Ca
p í t u l o p r i m e r o
¿QUE ES LA ESCUELA ACTIVA?
“Escuela activa.” Término desconocido en 1918. Habitual desde 1920. Pocas expresiones han alcanzado un éxito parecido. Sirve de bandera. Tiene partidarios entusiastas. ¿Detractores? También. Es previsible. Pero fracasan. ¿Quién va a luchar contra lo que se apoya en la ciencia, en el progreso, en el bienestar futuro? Se obj eta: “Pero esta Escuela activa, ¿no es la vieja vieja Escuela del trabajo preconizada en tiempos de Pestalozzi?” No. Esta última denominación abarca por un lado demasiado y por otro es insuficiente. Abarca demasiado porque podría aplicarse a todo establecimiento de enseñanza basado en la actividad, sobre todo a los de tipo profesional. Es insuficiente porque, como veremos, hay que distinguir entre el trabajo maquinal y el trabajo productivo. Y es el segundo sentido el que debemos tener en cuenta. Una labor mecánica, impuesta por presión exterior, no merece el nombre de trabajo. La verdadera significación de esta palabra corresponde a una actividad espontánea e inteligente, que se ejerce de dentro hacia fuera. Aunque la tarea a que nos dediquemos no haya sido objeto de nuestra libre elección, aunque una fuerza ajena o las circunstancias la hagan — 9 —
necesaria, ese esfuerzo no será un trabajo digno de este nombre más que en la medida en que volquemos en él nuestro yo, nuestra penetración, nuestro afán, nuestro corazón. El que desde su más tierna infancia haya aprendido a trabajar, en el sentido restringido (pero superior) que propongo para esta palabra; aquel— dicho de otro mod o— cuyo aprendizaje de la vida haya sido plenam ente ac tivo ; ése sabrá llegar lejos, avanzar con pie firme, sea en el campo de las especulaciones generosas del espíritu, sea en el terreno, menos interesante y más interesado, de las operaciones económicas. Habrá aprendido a protegerse contra el verbalismo vacío, hijo de un intelectualis mo exagerado, que es la desgracia del escolar de ayer y de hoy. *
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Se trata, pues, de un movimiento de reacción contra lo que subsiste de medieval en los sistemas actuales de enseñanza; contra su formalism o, contra su práctica habitual de de senvolverse al margen de la vida, contra su incomprensión profunda de lo que constituye el fondo y esencia de la naturaleza infantil. La Escuela activa no es antiintelectual, sino anti inte lect ua lista: combate esa inclinación que concede a la int eligencia un lugar preponderante, a expensas del sentimiento y la actividad. Pero ambos elementos forman parte de lo que llamamos carácter, al cual podríamos definir como el conjunto de hábitos nacidos de las acciones y reacciones del niño sobre su ambiente, los cuales determinan los valores a apreciar y que constituirán, para cada individuo, lo que Emerson calificaba de capital básico para la “conducta de la vida”. La orientación del espíritu frente a los grandes problemas de la existencia (religiosos, filosóficos, sociales y morales), la selección de los objetivos que se perseguirán y de los medios idóneos para lograrlos, dependen mucho menos de las nociones aprendidas que de los hábitos adquiridos. No podemos limitarnos a reflexionar : hay que vivir. Si la vida sin reflexión es poca cosa, la reflexión sin la vida no es nada. ¿Quiere esto decir que la Escuela activa es pragmática? Se ha usado y abusado de este término. La respuesta es afirmativa si con ella queremos expresar que subordina los medios a los fines, que no cultiva el arte por el arte, la cultura por la cultura, el deporte por el deporte, el latín por esnobis — 10
mo o el clasicismo por nacionalismo. Es pragmática, si esto significa aumentar y extender la potencia de su espíritu y someter a este fin todos los valores de la vida. Pero no lo es en el sentido estricto del vocablo. Para ella, la actividad económica no primará nunca sobre la del espíritu, ni las manos sobre la inteligencia. No permitirá que la razón sea esclava de la voluntad, ancilla voluntatis, y si coloca la actuación disciplinada y consciente por encima de todo, no olvida que la forma más elevada de actividad es el trabajo del pensamiento. La razón no debe consentir en sujetarse a la voluntad más que con una co n d ic ió n : que ésta se coloqu e, entera, al servicio del espíritu. *
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La actividad espontánea, personal y fecunda, es meta de la Escuela activa. Tal ideal no es nuevo. Fue la aspiración de Montaigne, de Locke, de J. J. Rousseau, el centro vital del sistema educativo que soñaron Pestalozzi, Fichte, Froebel. En resumen : el mo delo de p erfec ción que se fijaron tod os los pedago gos intuitiv os y geniales del «pasado, los grandes precursores. Pero si se examina la difusión de su obra y el progreso de la ciencia, se llega a la conclusión de que la fuerza en que se apoyaron—la intuición—fue también su debilidad. Conjeturaron sobre los p roblemas de la infancia; pero no los conocieron de manera exacta, científica. Antes del advenimiento de la psicología experimental, el educador no tenía más camino que presentir; hoy ya sabe algo; mañana, mucho más. ¿Y qué se ha aprendido? Que el niño crece como una pequeña planta, de acuerdo con leyes que le son propias; y que no posee con certeza más que lo que ha asimilado por un trabajo personal de digestión. El mejor de los abonos químicos, extendido a pinceladas sobre el tronco de un árbol, no reportaría ningún beneficio. Si la corteza no consiguiera romper ese barniz, el vegetal perecería. Así ocurre con frecuencia en la escuela tradicional. Pero que aprenda a colocar el alimento al pie de la planta para que la lluvia lo arrastre hacia las raíces; entonces presenciaremos el trabajo de absorción, lento pero efectivo, que hará producir al árbol las más bellas flores v los más hermosos frutos. La intuición de los grandes oedaeosos del pasado se acrecienta y enriquece con el conocimiento psicológico del espí-
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ritu infantil y de las leyes que norman su desarrollo. Lo que era subconsciente se hace consciente, proceso histórico que se repite en el individuo. ¿No estamos ante la antítesis de la fórmula de la educación que nos proponía Gustave Le Bon: hacer que lo consciente pase a ser inconsciente? Esto me lleva a señalar una característica nueva de la Escuela activa. Hacer que lo consciente pase a ser inconsciente es correcto cuando se trata de la adquisición de un conocimiento mecánico. Pero constituye más un método de adiestramiento que de educación. Es cierto que el aprendizaje de alguna técnica resulta necesario para el desarrollo de toda capacidad, incluso de la inteligencia. Sería esfuerzo absurdo reconstruir individualmente la experiencia pasada de toda la humanidad. Por otra parte, para aspirar a un fin, cualquiera que sea, es preciso utilizar medios y éstos, cuando se trata de un organismo vivo, cuerpo o espíritu, sólo pueden conseguirse por la repetición, el hábito, el automatismo— cond iciones básicas de todo pr ogreso— . El espíritu conscien te sólo queda liberado y apto para consagrarse a tareas más elevadas, sólo es capaz de emprender una actividad más compleja, cuando ya no tiene que ocuparse de sistematizaciones primarias, fijadas de una vez por todas en el organismo. Este es el papel de la práctica y la repetición, de la respuesta automatizada, de la eficacia mecánica. Este es el momento en que resulta beneficioso, yo diría que esencial, hacer que lo consciente pase a ser inconsciente. Pero ¿seguiremos este método para aniquilar lo consciente, para mudar al individuo de su estado de fuerza vital al de objeto mecanizado? Salta a la vista que no. Este objeto mecánico poseería todos los medios para actuar, pero carecería de fin. El automatismo sólo tiene sentido como instrumento de un poder creador, el cual, quisiera señalarlo aquí, sólo puede desarrollarse si la educación se concibe como un crecimiento progresivo, como un proceso sin tregua que permite a lo consciente ir tomando posesión cada vez más profunda de lo inconsciente. La educación se convierte así en el arte de hacer consciente lo inconsciente. Todo lo contrario de la fórmula propuesta por G. Le Bon. — 12 —
Este planteamiento constituye una de las conquistas más recientes de la psicología infantil y de más vasto alcance: establece que el niño recorre, desde el comienzo de su existencia y hasta la edad adulta, una serie de etapas (siempre las mismas, en principio); y que, en la medida en que siga el camino prescrito por la naturaleza, se elevará hasta el grado de perfección más alto que le sea posible alcanzar. Aclaremos que la palabra etapa no resulta muy precisa. No se trata de una sucesión de jornadas estáticas, sino de un dinamismo inmanente. Como indicó Henri Bergson, el espíritu, poco capaz de imaginar un movimiento continuo, prefiere fraccionarlo en porciones que parecen inconexas. Los altos en la marcha, los virajes, los puntos culminantes, se perciben con mayor facilidad que la trama que los une. No por ello la vida deja de ser un impulso (élart) continuo, un empuje sin duda irregular en intensidad y dirección, pero permanente. La gran tarea de la humanidad es conocer este impulso vital, su objetivo, sus medios. Ello constituye también deber esencial del espíritu humano. No hay afán más noble, ya que abarca la filosofía y la religión. Ya persiga fines científicos, ya se consagre a la acción práctica, el hombre no escapa a los problemas que plantea la vida. Por eso, si la educación es, por sus metas, nieta de la filosofía, también es, por los medios que utiliza, hija de la biología, en el sentido más amplio del vocablo : ciencia de la vida del cuerpo y ciencia de la vida del espíritu.
Nemo psychologus nisi biologus escribió Stanley Hall, célebre psicólogo americano, autor de Adolescence. Nemo pedagogus nisi biologus, diría a mi vez. Nunca teoría y práctica se complementaron y esclarecieron mejor la una a la otra que la teoría biológica y la práctica pedagógica de la Escuela activa. *
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En fin, preguntará algu no: ¿en qué con siste esta Escuela activa cuya orientación se nos indica, pero sin precisar sus límites? N o hay respuesta y por una buena raz ón : com o ella propicia, ante todo, el surgimiento de cuanto hay de bueno en la naturaleza propia del niño — de cada niño — , no podría adoptar una definición a priori, un programa a priori, un mé — 13 —
todo a priori. No es ser, sino devenir. Lo que fue ayer, no lo será mañana. Se transforma. Es, como se dice en matemáticas, ‘‘función” de las individualidades infantiles que la crean. Tratar de aprisionarla en un molde rígido sería desconocer lo esen cial en ella : que los prin cipios que la rigen son, dirían los técnicos en electricidad, de orden “dinámico” y no “estátic o” ; “c orrie ntes” y no “ma sas” . No estamos, p ues, ante el caos desorganizado ni ante un mecanismo anquilosado; la Escuela activa es un organismo, con todo lo que esta concepción comporta de orden y de imprevisto, de precisión en lo universal y de indefinible en lo individual. Ella, por primera vez en la historia, hace justicia al niño. Pero surge otra pregunta:
¿Qué es el niño?
Es, por definición, un ser incapaz de expresar de modo cabal su pensamiento, y poco avanzado en diferenciación sensorial, desarrollo mental y concentración. Las pocas nociones que el pequeño ha adquirido a través de su corta experiencia son débiles y c on fu sa s; su facultad de reaccionar carece aún de la coordinación que logrará más tarde. Pero esta criatura, se ha dicho muchas veces, no es un adulto incompleto, sino, en cada edad, un ser sui generis, y los métodos adecuados para los mayores le resultan impropios. Muchos lo consideran un primitivo, un ser no evolucionado, un equivalente del salvaje, con un mundo de posibilidades ocultas en el fondo de su organismo físico y psíquico, las cuales, llegado el momento, saldrán a la superficie. Su incubación, si es que puede aplicarse este término, será tanto más segura y su florecimiento tanto más normal cuanto mayores hayan sido el equilibrio nervioso y la calma física y moral del joven individuo. Este equilibrio y esta calma estarán mejor protegidos si, junto a una actividad física sana (aire libre, sol, higiene), el niño puede organizar satisfactoriamente su existencia, seguir sus intereses, iniciarse en las realidades de la vida a través de las mil acciones y reacciones que ésta conlleva. El principio de las sanciones naturales, preconizado por Spencer, es justo en esencia. Pero no debe aplicarse de modo artificial, sino emanar de las vivencias que incorpore el sujeto dentro de un ambiente rico en actividades diversas. — 14 —
No son paradójicas estas otr as pala bra s del psicó logo am ericano Stanley H all: “Pa ra alcanzar un grado aceptable de civilización es preciso haber sido anteriormente, cuando niño, un perfecto salvaje.” Tenemos que convenir en que nuestra complicada vida se presta poco a la realización de este desiderátum. Pero, al menos, no se añade al error de las circunstancias esa otra equivocación, tan fácil de eludir, de proporcionar al niño una existencia ajena a sus necesidades psíquicas, superior a su alcance y, por tanto, perniciosa. Se comprenderá lo que quiero decir si comparamos, mentalmente, el género de vida de nuestros alumnos en las escuelas maternales o primarias con la actividad primitiva de nuestros antepasados trogloditas o lacustres. Un h echo se destac a en especial: los hombres del pasado se basaban en lo concreto, su razón se mantenía en contacto estrecho con las cosas reales, se nutría de experiencia—todavía mal asimilada, mal concentrada, “em pír ic a” en el sentido etim oló gico de la palabra— . N acid a del contacto con la realidad, su inteligencia reaccionaba estrechamente vinculada a ella. Su actividad era en todo corporal, manual, prác tica. La consciencia espontánea — carac terística de los animales, seres que dependen de la acción—precedió a la consciencia reflexiva, que se estudia a sí misma y, por la percepción, se eleva hasta el mundo de lo abstracto. Ejercitar el intelecto infantil es recomendable, siempre que esta reflexión se base en lo concreto y reaccione sobre ello. El divorcio entre las cosas y la idea de las cosas lleva al naufragio del buen sentido. Tal es la consecuencia del intelectualismo, llaga de la escuela tradicional. Privar al niño del contacto con la realida d es un crimen d e lesa infancia. C onclusión: que los pe queños vivan en un ambiente objetivo, visible y palpable, que sirva de apoyo a sus actos y de alimento a su experiencia. El momento de elevarlos a lo abstracto llegará cuando madure su espíritu. Unos arribarán primero a esta fase; otros, más tarde. Poco importa, con tal que esta emancipación de la idea, este pasar del pensamiento empírico al racional, se produzca espontáneamente. La tarea es demasiado ardua y su res ponsabilid ad no deb e confiarse a cualq uie r m aestro. Por otra parte, hay motivo de sorpresa en los absurdos m étodos ac tuales: se ha probado que el niño posee, en general, una memoria notable para los hechos concretos, aunque no sea capaz de alcanzar las ideas abstractas. Al acercarse a —
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los trece años, el adolescente ve aumentada su capacidad para razonar, su facultad de reflexionar sobre las cosas y las personas, de coordinar, de abstraer, de generalizar. Sin embargo, la escuela del presente se obstina todavía, con demasiada frecuencia, en atiborrar los jóvenes cerebros de conceptos y lucubraciones verbales, muy por encima de sus posibilidades de comprensión, y el impulso intelectual del adolescente se ve obstruido por la exigencia de memorizar, de modo constante y en grandes dosis, las materias contenidas en el programa y que serán objeto de examen. ¿No es éste un mundo trastrocado? Es preciso situar al niño en el seno de lo concreto, despertar poco a poco su razón por el contacto asiduo con la realidad, hacerle reaccionar— una y otra v ez— frente a objetos visibles y palpables. Así satisfaremos su anhelo de actividad. Y ésta provocará las acciones y reacciones que originan las sanciones naturales, únicas que forman el espíritu, únicas que generan el progreso. La conclusión obvia que debemos extraer de lo expuesto es la siguiente: hay que proporcionar a los pequeños la ocasión de ejercitar su cuerpo y sus manos. Esta fue la idea primigenia de los creadores de la Escuela activa. Para algunos de ellos este concepto excluía todo otro. Y surgió el malentendido que subsiste aún y que considera a esta Escuela como un establecimiento de enseñanza que utiliza los “m étodos activ os” , un cen tro de trabajo únicam ente manual, o, peor todavía, una institución que se alza contra el cultivo del espíritu. Hay algo, sin embargo, que debe tenerse en cuenta: en los niños de siete a doce años, el trabajo manual debe constituir la piedra angular de la educación. Es conforme a las necesidades ancestrales del individuo y responde también a las aspiraciones de la psicolog ía: llevar el espíritu de lo concr eto a lo abstracto a través de un proceso de larga duración y sin intervención intempestiva y prematura del pensamiento reflexivo del adulto. *
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¿He logrado señalar la importancia enorme de la reforma que propugna la Escuela activa? Más que corregir, hay que transformar. Un espíritu nuevo alienta sobre el mundo. La — 16 —
vieja escu ela tradición alista, co n sus cim ientos d e rutina, sus muros de prejuicios y su tejado de conformismo social, no podrá oponérsele. Quedará sustituida por una concepción más amplia, por una escuela con base científica, y quizá el hombre del mañana no recordará con aborrecimiento sus días escolares, porque en ellos habrá conocido la salud del cuerpo, la armonía del alma y el florecimiento de su espíritu.
La Escuela activa es la institución educativa del futuro. Pero hoy está en estado embrionario. Es inmenso el trabajo que se precisa para desligarla de los errores del p a sa d o : c on ceptos caducos sobre los programas, métodos didácticos, horarios, exámenes... que no tienen en cuenta las leyes del desarrollo individual. Inmensa es y será por largo tiempo la tarea de adaptación a la nueva metodología de los principios que descubre día a día la psicología genética, objeto de las investigaciones de Dewey, Kilpatrick, Edouard Claparéde, Pierre Bovet, Jean Piaget, Henri Wallon y tantos otros exploradores del alma infantil. Pero la escuela nueva está en marcha. Corresponde a los hombres y mujeres de clara visión ayudarla a vencer las dificultades. Non multa sed multum. Nada de entusiasmos precipitados ni de aplicaciones generales prematuras que desem bocarían en fraca sos; sino comprensión plena del objetivo, crecimiento lento y “orgánico” de las instituciones, formación de maestros y profesores para la Escuela activa, clases experimentales o de “diferenciación didáctica”. Es cierto que el polluelo provoca una revolución cuando rompe el cascarón que lo contiene; pero ésta es el punto culminante de una evolución anterior que lo proveyó de patas, de plumas y de pico y le permitió surgir a la vida. Muchas veces se olvida esto en ciertos medios pedagógicos donde la palabra “revolución” adquiere una significación casi mágica. La escuela de ayer era la escuela del alfarero—del homo ¡aber, como lo llama Henri Bergson en La Evolución Creado ra — ; la de mañana está regida por el buen jardinero, según el precepto de Pestalozzi y la denominación de Froebel. A este respecto es preciso desconfiar del automatismo que tiende a —
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E SC U E LA
A C T IV A .— 2
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implantarse en las instituciones educativas de hoy. Es necesario repetir que la acción espiritual del buen maestro no será jamás superflua ni inútil. Para de term inar lo s matice s de un carácter, los tests no serán nunca tan efectivos como el contacto dir ecto , en la actividad diaria, con, un psicólog o p erspicaz; ni el cine ni la radio reemplazarán la experiencia de la vida; el material autoed ucativo n o será nunca más que un medio para asimilar ciertas técnicas y adaptar el aprendizaje al ritmo— lento o rápido— de cada individualidad; ni siquiera las técnicas autoeducativas preconizadas por Carle tonW. Washburne en Winnetka, que considero como puerta de entrada a investigaciones y procedimientos esenciales para el éxito de la Escuela activa, podrán sustituir la irradiación espiritual de un educador valioso; el funcionamiento mismo del método de proyecto en Winnetka demuestra que Washburne lo comprende también así. Pero entre el peligro en potencia del automatismo de mañana y el muy a ctual del au tom atism o de ayer que sobrevive aún—pienso en las leyes escolares, en los programas rígidos, en los métodos brutalmente colectivos, en los horarios inflexibles, en los exámenes destructores de toda individualidad, rasgos característicos de la mayor parte de los Estados modernos— hay otra amenaza que denun ciar: la de los “m étodos activos”, ensalzados en las publicaciones pedagógicas como el nec plus ultra de nuestros tiempos. En primer lugar citaré el famoso Plan Dalton de los países anglosajones, que consiste en una sencilla modificación de la práctica de señalar deberes para hacer en casa—la novedad estriba en que se hacen en la escuela y en un plazo de tiempo de quince días o un mes— que conserva los viejos textos, los viejos métodos verbales y memoristas, los viejos programas; en re su m en : tod os los viejos errores, a los cuales viene a añadirse— circunstancia agravante— la carencia de toda enseñanza colectiva. He visitado escuelas donde se aplica este plan al pie de la letra; con oz co otras que, después de ensayarlo, lo han abandonado. Considero tal sistema como un peligro público. Una solución mejor del problema educativo podría hallarse en la elaboración de un programa ajustado a las necesidades — 18
de la gran mayoría de los niños y a las leyes de su crecimiento. Pero aplicarlo sin flexibilidad, sin participación espontánea e imprevista de la actividad de los alumnos, constituye un nuevo riesgo, un nuevo obstáculo para la puesta en marcha de los principios de la Escuela activa. De esta contingencia no siempre se ha librado el sistema—por otra parte tan sensato—del doctor O. Decroly. Cuando un maestro intenta aplicar este método, pero sabe por anticipado que a tal hora determinada y cueste lo que cueste explicará a sus alumnos este asunto o aqu ella “lec ció n”— ni sugerida por él, ni acogida por ellos con alegría, ni menos aún reclamada por los niños como respuesta a una necesidad, como viniendo a suplir una carencia largamente experimentada— la tarea didáctica no está aco rde con la psicología genética ni, por tanto, con la Escuela activa. Sé que el doctor Decroly concuerda conmigo en este punto. El método M ontessori elude este es co llo: los niños es co ben su material y lo toman y lo dejan cuando les place. Pero aquí los defectos son o tr o s : con frecuencia los discípulos pequeños se aficionan demasiado—y más de lo que la maestra desea— al material técn ico, de scuidando las tareas dom ésticas, el contacto con plantas y animales, el juego libre con o sin material, imaginado por ellos m ism o s: actividades todas que recomienda Montessori o que supone espontáneas en la vida extraescolar. Entre los mayores, la desproporción entre los recursos del medio y la pobreza relativa de un material didáctico demasiado abstracto se hace cada vez más notable. Frente a los detractores del método, sostengo que el material de enseñanza es bueno; lo mismo afirmo de los juegos educativos de Decroly y de los numerosos ejercicios que preconizan los Hermanos de la Caridad de Gand 1, inspirados todos en las ideas de Itard, Seguin y Bourneville. Pero es necesario aplicarlos en conexión con la realidad, hacer comprender que vienen a llenar un vacío, a satisfacer la urgencia de vencer una dificultad, a incrementar— a un tiempo— el poder del yo sobre el mundo y de la razón sobre el yo. Es cierto que el niño no es capaz de concebir esta filosofía. Pero sus instintos son todopoderosos: engendran necesidades, deseos, tendencias, ac1 L*Education sensorielle chez les de la Charité, 127, rae du Strop, Gand.
enfants anormaux,
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Procure
des
Freres
ciones, que van al encuentro del mundo exterior, que lo palpan, lo modelan, lastimándose a veces; recomienzan, buscan, se obstinan, escogen... como el animal busca y escoge el alimento que precisa para calmar su hambre, inclinación fundamental innata en relación íntima con el instinto de vivir y de aumentar su poder. Pero igual que el pequeño mamífero encuentra a tientas el pecho materno, así el niño de muy tierna edad dirige la vista hacia su madre o su maestra y, si encuentra para su anhelo de protección y de guía la satisfacción íntima que confusamente esperaba, toma el hábito de gozar del contacto espiritual con el adulto, de venir a él, de comunicarle sus descubrimientos, de interrogarle, de creer en él. P estalozz i— en sus cartas a Graves 2 sobre todo — ha destacado este papel inconmensurable y bendito de la madre. La escuela actual ha abusado de él en forma antibiológica y antipsicológica con la lección colectiva impuesta incluso a pequeños de cuatro a seis años, con la enseñanza prematura y sistemática de la lectura, la escritura, el cálculo, la gramática: como si el antropomorfo egocentrismo adulto, que ya había representado a Dios con figura humana, quisiera modelar el alma infantil a semejanza de la de sus mayores. Pero junto al uso y el abuso positivo, ¿qué decir del abuso negativo de tantas maestras que no han comprendido el pensamiento profundo de Montessori, de la supresión de toda enseñanza, de la no intervención sistemática de tantos adultos? Si yo fuera un chiquillo de seis años, me interesarían más los Cuentos de la Oca que el ensamblaje de piezas de material didáctico. Los métodos Montessori y Decroly surgieron entre 1905 y 1908. Pero ya en 1900 se habían aplicado por primera vez los principios de la Escuela activa. Sin embargo, se habla más de aquéllos que de ésta. ¿Por qué? Por la misma razón que propicia que millones de escolares sean todavía víctimas de los caducos sistemas del empirismo educativo de ayer; que miles de alumnos estén sometidos a los problemáticos beneficios del Plan Dalton; que só lo unos cientos de escuelas apliquen, deformándolos, simplificándolos y esterilizándolos, los métodos Montessori y Decroly, tan conformes en sí mism os con el verdadero espíritu de la nueva pedag ogía; que po Ver mi opúsculo: Le grand un extracto de sus cartas a Graves. 2
coeur maternel de Pestalozzi,
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que contien
eos centros de enseñanza practiquen estos métodos a plena satisfacción de sus do s creadores: ¡la ley del menor esfuerzo ! La Escuela activa exige un profundo conocimiento teórico y práctico de la psicología genética, la comprensión de los sutiles fenómenos del subconsciente; reclama también intuición, no sólo en el campo de las ideas abstractas, de las teorías que son osamenta invisible de la realidad múltiple, sino además, y sobre todo, en el mundo de lo concreto, de lo viviente (de las almas infantiles y del m ed io en que se desarrollan); precisa, en fin, flexibilidad, sentido de la adaptación, sentido del oportunismo (en el significado favorable de la palabra), previsión de las reacciones del niño y de los medios para satisfacer sus necesidades espirituales, los cuales serán tomados del perimun do tal como existe y no como se le sueña o se considera que “debería” ser. Nadie podrá llamarse educador si no asocia en sí la firmeza con la perspicacia y no posee la ductilidad de la imag inación. Añad am os el amor, sin el cual nada triunfa ; el factor afectivo realiza milagros allí donde el talento, la inteligencia y la ciencia del mundo, carentes de él, fracasarían. Las verdaderas Escuelas activas son y serán siempre escasas. Se podrá delimitar el papel del educador, a fin de que el maestro fatigado o enfermo cause el menor daño p o sib le; se podrán seleccionar desde la escuela primaria los temperamentos con voc ación por la enseñanza; se podrá precisar y perfeccionar el material escolar autodidáctico que permita el trabajo individual o por pequeños grupos libremente formados. Pero todo esto no será óbice para que “vulgarizadores” bien intencionados de estos pr incipios— semejantes al pedante Ziller con respecto al método demasiado sutil de su maestro Herbart— se propongan reglamentar hasta el detalle, y por medio de procedimientos cómodos, los objetivos más simplistas de la psicología genética; y para que una turba de imitadores sin imaginación, aliviados de no tener que comprender lo que desconocen del alma infantil y de las leyes que la gobiernan, se jacten de practic ar la Escuela activ a cuan do , a lo su m o, estén utilizando algunos de sus métodos: trabajo manual, colecciones de muestras o juegos educativos. Llamar Escuela activa a los “méto dos activos”— compromiso nefasto con las exigencias de leyes escolares absurdas— constituye el peligro, la trampa, en que la preferencia por el — 21 —
menor esfuerzo hace caer diariamente a muchos educadores. Los “métodos activos” son un procedimiento más, uno entre muchos otros, para que los alumnos asimilen un programa fijado de antemano y que recibe el nombre de “matéria de exame n”. ¡Pobres estó m ag os..., pobres cerebros! ¡Cómo se com prende que carezcan de a pe tito ! Reclaman pan y reciben pi edras. ¡Qué lejos están estos “m éto do s” de la auténtica Escuela activa, donde la suma espiritual del niño— afectividad, intelec tualidad y voluntad— es tomada en con side ra ción ; dond e su anhelo de vivir, su impulso vital interior, su interés espontáneo, forman la base de los programas y los sistem as; donde nada está preconcebido y todo procede de la psicología del niño y los intereses dom inantes en cada eda d; donde el trabajo individual se coloca en primer plano, cada uno avanzando a su ritmo, y donde el trabajo colectivo reúne a los que tienen igual nivel de progreso y preferencias comunes! Si la Escuela activa, proyectada por J. J. Rousseau, por Pes talozzi, por la biología y la psicología modernas, y por el valioso grupo de las nuevas escuelas rurales, pudo nacer en 1900; si desde e nto nce s está en cam ino de cor quistar el m u n d o ; si se anexionó— en intención más que en realidad, confesé m oslo— países tan dilatados como Austria (antes de la dictadura), Rusia (en sus primeras escuelas experimentales), Turquía o C hi le; si, depurada y engrandecida, se convierte en la insti tución educativa del futuro, no lo deberá a un hombre, ni a un grupo, ni a una nación; sino a la verdad que contiene en sí misma, a su conformidad con las grandes leyes de la vida y del espíritu que el hombre, en su marcha tanteante hacia la luz, arranca, día tras día, a lo desconocido.