Wystan Hugh Auden
El poeta y la ciudad ...Serlo todo, admitamos que debe ser algo, o concedámonos el beneficio de la duda...
William Empson Poco o nada que valga la pena se ha escrito sobre el tema del ganarse la vida con dignidad. Ni El Nuevo Testamento ni Pobre Ricardo se refieren a nuestra condición. Uno nunca imaginaría, leyendo literatura, que este asunto haya ocupado alguna vez los pensamientos de un solitario.
H.D. Thoreau Asombra observar la cantidad de jóvenes de ambos sexos que al ser interrogados sobre lo que quieren hacer en la vida no dan una respuesta sensata como “Quiero ser abogado, tabernero, granjero”, ni una respuesta romántica como “Quiero ser explorador, piloto de carreras, misionero, Presidente de los Estados Unidos”. Un número sorprendentemente elevado dice “Quiero ser escritor”, y por escribir entienden “escritura creativa”. Aun si dicen “Quiero ser periodista”, lo hacen convencidos de que en esa profesión podrán
crear. Incluso si su genuino deseo es hacer dinero, elegirán algún avatar sub-literario bien remunerado como la publicidad. La mayoría de estos aspirantes a escritor no posee dones literarios especiales. Esto no es sorprendente en sí; un talento especial para cierta profesión no es algo frecuente. Sorprende en cambio que un porcentaje tan alto de los que no tienen talento especial para ninguna profesión elijan la escritura como una salida. Es lícito imaginar que algunos de ellos podrían considerarse talentosos para la medicina, la ingeniería y cosas por el estilo, pero no es así. En nuestra época, si un joven carece de talento lo más probable es que ya esté considerando que desea escribir. (Existen, sin duda, muchas personas sin talento para la actuación que sueñan con ser estrellas de cine, pero al menos han recibido de la naturaleza una silueta y un rostro bellos). Al aceptar y defender la institución social de la esclavitud, los griegos demostraron ser más duros de corazón que nosotros, pero más lúcidos; sabían que el trabajo es en sí una esclavitud, y que ningún hombre puede sentirse particularmente orgulloso de ser un operario. Un hombre puede enorgullecerse de ser un trabajador, es decir alguien que fabrica objetos duraderos, pero en nuestra sociedad el proceso productivo ha sido tan racionalizado en interés de la velocidad, cantidad, que el rol del empleado de una fábrica en tanto individuo se ha devaluado demasiado como para significar algo como trabajo, y casi todos los trabajadores han sido reducidos a operarios. De modo que resulta natural
que el arte —al no ser susceptible de una racionalización equivalente, ya que el artista es personalmente responsable de su producción — fascine a aquellos cuya ausencia de talento los hacer temer, fundamentalmente, una vida de operarios carente de sentido. Esta fascinación no se debe a la naturaleza del arte mismo, sino a la modalidad de trabajo del artista: él, cosa excepcional en nuestra época, es su propio patrón. La idea de ser el propio patrón agrada a la mayoría de los seres humanos, y esta idea es capaz de conducirlos a la ilusoria esperanza de que la capacidad de creación sea universal, algo que todo ser humano —por el hecho de ser humano y no necesariamente de tener talento— pudiera realizar con sólo intentarlo. Hasta hace muy poco, un hombre se enorgullecía de no tener que ganarse la vida y se avergonzaba de tener que hacerlo. Pero hoy, ¿existe acaso la persona que, solicitando un pasaporte, se atreva a presentarse como gentleman, aunque sea verdad que tiene algunas rentas y ningún trabajo? Hoy la pregunta “¿A qué se dedica usted?” sig nifica “¿Cómo se gana usted la vida?” En mi pasaporte aparezco como “Escritor”; esto no me
causa molestias con las autoridades porque los funcionarios de inmigración y aduanas saben que cierto tipo de escritores hacen mucho dinero. Pero si un desconocido me pregunta en el tren mi ocupación, jamás respondo “escritor”, por temor a que continúe preguntándome sobre la naturaleza de lo que escribo. Responderle “poeta” nos
incomodaría a ambos, y ya que sabemos que nadie puede ganarse la vida escribiendo únicamente poesía. (Hasta ahora la mejor respuesta que encontré, conveniente porque mata la curiosidad, es historiador medieval ). Algunos escritores, incluso algunos poetas, llegan a convertirse en celebridades públicas, pero los escritores en sí no tienen estatus social como lo tienen los abogados y los médicos, sean oscuros o célebres. Eso obedece a dos motivos. En primer lugar, las llamadas “bellas artes” han pedido la
utilidad social que alguna vez tuvieron. Luego de la invención de la imprenta y la alfabetización masiva, el verso perdió su utilidad mnemotécnica, su naturaleza de mecanismo transmisor del conocimiento y la cultura de una generación a la siguiente; y desde la invención de la cámara fotográfica, el dibujante y el pintor ya no son necesarios para la documentación visual. En consecuencia, se han convertido en artes “puras”, es decir en actividades gratuitas. En segundo lugar, en una sociedad regida por los valores de trabajo (y es posible que la Norteamérica capitalista respete más esos valores que la Rusia comunista) lo gratuito ya no es considerado sagrado —como lo fue en anteriores culturas—, ya que para el Hombre Trabajador el ocio no es sagrado sino una pausa en el trabajo, un instante para el descanso y los placeres del consumo. Cuando una sociedad como la nuestra piensa en lo gratuito, lo hace con sospecha (los artistas no trabajan, por
lo tanto es muy probable que sean parásitos ociosos) o, en el mejor de los casos, lo considera trivial: escribir poemas o pintar cuadros son inofensivos pasatiempos privados. Creo que nuestro siglo no tiene por qué avergonzarse de sus logros en el campo de las artes puramente gratuitas como la poesía, la música o la pintura, y en la fabricación de artefactos puramente útiles o funcionales, como los aviones, las represas o los instrumentos quirúrgicos; nuestro siglo supera a los anteriores. Pero cuando intenta combinar lo gratuito con lo útil, fabricar algo que sea simultáneamente funcional y bello, fracasa completamente. Ningún siglo anterior creó algo tan horrendo como el automóvil promedio de hoy en día, la pantalla de lámpara o nuestros edificios públicos o privados. ¿Hay algo más aterrador que un moderno edificio de oficinas? Parece estar diciéndole a los oficinistas esclavizados que trabajan en su interior: “El c uerpo humano es más complicado de lo necesario para el trabajo en esta época: lo harían mejor y serían más felices si lo simplificáramos”.
Gracias al elevado ingreso per cápita que hoy existe en los países ricos, a la austeridad de sus casas y la escasez de sirvientes, un arte en el que probablemente superamos a todas las otras sociedades de la historia es el de la cocina. (Es el único arte considerado sagrado por el Hombre trabajador.) Si la población mundial continúa creciendo a la velocidad con que lo hace ahora, esta gloria cultural tiene los días contados, y es muy probable que los historiadores futuros consideren con nostalgia los años 1950-1975 como la Edad de Oro del arte culinario. Es difícil imaginar una haute cuisine basada en algas y pasto químicamente procesado. El poeta, el pintor o el músico deben aceptar como un hecho el divorcio que existe en su arte entre lo gratuito y lo útil, ya que una rebelión en este territorio puede inducirlos al error. Si al escribir ¿Qué es el arte? Tolstoi se hubiera conformado con la proposición “No puede haber arte allí donde existe un divorcio entre lo gratuito y lo útil”, se podría estar en
desacuerdo aunque difícilmente articular una refutación. Pero se negó a decir que si él y Shakespeare no hubieran sido artistas, entonces no existiría el arte moderno. En lugar de eso intentó convencerse de que el criterio de utilidad —quizás una utilidad espiritual, pero de todos modos una utilidad sin gratuidad— era suficiente para producir arte. Y eso lo condujo a la deshonestidad, a elogiar obras que estéticamente debería haber despreciado. Las nociones del art engagé y del arte como propaganda son prolongaciones de esa herejía, y cuando los poetas sucumben a ella me temo que es menos por conciencia social que por vanidad: sienten nostalgia de un pasado donde los poetas tenían estatus público. La herejía opuesta es otorgar a lo gratuito una utilidad mágica en sí misma, de donde el poeta pasa a considerarse un dios que crea su universo subjetivo de la nada; para él el universo material visible es nada. Mallarmé, quien se propuso
escribir un libro sagrado de una nueva religión universal, y Rilke con su noción de Gesan ist Dasein, son heresiarcas de este tipo. Ambos fueron genios, pero aunque uno pueda y
deba admirarlos, sus obras dan la impresión final de algo falso e irreal. Como dice Erich Heller de Rilke: En la gran poesía de tradición europea la emoción no interpreta; responde al mundo interpretado: en la poesía de madurez de Rilke las emociones se dedican a interpretar y luego a responder a su propia interpretación.
En toda sociedad las posibilidades de educación son limitadas, y privilegian aquellas actividades consideradas importantes por dicha sociedad. En la cultura como la de Gales durante el medioevo, que consideraba a los poetas socialmente importantes, un aspirante a poeta era sistemáticamente entrenado (como en nuestra cultura un aspirante a dentista) y elevado al rango de poeta después de obtener altas calificaciones profesionales. En nuestra cultura, un aspirante a poeta debe educarse solo. Es posible que pueda pagarse colegios y universidades de primer nivel, pero esos lugares sólo pueden contribuir accidentalmente y de manera asistemática a su educación poética. Eso tiene sus desventajas. Buena parte de la poesía contemporánea, incluso alguna de la mejor, muestra por momentos la incertidumbre del gusto, el desequilibrio y el narcisismo de los autodidactas. Una metrópolis puede ser un ámbito maravilloso para el artista maduro. En cambio, a menos que sus padres sean muy pobres, es un lugar peligroso para la formación del aspirante a artista; ya que se confronta con lo mejor del arte demasiado pronto. Es como tener una relación amorosa con una mujer sabia, inteligente, y veinte años mayor que él. Con demasiada frecuencia su destino es el Chéri En una soñada Universidad de Poetas el plan de estudios sería el siguiente: 1. Al menos una lengua antigua adicional, probablemente el griego o el hebreo, y dos idiomas modernos. 2. Aprender de memoria miles de versos de poemas en esos idiomas. 3. La biblioteca no tendría libros de crítica literaria, y el único ejercicio crítico exigido a los estudiantes sería escribir parodias. 4. Todos los alumnos cursarían prosodia, retórica y filología comparada, y tendrían que elegir tres de las siguientes materias: matemáticas, historia natural, geología, meteorología, arqueología, mitología, liturgia y cocina.
5. Cada alumno se ocuparía de criar un animal doméstico y cultivar un jardín o una huerta. Un poeta no se debe formar únicamente como poeta, también debe pensar cómo se ganará la vida. Lo ideal es un trabajo que no exija ninguna manipulación de palabras. Hubo una época donde los niños que se preparaban para ser rabinos también aprendían un oficio artesanal; de la misma manera, si los padres supieran que el niño se convertirá en poeta, lo mejor sería inscribirlo en una Sociedad de Artesanos. Lamentablemente no es posible saberlo de antemano, y con escasas excepciones, a la edad de veintiún años el aspirante a poeta no está calificado para ningún trabajo extra literario que no sea “mano de obra no calificada”. Para ganarse la vida, el joven poeta debe elegir entre ser
traductor, profesor, periodista cultural o redactor publicitario. De estos trabajos, todos excepto el primero pueden resultar directamente nocivos para su poesía; y la traducción tampoco lo libra de una vida excesivamente literaria. Hay cuatro aspectos de nuestra Weltansschauung que han dificultado aún más la vocación artística: 1. La pérdida de fe en la eternidad del universo físico . La posibilidad de convertirse en artista, en hacedor de objetos más duraderos que su hacedor, no se le hubiera ocurrido al hombre de no haber tenido ante sus ojos —contrastando con la transitoriedad de la vida humana — un universo de cosas, tierra, océano, cielo, sol, luna, estrellas, que parecían eternas e inalterables. La física, la geología y la biología han reemplazado ese universo eterno por una imagen de la naturaleza como proceso, donde nada es igual a lo que fue o a lo que será. Hoy en día el cristiano y el ateo comparte una mentalidad escatológica. Para un artista contemporáneo es difícil concebir un objeto duradero, ya que no puede guiarse por un modelo permanente; y está más tentado que sus antecesores a descartar la búsqueda de la perfección como una pérdida de tiempo y a contentarse con esbozos e improvisaciones. 2. La pérdida de fe en la importancia y la realidad de los fenómenos sensoriales. Esta pérdida ha sido progresiva a partir de Lutero, quien
negó toda relación inteligible entre la Fe subjetiva y las Objetivas, y Descartes, con su doctrina de las cualidades primarias y secundarias. Hasta ese momento la concepción tradicional del mundo fenoménico se basaba en las analogías sacramentales. Aquello que los sentidos percibían era un signo exterior y visible de lo interior e invisible, pero
ambos aspectos eran considerados reales y valiosos. La ciencia moderna ha destruido la confianza en la ingenua observación de nuestros sentidos. Jamás podremos conocer, nos dice, la verdadera apariencia del universo físico; sólo podemos conservar alguna idea que se ajuste al propósito humano particular que tengamos en mente. Esto destruye la concepción tradicional del arte como mimesis, ya que “allí afuera” deja de existir una realidad suscepti ble de ser imitada con
falsedad o veracidad; la única fidelidad del artista es con sus sentimientos e impresiones subjetivas. El cambio de actitud ya se percibe en el comentario de Blake sobre algunas personas que ven al sol como un disco dorado del tamaño de una guinea mientras él lo ve como una hostia que grita: Santo, Santo, Santo. Lo importante es que Blake, al igual que los newtonianos que odiaba, acepta una división entre lo físico y lo espiritual; pero a diferencia de ellos considera el universo material como la residencia de Satán, y por lo tanto no atribuye valor alguno a lo percibido por sus ojos. 3. La pérdida de fe en una norma de la naturaleza humana que requiere siempre el mismo tipo de ámbito fabricado por el hombre para su comodidad. Hasta la Revolución Industrial la forma de vida de los
hombres cambiaba tan lentamente que cualquiera podía pensar en sus bisnietos e imaginarlos como personas que compartirían sus mismas necesidades y satisfacciones. La tecnología, con su transformaciones cada vez más aceleradas, nos ha clausurado la posibilidad de imaginar cómo serán las cosas dentro de veinte años. Además, hasta no hace mucho tiempo los hombres no se interesaban por culturas diferentes, distanciadas en el espacio y en el tiempo; la naturaleza humana era comportamiento que se manifestaba en su propia cultura. La antropología y la arqueología destruyeron esa idea provinciana: ahora sabemos que la naturaleza humana es tan plástica que puede desplegar variedades de comportamiento que en el reino animal se atribuirían únicamente a diferentes especies. El artista, en consecuencia, ya no cuenta siquiera con la seguridad de que su producción pueda ser disfrutada o comprendida por la generación siguiente. No puede evitar el deseo de un éxito inmediato, con todos los peligros que esto implica para su integridad.
El hecho de que ahora tengamos a nuestra disposición el arte de todas las épocas y culturas cambió completamente el significado de la palabra tradición; ya no significa una manera de producir transmitida de generación en generación. La tradición significa ahora una conciencia de la totalidad del pasado como presente, y un todo estructurado cuyas partes se relacionan en términos de antes y después. La originalidad ya no es una leve modificación del estilo de un antecesor inmediato; significa la capacidad de encontrar en cualquier obra, de cualquier lugar o fecha, una clave para expresar nuestra propia voz. La tarea de elección y selección recae sobre los hombros de cada poeta, y son tareas pesadas. 4. La desaparición del ámbito público como esfera de revelación de lo personal . Para los griegos el ámbito privado era la esfera vital
gobernada por la necesidad de sostener la vida, y el ámbito público la esfera de la libertad, donde un hombre podía revelarse ante los otros. Hoy el significado de los términos privado y público se ha invertido. La vida pública es la vida necesariamente impersonal, el lugar donde el hombre cumple su función social, y es en la vida privada donde puede manifestar su libertad personal. En consecuencia el arte, especialmente la literatura, ha perdido su principal y tradicional sujeto: el hombre de acción, el generador de acontecimientos públicos. La aparición de las máquinas destruyó la relación directa entre las intenciones de un hombre y su obra. Si San Jorge se encuentra cara a cara con el dragón y hunde una lanza en su corazón tiene derecho a decir: “Yo maté al dragón”, pero si lo bombardea
desde una altura de siete mil metros, aunque la intención de aniquilarlo sea la misma, su acción consiste en presionar un botón; y es la bomba y no San Jorge quien lo aniquila. Si diez mil personas trabajan durante cinco años secando pantanos bajo las órdenes del Faraón, significa que éste cuenta con la lealtad personal de un número suficiente como para que sus órdenes sean obedecidas. Si su ejército se rebela, quedará inerte. Pero si el Faraón puede secar los pantanos en seis meses utilizando cien hombres con excavadoras, la situación cambia. Sigue necesitando cierta autoridad, la indispensable para convencer a cien hombres para que manejen las máquinas, pero eso es todo. El resto del trabajo lo hacen las máquinas, que desconocen la lealtad o el temor; y si el enemigo Nabucodonosor se apoderara de ellas, serían igualmente eficientes rellenado los canales que antes cavaron. Ahora podemos imaginar un mundo donde en semejantes
proyectos el único trabajo humano sea llevado a cabo por un puñado de personas operando computadoras. Hoy es extremadamente difícil utilizar figuras públicas como tema poético, porque el bien o el mal que pueden hacer depende menos de sus condiciones e intenciones que de la fuerza impersonal con la que cuentan. Todo poeta inglés o norteamericano coincidirá en que Winston Churchill es una figura más importante que Carlos II, pero también sabrá que es imposible escribir un buen poema sobre Churchill, mientras que Dryden pudo escribir sin problemas un buen poema sobre Carlos II. Para lograr un buen poema sobre Churchill, el poeta tendría que haberlo conocido íntimamente, y entonces su poema sería sobre el hombre, no sobre el Primer Ministro. Todos los esfuerzos por escribir sobre personas o acontecimientos que no sean conocidos por el poeta de manera íntima y personal, están condenados al fracaso. Yeats pudo escribir gran poesía sobre el problema de Irlanda porque conocía personalmente a la mayoría de sus protagonistas, y porque los lugares de los acontecimientos le eran familiares desde la infancia. Los verdaderos hombres de acción de nuestro tiempo, los que transforman el mundo, no son políticos y estadistas sino científicos. Lamentablemente la poesía no puede celebrarlos, ya que su tema son las cosas, no las personas, y las cosas son mudas. Cuando me encuentro en compañía de científicos me siento como un sacerdote harapiento que entró por error a un salón lleno de duques. El crecimiento de las sociedades y el desarrollo de los medios de comunicación masiva han creado un fenómeno social desconocido para el mundo antiguo: esa forma especial de muchedumbre que Kierkegaard llama “el público”.
El público no es una nación ni una generación, ni una comunidad, ni una sociedad, ni los hombres particulares que la conforman, ya que ellos sólo son lo que son a través de lo concreto. Ninguna persona que pertenezca al público se compromete verdaderamente; durante unas cuantas horas al día, quizás, pertenece al público; en los momentos en que no es otra cosa, ya que cuando realmente es lo que es no forma ya parte del público. Conformado por individuos en el momento en que son nada, el público es como algo gigantesco, un vacío abstracto y desierto que es todo y nada. El mundo antiguo conoció el fenómeno de la multitud en el sentido que le da Shakespeare a la palabra: la congregación de un gran número de individuos en un espacio físico limitado, que puede transformarse ocasionalmente, gracias a la oratoria demagógica, en una masa que se comporta como ninguno de sus integrantes aislados lo haría; y este fenómeno también lo conocemos nosotros. Pero el público es otra cosa. El
estudiante que viaja en un transporte público a la hora pico concentrado en un problema matemático o en su amiga, pertenece a la multitud pero no al público. Para unirse al público, un hombre no necesita acudir a un lugar especial; puede permanecer en su casa, abrir un diario o prender el televisor. Un hombre tiene un olor personal característico que su esposa, sus hijos y su perro pueden reconocer. Una multitud tiene un mal olor generalizado. El público es inodoro. Las masas son activas; destrozan, matan y se sacrifican. El público es pasivo, o a lo sumo curioso. No asesina ni se sacrifica. Mira, o aparta la vista, mientras las masas golpean a un negro o la policía lleva judíos a la cámara de gas. El público es el menos exclusivo de los clubes. Cualquiera, rico o pobre, educado o analfabeto, amable o desagradable, puede asociarse. Incluso tolera una pseudo-rebelión contra sí mismo, es decir la formación de elites públicas en su seno. En una multitud, pasiones como la ira o el terror son altamente contagiosas; cada integrante de la multitud incita los otros, y así la pasión progresa geométricamente. Pero entre los miembros de l público no existe contacto alguno. Si dos miembros del público se encuentran y conversan, la función de sus palabras no es transmitir sentido o avivar pasiones sino tapar con ruido el silencio y la soledad del vacío en el que el público existe. Ocasionalmente el público se hace visible al encarnarse en una multitud; por ejemplo en la multitud que se reúne para asistir a la demolición de una vieja mansión familiar, y queda fascinada por una demostración más de que la fuerza física es el Príncipe de este mundo a quien ningún amor vencerá. Antes de que la sociedad conociera el fenómeno del público, existía un arte ingenuo y un arte sofisticado, que eran diferentes, pero sólo como pueden serlo dos hermanos. La corte ateniense puede sonreír ante la obra sobre Píramo y Tisbe, pero la reconoce como una obra teatral. La poesía de la Corte y la poesía del Pueblo compartían la característica de estar ambas hechas a mano y con la intención de perdurar; la más cruda balada estaba hecha tan a medida como el más esotérico soneto. La aparición del público y los medios de comunicación masiva que lo alimentan destruyeron el arte popular ingenuo. El artista sof isticado y “exquisito” sobrevive y puede seguir trabajando como lo hizo hace mil años, porque su auditorio es demasiado limitado como para interesar a los medios de comunicación masiva. Pero la audiencia del artista popular es mayoritaria, y los medios masivos deben robársela para no caer en bancarrota. En consecuencia, con excepción de algunos comediantes, casi todo el arte contemporáneo es “exquisito”. Los medios de
comunicación masiva no ofrecen arte popular sino diversión para ser consumida como una comida, olvidada, y luego reemplazada por un plato nuevo. Esto es malo para todos; la mayoría pierde todo gusto propio, y la minoría se convierte al esnobismo cultural.
Las dos características del arte que permiten al historiador dividirlo en períodos son: un estilo común de expresión a lo largo de un cierto período; y segundo, una idea común — explícita o tácita — sobre el héroe, el tipo de hombre que merece ser celebrado, recordado, y si es posible imitado. El estilo característico de la poesía “moderna” es un
tono íntimo, el de una persona dirigiéndose a otra, no a un gran auditorio; un poeta contemporáneo que eleve su voz sonará falso. Y su héroe característico no es el “Gran Hombre” ni el rebelde romántico, que producen hechos extraordinarios, sino el hombre o
la mujer que, en cualquier actividad y a pesar de las presiones impersonales de la sociedad actual, logra adquirir y conservar un rostro propio. Los poetas, por la naturaleza de sus intereses y la naturaleza de la producción artística, están singularmente mal preparados para entender la política o la economía. Su interés natural se orienta hacia individuos singulares y relaciones personales, mientras que la política y la economía se interesan por un número muy vasto de personas, o sea que el ser humano promedio (al poeta lo aburre a muerte la idea del Hombre Común) y las relaciones impersonales y en gran medida involuntarias. El poeta no puede entender la función del dinero en las sociedades modernas, porque para él no existe relación alguna entre valor subjetivo y valor de mercado. Puede recibir diez libras por un poema que considera excelente y le llevó meses escribir, y aceptar cien libras por un texto periodístico que sólo le costó un día de trabajo. Si se trata de un poeta exitoso —aunque pocos poetas ganan suficiente dinero como para ser llamados exitosos, en el sentido en que puede serlo un novelista o un dramaturgo— estamos frente a un integrante de la escuela de Manchester, que opina a favor del absoluto laisser-faire. Si no tiene éxito, sino amarguras, es probable que combine fantasías agresivas sobre la aniquilación del orden presente con ensueños poco prácticos sobre la Utopía. La sociedad siempre debe cuidarse de las utopías planeadas por artistas fracasados sobre mesas de café y a altas horas de la noche. Todos los poetas adoran las explosiones, las tormentas, los huracanes, las conflagraciones, las ruinas, las carnicerías espectaculares. La imaginación poética no es algo deseable en un estadista. En una guerra o revolución un poeta puede ser un buen guerrillero o espía, pero es improbable que resulte un buen militar, o en tiempo de paz un miembro sensato de una comisión parlamentaria. Toda la teoría política basada, como la de Platón, en analogías con la producción artística, al ser llevada a la práctica corre el riesgo de convertirse en una tiranía. El deseo de un poeta o cualquier otro artista es producir algo completo y resistente al cambio. Una ciudad poética contendría siempre el mismo número de habitantes realizando siempre las mismas tareas.
Más aún, en el proceso hacia la obra terminada el artista debe recurrir constantemente a la violencia. Un poeta escribe: El ancla de alto mástil se clava en una grieta
y lo cambia por El ancla se clava entre senderos que se cierran
y vuelve a cambiarlo por El ancla se clava entre parvas de heno
Y finalmente por El ancla se clava entre los suelos de una iglesia “Una grieta” y “senderos que se cierran” han sido eliminadas y las “parvas de heno”
deportadas a otro verso. Una sociedad que fuera realmente como un buen poema, que encarnara las virtudes estéticas de la belleza, el orden, la economía y la subordinación de los detalles al todo, sería una horrorosa pesadilla. Dada la realidad histórica del hombre de hoy, una sociedad así sólo podría existir a través de la reproducción selectiva, el exterminio de los discapacitados físicos y mentales, la absoluta obediencia a su Jefe, y una enorme clase esclava escondida en los sótanos. Viceversa, un poema que realmente fuera como una democracia política — lamentablemente no faltan ejemplos— carecería de formas, sería vacuo, banal y totalmente aburrido. Existen dos tipos de políticas: Partidarias y Revolucionarias. En la política de partidos, todos coinciden en la naturaleza y en la justicia de la meta social a alcanzar, pero difieren de la forma de lograrla. La existencia de diversos partidos se justifica, en primer lugar, porque ninguno puede ofrecer para sí solo pruebas irrefutables de que su línea es la única que alcanzará la meta deseada para todos. Y en segundo lugar, porque ninguna meta social puede lograrse sin el sacrificio de algunos intereses individuales o de grupo; y es natural que cada individuo o grupo social busque limitar sus sacrificios al mínimo, y tenga la esperanza de que si debe hacerse algún sacrificio sería más justo que lo hagan los otros. En la política de partidos, cada uno busca convencer a los integrantes de la sociedad apelando a su razón; moviliza datos y alegatos para convencer que su línea tiene más probabilidades de alcanzar la meta que la de sus opositores. En la política de partidos, es esencial que las pasiones mantengan un tono bajo; evidentemente una oratoria eficaz apela a los sentimientos del público, pero los oradores deben exhibir la pasión simulada del fiscal y el abogado defensor sin perder la cordura. Fuera del
Parlamento, los representantes de partidos enfrentados deben ser capaces de invitarse mutuamente a cenar. En la políticas de partidos no hay lugar para fanáticos. En la política revolucionaria, diversos grupos disienten en el seno de una misma sociedad respecto de qué es lo justo. Cuando se llega a este punto, las discusiones y los acuerdos dejan de tener sentido. Cada grupo considera que el otro es malvado, loco, o ambas cosas. La política revolucionaria es potencialmente un casus belli. Un orador no puede convencer al auditorio apelando a su razón. Puede convertir a algunos despertando la conciencia a través de un llamado, pero su principal función —se trate de un grupo revolucionario o contrarrevolucionario— es encender las pasiones hasta conseguir que el grupo dedique todas sus energías al logro de una victoria total para sí y la derrota total de sus enemigos. En la política revolucionaria los fanáticos son indispensables. Hoy existe sólo una cuestión revolucionaria genuina a nivel mundial: la igualdad racial. La polémica entre capitalismo, socialismo y comunismo es en realidad la política partidaria ya que las tres posiciones comparten una meta, que puede resumirse en la conocida frase de Brecht: Erst kommt das Fressen, dann kommt die Moral.
Es decir: Comida primero, moral después. En todos los países avanzados de hoy —no importa qué etiqueta política se atribuyan —, existe en esencia la misma meta: garantizar a cada integrante de la sociedad, como organismo psicofísico, el derecho de la salud física y mental. La representación simbólica positiva de esta meta es un bebé anónimo desnudo, la representación negativa: una masa de cadáveres anónimos en un campo de concentración. Lo terrible y deprimente de la mayoría de las políticas contemporáneas es la negativa a admitir (sobre todo por parte de los comunistas, aunque no exclusivamente) que se trata de una cuestión partidaria que se puede resolver apelando a los hechos y a la razón; la insistencia en afirmar que lo que nos separa es una cuestión revolucionaria. Si un africano inmola su vida por la igualdad racial, para él su muerte es significativa; pero es radicalmente absurdo que haya hombres privados día a día de su libertad y de sus vidas, y que la raza humana corra peligro de destruirse a sí misma por algo que en realidad es un asunto de política práctica, como preguntarse si en determinadas circunstancias históricas la salud de una comunidad debe resolverse por la medicina privada o estatal. Lo especial y novedoso de nuestra época es que la meta principal de la política en sociedades avanzadas no es como estrictamente hablando, política. Es decir que no se interesa por los seres humanos como personas y ciudadanos, sino por la criatura humana prepolítica y precultural. Puede ser que la disminución por el respeto por la libertad del individuo y el incremento de los poderes autoritarios del Estado que ocurrieron en los
últimos cincuenta años resulten inevitables, ya que la principal cuestión política de hoy no se refiere tanto a las libertades humanas como las necesidades humanas. Como criaturas estamos igualmente esclavizados a la necesidad natural. No somos libres de elegir a través del voto o la cantidad de alimento, sueño, luz y aire necesarios para nuestra salud; todos necesitamos cierta cantidad, y todos necesitamos la misma cantidad. Toda época es unidimensional en sus preocupaciones políticas y sociales; y al buscar la realización del valor que más estima, descuida y hasta llega a sacrificar los otros. La relación de un poeta o artista con la sociedad y la política (si exceptuamos al África o países atrasados y semifeudales) es más difícil que antes. Aunque es imposible no reconocer la importancia de que todos tengan suficiente alimento y tiempo libre, esta cuestión no tiene nada que ver con el arte, cuyas preocupaciones se centran en los individuos tal como son en soledad y en sus relaciones personales. Dado que esos
intereses no son esenciales para la sociedad, y más aún que la sociedad sólo piensa en ellos con sospecha u hostilidad latente (secreta o abiertamente piensa que se reivindica como persona singular o exige privacidad, que es un soberbio o se cree superior), todo artista se enfrenta con dificultades en la civilización moderna. En nuestra época, la simple producción de una obra de arte es en sí un acto político. Mientras existan artistas que hagan lo que desean y piensan, aún si no es terriblemente bueno, aún si sólo atrae a un pequeño grupo de personas, ellos le recordarán a los gobiernos algo que necesitan recordar: que los funcionarios son personas con rostro y no cifras anónimas; que el homo laborans es también el homo ludens . Si un poeta se encuentra con un campesino analfabeto, puede ser que no tengan mucho que decirse. Pero si ambos se encuentran con un funcionario político, compartirán la misma sospecha: ninguno de los dos confiará en la capacidad del funcionario, más allá de su capacidad de mover un piano de cola. Si están en una oficina pública compartirán la misma aprensión: es posible que jamás se pueda salir de allí. A pesar de sus diferencias culturales, ambos perciben en el mismo mundo oficial esa sensación de irrealidad que se da cuando las personas son tratadas como estadísticas. Puede ser que a la noche el campesino juegue a las cartas mientras el poeta escribe, pero ambos comparten un principio político: entre la media docena de cosas para las que un hombre debe de estar preparado, incluso para morir, el derecho al juego, a la frivolidad, no es el menos importante.