TOMÁS MELENDO GRANADOS
TODOS EDUCAMOS MAL… PERO UNOS PEOR QUE OTROS Tercera edición
EDICIONES INTERNACIONALES UNIVERSITARIAS MADRID
A mi muj mujer er,, a quie quienn debe debería ría hab haber er dedicado todos mis libros, con un sentido ¡mea culpa! (Y a cada uno de los amigos de LAR, con inmenso cariño, para que sepan meter el-corazón-y-la-cabeza… o la-cabeza-y-el-corazón)
ÍNDICE
PRÓLOGO .......................................................................................... 1. Presentación ...................................................................... 2. Contenido básico ..............................................................
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PRIMERA PARTE QUÉ HACER… PARA NO HACERLO TAN MAL I. LOS TRES «PRIMEROS PRINCIPIOS» DE TODO EDUCADOR QUE SE PRECIE ...................................................................................... 1. Amor a los hijos ................................................................ 2. Amor mutuo ...................................................................... 3. Enseñar a querer ...............................................................
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II. SIETE NUEVOS PRINCIPIOS –Y UNA CLAVE – PARA EDUCAR ACEPTABLEMENTE ............................................................................ 1. Padres ejemplares… por amor ......................................... 2. Amar: animar y recompensar ........................................... 3. La autoridad, manifestación de «buen amor» .................. 4. Regañar y castigar, también como prueba de amor ......... 5. Formar la conciencia: amar lo bueno y bello ................... 6. Amor equivocado… hijos malcriados ............................. 7. Educar la libertad, por amor y para el amor ..................... 1-1000… Recurrir a la ayuda de Dios ..................................
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TODOS EDUCAMOS MAL… PERO UNOS PEOR QUE OTROS
SEGUNDA PARTE PUES HACER… LO QUE PODAMOS III. EDUCAR AL NIÑO Y AL ADOLESCENTE ....................................... 1. Gestación y nacimiento .................................................... 2. Hasta la escolarización ..................................................... 3. Los primeros años de escuela ........................................... 4. ¡Peligro!: un adolescente .................................................. 5. La adolescencia, hoy ........................................................ 6. ¿Qué hacer? ...................................................................... 7. ¿Entonces? ........................................................................
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IV. SUGERENCIAS MÁS ESPECÍFICAS PARA NO EDUCAR TAN MAL ..... 1. Ir por delante ..................................................................... 2. Aceptar a cada hijo como es ............................................. 3. Dejarlos ser… niños ......................................................... 4. Conocerlos y ayudarles a que se conozcan ...................... 5. Fomentar su libertad responsable ..................................... 6. Encauzar su desarrollo ...................................................... 7. Reforzar ese crecimiento .................................................. 8. Anticiparse: abrirles el futuro… hacia la Eternidad ......... 9. ¡Por fin el fin! ...................................................................
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A MODO DE EPÍLOGO .........................................................................
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PRÓLOGO
«Resumen muy resumido»
Todos educamos mal… pero unos peor que otros. Y, a pesar de todo, nuestros hijos suelen acabar siendo una maravilla
1. Presentación Ahora
Cuando escribo estas líneas, tengo 55 años. Si las predicciones del ginecólogo se cumplen, mi hija mayor, María, dará a luz el 7 de septiembre próximo, el mismo día en que la menor, María José, cumplirá 15 años, y mi madre, nada menos que 90. Curiosamente, Lourdes y yo lo haremos, los dos, el 8 de ese msmo mes, esta de la Natvdad de la Vrgen. Yo, según acabo
de sugerir, cumpliré 56; y Lourdes, «alrededor de 35, como de costumbre».
Y entre los 30 de María y los futuros 15 de María José, se
sitúan mis otros cinco hijos, haciendo un total de siete.
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TODOS EDUCAMOS MAL… PERO UNOS PEOR QUE OTROS
Aun cuando, en principio, quede mucho camino por recorrer, los 55 años permiten ya echar una mirada atrás y ver lo que has ido haciendo con tu vida y, en concreto, cómo te has desenvuelto como educador. Empezo por conrmar desde el fondo del alma que, en el
momento presente, me siento muy orgulloso de todos y cada uno de mis hijos y espero que nos sigan dando, junto con alguna que otra preocupación –que tampoco han faltado y vienen bastante bien–, tantas alegrías como hasta ahora. Anoche
Como anoche llegó María de Irlanda, con idea de pasar las últimas semanas de embarazo y el parto junto a Lourdes, nos reunimos, además del matrimonio, cuatro de los hijos, la novia de uno de ellos y María Josefa, la madre de Lourdes (lo de «mi suegra» no le gusta que lo diga, pero así se entendería mejor). Eran casi las 12 cuando María entró en casa. Antes, además de las dos del viaje, había estado una hora y media dentro del avión, clavado en la pista de despegue, con un calor sofocante, agravado por la presencia del pequeño –dos kilos, ochocientos, por entonces– en una tripa descomunal. Pero eso no impidió que la velada se prolongara hasta bien cumplidas las dos de la madrugada. Disfruté como siempre que, en familia, recordamos tiempos pasados. Hacía mucho que no me reía tanto y con tantas ganas. Lo mismo que suele ocurrirme cada vez que salen a relucir anécdotas de «cuando éramos pequeños» (y digo «éramos» porque de ordinario son ellos los que las cuentan). ¡Y es que hay pocas cosas que ayuden más a la buena marcha
de una familia y de cada uno de los que la componen como la alegría y el buen humor!
PRÓLOGO
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Todos educamos mal… pero unos peor que otros
El título y subtítulo del libro –que anoche me rondaron una y otra vez por la cabeza– tienen su pequeña historia. Surgieron hace alrededor de medio año en México. Iba a pasar poco más de un mes en ese país, dando cursos y conferencias en distintas ciudades, pero con la sede central en Guadalajara, la capital y la «novia» de Jalisco. («♫ ♫ ♫ Jalisco, Jalisco, Jalisco, tú tienes tu novia, que es Guadalajaaaaaara; muchachas bonitas, la perla más rara de todo Jalisco es mi Guadalajaaaaaara… ♪ ♪ ♪»). En las últimas ocasiones, cuando el viaje va a ser largo, suelo vivir en casa de antiguos amigos… o de amigos de mis amigos, que todavía no conozco, pero que me reciben, como sucede siempre en México –país acogedor donde los haya–, con todo el cariño del mundo. Esta vez se trataba de personas a las que no había visto nunca. No quiero dar muchos detalles, porque no les he pedido aún permiso, y tienen todo el derecho a preservar su intimidad. Diré solo que, entre los cuatros hijos, la segunda era una adolescente, no de libro, que eso es poco, sino de auténtica exposición: es decir, como debe ser toda adolescente que se precie. Y, además, cosa que no supe horrorzado hasta que entré en
su habitación, quien esto escribe –es decir, un servidor– era el causante de que la «hubieran arrojado» de su cuarto, dispuesto desde entonces para que yo pudiera dormir y establecer en él mi «centro de operaciones». Tengo que decir, y ojalá no me equivoque, que entre «la adolescente» y yo se creó muy pronto un clima de complicidad y –de nuevo espero no fantasear– de auténtico cariño. Al día siguiente de llegar, la dueña de la casa, encantadora, coincidió a solas conmigo durante un buen rato. Como uno se dedica a temas de amor y familia (que no «de amor y lujo», no
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TODOS EDUCAMOS MAL… PERO UNOS PEOR QUE OTROS
confundamos), los demás dan por supuesto que «debe de hacerlo bien». Ella, por el contrario, tenía la impresión de ser una pésima educadora. Charlamos algo más de dos horas, y tuve que concluir con lo que ya era para mí una convicción muy honda, y de entonces a hoy se ha vendo aanzando, conforme más pensaba en ello y
observaba lo que ocurre en mi entorno: 1. Que todos los padres educamos mal… y no pasa nada. 2. Pero que algunos lo hacen muy mal, y entonces es cuando suele haber problemas.
Por supuesto que m antrona no se contaba entre los «muy
mal», sino que se desenvolvía, más o menos, como cualquiera de nosotros. La diferencia era, simplemente, de edad y profesión. En concreto: yo ya había pasado por lo que ella estaba entonces vvendo (recuerden ms 55-56 años)… y había reexonado mucho sobre el asunto (de profesón: lósofo).
Quede claro que, al igual que Zattoni y Gillini –a los que citaré más de una vez–, cuando digo esto no lo hago «… para alimentar reductos de sentido de culpa (“si me meto, entonces me sentiré culpable de algo”) y refugiarnos acaso en un deprimente: “¡Me he equivocado en todo!”; sino para darnos algunas oportunidades. Hay actitudes que nos vienen “espontáneas” a los padres y que han de ser reforzadas en su validez natural; es mucho mejor fortalecer estas que llorar por lo que ya no tiene remedio: es mucho más útil fortcar lo que hacemos de bueno que darse golpes de pecho por
las culpas».
Los malos y los peores
Para volver a lo nuestro, la conclusión que saqué de aquel rato de fascinante «plática a la mexicana = delicadísima y exquisita» se resume en pocas palabras: si educar es ayudar a nuestros hijos a que cumplan su misión en esta tierra, y si su tarea es la de prepararse para llegar a ser interlocutores del Amor de Dios
PRÓLOGO
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por toda la eternidad, ¿puede haber algún ser humano, varón o mujer, que realmente «lo haga bien»? ¿No se trata de algo que, por dencón, supera nuestras fuerzas?
Tranquilidad, por tanto, porque hay Quien se encarga de que, a pesar de los pesares –de t y de mí–, «al nal de la jornada…»
las aguas lleguen a su cauce. Se trata, simplemente, de no poner excesivas trabas.
(Aunque eso no quite, como veremos con calma, que a todos los padres nos incumba la obligación de hacerlo un poco menos mal… y disfrutar de lo lindo mientras educamos. Como explica Macià, «… lo importante es que se puede aprender a ser padres, basta un mínimo grado de motivación, estar dispuesto a esforzarse, a dedicar parte de nuestro tiempo y contar con los instrumentos adecuados. Educar es sinónimo de exigencia, puede exigir esfuerzo y privación, pero es una tarea llena de maravillosas recompensas».) Si educar es ayudar a nuestros hijos a prepararse para llegar a ser interlocutores del Amor de Dios por toda la eternidad, ¿puede haber algún ser humano, varón o mujer, que realmente «lo haga bien»?
Primer espejismo
¿Por qué, entonces, la preocupación recurrente y la sensación de estar haciéndolo muy mal, justo entre quienes luchamos por llevarlo a cabo lo mejor que sabemos y podemos? Doscaré la respuesta a lo largo del escrto. Antcpo un par
de ideas. Fue precisamente en esa conversación de Guadalajara donde, en un tono de lo más distendido, caí en la cuenta y comenté a mi amiga, casi con estas palabras y una punta de ironía hacia mí mismo: «es delicioso que, mientras son pequeños, nuestros hijos hagan libremente… lo que nosotros queremos que hagan».
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TODOS EDUCAMOS MAL… PERO UNOS PEOR QUE OTROS
Uno o una se sienten como en las nubes, con la alegría del deber cumplido, muchas ganas de seguir adelante y sin nada serio que turbe la paz interior. Hay cansancio, momentos en que estamos hartos, ganas de tirar la toalla o de ahogar a alguno de los críos («¡bendito Herodes!», que diría una de mis cuñadas)… pero siempre en tono menor. La cosa cambia de raíz con la adolescencia, cuando empiezan a hacer, un poco menos libremente de lo que ellos piensan y bastante más de lo que nosotros creemos y desearíamos, lo que realmente a ellos o a ellas les da la gana. Es un tema apasionante, que me entusiasma: volveré sobre él con detenimiento. Es «encantador» que, mientras son pequeños, nuestros hijos hagan libremente… lo que nosotros queremos que hagan. La cosa cambia cuando empiezan a crecer y a hacer lo que realmente les da la gana.
Segundo espejismo
No sé si, dentro del contexto que estoy dibujando, el lector habrá tenido la terrible desgracia que muchos hemos padecido. La de que amigos menos ocupados por la educación de los suyos nos repitan, entre admirados y sanamente envidiosos: «¡hay que ver la suerte que has tenido con tus hijos!; si te hubieran tocado los míos…». Ante lo que uno –o, al menos, ese uno que soy yo– se siente muy tentado de responder que suerte, suerte, lo que se dice suerte, puede que haya habido, pero que también son muchas horas de reexón y de dálogo con la esposa, de atencones a ella y a los críos, de juegos compartdos y un etcétera cas nnto, que de ordnaro preero slencar en aras de una amstad que debe
seguir madurando para el bien de todos.
PRÓLOGO
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Peor que terrible es lo mío. María Josefa, la madre de mi mujer (mi «suegra», para entendernos de nuevo), concretaba más el asunto. En este caso, tomaba como punto de comparación a sus restantes nietos y a sus respectivos padres y madres, entre los que uno de cada pareja es, lógcamente, hjo o hja suyos. Y el
resultado no podía ser más contundente: no era Lourdes, sino yo, el que sabía educar y educaba de maravilla a nuestros hijos. Cada vez que lo repetía, yo intentaba convencerla y convencerme de que eso era una bobada, aunque, como mandan las normas, la última palabra era siempre la suya. Entonces tenía la impresión de no hacerle ningún caso, pues creía conocer bien mis errores. De un tiempo a esta parte empecé a darme cuenta de que, en el fondo-fondo, no estaba del todo en desacuerdo con ella: yo lo hacía bastante bien. Ahora, por el contrario, cuando todos han pasado o se encuentran en plena adolescencia, veo con nitidez que lo hacía… normalito, que es la mejor manera de hacer las cosas. ¡Hay que ver la suerte que has tenido con tus hijos…!
Para concluir Y normalto equvale en este caso, lo repto con plena con -
ciencia, a bastante mal… aunque no «peor que la media». Tras lo cual, resumo, por si sirve de ayuda a alguien. Suelen hacerlo menos mal: 1. Quienes, dándose cuenta o no, procuran desaparecer discretamente, de acuerdo con el cónyuge y sin bajar por ello la guardia, y dejan la iniciativa a quienes realmente les corresponde. Es decir: 1.1. A cada hijo, progresivamente, según va pasando el tiempo.
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TODOS EDUCAMOS MAL… PERO UNOS PEOR QUE OTROS
[Los niños, como sabemos (¿lo sabemos?), tienen sus propios recursos, que hay que aprender a descubrir y apoyar; y lo peor que puede hacer un adulto –y lo que normalmente hacemos, si no nos andamos con tiento– es impedir que los desarrollen, tratar de imponerles los nuestros y medirlos por nuestro rasero.] 1.2. Y al auténtco Autor de cualquer mejora humana,
que solo nos pide –pero nos lo pide, ¡ojo!– que no estorbemos demasiado. [En este caso no quiero ni mencionar la disparidad entre nuestras estrategias y nuestra lógica de adultos y los absurdos medios que se Le ocurre emplear a Quien –¡mira por dónde!– nos animó a hacernos como niños.] Y lo hacen francamente mal:
2. Los que se consideran protagonistas en la educación de los hijos. Es decir: 2.1. Quenes asxan a los críos y ya-no-tan-críos con constantes reexones, prohbcones y consejos, dctados por los años y la experiencia. 2.2. Y quenes están convencdos de hacerlo muy ben
(¡que Dios –que nos alienta a hacernos como niños– nos libre de ellos!) Lo hacen bastante mal quienes creen ser los protagonistas en la educación de sus hijos.
2. Contenido básico ¿Ser o subjetividad?
Después de esta breve introducción, y con conciencia de que apenas voy a ser entendido durante tres o cuatro páginas –y de
PRÓLOGO
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que, para tranquilidad del lector, tampoco importa demasiado–, paso a exponer las líneas de fuerza de todo el escrito. La idea que le sirve de base no es muy distinta de la que ha presddo estudos anterores y, en n de cuentas, cas todo lo
que he publicado hasta el día de hoy: la prioridad absoluta del ser sobre la subjetividad humana (es decir, de la realidad-real sobre los deseos arbitrarios, ligerezas, caprichos, pretensiones, veleidades, desvaríos… de los distintos sujetos humanos: usted y yo, de nuevo). Apenas cuentan nuestros gustos… ni tampoco los del hijo
Lo que cambia, en este caso, son las «traducciones» de seme jante principio. 1. A saber, y antes que nada, que la referencia primordial de todo quehacer educativo, el ideal al que hay que atender en cualquier momento de la biografía de una persona, lo constituye lo que esa persona es y, consecuentemente, lo que está llamada a ser. Y no –sería la otra posibilidad– lo que «alguien» (él mismo o cualquier otro) ambicione o desee, o le apetezca o le disguste o le horrorice… si todo ello no concuerda con la concreta condición personal de quien se está formando. 2. Con lo que este principio básico se aplica tanto a quienes deben educar como a quenes han de ser educados. Y lo hace de
maneras muy diversas y con un sinfín de manifestaciones, que iré señalando en su momento. 2.1. Por ejemplo, la atención prioritaria al (modo de) ser de cada uno de nuestros hijos lleva consigo que los sueños y las novelas que hemos forjado respecto a ellos –en principio, nobilísimos e incluso imprescindibles– deban ceder el paso a lo que vamos descubriendo que exigen las reales cualidades y el entorno de ese chico o esa chica… que no tienen por qué coincidir con los del hermano o la hermana de solo un año más o menos que él o que ella.
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TODOS EDUCAMOS MAL… PERO UNOS PEOR QUE OTROS
¡Y no dgamos nada con nuestras ambcones, antojos, pre-
tensiones, apetencias, aspiraciones… y cuanto se sitúa en la misma línea!
En el fondo, es el principio que preside, junto con muchos otros, este excelente consejo: «Cuando reconocemos los sentimientos de un niño, le prestamos un gran servicio. Le ponemos en contacto con su realidad nteror. Y una vez ha dendo esa realidad , podrá acopiar fuerzas para hacerle frente» (Faber, Adele y Mazlish, Elaine). Y tambén el que menconaré de nmedato, de Gottman y
Silver, que recogen a su modo lo que un santo del pasado siglo llamaba «mística ojalatera» o «del ojalá»: «¡ojalá no me hubiera casado!», «¡ojalá no me hubiera quedado soltero!», «¡ojalá tuviera menos –o más– años!», «¡ojalá fuera más inteligente, más guapo, más fuerte, más delgado… incluso más gordo!». En palabras de Gottman y Silver: «Muchas veces nos quedamos atascados en frases condicionales del tipo: “Si tan solo…” Si tan solo mi pareja fuera más alta, más lista, más atractiva… todos mis problemas desaparecerían. Mientras prevalezca esta actitud, será muy dfícl resolver los conctos. A menos que aceptes los
defectos y debilidades [¡la realidad !] de tu pareja no podrás llegar a ningún acuerdo. En lugar de esto te lanzarás a una campaña para hacer cambar a tu cónyuge. Para resolver un concto no hace falta
que una persona cambie».
2.2. Algo bastante parecido sucede con el educando en relación consigo mismo: también él ha de saber adecuar sus ilusiones y anhelos a lo que, respecto a las vías de su más cabal desarrollo, le van sugiriendo su propio (modo de) ser y las circunstancias en que su vida de hecho se desenvuelve. Para lo cual nosotros, los padres y educadores, tenemos que permitirle y ayudarle a que se conozca y a que descubra lo mejor que en él se encierra, para que de este modo, sabiendo quién es, pueda obrar en consecuencia. Lo que supone, como apuntaré, no olvidarnos del niño que cada uno fuimos… y del que, en cierto modo, seguimos siendo, si no nos hemos empeñado en sofocarlo.
PRÓLOGO
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Llegar a ser quienes somos En n de cuentas, todo lo anteror remte a una de las ar-
maciones más repetidas a lo largo de la historia del pensamiento occidental, desde Píndaro hasta Jaspers. Uno y otro sostienen, con palabras casi coincidentes, que «el hombre es aquel ser que debe llegar a ser hombre». Una armacón que hoy expresaríamos más a gusto, con el
más preciso lenguaje de los personalistas, diciendo que «cada persona humana debe llegar a ser quien es». A saber: «alguien» –con toda la carga ponderativa que en la actualidad suele atribuirse a este término– dotado de una sublime grandeza y, a la vez, único e irrepetible; pero ese «alguien»… habiendo desarrollado el sinnúmero de perfecciones que virtualmente se encerran en su ser. Y tales perfeccones son extraordnaras.
Cada persona humana está llamada a ser quien es.
Interlocutores del Amor de Dios
Efectivamente, según he considerado en otras ocasiones, en el mismo instante en que un nuevo sujeto humano es concebido, el (acto de) ser que Dios infunde junto con el alma apunta y estimula ya el despliegue futuro del inmenso conjunto de facultades y acciones que lo dirigirán, siempre que esa persona asuma libremente semejante impulso, hasta el Interior del propio Dios, para transformarse –como acabo de sugerir– en un interlocutor eterno del Amor divino: en un acto (participado) de amor de Dios. El «Término» al que todos los hombres deben dirigirse es, pues, el Mismo Dios que amorosamente los ha creado. Los caminos resultan, en cierto sentido, paralelos o, más ben, concdentes. No obstante, se conguran como radcalmente únicos, en función del particular y no reiterable modo de ser de
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cada persona y del sucederse de situaciones y coyunturas, también únicas, con que se topará a lo largo de su existencia. La labor de educación, de la que el propio educando acabará por ser el prncpal artíce, se compone del cúmulo de auxlos
que le permitirán alcanzar la Meta anhelada.
Y la clave de todo el proceso, como veremos hasta quedar
hartos –ya verán como sí: ¡hartos!–, es el amor, en su acepción más genuina. La clave de las claves de las claves de las claves… es el amor.
Ser y hacer
Todavía me parece conveniente esbozar otro punto, que tal vez asombre o incluso moleste a más de uno. Sin duda, el problema más extendido hoy día en muchas familias es que a casi todos nos gustaría hacer bien de padres… sin esforzarnos seriamente por ser buenos padres. O, s se preere, sn esforzarnos seramente o smplemente sn
esforzarnos… sin más añadidos: lo que casi siempre equivale a «que nuestros hijos no nos den quebraderos de cabeza».
Y esto resulta, sencllamente, mposble. La losofía clásca y el sentdo común están de acuerdo en
que el obrar sigue al ser y el modo de obrar al modo de ser. Lo expresan cientos de dichos populares: «el árbol se conoce por sus frutos», «no se pueden pedir peras al olmo», etcétera.
Y lo ha resumdo egregamente, para nuestro tema, Cornelo
Fabro, en unas cuantas palabras que darían pie a un cúmulo de reexones:
«La única pedagogía es la profundidad de nuestro ser ».
PRÓLOGO
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O, lo que viene a ser lo mismo, que cada cual educamos o deseducamos en función de lo que somos. [En versión light : la grandeza del propio ser, que hoy traduciríamos por «personalidad», en el sentido más noble y hondo de este térmno, nos conere la auctoritas –hoy, prestigio o ascendencia: auténtica autoridad–, que hace innecesario el recurso a la potestas –hoy, volenca, fuerza bruta, descalcacones, castgos, reprmendas…– y facilita enormemente el proceso educativo.]
Pero la mayoría de los padres no queremos enterarnos. No estamos dispuestos a poner los medios imprescindibles para llegar a ser buenos padres –cosa nada sencilla– y, sin embargo, pretendemos educar a nuestros hjos, lo que sgnca hacer bien de padres. Conclusión: ser y hacer –o no-ser, pero aspirar a sí-hacer e incluso a sí-hacer-y-muy-bien– no siempre van de la mano. [En dentva, la que vengo exponendo es la convccón que
subyace al estupendo libro de Monika Murphy-Witt, Padres consecuentes, niños felices, que cabría resumir inicialmente en este par de frases literales: «Los objetivos educativos deben ser adecuados a las ideas acerca de los valores de los padres; solo entonces se pueden perseguir de forma consecuente».
Ideas que deben ser completadas con estas otras: «El problema es que mientras los padres mismos no poseamos un sstema de valores rme, no podemos tomar nnguna postura
clara frente a nuestros hijos. Nos tambaleamos de un lado a otro igual que nuestra agrietada imagen del mundo. Solo quien está verdaderamente convencido de algo puede presentarse con rectitud ante su vástago y segur su línea de forma consecuente. Y además lo deja de manesto con su acttud en el día a día y su rmeza en
situaciones críticas. Quien quiere ser consecuente, por lo tanto, necesita valores, ya que cuando se toma una decisión por convicción es inamovible. Los pequeños se dan cuenta de ello rápidamente»].
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TODOS EDUCAMOS MAL… PERO UNOS PEOR QUE OTROS
Resumen
No tengo que multiplicar los comentarios. Tal vez baste con sentar dos armacones:
1. El crecimiento de cada hijo guarda una relación muy estrecha con el empeño real y constante de sus padres por ser me jores personas y, como consecuencia, también mejores padres. Si ellos no luchan ecazmente por corregrse día a día y aceptar en
ese combate la leal ayuda del cónyuge, es prácticamente imposible que logren una mejora en los hijos. 2. La diferencia más honda entre quienes simplemente lo hacemos mal y los que lo hacen aún peor estriba justo ahí: en que los primeros batallamos conjuntamente por crecer como personas, mientras los segundos aspiran a forjar las personas de sus hijos sin esforzarse por reformar la propia. El problema más extendido en la educación actual es que a muchos nos gustaría hacer bien de padres… sin esforzarnos seriamente por ser buenos padres.
(Repito que nadie se asuste ni preocupe si no comprende lo que en esta segunda parte he esbozado o, siquiera, por qué me he metido en tales berenjenales. Su simple lectura, con un intento mínimo de intelección, constituye una preparación óptima para adentrarnos en el cuerpo del escrito, en el que el tono vuelve a ser bastante más asequible).
PRIMERA PARTE QUÉ HACER… PARA NO HACERLO TAN MAL
I LOS TRES «PRIMEROS PRINCIPIOS» DE TODO EDUCADOR QUE SE PRECIE
¡Pongámonos en forma!
¡Alerta! Existen muchas maneras de leer o estudiar un escrito, como también las hay de observar la realidad. Muy a menudo, no advertimos la existencia de algo o dejamos sin percibir ciertas propiedades o caracteres de una persona, animal o cosa…, sencillamente, porque no los estamos buscando. Con los libros sucede algo parecido. Es preciso poner la mente en estado de búsqueda para encontrar todo lo que el libro puede enseñarnos. Si esto no sucede, resulta bastante fácil que nos quedemos sin ni siquiera advertir cuestiones claras y claramente expuestas, pero que «no nos dicen nada». Por eso, antes de comenzar el presente apartado, me gustaría que intentaras responder, con calma y, si es necesario, por escrito, a estas preguntas.
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QUÉ HACER… PARA NO HACERLO TAN MAL
Cuestiones previas •
¿Crees que los padres somos los protagonistas de la educacón de los hjos? Pensa ben tu respuesta y especca
•
•
si se trata de una cuestión teórica o de algo que vivimos también en la práctica. Tenemos que poner todo nuestro empeño en que nuestros hijos sean mejores personas, y, de paso, mejorar también nosotros cuanto sea posible. ¿Qué medios se te ocurren para ayudarnos en esta tarea? Los padres han de prestar atención, antes que nada, al modo de ser de cada hijo en su dimensión personal. Intenta conectar esta armacón con las cualdades de la persona que
en su momento estudiamos (dignidad, singularidad, unicidad, mposbldad de comparacones…). Esta reexón te
conducirá, con toda seguridad, a acoger a cada hijo (único e irrepetible) tal y como es y a comprenderlo y exigirle, pero sin ceder a sus caprichos o antojos. La felicidad es directamente proporcional a la capacidad de amar. ¿Eres consciente de que, en la sociedad actual, la búsqueda desesperada del bienestar no va acompañada de la entrega? Ignoro si por suerte o por desgracia, pero los padres no nacemos enseñados. Es necesario capacitarnos constantemente, sin pensar nunca que ya sabemos bastante para ayudar a crecer a nuestros hijos.
•
•
Padre y madre son, por naturaleza, los primeros e irrenunciables educadores de sus hijos… aunque en los momentos actuales a veces dé la impresión de que pretenden ignorarlo, con más o menos consciencia (es un primer indicio de que educamos «más bien mal»). Con todo, esta espece de resstenca resulta comprensble. Y
es que la misión paterno-materna de educar no es nada sencilla.
LOS TRES «PRIMEROS PRINCIPIOS» DE TODO EDUCADOR…
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Está llena de contrastes en apariencia irreconciliables, y hoy, si cabe, más agudizados. Por tal motvo, antes de señalar algunas de esas dcultades,
copio el diagnóstico de la (disminución de la) «capacidad educativa» de la familia media actual, realizado por Fernando Sebastián. Aunque las reexones establecen como punto de partda la enseñanza de la fe en el seno del hogar cristiano, pienso que constituyen una buena toma de contacto con el problema en su conjunto: «El cambio no está únicamente en que los padres no eduquen cristianamente, sino que, en realidad, la familia, los padres, han perdido buena parte de su capacidad educadora en general. En el estilo actual de vida, los padres no tienen tiempo para convivir tranquilamente con sus hijos. Los hijos están muy poco tiempo con sus padres. No hay apenas espacios tranquilos, ociosos, en los que puedan surgir temas de interés. El trabajo de la mujer fuera de casa se ha introducido rápidamente sin tener apenas en cuenta la funcón de la madre en la vda famlar, sn una sucente
atención a las exigencias de una adecuada educación de los hijos. Tanto el padre como la madre tenen sus tareas especícas,
además de las comunes, en ese delicado y decisivo proceso que es la educación y la maduración afectiva y personal de los hijos.
Puede ser que no estén sendo sucentemente respetadas por el
modelo de vida vigente en nuestra sociedad ni las del padre ni las de la madre. Hay además un concepto equivocado de la educación, que favorece comportamientos erróneos. El objetivo de una buena educación no es que el hijo “esté contento”, que no le falte nada, sino que se desarrolle como persona en el conocimiento y en su comportamiento, en sus convicciones y sus actitudes, enriquecido con las virtudes cardinales y teologales. […] Para que una persona perciba la llamada de la fe y la acoja positivamente hace falta que tenga una actitud vital determinada: que esté abierto a los mensajes de la realidad y no esté encerrado en el mundo estrecho de sus gustos, de sus preferencias, que se sienta recibido en un mundo más amplio que él, que no se sienta el centro del mundo, que no esté cerrado sobre sí mismo, ni por egoísmo, ni por temor o resentimiento.
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QUÉ HACER… PARA NO HACERLO TAN MAL
Para dar el paso de la fe hace falta sentir y vivir la realidad como un seno acogedor, amable, en el que nuestra vida tiene que ser posible, en donde podemos vivir seguros. Hace falta además vivir la propia vida como respuesta, con responsabilidad frente a la realidad, a nuestra realidad y la realidad de los demás, hace falta percibir y vivir la propia libertad como respuesta positiva a una realidad buena y acogedora, y hace falta que seamos sensibles al don del amor y a la interpelación del amor, “vivimos del amor de los demás, pero a este amor tenemos que responder lealmente con más amor”. Estas actitudes de realismo, responsabilidad, generosidad son fruto de una buena educación. La renuncia a educar puede privar de estas disposiciones a un hijo desde sus primeros años. Quien ha crecido encerrado en el gusto de las propias apetencias, sin sentir el valor de la vida como don y respuesta en el amor, será incapaz de entender lo que es “creer” en Dios, ni creer en nadie. Hace falta percibir las consecuencias de una vida dialogante, compartida, recibida. Cuando un niño sabe que vive del amor de los demás, y que el amor recibido merece y reclama una respuesta de amor, entenderá mejor las explicaciones y los testimonios acerca del buen Padre de Dios y de la necesidad de tenerle en cuenta en su vida». Y paso ahora a exponer algunos de…
Los contrastes
1. A lo largo de toda su existencia, los padres han de acoger a cada hijo –único e irrepetible, en virtud de su condición personal– tal como es, aun cuando en ocasiones no responda a sus expectativas… o incluso «les caiga mal». (Tal «antipatía» –e incluso un inicial rechazo– no debería asustar a nadie, pues es perfectamente humana y compatible con el amor más puro, que reside en la voluntad y no es propiamente un sentimiento.
LOS TRES «PRIMEROS PRINCIPIOS» DE TODO EDUCADOR…
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Y esto, tanto de manera habtual, que habrá que ntentar vencer,
como en momentos de particular enfado. En un estupendo escrito sobre educación, Nancy Samalin recuerda que bastante a menudo «… los padres normales se enfurecen con sus hijos normales. Es inevitable llegar a sentir una rabia intensa hacia los niños, con independencia del amor que sintamos hacia ellos»).
2. Han de saber comprender, pero también exigir, sin ceder inoportunamente. 3. Respetar la libertad de los chicos y hacerla crecer… ¡siempre!, superando todo afán de posesión y sobreprotección; pero, a la vez, deben guiarles y corregirles. 4. Ayudarles en sus tareas, pero sin sustituirlos ni evitarles el esfuerzo formativo y la satisfacción que el realizarlas lleva consigo, y que robustece su autoconocimiento y su autoestima… ¡y su capacidad de desenvolverse en la vida, sin depender siempre de sus mayores! 5. Y otro snfín de dcultades y de aparentes contradccones que sería largo enumerar y que irán apareciendo a lo largo del escrito. Una primera aproximación se encuentra en estos sensatos párrafos de Murphy-Witt, que no tienen desperdicio: «En la actualidad, los niños ya no crecen espontáneamente. Han cambiado demasiadas cosas en nuestra sociedad. No hace mucho tiempo se decía: “Lo que llegue, bien recibido será”. Pero hoy en día prácticamente no quedan familias con una visión tan distendda. Abuelas que preeren vajar por todo el mundo en lugar
de ocuparse de sus nietos, pisos pequeños y condiciones adversas para los niños, falta de oferta para cuidarlos y una presión continua, tanto en términos de tiempo como de rendimiento, para combinar trabajo y familia: ¡los padres de hoy en día no lo tienen precisamente fácil! No solo falta un apoyo útil, sino que también la vida diaria de las familias es cada vez más complicada: comida rápida y falta de ejercicio físico, culto a las marcas y consumismo, televisión pu-
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QUÉ HACER… PARA NO HACERLO TAN MAL
blicitaria y videos violentos, Internet y juegos de ordenador, conductas agresivas en el parque y mobbing en el colego, dcultades para leer y déct de atencón, trastornos almentaros y éxtass: el
mundo de nuestros hijos es multiproblemático. En este contexto nuestros retoños necesitan una buena línea directriz, instrucciones intensivas y pautas inamovibles para encontrar su camino. La responsabilidad que los padres tienen sobre sus hombros es grande. Se exige mucho de las madres y los padres, más bien un trabajo a tiempo completo que una ocupación temporal. Muchas parejas jóvenes opinan que se puede ir aprendiendo sobre la marcha, que se consigue de algún modo. Pero, por desgracia, las cosas se tuercen con demasiada frecuencia. Cada vez más familias se ven atrapadas en el estrés de la educación. Los problemas se convierten en dominantes y las disputas continuas envenenan el ambiente en el hogar. Año tras año aumenta la demanda de asesoramento educatvo. Y cada vez hay más famlas que no pueden soluconar solas sus conctos».
Más escueto, pero también más esencial, es el panorama que ofrece Diego Macià: «La tarea de educar supone esforzarse por comprender, respetar y enriquecer al “otro” y esto en una sociedad como la nuestra, sempre con prsas, dcultades de comuncacón, horaros de trabajo incompatible con los hijos, etc., no siempre resulta fácil. De hecho, parte del precio que estamos pagando los seres humanos por el progreso de nuestra sociedad es dejar en segundo plano las relaciones amorosas entre padres e hijos, fundamentales para que estos alcancen una personalidad madura e independiente». Y que, como es lógco, concuerda cas a la letra con el de
otros dos especialistas en psicología y educación (Fernández Millán y Buela-Casal): «Si algo es importante en la educación de los hijos, es conocerlos y que ellos conozcan a sus padres. Desgraciadamente la sociedad en la que vivimos nos roba una gran parte del tiempo que deberíamos usar para hablar entre los miembros familiares; tiempo
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que empleamos en el trabajo, el desplazamiento, la televisión, etc. Se ha dejado de contar cuentos a los más pequeños o trasmitir las historias de nuestros antepasados (es sorprendente como muchos niños apenas conocen la vida de sus abuelos), las sobremesas son fugaces o individuales, llegamos muy cansados del trabajo o el hijo debe hacer los deberes de clase…, hay miles de excusas para no sentarse y dialogar, empezando por escuchar». De ahí que los padres tengan que aprender por sí mismos a serlo… y desde muy pronto.
Capacitarse En nngún oco la capactacón profesonal comenza cuan -
do el aspirante alcanza puestos de relieve y tiene entre sus manos encargos muy comprometidos o de alto riesgo. No ocurre así ni en la albañlería, la mecánca, las artes grácas o el dseño; tam poco en medicina, arquitectura, ingeniería, informática, derecho, en la carrera militar o política, en la administración o en el seno de una empresa… ¿Por qué en el «oco de padres» debería ser de otra forma?
¿Tal vez porque su responsabilidad es menor que la de quienes trabajan en una profesión convencional? Da la impresión de que no, sno más ben al contraro: en n de cuentas, educar es poner
los medios para que una persona llegue a ser feliz, y ¿existe algo de más trascendencia que «eso»? ¿Acaso, entonces, porque se trata más de un arte que de una ciencia? Aunque se pudiera estar de acuerdo en este último extremo, en ningún arte bastan la inspiración y la intuición; es menester tambén nstrurse, formarse, ejerctarse… como conrman
justamente los artistas que en apariencia trabajan sin apenas esfuerzo: cuanto más «natural» parece la obra maestra, más trabajo (en ocasiones, previo y sedimentado a modo de habilidades) ha llevado consigo.
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Cuanto más «natural» parece la obra maestra, más trabajo suele encerrar en su seno.
Llegar al fondo Por otro lado, aprender el «oco» de padre y educador no
consiste en proveerse de un conjunto de recetas o soluciones ya dadas e inmediatamente aplicables a los problemas que van surgiendo. Ni tampoco de un racimo de técnicas infalibles. Tales recetas y técnicas no existen. Hay, por el contrario, principios o fundamentos de la educación, que iluminan las distintas situaciones: los padres deben conocerlos muy a fondo, hasta hacerlos pensamiento de su pensamiento y vida de su vida –¡ser de su propio ser!–, para con ellos, y casi sin necesidad de deliberaciones, encarar la práctica diaria.
Y no se trata, tampoco, de una labor senclla: comporta mucha atencón a los hjos, mucha reexón y cambo de mpresones de los esposos entre sí… y mucho sacrco para saber prescndr
del propio bienestar –incluso del necesario y no caprichoso– en pro del bien de los hijos. Tal como explica Macià, «… educar en el sentido más amplio es, sin duda, una tarea compleja. Educar de forma responsable a los hijos requiere responsabilidad, respeto, conocimiento y ejemplo. Ser padres es una oportunidad maravillosa que nos proporcona la naturaleza, pero es tambén “un oco”, “una profesión” que hay que aprender. Por tanto, requiere de un proceso de nstruccón que supone reexón, adquscón de conocmen-
tos teórcos y puesta en práctca de los msmos. El oco de ser
padres se puede aprender y mejorar». Una mejora y aprendizaje que se resume en lograr que, de forma espontánea y habitual, impere la siguiente máxima:
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El tú de la persona amada debe prevalecer siempre sobre el propio yo: ¡he aquí la regla de oro de toda labor educativa, de la vida entera… y de la auténtica felicidad!
Teniendo esto claro, y sin demasiadas pretensiones, ofreceré un memorando, el más accesible y concreto que se me ocurre, de los principales criterios y sugerencias sobre «el arte de las artes», como ha sido llamada la educación. En la confluencia de tres amores
Si planteamos el asunto del modo más hondo y radical que yo conozco, las claves de la educación, y de todas las tareas que lleva consigo, se encierran en un solo término y misión – amar (amar ¡bien!)–… y en los dos corolarios que de ahí se siguen: 1. ¡ Aprender a amar inteligentemente!, sin nunca, nunca, dar por supuesto que uno ya sabe hacerlo, en contra de lo que a menudo sucede («… el amor debe ir a la escuela», me gusta recordar con Benavente). 2. Y sn magnar tampoco que va a lograrlo como por arte de
magia, sin poner de su parte cuanto fuere necesario para querer cada vez mejor (lo cual supone, como vengo diciendo, esforzarse por ser mejor persona). 1. Amor a los hijos El requisito ineludible
La primera cosa que los padres necesitan para educar es un verdadero y cabal amor a sus hjos: querer efectva y ecazmente su bien, el de «cada uno de todos» ellos.
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Según escribe G. Courtois en El arte de educar a los muchachos de hoy, la educación requiere, además de «un poco de ciencia y de experiencia, mucho sentido común y, sobre todo, mucho amor». Algo similar sostienen Charles y Laura Robinson, animando a los padres a asumir su tarea educadora: «Podéis hacer de ellos unos seres fundamentalmente felices; podéis darles el gran impulso inicial para la carrera de la vida. Ese impulso, en el ser humano tendrá que constar, en buena parte, de una gran dosis de amor. Porque el amor es la suprema actividad humana y la que tiene más virtud para equilibrar y potenciar a los hombres».
Con otras palabras, es preciso dominar algunos principios pedagógicos y obrar con sensatez, pero sin suponer que baste aplicar una bonita teoría para obtener seguros resultados. Todo ello sería nsucente sn el elemento ndspensable de un amor
auténtico y cabal… y hondamente enraizado en lo más íntimo de nuestro ser. [Esto se aplica tanto a los padres como a los educadores «de profesión»: maestros y profesores. Así lo muestran las siguientes palabras de Francisco Gómez Antón, Catedrático con muchos años de experiencia universitaria. Cuando le preguntaron por el «secreto» de su triunfo en las aulas, contestó: «Para dar una buena clase hay que hacer muchas cosas. La primera de ellas, querer mucho a los alumnos».] Lo primero que los padres necesitan para educar es un verdadero amor a sus hijos.
Amor clarividente…
¿Por qué? Entre otros muchos motivos, porque «cada niño –justo por su condición de persona– es una realidad absolutamente irrepetible», distinta de todas las demás.
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Antes que nada, en contra de lo que implícitamente pensamos… o ni siquiera pensamos, pero guía a menudo nuestros comportamientos, estamos ante un niño: no ante una suerte de mini-adulto o de adulto virtual y en construcción, que necesita ser tratado «como si fuera mayor» para lograr la plenitud que le corresponde… ¡o para que no turbe la tranquilidad en que nos hemos instalado! Así lo resume Meneses Morales, desde la perspectiva del psicólogo: «Prejuicio muy extendido es considerar al niño como un adulto en miniatura, es decir, como la versión más pequeña, débil y atractiva de aquel. Así, se habla al niño con el lenguaje del adulto, se pretende motivarlo apelando a valores lejanos que no le impresionan; asimismo, se le juzga presuponiendo en él la deliberación propia de las personas mayores. Sin embargo, el niño y el adulto no deren solo en centímetros de estatura o klogramos de peso,
ni tampoco en que el pequeño tiene la tez fresca y sonrosada, y el adulto el rostro surcado de arrugas. El ritmo de la vida del niño es mucho más rápdo que el del adulto, como lo manesta su contnua actividad […]. Su conducta suele ser “masiva”, de tal suerte que, si se enoja, se disgusta todo entero y, si está alegre, lo está todo entero. Los nños no camnan mesuradamente y en dreccón denda,
como las personas mayores. Gatean, brincan, trotan o corren como gacelas. Rara vez se les ve caminar. El intervalo más largo del día de un niño es el que media entre el mandato de acostarse y el instante en que acaba de decir sus oraciones, cepillarse los dientes, pedir otro vaso de leche, revisar el juguete preferido, comunicarle un secreto a su mamá –lo olvida cuando esta se dispone a escucharlo–, cambiar el gato por el perro como compañero de noche, pedir que se deje encendda la luz del pasllo y, nalmente, cuando la mamá
está a punto de perder la calma, dormirse como un ángel». Parece absurdo decirlo y, sin embargo, resulta de capital importancia: un niño es… un niño.
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Y tene el derecho y el deber de vvr como nño, justo para
después dejar de serlo y transformarse en el varón o la mujer cumplidos, a través de ese amargo trago en que nos empeñamos que sea la adolescencia. El niño piensa como niño, imagina como niño, percibe el tiempo y el espacio –también el propio cuerpo– como niño, se relaciona con el mundo, con sus semejantes ¡y con Dios! como niño, y un muy extenso etcétera. Y respetuoso Y los adultos, en lugar de agostar esa condcón con nuestras
pretensiones «de mayores», deberíamos dedicarnos a contemplarlo, para aprender de él –más a menudo de lo que suponemos– en qué consiste ser humanos (aunque también sin ingenuidades a lo Rousseau). Lo sostiene, bella y agudamente, Bartolomé Menchén: el «… estudio del hombre en la etapa inicial de su vida […] nos indica –con sus capacidades y sus necesidades– el camino adecuado para su educación, o, mejor dicho, para su formación. Porque para poder acertar a guiarle, hay primero que dejarse guiar por él; es decir, observarle con atención para ayudarle a desarrollar sus capacidades y poder responder a sus necesidades». Y concreta después: «… todo lo que sé de mportanca sobre
los niños lo he aprendido de ellos; y podría decir, también, que observándolos y reexonando he aprenddo muchas cosas sobre
mí. La relación con los hijos hace profundizar enormemente en el conocimiento de quiénes son ellos y quiénes somos nosotros». Ideas similares a las que resume, con plasticidad un tanto agresiva, Murphy-Witt: «Los niños no son pequeños adultos. Esto es algo que los padres olvidan a veces, por desgracia. Sobre todo cuando su retoño es tranquilo, está adaptado y da pocos problemas, lo desbordan
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rápidamente con una ración demasiado grande de vida adulta: mundos relucientes de consumismo en lugar de un espacio para jugar, espacios de cemento en lugar de experiencias en la naturaleza, restaurantes ruidosos en lugar de comidas agradables en la mesa familiar. Conversaciones de adultos en lugar de amigos de la misma edad. Todo ello exige demasiado de los pequeños. No pueden explotar su afán natural por moverse, no se pueden manchar, los visten con ropa de moda con la que no pueden andar dando saltos, tienen que estar sentados en un rincón callados. Cuando no hay otra posibilidad, los sientan delante del televisor o de un video. Así por lo menos dejan de molestar. De este modo, los padres tienen siempre a un niño limpio y pulcramente vestido que los sigue. Sin embargo, estas condiciones vitales no son en absoluto adecuadas para los niños. Después, que no se sorprendan mamá y papá cuando en algún momento su retoño salga de la jaula de oro y quiera ser un niño de una vez». Y concluye, con buen humor:
«Así pues, ¡se acabó la obligación de tener que jugar al miniadulto! Los niños se hacen mayores y se ven enfrentados a la cruda realidad. Concedámosles tantos hermosos días y experiencias infantiles como sea posible. Dejemos que jueguen, correteen y también se ensucien en función de su edad. A arreglárselas en el mundo de los adultos tienen que aprender de todos modos bastante pronto». El niño piensa como niño, imagina como niño, percibe el tiempo y el espacio como niño, se relaciona con el mundo, con sus semejantes ¡y con Dios! como niño…
Que no siempre lo es
Mas, como veremos más tarde, es frecuente que los adultos, después de sofocar al niño que debería pervivir en nosotros –y
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precisamente por ello–, impidamos a nuestros hijos vivir su infancia como tal. En este contexto pueden leerse las advertencias de Robinson: «Todo ser humano tiene también su marcha, su velocidad de crucero. Como padres, tenéis que conocerla bien y luego tratar de lanzarles a esa velocidad, pero sin pretender forzar su marcha. Forzar su marcha sería insensato. No conseguiríais otra cosa que estropear su maquinaria y dejarles expuestos a serias averías». Y estas otras, ya más concretas, de Meneses:
«En algunos hogares, los papás tienen prisa por transformar rápidamente al niño en adulto, la educación para ellos es obra a corto plazo y aceleran sus jornadas. Si el hijo del vecino comenzó a caminar al año, pretenden que el suyo lo haga a los 10 meses. Se empeñan en enseñar al niño de seis años a comer con la urbanidad de un adulto y a escribir con la simetría de una imprenta. No advierten que al actuar así violentan el ritmo del desarrollo infantil, resultado no solo del aprendizaje, sino también de la maduración, ese grado de desarrollo que permte que se maneste una nueva
función. Un niño de pocos meses jamás podrá caminar antes de que sus músculos se desarrollen; tampoco dejará de mojar su ropa hasta que no haya madurado el esfínter que controla la salida de la orina. El niño al cual se obliga a realizar tareas superiores a sus fuerzas frecuentemente se vuelve inseguro de sí mismo».
Aunque más directa resulta, de nuevo, la exposición de Menchén: «Os preguntaba por vuestra infancia –observa, en un diálogo imaginario–, porque la madurez humana consiste en ir pasando de una etapa a otra de la vida llevando con nosotros los mejores recuerdos; lo que es tanto como decir que no son imágenes de un pasado que se fue, sino momentos constituyentes de nuestra personalidad, de nuestro ser más profundo, y que están presentes en la actualidad. Si fuimos auténticamente niños nunca dejaremos de serlo».
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Y no solo por los recuerdos, me atrevería a añadr, sno por
el conjunto de hábitos que únicamente en la infancia pueden for jarse. De ahí que quepa proseguir: «… todos hemos sido niños, pero se puede decir de algunas personas que no han tenido infancia». Y explcar, con sugerente metáfora:
«La armonía afectiva y espiritual es el eco que va resonando en el interior del niño al compás de las acciones que va realizando; y esos ecos nterores tenen que ser ordenados, matzados, amplcados o moderados por los padres. Va surgiendo así una maravillosa melodía. De otra forma, serán sonidos inconexos o ruidos que se lleva el viento. La armonía afectiva y espiritual del niño necesita de unos maestros músicos, que son los padres. Si me permitís seguir con el símil de la música, os diría que al pentagrama en blanco de la vida del niño van llegando todo tipo de notas que, si no se integran en una melodía, se pierden en gran parte; y, así, cuando crecemos, desaparece la música de nuestra infancia».
Para concluir: «Viendo el modo de hablar y actuar de muchas personas adultas, metidas en un mundo de ambiciones demasiado humanas, de ansias de poder y dinero, es difícil descubrir en ellas a los niños que fueron, quizá porque los adultos les ayudaron muy poco a serlo». Y si no le permitimos ser niño durante su infancia, es muy probable que el resto de su vida arrastre ese déficit, que, en ocasiones, le impedirá incluso ser un joven y un adulto cabal.
Amor, por tanto, clarividente y respetuoso
Por otro lado, admitida, fomentada y consolidada su condición infantil, jamás se tratará de un caso más entre muchos. De
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ahí que ningún manual sea capaz de explicarnos ese presunto «caso» concreto. Hay que aprender, pues, a modular los principios a tenor del temperamento, la edad y las circunstancias en que se encuentren los chicos, teniendo en cuenta que lo que en este preciso instante puede resultar oportuno e incluso imprescindible para uno de ellos, en otro momento y en otra situación ha de ser evitado a toda costa… para ese mismo hijo. Pero solo el amor permite conocer a cada uno de nuestros hijos tal como es hoy y ahora y actuar en función de ese conocimiento: aun concediendo la parte de verdad que encierra el dicho de que «el amor es ciego», resulta mucho más profundo y real sostener que es agudo y perspicaz, clarividente; y que, tratándose de personas, solo un amor auténtico nos capacita para conocerlas con hondura y tratarlas en consecuencia. Solo el amor permite «andarse con contemplaciones» –conocer a cada uno de nuestros hijos tal como es hoy y ahora– y actuar de acuerdo con ese conocimiento.
Jugar las mejores bazas…
De hecho, será el amor el que enseñe a los padres a poner en práctica una de las claves más importantes de la educación. Lo que suele llamarse educar en positivo, cuyo principio fundamental consiste quizá, una vez anclados con fuerza en la condición personal de cada uno de ellos, en: 1. Descubrir y, si es necesario, poner por escrito –con sus nombres propios, para que queden bien claras y para repasarlas y perlarlas todavía más cuantas veces fuere conveniente–, las cualidades que sus hijos ya poseen y deben ser potenciadas.
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2. Procurar no insistir monótona, reiterativa y exclusivamente: 2.1. En la corrección de sus defectos. 2.2. O en los que lleva anejos el papel o función en que –siguiendo una mala costumbre tremendamente extendida– lo hemos encasillado: tozudo, holgazán, manazas, payaso, desordenado, cachaza, intransigente, protestón, desaliñado… (Defectos que, precisamente por serlo, resultan difíciles de vencer. Atender, por el contrario, a sus puntos fuertes, y solicitar en esos campos mejoras asequibles, permitirá a los chicos: 1. Ir obteniendo pequeñas victorias, con la alegría que a ellas va aparejada. 2. Aumentar de esta forma la propia estima y las ganas de luchar. 3. Ponerse, con el crecimiento conjunto de su persona, en condiciones de superar unos defectos que antes eran invencibles.)
De igual modo, el amor llevará a los padres a advertir el momento más adecuado para «estar» –de forma más o menos activa, o simplemente «estar»– y para «desaparecer», para hablar y para callar; el tiempo para jugar con los niños e interesarse por sus problemas sin someterlos a un interrogatorio y el de respetar su necesidad de estar a solas… con su propia intimidad; las ocasiones en que conviene «soltar un poco de cuerda» y «no darse por enterados», frente a aquellas otras en las que procede intervenir con decisión e incluso con resuelta viveza y una pizca de agresivdad ngda… Y, según decía, en todo este dfícl arte los padres resultan
irreemplazables: porque solo quien ama con locura –incondicional, incondicionada e incondicionablemente– es capaz de descubrir los tesoros inauditos de grandeza que cualquier persona encierra en lo más íntimo de su ser y prestarle el vigor y el apoyo imprescindibles para hacer que despunten, se desarrollen, maduren y alcancen su plenitud.
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Un matrimonio muy agobiado por su trabajo profesional buscaba en una tienda de juguetes un regalo para su niño: pedían algo que lo divirtiera, lo mantuviese tranquilo y, sobre todo, le quitara la sensación de estar solo. Una dependiente inteligente les explicó: «lo siento, pero no vendemos padres».
Pues nadie lo hará en nuestro lugar…
Como ya apunté, la experiencia muestra que normalmente insistimos más en los defectos de nuestros hijos que en sus atributos positivos. Escrbe Nancy Samaln: «Nosotros nos jamos demasado en
las correcciones ro jas del trabajo de Historia, en la palabra mal escrita, en el resultado equivocado del problema de Matemáticas o en los acentos que faltan. Tenemos la costumbre de jarnos en
lo “malo”, en lugar de hacerlo en lo “bueno”, de nuestros hijos, no solo en el ámbito escolar, sino también en otros aspectos de la vda. S usted es capaz de romper este esquema […] y jarse en lo
positivo, su hijo mostrará una mayor motivación, cooperación y seguridad en sí mismo». Y algo semejante suelen hacer los demás: cas sn pretender-
lo, advierten lo más negativo. Una de las más tristes consecuencias de este modo de obrar es que los chicos pueden pasar muchos años ignorando no solo su grandeza constitutiva e inalienable –¡amigos potenciales de Dios!–, sino también aquellas cualidades en las que, con un mínimo de esfuerzo, podrían sobresalir y apoyarse para mejorar el conjunto de su persona. Lo ilustran estas sensatas –y tal vez un tanto excesivas– reexones de Faber y Mazlsh:
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«Parece ser que elogiar un comportamiento cabal no brota espontáneamente. espontánea mente. La mayoría de nosotros somos prontos en criticar y tardos en aplaudir. aplaudir. Como padres, tenemos la obligación de invertir ese orden. […] El lector habrá constatado que el mundo exterior no es muy proclive a las alabanzas. ¿Cuándo fue la última vez que otro conductor le dijo: “Gracias “Gracias por ocupar solamente una plaza de aparcamiento. Así cabrá también mi coche”? Nuestros esfuerzos de colaboración se dan por sentados. Si en cambio sufrimos un desliz, la condena será virulenta. Seamos diferentes en nuestros hogares. Recordemos que además de pro proporcionarles porcionarles alimento, refugio y vestido, tenemos otro deber con nuestros hijos, y es consolidar sus mejores “atributos”. El mundo entero les afeará los defectos, con vigor e insistencia. Nuestra función es darles a conocer su parte buena». buena ».
Desde su atalaya de psiquiatra, lo refuerza el juicio de Elisabeth Lukas: «Ante todo es importante […] preguntar también por las predisposiciones positivas del hijo, por los momentos de armonía que se viven en la familia, etc. Escudriñar solamente en lo negativo de un currículo no es más que una encuesta deprimente, hostil y absurda, porque su parcaldad solo saca a la luz decencas y menoscaba la esperanza».
Y resulta imprescindible
«El hombre –apunta de nuevo Robinson– es un ser que necesita absolutamente del aprecio de los demás. Esta sensación íntima de que uno es acogido y estimado es un artículo de primera necesidad para el ser humano; lo mismo que el aire, el agua, el alimento ali mento y el calor». Y precsa, certeramente:
«La aprobación debe estar más dirigida a aquellos que más necesitan de ella y en aquellos sectores que la necesitan. A un
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muchacho que suele traer malas notas, el saber apreciar las veces que las trae buenas, será acertar en una de las teclas más profundas de su espíritu, será, quizá, remover un desánimo persistente y profundo, abrrle una hermosa esperanza, armarle en la conanza en sí msmo.
El alabar con oportunidad la superación, siquiera sea momentánea, de un defecto, será más ecaz que reprmendas y muchos
castigos». Insistir en sus defectos e ignorar sus cualidades puede llevar al niño a desconocer cuáles son las auténticas armas con las que cuenta para desarrollarse y triunfar en la vida.
2. Amor mutuo mutuo Amor entr entree los cónyuges cónyuges
La primera cosa que el hijo necesita para ser educado es que sus padres se quieran entre sí (es (es decir, como esposos). «Hacemos que no le falte de nada, estamos pendientes hasta de sus menores caprichos, y sin embargo…». Expresiones como esta las oímos a menudo, proferidas por tantos padres que parecen volcarse sobre sus hijos –alimentos sanos, reconsttuyentes y vtamnas, juegos más y más sostcados,
vestidos y demás prendas de marca, vacaciones junto al mar o en la nieve, diversiones sin tasa ni de tiempo ni de precio, resolución de problemas o de gestiones que deberían realizar los hijos, trasportes en coche cuando lo mejor es que tomaran el autobús, etc.–, pero se olvidan de la cosa más importante que precisan los críos: que los propios padres se amen y estén unidos… como esposos (repito con plena voluntariedad, pues solo luchando por mejorar su condición de esposos podrán llegar a ser buenos padres).
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El cariño mutuo de los padres es el que ha hecho que los hijos vengan al mundo. Y el msmo afecto recíproco debe completar
la tarea comenzada, ayudando al niño a alcanzar la plenitud y la felicidad a que se encuentra llamado. El complemento natural de la procreación, la educación, ha de estar movido por las mismas causas que engendraron al hijo: el amor de los esposos.
Sentirse protegidos y tener un punto de refer referencia encia
Hace ya bastantes siglos que se dijo que, al salir del útero materno, donde el líquido amniótico lo protegía y alimentaba, el niño reclama imperiosamente otro «útero» y otro «líquido», sin los que no podría crecer y desarrollarse; a saber, los que originan el padre y la madre al quererse de veras. Además, cualquier chico o chica necesitan un modelo vivo al que imitar, aunque sea remotamente y de acuerdo con sus propias peculiaridades, para poder desplegar las riquezas de su propia personalidad. Por eso, cada uno de los esposos ha de empeñarse en un combate constante de mejora personal, según antes apunté, al que los hijos puedan contemplar y referirse; y, como fruto de su amor recíproco, debe asimismo: 1. Mostrar con delicadeza, delicadeza, también para que los chicos lo adviertan, el cariño hacia su marido o su mujer (probablemente nada resulte más gratcante y educatvo para un
hijo que advertir cómo se quieren sus padres). consecuenc a: 2. Y, además, y como consecuenca: 2.1. Engrandecer la imagen del otro ante ante los hijos. 2.2. Evitar cuanto pueda hacer disminuir el cariño de estos hacia su cónyuge.
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Promover el amor de cada hijo hacia el otro cónyuge
Lo anterior puede concretarse, de momento, en los siguientes preceptos. Desde que los críos son muy pequeños: 1. Además de manifestar prudente pero claramente el afecto que los une, con gestos y palabras («nunca agradeceré lo bastante a mis padres el que se besaran con cariño delante de mí», me comentaba el otro día una chica de unos 25 años). 2. Los padres han de prestar atención: 2.1. A no hacerse reproches mutuos ni comentarios irónicos delante de ellos. 2.2. A no permitir uno lo que el otro prohíbe (la pregunta reeja, ante una consulta del hjo o la hja ha de
ser: «¿qué te ha dicho papá o mamá?», aunque luego, si opinaran de manera distinta, deban hablar a solas para ponerse de acuerdo). En este contexto, resultan muy oportunas las observaciones de Meneses: «Pocos factores producen mayor confusión en la mente infantil que la divergencia de los papás en el modo de educarlo. Si la norma señalada por el papá es desobedecida con la complicidad de la mamá, o si el hijo se alía con el papá para pasar por encima de lo establecido por la madre, se le está enseñando a burlarse de las normas. Esta es una manera ecaz para que el nño “manpule” a
ambos progenitores y acabe por enfrentarlos entre sí».
2.3. A evitar de plano ciertas aberrantes recomendaciones al nño, que le llevaría a desconar del otro cónyuge:
«esto no se lo digas a papá o a mamá», etc. Cualquier ruptura o disminución de la armonía entre los cónyuges, cualquier asomo de acritud, es inmediatamente advertido por los hijos, hace que les falte el aire que respiraban y provoca, junto a indecibles sufrimientos normalmente inconfesados, una detención o una contrahechura en su desarrollo personal.
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Espléndida es la explicación de Menchén: «El problema es que a los niños pequeños las desavenencias de los padres les generan inseguridad. No tienen capacidad de intervenir en una situación que les desconcierta y se encierran en sí mismos. Si las riñas son frecuentes, les costará abrirse a sus padres con sencillez porque aprecian una cierta amenaza que no saben dentcar. La cuestón es aún peor s pensan que ellos son la causa
de los problemas. El equilibrio del niño se empieza a romper. Por el contrario, cuando la relación de los padres es profundamente cordal, los hjos se manestan –cada uno según su carácter– con gran
espontaneidad y alegría». Al salir del útero materno, donde el líquido amniótico lo protegía y alimentaba, el niño reclama otra protección y alimento sin los que no podría crecer y desarrollarse: los que originan el padre y la madre al quererse de veras.
3. Enseñar a querer Principio y meta
Como acabamos de ver: 1. El principio radical de la educación es que los padres se quieran entre sí y, como consecuencia de ese amor, que quieran de veras a sus hijos. 2. El n o meta de esa educacón es que los hjos, a su vez,
vayan aprendiendo a querer, a amar… pues esa es la actividad más propia y que más perfecciona a cualquier persona y, como consecuencia, la que los hará feliz. Lo expresan con hondura y udez Charles y Laura Robnson: «Amar a los demás es lo más grande y lo más importante que puede hacer un ser humano en toda su vida. Fomentar y desarrollar
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en vuestros hijos la capacidad de amar es llevarles a la cumbre de su personalidad. Todas las demás capacidades y cualidades tendrán sentido si ese ser humano sabe amar. Si no es capaz de amar mucho a sus semejantes, las demás cualidades que posea se insertarán en su egoísmo y harán de él un inadaptado, un fracasado, quizá un tirano, un criminal, un monstruo».
Curiosamente y en compendio, educar es amar, y amar es enseñar a amar: pues no es otro el destino del ser humano ni la clave de su felicidad. Por consiguiente, educar equivale a enseñar a amar.
Un ser-para-el-amor Según arma Phlppe, «en el plano pscológco y esprtual
la necesidad más profunda del hombre es el amor: amar y ser amado». A lo que añade C. Singer: «El amor es lo que queda cuando ya no queda nada más. En lo más hondo de nosotros, todos lo recordamos cuando –más allá de nuestros fracasos, de nuestras separaciones, de las palabras a las que sobrevivimos– desde la oscuridad de la noche se eleva, como un canto apenas audible, la seguridad de que, por encima de los desastres de nuestras biografías, más allá incluso de la alegría, de la pena, del nacimiento, de la muerte, existe un espacio que nadie amenaza, que nadie ha amenazado nunca y que no corre ningún peligro de ser destruido: un espacio intacto que es el del amor que ha creado nuestro ser» (es decir, el amor recíproco de nuestros padres). Y, en certo modo como resumen, y en la esfera de la graca,
explica Alfonso María de Ligorio: «¡Ojalá que todos entendieran esta verdad, que una sola cosa es necesaria! No es necesario allegar en la tierra muchos caudales, ni granjearse la estima de los demás, ni llevar vida regalada, ni escalar las dignidades, ni ganar
LOS TRES «PRIMEROS PRINCIPIOS» DE TODO EDUCADOR…
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reputación de sabio; una sola cosa es necesaria: amar a Dios y cumplr su voluntad. Para este únco n nos creó y conserva la
vida, y solamente por este camino llegaremos un día a conquistar el paraíso». Todo el esfuerzo educativo de los padres ha de dirigirse, pues, en última instancia, a incrementar la capacidad de amar de cada hijo y a desterrar cuanto lo torne más egoísta, más cerrado y pendiente de sí, menos capaz de descubrir, querer, perseguir y realizar el bien de los otros. Solo así contrburán ecazmente a hacerlos felces, puesto que la dcha –como muestran desde los lósofos cláscos hasta
los más certeros psiquiatras contemporáneos… y la experiencia sincera de cada uno de nosotros– no es sino el efecto no buscado de engrandecer la propia persona, de mejorar progresivamente: y esto solo se consigue amando más y mejor, dilatando las fronteras del propio corazón… con objeto de que, al término de nuestro paso por este mundo, «nos quepa más Dios en él» y seamos, consiguientemente, mucho más dichosos. El empeño educativo de los padres ha de dirigirse a incrementar la capacidad de amar de cada hijo y a evitar cuanto lo torne más egoísta.
Educar para la felicidad
Con otras palabras. Pese a cualquier apariencia en contrario, la felicidad es directa y exclusivamente proporcional a la capacidad de amar de cada persona, expresada en obras: 1. Quien ama mucho, es muy feliz. 2. Quien tiene un amor mediocre, nunca alcanzará una dicha completa. 3. Y quen no sabe o no quere amar, por más que trunfe en
los restantes aspectos de la existencia humana, será un
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auténtico desgraciado… aunque a veces pretenda encubrirlo o negarlo: ¡cuántos famosos acaban por reconocer que llevan una vida insufrible! De ahí que San Juan de la Cruz pudiera sostener, con expresión que casi nunca se cita literalmente (yo tampoco lo hago ahora): «En el atardecer de nuestra existencia, se nos examinará del amor»… ¡y de nada más!
El amor encarnado…
En conclusión-conclusión: cualquier acción educativa tendrá validez en la exclusiva medida en que el motor de lo que se aconseja hacer o dejar de hacer, de lo que uno realiza u omite, sea: 1. Un amor auténtico e inteligente hacia la persona que se pretende formar. 2. O, con otras palabras, el bien real de esa persona. 2.1. Que siempre habrá de prevalecer sobre el nuestro. 2.2. Y que consste, a su vez, en que el ser querdo esté
más pendiente del bien de los demás que del suyo propio… y no en un sinfín de concesiones que interpretamos como signo de amor, pero que no son sino trampas en las que caemos con más o menos conciencia y con más o menos dosis de egoísmo y comodidad. Certeros y templados, también por caminar contracorriente, me parecen los siguientes juicios: «Los padres que adoptan un igualitarismo exagerado, o una permisividad excesiva (“¡Ya es mayor para hacer lo que quiera!, ¡cada uno es libre de tomar sus propias decisiones!”), no proporcionan a sus hijos la clase de apoyo que necesitan.
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Muchos padres adoptan esta actitud al no sentirse comprometidos ni implicados en la educación de sus hijos (padres despreocupados, negligentes o con pocos recursos educativos), otros a causa de nociones deformadas (¡y muy extendidas!) de cómo debe establecerse la relación padres-hijos. En familias de clase media se incrementa el riesgo de que los adolescentes presenten conductas socialmente desviadas, consuman drogas, etc., cuando los padres se declaraban partidarios de valores como la individualidad, la comprensión de sí mismo, la disposición a aceptar cualquier innovación, la necesidad del igualitarismo en la familia, pero que realmente utilizaban dichos valores para eludir sus obligaciones de la responsabilidad educativa que corresponde a los padres».
El bien más radical de cualquier persona –lo que la perfecciona y hace feliz– consiste en que, olvidada de sí, se ocupe de procurar el bien a quienes la rodean.
Y el amor excluido
Volviendo sobre lo sugerido hace unos momentos, y para de jar bien sentada la idea clave, repito que el mayor mal que unos padres pueden hacer a sus hijos es… faltarles, abandonarles, romper el matrimonio y andar cada uno por su lado. Ese es el modo supremo de mostrarles su desamor.
Como es un tema que trataré con detenimiento en un próximo libro, transcribo ahora simplemente unas agudas y muy sensatas convicciones –comprobadas también en su práctica terapéutica– de Lukas. El inicio es la refutación –amable pero sólida– de una falacia muy de moda:
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«La lógica de que un hogar roto es más humano que las interminables discusiones domésticas es, ciertamente, un razonamiento difícil de rebatir, pero tras él se esconde que la única alternativa a la disputa sería la separación de los padres, cosa que, normalmente, no es cierta. En la mayoría de los casos, las alternativas sensatas a las peleas domésticas constantes serían, entre muchas otras, el aumento de la voluntad de paz, del ejercicio del arte de la búsqueda de compromiso, el respeto y la objetividad en las disputas de cualquier índole». Agrega a continuación un par de ideas muy de fondo, que deberían servir de horizonte para cuanto leamos en todo el escrito: «En general, los hijos resisten mucho más de lo que, según las tesis de la psicología profunda [léase freudiana], “tienen permitido”. Soportan bastante bien el hecho de compartir a la madre con el padre sin desarrollar complejos edípicos y, aun con ocasionales dolores de barriga o rechinamiento de dientes, aprenden a compartir a sus progenitores con los hermanos sin acabar cayendo en incesantes histerias de celos. Los hijos dejan de hacérselo en los pantalones sin tener que producir fantasías anales de por vida y sobrellevan los castigos paternos sin que tales represalias del entorno los dobleguen. Incluso la renuncia a los juguetes, la colaboración en las tareas domésticas, el estrés escolar y las peleas con otros niños dejan menos heridas psicológicas de lo que se piensa y robustecen la capacidad infantil de mostrarse seguros ante determinadas pruebas». Y concluye conrmando lo que ahora más nos nteresa:
«Los niños aguantan mucho, pero necesitan un padre y una madre. El amor y la estabilidad de los padres es la columna vertebral de los hijos y, mientras esta permanezca intacta, harán frente a casi cualquier tormenta que el destino les depare. Pero cuando el padre y la madre rompen cruelmente, empieza la accón de los hjos, una accón mucho peor que el dolor
y el hambre».
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Los niños aguantan mucho, pero necesitan –de manera imperiosa– un padre y una madre.
Ayuda para la reflexión personal
La conclusión más importante de las páginas que acabas de estudiar sería que el amor entre los cónyuges, padre y madre, constituye el motor principal de la educación de los
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hjos. ¿Estás de acuerdo con esa armacón? •
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El objetivo de la educación, familiar o institucional, es enseñar a querer. Educar es igual a amar. ¿Comprendes en la totalidad de la expresión: «El hombre es aquel ser que debe llegar a ser hombre»? Considera con hondura esta verdad, porque es la base de toda acción educativa. Nuestra tarea no consiste en hacer bien de padres, sino en esforzarnos por ser buenos padres. En esta armacón, el sgncado de estos dos térmnos (hacer / esforzar) adque-
re una importancia que no puede exagerarse. ¿Sabrías decir por qué? Te animo a desarrollar cuanto puedas la respuesta a este interrogante. Para concluir, piensa que una buena teoría no obtiene siempre buenos resultados en el ámbito educativo. Lo que realmente importa es el amor, clarividente y respetuoso.
•
II SiETE NUEVOS PRiNCiPiOS –Y UNA CLAVE–
PARA EDUCAR ACEPTABLEMENTE
¡Pongámonos en forma!
¡Alerta! Existen muchas maneras de leer o estudiar un escrito, como también las hay de observar la realidad. Muy a menudo, no advertimos la existencia de algo o dejamos sin percibir ciertas propiedades o caracteres de una persona, animal o cosa…, sencillamente, porque no los estamos buscando. Con los libros sucede algo parecido. Es preciso poner la mente en estado de búsqueda para encontrar todo lo que el libro puede enseñarnos. Si esto no sucede, resulta bastante fácil que nos quedemos sin ni siquiera advertir cuestiones claras y claramente expuestas, pero que «no nos dicen nada». Por eso, antes de comenzar el presente apartado, me gustaría que intentaras responder, con calma y, si es necesario, por escrito, a estas preguntas.
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QUÉ HACER… PARA NO HACERLO TAN MAL
Cuestiones Previas
La estabilidad conyugal representa el fundamento insustituible para la educación de nuestros hijos. ¿Piensas que mostrar una actitud positiva incluso ante las faltas de nues-
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tros hjos hace más ecaz nuestra labor? ¿Con excepcones
o sin ellas? •
Necestamos proveernos de los medos sucentes para establecer una relacón de conanza con los hjos, para es-
cuchar amable y cariñosamente sus sugerencias. ¿Estimas que esto se consigue solo con buena voluntad o es necesaro estudar y prepararse de un modo especíco? •
•
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¿Cuál es tu opinión sobre los premios y los castigos? Tanto si eres partidario de ellos como si no, conviene que esos «auxilios» sean consensuados y sirvan de refuerzo positivo. De cualquier modo, regañar o castigar cuando resulte necesario, «y solo cuando resulte necesario», es una prueba de amor. ¿Cómo crees que debe ser la actitud de los padres ante el dolor y el sufrimiento de los hijos? ¿Qué opinas de la sobreprotección? Pon algún ejemplo de tu vida vivida. La educación de y en la libertad es un asunto complicado. Debemos enseñar a nuestros hjos el valor nnto de la propa lbertad, y a dentcarla con el amor. La lbertad es
querer lo que no resulta obligado por los instintos. El bien del otro en cuanto otro. Es autoconstruirse. Necesitamos (y necesitan) ayudar para descubrir la maravilla que es obrar libremente por amor. Asentados estos tres principios fundamentalísimos, podemos considerar otros que se derivan de ellos y, en última instancia, con ellos se dentcan y cas concden entre sí. De ahí que no
me haya esforzado en encontrar un determinado orden con preferencia a cualquier otro. En cierta manera, en los párrafos que siguen, «todo está en todo».
SIETE NUEVOS PRINCIPIOS PARA EDUCAR ACEPTABLEMENTE
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1. Padres ejemplares… por amor «Primum vivere…»: más enseña la vida que cualquier teoría
Los niños tienden a imitar las actitudes de los adultos, en especial de los que quieren o admiran. En concreto, jamás pierden de vista a los padres, los observan de continuo, sobre todo en los primeros años. Ven también cuando no miran y escuchan incluso cuando están (o parecen estar) super-ocupados jugando. Poseen una especie de radar, que intercepta todos los actos y las palabras de su entorno. Por todo lo anterior, escribe Javier Salinas: «Educar no es una cuestión de acumulación de conocimientos. Se trata más bien de ayudar a desarrollar armoniosamente todas las dimensiones que cualcan a la persona. Esto consttuye el prmer servco
a toda persona. Una realidad que supone sobre todo educadores, alguien a quien imitar, con quien confrontarse, y que puede ofrecernos posibilidades para alcanzar la meta de la educación que es el ejercicio de la libertad y la voluntad de comprometerse con aquello que es bueno, noble y justo. […] Por otra parte, no hay que olvidar que la educación es fundamentalmente imitación, conocimiento de valores y repetición de aquellas formas de comportamiento que hacen excelente a la persona». Algo similar recuerda J. S. Mill: «Lo que forma el carácter no es lo que un niño o una niña puede repetir de memoria, sino lo que ellos aprendieron a amar y admirar». Por eso los padres educan o deseducan, ante todo, con su ejemplo y, muy particularmente, con la orientación que impriman al conjunto de su existencia: en última instancia, o el amor propio o el amor a Dios (y, por Él, a todos los demás).
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Coherencia eficaz…
Además, el ejemplo posee un insustituible valor pedagógico, de nctacón, de conrmacón y de ánmo:
1. No hay mejor modo de enseñar a un niño a tirarse al agua que hacerlo con él o antes que él. 2. E igualmente a comer de todo (¡el «no me gusta» debería desterrarse de cualquier familia… comenzando por los padres!), a poner y quitar la mesa, el lavavajillas, a ir al supermercado… 3. A mantener en el hogar un tono de corrección, en el vestir y en el hablar, pongo por caso. 4. A controlar los enfados y las rabietas, a no volcar su mal humor sobre el primero que encuentre en su camino, a estar más pendiente de sus hermanos que de sí mismo, etc. [El test dentvo de la marcha de un hogar no es lo que un hijo
esté dispuesto a hacer por sus padres –normalmente, si la familia «funciona», mucho o todo–, sino lo que uno de los hermanos es capaz de hacer por los restantes… sobre todo cuando la tarea en cuestión «le toca» a otro hermano]. Las palabras vuelan, pero el ejemplo permanece, ilumina las conductas, despierta… y arrastra.
O ineficacia, e incluso daño
En el extremo opuesto, la incongruencia entre lo que se aconseja y lo que se vive, junto con la falta de amor recíproco –esposo-esposa–, son los mayores males que un padre o una madre pueden ngr a sus hjos.
Cosa que ocurre, sobre todo, a determinadas edades (la adolescencia, por ejemplo, pero también algunos años antes), cuando
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el sentido de la «justicia» se encuentra en los chicos rígidamente asentado, sobre-desarrollado… y dispuesto a enjuiciar con excesiva dureza a los demás. ¡Produce pasmo ver hasta qué extremos puede ser cruel y despiadado el juicio de un crío o una cría! (y, sin embargo, no debería asombrarnos; como decía Tomás de Aquino, «… la justicia, sin misericordia, es crueldad»). Para ser padres ejemplares
Para evitar que esto pudiera suceder, o, dicho en positivo, si queremos ser unos padres ejemplares, existe una especie de precepto cuya importancia resulta imposible exagerar y al que, por eso, acudiré más de una vez. El mejor modo de mantener y fomentar la armonía de un hogar y el crecimiento de los hijos consiste en: 1. Reducir cuanto se pueda el número de normas por las que se rige su conducta: «tantas como sea necesario y tan pocas como sea posible», sugiere Murphy-Witt. 2. Hacer que esos criterios fundamentales respondan a la verdad y la bondad objetivas , y no a preferencias o caprichos de los cónyuges (de nuevo, la primacía del ser sobre la subjetividad). (Y, por consguente, han de cumplrlos tanto los padres como
los hijos: también, pongo por caso, el empleo de la tele, del ordenador y artilugios similares, la visión de determinados programas, eluso-y-no-abuso de bebidas alcohólicas o de caprichos culinarios… o, con los matices imprescindibles, la hora de volver a casa).
3. Lograr que en todo lo demás se respete exquisitamente la libertad y la iniciativa de los chicos (igual que, antes, las del cónyuge), aunque el modo como actúen, siempre que sea éticamente lícito, choque frontalmente con las prefe-
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rencias del padre o de la madre… que, como vengo repitiendo, «no cuentan para nada». Lo que importa es el bien del hijo, no mis caprichos de padre o de madre.
En resumen: unos cuantos criterios claros –muy pocos e inamovibles– y un exquisito respeto al modo de ser de cada cual. Estabilidad
Insisto ahora en que, a pesar de lo que a veces pensemos y de lo que imponen ciertas modas ya un tanto desfasadas, los niños y adolescentes –más todavía que los adultos– necesitan de forma imperiosa unos puntos de referencia sólidos. De lo contrario, se tornan inseguros, vacilantes, indecisos… ¡y sufren inútilmente! Como es lógico y vengo apuntando, establecer esos hitos es tarea de los padres en función de la realidad: del bien y de la verdad objetivos. Por tanto, recuerda Murphy-Witt, «… es maravilloso que también se tengan en cuenta los intereses de los niños en la familia. Pero si se pueden negociar todas las reglas, todos los límites, todas las tareas, báscamente no hay nada váldo. Todo uye continuamente, en función de las ganas, del humor y de la forma en que se encuentren los padres. Así, los niños nunca saben a qué atenerse. Una democracia familiar de este tipo no fomenta ni la autonomía ni la seguridad en uno mismo. Al contrario, provoca inseguridad en los niños y en última instancia los deja al libre albedrío de los adultos. Al n y al cabo, son mamá y papá los
que deciden, y quizás incluso de forma autoritaria cuando no hay tiempo para discutir interminablemente. Entonces, el que antes se nombraba compañero a sí mismo, se convierte de repente en dictador, lo cual es muy difícil de entender para los niños. No es
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de extrañar, pues, que se rebelen y que no respeten lo que se ha establecido sin tenerlos en cuenta». En este caso, el peligro suele venir, una vez más, de estar más pendientes de nosotros mismos que del bien real de nuestros hijos. Prosigue la autora alemana que acabo de citar: «Los padres que han sufrido en su propia infancia demasiada severidad, suelen pasar al otro extremo. Normalmente no se dan cuenta de que sus hijos sufren igual con esta laxa “no educación”. Puesto que si papá y mamá les conceden una libertad de decisión ilimitada a sus retoños, les están pidiendo demasiado. Simplemente todavía no pueden aceptar la responsabilidad de su vida, lo cual los hace más bien poco autónomos y para nada independientes. Los padres que se abstienen por completo en la educación, optan por su propia comodidad. Sus hijos los consideran con frecuencia indiferentes. “A ellos les da igual lo que haga”, creen muchos. La consecuencia es que intentan una y otra vez llamar la atención: discretamente con malas notas en el colegio, dolores de cabeza o trastornos alimentarios, o haciéndose notar más mediante peleas y conductas inquietas o agresivas. Así desafían a sus padres permanentemente para que tomen una determinación de una vez, para que les den el apoyo que con tanta urgencia necesitan.
Así pues, ¡se acabó conceder una supuesta libertad progresista y no inmiscuirse por comodidad! Los niños quieren que los eduquen. Para ello es necesario también que aprendan a tomar sus propias decisiones, pero en función de su edad y paso a paso, bajo la dirección paterna. Quien conduzca a su hijo cuidadosamente hacia este objetivo, podrá dejarle alguna vez con plena conanza toda la lbertad de decsón
respecto a sus propios intereses».
Las pautas que se establezcan en un hogar deben responder a la verdad y el bien objetivos, reales.
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2. Amar: animar y recompensar Quererlos como son; es decir, como están llamados a ser; es decir, mejor de lo que son
Como antes apuntaba, solo un amor auténtico y desprendido sabe descubrir la verdadera grandeza y las aptitudes de cada uno de nuestros hijos y, sin necesidad de excesivas palabras, ponerlas ante su vista como el real-ideal al que han de aspirar. Por el contraro, cuando ese amor no es lo sucentemente
hondo y desinteresado, fácilmente les trasmitiremos la impresión de que valen más bien poco… y les instaremos, sin advertirlo, a adecuar su comportamiento a esa imagen depreciada y empequeñecida. Como dicen Faber y Mazlish, «… la actitud que subyace a sus palabras es tan importante como las palabras mismas. La actitud con la que prosperan los niños es la que comunica poco más o menos: “Eres báscamente una persona adorable y ecente. Ahora
mismo hay un problema que requiere tu atención. Una vez hayas tomado conciencia de él, lo más probable es que respondas responsablemente”. La actitud que derrota completamente a los niños es la que comunica: “Eres básicamente irritante e inepto. Siempre te las ingenias para hacerlo todo mal, y este último incidente es una prueba más de tu absoluta incapacidad».
Atender a cuanto de excelente hay en ellos
El niño es muy receptivo. Si se le repite con frecuencia que es un maleducado, un egoísta, un vago que no sirve para nada, se creerá y será verdaderamente maleducado, egoísta, e incapaz de realizar tarea alguna… «aunque no fuera –suelo explicar, con una punta de ironía– sino para no defraudar a sus padres». Así lo expone Samalin, referido a un caso concreto:
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«A veces, no nos damos cuenta de que un comentario o crítica antes del hecho concreto parece predestinar su ejecución. Cuando la madre de Jill estaba a punto de salir por la tarde, dijo a su hija: “Jill, quiero que seas buena niña y no molestes a tu hermanito cuando esté aquí la canguro”. La madre de Jill esperaba que su hija se portara mal antes de que sucediera. Tal vez tuviese razón para suponerlo, debido al comportamiento habitual de Jill. Pero la niña oyó el mensaje oculto: “Mamá espera que tú lo molestes”, y cumplió la profecía atormentando y haciendo llorar a su hermanito». Y agrega después la norma general:
«Con las mejores intenciones, muchos padres creen que conseguirán un cambio en sus hijos si les señalan lo que hacen mal. No obstante, lo triste del caso es que la crítica refuerza todavía más el mal comportamiento que intentamos corregir. Los niños se toman de una forma muy personal las críticas que sus padres les hacen. Se sienten atacados por las personas por las que esperan ser admirados. Las críticas pueden, incluso, llegar a convencerles de que no pueden cambiar y […] verse a sí mismos perdedores en ambos sentidos. En otros casos, los ataques críticos hacen que los niños se pongan a la defensiva y respondan con hostldad y desconanza. Las crítcas, con ndependenca del tpo que
sean, no animan a los niños a cambiar».
Análogamente, si por una excesiva insistencia en sus defectos y una paralela ignorancia de lo que realiza bien, damos la impresión de que solo estamos con él para regañarle, seguirá actuando mal, ncluso de forma nconscente, con el únco n de
recibir la atención que necesita.
Paradójicamente, cuando solo atendemos a lo que los chicos hacen mal, las regañinas se transforman en refuerzo psicológico para aquellos modos de obrar que pretendemos que eviten.
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Aceptación incondicional
Gottman y Silver lo explican con otros términos y tono, y lo aplican inicialmente al matrimonio, que es donde en primerísima instancia debe tener vigencia. Pero la idea que subyace a sus palabras es sustancialmente la que acabo de sugerir: la clave y el punto de partida de todo intento de ayudar a una persona consiste en aceptarla radicalmente y de manera incondicional, amarla… y hacérselo saber con el máximo cariño. «La base para enfrentarse de forma efectiva a cualquier clase de problema es la misma: comunicar tu aceptación básica de la personalidad de tu compañero. Por nuestra naturaleza humana, es prácticamente imposible que aceptemos consejo de nadie a menos que sintamos que esa persona nos comprende. De modo que la regla básica es: antes de pedir a tu pareja que modque su modo de conducr, comer o hacer el amor, debes hacerle sentir que la comprendes. Si alguno de los dos se siente juzgado, incomprendido o rechazado por el otro, no podréis enfrentaros a los problemas del matrmono. Y esto se aplca tanto a los grandes
problemas como a los nimios».
Y, ya en relacón con los hjos, ndcan lo decsvo que resulta
aceptar de forma incondicionada los sentimientos de una persona (como después veremos): «Las personas solo pueden cambiar si se advierten aceptadas tal como son. Si nos sentimos criticados o poco apreciados, no podemos cambiar. Al contrario, al vernos asediados, nos atrincheraremos para protegernos. En este aspecto, los adultos podríamos aprender mucho de las investigaciones realizadas con niños. Para inspirar en un niño una imagen positiva de sí mismo y habilidades sociales básicas, la clave es comunicarle que comprendemos sus sentimientos. Los niños crecen y cambian de forma óptima cuando reconocemos sus emociones (“Ese perro te ha asustado”, “Estás llorando
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porque te sientes triste”, “Pareces muy enfadado. Vamos a hablar de ello”), en lugar de menospreciarlos o castigarlos por sus sentimientos (“Es una tontería tener miedo de ese perro”, “Los niños mayores no lloran”, “En esta casa están prohibidas las rabietas. Vete a tu cuarto hasta que te tranquilices”). Cuando hacemos saber a un niño que sus sentimientos son legítimos, le estamos comunicando que es aceptado incluso cuando está asustado, triste o enfadado. Esto le ayuda a sentirse bien consigo mismo, lo cual hace posible el crecimiento y el cambio positivo. Lo mismo ocurre con respecto a los adultos. Para mejorar un matrimonio, tenemos que sentirnos aceptados por nuestra pare ja». Es casi imposible que aceptemos consejo de nadie a menos que sintamos que esa persona nos comprende, nos aprecia o valora y nos ama.
Confianza bien fundamentada
Por consiguiente, y de ordinario, es preferible que el chico tenga un poco de excesva conanza en sí msmo, que demasado
escasa. Para lograrlo, hay que hacerle advertir que nuestro amor es –¡de veras: nunca por táctica!– incondicional, incondicionado e incondicionable, y que, aunque deseemos que dé lo mejor de sí, en ningún caso le retiraremos nuestro afecto si, por falta de fuerzas, de capacidad o de interés… ¡o por mala voluntad!, no alcanza tales niveles o incluso comete una o mil barbaridades. (Y mucho más, cuando se trate de creyentes, hemos de ha cerle ver que Dios lo ama sin condiciones, tal y como es, precisamente porque así lo ha creado… aunque cuente con su lucha para mejorar).
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El Amor divino –incondicional, incondicionado e incondicionable– es el auténtico fundamento de la autoestima de cualquier cristiano.
Ante los errores, descubrirles las virtualidades que guardan en su interior
En consecuencia, si lo vemos recaer en algún defecto, resultará más ecaz una palabra de ánmo que echárselo en cara y
humillarlo. Mostrar al hjo que conamos en sus posbldades –lo que
lleva consigo el esfuerzo previo de descubrirlas e incluso, si es el caso, de ponerlas por escrito y repasarlas con frecuencia, como antes dejé dicho… o pedir a nuestro cónyuge que «nos pase revista de ellas» cuando lo vemos todo negro– es para él un gran incentivo. En efecto, el pequeño –como, con matices, cualquier ser humano– se encuentra impulsado a llevar a la práctica la opinión positiva o negativa que de él se tiene y a no defraudar nuestras expectativas al respecto. Es cierto que los hombres somos los únicos seres que obramos no según lo que somos, sino lo que creemos que somos o, incluso, lo que creemos que creen que somos y, por tanto, lo que (creemos que) esperan de nosotros. Por eso, según recuerda un eminente pensador francés: La clave de la educación consiste en ver y querer a aquel a quien amamos, en cada momento, un poco mejor de lo que en realidad es.
[Aunque quizá luego vuelva sobre ello, conviene aclarar que ese «un poco», y no más, resulta trascendental. Si, por convenci-
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miento errado o por equivocada estrategia, hacemos pensar a nuestro hijo que esperamos de él comportamientos tan extraordinarios que realmente lo superan, en lugar de animarlo a que mejore lo estaremos empujando hacia la desesperanza y la inacción: «puesto que nunca lograré hacer aquello que mis padres esperan de mí, y tenerlos así contentos, ni siquiera vale la pena que lo intente»].
Reconocer su valía como personas
La actitud positiva a que vengo aludiendo se concreta, también en estas circunstancias, en apreciar más lo que es –una ¡persona-persona!– que lo que hace… y actuar consecuentemente. 1. Seguir sus sugerencias Por tales motivos, cuando un hijo apunta una observación correcta, incluso opuesta a la que nosotros acabamos de manifestar, no hay que tener miedo a darle la razón. No se pierde autoridad; más bien al contrario. La ganamos, puesto que no la hacemos residir en nuestros puntos de vista, sino en la misma verdad objetiva de lo que se propone, en la grandeza de la persona del hijo, con independencia de su edad,… y en la calidad personal que con ese gesto –reconocer que el hijo tiene más razón que nosotros– ponemos de manesto (de nuevo el ser se stúa por delante de la mera con ciencia subjetiva). 2. Recompensas mesuradas Al animar y elogiar es preferible anteponer el esfuerzo realizado (más cercano a lo que es) al resultado obtenido (más relacionado con lo que hace o logra): lo que importa es que el hijo se sienta cada día más a gusto por el hecho de ir mejorando, de ser progresivamente mejor persona, y no por lo que hace o tiene o recibe.
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Como recuerda Samalin, en concordancia con el más sano sentido común: «… un niño que se siente bueno, actúa bien con más facilidad».
En principio, y en contra de una actitud hoy demasiado frecuente, de ordinario no se debe recompensar al niño –aunque sí elogiarlo y mostrar nuestra alegría– por haber cumplido un deber o por haber tenido éxito en algo, si el conseguirlo no le ha supuesto un empeño muy especial. Un regalo por unas buenas calcacones es deformante. De acuerdo con lo que acabo de apuntar, las buenas calcacones, jun-
to con la demostración de nuestro contento por ese resultado, deberían ser ya un premo que dera sucente satsfaccón al nño.
Al animar y elogiar es preferible estar más atentos al esfuerzo hecho que al resultado obtenido.
Sin excederse en los premios… Tampoco es bueno multplcar desmesuradamente las grat-
caciones, al menos, por otros dos motivos: 1. Por un lado, porque se le enseña a actuar no por lo que en sí mismo está bien, sino por la recompensa que él recibe: o, lo que es idéntico, a pensar más en sí (en su premio) que en los otros; en dentva, a anteponer el amor propo desordenado al debido amor hacia los demás… que es donde se cumple la auténtica perfección de cualquier persona. (Dicho sin agresividad y con cariño: estos procedimientos sirven más para «adiestrar» o «domesticar» a nuestros hijos que para educarlos y hacerlos crecer humanamente).
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2. Y además, porque cuando tales «premos» vneran a faltar, el pequeño se sentirá decepcionado: recompensar reiteradamente lo que no lo merece, equivale a transformar en un castigo todas las situaciones en que esa compensación esté ausente. Pero reforzando sus buenas acciones con el elogio oportuno
La oportunidad del elogio oportuno la trataré en otro momento. Me limito ahora a copiar estos párrafos de un especialista: «A menudo, los padres no perciben la importancia del elogio y otra forma de aliento cuando los hijos se comportan adecuadamente. Es importante tener presente que el buen estado emoconal de los nños requere que tengan conanza en sí
mismos, a la cual ayuda el reconocimiento que reciben de sus padres». A lo que agrega, en mayúsculas: « SU HIJO NECESITA DE SU ATENCIÓN. SI NO LA OBTIENE PORTÁNDOSE EN FORMA DESEABLE Y POSITIVA, LA BUSCARÁ PORTÁNDOSE EN FORMA INDESEABLE Y NEGATIVA. EL ELOGIO, EN EL VOLUMEN Y MOMENTO ADECUADOS, DEMUESTRA AL NIÑO LA ATENCIÓN Y LA PREOCUPACIÓN PATERNAS Y LO AYUDA A MANTENERSE EN EL BUEN CAMINO».
De lo contrario, como ya dije, nuestras reprimendas se transforman en refuerzo psicológico justo para aquellos modos de obrar que pretendemos que eviten.
En resumen Cuanto hemos consderado hasta el presente conuye en una
ley básica:
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Educar a alguien no es hacer que siempre se encuentre (supercalmente) contento y satsfecho, por tener cubertos todos
sus caprichos o deseos. Consiste en descubrir y ayudarle a sacar de sí (e-ducir), con el esfuerzo imprescindible por nuestra parte y la suya, toda esa maravilla que encierra en su interior y que lo encumbrará hasta la plenitud de su condición personal, haciéndolo, como consecuencia, muy dichoso. Lo contrario, dejar de corregir a nuestros hijos a causa del sufrimiento que pueda originarnos el hacerlos padecer a ellos –¡supuesto que la corrección sea necesaria! –, es una manifestación de sensiblería blandengue y, al término, de egoísmo – nunca de buen amor– y una de las lacras que más daño provocan en los educadores y en los educandos en el momento actual. Aplcado a un extremo partcular, arma Samaln: «Los padres pueden permtrse ser exbles cuando han decddo que el tema no tene la sucente mportanca como para dar pe a una
batalla. No obstante, hay muchos casos en que los padres deben establecer unos límites claros, y seguir mostrándose estrictos en lugar de exbles. En ese caso, uno puede mostrar autordad frente al hijo; pero, al mismo tiempo, evitar un enfrentamiento». Estimo de capital importancia luchar con todos los medios para superar el error teorético y práctico al que me he referido. Pues, como ya sabemos: Educar a alguien no es hacer que siempre se encuentre satisfecho, sino ayudarle a crecer como persona.
De ahí que, ya de manera más directa, una de las asignaturas que hemos de enseñar a nuestros hijos es, justo, la del sufrimiento neludble. Lo conrma el matrmono Robnson:
«Una enseñanza que solo sois capaces de darla vosotros en el hogar. Y, sobre todo tú, la madre.
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Ser madre es enseñarles a saber sufrir. Por mucho que les protejas, tus hijos han entrado en un mundo lleno de contratiempos y penas. También a ellos les va a llegar la hora del dolor. No puedes dejarles inermes ante esa prueba. No se trata de evitarles todos los sufrimientos. Bien sabes que no puedes. Se trata de ayudarles en lo inevitable. De hacer de ellos unos hombres y mujeres hechos y derechos. Que, ante el dolor, sientan ellos vuestro apoyo y no, precisamente, vuestra irritación o desesperación. Que sientan vuestra cercanía junto con vuestra serenidad. Que, en los momentos difíciles del hogar, no sean ellos testigos de histerias, alborotos o lamentaciones. Que no os vean reaccionar como eras enjauladas ante la contraredad. Que vean serendad y
dominio. Las madres siempre han sido maestras en el sufrir. No dejéis de enseñarles esta lección; una de las más importantes para la vida».
3. La autoridad, manifestación de «buen amor» Autoridad razonable y razonada Por lo msmo, para educar no son sucentes el carño, el
buen ejemplo y los ánimos. 1. Es preciso también ejercer la autoridad (recuerden la distinción entre auctoritas y potestas). 2. Y explcar sempre, en la medda de lo posble –¡y con la
mayor brevedad!–, las razones que nos llevan a aconsejar, imponer, reprobar o prohibir una conducta determinada. Un apoyo sencillo a favor de la brevedad, con palabras de Faber y Mazlish: «Muchos padres nos han comentado cuánto aprecian esta táctca. Arman que ahorra tempo, sofocones y explcacones tedosas.
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QUÉ HACER… PARA NO HACERLO TAN MAL
Los adolescentes con los que hemos trabajado nos han dicho que ellos tambén preeren el avso escueto: “Esa puerta”, “El perro”, o “Los platos”, en el que hallan una grata liberación de las arengas usuales. Según nuestro criterio, el valor de estas indicaciones lacónicas estriba en que en vez de una orden acuciante, damos al niño la oportunidad de ejercer su propia iniciativa y su propia inteligencia. Cuando nos oye decir “El perro”, tiene que pensar: “¿Qué ocurre con el perro? ¡Ah, claro! Esta tarde no lo he llevado a pasear. Será mejor que lo saque ahora”». Y otro, expresado con fuerza y buen humor, de Samaln:
«¿Qué puedo hacer para que mi hijo me escuche? Esta pregunta suele ser la primera que los padres plantean en mis cursillos. La respuesta es muy corta: hable menos. Los niños están tan habituados a las largas órdenes de los padres, que muy pronto se vuelven sordos a sus palabras. Como un niño dijo: “Cuando mi madre está en la segunda frase, yo me he olvidado ya de la primera”. Otro niño comentó: “Mamá, siempre que te pregunto algo sencillo, me das una respuesta tan larga…”. Si usted puede detenerse al nal de la prmera frase, verá cómo consgue
respuestas más cooperativas, y evitará muchas peleas diarias. Si usted consigue ceñirse a lo que yo llamo “orden de una sola palabra”, se acostumbrará a ser breve».
La seguridad de unas referencias claras
La educación al margen de la autoridad, en otro tiempo tan difundida, se presenta hoy como una breve moda fracasada y obsoleta, contradicha por aquellos mismos que la han sufrido. A los efectos, estimo muy valientes y oportunas las puntualizaciones de Diego Macià: «Hoy es frecuente oír hablar de “la desobediencia de los hijos”, pero es importante considerar que sería más adecuado hablar de “la falta de autoridad de los padres”, la falta de disciplina.
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Muchos padres, por propia comodidad, o por temor a ser impopulares a los ojos de sus hijos, mantienen actitudes de concesión constante. Ceden ante cualquier petición de sus hijos. Esto, sin duda, será muy perjudicial para ellos, pues crecerán sin patrones adecuados de conducta y solo guiados por su libre albedrío. Pero la autoridad y la disciplina, tan necesarias, no están basadas en el “Porque lo digo yo, que sé lo que te interesa y soy tu padre” o en el “Cuando seas mayor lo entenderás”, sino en el razonamiento, en la demostración, en la fuerza de la razón. Lo importante es conseguir ante nuestros hijos una “respetabilidad razonada”. Son autoritarios los que, careciendo de autoridad, tienen que apelar a la fuerza para imponer sus criterios. Pensemos que el temor y el miedo nunca pueden ser formativos. Esta forma de actuar de los padres produce primero temor y posteriormente rebeldía en los hijos. El recurso a la fuerza, la bofetada continua, la amenaza constante, inhiben la capacidad de iniciativa del joven y debilitan su personalidad. Los padres tienen como misión enriquecer, no anular, la personalidad de sus hijos. Educar es fomentar la creatividad, abrir sus mentes y ayudarles a ser libres. Nosotros, como padres, tendremos que ordenar las nntas posbldades de nuestros hjos, pero sn
marcarles unilateralmente el camino. Los padres tienen muchas veces que “mandar” a sus hijos, pero no todo el mundo tiene autoridad y se hace respetar. Siendo muy difícil educar sin inspirar respeto, los padres que no tengan autoridad personal la tendrán que aprender».
En conclusión: el niño tiene necesidad de autoridad y la busca y nos la pide, aunque se niegue aparentemente –¡como es su «obligación»!– a reconocerlo. (Cada vez oigo con más frecuencia frases del estilo: «mis padres no me quieren –“pasan” de mí– porque me dejan hacer lo que me da la gana»; y las pronuncian chicos que protestan airadamente –como es su «deber»– cuando se les niega lo que han pedido).
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QUÉ HACER… PARA NO HACERLO TAN MAL
Sería más adecuado hablar de “la falta de autoridad de los padres” (D. Macià).
Estables y predecibles
Insisto, porque se trata de un punto clave y bastante desatendido: un muchacho que no encuentra a su alrededor una señalización y una demarcación razonables y razonadas, se torna inseguro o nervioso. Advierte de nuevo Murphy-Witt: «… a los pequeños les falta por desgracia y con frecuencia la sensación de seguridad y estabilidad, también en familias en las que aparentemente todo marcha a la perfección. Ello se debe a que a menudo los propios padres provocamos la inseguridad de nuestros hijos mediante nuestra “pedagogía tambaleante” y nuestra inconsecuencia. Reglas formuladas hoy y que mañana ya no son válidas; límites que varían a discreción según el estado de humor y la presión temporal; consecuencias con las que se amenaza pero que nunca, o solo ocasionalmente, se llevan a cabo. Los padres que se comportan así provocan más bien la inseguridad de sus hijos y, de forma ndrecta, los empujan a desaar a mamá y a papá continuamente. ¡En absoluto se trata de una situación feliz para la familia!
Los niños necesitan padres consecuentes, que sean estables, constantes y predecibles en sus reglas y decisiones, que hoy reaccionen igual que mañana y pasado mañana, que pongan límites con amor por el bien de su hijo y que insistan en que estos se respeten. Los niños necesitan padres fuertes que hayan encontrado su lugar en la vida y lo ocupen de forma inamovible, que no vayan permanentemente de un lado a otro, titubeen y vacilen, sino que sepan con exactitud qué quieren para sí mismos y para su familia. Con unos padres así los niños se sienten seguros y acogdos. Y solo así pueden ser de verdad felces».
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Los niños necesitan padres consecuentes, que sean estables, constantes y predecibles en sus reglas y decisiones.
Incluso cuando juegan entre ellos, los niños inventan siempre reglas que no deben ser transgredidas. Por lo demás, todos sabemos lo antipáticos, molestos y tiránicos que son los hijos… de los otros, cuando están malcriados, habituados a llamar siempre la atención y a no obedecer cuando no tienen ganas. Sin embargo, tratándose de los propios, es más difícil un juicio lúcido. No se sabe bien si imponerse o rebajarse a pactar y dejar hacer, para no correr el riesgo de tener una escena en público…, o acabar la cuestión con una explosión de ira y una regañina (que después deja más incómodos a los padres que al niño). Un chico que no encuentra a su alrededor una señalización y una demarcación claras, se torna inseguro, nervioso y/o agresivo.
Siempre las interferencias del yo
Pero ¡cuidado!, porque detrás de esta vacilación hay muy a menudo una extraña mezcla de miedos y prevenciones… y de amor propio: el horror a perder el cariño del chiquillo, el temor a que corra algún riesgo su incolumidad física, el pavor a que nos haga quedar mal o nos provoque daños materiales. En dentva, aunque no lo advrtamos n deseemos, nos queremos más a nosotros mismos que al chico o la chica, anteponemos nuestro bien al suyo. De ahí que, si por encima de tantos temores prevaleciera el deseo sncero y ecaz de ayudar al crío a reconocer los propos
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QUÉ HACER… PARA NO HACERLO TAN MAL
impulsos egoístas, la codicia, la pereza, la envidia, la crueldad, etc. (¿no la tienen sus hijos?; los míos y, sobre todo, yo, por supuesto que sí), no existiría esa sensación de culpa cuando se lo corrigiera utilizando el propio ascendiente. Con base en lo expuesto hasta aquí, y aun cuando no esté de moda, es menester reiterar de modo claro y neto la imposibilidad de educar sin ejercer la autoridad (que no es autoritarismo) y exigir la obediencia desde el mismo momento en que los niños empiezan a entender lo que se les pide. E igualmente es importante que los padres, explicando siempre que la situación lo requiera –¡y con las menos palabras posibles!– los motivos de sus decisiones, indiquen a los niños lo que deben hacer o evitar, no dejando por comodidad caer en el olvido sus órdenes, ni permitiendo que los niños se les opongan abiertamente. (Más adelante indicaré modos concretos de llevar a cabo estos consejos, así como algunos otros que ya han sido expuestos o enunciaré en lo que queda de escrito. Copio, de momento, estas dos citas, referidas a situaciones muy distintas y de diverso alcance e importancia: el miedo a exigir y la falta de participación real en el dolor de los hijos, provocados ambos por una ausencia de buen amor. 1. Respecto al primer extremo, sostiene Aguiló: «Afecto no quiere decir exceso de indulgencia ni falta de exigencia, porque el afecto, cuando es verdadero, va undo a la exgenca. Y s uno
quiere a su hijo debe exigirle, porque si no, en realidad no lo quiere, o al menos no lo quiere bien. Probablemente se quiere sobre todo a sí mismo, y mal querido. La gente que mima a sus hijos, en el fondo los mima por egoísmo, pues el carño se manesta, entre otras cosas, en la exgenca, y cuando se mma a un hjo suele ser porque se busca lo gratcante
de su presencia y de su fugaz satisfacción, o el alivio de no tener que exigirle, y eso indica falta de cariño verdadero. No se le está queriendo de verdad, ya que se le está provocando una hipoteca muy grande en su vida, con la excusa de ese cariño.
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Y lo que se consgue con ese exceso de ndulgenca es hacerle un
desgraciado. Lo que digo es un poco fuerte, pero me parece que es así de triste y de duro: es una verdadera tragedia que padres buenos hagan a sus hijos desgraciados por no exigirles, y que encima piensen que eso es una manifestación de cariño, cuando es más bien una manifestación de debilidad o de egoísmo». 2. Y, en relacón al segundo, los ya ctados Zatton y Glln: «… el adulto impermeable al sufrimiento de un niño es un adulto que se deende, un adulto que está centrado en sí msmo, apresado totalmente por sus propios dramas y sus propios deberes; ciertos sufrmentos del nño que le ha sdo conado podrían anular sus
puntos de apoyo, sus seguridades, las “recetas” en las que cree. El adulto sano y exble, en cambo, le permte al nño vvr
su dolor, sabiendo –como ya hemos dicho más arriba– que no lo aplastará y poniendo en práctica para ello toda una serie de apoyos y acompañamientos que activan los recursos del niño»). Nos queremos más a nosotros mismos que al chico o la chica, anteponemos nuestro bien al suyo.
Las normas imprescindibles… ¡y punto!
Como consecuencia, según ya advertí, un criterio básico en la educación del hogar es que: 1. Deben existir muy pocas normas y muy fundamentales y nunca arbitrarias, sino adecuadas al ser de la realidad: a lo que, en cada caso y circunstancia, es bueno o malo, conveniente o dañino. 2. Hay que lograr que siempre se cumplan. 3. Y dejar una absoluta lbertad en todo lo opnable, aun
cuando las preferencias de los hijos no coincidan con las nuestras.
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QUÉ HACER… PARA NO HACERLO TAN MAL
Y la razón, que antes no expuse, es que, de nuevo en vrtud
de su singularidad personal, ¡ellos gozan de todo el «derecho» –o más bien, de la obligación– de llegar a ser aquello a lo que están llamados… y nosotros no tenemos ninguno a convertirlos en una réplica de nuestro propio yo, a hacerlos «a nuestra imagen y semejanza»!, como fotocopias o calcomanías. A veces, sin embargo, se prohíbe algo sin saber bien por qué, qué es lo que encierra de malo; sino solo por impulso, por las ganas de estar tranqulos o de «armarnos»… o porque uno se
siente nervioso y todo le molesta. Se compromete así la propia autoridad sin necesidad alguna, abusando de ella, y se desconcierta a los muchachos, que no saben por qué hoy está vedado lo que ayer se veía con buenos ojos. Cualquier niño sano tiene necesidad de movimiento, de juego inventivo y de libertad. Interviniendo de manera continua e irrazonable se acaba por hacer de la autoridad algo insufrible. Como aquella madre de la que se cuenta que decía a la niñera: «Ve al cuarto de los niños a ver que están haciendo… y prohíbeselo». No tenemos ningún derecho a hacer a nuestros hijos «a nuestra imagen y semejanza».
Ni una sola orden que no se haga cumplir afablemente
Por otro lado, la convicción del niño de que nunca hará desistir a los padres de las órdenes impartidas posee una extraordinara ecaca, y, además de smplcar en gran medda nuestra
actividad formadora y de ayudar a no «quemarnos», consigue a menudo calmar las rabietas o hace que no lleguen a producirse. Como ya he insinuado, lo más opuesto a esto es repetir veinte veces la misma orden –lávate los dientes, dúchate, vete ya a dormir…– sin exigir, con la misma suavidad, que la decisión se
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cumpla de inmediato: provoca un enorme desgaste psíquico, tal vez sobre todo a las madres, que suelen pasar mayor parte del día bregando con los críos, al tiempo que disminuye o elimina la propia autoridad. (Por consiguiente, antes de mandar algo o de imponer un castigo, conviene «pensar dos veces» –¡al menos!– si uno está en condiciones y dispuesto a hacerlo cumplir… aunque eso suponga la molestia de levantarse, dejar lo que me ocupaba o distraía, tomar al crío o la cría de la mano y, con idéntica calma y paz que determinación, sin elevar el tono ni perder la compostura, «hacer que haga lo que debe hacer».) Y todavía resulta más dañno que la madre pronunce el fa -
tídico «¡te he dicho mil veces…!», «tire la toalla» y amenace al chico con lo que va a suceder «cuando venga tu padre». Con esa conducta, y sin pretenderlo en absoluto: 1. Transmite el mensaje de que ella (que ha repetido ¡en mil ocasiones! un mismo mandato sin resultado alguno) no goza de capacidad para dirigir ese hogar. 2. Además, transforma al marido en una suerte de ogro, encargado fundamentalmente de castigar las malas actuaciones de los hijos… 3. O lo convierte en un irresponsable, porque no puede o no quiere o no sabe corregir aquella actuación que ni ha presenciado ni a veces es oportuno censurar después de tantas horas desde que fue llevada a cabo: ya que –a causa del tiempo transcurrido– difícilmente el muchacho, sobre todo si es muy pequeño, establecerá la relación adecuada entre su mal comportamiento ya casi olvidado y la punición de ahora, que advertirá como un arbitrio. La convicción del niño de que nunca hará desistir a los padres de las órdenes impartidas posee una eficacia inigualable.
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Al contrario: «Ceder ante las presiones, caprichos o malhumores de los hijos es transmitirles el mensaje de que no se puede con ellos, haciéndoles el flaco servicio de dejarlos a la deriva de sus impulsos temperamentales, sin hacerles ver que una sólida personalidad se construye luchando por adquirir virtudes» (Lyford-Pike).
Afablemente, amablemente, sin perder nunca la paz
Vale asimismo la pena estar atentos al modo como se da una indicación. 1. Quien ordena secamente o alzando sin motivo el volumen de la voz deja siempre traslucir nerviosismo y poca seguridad. 2. Un tono amenazador suscita con razón reacciones negativas y oposiciones. 2.1. Demos las órdenes o, mejor, pidamos por favor, con acttud serena y conando claramente (¡de veras!, no por táctca: con auténtca conanza en nuestros hjos)
en que vamos a ser obedecidos. 2.2. Reservemos los mandatos estrictos para las cosas muy importantes… 2.3. ¡Y evtemos de raíz los grtos y la pérdda del propo control! Para la mayoría de las peticiones resultará preferible utilizar una forma más blanda: «¿serías tan amable de…?», «¿podrías, por favor…?», «¿hay alguno que sepa hacer esto?» (o mejor aún, más breve, según explicaré). De este modo, se estimulará a los críos para que realicen elecciones libres y responsables, y se les dará la ocasión de actuar
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con autonomía e inventiva, de sentirse útiles… y experimentar la satisfacción de tener contentos a sus padres. De nuevo con palabras de Lyford-Pike: «Mantener la calma sin perder la compostura ante los caprichos de los hijos multiplica la eficacia de la educación a la vez que les transmite un modelo atrayente de personalidad que les servirá para toda la vida».
Y con el refuerzo proporcional
A veces es necesario pedir al hijo un esfuerzo mayor del acostumbrado; convendrá entonces crear un clima particularmente favorable. 1. Si, por ejemplo, sabéis que vuestro cónyuge está particularmente cansado o lo atenaza una jaqueca insufrible, hablaréis a solas con el niño y le diréis: «Mamá (o papá) tiene un fuerte dolor de cabeza; por eso, esta tarde te pido un empeño especial para hacer el menos ruido posible…» 2. Quizá sea acertado darle una ocupación, y dirigirle una mirada cariñosa o una caricia, de vez en cuando, para recompensar sus desvelos… sin olvidar que en este, como en los restantes casos, hay que arreglárselas para que el niño cumpla su obligación. Firmeza, por tanto, para exigir la conducta adecuada, pero dulzura extrema en el modo
de sugerirla, reclamarla… o imponerla.
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4. Regañar y castigar, también como prueba de amor Lo primero, el bien del hijo Los ánmos y las recompensas no son normalmente sucen-
tes para una sana educación. Un amable reproche o una punición serena, dados de la manera oportuna, proporcionada y sin
arrepentmentos njustcados (lo cual mplca reexonar unos
momentos antes de «pasar a la acción»), contribuirá a formar el criterio moral del muchacho. Sensata e ntelgente debe ser la doscacón de las repr mendas y de los castigos. Pero muy de vez en cuando resultan imprescindibles. La política del «dejar hacer» es típica de los padres o débiles o cómplices. También en la educación, la «manga ancha» viene dictada a menudo por el temor de no ser obedecido o por la comodidad («haz lo que quieras, con tal de dejarme en paz»)… que no son sino otros tantos modos de amor propio desordenado: de preferir el propio bien (no esforzarse, no sufrir al demandar la conducta correcta) al de los hijos. Es decir: de anteponer el amor propio al que debemos al hijo y que nos debe llevar a buscar su bien, aun a costa de nuestro esfuerzo o malestar.
Por eso no extraña este comentario: «Ocurre con frecuencia que actitudes desequilibradas en un sentido conviven con actitudes desequilibradas en sentido opuesto; por ejemplo, que entre los comportamientos de padres permisivos aparezcan inesperadamente actitudes extremadamente rígidas». Si no existe un criterio objetivo –lo que es bueno-en-sí-mismo– tanto me da pasarme por un extremo como por su opuesto. Dosificar de forma inteligente los castigos… cuando sean imprescindibles.
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Respetar y fomentar su autonomía
Pero resultaría pedante, o incluso neurotizante y neurótico, un continuo y sofocante control de los chicos, regañados y castigados por la más mínima desviación de unos cánones despóticos establecidos por los padres de manera arbitraria y cambiante. Para que una reprensión sea educativa ha de resultar clara, sucinta y no humillante. Hay, por tanto, que aprender a regañar de manera correcta, explícita, breve, y después cambiar el tema de la conversación. No se debe exigir que el hijo reconozca de inmediato el propio mal y pronuncie un mea culpa, sobre todo si están presentes otras personas (¿lo hacemos nosotros, los adultos?; y, en el caso de que así fuere, ¿cuántos años nos ha costado conseguirlo?, ¿qué esfuerzo nos supone todavía?). Por lo mismo, antes de decidirse a imponer un castigo, conviene estar bien seguros de que el niño era consciente de la prohibición o del mandato. Como es lógico, hay que evitar no solo que la sanción sea el desahogo de la propia rabia o malhumor, sino también que tenga esa apariencia. Si se trata de fracasos escolares, conviene saber juzgar si se deben a irresponsabilidad o a limitaciones difícilmente superables del chico o de la chica. Las reprensiones han de ser claras, sucintas y no humillantes.
Sufrir por hacer sufrir
Convendrá también elegir el lugar y el momento pertinente para reprenderle; a veces será necesario esperar a que haya pasa-
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do el propio enfado, para poder hablar con la debida serenidad y con mayor ecaca.
Cuando se reprenda, es menester, además, huir de las comparaciones: «Mira cómo obedece y estudia tu hermana…». Las confrontaciones solo engendran celos y antipatías. Como adelanté, tener que castigar puede y debe disgustarnos, pero en las pocas ocasiones en que resulte necesario el mejor testimonio de amor que cabe ofrecer a un hijo: el amor «todo lo sufre» –cabría recordar con san Pablo–, incluso el dolor que surge en nosotros al provocar el de los seres queridos, cuando tal sufrimiento resulte necesario. Y los hjos lo adverten.
Ningún temor, por tanto, a que una corrección justa y bien dada disminuya el amor del hijo respecto a vosotros. A veces se oye responder al muchacho castigado: «¡No me importa en absoluto!» Podéis entonces decirle, con toda la serenidad de que seáis capaces: «No es mi propósito molestarte ni hacerte padecer»… estando al mismo tiempo convencidos de que, en un 99% de los casos sí que les importa, y les importa mucho. En tal sentido, la eficacia de la educación es directamente proporcional a la capacidad de los padres «de sufrir por hacer sufrir al hijo», siempre que ello sea imprescindible.
5. Formar la conciencia: amar lo bueno y bello Interiorizar los criterios
En nuestra sociedad, los niños resultan bombardeados por un conjunto de eslóganes y de frases que transmiten «ideales» no siempre acordes con una visión adecuada del ser humano, e incapaces por tanto de hacerlos dichosos.
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La solución –más, a medida que van creciendo– no es un régimen policial, compuesto de controles y de castigos, sino lo que suele conocerse como «formar su conciencia». Es menester que los hijos interioricen y hagan propios los criterios correctos, aprendiendo por sí mismos a distinguir lo bueno de lo malo. E igualmente, que tengan la fuerza de voluntad –y el cortejo de virtudes necesarias– para llevar a cabo aquello que estiman que deben hacer, por más que les resulte molesto o costoso. Que distingan por sí mismos el bien del mal, y que lleguen a realizar con gusto lo bueno y a rechazar, también gustosos, lo malo.
El atractivo –¡la belleza!– del verdadero bien
Para ninguna de las dos cosas basta con decirles: «¡Esto no está bien!» o, menos todavía, «¡Esto no me gusta!». Se corre el riesgo de transformar la moral en un conjunto de prohibiciones absurdas, carentes de fundamento. Por el contrario, es muy importante «educar en positivo» , como ya sugerí; lo cual equivale, en este contexto, a mostrar la belleza y la humanidad de la virtud alegre y serena, desenvuelta y sin inhibiciones. Hemos de hacerles ver –¡y previamente, estar nosotros mismos convencidos, porque es ya sustancia de nuestra propia existencia: ser de nuestro ser!– que vivir bien resulta mucho más atractivo y gozoso que obrar incorrectamente, aun cuando una mrada supercal, amplcada en muchos casos por el ambente
y determinados mass media, llevara a pensar de entrada lo contrario. Para lograr todo lo anterior, hay que esforzarse por vivir la propia vida, con sus alegrías y contrariedades, como una entu-
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siasta aventura que vale la pena componer cada día. En tales circunstancias, al descubrir la hermosura y la maravilla de hacer el bien, el niño se sentirá atraído y estimulado para actuar de forma adecuada: para amar y desear lo bueno, y para rechazar lo malo. En Le crime de Sylvestre Bonnard , Anatole France dejó escrito: «Solamente se instruye deleitando. El arte de enseñar no es sino el arte de despertar la curiosidad de los jóvenes espíritus para satisfacerla inmediatamente; la curiosidad no es viva más que en las almas felices. Los conocimientos que se hacen entrar a la fuerza en las inteligencias las ocluyen y ahogan. Para digerir el saber, es preciso haberlo engullido con apetito». Es muy importante mostrar la belleza y la humanidad de la virtud alegre y serena, desenvuelta y sin inhibiciones.
De nuevo la «roca firme» de nuestro ejemplo, claro y constante Vvr la propa vda, decía. Y esto se concreta, como vengo repitiendo, en tener una vida propia, fruto de una rme y estable
apropiación de los valores más auténticos, sedimentados a modo de virtudes. Según explica Murphy-Witt, «… para que nuestros esfuerzos se vean coronados por el éxto, debemos tener una postura rme
en el caos de la cotidianidad. Solo así podemos resistir todas las turbulencias y mantener el rumbo que queremos seguir. Solo así somos la roca rme que transmte fortaleza, conanza y protección. Solo así podemos ofrecer orientación a nuestros hijos en su encuentro diario con su enorme entorno. Pero solo podemos ser tal roca rme s nosotros msmos conocemos exactamente nuestro lugar en la vida. Adoptar una postura clara debe ser nuestro lema como padres. Firme, inamovible, constante. Una postura que los niños adopten también para sí o
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con la que puedan chocar, de la que se puedan distanciar. Esto les indica fortaleza a los niños. La fortaleza que buscan cada día de nuevo, especialmente en la actualidad. “Los niños necesitan padres fuertes”, exige también la doctora Margot Käßmann, obispa comprometida socialmente de la iglesia evangélico-luterana de Hannover y madre de cuatro hijas, en su libro Erziehen als Herausforderung ( La educación como desafío). Y añade: “Pero no me reero a la fortaleza en el sentdo de capacdad de mposcón
frente a los niños; son fuertes los padres con convicciones claras”. La claridad constituye, por tanto, la fórmula mágica de la educación. ¡La claridad vence!, ya que quien tiene una postura clara, también la puede defender consecuentemente, sin vacilacones. Y los padres consecuentes no solo tenen éxto en sus
esfuerzos educativos; también tienen hijos felices, satisfechos y fuertes. Razón sucente para que usted, como padre, reexone
de verdad sobre dónde exactamente se sitúa en la vida. “Quien eduque a niños no podrá esquivar la pregunta de la propia base vital”, opina la doctora Margot Käßmann. En consecuencia, aclare sus ideas: sobre sus propios valores, objetivos, planes y sueños. Cuanto más clara sea su postura, antes se convertirá en la roca rme que su hjo necesta para ser felz».
Hemos de llegar a ser, por nuestra rectitud y coherencia de vida, la roca firme en que puedan apoyarse y descansar nuestros hijos.
Otros medios de formar la conciencia
Además, interesa hacer comprender a los hijos lo decisiva que es la intención para determinar la moralidad de un acto, y animarles a preguntarse el porqué de un determinado comportamiento. A tenor de sus respuestas, se les hará ver la posible injusticia, envidia, soberbia, etc., que los ha motivado.
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1. El denominado complejo de culpa, es decir, la obscura y angustiosa sensación de haberse equivocado, acompañada de miedo o de vergüenza, nace justo de la falta de un valiente y sereno examen de la calidad moral de nuestros actos. 2. Por el contrario, como muestran también los psiquiatras más avezados, es necesario y sano el sentido del pecado. 3. La clara percepción de las propias concesiones y faltas, con las que hemos vuelto las espaldas a Dios, provoca un remordimiento (mejor, un arrepentimiento) que activa y multiplica las fuerzas para buscar de nuevo el amor que perdona. Para formar la conciencia puede también ser útil comentar con el niño la bondad o maldad de las situaciones y hechos de los que tenemos noticia, así como sugerirle la práctica del examen de conciencia personal al término del día, acaso ayudándole en los primeros pasos a hacerse las preguntas adecuadas. A medida que crece, hay que dejarle tomar con mayor libertad y responsabilidad sus propias decisiones, permitirle que escoja entre distintos miembros de una alternativa –podría ser simplemente la elección del momento en que se compromete a cumplr con algunos de sus deberes–, decrle como mucho: «Yo,
de ti, lo haría de este o aquel modo» y, en su caso, explicarle brevemente el porqué. Deben ponerse los medios para que los hijos sean y se sientan progresivamente más responsables de sus acciones.
6. Amor equivocado… hijos malcriados Los antojos… ¡para los embarazos!
Se malcría a un niño con desproporcionadas o muy frecuentes alabanzas, con indulgencia y condescendencia respecto a sus antojos.
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Se lo maleduca también convirtiéndolo a menudo en el centro del interés de todos, y dejando que sea él quien determine las decisiones familiares. 1. Un pequeño rodeado de excesiva atención y de concesiones inoportunas, una vez fuera del ámbito de la familia se convertirá, si posee un temperamento débil, en una persona tímida e incapaz de desenvolverse por sí misma. 2. Si, por el contrario, tiene un fuerte temperamento, se transformará en un egoísta, capaz de servirse y aprovecharse de los otros… o de llevárselos por delante. Como si uno o una no estuvieran
Por eso, frente a los caprichos de los niños, no se debe ceder: habrá simplemente que esperar a que pase la pataleta, sin nerviosismos, manteniendo una actitud serena, casi (o sin casi) de desatencón, y, al msmo tempo, rme. Y esto, ncluso –o sobre todo– cuando «nos pongan
en evi-
dencia» delante de otras personas. ¡Qué más da quedar bien o mal! Nosotros no contamos. Su bien, ¡el de los hijos!, debe ir siempre por delante del nuestro. Así ejemplca Samaln:
«¿Por qué los niños nos hacen enfadar tanto? Por lo general, se trata de un sentimiento de impotencia derivado de nuestra incapacidad para mantener el control. Muchos padres creen que ellos deben controlar a sus hijos. Si un niño se comporta de una forma que parece negativa o inaceptable, se le dice a la madre que no debe “dejarle” actuar de esa forma, que debe “hacerle” actuar… Si ella no puede controlar el mal comportamiento del niño, se considera una mala madre, una madre inadecuada, incompetente. Su comportamiento amenaza su imagen y… su incapacidad para conseguir que el niño haga lo que ella quiere le provoca un enfado aún mayor y hace que incluso llegue a perder el control.
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Si los niños se portan mal, creemos que ello nos afecta negativamente, a nosotros. Si no podemos controlarlos, estamos resentidos por el problema que nos causan, porque nos desafían, nos ignoran o nos decepcionan. Abandonar la escena no suele ser posible cuando estamos con otras personas, ni tampoco cuando ello puede suponer algún peligro para el pequeño. Pero si nos sentimos a punto de explotar en público y nos sentimos incómodos por toda esa audiencia que nos mira, a nosotros y a nuestros hijos, siempre podemos consolarnos pensando que esas personas son extraños y que no volveremos a verles. Es preferible centrarse en las necesidades inmediatas del niño y en las nuestras propias que aparecer como un “buen padre” ante los ojos de los demás». Y, más adelante, en un contexto muy smlar:
«Cuando estamos en público, sentimos una presión adicional acerca del comportamiento de nuestros hijos, ya que ellos tienen que hacernos quedar bien. Algunos niños sienten esta presión y entonces pueden portarse mal a propósito para demostrarnos que “No soy tu muñeco”, lo que aumenta todavía más nuestro malestar. Cuando sentimos los ojos de otros adultos sobre nosotros es muy difícil que no reaccionemos de una forma cohibida, en especial si sentimos que nos están juzgando. Con independencia de lo que los otros digan con sus miradas, el mensaje implícito es: “¿Cómo es que no sabes dominar a tu hijo?”. En estas situaciones públicas tan incómodas es esencial recordar que nuestro hijo es más importante que el extraño que nos mira, lo que nos permitirá centrar más nuestra atención en las necesidades del pequeño».
Como ya sugerí, la atención primordial al otro, con olvido de uno mismo, constituye la clave de la educación… y de toda la vida humana. La prioridad del tú sobre el yo es la regla de oro de la educación.
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7. Educar la libertad, por amor y para el amor La verdadera libertad
No olvidemos que me muevo todavía –sobre todo– en la línea de los principios, más que de las actuaciones concretas. En este ámbito, la tarea del educador es doble: 1. Hacer que el educando tome concenca del valor cas nnito –¡sin miedos ni mojigaterías!– de la propia libertad. 2. Enseñarle a ejercerla correctamente. Pero no resulta fácil, en primer término, entender a fondo lo que es la libertad y su estrecha relación con el bien y con el amor. Libres ¡para amar!
Aunque estemos poco acostumbrados a pensar en estos térmnos, la más auténtca lbertad se resuelve, en n de cuentas, en
querer el bien del otro en cuanto otro, en amar. ¿Cómo empezar a advertirlo? 1. Lo libre se entiende a menudo por oposición a lo necesario y exigido o predeterminado. 2. Y como los nstntos anmales oblgan a persegur el propio bien, la libertad será lo opuesto a ellos. 3. La libertad se concreta, por tanto, en querer lo que no resulta obligado por nuestros instintos-tendencias (centradas en el bien propio); es decir: el bien del otro… en cuanto otro. Naturaleza de la libertad…
No son el momento ni el lugar para fundamentarlo ni exponerlo por extenso. Conviene, no obstante, señalar que la libertad
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humana no queda bastante denda por la posbldad de optar
entre distintos elementos (sería la mera indiferencia , tan propia de la modernidad); sino que hay que concebirla, al menos, como la capacidad de auto-conducirse hacia la propia perfección o plentud, haca el propo ben termnal y dentvo.
O, con otras palabras, como la facultad de auto-construirse.
Ahora bien, en el estado presente de naturaleza caída, las tendencias inclinan con fuerza al ser humano (varón o mujer) a replegarse sobre el propio yo: a amarse incondicionadamente, de manera egoísta. Por eso, se advierte con aún más claridad que el acto supremo de libertad, lo que de ningún modo se encuentra determinado o necesitado por esos instintos-tendencias, es justo el amor en su sgncado más propo y cabal: querer el ben del otro… en cuanto otro. Lo explica Cardona: «Es absolutamente falso concebir la libertad como la facultad de elegir entre el bien y el mal, que la solicitarían de modo contradctoro: sería tanto como armar que Dos
no es libre, y que el hombre deja de ser libre justamente cuando ejercita su libertad. La libertad consiste en la facultad de querer, en el sentido fuerte del término: no en el sentido de querer hacer esto o lo otro, sino en el de querer el ser, en el de amar, en el de querer el bien para alguien; y así, sobre todo, en el sentido de quererse para Dios, de amar a Dios más y mejor que a uno mismo, con vistas a la unión de amistad a que hemos sido destinados». La libertad consiste en la facultad de querer, en el sentido fuerte del término: en el de querer el ser, en el de amar, en el de querer el bien para alguien.
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De todo lo anterior se deriva que solo de esta manera, al utilizar la libertad para amar a los demás, poniéndose uno mismo entre paréntesis, consigue la persona desarrollarse, «irse construyendo»: alcanzar la felicidad como perfección y, derivadamente, la dicha. Es lo que arma Frankl:
«En el Diario de un cura rural, de Bernanos, hay una bella frase que dice: “Odiarse es más fácil de lo que parece; la merced auténtca consste en olvdarse de sí”. S se nos permte modcar esta armacón, podremos decr algo que tantas personas neurótcas no son lo sucentemente capaces de recordar: mucho más
importante que despreciarse en demasía o considerarse en exceso sería olvidarse completamente de uno mismo, es decir, no pensar nunca más en sí mismo y en todas las circunstancias interiores, sino estar interiormente entregado a una tarea concreta cuya realización se encuentra personalmente reservada y restringida a cada uno. No nos lberamos de nuestras dcultades personales examnándonos a
nosotros mismos ni mirándonos al espejo, sino renunciando a nosotros mismos a través de la entrega a una cosa merecedora de tal obra». Y, en la estela por él aberta, Elsabeth Lukas abunda en el
mismo extremo: «Las personalidades más dignas de admiración son aquellas que se entregan a un ideal de tal manera que se olvidan de sí mismas. Las personas que más éxito obtienen son aquellas que no se preocupan en absoluto por el éxito, sino que tienen ante sí un ob jetivo lleno de sentido en el que aplicarse. Uno de mis pacientes curados me escribió una carta de agradecimiento en la que había una frase muy ilustrativa: “Desde que todo lo que yo creía importante para mí ya me da igual, es como si el éxito me persiguiera…”. Las personas más felices son aquellas que no derrochan un solo pensamiento en la expectativa de felicidad, sino que se entregan a la alegría del momento. Quien extiende la mano al éxito y a la felicidad se encuentra irremediablemente con el vacío, o, tal como lo formula Frankl: la “voluntad de poder” se perjudica a sí misma
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tanto como la “voluntad de placer”. En cambio, quien ansía, espera, combate y soporta la “cosa por sí misma” obtendrá a cambio éxito y felicidad».
Y de la no-libertad Como conrmacón a contrario –es decir, para advertir has-
ta qué extremos el egoísmo impide perfeccionarse y ser feliz, porque mata la libertad–, pueden valer estas palabras de Janne Haaland Matláry: «Si yo tuviese que determinar un hecho de nuestro tiempo que es un problema para lograr la felicidad humana, señalaría que es precisamente el subjetivismo. Con esto me reero a la presuncón consensuada de que todo
se resuelve en torno a mí mismo; que yo, mi ego, es el centro del universo. Mi tesis es que el hombre contemporáneo es infeliz en la medida en que está atrapado consigo mismo. En muchos casos es un prisionero de sí mismo». A la vista de todo lo anterior, resulta más sencillo comprender lo que también sugerí. En fin de cuentas, ser libre es poder y querer –¡porque me da la gana!– amar al otro en cuanto tal.
Libertad genuina
Estamos ya en condiciones de preguntar: ¿quién es auténticamente libre? La respuesta es profunda, pero no excesivamente complicada: 1. Quien, una vez conocido el bien, lo lleva a cabo porque quiere, por amor a lo bueno.
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2. Al contrario, va «perdiendo» su libertad quien obra de manera incorrecta… porque, en el fondo, no es capaz de hacer lo que «querría» y debería. 3. No actúa por amor al bien, sino coaccionado… aunque sea por sus propios impulsos interiores no-libres (los apetitos sensibles desordenados, por ejemplo). Un hombre puede quitarse la vida porque es «libre», pero nadie diría que el suicidio lo mejora en cuanto persona o incrementa su libertad. Solo el amor libera Educar en la lbertad sgnca, por tanto:
1. Permitir y promover que nuestros hijos se autodeterminen y escojan entre distintas posibilidades. 2. Además y muy por encima de eso, ayudarles a distinguir lo que es bueno (para los demás y, como consecuencia, para la propia felicidad). 3. Por n, y como culmnacón necesara de los dos puntos
anteriores, animarles a realizar las elecciones consiguientes, siempre por amor. Obrar libremente es hacerlo por amor.
Si no fomentamos su libertad, nunca serán responsables
Conceder con prudencia una creciente libertad a los hijos contribuye a tornarlos responsables. Una larga experenca de educador permtía armar a San
Josemaría Escrivá: «Es preferible que [los padres] se dejen engañar alguna vez: la conanza, que se pone en los hjos, hace que
ellos mismos se avergüencen de haber abusado, y se corrijan; en
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cambio, si no tienen libertad, si ven que no se confía en ellos, se sentirán movidos a engañar siempre». En dentva, gual que antes armaba que el objetvo de toda
educación es enseñar a amar, puede también decirse –pues, en el fondo, es lo mismo– que equivale a ir haciendo progresivamente más libres e independientes a quienes tenemos a nuestro cargo: que sepan valerse por sí mismos, ser dueños de sus decisiones, con plena libertad y total responsabilidad. Para lograrlo, puede resultar imprescindible un profundo cambio de actitud, como indican los párrafos que ahora copio y todo el parágrafo siguiente:
«Usted debe hacer un esfuerzo por conar en la capacidad de su hijo de decidir por sí mismo. Muchas veces, sin darnos cuenta, hacemos que se cumplan nuestros pronósticos; así, si está convencido de que su hijo es competente para tomar sus propias decisiones, que es bueno y sabe gobernar su vda, está usted nuyendo
para que así sea. Por el contrario, si considera que su hijo es inca-
paz o malo, usted se comportará nconscentemente nuyendo en él y en las crcunstancas para que al nal sea así. Sus pensamentos
sobre sus hijos conforman o limitan lo que su hijo puede hacer.
Sus pensamentos nuyen en la stuacón y, aunque no dga nada
directamente, su hijo percibirá la opinión que tenga de él y de sus capacidades, ajustándose a esa predicción o pronóstico, que terminará cumpliéndose. Cambie, por tanto, algunos pensamientos u opiniones sobre su hijo. “Mi hijo es responsable de sus actuaciones”, “Intentará hacer lo mejor en cada situación”, “Sabe tomar la iniciativa y resolver”, “Sé que sabe cuidar de sí mismo”, “No sé qué puede pasar, pero será interesante verlo”, etc., son los pensamientos positivos que nurán de forma postva en su tranquldad, en las stuacones y nalmente en la conducta de su hjo».
Educar significa ayudar a ser más libre.
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Si los hijos no llegan a ser libres, los padres han fracasado
La conclusión obtenida es de tal relieve que la dependencia de los hijos respecto a sus padres, cuando se prolonga o intensica solo un punto más allá de lo absolutamente mprescndble,
debe considerarse el «fracaso de los fracasos» en educación.
O, expresado en postvo: el n de toda labor formatva es
poner cuanto antes al educando en condiciones de valerse por sí mismo, ejercitando su libertad y asumiendo la responsabilidad correspondiente. Lo razonan, con rotundidad, Charles Robinson y su esposa: «Educar la libertad constituye nuestra mayor y más importante empresa. Toda la ciencia, todo el conocimiento, toda la destreza, toda la técnica que podamos transmitirles, no pueden compararse con el don incomparable de enseñarles a usar rectamente de su libertad. Todo lo demás que aprendan quedará condicionado a su libre elección de usarlo como bienhechores o como malvados». El fin de toda educación es poner cuanto antes al educando en condiciones de valerse por sí mismo.
Toda dependencia implica falta de capacidad Y, sn embargo, no es cosa fácl, como sabemos por experenca y conrman las sguentes ctas, tomadas de dstntos autores,
que ya conocemos: 1. «A veces cuesta mucho no hacer algo por nuestros hijos. Tenemos un sentimiento de pérdida: nos creemos menos necesarios cuando ya no seleccionamos su ropa, corregimos sus deberes o decidimos por ellos. Pero, en última instancia, lo que queremos es que los niños desarrollen sus propos recursos para conar en sí msmos, para que,
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en una situación difícil, sean capaces de decir: “Creo que soy capaz de hallar una solución. Puedo probar A, B o C. No tengo que ir a casa y preguntar a mis padres lo que debo hacer”. Una madre asistente a mis cursillos resumió el proceso de separación de esta forma tan aguda: “Hace poco he intentado escuchar a mi hijo en lugar de meterme en sus asuntos e intentar resolver los problemas por él. Le he hecho saber que estoy segura de su capacidad para buscar soluciones. Me he dado cuenta de que un ‘buen progenitor’ sabe cuándo dejar que sus hijos cometan sus propios errores, acepten sus consecuencias y aprendan a corregir esos errores por sí solos. Un buen progenitor sabe de qué forma practicar esta especie de ‘negligencia benigna’. Es como aprender a ser un buen malabarista; resulta difícil, pero vale la pena”».
2. «La mayoría de los libros sobre educación infantil nos dicen que uno de los objetivos capitales de los padres es ayudar a los hijos a separarse de ellos, a convertirse en individuos independientes que algún día sabrán desenvolverse por su cuenta. Se nos insta a no ver a nuestros hijos como copias en papel carbón o prolongaciones nuestras, sino como seres humanos únicos con distintos temperamentos, distintos gustos, distintas emociones, distintos anhelos, distintos sueños. Sin embargo, ¿cómo podemos ayudarles en esa carrera hacia la independencia? Es evidente: dejando que piensen por sí mismos, permitiéndoles enfrentarse a sus propios problemas y aprender de sus errores. Eso está pronto dicho. Todavía recuerdo a mi hijo mayor luchando con los cordones de los zapatos mientras yo le observaba pacientemente para, al cabo de diez segundos, agacharme y atárselos. Y a m hja le bastaba menconar que tenía cualquer dsputa con una amiga para que yo me volcara al instante en darle consejos.
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¿Cómo iba a consentir que mis hijos cometieran errores y sufrieran fracasos cuando lo único que tenían que hacer era escucharme y seguir mis consejos? Quizá el lector piense: “¿T “¿ Tan terrible es ayudar a un niño a anudarse los cordones de los zapatos, o decirle cómo resolver una trifulca con un amigo, amigo, o ahorrarle algún que otro traspié? A n de cuentas, los hjos son jóvenes e nexpertos. Dependen
física y moralmente de los adultos que les rodean”. Es este el punto donde radica el problema. Cuando una persona vive en una continuada dependencia de otra, es inevitable que salgan a la luz determinados sentimientos».
Personalmente, estimo que la «solución» a este problema de la «dependencia» –que implica un defecto o una impotencia en la educación, como ya apuntó Kierkegaard– se encuentra, en última instancia, en el apartado que sigue. 1-1000… Recurrir a la ayuda de Dios El Amor Amor de los amor amores
El breve y rapsódico conjunto de sugerencias ofrecidas hasta el momento estaría aún más incompleto si no dejara constancia de este último y muy fundamental precepto, que debe acompañar y avivar –¡desde dentro!– a todos y cada uno de los precedentes. Educar procede de e-ducere, ex-traer, hacer surgir. Como sabemos, el agente principal e insustituible es siempre el propio niño, adolescente o joven. De una manera todavía más profunda, Dios, en el ámbito natural o por medio de su gracia, interviene en lo más íntimo de la persona de nuestros hijos, haciendo posible y efectivo su perfeccionamien perfeccionamiento. to. Sabemos, o deberíamos saber, que ningún hijo es «propiedad» de los padres; se pertenece a sí mismo y, en última instancia, a Dios.
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QUÉ HACER… HACE R… PARA PARA NO HACERLO HACE RLO TAN MAL
1. Por tanto, y como anticipé, no tenemos ningún ningún derecho derecho a hacerlos a «nuestra imagen y semejanza». 2. Nuestra tarea tarea consste en desaparecer en beneco de cada
ser querido, poniéndonos plenamente a su servicio para que pueda alcanzar la plenitud que a cada uno le corresponde: ¡la suya!, única e irrepetible.
Los padr padres, es, colabora colaborador dores es de Dios Dios
Como consecuencia, el padre o la madre, los demás parientes, los maestros y profesores… pueden considerarse colaboradores de Dios en el crecimiento humano y espiritual del chico; pero es él el auténtico protagonista de tal mejora. A los padres en concreto, en virtud del sacramento del matrimonio, se les ofrece una gracia particular para asumir tan importante tarea. Por todo ello es muy conveniente: 1. Que invoquen invoquen la ayuda ayuda y el consejo de Dios, sobre sobre todo en momentos de especal dcultad, pero no solo en ellos.
2. Que sepan abandonarse en Él cuando parece que sus esfuerzos no dan los resultados deseados o que el chico enrumba caminos que nos hacen sufrir: en la adolescencia, por poner un ejemplo, una «etapa»… que puede hoy durar casi hasta los cuarenta o más años. El abandono real de la mejora de los hijos en las manos de Dios –tras poner todos los medios para ayudarles– es el baremo definitivo de la categoría educativa de sus padres.
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Los «colabor «colaborador adores» es» de Dios, apoyo apoyo para para los padr padres es
Además, no debe olvidarse el gran servicio gratuito del Ángel Custodio, a quien el propio Dios ha querido encargar el cuidado de nuestros hijos. Y recordar tambén que la Vrgen Vrgen contnúa desde el celo desplegando su acción materna, de guía y de intercesión. Enseñarles a tener en cuenta la acción insustituible de Dios puede constituir la herencia más valiosa que, en el conjunto de la educación, los padres leguen a sus hijos. El mejor legado que unos padres pueden transmitir a sus hijos es la conciencia de que, sin Dios, el hombre es incapaz de hacer nada.
Tranquilidad. El conocimiento humano es progresivo. Normalmente no se comprende del todo lo que se lee por primera vez. Lo medio-entendido entonces prepara para estudiar lo que sigue, y el nuevo conocimiento aclara lo ya aprendido. A menudo es preciso «ir y venir», leer más de una vez lo mismo. Pero el resultado final suele provocar una notable satisfacción. Ánimo.