UN VIENTO RARO
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UN VIENTO RARO
eol a s ediciones
A Juan Manuel de Prada, Prada, Fwnh bowntov en th erhmw
10 ∕ 11 de septiembr septiembree de 2008
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a había anochecido en la ciudad y el orvallo empezaba a abrillantar el asfalto cuando la mujer salió del edificio con un pequeño bolso de viaje. Llevaba gafas oscuras y som breroo para la brer la lluvia, lluv ia, y vestía una anticuada anticuada gabardina gabardina beis. Caminó velozmente por la calle Alta hasta la Rampa de Sotileza, por donde empezó a descender como una sombra fugitiva hacia la estación de autobuses. Sin quitarse las gafas ni el sombrero que llevaba bien calado, preguntó en la ventanilla de información por el horario del autobús para La Manga del Mar Menor: le confirmaron que aún no había partido; lo haría en cincuenta minutos. Y al instante se dirigió a la taquilla y compró un billete para Benidorm. Sentadaa en un banco de la zona de andenes, la mujer espeSentad ró los tres cuartos de hora totalmente ensimismada, sin mo verse ni levantar levantar la vista del suelo, suelo, ni siquiera cuando un mendigo se acercó a ella y la importunó durante varios segundos pidiéndole una ayuda para el billete a Madrid. �
En el autobús apenas había diez viajeros; ella fue a ocupar un asiento de la parte posterior, alejada de todos, pero en seguida se cambió a otro del centro cuando un joven barbudo se sentó justo detrás de ella. El viaje, directo aunque con parada en varias ciudades, duró hasta las diez menos cuarto de la mañana, y la mujer lo hizo sin dormir en toda la noche, cobijada bajo la gabardina y un pañuelo con el que insistía una y otra vez en cubrirse la cabeza y que se le deslizaba desliz aba casi de continuo. continuo. En la región valenciana el día amaneció tempestuoso, como estaba anunciado. Llovía torrencialmente y una enorme masa de nubes negras turbaba tur baba el paisaje mediterráneo, que parecía pare cía más propio de una región septentrional. Al llegar ll egar al fin a Benidorm, la lluvia l luvia amainó por unos momentos. La mujer no se detuvo a desayunar en la cafetería de la estación. Con paso renqueante, como si apenas tuviera ya fuerzas f uerzas para cargar cargar con el bolso, se fue directa a la salida y tomó un taxi al que solicitó ir a Calpe. Dio el nombre de una urbanización junto al Peñón de Ifach. El taxista le exigió el abono de 50 euros por adelantado. Fueron casi veinte minutos de trayecto en silencio total por ambas partes, pronto colmado por el fragor de la lluvia, que reapareció convertida en diluvio. Pese a la falta de visibilidad, el taxista logró encontrar fácilmente la urbanización, y al divisarla la mujer habló por primera vez para agradecer su acierto.. Era una urbanización muy conocida, restó importanacierto cia el hombre. Tras pagarle el resto de la carrera, ella le pidió que la esperase unos instantes por si no era capaz de abrir la puerta ��
del búngalo. Pero, o bien el taxista no entendió lo que quiso decirle o bien temió que el diluvio di luvio le impidiera el regreso, regreso, porque arrancó a los pocos segundos dejándola sola a merce mercedd de la gota fría. Aunque calada hasta los huesos, la mujer consiguió hallar en seguida el número que buscaba. Tenía que vencer dos cerraduras: la de la verja exterior y la del búngalo mismo. mismo. Extrajo Ex trajo del bolso el diminuto llavero. Con la seguridad de que la cortina de agua hacía imposible en aquel momento que nadie la viera entrar, forcejeó forcejeó varios segundos hasta lograr abrir una y otra puerta. Entró en el pequeño edificio. No había luz, como imaginó, y no a causa del tempora temporal,l, porque también estaba cortada el agua. El búngalo tenía un olor algo fétido; era seguro que lle vaba dos años totalmente totalmente cerrado cerrado.. La mujer entró en la alcoba matrimonial y, y, con movimienmov imientos dificultosos, comenzó a quitarse la ropa chorreante. Desnuda al fin, hizo un rebujo con ella y lo arrojó a una esquina de la habitación. Luego se ató por la cintura el gran pañuelo que llevaba en el bolso, del que extrajo también una larga cuerda de nylon que depositó sobre la única silla, silla , y por fin se recostó en la cama. Estaba tan exhausta que quedó dormida encima enci ma del edredón casi en el acto, pese a la furia del aguacero.
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