Vivir en la salina (Elvio E. Gandolfo) A Jorge Varlotta Varlotta
I Eran tres y me estaban pegando. Exigían saber dónde estaba Liliana, quién era yo, por qué había llegado a ese lugar donde no había trabajo y cuya única irtud era alejar cuanto antes a todo aquel que quisiera residir. residir. !e pegaban con los pu"os y las rodillas, a eces apretaban en el pu"o un pa"uelo para que el golpe #uese m$s #uerte y les doliera menos. %o me de#endía. !e acurrucaba contra la pared y esperaba que me llegase el impulso y me sacudía de pronto, me desprendía de ellos, les pegaba algunos golpes y olía a acurrucarme. &orque eran tres. 'l #in se cansaron y quedamos mir$ndonos los cuatro bajo la lu( de mercurio. !e seguían preguntando dónde estaba Liliana y qué quería hacer yo en el lugar. Les contestaba siempre, inariablemente, que no sabía dónde estaba Liliana y que quería quedarme en el lugar, buscar trabajo y quedarme. !e decían que no entendían, que se habían cansado de pegarme, que no me tenían mayor bronca pero los #amiliares de Liliana necesitaban saber dónde había ido ella. %o les contestaba que si querían ir a tomar algo y el m$s bajo quería oler a pegarme, pero el m$s alto le paraba el pu"o y me contestaba contestaba que sí, que podíamos, podíamos, y los cuatro recogíamos recogíamos los sacos y camin$bam camin$bamos os por las calles en las que el iento remoía siempre la sal, #ormaba nubes blancas y calientes que penetraban en los ojos y resecaban la piel. Lleg$bamos a un bar chico y maloliente, pero que parecía el paraíso comparado con las calles y la sal. &edíamos ino tinto y nos mir$bamos entre los cuatro por primera e(, porque aquí al #in había lu( y calma su#iciente para hacerlo. %o miraba al tipo bajito, con una cicatri( en la sien, al tipo alto, morocho, con dientes de caballo y saco a rayas grises, al tipo de bigotes, a quien le descubrí rasgos que me hicieron preguntarle si no era pariente de Liliana. !e decía que sí, que era hermano, y leantaba la copa y tomaba el ino negro. El tipo alto me explicaba que no querían hacerme mal y que en realidad el padre de Liliana les había dado quinientos pesos a cada uno para que me detuieran antes de llegar al hotel y me pegaran y me preguntar preguntaran an dónde estaba Liliana Liliana y qué quería hacer yo en el lugar. lugar. % me explicaban que habían hecho todo por tan poco dinero porque allí no había trabajo, y me olían a preguntar qué quería yo realmente, porque no podía haber enido sólo a buscar trabajo, a enterrarme en un lugar en el que no había m$s que sal, sal hasta el desierto y sal hasta el mar, un mar blanco y salado, en el que era casi imposible ba"arse porque los acantilados caían desde cincuenta metros y las olas se estrellaban contra las piedras con #uer(a su#iciente para destro(ar un barco, con m$s ra(ón un ser humano. % olíamos a pedir ino tinto, que parecía ser la única bebida que tenían en el bar. bar. 'l #in nos íbamos. )os sentíamos todos compa"eros, medio mareados, oliendo a empujar contra el iento cargado de sal. Lleg$bamos al hotel y antes de que yo subiese el hermano de Liliana preguntaba cómo haríamos para que el iejo se dejara de insistir con lo mismo, porque los tres no querían perder los quinientos pesos de ninguna manera, pre#erían empe(ar a pegarme otra e( allí mismo, en todo caso hasta matarme, salo que les diera una idea para librarse del iejo. % uno de ellos decía que por qué no preparaba las alijas y me iba con el ómnibus que pasaba a la ma"ana, el único del día. % yo le contestaba que en realidad no sabía muy bien por qué quería quedarme, que estaba empecinado. % de pronto comen(aba a lloer. *na lluia blanca, cargada de sal. Los initaba a subir a mi pie(a y termin$bamos entre los cuatro una botella de ca"a que lleaba en la alija, y al #in decidíamos decirle al padre de Liliana que yo nunca la había isto, que estaban seguros de eso, que lo m$s probable era que él se hubiese equiocado cuando la io caminando con un hombre por una de las calles del pueblo, que el hombre era parecido a mí y se la había lleado. )os despedíamos en la puerta, abra($ndonos y prometiéndonos ayudarnos mutuamente, porque era muy d
i#ícil soportar la soledad en este lugar lleno de sal. II 'l #in conseguía trabajo en una de las salinas. +argaba bloques de sal en un camión, cortaba bloques con una sierra un poco mocha y los cargaba. !e enteraba de que las salinas pertenecían al padre de Liliana, de que el capata( era su hermano, que a eces pasaba en una camioneta nuea, sin mirar a los costados, como si nunca nos hubiésemos conocido y como si no nos hubiéramos trompeado y tomado ino juntos. El sueldo era bajísimo pero yo pensaba que por algo se empe(aba, y seguía cortando bloques de sal. ' eces había peleas. os hombres empe(aban a cortar un bloque uno de cada lado y cuando llegaban a la mitad se encontraban de #rente, cada uno con el serrucho en la mano derecha y medio bloque que le pertenecía. -e agarraban de las camisas, que parecían estar hechas de tela #uerte nada m$s que para eso para no romperse cuando las agarraban de las solapas y eran reoleadas junto con su due"o, reolcadas por la sal, apedreadas con cascotes blancos, salados. ' eces había muertos. En e( de agarrarse de la camisa, dos hombres se abalan(aban con los serruchos en alto, como hachas de carnicero, y rodaban leantando nubes blancas. *no de ellos salía herido, a eces muerto. ' eces los dos heridos, a eces los dos muertos, porque la salina estaba cerca de los acantilados y era #$cil rodar hasta la orilla y estrellarse contra las piedras. +uando uno de los dos moría sobre la sal, la sangre se derramaba tan roja que hacía mal a la ista, pero no pasaban m$s de dos minutos antes de que se #uera absorbiendo, tomando un color anaranjado, oliendo a ser una super#icie de sal lisa, blanca. /abía una barraca grande junto a la salina. 0endían ino y yerba y galletas. +obraban mucho, pero no se podía oler al pueblo hasta #in de semana. En el pueblo había tres mujeres y se #ormaban colas que daban ueltas a la man(ana. ' eces una de ellas estaba en#erma y muchos se quedaban sin mujer. Entonces durante la semana había m$s peleas, m$s hombres muertos, m$s cuerpos estrell$ndose en los acantilados o mojando la sal con su sangre. III /abía dejado de iir en el hotel. /abía lleado la alija a la barraca y en la primera noche me robaron todo menos la bolsa de dormir. +on la plata que me quedaba había comprado una seillana grande, con incrustaciones de n$car. La usé sólo en la primera semana, cuando llegamos juntos a la mitad del bloque con un tipo de cara cuadrada que lleaba un gorro de lana rojo y a(ul puesto al descuido. -e abalan(ó con el serrucho. %o tiré el mío a un lado y le claé el pie sobre el bloque con la seillana. El tipo gritaba y saltaba hacia atr$s y a partir de ahí me respetaron un poco, sobre todo porque a eces la usaba para ca(ar cormoranes. Iba a la playa y me quedaba de espaldas, tirado sobre la sal y quemado por el sol, hasta que una bandada de cormoranes se cercaba, me eían inmóil, se acercaban m$s y yo saltaba y descabe(aba a uno, a eces dos p$jaros. El hombre alto manejaba uno de los camiones y a eces tom$bamos algo juntos. !e olía a preguntar arias eces por Liliana. !e aclaraba que ya no tenía nada que er con el iejo y que adem$s había gastado los quinientos pesos. %o le decía que no había pasado nada, que nos habíamos isto con Liliana en la puerta del hotel y que yo le pregunté el nombre y la acompa"é dos cuadras, que era cuando nos había isto el iejo, y que mientras camin$bamos ella me había preguntado si sería posible salir de este lugar y yo le había contestado que sí, que así como yo había enido a enterrarme sin mayores ra(ones, ella podía irse, sobre todo teniendo dinero, porque mientras camin$bamos me había dicho que el padre era propietario de las salinas. % que eso era todo, no había m$s nada, no me había acostado con Liliana, no le había aconsejado irse. Le había serido de espejo y ella se había ido. El tipo alto se extra"aba. ecía que no me entendía y se quedaba un rato callado. espués habl$bamos de las tres mujeres del pueblo y de las características de cada una la morocha que gemía, la rubia que mordía, la pelirroja que era m$s #ría que una tabla.
I0 Era raro pero nunca moría un capata(. Eran cuatro y se pasaban el día gritando. -in embargo nadie los odiaba. Eran tan lisos e imperturbables que con el tiempo uno llegaba a sentir cierta pena por ellos. En todos los obreros existía una u otra posibililidad, aunque sólo #uese imaginaria, de irse alguna e(. Los capataces eran inimaginables #uera de la salina. )o podía existir otro lugar en el mundo donde pudiesen acomodar sus caras cuadradas y sus bocas que no sabían hablar, sólo gritar, tanto que cuando se retiraban a comer a la barraca de capataces se oía cómo pedían a gritos que les pasaran la sal o el aceite, y cuando iban a una de las tres mujeres del pueblo 1tenían primacía y siempre que llegaba un capata( no tenía por qué hacer cola se adelantaba y entraba1, se oían los gritos de placer o de #uria a dos cuadras a la redonda. 2a(ón por la cual había una especie de decisión de aguantar a los capataces, de resistir hasta que ya no #uese posible otra solución que matarlos. *na de las conersaciones pre#eridas en nuestra barraca era si algún día se acabaría la sal. -o"$bamos con serruchar un bloque en el que apareciera de pronto tierra, pasto, algún gusano. &ero los tipos m$s iejos, los pocos que habían resistido la salina durante die( o quince a"os, meneaban la cabe(a en silencio y decían que para er tierra había que irse, salo que consider$semos tierra las piedras a(ules de los acantilados. ' eces se rompía un camión y los bloques de sal se acumulaban. Entonces, cuando llegaba, todos trabajaban en la carga, y era costumbre comen(ar a llear un ritmo de gritos cortos y pro#undos, al comp$s de los moimientos, porque todo se hacía m$s #$cil. Leant$bamos un bloque y grit$bamos hacia arriba, lo pas$bamos al siguiente peón, que gritaba un poco m$s alto, y así hasta que el bloque llegaba al camión y el grito se enía a pique. La clae estaba en lograr un solo grito mec$nico, pero a la e( moido, que hacía que uno se olidara de pensar y del cansancio. &or supuesto, el que m$s lograba ordenar el ritmo era un negro de unos dos metros, al que los capataces ponían en la punta de la #ila, junto a la pila de bloques de sal. El negro se reía con una dentadura enorme y blanca. -in embargo se olió loco. Lo encontraron en la barraca gritando 3mamboré mamboré3 sin parar y tuieron que dejarlo de lado, con lo cual cargar los camiones se hi(o m$s di#ícil, porque nadie olió a pegar con el ritmo como lo hacía el negro. ' eces lloía. La sal se olía pegajosa. El aire también. Era como si el mar hubiera pasado al #in por encima de los acantilados y se estuiera olcando sobre la salina. )unca lloía con lentitud o calma. -iempre a c$ntaros, ahogando, mojando hasta el tuétano. Lo peor era cuando lloía en el día en que íbamos al pueblo. Las colas para las tres mujeres permanecían inconmoibles y era como er un enorme grupo escultórico de centenares de personas, igualadas por un color gris blancu(co y una misma base de barro salino. 0 /abía necesidad de creer en algo, tener un objeto en el que concentrar los pedidos, las aspiraciones que todos teníamos. *no de nosotros hi(o una tosca mu"eca de sal y le caó un agujero en el acantilado. 4odos le lle$bamos algo, aunque m$s no #uera un peda(o de sal distinto de los dem$s, con una eta a(ulada o roji(a. &ero cuando olió a lloer la estatua se deshi(o y no olimos a tallarla. espués creíamos en los premios. 'l que cortaba una cantidad exagerada de bloques le era permitido pasar una semana en el pueblo y a eces recibir el pago su#iciente como para irse. &ero nadie llegaba al cupo requerido y los días pasaban sin que iésemos alguna e( partir a alguno de nosotros en esa #eli( aentura. ' los tres meses comencé a sentirme mal. !e parecía que la sal había penetrado en mis pulmones y los estaba quemando. ' la e(, así como había intuido antes que tenía que ir a aquel lugar aunque #uera el
m$s apestoso del mundo, qui($ sólo para estar en la puerta del hotel cuando pasara Liliana, intuía ahora que aún no podía irme, que no era el tiempo exacto y que apenas llegara sentiría que así tenía que ser y buscaría los medios necesarios. !ientras tanto al hombre alto se le en#ermó un ojo. -e le cubrió de enitas ioletas y endurecidas, hasta que casi no pudo abrirlo. Lo empe(amos a llamar El &irata, porque desde lejos la retícula de enitas parecía un parche negro. 'l principio se enojaba y llegó a matar a uno de los primeros que le dieron el apodo, pero después parecía encontrar un oscuro placer en el sobrenombre, e incluso cuando llegaba medio borracho a la barraca gritaba en o( alta 35Llegó el &irata63 y se derrumbaba sobre el catre. ' los cuatro meses de mi llegada el padre de Liliana isitó la salina. Llegó en un auto a(ul muy brillante, protegido con tejido de alambre en los idrios, para guardarlos de las piedras del camino y la corrosión de la sal. Iba a inaugurar una nuea barraca, para un contingente de chilenos que acababa de llegar. etr$s del auto enían arios camiones con tablas y chapas y tejas. +onstruir una barraca #ue un trabajo extra y eso nos hi(o odiar a los nueos desde ese día hasta el momento en que se integraron al trabajo con tanta per#ección que uno nunca sabía cu$ndo estaba hablando con un salinero iejo o uno nueo. /abían serruchado bloques, luchado con los serruchos, hasta caído por el acantilado. -e habían integrado. El padre de Liliana no estuo m$s de einte minutos. !e llamaba aparte, junto a una barraca, y me preguntaba pr$cticamente lo mismo que los cuatro tipos me habían preguntado hacía cuatro meses, aunque sin pegarme. %o le olía a repetir la misma respuesta. Ella se había ido con alguien parecido a mí. El miraba con #ije(a el hori(onte que #ormaban los acantilados y moía la cabe(a a#irmatiamente, una y otra e(. -ubía al auto. -e perdía como una mancha #uga( y a(ul sobre el camino. 0I *no de nosotros conseguía una radio. *na radio a pilas, porque en la barraca no había corriente eléctrica. La pila podía durar entre uno y cinco meses, según cómo la us$ramos, porque en el pueblo no había respuestos. 7ij$bamos una hora determinada a la noche y la encendíamos. 8íamos la sal cayendo como una lluia #ina sobre los techos de la barraca, entreme(clando su sonido con el de la radio, en la que sonaba siempre el mismo programa, una serie de canciones #ol9lóricas. 8íamos cómo caía la sal porque hacíamos un silencio religioso, como si de pronto nos hubiésemos muerto todos y lo único io #uera la radio. *n día la pila se agotaba. *no solo de nosotros, para hacer poco ruido, daba uelta la radio, la giraba con un cuidado in#inito, moiéndola un milímetro, dos. El olumen aumentaba un poco a eces, pero después se iba perdiendo. &or #in se detuo y dejó de sonar. La descuidamos. -e #ue oxidando, corroída por la sal, sobre una de las entanas que daban al sur. 0II -e sucedían las semanas y yo no partía. ' eces me preguntaba si no iría a quedarme toda la ida en la salina. 'costumbraba recordar la ciudad anterior, el mar a(ul y playo, donde era posible ba"arse, la ariedad in#inita de mujeres que podían erse en la calle, en las pla(as, en los trolebuses. +uando hacía seis meses que estaba en la salina, comencé a so"ar. )unca sabía cu$l era un sue"o basado en cosas reales, incluso cu$ndo no era m$s que un recuerdo, una imagen enterrada en mi memoria, y cu$ndo se trataba de algo nueo, completamente imaginado, nunca isto. En los sue"os nunca pasaba nada. )o eran m$s que un punto de ista pase$ndose. *na noche, cuando acab$bamos de acostarnos, conté uno y todos escucharon. espués seguí. Eran muy parecidos. -e trataba siempre de paisajes cuya única característica en común era la de ser completamente opuestos a lo que era la salina. Llegó a existir una especie de #ichero. !e pedían que contara el sue"o del trigo o el de la rambla al amanecer. +reo que este último era el que m$s me pedían.
— :ueno 1les decía1. )o sé bien si me sucedió o no, pero yo me despertaba muy temprano, a las cinco de la ma"ana, e iba por las calles #rescas y llenas de color, sobre todo erdes, a las cinco de la ma"ana. % pasaba por una pla(a en la que había una estatua de un militar sobre un caballo, y seguía bajando hacia la rambla. El mar era enorme y liso, estaba amaneciendo y el sol cubría todo con una especie de algodón anaranjado. Lo m$s raro era que no había ruidos. -e eían pasar ómnibus muy lejanos y silenciosos, peque"os, realmente como en un sue"o. Los dem$s se reían porque realmente era un sue"o, pero yo les explicaba que no, que estaba seguro que se trataba de un recuerdo. 0III /ubo una lee di#erencia de temperatura. ' eces sud$bamos después de cortar die( bloques, cosa que no nos había sucedido antes. +omen(amos a hartarnos de los capataces. +uriosamente, lo que m$s nos molestaba no era la #orma que tenían de tratarnos, sino las ocasiones en que querían caer simp$ticos. -obre todo los chistes eran insoportables. % los repetían una y otra e(, día tras día, sin inmutarse. ' eces eran de la clase de chistes con preguntas 3;En qué se parecen un ele#ante y la punta de una aguja< ;En qué se di#erencian una mujer agachada y un hombre parado<3 )os sabíamos las respuestas de memoria pero teníamos que disimular porque si contest$bamos lo correcto se enojaban, y nos hacían trabajar durante m$s horas. 8tro de los chistes insu#ribles era el que repetían durante el almuer(o. -e cru(aban expresamente desde la barraca que les pertenecía, para preguntarnos si la comida estaba desabrida. 3&orque sal es lo que sobra. 5=ajajaja63, y se olían. Entre los que cort$bamos bloques habíamos llegado a entendernos bastante con la mirada. *n día miramos a los dos capataces que estaban haciéndole un chiste al &irata, echamos los cuatro serruchos hacia atr$s y los liquidamos. 'ntes de que llegase otro capata(, tiramos los peda(os por el acantilado. +uando llegó, le dijimos que se habían peleado y rodado hasta el borde. 7ue una buena medida. ejaron de hacer chistes por un mes. I> +umplí dos a"os en la salina. La quema(ón de los pulmones se me había olidado. !e resultaba casi placentera. +omo cuando uno se acostumbra a #umar aunque sepa que se est$ arruinando el organismo. /abían muerto dos de las mujeres y ahora no había m$s que tres pelirrojas, a cual m$s desabrida e inútil. ' eces uno de nosotros preguntaba en o( alta para qué mierda cort$bamos sal, y se imaginaba la sal cayendo sobre carne asada, sobre ensaladas de tomate, sobre pollos al horno. *na tarde de primaera se escaparon tres de nosotros. +omen(aron a correr por la carretera y no los imos m$s. &ero no podíamos creer que #uera tan #$cil. 4odos imagin$bamos juntar el dinero su#iciente e irnos en ómnibus. ' los dos o tres días ya est$bamos absolutamente seguros de que los tres se habían muerto de hambre y sed, aunque no tuiésemos ninguna prueba. *na de las mujeres se en#ermó y die(mó el campamento. /ubo un ataque de misoginia general. ?uisimos lincharla a ella y a las dos restantes, pero las cosas no llegaron a mayores. urante dos semanas las colas #ueron mucho m$s cortas. ' la noche discutíamos sobre las mujeres. %o les decía que recordaba agamente que podían ser suaes, acompa"arlo a uno de noche, inclusie conersar. &ero que eso pasaba en otro mundo, el mismo mundo de la rambla y los ómnibus silenciosos, y por lo tanto era lo mismo que si pasara en un sue"o, porque estaba seguro de que si una de esas mujeres suaes enía a iir a la salina, se haría tan dura e insensible como las tres pelirrojas del pueblo. >
+uando pasaron cuatro a"os desde el día que Liliana se había ido y tres tipos me habían pegado inútilmente y habían tomado ino conmigo, me pregunté si alguna e( me iría, esta e( con seriedad. Es decir ;mi permanencia estaba dada por ese reloj interno al que siempre obedecía, o se trataba sólo de obstinación, de costumbre< -abía muy bien que todo alor era relatio, que podía oler al mar suae, a las mujeres ariadas, pero que eso no bastaba para hacerme sentir mejor. ?ue probablemente allí recordara las salinas y le contara a algún amigo o alguna mujer cómo caía la sangre rojísima y cómo se olía anaranjada y luego blanca, y que no estaba seguro de si había sido realidad o sue"o, porque había pasado en un lugar que era como otro mundo. /ice es#uer(os por sentirme incómodo, #racasado, y no pude. Estaba #umando en la puerta de la barraca y hacía caer la ceni(a en la capara(ón acía de la radio a transistores. La barraca de yerba cambió de due"o. 4rajo algunas cosas m$s. *n tocadiscos, sólo con música #ol9lórica, que contaba con seis long@plays, o sea setenta y dos pie(as distintas. % un espejo. Eso #ue lo peor. )os desequilibró a todos. %o mismo me quedé mudo y helado cuando i mi rostro #laquísimo, tan curtido que parecía piedra, y las costillas destac$ndose entre la camisa. urante una semana se habló mucho menos en la salina. -ólo se oían las oces incansables de los capataces. )os lleaba tiempo oler a acostumbrarnos a nosotros mismos. *na noche una sombra se moió entre la barraca de los salineros y la de la yerba y el espejo amaneció roto. >I 7ueron y inieron peones. &asó el tiempo. ' eces se reúnen en la barraca y sue"an con encontrar tierra, algún gusano. &ero El &irata y yo moemos la cabe(a. /emos aguantado m$s de quince a"os de salina y sabemos que no hay m$s que sal para arriba y para abajo, desde el desierto hasta el mar. Montevideo, enero de 1970.
Aandol#o, Elio E. BCDFG La reina de las nieves , :uenos 'ires, +E'L, pp. H@CH.