CURSO ONLINE
para la obtención de de la Declaración Eclesiástica de Competencia Académica (D.E.C.A.) para el profesorado de Educación Infantil y Primaria.
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MÓDULO 2. El mensaje cristiano
(6 ECTS)
Antropología Asignatura 6. 2 ECTS
Facultad de Teología de Granada
DECA Infantil y Primaria
Módulo 2: El Mensaje Cristiano
Antropología Teológica
ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA Í NDICE 1
El concepto de antropología teológica ................................................................................ 3 1.1 Definición .................................................................................................................... 3 1.2 La antropología cristiana como antropología............................................................... 3
2
Límites de la antropología................................................................................................... 4 2.1 El ser humano como problema .................................................................................... 4 2.2 El ser humano como misterio ...................................................................................... 5
3
Creación y trascendencia ..................................................................................................... 8 3.1 El concepto teológico de creación ................................................................................ 8 3.2 La apertura trascendente humana .............................................................................. 10 3.3 El ser humano en el mundo ....................................................................................... 13
4
El ser humano como absoluto comunicado ...................................................................... 16 4.1 La libertad .................................................................................................................. 16 4.2 La capacidad de amar ................................................................................................. 18 4.3 La dignidad como absoluto ........................................................................................ 23
5
Cuerpo y corporalidad ....................................................................................................... 25
6
La gracia ............................................................................................................................ 30 6.1 Una parábola sobre la gracia....................................................................................... 30 6.2 La gracia es Dios ........................................................................................................ 32 6.3 Naturaleza y gracia ..................................................................................................... 33 6.4 Experiencias de gracia ................................................................................................ 34
7
El pecado ........................................................................................................................... 36 7.1 Delimitación del concepto ......................................................................................... 36 7.2 Diversa profundidad del pecado................................................................................. 37 7.3 El pecado contra otros ............................................................................................... 39
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7.4 El pecado como ofensa a Dios ................................................................................... 41 7.5 El pecado estructural .................................................................................................. 42 8
El pecado original ............................................................................................................. 43 8.1 Finitud humana y pecado ........................................................................................... 44 8.2 Doctrina del pecado original ...................................................................................... 45
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1 E L CONCEPTO DE ANTROPOLOGÍA TEOLÓGICA 1.1 D EFINICIÓN La antropología teológica es una disciplina que se ocupa de pensar al ser humano desde la clave “Dios” o dicho de otro modo, si Dios existe, si Dios es el Dios de Jesús, si Jesús ha resucitado, ¿qué podemos decir del ser humano? Sin embargo, la reflexión que surge de estos postulados previos no da como resultado una antropología que esté alejada de la experiencia humana común para creyentes y no creyentes. La antropología teológica parte también de la experiencia humana y de la experiencia que el ser humano tiene de sí mismo, por lo que los resultados superan con mucho el propio ámbito de la fe y aparecerá en muchísimas ocasiones como una propuesta antropológica para toda persona que quiera oírla. Más aún. Una propuesta teológica cristiana sobre el ser humano es también una palabra para que desde otras ciencias se pueda reflexionar sobre el ser humano y para que la persona misma pueda intentar comprenderse a sí misma.
1.2 L A ANTROPOLOGÍA CRISTIANA COMO ANTROPOLOGÍA La antropología teológica en su intento de hablar del ser humano acepta ya un dato importante que todo ser humano experimenta y que es el de la limitación y más concretamente el de la limitación en el conocimiento. Esta afirmación no queda en entre dicho por echar mano de lo religioso. El ser humano creyente sigue sin saberlo todo por más que quiera afirmar que Dios es la Verdad y en su omnisciencia lo conoce todo. Ningún creyente participa de esa omnisciencia. El ser humano es un ser que no lo conoce todo y necesita asumir ciertos postulados cuando quiere hablar de algo, de cualquier cosa. Necesita asumir que lo que sus sentidos le muestran es relativamente consistente y fiable por más que la ciencia y más concretamente la física ponga en cuestión que el mundo es como lo percibimos;
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necesita asumir la preeminencia de la verdad sobre la mentira y que lo que expresamos quiere ser respuesta fiel de la realidad; necesita asumir que a pesar de las limitaciones del tipo que sean el ser humano es capaz de conocer y que su capacidad de pensar no está radicalmente “estropeada”. A la hora de plantear la antropología teológica el ser humano asume que parte de los contenidos y del impulso para pensar al ser humano nace de la propia fe. Dicho de otro modo, la persona acepta el postulado “Dios” y a partir de ahí habla del ser humano. Podría afirmarse que entonces podría hacerse una antropología a partir de cualquier cosa. Si asumimos que existe una fuerza cósmica llamada Suerte, podríamos hacer una antropología “suertológica”. La respuesta es sí. Sin embargo la propuesta cristiana de una antropología quiere mostrarse como especialmente valiosa en la medida en que puede ayudar a comprender al ser humano y a que el ser humano pueda realizarse a sí mismo con mayor plenitud. Dicho de otro modo, la antropología teológica está justificada desde dentro de la fe cristiana como reflexión sobre el ser humano desde la propia fe en Dios, pero también desde fuera de la fe como propuesta que permite profundizar en el misterio que es el ser humano para sí mismo y que es un lugar común para muchas antropologías.
2 L ÍMITES DE LA ANTROPOLOGÍA 2.1 E L SER
HUMANO COMO PROBLEMA
Hannah Arendt, en su obra La condición humana, señala que el ser humano puede definir la esencia de las cosas pero que respecto de sí mismo se encuentra impotente. 1 Podemos intentar dar respuesta a ¿quién soy?, pero para responder a ¿qué soy? tenemos que
1
Arendt, H., La condición humana, Barcelona, Paidós, 1993, pp. 24-25.
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echar mano de un conocimiento que nos trascendiese. Sólo Dios podría conocer realmente la esencia del ser humano. Sigue Arendt diciendo que muestra de esto es la facilidad con que las distintas corrientes filosóficas terminan hablando de un dios hecho a la medida de la reflexión humana. Para una antropología teológica el resultado muestra la indefinibilidad de lo que es el ser humano desde la propia condición humana. Poder hablar desde un punto de vista teológico nos ofrece perspectivas nuevas sobre el ser humano, que podrán o no ser compartidas desde distintas ciencias pero que sí ofrece nuevo material para pensar. La antropología teológica puede ser una propuesta antropológica válida en la medida en que la fe no supone una afrenta a la propia condición humana o, dicho de otro modo, en la medida en que la fe ayuda a vivir y no se convierte en factor de alienación del ser humano. Esta afirmación descalifica cualquier intento teológico, pero también de cualquier otra índole, de ofrecer una propuesta antropológica excluyente o deshumanizadora. En la medida en que la antropología quiere responder a la pregunta de ¿qué es el ser humano?, su respuesta tiene que ser válida para todos los seres humanos si quiere ser reconocida con cierta verosimilitud. Si sólo se aplica a unos, en función de condiciones sociales, económicas, políticas, religiosas…, la propuesta antropológica será parcial y por ello dejará de ser respuesta a ¿qué es el ser humano? Si nos definimos como seres humanos la antropología debe indagar en la esencia de tal condición y por ello la posibilidad de que su respuesta tenga aplicación universal a todos los seres humanos es esencial.
2.2 E L SER
HUMANO COMO MISTERIO
Cuando en teología se habla de misterio normalmente se usa el término de forma técnica. No hablamos de misterio como algo desconocido que por algún designio quiere permanecer escondido. El ser humano es un misterio en la medida en que su esencia no es
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definible ni delimitable al cien por cien y esta es una experiencia que la persona tiene en relación a uno mismo, a los otros y a la realidad en su conjunto. En la realidad siempre hay una parte que se nos esconde porque nuestra capacidad de conocer es limitada y porque somos seres que viven en una historia que va cambiando nuestra visión y compresión de la realidad. El mundo se nos presenta como reacio a ser conocido. Podemos hablar de la realidad de la naturaleza con la que las ciencias chocan a diario y que ponen encima de la mesa multitud de datos que se convierten en enigmáticos y que exigen explicación. La moderna astrofísica que se pregunta por el origen del universo y la física cuántica o la física de cuerdas que se preguntan por la constitución de la materia estudian lo más grande y lo más pequeño que la naturaleza pone ante nosotros pero las respuestas están lejos de descubrirse. En estos límites de la realidad, la física se encuentra muchas veces con preguntas más propias de la filosofía (¿puede pensarse, desafiando a Kant, en algo que no sea en el tiempo y en el espacio?). Más aún, aun consiguiendo respuestas físico-matemáticas que pudieran tener una sólida validez, las preguntas no dejan de asomar puesto que a la mente humana se le hace muy difícil, por no decir imposible, pensar con claridad, por ejemplo, en las 11 dimensiones como las que plantea la teoría M y que más que conceptualizables por el mente humana son describibles como fórmulas matemáticas. En el encuentro con otras personas, estas nos aparecen como radicalmente incognoscibles. Nadie es capaz de captar y comprender la interioridad de otra persona o cómo se experimenta a sí mismo. Lo más que podemos es intentar acercarnos a la otra persona sobre la base de lo que percibimos respecto a nosotros mismos o confiar en el testimonio que la otra persona da de sí misma. Es cierto que un observador externo puede comprender a la otra persona captando cosas de las que la propia persona no es consciente, pero de aquí a captar y
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comprender la interioridad completa de una persona va un abismo insalvable. Esto es más verdad aún cuando tenemos en cuenta que somos seres que se van realizando en la historia y que por tanto el cambio es una constante tanto para uno mismo como para los otros. Como va a afirmar W. Dilthey, el ser humano es un ser que se va configurando en el devenir de la historia. Dar por terminado lo que el ser humano es supone marginar en cierta medida la condición histórica que todos poseemos. Por último, el ser humano es un misterio para sí mismo. La experiencia personal de no ser dueño absoluto de nuestras reacciones, emociones, sentimientos, deseos, sueños, afectos, esperanzas, miedos… es prueba de que no nos poseemos completamente. No somos capaces de comprendernos en toda nuestra interioridad. Frecuentemente nos enfrentamos a la dura tarea de decidir sin estar plenamente convencidos de que la decisión es la que podemos considerar mejor o incluso adecuada. Este desconocimiento de nuestra propio ser va parejo a la experiencia de no ser dueños plenos de nuestro mundo afectivo. La experiencia de amor nos desborda y la experiencia de desamor nos desarma como no podemos explicar completamente. La dinámica de ser atraído por lo que nos destruye la expresó san Pablo de forma admirable: “La verdad es que no entiendo nada de lo que hago, pues en vez de hacer lo bueno que quiero hacer, hago lo malo que no quiero hacer” (Rom 7, 15). Recurrir a instrumentos como el azar, la obediencia ciega, la aceptación de un destino… no hace sino corroborar que somos un misterio para nosotros mismos. Desde un punto de vista más teológico tenemos que añadir que puesto que Dios puede actuar en el interior del ser humano creer que el ser humano puede ser definido en su integridad es falsear la realidad. Cualquier momento es válido para que la persona reconozca la acción de Dios en su interior y ello puede ser motivo de cambios más sutiles, más profundos o
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radicales en la propia vida. Somos un misterio y lo somos para nosotros mismos y para los demás. Con esa limitación debe contar la antropología en general y también la antropología teológica en particular. Frente a todas estas experiencias el ser humano debe asumir que está inmerso en el misterio. El desconocimiento, el desconcierto, la duda, lo indefinible… todo aquello que se esconde forma parte de nosotros mismos. Las preguntas siempre permanecen dispuestas a provocar la intranquilidad puesto que por más respuestas que demos, ninguna de ellas resuelve definitivamente lo que el hombre puede entender de sí mismo y puede decir de sí mismo.
3 C REACIÓN Y TRASCENDENCIA 3.1 E L CONCEPTO TEOLÓGICO
DE CREACIÓN
El comienzo del libro del Génesis deja claro que el ser humano es creado y comparte tal condición con todo lo que existe. Ser creado supone no tener en sí mismo la razón de ser, es decir, que la existencia viene dada por algo ajeno. Esto cabe aplicarlo individualmente a todos los seres o entes del universo y a todo lo existente como globalidad. Utilizar por tanto el término teológico de creación es hacer una afirmación sobre la experiencia humana y científica de que todo tiene una causa. La ciencia se enfrenta al hecho de conocer el origen de todo y busca desentrañar las razones por las que existe lo que existe. En términos filosóficos el ser humano se enfrenta a la pregunta de ¿por qué el ser y no más bien la nada? La pregunta por el origen, por el de dónde venimos ha acompañado al ser humano desde hace miles de años y en realidad podríamos suponer que desde que este pudo preguntarse por el binomio causa-efecto. Los dos relatos del Génesis se unen a los diversos relatos que en distintas religiones, en distintas culturas y civilizaciones, en distintos tiempos y en distintos lugares del mundo hablan sobre el origen del mundo. Todos ellos usan imágenes,
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recursos literarios, concepciones más o menos elaboradas… que muestran la inabarcabilidad de la pregunta junto al hecho de ser una cuestión profundamente humana y por ello insoslayable. En último término tenemos que la idea religiosa de creación está vinculada a la pregunta por el origen de la realidad. Cuando la razón se enfrenta a esta pregunta y deja en manos de la ciencia indagar en ella también tropieza con la inconmensurabilidad de la pregunta. ¿De dónde sale todo lo que existe? Esta es la versión científica de la pregunta religiosa ¿de dónde sale todo lo creado? Cuando la religión se ha enfrentado a la pregunta ha respondido con la llamada a una causa no causada, es decir, a un creador que no está dentro de la línea de causas y efectos propia del universo. Cuando la ciencia se pregunta por ella, puede recurrir al Big Bang, aunque esta sea una teoría cada vez más cuestionada por científicos de primer nivel a lo ancho de todo el mundo. 2 Con todo, si no es el Big Bang, la ciencia ofrece una teoría que buscar dar cuenta de todos los datos que posee y va obteniendo. Sin embargo la respuesta de la teología no está al mismo nivel que la de la ciencia. La ciencia va a investigar cómo surgió todo; la teología se pregunta el por qué y en este sentido su pregunta está más cerca de la filosofía que de la ciencia. La experiencia de haber sido creado es una experiencia que, en palabras de Eugenio Trías, muestra nuestro ser limitado. La experiencia de límite no es sólo una experiencia negativa en la medida en que no somos más, no sabemos más, no podemos más… sino que es también positiva pues nos muestra como seres con inquietud por ir más allá, ser más, saber
2
Ver en www.youtube.com “Universe Documentary | What Happened Before the Big Bang ( BBC Science Documentary)”,
https://www.youtube.com/watch?v=v2keTtgICe4, disponible el 11/08/2015.
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más, poder más. En la propia pregunta reconocemos nuestra realidad limitada pero a su vez abierta a más. Para Trías esto es en esencia el ser humano un límite que abre a otro ámbito de realidad. Desde un punto de vista teológico estaríamos hablando del ser humano como capaz de trascenderse.
3.2 L A APERTURA TRASCENDENTE
HUMANA
La antropología teológica retoma la experiencia de estar abierto a la realidad y va a hablar de la apertura trascendente del ser humano. El concepto de trascendencia debe entenderse de manera amplia. Todo movimiento o actividad que supone la ruptura del horizonte inmediato y finito de la propia realidad es realización de la capacidad humana de transcenderse. Esta experiencia es habitual en las relaciones interpersonales así como en el lenguaje o en otros universos simbólicos. Existe por tanto una apertura trascendental del ser humano, que puede considerarse esencial de la propia “humanidad”. El homo sapiens es “homo que se transciende”. El ser humano se trasciende al ir más allá de la propia realidad, a proyectarse y ser capaz de entrar en comunión con otros seres humanos. Se establecen, de este modo, nuevos horizontes vitales más o menos ilimitados no sólo con respecto al encuentro con otras subjetividades, es decir otros seres humanos, como paradigmáticamente se establecen en las relaciones interpersonales, sino también en la experiencia personal de interioridad. El ser humano tiene experiencias de trascendencia cuando tiene experiencia de una belleza que le conmociona y que le deja sin palabras. Tal contemplación es una forma de trascendencia. Así mismo tiene experiencias similares cuando se ve afectado por la realidad del mundo y despierta en él un movimiento de empatía. Las experiencias de búsqueda de sentido, de amor, de compasión, de superación, de rebeldía… son experiencias en las que el ser humano se
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trasciende a sí mismo y la realidad que se le presenta. Lo son también el encuentro con la literatura y en especial con la poesía, con el arte, con el humor, con la música. Las experiencias de trascendencia tienen un carácter singular cuando se dan en el encuentro con otras personas, puesto que la vivencia de superarse es mutua. En un encuentro las personas se reconocen mutuamente como sujetos, con libertad, voluntad y e inteligencia. La persona que encuentra un tú lo reconoce no como un objeto del mundo del que podría disponer en un momento dado, sino como alguien igual a sí mismo en dignidad y con interioridad propia. Más aún. La experiencia de encuentro con los demás nos construye a nosotros como seres humanos. Fuimos acogidos como seres humanos por aquellos que estuvieron junto a nosotros al comienzo de nuestra existencia, reconocieron nuestra dignidad y nos dieron un lugar en el mundo propio y distinto. Así mismo, nuestro desarrollo en todas las facetas de la vida viene marcado por el reconocimiento que nos hacen los demás de nuestra existencia, de nuestra subjetividad y de nuestra libertad. Y en este desarrollo, aprendemos a reconocer a los demás no como objetos a mi disposición sino como sujetos autónomos que no los encuentro sino que me encuentro con ellos, puesto que en las relaciones humanas hay un reconocimiento mutuo del otro y no sólo por parte de uno. Estas relaciones dejan de ser humanas en la medida en que uno de los dos intervinientes es un objeto para el otro. En este caso serían simplemente un encontrar a un objeto más del mundo. Las experiencias de trascendencia tienen todavía un lugar privilegiado más en nuestra existencia, que es en el encuentro con uno mismo, es decir, en la experiencia de la propia interioridad. Las experiencias de trascendencia, vinculadas a la realidad o al encuentro con otro, son posibles por la existencia de una interioridad humana y la capacidad de interiorizar. Reflexionar, meditar, indagar… son acciones que el ser humano realiza dirigiendo su atención
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a sí mismo. Lo son también las experiencias de hacerse consciente de los sentimientos y de las emociones. Las experiencias, que podríamos llamar, de orden espiritual que tienen lugar en el interior de cada persona son experiencias de trascendencia o más concretamente de autotrascendencia. Hasta ahora todo lo dicho sobre las experiencias de trascendencia va vinculado a la apertura de un horizonte mayor de humanidad. Tales experiencias nos permiten ser mejores personas, más libres, más conscientes, más amorosas, más compasivas… Sin embargo, la experiencia de situaciones que disminuyen nuestros horizontes también puede ser producto de un movimiento de trascenderse. El rencor que nace de contemplar, o de querer contemplar, mala voluntad en las decisiones de otro también es producto de trascender los meros hechos e ir más allá. El hecho en sí mismo no determina completamente la experiencia trascendente que podamos tener. Acontecimientos negativos pueden dar como resultado una mayor sensibilidad y una mayor empatía frente al dolor propio o de los demás; también pueden producir un compromiso por superar las consecuencias negativas y por luchar contra el origen de tales acontecimientos. Del mismo modo, acontecimientos positivos pueden estar a la base de un movimiento de cerrarse sobre uno mismo y así, por ejemplo, descubrirse como afortunado en cualquier faceta de la vida puede provocar un movimiento de cerrazón sobre uno mismo por el miedo a perder lo que se ha obtenido. En último término y descontadas las influencias que los factores psicológicos, sociales… puedan tener, es la persona desde su propia libertad la que decide sobre el carácter de las experiencias de trascenderse. Si en estas experiencias se amplían nuestro horizonte de observación y de comprensión de la realidad, de los otros y de uno mismo nos permitirán convertirnos en seres humanos más abiertos y con
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ello más plenos; si por el contrario nos llevan a cerrarnos a la realidad, a los otros y a uno mismo el resultado será el disminuir cada vez más las propias posibilidades. La capacidad de trascendencia leída a la luz de la fe y la teología permiten afirmar que la capacidad humana de apertura es obra de Dios. Dios es el posibilitante de la apertura del ser humano a transcenderse y a su vez la capacidad de trascendencia es la que convierte al ser humano en ser capaz de Dios. En términos específicamente cristianos se puede decir que todo lo que plenifica al ser humano está imbuido y posibilitado por el Espíritu Santo y en todo movimiento de autotrascendencia en el que la libertad humana se plenifica el ser humano realiza el plan de Dios para el hombre, sea de modo explícito, sea de modo oculto. La constitución antropológica que hace posible la autotrascendencia, trascenderse a sí mismo, nace de un movimiento del Dios que se quiere comunicar.
3.3 E L SER
HUMANO EN EL MUNDO
Una lectura de los relatos de la creación del Génesis aporta una serie de claves que si bien no serán compartidas por la ciencia, la filosofía ni por otras ciencias, sí puede proporcionar valiosas intuiciones. La reflexión teológica sobre el origen del mundo no pretende ser una respuesta religiosa que entre en colisión con la que ofrecen las diferentes ciencias pero sí una aportación más desde la que el ser humano, cualquier ser humano, creyente o no, puede contemplar la realidad. El asentimiento de fe a esta visión no se exige. Es, como todo debe ser en la religión, una propuesta, que en ocasiones puede superar los límites de la propia religiosidad y aportar elementos valiosos al ser humano de hoy día. El mundo aparece como decisión de un actuar de Dios. No hay necesidad ni azar. Es la acción creadora de Dios la que interviene para que el mundo venga a la existencia. Esta idea supone renunciar a cualquier concepto fatalista del mundo. Lo que sucede desde el principio
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no está escrito en ningún sitio. Es obra de la voluntad libre de Dios. Además, como señala Adolph Gesche 3, esto supone poner la voluntad por encima de la naturaleza, o dicho de otro modo, es el sujeto, en este caso Dios, el que decide crear desde su libertad. No está atado por la naturaleza. Es la libertad la que preside el mundo y el mundo no es por tanto una cárcel, un exilio o una condena para el ser humano. Es el resultado de la acción creadora y bondadosa de Dios. Con expresiones bíblicas, “toda la tierra está llena de la gloria de Dios”, “el cielo nos habla de la gloria de Dios”, “en el cielo Dios ha puesto una casa para el sol. Sale el sol de su casa feliz como un novio; alegre como un atleta, se dispone a recorrer su camino.” La creación por parte de Dios supone crear algo distinto de uno mismo. El mundo no es Dios; tiene su propio ser y su autonomía. Ser y autonomía vendrán dadas por Dios pero son propias. Además la multiplicidad de seres permite afirmar que estos no son completos en el sentido de estar acabados. No es una creación estática. Los cielos, los astros, las plantas, los animales y los seres humanos están llamados a cambiar, a tener dinámicas propias. El cielo, los astros, las aguas siguen ciclos propios. Plantas y animales crecen y llenan la tierra. El ser humano, creado con un estatus especial, será capaz incluso de nombrar las cosas y con ello darles significado. La creación está transida de movimiento, evolución, creatividad y, en el caso del ser humano, de la libertad de crear y recrear. Con la capacidad humana de nombrar las cosas se plantean una cuestión antropológicamente importante. El mundo tiene sentido para el ser humano. El mundo, los otros y uno mismo pueden ser un misterio para el ser humano puesto que no son asibles en su
3
Gesche, A., Dios para pensar, 2 vols., El mal. El hombre, vol 1, Salamanca, Sígueme, 1995, p. 237.
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totalidad, pero no son un misterio absoluto. Todo se presenta al ser humano con cierto sentido, de forma más o menos coherente y con unas leyes y unas regularidades que si bien no son totalmente explicables tampoco son negables. Este hecho es el que está a la base del argumento de la existencia de Dios como la Inteligencia que construye un universo inteligible. En ningún momento este es un argumento de tipo científico y no se podrá nunca concluir que el orden del universo es prueba de la existencia de Dios, entre otras cosas, porque en ese momento la fe se haría innecesaria. Además, hay que añadir, hablar de esa Inteligencia Ordenadora no permite identificarla con el Dios de ninguna de las religiones. Cuando Michio Kaku, uno de los físicos teóricos más importantes y respetados del mundo, habla de que el universo tiene un orden y una belleza que irremisiblemente hace pensar en un origen, no postula la existencia de Dios desde un punto de vista científico y mucho menos de un Dios personal. Lo que Kaku quiere expresar es que el orden, la belleza y la elegancia del universo dan que pensar en un origen (llamémoslo divino si queremos) más allá del azar. Desde un punto de vista teológico que el mundo tiene sentido para el ser humano es expresión de una benevolencia divina; no somos arrojados al caos y al sinsentido. El impulso por entender, por buscar sentido a las cosas, por dar explicaciones e incluso, ¿por qué no?, por desarrollar los diferentes ámbitos de conocimiento responde a que el mundo no sólo es nuestra casa, sino que es “nosotros mismos”. Dicho de otra manera, somos parte del mundo o el mundo es parte nuestra. Y todo ello, a la luz de la fe, es voluntad de Dios. Nuestro apego a la realidad del mundo, la capacidad de disfrutar de la belleza o de asombrarnos con las preguntas que la vida pone delante… son resultado de que Dios ha hecho un mundo en el que estamos “en casa”.
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4 E L SER HUMANO COMO ABSOLUTO COMUNICADO La lectura del Génesis nos hace encontrarnos con una expresión no del todo clara. Dios creo al ser humano “a su imagen y semejanza”. Esa expresión que es un contenido importante de toda antropología teológica exige cierto discernimiento. No puede entenderse de forma literal. Pensar en un Dios antropomórfico está lejos de lo que tal expresión significa. Ser a imagen y semejanza de Dios supone releer al ser humano en algunas de sus características que sólo corresponden al ser humano y que éste no comparte con los otros seres creados.
4.1 L A LIBERTAD El ser humano ha sido creado libre. Dios no define ningún camino concreto al ser humano más que la llamada a ser feliz que la persona experimenta interiormente. A pesar de las muchas limitaciones físicas, psicológicas, espirituales… que el ser humano tiene que soportar en su fuero interno es radicalmente libre. Puede ejercer su libertad dentro de las condiciones que la naturaleza le impone y que la sociedad le admite, pero interiormente la persona puede optar. Puede querer, intentar y sobreponerse a los límites de su condición humana y creatural. Puede querer, intentar y sobreponerse a los límites que la vida en sociedad le impone. Pero sobre todo puede querer, intentar y sobreponerse a los límites interiores en los que vive. El ser humano puede decidir conocer más, amar más, esperar más, luchar más… Las circunstancias, de toda índole, podrán impedir la realización de sus impulsos internos, pero ello no destruye la libertad interior para ser y decidir ser quien quiera ser y superarse siempre. Gesche lo expresa de la siguiente forma. La libertad no es, de entrada, posibilidad de elegir. Esto no constituye sino la consecuencia psicológica y moral. La libertad es ante todo esa capacidad metafísica, ese derecho ontológico
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de asumir personalmente el propio destino de manera responsable, o sea, pudiendo responder de ello.
La libertad por lo que tiene de proyecto inacabado es una conquista. La persona no nace libre, sino que va haciéndose libre en sus decisiones y en sus apegos. La inteligencia de las cosas y de las situaciones va abriendo el horizonte de la propia libertad. La comprensión de la realidad y el deseo de querer indagar en ella hacen crecer la libertad como también lo hace el compromiso personal ante diversas situaciones. Adherirse a un proyecto vital no es una renuncia a la libertad sino un ejercicio altísimo de libertad, pues sólo desde la libertad es posible amar algo o alguien y de poner la vida en post de un sueño, de un ideal o de un proyecto que la persona considera que merece la pena. El compromiso personal por alguien o por algo podrá restar libertad cuantitativamente pero cualitativamente supone una mayor y más profunda libertad. Jesús dando su vida no renuncia a la libertad sino que la mueve a un nivel más profundo. Por eso puede decir: “Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego porque así lo quiero” (Jn 10, 18). La libertad que posee el ser humano puede convertirse en herramienta para malograr la propia vida o las de los demás. Puede también por el contrario usarse para aquilatar la propia libertad y para ponerse al servicio de la libertad y de la vida de los demás. En ese sentido se da la paradoja de que acorde al plan de Dios el ser humano puede sacrificar su vida en aras de proyectos y valores que la persona considera más elevados que la propia vida, pero no puede en ningún momento sacrificar la vida ni la libertad de los demás en aras de sus propios intereses. La persona es libre para sacrificarse, pero no tiene derecho alguno a sacrificar la vida de los demás y en el concepto de vida se incluyen la dignidad, la libertad, la voluntad… de los demás.
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La libertad es según el testimonio de Antiguo y Nuevo Testamento una condición del ser humano que Dios respeta en todo momento. El ser humano puede rechazar a Dios hasta el punto de negar su existencia o de oponerse al plan divino de salvación sobre todo el género humano. El hombre puede destruirse y puede destruir la vida de los demás, pero Dios no puede hacer otra cosa que respetar la libertad de todos y de cada uno de los seres humanos. La frase de san Agustín retiene todo su valor: “el Dios que nos creo sin su consentimiento no puede salvarnos sin nuestro consentimiento.” Intentar en nombre de Dios destruir la libertad humana o manipularla es ir abiertamente contra el proyecto divino de una persona libre que si quiere aceptar la invitación de Dios es desde la posibilidad de decir que no. Ir abiertamente en contra de la libertad propia o de los demás es menos frecuente que las agresiones soterradas. El ser humano puede sacrificar la propia libertad a valores, proyectos, deseos… que empequeñecen la capacidad de decidir, de sentir, de pensar, de hacer o de crear por uno mismo. La libertad es una conquista que debe llevarse a cabo de manera continuada y que por lo general chocará con impulsos, deseos, miedos… Dejarse llevar por la comodidad de no decidir conforme al proyecto que cada uno tiene que construir para uno mismo es renunciar, en mayor o menor medida, a la libertad. La imagen de Dios, a la que estamos hechos según el libro del Génesis, clama contra la renuncia a la libertad. Desde la libertad, el sacrificio que una persona puede hacer en un momento dado o a lo largo toda su vida toma un significado de nuevo. No se califica del mismo modo la actuación que viene originada por la necesidad, por la obligación, por el miedo… que aquella que nace de una decisión libre.
4.2 L A CAPACIDAD
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El ser humano es siempre en su capacidad de amar imagen de otro que le ha amado primero. Nace el ser humano y desde su instintividad busca el establecimiento de lazos con los seres humanos que encuentra a su alrededor. La madre se convierte en la inmensa mayoría de los casos el vínculo más cercano y más fuerte que el niño establece. Ella cubre sus necesidades materiales y sus necesidades afectivas, las cuales, según afirman muchas escuelas de psicología, son las más importantes. En la necesidad de ser acogido y en la satisfacción de tal necesidad, el ser humano tiene experiencia de ser amado. No es, por su inmadurez, capaz de un amor que nazca de la libertad y la voluntad, pero sí es el objeto del amor de los que le rodean. Sin embargo es un objeto de amor muy particular, porque es objeto como sujeto. Es objeto en cuanto que recibe el amor que otros le ofrecen, pero es sujeto en la medida en que los demás lo reconocen como un tú, digno de respeto, amor y cuidado. En esta experiencia humana universal se encarna la convicción teológica de que Dios “nos amó primero”. La decisión de Dios por crear un mundo es una decisión libre puesto que Dios no necesita de la existencia de un otro, pero esta afirmación no significa que el mundo es indiferente para Dios. Dios crea por amor y por poder entregarse amorosamente al mundo. El aprendizaje del niño que a fuerza de ser amado aprende a amar es análoga al aprendizaje del ser humano que experimenta el amor de Dios en el hecho de existir y en el hecho de encontrar a los otros a través del amor. Dios aparece tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento como un Dios que ama a los seres humanos y por ellos está siempre de su parte. En este sentido es llamativa que la figura del satanás (en minúscula y no como nombre propio) hace referencia al abogado acusador, al fiscal o, con un término más popular, al chivato. El que acusa al ser humano delante de Dios es el satanás; Dios, por su parte, es juez pero también defensor de los hombres. Este amor de Dios se manifiesta a lo largo de toda la narración bíblica de la historia
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de Israel a través de la permanente fidelidad de Dios a la alianza que ha establecido con su pueblo. A pesar de que el pueblo se vaya con otros dioses (dinero, poder, prestigio…) Dios permanece fiel y espera pacientemente que el pueblo de dirija de nuevo a Él. La mirada amorosa y por ello esperanzada de Dios hacia su pueblo lo es a cada persona en particular. Los profetas expondrán con claridad meridiana que Dios mira a los más pobres, a los desposeídos, a los más pequeños… pero no de manera general sino fijándose en la aflicción y el dolor de cada uno. Dios es un Dios que ama individualmente a cada uno de sus hijos. La implicación teológica es inmediata. Si Dios ama a cada uno personalmente, no es lícito a ningún ser humano despojar a otro de la dignidad que posee como sujeto al que Dios ama. El paralelismo humano es clarificador. El amor de un padre por un hijo no permite, bajo ningún concepto, que ese hijo sea despojado de su valor y su dignidad. E igual que un padre sufre por amor, Dios se muestra como el que se conmueve y sufre ante el dolor que sufren todos y cada uno de los seres humanos. Podría hablarse aquí de que Dios no puede sufrir por ser Dios, pero los relatos de los evangelios muestran a un Dios que se deja afectar por lo que le pasa a sus hijos. La parábola del hijo pródigo (Lc 13) es, en este sentido, paradigmática. Dios respeta la libertad de sus hijos pero espera la vuelta al hogar incansablemente y no repara en que Él haya podido ser ofendido por la actitud de sus hijos, sino que se alegra de manera infinita por la vuelta al hogar del que un día se alejó. “Dios es amor” aparece como la más agraciada formulación del Dios cristiano. Sin embargo esta afirmación está en la primera carta de Juan, capítulo 4, vinculada con el amor al otro, al prójimo. La unidad del amor de Dios y el amor al hombre es también paradigmáticamente expresada en el final de la parábola sobre el juicio de Mt 25: “lo que hagáis a uno de estos mis pequeño, a mí me lo hacéis”. Esta vinculación permite afirmar que
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en todo acto de amor que se da entre los seres humanos se recrea el amor de Dios. Por encima de la fe, de normas éticas, de comportamientos religiosos, de conocimientos de cualquier índole… el amor es el criterio que muestra a la persona en sintonía con el plan de Dios. Donde se encarna el amor se está realizando no sólo el proyecto de Dios para el hombre, sino Dios mismo. Por eso, en la muerte de Jesús en la cruz por amor Dios se hace presente, no salvando a Jesús sino como oferta de salvación y perdón para todos. Y lo mismo ocurre en cualquier muestra de amor: en el amor de los padres por sus hijos, de los amigos, de los amantes, de los que luchan por la justicia, de los que curan heridas… En todas esas circunstancias Dios está presente. Y lo contrario también es cierto. Por eso, Pablo puede decir: Si no tengo amor, de nada me sirve hablar todos los idiomas del mundo, y hasta el idioma de los ángeles. Si no tengo amor, soy como un pedazo de metal ruidoso; ¡soy como una campana desafinada! Si no tengo amor, de nada me sirve hablar de parte de Dios y conocer sus planes secretos. De nada me sirve que mi confianza en Dios me haga mover montañas. Si no tengo amor, de nada me sirve darles a los pobres todo lo que tengo. De nada me sirve dedicarme en cuerpo y alma a ayudar a los demás. (1 Cor 13, 1-3)
El ser humano es, a imagen de Dios, un ser amoroso. Es primeramente un ser amado, pero inmediatamente es un ser capaz de amar. En ambos casos, la condición de ser amado y de amar se actualizan en el encuentro con un otro, con un tú que aparece ante él como sujeto y por ello como un ser no manipulable. El otro se presenta ante nosotros con la misma carga de irreductibilidad con la que cada uno se experimenta. Si uno no es capaz de definirse a sí mismo en su totalidad, ni de conocerse a sí mismo completamente, tampoco es capaz de definir ni de conocer al otro. Si yo soy un misterio para mí mismo, el otro también lo es para mí. En la medida en que el otro aparece frente a uno mismo el amor supone un descentramiento. Yo ya no soy el centro cuando me encuentro con un tú. Se desplaza mi
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centro de atención, mi interés y mi preocupación en la medida en que el otro no es contemplado como un objeto sino como un sujeto con el que encontrarse y con quien es posible establecer una dinámica de amor. El amor exige salir de sí mismo y en el encuentro con otro se produce en cambio en la propia condición. Se ve afectado el conocimiento tanto de la nueva realidad como de uno mismo. Estar abierto a saber del otro, conocerlo, a inquirir sobre su interior, su subjetividad y su conciencia ejerce una influencia sobre uno mismo que marca no sólo el conocer sino tambien afectos y sentimientos. Por eso podra decir san Agustín que el amor viene del conocimiento y a su vez el conocimiento del amor. No se ama lo que no se conoce y no se conoce lo que no se ama; en ambos casos cuando amor y conocimiento quieren ser aquilatados. En el encuentro con los demás cambia también la propia libertad. El ser humano percibe en el otro un límite (con terminología de Eugenio Trías) que es a la vez limitante y posibilitante. Es limitación en la medida en que el otro es un ser indisponible y la propia voluntad no puede imponerse a su ser, ni a su conocimiento, ni a su voluntad… sin romper lo que de sujeto digno de respeto tiene. Pero es también posibilitante porque permite descubrirse en facetas de la vida que se habilitan en el encuentro con otros. Además el ejercicio de la libertad lo es siempre en el encuentro con otras libertades, que obligan a optar por un comportamiento o por otro. El encuentro con los otros cambia la propia vida y cuando este encuentro está mediado por el amor enriquece el propio ser en todas sus facetas. El amor cabe contemplarse también como criterio ético fundamental. Nacido del amor, el comportamiento humano está imbuido de una inocencia que suple los defectos del actuar humano. Puede ser que la opción óptima, más eficaz o más conveniente según distintos criterios y circunstancias no sea la que nace del amor pero será una opción irreprochable en cuanto cargada de humanidad.
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La última reflexión habla sobre la finitud del amor humano. Como cualquier otra realidad humana, el amor está condicionado por nuestra historicidad y nuestra finitud. Nunca podremos descartar la idea de que bajo el amor se escondan otras actitudes, comportamientos y sentimientos menos nobles. Sin embargo, eso no impide hablar de que el amor sigue siendo excelso en sí mismo y que en el encuentro con los otros y en una introspección sincera ese amor se va purificando. Nos queda, además, la afirmación paulina de que el amor no pasa nunca y es lo único que quedará por la eternidad.
4.3 L A DIGNIDAD
COMO ABSOLUTO
A la idea del ser humano como creado a imagen y semejanza de Dios se añade el relato de Caín y Abel para definir la inviolabilidad del ser humano, o dicho de otro modo, la dignidad absoluta, irrenunciable e inabolible que posee. El ser humano es en sí mismo irreducible a objeto. Es siempre un sujeto que merece el respeto absoluto. Dios lo ha constituido sujeto con el que encontrarse y nadie puede arrebatarle al ser humano y bajo ningún concepto tal categoría. El ser humano nunca es un medio. Ante él, el único situado por encima es Dios como fuente de su ser y su existir, lo cual en ningún momento se convierte en amenaza porque Dios nunca se impone al ser humano, nunca lo avasalla (en el sentido literal del término de convertirlo en su siervo) y nunca supone una amenaza. Más bien al contrario. Dios está siempre de parte del ser humano y su voluntad sobre el ser humano es la de salvarlo, es decir, compartir con él la vida divina. Estas afirmaciones teológicas poseen una consecuencia inmediata de carácter antropológico. Dios puede ocupar el lugar de Dios, porque todo lo demás y todos los demás son creaturas. Nada ni nadie puede situarse ante el ser humano como “dios” frente al que el ser humano tenga que arrodillarse. Si el Dios de Jesús le ha comunicado al ser humano una
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dignidad inviolable, nada ni nadie puede desposeer al ser humano de esa dignidad. Y todo aquello o aquel que lo intente está cometiendo el pecado de idolatría en la medida en que pone en lugar de Dios aquello que no es. Sólo Dios es Dios y esa es la mayor garantía posible de la dignidad humana. Viktor Frankl, en su obra El hombre en busca de sentido, llega a plantear que el suicidio es en ocasiones la única salida digna que el ser humano encuentra cuando la situación en la que está es una agresión inmisericorde y en una situación de desesperanza total. El ser humano que no admite que su dignidad sea pisoteada más busca en la muerte la última palabra que puede gritar como rebelión ante lo que considera injusto e indigno de sí mismo. La dignidad del ser humano, a la luz de nuevo del relato de Caín y Abel, es algo de lo que todos los seres humanos somos responsables solidariamente. No es sólo la propia dignidad por la que no debe velar, también ha de hacerlo por la de los demás. A la pregunta de Caín, ¿soy yo acaso el guardián de mi hermano?, la respuesta es sí. Los profetas del Antiguo Testamento fueron tremendamente conscientes de la dignidad que Dios confiere al ser humano y que nadie puede sacrificar. Hacerlo es caer en la idolatría de querer situarse en el lugar de Dios o de querer situar la fama, el prestigio, el poder, el dinero… en un lugar que sólo a Dios corresponde. El pueblo debe volverse siempre hacia Dios y confiar en Él. El resto de atajos, de asideros, de dioses acaba exigiendo los sacrificios de personas. En ese sentido, la fe en Dios debe ser la mayor garantía de que el creyente respeta al prójimo, no tanto como exigencia primordialmente ética derivada de la propia fe sino como exigencia inmediata de la fe en un Dios que “quiere que todos los hombres se salven” (1 Tim 2, 4).
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5 C UERPO Y CORPORALIDAD En este apartado planteamos uno de los temas más discutidos en antropología. Tanto para una antropología filosófica como para una antropología teológica, la cuestión de la “composición” del ser humano no tiene una respuesta definitiva y consensuada. La noción griega de ser humano formado por cuerpo y alma no es ni mucho menos una cuestión definitivamente establecida ni para la antropología ni para la teología. De hecho, si bien el libro de la Sabiduría posee una visión del hombre en el que se puede hablar de cuerpo y alma, la concepción judía que aparece en casi todo el Antiguo Testamento habla de una unidad, de forma que tendría que hablarse de un cuerpo animado. El Nuevo Testamento se sitúa en la línea de la antropología más unitaria del judaísmo. La diferencia entre carne y espíritu que aparece, por ejemplo, en el evangelio de Juan no va tanto a señalar dos componentes en el ser humano, sino a hablar del ser humano en sintonía con Dios (vivir según el espíritu) o en contra de Dios (vivir según la carne). En ambos casos es el ser humano en su totalidad el que se orienta según el espíritu o según la carne. El contacto del cristianismo primitivo con el gnosticismo supuso tener que defenderse de una postura radicalmente dualista en la que el cuerpo era lo material y negativo y el alma era lo espiritual y positivo. Aunque el cristianismo luchó contra esta división, a lo largo de la historia de la Iglesia se puede comprobar que este dualismo tuvo cierto éxito. Después del Vaticano II, es común escuchar hablar de cuerpo y alma, a veces en un tono casi dualista, pero también como una unidad que conforma al ser humano. Si nos acercamos a la experiencia humana concreta, habría que decir que todos nos experimentamos como un cuerpo con capacidad de interrelación. En el cuerpo el ser humano se encuentra con el mundo y con los otros. Más aún, el cuerpo es el trozo de mundo que
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somos nosotros. Si hablamos de una dimensión espiritual en el ser humano y
de una
dimensión corporal no podemos hacerlo como si fueran dos ámbitos independientes ni mucho menos contrapuestos. Tenemos experiencias que son eminentemente espirituales y otras eminentemente corporales pero establecer los límites precisos es una tarea más que ardua, imposible. Juan Luis Ruiz de la Peña lo formula del siguiente modo. El conocimiento, por ejemplo (el acto espiritual por excelencia), no se da —decía Santo Tomás— sin una conversio ad p'hantasma (Summa Theol. 1,88,1; Contra Gent., 2,68), esto es, sin un arrancar de la experiencia de los sentidos. De otro lado, el sentir es en el hombre —y sólo en él— un inteligir. Los gestos corporales delatan la interioridad del yo hasta el punto de singularizar y hacer reconocible a la persona. Las funciones vegetativas no se realizan por el ser humano de forma animal; bien al contrario, lo más biológico (la nutrición, el sexo, la muerte) ha sido siempre lo más impregnado de símbolos, lo más ideológico, lo más ideologizado o «espiritualizado».
El ser humano puede hablar de que posee un alma y un cuerpo, pero en realidad es un alma y es un cuerpo y ello de forma conjunta en inseparable. La propuesta de muchos autores pasa por hablar de un “cuerpo animado” o incluso de un “alma corporalizada” para evitar caer en un dualismo conceptualmente fácil de entender pero que no responde a la experiencia humana de uno mismo. No es posible hablar de un alma desencarnada. La corporeidad es absolutamente constituyente del ser humano como lo es su carácter espiritual. El ser humano es alma y cuerpo pero no como dos realidades unidas o yuxtapuestas. Son más bien dos dimensiones del ser humano. Ruiz de la Peña explica que el ser humano Es alma en tanto que esa totalidad una está dotada de una interioridad, densidad y profundidad tales que no se agotan en la superficialidad del hecho físico-biológico. Es cuerpo en tanto que dicha interioridad se visibiliza, se comunica y se autoelabora históricamente en el tiempo y en el espacio.
Hablar de cuerpo y alma no es caer en el dualismo. Recurrir a hablar de cuerpo y de alma es más una decisión operativa que una descripción ontológica del ser humano. Es decir, Edición 2015
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podemos decir que el hombre es cuerpo si nos fijamos en determinados aspectos. Decimos que el hombre es alma si nos fijamos en otros. En ningún momento son dos componentes. Si hablamos del ser humano como cuerpo nos podemos centrar en varios aspectos. En el primero de ellos encontramos que el hombre es cuerpo en la medida en que le es propia una parte del mundo. El mundo no es un lugar adonde está desterrado. Es el lugar donde es y que en una parte le constituye. Cuando desde la ciencia se dice que todos nuestros átomos nacieron en una estrella estamos afirmando que somos un trozo de mundo. Ruiz de la Peña toma la dirección contraria pero creemos que complementaria al decir que el mundo es una ampliación de nuestro cuerpo, “el cuerpo ensanchado del hombre.” En segundo lugar, podemos también hablar de la corporeidad del ser humano en la medida en que estamos afectados por el tiempo y con ello por el cambio. No somos seres que podamos definirnos como acabados o completos. La historicidad supone que estamos sometidos al cambio, pero este sometimiento no es una condición negativa sino la posibilidad de ser cada vez más completos. El cambio y con ello el tiempo posibilitan el ejercicio de la libertad, puesto que en cada momento se nos abren opciones distintas ante las que pronunciarnos. El cambio al que el hombre está sujeto encuentra su más radical realización en la muerte. En ella no es que el hombre se despoje de su cuerpo; se despoja de su ser como hombre. No hay ya más cambio, más temporalidad ni más contacto con el mundo. En tercer lugar podemos hablar del cuerpo como lugar de encuentro con el otro y con el mundo. Podríamos incluir a los otros dentro del mundo, pero si lo nombramos aparte es porque en el encuentro con otras personas el ser humano entra en contacto con individualidades y subjetividades que se sitúan radicalmente en su mismo nivel y con quienes cabe un encuentro personal. El mundo también se experimenta en el cuerpo, pero el ser
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humano se acerca a él como a un objeto que no responde de tú a tú al ser humano. El relato del Génesis de la creación del hombre y la mujer es paradigmático de esta condición personal que no poseen el resto de seres del mundo cuando afirma que entre los animales “Adán no se encontró una ayuda que fuera idónea para él.” (Gn 2, 20). En el encuentro de un ser humano con otro, el cuerpo no cabe verlo como pura fisiología. La mano es más mano por su función de acariciar, ayudar, levantar, apoyar… que por su misma estructura osea, muscular,… Lo mismo cabe decir del cuerpo en conjunto y de cada parte. El rostro es más que una serie de órganos con funciones biológicas. En el rostro nos reconocemos y nos asomamos al interior de la persona. Los ojos que lloran son una ventana abierta a una alegría desbordante o a un dolor profundo. Su fisiología queda con mucho superada al convertirse en lugar de encuentro. Finalmente, respecto al cuerpo es necesario reconocer la limitación. El cuerpo mejora y empeora. Puede ser lugar de encuentro y lugar de cerrazón. La vejez va minando determinadas capacidades, pero la experiencia va construyendo otras. Los defectos, los fallos, las cicatrices del cuerpo lo son más por no poder mediar el encuentro con los demás que por su, también importante, estética. La cara marcada de arrugas puede ser reflejo de infinidad de experiencias que han abierto al ser humano al mundo. Ampliando el dicho, el cuerpo es el reflejo del alma. Cuando hablamos del alma nos encontramos en una situación análoga a cuanto hemos hablado del cuerpo. Más que una parte ilocalizable, con el término reflejamos ciertas experiencias que tenemos y que van más allá de la corporalidad. La experiencia de sentirnos distintos del resto de seres del mundo lleva a pensar que esa experiencia está sustentada porque somos un plus, es decir, algo que nos constituye es lo que nos hace diferentes. Se le puede denominar alma, espíritu, conciencia… La capacidad de
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trascendencia del ser humano y con ello, según la fe cristiana, la posibilidad de relacionarnos con Dios es propia de algo distinto del cuerpo. Ese algo, de nuevo, lo denominamos alma. Asimismo, la libertad o el amor, que hemos presentado como constitutivos del ser humano, son posibles por la dimensión espiritual del ser humano. Algunas experiencias humanas permiten hablar del alma del ser humano. Ruiz de la Peña cita a Gehlen al decir “Para la ardilla no existe la hormiga que sube por el mismo árbol. Para el hombre no sólo existen ambas, sino también las lejanas montañas y las estrellas, cosa que, desde el punto de vista biológico, es totalmente superflua.” Y Pascal en sus Pensamientos afirma que “el hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza: pero es una caña que piensa. Para destruirla no es necesario que se una el Universo entero. Basta una gota de agua para ello. Pero, cuando el Universo lo destruye, el hombre es todavía más noble que quien lo mata, porque sabe que muere, mientras que el Universo no sabe la superioridad que tiene sobre él.” La conciencia de estar y ser una parte del mundo pero también de remontarse sobre él y ser consciente de su situación es asignable a la dimensión espiritual del ser humano. Es también propia del alma humana la insatisfacción. La satisfacción de las necesidades que en cada momento puedan tenerse no detiene la experiencia de siempre querer más. Conocer más, amar más y ser más amado, esperar más, sentirse interpelado por el bien o la belleza y ser feliz pertenecen propiamente al ser humano. De todas estas experiencias, el ser humano nunca tiene bastante, si podemos usar esta expresión. La vivencia del tiempo como obstáculo, como corriente que provoca cierto vértigo por su velocidad, como pérdida y como ganancia… supera el simple acontecer temporal. La persona experimenta el tiempo en función de las dinámicas de su interioridad ante diversas circunstancias. Además la temporalidad queda en entre dicho en la medida en que el ser
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humano puede esperar y con ello se proyecta al futuro y puede rememorar y con ello se proyecta al pasado. El presente no es el único tiempo en el que habita el ser humano. Finalmente podemos incluir en las experiencias que nos permiten referirnos a un alma todas las de trascendencia ya presentadas. Remontarse sobre los hechos y la realidad y buscarles o darles un significado forma parte de las dinámicas que en el ser humano tienen que ver con la dimensión espiritual. Este recorrido nos lleva a afirmar con la Gaudium et Spes (GS 14) que el ser humano es “uno en cuerpo y alma”. Cómo se explica en concreto esa unión alma y cuerpo no forma parte tanto de la teología como de la antropología filosófica, siempre mirando a lo que las ciencias tienen que decir. La fe cristiana puede convivir con diversas teorías antropológicas dentro de unos márgenes. Excluyendo el dualismo de dos sustancias, alma y cuerpo, que vienen a unirse para formar el ser humano y excluyendo que el ser humano sea únicamente biología y que todo pensamiento, sentimiento, idea… sea pura química, la propuesta cristiana puede exponerse sin tener que optar por una antropología concreta.
6 L A GRACIA Dentro de la antropología teológica el tema de la gracia ocupa un lugar central, pero el uso, a veces indiscriminado, de la palabra gracia lo ha convertido para mucha gente en mera palabra con cierto tono pío pero sin vinculación a la vida real y lejos de la experiencia propia. Teológicamente presentaremos que la gracia es algo menos extraño a nuestra experiencia diaria y más palpable en nuestra historia, como individuos y como sociedad.
6.1 U NA PARÁBOLA SOBRE
LA GRACIA
Leonardo Boff presenta en la introducción de su libro Gracia y experiencia humana la siguiente parábola sobre la gracia. Edición 2015
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Un tren corre veloz hacia su destino. Deslumbrante. Atraviesa los campos como una flecha. Horada las montañas. Cruza los ríos. Se desliza como un hilo en movimiento. Sin obstáculos. De manera agradable. Perfecto en su forma, en su color, en su velocidad. En su interior, se desarrolla el drama humano. Gente de toda clase. Hombres y mujeres, ancianos, jóvenes y niños. Gente que charla. Gente que guarda silencio. Gente que ha dejado de trabajar. Gente de negocios, preocupada. Gente que contempla el paisaje, tranquila. Gente que ha cometido crímenes. Gente que ha consumido su vida sirviendo a otros. Gente que piensa mal de todo el mundo. Gente solar que se alegra con el mínimo de luz de cada persona o circunstancia. Gente que adora o detesta viajar en tren. Gente que está en contra del tren. «No tendría que haber trenes —dicen—, hieren la sacralidad de las montañas». Gente que proyecta trenes más rápidos. Gente que se ha confundido de tren. Gente que no se cuestiona; sabe que sigue el rumbo acertado. Y que sabe a qué hora llega el tren a su ciudad. Gente ansiosa que corre hacia los primeros vagones en su afán por llegar antes que los demás. Gente con estrés, que quiere retrasar todo lo posible el momento de la llegada y que busca asiento en los últimos vagones. Y, absurdamente, gente que pretende huir del tren caminando en el sentido opuesto a su marcha. Y el tren, impasible, sigue hacia su destino, marcado por los raíles. Lleva a todos con indiferencia. No lleva menos al criminal que a la persona de bien. Y tampoco deja de llevar, amablemente, a quienes están en su contra. No se le niega a nadie. Sirve a todos, y a todos proporciona un viaje que puede ser esplendoroso y feliz. Y garantiza que los dejará en la localidad señalada en su ruta. En este tren, como en la vida, todos viajan gratis. Una vez en marcha, no hay modo de escapar, de apearse o de salir. Todos están abandonados a la lógica de la línea del tren. La libertad se realiza dentro del tren y en la dirección que éste ha tomado. Uno puede ir hacia adelante o hacia atrás. Puede querer cambiar de vagón, viajar sentado o de pie, permanecer largo tiempo en el vagón restaurante o escapar del revisor escondiéndose en los servicios. Puede disfrutar del paisaje o aburrirse junto a sus compañeros de asiento. Puede viajar rezando o maldiciendo la vida y sus sinsabores. No por ello, el tren va a dejar de correr hacia su destino infalible o de llevar a todos cortésmente. Hay gente que, decididamente, acepta el tren. Se alegra de su existencia. Disfruta de los paisajes. Hace amistad con los compañeros de viaje. Allí donde se sienta, se preocupa de que todos estén a gusto. Y se irrita cuando ve que maltratan los asientos y reprende a los que hacen pintadas en las paredes de los vagones. Pero no pierde el sentido del viaje ni por las disputas, ni por el placer que éste le causa. Qué maravilloso es que exista un tren y que nos lleve tan deprisa a casa, donde a cada uno le esperan con ansiedad, donde los abrazos serán prolongados y la alegría intensa y desbordante.
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La gracia de Dios —la presencia, la misericordia, la bondad y el amor de Dios— es como un tren. El destino del viaje es Dios. El camino es también Dios, porque el camino no es otra cosa sino el destino que se realiza palmo a palmo. El camino sólo existe a causa del destino que hay que alcanzar. Quien tiene que recorrer cien kilómetros para llegar a su ciudad, tiene que empezar, antes de nada, por cubrir el primer metro. De lo contrario no recorrerá los cien kilómetros. La gracia nos lleva a todos. Se da a todos como posibilidad de un excelente y buen viaje. También a los disconformes, a los intrigantes y a los enemigos del tren, de los hombres y de Dios. El tren no cambia porque se le niegue. Tampoco la gracia de Dios. Sólo cambia el ser humano. Echa a perder su viaje. Pero es igualmente transportado, con la misma gentileza. Dios, que es gracia y misericordia, actúa como el sol y la lluvia. Se da indistintamente a buenos y malos, a justos e injustos porque, como viene a decir Jesús, El «ama a los ingratos y malvados». Aceptar el tren, alegrarse con su dirección, correr con él, entablar una buena relación con los compañeros de destino es anticipar ya la fiesta de la llegada. Viajar supone estar ya llegando a casa. Esto es la gracia. Gracia es «la gloria en el exilio, gloria que es la gracia en la patria». Rechazar el tren, perturbar el viaje de los demás, correr ilusoriamente en sentido contrario a la marcha del tren, es vivir una frustración. Pero no sirve de nada. El tren soporta y lleva también a estas personas frustradas, con un derroche de paciencia y de bondad. La vida, como la gracia, es generosa con todos. De tiempo en tiempo, revela su verdad secreta. Nos hace caer en la cuenta de la realidad. En ese momento —y siempre hay un momento propicio para cada persona— al recalcitrante se le abren los ojos, se da cuenta de que es llevado amable y gratuitamente. De nada sirven su resistencia y su rebelión. El tren lo transporta de todos modos. Lo más razonable es escuchar la llamada de su propia naturaleza y dejarse seducir por la posibilidad de un viaje feliz. En ese momento, se esfuma el infierno que hay en su interior e irrumpe gloriosamente el cielo, la gracia humanitaria de Dios. El individuo descubre la gratuidad del tren, de todas las cosas, de la gracia y de Dios. Se lanza a la aventura con Dios, una aventura que no conoce final. Es la salvación definitiva.
6.2 L A GRACIA ES D IOS Teológicamente y siendo lo más rigurosos posibles hay que hacer la identificación de gracia y Dios. Después en una explicación detallada podremos hablar de la gracia de distinta forma pero gracia es Dios y sólo puede serlo Dios. También vale en el otro sentido: Dios es gracia. La experiencia de la gracia es la experiencia de Dios; estar lleno de gracia es estar lleno
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de Dios; estar en gracia es estar en Dios; abrirse a la gracia es abrirse a Dios; hablar de cómo afecta al ser humano la gracia es hablar de cómo afecta al ser humano Dios. Todo aquello que prediquemos sobre la gracia debe, en un momento dado, poder formularse intercambiando los términos de gracia y Dios. Lo contrario de la gracia, igual que lo contrario de Dios es el pecado. Dios hace vivir; el pecado hace morir. La gracia hace que la persona se abra a los demás, al mundo, a sí mismo… el pecado es la cerrazón a toda la realidad.
6.3 N ATURALEZA Y GRACIA Ha sido común a lo largo de la historia que cuando se hablara de gracia se opusiera a naturaleza. La gracia era lo que Dios obraba en el ser humano o daba al ser humano más allá de lo que constituía la propia naturaleza humana. Hasta cierto punto el ser humano en su propia naturaleza no era mucho más que el resto de creaturas del mundo. Era la gracia de Dios, el influjo de Dios la que concedía un plus a la naturaleza humana. En el fondo nos manejábamos con dos ámbitos perfectamente diferenciados: lo natural y lo sobrenatural. Lo natural era la naturaleza; lo sobrenatural era la gracia. En ese sentido naturaleza y gracia eran dos órdenes cerrados que en el hombre se constituían como un piso de abajo y un piso de arriba. Autores como Karl Rahner o Henri de Lubac quisieron plantear que la separación de naturaleza y gracia en el ser humano es una división artificial. Es posible hablar de ambas como conceptos distintos pero en el ser humano concreto la naturaleza está imbuida de gracia de forma que no existe ningún ser humano que no esté agraciado, o dicho de otro modo, que sea ajeno a Dios y al actuar de Dios en su interior de distintas formas. Existe, si se nos permite la expresión, una gracia original (expresión paralela a la de pecado original) y que permite
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hablar de que el ser humano ha sido llamado por Dios desde el principio a encontrarse con Él y Dios lo ha capacitado para ello. Hemos expuesto que el hombre es un misterio para sí mismo y que es capaz de trascendencia. No necesita la fe para ello. Lo es tanto el creyente como el ateo. Esa “mochila” con la que todo ser humano viene provisto, que configura su existencia es la gracia de Dios que posibilita en el hombre los movimientos de trascendencia, es decir, de superar los meros hechos y desear más, entender más, querer más, esperar más… Rahner hablará de existencial sobrenatural para explicar que Dios mismo inserta en el ser humano, en todo ser humano, el ansia de más que es un ansia de infinito. Dios quiere encontrarse con el ser humano y pone en el ser humano su gracia para que el ser humano sienta deseos de trascendencia, que podrán realizarse en multitud de eventos y experiencias en la vida del día a día pero que sólo alcanza su satisfacción plena en el encuentro con Dios mismo. L. Boff lo expresa así: Fue Dios mismo quien creó al hombre de manera que no pueda llegar a ser auténticamente hombre y plenamente feliz si no está unido a él. Fue Dios quien sembró en el corazón humano el anhelo del Infinito y el deseo de amarlo y contemplarlo cara a cara. Fue Dios quien estructuró al ser humano de forma que éste se encuentre siempre con los oídos abiertos para percibir la voz de Dios que le llega a través de las cosas, a través de la propia conciencia, de las mediaciones humanas y desde Dios mismo.
6.4 E XPERIENCIAS
DE GRACIA
Las experiencias de gracia no son un tipo de experiencias ajenas a las vivencias humanas del día a día. No pueden reducirse las experiencias de gracia a momentos de consuelo espiritual, acogimiento, perdón, clarividencia… Palabras, gestos, acciones, imágenes, emociones, encuentros,… pueden constituirse en experiencias de gracia, aunque en un
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principio quieran consignarse como puras experiencias humanas. También son experiencias de gracia, es decir, experiencias de Dios. En el encuentro afable con los demás, en la entrega incondicional, en la aceptación incondicional, en el trabajo conjunto por fines que merecen la pena, en experiencias de arrobamiento estético, en experiencias de enamoramiento, de libertad, de creatividad… el ser humano está teniendo experiencias de gracia, porque son experiencias que amplían su horizonte y constituyen al ser humano como más humano. En la medida que las realidades del mundo son mediadoras de la gracia están siendo sacramentos. Toda experiencia de trascendencia es experiencia de gracia en la medida en que se experimenta la dinámica de la propia experiencia trascendente. Alexander Schmemann dirá que lo propio del ser humano es asumir su condición de creatura. En la apropiación existencial de tal condición el ser humano experimenta la propia finitud y la propia limitación pero a su vez el deseo de superar su condición, un deseo de infinitud. Este deseo de ir más allá no supone negar los propios límites. Es asumir que nuestra voluntad es limitado, nuestro conocimiento es limitado, nuestro poder es limitado… como corresponde a seres finitos. Ansiar más no supone asumir que nuestra voluntad, conocimiento o poder son infinitos. En esto consiste precisamente el pecado, según Schmemann, en creer y vivir como si no tuviéramos límites. O dicho de otra manera, renunciar a nuestra condición de creaturas y querer ocupar el lugar de Dios. La autosuficiencia es el lugar del pecado. La apertura a Dios, a los otros y a uno mismo es lo propio de la naturaleza humana. Esa apertura supone reconocerse limitado pero capaz de trascender. Cuando la persona se sitúa en esa línea está asumiendo la voluntad de Dios sobre uno mismo o, dicho de otro modo, está viviendo una experiencia de gracia.
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Las experiencias de gracias tienen un carácter individual pero poseen una componente social. Lo que el ser humano hace, desea, realiza... tiene consecuencias para el otro, para los otros. Por ello la gracia va a tener una componente social y, más concretamente, de humanización del espacio social. Sin embargo, la gracia se hace social a través de las vivencias personales de cada persona. Leonardo Boff, reescribiendo un texto de Karl Rahner, habla de experiencias de lo que es típicamente espiritual en el ser humano. Paradójicamente, “situaciones que parecen menos humanas muestran con mayor exactitud lo humano en el hombre”. ¿No hemos hecho alguna vez la experiencia de callamos cuando, incomprendidos, podríamos habernos justificado; de guardar silencio cuando se nos había herido en nuestra más honda entraña? ¿No hemos hecho la experiencia de perdonar sinceramente y por pura generosidad? ¿Y no hemos pasado por la experiencia de seguir dolorosamente nuestra conciencia y conservar la pureza de corazón cuando podríamos haber tergiversado y pactado, obteniendo incluso ventajas personales? ¿No hemos renunciado libérrimamente a beneficios personales, tan apetecidos y valorados por otros, porque comprometíamos la dirección que habíamos tomado en nuestra vida? ¿No queremos amar y ser fieles a Dios, mediante una opción fundamental del espíritu, aun sin sentir nada y superando la tentación de la comodidad o de la elección de un camino menos difícil, aunque honesto? ¿No hemos aceptado nuestras limitaciones internas de orden intelectual, emotivo y de comunicación, alguna enfermedad o incluso una falta moral, sin rebeldía y sin queja, abrazando y viviendo con coraje una existencia penosa? Al experimentar todo eso hemos hecho la experiencia de lo específicamente espiritual en el hombre […] Cuando nos entregamos al misterio de la vida, cuando ya no nos pertenecemos, cuando dejamos de ponernos en primer lugar, cuando nos hacemos servicio y don para los demás, cuando creemos y esperamos que, a pesar de todo, nada escapa al designio del Misterio y que, por eso, ningún mal y ninguna desgracia, por grandes que sean, pueden separarnos del amor de Dios, entonces estamos experimentando esa realidad que el cristianismo denomina gracia.
7 E L PECADO 7.1 D ELIMITACIÓN Edición 2015
DEL CONCEPTO Facultad de Teología de Granada
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Apuntaba Schmemann que el pecado es la no aceptación de la condición limitada del ser humano. Querer ser Dios, actuar como Dios, decidir como Dios y, todo ello, frente a los otros, uno mismo y Dios es la esencia del pecado. Dicho de otro modo, es renunciar a ser lo que somos, renunciar a ser seres humanos. Siguiendo esta estela podemos decir que pecado es todo aquello que destruye al ser humano, a uno mismo y a los demás. Algunas precisiones son necesarias. El pecado lo es si es voluntario, libre y consciente. No se peca por accidente o sin querer. Además precisa de la libertad y de la voluntariedad de querer hacer daño, es decir, de destruir al otro en distintas medidas. Y por destruir entendemos todo aquello que rebaja, que anula o que disminuye lo que entendemos por ser verdaderamente humanos. Es decir, lo que ataca la dignidad, la libertad, la inteligencia, la voluntad… Lo que encierra al ser humano en sí mismo, lo que agosta su esperanza, lo que va en contra del amor. Lo que destruye las relaciones con uno mismo, con los otros y con Dios. Lo que lo hace menos abierto, cariñoso, amable, paciente, alegre, consciente… En una palabra, pecado es lo antihumano y por ello lo anti-Dios.
7.2 D IVERSA PROFUNDIDAD
DEL PECADO
El pecado conlleva el acortamiento de los deseos de infinitud del ser humano, de los propios o de los demás. Si nos referimos a la propia dinámica interna que lleva a la persona a optar por el pecado es posible hablar de una mayor o menor implicación del ser humano en tal decisión. El pecado puede ser un acto concreto en el que por distintas causas el ser humano empeña su esfuerzo en destruir algo de lo humano. Eliminados los posibles condicionamientos psicológicos o cualquier otro que suponga limitación de la libertad y con ello de la responsabilidad, el ser humano puede cometer un pecado que le aleja de su fin pero que tiene personalmente pocas resonancias internas. Es un hecho puntual; no es una costumbre.
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Pero el pecado también puede ser una costumbre, una actitud vital que condiciona más que un momento concreto. Condiciona la vida del día a día, probablemente no de forma continua y omnipresente en cada momento, pero sí como reacción cuando el ser humano se encuentra en determinadas circunstancias. La persona puede haber convertido en una costumbre o en una actitud engañar cuando se relaciona con determinadas personas. El acto de engañar se inserta en una actitud de preferir la mentira a la verdad en un ámbito de su vida. La diferencia entre mentir una vez y hacerlo como actitud habitual permite hablar de gravedad en el pecado. La actitud condiciona la vida más que un acto concreto. La humanidad propia, podríamos decir que también la de los demás, sufre más por una actitud pecaminosa que por un acto de pecado. Sin embargo, todavía puede hablarse de una mayor vinculación al pecado. Además de un hecho concreto y una actitud el pecado puede convertirse en una opción vital, algo que marca la propia vida y la orienta. La mentira se convierte ahora en una forma de vida; la violencia es el modus vivendi de la persona; el dinero, el prestigio o el poder se convierten en principios rectores de la propia vida y ante los que se sacrifica todo, todos los valores, uno mismo y los demás. El pecado está inserto en la propia vida de forma más profunda que si hablamos de actos o actitudes pecaminosos. El pecado se convierte en una opción fundamental en la vida. La corrupción de lo que debería ser la orientación de la vida humana queda profundamente anclada en la persona. Esta división en tres niveles no supone una categorización del pecado en compartimentos. En diferentes ámbitos de la vida humana, los actos se convierten en costumbres o en actitudes y las actitudes acaban definiendo toda la vida de la persona. Este proceso lo es para lo bueno y para lo malo. Hablando del pecado puede producirse una trivialización de los hechos que conviertan el pecado en una actitud; los hechos se hacen
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costumbre. El paso siguiente será el de convertirse de actitud en opción fundamental. El proceso se da junto a (o precisamente por eso) una conciencia cada vez más laxa sobre la gravedad del pecado. Y, con todo, Dios siempre espera, Dios siempre perdona y la persona puede salir de esa situación calamitosa. Salvando las distancias, también en las peores situaciones psicológicas, sociales, personales… se puede salir. La esperanza nunca se pierde. Somos seres históricos que, igual que podemos andar un camino de destrucción, podemos caminar hacia nuestra humanidad y con ello hacia Dios. La implicación del ser humano con el pecado cometido por sí mismo permite hablar de pecado como mancha. Lejos de cualquier ideas de pureza como factor clave de la vida cristiana (lo único que debe buscar el cristiano es el Reino de Dios y su justicia), la idea de mancha remite al hecho de que el ser humano que peca queda de alguna forma marcado. No sólo sufren el pecado los demás, sino que también le afecta a él personalmente. Podría identificarse esta mancha con el propio sentimiento de culpa, pero hay que entender la imagen de pecado como mancha en otro sentido. El ser humano se inflige un daño. No es una mancha superficial que no le afecta. Es más, si vale la imagen, un arañazo o un golpe en la carrocería. Si queremos mantener el símil automovilístico, podríamos hablar de un arañazo en el caso de un pecado concreto en un momento dado hasta de un ir por la calle golpeando otros coches como si de una atracción de feria se tratase al hablar del pecado como opción fundamental. Además de los daños hechos a los otros, el propio vehículo va acumulando defectos que pueden afectar más profundamente que a la simple chapa. El pecado es un daño autoinfligido.
7.3 E L PECADO
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CONTRA OTROS
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El daño que el pecado comete contra los demás es quizás la forma más evidente del daño que provoca el pecado. El pecado consciente y libre supone la ruptura de la igualdad radical de los seres humanos entre sí. La persona que peca no respeta la subjetividad del otro, sino que lo cosifica, lo convierte en objeto. De eso modo el que comete el pecado se sitúa por encima y asigna a su voluntad y a sus deseos un lugar de privilegio no sólo sobre la voluntad y los deseos de la otra persona, sino sobre la otra persona misma. El daño causado por el pecado a una persona no es siempre cualitativa ni cuantitativamente igual. Hay gradación en el pecado si atendemos al mal que la otra persona sufre por nuestra causa. En ocasiones puede ocurrir que el daño sea mayor que el que la persona que peca puede intuir o querer. Determinadas condiciones personales, sociales o de otro tipo de la persona que sufre el daño del pecado pueden hacer que el daño se multiplique. A ojos del que peca las consecuencias pueden ser asumibles, pero tales consecuencias pueden amplificarse y que “se le vaya de las manos” lo que preveía como una acción dañina pero limitada. En este caso en la voluntad del que peca no estaba la comisión de un daño de tal magnitud y el juicio sobre su voluntad debe ser proporcional a su intencionalidad de causar daño, pero la obligación de reparar ese daño o de intentar reparar ese daño sí le obliga a no actuar en proporción a su voluntad sino al daño causado. Si la voluntad era fastidiar laboralmente a un compañero y eso lleva a un despido, el que ha provocado tal situación deberá ver su acción como culpable en la medida de su intención, pero deberá buscar reparar la falta no en la medida de su intención sino del daño cometido. Esta tensión entre voluntad limitada de hacer daño y consecuencias amplificadas es una de las dinámicas que se producen en comportamientos de pecado. El mal que se comete no es sólo el que se pretende puesto que nuestra voluntad, nuestras capacidades y nuestros conocimientos son limitados. Pensar que
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sabemos las consecuencias de nuestros actos es una presunción ingenua. En las relaciones humanas intervienen tantos factores y tantas circunstancias que, a menudo, el mal que sufre una persona se agrava por influjos externos, a veces personales y a veces sociales. Por otro lado en el pecado también hay eximentes. Los eximentes pueden llevar, incluso, a que no se deba hablar de pecado aunque haya responsabilidad en la situación producida. Condicionantes psicológicos, algunos conscientes y otros inconscientes, falta de formación y de recursos emocionales y sociales, patologías de diversos tipos… pueden determinar que lo que en un principio podría ser calificado como pecado, vista una serie de factores no pueda considerarse como pecado y sí como producto de carencias vitales. No es esta una actitud naíf que pasa a disculpar cualquier pecado; lo que sí pretende esta actitud es la de distinguir dónde la culpa nace del pecado y dónde el pecado se confunde con lo que no es más con un sentimiento de culpa.
7.4 E L PECADO
COMO OFENSA A
D IOS
El pecado se ha definido a menudo como ofensa a Dios. Entender esta expresión como resultado de provocar un mal a Dios supone distorsionarla. Dios no se ofende, “personalmente” si cabe usar esta expresión, por el pecado humano. El pecado es ofensa a Dios en la medida en que Dios se ha implicado con el ser humano. El daño autoinfligido o infligido a otros es un pecado contra Dios puesto que Dios ha querido involucrarse en la vida humana hasta el punto de identificarse con los seres humanos. Joseph Moingt señala que el pecado es “no respetar en el otro el rostro de Dios ni la palabra que le dirige, ponerse frente a él en el lugar de Dios”.
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En el pecado el ser humano quiere usurpar el puesto de Dios y hacer de su voluntad la voluntad omnipotente de Dios. Pero si la voluntad de Dios es amorosa, en el que peca la voluntad es una agresión contra lo más sagrado de la persona: su libertad y su dignidad. En línea con lo que hemos dicho, el pecado cometido contra Dios se repara en la medida que se repara el pecado cometido contra el ser humano.
7.5 E L PECADO
ESTRUCTURAL
Hay que remitirse obligatoriamente a los encuentros de Medellín y de Puebla de las conferencias episcopales latinoamericanas para hablar del pecado estructural. En ambos encuentros que tuvieron en 1968 y en 1979 se habla de estructuras de injusticia en las que todos nos encontramos. El pecado, fuerza de ruptura, obstaculiza permanentemente el crecimiento en el amor y la comunión, tanto desde el corazón de los hombres como desde las diversas estructuras por ellos creadas, en las cuales el pecado de sus autores ha impreso su huella destructora. (Puebla, n. 281).
Arthur Rich lo expresa con claridad: En su realidad total, el Mal nunca es meramente personal. Pues allí donde los hombres viven juntos, nunca viven inmediatamente juntos como un puro rosario de personas, sino que viven insertos en la mediación de una serie de instituciones: matrimonio, familia, vecindad, profesión, lugar de trabajo, economía, estado...
Es llamativo que desde una disciplina tan actual como la teoría de juegos se hable del “dilema del prisionero” como una situación donde el egoísmo de los participantes acaba resultando en mayor perjuicio. Colaborar es desde un punto de vista de la matemática aplicada la opción que mayores beneficios reporta a todos los participantes. Lejos de esta opción puramente racional, el ser humano se comporta en sociedad con egoísmo. El resultado es que
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los ambientes en los que se involucra quedan viciados también por su actuar y en ese ambiente de negatividad global la persona sufre el pecado propio y el de los demás. El pecado estructural toma en nuestra sociedad distintas formas. Se encarna, por ejemplo, en la mentira institucionalizada que somete la verdad a intereses de distinto tipo; el rechazo a los demás, nacido de la comodidad, del desprecio, de la indiferencia…; la inacción frente a la injusticia y al resto de realidades que destruyen al ser humano; la distorsión en las escalas de valores de forma que la comodidad de algunos pueda estar sobre la vida de otros; el abuso del medio ambiente… Todas estas estructuras que superan con mucho lo que una persona puede provocar y puede soportar forman un entramado de pecado que nos afecta a todos y en el que de una u otra manera contribuimos todos. Una última palabra sobre el pecado estructural nos obliga a pronunciarnos por la existencia de una gracia estructural. La resurrección de Jesús es la confirmación de que Dios está de parte del ser humano. El mundo es lugar de salvación y está estructuralmente marcado también por la gracia. El ser humano nace en un mundo que también está salvado. Los ambientes en los que se mueve el ser humano son lugares de salvación. Movimientos de denuncia, concienciación respecto a las necesidades de los demás, implicación en proyectos locales de desarrollo y de promoción de la justicia… son realidades que también configuran un mundo de salvación. Si hemos hablado de solidaridad en el mal, de forma aún más intensa hay que afirmar que hay solidaridad en el bien, comenzando por que el Padre nos considera justos en nombre de su Hijo.
8 E L PECADO ORIGINAL Con el pecado original nos acercamos a un tema teológico que ni muchos menos puede declararse cerrado. Juan Luis Peña, Alejandro de Villamonte, José Antonio González
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Faus, por poner tres ejemplos, tienen propuestas que intentan formular las intuiciones que están detrás de la teología del pecado original. Ninguna de las propuestas es completamente sólida o convincente. Por otro lado, si bien no es un problema teológico de urgencia y que reciba una atención preminente, sí es un problema abierto a nuevas propuestas de formulación. Con todo, es posible ofrecer una serie de enunciados que permitan comprender lo que la Iglesia quiere formular con la doctrina del pecado original.
8.1 F INITUD
HUMANA Y PECADO
En el apartado anterior señalábamos que el ser humano puede inclinarse, y de hecho lo hace, hacia el pecado. Con ello reduce su humanidad y la de otros; sigue siendo humano pero, si se nos permite la expresión, de peor calidad. La opción por el pecado es posible porque el ser humano es un ser abierto e insatisfecho. Está en movimiento porque no ha llegado a su final. No es completo y por tanto puede recorrer el camino de completarse o de perfeccionarse. Pero en ese camino puede ganar la desafección por seguir avanzando y nacer el lamento por la situación de finitud e imperfección que tiene. El ser humano puede sobrevivir su situación de imperfección de distintas formas. Éstas pueden pasar por la resignación, la huida de la realidad para refugiarse en ideales más o menos reales o más o menos imaginados, por asignar la culpa a otros de la situación propia, por rebelarse contra uno mismo y no soportarse o por asumir la carga y manejarla de la mejor forma posible, para que el lastre no impida caminar. Sin embargo, el pecado es más que una simple compensación de nuestra finitud tal y como lo experimentamos al sufrirlo y al cometerlo. Las compensaciones pueden tener muchas resonancias psicológicas, sociales, patológicas… pero el ser humano puede, y de hecho lo hace, optar por el mal. Tan universal es esta experiencia que nos puede hacer pensar que es algo que
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nos pertenece de forma casi sustancial. La opción por el mal es escogida por encima de nuestra posible ignorancia o nuestras debilidades. Es una opción libre sabiendo que es una opción moralmente mala. El porqué de esa inclinación del ser humano, que dé debida cuenta de las razones, es un misterio que filósofos y teólogos intentan desentrañar. En ese misterio empieza a haber sitio para hablar de pecado original. La Constitución Pastoral Gaudium et Spes en su número 13 expone: El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación. Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas.
8.2 D OCTRINA DEL PECADO
ORIGINAL
González Faus establece cuatro tesis como contenido de la doctrina del pecado original. 1) El ser humano está moral e interiormente deteriorado: se encuentra ante el mal en un estado que no es de sola exposición o vulnerabilidad, sino de debilidad e inferioridad. 2) Ese deterioro es obra del hombre mismo: de la estructuración del pecado a todos los niveles de la vida humana. 3) Ese deterioro comienza ya con el origen de la historia humana. 4) Ese deterioro contradice la voluntad de Dios sobre el hombre.
El ser humano no es capaz, en su finitud y en su condición de creatura histórica, de construirse de forma integradora plenamente. Está lastrado por sus incapacidades, por su conocimiento que siempre va acompañado de ignorancia, por una voluntad voluble… Sin embargo la primera tesis va más lejos. El pecado original no está en la línea de aquello que no Edición 2015
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es perfecto en el ser humano. Va más allá. El ser humano es capaz de lo mejor y de lo peor. En esa capacidad de lo peor la persona se experimenta como un ser que se autoengaña, que se vuelve hacía sí mismo, que se encierra, que se convierte en su propio absoluto y que, con ello, niega que Dios sea Dios. Esto, que cabría calificar como «egoísmo potenciado», esa idolatría del ego que Pablo descubría en incrédulos y creyentes, eso que Kant llamó «mal radical» y Nabert «causalidad impura del yo», eso es, en mi opinión, lo que constituye el pecado original originado y lo que convierte al hombre en un ser que, frente al mal, no es sólo lábil, sino positivamente infectado o negativamente afectado (González Faus, Proyecto hermano, p. 371).
La propuesta de González Faus es la de no retrotraer el pecado original al pasado. El pecado original es “el pecado de toda la humanidad y de toda la historia. No el de un hombre primero, solo y excepcional.” Estamos, solidariamente unidos en la pecaminosidad que está presente en la historia, como, no lo olvidemos, estamos solidariamente unidos en la bondad, en el amor y en la belleza de la historia. Karl Rahner expresa, a nuestro parecer, de forma sobresaliente una definición de pecado original integrable con lo dicho hasta ahora: “una situación universal de condenación que abarca a todos los hombres con anterioridad a su propia decisión personal libre”. ¿Es realmente pecado algo que no tiene voluntariedad? El pecado original es previo a la decisión libre, consciente por lo errado, lo torcido o lo malo. Llamarlo pecado equiparando su significado al resto de pecados que el ser humano puede cometer distorsiona la imagen de pecaminosidad que tiene el “pecado original”. Sí podría hablarse de pecado de manera análoga. La situación que el ser humano comparte solidariamente es pecado en la medida en que es contraria a la voluntad de Dios sobre el ser humano. Además optar por lo bueno o por lo malo queda posibilitado por la libertad del ser humano que Dios respeta absolutamente. El pecado por tanto no es atribuible a Dios; es responsabilidad del ser humano. Edición 2015
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Concluimos con González Faus. Al hablar del pecado original estamos afirmando: — que la historia ha transcurrido y transcurre por un camino que no es el que Dios quería; — que, en consecuencia, las comunidades humanas y la humanidad global tienen una configuración que no es la que Dios quería para la comunidad de los hombres; — que, por lo tanto, los individuos humanos no son lo que Dios quiso que fuera el hombre al crearlo; — y que todas estas negatividades siguen trabajando como un dinamismo a vencer que crece fatalmente y que siempre vuelve a brotar.
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