ÍNDICE PRÓLOGO ABREVIATURAS I. EL ESPACIO CELEBRATIVO QUE NOS ORIENTA Clave 1. Nos acercamos al templo Clave 2. Bautizados para adorar en Espíritu y verdad Clave 3. Templos vivos reunidos en la casa de la Iglesia Clave 4. El templo cristiano, recreación del paraíso Clave 5. El interior del templo y su funcionalidad Clave 6. Del altar del templo al del corazón Clave 7. Un ambiente comunitario, bello y significativo II. LOs SÍMBOLOS Y SIGNOS QUE NOS INTRODUCEN Clave 8. La comensalidad, sacramento creacional-eucarístico Clave 9. El pan y el vino, símbolos humano-eucarísticos Clave 10. El pan y el vino, símbolos de la eucaristía Clave 11. Entonar un cántico nuevo Clave 12. Glorificar a Dios con nuestro cuerpo Clave 13. La fiesta y el domingo en clave humano-cristiana Clave 14. Una participación activa y significativa III. LA MEMORIA BÍBLICA QUE NOS SUMERGE Clave 15. La pascua judía, memorial del éxodo Clave 16. Las comidas de Jesús, anticipación del Reino Clave 17. La Última Cena: haced esto en memoria mía Clave 18. Las comidas pascuales: le reconocieron al partir el pan Clave 19. Partían el pan con alegría y de todo corazón Clave 20. Cena del Señor, Iglesia y fraternidad Clave 21. EI pan de Vida que lleva a la diaconía
IV. LA EUCARISTÍA CELEBRADA Clave 22. La eucaristía, corazón de la celebración litúrgica Clave 23. La asamblea eclesial reunida en un lugar Clave 24. El ministerio/servicio de la presidencia Clave 25. Los ritos de entrada: somos una asamblea celebrante Clave 26. La mesa de la palabra: Dios se hace diálogo Clave 27. La mesa eucarística: comulgamos agradecidos a Cristo Clave 28. La pastoral eucarística al servicio de la celebración V. LA EUCARISTÍA REFLEXIONADA Clave 29. El memorial de la Pascua Clave 30. La comunión en el misterio de la Trinidad Clave 31. El banquete fraterno-eclesial Clave 32. E1 sacramento de la oblación/sacrificio Clave 33. La presencia del Glorificado Clave 34. La comunión que nos hace cuerpo histórico Clave 35. El que está viniendo: la parusía VI. LA EUCARISTÍA VIVIDA EN EL ESPÍRITU Clave 36. El Espíritu, «artesano» santificador de la eucaristía Clave 37. El Espíritu que transforma los dones y a los creyentes Clave 38. Pascua/Pentecostés desarrollado en el tiempo Clave 39. Una vida de raigambre eucarística Clave 40. Una oración con sabor eucarístico Clave 41. La adoración eucarística: agradecer su Presencia Clave 42. La piedad eucarística: popularización de la eucaristía VII. TESTIGOS DE UNA IGLESIA QUE ES EUCARISTÍA Clave 43. La Iglesia es eucaristía Clave 44. La eucaristía, fuente y cumbre de la evangelización Clave 45. De la misa a la misión Clave 46. La eucaristía, meta del catecumenado Clave 47. Una comunión eucarística-sinodal Clave 48. El anhelo ecuménico de sentarnos en la única mesa del Señor
Clave 49. Celebrar sobre el altar del pobre Clave 50. Celebrar en el mundo a la espera de la eternidad
PRÓLOGO: UNA FIESTA PASCUAL CON SABOR A GLORIA Recuerdo que me encontraba preparando esta publicación... Pero una fiesta popular en el pueblo burgalés de ViIlafranca Montes de Oca me volvió a la realidad parroquial. Fue un 17 de enero, fiesta de san Antón (San Antonio Abad, en el calendario litúrgico). Allí, fruto del proceso evangélico-inculturador se celebra un día importante. Dado que es una parada necesaria en el Camino de Santiago y que antaño se creó un hospital de peregrinos dedicado a este santo, también surgió la cofradía pertinente. Aún hoy se sigue haciendo fiesta. Se celebra una eucaristía de acción de gracias, se reparte el pan bendecido entre los participantes, se besa la reliquia del santo, se come en fraternidad acogiendo a quienes nos acompañan venidos de fuera. Y se hace fiesta; fiesta grande. Este año, pocos días antes, nos habíamos quedado conmovidos por la terrible tragedia del huracán en Haití. ¿Cómo dar gracias y festejar ante tanto sufrimiento? Y he aquí el milagro que brota del corazón sencillo y solidario: ¿por qué no hacemos una colecta en la eucaristía para compartir con ellos?, me sugirieron algunas mujeres. Y dicho y hecho. No era necesario forzar las cosas. Desde lo que la eucaristía es, estábamos emplazados a unirnos a los haitianos; la palabra de Dios nos hablaba de un joven (como después lo haría san Antonio Abad) que quería seguir a Jesús y vendió todos sus bienes; el pan y el vino —junto a la ofrenda cultual-económica de todos los allí presentes— se transformaban en cuerpo entregado y sangre derramada del Señor por todos, en particular por los más pobres y desheredados de la sociedad; comulgar a Cristo, nuestra Pascua, nos llevaba sinceramente a ser cuerpo eclesial solidario y comprometido... El pan partido, repartido y compartido de la eucaristía y del Santo nos llevaron a un deseo del Espíritu: que a nadie le falte el pan de cada día; que todos puedan beber el vino de la salvación. Aquel día fue una auténtica eucaristía celebrada sobre el altar del mundo; un altar de ruina y desolación; pero altar de esperanza para seguir pidiendo con gestos y signos que la eternidad se vaya haciendo presente en ese pueblo y entre todos los pueblos y culturas del mundo. Alguien me dijo —y creo que con mucho sentido común y una profunda espiritualidad eucarística— que la comida fraterna de aquel día les supo a Gloria... ——— La celebración de la eucaristía es fuente y cumbre de la vida de la Iglesia. Es la gran herencia de nuestro Señor; él nos la legó en la víspera de su pasión, muerte y resurrección. La eucaristía es nuestro mejor tesoro, el regalo más valioso que poseemos en cuanto Iglesia: es su
auténtico corazón. A ella se orienta todo lo demás; de ella mana la fuerza para los restantes ámbitos de la vida eclesial y, evidentemente, para la vida personal de todos y cada uno de los bautizados. Por eso, nunca podremos esforzarnos lo suficiente para una comprensión más profunda y una adecuada vivencia global de este "misterio de nuestra fe". Con esa intención surgen las siguientes claves para ayudar a vivir la alegría de la Pascua que es actualizada en cada eucaristía. Adoptamos un planteamiento que ayude a los cristianos, comunidades e iglesias a vivir en acción de gracias permanente desde el corazón celebrativo del memorial eucarístico. Se ha procurado un esfuerzo por hacer más comprensibles las dimensiones que consideramos más importantes de este sacramento de amor y unidad; pero, a la vez, queremos aportar la novedad radical de este precioso tesoro que siempre nos desborda. Para perfilar la lógica interna de la obra, hemos recurrido a un símbolo que los Santos Padres manejaban a menudo para explicar cómo Pascua y Pentecostés no son sino un solo día que actualiza, desde la esperanza en el mundo y por la Iglesia, el cielo, la eternidad. Como el domingo completa la semana, Pentecostés, cerrando las siete semanas pascuales —por eso se hablará de la cincuentena como "semana de semanas" (respondiendo a la ecuación 7x7+1 = 50)—, es el Domingo de domingos. Hilario de Poitiers le daba este sentido: "Se trata de la semana de semanas, como indica el número septenario obtenido por la multiplicación del número siete por sí mismo. Sin embargo, es el número ocho el que lo completa, ya que el mismo día es a la vez el primero y el octavo, añadido a la última semana según la plenitud evangélica. Esta semana de semanas se celebra de acuerdo con una práctica que proviene del tiempo de los apóstoles: durante los días de Pentecostés nadie se postra en tierra para adorar, ni el ayuno dificulta la celebración de esta solemnidad transida de gozo espiritual. Esto mismo es, por otra parte, lo que se ha establecido para los domingos" (Tratado sobre los Salmos. Instrucción, 12). Aquel día de Pentecostés recibió las características de otro día: el "día del Señor", el "Octavo día". Así, se convirtió en un periodo festivo arrancado al siglo futuro, imagen y signo sacramental de la presencia del Resucitado, el Esposo, en la Iglesia. Considerar cada eucaristía como un nuevo Pentecostés, que es el Octavo día prolongado, es darle el significado de la llegada de la plenitud del Reino, de la prolongación completa de la fiesta escatológica, de lo perfecto y acabado. Es la semana de semanas y representa la plenitud total del Reino. En consecuencia, el único misterio de la exaltación de Cristo ha de ser celebrado con gran alegría e ininterrumpidamente. Siguiendo los comentarios patrísticos podemos decir que en este tiempo pascual (actualizado en cada eucaristía) no se ora de rodillas ni se
ayuna. El motivo de la supresión del ayuno es la alegría de la resurrección, la experiencia de la propia liberación, el perdón de los pecados y la presencia del Esposo. Es el tiempo de orar con alegría, de suspender toda actividad para hacer fiesta, de prepararse para la plena alegría y la alabanza a Cristo en la casa de la Iglesia. Es el tiempo de ayudar a los pobres, de mantener una voluntad pacífica, de amar a Dios y a los demás. Es el tiempo de amnistía y de perdón de las deudas, de renovación y purificación. Es el tiempo muy apto para el bautismo. A partir de aquí, esta aportación para Vivir la eucaristía en 50 claves se desarrolla en siete capítulos, cada uno de ellos con siete claves, para concluir con una más como epílogo (como el simbolismo pascual: 7x7+1 = 50). En el corazón y centro de la vida cristiana-eclesial siempre ha situarse la eucaristía celebrada (capítulo IV)). Pero para llegar al corazón de la fe es necesario buscar una orientación adecuada, así lo exponemos, intentando degustar el espacio celebrativo que nos orienta (1°) e implicarnos mediante los símbolos y signos que nos introducen en la celebración (Ir), porque se vertebra ritualmente en torno a ellos. Sin embargo, estos signos necesitan una explicitación que procede principalmente del manantial de la memoria bíblica que nos sumerge en un sentido fresco y permanente desde la voluntad de Cristo y la celebración de los primeros cristianos. Todo ello nos lleva a la celebración. Hemos sido invitados al banquete fraterno del Reino; pero tras haberlo celebrado activamente como asamblea que se reúne en un lugar para dar gracias a Dios, somos enviados a los caminos de la vida a fin de prolongar la Pascua entre todos. Hemos de dar razón de nuestra esperanza eucarística, o lo que es lo mismo, hemos de conocer la eucaristía reflexionada (V°), porque el mundo espera de nosotros una razonable y cordial explicación de lo que celebramos. Al igual que hemos de comunicar una eucaristía vivida en el Espíritu (VI°), porque si ésta no se hace vida y el Espíritu no alienta nuestra vida cristiana poco eco habrá tenido la celebración. Todo ello nos sitúa ante la sociedad como Testigos de una Iglesia que es eucaristía (V11°): la profunda raigambre entre Iglesia y eucaristía hace que todo el quehacer eclesial tenga un profundo sabor eucarístico y que toda eucaristía nos lleve a una permanente edificación de la Iglesia como servicio agradecido al Reino, en la espera de la eternidad. No hace mucho, al habla con un amigo con inquietudes misioneras, le comenté que me hallaba en este proyecto. Él me vino a decir que quizá habría que escribir un libro para hacer que nuestras celebraciones fueran participadas por muchos más. Desde luego, es importante que tengamos presente esa realidad, evitando encerrarnos en una religiosidad intimista. Pero quizá no sea necesario que todo el mundo vaya a oír misa. Desde luego, lo fundamental es que la eucaristía que celebramos —el gozo de
celebrar la Vida—llegue a todo el mundo. ¿Qué perciben todos aquellos con quienes nos encontramos después de atravesar las puertas de nuestras parroquias al salir? La vivencia auténtica de la eucaristía hará que, con naturalidad y entusiasmo, comuniquemos la alegría de nuestra fe que hemos actualizado en la fiesta pascual que nos sabe a Gloria. De la misa iremos espontáneamente a la misión. Porque vivir la eucaristía adecuadamente nos hará ser eucaristía con la normalidad de los que van extendiendo el buen olor de Cristo y se sienten responsables y solidarios ante tantos dramas e injusticias, ante tantos marginados y crucificados por la historia. Y ello nos retornará a entonar un cántico nuevo de acción de gracias al Padre, por el Hijo, en el Espíritu, como los redimidos que anhelan la reconciliación entre todos los pueblos, razas y culturas. Burgos, Pascua/Pentecostés de 2010.
ABREVIATURAS AA VATICANO II, Decreto Apostolicam actuositatem (1965). DV VATICANO II, Constitución Dei Verbum (1965). GS VATICANO II, Constitución Gaudium et spes (1965). LG VATICANO II, Constitución Lumen gentium (1964). OGMR Ordenación General del Misal Romano (3° edición, 2000) PO VATICANO II, Decreto Presbyterorum ordinis (1965). RMi JUAN PABLO II, Carta encíclica Redemptoris missio (1990). SC VATICANO II, Constitución Sacrosanctum concilium (1963). UR VATICANO II, Decreto Unitatis redintegratio (1964).
I EL ESPACIO CELEBRATIVO QUE NOS ORIENTA Una de las coordenadas esenciales de la vida humana es el espacio en que la persona vive, el lugar donde acontece su existencia. El lugar que ocupamos, el espacio en el que nos movemos forma parte de nosotros mismos, como expresión y consecuencia de nuestra corporeidad más aún, tenemos necesidad de proyectar sobre el entorno que nos rodea lo que pensamos y sentimos, la vida de nuestro espíritu. Sólo así nos encontramos a gusto, en nuestro ambiente, ocupando el centro de un pequeño mundo que, en cierta medida, nos pertenece. La celebración eucarística requiere un espacio adecuado. Ciertamente, es posible celebrar en cualquier lugar, abierto o cerrado; Sin embargo no es indiferente hacerlo Sin prestar un mínimo de atención al espacio donde se desarrolla la celebración. El lugar, el espacio, el ambiente celebrativo conlleva y exige un valor simbólico. Es un verdadero signo litúrgico. La arquitectura y el arte litúrgicos forman parte de la arquitectura y el arte religiosos, en cuanto ámbito de lo sagrado. Pero la liturgia cristiana, que siempre ha sido muy libre respecto a la simbólica y a la estética, busca ante todo orientarnos adecuadamente a lo fundamental: celebrar como asamblea reunida en un lugar. Cada vez que nos acercamos al templo, necesitamos prepararnos psicológicamente, y ya en las cercanías podemos descubrir algunos elementos que nos ayudan a ello; pero nunca hemos de olvidar que la verdadera entrada en la Iglesia acontece en el bautismo, ya que desde ahí cada uno de nosotros somos invitados a adorar a Dios en Espíritu y verdad, allí donde estemos. Uno de los regalos más grandes que Dios nos da a los cristianos es que nos transforma en templos vivos del Espíritu. Cada vez que nos reunimos, lo hacemos en un lugar que, ante todo, es la «casa de la Iglesia». El hecho de saber que la simbólica del templo cristiano en cuanto edificio material es una recreación del paraíso nos ayudará más y mejor a orientar nuestros pasos a la celebración eucarística. Pero también el interior del templo y su funcionalidad quiere ofrecernos una catequesis en piedra para que vayamos dirigiendoo nuestro corazón hacia el presbiterio, espacio central de la eucaristía. Allí destaca la doble mesa: la de la Palabra, y la del convite; pero ambas nos remiten a comprometernos para ser carta de Dios y altar de Cristo con toda nuestra vida allí donde nos hallemos. Con todo ello, se ha de pretender el hecho de crear un ambiente celebrativo que sea comunicativo, bello y significativo.
CLAVE 1
Nos acercamos al templo Las proximidades al templo cristiano constituyen un elemento arquitectónico al servicio de una preparación psicológica de los que van a acceder a él. En ese acercamiento se marca una ruptura espacialhumana entre dos realidades: fuera y dentro. Los elementos arquitectónicos que propician un acercamiento son: el atrio, los árboles y el pórtico. Nos acercamos a las bodas sacramentales de Cristo con la Iglesia. El atrio, antesala del lugar sagrado El atrio cuenta con una función peculiar a nivel antropológico, pues es el lugar donde se va reuniendo la comunidad diseminada en las tareas y afanes de la vida. Es un ámbito de encuentro y de diálogo antes y después de la celebración, para volver al mundo animados a contagiar la buena nueva de la Pascua. Junto a ello, adquiere una simbología religiosa como antesala del lugar sagrado. Su función es múltiple: distinguir, separar, acoger, proteger, dar unidad. A nivel cristiano asume la imagen de la casa paterna donde el bautizado es esperado; imagen escatológica que representa la multitud de los hombres que será reunida en la perfecta unidad por Cristo. Expresa la idea religiosa de espacio de transición entre lo profano y lo sagrado. Sin embargo, la fe cristiana nos habla de otra realidad desde la concepción específica de la historia en la que Dios ha venido actuando, y de manera especial en la encarnación del Hijo. Lo profano en principio no es lo contrario a lo sagrado; más bien tendríamos que hablar de lo sagrado como contrario a lo pagano. Es y sigue siendo en la profanidad de la historia y del cosmos donde Dios establece la alianza y su alianza definitiva por Cristo en el Espíritu. El atrio, en ocasiones, está separado por un pretil y conlleva la necesidad de «ascender» unas escaleras para introducirse en él. Estos lugares constituyeron una vía de salida a la prohibición de enterrar los cadáveres en el interior del templo parroquial; se convirtieron en «campo santo». En España será con Carlos III en 1787 y, sobre todo, con Carlos IV a finales de siglo, cuando se obligue a trasladar los cementerios fuera del casco urbano. En torno al pórtico se desvelan algunos simbolismos que cabe recordar. Atravesar la puerta del templo es para el cristiano un gesto cargado de significado y de compromiso. Por sí misma, la puerta es una realidad que cerrada separa de los lugares que se consideran distintos, y abierta pone en comunicación. Cruzar el umbral conlleva la voluntad de pasar de un ambiente a otro, de una situación a otra. Los árboles y el árbol de la vida
Hay otro dato que, sin querer extrapolarlo, adquiere resonancias simbólicas. Lo que hoy en día constituye un elemento decorativo con algún tipo de árbol, antaño respondía a unas constantes religiosas a través de ciertos árboles en el entorno de un lugar sagrado; e incluso éstos desvelaban una presencia numinosa. Es relativamente común encontrar centenarias encinas en muchos atrios de iglesias castellanas; también valga recordar cómo el tejo era un árbol sagrado para los romanos. Para los cristianos puede evocarnos la antesala del Edén. El autor utiliza un símbolo corriente en la mitología mesopotámica describiendo que "Dios hizo brotar toda clase de árboles hermosos de ver y buenos de comer; además el árbol de la vida en mitad del jardín y el árbol de conocer el bien y el mal", cuyo fruto comunicaba la inmortalidad (Gén 2,9; 3,22). Pero el hombre, seducido por su apariencia engañosa, comió de su fruto y fue expulsado (Gén 3,12ss.). Sin embargo, los profetas anuncian para los últimos tiempos un paraíso nuevamente devuelto, cuyos árboles maravillosos proporcionarán a las personas alimento y medicina, ya que los riegan aguas que manan del santuario (Ez 47,12). Así, la sabiduría es un árbol de la vida que a quien la vive le proporciona felicidad (Prov 3,18). Al que se mantenga fiel hasta el final de los tiempos Dios le concederá "comer del árbol de la vida, que está en el jardín de Dios" (Ap 2,7). Todas estas resonancias simbólicas fácilmente se pueden comprender desde el acceso al templo y del alimento celestial del que la Iglesia nos habla en la eucaristía. La puerta, ascenso y pasaje a la eternidad En el periodo barroco, a la puerta del templo parroquial se accede por medio de una escalinata. Cuando uno se dirige al templo «asciende» las escaleras; cuando sale de él, «desciende». Es un recurso arquitectónico que conlleva una exigencia psicológica en orden a prepararse ante la nueva situación que adquirirá quien atraviese la puerta, accediendo a un espacio sagrado. Aunque la puerta de la iglesia recoge las dimensiones apuntadas, irá adquiriendo unas connotaciones simbólicas de orden sobrenatural. Particularmente se centra sobre el pasaje de esta vida a la eterna, de la condición de viandantes a la contemplación de Dios. La puerta constituye el término de una etapa que toma su sentido del camino que se recorre desde casa hasta la iglesia, camino penitencial, de conversión. Por ello, la puerta es imagen de Cristo, como afirma el evangelista: "Yo soy la puerta" (Jn 10,9); y a través de Él se entra en un situación de salvación. Atravesar este umbral es pasar de la vida de pecado a la de salvación, de la vida terrena a la celeste. En el vestíbulo de las nupcias sacramentales Los profetas bíblicos presentaron la alianza de Dios con Israel en el
desierto del éxodo como una unión nupcial. Pero ello sólo era figura del nuevo éxodo, en los tiempos definitivos: "la conduciré al desierto y le hablaré al corazón" (Os 2,16). Para algunos biblistas sería precisamente el Cantar de los Cantares la profecía de esas nupcias nuevas. Las nupcias de Cristo con su Iglesia se prolongan en la vida sacramental. Aparte de otras muchas interpretaciones, los Padres de la Iglesia intentan explicar los versículos del Cantar con los diversos aspectos de la iniciación cristiana. Cirilo de Jerusalén comienza con claras alusiones a este libro bíblico en sus Catequesis, como antesala de la entrada sacramental en la Iglesia: "el perfume de la bienaventuranza llega ya hasta vosotros, oh catecúmenos. Recogéis ya las flores espirituales para entretejer las coronas celestes. Ya se ha derramado el buen olor del Espíritu Santo. Os halláis en el vestíbulo de la morada real. Quiera el rey introduciros en ella. Las flores, en efecto, han aparecido ya en los árboles. Sólo falta ahora que el fruto madure" (33). San Ambrosio exclama: "atráenos para que respiremos el olor de la resurrección" (De Myst., 29). El mismo Cirilo insiste en que los comienzos de la preparación catecumenal son como flores primaverales cuyos frutos se cosecharán en el bautismo. La resurrección de Cristo en primavera acentúa su carácter de nueva creación; y nueva creación es, a su vez, el bautismo recibido (entonces) en la vigilia pascual. Como dice san Ambrosio, "sólo te falta llegar al altar. Acabas de ponerte en camino" (De Sacr., 5,5). Al comentar este texto, "ya vengo a mi jardín, hermana y amada mía, a recoger el bálsamo y la mirra, a comer de mi miel y mi panal, a beber de mi leche y mi vino. Compañeros, comed y bebed, y embriagaos, mis amigos" (Cant 5,1), ve una descripción clara del banquete eucarístico; y añade: "ves cómo en este pan no hay la más leve amargura, sino dulzura tan sólo. Ves de qué naturaleza es esta alegría incontaminada" (De Sacr., 5,17). ¡Qué alegría cuando nos dijeron: vamos a la casa del Señor!
CLAVE 2
Bautizados para adorar en Espíritu y verdad Nos hemos acercado al templo. Se nos invita a cruzar el umbral con alegría, participando en las bodas de Dios con su pueblo. Pero la verdadera entrada en la Iglesia-comunión se da por el bautismo. Éste, según el Catecismo de la Iglesia es "el fundamento de toda la vida cristiana, el pórtico de la vida en el espíritu ... y la puerta que abre el acceso a los otros sacramentos" (1213). El primitivo rito bautismal establecía que, tras el bautismo, marcharan desde el baptisterio en procesión hasta el templo. Pero cada bautizado tendrá conciencia de adorar a Dios allí donde se encuentre.
El bautismo, puerta de la Iglesia Durante los primeros siglos el bautismo cristiano fue administrado en cualquier lugar que contara con agua (ríos, lagos, estanques, mares y fuentes). Tras la conversión de Constantino (s. IV), empezaron a ser construidos los primeros baptisterios. Siguiendo la costumbre pagana, se recurrió a manantiales de propiedades curativas, que fueron santificadas y donde establecieron sus primeros baptisterios. Su planta era muy diversa, pero sobresalieron dos tipos: el circular (como símbolo de la plenitud y eternidad, conferidas en el bautismo) y el octogonal (no sólo por influencia civil, sino sobre todo porque asumía múltiples resonancias: Cristo resucita el octavo día, es referente de la vida eterna, el domingo es conmemoración litúrgica de ese día...; así el ocho se convierte en la cifra del bautismo como comienzo de una nueva vida). Eran construcciones exentas del templo que permitían procesionar hasta la iglesia. Así, lo mostraban como puerta e itinerario eclesial. Después se edificaban unidos al templo. Y posteriormente se creó una capilla dentro de la propia iglesia. Ésta, idealmente, debería ser en un pequeño nicho del llamado muro del Evangelio o en el sotocoro. Todo ello tiene que ver con el simbolismo del oriente y la profesión de fe bautismal, según veremos más adelante; ahora baste recordar lo que afirmaba san Ambrosio: "te has vuelto a oriente. Quien renuncia al demonio, se vuelve a Cristo y le mira cara a cara". El agua que lava y regala una nueva vida La simbología del agua bautismal, reflejada de múltiples maneras en el arte, está influenciada por las remotas significaciones acuáticas. El cristianismo no sólo las recoge sino que las incrementa. Tertuliano hace una larga defensa de las propiedades excepcionales del agua, santificada desde el principio por la presencia divina. De forma dialéctica va mostrando los significantes antropológicos del momento, para resaltar la novedad cristiana: el agua fue la primera "sede del Espíritu divino, que la prefirió a todos los demás elementos... El agua fue la primera que recibió la orden de producir criaturas vivas... El agua fue la primera que produjo lo que tiene vida, para que no nos extrañáramos cuando, un día, engendrara la vida en el bautismo. Incluso al formar al hombre, Dios empleó agua para consumar su obra. Es verdad que el material se lo da la tierra, pero la tierra no hubiese servido si no hubiera estado húmeda... ¿Por qué el agua, que produce la vida de la tierra, no iba a dar la vida del cielo?... Toda agua natural adquiere, pues, por la antigua prerrogativa que le fue otorgada en su origen, la virtud de la santificación en el sacramento, siempre que Dios sea invocado a este efecto. En cuanto han sido pronunciadas las palabras, el Espíritu Santo, descendiendo del cielo se detiene sobre las aguas, santificándolas por su fecundidad; las aguas así santificadas se impregnan a su vez de la virtud santificante... Lo que en otro tiempo curaba el cuerpo, cura hoy el alma; lo que procuraba la salud en el tiempo, procura la salud en la eternidad" (De
bap., 3,5). En la primitiva liturgia de la celebración bautismal, el sacerdote invocaba sobre las aguas de la pila el poder manifestado por Dios sobre el océano primordial de la creación (cf. Gén 1). En el simbolismo bautismal toda pila es una imagen de ese océano que aparece en el libro del Génesis sobre cuyas aguas aleteaba el Espíritu de Dios. Así, en el bautismo, somos purificados del pecado original y hechos criaturas nuevas para vivir como hijos de Dios en la Iglesia y en el mundo. Nuevas criaturas engendradas maternalmente El agua de la pila bautismal ofrece una recreación, y la concha es un claro símbolo de la fecundidad acuática, configurando a la pila como fértil vientre espiritual. Entre nosotros han de resonar con fuerza las palabras que aluden a la regeneración bautismal, contrastadas con el nacimiento humano: "en verdad te digo que el que no nace de nuevo no puede entrar en el reino de los cielos. Dijo Nicodemo: ¿cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso volver al seno de su madre y nacer de nuevo? Jesús respondió: en verdad te digo que quien no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el reino de los cielos" (Jn 1,12s y 3,5-7). A raíz de éste y otros pasajes los Santos Padres elaboraron amplias catequesis bautismales. Destaquemos un texto significativo de Zenón de Verona (s. IV) que muestra con claridad cómo la pila bautismal es entendida en cuanto agua-fuente-vientre espiritual de la madre Iglesia, donde son engendrados los hijos de Dios: "regocijaos en Cristo, hermanos, y animados de un ardiente deseo, apresuraos todos a recibir los dones celestes. La fuente donde se nace para la vida eterna os invita ya con su calor saludable. Nuestra madre (la Iglesia) está deseosa de daros a luz; pero ella en el alumbramiento no está sometida a la misma ley que vuestras madres. Vuestras madres gimieron en los dolores de parto. Esta madre celeste, en cambio, gozosa, os da a luz llenos de gozo y, libre, os trae al mundo libres de las ataduras del pecado" (Catequesis, Trac., 30). Adorar en Espíritu y verdad Los cristianos, tras el bautismo, reciben una túnica blanca. Ello significa la realidad de que es una nueva criatura. Alude a Adán en su estado paradisíaco anterior al pecado; está en relación con Cristo, que es el nuevo Adán que nos regala la vida nueva; es prefiguración de la gloria futura (cf. Ap 3,5). Por ello, el bautizado ha de caminar con un estilo de vida nuevo, según afirma Cirilo de Jerusalén en sus Catequesis: "ahora que has abandonado las viejas vestiduras y has recibido las blancas, es preciso que, espiritualmente, permanezcas siempre vestido de blanco. No quiero decir con esto que debas llevar siempre vestidos blancos, sino que has de cubrirte con las vestiduras que son realmente blancas y luminosas, para que puedas decir con el profeta Isaías: Él me ha
revestido con la vestidura de salvación y me ha cubierto con la túnica de alegría" (33). Los cristianos pronto descubrieron que su culto no debía ceñirse a los edificios religiosos. Sus vestiduras blancas les hacían comprender que estaban llamados a adorar a Dios en Espíritu y verdad. El encuentro de Jesús con la Samaritana expresa el simbolismo del agua y la catequesis bautismal. El núcleo del diálogo se centra en la "verdadera adoración". Ya en el c.2 se mostró a Jesús como el verdadero templo (cf. 2,21 a la luz de la resurrección). Ahora la adoración en el templo es sustituida por la adoración en Espíritu y verdad. Ese nuevo culto es expresado en la imagen del agua viva: el agua del pozo de Jacob sería la ley, la "otra agua", es el bautismo que hace posible a quienes lo reciben ofrecer un verdadero culto allí donde se encuentran.
CLAVE 3
Templos vivos reunidos en la casa de la Iglesia Tras el bautismo cruzamos el umbral para incorporarnos a la comunidad eclesial. Ello nos lleva también al lugar donde la comunidad se reúne, sobre todo para celebrar la eucaristía. Ese edificio se llama como la misma comunidad: iglesia. Puede ser diverso en su espacio y arte; pero es la «casa de la Iglesia», que debe ser para nosotros algo más que el lugar físico donde nos reunimos, porque tiene un sentido simbólico que nos ayuda a entender quiénes somos y qué celebramos. Pero, sobre todo, porque para los cristianos el verdadero templo es Cristo y, con él, cada uno de los bautizados. Una Iglesia de piedras vivas Es muy ilustrativo observar el uso de la metáfora de la edificación para designar a la Iglesia. San Pablo y la tradición paulina afirman de modo directo: "vosotros sois el templo de Dios" (1 Cor 3,16-17; 2Cor 6,16; Ef 2,21). Se trata de un templo que está construido por piedras vivas (1 Pe 2,5) que son cada uno de los bautizados. Cada bautizado, en su propia vida y en lo cotidiano de su existencia, es edificación eclesial. Es la misma convicción que se esconde en la designación de la Iglesia como cuerpo de Cristo, que también tiene que ser "edificado" (Ef 4,12) por cada uno de sus miembros. El bautismo, y sobre esta base los carismas y los ministerios, son los que alimentan el dinamismo de ese organismo que es el cuerpo de Cristo. La alegría es la experiencia básica de esta nueva familia: los creyentes han sido convocados por el júbilo del anuncio pascual, con el gozo de encontrarse en el hogar del Padre común, felices por hallarse reunidos en torno al Hermano mayor, animados por el aliento y los dones del
Espíritu. Así, la convocación tiene aires de fiesta y de celebración. La alegría nunca se encierra o se oculta, sino que irradia y resplandece, y por ello es siempre invitación a compartir, acogida de quienes se acercan. La Iglesia que se reúne en comunidad Una gran novedad de la primera comunidad cristiana fue que no dio mucha importancia al lugar donde se reunía, sino a la misma comunidad reunida en torno a Cristo resucitado. Si los judíos subrayaban el sentido del Templo de Jerusalén y los paganos el de sus propios templos (como lugar de la presencia divina), los cristianos comprendieron que "el Altísimo no habita en casas hechas por mano de hombres" (Hch 7,48), y que el verdadero Templo donde habita Dios es el Señor resucitado (Jn 2,19; Col 2,9) y con él, los cristianos, la comunidad que se congrega con él y que se edifica como piedras vivas. Esté donde esté, esa comunidad unida a Cristo por el Espíritu, puede orar y celebrar "en Espíritu y verdad" (Jn 4,23s.) sin quedar condicionada por templos o lugares sagrados. Según se nos narra en Hch 2, el templo judío ha dejado de ser el lugar preferente de la presencia de Dios en medio de Israel. Ahora ese ámbito es una comunidad de personas que rompe las barreas del nacionalismo judío y que está compuesta por una diversidad de pueblos. La universalidad de Pentecostés se conexiona con una comunidad de personas. Dios mora no tanto en un lugar geográfico cuanto en la asamblea de los que se adhieren a su nueva alianza. Se desacraliza el templo para santificar a las personas; de ahí los títulos que reciben: los santos, los elegidos, el pueblo de Dios, el templo y la casa de Dios... Dios se hace presente allí donde se reúne la comunidad en nombre de Jesús (Mt 18,20); Cristo está en su cuerpo eclesial y el Espíritu mora en su Iglesia (1Cor 12,13). Celebrar la comunión en diversas partes Desde el principio, los cristianos tenían conciencia de celebrar un culto en Espíritu y verdad desde una comunión de iglesias donde existe la Iglesia una y única de Jesucristo. No era un único templo cultual sino una iglesia de templos vivos diseminada por el mundo que se identifica en lo mismo: cada asamblea eucarística reconoce su identidad con las otras porque todas, con la misma fe, celebran el mismo memorial, comiendo el mismo cuerpo y participando en el mismo cáliz. Así, devienen el mismo y único cuerpo de Cristo en el que están insertas por el mismo bautismo. No hay más que un solo y único misterio que se celebra y en el que se participa. La multiplicidad de celebraciones eucarísticas no divide a la Iglesia, sino que manifiesta y realiza de modo sacramental su unidad.
Las "cartas de comunión", que servían en los primeros tiempos para expresar la «comunión» y beneficiarse de ella entre los cristianos, sobre todo cuando se estaba de viaje, guardaban una estrecha relación con la eucaristía: garantizaban que su portador podía ser admitido en la eucaristía local, y por eso era considerado miembro a todos los efectos de la Iglesia que le acogía y le daba hospedaje. Su pensamiento era diríamos hoy- muy globalizado: "ningún cristiano debe sentirse extranjero celebrando la eucaristía en cualquier parte del mundo", le gustaba decir a san Juan Crisóstomo. La misma excomunión, entendida como «rechazo de la comunión» con la consiguiente ruptura de relaciones, era concebida en estrecha relación con la eucaristía. El lugar de reunión de la comunidad Pero estas comunidades cristianas de la única Iglesia pronto buscaron un espacio adecuado para su reunión y sus celebraciones. Aun sin darle el énfasis de los judíos o de los paganos, la comunidad cristiana tuvo «un espacio» para su celebración litúrgica y su oración. Como veremos más adelante, al principio fueron las casas particulares, por ejemplo, "la estancia superior, con abundantes lámparas" de Tróade (Hch 20,7s.); después edificios más amplios, preparados para la celebración; y, finalmente, a partir del siglo IV, con la libertad de la Iglesia, las basílicas construidas para el culto. Ahora bien, siempre tenían claro que el lugar era menos importante que la asamblea reunida allí. Por eso decía san Jerónimo: "las paredes no hacen a los cristianos". Y el actual Catecismo de la Iglesia remarca: "estas iglesias visibles no son simples lugares de reunión, sino que significan y manifiestan a la Iglesia que vive en ese lugar, morada de Dios con los hombres reconciliados en Cristo" (1180). Recuperar la casa de la Iglesia La sensibilidad actual de la Iglesia ha vuelto a la concepción primaria del edificio-Iglesia. Es verdad que en los tiempos pasados también los templos cristianos se han construido con una intención de solemnidad, como «un monumento o trono de Dios», fruto de la fe de generaciones que ponían en sus edificaciones todo su respeto y admiración. Pero ahora, cuando estamos recuperando en nuestras celebraciones su carácter de "celebraciones de la comunidad", según nos invitó el Vaticano II, y sin restar nada al sentimiento de admiración y homenaje a Dios, se prefiere ver en el templo la «domus ecclesiae», la «casa de la Iglesia». Por ello, además de vivirlo así, se ha de buscar —en la medida de lo posible— que el propio espacio facilite la participación activa de la asamblea celebrante; y se ha de generar un espacio en el que la comunidad pueda sentirse y actuar en un ambiente luminoso, más cercano y orientado a la doble mesa del presbiterio: el ambón y el altar.
CLAVE 4
El templo cristiano, recreación del paraíso Lo cierto es que, como ya hemos señalado, por el bautismo y la confirmación nos convertimos en templos vivos. Éste es uno de los principios radicales de nuestra fe cristiana que nunca ha de perder la maravilla agradecida del asombro. Sin embargo, normalmente nos reunimos en asamblea para celebrar las maravillas de Dios en un templo material, en la casa de la Iglesia. Éste no es un aspecto accidental sino que hemos de descubrirlo como signo de la presencia de Dios en el mundo que recrea y anticipa, de modo simbólico, el paraíso. Un espacio sagrado que abre a la trascendencia Allí donde lo sagrado se manifiesta en el espacio y el tiempo, lo real se desvela como el mundo que viene a la existencia. La irrupción de lo sagrado no se limita tan sólo a proyectar un «centro» en el «caos»; también efectúa una ruptura de nivel, abre una comunicación entre los niveles cósmicos (tierra y cielo) y hace posible el tránsito de un modo de ser a otro. Así, la manifestación de lo sagrado en el espacio equivale a una «cosmogonía», a una manifestación de lo sagrado aquí. Las grandes civilizaciones orientales —desde Mesopotamia y Egipto, a China y a la India—, han concedido al templo una nueva valoración: no sólo es «imagen del mundo» sino reproducción terrestre de un modelo trascendente. El judaísmo ha heredado esta concepción como copia de un arquetipo celeste. Para el pueblo de Israel, los modelos del tabernáculo, de todos los utensilios sagrados y del templo fueron creados por Yahvé desde la eternidad, y fue Dios quien los reveló a sus elegidos para que fueran reproducidos en la tierra (cf. Ex 25,8s. y 40). La Jerusalén celestial ha sido creada por Dios al propio tiempo que el paraíso, desde la eternidad. Podrá ser mancillada por los seres humanos, pero su modelo es incorruptible. Mirar hacia oriente en la plegaria Las exhortaciones a orar con el rostro hacia oriente son constantes en la liturgia cristiana antigua. Sin embargo, no somos los primeros ni los últimos en volvernos hacia oriente para elevar a Dios la oración ni en orientar hacia allí las iglesias materiales. Los musulmanes dirigen el mihrab de sus mezquitas -y las mezquitas mismas- hacia la Meca; y los judíos, sus sinagogas hacia el Templo de Jerusalén. También esto se hacía en el antiguo Egipto, sobre todo en los templos dedicados al dios Sol bajo cualquiera de sus advocaciones. Pero no es una orientación aproximada, sino que tiende a buscar el punto exacto del levante; esto es, la parte del cielo por la cual aparece, "se levanta", el sol precisamente el día de la fiesta principal del patronazgo del templo. Así, su imagen
queda iluminada perfectamente por los primeros rayos solares (como ocurre, por ejemplo, en el monasterio burgalés de peregrinos de San Juan de Ortega, sobre un capitel dedicado a María el día de la Anunciación). Su simbolismo vive de una tensión antitética: oriente-occidente, salidaocaso del sol, luz-tinieblas testimoniada en las religiones de signo celeste, en la biblia y en la patrística. El oriente es la aurora, la luz que ahuyenta las tinieblas, el comienzo del día con todas sus claridades, el punto de referencia para "orientarse"; el renacimiento del sol. Por contraste, el occidente significa la puesta del sol, la muerte, el ocaso, el comienzo de las tinieblas y de las noches con los presagios, sueños y libertad de los seres maléficos del mundo subterráneo (los muertos). Resultan interesantes desde esta clave algunos testimonios de los Padres. El escritor oriental Basilio de Cesarea afirma: "he aquí por qué todos miramos hacia oriente durante la plegaria, pero pocos conocen que nosotros buscamos la patria originaria, el paraíso que Dios ha plantado en Edén, al oriente" (Sobre el Espíritu Santo, 66). San Cirilo de Jerusalén, allá por el siglo IV, en sus Catequesis mistagógicas nos dice que el que es bautizado mira a occidente cuando hace las renuncias a Satanás; en cambio, cuando hace la profesión de fe y recibe el bautismo, inmerso en el agua, lo realiza mirando a oriente, uniéndose a Cristo, "Luz de luz". Y lo explica así: de oriente es de donde nos viene la luz, por donde nace el día; es, por tanto, de donde nos llega la salvación por la vida nueva bautismal. La renuncia, en cambio, se hace de cara a la oscuridad, a la noche, al sinsentido. El propio Ignacio de Antioquia, al verse próximo al martirio, comenta que viene de oriente a occidente para ocultarse al mundo y poder nacer, por Cristo, gracias a la entrega martirial por amor. Varios son los motivos basados en realidades teológicas y rituales del cristianismo: el paraíso se describe en oriente; Palestina es el escenario del nacimiento, vida, muerte, resurrección y ascensión del Señor, así como de la vendida del Espíritu Santo; y el nacimiento de la Iglesia se encuadra en el extremo oriente del mundo grecorromano y medieval; la venida escatológica definitiva (juicio final) de Jesucristo se coloca al oriente (cf. Mt 24,27; Ap 7,2). Un autor cristiano del siglo XI, Honorio de Autun, aduce tres razones: porque en el oriente está nuestra patria, el paraíso, y vueltos hacia ella significamos el deseo de retornar al lugar de donde fuimos expulsados por el pecado; porque en oriente surge la luz del día y Cristo es oriente y luz verdadera; y porque "en oriente sale el sol, símbolo de Cristo, sol de justicia" (Gemma animae, 95). El paraíso en la tierra La basílica cristiana y más tarde la catedral recogen y continúan todos estos simbolismos religiosos y cristianos. El templo cristiano es concebido como la Jerusalén celestial, a la vez que reproduce el paraíso
o mundo celestial. Pero la estructura cosmológica del edificio sagrado perdura todavía en la conciencia de la cristiandad. Esto resulta evidente, por ejemplo, en la Iglesia bizantina. Para ellos las cuatro partes del interior del templo simbolizan las cuatro direcciones cardinales: el interior de la iglesia es el universo; el altar es el paraíso, que se encuentra al oriente; la puerta imperial del santuario propiamente dicha también se llama "Puerta del Paraíso". En la semana pascual esta puerta permanece abierta durante toda la celebración; su sentido es claro siguiendo el canon pascual: Cristo ha resucitado de la tumba y nos ha abierto las puertas del paraíso. El poniente, al contrario, es la región de las tinieblas, de la aflicción, de la muerte, de las moradas eternas de los difuntos que esperan la resurrección de los muertos y el juicio final. La parte de en medio del edificio es la tierra; en cuanto que es imagen del cosmos —con sus cuatro puntos cardinales— cada templo cristiano encarna y santifica al mundo. El entero edificio, comprendido como casa de la Iglesia, es un misterio espacial. Su tradicional orientación nos muestra un profundo símbolo: ello no quiere expresar que nos volvemos hacia un lugar físico —como podría ser Jerusalén o la Meca— sino que oramos (como dice todo final de la oración litúrgica) "por Cristo, en el Espíritu, al Padre"; es decir, oramos en el Espíritu hacia nuestro centro excéntrico, que es Cristo que está viniendo para conducirnos, por el Espíritu, al Padre. La celebración eucarística "realizada hacia oriente" se funda en la creación y en la espera escatológica: la orientación de la alabanza es la expresión corpórea de la primordial nostalgia del paraíso, del jardín que Dios plantó en oriente como espacio vital en el que la persona se dejaba encontrar directamente por Dios, en armonía. Escatológicamente, es la orientación de la acción de gracias hacia Cristo glorioso que vendrá de nuevo a oriente para juzgar a vivos y muertos, y que ya está viniendo sacramentalmente como Glorificado en cada actualización memorial de la Pascua.
CLAVE 5
El interior del templo y su funcionalidad El interior del templo a lo largo de la historia de la Iglesia ha respondido a unos cánones de tipo doctrinal con el fin de favorecer plásticamente la fe entre el pueblo. Particularmente iba muy unido a la funcionalidad dentro de las celebraciones litúrgicas que allí se realizaban. La organización del espacio interno del templo siempre ha estado determinada según las épocas por concepciones diversas, como expresión de una determinada espiritualidad y de unos intentos doctrinales y pastorales precisos. Pero no siempre ha respondido a lo fundamental: ser el lugar al servicio de una asamblea que se reúne para celebrar la fe; ser la casa de la Iglesia donde Dios se hace presente.
Nuevas criaturas, pero frágiles Cuando entramos en el templo solemos hacer el gesto de tomar agua bendita de la pila que se halla en la entrada. Gesto que se extendió a partir del siglo X y que ha permanecido hasta nuestros días. No quiere tanto expresar el perdón de los pecados, sino sobre todo recordar a quienes cruzan el umbral que entran como «bautizados», que son miembros de la familia de los hijos de Dios. Por ello el gesto simbólico del agua bautismal se conmemora en la vigilia de Pascua; también se recuerda con la aspersión en algunos domingos (particularmente de cuaresma, Pascua), así como aquellos días en que se celebra la confirmación. Hay otro momento muy significativo que se realiza en el rito de la dedicación de una iglesia; se rocía con el agua al pueblo congregado y también las paredes del templo, y se proclama: "rociada sobre nosotros y sobre los muros de esta iglesia, sea señal del bautismo, por el cual, lavados en Cristo, lleguemos a ser templos del Espíritu". En muchos edificios se coloca el confesionario a la entrada de la iglesia para significar todo esto: estamos bautizados, somos nuevas criaturas en cuanto hijos de Dios; pero débiles, y muchas veces fallamos al amor de Dios. La renovación de la vida bautismal exige reconocer nuestra fragilidad. Por ello, el templo suele dedicar un lugar (lo ideal sería una capilla) para que se pueda expresar el arrepentimiento y recibir el perdón de Dios por medio de la Iglesia en sus ministros, tanto si celebramos este sacramento individual como comunitariamente. La sala o nave A raíz de la libertad que Roma concede a los cristianos comienzan a edificarse templos como lugar para la reunión litúrgica. Se dará una herencia helenístico-romana que tiene su máximo exponente en la basílica, que era un edificio civil apto para la convivencia, los tratos mercantiles y el paseo. La basílica será asumida por la herencia bizantina, a la que se añaden grandes cúpulas para significar el universo celeste, reproduciendo el boato de la corte imperial. La liturgia de la tierra se veía así transportada a la del cielo y la riqueza en la decoración y en los utensilios evocaba las descripciones del culto delante del trono de Dios y del Cordero (cf. Ap 4,1-5; 14). La majestad y la serenidad del arte románico, expresión de la misericordia divina derramada sobre le hombre, dieron paso al gótico: el templo gana en luz y en estilismo; pero aquí la asamblea está perdida y dispersa en multitud de capillas; y, como contrapartida, surge la religiosidad popular ya que la liturgia va resultando cada vez más incomprensible para el pueblo. La influencia humanista del renacimiento convierte el templo en una gran sala. El hombre es puesto como el paradigma de todas las artes; y así la arquitectura de la iglesia es manifestación de racionalidad, equilibrio, armonía. Viene destacado el espacio en su dimensión horizontal y, desde esta perspectiva, está
indicada la presencia de lo divino en lo humano, por ello lo finito adquiere plenamente sentido. Sin embargo, la solemnidad del templo se centra primordialmente en el lugar y en la persona celebrante: altar y sacerdote; por ello aparecerán con toda claridad destaca dos en el conjunto del edificio. Aspectos que se resaltarán más en el barroco. El retablo y el sagrario A medida que se va abandonando la costumbre de presidir la eucaristía de cara al pueblo (hacia el siglo IX) se van introduciendo los retablos. Es en la segunda mitad del siglo XV cuando éstos llegan a su mayor esplendor. Porque el retablo, con su riqueza de imaginería, se erigió en sustituto de la portada del templo. Dentro esperaba a los fieles el retablo, que actuaba como fuerza ilustrativa y emocional al propio tiempo, convirtiéndose en elemento canalizador de la atención hacia la parte del altar. La celebración se provee de un telón de fondo, en el que resplandecen los grandes misterios y episodios del cristianismo. El retablo viene a ser la decoración de ese gran escenario religioso que es el presbiterio. Serán las diversas cofradías las que irán creando los retablos laterales y así surgirá una gran proliferación de los mismos. El retablo, que se había iniciado como un accesorio del altar, a medida que se desarrolla, irá restando importancia y oscureciendo la primacía del altar, reduciéndolo a un segundo plano: pasa a ser accesorio y peana del retablo. Será a partir del concilio de Trento, en la polémica con los reformadores, cuando el retablo mayor vaya destacando la importancia de la reserva de la Santísima Eucaristía. Ello irá oscureciendo la importancia de la propia celebración. Dado que la presencia de Cristo en el sagrario es para llevar a los enfermos y para la devoción personal, es mejor que se sitúe en una capilla lateral (y si no es posible, en un lateral del presbiterio). Sin quitar importancia al culto eucarístico, sí debe quedar clara la preponderancia de la celebración eclesial en acto cada da vez que se celebra la eucaristía. El ambón, mesa de la palabra La arquitectura del templo debe ser tal que todo ello ayude a converger personal y comunitariamente hacia el presbiterio. Mejor aún, a destacar la expresividad de los elementos que en él se sitúan: el altar (del que hablaremos en la siguiente clave) y el ambón. La vida cristiana de los bautizados se alimenta en una doble mesa dentro de la única celebración eucarística: la mesa de la Palabra y la mesa de la eucaristía. Cada una de estas dos «mesas» tiene un espacio propio en el templo. La dignidad de la presencia de Cristo en la Palabra de Dios exige un sitio reservado y digno para su proclamación, pues es signo sacramental de Cristo Jesús. Así, en cada eucaristía se nos ofrece como alimento de vida para que lo acojamos y vayamos transformándonos más desde los criterios evangélicos y, de esta manera, se nos dará como Pan y Vino de
salvación a fin de nutrirnos para en el camino. Otro elemento importante es la sede del presidente. El sacerdote que preside la eucaristía —elevando la plegaria en nombre de todos y explicando la palabra de Dios a su comunidad— actúa en nombre de Cristo. Por eso preside, o sea, se sienta delante, como representante de Cristo, que es el verdadero Presidente y Maestro. Ahora bien, todos estamos llamados a hacer de nuestras vidas bautismales un ambón que proclame existencialmente la buena nueva (el evangelio) de Dios para todo el mundo. Como dirá san Pablo, "vosotros sois mi carta, escrita en vuestros corazones, carta abierta y leída por todo el mundo. Se os nota que sois carta de Cristo... no escrita con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo, no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en el corazón" (2Cor 3,2s.). CLAVE 6
Del altar del templo al del corazón El altar de cada templo y el altar del corazón de cada cristiano guardan una estrecha relación. Aquel es el corazón del santuario; éste es la realidad más profunda de la persona, su santuario interior. Participar en el altar implica llevar una vida eucarística. El altar religioso y la novedad cristiana El término altar está compuesto de un adjetivo y de un nombre alta-ara, derivando de un verbo latino que significa arder («arare »); por tanto, el altar aparece como «el lugar del fuego» y como la «estructura realzada». Del análisis de la terminología «altar» en las diversas religiones, se observa que casi todas indican una estructura de piedra, adaptada para acoger las ofrendas hechas a la divinidad (sacrificios). Estas ofrendas se destinaban al nutrimiento divino; sólo en algunos sacrificios el hombre podía alimentarse de ellas. El altar, por tanto, era esencialmente mesa y sólo en ciertos contextos adquiría el sentido sacrificial. Dentro del templo, el altar ocupa su lugar primordial. El altar es el «ómphalon» (ombligo) del mundo nuevo en gestación. Este término servía en la antigüedad clásica para designar el lugar simbólico y místico donde el mundo de los dioses comunicaba con el mundo de los vivos y de los muertos. Los antiguos griegos llamaban «ómphalon» a una piedra sagrada que se encontraba en el santuario de Apolo y Delfos y que indicaba el centro de la tierra. La fe cristiana, además de acoger las influencias contextuales, tiene su especificidad en la mesa de la Última Cena: "Yo he deseado ardientemente comer esta Pascua con vosotros" (Lc 22,15). A lo largo de los primeros siglos cristianos, el altar va adquiriendo importancia y diversidad entre los creyentes, procurando manifestar la alternativa frente a otras religiones, como indica san Pedro Crisólogo en la mitad del siglo V: "los templos [paganos] se convierten en iglesias, y las aras en
altares" (Sermo, 51). Respecto a su forma, el arte cristiano de los primeros siglos lo suele representar en forma preferentemente cuadrada, hallándose de nuevo otro simbolismo que pretende unir la totalidad terrena con la celeste, según interpreta Simeón de Tesalónica: "la mesa es cuadrada, porque de ella se nutren y siempre se han nutrido las cuatro partes del mundo; alta y mirando hacia el cielo, porque su misterio es alto y celeste, trascendiendo del todo la tierra" (De sacro templo, 133). La multiplicación de los altares en el templo Muy pronto, junto al altar de la eucaristía, se unió la resonancia de los mártires cristianos que habían dado su vida, entregados por amor para compartir la fe. Decían: "Cristo está en el mártir". Y se fueron construyendo los monumentos sobre las tumbas de los mártires («martyria») y a celebrar la eucaristía en el aniversario del «dies natalis», o sea, el día de su nacimiento definitivo para el cielo. Si el altar representa a Cristo, Cristo no puede estar completo sin sus miembros, los más gloriosos de los cuales son los mártires. Su muerte martirial, en cierto modo, completa la entrega hasta la muerte en cruz de Cristo, no porque necesite de ellos, sino porque ellos lo prolongan y actualizan de hecho en el tiempo. Posteriormente, fueron surgiendo otros altares en los templos, promovidos por ciertas fraternidades cristianas o párrocos del lugar que dedicaban dichos altares al santo protector. En las iglesias monásticas surgieron dos hechos que marcarán la multiplicación de los altares: cada vez menos se concelebrará; y la ordenación de los frailes monásticos, que irán dejando su condición de legos para consagrarse sacerdotes. A fin de destacar el altar mayor de los otros altares en las iglesias, el mayor será visto como el lugar más digno para acoger en su mesa el tabernáculo eucarístico, transformándose en trono, debido a la majestad divina presente. Pero será a raíz del concilio de Trento, en su fuerte y acalorada defensa de la presencia real de Jesucristo en la eucaristía, frente a los reformadores protestantes, cuando se multipliquen sin cesar los altares, a la vez que se dignifica cada vez más el sagrario -en el altar mayor-. Junto a ello, fruto de la piedad barroca, se impondrá una conciencia entre los fieles de encargar y aplicar múltiples misas por sus difuntos. Gracias a Dios, hoy tenemos claro que lo lógico es que exista y se celebre sobre un único altar. El altar del templo, signo de Cristo Sobre el altar reverbera toda la obra redentora, ya que en él se realiza el memorial de la nueva alianza de Cristo con la humanidad; alianza sellada con su sangre. Una alianza actualizada sobre el altar, que prefigura el altar escatológico de la gloria, que es el Kyrios, celebrada festivamente en la Jerusalén celeste. Eucaristía y altar son como dos planos interiores el uno al otro; uno remite al otro, y viceversa. Eucaristía y altar conforman una única realidad: la presencia gloriosa del sacramento pascual de
Cristo. La centralidad del altar radica en la centralidad del mismo Cristo, de quien el altar es signo. Cristo es el centro del cosmos y de la historia; y la eucaristía, como centro de la vida de la Iglesia, es el sacramento del altar. "El altar es Cristo" y, por ello, aparece por su misma naturaleza como la mesa peculiar de la ofrenda sacrificial y del convite pascual. El sacrificio de la cruz se perpetúa sacramentalmente para siempre hasta la venida definitiva de Cristo y es la mesa junto a la cual se reúnen los hijos de la Iglesia para dar gracias a Dios y recibir el cuerpo y la sangre de Cristo. El altar -junto con el ambón y la sede- es el ámbito de esta fascinante irrupción divina, que nos llama a la admiración, a la adoración y a la participación en el banquete eucarístico. De este modo, la asamblea es transferida de la individualidad a la comunión; y, a través de signos, experimenta la victoria pascual de su Señor y su manifestación a los hombres. El altar de nuestro corazón Ahora bien, cada bautizado es altar de Dios. Curiosamente la liturgia nos muestra un gran paralelismo entre el bautismo y la dedicación de un altar: somos altares porque bautismalmente formamos parte de único altar que es Cristo. En él, como muchos miembros formamos un solo cuerpo, una multitud de piedras vivas edificamos un único altar. Pedro Crisólogo (s. V) posee una sugestiva teología del cristiano como altar de Dios: "inaudito misterio del sacerdocio cristiano: el hombre es a la vez víctima y sacerdote; el hombre no ha de buscar fuera de sí qué ofrecer a Dios, sino que aporta consigo, en su misma persona, lo que ha de sacrificar a Dios... Sé, pues, oh hombre, sacrificio y sacerdote para Dios...; haz que arda continuamente el incienso aromático de tu oración...; haz de tu corazón un altar" (Sermo, 108). Ya a principios del siglo III, Orígenes había descrito cómo a través de la iluminación del bautismo y del carácter que imprime, los cristianos participamos activamente de la misión de la Iglesia como mediadores entre Dios y los hombres. Esta participación en la evangelización es una participación sacerdotal que ejercitamos en la medida en que hacemos de nuestras vidas un culto al Señor en el altar del corazón por medio del cual contribuimos a llevar a los hombres, al mundo y a la historia hacia Dios (cf. Homilía sobre el Levítico, 9,9). ¿Cómo no seguir haciendo nuestras las palabras de san Juan Crisóstomo?: "cada vez que ves ante ti a un hermano, piensa que tienes ante ti un altar... venéralo y defiéndelo" (Ep. II Cor, hom., 20).
CLAVE 7 Un ambiente comunitario, bello y significativo
Cuando hablamos del lugar que nos orienta para celebrar la eucaristía, hablamos del arte, la arquitectura y demás objetos y elementos que se hallan en los alrededores, fuera y dentro del edificio. En otras palabras, hablamos del «ambiente». Éste, en cuanto imagen de la asamblea reunida, no es primordialmente un monumento artístico, ni un templo en el que Dios habita, ni un lugar en donde se veneran imágenes o se custodian con respeto diversos objetos sagrados, ni un espacio dedicado a la oración personal y al trato íntimo con Dios. Es innegable que puede servir también para todo ello; pero se trata sólo de aspectos secundarios. Lo trascendental, como manifiesta el Catecismo de la Iglesia, es que los templos "no son simples lugares de reunión, sino que significan y manifiestan a la Iglesia que vive en ese lugar" (1180). Es la Iglesia entre las casas de los hombres; y por ello, en cada ambiente humano, cultural y social necesita enraizarse dando lugar a la hospitalidad. Ambientes al servicio de la comunidad celebrante Los templos, en la medida de lo posible, ante todo han de servir a la reunión de la comunidad cristiana. Deben ofrecer un espacio habitable, amable, que favorezca su sentido de pertenencia y de propia identidad. Aspectos tan elementales como la iluminación, acústica, cercanía, visibilidad de la acción desarrollada... se convierten en cuestiones importantes. Se trata de favorecer un ambiente (más que un espacio) acogedor, hospitalario, de casa familiar, más que de «monumento» o museo. Por ello, hay que prever todas las circunstancias que ayuden a la comodidad de los fieles. La funcionalidad consiste también en que el lugar ayude, ya desde su misma disposición de espacios, a una celebración humanizada y activa por parte de la asamblea; que se puedan realizar bien la proclamación de la Palabra, la eucaristía, los ritos bautismales, los demás sacramentos y sacramentales, y que además tenga previstos sus espacios para otros fines (oración personal, reserva del Santísimo, celebración de la reconciliación...). Además, la funcionalidad ha de favorecer que se dé un ambiente que propicie, hasta de modo inconsciente, la relación entre las dos mesas eucarísticas: la de la proclamación de la Palabra y el altar, para que la comunidad pueda alimentarse del pan de la palabra de Dios y del cuerpo de Cristo glorioso. El cirio pascual, la cruz delante del altar y la sede son signos que han de facilitar el acontecimiento celebrado como memorial de la Pascua a favor de todo el mundo. Signo para los de dentro... y para los de fuera El lenguaje simbólico de un templo es particularmente expresivo para los creyentes que se reúnen en él. Es un elemento convocador, no sólo en grandes ocasiones sino en el ritmo cotidiano de nuestra existencia. La iglesia es el lugar de referencia de la fe y pertenencia a la comunidad eclesial, un lugar de serenidad, de memoria de valores y acontecimientos fundamentales, de crecimiento y maduración, de paz y compromiso, de
acción de gracias y petición, de solidaridad y cercanía fraterna. Nuestros templos nos hablan de generaciones pasadas que han recorrido en torno a ella su vida humana y cristiana, desde el bautismo hasta las exequias. Por eso, el Ritual de la dedicación de las iglesias dice: "este lugar... sea casa de salvación y de gracia, donde el pueblo cristiano, reunido en la unidad, te adore en Espíritu y verdad y se construya en el amor". Pero no sólo ha de ser signo para los creyentes que la frecuentamos. Hemos de procurar que también sea portadora de un mensaje simbólico de fe y de esperanza para todos. Quiere ser un anuncio y una invitación, callada pero continua, de los valores que Dios ofrece a la humanidad. En cierto modo está ahí para «evangelizar» con sus formas y piedras a un mundo que camina entre alegrías y desalientos. ¿Cómo significar el don liberador y salvador de la fe en un barrio y en unas ciudades nuevas? Ahora se buscan presencias menos destacadas y más silenciosas; pero la Iglesia siempre estará llamada a ser una Iglesia de puertas abiertas incluso en sus templos- para todos aquellos peregrinos que vienen en busca de un poco de paz. El edificio cristiano, aun con formas sencillas, ha de ser un signo que comunica esperanza, comparte hospitalidad y se convierte en una evocación silenciosa de realidades más profundas que a todos nos están esperando... Un ambiente bello, sencillo y participativo El ambiente celebrativo no ha de buscar el lujo ni la suntuosidad, sino una mayor sencillez. Ahora bien, ésta puede y debe ir unida a la dignidad de la belleza, a la armonía; y lo más importante, debe ser signo de la propia asamblea. Hoy se habla mucho de la belleza de la liturgia o de la liturgia como acceso a la belleza. Todo ello es cierto y necesario. Para muchos de nuestros contemporáneos celebrar la eucaristía no es importante; sin embargo, a veces se sienten elevados hacia lo eterno contemplando una celebración. Para los que nos reunimos a participar en la eucaristía la belleza en su desarrollo no nos lleva simplemente a lo eterno; antes bien, nos invita al encuentro con los hermanos creyentes para el encuentro con la belleza del Dios Trinidad. La belleza que buscamos ha de estar más en "habitar, escuchar y ver". Desde aquí, la liturgia aparece como belleza en armonía donde el espacio, los ritos y, sobre todo, la participación activa de la asamblea celebrante, dejan lugar y conceden el protagonismo principal a Dios. Escuchamos su palabra en la visión de las acciones sacramentales y en la contemplación de su gloria. La celebración está al servicio de una experiencia litúrgica que concierne a la persona en su globalidad: en todas sus capacidades corporales y sensoriales, afectivas y emocionales, artísticas e intelectuales, biográficas e históricas... Es preciso desarrollar en ella más antropológicamente la armonía de los cinco sentidos. Cuando todos ellos se ponen en juego de modo armónico se corrige el actuar unilateral donde sólo se emplea el oír y el ver. El incienso, el olor de la cera, las
flores, el orar con los brazos extendidos y las manos abiertas, la comunión bajo las dos especies... potencian el gusto, el olfato, el tacto...; es decir, la dimensión olfativa, táctil y degustativa de la liturgia eucarística. Así, la liturgia eucarística educa y santifica la sensorialidad, incorpora a la persona en su ser integral, le transfigura introduciéndole en ese otro mundo paradisíaco de la nueva creación, de la belleza de la Pascua. Casa de envío hacia la misión El edificio cristiano no ha de entenderse sólo como casa de oración o de celebración, sino centro de vida comunitaria entendida más en clave misionera. Por ello, los actuales edificios se construyen con dependencias también para la catequesis, las reuniones de grupos, la atención a los necesitados. Ello hace que todavía sea más la «casa de la Iglesia» entre las casas de los hombres. Allí no sólo rezamos, ni siquiera sólo celebramos. Igualmente es casa de acogida, de fraternidad y de compromiso. Desde ella, los cristianos somos enviados a ser más servidores de los hermanos y a ser más misioneros. El símbolo del templo nos orienta a salir para comunicar amable y apasionadamente los valores que Cristo ha venido a traer para la salvación del mundo.
II LOS SÍMBOLOS Y SIGNOS QUE NOS INTRODUCEN CLAVE 8
La comensalidad, sacramento creacionaleucarístico Dios ha querido comunicarse con las personas de forma humana. Es la lógica de la encarnación, según la cual la vida divina participada en comunión se organiza al modo humano e histórico. La eucaristía vive de esta misma lógica sacando de ella lo mejor de sí misma, desbordándola. En todas las culturas, la comensalidad, más allá del hecho físico de comer y beber, se convierte en un símbolo cargado de sentido. Un sacramento de la creación En ciertas ocasiones acontecen lo que podemos llamar «sacramentos de la creación» que brotan en momentos relevantes de la vida humana y se convierten en "hendiduras de lo cotidiano". A través de ellos se puede observar el misterio de la persona humana en su apertura a los otros y al Absoluto. Entre estos momentos existencialmente decisivos están: el nacimiento, la muerte y la comida. En estas experiencias rudimentarias, pero de una gran densidad existencial, la persona bordea sus propios límites, barrunta lo distante e inmenso (nacimiento y muerte) y, por otra parte, se percibe en constante renovación e interacción como ser biológico y propiamente humano (comida). La existencia humana se apoya en la compañía de las cosas, se nutre en un mismo torrente de vida, se funda en esa comunión con el cosmos. Ese acto biológico fundamental del comer humano sustenta y condiciona otras actitudes más elevadas del espíritu humano. Se trata de una "poetización de lo biológico» por la que el alimento del cuerpo se convierte en alimento del espíritu y del universo en evolución. Lo ha descrito Teilhard de Chardin en una página admirable de su obra El medio divino: "Si el más humilde y el más material de los alimentos es capaz de influir en nuestras facultades espirituales, qué decir de las energías infinitamente más penetrantes que trasmite la música de los matices, de los sonidos, de las palabras, de las ideas. No hay en nosotros un cuerpo
que se alimente independientemente del alma... El trabajo del alga, que concentra en sus tejidos las sustancias esparcidas, en dosis infinitesimales, por las capas inmensas del océano —la industria de la abeja, que forma su miel con los jugos libados de tantas flores—, no es sino una pálida imagen de la elaboración continua que experimentan en nosotros todas las fuerzas del universo para convertirse en espíritu". Una comunicación interpersonal A partir de la «poetización de lo biológico», el alimento y la comida simbolizan la vida íntima y escondida que lucha contra la acción corrosiva del tiempo y del desgaste físico. Comer y beber significan, también, un proceso de interiorización, de incorporación, de intimación: el alimento lo digiero, lo asimilo, lo incorporo, pasando del orden de mi tener al orden de mi ser. Esta misma categoría de «comida» puede ser aplicada a la comunicación interpersonal en el amor y en la amistad. El abrazo que mantiene al otro dentro de nuestro espacio corporal y el beso que es una "manducación mimética", pertenecen ambos al registro simbólico de la intimación. Pero una interiorización del otro meramente instintiva no será humana; tendrá que existir un aprendizaje que en realidad no termina nunca: reconocer al otro como un «tú» que desde su rostro y su mirada nos habla de libertad y originalidad, abriéndonos tácita o explícitamente al «tú Absoluto». La comensalidad nos conduce al comer social. Comer con otros es esencialmente diferente del comer a solas. Allí se invita, se comparte, se vive... transformando los alimentos en dones significativos de acogida, amistad y hospitalidad desde claves de fraternidad. Entre la palabra, la mano y el rostro se efectúa una rica circulación de sentido. La mesa se transforma en ámbito de encuentro interpersonal: la acción de comer juntos constituye un momento absolutamente privilegiado de comunicación interhumana, donde los otros aparecen realmente como mis semejantes. Ello supone tiempo compartido, conversación prolongada, confidencias entre amigos, recuerdos memorables de vidas entrelazadas. Es convite, compañía y fiesta. Esta comunicación interpersonal nos remite a la comunión con lo divino, como puede apreciarse en los banquetes sagrados de los griegos, o en la comida y bendición pascual de los judíos. El rito de la mesa ha llegado a alcanzar un sentido místico: a través de él las personas han experimentado la comunión con la divinidad y se han regocijado con él; han tenido acceso a la intimidad de los seres superiores, llegando a ser sus comensales; han establecido con ellos una relación estrecha y profunda, una comunidad de vida nutrida de la esperanza de la inmortalidad. La eucaristía, símbolo de comensalidad
De todo lo dicho, se puede comprender porqué Cristo asume el símbolo del banquete y la comida fraterna. Ciertamente, la eucaristía cristiana surgió en un claro ámbito de comensalidad. Sin embargo, parece que sufrió una primera evolución ya cuando —según 1Cor 11— se ven juntos al final de la cena los dos gestos del pan y del vino, aunque manteniéndose todavía el marco general de la comida, con su sentido antropológico y religioso, que los cristianos en Corinto no parecen haber comprendido adecuadamente. Pero no tardará mucho en cambiar la situación, orientándose hacia la eliminación de la comida. El banquete eucarístico es una incorporación mutua entre Cristo y el creyente en asamblea por medio del "pan de vida". Así, la comensalidad humana puede clarificar la eucaristía cristiana. Pero, también la eucaristía puede iluminar con un sentido nuevo, con una nueva luz, tantas y tantas comidas realizadas tanto en la rutina de nuestra vida diaria como en el esplendor del encuentro festivo. El símbolo de la comensalidad, subyacente a la eucaristía, es una realidad humana que la prepara y preludia. En ella se produce la armonía entre la creación y la salvación. Se acerca a nosotros la situación del Edén, el paraíso (o su ausencia ante el hambre y las catástrofes), que simboliza el árbol de la vida. Ahora bien, no es el paraíso del pasado, sino el reino actual y la anticipación del futuro lo que se nos da en el banquete eucarístico. No volvemos en él hacia el pasado sino que avanzamos con toda la creación y la historia hacia el porvenir eterno. El teólogo oriental de procedencia francesa, Oliver Clément, nos lo expone con su lenguaje poético cuando nos invita a vivir desde "la vía de la pobreza desnuda que permite a la belleza del mundo revestirnos de las delicias de la primera creación. Por esta vía no retornamos al Paraíso, pero sí nos encaminamos ciertamente al Reino, que es su mejor plenitud. El jardín de las delicias, el árbol de la vida, transformado ahora en manjar y bebida eucarísticos, nos abren de nuevo la puerta. Ya no estamos llorando a su entrada como Adán y Eva, según un bello icono oriental ... Según dice un himno de la liturgia navideña interpretando a Jn 1,51: «El ángel de la espada flamígera / se aleja del árbol de la vida / la eucaristía». La eucaristía, en la que el pan y el vino, y tras ellos el sol, el agua, la tierra, el aire, el trabajo humano, se transustancian en el cuerpo de Cristo; es decir, donde el cuerpo luminoso del Dios humanado, penetrándolo, hinchiéndolo, impregnándolo todo hasta la médula sustancial vuelve a trasparecer y hacerse traslúcido: he aquí el verdadero reencantamiento. Lo que en la eucaristía sucede como verdadero éxtasis y punto álgido de transfiguración, se prepara y se gesta en las demás realidades o experiencias".
CLAVE 9
El pan y el vino, símbolos humano-eucarísticos
En el corazón de la plegaria eucarística se nos recuerda y actualiza: "Tomad y comed... tomad y bebed". Estas palabras nos traen a la memoria a su vez el ofertorio: "Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre" y "por este vino, fruto de la vid y del trabajo del hombre"; ambos "recibidos de tu generosidad y que ahora te presentamos". El suelo simbólico sobre el que se arraiga no nos resulta difícil de entender: somos invitados a comer y a beber juntos y gratis para festejar y elevar nuestros corazones a la acción de gracias en este banquete celestial. El binomio pan-vino integra una «sacramentalidad natural» llena de sentido y fuerza expresiva: su procedencia cósmica nos relaciona con nuestras raíces naturales. El que estos dos elementos sean los básicos de nuestra eucaristía nos recuerda simbólicamente la cercanía de la misma a nuestro mundo, a nuestra historia de lucha por la subsistencia y de búsqueda de fraternidad. No son algo extraño y esotérico, sino entrañable y muy nuestro. Parece como si Cristo, al escogerlos, hubiera querido dar un «sí» a la naturaleza humana, a la alegría y a la solidaridad. En ese marco de banquete hay dos elementos primordiales: el pan y el vino. El pan El pan es un alimento que, además de ser el más expresivo de la comida humana, tiene en sí mismo una variedad de significados que nos ayudan a entender mejor la riqueza de la eucaristía. Es el alimento básico que resume todos los demás: tener pan es poder vivir, ganar el pan "con el sudor de la frente" retrata toda experiencia humana. El pan es la comida ordinaria del ser humano, pues satisface su hambre. En este sentido es símbolo de la vida misma. Es fruto de la tierra y don de Dios (cf. Sal 104,13-15; Job 28,5; Mc 4,27), a la vez que producto del trabajo humano, apareciendo así como símbolo de la civilización, de la cultura y de la imaginación humana. Actualmente, cuando se presentan los dones eucarísticos se unen ambos aspectos: "fruto de la tierra y del trabajo del hombre". El pan es motivo y símbolo de alegría, convivencia y fraternidad: llamamos «compañero» al que «come el pan con nosotros». Comer con otros —simbólicamente «comer el pan con otros»— dice más de encuentro y de solidaridad humana que de mera alimentación. Por ello, el pan se convierte en la imagen de la alegría y la prosperidad, como don de Dios, que concede a los suyos el sustento: "anda, come con alegría tu pan y bebe contento tu vino, porque Dios ya ha aceptado tus obras; lleva siempre vestidos blancos y no falte perfume en tu cabeza" (Ecl 9,7s.). Además, es símbolo de todo otro alimento cultural o espiritual: "no sólo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca de Dios" (Mt 4,4; cf. Dt 8,3). Porque "no son las diversas especies de frutos los que alimentaruaLhombre, sino que es tu Palabra quien mantiene a los que
creen en ti" (Sab 16,26). Por eso la Sabiduría podrá personificarse: "venid a comer de mi pan y a beber el vino que he mezclado" (Prv 9,5). La población pobre, tan extensa en la historia, ha sobrevivido gracias al mendrugo de pan que recibía de limosna y a la «sopa boba» (plan reblandecido en agua) que se repartía en los conventos. El pan ha sido siempre algo santo que nunca se tira y si se cae, al recogerlo hay que darle un beso de desagravio. Bartolomé de las Casas, tras su conversión sincera en Cuba, lee el texto de Eclo 38,18-22 y queda paralizado; ya no se siente digno de celebrar la eucaristía y libera a los indios injustamente apresados, porque el pan ha de ser signo de la vida del pobre. El vino Igualmente, el vino tiene un rico simbolismo natural, además de su valor como bebida para saciar la sed. Es la bebida festiva, no tan primordial como el agua, pero sí más significativa de la vitalidad humana (cf. Sal 104; 13-15; Prov 31,6s.), de la alegría, de la inspiración, de la amistad, de la alianza. "¿A quién da vida el vino? Al que lo bebe con moderación. ¿Qué vida es cuando falta el vino que fue creado al principio para alegrar? Alegría, gozo y euforia es el vino bebido a su tiempo y con tiento" (Eclo 31,27s.). El vino nos habla de amistad y comunión con los demás, porque crea una atmósfera de solidaridad y comunicación. Tomar un vino juntos, brindar por la alegría de los otros, servir un buen vino en honor del otro, serán siempre signos de sintonía y participación en el destino de la otra persona. Por eso las comparaciones se suceden: un buen amigo es como un vino añejo ("no deseches al amigo viejo, porque al nuevo no lo conoces; amigo nuevo es vino nuevo, deja que envejezca y lo beberás": Eclo 9,10); el amor queda simbolizado en un buen vino ("son mejores que el vino tus amores": Ct 1,3), así como la inspiración de la sabiduría. Por ello, en la cena pascual judía adquiere gran importancia simbólica: se toman cuatro copas de vino en un ambiente de alegría y de bendición de Dios. Aunque también se presta a abusos (cf. Prv 23,31s.) y a pesar de toda su ambigüedad, fue elegido por Cristo como símbolo sacramental de su comunión. El mismo Cristo anuncia los bienes del Reino bajo la figura del '
El vino también nos recuerda la sangre, que para los judíos constituía lo más íntimo y sagrado de un viviente, y se identificaba con la vida (Dt 32,14; Mt 20,22; Lc 22,42). El mismo Cristo relaciona este vino con su sangre derramada en la cruz. El pan y el vino Aparte del simbolismo de cada elemento, el pan y el vino juntos forman un símbolo particularmente feliz para expresar la donación por amor y en alegría de Cristo a todos los comensales eucarísticos. La yuxtaposición de sus conceptos nos ayuda a comprenderlo. De todo ello se puede decir con verdad, juntando su sentido humano y eucarístico que "la tierra ha dado su fruto" (Sal 66). El pan
El vino
Calma el hambre
apaga la sed
Apunta al trabajo
da alegría
Recuerda la corporeidad humana
concede la vitalidad anímica
Asegura la subsistencia
llena de inspiración
Compartido, expresa fraternidad Puede significar la entrega Subraya la cotidianeidad Cristo lo identifica con su Cuerpo Comiéndolo, nos unimos a Cristo
compartido sabe a amistad y alianza puede significar el sacrificio resalta lo festivo Cristo lo identifica con su sangre bebiéndolo nos unimos a Cristo
CLAVE 10
El pan y el vino, símbolos de la eucaristía La «sacramentalidad creacional» que hemos comprobado en el pan y el vino nos está invitando a utilizarlos expresivamente. Ello será una clave más que nos ayude a celebrar y vivir mejor la eucaristía, con toda la fuerza y eficacia que hemos visto que tienen. Ahora vamos a introducirnos aún más en su sentido eucarístico. El pan a bendecir
Las primeras comunidades cristianas vieron en el pan y en su composición un símbolo de la unidad de la Iglesia. El pan es el resultado de la unión de muchos granos, como el vino de múltiples uvas. Así, la Iglesia, desde la multitud de personas congregadas por todo el mundo, se convierte en comunidad/comunión: "Como este pan partido / que estaba disperso sobre los montes, / como una vez recogido se hizo uno, / así sea reunida tu Iglesia / desde los confines de la tierra en tu reino" (Didaché, 9). Pero el simbolismo más trascendente se lo dio el mismo Cristo cuando dijo: "Yo soy el Pan de la vida" (Jn 6), el que da la verdadera fortaleza y subsistencia. Él se nos presenta como alimento de todo lo que sinceramente puede apetecer y anhelar el ser humano: la sabiduría, la fuerza, la salvación, la felicidad, la alegría, el amor, la esperanza, la verdad... Es el mejor Pan que Dios regala a la humanidad, y la eucaristía la mejor tierra "de pan llevar". Los evangelios no parecen dar importancia al hecho de que el pan que usó Cristo (en el caso de que fuera cena pascual su cena de despedida) fuera ázimo, sin levadura que lo fermentara. Durante los primeros siglos la comunidad cristiana tampoco utilizó el pan ázimo, a pesar de su significado cercano a la pascua judía. Pensadores judíos como Filón lo interpretan así: pan no acabado de hacer, precipitado -aludiendo a la salida de Egipto-, pan de aflicción (Dt 16,3), pan más natural, sin artificio, pan de pobreza. Quizá los primeros cristianos celebraban con pan normal para subrayar precisamente la novedad cristiana y la superación de la promesa y la figura del antiguo testamento. Fue durante el siglo IX, en territorio franco-germano, cuando empezó a emplearse el pan ázimo, no fermentado, para la eucaristía. No se sabe bien cuál era su motivo: ¿por deseo de imitar la pascua judía?; ¿un intento de mostrar una mayor diferencia entre eucaristía y comida natural?; ¿énfasis en la "pureza» del pan, sin fermento? Roma se resistió a la «novedad»; pero no tardó en asumirla para terminar imponiéndola. Los orientales no lo aceptaron y fue un motivo de fuerte controversia. En el concilio de Florencia se afirmará su doble uso en el decreto para los griegos: pan ázimo o fermentado (DS 1303). De hecho, hoy día los orientales siguen celebrando la eucaristía con pan fermentado, para expresar mejor su categoría de comida. El vino a santificar Veíamos anteriormente cómo el vino apuntaba a los tiempos mesiánicos inaugurados por Cristo. Pero hemos de dar un paso más. Todo lo dicho sobre el vino en su simbología puede verse concentrado y ampliamente superado cuando Cristo mismo se llama «Vid verdadera» (Jn 15); y, sobre todo, cuando en la Última Cena pronuncia las entrañables palabras que en cada eucaristía actualizamos: "tomad y bebed todos de él; esto es mi sangre derramada por muchos". Además de la bebida y de la alegría
mesiánica y de la comunicación de su propia vida, aquí el vino de la eucaristía tiene ciertamente una expresividad profunda de la entrega sacrificial de Cristo en la cruz. Él es «vino-sangre» que sella la nueva alianza y para siempre entre Dios y la humanidad toda, como la sangre de los animales lo había rubricado en la antigua alianza del pueblo israelita en el monte Sinaí (Ex 24). Es evidente que Jesús realizó el rito del pan y del vino y que no cambió lo que hacían los judíos en su comidas festivas y pascuales. Lo que cambia es el contenido y el sentido del mismo rito, expresándolo con las palabras que lo esclarecen ("esto es mi cuerpo... ésta es mi sangre") e incluso cambia la forma de participar. Según la costumbre judía el padre come y bebe primero, y luego lo da a los comensales. Parece que Jesús ni comió ni bebió, sino que sólo dio a comer y beber a sus discípulos su propio cuerpo y sangre; esto es, él mismo se da como vida entregada por amor para la salvación. Durante los primeros siglos algunas corrientes ascéticas intentaron prescindir del vino en la eucaristía. Lo hacían por austeridad, ascesis, peligros de abusos, ideología gnóstica, economía... Pero la comunidad cristiana defendió el vino como elemento lleno de significado en la celebración eucarística. El vino a usar y del que comulgar ha de ser, como recuerda la propia Iglesia, "fruto de la vid"; es decir, natural y puro, sin mezcla de sustancias extrañas, que no éste corrompido. A la hora de elegirlo a lo largo de la historia, no se han hecho demasiados problemas de otra índole. Algunas veces se ha preferido el vino tinto, como en oriente; y otras veces el vino blanco, sobre todo en occidente a partir de que se introdujeran los purificadores en el siglo X\/1. Ahora, normalmente, se suelen utilizar los denominados "vinos de misa". La mezcla de un poco de agua con el vino En el momento del ofertorio o preparación de los dones, varios son los gestos simbólicos que quieren introducirnos en la comprensión del sentido de lo que allí se celebra. Entre ellos está un gesto, muchas veces apenas notado, que tiene su sentido: mezclar un poco de agua con el vino al preparar el cáliz eucarístico. Es un gesto sencillo que con el tiempo adquirió múltiples interpretaciones simbólicas y la actual reforma litúrgica posconciliar lo ha mantenido. Conocerlo puede ayudarnos a vivir mejor nuestra existencia eucarística. En tiempos de Cristo (y no sólo en Palestina, sino también en Grecia y Roma) normalmente no se tomaba el vino sin mezclarlo con agua, pues era demasiado fuerte. Por eso parece que Jesús, en la Última Cena, así como en sus demás comidas, tomó el vino mezclado con agua, aunque los relatos no lo mencionen, precisamente por su evidencia. La misma costumbre se siguió desde el principio, y en todos los ritos de la Iglesia oriental y occidental (excepto entre los monofisitas armenios). Ya san Justino (en el siglo II) da testimonio de ello. Y san Cipriano, frente a los
rigoristas y ascetas (los «acuarios») que pretendían cambiar el vino por agua, habla de esta mezcla, dándole un significado que será muy acogido. Entre las diversas interpretaciones dadas, podemos destacar estos sentidos: l
l
l
Es un símbolo de la unión del pueblo cristiano con Cristo (san Cipriano): la humanidad es el agua, el vino simboliza la sangre de Cristo; ambos, unidos e inseparables, forman el contenido simbólico del cáliz. De la mano de san Ambrosio se interpreta a la luz de Jn 19,34, que narra cómo brotó del costado de Cristo agua y sangre: así la eucaristía es una "representación" de toda la pasión de Cristo. Frente a las desviaciones teológicas en torno a Cristo, se quiso ver en esta mezcla un símbolo de las dos naturalezas de Cristo (humana y divina), y por ello los armenios monofisitas no lo recogerán en sus ritos.
CLAVE 11
Entonar un cántico nuevo Todavía hoy se oye decir que nuestras celebraciones eucarísticas resultan frías y aburridas. La participación es generalmente pasiva y deja que desear respecto al nivel de encuentro con Dios, con los otros miembros de la asamblea y a la incidencia en las preocupaciones vitales de la humanidad. La audacia del Vaticano II al sustituir el latín por las lenguas modernas fue sólo el primer paso en esta dirección. El hecho de entrar en diálogo con Dios como el pueblo de los liberados que entona un cántico nuevo, aunque procede de Cristo y es acción del Espíritu, necesita apoyarse en la mediación humana de los signos, de la palabra en armonía, como ya hemos visto, con los elementos simbólicos del cosmos, de la sociedad y de la Iglesia La comunicación verbal hablada Ésta es la forma más noble de la comunicación humana y, a la vez, la más eficiente. Por eso, la Iglesia, como "Iglesia de la Palabra", la ha introducido abundantemente en sus ritos. Celebrar es: decir, proclamar, confesar, alabar, antes que hacer. Así pues, la comunicación por medio de la palabra hablada ocupa un puesto importante en la eucaristía. La liturgia exige la proclamación pública y en voz alta de los textos bíblicos y de la mayoría de los textos prescritos (oraciones, prefacio, etc.). De este modo, la palabra en la celebración está llamada a crear las situaciones siguientes: establece el contacto entre Dios y su pueblo en su
nivel más profundo mediante los diálogos y saludos; informa del motivo de la celebración o del acontecimiento central que se celebra, evocando los hechos y las palabras de la salvación, avivando la memoria, provocando unas emociones... en las lecturas y homilía; invita a expresar la alabanza, la súplica, el agradecimiento... en las invitaciones y aclamaciones; embellece la acción en algunos momentos con piezas líricas, como el prefacio y las bendiciones; explica el significado de los gestos y de los ritos en las moniciones y otras fórmulas; introduce en el misterio eucarístico por las fórmulas sacramentales. Gracias a la comunicación verbal la asamblea se constituye, alimenta su fe, responde a Dios y celebra su Palabra, ora, actúa y vive el acontecimiento pascual. Por ello es necesario cuidar los diversos códigos lingüísticos que hacen que sea posible este diálogo de salvación en el aquí y ahora de cada eucaristía. Además hay que tener en cuenta que existen otros códigos que van más allá y que contribuyen a reforzar, matizar o insinuar el diálogo: entonación, pronunciación, ritmo, enfasis...; a través de ellos se comunica un estilo y una espiritualidad. La comunicación por el canto y la música El canto da relieve, ritmo, melodía y profundidad a las palabras. A la vez, expresa sentimientos, cohesiona el grupo, crea comunidad, introduce un elemento de estética y contribuye al carácter festivo-pascual de la celebración (cf. Sant 5,13). Va más allá de sí mismo pues abre a los participantes a un campo mucho más allá de las ideas y conceptos. Mientras que en la palabra el sentimiento va envuelto en la idea, en el canto los sentimientos se manifiestan en un estado más puro y no se difuminan tan rápidamente. En este sentido el canto es una forma de rito y en determinados momentos de la celebración tiene una función sacramental al servicio de la participación en la misma. En la eucaristía el canto adopta varias situaciones. A veces se trata de un himno ejecutado a una por toda la asamblea; en él palabra y música tienen la misma importancia; el ejemplo más claro es el canto eucarístico del Gloria. La aclamación es otra situación como expresión concisa, intensa, cargada de emoción; el canto del amén y del aleluya son los ejemplos más notables. La meditación, en cuanto interiorización y apropiación personal de unas palabras -la palabra de Dios que se ha proclamado- o de unos sentimientos o actitudes litúrgicas, expresa una situación diferente a la del himno; la salmodia en general y el salmo responsorial en concreto son testimonio de ello. La proclamación lírica o canto de algunos ministros para toda la asamblea -como el prefacio, el pregón pascual, etc.- contribuyen a reforzar determinados momentos de la celebración y a consolidar vivencias y actitudes. La música sola como medio de comunicación sonora tiene peculiaridades propias en la liturgia. Ésta puede llenar los espacios de pausa y silencio en la celebración, por ejemplo después de la comunión, y acompañar
algunos ritos, por ejemplo durante la presentación de los dones y, naturalmente, antes y después de la eucaristía. Así se puede ayudar al recogimiento a la vez que está siendo estímulo y manifestación de una participación más plena. El silencio como soledad sonora De hecho, la asamblea celebrante permanece en silencio durante bastantes ocasiones; pero no está muda. Una gran posibilidad lingüística de acceso a Dios -aunque pueda parecer paradójico- es el silencio. Lógicamente no nos referimos al silencio como mera negatividad, como ausencia de sonido o de palabras; eso sería, más bien, mutismo. Nos referimos al silencio como lenguaje, como expresión, como capacidad de escucha que se convierte en capacidad de apertura al misterio, hacia su grandeza y, consecuentemente, la incapacidad humana para traducirlo en palabras. La liturgia nos educa en la escucha. Escuchar es hacer propio lo que se proclama. No es algo pasivo; es una actitud positiva y activa. Es atender, ir asimilando lo que se oye, reconstruir interiormente el diálogo íntimo. El silencio es un viaje al interior y a la realidad más profunda del Misterio de nuestra fe. Es nuestro gesto de respuesta a Dios porque ahí hallamos la fuente y el alimento de nuestra fe. Al que sabe callar y hacer silencio, todo le habla, todo le resulta elocuente. Dios se hace encuentro y comunión. Sólo el silencio activo y compartido con la comunidad, en armonía con la comunicación sonora y gestual, hacen posible que nos introduzcamos en la celebración. Porque el silencio es parte integrante de la celebración; es espacio humano y espiritual para la interiorización y la contemplación. Hablamos del silencio de los místicos, el silencio convertido en adoración y respeto del misterio. Es la "música callada" y la "soledad sonora" de san Juan de la Cruz: "mi Amado, las montañas / los valles solitarios nemorosos, / las ínsulas extrañas, / los ríos sonorosos, / el silbo de los aires amorosos, / la noche sosegada / en par de los levantes de la aurora, / la música callada, / la soledad sonora, / la cena que recrea y enamora". El silencio es, en definitiva, una profunda actitud espiritual que expresa una gran densidad humana: dejar a Dios ser Dios, más allá de nuestras categorías siempre estrechas y tendentes a la idolatría que pretenden fabricar dioses a la medida de nuestros deseos infantiles. Por eso el silencio —a veces exterior, siempre interior— es algo connatural a la oración. Precisamente porque nuestras celebraciones constan de muchas palabras, han de valorar y potenciar también "el silencio sonoro". Así se favorece el encuentro profundo con Cristo presente y las actitudes propias de toda eucaristía: alabanza, petición, acción de gracias... Y todo ello "en Espíritu y verdad", entonando el cántico nuevo desde el susurro silencioso del corazón agradecido y agraciante.
CLAVE 12
Glorificar a Dios con nuestro cuerpo En nuestras celebraciones predomina demasiado lo racional y lo discursivo sobre la expresión corporal en todas sus manifestaciones. Ello ha empobrecido toda la liturgia; y, sin embargo, en ella los gestos ocupan un puesto esencial, no sólo como apoyo de la palabra (por ejemplo, cuando el presidente que ora extiende las manos) sino también como movimiento corporal expresivo por sí mismo (por ejemplo, el beso o saludo de la paz). Por medio de los gestos nos podemos introducir más en lo que celebramos. Con ellos se expresa la adoración, la escucha, el ofrecimiento...; y por medio de ellos el presidente pone de manifiesto que Dios acoge, habla, perdona, santifica, bendice... Estamos llamados a celebrar desde la totalidad de nuestro ser. Nuestro cuerpo no sólo oye o ve o hace gestos; también tiende a moverse y caminar, más o menos con ritmo, expresando la alegría, la comunión y la fiesta. Deberíamos hacer más común la recomendación que el Directorio de la misa con niños indica: "entre las acciones que se entienden como gestos, merecen especial mención las procesiones y otras acciones que llevan consigo la participación del cuerpo" (n° 34). En definitiva, ya que somos templos del Espíritu, Pablo nos recomienda: "Glorificad a Dios con vuestro cuerpo" (1Cor 6,20). Caminar y danzar Caminar es símbolo de la vida. Cuando lo hacemos con otros manifestamos la común voluntad de avanzar hacia una meta. Los cristianos caminamos en procesión en fiestas especiales (Semana Santa, Corpus, fiestas patronales y populares, rogativas...). Aunque a veces se mezclan con expresiones meramente folklóricas, suelen ser vivencias profundas de densidad humana y cristiana. De modo más extraordinario, realizamos peregrinaciones hacia algún santuario de renombre. Ello es expresión de un pueblo en marcha, de metas soñadas, de propósitos decididos. El peregrino experimenta normalmente un cambio interior: sale de su ritmo habitual, se toma tiempo, sufre no pocas veces las penalidades del camino, rompe con algo, se abre a horizontes nuevos, se reencuentra consigo mismo y orienta su vida desde los valores que buscaba en la meta. Lo normal es que las procesiones y las peregrinaciones encaminen a sus protagonistas hacia la celebración de la eucaristía. Incluso en su ritmo más cotidiano, hay dos gestos de marcha que no hemos de olvidar: "entramos» en la iglesia al principio, acudiendo cada uno porque hemos sido invitados a la Pascua como Iglesia peregrina; y todos (‹salimos» al final, cada uno a sus ocupaciones con una dispersión en medio del mundo que tiene mucho de envío y misión. Pero dentro de la propia
celebración cabe destacar cuatro procesiones con una pedagogía y un ritmo propios. La entrada de los ministros al comienzo, mientras la asamblea canta: el que preside significa a Cristo y así, se va constituyendo toda la asamblea celebrante. La procesión antes del evangelio, para significar la densidad del momento: Cristo mismo nos va a dirigir su propia Palabra liberadora. La procesión con los dones, donde expresamos mediante los dones que queremos ofrecer nuestra vida al servicio de los demás, en especial, con los más pobres. Y finalmente, la procesión a la comunión: avanzamos fraternalmente para participar del mejor don de Cristo, su cuerpo y sangre. Un lenguaje muy cercano a éste es el de la danza. Siempre condensa grandes sentimientos humanos y religiosos. En algunas ocasiones celebrativas puede ser una expresión de nuestros sentimientos ante Dios y de nuestra fraternidad festiva. "Bailar para Dios" o ante la imagen de la Virgen o del Santo, gestualizar el padrenuestro o una parábola, acompañar con palmas un canto rítmico -hay cantos que piden movimiento y ritmo-, puede ser, no una profanación, sino una expresión más rica de la fe. Rezar con el cuerpo La expresividad de la persona humana engloba toda su unidad: espíritu y corporeidad. La persona, toda ella, con su identidad entera, está en relación con los demás, y está, igualmente, en la presencia de Dios. Expresamos nuestros sentimientos interiores no sólo de palabra sino también con nuestra gestualidad. Con ella y en ella, por una parte, se expresa la actitud de la fe, y por otra alimentan y favorecen esa actitud. Y lo mismo sucede a nivel comunitario. Aparte de otras, tres son las clásicas y principales posturas corporales de los cristianos que participan en la celebración: 1. De pie: como pueblo sacerdotal y familia de Dios. Estar de pie es característico del hombre, frente a la mayoría de animales, en cuanto rey de la creación. Ha sido la postura más común entre los judíos y los cristianos de los primeros siglos. Oramos de pie en la entrada procesional, en la escucha del evangelio, en la oración universal, siempre que el presidente -en nombre de toda la asamblea- eleva a Dios su oración y en todo el proceso de preparación a la comunión. Esta es la mejor expresión corporal de aquella actitud de redimidos que mostramos en el diálogo inicial del prefacio: "Levantemos el corazón. Lo tenemos levantado hacia el Señor". 2. De rodillas: penitencia y adoración. Esta postura es muy expresiva
de algunas actitudes interiores. En la eucaristía ha quedado disminuida: nos arrodillamos durante la consagración. Así entendemos y expresamos la adoración y admiración ante el
misterio eucarístico. Al rezar individualmente, cuando estamos ante el Santísimo o pasamos por el sagrario, queremos vivir sintiéndonos pequeños y pecadores y nos dirigimos a Dios que tiene preferencia por los pequeños y los pecadores. 3. Sentados: receptividad y escucha. Sentados estamos en paz, distendidos, aspectos que favorecen la concentración y la meditación. "Estarán sentados durante las lecturas que preceden al evangelio, con su salmo responsorial, durante la homilía y mientras se hace la preparación de los dones en el ofertorio; también, según la oportunidad, a lo largo del sagrado silencio que se observa después de la comunión" (OGMR 42). Oler y contemplar El sentido olfativo también es otro elemento que nos ha de ayudar a introducirnos más en lo que celebramos. El incienso —símbolo de las oraciones de los santos (Ap 5,8;83s.; Sal 141,2)— es un elemento comunicativo multisensorial, sobre todo en las liturgias de oriente, al que no sólo se ve y se huele, sino que se oye, porque los incensarios llevan campanillas y cascabeles. Lo usamos no sólo en la eucaristía, sino también, acompañado de fuego, en el rito de la dedicación del altar, y de manera muy expresiva en los funerales. Es importante que no sólo se vea, sino que huela. El bálsamo usado para la elaboración del crisma llena con su fragancia el lugar (cf. Jn 12,3), cuando se derrama sobre el altar y se ungen las paredes de la iglesia. Pero cuando se unge la frente del confirmando, las manos del neopresbítero o la cabeza del nuevo obispo es para que transmitan a los demás con sus vidas "el buen olor de Cristo" (cf. 2Cor 2,15). Junto a ello, la celebración eucarística está rodeada de imágenes sagradas, de iconos, elementos figurativos u ornamentales. Esto nos ha de ayudar a verlas para llegar a contemplar al sólo Santo, Dios. Todo ello "habla" y transmite un mensaje comprensible para todos.
CLAVE 13
La fiesta y el domingo en clave humano-cristiana La dimensión festiva de la eucaristía debe ser abordada desde una perspectiva más amplia que la estrictamente litúrgica. Lo cristiano nunca puede prescindir de los elementos antropológicos sobre los que se asienta. No basta con analizar o reivindicar los aspectos festivos del culto cristiano. Ello constituye una dimensión importante. Pero, para que se muestre así, primero hay que descubrir y potenciar la dimensión festiva de toda la vida cristiana. Sólo cuando la vida cristiana se desenvuelve en
un clima de alegría festiva y de gozo evangélico en la presencia del Espíritu es posible hacer fiesta y celebrar una liturgia dominical gozosa y exultante. Ruptura del tiempo cronológico Las vivencias religiosas siempre se desenvuelven en una plataforma temporal. El hombre construye la historia y, sobre todo, mediante celebraciones rituales, conecta con los grandes acontecimientos salvíficos, realizados por los dioses y héroes en el tiempo primordial. Gracias a la celebración del rito el tiempo cronológico se rompe para transformarse en tiempo sagrado. La celebración del ritual en las comunidades arcaicas está constituida por una enorme gama de gestos y acciones simbólicas: danza, canto, baños lustrales, comidas sagradas, etc., indicando siempre una ruptura con lo cotidiano. Ahora bien, todo ello no queda reducido al momento puntual de la celebración del rito, indicando cierta sacralización de la vida misma: entonces la celebración ritual se convierte en punto culminante y máxima expresión de la experiencia humana. La fiesta supone una ruptura del tiempo cronológico para transformarlo en tiempo sagrado. Fiesta, celebración, gratuidad y fantasía Celebrar es en primer lugar proyectar nuestra mirada hacia el pasado; dirigir nuestros ojos y nuestra memoria hacia e/ acontecimiento primordial salvador, que constituye precisamente el objeto y el motivo de la celebración. La celebración festiva presupone, además, una convocatoria: la comunidad necesita ser convocada formalmente para celebrar fiesta. Esta convocatoria se interpreta en términos de pregón gozoso, de buena noticia, de anuncio solemne. La comunidad convocada se reúne en asamblea para celebrar el acontecimiento que da origen a la fiesta. A través de la celebración festiva se conmemora la salvación por el rito y la comunidad reunida se incorpora al acontecimiento para experimentarlo y compartirlo. La fiesta precisa tener sentido por sí misma, liberada de toda utilización, desde la gratuidad. Es una afirmación gozosa de la vida y del mundo. Celebrar una fiesta, en este sentido, es reconocer que la vida es radicalmente buena, que el mundo es bueno. Pero proclamar la bondad radical de la creación es celebrar la bondad original e inédita del Creador. De esta afirmación gozosa del mundo y de Dios surge la actitud de alabanza y de acción de gracias como expresión de la alegría profunda que embarga a quienes celebran la fiesta. Por ser gratuita, la fiesta está dotada de un sentido lúdico. Entendida la fiesta en esta clave, debe ser vivida como pura expresión; expresión gozosa, alegre, exultante. Expresión de una vida que se sabe salvada y
redimida en su misma raíz. Uno de los ingredientes esenciales de la fiesta es la fantasía. Ésta permite al hombre soñar, proyectar nuevas formas de existencia humana, nuevos estilos de convivencia, estructuras sociales nuevas, nuevos modos de entender la vida, la historia y el mundo. Así, la celebración festiva, además de ser memoria agradecida del pasado, se proyecta hacia el mañana, haciéndonos soñar un futuro nuevo como contrapartida del presente. Mediante el rito festivo, el futuro no sólo se proyecta y se anuncia, sino que se anticipa y experimenta como una nueva creación anhelante del «sábado eterno». La fiesta primordial cristiana: el domingo Indudablemente la eucaristía constituye el eje central de toda la vida cristiana y de toda la experiencia celebrativa de la Iglesia. La razón radica en que a través de la eucaristía la comunidad cristiana conecta con el acontecimiento salvador, que en este caso es el misterio pascual de Cristo, y anticipa el futuro de la promesa. Por ello, cada vez que la comunidad cristiana celebra la cena del Señor experimenta el gozo de su presencia. Ahí se halla la grandeza de la eucaristía. La cena del Señor ha sido celebrada siempre en la Iglesia con regularidad, cada semana, con un ritmo mantenido celosamente, con perseverancia, cada primer día de la semana. Es importante entender la eucaristía dentro del discurrir del tiempo, celebrada en días determinados, que vuelven periódicamente y marcan un ritmo. El primer día de la semana -denominado por los romanos «día del sol— será llamado por los cristianos ‹día del Señor», o más exactamente «señorial». Este día es denominado «señorial» no porque sea un día especial, sino por ser el día en que la comunidad cristiana se reúne para celebrar la eucaristía. Al celebrar este memorial, la comunidad cristiana se incorpora mistérica y sacramentalmente a la victoria del Señor. Por eso, el domingo, «día señorial» -día en que la comunidad cristiana celebra en la eucaristía el Señorío de Cristo- ha sido denominado por el concilio "fiesta primordial" (SC 106). La dimensión festiva del domingo aparece evidenciada desde los tiempos constantinianos, al ser considerado como un día de descanso. La Iglesia entendió siempre el descanso dominical como una forma simbólica de expresar la libertad de los hijos de Dios y la alegría de los redimidos. El tiempo libre o tiempo del descanso ha de permitir experimentar con cierta espontaneidad la libertad, la existencia redimida, la paz, la alegría, la redención, la familiaridad, de suerte que la comunidad cristiana tenga en ese tiempo libre una referencia clara para descubrir la cercanía de Dios, su reconciliación, fraternidad y solidaridad. ¡Sin la celebración dominical no podemos vivir! Volvamos la mirada al año 304, cuando el emperador Diocleciano prohibió a los cristianos reunirse los domingos para celebrar la eucaristía
y construir locales para sus asambleas. En Abitene, pequeña localidad del actual Túnez, cuarenta y nueve cristianos fueron sorprendidos un domingo cuando reunidos celebraban la eucaristía, desafiando las prohibiciones imperiales. Arrestados fueron llevados a Cartago para que los interrogara el procónsul. Fue significativa la respuesta que Emérito dio al procónsul, que le preguntaba por qué razón habían inflingido la severa orden del Emperador. Respondió: «Sine dominico non possumus»; es decir, sin reunirnos en asamblea los domingos para celebrar la eucaristía, sin la cual no podemos vivir. Resulta interesante esta narración situada en los primeros años misioneros de la Iglesia. Dichos cristianos fueron torturados y martirizados; murieron, pero vencieron. Esta experiencia ha de llevar a reflexionar a los cristianos del siglo XXI. Nos ha de conducir hacia una vivencia de la eucaristía como una necesidad gozosa y festiva para el cristiano; así, se puede encontrar la energía necesaria para el camino que se ha de recorrer cada semana. Se precisa redescubrir la alegría del domingo cristiano, en cuanto que la eucaristía es el "sacramento del mundo renovado", desde la resurrección de Cristo, el primer día de la semana.
CLAVE 14
Una participación activa y significativa Tras haber expuesto la múltiple simbología que nos introduce como Iglesia en la celebración eucarística y su carácter festivo, ahora llega el momento de recapitular todo ello. El objetivo pretendido es lo que en el Vaticano II denominó "participación activa de los fieles". Con ello se busca que la acción litúrgica sea significativa entre las personas y comunidades que celebran. Ciertamente la celebración es ante todo acontecimiento agraciado del Dios trinitario que inserta gratuitamente su salvación en el entramado personal, histórico y comunitario. Pero, por eso mismo, hemos de esforzarnos para que esa acción agraciada sea significativa en nuestras vidas, en la Iglesia y en la historia. Participación activa El concilio Vaticano II —deseoso de devolver a los fieles el protagonismo efectivo que les corresponde en las acciones litúrgicas— sancionó la expresión "participación activa de los fieles". El ideal conciliar radica en que sea plena, consciente, activa y fructuosa (SC 11, 14), interna y externa (SC 19, 110). Participación en acto (SC 26), propia de los fieles (SC 114), comunitaria (SC 27), en asamblea (SC 121), ordenada y sinfónica (SC 28s.). Señala el origen del derecho y del deber de la participación en el sacerdocio bautismal (cf. SC 14; LG 10s.). La razón última de esta participación está en la naturaleza de la liturgia (SC 2, 11,
14, 41; LG 26). Igualmente, ha urgido la puesta en práctica de los medios que la hacen posible: la formación litúrgica (SC 14-19), la catequesis mistagógica (SC 35), la homilía (SC 35, 53; DV 25; PO 4), los cantos y respuestas, los gestos y posturas corporales (SC 30), las moniciones (SC 35). Pero el concilio no se contentó con esto. Para animar a la participación esbozó la más amplia reforma litúrgica que ha conocido la historia, yendo más lejos de lo que el movimiento de renovación de la vida litúrgica venía propugnando desde el siglo XVI. Respecto a las opciones asumidas de orientación general conviene recordar algunos aspectos fundamentales recogidos en la constitución sobre la liturgia (SC) y que aún necesitan ser puestos en acción durante las celebraciones eucarísticas: sencillez, brevedad y claridad en los ritos (21, 34, 38 y 50); tradición y creatividad (23); supresión y cambio en lo accesorio (21, 50, 62 y 88); recuperación, innovación y desarrollo orgánico a partir de lo ya existente (23; 50; 106s.); enriquecimiento bíblico (24, 35, 51 y 91), acomodación al tiempo natural (88s.); legislación y rúbricas adecuadas (22, 31 y 126); ediciones litúrgicas aptas (25 y 117); lenguas modernas (36, 54, 63, 1001y 113); adaptación (37-40 y 63); canto y música (118-120); arte moderno (122, 125 y 130); etc. La participación activa, por tanto, no es algo accesorio o extrínseco a la finalidad cultual y santificadora de la liturgia. Es un elemento, en sí mismo, directamente santificador y cultual. Tiene como meta la vida cristiana o vida de los hijos de Dios que, bajo la acción del Espíritu, se transforman en ofrenda permanente y sacrificio espiritual (Rom 12,1), dando al Padre culto en Espíritu y verdad (Jn 4,23s.). La participación en las celebraciones litúrgicas -particularmente en la eucaristía- lleva a cabo el encuentro entre la existencia cristiana concebida y realizada como culto agradable a Dios (cf. 1Pe 2,5) y la celebración como momento ritual, simbólico y eficazmente sacramental. Participación comunicativa La eucaristía constituye el acontecimiento privilegiado del diálogo de salvación que Dios ha establecido como oferta desde la libertad de las personas. Por ser diálogo entre divinas Personas y hombres y mujeres concretos, de carne y sangre, también necesita comprenderse como comunicación. No cabe duda que el lenguaje litúrgico en su dimensión humana actualmente resulta problemático en su comprensión. Por un lado, es extraño al hombre contemporáneo. Por otro, la recuperación lingüística es abordada en muchas ocasiones como una nueva propuesta arqueológica de antiguos monumentos litúrgicos. De hecho, la acción litúrgica no resulta comunicativa en su sentido amplio. El cambio de paradigma epocal ha creado un profundo olvido de la precomprensión cristiana, agudizado particularmente en las celebraciones sacramentales. Por todo ello, se deben cuidar algunas dimensiones que en principio faciliten el hecho comunicativo que se requiere.
Participación simbólica El símbolo es vital para la comunicación, no tanto como formalización convencional de signos sino como figuración que radica en el originario de las personas. La palabra no es simplemente vestidura fonética de un concepto, sino su carne, su presencia viva y operativa. Cuando el símbolo litúrgico se anquilosa en el inmovilismo reiterativo y cuando la palabra se atrofia en las fórmulas el riesgo de incomunicación es más que hipotético: el silencio de los gestos produce hipertrofia de palabras y reduce la formula a verbalismo; mientras que el silencio de las palabras produce gestos de magia y reduce el rito a ejecución rubricista. Por ello, se necesita integrar en la eucaristía e/ dinamismo simbólico-narrativo. Participación antropológica Las personas concretas son el sujeto litúrgico y, por tanto, sus vidas se convierten en interlocutores; a ellos no basta con comunicarles cuestiones vitales (aun siendo muy necesario) sino en considerarles protagonistas de un diálogo originario y creativo. Para ello, la celebración litúrgica ha de propiciar una auténtica experiencia de Dios inserta en los propios dinamismos existenciales. Es cierto que la Iglesia capta y enuncia a través de su liturgia la experiencia de Dios dada por Cristo en el Espíritu; pero también lo es que por la tradición genuina en nombre de Dios la Iglesia es captada y envuelta en un misterio que está más allá. El mismo lenguaje en el cual expresa su experiencia le precede como experiencia. Entretejida con la vida, la historia y la cultura a través de la liturgia, la acción salvadora de Dios no es una oferta de gracia ultramundana que invite a los cristianos a trascender este mundo y a entrar en un ámbito sagrado de existencia, sino un acontecimiento enclavado en el presente de la historia que se relaciona con el particular ser cultural, social e histórico de las personas y pueblos. Participación performativa-pragmática La dimensión comunicativa de la liturgia conlleva una dimensión pragmática: se trata de un encuentro, de un intercambio, que transforme el corazón y las praxis de la vida por medio de la conversión y lleve a un compromiso existencial activo. Sólo así será posible que la implicación lingüística del símbolo desarrolle la propia eficacia (en especial desde la dimensión de encuentro con Dios) y que no se limite a una ilustración nocional o a una solicitud de emociones. Desde ahí es posible nutrir el acto de fe como acto de «inteligencia emocional»; esto es, que no se mantenga puramente en niveles racionales ni tampoco en sensibleras emociones, sino que conjugue con sabiduría razón y sentimiento de cara a vivir continuamente una existencia eucarística.
III LA MEMORIA BÍBLICA QUE NOS SUMERGE CLAVE 15
La pascua judía, memorial del éxodo La eucaristía cristiana necesita ser comprendida desde una clave que nos ofrece el antiguo testamento y que abarca a otras muchas: la cena pascual judía. En ella encontramos la más expresiva de las comidas sagradas judías, celebrada como memorial de la liberación, del éxodo, participando del cordero sacrificado en el templo, en un clima de bendición a Dios. Esto nos ayuda a comprender no sólo el misterio del mismo Cristo -que es presentado como el verdadero Cordero pascual que se entrega por todos- sino también a entender la eucaristía. Los evangelios sitúan e interpretan la Última Cena en un contexto pascual. La Iglesia pronto entendió la eucaristía como la nueva celebración pascual cristiana, que llevaba a cumplimiento los mejores valores de la judía. Origen de la fiesta de pascua La pascua es la fiesta más importante de los judíos y tiene raíces muy complejas y antiguas. Parece que se trata de la fusión de dos fiestas relacionadas en un primer momento con la vida natural. Una era la de la inmolación de los corderos en primavera, rito propio de los pastores nómadas que ofrecen a Dios las primicias de sus rebaños. Y la otra, más propia de los pueblos agrícolas y sedentarios, la fiesta de los panes ázimos, cuando se ofrecen las primicias de las cosechas. El pueblo de Israel, conservando estos ritos, les añadió en el marco de la fiesta de la primavera -y esto es lo importante y novedoso- el sentido de la liberación y la salida de Egipto, el éxodo, y la alianza en el monte Sinaí. Lo que podía haber sido tan sólo una fiesta cósmica se convirtió en el «memorial» de la salvación histórica obrada por Dios a favor de su pueblo. Los textos de Ex 12 y Dt 16 ya suponen la fusión de todos los elementos, antiguos y nuevos, naturales e histórico-salvíficos, dando lugar a la gran fiesta que se ce-lebraba en tiempos de Cristo y que aún es el punto central del año para los judíos. La palabra «pascua» que viene del hebreo «pesah», parece significar "cojear, saltar, pasar por encima", tal vez en alusión a algún salto de danzas rituales y festivas de las tribus más primitivas. Pero pronto, con la transformación que la fiesta sufrió en Israel —de lo agrícola y cósmico a
lo histórico y salvífico—, pasó a dar protagonismo no a los israelitas sino a Dios: Yahvé "pasó de largo" (saltó, pasó por encima) por las puertas de los israelitas en el último castigo infligido a los egipcios, y más tarde al paso del mar Rojo y al tránsito de la esclavitud a la libertad. El desarrollo de la cena pascual En tiempos de Jesús la cena pascual judía se desarrollaba en cuatro momentos, según la reconstrucción que las fuentes judías nos ofrecen por el tratado Pesa.him de la Mishná: 1. El «qidush» (santificación): tras haber servido la primera copa de vino, el más anciano pronuncia la primera bendición ("bendito seas tú, Señor Dios nuestro, rey del universo, creador del fruto de la vid..."). Todos beben su copa, se lavan las manos y traen a la mesa la comida. Un rito importante es que el padre parte el pan ázimo («matza») en dos porciones, una de las cuales guarda para ser tomada al final de la comida y la otra la va dando a los comensales. Cabe destacar que se abre la puerta invitando simbólicamente a los transeúntes que necesiten hogar. 2. La <‹haggadah» (relato): tras la segunda copa de vino, los niños preguntan al anciano "¿por qué esta noche es diferente a las otras noches?", y el padre comienza a narrar la historia y el sentido de la salvación. Pero deja claro el contenido memorial de la fiesta: "en toda generación cada uno está obligado a considerarse como si él mismo hubiera salido de Egipto... Todo esto ha hecho Dios en mi salida de Egipto (Ex 13,8): no sólo a nuestros padres redimió el Dios santo, bendito sea, sino que nos redimió con ellos". Todos beben la segunda copa y participan del cordero pascual. 3. La "birkat ha mazon» (acción de gracias): se sirve la tercera copa y el padre dice la bendición más solemne de la cena: "Bendito seas tú, Señor Dios nuestro, rey del universo, que alimentas a todo el mundo con bondad... Te damos gracias, Señor Dios nuestro, porque hiciste heredar a nuestros padres una tierra deseable... Apiádate, Señor nuestro, de Israel tu pueblo y de Jerusalén tu ciudad... Bendito tú, Señor Dios nuestro, rey del universo, Dios fortísimo...". 4. El ‹
Para los judíos la fiesta y la cena pascual son un auténtico acontecimiento y celebración de la salvación que Dios ha obrado en ellos, y se ha convertido en la cumbre de su teología y espiritualidad. Sus principales núcleos son éstos: -Es una celebración comunitaria, en familia amplia, con conciencia de ser el pueblo elegido de Dios. Por ello, la cena recrea continuamente su conciencia de pueblo. l
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Es una celebración que renueva cada año la alianza del pueblo con Dios, la que se hizo solemnemente en el monte Sinaí y ahora se actualiza (cf. Ex 13,3s.). Lo que celebran es la salvación pascual, con lo que significa de «paso» de la muerte (esclavitud, juicio e ira de Dios) a la vida (alegría, amistad con Dios, tierra prometida). Elemento característico es el cordero pascual. Éste es un auténtico símbolo de la etapa de la ofrenda primaveral de las primicias, del cordero sacrificado en Egipto, como también de los sacrificados mañana y tarde en el templo de Jerusalén. El pan ázimo, sin levadura, que utilizan toda la semana de la pascua, hay que interpretarlo -a la luz de Filón de Alejandría- como recuerdo simbólico de la aflicción, esclavitud, precipitación en la salida de Egipto, pobreza de vida (pan no acabado de hacer) (cf. Ex 12,39). El vino es otro de los elementos característicos de esta gran fiesta: los dones de la tierra prometida (racimos de uva), símbolo de la alegría (sobre todo escatológica), y con la idea que conlleva del sacrificio y de la sangre, que también en Ex 24 sirvió para sellar la primera alianza. Toda la cena ha de considerarse como punto de convergencia del pasado, del presente y del futuro. Del hecho histórico se hace memoria y se proclama con gratitud, pero con una mirada esperanzada al futuro mesiánico. La pascua será el paradigma de la salvación definitiva.
La cena pascual judía aparece así como una clave riquísima que resume toda la historia de al salvación: une más a la comunidad, la introduce y renueva en la alianza y comunión con Dios, invita a la alegría y acción de gracias, alimenta la esperanza mesiánica. Por ello, ahora entendemos mejor por qué el nuevo testamento ha entendido el misterio de Cristo en clave de nueva Pascua y los evangelistas han leído la eucaristía en contexto pascual.
CLAVE 16
Las comidas de Jesús, anticipación del Reino Tradicionalmente la teología cristiana ha situado el origen de la eucaristía (o en lenguaje más técnico "la institución de la eucaristía") en la Última Cena de nuestro Señor Jesucristo con los apóstoles. La Última Cena es un momento de una especial densidad en el marco del nuevo testamento. En esta cena se condensa de algún modo la enseñanza de Jesús, su misión, su destino, el sentido de su vida. Más aún, Jesús mismo (en la versión de Lucas y de Pablo en 1 Cor 11) invita a hacer «memoria» de él siempre que hagan «esto». Así, parece evidente que Jesús instituye algo e invita a los suyos a repetir, celebrar, actualizar lo que están viviendo en aquel momento especial e intenso. Sin embargo, hoy se tiende a no reducir el origen de la eucaristía a la Última Cena, sin negar la importancia y centralidad de este momento. El mismo hecho de que hablemos de Última Cena nos está ya indicando que ha habido otras cenas, otros banquetes, otras comidas anteriores que, de algún modo, culminan en aquella. Por ello, se habla de un "triple origen" o de la "triple raíz" de la eucaristía que comprendería las comidas del Jesús histórico o prepascual con los pecadores, la Última Cena, que no desaparece sino que adquiere una importancia y una centralidad más definida, y los banquetes del Resucitado con sus discípulos. Sentado a la mesa Los evangelios nos presentan a Jesús en múltiples ocasiones, como se dice en la plegaria II de la reconciliación, "sentado a la mesa". Hay que destacar que los banquetes del Jesús prepascual tienen una gran importancia que va mucho más allá de lo meramente redaccional o del recurso literario (situar a los personajes de una obra literaria en torno a la mesa). Las comidas de Jesús, en las que los comensales suelen ser pecadores -invitados o anfitriones-, vienen a ser un signo de la presencia escatológica del Reino, simbolizado y presencializado en los banquetes de Jesús, tal como lo habían anunciado los profetas (Is 25,6; 26,19). Aquel banquete que muestra el profeta idealizado y escatológico del día del Señor está ya aquí, aunque con unas características sorprendentes. Es el banquete mesiánico que anuncia la llegada del Reino esperado, pero el banquete se presenta de forma novedosa y desconcertante: los invitados (o los anfitriones) son los pecadores. Jesús asume y alaba la actitud del servicio («diakonein»), que se convierte así en servicio al banquete del Reino, que en el caso de Jesús llega hasta el extremo. Estos banquetes no aparecen en forma de promesa o de futuro idealizado, sino que son banquetes reales, actuales, palpables, en los que Jesús parece indicar que el Reino escatológico se ha hecho presente y ha irrumpido en nuestra realidad. De hecho, las comidas de Jesús habían llamado poderosamente la atención a sus
contemporáneos. Al menos Lucas lo subraya con mucha fuerza. En una religión étnica como era la judía —basada, por tanto, en la estirpe y en los lazos de la sangre— las reglas de los intercambios matrimoniales (connubium) y de los usos alimenticios y los ritos de la mesa (convivium) tienen una importancia trascendental. En estas cuestiones estaban en juego la fidelidad al pueblo, el respeto al orden social y el cumplimiento de la voluntad de Dios. El nuevo planteamiento que Jesús explicita con su obrar y hablar en torno a la mesa resulta provocante y desestabilizador. Él anuncia el Reino nuevo y ya operante entre los hombres. Baste recordar, que frente a las normas sociales, las comidas eucarísticas de los primeros tiempos acogían a mujeres, niños y esclavos. Con ello se exponían a acusaciones de grave inmoralidad y de subvertir el orden social. Así pues, no es de extrañar que se haya llegado a decir que Jesús fue crucificado por la forma en que y con quienes comía. Las comidas relatadas por san Lucas Siguiendo el relato de Lucas, las comidas prepascuales que se nos narran, constituyen dos series: la primera donde se celebran tres banquetes en el ministerio galileo de Jesús; y la segunda, a través del gran viaje hacia Jerusalén, donde aparecen cuatro. En ellas, Jesús habla y actúa como profeta y están orientadas a la comida con Jesús el Cristo, a la eucaristía. Ahora bien, cuando celebramos la eucaristía, comemos con Jesús, que también es el profeta. Y, por ello, debemos estar abiertos a su interpelación y dispuestos a unirnos a él en la labor de interpelar a otros. Tales son las exigencias de la solidaridad de la mesa eucarística, desde donde siguen brotando retos que nos interpelan con fuerza. Las tres primeras comidas lucanas relacionan la eucaristía con la llamada al discipulado entre los seguidores de Jesús. El primer reto que se plantea es el de la conversión, un proceso que implica a todos durante toda la vida: estamos en la casa de Leví (5,27-39); quienes comen con Jesús deben dejarse transformar por su presencia. El segundo reto es e/ de la reconciliación: es la gran comida en casa de Simón el fariseo (7,3650). Quienes comen con Jesús el profeta deben tender de buena gana la mano, como gesto de cordial reconciliación, a quienes se arrepienten y son perdonados. La reconciliación es un proceso constante. El tercer reto fundamental es el de la misión, siempre llena de sorpresas: es el de la fracción del pan en la ciudad de Betsaida (10,10-17). Quienes comen con Jesús el profeta deben estar dispuestos a acoger y alimentar a quienes acuden a oírle predicar sobre el Reino de Dios. Deben estar preparados para lo inesperado, sabiendo que nadie tiene por qué verse abrumado. La mesa eucarística no exige que sean los grandes bienhechores, sino que conduzcan a todos a compartir el pan del éxodo cristiano.
Las cuatro comidas del gran viaje que lleva hasta la pasión y la Última Cena se centran en cuestíones ministeriales y en actitudes de la comunidad de los discípulos y de la vida de la Iglesia. Así, el cuarto reto atañe a las condiciones de un servicio o ministerio auténticamente cristiano: es el reto de la hospitalidad en casa de Marta (10,38-42). Todos tienden a inquietarse y preocuparse por muchas cosas, descuidando la única necesaria: escuchar atentamente la palabra del Señor. Sin esto, todo pierde su valor cristiano. El quinto reto tiene que ver con la limpieza externa, ritual, que al mismo tiempo descuida la limpieza y purificación interior: es el del almuerzo en casa de un fariseo (11,37-54). Quienes comen con Jesús el profeta deben atender a la limpieza interior para no convertirse en fuente de escándalo que impida a otros adquirir las actitudes y el conocimiento de fe adecuados para comer en el Reino de Dios. El sexto reto atañe a la búsqueda de honores, privilegios y provecho personal, bien como invitado que busca el mejor lugar de la mesa, bien como anfitrión que invita sólo a quienes pueden reportarle honor y gratificación personal: es la cena sabática en casa de uno de los jefes de los fariseos (14,1-24). Para comer en el Reino de Dios, los invitados deben buscar el lugar más bajo; y el anfitrión ha de invitar a los pobres y a los desamparados. El séptimo reto tiene que ver con la justicia y la generosidad para con los pobres: es el reto de la hospitalidad en casa de Zaqueo (19,1-10). Jesús debe cumplir su misión trayendo en persona la salvación a los pecadores. Acoger a Jesús en la propia casa requiere que los cristianos actúen de manera justa, compensen cualquier injusticia, practiquen la limosna y sean solidarios.
CLAVE 17
La Última Cena: haced esto en memoria mía El canon romano, en la eucaristía vespertina de Jueves Santo, proclama de Jesucristo en la Última Cena: "el cual, hoy, la víspera de padecer por nuestra salvación y la de todos los hombres" -aspecto que la II de la reconciliación expone como "entregar su vida por nuestra liberación"-, mientras que la plegaria eucarística III introduce el texto joaneo (Jn 13,1) para esta celebración: "habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo", aspecto que también integra literalmente la IV. Ahora bien, no podemos entender adecuadamente esta cena de Jesús si no la situamos dentro del contexto general de su vida. En particular, es preciso mantener la mutua relación de las comidas con la Última Cena, y de ésta con las comidas, para comprender el sentido pleno de la eucaristía. De este modo los pasajes de las comidas de Jesús vienen a culminar en la Última Cena, donde Jesús ahonda más en la cercanía y
reconciliación de todos, sobre todo a través del signo del lavatorio de los pies, un servicio de criados y hasta de esclavos. Del mismo modo, como veremos, es necesario referir la Última Cena a las comidas con el Resucitado. Los relatos de la institución Son cuatro los «relatos de la institución» y están emparejados. Por una parte, están Mateo (26,26-29) y Marcos (14,22-25); y, por otra, Lucas (22,15-20) y Pablo (1Cor 11,23-26). A éstos hay que añadir el de Juan, quien si bien no nos transmite este relato, nos ofrece la narración del lavatorio en el contexto de la cena (Jn 13) y el discurso del pan de vida (Jn 6). Entre ellos, los investigadores observan algunas diferencias, pero presentan una tradición común variable desde acentos propios, que responde a la trasmisión del acontecimiento fundamental de la Última Cena. Resulta claro que la redacción de cada uno de ellos está influenciada por la liturgia eucarística que la comunidad ya celebra. Esto no quiere decir que sean inventados o que la comunidad inventó la celebración eucarística. Tanto los relatos de la Última Cena como la celebración eucarística de la comunidad serían inexplicables si no tuviera su fundamento en la voluntad expresa de Jesús, y en cuanto él hizo y dijo en aquella despedida, aunque la transmisión esté condicionada por los acentos de cada evangelista y por la práctica eclesial inicial de cada comunidad. Las semejanzas entre ellos son evidentes. Las cuatro perícopas destacan dos ritos de mesa típicamente judíos: la acción de gracias con el pan y luego con el vino, y su distribución entre los comensales. A estos gestos tradicionales Jesús ha añadido un contenido original: el pan ofrecido es puesto en relación con su cuerpo entregado a la muerte. El vino lo relaciona con su sangre derramada; esto es, con su muerte inminente, fundamento de la alianza definitiva de Dios con los hombres. Además, Jesús establece un puente entre su Última Cena y la nueva comensalidad en el futuro Reino de Dios. Un banquete en contexto pascual Una cuestión muy controvertida y de difícil solución es si la cena de despedida de Jesús fue o no fue una celebración de la pascua judía. Las indicaciones son favorables si atendemos a los evangelios sinópticos (Mc 14,16; Lc 22,15); pero el evangelio de Juan presenta otra cronología y sitúa la Última Cena en la víspera de la pascua (Jn 18,28). La cronología de los sinópticos y la de Juan parecen irreconciliables: ambos dicen que Jesús murió el viernes; pero para los sinópticos ese viernes fue el día de la pascua, mientras que para Juan ese día coincidió con la víspera de la pascua. Ahora bien, la datación exacta, a nuestro juicio, no es tan importante. Lo decisivo es poder afirmar que el contexto, el carácter y la
intención de esa cena tanto en los sinópticos como en Juan son pascuales. Asimismo es preciso reconocer el carácter pascual que la comunidad primera atribuye a la eucaristía, memorial de la nueva alianza, en la que el cordero pascual se inmola por la salvación / liberación de todos los hombres (cf. 1Cor 5,7; Jn 19,36). La Última Cena es un banquete pascual o, más exactamente, un banquete celebrado en un contexto pascual. El motivo pascual es evidente en Lc 22,15 ("icuánto he deseado celebrar esta pascua con vosotros antes de morid") y en el contexto narrativo de Mc 14,12-16 (los preparativos de la cena). Si no se puede identificar plenamente la cena con un banquete pascual, sin embargo el motivo pascual no puede ser eliminado de la cena, así como tampoco los temas tratados en la pascua: la liberación, la redención, la espera mesiánica, etc. La nueva Pascua cristiana De hecho, Cristo, como cabeza de la nueva humanidad, realizó el gran «éxodo»: Jn 13,1 muestra claramente que la nueva Pascua es el paso de Cristo al Padre, el verdadero 4ránsito». Hasta ese momento Juan habla de la "pascua de los judíos", y, desde aquí, de la "Pascua de Cristo". El nuevo testamento presenta a Cristo como el verdadero Cordero pascual, inmolado para la salvación de todos (cf. Jn 1,29.36; 19,36). La hora de su muerte es, para Juan, la de la inmolación de los corderos pascuales en Jerusalén. Por eso, Pablo exclama: "Cristo, nuestro cordero pascual, ha sido inmolado" (1Cor 5,7). Cristo, en la Última Cena, entrega su cuerpo; y su sangre es la sangre de la nueva alianza, en una relación que los relatos establecen con Ex 24 (sobre todo Heb 8s.). La nueva Pascua es la muerte de Cristo y la nueva celebración sacramental de esta Pascua es la eucaristía. Esta es la perspectiva que aparece en el relato de la Última Cena: el binomio «panvino», parece sustituir en el relato de Lucas (Lc 22) al clásico «corderovino». Allí Jesús interpreta su muerte como la manifestación más plena de la llegada del Reino y que por su autodonación y entrega en la cruz el banquete pascual hace presente el camino de Jesús al Padre haciéndonos partícipes de los bienes de su Reino, después de comer y beber el pan y el vino eucaristizados. E igualmente, cada eucaristía es la actualización permanente de aquella entrega por amor y para la reconciliación de todos los hombres. Tanto el misterio de Cristo como la eucaristía fueron comprendiéndose por la comunidad apostólica gradualmente bajo el prisma de la Pascua. Eusebio de Cesarea mantendrá que "los discípulos de Moisés inmolaban una vez al año el cordero pascual, pero nosotros, los del nuevo testamento, celebramos nuestra Pascua cada domingo... cuando realizamos los misterios del verdadero Cordero, por el que hemos sido redimidos" (Sobre la solemnidad de la Pascua, 7). Y san Agustín, por su parte, dirá que "de todo esto debemos tener continua meditación en la
celebración diaria de la Pascua... el memorial de la muerte y resurrección del Señor, en el cual recibimos cada día en alimento su cuerpo y su sangre" (Sermón de Pascua). Así pues, no es extraño que los textos litúrgicos centren su comprensión de la eucaristía en el memorial que en ella celebramos de la Pascua de Cristo. El prefacio de la noche pascual lo expresa densamente: "esta noche en que Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado, porque él es el verdadero cordero que quitó el pecado del mundo...".
CLAVE 18
Las comidas pascuales: le reconocieron al partir el pan Tanto la tradición de Lucas como la de Juan -y ambas se basan en fuentes muy antiguas- presenta una relación muy estrecha entre las apariciones del Resucitado y las comidas comunitarias que los discípulos celebraban después de la Pascua. Estas comidas enlazan, a su vez, con las comidas previas a la Pascua, las cuales encuentran su punto culminante en la Última Cena. Ello es así no sólo por su carácter de despedida, sino porque en ella Jesús explicitó un nuevo sentido a esa comida: la relación con su entrega, con su muerte "por muchos / todos". Reunidos en torno a la mesa Según los relatos de apariciones, no es Jesús quien reúne a sus discípulos, sino que la aparición del Señor se produce estando ellos reunidos previamente. Se puede suponer que la comunidad de discípulos había continuado las comidas comunitarias a las que Jesús les había acostumbrado. Puede ser que en tales ocasiones el recuerdo experiencia) de las comidas con el Jesús terreno (anuncio y presencia del Reino de Dios) y, sobre todo, la evolución de la Última Cena (junto con la experiencia de la muerte de Jesús) cobraran una calidad o densidad nueva, hasta convertirse en la experiencia viva de una presencia absolutamente original, pero muy real, del propio Señor. En todos los relatos evangélicos Jesucristo resucitado se hace presente en el marco de una comida. Más aún, cuando Pedro, en el famoso discurso de Hch 10 con motivo del bautismo de Cornelio y su familia, hace referencia a la resurrección de Cristo -utilizando una fórmula de sabor arcaico- y se expresa en los siguientes términos: "Dios le resucitó al tercer día y le dio manifestarse no a todo el pueblo, sino a los testigos de antemano elegidos por Dios, a nosotros que comimos y bebimos con él después de resucitado de entre los muertos" (Hch 10,40s.). La comida (comer y beber juntos) se ha convertido en el ámbito privilegiado de la
presencia novedosa del Resucitado. Apariciones del Resucitado y eucaristía Ello se hace patente —lleno de expresividad y fuerza teológica— en dos textos procedentes de ámbitos muy diversos y escritos con lenguajes muy diferentes. Nos referimos a la narración de los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35) y a la aparición del Resucitado en el lago (Jn 21). Los discípulos de Emaús descubren la presencia de Jesús en la ‹
El primer día de la semana Según los relatos de Jn 20,19ss. y Lc 24,36ss. (cf. Mc 16,14), la aparición de Jesús a sus discípulos tuvo lugar en un recinto en el que éstos estaban ya reunidos. Y Juan añade que ello ocurrió en "el primer diá de la semana" (20,19). La aparición a los discípulos con Tomás se realiza exactamente a los ocho días, o sea, también en "el primer día de la semana" (Jn 20,26). Es bueno recordar que fue costumbre de las primeras comunidades reunirse para celebrar la eucaristía exactamente en ese día: "el primer día de la semana" (1Cor 16,2; Hch 20,7). De este modo, podemos percibir la conexión interna entre las apariciones del Resucitado y la celebración comunitaria de la eucaristía: la celebración tiene lugar el día en que se hace memoria de la resurrección de Jesús, y que, por eso, no tardó en llamarse «día del Señor» o domingo (Ap 1,10; Didaché, XIV). La comida comunitaria de la comunidad primitiva se muestra como uno de los principales ámbitos de la presencia y de la «epifanía» (manifestación) del Resucitado. Esta misma comensalidad aparece como el lugar decisivo en el proceso de reflexión, purificación y maduración de la fe de sus primeros (y actuales) seguidores: desde la desconfianza e incredulidad inicial se pasa a la aceptación definitiva de su mensaje y de su persona. Este proceso está admirablemente simbolizado en el relato dramático de los peregrinos de Emaús, que alcanza su punto culminante en la comida y reconocimiento del Resucitado. Las apariciones son ilustraciones de su presencia invisible, indicios que confirman su presencia permanente. Bajo esta luz, la celebración eucarística se nos manifiesta como una prolongación -en el tiempo de la Iglesia- de las apariciones pascuales: el lugar privilegiado donde los creyentes realizamos en la fe la experiencia del Resucitado. La eucaristía, en definitiva, no es otra cosa que el Resucitado que nos alcanza en nuestro propio camino de Emaús, o sea, en el momento puntual de nuestra existencia histórica. En ella el Señor nos habla, nos invita a su mesa, y nos introduce en su Pascua, en su vida nueva. La celebración eucarística es la cena de la Iglesia en camino, que proporciona al pueblo creyente la certeza de la fe de que el Señor lo acompaña; compañía de aquel mismo Señor a quien, sin embargo, espera para los tiempos futuros.
CLAVE 19
Partían el pan con alegría y de todo corazón
Los Hechos de los Apóstoles mencionan varias veces la «fracción del pan» como una acción característica de la primera comunidad cristiana. Bien como sustantivo (fracción del pan: Hch 2,42), bien como verbo (partir el pan: Hch 2,46). Lucas alude a ello como algo conocido por los lectores y que no necesita mayor explicación, pues resultaba común para ellos celebrar la eucaristía. Únicamente se precisa que se realiza "en las casas", suponiendo un ritmo cotidiano: "unánimes y constantes, acudían diariamente al templo, partían el pan por las casas y comían juntos alabando a Dios con alegría y de todo corazón" (Hch 2,46). Tras el discurso de Pedro en Pentecostés, muchos se sintieron atraídos por su palabra y preguntaron: ¿qué hemos de hacer? Pedro les contestó: "arrepentíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados". Ellos se bautizaron, siendo incorporados a la Iglesia aquel día unos tres mil. No es casual que Lucas haya elegido este momento para situar el sumario de la eucaristía, pues ésta es la meta del proceso de incorporación a la Iglesia. La fracción del pan El término «fracción del pan» nos remite directa y exclusivamente al ámbito familiar de los judíos. Entre ellos el rito de partir el pan tenía la función de inaugurar la comida, tanto cotidiana como festiva, y se desarrollaba en tres momentos: el padre de familia, sentado, toma el pan y dice la bendición; a continuación le parte con las manos; por fin, distribuye los pedazos a los comensales. De este modo quedaba constituida la comunidad de la mesa. Cabe subrayar la oración de bendición, que cada uno de los comensales la hace suya con el «amén» final, y que tiene por objeto hacer participar a todos los presentes en la corriente de la bendición divina. Este rito resultaba familiar a cualquier judío desde la infancia. El mismo Jesús aparece realizándolo en sus tres momentos: tomar el pan dando gracias, partirlo y distribuirlo entre los comensales. Así sucede en los relatos de la multiplicación de los panes, en las narraciones de la Última Cena y con los discípulos de Emaús. ¿Cómo se ha llegado a esta denominación? Podemos pensar que se ha transformado el gesto inicial de toda comida judía en la designación de la eucaristía cristiana. La asistencia regular a la asamblea comunitaria Los primeros cristianos de Jerusalén "eran perseverantes en la enseñanza de los Apóstoles y en la comunidad de vida, en la fracción del pan y en las oraciones" (Hch 2,4s.). Tenemos aquí e/ esquema sintético y completo de una reunión eucarística. El texto se debe entender de modo sincrónico; es decir, todos estos elementos se suceden en la misma reunión. La expresión "acudían asiduamente" significa la asistencia regular a un servicio religioso de la comunidad.
Las asambleas de la comunidad tenián lugar en las casas. Las comidas del Resucitado habían acaecido en lugares no sagrados. Por eso los primeros cristianos defenderán que el culto no quede reducido a esos lugares sagrados. Celebraban sus asambleas "en una casa", "en casa", de forma "casera" o "de casa en casa". Así, aunque al comienzo compartían la fe judía en el templo, poco a poco los cristianos irán apartándose de él, ya que tenían conciencia de la gran novedad de la fe cristiana. Del templo judío pasarán a las casas, de las oraciones judías a la eucaristía cristiana, de celebrar la fiesta del sábado a realizarla el primer día de la semana. La enseñanza, la comunión y la alegría La celebración comunitaria comenzaba con dos momentos iniciales, sucesivos y complementarios. A la palabra inicial de Pedro en Pentecostés (primer anuncio) la palabra era profundizada de nuevo en forma de «didaché» (enseñanza desarrollada) para creyentes, porque era parte integrante de la celebración. La palabra de Jesús debía acompañar a la eucaristía. Incluso esta enseñanza iba avalada con una gran profusión de signos y señales: "muchos prodigios y señales eran realizados por los Apóstoles". Jesús había pedido a sus seguidores que vendieran sus bienes y los dieran en limosna (Lc 12,33); sin embargo la comunidad de Jerusalén los compartía, puesto que la asamblea eucarística incluye la koinonía (comunión). ¿De qué modo?: "y todos los creyentes vivían unidos, teniendo todo en común; pues vendían sus posesiones y bienes y los distribuían entre todos según la necesidad de cada uno"; además de las colectas realizadas a favor de los pobres de la ciudad. Que la colecta en las iglesias nacientes tiene una relación profunda con la eucaristía también se ve en Corinto (cf. 1 Cor 16,1 s.). Los fieles partían el pan "con alegriá". El término griego usado designa un himno jubiloso y de acción de gracias dirigido a Dios por su acción salvífica. Así, los primeros cristianos vivían la actitud profunda de la alegría que da el saberse salvados, distinta de la alegría que el mundo propone, y que les hacía contemplar al mundo y sus problemas desde una óptica nueva desde la fe. Según Lucas, la eucaristía anticipa en el tiempo la salvación escatológica pues es un encuentro con el Resucitado. En las primeras comunidades la causa principal de la alegría en las celebraciones eucarísticas no era tanto la espera de la venida definitiva e inminente del Señor, sino la conciencia de su presencia pascual-sacramental. Al igual que la presencia del Resucitado llenó de alegría a los primeros testigos y fueron aprisa a contarlo, los primeros cristianos vivían la alegría porque el Resucitado se hace presente en la fracción del pan y lo comunicaban con sus vidas en lo cotidiano. Espíritu y sentido de la fracción del pan
Podemos comprender cómo la primera comunidad testifica sobre la celebración de la eucaristía y en la que probablemente los gestos del pan y del vino (al principio y al final) enmarcaban el ágape fraterno. Del conjunto de testimonios se puede deducir el orden de las secuencias: reunión y encuentro de la comunidad el "primer día de la semana; palabra profundizada en fidelidad a Cristo y a la enseñanza de los Apóstoles; fracción del pan para la participación del cuerpo y de la sangre de Cristo, conmemorando la presencia del Señor muerto y resucitado; unión de esta fracción del pan con la comunicación de bienes (colecta); y relación de la eucaristía con la vida cristiana entera: misión y oración permanente. En cuanto al sentido que la daban desde los testimonios en su conjunto se puede resaltar lo siguiente: la importancia de la eucaristía en relación con otros elementos constitutivos de la vida cristiana (anuncio misionero, palabra, caridad, comunión); el carácter alegre y gozoso de la celebración; la prioridad del signo del banquete o comida fraterna; su dimensión de memorial de la Pascua de Cristo; su clara conciencia de unidad eclesial (la asamblea que se reúne a menudo); una vivencia fraterna que acoge a todos; y su dimensión escatológica, pues se celebra en la espera del Señor Jesús. La comunidad cristiana clamaba la oración del Maranatha (¡Ven, Señor Jesús!), porque comprendía la eucaristía como un suspiro para que vinieran los cielos nuevos y la tierra nueva al mundo.
CLAVE 20 Cena del Señor, Iglesia y fraternidad El apóstol Pablo nos habla en 1Cor de "una tradición" que ha recibido, refiriéndose a la institución de la eucaristía por parte de Jesús. A nosotros no nos interesa detenernos tanto en esa cuestión sino en las líneas eucarísticas que el Apóstol de los gentiles desarrolla en sus escritos. De hecho, tan sólo alude a ella directamente en dos ocasiones (1Cor 10,14,22 y 11,17-34). Y lo realiza de forma indirecta, saliendo al paso de las dificultades y abusos que se daban entre los miembros de la Iglesia en Corinto. Sin embargo, la importancia que la eucaristía tiene para Pablo ha sido destacada por sus estudiosos: algunos hablan de que la eucaristía es para él «la llave» de la reflexión sobre la Iglesia, y otros de que es «el centro e índice» de toda la realidad cristiana de la salvación. La cena del Señor Pablo utiliza la expresión «cena del Señor» —única en el nuevo testamento, aunque bastante similar a la de «mesa del Señor», usada también por él— para indicarnos que la eucaristía depende y está en
continuidad con la Última Cena que Jesús celebró con sus discípulos la víspera de su pasión, a la vez que también es anticipación del banquete escatológico de las bodas del Cordero (cf. Ap 19,9). La cena, o ágape fraterno, se refiere concretamente a la comida de hermandad que los cristianos corintos celebran en el marco domestico (en casa de alguno más pudiente) junto con el rito eucarístico. Pero esta asamblea no se reduce a un habitual y común ágape de los del ambiente greco-romanos de esta época: es la cena del Señor, pues está íntimamente motivada por el encuentro con el Kyrios, el Señor resucitado. Dicha denominación evoca inmediatamente otra expresión, también única en todo el nuevo testamento: "día del Señor" (Ap 1,10). Así queda patente la conexión interna entre estas tres realidades fundamentales: el domingo, la eucaristía y la resurrección. El cuerpo eclesial-eucarístico Pablo resalta profundamente la íntima relación que existe entre el cuerpo eclesial (ser miembro de la Iglesia) y el participar del cuerpo eucarístico de Cristo (celebración de la cena del Señor). Porque se es un solo cuerpo eclesial, se participa del único cuerpo de Cristo; y porque se participa del único cuerpo de Cristo, se debe también permanecer en la unidad del cuerpo eclesial, superando toda división y discriminación. El hecho de que el mismo Pablo use la palabra «koinonía» nos está indicando que se trata de una comunión y participación integral y plena, tanto de la persona de Cristo, como del cuerpo de la Iglesia: "porque, aun siendo muchos, un solo pan y un solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan" (10,17; 11,20-22). Así pues, existe una estrecha relación entre la cena del Señor, que Pablo transmite siendo fiel a la tradición recibida (11,23s.), la comunidad eclesial que se reúne en asamblea eucarística para celebrar y conmemorar esta cena (11,17- 21), y la participación en la misma eucaristía expresando la unidad de la fe en el mismo Señor. Lejos de poder combinarse con los banquetes sagrados paganos, el comer y el beber del cuerpo y de la sangre del Señor supone, expresa y exige la unidad eclesial, que no es compaginable con ninguna división o ruptura eclesiales. Posteriormente, san Agustín, siguiendo el pensamiento paulino, será muy tajante: "Quien no está en el cuerpo de Cristo, no come el cuerpo de Cristo" (La Ciudad de Dios, XXI, 25,3). Eucaristía y fraternidad La comunidad de Corinto se reunía al menos una vez a la semana (probablemente el domingo) para celebrar la cena del Señor. Pero Pablo ha de responder al hecho del injusto comportamiento de algunos en este encuentro: los ricos, que son los primeros en llegar, comienzan a comer y beber "su propia cena", sin esperar a los pobres que llegan más tarde, acabado su trabajo. Y, mientras aquellos llegan a saciarse e incluso
emborracharse, éstos pasan hambre, quedando así herida la comunión fraterna. Pablo critica duramente esta actitud por motivos ético-sociales y comunitario-eclesiales: es muestra de división y cisma (1Cor 11,18s.); está en contradicción con el mandato y significado de los que es comer la cena del Señor; supone una injusticia en la comunicación de bienes; es una humillación para los más pobres; e implica un desprecio hacia la "Iglesia de Dios" (cf. w. 20-22). Además, su crítica también se basa en razones cristológicas y eucarísticas: se opone a lo que Jesús hizo y mandó en la Última Cena; la entrega amorosa de Cristo no se puede compaginar con el egoísmo de quien sólo piensa en sí; además, hemos de anticipar generosamente la última venida del Señor; y, cuando así se obra, la participación eucarística no sirve para la salvación sino para la condena, pues la falta de caridad y justicia con los demás hace que la eucaristía sea juicio, y para evitarlo se precisa que cada cual se autojuzgue a sí mismo, revisando su comportamiento (cf. w. 22-31). El juicio fraterno de Cristo, desde su amor a todos, manifestado en la Pascua, se prolonga ahora en la celebración de la cena del Señor. Participar en la eucaristía significa discernir el cuerpo y la sangre de Cristo; es decir, autojuzgarse sobre las actitudes respecto al amor, la justicia, la solidaridad y la comunión con los hombres y mujeres. Ciertamente, es el amor de Cristo a todas las personas, y no el amor del cristiano a los demás, lo que constituye la fuente de sentido de la eucaristía. Pero el amor a todos viene exigido del mismo amor de la vida, misterio y Pascua de Cristo que vivió siempre en actitud de proexistencia, a favor de todos; y quienes participamos de su Pascua en la eucaristía estamos llamados a vivir y a trabajar desde y para la fraternidad eclesial y universal. Cena del Señor y existencia cristiana Aun cuando Pablo trata la eucaristía explícitamente sólo en la primera carta a los Corintios, ésta es el fundamento implícito de su comprensión de toda la existencia cristiana. Puesto que somos el cuerpo de Cristo mediante nuestra participación en su cuerpo eucarístico, también hemos de participar del destino de Cristo. Lo mismo que, por amor, Cristo entregó su vida por nosotros (2Cor 5,14; Gál 2,20), también nosotros, en unión con él, debemos ofrecer nuestra existencia "como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios" (Rom 12,1). Esto significa no sólo dedicar nuestras vidas a su servicio, sino morir cada día a nuestra antigua condición de pecadores, para que la vida de Cristo resucitado pueda manifestar su gloria y poder en nuestra existencia. Siempre hemos de llevar "en el cuerpo la muerte de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo" (2Cor 4,10). El horizonte final de participar del cuerpo y sangre del Señor es nuestra conformación —como miembros vivos de la Iglesia— con su cuerpo
sacrificado y resucitado —en bien de la reconciliación del mundo—, uniendo nuestra muerte a la suya: "por tanto, si hemos muerto con Cristo, confiemos en que también viviremos con él" (Rom 6,8; cf. 2Tim 2,11 y Fil 2,17).
CLAVE 21
El pan de Vida que lleva a la diaconía El testimonio del evangelio atribuido a Juan es paradójico. Sin duda es el evangelista que más habla de la eucaristía, pero no trae el relato de la Última Cena en sus largos capítulos sobre la última comida (cf. Jn 13-18). ¿Conocía Juan el relato de la cena? De hecho, él lo conocía y las comunidades creadas en torno a él la celebraban. Sin embargo, el evangelista se interesa más por la profundidad de los gestos que por los mismos gestos, más por el contenido de las realidades que por una descripción de tipo ritual. Es el autor que, más profundiza en su comprensión, sobre todo en su capítulo 6 (el discurso del Pan de vida), pero también en el 13 (el lavatorio de los pies), en el 15 (Cristo, verdadera vid que comunica la vida) y en 19,34 (la sangre y el agua que brotan del costado de Cristo en la cruz). El discurso del pan de vida El capítulo 6 —dentro del llamado «libro de los signos», manifestaciones de la identidad de Cristo— nos ofrece una profunda reflexión sobre la eucaristía. 1. Se nota una clara progresión desde el tema de Cristo, el pan de la vida enviado a la humanidad por el Padre, hacia Cristo mismo que nos dará el pan de vida, que es su carne para la vida del mundo. A la identidad de Cristo como el verdadero pan, el maná que Dios regala, corresponde la actitud de la fe. El que cree en él ya no tendrá hambre ni sed, y heredará la vida: Cristo aparece como el alimento a la respuesta absoluta de Dios al hambre de la humanidad. Pero Cristo a la vez promete que va a darnos un pan, que va a ser su propia carne (y luego añadirá, su sangre). Comer y beber son los verbos que ahora se repiten respecto a esta nueva revelación de Cristo, verbos claramente eucarísticos. La fe nos lleva a la eucaristía; pero su celebración ha de tener su raíz en la fe: no se ha aceptado del todo a Cristo si no se le come; pero no se le come con provecho si no se parte de la fe. 2. Esta carne que Cristo dará a los suyos es la came entregada por la vida del mundo en la cruz. La referencia a la muerte parece evidente: donde Cristo da su carne para la vida de todos es en la cruz, aunque sacramentalmente luego se diga que se come en la eucaristía. El pan que recibirán los cristianos es Cristo, pero Cristo hecho carne
(encarnación) y carne entregada por la vida del mundo (Pascua). 3. Los efectos de la eucaristía para Jn aparecen en los w. 53-57. La donación de Cristo tiene una finalidad dinámica: la vida; el que le come, tiene vida. También habla de permanencia; es la misma perspectiva de Jn 15, con la metáfora de la vid y los sarmientos, pero ahora atribuida a la eucaristía. Una vida permanente que no es otra cosa que permanecer en el Dios-Amor. 4. Esta donación de la vida supone una presencia real de Cristo a los suyos en la eucaristía. Juan emplea una terminología claramente realista del "esto es mi cuerpo" de los relatos de los otros evangelistas. Habla de comer y beber, tal vez en oposición a aquellos que ya en su tiempo no creían ni en la encarnación ni en la eucaristía como don sacramental de Cristo (docetistas). "El que me come" (v. 57): Cristo se ofrece como alimento de vida y como donación ("yo os daré"), pues acaba dándose a los creyentes para comunicarles la vida del Resucitado. 5. En los últimos versículos de Jn 6 aparecen unas pistas para entender mejor esta presencia dinámica de Cristo. Se habla de que Cristo «sube» al Padre, como complemento de su «bajada». El misterio de Cristo como "el que ha bajado de Dios" sólo se entenderá a partir de su misterio pascual cumplido. El término «subir» es el que califica el misterio de la «glorificación» de Jesús. También se alude al Espíritu: él es el que hace posible esta donación de vida eterna y el que ayuda a los creyentes a captar en toda su profundidad el misterio de Dios que se nos da en comunión. La diaconía eucarística hacia todos Juan ordena las diversas secuencias de forma original en el lavatorio de los pies (cap. 13). Da relevancia a la traición de Judas (v.11.18-21), a la vez que llama la atención el que no transmita las palabras de la institución, y en cambio sea el único que nos narra el lavatorio de los pies. Esto no supone que el relato de Juan, más cercano al de Lucas que al de Marcos y Mateo, sea una ficción, una elaboración teológica, o una simple escenificación visualizadora de las actitudes y palabras de Jesús. Más bien hay que decir que Juan reflejá una tradición anterior, basada en los hechos vinculados con la Última Cena y con la pasión y humillación de Cristo. Tanto Juan 13 como Lc 12,37 o 22,24-27 dependerían de una fuente anterior que recoge y transmite ciertos gestos o palabras "diaconales" de Jesús. Más allá de las diversas interpretaciones que se han dado, hay que decir que Juan conserva ciertas reminiscencias eucarísticas en este pasaje Ante todo, el relato de la institución de la Última Cena es sustituido por el del lavatorio de los pies para explicitar el sentido profundo de toda la vida y actuación de Jesús, de su personalidad, que no vino a ser servido sino a servir y dar la vida por todos. Así se nos explicita el significado de la
entrega y de la muerte de Jesús hasta el extremo por amor. Se acepte o no la distinción que algunos hacen del pasaje en una primera parte «sacramental» (w. 6-10), y una segunda «moralizante» (w. 12-17), lo cierto es que en todo él se está expresando la actitud de Cristo diácono (servidor) de todos que entrega su vida por amor. Él mismo quiere que éste sea su testamento a perpetuar y desarrollar entre sus discípulos, del que la eucaristía será su permanente recordatorio y exigencia. Otros posibles pasajes eucarísticos de Juan Los autores suelen señalar otros pasajes en los que parece que hay alguna referencia, más o menos directa o indirecta, a la eucaristía. Aunque no nos es posible saber con exactitud la intención de Juan en otros pasajes, tampoco cabe dudar de las resonancias eucarísticas que en ellos se encuentran. Suele señalarse como pasaje eucarístico las bodas de Caná (2,1-12), por la posible alusión al vino nuevo y por la interpretación posterior de algunos Padres de la Iglesia: las bodas de Caná serían el anticipo y el signo del banquete mesiánico a la vez que tipo del banquete eucarístico. La alegoría de la vid y los sarmientos (15,1-5), por la insistencia en la unión que hace participar y permanecer en la vida de Cristo, al modo de lo que se afirma en el cap. 6, y por la referencia al "fruto de la vid" (Mc 24,25 par.). La Didaché habla de la eucaristía como acción de gracias "por la santa viña de David tu siervo, que nos diste a conocer por medio de Jesús" (9,2), aspecto que llevará a afirmar a Orígenes: "esta bebida es fruto de la verdadera vid que había dicho: Yo soy la vid verdadera; y es la sangre de aquella uva que, echada en el lagar de la pasión, produjo esta bebida" (Coment., 85). Otro de ellos es la lanzada en el costado (19,34) del que manó sangre y agua, y que, además de significar la verdadera muerte física, puede indicar la donación del Espíritu, verdadero fruto y don escatológico pascual, en relación con el bautismo (agua) y con la eucaristía (sangre). Finalmente, como ya hemos visto en otro momento, el pasaje de la aparición a orillas del lago de Tiberíades (21,9-13), donde Jesús prepara la comida para los pescadores que acababan de sacar las redes, y en lo que se ve una alusión a la comida eucarística, al estilo de la multiplicación de los panes.
IV LA EUCARISTÍA CELEBRADA CLAVE 22
La eucaristía, corazón de la celebración litúrgica En realidad, la liturgia no resulta fácil de definir ya que lo trascendental no puede quedar encerrado entre palabras. Ahora bien, sí podemos acercarnos a sus grandes claves mostradas por el Vaticano II la constitución sobre la liturgia (SC). Dado que la liturgia es un acto profundamente eclesial y la Iglesia es constitutivamente litúrgica, no puede haber por tanto edificación de la Iglesia sin liturgia. Necesitamos, así pues, profundizar en el sentido y alcance de esta mutua implicación. Ello nos ayudará a comprender la peculiaridad cristiana y cómo la eucaristía es el «corazón» de todo el dinamismo celebrativo de la Iglesia. El auténtico culto radica en que "ofrezcamos a Dios sin cesar por medio de él un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que bendicen su nombre" (Heb 11,15). Acción eclesial El griego clásico designaba con el término «leitourgía» una acción realizada en favor del pueblo, como era pagar unas fiestas populares, o en general todo servicio público. Quedaba por ello reservado a los poderosos, a unos pocos que actuaban en favor de todos. Entre los judíos se limitaba al culto rendido a Dios, pero igualmente como acción que unos pocos (sacerdotes o levitas) hacían en beneficio de todos. Entre los cristianos se cambia la perspectiva: el pueblo no era objeto o destinatario de un acto benéfico realizado por una minoría sino el sujeto mismo de la acción. Dado que Jesucristo es el "liturgo del verdadero tabernáculo" (Heb 8,12), quedan habilitados para el culto auténtico a Dios todos los que han sido incorporados a Cristo, pues en esa incorporación radica el sacerdocio cristiano. Si la Iglesia es asamblea, la comunidad cristiana concreta es el sujeto integral del acto litúrgico, la asamblea reunida para celebrar la historia de la salvación. La liturgia, así pues, es epifanía de la Iglesia en lo concreto, tanto por lo que se refiere al lugar como por lo que se refiere al «nosotros» que ha sido convocado. La liturgia es la celebración cristiana realizada por la asamblea reunida en un lugar para dar gracias a Dios y, sobre todo, para acoger su salvación actualizada sacramentalmente. Protagonismo trinitario
El protagonismo de la comunidad concreta vive del protagonismo del Dios trinitario que la ha congregado para prolongar y recapitular toda la historia de la salvación. l
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El Padre, en cuanto origen del designio salvífico y por ello meta del peregrinar histórico, hace presente su gloria y su acción en la comunidad reunida para celebrar el memorial de sus acciones salvíficas y para anticipar el destino de toda la humanidad. Cristo está presente en la liturgia, como acción de alabanza al Padre, y asocia a sí a la Iglesia en la actualización repetida de la obra redentora por la que se establece la reconciliación de Dios con los hombres (SC 5-7). El Espíritu es el que da fuerza y vitalidad a la acción litúrgica en cuanto que hace presente al Cristo resucitado y por ello orienta la marcha de la historia hacia su encuentro con el Padre. Especialmente en la liturgia tiene aplicación el principio según el cual nada hay cristiano sin eptclesis, sin Espíritu Santo.
En la liturgia la eternidad encuentra el tiempo, incorporándolo desde una dimensión y unas perspectivas nuevas. Es, por tanto, acción escatológica en sentido pleno porque integra como protagonistas también a los miembros glorificados del cuerpo de Cristo. El memorial del pasado es a la vez apertura del futuro en esperanza: en la liturgia la Iglesia pide el retorno del Señor mientras recibe la prenda del Espíritu. Proclamación doxológica La fórmula "Jesús es Señor" —acuñada por algunas de las primeras comunidades cristianas— es ante todo una proclamación litúrgica. Es una proclamación, no de carácter especulativo o teórico, sino existencial y cúltico, en la que se exalta a Jesús como el primero, el fundamento de la esperanza suprema, el punto de referencia esencial de la vida creyente y del mundo entero. Decir sentidamente
entre el momento litúrgico y todas las demás actividades que realiza la Iglesia, ya que todas las demás cosas tienen su principio inspirador y su gracia de origen en la llamada al Señor. Y todas ellas, en definitiva, encuentran su punto terminal en el único Señor. Cantar alabanzas "al Padre, por el Hijo, en el Espíritu" no puede considerarse como un instrumento eficaz respecto a ningún fin históricamente determinable: la obra de Dios es gratuita e inútil respecto a las exigencias comerciales que dirigen la actividad mundana. Es obra del hombre lúdico, no del hombre trabajador. La liturgia es un momento de la actividad estética más que de la actividad técnica del hombre, es poesía y no cálculo, ocio y no trabajo ni negocio. La celebración de la alabanza no tiene ninguna legitimación auténtica a nivel histórico, sociológico o político; y frente a la acusación que el mundo hace a la Iglesia de estar perdiendo el tiempo mientras canta salmos y realiza ritos, no existe ninguna respuesta convincente. La opción por la doxología es una provocación consciente: "te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos", es simplemente un sinsentido provocador en todos los espacios lingüísticos en los que no está inscrita la palabra de la fe. La liturgia comunitaria no es por su naturaleza medio para alcanzar otro fin. Es fin para la Iglesia misma: acto de doxología perfecta, porque canta y proclama gratuitamente la gloria de Dios manifestada en la historia. Sin liturgia, la Iglesia nada tendría que contar, o lo contaría como simple dato de erudición arqueológica. Pero, por ser doxología, también es acto de referencia al mundo, envío y testimonio evangelizadores. Sin la liturgia de la Iglesia se disolvería la memoria de Dios en el mundo. En la liturgia la Iglesia mantiene viva esa memoria en favor del mundo. Como ella se considera llamada para ser protagonista de esa historia de salvación, no puede menos de narrarla, celebrarla y comprometerse para que se realice en la historia. Y la mejor manera que tenemos para ello es celebrar la Pascua eucarística en cuanto "asamblea reunida en un lugar".
CLAVE 23
La asamblea eclesial reunida en un lugar Las acciones litúrgicas no son actos privados, sino celebraciones de la Iglesia, que es sacramento de unidad; es decir, pueblo santo estructurado carismática y ministerialmente. Todo ello se manifiesta cuando la comunidad se siente asamblea reunida en un lugar para cantar las maravillas del Señor con los acentos y peculiaridades propios de aquellos bautizados que han respondido a la invitación del Resucitado en ese lugar.
La Iglesia, sujeto integral de la acción litúrgica La Iglesia, la comunidad cristiana orgánicamente estructurada, es el sujeto de los actos litúrgicos. La participación de los fieles brota en virtud de la pertenencia a la Iglesia por el bautismo (SC 14). Ello no es una concesión ni una medida pastoral para alimentar la piedad, sino algo que pertenece a la naturaleza misma de la Iglesia, esposa de Cristo que habla al Esposo por la voz del Espíritu. Más aún, pertenece a la naturaleza misma de la liturgia que es oración de Cristo, con su cuerpo al Padre (SC 84). Las acciones litúrgicas ya no son privativas de los ministerios ordenados, sino actos de toda la Iglesia (SC 26), por lo cual ha de pretenderse siempre que sea una celebración comunitaria (SC 27), desempeñando cada cual todo y sólo lo que le corresponde. La Iglesia es una comunidad con carácter sacerdotal en virtud de su naturaleza de esposa del Verbo y cuerpo de Cristo. Ahora bien, no encuentra su plenitud sacerdotal más que a través de los ministros ordenados que, dentro de ella y no fuera o por encima de ella, celebran los sacramentos y presiden la eucaristía en cuanto continuadores del ministerio apostólico por el sacramento del orden. La asamblea litúrgica La asamblea litúrgica muestra en acto el acontecimiento salvador que permanentemente se actualiza entre todo el pueblo bautismal. En cada eucaristía, la Pascua de Cristo se hace Pascua de la Iglesia como acontecimiento fundante que la congrega una y otra vez por el Espíritu en actitud esperanzada hasta que llegue a la Pascua plenamente consumada. Se entiende así que la asamblea eucarística sea signo de la Iglesia en cuanto que ésta es "como un sacramento" (LG 1) asociado a Cristo para el culto "en Espíritu y verdad". Cada asamblea concreta se convierte en memorial de la gran convocación de Dios Padre; es «epifanía» (manifestación) de la Iglesia y anticipación de la eternidad. Como mantiene el Catecismo de la Iglesia, "es toda la comunidad, el cuerpo de Cristo unido a su Cabeza quien celebra ... La asamblea que celebra es la comunidad de los bautizados ... Pero «todos los miembros no tienen la misma función» (Rom 14,4)" (1140-1142). Reunida en un lugar Cuando en el epistolario paulino se encuentran indicados los destinatarios de las cartas, éstos deben entenderse, en líneas generales, colocados en una particular situación, que no podía ser más que en la synaxis (asamblea) eucarística. La primera carta a los Corintios utiliza frecuentemente una expresión: «en la casa de». Ésta puede entenderse simplemente como una reunión celebrada en una familia cristiana. Pero parece más preciso que quiera indicar la asamblea de los fieles reunida
para celebrar la eucaristía. Por esta razón merece el título de «iglesia»: la iglesia reunida en un lugar. Un texto significativo es Rom 16: Pablo saluda a diversas personas; pero sólo cuando lo hace a Prisca y Aquila utiliza la expresión "a la iglesia que se reúne en su casa" (v. 5); el motivo de esta particularidad parece apuntar a que en este caso se trata de una asamblea eucarística. Los cristianos, de forma plena en este rito central y común, desde el principio han vivenciado y mostrado su ser «Iglesia», la única Iglesia de Dios en Cristo Jesús que se manifiesta localmente en singulares comunidades. La Iglesia está peregrina en Tesalónica, en Corinto o en Roma..., pero es siempre la única Iglesia que se hace presente en cada comunidad. A esta comunión, que está situada localmente y tiene su fuente y su máxima expresión en la eucaristía, se le da el nombre de iglesia local. El concilio Vaticano II ha tomado de nuevo esta perspectiva. Mantiene que —junto con el anuncio del evangelio— la celebración de la eucaristía (presidida por el obispo con su presbiterio) es la otra gran acción que, vitalizada por el Espíritu, edifica la iglesia en un «lugar» determinado (ChD 11). Así, en la comunión realizada en tomo a la mesa eucarística está verdaderamente presente el misterio de la única Iglesia de Cristo (cf. SC 41). Por ello, la celebración de la fracción del pan ha de llevarnos a ser iglesia local en permanente edificación: "en toda comunidad que participa en el altar, bajo el sagrado ministerio del obispo, se manifiesta el símbolo de aquella caridad y «unidad del Cuerpo místico sin la cual no puede haber salvación». En estas comunidades, aunque sean frecuentemente pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, está presente Cristo, por cuya virtud se congrega la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Pues «la participación del cuerpo y sangre de Cristo hace que pasemos a ser aquello que recibimos»" (LG 26). La parroquia, comunidad eucarística Ahora bien, nuestro ser Iglesia en una iglesia local (o diocesana) suele venir perfilado y orientado de múltiples formas. Su concreción más cotidiana es en la parroquia. Ésta ha de ser comprendida como "célula de la diócesis" (PA 10), en cuanto que en ella se da de forma plena la eclesialidad, aunque necesite intrínsecamente de esa realidad superior que es la iglesia local: por ser célula posee a escala genética todas las características del organismo superior. El Vaticano II orientó su reflexión por esta línea, haciendo vivir a la parroquia de la lógica de la iglesia local e integrándola en torno a la tríada obispoeucaristía-presbiterio: los presbíteros del único presbiterio hacen presente al obispo en las diversas comunidades, dado que a él le resulta imposible presidir en su iglesia toda la grey encomendada (cf. LG 28 y
SC 42). Ello se explicita más al afirmar que "la parroquia está fundada sobre una realidad teológica, porque ella es una comunidad eucarística" (ChL 26). Entre las numerosas actividades que ella desarrolla, ninguna es tan vital para la comunidad parroquial como la celebración dominical del día del Señor con su eucaristía. Desde esta perspectiva, el concilio Vaticano II ha recordado la necesidad de "trabajar para que florezca el sentido de la comunidad parroquial, sobre todo en la celebración común de la misa dominical" (SC 42). Como expresa Juan Pablo II, "en las misas dominicales de la parroquia, como «comunidad eucarística», es normal que se encuentren los grupos, movimientos, asociaciones y pequeñas comunidades religiosas presentes en ella. Esto les permite experimentar lo que es más profundamente común para ellos, más allá de las orientaciones espirituales específicas que legítimamente les caracterizan, con obediencia al discernimiento de la autoridad eclesial. Por tanto, durante el domingo, día de la asamblea, no se han de fomentar las misas de los grupos pequeños: no se trata únicamente de evitar que a las asambleas parroquiales les falte el necesario ministerio de los sacerdotes, sino que se ha de procurar salvaguardar y promover plenamente la unidad de la comunidad eclesial" (Dies Domine, 36).
CLAVE 24
El ministerio/servicio de la presidencia Cabe recordar que la Iglesia es una comunidad con carácter sacerdotal en virtud de su naturaleza de esposa del Verbo y cuerpo de Cristo. Ahora bien, no encuentra su plenitud sacerdotal más que a través de los ministros ordenados que —dentro y no fuera o por encima de ella— presiden la eucaristía en cuanto continuadores del ministerio apostólico por el sacramento del orden. Al servicio del pueblo de Dios Este hecho sitúa el sacerdocio ministerial al servicio de la Iglesia, pueblo de Dios ordenado y estructurado. Dicho de otro modo, el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de los fieles —expresiones ambas de una Iglesia pueblo sacerdotal (1 Pe 2,9)— se necesitan y se complementan recíprocamente para realizar el culto verdadero (LG 10). Más aún, "algunos desempeñan el ministerio sagrado en bien de sus hermanos" (LG 13). Juan Pablo II en su exhortación sobre los laicos manifiesta que esto es así "para asegurar y acrecentar la comunión en la Iglesia, y
concretamente en el ámbito de los distintos y complementarios ministerios, los pastores deben reconocer que su ministerio está radicalmente ordenado al servicio de todo el pueblo de Dios (Heb 5,1); y los fieles laicos han de reconocer, a su vez, que el sacerdocio ministerial es enteramente necesario para su vida y para su participación en la misión de la Iglesia" (ChL 22). Este enfoque, desde una eclesiología de comunión, clarifica y sitúa la actitud de servicio del ministerio ordenado: siempre en favor del desarrollo del sacerdocio común, para la edificación de la Iglesia en el mundo. La presidencia de la eucaristía El ministerio de presidir la eucaristía corresponde al ministro ordenado, obispo y/o presbítero. Pero la comunidad es la forma histórica y social de la comunión. Sólo desde ahí es posible entender la necesidad del ministerio ordenado en su servicio a la comunión, comprendida en su realidad comunitaria, testimonial y misionera. El ministerio ordenado ha entenderse desde este punto de vista como <‹ministerio de la comunidad para la comunión». Esta orientación es la que muestra el concilio Vaticano II: "entre los diversos ministerios que existen en la Iglesia ocupa el primer lugar el ministerio de los obispos... Los obispos, junto con sus colaboradores, los presbíteros y los diáconos, recibieron el ministerio de la comunidad" (LG 20). Ahora bien, ni el obispo ni los presbíteros pueden ser comprendidos de modo aislado. Los presbíteros forman con su obispo un único presbiterio (LG 28). Uno y otros participan del "mismo y único sacerdocio de Cristo" (PO 7). Ello conduce a pensar que el presbiterio es también portador, protagonista y responsable a su modo del ministerio apostólico. El obispo es el centro de la unidad del presbiterio y, en este sentido, el presidente de la eucaristía de su iglesia. Ni obispo ni presbiterio deben ser considerados como magnitudes distintas o separadas, sino integradas en el ministerio apostólico. Así pues, el presbítero no debe ser comprendido desde el obispo, sino ambos desde el ministerio apostólico y desde la episkopé. Por eso, el presbítero es siempre co-presbítero y en cuanto tal está insertado en el ministerio apostólico. La eucaristía, el sacramento de la comunión, no es algo «hecho» por la Iglesia. La eucaristía es la que hace surgir la Iglesia, la que hace que sea lo que es y que pueda seguir siendo lo que es. El papel del presbítero en cuanto presidente de la eucaristía se sitúa en el momento en que se cruzan las dos líneas dinámicas de la comunión: la dimensión vertical (en cuanto iniciativa del Dios trinitario que se revela) y la dimensión horizontal (en cuanto convocatoria ofrecida a hombres y mujeres concretos que responden libremente a la fe). Cristo consagra los dones por la voz del presbítero Se suele decir que la identidad del sacerdote radica en su actuación in
persona Christi, precisando ulteriormente que representa a Cristo como Cabeza y Esposo de la Iglesia. Ahí radica consiguientemente su tarea como pastor. Conviene matizar, ahora bien, que el presbítero no actúa de modo estrictamente homogéneo. Exceptuando el acto de la consagración, todo lo que el sacerdote hace en la celebración de la eucaristía lo realiza in persona Ecclesiae. Así lo subrayaba ya santo Tomás: "el presbítero, al recitar las oraciones de la misa, habla en lugar de la Iglesia, en la unidad de la cual permanece. Pero al consagrar el sacramento habla como en la persona de Cristo, cuyo lugar ocupa en virtud del poder del orden" (STh III, 82, 7 ad 3). Es importante observar la centralidad de Cristo mismo: "son las palabras de Cristo las que realizan el sacramento" (STh III, 78, 7c). Se trata de poner de relieve que no es el sacerdote, ni siquiera actuando en nombre de Cristo, sino Cristo mismo el que habla en persona. Es Cristo mismo el que habla en persona por la voz del sacerdote, que recoge las voces de la Iglesia. De hecho, las palabras de la consagración no tendrían poder alguno si no fuera Cristo el que las pronunciara. El presbítero las proclama de forma recitativa, como si fueran dichas por Cristo; son dichas en cuanto procedentes del mismo Cristo que habla a sus discípulos. Al servicio de la comunidad para la comunión El ministerio de la presidencia es constitutivo para la celebración de la eucaristía. Es cierto que el sacerdote, en cuanto destinatario de la salvación, forma parte de la asamblea como cualquier otro bautizado. Él depende a diario, como todos y siempre, de nuevo del perdón y de la misericordia de Dios, de su ayuda y su gracia. Pero en el ejercicio de su ministerio presbiteral se halla frente a la comunidad como representante de Cristo, Cabeza de la Iglesia y verdadero Presidente, de aquel que, en la eucaristía, es el verdadero Convocante y Anfitrión. Así se da una tensión entre el "en» la comunidad y e/ «frente a» de la asamblea que caracteriza el vínculo entre el presbítero y la asamblea; es esencial tanto para el ministerio presbiteral como para el ser-comunión de la comunidad. La insistencia en la presencia y acción del mismo Cristo no tiene como objetivo exaltar al sacerdote (por actuar en su nombre o representarle) sino afirmar y salvaguardar la centralidad y excelencia, única y suprema, de la eucaristía. Lo decisivo -aunque necesario- no es la identidad del ministro de la presidencia sino la realidad de la presencia de Cristo; la eucaristía, por la presencia de Cristo, convoca a los creyentes y los hace partícipes de su mismo cuerpo glorificado. La conversión de los dones eucarísticos no puede entenderse de modo aislado, sino como momento, por la acción del Espíritu, del acontecimiento en el que Cristo ofrece la participación en la comunión trinitaria dando origen a la comunidad, a una comunidad eclesial donde la
comunión es vivida por personas concretas y en un lugar determinado. Por ello, las personas que acuden a la celebración eucarística no son simplemente un grupo de gente que se han reunido por azar o porque voluntariamente han decidido congregarse; es asamblea invitada a participar en un acontecimiento del que se convierten en protagonistas: aceptan convertirse en cuerpo/sangre de Cristo entregado por todos para la comunión del mundo todo.
CLAVE 25
Los ritos de entrada: somos una asamblea celebrante La finalidad de los varios elementos que en la celebración preceden a la liturgia de la palabra, y que llamamos ritos de entrada, la especifica claramente el mismo misal: "su finalidad es hacer que los fieles reunidos constituyan una comunión y se dispongan a oír como conviene la palabra de Dios y a celebrar dignamente la eucaristía" (OGMR 46). Se trata de una pedagogía, que se ha ido formando a lo largo de los siglos, para conseguir que los fieles reunidos nos sintamos motivados para la celebración (palabra y sacramento): ¡somos una asamblea celebrante! Una asamblea reunida La asamblea cristiana es la primera realidad litúrgica de la celebración: una Iglesia que se hace acontecimiento local ("reunidos aquí para celebrar..."). Se trata de una comunidad que celebra convocada por el Padre, y, en medio de la cual, ya desde el primer momento, están presentes Cristo y su Espíritu. Es la primera y más insistente noticia que el nuevo testamento y los testimonios de los primeros siglos nos han dado sobre la eucaristía: la reunión de la comunidad. La asamblea del pueblo de Dios es la primera realidad sacramental de la eucaristía: más allá de aspecto externo concreto (número, edad, etc.), hay que considerarla como una obra de Dios. Porque los participantes están invitados a la celebración; más aún, son convocados a ella. «Convocación» es el nombre de la Iglesia, que, en su raíz griega, significa "la convocada por la llamada de Dios". Los bautizados reciben en el bautismo su vocación; su convocación resuena cada domingo. Todos los elementos que llamamos ritos de entrada tienen esta finalidad: ayudar a madurar la propia conciencia de una comunidad que va a celebrar la acción de gracias a su Señor. Por ello, hemos de pasar del yo al nosotros eclesial para que el Señor resucitado pueda pasar transformando a su Iglesia y nuestras vidas. La protagonista global es la asamblea situada ante su Señor. Aunque ello no obsta, sino todo lo
contrario, para que en ella haya unos ministros (servidores) que la ayuden en su celebración, sobre todo el presidente o ministro ordenado. Todo esto viene dinamizado por diversos momentos que remarcan un aspecto que ha de ser entendido en la globalidad. Fomentar la unidad Reunida la asamblea, mientras entra en presbítero con el diácono y los ministros, se comienza el canto de entrada. La entrada y el canto que la acompaña tiene su razón de ser en lo que el nuevo misal señala: "fomentar la unión de quienes se han reunido e introducirles en el misterio del tiempo litúrgico o de la fiesta y acompañar la procesión del sacerdote y los ministros" (OGMR 47). El canto siempre apela a la alegría del corazón y a la fiesta; incluso cuando la pena nos invade, deseamos cantar para liberar la tensión y la angustia. Así se da el toque adecuado a lo que vamos a celebrar: es nuestra fiesta de acción de gracias primordial. La procesión de entrada desemboca en e/ saludo al altar y a la comunidad. Los signos de veneración hacia el altar son el beso y el incienso en días de gran fiesta. El beso es uno de los gestos de la vida humana que también en la liturgia tiene su eficacia comunicativa. Ante todo se besa porque el altar es la mesa donde todos vamos a ser invitados (recordemos que el altar de la palabra en el evangelio también es besado por el presidente). Además, éste representa a Cristo como altar y como piedra angular. Por ello, es perfumado -gesto también muy humano- con el incienso para que se derrame en nosotros y nosotros derramemos en la vida "el buen olor de Cristo". Congregados por Dios Después, el presbítero "y toda la asamblea hacen la señal de la cruz; a continuación el sacerdote, por medio del saludo, manifiesta a la asamblea reunida la presencia del Señor. Con este saludo y con la respuesta del pueblo queda de manifiesto el misterio de la Iglesia congregada" (OGMR 50). Se pide a la comunidad que realice un acto penitencial. Éste es un gesto educador de la comunidad que debe pedir perdón a los hermanos antes de acercarse al altar para llenarse de la gracia de la palabra y de la eucaristía. Acto para realizarse desde una actitud interna -con un momento de silencio- y externa con la manifestación pública de que nos consideramos necesitados de la misericordia entrañable de Dios Padre y de la reconciliación comunitaria. Proseguimos con el Kyrie (Señor, Cristo, Señor... ten piedad). Éste no tiene un sentido propio penitencial. Más bien se trata de una aclamación a Cristo pidiéndole misericordia. La biblia lo recoge como una de las actitudes más fundamentales de fe: pedir a Dios su misericordia desde
nuestra pequeñez. Es la súplica de tantos enfermos en el evangelio (cf. Bartimeo, los ciegos, la cananea: Mt 9,27; 15,22; Mc 10,47) y es nuestra "confesión creyente" desde nuestras enfermedades y egoísmos a nuestro Dios y Señor. Desde esta aclamación a Dios brota espontáneamente nuestra alabanza: Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz. Este himno recoge una plegaria de los primeros siglos que fue compuesta, no para la eucaristía, sino para la oración de la mañana, como el himno "Oh luz gozosa" lo fue para la vespertina. Es un himno trinitario, aunque centrado sobre todo en el Padre y el Hijo. Los orientales lo llaman "la gran doxología", en comparación con la menor ("gloria al Padre y al Hijo..."). Es en verdad un cántico completo: alabanza, entusiasmo, doxología y súplica. Se trata de canto que rezuma alegría, confianza, humildad, y que nos da al inicio de la eucaristía su tono propio de festividad: la mirada de la ya constituida -interna y externamente- asamblea celebrante está puesta en la gloria de Dios. La asamblea se abre al Espíritu, la gloria divina, para que actúe en todos y en cada uno con la palabra y la eucaristía. Reunión que recoge y amplia Antes de pasar a la mesa de la palabra el presidente hace la oración colecta. Ésta expresa tanto la reunión de la comunidad como la «recolección» de las intenciones de todos los allí presentes expresadas en silencio ante Dios. Por ello, el presidente invita a todos a orar ("Oremos"). Y todos, a una con él, permanecen un rato en silencio para hacerse conscientes de que están presentes ante Dios y para formular interiormente sus plegarias. Después, el presbítero recita la oración colecta que expresa el motivo de esa celebración eucarística concreta, aspecto que amplia nuestras intenciones para abrirnos al sentido de la fiesta concreta celebrada. La estructura de estas oraciones es clara: a la invocación con el nombre de Dios le sigue una ampliación que expresa o el tono de la fiesta o algún aspecto de la iniciativa salvadora de Dios, a modo de memorial de alabanza y contemplación, para pasar a expresar la súplica, y concluir con la doxología. Y lo hacemos siguiendo el dinamismo litúrgico: la oración que recoge las intenciones de cada uno de nosotros y que nos expresa como asamblea reunida la dirigimos a Dios Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo. Lo cual lo afirmamos haciéndolo nuestro con la aclamación: "Amén"; esto es, "así sea".
CLAVE 26
La mesa de la palabra: Dios se hace diálogo
La celebración de la mesa de la palabra la realizamos con una estructura que quiere ayudarnos a que, como pueblo cristiano reunido, lleguemos a un encuentro personal con él, con su palabra hoy y aquí, que nos dirige por Cristo y su Espíritu. Las lecturas bíblicas constituyen la parte principal de la liturgia de la palabra: .. en las lecturas, que luego explica la homilía, Dios habla a su pueblo, le descubre el misterio de la redención y salvación, y le ofrece alimento espiritual; y el mismo Cristo, por su palabra, se hace presente en medio de los fieles. Esta palabra divina la hace suya el pueblo con el silencio y los cantos, y muestra su adhesión a ella con la profesión de fe; y una vez nutrido con ella, en la oración universal hace súplicas por las necesidades de la Iglesia entera y por la salvación de todo el mundo" (OGMR 55). Una sola celebración en dos mesas El espíritu de la Iglesia nos hace comprender que la liturgia de la palabra forma parte integrante de la eucaristía: Dios anuncia a su nuevo pueblo su designio salvador, que se realiza en la acción eucarística de Cristo. La palabra no se reduce a una «ante-misa», ni a meros preparativos. La palabra de Dios nos introduce en lo que la eucaristía ofrecerá para ser vivido, a la par que reanima la fe necesaria para dar este paso. La mesa de la palabra ha de estar profundamente ligada de modo dinámico a la mesa eucarística. La eucaristía es una doble mesa. Se trata de un encuentro único y progresivo con el mismo Cristo resucitado; éste se nos hace presente como donación en cuanto palabra viva de Dios y, luego, nos hace partícipes de su entrega en la cruz en forma de alimento eucarístico. Es una única presencia de Cristo, en su palabra y en las especies eucarísticas. La historia de salvación es proclamada por la palabra y actualizada memorialmente como Pascua del Kyrios. Por ella se nos invita a adherirnos con nuestras vidas como Iglesia de la Pascua para la reconciliación del mundo. Esta estructura fundamental comprende dos grandes momentos que forman una unidad básica: la reunión ante la mesa de la palabra -la liturgia de la palabra como tal- y la liturgia o mesa eucarística. Ambas constituyen juntas una sola celebración. La mesa preparada para nosotros en la eucaristía es a la vez la mesa de la palabra y la mesa del cuerpo del Señor. Aquí aparece el mismo dinamismo del banquete pascual del Resucitado: en el camino les explicaba las escrituras y, luego, sentándose a la mesa con ellos, "tomó pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio" (cf. Lc 24,13-35). Palabra viva que vivifica Este momento nos sumerge en la presencia real de Cristo resucitado. Cristo está presente y activo en la proclamación de la palabra, porque él
es la palabra definitiva de Dios y, desde su existencia gloriosa, se nos da en cada celebración. Ahora bien, e/ Espíritu Santo, el "dador de vida", el mismo que actuó como protagonista en la encarnación, en la resurrección de Cristo, en Pentecostés, es el que ahora, en la eucaristía, no sólo actúa sobre los dones eucarísticos o sobre la comunidad que participamos en ella, sino ya en la proclamación de la palabra, es el que hace realidad la palabra y nos abre el corazón para que la acojamos de corazón. Así se realiza un verdadero acontecimiento, nuevo y salvífico, siempre actual y esperanzador a iniciativa del Dios Trinidad. La comunidad, ante don tan grande e inmerecido, está invitada a dar una respuesta de fe, que está hecha de audición y adoración, de adhesión al plan salvador y liberador de Dios que se presencializa en cada eucaristía. La palabra, sobre todo cuando es proclamada dentro de la celebración sacramental, va construyendo a la propia comunidad, a la vez que la estimula a ser testimonio viviente de la misma en el mundo: la Iglesia, evangelizada y evangelizadora, recibe en la palabra viva y eficaz de Dios su impulso y su manantial. Palabra proclamada La lecturas nos disponen la mesa de la palabra de Dios y nos abren los tesoros bíblicos. De ahí la importancia que tiene su proclamación y su acogida. La lectura del evangelio constituye el punto culminante de esta liturgia. Las demás lecturas, que, según su orden tradicional, hacen la transición desde el antiguo testamento al nuevo, preparan a la asamblea reunida para esta proclamación evangélica. Pero es preciso adquirir una serenidad contemplativa. El salmo prolonga poéticamente el mensaje de la primera lectura, que es así profundizado, entre las estrofas del salmista y la respuesta -muchas veces cantada- por la comunidad. Reservar un lugar específico para la proclamación de la palabra hace que la asamblea comprenda la peculiaridad del mensaje que allí se proclama. Esto queda destacado más todavía; la liturgia muestra la cumbre del evangelio con una serie de signos: llevar procesionalmente el evangeliario, acompañado de ciriales, la incensación, la señal de la cruz, el beso, la mostración elevada ante la asamblea, el canto del título y su conclusión... Y, por ello, la asamblea lo acoge puesta en pie. Palabra interiorizada y profesada La homilía sucede siempre dentro de una celebración. Es una exhortación a llevar a nuestra vida la Vida que las lecturas bíblicas nos han anunciado, así como a iluminar con él el rito sacramental que sigue. Tres han de ser las direcciones fundamentales por donde debe discurrir: es una sabrosa comprensión de la sagrada escritura; es una preparación para una fructífera comunión; y es una invitación a asumir el dinamismo cristiano desde nuestra situación existencial e histórica concreta, pues ha
de ayudar a que se acoja el contenido de la palabra de Dios en nuestra vida. Después pasamos a realizar la profesión de fe o a recitar el credo. Éste surgió en el ámbito bautismal. Fue en oriente, hacia el siglo V o VI cuando se introdujo en la liturgia eucarística. En Roma no entró en la eucaristía antes del siglo IX. La fórmula que se adoptó fue la que había redactado el concilio de Nicea (año 325). Su razón de ser es que tienda a que el pueblo dé su asentimiento y su respuesta a la palabra de Dios oída en las lecturas y en la homilía, y traiga a la memoria, antes de empezar la celebración eucarística, la norma de nuestra fe. La conclusión de la liturgia de la palabra en la estructura eucarística del misal romano se hace con la oración universal. Después que Dios ha dirigido su palabra a la asamblea reunida —hablándonos y haciéndosenos presente por ella—, y ésta la ha acogido, los cristianos nos ponemos a orar para que la salvación que las lecturas han anunciado y actualizado a su modo se haga eficaz y se cumpla para todos: tanto en Iglesia como en humanidad entera desde su existencia y sus problemas. Por ella el pueblo cristiano, ejercitando su dignidad sacerdotal, ruega por todos los hombres. Es un noble ejercicio del sacerdocio bautismal de todos los cristianos que, puestos en pie, nos dirigimos confiadamente a Dios, mostrando a la vez la sintonía con lo que él nos ha comunicado y nuestra solidaridad con los todos los hombres, nuestros hermanos.
CLAVE 27
La mesa eucarística: comulgamos agradecidos a Cristo Una vez actualizada la palabra de Dios y compartida para la salvación de mundo se nos convoca a sentarnos a la mesa propiamente eucarística. Ahora mostramos plenamente que nos hallamos para eucaristizar (dando gracias a Dios) y comulgar en el mismo destino de Cristo: ser para todos y por todos. Esta es la dinámica interna de la mesa eucarística: "Cristo, en efecto, tomó en sus manos el pan y el cáliz, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos: Tomad, comed, bebed; esto es mi Cuerpo; éste es el cáliz de mi sangre. Haced esto en conmemoración mía. De aquí que la Iglesia haya ordenado toda la celebración de la liturgia eucarística según estas mismas partes que corresponden a las palabras y gestos de Cristo. En efecto: 1. En la preparación de las ofrendas se llevan al altar el pan y el vino con el agua; es decir, los mismos elementos que Cristo tomó en sus
manos. 2. En la plegaria eucarística se dan gracias a Dios por toda la obra de la salvación y las ofrendas se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. 3. Por la fracción del pan y por la Comunión, los fieles, aun siendo muchos, reciben de un solo cáliz la Sangre del Señor, del mismo modo que los Apóstoles lo recibieron de manos de Cristo" (OGMR 72). La preparación de los dones La preparación de los dones (llamada comúnmente ofertorio) nos muestra el símbolo de nuestra vida humana, de nuestra historia diaria y de nuestra auto-ofrenda a Dios. En el pan y en el vino ofrecemos algo de nosotros mismos, nos ofrecemos a nosotros mismos; y con nosotros presentamos al mundo concreto. Las gotas de agua añadidas en el cáliz al vino son signo de nuestra incorporación como humanidad a la naturaleza divina (representada en la simbología festiva y amorosa del vino). Es, según recogen las diversas fórmulas, la ofrenda "de un sacrificio agradable a Dios", "de toda la Iglesia" en el que se llevan "al altar los gozos y las fatigas de cada día". Junto con el pan y el vino, los cristianos presentan también sus dones para compartirlos solidariamente con los que pasan necesidad. Esta costumbre de la colecta (cf. 1Cor 16,1) se inspira en el ejemplo de Cristo que se hizo pobre para enriquecernos (cf. 2Cor 8,9). Ya hacia el año 150 san Justino lo narraba: "lo que es recogido es entregado al que preside, y él atiende a huérfanos y viudas, a los que la enfermedad u otra causa los priva de recursos, los presos, los inmigrantes y, en una palabra, socorre a todos que están en necesidad" (Apologiá 1,67,6). Este momento concluye con la oración sobre las ofrendas, que recoge el sentido del mismo y adelanta el destino que nuestra ofrenda —en cuanto ofrenda de la Iglesia— va a tener. Muchas de estas oraciones, a la vez que dan gracias a Dios por sus dones, piden nuestra purificación y la santificación de los dones materiales por el Espíritu. La plegaria eucarística Ahora nos situamos en el corazón de la eucaristía con su plegaria eucarística. Ésta es un entramado de múltiples aspectos, símbolos y signos. Tras el diálogo inicial entre la asamblea y el presidente de la misma, el prefacio nos invita a dar gracias al Padre, por el Hijo, en el Espíritu. Y lo hacemos por todas sus obras: por la creación, la redención y la santificación. Como asamblea celebrante somos incorporados a la alabanza incesante que la Iglesia celestial, los ángeles y los santos, cantan a Dios tres veces santo.
Con la epiclesis, pedimos al Padre que envíe su Espíritu Santo sobre el pan y el vino, para que se transformen, por su fuerza, en el cuerpo y la sangre de Jesucristo. Igualmente le suplicamos que a quienes tomamos parte en la eucaristía seamos un solo cuerpo y un solo espíritu. En e/ relato de la institución, la fuerza de las palabras, la acción de Cristo y el rocío del Espíritu hacen memorial y sacramentalmente presentes bajo las especies del pan y del vino su cuerpo y su sangre, su donación pascual ofrecida de una vez para siempre en favor de todos. La anámnesis convoca a la Iglesia para hacer memoria de la Pascua (pasión, muerte, resurrección y Pentecostés) y del retorno glorioso del Kyrios como el que está viniendo. Por ello, presentamos al Padre la mejor ofrenda que tenemos: a su propio Hijo que nos reconcilia con Él y nos invita a ser colaboradores de la reconciliación cósmica. Finalmente, las intercesiones expresan que la eucaristía celebrada está en comunión con toda la Iglesia del cielo y de la tierra, de los vivos y de los difuntos, y en comunión con todos los bautizados en su catolicidad (obispos, Papa, presbíteros, diáconos), incluso con los hombres y mujeres de buena voluntad. Los ritos de comunión Después del «amén», con el que concluye la plegaria eucarística, llegan los ritos de la comunión. El primer elemento de preparación es la oración del Padrenuestro. Una oración que, desde el principio del cristianismo, es la preferida de los seguidores de Cristo. La familia cristiana se dispone a recibir el alimento verdadero, pero antes se reconoce a sí misma como familia de los hijos, que se atreven a llamar a Dios Padre ("Abba") y, por tanto, se sienten hermanos los unos de los otros. Es la oración familiar ante la mesa eucarística que muestra un sentido claro de reconciliación mutua antes de acercarse al altar (cf. Mt 5,24). Posteriormente viene el gesto de la paz. Con él la Iglesia implora la paz y la unidad para sí misma y para toda la familia humana. Se habla de "mi paz os dejo, mi paz os doy"; no es una mera paz ya conquistada o relacionada simplemente con la amistad humana, sino procedente de Cristo resucitado, que es nuestra verdadera paz (cf. Ef 2,13-18; Fil 2,5). Pero un don tan grande no puede ser para que nos lo quedemos: hemos de trabajar para que vaya creciendo en nuestro mundo tan belicoso y dividido. El tercer gesto que prepara a la comunión no sólo es práctico, sino también simbólico: la fracción del pan. Su significado es profundo: manifiesta la unidad de la asamblea reunida, pues siendo muchos al comulgar nos hacemos un solo cuerpo. «Partimos» el pan para «repartirlo» entre nosotros y «compartirlo» con toda la humanidad. Así llegamos al rito de la comunión. Antes de ella, decimos la oración evangélica del "Señor, no soy digno...". Le precede una invitación llena de sentido: la presentación del pan como Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, y la bienaventuranza de los invitados al banquete (de
bodas) del Cordero (Ap 19,9): un banquete que nos lleva más allá de nosotros mismos, pues somos introducidos en primicia a la parusía. Ahora degustamos el cielo en la tierra para hacer de la tierra cielo. Toda la celebración de la eucaristía se concluye con el saludo del presidente a la asamblea, la bendición final y la fórmula de despedida. Son los ritos de conclusión que nos envían al mundo como misioneros de la eternidad para hacer del mundo Reino. La despedida como tal no es propiamente despedida, sino que nos emplaza a volver a nuestra vida diaria en actitud de alabanza y de acción de gracias. "Ite, missa est", "ya han sido enviados". ¿A qué somos enviados? A comunicar al mundo la alegría de la Pascua con nuestras vidas.
CLAVE 28
La pastoral eucarística al servicio de la celebración Entendemos por pastoral eucarística todas aquellas acciones que se desarrollan en la comunidad cristiana para que ella participe en la eucaristía poniendo de su parte todo lo que le corresponde. Ésta comporta diversos niveles, todos ellos imprescindibles y co-implicados mutuamente, aunque de manera modulada según el proceso evangelizador. Por un lado, reclama de forma remota todas las acciones encaminadas a favorecer que las personas vayan madurando la opción cristiana en vistas a la participación plena en la eucaristía. Por otro, y de modo específico, ha de desarrollar la participación expresa de la comunidad eclesial en las celebraciones litúrgicas de modo pleno, consciente y activo. Consecuentemente, ha de dinamizar la extensión del Reino desde la edificación eclesial en medio del mundo (tanto personal, comunitaria, como estructuralmente). La asamblea reunida No puede olvidarse el protagonismo del grupo mayoritario de los fieles, los cuales constituyen —junto con los ministros— la asamblea cristiana reunida en virtud del carácter bautismal de todos sus miembros, factor unificador del pueblo de Dios allí reunido. Uno de los objetivos fundamentales de la pastoral eucarística es conducir la participación activa a una auténtica «celebración» de todos y cada uno. No se trata sólo de que haya algunos que ejercen ministerios sino de ofrecer unas condiciones por las cuales las personas reunidas —a través de los diversos elementos en juego— puedan acceder más fácilmente a la celebración agradecida, actualizada y transformante de la Pascua. Por ello, la participación activa busca la acogida mistérica de la Trinidad y el protagonismo sacramental de los allí convocados; así pues, está al servicio de una experiencia litúrgica que concierne a la persona en su globalidad: en todas sus capacidades corporales y sensoriales, afectivas
y emocionales, artísticas e intelectuales, biográficas e históricas... Para ello, es imprescindible atender al "antes" evangelizador. Si importante es la formación litúrgico-eucarística, más aún es el hecho de educar sobre el sentido, misterio, verdad y globalidad de la eucaristía que capacite y ayude a la asamblea entera en cada uno de sus miembros a celebrar plenamente el misterio y la acción eucarística. Por otro lado, deben potenciarse con sencillez y vitalidad los elementos que la misma celebración despliega con una importante fuerza pedagógica y catequética. Los diversos recursos del "antes" y del "durante" favorecerán la adquisición de una actitud de fondo que redundará en bien de la misma celebración como alegría salvífica y del compromiso evangelizador que encuentra en ella su fuente y su cumbre. El ministro de la presidencia El que preside debe conocer el sentido profundo de la liturgia, además de respetar la forma propia (mistagógica) de evangelizar que tiene la eucaristía desarrollando el «arte de presidir / celebrar» no tanto como un cúmulo de técnicas sino como un estilo peculiar. Esto significa que ha de valorar de forma adecuada los gestos, signos, símbolos y el mismo silencio; además de mantener la armonía y la proporcionalidad de las diversas partes así como la dinámica interna que las anima. Ello requiere que asuma su función propia: presidir en nombre de Cristo cabeza y de la Iglesia entera con actitud de servicio. Condición imprescindible es su preparación antecedente, tanto espiritual como pastoral, proveniente de los textos bíblicos y eucológicos, el encuadre litúrgico, la elección creativa de los diversos elementos rituales, el acompañamiento de los preparativos de los ministerios litúrgicos, la situación concreta socio-eclesial, etc. Los ministerios litúrgicos La asamblea litúrgica no es un grupo amorfo, sino que está dotada de carismas, ministerios y funciones. Junto al ministerio de la presidencia, existen otros ministerios litúrgicos que han de desplegarse en la celebración eucarística. Su desarrollo ha sido amplio y enriquecedor: acogida, monitor, lector, salmista, organista, cantores, ministro extraordinario de la comunión, acólito, animador litúrgico, equipo de liturgia... Todos y cada uno de ellos, haciendo todo y sólo lo que les corresponde, permiten unas celebraciones eucarísticas más dignas y participativas. Ha de tenderse a que estos ministerios sean instituidos, tengan una adecuada educación y actúen en favor de la misma celebración al servicio de la asamblea reunida. El ritmo celebrativo y sus contextos El ritmo celebrativo de la eucaristía está secuenciado por diversos
elementos y partes, y su objetivo fundamental es que todos, "ministros y fieles, participando cada uno según su condición, saquen de ella con más plenitud los frutos para cuya consecución instituyó Cristo nuestro Señor el sacrificio eucarístico" (OGMR 17). Esta estructura, lejos de ser algo muerto y estático, quiere ser una realidad rica y dinámica al servicio de la celebración. Se trata de una ordenación fundamental que debe disponerse y adaptarse a las peculiaridades contextuales de cada asamblea. Ello supone que "sean seleccionadas y ordenadas las formas y elementos que la Iglesia propone y que, según las circunstancias de personas y lugares, favorezcan más directamente la activa y plena participación de los fieles, y respondan mejor a su aprovechamiento espiritual" (OGMR 20). Para que esta selección sea realizada debidamente, es preciso conocer bien cada una de las partes de la eucaristía, su función y valor, de modo que a cada una se la dé la importancia y el relieve que le corresponde. El equipo de animación litúrgica La animación litúrgica consiste en ayudar a dar vida, hacer participar, crear dinamismo y ambiente festivo en las celebraciones para que la asamblea reunida ofrezca a Dios un culto en Espíritu y verdad (cf. Jn 4,23). No puede olvidarse que el alma de toda animación litúrgica es el Espíritu Santo, presente y operante, que lleva a término la obra iniciada por Jesucristo. Tampoco puede pretender este equipo infundir un alma a la asamblea, puesto que ya la posee por el sacramento del bautismo. Pero debe buscar que aflore y se manifieste, que vibre y experimente el misterio celebrado. El equipo de animación litúrgica es un auténtico «servicio» litúrgico. Debe estar formado por un grupo de cristianos que asumen y ejercitan con responsabilidad vocacional unos ministerios o funciones en las celebraciones de la comunidad cristiana. Su creación o potenciación no es una moda pasajera, sino una urgencia y una necesidad. Sin la presencia del equipo se hace muchas veces difícil la participación activa y decae el ritmo y el nivel celebrativo en detrimento de la asamblea. La experiencia enseña que la calidad de la participación y el fruto de la celebración dependen en gran parte de la preparación y animación de las diversas acciones litúrgicas.
V LA EUCARISTÍA REFLEXIONADA CLAVE 29
El memorial de la Pascua "Haced esto en conmemoración mía" / "Al celebrar ahora el memorial...". La secuencia de estas dos frases destaca la profunda relación que ha de darse entre la acción de Cristo y nuestra participación en la eucaristía: ponemos en práctica las palabras de Jesús. Como lo expresa muy bien la plegaria eucarística I para misas con niños: "lo que Jesús nos mandó que hiciéramos, ahora lo cumplimos en esta eucaristía". Celebramos el «memorial» (anámnesis). Es decir, nos unimos a la representación de la vida de Cristo en lo que tiene de más importante, su muerte y resurrección. Para esto presentamos a Dios el pan de vida (Jn 6,27) y el cáliz de salvación (Sal 115,3). Como anuncia de modo sorprendente la plegaria eucarística III, nosotros mismos somos parte de esa ofrenda: "dirige tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia (nosotros!), y reconoce en ella la Víctima...". El memorial de la historia de la alianza La recuperación que hoy día se está dando sobre la noción bíblicopatrística de «memorial» nos ayuda a comprender mejor la eucaristía. Para los pueblos antiguos, el recuerdo o la memoria es más que la rememoración subjetiva de una realidad pasada. Este concepto va unido a la supervivencia del más allá. Ser recordado u olvidado por Dios es algo trascendental para la persona. Cuando el recuerdo va unido al nombre de Dios, comporta generalmente una acción eficaz: el recordar de Dios es un actuar, un hacerse presente junto al hombre con su fuerza salvadora. El pueblo de Israel también recuerda a su Dios, hace memoria constante de su alianza con él, le hace presente en el culto y en la vida. Es lo que expresa con la palabra «zikkaron» o «memoria». Y es lo que le define como novedad ante los cultos de los pueblos colindantes. Éstos se centran en el morir y renacer, incesantemente repetido del cosmos (el mito del eterno retorno). Sin embargo, el culto de Israel dice relación a la obra histórica de Dios con sus padres y con ellos mismos. Es una inserción en esta historia y, por ello, esencialmente una memoria que crea una presencia y abre al futuro. El zikkaron es una celebración ritual conmemorativa de un acontecimiento salvífico del pasado, que se hace presente en la celebración, y en el cual toma parte y protagonismo junto a Yahvé la comunidad que celebra el rito. Dice relación a un acontecimiento pasado, pero es esencialmente
una categoría de actualización e incluso de anticipación. De manera especial, esto se comprueba en la fiesta de la pascua judiá. Los judíos han de celebrarla de generación en generación, como "memorial" de aquel acontecimiento liberador: "éste será un día memorable, en recuerdo para vosotros, y lo celebraréis como fiesta en honor de Yahvé de generación en generación" (Ex 12,14). La razón es clara: se trata de vivir de modo actual o de celebrar el memorial de la pascua de Yahvé, no sólo como acontecimiento que se recuerda, sino como realidad del presente que actualiza la liberación e incluso como anuncio del futuro escatológico de una nueva pascua (cf. Is 30,29). Expresamente lo afirma la Mishná: "Con el correr del tiempo estamos obligados a considerarnos como si fuésemos nosotros mismos quienes salimos de Egipto. De hecho se dice: «En aquel día debes contar a tu hijo que esto se hace por lo que Yahvé hizo por mí con ocasión de mi salida de Egipto». De hecho, no sólo fueron liberados nuestros padres, sino nosotros mismos, como está escrito «él nos sacó de Egipto para llevarnos a la tierra prometida a nuestros padres» (Deut 6,26). Por eso estamos obligados también nosotros a dar gracias, glorificar, alabar a Aquel que en nuestros padres y en nosotros obró tales prodigios, al habernos sacado de la esclavitud a la libertad, de la tristeza al gozo, de las tinieblas a una gran luz, de la esclavitud a la redención" (Rabbí Gamaliel, Pesakhim 10,5). El memorial de la nueva Pascua Esta noción bíblica de memorial resuena en los relatos neotestamentarios de la institución de la eucaristía. No en los cuatro sino en la denominada fuente antioquena: dos veces en Pablo, después de las palabras sobre el pan y sobre el cáliz (1Cor 11,24s.) y una sola vez en Lucas, después de las palabras sobre el pan (Lc 22,19). ¿De qué quiere Jesús que se haga memoria? Pues, sencillamente, de él mismo, de sus palabras y obras, de su misión y ministerio, que quedan concentrados de forma única y culminante en su pasión, muerte y resurrección, en la nueva Pascua de liberación que en él y por él se realiza. De la misma manera que la pascua judía era representación actualizadora (memorial) de la liberación de Egipto y de una salvación que seguía salvando y coimplicando al pueblo en esperanza, ahora la celebración de la eucaristía, por la fuerza del Espíritu, aparece como la representación y actualización de la nueva Pascua de liberación en la sangre de la nueva alianza que sigue salvando y co-implicando a la asamblea celebrante a la espera del banquete eterno. El memorial eucarístico-existencial
El memorial eucarístico, el misterio que actualiza, se resume y concentra en el misterio pascual como el gran Acontecimiento-Cristo, en el que encuentran su sentido todas las promesas del pasado y todas las esperanzas del presente. Por su propio dinamismo, no sólo acoge el pasado de una historia antigua de salvación sino que nos invita a adentrarnos en el misterio de la Pascua y hacer de ella experiencia litúrgica de salvación. La Iglesia, en el memorial eucarístico, no sólo es mediación, sino también sujeto celebrante. Ahora bien, la celebración del memorial igualmente nos proyecta hacia su fin histórico, hacia una plenitud de realización del Reino que está llegando, que está por llegar. Por eso, como resume el Catecismo de la Iglesia: "en la última cena, el Señor atrajo la atención a sus discípulos hacia el cumplimiento de la Pascua en el Reino de Dios... Cada vez que la Iglesia celebra la eucaristía recuerda esta promesa y su mirada se dirige hacia «el que viene» (Ap 1,4). En su oración implora su venida: «Marana tha» (1Cor 16,22), "Ven, Señor Jesús» (Ap 22,20), «que tu gracia venga y que este mundo pase» (Didaché, 10,6)" (1403). La Iglesia toda ella ha de ser memorial con su vida entera, convirtiéndose en memorial vivo de la nueva actuación del Cristo pascual por la fuerza del Espíritu. Estamos llamados a anunciar, desde nuestro encuentro con el Resucitado, la memoria de Jesús. La memoria subjetiva de Jesús deviene memorial sacramental, y éste a su vez reaviva la rememoración vital de la Iglesia y hace de ésta verdadero sacramento y memorial de Cristo. La participación en el memorial y el hecho de sabernos comunidad de la memoria nos hace portadores en ocasiones de un memorial peligroso (J. B. Metz), pues no en vano nos alimentamos de la eucaristía como «memoria passionis». El memorial del Crucificado, que como recuerdo hacia adelante se nutre de la esperanza de la resurrección, debe estimular nuestras vidas en favor de un actuar liberador en un mundo injusto e insolidario. La memoria del lavatorio de los pies ha de conducirnos a la compasión, a la generosidad y, también, al perdón mutuo, porque -como decía el poeta argentino José Hernández"aprender a olvidar es también tener memoria".
CLAVE 30
La comunión en el misterio de la Trinidad En el mensaje de los Padres sinodales de 1985 se resume la propuesta del Vaticano II con estas palabras: "todos nosotros hemos sido llamados, mediante la fe y los sacramentos, a vivir en plenitud la comunión con Dios. En cuanto comunión, con el Dios vivo, Padre, Hijo y Espíritu Santo, la Iglesia es en Cristo «misterio» del amor de Dios presente en la historia
de los hombres... Las estructuras y las relaciones en el interior de la Iglesia deben reflejar y expresar esta comunión". Así pues, la comunión ante todo es don de Dios que se nos regala de manera primordial en cada celebración eucarística. De ahí que la Iglesia no deba primariamente celebrar la eucaristía de modo trinitario, sino que -si se nos permite- la celebración de la eucaristía acogida ha de ser icono trinitario permanente de todo el quehacer eclesial, como veremos en el último capítulo. La comunión trinitaria La comunión, en sentido propio, es una realidad y un acontecimiento personal, que se realiza de modo pleno en Dios, en la tri-personalidad divina. El resto de las aplicaciones será siempre posterior y derivada. "Nuestro Dios no es un Dios solitario", gustaba decir san Hilario. Es comunión personal por ser dinamismo de amor y donación: el Padre fuente y manantial de toda generosidad- existe en cuanto que se entrega al Hijo; éste a su vez existe en cuanto que se recibe del Padre como su imagen e irradiación; el Espíritu es vínculo de los dos como gozo de la donación y júbilo de la acogida. Por su propia constitución el Dios Don es apertura, comunicación, referencia al otro. El Dios Trinidad actúa como protagonista de la historia que se despliega en el mundo de las personas. Ese protagonismo, dado que es real y eficaz por la fuerza del Espíritu y que sostiene y acompaña a la historia hacia un diálogo cada vez más íntimo y profundo, es lo que en el lenguaje bíblico se denomina "misterio»: es el despliegue -en etapas que acontecen al ritmo de la historia- del designio personalizante de este Dios personal para hacer participar a todos y a todo de la felicidad que a él le caracteriza por su propia naturaleza. La Iglesia de la Trinidad En el desarrollo de ese misterio surge la Iglesia como el grupo de hombres y mujeres que responden a la invitación de esa comunión; pero para servir al dinamismo de esa comunión que, por vocación, no posee límites ni fronteras. La Iglesia recibe su identidad de la acción simultánea de la Trinidad. Por eso es pueblo de Dios (en cuanto grupo llamado por la iniciativa del Padre), cuerpo de Cristo (en cuanto que prolonga y celebra la entrega del Hijo), templo del Espíritu (en cuanto espacio en el que florece y se expresa el gozo del Espíritu). La comunión, por su raíz trinitaria y por su apertura a la historia, reclama una realización eclesial. Según expresan los obispos italianos, la comunión es "áquel don del Espíritu por el cual el hombre no está ya solo ni alejado de Dios, sino llamado a participar de la misma comunión que une entre sí al Padre, al Hijo y al Espíritu y tiene el gozo de encontrar en todas partes, sobre todo en los creyentes en Cristo, hermanos con quienes comparte el misterio profundo de su relación con
Dios" (Comunione e comunitá, 14). El sello trinitario de la comunión se recibe primordialmente en los creyentes por el bautismo. Dios ofrece su salvación a través del diálogo iniciado por él y en relación amistosa con la libertad de la persona concreta. Quienes lo reciben entran a formar parte de la vida trinitaria y de la Iglesia. A partir de él surge la llamada o vocación de Dios para edificar su pueblo. El bautismo inicia a toda la historia de la salvación y es por ello la puerta de los sacramentos y de la vida cristiana. Convierte a quienes lo reciben en un nuevo pueblo de sacerdotes, profetas y reyes (cf. Ap 1 ,6). Es la dignidad común de todos los bautizados que nos coloca ante Dios como radicalmente iguales y nos convierte en fraternidad para la única misión evangelizadora, alimentando nuestra existencia en la celebración eucarística. La eucaristía, misterio trinitario La epifanía de la Iglesia-comunión se relaciona profundamente con el misterio eucarístico, que a su vez es misterio trinitario. Para comprenderlo basta observar la estructura clásica de las anáforas litúrgicas: «al Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo». El Padre aparece siempre como el principio y el término de la acción litúrgico-sacramental; a él se dirigen tanto la plegaria inicial como la alabanza conclusiva. El Hijo encarnado se presenta como quien por medio de él se cumple la acción litúrgica. El Espíritu Santo es la divina Persona en cuya presencia se cumple lo celebrado aquí y ahora. La eucaristía es sacrificio trinitario, sacramento de la muerte redentora del Hijo, ofrecimiento al Padre en un solo Espíritu. Cada vez que se celebra, la hora pascual -hora trinitaria por excelencia y supremo momento salvífico para nosotros- irrumpe en nuestra historia y la torna liberadora. En toda eucaristía se activa para el mundo la atracción universal de todos los hijos de Dios dispersos hacia los brazos y el corazón de Cristo crucificado. En ella se recibe continuamente el amor del Padre y la efusión del Espíritu, que es Espíritu de filiación y de incorporación a Cristo. El Espíritu, enviado del Padre para transformar por su fuerza los dones consagrados en el cuerpo y la sangre de Cristo, introduce en la comunión con el cuerpo de Cristo a cuantos participan del mismo pan y del mismo cáliz, como veremos. En la eucaristía los bautizados participamos de la vida trinitaria y formamos el único cuerpo eclesial. Por ello, la Iglesia, «por Cristo, con él y en él» ofrece su alabanza a Dios Padre y se mueve filialmente hacia él. No es extraño que desde un principio la comunidad cristiana celebrara semanalmente la fracción del pan, porque actualizaba la alianza definitiva establecida por Dios en la entrega del cuerpo y sangre de Cristo. La participación / comunión en el cuerpo de Cristo hace de todos un solo cuerpo en comunión (1Cor 10,16s.), que es la Iglesia.
De la comunión eucarístico-trinitaria a la confesión de fe Esta comunión se torna confesión de fe. La eucaristía, que es el sacramento de la comunión, constituye e/ acto litúrgico por excelencia de la confesión de fe. La proclamación de la fe se realiza delante de Dios, y por ello es doxología: alabanza dirigida a la gloria del Padre. No tiene ante todo un objetivo pragmático, sino que es memoria actualizadora y gratuita de las maravillas que Dios ha hecho y sigue realizando. Pero en cuanto reunión de creyentes, en un lugar determinado, la eucaristía se convierte también, ante el mundo y para el mundo, confesionalmente en acto de la salvación realizada por Dios, en Jesucristo, gracias a la fuerza del Espíritu. Ello conlleva la vivencia de unas actitudes que conduzcan a la reconciliación del mundo desde la comunión y a ser testigos del Reino desde el +martirio / testimonio y desde el ágape fraterno que se orienta hacia los más pobres y excluidos.
CLAVE 31
El banquete fraterno-eclesial La comunión con el Dios trinitario se hace presente como memorial de la Pascua en la Iglesia cuando celebra la eucaristía en cuanto banquete fraterno. No podemos olvidar que los primeros cristianos se referían a la eucaristía, según hemos visto, con los nombres de «fracción del pan» y «cena del Señor». Es sabido que si bien los cristianos de la Reforma han insistido en la eucaristía en cuanto «banquete» o «cena», los católicos han resaltado el carácter sacrificial. Nosotros hemos descuidado su necesario aspecto comensal y de convivencia. Por ello, se necesita equilibrar en armonía ambas dimensiones, a lo que nos invita el Catecismo de la Iglesia: "La misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial sacrificial en que se perpetúa el sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el cuerpo y la sangre del Señor... El altar, en torno al cual la Iglesia se reúne en la celebración de la eucaristía, representa los dos aspectos de un mismo misterio: el altar del sacrificio y la mesa del Señor, y esto, tanto más cuanto el altar cristiano es símbolo de Cristo mismo, presente en medio de la asamblea de sus fieles, a la vez como víctima ofrecida por nuestra reconciliación y como alimento celestial que se nos da" (1382s.). El banquete fraterno La comida familiar o banquete fraterno se concentran en la eucaristía en el pan y el vino. Ya en su momento vimos cómo ambos elementos tienen una gran fuerza simbólica. Por ello, no es casual que Cristo los asumiera y que la Iglesia los haya mantenido a lo largo de los siglos. Aunque hay
que resaltar que Jesús asume, más que los signos del pan y del vino aisladamente, el signo del banquete y de la comida fraterna. Celebrar un banquete significa algo más que saciar el hambre y la sed. El banquete no es un acto individual, es una fiesta en comunión que congrega a la familia, a los amigos, a la comunidad. Más allá de su sentido material, adquiere una función simbólica que tiende a expresar la unión y la comunión, la alegría y la amistad, el amor y la solidaridad. La eucaristía cristiana es una comida fraterna simbólico-sacramental, donde lo importante es la capacidad y la actitud de fe por la que podemos unir el significante de la comida material (pan y vino) con el significado de la presencia memorial de la Pascua, según sucedió en la última cena del Señor. Y ello debe manifestarse en las actitudes y signos, en la participación activa, en el carácter festivo por la música y el canto, la comunicación y el diálogo, y, sobre todo, en la comunión. El banquete pascual de la Iglesia La eucaristía es una comida pascual. El signo fundamental (pan y vino, palabras y gestos) remite directamente, representa y actualiza, la Última Cena en su contexto y con su sentido pascual. Por otro lado, la eucaristía actualiza el misterio de la ofrenda sacrificial y el paso de Cristo de la muerte a la vida, haciéndonos participar de su misterio pascual total. Además, el mismo comer y beber el cuerpo y la sangre de Cristo por la comunión está expresando nuestra comunión con el Señor glorificado. El banquete que ya se inauguró en las comidas del Jesús histórico, haciendo patente la llegada del Reino, se continúa de forma nueva en la eucaristía. El Reino, que es un banquete, se establece y consuma en torno a Jesús, y sigue realizándose en torno a la mesa eucarística, a la que invita a participar a la Iglesia entera. Por ello, participar en este banquete es entrar en comunión con Aquel que se nos da como alimento de vida eterna y con todos aquellos que se acercan al banquete. Es decir, se trata de comulgar con el cuerpo eucarístico de Cristo y con el cuerpo eclesial, con el Resucitado y con su Iglesia. Un banquete abierto y solidario En la eucaristía se nos da el cuerpo y la sangre de Cristo, pero no podemos olvidar que es un cuerpo «entregado» y una sangre «derramada». Así pues, se necesita una comunidad eclesial que sea capaz de tomar el pan y repartirlo equitativamente, con generosidad y amor. Éste ha de ser el signo de autodonación de todos los comensales a favor de todos, especialmente de los más necesitados. Sólo en el servicio y la diaconía de la Iglesia pueden hoy tomar «carne y sangre» la diaconía y el servicio de Jesús. Por esta razón los evangelios dan a la multiplicación de los panes un tono eucarístico. Jesús parte, reparte y comparte el pan; pero es ayudado por sus discípulos (diríamos hoy, la Iglesia), que son quienes distribuyen el alimento a la gente.
A diferencia de algunos banquetes judíos, el banquete cristiano no es un lugar de separación protectora y de pureza ritual, sino un ámbito de comunión plena con todos los miembros del grupo. A él están invitados todos aquellos que se conviertan. La eucaristía es una comensalidad abierta y comprometedora. Si en el judaísmo, culto y limosna iban separados, el banquete cristiano une en la misma celebración la comida festiva del grupo y la ayuda mutua. La eucaristía es el lugar de la «comunión en Cristo» y de la «comunicación de bienes». Más tarde esto se concretará en un signo: las ofrendas de los fieles para los más necesitados, vinculadas desde antiguo a la celebración eucarística. Estas ofrendas comprendían muy diversos dones en especie, y a partir del siglo XI también en metálico. Iban destinadas en su mayor parte para ayudar a los necesitados, otra pequeña parte se dedicaba a la sustentación del clero, y una mínima parte —un poco de pan y de vino— a la eucaristía. El ofertorio de aquellas ofrendas de los fieles pronto entró a formar parte de la celebración eucarística como un elemento esencial. Y muy pronto fueron designadas «sacrificio» o «sacrificios», por ser auténtica ofrenda a Dios al serio para los pobres. Un banquete más expresivo No se puede comprender del mismo modo la eucaristía si el pan no aparece como verdadero alimento, se parte y se comparte o si aparece como una mistificación esquematizada, suficiente para el rito, pero insuficiente para expresar toda su riqueza simbólica. Las ofrendas de los fieles quedan reducidas a su mínima expresión si se convierten en rutina y no adquieren la profundidad de la diaconía eucarística, en cuanto verdadera actitud de «comunicación de bienes» para los más desfavorecidos. Una práctica buena es realizar, al menos en algunas ocasiones especiales si no se puede en todas, la colecta de forma pausada y consciente para la comunidad, y no proseguir con el ofertorio hasta que ésta no haya finalizado, incorporándola también como ofrenda -junto con el pan y el vino- en el altar y para Dios. La eucaristía es un banquete para participar plenamente. El concilio de Trento aprobó la comunión bajo la sola especie del pan; esto posteriormente se ha visto como un planteamiento no ideal. Por ello, ahora el nuevo misal romano insiste en la importancia de recuperar también el vino para los laicos "por razón del signo". Recordando la decisión de Trento y la autoridad que sigue teniendo la Iglesia en lo que toca a los sacramentos, se quiere volver a la costumbre de los primeros siglos, "en la forma en que más perfectamente se manifiesta el signo del banquete eucarístico", porque "la comunión tiene una expresión más plena por razón del signo cuando se hace bajo las dos especies" (OGMR 281).
CLAVE 32
El sacramento de la oblación/sacrificio Una de las dimensiones esenciales de la eucaristía es su carácter sacrificial. La concepción heredada sobre la redención -aún presente en las imágenes de muchos cristianos- podría ser resumida así: Dios, airado por el pecado del hombre, que había establecido una situación de enemistad entre ambos, necesitaba una compensación y una satisfacción; como los hombres eran incapaces de ello, el Padre envía y entrega a su Hijo a fin de que pueda ofrecer un sacrificio adecuado que restablezca una situación nueva. Esta construcción teológica ha alimentado una espiritualidad y una relación con Dios que ha sido sometida a una violenta crítica. Hoy día varias son las interpretaciones respecto al sentido que el propio Jesús dio a su muerte. Para algunos, no tuvo conciencia de ello; otros la sitúan desde la experiencia veterotestamentaria del profeta; y otros aluden a la línea de interpretación martirial judía. La entrega profética de Cristo La segunda fórmula de los relatos institucionales de la eucaristía ("esta es mi sangre") -recogida de forma bastante similar por los cuatro relatos eucarísticos- es paralela a la primera ("esto es mi cuerpo"). Las dos fórmulas no son diferentes en cuanto al sentido. Cada una expresa la totalidad del ser humano; la primera a través del simbolismo del cuerpo frágil (partido), quizás del cadáver; la segunda a través del simbolismo de la sangre derramada. Los gestos y las palabras que Jesús realiza en esa atmósfera pascual han de ser considerados como una acción profética. En efecto, hay toda una serie de textos del antiguo testamento que inducen a pensar que la situación del profeta tiene como trasfondo natural y contiene en su horizonte interpretativo una posible muerte violenta. El profeta puede ser llamado «mártir», aunque todavía estemos lejos de la teología del martirio como se la interpretará sucesivamente. Los ejemplos del profeta asesinado son bastante frecuentes (Jeremías: Jer 26,8-11; Urías: Jer 26,20-23; Zacarías: 2Cron 24,17-22; los lamentos de Elías: 1Re 19,1012). El profeta es testigo de la palabra que le ha dirigido el Señor y tiene que seguirla fielmente hasta el fin; su muerte será vengada sólo por Yahvé: "yo tomaré venganza de la sangre de mis siervos, los profetas, y de todos los siervos del Señor" (2Re 9,7). Desde este horizonte, en la Última Cena hay que destacar ante todo una originalidad de Jesús que va más allá del marco de la pascua judía, su gesto simbólico inédito: entrega un único cáliz del que beben todos los comensales. Queda así patente la comunicación de un don único en el que todos participan. Que el don entregado simboliza la oblación misma de Jesús se expresa en las palabras pronunciadas sobre el pan y sobre
el vino. En el caso del pan se establece una vinculación entre quien entrega el pan partido y su cuerpo que va a ser destruido en su concreción existencial. El vino bebido y la sangre derramada esconden una vinculación equivalente. Una muerte redentora por amor La tradición religiosa judía en la que Jesús vive inmerso le va haciendo comprender su destino martirial desde las claves que le ofreciá el antiguo testamento. Los enviados de la Sabiduría son siempre perseguidos (cf. Lc 1,33) y los profetas asesinados (cf. Mt 5,11s.; Lc 6,22s.). La figura del justo doliente le impone la evidencia de que el justo debe sufrir por su justicia, es decir, porque su justicia solivianta a los que se sienten denunciados por él (Sal 34,20; Sab 5,1-7). No obstante, la fidelidad de Yahvé suscita la esperanza en el triunfo y la exaltación del justo que se mantiene en su justicia a pesar de la persecución. Los mártires, que habían sido experiencia real (2Mac 7,37s.) y el Siervo de Yahvé (Is 49,3.6; 52,23), aun en sus perfiles enigmáticos, insinúan incluso la idea de vicariedad o representación: los sufrimientos, la entrega de la propia vida, representan en cierto modo a una colectividad, porque se realiza en nombre de todos ellos, porque redunda en su beneficio salvífico. La muerte de Cristo ha de comprenderse en cuanto muerte redentora. El destino de la muerte que padeció Jesús responde a un Amor originario, que rompe desde dentro el círculo diabólico del odio y de la violencia. Jesús no muere contra los hombres sino contra la violencia que han descargado contra él y que, por ello, imposibilita o dificulta la comunicación. Por eso es un acto de reconciliación. Aunque ésta sólo podrá ser plena en la parusía, ya que desde ahora Jesús muere como acto de oposición a todo lo que bloquea la reconciliación. En el proceso que conduce a la cruz, el Padre está presente, compadeciendo con el Hijo desde el apasionamiento de su amor. Así, el carácter redentor de la muerte de Jesús no puede ser comprendido más que desde el Don previo del Amor. Como escribía Isaac de Nínive, Dios murió "para hacer conocer la caridad que tiene, para hacernos prisioneros de la caridad... La muerte de nuestro Señor no fue para salvarnos de los pecados, de ningún modo, no por otro motivo, sino sólo para que el mundo pudiese darse cuenta del amor que Dios tiene por la creación" (Cuarto discurso a los Gnósticos, 78). El sacrificio eucarístico y la participación eclesial Ahora nos es más fácil comprender el carácter sacrificiál de la eucaristía. El sacrificio de Cristo abarca toda la acción salvífica de Jesús, desde la encarnación hasta su culmen en la cruz y resurrección (Pascua); supone la abolición de los sacrificios antiguos (cf. Carta a los Hebreos) y, según los diversos textos, implica la donación de sí mismo, la entrega martirial, junto con la representación cultual. Por eso puede decirse que el sacrificio de Cristo es la entrega total que hace de su persona por amor y
como hombre-para-los-de-más, en orden a manifestar el gran amor redentor de Dios. La Iglesia participa también de ese sacrificio de Cristo. Es la entrega que, en unión con Cristo, hace de sí misma, participando de este modo en la ofrenda de amor al Padre y a la humanidad, con la donación de la propia vida, y con la actualización permanente del sacrificio de Cristo, a cuyo acto sacerdotal ha sido asociada por el mismo Señor. No se trata de un sacrificio distinto al de Cristo, sino del mismo sacrificio de Cristo al que es asociada y se une la misma Iglesia con su entrega de amor y fidelidad, lo que se expresa de modo especial en la eucaristía. La eucaristía es representación memorial del sacrificio de Cristo; es decir, sacramento del sacrificio de Cristo, en cuanto representación y actualización memorial y dinámica del mismo e irrepetible sacrificio. La Iglesia es asociada a él para su edificación. Y en él la Iglesia entera está convocada a participar por su entrega y fidelidad a la misma dinámica de amor, hecho sacrificio en Cristo. La eucaristía es, pues, presencia activa y memorial del sacrificio de Cristo, en la mediación sacrificial de la Iglesia. El sacrificio de Cristo se actualiza memorialmente por el Espíritu porque todavía no ha terminado: toda la Iglesia, en su historia, se está sumando a él. Lo hace sacramentalmente en el gesto eucarístico, pero lo hace simultáneamente en su vida entera. Al comer al Cristo «entregado por», la comunidad y cada uno de los presentes recibimos el impulso para vivir y ofrecernos amorosamente «por Cristo» y «por muchos / por todos».
CLAVE 33
La presencia del Glorificado En la eucaristía Cristo mismo se hace nuestro alimento para comunicarnos su propia vida, su nueva alianza, a fin de edificar su comunidad como su propio cuerpo al servicio del reino en el mundo. No se puede comprender ni vivir plenamente la eucaristía si no se cree que Cristo se hace presente, se identifica y asume el pan y vino. Su presencia es real, corporal; pero desde su existencia de Glorificado, que es el que puede llevar a la comunión total. El modo de explicar este misterio es una pregunta legítima, pero que no preocupó a las generaciones cristianas de los primeros siglos. Más adelante, cuando se formuló, tuvo varias respuestas. Una presencia múltiple La presencia real de Cristo no debe limitarse simplemente a su presencia eucarística. El concilio Vaticano II ha afirmado explícitamente la presencia múltiple de Cristo en la liturgia, o sea, en la palabra
proclamada, en la persona del ministro, en la asamblea reunida, en los sacramentos y, sobre todo, en las especies eucarísticas (SC 7). Años más tarde, Pablo VI hablaba en el mismo sentido pero con mayor amplitud, ya que esta múltiple presencia -calificada como «real»-, no se reduce al ámbito de lo sagrado de la liturgia, sino que se extiende más allá de los límites del templo. La encíclica afirma que Cristo está realmente presente en su Iglesia orante, en la comunidad reunida (Mt 18,20); está presente en el sacramento del hermano, en toda persona necesitada de nuestro amor y de nuestra ayuda (Mt 25,40); está presente en nuestros corazones por la fe y el amor (Ef 3,17; Rom 5,5); está presente en la palabra de Dios anunciada y proclamada por su Iglesia; está presente en los pastores, signos de Cristo; finalmente, está presente en la eucaristía. Y añade: "tal presencia se llama real no por exclusión, como si las otras no fueran reales, sino por antonomasia" (Mysterium fidei, 35-39). Presencia como «transustanciación» A partir de la escolástica, en los siglos XII y siguientes, la propuesta más generalizada, y posteriormente asumida por el concilio de Trento, para explicar la presencia eucarística fue la de la «transustanciación». Puede resultarnos útil comprobar que los Padres de la Iglesia ilustran tanto el realismo de la presencia como el simbolismo de las especies sacramentales. Cirilo de Jerusalén, en su Catequesis sobre la eucaristía, se expresa así: "Jesús mismo se ha manifestado diciendo del pan «Éste es mi cuerpo». ¿Quién tendría el coraje de dudar? Él mismo lo ha declarado: «Ésta es mi sangre». ¿Quién es el que lo pondría en duda diciendo que no es su sangre? Él, por su voluntad, transformó en Caná de Galilea el agua en vino, y ¿no es digno de fe si cambia el vino en sangre?... Con toda seguridad participamos en el cuerpo y en la sangre de Cristo. Bajo la especie del pan te ha dado el cuerpo, y bajo la especie del vino te he dado la sangre, para que tú te hagas, participando en el cuerpo y en la sangre de Cristo un solo cuerpo y una sola sangre con Cristo... No hay que considerar como simples y naturales dicho pan y dicho vino: son, por el contrario, según la declaración del Señor, el cuerpo y la sangre. Aunque los sentidos te lleven a esto, la fe, sin embargo, te sea firme" (Catequesis Mistagógicas, Para la Iglesia siempre ha sido importante afirmar que aquí tiene lugar realmente una transformación: hay algo que antes no existía. Pero no se trata de un acuerdo que la propia Iglesia ha realizado para decirse a sí misma. La eucaristía sobrepasa el terreno de lo funcional y de lo fantasioso. Por ello, mantiene la expresión «transubstanciación» para vivir y proclamar una realidad que la desborda; incluso que la resulta difícil de explicar si no es desde el memorial de la fe. En la eucaristía
encontramos aquella Realidad personal de Dios con la que debemos aprender a medir toda otra realidad. El regalo de su presencia personal En nuestra vida diaria sabemos bien lo que significa un encuentro profundo con otra persona. Éste sólo se da cuando la otra persona es percibida, no como objeto o con interés, sino cuando se basa en la comunicación profunda entre ambos. Los signos que la mantienen siempre son mediaciones: una foto, una llamada, una carta, un regalo. Así, el regalo (cuando parte de la gratuidad y quiere ser muestra del amor profundo) llega a ser signo realizador de mi presencia. Pero necesita no sólo ser ofrecido, sino también acogido y aceptado como regalo. Regalar un ramo de rosas va más allá del precio, del tipo o de la calidad de las rosas; quien las regala se regala a sí mismo y quien las acoge, acoge al otro en su totalidad y, sin decirlo verbalmente, se ofrece personalmente a él. Cristo se encuentra presente de modo real en el pan y vino; pero como presencia ofrecida, que debe ser aceptada por los creyentes en la Iglesia. Sólo así la presencia se convierte en mutua, recíproca, personal en su sentido más profundo. La presencia eucarística es como la mano de Cristo tendida a cada persona en el espacio de la comunidad de fe, mano que permanece tendida, más allá de la actitud de recepción de los hombres. El pan consagrado hace de mediador entre el Señor (que está en su Iglesia) y yo (que estoy en la misma Iglesia). Su presencia es la característica presencia del donante de un regalo; regalo no de un hombre cualquiera, sino de Cristo glorificado. En este intercambio entre Cristo y su Iglesia los dones reciben una nueva significación y una nueva finalidad. Los dones reciben un nuevo y definitivo significado: son el mismo Cristo que se nos da. Pero hemos de acogerlos por la fe ya que ahora son el mismo Cristo para nosotros a favor del mundo. Presencia que transforma desde la parusía El Cristo pascual que viene a la Iglesia es el Cristo, muerto y resucitado; pero también el que desde la parusía está viniendo. Ese Cristo pascual, que rebasa los límites del espacio y del tiempo, es el mismo Cristo glorioso que sigue hoy viniendo a la Iglesia en la celebración eucarística. La eucaristía es, ante todo, la venida personal del Glorificado a la Iglesia. Ahora bien, ha sido constituido en Kyrios de todo lo creado para llevar a plenitud todo como realidad escatológica y profunda de este mundo. En la transformación del pan y del vino, estos dones no son violentados ni aniquilados, sino que son orientados hacia la plenitud. Por la santificación del Espíritu, las ofrendas adquieren una nueva dimensión escatológica. El pan y el vino son convertidos en el Espíritu por una total concentración en Cristo. De este modo, son asumidos en la dimensión de eternidad, en una proximidad tal que Cristo resulta la sustancia
inmediata, la realidad profunda en la que estas especies subsisten. Los Santos Padres hablaban del pan y del vino como dones que son asumidos por el Cristo glorioso que está viniendo para dársenos como Pan de vida y alimento de inmortalidad. Pero estos dones eucaristizados necesitan una reciprocidad por la fe de aquellos que ya pertenecemos al Reino de Dios, a aquellos que creemos y aceptamos sus planes de salvación. Cristo está presente, pero sólo para aquel que acoge este ofrecimiento resulta realmente presente.
CLAVE 34
La comunión que nos hace cuerpo histórico La presencia del Glorificado en la eucaristía es, sobre todo, «presencia para», con una intención que termina en la incorporación de las personas a su Vida glorificada. Pablo no habla tanto de presencia, sino ya directamente de unión, de comunión, de koinonía, que supone la presencia y la supera en su intención dinámica interpersonal (1Cor 10,16). Juan afirma que "el que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él", "el que me come vivirá por mí como yo vivo por el Padre" (Jn 6,56s.). Santo Tomás de Aquino para el sermón del día del Corpus tomó el texto en el que se expresa la alegría de Israel por su elección, por el misterio de la alianza: "¿Qué nación hay tan grande que tenga dioses tan cercanos a ella como lo está de nosotros nuestro Dios?" (Deut 4,7). Así Tomás convoca a una alegría plena porque estas palabras del antiguo testamento solamente han encontrado su pleno cumplimiento en la Iglesia, particularmente cada vez que celebra, comulga, testifica y adora la presencia eucarística del Resucitado-Glorificado. Una presencia «para nosotros» Cristo se identifica de modo misterioso con el pan y el vino, que por el Espíritu son convertidos en su cuerpo y su sangre (presencia objetiva u ontológica): es el "esto es mi cuerpo" hecho realidad por la fuerza del Resucitado y su Espíritu. Pero esta presencia no termina en los elementos materiales, pues su presencia tiene una intención interpersonal: Cristo nos está presente a nosotros, para hacernos entrar en comunión con él, edificando así el cuerpo eclesial. La invitación al banquete fraterno del Kyrios —símbolo de encuentro festivo interpersonal— nos adentra en la dinámica de su Pascua y de su vida definitiva; nos alimenta para nuestra andadura por la historia pretendiendo en ella y en cada acontecimiento un nuevo Pentecostés. Decimos "esto es mi cuerpo". El lenguaje bíblico usa cuerpo no en oposición al espíritu. Significa, más bien, la totalidad de la persona, en la
cual lo corporal y lo espiritual son inseparables. Por eso, "esto es mi cuerpo" significa: esto es la totalidad de mi persona en la medida en que se actualiza en la corporalidad. Es un cuerpo que "se entrega por vosotros"; esto es, la identidad de esa persona es ser-para-los-demás. Su esencia más íntima la constituye el entregarse. Y, por ser entrega y donación, puede y debe ser compartida. Comulgar al Resucitado-Glorificado Lo que se nos ofrece y se nos da en la eucaristía no es una cosa material. Es Cristo mismo, el Resucitado-Glorificado, la persona que se nos ha entregado a través de su amor, un amor atravesado por la cruz. Por ello, comulgar en su cuerpo / sangre ha de ser un acontecimiento personal. Los ritos previos a la comunión pasan del «nosotros» litúrgicoeclesial al «yo en Iglesia». Ahora se me pide a mí mismo, soy yo quien ahora tengo que ponerme en marcha, soy yo a quien me sale al paso, a quien me llama. A quien recibimos es, y así lo decimos, una Persona. Y esta persona es e/ Señor Jesucristo, a la vez Dios y hombre. La antigua devoción a la comunión de siglos pasados probablemente olvidaba en exceso al hombre Jesús y pensaba demasiado en Dios. Pero no hemos de caer en el peligro contrario: considerar tan sólo al hombre Jesús. Tampoco hemos de olvidar que en él -que se nos ha entregado como cuerpo partido y repartido- palpamos también al Dios vivo. Por ello, comulgar es siempre una profunda oración. Resulta especialmente conmovedor lo que se nos cuenta de los monjes de Cluny en los alrededores del año 1000. Cuando iban a comulgar se descalzaban; sabían que aquí está la zarza ardiente, el misterio ante el cual Moisés cayó de rodillas, pues Dios estaba allí (cf. Ex 3,1-15). Las formas cambian; pero hemos de despojarnos sinceramente de nosotros mismos, entrar en comunión con él, liberándonos de otras ataduras para así encontrar también realmente a la comunidad humana. «Hacernos» cuerpo de Cristo El verdadero regalo de la eucaristía no está sólo en «hacer» (de los dones) el cuerpo de Cristo, sino sobre todo en «hacemos» (a nosotros mismos) el cuerpo de Cristo. No basta tener ante nosotros el cuerpo de Cristo si a la vez no llegamos a «serio». San León Magno habla de "la verdad del cuerpo y la sangre en el sacramento de la comunión", del que participamos, "para que recibiendo la virtud del manjar celestial, nos transformemos en la carne de aquel que se hizo carne nuestra"; "pues no hace otra cosa la participación en el cuerpo y sangre de Cristo que el convertirnos en aquello que comemos" (Ep., 59,2; Sermo, 63). La interpretación de la tradición eclesial nos ayuda a comprenderlo mejor: los Padres griegos acentúan la vertiente óntica (mística) de nuestra transformación personal, la vida nueva de la resurrección o la
vida eterna, ya anticipada, y que origina el ser una nueva criatura. Los Padres latinos destacan la vertiente ética de nuestra transformación personal y comunitaria: el comportamiento nuevo y la superación del pecado, así como la necesidad del amor y de la paz. En ambas líneas hay una coincidencia fundamental: el cristiano tiene que transformarse en aquello de lo que participa, el cuerpo de Cristo glorificado, que se concreta en la Iglesia, tanto celeste -comunión de los Santos- como peregrina entre los gozos y desalientos de la humanidad. El alimento para el camino La comunión eucarística no nos asegura la presencia de Cristo en nuestras vidas. Su presencia personal es siempre humilde, escondida, sencilla, promesa de un futuro siempre mayor de plenitud escatológica, definitiva. Por eso la eucaristía es a su vez, «epifanía» o manifestación de Dios y también "promesa y anuncio», prenda de ese mismo futuro escatológico. Conviene resaltar ambas dimensiones, ya que las dos tendrán que formar parte de una adecuada integración existencial del misterio de nuestra fe. Esta vitrina celestial con rayos claro-oscuros de una presencia aún imperfecta que, por ser tal, nos empuja y nos remite hacia el futuro de una presencia real, plena y consumada, no velada, es la que da paso a la prolongación sacramental en el quehacer histórico. Es lo que los orientales llaman "la liturgia después de la liturgia". Así brota la exigencia de transformar el mundo hasta que en el universo entero llegue a realizarse aquella presencia real futura que el creyente afirma ya prefigurada en las primicias del misterio eucarístico: la presencia de Dios que a través y por el Espíritu Cristo será "todo en todas las cosas" (1Cor 15,28). Sólo así la eucaristía comulgada es semilla de una vida eucarística total. No sólo el pan y el vino tienen que sufrir una «conversión» que les transforma en Cristo. La comunión eucarística conlleva una transformación que afecte a la Iglesia, a la humanidad y, aún más, a la realidad cósmica entera. Así la comunión se abre y tiende a algo más profundo y querido por Dios: a hacer o a ser el cuerpo (frágil) eclesial y universal de Cristo; es decir, a la realización de la gran eucaristía universal. Por ello, la eucaristía también es viático, alimento y fortaleza para los peregrinos; especialmente para aquellos que se encaminan de manera herida y débil hacia la plenitud del banquete eterno.
CLAVE 35
El que está viniendo: la parusía La eucaristía reflexionada nos hacer ver cómo la espera y la esperanza
ocupan, aunque transformadas y transfiguradas, la misma centralidad bíblica que tenían en los orígenes de la revelación bíblica. Así aparece una nueva tensión en la fe: entre el Resucitado y el Esperado, entre el que ha venido en la gloria del Padre y el que vendrá a juzgar a vivos y muertos. En esa tensión es donde tiene lugar la experiencia salvífica real y actual, si bien en «esperanza», cada vez que celebramos la eucaristía. Salvados en esperanza Pablo, después de haber proclamado con gozo la renovación operada por el Espíritu, se ve obligado a reconocer los sufrimientos de la creación entera, que no pueden dejar de modular la experiencia de lo ya recibido: "sabemos que la creación entera hasta ahora gime y siente dolores de parto, y no sólo ella, sino también nosotros, que tenemos las primicias del Espíritu, gemimos dentro de nosotros mismos suspirando por la adopción, por la redención de nuestro cuerpo. Porque hemos sido salvados en esperanza" (Rom 8,22-24). No se trata de una espera de la salvación sino de que la esperanza es característica y constitutivo esencial de la salvación. Tit 2,11-13 expresa con claridad que en esa tensión se desenvuelve la vida cristiana: "se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres... para que vivamos sobria, justa y piadosamente este siglo, con la dichosa esperanza en la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro Cristo Jesús". Esa esperanza es la que debe ser testimoniada y explicada a quienes se sientan interpelados por el modo de vida cristiano (cf. 1Pe 3,15). La novedad de la fe y del amor cristiano se alimentan de esa esperanza. Ello no se refiere solamente a la experiencia subjetiva creyente, sino que hace ver también lo que falta al despliegue del misterio de Cristo. La carta a los Colosenses, que tan fuertemente destaca la participación del bautizado en la resurrección de Cristo, no deja de manifestar esa carencia cuando hace decir a Pablo: "me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia" (1,24). Caminar entre la Pascua y la eternidad La parusía es un elemento constitutivo del acontecimiento pascual; es la conclusión del evento pascual. Por eso, refleja la acción del Padre, a quien todo retorna; del Espíritu que suscita el aliento del proceso por el gozo del encuentro; y del Hijo, que sale al encuentro de la humanidad dolorida y de la creación amenazada. Pero a la vez es también acontecimiento que cuenta con el protagonismo de los creyentes, que se han de convertir en heraldos de una salvación que ya se gusta y saborea en la forma de la esperanza, de la fe, del amor. Es la garantía de que la historia y el universo tienen un sentido y una meta. La parusía tendrá lugar al final como el último regalo de la Trinidad Santa. En la parusía, Jesús, el protagonista, pronunciará su último
"Heme aquí" para hacerse presente en la última encrucijada de la historia. Parusía significa "estoy presente", "estoy aquí". "He aquí que estoy a la puerta y llamo" (Ap 3,20) para conducir a los hermanos al hogar del Padre. Esa es en definitiva la meta de la historia. Por eso Jesús, el Hijo del hombre y el nuevo Adán, "vendrá con gloria". El ser humano en plenitud que se realiza en Jesús es ámbito de acogida de todos los hombres, cansados o avergonzados de su difícil y, a veces, cruel caminar. Jesús, el Hombre, acogerá en el seno del Padre a todos sus hermanos. Por eso será el momento del descanso, del sábado eterno, del paraíso. El Señor que viene es el Hijo. Y por eso en el momento de la gloria y del descanso no podrá más que expresar su filiación. El "Hijo del amor" (Col 1,13) mostrará en el día del Señor su filiación como encuentro y acogida plena e ilimitada. El último día será ciertamente acto de juicio y de discernimiento. Pero el Juez será el Hijo y no podrá más que juzgar como Hijo ante hermanos. El mismo Jesús, que fue tan sensible ante los más necesitados, y que llegó a morir sin levantar su voz contra los perseguidores, es el que juzgará el proceso de la historia y las debilidades de sus protagonistas. Desvelará la injusticia de los perversos y la indiferencia de los satisfechos. Pero no podrá excluir el reflejo de la imagen del Padre impresa en los hombres, porque esa imagen es el Hijo. Cristo está presente, sí, en medio de nosotros; pero su presencia aún no es total ni definitiva. Hasta la reconciliación universal, al final de los tiempos, la esperanza del adviento seguirá mostrando un sentido y podremos seguir orando: "venga a nosotros tu Reino". La eucaristía, anticipación de la dulzura del paraíso Cada vez que celebramos la eucaristía, en cuanto actualización del misterio de Cristo, ésta nos abre a un porvenir: proclama que es posible un futuro en el que el Hijo encuentra a la humanidad y a la creación entera para depositarla en el seno del Padre. Por ello, hemos de sentirnos prontos para llevar adelante una misión universal como servicio a la reconciliación de todo y a la transformación de la realidad entera. Hemos de ser solidarios contra lo que amenaza a la persona y a la creación; hemos de esperar con todos y en favor de todos para ir manifestando la comunión trinitaria. Nuestra espera no es una ficción auto-engañosa. Esperamos realmente su venida porque tenemos conciencia de la realidad indiscutible de su venida y de su presencia pascual en la celebración eucarística: él es el que está viniendo. A nivel del misterio litúrgico se aúnan y actualizan el acontecimiento histórico de la venida de Cristo y su futura parusía, cuya realidad plena sólo tendrá lugar al final de los tiempos. Nuestra espera tiene un sentido. La liturgia siempre ha tenido presente todas estas dimensiones. De modo particular el rito hispano-mozárabe lo recoge en una oración del tercer domingo de adviento. Dicho texto asume el advenimiento desde unos ecos parecidos a los signos que Jesús
mostraba a los discípulos del Bautista cuando le preguntaron si era él el Mesías o debían esperar a otro (cf. Lc 7,18-23): "Te pedimos, Señor Jesús, que se fortifiquen los corazones de tus fieles por tu venida, que se fortalezcan las rodillas de los que son débiles. Que por tu visita sean curadas las llagas de los enfermos; por el toque de tu mano sean iluminados los ojos de los ciegos; por tu poderosa ayuda se afirme el paso de los vacilantes; que por tu misericordia sean desatados de la esclavitud de los pecados. Haz que puedan alcanzarte con el alma llena de gozo en la segunda venida de tu juicio los que ahora ves que acogen con gran devoción tu venida en la mística encarnación ya cumplida, y llévalos a la dulzura del paraíso". En la parusía todos y todo podrán gozar de una reconciliación sin fisuras y sin violencias. La Trinidad y las personas humanas se habrán abrazado en una comunión de gozo y felicidad. La esperanza no será ya más que alegría y dulzura. Esto es lo que el prefacio propuesto para Adviento en la plegaria III de la misa con niños nos invita ya a pregustar: "cuando él vuelva al fin del mundo nos invitará a la fiesta de la vida en la felicidad de su casa".
VI LA EUCARISTÍA VIVIDA EN EL ESPÍRITU CLAVE 36
El Espíritu, «artesano» santificador de la eucaristía La eucaristía en su conjunto es, ante todo, epíclesis (súplica del y al Espíritu Santo). Ésta aparece situada en las diversas tradiciones litúrgicas en lugares diferentes y es interpretada de forma diversa. Pero este dato nos hace comprender el carácter oracional de la totalidad. Así, la eucaristía aparece más bien como una oración, tan humilde como eficaz, de la Iglesia reunida en asamblea, en la que se solicita la actuación santificante del Espíritu Santo, que es el alma, el «artesano» de la eucaristía. El actuar del Espíritu La acción de gracias como actitud del ser humano hacia Dios no es algo achacable al propio mérito ni algo autónomo del creyente o de la Iglesia. Según la biblia es obra del Espíritu: una especie de oración infusa, por medio de la cual la gracia regalada por Dios regresa a Dios. La eucaristía aparece así, con necesidad interna, epíclesis, súplica para que sea enviado el Espíritu, de suerte que pueda consumar la obra salvífica que se actualiza por el memorial (anámnesis). Con ello, la epíclesis es, por así decirlo, el alma de la eucaristía. Este carácter de la plegaria eucarística como oración en demanda de la bendición divina se funda, en último término, en la comprensión bíblica de la «beraká» (acción de gracias), la cual posee una importancia central tanto para la bendición judía de la mesa como para la celebración cristiana de la eucaristía. Dicho término no sólo designa la bendición de Dios para el ser humano, sino también la bendición de Dios por medio del ser humano, la alabanza de su nombre. Así, por ejemplo, Pablo habla explícitamente del "cáliz de bendición que bendecimos" (1Cor 10,16). Por tanto, la eucaristía es oración para pedir la bendición y el consiguiente don de ésta. Según la escritura, la realización de la obra de la salvación de Jesucristo en el mundo y en la persona es fruto y acción del Espíritu Santo, que es el Don escatológico por excelencia. Para Pablo el Espíritu es un concepto clave en la comprensión de la eucaristía, pues se trata de un alimento y de una bebida "espirituales".
La plenitud de la realidad salvífica, que es el Cristo pascual en la historia, se difunde de modo sacramental por el poder del Espíritu. Ahora bien, la obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces la Iglesia reunida en asamblea celebra el memorial de nuestra salvación. Es en la eucaristía donde se expresa y se manifiesta el Espíritu como el Don invisible — como el rocío— de la gracia de la salvación aquí y ahora. Diversos acentos entre oriente y occidente A lo largo de la historia se ha dado una diversa posición teológica entre oriente y occidente respecto a esta cuestión de la eucaristía. La tradición occidental ha acentuado la idea de que la consagración se realiza por la repetición de las palabras de Jesús: "esto es mi cuerpo... esta es mi sangre", que el presbítero pronuncia "in persona Christi". La autoridad de san Ambrosio contribuyó decisivamente a sentar esta doctrina en la Iglesia latina. Ello produjo en la liturgia romana un gran olvido del Espíritu hasta el Vaticano II. La tradición oriental, desde sus diversas liturgias, concede un papel preponderante a la acción del Espíritu en la eucaristía. Sin entrar en demasiadas cuestiones, cabe decir que también los orientales cayeron presos de una cierta exageración en aras del Espíritu, arrinconando la dimensión de Cristo. Ahora bien, como el lenguaje humano no puede decir todo a la vez, la invocación al Espíritu precede a la narración de la Cena en las nuevas plegarias eucarísticas de la liturgia romana, con el fin de subrayar que no es el poder del presbítero el que realiza la consagración, sino la fuerza del Espíritu que obra en él y lo capacita para actuar en la persona de Cristo. La epíclesis nos recuerda que la santificación de los dones y la presencia real de Cristo no son un proceso automático o un milagro súbito, consecuencia de la pronunciación de unas palabras mágicas. La consagración es fruto de la actuación del Espíritu, invocado por la oración y la deprecación de la Iglesia. Por lo que la actuación ineludible del Espíritu y su iniciativa son la fuente última de la presencia eucarística de Cristo. Pues cuando actúa a impulsos del Espíritu de Cristo, la Iglesia es escuchada siempre por el Padre. Una sola epíclesis en dos momentos La epíclesis propiamente dicha —como momento específico dentro de toda la plegaria eucarística— se condensa, tras la reforma postconciliar romana, en dos momentos que han de ser vistos en una unidad dinámica. Se habla entonces de la primera o segunda epíclesis, de epíclesis antecedente y consecuente, o pre- y post-consacratoria, de consagración o de transformación y epíclesis de comunión, epíclesis de o sobre la ofrenda y epíclesis sobre los comunicantes. La tradición antioquena nos ofrece una única epíclesis omnicomprensiva.
El tono de esta oración es de una gran expresividad y solemnidad, y suena como una auténtica plegaria de consagración, según las palabras de la Anáfora de san Juan Crisóstomo, una de las más representativas de la tradición antioquena y la más conocida en oriente: "De nuevo te ofrecemos este sacrificio espiritual e incruento, te invocamos, te pedimos, te suplicamos: envía tu Santo Espíritu sobre nosotros y sobre estos dones puestos sobre el altar. Haz de este pan el precioso cuerpo de tu Cristo, y de lo que hay en este cáliz la preciosa sangre de tu Cristo, trasmudándola por virtud de tu Santo Espíritu, a fin de que para aquellos que los comulgan sean prenda de purificación para el alma, remisión de los pecados, comunicación del Espíritu Santo, alcance del reino de los cielos, título de libre confidencia ante ti y no motivo de juicio y de condena". El Catecismo de la Iglesia Católica propone un título significativo para hablar de la presencia eucarística: "La presencia de Cristo obrada por el poder de la Palabra y del Espíritu Santo" (n° 1373). A la luz de la encarnación Los Padres de la Iglesia han interpretado esta acción del Espíritu relativa a la consagración a la luz de su intervención en la encarnación. El mismo Espíritu que descendió sobre la Virgen y la fecundó con su fuerza (cf. Lc 1,35; Mt 1,20) formando en ella la humanidad del Verbo, desciende dinámicamente en cada eucaristía sobre los dones del pan y del vino, para hacer de ellos —por la palabra y el mandato de Jesús a la Iglesia— su cuerpo y su sangre. La eucaristía es como un engendramiento diario de Cristo, carne y sangre. Así como la encarnación fue realizada bajo la acción del Espíritu Santo, de igual manera la consagración y santificación de los dones, que están para santificar a los fieles e incorporarlos a Cristo, haciendo de todos ellos el cuerpo eclesial de Cristo. La obra más grande de quien llamamos "Señor y dador de vida" es precisamente la encarnación del Hijo consustancial al Padre en el seno de María, como cumbre de la auto-comunicación divina. En este sentido se puede decir también que el Espíritu es el actor principal, el alma santificadora, el «artesano» de la eucaristía.
CLAVE 37
El Espíritu que transforma los dones y a los creyentes La apelación a la fuerza divina del Espíritu es la que transforma la
asamblea creyente junto con sus dones, de manera que la celebración eucarística pueda actualizar la mutua presencia y el mutuo encuentro: no sólo la presencia y la donación de Cristo a su Iglesia, sino también la de la Iglesia —desde cada uno de los participantes— a su Señor y Esposo. La tradición cristiana nunca ha olvidado la obra del Espíritu en la transformación eucarística. Los dones u ofrendas pasan a convertirse — haciendo memoria de la última cena por la fuerza del Espíritu— en cuerpo y sangre del Señor. Ahora bien, esta misma tradición y la propia liturgia nos invitan a que nosotros, al participar del banquete celestial, quedemos transformados en don y ofrenda como cuerpo eclesial para el mundo. Santificar los dones para que sean cuerpo de Cristo Con la denominada primera epíclesis se pide la acción santificadora del Espíritu. Se invoca la fuerza salvadora de Dios sobre los dones eucarísticos, a fin de que las palabras de Cristo tengan su fuerza salvadora por el Espíritu dador de vida. El canon romano no nombra explícitamente al Espíritu, aunque la traducción castellana hace una alusión evidente a él: "bendice y santifica esta ofrenda... haciéndola perfecta, espiritual y digna de ti de manera que sea para nosotros cuerpo y sangre de tu Hijo amado". Las nuevas plegarias sí han querido explicitar la petición del Espíritu. Así la II dice: "te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espíritu"; mientras que la III, "te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti"; y la IV alude a la santificación de las "ofrendas". Es el envío del "Espíritu sobre este pan y este vino" (V), derramando "la fuerza" (I de la reconciliación) y santificándolas "con el rocío del Espíritu" (II de la reconciliación). El mismo Espíritu que obró la encarnación del Hijo de Dios, el que dio sentido a su muerte (cf. Heb 9,14), el que le resucitó de entre los muertos, el que dio vida a la Iglesia naciente en Pentecostés, es ahora el que realiza en este momento el misterio eucarístico. El presidente de la celebración, en nombre de toda la comunidad, dice la invocación imponiendo sus manos sobre el pan y el vino. Es un gesto muy importante, pues como se ha señalado, "la epíclesis subraya la completa dependencia de la Iglesia respecto de su Señor; ella se presenta ante él con las manos vacías [...], no teniendo otra referencia que las maravillas de la creación y de su redención, para suplicarle que colme su pobreza por la fuerza del Espíritu y la eficacia de las palabras de Cristo" (M. Thurian). Este gesto realizado en la plegaria eucarística ya nos resulta más comprensible: los dones y la asamblea celebrante se ponen en actitud de ser transformados por la fuerza de Dios, por el Espíritu Santo, en el cuerpo eucarístico-eclesial. Es en la Iglesia donde florece el Espíritu para
transformarnos en eucaristía viva en medio del mundo. Transformarnos en cuerpo eclesial San Agustín utiliza una bella imagen para expresar esta acción del Espíritu en la transformación del cuerpo (eclesial) de Cristo, como debemos entender el segundo momento epiclético. Haciendo exégesis del texto paulino, "somos muchos, pero formamos un solo pan y un solo cuerpo" (1 Cor 10,17) dice: muchos granos de trigo forman un solo pan; así vosotros erais una multitud dispersa, pero habéis sido molidos y triturados como el trigo por los ayunos y el esfuerzo de vuestra preparación bautismal. Luego el agua hizo de vosotros una pasta, de manera que "recibisteis el agua del bautismo para llegar a convertiros en la forma del pan". Esta pasta, amasada con agua, fue luego cocida con el fuego del Espíritu, que acabó convirtiendo la masa en pan vivo de Cristo y en oblación y sacrificio grato al Padre: "Viene, pues, el Espíritu Santo, después del agua el fuego, y quedáis convertidos en el pan que es el cuerpo de Cristo. Así se significa la unidad" (Sermo, 272). El obispo Fulgencio de Ruspe seguirá de cerca los pasos de Agustín. Varias veces alude a la venida del Espíritu Santo "para consagrar el sacrificio del cuerpo de Cristo". Cuando se pide el envío del Espíritu Santo para santificación del sacrificio de toda la Iglesia, "me parece que no se pide otra cosa sino que, por la gracia espiritual, se conserve continuamente sin romper en el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, la unidad de la caridad". Así, el sacrificio de la cabeza, Cristo, se realiza también en su cuerpo por "la edificación del cuerpo de Cristo que se hace en la caridad". Las piedras vivas son edificadas en una casa espiritual para ofrecer víctimas espirituales (cf. 1 Pe 2,5); ello, por una ofrenda sacrificial que es asumida por Cristo como cabeza y piedra angular a través de este vínculo de unidad y comunión que es el Espíritu. De hecho, es la caridad derramada en nuestros corazones por el Espíritu (Rom 5,5) la que hace de nosotros un sacrificio espiritual y de la Iglesia el cuerpo de Cristo. Así, Dios "recibe con agrado únicamente el sacrificio de la verdad y la comunión católica, pues mientras guarda en ella su caridad difundida por el Espíritu Santo, hace de la misma Iglesia un sacrificio agradable a sí" (A Mónimo, 9-12). De hecho, el Espíritu santifica la ofrenda de la Iglesia para que ésta viva del "espíritu de la caridad". O dicho de otro modo: el cuerpo eclesial, gracias al Espíritu, crece y madura al participar del cuerpo eucarístico. Al participar del cuerpo eucarístico, la Iglesia se experimenta más como auténtico cuerpo de Cristo, porque la Iglesia es eucaristía. Transformados en nuevas criaturas
Esta orientación queda reflejada en las actuales plegarias litúrgicas de la Iglesia occidental, que nos hablan de nuestra transformación en hombres nuevos, en criaturas nuevas o en hijos de la luz por la participación en la eucaristía. Una transformación que tiene lugar no sólo en el plano espiritual, sino también en el corporal. Esta transfiguración -de las personas y no sólo de las ofrendas materiales- en Cristo, nos convierte en cuerpo eclesial del Señor, pues en la eucaristía es donde una multitud de piedras vivas se unen y aglutinan en la edificación del templo del Señor, del "cuerpo en crecimiento de Cristo, hasta llegar un día a transformarse en la Jerusalén celestial". Así, "la Iglesia se renueva sin cesar, transformada en imagen de Cristo". Y, además, no sólo pedimos la santificación / consagración de los dones, sino también nuestra propia transformación en ofrenda permanente para ser eucaristía en y a favor del mundo. Esta rica realidad puede observarse hoy frecuentemente en las plegarias eucarísticas del ámbito protestante. Un buen ejemplo es la acción de gracias de la Iglesia Metodista Unida, adoptada en la conferencia general de 1984: "Envía tu Espíritu sobre nosotros y sobre estos dones de pan y vino. Haz que sean para nosotros el cuerpo y la sangre de Cristo, a fin de que nosotros seamos para el mundo el cuerpo de Cristo, redimido por su sangre. Por tu Espíritu haznos uno con Cristo, uno entre nosotros y uno en el ministerio [servicio] para todo el mundo, hasta que Cristo venga en la victoria final y nosotros festejemos en el banquete del cielo".
CLAVE 38
Pascua/Pentecostés desarrollado en el tiempo La liturgia es «la epifanía del Espíritu». Él es el que hace posible la propia eucaristía como actualización de los misterios de la salvación celebrados en el hoy de nuestras vidas. Pero la Iglesia nos ofrece e invita a vivirlo de manera humana al ritmo de los días. Vivir el tiempo como historia de salvación Diversas son las interpretaciones que se hacen del tiempo. Para unos, el tiempo es la medida de todas las cosas en cuanto a su duración; es el llamado tiempo cósmico, regulador de la vida y de las actividades humanas. Sin embargo, el ser humano experimenta a veces una especie de tiempo interior: unos días con sus acontecimientos le son favorables y otros desfavorables, unos fastos y otros nefastos. En ciertas ocasiones da la impresión de que es como un paréntesis
cargado de hondura y significatividad; surge así el tiempo sagrado frente al ritmo ordinario y cansino de la vida. Para otros, la persona es llevada hacia delante, hacia un futuro mejor; se trata de la concepción bíblica del mismo: el tiempo histórico de los seres humanos, en cuanto escenario de la acción salvadora de Dios, resulta ser un tiempo «divino»; es decir, un tiempo de gracia (en medio de la desgracia cotidiana) y de salvación (en medio de la i-redención concreta), un tiempo histórico-salvífico. El tiempo litúrgico cristiano -heredero en parte del judío- aparece, gracias a la acción del Espíritu, como el permanente tiempo de la gracia y de la salvación que Cristo y el Espíritu han dejado abiertos para siempre; es un medio para hacer realidad la salvación en la historia. La historia de la salvación se desarrolla siempre hacia delante, avanzando hacia su consumación definitiva. Lo mismo ocurre con la celebración eucarística: organiza unos tiempos sagrados (el ciclo litúrgico) como expresión de su dimensión humana e histórica, encarnada; pero sin renunciar para nada a lo que constituye su esencia y razón de ser: el misterio del Espíritu de Cristo que se actualiza memorialmente en el «hoy» de cada celebración. Actualizar Pascua/Pentecostés Vivir el tiempo desde estas claves sólo es posible gracias al Espíritu Santo. Él es el don de la Pascua del Señor (cf. Hch 2,32s.) que convierte a la Iglesia y a cada cristiano en templo vivo donde mora la gloria y la presencia del Padre (cf. Ef 2,18-22; 1Cor 3,16s.; 2Cor 6,16; Jn 14,23). Desde la donación del Espíritu, Pentecostés, el universo entero se convierte en el ámbito normal para encontrar sentido al ritmo de la vida conducida por Dios. Desde la fuerza del Espíritu la eucaristía actualiza "hoy", de modo sacramental, cada acontecimiento fundante de la historia de la salvación. Así es posible comprender que Dios haya tenido tiempo para el ser humano y que éste comprenda el tiempo como gracia, teniendo tiempo para Dios. La liturgia, en especial la eucaristía, se nos muestra realmente como el centro de la historia del mundo. Ella es un continuo Pentecostés, una efusión sin límites del Espíritu del Resucitado sobre la Iglesia, sobre cada uno de los fieles y sobre el cosmos todo. Es verdaderamente el aniversario del propio nacimiento que la Iglesia celebra día tras día, domingo tras domingo, año tras año. Es realmente la juventud eterna de la Iglesia que alaba al Padre celebrando y viviendo el acontecimiento de la muerte y resurrección del Hijo con el don del Espíritu. La reforma conciliar del año litúrgico tuvo el acierto —aunque debiera haber insistido más en ello— de restituir este periodo en su carácter unitario. Éste se había ido perdiendo poco a poco desde el momento en que empezó a llenarse de fiestas en cierto modo aisladas y autónomas. La cincuentena pascual ha de ser otra vez en la conciencia personal y eclesial el tiempo simbólico que nos recuerda y actualiza a Cristo resucitado presente en su Iglesia, a la que hace la donación de la
promesa del Padre, el Espíritu Santo (cf. Lc 22,49; Hch 1,4; 2,32s.). La Pascua, un domingo cualificado La Iglesia ha desplegado su liturgia a partir de Pascua/ Pentecostés. Por eso es importante entender la eucaristía dentro del discurrir del tiempo, celebrada en días determinados, que vuelven periódicamente y marcan un ritmo. El primer día de la semana será llamado por los cristianos «día del Señor», o más exactamente «señorial». Al celebrar este memorial, la comunidad cristiana se incorpora mistérica y sacramentalmente a la victoria del Señor. Por eso, el domingo, «día señorial», ha sido calificado por el concilio como "fiesta primordial" (SC 106). La primera fiesta cristiana fue el domingo; se celebraba cada semana y, probablemente, hasta la primera mitad del siglo II, fue la única. Sin embargo, a mediados del siglo II aparece la primera fiesta anual: la Pascua. Ésta ha de ser interpretada, no como una contrapartida del domingo, sino como una enfatización y solemnización anual del mismo. Pascua es como un domingo cualificado. Ambas fiestas —domingo y Pascua— celebran el único acontecimiento pascual de Cristo. La Pascua es denominada "la fiesta por antonomasia», porque en torno a ella se irá configurando el conjunto del año litúrgico. En ella la Iglesia exulta de alegría porque se siente inundada del gozo del Espíritu del Resucitado. El año litúrgico celebrado desde la alegría La muerte y resurrección de Jesús constituye el acontecimiento celebrado semanalmente en el domingo y anualmente en la Pascua. Junto a este núcleo se ha desarrollado la cincuentena pascual que culmina con Pentecostés y la preparación previa durante la cuaresma. La centralidad de la Pascua de Navidad con sus fiestas y preparación (adviento) constituye otro de los ejes que se encaminan hacia la Pascua. Todo ello, unido al tiempo ordinario, solemnidades, fiestas y conmemoraciones de diverso tipo, pretende desarrollar en el círculo del año los misterios del Señor que celebramos en la eucaristía. Ahora bien, el año litúrgico no puede confundirse con un simple programa pedagógico. Es la actualización de la presencia actuante y salvífica del Dios trinitario en la vida de los creyentes, de la Iglesia y del mundo: la actualización de la Pascua, como acontecimiento central y centralizante de toda la historia de la salvación en el hoy de los miembros de la asamblea celebrante. La reiteración anual de los misterios de Cristo, a los que se asocia la memoria de la Virgen Madre y de los santos, rebasa el valor meramente repetitivo tendente a inculcar unas verdades de fe o de unos ejemplos a imitar. Cada año litúrgico es una nueva oportunidad de gracia y presencia del Señor de la historia (cf. Heb 13,8) en el gran símbolo de la vida humana que es el tiempo anual. Toda celebración eclesial -y de manera prototípica la eucaristía- debe
conservar y expresar significativamente la alegría que la hizo nacer. Una homilía referida a la Pascua, de mitad del siglo II, incluía exclamaciones que quieren reflejar la inmensa y amplísima alegría que el Espíritu expande en virtud del misterio pascual: "¡Oh, fiesta del Espíritu!, ¡oh, Pascua de Dios!, ¡oh, alegría universal!" (Pseudo-Hipólito, Sobre la Pascua, 62).
CLAVE 39
Una vida de raigambre eucarística La celebración de la eucaristía conlleva una lógica continuidad en una vida de raigambre eucarística. Los cristianos, que han venido a ser asamblea reunida en un lugar, tras la eucaristía, vuelven a sus quehaceres para comunicar la alegría pascual. Toda su vida ha de estar arraigada en el acontecimiento pascual/pentecostal celebrado. Llamados a ser eucaristía La vida cristiana es, ante todo, vida en el Espíritu. Gracias a Él, en los gestos y palabras de los cristianos el Cristo eucarístico prolonga su presencia, más allá de los muros del templo, en la medida en que cada uno vivimos conformados por el evangelio. Los gestos de justicia, lealtad, solidaridad, de entrega -realizados con la fortaleza del Espíritu- hacen que el cristiano ofrezca al mundo el rostro y la persona del Señor. El cristiano, las comunidades y la Iglesia, se convierten por la eucaristía y desde el dinamismo de la misma en «sacramentos del encuentro con Dios», en expresión de la benevolencia y de la misericordia de DiosAmor para todos. Los que participamos en la celebración eucarística estamos llamados a ser eucaristía. Este dinamismo no debe ser asumido con superficialidad, ni mucho menos lo hemos de reducir a un puro devocionalismo. En su significado cabal quiere decir que el cristiano, consciente de su creaturalidad y de su llamada al diálogo con Dios, conoce y reconoce, alaba y da gracias a su Creador por la historia de la salvación culminada en Cristo Jesús. Y lo hace con el gozo que es propio de una vida adulta y libre: la acción de gracias. Dar una dimensión eucarística a la propia vida significa aceptar el misterio pascual como la fuente, la cumbre y el camino de la propia vida. Y, por ello, volver constantemente al misterio que plasma nuestra propia personalidad con los mismos sentimientos de Cristo. Hemos de convertirnos, a imitación de lo que celebramos, en continua invocación del Espíritu («epícIesis»); y vivir entregándonos a la causa del evangelio
para alabanza y gloria de Dios. La celebración de la eucaristía tiende a forjar una existencia entre lo que se celebra y lo que se vive. Una existencia en la que la celebración se hace vida, en la dimensión del culto espiritual hacia Dios y en el amor al prójimo en el servicio total y desinteresado. Entonar festivamente un cántico nuevo La comunidad cristiana que se reúne para celebrar la eucaristía es, ante todo, el pueblo de Dios en fiesta. Por ello, la acción de gracias y la alabanza son las dos actitudes habituales y predominantes del culto cristiano. Ambas desbordan de un espíritu colmado de alegría por los bienes recibidos y por la gozosa admiración de la misma gloria de Dios. Para el cristiano toda su vida ha de ser un día de fiesta, una especie de celebración pascual continua que se ilumina con la luz del Resucitado. Gracias a este convencimiento de la presencia continua y amorosa de Dios toda nuestra vida está invitada a ser fiesta. Así, el canto cristiano aparece como la manifestación externa del corazón cristiano en fiesta por la presencia de Dios. El canto nuevo al que estamos invitados es una expresión del amor del corazón. El amor siempre es comunicativo. Se lo hacemos saber a quienes amamos. El amor es como el fuego que arde en el interior; y la persona no puede ocultarlo ni guardarlo en el silencio. Cantar un cántico nuevo habrá de ser el símbolo del amor siempre nuevo, del mandamiento nuevo proclamado por el nuevo Adán, Cristo, y de la celebración de la nueva Pascua. Por el bautismo hemos sido hechos criaturas nuevas para acoger en cada celebración eucarístico-pascual la novedad de la nueva vida trinitaria y para comunicar al mundo la novedad de la fe, la esperanza y la caridad. Ante todo, dar gracias significa para el creyente en la Iglesia situar la propia vida dentro de una historia a través de la cual Dios se va progresivamente revelando como el Dios de la alianza. Ello quiere decir hacer memoria de su amor para con nosotros. Él continúa su entrega por nuestra liberación. Y, desde ahí, la Iglesia confiesa que este Dios es nuestro Señor; Señor de la historia y del cosmos, que ama a cada persona en su nombre. Mártires encadenados por amor para liberar Cuando entramos en un templo católico y dirigimos nuestra mirada al altar, pocas veces nos acordamos de que el altar sobre el que se celebra la eucaristía contiene reliquias de mártires. Esta costumbre eclesial de celebrar la ofrenda memorial de la Pascua de Cristo es expresión de una manera profunda de ver la relación entre martirio e Iglesia. La Iglesia está y se edifica sobre el testimonio de los que entregan su vida por amor. Pero, la eucaristía se consuma definitivamente en la vida: cada cristiano está llamado a ser cordero inmolado, mártir identificado con Cristo,
víctima martirial; y su muerte aparece como una aceptada y plena ofrenda eucarística. Para todo bautizado el hecho de celebrar el memorial de la Pascua en la eucaristía ha de convertirse en una opción existencial por compartir el pan partido y la sangre derramada de Jesús. Así lo entendieron los mártires primeros; así lo entienden muchos de los mártires conocidos y anónimos de nuestros días. Puesto que, como afirmaba Juan Pablo II, "quien aprende a decir «gracias» como lo hizo Cristo en la cruz, podrá ser un mártir, pero nunca será un torturador" (Mane nobiscum Domine, 26). El mundo que nos toca vivir en suerte conlleva gozos y desalientos. No nos es fácil, a veces, discernir estos signos de los tiempos. Pero lo cierto es que estamos emplazados a ser una permanente ofrenda martirial que nos lleve a seguir comunicando al mundo el gozo del evangelio. Así, nuestras vidas eucaristizadas se tornan gozosa y existencialmente buena y nueva noticia, porque nuestro Dios nos llena de alegría, nos convoca a la esperanza, nos convierte en pan partido, compartido y repartido en favor de todos, particularmente de los pobres y orillados de nuestra historia. Hemos de anticipar el cielo en la tierra. Hemos de transformar la tierra en cielo. Comer y beber en la mesa del Resucitado nos retorna al gozo de Dios amar. Lo nuestro es un amor encadenado por el amor. Un amor ardoroso que nos transforma en mártires testificantes como eucaristía en el mundo. Un amor que se torna continuamente doxología, a pesar de todo, en la vida diaria y como Iglesia en el mundo: "Tengo herido el corazón; me ha derretido el ardor por ti, me ha transformado el amor a ti, ¡oh Señor!; estoy encadenado a tu amor. Quede yo lleno con tu carne; quede yo saciado con tu vivífica y divinizadora sangre; goce yo de tus bienes; sumérjame yo en las delicias de tu Divinidad; sea yo hecho digno de cuando vengas glorioso salga a tu encuentro, arrebatado [yo] sobre nubes al aire con todos tus escogidos, para que te alabe, y te adore, y te glorifique, dándote gracias y confesándote juntamente con tu Padre, que no tiene principio, y con tu santísimo y bueno y vivificante Espíritu, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén" (San Juan Damasceno, Plegarias eucarísticas, Tercera).
CLAVE 40
Una oración con sabor eucarístico El Espíritu es quien nos permite llamar a Dios "Abba-Padre" y decir que "Jesús es el Señor". Es el protagonista de nuestra oración donde
entramos en diálogo de amistad con Dios porque nos dejamos encontrar por Él, donde acogemos su palabra de vida y donde nos situamos en el taller del cultivo de nuestros deseos. Sólo así podemos transformar nuestras vidas y abrirnos al proyecto de Dios para con nosotros, con los demás y con la historia. Pero si la eucaristía es el corazón de la Iglesia y de la vida de los cristianos, también necesitamos «eucaristizar la oración». Esta expresión puede parecer insólita. Pero, en realidad, se trata de que toda nuestra vida orante tenga el genuino sabor eucarístico. Evoca la posibilidad y la necesidad de dar a nuestra oración la variedad y la riqueza de los sentimientos que la Iglesia acoge y expresa en la plegaria eucarística. Oración multiforme de acción de gracias La eucaristía es una celebración oracional que expresa una compleja constelación de sentimientos: alabanza, bendición, proclamación y memoria agradecida de lo que Dios ha hecho y sigue realizando por nosotros... En definitiva, como su mismo nombre indica es «acción de gracias». Esto presupone siempre el sentido antropológico de la alabanza y de la gratitud: la madurez humana de conocer y reconocer, de admirar, asombrarse y corresponder, de contemplar y decir en medio de la asamblea, con alegría, libertad y espontaneidad, la bella palabra "gracias". Es hacer memoria de los beneficios, acompañada por la gratitud de los dones, para centrarse en la contemplación de aquel Tú final: "A ti Dios Padre omnipotente..." de quien todo procede porque Él lo es todo. Este sentido antropológico nos dirige a la oración del hombre piadoso del antiguo testamento. El pueblo de Israel y cada uno de sus grandes orantes lo ve todo a la luz de la creación y de la pascua judía. Así, contempla el cosmos y la historia con la trasparencia de la presencia del amor de Dios por nosotros. Por eso, la cumbre se muestra en la multiplicidad de expresiones de alabanza en la conmemoración de la pascua judía: "por esto estamos obligados a alabar, aclamar, elogiar, encomiar, magnificar a Aquél que hizo todas estas maravillas en nosotros y en nuestros padres...". Es la oración de alabanza y de acción de gracias que en el corazón del Hijo alcanza la cúspide de lo humano y de la tradición israelita en la última cena. Jesús, insertado en un pueblo orante, manifiesta su predilección por la oración de acción de gracias y de glorificación. Es la oración que rodea el gesto de la institución de la Última Cena e impregna la gran plegaria de Jn 17. Es finalmente la oración que la Iglesia adopta, interpreta y actualiza. Se la hace propia en esa compleja y estimulante riqueza del corazón, que se
abre a la alabanza, de las personas orantes que hacen memoria de las maravillas de Dios, de la oración de bendición y glorificación. Captar la densidad agradecida de la eucaristía Necesitamos descender hasta lo profundo del misterio eucarístico para saborearlo y dejarnos impregnar por él. ¿Qué podría significar la alabanza y la acción de gracias sin una asombrosa admiración y un sincero gozo? ¿Qué quiere decir que pedimos el Espíritu Santo para la santificación de los dones si no nos damos cuenta de nuestra fragilidad y que necesitamos de su acción y fuerza santificantes, junto con la inefable confianza en el amor del Padre y en la promesa permanente de Cristo? ¿Qué puede significar en nuestra vida orante la anámnesis-ofrenda si no se experimenta que el único don digno de Dios -después de haberlo recibido todo de Él- es volver a presentar al Padre el don que Él nos ha regalado en su Hijo entregado, junto con la ofrenda incondicional de nuestra libertad, de toda nuestra existencia? Más aún: ¿cómo se puede captar el sentido de compromiso que conlleva la intercesión sin estar dispuestos a ser-para los-demás? La Iglesia ha de interceder por la salvación de todos, dispuesta a darse personalmente -como Moisés, como Jesús- en su súplica a favor de todos y nunca contra nadie. Integrar la oración y la vida No podemos dar gracias a Dios sin la lógica de una existencia que sea agradable a Dios, que sepa dar gracias a Dios y a las personas por todo, que se expanda en la gratitud del don al servicio de la humanidad. No podemos pedir y obtener el Espíritu si no es para vivir según el Espíritu. No podemos ofrecer a Cristo y ofrecernos con Él sin convertirnos en una oblación total y pura, para alabanza de su gloria. No podemos interceder por todos, sin tener el corazón rebosante de ardor evangelizador para comunicar la alegría de la Pascua en medio de nuestro mundo. Del mismo modo suplicamos a Dios desde nuestra pobreza, con una gran confianza en Dios Padre y en la convicción de que el don definitivo que necesitamos es el Espíritu. Oramos conscientes de que la actitud más adecuada es la de abrir el corazón -como Cristo y María- según las palabras del padrenuestro: "hágase tu voluntad". Nuestra oración ha de ser de mediación, comprometida y auténtica, por el bien de toda la humanidad, aspecto que nos ha de llevar a vivir para la felicidad de todos. De la plegaria eucarística a la oración personal Se puede eucaristizar la palabra de Dios. A partir de un pasaje bíblico, en el momento de la oración, dejar fluir con espontaneidad, a veces sin rumor de palabras, estas actitudes de la plegaria eucarística, personalizando nuestro diálogo balbuceante y filial que dirigimos a Dios.
Lo mismo se puede hacer desde un acontecimiento personal, comunitario o social que queremos poner en las manos del Señor a través de una oración que nos ayuda a dar gracias por tal o cual circunstancia alegre o dolorosa, sabiendo que "todo es gracia". Para ello, necesitamos invocar confiadamente al Espíritu para vivir dicha circunstancia con docilidad y esperanza. Otras veces se tratará simplemente de dar espacio a la oración, con alguna de las actitudes mostradas, según las circunstancias. En la capacidad de desarrollar una oración con sabor eucarístico resuena la auténtica plegaria en el Espíritu, y el Padre escucha en nuestra voz la de Cristo, la de la Iglesia y la del mundo. Quien aprende a eucaristizar su propia oración, progresivamente también aprende, como ya hemos dicho, a eucaristizar la vida, a vivir en un estilo de alabanza, de invocación, de ofrecimiento, de intercesión, de acción de gracias.
CLAVE 41
La adoración eucarística: agradecer su Presencia La centralidad e importancia de la eucaristía en la vida de la Iglesia y de los cristianos ha llevado a prolongar el culto de la eucaristía más allá del espacio y del tiempo de su celebración. La adoración del Santísimo Sacramento, en cuanto adoración "en Espíritu y verdad", por la acción del Espíritu, es una expresión particularmente extendida del culto a la eucaristía. El sentido de la misma La forma primigenia de la adoración eucarística se puede remontar a la adoración que el Jueves Santo sigue a la celebración de la eucaristía en la cena del Señor y a la reserva de los sagrados dones eucarísticos. Esto nos muestra la íntima implicación que existe entre la celebración del memorial de la Pascua y su presencia permanente en el Sagrario. La reserva de las especies sagradas ha venido siempre motivada sobre todo por la necesidad de poder disponer de las mismas en cualquier momento, para llevarlas a los ausentes o enfermos y para la administración del Viático. Ya la Iglesia primitiva recoge esta costumbre. No consagraban el pan para conservar la presencia eucarística de Cristo, pero sí que la presencia de Cristo en el pan era la razón por la que éste se conservaba para hacer partícipes de la mesa del Señor y de la comunión fraterna a quienes no podían participar en la eucaristía. La Congregación para los Ritos, en Eucharisticum mysterium, nos dice que, de hecho, "la fe en la presencia real del Señor conduce de un modo natural a la manifestación externa y pública de esta misma fe (...). La
piedad que mueve a los fieles a postrarse ante la santa eucaristía, les atrae para participar de una manera más profunda en el misterio pascual y a responder con gratitud al don de aquel que mediante su humanidad infunde incesantemente la vida divina en los miembros de su Cuerpo. Al detenerse junto a Cristo Señor, disfrutan su íntima familiaridad, y ante Él abren su corazón rogando por ellos y por sus seres queridos y rezan por la paz y la salvación del mundo. Al ofrecer toda su vida con Cristo al Padre en el Espíritu Santo, alcanzan de este maravilloso intercambio un aumento de fe, de esperanza y de caridad" (49s.). La Presencia personal y permanente A medida que la Iglesia fue profundizando en el misterio eucarístico, comprendió cada vez mejor que la comunión no puede celebrarse por completo en los minutos circunscritos a la misa. Solamente cuando la luz de lo eterno prendió en las lámparas de las iglesias y el sagrario fue colocado, simultáneamente brotó la semilla del misterio: allí siempre está el Señor. En ese espacio sagrado de los templos siempre está la Iglesia, porque el Señor siempre se entrega, porque el misterio eucarístico permanece y porque nosotros, al acercarnos a él, estamos incluidos en la liturgia de la Iglesia entera que cree, ora, adora y ama. Por ello, la oración en el marco de la adoración eucarística alcanza una dimensión completamente nueva: es el ámbito que abarca toda la totalidad, pues ahí nunca no estamos solos, con nosotros siempre permanece toda la Iglesia que celebra la presencia del Resucitado entre nosotros. Cristo en el sagrario es una llamada permanente al encuentro interpersonal y a la participación en la vida de Dios, a la admiración y adoración que nos mueve a compartir su entrega en medio del mundo. El Señor se nos da en persona. Por eso, también, a nosotros nos corresponde darle una respuesta personal. Y eso significa, por encima de todo, que la eucaristía tiene que extenderse más allá de los templos, en las múltiples formas evangelizadoras como Iglesia en el mundo y de servicio a la humanidad. Sólo así podrán preguntarse nuestros conciudadanos: ¿dónde hay un pueblo cuyos dioses están tan cerca de él como lo está el Dios cristiano con los suyos... y con todos? La celebración que se torna adoración El culto eucarístico ha de comenzar en el interior de la celebración de la eucaristía, viviendo el sentido de adoración y de contemplación dentro de ella. Si esta actitud no existe, difícilmente encontrará justificación en el culto eucarístico. Esto tiene un dinamismo adecuado en los silencios sagrados que están previstos en la celebración eucarística, particularmente después de la comunión, así como en las disposiciones de los que participan en el banquete fraterno.
Dicho lo cual, la prolongación del Espíritu del Resucitado en el sagrario nos lleva a encontrar momentos de relación personal y comunitaria con Él. Particularmente en /as celebraciones de adoración del Santísimo. En estos momentos, es necesario ir educándonos para acudir a la palabra de Dios como incomparable libro de encuentro oracional. Igualmente usar cantos y oraciones adecuadas e irnos adecuando al rezo de la liturgia de las horas como alabanza permanente de la Iglesia al Dios Trinidad a favor del mundo. Asimismo se han de tener en cuenta los tiempos litúrgicos para insertarnos mejor en la historia de la salvación. No es recomendable incluir ejercicios piadosos a la Virgen o a los Santos, porque nos apartarían de la profundidad del misterio eucarístico. La bendición eucarística clausura el acto adorativo; pero nos sumerge en la continuidad de esa historia de amor que ha de ser contada en medio del mundo: nos sabemos "bendecidos", pues Dios "habla bien de nosotros" para que nuestra vida sea agradecimiento y bendición ("decir bien") de todas las personas. No adorar a nadie más que a Él La adoración, cuando es auténtica, nos ha de llevar a orar agradecidamente a ese Dios que es amar: ¡no adoréis a nadie más que a Él! Por ello, hacemos nuestras las palabras que Benedicto XVI (22 de mayo de 2008) expresó en la catedral de Sydney: "Los cristianos sólo nos arrodillamos ante Dios, ante el Santísimo Sacramento, porque sabemos y creemos que en Él está presente el único Dios verdadero, que ha creado el mundo y lo ha amado hasta el punto de entregar a su Hijo único (cf. Jn 3,16). Nos postramos ante Dios que primero se ha inclinado hacia el hombre, como buen Samaritano, para socorrerlo y devolverle la vida, y se ha arrodillado ante nosotros para lavar nuestros pies sucios. Adorar el Cuerpo de Cristo quiere decir creer que allí, en ese pedazo de pan, se encuentra realmente Cristo, el cual da verdaderamente sentido a la vida, al inmenso universo y a la criatura más pequeña, a toda la historia humana y a la existencia más breve. La adoración es oración que prolonga la celebración y la comunión eucarística; en ella el alma sigue alimentándose: se alimenta de amor, de verdad, de paz; se alimenta de esperanza, pues Aquel ante el cual nos postramos no nos juzga, no nos aplasta, sino que nos libera y nos transforma".
CLAVE 42
La piedad eucarística: popularización de la
eucaristía Es cierto que no siempre las relaciones entre liturgia y piedad popular han sido las adecuadas. Sin embargo, éstas no pueden plantearse en términos de oposición ni tampoco de equiparación o de sustitución. Ha de realizarse un continuo ejercicio de purificación evangelizadora que permita comprender que la piedad eucarística es también una realidad eclesial promovida y sostenida por el Espíritu. El pueblo de Dios ejerce el sacerdocio bautismal al Padre por Cristo en el Espíritu Santo no sólo en la celebración eucarística, sino también en otras expresiones de la vida cristiana. Así, la piedad popular ha ido gestando diversos ritos que girarán en torno a la presencia real de Cristo en la Eucaristía y que han permanecido de un modo u otro hasta hoy. El ansia de contemplar el Santísimo A partir de la alta edad media se concentra una tendencia que venía desarrollándose desde siglos atrás. Se fue pasando de participar en la eucaristía a multiplicar las misas; y, desde ahí, a que los cristianos no se sintieran especialmente invitados a comulgar. Hacia el siglo XII surge en el pueblo cristiano un ansia irresistible de contemplar el sacramento, que desde hacía tiempo no se atrevían a recibirlo. Esta nueva piedad eucarística tuvo un fuerte componente contra ciertas limitaciones eucarísticas (Berengario, albigenses...). Contra los que negaban la presencia real, empiezan a contarse numerosas narraciones populares de milagros producidos por las hostias consagradas (de lo cual el folklore popular castellano aún nos da noticia). Estas narraciones no resisten, comúnmente, a un examen histórico-critico, pero expresaban a su modo la fe del pueblo sencillo en la presencia real eucarística. Así aparece la elevación de la sagrada forma en la consagración ante el pueblo para que pueda ser contemplada y adorada. La atención se focaliza sólo en la presencia real y la consagración se conviede en el nuevo centro de la misa. La Iglesia aprueba y promueve diversos ritos y costumbres para fomentar este tipo de piedad: se prolonga la elevación y el sacerdote se vuelve de derecha a izquierda ante el pueblo; se extiende un paño negro entre el altar y el retablo para que destaque contrastando la blancura de la forma, se enciende una vela en las misas tempranas para que "el cuerpo de Cristo pudiera ser visto"; se comienza a tocar la esquila y también las campanas grandes del templo para que no sólo los asistentes sino los ausentes se volvieran hacia el templo y adoraran al Santísimo; los clérigos y fieles se arrodillan, o se inclinan profundamente... Según se nos narra, en las ciudades era común que los fieles corrieran de templo en templo con la única pretensión de contemplar el mayor número de veces la elevación de la hostia consagrada. Estos abusos son atacados oficialmente, pero incluso en la práctica concreta, y para
corresponder al deseo de los fieles, se llegaba a repetir la elevación en otros momentos de la misma celebración (al final del canon y antes del "cordero de Dios"). Estas prácticas, surgidas de buena fe, acabarán equiparándose casi al acto de comulgar. La fiesta del Corpus Christi Este rito de elevación pronto derivó en una práctica autónoma fuera de la misa. Se celebra por primera vez en 1247 en la ciudad de Lieja y, posteriormente, el Papa Urbano IV, impresionado por un milagro eucarístico, el año 1264 extiende a toda la Iglesia la fiesta del Corpus Christi. Entonces no se alude a ninguna procesión, pero muy pronto se introdujo la costumbre, respaldada por el gran número de cofradías del Santísimo que se irán creando en casi todas las parroquias. Posteriormente, en la época del barroco, esta fiesta alcanzará su mayor popularidad. La controversia con los protestantes acerca de la presencia real sensibilizó a la teología, al magisterio y a la devoción popular, y condujo a realizar un subrayado especial de la presencia de Cristo en la eucaristía. La ocasión ideal era la fiesta de Corpus donde el pueblo cristiano podía expresar públicamente su fe, y la cultura barroca desplegar toda su exuberancia estética. La procesión eucarística es un paseo triunfal del Señor en medio del pueblo creyente (y a veces frente a los herejes) que le aclama y vitorea con todo el esplendor: música y coros, obras teatrales y autos sacramentales, salvas y banderas, danzas y reverencias, coronas, altares y ornamentos florales, obras artísticas (custodias, andas, carrozas y ostensorios)... Esta procesión solemne se repetirá, a menudo y de modos diversos, para solemnizar acontecimientos relevantes, tanto de la vida eclesial (primeras comuniones, llevar el viático a los moribundos), como de la vida ciudadana. Las diversas manifestaciones La adoración al Santísimo, en la que confluyen formas litúrgicas y expresiones de piedad popular entre las que no es fácil establecer con claridad los límites, se realiza hoy día de diversas maneras: -La simple visita al Santísimo, reservado en el sagrario: breve encuentro con Cristo, motivado por la fe en su presencia y caracterizado por la oración silenciosa. -La adoración ante el Santísimo expuesto, según la normativa litúrgica, en la custodia, de forma prolongada o breve. -La denominada adoración perpetua o la de las Cuarenta horas, que comprometen a toda una comunidad religiosa, a una asociación eucarística o a una comunidad parroquial, y que dan lugar a diversas
expresiones de piedad eucarística. La mística de los iconos Durante la misma época que la Iglesia occidental comenzaba a patrocinar una "nueva" piedad eucarística, con las manifestaciones a las que hemos aludido, en la Iglesia oriental -prolongando el arte de Bizancio- florecián admirables iconos. Las Iglesias orientales conservan la eucaristía después de la celebración para llevarla a los enfermos; sin embargo, no han sentido la necesidad de exponerla a la adoración de los fieles. Para ellos, la eucaristía es un «acontecimiento» de toda la Iglesia. Por eso, nunca ha conocido celebraciones eucarísticas individuales, ni adoración de los santos dones fuera de la misma celebración, como objeto permanente de culto. Si la tradición oriental no ha evolucionada en la misma línea que nosotros en el culto eucarístico, se debe en gran parte a que podían expresar la misma orientación desde otras claves creativas: la veneración de los iconos. Para la piedad oriental, el icono es una especie de sacramento creacional de la luz y de la belleza divinas; hace presente —con una densidad extraña para nosotros, occidentales—aquello que artísticamente representa. Olivier Clément, uno de sus mejores teólogos, lo expresa así: "El icono hace surgir una presencia personal; y muestra esta presencia, y todo el ámbito cósmico en torno a ella, saturado de la paz y de la luz divinas. El icono tiene un valor no sólo pedagógico, sino mistérico, cuasisacramental; transparente a su prototipo, permite conocer a Dios por su belleza. La Iglesia toda entera, con su arquitectura, sus frescos, sus mosaicos, constituye un gigantesco icono que es al espacio lo que el desarrollo litúrgico es al tiempo: el cielo sobre la tierra, la simbolización de la divino-humanidad, lugar del Espíritu donde la carne-para-la-muerte se transforma en corporeidad espiritual".
VII TESTIGOS DE UNA IGLESIA QUE ES EUCARISTÍA CLAVE 43
La Iglesia es eucaristía En un sermón a los nuevos bautizados durante la vigilia pascual, san Agustín resume la comprensión de lo que es la eucaristía con estas palabras: "debe quedaros claro lo que es esto que habéis recibido. Escuchad, pues, brevemente, lo que el apóstol o, aún mejor, Cristo por medio del apóstol dice sobre el sacramento del cuerpo de Cristo: «Todos formamos un solo cuerpo, un mismo pan» (1Cor 10,17)" (Tract. de dominica sanctae Paschae). No son muchas palabras, pero son de mucho peso. La eucaristía es el acontecimiento a través del cual Cristo reedifica su cuerpo y nos incorpora a nosotros mismos a un único pan, a un único cuerpo. Somos reunidos en la unidad eucarístico-eclesial. Por la eucaristía la Iglesia renueva constantemente su ser Iglesia de la Pascua. La Iglesia es eucaristía: constituida por muchos pueblos se transforma en un solo pueblo gracias a una sola mesa, que el Señor ha preparado para nosotros. La Iglesia es, por así decirlo, una red de comunidades eucarísticas y permanece siempre unida a través de un solo cuerpo, el que todos comulgamos. Una Iglesia desde el misterio de Dios Sabemos que la Iglesia es el pueblo de Dios, el cuerpo de Cristo y el templo del Espíritu. Pero debe ser comprendida y vivida desde una doble coordenada: es a Trinitate (a partir de la Trinidad) en cuanto que procede de la acción salvífica del Dios Trinidad. Y, a su vez, es ex hominibus (de seres humanos); es decir, surge de entre la humanidad como conjunto de hombres y mujeres que han sido llamados a una historia de alianza y que han respondido con alegría y responsabilidad. Por ello es por lo que se puede afirmar que la Iglesia es ante todo una realidad personal: los sujetos, protagonistas y responsables son personas, tanto las divinas (Padre, Hijo, Espíritu) como las humanas (los convertidos que en virtud de la fe participan en el bautismo y en la eucaristía). Al tratarse de una vida entre personas se puede decir que la Iglesia es comunión: la iniciativa de las Personas divinas pretende ofrecer la propia comunión en el amor (eso es lo que constituye el ser más íntimo de Dios)
a una humanidad peregrina y necesitada de redención, a la cual la relación con el Dios trinitario es capaz de renovar y de transformar, rescatándola de su soledad originaria y ofreciéndole la garantía de una esperanza. Y de una consumación que se puede ir ya pregustando desde nuestra historia contingente y finita. El "nosotros" que forma la Iglesia no existe en un espacio desencarnado o en un ámbito abstracto, sino en una historia concreta, penetrada a la vez por la gracia de la iniciativa trinitaria y por la disolución diabólica del pecado. La historia real es a la vez escenario del "misterio de la piedad" y del "misterio de la iniquidad". La Iglesia, precisamente en cuanto realidad personal, debe ser contemplada dentro del misterio de Dios, como elemento fundamental de ese misterio, como condición imprescindible para que el misterio de Dios pueda irse abriendo camino en la historia humana. "Misterio" en el lenguaje bíblico designa esa iniciativa del Padre, a través del envío del Hijo y del Espíritu, que busca incorporar al ser humano y a su mundo en la plenitud del amor y de la vida que caracteriza a Dios. Lo decisivo del misterio es, por ello, su apertura a la experiencia humana precisamente para rescatarla del exilio fuera del paraíso y de la dura marcha fuera del hogar paterno. La Iglesia es eucaristía Hoy día se repite con mucha frecuencia una bella expresión de H. de Lubac: "la eucaristía hace a la Iglesia". Ahora bien, para comprenderla en toda su hondura, hemos de decir que "la Iglesia es eucaristía". Pero a fin de entenderlo bien es preciso considerar el dinamismo eucarístico desde una perspectiva trinitaria (como ya lo hicimos en la clave 30). Es lo que se llama la eclesiología eucarística, que han desarrollado primeramente algunos teólogos ortodoxos al hilo de sus plegarias eucarísticas. La eucaristía edifica a la Iglesia como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y templo del Espíritu Santo. En ella, de hecho, se perfecciona la nueva y eterna alianza que constituye la Iglesia en pueblo de Dios; en ella, este pueblo del Padre es formado cuerpo de Cristo; y, siempre en la eucaristía, la Iglesia se encuentra reunida en la unidad del Espíritu. La celebración de la eucaristía es el misterio de la comunión trinitaria que se inserta en nuestra historia, congregando y modelando la comunidad de creyentes según su unidad. Para los primeros cristianos esto era algo evidente. Por ello, pronto la designarán como «synaxis» (reunión, asamblea): el hecho de reunirse "en un mismo lugar" es característico de la incipiente Iglesia y fundamental para ella (cf. Hch 2,1.44.47). En Pablo, dicha expresión se convierte en sinónimo de reunirse como Iglesia para celebrar la eucaristía (1Cor 11,18.20). La eucaristía no funda esta comunidad a partir de cero; más bien presupone la comunión regalada por el bautismo; pero la actualiza, la renueva, la profundiza. Los padres de la Iglesia retoman repetidamente esta dimensión. Según san Agustín, la
fuerza de la eucaristía une a la Iglesia (Sermo, 57,7); y para León Magno "la participación en el cuerpo y la sangre de Cristo hace que pasemos a ser aquello que recibimos" (Sermo, 63,7, citado en LG 26). Sacramento de unidad y vínculo de amor La eucaristía es signo de unidad y vínculo de amor. San Agustín percibió y profundizó el vínculo entre eucaristía e Iglesia y a él se le debe esta expresión que se ha grabado a fuego en la memoria de la Iglesia. Pero las prácticas concretas y la propia teología hicieron que se pasara a una concepción eucarística meramente individualista, aspecto totalmente contrario tanto a lo que es la Iglesia como a lo que es la propia eucaristía. El siglo XX (y por una gran influencia de los cristianos ortodoxos) se va recuperando esta dimensión esencial. Allí donde se celebra la eucaristía, hay Iglesia. La eucaristía no es un sacramento más, es el sacramento por excelencia; es —como veremos enseguida— la fuente, el corazón y la cumbre de toda la vida de la Iglesia. Por todo ello, toda comunidad que celebre la eucaristía nunca podrá aislarse y replegarse sobre sí misma como si fuera autosuficiente; al igual que cada cristiano. Sólo se puede celebrar la eucaristía en comunión con todas las demás comunidades que igualmente la celebran. Así las iglesias locales celebran una única eucaristía que las une a las demás iglesias diocesanas en la Católica. Y también por ello cada celebración integra en la unidad los diversos carismas, espiritualidades, movimientos y rompe las divisiones sociales (varones y mujeres, pobres y ricos, señores y esclavos, cultos e iletrados). Todos han de ser acogidos con amor y han de compartir todo. Por eso en los primerísimos tiempos entendieron que no se puede compartir el pan eucarístico sin hacerlo también con el pan cotidiano y en sus reuniones realizaban colectas para los pobres. El servicio de amor y comunión que se prestaba con las colectas lo designaban con el nombre de liturgia, la cual, a su vez, les movía de nuevo a dar gracias a Dios (cf. Rom 15,27; 2Cor 9,12s.).
CLAVE 44
La eucaristía, fuente y cumbre de la evangelización Las primeras comunidades cristianas eran asiduas a la celebración dominical de la eucaristía; para ellos resultaba algo connatural. Su actuar mostraba una vitalidad imprescindible para actualizar la alegría pascual de sentirse salvados como comunidad reunida y enviados a comunicar el gozo de la fe entre todos. Sin embargo, en virtud de una interpretación cada vez más subjetivista de la fe y de la vida eclesial, el precepto dominical acabó por significar la obligación individual que cada fiel tenía
de "asistir" a una misa; de aquí que se multiplicaran las celebraciones eucarísticas. Desde el punto de vista evangelizador andamos lejos de los mandatos de Ignacio de Antioquia, para quien la pertenencia eclesial no tenía manifestación más decisiva que la participación en una sola eucaristía alrededor del obispo. Por ello es preciso comprender que la eucaristía no es una realidad autónoma de la vida de Iglesia, ni de cada uno de sus miembros; "es fuente y cumbre de toda la evangelización" (PO 5). La acogida del evangelio introduce en la vida trinitaria; ésta viene sellada por el bautismo y la confirmación que hace de quienes lo reciben hijos de Dios, cuerpo de Cristo y templos del Espíritu. En la eucaristía toda la novedad bautismal encuentra su manifestación y plenitud. Somos bautizados en un sólo Espíritu para formar un solo cuerpo (cf. 1Cor 12,13). La liturgia en la urdimbre evangelizadora Tanto la evangelización como la liturgia —de la cual la eucaristía es su corazón— han de situarse en su punto de encuentro original que no es otro que Pascua / Pentecostés. Desde ahí resulta más comprensible entroncar la liturgia en su urdimbre evangelizadora. Para comprender este planteamiento es necesario conjugar un doble principio que el Concilio expresó con nitidez: l
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por un lado, toda acción litúrgica "es acción sagrada por excelencia cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no iguala ninguna otra acción de la Iglesia" (SC 7); pero al mismo tiempo, el Concilio reconoce que "la sagrada liturgia no agota toda la acción de la Iglesia" (SC 9).
Desde aquí, Juan Pablo II reflexiona diciendo que "en efecto, la liturgia, por una parte, supone el anuncio del evangelio y, por otra, exige el testimonio cristiano en la historia. El misterio propuesto en la predicación y en la catequesis, acogido y celebrado en la liturgia, debe modelar toda la vida de los creyentes, que están llamados a ser sus heraldos en el mundo" (En el cuarenta aniversario de la «Sacrosanctum Concilium», 3). Veamos tanto la co-implicación como la correlación entre ambas. La co-implicación con las acciones evangelizadoras La eucaristía y la evangelización mantienen una relación co-implicativa. Esta relación ha de mostrarse en las diversas acciones que la evangelización reclama. Éstas, como es sabido, se resumen teóricamente en tres: misionera (dirigida a los que no conocen vitalmente a Jesucristo), catecumenal (orientada hacia aquellos que optan libremente por recorrer un camino de iniciación cristiana a través del catecumenado) y pastoral (pensada para los que sacramental y vitalmente ya son cristianos adultos y necesitan alimentar su vida de fe,
esperanza y caridad en la comunidad cristiana edificada para comunicar cotidianamente las maravillas de Dios en el mundo). Dichas acciones nacen no tanto de razones intrínsecas a la única misión evangelizadora; antes bien, son fruto de las diversas circunstancias en las que ésta se desarrolla. A veces no es fácil definir sus contornos ni tampoco es pensable crear barreras entre ellas. Sin embargo, sí parece necesario mantener su especificidad desde una real interdependencia (cf. RMi 33s.). La correlación entre eucaristía y evangelización Por todo esto, parece necesario hablar de una triple referencia entre eucaristía y evangelización, aspecto que conlleva exigencias pastorales y espirituales concretas: -De un lado, la acción eucarística es el resultado de la evangelización, la «cumbre» hacia la que ha de tender todo el quehacer eclesial. No se puede pretender que alguien celebre la fe cristiana si antes no ha recorrido y asumido el proceso evangelizador. Sin ser rigoristas, es preciso situar toda acción litúrgica en una acción pastoral caracterizada por la misión compartida de todos los miembros de la Iglesia; éstos la favorecen junto con la opción libre de cada persona por el evangelio sellada en la iniciación cristiana (bautismo, confirmación y eucaristía). Dicho aspecto conlleva que la evangelización ha de desarrollarse en todas sus dimensiones de acción y no prodigar en exceso las acciones litúrgicas. Además, es importante separar las distintas situaciones de la práctica pastoral, discernirlas y encauzarlas desde el proceso evangelizador. Igualmente, se ha de dinamizar la dimensión litúrgica de los periodos catecumenales y de los que vuelven a la fe. Todo ello sólo y principalmente será posible si cada cristiano adquiere la lógica de compartir esa historia existencial protagonizada por el Dios-Amar que quiere que todos encuentren motivos de esperanza y signos de salvación en sus vidas. -Por otro lado, la liturgia ha de comprenderse como el principio de la evangelización. Esto es, hallar la «fuente» donde mana y se alimenta toda la vida personal y eclesial. La comunidad creyente es convocada a vivir el evangelio, llevarlo al mundo y encontrar en la celebración su hontanar y su razón de hacerlo. La Iglesia celebrante es la que ha de descubrirse enviada a comunicar el gozo de la fe a todos. Por ello, la liturgia necesita mostrar su conexión con el resto de acciones eclesiales que en ella encuentran su plenitud y su fuente. Siempre, pero de un modo especial en nuestros días, la eucaristía ha de asumir el horizonte de la misión desde una relación más directa con la vida concreta y real de las personas y desde una perspectiva de universalidad.
-Es imprescindible un equilibrio entre ambas. Frente al antagonismo surgido de una vivencia empobrecida o de unas actuaciones pastorales limitadas, la eucaristía ha de situarse integrada en la misma acción evangelizadora: por una parte ha de ser su cumbre y, por otra, su origen. No podemos hablar de celebración eucarística sin evangelización, pero tampoco debemos hablar de evangelización sin eucaristía. Este equilibrio es preciso mostrarlo en la vida de los cristianos y en las diversas acciones eclesiales. La cena del Señor no se encuentra aislada de la vida eclesial y solamente es significativa cuando se sitúa en el corazón del resto de actividades. Nadie puede llegar a la eucaristía si no ha sido llamado por Dios a la fe y a la conversión. Pero la eucaristía, siendo imprescindible, tampoco agota la vida espiritual de los creyentes (SC 9 y 12). Con ello no ha de minusvalorarse el puesto central que la celebración litúrgica tiene en la vida de la fe y de la Iglesia; antes bien, necesita mostrarse como plenitud eclesial gracias a cuatro razones de peso: es obra del Espíritu; está íntimamente relacionada con todas las acciones eclesiales; conlleva y exige una referencia diáfana a la vida y a la misión; y celebra el futuro pleno y eterno en esperanza.
CLAVE 45
De la misa a la misión Uno de los nombres con los que denominamos comúnmente a la eucaristía es el de «misa» (procedente de mitto, missio), indicando el término de la celebración y el envío a llevar adelante la misión eclesial en la vida, nombre que se hará muy extenso y frecuente a partir del siglo IV. Porque la eucaristía ha de ser "principio y proyecto de misión", como nos recordaba Juan Pablo II al celebrar el año de la Eucaristía: "entrar en comunión con Cristo en el memorial de la Pascua significa, al mismo tiempo, experimentar el deber de hacerse misionero del acontecimiento que aquel rito actualiza. La despedida final de cada Misa constituye una consigna que impulsa al cristiano a comprometerse en la propagación del Evangelio y en la animación cristiana de la sociedad" (Mane nobiscum Domine, 24). Vivir la lógica misionera de los orígenes La celebración de la eucaristía ha de conducirnos a desear que la Iglesia en sus iglesias esté realmente extendida por toda la tierra para que pueda eucaristizar la vida y la historia de todos aquellos que libremente quieran vivir la alegría de la Pascua. A partir de Pentecostés aquella Iglesia inicial se va a ir realizando en distintos lugares y entre diversas razas y etnias. Así van a surgir las múltiples iglesias: tras el anuncio del evangelio, algunos se sienten convocados a ser Iglesia y responden
afirmativamente; cuando existe un grupo suficiente, el ministerio apostólico preside la eucaristía en la asamblea. Durante las primeras generaciones la memoria del origen misionero se mantiene como experiencia directa e inmediata. Es la misma experiencia de las iglesias de reciente fundación. El misionero fundador en el periodo neotestamentario ofrecía referencias a los apóstoles o a los primeros seguidores de Jesús. Ello adquiere más fuerza real y simbólica cuando los fundadores son los mismos apóstoles o algunos de sus más estrechos colaboradores. Los apóstoles son considerados precisamente como "fundadores de iglesias". Y —también en la actualidad— la fundación de iglesias debe formar parte de la apostolicidad de la Iglesia y de cada una de las iglesias. Por eso la eucaristía presidida por el apóstol (en Éfeso, en Corinto, en Filipos...) sintetiza de modo máximo el origen misionero de cada iglesia y, por ello, el compromiso misionero que la debe caracterizar para que realmente la Iglesia se halle extendida por toda la tierra y en todas las nuevas fronteras de la historia. Cada iglesia neotestamentaria asume una responsabilidad universal y a la vez se siente necesitada de las otras iglesias para llevarla adelante. Así pues, resulta comprensible que vayan brotando relaciones y estructuras de cierta estabilidad o proyección de cara a la misión. De la celebración a la responsabilidad universal Cada una de nuestras iglesias y cada uno de nosotros necesitamos vivir ese dinamismo misionero que, procediendo de una misión previa por la que hemos sido iniciados a la fe eclesial, ha de llevarnos a la misión universal. ¿Puede considerarse exagerado afirmar que cada una de nuestras iglesias, si vive de la fe, ha de hacerse responsable del destino universal de la Iglesia y del mundo? Sin embargo, las prácticas concretas no ofrecen en el día a día esta lógica ni muestran demasiadas experiencias comunitarias, aunque haya honrosas excepciones (profetas anónimos de nuestros días) que vitalmente comunican —a pesar de tantas contradicciones e incertidumbres— esta solidaridad. A ello está llamada una pastoral eucarístico-misionera que se siente fuertemente interpelada por la injusticia y la insolidaridad ante tantos crucificados y orillados de la historia acá y más allá de las estrechas fronteras que vienen derribadas por la globalización (y que ésta misma reclama una «globalización de la solidaridad»). La celebración de la eucaristía en clave misionera necesita, desde su raigambre profética y eclesial, un ministerio provocador: el hecho de introducir un elemento de desestabilización ante las seguridades adquiridas y las rutinas pastorales, pues cuando habla de la existencia de los pobres de las iglesias del sur, está denunciando el aburguesamiento y la comodidad de las iglesias ricas del norte; al ser altavoz del testimonio de los misioneros, está creando una brecha ante la obsesión
por los problemas inmediatos; al ofrecernos el testimonio de otras iglesias, permite comprender las propias unilateralidades y parcialidades, enriqueciendo la propia experiencia eclesial. Los retos actuales exigen un nuevo tipo de animación misionera y de celebración eucarística. Ello significa que los animadores misioneros están llamados a ayudar a percibir esas nuevas exigencias y posibilidades entre los creyentes que se reúnen a celebrar la misa. Además, la propia celebración debe llevar al compromiso misionero de quienes trabajan en los campos más significativos (periodistas, inmigrantes, colaboradores de organismos internacionales, miembros de ONGs., etc.); por otro lado, han de facilitar que se descubra el valor y alcance misionero de determinadas iniciativas sociales o de algunas cuestiones políticas y económicas (campañas del 0,7%, solidaridad global, apoyo para cambiar los acuerdos internacionales injustos, campañas en favor de la paz y de los derechos humanos, nuevos medios de comunicación social...). Así, la imagen del banquete eucarístico será expresión de la utopía del Reino y denuncia explícita del anti-Reino, pues el don del Resucitado ha de convertirse en semilla de una nueva tierra y unos nuevos cielos, no sólo litúrgica sino históricamente (GS 38s.). Ya han sido enviados... De cara al primer decenio del dos mil, las iglesias italianas se habían propuesto Comunicar el Evangelio en un mundo que cambia desde unas orientaciones pastorales precisas y a través de la conversión pastoral. Entre otras, destacan la importancia de "la celebración eucarística dominical, en cuyo centro está Cristo que ha muerto por todos y se muestra como el Señor de toda la humanidad"; ello conducirá a que crezca entre todos los fieles una clara actitud —mediante la escucha de la Palabra y la comunión en el cuerpo de Cristo—: la salida "de los muros de la iglesia con ánimo apostólico, abierto a la compartición y pronto a dar razón de la esperanza que habita entre los creyentes (cf 1Pe 3,15). De este modo la celebración eucarística resultará lugar verdaderamente significativo de la educación misionera de la comunidad cristiana" (n° 48). La despedida cotidiana de cada eucaristía así nos lo indica, quizá de una forma un poco sobria. Pero hay bastantes ocasiones en las que se realiza la bendición solemne sobre el pueblo de cara a la misión que han recibido y asumido en la actualización memorial de la Pascua. Ésta tiene un carácter trinitario-epiclético: se pide a Dios que bendiga a la asamblea por el Espíritu para que el don eucarístico permanezca y se prolongue en el tiempo y en el espacio, en la vida y en el culto espiritual, mediante una misión testimonial de los creyentes. Así, la celebración eucarística, corazón y latido de la vida de la Iglesia, realiza el movimiento de sístole y diástole, necesario para la buena salud de los creyentes y de la misma Iglesia en todas sus manifestaciones. La doble mesa (Palabra y
comunión) es el ámbito trinitario del flujo y reflujo misionero, convocatoria y misión, siempre sostenida por la bendición que viene del Dios Trinidad.
CLAVE 46
La eucaristía, meta del catecumenado En los orígenes de la Iglesia, la comunidad nace de la palabra apostólica predicada y creída. Lucas insistirá en la constancia en esta enseñanza: "ni un solo día dejaban de enseñar en el templo, y por todas las casas, dando buena noticia de que Jesús es el Mesías" (Hch 5,42). Que esta enseñanza está en estrecha correlación con la eucaristía se confirma por tratarse de una reunión o asamblea litúrgica "por las casas", y por la explícita y significativa secuencia (palabra - rito de fracción del pan: "les explicó las escrituras" - "lo reconocieron al partir el pan") que nos transmite el relato de Emaús (Lc 24,13-32). El horizonte misionero de las primeros cristianos hará que se establezca el catecumenado como proceso específico que la comunidad ofrece para aquellos que quieren iniciar un camino de incorporación eclesial; ahí será donde se centre primordialmente la iniciación cristiana. Con el paso de los años y desde unas condiciones socio-eclesiales diferentes, éste irá perdiendo importancia hasta desaparecer. Hoy urge recuperar este aliento desde nuestros contextos socio-eclesiales como paradigma de una vida eucarística que invita a otros a participar de la mesa del Señor; éstos se convertirán, a su vez, en testigos de la Pascua ante otros. La misión orientada al catecumenado Situémonos por un momento, probablemente, en la iglesia de Roma durante el siglo II... Lejos de dar lugar a la inventiva recurramos a un documento —atribuido hipotéticamente a san Hipólito— que condensa la experiencia concreta donde se dan armónicamente la mano misión y eucaristía a través de la iniciación cristiana: La Tradición Apostólica. En él se muestra qué significa en lo concreto la existencia de una comunidad en estado de misión, pues se relata el proceso iniciado a partir del momento en el que los nuevos convertidos se acercan por primera vez a la fe y se aproximan a la Iglesia. Se trata de un escrito con gran valor en la actualidad. Los cristianos, en medio de sus circunstancias de trabajo o amistad, encuentran a personas paganas que nunca han oído hablar del evangelio y que, por ello, pueden recibir una interpelación y una invitación. Cada uno sabe que es prolongación de la Iglesia en la sociedad y vehículo de comunicación de los paganos con la comunidad eclesial. Así, el testimonio y la misión apuntan a la salvación de la persona, pero con la mirada puesta en el crecimiento y la edificación de la Iglesia.
Desde un ámbito eclesial y transformador A partir de este momento se inicia un proceso de transformación personal y de inserción en la comunidad real. La comunidad se hace presente de dos modos: l
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El acompañamiento personal por parte de aquellos que los han acercado a la fe y que seguirán dando testimonio ante la comunidad de su capacidad para acoger la palabra, de la pureza de sus intenciones y de la conversión real de las costumbres; estos «introductores» y «acompañantes>, son los padrinos; es decir, a la vez evangelizadores, testigos, acompañantes y representantes de la comunidad eclesial. A lo largo de proceso la comunidad se hace presente en las celebraciones colectivas, especialmente en los momentos en los que los convertidos dan algún paso decisivo; y de modo especial durante la acogida oficial y solemne en el esplendor de la vigilia pascual. Este dinamismo es no sólo el origen del catecumenado sino el ejercicio real de una iglesia que es a la vez sujeto de la misión y comunidad iniciadora.
El catecumenado conlleva una serie de condiciones; mencionamos dos que nos parecen fundamentales: -la formación constante, es decir, la catequesis, entendida como acto de oración y como esfuerzo por iluminar la propia vida a la luz de la buena nueva; -la adecuación de la propia vida a la novedad de vida que se va asumiendo; por eso se exige de modo claro y directo la renuncia a determinados oficios que parecen incompatibles con la existencia cristiana. El discernimiento que se realiza de cara a la solicitud y recepción del bautismo se centra en el examen de la vida de los candidatos: si han vivido devotamente, si han visitado a los enfermos, si han practicado obras buenas... Es la existencia cotidiana la que debe reflejar en signos la novedad experimentada. En camino hacia la vigilia de Pascua Desde esta experiencia resulta más fácil comprender que la vigilia pascual sea realmente la fiesta de la comunidad entera y el punto de referencia de toda la pastoral. La noche de Pascua —celebración litúrgica central de todo el año— es a la vez la celebración de un compromiso eclesial en virtud del cual las "piedras vivas" siguen edificando una iglesia que, como minoría en un contexto pagano, mantiene su identidad en la misión. Es muy significativo que en la conclusión del relato de la iniciación cristiana se aluda al texto de Ap 2,17; "es la piedrecita blanca de la que Juan dijo: hay un nombre escrito en ella que nadie conoce sino el que habrá recibido la piedrecita". Al final del proceso y del itinerario realizado, el Espíritu otorga el nombre que nadie conoce más que aquel que ha
pasado a experimentar los misterios de la fe y ya participa plenamente de la eucaristía. Catequesis catecumenal y eucaristía Dentro del proceso catecumenal, creemos necesario destacar la mutua implicación entre catequesis y eucaristía, por lo que afecta a la tarea evangelizadora de la Iglesia. Desde luego que el anuncio evangélico es más amplio y necesita modularse (primero, catecumenal, formativo, teológico, etc.), pero ahora nos centramos, dada su importancia, en la catequesis. Los Obispos españoles nos han recordado que "la catequesis es elemento fundamental de la iniciación cristiana y está estrechamente vinculada a los sacramentos de la iniciación... Además, la catequesis está intrínsecamente unida a toda la acción litúrgica y sacramental, porque es en los sacramentos, y sobre todo en la eucaristía, donde Jesucristo actúa en plenitud para la transformación de los hombres" (La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, 20). Desde este principio es preciso desarrollar tres criterios de modo simultáneo: la eucaristía es en sí una forma eminente de catequesis; la eucaristía necesita de la catequesis; y la catequesis tiene necesidad de la eucaristía. Sólo así se podrá llevar adelante en armonía la celebración desde el dinamismo evangelizador. Y nos referimos a una celebración que sea mistagógica; que, de verdad, inicie en los misterios de la fe comunitaria-mente, y no se quede tan sólo en sus aspectos memorísticos. Aunque la liturgia es en cierto modo catequética, éste no es su fin último, sino la actualización cultual del misterio de la salvación del Dios trinitario. Las dimensión mistagógica debe conducir a los ya iniciados a vivir en este misterio; y su meta es la comunión con el Padre, por Jesucristo, en el Espíritu desde una coherencia cotidiana de fe-vida, desde la experiencia de sentirse una nueva criatura que da gracias a Dios en cada eucaristía y en toda su existencia.
CLAVE 47
Una comunión eucarística-sinodal Para san Pablo la koinonía (comunión) es la participación común en el Hijo (1Cor 1,9), en el Espíritu Santo (2Cor 13,13), en el evangelio (Fil 1,5), en los sufrimientos de Cristo (Fil 3,10), en la fe (Fil 1,5), en el reconocimiento recíproco de nuestro ser en Cristo (Gál 2,9). Pero su manifestación más plena se da en la asamblea litúrgica que se reúne para celebrar la eucaristía -máxima expresión donde acontece la comunión eclesial- y para participar del cuerpo y de la sangre de Cristo (cf. 1Cor 10,14-22; 14, 26-40).
Desde aquí, profundiza en la relación existente entre el cuerpo eclesial y el cuerpo eucarístico (cf. 1Cor 10,16s.; 11,27-29). Frente a las divisiones y fricciones comunitarias (cf. 1Cor 8,10), Pablo argumenta así: porque todos formamos un solo Cuerpo en la diversidad y riqueza de dones y carismas, la multiplicidad ha de conjugarse con el servicio al bien común y a la unidad. Refiriéndose en concreto a la eucaristía (1Cor 10,16s.) habla de la "copa de bendición" en primer lugar (v. 10) y del "pan compartido" en segundo lugar (v. 17), estableciendo una vinculación directa entre estos dones: el cuerpo-sangre de Jesús y la comunión eclesial en el cuerpo de Cristo; por eso, el término que utiliza es justamente el de «koinonía». Superar el lastre del pasado Han pasado los siglos y esta correlación entre eucaristía y comunión ha quedado muy herida. Por motivos diversos la misma eucaristía se fue convirtiendo en devoción privada y protagonizada casi exclusivamente por el clero, donde se incorporaban laicos piadosos para "oír misa" a "la carta": están los que van a la misa mayor, los que van a la misa del sábado por la tarde (para tener el domingo enteramente libre), los que prefieren la misa del domingo por la noche... El resultado es claro: ya no hay asamblea sacramental comunitaria. Ahora bien, el Concilio retorna un principio de los orígenes y no deja lugar a dudas para comprender que la celebración litúrgica tiene por sujeto a todo el pueblo de Dios. Si la Iglesia es asamblea, la comunidad cristiana concreta es el sujeto integral del acto litúrgico: la asamblea reunida para celebrar la historia de la salvación; bien es cierto que desde una diferenciación de orden sacramental, aunque todo ella es "concelebrante". Este principio ha de propiciar un nuevo modo de vivir tanto la eucaristía como de realizar la evangelización: se nos exige una perspectiva comunional en todo el actuar que favorezca un estilo ministerial-sinodal de todos los bautizados. Dicho aspecto está llamado a integrar tanto la participación "consciente, piadosa y activa" (SC 48) como la imprescindible visibilización histórica de la comunión en los organismos y en las estructuras eclesiales y en la toma de decisiones. Desarrollar criterios de sinodalidad eucarística Tomar en serio estas precisiones (que hemos presentado en otras claves) conduce a perfilar algunos criterios fundamentales de corresponsabilidad eclesial que brotan de la eucaristía. Éstos ayudarán a una mejor vivencia de la misma. -Todos los fieles, más allá de una catequesis simplificada y asumiendo de modo realista las tensiones y los conflictos que inevitablemente han de surgir, deben conocer la estructura ministerial de la Iglesia. Así se sabrá distinguir lo esencial de lo accesorio, lo permanente de lo que es configuración contingente de la Iglesia.
-Los presbíteros necesitan concebir su ministerio como servicio a la comunión. La labor de gestión y de gobierno debe dar preferencia a la lenta y a veces ingrata tarea de ir tejiendo la comunión desde la diversidad de carismas y ministerios. Si el dominio de la mentalidad democrática por parte de los laicos puede desnaturalizar la vida eclesial, la comprensión «clerical» de su poder por parte del presbítero puede bloquearla. -Como punto común de referencia unos y otros deben considerar la eucaristía. Con y en ella se consuma la iniciación cristiana. En la eucaristía los bautizados no son asistentes o receptores pasivos sino protagonistas responsables de la Iglesia y de su misión. Y, por ello, la sinodalidad —o el ejercicio concreto de participación y corresponsabilidad— no puede entenderse al margen del contexto eucarístico. La sinodalidad deberá concebirse como la prolongación en la vida cotidiana y en las prácticas eclesiales de la celebración eucarística. -Entre todos los carismas y ministerios de la celebración eucarística resulta imprescindible, como ya hemos subrayado, el de la presidencia. Pero la insistencia mostrada en la presencia y acción de Cristo no tiene como objetivo exaltar al sacerdote (que actúa en su nombre o lo representa) sino afirmar y salvaguardar la centralidad y la excelencia, única y suprema, de la eucaristía. Lo decisivo no es la identidad del ministro, sino la realidad de la presencia de Cristo: la eucaristía, por la presencia de Cristo, convoca a los creyentes y los hace partícipes de su mismo cuerpo. -Así pues, la celebración de la eucaristía es con-celebración eucarística de todo el cuerpo eclesial, de todo el pueblo sacerdotal. En ella se comparten los diversos carismas, servicios y ministerios; se aportan las diversas espiritualidades y acentos para el bien común eclesial. La eucaristía se torna acontecimiento jubilar de alabanza al Dios Trinidad que nos llamó y bendijo, convocándonos en esa determinada iglesia, y que nos envía una vez más al mundo para anunciar la alegría de la buena noticia en esa porción de humanidad donde somos peregrinos hacia la eternidad. Tomar decisiones con un aliento eucarístico La toma de decisiones en los ámbitos eclesiales viene envuelta por dificultades. El mayor problema aparece a la hora de delimitar el dinamismo concreto de las decisiones, el valor efectivo de las mismas. Muchos se aferran a que el Código de Derecho Canónico expresa (aparentemente) de forma lapidaria que los consejos pastorales "tienen sólo voto consultivo" (c. 512 § 2). Sin embargo, el arzobispo y canonista, Francesco Coccopalmerio, nos ayuda a comprender el sentido del legislador desde la teología eucarística. Él lo refiere al consejo parroquial, pero debe ampliarse a todos los organismos sinodales. El autor, tras realizar una llamada a que se eviten concepciones civilísticas y
sociologistas, plantea que en muchas ocasiones se parte de un concepto errado: contemplarlo desde un doble sujeto (el consultado y el deliberante), aspecto que hay que superar, pues sólo existe un único sujeto unitario -estructurado internamente de modo jerárquico- que es el protagonista de la decisión. Para ello apela a lo que es la celebración eucarística: un único sujeto celebrante -todo el pueblo de Dios reunido en comunidad-, pero donde está el ministerio de la presidencia. Desde ahí concluye que los presbíteros y obispos tienen una obligación nueva y muy estricta que proviene de la habilitación sacramental de los fieles respecto a las decisiones tomadas (en su ámbito preciso), adquiriendo un compromiso tan fuerte que sólo se pueden establecer dudas en los casos en que realmente existan motivaciones fundadas y graves. Porque en la Iglesia no existen realidades separadas o autónomas de lo que es su fuente y cima, la eucaristía; y, por ello, ésta se convierte en aliento y paradigma hasta en los organismos de toma de decisiones.
CLAVE 48
El anhelo ecuménico de sentarnos en la única mesa del Señor El hecho de comprender la eucaristía como sacramento de unidad nos hace ver con dolor cómo la historia ha creado divisiones y cismas en la Iglesia que han afectado a la propia eucaristía. Es importante conocer y reflexionar sobre este tema desde el anhelo de trabajar a la espera de que un día, superadas las dificultades, todos los cristianos podamos sentarnos en la única mesa de la eucaristía. La necesidad de desarrollar el ecumenismo La unidad es una categoría fundamental en la biblia y un encargo explícito de Jesús, el cual quiso que hubiera una sola Iglesia y, en las vísperas de la Pascua, nos dejó como legado suyo la oración y la preocupación por la unidad (Jn 17,21). Por eso, el desarrollo del ecumenismo es un encargo del Señor al que debemos entregarnos sin pretender éxitos inmediatos. Juan Pablo II decía que "creer en Cristo implica desear la unidad". Ello constituye el camino de la Iglesia y se trata, ante todo, de un propósito espiritual. Su objetivo es que todos podamos sentarnos juntos en la única mesa del Señor, participando del único cuerpo eucarístico de Cristo y bebiendo del único cáliz. Ya el Vaticano II estableció dos principios (UR 8). El primero es que eucaristía y unidad se implican mutuamente; principio muy vigente en la Iglesia primitiva y que nosotros no podemos modificarlo a discreción. Y
en segundo lugar, que la salvación de las personas es la ley suprema: el individuo es tomado en serio en su situación personal; de ahí que la Iglesia, supuestas determinadas circunstancias, acepte soluciones individuales. No basta con fijar la vista y conocer aquello que, por desgracia, todavía no podemos hacer; hemos de plantearnos qué es lo que podríamos y deberíamos hacer -guiados por el Espíritu Santo que es el que crea y posibilita la unidad en la diversidad- para alcanzar la plena comunión eucarística. En esta línea hay que situar los acuerdos ecuménicos que se van logrando en torno a la eucaristía. Desde ellos conviene reseñar las perspectivas que se van dando en torno al misterio y al ministerio eucarísticos. Las perspectivas ecuménicas a nivel de misterio Puede decirse que a este nivel hay una notable convergencia desde la doctrina que los documentos ecuménicos manifiestan. -Se insiste en la unidad que la eucaristía supone, manifiesta y realiza, al participar todos del mismo cuerpo de Cristo, en el mismo Espíritu: "La eucaristía es simultáneamente la fuente y la cumbre de la vida de la Iglesia. Sin la comunión en la eucaristía no hay plena comunión eclesial; sin la comunión eclesial no hay verdadera comunión en la eucaristía" (La Cena del Señor, 26). -Se subraya que la eucaristía manifiesta y es acción de la Iglesia universal, por lo que también está exigiendo esa unidad interna, intereclesial y universal, que se expresa por la comunión que nos une a Cristo y al cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Según el documento de Lima, "las celebraciones eucarísticas siempre tienen que referirse a la Iglesia total, y la Iglesia total está implicada en cada celebración eucarística local". -Se expresa que la celebración de la eucaristía desarrolla lo que ya habíamos venido a ser por el bautismo y la confirmación. El Documento de Diálogo entre la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Ortodoxa dice: "Por el bautismo y la unción, en efecto, los miembros de Cristo son alcanzados por el Espíritu, incorporados a Cristo, pero por la eucaristía el acontecimiento pascual se dilata, haciéndose Iglesia. La Iglesia se convierte en lo que está llamada a ser por el bautismo y la unción" (n° 4). -Esta eclesialidad trinitaria de la eucaristía se expresa de forma concreta en la synaxis o reunión eucarística, por la que no sólo se actualiza o renueva la comunión eclesial, sino también por la que se pide y empeña en la unidad, la reconciliación y la paz, a imagen de la Trinidad. Las perspectivas a nivel de ministerio Todos los cristianos (católicos, luteranos, ortodoxos) están de acuerdo en
que la eucaristía es expresión de la ministerialidad de la Iglesia, pues "en la celebración eucarística es cuando el ministro ordenado es el foco visible de la comunión profunda que une a Cristo y los miembros de su cuerpo", como se dice en algunos de estos documentos. Pero, mientras que con los ortodoxos no hay dificultad respecto al ministerio ordenado (obispo, presbíteros), en cuanto sucesores de los apóstoles, en relación con la Iglesia luterana permanecen algunas divergencias importantes en la manera de concebir el origen y la función del ministerio, así como en su transmisión. Otro punto de divergencia se encuentra en la posibilidad de una celebración y comunión eucarística común (communicatio in sacris). Es evidente que una plena comunión eucarística supone una plena unidad o comunión eclesial. Las iglesias protestantes ponen más el acento en la comunión en Cristo que en la comunión con la Iglesia, y por ello encuentran menos dificultad en esta participación. Las iglesias orientales, por el contrario, ponen el acento en la necesidad de la comunión eclesial y en los sacramentos, y por ello algunas encuentran más dificultad que los católicos en la comunión sacramental. Estamos llamados a avanzar en la comunión, sin ignorar las divergencias, pero también facilitando el camino y el encuentro entre todos los cristianos. La renovación desde el diálogo ecuménico y la misión La Iglesia siempre es guiada a la verdad plena por el Espíritu Santo (Jn 16,13). Él es quien la mantiene joven y sumamente vital; pero en su camino por la historia está siempre necesitada de purificación y renovación en el Espíritu Santo (LG 8). Tal renovación tiene lugar de múltiples formas. El diálogo ecuménico es una de ellas; pero no puede ser confundido con un relativismo dogmático a precio de saldo. No se trata de renunciar a la propia identidad, sino de purificarla y dejarla crecer y madurar. El diálogo ecuménico significa simultáneamente un examen de conciencia y un intercambio de dones, en los que aprendemos de los bienes que el Espíritu ha concedido a las otras iglesias y comunidades eclesiales (LG 5; UR 3), para pasar así de la todavía imperfecta comunión a la comunión plena. De los hermanos ortodoxos, como ya hemos señalado, hemos aprendido mucho sobre la profunda unidad entre Iglesia y eucaristía. Nuestros hermanos evangélicos nos han ayudado a valorar y apreciar más la palabra de Dios. Ambos también han aprendido de nosotros, los católicos. La unidad de la Iglesia no es un fin en sí misma, sino que está al servicio del único gran objetivo: "para que el mundo crea" (Jn 17,21). De ahí que el ecumenismo y la misión universal se hallen estrechamente relacionados e incluso compartan destino. El mismo nombre, ecumenismo, procede de «ekuméne», significando originariamente "todo el mundo habitado". El vínculo profundo se encuentra en la eucaristía. De igual manera que el ecumenismo tiene por objetivo la comunión de la mesa eucarística, así también la misión tiene su fundamento profundo e
íntimo -según hemos visto- en el misterio de la eucaristía, en la entrega que Jesús hace de su vida por muchos/todos. Tanto en el ecumenismo como en la misión, la Iglesia crece para alcanzar la edad adulta del Mesías (Ef 4,13). Ambos anhelan anticipar la asamblea escatológica de todos los pueblos, lenguas y culturas en la acción de gracias común a Dios.
CLAVE 49 Celebrar sobre el altar del pobre La correlación entre diaconía y liturgia aparece clara y explícita a través de la eucaristía desde los primeros tiempos de la Iglesia, como hemos tenido ocasión de comprobar reiteradamente. Es probable que Juan, conociendo ciertamente la institución de la eucaristía (cf. Jn 6), quisiera poner en relación el lavatorio de los pies y la eucaristía. El fin perseguido era profundizar en su carácter diacónico y de amor fraterno a partir de la misma actitud de pro-existencia que Jesús mostró en favor de todos, pero con preferencia hacia los más pobres y excluidos. La comunidad primitiva unía de una forma muy estrecha la "fracción del pan" con el servicio de solidaridad, no sólo en el interior de la comunidad, sino también más allá de las fronteras eclesiales. Su vinculación será un elemento permanente en la tradición de la Iglesia. Actualmente viene urgida desde muchos planteamientos, pretendiendo recuperar el «único altar» eucarístico desde donde dimanan tanto la acción de gracias a Dios como el servicio solidario a los crucificados de la historia. El cisma entre el sacramento del altar y del hermano El ya citado O. Clément habla de "el cisma entre el sacramento del altar y el sacramento del hermano" y pide que no sigamos así, sino que hemos de procurar poner fin "a la esquizofrenia de tantos cristianos que los domingos se entregan al éxtasis (oriente) o a las buenas intenciones (occidente), para abandonarse durante la semana a los caminos de este mundo". Corremos el riesgo de compartir el pan eucarístico, en la más estricta individualidad, sin preocuparnos de millones de personas privados de pan, justicia y paz. Una y otra vez los creyentes corremos el riesgo de caer en la tentación de disociar el culto y la solidaridad, olvidando que donde no hay justicia, misericordia y amor, no hay verdadero culto al Dios cristiano. La eucaristía, en cuanto celebración de la Pascua, nos ha de introducir en una existencia nueva que adora a Dios en Espíritu y verdad desde la dinámica de la resurrección del crucificado, poniéndose de parte de los crucificados de la historia. Una vida crucificada en el servicio a los últimos y en defensa de los crucificados es la mejor expresión de una
celebración que es "memorial de la muerte y resurrección" de Jesús. De altar eucarístico al altar del pobre El criterio de discernimiento y uno de los mayores testimonios que podemos aportar hoy ante el mundo y en su favor es una vida eucaristizada que descubre entre tanta tragedia, sufrimiento y exclusión a Jesucristo en el "altar de pobre". Durante el siglo IV san Juan Crisóstomo no se privaba de lanzar palabras proféticas desde la exégesis con un fin eminentemente espiritual; según su pensamiento, a Cristo lo encontramos en el hermano pobre y oprimido, que nos remite y revela al Señor: Cristo "anda errante y peregrino, necesitado del techo; y tú, que no le acoges, te entretienes en adornar el pavimento, las paredes y los capiteles de las columnas, y en colgar lámparas con cadenas de oro... Mientras adornas, pues, la casa, no abandones a tu hermano en la tribulación, pues él es templo más precioso que el otro... Tú que honras el altar sobre el que se posa el Cuerpo de Cristo, ultrajas y desprecias después en su indigencia al que es el mismo Cuerpo de Cristo. Este altar lo puedes encontrar por todas partes, en todas las calles, en todas las plazas, y puedes en todo momento ofrecer sobre él mismo un verdadero sacrificio. Lo mismo que el sacerdote, de pie ante el altar, invoca al Espíritu Santo, así tú también invócalo inclinado ante el altar [del pobre], no con palabras sino con hechos, porque no hay nada que atraiga y aliente más el fuego del Espíritu que la abundante efusión del óleo de la caridad" (In Math., Hom. 50,3s.). Hoy el magisterio retorna la osadía de los Padres de la Iglesia y nos sigue invitando a recobrar la intrínseca unidad entre el altar del pobre y el altar eucarístico. Los obispos españoles, percibiendo el déficit personal y comunitario respecto a esta cuestión, decían el año 1994 que "el ser y el actuar de la Iglesia se juegan en el mundo de la pobreza y del dolor, de la marginación y de la opresión, de la debilidad y del sufrimiento" (La Iglesia y los pobres, 10). Y años más tarde —2005— mantienen que la eucaristía "imprime en quienes la celebran con verdad una auténtica solidaridad y comunión con los más pobres", y puesto que es "comunión con el Cristo total, el que se acerca al banquete sagrado se compromete a recrear la fraternidad entre los hombres. Fraternidad imposible, si cada uno permanece encerrado en sus cosas e intereses... Comporta darse y acoger al otro como el hermano que me enriquece. Los comensales de la cena del Señor estamos llamados a vivir y actuar de acuerdo con lo que celebramos" (La caridad de Cristo nos apremia, 8s.). Celebrar la eucaristía en solidaridad y amor La propia celebración eucarística y su modo de celebrarla ha de integrar y resaltar la solidaridad y el amor de Dios hacia el mundo que
actualizamos en este sacramento. Recordemos algunos momentos que nos pueden ayudar a vivir esta dimensión: -La liturgia del perdón puede y debe ser un momento importante que nos hace reconocer nuestra vida pecadora, injusta e insolidaria. Hacemos presente nuestro egoísmo y concretamos nuestro compromiso cristiano a favor de los más necesitados. -La liturgia de la Palabra nos descentra de nuestros intereses para acoger la interpelación que Dios nos hace por su Espíritu. Nos alienta y anima, pero también nos espolea: ¿a qué nos urge?; ¿qué esperanza puede despertar hoy entre los pobres y desheredados de la tierra? -La oración de los fieles ha de tener presente al mundo en sus intercesiones. Pedimos a Dios que se acuerde y bendiga a quienes más lo necesitan. Pero Dios no "necesita ser informado" de todo el sufrimiento; somos nosotros los que tenemos que tomar conciencia del mismo. Este momento obliga a la comunidad cristiana a adoptar una actitud hospitalaria y generosa, impidiendo que se transforme casi en una secta exclusivamente preocupada de sí misma y de su salvación ultramundana. -La presentación de las ofrendas, siguiendo la tradición más primigenia de la Iglesia, es un momento denso desde esta clave. Ofrecemos el pan y el vino para que se conviertan en "pan de vida" y en "bebida de salvación" para nosotros y para nuestro mundo. Compartimos la colecta (hecha ofrenda cultual para el Dios de los pobres y necesitados), realizando un gesto que ha de replantearnos nuestro nivel de vida y una mayor comunicación de nuestros bienes. -La plegaria eucarística nos hace comprender de muchas maneras que actualizar la memoria de Dios en toda su historia de la salvación es comprometerse como Iglesia: "danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana, inspíranos el gesto y la palabra oportuna frente al hermano sólo y desamparado; ayúdanos a mostrarnos disponibles ante quien se siente explotado y deprimido..." (Plegaria Vb). -Y ya la comunión nos invita a sentirnos todos hijos de un mismo Padre (padrenuestro) a darnos y trabajar por la paz (rito de la paz), para que al comulgar nos sintamos invitados a construir una humanidad nueva desde el altar del pobre.
CLAVE 50
Celebrar en el mundo a la espera de la eternidad
La eucaristía, en cuanto cuerpo y sangre del Señor resucitado, es ya el anuncio de la «Pascua del universo», de aquella transformación misteriosa de "los cielos nuevos y la tierra nueva". El Vaticano II pone de relieve la continuidad de nuestra actividad humana con el misterio de la gloria y la espera de las promesas escatológicas (cf. GS 38s.). Cristo, dándose a su Iglesia, parece decir: "te doy mi cuerpo para que tú seas mi Cuerpo; te doy mi sangre para que vivas de mí y como yo". A su vez, la Iglesia, entregándose a Cristo en la comunión, parece decir: "te ofrezco mi vida, toda mi corporeidad, para que tú puedas vivir en mí. ¡Gracias!". El cosmos, un retablo del cielo Hoy día, si penetramos en la parte interior del santuario de una iglesia bizantina —por ejemplo, en uno de los monasterios del Monte Athos— veremos que, una vez traspasado el iconostasio, el santuario aparece recubierto de pintura que representa el cielo: el Pantocrator, los santos... Es un modo visual que ayuda a comprender cómo la celebración eucarística conlleva abrir una ventana a la eternidad: la liturgia es el cielo en la tierra. Todo el cosmos debe convertirse en un retablo integrado en toda celebración eclesial para que el Reino vaya creciendo y anticipándose "por los siglos de los siglos". La eucaristía convoca a la entera creación, a todo el cosmos, el cual pregusta anticipadamente en ella la liberación escatológica de su esclavitud a fin de participar de la libertad de la gloria de los hijos de Dios (cf. Rom 8,20s.). En la plegaria eucarística todas las criaturas visibles e invisibles, y en particular las personas, bendicen a Dios como Creador y Padre; y lo bendicen, en el Espíritu, con las palabras y la acción del Hijo de Dios. Cristo, con su entrega sacrificial, reconcilia a los ojos del Padre a toda la humanidad; y, con ella, a toda la creación. Celebrar sobre el altar del mundo La petición de que acontezca la parusía y la esperanzada expectativa de que así será confieren a la eucaristía una dimensión cósmico-universal. En cada celebración el mundo celestial penetra y se hace presente en nuestro mundo. La Carta a los Hebreos lo enuncia de manera convincente: "Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte de Sión, ciudad del Dios vivo, la Jerusalén celestial, y a miríadas de ángeles, reunión solemne, y a la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo" (Heb 12,22s.). Hemos olvidado que culto y cultura están estrechamente vinculadas entre sí y que la eucaristía anticipa el canto de alabanza eterno de la realidad toda. La eucaristía es «misa del mundo», porque es actualización de la «misa del cielo»; es anticipación de la glorificación celestial de Dios y de la consumación escatológica del mundo. En ella, alabando al Creador, el mundo vuelve a ser uno; esto es, «redimido».
La asamblea celebrante de la eucaristía ha de ir penetrando más y más en este misterio gozoso. Ha de celebrar la eucaristía sobre el altar del mundo. Juan Pablo II lo ha expresado con estas palabras: "He podido celebrar la Santa Misa en capillas situadas en senderos de montaña, a orillas de los lagos, en las riberas del mar; la he celebrado sobre altares construidos en estadios, en las plazas de las ciudades... Estos escenarios tan variados de mis celebraciones eucarísticas me hacen experimentar intensamente su carácter universal y, por así decir, cósmico. ¡Sí, cósmico! Porque también cuando se celebra sobre el pequeño altar de una iglesia en el campo, la eucaristía se celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo. Ella une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación" (Ecclesia de eucharistia, 8). La eucaristía es la celebración festiva que adelanta la transfiguración total y definitiva de todas las cosas. Es la presencia en la ausencia de Cristo resucitado que acompaña nuestro caminar histórico y cumple así su promesa, por el Espíritu: "y sabed que yo estoy con vosotros, todos los días, hasta el final del mundo" (Mt 28,20). En la escuela de María, mujer eucarística Para vivirlo podemos adentramos en la «escuela de María» contemplando y asumiendo sus actitudes. Se nos muestra como Virgen oyente; modelo, por tanto, para la Iglesia que medita, escucha, acoge, vive y proclama aquella misma Palabra que se encarnó en María. Cual Virgen orante, conviene recordar, ya sea su actitud orante, ya sean aquellos sentimientos que el Espíritu suscitaba en su corazón y que coinciden con las grandes dimensiones de la oración eclesial. Es Virgen oferente en el templo de Jerusalén y en el Calvario, experiencia que en su aspecto activo (María ofrece) y pasivo (María se ofrece) se torna ejemplar para la Iglesia. Cual Virgen Madre, es el modelo de aquella cooperación activa con la cual la Iglesia también colabora mediante la predicación y los sacramentos a comunicar a las personas la buena nueva del Espíritu. Pero hay algo más. Si la liturgia se traduce en compromiso y la celebración eucarística ha de conducirnos a ser eucaristía como culto espiritual en la vida, la ejemplaridad de María ofrece la mejor síntesis de lo que ha de ser la vida del cristiano: bien pronto los fieles comenzaron a fijarse en María, para, como ella, hacer de la propia vida un culto a Dios y de su culto un compromiso de vida. María es, sobre todo, modelo de aquel culto que consiste en hacer de la propia vida una ofrenda a Dios. El Sí de María es para todos los cristianos una lección y un ejemplo para convertir la obediencia a la voluntad del Padre en camino y en medio de santificación propia. Se ha hablado de María como mujer eucarística. Cuando contemplamos a la Madre desde esta vertiente también hemos de hacerlo en la escuela de María. Estamos invitados a imitar las
actitudes marianas respecto al misterio de la encarnación. Seguro que éstas nos ayudarán a entender, gustar y comunicar mejor el misterio de la eucaristía. A la espera del octavo día Unidos a María y a todos los santos, celebrando como iglesia diocesana en la catolicidad de la Iglesia, nos hallamos a la espera de la eternidad. El domingo, día del Señor debe ser contemplado, además del día primero de la semana, el «octavo día». Así evocamos no sólo el inicio del tiempo, sino también su final en el "siglo futuro", en la eternidad. San Basilio explica que el domingo significa el día verdaderamente único que seguirá al tiempo actual, el día sin término que no conocerá ni tarde ni mañana, el siglo imperecedero que no podrá envejecer; el domingo es el preanuncio incesante de la vida sin fin que reanima la esperanza de los cristianos y los alienta en su camino (cf. Sobre el Espíritu Santo, 27,66). En la eucaristía, el Espíritu, don escatológico del Señor resucitado, penetra la realidad histórica y nuestras vidas, transformándolas, anticipando aquí y ahora la salvación. Por eso la eucaristía es también un "alimento espiritual", que nos hace suspirar por la venida del Señor en su Reino y que lo manifestamos unidos a las asambleas litúrgicas de las primeras comunidades: "El Espíritu y la Esposa [la Iglesia] dicen: ¡Ven! Diga también el que escucha: ¡Ven! Dice el que atestigua todo esto: «Sí. Estoy a punto de llegar». ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!" (Ap 22,17.20).