se dedicaba con énfasis al ámbito jurídico y a despertar la conciencia sobre la necesidad de restaurar la ley: Centro de Estudios Legales y Sociales. La Liga Argentina por los Derechos del Hombre exploraba espacios de negociación que 223
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aliviaran los efectos de la represión salvaje. Con objetivos análogos, pero de composición política más pluralistas, es la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. El Servicio de Paz y Justicia, así como el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos extienden su ámbito a lo social. He aquí las ocho entidades con su variedad de enfoques, origen y motivación, enlazadas como perlas por un solo cordón dignificante. Las estrategias dispersas de los comienzos confluyen, al promediar el Proceso, en una consigna vertical, insolente, acorralante: “Aparición con vida y castigo a los culpables”. Es un desafío que sacude al régimen. No se trata de un reclamo aislado que la bestia saciada y arrogante puede ignorar. Es un reclamo que poco a poco ingresa en los oídos de la sociedad embotada. Ya resulta difícil bloquear sus avances. Algunas asociaciones profesionales se involucran también y toman como asunto de su directa incumbencia el caso de colegas desaparecidos, entre las que corresponde destacar las de abogados, ingenieros, psicólogos y arquitectos. Otras asociaciones se callan por miedo o complicidad. Tímidamente, también la prensa incorpora referencias a los derechos humanos. La respuesta irónica de la dictadura –mezcla de nacionalismo y soberbia–, afirmando que “los argentinos somos derechos y humanos”, es desmentida por un creciente número de documentadas y horribles denuncias. Los artistas hacen su bullicioso aporte: en 1981 estalla el fenómeno de “Teatro abierto”. Lo acompañan manifestaciones notables de la plástica, la poesía, la danza, el cine. Es el destape. Los autoritarios ya no consiguen ajustar el chaleco de fuerza, que ha sido rasgado por las uñas de la libertad. ¿Cómo tratan este áspero asunto los partidos políticos antes de las elecciones de 1983? Hasta ese momento no era un tema relevante de su cultura ni sus discursos. El Partido Justicialista padece las contradicciones de su composición heterogénea. Su dirigencia desalienta pedidos de muchos 224
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afiliados. Los peronistas que han sufrido torturas o perdieron familiares no consiguen sino un apoyo evanescente. El comunicado del partido dice que “La defensa de los derechos humanos se extiende, además de su acepción tradicional, al derecho de una remuneración digna al trabajo, la vivienda, educación, salud y a la participación de la mujer, algo que ya estaba consagrado en la Constitución de 1949”. Es decir, con el manto de lo omnicomprensivo se escamotea lo nuclear: la tortura y el homicidio. Es desprecio del otro, en fin. Como si no fuese prioritario. El Partido Intransigente, que reúne a la izquierda no dogmática, apoya la lucha por los derechos humanos en forma decidida, pero interpreta su violación como un efecto del modo de producción capitalista dependiente. Modificando a éste, se prevendría aquélla. Como si no hubiese violación posible de derechos humanos en los países socialistas, la izquierda clásica entiende que el terrorismo de Estado es producto de los intereses oligárquicos e imperialistas. La dificultad de reconocer especificidad temática a los derechos humanos también inhibe a la poderosa CGT. Explícitamente aliada su cúpula al peronismo, tarda en expedirse. La flagrante paradoja consiste en que cerca del 60 por ciento de los desaparecidos pertenecen al campo laboral: empleados, obreros, delegados sindicales, miembros de comisiones internas. Más adelante se producirá un grotesco: dos destacados dirigentes de la CGT, Triacca y Baldasini, manifiestan en el juicio a las Juntas Militares que “no recuerdan” denuncias sobre desapariciones de obreros. El escándalo es tan grande que impulsa un feliz vuelco y por fin la CGT crea su propia subsecretaría de derechos humanos. Recién luego de la renovación de autoridades que facilita la democracia se instituyen comisiones en varios gremios que se ocupan de recuperar la memoria y comprender el fenómeno de la represión. Los “liberales” se repliegan al final de la cola. Es asombroso: hablan de la libertad y mantienen su identificación con personajes de 225
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la dictadura. Renuevan su adhesión a Occidente y apoyan oblicuamente una de sus vergüenzas. Una especie de biombo intracraneano les permite sostener el discurso de la libertad y la dignidad de las personas, mientras encuentran argumentos para justificar el terrorismo de Estado o a sus “abnegados” jefes. Esta patética situación brinda ventajas a la UCR. Raúl Alfonsín no sólo es copresidente de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, sino que fundamente su campaña en la protección de la vida, la consecución de la paz, el reinado de la ética y el establecimiento de un sólido estado de derecho. Por otra parte, su partido exhibe una larga y coherente adhesión a los principios constitucionales, respeto de los individuos y defensa de la libertad. Es el panorama previo a la transición democrática que se inaugura el 10 de diciembre de 1983. Cuando se instala el nuevo gobierno se abre un capítulo cargado de expectativas. Mucho se habló y deseó en la campaña. Ahora hay que cumplirlo. La sociedad quiere y necesita moral. Jamás se produjo un cambio de autoridades con tanta esperanza en la ética. La fuerza del anhelo ilustra sobre la magnitud de la carencia. Tanta necesidad de Ley por tanta ausencia de Ley. El nuevo gobierno emprende entonces de inmediato el espinoso camino de la corrección y reparación. No es el camino que prefieren todos: es uno de los posibles. Las organizaciones defensoras de los derechos humanos, castigadas por innumerables experiencias frustrantes, proponen que se forme una comisión parlamentaria bicameral, que se implemente un descarnado debate sobre el terrorismo represor y, eventualmente, se desemboque en un juicio político a todos los culpables. El gobierno, en cambio, opta por la creación de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (Conadep), integrada con personalidades científicas, culturales, religiosas y políticas. La Conadep debe limitarse a recoger denuncias y pruebas sobre secuestros, torturas y desaparición para remitirlas a la justicia. Su 226
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escalofriante informe, titulado Nunca más, resulta finalmente un documento abrumador sobre las atrocidades de la dictadura. Gracias a su difusión, sectores más amplios de la comunidad reconocen la espantosa verdad de su texto: “Los derechos humanos fueron violados en forma orgánica y estatal por la represión de las Fuerzas Armadas de manera sistemática, en toda la extensión del territorio”, “…todo el sistema, toda la metodología, desde su ideación, constituyó el gran exceso: aberrante fue la práctica común y extendida. Los actos especialmente atroces se cuentan por millares.” El plan destinado a “curar” a la sociedad argentina por los iluminados salvadores incluía detenciones clandestinas, privación ilegítima de la libertad, ocultamiento de las acciones, torturas y muertes encubiertas. Se construyeron –y oportuna y cobardemente se destruyeron– numerosos centros clandestinos, especies de Auschwitz vernáculos: Monte Pelone, El Vesubio, La Perla, Pozo de Banfield, el Olimpo, Puesto Vasco, Mansión Seré, etcétera. Un siniestro catálogo de lo que puede ocurrir en las sombras cuando los disvalores se hipertrofian y apoderan del mando. La entrega del informe al presidente Alfonsín es acompañada por una marcha multitudinaria que aglutina a todas las organizaciones defensoras de los derechos humanos, excepto las Madres de Plaza de Mayo, quienes a partir de este momento acentúan su posición crítica. El Poder Ejecutivo, mientras, avanza con otras medidas de trascendencia indiscutible. Adhieren a la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Deroga la “ley de pacificación” o amnistía que se autopromulgó el régimen militar. Produce el decreto 158, que somete a juicio sumario ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas a los miembros de las tres primeras Juntas por los delitos de homicidio, privación ilegítima de la libertad y aplicación de tormentos de los detenidos. Envía al Congreso el proyecto de ley sobre modificación del código de justicia militar.
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Debemos recordar que, pese al enojo que reina en la sociedad por lo ocurrido durante la represión, Alfonsín brinda a las Fuerzas Armadas un digno instrumento de autodepuración, la oportunidad histórica de protagonizar el reencuentro con los principios sanmartinianos. Estima que de esta forma acelerará su toma de conciencia sobre los errores cometidos y las ayudará a reinsertarse en el marco constitucional. También evitará que se confunda a la institución con algunos de sus integrantes (hecho que la mayoría de los militares tardarán en comprender y apreciar). El Consejo Supremo es la instancia que debería aplicar el rigor de la justicia – tradicionalmente más severa que la civil–. Pero lo que no esperaba Alfonsín era que este Consejo sabotease el juicio a las tres primeras Juntas mediante la lentitud procesal. Predomina en los jueces uniformados el espíritu de cuerpo sobre el espíritu de nación. Incluso muchos militares que no participaron en acciones aberrantes, por su formación sectaria, no pueden comprender la altura moral de un autojuicio que les sirve en bandeja el presidente de la República. La dilación del Consejo Supremo obliga a una intervención de la Cámara Federal, que solicita las causas. No obstante, a las Fuerzas Armadas se les concede otra oportunidad para recuperar por sí mismas el honor y el aprecio de la ciudadanía. Pero el gobierno y la justicia se equivocan. Los militares no quieren juzgar ni aceptan sus delitos por violación de derechos humanos aunque fuesen evidentes. En su estructura profesional y espiritual estos derechos no tienen importancia. Tanto es así que el Consejo Supremo aprovecha un viaje al exterior del presidente Alfonsín para expedirse sobre el carácter “inobjetable” de los decretos, directivas y órdenes emanados de las tres primeras Juntas (!). Fue un garrotazo a la ingenuidad del gobierno. Quienes confiaban en el lógico arrepentimiento castrense deben asumir a partir de ese momento, atónitos, que no hay tal, sino monolítica rigidez. Alfonsín toma nota sobre la amenaza latente al sistema democrático. Y con él, gran parte de la sociedad. 228
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La opinión pública, ante la obstinación castrense, aumenta su reclamo de justicia. La Cámara Federal pide nuevamente las causas al Consejo Supremo y se hace cargo de ellas. Comienza una nueva etapa de extraordinario suspenso. La fiscalía inicia sus investigaciones; prepara la acusación. En la nerviosa víspera de las audiencias, el movimiento por los derechos humanos convoca a una gran marcha en la que participan los partidos políticos, las asociaciones profesionales, los centros estudiantiles. Decenas de miles de personas se reúnen en las principales ciudades del país. La Argentina experimenta la emoción de su reencuentro con el estado de derecho. El acontecimiento conmueve a la República y produce impacto en el extranjero. Se disponen fuertes medidas de seguridad. El procedimiento equivale al del código militar, porque es oral y público. Se encuadra a las audiencias en un clima solemne. Se autoriza la transmisión televisiva en directo de un relator en off únicamente, que sintetiza los testimonios para que no se los frivolice (o produzca una explosión de las resentidas Fuerzas Armadas). La prensa produce un resumen diario del juicio. El interés por los horrores que allí se confiesan es altísimo. Aparecen nuevas publicaciones que ilustran sobre aspectos desconocidos o negados. En el mundo se juzga por primera vez a tres gobiernos militares por violación de los derechos humanos. La Argentina, débil en Ley y autoestima, magullada por los golpes del desprecio, es el escenario de un suceso sin precedentes en la historia de la humanidad. En diciembre de 1985 la Cámara dicta por fin sentencia. Videla es condenado a reclusión perpetua, Massera a prisión perpetua y Viola a 17 años de prisión. Otros reos sufren condenas menores y algunos son absueltos. La noticia es recibida de múltiples formas. Entre los defensores de los derechos humanos cunde el desaliento. Más que penas severas como castigo, las deseaban como antecedente ejemplarizador. No sólo para saldar la deuda del pasado, sino para garantizar la vida del futuro. Pero no es de este mundo la justicia 229
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perfecta, sino la posible. Esta justicia posible e imperfecta escribe una página histórica nacional e internacional, que hasta ahora no ha podido ser superada en ninguna otra parte. El prestigio personal de Alfonsín y de su gobierno se acrecientan. Los desembozados simpatizantes del Proceso (y los muchos silenciosos) interpretan este limpio juicio, realizado con todas las garantías de la Constitución, como venganza; pronto se atreverán a impugnarlo con las armas. Pero el gobierno y la justicia han optado, evidentemente, por el sendero de la conciliación. Quieren que las Fuerzas Armadas aprecien su generosidad y marchen hacia un vínculo equilibrado con la sociedad civil. Quienes critican esta opción aseguran que las Fuerzas Armadas no están en condiciones de percibir la generosidad y menos de retribuirla: su arraigada mentalidad autoritaria y las perversiones del Proceso les harán ver debilidad en el sitio de la generosidad y venganza en el sitio de la justicia. Tras el juicio no se produce un cambio manifiesto y permanente de su actitud. Algunos oficiales comprenden la necesidad de adaptarse a la Ley. Otros aumentan su nostalgia por la ley en minúscula (privilegios corporativos, ver la nación y el mundo según cuadre a sus intereses parciales). Los últimos se agitan. Hacen soplar los primeros vientos de insubordinación militar. Un nuevo golpe de Estado es aún posible. La cintura política del gobierno debe soportar el alto costo de presiones cargadas de riesgos. Su incansable tarea de persuasión no consigue modificar el antiguo punto de vista castrense. Tampoco puede comunicar todo lo que sabe para no avivar el fuego que separa este punto de vista del civil. Los juicios no se acababan con las tres primeras Juntas: miles de denuncias acorralan a una gruesa porción de oficiales. Resulta utópico llevarlos ante los tribunales sin que se produzca una quiebra del sistema. La Argentina pisa el umbral de un inminente retroceso institucional. Es preciso actuar rápido, sin mezquinos cálculos electoralistas.
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Para calmar el creciente desasosiego de cuarteles y casinos de oficiales, en abril de 1986 el gobierno emite con desagrado las “instrucciones al fiscal”. No está contento con lo que hace, pero debe hacerlo en bien del conjunto. Busca cerrar el capítulo de los juicios. En esas “instrucciones” reconoce que hubo órdenes –diferente nivel de responsabilidad entonces, como se decía durante la campaña– y por lo tanto corresponde ocuparse únicamente de los que perpetraron acciones adicionales al plan de lucha diseñado por los ex comandantes (que ya fueron condenados). Se limita de esta forma el número de imputados y se confiere más poder a los actuales jefes. El gobierno no tiene otras Fuerzas Armadas para reemplazar a estas Fuerzas Armadas. La Argentina después del Proceso no es Alemania después de la guerra. En la Argentina las armas siguen en poder del mismo ejército cuyos miembros son juzgados, mientras en Alemania las controlaba un ejército de ocupación. El anhelo moral de hacer justicia puede degenerar en suicidio. Ocurre lo previsible. Se levantan airadas y comprensibles críticas contra el gobierno. Se le reprocha intromisión en el Poder Judicial, resucitación de expresiones tenebrosas como exceso, obediencia debida, punto final, cosa juzgada. Dentro de la UCR cunde el fastidio. En el timón del Estado, un insomne Alfonsín otea a babor y estribor para mantener la estabilidad de la nave. Quienes lo observan de cerca descubren su silencioso dolor. Quiere hacer reinar la Ley. Quiere la majestad incorruptible de la justicia. Pero también quiere la reconciliación de la sociedad civil con las Fuerzas Armadas. ¿Son incompatibles ambos deseos? La aspiración civil de aplicar un merecido aprendizaje a la militar es tan ilusoria como antes fue la pretensión militar de “curar” a los civiles –supone–. Fracasaron entonces los militares, fracasan ahora los civiles. No es viable el cambio súbito. Es necesario, por lo tanto, calmar a unos y otros hasta que, tiempo mediante (los argentinos aborrecemos la paciencia), se acerquen e integren. Con mutuo respeto de límites y roles. Es la 231
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conclusión a que llega. Aunque no le guste al oficialismo ni a la oposición. Falta lo peor aún. En diciembre de 1986 se vota la ley del “punto final”, que aspira a poner fecha límite a la iniciación de nuevos juicios. Es una expresión desafortunada que no se le perdonará en décadas. Nuevo costo político para Alfonsín. Le urge concluir con el peligroso malestar en los cuarteles para evitar la insubordinación en cadena. Sin embargo el resultado es paradójico. La brevedad de los plazos desencadena un inesperado vendaval de procesos. En vez de punto final es punto y seguido: llueven imputaciones sobre centenares de oficiales. ¿Se puede sostener la disciplina con semejante cantidad de sus miembros bajo la acción de los jueces? Varios oficiales hacen saber que no acatarán la convocatoria de la justicia civil: en lugar de dirigirse a los tribunales, se harán fuertes en las guarniciones. Insinúan que, si prosigue la persecución, habrá golpe. En los casinos de oficiales corre la versión de que Alfonsín es un comunista que pretende destruir el ejército, que el Estado Mayor designado por él es un hato de traidores y burócratas. En Semana Santa de 1987 estalla el levantamiento militar largamente incubado. La amenaza se presenta desnuda y escalofriante. Todos los esfuerzos que se han realizado para llevar calma y racionalidad a los cuarteles se muestran vanos. La generosidad y paciencia de los poderes Ejecutivo y Judicial no han surtido efecto entre oficiales y suboficiales sometidos a perpetua intoxicación autoritaria. Se revelan como ciertos algunos pronósticos: han confundido buena voluntad con debilidad, justicia con venganza, derecho con fuerza. El impacto de la rebelión despierta a los dormidos, sacude a los ingenuos, excita los cansados. Y se produce otra rebelión, inédita. La Argentina es escenario de dos rebeliones. La evidente, la que invade noticieros y primeras planas, es la militar. La protagonizan oficiales que esperan conseguir masiva adhesión de los camaradas para imponer sus criterios al gobierno nacional. Confunden 232
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los reclamos sectoriales con los del conjunto y creen que su condición de soldados les otorga más inteligencia que al resto. Continúan siendo víctimas de la distorsión que en el pasado los empujó a tantos crímenes contra la estabilidad y el progreso. No han asimilado las experiencias trágicas de otros golpes ni los de la última dictadura. Ambiguamente afirman que respetan la Constitución, pero reducen la república al status de republiqueta. La otra rebelión es protagonizada por la ciudadanía (aunque de breve duración). Decenas de miles, luego de cientos de miles, se lanzan a las calles de Buenos Aires y de otras ciudades del país. Muchos avanzan peligrosamente hacia los cuarteles alzados para disuadirlo de su locura. Nunca ha ocurrido esto. Cuando amenazaba o perpetraba un golpe la gente corría a los almacenes, compraba víveres y se encerraba en las casas para seguir por radio o televisión el curso de los sucesos. Los violadores de la Ley podían consumar el delito sin obstáculos importantes. Ahora el pueblo no se dirige a los almacenes o supermercados sino a las principales plazas. Rompe con una nefasta pasividad. Se insubordina a la orden del “no te metás”. Cambia un hábito consolidado, antiguo. Se juega por la democracia. Defiende lo que quiere y necesita. Defiende su libertad y dignidad recién recuperadas, tiernas aún. Ésta es la gran rebelión. La rebelión profunda y novedosa de los argentinos. La de los oficiales, en cambio, encubre un indirecto sometimiento: al país antiguo, pequeño y aislado. Es una energía dilapidada para retroceder. La clase política estrecha filas bajo el calor de las multitudes enfervorizadas y firma un acta de compromiso democrático. El presidente habla ante el Congreso. Los jefes militares aseguran lealtad al gobierno legítimo y prometen movilizar sus tropas para sofocar el levantamiento. Las multitudes crecen: en las plazas, frente al Congreso, frente a la Casa Rosada, frente a las sedes de los gobiernos provinciales, en la proximidad de los cuarteles. El Segundo Cuerpo de 233
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Ejército avanza hacia el foco rebelde. Pero ocurre lo que Alfonsín temía: sus oficiales a la vez se rebelan y prevalece el espíritu de cuerpo sobre el espíritu de nación. Las órdenes del Presidente, que es el comandante en jefe constitucional de todas las fuerzas de mar, aire y tierra, no son obedecidas. La columna se detiene. Vuelve a primar la ley (minúscula) sobre la Ley (mayúscula). Aparece de súbito la monstruosidad de un colapso. El sistema se cae. La Argentina retrocederá más de medio siglo. Es el momento más crítico de toda la transición democrática. Sólo resta acceder la exigencia de los alzados. Y las instituciones de la república se convierten en mera fachada del poder militar otra vez dueño del país. El pueblo en las calles será barrido por las bombas y los cañones. Y serán barridos todos los ímprobos logros acumulados rápidamente por el breve estado de derecho. Aquí termina la última y corta experiencia feliz de la Argentina. Frente al desmoronamiento de hecho, Alfonsín toma una decisión que espanta a sus colaboradores. Anuncia a la multitud aglomerada en la Plaza de Mayo que irá en persona a la guarnición sublevada y exigirá su rendición. Los minutos dramáticos concluyen cuando regresa anunciando su éxito. Pero al político de raza que es Alfonsín lo traiciona su noble anhelo por reparar el tejido lastimado de la sociedad argentina. En vez de aprovecharse de la fuerza que todo el país deposita en su figura, en vez de humillar a los sublevados y arriesgas un derramamiento de sangre, dice “La casa está en orden” y el jefe del levantamiento es “un héroe de las Malvinas”. Esta generosidad le costará mucho. Se produce un gigantesco alivio. Pero será breve. Dos días más tarde estallan nuevas insubordinaciones. Es necesario entonces relevar a los jefes sin autoridad; es necesario dar un corte político al desgastante problema castrense. La rebelión profunda de la sociedad argentina contra sus hábitos de pasividad resignada es rebelión, sí, pero no tiene suficiente fuerza. 234
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Está alimentada por sólo tres años de transición democrática; alcanza para pocos días de lucha, no para una semana siquiera. Ha demostrado que el cambio de la mentalidad argentina es posible y es naciente realidad. Ha servido para enfrentar dignamente a los golpistas. Pero no es suficiente. Los nuevos brotes insurreccionales ya no producen la misma movilización. Otra vez el gobierno está solo. Esto induce a apurar los trámites. Junto con la designación de una nueva cúpula en el ejército se elabora la impopular ley de la obediencia debida que, se espera, conjurará esta vez futuros alzamientos. Mediante ella se presume que los oficiales de teniente coronel para abajo no son punibles porque “cumplieron órdenes”. Se reducen drásticamente las causas para serenar los cuarteles. Pero no se calculó la grave protesta de los oficiales ubicados por arriba. También quieren los mismos beneficios. Entonces los legisladores, a regañadientes, agregan un párrafo que los incluye, excepto cuando hubiesen revistado como jefes de zona, subzona o fuerza de seguridad. La tarea legislativa tropieza con esperables escollos, indignación y escándalo. En la Suprema Corte hay permanentes votos de disidencia. Impacta el argumento de que la ley de obediencia debida es inconstitucional y contradictoria con el artículo 2 de la Convención contra la Tortura, que dice: “No podrá invocarse una orden de un funcionario superior o de una autoridad pública como justificación de los tormentos”. Mientras esto ocurre, el autor de este libro sufre con los demás compatriotas la turbulencia del apaciguamiento cívico-militar y la escabrosa recuperación de la justicia. Soy invitado a pronunciar una conferencia a una universidad extranjera sobre el difícil camino de la democratización en la Argentina. Al término de la disertación propongo un diálogo con la numerosa concurrencia. Sentía que el público deseaba saber más, comprender mejor. Me formulan varias preguntas comprometedoras, como preparando el ambiente para lanzarme la pregunta, la más dura e inevitable: ¿ayuda la ley de obediencia debida a la estabilidad de las instituciones, la credibilidad 235
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de la justicia y el imperio de la moral? Trago saliva y guardo silencio. Las autoridades académicas me habían anticipado que preferían evitar un diálogo cuyo desenlace sería ingobernable. Mi audacia tendría su precio. Ahora tengo que responder –me digo– y corresponde hacerlo con toda honestidad, como honesta y bienintencionada es la pregunta. Reconozco la cuota de subjetividad que contendrán mis palabras. Y confieso que, personalmente, dudo sobre el acierto de la ley. Pero no dudo sobre una situación especial: el gobierno argentino, y especialmente Raúl Alfonsín, deben hacerse cargo en esos dramáticos momentos de dos responsabilidades y no de una sola en esta materia. La primera consiste en ganar democracia para el país, arrancándola del autoritarismo aún firme y ubicuo, centímetro a centímetro y jornada tras jornada. La segunda responsabilidad, simultánea y a veces contradictoria con la primera, es impedir que se pierda de súbito todo lo ganado. Esta segunda responsabilidad es la menos lineal, espectacular y redituable, pero quizá la más heroica. Nunca se sabe si por conquistar otro centímetro sin un previo rodeo se obtendrá triunfo o derrota. Para no perder lo ganado, el gobierno de la transición democrática afronta costos políticos enormes. Casi siempre se aplaude la temeridad, raramente la prudencia. Pero aún no doy por contestada la pregunta. Ella se refiere a la obediencia debida y es oportuno reflexionar sobre su gravitación en una atmósfera autoritaria. Digámoslo sin vueltas: la obediencia debida es el correlato de la irresponsabilidad. Quien obedece no es responsable. Por eso se legisla que no es punible. Los oficiales obedientes de la dictadura secuestraron, torturaron, robaron, humillaron y asesinaron. Pero no son imputables: “cumplieron órdenes”. Esto pone en atroz evidencia cuánta irresponsabilidad anida en las personas obedientes. Cuán peligroso es quedar al arbitrio de los que se educan en la obediencia (subordinación autoritaria) y no en la responsabilidad. La obediencia no tiene límites; sí los tiene, y muy claros, la responsabilidad. 236
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La irresponsabilidad, de intricadas raíces y largo cultivo, franca (en el caso de estos oficiales) o encubierta (en muchísimas conductas civiles), desbarata la previsibilidad y trastorna el juego limpio. En la Argentina se ha privilegiado la obediencia desde hace tiempo y en muchas áreas, incluso en la educación, incluso en la política. No es de extrañar que ahora presente su ominosa factura con esta ley controvertida. La obediencia también existe en la barbarie. En vez de colocar la obediencia por sobre la responsabilidad, como lo hemos hecho por siglos, es deseable que predomine la responsabilidad sobre la obediencia. En vez de perdonar crímenes por la obediencia debida, que se premien méritos por la debida responsabilidad. En la evaluación que se realizará más adelante habrá críticas a la política seguida por el gobierno en esta materia. O habrá aplausos. Lo cierto que es que no se puede colegir que en esto el gobierno ha buscado un beneficio electoralista, sino estabilizar el sistema y el país. ¿Lo ha hecho bien? ¿Lo ha hecho mal? No es una política que agrada a sus impulsores. Pero la realizan a conciencia, con todas sus energías. Persuadidos de que ayudan al conjunto. Por eso el prestigio ganado velozmente por Alfonsín al comienzo de su gestión disminuye significativamente como resultado de sus desgastantes intentos por transformar las Fuerzas Armadas concretas en Fuerzas Armadas de la Constitución y evitar un terrible retroceso. ¿Lo agradecerán las Fuerzas Armadas?, ¿lo agradecerá el país? No en lo inmediato. Las organizaciones defensoras de los derechos humanos consideran que su misión no ha terminado en la Argentina. Tienen razón; pero con una diferencia colosal: ahora se dedican predominantemente a la reparación del pasado y la prevención del futuro. En el presente los derechos humanos gozan de respeto y jerarquía. Este respeto opaca su acción infatigable; ya no aparecen con la heroicidad que las hizo temibles. Su prédica noble es compartida por un vasto espectro. Integran la nueva cultura política del país. 237
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Aunque no han podido rescatar a millares de víctimas ni logran hacer justicia con cientos de culpables, nos han ayudado decisivamente a caminar por la senda del decoro. Sólo por esto merecen inextinguible gratitud.
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Una agridulce paradoja de los argentinos es la importancia política que ha tenido su movimiento obrero. Está muy organizado, es uno de los más grandes del mundo en términos comparativos y gravita como pocos en el destino de la nación. Pero no consigue frutos proporcionales a su organización, tamaño y actividad. Es un personaje de novela en este país de novela. Agresivamente se lo ha comparado con un gigante bobo. Ya hemos adelantado algunas reflexiones y, entre ellas, confesamos preferir la imagen del dinosaurio por el contraste entre su enorme cuerpo y la diminuta cabeza, integrada por dirigentes que, en su mayoría, son ostensiblemente corruptos. Es una realidad formidable. Y desaprovechada: por los obreros, por la sociedad. Ha tenido un crecimiento impetuoso durante el primer peronismo gracias a la afiliación obligatoria. Aunque esta modalidad respondía al lógico afán de control y subordinación que necesita el Estado totalitario, tuvo el mérito de canalizar representatividad y participación de millones de trabajadores. El reconocimiento jurídico a su capacidad de contratación colectiva –que no existe en el Estado liberal clásico– lo ha dotado de un poder incalculable. No olvidemos que durante el primer peronismo confluyeron circunstancias irrepetibles. Era la posguerra, sobraban recursos, existían posibilidades de expansión, Europa hambrienta devoraba los productos argentinos, podían multiplicarse los bienes de consumo masivo y los servicios. Las demandas prexistentes podían ser satisfechas y posiblemente lo hubieran sido en gran parte por otra denominación política. Pero el peronismo tuvo la habilidad de identificar esas conquistas únicamente con su gestión. Para ello montó 239
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un descomunal aparato de propaganda –que suprimía toda crítica y disenso– de penetración honda y duradera. De esta forma consiguió confundir la especificidad del movimiento trabajador con las ambiciones del movimiento peronista y subordinó el primero al segundo. Aunque lo denominó su “columna vertebral”, nunca le concedió hegemonía. Perón le otorgó sólo algo de autonomía corporativa pero jamás política. El movimiento obrero organizado argentino quedó así limitado a una sola expresión política que desde entonces le cercena pluralidad de enfoques y agilidad de maniobra. Las consecuencias distorsionantes son múltiples. Los partidos de izquierda no tienen más remedio que tragarse las ardientes críticas al pluralismo peronista, que en el fondo detestan, para conquistar los favores sindicales, pero las tragan con tanto esfuerzo y abnegación que hasta olvidan que una vez existieron y qué decían. El sindicalismo, a su vez, sometido durante décadas al mandato de Perón, mira el mundo con anteojeras. Con esas anteojeras atraviesa las prolongadas proscripciones, genera el vandorismo, que se une a la dictadura de Onganía y las mantiene al arribar el segundo peronismo (1973-76). La nueva situación política creada por la recuperación de las instituciones republicanas no lo induce a cambiarse los lentes. Su profunda inclinación corporativa no le permite ayudar al mismo peronismo en el gobierno, sino a serrucharle los descalcificados pilares e incrementar el caos. La excitante esperanza de recuperar el paraíso perdido –o los “días felices” de Perón– es demolida entre muchos. Posiblemente resulta más fácil destruir una reproducción fallida que aceptar la verdad: no se puede repetir lo irrepetible. El sindicalismo fuerza un aumento de sueldos que desencadena la monstruosa inflación del “rodrigazo”. Y como su mente corporativa no le permite articularse democráticamente con la globalidad de la nación, no siente remordimientos por su inoportuna demanda. Las anteojeras le hacen suponer que toda demanda, por ser su demanda y por sentirla legítima, es correcta. 240
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El Estado es el gran vientre donde por más de medio siglo se amontonan millones de trabajadores. Las llamadas empresas del Estado tienen como patrón al mismo Estado, obviamente. El sindicalismo de los orígenes, que basa su gesta reivindicatoria en una distribución más equitativa de las ganancias que embolsa el dueño, ha debido extender su lucha a un dueño que es el representante de la sociedad. El Estado se confunde entonces con las viejas imágenes del señor feudal o el caudillo o el papá. Si provee bienes se parece a Dios; si los niega, al demonio. Si es el tutor, si es el patrón, si todo lo tiene, sólo cabe exigirle que dé. No importa de dónde consiga su riqueza, ni siquiera importa conocer su riqueza. Las cosas vienen de él. Aunque se caiga en pedazos como un apolillado mamut de museo, crispan las ganas de seguirle chupando las ilusorias ubres que en un tiempo fueron turgentes. En los primeros cuatro años de transición democrática la cúpula sindical se concentra en la repetición obsesiva de reivindicaciones comprensibles, pero desconectadas de los factores objetivos que alimentan la crisis. La elementalidad nominal de la demanda recuerda inexorablemente el “rodrigazo” que precipitó la caída del segundo peronismo. No se acompaña de equivalentes exigencias sobre un incremento de la productividad ni propone medidas lógicas que estimulen un aumento de la inversión. Tampoco sugiere cómo disminuir o fluidificar la burocracia. No son temas que le corresponden. Ésa es tarea del Estado protector. Que se arregle. Una ilustración patética de la dificultad que tiene la CGT para incorporarse a la fisiología de la democracia es el proceso de su última normalización. La CGT fue ilegalizada en 1976 por la dictadura. En 1983, con la recuperación del estado de derecho, vuelven a regir sus estatutos. Nada impide que se normalice por sí misma según la conciencia jurídica universal o los convenios de la OIT o las normas constitucionales vigentes. La CGT ya no necesita el “permiso” de nadie. Le basta reunir sus órganos estatutarios, especialmente el 241
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congreso general de delegados, que a su vez se encarga de nombrar a las autoridades ejecutivas. Es lo que hubiera hecho un movimiento autónomo, maduro, dueño de sus propias ideas y responsabilidades. Pero esto no ocurre. La cúpula sindical se desorienta con la democracia. No se atreve al cambio. Le asusta una revisión colectiva sobre su papel, su filiación, su dinámica y su creatividad en un marco que sólo puede brindar un congreso representativo. En vez de ello, los dirigentes sindicales en el Congreso de la Nación aceptan una ley que supedita la normalización de la CGT a una resolución del Ministerio de Trabajo. Es decir, esquivan la autonomía. Se satisfacen con los presumibles beneficios de una subordinación. ¿Qué beneficios? Muy simple: si algo falla, la culpa es de otro… A partir de 1983, la CGT se encuentra ante la opción de iniciar una nueva etapa. Pero no puede romper con sus fijaciones. Aunque reconoce públicamente las ventajas de la democracia y acepta sus reglas de juego, se inclina por una granítica oposición al gobierno: no lo considera dispuesto a brindarle los beneficios del Estado protector. Desde su manifiesta alianza con la oposición resbala con frecuencia haca exabruptos autoritarios que develan cuánto terreno queda por caminar hasta que se modifiquen ciertos rasgos dominantes. Podía optar, en efecto. O impulsar la negociación con el gobierno para obtener conquistas mediante acuerdos racionales que, simultáneamente, consoliden el sistema y ayuden al mejoramiento económico del país. O podía convertirse en un opositor inmisericorde. Decide lo último, por supuesto. Y lo hace con extrema energía, sin matices. Pone en práctica el plan de lucha que recuerda el tristemente célebre implementado contra el presidente Illia. En una acalorada arenga el secretario general ordena al gobierno “¡que se vaya!”, ignorando la decisión de las urnas. No sólo ensordina su gratitud por las medidas gubernamentales que anhelan satisfacer las aspiraciones obreras, sino que realiza el mayor número de paros generales que
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jamás se ha efectuado contra un gobierno en toda nuestra historia, sea civil o militar. El enfrentamiento es encerrado por el sindicalismo en el callejón sin salida del crudo reclamo salarial. La exigencia es monotemática y desprovista de soluciones alternativas. Cuando las provee, pone en evidencia un conmovedor sometimiento al pasado y la ilusión; más que alternativas son expresiones de deseo. Entre el gobierno y el sindicalismo (apoyado y azuzado por la oposición), se desarrolla entonces un diálogo de sordos en el que abundan recíprocas descalificaciones. Hasta 1987 se critica al gobierno por no descongelar las negociaciones colectivas de trabajo y el gobierno se excusa explicando que ello provocaría una carrera despareja de aumentos con impacto inflacionario. En 1987 se ponen en marcha las negociaciones y esta importante conquista obrera, en lugar de ser recibida con beneplácito, es acompañada por nuevos paros generales, que ahora exige un cambio global de la política económica, que estaba dando los beneficios antiinflacionarios del Plan Austral. La peligrosidad de esta agresiva postura no se advierte: excede el rol del sindicalismo, invade el campo político. El sistema democrático es indirectamente socavado por una alternativa no explicitada. Lo aclararemos más: tras el undécimo paro, la CGT solicita la intervención de la jerarquía eclesiástica, como se suele hacer en una dictadura, cuando están proscriptos los partidos. Como si no funcionasen las instituciones de la república con los representantes del pueblo limpiamente elegidos. Es grave. En la Argentina se ha desarrollado una red de obras sociales sindicales cuyo número, volumen y características no tiene precedentes en el mundo. Podría ser un instrumento formidable de bienestar. Cubre prestaciones médicas, recreación, turismo, arte, aprendizaje. El patrimonio acumulado incluye grandes espacios sociales, hoteles, escuelas, sanatorios, complejos deportivos. Es tan 243
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poderosa esta red que el conjunto de obras sociales ha llegado a manejar cifras que oscilan en el 3 por ciento del producto bruto nacional. Onganía, con la ley 18.610 transfirió la acción social del Estado a los sindicatos como retribución de su apoyo (pudo ir más lejos que el populismo). Lamentablemente, la disponibilidad de cuantiosos fondos se ha prestado a la corrupción, franca o encubierta, la arbitrariedad y la voracidad de dirigentes o interventores. Los recursos provienen en gran parte de los mismos trabajadores. No es un “obsequio” estatal, sino un salario diferido. Pero su manejo tradicional no ha contado con la participación democrática de los trabajadores. Se ha estructurado como un mutualismo en el que los dirigentes manipulan los gigantescos fondos. De aquí, principalmente, se amasan las escandalosas fortunas de muchos líderes sindicales. Este poderío económico no es puesto al servicio, por ejemplo, de una comunicación social que ayude al prestigio y perfeccionamiento del movimiento trabajador. Carece de órganos de expresión que produzcan y apoyen mensajes distintos de la frivolidad pequeño-burguesa. Por lo tanto, en la sociedad circulan únicamente los aspectos que fortifican los prejuicios antisindicales. Poco se sabe y difunde sobre la vida que fermenta en su base. La abnegación, los miedos, las esperanzas, los esfuerzos, la militancia y los aprendizajes de todos los días. Los mismos trabajadores son víctimas de espejos distorsionadores que acrecientan y consolidan su alienación. Los órganos de prensa de los sindicatos no superan anacrónicos estereotipos sobre el país, la política, el trabajo, el mundo y ellos mismos. Predomina una retórica antigua. Poco se diferencia su lenguaje del que se usaba en los 60. Reflejan su dependencia de una realidad que no es la de hoy, sino del pasado.
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Hace tiempo comenzó a circular un brutal chiste en nuestro país. Alguien pregunta cuál es la salida para los problemas de la juventud argentina; la respuesta dice: aeropuerto internacional de Ezeiza… Bolívar había expresado su cansancio con idéntica recomendación: “Lo único que se puede hacer en América latina es emigrar”. ¿Por qué el desengaño de la juventud argentina? No es exclusivo, sino un acompañamiento de la atmósfera general. La atmósfera general está infectada por dificultades económicas y profesionales. Y las dificultades desalientan el presente. La “salida” laboral no satisface expectativas. Tampoco vendrá como premio a un esfuerzo, por meritorio que sea. Se percibe el desaliento. En muchos casos, la resignación. ¿Qué ocurre específicamente con la juventud? Intentemos describir dos períodos. Uno correspondiente a las décadas del 60 y 70. El otro referido a los años 80. En los 70 el joven obtiene un estimulante reconocimiento como sujeto histórico. Se lo unge como motor del cambio. Resuena en el mundo el Mayo Francés del ’68. Enardece el “cordobazo” del ’69. Los estudiantes, los jóvenes trabajadores y hasta los hijos de papá se identifican con el heroísmo que está al alcance de la mano, sea en el apoyo logístico a la guerrilla, la militancia política o el servicio social. Encandila el martirologio del Che Guevara y suscita pasión un cristianismo renovado. Juventud es igual a pureza, a imaginación liberada, a moral sin hipocresías, a entrega sin mezquindad. También es igual a violencia transformadora. A utopía. Se pone de moda la expresión “joven concientizado”.
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La izquierda y el peronismo proscripto atraen jóvenes masivamente. Se produce un acercamiento imprevisto entre ambas franjas políticas y el peronismo, gracias al apoyo sindical, absorbe a la izquierda. Crece la esperanza en el socialismo inminente. Pero cargado de idealización: no es y sí es el cubano, no es y sí es el chino. Se le agrega la palabra nacional y entonces equivale a muchas cosas: la justicia, la Ley, la solidaridad, la liberación. Ahí se concentra todo lo bueno. Y tan deseado. El slogan que galvaniza al país es “dependencia o liberación”. La alianza que encabeza el peronismo es un frente para la liberación, precisamente. Se insiste en el “trasvasamiento generacional” y la “juventud maravillosa”. Son frases que usa mucho Perón, convertido en el viejo sabio que, desde su exilio en Madrid, romperá las cadenas. Muchísimos jóvenes se arrojan en brazos de un tiempo exultante. Los fines de los 60 y los comienzos de los 70 conforman la fase ascendente de la parábola. Pero con el peronismo en el poder se termina rápidamente la ilusión. La “cuarta rama” del movimiento peronista –la juvenil– es eliminada sin anestesia. Un dirigente le reclama al líder con lágrimas en los ojos: “usted dijo que la juventud es el futuro”. “Sí –contesta, con su proverbial ironía–, lo dije y lo sostengo; pero es el futuro, ahora estamos en el presente.” La revista Bases –controlado por José López Rega, secretario de Perón– explica en un artículo que socialismo nacional no es opuesto a nacionalsocialismo. El estupor no tiene límites. Los lazos de parentesco entre uno y otro parecen imposibles. Suenan a burla siniestra. El socialismo nacional es justicia, ética, generosidad, respeto. El nacionalsocialismo es injusticia, inmoralidad, mezquindad, desprecio. Pero en muchos casos se acercan e intercambian propiedades y discursos. Y en casi todos los casos, como ahora el argentino, la derecha devora a la izquierda. Lo hizo Hitler con el revolucionario Röhm y lo hace la derecha peronista con los millares de jóvenes que sueñan con un imposible. Su desencanto se expresa primero con insultos al “brujo” López Rega, 246
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luego a la frívola esposa de Perón y finalmente reniega del mismo Perón. Perón los echa de la Plaza de Mayo: “¡imberbes!”. De inmediato serán los sospechosos, los infiltrados. Miles pagan con el exilio o la muerte sus fantasías de cambio. La libertad que añoraban los jóvenes trae el infierno. La fase descendente es abrupta. Después sigue un lúgubre silencio. Veamos ahora el segundo período. Corresponde a los 80, los años de transición democrática. Las filiaciones están más repartidas. La reorganización partidaria que se opera entonces en el peronismo al declinar la dictadura excluye de forma inmisericorde a los jóvenes, con excepciones minúsculas. Deben pagar su rebeldía pasada y circunscribe a la ortodoxia de los adultos. Paulatinamente dilatan su espacio en lo temático, en el impulso a la renovación, pero se reconstituye la idealizada y dinámica cuarta rama. Persiste la nostalgia por un pasado irrepetible y en algunas paredes se escribe “la gloriosa Jotapé”. Pero la Jotapé (Juventud Peronista) trae recuerdos que se prefieren reprimir. Los nuevos jóvenes peronistas no reincorporan el pasado como memoria, sino como estaba, repitiendo consignas de la década anterior. Las complejidades impuestas por la irrigación democrática no modifican los enfoques, ni la diversidad social contemporánea enriquece sus conceptos. Temen ser tildados de zurdos. La juventud de la UCR, en cambio, pisa un terreno bivalente. Debe soportar el estigma de oficialista, que a los jóvenes no les sienta bien. Pero en este partido no son tratados como sujetos de la historia grandilocuente, sino de la democrática (por lo menos al principio). De la olvidada, descalificada e imprescindible democracia. El joven siente la necesidad de democracia con apremio. Ha sufrido los desmanes del autoritarismo y las ofensas del desdén. Encuentra mística en una lucha que ya no exalta los méritos de la violencia, sino el valor de la persona; que abomina la censura (muchos revolucionarios aún la justificaban) y reclama la libertad de expresión. Se identifica con la 247
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definición de Alfonsín: “somos la vida”, mientras los jóvenes peronistas pintan las calles con su resentimiento: “somos la bronca”. El equivalente a la Jotapé en el radicalismo lo componen dirigentes que fueron jóvenes o muy jóvenes en los 70. Acompañan al presidente Alfonsín en sus cambios de rumbo con los ojos puestos en la realidad y en sus ambiciones personales, lo cual les brinda más espacio político, pero menos fervor. Metabolizan las contramarchas que impone la turbulencia de la nave gubernamental, las desgastantes negociaciones con militares y sindicalistas, los pocos celebrados éxitos. En el ámbito estudiantil los jóvenes radicales impulsan Franja Morada, cuya fuerza crece y decrece al ritmo de un humor general que no estimula simpatías. Sus dirigentes aprenden a ser políticos, pero también aprenden las corrupciones, felonías y agachadas de los políticos. El tiempo irá desgastando a Franja Morada, que permanecerá en muchos corazones como una fuerza que había suscitado pasión e idealismo, pero resbaló hacia la intrascendencia. No supo actualizar su lucha, incorporarle iniciativas modernas, aprender de los mejores ejemplos del mundo. La izquierda está confundida en su propio laberinto teórico; la simplificación reduccionista y el afán por identificar al enemigo la lleva a una agresividad sin matices. Se ha extraviado de la fuente humanista que nutre al socialismo de los orígenes y resbala hacia propuestas autoritarias que la acercan peligrosamente al extremo que desean combatir. La “perestroika”, que nace en los 80, no es fácil de adoptar ni de adaptar por la izquierda argentina. Un exceso de rigidez ha envejecido precozmente sus consignas. Las demandas de revolución –retórica, inconducente– permanecen ancladas en la visión de los 70, y ya han demostrado la calidad de sus frutos. ¿Qué ocurre en la Universidad? El enorme crecimiento de la matrícula es un éxito relativo de la democracia. Relativo porque no lo acompaña la excelencia en el aprendizaje ni la conciliación con las necesidades del país. Los 248
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estudiantes son víctimas de la pobreza y la distorsión general. Pero debemos ser francos. También son víctimas de la tentación del facilismo. Es imperioso denunciarlo. Identificarlo. Darle batalla. En la primera presidencia de Perón, con el afán de conseguir la simpatía de la juventud estudiosa masivamente hostil, se pusieron en marcha presuntos beneficios que quebraron los méritos del rigor o el encanto de “vivir” la universidad. Los exámenes mensuales y los premios a la obsecuencia permitían recibirse a la disparada, sin esfuerzo. Después costó suprimir esos disparates porque se los había publicitado como una conquista. No siempre se discrimina una conquista de una manipulación alienante. El sabor del facilismo es tan intenso en lo inmediato que no permite reconocer sus efectos a distancia. Entre los líderes estudiantiles genuinos operan activistas que, bajo la máscara de estudiantes crónicos, se dedican a impulsar acciones que poco benefician el mejoramiento de la enseñanza. Excitan el esloganismo rencoroso pero no demandan mejor capacitación. Levantan hogueras con las carencias, pero no convierten en paradigmas los esfuerzos. La Universidad pública aún mantiene prestigio y potencialidad. Pero ya no es la usina de inteligencia, investigación, creatividad y orientación que, por ejemplo, lució desde fines de los 50 hasta mediados de los 60. La Universidad privada, por su lado, muestra una paleta de colores que van desde la excelencia hasta un burdo negocio para ignorantes. En este clima variopinto, es de esperar que la competencia favorezca a los mejores. El “ingreso irrestricto” está dando como fruto un egreso cada vez más limitado. No es suficiente lo que se aprende en la Universidad para triunfar en la profesión: hacen falta los posgrados y millones de jóvenes saben que sin un master en el exterior el futuro resulta problemático. En la actualidad los jóvenes no sufren persecución ni muerte como en la segunda época del peronismo y en el Proceso, sino ajuste a una realidad que exige sacrificios, imaginación y mucha 249
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perseverancia. Ya no predomina la exaltación de la utopía, sino la mirada calculadora ante los problemas objetivos. No hay respuesta fácil a la angustia de millares. Los desafíos, en muchos aspectos, son inéditos. Nuestro país, como le ocurrió en otros momentos críticos, necesita ser repensado con sabiduría y alta responsabilidad. Necesita un enorme consenso de opinión para lanzarse con lucidez y energía al enigmático nuevo siglo*. * En materia educativa, por ejemplo, opino que el Segundo Congreso Pedagógico Nacional que convocó entusiastamente el gobierno de Alfonsín fracasó por la falta de conciencia. El debate se centró en aspectos corporativos y miopes. Las conclusiones no motorizaron un progreso visible. La sociedad argentina aún se debe un análisis profundo y sincero acerca de su educación en todos los niveles, si quiere avanzar con buen paso en el siglo XXI.
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41 La inteligencia encadenada pierde en lucidez lo que gana en furor. ALBERT CAMUS
El autor que me dicta ha demorado la presentación de un protagonista ineludible y proteico de nuestra realidad. Creo que su introducción es conflictiva. Ha necesitado darme tiempo. Pero no sería correcto ignorarlo. Animará el debate sobre las formas predominantes de sentir y actuar en nuestro fascinante país de novela. Lo empujo al centro del escenario. Helo aquí. Se llama: el resentimiento. Flota como un olor sutil. Es intenso en ciertos sectores sociales, partidos políticos, zonas geográficas. Se exterioriza en concentraciones masivas o en los graffitti. A menudo entre expresiones inocentes. O furiosamente en las canchas de fútbol. A veces se amplifica con bombas u otras agresiones. Se maquilla con racionalizaciones ideológicas. No es exclusivo de los argentinos, por supuesto. Pero nos macula bastante. Y cuanto mejor lo conozcamos, tanto ante lo podremos circunscribir. Buenos motivos le dan origen. El resentimiento nace de una injusticia. Es el comienzo de su historia. Trágicamente, también es el fin de su historia. Porque limita el porvenir a ese pasado. El futuro, para un resentido, tiene como meta principal corregir el pasado, es decir vengarlo. Pero el pasado no cambia y el resentido no avanza: tiene los pies hundidos en un cepo del que no puede salir. Es la víctima inconsolable de un maltrato que jamás supera. El dolor no cesa. Para calmarlo vuelve una y otra vez a ese punto de origen que es la fuente de su dolor. Y en lugar de disminuirlo, lo acrecienta. 251
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El resentimiento es tramposo porque promete modificar una historia vil, pero encarcela en esa historia sin permitir modificarla. Genera litros de veneno y ni una gota de bálsamo. Es cierto que amplios sectores tienen razones abundantes para sentirse víctimas de humillación e injusticia. Sin embargo, no todos son atrapados por el resentimiento. Quienes tienen esta desgracia incrementan su sensación de víctima. Se solazan en este papel porque, al ser víctimas, adquieren derechos. Derechos a la revancha. Su dignidad perdida los autoriza a castigar. De esta forma el resentimiento viste con galas de honor una actitud agresiva, enferma y sin porvenir. Como se considera una víctima privilegiada, el resentido necesita asegurarse la omnipotencia (que no tuvo, por eso lo maltrataron). Debe comportarse con violencia. Provocar miedo (“son ellos los que temen, no yo”). Ilusionarse con que pertenecen a un ente superior con atributos mágicos: la barra brava, grupos antisemitas, líneas fascistas de la derecha o la izquierda. Suele apelar a un engañoso lenguaje revolucionario que exalta las ansias de justicia o de reparación. Pero las frustra. Su designio profundo, verdadero, es castigar. Este resentimiento se puede observar en diferentes actitudes cotidianas, políticas y también del campo laboral. No se lo exhibe a cara descubierta, sino atado al rol de víctima privilegiada. Esta víctima tiene entonces la ilusoria omnipotencia, o el placer, de atormentar a los otros. No se trata de una especificidad argentina: la estudiamos desde su realidad argentina. Veamos como ejemplo ciertas huelgas. En la democracias, no depende su cuidado y prestigio sino de los mismos trabajadores, que deben hacer uso de ella como un cirujano de su instrumental. La historia de las huelgas en la Argentina registra innumerables hechos heroicos y actitudes ejemplares. Jalonan el ascenso de la conciencia y la dignidad. Testimonian el esfuerzo que demandaron muchas 252
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conquistas. Pero la huelga, cuando llega al final de una insistente y frustrada solicitud, suele contener rencor. Una huelga de taxis en Buenos Aires, por ejemplo (año 1988), no se limita a interrumpir el trabajo. No alcanzaría para satisfacer el resentimiento subyacente. Tampoco prolongarla por varios días. Es más eficiente cruzar los coches en las principales avenidas y transformar la ciudad en un pandemonio. Así sufren todos: quienes no llegan a tiempo a su trabajo y quienes no pueden regresar a sus hogares; asciende el barómetro de la angustia y la desesperación de la ciudad entera. Los ómnibus y vehículos particulares, para esquivar los obstáculos, trepan a las veredas, cruzan plazas, dañan espacios verdes y aumentan el número de accidentes. El ejemplo gusta y hace escuela: una posterior huelga del Automóvil Club tampoco se reduce a suspender las tareas, sino que salen las grúas a bloquear el tránsito urbano. Creen que los asiste el derecho. Y si se los sanciona, pareciese que la democracia lastimara un artículo constitucional. Los ejemplos se multiplican. Recordemos solamente, por su despropósito, la iniciativa que circulaba entre los obreros de Gas del Estado antes de las elecciones de 1987: para que sufran claramente sus demandas y se desprestigie al gobierno barruntan la posibilidad de interrumpir el suministro de gas al país (!). En otras palabras, por considerarse víctimas privilegiadas y tentarles la demostración de omnipotencia, los trabajadores del taxi y el Automóvil Club no sólo son ciudadanos, sino dueños de la calle, donde estarían autorizados a hacer lo que quieren. Los obreros del gas no sólo son empleado, sino los árbitros del gas, al que pueden cortar o proveer según les plazca. El mismo criterio pueden adoptar los demás sectores de la población. El resentimiento provee la suficiente ceguera para no ver sino el propio derecho. De acuerdo con esta lógica, los bomberos serían, además de abnegados protectores de la sociedad, los dueños del fuego: cuando no les atienden sus reclamos estarían autorizados a 253
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incendiar un edificio y regodearse con el ballet de las llamas. ¡A ver si se atreven a negarles la satisfacción! Omnipotencia, desprecio, irresponsabilidad. El grueso hilo unificador de disvalores que mencionamos desde las primeras páginas, que tanto nos confunde y daña. Desde 1987 se estilan los “paros sorpresivos”: el acento no se pone en la interrupción del trabajo ni en disminuir los ingresos de la empresa, sino en dañar a los usuarios, es decir a la comunidad; ejemplos: paros de transportes aéreos o terrestres durante fines de semana, vacaciones o días de mayor desplazamiento masivo. El tormento va dirigido al grueso de la comunidad con el descaro de la víctima privilegiada: como no acceden a su pedido, tiene justo resentimiento y por ende la subjetiva autorización de arruinar proyectos, ahorros y sueños de los demás. El “paro sorpresivo” tiene la ventaja de poner la otra parte al rojo vivo, sin importar los costos que infligen a millones de inocentes. Lo oneroso, empero, no termina ahí sino que entre los “demás” se encuentran quienes, a su vez, se cargan de resentimiento para devolver y aumentar la ponzoña de la agresión. Nacen círculos viciosos. El resentimiento aconseja mal. Y anula la lógica. Destruye la solidaridad y da pábulo al desdén. Exactamente contrario a lo que requiere nuestra gente. Tanto es el desprecio de un resentido que, cuando se le pone límites a su desmán, no entiende que opera la justicia, sino más desprecio, pero en contra de él. Aumenta, por lo tanto, su rencor, se siente más víctima que antes y anuda con fuerza el círculo vicioso. El resentimiento difuminado por todo el país ha encontrado lamentablemente un vehículo de expresión importante en el justicialismo. Es hora de examinar este fenómeno con sinceridad, así como reconocer el mérito de quienes se esmeran en superarlo definitivamente. “Somos la bronca de Perón”, se sigue leyendo en las paredes (año 1988). La revolución “inconclusa” de Perón, a la que se hace 254
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referencia después de su muerte, fue interpretada vagamente como la oportunidad de darles su merecido a los explotadores y oligarcas son peronistas y suelen aumentar sus beneficios vertiginosamente cuando alcanzan el poder. Durante el primer y segundo peronismos no se los destruyó ni reemplazó. El propósito inconfesable no consiste pues en desplazar al patrón y ocupar su lugar, sino en permitirle que siga ahí… para hacerle la vida imposible. El resentido necesita convertirse en atormentador. Hacer lo que le hicieron. En la fase más agresiva del primer peronismo, cuando su líder contaba con la suma del poder y la obsecuencia manifiesta de jueces y legisladores*, las amenazas eran más aterradoras que las acciones. La multitud rencorosa, necesitada de omnipotencia y desquite, se regocijaba con las rudas expresiones de Perón: “Al enemigo, ni justicia”, “Distribuiremos alambre de enfardar para ahorcar a nuestros enemigos”, “Eso de leña que ustedes me aconsejan, ¿por qué no empiezan ustedes a darla?”, “Y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de ellos”, “Compañeros, cuando haya que quemar, voy a salir yo a la cabeza de ustedes a quemar. Pero entonces, si ello fuera posible, la historia recordará la más grande hoguera que haya encendido la humanidad hasta nuestros días”. No urgía llevar esto a la práctica: era suficiente saber que temblaban en el Barrio Norte como ellos temblaron por las sevicias en los ingenios, las estancias. Que sufran, que padezcan. Es el castigo que merecen. Es la venganza que va más allá de la propiedad y el dinero, que jamás se satisface en plenitud. Aunque el último Perón (1972-74) cambia mucho y ofrece reite* No es exagerado afirmar que evolucionaba hacia el totalitarismo: al asumir en 1955 los nuevos jueces del Superior Tribunal de Justicia de Córdoba dirigen al presidente un mensaje: “Inspirados en el prototipo de vuestra vida ejemplar, en la acción de nuestra inolvidable Eva Perón y el principio que informa a la Doctrina, asumimos con fervor peronista las altas funciones (…) juramentados en inquebrantable adhesión y lealtad hacia vuestra insigne persona como líder de la nueva Argentina justicialista”. 255
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radas muestras de evolución democrática, el peronismo en su conjunto queda rezagado por representar y ser representado por franjas cargadas de resentimiento. Algunos sectores se esfuerzan por seguir sus últimas y maduras directivas, pero en la mayoría persisten, junto con éstas, las otras, las antiguas, las de connotación autoritaria y hegemónica. Otro sector resentido es la aristocracia empobrecida o desplazada del poder. Odia a sus rivales: los nuevos ricos, los inmigrantes que triunfan, los que representan la modernidad y el cambio. Se aferran a la tradición en la que se considera propietario inamovible. Anhela castigar a los usurpadores. Provee líderes abiertamente reaccionarios y también los que en los 70 se riegan con marxismo vulgar para gestar el movimiento Montoneros, que, pese a su lenguaje, rezuma impulsos fascistas. No puede faltar el resentimiento que también provee la clase media. Juan José Sebreli, en su libro Los deseos imaginarios del peronismo, analiza admirablemente los temores, frustraciones, anhelos y fobias de la clase media ante los incontrolables cambios sociales. Evoca las conductas disímiles de sus mismos integrantes, con rápido ascenso económico de unos y ascenso de envidia en otros.
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Estamos llegando al final del libro. Es un final voluntario, no lógico. Podríamos seguir describiendo y discutiendo sobre tantos aspectos valiosos, queribles, atroces y ambivalentes de nuestro país de novela. Pero el propósito inicial se ha cumplido: contribuir a la ampliación del debate. Por eso conviene aclarar que, si bien se termina este libro, no se terminan sus asuntos. Se cierra su número de páginas, pero queda abierta la invitación a la polémica. Hemos introducido más de un dedo en el ventilador y hemos abierto más de una herida mal suturada. Hemos recorrido un fabuloso paisaje humano. Desordenamos algunos ordenamientos y ordenamos algunos desórdenes. Quizás estamos en lo cierto y quizás en el error. Desde el principio reconocemos dudas. Que son las dudas de quienes anhelamos entender. Entender para resolver. Resolver para crecer. Crecer para enjugar anacrónicos sufrimientos, corregir tramposos disvalores y aumentar la autoestima creadora de la nación. Los argentinos solemos alternar la alegría con el desánimo, como ocurre normalmente en cualquier persona y en cualquier pueblo. La alternancia es propia de la naturaleza y de la condición humana. Pero genera interrogantes; preserva cotos de misterio. No siempre responde a un balance riguroso, como las estaciones del año o la noche y el día o el trabajo y el descanso. Ahora predomina en nuestro pueblo el decaimiento. Hay un “bajón” general. Se atribuye a la difícil situación económica. El estar “bajoneado” perturba la imaginación y el interés. La situación actual es dolorosa en términos comparativos, por supuesto. No se trata de la comparación con otros países, porque en este caso, si bien estamos 257
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peor que varios muy prósperos, estamos mejor que un número grande de otros países que sufren penurias desconocidas aquí. ¿La comparación se hace con nuestro pasado? Sólo en parte. El pasado, aunque en lo mítico siempre fue mejor, no sería del todo confortable si se reinstala mágicamente entre nosotros: no podría brindarnos elementos del presente y, aunque parezcan ahora desdeñables, sufriríamos su ausencia. Ese pasado hecho presente nunca sería igual al pasado ideal. Trataríamos de llenarlo con lo que ahora tenemos, así como ahora queremos tener lo que tuvimos antes. Esta insatisfacción jamás puede satisfacer. Si ocurriera, no estaríamos en la vida. Entonces, ¿cuál es la comparación que nos “bajonea”? Supongo que, básicamente, una especie de gran desfase entre las expectativas y la realidad. No me refiero a las expectativas inmediatas, concretas. Tienen su gran peso, claro, pero no alcanzarían para la intensidad del “bajón”. Son expectativas hondas, con huellas en nuestros genes. Desde la época de la conquista en adelante se fue consolidando una visión del país que ya no corresponde a la realidad. La Argentina ya no tiene el perfil del pasado ni está en condiciones de responder como se esperaba. No es la Canaán de la leche y la miel que celebraba Rubén Darío, ni la pampa desbordante de un ganado que se cría solo, ni la tierra donde se escupe y brota una flor, ni el sitio donde “se hace la América”, “se gana lo que se quiere”, “sobra la comida” y “con una buena cosecha se resuelven todos los problemas”. No. Esa Argentina dibujada en el alma de cada argentino antes de nacer ya no existe. La matamos con ayuda de circunstancias internacionales. Está muerta. Y nos resistimos a reconocerlo. Sentimos su ausencia, por supuesto. Y la llamamos con nuestras solicitudes de angustia y desamparo. Pero no resucita. A medida que pasa el tiempo vamos acostumbrándonos a manejarnos sin ella. Estamos tristes. Es duro darnos cuenta de que hemos nacido engañados: las vacas no se crían solas, las flores necesitan cultivo, hay que trabajar para comer, nadie hace fácilmente la América. Experimentamos una frustración que nos duele en el 258
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epigastrio, la garganta, los ojos. Nos han mentido. Y como nos cuesta aceptarlo, volvemos a soñar con “el país que merecemos”. Pero ¿cuál es ese país? Obviamente, no podemos merecer otro país que el nuestro, el que hemos contribuido a perturbar, crecer, trabar. El país que merecemos es éste, no el de la promesa falsa. Y será el que merezcamos por el esfuerzo que actualmente invertimos para sacarlo adelante. El contraste entre la realidad y la expectativa nos abruma de congoja. Sin embargo, tenemos algo importante en nuestro favor. Nunca, como ahora, se tenido mayor conciencia de la crisis. Nunca se a percibido como ahora el tremendo desafío de cambiar abruptamente un perfil que nos tenía amodorrados. Se reducen las amplias porciones sociales que esperan el milagro y crecen las que apuestan al esfuerzo, la seriedad, el conocimiento y la organización. Es lo mejor que podíamos desear. Avanzamos hacia el sinceramiento. Y ya aceptamos con menos fastidio la realidad descubierta.
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El autor a quien prefiero atribuir este libro –más entusiasta, desenfadado y valiente– tendría que sentirse satisfecho. He transcripto honestamente sus reflexiones, críticas, contrastes y denuncias. He construido un volumen demasiado denso, una ímproba síntesis. Disgustará a muchos porque no es agradable que a uno le pongan de repente un espejo si no tiene ganas de mirarse. Dirán que el espejo está torcido. Puede ser. El autor no es un testigo indiferente ni infalible; comparte los defectos y las virtudes del conjunto. Supone – será su salvación o su rutina– que contribuye al esfuerzo de maduración que actualmente realizamos los argentinos. El autor me ha conminado a escribir cosas que, al releerlas, me erizan los pelos. No me ha concedido suficiente margen para adornar lo feo o incluir gotas de anestesia en lo doloroso. Exige el sinceramiento. El sinceramiento que nos arrancaría las vendas inmovilizadoras y pondría a nuestra disposición las energías derrochadas en encubrir y distorsionar. Concedo que el sinceramiento argentino avanza. Se da en muchos campos. La democracia es impúdica (lo hemos repetido en otros textos) y ventila sus trapos sucios. Una larga historia de agobio autoritario nos tenía acostumbrados al brillo de la apariencia, al pudor de la hipocresía… y a guardar la basura en la intimidad. Ahora ocurre al revés y muchos se asustan. Hasta que aprendamos a procesar la basura o generar menos basura. Vivimos cargados de densidad. Reconozco que la información nos ducha sin pausa. En mi país de novela puede uno sentirse mal por muchas cosas, pero nunca se sentirá aburrido. Todos los días nos levantamos como resorte gracias a los comentaristas radiales. Los 260
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periódicos desbordan noticias. Siempre pasan cosas. No son importantes en su mayoría. Pero nos tienen excitados. En consecuencia, protestamos, discutimos. Recuperamos la voz. Aunque no sea una voz atendible ni atendida, ese progreso es bueno. Pero en lo que atañe a este libro, me abstengo de añadirle más información. No me he puesto a confeccionar una guía ni una enciclopedia. He accedido al obstinado anhelo de escribir para enriquecer el debate, nutrir la memoria y ofrecer sugerencias. Y estimular con ellas. Decía al comienzo que Chesterton se hubiera divertido con nuestras abundantes paradojas. Los argentinos del interior se regodearán con los defectos aquí descriptos y que atribuyen exclusivamente a los porteños. Los hermanos de América latina dirán que esos defectos se han propagado a todos los argentinos. Más allá del continente reconocerán, quizá, que somos amorosamente peores, pero no los únicos. Compartimos disvalores, compartimos valores. Ante la inminencia del cierre, el autor avasallante repasa por septuagésima vez la pasión volcada en el texto y se pone milagrosamente de acuerdo conmigo para reconocer que, en general, somos más modestos (realistas). Entre los argentinos disminuye el miedo al ridículo y, por lo tanto, baja el nivel de hipocresía y aumenta una serena autoconfianza. Sonreímos con más indulgencia y humor a los omnipotentes, los ogros y salvadores. Reconocemos que nos valorizan por ahí, pero nos desvalorizan por allá: lo tomamos como problema a resolver, no como afrenta. Empezamos a reconocer los pequeños éxitos y postergar las grandezas mentirosas. Somos más libres. Todo esto no es exclusivo de mi país, claro. Pero hace encantador a mi país.
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Reconocimiento bibliográfico
Este libro es la culminación de sueños, conflictos, vivencias y lecturas. La bibliografía consultada –que vengo revisando desde hace muchos años y que respalda el cúmulo de datos expuestos–, no sólo comprende libros y artículos, sino colecciones de periódicos especialmente los diarios La Nación, Clarín y las revistas Humor, El Periodista y Todo es Historia. En vez de enumerar una densa lista que muy pocos leen, el afecto que ha impulsado la redacción de este ensayo me aconseja seleccionar y destacar los trabajos que me han acompañado vocingleramente en estos meses turbulentos. No sólo me han brindado información, sino inspiración y estímulo. Con algunos, coincido; con otros, disiento. Pero todos son ricos en ideas y sugerencias. Los cito con gratitud y recomiendo su lectura. Assunçao, Fernando O., El gaucho, su espacio y su tiempo, Bolsilibros Arca, Montevideo, 1969. Baptista Gumucio, Mariano, Latinoamericanos y norteamericanos, Artística, La Paz, 1987. Brailowsky, Antonio Elio, Historia de las crisis argentinas, Editorial de Belgrano, Buenos Aires, 1985. Buchrucker, Cristián, Nacionalismo y peronismo. La Argentina en la crisis ideológica mundial (1927-1955), Sudamericana, Buenos Aires, 1987. Carballo de Cilley, M., “¿Qué pensamos los argentinos? Los valores de los argentinos de nuestro tiempo”, El Cronista Comercial, Buenos Aires, 1987. Cavarozzi, Marcelo, Autoritarismo y democracia (1955-1983), Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1983. 262
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Clementi, Hebe, Conflictos de la historia argentina, Leviatán, Buenos Aires, 1986. Franco, Luis, La pampa habla, Ediciones del Candil, Buenos Aires, 1968. Furlan, Luis Ricardo, La poesía lunfarda, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1971. García Delgado, Daniel R. (compilador), Los cambios en la sociedad política (1976-1986), Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1987. Goligorsky, Eduardo, Carta abierta de un expatriado a sus compatriotas, Sudamericana, Buenos Aires, 1983. Hughes, John B., Arte y sentido de Martín Fierro, Princenton University, Princenton, New Jersey; Castalia, Madrid, 1970. Jelin, Elizabeth (compiladora), Movimientos sociales y democracia emergente, vols. I y II, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1987. Kahn, Heriberto, Doy fe, Losada, Buenos Aires, 1979. Kalfon, Pierre, Argentine, Petite Planéte, París, 1967. Kancyper, Luis, “El resentimiento y la dimensión temporal en el proceso analítico”, Revista de Psicoanálisis, Buenos Aires, tomo XLIV, Nº6, 1987. Luna, Félix, Conversaciones con José Luis Romero sobre una Argentina con historia, política y democracia, Sudamericana, Buenos Aires, 1986. Miguens, José Enrique, Los neofascismos en la Argentina, Editorial de Belgrano, Buenos Aires, 1983. Neilson, James, Los hijos de Ariel, Marymar, Buenos Aires, 1985. Paz, Octavio, Tiempo nublado, Sudamericada-Planeta, Buenos Aires, 1984. Salas, Horacio, El tango, Planeta, Buenos Aires, 1986. Sánchez Sorondo, Marcelo, La Argentina por dentro, Sudamericana, Buenos Aires, 1987. 263
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Índice
Lea esto primero...……………………………………………….... 5 I. Pórtico………………………………………………………… 8 II. Abuelos……………………………………………………… 44 III. Padres… …………………………………………………… 69 IV. Hijos………………………………………………………. 138 V. Purgatorio…………………………………………………. 218 Reconocimiento bibliográfico………………………………… 262