El Dipló: La mafia argentina viste de azul
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Edición Nro 139 - Enero de 2011 DE LA CORRUPTELA POLICIAL A LA POLíTICA
La mafia argentina viste de azul Por Ricardo Ragendorfer* La reciente ofensiva represiva del ejército de Brasil en las favelas de Río de Janeiro (Castro, pág. 4) es leída como una suerte de paradigma en la lucha emprendida por el Estado contra las cada vez más poderosas corporaciones del crimen, de las que participa la policía. El problema es mundial, con gran impacto en América Latina, y de base política y social (Coronato, pág. 8). La policía argentina no escapa, de ningún modo, a las generales de la ley. a imagen de los uniformados izando la bandera verde-amarela en la cima del Complexo do Alemão daría la vuelta al mundo como un ícono de soberanía estatal sobre el territorio gobernado hasta entonces por el Comando Vermelho. Lo cierto es que el hecho en sí trae cierta reminiscencia de lo adelantado por la Escuela de Guerra de Estados Unidos en cuanto a cómo se desarrollarán los conflictos bélicos en el siglo XXI: “La guerra estará en las calles, en las alcantarillas, en los rascacielos y en las casas expandidas que forman las ciudades arruinadas del mundo” (1). De hecho, el episodio brasileño se inscribe en la estrategia que en estos casos recomienda la Drugs Enforcement Administration (DEA). Ya se sabe que este organismo, a partir de 1980, inició una cruzada integral contra los carteles latinoamericanos de la droga –las únicas multinacionales del Tercer Mundo– con el propósito de controlar el fabuloso flujo monetario de que disponen. Su paralelismo más remoto son las Guerras del Opio en el siglo XIX entre Inglaterra y China, desatadas a raíz de la pretensión británica de eliminar todo obstáculo que impidiese el comercio de la droga en el milenario país oriental. Pero en el siglo pasado, sobre todo en sus últimas décadas, el origen en Occidente del crimen organizado tiene relación directa con la revolución industrial, científica y tecnológica. Su evolución concuerda con la del capitalismo. La mafia nació en Sicilia en 1860, en coincidencia con el desembarco de Giussepe Garibaldi en la isla, y “como efecto socioeconómico de la unidad italiana” (2). La gestación de semejante sociedad secreta volcada al delito y la ilegalidad habría sido la respuesta a la prodigiosa industrialización del norte peninsular, de la que no participaron y los afectaba. Desde entonces, las organizaciones mafiosas han atravesado el mundo –y a sus sistemas económicos– como un fantasma apenas disimulado.
Los ejes del mal América Latina no ha sido una excepción. El surgimiento –a mediados de los años ’70– de los cárteles colombianos, el increíble volumen de su facturación y, con posterioridad, la debacle provocada por enfrentamientos armados entre estructuras rivales, no acabó precisamente con el negocio; simplemente lo condujo hacia una nueva tierra de promisión: México. Las consecuencias están a la vista. Desde el 1º de diciembre de 2006, cuando presionado por Washington, el recién elegido presidente Felipe Calderón lanzó su gran ofensiva contra el narcotráfico, la ola de violencia ha causado Por Ricardo Ragendorfer*
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en ese país unos 30.000 muertos. Esa es la contabilidad de tres guerras simultáneas: “La de los cárteles entre sí por el control de territorios; la de los Zetas (organizaciones constituidas por ex militares y ex policías), que practican secuestros y robos contra la población, y la de los militares contra los propios ciudadanos” (3). Por su lado, la incursión militarizada en los arrabales cariocas no justifica el triunfalismo inicial, ya que lo obtenido resultó bastante pobre: unas 40 toneladas de droga y numerosas armas de todo calibre. Pero ningún cabecilla importante cayó en manos las autoridades. Ahora –a sólo un mes del operativo– se tiene la certeza de que los narcos más buscados en Río de Janeiro apelaron al infalible recurso del soborno para escapar del cerco represivo. Todo apunta a la corrupción policial, desde siempre señalada en esa ciudad como vinculada al tráfico de drogas. Esta constelación de hechos y circunstancias tiene un denominador evolutivo común: la conformación de organizaciones autárquicas enfrentadas en mayor o menor medida al Estado (Coronato, pág. 8). En países como Italia, México, Colombia o Brasil, cuando los policías pasan a formar parte de las redes del delito es porque fueron comprados por la mafia. En Argentina es exactamente al revés: la policía compra a los delincuentes.
El cartel de Buenos Aires La Policía de la Provincia de Buenos Aires –“la Bonaerense”– es sin duda emblemática en lo que a corrupción se refiere. Sus casi 50.000 efectivos la convierten en la fuerza de seguridad más numerosa del país, y su jurisdicción abarca el territorio más vasto y complejo de Argentina. Pero el estigma de la corrupción es compartido por todas las fuerzas de seguridad: por las tres agencias que dependen del poder central –Gendarmería, Prefectura y Policía Federal– y también por las demás policías provinciales. Tal vez la única diferencia entre ellas sea su naturaleza territorial. Las más activas en los quehaceres ilícitos suelen ser las que operan en las grandes urbes, por su densidad de habitantes y la creciente desigualdad social. Aunque no le van a la zaga las instituciones policiales de las provincias más atrasadas, cuyas estructuras de gobierno casi feudales les otorgan atribuciones que parecen directamente salidas de una ficción. Históricamente, todas ellas hicieron de algunas contravenciones tradicionales parte de su sistema de supervivencia: capitalistas del juego, proxenetas y comerciantes irregulares trabajan desde siempre en sociedad forzada con las comisarías, pagando un canon para seguir existiendo. En los últimos años, sin embargo, a este estilo de trabajo se agregaron otros pactos con hacedores de una gran cantidad de delitos contemplados por el Código Penal. Mediante “arreglos”, extorsiones, impuestos, peajes y tarifas o, lisa y llanamente, a través de la complicidad directa, los uniformados participan en un diversificado mercado de asuntos, desde los más lucrativos –tráfico de drogas, desarmaderos, piratería del asfalto– hasta establecer “zonas liberadas” para cometer asaltos y secuestros extorsivos. El punto de inflexión entre ambas etapas fue sin dudas la última dictadura militar, cuando los policías incorporaron los dividendos de un sinfín de delitos graves. Y fue en la década de los noventa cuando estas actividades adquirieron un sesgo, digamos, empresarial. En el caso de la Bonaerense, cada comisaría debía recaudar unos 15 mil dólares por mes. La mitad se repartía entre el comisario, el subcomisario y el servicio de calle, en tanto que la otra mitad subía hacia las departamentales, donde tenía lugar un reparto idéntico: la mitad queda en el lugar y el resto sube a Jefatura. Para tener una idea del flujo monetario de las arcas policiales, basta saber que en la Provincia de Buenos Aires hay unas 300 comisarías (4). En la actualidad, pese a las purgas y los intentos de reforma efectuados sobre la estructura de esa fuerza, esos índices de facturación se mantienen. En este marco, resulta evidente que las tasas de inseguridad pública son directamente proporcionales al nivel de corrupción existente en las filas policiales. Otra variante de la inseguridad, pero de distinto signo, es resultado de ese afán policial, casi siempre desmesurado, de imponer su presencia en las calles, de dictar “la ley”: los fusilamientos sumarios, eufemísticamente llamados “gatillo fácil”, son, entre otras calamidades, la prueba. En el catálogo de ilícitos que habitualmente realizan las fuerzas de seguridad, éste tal vez sea el más recurrente. Y es también el único delito “sin fines de lucro” en el que suelen incurrir Por Ricardo Ragendorfer*
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los uniformados. Este afán de marcar “la ley”, de señalar “quién manda”, de “mear el terreno”, funciona como amenaza general y es de fácil ejecución: gira en torno a la criminalización de no criminales. El blanco suele ser preciso: adolescentes que, por ejemplo, comparten una cerveza en cualquier esquina del Gran Buenos Aires, que gustan de la cumbia o el rock, que van a recitales y que puede que estén fumándose un porro. Pero no son delincuentes, sino en general muchachos de clase media baja, tal vez desertores del colegio secundario y con dificultades para conseguir empleo; o pacíficos pibes de los barrios más pobres, o de las villas miseria. Desde 1984 a la fecha –desde el fin de la última dictadura militar– hubo en todo el país alrededor de 2.500 muertes por “gatillo fácil” (5). Con la delincuencia organizada, en cambio, la policía dirime sus asuntos de manera más hermética, subterránea y a través de códigos secretos. Pueden incluso llegar a matar –y lo hacen con frecuencia– pero solamente cuando hay en danza algún “vuelto”, un incumplimiento, el peligro de que se produzca una traición o filtración; o una venganza por cualquiera de esas razones. En tiempos normales, el entramado delictivo que sostiene la corporación policial cuenta con sus propios emisarios, jurisconsultos y lobbistas, que articulan sus relaciones entre los uniformados y el hampa propiamente dicha. No pertenecen a un bando ni a otro; prestan servicios a ambos. Se trata de los llamados “sacapresos”, o sea, abogados penalistas diestros en esa rama subyacente del derecho que es el arte del “arreglo extrajudicial”. Tener bajo control una variada gama de modalidades delictivas mediante y con el beneficio de la recaudación, resulta un modo eficaz de ejercer control policial sobre la inseguridad urbana. Y de tener los medios de regularla, ejerciendo así chantaje a dos puntas: frente al hampa y frente al Estado y la sociedad. Los hombres de azul saben que ante el resto del mundo poseen ese mágico y unívoco poder. Algo tendrá que ver que desde siempre sean efectivos mal equipados, mal pagados y, sobre todo, mal reclutados y peor instruidos.
Por quién doblan las alarmas Desde siempre, todos los poderes del Estado han conocido esta situación. Y la han consentido, por aquello de la crónica escasez de recursos y de la no menos crónica corruptela de la clase política. El enorme volumen monetario que manejan las cajas policiales no sólo va a parar a las alcancías de los uniformados; también sirve para financiar a buena parte de la clase política y los aparatos partidarios. El lugar de subordinación que ocupan las instituciones policiales dentro de los poderes del Estado hace imposible creer en su autonomía delictiva. Caciques barriales, intendentes, legisladores y hasta gobernadores, son sus favorecidos, mandantes o padrinos, según sus cargos y capacidad de acción. Fondos para bolsillos particulares y campañas electorales, complicidad en los propios negocios turbios y mano de obra disponible, son algunas de las razones que hacen ineludible este connubio (6). En 1996, cuando el desempleo llegó a afectar al 19% de la población, se produjo un aumento geométrico en los delitos contra la propiedad y las personas. Irrumpieron generaciones delictivas cada vez más jóvenes, precarizadas y violentas. Camadas enteras de pibes excluidos pasaron de una lactancia incierta a una adolescencia crítica, sin mantener siquiera un roce conceptual con las fuerzas productivas. Ellos cambiaron cualitativamente el mapa del delito. El “gatillo fácil” contra este sector se convirtió en un ejercicio indiscriminado, muchas veces gratuito, por parte de la policía. Estas nuevas generaciones delictivas alimentan morgues y portadas periodísticas. Y es esencialmente de allí que nace la “sensación” de la inseguridad. Los llamados “pibes chorros” son un fenómeno creciente, casi niños que en la mayoría de los casos mueren antes de la adultez. Es por eso que los pistoleros más experimentados los evitan. Hasta hace unos años, los uniformados no tenían demasiado interés en cerrar pactos comerciales con mocosos que podían llegar a traer, en el mejor de los casos, un magro botín y, encima, tras liquidar a la víctima. En cambio, esta franja delictiva les era útil para engordar estadísticas, reclamar nuevas atribuciones y agitar leyes penales más severas.
Salida laboral Ahora el panorama cambió. Ocurre que la crisis de 2001 también afectó a los bajos fondos. Por caso, el precio irrisorio Por Ricardo Ragendorfer*
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que los desarmaderos comenzaron a pagar por un vehículo robado hizo que los levantadores de autos estacionados migraran hacia otras modalidades delictivas, quedando esa fase del negocio en manos de adolescentes, o “pibes chorros”, sólo calificados para asaltar conductores a mano armada, lo que resultó una fuente de tragedias. Este sector delictivo habría comenzado a ser reclutado por el crimen organizado y/o la policía para atracos de otro tipo. El primer signo visible de ello fue el asesinato del ingeniero Ricardo Barrenechea en octubre de 2008. El hecho instalaría el debate en torno a la baja de la edad de imputabilidad de los menores. En paralelo, la bandita de pistoleros adolescentes que había actuado en el hecho –encabezada por un tal Kitu– develó la existencia de una organización de policías que trasladaba chicos desde la villa San Petersburgo, en La Matanza, para robar casas en San Isidro. Otros casos –como el del camionero Daniel Capristo– robustecieron tal certeza, con el agravante de que el reclutamiento se había convertido en una práctica orgánica y extendida. La desaparición de Luciano Arruga –ocurrida en 2009 en Lomas del Mirador– por haberse negado a robar para la policía fue otra confirmación. El juez de La Plata, Luis Arias, hizo una denuncia pública sobre el vínculo policial en este tipo de robos, lo que generó una indignada réplica del entonces ministro de Seguridad, Carlos Stornelli. Pero éste no tardaría en hacer una denuncia similar ente el fiscal Marcelo Romero, a raíz del asesinato con fines de robo de tres mujeres, efectuado –según sus palabras– por “menores reclutados por la policía a cambio de una prestación dineraria”. Stornelli renunció poco después. Y su presentación judicial quedó en la nada (7). Así, ante el irracional señalamiento de los menores en conflicto con la ley como únicos culpables de la violencia urbana, un cúmulo de datos indica de modo palmario que el huevo de la serpiente está en otra parte. n 1 Véase Max G. Manwaring, Bandas callejeras: la nueva insurgencia urbana, Instituto de Estudios Estratégicos de la Escuela de Guerra de Estados Unidos, Boston, 2005. 2 Véase Barón Niccolò Turrisi Colonna, Pubblica sicurezza in Sicilia, Fénix, Palermo, 1864. 3 Véase Ignacio Ramonet, “México en guerra”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, diciembre de 2010. 4 Véase Carlos Dutil y Ricardo Ragendorfer, La Bonaerense: Historia criminal de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, Planeta, Buenos Aires, 1997. 5 Informe de la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional, Buenos Aires, diciembre de 2010. 6 Véase Ricardo Ragendorfer, La Bonaerense 2: La secta del gatillo, Planeta, Buenos Aires, 2003. 7 Véase Ricardo Ragendorfer, “La organización cívico-policial que recluta menores para robar y matar”, Miradas al Sur, Buenos Aires, 27-7-10.
El juego del teléfono descompuesto En la actualidad, las estadísticas sobre el delito –producidas de modo autónomo en diferentes jurisdicciones– son dispares, no congenian, chocan entre sí; además de ser presentadas de manera anárquica e inconsistente. Las más visibles con que cuenta el Estado para elaborar políticas al respecto provienen de fuentes policiales. En otras palabras, esos hechos son recogidos y expuestos como datos en paralelo a la inmediatez de la denuncia, sin que exista la posibilidad de que el resultado de la instrucción judicial quede registrado. Pero no es ése el problema principal. Una de las actividades policíaco-administrativas más conspicuas es, precisamente, la elaboración de estadísticas. Los datos van desde las seccionales, en competencia entre sí, hacia la cúpula. Es un secreto a voces que los uniformados no vacilan en “armar” causas a personas inocentes, tanto con fines estadísticos como para proteger a los verdaderos delincuentes. A fines de los 90 era una práctica frecuente de la Policía Federal plantar bolsos con drogas, armas o artículos robados a indigentes o inmigrantes ilegales, previamente convocados con alguna falsa promesa de trabajo. En el armado de causas, “la Bonaerense” no es menos activa, al punto que –según datos proporcionados por el Ministerio de Justicia y Seguridad de la Provincia de Buenos Aires– entre las 32.000 personas alojadas en sus cárceles y comisarías, unas 5.000 están privadas de su libertad “en base a testimonios dudosos o pruebas endebles” (1). Por Ricardo Ragendorfer*
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Otra buena parte de la población carcelaria languidece tras las rejas debido a pequeños robos y otro tipo de minucias penales. Esto hace necesario debatir sobre qué delitos justifican realmente la prisión preventiva. Mientras tanto, la única estrategia al respecto –no sólo del Estado bonaerense, sino también de muchos otros gobiernos provinciales– es construir más cárceles, que resultan rápidamente desbordadas por el aumento geométrico de internos. A esto se llama poner la carreta delante de los bueyes. Esto genera además una paradoja nada menor, ya que la opinión pública sigue aferrada a la teoría de “la puerta giratoria”, ese mito urbano que afirma que los delincuentes recuperan la libertad minutos después de su arresto. Ante la precariedad estadística o la ausencia de información confiable de los organismos oficiales, la sociedad se estremece frente a la violencia urbana de acuerdo con la visión que transmite la industria mediática del miedo, que simplifica, confunde e invisibiliza el corazón del problema. Los homicidios, por ejemplo, constituyen desde el punto de vista numérico un verdadero paradigma de la confusión. Contrariamente a la creencia de que el grueso de los asesinatos es un producto colateral de los delitos contra la propiedad, la realidad es otra: el 66% de los asesinatos cometidos en Argentina son crímenes de género, ejecutados por esposos, novios y amantes ofuscados. Entre tres y cuatro mujeres mueren cada semana en el país en esas circunstancias. Ocurre que cuando esos asesinatos no presentan visos espectaculares –por ejemplo, una notable cantidad de puñaladas, o un descuartizamiento– el hecho “no cuenta” casi para los medios. Menos profuso, pero aún así alarmante, es el índice de homicidios en riña. Este tipo de muertes siquiera suele merecer un suelto en los diarios, pero basta preguntar a cualquier médico de hospital público para tener una idea de su recurrencia. Los llamados “crímenes pasionales”, como los que se cometen en una pelea, son cometidos por ciudadanos comunes. Lo que establece otra proyección digna de ser analizada: la de una sociedad cada vez más propensa a la violencia. n 1 Informe anual del Ministerio de Justicia y Seguridad de la Provincia de Buenos Aires, 2009.
* Periodista, autor junto con Carlos Dutil de La Bonaerense: Historia criminal de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, Planeta, Buenos Aires, 1997. © Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
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