1^ STE estudio sigue, etapa por etapa, la búsqueda de la transparencia a que se obliga Rousseau. La sociedad justa, la comunicación entre las almas nobles, la exaltación de lo festivo, el éxtasis intem poral, la escritura autobiográfica: tales son las gran des llamadas a través de las cuales se deja entrever la promesa de la felicidad.
L a transparencia y el obstáculo
taurus
Pero el obstáculo no podrá ser abolido jamás. La plenitud universal es inaccesible. Rousseau, convencido de su propia inocencia, alejará de sí la responsabilidad del mal; los culpables son los demás. Según Hegel, el alma persuadida de su propia pureza está abocada al «delirio de la presunción». Así, a través del destino ejemplificador de Rousseau, descubrimos que la paranoia, el delirio interpretativo, es el último refugio de aquellos que tratan de explicarse por qué les está vedado el Paraíso.
JEAN STAROBINSKI
JEAN-JACQUES ROUSSEAU LA TRANSPARENCIA Y EL OBSTÁCULO
Versión castellana de S a n t ia g o G o n z á l e z N o r ie g a
taurus
Titulo original: Jean-Jacques Rousseau. La transparence et l'obstacle. © 1971, E ditions G allimard , París.
© 1983, TAURUS EDICIONES, S. A. Príncipe de Vergara, 81, l.° - Madrid-6 ISBN: 84-306-1230-0 Depósito Legal: M. 8.331-1983 PRINTED IN SPAIN
ADVERTENCIA
En relación con la edición precedente (1937), el texto que publi camos aqui presenta numerosas modificaciones de menor importan cia. Sin embargo, los cambios no afectan a la estructura global de la obra. En lo sucesivo las citas remiten al texto de la edición crítica de las Obras completas (publicadas bajo la dirección de Bernard Gagnebin y Marcel Raymond en la Bibliothéque de la Pléiade; han aparecido cuatro volúmenes de los cinco previstos). Aunque hemos modernizado la ortografía de Rousseau, en general hemos respe tado su puntuación. A menudo incorrecta con respecto a la norma actual, indica una frase de segmentos amplios. Reconocemos en ella la inspiración propia de Rousseau. Los tres estudios reunidos al final de este volumen han apareci do en diversos lugares entre 1962 y 1967. «Jean-Jacques Rousseau y el peligro de la reflexión» no figura aqui: este ensayo forma parte de El Ojo vivo (Gallimard, 1961; segunda edición, 1968); «El intér prete y su circulo» pertenece a La relación crítica (Gallimard, 1970)*. Ginebra, septiembre de 1970
* Hay traducción castellana, Tauros, 1974.
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PREFACIO
Este libro no es una biografía, aunque se imponga el respetar en líneas generales la cronología de las actitudes y de las ideas de Rousseau. Tampoco se trata de una exposición sistemática de la filosofía del ciudadano de Ginebra, aun cuando los problemas esen ciales de esta filosofía sean objeto aquí de un examen bastante de tenido. Con razón o sin ella, Rousseau no ha aceptado separar su pensa miento y su individualidad, sus teorías y su destino personal. Hay que tomarle tal y como se nos da, en esta fusión y esta confusión de la existencia y de la ¡dea. Nos vemos conducidos así a analizar la creación literaria de Jean-Jacques como si representase una acción imaginaria, y su comportamiento como si constituyese una ficción vivida. Aventurero, soñador, filósofo, antifilósofo, teórico político, músico, perseguido: Jean-Jacques ha sido todo eso. Por diversa que sea esta obra, creemos que puede ser recorrida y reconocida por una mirada que no rechace ningún aspecto de ella: es lo bastante rica como para que ella misma nos sugiera los temas y los motivos que nos permitirán captarla, a la vez, en la dispersión de sus tendencias y en la unidad de sus intenciones. Prestándole atención ingenua mente, y sin apresurarnos demasiado a condenarla o a absolverla, encontramos imágenes, deseos obsesivos y nostalgias que dominan la conducta de Jean-Jacques y orientan sus actividades de modo casi permanente. En la medida en que era posible hemos limitado nuestra tarea a la observación y a la descripción de las estructuras que pertenecen en propiedad al mundo de Jean-Jacques Rousseau. A una critica forzada, que impone desde el exterior sus valores, su orden y sus 9
clasificaciones preestablecidas, hemos preferido una lectura que simplemente se esfuerza por descubrir el orden o el desorden inter no de los textos a los que interroga y los simbolos y las ideas de acuerdo con las cuales se organiza el pensamiento del escritor. Con todo, este estudio es algo más que un «análisis interior». Pues es evidente que no es posible interpretar la obra de Rousseau sin tener en cuenta el mundo a que se opone. Es por el conflicto con una sociedad inaceptable por lo que la experiencia intima adquiere su función privilegiada. Y hasta vemos que el dominio propio de la vida interior sólo se delimita por el fracaso de toda relación satis factoria con la realidad exterior. Rousseau desea la comunicación y la transparencia de los corazones; pero su espera se ve frustrada, y, eligiendo el camino contrario, acepta —y suscita— el obstáculo, que le permite replegarse en la resignación pasiva y en la certeza de su inocencia.
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I
DISCURSO SOBRE LAS CIENCIAS Y LAS ARTES
El Discurso sobre las Ciencias y las Artes comienza pomposa mente con un elogio de la cultura. Se despliegan nobles frases, que describen en pocas palabras la entera historia del progreso de las luces. Pero un súbito cambio de opinión nos enfrenta a la discor dancia entre el ser y el parecer: «Las ciencias, las letras y las artes... extienden guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro con que están cargados los hombres»1. Bello efectismo retórico: un golpe de varita mágica invierte los valores, y la imagen brillante que Rousseau había colocado ante nuestros ojos no es más que un falso decorado —demasiado hermoso para ser verdad: •
Qué grato seria vivir entre nosotros, si el com portam iento ex terior fuera siempre la imagen de las disposiciones del corazón1.
El vacío se abre tras las superficies mendaces. Aqui comenzarán todos nuestros infortunios. Pues esta fisura que impide que el «humo exterior» corresponda a las «disposiciones del corazón», hace entrar el mal en el mundo. Los beneficios de las luces se en cuentran compensados, y casi anulados, por los innumerables vicios que se desprenden de la falsedad de las apariencias. Su briosa elo cuencia había descrito el ascenso triunfal de las artes y de las cien cias; un segundo golpe de elocuencia nos conduce ahora en sentido inverso, y nos muestra la «corrupción de las costumbres» en toda su extensión. El espíritu humano triunfa, pero el hombre se ha perdi-1* 1 Discours sur tes Sciences et les Aris, CEuvres comptétes (en abreviatura O. C.) (Paria, Bibliothéque de la Pléiade, 1959, han aparecido cuatro volúmenes de cinco), III, 7. Hemos modificado continuamente la ortografía de Rousseau. 1 Ibtdem. 11
do. El contraste es violento, pues lo que está en juego no es sola mente la noción abstracta del ser y del parecer, sino el destino de los hombres, que se divide entre la inocencia repudiada y la perdición, en lo sucesivo, cierta: el parecer y el mal no son sino la misma cosa. En 1748 el tema de la falsedad de las apariencias no tiene nada de original. En el teatro, en la iglesia, en las novelas, en los periódi cos, cada uno a su modo, denuncia los falsos pretextos, las conven ciones, las hipocresías, las máscaras. En el vocabulario de la polé mica y de la sátira no hay términos que aparezcan más a menudo que descubrir y desenmascarar. El Tartuffe ha sido leído una y otra vez. El pérfido, el «vil adulador» y el bribón disfrazado, se encuen tran en todas las comedias y en todas las tragedias. En el desenlace de una intriga bien llevada, hacen falta traidores ocultos. Rousseau (Jean-Baptiste) permanecerá en la memoria de los hombres por ha ber escrito: Cae la máscara, el hombre queda Y el héroe se desvanece3. Este tema está lo suficientemente extendido, vulgarizado y auto matizado como para que el primer recién llegado pueda retomarlo y añadirle algunas variaciones sin gran esfuerzo intelectual. La antí tesis ser-parecer pertenece al léxico común: la idea se ha convertido en una expresión. Sin embargo, cuando Rousseau encuentra el deslumbramiento de la verdad en la carretera de Vincennes, y durante las noches de insomnio en las que da «vueltas y más vueltas»4 a los períodos de su discurso, el lugar común vuelve a tomar vida: se inflama, se hace incandescente. La oposición del ser y del parecer se anima patética mente y confiere al discurso su tensión dramática. Es siempre la misma antítesis, retomada del arsenal de la retórica, pero expresan do un dolor y un desgarramiento. A pesar de todo, el énfasis del discurso se impone y se propaga un sentimiento real de escisión. La ruptura entre el ser y el parecer engendra otros conflictos, comd una serie de ecos amplificados: ruptura entre el bien y el mal (entre los buenos y los malos), ruptura entre la naturaleza y la sociedad, entre el hombre y sus dioses, entre el hombre y él mismo. En fin, la historia entera se divide en un antes y un después: antes había patrias y ciudadanos, ya no. Una vez más, el ejemplo nos lo da Roma: la virtuosa república, fascinada por el brillo de la apañen3 Jean Baptiste Rousseau , «Ode á la Fortune», Odes. II, 6, verso 12. 4 Confessions, Hb. VIH, O. C., I, 352. 12
cia, se perdió a causa de sus lujos y sus conquistas. «Insensatos, ¿qué habéis hecho?»5. Dirigida contra el prestigio de la opinión, al deplorar la caída de Roma definitivamente entregada a los rétores, la declamación obe dece a todas las reglas del género oratorio. No falta nada para un concurso de Academia: apóstrofes, prosopopeyas, gradaciones. No hay nada que no revele la tradición literaria, llegando incluso al epí grafe Decipimur specie recti6. De entrada, el tema se nos ofrece bajo la garantía de una sentencia romana. Pero la cita es oportuna. Lo que ésta anuncia es que, subyugados por la ilusión del bien y cautivos de la apariencia, nos dejamos seducir por una falsa imagen de la justicia. Nuestro error no concierne al orden del saber, sino al orden moral. Equivocarse es convertirse en culpable cuando se cree que se está actuando rectamente. A pesar nuestro, sin darnos cuen ta, somos arrastrados al mal. La ilusión no es sólo lo que perturba nuestro conocimiento, sino lo que vela la verdad: ella falsea nues tros actos y pervierte nuestras vidas. Esta retórica sirve de medio de transmisión a un pensamiento amargo, obsesionado por la idea de la imposibilidad de la comuni cación humana. En el primer Discurso, Rousseau deja oir ya la queja, que repetirá incansablemente en los años de la persecución: las almas no son visibles, la amistad no es posible, la confianza nunca puede durar, ningún signo cierto permite reconocer la dispo sición de los corazones: Ya nadie se atreve a parecer lo que es, y bajo esta perpetua coacción, los hombres que form an este rebaño al que se d a el nom bre de sociedad, puestos en las mismas circunstancias, harán todos las mismas cosas, a n o ser que motivos más poderosos les disuadan de ello. Nunca se sabrá, por tanto, con quién nos las te nemos que ver: para conocer al am igo, habrá, pues, que esperar a las grandes ocasiones, es decir, esperar a que ya no sea el momen to, puesto que es precisam ente para esas ocasiones para cuando habría sido esencial conocerle. ¿Qué cortejo de vicios n o habrá de acom pañar a esta incerti dum bre? Ya no habrá ni am istades sinceras, ni verdadera estim a, ni confianza bien fundada. Las sospechas, la desconfianza, los te mores, la frialdad, la reserva, el odio y la traición se esconderán sin cesar bajo ese velo uniform e y pérfido de las buenas mane ras, bajo esta urbanidad tan celebrada que debemos a las luces de nuestro siglo7. 5 Discours sur les Sciences el les Arts. O. C.. III, 14. 6 H oracio , De A rte Poética, verso 25. 7 Discours sur tes Sciences et tes Arts. O. C., III, 8-9.
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Que el ser y el parecer constituyen dos cosas distintas, que un «velo» disimule los verdaderos sentimientos, tal es el escándalo ini cial al que Rousseau se enfrenta; tal es el inaceptable hecho cuya explicación y cuya causa buscará; tal es la desgracia de la que desea verse libre. Este tema es fecundo. Abre la posibilidad de un desarrollo in agotable. Según confesión del propio Rousseau, el escándalo de la mentira dio impulso a toda su reflexión teórica. Bastantes años des pués del primer Discurso, al volverse hacia su obra para interpre tarla y para hacer «la historia de sus ideas», declarará: En cuanto estuve en situación de observar a los hom bres, veia cóm o se com portaban, y les oia hablar; después, viendo que sus acciones no se parecían en nada a sus palabras, busqué la razón de esta desemejanza, y descubrí que siendo ser y parecer dos cosas tan diferentes para ellos com o actuar y hablar, esta segunda dife rencia era la causa de la o tra 8.
Tomemos nota de esta declaración. Pero hagámosnos también algunas preguntas. En cuanto estuve en situación de observar a ios hombres: Rous seau se atribuye aqui el papel del observador, se instala en la actitud del naturalista filósofo que conceptualiza y que asciende inductiva mente a las razones y a las causas primeras. Al atribuirse este gusto por el análisis desinteresado, ¿no racionaliza Rousseau emociones mucho más turbias, sentimientos mucho más interesados? ¿No adopta el tono del saber abstracto con la intención, más o menos consciente, de compensar y de disimular ciertas decepciones y cier tos fracasos enteramente personales? El propio Rousseau nos auto riza a plantear estas preguntas. Mucho antes de que la psicología moderna haya dirigido nuestra atención hacia las fuentes afectivas y las subestructuras inconscientes del pensamiento, el Rousseau de las Confesiones nos invita a buscar el origen de sus propias teorías en la experiencia emotiva, y el Rousseau de las Réveries dirá incluso en la experiencia soñada: «Mi vida entera casi no ha sido otra cosa que una larga ensoñación»9. ¿Se le reveló, pues, a Rousseau la discordancia entre el ser y el parecer al término de un acto de atención crítica? ¿Fue acaso una tranquila comparación la que despertó su pensamiento? El lector * Lettre á Christophe de Beaumont, O. C„ IV, 966. 9 Phrases écrites sur des canes a jouer, apéndice de las Réveries du Proméneur solitaire, edición critica de Marcel Raymond (Genévc, Droz. 1948), 167, O. C., I, 1165.
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podría sentirse tentado a poneno en duda. Sabiendo hasta qué pun to el tema del parecer se había convertido en moneda corriente del vocabulario intelectual de la época, dudará en admitir que la reflexión de Rousseau haya encontrado alli su auténtico punto de partida y su impulso original. Si fuera posible captar este pensa miento en su fuente y en su origen, ¿no seria preciso remontarse a un nivel psíquico más profundo, en búsqueda de una emoción pri mera, de una motivación más intima? Ahora bien, nos volveremos a encontrar alli con el maleficio de la apariencia, no ya a titulo de retórico lugar común, o en calidad de objeto sometido a la observa ción metódica, sino bajo la forma de la dramaturgia intima.
« L as
a p a r ie n c ia s m e c o n d e n a b a n »
Releamos el primer libro de las Confesiones. «Me he mostrado tal y como fui»101(tal y como él cree haber sido, tal y como él quiere haber sido). No se preocupa de exponer el desarrollo de sus ideas en el curso del tiempo, se deja embargar por el recuerdo afectivo: no le parece que su existencia esté constituida por una cadena de pensa mientos, sino por una cadena de sentimientos, un «encadenamiento de afecciones secretas»11. Si el tema de la apariencia mendaz no fuera más que una superestructura intelectual, no tendría ninguna cabida en las Confesiones. Pero ocurre todo lo contrario. Sin duda, no carece de importancia, para Jean-Jacques, el que si túe el surgimiento de la conciencia de si en su encuentro con la «lite ratura»: «Ignoro lo que hice hasta los cinco o seis años: no sé cómo aprendí a leer, no me acuerdo más que de mis primeras lecturas y del efecto que sobre mi tuvieron: creo que la conciencia ininterrum pida de m í mismo data de esa época. Mi madre había dejado nove las...»1213. El encuentro consigo mismo coincide con el encuentro con lo imaginario: constituyen un mismo descubrimiento. Desde el co mienzo, la conciencia de sí está intimamente ligada a la posibilidad de convertirse en otro. («Me convertía en el personaje cuya vida es taba leyendo»12.) Pero por peligrosa que Rousseau considere esta educación —que despierta el sentimiento antes que la razón y el co nocimiento de lo imaginario antes que el de las cosas reales— en es te método, el parecer no se impone como una influencia maléfica. 10 Confessions, lib. I, O. C„ I, S. 11 Confessions, primera redacción, Annales Jean-Jacques Rousseau, IV (Genéve, 1908), 3. O. C.. I, 1149. 12 Confessions, lib. 1, O. C„ I, 8. 13 Op. cit., 9.
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La ilusión sentimental, despertada por la lectura, comporta, desde luego, un peligro, pero el peligro, en este caso particular, viene acompañado de un precioso privilegio: Jean-Jacques se forma como un ser diferente. «Estas confusas emociones, que experimentaba una vez tras otra, no alteraban en nada la razón de la que aún carecía, sino que formaron una de otro tem ple...»,A. La singularidad de Jean-Jacques tiene su origen en los fascinantes fantasmas suscitados por la ilusión novelesca. Es este el primer dato biográfico que viene a confirmar la declaración del preámbulo: «Yo no estoy hecho co mo nadie que haya visto»ls. Jean-Jacques desea y deplora su dife rencia: es una desgracia y un motivo de orgullo a la vez. Si las emo ciones ficticias y la exaltación imaginaria le ha hecho diferente, no dirigirá contra éstas más que una condena ambigua: estas novelas son un vestigio de la madre perdida. Vamos a encontrarnos con un recuerdo de infancia que describe el encuentro con el parecer como una brutal conmoción. No, no co menzó por observar la discordancia entre ser y parecer: empezó por sufrirla. La memoria se remonta hasta una experiencia original de la malignidad de la apariencia, Jean-Jacques describe su revelación «traumatizante», a la que atribuye una importancia decisiva: «A partir de este momento dejé de gozar de una felicidad pura»14156. En este momento se produjo la catástrofe (la «caída») que destruyó la pureza de la felicidad infantil. A partir de ese dia, la injusticia exis te, la desgracia está presente o es posible. Este recuerdo tiene el va lor de un arquetipo: es el encuentro con la acusación injustificada. Jean-Jacques parece culpable sin serlo realmente. Parece que mien te, siendo así que es sincero. Aquellos que le castigan actúan injusta mente, pero hablan el lenguaje de la justicia. Y aquí el castigo físico no tendrá las consecuencias eróticas de la azotaina propinada por Mlle. Lambercier: Jean-Jacques no descubre en él su cuerpo y su placer, descubre la soledad y la separación: Un dia estaba yo solo estudiando mis lecciones en la habita ción contigua a la cocina. La sirvienta había puesto a secar los peines de Mlle. Lambercier en la plancha del homo. Cuando vol vió a cogerlos se dio cuenta de que uno tenia rotos todos los dien tes de uno de los lados. ¿A quién echar la culpa de ese estropicio? Yo era el único que había entrado en la habitación. Me preguntan por él y yo niego haber tocado el peine, M. y Mlle. Lambercier se reúnen: me exhortan, me apremian, me amenazan; yo persisto 14 Op. cit., 8. 15 Op. di.. 5. '* Op. di.. 20.
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con obstinación; pero su convicción era dem asiado fuerte y preva lece por encima de todas mis protestas, aunque esa era la primera vez que habian encontrado en mi tanta osadía para m entir. La co sa fue tom ada en serio, y merecía serlo. La m aldad, la mentira y la obstinación fueron consideradas com o igualmente dignas de castigo... H an pasado ahora casi cincuenta aflos desde esa aventura y no tem o ser castigado hoy de nuevo por el mismo hecho. Y bien: proclam o ante el Cielo que era inocente... Yo aún no tenía suficiente juicio com o para darm e cuenta de hasta qué punto m e condenaban tas apariencias y para ponerm e en el lugar de los dem ás. Me atenia a lo mío y todo lo que sentía era el rigor de un castigo espantoso por un crimen que no había com etido17.
Rousseau se encuentra aquí en situación de acusado. (En el pri mer Discurso juega el papel del acusador, pero desde el momento en el que se encuentre con la contradicción, se verá en el papel de acusado.) La experiencia, cuya descripción acabamos de leer, no confronta abstractamente la noción de realidad y la noción de apa riencia: es la conmovedora oposición entre el ser-inocente y el pare cer-culpable. «¡Qué reinversión de ideas! ¡Qué desorden de senti mientos! ¡Qué conmoción!...»18. Al mismo tiempo que se revela confusamente el desgarramiento ontológico entre el ser y el parecer, el misterio de la injusticia se hace sentir ya, intolerablemente, a este niño. Acaba de descubrir que la íntima certeza de la inocencia es impotente contra las aparentes pruebas de la falta, acaba de des cubrir que las conciencias están separadas y que es imposible comu nicar la evidencia inmediata que experimentamos en nosotros mis mos. A partir de entonces el paraíso se ha perdido: pues el paraíso era la transparencia reciproca de las conciencias, la comunicación total y confiada. Hasta el mundo cambia de aspecto y se oscurece. Y los términos de los que se sirve Rousseau para describir las conse cuencias del incidente del peine roto se parecen extrañamente a aquéllas en las que en el primer Discurso describen el «cortejo de vi cios» que hace irrupción a partir del momento en que «ya nadie se atreve a parecer lo que es». En los dos textos, Rousseau habla de una desaparición de la confianza y, a continuación, evoca un velo que se interpone: Aún seguimos en Bossey algunos meses, y estuvimos allí a la manera com o se representa al primer hom bre cuando aún está en ' 7 Op. cit.. lib. I. O. C.. I, 18-20. 18 ibidem.
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el paraíso terrestre pero ha dejado de gozar de él. A parentem ente se trataba de la misma situación, y en realidad era una m anera de ser com pletamente distinta. El afecto, el respeto, la intim idad y la confianza ya no unían a los discípulos con sus maestros; ya no les contem plábam os com o si fueran dioses que leían en nuestros co razones: nos daba vergüenza obrar mal y teníam os más miedo de que nos acusasen; empezábamos a ocultam os, a rebelam os, a m entir. T odos los defectos propios de nuestra edad corrom pían nuestra inocencia y afeaban nuestros juegos. El cam po mismo perdió a nuestros ojos ese atractivo hecho de dulzura y de sen cillez que llega al corazón. N os parecía desierto y oscuro, estaba com o cubierto por un velo que nos ocultaba su belleza19.
A partir de este momento, las almas ya no se encuentran más y se complacen en esconderse. Todo está trastocado y el niño castigado descubre esta incertidumbre del conocimiento del otro, de la que se quejará en el primer Discurso: «Nunca se sabrá por tanto con quién nos la tenemos que ver». Para Jean-Jacques, la catástrofe es tanto más grande cuanto que le separa «precisamente de las gentes que más quiere y respeta»20. La ruptura constituye un pecado original, pero un pecado cuya imputación es tanto más cruel cuanto que Rousseau no es responsable de lo ocurrido. De hecho hay que destacar que en todo el relato del peine nadie tiene la responsabilidad de la intrusión inicial del mal y de la separa ción. Es un desgraciado cúmulo de circunstancias. Un simple mal entendido. Rousseau no dice nunca que los Lambercier sean malva dos e injustos. Los describe, muy al contrario, como seres «dulces», «muy razonables» y con una «justa severidad». Sólo que se equivo can, han sido engañados por la apariencia de la justicia (según la sentencia preliminar del primer Discurso) y la injusticia se produce como consecuencia de una fatalidad impersonal. Las «apariencias» están contra Rousseau. La «convicción era demasiado fuerte». Asi pues, nadie es culpable; no hay más que una imputación del crimen, un parecer-culpable, que ha surgido como por casualidad y que ha provocado automáticamente el castigo. Todas las personas son ino centes, pero sus relaciones están corrompidas por el parecer y la in justicia. El maleficio de la apariencia y la ruptura entre las conciencias ponen fin a la feliz unidad del mundo infantil. En adelante, la uni dad deberá reconquistarse y recobrarse; las personas separadas de19 Ibid. Sobre el lema de la transparencia en Rousseau, véase P. Burgeun, La Philosophie de l'Existence de J.-J. Rousseau, París, 19S2, pp. 293-295, y passim. 20 Ibidem.
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berán reconciliarse, la conciencia expulsada de su paraiso deberá emprender un largo viaje antes de volverse a encontrar con la felici dad, necesitará buscar otra felicidad totalmente diferente, pero en la que su primer estado no le sería restituido en menor proporción. La revelación de la falsedad de la apariencia es sufrida como una herida, Rousseau descubre el parecer como víctima del parecer. En el mismo instante en el que percibe los limites de su subjetivi dad, ésta le es impuesta como subjetividad calumniada. Los otros le desconocen: el yo sufre su apariencia como una negación de justicia que le sería infligida por aquellos por los que desearía ser amado. Por tanto, la estructura fenoménica del mundo no es puesta en cuestión más que indirectamente. El descubrimiento del parecer no es en absoluto, en este caso, el resultado de una reflexión sobre la naturaleza ilusoria de la realidad percibida. Jean-Jacques no es un «sujeto» filosófico que analiza el espectáculo del mundo exterior, y al que pone en duda como una apariencia formada por la media ción engañosa de los sentidos. Jean-Jacques descubre que los otros no tienen acceso a su verdad, su inocencia, su buena fe, y es sólo a partir de este momento cuando el campo se oscurece y se vela. An tes de que se sienta distante del mundo, el yo ha sufrido la experien cia de su distancia con respecto a los otros. El maleficio de la apa riencia, le alcanza en su propia existencia antes de alterar el aspecto del mundo. «Es en el corazón del hombre donde se encuentra el es pectáculo de la vida de la naturaleza»21. Cuando el corazón del hombre ha perdido su transparencia, el espectáculo de la naturaleza se empaña y se enturbia. La imagen del mundo depende de la rela ción entre las conciencias: sufre sus vicisitudes. El episodio de Bossey termina con la destrucción de la transparencia del corazón y, si multáneamente, con un adiós al brillo de la naturaleza. La posibili dad cuasi divina de «leer en los corazones» ya no existe, en el cam po se vela y la luz del mundo se oscurece. El «velo» ha caído entre Rousseau y él mismo. Le ha ocultado su naturaleza primera, su inocencia. Y ciertamente, fue en este mo mento cuando Jean-Jacques comenzó a obrar mal («nos daba me nos vergüenza portarnos mal... empezamos a escondernos...»)22, pero él no es responsable de la entrada del mal en el mundo, y si co mienza a ocultarse, es porque la verdad se ha ocultado antes. Su historia habia comenzado de otro modo. Al principio, la infancia había sido confianza y tranparencia totales. La memoria puede to davía sumergirle en ella, y devolverle a la limpidez de un mundo 21 Émite. lib. III, O. C , IV, 431. 22 Confessions, lib. I, O. C., I, 21.
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más claro, pero no puede conseguir que ésta no se haya perdido y que el mundo no se haya oscurecido: N o vemos ni el alm a de los dem ás, porque se esconde, ni la nuestra, porque carecemos de espejo intelectual23.
Hay que vivir en la opacidad24.
El
t i e m p o d iv id id o y e l m it o d e l a t r a n s p a r e n c ia
Este momento de crisis —en el que cae el «velo» de la separa ción, en el que el mundo se empaña, en el que las conciencias se ha cen opacas las unas para las otras, en el que la desconñanza hace que la amistad ya nunca sea posible—, este momento tiene su ori gen en una historia: marca el comienzo de un empañamiento en la felicidad infantil de Jean-Jacques. Comienza entonces una época, una nueva edad de la conciencia. Y esta nueva edad se define por un descubrimiento esencial: por primera vez, la conciencia tiene un pasado. Pero enriqueciéndose en este descubrimiento descubre tam bién una pobreza y una carencia esenciales. En efecto, la dimensión temporal que se abre tras el instante presente, no se ha hecho per ceptible más que por el hecho mismo de que se oculta y se pierde. La conciencia se vuelve hacia un mundo anterior del que percibe, a un mismo tiempo, que le ha pertenecido y que lo ha perdido para 23 Lettres morales, O. C„ IV, 1092. 24 Posiblemente se dirá que hay que evitar recurrir a las Confesiones si se buscan documentos concernientes a la experiencia inicial de Rousseau; la idea directriz de las Confesiones es responder a una inculpación calumniosa, y se podría objetar que el tema de la acusación injustificada, lejos de pertenecer auténticamente a la infancia de Rousseau, es la proyección retrospectiva de la obsesión de un perseguido. Pero es el caso que el primer texto que poseemos de ¿I —una carta a un primo, escrita antes de la edad de veinte años— es precisamente un acto de disculpa; «A causa de todo esto puedes conocer el carácter maldito de aquel que te ha incitado a hacerme esos reproches... Reconoce en esa descripción la indignidad de su proceder y abandona los falsos prejuicios en los que has caldo con respeto a mi.» Cornspondance générale de Jean-Jacques Rousseau (París, Armand Colín, 1924-1934, 20 vol. y cuadros), edi tada por T. Dufour y P. P. Plan, I, 1, Correspondance CompUte de Jean-Jacques Rousseau (Genéve, Instituto y Museo Voltaire, han aparecido 12 vol.), edición critica de R. A. Leigh, I, 1-2. La carta comienza con la constatación de una distancia y de un malentendido, contra los que Rousseau lucha por restablecer una amistad com prometida. Se queja de haberse convertido en un extraño para su primo; «Aunque me escribas del modo en que escribirías a un extraño, no dejo de responderte según nuestro modo acostumbrado, es precisamente con este tono con el que intentaré acla rarte respecto a los reproches que me haces en tu carta...» Singular comienzo, en el que se expresa de forma rudimentaria y más clara, la experiencia de la separación de las conciencias y la queja de desconocimiento que Rousseau terminará por dirigir a todos sus contemporáneos. 20
siempre. En el momento en que la felicidad infantil se le escapa, re conoce el precio infinito de esta felicidad prohibida. Por lo tanto, lo único que cabe ya es construir poéticamente el mito de la época que ha terminado: anteriormente, antes de que el velo se interpusiera entre el mundo y nosotros, había «dioses que leían en nuestros co razones», y nada alteraba la transparencia y la evidencia de las al mas. Vivíamos con la verdad. En la biografía personal, asi como en la historia de la humanidad, este tiempo se sitúa más cerca del naci miento, en la cercanía del origen. Rousseau es uno de los primeros escritores (habria que decir poetas) que han hecho suyo el mito pla tónico del exilio y del retorno orientándolo hacia la infancia, y no hacia una patria celeste. Cuando se trata de evocar el tiempo de la transparencia, el pri mer Discurso desarrolla imágenes singularmente análogas a las que encontramos en el relato de las Confesiones. Al igual que en el epi sodio de Bossey habla de la presencia próxima de los «dioses»; es un tiempo en el que los testigos divinos permanecen entre los hombres y leen en sus corazones; un mundo en el que a las concien cias humanas les basta con una sola mirada para reconocerse: Es una hermosa orilla, engalanada, tan sólo, por las m anos de la naturaleza, hacia la que volvemos incesantemente los ojos, y de la que nos alejamos con pesar. C uando los hom bres inocentes y virtuosos gustaban de tener a los dioses por testigo de sus actos, vivían juntos en las mismas cabañas, pero pronto, convertidos en malvados, se cansaron de esos incóm odos espectadores25*... Antes de que el arte hubiera dado forma a nuestros modales y enseñado a nuestras pasiones a hablar un lenguaje afectado, nuestras costumbres eran rústicas, pero naturales, y la diferencia
entre los modos de actuar anunciaba, a primera vista, la de los ca racteres. La naturaleza hum ana, en el fondo, no era m ejor, pero los hombres encontraban su seguridad en la facilidad de conocerse reciprocamente2‘. Antes que cualquier teoría y cualquier hipótesis sobre el estado de naturaleza está la intuición (o la fantasía) de una época compa rable a lo que fue la infancia antes de la experiencia de la acusa ción injustificada. En aquel momento, la humanidad no estaba ocu pada más que en vivir tranquilamente su felicidad. Un infalible equilibrio ajusta el ser y el parecer. Los hombres se muestran y son J5 Discours sur les Sciences el les A ns, O. C., 111, 22. Jí Op. cit., 8. 21
vistos tal como son. Las apariencias exteriores no son obstáculos, sino espejos fíeles donde las conciencias se reencuentran y se ponen de acuerdo. La nostalgia se vuelve hacia una «vida anterior». Pero si nos se para del mundo «contemporáneo», no nos lleva a dejar el mundo humano ni el paisaje terrestre; en el horizonte de la felicidad ante rior existe esta misma naturaleza y esta misma vegetación que hoy nos rodea, sigue estando este bosque que hemos mutilado, pero del que aún quedan extensiones intactas en las que me puedo internar... Sin que sea necesario invocar la intervención sobrenatural de un de monio tentador y de una Eva tentada, el origen de nuestra decaden cia es explicable por razones meramente humanas. Como el hombre es perfectible, no ha dejado de añadir sus invenciones a los dones de la naturaleza. Y a partir de entonces, la historia universal, sobrecar gada por el peso cada vez mayor de nuestros artificios y de nuestro orgullo, toma el aspecto de una caída acelerada en la corrupción: contemplamos horrorizados un mundo de máscaras y de ilusiones mortales, y nada asegura al observador (o al acusador) de que él mismo se salve de la enfermedad universal. Por tanto, el drama de la caida no precede a la existencia terrestre; Rousseau transporta el mito religioso a la propia historia, a la que divide en dos edades: una, tiempo estable de la inocencia, reino tranquilo de la pura naturaleza; otra, historia en devenir, acti vidad culpable, negación de la naturaleza por el hombre. Ahora bien, si la caida es obra nuestra, si es un accidente de la historia humana, hay que admitir que el hombre no está natural mente condenado a vivir en la desconfianza, en la opacidad, y en los vicios que las acompañan. Estos son obra del hombre, o de la sociedad. Por tanto, no hay nada aquí que nos impida rehacer o deshacer la historia, con vistas a recuperar la transparencia perdida. No se opone a ello ninguna prohibición sobrenatural. No está com prometida la esencia del hombre, sino sólo su situación histórica. «¿Tal vez desearía poder volver atrás?»27. La presencia queda en suspenso, pero en todo caso no existe ninguna espada llameante que nos prohíba el acceso al paraíso perdido. Para algunos (en lejanas riberas) que aún no han salido de él tal vez sea tiempo todavía de «pararse»28. Y aún en el caso de que por una fatalidad puramente humana, el mal sea irreversible, aún si tenemos que admitir que «un pueblo vicioso no vuelve jamás a la virtud», la historia nos propone una tarea de resistencia y de rechazo. Lo menos que podemos ha 21 Discours sur /'Origine de l ’Inégaliié, O. C., III, 133. 28 íbtdem.
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cer, si no podemos «convertir en buenos a los que ya no lo son», es «conservar tal y como son a aquellos que tienen la felicidad de serlo»29. Como el advenimiento del mal ha sido un hecho histórico, la lucha contra el mal pertenece también al hombre en la historia. Rousseau no pone en duda que sea posible una acción y que una libre decisión pueda consagrarnos al servicio de la verdad velada. Pero por lo que se refiere a la naturaleza de esta decisión y de esta acción, percibe diversas incitaciones y las expresa sucesivamente (o simultáneamente) en su obra: reforma moral personal (vitam im penderé vero), educación del individuo (Emilio), formación politica de la colectividad (Economie politique, Control Social). A lo que se añade para Jean-Jacques una duda, que orienta su deseo bien en el sentido de una regresión temporal, bien en el sentido del presente más próximo, refugio de una conciencia que se basta a sí misma; y menos frecuentemente, en el sentido de una superación en dirección al futuro. Unas veces, se abandonará el ensueño «arcádico» de una vuelta al bosque primitivo, o bien, defenderá una estabilización conservadora donde el alma y la sociedad salvaguardarían lo que aún conservan de puro y original; o bien, trazará «la idea de la feli cidad futura del género humano»30 o, en fin, construirá fuera del tiempo una Ciudad virtuosa, Instituciones políticas ideales. Entre tantos designios desemejantes que tan difícil resulta conciliar de un modo enteramente satisfactorio, sólo hay que conservar esta única cosa que tienen en común: su unidad de intención, que apunta hacia la salvaguardia o restitución de la transparencia comprometida. En el apasionado llamamiento que Rousseau dirige a sus contempo ráneos puede ser que no haya más que una invitación a cultivar la moral de la buena voluntad y de la buena conciencia, y también po demos leer en ello una invitación a transformar la sociedad por la acción política efectiva. Esta ambigüedad es embarazosa. Pero sin ambigüedades, Rousseau nos invita, en primer lugar, a desear el re torno de la transparencia en nosotros y en nuestras vidas. No hay posibilidad de equivocación sobre este deseo tan potente como sen cillo. El malententido comenzará en el momento en que este deseo se vea confrontado con tareas concretas y con situaciones proble máticas. Pues el paso del deseo de la transparencia a la transparen cia poseída no es instantáneo, al igual que no es inmediato el acceso del uno a la otra. Si emprendemos la tarea de liberamos de la men tira no podremos evitar el plantearnos antes o despué la pregunta por los medios (que son diversos y contradictorios) y por la acción, 29 Pré/ace de Narcisse, O. C., II, 971-972. Dialogues, II, O. C.. I, 829.
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que lo mismo puede fracasar que triunfar, y que corre el peligro de hacernos caer de nuevo en el mundo de la mentira y de la opacidad.
S aber
h is t ó r ic o y v is ió n p o é t ic a
¿Pero a qué distancia nos encontramos de la transparencia per dida? ¿Qué espesuras no separan de ella? ¿Cuál es el espacio a fran quear para volver a encontrarla? En el Discours sur / ’Origine de l ’Inégalité, Rousseau interpone «multitudes de siglos». El alejamiento es inmenso y la luz de la pri mera felicidad casi parece borrarse en la distancia de los tiempos. ¿Qué se puede saber de un periodo tan lejano? La razón no puede por menos que formularse algunas dudas: ¿existió realmente el rei no de la transparencia, o nos encontramos ante una ficción que in ventamos para poder reconstruir especulativamente la historia a partir de un origen?, ¿acaso no es cierto que Rousseau, en un pasaje del segundo Discurso, en el que a todas luces somete a control su pensamiento, llega a suponer que el estado de naturaleza «quizás no haya existido»? Asi pues, el estado de naturaleza no es más que el postulado especulativo que se da a sí misma una «historia hipotéti ca»: un principio sobre el que la deducción podrá apoyarse en su búsqueda de una serie de causas y efectos bien encadenados a fin de construir la explicación genética del mundo tal y como se ofrece a nuestros ojos. Asi proceden casi todos los hombres de ciencia y los filósofos de la época, quienes creen no haber demostrado nada si no se han remontado a las fuentes simples y necesarias de todos los fe nómenos: se convierten, por tanto, en los historiadores de la Tierra, de la vida, de las facultades del alma y de las sociedades. Dando a la especulación el nombre de observación, esperan verse libres de cualquier otra prueba. De hecho, a medida que Rousseau desarrolla su ficción «históri ca», ésta pierde su carácter de hipótesis; una especie de seguridad y de borrachera van a abolir toda prudencia intelectual: la descripción de este primer estado, todavía muy próximo a la animalidad, se transforma en evocación encantada de «un lugar para vivir». Una nostalgia elegiaca se conmueve con la idea de esta vida errante y «sana», de su equilibrio sensitivo, de su justa suficiencia. Imagen demasiado imperiosa, demasiado profundamente satisfactoria co mo para no corresponder en el espíritu de Rousseau a la estricta verdad histórica. Toma cuerpo una certeza que es esencia poética, pero que se equivoca sobre su naturaleza: quiere hablar el lenguaje 24
de la historia, y tomar por testigo la erudición más rigurosa. La convicción se impone irrefutablemente: sin ningún género de dudas tales fueron los orígenes de la humanidad y, con seguridad, tal fue la primera faz del hombre. Rousseau se cuenta a sí mismo la historia objetiva de una Edad de la transparencia para legitimar su nostal gia. La certeza de Rousseau es la propia de alguien que se acuerda; se extiende por contacto y sus discípulos ya no verán en él al autor de una «historia hipotética», sino al vidente (Seher, dirá Hólderlin) que está en posesión de la memoria de un pasado muy antiguo, de un tiempo más hermoso. Én la obra inacabada, intitulada «Rous seau», Hólderlin escribe: auch dir, auch dir E r/reuet die J e m e Sonne dein H aupt, U nd Strahlen aus der schónern Z eit. E s H aben d ie B oten dein H erz g efu n d en 31.
también a ti, también a ti te ilumina la frente con alegría el lejano sol y los rayos llegados de una época más hermosa. Ellos, los mensajeros, han encontrado tu corazón. Hólderlin convierte aquí a Rousseau en uno de estos «intérpre tes» a quien les ha sido concedido el ser alcanzados por la luz de una época que ha de llegar o de un pasado desaparecido.
E l D io s G l a u c o
¿Se puede seguir afirmando que la transparencia original ha des aparecido? Cuando se la vuelve a encontrar en la memoria, ¿no se la reintegra en la transparencia propia de la memoria y, precisamen te por esa razón, se la salva? ¿Nos ha abandonado por completo o estamos aún cerca de ella? Rousseau duda entre dos respuestas con tradictorias. La primera afirma que el alma humana ha degenerado, que se ha desfigurado, que ha sufrido una alteración casi total, para no volver a encontrar ya nunca más su belleza primera. La segunda versión, en lugar de una deformación, evoca una especie de ocultamiento: la naturaleza primera persiste, pero escondida, rodeada de velos superpuestos, sepultada bajo los artificios y, sin embargo, Friedich H ólderlin , «Rousseau», Sámtliche Werke (Sttugan, Kohlhammer, 1953), II, 12-13.
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siempre intacta. Versión optimista y versión pesimista del mito del origen. Rousseau sostiene las dos, alternativamente, y a veces, in cluso, simultáneamente. Nos dice que el hombre ha destruido irre mediablemente su identidad original, pero proclama también que el alma original, siendo indestructible, permanece para siempre idénti ca a sí misma bajo las aportaciones externas que la enmascaran. Rousseau retoma por su cuenta el mito platónico de la estatua de Glauco: Semejante a la estatua de Glauco, que el tiempo, el mar y las tormentas habían desfigurado hasta tal punto que se parecía me nos a un dios que a una bestia feroz, el alma humana, alterada en el seno de la sociedad por mil causas que renacen sin cesar, por la adquisición de una multitud de conocimientos y errores, por los cambios acaecidos en la constitución de los cuerpos, y por el cho que continuo de las pasiones, ha cambiado de apariencia, por asi decirlo, hasta el punto de ser casi irreconocible52. Pero hay aquí un por asi decir y un casi que nos devuelven todas las esperanzas. En el contexto de Rousseau, la imagen de la estatua de Glauco tiene algo de enigmático. ¿Su cara ha sido carcomida y mutilada por el tiempo y ha perdido para siempre la forma que tenía al salir de las manos del escultor? ¿O bien ha sido recubierta por una costra de sal y de algas, bajo la cual la faz divina conserva, sin ninguna pérdida de sustancia, su modelado original? ¿O no es la cara original más que una ficción destinada a servir de norma ideal para aquel que quiere interpretar el estado actual de la humanidad? No es tarea fácil deslindar lo que hay de originario y de artifi cial en la naturaleza actual del hombre, y conocer bien un estado que ya no existe, que tal vez nunca haya existido, que probable mente no existirá jamás, y dei que sin embargo, es necesario tener una opinión correcta para juzgar correctamente nuestro estado presente15. Seguir siendo lo que uno era; dejarse modificar por el cambio: tocamos aquí categorías que para Rousseau son el equivalente de las categorías teológicas de la perdición y de la salvación. Rousseau no cree en el infierno, pero, en cambio, cree que la pérdida de parecido es una desgracia esencial, mientras que permanecer semejante a si » Discours sur /'Origine de rinégalité, prefacio, O. C.. III. 122. Cfr. Platón. República, X, 611. 33 Op. cit., 123.
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mismo es una manera de salvar la vida, o al menos una promesa de salvación. El tiempo histórico, que para Rousseau no excluye la idea del desarrollo orgánico, queda cargado de culpabilidad; el mo vimiento de la historia es un oscurecimiento, es responsable de una deformación más que de un progreso cualitativo. Rousseau entiende el cambio como una corrupciónM: en el curso del tiempo, el hombre se desfigura y se pervierte. No es solamente su apariencia, sino su misma esencia la que se hace irreconocible. Esta versión severa (y por así decirlo calvinista) del mito del origen, es propuesta por Rousseau en diversos momentos de su obra. En el origen de esta idea se descubre una angustia muy real, avivada por el sentimiento de lo irreparable. Rousseau ha afirmado innumerables veces que el mal era irremediable, que, una vez franqueado cierto umbral fatal, el alma está perdida y no tiene otro recurso que aceptar su perdi ción. Un «natural asfixiado», nos dice, no vuelve jamás, y «enton ces se pierde al mismo tiempo lo que se ha destruido y lo que se ha hecho»35. ¡Desventurados! ¿En qué nos hem os convertido? ¿Cómo he mos dejado de ser lo que fuim os?36.
Deformación, en la que, a lo que parece, ya nada subsiste de la forma original. Él mismo se sintió alcanzado y amenazado por ella: Los gustos más viles y la pillería m ás abyecta sucedieron a mis amables diversiones, sin dejarm e siquiera la m ás mínima idea de ellos. Era necesario que, a pesar de la educación más honorable, *34 34 Algunos aspectos del conservadurismo político de Rousseau que resultan sorprendentes a primera vista, se explican por el hecho de que, en la estructura de un Estado, el cambio equivale, con toda seguridad, a una decadencia: «¡Considérese el peligro de conmocionar una vez a las enormes masas de la monarquía francesa! ¿Quién podrá dominar el impacto producido o prever todos los efectos que puede acarrear?... Tanto en d caso de que el gobierno actual sea todavía el de antaAo, como en el de que haya cambiado de naturaleza imperceptiblemente durante tantos siglos, es igualmente imprudente pretender modificarlo. Si es el mismo, hay que res petarlo; si ha degenerado, es por la fuerza del tiempo y de las cosas, y la sabiduría humana ya no puede nada con respecto a él.» (Jugement sur la Polysynodle, O. C., III, 638). En este punto, el pensamiento de Rousseau se aproxima al de Montesquieu. Idéntica prudencia, idéntica alternativa entre la conservación de la institución primitiva y su degeneración, idéntica duda ante el paso a la acción en el nombre de un progreso... 33 La Nouveile Héloíse. V parte, carta III, O. C., II, 564. Y ya en la Epitre á Parisoi: Nada hay que el tiempo no corrompa al final Todo, hasta la sabiduría, está sujeto a decadencia. (O. C.. II, 1138.) 34 La Nouveile HéloíSe, III parte, carta XVI. O. C., II, 336.
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tuviera una gran inclinación a degenerar, pues esto ocurrió muy rápidam ente, sin la menor dificultad, jam ás César tan precoz se convirtió tan prontam ente en L aridón37.
A este pasaje, que viene poco después del episodio de Bossey, se puede añadir un texto del final de la vida de Rousseau, testimonio tanto más significativo cuanto que data de una época en la que éste no deja de afirmar su permanente fidelidad a si mismo: Puede ser, que sin haberme dado cuenta y o m ism o haya cam biado m ás de lo que hubiera sido preciso. ¿Qué naturaleza resisti ría sin alterarse una situación semejante a la m ía?38.
Pregunta a la que se apresura a responder negativamente. Pues, precisamente en el momento en el que todo ha cambiado para él, en el momento en el que cree vivir en un sueño, Rousseau se opone con todas sus fuerzas a la angustia de la alteración interior, y lucha por la salvaguardia de su identidad. Algo ha cambiado, pero su alma ha seguido siendo la misma. Pone fuera de él mismo la responsabilidad de la alteración. Son los otros los que han sufrido la más sorpren dente metamorfosis, y quienes, estando ellos mismos irreconocibles, desfiguran su imagen y sus obras. Él mismo sigue siendo lo que era. Sus sentimientos no han cambiado más que porque las realidades exteriores ya no son las mismas: Pero es innegable que las cosas han cam biado de aspecto... a partir del m om ento en que dieron comienzo mis desdichas. Desde entonces, he vivido en una nueva generación que no se parecia en nada a la prim era, y mis propios sentimientos hacia los otros han experimentado los mismos cambios que he encontrado en los su yos. Las mismas personas que he visto sucesivamente en estas dos generaciones tan diferentes se han asimilado, por decirlo de algún m odo, sucesivamente, a una y a o tra 39. ...Y o , el mismo hom bre que era, el mismo que sigo siendo40.
Bajo la máscara que los otros imponen desde fuera a su rostro, Jean-Jacques no ha dejado de ser Jean-Jacques. En el momento en el que se encuentra más sombríamente obsesionado por la persecu ción, replica contándose a si mismo la versión optimista del mito 37 38 » 40
Con/essions. lib. I, O. C., I, 30-31. Rtveries. primer Paseo, O. C., I, 1055. Op. d i.. 1054. Réveries, sexto Paseo, O. C., I, 996.
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del origen: nada se ha perdido, el tiempo no ha alterado lo esencial, no ha carcomido su rostro más que superficialmente, el mal viene de fuera pero queda fuera. El rostro de Glauco ha permanecido in tacto bajo las impurezas que lo desfiguran. Jean-Jacques se atribu ye a si mismo (y sólo a si mismo) lo que anteriormente habia formu lado a propósito del hombre en general, y que oponia la noción de naturaleza perdida a la de naturaleza escondida, una naturaleza que se puede enmascarar, pero que no puede ser destruida nunca. Dema siado poderosa y, posiblemente, demasiado divina para que poda mos transformarla o suprimirla, elude nuestros actos profanadores y se refugia en las profundidades, donde ella sólo está disimulada por los envoltorios externos que no hacen más que ocultarla. Está olvidada, pero no perdida, y si la memoria nos la deja entrever en el fondo del pasado, es porque ya estamos prestos a liberarla de sus velos y a reencontrarla, presente y viva, en nosotros mismos. Los males del alma (...) alteraciones externas y pasajeras de un ser inmortal y simple, se borran sin dejar huella y la dejan en su fo rm a origina!, que nada podría cam biar41.
Entonces, Rousseau invoca con confianza a una «naturaleza a la que nada destruye», se convierte en el poeta de la permanencia des velada. Descubre en sí mismo la proximidad de la transparencia ori ginal y encuentra ahora, en el fondo del yo, los «rasgos originales» de aquel hombre de la naturaleza que habia buscado en la profun didad de los tiempos. Aquel que sabe ensimismarse puede ver res plandecer de nuevo el rostro del dios sumergido, librado de la «herrumbre» que lo enmascaraba:
¿De dónde puede haber sacado su modelo el pintor y el apolo gista de la naturaleza, hoy tan desfigurada y tan calum niada, si no es de su propio corazón? Lo ha descrito tal y com o él se sentía a si mismo. Los prejuicios por los que no estaba dom inado, las pasio nes artificiales de las que no era presa, no ofuscaban en absoluto a sus ojos, com o a los de los otros, esos primeros rasgos general mente tan desconocidos y olvidados. Esos rasgos tan nuevos para nosotros y tan verdaderos, una vez realizados, encontraban aún todavía, en el fondo de los corazones, el testimonio de su exacti tud, pero jam ás se habrían rem ontado hasta allí por ellos mismos, si el historiador de la naturaleza no hubiera com enzado por elimi nar la herrum bre que los escondía. Una vida retirada y solitaria. 41 La Nouvette Hétotie, III parle, carta XXII, O. C., II, 389.
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un gusto vivo por el ensueño y la contem plación, la costum bre de ensimismarse y de buscar en si mismo, en la calma de las pasiones, esos primeros rasgos desaparecidos en la m ultitud, era lo único que podia hacer que los volviera a encontrar. En una palabra, ha cia Taita que un hom bre se describiera a si mismo para poder mos trarnos asi al hom bre prim itivo...42.
El conocimiento de si equivale a una reminiscencia, pero Rous seau no encuentra en modo alguno «estos primeros rasgos», que sin embargo pertenecen a un mundo anterior, mediante un esfuerzo de la memoria. Para descubrir al hombre de la naturaleza y para convertirse en un historiador, Rousseau no ha tenido que remontar se al comienzo de los tiempos: le ha bastado con descubrirse a sí mismo y con referirse a su propia intimidad, a su propia naturaleza, en un movimiento a la vez activo y pasivo, buscándose a si mismo y abandonándose al ensueño. El recurso a la interioridad alcanza a la misma realidad y descifra las mismas normas absolutas que la exploración del pasado más lejano. Así, lo que era primero en el or den de los tiempos históricos, se vuelve a encontrar como lo más profundo de la experiencia actual de Jean-Jacques. La distancia his tórica no es más que la distancia interior, y esta distancia es fran queada rápidamente por aquel que sabe abandonarse plenamente al sentimiento que se despierta en él. A partir de ahora, la naturaleza (como la presencia de Dios para San Agustín)43 deja de ser lo que queda más lejos detrás de nosotros y se muestra como lo que es más central en nosotros. Como vemos, la norma deja de ser trascenden te, es inmanente al yo. Basta con ser sincero, con ser uno mismo, y en adelante el hombre de la naturaleza ya no es el lejano arquetipo al que me refiero; coincide con mi propia presencia, con mi propia existencia. La antigua transparencia resultaba de la presencia inge nua de los hombres bajo la mirada de los dioses; la nueva transpa rencia es una relación interior al yo, una relación de uno consigo mismo: se realiza en la limpidez tal cual es. Entonces, puede surgir una imagen (Rousseau nos lo asegura) que equivalga a la auténtica historia de toda la especie y que resucite el pasado perdido para re velarlo como el eterno presente de la naturaleza. Los hombres en cuentran en ello la certeza de una común semejanza. («Cada hom bre lleva la forma entera de la condición humana», decía Mon taigne.) Gracias a que Jean-Jacques ha sabido abandonarse a si mis41 Dialogues, III, O. C.» I, 936. 43 Cfr. G o u h ier . «Nature et Histoire chez Rousseau», Anuales J.-J, Rousseau, XXIII, 1953-1955, tomado de: Les Méditations métaphysiques de Jean-Jacques Rousseau (París, Vrin, 1970), cap. I, 11-34.
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mo, los hombres se reconocerán a su vez. Tras sus falsas verdades, se encuentran una presencia olvidada, una forma que permanecía intacta bajo los velos; helos, pues, rescatados del olvido... Así pues, podemos recobrar la primera naturaleza del hombre sin tener que remontarnos a los orígenes reales, y sin aventurarnos en las reconstrucciones históricas. Rousseau se explica de un modo muy claro en el segundo Discurso, en el que se le ve renunciar bas tante fácilmente a todo aserto sobre los «verdaderos orígenes» para reservarse el derecho de aclarar, mediante hipótesis, la naturaleza de las cosas: No hay que tom ar las investigaciones en las que se puede entrar con este tem a por verdades históricas, sino solamente com o razonam ientos hipotéticos y condicionales, m ás propios para acla rar la naturaleza de las cosas que para dem ostrar el verdadero o rig e n ...4*.
¿Pero es posible aprehender la naturaleza del hombre indepen dientemente de la historia humana? Rousseau duda. De hecho, si no puede prescindir de la noción de una naturaleza humana esen cial, menos aún puede renunciar a la idea de un devenir histórico, que le permite dar una explicación plausible de. la alteración que la humanidad ha sufrido al alejarse de sus felices orígenes. Rousseau querría conservar, a la vez, la posibilidad de acusar la perversión de la que la sociedad es responsable, y guardarse el derecho de procla mar la permanencia de la bondad original. Por lo tanto, tenemos aquí una dobe afirmación, que puede parecer contradictoria y que no se ha dejado de reprochar a Jean-Jacques. Pues en la medida en que la sociedad es obra humana, se debe admitir que el hombre es culpable, y carga con la culpa de todo el mal que se ha hecho a si mismo; pero, por otra parte, en la medida en que el hombre no deja de ser un hijo de la naturaleza, conserva una inocencia indestruc tible. ¿Cómo conciliar la afirmación: «el hombre es naturalmente bueno», y esta otra: «Todo degenera en manos del hombre»? U na
t e o d ic e a q u e d is c u l p a a l h o m b r e y a
D io s
Cassirer lo ha visto con claridad4445: los postulados de Rousseau permiten resolver el problema de la teodicea, sin imputar el origen del mal ni a Dios, ni al hombre pecador. 44 Discours sur ¡‘Origine de l'Inégalité. O. C., III, 132-133. 45 Ernst Cassirer, «Das Problem Jean-Jacques Rousseau», Arch. fü r Geschichte der Philosophie. 1932.
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(No es) necesario suponer que el hombre es malo por naturale za, cuando se puede mostrar el origen y el progreso de su maldad. Estas reflexiones me condujeron a nuevas reflexiones sobre el espíritu humano en el estado civil, y encontré entonces que el des arrollo de las luces y de los vicios se hacia siempre de la misma forma, no en los individuos sino en los pueblos, distinción que siempre he hecho cuidadosamente, y que ninguno de mis detracto res ha podido concebir jamás4*. La historia y la sociedad producen el mal sin alterar la esencia del individuo. La culpa de la sociedad no es la culpa del hombre esencial, sino la del hombre en relación. Ahora bien, si disociamos al hombre esencial del hombre en relación y separamos sociabilidad y naturaleza humana, podemos atribuir al mal y a la alteración his tórica una posición periférica en relación con la permanencia cen tral de la naturaleza original. Por ello, el mal podrá confundirse con la pasión del hombre por lo que le es externo, por el prestigio, el parecer y la posesión de bienes materiales. El mal es exterior y es la pasión por lo exterior: si el hombre se abandona por entero a la seducción de los bienes extraños, se someterá completamente al im perio del mal. Pero entrar en si mismo será para él en todo momen to la fuente de salvación. Asi pues, Rousseau no se comenta con reprobar la exterioridad, como habían hecho antes que él casi todos los moralistas: él la incrimina en la propia definición del mal. Esta condena no es más que la contrapartida de una disculpa que preten de salvar —de una vez para siempre— la esencia interior del hom bre. Rechazado a la periferia del ser y expulsado al mundo de la relación, el mal no tendrá el mismo estatuto ontológico que la «bondad natural» del hombre. El mal es velo y ocultamiento tras el velo, es máscara, es cómplice de lo artificial y no existiria si el hom bre no tuviera la peligrosa libertad de negar lo dado naturalmente por medio del artificio. Es en manos del hombre, y no en su cora zón, donde todo degenera. Sus manos trabajan, cambian la natura leza, hacen la historia, acondicionan el mundo exterior y, a la larga, producen la diferencia entre las épocas, la lucha entre los pueblos y la desigualdad entre los «individuos». En una misma página (prefacio de Narciso) Rousseau protes tará contra la «falsa filosofía» que pretende que «los hombres son iguales en todas partes», sostendrá, muy al contrario, que los vicios del mundo contemporáneo «no pertenecen tanto al hombre como al hombre mal gobernado»4647. Contradicción significativa. Rousseau, 46 Lettre á Chrislophe de Beaumont, O. C„ IV, 967. 47 Préface de Narcisse, O. C., II, 969.
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de este modo, afirma al mismo tiempo, la permanencia de una ino cencia esencial y el movimiento de la historia, que es alteración, corrupción moral y degeneración política, y que promueve el estado de conflicto y la injusticia entre los hombres. Véase, en el libro IV del Emilio, la posición de Rousseau sobre la idea de progreso. (Obra Completa, IV, 676). En las teorías del progreso que serán propuestas más adelante se verá intervenir una hipótesis bastante semejante, que tendrá como objetivo conciliar el postulado de la permanencia de la naturaleza humana con la idea de un cambio colectivo. «El hombre sigue sien do el mismo, la humanidad progresa siempre», dirá Goethe. Se ha discutido la validez del pesimismo histórico del segundo Discurso y se ha admitido más gustosamente la tesis optimista de Goethe. Sin embargo, desde el punto de vista filosófico el problema es idéntico. Tanto en uno como en el otro es necesario conciliar la estabilidad de la naturaleza humana y la movilidad del desarrollo real de la his toria, es necesario explicar por qué el hombre (en tanto que indivi duo) posee el privilegio de permanecer «igual», mientras que la hu manidad (en tanto que colectividad) está sometida al cambio. Sin embargo, Rousseau no tiene necesidad de la historia, más que para pedirle la explicación del mal. Es la idea del mal la que confiere al sistema su dimensión histórica. El devenir es el movi miento mediante el cual la humanidad se hace culpable. El hombre no es por naturaleza vicioso, ha llegado a serlo. El retorno al bien coincide entonces con la rebelión contra la historia, y en particular, contra la situación histórica actual. Si bien es innegable que el pen samiento de Rousseau es revolucionario, es necesario añadir a ren glón seguido que lo es en nombre de una naturaleza humana eterna, y no en nombre de un progreso histórico. (Habrá que interpretar la obra de Rousseau para ver en ella un factor decisivo en el progreso político del siglo x v i ii .) Como veremos, su pensamiento social, consciente de la necesidad de afrontar al mundo y a «los hombres tal como son», apunta sobre todo a instaurar, o a restaurar la sobe ranía de lo inmediato, es decir, el reino de un valor sobre el que la duración no tiene influencia.
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CRÍTICA DE LA SOCIEDAD
Rousseau ocupa en su siglo un lugar entre los escritores que de nuncian los valores y las estructuras de la sociedad monárquica. Por más diferentes que hayan sido, la denuncia crea entre ellos un pare cido y les da un aire de fraternidad: cada uno de ellos podrá ser considerado, por alguna razón, como un obrero o como un profeta de la próxima revolución. Así se explica la reconciliación póstuma de Rousseau y de Voltaire, su apoteosis común, su promoción al rango de divinidad brifrons o de diada tutelar. El grabado popular los inmortalizará uno al lado del otro, disfrazados de genios lampadóforos, con un candelabro en la mano, difundiendo las luces ante ellos, resplandecientes de brillo luciferino. Rousseau quiere captar el principio del mal y pone en cuestión la sociedad, el orden social en su conjunto. En él, el esfuerzo crítico no se dispersa y no se asigna a si mismo la tarea de afrontar una a una las múltiples manifestaciones del mal. Se remonta a una causa general, que le dispensa de afrontar aisladamente tal abuso particu lar, tal usurpación o tal impostura. (Por lo demás, es demasiado egocéntrico para adoptar el papel de enderezador de entuertos. Vol taire tiene su asunto Calas y otros diez parecidos. Rousseau está abrumado por el asunto Rousseau.) Rousseau halla la historia de sus pensamientos: ha observado una discordancia entre las acciones de los hombres y sus palabras, esta diferencia se explica por otra diferencia, la del ser y la del pare cer, pero hace falta además buscar su causa. Rousseau la formula asi: La encontré en nuestro orden social que, de todo punto con trario a la naturaleza a la que nada destruye, le tiraniza sin cesar y
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le hace reclamar sus derechos continuamente. Estudié las conse cuencias de esta contradicción y vi que ésta explicaba por si sola todos los vicios de los hombres y todos los males de la sociedad1. En este pasaje, que resume con mucha seguridad la sustancia de los dos Discursos, Rousseau define del modo más claro el objeto y el alcance de su critica social: la denuncia concierne a la sociedad en tanto que ésta es contraria a la naturaleza. Esta sociedad negadora de la naturaleza (del orden natural) no ha suprimido a la naturale za. Mantiene un conflicto permanente con ella, conflicto del que nacen los males y los vicios por los que los hombres sufren. La cri tica de Rousseau esboza, por tanto, una «negación de la negación»: acusa a la civilización cuya característica fundamental es la negatividad con respecto a la naturaleza. La cultura establecida niega la naturaleza, tal es la afirmación patética de los dos Discursos y del Émiie. Las «falsas luces» de la civilización, lejos de iluminar el mundo humano, velan la transparencia natural, separan a los hom bres los unos de los otros, particularizan los intereses, destruyen toda posibilidad de confianza reciproca y reemplazan la comunica ción esencial de las almas por un trato artificial y desprovisto de sinceridad; asi, se constituye una sociedad en la que cada uno se aís la en su amor propio, y se protege tras una apariencia engañosa. Paradoja singular que, de un mundo en el que la relación econó mica entre los hombres parece más intima, hace, en realidad, un mundo falso e hipócrita: Denuncio el que la filosofía afloje los vínculos de la sociedad que están constituidos por la estimación y la benevolencia mutuas, y me quejo de que las ciencias, las artes y todos los demás objetos de trato social, estrechen los vínculos de la sociedad mediante el interés personal. Y es que, en efecto, no se puede estrechar uno de estos vínculos sin que el otro no se afloje en la misma medida. Asi pues, en esto no existe contradicción12. Rousseau confronta aquí de modo significativo dos tipos de re lación que se oponen como la transparencia a la opacidad. La esti mación y la benevolencia constituyen un vinculo mediante el cual los hombres se unen inmediatamente: nada se interpone entre las conciencias, éstas se ofrecen espontáneamente con una plena evi dencia. Al contrario, los vínculos que se establecen a través del inte rés personal han perdido su carácter inmediato. La relación ya no se 1 Lettre á Chrisiophe de Beaumont, O. C., IV, 966-967. 2 Préjace de Narcisse, O. C„ II, 968.
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establece entre una conciencia y otra: en lo sucesivo, pasa por las cosas. La perversión que resulta de ello no proviene solamente del hecho de que las cosas se interponen entre las conciencias, sino tam bién del hecho de que los hombres, dejando de identificar su interés con su existencia personal, lo identifican, en lo sucesivo, con los ob jetos interpuestos que consideran indispensables para su felicidad. El yo del hombre social ya no se reconoce en sí mismo, sino que se busca en el exterior, entre las cosas; sus medios se convierten en su fin. El hombre en su totalidad se conviene en cosa o en esclavo de las cosas... La critica de Rousseau denuncia esta alienación y pro pone la tarea de volver a lo inmediato. Al desarrollar, cada vez más, su oposición a la naturaleza, la so ciedad civilizada oscurece la relación inmediata de las conciencias: la pérdida de la transparencia original corre pareja con la alienación del hombre en las cosas materiales. En este punto, el análisis de Rousseau prefigura los de Hegel y los de Marx y se les asemeja tan to más cuanto que se apoya sobre una descripción del devenir histó rico de la humanidad. En efecto, el Discurso sobre el Origen de la Desigualdad es una historia de la civilización como progreso de la negación de lo dado naturalmente, progreso al que corresponde una degradación de la inocencia original. La historia de las técnicas se expone en estrecha relación con la historia moral de la humanidad; pero, a diferencia del esfuerzo filosófico del siglo xix, y en contras te con las pretensiones positivistas de alguno de sus contemporá neos, Rousseau intenta fundar un juicio moral que concierna a la historia, más bien que establecer un saber antropológico. Es en cali dad de moralista como escribe la historia de la moral. De ahí el as pecto ambiguo de su demostración. En primer término, los estadios por los que ha pasado el hombre y el estado a que ha llegado deben ser establecidos como hechos; una vez establecidos, deben ser acep tados; la humanidad ha experimentado transformaciones ineluc tables, ha llegado fatalmente a su estado presente: esto no admite discusión alguna. Pero la validez del hecho no nos permite prejuz gar sobre el derecho. Los hechos históricos no justifican nada, la historia no tiene legitimidad moral, y Rousseau no duda en conde nar, en nombre de los valores eternos, el mecanismo histórico cuya necesidad ha mostrado y que él ha extendido a las propias funciones morales. Habiendo evocado el avance de la cultura y habiéndolo definido como negación de la naturaleza, Rousseau opone a la cultura un re chazo, una nueva negación, que es la consecuencia de un juicio mo ral y que apela a un absoluto ético. La indignación de Rousseau (él mismo hombre «natural») contra la sociedad (creación histórica) es 36
la expresión patética de este conflicto. Toma la palabra para decir que no a la antinaturaleza. La situación presente, con su lujo y su miseria, está históricamente motivada y es, al mismo tiempo, socialmente inaceptable. Rousseau comprende la sociedad de su tiempo, pero le opone una reprobación escandalizada. Por tanto, el pensa miento de Rousseau no podrá detenerse ahí. Pues comprender un mundo opaco no equivale sin más a recuperar la transparencia o restablecerla. Para Rousseau, lejos de equivaler a una adhesión in telectual, la comprehensión no establece el «hecho» más que para oponerle inmediatamente el «derecho». Protesta contra el médoto de Grotius: su «manera de razonar es la de establecer siempre el de recho por el hecho»3. Rousseau juzga y condena en nombre del derecho los hechos cuya necesidad histórica prueba. Y como le es preciso, para realizar el ideal de la transparencia, un mundo en el que el hecho coincida con el derecho, buscará este mundo tan pron to de este lado de la historia, en los «tiempos antiguos» donde el progreso corruptor no existe todavia —como del otro lado, en un futuro abstracto en el que el desorden actual será superado por un orden más perfecto.
La
in o c e n c ia o r ig in a l
Antes de que se hayan propagado las artes y las letras, el hecho humano no está lo suficientemente desarrollado como para oponer se a un derecho aún no expresado: el hombre primitivo es «bueno» porque aún no es lo suficientemente activo como para obrar mal. Este es un juicio retrospectivo del moralista que decide sobre esta bondad. El hombre de la naturaleza vive «inocentemente» en un mundo amoral o premoral. En su limitada conciencia, la diferencia entre el bien y el mal no existe. Por lo tanto, no se da un verdadero acuerdo entre el hecho y el derecho: aún no ha surgido el conflicto entre ambos. En el limitado horizonte del estado de naturaleza, el hombre vive en un equilibrio que aún no le opone ni al mundo n¡ a sí mismo. No conoce ni el trabajo (que le opondrá a la naturaleza) ni la reflexión (que le opondrá a si mismo y a sus semejantes): Sus deseos no exceden de sus necesidades físicas... Su imagina ción no le pinta nada; su corazón no le pide nada. Sus módicas necesidades se encuentran tan fácilmente a su alcance y se en cuentra tan lejos del grado de conocimiento necesario para desear 3 Contrai Social, lib. 1, cap. II, O. C., III, 353.
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adquirir otros más grandes, que no puede tener ni previsión ni cu riosidad... Su alma, a la que nada inquieta, se entrega únicamente al sentimiento de su existencia actual45. En esta perfecta autosuficiencia, el hombre no tiene necesidad de transformar el mundo para satisfacer sus necesidades. Es ésta una variante «animal» y «sensitiva» del ideal estoico de autarquía. El hombre no sale de si mismo, no sale del instante presente; en una palabra, vive en lo inmediato. Y aunque cada sensación es nueva para él, esta aparente discontinuidad no es más que un modo de vi vir la continuidad de lo inmediato. Nada se interpone entre sus «de seos limitados» y su objeto, casi no resulta necesaria la intervención del lenguaje; la sensación se abre directamente sobre el mundo, has ta el punto de que el hombre casi no sabe distinguirse de lo que le rodea. Entonces, el hombre tiene la experiencia de un contacto lím pido con las cosas, aún no perturbado por el error: los sentidos, li mitados a si mismos, no contaminados por el juicio y la reflexión, no padecen distorsión alguna. Del mismo modo en que Rousseau da, rest respectivamente, la calificación moral de la bondad a la si tuación premoral, atribuye, también retrospectivamente, un valor de verdad a la experiencia prerreflexiva, a la que supone como per fectamente pasiva. A este estado en el que se supone que el hombre vive sin tener en cuenta la distinción entre lo verdadero y lo falso, Rousseau le concede el privilegio de la posesión inmediata de la ver dad. En opinión del propio Rousseau, ésta es realmente la infancia que un niño de hoy podría vivir todavía si no le «corrompieran» precozmente. Emilio está «completo en su estado actual, pero dis frutando de una plenitud de vida que parece querer extenderse fuera de él... Sus sentidos, puros aún, están exentos de ilusiones»}. El modo en que Rousseau habla de la «verdad de los sentidos» no es diferente de lo que propone la filosofía de Condillac, para quien el error sólo empieza en el momento en el que juzgamos los actos sensibles: No hay error, oscuridad ni confusión en lo que ocurre dentro de nosotros, al igual que no lo hay en la relación que establecemos 4 Discours sur I'Origine de l’lnégalité, O. C., III, 143-144. 5 Emite, lib. II, O. C., IV, 370. En los Estudios sobre el tiempo humano, Georges Poulei sugiere este paralelo entre Emilio y el salvaje del segundo Discurso. Obsérvese que el Jean-Jacques de los Diálogos —«indolente», «bueno», pero incapaz del esfuerzo que constituye la «virtud»— tiene más de un rasgo en común con el «salvaje».
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con lo exterior... Si llega a producirse un error, ello ocurre sólo en cuanto que juzgamos6.
La sensación siempre tiene razón, pero no sabe que la tiene78.
T r a b a jo ,
r e f l e x ió n , o r g u l l o
Pero, del mismo modo que el niño al crecer abandona el mun do de la sensación para entrar en el «mundo moral» y después en el mundo social, el hombre primitivo pierde el paraiso de la pura sen sibilidad de un modo progresivo e irreversible. En este proceso, Rousseau atribuye un papel capital a la lucha contra los obstáculos naturales. Las modificaciones psicológicas no sobrevendrán más que después del empleo de los útiles. Cronológicamente, son el tra bajo y la actividad instrumental los que preceden al desarrollo del juicio y de la reflexión. Tal fue la condición del hombre al nacer, tal fue la vida de un animal limitado primero a las puras sensaciones, y que casi no sa caba partido de los dones que le ofrecía la naturaleza, estaba aún lejos de pensar en arrancarle nada; pero pronto se presentaron di ficultades; hubo que aprender a vencerlas... Pronto se encontra ron al alcance de su mano tanto esas armas naturales que son las ramas de los árboles como las piedras. Aprendió a superar los obstáculos de la naturaleza, a combatir a los otros animales cuan do era preciso, a disputar su subsistencia a los propios hombres, o a resarcirse de lo que tenia que ceder al más fuerte6.
Nuevos obstáculos obligarán a los hombres a confeccionar nue vos útiles menos «naturales» que las ramas y las piedras: de este modo aumenta la distancia entre la naturaleza y el hombre, distan cia creada por el artificio a que éste recurre para adquirir un mayor dominio de su medio: Años estériles, largos y crudos inviernos y veranos abrasadores que todo lo consumían exigieron de ellos una nueva industria. 6 CondillaC, Essai sur / ’Origine des Connaissances humaines. 1, 1, II, ap. II. 7 Rousseau no siempre ha proclamado la «verdad de las sensaciones». En los momentos en que «platoniza», desacredita los sentidos como potencias del error: «Son, si se quiere, cinco ventanas por las que nuestra alma podría obtener luz. pero las ventanas son pequeilas, los cristales no tienen brillo, el muro es ancho y la casa muy mal iluminada» (Leitres morales, O. C., IV, 1092). 8 Discours sur t'Origine de t ’lnégalité, O. C., III, 164-165.
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A lo largo del mar y de los ríos inventaron la caña y el anzuelo y se conviertieron en pescadores e ictiófagos. En los bosques con feccionaron arcos y flechas...9.
De esta lucha que opone activamente el hombre al mundo resul tará su evolución psicológica. La facultad de comparar le capacitará para una reflexión rudimentaria: será capaz de advertir diferencias entre las cosas, sabrá que es diferente que los animales, contempla rá su superioridad, y he aqui que surge un vicio: el orgullo. Esta reiterada utilización de seres distintos de él mismo y dife rentes unos de otros, debió engendrar del modo más natural en el espíritu del hombre las percepciones de ciertas relaciones. Estas relaciones... terminaron por producir en él algún tipo de re flexió n .
Las nuevas luces que resultaron de este desarrollo aumentaron su superioridad sobre los otros animales, haciéndosela conocer... Es asi como la primera mirada que dirigió hacia si mismo p ro d u jo en él el prim er m ovim iento de orgullo'0.
De este modo, Rousseau encadena toda una serie de «momen tos» que se condicionan unos a otros, y que el hombre recorre en razón de su perfectibilidad. Al obstáculo natural se opone el traba jo, éste provoca el nacimiento de la reflexión, que es la que produce «el primer movimiento de orgullo». Con la reflexión desaparece el hombre de la naturaleza y aparece «el hombre del hombre». La caída no es otra cosa que la intrusión del orgullo; el equilibrio del ser sensitivo se ha roto; el hombre pier de el beneficio de la coincidencia inocente y espontánea consigo mismo. Si la naturaleza «nos ha destinado a estar sanos, casi me atrevo a asegurar que el estado de reflexión es un estado ‘‘antinatu ral” , y que el hombre que medita es un animal depravado»". En tonces se indica la división activa entre el yo y el otro; el amor pro pio empieza a corromper al inocente amor de si mismo; nacen los vicios y se constituye la sociedad. Y mientras que la razón se per fecciona, se introducen entre los hombres la propiedad y la des igualdad y se separan cada vez más lo mió y lo tuyo. La ruptura entre ser y apariencia señala a partir de ahora el triunfo de lo «arti ficial», la distancia cada vez mayor que nos aleja no solamente de la naturaleza exterior, sino de nuestra naturaleza interior.* * Op. cit., 165. •o Op. cit., 165- 166. » Op. cit., 138.
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Cada cual comenzó a mirar a los otros y a querer que le mira sen a él,a. Para el propio provecho hubo que mostrarse distinto de lo que se era en realidad. Ser y parecer se convirtieron en dos cosas tota! mente distintas, y de esta distinción salieron la grandiosidad que se impone, la astucia engañosa y todos los vicios que forman su cortejo121314.
El hombre se aliena en su apariencia; Rousseau presenta el pare cer, al mismo tiempo, como la consecuencia y como la causa de las transformaciones económicas. De hecho, Rousseau establece una relación muy estrecha entre el problema moral y el problema econó mico. El hombre social, cuya existencia ya no es autónoma, sino re lativa, inventa sin cesar nuevos deseos que ya no puede satisfacer por si mismo. Necesita riquezas y prestigio: quiere poseer objetos y dominar conciencias. No cree ser él mismo más que cuando los otros le «consideran» y le respetan por su fortuna y su apariencia. Categoría abstracta, de la que podrán derivarse todo tipo de males concretos, el parecer explica a la vez la división interior del hombre civilizado, su servidumbre, y el carácter ilimitado de sus necesida des. Era el estado más alejado de la felicidad que el hombre primiti vo experimentaba al abandonarse a lo inmediato. Para el hombre del parecer sólo existen los medios, y ¿1 mismo se encuentra reduci do a no ser más que un medio. Ninguno de sus deseos puede ser sa tisfecho inmediatamente, debe pasar por lo imaginario y lo artifi cial; le son indispensables la opinión de los otros y el trabajo de los otros. Como los hombres ya no buscan satisfacer sus «verdaderas necesidades», sino aquellas que ha creado su vanidad, estarán conti nuamente fuera de si mismos, serán extraños a sí mismos y esclavos los unos de los otros. Cuando denuncia las alienaciones del estado social, el lenguaje de Rousseau prefigura claramente a Kant y a Hegel, aunque en muchos aspectos siga siendo un lenguaje propio de un moralista estoico u. En lo que suena aquí como una anticipación de las modernas filosofías de la historia, nos volvemos a encontrar con temas de la sabiduría antigua: Tras haber sido en otro tiempo libre e independiente, he aqui com o, por medio de un sinfín de nuevas necesidades, el hom bre está som etido, por así decir, a toda la naturaleza y, en especial, a
Op. cit., 169. '3 Op. cit., 174. 14 R o u sseau establece un p a ralelo e n tre el « re p a so y la lib e rta d » del h o m b re sal v a je y la « a ta ra x ia del esto ic o » (op. cit., 192). 12
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sus semejantes, de los que, en cierto sentido, se convierte en escla vo, aún en el caso de que se haga señor de ellos; rico, tiene necesi dad de sus servicios; pobre, necesita de sus limosnas, y la media nía no le pone en situación de prescindir de ellos. Asi pues, es preciso que procure continuamente que se interesen por su suerte y que, real o aparentemente, encuentren su interés en trabajar para el suyo: lo que hace que sea falso y astuto con unos, impe rioso y duro con los otros15.
El despotismo se impondrá como la forma suprema del servilis mo, en lo sucesivo universal, en el que el hombre es esclavo de su prójimo y de sus propias necesidades al mismo tiempo. Abrumados por la Urania, los hombres recobran un nuevo tipo de igualdad, pero en el avasallamiento y en la nulidad: «Es aquí donde los parti culares se convierten en iguales porque no son nada...»16. El circulo se vuelve a cerrar: habiendo partido de la igualdad de la indepen dencia presocial, desembocamos en la igualdad perfectamente servil de la sociedad despótica. Se ha desarrollado un proceso en el que el hombre se ha producido a si mismo, pero sufriendo una degrada ción moral paralela a su progreso intelectual y técnico. Ha hecho de si mismo un ser artificial, sin dejar de agravar el conflicto que le opone a la naturaleza. La
s ín t e s is p o r m e d io d e l a r e v o l u c ió n
¿Carece de salida esta situación? ¿Nos deja sin posibilidad de superación? Cuando Engels17 estudie el Discurso sobre el Origen de la Desigualdad hará hincapié en el momento final del texto de Rousseau: los hombres sojuzgados, sometidos a la violencia brutal del déspota, recurren a su vez a !a violencia para liberarse y para hacer caer al tirano: El déspota sólo es el amo mientras es el más fuerte... En cuan to se le puede expulsar, no puede poner objeción alguna a la vio lencia. El motin que culmina en el acto de estrangular o de destro nar a un sultán es un acto tan jurídico como aquellos mediante los cuales ¿I disponía, un día antes, de la vida y de los bienes de sus súbditos. La fuerza era lo único que le sostenia y la fuerza es lo único que le hace caer, de este modo, todo ocurre de acuerdo con el orden natural18. '5 16 17 18
Op. cil., 174-175. Op. cit., 191. Friedrich Engels, Anii-Dühring (Zíirich, 1886), 131. Discours sur / ‘Origine de ¡‘Inigalíti, O. C„ 111, 191.
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Existe, pues, un «orden natural» en esta historia en el que el hombre se aleja de su «estado natural». De este modo, añade En gels, la desigualdad se transforma finalmente en igualdad, pero lo que realiza la revolución final ya no es la antigua igualdad natural del hombre primitivo falto de lenguaje, sino la igualdad más alta del contrato social. Los opresores son oprimidos. Los términos an teriores son conservados y superados al mismo tiempo. Los hom bres realizan entonces la negación de la negación. Esta interpreta ción hegeliana y marxista supone que se pueda leer el Contrato So cial como la consecuencia o, incluso, como el desenlace del Discurso sobre el Origen de la Desigualdad. La visión de la obra de Rousseau, desde una perspectiva como ésta es, qué duda cabe, tentadora, puede ser aceptada siempre y cuando las dos obras sean puestas una a continuación de la otra, se gún el hilo de una secuencia continua. Se nos objetará, sin duda, que si se examina aisladamente el se gundo Discurso, la situación revolucionaria que sobreviene al final de la historia no provoca ningún cambio decisivo. Es vana: no inau gura más que una inmovilidad en el mal, diametralmente opuesta a la inmovilidad que caracterizaba el estado de naturaleza. La revolu ción contra el déspota no instaura una nueva justicia; habiendo per dido la igualdad en la independiencia natural, el hombre conoce ahora la igualdad en la servidumbre: Rousseau no recurre a la espe ranza y no nos dice cómo podrían los hombres dominar su destino y conquistar la igualdad en la libertad civil (de la que se tratará en el Contrato Social). No espera otra cosa que «breves y frecuentes revoluciones»; es decir, un estado de anarquía permanente. La hu manidad en el último grado de su decadencia moral es incapaz de escapar al desorden de la violencia. Asistimos a un final de la histo ria, pero a un final caótico: en adelante, el mal será irremediable19. Por otra parte, si consideramos separadamente el Contrato So cial, nada evoca en él las circunstancias históricas presentes o futu ras. La hipótesis del contrato se sitúa en el comienzo de la vida social, en el momento en el que se sale del estado de naturaleza. En él no se habla de la destrucción de una sociedad imperfecta a fin de establecer la libertad igualitaria. De este modo, Rousseau evita el problema práctico del tránsito de una sociedad previa a la sociedad perfectamente justa. (Abordará este problema más seriamente cuan do se trate de dar consejos a los polacos.) Inmediatamente, sin pa-*I, 19 Señalemos, sin embargo, una observación que hace de pasada, pero con clari dad, en el sentido de una eventualidad más favorable: estas «nuevas revoluciones di suelven completamente el gobierno, o le aproximan a ta institución legitima» (O. C.. III, 187).
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sar por etapas intermedias, nos lleva a acceder a la decisión que Tunda el reino de la voluntad general y de la ley razonable. Esta de cisión tiene un carácter inaugural, pero no revolucionario. Aunque plantea claramente el problema del legislador, Rousseau no sitúa su hipótesis jurídica en una fase determinada de la historia concreta de la humanidad, no precisa el tipo de acción que podrá hacer efectiva su realización. El pacto social no se realiza en la linea de evolución descrita por el segundo Discurso, sino en otra dimensión, puramen te normativa y situada fuera del tiempo histórico. Se vuelve a empe zar desde el comienzo legitimo, ex nihito, sin plantearse la cuestión de las condiciones de la realización del ideal político. La historia, que vuelve a empezar de nuevo de esta manera, se inicia con la alienación de la voluntad de todos en las manos de todos, en lugar de comenzar por la afirmación posesiva: «esto es mío». Esta socie dad escaparía asi inicialmente a la desgracia histórica que, por un encadenamiento necesario y fatal, ha condenado a la humanidad real a perderse y a corromperse irreversiblemente. Constituye el mo delo ideal en cuyo nombre resulta posible emitir un juicio contra la sociedad corrompida20.
L a SINTESIS MEDIANTE LA EDUCACIÓN
La interpretación de Engels unifica el Contrato y el segundo Discurso a través de la idea de revolución (la «negación de la ne gación»). Igualmente Kant, y más recientemente Cassirer, conside ran el pensamiento teórico de Rousseau como un lodo coherente. Encuentran en él la misma dialéctica, el mismo ritmo ternario del 20 Cfr. Émite, lib. V, O. C„ IV, 837. Desde luego, Rousseau es sincero cuando niega haber querido trastocar el orden establecido y derribar las instituciones de la Francia monárquica. En las Carias de la Montaña (1.a parte, carta VI) asegura que el Controlo Social, lejos de proponer la imagen de una cuidad que debería su plantar a la sociedad existente, se limita a describir lo que fue la República de Gine bra antes de las revueltas que han corrompido sus costumbres. En cambio, en las Confesiones el Contrato se nos presenta como una obra de reflexión abstracta, para la que Rousseau no quiso «buscar aplicación». No ha hecho más que ejercer plenamen te «el derecho de pensar», que los hombres poseen universalmente... Con todo, no olvidemos que las Confesiones, los Diálogos y las Ensoñaciones, reconstruyen el pa sado para darle el color de un cnsuefto inocente. Un Rousseau inocente no ha escrito más que obras inocentes. En esta perspectiva, los escritos políticos parecen perder su alcance: no son más que el testimonio de los impulsos de un alma bella. En lo sucesi vo, lo que había sido teoría política es interpretado como una expresión del yo: «Su sistema puede ser falso, pero al desarrollarlo se ha pintado a sí mismo con exactitud» (Dialogues, III, O. C., 1, 934). Todo se reabsorbe en la poesía de la confesión perso nal. Rousseau ya no desea que su obra indique una acción posible; ésta no designa más que a su autor, es un retrato indirecto; pinta una efervescencia generosa, pero que no se debería juzgar como si tuviera importancia en el dominio .político.
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pensamiento, pero para llegar a la reconciliación de los términos opuestos no pasan por la idea de revolución, sino que asignan una importancia decisiva a la educación. El momento final es el mismo, es la reconciliación de la naturaleza y de la cultura, en una sociedad que reencuentra la naturaleza y supera las injusticias de la civiliza ción. Las dos interpretaciones difieren esencialmente en punto a lo que constituye la transición entre el segundo Discurso y el Contrato. Al no haber cxplidtado Rousseau esta transición, el exégeta debe construirla con ayuda de los indicios que pueda encontrar, ninguno de los cuales es decisivo. Es inevitable una cierta arbitrariedad, puesto que hace falta pensar el pensamiento de Rousseau yendo más allá de sus afirmaciones. Engels toma partido por pasar por las dos o tres últimas páginas del segundo Discurso, en las que Rous seau evoca el retorno a la igualdad y la rebelión de los esclavos. Kant y Cassirer prefieren intercalar el Emilio y las teorías pedagógi cas de Rousseau, a fin de establecer el vínculo necesario entre los análisis del segundo Discurso y la construcción positiva del Contra to. Revolución o educación: es el punto capital en el que se oponen esta lectura «marxista» y esta lectura «idealista» de Rousseau, una vez establecido que se han puesto de acuerdo sobre la necesidad de una interpretación global de su pensamiento teórico. Kant es uno de los primeros que afirma que el pensamiento de Rousseau sigue un plan racional: aquellos que le acusan de contra decirse no le comprenden. Según Kant21, Rousseau no solamente ha denunciado el conflicto entre la cultura y la naturaleza, sino que ha buscado su solución. Rousseau se esforzó en pensar las condi ciones de un progreso de la cultura «que permitieran a la humani dad desarrollar sus disposiciones (Anlagen) en tanto que especie moral (siltliche Gattung) sin desobedecer a su determinación (zu ihrer Bestimmung gehórig), de modo que fuese superado el conflic to que le opone a sí misma en tanto que especie natural (natiirliche Gattung)». Encontramos la naturaleza en el momento en el que el arte y la cultura alcanza su más alto grado de perfección: «El arte consumado se convierte de nuevo en naturaleza». Lo que Kant de nomina arte es la institución jurídica, el orden libre y razonable de acuerdo con el cual el hombre decide conformar su existencia. La función suprema de la educación y del derecho, fundados ambos en la libertad humana, es la de permitir a la naturaleza desarrollarse en la cultura. En lo sucesivo (añadirá Cassirer)22, los hombres reco21 En un ensayo de 1786: Muthmasslicher Anfung der Menschengeschichte (Con jeturas sobre los inicios de la historia humana), Gesammelte Schriften (Berlín, Reimer, 1912), VIII, 107 y ss. 22 E. Cassirer, op. cit., 498.
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bran lo inmediato de que antes disfrutaban en su existencia natu ral23. Pero lo que ahora descubren no es ya solamente la inmedia tez primitiva de la sensación y del sentimiento» sino la inmediatez de la voluntad autónoma y de la conciencia razonable. Por otra parte, desde el final del primer Discurso, Rousseau de jaba entrever la posibilidad de una reconciliación: si los hombres, y sobre todo los principes, lo tienen a bien, podría ser superada la se paración y podría restablecerse una verdadera comunidad... El mal no reside esencialmente en el saber y en el arte (o la técnica), sino en la desintegración de la unidad social. En las actuales circunstancias se puede constatar que las artes y las ciencias favorecen esta desin tegración y la aceleran. Sin embargo, nada impide que sirvan a fines mejores. Por eso, el propósito de Rousseau no es el de proscribir inapelablemente las artes y las ciencias, sino el de restaurar la totali dad social, recurriendo al imperativo de la virtud que es el único ca paz de crear la cohesión necesaria: ... Sólo entonces se verá de qué son capaces la virtud, la cien y la au to rid a d animadas por una noble emulación y traba jando de común acuerdo en pro de la felicidad del género huma no. Pero mientras el poder sólo esté de un lado y las luces y la sabiduría sólo del otro, pocas veces pensarán grandes cosas los doctos, aún será menos frecuente que los príncipes hagan bellas acciones, y los pueblos seguirán estando corrompidos y siendo vi les y desdichados24. cia
Lo que Rousseau deplora es que el poder político y la cultura apunten a fines discordantes. Pues está dispuesto a absolver a la cultura, con la condición de que se convierta en parte integrante de una totalidad armoniosa, y no invite más a los hombres a buscar ventajas y placeres separados. Asi pues, en modo alguno piensa en abolir la ciencia; por el contrario, aconseja conservarla, pero supri miendo el conflicto que enfrenta actualmente «al poder» con «las luces»... Rousseau invita a dicha tarea a príncipes y academias (sin 23 Eric Weil subraya la misma idea: «El hombre puede vivir en la independencia natural o en la total dependencia de la ley, que es libertad, porquees dependencia in mediata con respecto a la naturaleza» («J.-J. Rousseau et sa politique», en Critique, número 56, enero 1952, p. 9). 24 Discours sur les Sciences et les Arts, O. C., III, 30. Sin embargo, es en la pri mera versión del Contrato Social donde el ideal de sintesis es formulado de modo más preciso. Rousseau nos invita a buscar «en et arte perfeccionado la reparación de los males que el arte inicial hizo a la naturaleza» (O. C., III, 288).
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duda, por cortesía con la Academia de Dijon). Pero tras la adula ción cortesana de ciertas fórmulas, se percibe claramente el anhelo de una vuelta a la unidad, de un despertar de la confianza, de una comunicación reconquistada. Entonces nada de lo que los hombres han pensado e inventado sería rechazado, todo seria recobrado en la felicidad de una vida reconciliada.
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III
LA SOLEDAD
Si los intérpretes se contradicen es a causa de que Rousseau no ha hecho más que esbozar la posibilidad de una sintesis que resta blecería la unidad perdida. Esta posibilidad se deja presentir en un horizonte muy confuso como el punto virtual, en el que las lineas separadas deberían llegar a encontrarse. Rousseau pensó histórica mente el problema de los origenes de la desigualdad, pero no se preocupó de resolver el problema «escatológico» del fin de la des igualdad 1en la historia mundana. El Contrato Social es un postula do sin ningún punto de referencia histórico: plantea la necesidad de una libertad civil que resultaría de la alienación de la independencia natural, aceptada por todos los hombres. La reflexión filosófica conducida rigurosamente habría obligado a Rousseau a preguntarse por las condiciones de una síntesis que concernirla al conjunto de la sociedad. Para esto no sólo habría sido necesario imaginar el mo mento justo en el que la sociedad alcanza su plenitud en libertad, sino formular los medios de acción concreta que permitirían acceder a ella. Pero para pensar con detenimiento las condiciones históricas de un retorno a la unidad, habría sido preciso que Rousseau fuese capaz de olvidarse a si mismo. Y un Rousseau capaz de desprender se de si mismo ya no sería Jean-Jacques Rousseau: tiene demasiada prisa por alcanzar esa felicidad que la historia no puede asegurarle desde este mismo momento. ¿No podría producirse para él solo, aquí mismo y antes de morir, esta reconciliación que sólo puede vis lumbrar en un pasado o en un futuro lejanos? Da la impresión de 1 Dicho con más exactitud: de la desigualdad abusiva, pues Rousseau es partida rio de una desigualdad «proporcionada», o, si se prefiere, de una «meritocraciaw. cn la que las prerrogativas serian conferidas en función de los mirtitos y de los servicios prestados a la «patria».
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que la impaciencia de Jean-Jacques transporta el problema a su propia vida para buscar en ella una solución inmediata. Tras el es fuerzo que Rousseau ha realizado para formular un pensamiento que concierne al mundo y a la historia universal, héle aqui replegán dose en la subjetividad, como repelido hacia la interioridad por la urgencia misma de las cuestiones que ha planteado para resolver es tos problemas, y Jean-Jacques no desea abandonarse a si mismo y salir al mundo de la acción. Si hay que hacer algo, la tarea no con cierne al mundo exterior, sino al yo. Después de haber planteado los problemas de la dimensión his tórica, Rousseau pasa a vivirlos en la dimensión de la existencia in dividual. Esta obra que comienza como una filosofía de la historia se termina como una «experiencia» existencia!. Anuncia al mismo tiempo a Hegel y a su adversario Kierkegaard. Dos vertientes del pensamiento moderno: el conocimiento de la razón en la historia, el carácter trágico de una búsqueda de la salvación individual. El autor del segundo Discurso se plantea esta pregunta: ¿qué voy a hacer con mi vida? Le parece que no se espera de él una nueva obra literaria en la que resolverla la antítesis que tan violenta mente ha confrontado. Piensa que lo que se requiere de él es que su existencia se convierta en un ejemplo, que sus principios se hagan visibles en su propia vida. A él le corresponde mostrar primero lo que es la naturaleza y esta unidad primitva que la civilización pone en peligro. En lo sucesivo, la decisión sólo le concierne y comprome te a él, y no a la colectividad humana cuya evolución ha analizado con tanta brillantez. Llegados a este punto, nos preguntaremos si toda la teoría histó rica de Rousseau no es más que una construcción destinada a justi ficar una elección personal. ¿Se trata, en su caso, de vivir según sus principios? O, por el contrario, ¿no ha forjado principios y explica ciones históricas con el único fin de excusar y de legitimar su extra ña vida, su timidez, su torpeza, su humor desigual, a esta Teresa tan zafia con la que se ha puesto a vivir? El conflicto que Jean-Jac ques denuncia en la historia tiene también todo el aspecto de un conflicto personal. Hay que constatar el equivoco y no intentar des hacerlo, para que la interpretación resulte más cómoda. Rousseau está solo. Todos los personajes que encuentra están disfrazados. «Todos ponen su ser en el parecer»2. Medita en sole dad sobre el destino colectivo de lós hombres. Sin embargo, su me ditación no es desinteresada, puesto que le permitirá imputar a la historia y a la sociedad las faltas de su vida personal. Demostrará 2 Dialogues, III, O. C., 1.936.
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que tiene razón de estar solo y de ser singular. Se preocupará menos de probar la verdad de su sistema que la legitimidad de su actitud. Poco a poco, la apología personal sustituirá al pensamiento espe culativo... En el momento en el que arremete contra los vicios de la socie dad, no tiene a nadie a su lado y no quiere tener ningún aliado. Se hace tanto más solitario cuanto más general es la protesta que eleva. (Otros dirán: quiere estar solo, lo que le obliga a elevar la protesta más general). Sucritica, que ataca a un mal radical, no quiere tener nada en com unión la critica que por su parte dirigen los «filóso fos» contra las instituciones abusivas. Pues, a los ojos de Rousseau, la critica de los filósofos no pasa de ser una expresión del mal social. Lejos de ser la enemiga de la sociedad, es su producto más elaborado y más envenenado, trabaja activamente para lo peor. No solamente los «filósofos» no son una excepción en medio de la va nidad y corrupción unviersales, sino que sacan provecho de este mundo malvado que tiende hacia su propia destrucción. Su influen cia no hace más que agravar la separación de las conciencias y la fragmentación de la unidad civica. (Más adelante, Rousseau volverá a desarrollar la misma idea en una forma paranoica. Imaginará una liga perseguidora en la que entrarían a la vez los filósofos y los po deres públicos: los Enciclopedistas y Choiseul son, pues, cómplices en el mal. En lugar de combatirse, se ayudan mutuamente.) Los filósofos todavia forman parte del mundo que critican. Rousseau los podrá acusar a la vez de estar interesados en la conser vación de las instituciones corrompidas y de ser los destructores de los verdaderos lazos sociales. Parásitos de una sociedad que se des compone, ponen en ridiculo las nociones que deberían unir a los hombres en el seno de un orden más justo. «Sonrien desdeñosamen te a estas viejas palabras de patria y religión»3. Pero en su caso sólo se trata de una «mania de distinguirse», un medio para tener éxito social en una sociedad que ella misma ha dejado de ser una patria, y que se burla de su propia religión. En los salones donde triunfan la apariencia y la opinión, se puede decir todo, pero no se cree nada de lo que se dice: las protestas de los filósofos forman parte de la charlatanería social, discursos inauténticos sobre un mundo in auténtico. Para no ser el peor de estos charlatanes, Rousseau se separa e intenta ser la excepción. Si su rechazo hubiera tenido por objeto la arbitrariedad de las instituciones, la injusticia del poder absoluto o el carácter absurdo de ciertos usos y de ciertos abusos, nada le sepa3 Discours sur tes Sciences et les Arts. O. C., 111, 19.
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rana categóricamente de los Enciclopedistas, nada haría de su sole dad el complemento necesario de su pensamiento: si no hubiera sido un solitario, más que por carácter por enfermedad, o por narcisis mo, su soledad, simple detalle biográfico, sólo nos hubiera interesa do escasamente. Entre la soledad de Rousseau y su pensamiento no habría aparecido ningún lazo de unión profundo. Pero la revuelta de Rousseau, dirigida contra la esencia misma de la sociedad contemporánea, es de una envergadura tal que, para sostener su validez, debe provenir de un hombre que se ha excluido a si mismo de la sociedad. No puede garantizar la seriedad de su desafío más que asentándose, solo y contra todos, en un lugar exte rior a la sociedad mendaz. Al tener el mal la misma amplitud que la sociedad, la mentira y la hipocresia prevalecen en un ámbito tan ex tenso como el de la sociedad. Asi pues, hace falta salir de ella a cualquier precio, hace falta convertirse en un alma bella. La vehemencia y el carácter tajante de su crítica conducen a Rousseau a la soledad. (Otros dirán: queriendo estar solo, alega como excusa el mal radical que pervierte la vida en común.) Si de sea que se le tome en serio, necesitará ser mucho más que un escri tor de oposición: se ve obligado a convertirse en la oposición vivien te. Su critica no contará realmente hasta el momento en que su vida entera sea la contradicción ejemplar. Aquel que se convierte en escritor para denunciar la mentira de la sociedad se pone en una situación paradójica. Al hacerse autor, y sobre todo cuando inaugura su carrera mediante un premio acadé mico, entra en el circuito social de la opinión, del éxito, de la moda. Es, por lo tanto, desde el comienzo, sospechoso de duplicidad, y estará contaminado por el pecado que ataca. A medida que su sole dad se haga más absoluta, Rousseau cada vez se verá más confirma do en la idea de que su presentación ante el público literario fue el comienzo de una maldición: «Desde este instante estuve perdido»4. La única redención posible consiste en hacer acto público de separa ción: se hace necesario un desgarramiento, y un perpetuo aparta miento hará las veces de justificación. Os hablo, pero no soy uno de vosotros. Pertenezco a otro mundo, a otra patria. Ya no sabéis lo que es una patria, y yo soy ciudadano de Ginebra. No, ya ni si quiera soy ciudadano de Ginebra, pues los ginebrínos ya no son lo que eran. Vuestro Voltaire ha venido a corromperos. Yo soy sim plemente: el ciudadano...*3. Convertido en hombre de letras, el acu4 Confessions, lib. VIH. O. C., I, 351. 3 Poco tiempo después de haber escrito la carta mediante la renuncia a la ciudadanía ginebrina, Rousseau pide a Du Peyrou que le llame ciudadano... 51
sador nunca será disculpado suficientemente de su compromiso con el mal, que se perpetúa en él en tanto que continúa el acto de escri bir. La excusa misma, mientras siga siendo pública, sigue siendo un vinculo con el mundo de la opinión, y no borra la falta. En último término, habría que guardar silencio y que convertirse en nada para los otros. Pero Rousseau no podrá callarse, no podrá hacer otra cosa que escribir su voluntad de convertirse en nada... Por tanto, el problema que se plantea Rousseau consiste en suprimir una distancia entre su vida y sus principios, distancia que renace perpetuamente. Es preciso que toda su conducta se oponga al artificio del mundo corrompido que él denuncia, y del que, sin embargo, aún participaba excesivamente. Debe actuar de tal modo que su protesta no pase por el lenguaje ordinario de la literatura. Anuncia peligrosamente, con palabras demasiado bellas, una ver dad que condena la vana elocuencia y proclama la virtud de una sabiduría silenciosa. La proposición: la sociedad es contraria a la naturaleza, tiene como consecuencia inmediata: yo me opongo a la sociedad. Es el .yo el que se hace cargo de la tarea de rechazar una sociedad que es ne gación de la naturaleza. La negación de la negación se convierte así, fundamentalmente, en una actitud vivida (en lugar de intervenir como un proceso histórico, o al menos como el proyecto de una acción histórica). La sociedad es colectivamente negación de la na turaleza, Jean-Jacques será solitaria e individualmente negación de la sociedad. He aquí como de las teorías históricas de Rousseau se nos remite al individuo Jean-Jacques, como pasamos del análisis es peculativo de la evolución humana a los problemas internos de una existencia. Paso ilógico de una categoría a otra, de una tentativa de conocimiento objetivo a la experiencia subjetiva; y, sin embargo, nada podría estar enlazado de forma más lógica, según esta lógica de la moral que exige el acuerdo entre actos y palabras. Jean-Jac ques inscribirá su salvación personal en el fondo de la perdición co lectiva que denuncia. Se ha insistido en el acento «moderno» o «romántico» del indi vidualismo de Rousseau. Será fácil mostrar que las fuentes de este individualismo son antiguas y, sobre todo, estoicas. Vivir de acuer do consigo mismo y con la naturaleza es un precepto que Rousseau ha podido encontrar en Séneca o en Montaigne. No hace más que apropiarse de un lugar común muy antiguo de la moral, pero con un singular y apasionado impulso. Empleé todas las fuerzas de mi alma en romper las cadenas de la opinión general, y en hacer valerosamente todo lo que me pa-
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recia bien, sin preocuparme en absoluto por el juicio de los hom bres6.
Rousseau no quiere ser considerado como un declamador y un sofista: adecuará sus actos a sus palabras y vivirá su verdad sin dejarse influir por el juicio de los otros. Entrará así en una soledad justificada: será el único que tenga razón frente a todos los demás. Podrá rendir cuentas de su soledad razonablemente y basarla en valores universales. Pero esta decisión no le proporcionó a Rous seau la tranquilidad interior —la ataraxia— que promete la sabidu ría antigua, sino que le condena al conflicto y al desgarramiento. De hecho, es casi imposible que Rousseau pueda vivir lo que piensa sin una extrema tensión y un perpetuo malentendido en su trato con los otros. Su resolución de vivir virtuosamente equivale a la bús queda deliberada de la infelicidad. ¿Cómo vivir una verdad univer sal contra todos ios hombres? ¿No existe una contradicción radical entre el repliegue a la soledad y la apelación a lo universal? ¿Sigue estando justificado por lo universal cuando toma la decisión de no «preocuparme en absoluto por el juicio de los hombres»? Rousseau no puede perdonar a este mundo mendaz, ni abando narlo completamente. Se separa de él, pero se vuelve para acusarle. Reniega del mundo sin morir para el mundo. En lo sucesivo, estará atrapado por un papel que le obliga a mostrarse virtuoso a los ojos del público. Conserva este último vínculo que le permite venir a de cir que ha roto todos los lazos que le unen a la opinión. El movi miento de la recuperación de sí mismo y los actos singulares me diante los cuales Rousseau vuelve a tomar posesión de su libertad están destinados a dejar ver a Jean-Jacques (al mismo tiempo que dejan ver la verdad que ha escogido). De este modo, la opción de la soledad no se cumple enteramente: a causa de su exhibicionismo Rousseau queda atrapado en la trampa de la sociedad. El mismo lo sabe, sufre por ello y no deja de castigarse. Pero para aportar a su pensamiento teórico la prueba de la existencia vivida, no puede prescindir de testigos: su modo de vivir deberá ser hecho público como primero lo fueron sus ideas. Su reforma personal, mediante la que cree liberarse de la servidumbre de la opinión, no alcanzará ple namente su objetivo, más que con la condición de conmover a la opinión: «Mi resolución fue sonada...»7. Y sus enemigos dirán que 6 Confessions, lib. VIII. O. C., I, 362. Kierkegaard, a su vez, dirá: «La transpa rencia de la existencia exige que se sea lo que se enseña». Journal, trad. K. Ferlov y J. G. Gateau (Parts, Gallimard, 1957), vol. IV, 149. 7 Op. d i., 364-365.
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sólo ha construido su sistema para realzar la singularidad de su persona. Admitamos esta doble perspectiva: Rousseau conforma su vida a las exigencias de su pensamiento teórico, pero a la inversa adapta su sistema a las exigencias de su «sensibilidad», es decir, a su necesi dad de satisfacciones afectivas. En la «conducta singular» que adopta hay un movimiento de orgullo y un comportamiento desti nado a atraer las miradas, motivo por el que la crítica no ha perdi do la ocasión de abrumarle. Pero Rousseau es el primero en estar de acuerdo en este punto; la critica más severa y la más irónica viene del propio Rousseau. Gracias a él mismo aprendemos a desconfiar de él. En algunas ocasiones, lo que se presenta como un heroico sa crificio ante la exigencia de la virtud no es más que un sofisma del corazón: la acusación se encuentra en el texto mismo de las Confe siones8. Rousseau es el primero en dar pie al reproche de mala fe, si bien es verdad que sólo inculpa a la razón de la que se desolidariza. Al emplear los argumentos de la «fría razón», ha llegado a defender la causa cuyo último fin no era el servicio a una verdad racional, sino la satisfacción de un interés vital bastante oscuro o de una «li bido» patológica. En el discurso apasionado de Rousseau, en sus anatemas razo nables contra la reflexión, se percibe una embriaguez que altera el recto ejercicio de la razón, pero en ellos ha de reconocerse también el deseo de que la luz de una razón verdaderamente soberana llegue hasta las zonas oscuras de la experiencia vivida. En Rousseau, la confusión entre el pathos y el logos puede ser interpretada de dos maneras: allí donde parece que el pathos viene a pervertir al logos, hay que ver también el esfuerzo (nunca completamente coronado por el éxito) de una conciencia que quiere desgajarse de su pathos para acceder a la serenidad del logos —«en la calma de las pasio nes»9—. El movimiento mismo por el que Rousseau se separa de la pasión sigue siendo un estremecimiento de la pasión: la forma en que le abruma el sentimiento de la turbación interior es demasiado constante como para que no tenga el deseo de acceder a la claridad racional. Pero la razón que él reivindica no es la razón de los razo nadores, fuente de certeza intelectual: sólo desea clarificar sus ideas 8 Véase en particular en ei libro IX de las Confesiones, d modo en que Rous seau crítica los «sofismas» mediante los que se disculpaba de su amor por Mme. de Houdeiot. 9 Recordemos esta observación de Joubert: «En los escritos de J.-J. Rousseau, por ejemplo, el alma está siempre mezdada con el cuerpo y no se separa de él ja más» (Carnets, ed. A. Beaunnier, vol. II, 496). Pero también y con un matiz de burla: «Rousseau le ha dado entradas y mamas a las palabras» Ubíd., 729).
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para encontrar mejor la justificación de su existencia. Una vida cuya singularidad no fuera justificable estaría condenada a la sinra zón absoluta: a la insignificancia. Lo que importa es escapar a esta carencia de sentido; sin embargo, Jean-Jacques desdeña establecerse en la razón común, tal y como los otros la preconizan. Pues no quiere sacrificar su soledad, sino salvarla, y es a la verdad racional —a la vez intima, universal y desconocida por todos los hombres— a la que atribuye el poder santifícador101*. En el relato que hace de la «reforma personal» no se ha subra yado suficientemente la curiosa mezcla de orgullo y de irania. Afir ma abiertamente la grandeza de su empresa, y en seguida se burla de ella como de un engaño. Es un inusitado acto de valentía, y es un acceso de fiebre y de «necio orgullo». Rousseau autoriza asi una doble interpretación de su «reforma». En un sentido, el desafio so litario que lanza a la sociedad puede ser interpretado como la ideo logía de un tímido y de un enfermo que espera sacar el mejor parti do posible de su inadaptación, hasta el punto de hacer de ello su mayor título de gloria. ¿No puede vivir entre los otros? Pues bien, ¡que su alejamiento y su turbado rostro tengan al menos el signifi cado de una conversión apasionada a la virtud! Como se siente a disgusto en los salones, ¡que llame la atención de la gente dando un portazo! «Ha vivido usted demasiado tiempo en la opinión de los demás»", le escribirá Mirabeau. Pero en otro sentido, se trató de transformar una carrera de escritor en un destino heroico: sacar la vida fuera de la aventura literaria, ajustar severamente la conducta real al ideal de virtud que se habia impuesto, en principio, por su atractivo libresco, y entonces, seguro de esa verdad adquirida por la existencia, desplegar un pensamiento escrito cuyo paradójico tema sea el rechazo de la literatura. «La obra que emprendía no podia llevarse a cabo más que en un retira absoluto»1-. Por vez primera, el problema de la superación «existencial» de la literatura se plantea fuera de las directrices ofrecidas por la espiritualidad religiosa tradi cional: la renuncia a las vanidades del mundo, la conversión a «un mundo moral distinto»13 no conducen a Rousseau a la Iglesia, sino al bosque y a la vida errante. Pero mientras que aquellos que se refugian en la Iglesia pueden guardar silencio (pues entonces la Iglesia habla en nombre suyo, a 10 Sobre el papel atribuido a la razón véase la obra de Robert Dera th é , Le rationalisme de J.-J. Rousseau (París, 1948). 11 Correspondance générale, DP, vol. XVI, 239. 11 Revenes, tercer Paseo, O. C.. 1,1015. o Ibldem.
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fin de justificar su silencio, por boca de los santos y de los docto res), Rousseau, que sólo tiene justificación en sí mismo, no podrá nunca entrar en el silencio. Jamás habrá finalizado de retomar la palabra, pues nunca habrá terminado de explicar el verdadero senti do de su soledad. Sabe, en efecto, que ésta puede ser también in terpretada como la soledad del malvado y del orgulloso. «Solamen te el malvado permanece solo»14, afirma Diderot. Rousseau que se siente aludido, le responderá a lo largo de toda su vida, pues no to lera el equivoco. La lucha no habría sido tan trágica para Rousseau, si en su caso sólo hubiera sido cuestión de singularizarse y de manifestar su dife rencia. No sólo debe jugar el papel del otro (vestido de armenio), sino que, frente a una sociedad mala, debe poner de manifiesto lo que es radicalmente distinto del mal, es decir, debe hacer aparecer ante los ojos de los hombres el bien que han ignorado. En Rous seau, la tensión trágica no sólo es el resultado de la separación y de la ruptura en sí mismas, sino de la necesidad de hacer coincidir en todo momento su soledad con el bien y la verdad esenciales, tal como las reconoce en su fuero interno, pero también de tal modo que puedan ser reconocidas por todos. Así pues, no estamos simple mente ante la reivindicación irracional de una conciencia que pre tendiera ponerse oponiéndose; la subjetividad de Rousseau no sólo reclama privilegios para ser plenamente reconocido por los otros (lo que es ya de por si mucho, cuando se es hijo de un artesano ginebrino perdido entre los mariscales de Francia y los recaudadores de impuestos), no es sólo para imponer al mundo el espectáculo de una singularidad irreductible, sino también para hacerse aceptar co mo el intérprete legitimo de una verdad que los otros han dejado caer en el olvido. Rousseau quiere dar a su solitaria palabra el sen tido de un desafio negador y de una profecía. Al oponerse a los otros, Rousseau no busca solamente imponer su yo singular, sino que hace el heroico esfuerzo de coincidir con los valores universales: libertad, virtud, verdad, naturaleza. Rousseau se instala en la sociedad a fin de poder hablar legíti mamente en nombre de lo universal. Abandona la gran ciudad, rompe con sus «supuestos amigos». ¿Acaso busca refugio en el «misterio» o en la «profundidad espiritual» de la existencia subjeti va? En modo alguno: no se debe atribuir a Rousseau un romanticis mo que sólo llega a prefigurar lejanamente. Aunque la intuición subjetiva carezca por completo del carácter intelectual que tenia en Descartes y en Malebranche, se le asemeja, sin embargo, en esto: en >4 Confessions, lib. IX, O. C„ 1,4S5.
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que pretende desembocar en lo universal, y en que, por añadidura, este universal no es esencialmente irracional o superracional. Sin duda, volver a sí mismo es acercarse a una mayor claridad racional y a una evidencia sensible inmediatamente, por oposición al sin sen tido que reina en la sociedad. Las inseguridades de Rousseau sobre el valor de la razón se aclaran si nos damos cuenta de que la razón no le parece peligrosa más que en la medida en la que pretende cap tar la verdad de un modo no inmediato, es decir, mediante argu mentos sucesivos, por una serie o una «cadena» de razonamientos. Cuando Rousseau enjuicia la razón, ataca sobre todo a la razón dis cursiva. Se vuelve a convertir en un irracionalista en cuanto puede volver a remitirse a una razón intuitiva, capaz de una iluminación inmediata. La elección esencial no se da entre la razón y el senti miento, sino entre la via mediata y el acceso inmediato. Rousseau opta por lo inmediato y no por lo irracional. La certeza inmediata puede pertenecer sucesivamente al sentimiento, a la sensación o a la razón. Rousseau no establece prioridades entre lo «inmediato sen sible» y lo «inmediato racional», a condición de que lo inmediato sea salvaguardado1314. Por el contrario, razón y sentimiento resultan ser perfectamente conciliables a partir de entonces. Rousseau sólo ataca a la razón razonante (a la que Kant llamará entendimiento), que inspira «los insensatos juicios de los hombres»16. Esta razón instrumental aprisiona a los hombres en la oscura subjetividad de la creencia y de la ilusión. Rousseau denunciará su carácter absurdo; ante una razón más profunda, las falsas claridades del razonamien to común carecen de sentido. Por una paradoja que no se ha cesado de reprocharle, Rousseau se convierte en un extraño para protestar contra el reino de la alie nación, que hace que los hombres sean extraños unos a otros. La decisión por la que abraza la causa de la verdad ausente le conduce a reivindicar el destino del exiliado; y el movimiento por el que se convierte en el defensor de la transparencia perdida (o desconocida) es también el movimiento por el que se convierte en un ser errante. Exiliado, errante, pero con respecto al mundo de la alienación, y para avergonzarle. En realidad, pretende haber «fijado» sus ¡deas, «ordenado su interior para el resto de su vida». Ha establecido su morada en la verdad, y es por esta razón por lo que va a convertirse en un hombre sin-morada, en un hombre que huye de asilo en asilo, de refugio en refugio, en la periferia de una sociedad que ha velado 13 Sobre la distinción entre lo inmediato sensible y lo inmediato racional, confróntese Jcan Wahl, Trailé de Métaphysique (París, Payot, 1953). 498 y ss. 14 Rtveries, tercer Paseo, O. C„ I, 1015.
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la naturaleza original del hombre, y falseado toda comunicación entre las conciencias. Como anhela la transparencia total y la comu nicación inmediata, tiene que cortar todos los lazos que podrían unirle a un mundo turbio por el que pasan sombras inquietantes, rostros enmascarados y miradas opacas. El velo que habia caído sobre la naturaleza, la opacidad que ha bía invadido el paisaje de Bossey, desaparecerán cuando Rousseau haya conquistado la soledad. La felicidad perdida le será devuelta. Parcialmente, hay que reconocerlo; pues si vuelve a encontrar el esplendor del paisaje y de la naturaleza, es al precio de una ruptura más decisiva con sus semejantes. Siempre y cuando se mantenga apartado de la sociedad, la soledad de Rousseau será un retorno a la transparencia: Los vapores del amor propio y el tumulto del mundo em paña a mis ojos el frescor de los bosquecillos y enturbiaban la paz del retiro. Por más que huyera al fondo de los bosques un gentio impon uno me seguía por todas partes y velaba para mi la natu raleza entera. Sólo después de haberme desprendido de las pasio nes sociales y de su triste conejo, pude recobrarla con todos sus ban
en can tos11.
Una vez olvidada la sociedad, una vez desterrado todo recuerdo y toda preocupación por la opinión de los demás, el paisaje recobra a los ojos de Jean-Jacques el carácter de un paraje original y pri mero. Es ahí donde se halla el encanto recuperado, el auténtico en cantamiento. Rousseau puede volver a encontrar entonces la natu raleza de modo inmediato, sin que se interponga ningún objeto extraño: ninguna huella intempestiva del trabajo humano, ningún estigma de la historia o de la civilización: Iba entonces a buscar, con paso más tranquilo, algún lugar deshabitado en el bosque, algún lugar desierto, donde al no haber nada que mostrara la mano de los hombres, nada anunciase la servidumbre y la dominación; algún asilo en el que pudiese creer que habia sido el primero en penetrar y donde ningún tercero, im portuno, viniera a interponerse entre la naturaleza y yo*18.
Y en esta naturaleza que ha vuelto a ser sensible de modo inme diato, que ha sido salvada de la maldición de la opacidad, Rousseau va a asumir un papel profético como quien anuncia la verdad es condida: *7 Kéveries, octavo Paseo, O. C.. 1, 1083. 18 Tercera carta a Monsieur de Malesherbes, O. C., 1 ,1139-1140.
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Adentrándome en el bosque, buscaba y encontraba allí la ima gen de los primeros tiempos cuya historia trazaba con orgullo; me enfrentaba con las pequeAas mentiras de los hombres, osaba revelar por completo su naturaleza, seguir el progreso del tiempo y de las cosas que la han desfigurado...1*. Pero para ser alguien que quiere reunirse con pureza con la na turaleza, Rousseau obtiene demasiado placer de proclamar que se ha alejado de los vanos placeres del mundo. Como ya hemos seña lado, el olvido no es completo y el desapego no es total. Si no añora el mundo, lo recuerda para condenarlo. En el momento en que se interna en el bosque y en que se refugia en las verdades fundamen tales, no pierde de vista el universo artificial que rechaza y las pe queñas «mentiras» que desprecia. No disfruta de lo inmediato más que anatemizando el mundo de los instrumentos y de las relaciones mediatas. Asi pues, no se ha alejado del mundo hasta el punto de olvidar el error de los otros, y si ya no le poseen las «pasiones socia les», no por ello deja de ser el antagonista de la sociedad corrompi da. Por paradójico que parezca, en lo más profundo de su aisla miento permanece unido a la sociedad a través de la rebelión y la pasión antisocial: la agresividad es un vinculo. Para Jean-Jacques, la única forma de conjurar la opacidad ame nazante es la de trasnformarse él mismo en la transparencia, es la de vivirla a la vez que permanece visible y expuesto a las miradas de los otros, esos prisioneros de la opacidad. Sólo entonces, el acto me diante el que se anuncia una verdad universal y el acto por el que el yo se muestra, se convierten en un sólo y único descubrimiento. Para manifestarse la verdad, necesita ser vivida por un «testigo». (Kierkegaard escribirá: «La conformidad existencial con el ideal nunca puede ser vista, pues una existencia de este tipo es la del testi go de la verdad»*20.) Ahora bien, el testigo vive una doble relación: su relación con la verdad, y la que le une a la sociedad ante la que da testimonio. No habrá terminado nunca de rendir cuentas. ¿De dónde le viene el derecho a erigirse en testigo? Y si la sociedad es la mentira, ¿para qué conservar estas dudosas relaciones? Deberá probar, por tanto, que él es realmente quien posee el de recho de lanzar un desafio semejante21. Necesita conquistar la certe»* Con/essions, lib. VIII, O. C., 1, 388. 20 Kierkegaard, Journal(1849), trad.'Ferlov y Gateau, vol. III (París, Gallimard, 1955), 15. 21 Sostener un discurso público cuando se ha renunciado al mundo: esta parado ja se atenúa cuando este discurso es el de un moribundo. Ahora bien, Rousseau cree ser un moribundo: su palabra es la de un hombre ai que la muerte ha concedido una
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za de una relación esencial con la verdad, es decir, confundir la existencia personal con la esencia misma de la verdad, producir una palabra en la que el yo sólo se afirmarla para desaparecer en una transparencia impersonal, a través de la cual se manifestarían valo res eternos: libertad, virtud... Rousseau no puede adaptarse a lo que de precario y conjetural tiene la experiencia subjetiva. Ense guida le confiere un valor absoluto, pues solamente bajo la protec ción de lo absoluto puede superar su inquietud y su miedo de ser culpable. Las palabras virtuosas, las rupturas puríficadoras y los dolores rechazados no son todavía suficiente para acceder a ello; no basta con haber vendido su reloj, abandonado la espada y la ropa final y huido de las grandes ciudades. Aún tiene que dar otras prue bas, que aceptar otros sacrificios y que resistir a la experiencia de los infortunios, de las persecuciones y de las «tormentas» más terribles. El «testigo de la verdad» nunca habrá conquistado la cer teza definitiva de lo que es y de la verdad que pretende aportar a los hombres, nunca se verá libre de las pruebas que se esperan de él. Habrá en Rousseau una llamada angustiada al sufrimiento, porque el sufrimiento es una consagración. El testigo de la verdad espera el martirio como la prueba suprema de su misión: Espero que un día se juzgará lo que fui por lo que haya sido capaz de sufrir... No, creo que no hay nada tan grande ni tan bello como sufrir por la verdad. Envidio la gloria de los már tires22.
Kierkegaard, que también fue tentado por la idea del martirio, se expresa en términos singularmente análogos: «Después de todo, sólo hay una cosa que hacer para servir a la verdad: sufrir por ella»22. breve prórroga: «¡No empece a vivir hasta que no me vi como hombre muerto!» {Confessions. lib. VI, O. C., I, 228). Cada vez que toma la pluma, su hipocondría le coloca, con toda sinceridad, en el estado de quien pronuncia sus últimas palabras. Por tanto, tiene derecho a hablar: un canto de cisne no es un acto de vanidad social. Préstese atención a sus ultima verba... No sólo nos enfrentamos a un acto de seduc ción patética, es una excusa para si mismo. La inminencia de la muerte hace que re sulte fatal la ruptura con el mundo. 22 A. M. de Sainl-üermain. 26 de febrero de IS^O, Corre^pondancegénérale, DP. XIX, 261. 22 Kierkegaard, loe. cit. Pero el sufrimiento de Rousseau no le parecía suficien temente profundo: «Le falta el ideal, el ideal cristiano que al humillarlo, podría ense ñarle lo poco que sufre, después de todo, en comparación con los santos, y el ideal que podría mantenerle en el esfuerzo, impidiéndole hundirse en el ensueño y en la pe reza del poeta. Es un ejemplo que nos muestra lo duro que es para el hombre morir para el mundo», Journal, trad. K. Ferlov y J,-G. Gateau (París, Gallimard. 19S7), vol. IV, 2S2-2S3. Sobre Kierkegaard y Rousseau, véase Ronald G rimslev , SOren Kierkegaard and French LUerature, University of Wales Press, 1966.
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De este modo, la crítica de la sociedad se invierte, convirtiéndo se en una epifanía de la conciencia personal. No es que se trate, por principio, de dar a la existencia personal un valor superior al de la existencia colectiva. La sociedad no es mala porque los hombres vi van en ella en común, sino porque los móviles que les asocian les hacen irremediablemente ajenos a la transparencia original. Es a la opacidad de la mentira y de la opinión a lo que odia Rousseau, y no a la sociedad como tal. Por eso tampoco busca la soledad por si misma (al menos se defiende de ello): la soledad es necesaria porque permite acceder a la razón, a la libertad, a la naturaleza... En el su puesto de que una sociedad pueda edificarse en la transparencia y en el supuesto de que todos los espiritus consientan en abrirse los unos a los otros y de que abdiquen de toda voluntad secreta y «par ticular» —es la hipótesis del Contrato Social—, nada permite, en tonces, preferir el individuo a la sociedad. Por el contrarío: en una organización social que favoreciera la comunicación de las concien cias, en una armonía fundada en la «voluntad general», nada sería más pernicioso que el repliegue del individuo sobre sí mismo y sobre su voluntad particular. Al preferir su propio ínteres, introduciría un defecto en la armonía del cuerpo social. La falta incumbiría enton ces a la resistencia del individuo y no a la ley colectiva. La critica tradicional ha querido ver una misteriosa ruptura entre el Contrato Social y el resto de la obra: en él, Rousseau no da carta de naturale za jurídica a la reivindicación de la felicidad personal, que, por otro lado, le parece tan preciosa. De hecho, Rousseau permanece pro fundamente fiel al principio de la transparencia. Si la transparencia se realiza en la voluntad general, hay que preferir el universo social; si no, no puede conseguirse más que en la vida solitaria. Las dudas de Rousseau, sus «oscilaciones», conciernen únicamente al lugar, momento y condiciones en los que la transparencia podrá serle resti tuida. Pierde la esperanza en la sociedad parisiense y se refugia en el Ermitage: ¿ha optado definitivamente por la existencia individual? No, puesto que inmediatamente se pone a soñar en Instituciones políticas. Una transparencia solitaria sigue siendo una transparencia fragmentaria, y Rousseau quiere que sea total. Añadamos, en este punto, una observación que no concierne a las intenciones de Jean-Jacques, sino a las consecuencias, imprevi sibles para él de su pensamiento y de su vida. Se ha visto que su pre ocupación esencial se ha apartado de la historia y de la filosofía so cial, para referirse casi por completo a las exigencias de su sensibili dad personal. Pero es preciso reconocer que este repliegue en la sin gularidad, lejos de debilitar la influencia histórica de Rousseau, la ha reforzado, por el contrarío. Si Rousseau ha cambiado la historia 61
(y no solamente la literatura), dicha acción no se ha operado sola mente por obra de sus teorías políticas y de sus opiniones sobre la historia: este cambio tiñe por causa, y quizás en mayor medida, el mito que se ha elaborado en torno a su singular existencia. Sin du da, era sincero al alejarse del mundo, al desear desaparecer para los otros: pero su forma de alejarse del mundo ha transformado el mundo. Como es sabido, hacia el término de su vida ya no se pre ocupó más por el futuro de las naciones si no fue para inquietarse por lo que en ellas pasaría con su memoria. ¿Seria rehabilitado por fin? ¿Sabrían las generaciones venideras reconocer su inocencia? La única cosa que parece importar al autor de los Diálogos y de las En soñaciones no es que la humanidad futura reforme sus leyes, sino que cambie de actitud con respecto a Jean-Jacques. Pronto se extin guirá en él hasta la esperanza de que la posteridad le haga justicia. No apela más que a su conciencia y a Dios. Pero su desinterés por la historia no le llevó sino a actuar sobre ella de un modo más pro fundo.
« F ij e m o s
d e u n a v e z p o r t o d a s m is o p in i o n e s » 24
Al convertirse en el heraldo de la verdad, Jean-Jacques espera que su tarea le comprometa y que, de este modo, le obligue a estabi lizar su propio personaje. Para explicar el impulso que lanza a JeanJacques a la carrera de las letras el relato de las Confesiones busca menos la causa en la convicción intelectual que en una necesidad del corazón. Esta necesidad es múltiple: lo que busca es, desde luego, la verdad, pero es también la embriaguez de la tensión heroica y la gloria que coronará este heroísmo. Sin embargo, la necesidad esen cial parece ser la de instalarse en una identidad a toda prueba. Al adoptar el papel de defensor de la virtud, Rousseau se compromete a realizar su unidad, que recibirá de la propia unidad de la virtud. La necesidad de unidad subyace, a la vez, bajo el impulso hacia la ver dad y bajo la reivindicación orgullosa. Como Rousseau quiere fija r su vida, le dará por fundamento lo más inmutable —la Verdad, la Naturaleza— y para estar seguro, en lo sucesivo, de ser fiel a si mis mo, proclamará abiertamente su resolución, poniendo al mundo en tero por testigo. Si, este hombre busca sinceramente la verdad; sí, su alma está completamente henchida de orgullo: no puede conquis24 Réveries, tercer Paseo, O C ., I, 1016. Rousseau aflade: «Y seamos por el resto de mi vida lo que haya encontrado que debia ser después de haber pensado en ello con detenimiento.»
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tar su identidad de otra manera, convertirse por fin en Jean-Jacques Rousseau, el ciudadano, el hombre de la naturaleza. Asi pues, la pasión por la verdad no es «desinteresada»; no cul minará en la forma de un saber concerniente al mundo; dará origen para Jean-Jacques al tiempo de la voluntad firme y de la convicción inconmovible. Es un modo de poner fin a la inestabilidad que le ha dominado durante tanto tiempo. Ha vivido errante durante treinta y ocho años. Ha llegado el momento de terminar con esta vida va gabunda, con las mentiras a medias y las cobardías a medias. Ha in terpretado, con éxito variable, un número bastante considerable de personajes: preceptor, músico, intendente, diplomático. Se ha deja do seducir por maestros equívocos, ha recibido demasiadas influen cias. Por fin va a volver a ser lo que es: un «ciudadano», un extran jero, pero cuya causa se confunde con la de la Virtud. Va a «asu mirse» a sí mismo; será simplemente un hombre del pueblo que vive de su trabajo, y obligará al mundo (al gran mundo, a los nobles, a la alta burguesía) a que se quede asombrado con este extraordinario espectáculo: un hombre que gana su pan trabajando, y que adopta escandalosamente la condición de artesano en el momento preciso en que el éxito le permitiría pensar en la fortuna y en las pensiones. Hará que esos ociosos se avergüencen rechazando sus regalos y em peñándose en ganarse la vida «a tanto la página». Al protestar contra la mentira de la sociedad, Rousseau intenta realizar su propia permanencia. Pero muy pronto queda claro que Rousseau carece de confianza en sus propias fuerzas para consumaf esta tarea. Busca apoyos fuera de sí mismo. ¿Cuántas veces no ha ido ya «a la deriva»25, traicionando sus mejores resoluciones? ¿Cuántas veces no se ha desviado de su camino? Esta vez recurre a lo universal: apela a los valores más elevados y toma por testigo a la humanidad entera. Se pone, asi, en buenas manos. Si quisiera aban donar su empeño, no se lo permitirían. En lugar de recurrir a su sola voluntad, se confia a una constricción trascendente, que no le dejará pasar ninguna debilidad. Tendrá que andar derecho, pues la Virtud asi lo quiere; y los hombres prorrumpirían en risa al pri mer paso en falso. Haber roto totos los puentes es de gran ayuda. El exceso mismo de su protesta y la exageración de su virtud no le dejan otros víncu los que no sean los que le unen a los valores absolutos y hacen que a partir de entonces sea imposible cualquier compromiso. Se ha serapado tan claramente de la sociedad que no tiene otro refugio que el de la Verdad incorruptible. La fatalidad y las desgracias que se aba25 La expresión se encuentra en la segunda carta a Malesherbes, O. C., I, 1136.
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ten sobre ¿1 (o que él provoca) terminan por redundar en su benefi cio, en el sentido en el que le aseguran una identidad continua y que constriñen su personaje al papel del justo perseguido. De este mo do, Jean-Jacques se ve obligado —en un movimiento de abandono más que de voluntad— a no vivir más que para una sola causa: hará de esta causa única el fundamento de su propia unidad. Para com pensar su debilidad, busca la complicidad de una fuerza exterior que le obligue a resignarse, con una alegría que a menudo resulta muy evidente, el abatimiento de un destino inexorable. Repite la exhorta ción agustiniana: volver a si mismo. Pero para realizar esta conver sión interna, para disfrutar plenamente de su inherencia a sí mismo, necesita que su decisión le sea impuesta por una hostilidad exterior: la enfermedad juega algunas veces este papel, antes de que Rous seau acuse al destino o a la malevolencia de «esos señores». Ya no tiene que escoger su sitio y no corre el peligro de dudar ante la elec ción: han escogido por él, y no le queda más que mostrarse a la al tura de su destino. Les hará ver que es capaz de bastarse a si mis mo. Que le excluyan de todo, que le expulsen de todas partes, no conseguirán más que reducirle a conversar consigo mismo. No puede sino ganar con ello. La persecución es una via de salvación: si Rousseau se lo repite con tanta frecuencia no es sólo porque en cuentre en ello un consuelo, posiblemente se trate también del reco nocimiento de una secreta intención de sacar partido de la hostili dad externa: La persecución me ha elevado el alma. Siento que el am or por la verdad ha llegado a serme precioso porque me cuesta. Es po sible que, en principio, no fuera para mi más que un sistema, pero ahora es mi pasión dom inante26.
Gracias a la persecución, el ideal abstracto de la verdad se con vierte en un valor vivido; el «super-yo sádico» de Jean-Jacques le dicta un valor sin desfallecimientos. El estar expuesto a una adver sidad incesantemente nefasta le hace ganar la constancia de su desafio. Asi pues, la persecución parece haber sido esperada como una ayuda que le permitiría a la conciencia afirmarse en si misma. Este hombre, que se entrega localmente a las tentaciones más contra dictorias y a los impulsos más disparatados, invoca el peso del desti no, implora voluntariamente la reclusión de por vida, a fin de que la resignación ante la desdicha irremediable le proporcione el centro de gravedad que le falta. 24 Annales J.-J. Rousseau, IV (1908). 244, véase O. C., I. 1164.
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¿ P e r o e s n a t u r a l l a u n id a d ?
Sin embargo, Rousseau criticará más tarde «el ardiente entusias mo» por el que se consagró a la unidad. ¿No ha violentado su natu raleza espontánea? En su anhelo por la verdad abstracta y general, ¿no se ha hecho infiel a su propia verdad, que consistía en esta de bilidad, en esta movilidad, en esta inestabilidad que habría deseado superar? ¿Acaso no ha puesto a Jean-Jacques en contradicción con su propia naturaleza la vocación pública de la Naturaleza? En el momento en que trata de fundar la unidad de su existencia, héle aquí, pues, convertido en el prisionero de la tensión y de la parado ja interiores. Epícteto (autor que Rousseau leía con frecuencia) nos aconseja interpretar nuestra vida como un papel de teatro21. Pero no somos nosotros quienes elegimos este papel, debemos consagrarnos al que nos ha sido dado. Según la moral estoica, el hombre debe quererse a si mismo, pero quererse tal como el Destino o Dios le quieren. El esfuerzo de ficción con que el sabio representa su personaje está próximo al acto de humildad por el que acepta un papel que le es impuesto con antelación. No se inventa a sí mismo, sino que tan só lo se esfuerza por estar a la altura de la partida, por ser un buen ac tor en una commedia dell’arte en la que no podrá cambiar ni las pe ripecias, ni el desenlace. Su interpretación solamente es cuestión de estilo. Le corresponde actuar con soltura, con grandeza, e incluso con libertad, un papel que no es libre de elegir ni de modificar. La virtud estoica se convierte asi en una especie de virtuosismo, pues se precisa una maravillosa habilidad para encontrar el justo equilibrio entre la total sumisión a la necesidad y el talento de «quedar bien» en la situación impuesta. ¿Es alcanzable el punto donde este equili brio se realiza? Una actuación exagerada, y la constancia del sabio se convierte en mentira, en vana ostentación. Un poco menos de es te orgullo teatral, y la aceptación del destino se convierte en cobar día. Nadie duda de que, en el momento de su reforma, Jean-Jacques haya creído conseguir este equilibrio. Sabía que actuaba, y no lo ocultó, pero estaba convencido de que por fin representaba su pro pio papel, de que encarnaba a su verdadero personaje. ¿Acaso no comienza la reforma de Jean-Jacques por lo más exterior, por lo más visible? «Inicié mi reforma por mis galas, abandoné los dora dos y las medias blancas, cogí una peluca redonda, dejé la espada,27 27 Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), 244, véase O. C., 1164.
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vendí mi reloj...»28. El primer gesto es ei más ostentoso: rechaza teatralmente lo que le da a la vida civilizada el aspecto de un teatro. Pero este gesto de actor corresponde a la voluntad de ser fie! a si mismo: «Para ser siempre yo mismo no debo enrojecer sea cual fuere el lugar en donde esté, por ser colocado según el estado que he escogido»29. Sin embargo, en el momento en que escribe sus Confesiones Rousseau hace responsable de su reforma a una especie de embria guez. No, no era el equilibrio de una firme sabiduría, ni el virtuo sismo de una perfecta correspondencia entre el ser y el parecer. El impulso inicial ha venido de fuera. Durante la conversación de Vincennes, Diderot desempeña el papel de la Serpiente tentadora que in vita a probar el fruto prohibido. El relato de las Confesiones mani fiesta una extraña ambivalencia en relación con las circunstancias que marcan el comienzo de la carrera de escritor. Por una parte, to do parece explicarse por una iluminación y una metamorfosis inte riores. («En el instante de esta lectura vi un universo distinto y me convertí en otro hombre»30.) Pero, por otra parte, Rousseau incri mina a influencias extrañas y a sugestiones nefastas a las que tuvo la debilidad de ceder. (Diderot «me exhortó a desarrollar mis ideas y a concurrir al premio. Lo hice, y desde ese instante estuve perdi do. Todo el resto de mi vida y de mis desgracias fue el efecto inevi table de este instante de extravío»31.) Por tanto, el acontecimien to tiene una doble cara. Por un lado, Rousseau se sintió invadido por un «fuego realmente celeste»32, y el relato de las Confesiones se inflama con este recuerdo: todo se aclara a la luz misma de la ver dad. Sólo que los mismos hechos revividos en Wooton o en Monquin revelan bruscamente su lado de obscuridad y perdición: en el momento en el que se entregaba al «entusiasmo de la verdad, de la libertad y de la virtud», entró sin darse cuenta en la zona obscura de su vida y era presa de un destino nefasto. Las Confesiones hacen coexistir esta doble interpretación del pasado. A unas líneas de dis tancia, los mismos acontecimientos nos son presentados bien como actos de una inspiración soberana o como los eslabones de un desti no implacable. Que haya sido visitado por el cielo o que haya sido influido por malévolos amigos, tanto una explicación como la otra invocan una » Confessions. lib. VIII, O. C., 1, 363. 29 Op. cit., 378. 30 Op. cit., 35!. Ibidem. » Confessions. lib. IX, O. C., 1, 416.
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especie de alienación: una extraña fuerza (perseguidora o inspirado ra) constriñó a Rousseau a ser fiel a sí mismo. Tanto en el caso de haber sido victima de los malvados, o en el de haber sido iluminado por el entusiasmo del Bien ya no era él mismo. Al menos, asi se le aparecen, vistos a lo lejos, los años de efervescencia y de actividad febril. La ambigüedad de las perspectivas es sorprendente. Las Confe siones relatan el esfuerzo heroico emprendido por Jean-Jacques pa ra sustraerse a la alienación de la opinión y del juicio de los demás, pero el relato apologético de la «reforma personal» le confiere tam bién el sentido de una alienación que se ha sufrido. Embriaguez, lo cura, fuego celeste, destino adverso: fue expulsado fuera de si mis mo en el impulso mismo en que pretendía encontrarse y fundar su unidad. Una especie de exageración incontrolada le ha arrastrado a pesar suyo a la carrera de las letras. Esta búsqueda de la unidad ha sido para Jean-Jacques un extravio fuera de su verdadera «naturale za». Esta queria el reposo, la ociosidad, la despreocupación y el libre abandono a los deseos contradictorios. No estaba hecho para otra cosa. La pasión de la verdad le ha precipitado en un mundo te miblemente extraño. ¿En qué lugar desierto se ha internado? ¿En quién se ha convertido, alejado de sí mismo y separado de los otros al mismo tiempo? Al volver a ocuparse de estos años de fiebre, el Rousseau de las Confesiones parece que ya no puede comprender nada y no sabe con qué parecer quedarse: admira su valentía, se apiada irónicamente de sus ilusiones, teme haberse convertido en otro; era la época de la intimidad con la sagrado, y también era la época de la peor infidelidad y del error. En el Persifieur (que data de antes de la «reforma»), Rousseau se había descrito como un ser móvil, variable, inconstante e incapaz de detenerse en una forma estable: Cuando Boileau dijo del hombre en general que cambiaba del día a la noche esbozó mi retrato en dos palabras; en calidad de in dividuo habría hecho que fuese más fiel si hubiera añadido los restantes colores con los matices intermedios. Nada es tan deseme jante de mí como yo mismo, por ello, sería inútil intentar definir me de otro modo que no fuera el de esta singular variedad; es tal en mi espíritu que de un tiempo a esta parte influye sobre mis sen timientos. Algunas veces soy un misántropo duro y feroz, otras entro en éxtasis ante los encantos de la sociedad y las delicias dei amor. Unas veces soy austero y devoto, y por el bien de mi alma hago todo el esfuerzo de que soy capaz para convertir en durade ras estas santas disposiciones: pero enseguida me transformo en un libertino declarado,xcont° entonces me ocupo mucho más de 67
mis sentidos que de mi razón, en estos momentos siempre me abs tengo de escribir... En una palabra, un Proteo, un camaleón o una m ujer, son seres menos cambiantes que yo. Lo que desde este mismo momento debe quitar a los curiosos toda esperanza de re conocerm e algún día por mi carácter: pues me encontrarán siempre bajo alguna form a particular que sólo será la mía durante ese mismo m om ento, y no pudieran ni siquiera esperar reconocer m e en estos cambios, pues como no tienen periodo fijo se realiza rán algunas veces de un m om ento a o tro , y en otras ocasiones per maneceré meses enteros en el mismo estado. Es esta irregularidad misma la que constituye el fondo de mi carácter33.
Un ser imprevisible y que alardea de ser un enigma para los otros. Le gusta ser incognoscible (mientras que más tarde se quejará de que se tenga una falsa imagen de él). Es el hombre de todos los cambios y de la más completa irregularidad... Pero inmediatamente Rousseau desmiente lo que acaba de afirmar: en el párrafo siguiente manifiesta la existencia de un ritmo interior, de una alternancia más regular y más constante. Asi pues, sus cambios no carecen por com pleto de una «periodicidad fija»; reconoce la constancia de una ley cíclica, y por encima de los propios ciclos, evoca, en tono de bro ma, la presencia permanente de una «locura» más o menos enmas carada: C on todo esto, a fuerza de examinarme no he dejado de distin guir en mi ciertas disposiciones dom inantes y ciertos retornos casi periódicos que serán difíciles de observar para quien no fuera el ob servador más atento, en una palabra, para mi mismo: casi del mis mo m odo en que todas las vicisitudes y las irregularidades del aire no impiden que los marinos y los habitantes del cam po hayan ob servado algunas circunstancias anuales y algunos fenóm enos que han reducido a una regla a fin de predecir aproxim adam ente el tiempo que hará en ciertas estaciones. Por ejemplo, estoy sujeto a dos disposiciones principales, que cambian bastante regularmente cada ocho dias, y que denom ino mis almas semanales: en una me encuentro sabiam ente loco; en la o tra, locamente sabio, de tal ma nera que aunque, ta n to en una com o en la otra, la locura predo m ina sobre la sabiduría, este predom inio se m anifiesta especial mente en la sem ana en que me llamo sabio, pues entonces el fon do de todos los asuntos de que me ocupo, p o r razonable que pueda ser en si mismo, se encuentra casi totalm ente absorbido por las futilidades y las extravagancias con las que tengo siempre bien cuidado de revestirla. En cuanto a mi alma loca, es mucho más 33 Le Persijleur, O. C.. I. I108-U09.
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sabia que to d o esto, pues aunque siempre saque de su propio fon do el texto sobre el que argum enta, emplea tan to arte, tan to o r den, y tanta fuerza en sus razonam ientos y en las pruebas que pre senta que una locura asi disfrazada no difiere casi en nada de la sabiduría34*.
Detrás de todas las variaciones del Persifleur hay pues una cons tante secreta, que él denomina su locura: a fin de conferirle irriso riamente una continuidad, aísla el principio mismo de la disconti nuidad y del cambio. Sin duda, Rousseau se pavonea frente al lec tor, da muestras, bajo la cercanísima influencia de Diderot y la más lejana de Montaigne, de una desenvoltura cuyo tono no será capaz de sostener durante mucho tiempo. Pero en los Diálogos (es decir, veinte años después), volvemos a encontrar un autorretrato que no carece de analogía con el del Persifleur. Rousseau insiste de nuevo en su variabilidad, en la ligereza de los motivos y de los móviles que le hacen cambiar de humor: Casi no tiene la suficiente continuidad en sus ideas como para form ar auténticos proyectos; pero por la detenida contemplación de un objeto a veces tom a en su habitación fuertes y prontas reso luciones que olvida o que abandona antes de haber llegado a la calle. T odo el vigor de su voluntad se agota en la resolución, des pués, carece d e él para ejecutarla. T odo se sigue en él de una pri mera inconsecuencia. La misma oposición que ofrecen los elemen tos de su constitución, se vuelve a encontrar en sus inclinaciones, en sus costumbres y en su conducta. Es activo, ardiente, labo rioso, infatigable; es indolente, perezoso, carece de vigor; es o r gulloso, audaz, temerario; es temeroso, tím ido, apurado; es frió, desdeñoso, repelente hasta la dureza; es dulce, tierno, fácil hasta la debilidad, y no sabe evitarse el hacer o sufrir lo que menos le gusta. En una palabra, pasa de un extremo al otro con una rapi dez increíble sin que siquiera se dé cuenta de este paso, ni recuer de cóm o era en el instante an terio r...31.
Una vez más, la variabilidad se explica aquí a partir de una causa constante, de una cualidad permanente que Rousseau deno mina sensibilidad o pasión. De tal modo que la extrema movilidad se resuelve en «una vida uniforme, sencilla y rutinaria»36. Todas es tas irregularidades en la conducta son las agitaciones de uria «natu raleza ardiente» que imprime su huella en las acciones más diversas. 34 Op. cit., 1109-1110. « Dialogues, II, O. C., 1, 817-818. » Op. cit., 865.
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Jean-Jacques no cesa de afirmar que hay en él una unidad subya cente que se expresa en la espontaneidad de la variación y del cam bio de humor; es necesario saber leer, a fuerza de simpatía, esta unidad de carácter, al igual que es preciso ver en su obra la ejecu ción de un proyecto único. Para hacer sentir esta permanencia en la movilidad, Rousseau retoma al comienzo del segundo Diálogo una metáfora de la que se sirvió en el Persifleur: la periodicidad de los cambios atmosféricos3738: Le he seguido en su m anera de ser más constante, y en sus pe queñas desigualdades, no menos inevitales y posiblemente no me nos útiles en la tranquilidad de la vida privada que las ligeras va riaciones d el aire en la de los dias m ás bellosw .
Asi se describe a si mismo en el Persifleur y en los Diálogos, es decir, la primera vez, antes de entregarse vertiginosamente a la exal tación de escribir, y, la segunda vez, en el momento en el que se es fuerza por escapar al «triste destino» y al encadenamiento a que se ha entregado al convertirse en escritor... antes vagabundeaba libre mente, erraba, esperaba alguna gran ocasión para definir su perso naje, para mostrarse al público y establecer su morada en la gloria. Pero tras los «seis años» en los que le visitó el «fuego celeste», en los que la gloria le obligó a vivir en moradas extrañas (castillos de descendientes de familias reales o de mariscales de Francia o casas de campo retiradas de recaudadores de impuestos), Jean-Jacques vuelve a ser un vagabundo y un ser errante. Esta vez ya no es el va gabundeo de la espera y de la conquista aventurera del éxito, es el vagabundeo de la huida. Huye para escapar de la maldición de la gloria que ha consquistado, trata de verse libre de ella. Posiblemen te en un principio su huida lejos de la gloria no fuera en absoluto sincera; puede ser que se regocijara con oir crecer los rumores tras de él mientras se aleja hacia otros refugios. Pero el rumor le alcanza y se convierte en esa lluvia de piedras que se rbate sobre su casa. No, la gloria no puede ser una morada, es ella la que condena a Jean-Jacques a la ausencia de morada. Ahora, sin embargo, busca en vano una isla en la que pueda ser olvidado, en la que pueda satis facer su verdadera naturaleza, mientras se entrega dulcemente a los impulsos contradictorios de sus deseos. Si tan sólo pudiera romper el maleficio y conseguir que se le deje vivir a su aire, conforme a su 37 La importancia de estas «comparaciones atmosféricas» ha sido subrayada por Marcel Raymond, «J.-J. Rousseau. Dos aspectos de su vida interior», Annales J.-J. Rousseau. La quite desoí el la réverie (París, Corti, 1962), 31 y ss. 38 Dialogues, II, O. C„ I, 795.
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debilidad y a su pereza... En el refugio de la calle Plátriére intenta recomponer esta despreocupación (aunque el desasosiego producido por la persecución y por la difamación le obsesiona), se describe en aquel entonces como lo hacía en el Persifleur: cambiante, sensible, en paz consigo mismo, obedeciendo dócilmente a un secreto ritmo análogo al que producen las variaciones del aire de un bello día. Aqui se trata sin duda de una tentativa de conjurar la suerte: Rous seau proclama la felicidad y la paz interior para darles más realidad y oponer resistencia a la amenaza que siente que pesa sobre él. Y cuando recompone el recuerdo de su juventud, hace de él la época del ensueño voluptuoso y de la admiración inocente, porque necesi ta poseer un pasado que sea un refugio, cuando tantos documentos nos enseñan que su juventud estuvo obsesionada por la preocupa ción y la angustia mucho más a menudo de lo que las Confesiones quieren reconocer. Rousseau fuerza la realidad para componer el mito de su existencia: el libre ensueño de su juventud ha sido in terrumpido por un maleficio extraño, ha dejado que le arranquen de su felicidad, y ahora retorna a si mismo. El agua que se había en turbiado vuelve a ser límpida al final, pero la atraviesan menos reflejos; su transparencia es más vacía, más fría...
El
c o n f l ic t o in t e r io r
La extrema variabilidad no implica que la conciencia se en cuentra en un estado conflictivo. El cambiante Rousseau del Per sifleur, el Jean-Jacques infinitamente variable de los Diálogos viven una sucesión de instantes desemejantes, pero en cada uno de ellos se solidarizan con ellos mismos, aunque sólo fuese el tiempo suñciente como para sentir que sobreviene un nuevo aspecto del yo. Sufren este cambio como una ley que les seria impuesta. No son dueños de sus metamorfosis. Cambian al igual que lo hace el cielo (y a veces: porque el cielo cambia). Se contenta con asistir a su metamorfosis sin rebelarse contra ella. Asi pueden considerarse en paz con ellos mismos: La uniform idad de esta vida y la dulzura que en ella encuentra m uestran que su alm a está en paz19.
La variabilidad se reduce a la uniformidad y a la paz: aqui sólo hay una paradoja aparentemente. Los movimientos más contradic» O p.
di., 865. 71
torios, si son vividos sucesivamente y si el yo consiente en ellos ple namente, no implican ninguna lucha interior. Sólo son contradicto rios para una mirada que los juzgará desde fuera, es decir, para un espectador severo que exigiera una coherencia perfecta. Una con ciencia que consiente, que sufre el cambio sin resistírsele, permane ce en perfecto acuerdo consigo misma: por más diferentes que sean los instantes, ella no abandona su coincidencia consigo misma. Para sentir su contradicción, haria falta que hiciese suya la perspectiva del juez intransigente que reclama, desde fuera, la unidad coheren te. Sin embargo, nada le impide impugnar la autoridad del testigo exterior a cuya ley no quiere someterse. Si su conducta fuera sostenible, evitaría indefinidamente el estado de conflicto. No estaría en lucha ni consigo mismo ni con la mirada extraña que recusa. Conti nuaría viviendo en la contradicción; sin sufrir se sabría a causa de ella desemejante a sí misma sin oponerse interiormente a su propia variabilidad. La reforma personal es el momento en el que Rousseau toma conciencia del carácter incoherente de toda su vida y se esfuerza por dominar esta incoherencia. Su libre variabilidad se le aparece brus camente como una contradicción que tiene la obligación de supri mir. Repentinamente le resulta intolerable que su conducta, sus pa labras y sus sentimientos, no están regidos por principios constan tes. Lanza sobre si mismo la mirada de un juez exigente; atrae sobre sí la atención de todos los hombres ante los que se compromete a realizar su unidad, a fijar sus ideas. Asi se fija como objetivo una fidelidad a la que no estaba acostumbrado; se mantiene firme en una actitud virtuosa. A partir de este momento, el conflicto surge y se va exacerbando. Pues Jean-Jacques no ha destruido por ello su «naturaleza» mutable e inconstante; se ha impuesto el deber de do marla, pero sigue estando presente. En lo sucesivo, será necesario luchar, crear enteramente la fuerza sin la que no es posible un alma virtuosa, mostrarse radicalmente diferente de un pasado frívolo o apático. La movilidad espontánea ya no es compatible con la paz interior: todo cambio será un desfallecimiento, toda variación ad quirirá el sentido de una vacilación y se convertirá en el origen de un remordimiento. El dictado del instante carece ya de justificación en si mismo; sólo será legitimo si se somete a una secuencia cohe rente, pues representa una debilidad culpable, salvo en el caso de que se inscriba en la continuidad de una conducta virtuosa. Asi, la conciencia reconoce en si misma el peligro de un desacuerdo, ve abrirse en ella misma una profundidad que nace del conflicto y del riesgo que afronta. (Pero esto equivale a definir la propia exigen cia del espíritu, que sólo se despierta a partir del momento en que 72
la conciencia, en nombre de la finalidad elevada a la que tiende, ya no acepta coincidir ingenuamente con cada uno de sus instantes su cesivos.) Así pues, en el momento en que Rousseau se propone resistir an te la mentira del mundo, se coloca en la necesidad de enfrentarse a sí mismo. La exigencia terrorista de la virtud, en nombre de la cual se opone a una sociedad perversa y enmascarada, crea en él la con ciencia de una división interior, de una falta de unidad. Se verá obligado a constatar la diferencia que existe entre la facilidad del impulso inmediato y la tensión del esfuerzo virtuoso. (Rousseau no tardará en confesarlo: es incapaz de llevar a cabo este esfuerzo, Jean-Jacques no es virtuoso, es esclavo de sus sentidos, vive en la inocencia de la espontaneidad inmediata, carece de fuerza para opo nerse a sí mismo.) La reforma personal, mediante la que espera sellar su unidad interior, será para él la ocasión de descubrir cuán problemática es la unificación de sí mismo. Había creído terminar con la vida errante y la incertidumbre, había creído que podria por fin fija r sus ideas y su conducta: pero la decisión que debía expul sar el error es en realidad el comienzo de una aventura difícil que pone en cuestión la verdad. El acto que debería haber concluido con todo no concluye con nada; por su propia violencia hace surgir nuevas tensiones y nuevos vértigos. El decreto de la voluntad, que tiende a la unidad, hace más evidente y más activa una debilidad in terior que la pone en peligro. Rousseau, que esperaba obtener una estabilidad tanto más sólida cuanto que estaría garantizada por va lores más elevados, se dará cuenta poco a poco que se ha hecho vul nerable y que ha atraído el peligro. Pues lo que resulta de este re curso a justificaciones absolutas es el peligro de fracasar, y no la se guridad. El peligro es doble: por una parte, como hemos visto, Rousseau no puede manifestar su oposición a la mentira del mundo más que tomando prestadas sus corrompidas armas, su lenguaje, la literatu ra; y, por otra parte, los severos valores sobre los que desea fundar en lo sucesivo su existencia están amenazados interiormente por la inestabilidad, la debilidad, la tentación de los goces inmediatos. To da la dispersión que suponía la forma natural de su vida se convier te en una potencia enemiga, que hay que vencer, pero que nunca se dejará superar. Al escribir el noveno libro de las Confesiones, Rousseau des aprueba los años de exaltación en los que había querido convertirse en el «testigo de la verdad»:
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Si se busca el estado del mundo más contrarío a mi naturaleza, se encontrará éste. Recuérdese uno de esos breves m omentos de mi vida en los que me convertía en otro , y dejaba de ser yo; lo volvemos a encontrar en la época de que hablo; pero en vez de d u rar seis días, seis semanas, duró cerca de seis años, y posible m ente duraría todavía sin las particulares circunstancias que lo hi cieron cesar y que me devolvieron a la naturaleza sobre la que ha bía querido elevarme40.
Jean-Jacques se da cuenta de que la reforma no era más que uno de los bruscos cambios que eran habituales en ¿1; pero estaba desti nada a poner fin a todos los cambios, de modo que introdujo en ¿1 la más violenta contradicción. Rousseau entra en guerra con la mentira universal, y el nuevo eje que quería dar a su vida y a su pa labra no coincidía ya con la linea sinuosa y variable de su verdadera «naturaleza». A la discontinuidad de esta primera naturaleza, aña de la incosecuencia, aún más grave, de querer elevarse por encima de ésta. En lugar de vivir desperdigado en instantes dispersos, des cubre la tensión y la insatisfacción. Sin dejar de padecer la variabili dad interior y las imprevisibles intermitencias del humor, las con vierte en el motivo de un desgarramiento esencial. Pues ni consigue repudiar los datos inestables de la experiencia inmediata, ni in tegrarlos en la unidad de la exigencia moral. (Veremos a Rousseau intentar esta conciliación en su proyecto de Moral sensitiva; pero veremos también lo que imposibilita su éxito.) Al haber tomado la defensa de la noción abstracta de naturaleza y virtud, al haber buscado, a continuación, la realización «existencial» de su ideal, Rousseau se encuentra en conflicto con su propia naturaleza empírica. Cada una de sus debilidades naturales y cada uno de sus cambios de humor se convierten en un testigo de cargo contra la sinceridad de su alegato virtuoso y contra la legitimidad del ejemplo que pretende ofrecer al mundo. No puede escapar a la contradictoria diversidad de su vida espontánea: ésta persiste en él como una amenaza hostil a la que opone una exigencia de unidad coherente que no podrá ser satisfecha jamás. Desde entonces, todo está amenazado, todo está en peligro; los términos opuestos entre los que se ejerce la tensión son puestos en cuestión entre sí. La bús queda de la unidad coherente es una amenaza para la espontaneidad de la experiencia inmediata, y ésta, aunque comprometida en su surgimiento auténtico, sigue siendo lo suficientemente potente como para hacer fracasar la búsqueda de la unidad «contra-natura» y pa40 Confessions, lib, IX. O. C., 1,417.
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ra hacer que resulte irrisoria. Ya no es posible la tranquilidad. Esta tensión engendra un movimiento que ya no puede detenerse. Si Rousseau quiere, finalmente, retornar a su naturaleza variable, si quiere entregarse al imperio de lo sensible y del sentimiento inme diato, ya no podrá disfrutarlo inocentemente: deberá justificarse, explicarse; por lo tanto, deberá escribir, es decir, pasar por la me diación del lenguaje y de la literatura. Aunque sólo pretendiera de nunciar su error, no podría hacer nada más que hundirse en él aún más profundamente. El propio retorno a la naturaleza no podria re alizarse más que con la exageración que habia caracterizado el es fuerzo contrario. Por haber deseado la unidad que le libraría de las oscilaciones imprevisibles de su humor, Jean-Jacques ha puesto en marcha un mecanismo de oscilaciones extremas, cuya amplitud le conducirá más allá de los limites tolerables. La «revolución» que conduce a Rousseau en sentido contrario no le devolverá la estabili dad que no ha podido conquistar de otro modo. Consagrado en adelante a las más amplias oscilaciones del espíritu, no podrá re cobrar la relativa calma ni las oscilanciones de menor amplitud que le tocaron en suerte antes de que su vocación literaria le arrastrara: Si la revolución no hubiera hecho más que devolverme a mi mismo y se hubiera lim itado a eso todo e s ta rá bien; pero desgra ciadamente fue más lejos y me condujo rápidam ente al o tro extre mo. Desde entonces mi alm a, en movimiento, no ha hecho más que pasar por la linea de reposo, y sus oscilaciones, siempre reno vadas, no le han perm itido jam ás permanecer allí41.
Nos preguntamos entonces si la propia noción de naturaleza si gue teniendo algún sentido. Este movimiento oscilatorio no permite el reposo, el retomo estable al estado natural. ¿Pero existe, si quiera, un estado natural? Este será, en todo caso, un emplaza miento virtual, entre puntos extremos: pero el movimiento no se de tiene en este lugar; yo mismo no es más que una imagen atisbada a la que hace confusa y evanescente la velocidad del tránsito. Ya no podré pensar en m í mismo mas que como lo que me falta, lo que no deja de sustraerse. Estoy siempre fuera de mí, fuera del reposo de la identidad estable... O bien operemos un cambio semántico radical que permita llamar naturaleza (o verdad, o esencia) al propio movi miento por el que me sustraigo al reposo: la oscilación recupera de este modo una validez de la que parecía estar privada; yo mismo 41 Ibíd., véase d comentario de B. Munteano, en «La solitude de J.-J. Rous seau», en Anuales J.-J. Rousseau. XXXI, 1946-1949.
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no es el reposo que nunca puedo conseguir; yo soy, por el contra rio, la inquietud que me priva de reposo. Mi verdad se manifiesta al arrancarme lo que yo tenia por un dato primitivo (tomado inme diatamente después de ser dado) donde creía encontrar mi «verda dero yo». A partir de entonces, todos mis gestos, todos mis errores, todas mis ficciones, todas mis mentiras anuncian mi naturaleza: soy auténticamente esta infidelidad a un equilibrio que me solicita siempre y que siempre se niega. («Todo movimiento nos descubre», decía Montaigne.) No hay delirio ni locura que no sea reabsorbido en la totalidad del yo, totalidad de la que todos sus aspectos son igualmente discutibles, igualmente faltos de legitimidad, y cuyo conjunto funda el valor y la legitimidad irreductibles del sujeto. Es ta es la causa de que todo deba ser relatado, confesado y desvelado, con el fin de que un ser único se manifieste a partir de la dispersión más completa.
La
m a g ia
En la misma página de las Confesiones donde Rousseau describe su entusiasmo por la virtud como un «necio orgullo» y como el «es tado más contrarío a (su) naturaleza», afirma también: «Esta em briaguez había comenzado en mi cabeza, pero habia pasado a mi corazón. El orgullo más noble germinó en él sobre los restos de la vanidad extirpada. No fingía en absoluto; me convertí en realidad en aquello que parecía»42. ¿Necio orgullo o noble orgullo? ¿Estado contrario a la naturale za o transformación sincera? Al juzgar su pasado Rousseau deja subsistir el equivoco. Ha sido infiel a su «verdadera naturaleza», pero no ha mentido, no ha llevado una máscara. Se ha convertido realmente en lo que parecia, sin reservas y sin duplicidad. Más que un desdoblamiento interno, Rousseau sugiere en este caso una espe cie de eclipse de su personalidad «normal»: ha llegado a identificar se —durante un tiempo más o menos largo— con una personalidad «inventada». Rousseau pone todos sus recursos y todas sus energías al servicio de esta personalidad ficticia: no podrá ser acusado de es tar interpretando un papel, puesto que se entrega por completo a su papel y al destino que este papel le obliga a soportar. Lo que aquí indica que se trata de una ficción no es el que Rousseau no se entre gue suficientemente a su papel, sino más bien el que se entrega de masiado, con una exageración a veces inimaginable. Un hombre en42 Confessions, lib. IX, O. C., 1,416.
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mascarado no se solidarizaría completamente con su papel, salva guardaría en si mismo una parte de ironía y de desinterés; manten dría un poder perpetuo de desapego y se concedería el derecho de cambiar de máscara si fuera preciso. Pero, por el contrario, Rous seau tiene demasiadas ganas de confundirse enteramente con su per sonaje, quiere ser virtuoso hasta el punto de no poder escapar ya a la fatalidad de la virtud. Lejos de preservar en él una parte de liber tad desinteresada y lúdica, pasa al exceso contrarío y se niega toda libertad de movimientos, toda posible retirada; toda opción diferen te. Será virtuoso y no será más que eso... Para explicar su embriaguez por la virtud, Rousseau la compara a «aquellos momentos» de su juventud en los que se convertía en «otro». La decisión por la que pretende definirse y consagrarse a una identidad virtuosa se parece a aquellos excesos de mitomania en los que se había proyectado en el ensueño quimérico y en la existen cia bajo pseudónimo. Ahora que se consagra a la verdad, ahora que quiere ser Jean-Jacques Rousseau, ciudadano de Ginebra, repite el ataque de «locura» por el que se convertía en Vaussore de Villeneuve o el inglés Dudding. No es menos sincero, no es menos «deli rante». Es extraño ver a Rousseau confesar una equivalencia tan com pleta entre la aventura que vivió bajo un falso nombre y la tensión con la que pretende vivir en realidad su verdadero nombre. Pero si nos remitimos a las páginas en las que Rousseau cuenta las aventu ras que vivió cuando usaba un pseudónimo, nos damos cuenta de que sólo son explicables por la psicología del disimulo. Salvo en es casas excepciones, nunca actuó con el fin de esconder su verdadera identidad, sino, por el contrario, con el de conquistar una nueva, con la que pudiera confundirse definitivamente. No se disfrazaba para engañar a los otros, sino para cambiar su propia vida. Cuando Rousseau miente cree en su propia mentira, al igual que al leer la Jerusalért libertada siente que se convierte en Tasso o al igual que se convirtió en un romano al leer a Plutarco. Su ficción le absorbe hasta el punto de no dejar intervalo alguno entre la antigua «reali dad» que abandona y la ficción que le fascina. Se despersonaliza para entrar en su nuevo personaje, y la metamorfosis se realiza sin dejar residuo alguno. Está convencido de tener un «pólipo en el co razón», del mismo modo que la histérica está persuadida de que su pierna está paralizada. No sabe, o no quiere saber, que disimula. «Es a él mismo a quien se trata de mistificar»43, escribe Marcel Raymond al comentar el episodio del concierto, en el que Rousseau o Marcel Raymond, op. cit., 21.
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se hace pasar por el compositor Vaussore de Villeneuve44. No se contenta con interpretar el personaje de Vaussore, quiere serlo, quiere poseer su talento y su competencia musicales: se convierte en él tan completamente que se apresura a ofrecer la demostración in mediata, organizando el concierto que se convertirá en una catás trofe. Un impostor tendría miedo de dar pruebas de su arte; pero Rousseau, muy al contrario, se presta alegremente a la experiencia, porque va a vivir, por fin, su nueva identidad y a dejar actuar a su nuevo yo. Jean-Jacques no solamente se ha transportado completa mente en su papel, sino que espera que este papel le arrastre y le dicte los gestos y las palabras eficaces, le haga saber música y dirigir una orquesta... Rousseau se confía y se abandona en manos de su personaje. En esta forma de convertirse en otro, podemos ver, cier tamente, un abuso de autoridad de la voluntad, pero este abuso va acompañado por una pasividad vertiginosa. Lo que ha comenzado por un acto de la voluntad continúa en una especie de hipnosis, donde ya no se trata de laissezfaire lo que el rol de Vaussore exige hacer. Se puede hablar aquí de comportamiento mágico, porque la magia consiste precisamente en provocar fuerzas a las que luego se deja actuar sobre uno mismo; estas fuerzas operan por si mismas y escapan a nuestro control; una vez suscitadas, nos liberan de la ne cesidad de querer y de dirigir nuestros actos. Basta, entonces, con dar nuestro consentimiento a lo que nos ocurra. El acto mágico, que ha comenzado por obra nuestra, se consuma sin nosotros. Tal es la metamorfosis mágica de Jean-Jacques: el abuso de po der inicial le entrega a una personalidad ficticia que no le queda más remedio que soportar. Pasa asi del dominio de los actos volun tarios al del destino en el que (su alocamiento le convence de ello) le serán dados el talento, la gloria y la felicidad como maravillosas re compensas. Observemos sobre todo que el recurso a la magia cons tituye para Rousseau un modo de alcanzar los fines sin emplear los medios normales; consigue su objetivo en virtud de un salto instan táneo que elude el contacto con el obstáculo y suprime todas las eta pas intermedias. La magia es el reino de los actos inmediatos, magia que hace que resulte innecesaria la laboriosa mediación del trabajo y del estudio. Como ha subrayado Marcel Raymond, el deseo de Rousseau intenta realizarse sin aceptar las molestias que le impone 44 Obsérvese que Vaussore es el anagrama de Rousseau, mientras que «de Ville neuve» es el «titulo nobiliario» (probablemente inventado) del músico Venture, que impresionaba vivamente a Rousseau. La identidad ficticia que Rousseau alega en Lausana es un híbrido: es el injerto de un yo retocado bajo el nombre del otro ad mirado.
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la condición humana4J. Quiere ser compositor y músico instantá neamente, si haber tenido que aprender, como resultado de una gra cia inmanente que tendría por causa la propia intensidad del deseo. El concierto de Lausanne es un fracaso; pero el Adivino triunfa rá y el Discurso y la Eloísa cautivarán a las almas sensibles... Lla mados por la magia, se despiertan en Rousseau una palabra y un poder reales: va a ser totalmente poseido por su papel. Tal es su suerte: ya no es traicionado por su personaje, como lo fue en Lau sanne; puede entregarse a él plenamente. Fue abandonado por la ficción Vaussore, pero no lo será por la ficción Jean-Jacques Rous seau: y este papel que le conduce a la gloria le conducirá también a la desgracia... La propia embriaguez que en el momento de la reforma acom paña a su efervescencia por la virtud es un signo de su carácter má gico. Lo que inicialmente fue una elección deliberada se transformó en un goce pasivo. En el culmen del impulso voluntario, Rousseau ya no domina su exaltación y se ve arrastrado por un ola vertigino sa. Él, que tan bien sabe que no hay virtud sin fuerza, se entrega a la paradoja de una embriaguez virtuosa, en la que su voluntad, des armada, se deja sumergir: sólo tiene que dejarse dictar su virtud. Pero esta virtud inspirada no es más que una ensoñación fascinante: la energía del alma está completamente absorbida por la embriaguez de la fascinación. En lugar de estar fundado en la voluntad lúcida, el reino de la virtud se desvanece asi en la inconsistencia de una exaltación que se agota en si misma. Sin embargo, la exaltación exige la soledad, se encamina al sa crificio y posiblemente al martirio. Jean-Jacques ya no ve en ello la imagen de su propio deseo: reconoce allí el mandato ineluctable del destino. El mismo hombre que se complacía en las metamorfosis de un Proteo, el aventurero que recorría los caminos bajo el nombre de Vaussore o de Dudding, el mismo Rousseau cuya detención ha sido ordenada ahora y que huye de Montmorency: he aqui que ya no sabe qué hacer para esconder su verdadero nombre, precisamen te en el momento en que está en juego su libertad. Le tiembla la ma no en el momento en que se dispone a dar una falsa firma. No tiene derecho a desobedecer a la virtud, no mentirá, se expondrá al pe ligro y se someterá a su destino: Sin embargo, he de deciros que a) pasar por Dijon tuve que dar a conocer mi apellido, y que, ai tomar la pluma con intención de sustituir el de mi madre, me fue imposible llevar a cabo lo que me* « Op. cit.. 22.
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proponía; la mano me temblaba tan violentamente que por dos veces me vi obligado a dejar de escribir, y toda mi falsificación consistió en suprimir la «J» de uno de mis dos nombres46. Acto de valentia y de desafío, pero en el que Rousseau se com porta como si fuera víctima de un encantamiento. Hay, en esta sin ceridad forzada, la misma exageración «compulsiva», la misma pa rálisis de la voluntad, la misma fascinación mágica que en los mo mentos de delirio en los que Rousseau se convertía en «otro» y se dejaba arrebatar por su papel. Por una parte hemos visto que la reforma personal introdujo en el alma de Jean-Jacques la contradicción y el conflicto; pero, por otra, acabamos de constatar en él el singular poder de identificación casi por completo con el personaje a que desea parecerse: consigue vivir auténticamente aquel papel, que en principio no era más que una quimera de su espíritu. A lo largo de la narración de su reforma personal, Rousseau hace alternar una y otra explicación, con el pe ligro de desconcertar al lector: se ha alejado de si mismo en un «es fuerzo contrario a su carácter», por el contrario, lo que en principio no era más que un principio escogido arbitrariamente se ha conver tido en una pasión sincera, la afectación de virtud se ha transforma do en una verdadera embriaguez. La idea se anticipa al sentimiento, pero éste no se deja adelantar por mucho tiempo: se apresura a su perar su retraso, y toda la energía del yo se pone al servicio de este «ideal de yo» que inicialmente no era más que una ficción. Leamos de nuevo los fragmentos que ya hemos visto; encontraremos expre sado en ellos muy claramente el proceso por el cual se crea una autenticidad a partir de un desdoblamiento inauténtico. El yo entra entonces en una verdad de la que es su autor, en una identidad que no preexistia en él: Mis sentimientos se mostraron a tono con mis ideas con la ra pidez más inconcebible47. Todo el temperamento de Rousseau se pone de manifiesto en la rapidez de que habla aqui y que describe la impetuosidad de un alma que lleva su vida al nivel al que sólo accedia su reflexión... Es cuchemos esta otra confesión: 46 A Mme. de Luxembourg, 17 de junio de 1762, Correspondance g¿itérale, DP, Vil, 304. 47 Con/essions. lib. V lll, O. C., I, 351.
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Siento que el amor por la verdad ha llegado a serm e precioso por lo que me cuesta. Puede ser que en principio sólo fuera para mi un sistema: ahora es mi pasión dominante4849. Un sistema intelectual se convierte en una pasión; la ideología toma la forma de una experiencia vivida no solamente porque la moral exige que cada uno viva según sus principios, sino porque el sentimiento desea identiñcarse con las ideas que prometen una justi ficación superior. Las Confesiones nos hablan a la vez del fracaso y de la verdad de esta transformación del yo. Lo que en principio no era más que afectación de la virtud, toma poco a poco el carácter de la nobleza y virtud verdaderas; pero no es menos cierto que al término de este esfuerzo Jean-Jacques ya no se siente coincidir consigo mismo: Arrojado a pesar mío entre la buena sociedad sin conocer el modo de comportarse y sin estar en situación de adquirirlo y de poder someterme a él, se m e ocurrió adquirir uno q u e m e fu e se p ro p io y q ue m e dispensase d e atenerm e a aquél. Como mi necia y desagradable timidez, que me era imposible vencer, tenía por ori gen el temor a faltar a las conveniencias sociales, tomé el partido de hollarlas para enardecerme. Me hice cínico y cáustico por ver güenza y afecté despreciar la cortesía que no sabia practicar. Hay que reconocer que esta aspereza, conforme a mis nuevos princi pios, se ennoblecía en mi alma, adquiriendo en ella la intrepidez de la virtud, y me atrevo a decir que es gracias a este augusto fu n dam ento como se ha mantenido mejor y durante más tiempo de lo que se habría podido esperar de un esfuerzo tan contrario a m i ca rácter. Sin embargo, a pesar de la reputación de misantropía que m i aspecto exterior y algunas frases felices me dieron en la so ciedad, es innegable que, en particular, siem pre desem peñé m al m i p a p el* .
Estas palabras son reveladoras: el movimiento por el que el alma conquista su fundam ento es al mismo tiempo el que le obliga a sen tir su división. Esta página nos muestra cómo el ser se inventa, para recogerse por completo en su ficción. La desenvoltura arbitraria (se me ocurrió adquirir uno...) abre la vía a los sentimientos más nobles. Pero, tan pronto como consigue establecerse sobre sus fun damentos, el ser desfallece en la contradicción (que traza el propio movimiento de la frase y de la página). El hombre que criticaba tan amargamente la discordancia entre el ser y el parecer en la humani48 Annales J.-J. Rousseau, IV (1908) 244; véase O. C., 1,1164. 49 Confessions. lib. VIH, O. C., 1, 368-369.
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dad civilizada percibe ahora, en si mismo, el contraste que opone su apariencia exterior a su carácter. Siente que es la debilidad que niega. El escándalo que encontraba en el mundo se ha desplazado a su vida, el mal que denunciaba febrilmente en el exterior se ha inte riorizado. Asi pues, tomar partido por la virtud no ha puesto fin a la discordancia del ser y el parecer: es sólo en este momento cuando el problema se convierte en mi problema. El fundamento que me ha dado ya no está bajo mis pies, y todo es puesto en cuestión nueva mente. En teoría las cosas se concillaban mucho mejor. En una de sus cartas a Sophie, Jean-Jacques escribía estas palabras:. Cualquiera que tenga la valentía de parecer lo que es se con vertirá tarde o tem prano en lo que debe ser50.
Semejante fórmula conciba maravillosamente la idea de una per manencia natural del yo con la idea de una transformación de si mismo exigida por el deber moral. La sinceridad, es decir, la simple afirmación transparente del ser natural, tiene como consecuencia su transformación y el hacer que se convierta en lo que debe ser. Al re conocerse tal como es, se convierte en otro, toma un nuevo aspecto. La tautología de la confesión es el principio de una génesis y de una metamorfosis. No se sabría explicar mejor cómo salva el alma la sinceridad y cómo la transfigura. Rousseau formula aquí, sin duda, una moral completamente profana, pero que sólo es comprensible por referencia a un modelo religioso. El acto voluntario por el que parezco lo que soy juega el papel teológico del Cristo mediador que regenera el alma del creyente. Sólo que, para Rousseau, parecer lo que soy es un acto inmediato, que me transforma sin que tenga que recurrir a una potencia o a una gracia que me sería externa. La gra cia que me transfigura es inmanente a mi conciencia. No salgo de mí para convertirme en lo que debo ser. Tendremos que retomar más tarde el problema de la sinceridad. Basta aquí con asignarle el lugar que le corresponde én el conjunto de la situación vivida por Jean-Jacques. La sinceridad es reconciliación con uno mismo: es una salida fuera de la división interior. Pero esta división interior no es origi nal, no es más que el eco interiorizado de la rebelión por la que Jean-Jacques se opone a una sociedad inaceptable. Incluso para un análisis que pretendiese ser puramente «existencia!» (y no sociológi50 Correspondance générale. DP, III, 101; L (ed. Leígh), V, 2.
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co o marxista), el problema de la rebelión posee, en alguna medida, un derecho de prioridad y de anterioridad, con respecto al problema de la sinceridad. En Jean-Jacques, la preocupación por la sinceri dad constituye una respuesta parcial —al nivel del yo, y nada más que a este nivel— a una situación que desde el comienzo desborda al yo y concierne a sus relaciones con la sociedad de 1750. Pero en el mismo momento en que obliga a la conciencia a dar la espalda a la vida social para preocuparse de sus conflictos particulares, la sin ceridad espera que los otros le presten atención. Vuelta hacia los problemas interiores, apunta indirectamente hacia el exterior: mere ce la pena que uno se describa con sinceridad, porque en la sociedad con la que se ha roto podría haber ya hombres capaces de compren dernos. La sinceridad esboza el restablecimiento de una relación so cial no en el plano de la acción política, sino en el de la compren sión humana. Por lo que la efusión sincera se manifiesta como un estado de ánimo prerrevolucionario y que, en el caso de las «almas bellas» que se satisfacen con su propio entusiasmo, corre el peligro de suplantar toda acción verdadera.
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IV
LA ESTATUA VELADA
El Fragmento Alegórico1concluye con un sueño filosófico cuyo simbolismo, bastante tradicional (siendo los prototipos Escipión y Polifilo) no aparece, ciertamente, como el producto de una auténti ca «imaginación onírica». Los románticos sabrán hacerlo mejor. Pero este texto no deja de poseer un valor de primer orden. Por inocente y poco original que puedan ser la imaginería del Fragmen to Alegórico, ésta dibuja muy claramente —quizá con demasiada claridad— los sucesivos momentos de un advenimiento de la ver dad. El fragmento no ha sido terminado, y Rousseau, indudable mente, no lo destinaba a la publicación. Pero veremos cómo formu la en él un mito al que concede más valor de lo que a primera vista se pudiera pensar. Un filósofo se duerme después de haber contemplado el univer so y meditado sobre la existencia de Dios. Su sueño le condujo a un «edificio inmenso formado por una cúpula resplandeciente sosteni da por siete estatuas colosales»: Vistas de cerca todas estas estatuas eran horribles y deformes, pero, por el artificio de una hábil perspectiva, vistas desde el cen tro del edificio cada una de ellas cambiaba de apariencia y presen taba el aspecto de una figura encantadora. Volvemos a encontrar, de entrada, el tema de la ilusión y de la apariencia engañosa, como en el primer Discurso. Este lugar en el que reina la seducción nefasta del parecer es un templo, y es la mo rada de la humanidad. La escena se desarrolla en un decorado so-i i OEuvres el Corrapondance inédita de J.-J. Rousseau, publicadas por G. Streckeisen.Mouliou (París, 1861), 171 y ss.; víase O. C., IV, 1044-1054.
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lemne donde el hombre está en relación con lo sagrado. Y se des cubren los ritos de una extraña religión: en el centro se encuentra un altar sobre el que se levanta una «octava estatua a la que está con sagrado todo el edificio». Pero esta estatua permanece «siempre ro deada por un velo impenetrable». Asi pues, ninguna relación con la joven divinidad que domina el frontispicio de La Enciclopedia y cuyo cuerpo encantador se transparenta bajo el velo tenue que casi no sujeta. La mujer velada de La Enciclopedia se adelanta con la luz de un sol naciente y dispersa ante sí las tinieblas, que forman grandes volutas inofensivas en la parte superior de la plancha dibu jada por Cochin. Por el contrario, en el comienzo del sueño de Rousseau, nos encontramos todavia en el reino del error y de la opi nión irracional. El momento de la iluminación llegará más adelante. A los pies de la gran estatua velada suben densas humaredas de un culto absurdo: Estaba perpetuam ente servida por el pueblo qu e nunca podía verla; la imaginación de sus adoradores se la pintaba según sus propios caracteres y sus pasiones y estando todos tanto m ás liga dos al objeto de su culto cuanto más imaginario fuera, no ponían bajo este velo misterioso sino al ¡dolo de sus corazones.
No había rayos alrededor de esta extraña estatua; es una poten cia del mal, que se yergue en una atmósfera nocturna. El soñador entrevé vagamente escenas monstruosas, asiste a los crímenes de una inmensa Sodoma: El altar que se elevaba en medio del templo se distinguía a tra vés de los vapores de un incienso espeso que afectaba a la cabeza y turbaba la razón; pero m ientras el vulgo sólo veia los fantasmas de su imaginación agitada, el filósofo, más tranquilo, percibió lo suficiente com o para juzgar aquello que no discernía; el aparato de una continua carnicería envolvía este horrible altar; vio con horror la m onstruosa mezcla del asesinato y la prostitución.
Para evocar «poéticamente» la atmósfera del mal, Rousseau multiplica como quiere todos los símbolos clásicos de la opacidad, de la mentira, del disimulo criminal. El horror de este espectáculo tal como nos es descrito, consiste menos en los crímenes en si mis mos, que en el espesor del misterio que los rodea. (Tendremos la ocasión de volver a ocuparnos de esto: lo escondido y lo misterioso están casi siempre cargados de un valor negativo para Rousseau; en su pluma, y sobre todo cuando escriba los Diálogos, «misterio» y
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«mal» son términos casi sinónimos.) El culto a la estatua que some te a los hombres a su subjetividad irracional toma la forma del cri men universal: se desarrolla en la penumbra, a los pies de la estatua cubierta del Idolo; las víctimas están fascinadas por su ilusión y los sacerdotes-verdugos, ocultando su crueldad «bajo un aire de mo destia y recogimiento», consiguen cegar a los hombres vendándoles los ojos; por otra parte, también tienen el poder de castigar a sus victimas recalcitrantes desfigurándoles ante los ojos de los otros: Lo primero que hacían era vendar los ojos a todos aquellos que se presentaban a la entrada del tem plo; después, tras haberles conducido a un rincón del santuario, no les devolvían el uso de la vista hasta el m om ento en que todos los objetos concurrían para fascinarles. Y si durante el trayecto alguien intentaba levantar su venda, pronunciaban al instante, sobre él, algunas palabras mági cas que le conferían el aspecto de un m onstruo, bajo cuya apa riencia, aborrecido por todos y desconocido por los suyos, no tar daba en ser destrozado por los allí reunidos.
Rousseau da rienda suelta aquí a una fobia que le obsesionará en sus últimos años (pero que existe en él desde la adolescencia): la idea de la metamorfosis a causa de la difamación. Expresa su pro pio terror de recibir la máscara del monstruo y de no poder librarse de ella: la vindicta universal va a abatirse sobre un inocente al que han disfrazado de culpable. Los esfuerzos por liberarse serán actos de descubrimiento, desti nados a destruir los maleficios de la estatua cubierta. Tres persona jes aparecerán sucesivamente. Cada uno de ellos actuará solo, pero en beneficio de toda la humanidad. Rousseau describe alegórica mente la empresa del héroe liberador, pues el simbolo es, en este caso, el de la Aufktürung misma: el héroe devuelve la vista a los hombres cegados, hace visible lo que estaba cubierto, trae la luz. El primer personaje que, posiblemente, es un doble del filósofo (está «vestido exactamente como él») devuelve la vista a algunos hombres, pero, sin embargo, sin atreverse a enfrentarse con la esta tua. La suerte que le espera será, precisamente, la de la difamación mortal: Este hom bre de porte grave y serio no se llegaba hasta el altar, sino que, tocando sutilmente la venda de aquellos que alli condu cían, sin causar trastorno aparente, les devolvía el uso de la vista.
Los ministros del templo se apoderarán de él y le «inmolarán» allí mismo, «siendo unánimemente aclamados por la masa cegada». 86
A ese mártir de la verdad va a sucederle uno nuevo: un anciano que afirma que es ciego, pero que en realidad no lo es. Reconoce mos a Sócrates. Su acción será más arriesgada: osará descubrir la estatua, pero sin conseguir hacer triunfar la verdad: Saltando ágilmente sobre el altar, descubrió con una mano audaz la estatua y la expuso sin velo a todas la m iradas. Se veian reflejados, en su cara, el éxtasis y el furor; bajo sus pies ahogaba a la hum anidad personificada, pero sus ojos estaban vueltos dulce mente hacia el cielo... Esta imagen hizo estremecer al filósofo, pero lejos de soliviantar a los espectadores sólo vieron en ello un entusiasm o celeste en vez de un aspecto cruel, y sintieron aum en tar hacia la estatua, asi descubierta, el celo que habían tenido por ella sin conocerla.
Resulta fácil descifrar la alegoría: el Ídolo no es otro que el fa natismo, que, simulando adorar al cielo, sacrifica a los hombres. Es el adversario que la filosofía de las Luces ha decidido destruir. Y Rousseau hace aquí causa común con los filósofos, que dejan maltrechos a los sacerdotes impostores y a la credulidad supersti ciosa. Sin embargo, Rousseau nos dice que no basta con descubrir el mal: su poder de sugestión y de fascinación permanece intacto. El anciano, condenado a beber el «agua verde», murió rindiendo un inesperado homenaje a la monstruosa estatua. El verdadero rostro del mal ha sido revelado: pero no es suficiente todavía. Queda aún por manifestar la verdad del bien. Aún no ha sido realizado el acto esencial.
C
r is t o
En este momento es cuando aparece el tercer héroe, anunciado como el «hijo del hombre»: evidentemente es Cristo. Le basta con mostrarse para que la verdad se haga manifiesta. Él es la verdad; aporta la evidencia de ésta, evidencia que conquista instantánea mente todos los corazones. Y triunfa sobre la estatua sin lucha y sin peligro: «¡O h, hijos míos!» —dijo con un tono de tern u ra que llegaba hasta el fondo del alm a— «vengo a expiar y a curar vuestros erro res, am ad a Aquel que os ám a y conoced a Aquel que es». Al m o m ento, asiendo la estatua la derribó sin esfuerzo y subiendo al pe destal con tan poca agitación com o hasta entonces, más pareció que ocupaba el lugar que le correspondía, que usurpase el de
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o tro ... Bastaba con escucharle una vez para estar seguro de adm i rarle siempre, era claro que el lenguaje de la verdad no te costaba nada porque poseía su fu e n te en s í m ism o.
Así pues, éste es el momento decisivo: un cambio abrupto es tableció el reino del Bien sobre las ruinas del Mal. Rousseau acos tumbra a usar estas oposiciones sin término medio y sin matices. El Bien absoluto o el Mal absoluto: es la única alternativa que se ofre ce. Pero lo que debe atraer aquí nuestra atención es que a la oscura dominación de una cosa cubierta le sucede la presencia liberadora de un hombre divino. No podia limitarse al descubrimiento de la horrible faz del mal; la Estatua seguia siendo todopoderosa aún después de que le hubiesen quitado el velo. Lo que cuenta es la epi fanía del hombre y del lenguaje verídicos, es la manifestación de una verdad que tiene su fuente en una conciencia. Asi pues, el instante capital no es el del descubrimiento del mal, sino aquel en que la verdad encarnada viene a dar testimonio de su presencia eficaz. Ahora, una conciencia se abre a nosotros, y por su propia transparencia, esta conciencia se anuncia como la fuente de una verdad universal. El Bien aparece en el mundo a través de un yo que deja que se haga transparente. El dios-hombre (como en otra parte el propio Rousseau) se ofrece a todas las miradas no para que se le vea a él mismo, sino para que en el propio acto por el cual él habla y se comunica sin limitación alguna se reconozca a una fuente sagrada. Esta verdad es singularmente fácil. No le «cuesta nada» a quien la enuncia y es comprendida instantáneamente por aquellos que la escuchan. Estamos en presencia de una doble inmediatez. El hom bre-dios posee inmediatamente la verdad y la transmite inmediata mente. La conversión de la humanidad es instantánea. Nada hay aqui que se parezca al escándalo de que habla el Evangelio. La ver dad se impone por una especie de magia que suprime los obstáculos y hace que sea inútil cualquier esfuerzo. Habrá que reconocer que en esto hay algo de infantil que habitualmente sólo ocurre en los cuentos de hadas... Y se podría poner en duda la autenticidad de esta imagen de Cristo. Anuncia que viene a «expiar» los errores de los hombres. Pero el texto de Rousseau (en realidad, ¿está inacabado?) se inte rrumpe precisamente antes del relato de la crucifixión. Interrupción altamente significativa. Y es que Rousseau no tiene ninguna necesi dad de la cruz, que es un símbolo de mediación. Para Rousseau lo esencial del cristianismo está en la predicación de una verdad inme diata. Asi pues, nos propone una imagen de Cristo, educador de la 88
humanidad, dirigiendo a los hombres palabras enternecedoras y pa labras «que llegan al corazón». El Cristo de Rousseau no es un mediador, no es más que un gran ejemplo. Si es más grande que Sócrates, no es a causa de su di vinidad, sino por su humanidad más valerosa. En ningún lugar la muerte de Cristo aparece en su dimensión teológica, como el acto reparador que estaría en el centro de la historia humana. La muerte de Cristo es solamente el arquetipo de la muerte del justo calumnia do por todo el pueblo. Sócrates no murió solo, mientras que la grandeza de Cristo proviene de su soledad. Ofrece el ejemplo más edificante del excepcional destino que el propio Jean-Jacques pade ce y desea: Antes que él (Sócrates) hubiese definido la virtud, Grecia abundaba en hombres virtuosos. ¿Pero de dónde habia tomado Jesús esta moral elevada y pura de la que sólo él dio ¡ecciónes y ejemplo entre los suyos? La más alta sabiduría se hizo oír desde el seno del fanatismo más violento, y la sencillez de las virtudes más heroicas honró al más vil de todos los pueblos. La muerte de Só crates, filosofando tranquilamente con sus amigos, es la más dul ce que se pueda desear; la de Jesús, expirando entre tormentos, injuriado, ridiculizado y maldecido por todo un pueblo, es la más horrible que se pueda temer23. Rousseau acumula las antitesis sin tener en cuenta matiz alguno: el pueblo más vil —la alta sabiduría; la muerte más dulce— la muerte más horrible. Superlativos contra superlativos. La última antitesis opondrá el hombre a Dios. Si; si la vida y la muerte de Sócrates son propias de un sabio, la vida y la muerte de Jesús son propias de un Dios2. Pero la muerte de Jesús no es más que la proeza de un alma he roica. Esta muerte divina no trae consigo consecuencias sobrenatu rales. Pierre Burgelin escribe a este respecto: «El cristianismo de Rousseau pretende ser evangelium Chrisli al aceptar al divino profe ta de Galilea que habla a todo corazón bien nacido para enseñar las leyes del amor. Rechaza un evangelium de Christo, que establecería el valor absoluto de Cristo muerto para salvar a los hombres»4. 2 Émile, lib. IV, O. C., IV, 626. 3 Ibldem. 4 Pierre Burgelin, La Philosophie de l'Existence de J.-J. Rousseau (París, P.U.F., 1952), 434.
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De hecho, el Fragmento alegórico nos muestra a Cristo como una conciencia que encuentra en sí misma la fuente de la verdad (aunque ésta quizás provenga de más allá de ella misma). Cada uno de nosotros puede hacer lo mismo que él. Entrar en uno mismo, en contrar alli la fuente, reconocer la «voz de la conciencia». Enton ces, cada uno podria convertirse —a semejanza de Cristo— en el educador del género humano que exalta los corazones y despierta en ellos una bondad paralizada. En Rousseau, la imitación de Jesucris to es la imitación del acto «divino» mediante el que una conciencia humana solitaria se convierte en fuente de verdad o transparencia para una verdad que viene de más allá. Por tanto, lejos de ser el mediador indispensable para la salvación del hombre, Cristo enseña el rechazo de la mediación, su ejemplo invita a escuchar «el princi pio inmediato de la conciencia»’. Rousseau, que no intentará sal varse por medio de Cristo, quiere, al igual que Cristo, anunciar la verdad. Esto no es más que el testigo de la iluminación de la con ciencia mediante una luz original, de la que cada cual puede a su vez convertirse en testigo. «¡Cuántos hombres entre Dios y yo!», exclama el Vicario saboyano. Rousseau desea ver a Dios inmediatamente. Cuantos menos intermediarios haya, mejor captaremos la presencia divina. Nada de sacerdotes, nada de dogmas interpuestos. Si Jean-Jacques acepta el Evangelio es porque la verdad es perceptible en él de forma inme diata: «Reconozco en él el espíritu divino: esto, es tan inmediato como pueda serlo; no hay nadie entre esta prueba y yo»56. GALATEA
«El teatro representa un taller de escultor. A los lados se ven bloques de mármol, grupos y bocetos de estatuas. Al fondo, hay otra estatua escondida bajo un pabellón de paño ligero y brillante, adornado con cenefas y guirnaldas»7. La imagen de la estatua vela da se alza sí, de nuevo, en la obra de Rousseau: es el cuerpo perfec to de Galatea que Pigmalión esculpió a imagen de su deseo. Esta vez la estatua ya no representa el ídolo que preside el mal: es la be lleza ideal, que ha tomado cuerpo en una piedra inanimada. «En lo 5 Émile, lib . IV , O. C., IV , 600. R ousseau d u d ó en su red acció n ; al prin cip io sentimiento interior, desp u és principio activo, interior y fin alm en te principio inmediato de la conciencia. CU. P .-M . Masson. La Profession de fo i du Vicaire savoyard, F rib u rg o , 1914. 6 Lettre d ChristopHe de Beaumont, O. C., IV , 994. 7 Pygmalion, O. C., I I , 1224-1231.
escrib ió
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que hice, me adoro a mí mismo», exclama Pigmalión. Enamorado de su rostro como lo estaba Narciso, quiere abrazar el reflejo de si mismo que adora en su obra. Se ha desdoblado; una parte de su alma ha pasado a esta cosa sin vida; pero Pigmalión no consiente en separarse de lo que ha creado. No acepta que la obra de arte sea distinta de él mismo, que se le haga extraña. Al no recibir como respuesta el amor que tiene por su creación, Pigmalión se ve conde nado a una soledad intolerable: ya no está realmente vivo, se ha em pobrecido al perder toda el alma que intentó dar a la estatua cauti vadora. «El frió de la muerte sigue estando en este mármol; perezco por el exceso de vida que le falta... Si, la plenitud de las cosas no incluye estos dos seres.» Pigmalión no solamente desea que la esta tua tome vida. Quiere ser amado y reconocido por ella. Asi pues, quiere recuperar el esfuerzo que ha gastado en su obra. Pues es un artista avaro que no puede olvidarse de si mismo en lo que hace, y que no tiene el valor de aceptar la pérdida que supone una obra aca bada. Lo que espera no es otra cosa que la perfecta reflexión de su deseo, pero devuelta por un espejo viviente. En consecuencia, la obra no debe seguir siendo una fría cosa de mármol que se inmovili za en su existencia autónoma. Pigmalión implora el milagro que abolirá la exterioridad de la obra y a la que sustituirá por la inte rioridad expansiva de la pasión narcisista. (Igual que Rousseau, cuando su ensoñación inventa «criaturas conformes a su corazón».) Aquí se puede ver —observémoslo de pasada— la expresión mítica de una estética «sentimental» que asigna a la obra de arte la tarea de imitar el ideal del deseo, pero que tiende inmediatamente a trans formar la obra en felicidad vivida. La obra no tendrá objetividad independiente. La creación del artista será una subjetividad imagi naria destinada a responder a la subjetividad del creador. El artista da forma a un alma de la que se niega a separarse; el poeta quiere ser desposado por su poesía. Pero el éxito de este arte conduce al si lencio del arte. Si todo debe culminar en la alegría vivida, la vida hace desaparecer el arte. Galatea viva no será ya una obra, sino una conciencia. Pigmalión, feliz, abandona sus instrumentos; el amor de Galatea le bastará; no esculpirá más estatuas... Hasta qué punto es significativa la crítica que Goethe formulará contra el Pigmalión de Rousseau: «Habría mucho que decir sobre este tema: pues esta maravillosa producción oscila igualmente entre la Naturaleza y el Arte, con la falsa ambición de conseguir que el Arte se reabsorba en la Naturaleza. Vemos a un artista que ha reali zado lo más perfecto, y que habiendo proyectado fuera de sí mismo su ¡dea, habiéndola representado según las leyes del arte y habién dole conferido una vida superior, sin embargo no se satisface con 91
ello. No, es necesario que la haga volver hacia él en la vida ierres tre: quiere destruir lo más elevado que espíritu y acción han produ cido por medio de un acto de la sensualidad más vulgar»8. «Goethe piensa que es preferible, que la obra permanezca en esta vida supe rior donde ya no tiene nada en común con nuestra «vida terrestre». En nombre de la exigencia misma del espíritu, el artista debe con sentir con alienarse en su obra. Lo primero que hizo Pigmalión fue cubrir con un velo la estatua: Temí que la adm iración po r mi propia o bra fuese la causa de la distracción que m ostraba por mis trabajos. La escondí bajo este velo.
Pero el momento del descubrimiento no será, para Pigmalión, sino la ocasión de un sufrimiento más agudo: verá la perfección de su obra, pero verá también que la obra maestra sigue sin vida. Al quitar el velo a la estatua es cuando Pigmalión descubre la carencia esencial: P ero te falta un alm a: tu imagen no puede prescindir d e ella.
Por un milagro de los dioses, Galatea va a despertar a la vida: la estatua adquiere sensibilidad, al igual que aquella otra estatua que imaginaba Condillac. Pero la existencia de Galatea no comienza por la percepción del mundo exterior, no se convierte en «olor de rosa». Su primer acto sensible es aquel por el que se toca y se convierte in mediatamente en «conciencia de sí». Dice: Yo. El mundo exterior no aparecerá más que en segundo término para esta conciencia na ciente. «Galatea da algunos pasos y toca un trozo de mármol: Esto, ya no soy yo.» Encuentra por fin a Pigmalión, le toca con la mano y suspira: «¡Ah!, de nuevo yo.» Al fin están reunidas las dos partes de un mismo yo. La separación que dividía al artista de lo que había producido queda abolida. El trabajo creador no tuvo lugar más que para ser retomado en la unidad de un Yo amante. Por diferente que sea la intención de estos dos textos, el Frag mento alegórico y Pigmalión presentan una analogía sorprendente. Al principio las dos estatuas están cubiertas. El instante del descu brimiento nos pondrá en presencia del objeto escondido: al hacerse visibles, las estatuas provocan una fascinación «sagrada» —horror o amor—. Pero, por importante que sea, el descubrimiento no es más que una etapa, aún no nos ofrece más que una verdad incom8 Goethe, Wahrheit und Dichtung. Werke (Stuttgart. Cotta, 1863), IV. 180.
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pleta. La espera patética no encuentra su resolución final más que en el momento en el que una persona viva aparece sobre el pedestal. En las dos alegorías, una intervención misteriosa y un acto mágico o divino presiden este paso de lo inanimado a lo viviente. El mi lagro está en la sustitución de un objeto por una conciencia. T e o r ía
d e l d e s c u b r im ie n t o
A partir de estos dos textos resulta posible formular una teoría del descubrimiento. Hay dos momentos del descubrimiento cuya importancia y valor son muy distintos. Cada uno de ellos lleva a cabo la manifestación de una verdad (o de una realidad), pero estas verdades no son de importancia semejante. El primer descubrimiento es un acto critico: es el descubrimiento denunciador, que destruye los encantos seduc tores de la apariencia. Hace cesar el encantamiento nefasto del pa recer engañoso. Este descubrimiento es un trabajo de desilusión y de desencanto. Lo esencial de su eficacia no reside en la realidad que descubre bajo la máscara, sino en el error que destruye. Los hombres constatan que estaban equivocados. No saben todavía nada más, pero ya se ha producido una liberación. El descubrimien to critico se enfrenta al error interpuesto, denuncia la presencia del velo aún antes de alcanzar lo que está detrás del velo. En el Frag mento alegórico, este momento es representado por la intervención del filósofo que devuelve la vista a las víctimas de la Estatua y por el gesto de Sócrates que arranca el velo. Rousseau asigna esta función de descubrimiento critico a su obra, y sobre todo a sus primeros Discursos: En sus primeros escritos, se preocupa sobre todo por destruir este encanto ilusorio que produce en nosotros una adm iración es túpida por los instrumentos de nuestra m entira y por corregir esta estimación engañosa que nos hace honrar aptitudes perniciosas y despreciar virtudes útiles9. Papistas, hugonotes, poderosos, humildes, hom bres, mujeres, leguleyos, soldados, m onjes, sacerdotes, devotos, médicos, filóso fos, Tros R utu lusve fu a t, todo es pintado, todo es desenmascara do sin una sola palabra de acritud y sin ninguna alusión personal contra quien quiera que fuere, pero sin miramientos hacia ningún p artid o 10. 9 Dialogues, III. O. C., I, 934. <° Dialogues, 1, O, C., 1, 688.
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Al leer estas declaraciones se comprende qué es lo que permitirá a Schiller definir a Rousseau como el poeta «sentimental»" de la sátira patética, que denuncia la no concordancia de la realidad y de la exigencia «ideal»... Si se limitase a eso, Rousseau no seria tan distinto de sus enemi gos los Filósofos. Como ellos, lanza invectivas contra las mentiras solemnes de los sacerdotes y de las Iglesias; se complace en llevar la «desmitificación» hasta el escándalo: % La religión no es otra cosa que la máscara del interés; y el cul to sagrado, la salvaguardia de la hipocresía11l2. Esto está en el mismo tono de la crítica filosófica. Pero Rous seau no querrá limitarse a la crítica de lo inesencial; tratará de anunciar una verdad esencial, verdad de la que los otros —los Filó sofos— no querrán oir hablar. Lo que Rousseau reprocha a los Fi lósofos es que rinden culto a las mentiras que desenmascaran, a la manera de Sócrates en el Fragmento alegórico, que muere rindiendo homenaje a la estatua del fanatismo. Cuando los «holbachianos» arrancan las máscaras de los déspotas y de los sacerdotes, descubren el rostro gesticulante del interés. ¡Sea en buena hora!, pero cuando interpretan la naturaleza ven en ella un encadenamiento necesario de causas y efectos, en el que la moral humana no constituye una excepción: de donde resulta que nadie tiene nada mejor que hacer que perseguir su provecho. Si el mal es interés, ¿cómo puede ser la moral «interés bien entendido»? Después de haber acusado al inte rés, Holbach y sus amigos lo restablecen con todos sus derechos y aceptan sin demasiado pesar los males de la sociedad que ellos no padecen. Son aristócratas o burgueses muy ricos que están a gusto con el mundo tal como va. No ponen en cuestión los valores iluso rios más que para instalarse mejor en la ausencia de todo valor y gozar más cómodamente de sus privilegios y de sus cenas elegantes. No han arrancado las máscaras más que para librarse de cualquier escrúpulo. Pues los falsos valores que denunciaban —la religión, las convenciones del bien y del mal— constituían un estorbo para sus placeres. En un sistema mecanicista y materialista que establece la necesidad física de todas las cosas, ningún placer ni ningún privile gio carecen de justificación, todas las inclinaciones deben ser se guidas. «Cómoda filosofía de los felices y de los ricos para los que 11 Sch iller . Ueber naive und senlimenlalische Dichlung. Werke, XII, 206 (Stuitgart, Cotia, 1838). 12 Émile, lib. IV, O. C.. IV. 560.
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este mundo es un paraíso...»*3. Para Rousseau, sus adversarios ma terialistas, incapaces de concebir nada más allá de unas fuerzas im personales, terminarán por identificarse con el sistema por ellos ela borado: se le aparecerán como «seres mecánicos» movidos por una «ciega necesidad». Asi pues, Jean-Jacques emprenderá la tarea de desenmascarar a estos pretendidos desenmascaradores, sabiendo que el peligro es grande y que podrá costarle caro: «Los Filósofos que he desenmascarado quieren perderme a todo precio y lo con seguirán...» M. El segundo descubrimiento se produce como complemento y continuación del primero. Si la primera etapa es la denuncia del «velo de la ilusión», la segunda será el descubrimiento y la descrip ción de lo que habia permanecido oculto para nosotros. Una vez di sipado el error, nos encontramos frente a la sólida realidad. La me táfora del velo levantado es la expresión simbólica de una teoría realista del conocimiento: es la imagen de la que se sirve el optimis mo «ingenuo» que pretende ver el verdadero rostro tras las másca ras, captar por fin la «cosa en si», encontrar el ser y la sustancia ocultos tras el parecer y el accidente. ¿Pero admite Rousseau las im plicaciones realistas de la metáfora del desvelamiento? No encontramos este realismo optimista en Rousseau más que cuando espera encontrar tras las máscaras un hecho humano, una realidad moral; Rousseau trabaja en el descubrimiento de una natu raleza humana, pero procura no alentar una búsqueda que tuviese la ambición de descubrir la realidad sustancial que constituye el uni verso físico y la naturaleza material de las cosas. De la lección de Malebranche y del empirismo lockiano ha sacado la conclusión de que seria quimérico querer buscar una verdad escondida «en las co sas»: la única verdad que nos es accesible está en nuestras ideas o en nuestras sensaciones o incluso en nuestros sentimientos —está en la conciencia. Ya sea bajo la forma del mito o de la alegoría, este descubri miento subjetivo puede ser descrito como un descubrimiento objeti vo, en donde el objeto descubierto posee a la vez el carácter de un hecho al que se hace visible y el carácter de un valor moral: es la fealdad de la Estatua cruel o la perfección de Galatea. Hay que des tacar aquí una antítesis significativa: hay un descubrimiento-des engaño que pone al desnudo la realidad del mal, destruyendo los encantos seductores que hacían que nos resultase atractivo; y, por otra parte, hay un descubrimiento exaltante de la belleza o de la*14 ' 3 Dialogues, III, O. C., I, 971. 14 Correspóndanse ginirate, DP, XVIII, 295.
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bondad escondidas. Si el mal se disimula bajo fascinantes aparien cias, ¿no podríamos buscar más profundamente, y adivinar bajo el rostro descubierto del mal que juega ahora el papel de una segunda máscara, la persistencia secreta de algo puro e inocente? Al mito de la Estatua horrible se opone el mito de la estatua de Glauco, cuya forma primitiva posiblemente permanezca intacta bajo las algas y las conchas: Hay rostros que son m ás bellos que la m áscara que les cu b re15.
El último descubrimiento puede ser, por tanto, una fascinación tras el momento de la desilusión. A la denuncia del mal, Rousseau opone finalmente la posibilidad de una revelación del bien. Ahora bien, este valor positivo que descubro con exaltación no tiene el carácter de una cosa. Sólo la necesidad de la alegoría le con fiere la apariencia de un objeto. La estatua de Glauco es el hombre de la naturaleza, y el hombre de la naturaleza es inmediatamente el yo de Jean-Jacques. Para revelar al hombre de la naturaleza, JeanJacques debe mostrarse. Su demostración ya no es un gesto que de signa un objeto exterior, es la «mostración» de si mismo. Ante nos otros se abre una conciencia con el fin de hacerse reconocer en su singularidad, y al mismo tiempo para proclamarse verdad universal. ¡Qué extraño objeto es la estatua de Galatea! El escándalo resi de, prácticamente, en que sea un objeto material, y el escándalo va a ser abolido por fin. De hecho, incluso antes de recibir un alma, Galatea no era una cosa como las otras; ella es la perfección imagi nada y representa la ilusión del deseo. Y el milagro final no suprime la ilusión, por el contrario es su triunfo. Posiblemente esta repenti na «animación» de Galatea sea el culmen de la ilusión: he aquí la lección que sugiere Rousseau, que no gusta de milagros y que pre fiere proponer una explicación psicológica: Esplendorosa ilusión (...) ¡ah! no abandones nunca mis sen tidos16.
Al mismo tiempo asistimos a una rehabilitación de la ilusión. El mal consistía en la ilusión de la opinión, pero he aquí que la belleza ideal se define, a su vez, como una ilusión. El mal era un parecer subjetivo; el bien y la belleza son igualmente subjetivos. Si la realidad del mundo exterior permanece escondida para nos» Émile, lib. IV, O. C.. IV, 525. >6 Pygmalion, O. C., II, 1230.
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otros, esto importa poco, puesto que en lo sucesivo la verdad se anuncia ya a nosotros como una interioridad. Asimismo parece (se gún se desprende de la lectura de ciertos textos) que Jean-Jacques desea expresamente que la realidad exterior y matérial permanezca protegida por el velo. Teniendo en cuenta que el mundo de la «cosa en sí» es inaccesible, toda búsqueda que no desemboque en la evi dencia interior será vana y nefasta. Vana curiositas. Renunciemos de una vez por todas a descubrir la naturaleza: El espeso velo con que ha cubierto todas sus operaciones pa recía advertim os suficientemente de que no nos h a destinado a va nas investigaciones17.
Encontramos la misma afirmación en la carta a M. de Franquiéres, si bien en esta ocasión sus palabras hacen referencia al co nocimiento de las esencias espirituales. La fuerza del hombre no lle ga hasta la aprensión clara de su alma y de Dios. Aceptemos que las realidades supremas permanecen ocultas para nosotros: El hom bre razonable y modesto al mismo tiem po, cuyo enten dim iento experimentado pero lim itado es consciente d e sus limites y se encierra en ellos, encuentra en estos limites la noción de su alm a y la del autor de su ser, sin poder ir más allá para hacer cla ras estas nociones y contem plar a una y o tra tan cerca com o si ¿I mismo fuera un espíritu puro. Entonces, em bargado por el respe to, se detiene y no toca el velo en absoluto, contentándose con sa ber que el ser inmenso está cubierto por é l1819.
Revelación prohibida para los vivos, pero que Rousseau, en el momento en el que escribe las Ensoñaciones, espera alcanzar des pués de la muerte: ... Mi alm a... liberada de este cuerpo que la ofusca y la ciega,
y viendo la verdad sin velo... percibirá la miseria de todos esos co nocimientos de los que nuestros falsos sabios están tan orgu llosos1’ .
Puede reconocerse aquí el platonismo tradicional que reserva la visión de lo verdadero al espiritu liberado de la opacidad del cuer po. Pero, por lo que se refiere a la existencia terrenal, acepta muy 17 Discours sur les Sciences el les Arts, O. C„ III, IS. 18 A. M. de Franquiéres, Correspondance générale, DP, XIX, 52; véase O. C., IV, 1137. 19 Réveries, tercer Paseo, O. C., 1, 1023.
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bien un velo que escondería los objetos que deseamos conocer (in cluidas la noción de alma y la de Dios) a condición de que el hom bre esté plenamente presente a si mismo como conciencia. Para obrar bien no nos es necesario remitirmos ai «ser inmenso» oculto bajo el velo; es dentro de nosotros mismos donde encontramos la conminación a hacerlo. Debemos apoyarnos en las certezas internas que no son conocimientos objetivos, pero que no por ello dejan de ser certezas absolutas. La ley de la conciencia, que es a la vez razón universal y sentimiento íntimo, nos ofrece un apoyo inconmovible. Kant, al afirmar la primacía de la razón práctica, no hará otra cosa que dar al pensamiento de Rousseau su formulación filosófica com pleta. Me objetáis, Seftor, que si Dios hubiera querido obligar a los hom bres a conocerle, hubiese puesto su existencia en evidencia ante todos los ojos. A aquellos que hacen de la fe en Dios un dog m a necesario para la salvación es a quienes corresponde responder a esta objeción, y responden a ella m ediante la revelación. En cuanto a m i, que creo en Dios sin creer que sea necesaria esta fe, no veo por qué Dios se vería obligado a dém osla. Pienso que cada uno será juzgado no por lo que creyó, sino por lo que hizo, y no creo que las obras precisen de un sistema de doctrina, porque la
conciencia hace las veces de él20. Asi pues, hay una revelación. No la que nos proponen las teolo gías; la única revelación que cuenta es aquella que no anuncia nin gún orden, sino que se anuncia a si misma inmediatamente en nues tra conciencia. No es el objeto de una fe, puesto que se nos impone tan directa e irrefutablemente como el sentimiento de nuestra pro pia existencia. Podemos dejar de seguir las exhortaciones del dicta men interno, pero nunca podemos dejar de escucharla. Y por eso tenemos en nuestro interior una luz y una presencia que equivalen a una revelación de la realidad exterior. Rousseau expresará esta equivalencia recurriendo a imágenes bastante diver sas. Unas veces, la iluminación interna tiene como consecuencia sim bólica un esclarecimiento mágico del paisaje exterior: al revés de lo que se había producido en Bossey, donde el campo se habia cubier to de un velo tras el descubrimiento de la injusticia; el aire se hace translúcido a partir del momento en que la conciencia accede a la certeza moral. Otras, sin embargo, el hombre puede permanecer en su propia interioridad y gozar de la presencia absoluta, como si ella 20 A. M. de Franquiéres, Correspondance générale, DP, XIX, S2; véase tam bién O. C.. IV, 1136-1137.
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fuera instantáneamente una revelación del mundo exterior; puede renunciar al descubrimiento objetivo de la naturaleza, porque la presencia a si mismo se ve acompañada por un sentimiento de ex pansión en el que, sin pedir nada a las cosas y sin ir realmente al en cuentro del mundo, el éxtasis de la transparencia interior se trans forma en éxtasis de la totalidad. El ejemplo de ello se encuentra en un célebre pasaje de la tercera carta a Malesherbes: la experiencia «mística» del Ser hace que resulte inútil el descubrimiento material de la naturaleza. Descubrir sigue siendo una acción, y por lo tanto, es todavía una actividad de mediación. Sin embargo, Rousseau accede a un goce del Ser que sobrepasa todo conocimiento activo: lo que experimenta, deliciosamente, es la presencia inmediata del propio Ser revelándose. Ya no tiene que intentar descubrir y cono cer, sino solamente acoger el Ser que se le ofrece y que se descubre en él. La revelación ya no viene del yo, viene del Ser: Creo que si hubiese descubierto to d o s los m isterios d e la natu raleza, me habría sentido en una situación menos deliciosa que este maravilloso éxtasis al que mi espíritu se entregaba sin reser vas, y que en la agitación de mis arrebatos me hacia exclamar al gunas veces: ¡Oh gran Ser! ¡Oh gran Ser! Sin poder decir ni pen sar nada m ás11.
La expansión imaginaria no se dirige al encuentro del mundo ex terior. Sin salir de sí misma, y en el embelesamiento de una embria guez dionisiaca, la conciencia se posee (y se pierde) como inmedia tez absoluta a si misma y a todas las cosas. Los «misterios de la naturaleza» siguen siendo misterios: el éxtasis del Ser suplanta por completo al imposible conocimiento del universo, pues el sentimien to subjetivo de la totalidad ocupa el lugar del descubrimiento obje tivo de la naturaleza y de sus leyes. La naturaleza ya no es un espec táculo exterior por descubrir, se ha hecho totalmente presente al «sentido interno». Asi la expansión imaginaria reabsorbe al «siste ma universal de las cosas» en un yo único, colmado por su éxtasis. La revelación de la verdad es esencialmente revelación de una conciencia: he aquí, por tanto, lo que anuncian bajo forma metafó rica el Fragmento alegórico sobre la Revelación y el mito de Galatea. El momento en que un hombre quita el velo de la estatua y el momento en el que una conciencia viva se manifiesta en el lugar de la estatua están netamente separados en cada ocasión. Una vez mostrada la estatua tras el velo, se ha abolido la subjetividad del21 21 Tercera caria a M. de Malesherbes. O. C„ I, 1141.
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error; pero el momento final nos pone en presencia de una nueva subjetividad que posee en si misma la certeza de su verdad. Se ha pasado de una subjetividad perniciosa a una subjetividad feliz. Asi pues, no habíamos abandonado la conciencia, ni siquiera cuando creíamos que encontrábamos objetos; las estatuas mismas son obras del espíritu y símbolos del deseo: un mundo de pseudo-objetos, ilu siones que el error erige en realidades absolutas, de las que hay que liberarse para acceder a la subjetividad pura, a la simple certeza de sí mismo. Las estatuas, que se imponían como cosas a los especta dores, son suplantadas por conciencias que se manifiestan en su ver dad y son reconocidas al momento por las conciencias espectadoras; por lo demás, ya no hay espectáculo ni espectadores. Lo que antes era espectáculo se convierte en comunicación exaltante, y, en su más alta expresión, en fusión amorosa. El «hijo del hombre» gana todos los corazones; Galatea y Pigmalión ya no forman más que un solo yo. Todo se convierte en la sola presencia. Galatea dijo solamente: «Yo». El «hijo del hombre» se dirige a la humanidad con «el lenguaje de la verdad cuya fuente posee en si mismo». ¡Qué diferencia entre estas dos «revelaciones»! ¡Y qué se mejanza! En Galatea asistimos al primer movimiento de la vida sensitiva; la conciencia de existir surge y se desgaja del vacío de un sueño de piedra. El sentimiento de la existencia es captado en lo que tiene de más original, en el yo de un despertar. Este despertar es absoluta mente primero: la conciencia naciente aún no tiene pasado, nada sabe del tiempo, no se reencuentra a si misma, no se reconoce; se encuentra y se percibe por primera vez. Pues en el instante anterior aún no había en ella más que la noche de la materia. Observemos en este punto el valor privilegiado que Rousseau atribuye al instante del despetar, y en particular a esas raras circuns tancias en las que la conciencia se despierta sin reconocerse, sin po der remitirse, aún, a su historia o a su pasado, de forma que nada le enturbia la perfecta limpidez del presente. En la campiña lionesa o en el teatro en Venecia o, sobre todo, tras la caida de Ménilmontant, Jean-Jacques conoce despertares que son «nacimientos a la vida»: sale del vacio y aún no ha entrado en el tiempo. Entonces, su alma pertenece por completo a la felicidad intemporal de sentir y de sentirse por primera vez. Y, en la curiosa carta que recibe de Henriette, lo que le impresiona a Rousseau son «esos despertares tristes y crueles» cuyo «horror» le describe «con tanta energía»22.* ** Correspondance générale. DP, XI, S6-S9.
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Querría enseñarle la felicidad de los «despertares deliciosos»... Ob sesionado desde la adolescencia por la inminencia de la muerte, obsesionado, posiblemente también, por la idea de su nacimiento que fue la «primera de sus desgracias» y que le costó la vida a su madre, Rousseau se complace en la fantasía de un puro comienzo, de un surgimiento ex nihilo de la conciencia sensible, o de una rege neración de la conciencia moral, «como si, al sentir ya la vida que se escapa, intentase volver a cogerla por sus comienzos»23. Ahora bien, si Galatea nos propone la imagen de un nacimiento de la experiencia sensible, el «hijo del hombre» anuncia la verdad a partir de una fuente que detenta en si mismo. Volvemos a en contrar, pero en el orden del sentimiento moral, la idea del origen y del surgimiento espontáneo. En los dos casos la conciencia recibe algo que se da de forma incondicionada y primera: allí, el yo de la existencia singular; aqui, la verdad universal que nace en el senti miento interior. En las dos alegorías la conciencia se manifiesta como un comienzo absoluto, como un acto inaugural completamen te distinto del descubrimiento que le precedía y que, por si mismo, no inauguraba nada, no era más que el fin de la ilusión. Lo que el propio Rousseau pretende proclamar es, al mismo tiempo, el Yo de Galatea y la verdad universal enunciada por el «hijo del hombre». Ambos al mismo tiempo. Esta doble revelación, retomada y amalgamada en una sola verdad vivida, justificará la soledad de Jean-Jacques y su conflicto con la sociedad pervertida. Como Galatea, repite: «Sí, yo, sólo yo»24. Y, como el hijo del hom bre: «¡Virtud, verdad!, exclamaría sin cesar, ¡verdad, virtud!»25. Ya lo hablamos señalado: en el momento de su reforma, Rousseau se asigna el deber de dar testimonio, con una transparencia de fuen te, de la verdad primera y de la inocencia olvidada. Quiere ser, al mismo tiempo, esta persona única: Jean-Jacques Rousseau, y ese modelo universal: el hombre de la naturaleza. No cesará de desear conjuntamente la plenitud sensitiva del yo y la posesión de la ver dad; la unicidad de la experiencia singular y la unidad de la razón universal. Cuando Rousseau sueña con una felicidad posterior a la muerte, escribe en el Emilio: «Seréyo sin contradicción»26, y en las Ensoñaciones: «Veré la verdad sin velo». Ser uno mismo y ver la verdad: quiere obtener lo uno y lo otro, lo uno a través de lo otro. 23 Confessions, lib. 1, O. C.. I, 21.. 24 Primera redacción de las Confesiones. Annates J.-J. Rousseau, IV (1908). 2: véase O. C.. I, 1149. 25 Lettre á l'abbé Raynal, O. C„ III, 33. 26 Emite. lib. IV, O. C„ IV, 604-605.
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Pero queda por saber si Rousseau consigue realizar esta conci liación de lo singular y de lo universal, de la autenticidad vivida y de la verdad razonable. La cuestión, que queda planteada aquí, no debe ser olvidada.
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V
LA NUEVA ELOÍSA
Entre muchos de los temas entremezclados, La Nueva Eloísa nos propone una meditación prolongada sobre la cuestión de la transpa rencia y el velo. Desde el comienzo de la novela, la descripción de la montaña del Valais nos coloca en presencia de un paisaje liberado del velo y de vuelto al e sp le n d o r que se había ensombrecido durante el episodio de Bossey: Imaginad la variedad, la grandiosidad, la belleza de mil espec táculos sorpendentes; el placer de no ver alrededor de uno mismo más que cosas completamente nuevas, pájaros extraños, plantas raras y desconocidas; de observar, en cierta medida, una naturale za distinta, y de encontrarse en un nuevo mundo. Todo esto hace que surja ante nuestros ojos una mezcla inefable cuyo encanto aumenta aún más a causa de la sutileza del aire que hace que los colores resulten más vivos, los rasgos más marcados y acerca to das las perspectivas; como las distancias parecen menores que en las llanuras, donde el espesor del aire cubre la tierra con un velo, el horizonte presenta ante los ojos más objetos de los que parece poder contener: en fin, el espectáculo tiene un no sé qué de mági co, de sobrenatural, que embelesa el espíritu y los sentidos; nos olvidamos de todo, nos olvidarnos de nosotros mismos y ya no sa bemos dónde estamos1. Rousseau describe aqui el paisaje de otro mundo, donde la transparencia hace reinar un aire de magia: un mundo más vasto, pero donde todo parece más próximo, donde la desdicha por la dis tancia de las cosas se atenúa^ 1 La Nouvelte Héloíse, I parte, carta XXIII, O. C., II, 79.
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Señalémoslo de inmediato: al comienzo del primer Diálogo, Rousseau utilizará expresiones curiosamente análogas para describir el «mundo encantado». En este reino ideal reina la misma vivacidad de los colores, la misma limpidez. Y mientras que la carta sobre la montaña habla de la desaparición de un veto, el primer Diálogo evoca goces inmediatos. Términos equivalentes: en el lenguaje ale górico de Rousseau, la desaparición del velo es, con exactitud, sinó nimo de goce inmediato: Im aginaos... un m undo ideal semejante al nuestro y sin em bargo com pletamente distinto. La naturaleza es allí idéntica a la que hay en nuestra tierra, pero su disposición es más sensible, el orden está más m arcado, el espectáculo es más adm irable; ¡as fo r m as son m ás elegantes, los colores m ás vivos, los olores más sua ves, todos los objetos son más interesantes. T an bella es alli toda la naturaleza que su contem plación, al inflam ar las almas d e am or hacia un cuadro tan conm ovedor, les inspira, ju n to con el deseo de concurrir a este bello sistema, el tem or de perturbar su arm o nía; y de ello nace una exquisita sensibilidad que d a a aquellos que están capacitados goces inm ediatos desconocidos para los corazo nes que no han sido exaltados por estas mismas contem placiones1.
Si damos crédito a lo que se dice en la carta sobre el Valais, es tos goces son aquellos en los que el espiritu del espectador se exalta hasta olvidarse totalmente de su éxtasis. «Nos olvidamos de todo, nos olvidamos de nosotros mismos...» El momento de la más per fecta limpidez del paisaje es también el momento en el que el ser siente que se borran los limites de su existencia personal. El velo se suprime, y el propio espectador que ha llegado a ser menos opaco desaparece en la luz para la que ahora es transparente. La acentua ción de los colores y de las formas parece provocar, como respues ta, una especie de atenuamiento de las voluntades y de los pensa mientos particulares que delimitaban la individualidad del yo. La existencia se extiende por un espacio más vasto, el ser sensitivo goza de una intensa plenitud, pero, simultáneamente, el ser personal olvi da su diferencia, se sosiega en una «tranquila voluptuosidad». «Se debilitan todos los deseos demasiado vivos, pierden esa punta aguda que los convierte en dolorosos y no dejan en el fondo del corazón más que una emoción ligera y dulce»23. De modo aparentemente pa radójico, esta anestesia de las zonas dolorosas del yo resulta de la hiperestesia y de la viveza provocados por la presencia de formas 2 Dialogues, I, O. C., I, 688. 3 La Nouvelle Hétotse, 1 parte, carta XXIII, O. C., II, 78.
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más marcadas y de colores más vivos. Rousseau evoca aquí la sin gular combinación de indolencia y de agudeza que se encuentra en todos sus instantes de felicidad. El goce puramente sensitivo coinci de con un olvido de si mismo que, sin embargo, no es incompatible con un sentimiento de expansión. En un universo que ya no opone obstáculos, que no obliga al impulso del alma a desviarse, ni a refle xionar sobre si mismo, el ser coincide (cree coincidir) por completo con la sensación presente. Se olvida, puesto que olvida y reniega de su propia historia, se deslastra de su pasado, pierde (o se ilusiona con perder) lo que en él era conciencia separada, conciencia de se paración. Pero, por otra parte, él mismo se afirma, puesto que la sensación actual ensancha el espacio a la medida de su deseo y pues to que el mundo exterior se unifica y encuentra su centro en el puro goce del yo. Aligerado asi el yo por el olvido de su destino, se hace capaz de una expansión que puede exaltarse hasta los últimos limi tes. La tenuidad de la existencia personal se convierte, de forma bastante misteriosa, en intensidad de placer y en limpidez espacial. Todo me atraviesa pero alcanzo todo. Ya no soy nada, pero niego el espacio, puesto que me he convertido en el espacio. Un espacio límpido donde la transparencia del alma se abre a la transparencia del aire: esto es todo lo que Rousseau desea, esto es lo que conoció en ciertos momentos privilegiados en los que los hom bres no le impidieron poseerse y desposeerse. Y es lo que desearía poder reencontrar, cuando la desgracia le obsesiona. Desde Wooton escribe a Mirabeau: Pocas cosas satisfarían mis deseos; menos dolencias corpora les, un clima más suave, un ríelo más puro, un aire más sereno y, sobre todo, corazones más abiertos, que cuando el mío se abre, sintiera que lo hace a o tro 4.
No pide casi nada, no quiere tener nada. Sólo que desaparezcan la opacidad del aire y los obstáculos entre los corazones. El modo mismo en que Rousseau formula su nostalgia de la transparencia reproduce los términos que había puesto bajo la pluma de SaintPreux, en la carta sobre el Valais: Después de haberme paseado por las nubes, alcancé una estan cia más serena desde donde se ve, en la estación, formarse el trueno y la torm enta a mis pies... Fue aqui donde com prendí cla ram ente que era la pureza del aire en que me encontraba la verda4 A Mirabeau, 31 de enero de 1767, Correspondaace générale, DP, XVI, 248.
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dera causa de mi cambio de hum or y del retorno a esta paz inte rior que habia perdido desde hacía tanto tiem po3.
Pero estos colores y estas formas que se han vuelto más inten sos y esta tonalidad más límpida del aire no son el privilegio de la montaña ni de ningún paisaje: es una cualidad de la mirada, una imagen mítica de la felicidad, una metamorfosis que la exaltación del alma es capaz de proyectar en el mundo que le rodea. Si la cali dad del aire de las montañas transforma el humor del paseante, el estado de ánimo de un amante feliz puede, a su vez, transformar la calidad del aire. El cielo del valle se vuelve entonces tan límpido como en la altura más elevada, una magia análoga cautiva la mira da. La transparencia de los corazones restituye a la naturaleza el esplendor y la intensidad que habia perdido: Encuentro más risueña a la campiña, más fresco y más vivo el verdor, m ás puro el aire, m ás sereno al cielo; el canto de los pája ros parece tener más ternura y voluptuosidad; el murm ullo de las aguas inspira una languidez más am orosa; la vid en flor exhala a lo lejos perfumes más dulces; un secreto encanto embellece todos los objetos o fascina mis sentidos56*.
Saint-Preux escribe estas líneas después de que Julie le declare su amor. En su conjunto, La Nueva Eloísa nos aparece como un sueño despierto en el que Rousseau cede a la solicitación imaginaria de la limpidez que no encuentra ya ni en el mundo real ni en la sociedad de los hombres: un cielo más puro, corazones más abiertos, un uni verso a la vez más intenso y más diáfano. Si imagino bien los corazones de Julie y de Claire, éstos eran transparentes el uno para el otro1. El tema de las dos «encantadoras amigas» (el primer dato con que emprende el vuelo la imaginación novelesca de Rousseau) constituye, por decirlo asi, la zona de trans parencia central alrededor de la cual llegará a cristalizarse, poco a poco, una «sociedad muy intima». Desde las primeras páginas del libro se nos proporcionan indicios de ello: esos nombres simbólicos de Claire y de Clarens, ese lago tomado como decorado («sin em bargo, necesitaba un lago...»8. 5 La Nouvetle Hélotse, I parte, carta XXIII, O. C.. II, 78. 6 I parte, carta XXXVIII, O. C.. II, 116. 1 A Mme. de la Tour, 29 de mayo de 1762, Correspondance générate, DP, VII, 253; L, X, 310. 8 Confessions. lib. IX, O. C., I, 431.
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Cada uno de los nuevos personajes vendrá a completar esta pri mera transparencia y a ensanchar ese pequeño universo de almas abiertas, aunque no sin tener que vencer inquietudes y extravios: «Saint-Preux no sabe disimular». «Se podrían leer todos nuestros secretos en tu alma»9, le escribe Julie. Pero a la transparencia pasi va de Saint-Preux, corresponderá en M. de Wolmar la pasión por observar y la curiosidad inquisitiva... «Tiene cierto don sobrenatural que le permite leer en el fondo de los corazones»1012. Querría ser om nisciente como Dios. «Si pudiera cambiar la naturaleza de mi ser y convertirme en un ojo viviente, haría gustosamente este cambio»". En cuanto a los hijos de Julie educados a la manera de Émile, ja más esconderán secreto alguno: Asi es com o, entregados a las inclinaciones de sus corazones, sin que nada los disfrace ni los altere, nuestros hijos no reciben una form a exterior y artificial, sino que conservan fielmente la de su carácter original: así es com o este carácter se desarrolla d ía a día sin reservas ante nuestros ojos y com o podem os estudiar los movimientos de la naturaleza hasta en sus más secretos principios. C om o están seguros de que nunca vamos a reñirles ni a casti garles, no saben m entir ni ocultarse, y en todo lo que dicen, ya sea entre ellos o ya a nosotros, dejan ver sin em bargo todo lo que tie nen en el fondo del a lm a '2.
¡Una evidencia que tranquiliza! A medida que avanzamos en la obra se difunden los secretos, aumenta la confianza y se conocen de modo cada vez más perfecto los personajes. Desde el comienzo, los amores de Saint-Preux y de Julie son confesados a Claire. Pero al principio este amor es clandestino. Tie ne necesidad de un velo. Julie escribe a su amante: Por fin la noche en esta estación ya es oscura a la misma hora, su velo, puede fácilmente ocultar en la calle los transeúntes a los espectadores...13.
En la carta que sigue a continuación, escrita por Saint-Preux en la alcoba de su amante, el tema del velo reaparece como una res puesta musical: «Lugar encantador, lugar afortunado... es el testigo de mi felicidad, y vela para siempre los placeres del más fiel y del 9 La Nouvelle Hélotse, I parte, carta XLIX, O. C„ II, 136. 10 IV parte, carta XII, O. C., II, 496. 11 La Nouvelle Hélotse, IV parte, carta XII, O. C., II, 491. 12 V parte, carta III, O. C.. II, 384. 13 I parte, carta Lili, O. C., II, 143.
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más feliz de los hombres»1415.Tras el descubrimiento de las cartas de Saint-Preux, que revelan a la madre de Julie la culpable pasión de su hija, la prima Claire escribe: «Se trata de esconder bajo un velo eterno este odioso misterio... El secreto es conocido tan sólo por seis personas seguras»ls. ¡Seis personas! AI principio no habla más que tres. El número de los «iniciados» ha aumentado, mientras que los amantes sufren la prueba de la separación. Pues, precisamente, a medida que el amor de Saint-Preux se sublima, a medida que se aleja de las pasiones carnales, se hace transparente a las miradas de los otros: tras haber estado escondido, podrá manifestarse sin ver güenza. La progresiva superación, gracias a la cual se purifica este amor, coincide con el movimiento que le descubre y le revela a un mayor número de testigos. La conquista de la virtud adquiere el sig nificado de una conquista de la confianza: gracias a este perfecto abandono, el pequeño grupo de «almas bellas» conocerá placeres exquisitos: Habéis de reconocer que todo el encanto del trato que impera ba entre nosotros reside en esta franqueza que pone en común to dos los sentimientos, todos los pensamientos, y que hace que al sentirse cada uno tal y como debe ser, se m uestre a todos tal y como es. Suponed por un momento alguna intriga secreta, alguna relación que haya que esconder, alguna razón para la reserva y el misterio; al momento se desvanece todo el placer de verse, esta mos incómodos los unos ante los otros, se busca el medio de ocul tarse y cuando nos reunimos querríamos evitarnos16. Se constituye un mundo unánime, en el que, como en la so ciedad del Contrato, ninguna voluntad particular puede aislarse de la voluntad general. En La Nueva Eloísa, la pequeña comunidad circunscrita tiene su centro en Julie, cuya alma se comunica a todos aquellos que la rodean. Este grupo reducido iluminado por una fi gura femenina, y cuya economía se organizará de un modo bastante «materialista», está lejos, sin duda, de parecerse enteramente a la república igualitaria y viril del Contrato. Pero, en estas dos obras, los privilegios de la pureza y de la inocencia son reconquistados gra cias a la confianza absoluta que abre a las almas entre si. La aliena ción total por la que los seres se ofrecen y se hacen mutuamente vi sibles las devuelve finalmente el derecho de existir como personas autónomas y libres; a partir de entonces, no sufren ni soledad, ni 14 I parte, carta LIV, O. C., 11, 146. 15 111 parte, carta I, O. C.. II, 309. i* VI parte, carta VIH, O. C„ II, 689.
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servidumbre; su existencia personal está justificada y sostenida por el reconocimiento de los otros, fundada en una benevolencia unáni me. Unos y otros viven bajo la mirada común; constituyen un cuer po social. Así, en La Nueva Eloísa, Julie percibe el circulo de sus amigos como una parte de su ser: Estoy rodeada de todo lo que me interesa, todo d universo está aquí para mi; gozo a la vez del afecto que tengo a mis am i gos, de aquel con que ellos corresponden al mío y del que sienten unos po r otros; su m utua benevolencia o viene de mi o se refiere a mi; no veo nada que n o engrandezca mi ser y nada que lo divida; se encuentra en todo lo que me rodea, no queda ninguna parcela lejos de mi, mi imaginación no tiene nada más que hacer, no ten go nada que desear; sentir y gozar son para mi la misma cosa; vivo a la vez en iodo lo que am o y estoy saciada de felicidad y de v ida11.
Al ser Julie el alma omnipresente de la sociedad intima que le rodea, Rousseau podrá justificar la uniformidad del estilo que ma nifiestan todas las cartas de la recopilación, escritas por personas cuya lengua y expresiones habrían debido ser sensiblemente diferen tes. No apela a principios literarios, sino a razones psicológicas: la uniformidad del estilo no es el resultado de una exigencia artística, sino la rúbrica de la transparencia de las conciencias, de la influen cia mágica ejercida por Julie. Esto es lo que Rousseau afirma muy claramente en el segundo prefacio de La Nueva Eloísa: H e notado que en un grupo que tenga una relación muy inti m a los estilos se asem ejan, al igual que ocurre con los caracteres, y que los am igos, a l co n fu n d ir su s alm as, confunden también sus formas de pensar, de sentir y de hablar. Esta Julie, tal com o es, debe ser una criatura encantadora; todo lo que se le acerca debe parecérsele, todo debe convertirse en Julie a su alrededor*18.
Haciendo las veces de una justificación estética, Rousseau invo ca aquí el principio moral de la comunicación de las almas. (En las Confesiones, Rousseau comentará su novela en razón a justificar su uniformidad de estilo, por la presencia inmanente de su propia en soñación y de su propio deseo en cada uno de sus personajes: pon drá en relación asi la unidad del libro con el yo del autor, y no ya, >7 Ibidem. 18 La Nouvelle Hétolse, segundo prefacio, O. C., II, 28.
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la proyección de la figura central de la obra. Al término, nos vemos reducidos tan sólo al problema de la expresión del yol9. La transparencia de Julie se ha propagado a su alrededor. A cos ta del sacrificio de la satisfacción carnal, su presencia ilumina una comunidad espiritual y temporal al mismo tiempo. El amor sensual ha sido superado en el afecto virtuoso, pero en la culminación de su progreso espiritual, Julie virtuosa recobra de nuevo el placer ele mental de sentir: «Sentir y gozar son la misma cosa para mi»20. En la unidad superior del sentimiento moral, se reconcilia con la felici dad inmediata de la sensación. Ha gozado plenamente de la alegría de la existencia sensitiva, antes de que ésta se rompa y sea superada posteriormente: héla aquí ahora restituida, en un retorno en el que se cierra el circuito de la unidad. Al final de la quinta parte de la novela, las almas se han elevado a la vez sobre el carácter absurdo de las instituciones, que habían obstaculizado la satisfacción del de seo, y por encima de la embriaguez desordenada de la pasión. Se ha producido una doble negación y se ha realizado un doble esfuerzo liberador: en nombre de la naturaleza, el amor-pasión ha transgre dido las reglas y las convenciones de la sociedad tradicional que M. d’Etanges (el padre celoso) defendía con el más estricto rigor; a su vez, por difícil que haya sido, el renunciamiento virtuoso ha su perado el desorden de la pasión. Ha sido pronunciado un doble no, pero que ha permitido decir, sucesivamente, sí al deseo y sí a la virtud. Lo que volvemos a encontrar en un plano superior es una nueva sociedad y un nuevo amor que en lo sucesivo ya no serán antagonis tas. La exigencia erótica y la exigencia de orden se reconcilian final mente. Pero tanto el antiguo orden social cuanto la antigua embria guez amorosa han sido heridos de muerte a fin de poder resucitar por un movimiento de regeneración en el que los conflictos supera dos se resuelven en perfecta unidad. En una sociedad regenerada 19 Sobre la importancia de la influencia en Rousseau, ver Pierre Burgeun, La Philosophie de l'exisience de J.-J. Rousseau (París, P.U.F., I9S2), 162-168. El autor cita d siguiente pasaje: «Las almas de un cierto temple... transforman, por asi de cirlo, a las otras en días mismas; tienen una esfera de actividad en la cual nada se les resiste: no se las puede conocer sin querer imitarlas, y con su sublime elevación atraen hacia si todo lo que les rodea» (La Nouveiie Héloíse, II parte, carta V, O. C„ II, 204). Burgelin ve en ello, con mucha razón, la prueba dd «carácter me diador» de Julie. Hemos de afladir que la mediación de Julie tiene por objeto ins taurar (o restaurar) el reino de la comunicación inmediata. Cuando Julie muera, su muerte será la intercesión que devolverá la fe a M. de Wolmar; pero, por otra parte, Julie accede a la felicidad de la comunicación inmediata con Dios. Parece como si Rousseau no pudiera aceptar el acto mediador más que si está acompañado por una conquista de k> inmediato. 20 La Nouveiie HéloSSe, VI parte, carta VIH, O. C., II, 689.
no
reina una simpatía benévola, que es la forma transfigurada del amor. La novela nos ofrece asi el espectáculo de una dialéctica que conduce a una síntesis. (Esta sintesis está formulada en el quinto libro, el cual puede ser considerado como una primera conclusión de La Nueva Eloísa, desde donde se anunciará el episodio final que concluye con la muerte de Julie.) Conviene subrayar aquí la oposi ción esencial que anima esta dialéctica. Rousseau no es dialéctico por gusto por la dialéctica. Al contrario, la dialéctica no se le impo ne más que por que, al principio, postula satisfacciones demasiado incompatibles como para que puedan serle concedidas simultánea mente, pero cuya simultaneidad es precisamente lo que desea. Si Rousseau se lanza por la difícil vía de la sintesis dialéctica (él, a quien nada le gusta tanto como lo inmediato) es porque original mente desea poder aceptar a la vez el goce físico y la exaltación de la virtud, y porque esta simultaneidad no se da inmediatamente. Julie declara: «La inocencia y el amor me eran igualmente necesa rios», pero sabía que no podía «conservarlos juntos»21. Sin em bargo, en el plano superior al que ella accede, puede terminar por reunirlos y gozar de ellos juntos. Así pues, para reconciliar lo iniciable, ha sido preciso inventar un progreso dialéctico, pasar por es tadios intermedios, recurrir a un esfuerzo de superación y poner en movimiento un devenir. Ésta es la razón de que en La Nueva Eloísa el tiempo desempeñe un papel capital: su novela debe extenderse ne cesariamente a lo largo de una duración considerable, y esta impor tancia concedida a la «gran duración» es significativa en un autor que con mucha razón pasa por haber sido el poeta del instante extá tico. (Pero veremos más adelante, que la segunda y última conclu sión del libro separa abruptamente lo temporal y lo intemporal, y que, entonces, Rousseau parece optar contra el tiempo del devenir humano.) La feliz síntesis que corona la dialéctica del libro está admira blemente expresada por los símbolos de la fiesta de la vendimia (V parte, carta VII). Es el momento en el que parece que todos los velos han desaparecido, en el que los personajes conocen la intimi dad más confiada. Rousseau no puede abstenerse de expresarlo ale góricamente, mediante un amanecer otoñal. Entre todo lo que da un «aire de fiesta» a esta jornada, Rousseau no olvida el «velo de bruma que el sol levanta en la mañana como un telón de teatro, para descubrir, ante la vista, un espectáculo tan encantador». El es-2 2' III parte, carta XVII!, O. C.. II. 344.
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pectáculo nos mostrará la reconciliación del placer con el deber, de la embriaguez dionisiaca y de la institución bien ordenada. ¿No es este día de fiesta, al mismo tiempo, un día de trabajo? Estamos muy lejos del dispendio irracional de la fiesta arcaica en la que se consumen los bienes acumulados. En la descripción de Rousseau, la fiesta de la vendimia es un dia de acumulación de riquezas, al que acompaña un consumo razonable. Y los trabajos casi no se distin guen de los juegos de la diversión: «Esta fiesta no deja de parecer más hermosa al pensamiento, cuando se piensa que es la única en la que los hombres han sabido unir lo útil a lo agradable». Asi nacerá un «estado de fiesta común», una «alegoría general que parece ex tenderse por toda la faz de la tierra».
La
m ú s ic a y l a t r a n s p a r e n c ia
Desde el comienzo de la jornada se escucha «el canto de las ven dimiadoras». Y la fiesta se culmina sabiamente con música (sin que se haya abandonado el trabajo): Después de la cena seguimos despiertos aú n unas dos horas agram ando cáñam o; cada uno, por tu m o , canta su canción. A l gunas veces las vendimiadoras cantan a coro todas ju n tas, o bien a una sola voz y en estribillo alternativam ente. La mayoría de es tas canciones son viejas rom anzas cuyos tonos no son agudos, pero tienen un no sé qué de antiguo y de dulce que a la larga con mueve. Las canciones tienen letras sencillas, ingenuas y a menudo tristes; sin em bargo, gustan.
Mañana y noche de fiesta: nada más significativo que ver apare cer allí la música y la poesía ingenuas. Recordemos el tópico de la «vieja romanza» y olvidémoslo inmediatamente, ese tópico que ya entonces circulaba y que atestará durante mucho tiempo la literatu ra. Pero señalemos también que enseguida (y especialmente en Herder, gran lector de Rousseau) se despertará un interés muy serio por la poesía y la canción populares. Voces de mujeres que cantan a coro, al unisono. «De todas las armonías», añade Saint-Preux en su carta sobre la fiesta de la ven dimia, «ninguna es tan agradable como el canto al unisono». Con sultemos el Diccionario de Música: el unísono representa «la armo nía más natural»22. ¿Y qué es una romanza? Rousseau la define 22 Diclionnaire de Musique, Unísono, O. C. (París, Fume, 4 vol.), III, 851.
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como «una melodía dulce, natural, campestre, y que produce un efecto por sí misma, independientemente del modo de cantarla»21. Una romanza al unísono es la melodia natural en su armonía na tural. Es el triunfo de la naturaleza que canta a través del que can ta, sin que éste tenga necesidad de afirmar una «personalidad de artista». El intérprete no tiene que entrometerse: elocuente sin inter mediario, la romanza conmueve inmediatamente. No solamente prescinde de la interpretación de un virtuoso, sino que prescinde también de la mediación de la sensación, para alcanzar directamen te el alma del oyente. Pues la melodia tiene el poder de conmover al corazón infaliblemente: proposición capital en la teoría musical de Rousseau, y que justifica su predilección por la melodia y su des confianza hacia la armonía. Detesta la música destinada a hacer brillar al intérprete, y rechaza una música que no se dirija más que al placer de los sentidos. ¿Por qué? Rousseau profesa aquí un idea lismo sentimental; para él, la personalidad del intérprete y el goce puramente sensitivo son obstáculos interpuestos entre una «esencia» musical y el alma del oyente. Desde luego, hace falta que haya una voz que cante, y también es preciso un oído que escuche, pero es ne cesario que el cantante y el oído transmitan sin obstaculizar. La teo ría de Rousseau supone que su presencia puede desvanecerse y borrarse instantáneamente y no constituir más que un medio con ductor. La magia de la melodia consiste en poder superar la sensa ción y hacerse puro sentimiento: El placer de la arm onía no es más que un puro placer senso rial, y el goce de los sentidos es siempre breve, la saciedad y el aburrim iento se producen pronto; pero el placer de la arm onía y del canto es un placer de interés y de sentim iento, que habla al corazón2324. E s sólo de la m elodia de donde sale este invencible poder de los acentos apasionados; es de ella de donde procede todo el po der de la música sobre el alm a25.
Desde luego, se da lo inmediato para la sensación, al igual que se da para el sentimiento. En efecto, la música armónica se dirige directamente a los sentidos. Por complicada y difícil que sea, no sobrepasa el dominio elemental de la sensación física. Pues esta mú sica que nos llega por «el imperio inmediato de los sentidos» no 23 Op. cit.. Romanza, O. C. (París, Fume, 1835), III, 795. 24 Op. cit.. Unidad de melodía, O. C. (París, Furne, 1835), III, 852. 23 La Nouveile Héloise, 1 parte, cana XLVIII, O. C„ II, 132.
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actúa «más que indirecta y levemente sobre el alma»26. La felicidad de lo inmediato es entonces para los sentidos, pero no para el alma que está privada de ello: en música, el placer puramente sensitivo carece de profundidad, no tiene eco, y de un modo aparentemente paradójico, no puede ser mantenido más que mediante artificios. Por el contrario, la melodía tiene «efectos morales que superan el imperio inmediato de los sentidos»27. En esta fórmula, Rousseau reivindica para la melodía el privilegio de alcanzar directamente un dominio más interior: sólo entonces goza el alma de la alegría de lo inmediato. Los escritos de Rousseau sobre música oponen el alma a los sentidos (el sentimiento a la sensación) con mucha más energía de lo que lo hace en todas las demás ocasiones. Sin embargo, Rous seau propone una noción sintética que permite resolver la oposición entre el sentimiento y la sensación. Asi como el Contrato Social y La Nueva Eloísa reconcilia la pasión con el «hombre del hombre», Rousseau sugiere una reconciliación de la melodia-sentimiento con la armonía-sensación: la antítesis se supera en la unidad de la melo día, noción a la que consagra un articulo en su Diccionario de Mú sica: «La armonía que debería ahogar la melodía, la anima, la re fuerza, la determina: sin confundirse, las diversas partes coadyuvan al mismo efecto, y por más que cada una de ellas parezca tener su propio canto, de todas esas partes no se oye salir más que un mismo canto». Unidad comparable a la de la sociedad unánime que rodea a la melodiosa Julie. Una perfecta fusión ha reconciliado los place res de los sentidos con las alegrías del sentimiento: la unidad de la melodía concede a la armonía sensual y al artificio del contrapunto, un valor que no poseen en si mismos, y que no adquieren más que por su reconciliación con la melodía. Asi pues, la melodía de las «viejas romanzas» está perfectamen te en su lugar en una fiesta que celebra la transparencia de los co razones y la comunicación sin obstáculos. Pero la melodía ingenua habla del reino de la naturaleza a las «bellas almas» que viven en el reino de la ley moral. De este modo, la música añade a la fiesta una perspectiva profunda: ella hace que aparezca allí la dimensión del pasado no solamente porque «estos aires tienen un no sé qué de an tiguo», sino porque, precisamente, el reino de la pura naturaleza es lo que las almas bellas han debido dejar atrás en su historia a fin de construir su felicidad actual. Esta música habla a Julie y a SaintPreux de su propio pasado, de la época en que sus pasiones obede cían a la ley de la naturaleza; les recuerda lo mucho que han sufrido*2 26 Op. a l., 131. 22 Dictionnaire de Musique, Melodía, O. C. (París, Fume, 1835), 111, 724.
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al alejarse de ello. A la vez que expresan la felicidad de la transpa rencia, estas tonadas (cuyas palabras son tristes) hablan también de lo que amenaza la transparencia actual, de lo que hace que sea pre caria: despiertan el pesar por lo que ya no puede volver a vivirse. En el Diccionario de Música, Rousseau afirma que la música es «signo mnémico»28. Así, mientras las voces de mujeres cantan, Ju lie y Saint-Preux sienten despertar, con una extraña agudeza, los tiempos lejanos: No pudim os evitar, ni Claire sonreír, ni Julie enrojecer, ni yo suspirar, cuando volvimos a encontrar en estas canciones giros y expresiones de las que nos hablam os servido antaño. Entonces mientras las miro y recuerdo los tiempos lejanos, se apodera de mi un estremecimiento, un peso insoportable cae repentinam ente sobre mi corazón, y me deja una impresión funesta que sólo se borra con dificultad. Sin em bargo, estas veladas tienen para mi una especie de encanto que no puedo explicaros29.
Saint-Preux recuerda; compara las épocas de su vida. De este modo, surge una turbación en la transparencia de la fiesta; es la tur bación de la reflexión.
El
s e n t im i e n t o e l e g ia c o
La mirada sobre el pasado, el estremecimiento, el encanto: todo esto define maravillosamente el estado de ánimo elegiaco. De hecho, no se podría encontrar ilustración más llamativa de la oposi ción entre lo ingenuo y lo sentimental, tal y como lo entendía Schiller30. Ante la ingenuidad de la canción popular, el «alma bella» se entrega a la sentimentalidad elegiaca; sufre el encanta miento de la añoranza (de una «añoranza sonriente»). El recuerdo le revela que está irrevocablemente separada de su pasado, y su pa sado no es otro que la naturaleza, inocente aún, que se expresa en la transparencia de la melodía popular. Ésta no es elegiaca; sólo es in genuamente triste; pero por ser a la vez naturaleza, revelación del pasado y signo mnémico, para las almas bellas se convierte en la expresión de una naturaleza perdida, se ofrece como la presencia fantasmagórica de un mundo que ya no existe. El sentimiento ele21 Diclionnaire de Musique, Música, O. C. (Parts, Fume. 183S), III, 744. 29 La Nouvette H itoíse, V parte, carta Vil, O. C., II, 609. 30 Schiller, Sdmtliche Werke (Stuttgart, Cotta, 1838), XII, 167: Ueber naive und senlimentalische Dichtung.
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gíaco, que no está presente en la canción ingenua, se despierta con su contacto. Este brusco surgimiento de un pasado añorado revela tensión in terna sobre la que se construye la felicidad de la fiesta. No solamen te pone de manifiesto que ha transcurrido un tiempo, sino que han intervenido rechazos y superaciones y han establecido una irrever sible distancia entre el presente y el pasado. En la añoranza elegiaca, el ser descubre que una parte esencial de si mismo pertenece a un mundo desaparecido. Se siente fascinado por lo que ha sido, pero ni el presente ni el pasado pueden ofrecer un apoyo real. No por ello está menos terminado el pasado, y el presente se convierte en un lu gar de exilio... Conmovido, Saint-Preux se defiende contra la nos talgia del pasado, también Julie se aleja de él con pena. El recuerdo de sus placeres turba: se violentan para liberarse de él. Pero este es fuerzo no puede realizarse de una vez por todas, hay que volver a empezar a realizarlo continuamente. Por esto se produce una lucha que corre el peligro de llegar a ser insoportable. La felicidad en la sintesis exige, en efecto, una tensa vigilancia (el pasado es atractivo todavía y debe ser constantemente reprimido) e implica una acción reflexiva. Ahora bien, el ideal de la acción y del esfuerzo cede en Rousseau, casi siempre, ante la tentación de tranquilidad, de la pa sividad que consiente. La muerte de Julie no será solamente una catástrofe enternecedora que hará llorar a las lectoras. Morir repre senta el único reposo posible: Julie morirá feliz, liberada de la nece sidad de actuar, descubriendo en la alegría que ya nunca más tendrá que realizar el esfuerzo que le imponía la ley del deber. La tensión, la presencia de un pasado reprimido, conscientemen te «rechazado», la sentimos en los momentos mismos en los que Rousseau habla de la confianza absoluta de las almas bellas, de la comunicación sin obstáculo entre las conciencias, de la ausencia de todo secreto. La fiesta de la vendimia se desarrolla bajo la mirada omnisciente del señor patriarcal; al exaltar Saint-Preux esta perfecta transparencia, confiesa la necesidad de una lucha contra el «tierno recuerdo»: D ejo que mis arrebatos se expresen sin constricciones; ya no hay nada de ellos que deba callar, nada a lo que im portune la pre sencia del prudente W olm ar. No tem o que su esclarecida m irada lea en el fondo de mi corazón, y cuando un tierno recuerdo quiere renacer en él; una m irada de Claire le engaña, una m irada de Julie me hace enrojecer51.31
31 La Nouvette Héloíse, V parre, carta Vil, O. C., II. 609. 116
Nos encontraríamos en el puro clima del idilio (es asi como con sideraba Schiller La Nueva Eloísa) si no nos viésemos confrontados sin cesar a lo que amenaza la felicidad idilica. El arte de Rousseau consiste en indicar constantemente lo que cuesta ser virtuoso: el vér tigo de la falta y del pecado acompaña continuamente a sus perso najes. La transparencia no reina espontáneamente: edifica su reino sobre el rechazo de una opacidad cuyo riesgo se renueva en todo momento. Sólo una «dulce ilusión» puede volver a conducir el espí ritu de Saint-Preux ante la imagen del idilio bíblico: «¡Oh tiempos del amor y de la inocencia, cuando las mujeres eran tiernas y mo destas, cuando los hombres eran sencillos y vivían contentos! ¡Oh Raquel!, encantadora hija y amada con tanta constancia...»32. Se siente aflorar la pureza de un tiempo original, pero aflora como una ficción. Nos sentimos de vuelta a la «bella orilla, que sólo adornan las manos de la naturaleza» que había evocado el primer Discurso. En este paisaje admirablemente límpido, estamos a punto de creer que se ha recobrado la inocencia primera. Pero seguimos separados de ella para siempre. La virtud que es conocimiento del bien y del mal, y victoria voluntaria sobre el mal, no puede retroceder y con vertirse en inocencia, es decir, ignorancia del bien y del mal, pleni tud indivisa. Las almas virtuosas han atravesado la experiencia del desorden, del que ya no pueden renegar. La confianza de las «almas bellas» vuelve a traer el reino de la limpidez: pero saben que se trata de una transparencia que habian perdido, y que ellas han restable cido. En medio de la felicidad que vuelven a encontrar, no pueden olvidar el tiempo de la desgracia y de la división. Guardan, así, el re cuerdo de su tribulación entre la transparencia inicial y la transpa rencia restaurada: conocen su historicidad. Saben también que su felicidad actual es el efecto de su fuerza y de su libre decisión y que por consiguiente es precaria. Cansadas de vivir en los limites de su voluntad, podrían recaer en los limites de la opacidad. Bastaría un desfallecimiento para que los corazones se vuelvan a cerrar sobre su secreto y comprometan la serenidad tan difícilmente conquistada. Lo saben y no pueden evitar el añorar el tiempo lejano en el que la inocencia reinaba espontáneamente, sin ningún esfuerzo, sin que el instante venidero amenace al instante precedente.
« Op. cil.. 604.
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La
f ie s t a
Precisamente, ia fiesta campestre ofrece a las bellas almas un es pectáculo que simula el retomo a la inocencia primera. Saben que sólo se trata de un espejismo: con la salvedad de que el efecto de este espejismo es el acercar maravillosamente la imagen de la ino cencia idílica, hasta el punto de hacer creer que el fin se une con el principio y que, al término de la evolución moral, la conciencia pue de sumergirse de nuevo en la espontaneidad no reflexiva de la que su historia le ha arrancado. Esto no es más que una ficción, un jue go simbólico, y no un auténtico retomo al origen. Además, en Rousseau la fiesta de la vendimia no tiene nada de «ritual», no se liga a ninguna tradición. Nada se desarrolla en ella según la costumbre. Al contrario, aparece como si estuviera com pletamente improvisada. Al mismo tiempo que simboliza un retor no a la edad de oro y a la antigüedad, ésta nos es descrita como la obra acabada de la «sociedad de Clarens que vive en gran intimi dad». Pura invención, creación libre, libre de cualquier forma pre establecida. El espectáculo que maravilla a Rousseau es el de una alegre satisfacción que nace en los corazones a medida que éstos culminan los actos conformes al deber. La laboriosa emulación se exalta hasta convertirse en una fiesta en la que la buena conciencia se glorifica a sí misma. (Éste es, según Hegel, el culto que celebran las «almas bellas».) La fiesta que hace surgir la imagen de los pri meros tiempos no tiene, sin embargo, nada ni de «mnémico», ni de conmemorativo. Nace de improviso, por generación espontánea, por el concurso de un grupo humano en el que ya nadie tiene que ocultar nada de lo que piensa y siente. Los hombres no son felices porque han sido invitados a una fiesta: ésta es sólo la manifestación visible de la alegría que los hombres sienten al estar juntos, una ale gría cuya exuberancia y excesos inesperados se desbordan en los gestos exteriores de la euforia, en los juegos, en las ceremonias, en los cantos... La vendimia no pasa de ser un pretexto, una «causa ocasional». La sustancia de la fiesta, su verdadero objeto, es la franqueza. Se muestra un espectáculo: ¿Acaso no compara Rousseau la bruma que se disipa con el alzamiento del telón de un teatro? Pero, es un espectáculo de una clase particular, en el que todos se muestran a todos, la alegre embriaguez será el resultado de la perfecta evidencia de cada uno: no hay actores disfrazados ni espectadores sumidos en las sombras. Cada uno de ellos es al mismo tiempo espectador y 118
actor, cada uno de ellos tiene derecho a la misma parte de luz y a la misma cantidad de atención. Sin peligro dé exagerar, se puede ver en esta fiesta ideal una de las imágenes clave de la obra de Rousseau. (Y, si pensamos en las fiestas que la Revolución intentará instaurar33, también es una de las imágenes que más ideas han inspirado.) Jean-Jacques escribe la Carla a D'Alembert vertiendo «lágrimas deliciosas». Estas lágrimas y este «tierno delirio» revelan perfectamente el carácter elegiaco de la obra. Pues si, por un lado, la Carla es una crítica moralizante de los perjuicios del teatro, está claro, por otra parte, que Rousseau se refiere en todo momento a la imagen de un espectáculo ideal, que no describirá hasta las últimas páginas de su librito: Rousseau tiene la mirada puesta en el recuerdo de una fiesta improvisada de la que fue testigo en su infancia. Es a este recuerdo y a esta alegría colecti va, revividas nostálgicamente, a los que Rousseau confronta todos los «falsos» atractivos de la comedia y de la tragedia. Recuerdo cómo me conmovió en mi infancia un espectáculo bastante sencillo, y cuya impresión conservé siempre, a pesar del tiempo transcurrido y de la diversidad de las cosas. El regimiento de Saint-Gervais había hecho la instrucción y, según la costumbre, los soldados habían cenado por compañías: la mayoría de los que las componían se reunieron en la plaza de Saint-Gervais después de la cena y se pusieron a bailar todos juntos, oficiales y soldados, alrededor de la fuente a cuyo pilón se habían subido los tambores, los pífanos y los que llevaban las antorchas. Se diría que un baile de gentes animadas por una larga comida no puede ofrecer a la vista nada especialmente interesante; sin embargo, el concierto de quinientos o seiscientos hombres en uniforme, cogidos de la mano, formando una larga hilera que serpenteaba con cadencia y sin desorden con mil vueltas y revueltas, mil suertes de evolucio nes figuradas, la elección de los aires que les animaban, el ruido de los tambores, el resplandor de las antorchas, un cierto fasto militar en el seno del placer: todo esto producía una sensación muy viva que no se podía soportar sin conmoverse. Era tarde, las mujeres estaban acostadas; todas se levantaron. Muy pronto las ventanas estuvieron llenas de espectadoras lo que inspiraba un re novado entusiasmo a los actores: no pudieron mantenerse por más tiempo en las ventanas de sus casas y bajaron a la calle; las esposas venían a ver a sus mandos; las criadas traían vino; y hasta los niños, a los que el ruido había despertado, acudieron semiveslidos entre padres y madres. Se suspendió el baile: todo fueron be sos, risas, brindis, caricias. Todo esto produjo un enternecimiento 33 Cfr. A. Aulard, Les Oraieurs de la Rivolution, París, Comély, 1906-1907.
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general que no acierto a describir, pero que, en el universal albo rozo, se siente bastante naturalmente en medio de todo lo que nos es querido. Al besarme, mi padre fue presa de un estremecimiento que aún creo sentir y compartir. «Jean-Jacques —me decía— ama a tu país. ¿Ves a los buenos ginebrinos? Todos son amigos, todos son hermanos; la alegría y la concordia reinan entre ellos»34*. Poco importa saber si el acontecimiento tuvo lugar como lo des cribe Rousseau. Lo que importa es que estas imágenes constituyen la norma interna de acuerdo con la cual Rousseau juzga y condena a los otros espectáculos. Nada es indiferente en el relato de esta ve lada: ni la comida que precede, ni el vino que se bebe en ella, ni la presencia de la música (como en la fiesta de la vendimia), ni el ca rácter patriótico de la diversión en uniformes, ni tampoco la presen cia del padre, ni la igualdad momentánea de señores y criados, en esta prudente saturnal. Nada que no tenga gran significación. Se nos manifestará más claramente el sentido de la fiesta si lee mos un segundo fragmento de la Carta a D'Alembert. Prestemos atención a los términos y a las imágenes que Rousseau pone en esce na, en el pasaje que confronta el espectáculo cerrado del teatro con el espectáculo a cielo abierto de la diversión colectiva: No adoptemos estos espectáculos excíuyentes que encierran tristemente a un pequeño número de gentes en un antro oscuro; que les mantienen temerosos e inmóviles en el silencio y la inac ción; que no ofrecen a la vista más que tabiques, espadas afiladas, soldados, entristecedoras imágenes de la servidumbre y de la des igualdad. No, pueblos felices, no son éstas vuestras Restas. Es al aire libre, es bajo el cielo donde debéis reuniros y entregaros al dulce sentimiento de vuestra felicidad... Que el sol ilumine vues tros inocentes espectáculos; vosotros mismos compondréis uno, el más digno que él pueda iluminar. ¿Pero, en fín, cuáles serán los objetivos de estos espectáculos? ¿Qué se mostrará en ellos? Nada, si se quiere. Con libertad, don dequiera que reine la abundancia, el bienestar también reinará allí. Plantad en mitad de una plaza un poste coronado de Rores, reunid allí al pueblo, y tendréis una Resta. Mejor aún: dad como espectáculo a los espectadores, hacedlos actores a ellos mismos, haced que cada uno se ame y se vea en los demás, a Rn de que asi todos estén más unidos39. 34 Lettre á D ’Alembert (París, Oamier-Flammarion, 1967), 248. La Resta de Gi nebra, evocada en una larga nota, reproduce en el ánimo de Rousseau la «laboriosa ociosidad» de las Restas de Esparta, cuya función modélica se inscribe en el cuerpo del texto. » Op. cit., 233-234.
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El teatro y la fiesta se oponen como un mundo de opacidad y un mundo de transparencia. Con su oscuridad, sus espadas afiladas y sus tabiques, el teatro inspira el mismo temor que el cruel Templo en el que reina la Estatua alegórica. Se ejerce en él la misma fasci nación negativa. Pues Rousseau, adversario del teatro, no descono ce en absoluto sus poderes de seducción (como la de la Estatua): conduce a los hombres al dominio de la opacidad, de la ilusión ne fasta y de la separación desdichada. En la sala oscura, el espectador se encierra en su soledad. «Creemos unirmos al espectáculo y es aquí donde cada uno se aísla, es aquí donde vamos a olvidar a nues tros amigos, a nuestros vecinos, a nuestro prójimo...»36. Se va al teatro para «olvidarse de uno mismo», es el lugar del más completo olvido de si mismo y del otro. El espectáculo nos roba nuestro ser: alienación total donde nada se nos da a cambio. Somos atraídos por una lejanía fabulosa. Pues si el teatro actúa sobre nuestras pasio nes, embruja por medio de la magia de la distancia y del alejamien to: «Todo lo que se pone en escena en el teatro no es algo que se nos acerque, sino algo que es alejado de nosotros»**1. Pero tras haber ensombrecido la imagen del teatro hasta el pun to de convertirla en el equivalente del Templo lúgubre del Fragmen to alegórico, la alabanza de la fiesta colectiva recurre a imágenes que se parecen singularmente a las que Rousseau había hecho aparecer al final del mito de las estatuas veladas. Una especie de milagro pone fin a la división que separaba espectáculo y espectadores, y que se agravaba al separar a los espectadores unos de otros. El es pectáculo-objeto nos robaba nuestra libertad y nos inmovilizaba como cosas en la sala oscura: estábamos petrificados por una mira da de Medusa. Ahora, al igual que al espectáculo cerrado sucede la fiesta a cielo abierto, vemos suceder al objetivo opaco del es pectáculo una comunidad de conciencias abiertas que se ponen en movimiento unas hacia otras. La separación es sustituida por la re ciprocidad de las conciencias. Habíamos visto al «divino objeto», Galatea convertise en una conciencia y unirse a Pigmalión en la igualdad de un mismo Yo. Habíamos visto al «hijo del hombre» derrocar a la Estatua y proferir, a partir de una «fuente» interior, una verdad reconocida instantáneamente por los hombres. Lo mis mo sucede cuando el espectáculo «excluyeme» y «cerrado» se con vierte en una fiesta abierta. Un pueblo entero se ofrece la repre sentación de su felicidad. El espectáculo abierto a todos, que es el espectáculo de la apertura de todos los corazones, es «inocente», 36 Op. cil., 66. * Op. cil., 79-80.
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«carece de peligro», pero es también más «embriagador». La anima ción de la fiesta colectiva realiza una de las epifanías de la transpa rencia con las que Rousseau habla soñado. «No hay otra alegría pura que la de la alegría pública»18. Esta alegría carece de objeto y es universal. De ahí le viene la pureza. La comunidad se expresa en el propio acto de la comunicación, y se toma como objeto de exaltación propia. Las conciencias se abren al exterior porque son puras y no tienen nada que esconder, pero tam bién se puede decir que se purifican porque han sabido abrirse unas a otras. La pureza quizás sea menos una causa de la alegría gene ral que una consecuencia de ella. «¿Qué se mostrará en ella? Nada, si se quiere.» Si la fiesta no fuera esta autoafirmación de la transparencia de las conciencias, si el espectáculo tuviera un objeto particular, seguiríamos estando en el dominio de los medios y de la mediación. ¿Es el teatro, como pretende Rousseau, el lugar en el que me encuentro abocado a una soledad absoluta? En modo alguno: sé que otras miradas miran fi jamente el escenario, y que me uno a ellas en la acción que todos miramos. Es el ejemplo mismo de una comunión mediata: estamos reunidos indirectamente por la mediación de la acción escénica, a la que me liga directamente mi atención. Pero la relación mediatizada que constituye un público de teatro parece no tener ningún valor para Jean-Jacques. Una comunicación que no se realiza en la inme diatez absoluta no es, a su parecer, una comunión verdadera: es lo mismo que decir que es el reino de la soledad y de la dispersión desgraciada. AUi donde nos es fácil reconocer una comunicación mediatizada, Jean-Jacques ve una comunicación interrumpida. Lo que se nos presenta como un elemento de mediación le parece un obstáculo. No hay solución alguna, sino es la de no mostrar nada. No mostrar nada será realizar un espacio completamente libre y vacio, será el medio óptico de la transparencia: las conciencias podrán estar meramente presentes unas a otras, sin que nada se in terponga entre ellas. Si no se muestra nada, es posible que todos se muestren y todos vean. La nada (en tanto que objeto) es extraña mente necesaria para la aparición de la totalidad subjetiva. La exaltación de la fiesta colectiva tiene la misma estructura que la voluntad general del Contrato Social. La descripción de la alegría pública nos ofrece el aspecto lírico de la voluntad general: es el as pecto que toma con el traje de los domingos.38
38 Op. d i., 249.
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¿Existe goce más agradable que el de ver a to d o un pueblo entregarse a la alegría de un día de fiesta y a to d o s los corazones abrirse al sentir los supremos rayos del placer, que pasa rápida pero intensamente a través de las nubes de la vida?39.
La fiesta expresa en el plano «existencia!» de la afectividad todo lo que el Contrato formula en el plano de la teoría del derecho. En la embriaguez de la alegría pública, cada cual es actor y espectador a la vez, resulta fácil reconocer la doble condición del ciudadano después de concluido el contrato: es a la vez «miembro del poder» y «miembro del Estado», es aquel que quiere la ley y aquel que la obedece. Haced que cada uno se vea y se ame en los otros, a fin de que así todos estén más unidos. Mirar a todos sus hermanos y ser mirado por todos: no es difícil encontrar aquí el postulado de una alienación simultánea de todas las voluntades, en la que cada uno termina por recuperar todo lo que ha cedido a la colectividad. Lo inmediato de que se disfruta entonces es una inmediatez se cundaria, que supone primero la separación y después el éxito abso luto del acto mediador que supera la separación. Al darse cada uno a todos, no se da a nadie, y com o no hay ningún asociado sobre el que no se adquiera el mismo derecho que se le cede sobre uno mismo, se gana el equivalente de todo lo que se pierde, y más fuerza para conservar lo que se tiene4041.
Lo que el Contrato estipula en el plano de la voluntad y del te ner, lo realiza la fiesta en el plano de la mirada y del ser: cada uno se «aliena» en la mirada de los otros, y cada uno es devuelto a si mismo por un «reconocimiento» universal. El movimiento del don absoluto se reinvierte para convertirse en contemplación narcisista de uno mismo: pero si el yo que se contempla así es pura liber tad, pura transparencia, en continuidad con otras libertades y otras transparencias: es un «yo común». A partir de entonces, el espa cio se abre al baile, a la animación de los cuerpos liberados de la preocupación de su soledad. Vayamos a bailar bajo los olmos. Ani maos, muchachitos41: la última escena del Adivino decía ya todo esto en el tono del idilio «ingenuo».
39 Réveries, noveno paseo, O. C., 1 , 1085. 40 Control Social, lib. I, cap. VI, O. C., III, 361. 41 Le Devin du Village, escena VIII, O. C., II, 1113.
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La
ig u a l d a d
En la vendimia de Clarens, «todo vive en la mayor familiaridad, lodo el mundo es igual y nadie falta al respeto de nadie»42. Parece como si hubiésemos reconquistado la igualdad de los orígenes en la alegría general. El segundo Discurso había descrito la igualdad del comienzo de los tiempos, y habia relatado la historia de la huma nidad como una calda en la desigualdad. ¿Estaría todo resuelto? ¿Habrían recuperado los habitantes de Clarens la felicidad de los primeros tiempos? O bien, como ocurrió con el retomo de la ino cencia, ¿no será esto más que una «dulce ilusión», un efecto de la luz momentánea en la belleza de una mañana de otoño? De hecho, esta igualdad recobrada es completamente ilusoria. Aparece en la exaltación del día de fiesta y desaparecerá con ella: no es más que un epifenómeno de la diversión colectiva. Pues nor malmente Clarens no conoce ni la igualdad natural de los primeros tiempos, ni la igualdad civil descrita en el Contrato. Señores y servi dores son todo lo desiguales que es posible ser. Desde luego, los ser vidores están unidos a los señores por la confianza (IV parte, car ta X); pero Wolmar, espíritu sistemático, sólo busca la confianza de sus subordinados para hacer de ellos buenos criados: es un método de adiestramiento dirigido a obtener mejores servicios, más que a establecer una solidaridad igualitaria. En cada linea de la carta sobre la organización doméstica de la propiedad podemos reconocer las características de la actitud «paternalista»: se las ingenia para obtener el libre asentimiento del servidor, o incluso, su afecto, con el fin de hacer de él un instrumento más dócil. Los señores se reser van el privilegio de sentirse iguales, si ello les place, pero este privi legio sólo les pertenece a ellos, y no a los servidores. Asi pues, el sentimiento de igualdad no pasa de ser un lujo del señor, que le per mite disfrutar de su propiedad sin mala conciencia: Me dejaba asom brado el que ju n to a tanta afabilidad pudiese reinar tan ta subordinación, y com o ella y su m arido podían des cender e igualarse tan a menudo con sus criados, sin que éstos a su vez se sintieran tentados de igualarse a ellos. N o creo que haya soberanos en Asia a quienes sirvan en sus palacios con más respe to que estos buenos señores lo son en su casa. No conozco nada menos imperioso que sus órdenes y nada que sea ejecutado con * *l La Nouvelle Héloise, V parte, carta Vil, O. C.. II. 607.
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tanta prontitud: ellos rogaban e iban volando; perdonaban y uno se daba cuenta de su falta43.
Hay en esta benévola confianza, una hipocresía que quizás no engañe solamente a los servidores. ¿No existe también aquí una fe liz trampa para las «almas bellas» que desempeñan el papel de los buenos señores? Se engañan a si mismas en el sentido que ellas de sean. Se hacen la ilusión de no abandonar el dominio de la comuni cación inmediata. Al actuar por medio de la confianza, podemos convencernos de que no se ha tratado al servidor como un medio: no se ha caído en el desolador universo de los instrumentos y de la acción instrumental. No sólo conservan toda su pureza las almas bellas, sino que para ellas el acto esencial se reduce a mostrarse en su pureza. Para que la casa sea próspera, para que la finca produz ca beneficios, ¿qué se debe hacer? Nada: mostrarse tal como se es. Los otros llevarán sobre sus espaldas la carga del trabajo efectivo: El gran arte de los señores para convertir a su servidumbre en lo que ellos desean, es el de m ostrarse a si mismo tal com o son44.
Conseguirán ser servidos sin tener que reprocharse ni por un momento el haber traicionado los grandes principios: «El hombre es un ser demasiado noble para tener que servir simplemente de ins trumento a otros.» La crítica no ha dejado de señalar el contraste entre el ideal de mocrático del Contrato Social y la estructura aún feudal de la co munidad de Clarens. Las diferencias son importantes y permiten plantear la cuestión de la relación de Rousseau con el ideal de igual dad democrática. Pero conviene señalar también que Rousseau sin tió la necesidad de compensar, mediante la fiesta, la desigualdad que acepta el orden cotidiano: no se detiene hasta no haber disuelto la desigualdad en la embriaguez de la vendimia. Con la ayuda del vino (del que se ha bebido razonablemente), una igualdad sentimen tal instaura nuevas relaciones humanas. Se ve realizar de modo efí mero, en una alegría sin futuro, el equivalente afectivo de los postu lados juridicos del Contrato, una sociedad libre y sin «cuerpos in termedios». Pero este breve triunfo de una fraternidad total no amenaza en absoluto ni el orden ni la economía habituales de la fin43 IV parte, carta X, O. C., II, 458-459. Al no constituir los servidores una «cla se» antagonista, Rousseau consigue mantener «rangos» sociales, al mismo tiempo que evita el peligro de las «sociedades parciales» que comprometían la plenitud de la comunidad. 44 Op. cit., 468.
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ca, basados en el principio de la dominación del amo y de la obe diencia de los servidores. La exaltación de la igualdad no puede persistir, no encierra en si ninguna promesa de continuidad. La feli cidad de la fiesta dura lo que duran los espectáculos. La igualdad nos es ofrecida allí como un momento muy intenso: pero esta inten sidad pasajera no tiene el poder de perpetuarse en forma de una verdadera institución. Es necesario disfrutar de ello en el instante mismo, sabiendo de antemano que de ella sólo perdurará el recuer do y la nostalgia. El «alma bella» no sueña con reformar el mundo de modo que la igualdad se propague por ¿1, se limita a formular el deseo (que sabe que es perfectamente vano) de ver que el tiempo se detiene y que se repite la dicha del instante. No nos habría importado volver a empezar al día siguiente, y al otro, y toda la vida45. Cabe preguntarse si Jean-Jacques no pretende buscar una felici dad sustitutiva en esta embriaguez efímera, en la que encuentra la quintaesencia sentimental de la igualdad, sin tener que luchar por establecer las condiciones concretas de la misma. Hemos subrayado la equivalencia entre la alienación universal del Contrato y la de la fiesta, hemos puesto en relación la voluntad general del Contrato y la transparencia general de la fiesta: ¿qué elegirá Jean-Jacques? ¿No está dispuesto a preferir las fiestas a las revoluciones? Reléase la última obra política de Rousseau, las Consideraciones sobre el gobierno de Polonia. A la pregunta inicial: ¿cómo «colocar la ley por encima del hombre? ¿Cómo llegar hasta los corazones?», JeanJacques responde mediante una teoría de la fiesta y de los «juegos públicos». Y he aquí lo que propone a los polacos: Muchos espectáculos al aire libre, donde los rangos estén cui dadosamente diferenciados, pero donde todo el pueblo tome parte igualmente, como entre los antiguos46. Rousseau admite la desigualdad de las condiciones sociales hasta en el mismo centro de la fiesta; sólo exige una igualdad que se ma nifestará en el anhelo subjetivo de una participación de todo el pue blo en el espectáculo. Poco importa que las instituciones no sean igualitarias: a Rousseau le basta con que la igualdad se realice como un estado de ánimo colectivo. « V parte, carta Vil, O. C., II. 611. 44 Consideradora sur le Gouvernement de Pologne, cap. III, O. C., III, 963.
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Esto aparece ya de un modo perfectamente claro en la carta de Saint-Peux sobre la vendimia. La igualdad no pertenece a la estruc tura concreta de la sociedad de Clarens: sólo está unida al «estado de fiesta». Saint-Preux escribe: La dulce igualdad que reina aquí restablece el orden de la na turaleza. constituye una instrucción para unos, un consuelo para otros y un lazo de am istad para todos47.
A pesar de que sea «restablecido» el orden de la naturaleza, los desheredados sólo han ganado con ello un consuelo; por lo tanto, nada ha cambiado realmente en el orden de la sociedad, lo que quiere decir que el orden de la naturaleza sólo ha sido restablecido como un juego. Una nota que Rousseau añade a pie de página pre cisará todavía más esta idea: sin abolir realmente las diferencias so ciales, el estado de fiesta permite considerarlas como indiferentes; la igualdad realizada en la fiesta demuestra la inutilidad de una trans formación real de la sociedad. Se puede reconocer un tipo de argu mento al que el pensamiento conservador recurrirá durante todo el siglo XIX y más adelante: Si de aqui nace un com ún estado de fiesta, no m enos agra dable para los que descienden que para los que ascienden, ¿no se sigue de ello que todos los estados son casi indiferentes en si mismos, con tal de que se pueda y se quiera salir d e ellos algunas vecesP4*.
Obsérvese hasta qué punto Rousseau está dispuesto a admitir equivalencias ilusorias, cuando puede justificarlas por medio de la doctrina del sentimiento. Rousseau está dispuesto a aceptar un mundo en el que no existe más que una pseudoigualdad social, con la condición de que sea posible algunas veces conseguir que todos se sientan ¡guales. Se diria que la esencia de la igualdad consiste en el sentimiento49 de ser igual. Este «platonismo del corazón» (la expre sión es de Burgelin) legitima el recurso a la ilusión. Será incluso muy disculpable el engañar a los otros si es por su bien, es decir, si 47 La Nouvelle Hélotse, V parte, cana VII, O. C., II, 608. 48 Ibídem. 49 En el momento en que Rousseau esboza sus Instituciones políticas parece querer ponerse en guardia contra el sentimiento en materia política: «No es... por el sentimiento que los ciudadanos tienen de su felicidad, ni por consiguiente por su felicidad misma, por lo que hay que juzgar la prosperidad del Estado». G. Streckeisen-Moultou, Oeuvres et Correspondente inédites de J.-J. Rousseau, 1861. p. 227; ver también O. C., III, SI3.
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es para inspirarles ilusiones felices. Cuando Wolmar se arroga el de recho de provocar la confianza de sus sirvientes, actúa como «dés pota ilustrado» y hace caso omiso de la exigencia moral de recipro cidad. ¡Poco importa! Consigue crear el sentimiento de igualdad; se nos invita a olvidar y a perdonar los dudosos métodos que le han permitido tener éxito. Como ha subrayado Burgelin, es este todo un aspecto «maquiavélico» de la teoría social de Rousseau. Este enemi go de la opinión, de los disfraces y de los velos, acepta sin embargo que el señor disfrace la coerción que ejerce con objeto de instaurar en su casa el orden y la concordia: «¿Cómo contener a los criados, a personas a sueldo, si no es por medio de la coerción y de la impo sición? Todo el arte del señor consiste en esconder esta imposición bajo el velo del placer y del interés, de modo que piensen que quie ren todo lo que se les obliga a hacer»50. El servidor es tratado aquí como lo será Émile por su preceptor: el hombre de razón impone artificiosamente su voluntad, y disfraza la violencia que ejerce, de jando asi al alumno o al sirviente el sentimiento de actuar libremen te y con plena conformidad. ¿Es esto desprecio por el niño y por el pueblo llano? Podría creerse. Pero Rousseau no ha dudado en iden tificarse con el niño y con el pueblo. «Hombre de la naturaleza», no sabe esconder nada de lo que siente: así es el niño, y asi es también el pueblo: «El pueblo se muestra tal como es... los hombres de mundo se disfrazan»51. La superioridad social de Wolmar hace de él un hombre disfrazado, y el pedagogo del Emilio es, asimismo, un hombre disfrazado. Sin embargo, la diferencia esencial consiste en el hecho de que el preceptor guiará a Émile fuera de la infancia, mientras que Wolmar casi no se preocupa por transformar al sir viente en un hombre razonable. Clarens no ha restablecido el reino de la inocencia y no ha ins taurado el de la igualdad. Solamente, el dia de la fiesta, la imagen de la inocencia y el sentimiento de igualdad vienen a encantar a las almas sensibles. Clarens, añadámoslo, es un pequeño mundo limita do, y que se pretende cerrado, pero las almas se entregan en él al sentimiento de lo universal. Ved el embelesamiento de Saint-Preux, al comienzo del día de la vendimia: se emociona ante «el amable y conmovedor cuadro de una alegría general que, en este momento, 90 La Nouvelle Hiloise, IV parte, carta X, O. C., II, 4S3. Véase el comentario de Eric Weil: «Los sirvientes sólo existen para su señor y en é); al carecer de razón care cen de libertad; no pueden ser educados para la libertad, son esclavos por nacimien to, para emplear la expresión de Aristóteles» («J.-J. Rousseau et sa polilique», Criti que, n.° 56, enero 1952). *' Émile, Ub. IV, O. C., IV, 509.
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parece haberse extendido por toda la fa z de la tierra»*1. Ahora es la imaginación la que unlversaliza la alegría. El ideal de la «sociedad intima» (como en los Diálogos el ideal de un «mundo encantado» que sólo es accesible a los iniciados, asi como el ideal de la patria) parece corresponder a un fuerte gusto por la existencia circunscrita. Amiel lo ha hecho notar muy aguda mente525354: hay en Rousseau un deseo de «insularidad», una necesidad de encerrar su vida en una isla. Clarens es, precisamente, una isla, un refugio, un jardín cerrado, una pequeña comunidad estrecha mente replegada sobre la felicidad que ha sabido inventar. Es el re fugio terrestre de las almas bellas en el interior del cual ellas se han excluido54 del resto del mundo. Pero ha de surgir allí «la alegría ge neral que parece extendida sobre la faz de la tierra». Asi, a la vez que satisface su necesidad de existencia circunscrita, Rousseau no deja de dar libre curso a los anhelos de su «alma comunicativa». A riesgo de tener que contentarse con ilusiones (y proclamará que le basta con la ilusión), Jean-Jacques quiere experimentar la embria guez de la totalidad y de la universalidad. La exaltación general de la comunidad cerrada se convierte en símbolo de universalidad, sin dejar de mantenerse en los límites de la interioridad subjetiva. En la exaltación de la fiesta, la transparencia de este mundo cerrado ad quiere su plenitud en una felicidad que las almas bellas interpretan de forma inmediata como una presencia en lo universal. Interpretan la plenitud de su alegría como una participación en un Todo sin barreras, en un mundo infinitamente abierto. Asi, en la tercera car ta a Malesherbes, Rousseau se describe huyendo de los hombres, pero para entregarse a una contemplación en la que terminará por elevarse en pensamiento y sentimiento hasta «el sistema universal de las cosas» y hasta el «Ser incomprensible que todo lo abarca»” . Da el ejemplo de un aislamiento voluntario, de un sentimiento «de in sularidad», que contrapesa la experiencia interior de la universali52 La Nouvelle Hélofse. V parte, carta Vil, O. C., II, 604. M H. F. Amiel, en J.-J. Rousseau jugé par tes Génevois d'aujourd'hui (Ginebra, 1879), 37. 54 En el vocabulario de Rousseau, exclusivo sólo es un término peyorativo cuan do designa lo que separa a los hombres en el interior de una comunidad: por el contrario, se convierte en un término laudatorio cuando expresa lo que funda la per sonalidad del grupo social frente al resto del mundo. Al proponer espectáculos (fies tas) a los polacos, Rousseau, si es posible, no «desea nada exclusivo para los grandes y ricos», pero, en la misma obra, alaba a los antiguos legisladores por habar insti tuido «ceremonias religiosas que por su naturaleza eran siempre exclusivas y na cionales» (Considéraiions sur te Gouvernement de Pologne). Véase igualmente el co mienzo del Emilio: «Toda sociedad parcial, cuando se estrecha y está bien unida, se aliena de la grande». 55 Tercera carta a Malesherbes, O. C., I, 1141.
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dad y de la totalidad. Las alegrías colectivas de Clarens no son otra cosa que la imagen multiplicada de los éxtasis solitarios de JeanJacques. Clarens es un mundo cerrado, pero donde uno se abando na al éxtasis del «gran Ser». No es ocioso añadir que en Rousseau la imagen de la fiesta osci la entre dos «tipos ideales» bastante diferentes. En efecto, la fiesta surge y se organiza de dos formas opuestas. En la primera, el grupo entero es animado por un estado de áriimo común. La iniciativa brota de todas partes. No hay entonces un centro privilegiado de la fiesta colectiva. En ella todos tienen la misma importancia, todos son por igual actores y espectadores. El espiritu unánime de la co munidad se exalta y se expresa en cada uno de sus miembros de for ma idéntica. El mismo anhelo nacerá espontáneamente en cada con ciencia. No habrá habido ningún legislador de la fiesta, del mismo modo que al principio la hipótesis del «pacto social» no supone la intervención de nadie que dé las leyes, sino una decisión simultánea de todas las voluntades. La segunda imagen sitúa en el centro de la fiesta a una persona, un ser resplandeciente que comunica el movimiento y hacia el que todo converge. Una figura dominadora impone su presencia y pro paga la alegría. Entonces, la fiesta se organiza a partir de un de miurgo cuya influencia se extiende irresistiblemente sobre todos los que le rodean. La benevolencia de un alma comunicativa des pierta a su alrededor una alegría universal. A decir verdad, estas dos imágenes ideales ejercen sobre Rous seau idéntica seducción. La Carta a D ’Alembert, en la que la fiesta aparece sobre todo como la exaltación de un yo colectivo, es al mis mo tiempo una obra en la que Rousseau se exalta con la idea de re presentar el papel del inventor y del dispensador de la fiesta. Reléa se la larga página en la que cada frase comienza por «Querría que...»*6. Rousseau se da, literalmente, fiestas en la imaginación, y se convierte en el centro y en el legislador de las mismas. Estar en el centro y en el origen de la fiesta, encontrar en la ale gría que uno suscita el espejo de la propia bondad, tales son algu nos de los «raros y breves placeres» cuyo recuerdo evoca Rousseau en la novena Ensoñación. En La Muette ofreció barquillos a un grupo de chiquillas: «El reparto resultó casi equitativo y la alegría fue más general... En definitiva, la fiesta no fue ruinosa, sino que por los treinta sueldos, todo lo más, que me costó, hubo para más de cien escudos de regocijo»17. Este relato de una fiesta improvisa-567 56 Lettre á D ‘Atemben (París, Gamier-Flammarion, 1967), 238 y ss. 57 Réveries, noveno Paseo, O .C ., I, 1091.
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da hace recordar de inmediato otra, en la que Jean-Jacques se en cuentra en el centro de una alegría general. Mejor aún, la fiesta dada por Rousseau contrasta con los falsos placeres de una so ciedad muy rica: Me encontraba en La Chevrette en tiempos del cumpleaños del señor de la casa; toda su familia se había reunido para celebrarlo, a este efecto, se puso en m archa toda la pom pa de los placeres ruidosos. Juegos, espectáculos, festines, fuegos de artificio; no se escatimó nada. No se tenia tiempo de recuperar el aliento y en vez de divertim os nos aturdíam os589.
Jean-Jacques ofrece las «raquíticas manzanas» que ansiaban a cinco o seis pequeños saboyanos. Esta fiesta dentro de la fiesta no le cuesta gran cosa: la verdadera alegría, conquistada a bajo precio, contrastará con los dispendiosos goces de los poderosos: Tuve entonces uno de los más deliciosos espectáculos que pue dan agradar a un corazón hum ano: el de ver a la alegría, unida a la inocencia de la edad, expandirse a m i alrededor. Pues al con templarla los propios espectadores la com partieron, y yo, que a tan bajo precio participaba de esta alegría, tenia adem ás la de sen tir que era obra m fa1*.
Consideremos esto con más atención: la felicidad que en tales circunstancias experimenta Jean-Jacques surge en razón del carác ter mágico de su acción. En efecto, Rousseau se maravilla de la desproporción existente entre un acto que cuesta tan poco y la in tensidad de la alegría que provoca a su alrededor. Si ¿1 ha difundido el contento a su alrededor, es a causa de la magia de la benevolencia y no por el poder del dinero. Pues la verdadera fiesta es la que no cuesta nada; en efecto, para que el goce sea verdaderamente inme diato no sólo es necesario suprimir el objeto del espectáculo, es pre ciso, además, que todo se realice sin gastos, es decir, sin pasar por el medio impuro del dinero. Ya sea que surja de un anhelo co lectivo o que irradie de una personalidad bienhechora, en Rousseau la fiesta siempre será frugal. He aqui, pues, que él coincide con una preocupación económica muy puritana: a Rousseau no le gusta gas tar. Pero, en su caso, se trata menos de conservar su dinero que de no comprometerlo en la fiesta, cuya pureza enturbiaría. Para que la fiesta siga siendo pura, es preciso que las almas se expresen en ella M Op. cit., 1092. S9 Op. cit., 1093.
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espontáneamente: deben crearlo todo por sí mismas; el regocijo co lectivo será el acto de autonomía de las conciencias que inventan gratuitamente la felicidad de comunicarse unas con otras. Cuando se pagan los gastos de la fiesta (como hace Rousseau con los pe queños saboyanos y las muchachitas de la puerta de La Muette), uno puede justificarse diciendo que no ha gastado casi nada, y que la alegria de la fiesta no tiene comparación posible con el dinero in vertido. E c o n o m ía
En Clarens, la alegría de la fiesta parece instaurarse por un im pulso simultáneo que nace al mismo tiempo en todos los corazones armonizados —pero sin que la persona de Julie se imponga como el centro resplandeciente de esta jornada—. Su «alma comunicativa» ha suscitado a su alrededor la alegria universal. Le basta con ser Ju lie para inspirar la feliz animación de la vendimia. Y puesto que basta con que Julie esté presente para que todo un pequeño mundo se anime prudentemente a su alrededor, no será necesario recurrir al dinero para amenizar el espectáculo. Una vez más el ideal de fruga lidad está perfectamente satisfecho: La cena es servida en dos largas mesas. No hay el lujo ni el aparato de los festines, pero la abundancia y la alegria están pre sentes60.
En realidad, esta fiesta es un día de trabajo, y en ella la produc ción sobrepasa con mucho al gasto. Si releemos el comienzo de la carta de Saint-Preux sobre la vendimia, nos damos cuenta de que el lirismo de la acumulación se aplica a la propia alegria y resume lo esencial de esta prosperidad campestre: Pero, ¡qué maravilla!, ver a buenos y prudentes adm inistrado res hacer del cultivo de sus tierras el instrum ento de sus dones, sus diversiones y sus placeres; verter a manos llenas los dones de la Providencia; enriquecer todo lo que les rodea, hombres y bestias, con los bienes que rebosan de sus granjas, sus bodegas y sus gra neros; ¡acumular la abundancia y la alegría alrededor suyo, y ha
cer del trabajo que les enriquece una fiesta continua/*'.*61 40 La Nouvelle Héloíse, V parte, cana Vil, O. C., II, 608. 61 Op. til., 603.
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Y además hay que añadir que la acumulación está en proporción con las necesidades de una comunidad cuyo único objetivo econó mico es el de bastarse a sí misma. Se trabaja para enriquecerse sólo para llegar a ser independiente. Si la fiesta manifiesta la perfecta autonomía de las conciencias, se da el caso que tiene como decora do una prosperidad agrícola que hace posible la perfecta autonomía material de la comunidad. El éxito de Clarens consiste, en efecto, en la conquista simultánea de ambas formas de autonomía. Rous seau ha vinculado constantemente los problemas de la conciencia a los problemas económicos: para ¿1 no puede haber autonomía de la conciencia más que si ésta está apoyada y asegurada por medio de la independencia económica. Se trata de una exigencia moral —de origen estoico con toda seguridad— que pretende que el yo busque sus satisfacciones tan sólo en si mismo y en los bienes que son su yos, sin recurrir nunca a una ayuda exterior. En Clarens el ideal moral de la autarquía, traspuesto al plano económico, toma la for ma de una sociedad cerrada que subviene por si misma a su existen cia material. Todas las necesidades razonables serán satisfechas fru galmente. El enriquecimiento no irá más allá. M. de Wolmar no se plantea la posibilidad de realizar un beneficio que no se convierta inmediatamente en consumo. La prosperidad agrícola de los Wol mar no se traduce en una acumulación de capital. La familia no tie ne ninguna deuda, pero, en cambio, no deja en reserva ningún exce dente de producción; se limita a vivir bien sin aumentar su fortuna convertible en dinero. Las almas bellas se resisten a toda sobrecarga material: no hacen dinero. Su economía no es ni deficitaria ni de acumulación. El pequeño grupo consume lo que produce a medida que lo va produciendo (lo que hace producir por los sirvientes y granjeros) y produce el ligero excedente que permite que un consu mo cotidiano tome el aspecto de una modesta fiesta. Imagen perfec ta de la suficiencia que no se enajena ni en la necesidad insatisfecha ni en una abundancia superflua. Entre tantos detalles económicos, casi no se menciona el dinero más que de vez en cuando. Éste, en efecto, no concierne a la vida interior de la comunidad; sólo con cierne a los contactos con el mundo exterior, que ellos procuran evi tar lo más posible: N uestro gran secreto para ser ricos... es tener poco dinero, y evitar, en la medida de lo posible, en el uso de nuestros bienes, los intercambios p o r m edio de los intermediarios entre el producto y el em pleo... El transporte de nuestras ganancias se evita empleán dolas alli mismo, el intercam bio se evita también al consumirlos en su forma natural, y para el indispensable cam bio de lo que te-
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nemos de más y por lo que nos falta; en lugar de ventas y adquisi ciones pecuniarias que doblan los inconvenientes, tratam os de m antener intercambios reales en los que la com odidad de cada contratante hace las veces del beneficio para am bos6263.
El dinero, intermediario abstracto, no es necesario en esta so ciedad que consume inmediatamente lo que produce y que se nutre de la sustancia de su trabajo. Desde luego, este trabajo sólo ha sido posible al descender al desgraciado mundo de los medios y de los instrumentos (estar a cargo de ellos incumbe a los sirvientes), pero el consumo inmediato de los productos del trabajo borra, en alguna medida, el pecado de esta negación de la naturaleza propia del tra bajo: no se correrá el peligro de que la riqueza llegue a ser un obs táculo entre las conciencias; y los hombres pueden pertenecerse ple namente a si mismos en el instante presente. En el producto del trabajo no reconocen otra cosa que la posibilidad de dar una satis facción inmediata a la necesidad actual. Así, ni el dinero ni los pro blemas para conseguirlo obliteran los caminos del tiempo: las almas bellas pueden lanzarse hacia el futuro llenas de pureza. Debemos prestar atención a la repugnancia que Wolmar profesa a los intercambios por medio de intermediarios. Reconocemos en ella el malestar que Rousseau sintió siempre en presencia del dinero, pero Wolmar elabora sistemáticamente con nobleza sus actitudes y transforma en doctrina económica lo que en las Confesiones se expresa en términos de gusto y de desagrado: Ninguno de mis gustos dom inantes consiste en cosas que se com pran. Sólo tengo necesidad de placeres puros y el dinero los corrom pe a todos... En si mismo es inútil, para disfrutar de él es necesario transform arlo^.
El dinero es, en efecto, aquello de lo que no se puede disfrutar inmediatamente: y todos los goces que procura son necesariamente mediatos. Un placer adquirido por medio del dinero ya no tiene la pureza de lo inmediato; está envenenado. 62 La Nouvelle Hélotse, V parte, carta II, O. C., II, 548. Un ideal de economía cerrada, autárquica y esencialmente agrícola semejante al que acabamos de ver será formulado en el Emilio: «Este pan moreno, que os parece tan bueno, está hecho del trigo recogido por este campesino; su vino negro y basto, pero refrescante y sano, es de la cosecha de su viñedo; la ropa de la casa viene de su cáñamo, hilada en invierno por su mujer, sus hijas y su criada: su familia ha realizado los adornos de la mesa; el molino más próximo y el mercado vecino son los limites del universo para ¿I» (Émile, lib. III, O. C., IV, 464). Comprar es inmoral: sólo el trueque es licito. 63 Confessions, lib. I, O. C„ I, 36-37.
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Hay un punto suplementario sobre el que arroja luz la confron tación de La Nueva Eloísa y de las Confesiones: el principio de in mediatez sobre el que se funda una economía virtuosamente autárquica en Clarens sirve, por el contrario, en las Confesiones para justificar ciertos actos inmorales de Jean-Jacques. ¿Por qué come tió tantas pequeñas raterías? Porque le horroriza pasar por la me diación del dinero. Porque el deseo quiere lanzarse de inmediato sobre el objeto anhelado: Me tienta menos el dinero que las cosas, porque entre el dine ro y la posesión deseada existe siempre una mediación, mientras que no lo hay entre la cosa misma y su disfrute. Veo la cosa y me tienta; si sólo veo el m edio de adquirirla ya no me tienta. Asi pues he sido un bribón, y a veces lo soy todavía, a causa de bagatelas que me tientan y que prefiero coger a pedirlas64.
Así, las razones que hacen de Jean-Jacques un ladrón son las mismas que las que incitan a Wolmar a consumir los productos de su dominio alli mismo. Poco falta para que se trate de dos aspectos de la misma moral. Cuando Rousseau explica sus hurtos, el princi pio de inmediatez es invocado, a título puramente descriptivo, para aclarar un mecanismo psicológico; al poco tiempo el principio de inmediatez toma el valor de una justificación superior, de un impe rativo moral de mayor constricción que las reglas ordinarias de lo justo y de lo injusto. Tomar lo que nos encontramos a medida que lo deseamos era el privilegio del estado de naturaleza, que el Discurso sobre el Origen de la Desigualdad habia descrito en su primera parte. Pero la so ciedad ha hecho una distinción entre lo tuyo y lo mío, y no se puede dar marcha atrás: a los ladrones se les mete en la cárcel. A la ociosa suficiencia del estado de naturaleza sucede un estado de necesidad perpetuamente insatisfecho: el hombre se olvida de sí mismo en su trabajo, en donde se hace esclavo de las cosas y de los otros hombres. Sin embargo, el trabajo convierte al hombre en un ser hu mano, lo eleva por encima de la condición animal: en lo sucesivo, el hombre se define como el ser laborioso y libre que emplea medios e instrumentos mediante los que se opone a la naturaleza para trans formarla. Lo que constituye la desgracia del estado social, es que el hombre, siempre a la búsqueda de nuevas satisfacciones, se pierde en el mundo de los medios, y ya no sabe corregir sus errores. Conti nuamente es arrancado a sí mismo por el sentimiento de la insufi« Op. cit., 38.
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ciencia de sus placeres, y agrava esta insuficiencia tratando de pro curarse otros placeres... Pero en Clarens, en el mundo de la sintesis en el que las almas bellas reconcilian en sí mismas naturaleza y cul tura, se verá conjugarse la suficiencia del estado de naturaleza y el trabajo. La independencia volverá a ser compatible con la utiliza ción de los medios de la civilización. En lo sucesivo, para bastarse a sí mismo se pasará por el circuito del trabajo, en lugar de recoger, simplemente, los frutos ofrecidos por la Naturaleza. A pesar de ello, se vuelve a encontrar el perfecto equilibrio de la suficiencia que constituía la felicidad del hombre natural. Ahora, es la razón la que define lo necesario, elimina lo superfluo y hace que el trabajo se ajuste a las legítimas necesidades; así, asigna los limites en cuyo in terior vivirán todos con una satisfacción frugal; elimina el reino de la opinión, borrando el mal de la civilización sin suprimir sus ven tajas; U na situación en la que no se da crédito alguno a la opinión, en el que todo tiene su utilidad real y que se limita a las verdaderas necesidades de la naturaleza, no solamente ofrece un espectáculo aprobado por la razón, sino que alegra los ojos y el corazón, por que el hom bre sólo se ve allí con relaciones agradables, com o bas tándose a si m ism o... Un reducido núm ero de personas dulces y apacibles, unidos por necesidades m utuas y p o r una benevolencia reciprocas, coadyuvando a un fin com ún m ediante tareas diver sas; al encontrar cada uno en su estado todo lo que precisa para estar contento de él, y no desear abandonarlo, aplicándose a él com o si tuvieran que permanecer en él to d a la vida, y la única am bición que conservan es la de cum plir bien con sus obligaciones. Hay tanta m oderación en quienes m andan y tan to celo en quienes obedecen que unos iguales hubiesen podido distribuirse entre ellos los mismos com etidos sin que nadie se hubiese quejado de lo que le hubiera correspondido. Asi nadie envidia lo de o tro ; nadie cree poder increm entar su fortuna más que con el incremento del bien com ún; hasta los mismos señores sólo estiman su felicidad a tra vés de la las gentes que les rodean. N o se podría añadir nada ni quitar nada de aquí, porque n o hay más que cosas útiles, y las te nemos todas, de form a que no se desea n ad a de lo que no se ve, y no hay nada de lo que se ve de lo que se pueda decir: ¿P o r qué no hay m ás?65.
Ningún conflicto interior amenaza la cohesión del grupo, y co mo nada externo le parece deseable, tampoco le amenazará ninguna 65 La Nouvelte Hélofse. V parte, carta II, O. C., II, 547-548.
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tentación desde fuera. La comunidad no tiene otro ñn que el de afirmarse a si misma al afirmar un «bien común» en el que todos se reconocen. Todos los medios de acción utilizados se borran, para que pueda hacerse transparente la única cosa que cuenta y que es la felicidad de las conciencias autónomas. Lo que el trabajo ha produ cido se convierte lo más rápidamente posible en satisfacción razo nable. Nada se parece menos al trabajo de la manufactura, donde se acumulan objetos destinados a ser vendidos lejos. Al imaginar la felicidad de Clarens, Rousseau se da a si mismo las condiciones ideales que permiten transformar inmediatamente el trabajo en go ce. El éxito económico consiste en satisfacer todas las necesidades locales sin que un excedente de cosas producidas mediante el traba jo venga a plantear el problema de la venta y del intercambio: el horizonte de la transparencia se ensombrecería por ello. Pues todo el beneficio material que no correspondiese a una necesidad real, o que no se reabsorbiese rápidamente en una satisfacción común, será una carga insoportable para unas conciencias cuyo ideal es el de no pertenecer más que a sí mismas. Una riqueza que excediese de lo que la comunidad es capaz de consumir de inmediato equivaldría a la servidumbre. Por lo tanto, el producto del trabajo nunca tendrá derecho a una existencia autónoma en forma de objeto a vender o de riqueza acumulada: una vez salido de las manos del hombre, cada objeto es consagrado inmediatamente al uso razonable que será su justificación, y que restablece la preeminencia del hombre sobre las cosas. En Clarens, el hombre no produce objetos más que para apropiárselos lo más rápidamente posible, para librarse de ellos y, así, afirmarse en su pura libertad. «No se trabaja más que para gozar»66. Lo mismo ocurre en la existencia personal de Rousseau. Para vi vir, es preciso tener medios de vida. Para vivir libre, es preciso que estos medios no comprometan a nada, que la conciencia no corra el riesgo de absorberse en ellos irreversiblemente: el mejor trabajo será el más indiferente, aquel al que jamás se estará tentado de entregar se, sino, al contrario, aquel del que siempre se podrá recuperar uno y volverse a encontrar intacto: Sin em bargo, en la independencia en la que querría vivir había que subsistir. Imaginé un medio m uy sencillo: fue copiar música a tan to la página. Si alguna ocupación más sólida hubiese servido p ara lograr lo mismo, la'h ab ría tom ado, pero com o esta aptitud
66 La Nouveíte Hélofse, IV parte, cana XI, O. C., II, 470.
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era de mi gusto y la única que podia darme pan día a dia, sin de pendencia personal, me reduje a ella67. De hecho Rousseau traza la imagen de la suficiencia económica de Clarens a partir del modelo de la suficiencia del sabio estoico. Pero si el sabio posee en sí todos sus recursos morales, está claro que el dominio de Clarens no puede vivir sólo de sus recursos mate riales. La hipótesis de una economía casi cerrada y, sin embargo, próspera, es manifiestamente inadmisible. Es una quimera senti mental en la que se percibe un fuerte toque de robinsonismo. De todos modos, Rousseau no cree alejarse de las condiciones reales que tendría una sociedad cerrada instalada a orillas del lago Leman. Con un esfuerzo exuberante de imaginación, traspone el ideal de la suficiencia del yo en términos de un mito de la suficien cia comunitaria. Rodeado de «criaturas a la medida de su corazón», multiplica la suficiencia solitaria de la sabiduría para convertirla en la suficiencia en comunidad del ensueño consolador. Inventa una sociedad y, sin embargo, conserva lo que constituye el privilegio esencial de la soledad: la libertad, el sentimiento de no depender de nada exterior a si mismo. Más aún, de esta forma le da a su deseo de independencia una forma más perfecta: mientras que el indivi duo solitario está obligado a buscar una ayuda exterior para subsis tir, no ocurre lo mismo en el caso de la comunidad ideal. Concebida como un organismo único en que todas las partes se completan, imaginada como un yo colectivo, la comunidad trabaja sin salir de si misma. Robinson debe luchar para apropiarse de su isla; para Wolmar y Julie la propiedad ya está constituida y sólo se trata de perpetuar en ella el equilibrio de la necesidad, de la producción y del goce. Mientras que el trabajo introduce al individuo en un mun do extraño del que dependerá parcialmente, el trabajo de la comu nidad sigue siendo puramente interior: los medios a que recurre no la someten a nada extraño. Su actividad es considerada inmediata mente como interioridad. El grupo de trabajo no siente ninguna ne cesidad que le ate al resto del mundo, y por consiguiente no em prende ninguna relación comercial. No va más allá del trueque. Al haber asegurado su perfecta autonomía, la comunidad cerrada se coloca frente al resto del mundo como una persona ociosa y perfec tamente libre. En Clarens todo está estrechamente relacionado. La autarquía económica supone la unanimidad del grupo social; ésta, a su vez, $upone corazones abiertos, confianza sin sombras. Rousseau les 67 Confessions, tib. VIII, O. C., I, 363.
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confiere todas estas condiciones ideales y asegura la perfecta fusión de las mismas. En particular, nada es tan instructivo como ciertas invenciones simbólicas en las que el tema de la suficiencia se aúna con el tema de la reconciliación entre naturaleza y cultura. El málaga de Julie. El principio de suficiencia prohíbe entera mente la importación de productos extranjeros. «Todo lo que pro cede de lejos está expuesto a ser desfigurado o falsificado»6*, dice M. de Wolmar. Para quien ha resuelto vivir en la suficiencia, el ex terior es el dominio de la mentira y de la ilusión. Sólo es auténtico lo que es fabricado alli mismo, home made. Si hay verdaderos pla ceres que el mundo exterior puede ofrecer, es inútil buscarlos fue ra. Clarens también sabrá procurárselos. Julie posee un secreto de fabricación que permite hacer de la uva local un vino que da la im presión de que es málaga. Para esto, hay que forzar un poco a la naturaleza, violentarla con ayuda de una «actividad ahorrativa». ¿Es una mentira? Casi no lo es: este falso málaga es menos falso que aquel que habria sido preciso comprar en el extranjero. El arte suple, asi, las inevitables limitaciones de la naturaleza. Clarens «reúne veinte climas en uno solo»6869 y se convierte en un mundo ca paz de prescindir del resto del mundo. El Elíseo de Julie. En el centro de las tierras que han llegado a ser prósperas por medio del trabajo, Julie se ha reservado un espa cio cerrado, un hortus clausus, un locus amoenus. «El espeso folla je que lo rodea no permite que la mirada penetre en él, y siempre es tá cuidadosamente cerrado con llave»10. ¿Qué es este jardín?, una obra de arte que produce la ilusión de ser naturaleza salvaje. Un «desierto artificial». Saint-Preux se sorprende inocentemente: «No veo huella de trabajo humano». Pues bien, ocurre justamente lo contrario; el trabajo humano ha sido tan perfecto que se ha hecho invisible. No hay nada en este santuario de la naturaleza que no ha ya sido querido y dispuesto por Julie: «Bien es verdad —dice— que la naturaleza ha hecho todo, pero bajo mi dirección, y aquí no hay nada que yo no haya ordenado». Y si no se ve huella alguna de los hombres, «es porque se ha tenido buen cuidado de borrarlas». Por otra parte, todo este arreglo se ha hecho «por medio de una activi dad bastante sencilla» y Julie asegura que no le ha costado nada. La moral económica está a salvo: el arte ha seguido siendo frugal, el lu gar es exuberante, pero es la naturaleza la que se ha hecho cargo del 68 La Nouvelle Hélol'se, V parte, carta II. O. C., II, 550. 69 V parte, cana Vil. O. C.. II. 606. 79 IV pane, carta XI, O. C.. II, 471.
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lujo. Así, el sanctus sanctorum de la familia civilizada es un lugar que ofrece la imagen de la naturaleza tal como era antes de que la civilización la haya transformado. «Creí ver el lugar más salvaje y más solitario de la naturaleza, y me decia que era el primer mortal que nunca hubiese penetrado en este desierto.» En el corazón de la isla civilizada de Clarens se encuentra la isla de la lejana Polinesia. Asi pues, la síntesis ha conservado lo que ha superado. Gracias a una feliz ilusión, el Eliseo nos hace poseer lo que está en el comien zo de los tiempos y lo que se encuentra en los confínes del mundo. «¡Oh Tinian! ¡Oh Juan Fernández! ¡Julie, los confínes del mundo están en la puerta de tu casa!» ¿Quién desearía ya viajar? La su ficiencia de Clarens llega hasta reproducir la imagen perfecta del origen. Desde luego, la naturaleza que ha sido recobrada de esta manera no es aquella en donde vive el primitivo, y con la que está en con tacto inmediato gracias a la simple sensación. El Eliseo es una natu raleza reconstruida por seres razonables que han pasado de la exis tencia sensible a la existencia moral. Con palabras de Schiller di riamos que esta naturaleza recobrada ya no es la naturaleza «in genua», sino un simulacro de naturaleza suscitado por la nostal gia «sentimental» por la naturaleza perdida. Recordemos el pasaje de Kant, que ya hemos citado: «El arte consumado se vuelve a con vertir en naturaleza». Nada tan mediato como esta naturaleza obte nida como producto del arte humano. Sólo en un arte consumado se borra el trabajo y el objeto obtenido es una nueva naturaleza. La obra es mediata, pero la mediación se desvanece y el goce es de nuevo inmediato (o tiene la ilusión de que es inmediato). Volvemos a encontrar aqui la estética de Pigmalión: la más bella de las formas producidas por el artista no ha de limitarse a ser «obra de arte», sino que ha de retornar la existencia natural, como si el trabajo del escultor no hubiese existido nunca.
D
iv in iz a c ió n
Este logro es puramente humano, puramente terrestre. Es la obra del ateo Wolmar. (Pero hay que reconocer que Julie, converti da a la fe cristiana, es el alma del pequeño grupo de amigos.) La transparencia es reconquistada por unas consciencias humanas que han realizado el esfuerzo de la virtud y de la confianza. A cambio de este esfuerzo no tienen nada que ocultar. Todos los deseos tur bios, todos los anhelos impuros, pueden ser confesados, puesto que 140
el acto mismo de la confesión es una represión que transmuta la pa sión carnal y la convierte en transparencia moral. De este modo, se establece en la tierra un anticipo del Reino de Dios limitado a un pequeño grupo de elegidos que experimentan la felicidad de la unidad. Pues la presencia inmediata, el goce interior y el poder ordenador son privilegios de Dios: el hombre se los apro pia en el momento en que su conflicto esencial se serena en la sin tesis. El «padre de familia» se hace entonces semejante a Dios; está presente en todo lo que posee y se basta a si mismo. Para él, la ple nitud del tener coincide exactamente con la plenitud del ser. Él mis mo es todo lo que tiene; se posee por completo dentro de su domi nio. El pequeño mundo que le rodea es su sensorium del mismo mo do que el espacio es el sensorium del Dios de Newton. No le falta nada y, por consiguiente, para ¿1 no existe nada de lo exterior. En él, ya no hay lugar para esta falta de ser que sería el deseo. Si re curre a medios éstos son siempre los más directos, y desde el mis mo momento en que son utilizados, se desvanecen y ceden paso a vínculos inmediatos. El padre de familia no gobierna a sus subordi nados por la mediación del dinero o de la violencia autoritaria; ob tiene su colaboración por medio del lazo directo de la confianza y de la estima; por medio de una relación inmediata entre las concien cias (o, al menos, por algo que equivale a la libre persuasión): Un padre de familia que se encuentre a gusto en su casa tiene como recompensa de los continuos cuidados que le dedica el goce continuo de los más dulces sentimientos de la naturaleza. Es el único entre todos los m ortales que sea señor de su propia felici dad, porque es feliz com o Dios mismo, sin desear nada más que aquello de lo que goza: com o este Ser inmenso, no sueña con am pliar sus posesiones, sino con hacerlas verdaderam ente suyas por medio de las relaciones más perfectas y de la dirección m ejor entendida: no se enriquece con nuevas adquisiciones, se enriquece poseyendo m ejor lo que tiene. No disfrutaba más que de la renta de sus tierras, ahora disfruta además de sus mismas tierras al presidir su cultivo y al recorrerlas sin cesar. Su servidor le era extraño; lo convierte de bien suyo, en hijo suyo, se lo apropia. Sólo tenía derecho sobre los actos, se lo da también sobre sus de cisiones. Sólo era señor al precio del dinero, se convierte en ello por el el sagrado imperio de la estima y de la generosidad71.
Wolmar no cree en Dios, pero se ve convertido en algo análogo a Dios en la meditativa satisfacción en la que se posee y posee todo 71 La Nouvelle Hélotse, IV parte, carta X, O. C., II, 466-467.
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lo que le rodea. La posesión material ha conducido a la posesión es piritual; el dominio de Clarens es el campo de una conciencia que se reconoce idéntica a si misma por todas partes. (Wolmar ya habia reivindicado un privilegio divino cuando formuló el deseo de con vertirse en «un ojo viviente».) ¿Ha de sorprendernos que un ateo quiera ser tan semejante a Dios? Nada hay que sea incompatible con las tendencias (manifesta das o implícitas) de la «filosofía de las luces». Como frecuentemen te se ha subrayado, las grandes ideas de los filósofos son, en su mayoría, conceptos religiosos laicizados. «Parece como si —escribe Yvon Belaval— la filosofía del siglo xvm aplicase al Mundo los atributos de la infinidad de Dios y permitiese aplicar al hombre sus atributos morales»*72. El ateo Wolmar sólo rechaza el creer en un Dios personal para convertirse en su sucesor sobre la tierra. Se siente en posesión de una prerrogativa divina, porque la perfecta suficiencia hace divino a aquel que goza de ella. Para Rousseau, lo que hace al hombre seme jante a Dios no es nunca el fruto del árbol del conocimiento: es la suficiencia, el perfecto reposo de la suficiencia, aunque estuviese muy próxima de la ausencia de conocimiento, aunque se viese ate nuada hasta reducirse solamente al «sentimiento de la existencia». La quinta Ensoñación describe uno de estos felices momentos en los que el hombre se siente divino no por estar en contacto con Dios o por estar iluminado por el Ser trascendente, sino porque se basta a sí mismo en su ser inmanente, y consigue asi una completa analogía con Dios: ¿De qué se goza en una situación semejante? De nada exterior a uno mismo, de nada sino de si mismo y de su propia existen cia; mientras dura este estado, uno se basta a si mismo igual que Dios73.
La felicidad que experimenta Jean-Jacques, ocioso y solitario en la orilla del lago de Bienne, se formula casi en los mismos términos que la felicidad activa de Wolmar. ¡Qué diferencia entre esta pasivi dad y esta actividad —se dirá! Sólo que, como ya hemos visto, una actividad que no sale del horizonte del yo equivale a una indepen72 Yvon Belaval, «La Crise de la gtométrisation de l’univers dans la philosophie des lumiéres», en Revue Internationale de philasophie. 21, 1952. 2, p. 354. 72 Revertes, quinto Paseo, O. C., 1, 1047. Sobre la comparación con Dios, cfr. Marcel Raymond, introducción a las Réveries (Ginebra. Droz, 1948), XXXIIIXXXVI; ver también Jean-Jacques Rousseau. La quite de soi et la Réverie (París, Corti, 1962), 150.
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dencia ociosa; la suficiencia confiere a la actividad material de Wol mar el valor de un reposo infinito. Jean-Jacques ocioso y Wolmar activo acceden a la misma divinidad. La
m u e r t e de
J u l ie
Pero al éxito humano de Wolmar, que se hace semejante a Dios, se opone el movimiento de Julie que va al encuentro de Dios. Rous seau opone, a esta felicidad terrestre, que habría podido ser la conclusión «razonable» de La Nueva Eloísa, una segunda conclu sión, que esta vez es de orden religioso. La aventura no se estabiliza en la idilica felicidad de la sociedad intima de Clarens. Julie muere. Esta muerte es mucho más que un accidente patético sobreañadido para entristecer a las bellas almas unánimes, como una cadencia en menor tras la cadencia en mayor. La muerte de Julie y su profesión de fe abren una perspectiva «ideológica» muy diferente de la que parecía haber encontrado su plenitud en el equilibrio humano de Clarens. Lo que la muerte de Julie vuelve a poner en cuestión es todo el orden humano. Y lo que ésta indica e ilustra es un descubrimiento de la transparencia com pletamente distinto. La conclusión trágica de la obra nos remite, sin duda, al clima del amor-pasión, que dominó las primeras partes de la novela. La pasión es destructiva. Saint-Preux ha pensado a menudo en darse muerte. El arquetipo de Tristán —del que, según Rougemont74, La Nueva Eloísa seria una reposición en tono burgués— impone a los amantes obstáculos insuperables de los que sólo triunfan al reunirse en la tumba. Desde luego, Julie no muere de muerte por amor, sino por haber realizado su deber de madre: Rousseau ha traspuesto al plano de la virtud un acto que, según el mito del amor-pasión, habría debido estar motivado por la voluntad de destrucción inhe rente a la pasión misma. Sin embargo, subsiste una ambivalencia. Julie muere por la virtud, pero su muerte ocasiona una apasionada nostalgia de Saint-Preux: «¡Ojalá hubiera muerto!»75. Sabemos que por un momento Rousseau había pensado dar un fin trágico al famoso paseo nocturno por el lago, de Julie y de Saint-Preux: una borrasca habría hecho zozobrar al bote, y el amor imposible habría encontrado su culminación en la muerte simultá nea de los dos amantes. Pero un-desenlace así habría hecho perder 74 Denis de Rougemont, L'A m our et t ’Occideni (París, Pión, 1939), 205-209. 75 La Nouvelle Hélofse, V parte, cana IX, O. C., II, 615.
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todo su alcance a la dialéctica del progreso de las almas, la novela habría concluido con el triunfo de la pasión en su forma más devas tadora. La catástrofe pasional habría hecho que la aventura regre sase a su punto de partida: la afirmación del carácter absoluto del amor, cuya única salida es la muerte, y que ve su más puro cumpli miento en este éxtaxis nocturno. A fin de conservar la pasión que supera, Rousseau se propone sublimarla. Ya de por si, la muerte a dos representa una negación de la pasión carnal. Después, esta negación debe ser sublimada a su vez, y la pasión amorosa se regenera para lanzarse hacia Dios: se salva negándose, pero esto no impide que la muerte religiosa de Julie pueda ser todavía una muerte por amor. Las últimas palabras que Julie escribe a Saint-Preux son significativas: «No, no te aban dono, voy a esperarte. La virtud que nos separó en la tierra nos uni rá en la vida eterna»76. Al volverse-hacia Dios, Julie no le dio la es palda a su amante. (El ideal de la triada virtuosa se traslada a la eternidad, Dios reemplaza a Wolmar en el papel del Esposo.) Persisten un cierto número de equívocos. ¿Se han reconciliado realmente los términos opuestos de pasión y virtud? ¿Ha sido supe rada realmente la pasión? ¿Ha tenido lugar, realmente, una sínte sis? Y, finalmente, ¿cuál ha sido la solidez de la concordancia entre naturaleza y cultura que había aparecido ante nosotros en la felici dad «social» de Clarens? Todas estas preguntas deben ser plante adas y la dificultad que se tiene para reponderlas hace aparecer el peligro que tendría el aceptar, sin reservas, una interpretación «dialéctica» del pensamiento de Rousseau como la que hemos esbo zado. Es Kant quien nos sugirió la idea de buscar la síntesis entre naturaleza y cultura tal y como la hemos visto realizarse en Clarens. ¿Rousseau tuvo claramente la intención de oponer los contrarios para conciliarios seguidamente? Nos asegura que su novela ha sido una ensoñación y las dialécticas no se sueñan... Se ha podido decir que el estilo de pensamiento de Rousseau era bipolar. Está anima do, asi mismo, por una constante aspiración a la unidad. Por su consistencia, la bipolaridad y el deseo pueden iniciar el movimiento de una dialéctica e incluso llevarlo muy lejos. Pero las contradic ciones internas y la aspiración a la unidad no se articulan ni se ajus tan intelectualmente en un «sistema» coordinado. Aunque él mismo confiese que su naturaleza es contradictoria, Rousseau está lejos de conocer todas las contradicciones de su carácter y todas las de su pensamiento. Así pues, la voluntad de unidad no está apoyada por 76 VI parte, carta XII, O.-C., II, 743.
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una perfecta claridad conceptual: es un confuso anhelo de toda su persona, y no un método intelectual. Desde luego, hay en él y en su obra más sentido implícito de lo que él mismo cree. Este hecho, que vale para cualquier escritor, vale de modo eminente en el caso de Rousseau. «Hacía falta Kant para pensar los pensamientos de Rousseau»7778, escribe Eric Weil (y nosotros añadiremos: hacía falta Freud para pensar los sentimientos de Rousseau). La aspiración a la unidad sigue estando perpetuamente insatis fecha: indica la dirección de un deseo y no una posesión segura. És ta impide que Jean-Jacques recaiga en las contradicciones iniciales. A menudo se tiene la impresión de que los contrarios se obstinan en su oposición, el acceso a la unidad superior es la utopía que re nace sin cesar y que permite soportar el conflicto. En vez de asistir a un movimiento dialéctico, permanecemos en el desgarramiento y en la división: hay fuerzas adversas, combaten sin descanso unas contra otras. Al entregarse a la atracción simultánea de tentaciones contradictorias, el deseo querría poder responder a la solicitación del dia y de la noche, a la esperanza de un orden terrestre y al éxta sis que niega la tierra. Cuando Jean-Jacques se abandona de este modo a la fascinación de los extremos, nos aparece como un alma inquieta presa de ambivalencia, y no como un pensador que plantea la tesis y la antítesis. La Nueva Eloísa es una novela «ideológica». Pero, en beneficio de la obra, la búsqueda de una sintesis moral no impide un desliza miento constante hacia la ambivalencia pasional. Es altamente sig nificativo que el éxito voluntario de Wolmar, que es el personaje ra cional de la novela, esté amenazado por las ambigüedades psicológi cas que el propio Rousseau no cesó de experimentar, y cuyos repre sentantes novelescos han llegado a ser Saint-Preux y Julie. Así, el atractivo del fracaso contrapesa la aspiración a la felicidad y el de seo de castigo coexiste con la voluntad de justificación. Reaparece el tema del velo. La sociedad intima de Clarens vive en la felicidad y en la con fianza reciprocas: la transparencia de los corazones sería absoluta si no persistiese un último secreto, un último vestigio de opacidad. No todo está claro en el corazón de Julie; la radiante Julie está ator mentada por «secretos pesares»7* (y,- por una vez, Rousseau da aqui 77 Eric Weil , op. d i., 11. 78 La Nouvelle Hélolse, V pane, cana V, O. C., II, 592.
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un valor positivo al secreto, que aparece como algo peligroso y pre cioso): Un velo de sabiduría y de honestidad produce tantos replie gues alrededor de su corazón, que ya no le es posible penetrar en él al ojo hum ano ni siquiera al suyo propio79.
Estas palabras —aunque pronunciadas por el omnisciente Wolmar— significan que el conocimiento total está reservado única mente a la mirada de Dios. Es preciso admitir, entonces, que en las relaciones entre conciencias humanas se termina por encontrar lí mites infranqueables que protegen una parte escondida del ser y que son inaccesibles para cualquiera que no sea Dios. Se prepara ya la afirmación de una nueva «comunicación inmediata», infinitamente más limpida y más directa, que ya no se establece entre conciencias humanas, sino que une al alma con Dios. Julie es cristiana. La causa de su «secreto pesar» es que Wolmar no acepta creer en Dios. Julie no esconde su fe ante Wolmar, pero se esfuerza por disimular su tristeza, sin conseguir ocultarla sin embargo: P or mucho cuidado que se tom e su m ujer en disfrazarle su tristeza, él la siente y la com parte: a un o jo tan clarividente no se le engaña80.
Un disimulo llama a otro. Wolmar consiente en escotjder su ateísmo a los ojos del pueblo. (¿Acaso no aporta la religión útiles consuelos a los humildes?) Hará los gestos externos de la religión, para dar buen ejemplo. «Acude al templo... se pliega a los usos es tablecidos... evita el escándalo.» De este modo estarán «a salvo» las «apariencias»8'. El alma bella se ha hecho hipócrita. ¡Pero qué infracción al principio de la franqueza absoluta que deberia prevale cer en todo momento! Una melancólica aureola rodea a los esposos: El velo de tristeza con que cubre su unión esta oposición de sentimientos prueba m ejor que cualquier o tra cosa el invencible ascendiente de Julie. . . K.
¡Unión y separación simultáneas! El ascendiente de Julie es «in vencible», pero no deja de suscitar por ello la tristeza de la «oposi» *° « »
IV parte, carta XIV. O. C.. II. 509. V parte, carta V, O. C., II, 594.
Op. Op.
cit.. 592. cit.. 595.
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ción». El símbolo del velo no interviene como una imagen de lo que separa a Julie de Wolmar, sino, por el contrario, de aquello que les envuelve en su unión misma, como una bruma que difuminase la luz de esta unión. La ambivalencia de Jean-Jacques se manifiesta en el modo en que imagina un mundo cuyos habitantes viven, a la vez, en el senti miento de la perfecta unidad y en el sentimiento de la separación. Unión de las conciencias y separación de las conciencias. Unión con Dios y separación de Dios. Si Wolmar no es creyente es porque «le falta la prueba interior o la del sentimiento»*83. Julie posee esta prueba. Además necesita vivir bajo la mirada de un testigo trascendente; para cumplir con su de ber, necesita apelar a un Juicio perpetuo. La presencia de Dios le es necesaria. Y, sin embargo, esta presencia se sustrae. Ambivalencia suprema: Dios está presente en todas partes y Dios está oculto. «El propio Dios ha vetado su faz»**. Julie posee la «prueba in terna» y, sin embargo, se siente separada de Dios. Parece como si Rousseau hiciese coexistir aquí dos doctrinas teológicas difícilmente conciliables: por una parte, la revelación inmanente de Dios en el interior de la conciencia humana, cuyas «facultades inmediatas» bastan enteramente para reconocer el dictamen divino; por otra parte, la teología del Deus absconditus, que afirma una separación trágica, que sólo preservan de ser un desgarramiento irreparable la revelación de la Escritura y la mediación de Cristo. Julie querría acceder a Dios por un vinculo directo. No lo consi gue y confiesa su fracaso: Cuando quiero elevarme hasta él, no sé dónde estoy; al no percibir ninguna relación entre él y yo no sé por dónde alcanzarle, ya no veo ni siento nada, me encuentro en una especie de anona damiento85. Una comunicación inmediata es irrealizable. Queda entonces la posibilidad de una relación mediata con Dios. Julie debe consentir en pasar «por la mediación de los sentidos o de la imaginación». Pero (según sus propias palabras) acepta la vía mediata contra su voluntad: 83 Op. cit., 594.
« VI parte, carta VIH. O. C., II, 699. 83 V parte, carta V, O. C„ II, 590.
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A pesar m ío rebajo la m ajestad divina, interpongo entre ella y y o objetos sensibles, al no poder contem plarla en su esencia la contem plo al menos en sus obras, la amo en sus dones86.
Asi pues, hay que volverse hacia las criaturas, amar y con templar a Dios a través de sus obras: pero Rousseau sugiere que es to es un mal menor. Todo lo que nos es sensible inmediatamente es en realidad un obstáculo (un yelo) entre Dios y nosotros. Para quienquiera que desee «elevarse hasta su fuente», todo lo que la sensación y el sentimiento nos ofrecen inmediatamente no tiene ya el valor de lo inmediato, sino que, al contrario, se convierte en un intermediario interpuesto, y la claridad de la evidencia sensible to ma repentinamente el sentido de una opacidad. Señalemos que, según Julie, la contemplación mediata de Dios, pasa por el mundo, es decir, por los seres y los objetos sensibles, no por Cristo ni por el Evangelio. Este Dios escondido que podemos amar en sus obras no es el del Jansenismo, se parecería bastante más al Dios incognoscible del Pseudo-Dionisio el Areopagita y de San Francisco de Asis, que invitan al alma amante a la humilde adoración de la criaturas. Dios ha velado su faz, pero el mundo es una teofania. Por muy satisfactoria que sea para el espíritu la teoría de la rela ción mediata, ésta no es aceptada más que a regañadientes, pues no tranquiliza a Rousseau, cuya exigencia personal se vuelve siempre hacia lo inmediato. Como ya hemos visto en numerosas ocasiones, ante cualquier forma de comunicación mediata, Rousseau siente un malestar y una inquietud: no se detiene hasta conseguir prescindir de los medios y de los intermediarios. Rousseau es muy capaz de concebir la relación entre medios y fines, es incapaz de permanecer en el mundo de los medios. De este modo, tiene prisa por interrum pir el estado en el que Julie se encuentra constreñida a interponer «objetos sensibles». Al morir, Julie accederá felizmente a la «comu nicación inmediata». Al expirar, liberada del obstáculo de la vida carnal, ve elevarse el velo que ocultaba a Dios. Según un dualismo casi maniqueo que separa radicalmente espíritu y materia, la muerte provoca la abolición de todos los obstáculos interpuestos y la des aparición de todos los medios: 86 tbid. Pero por otra parte, Julie desconfía del misticismo: «He censurado los éxtasis de los místicos. Los sigo rechazando cuando nos distraen de nuestros deberes, y cuando, al alejarnos de la vida activa por los encantos de la contemplación, nos conducen a ese quietismo del que me creéis tan próxima, y del que creo estar tan te jos como vos» (VI parte, carta VIH, O. C., U, 695).
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No veo qué hay de absurdo en suponer que un alma libre de un cuerpo que en otro tiempo habitó en la tierra pueda volver a ella de nuevo, errar y, posiblemente, permanecer alrededor de lo que fue querido; no para advertirnos de su presencia, no dispone de medio alguno para ello; ni para actuar sobre nosotros y comu nicamos sus pensamientos, carece de la posibilidad de excitar los órganos de nuestro cerebro, tampoco para percibir lo que nos otros hacemos, pues seria preciso que tuviese sentidos, sino para conocer por sí misma lo que pensamos y lo que sentimos, gracias a una comunicación inmediata semejante a aquella por la que Dios lee nuestros pensamientos ya en esta vida, y por la que nos otros leeremos los suyos recíprocamente en la otra, puesto que le veremos cara a cara87. No es ésta la ocasión de discutir cuánta metafísica audazmente espiritualista comporta esta profesión de fe. Lo importante es que en ella se ve triunfar lo inmediato en su forma más absoluta. El alma liberada goza de la visión de Dios, y en este cara a cara se hace divina ella misma, se hace semejante a Dios, puesto que adquiere el poder de leer en los corazones, privilegio, que, hasta entonces, sólo poseia Dios. Wolmar se comparaba a Dios, y Julie, a su vez, se hace la anunciadora de su propia divinización. Pues no sólo se reú ne, por fin, con el Dios testigo a que siempre invocó y por el que es pera ser justificada definitivamente, sino que a partir de entonces se convierte en un testigo trascendente. «Vivamos siempre bajo su mi rada»88, exclama Claire. Dios ha velado su faz, pero Julie franquea el velo que separa materia y espíritu, vida y muerte. Aún hay más: en las últimas pági nas de la novela, al mismo tiempo que Rousseau da al velo un signi ficado metafísico, hace también de él una realidad física. Sobre la cara desfigurada de Julie muerta, se coloca «el velo de oro bordado con perlas» que Saint-Preux trajo de las Indias. Asi, la muerte de Julie, que es un acceso a la transparencia, representa también el triunfo del velo. En la cadencia final del libro, los dos temas opues tos, el tema y la contrafuga, se amplían y se afirman solemnemente. El verbo «velar», el «velo», no eran hasta entonces más que expresiones metafóricas destinadas a simbolizar la separación y la opacidad. El velo toma ahora una existencia material y concreta, se sobrecarga hasta convertirse en un objeto real, sin perder por ello su poder de significación alegórica. A excepción de las estatuas cu biertas que hemos encontrado en el centro de dos obras de menor 87 La Nouvelle Héloise, VI parte, carta XI, O. C.. 11, 728. 88 VI parte, carta XIII, O. C., II, 744.
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envergadura, estamos aquí ante el único pasaje de los escritos de Rousseau en el que la imagen del velo es utilizada de un modo con tinuo, voluntario y deliberado, donde el escritor renuncia a la semiabstracción que normalmente caracteriza a esta imagen. Ahora, el velo ha dejado de ser una metáfora episódica y fugitiva, para con vertirse en una alegoría continuada. El velo es la separación y la muerte. Al constatar la importancia que aquí toma esta imagen, podemos extraer la conclusión fácilmente de que, en los propios pa sajes en los que ésta parece convencional, su presencia no es indife rente, y que siempre está llena de intenciones y valores simbólicos. La metáfora del velo pasa a la realidad. Pero pasa en etapas su cesivas: pues antes de ser un objeto concreto el velo es una visión onírica. Como es sabido, se le aparece a Saint-Preux en el curso de un sueño premonitorio, en el más tradicional estilo «novelesco»: La vi, la reconocí, aunque su cara estuviese cubierta por un velo. Doy un grito; me apresuro a apartar el velo; no pude alcan zarlo, alargaba los brazos, me atormentaba y no tocaba nada. Amigo, cálmate, me dijo ella con débil voz. El velo temible me cubre y no hay mano que pueda alejarlo89.
Saint-Preux, que iba camino de Italia, vuelve a Clarens en un es tado de «letargo» sonámbulo; escucha desde el exterior las voces de Claire y de Julie conversando en el Elíseo. Y parte sin haber vuelto a ver a Julie. Como ha señalado Robert Osmont90, el símbolo del velo se desdobla en un nuevo símbolo: el seto que rodea el jardín secreto es una «imagen» del velo: Pensando que no había más que un seto y algunos matorrales que franquear para ver llena de vida y de salud a la que creí no volver a ver jamás, abjuré para siempre de mis temores, de mi miedo, de mis quimeras y me dispuse a partir sin problemas, in cluso sin verla91.
Rousseau multiplica las intenciones simbólicas: el velo que cu brirá el rostro de la muerta es un testigo de la separación de los amantes, puesto que Saint-Preux lo adquirió en tiempos dei exilio en la Indias lejanas. De este modo, se establece una profunda simili tud entre el alejamiento impuesto por el amor imposible y el aleja89 V parte, carta IX, O. C., 11, 616. 90 Robert Osmont, «Remarques sur la genése et la composition de La Nouvelle Héloíse», Annales J.-J. Rousseau, XXX11I (1953-1955), 126. 9* La Nouvelle Héloíse, V parte, carta IX, O. C., II, 618.
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miento de la muerte. Y del mismo modo que el exilio habia sido la condición de una perfecta unión espiritual, la separación por medio de la muerte constituye la promesa de una reunión absoluta. Es pre ciso que el obstáculo triunfe completamente por su lado, para que, por el otro, el espíritu liberado conozca por fin la plenitud extática que ha deseado durante todo tiempo. Rousseau no omite nada para conferirle al velo el carácter de lo sobrenatural. Las «imprecacio nes» de Claire, la actitud de los espectadores impresionados, el contraste intencionado entre la materia preciosa del velo (oro y perlas) y la carne de la cara que comienza a «corromperse»92: todo indica, con una insistencia un poco pesada, la presencia del miste rio, el horror y la fascinación de lo sagrado. La felicidad terrestre de Garens nos habia aparecido como una victoria sobre el maleficio del velo, pero esta felicidad era frágil, la transparencia seguía siendo imperfecta; para conservar la felicidad hacía falta una tensión virtuosa, una perpetua resistencia al vértigo del deseo que renacía continuamente, hacía falta un trabajo cons tante a fin de poder bastarse divinamente; la «sociedad intima», fundada sobre la libertad de las personas y sobre la relación actual de las conciencias, debia afirmarse sin descanso contra la amenaza del tiempo y del destino (pues una sociedad como ésta, que es me nos que una república y más que una familia, no puede apoyarse ni sobre tradiciones familiares ni sobre instituciones legales); por últi mo, la oposición entre la fe de Julie y la incredulidad de Wolmar dejaba que subsistiese una duda sobre la naturaleza misma de la transparencia: ¿basta con una benévola comunicación entre las con ciencias humanas? ¿Es absolutamente preciso recurrir a una luz trascendente? La muerte de Julie entraña la destrucción de toda la felicidad so cial que se habia construido a su alrededor: sus amigos le sobrevivi rán individualmente, pero la sociedad intima no sobrevive. Julie accede individualmente al éxtasis de la presencia ante Dios, será la única que conozca la alegría de la «comunicación inmediata». El supremo descubrimiento concierne ahora a una conciencia que apa rece sola ante su Juez, mientras que, antes, el descubrimiento era la tarea que se imponía un pequeño número de seres humanos decidi dos a vivir en la más estrecha comunidad. El ensueño de Rousseau se dio a si mismo primero, en un movi miento de expansión, la amistad sin sombras de una «sociedad inti ma»; después, en un movimiento de solitaria recuperación, el im« VI pane, carta XI, O. C.. II. 737.
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pulso personal hacia un testigo trascendente cuya mirada le permite al alma saberse justificada, por fin; Rousseau imaginó sucesivamen te, la efusión de la confianza y la ruptura con el mundo humano; la sintesis razonable y la catástrofe sublime; la actuación del esfuerzo virtuoso, y el abandono de la muerte ejemplar, el difícil perdón de los vivos (perdón que hace falta reconquistar sin cesar y merecer sin cesar), y la comparecencia ante el Juez que no condena, pero que «fija» al alma en su felicidad, le da la plenitud del ser, le libera del dolor de la decisión y del esfuerzo, le permite consentir a sus deseos sin hacerse culpable, puesto que bajo su mirada de Juez justificador ya no puede perderse la transparencia. Se nos proponen sucesivamente imágenes de retorno a la trans parencia, ¿cuál elegir? ¿Y hay que elegir? Rousseau, por su lado, concluye su novela de una forma que equivale a una elección. Entre el absoluto de la comunidad y el absoluto de la salvación personal, ha optado por el segundo. La muerte de Julie significa esta opción. Y veremos que, más tarde, en los escritos autobiográficos, JeanJacques lo retoma por su cuenta.
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VI
LOS MALENTENDIDOS
Antes de convertirse en escritor Rousseau descubrió la fuerza y la impotencia de la palabra. En Bossey, en casa de los Lambercier, sus alegatos de inocencia no le fueron de ninguna ayuda: «Las apa riencias me condenaban». En Turin en casa de los Vercellis, donde ha robado una cinta, acusa a la pobre Marión y miente con «una desfachatez endiablada», y los íntegros jueces se dejan engañar por su mentira: «Las ideas preconcebidas estaban a mi favor»'. La pa labra no puede nada y lo puede todo: es incapaz de vencer las «apa riencias» engañosas, y es capaz de inspirar «las ideas preconcebi das» que resisten victoriosamente a la verdad. Ninguna palabra puede comunicar el sentimiento interior de inocencia, mientras' que la mentira encuentra crédito con una extraña facilidad. El lenguaje no es evidente. Y Jean-Jacques no está a gusto cuan do hay que hablar. No es dueño de su palabra al igual que no es dueño de su pasión. Casi nunca coincide con lo que dice: sus pa labras se le escapan, y él se sustrae a su discurso. Cuando se dirige a los otros es banalmente inferior a sí mismo o se lanza elocuente mente más allá de su manera de ser. Por lo que unas veces siente que una debilidad asustadiza paraliza su lenguaje y otras que éste es deformado por un exceso «involuntario». Unas veces encontra mos a Jean-Jacques balbuciente y turbado; otras, lleno de seguridad ante los otros, aplastando con «sus agudezas», «como aplastaría un insecto entre los dedos»*2. Pero en ninguna de estas ocasiones es él mismo, no es el verdadero Jean-Jacques. Absurdo o inspirado, está fuera de si, está más acá o más allá de sí mismo: > Corrfessions, lib. II, O. C., I, 85. 2 Coñfessions, lib. IX, O. C., I, 417.
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Si soy tan poco dueño de mi cuando estoy solo conmigo mis mo, piénsese como debo ser en la conversación, donde para hablar oportunamente, hay que pensar en mil cosas a la vez y sobre la marcha. La sola idea de tantas conveniencias de las que estoy seguro de olvidar al menos alguna, basta para intimidarme. Ni siquiera comprendo cómo alguien se atreve a hablar en un circulo... En la conversación con otra persona hay otro inconve niente que considero que es peor: la necesidad de hablar conti nuamente. Cuando se os habla hay que responder, y si no se dice una sola palabra hay que reanimar la conversación... Lo que es más terrible es que en lugar de saber callarme cuando no tengo nada que decir, es cuando, con el fin de saldar más rápidamente mi deuda, tengo la manía de querer hablar. Me apresuro a balbu cir rápidamente palabras sin ideas, sintiéndome muy feliz con solo que éstas no signifiquen nada en absoluto1.
Jean-Jacques es un torpe en sociedad; carece del tono y del sen tido de la oportunidad necesarios. Lo que en su caso es grave no es el que sea incapaz de comunicar sus pensamientos o de defender sus ideas, sino la dificultad que encuentra en hacerse valer a si mismo. En un «circulo» del siglo xvm, nadie defiende sus ideas más que para defender su categoría ante la opinión de los demás. Jean-Jac ques balbucea y se siente avergonzado: su falta de palabra equivale a una falta de ser. Si no habla, no es nada, y cuando habla, es para no decir nada, es decir, para anularse, como si sólo tomase la pa labra con el fin de castigarse por hablar. Si Jean-Jacques manifiesta un malestar tal en la conversación es porque lo que está en juego es su propia imagen, su yo expuesto a las miradas de los otros. Querria aparecer en persona en cada una de sus palabras y ser reconocido por lo que vale. Pues para él vivir en sociedad es exponerse a un juicio implícito que no concierne a lo que dice, sino a lo que es: toda palabra torpe empequeñece a JeanJacques. Y en las conversaciones más indiferentes, nunca le es indi ferente aquello de lo que se habla, puesto que compromete su ima gen en ello. El malentendido que teme Rousseau no concierne a aquello de lo que se habla, sino a la persona que habla, a él mismo. Siente su valia, o la presiente interiormente, y no sabe hacer que resulte evi dente. Sin embargo, el sentimiento interior de su valia no le basta (¿se habría convertido en un escritor si le bastase?), su valia sólo existirá para él si es confirmado por la admiración de los demás. Por supuesto, no aceptará nunca la opinión que los otros se forJ Confessions, lib. 111, O. C., 1, 115.
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man de él. No aceptará jamás los valores según los cuales pretenden juzgarle los otros. No quiere compartir nada con ellos: pretende im ponerse a ellos, exponerse a sus ojos como un ser admirable y sin gular. Pero Rousseau, balbuciente, se muestra estúpido y entonces es verdaderamente estúpido para sí mismo y para los otros: «Al querer vencer o esconder mi estupidez, raras veces dejo de mostrar la»4. Torpe y confuso, sólo ha expuesto un fragmento de su carác ter: su sentimiento le asegura que vale más que eso, pero los otros ya han juzgado, le han ignorado, le han privado del derecho de con vertirse en si mismo, de mostrar un rostro diferente. Que se le deje en libertad y sabrá revelar perfectamente a otro Jean-Jacques com pletamente diferente, sabrá ofrecer una imagen completamente dis tinta. Jean-Jacques se sustrae, asi, a los «falsos criterios» de los otros, pero con la esperanza de inventar otro lenguaje que sabrá conquistarlos y obligarlos a reconocer su naturaleza y su valia ex cepcionales: «Preferiría ser olvidado por todo el género humano a ser considerado un hombre corriente»*9. Aunque rechace la opinión de los testigos, Rousseau no puede, sin embargo, prescindir de ellos y renunciar a mostrarse, pues él no es nada si no es reconocido públicamente. Se rebela contra los juicios que le aprisionan en los valores reconocidos, o que le in movilizan en la imagen que ha ostentado torpemente. Pero a la vez que niega la validez de los juicios externos, tiene interés en conser var una posición destacada. No me juzguéis, pero no dejéis de mi rarme... En efecto, Rousseau desea y teme no ser reconocido en su justo valor. No quiere ser comprendido en la medida en que ser compren dido quiere decir ser atrapado: encontrar un lugar ya establecido en el sistema de valores «inauténticos» a los que se somete el mundo. No, no quiere que se le reduzca a no ser más que un hombre de letras, según la acepción corriente del término; el sentimiento que Jean-Jacques tiene de sí mismo es absolutamente único. A la vez que espera que los otros le reconozcan, rechaza ser reconocido como uno de los suyos. Quiere que se le distinga: «Cuando me pres tan atención, no me molesta que sea de un modo un poco espe cial»9. Aún a riesgo de que este «modo un poco especial» pueda provocar el escándalo. Pues es preferible el escándalo a no contar para los otros. El fracaso no consistiría en ser incomprendido, sino en permanecer ignorado, en haberse afirmado irrisoriamente en el 4 Con/essions, lib. 111, O. C„ I, 115. 9 Mon Portrait. Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), 265; ver O. C., I, 1123. * Ibtdem.
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vacio, en medio de la indiferencia general. Jean-Jacques ha conoci do innumerables veces la decepción de exhibirse inútilmente, de cantar con su mejor voz bajo ventanas que no se abren. Baste con recordar el viaje hacia Annecy al comienzo del segundo libro de las Confesiones: «No veía un castillo a un lado o a otro al que no fuese a buscar la aventura que estaba seguro allí me esperaba. No me atrevía a entrar en el castillo, ni a llamar, pues era muy tímido. Pero cantaba bajo la ventana que tenía la mejor apariencia, quedándóme muy sorprendido, después de haberme desgañitado duran te largo tiempo, al no ver aparecer ni señoras ni damiselas a las que atrajese la belleza de mi voz o el ingenio de mis canciones...»7. Cuando los otros están presentes se produce el malentendido. Jean-Jacques no consigue parecer lo que su sentimiento le asegura que es: Sin ser bobo, a menudo he pasado p o r serlo, incluso en casa de gentes que estaban en situación de juzgar correctam ente: sien do tam o más desgraciado cuanto que mi fisonomía y mis ojos prom etían más, y que esta espera frustrada hace que mi estupidez les resulte más chocante a los dem ás**.
¿Cómo superará este malentendido que le impide expresarse se gún su verdadero valor? ¿Cómo escapar a los peligros de la palabra improvisada? ¿A qué otro modo de comunicación recurrir? ¿Por qué otro medio manifestarse? Jean-Jacques escoge estar ausente y escribir. Paradójicamente, se esconderá para mostrarse mejor, y se abandonará a la palabra escrita: Me gustaría la vida social com o a cualquier o tra persona, si no estuviera seguro de m ostrarm e en ella no solamente de m odo des favorable, sino com pletam ente distinto a com o soy. La decisión que he tom ado de escribir y d e esconderme es precisamente la que me convenía. Estando yo presente, no se habría sabido nunca lo que valía9.
Esta declaración es singular y merece ser subrayada: Jean-Jac ques rompe con los otros, pero para presentarse ante ellos en la pa labra escrita. Protegido por la soledad, dará vueltas a sus frases una y otra vez con toda tranquilidad. Conferirá a su ausencia el sentido más fuerte: la verdad está ausente de esta sociedad, y yo también es7 Confessions, lib. II, O. C., I, 48. * Coñfessioits, lib. III, O. C.. I, 116. * tbtdem.
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toy ausente de ella; asi pues, yo soy la verdad ausente; al oponer a los otros el valor de mi yo, les opongo la universal autoridad de la naturaleza que ellos desconocen. Para aquellos que viven en la con* fusión espiritual, la verdad es escandalosa y seductora: yo seré ese escándalo y esa seducción. Para que por fin se sepa lo que vale, Jean-Jacques se aleja y se pone a componer libros, música... Confia a su ser (su personalidad) a un parecer de otro tipo, que ya no es su cuerpo, ni su cara, ni su palabra concreta, sino el patético mensaje de un ausente. Compone asi una imagen de sí mismo que se impondrá a los otros al mismo tiempo por el prestigio de la ausencia y por la vibración de la sen tencia escrita. Pues Jean-Jacques, soñador apasionado, sabe por experiencia que nada es tan fascinante como una presencia que se impone en y por ausencia. «A excepción del Ser que existe por si mismo, sólo es bello lo que no existe»10. Al tomar «la decisión de escribir y de esconderse», Jean-Jacques intenta operar la transmuta ción que le dará, a los ojos de los otros, la belleza de «lo que no existe». Escribir y esconderse. Nos sorprende la idéntica importancia que Rousseau concede a estos dos actos. Pero lo uno no puede ir sin lo otro. Esconderse sin escribir, seria desaparecer. Escribir sin escon derse, sería renunciar a proclamarse diferente. Jean-Jacques no se expresará más que si escribe y se esconde. La intención expresiva re side en uno y otro gesto, en la decisión de escribir y en la voluntad de soledad. Al romper con los otros, Rousseau cree que les da a en tender que su alma no está hecha para los placeres comunes. El ges to de la separación dice tanto como el propio texto (de ahi la nece sidad oí la que nos encontramos de tener en cuenta, en la misma medida, el pensamiento de Rousseau y su biografía). El acto de escribir apunta a un resultado que no puede ser escri to, a un objetivo que está fuera de la literatura. Sus lectores se equivocan cuando pretenden iniciar con él un debate de ideas. Sus críticos yerran cuando discuten sus cualidades de escritor. No se tra ta de esto; se trata de ser reconocido como un «alma bella», se trata de provocar la efusión de una acogida que no le habían concedido cuando se presentó en persona. Se habría abstenido de escribir, e incluso de hablar, si esta acogida hubiese sido posible a la primera impresión.
io La NouveUe Héloise, VI parte, carta VIII, O. C., II, 693.
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El
reg reso
Jean-Jacques se esconde y escribe, pero sólo para crear las con diciones de un regreso que reparará la decepción de la acogida frustrada. Así pues, la ruptura no tendrá lugar más que con la espe ranza de un regreso más emotivo, y Jean-Jacques sólo habría pasa do por un «circuito de palabras» para volver a presentarse ante los otros y pedirles que se le salude según su verdadera valia. Oe hecho, el problema de la acogida y del regreso no determina solamente la vocación de escritor de Rousseau: éste es un tema que se vuelve a encontrar en el propio interior de su obra y que determi na su comportamiento personal en numerosísimas circunstancias. Estamos en presencia de una conducta arquetipo, que él no deja de vivir ni de imaginar: a falta de una acogida espontánea, Jean-Jac ques agrava el malentendido hasta convertirlo en una situación de ruptura: pero es para superar inmediatamente esta ruptura, con la efusión de un retorno patético en el que se abrazan mutuamente perdonando y pidiendo perdón. Se podría completar el análisis de La Nueva Eloísa desde esta óptica: Saint-Preux es un extranjero acogido, hasta antes de que haya comenzado la acción. Así, el pre supuesto fundamental del libro lo constituye una ensoñación sobre la acogida: la novela se desarrollará con una serie de rupturas y de retornos. Reconciliaciones y «aclaraciones» después de malentendi dos y sospechas injustificadas (véase en particular el episodio de la disputa y del desafio a un duelo entre Edouard y Saint-Preux). Via jes de larga duración en los que se consuma el sacrificio de la pa sión, pero que harán el momento del reencuentro más emocionante. Cada progreso de la transparencia de ios corazones presupone un oscurecimiento momentáneo, que será atravesado por el deslumbra miento del regreso. Para Julie, morir es retomar a la fuente de su ser. Y como para acentuar aún más el símbolo místico, Rousseau hace coincidir la muerte de su heroína con el regreso del marido de la criada Fanchon...11. El quinto libro del Emilio nos muestra, sucesivamente, la acogi da, las separaciones y los regresos. La continuación del Emilio (los 11 El regreso del marido de Fanchon está en el tono y la tradición del idilio pasto ril. Es la repetición del regreso de Colin, que constituía el propio tema del Adivino de la Aldea. Pero no es imposible que Rousseau haya soñado con otro regreso, el de su padre Isaac Rousseau, alejado de su mujer desde hacía mucho tiempo por ser el relojero del palacio de Constantinopla. «Yo fui el triste fruto de ese regreso», añade Rousseau.
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Solitarios) va a hacer todavía más trágica la separación y más con movedor el regreso. El primer encuentro de Émile y de Sophic es significativo: perdidos en el campo y sorprendidos por la lluvia, Émile y su preceptor piden hospitalidad en una casa desconocida. Son generosamente acogidos por una familia modelo... El sueño de la acogida se expresa aqui en su forma más inocente y más adoles cente: la hospitalidad ofrecida, el caluroso asilo en el que uno se re cupera de sus fatigas, en el que se recibe una comida sencilla y sabrosa, y en el que se encuentra, repentinamente, la mirada de la muchacha pura que espera a Telémaco. La felicidad reside en este rústico retiro, que ofrece la promesa de una larga existencia, frugal pero sabrosa, tranquila pero apasionada. Comienza una nueva eta pa de la vida: Émile nace al amor. Alrededor de este retiro irradian los paseos en pareja (o con un tercero). Pero enseguida se producen cortas peleas que ofrecen el pretexto para «dulces reconciliaciones». Después sobreviene una separación más grave: el preceptor quiere que Émile conozca el mundo y las instituciones políticas de diversos países. Viajarán, pero dejarán a Sophie en su campiña natal. Asisti mos a una separación entre lágrimas. (El preceptor encuentra un secreto placer en las lágrimas que hace derramar: pero no hemos te nido que esperar al quinto libro del Emilio para descubrir el sadis mo del preceptor.) La separación se acabará y asistiremos al «deli rio» de un regreso. La edad de oro «parece renacer ya en tomo a la habitación de Sophie»12. Pues regresar es, verdaderamente, re patriarse en un origen profundo. He aquí a los jóvenes casados, ¿pero se ha estabilizado su felicidad? No. Si se permite a JeanJacques que imagine su vida conyugal, no termina nunca con las se paraciones y los regresos. Instalados en Paris, Émile y Sophie sufren la influencia corruptora de la gran ciudad; se vuelven extra ños el uno para el otro. «Ya no eramos uno»13. Sophie es infiel. Émile se aleja; muere a su pasado, bebe «el agua del olvido»14. Va a renacer a si mismo en la soledad. Es, una vez más, un regreso, pero un regreso a si mismo; el pasado, el porvenir, y los demás ya no existen: Intentaba ponerme por completo en el estado de un hombre que empieza a vivir. Me decía que en realidad nunca hacíamos otra cosa que com enzar, y que no habla otra relación en nuestra
12 Émile, lib. V, O. C„ IV, 859. 13 Émile el Sophie, O. C., IV, 887. *4 Op. cit., 912.
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existencia que una sucesión de m omentos presentes, en la que el primero de los cuales es siempre aquel que está en a c to '5.
Pero el regreso a sí mismo no es nada todavía si no se completa con la reconciliación de las almas separadas. Émile volverá a encon trar a Sophie y descubrirá que su falta fue involuntaria: en el para disiaco clima de una isla desierta se producirá un reencuentro ines perado y un reconocimiento. La novela está inacabada, pero nos anuncia desde su comienzo la embriaguez del regreso: «¡De qué temple único debió ser un alma que pudo regresar desde tan lejos, a lo que fue anteriormente!»1516. Se nos tranquiliza desde el primer mo mento: la larga prueba tendrá una conclusión enternecedora. En la vida existe el problema de la acogida: ¿cómo aceptar la acogida sin alienar la propia libertad y sin depender del generoso anfitrión? ¿Cómo ser acogido con igualdad? Pues, para que la aco gida sea pura, no debe comportar ningún lazo material ni conllevar ninguna obligación de reconocimiento. Debe significar la unión in mediata de las almas que se saben superiores y que han reconocido su semejanza. ¿Jean-Jacques dejará que le inviten a casa del maris cal de Luxembourg? ¿Podrá vivir en presencia inmediata de su ami go? ¿No deberá soportar un número demasiado grande de /mermediarios? Desde luego, este proyecto fue uno de los que m edité por más tiempo y con la mayor complacencia. Sin em bargo, al final tuve que reconocer, a pesar m ió, que no era bueno. Sólo pensaba en la unión con las personas sin pensar en los intermediarios que nos habrían m antenido aleja d o s...17.
Pero al menos una vez se hizo realidad el sueño de la acogida. La hospitalaria, la excesivamente hospitalaria Mme. de Warens se encontró en su camino. Bastó una mirada, la presentación de una carta: ella sonrió, reconoció a Jean-Jacques y le recogió: Era el dom ingo de Ramos del año 1728. C orro para seguirla, la veo, le doy alcance, le hablo... Debo acordarm e del lugar; des pués lo he em papado a m enudo con mis lágrimas y cubierto con mis besos. ¡Ojalá pudiese rodear este dichoso lugar con una ba15 Op. cit., 905. Entrar en $1 mismo, forma narcisista del regreso. 16 Op. cit., 887. Sobre la proyectada conclusión de Emilio y Sofia, véase el ar tículo de Charles Wirz : nota sobre «Émile et Sophie ou les Solitaires», A m ales J.-J. Rousseau, XXXVI, 291-303. 17 Cuarta carta a Malesherbes, O. C., 1, 1146.
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laustrada de oro y hacer que la tierra entera le tributase venera ción! Cualquiera que guste de honrar los m onum entos en honor de la salvación de los hombres no debería acercarse a éste más que de rodillas. E ra un callejón que había detrás de su casa, entre un arroyo que la separaba del jardín, a m ano derecha, y el m uro del patio a la izquierda, que conducía por una puerta falsa a la iglesia de los franciscanos. Cuando se disponía a entrar por esa puerta, Mme. de W arens se volvió al oir mi voz. ¡Qué se produjo en mí cuando la vi! Me había imaginado a una vieja devota muy m alhum orada... Vi un rostro lleno de gracias, unos bellos ojos azules llenos de dul zura, un color resplandeciente, y el contorno de un pecho encan tador. N ada escapó a la rápida mirada del joven prosélito, pues inmediatam ente me convertí en el suyo, convencido de que una religión predicada por tales misioneros n o podía dejar de llevar al paraíso. Ella, sonriendo, tom a la carta que con m ano tem blorosa le presento, la abre, echa un vistazo a la de M. de Pontverre, vuel ve a la m ía que lee por com pleto, y que hubiese vuelto a leer, si su criado no le hubiese avisado de que era hora de entrar. «¡Y bien!, hijo mió —me dijo en un tono que hizo que me estremeciese— re corréis la región siendo aún muy joven; en verdad que es una pena.» Después, sin esperar a mi respuesta, añadió: «Id a esperar me a mi casa, decid que se os dé de com er: después de la misa iré a hablar con vos»18.
En la escena, tal y como se reconstruyó en la memoria de JeanJacques, éste casi no profiere palabra alguna; se expresó en su carta y por consiguiente está libre de la angustia del lenguaje, el espacio está libre para el intercambio de miradas. Al preceder a cualquier explicación, «la simpatía de las almas», sólo tuvo necesidad, para manifestarse, de la «mirada» del «primer encuentro»19. Mme. de Warens ni siquiera espera la respuesta de Jean-Jacques; ¿era necesa rio hablar para responder? Su verdadera respuesta está por entero en el estremecimiento que suscitan el tono y la voz de Mme. de Wa rens —esta «voz cristalina de la juventud»... ¡Cómo me palpitaba el corazón al acercarme a casa de Mme. Warens! Mis piernas tem blaban, m is ojos se vetaban, no veía nada, no oia nada, no habría podido reconocer a nadie; me vi obligado a detenerme varias veces para respirar y recobrar el do minio de mi m ism o... En cuanto me vi ante Mme. de W arens, su aspecto m e tranquilizó. Me estremecí al oir por primera vez el so18 Confessions, lib. II, O. C., I, 49. 19 Confessions, lib. III, O. C., I, 107.
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nido de su voz, me arro jo a sus pies, y entre arrebatos de la m ás viva alegría elevo su m ano a mis labios20.
Asi pues, el velo se disipa inmediatamente: Jean-Jacques entra en un periodo que señala para él el retomo de la transparencia. Le lleva a Mme. de Warens un corazón «abierto ante ella como ante Dios»21. Ha recobrado la felicidad que habia perdido en Bossey: vi vir bajo la mirada de una persona divina (o divinizada), ser uno mismo «sin mezcla ni obstáculos»22*y sin preocupación por los medios: Me entregaba tan to más a la dulce sensación de bienestar que sentía cerca de ella, cuanto que este bienestar del que gozaba no se veia em pañado por ninguna inquietud respecto a los medios con que m antenerlo22.
En el texto inacabado del décimo paseo es significativo ver como Jean-Jacques (cincuenta años después del primer encuentro de Annecy) se cuenta a si mismo la felicidad del primer regreso: Ella me había alejado. Todo me hacia volver a su lado y tuve que regresar allí. Este regreso determ inó m i destino24.
Pero Jean-Jacques es presa de su «deseo de ir y de volver», y los otros regresos serán más decepcionantes. Tras el viaje a Lyon, en el que acompañó y abandonó al pobre M. Le Maítre, Jean-Jacques —que había partido muy alegremente— está obsesionado por la idea del regreso: N ada me apetecia, nada me tentaba, no tenia o tro deseo que el de regresar ju n to a M am á... Asi regresé tan pronto com o me fue posible. Mi regreso fue tan apresurado y mi m ente estaba tan dis traída que, aunque me acuerdo con tan ta satisfacción de lodos los otros viajes, no tengo el más minimo recuerdo de éste. No recuer do nad a... Llego y no la encuentro. ¡Cuál no seria mi sorpresa y mi dolor!25. 20 Op. cit., 103. Sobre el parecido del regreso de Jean-Jacques con el de SaintPreux, véase unas lineas más adelante: «Vi cómo llevaban mi hatillo a la habitación que me habla sido destinada, aproximadamente como Saint-Preux vio cómo encerra ban su silla en la cochera de la casa de Mme. de Wolmar». Confessions, lib. V, O. C., I, 191. 22 Réveries, décimo Pasco, O. C., 1, 1098-1099. 25 Confessions. lib. III, O. C.f I, 10¡6. 24 Réveries, décimo Paseo, O. C., I, 1098. 25 Confessions, libs. III-IV, O. C., I, 130-132. Observemos que la abrupta censu ra entre el libro III y el libro IV marca la decepción del regreso frustrado.
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¡Y el último regreso! Tras la larga consunción hipocondriaca, tras Mme. de Larnage, tras Montpellier, Jean-Jacques vuelve a Les Charmettes completamente poseído por el entusiasmo, por la virtud. Ha tomado algunas resoluciones. En lo sucesivo, sabrá dominar sus impulsos de partida y de huida. Ha cambiado de vida. Una vez más, la idea de regreso se pone en relación con la idea de un nuevo naci miento, y Jean-Jacques viene a renacer junto a mamá: «En cuanto hube tomado mi resolución, me convertí en un hombre nuevo, o mejor aún, me convertí en el que era antes». Regreso a si mismo, regreso a mamá, «regreso al bien». Pero, ¡ay!, esta vez la fiesta del regreso no tendrá lugar: Quería experimentar en todo su encanto el placer de volver a verla. Prefería esperar un poco para que se añadiese a aquél de ser esperado. Esta precaución siempre me habla dado buen resultado. Siempre había visto señalar mi llegada con una especie de fiestecita: no esperaba menos esta vez y valia la pena procurarse estas complacencias a las que tan sensible era26.
El lugar está ocupado por el oficial de peluquero Vintzenried. En vez del deslumbramiento del regreso, el mundo se oscurece. Y en un pasaje exactamente paralelo a aquel que evocaba el campo de Bossey que se había vuelto desierto y sombrío, Jean-Jacques se des pide de la felicidad de su juventud, igual que se había despedido de la felicidad de su infancia: Habrían tenido que conocer mi corazón, sus sentimientos más constantes y más auténticos, sobre todo los que en ese momento me hacian volver a su lado. ¡Qué conmoción tan rápida y comple ta en todo mi ser! Pónganse en mi lugar para estimarlo. En un mo mento vi cómo se desvanecía para siempre todo el futuro de felici dad que me había imaginado. Desaparecieron completamente las dulces ideas que con tanto afecto acariciaba; y yo, que desde mi infancia no sabría concebir mí existencia más que junto a la suya, me vi solo por vez primera. Fue un momento espantoso, y los que le siguieron siempre fueron sombríos. Aún era joven, pero ese dulce sentimiento de goce y de esperanza que vivifica la juventud me abandonó para siempre. A partir de entonces mi ser sensible estuvo muerto a medias. Ya no vi ante mi sino los tristes restos de una vida insípida, y si en algunas ocasiones mis deseos fueron conmovidos aún por una imagen de felicidad, esa felicidad ya no era la que me era propia, sentía que alcanzándola no seria verda deramente feliz27. 26 Confessions. lib. VI, O. C.. I, 261. 27 Op. til.. 263.
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Un regreso feliz determinó su destino; ahora, un regreso fraca sado determina definitivamente la privación de felicidad. (Conceda mos la importancia que se merece a una tendencia que Rousseau manifiesta a lo largo del relato de las Confesiones: la necesidad de asignar a ciertos acontecimientos un valor fatal que señala el co mienzo de una desgracia y de un embrujamiento catastrófico. Aquí empieza es una fórmula que encontramos cada vez más a menudo; cada vez que aparece hace referencia a una entrada solemne en el reino de la desgracia, como si, mientras tanto, Jean-Jacques hubiese tenido tiempo de olvidar un maleficio precedente.) Por supuesto, en las relaciones entre Jean-Jacques y Mme. de Warens el deseo de re greso sólo adquiere tal importancia, porque existe, al mismo tiem po, una intensa voluntad de alejamiento y de separación. A Rous seau le asusta una intimidad demasiado grande. Quiere la presencia de una semiausencia. Quiere la separación para tener la alegría del regreso. Cuanto más larga sea la separación, más dulce será la re conciliación. Tras haber sido suplantado por Vintzenried, Jean-Jac ques intenta regresar una vez más con el corazón lleno de perdón y de amor, lleno sobre todo de reproches hacia si mismo: Muchas veces m e vi vivamente tentado de partir al instante y a pie para regresar a su lado; con tal de volver a verla una vez m ás, habría aceptado m orir en aquel mismo m om ento. Finalm ente, no pude resistir a esos recuerdos tan tiernos que me reclamaban a su lado a cualquier precio. Me decía a mi mismo que no habia sido bastante paciente, complaciente y afectuoso, que poniendo de mi parte más de lo que habia puesto, aún podia vivir feliz en una am istad muy dulce. Concibo los más bellos proyectos del mundo y ardo en ejecutarlos. A bandono todo, renuncio a todo; parto, vuelo, llego presa de los mismos arrebatos de mi prim era juventud y me encuentro a sus pies. ¡Ah! Hubiera m uerto de goce allí si hu biese encontrado en su acogida, en sus caricias, en una palabra, en su corazón, la cuarta parte de lo que encontraba en otro tiem po, y que yo aún traia conmigo de nuevo. ¡Horrible ilusión de los asuntos humanos! Me recibió una vez más con su excelente corazón, que no podia m orir más que con ella, pero yo venia a buscar un pasado que ya no era y que no podia renacer. Apenas hube permanecido una media hora con ella, sentí que mi antigua felicidad habia muerto para siempre21.
Igual fracaso cuando Rousseau quiera regresar a Ginebra. Hu biese deseado encontrar alli lo que buscaba cada vez que regresaba* 2* Op. t i l ., 270.
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junto a mamá: la ternura de una «fiestecita». Las cosas no cin piezan demasiado mal, pero en seguida descubre de nuevo que su «lugar está ocupado». AI igual que el peluquero Vintzenried en la cama de Mme. de Warens, «el polichinela Voltaire» está instalado en Ginebra. Otro le ha robado su fiesta. Son éstas las propias pa labras que Rousseau emplea para quejarse: «Si J.-J. no fuese de Gi nebra, a Voltaire le hubiesen festejado menos allí»29. Lo dirá direc tamente a Voltaire: «No os quiero, Señor, me habéis ocasionado los males que podian serme más dolorosos, a mi, vuestro discípulo y vuestro ferviente admirador. Habéis perdido a Ginebra como re compensa por el asilo que alli se os ha dado. Habéis alejado de mi a mis conciudadanos como recompensa por los aplausos que yo os he prodigado entre ellos: Sois vos quien hacéis que me resulte inso portable la estancia en mi pais; sois vos quien me haréis morir en tierra extraña, privado de todos los consuelos de los moribundos, y por todo honor, arrojado en un basurero»30. ¡El regreso o la muer te! Pero a falta del regreso y en lugar de la muerte existe la literatu ra. El exilio es favorable al libro. «Tomé la decisión de escribir y de esconderme.» La Carta a D'Alembert y las Cartas de la Montaña son regresos (tiernos o fulgurantes) a la ciudad natal. Y Jean-Jac ques se convencerá de que la distancia es la condición misma de la acción política más eficaz: «Cuando se quiere consagrar libros al verdadero bien de la patria, no hay que realizarlos en su seno»31. Lo mismo ocurre entre Jean-Jacques y sus amigos: a partir del momento en que se produce el más mínimo malentendido se replie ga sobre si mismo y se aleja. Más aún, trabaja activamente para ha cer más grave el malentendido; acumula las quejas dirigidas al ami go culpable. Jean-Jacques quiere saberse querido, y para obtener esta certeza, para obligar al amigo a descubrirle su corazón con la ardiente efusión del regreso, multiplica las desengañadas nega ciones. ¡No!, ya no me queréis, ya no me comprendéis, os habéis convertido en un extraño para mí. Espera impacientemente que le tranquilicen, que le regañen e incluso le castiguen por haber duda do. Jean-Jacques está dispuesto a pedir perdón. Experimentará una alegría llena de humillación parecida al placer que experimentó la primera vez con ocasión de la azotaina propinada por Mlle. Lambercier. «Estar de rodillas ante una amante exigente, obedecer sus 29 En Moultou a 25 de abril de 1762, Correspondace genérale, DP, Vil, 191, L, X, 210. 30 A Voltaire, 17 de junio de 1760, Correspondance générale, DP, 1315, L, VII, 136. 31 Confessions, lib. IX, O. C., I, 406.
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órdenes y tener que pedirle perdón eran para mi goces muy dulces»32. Éste es el trato que Jean-Jacques pide expresamente a Mme. de Epinay: Tiene usted demasiados miramientos conmigo y me trata con dem asiada delicadeza. A m enudo, tengo necesidad de que me ri ñan más de lo que usted lo hace; me gusta mucho el to n o de repri m enda cuando lo merezco; creo que seria persona capaz de consi derarlo a veces como una especie de mimo amistoso.
Y Rousseau describe la escena ideal con la que sueña, en la que se confunden caricias y castigos: He aqui lo que quiero que haga un amigo m ió ... Quiero que me acaricie y que me bese m ucho, ¿entendéis, señora? En una palabra, que comience por calmarm e, lo que seguramente no lle vará mucho tiem po, pues nunca hubo incendio alguno en el fondo de mi corazón que no fuese extinguido por una lágrima. E nton ces, cuando me haya enternecido y calmado y esté avergonzado y confuso, que me regañe mucho, que me cante las cuarenta y con toda seguridad estará contento de m í33.
La Correspondencia de Rousseau nos ofrece gran número de ejemplos de comportamientos como éste. Con gran frecuencia la maniobra tiene éxito, Jean-Jacques recibe la confirmación que espe raba: le quieren, le estiman, no le han olvidado, sus quejas eran in justas. Así, a la muerte del mariscal de Luxembourg, Rousseau es cribe a su viuda una carta de pésame, extrañamente egocéntrica, en la que se apiada de si mismo: ...A l igual que vos él me había olvidado. ¡Ayl ¿Q ué he hecho? ¿Cuál es mi crimen si no es el de haber querido dem asiado tanto a uno com o al o tro , y el de haberm e preocupado asi los p e sares que me consum en?34*.
El reproche injusto provoca la respuesta tranquilizadora: «El os quería, os lo repito, si, él os quería de todo corazón, y os aseguro que vuestro alejamiento de París es una de las cosas que más pena y dolor le causaron»33. Son, exactamente, las palabras que Rousseau 31 Confessions, tib. I, O. C., I, 17. 33 A Mme. de Epinay, Correspondance générale. DP, III, 43, L, IV, 197 y ss. 34 A Mme. de Luxembourg, S de junio de 1764, Correspondance générale. DP, XI, 112. 33 Mme. de Luxembourg a Rousseau, 10 de junio de 1764, Correspondance géné rale, DP. XI. 123.
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deseaba escuchar, es la certeza que necesitaba. Le embarga una tier na felicidad que transforma el duelo en una deleitación narcisista: ¡En qué terrible estado me encontraba y cóm o me ha aliviado vuestra carta! Si, señora Maríscala, la certeza de que el señor M a riscal me quiso, sin que llegue a consolarm e de su pérdida, suaviza la am argura de la misma y hace que a mi desesperación sucedan preciosas y dulces lágrim as36.
En Rousseau, cuanto más viva sea la queja tanto más necesaria será la anticipación del delicioso momento de la aclaración. Así su cede con respecto a Diderot: Una palabra, una sola palabra de dulzura hacía que me cayese de las m anos la pluma y que manasen lágrimas mis ojos, y caía a los pies de mi am igo37.
Y en la larga carta a Hume, todo conduce a la evocación de una escena conmovedora, en la que Hume vendría a su encuentro lle vándole la prueba de su inocencia, liberándole de «esta duda funes ta». Jean-Jacques debió experimentar una felicidad suprema al implorar misericordia: Si sois culpable, soy el más desdichado d e los hum anos; el m ás vil, si sois inocente. Hacéis que desee ser esa cosa despreciable. Si, el estado en que me vería postrado, pisoteado bajo vuestros pies, pidiendo a gritos misericordia y haciendo lo que fuese por o b te nerla, proclam ando en voz alta mi indignidad y ofreciendo el más brillante hom enaje a vuestras virtudes, ese estado, digo, seria, para mi corazón, un estado de plenitud y de alegría, tras el estado de ahogo y de muerte en el que le habéis colocado38.
De hecho, Rousseau ya habla representado esta gran escena, pero la había representado solo, sin que Hume entendiese nada, sin la más minima respuesta, sin la menor reacción emotiva por parte del escocés; extraña escena en la que Rousseau se estremece de es panto al topar con la mirada de su anfitrión y después, antes inclu so de haber pronunciado una sola palabra, se arroja sollozando en brazos del «bondadoso David» (que no comprende nada): 36 A Mme. de Luxembourg, 17 de junio de 1764, Correspondance générale. DP, XI, 141. 37 A Mme. de Epinay, Correspondance générale. DP, III, 32, L, IV, 183. 38 A Hume, 10 de julio de 1766, Correspondance générale. DP, XV, 324.
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P ronto me invade un violento rem ordim iento; me indigno conmigo mismo; por fin, en un arrebato del que aún me acuerdo con placer, me arrojo a su cuello y le abrazo con fuerza; sofocado por los sollozos e inundado por las lágrimas, exclamó con voz entrecortada: No, no, David Hume no es un traidor; si no fuese el m ejor de los hombres seria el más perverso...39.
Esta escena reproduce, poco más o menos, aquella en la que Saint-Preux implora el perdón de Milord Edouard. Rousseau se comporta según el modelo novelesco del que es autor: «Me precipité a sus pies, y con el corazón lleno de admiración, de dolor, y de ver güenza, estrechaba sus rodillas con todas mis fuerzas, sin poder proferir una sola palabra»40. Pero Rousseau repite en vano la con movedora demostración: en el mejor de los casos será un simulacro de regreso, una reconciliación imperfecta en la que el amigo sólo es recuperado por poco tiempo, después de lo cual se interponen de nuevo el velo y el malentendido. Las inquietas gestiones por las que Rousseau intentaba provocar la certeza de ser querido desembocan finalmente en lo contrario. Agravaba la separación con la esperanza de precipitar el brusco cambio en el que la distancia fuese abolida y en el que reinase una perfecta confianza. Quería que la ruptura se acentuase hasta los límites de lo intolerable, para que resultase de ello la catástrofe deliciosamente humillante en la que el enemigo imagi nado se convierte en un amigo recuperado: se alejaba dolorosamen te hasta el fin del mundo, hasta las más negras profundidades de la noche, para surgir súbitamente a la luz de la presencia reparadora. Pero la espera es en vano, hay que contentarse con un sustento ima ginario. (Asi es la acción que se desarrolla entre el primer y el tercer Diálogo: es la historia de un regreso. El francés reconoce la inocen cia de Jean-Jacques, y su regreso prefigura aquel más tardio, de to dos aquellos que siguen ignorándola: «Se ha recurrido a todo para prevenir e impedir este regreso: pero de nada les va a servir, tarde o temprano se restablece el orden natural»41. Ahora bien, JeanJacques se ve reducido a contárselo a si mismo por mucho tiempo: es una bella quimera de la que se complace en sustentarse.) Rousseau es capaz de estos cambios instantáneos, de estos re gresos fascinados. ¿Pero vuelven los otros a él sinceramente? ¿Por mucho tiempo? ¿No será necesario provocarlos continuamente? ¿No será necesario alejarse constantemente para llamarlos? Están 3» Op. cit., 308. 40 La NouveUe Hélolse, II pacte, cana X, O. C., II. 219. 41 Dialogues, III, O. C„ I. 973.
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tan dispuestos a apartarse, a mirar a otra parte, y a decepcionar la exigencia absoluta de Jean-Jacques: «Lo que más me indigna es que se resarcen de mi ausencia con el primero que llega»42. Los otros siempre interpretan mal: ven a un hombre que se encierra en la des confianza, a un misántropo sumido en la amargura; no perciben (o al menos no siempre) el chantaje de un corazón que quiere obte ner la «certeza de ser amado». No se borra ningún malentendido: se habrán acumulado los obstáculos, las sospechas y las palabras crue les; sólo queda la ruptura, y en vez de que la distancia se desvanezca al hacerse excesiva, asistimos a un alejamiento irremisible. Los otros desconfían de este loco. Se encierra en una separación y en una soledad irreparables. Y hasta encuentra en ellos una especie de quietud, en la que se siente liberado de la preocupación por el por venir: su destino está «determinado irremisiblemente», ha renun ciado «al error de contar con un cambio de opinión, incluso en otra época...»43. En la obra de Rousseau no nos faltan ejemplos en los que el tema del regreso se pone en conexión con el mito de la opacidad y de la transparencia. Alejarse es querer y soportar la noche, la opaci dad. Después, la alegría del regreso restablece milagrosamente una nueva transparencia. Releamos en el segundo libro del Emilio el epi sodio del niño que rompe los cristales de la ventana de su habi tación. Prestemos atención al valor simbólico del cristal, y al no menos simbólico significado del castigo por medio de la oscuridad. Está claro que Rousseau participa en la aventura; posiblemente has ta se identifique con el niño castigado, para vivir con él la alegría del regreso a la luz: Rompe las ventanas de su habitación: dejad que el viento sople sobre él noche y dfa... Al final hacéis reparar los cristales sin decir nunca nada: los vuelve a rom per. Cam biad entonces d e mé to d o ... Le encerraréis en la oscuridad en un lugar sin ventanas. A la vista de tan novedoso proceder, lo prim ero que hace es gri tar, chillar; nadie le escucha. Enseguida se cansa y cam bia de tono. Se queja, gime; aparece un criado; el niño desobediente le ruega que le libere. Sin buscar pretexto alguno para no hacer lo que le pide, el criado le responde: Yo también tengo cristales que 42 A Mine, de Epinay, Correspondance générale, DP, III, 45, L, IV, 198. 43 Cfr. Revenes, primer Paseo: «En cuanto hube comenzado a entrever la trama en toda su extensión perdí para siempre la idea de hacer cambiar de criterio sobre mi al público antes de mi muerte, e incluso ese cambio de opinión, al no poder ser reci proco, me seria de muy poca utilidad a partir de entonces. De nada les servirla a los hombres volver a mi, ya no me encontrarían» (O. C„ 1, 997-998).
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conservar, y se va. Por últim o, después de que el niño haya per manecido allí varias horas, el tiem po suficiente com o para ab u rrirse y recordarlo, alguien le sugerirá que os proponga un acuer do por medio del cual le devolveríais la libertad y ya no rom pería más cristales; no deseará o tra cosa. H ará que os nieguen que va yáis a verlo; iréis; os hará su proposición y la aceptaréis al m o mento diciéndole: está muy bien pensado, con ello ganaremos los dos, ¡qué pena que no hayáis tenido antes esta buena idea! Y des pués, sin pedirle ni una declaración formal ni una confirmación de su promesa, le abrazaréis con alegría y le conduciréis de inme diato a su habitación44.
Variante pedagógica del regreso, pero en la que no faltan ni el sadismo de la ruptura, ni los abrazos de la reconciliación. La suce sión de los acontecimientos repite, con asombrosa fidelidad, el mis mo esquema «psicodinámico» y la misma dialéctica ternaria: malen tendido, separación voluntaria y abrazo reparador.
« S in
p o d e r p r o f e r ir u n a s o l a p a l a b r a » 45
La alegría del regreso es intensa y muda. La palabra cesa. SaintPreux se arroja a los pies de Milord Edouard «sin poder proferir una sola palabra». Jean-Jacques espera recibir la señal («una pa labra, una sola palabra de dulzura») que le hará callar y hará que la pluma le caiga de las manos. En todas las escenas que acabamos de citar, lo esencial se dice por medios distintos del lenguaje conven cional; en el momento de la acogida de Mme. de Warens todo se de cidió «con la primera palabra, con la primera mirada», antes de cualquier explicación verbal; Jean-Jacques no le habla a Hume más que después de haberse arrojado a su cuello convulsivamente. La acogida ideal, el retorno ideal se produce antes o más allá del len guaje: aún no se ha hablado o ya se ha dicho todo y no queda más que abrazar al amigo recobrado. Jean-Jacques ha tomado el partido de escribir y de esconderse, pero sólo escribe en la espera del momento maravilloso en el que la palabra llega a ser inútil, y sólo se esconde con la esperanza del ins tante en el que le bastará con mostrarse. En el espíritu de Rousseau, el «circuito de palabras» es verdaderamente un circuito, puesto que debe conducir a un punto que se parece al primer momento en el 44 Émile, lib. II, O. C., IV. 333-334. 45 La Nouvelle Hélolse, II pane, caria X, O. C., II, 219.
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que la palabra aún no ha tenido lugar. El regreso ideal borra los malentendidos; borra incluso las «explicaciones» que se han acumu lado en el lenguaje escrito; es un nuevo nacimiento, una «regenera ción», un nuevo comienzo, un despertar. En la pluma de Rousseau el lenguaje negaba el mundo de los otros; yo no soy como vosotros, no reconozco vuestros valores. Pero el momento del regreso niega este lenguaje negador; la ausencia y el exilio en la literatura se con vierten en una presencia muda, en la que Jean-Jacques se ofrece tal cual es, tal como se ha construido por la ausencia y la literatura. Toda palabra queda abolida; entonces subsiste en estado puro lo que el lenguaje quería probar: la inocencia, la verdad y la unidad de Jean-Jacques. A través del discurso se ha hecho de tal modo que pueda ser reconocido fuera de todo discurso, en un «arrebato» en el que el sentimiento se basta plenamente a si mismo. El ponerse de rodillas, el abrazo y los sollozos lo revelan todo sin el auxilio de ninguna palabra. No es que la palabra no intevenga nunca, sino que no interviene más que por añadidura, sin tener la función de poner en claro lo que ha hecho interrupción fuera del lenguaje. Todo está dicho por la emoción misma, y la palabra no es más que el aventurado eco de la emoción. De ahi el carácter excla mativo, no sintáctico y falto de coordinación de esta palabra agita da que ya no tiene que organizarse en forma de discurso, porque ya no desempeña el papel de intermediario y ya no es el medio indis pensable de la comunicación. (Recuérdese en la tercera carta a Malesherbes «la maravillosa embriaguez» en la que Jean-Jacques no puede más que exclamar: «¡Oh gran Ser!» Recuérdese también la oración de la pobre anciana que no sabia decir otra cosa que: ¡Oh!46.) Presenciamos un ciclón afectivo: estremecimientos, gritos, tem blores, sofocos, palpitaciones, etc. Todos estos acontecimientos fi siológicos que Rousseau siente de ordinario como obstáculos para la expresión adecuada, puede aceptarlos ahora y entregarse a ellos como a un modo de expresión ideal. En «el estado ordinario» el desorden emotivo es una molestia que paraliza a Rousseau e inhibe su pensamiento. «El sentimiento viene a embargar el alma más ve loz que el rayo, pero en vez de iluminarse, me abrasa y me deslum bra. Siento todo y no veo nada. Me arrebata pero me deja estúpi do...»47. Ahora bien, en el instante ideal del regreso la conmoción física de la emoción lleva consigo un significado suficiente, literal * Coirféssions. Bb. XII, O. C.. I, 642. 41 Cnnfessions, Hb. III, O. C., I, II3.
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mente desborda de significado. Convertido en escritor para com pensar ante los otros la impresión de estupidez de la que es respon sable su emotividad, Jean-Jacques no para hasta crear situaciones en las que la emoción expresiva suprime la necesidad de escribir y de hablar: entonces, está reconciliado con su cuerpo y puede venir a ofrecerse en persona. En estos momentos privilegiados, el sentimiento inmediato es expresión inmediatamente. Estar emocionados y manifestar la emo ción no son sino la misma cosa. Asi pues, ya no es necesario enaje nar el sentimiento en una palabra que le traicionará. Todo a nivel del cuerpo, pero el cuerpo ha dejado de ser un obstáculo, ya no es una opacidad interpuesta: por su movimiento, su estremecimiento y su placer es significación de parte a parte. La tormenta emotiva es simultáneamente pasión y acción: la expansión y el desahogo se pro ducen; el mundo se abre para acogerme y hago que los corazones se abran. El mundo era estrecho cuando había que recurrir a la me diación de la palabra; ahora que el lenguaje no es más que uno con el cuerpo y la emoción, el universo despliega todo el espacio exigido por el «corazón» y vuelve a ser posible la unidad. Quizás haya sido la palabra lo que haya preparado la reconciliación, pero, en si mis ma, la reconciliación es muda. A la nefasta emoción que perturbaba el mundo y cerraba todas las vias de comunicación se opone una magia emotiva que libera el espacio. Esta magia (como ha señalado Sartre en el Esbozo de una teoría de las emociones) es un modo de vivir el mundo a través del cuerpo, que es la «vivencia inmediata de la conciencia»4®. Así pues, la emoción no es solamente la expresión más inmediata del yo, sino también la forma más inmediata de la acción sobre el mun do exterior: su eficacia consiste en transformar el mundo sin salir del cuerpo y sin aplicar ninguna actividad instrumental sobre el mundo. Voluntad de regresar a una expresión que se encuentra antes de la palabra discursiva, retorno al cuerpo: los psicólogos hablarán de narcisismo, de conversión histérica, de regresión... Y por añadidura subrayarán el papel que juega la enfermedad en el sistema expresivo de Jean-Jacques. No es posible determinar si la enfermedad de veji ga es orgánica o funcional (psicosomática, diríamos hoy) respecti vamente, todas las hipótesis son equivalentes. Lo cierto es que a la enfermedad se le confieren significaciones inmediatas. En Jean-48 48 Jean-Paul Sartre, Esquisse d ’une théoríe des émolions (París, Hermann, 1939), II.
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Jacques la enfermedad tiene siempre una función expresiva. No es sólo la ocasión o el pretexto de ciertos sentimientos, sino que se ma nifiesta como sentimiento: es rechazo, reproche, autocastigo, aleja miento. Siempre dice alguna cosa más o menos confusamente. Cuando Jean-Jacques cree tener un «pólipo en el corazón» y deja a Mme. de Warens para someterse a tratamiento en Montpellíer, sin duda se está castigando (como supone René Laforgue)49 por haber reclamado la herencia de los trajes de Claude Anet, que desempeña ba el papel del padre en el triángulo amoroso. En este caso lo que está claro es que, en vez de exteriorizarse por «medio» del lenguaje, el conflicto se expresa a nivel visceral. El malestar que describe Rousseau es un comportamiento somático en el que manifiesta de seos y voluntades que no pueden o no quieren convertirse en acción objetiva y en pensamiento explícito. Los problemas que la concien cia se niega a objetivar completamente se «convierten» en trastor nos orgánicos y hablan a través del síntoma mórbido. El sentido de la situación vivida se mantiene entonces inherente al cuerpo y se convierte en pasividad sufriente. Al refugiarse en la enfermedad, Jean-Jacques regresa al modo de expresión más inmediato. (¿Pero, se ha observado que a partir de las Confesiones la correspondencia de Rousseau incluye menos quejas sobre su salud, y sobre todo, uti liza con menos frecuencia la enfermedad como argumento senti mental? Es posible que el hecho mismo de la confesión haya tenido un efecto liberador. Es posible igualmente que la obsesión de perse cución movilice enteramente la actividad hipocondriaca que se ha bía orientado en dirección al cuerpo.)
El
p o d e r d e l o s s ig n o s
Julie acaba de tener las viruelas, delira y le ha parecido vet a Saint-Preux en sueños (mientas que él estaba realmente presente a la cabecera de su cama). Aventura una hipótesis, que es también un anhelo: ¿Acaso dos almas tan Intimamente unidas no podrían tener una com unicación inm ediata, independiente del cuerpo y de los sentidos?50. 49 René Laforgue, «Étude sur Jean-Jacques Rousseau», en Revue francaise de Psychanalyse, noviembre 1927. 50 La Nouvelle Héloise, III parte, carta XIII, O. C., II, 330.
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Y poco antes de morir, Julie formula de nuevo el mismo anhelo de una comunicación inmediata, «semejante a aquella por la que Dios lee nuestros pensamientos ya en esta vida, y por la que nos otros leeremos reciprocamente los suyos en la otra». Comunicar sin pasar por la mediación del cuerpo y del mundo sensible: es éste un privilegio que, en principio, sólo pertenece a Dios; en realidad el alma que se hiciese capaz de una comunicación inmediata llegaría a ser divina y semejante a Dios. Ahora bien, éste es un fruto prohibi do, y aunque Rousseau lo codicia, sabe, sin embargo, que al hom bre no le está permitido apropiarse de ¿I. Quien quiere prescindir de recurrir a los medios de la acción y del discurso humano, quien pre tende poseer el conocimiento inmediato y los «goces inmediatos», ¿no se parece a Lucifer que se enorgulleció de brillar con la misma luz que Dios? Rousseau ha aprendido de San Agustin y de Malebranche que «el hombre no es para si mismo su propia luz»11. Hay que resistir a la tentación de creernos fuente de una luz que sólo está en nosotros desviada, refractada y debilitada. Sólo Dios conoce intuitivamente lo universal; el dominio del hombre no es la intuición inmediata, sino el discurso, el lenguaje, la sucesión y el en cadenamiento de los medios. Ésta es una imperfección que hace que nuestro saber sea siempre incompleto, que nuestro pensamiento se transmita siempre de forma precaria y adulterada, que nuestros sen timientos resulten, en el fondo, incomprensibles incluso para aque llos que creen compartirlos. En el mundo de los medios, el hombre está en exilio. Tal es el orden de las cosas del que sería ocioso querer salir. A fin de conjurar su propio deseo de comunicación in mediata, Rousseau repite la lección de los teólogos, que aleja infini tamente a la criatura del creador: Dios es inteligente, ¿pero cóm o lo es? El hom bre es inteligente cuando razona, y la suprem a inteligencia no necesita razonar; pa ra ella no existen ni premisas, ni conclusiones, ni siquiera existe la proposición; es puram ente intuitiva; ve del mismo m odo to d o lo que es y todo lo que puede ser, todas las verdades no son para ella más que una sola idea, al igual que todos los lugares un solo pun to y todos los tiempos un solo m om ento. El poder hum ano actúa a través de los m edios, el poder divino actúa por si mismo5152.
Entre personas humanas la comunicación inmediata es imposi ble: de esto resulta que debemos recurrir necesariamente a gestos y 51 Malebranche, Entretiens sur Métaphysique, III, 3. » Émtle, lib. IV. O. C., IV, 593.
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a signos sensibles. En una palabra, los hombres tienen necesidad de un lenguaje convencional porque el pensamiento no puede comuni carse inmediatamente: para nosotros los «signos de institución» se rán un mal menor. Hay que hablar, hay que escribir y hay que pa sar por la mediación del oido y de la vista. Esta teoría del lenguaje se encuentra en un número bastante grande de contemporáneos de Rousseau, que la han tomado de Locke. En efecto, en el último ca pitulo del Ensayo sobre el entendimiento humano se dice: Dado que la escena de las ideas que constituyen los pensa mientos de un hom bre n o p uede aparecer inm ediatam ente a la vis ta de o tro hom bre, ni ser conservada en otro lugar que no sea la memoria, que no es un depósito muy seguro, tenem os necesidad d e signos de nuestras ideas para poder com unicam os m utuam ente nuestos pensamientos, asi com o para grabarlos para nuestro pro pio uso. Los signos que los hom bres han considerado más cóm o dos y de los que, por consiguiente, han hecho un uso más general son los sonidos articulados3334.
Según Locke, la idea misma es ya el signo de la «cosa considera da», de manera que la palabra, signo de la idea, es el signo de un signo. Hay, asi, una sucesión de relaciones de exterioridad. Para Rousseau (que continúa la demostración), la palabra es el signo ana lítico del pensamiento, y la escritura es, a su vez, el signo analítico de la palabra: al término nos encontramos también con el signo de un signo: El análisis del pensam iento se hace m ediante la palabra y el análisis de la palabra m ediante la escritura; la palabra representa el pensam iento m ediante signos convencionales, y la escritura representa a la palabra del mismo m odo. De este m odo el arte de escribir no es m ás que una representación m ediata del pensa m ie n to ...54.
Asi pues, el arte de escribir será una representación doblemente mediata del pensamiento. Henos aquí lo más lejos posible del privi legio de la comunicación inmediata del que espera gozar Julie en el más allá. Henos aquí atrapados en el espesor de la acción instru mental, cuando el ideal seria ser comprendidos sin tener que hacerse comprender. 33 Locke, Essai philosophique concernant i'entendement humatn, trad. Pierre Coste (Amsterdam, P. Mortier, 1742), 602. 34 G. Streckeisbn-Moultou, Oeuvres et Correspondance inédites de J.-J. Rous seau (París, 1861), 299; véase O. C„ II, 1249.
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Ese maravilloso escritor que es Rousseau denuncia sin cesar el arte de escribir. Pues sin dejar de reconocer que el «poder humano actúa a través de medios», es desgraciado en el mundo de los me dios. Entre ellos se siente perdido. Si persevera en su voluntad de escribir es para provocar el momento en el que la pluma le caerá de las manos y en el que lo esencial se dirá en el abrazo mudo de la re conciliación y del regreso. A falta de reconciliación con los pérfidos amigos, escribir sólo tendrá sentido para denunciar el sin sentido de todo intento de comunicación; el hombre que escribe las Ensoñacio nes podría no parar de escribir ya (sólo la muerte le detiene), pues en lo sucesivo escribir aporta la prueba absoluta de la ausencia de comunicación. Para quién ya no tiene nada más que transmitir, la palabra ya no es un exilio. En efecto, cuando ya no hay nadie hacia quien volverse, cuando ya no se espera la reconciliación, ya no hay lugar, igualmente, para el sentimiento de la separación. El exilio mismo ya no lleva el nombre de exilio; es el único lugar habitable. La palabra puede continuar tranquilamente, interminablemente; se ha liberado de la maldición que hacia de ella un intermediario, un medio, un instrumento mediador. Dicho con más exactitud, la me diación de la escritura interviene, pero solamente en el interior del yo. Ella representa a Jean-Jacques ante Jean-Jacques y le permite gozar de una repetición de presencia: la lectura de mis ensoña ciones, dice, «me recordará la dulzura de que disfruto al escribirlas, y de este modo, haciendo renacer para mi el tiempo pasado, dobla rá, por asi decirlo, mi existencia. A pesar de los hombres, podré go zar todavía el encanto de la sociedad, y viviré decrépito conmigo en otra época, igual que viviría con un amigo menos viejo»55. Para Jean-Jacques, el acto de escribir sólo llega a ser feliz a partir del momento en el que ya no tiene destinatario exterior. Lo que llevó a Jean-Jacques a escribir es (ya lo hemos visto) la necesidad de superar la turbación de la timidez, la necesidad de pro bar de otro modo su valor. Escribe para afirmar que vale más de lo que escribe. Que no se le tome al pie de la letra, que no se le apri sione en sus palabras. Lo que cuenta es la intención que es indepen diente de cualquier palabra, es la «disposición anímica»56 en la que se encuentra el lector después de la lectura, disposición que es el eco Réveries, primer Paseo, O. C., 1, 1001. 56 «Para apreciar cuál es el verdadero objetivo de estos libros, no me dedicaba a espulgar aquí y allá algunas frases sueltas y separadas, sino que consultándome a mi mismo, tanto mientras realizaba estas lecturas cuando al acabarlas, examinaba... en qué disposición anímica me ponían y me dejaban, juzgando... qué era la mejor ma nera de descubrir aquélla en que se encontraba el autor al escribirlas, y el efecto que se habla propuesto provocar» (Dialogues. III, O. C., I, 930).
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de aquella que sentía el autor antes del acto de escribir. Asi pues. Rousseau no toma la pluma más que para remitir al lector al senti miento que precede idealmente al momento de la escritura o que se desprende del texto escrito. Qué reveladora es la carta que escribe a Mme. de Verdelin, en la que suplica que no tenga en cuenta lo que le dijo en una carta precedente: Com prendo que había en mi carta precedente expresiones os curas e incorrectas... ¿no aprenderéis nunca que hay que explicar los discursos de un hom bre por su carácter y no su carácter por sus discursos?... De m anera que aprended a interpretarm e m ejor en lo sucesivo5758.
Y de nuevo en otro lugar: A unque algunas veces mis expresiones tienen un sentido equi voco, intento vivir de m anera que mi conducta determine su sen tid o ...5*.
Jean-Jacques pide ahora que se interprete su lenguaje por su vida. Se ha producido un extraño cambio: Rousseau habia huido de la sociedad, para imponer su valor a los otros, dispuesto a no ofre cer ya su imagen más que a través de la palabra escrita: de este modo, esperaba superar el equivoco que en presencia de los otros le obligaba a valer menos de lo que parecía, a no mantener las prome sas de su intensa mirada y de su semblante espiritual. Ahora asisti mos a un movimiento contrario: el equivoco se produce en el len guaje (por el lenguaje) y Jean-Jacques apela a la verdad de la vida contra los malentendidos de la palabra escrita. Habia cogido la plu ma porque no quería ser el confuso balbuceo que daba como espec táculo a los ojos de los demás. Ahora que escribe tampoco quiere ser reducido a lo que escribe. No, esas frases orgullosas, esos recha zos brutales y esas sospechas injustas se le han escapado, no son él, son como mucho su modo de proteger su independencia y de garan tizar su libertad, al abrigo de las cuales se abandona en silencio a un sentimiento de ternura y de benevolencia universales. Pide a sus amigos que tengan fe en él, a pesar de las cartas que escribe o que no escribe. Es preciso que él, que tan dispuesto está a leer malos presagios en el silencio de los otros, tenga derecho a callarse si le 57 A Mme. de Verdelin, 4 de febrero de 1760, Correspondance générale, DP, V, 42-43; L, VH. 32. 58 A la misma, 5 de noviembre de 1760, Correspondance générale, DP, V, 243; L. Vil, 293.
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parece bien. Es preciso que no se le tenga por responsable de las enloquecidas palabras que ha escrito en «el delirio del dolor»59. Que se le juzgue por lo que es, y no por lo que escribe. Pide continua mente en sus cartas: Juzgadme, estimadme. Pero en cuanto se siente alcanzado por un juicio (aunque éste sea favorable), le parece que se produce una confusión, que se le toma por otro, que se le desfigura, que se le ha juzgado en rebeldía, sin interrogarle a él mismo. Debe rá restablecer la verdad indefinidamente, reconstruir la imagen exacta, declararse diferente a las palabras que se le han escapado, contestar la validez de las piezas de las que él mismo ha provisto a sus jueces. En definitiva, reclama el privilegio de no tener que ha blar para ser comprendido y aceptado. Pero no puede reclamar este privilegio más que escribiendo y hablando: tiene necesidad de la me diación del lenguaje para decir que no acepta esta mediación. En tanto que no se produzca la felicidad silenciosa de lo inme diato, sólo se puede deplorar la ausencia de lo inmediato, por me dio de una palabra que desea la muerte de la palabra. Por intenso que sea el deseo de comunicación inmediata, hay que tener pacien cia, de buen grado o a la fuerza, y aceptar los medios humanos del discurso. La inmensa obra de Rousseau aparece como el testimonio de esta apasionada paciencia. «Alma de fortisima paciencia», starkausdauernde Seele, dirá Hólderlin al hablar de Rousseau60. Paciencia nostálgica, y que no pierde ocasión para expresar su nostalgia. En todo lo que Rousseau escribe a propósito del lenguaje se encuentra una compensación muy clara de las condiciones que hacen inevitable el recurso a los signos convencionales, y encontra mos en ello, al mismo tiempo, una nostalgia, muy interna, de las modalidades más directas de la comunicación. Proyecto concerniente a unos nuevos signos para la música, 174261. Ésta es la primera aparición de Rousseau en la escena públi ca. Y es un fracaso, que será compensado ocho años más tarde con el premio de la Academia de Dijon. ¡Pero qué significativa es ya esta forma que propone Jean-Jacques para simplificar la notación musical! Declara la guerra a los signos convencionales62: hay dema siados, y son obstáculos interpuestos inútilmente entre la idea musi cal y el ojo que descifra una melodía: 59 Correspondance générale, DP, VII, 3; L, IX, 341. 60 En el himno Der Rhein. Sdmiliche Werke. (Stuttgart, Kohlhammer, 1953), t. II, 153. 61 O. C. (París, Fume, 1835), III, 448. 62 No volveremos a ocuparnos de la critica de Rousseau con respecto al dinero. Ve en ¿I, igualmente, un signo convencional, al que damos más importancia que a la cosa representada, es decir, a la riqueza real, producida por el trabajo.
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Esta cantidad de lineas, de claves, de transportes, de sosteni dos, de bemoles, de becuadros, de compases simples y compues tos, de redondas, de blancas, de negras, de corcheas, de semicor cheas, de Tusas, silencios de blancas, de negras, de corcheas, de semicorcheas, de fusas, etc., dan una multitud de signos y de combinaciones, de donde resultan dos inconvenientes principales, uno, el de ocupar un espacio demasiado grande, otro, el de sobre cargar la memoria de los alumnos, de manera que estando forma do el oído y habiendo adquirido los órganos toda la facilidad ne cesaria, mucho tiempo antes de que esté en situación de cantar a libro abierto, se deduce que la dificultad reside por completo en la observación de las reglas, y no en la ejecución del canto63. La tradición musical nos impone una «multitud de signos inútil mente diversificados». Puesto que es inevitable recurrir a signos, expresémonos al menos del modo más sencillo, y que el «espacio» que ocupan se limite al minimo indispensable para la lectura del dis curso musical. Asi pues, Rousseau se propone purificar y simplifi car un medio de comunicación en el que los elementos, demasiado numerosos, oponen a nuestra mirada una opacidad desagradable. ¿Qué hacer? ¿Cómo dar más evidencia a nuestros signos sin que su número aumente?6465. «Eliminar signos, contentarse con un número muy pequeño de caracteres», todos de una extrema claridad. Ade más, se puede conseguir que los signos, arbitrarios en el antiguo sis tema, se vuelvan más semejantes a la propia cosa que designan. Asi, Rousseau sustituirá la nota dibujada sobre un pentagrama por la cifra, pues la cifra, que parece más abstracta, está en realidad más próxima al sonido de un modo natural. Siendo las cifras la expresión que se ha dado a los números, y siendo los propios números los exponentes de la generación de los sonidos, nada más natural que la expresión de los diversos soni dos mediante las cifras de la aritmética63. ¿El resultado? Se hace más fácil el acto de mediación de la lectu ra, se abrevia el periodo intermedio del aprendizaje. Jean-Jacques, a quien han sido preciso largos rodeos para aprender música, cree haber inventado un «medio breve» de la que espera su fortuna por añadidura. Gracias a su sistema, se sabrá música perfectamente «por caminos más cortos y más fáciles»66. Sin duda, es necesario 63 64 65 66
Projet concernant de nouveaux signes, O. C. (Paris, Fume, 1835), III, 4, 48. Dissertation sur la Musique moderne, O. C. (París, Fume, 1835), III, 460. Op. cit,, 458. Op. cit., 459.
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aprender de todas formas, y no se verá producirse el milagro instan táneo que Rousseau habia deseado en Lausana, en casa de M. de Terytorrens. Pero el trabajo preparatorio será reducido al minimo estricto según el nuevo «método». Jean-Jacques promete adiestrar a un músico de primer orden en el espacio de un año, a un músico que puede burlarse de todas las dificultades y que ya no tiene que plantearse el problema de los medios. «Un alumno bien adiestrado con este método» se convierte, con una rapidez sorprendente, en un maestro «que practica con la misma facilidad todas las claves, que conoce todos los modos y todas las tonalidades, todos los acordes que les son propios, toda la secuencia de la modulación, y que transporta cualquier pieza musical a todas las clases de tonalidades, con la más perfecta facilidad»67. «A partir de este momento» la ob servación de las reglas ya no es un obstáculo, y el espíritu puede abandonarse enteramente al sentimiento y a la «ejecución del canto». Emilio crece entre las cosas. Es libre, y el único obstáculo que encuentra es la necesidad física. El preceptor sólo le impone su vo luntad disfrazándola de necesidad física, es decir, confiriendo a cada una de sus decisiones la autoridad muda e inapelable de una cosa. Mientras aún no está formada la razón de Emilio, su experien cia nace del contacto directo con el mundo. El preceptor sólo habla para conducir a Emilio ante las cosas; en suma, sólo habla para de jar hablar mejor a las cosas: No deis a vuestro alum no lección verbal alguna, sólo debe reci birlas de la experiencia6*.
Rousseau aconseja también retrasar durante el mayor tiempo posible el momento en que el niño pasará de las cosas a los signos de las cosas. ¡Que la infancia siga siendo la edad de lo inmediato! Que no se pierda a un joven espíritu en el mundo de los signos ar bitrarios, que son incapaces de revelar su significado: Sea cual fuere el estudio a que me entregue, sin la idea de las cosas representadas los signos que la representan no son nada. Sin em bargo, el niño queda lim itado a esos signos sin que se pueda hacer que com prenda nunca ninguna de las cosas que representan. Pensando que se le enseña la descripción de la tierra, sólo se le en seña a conocer m apas: se le enseñan nombres de ciudades, de pai67 Op. a l., 457. « Émile, üb. II, O. C.. IV, 321.
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ses y de ríos cuya existencia no es capaz de concebir en otro lugiii que no sea en el papel en el que se los muestran*9. En general no sustituyáis jam ás la cosa p o r el signo más que cuando os sea imposible m ostrarla. Pues el signo absorbe la aten* ción del niño y le hace olvidar la cosa representada70.
Ciertamente, el Emilio abunda en palabras, pero éstas se pro fieren siempre ante las cosas, tras el encuentro con objetos reales. Las lecciones verbales (aunque se trate de la propia Profesión de fe) no hacen más que interpretar y cxplicitar un saber que se ha formado ya, silenciosamente, por el contacto con la situación edu cativa. Cuando el vicario saboyano habla a Jean-Jacques, todo ha sido ya revelado por medio del paisaje que contemplan desde lo alto de la colina. La Profesión de fe es también una lección de co sas. Los signos de la palabra no están separados de la «cosa repre sentada»; el universo y Dios están presentes desde el principio: Estábam os en verano, nos levantamos el despuntar el día. Me condujo fuera de la ciudad, sobre una elevada colina bajo la que pasaba el Po, cuyo curso se veia a través de las fértiles orillas que éste baña. En la lejanía, coronaba el paisaje la inmensa cadena de los Alpes. Los rayos del sol naciente rozaban ya las llanuras y, al proyectar sobre los cam pos, m ediante largas som bras, los árboles, las laderas y las cosas, enriquecían, con mil cam bios de luz, el más bello cuadro por el que haya podido ser sorpendido el o jo hum a no. Parecía com o si la naturaleza extendiese ante nuestros ojos toda su magnificencia para ofrecem os el tem a de nuestras charlas. Fue, entonces, cuando después de haber contem plado esos objetos en silencio, el hom bre de paz me habló así71.
El paisaje no hablado en primer lugar: la palabra del hombre de paz no demostrará nada que no se haya mostrado antes en la con templación silenciosa que precede a su exposición. Las lenguas modernas están compuestas por signos conven cionales. Pero antes, más cerca del origen, ¿cómo se hablaba? ¿Se tenía tan siquiera la necesidad de hablar? ¿No hubo una época en la que el lenguaje habría sido más convencional, más expresivo, más próximo de la naturaleza? Estas son las preguntas que se plantea Rousseau y se ve que, a pesar de todo el aparato de erudición con el w Op. cit., 347. w Émile, lib. III, O. C., IV. 434. Émile, lib. IV, O. C., IV, 565.
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que rodea el segundo Discurso y el Ensayo sobre el Origen de las .'enguas, su interés por la lingüística especulativa es estimulado por una nostalgia que no es de orden cientifíco. En él se percibe, una vez más, su deseo de combatir el mundo en el que está obligado a vivir, es decir, el mundo de la mediación y de las operaciones me diatas, oponerle un mundo en el que las relaciones humanas se esta blecerían por medios menos numerosos, más directos y más segu ros. De este modo una necesidad sentimental se transforma en hipó tesis histórica: hubo un tiempo en el que la comunicación se realiza ba de forma más instantánea, y menos discursiva, en el que los sig nos estaban más próximos del propio sentimiento, en la que a lo mejor los signos eran inútiles porque la emoción y el sentimiento, por si mismos, eran ya suficientemente legibles sin tener que tradu cirse en símbolos. En el estado de naturaleza el hombre vive en lo inmediato; sus necesidades no encuentran obstáculos y sus deseos no sobrepasan de los objetos que le son ofrecidos en lo inmediato. Nunca intenta con seguir lo que no tiene. Y como la palabra no puede nacer más que cuando existe una carencia que ha de ser compensada, el hombre natural no habla: Los machos y las hembras se unian fortuitamente, dependien do de la casualidad, la ocasión y el deseo, sin que la palabra fuese un intérprete muy necesario de las cosas que tenían que decirse: se separaban con la misma facilidad72. Se ve... en el poco cuidado que ha tenido la naturaleza por acercar a los hombres mediante necesidades mutuas y de facili tarles el uso de la palabra, qué poco ha preparado su sociabilidad, y qué poco ha puesto de su parte, en todo lo que éstos han hecho para establecer dichos lazos73. El hombre de la naturaleza se limita a una comunicación silen ciosa que ni siquiera es una comunicación, sino solamente un con tacto: no hay intercambio de pensamientos, no hay discusión, por que no hay obstáculos que superar. Pero el hombre querrá ser reconocido por el hombre. La perfec tibilidad colocada en él por la naturaleza, reducida durante largo tiempo a no ser más que un poder virtual, encontrará bastante tardíamente la ocasión de desarrollarse. Será ella la que produzca todos los inventos y el instrumento verbal por el que los inventos se 72 Discours sur /*Origine de l ’tnegalité. O. C., 111, 147. 73 Op. rít.. 151.
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conservan y se comunican. Aunque el lenguaje no emprende su vuelo más que en el momento en el que el hombre se ve obligado u luchar contra la naturaleza, sin embargo tiene una «causa natural». Asi pues, existe un comienzo del lenguaje, precedido por una época de perfecta inmediatez, en la que los contactos eran fugitivos y en la que hasta el amor era silencioso. Al comienzo hay gestos y exclamaciones: entonaciones, quejas, «gritos de la naturaleza», vo ces arrancadas por las pasiones74*. Inicialmente la palabra aún no es el signo convencional del senti miento, es el propio sentimiento, transmite la pasión sin transcri birla. La palabra no es un parecer distinto del ser al que designa: el lenguaje original es aquel en el que el sentimiento aparece inme diatamente tal como es, en el que la esencia del sentimiento y el so nido proferido no son más que uno. Rousseau no se olvida de men cionar el Cratilo de Platón, pues su descripción del primer lenguaje no hace sino retomar, aplicándolo a la pasión y al sentimiento, la hipótesis de las denominaciones naturales y de los «hombres primi tivos»: «El hombre contiene, por naturaleza, una cierta rectitud»1*. La lengua primitiva, tal como la imagina Rousseau, poseia un poder casi infalible y presentaba «a los sentidos, asi como al enten dimiento, las impresiones casi inevitables de la pasión que intenta comunicarse»76. P ersuadiría sin convencer, describiría sin razo n ar77*. S e . cantaría en vez de hablar, la mayoría de ios radicales, serian soni dos im itativos, bien del to n o de las pasicones, bien del efecto de los objetos sensibles: con ella la onom atopeya se haría m anifiesta continuam ente76.
¡Qué decadencia cuando se pasa a las lenguas modernas! Su estructura, dominada por las convenciones de la escritura, ya no expresa la presencia viva del sentimiento. Se abandona la verdad particular (la autenticidad) para adquirir la claridad impersonal de ios conceptos generales. «AI escribir uno se ve obligado a tomar todas las palabras en su acepción común, pero el que habla varia las acepciones mediante la 74 Essai sur VOrigine des Langues, cap. II, O. C. (París, Furne, 183$), III, 498. 71 P latón, Oeuvres completes (Bibliolhéque de la Pltiade, Paris, Gallimard, 1950), I. « 3 (Cratyle, 391 a). 76 Essai sur VOrigine des Langues, cap. IV, O. C. (Parte, Fume, 1835), 111, 499. 77 Ibtdem. 76 Ibld. Cfr. Pierre Burceun, op. cit., 246. Ernsi Cassirer pone en relación la teoría del lenguaje de Rousseau con la de Vico (Philosophie der symbolischen For men, Oxford, Bruno Cassirer, 1954, I, 90-95).
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entonación y las determina como le place79. Mientras que la palabra viva y con entonación constituye una expresión directa de la perso nalidad, la lengua escrita exige largos rodeos e interminables pa ráfrasis para construir artificialmente el equivalente aproximado de la energía y de la pasión desplegadas en la lengua oral. Problema que no carece de importancia para aquél, que como Jean-Jacques, intenta representarse en lo que tiene de único. ¡Cuánto mejor estaría expresado todo, si se pudiese regresar a la lengua cantarína de los oringenes y de la melodía inmediatamente significativa! Sólo que, ¿tenemos la posibilidad de renunciar a los signos convenciona les para volver a los signos naturales? Tampoco en este caso se puede retroceder. Hay que tomar la lengua francesa tal como es, con sus extensiones discursivas y sus abstracciones. No se puede regresar a esta lengua primitiva que con sistía por completo «en imágenes, en sentimientos y en representa ciones»80, ya no es posible dar «a cada palabra el sentido de una proposición completa»81. Sin embargo, Rousseau intenta que su pa labra le aproxime a la lengua primitiva ideal; su escritura, ágil y musical, parece estar a la escucha de la primera lengua. Entre los medios que podrían restituir la energía de la palabra acentuada, su giere, en una nota importante a pesar de su brevedad, el perfec cionamiento de la puntuación82. Lamenta la ausencia del punto vo cativo y del signo de ironía. Asi pues, no dejará de buscar, en el plano de la escritura, los equivalentes de los medios más simples que precedieron a la escritura. Asi en su propio estilo, en la soltura de sus frases, en sus pausas, en su melodía, Rousseau expresa su nostalgia de otro lenguaje más inmediato. Su lengua, maravillosa mente presente, deplora secretamente la ausencia de la lengua pri mitiva, de su tono patético y de sus continuas imágenes. El «discur so» literario de Rousseau se desarrolla con una perfecta belleza en la escritura, pero sus pathos y su tensión interior traicionan la cons tante añoranza de los signos naturales presentes en la voz misma. La distinción entre los «signos naturales» y los «signos artifi 79 Essai sur /'Origine des Langues (ed. citada), cap. V, 501. 80 Essai sur I'Origine des Langues (ed. citada), cap. IV, 498. 81 Discours sur / ’Origine de l ’lnégalili, O. C., 111, 149. El lenguaje discursivo no sabe expresar la emoción instantánea, la extiende en la duración del enunciado analí tico. Esta idea se vuelve a encontrar en Diderot: «El estado de ánimo de un instante indivisible, fue representado por una multitud de términos exigidos por la precisión del lenguaje y que distribuyeron en partes una impresión total... (Leitre sur les Sourds el les Muets, Oeuvres compléles, Paris, 1969, t. II, 543). 82 Essai sur VOrigine des Langues, cap. V., O. C. (París, Fume, 1835), 111, 501502. Sobre la importancia de la puntuación en Rousseau, cfr. Marcel Raymond. introducción a las Revertes (Ginebra. Droz, 1948), LVUI-LIX.
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cíales» (o signos instituidos) es corriente en el siglo xvm. Se la en cuentra, entre otros, en Condillac y en la Enciclopedia: Los signos naturales, leemos en la Enciclopedia, son los «sonidos que la natu raleza ha establecido para los sentimientos de alegría, de temor y de dolor» (art. Signo). En una acepción ligeramente diferente son también los gestos, es el «lenguaje de la acción»83, que Condillac atribuye a la pareja primitiva antes de que haya descubierto la pa labra articulada... Si Jean-Jacques, el hombre de la naturaleza, rechaza la servidumbre de los signos convencionales, ¿por qué me dio se expresará si no por el de los signos naturales? Veremos ahora cómo se confía a los signos, con la condición de que sean los de la naturaleza y no los instituidos: Los afectos por los que tiene mayor inclinación se distinguen incluso por signos físico s. A unque esté poco em ocionado. Sus ojos se llenan de lágrimas a la prim era em oción84. Sus em ociones son súbitas e intensas, pero rápidas y poco du raderas, y esto se ve ... La sangre inflam ada p o r u na súbita agita ción lleva a los ojos, a la voz y al rostro, esos movim ientos im pe tuosos que revelan la pasión... En cuanto que el signo de la cólera se borra del rostro, se extingue tam bién ésta en el corazónss.
Jean-Jacques se describe como «un alma sensible» en quien to das las emociones son instantáneamente visibles: el signo natural y el sentimiento son exactamente contemporáneos, pues este signo no está hecho de otra sustancia que la del propio sentimiento. Se puede decir que el signo natural es el sentimiento que se habla en el cuer po. El acontecimiento efectivo, al invadir el cuerpo, se muestra in mediatamente al exterior y el mensaje expresivo no tiene por qué ser «articulado». Por añadidura, la emoción es inmediatamente con moción expresiva, y quiere serlo: el brillo de la mirada es, al mismo tiempo, la cólera y el lenguaje que expresa la cólera. Este lenguaje es de una fidelidad absoluta, expresa lo que es. A pesar suyo, todo lo que pase en el alma de Jean-Jacques se manifiesta instantánea mente; es por esto por lo que es vulnerable y está expuesto sin de fensa a todas las miradas. Asi pues, hay aquí un peligro, puesto que se expone asi a sus perseguidores, quienes, muy al contrario, se cuidan mucho de que sus sentimientos no se muestren. Pero hay también en ello una maravillosa felicidad, pues la lengua de los sig 83 Condillac, Essai sur tes Origines des Connaissances Humaines, II parte, Du Langage et de ta Méthode, cap. I, ap. 1. 84 Dialogues, II, O. C., 1, 825. M Op. cit., 860-861.
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nos naturales expresa automáticamente la verdad del yo, antes de cualquier esfuerzo intencionado de veracidad y de sinceridad. Si este automatismo fuese todopoderoso, Jean-Jacques se vería libre de la preocupación por la verdad; podría remitirse a su pasividad y al simple «mecanismo» de su naturaleza. Pues, si pudiésemos confiar plenamente en los signos naturales, bastaría con ser para manifestar la verdad. Entonces, no habría nada que hacer, sino consentir en ser uno mismo, y el único medio adecuado de desvelar el auténtico ser seria el de renunciar a todos los medios artificiales, incluido el de la palabra. Asi pues, hele aquí construyendo la utopia de una comunicación mediante signos (entiéndase: signos naturales) que permitirían igno rar cualquier otro lenguaje. El Emilio y la Disertación sobre la Mú sica moderna nos ponían en guardia contra el maleficio de los sig nos. Se trataba entonces de los signos convencionales que, lejos de ser conductores de significados, son obstáculos interpuestos, inter ceptores. Muy distintos son los signos en que Rousseau sueña en confiarse: gestos y movimientos, cuyo sentido se impone infalible mente por si mismo, sin la ayuda sobreañadida de los signos con vencionales del lenguaje verbal. En el Discurso sobre el Origen de Ia Desigualdad, Jean-Jacques se protege tras la opinión de Isaac Vossius. Satisfecho de haber en contrado un texto que expresa exactamente su deseo, deja hablar al latín del docto teórico que deplora la confusión de las lenguas: Me cuidaré muy m ucho de em barcarm e en las reflexiones filo sóficas que habría de hacer sobre las ventajas y los inconvenientes de esta institución de las lenguas... Asi pues, dejemos hablar a las gentes a quienes no se ha reprochado el atreverse a tom ar el parti do de la razón contra el parecer de la m ultitud. N ec quidquam f e licitan hum ani generis decederet, si, pulsa to t tinguarum p este et confusione, unam artem calierent m ortales, e t ¡ágnis, m otibus, gestibusque, licitum fo r e t quidvis explicare. . . **.
Rousseau sueña con volver a esta lengua verídica, pero sueña con ello porque no la posee al estar obligado a utilizar las palabras del lenguaje convencional para explicar la felicidad que experimenta ría al expresarse exclusivamente mediante signos naturales. ¿Acaso no experimenta, a menudo, la impresión de que el sentimiento está condenado a una oscuridad esencial? «Lo que se ve no es más que una mínima parte de lo que es, es el efecto aparente cuya causa in*® Discours sur ¡"Origine de flnégalité, nota 13, O. C., III, 218.
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terna está escondida y es, a menudo, muy complicada... Nadie puede escribir la vida de un hombre más que él mismo, su modo de ser interno, su verdadera vida sólo es conocida por él»*1. En el len guaje de los signos naturales, el efecto aparente y la causa interna no estarían separados, no se encontraría la ruptura entre lo mani fiesto y lo oculto, ruptura que es objeto de acusación aquí. Y sin embargo, Jean-Jacques no ha dejado de sufrir a causa de esta esci sión entre el ser y el parecer. ¿Acaso no hemos visto que ha tomado la pluma, porque su timidez en sociedad le impedía mantener la promesa de su rostro? Escribe para mostrar lo que vale, precisa mente porque no ha sabido probar su valor por los medios más rá pidos, es decir, por la presencia real y la palabra viva. Pero escribe para expresar su resentimiento contra el «medio más lento» de la escritura, para explicar su nostalgia de la comunicación muda, de la expresión sin medio de expresión. Asi cuando Rousseau describe a los habitantes del «mundo en cantado», al comienzo del primer Diálogo, se abandona deliciosa mente a su sueño: vivir junto a los otros en una intimidad confiada y casi silenciosa, en que las almas hablarían mediante signos inequí vocos que suplantarían a la palabra o que actuarían sin tener en cuenta a las palabras. Porque «no buscan su felicidad en la aparien cia, sino en el sentimiento intimo», los «iniciados» no pueden darse por satisfechos con el lenguaje ordinario, que lleva en si el maleficio de la apariencia. Los signos son los únicos que podrán transmitir el sentimiento intimo: Es absolutamente necesario que unos seres constituidos de for ma tan angular se expresen de manera diferente que las personas corrientes. No es posible que teniendo almas modificadas de mo do tan distinto no lleven la huella de estas modificaciones en la ex posición de sus sentimientos y de sus ideas. Aunque los que no tienen noción alguna de este modo de ser no perciben esta huella, no puede dejar de ser percibida por quienes la conocen y partici pan de ella. Es un signo característico por medio del cual se reco nocen entre si los iniciados, y lo que confiere un gran valor a ese signo, tan poco conocido y aún menos usado, es que no puede ser falsificado, que no actúa nunca más que al nivel de su fuente y que cuando no sale del corazón de quienes lo imitan tampoco lle ga a los corazones que están hechos para conocerlo; pero en cuan to llega no es posible confundirse; es auténtido en el momento mismo en que es sentido. Es-en la entera conducta de la vida, más n Primera redacción de las Confessions, Armales J.-J. Rousseau, IV, 1908, 3; véase O. C.. 1. 1149.
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que en algunas ocasiones aisladas, en donde con más seguridad se manifiesta. Pero en situaciones intensas en las que el alma se exal ta involuntariamente, el iniciado distingue pronto a su hermano de aquel que, sin serlo, sólo pretende tener aspecto de tal...**. Jean-Jacques imagina una lengua más segura, más directa, casi infalible, pero esta lengua no es universal: es un secreto reservado a un pequeño número de iniciados, que la naturaleza ha hecho dife rentes del común de los hombres. Por una parte, viven separados del resto de la humanidad, y su lenguaje secreto da testimonio de esta separación, pero, por otra parte, son capaces de una comunica ción más profunda entre ellos, y se la deben también al poder de es tos signos secretos. Cuando están juntos, no surge ningún malen tendido entre los iniciados. Sólo que su conversación no será un diálogo. ¿Sobre qué se discutiría si los «iniciados» se comprenden inmediatamente? No, estos hombres que gozan de «placeres inme diatos» no dialogan, no hacen más que simpatizar, es decir, dar libre curso a sus sentimientos: los signos y el silencio son el lenguaje de la simpatía, gracias a lo cual las conciencias se unen «a nivel de la fuente». ¡Pero qué significativo es encontrar aquí, en un texto ti tulado Diálogos, la descripción de una comunicación más feliz y más eficaz que el diálogo! Ahi captamos, en vivo, una palabra que desea la desaparición de la palabra, pues tan grande es la impacien cia de las almas sensibles: La pesada sucesión del discurso les resulta insoportable; la len titud de su marcha les contraría; con la rapidez de emociones que experimentan, les parece que lo que sienten deberla abrirse paso y penetrar en un corazón a otro sin ei frío ministerio de la pala bra89. «Sin el frió ministerio de la palabra»: la fórmula es un eco casi literal de La Nueva Eloísa: ¡Qué cosas se han dicho sin abrir la boca! ¡Qué de ardientes sentimientos se han comunicado sin la fría mediación de la pala bra!90. Pero habria que citar aqui toda la carta sobre la «mañana a la inglesa» (Parte V, carta III). Es uno de esos momentos de transpa** Dialogues, I, O. C„ I, 672. 89 Dialogues, II, O. C., I, 862. 90 La Nouvelle Hélotse, V parte, caria III, O. C„ II, 560.
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renda perfecta y cuya importancia simbólica no es menor que la de la fiesta de la vendimia. La mañana a la inglesa expresa, en una es cena de interior, lo que la fiesta de la vendimia expone a cielo abier to: la confianza absoluta y la comunicación sin obstáculos. En estos momentos «consagrados al silencio y recogidos por la amistad», la alegría unánime de tres seres circula de uno a otro a través de los signos: Intenso y celestial sentimiento, ¿qué discursos son dignos de ti? ¿Qué lengua se atreve a ser tu intérprete? ¿Acaso, lo que se le dice a un amigo puede alguna vez tener el valor de lo que se siente a su lado? ¡Señor! ¡Cuántas cosas dice una mano que se estrecha, una mirada animada, un abrazo contra el pecho, y el suspiro que le sigue! ¡Y después de todo esto, qué fría es la primera palabra que se pronuncia!’1. Al oír estas palabras, la labor cayó de entre sus manos, volvió la cabeza, y miró a su digno esposo de forma tan conmovedora y tan tierna que yo mismo me estremecí a causa de ella. No dijo na da: ¿qué hubiese podido decir que fuese comparable a esa mira da? Nuestros ojos se encontraron también. Por el modo en que su marido me estrechó la mano, senti que la misma emoción nos em bargaba a los tres, y que la dulce influencia de aquel alma abierta actuaba a su alrededor, y triunfaba sobre la propia inestabili dad92. Comunicatividad, influjo: son los actos esenciales del alma rousseauiana, en la que el ser comunica sin alienarse y sin abando narse a si mismo. La mañana a la inglesa aporta la imagen ideal del momento comunicativo. Conducidos por signos y no por palabras, la comunicación es más amplia y la influencia es más pura. La esce na que acabamos de leer es un éxtasis a tres. Asi lo entendía Rous seau al describir la imagen que debía ilustrar este pasaje: «Un aire de contemplación ensoñadora y dulce en los tres espectadores: sobre todo, la madre debe parecer en un delicioso éxtasis»93. Pero, he aquí otro testimonio del poder de los signos. Bernardin de Saint-Pierre nos transmite una confidencia de Rousseau: Me decia: ¡Oh! ¡Cuánto poder añade la inocencia al amor! He amado dos veces apasionadamente: una, a una persona a la que no había hablado nunca. Una sola señal fue el origen de mil car *> Op. Cit.. 558. « Op. cit., 559. 93 Sujets d'Estampes pour la Nouvelle Hélotse, O. C., II, 769; sobre la comuni catividad y el influjo, cfr. Pierre Burgelin, op. cit., 149-190.
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las apasionadas y de las más dulces ilusiones. Entré en una habita ción en la que se encontraba: la veo de espaldas; al verla, la ale gría, el deseo y el amor se pintaban en mi rostro, en mis rasgos y en mis gestos; no me daba cuenta de que ella me veta en el espejo. Se vuelve ofendida por mi éxtasis, y me señala el suelo con el de do; iba a caer de rodillas cuando alguien entró44. Se trata de los amores de Rousseau, adolescente aún, y de Mme. Basile, poco después de que Jean-Jacques hubiese abandonado el Hospicio de los catecúmenos en Turin. Abramos ahora las Confe siones. No encontraremos allí las «mil cartas apasionadas» (¿Es un adorno añadido por Bernardin? Pero, verídico o no, el hecho es pausible, está de acuerdo con la psicología de Rousseau, las Cartas a Sophie nos aportarán la demostración tardía de ello.) En el relato del segundo libro de las Confesiones, muchos detalles son presenta dos de diferente manera. Las dos versiones presentan «variantes» importantes93. ¿Habría que rechazar el testimonio de Bernardin, para simplificar las cosas? Desde luego que no. Entre una y otra versión encontramos «invariantes» más importantes que las varian tes. Esto nos invita a suponer que la imaginación de Rousseau poe tiza el recuerdo a partir de un cierto número de puntos fijos de re ferencia; se elaboran musicalmente detalles inventados según la emoción del momento de la escritura, pero alrededor de elementos estables, que representan el material dado por la memoria. Ahora bien, ¿cuáles son estos elementos fijos en la escena con Mme. Basi le? Por una parte, el silencio; acerca de este punto se descubre una concordancia en la misma diferencia: Versión Bernardin: «Una persona a quien nunca había ha blado». Confesiones: Jean-Jacques ha hablado ya con Mme. Basile, pero la escena capital es «intensa y muda». Por otra parte, algunas imágenes siguen siendo las mismas: el reflejo de Jean-Jacques visto en el espejo y, sobre todo, la señal con M Bernardin de Saint-Pierre, La Vie et les ouvrages de J.-J. Rousseau, ed. M. Souriau (París, 1907), 94. 55 Según Bernardin de Saint-Pierre, Jean-Jacques es interrumpido por un intruso cuando se dispone a caer de rodillas ante Mme. Basile. Según las Confesiones, per manece arrodillado dos minutos. Otra discordancia en los detalles, según la versión definitiva de las Confesiones, Jean-Jacques no se atreve a tocar a Mme. Basile. Pero en un primer esbozo, aparece un gesto más audaz: «... si tenía la temeridad de posar algunas veces mi mano sobre su rodilla, era tan suavemente, que mi inocencia creia que ella no lo sentía» (Anuales J.-J. Rousseau, IV, 1908, 236-237).
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el dedo, único gesto de Mme. Basile a su adorador. Según las Con festones, la calidad infinitamente preciosa de esta escena de aim» reside en el hecho de que sólo fue un silencio atravesado por signos. Jean-Jacques expresó su amor sin pronunciar una sola palabra, y la mujer le respondió con un simple «movimiento con el dedo». Volvamos a leer el pasaje de las Confesiones en el que se nos cuenta la apasionada entrevista: se verá que este «movimiento con el dedo» es el elemento central alrededor del cual se compone y se cristaliza toda la escena: Me puse de rodillas a la entrada de la habitación extendiendo los brazos hacia ella con un movim iento apasionado, seguro de que ella no podía oírm e, y sin pensar que pudiese verme: pero en la chimenea había un espejo que m e traicionó. N o sé qué efecto produjo en ella este arrebato; no me m iró, ni m e dirigió la pa labra: pero volviendo a medias la cabeza, me m ostró la estera a sus pies con un sim ple m ovim iento con el dedo. Estremecerme, lanzar un grito y abalanzarm e al lugar que ella me había señalado fue todo uno para m i96, pero lo que costará creer es que, en este estado, no me atrevía a intentar nada más allá, ni a decir una sola palabra, ni a levantar los ojos hacia ella, ni siquiera a tocarla en una actitud tan sumisa, para apoyarm e un instante en sus rodillas. Estaba m udo, inmóvil, pero, desde luego, n o estaba tranquilo... Ella no me parecía ni más tranquila ni menos tim ida que yo. T ur bada por verme alli, desconcertada por haberm e atraído, y co menzando a darse cuenta de todas las consecuencias de un signo que habia salido, sin duda, irreflexivamente; no me acogió ni me rechazó; no levantaba los ojos de su labor; intentaba hacer como si no me hubiese visto a sus pies...97.
En la meditación que sigue a la descripción del encuentro silen cioso, el pensamiento de Rousseau se refiere de nuevo a esa simple señal con el dedo, la inolvidable felicidad de esta entrevista reside en el hecho de que la declaración de Rousseau y el acuerdo de Mme. Basile no recurrieron al lenguaje común, sino que se realizaron con la pureza del sentimiento convertido en signo: N ada de lo que me hizo sentir la posesión de las mujeres vale lo que los dos minutos que pasé a sus pies sin tocar ni siquiera su 9* Notemos aqui la simultaneidad de la reacción física (estremecerme), el «signo natural» (lanzar un grito) y el gesto (abalanzarme). Se constata una excesiva sobre carga expresiva, una sobre-expresividad, que se manifiesta de todos los modos po sibles con exclusión de la palabra. »7 Confessions, lib. II, O. C., I, 75-76.
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vestido... Una p equ eñ a señal con el d ed o y una ligera expresión de su mano en mis labios son los únicos favores que recibí, para siempre, de Mme. Basile, y el recuerdo de estos favores tan delica dos aún me embelesa cuando pienso en ellos98.
Para Jean-Jacques la felicidad amorosa no reside en la posesión, sino en la presencia: inmóvil y mudo, Jean-Jacques está en trance ante Mme. Basile, pero, sobre todo, está presente en su propio sen timiento. Asi el intercambio de signos asegura, al sentimiento, una pleni tud que la reminiscencia puede gozar todavía. Nadie ha señalado mejor que Hólderlin la importancia del signo para Rousseau. El poder de comunicación mediante signos le inspi ra un admirable comentario poético, en una estrofa del poema in acabado consagrado a la memoria de Rousseau: Vernommen hasl du sie, verstanden d ie Sprache d e r Frerndlinge, C edeu tet ihre Seele! D em Sehnenden war D er Wink genung, und W inke sin d Von A lters her d ie Sprache d e r G ótter.
¡Tú la has oído, tú has com prendido la lengua de los extranjeros e interpretado su alma! a tu deseo, Le bastaba con el signo, y los signos son, Desde el comienzo de los tiem pos, la lengua de los dioses99.
¿Quiénes son estos extranjeros? Sin duda, los habitantes del «mundo encantado»; aquellos cuya llegada ha sido prometida (die Verheissenen). El signo es lo que permite aquí interpretar (deuien) el alma de los extranjeros. Aunque se trate de un conocimiento ins tantáneo (leemos algunas lineas más adelante: «Al primer signo, conocía ya, todo lo realizado», Kennl el itn ersten Zeichen Vollendetes schon), este conocimiento, a los ojos de Hólderlin, es interpreta tivo. Los dioses sólo hablan a los escasísimos hombres que com prenden su lengua: sólo se revelan a las almas proféticas. Asi sucede claramente, en la descripción que Rousseau nos da del mundo en cantado: los «iniciados» constituyen una élite espiritual, y el privile gio que poseen de comprenderse mediante signos es un don de in terpretación, un poder de predicción. Debemos detenernos en el problema de la interpretación del sig no. En una comunicación verdaderamente inmediata, no hay lugar 98 Op . CU., 76-77. 99 Hólderlin, SttmiUche Werke (Stuttgart, Kohlhammer, 19S3), t. II, 13.
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para una interpretación del signo; una /nterpretación es una ínter posición, un acto mediador. El ideal de lo inmediato exige que el sentido del signo sea exactamente idéntico en el objeto mismo y en mi percepción del signo; el sentido se impondrá irresistiblemente, y yo lo acogeré pasivamente. He aqui lo que desea Rousseau: que el signo sea solamente sentido y no que tenga que ser leido (si no, na da le distinguirla de la lengua convencional que requiere la fatiga de la lectura). Pero esto equivale a reducir la actividad del alma sólo al sentimiento que responde al signo; el alma no tendrá nada que ha cer —según Rousseau— en la elaboración del sentido mismo del sig nificado. No tendrá más que dejarse iluminar. Entonces la eviden cia del signo es tan grande que hace que cualquier interposición sea inútil. La evidencia se da gratuitamente. Ahora bien, parece que, en la realidad, las cosas suceden según el deseo de Rousseau. Aún re nunciando a los signos convencionales para volver a los signos natu rales, aún renunciando a disociar el simbolo significante y las cosas significadas, nos vemos forzados a reconocer que la percepción del sentido dei signo presupone una actividad de la conciencia. Dejando a un lado cualquier posición idealista, hay que decir que el sentido no se da más que a una conciencia que espera (o apunta) la apari ción del signo y que solicita significados a su alrededor. Esta solici tud es ya espontánea y originalmente una interpretación; implica la elección previa de un sentido general del mundo, de cuyo fondo se desprenderán los significados particulares. En otros términos, la mi rada que se dirige al exterior despierta alli signos que sólo están destinados a él, y que le anuncian su mundo: ciertamente, no la pu ra y simple proyección de la «realidad interior» del espectador, sino el mundo al que él ha elegido hacer frente, el adversario-cómplice que ¿I se asigna. Ahora bien, Rousseau se niega a admitir que el significado de pende de ¿1 y que en gran medida es obra suya, que éste pertenezca por completo a la cosa percibida. No reconoce su pregunta en la respuesta que el mundo le devuelve. De este modo, se desposee de la parte de libertad que existe en cada una de nuestras percepciones. Habiendo hecho una elección entre ios sentidos posibles que le anuncia el objeto exterior, atribuye esta elección al objeto mismo, y ve en el signo una intención perentoria e inequívoca. Llega a atri buir a la cosa una voluntad decisiva, siendo asi que la decisión está en su propia mirada. Rousseau interpreta instantáneamente al entrar en contacto con el mundo, pero no quiere saber qué ha in terpretado. Rousseau soñaba con una comunicación por signos, pero los sig nos van a volverse contra él. Le anuncian una adversidad inape193
lable, le aportan la evidencia de la malevolencia y de la hostilidad universales. Con toda seguridad, ¿1 interpreta las apariencias, pero la mayor parte del tiempo, no sabe o no quiere saber que la adversi dad se encuentra ya en la mirada que dirige a los seres y a las cosas. El delirio de interpretación de Rousseau, no es más que el derrum bamiento paródico de su esperanza en una lengua secreta gracias a la cual los corazones se abrirían y se mostrarían sin ambigüedades. Habia deseado un modo de combinación que estuviese al abrigo de la traición de las palabras, en el que cada índice no tuviese que ser interpretado sino que aportase instantáneamente la certeza infalible del corazón del otro, «al nivel de su fuente»; en una palabra, habia deseado un lenguaje más inmediato que el lenguaje, en el que los se res revelasen su alma con su sola presencia. Hele aquí ahora rodea do de signos perentorios que hablan más persuasivamente que cual quier lenguaje y cualquier razón discursiva, pero que le anuncian la opacidad de los corazones, la oscuridad de las almas y la imposibili dad de la comunicación. La magia del signo se ha convertido en una magia nefasta que impone la presencia definitiva de la oscuridad y del velo. La inversión cualitativa es absoluta: en vez de poseer un poder instantáneo de iluminación, el signo ejerce un poder instantá neo de oscurecimiento. Vemos intervenir aquí una ley del «todo o nada». No hay punto medio entre la transparencia y la opacidad, no hay término medio entre el trato intimo y el mundo de la perse cución. «En cuestión de felicidad y de goce, me era preciso o todo o nada» l0°. Y Jean-Jacques parece querer activamente la nada cuando no ha obtenido el todo. Esta es la razón de que el más ligero empañamiento, el más pequeño vapor se conviertan inmediatamente en el equivalente de la total opacidad. Cualquier obstáculo a la comuni cación ideal mediante signos constituye el signo incontestable de una malévola hostilidad. Asi por el mismo exceso de su deseo de transparencia, la mirada de Jean-Jacques se expone a sufrir una opacidad omnipresente. El signo negativo, inicio de hostilidad, no reside solamente en los rostros, sino también en las cosas. Entre el signo expresivo (que es un comportamiento humano) y el signo predictivo o sintomático (que emana misteriosamente de los objetos inanimados) no existe diferencia esencial, pasamos de uno a otro mediante un desliza miento casi insensible. Basta con que la mirada interrogue al mundo con cierta insistencia, e inmediatamente se le descubren las inten ciones escondidas, y se anuncian los augurios.10 100 Con/essions, lib. IX. 0?C „ I, 442.
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En las mayor parte de los casos, Rousseau interpreta los signos retrospectivamente, a distancia. En las Confesiones, un Rousseau que pretende ser victima del destino intenta leer en las imágenes de su pasado las profecías de su desgracia actual. Es solamente enton ces, al escribir su vida, cuando descubre el valor predictivo de cier tas circunstancias de su juventud. ¿Vio Jean-Jacques una señal en el momento en que se levantó el puente levadizo de una de las puertas de Ginebra? En todo caso, lo está en su memoria: A veinte pasos de la entrada veo que se levanta el prim er puen te. Tiem blo al ver po r los aires aquellos terribles cuernos, siniestro y fatal augurio del destino inevitable que com enzaba para mí en ese m om ento101.
Maravilloso ejemplo de signo negativo: la separación y la expul sión se expresan y se formulan mediante una imagen. Pero es preciso que Jean-Jacques haya pasado la prueba de su destino para que esta imagen se convierta, a posteriori, en anunciadora de su destino. Aquí estamos en presencia de una intepretación regresiva (o re trospectiva) cuyo principio ha establecido el propio Rousseau en otro pasaje de las Confesiones: Lo único que llama mi atención es el signo exterior. Pero en seguida me acuerdo de todo esto: recuerdo el lugar, el tiem po, el tono, la m irada, el gesto, la circunstancia, nada se me olvida. En tonces, de aquello que se hizo o dijo deduzco lo que se pensó, y es raro que me equivoque1M.
El sentido del signo, que quedó confuso en su momento, sólo es decubierto «claramente» por la memoria, que suple los defectos de la percepción efectiva. Sólo lo que es revivido es completamente sig nificativo. Rousseau cree que se remonta a las evidencias: Los sig nos indican una realidad perentoria detrás de ellos, y Rousseau, in capaz de comprender nada en el mismo momento, recompone, con seguridad, el pensamiento secreto de otro cuando la distancia tem poral, añadida a la turbación inicial, debería hacer de él un pensa miento doblemente escondido. Así pues, nos podemos preguntar, si en las Confesiones y en la correspondencia de Rousseau, los signos nefastos no se construyen a través de una cavilación retrospectiva, que se detiene en un gesto, en una mirada, en un objeto, con el fin de atribuirles, a posteriori, un valor predicativo y fatal. 101 Confessions, lib. I, O. C., I, 42. "« Confessions, lib. III, O. C.. I, 115.
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Sin embargo, no carecemos de ejemplos en los que el signo hos til provoca un sobrecogimiento instantáneo. Aqui interviene una in terpretación sin distancia. A este respecto, hay que admitir el testi monio escrito (así pues, elaborado por la memoria, y por tanto: construido) que nos da Rousseau. Es empresa vana querer confron tar este testimonio con lo que habría podido ser «la experiencia real», la cual está definitivamente reorganizada por la reconstruc ción autobiográfica. La magia del signo, tal como la describe Rousseau, crea brusca mente monstruos, a la inversa de lo que ocurre en los cuentos de ha das en los que las bestias se convierten en principes encantados. El que un detalle inesperado enturbie la limpidez de la comunicación esperada, el que una sorpresa no se resuelva de inmediato en trans parencia: he aqui lo que transforma al interlocutor en un monstruo, como si el signo ambiguo le hubiese infectado mágicamente y le hu biese hecho impuro de punta a cabo. La comunicación es absoluta o no es: el defecto inexplicable que produce una ligera duda o una fu gaz interrogación destruye totalmente la simpatía, y el alma de Jean-Jacques se siente paralizada y se retracta, como atraída por la mirada petrificante de la cabeza de Medusa. Entonces se produce una conversión del pro en contra, de la comunicativa embriaguez en la ruptura desconfiada. El pezón tuerto de Zulietta es el ejemplo perfecto de la magia negativa que convierte en mostruo a un ser que en el instante anterior era totalmente deseable. En el momento en el que estaba dispuesto a desfallecer, en un pecho que me parecía que soportaba por primera vez el contacto de la boca y la mano de un hombre, me di cuenta de que tenia un pezón tuerto. Me quedo extrañado, examino, creo ver que este pe zón no está formado con el otro. Heme aqui buscando en mi ca beza cómo se puede tener un pezón tuerto, y persuadido de que esto deberia tener que ver con algún especial vicio natural, a fuer za de dar vueltas y más vueltas a esta idea, vi claro como el dia que en la más encantadora persona de la que pueda hacerme idea, sólo tenia en mis brazos a una especie de m on stru o, el desecho de la naturaleza, de los hombres y del amor103.
¿Pero cómo ha intervenido el signo? ¿Es el signo encontrado re pentinamente el que produce la inhibición del impulso amoroso? ¿Es el signo el que es el verdadero obstáculo? Nos preguntaremos si la parálisis de Jean-Jacques ante Zulietta no es la expresión de una
105 Coirfessions, lib. VU, O. C., I, 321-322.
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«conducta de fracaso» que teme y que quiere, al mismo tiempo, lo ruptura, la pérdida de la energía erótica, y el brusco repliegue a una soledad herida. La automutilación, que Rousseau se inflige simbó licamente, toma como pretexto objetivo esta insignificante imper fección del cuerpo de Zulietta para hacer de ella un signo decisivo. Pero la inhibición habría podido tomar como pretexto cualquier otro detalle real. Para Rousseau posiblemente sólo se trata de impu tar su fracaso o su rechazo a un obstáculo exterior: todo, literal mente, puede constituir la señal a partir de la cual se justifica la inhibición. A veces basta con que Rousseau fije su atención en un punto particular de la realidad —en el pliegue que hace una sonrisa, no le es necesario insistir por mucho tiempo: la magia nefasta opera y se produce una revelación negativa; ante Jean-Jacques, el otro se ha vuelto horrible, se ha transformado en monstruo y la sonrisa se ha transformado en una mueca diabólica. He aquí una velada a la inglesa en compañía de David Hume. Se intercambian miradas en silencio: esto es lo que producía en la ma ñana a la inglesa de La Nueva Eloísa el delicioso goce de las «al mas bellas», que gozaban asi de «la unión de los corazones». Esto es lo que hace que ahora la cara del amigo retroceda en la noche, se inmovilice, y se convierta en extraña, para siempre. A partir de ese momento, el amigo es un falso amigo, sin que se haya intercam biado una sola palabra: Su mirada seca, ardiente, burlona y prolongada, se hizo más inquietante. Para librarme de ella, intenté mirarle fijamente a mi vez, pero, al detener mis ojos sobre los suyos, siento un estremeci miento inexplicable y me veo obligado a bajarlos en seguida. La fisonomía y el tono del buen David son los de un buen hombre, ¿pero de dónde, ¡en nombre de Dios!, saca este buen hombre esos ojos con los que mira fijamente a sus amigos?104*.
Metamorfosis que hace caer repentinamente una máscara, pero para revelar una cara más tenebrosa que la propia máscara. No, ya no es posible la comunicación con Hume, una vez que ha sido des enmascarado, sino que ahora ¿1 aparece como aquel que trabaja ac tivamente en propagar la ruptura alrededor de Jean-Jacques y en hacerle imposible cualquier otra comunicación. «Parece que la in tención de mi perseguidor y de sus amigos es la de cortarme toda co municación con el continente y la de hacerme perecer aqui de dolor y de miseria»,os. 104 Correspondance générate, DP, XV, 308. ios Correspondance générate, DP, XVI, 56.
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Mencionemos también otros momentos exactamente semejantes, en los que, ante la mirada de Jean-Jacques, los signos del mal abso luto transforman súbitamente la cara de un amigo. Qué extraña me tamorfosis desfigura a Du Peyrou, mientras dormita bajo el efecto de un medicamento: Mientras tenia los ojos cerrados, vi cómo sus rasgos se altera ban y cómo su rostro tomaba un aspecto deforme y casi horrible: pensé lo que debía estar pasando en esta débil alma acongojada por el temor a la muerte. Entonces elevé mi alma al cielo, me re signé en manos de la Providencia y le dejé el cuidado de mi justifi cación l06107.
Desde entonces, el «querido anfitrión» pertenece al mundo de la sombra: no habrá ya ningún verdadero vínculo entre Rousseau y él: Nunca pude sacar la más mínima franqueza, la más mínima claridad, la más mínima confianza de este corazón sombrío y oculto... el más oculto que existe,m.
Y qué inquietante signo es la sonrisa del Padre Berthier: Me daba las gracias un día, riendo, por que le hubiese conside rado un buen hombre. Encontré en su risa un no sé qué de sardó nico que cambió totalmente su fisonomía ante mis ojos y que des de entonces se me ha venido a menudo a la memoria108.
Rousseau se acordará de esta sonrisa en el día en que sospeche que los jesuítas han interceptado el manuscrito del Emilio. Ese sig no por sí solo permite edificar la idea de un complot. En cuanto Rousseau se enfrenta con lo desconocido, con el misterio, quiere que éste sea un «misterio de iniquidad». No es posible otra hipótesis: un alma que no se abre a la comunicatividad amistosa se convierte de inmediato en un alma completamente negra y que fomenta acti vamente el mal. En Rousseau, el conocimiento del otro exige el po der detenerse en el si o en el no, en lo negro o en lo blanco. Lo que queda en suspense, la duda y la incertidumbre le resultan más into lerables que la decisión que se pone en lo peor. Prefiere el malvado que participa en la liga hostil al amigo dudoso; al menos se puede romper sin remordimientos... 106 Correspondance générale. DP, XVII, 341. 107 Correspondance générale. DP, XVI11, 292. 108 Con/essions. lib. X, O. C.. I, 505.
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Una extraña demarcación separa una «zona» de conciencia en la que Rousseau es todavía capaz de reconocer que su imaginación in terpreta los signos de un modo delirante, y una zona en la que la angustia, al dejar de ser consciente de su trabajo interpretativo, acepta la idea delirante como una evidencia plena e indiscutible. Le amos en las Confesiones el relato del enloquecimiento que se apode ró de Rousseau con motivo del retraso en la impresión del Emilio; el análisis tan perspicaz que aplica a su comportamiento nos hace creer en la inminencia del despertar, ¿no está a punto de conjurar los maleficios? ¿No va a descubrir que todo lo que le obsesiona es producto del mismo proceso mental? Jamás una desgracia, sea la que fuere, me altera ni abate con tal de que sepa en qué consiste, pero mi inclinación natural es te ner miedo de las tinieblas; temo y odio su negro aspecto, el miste rio me inquieta siempre, es demasiado contrario a mi tempera mento, abierto hasta la imprudencia. El aspecto del monstruo más horrible no me espantaría, creo, pero de noche si viese una figura debajo de una sábana blanca, tendría miedo. He aquí pues, a mi imaginación alimentada por este largo silencio ocupada en pintar me fantasmas... Al instante mi imaginación parte como un rayo y me revela to do el misterio de iniquidad: vi su avance con tanta claridad, con tanta seguridad, como si me hubiese sido revelado10*.
Rousseau se retracta públicamente: no eran más que visiones, quimeras de un espíritu que se ha inquietado por una soledad dema siado larga. Pero el alcance de esta «auto-critica» se limita solamen te al incidente del Emilio. Parece que Rousseau sólo revoca su in terpretación delirante para dar más peso a otras acusaciones (no menos delirantes) que formula sin ninguna crítica. Asi saca pro vecho de una apariencia de objetividad imparcial; puesto que es ca paz de reconocer las fechorías de su imaginación, ¿no nos obliga a confiar en él cuando denuncia la encarnizada malevolencia que ve organizarse a su alrededor? Se acusa de haber interpretado ciertos signos, pero para abandonarse mejor, en lo que a los demás se re fiere, a su delirio de interpretación; para entregarse mejor al poder de los signos nefastos, que no pone en cuestión. Para Jean-Jacques, vivir en el mundo de la persecución será sen,0* Coitfessions, lib. XI, O. C., I, 566. Cfr. Réveries, segundo Pasco: «Siempre he odiado las tinieblas; me inspiran de modo natural tal horror, que aquéllas con las que se me rodea después de tantos altos no han hecho que disminuyese» (O. C.. I, 1007).
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tirse cautivo en el interior de una red de signos concordantes me diante los cuales se refuerza un «misterio impenetrable». Estos sig nos serán el punto de partida de una especulación angustiada110y de una interminable búsqueda con vistas a dilucidar más completamen te su sentido, que primero es hostilidad muda, acusación disimula da y condena clandestina. La hostilidad del signo alcanzará su pun to máximo, cuando manifieste no ya un sentido malévolo, sino el rechazo de revelar un sentido cualquiera. A los ojos de Rousseau perseguido, los signos son «claros», pero remiten todos a una últi ma oscuridad, a una «fuente» irrevocablemente oscura y absurda: Unos me buscan con ardor, lloran de alegría y de ternura al verme, me abrazan, me besan extasiados, con lágrimas en los ojos, los otros, ante mi aspecto, se inflaman de un furor que veo brillar en sus ojos, otros escupen, o sobre mí o muy cerca de mi, con tanta exageración que su intención me resulta clara. Todos esos signos tan diferentes están inspirados por el mismo senti miento, esto está igual de claro para mi. ¿Cuál es este sentimiento que se manifiesta mediante tantos signos contrarios? Veo que es aquél que todos mis contemporáneos tienen con respecto a mí, en cuanto a lo demás me es desconocido"1.
Los signos son infalibles: pero lo que se trasluce de ellos es la imposibilidad de la transparencia. El signo es revelación, pero reve lación del obstáculo infranqueable. De este modo nada gana Rous seau con interrogar a un signo tras otro. En vez de llegar a dilucidar el misterio, se encuentra en presencia de tinieblas más espesas: las muecas de los niños, el precio de los guisantes en el mercado, los pequeños comercios de la calle Platriére, todo anuncia la misma conspiración cuyos móviles son definitivamente impenetrables. Por más que Rousseau organice los indicios que percibe, por más que intente unirlos en una cadena coherente, siempre desemboca en las mismas tinieblas. «El mórbido universo del intérprete —destaca el doctor Hesnard— es un mundo de significados personales, un universo signifi cativo»"2, Y precisar «El enfermo percibe este significado personal mucho antes de razonarlo». Este es el caso de Rousseau al final de no Una tela de araña especulativa (speculative cobweb) dirá Coleridge a propósito de Rousseau (The philasophical Lectures o f Samuel Taytor Coleridge, cd. Ktheen Coburn, Londres. Routledge and Kegan Paul, 1949, p. 308). i" «Phrascs écrites sur des caries á jouer», Revenes, ed. Marcel Raymond (Gi nebra, Droz, 1948), 173; véase O. C., I, 1170. " 2 Dr. A. H esnard, L ’l/nivers morbide de la faute (París, P.U.F., 1949), 95-%.
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su vida. La interpretación forma parte de la percepción misma: per cibir la realidad e interpretarla como signo de hostilidad son un solo y mismo acto. De ahi la reacción instantánea de Jean-Jacques ante la aparición del signo. Seguidamente interviene la larga cavilación en la que se esforzará por establecer la concordancia que une los sig nos y que, tras su multiplicidad, revela la existencia de un plan, de un sistema y de una liga universales. Siempre hay a partir de los sig nos instantáneos, una larga secuencia de razonamientos mediante los cuales Rousseau se esfuerza por remontarse hasta una maquina ción coherente y permanente. Pero la coloración hostil surge desde el primer momento, desde el instante de la percepción: este dato ini cial es, a la vez, decisivo e incompleto: el signo revela una inten ción, pero no esclarece ni sus causas ni sus orígenes. El signo revela el mal, pero oculta su procedencia. Por las Ensoñaciones y por los testigos de los últimos años de Rousseau sabemos que es capaz de pasar, imprevisiblemente, del humor más sombrío a una alegría casi infantil. En torno a JeanJacques el mundo de la persecución sólo existe intermitentemente, según las leyes de una extraña alternancia. ¿Pero cómo se produ ce el brusco paso de un estado a otro? Dejemos que Rousseau lo ex plique: Demasiado afectado siempre por los objetos sensibles y, sobre todo, por aquellos que llevan el sign o del placer o de la pena, de la bondad o de la aversión, me dejo arrastrar por estas impresio nes externas sin que a menudo pueda sustraerme a ellas más que por la huida. Un signo, un g esto , una m irada de un desconocido bastan para alterar mis placeres o para calmar mis penas: sólo me poseo cuando estoy solo, fuera de estos casos soy el juguete de todos aquellos que me rodean"3.
Asi pues, los bruscos transtornos de la afectividad son respues tas a signos, manifiestan una obediencia inmediata y casi mecánica al estimulo externo. Bastará con un signo y Jean-Jacques pasa no solamente de un humor a otro, sino de un mundo a otro. Así, todo oscila alrededor de un encuentro mudo. El signo ha hablado antes de que el interlocutor se haya explicado: la palabra y el discurso se esforzarán en vano por cambiar la convicción de Jean-Jacques, las protestas no servirán de nada. Al pasar delante de la Escuela Mili tar, no dirige la palabra a los inválidos, pero se contenta con in terpretar los signos: el saludo que se le dirige, el ojo con el que se le mira: 115 Réveries, noveno Paseo, O. C., I, 1094. 201
Uno de mis paseos favoritos era alrededor de la Escuela Mili tar y encontraba con gusto, aquí y allá, algunos inválidos que ha biendo conservado la antigua dignidad militar me saludaban al pasar. Este saludo, que mi corazón les devolvía multiplicado por cien, me agradaba y aumentaba el placer que tenia al verles. Co mo no sé ocultar nada de lo que me conmueve, hablaba a menudo de los inválidos y del modo en que me afectaba su aspecto. No hi zo falta más. Al cabo de algún tiempo me di cuenta de que ya no era un desconocido para ellos, o mejor aún, que lo era mucho más, puesto que me veian con los mismos ojos con que lo hacia el público. Ya no hubo más dignidad, ni más saludos. Un tono des aprobador, una mirada hosca habian sucedido a su primera corte sía. Como a diferencia de ios otros, la antigua franqueza de su oficio no les dejaba cubrir su animosidad con una máscara burlo na y traicionera, me daban muestras del más violento odio con to da claridad...IIJ.
Jean-Jacques no precisa nada más para concluir que se le ha dado instrucciones. La mejoría se produce a veces gracias al encuentro con una cara contenta o una expresión bondadosa. Pero la mayoría de las veces, los signos benéficos ya no pertenecen a la categoría de los «signos naturales»; Rousseau renuncia a buscar en los otros los signos que anuncian la simpatia o el afecto: en lo que a esto se refiere, ya no tiene esperanza y ya no quiere esperar nada más; «La liga es univer sal, sin excepción, irremisiblemente, y estoy seguro de que daré fin a mis días en esta horrible proscripción sin comprender jamás su misterio»115. Rousseau centra su atención en otros signos, acerca de los cuales aún no hemos dicho nada hasta ahora. Hay aún, en efecto, una última categoría de signos que no son ni signos convencionales, ni signos naturales. La enciclopedia los denomina signos accidentales: son «los objetos que algunas circuns tancias particulares han enlazado con algunas de nuestras ideas, de forma que son capaces de despertarlas». (Enciclopedia, art. Signo). Gracias al signo accidental, una felicidad pasada puede resucitar. Jean-Jacques puede refugiarse en su memoria, gozar de la pura pre sencia del recuerdo ausentándose para el resto de los hombres. Pide asilo a su pasado cuya llave mágica será el «signo accidental». El signo accidental no anuncia una realidad exterior, sino que despier ta imágenes interiores. De hecho, Jean-Jacques no habla del signo «accidental», sino »•* Op. cit., 1095-10%. u* Réveries, octavo Pasco, O. C., I, 1077.
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más sugestivamente habla del signo memorativo, o de memorativo, simplemente. La música actúa como memorativo: Rousseau men ciona, en el Diccionario de Música, este poder de reminiscencia a propósito del ranz des vachesUi: Estos efectos que no se producen en absoluto en los extranje ros, sólo provienen de la costumbre, de los recuerdos, de mil cir cunstancias que, recordadas por medio de esta música a aquellos que la escuchan, y recordándoles su país, sus antiguos placeres, su juventud y todas sus formas de vida, provocan en ellos un dolor amargo por haber perdido todo esto. Entonces, la música no ac túa, precisamente, como música, sino como signo memorativo117.
Así, Jean-Jacques cantará para si mismo «con voz ya completa mente rota y temblorosa» las melodías que ha aprendido de su tia y que un semiolvido hace que resulten aún más preciosas. ¿Y qué es un herbolario sino un memorativo? Para reconocer bien una planta hay que verla en los campos. Los herbolarios sirven de m em o ra tivo para aquellas que ya se han conocido...11819. Se herboriza inútilmente en un herbolario si no se ha empeza do por herborizar en la tierra. Esta clase de colecciones sólo deben servir de m em orativos ...IW.
Ahora bien, el herbolario no es solamente el memorativo de la planta real. La flor seca es el «signo accidental» que hace que re aparezcan el paisaje, la jornada, la luz y la feliz soledad del paseo en el que fue cortada. Es el signo que permite que la felicidad pasa da vuelva a convertirse en un sentimiento inmediato. Salvando del olvido este fragmento del pasado, establece con anterioridad al mo mento presente una perspectiva de transparencia indestructible. En la página del herbolario, la planta no sólo afirma su tipo sub specie aeternitatis, sino también la permanente repetición de la hora, del dia, de la circunstancia en la que Jean-Jacques la encontró. En un mundo obsesivo es uno de los raros signos que no se transforma in mediatamente en obstáculo, sino que se convierte en la llave de un espacio abierto, de un espacio interior en el que revive el espacio acogedor de la naturaleza: >16 Melodia pastoril suiza [N. del T.J. ■i? Dictionnaire de Musique, Musique, O. C. (Parts, Fume, 1835), III, 744. Sobre la memoria y los «signos memorativos», hay que remitirse al ensayo que Georges Poulet consagra a Rousseau en Études sur te Temps Humain, Parte, Pión, 1950. 1,8 Lenres élémentaires sur la botanique, O. C., IV, 1191. 119 Letires sur la botanique, O. C. (Parte, Fume, 1835), III, 395-396.
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Ya no volveré a ver esos bellos paisajes, esos bosques, esos la gos, esos bosquedllos, esas rocas, esas montañas cuyo aspecto siempre ha conmovido mi corazón: pero ahora ya no puedo correr por esas felices regiones, no tengo más que abrir mi herbo lario y en seguida él me transporta allí. Los trozos de las plantas que corté alli bastan para recordarme todo ese magnifico espec táculo. Este herbolario es para mi un diario de herborizaciones que hace que las vuelva a empezar con un nuevo encanto y produ ce el efecto de un instrumento óptico que los pintase de nuevo ante mis ojos120.
Así pues, se diría que al lado de los signos que hacen de Rous seau un prisionero, hay otros que le abren posibilidades de evasión. Para este solitario que ya no escucha las palabras de los hombres, el universo se oscurece o se aclara mágicamente con el paso de los sig nos, como un paisaje en el que las nubes forman sombras intermi tentes. Asi el mundo posee una doble estructura; una red de signos nefastos y una red de signos benéficos se manifiestan alternativa mente. Pero es en la mirada de Jean-Jacques donde pasa la nube. Si hay dos categorías de signos en el mundo, es porque hay dos actitudes intepretativas en Rousseau, actitudes que, al aplicarse algunas veces al mismo ser o al mismo objeto, les atribuyen alternativamente sig nificados diametralmente opuestos. Sin que nada haya cambiado en el objeto mismo, se produce una metamorfosis que trastoca su men saje. Un signo fasto se ha convertido en nefasto por una sombra que ha pasado por la mirada de Jean-Jacques. He aqui una ilustración fascinante. Rousseau busca una persona segura a quien entregar el manuscrito de los Diálogos. Por casua lidad, recibe la visita de un joven inglés que fue vecino suyo en Wooton: Actué como todos los desgraciados que creen ver en todo lo que les ocurre una dirección expresa del destino. Me dije: he aqui el depositario que la Providencia ha escogido para mi; es ella quien me le envia... Todo esto me pareció tan claro, que creyendo ver el dedo de Dios en esta ocasión fortuita, me apresuré a apro vecharla121. Pero al reflexionar sobre lo oculto del signo providencial, se os curece. En el paso de Brooke Boothby, Rousseau ya no ve el dedo t^o Réveries, séptimo Paseo, O. C., I, 1073. tí* Dialogues, histoire du précédent écrit, O. C., I, 983.
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de Dios sino los negros complots de sus enemigos. Tamo en un caso como en otro es preciso que el extranjero haya sido conducido poi una fuerza oculta. Su visita no tiene ningún sentido en si misma: es signo de otra cosa; anuncia una intención trascendente. Y Rousseau toma partido por lo peor: «¿Y podia yo ignorar que desde hacía tiempo nadie se acerca a mi que no me haya sido enviado expresa mente, y que confiarme a las gentes que me rodean es entregarme a mis enemigos?»122. Evidencia no menos clara de lo que habia sido primeramente la misión providencial del visitante. Rousseau cree que el signo habla; no sabe, ni quiere saber que es él mismo quien ha decidido ya el significado. Releamos el episodio de Mme. Basile. ¿Cuál es el verdadero significado de la «señal con el dedo» de la mujer? En el relato citado por Bernardin, es el gesto de una mujer ofendida; según las Confesiones, es una declaración muda. Tanto en un texto como en otro, el signo tiene un valor indu dable, y su sentido es dado como cierto. Pero es Jean-Jacques quien decide entre el sentido favorable y el desfavorable. El valor absolu to del signo no tiene su fuente en el objeto mismo, sino en un acto de fe de Jean-Jacques, que desea vivir en el seno de un universo fatídico. Si reconociese que es libre de interpretar los signos a su modo, el mundo sería ambigilo a sus ojos: nunca encontraría en él ni el bien absoluto ni el mal absoluto, sino la posibilidad del bien y la posibilidad del mal. Ahora bien, Rousseau quiere el si o el no, el todo o la nada. Quiere que los signos lleven un sentido irrevocable, inapelable. La autoridad que confiere a los signos le quita su propia liber tad. Siente un supremo reposo en confiarse a una decisión que pro viene completamente de una voluntad exterior, aunque esta volun tad sea perseguidora. Si la Providencia, si Dios ha dado a conocer su decreto, no queda más que aceptarlo humildemente, o resistir in móvil; no se rebelará: «Su fuerza no reside en la acción, sino en la •resistencia»,2J. Rousseau se encuentra entonces liberado del tormen to de la acción, de la elección que ha de hacer entre los posibles sen tidos que el mundo le propone. Vive su interpretación de los signos como si no fuera obra suya, sino como si le fuese impuesta desde fuera; a partir de ese momento, su responsabilidad es libre, ya no tiene que preguntar más al mundo exterior, puede replegarse sobre el sentimiento que provocan en él los signos aparecidos a su alre dedor. Op. tít., 984. Dialogues, II. O. C.. I. 818.
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Qué revelador es ese momento en Les Charmettes en el que Rousseau pregunta a los signos si será condenado o salvado: Me dedicaba maquinalmente a lanzar piedras contra los tron cos de los árboles, y esto con mi habitual habilidad, es decir, sin tocar casi ninguno. En medio de este delicioso ejercicio, pensé en hacerme una especie de pronóstico para calmar mi inquietud. Me dije: voy a lanzar esta piedra contra el árbol que está enfrente de mí. Si le doy, señal d e salvación, si no le doy señal d e condena ción. Diciendo esto, lanzo la piedra con una mano temblorosa y con una horrible palpitación en el corazón, pero tan felizmente que va a dar justo en medio del árbol, lo que verdaderamente no era difícil, pues había tenido el cuidado de escogerlo muy grueso y muy próximo. Desde entonces no he tenido más dudas acerca de mi salvación. Al acordarme de esto no sé si debo reir o llorar de mí mismo124.
Como el acceso de locura ante el retraso en la impresión del Emilio, Jean-Jacques critica aquí un conducta que adoptará más tarde sin ninguna critica. Esta página es sintomática de su actitud con respecto a los signos: espera una respuesta que pueda calmar su inquietud. Y lo que calmará su inquietud no es que la respuesta sea favorable, sino simplemente que haya respuesta decisiva. Está claro que Jean-Jacques, al provocar el juicio de Dios, intenta transformar un acto del que ha tomado la iniciativa en un signo que le anuncia rla una voluntad trascendente. Es su propio gesto, pero al punto es el gesto de Dios el que habla, el que se apodera del gesto y el que desposee de él a Jean-Jacques. La piedra que partió de su mano, a tocar el árbol, es un signo que viene hacia Jean-Jacques; la direc ción se ha invertido, la mano ha olvidado que lanzó la piedra, y en lo sucesivo es Dios quien lo ha hecho todo. «Los signos son, desde el comienzo de los tiempos, la lengua de los dioses», escribe Hólderlin en su oda a Rousseau. Sí, Jean-Jacques quiere escuchar la . lengua de los dioses. Y si los dioses se callan, está dispuesto a pro vocarlos, a pedirles la respuesta que calmará su inquietud: estás sal vado, estás condenado. ¿Pero quién habla? No es Dios, es el eco de Jean-Jacques, erigido en absoluto. ¿No se encuentra condenado a padecer la ausencia de comunica ción por haber querido más que la comunicación humana conven cional? ¿No se convierte en el prisionero de una red de signos que en vez de anunciarle el mundo, en vez de revelarle el alma de los otros, le remiten a su propia angustia, o le vuelven a conducir a su i24 Confessions, lib. VI, O. C., I, 243.
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propio pasado? En efecto, tal parece haber sido para Rousseau el poder de los signos: en vez de darle acceso al mundo, han sido (co mo para Narciso la superficie del espejo) el instrumento por el que el yo se convierte mágicamente en el esclavo de su propio reflejo.
L
a c o m u n ic a c ió n a m o r o s a
En Jean-Jacques la experiencia sexual permaneció mucho tiem po al margen del problema de la comunicación. Si hay que dar cré dito a las Confesiones, el deseo se manifestó primero como una in quietud sin objeto, incapaz de apetecer una realidad precisa y de buscar su posesión. Es una efervescencia, un ardor que no ansia de masiadas cosas fuera de si mismo. El deseo ni siquiera se conoce co mo deseo, sino como turbación. Es una oscura anticipación. Todo le irrita y le «inflama», nada le satisface, pues todavía no existe la demanda de una satisfacción determinada. Durante bastante tiem po, según parece, el objeto del deseo permaneció confundido con la embriaguez del deseo. A la vez que presiente alegrías desconocidas, Jean-Jacques se contenta con el placer inquieto de permanecer en estado de deseo, con una emoción sensual perfectamente ciega, a la que ni responde ni corresponde ningún objeto externo. Pero muy pronto se dará «compañías imaginarias», inventará seres conformes a sus sentimientos, soñará situaciones enternecedoras: asi, revive las novelas con las que pasaba las noches de su in fancia... Está dispuesto a contentarse con ello: le importa poco el que todas esas conversaciones se hagan a sus expensas. En este te rreno la ilusión vale más que la realidad, y como la presencia de un ser deseable no es, aquí, más que una «causa ocasional», es prefe rible confiar este papel a criaturas imaginarias que saben desapare cer mejor en el momento deseado y dejan a Jean-Jacques gozar en si mismo enternecimientos preciadísimos. En las personas reales, siempre hay demasiada opacidad, demasiada pesadez, demasiados comportamientos imprevisibles, que hay que obviar y con los que Rousseau no sabe qué hacer. Por lo demás, cuando se encuentra en presencia de una persona que le emociona, el sentimiento le inunda inmediatamente y, entonces, ya no tiene bastante lucidez ni energía para emprender una conquista amorosa; permanece torpe y temblo roso y al menos que encuentre su felicidad en una entrevista si lenciosa, a menos que se contente con la emoción «veloz como el rayo» que provoca la simple presencia del ser amado, la posesión se le escapa y entonces el amor de las personas reales lleva menos lejos 207
que el amor de las quimeras. ¡Cuán preferibles son las visiones en las que se le ofrecen criaturas perfectas! ¿Acaso la alegría que expe rimenta con ello no es tan real como la que siente en presencia de un ser de carne y hueso? Si el mundo del ensueño es para Rousseau un mundo ideal, no es sólo en razón de la belleza y de la perfección de los sentidos que hace vivir allí, sino también, en gran medida, a causa de la facilidad instantánea, de la ausencia de obstáculos: Jean-Jacques puede permanecer inmóvil, todo se le ofrece, riada tie ne que conquistarse con gran esfuerzo personal. Pues, en su forma imaginaria, la conquista amorosa, las desgracias, las separaciones y los retornos no son más que imágenes ofrecidas y dones milagrosos. Por lo demás, las satisfacciones con las que sueña no son solamen te posesiones, son también los rechazos y los sacrificios, pues nada es más delicioso que la emoción de un corazón que renuncia en fa vor de la virtud y la frustración imaginaria que puede hacer derra mar dulcísimas lágrimas. En esos sueños diurnos llegará a ocurrir que Rousseau ve cómo se arrojan en sus brazos esas dos «encanta doras primas» (y con ellas la imagen de Mlle. de Graffenried y de Mlle. Galley), pero sabrá alejarse virtuosamente tanto de una co mo de la otra... Lo que hace que el ensueño sea delicioso es que en él todo viene dado: en él todos los actos son representados por la imaginación, apoyados por su inexistencia, siendo el único residuo real el senti miento que perturba el alma de Jean-Jacques. No hay ninguna acción efectiva; no tiene más que acoger su ensueño y se sueña aco gido por una «sociedad intima». Acoger y ser acogido: una equiva lencia y una reversibilidad unen estas dos situaciones: las cosas y los seres vienen a Jean-Jacques sin que tenga que conquistarlos. (Como ya hemos visto, lo que prefiere Rousseau es ser acogido.) Original mente se piensa y se siente como un ser excluido, privado de la ter nura maternal, errando fuera de los muros, y espera que las prin cesas le reciban, ofreciéndole además su intimidad, su mundo, su morada y su lecho. En realidad, esta necesidad de repliegue en una intimidad que le es ofrecida, es la consecuencia de otro movimiento en el que la participación de lo imaginario no es menos importante, movimiento por el que Jean-Jacques hizo primero de él mismo un excluido, un exiliado, un ser errante. Vemos que se alternan dos im pulsos, uno por el que Jean-Jacques se lanza «al vasto espacio del mundo» m , otro por el que implora la acogida quejumbrosamente, el calor consolador, el castigo y el perdón por sus errores de hijo pródigo. 125 Confessions, lib. II, O. C., I, 45.
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As! pues, Jean-Jacques esperaba que Mme. de Warens o Mine, de Larnage hubiesen tomado la iniciativa, hubiesen dado los prime ros pasos decisivos: se deja conquistar como lo haría una mujer: Nunca... he sido capaz de hacer una proposición lasciva sin que aquella a quien yo se la hacía no me haya obligado a hacerla en alguna forma por medio de sus iniciativas...126.
Pero no necesitaba tanto: ya era feliz en presencia de «mamá» antes de que ésta hubiese soñado en entregarse a él. Antes de la po sesión sexual, Jean-Jacques gozaba de una plenitud perfectamente suficiente: A su lado no tenia ni arrebatos ni deseos: tenia una tranquili dad encantadora, gozando sin saber de qué127.
Por otra parte, está dispuesto a contentarse con satisfacciones simbólicas (alguna de ellas de tipo «oral»): Cuántas veces besé mi cama pensando que ella se había acosta do allí, y las cortinas y todos los muebles de mi habitación pen sando que le pertenecían, que su hermosa mano los había tocado, y hasta el suelo sobre el que me prosternaba pensando que ella había andado por él. Algunas veces, incluso en su presencia, se me escapaban extravagancias que parecía que sólo podían estar inspiradas por el amor más apasionado. Estando un día sentados a la mesa en el momento en que ella se había llevado a la boca un trozo de comida digo que veo un pelo en él: arroja el trozo a su plato, me apodero de él y me lo trago. En una palabra, entre el amante más apasionado y yo no había más que una única diferen cia, aunque esencial, y que hace que mi estado sea casi inconce bible para la razón124l2S.
Pero una vez convertido en el amante de Mme. de Warens, Jean-Jacques se lanza inmediatamente más allá del amor carnal. Lo que cuenta en su amor no es el trato de los sentidos, sino algo muy semejante a la felicidad que antes experimentaba: su «posesión úni ca» no es en modo alguno «la del amor, sino una posesión más esencial, que, sin limitarse a los sentidos, al sexo, la edad y el aspec to, se apoyaba en todo aquello por lo que se es uno mismo, y que 124 Confessions, lib. III, O. C., 1, 88. i» Op. cit., 107. «* Op. cit., 108.
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no se puede perder más que dejando de existir»l29130. Posesión inme diata que une a los seres sin pasar por los sentidos y los cuerpos.
El
e x h ib ic io n is m o
Nada es tan revelador como ciertas formas extremas del com portamiento de Rousseau. A ojos de una critica que tiene la preten sión de alcanzar si no la totalidad de una obra y de un escritor, al menos si los principios que hacen inteligible el conjunto, las anoma lías sexuales de Rousseau, consignadas en la obra misma, contri buyen al sentido de la totalidad con el mismo derecho que las ar gumentaciones del pensamiento teórico. Al igual que no se trata de reducir la ideología de Rousseau a sus bases sentimentales, no es posible limitar la vida «intima» a una pura anécdota: lo vivido, explícitamente retomado en la obra, no puede quedar para nosotros como un dato marginal. El exhibicionismo fue una fase aberrante del comportamiento sexual de Jean-Jacques, pero, en su forma transpuesta, está en el principio mismo de una obra como las Con fesiones. Ciertamente, nada autoriza una interpretación regresiva (como el psicoanálisis corriente acostumbra a hacer) que llevaría a las Confesiones a no ser más que una variante más o menos subli mada del exhibicionismo juvenil de Jean-Jacques. A este método re gresivo preferimos una interpretación «prospectiva» que intente descubrir, en el acontecimiento o en la actitud cronológicamente an teriores, intenciones, elecciones y deseos cuyo sentido supere la cir cunstancia que los ha puesto de manifiesto por primera vez. Aun en el caso de que no se sepa previamente que el exhibicionismo de Jean-Jacques en los «sombríos paseos» y los «reductos escondidos» de Turín prefigura ya la lectura pública de las Cohesiones, un aná lisis de su comportamiento sexual quedarla incompleto si no llevase a la puesta en evidencia a un cierto tipo de «relación con el mundo» que conducirá a la narración autobiográfica. El comportamiento erótico no es un dato fragmentario, es una manifestación del indivi duo entero, y es asi como debe ser analizadal}0. Ya sea para despre ciarlo o para hacer de él un tema de estudio privilegiado, no se puede limitar al exhibicionismo a la «esfera» sexual: en él se mani fiesta la personalidad entera, así como algunas de sus «elecciones existenciales» fundamentales. Asi pues, en vez de reducir la obra li 129 Confessions, lib, V, O. C., I, 222. 130 Cfr. Maurice Merleau-Ponty, Phénoménologie de la perception (París, Gallimard, 1945), 11 parte, cap. V: «el cuerpo como ser sexuado».
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teraria a no ser más que el disfraz de una tendencia infantil, el ana lisis se esforzará por descubrir en los primeros aspectos de su vio., afectiva lo que les obliga a alcanzar la forma literaria, el pensamicn to y el arte. Si, es cierto que todo parece comenzar por la privación del amor maternal. «Le costé la vida a mi madre, y mi nacimiento fue la pri mera de mis desdichas»131. Se ha dicho todo, o casi todo, sobre este nacimiento que posiblemente dio a Jean-Jacques el sentimiento del pecado de existir. A partir de ahí se pueden dar una serie de explica ciones que se ajustan bien (e incluso demasiado bien). ¿El maso quismo? Una necesidad de pagar la culpa de haber nacido. ¿Mme. de Warens? El evidente deseo del seno materno. ¿Las relaciones en triángulo? La búsqueda simbólica del perdón y de la protección pa terna. ¿La pasividad y el narcisismo? Consecuencias de una culpa bilidad que impide a Jean-Jacques buscar satisfacciones «norma les», es decir, situarse ante las mujeres como rival del padre. ¿El sentimiento de la existencia, los éxtasis y el apetito por lo inme diato? Un regreso al vientre original, en una Naturaleza tranquiliza dora. ¿Y esta gula por los productos lácteos?132. Desde luego, el sentido de todo esto es excesivamente claro... Pero explicar una conducta por sus fines secretos o por sus pri meros pretextos no es aún comprender toda esta conducta. Tampo co basta con mostrar que la conciencia se orienta hacia fines simbó licos, por los que se sustituye el primer objeto de su deseo. Hay que buscar lo esencial alli donde lo interior se une con lo exterior: en la manera en que una conciencia se relaciona con sus fines, en la es tructura propia de esa relación. Solamente entonces nos acercamos a la realidad de un pensamiento y de una experiencia vivida. Admi tir la omnipotencia de un complejo (en este caso el de Edipo) que orientaría todos los aspectos de la personalidad, es aceptar una con cepción bastante pobre de la causalidad psicológica. A menudo se recurre al complejo como si estuviese dotado de una energía autó noma y distinta, cuando la vida psíquica real es desde el comienzo una actividad de la persona en contacto con el «medio» que le ro dea. El momento capital de un comportamiento no reside ni en sus 131 Confesions. lib. I, O. C., I, 7. 132 Los productos lácteos son un tema favorito del ensueño erótico de Jean-Jac ques. Camino de Turin imagina «frutos deliciosos en los árboles y bajo su sombra voluptuosos encuentros, en las montañas cubas de ¡eche y de nata». Y no olvidemos esa curiosa escena del Pequeño Saboyano, al estilo de las viejas pastorelas, en la que la bella campesina defiende su honor tirándole un vaso de leche al joven señor excesi vamente emprendedor. Éste, «inundado e incluso herido, no hizo sino animarse más». ¡Q ué ganga para el aficionado a los símbolos!
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móviles inconscientes ni en sus intenciones conscientes, sino en el punto en que una acción pone en funcionamiento, conjuntamente, los móviles y las intenciones; en otras palabras, en el punto en que el hombre emprende una aventura en la que deberá inventar las for mas de su deseo. En el caso de Rousseau, una perspectiva semejante nos obliga a tener en cuenta no sólo lo que desea (consciente o sim bólicamente), sino todo el modo en que se dirige hacia la satisfac ción deseada, su «estilo de acercamiento»... Rousseau da mil ejemplos de cambios instantáneos. En las Con fesiones encontramos yuxtapuestos momentos tan opuestos que pa recen corresponder a personalidades distintas. Y lo que en ciertas circunstancias llama la atención por encima de todo el olvido apa rente del episodio inmediatamente anterior, cuya importancia pa recía capital y que repentinamente parece que ya no cuenta para nada. El paso del segundo libro de las Confesiones al tercero es un testimonio bastante sorprendente. El segundo libro concluye con el asunto de la cinta robada y con la falsa denuncia por la que JeanJacques hace que despidan a la pobre Marión, y Rousseau nos ase gura que este «crimen» le dejó una «impresión terrible» para el resto de su vida. Pero el tercer libro comienza en la página siguien te, en la que Jean-Jacques describe sus sentimientos en las semanas siguientes al «crimen»: no encontraremos en ellas el más mínimo eco del episodio precedente, nada que mantenga una relación conse cuente con lo anterior. Parece como si Jean-Jacques hubiese «bebi do el agua del olvido», rechazando pertenecer a su pasado, para entregarse por completo a su deseo presente: Estaba inquieto, distraído, soñador; lloraba, suspiraba, desea ba una felicidad de la que nada sabia, y cuya privación sentía a pesar de todo. Este estado no puede describirse, e incluso pocos hombres pueden imaginarlo, porque la mayoría han evitado esta plenitud de vida, a la vez atormentadora y deliciosa, que, en la embriaguez del deseo, da un sabor anticipado del goce. Mi sangre encendida llenaba incesantemente mi cabeza de muchachas y de mujeres: pero, al no adivinar su utilización, las empleaba extraña mente con la imaginación en mis fantasías sin saber hacer nada más con ellas133. Ahora bien, estas fantasías describen el trato infligido por Mlle. Lambercier, agresión ambivalente que es a la vez castigo y satisfac ción erótica. Nos podemos preguntar si la imaginación del castigo no es, en cierta medida, una respuesta «inconsciente» a la culpa coIU Confessions, lib. III, O. C., I, 88.
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metida contra Marión. Por otro lado, la culpa era también un acto ambivalente: al denunciar a Marión le probaba su amor y casi le hacia una declaración: «Cuando acusaba a esta desgraciada mucha cha, es curioso pero lo cierto es que mi amistad hacia ella fue la causa. Estaba presente en mi pensamiento, me justifiqué con el pri mer objeto que encontré. Le acusé de haber hecho lo que yo quería hacer y de haberme dado la cinta porque mi tentación era dárse la»134. Percibimos aqui una relación secreta entre unos momentos que no están unidos por ninguna continuidad explícita. Por muy abrupta que sea la ruptura entre la narración del «crimen» y el rela to de la obsesión erótica, por mucho que parezca que ia única simi litud aparente entre los dos pasajes es la presencia de ia palabra cu rioso, descubrimos en los ensueños masoquistas de Jean-Jacques todo lo que reviste el sentido de una reacción a la situación sádica que les ha precedido. La efervescencia de la libido es una reacción ante la muerte de Mlle. de Vercellis, y por lo que se refiere a las fan tasías punitivas que ponen en escena unas muchachas muy decididas a azotar a Jean-Jacques, es lo mismo que decir que ponen en escena a una Marion-Lambercier que toma venganza voluptuosamente: reaccción perversa y «moral», a la vez, que compensa la falta me diante el castigo imaginario, y que completa la declaración de amor sádico mediante el consentimiento de un compañero que castiga. Aqui comienza el episodio del exhibicionismo. Jean-Jacques querría pasar del sueño a la realidad y recibir el tratamiento que ha imaginado en sus fantasías. Pero no sabe ni quiere franquear la dis tancia que le separa de las mujeres reales. No se atreve a pedir lo que desea. ¿Y cómo podría pedirlo sin comprometer la posibilidad de la satisfacción? Pues lo que desea es precisamente que las muje res tomen la iniciativa a su respecto. La situación más deseable para Jean-Jacques es aquella en la que pudiese quedar inmóvil y en el que la mujer viniese hacia él para pegarle y remitirle a la sensación deliciosamente humillada de su propio cuerpo. Por vergüenza, Jean-Jacques no puede nombrar lo que querría experimentar: sólo intentará provocar el «trato deseado» sin pronunciar una sola pa labra y sin formular su deseo. Se contentará con «exponerse ante las personas de ese sexo en el estado en el que habría querido poder estar junto a ellas»l3S. La satisfacción que espera Rousseau no con siste en modo alguno en el acto de exhibición, sino en el voluptuoso castigo que debería seguirle. El exhibicionismo no es más que la for ma silenciosa de una solicitud que Jean-Jacques tiene vergüenza de13 Confessions. !ib. II. O. C„ I, 86. 133 Confessions, lib. III, O. C., 1, 89.
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enunciar en términos explícitos. ¡Es una modalidad patológica del recurso a los signos! Todo lo que Jean-Jacques sabe hacer para al canzar la felicidad deseada es ofrecerse en silencio. Su papel se de tiene ahí, no sabe emprender nada más allá: el resto debe venir del exterior. El único gesto de que Rousseau es capaz se detiene en él mismo: Desde allí no había más que un paso que dar para sentir el tra to deseado136.
A través del relato burlón de las Confesiones, todo esto parece bastante irrisorio. Sin embargo, la confesión es aquí de una especial importancia. Pone de manifiesto una tendencia que, aunque ya nos la hayamos encontrado anteriormente, nunca se nos había apareci do tan claramente: el recurso a la eficacia mágica de la presencia. Jean-Jacques cree que le basta con «exponerse» para ejercer una fascinación a su alrededor. Y con este fin recurre al poder de fasci nación de la «ridicula» desnudez. Repitámoslo, Rousseau busca un fin totalmente distinto que el placer de mostrarse. El exhibicionismo no es para él nada más que un medio: más concretamente, es el úni co medio del que sea capaz Rousseau, y es el caso que este medio consiste en un rechazo de todos los medios «normales», en un re curso a la seducción inmediata. Sin duda, existe en Rousseau una voluntad de actuar sobre los otros, pero en su voluntad de acción es incapaz de salir de si mismo: el exhibicionismo representa el limite extremo de una acción que se dirige hacia fuera sin consentir, sin embargo, en introducirse agresivamente entre los obstáculos del mundo exterior. Se trata, sin duda, de llegar hasta los otros, pues sin abandonarse a si mismo, contentándose con ser uno mismo y con mostrarse tal como se es. Sólo entonces puede franquear un po der mágico la distancia que se niega a atravesar mediante una acción real sobre el mundo y sobre los otros. Pero esta tentativa es un fracaso: no es tan fácil provocar el «trato deseado», ni siquiera atraer la atención. El fracaso remite a Jean-Jacques a sí mismo y a la conciencia de su soledad. (Momen to propicio para las lecciones del Vicario saboyano o de M. Gaime.) Narciso descubre entonces su propia imagen y la prefiere. Se en cierra de nuevo en el ensueño, pero en un sueño que sabe que en lo sucesivo no puede hacer pasar sencillamente de lo imaginario a lo real. Queda la posibilidad de adherirse a lo imaginario, de sumirse u * Ibidem.
en ello sin reservas. «Tomé la decisión de escribir y esconderme.» En el plano erótico, Jean-Jacques adopta la misma decisión: Recuerdo que una vez Mme. de Luxembourg me hablaba con burla de un hombre que abandonaba a su amante para escribirle. Le dije bien podria haber sido yo ese hombre, y habría podido añadir que ya lo habla sido en alguna ocasión,}7.
Escribirle. Esto quiere decir separarse de la persona amada (o deseada) con el fin de conversar con su imagen, y consigo mismo, pero esto quiere decir también: conversar consigo mismo con el fin de entregarse al amor con las palabras, con las frases y con imáge nes que posiblemente sabrán ejercer una fascinación mayor de lo que lo había hecho la simple presencia física. Observemos algo ambiguo en este repliegue hacia lo imaginario y hacia la intimidad del yo. Para Jean-Jacques es, por una parte, un regreso a la independencia total y a la perfecta suficiencia del senti miento inmediato. Pero, para nosotros, hay aqui, objetivamente, un rodeo con el fin de captar las miradas a través de medios que la presencia física no poseía por si sola. Al recurrir al lenguaje, el alma única de Jean-Jacques recurre a la mediación de lo universal para manifestarse mejor en su singularidad y en su hostilidad hacia el resto del mundo. Jean-Jacques utiliza de hecho la mediación sin dejar de creer que sigue fiel a lo inmediato. Éste parece ser el proyecto de Jean-Jacques: hacerse atractivo a través de una exaltación en la que el yo no abandona su sueAo ni sus ficciones. Seducir, pero sin desprenderse de si mismo, sin que el deseo tenga que sacrificar su embriaguez inmediata. Obtener la atención, la simpatía y la pasión de los otros, pero sin hacer nada más que abandonarse a la seducción de sus queridas ensoñaciones. De este modo será un seductor seducido; seductor porque es seduci do; fascinando al auditorio porque su mirada se ha vuelto hacia la fascinación de un espectáculo interior. El doble juego es evidente: cuando Rousseau se expone a las mi radas de los otros, leemos claramente en su gesto la intención de provocar la respuesta que necesita; pero provoca esta respuesta como si no hubiese hecho nada para que se produzca, como si no la hubiese deseado ni buscado, y como si surgiese espontáneamente por un extraño capricho del azar. Algunas veces simulará extrañar se. No ha hecho más que expresarse en voz alta, para responder a la llamada interior del deber (o de la verdad, o del placer) y he aqui »» Con/essions. lib. V. O. C.. I. 181.
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que se empeñan en contradecirle o en mimarle: no se preocupa por ello, no ha merecido semejante honor, sólo habla querido ser él mismo... La inmediatez de la vida interior es su coartada y su asilo, pero es también el medio de eximirse de los medios por los que hay que pasar normalmente para alcanzar a los demás. Jean-Jacques es pera hacerse amar en su interioridad, quiere atraer la solicitud amo rosa y la tierna abnegación. Se dirá —y se ha dicho— que esto en cierra hipocresía y mala fe, Rousseau no afronta los riesgos y el es fuerzo de superación que exige una comunicación auténtica con el prójimo, y de este modo pierde la verdad de su contacto con el otro. Pero pierde también la verdad de su sentimiento, puesto que no tie ne sentimiento alguno que, abierta o secretamente, no esté desti nado a ser manifestado ante testigos: es inocente, es sincero, está re signado, está abrumado ante los ojos de Europa entera. Por no ha ber querido realizar las iniciativas decisivas de la acción mediadora, por no haberse comprometido francamente con el duro universo de ios medios, Jean-Jacques pierde, a la vez, la pureza del sentimiento inmediato y la posibilidad de la comunicación concreta con ios otros. Esta doble pérdida le define como un escritor. Si crea libros y óperas es sólo para consolarse, para conversar con sus quimeras. Pero cuenta con que esta actividad que le encie rra en si mismo le valdrá la admiración emocionada de sus con temporáneos. Sumido en sus ensoñaciones, y sin que aparentemente haga nada por atravesar la distancia, consigue lo que desea: que los otros dirijan sus miradas sobre él, que vengan hasta él turbados y confundidos. No ha buscado puramente el arte, pues ha soñado de masiado con el efecto que ejercerla sobre las almas sensibles. Pero, por otra parte, no ha tenido que franquear el verdadero camino que conduce hasta los corazones, no ha tenido que soportar y atravesar los mortales espacios intermedios, pues no se ha preocupado por es tablecer y por mantener vínculos reales con los demás. Asi se constituye una magia de la representación cuyo efecto será poderoso de modo bien diferente a como lo es la magia de la presencia con la que Jean-Jacques habia contado primero. Ha escri to El Adivino y La Nueva Eloísa, se ha embelesado con sus propias visiones, con su propia música, y he aqui que de un modo imprevis to y deseado se dirigen a él las miradas cargadas con «deliciosas lá grimas» que recogerá ávidamente. Jean-Jacques se siente presente en una imagen que le representa y que fascina a las oyentes: lo más preciado de su gloria, en el momento en que tiene éxito El Adivino, es una satisfacción amorosa cuya naturaleza no es muy diferente de la que él esperaba, a los dieciséis años, al exhibirse en los paseos y los «reductos» de Turín. Jean-Jacques se muestra, pero esta vez se 216
muestra en su obra (que es el sueño de su alma inocente y tierna); puede permanecer inmóvil, le basta con tener «la audacia de es perar»: la satisfacción amorosa viene hasta él. En vez de recibir un voluptuoso castigo, es él el que hace que broten lágrimas y suspiros. El masoquismo de la azotaina se ha convertido en el dulce sadismo de una ternura pastoril: Sentí que todo el espectáculo se extasiaba en una embriaguez que mi cabeza no soportaba...138. En seguida me entregué plena mente y sin discriminación al placer de saborear mi gloria. Sin em bargo, estoy seguro de que en este momento la voluptuosidad se xual tenia ihás importancia que la vanidad de autor, y con toda seguridad, si no hubiese habido alli más que hombres, no me ha bría sentido devorado, como lo estaba sin cesar, por el deseo de recoger con mis labios las deliciosas lágrimas que hacia correr139.
Es un regreso milagroso. Jean-Jacques había fracasado cuando se presentó por primera vez; ahora, triunfa en el momento en el que se representa. Desde luego, Rousseau sabe perfectamente que una ópera sólo imita los sentimientos de la forma menos inmediata. No dejará de decirlo en el Diccionario de Música: Para agradar constantemente y prevenir el aburrimiento la música debe elevarse al rango de las artes imitativas, pero su imi tación no siempre es inmediata, como la de la poesía y la de la pintura; la palabra es el medio por el que la música determina las más de las veces el objeto cuya imagen nos ofrece, y es por medio de los emotivos sonidos de la voz humana por lo que esta imagen despierta en el fondo del corazón los sentimientos que debe pro ducir en él140.
Pero el placer que experimenta Rousseau en el momento del éxi to de El Adivino ya no pasa por las palabras ni los sonidos de la obra que ha compuesto. Se ha producido un acontecimiento erótico en el que los propios cuerpos ya no cuentan. La felicidad reside en una comunicación a distancia. Aunque las miradas de las especta doras están dirigidas al escenario, Jean-Jacques se siente dueño de los corazones. Estas mujeres que lloran enternecidas le pertenecen; no deseaba poseer sus cuerpos, sino su emoción, y ahora sabe que 13» Armales J.-J. Rousseau, IV (1908, 228; véase O. C., 1, 1164). U» Confessions. lib. VIII, O. C., I, 379. 140 Diciionnaire de Musique, O. C. (París, Furne, 1835), III, 810-811.
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sus lágrimas le pertenecen. Este goce, obtenido de modo tan indi recto, es, sin embargo, un placer inmediato que anula la pesada opacidad de los cuerpos: en ese contacto sólo se tocan las almas. Rousseau es el Dionisos que dispensa una embriaguez de amor vir tuoso y de perdición involuntaria; tiene a sus ménades a su alrede dor. Se apasionan para él, y por él. Su poder coincide por fin con su presencia porque ha sabido hacerse infinitamente ausente en una música que canta la seducción de la ausencia y la felicidad del re greso. Pero, para Rousseau, la embriaguez lírica no es el único medio de reconquistar la posibilidad de una presencia seductora. Se le ofrecen otras vias. En particular el recurso a la superioridad reflexi va, la pretensión del heroísmo virtuoso. No veamos en ello, sola mente, la superación —la sublimación— que hace triunfar a la mo ral: esta conducta tiene como efecto el reforzar el prestigio de la presencia a fin de obtener satisfacciones amorosas bastante sin gulares. El
preceptor
Se ha pretendido (concretamente ésta es la tesis de René Laforgue) que el amor a tres es en Rousseau una ocasión para revivir la situación del hijo culpable, que intenta volver a encontrar la intimi dad perdida. Pero hay que añadir que Rousseau se esfuerza, casi instantáneamente, por superar la dependencia y la inferioridad que le impone su status de intruso: procura asignarse la función del pre ceptor, es decir, del Señor, único poseedor de la ciencia de la felici dad. Asi, Jean-Jacques se erigirá en mentor protector, deseoso de unir más a Sophie d’Houdetot y Saint-Lambert. Escribirá a Sophie las Cartas Morales para enseñarle el amor-virtud y el amor-sabiduría. Lo que le queda entonces a Jean-Jacques es el placer de ser aquél por el que pasa el arrebato de los amantes. Es el mediador sin dejar el sentimiento inmediato de su propia bondad. En apariencia no quiere poseer nada que sea exterior a él mismo. Le basta con que los amantes tengan necesidad de él para encontrarse. No es ni el amante ni el amado: es el encuentro de los que se aman, el «medio» en el que sus almas entran en contacto. Asi, en el Emilio, el precep tor une las manos de los jóvenes esposos: ¡Cuántas veces contemplando en ellos mi obra me siento poseído por un éxtasis que hace palpitar mi corazón! ¡Cuántas ve ces uno sus manos a las mias bendiciendo a la Providencia y lan
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zando ardientes suspiros! ¡Cuántos besos dirijo a esas dos nuiiim que se estrechan! ¡Con cuántas lágrimas de alegría sienten que yo se las riego! Ellos se enternecen, a su vez, compartiendo mis arre batos141.
Extraño goce que quiere ser el reflejo de la alegría de los aman tes, pero que vive esta alegría como su obra. El preceptor reivindica su lugar a la vez en el centro del delirio amoroso y fuera de él. En tonces posee, simultáneamente, la embriaguez del contacto y la li bertad de un perfecto desprendimiento. Goza y renuncia. Se aban dona a la sensación, pero retrocede instantáneamente y se entrega a la reflexión. En Rousseau, el amor a tres implica siempre una embriaguez y una reinversión reflexiva. El héroe de Rousseau es a la vez maestro de sabiduría y seductor. Turba a las almas y las educa (las perturba al educarlas). Le preocupa menos poseer sus cuerpos que fascinar sus almas y convertirse en el confidente de las concienciasl42. Rousseau despliega asi una magia seductora que no se compro mete en el acto amoroso. A menudo esta magia no puede separarse de la exaltación virtuosa; se refuerza mutuamente, y crean un equi voco que se comprende que haya podido parecer impuro. El propio Milord Bomston, «amado por dos amantes», oscila entre la locura pasional y la tranquila razón: pone «furiosa» a una ardiente mar quesa y, al mismo tiempo, enseña el arrepentimiento y la virtud a una cortesana romana. Esto le basta: no poseerá a ninguna de las dos. En lo sucesivo puede amarse a si mismo con un amor narcisista y admirarse sin reservas: Su virtud le daba en él mismo un goce más dulce que el de la belleza, y que no se agota como ésta. Más feliz por los placeres de que se privaba de lo que lo es el voluptuoso con aquellos de los que goza, amó durante más tiempo, siguió siendo libre y gozó me jor de la vida, que aquellos que la gastan.
Una doble influencia amorosa se ha convertido en el pretexto de un doble rechazo: Milord Edouard Bomston domina a dos mujeres que le desean, pero se mantiene fuera de su alcance. Estas deseables mujeres a las que renuncia le devuelven su propia imagen purificada por el rechazo. Los amores de Milord Bomston se «reflejan» final mente sobre él mismo, y la aventura amorosa conduce a una recon141 Émite. lib. V, O. C.. IV, 876. 142 El lector se remitirá también a la tentativa pedagógica de educar Vintzenried (Confessions, lib. VI, O. C.. I, 264-265).
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quista de la integridad del yo, después de la tormenta interior y el tumulto de la pasión. Ni siquiera se puede decir que todo vuelve al sentimiento interior, puesto que nada abandonó nunca el dominio del sentimiento. Como en la escena en la que el preceptor une las manos de Émile y de Sophie, la sabiduría reflexiva apela a la com plicidad de la embriaguez sensual para gozar de ella y para separar se de ella inmediatamente, en nombre de una libertad superior. Connivencia bastante turbia pero que representa, a su modo, una reconciliación de lo mediato y de lo inmediato, de la reflexión y de la sensación. En tal caso, el hombre de la reflexión capta su felicidad en un terreno al que aparentemente ha renunciado; desvía en su propio provecho el beneficio de la alegría o del dolor sensuales que ha pro vocado en otro y de los que no quiere depender. Sin dejar de creer que preserva la pureza de la distancia que ha tomado con respecto a la sensación, se vuelve a convertir por un momento en un alma sen sible con el fin de apoderarse furtivamente de una emoción de la que gozará en soledad. Mientras que Émile y Sophie se comprometen reciprocamente, el preceptor se introduce literalmente en su efusión; esta felicidad es obra suya; quiere gozar de ella desde dentro. Sin embargo, conserva una actividad de superioridad independiente: los jóvenes le deben su reconocimiento y su afecto, pero ¿1 no les debe nada en respuesta. Se cobra participando de su emoción amorosa... Pues la responsa bilidad del compromiso pesará por completo sobre Émile y Sophie. El preceptor, por su parte, conserva toda su libertad, incluso cuan do se mezcla indiscretamente en este dúo conyugal del que conocerá lo más intimo, lo más puro, lo más dulce (y también lo más empala goso) sin asumir sus servidumbres materiales. ¡Pero cuánto tiempo y cuántos esfuerzos habrá que haber puesto en movimiento prime ro, para gozar de este instante de enternecida superioridad! El pre ceptor habrá tenido que producir la felicidad de los jóvenes para ve nir a recogerla soberanamente. ¡Cuántas acciones, cuántos medios, para llegar a este momento de placer independiente, a esta pura exaltación del prestigio, a esta participación sin vínculos! También aqui la magia de la presencia no puede realizarse más que al precio de un gran rodeo y de un progreso que se despliega con la ayuda de la reflexión mediadora143. Aquí, la seducción ya no es la que ejerce 143 «Asi pues, heme aqui convertido en el confidente de dos buenas gentes y el mediador de sus amores» (Émile, lib. V, O. C., IV, 788). Dirá a propósito de Sophie y de Saint-Lambert: «Para mi era tan dulce ser el confidente de sus amores como ser el objeto de los mismos» (Con/essions, lib. IX, O. C.. I. 462).
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Dionisos, sino la de un Sócrates que muestra a las almas el camino que éstas deben seguirl44. ¿Y Thérése? Ella permite a Jean-Jacques no abandonarse, no salir de él mismo y le asegura «el suplemento» que precisaba145. Un suplemento. La palabra es reveladora; ya se había encontrado en el tercer libro de las Confesiones: «Conocí este peligroso suplemento que engaña a la naturaleza y salva a los jóvenes de mi temperamen to de muchos desórdenes a expensas de su salud, de su vigor y algu nas veces de su vida»146. Esta singular similitud de términos nos 144 Sobre Rousseau y Sócrates, cfr. Pierre Burgelin, op. cil., 61-70. Hólderlin compara a Rousseau con Dionisos en el himno Der Rhein. 145 Confessions, lib. Vil, O. C . I. 332. 144 Corifessions, lib. III, O. C., 1.109. Para el psicoanálisis el autoerotismo reve la la debilidad de las «relaciones de objeto». Es el yo (la mayoría de las veces disfra zado) quien es el verdadero objeto de la energía amorosa de Jean-Jacques, en detri mento del objeto exterior hada el que se orienta la sexualidad normal. Dentro de la perspectiva psicoanalitica se tienen buenas razones para atribuir a una «fijación in fantil» —liase incluso a una fijadón «pregenital» en los estadios anal y oral— toda la estructura de la vida amorosa de Rousseau, y toda la culpabilidad que de ella se desprende. A partir de aqui, no será difícil reducir a un origen común los múltiples aspectos patológicos del comportamiento de Jean-Jacques, sin excluir de entre ellos las perturbaciones urinarias, los repetidos sondeos (erotismo uretral receptivo), el traje de armenio (homosexualidad latente), e incluso el delirio sistemático de los últi mos altos. Lo que es singularmente instructivo aqui es ver el posible encuentro de dos méto dos críticos, de dos tipos de interpretación: allí donde decimos en términos freudianos que la «elección del objeto» se fija en el yo, podemos decir también, en térmi nos hegdianos, que la subjetividad se niega a «alienarse» en una actividad exterior. B narcisismo y la fijación infantil son tas fórmulas psicoanaliticas que corresponden a la elección de lo inmediato. Pero no podemos hablar del narcisismo de Jean-Jacques sin hacer inmediatamen te una precisión: Narciso necesita imágenes. Su deseo no se concentra directamente en el yo ni en los otros, sino en representaciones imaginarias, en reflejos, en fantas mas a los que atribuye una ilusoria independencia. En la comedia escrita por JeanJacques, Valóre no se convierte realmente en Narciso hasta el momento en que en cuentra su retrato disfrazado de mujer, retrato en el que es incapaz de reconocerse a si mismo. Se enamora de una imagen que es ciertamente la suya, pero que manif esta una secreta femineidad de la que no es consciente. Este desconocimiento de si es la condición misma que hace posible el surgimiento de la pasión narcisista: «por su de licadeza y por la afectación de su aspecto. Valóre es una especie de mujer escondida bajo una vestimenta de hombre; y el retrato asi disfrazado, parece devolverle a su es tado natural más que enmascararle» (O. C . II, 977). La importancia del retrato es capital aqui, pues aunque al principio revela la femineidad escondida de Valóre, aun que es la estratagema gracias a la cual el autoerotismo del joven se actualiza frenéti camente y se pone al descubierto, finalmente provoca la crisis definitiva gracias a la cual Narciso se libera de su narcisismo y vuelve a convenirse en Valóre para regresar (|de nuevo un regreso!) a la tierra prometida que habla rechazado. Angélique termi na por tener razón con respecto al retrato: Narciso ha encontrado su «objeto». En La Nueva Eloísa la revelación de la imagen —el retrato enviado por Julie a Saint-Preux en su exilio parisiense— va acompaAado por un «delirio» emotivo tan in tenso como la posesión física misma: «He sentido palpitar mi corazón con cada pa pel que quitaba y me encontré rápidamente tan oprimido que me vi forzado a respi rar un momento sobre el último envoltorio... ¡Julie!... ¡oh mi Julie!... el velo se ha
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muestra lo que Rousseau encontraba en Thérése: alguien a quien pueda identificar fácilmente con su propia carne, y frente a quien no hubiese que plantearse nunca el problema del otro. Thérése no es la compañera de un diálogo, sino el auxiliar de la existencia física. Con las otras mujeres Rousseau busca el momento milagroso en el que la presencia del cuerpo no fuese ya un obstáculo, pero en Thé rése encuentra un cuerpo que no es ni siquiera un obstáculo.
roto... te veo... y veo tus divinos atractivos!» (ti parte, carta XXII). El retrato de Julie es un signo mnémico. y cada papel arrancado elimina una parte del espesor del tiempo. Saint-Preux se sume en el éxtasis de una posesión en e! pasado; pero es el ob jeto, Julie, quién está en la distancia y en el pasado; por lo que se refiere a la emo ción del amante, ésta se encuentra claramente en el presente. Transparencia actual de una felicidad que se ha desvanecido, pero que se repite gracias a la imagen, goce agridulce que no necesita más que de la presencia imaginada del objeto ainado. En efecto, el retrato es como un signo total que se hubiese desprendido de Julie. y que permitiría un contacto mágico entre los amantes ausentes; el retrato restablece pura mente el sentimiento de la presencia, sin pasar por la presencia real de los cuerpos: «¡Oh Julie!, si fuese cierto que él pudiera transmitir a tus sentidos el delirio y la ilu sión de los míos!... ¿Pero por qué no habría de hacerlo? ¿Por qué las impresiones que el alma experimenta con tanta actividad no irían más lejos como ella?» Pero el retrato exige un artista. Lo que distingue a Jcan-Jacques de un neurótico banal es que el fantasma, lejos de agotarse en él mismo, exige ser desarrollado en un trabajo real, provoca el deseo de escribir, quiere seducir al público, etc. La toma de partido por lo inmediato se convierte en obra literaria, y se traiciona al manifestarse de tal manera que todo cobra vida gracias a la contradicción interna: el reposo desea do se convierte en movimiento, el goce de si mismo se convierte en reflexión inquie ta. Rousseau es proyectado a pesar suyo en el mundo de los medios, y nos vemos obligados a admitir que, al menos en el caso de este hombre excepcional, la regresión patológica del instinto no es incompatible con el progreso de un pensamiento.
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V II
LOS PROBLEMAS DE LA AUTOBIOGRAFÍA
«¿Quién soy yo?» La respuesta a esta pregunta es instantánea. «Siento mi corazón»1. Tal es el privilegio del conocimiento intuiti vo, que es presencia inmediada a sí mismo, y que se constituye por completo en un único acto del sentimiento. Para Jean-Jacques, el conocimiento de sí mismo no es un problema: es un dato: «Al pasar mi vida conmigo debe conocerme»12. Indudablemente, el acto del sentimiento que funda el conoci miento de sí mismo no tiene nunca el mismo contenido. En cada nueva circunstancia es irrefutable, es la evidencia misma. En cada ocasión el conocimiento de sí está en su comienzo; la verdad se abre paso de forma primordial. El acto del sentimiento es indefinida mente renovable, pero en el momento mismo su autoridad es abso luta y adquiere valor inaugural. El yo se descubre y se posee de una sola vez. En este instante en que toma posesión de si mismo, pone en duda todo lo que sabia o creía saber con respecto a si mismo: la imagen que antes se hacía de su verdad era borrosa, incompleta e ingenua. Sólo ahora se aclara la cuestión, o va a aclararse... De ahí la multiplicidad de la obra autobiográfica de Rousseau. Emprende los Diálogos como si no se hubiese pintado ya en las Confesiones en las que pretendía haberlo «dicho todo». Después vienen las Ensoñaciones donde hay que empezar de nuevo todo: «¿Qué soy yo mismo? He aquí lo que me queda por buscar»3. A medida que Jean-Jacques se hunda en su delirio y pierda los vínculos que le unen a los hombres, el conocimiento de sí mismo le 1 Confessions, lib. I, O. C., 1, 5. 2 Primera carta a Malesherbes. O. C., 1 ,1.133. 3 Réveries, primer Paseo, O. C., 1, 995.
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parecerá más complejo y más difícil: «El conócete a ti mismo del templo de Delfos» no es «una máxima tan fácil de seguir, como lo había creído en mis Confesiones»4. El conocimiento es arduo, pero nunca hasta el punto de que la verdad se sustraiga; nunca hasta el punto de dejar a la conciencia sin recursos. La introspección no deja nunca de ser posible, y si la verdad no se impone inmediata mente bastará con un «examen de conciencia» para acabar con to das las oscuridades en el transcurso de un paseo solitario. Todo se explicará; él conseguirá verse por completo, y ser «para sí» lo que es «en sí»: Rousseau, que reconoce eventualmente la extrañeza de algunos de sus actos, no los atribuye nunca a tinieblas esenciales, y no ve en ello la expresión de una parte oscura de su conciencia o de su voluntad. Sus actos insólitos no le pertenecen más que a medias; bastará con narrarlos y declararlos extraños, como si la confesión agotase su misterio. Para Jean-Jacques el espectáculo de su propia conciencia debe ser siempre un espectáculo sin sombras: éste es un postulado que no admite excepción alguna. Desde luego, Rousseau llega a turbarse ante si mismo y a constatar una disminución de la claridad: «Los verdaderos y primeros motivos de la mayoría de mis acciones no están tan claros para mi mismo como yo había imagina do durante bastante tiempo». Pero la continuación de este mismo texto (Ensoñaciones, sexto paseo), lejos de insistir en la falta de cla ridad interna, se presentará, muy al contrario, como una perfecta elucidación de lo que, en principio, parecería carecer de evidencia. Aunque algunas veces vemos partir la meditación de Rousseau de un reconocimiento de la ignorancia acerca de sí mismo, nunca le ve remos llegar a la conclusión de semejante reconocimiento. Las lagu nas de su memoria no le inquietarán: nunca se dirá, como Proust, que el acontecimiento olvidado esconde una verdad esencial. Para Rousseau lo que escapa a su memoria no tiene importancia; no puede tratarse más que de lo inesencial. Hay en él a este respecto un optimismo que no se desmiente nunca, y que cuenta firmemente con la plena posesión de una evidencia interior. Además, la evidencia interior tiende a exteriorizarse de inme diato: Jean-Jacques dice ser incapaz de disimular. El sentimiento se convierte en signo y se manifiesta abiertamente desde el momento en que es sentido. Como hemos visto, Rousseau quiere creer que to dos sus cambios afectivos son legibles en su rostro. Para Rousseau, la vida subjetiva no es en sí misma una vida «escondida» o replega da en la «profundidad»; aflora espontáneamente a la superficie, la 4 Réveries, cuarto Paseo, O. C., I, 1024.
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emoción es siempre demasiado poderosa para ser contenida o repri mida. Asi, Jean-Jacques proclama: ... La imposibilidad absoluta en que me encuentro por mi tem peramento de mantener oculto nada de lo que siento ni de lo que pienso5. Mi corazón, transparente como el cristal, nunca ha sabido ocultar durante un minuto entero un sentimiento mínimamente vivo que se hubiese refugiado en él6.
Pero esta transparencia absoluta se produce en vano. No basta con ofrecerse a todas las miradas; es preciso, además, que los otros acepten ver la verdad que se ofrece; así, es necesario que tengan el don de entender este lenguaje. Ahora bien, desconocen su verdade ra naturaleza, sus verdaderos sentimientos, sus verdaderas razones para actuar o para abstenerse: Por el modo en que interpretan mis acciones y mi conducta aquellos que piensan conocerme veo que no comprenden nada. Nadie en el mundo me conoce, solo yo7. Veo que las gentes que viven en mayor intimidad conmigo no me conocen y que atribuyen la mayoría de mis acciones, ya sea para bien o para mal, a motivos completamente distintos que aquellos que los han producido".
Asi pues, el error está en la mirada de los otros. Jean-Jacques es completamente cognoscible y es completamente desconocido. A pe sar de que vive al descubierto, parece como si disimulase. En pre sencia de los otros, de los que cree ofrecerse ingenuamente, se da cuenta de que su verdad permanece escondida, como si se disfraza se, como si llevase una máscara. Asi, por culpa de los otros, parece esconder secretos inconfesables, él, que se muestra a la luz del dia... Lo que pondrán en cuestión los escritos autobiográficos no será el conocimiento de si mismo propiamente dicho, sino el reconocimien to de Jean-Jacques por los otros. En efecto, lo que es problemático, a su entender, no es la clara conciencia de si, la coincidencia del «en si» y del «para si», sino la traducción de la conciencia de si en un 5 Con/essions, lib. XII, O. C.. 1.622.
6 Coñfessions, lib. IX, O. C., 1,446.
7 Primera carta Malesherbes, O. C., 1.1133. * Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), 263. véase también O .C . 1 ,1121.
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reconocimiento que provenga del exterior. Las Confesiones son, an tes que nada, una tentativa de rectificación del error de los otros, y no la búsqueda de un «tiempo perdido». Asi pues, la preocupación de Rousseau comienza con esta pregunta: ¿por qué el sentimiento interior, inmediatamente evidente, no encuentra eco en un reconoci miento concedido de modo inmediato? ¿Por qué es tan difícil hacer concordar lo que se es para uno mismo lo que se es para los otros? A Jean-Jacques se le hacen necesarias la apología personal y la autobiografía, porque la claridad de la conciencia de si mismo es in suficiente para él mientras ésta no se haya propagado fuera y se haya desdoblado en un claro reflejo en los ojos de sus testigos. No basta con vivir en la gracia de la transparencia, hay que ma nifestar además la propia transparencia, y convencer de ella a los otros. A aquel que tiene sed de ser reconocido se le hace necesaria una actividad: esta actividad es lenguaje, palabra infatigable: hay que explicar en las «palabras de la tribu» lo que la inocencia de los signos había manifestado pura pero vanamente. Puesto que la evidencia espontánea del corazón no es suficiente, habrá que darle una mayor evidencia. Poco importa que el corazón sea ya transpa rente, hay que hacerlo transparente además para tos otros, revelarlo a todas las miradas, imponerles una verdad que no han sabido al canzar por si mismos: Quiero que todo el mundo lea en mi corazón9. Quisiera poder hacer transparente mi alma, de algún modo, ante los ojos del lector; y para esto, intento mostrársela desde to dos los puntos de vista; aclararle desde todos los ángulos; actuar de tal modo que no se produzca ni un solo movimiento que él no perciba, a fin de que pueda juzgar por si mismo el principio que los produce10.
Hacer que mi alma sea transparente ante los ojos del lector. Asi pues, parece como si la transparencia no fuese un dato preexistente, sino una tarea a realizar. Dicho con más precisión, parece como si la claridad interna de la conciencia no se pudiese bastar a si misma; mientras continúa siendo estrictamente «interior», mientras no es acogida por los otros es, paradójicamente, una transparencia velada y solitaria; no es una transparencia en acto, sino «en potencia»; se siente, contradictoriamente, como una transparencia envuelta que 9 Correspondance générale. DP, XX, 46. 10 Confessions, lib. IV, O. C„ 1 ,175.
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no puede salir de si misma y que choca con la imposibilidad provi sional de transparentarse. Sólo será transparente en acto cuando tenga un testigo a quien aparecer como transparencia, es decir, se gún la expresión de Rousseau, cuando sea transparente ante los ojos deI lector. Provisionalmente —¿pero hasta cuándo?— la transparencia in terior de Jean-Jacques recibe del exterior un rechazo: es una trans parencia sin espectadores. Pero aún se le toma por lo que no es, se le atribuye el alma de un orgulloso o de un malvado. Es la situación que encontró por primera vez en Bossey, cuando se le acusó de un «crimen» que no habia cometido. Los otros se equivocan a su res pecto; le castigan basándose en una sospecha imaginaria; le infligen un castigo inmerecido. Es inocente, pero la «opinión» confunde a sus jueces. Y él es demasiado débil para sustraerse al veredicto... Si Jean-Jacques se pone a hablar sobre si mismo, es porque des de el comienzo está en la situación de aquel que ha sido juzgado ya, y que recurre contra este juicio. Las cuatro cartas a Malesherbes, primer gran texto autobiográfico de Rousseau, son escritas inmedia tamente después del episodio delirante en el que, ante el silencio de sus impresores, prodigó acusaciones injustificadas y llamadas deses peradas. Al recobrar el tino, se retracta públicamente y atribuye su perturbación a su extrema soledad. Pero, entre tanto, los amigos a quienes ha alertado sin razón sin duda le habrán juzgado severa mente. Jean-Jacques siente la necesidad de explicarse para rechazar el juicio que siente que pesa sobre él. Puesto que su acceso de locu ra se debió a la soledad, va a revelar ahora los verdaderos motivos de su soledad: es por amor a la justicia y a la humanidad; es por aversión hacia la acción por lo que ha preferido vivir retirado. No es misántropo, no odia a los hombres, al contrario, los ama de masiado tiernamente para no sentirse herido constantemente en su presencia. En el origen de su comportamiento injusto, no hay ini cialmente más que sentimientos e intenciones inocentes, tiernas pa siones, una bondad desengañada, una gran necesidad de amistad que se ha conformado con criaturas quiméricas, etc. De este modo proporciona los documentos justificativos con vistas a una revisión del proceso. Denuncia la validez del juicio precedente. Quiere que se le conceda el privilegio de una duda provisional hasta que no lo haya «dicho todo». «Lector, suspende tu juicio...» Apela a un jui cio final que será por fin justo y verídico. Como hemos visto, Rous seau confunde más o menos voluntariamente el juicio lógico que de cide sobre lo verdadero y lo falso y el juicio ético que decide sobre el bien y el mal. Idealmente, el juicio de hecho es al mismo tiempo 227
un juicio de valor. Rousseau invoca sobre él la mirada del juez inte gro para quien establecer la verdad y hacer justicia son un solo y mismo acto. «Justicia y verdad» —afirma al hablar de si mismo— «son para él dos palabras sinónimas que toma una por otra, indife rentemente»". La «lucha por el reconocimiento» (según termino logía hegeliana) no será más que la comparecencia ante un tribunal. Para Rousseau, ser reconocido será esencialmente ser justificado y ser rehabilitado. (Pero el único tribunal cuya competencia no recha zará será el de Dios, que es el único en quien reside la Justicia y la Verdad; el único juicio al que aceptará someterse será el Juicio Vi nal.) Así pues, Rousseau recurre a una rehabilitación que vendrá a sellar indisolublemente su existencia y su inocencia, su ser auténtico y su valor moral. Entonces, bajo la mirada del Juez para quien jus ticia y verdad son sinónimos, tomará posesión del privilegio corres pondiente, que le dará, a él criatura juzgada, la certeza definiti vamente irrevocable de que existir y ser inocente son dos términos sinónimos. En los esbozos y en el preámbulo de la primera versión de las Confesiones, a Rousseau le preocupa otro problema que necesitaba abordar, aunque sólo fuese para no conservar nada en la redacción definitiva. Concibe el proyecto de contar su vida, pero no es ni obispo (como lo era San Agustín), ni gentilhombre (como Mon taigne), y no ha estado mezclado en los acontecimientos de la corte, ni en los del ejército: así pues, no tiene ningún derecho a exponerse ante los ojos del público, al menos no tiene ninguno de los derechos que se han requerido hasta él para justificar una autobiografía. Además, es pobre; está obligado a ganarse el pan. ¿Con qué de recho intentaría llamar la atención sobre su existencia? ¿Pero, por qué no se apoderaría de ese derecho? Aunque sea un plebeyo, por qué no reclamaría la atención simplemente porque es un hombre, y porque los sentimientos que habitan el corazón del hombre no de penden ni de las condiciones sociales ni de la riqueza: ... Soy pobre y cuando el pan esté a punto de faltarme, no co nozco un medio más honrado de conseguirlo que el de vivir de mi propio trabajo. Hay muchos lectores a quienes esta sola idea Ies impedirá con tinuar. No concebirán que un hombre que necesita pan sea digno de que se le conozca. No es para ésos para quienes escribo112. 11 Revertes, cuarto Paseo, O. C., I, 1032. 12 Mon portrail. Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), 262-263, véase O.C., 1, 1120.
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Y que no se objete que, al no ser yo más que un hom bre del pueblo, no tengo nada que decir que merezca la atención de los lectores. Esto puede ser cierto en lo referente a los acontecimien tos de mi vida: pero lo que escribo es menos la historia de esos acontecim ientos en si mismos, que la de mi estado de ánim o, a me dida que sucedían. Y las alm as sólo son más o menos ilustres se gún tengan sentim ientos más o menos grandes y nobles, ideas más o menos vivaces y num erosas. A quí, los hechos no son más que causas ocasionales. No im porta la oscuridad en que haya podido vivir, si he pensado más y m ejor que los Reyes, la historia de mi alma es más interesante que la de las suyas13.
La afirmación de los derechos del sentimiento y la justificación del hombre del pueblo van aquí parejas, ya que no hay privilegio o prerrogativa social que cuente, puesto que el valor del hombre resi de por completo en su sentimiento. (Saint-Preux es el testigo, y Julie, la mártir de esta nueva verdad.) Sentimientos más grandes, ideas más vivaces: inútil añadir que, aquí, el sentimentalismo no se opone en absoluto al racionalismo del siglo de las luces. AI contrario: la auto ridad intelectual de la razón y la primacía moral del sentimiento son con el mismo derecho las armas ideológicas de la burguesía pre revolucionaria. Estado de ánimo, sentimiento y pensamiento son prendas equivalentes de superioridad. Asi pues, la obra que emprenderá Rousseau no será solamente el alegato de un perseguido que proclama su inocencia. Será también el manifiesto de un hombre del estado llano que afirma que los acontecimientos de su conciencia y de su vida personal tienen una importancia absoluta y que, sin ser ni príncipe, ni obispo, ni recau dador general de impuestos, no por ello tiene menos derecho a reclamar la atención universal. No debe dejarse de conceder impor tancia al significado social que implica la empresa misma de las Confesiones. Jean-Jacques quiere ser reconocido: no solamente como un alma excepcional, no solamente como una victima con un corazón puro, sino como un hombre sencillo y un extranjero que no es de alta alcurnia y por ello será más capaz de cfrecer una imagen del hombre universalmente válida. Reivindica, para el viajero y el aventuro que fue, el privilegio de un mejor conocimiento de la hu manidad, la posesión de un conocimiento más vasto, más diverso y más eficaz. Este antiguo lacayo proclama abiertamente la superiori dad del servidor sobre el amo. Su condición de extranjero y su nuli dad social le han permitido moverse libremente y observar todos los 13 Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), véase O. C., 1, 1150.
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estados de la sociedad francesa, sin detenerse en ninguno de ellos. Ha podido conocer todo, puesto que no tiene su sitio en ningún lugar: ...S in pertenecer yo a ningún estado, los he conocido todos; he vivido en todos, desde los más bajos hasta más elevados, ex ceptuando el trono. Los Grandes no conocen más que a los G ran des, los humildes no conocen más que a los humildes. Éstos no ven a los primeros más que a través de la admiración de su rango y no son vistos por ellos más que con un injusto desprecio. En s u s ' relaciones excesivamente alejadas, el ser común que tienen unos y otros, el hom bre, es desconocido para ambos por igual. En cuan to a mi, preocupado por quitarle su máscara, lo he reconocido en todas partes. He sopesado, com parado sus gustos respectivos, sus placeres, sus prejuicios, sus máximas. Admitido en casa de todos como un hom bre sin pretensiones y sin importancia, les examiné a mi aire y, cuando dejaban de disfrazarse, podía com parar al hom bre con el hom bre y al estado con el estado. Al no ser nada, al no querer nada, no molestaba ni im portunaba a nadie; entraba por todas partes sin estar sujeto a nada, com iendo algunas veces con los Principes, por la m añana, y cenando por la noche con los cam pesinos14.
Una página como ésta establece claramente la reivindicación del individuo Jean-Jacques Rousseau: su experiencia es de tenor univer sal; sus cualidades de hombre del pueblo y de autodidacta no le dan sino más derecho a ser escuchado, pues es el único que detenta la verdadera ¡dea del hombre tal como es. Por ser él mismo un hom bre de nada, ha podido adquirir en compensación el poder de com prender todo. La imagen universal de lo humano, que pertenecía hasta entonces a la aristocracia, al gentilhombre y a la nobleza, pasa ahora por las manos de un advenedizo de la cultura, de un burgués, que, sacando partido de la descomposición de la sociedad aristocrática, ha sabido verlo todo y juzgar acerca de todo.
¿CÓMO PUEDE UNO PINTARSE?
¿Se puede decir la verdad sobre si mismo? Si, afirma Rousseau. La autobiografía accede a la verdad infinitamente mejor que cual quier pintura que observe a su modelo desde el exterior. Los pinto-
i« Op. « /., 1150-1151.
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res se contentan con lo verosímil; más que imitar la realidad, la construyen y quedan para siempre alejados del alma cuyo retrato deberían haber hecho; de ahi su audacia en lo arbitrario: Se captan los rasgos destacados de un carácter, se les une me diante rasgos inventados, y con tal del que todo constituya una fisonomía, ¿qué im porta que ésta se parezca? Nadie puede juzgar sobre e sto 15.
Vista desde fuera, la imagen de un ser nunca es verifícable. Por muy atentamente que mire a su modelo, el retratista no llegará nun ca hasta «el modelo interior»; si quiere explicar los móviles y las causas secretas del comportamiento no tendrá otros recursos que las conjeturas y las ficciones. La perspectiva de profundidad psicológi ca —perspectiva estrechamente dependiente de la dimensión tempo ral del pasado— se sustrae por principio al observador externo, cuya mirada no puede ir más allá de la superfice, ni remontarse al tiempo anterior al presente. Esta declaración de Rousseau, que pa rece establecer la existencia de una parte incognoscible de la vida psicólogica, en realidad sólo concierne al observador externo: Para conocer bien un carácter habría que distinguir en él lo adquirido de lo natural, ver cóm o se h a form ado, qué circunstan cias le han hecho desarrollarse, qué encadenam iento d e afecciones secretas le ha hecho ser com o es y cóm o se transform a p ara pro ducir algunas veces los efectos más contradictorios y los más ines perados. Lo que se ve no es más que una mínima parte d e lo que es; es el efecto aparente cuya causa interna está oculta y que, a me nudo, es m uy com plicada. C ada cual adivina a su m odo y pinta a su an to jo ; no tem e que se confronte la imagen con el modelo, ¿y cóm o se nos haría conocer ese m odelo interior que aquel que lo pinta de o tro no lo podría ver y que aquel q ue lo ve en si mismo no lo quiere m ostrar?16
«Aquel que lo ve en si mismo.» Así pues, el modelo interior no es oscuro para el propio sujeto, que podría incluso «mostrarlo», si no interviniese, de ordinario, una mala voluntad, un taciturno rechazo a dejarse conocer. Asi, Rousseau concede a la autobiogra fía las oportunidades que niega a la mirada del pintor:
15 Op. 1149. 16 Op. cit., 1149.
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Nadie puede escribir la vida de un hombre, sino él mismo. Su modo de ser interno, su verdadera vida sólo es conocida por éll7. «Pero al escribirla la disfraza», añade inmediatamente Rous seau. ¿No será el autorretrato tan arbitrario como el retrato? ¿No es también ficticia y reconstruida la imagen que un hombre da de si mismo? Pero Rousseau no se hace estas objeciones a si mismo; és tas conciernen a sus predecesores, a Montaigne en particular. Por primera vez un hombre va a pintarse tal como es... Rousseau se ex ceptúa. No solamente su pintura no será arbitraria, como lo son to dos los retratos tomados desde fuera, sino que, a diferencia de todas las demás autobiografías, además no será hipócrita. Su relato señalará el comienzo de los tiempos, el advenimiento mismo de la verdad. «Concibo una empresa de la que no hay otro ejemplo»18. Empresa única de un ser «a parte» al que nadie se parece. Sin em bargo, reivindica para esta empresa un alcance considerable: ofre cerá a los otros hombres «un elemento de comparación» y a los filósofos un objeto de estudio. Los otros no saben juzgar y no se conocen a si mismos, pues, fuera de ellos mismos, no conocen a nadie. Para superar «la doble ilusión del amor propio»19, deberían obligarse a no juzgar a los de más a partir de si mismos; deberían aceptar conocer a alguien que sea distinto de ellos mismos. Así pues, es preciso que Jean-Jacques venga a ofrecerles el regalo de su verdad para que los hombres de jen de vivir en el error. Tienen necesidad de ¿1, y ¿1 se lo prueba: Quiero procurar que para aprender a apreciarse, se pueda te ner al menos un elemento de comparación; que cada cual com prenda a sí mismo y a otro, y ese otro seré yo. Si, yo, sólo yo20. Una vez más, Rousseau se exceptúa. En efecto, si se sujetase a la regla que impone a los demás, debería volverse también hacia el ex terior, en búsqueda de algún «elemento de comparación». Pero des pués de haber afirmado que todo espíritu que permanece encerrado en los limites del yo está amenazado por el error, se arroga autorita riamente el derecho de no hablar más que de sí mismo. Se constata aquí hasta qué punto Rousseau es incapaz de ponerse en situación 17 Ibídem. 18 Coqfessions, lib. t, O. C., 1,6. 19 Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), 2, véase O. C ., I, 1148. 20 Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), 2, véase O. C ., 1 ,1149.
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de reciprocidad y de imponerse deberes idénticos a ios que asigna a los otros. Las verdad es para él un privilegio unilateral: los otros de berán conocerle a fin de conocerse mejor, deberán juzgarle y reha bilitarle para llegar a «apreciarse» a ellos mismos. Debe prestársele toda la atención del mundo —se le debe esto— sin que su deber le obligue a hacer nada más que contarse a si mismo.
D e c ir l o
todo
Conocerse es un acto simple e instantáneo. No hay diferencia entre conocerse y sentirse y, en Rousseau, el sentimiento decide in mediatamente acerca de la inocencia esencial del yo. Pero este senti miento, único y simple, no puede contentarse con su propia certeza: hay que comunicarla y no puede ser comunicada tal cual, en un acto expresivo que seria igualmente único y simple. Rousseau lo hu biese deseado: que un signo, que una breve palabra pudiese decirlo todo de una sola vez, e imponer a los demás la convicción de su ino cencia. Algunos veces incluso, en el punto álgido de su angustia, protesta mediante una afirmación exclamativa: «¡Soy inocente!»21. ¿Pero qué hacer si los otros no oyen este grito o no reconocen la sinceridad del mismo? ¿Callarse? Callarse es intolerable, sería reco nocer la validez del veredicto infamante. Asi pues, necesita hablar, buscar un medio de traducir a un lenguaje eficaz una evidencia in terna que no se resigna a considerar incomunicable. ¿Cómo traducir una evidencia que para nosotros reside en un acto intuitivo del sentimiento? ¿Cómo obtener de los otros el acto no menos intuitivo del juicio y del reconocimiento? Deberá interpo nerse todo un «circuito de palabras» entre el sentimiento primero, en el que Rousseau se declara no culpable, y el juicio final, en el que los otros reconocerán su inocencia. El problema consiste en obligar a los otros a hacerse una imagen verídica del carácter y del corazón de Jean-Jacques; esta imagen deberá ser, por principio, tan simple, tan clara y tan una, como el sentimiento interior de Rousseau. Asi pues, ¿qué hacer? Rousseau va a desplegar «todos los repliegues» de su «alma»22; va a extender en la duración biográfica una verdad global que el sentimiento posee de una sola vez. Va a dejar que se deshaga en una multiplicidad de instantes, vividos suce sivamente, su unidad y su sencillez, para mostrar mejor la ley según 21 Correspondancegénérale, DP, XIX, 310. 22 Armales J.-J. Rousseau, IV, (1908), 9, véase O. C., 1, 1153.
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la cual todo está intimamente relacionado y unido en su carácter; va a mostrar cómo ha llegado a ser lo que es. Asi pues, va a enunciar discursivamente toda la historia de su vida con la condición de pedir a los otros que sean ellos mismos quienes hagan la sintesis de ella. Dado que Jean-Jacques no puede enunciar con una sola palabra ni su naturaleza ni su carácter, ni el principio de su unidad, se remite para ello a sus testigos: es a ellos a quienes corresponderá construir la imagen única y juzgarla completamente, pero esta vez a partir de una sobreabundancia de documentos que les obligará a ver al verda dero Rousseau. Repitámoslo: Rousseau no duda ni por un momen to de su unidad, a pesar de las contradicciones y de las disconti nuidades que él mismo ha sabido acusar, sólo que le parece que es imposible afirmarse sin relatarse, y que la narración de los detalles de su vida «se aceptará» mejor que la afirmación global: soy ino cente. Toda afirmación global corre el riego de enfrentarse con un rechazo global: ante una sintesis acabada, los hombres desconfían y sospechan que se trata de una impostura. Rousseau presentará la «materia prima» de los acontecimientos y de las circunstancias de su vida, para que los otros los unan en una síntesis en la que podrán creer tanto más gustosamente cuanto que ellos serán sus autores. La narración detallada tendrá como efecto no solamente forzar la aten ción de los lectores, sino además forzar su juicio, obligándoles a ha cerse una imagen verídica de Jean-Jacques: Todo está íntimamente relacionado... todo es uno en mi carác ter... y este extraño y singular ensamblaje precisa de todas las cir cunstancias de mi vida para ser revelado adecuadam ente23. Si yo me hiciese cargo del resultado y le dijese (al lector): «Es te es mi carácter», podria creer, si no que le engaño, al menos que me equivoco. Pero al detallarle con sencillez todo lo que ocurrió, todo lo que hice, todo lo que pensé y todo lo que senti, no puedo inducirle a error, a menos que quiera hacerlo y aunque quisiera hacerlo no lo conseguiría tan fácilmente de este m odo. Es a él a quien corresponde reunir estos elementos y determ inar el ser que ellos com ponen; el resultado debe ser obra suya; y si, entonces, se equivoca, todo el error será responsabilidad suya... No soy yo quien debe juzgar la im portancia de los hechos, debo contarlos todos, y dejarle el cuidado de escoger24.
23 Op.cit.. 10, O. C., 1,1153. 24 Confessions, lib. IV, O. C., 1, 175.
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Asi pues, Rousseau confía al lector la tarea de reducir la mul tiplicidad a unidad. Confia en él. Y adivinamos que esto es ya un modo de alegar falta de culpabilidad: un hombre tan confiado, que no quiere ocultar nada y que deja al lector el cuidado de juzgar, ¿cómo podría ser un malvado? Pero adivinamos también que, al mismo tiempo, Rousseau hace cargar a los otros con la responsabi lidad de todos los malententidos que pudiesen subsistir: si el lector se equivoca, todo el error será suyo. La prueba será decisiva: en ca so de que el lector o el oyente de las Confesiones no saquen las conclusiones que se imponen, ¡pues bien! Rousseau sabrá de una vez por todas que la culpa recae por completo sobre ellos. En los retratos ordinarios, se construye una cara «a partir de cinco puntos»; el resto es invención del pintor. Pero —pregunta Rousseau— si se cuentan todos los acontecimientos, todos los pen samientos, todos los sentimientos, sin omitir el más insignificante de los detalles, ¿no se obliga al lector a aceptar un todo, un conjun to, formado por miles de «puntos» que no dejarán que la imagina ción se extravie? Con tal de multiplicar los testimonios se proveerá al espectador de los elementos de una sintesis infinitamente parecida al modelo original: ¿Para qué sirve decir esto? Para realizar el resto, para darle coherencia al todo; los rasgos del rostro sólo producen el efecto que producen porque están todos: si falta uno de ellos, el rostro queda desfigurado. Cuando escribo no pienso en absoluto en este conjunto, sólo pienso en decir lo que sé y es de ahi de donde re sulta el conjunto y la semejanza del todo con el original25. ¿Pero cómo conseguir decirlo todo? ¿Qué orden y qué método seguir? Si Rousseau necesita de todas las circunstancias de su vida para revelar debidamente su carácter, la revelación se convierte en una tarea interminable. ¿No es inmenso el riesgo dado que la más mínima omisión compromete la verdad de toda la empresa? El espí ritu antitético de Rousseau no ve más que una sola alternativa: El éxito o el fracaso absoluto de su empeño. «Si callo alguna cosa no se me conocerá en nada.»26 Por una parte, tiene la-esperanza de al canzar una verdad infinitamente próxima (que equivale a una ver dad total), y por otra, existe el peligro de no salir del malententido, de agravarlo todavía más. Rousseau siente que pesa sobre él la ame naza de una condena, y se ve obligado a no callar nada: 25 Armales J.-J. Rousseau. IV (1908), 264-265, véase O. C.. 1 .1122.
26 Op. di., 10. O. C., 1 .1153.
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En la em presa que he form ado de m ostrarm e por com pleto al público, es preciso que no le quede oscuro u oculto nada de mi; es preciso que me m antenga incesantemente bajo su m irada; que me siga en todos los extravíos de mi corazón, en todos los rincones de mi vida; que no me pierda de vista un solo m om ento, por miedo de que al encontrar en mi relato la más minina laguna, el más mínimo vacio, y al preguntarse: ¿Qué hizo durante este tiempo? no me acuse de no haber querido decirlo todo. Ya doy suficiente ocasión al ejercicio de la malignidad de los hombres a través de mis relatos, sin tener que darlo también a causa de mi silencio27.
Rousseau habla bajo amenaza. La evidencia de esto se hace cada vez más penosa a medida que se progresa en la lectura de las Confe siones. Por otra parte, a partir del séptimo libro las intenciones que Rousseau atribuye a sus «contemporáneos» cambian radicalmente de naturaleza; mientras que al principio se sentía requerido a hablar, luego tiene la impresión de que sus adversarios emplean to dos los medios imaginables para impedirle que escríba y que sea es cuchado. Así pues, si Rousseau persevera en su intención de decirlo todo, ya no será para satisfacer las exigencias del lector, sino para desafiar a la hostilidad universal: «los techos bajo los que me hallo tienen ojos, los muros que me rodean tienen orejas, rodeado de es pías y de guardianes pérfidos y vigilantes, inquieto y distraído, pon go apresuradamente en el papel algunas palabras entrecortadas, que apenas tengo tiempo de releer y aún menos de corregir»28. Ahora, la mirada de los otros es una mirada que quiere verlo todo, pero que ya no quiere saber la verdad, que ya no pide conocerla, y que, más que nada, se dedicará a hacerla desaparecer. Asi pues, se hace aún más importante decirlo todo, para otros hombres, para otras generaciones (si es que les llega el manuscrito, si es que no ha sido destruido o falsificado entre tanto por los hombres del complot). ¿Pero permite el lenguaje común decirlo todo? Ya hemos visto que Rousseau prefiere los signos a la «fria mediación de la palabra». El lenguaje ordinario es inadecuado para expresar los acontecimientos y los sentimientos cuya suma constituye una existen cia única. Esta es la razón por la que este hombre que se siente radi calmente diferente de los otros quiere hacer ver su diferencia por medio de otro lenguaje, que ¿1 seria el primero y el único en em plear y cuyo molde se romperla a continuación, igual que la natu raleza rompió «el molde en que puso» a Jean-Jacques. 27 Confessions. lib. II, O. C„ I, 59-60. 28 Confessions, lib. VII, O. C., I, 279.
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P ara lo que tengo que decir, habría que inventar un lenguaje tan nuevo com o mi proyecto: ¿pues, qué tom o y qué estilo adop tar para desenredar este inmenso caos de sentimientos tan diver sos, tan contradictorios, a m enudo tan viles y a veces tan sublimes por los que me vi sacudido sin cesar? ¿Cuántas naderías, cuán tas miserias no es absolutam ente preciso que exponga, en qué detalles indignantes, indecentes, pueriles y a menudo ridiculos no deberé entrar para seguir el hilo de mis secretas disposiciones, pa ra m ostrar com o cada impresión que ha dejado huella en mi alma entró en ella por primera vez?29
Tal y como aquí la expresa Rousseau, la dificultad consiste en encontrar un lenguaje que sea fiel al sabor incomparable de la ex periencia personal; inventar una escritura lo suficientemente ligera y lo suficientemente variada como para expresar la diversidad, las contradicciones, los detalles infimos, las «naderías», y el encadena miento de las «pequeñas percepciones» cuyo entramado constituye la existencia única de Jean-Jacques. Asi pues, va a buscar un estilo apropiado a su objeto, y este objeto no es nada exterior, nada «ob jetivo»: es el yo del escritor, su experiencia personal, en su infinita complejidad y en su diferencia absoluta. Aqui, el hombre quiere confiar, expresamente, en un lenguaje que le represente y en el que pueda reconocer su propia sustancia. Pero su sustancia, si ha de ser explicitada, es su historia; y su historia ha de ser descompuesta en sus elementos constitutivos, es una multitud infinita de nimios acontecimientos sin nobleza y sin coherencia aparente. En rigor, si tuviese que señalar «cada impresión que ha dejado huella», habría que relatar cada instante, pues cada instante es un comienzo, un ac to inaugural. Recordemos Los Solitarios: «Nunca hacemos sino co menzar, y... no existe en absoluto en nuestra existencia otra rela ción que una sucesión de momentos presentes, el primero de los cuales es siempre el que está en acto. Morimos y nacemos en cada instante de nuestra vida»*10. Contar todos los comienzos sería contar todos los instantes: pero esta extremada fidelidad del lenguaje a la vida es casi impensable. Incluso suponiendo que se llegase a ello, es to supondría sustituir la vida por el lenguaje. Ésta se desvanecería en la palabra que la desdobla. Ahora bien, para Rousseau, en el or den de los valores, la vida está antes que la «literatura», que no es más que su sombra. Rousseau ha renunciado a escribir sus ensoña ciones más embriagadoras en nombre del placer vivido: «¿Por qué 29 Aunóles J.-J. Rousseau, IV, (1908), 9-10, véase O. C., L, 1153. 10 Ém ileel Sophie, carta I, O. C., IV, 905.
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privarme del encanto actual del goce para decirle a otros que había gozado?»51. Siente necesidad de una silenciosa plenitud que contrarresta la necesidad de justificación total. Las Confesiones representan un término medio entre estas dos exigencias, pero, en cierto sentido, la obra autobiográfica está condenada a un doble fracaso: por una parte, no le será posible decirlo todo y, por tanto, la justificación no será absoluta; por otra, el silencio de la perfecta felicidad se ha perdido para siempre. La palabra se despliega en un espacio intermedio, entre la inocencia primera y el veredicto final encargado de establecer la certeza de la inocencia recuperada. La fe licidad primera ya no existe en su plenitud, y aún se está lejos de de terminar la tarea de justificación con un mismo aliento. Las Confe siones expresan la nostalgia de la unidad perdida, y la ansiosa espe ra de una reconciliación final. Al menos, un principio se impone indiscutiblemente a Rousseau: seguir cronológicamente el desarrollo de su conciencia, recomponer el trazado de su progresión, recorrer la secuencia natural de las ide as y sentimientos, revivir por medio de la memoria el encadena miento de causas y efectos que han determinado su carácter y su destino. Método «genético» que se remonta a los orígenes para en contrar allí las fuentes ocultas del momento presente; es el mismo método que Rousseau aplicaba a la historia en el Discurso sobre el Origen de ia Desigualdad. La tarea consiste en probar la conti nuidad de una evolución («el hilo de mis disposiciones secretas»); pero, se va a tratar, también, de señalar la aparición sucesiva y dis continua de las «impresiones» que han afectado su alma «por pri mera vez». Así pues, hay que mostrar, a la vez, cómo «se relaciona ba todo» y cómo surgen, poco a poco, los primeros momentos a partir de los cuales la conciencia se enriquece con una nueva «impresión», con una nueva determinación, con una «huella» o una herida indelebles. De hecho, para Rousseau la continuidad del enca denamiento y la discontinuidad de los primeros momentos no son en modo alguno inconciliables; por el contrario, entre lo continuo y lo discontinuo hay una perfecta interdependencia que hace que cada nuevo «rasgo» señale la entrada en la sinfonía de una voz que ya no se interrumpirá: ... Los primeros rasgos que se grabaron en mi cabeza perm ane cieron en ella, y aquellos que se imprimieron en ella a conti nuación más que borrarlos se han com binado con ellos. Hay una 3' Confessions. lib. IV, O. C., 1,162.
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cierta sucesión de afectos y de ideas que modifican a aquellas que les siguen, y que hay que conocer para juzgar bien. Me dedico a desarrollar bien las primeras causas en todos los casos para hacer sentir el encadenam iento de los efectos32.
¿Pero hasta dónde hay que remontarse para encontrar esas «pri meras causas»? ¿Y con qué derecho se decide que un momento po see una importancia determinante en relación con otro aconteci miento determinado, que no es más que un simple efecto? Distin guir las causas y los efectos es un acto de juicio. Ahora bien, ¿no se trata de retomar abiertamente el privilegio de juzgar, que en princi pio se ha confiado por completo al lector? En justicia, todos los ins tantes vividos son efectos y todos son igualmente causas. Sólo una decisión arbitraria puede atribuir a alguno de ellos un valor absolu tamente primero: «Aquí comienza...» Sin embargo, Rousseau no duda; juzga, ordena los acontecimientos según relaciones de causa lidad, al mismo tiempo que proclama que deja a los otros el cuida do de juzgar. No desaparece en ninguna parte para entregarnos el material bruto, como ha pretendido que hace. Cuando transcribe las cartas se las da de exponer los elementos de un expediente, pero las cartas serán comentadas nada más transcritas. ¿Cómo podría Rousseau obrar de otro modo? ¿Podría contar su vida sin atribuirle un sentido? Establecer un orden de sucesión de causa y efecto es, ya, establecer un sentido, no sólo porque se impone un orden in terpretativo que pone de relieve determinados momentos privile giados, sino también porque la misma elección de este tipo de in terpretación señala desde el primer momento la elección de un cier to sentido de la existencia. Por sí misma la idea del «encadenamien to de los efectos» implica una ley del destino, una servidumbre que ata al yo a su pasado; Rousseau se pone en posición de víctima, sufre contra su voluntad las consecuencias de un pasado del que ya no es dueño. Es interesante observar que en este fatalismo determi nista Rousseau le atribuye el papel preponderante a los aconteci mientos más alejados: «Hay una cierta sucesión de afectos y de ide as que modifican a las que tes siguen». Por consiguiente, se ve muy bien que el propio método es ya la expresión de una «elección fun damental» por la que Rousseau pretende ser la victima inocente de una hostilidad sobre la que ya no tiene ningún medio de actuar co mo respuesta. No tiene poder sobre el pasado lejano que le condi ciona, igual que no tendrá poder sobre la maldad de sus perseguido 32 Op. til., 174- 175.
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res. Está solo, sin medios, privado de toda libertad para actuar, pe ro no es por su culpa, nunca ha sido por su culpa. Y si se le concede una última libertad, la de escribir, dirá cómo se le condujo hasta allí. Pero ya le quitan sus papeles, ya le impiden escribir... Como ya no es libre, ya no es responsable, como ya no es responsable, no se le puede imputar cargo alguno, es inocente. Ha quedado probado. La coartada se sostiene. Todas las perspectivas del pasado parecen estar dominadas por la necesidad y la fatalidad. Sin embargo, queda un refugio para la libertad: el sentimiento interior y el acto mismo de escribir. Si la libetad no es el principio que ve Rousseau en funcionamiento en su vida es el que hará posible la expresión literaria de la misma. En efecto, Rousseau considera su vida como un destino impuesto por una suerte temible; pero su autobiografía será un acto de libertad, dirá la verdad sobre si mismo porque se afirmará libremente en su sentimiento, porque no aceptará ningún constreñimiento, ninguna molestia ni ninguna regla: Sí quiero hacer una obra escrita con cuidado, com o las otras, no me pintaré sino que me enm ascararé. De lo que aquí se trata es de mi retrato y no de un libro. Voy a trabajar, por asi decir, en el cuarto oscuro; para lo que no se precisa otro arte que el de seguir exactamente los rasgos que veo m arcados. Así pues, acepto las consecuencias tanto en lo que concierne a mi estilo cuanto en lo que concierne a las cosas. No me preocuparé en absoluto por ha cerlo uniforme; tendré siempre el que se me ocurra, lo modificaré sin escrúpulos, según mi hum or, diré cada cosa com o la siento, como la veo, sin rebuscamiento, sin molestia, sin inquietarme por el abigarramiento. Al entregarme a la vez al recuerdo de la impre sión vivida y al sentimiento presente, pintaré de m anera doble el estado de mi alm a, a saber: En el mom ento en que me sucedió el acontecim iento y en el momento en que lo describí; mi estilo des igual y natural, unas veces rápido y otras difuso, unas veces pru dente y otras loco, unas veces grave y otras alegre, form ará él mis mo parte de mi historia33.
La posibilidad de alcanzar lo verdadero reside en esta libertad de la palabra y en el movimiento espontáneo del lenguaje. Entregarse al recuerdo, entregarse al sentimiento: Rousseau define aqui una pasividad, pero una pasividad libre. Ya no es el abandono resigna do a una fuerza exterior y extraña; es el abandono feliz a un poder 33 Am ales J.-J. Rousseau, IV (1908), 10-11, véase O. C., I, 1154.
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interior, a un azar íntimo. El pasado ya no es vinculo y ese encade namiento que paraliza el instante presente, ya no es ese nudo inex tricable de determinaciones que nos condenan a sufrir nuestra suer te. La perspectiva parte ahora del instante presente: la «fuente» está aqui mismo y no en la vida pasada. El presente gobierna el espacio retrospectivo en vez de ser aplastado por él. Así, en vez de sentirse producido por su pasado, Rousseau descubre que el pa sado se produce y se agita en él, en el surgimiento de una emoción actual. «Siempre tendré» el estilo «que se me ocurra»: la fórmula es sig nificativa. Indica la voluntad de ceder la iniciativa al lenguaje: Rousseau deja hablar a su emoción y acepta escribir al dictado. No llevará el timón, sino que se dejará invadir por el recuerdo y por las palabras. Aqui se ve aparecer una nueva concepción del lenguaje (cuya aceptación llegará hasta el surrealismo). Ciertamente, Rousseau está lejos de renunciar a la idea tradi cional que ve en el lenguaje un instrumento que el escritor trata de gobernar: el lenguaje es simplemente un medio, un útil del que nos servimos como de cualquier otro útil material. Y Rousseau restable ce bastante rápidamente el principio de un dominio del escritor sobre el estilo cuando añade: «Lo modificaré según mi humor...». Asi pues, tiene intención de disponer soberanamente de su lenguaje, a la vez que se deja conducir por su humor. Sin embargo, la página que acabamos de leer deja que se apunte a la nueva actitud: dejar hacer al lenguaje, no intervenir. A partir de ese momento la rela ción entre el sujeto hablante y el lenguaje deja de ser una relación instrumental, análoga a la del obrero con su útil; ahora el sujeto y el lenguaje ya no son exteriores el uno para el otro. El sujeto es su emoción y la emoción es inmediatamente lenguaje. Sujeto, lenguaje y emoción ya no se dejan diferenciar. La emoción es revelación del sujeto y el lenguaje es la emoción que se habla. En la inspiración narrativa, Jean-Jacques es inemdiatamente su lenguaje. La palabra no es más que una unidad con el sujeto, igual que Galatea viviente no es más que una unidad con el «yo» de Pigmalión. Sin duda, la palabra tiene siempre como función «mediatizar» la relación entre el yo y los otros. Pero ya no es un instrumento distinto del yo que la utiliza; es el yo mismo. Hay que citar aqui a Hegel, pues es él quien ha propuesto el mejor análisis del lenguaje de la «convicción inte rior», tal como aparece en Rousseau: «El lenguaje es la conciencia de sí mismo que es para los otros y que está presente inmediatamen te como tal... El contenido del lenguaje de la buena conciencia es el Si mismo que se sabe como esencia. Lo que expresa el lenguaje es 241
sólo esto»34. Decirse es la acción esencial, pero es una acción en la que el yo no sale de si mismo. La tarea de mostrarse, que parecía infinita, va a parecer ahora extrañamente fácil. Sólo se trata de abandonarse dócilmente al sen timiento, y de confiarle la palabra. Lo que garantizará la verdad de la autobiografía es esta no resistencia al sentimiento y al recuerdo. Ya no estamos ante la ardua empresa de inventar un nuevo len guaje; héle aquí inventando por completo, a partir del momento en que ya no dirijamos nuestra atención a la técnica de la palabra, en cuanto renunciemos a hacer una obra literaria. El yo, únicamente atento a si mismo, no pensará ni en la obra ni en el lenguaje-útil. La obra se hará como él pueda, y será precisamente en esto en lo que residirá su verdad. Cuando Rousseau habia hablado de la inmensa dificultad de la expresión, todavía consideraba al acto de escribir como un miedo a poner en práctica para «desenredar este inmenso caos de sentimientos tan diversos». Pero el problema del lenguaje se desvanece desde el momento en el que el acto de escribir ya no es conocido como un medio instrumental con vistas a la revelación de la verdad, sino como la revelación misma. Esto no es otra cosa que reivindicar, hit et nunc, las prerrogativas expresivas que el Ensayo sobre el Origen de las Lenguas asignaba a la «lengua primitiva». La lengua es la emoción expresada de modo inmediato, y en vez de ser el útil que sirve para la revelación de una verdad oculta, él mismo es el secreto revelado, lo oculto que se hace manifiesto al instante. Además, esta fidelidad espontánea que une la palabra con la emo ción sirve de garantía a todo lo demás: la verdad inmediata del len guaje gartantiza la verdad del pasaso tal como fue vivido. Propaga retrospectivamente su propia pureza, su inocencia y su evidencia. Todo lo que en la vida de Jean-Jacques fue mentira o vicio se reab sorbe y se purifica en la transparencia actual de la confesión. Pintaré de manera doble el estado de mi alma. Rousseau se con cede la posibilidad de una doble verdad, allí donde se habría podido temer un doble fracaso. Si se hubiese tratado de exhumar del pasa do un hecho exacto, de localizarlo con precisión y de describirlo tal como se produjo, se habría corrido un gran peligro de no obtener nada más que un resultado incierto e incompleto. Si considero el antiguo hecho como un objeto, todo me prueba la imposibilidad en la que me encuentro de reconstruirlo tal cual: mi memoria de evoca ción no es infinita, es falible. Pocas escenas le siguen siendo verda 34 JEAN-HyppoLrrE, Genése a structure de la Phinoménologie de l'esprit de Hegel (París, Aubier, 1946), 494-495.
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deramente presentes. El resto se desvanece en cuanto pretende to carlo... Además, ¿no oblitera mi mirada sobre el pasado el estado de ánimo en el que me encuentro ahora? ¿No es mi emoción presen te como un prisma a través del cual mi antigua vida cambia de for ma y de color? ¿No me parece más oscura o más clara, dependien do de las horas? Volverse para captar el pasado objetivo, es Orfeo volviéndose para ver a Euridice... A lo que Rousseau responde co mo en el mito de la estatua de Glauco, que lo esencial ha quedado intacto. Pues lo esencial no es el hecho objetivo, sino el sentimien to; y el sentimiento antiguo puede surgir de nuevo, hacer irrupción en su alma, convertirse en emoción actual. Aunque la «cadena de acontecimientos» ya no sea accesible a su memoria, le queda la «ca dena de los sentimientos», alrededor de las cuales podrá reconstruir los hechos materiales olvidados. Asi pues, el sentimiento es el cora zón indestructible de la memoria, y es a partir del sentimiento co mo, por una especie de inducción, Jean-Jacques podrá volver a en contrar las circunstancias exteriores, las «causas ocasiones»: Todos los papeles que había reunido para suplir a mi memoria y guiarme en esta empresa han pasado a otras m anos y no volve rán a las mías. No tengo más que un gula fiel con el que pueda contar; es la cadena de los sentimientos que han m arcado el des arrollo de mi ser y, a través de ellos, de los acontecimientos que fueron causa o efecto suyo. Olvido fácilmente mis desgracias, pe ro no puedo olvidar mis culpas, y olvido menos aún mis buenos sentimientos. Su recuerdo me es dem asiado querido com o para que nunca se borren de mi corazón. Puedo hacer omisiones en los hechos, trasposiciones, errores de fechas; pero n o puedo equivo carm e acerca d e io que sentí, ni de lo que mis sentimientos me han hed ió hacer; y es de esto de lo que prindpalm ente se trata. El ob je to propio de mis confesiones es el de hacer conocer exactamente mi interior en todas las situadones de mi vida. E s la historia de mi alm a que he prom etido, y para escribirla fielmente no tengo nece sidad de otras memorias: m e basta, com o he hecho hasta aquí, con entrar dentro de m i35.
Asi pues, la memoria afectiva parece infalible. Es sólo por ella, y no por una severa reflexión, por lo que puede producirse una ver dadera resurrección del pasado: «Al decirme he gozado, gozo toda vía»36. Más aún, a menudo el recuerdo se presenta como una emo
35 Confessions, lib. Vil, O. C., I, 278. 36 Anuales J.-J. Rousseau, IV (1908), 229, véase O. C„ I, 1174.
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ción más intensa, posee una agudeza mucho más estremecedora que la impresión original. Esta es la razón por la que el pasado, lejos de difuminarse en la memoria, se amplifica en ella y gana una resonan cia más profunda: «Los objetos me causan menos impresión sus re cuerdos»37. La emoción no revelará su verdadera «dimensión» más que cuando sea vivida de nuevo... Ciertamente, hay excepciones a estas resurrecciones infalibles. Hay momentos felices que ya no pue den traducirse en palabras. Hay momentos demasiado deslumbran tes cuyo contenido no recuperará Jean-Jacques jamás. Así ocurre con su iluminación en el camino de Vincennes: «Oh, Señor», escribe Rousseau a Malesherbes, «si hubiese podido escribir alguna vez la cuarta parte de lo que vi y sentí bajo este árbol...»38. Por lo demás, poco importa la exactitud de la reminiscencia. Que resuene y se amplifique el recuerdo, que se confunda con el ac tual hasta no poder ya distinguirse de él. Rousseau quiere pintar su alma contándonos la historia de su vida; lo que cuenta por encima de todo no es la verdad histórica, es la emoción de una conciencia que deja que el pasado emerja y se represente en ella. Si la imagen es falsa, al menos la emoción actual no lo es. La verdad que Rous seau quiere comunicarnos no es la exacta localización de los hechos biográficos, sino la relación que mantiene con su pasado. Se pintará de manera doble, poque en vez de reconstruir simplemente su histo ria, se cuenta a sí mismo tal como revive su historia al escribirla. Poco importa, entonces, si llena con la imaginación las lagunas de su memoria, ¿no expresa la calidad de nuestros sueños nuestra na turaleza? Poco importa el poco parecido «anecdótico» del autorre trato, puesto que el alma del pintor se manifestó por la forma, por el toque y por el estilo. Al deformar su imagen, revela una realidad más esencial, que es la mirada que dirige hacia sí mismo, la imposi bilidad en la que se encuentra de captarse si no es deformándose. Ya no pretende dominar su objeto (que es él mismo) del modo impar cial y frío que correspondería al historiador, poseedor de una ver dad ne varíetur. Se expone en su búsquda y su error. Al mismo tiempo que el objeto incierto que cree captar. Este conjunto consti tuye una verdad más completa, pero que se sustrae a las leyes habi tuales de la verificación. No estamos ya en el terreno de la verdad (de la historia verídica), en lo sucesivo estamos en el de la autentici dad (del discurso auténtico). Rousseau escribe a dom Deschamps: «Estoy convencido de que*31 37 Confessions, lib. IV, O. C., I, 174. 31 Segunda cana a Malesherbes, O. C., I, II3S.
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se está siempre bien pintado cuando es uno mismo el que se ha pin tado, aun cuando el retrato no se pareciese en absoluto»39. No hay autorretrato alguno que no se parezca, pues el parecido no se en cuentra en absoluto en la imagen representada, sino en la presencia del yo en el interior de su palabra. Asi pues, el autorretrato no será la copia más o menos fiel de un yo-objeto, sino la huella viva de es ta acción que es la búsqueda de si mismo. Estoy a la búsqueda de mí mismo. E incluso cuando me olvido y me pierdo en mi palabra, esta palabra me revela y me expresa aún (en los Diálogos Rousseau dirá que toda su obra no es más que un autorretrato). La palabra auténtica es una palabra que ya no se limita a imitar un dato pre existente: es libre de deformar y de inventar, con la condición de permanecer fiel a su propia ley. Ahora bien, esta ley interior se sustrae a cualquier control y a cualquier discusión. La ley de la autenticidad no prohíbe nada, pero nunca es satisfecha. No exige que la palabra reproduzca una realidad previa, sino que produzca su verdad en un desarrollo libre e ininterrumpido. Admite e incluso ordena que el escritor, al renunciar a buscar su «verdadero yo» en un pasado fijo, lo construya al escribirlo. Da asi, un valor de ver dad al acto al que la moral rigurosa podría reprochar el ser una fic ción, una invención incontrolable40. En este punto, la sinceridad no implica ya una reflexión sobre sí mismo. No examina (como dice la fórmula consagrada) un yo pre existente que habria que expresar completamente, con una fidelidad descriptiva que mantuviese la distancia necesaria para juzgar. Esta sinceridad reflexiva, que divide el ser y condena a la conciencia a una irreductible separación, es suplantada por una sinceridad irrefle xiva. Pues la autenticidad no es nada más que una sinceridad sin dis tancia y sin reflexión, una espontaneidad que ya no está sujeta a un objeto que la precediese y al que debiese obediencia. La palabra auténtica se realiza en el abandono despreocupado al impulso inme diato. Entonces la conciencia de la palabra y del ser se da a la prime ra vez, en el impulso mismo de la afirmación del yo «que se sabe co mo esencia», según los términos de Hegel; la coincidencia entre la palabra y el ser ya no es un problema, sino un dato primero. Al pru dente proceder de una reflexión que intenta delimitar su objeto suce de la libre creación de si mismo. Ya no es necesario que el yo se re monte a la búsqueda de su fuente; esta fuente está aqui mismo, en el 39 A don Deschamps, 12 de septiembre de 1761, Correspondance générale, DP, VI, 209; L. IX. 120. 40 En la cuarta Ensoñación, Rousseau se esforzará por distinguir entre ficción y mentira. La ficción es inocente, no perjudica a nadie, es pura invención.
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instante presente en el que surge la emoción. En efecto, todo ocurre en un presente tan puro que el pasado mismo es vivido de nuevo co mo sentimiento presente. Por consiguiente, la cuestión primordial no consiste en pensarse ni en juzgarse, sino en ser uno mismo. En una ética de la autenticidad, la divisa de Rousseau, vitam im penderé vero, se convierte en sinónimo de vitam impenderé sibi. Pues lo verdadero a lo que debe consagrar su vida es, en primer tér mino, su verdad; el pacto con lo verdadero es un pacto consigo mis mo. El imperativo ser uno mismo (que Rousseau repetía a Bernardin de Saint-Pierre) no le obliga a entregar su vida a una verdad abstracta previamente establecida41, no le obliga más que a aceptar se como fuente absoluta. Esto parece infinitamente fácil, puesto que en toda circunstancia, y haga lo que haga, todos sus actos le expresan. ¿Estoy en peligro de no ser yo? Sí, piensa Rousseau, es toy en peligro de perderme pues el hombre posee el don de la refle xión, es decir, el peligroso privilegio de vivir a distancia de si mis mo; asi pues, ser uno mismo no es tan fácil como parece. Nunca se ha terminado de retomarse uno a sí mismo en la reflexión que nos aliena. Si no, ¿por qué habría que decirse tan ampliamente a fin de ser uno mismo? Esto significa que aún no se posee la unidad indivi sa. El tener que continuar escribiendo y justificándose prueba que nunca se hace más que comenzar a ser uno mismo, y que la tarea es tá siempre ante nosotros. Sólo aquí es donde se mide toda la novedad que aporta la obra de Rousseau. El lenguaje se ha convertido en el lugar de una expe riencia inmediata, a la vez que sigue siendo el instrumento de una mediación. Atestigua al mismo tiempo la inherencia del escritor a su «fuente» interna y la necesidad de hacer frente a un juicio, es decir, de estar justificado en lo universal. Este lenguaje ya no tiene nada de común con el «discurso» clásico. Es infinitamente más impe rioso, e infinitamente más precario. La palabra es el yo auténtico, pero, por otra parte, revela que la perfecta autenticidad está todavía ausente, que la plenitud debe ser conquistada aún, que nada está asegurado si el testigo niega su consentimiento. La obra literaria ya no solicita al asentimiento del lector sobre una verdad interpuesta en «tercera persona» entre el escritor y su público; el escritor se de signa mediante su obra y solicita el asentimiento sobre la verdad de su experiencia personal. Rousseau ha descubierto estos problemas; 41 Sin lugar a dudas, no hay que subestimar el esfuerzo emprendido por Rous seau para establecer una doctrina coherente y atenerse a ella. Necesitaba Jijar sus ideas: ideas que deben sus pruebas al dictamen de la conciencia y que a su vez autori zan a Rousseau a entregarse a la verdad del sentimiento.
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ha sido verdadero inventor de la nueva actitud que llegará a sti la de la litetarua moderna (más allá del romanticismo sentimental del que se ha hecho responsable a Rousseau); se puede decir que ha si do el primero en vivir de un modo ejemplar el peligroso pacto del yo con el lenguaje: la «nueva alianza» en la que el hombre se hace verbo.
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V III
LA ENFERMEDAD
La singularidad extrema se convierte en anomalía cuando rompe toda relación de reciprocidad. ¿Pero dónde comienza la ruptura? ¿Y acaso no se debe tener en cuenta aquello que en toda relación humana, e incluso en todo diálogo, se niega a aceptar la recipro cidad? Para decidir sobre lo normal y lo anormal, hay que remitirse a la decisión previa de aquellos que han establecido las normas, pero la norma nunca es más que una exigencia imperiosa (personal o co lectiva) elevada al rango de ley objetiva y científica. La historia, que pretende juzgar a Rousseau, apela a sus propias normas. Examínese la critica contemporánea. Unos le tienen por loco, otros sólo hablan de estupor y de sensibilidad herida; también hay quienes están dis puestos a aprobarle y a hacer recaer la acusación sobre la socie dad... Semejantes discondancias revelan, en primer lugar, la escasa autoridad de nuestras normas. En segundo lugar, estas contradic ciones nos previenen de que probablemente es vano intentar zanjar el «caso Rousseau» con una respuesta clara e inequívoca cuando en nuestros días tantos psiquiatras pretenden tener en cuenta la «perso nalidad» de sus enfermos sin concederle un valor excesivo al diag nóstico (que clasifica al enfermo en una categoría y que simplemen te permite tener una orientación general sobre el pronóstico y el tra tamiento), es manifiestamente inútil desear que la última palabra sobre el «caso Rousseau» nos venga dada en forma de diagnóstico retrospectivo. Ahora bien, esto es, sin embargo, lo que no se ha de jado de hacer. Se han emitido sobre él los más diversos veredictos dependiendo de las modas médicas y dependiendo de las opciones literarias o moralizantes: degeneración, psicopatía, neurosis, para noia, delirio de interpretación, perturbaciones cerebrales de origen 248
urémico... Si se aíslan ciertos síntomas, si se ponen en evidencia ciertos documentos y ciertos testimonios, no cabría la menor duda para un psiquiatra de hoy: estos síntomas son típicos de un delirio sensorial de relación, afección cercana a la paranoia, y cuya base se encuentra en el «carácter sensitivo»1. Una vez efectuado este diag nóstico surgen preguntas más bien embarazosas. ¿Lleva toda la vida y la obra de Rousseau la huella de la enfermedad?, o bien, por el contrario, ¿no será la perturbación mental más que un fenómeno sobreañadido, aparecido tardíamente, y que se manifiesta en episo dios intermitentes? Así pues, sigue abierta la discusión en lo que se refiere a la importancia de la enfermedad dentro de la vida y de la obra de Jean-Jacques, y en cuanto a la ligazón que podría unir su delirio y su pensamiento «racional». Sabemos que la «perturbación sensitiva» se caracteriza por la intrusión de una idea delirante en un «contexto» psicológico que, en apariencia, sigue siendo absolutamente coherente: la imagen prácti ca del mundo no ha cambiado en opinión del enfermo: su personali dad, lejos de disolverse, se afirma más irreductiblemente que nunca; para él las coordenadas de referencia familiares del tiempo y del es pacio son las mismas que para el hombre «normal». De la intensi dad de la enfermedad depende la forma en que la idea delirante po lariza las otras actividades de la conciencia y las subordina a sus propios fines. Ahora bien, la cuestión consiste precisamente en sa ber en qué medida la obra de Rousseau atestigua la penetración de la enfermedad y, a la inversa, en qué medida ésta representa el es fuerzo más o menos deliberado de una resistencia a la angustia de la persecución. En lo que a la expresión se refiere, no es nada fácil dis tinguir entre la enfermedad y la reacción contra la enfermedad. (El médico sabe muy bien que los síntomas que constituyen una enfer medad son, en general, las manifestaciones de la respuesta defensi va del organismo hacia el agente nocivo.) Los pasajes más deliran tes de los Diálogos y de las Ensoñaciones pueden ser considerados alternativamente bien como la huella misma del mal, bien como un mecanismo de defensa dirigido a exorcizar el miedo. La huida a la soledad, los arrebatos de imaginación idilica, la búsqueda de un re fugio en las ocupaciones maquinales y los grandes alegatos poéti cos; todo esto puede considerarse a la vez como la expresión del mal y como una terapéutica improvisada espontáneamente. Los refugios encantados que Rousseau se construye en el sueño no existirían sin su desconfianza patológica (que le hace sentir «la imposibilidad» dei i Véase sobre lodo: Ernst Kretschmer, Der sensitive Beziehungswahn (BerlínTUbingen, Springer, 1918). Véase más adelante (357 y ss.).
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ilegar hasta los seres reales)21, pero esos diálogos con «seres confor mes a su corazón» son momentos de tregua en los que la angustia parece haber cesado y en los que la persecución ya no le alcanza ni le concierne. Las alegrias de una comunicación simulada y la felici dad ficticia gozada entre personajes inventados representan la respi ración artificial de una conciencia que probablemente habría sido asfixiada y fijada en medio de un mundo muerto por la obsesión de la universal hostilidad. Es tan ingenuo afirmar que nos vemos enfrentados a un ser abo cado al delirio a causa de su constitución «sensitiva», como vano seria buscar al «verdadero Rousseau» fuera de su enfermedad. Es demasiado cómodo decidir que en su comportamiento todo está de terminado por un «carácter» mórbido o por un desequilibrio innato del temperamento. Y no es menos fácil minimizar la perturbación mental, para celebrar a un gran escritor cuyo pensamiento y genio literario han sabido desplegarse frente a innumerables enemigos, antes de la enfermedad y a pesar de la enfermedad. Por el hecho de que no sea un principio explicativo suficiente, ésta no se reduce, sin embargo, al papel de un epifenómeno accidental. Los enemigos son muy reales, pero ha sido él quien se los ha buscado, y la imagina ción los multiplica. Desde la perspectiva de un análisis global resultará que ciertas conductas primeras constituyen, a la vez, la fuente del pensamiento especulativo de Rousseau y la fuente de su locura. Pero, en su ori gen, estas conductas no son mórbidas por si mismas. Si la enferme dad se declara y se desarrolla es solamente porque éstas llegan hasta la exageración y la ruptura. Ciertamente, la enfermedad es un mis terio; este misterio no reside en la propia estructura de la experien cia inicial, sino en la exageración que rige en su surgimiento. El des arrollo mórbido llevará a cabo la caricaturesca puesta en evidencia de una cuestión «existencia!» fundamental que la conciencia no ha sido capaz de dominar. Rousseau no se sustrae a una comprensión descriptiva, por difí cil que sea la tarea de realizarla. En sus momentos de delirio nos pa rece solitario, pero no impenetrable. Se encierra en sus convic ciones, pero seguimos comprendiéndole, podemos llegar hasta él mediante un esfuerzo de simpatía. En esto la locura de Rousseau nos es infinitamente menos misteriosa que la esquizofrenia, la cual nos impide todo acceso y se repliega en un horizonte irreductible distinto. Es posible y es necesario seguir a Jean-Jacques por los ca minos de la locura.2 2 Confessions, lib. IX. O. C., I, 427.
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El delirio interpretativo no destruye la coherencia de la persona lidad, sino que la reorganiza a partir de datos extremados. Sufrir es te tipo de locura y coger la pluma para expresar el valor único de la personalidad: son éstos, según parece, dos aspectos concordantes de una misma «vocación». La posibilidad de la certeza irreductible se dibuja en filigrana a lo largo de toda la obra teórica de Rousseau. La convicción delirante no es más que el limite extremo de esta ten dencia; es la contrapartida del exorbitante privilegio concedido a la experiencia individual. Parece como si Rousseau hubiese querido afirmar la legitimidad de la convicción interna hasta el punto en el que pudiese ser considerada ilegítima por los otros hombres. En el momento de su reforma, Rousseau se singulariza mediante su pre sencia y sus propósitos: cree que afirma su derecho a vivir según los principios que le dicta su conciencia; sólo escucha a su corazón y a su razón y no tiene en cuenta la opinión de los demás. A medida que le vaya obsesionando la persecución, su singularidad se le hará perceptible sin que tenga que reivindicarla ni manifestarla mediante signos externos. Renunciará al vestido de armenio: su originalidad ya no necesita ser anunciada exteriormente, la experimenta, quiéra lo o no; ya no tiene que tomarse la molestia de alejarse, la sociedad le ha exiliado. Asi pues, el delirio de persecución no hace sino trans formar una soledad querida en una soledad padecida. No se ve rup tura entre una y otra, no se ve solución de continuidad, y no parece que Jean-Jacques abandone el camino que ha escogido. Toda reivindicación en favor de una singularidad absoluta equi vale a una rebelión contra las normas comúnmente aceptadas. For ma parte de la lógica de esta rebelión el que el individuo proclame su derecho a instalarse en lo anormal y a realizar dicha experiencia, si tal es la exigencia que experimenta en si mismo. Más aún, preten derá ser el fundador y el inventor de una nueva forma, frente a la cual todos los otros hombres le parecen que están cegados por error. En los últimos escritos de Rousseau se verá, alternativamente, a un hombre que pretende haber sido expulsado de todo orden, y a un hombre que afirma ser el único modelo a partir del cual se po dría construir un orden humano legítimo. Unos textos nos dicen que Jean-Jacques siente que vive en un mal sueño, cuyo despertar no llega nunca; otros textos nos aseguran, por el contrario, que es el único que ha sabido preservar el arquetipo ideal del «hombre de la naturaleza» en un mundo corrompido. Asi pues, en algunas oca siones siente que su vida se desarrolla más allá de toda norma hu mana, y en otras cree que salvaguarda la norma esencial que desco nocen todos sus contemporáneos. 251
Expulsado de todas partes o en el centro de todo, siempre está solo. Es el único que ha sido arrojado al absurdo y condenado a no saber ya nada de si mismo; es el único que posee la sabiduría correcta, la clara razón que juzga sobre el bien y sobre el mal. No será difícil mostrar, en los primeros textos de Rousseau, en cartas que datan de antes de la veintena, la presencia de la descon fianza del malestar: le han calumniado, han malinterpretado su conducta y corren el riesgo de tomarle por un espía. Desde el co mienzo, Rousseau hace frente a la acusación (o a la simple posibili dad de la acusación) y se esfuerza por disculparse. Es la situación fundamental en la que se encontró en Bossey al sufrir el castigo in justo. Así pues, el delirio de los últimos años de Rousseau no inven ta ningún dato nuevo: no hace sino exasperar hasta la obsesión un sentimiento que nunca ha estado ausente de su conciencia. Pero no es menos importante mostrar que ciertos temas y ciertas ideas clave del pensamiento teórico de Rousseau evolucionan de tal forma que llegan a constituir lo que se podria denominar como la correlación ideológica de la mania persecutoria. Veremos de nuevo en este caso que en los Diálogos y en las Ensoñaciones Rousseau no inventa nada que no haya pensado y expresado ya. Pero lo que va ria es el sistema, las relaciones que las ideas mantienen o dejan de mantener entre ellas; el pensamiento de Rousseau sigue trabajando con elementos adquiridos anteriormente y familiares desde hace tiempo, pero cuya función y significado remodela. ¿Se ha observa do que ciertas expresiones que pertenecían primero al vocabulario del amor pasan al vocabulario de la persecución? La palabra ligado, que Rousseau repite en los Diálogos y en las Ensoñaciones para ca racterizar su situación de victima, poseia en el quinto libro del Emi lio un significado amoroso, y definia la tierna solicitud de Sophie: «Perdonémosle la inquietud que causa a lo que ama, a causa del miedo que le produce el que él no esté nunca suficientemente liga do»*. He aquí otro ejemplo de la misma transferencia de significa do: Rousseau, perseguido, se siente en manos de aquellos que «dis ponen de su destino»; sin embargo, Saint-Preux deseaba esta si tuación de dependencia absoluta e imploraba a Julie: «Por piedad no me dejéis abandonado a mis solas fuerzas; dignaos al menos dis-3 3 Emite, lib. V, O. C„ IV, 796. En un curioso pasaje de La Nueva Eloísa (VI parle, cana VI), Julie utiliza esta palabra para anunciar a Saint-Preux los pe ligros que corría instalándose en Clarens. Ligado es en esc caso un término ambiguo que caracteriza al mismo tiempo una situación de amante y una situación de victima: Saint-Preux va a exponerse «a todo lo que puede despertar en ¿I las pasiones mal apagadas; se va a ligar a las trampas que más debería temer».
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poner de mi suerte»4. Una vez más, el deseo amoroso parece en contrar, aqui, una realización paródica y masoquista en el cruel uni verso de la persecución... Y esta unanimidad, que constituía el ca rácter exaltante del pacto social, he aqui que se materializa contra Rousseau mediante la inexplicable hostilidad de toda una genera ción. «La liga es universal, sin excepción, y definitiva»5. El pro nombre se, que en el Contrato Social representaba la voluntad gene ral, designa ahora el anonimato colectivo de una conjuración uni versal. (A partir del pequeño grupo de «esos señores», la maldad se generaliza y alcanza a todos los hombres: esos señores se convierten en ellos y finalmente en se.)
La
r e f l e x ió n c u l p a b l e
En los Diálogos, algunas de las ideas clave de Rousseau se esta bilizan definitivamente y aparecen ante nosotros en su estado final. Conviene examinar aqui el papel que corresponde a la noción de reflexión y a la de obstáculo. En efecto, estas dos nociones experi mentan una acentuación extremadamente significativa, que nos per mitirá comprender mejor el estado final a que lleva la experiencia de Rousseau6. El segundo Discurso atribuia a la reflexión un papel ambiguo. Como recordarán, el poder de la reflexión está ligado a la perfecti bilidad del hombre. El hombre emerge fuera de la animalidad si multáneamente mediante el empleo de los utensilios y el desarrollo del juicio reflexivo. Todo se pone en movimiento por tanto, pero este movimiento nos aleja de la plenitud original: nos pervierte, es decir que nos aparta de nuestra primera naturaleza. El hombre que reflexiona es un animal depravado, lo que no implica en primer tér mino una condena moral: un animal depravado es un animal que abandona el sencillo camino a que le conducía su instinto. La refle xión nos hace perder la presencia inmediata del mundo natural; ¿sta es la razón por la que, en la teoría, el desarrollo de la reflexión es estrictamente contemporáneo de la invención de los primeros instru mentos, por medio de los cuales el hombre se opondrá a la naturale za en lo sucesivo. La civilización se construye por la conjunción del 4 Lo Nouvelle Hélofse, I parte, carta II, O. C., 11, 35. 5 Réveries, octavo Paseo, O. C., 1, 1077. 6 Hemos retomado el problema en uno de los capítulos del L 'Oeit vivanl (París, Gallímard, 2." ed., 1968): «Jean-Jacques Rousseau y el peligro de la reflexión», pá ginas 94-188.
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pensamiento reflexivo de la acción instrumental, y no es posible retroceder. Por desastrosa que haya sido nuestra ruptura con la pri mitiva claridad de la experiencia sensible, debemos considerarla irreversible y conformarnos con nuestro estado presente7. Aunque sea licito condenar los daños causados por la reflexión, hay que de cir también que ésta procura la prueba de la espiritualidad del hombre. Entre los argumentos que Rousseau opone al materialismo en el Emilio, la reflexión figura en lugar preferente: el hombre po see un poder activo de juzgar y comparar. Así pues, no es totalmen te el juguete de las causas materiales, su espíritu no está completa mente sometido a las leyes de la naturaleza inanimada. Por profun da que sea la nostalgia de Rousseau por la inmediatez de la vida sentida y del instinto, en el Emilio reconoce que la sensación no su pone aún más que un ser pasivo. Para que el hombre alcance su ple nitud, es necesario que revele el «principio activo» de su alma, es necesario que juzgue, que razone y que compare (Locke y Condillac lo habian dicho ya antes que Rousseau). Al superar la existencia sensitiva, el hombre adquiere el poder de «dar un sentido a la pa labra es»8. Consecuentemente, la doctrina pedagógica de Rousseau acepta ba hacer intervenir a la reflexión como un estadio necesario de la evolución de la conciencia. Ciertamente es nefasto apelar dema siado precozmente al juicio del niño: Emilio, al principio, sólo es capaz de sentir. No se le debe imponer un esfuerzo artificial que le separe de la realidad percibida inmediatamente. Pero llega un mo mento, en tomo a la pubertad, en el que el espíritu está maduro pa ra la reflexión. En una educación conforme a la naturaleza, la refle xión tiene derecho a intervenir, pero, en su momento, a la edad que le conviene. Asi pues, Rousseau construye un esquema dinámico en el que el desarrollo de la actividad reflexiva constituye una fase in termedia entre el estadio infantil de la sensación inmediata y el des cubrimiento del sentimiento moral, que constituirá una sintesis su perior al unir la inmediatez del instinto y la exigencia espiritual des pertada por la reflexión. Rousseau, en una frase que prefigura a Kant, asigna a la razón raciocinante la tarea de preparar el impera tivo práctico del sentimiento moral: «De este modo, mi regla de entregarme más al sentimiento que a la razón obtiene su confirma ción de la razón misma»9. La reflexión, estadio intermedio, es en 7 Para más detalles remitimos al lector a las notas que hemos consagrado a este problema en la edición de la Pléiade (O. C., 111, 1310 y ss.). * Émile, IV parte, O. C„ IV. 571. 9 Op. tit., 573.
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cierto sentido una desgracia, puesto que destruye la unidad original de la conciencia y la separa del mundo natural. El acto de juzgar me aleja de la verdad: Solamente sé que la verdad está en las cosas y no en mi espíritu que las juzga, y que cuanto menos pongo de mi parte en los juicios que realizo, más seguro estoy de acercarm e a la ver dad ,0.
Pero la conciencia toma posesión de si misma separada de la «verdad de las cosas»; a partir de ahora se conoce como conciencia. Ya no es en el mundo, sino en ella, donde se produce la revelación inmediata. La reflexión, que ha roto la unidad original, nos hace acceder a una nueva unidad tan absoluta como la primera, pero ilu minada por el conocimiento. La conciencia ya no vive ingenuamen te su unión con el mundo, siente en si misma la fuente de su unidad, se funda en su certeza: La conciencia no nos dice la verdad d e las cosas, sino la regla de nuestros deberes".
La reflexión, que ha ocultado la «verdad de las cosas», ha per mitido que el sentimiento moral se manifieste en nosotros y que se imponga categóricamente. Nos encamina hacia el estadio ulterior en el que podemos prescindir de la reflexión para guiarnos por el «dic tamen» de la conciencia. Mediante la reflexión se ha operado una interiorización: hemos perdido el contacto sin defecto con el mundo exterior, pero se hace la luz dentro de nosotros en lo sucesivo. El mundo puede permanecer disimulado bajo el velo nos contentare mos con una transparencia que se abre paso en nosotros mismos: era en estos términos en los que se formulaba la experiencia extática de la tercera carta a Malesherbes; era asi, igualmente, como Julie accedía al goce de una «comunicación inmediata» mientras el velo de la muerte venia a cubrir su rostro. Todo cambia con la acentuación que Rousseau impone a sus ideas al escribir los Diálogos. La reflexión ya no es aquel poder am biguo que determina la corrupción de las sociedades y que hace po sible el progreso de la conciencia moral. Ya no es una etapa por la10*2 10 Émile. IV partí, O. C.. II. 573. '• La Nouvelle Hélolse, VI parte, carta VIII. O. C.. II, 698. 12 Videsupra, cap. IV, «Teoría de la revelación». Hay que recordar asimismo la carta de Rousseau a don Deschamps (2$ de junio de 1761. Correspondance générote. DP, VI, 160; L, IX, 28): «La verdad que amo no es tanto metafísica como moral».
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que el espíritu debe pagar necesariamente en el curso de su creci miento. Ya no hay ningún camino que lleve más allá de la reflexión. Hela aquí convertida, inequívocamente y sin esperanza de reconci liación, en una fuerza enemiga: en el fundamento del mal. Lo que en principio era movimiento y superación se consolida ahora en una oposición definitivamente insuperable. En vez de abrirse hacia un progreso «dialéctico», la antítesis cobra mayor peso y se inmoviliza. El conflicto entre la «vida inmediata» y la «vida reflexiva» es defi nitivamente insoluble. Desde el comienzo de los Diálogos, Rousseau construye un sistema en el que la reflexión está representada, en tér minos de cinética, como una reflexión de la energía primitiva del alma: Todos los primeros movimientos de la naturaleza son buenos y rectos. Tienden lo más directam ente posible a nuestra conserva ción y a nuestra felicidad: pero enseguida, al carecer de fuerza pa ra seguir su prim era dirección a través de ta n ta resistencia, se de jan difractar por miles de obstáculos que, al desviarles del verda dero objetivo. Ies hacen tom ar caminos oblicuos en los que el hom bre olvida su destino prim ero13.
La reflexión hace que nos desviemos de nuestro verdadero obje tivo. Aquí encontramos, en el lenguaje de la mecánica, el equivalen te de aquello que Rousseau afirmaba cuando definia al hombre que reflexiona como un animal depravado. En este punto, la reflexión aparece como una forma degradada de energía espiritual. En el Emilio, el pensamiento aportaba, por el contrario, la prueba del poder activo que hace del hombre un ser autónomo y libre: capaces de juzgar y de comparar nos oponemos activamente al mundo en vez de soportarlo pasivamente. Pero aho ra reflexionar es una «debilidad del alma»: carecemos de fuerza pa ra alcanzar por vía directa nuestro objetivo primitivo; al entrar en contacto con el obstáculo nuestras energías se amortiguan, el ardor inicial se frena y se extingue. La reflexión es gélida y todo lo que to ca es alcanzado inmediatamente por un frío mortal. Reflexionar es comparar. Ahora bien, el amor propio consiste en compararse con los demás. La reflexión es, por lo tanto, el origen del amor propio y de todas las «pasiones que repelen»: La acción positiva o de atracción es el sencillo producto de la naturaleza que intenta extender y reforzar el sentimiento de >3 Dialogues, I. O. C., I, 668-669.
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nuestro ser; la negativa de repulsión, que comprime y em pequeñe ce el de los dem ás, es una com binación que produce la reflexión. De la prim era nacen todas las pasiones afectuosas y dulces, de la segunda todas las pasiones odiosas y crueles14.
Previamente a la reflexión se encuentra el amor de si mismo, mediante el cual nuestra existencia se afirma inocentemente: el amor de si mismo sólo tiene en cuenta al yo, ignora la diferencia del otro, y, por consiguiente, no puede oponerse activamente a los de más. Pero desde el momento en el que los demás aparecen en el ho rizonte de nuestro juicio, somos victimas del amor propio, nos com paramos y el mal se hace posible. Sólo pueden mentí», sólo pueden disfrazarse aquellos que se comparan a los otros hombres mediante la reflexión. Los malvados, los cómplices del complot actúan como «una perfidia meditada y reflexiva» 1S. Es la reflexión lo que consti tuye el pecado fundamental y la que introduce en el mundo el male ficio de la apariencia engañosa: La principal habilidad de todos los malvados es la prudencia, es decir, el disimulo. Al tener tantos designios y sentimientos que ocultar, saben com poner su apariencia exterior, gobernar sus mi radas, su aspecto, su com postura y hacerse dueños de las aparien cias. Saben tom ar ventaja y cubrir con un barniz de sabiduría las negras pasiones que les corroen... Las de ios corazones ardientes y sensibles, al ser producto de la naturaleza, se m uestran a pesar de aquel que las tiene; su primera explosión puram ente maquinal es independiente de su voluntad... Pero al no ser el am or propio y los movimientos que de éste derivan más que pasiones secundarías producidas p o r la^ reflexión no actúan de m odo tan sensible sobre el organismo. He aquí por qué aquellos a quienes gobiernan este tipo de pasiones son más dueños de las apariencias que aquellos que se entregan a los impulsos directos de la naturaleza16.
Así pues, perder la espontaneidad, dejar de obedecer el impulso directo, es entrar en el terreno de los malvados, es establecerse en el reino del mal. He aqui el pecado de los otros. Rousseau, por su par te, está indemne: es el hombre de la espontaneidad impulsiva, a su naturaleza permanente le repugna la reflexión. Sólo actúa espontá neamente, y los movimientos de su sensibilidad, tan ardientes como efímeros, no toman jamás «vías tortuosas». Jean-Jacques está go bernado por la sensación inmediata: es la prueba absoluta de su •4 Dialogues. 11, O. C., I, 805. »* Dialogues. III. O. C.. I, 927. Dialogues, II, O. C., I, 86.
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inocencia. No puede ser un malvado, puesto que la reflexión carece de poder sobre él. «Todos sus primeros movimientos serán vivos y puros; los segundos tendrán poco poder sobre él... Nunca hará vo luntariamente lo que está mal... Todas sus faltas, incluso las más graves, no serán más que pecados de omisión»'7. Ciertamente ha traicionado algunas veces su naturaleza y ha cedido a la tentación de la reflexión. En realidad, no es responsable de ello, le han sedu cido, le han arrastrado al mal. Si se ha convertido en escritor es porque ha sido víctima de una especie de hechizamiento: He pensado algunas veces con bastante profundidad; pero ra ram ente con placer, casi siempre contra m i voluntad y com o p o r la fu e rza ■' la ensoflación me relaja y m e divierte, la reflexión m e fa tig a y m e entristece; pensar fue siempre p ara mí un a ocupación penosa y sin encanto1*.
Aún dirá más: Si ha cometido malas acciones en su vida es por haber seguido pasajeramente los consejos del pensamiento reflexi vo: «Todo el mal que he hecho en mi vida lo hice por reflexión; y el poco bien que he podido hacer lo hice por impulso»19. Los extravíos de Jean-Jacques no eran movimientos impulsivos, sino re cursos poco afortunados a los consejos de la reflexión. La imagen de Jean-Jacques, tal como la construyen los Diálogos, acepta todas las contradicciones, todas las debilidades a excepción del envilecimiento de la reflexión; por consiguiente, la inocencia de Jean-Jacques está radicalmente asegurada, puesto que el fundamen to del mal le es ajeno. Rousseau se repliega en un mundo en el que el bien le pertenece infaliblemente por el simple hecho de no estar contaminado por la reflexión. Poco importa que hable sucesiva mente de la energia de sus pasiones y de la debilidad que le entrega sin defensa alguna a sus sensaciones. No existe contradicción entre el impulso activo del sentimiento espontáneo, y la pasividad de los automatismos sensitivos, siempre que uno y otro manifiesten una sumisión absoluta a lo inmediato. La actividad inmediata y la pasi vidad inmediata son equiparables, su pureza es semejante. La única debilidad culpable es aquella que conduce a la reflexión. Desde luego, Jean-Jacques es débil, es «esclavo de sus sentidos», pero esta debilidad carece de importancia, no le desvia de los goces inme diatos. No es virtuoso, sólo es bueno, pero nunca será culpable.*18 n Op. cit.. 824-825. 18 Réveries, séptimo Paseo, O. C.. I, 1061-1062. i* Correspondance générate, DP, XVII, 2-3.
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El mundo no reflexivo en que Rousseau se encierra es un mund<< que pretende ser autosuficiente y completo. La teoría revisada no si túa el comienzo de la actividad del alma en el estado de la reflexión, tal y como pretendía la teoría psicológica de Locke y de CondiUac. En este universo que pretende no deberle nada a la reflexión, el hombre quiere mostrarse plenamente activo sin tener que ejercer su juicio. Hemos visto cómo Rousseau estableció la posibilidad de una memoria que no seria una reflexión sobre un objeto pasado, sino el surgimiento actual del sentiminto. También la imaginación se des pliega sin el recurso a la reflexión. He aqui dos actividades salvadas de entrada del contagio del mal y a las que Rousseau podrá entre garse sin remordimientos. Por lo demás, toda la moral se funda sobre la piedad, que es anterior a la aparición del pensamiento reflexivo: éste es un punto sobre el que Rousseau insistió frecuente mente. Al escribir el segundo Discurso, habla visto ya el origen de la moral en la piedad natural, es decir, en «un puro movimiento de la naturaleza, anterior a toda reflexión»20. Asi pues, una vida recta es posible antes de que la existencia de los otros se convierta en un término de comparación para nuestro amor propio. Antes de la re flexión simpatizamos espontáneamente con nuestro prójimo y nos identificamos con él, en vez de oponernos a él. La «sensibilidad po sitiva» que deriva del amor de si mismo nos hace conocer «pasiones afectuosas y dulces»21. Nada esencial nos faltará si nos replegamos en un mundo en el que la luz primitiva de las conciencias no se des dobla en el sombrío espejo de la reflexión. Rousseau abandona, así, la idea de una síntesis progresiva que incluiría y superaría el estadio de la reflexión. Ya no se trata de se guir el esquema de evolución propuesto en el Emilio, que pretendía que el hombre adquiriese el dominio de la reflexión para acceder a una espontaneidad más rica más allá de la reflexión. Parecía como si hubiera un camino en cuyo término nos encontraríamos a nos otros mismos después de haber conocido el tiempo de la separación. Ahora nos hallamos en un lugar sin camino; es un mundo troceado y mutilado. La vida inmediata y el pensamiento reflexivo se oponen sin esperanza de reconciliación: ningún camino conduce de la una al otro. Los malvados se instalan en la reflexión, los buenos —es de cir, Jean-Jacques— viven una sucesión de «primeros movimientos» de los que no se «difractará» ninguno. Reflexionares juzgar. Pero los Diálogos se titulan también: Rousseau juez de Jean-Jacques. 20 Discours sur ¡"Origine de l'Inégatité, O. C., III, 155. » Dialogues, II, O. C., IV, 805.
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Reflexionar es comparar. Pero al comienzo de los Diálogos se lee: «Era preciso, necesariamente, que yo dijese con qué ojos vería a un hombre tal como soy yo si fuese otro»21. No solamente Rous seau realiza aqui un desdoblamiento reflexivo, sino que a lo largo de todo su libro se compara con sus enemigos para situarse en su verdadero lugar, en la inocencia de la vida irreflexiva. Rousseau habla de Jean-Jacques y demuestra que es «esclavo de sus senti dos», pero nunca pierde de vista a los otros para su demostración, a los malvados, a aquellos a quienes domina la fria pasión de la refle xión. Puede decirse por ello que los Diálogos son esencialmente una reflexión dirigida contra la reflexión. Es aqui donde reside el sin sentido y el error capital de los Diálogos, tanto y posiblemente aún más que en el carácter delirante de las ideas de persecución. La conversación entre los dos personajes, Rousseau y el Francés, es una interminable reflexión destinada a probar que Jean-Jacques, conducido solamente por sus sensaciones y por sus impulsos, es in capaz de vivir en la forma del pensamiento reflexivo. Jean-Jacques se separa de si mismo con el fin de decirnos que nunca se ha aban donado. La obra entera es una reflexión desgraciada y vergonzosa, fascinada por la nostalgia de lo irreflexivo: se condena y reniega de si misma al desarrollarse, y, al mismo tiempo, agrava y prolonga la falta de escribir y de reflexionar, de las que Rousseau se declara inocente. De ahi las infinitas negaciones: Jean-Jacques no habia na cido para convertirse en un escritor, ha sido arrastrado fuera de sí mismo: por lo demás, nunca fue un pensador, sólo tomó la palabra para pintar su alma y para expresar los sentimientos más espontáne os. Su verdadero reino es el «mundo encantado», entre los iniciados que se comprenden sin recurrir al lenguaje humano, gracias a signos infalibles... Ciertamente, el Rousseau de los Diálogos tiene la intención de revelar al verdadero Jean-Jacques de una forma tan directa como sea posible. Querría convencer a su interlocutor —el Francés— pro vocando en él una iluminación instantánea: «Veamos... si no habria medio alguno de haceros sentir de repente, mediante una impresión sencilla e inmediata, aquello de lo que no podría persuadiros proce diendo gradualmente en razón de 'as opiniones que tenéis» (Dialo gues, II, O .C ., I, 799.) ...Pero este medio sencillo no existe; hay que hablar sin fin, discurrir interminablemente. La demostración desplegará todos los argumentos imaginables, hasta los más abs tractos, para construir el mito de un Jean-Jacques incapaz para la2 22 Dialogues, sobre el tema y la forma de este escrito, O. C., I. 655.
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reflexión y para el discurso. De este modo, compromete y p ic n ic es ta imagen mítica en el esfuerzo mismo que realiza para Irazarla y representarla: el mito está amenazado por la inautenticidad en su propio origen. El Rousseau de los D iá lo g o s habla desde el mundo de la reflexión; vive en la desgracia de la división, persigue la justifi cación; pero el Jean-Jacques del que habla vive en otro mundo, nunca franqueó el umbral de la reflexión, no abandonó la unidad indivisa de la naturaleza, no necesita justificación.
En el primer Discurso, Rousseau era consciente de su paradoja: sabia que era un hombre de letras que hablaba en contra de las le tras. Aqui, la misma paradoja ha llegado a su culmen, pero él ha dejado de ser consciente. Rousseau no consigue reconocer que es un hombre reflexivo que pretende no saber nada de la reflexión. El Rousseau que juzga y el Jean-Jacques incapaz del esfuerzo del jui cio no pueden ser el mismo hombre. Tal como se piensa, Rousseau no tendría derecho a pensarse. La actividad reflexiva, por la que Rousseau pretende demostrar su inocencia, está condenada por los principios mismos sobre los cuales funda las condiciones del bien y del mal. Si fuese consciente de si misma, sabría que era culpable, puesto que el campo de la reflexión coincide con el propio mal. Sa bría que pertenece al mundo que ha anatemizado... Para escapar a esta contradicción fundamental, habria dos salidas posibles: si se si gue considerando la reflexión como el principio del mal, no queda más que callarse; o bien, si se quiere hablar inocentemente hay que reconocer la inocencia de la reflexión. Pero Rousseau se obstina en la contradicción: seguirá hablando de la felicidad de la comunica ción silenciosa, seguirá invocando a una inmediatez que arruina con su palabra. El Rousseau que nos habla es absolutamente ajeno a la imagen que construye de si mismo. Aquí reside la verdadera alineación, en el sentido psiquiátrico del término. Pues el propio Rousseau sufre la división que, al cortar el mundo en dos, enfrenta irreductiblemente el mal de la reflexión y la inocencia de lo inmediato; vemos como esta división se introduce en el propio Rousseau y erige en el inte rior de su conciencia la hostilidad de dos mundos a los que no une ningún camino. No ha aniquilado la reflexión ni la ha superado; la ha expulsado. Y al mismo tiempo se ha condenado a no poder ha blar de si mismo más que desde el exterior, desde el punto de vista de la falta. Lejos de llevar a cabo la unidad del sentimiento y del lenguaje, su palabra es definitivamente lo otro con respecto al «ver dadero yo» que pretende permanecer en la plenitud indivisa. Rous seau está excluido de Jean-Jacques, y sin embargo, es a partir de 261
esta extraña exclusión como se construye el retrato de Jean-Jacques. Un problema análogo se habia presentado ya cuando Rousseau había concebido su proyecto de moral sensitiva. Una cosa es sufrir la influencia del medio que nos rodea y otra muy distinta analizar el efecto moral de nuestras experiencias sensibles y disponer los obje tos que nos rodean de tal forma que su influencia nos sea favorable. Rousseau querría entregarse por completo a la sensación, pero a condición de que el medio sensible esté dispuesto a su favor: Las sorprendentes y num erosas observaciones que había reco gido estaban por encima de toda discusión y, p o r sus principios fí sicos, me parecían adecuadas para producir un régimen exterior que. m odificado según las circunstancias, pudiese poner o m ante ner al alm a en el estado más favorable a la virtud2*.
Asi pues, es necesaria una iniciativa activa, vigilante y reflexiva, para «variar el régimen exterior» y para hacer posible, más adelan te, una entrega puramente pasiva a la impresión exterior. Para que un proyecto semejante tenga éxito, es preciso que la sensación sea empleada como un medio, debe servir de instrumento eficaz para una acción razonable y reflexiva. Pero para Rousseau la moral sen sitiva está destinada a liberar el espíritu del esfuerzo de la reflexión, su objetivo reside en construir unos automatismos que hagan de la vida inmediata una vida conforme a la virtud. El éxito perfecto con sistiría en poder entregarse ingenuamente a la sensación, olvidando que ésta es un medio utilizado por la reflesión. Un éxito semejante presupone un inmenso trabajo especulativo; Rousseau se desani mará en el camino. Habrían sido necesarias demasiadas reflexiones preliminares para llegar a prescindir definitivamente de la reflexión. (Merece la pena emprender el esfuerzo intelectual si éste asegura el reposo y dispensa de todo nuevo esfuerzo. Rousseau declara en las Ensoñaciones que se ha impuesto una difícil reflexión con el fin de precisar de una vez por todas sus ideas en materia de metafísica y de religión*24. Ha pensado para no tener que volver a pensar: ha puesto a punto su credo, su profesión de fe, para no tener que vol ver sobre sus dudas y para entregarse al sentimiento sin reservas. La filosofía vuelve a su papel de sirviente, no ya al servicio de la teología, sino del sentimiento inmediato.) Rousseau no ve que la vida sensitiva con que sueña no puede existir más que bajo la vigilancia constante del pensamiento reflexi 22 Confessions, lib. II, O. C., 1, 409. 24 Vide supra, cap. III, 63.
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vo. No ve que, aunque la reflexión puede ser superada, con iodo no puede ser rechazada como si nunca se le hubiese pedido consejo, lis una mistificación creer que así se termina con la reflexión, y Rous seau parece querer ser, a la vez, el mistificador y el mistificado, el encantador y el encantado. Quiere gobernarse, pero dejándose go bernar por las cosas: ¡De cuántos extravíos se salvaría a la razón, cuántos vicios se impedirían nacer si se supiese fo rza r la estructura animal a fin de que favoreciese el orden m oral que tan a menudo perturba!25
¿Cómo ser a la vez aquel que fuerza y aquel que se deja forzar? ¿Cómo vivir sensitivamente de manera inocente toda vez que uno mismo ha puesto en marcha el condicionamiento sensible? ¿Cómo asumir la responsabilidad de la puesta en escena, cómo trabajar en el arreglo del orden exterior sin dejar de salvaguardar la dócil irres ponsabilidad de un «animal» que deja actuar al mundo sensible y se deja conducir ingenuamente por sus sensaciones? Seria necesario poder ser, alternativamente, un demiurgo y un animal. Sólo un arti ficio magistral puede organizar el mundo de tal forma que la vida virtuosa se lleve a cabo inocentemente y sin esfuerzo, bajo el sólo impulso de los sentidos. ¿Acaso no se destruye la espontaneidad original, o al menos se la altera profundamente, desde el momento en que lo que es origi nal es asi manipulado con vistas a un objetivo moral? Rousseau no puede aceptar abandonar la red de las influencias sensibles, a las que considera como responsables de nuestros sentimientos morales, y tampoco quiere renunciar a tener influjo sobre este dispositivo de terminante: T odo nos ofrece miles de asideros casi seguros para gobernar en su origen los sentimientos por los que nos dejam os dom inar26.
¿Pero cómo preservar la primitiva pureza de los sentimientos sin dejar de gobernarlos? ¿No corremos el riesgo de perder la frescura de lo original sin llegar a dominar nada mediante la reflexión, en lu gar de desembocar en una síntesis acertada? Estaremos exiliados del origen sin habernos asentado en el dominio del pensamiento riguro so. Los derechos de la sensación no habrán sido restaurados y los de la reflexión no habrán sido instaurados. Permaneceremos fluc25 Confessions, lib. IX, O. C., I, 409. 26 Ibldem.
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tuantes entre una reflexión vergonzosa, que no se atreve a afirmar se, y una sensibilidad desprovista de espontaneidad, perturbada por la reflexión e incompletamente controlada. La utilización de los efectos psicológicos del mundo sensible es un artificio que compromete la libertad. Un mismo hombre no pue de, sin mala fe, construir un decorado mágico y entregarse pasiva mente a esta magia. No puede ignorar que ha sido el artífice volunta rio de aquello que desea experimentar como una influencia involun taria. Si se ha sometido deliberadamente a la influencia de las cosas externas —«los climas, las estaciones, los sonidos, los colores, la os curidad, la luz, los elementos, los alimentos, el ruido, el silencio, el movimiento, el reposo»27—, debe reconocer que puede sustraerse a ello con la misma libertad. El proyecto de moral sensitiva revela que Rousseau ha decidido entregarse a las cosas absolutamente, pero ol vidando de inmediato que su decisión ha sido tomada con toda li bertad. Se persuade de que no hay más que dejar actuar a las cosas: el bien se produce y el orden moral se realiza automáticamente. Lo que Rousseau parece buscar es la seguridad pasiva, un estado de fe liz obediencia que no tenga que ser vuelto a poner en cuestión. Es necesario, por tanto, que simule ignorar que el acto libre por medio del cual se confia al poder de las cosas puede separarle también de ese poder en todo momento. En la «moral sensitiva», el condiciona miento viene del exterior, las decisiones son tomadas o forzadas por los objetos externos (una vez acondicionados convenientemente); Rousseau ya no tiene que tomar iniciativas, puesto que esto es cosa del mundo sensible. En consecuencia, el mal ha desaparecido; Rousseau no actúa, y las cosas son inocentes. ¿De dónde proven dría la falta? Pero la falta consiste precisamente en repudiar la reflexión que ha instalado el decorado antes de levantar el telón. La falta consiste en haber abdicado de la libertad de decisión para con fiársela a las cosas, al mundo inmediato. El error, al igual que en los Diálogos, consiste en actuar de tal modo que dos «momentos» de la conciencia —la reflexión y la sensación— se hagan extraños el uno para el otro hasta el punto de que ya no parezca que pertenecen al mismo ser. De hecho, antes de que Rousseau hubiese anatematizado la re flexión ya veia en ella una facultad que no puede coexistir fácilmen te con la espontaneidad de la sensación. La reflexión y el imperio de los sentidos (o del sentimiento) no pueden habitar en una misma alma. En consecuencia, Rousseau distinguía entre el hombre de la 27 Ibldem.
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sensibilidad y el hombre de la reflexión; hacía de ellos dos persona jes diferentes y complementarios: Saint-Preux y Wolmar, Émile y su preceptor. Existe una relación positiva entre los seres reflexivos y los sensitivos, y esta relación es pedagógica, educativa. El hombre reflexivo conoce la manera de gobernar a las almas sensibles. Ejerce sobre ellas una violencia benéfica, primero para conducirles según el orden y el bien y después para despertarles al conocimiento ilus trado del orden y del bien. Tal es el objetivo de la educación: más tarde el hombre de la sensibilidad poseerá también los poderes de la reflexión; más tarde se producirá la síntesis. Pero al principio hay una gran distancia, el maestro y el discípulo pertenecen a dos mun dos diferentes. Parece que antes de la época de persecución Rousseau se com plació en vivir, alternativamente, el papel del hombre reflexivo y el del alma sensible. Si Émile es posiblemente otro Jean-Jacques, el preceptor es otro Rousseau. Igualmente, Wolmar y Saint-Preux son dos identidades imaginarias que el soñador de el Ermitage adopta alternativamente al crear su novela. Revive la edad de oro de la in fancia y se concede las alegrías y las desgracias de un alma sensible; pero se exalta también haciéndose poseedor del poder demiúrgico de Wolmar y del preceptor. La reflexión del maestro se propone como tarea favorecer la vida irreflexiva del niño, hasta el momento en que éste pueda ser iniciado a la reflexión. De todos modos adivinamos un engaño en el modo en que los maestros preparan los objetos destinados a causar impresión a las «almas sensibles». (Este engaño habia aparecido ya ante nosotros en el momento en el que analizábamos las relaciones de confianza que unían a Wolmar con sus sirvientes.) Saint-Preux es conducido a la virtud casi sin que se dé cuenta. Émile es educado «según la naturaleza», gracias a los artificios del preceptor omni presente y omnisciente: la «educación negativa» es el fruto de una reflexión positiva. La libertad de Émile es mantenida en reposo mientras se gobierna al niño por la sola sensación. Sin duda, el pre ceptor tiene la intención de favorecer —a su debido tiempo— el des pertar de una plena responsabilidad. Pero durante todo el tiempo que dura esta educación el discípulo es manejado enteramente por el preceptor. Aunque es ésta una educación para la libertad, no es, ciertamente, una educación mediante el recurso de una libertad auténtica. Emilio se siente libre y no lo es. Miles de coacciones invisibles condicionan su conducta: el mundo «natural» en el que vive es, en realidad, obra del preceptor. Émile está cautivo de una refinada 265
trampa. Sin embargo, la mayoría de los lectores leyeron el Emilio como si Rousseau les invitase a imitar la espontaneidad sensitiva del niño, y no la reflexión razonable del preceptor que dirige la espon taneidad de su discipulo. No se ha visto en él la exposición de una ciencia pedagógica y de una técnica reflexiva, sino un canto en ala banza del sentimiento irreflexivo. Esto es no entender bien a Rous seau, pero él mismo es parcialmente responsable de este malentendi do. En efecto, en las teorías del preceptor nada confirma ni legitima su propia actitud; casi todas sus declaraciones tienen por objeto el papel nefasto de la reflexión. Él parece no ser consciente de su pro pia reflexión y construye un sistema según el cual su propio discurso no tendría derecho a existir. Rousseau ha atribuido al preceptor el papel del mediador, pero le convierte en profeta de la vida inmedia ta. Su método consiste en mantener al niño, al menos hasta una cierta edad, «siempre en sí mismo y atento a aquello que le concier ne inmediatamente»zs. Así Rousseau establece la necesidad de la mediación (puesto que tiene necesidad de un preceptor) y al mismo tiempo la rechaza (puesto que el preceptor predica el evangelio de la vida inmediata). Ahora bien, el rechazo de la mediación se irá haciendo cada vez más categórico. En el momento en el que escribe los Diálogos, Rousseau ve la sensación y la reflexión como términos irreductible mente opuestos. Él mismo se presenta como aquel que nunca ha abandonado la inmediatez de la sensación. Esto es producto de la dialéctica que atribuía a la reflexión una función mediadora entre la unidad primera del mundo natural y la unidad superior del mundo moral. La reflexión es ahora lo absolutamente opuesto a la natura leza, el enemigo irreconciliable; todo se fija en una antinomia de tipo maniqueo. El papel del preceptor, con el que Rousseau aceptaba identifi carse, pasa entonces al campo del enemigo. El peligroso poder de la reflexión pertenece ahora al otro, al malvado que Rousseau no pue de ni quiere ser. De este modo, la persecución desarrollará una os cura parodia de la relación de feliz dependencia que unía a Emilio con su preceptor. En manos de sus perseguidores, Jean-Jacques se parece a Emilio en manos del maestro que dispone de su libertad. Pero el engaño benéfico se ha tornado complot diabólico. La refle xión sólo era vergonzosa, hila aqui convertida en algo completa mente culpable. Su obra es el mal por excelencia. En el Emilio se podía leer: » Émile, lib. II, O. C., IV, 359.
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Que él crea siempre ser el am o y que siempre seáis vos quien lo seáis. No existe sometim iento más perfecto que aquel que conser va la apariencia de la libertad; así se cautiva a la propia voluntad. ¿Acaso no se encuentra a vuestra merced el pobre niño que nada sabe, que nada conoce, que nada puede? ¿Acaso no disponéis en lo que a él se refiere de todo lo que le rodea? ¿Acaso no sois dueño de afectarle com o os parece? ¿No están en vuestras manos sus trabajos, sus juegos, sus placeres y sus penas sin que él lo sepa? Sin duda alguna, no debe hacer más que lo que quiera; pero sólo debe querer lo que vos queráis que haga; no debe d ar paso al guno sin que vos lo hayáis previsto, no debe abrir la boca sin que sepáis lo que va a decir2*.
El preceptor ha robado la libertad de su alumno con el fin de prepararle para su felicidad y libertad futuras. Esta completa domi nación seria espantosa en el supuesto de que la intención del precep tor fuese malévola. Ahora bien, precisamente Rousseau se siente concernido por una reflexión hostil a la que atribuye una evidencia absolutamente irrefutable. Expulsa la reflexión a las tinieblas exte riores, y se queda solo, en situación de victima. Hele aqui converti do en el juguete de las iniciativas de los secuaces de la reflexión. Y para decribir el modo en el que se encuentra asediado utilizará incluso los términos que le habían servido para descubrir la dócil pasividad de Émile: el proyecto de los perseguidores es enunciado de un modo extrañamente idéntico a los consejos pedagógicos que acabamos de leer:
Han tom ado precauciones no menos eficaces vigilándole hasta tal punto que no pueda decir una sola palabra que no sea escrita, ni d ar un paso que no esté señalado, ni concebir un proyecto que no sea percibido en el instante en que es concebido. H an procura do que, aparentem ente libre en medio de los hombres, no tuviese con ellos ningún trato real, que viviese solo en medio de la multi tud, que no supiese nada de lo que se hace, nada de lo que se dice a su alrededor y, sobre todo, nada de lo que más le concierne y le interesa, que se sintiese en todas partes cargado de cadenas de las que no pudiese m ostrar ni ver el menor vestigio. Han elevado a su alrededor m uros de tinieblas impenetrables para sus miradas; le han enterrado vivo entre los vivos*30.
20 Op. cit., 362-363. 30 Dialogues, I, O. C., I, 706.
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(Le han rodeado) de tantas maneras, a fin de que en medio de esta libertad imaginaría no pueda decir ni una palabra, ni dar un paso, ni mover un dedo, sin que ellos no lo sepan ni lo deseen31. La omnisciencia de la mirada reflexiva no pertenece a Rousseau, sino a los perseguidores, a «esos señores». La conciencia de si ha sido expulsada definitivamente. Ya no es la mirada de Rousseau so bre Rousseau, ya no es el benéfico poder que el preceptor ejerce sobre Émile: se ha convertido en la vigilancia llena de odio que pone a Jean-Jacques en poder la «liga». Sus actos ya no le pertene cen, son captados por las miradas hostiles; y todo está dispuesto a su alrededor para que sus gestos ya no sean sus verdaderos gestos. En su interior sabe que sigue siendo el mismo, pero todo lo demás —sus movimientos, su propio rostro— le es impuesto por los otros. Le han pegado en la cara la máscara de un monstruo. Dé esta for ma los hombres de reflexión reflejan su malignidad sobre Rousseau, le revisten con sus propios sentimientos, y hacen de él un malvado a su imagen. No solamente le han robado su libertad, sino que le han robado su apariencia: los retratos de él que propagan son otras tan tas calumnias. Le han encerrado en un «triple cerco de tinieblas» cuya opacidad impenetrable no podrá forzar, pues las tinieblas co mienzan en la superficie de su rostro. Sólo el ser interior permanece a salvo, pero ya no puede tener otro testigo que Dios. Los OBSTÁCULOS El Discurso sobre el Origen de la Desigualdad explica la inven ción de las armas y de los útiles por la necesidad de «superar los obstáculos de la naturaleza». Y recordamos que Rousseau deducía inmediatamente de ello la aparición de la reflexión en la especie hu mana. Así pues, es en el enfrentamiento con el obstáculo como el hombre de la naturaleza pasaba de la vida inmediata al universo de los medios. Es al contacto con el obstáculo como se rompía la uni dad original del hombre y como nacia su poder sobre el mundo: su técnica y su pensamiento. La perfectibilidad de la especie humana se manifiesta entonces de una sola vez; pasa de la potencia al acto y pone en movimiento la evolución de la historia. A partir del mo mento en que emprenden la tarea de combatir los obstáculos, los Op. cll., 710. Cfr. Pierre Burgelin: «La educación de Émile se apoya en el artificio: el hombre de la naturaleza no puede desarrollarse más que un mundo sa biamente urdido, su virtud es el resultado de las conspiraciones» (Op. cil., 300).
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hombres son arrancados del eterno presente en que consistía su morada primera, deben juzgar, comparar y emplear instrumentos; descubren la esperanza y la nostalgia, el tiempo despliega sus di mensiones de ausencia; el futuro y la preocupación por el futuro co mienzan a contar para ellos, la opinión de los demás comienza a inquietarles... El Contrato Social, por su parte, atribuye al obstácu lo una función que no es menos importante: los hombres descubren la necesidad del pacto social como consecuencia de haberse opuesto a los obstáculos: «Supongo que los hombres llegaron a ese punto en el que los obstáculos que perjudicaban su conservación en el estado de naturaleza superaban, a causa de su resistencia, a las fuerzas que cada individuo podía emplear para mantenerse en dicho esta do»32. Nuevo ejemplo de una mutación decisiva que se efectúa en virtud de un esfuerzo contra el obstáculo. La adversidad de las co sas determina la invención de una forma de existencia y de una or ganización social enteramente nueva. Se puede decir, sin temor a deformar el pensamiento de Rousseau tal y como se expresa en el segundo Discurso y en el Contrato, que la humanidad se crea a sí misma en el contacto con el obstáculo. La reflexión nace en el contacto con el obstáculo. Pero es culpa ble, ¿qué hacer, entonces, con el obstáculo? Dado que Rousseau anatematiza la reflexión, hay que esperar verle alejarse del obstácu lo, rechazarlo con horror... Ésta es, por cierto, la actitud que encontramos expresada en los Diálogos. Desde la primera página, el habitante del «mundo encan tado» es definido por su ignorancia deliberada del obstáculo. Más exactamente, lo que ignora es el enfrentamiento con el obstáculo, la lucha material y las estratagemas que le seria preciso desplegar. Es te hombre salva los obstáculos como si no existiesen o se detiene ante ellos como si fuesen insuperables. No hay término medio. El ini ciado del mundo encantado alcanza instantáneamente el fin que de sea, o bien renuncia a él por completo. Sus goces son «inmediatos», sus acciones son «directas». Ninguna de sus energías, ninguno de sus pensamientos pueden desviarse de su fin ideal para vencer las re sistencias interpuestas. No quiere tener en cuenta la adversidad de las cosas. Esforzarse por vencer esta adversidad significaría que se acepta abandonar los «goces inmediatos» para soportar la ley de los instrumentos, de las técnicas y de la mediación. En lo sucesivo, el obstáculo no aparece como el lugar a partir 32 Control Social, libro I, cap. VI, O. C., III, 360. El consejo del educador en el Emitió es: «No ofrezcáis nunca a sus caprichos indiscretos más que obstáculos físi cos» (lib. II. O. C„ IV, 311).
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del cual surge un movimiento; es el punto sobre el que la energía primitiva del ser se debilita, se amortigua y se difracta. Según la cu riosa analogía balistica que ya conocemos, las pasiones primitivas toman un «camino oblicuo» después de haber entrado en contacto con el obstáculo y se convierten, a continuación, en «pasiones de odio», «secundarias», cuya fría maldad es el efecto de un movi miento que se agota. Lejos de ser la ocasión del surgimiento de nue va energía, el contacto con el obstáculo pervierte y tuerce el impulso espontáneo del alma. Pero sólo las almas débiles se prestan a un compromiso con la resistencia que encuentran «al chocar con un obstáculo». Un alma fuerte, por el contrario, no se deja difractar, «no se devia nada, sino que como una bala de cañón fuerza el obs táculo o se amortigua y cae al chocar con él»3-1. Así pues, la vía di recta no conoce más que la destrucción instantánea de la resistencia o la detención completa ante ésta. Rousseau traduce de este modo el problema en términos pura mente mecánicos —es su manera de formular las leyes de la «psicodinámica»—, pero el modelo mecánico se adecúa perfectamente a su intención de no contar más que con la energía que se consume «en el punto de origen». En el momento de la salida del proyectil todo está decidido con antelación: el disparo acierta o falla según la in tensidad del estallido inicial. Literalmente, el acto estalla a distan cia del obstáculo. Ninguna nueva iniciativa podrá alcanzar o corre gir la trayectoria de la «bala de cañón». Ningún esfuerzo calculado se aplicará al propio obstáculo para evaluar su resistencia y para su perarla mediante una acción que se ajuste a ella. Si no pulveriza el obstáculo, si no pasa a través de éste sin desviarse, no le queda otro recurso que el de inmovilizarse definitivamente. O bien el obstáculo no es nada, o bien Jean-Jacques no puede nada contra él y se ve re ducido a la «inactividad total». Una extraña ley obliga en este caso al obstáculo a desvanecerse ante la expansión del yo, a no ser que la energía inicial deba deternerse ante un limite insuperable, ante un exterior opaco sobre el que no quiere ni puede tener ninguna in fluencia. Queda, por tanto, la extraña alternativa entre un espacio sin obstáculos, y obstáculos que cierran todo el horizonte y tras de los cuales no se abre ya ningún espacio. Esta alternativa define los dos mundos en los que Rousseau siente que está viviendo: reside, alter nativamente, en un mundo infinitamente abierto y en una prisión herméticamente cerrada. Su imaginación es capaz de suprimir todos3 33 Dialogues. I, O. C.. 1, 669.
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los obstáculos y de abrirle mágicamente un espacio ilimitado (se funde entonces en el «sistema de los seres»); a su vez héle aqui con vertido de nuevo en nada, en un mundo en el que todas las cosas se han transformado en obstáculos y constituyen un «triple cerco de ti nieblas», un «misterio impenetrable». Excluido de todo —o identi ficándose con la totalidad del universo; victima inocente de un des tino sin par— o gozando de si mismo y de todas las cosas como un dios, a merced del más mínimo signo exterior —o capaz de una ex pansión infinita; sometido pasivamente a las leyes del choque—14 o tomando posesión del «reino de los fines»: en las dos eventuali dades, bien sea el obstáculo inexistente, bien sea infranqueable, la inocencia de Jean-Jacques está a salvo. En efecto, si el obstáculo es todopoderoso, Rousseau renuncia a actuar, se repliega a si mismo, se consuela con el sentimiento de sus buenas intenciones, las cuales no son menos puras por el hecho de ser ineficaces. Si por el contra rio, el obstáculo es aniquilado a su paso, es que Jean-Jacques habrá podido alcanzar de un solo intento el objeto ideal de su deseo, y no habrá habido ninguna necesidad de entretenerse en vencer las resis tencias en un mundo de útiles en el que el hombre se convierte en culpable al actuar. Conocemos la frecuencia del recurso al compor tamiento mágico en Rousseau; lo mismo ocurre aqui: la total supre sión del obstáculo no puede tener lugar más que a causa de un po der mágico. Según las leyes ordinarias de la naturaleza, siempre se producen amortiguamientos y difracciones, la resistencia del obs táculo nunca es nula, el campo nunca está libre. Como ya hemos señalado, la aproximación al objeto y el contac to con la circunstancia real son siempre motivo de inquietud para Jean-Jacques. Este vapor, este velo que se desliza entre él y las co sas no se disipa más que cuando consigue recuperar la sensación pura, o también cuando el objeto real se convierte en imagen para la memoria o para la ensoñación. En la sensación pura, el mundo se da sin que nos opongamos a él; en lo imaginario, creamos un hori zonte en el que se ofrece todo sin que tengamos conciencia del más mínimo esfuerzo por nuestra parte: la imaginación consuma nuestra acción antes de que hayamos entrado en contacto con la realidad exterior: A fuerza de ocuparse del objeto que codicia, a fuerza de ten der hacia él por sus deseos, su benéfica imaginación alcanza su 14 «Todo choque me transmite un movimiento vivo y breve; en cuanto ya no hay choque el movimiento cesa, ninguna cosa comunicada puede prolongarse en mi.» Revertes, octavo Paseo, O. C.. I, 1084.
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objetivo saltando por encima de los obstáculos que lo detienen o lo ahuyentan. Aún hace más separando del objeto todo lo que tie ne de extraño a su codicia, no se lo presenta sino completamente apropiado a su deseo. De este modo, sus ficciones llegan a serle más dulces que las mismas realidades; ellas alejan sus defectos junto con sus dificultades, se las entrega expresamente preparadas para él, y consigue que desear y gozar no sean para él más que una misma cosa35. La conciencia no hace frente a un objeto distinto a ella. Ni en la sensación pura, ni en la imaginación. El objeto le estorbarla: lo que ella busca no es la posesión de un fragmento del mundo real, sino el estado de ánimo que corresponde a dicha posesión. Por lo tanto, significará «hacer más» el alcanzar este goce sin pasar por el rodeo del mundo, sin encarar la resistencia de los obstáculos, pero propor cionándose sencillamente la imagen del objeto codiciado. Gracias a un simulacro que consiente en considerar como legitimo, la concien cia experimenta dentro de si misma, entre sus propias criaturas, las perfectas relaciones que la inercia del mundo real le habría negado. No ignora que estas imágenes son hijas de su deseo, pero juega a considerarlas como objetos del mundo el tiempo suñciente como para encontrar en ellas razones para entusiasmarse. Es dentro de si misma donde ella derrocha caudales de simpatía, donde ella da libre curso a su ternura: la alegría de la efusión imaginaria no es por ello menos pura ni, sobre todo, menos real para el alma. Hay que supo ner que Pigmalión es feliz, aun cuando los dioses no conceden la vida a la estatua; es feliz por la intensidad misma de su pasión, que no sería más embriagadora si Galatea estuviese viva: el impulso ha cia lo imaginario supera la felicidad obtenida a partir de una mujer real. Si toda realidad anuncia la existencia de un posible obstáculo, Rousseau, por lo que a él se refiere, prefiere lo que no existe: «Sólo es bello lo que no existe»36. El yo es un espacio sin obstáculos. Para que el mundo encantado se abra sin fronteras y sin obs táculos, es necesario que el mundo «ordinario» se haya cerrado y negado inexorablemente. Cuando Rousseau no habita el espacio libre (de lo imaginario, de la memoria, de la sensación pura), se en cuentra en un mundo en el que todo se ha convertido en obstáculo y en resistencia. Todo lo que impide que las cosas y los seres se mues tren espontáneamente transparentes a su deseo adquiere el valor de un signo nefasto que esconde una intención hostil, y que la revela al 35 Dialogues, II, O. C.. I, 857. 36 La Nouvelte Hélofse, VI parte, carta VIH, O. C„ II. 693.
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esconderla. Todo lo que no es lo inmediato se convierte en máscara gesticulante y se vuelve contra Jean-Jacques. Tras los rostros y los muros se encuentra la negra malignidad de un tribunal que ha dicta do ya su veredicto infame sin haber escuchado la defensa del acusa do. Parece como si ahora se hubiese llegado al momento de la eje cución de la sentencia. Bajo las apariencias de una conmiseración entristecida, Jean-Jacques es castigado. Le parece que la resistencia de las cosas con que se tropieza se encuentra apostada expresamente en su camino para anunciarle que es perseguido y para impedirle co nocer quién le persigue. El misterio está en todas partes, las ti nieblas no tienen fin. Pues el obstáculo es de tal carácter que no puede ser reducido por una acción franca: ¿cómo actuar sobre un mundo trucado? Las apariencias son falaces no porque le engañe su percepción, sino porque todos los objetos son trampas que le están destinadas. La incertidumbre del parecer ya no es una condición «normal» de la experiencia humana, sino un maleficio dispuesto por el enemigo. Si las cosas son ambiguas, ello no proviene del hecho de que Jean-Jacques sea incapaz de captar el ser tras las apariencias: es evidente que son los conjurados los que le niegan la posibilidad de vivir en la claridad. Al igual que Rousseau proyectaba fuera de si su propia reflexión para convertirla en el arma perseguidora dirigida contra él, atribuye la ambigüedad de su propia percepción a la acción de las tinieblas que han urdido para perderle. Convencido de que no me dejan ver las cosas tal y com o son, me abstengo de juzgar ateniéndom e a las apariencias que les dan, y sea cual fuere el señuelo con el que se cubren los motivos para actuar, basta con que dichos motivos sean dejados a mi alcance para que yo esté convencido de que son engañosos37.
AI hablar del poder de los signos, ya señalamos que Rousseau no quiere saber que interpreta, que es libre de interpretar las apa riencias. No quiere saber que es él quien le da a todas las cosas su significado de obstáculo. No. Las cosas tienen un sentido que se le escapa, pues todas estas cosas que le rodean sólo están ahi porque han sido pensadas por «esos señores». Están ahí por estar suspendi das del pensamiento de los malvados, cuyas intenciones son inson dablemente tenebrosas. Por lo tanto, el único sentido que puede atribuirle a los objetos que le rodean es la carencia de sentido, la extrañeza hostil e invariable. En el peor de los casos, se libera de la penosa vacilación de la elección que ha de hacer entre interpretacio nes posibles... 37 Revenes, sexto Paseo, O. C., 1, 1056.
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El fino velo que separaba a Rousseau de los otros se ha espesado hasta convertirse en unas «inmensas barreras» que no franqueará jamás. Si una de estas barreras cede accidentalmente, si se calma al gún temor, es para revelar que toda la profundidad que se esconde tras el primer obstáculo es una nueva espesura oscura y sin salida. Jean-Jacques se interna en un «inmenso laberinto en el que no le dejan percibir en las tinieblas más que los falsos caminos que le ex travian cada vez más»3®. Así pues, el obstáculo es de tal carácter que seria irrisoria una acción destinada a superarlo. Lo que paraliza a Jean-Jacques no es solamente que la resistencia del obstáculo sea irreductible, a esto se le añade también la imposibilidad de hacer un solo gesto que no esté inmediatamente a merced de «estos señores». Desde el momen to en que sus actos y sus palabras se alejan de él, ve cómo caen en poder de sus enemigos y cómo se convierten en medios en sus ma nos, en armas dirigidas contra él. Jean-Jacques está convencido de que en cuanto haya sido escrita la página será interceptada, alterada y remodelada sin su conocimiento, publicada en una versión mutila da, o bien, sin más, destruida. Su obra ya no le pertenece: se niegan a creer que sea el autor de sus obras, o bien le atribuyen libros de los que no es autor. Sus más minimos movimientos son desviados de su verdadero objetivo desde el mismo momento en que los ha realizado. Están allí para cambiar su sentido, para atribuirles otras consecuencias. «Al no poder hacer ningún bien que no se tome en mal»*39, se encuentra reducido al silencio y a la inacción. Si intenta hablar, le roban la palabra; si quiere actuar directamente, le roban su acción para encadenarle mejor a su propio error: Al haber consistido la mayor preocupación de quienes gobier nan mi destino en que todo fuese para mi solamente falsa y enga ñosa apariencia, una ocasión virtuosa nunca es más que un se ñuelo que se me presenta, para atraerme hacia la trampa en la que se me quiere enlazar. Lo sé; sé que el único bien que, en lo sucesi vo, se encuentra en mi poder es el de abstenerme de actuar por miedo de obrar mal sin quererlo y sin saberlo40. Los enemigos no solamente le arrebatan las consecuencias de sus acciones, sino que además le imponen sus motivos de actuación. Asi pues, el dominio de la acción está enteramente en poder de la «liga», puesto que Jean-Jacques ya no puede tener un solo designio 3< Dialogues, primer Diálogo, O. C., I, 713. 39 Rfveries, primer Paseo, O. C., 1, 1000. 40 Riveries, sexto Paseo, O. C.. I. 1051.
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que no le sea inspirado subrepticiamente por aquellos que quieren perjudicarle. Los enemigos tienen acceso a todo lo que emprende Jean-Jacques en cuanto abandona el refugio del sentimiento. Des cubre que todos los medios a los que podría recurrir para alcanzar un objeto exterior o para comunicarse con los otros, todos los ins trumentos que querría utilizar para su defensa están confiscados, que pertenecen con antelación (y probablemente desde siempre) a «esos señores». Todas las vías de salida fuera de la inmediatez son impracticables; toda acción dirigida hacia el exterior es presa, ins tantáneamente, de la sombra hostil.
E
l s il e n c io
¿Qué ocurre, en particular, con este acto esencial de descubrirse, de manifestarse en su verdad? Como hemos visto, este acto habia adquirido una importancia privilegiada. Con la palabra «auténtico» Rousseau esperaba permanecer en la inmediatez de si mismo a la vez que se comunicaba con los otros: ser uno mismo y actuar pare cían no ser más que un solo movimiento, en el que el yo se expone y se inventa al mismo tiempo. Narrarse significaba afirmar, a la vez, el valor único de la experiencia personal, y hacer de ella el objeto de un espectáculo y de un juicio universales. Rousseau escribía las Confesiones para expresar su singularidad, y para invocar el «reco nocimiento» general, es decir, para que su inocencia recibiese con firmación por fin gracias al testimonio concordante de todos los hombres... Pero de nuevo hace falta ser escuchado, y que los hom bres consientan en emitir su juicio. Ahora bien, al final de la larga lectura pública de las Confe siones, Rousseau encuentra el silencio, que es el obstáculo final, el misterio de iniquidad. El muro de tinieblas que rodea a Jean-Jac ques se refuerza merced a un círculo de obstinado silencio. Habia descubierto su alma, se habia mostrado a sus testigos tal como sen tía que Dios le veía, intus et in cute, con el fin de forzarles a hablar, a expresar su perdón o sus reproches. Iba a saber por fin qué se le reprochaba. En el primer preámbulo de las Confesiones, preveía al gún rumor hostil y lo provocaba explícitamente: Preveo los discursos públicos, la severidad de los juicios pro nunciados en alta voz, y me som eto a ellos41.
41 Armales J.-J. Rousseau, IV (1908), 12; véase O. C., I. 1155.
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¡Cuánto más soportable hubiesen sido los «frivolos clamores de la calumnia» con respecto a los complots tramados y acordados en un profundo silencio!*2 Pero he aquí lo que Rousseau refiere en la nota final de las Confesiones: Concluí así mi lectura y lodo el mundo se calló. Mme. d ’Egmoni fue la única que me pareció conm ovida; se estremeció vi siblemente; pero se repuso rápidam ente y guardó silencio al igual que todos los presentes4243.
Las últimas lineas de las Confesiones —tras el inmenso esfuerzo para vencer el silencio de los otros— encerraron, así, toda la obra en el silencio. En la superficie del silencio apenas un temblor pasaje ro, el estremecimiento de una mujer conmovida que despierta en Rousseau una esperanza que se desvanece inmediatamente. Así se vino abajo el feliz sueño que hacia de un silencio atra vesado por los signos la condición de una felicidad que el lenguaje humano no hubiera sabido realizar nunca. Todo el encanto de la «mañana a la inglesa» en La Nueva Eloísa consistía en esos estre mecimientos, en esos suspiros, en esas miradas intercambiadas en silencio, por medio de las cuales las almas sensibles se comunicaban más segura y rápidamente que por cualquier otro medio. Ahora no solamente los signos han llegado a ser nefastos, sino que el silencio ha dejado de ser el «medio conductor» en el que las conciencias se unen inmediatamente; es el obstáculo mismo, es la separación ab soluta. Las Confesiones finalizan con la constatación de un silencio. Ahora bien, el mismo silencio constituye el punto de partida de los Diálogos. Releamos su preámbulo: El silencio profundo, universal, y no menos inconcebible que el misterio que esconde, misterio que desde hace quince años me ocultan con un cuidado que me abstengo de calificar, y con un éxito que parece prodigioso; ese espantoso y terrible silencio no me ha perm itido captar la más mínima idea que pudiese aclararm e sobre esas extrañas disposiciones44. ¿Por qué el silencio? Todas las explicaciones son buenas: no han dejado hablar a Jean-Jacques; ha hablado pero su palabra no ha si 42 Correspondance générale. DP, XIX, 292. 42 Confessions, lib. XII, O. C., I, 656. 44 Dialogues. Acerca del tema y la forma de este escrito, O. C.. I, 662.
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do acogida, han falsificado sus libros, no han sabido ver los verda deros motivos de sus actos; el silencio forma parte del castigo que le imponen; le han juzgado sin escuchar su testimonio, y ahora recha zan su recurso y su apelación de gracia. (Jean Guéhenno compara muy acertadamente esta situación con la que describe Kafka en El Procesó)**. Todo habría podido cambiar si, a su vez, los silenciosos perseguidores no hubiesen condenado a Rousseau al silencio. Pues ha sido amordazado, y no ha podido pronunciar la palabra verídica que hubviese derribado los nefastos sortilegios y disipado la pesa dilla: Con una sola palabra posiblemente hubiese levantado velos impenetrables para la mirada de cualquier otro, y arrojado luz sobre las maniobras que ningún mortal esclarecerá jamás4546.
Pero los Diálogos, que se anuncian como una nueva lucha con tra el silencio, van a fracasar ante el obstáculo. La obra conduce incluso a un triple silencio, a una triple imposibilidad de conseguir que los otros hablen por fin. Cuando concluye el tercer y último diálogo, el Francés ha salido de su error: ha adquirido la convicción de que Jean-Jacques no es el monstruo que le habían descrito; confiesa su pesar por haber sido engañado por «esos señores», pero no podrá decir nada al público en favor de Jean-Jacques y, por añadidura, le será imposible revelar al pobre perseguido el horrible secreto de la conspiración: Asi pues, no me niego a verle alguna vez, prudente y cauta mente: sólo dependerá de ¿I el saber que com parto vuestros senti m ientos a su respecto, y que si no puedo revelarles los misterios de sus enemigos, al menos verá que viéndome obligado a callar no intento engañarle47.
Sin embargo, las últimas lineas del diálogo son consoladoras. El Francés no puede romper el silencio, pero hablará más tarde, cuan do los hombres hayan cambiado, en otra época. Al aceptar en de pósito los papeles de Jean-Jacques, se compromete a «no escatimar ningún esfuerzo» para que estos papeles aparezcan algún dia a los ojos del público; se esforzará incluso por recopilar observaciones «tendentes a revelar la verdad». Asi pues, Rousseau ha renunciado 45 Jean Guéhenno, Jean-Jacques. Grandeur et misére d ’un esprit (Parts, Gallimard, 1952). 46 Dialogues, I, O. C., I. 734. 47 Dialogues, III, O. C., I. 975.
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a actuar personalmente, confía a otros hombres la acción decisiva. Mientras que la lectura de las Confesiones habia sido un intento de revelar directamente la verdad, la única esperanza que le queda a Rousseau ahora es llegar indirectamente hasta los hombres de otra época. Este trabajo y esta acción ya no le corresponderán a él, sino que serán la obra de un depositario fiel; mejor aún, serán la obra del tiempo o de la providencia. Rousseau ya no tiene ninguna espe ranza de ser escuchado en vida. La única cosa que aún cree posible es poner sus papeles a buen recaudo, protegerles con vistas a una tardia epifanía de la verdad, para los tiempos que vendrán después de su muerte. Asi pues, ya sólo es cuestión de un depósito, es decir, de una espera en silencio. Sin embargo, Rousseau no consigue resignarse al silencio. ¿Por qué no utilizar desde ahora, como un medio de romper el silencio, ese manuscrito en el que proclama que renuncia a todo intento de persuadir a sus contemporáneos? ¿Acaso no aporta desde este mis mo momento la prueba de que Jean-Jacques encara la luz sin te mor, al confiar su rehabilitación a los hombres de una «generación mejor»? ¿Acaso su negación a actuar no es la garantía irrefutable de su buena conciencia? Éste es el medio supremo: un libro en el que Jean-Jacques declara que no posee ningún medio. Querría que el silencio fuese roto por alguna palabra importan te: que hablase el Rey, que hablase Dios. Jean-Jacques tiene la sen sación de que sus perseguidores se interponen ante el Juez y él. Va a intentar llegar hasta el Juez rodeando el obstáculo. Sólo que no di rigirá el manuscrito directamente al Rey. Una vez más, JeanJacques de descarga aqui del peso de la acción: desea que se realice fuera de él lo esencial de su acción, sin que cuente su presencia. Releamos la extraña Historia del Escrito precedente que sigue a los Diálogos. Rousseau concibe el proyecto de depositar su manus crito en el altar mayor de Notre-Dame: lo abandonará como un de pósito a la Providencia. Acompaña al manuscrito un sobrescrito en el que Rousseau declara que no tiene derecho a esperar un milagro: deja al Cielo la elección de la hora y de los medios. Y sin embargo, por mucho que pretenda remitirse completamente al Cielo, desea atraer la atención de los hombres. Querría que el «escándalo de su acción hiciese llegar su manuscrito al Rey». La maniobra es extra ña: es un gesto dirigido al Cielo, pero este gesto es emprendido sola mente para que los hombres lo observen y para provocar indirecta mente un impacto que sacudirá las conciencias integras (si es que quedan en Francia conciencias integras). Es sabido que, aproxima damente por la misma época, Jean-Jacques comienza todas sus car278
tas por un cuarteto —el mismo, invariablemente— que es una invo cación al Cielo: ¡Qué pobres ciegos somos! Cielo, desenmascara a los impostores y fuerza sus bárbaros corazones a abrirse a las miradas de los hombres. Rousseau suplica al Cielo que destruya la impostura y que restituya a los corazones su transparencia, pero la llamada que dirige a Dios se realiza ante testigos. En todo caso, el cuarteto no es un mensaje directo al destinatario de la carta (Rousseau da explicacio nes al respecto si el interlocutor se extraña o se ofende). Él reza solo, demostrando ostensiblemente que su último recurso se encuen tra fuera. Éste es también el significado del «depósito a la Provi dencia» del manuscrito de los Diálogos, Sin embargo, la maniobra fracasa. Al entrar por una puerta la teral Rousseau se encuentra una verja que le cierra el acceso al coro. Repentinamente descubre la presencia material de la imagen mítica que le ha obsesionado de manera tan constante: está ante el velo fa tal, topa con el obstáculo infranqueable. Tiene frente a él un signo, y este signo le dice que Dios mismo le rechaza y que permanecerá si lencioso: En el momento en el que descubrí esta verja me embargó un vértigo semejante al de un hombre en un ataque de aplopejía, y este vértigo vino acompañado de una conmoción tal en todo mi ser que no recuerdo haber experimentado nunca una parecida. Me pareció que la Iglesia habia cambiado tanto de aspecto que, du dando de si me encontraba realmente en Notre-Dame, intentaba con gran esfuerzo orientarme y discernir mejor lo que veia... Es: lando tanto más sorprendido por este obstáculo, cuanto que yo no habia contado mi proyecto a nadie, creí, en mi primer arreba to, ver concurrir al Cielo mismo a la inocua labor de los hombres y el indignado murmullo que se me escapó no puede ser concebi do más que por aquel que pudiese colocarse en mi lugar, ni ser ex cusado más que por aquel que sabe leer en el fondo de los co razones. Salí rápidamente de esta iglesia decidido a no volver a entrar en ella por el resto de mis dias, y entregándome totalmente a mi agitación corrí todo el resto del dia, errando por todas partes sin saber ni dónde estaba ni dónde iba, hasta que no pudiendo más, la lasitud y la noche me obligaron a entrar en mi casa rendido por la fatiga y medio aturdido por el dolor48. 48 Dialogues, Historia del Precedente Escrito, O. C„ 1, 980.
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La verja cerrada de la iglesia refuerza el «triple cerco de ti nieblas» con que los hombres rodean a Jean-Jacques. La confusa situación que se apodera entonces de él es profundamente revelado ra. Prueba que todo el orden de las cosas y toda la coherencia del mundo desaparecen para Jean-Jacques cuando se desmorona la últi ma posibilidad de vivir en relación. Sin embargo, la relación con la trascendencia era la única que subsistía tras el naufragio de toda es peranza de comunicación humana. Si Dios le rechaza, Jean-Jacques no puede conocer más que la desorientación y el perdido caminar en una exterioridad absoluta, a través de un espacio que ya no pertene ce al mundo. Cuando el último testigo falla a su llamada, la con ciencia prescrita se precipita en un extravio cuya única salida es la de sucumbir en los limites de la fatiga. Rousseau va a topar ahora con un tercer rechazo silencioso. Va a ver a Condillac para confiarle el manuscrito de los Diálogos. Lo que espera de Condillac no es solamente que acepte el depósito, sino que lea la obra, que responda a la pregunta planteada por cada linea de este texto, que hable por fin y que rompa el insoportable circulo de silencio en el que Jean-Jacques se encuentra apresado. ¿Quizás va a disiparse por fin el velo? Pero no se produce nada. Condillac habla de otra cosa y elude la cuestión. Calla sobre lo esencial. El silencio se hace más pesado: Quince días después regresó a su casa firmemente convencido de que había llegado el m om ento en que caería el veto d e tinieblas que se mantiene desde hace veinte años ante mis ojos, y de que de un modo u otro obtendría de mi depositario las aclaraciones que me parecía debían seguirse necesariamente de la lectura de mi ma nuscrito. No ocurrió nada de lo que había previsto. Me habló de este escrito com o me habría hablado de una obra literaria... pero no m e d ijo nada del efecto que mi escrito había producido en él, ni de lo que pensaba del au to r49.
Un silencio definitivo separa en lo sucesivo a Rousseau de su an tiguo compañero del Panier-Fleuri: Desde entonces he dejado de ir a su casa. Me ha hecho dos o tres visitas, que nos costó un gran esfuerzo llenar con algunas p a labras indiferentes, y o porque no tenia nada m ás que decirle, y él po rq u e no quería decirm e nada en absoluto50.
49 Op. cit., 982. 50 Ibidem.
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Tras este triple encuentro con el silencio, Rousseau intenta una última acción, pero esta vez la más directa posible: distribuye en la calle un «billete impreso» —A iodo francés que ame todavía la jus ticia y la verdad— , pero los transeúntes han sido avisados y rehúsan la hoja que Rousseau les tiende: «A través de la negativa a recibirle de aquellos a quienes se le presentaba, experimenté un obstáculo que no habla previsto»51. No, ya no merece la pena esforzarse en vencer el obstáculo, es inútil intentar ser conocido mejor por los demás. La tarea es supe rior a sus posibilidades. A Rousseau no le queda nada más por ha cer que retirarse a esta inocencia interior que los demás no quieren reconocer. Sin embargo, no ha perdido toda esperanza; se produci rá una revelación, pero ya no será a él, a Jean-Jacques, a quien in cumba la acción de la revelación. Se remite de una vez por todas a la acción del tiempo, del Cielo y de la Providencia. «El tiempo pue de levantar muchos velos»5253. No cuenta ya tan siquiera con sus papeles, confia en otros poderes. A él le corresponde vivir en la ver dad, pero no comunicarla ni darla a conocer al exterior. Si la verdad debe manifestarse algún día, no será debido a su actuación personal, sino a la intervención de un poder trascendente. Y cuando el silencio haya sido vencido, no será ni por su voz, ni por la inespe rada palabra de aquellos que volverían a él. Ya no espera ningún cambio de actitud por parte de los hombres; el único regreso con el que sueña, es aquel que le volverá a conducir a su «origen», ante el Juez que ha creado el orden del mundo y que restablecerá la armo nía que los malvados ha perturbado al perseguir a Jean-Jacques... No, si el silencio debe ser roto al fin, no será más que por la trom peta del Juicio: «Que la trompeta del Juicio Final suene cuando quiera; yo iré con este libro en la mano a presentarme ante el Sobe rano Juez»55.
In
a c c ió n
Ha llegado a ser inútil actuar. El mundo de la acción es imprac ticable. Desde el momento en que Jean-Jacques esboza un gesto, éste ya no le pertenece: el movimiento iniciado es retomado por una fuerza exterior y dirigido hacia un objetivo misterioso que JeanJacques ignorará siempre. Ninguna de las acciones que emprende 51 Op. cit., 984. 52 Confesiones, (ib. VI, O. C., I, 272. 53 Coñfessions, lib. I, O. C., I, 5.
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puede ser concluida por él y alcanzar desde este momento el fin que desea. Si la acción ha de ser salvadora, no podrá ser llevada a cabo más que por la providencia. Pero en la mayoría de las ocasiones los perseguidores se apoderan del gesto de Jean-Jacques para hacer que las consecuencias se vuelvan contra él. ¿Ha nacido el hombre para actuar? Rousseau lo ha afirmado14, pero siempre reconoció que no le gustaba la acción. ¡Ah!, ¡si al me nos pudiera cumplirse mediante un movimiento inmediato la inten ción! Únicamente en esto consiste el privilegio de la ensoñación en la que el pensamiento de un acto es instantáneamente la imagen del acto cumplido: pero esto no es más que un juego de imágenes en el que la conciencia permanece en el interior de sí misma y se contenta con un simulacro del mundo exterior. Algo muy distinto sucede cuando la intención intenta realizarse en el exterior. Entonces hay que renunciar a los goces inmediatos: hay que aceptar la ley de la mediación, recurrir a los medios o a los instrumentos, y evaluar el riesgo de las consecuencias que no dominaremos. ¿Son necesarias, acaso, nuevas pruebas de la desconfianza que siente Rousseau con respecto a las actividades mediatas? Cuando Rousseau desarrolla en el Emilio una teoria utilitaria del trabajo hu mano, atribuye la utilidad del trabajo a la independencia que éste asegura al hombre; el criterio para la utilidad es la autarquía, la su ficiencia total; encontramos un perfecto ejemplo de ello en la comu nidad de Clarens. Si el hombre debe actuar, que sea con el menor número de instrumentos posibles. Que se limite, por así decirlo, a este útil inmediato que es su cuerpo y su mano. La única acción le gítima es la que se apoya no en una cultura preestablecida, ni en una tradición que ha creado ya sus instrumentos, sino en la natura leza intacta, tal como la descubre Robinson en su isla desierta: ¡Cuántas reflexiones importantes no sacará nuestro Émile de su Robinson\ ¿Qué pensará al ver que las artes no se perfeccionan más que subdividiéndose, y multiplicando hasta el infinito los ins trum entos de unas y otras? Se dirá: todas estas gentes son necia mente ingeniosas. Con tantos instrumentos como inventan para prescindir de ellos, se diría que tienen miedo de que sus brazos y sus dedos les sirvan para algo. Para ejercitar solamente un arte se han encadenado a otros mil, cada obrero necesita una ciudad. En cuanto a mi com pañero y a mi, hacemos que nuestro genio consis ta en nuestra habilidad; nos construimos útiles que podamos 54 54 El hombre «ha nacido para actuar y pensar, y no para reflexionar» (Preface de Narcisse. O. C.. II, 970).
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transportar con nosotros a todas partes. T oda esta gente tan orgullosa de su talento en París, no sabrían nada en nuestra isla...5-'
La única acción que está justificada a los ojos de Rousseau es aquélla en la que seriamos semejantes al primer hombre cuando in ventaba su primer útil: éste sería un acto ex nihilo, una obra que seria completamente mia y que no supondría ningún pasado huma no. Mi acción debe pertenecerme por entero, y para ello no debo utilizar ningún instrumento que no haya podido construir yo mismo por entero. Mis útiles no deben haberme sido transmitidos, pues mi acción no debe estar ligada a las acciones de los hombres que me han precedido. De este modo, a la vez que es uno de los primeros en poner el acento en la dignidad del trabajo, a la vez que se preocupa por «democratizar» la imagen del hombre ideal (puesto que Émile se familiariza con el arado y con la garlopa), Rousseau es también uno de los primeros en haberse rebelado contra la técnica. Inconse cuencia que no es tal, y que se aclara a la luz del principio de la li bertad del individuo. En su forma artesanal el trabajo asegura nues tra autonomía, mientras que la técnica nos vincula a la tradición, a la institución, y sobre todo a los otros hombres que construyen nuestros instrumentos o completan nuestro trabajo. A la unidad de la persona corresponde un trabajo que no se divide. Pero si Rousseau desea una acción sin antecedentes, también de sea que ésta carezca de consecuencias. Nunca le gustó verse implica do por las consecuencias de sus actos. Antes incluso de que acuse a sus enemigos de interceptar y falsificar sus palabras y sus gestos, nunca pudo resignarse a ver cómo su acción se alejaba de ¿1 y pro ducía efectos imprevistos y a veces contrarios al objetivo fijado. Las consecuencias que escapan a su voluntad son siempre funestas. ¿Hacia el bien? Su buena acción se convertía inmediatamente en servidumbre. ¿Hacia algún favor? De ello nacía «un encadenamien to de compromisos sucesivos que no había previsto y cuyo yugo ya no podía sacudirme»5#. No faltan los testimonios que nos muestran como, mucho antes de la ¿poca de la manía persecutoria, Rousseau experimenta un extraño malestar al sentir que su acción se desarro lla sin él, según un encadenamiento del que ya no es dueño. Al ale jarse, su gesto se le hace extraño: Jean-Jacques se niega a conside-56 55 Émile. lib. III, O. C., IV, 460. 56 Revenes, sexto Paseo, O. C .. I, 1051. Un poco más adelante se lee: «Después de tantas experiencias tristes he aprendido a prever con anidación las consecuencias de mis primeros movimientos continuos y a menudo me he abstenido de alguna buena acdón que tenia el deseo de hacer, atemorizado por la sujedón a la que iba a someterme a continuación, si me entregaba a dio a la ligera» (1054).
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rarse responsable de ella. ¿A qué riesgos no habría de someterse si no? Nunca consintió en reconocerse allí, en las lejanas consecuen cias de sus actos. Sólo ha perseguido objetivos inmediatos: él no ha querido, por lo tanto, todas las repercusiones embarazosas, ni todas las secuelas deshonrosas que le conducían adonde no quería ir. Por ejemplo, si depositó a sus hijos en un hospicio fue porque éstos eran la consecuencia indeseada de los placeres inmediatos de que gozaba con Thérése en completa inocencia. Escogió a Thérése para hacer de ella la servidora de la necesidad inmediata; le declaró que ni queria abadonarla, ni casarse con ella57: esto equivalía a decirle que deseaba vivir con ella una sucesión de instantes sin pasado y sin porvenir. Pero la naturaleza le juega aquí una mala pasada a JeanJacques, pues el placer inmediato del amor físico comporta un vínculo con el porvenir y una consecuencia, que es el hijo. No obs tante, Rousseau no acepta reconocerse en la criatura que no tenía la intención de procrear. Rechaza esta alienación, este yo diferente que no obstante es obra suya... En Rousseau el rechazo de la pater nidad no parece ser más que la expresión, en una situación particu lar, del temor más general a vivir en un mundo en el que los actos tienen consecuencias involuntarias. Hay que añadir que el rechazo de las consecuencias permite comprende mejor la sorprendente valentía que Rousseau supo mos trar en numerosas circunstancias. Dice lo que piensa, y expresa su actual sentimiento sin pensar en lo que esto le va a costar. Ocurra lo que ocurra. Las consecuencias no son de su incumbencia; las acep tará como una adversidad completamente ajena, igual que se acepta el granizo o la tormenta. En vez de paralizar totalmente la iniciativa de Jean-Jacques, la impotencia de dominar las consecuencias le pro porciona, por tanto, la audacia de llevar a cabo actos instantáneos de una extraordinaria extrañeza. Quiere creer que, una vez realiza do, su acto ya no le pertenecerá, y que se romperá el hilo... Si las consecuencias de nuestros actos nos escapan completamente ya no se puede hacer nada, o bien se puede hacer todo: nuestra responsa bilidad nos parece tan pesada que nos impide emprender cosa algu na; o bien, por el contrario, podemos deducir de ello que nuestra responsabilidad nunca está comprometida. En consecuencia, vemos como en algunas ocasiones Jean-Jacques se entrega a los impulsos más irresponsables, o como en otras se abstiene de actuar como si estuviese agobiado por la angustia de una responsabilidad terrible. Bien se comporta como si el más mínimo gesto corriese el riesgo de 57 Confessions, lib. VII, O. C.. I, 331.
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encadenarle, bien como si no estuviese sometido a ningún vinculo. Jean-Jacques dice que es indolente y perezoso, pero también de clara que es activo y laborioso. ¿Es esto absolutamente contradicto rio? Se percibe con bastante rapidez que las actividades que le atraen no son de la misma naturaleza que aquéllas de las que des confía. Si ha de producirse una acción, Rousseau desea que carezca de antecedentes y de posteridad; que no herede nada de una acción que ha comenzado antes que él, y que no se continúe ni se propague sin él en el mundo exterior. La actividad para la que siente que ha nacido es aquella en la que podría emplear su energía, en una suce sión de primeros movimientos, sin pensar ni en los encadenamientos ni en las consecuencias. En su opinión, la unidad de su naturaleza y de su pensamiento no excluye la discontinuidad temporal de las ideas y de los sentimientos. Si una unidad se funda en lo inmediato, es decir, en el rechazo de la reflexión y en el rechazo a anticipar consecuencias, la primacía del instante aislado se convierte en la ley que rige toda actividad. Asi pues, no es sorprendente que al escribir a dom Deschamps Rousseau lo reconozca muy claramente. Sois muy amable al reprenderme por mis inexactitudes en ma teria de razonamiento. También lo sois al daros cuenta de que veo muy bien ciertos objetos, pero que no sé compararlos; que soy bastante fértil en proposiciones sin ver nunca las consecuencias; que orden y método, que son vuestros dioses, son mis furias; que nunca se me presenta nada sino aisladamente y que en lugar de enlazar mis ideas en mis escritos utilizo una charlatanería de tran siciones...5® Pero si Rousseau pretende ser incapaz de ver las consecuencias de sus proposiciones, no le queda más remedio que sufrir las conse cuencias de su palabra —gloria y persecución— que le alcanzan des de el exterior. El hecho de hablar es imprudente para aquel que no quiere verse vinculado a la consecuencia involuntaria. Lo mejor es callarse, y si se siente la necesidad de actuar, entonces hay que lle var el propio acto lo más cerca de si posible dentro del efímero resplandor del instante presente. Éstas serán las actividades sobre las que Rousseau se replegará cada vez más: actos en los que el yo no sale de sí mismo sin que por ello se recoja en si mismo. Activida des irreflexivas e intransitivas: el paseo, la caminata. En ellas el cuerpo gasta su energía sin que su acción transforme el mundo o su-*V I. 58 A dom Deschamps, 12 de septiembre de 1761, Correspondance générale, DP, VI. 209; L, IX, 120-121.
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ponga un regreso consciente a si mismo. Para Jean-Jacques el paseo es, en primer lugar, simplemente una huida lejos de los hombres y un recurso a la naturaleza y a la contemplación. Sin embargo, basta con releer ciertos pasajes de las Confesiones o de los Diálogos, o también la tercer carta a Malesherbes, para darse cuenta de que el automatismo de la caminata produce, a la larga, un estado hipnoide; en ella el cuerpo se olvida. Se crea un «vacio inexplicable» en el que el espíritu, al perder toda inserción en lo real, se abandona a su desarrollo autónomo; el sueño se desplegará y se agotará sin salir de si mismo, y sin que la voluntad se crea comprometida. El cuer po, movilizado enteramente por el ritmo de la caminata, queda absorbido en una regularidad dinámica en la que la parte que co rresponde a la conciencia reflexiva se reduce a una feliz ausencia. Teniendo como fondo esa ausencia, parececerá que las imágenes de la ensoñación se producen espontáneamente y se dan gratuitamente y sin ningún esfuerzo: Jean-Jacques es indolente y perezoso como todos los contem plativos: pero esta pereza sólo se encuentra en su cabeza. Sólo piensa con esfuerzo, se cansa al pensar, se atemoriza de todo lo que le obliga a ello... Sin embargo, es vivo y laborioso a su mane ra. No puede soportar una ociosidad absoluta: es preciso que sus manos, que sus pies y que sus dedos actúen, que su cuerpo esté en ejercicio, y que su cabeza permanezca en reposo. Aquí es de don de proviene su pasión por el paseo; en él está en movimiento sin verse obligado a pensar. En la ensoñación no se es activo. Las imágenes se trazan en el cerebro, y se combinan en él como en el sueño, sin el concurso de la voluntad: se le deja seguir su curso a todo eso y se goza sin actuar. Pero cuando se quiere parar, mirar fijamente los objetos, ordenarlos y arreglarlos, es muy distinto; se pone en ellos algo propio. En cuanto se mezclan el pensamiento,y la reflexión, la meditación deja de ser un reposo; es una acción muy penosa, y he aquí en qué consiste el esfuerzo que atemoriza a Jean-Jacques y cuya sola idea le abruma y hace que sea perozoso. Sólo le he encontrado asi en cualquier tarea en la que es necesario que el espíritu actúe, por poco que sea. No es ni avaro de su tiem po, ni de su esfuerzo, no puede permanecer ocioso sin sufrir; pa saría gustosamente la vida cavando en un jardin para soñar allí a su gusto59. Los actos que Rousseau consiente en llevar a cabo son aquellos que no estén a cargo de la voluntad, aquellos que se organicen por 59 Dialogues, II, O. C., IV, 845.
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su propio automatismo, sin recurrir a ningún esfuerzo del espíritu. ¿Cavar no es también un excelente ejemplo de una actividad este reotipada? Y observemos que Rousseau no tiene aqui en cuenta para nada la finalidad externa del acto: no cavará su jardín porque se interese por la recolección. Si la acción tiene algún fin es sola mente el de hacer posible y el de sostener la pasividad ensoñadora. La acción repetitiva y automatizada es una acción cerrada, que no sale de su circuito limitado. Teniendo por fondo un movimiento monótono en el que el cuerpo se abandona a su ritmo, la ensoña ción se abandona a sus imágenes: doble ausencia, doble pasividad... (En esos estados el yo vive sus actividades como una pasividad.) La ensoñación con trasfondo de automatismos «gestuales» no es siempre una ensoñación feliz. Corancez, uno de los testigos de los últimos años de Rousseau, reconocía, gracias a un cierto movimien to rítmico de su brazo, los momentos en que Jean-Jacques se en cerraba en su meditación delirante: En este estado, parecía que sus m iradas abarcaban la totalidad del espacio y que sus ojos veian to d o a la vez; pero de hecho no veían nada. D aba vueltas en su silla y pasaba el brazo por el res paldo. Asi suspendido, este brazo tenia un movimiento acelerado como el de un balancín de un péndulo; y esta observación la hice más de cuatro años antes de que muriese; de m odo que dispuse de todo el tiem po para observarle. C uando, a mi llegada, le veia adoptar esta postura, se m e desgarraba el corazón y m e esperaba las afirmaciones más extravagantes; mi espera nunca se vio de frau d ab a...60
En definitiva, el movimiento no es más que una agitación ma quinal, y la ensoñación, sombría o deliciosa, coexiste separadamen te al lado de una «vida casi de autómata...»
L as
a m is t a d e s v e g e t a l e s
En Nápoles, el 17 de marzo de 1798, Goethe anota en su diario de viaje: El algunas ocasiones pienso en Rousseau y en su angustia hi pocondriaca; y sin em bargo, com prendo muy bien como se pudo trastornar una naturaleza tan bella. Yo mismo me consideraría 60 Réveries, ed. Marcel Raymond (Ginebra, Droz, 1948), 191.
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loco a menudo si no sintiese tanto interés por las cosas de la natu raleza, y si no viese que, dentro de la aparente confusión, pueden compararse y ordenarse cientos de observaciones, a la manera como un topógrafo, trazando una sola línea, verifica un gran nú mero de mediciones aisladas61*.
Lo que protege a Goethe es la participación en el mundo exte rior, es la acción capaz de medir y de ordenar el caos de las cosas. La naturaleza que le salva de sus demonios interiores no es simple mente un objeto de contemplación; el espíritu debe introducirse en ella activamente y establecer unas «listas detalladas», descubrir sis temas de relaciones allí donde, al principio, no percibía más que confusión. Pero Rousseau herboriza, escribe cartas sobre botánica, empren de un diccionario de botánica. ¿No se puede admitir que ha recurri do espontáneamente a la actividad saludable? ¿No supone esto una especie de terapéutica improvisada que asegura un derivativo del pensamiento obsesivo, y que le obliga a considerar objetos natura les, a observar su estructura y a atribuirles una jerarquía? En efec to, Rousseau encuentra en la botánica un apaciguamiento, pero la liberación sigue siendo intermitente e incompleta. Esto se explica, posiblemente, por la reaparición periódica de sus accesos delirantes que no podían permitirle más que mejorías relativamente breves. Pero, aún suponiendo que el remedio al que Goethe debe su salva ción hubiese sido capaz de curar la angustia de Rousseau, es preciso reconocer, también, que la botánica nunca representó para JeanJacques aquella dedicación a lo real, aquella búsqueda del sentido de los fenómenos vitales, aquel recurso a la hipótesis nueva que ha brían fijado realmente su espíritu en una tarea concreta. Goethe es cribe las Metamorfosis de las Plantas, mientras que Rousseau reúne «preciosos herbolarios». Jean-Jacques herboriza como coleccionista y no como naturalista. Para él es una ocupación, una diversión, más que una verdadera acción. Una vez más, la acción carece de apertura hacia el mundo; se encierra en sí mismo y se agota en si mismo. De un modo bastante curioso, Rousseau sitúa en el mismo plano (en los Diálogos)61 su trabajo de copista y su gusto por la bo tánica. Jean-Jacques herborizando; Jean-Jacques copiando música. Consideradas una al lado de la otra, las dos actividades se explicitan y se aclaran entre sí. Las dos tienen el carácter singular de ser tareas limitadas a la aserción de lo idéntico. Identificar plantas, re61 Goethe, Werke (Stuttgart, Cotia, 1863), IV, 336. « Dialogues, II. O. C., I. 793-794.
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conocer el tipo descrito por Linneo. Transcribir la misma música a otras hojas de papel pautado. He aqui tareas saludables, pero en las que el espíritu no tiene otro deber que el de convertirse en el medio transparente a través del cual un fragmento de realidad se duplica sin alterarse. Indudablemente son actos, pero actos que no introdu cen nada nuevo en el mundo. La ensoñación puede superponerse a estas actividades facultativamente hasta el punto de perturbarlas en algunas ocasiones. Pero aún con más frecuencia estas actividades hacen las veces de ensoñación. En el momento en que Jean-Jacques ve que se agota su imaginación al envejecer y que ya no encuentra sus antiguas visiones necesita algunas cosas para compensar su ausencia: recuerdos o actividades semimaquinaíes. Ocupaciones «ociosas», pero sin las cuales el espíritu no encontraría más que su propio vacio: C uanto más profunda es la soledad en la que vivo, entonces más necesario se hace que algún objeto llene ese vacío, y aquellos que me niega mi imaginación, o que mi m em oria rechaza, son suplidos por los productos espontáneos que la tierra no violentada por los hombres le ofrece a mi m irada por todas partes43.
Es un mal menor. Rousseau pide a la naturaleza el equivalente aproximado de lo que le ofrecía su propia conciencia: imágenes que parecen surgir de sí mismas, y que basta con acoger sin esfuerzo. A través del vacio y de la pureza de una conciencia profundamente inactiva, los objetos naturales pueden traslucirse inocentemente, ha cerse visibles sin que nada les haya desfigurado. Y entre los objetos sensibles Rousseau escoge los más inocentes de todos, los seres en quienes la vida no contradice la inocencia: las plantas. «No persigo instruirme en modo alguno»*64: esta actividad no está dirigida a al canzar ningún saber, ni ningún poder práctico. Rousseau no se inte resa por la utilización de las plantas, se niega a ver en ellas medios que subordinaría a algún fin exterior. Esto es significativo. En opi nión de Rousseau la planta es en sí misma su fin inmediato, y el único objetivo lejano que consiente en tener en cuenta es la totali dad completamente cerrada del herbolario, la colección que coinci de con el sistema preestablecido y en el que cada especie es ilustrada por su espécimen. Jean-Jacques no quiere saber nada de las propie dades medicinales. Presta escasa atención a las plantas «que enve nenan». (¿Acaso estos señores no le imputan ya un conocimiento 43 Réveries, séptimo Pasco, O. C., I. 1070. 64 Op. cit.. 1068.
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excesivo de las hierbas venenosas?) Junto a los vegetales que dan testimonio de la pureza de la naturaleza, Jean-Jacques se purifica a si mismo: se diría que la inocencia vegetal tuviese el poder mágico de hacer inocente al contemplador. Y si la planta desecada se con vierte en el signo memorativo que recuerda a Jean-Jacques la luz de un paisaje y un bello dia, si hace surgir en la conciencia actual un estado de ánimo del pasado, la planta habrá servido, pero para un fin puramente interior: habría devuelto Jean-Jacques a Jean-Jac ques. El signo memorativo es, por tamo, una mediación, pero que interviene para establecer la presencia inmediata del recuerdo. En este caso se puede hablar de una eliminación regresiva, puesto que, lejos de provocar una superación de la experiencia sensible, ésta con siste en despertarla integramente; se trata únicamente de revivir un momento tal como fue vivido, sin sobreañadirle (como hará Proust) un esfuerzo de comprensión que intentaría captar la esencia del tiempo. La flor seca, más eficaz que cualquier reflexión, provoca el surgimiento espontáneo de una verde imagen del pasado en una conciencia que pretende ser pasiva. Al volver a encontrarla en el herbolario, remite a Jean-Jacques a sí mismo y a su felicidad lejana, al bello dia en que se puso en camino para descubrir el espécimen raro que le faltaba. Jean-Jacques recurre a la planta con el fin de poder recurrir des pués al herbolario que le permitirá vivir gracias a la memoria. Se procura, de este modo, el recurso de una inmediatez memorizada, infinitamente más rica y más calida que la inmediatez de las sensa ción actual. Cuando se agota el impulso hacia las «criaturas» imagi narias, cuando las fuerzas se consumen, cuando Jean-Jacques se siente menos capaz de embriaguez y de intensidad, ya no le quedan más que los objetos sensibles que le rodean inmediatamente. Se ve obligado a limitarse al minimum de existencia. Lo que se descubre entonces es la pobreza esencial de lo inmediato y Rousseau se queja: Mis ideas no son casi más que sensaciones, y la esfera de mi entendim iento no va más allá de los objetos que me rodean inmediatamente**.
Peor aún, el mundo inmediatamente perceptible está invadido ya por la persecución, está contaminado por el mal. Explorarlo su pone tropezarse ¡mediatamente con el misterioso enemigo, o mejor dicho (para decirlo más correctamente) con la misteriosa ausencia del enemigo: «5 Op. til., 1066.
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En el abism o de males en el que me encuentro sumido, siento que me alcanzan los golpes que me dirigen y percibo el instrumen to inm ediato de los mismos, pero no puedo ver la mano que lo di rige, ni los medios que em plea66.
No solamente se encuentra empobrecida al máximo la calidad sensible del mundo circundante, sino que cada objeto puede apare cer de repente como su signno e instrumento de la persecución. El apoyo que Rousseau al envejecer encuentra en la realidad exterior es extremadamente precario. La inmediatez de la sensación actual es exangüe y endeble, incapaz de suscitar la alegría y el consuelo. El vacío total amenaza: pero lo que a partir de entonces sostiene la existencia de Jean-Jacques es una felicidad memorizada y una justi cia prefigurada: la memoria de los dias límpidos y de los éxtasis en la naturaleza, o la anticipación del dia del Juicio: Mi alm a sólo se lanza ya penosamente fuera de su caduco en voltorio, y sin la esperanza del estado al que aspiro, porque siento que tengo derecho a él, ya no existiría m ás que gracias a los re cuerdos67.
El presente parece minado por una extraña debilidad de la que Rousseau sólo se librará apelando al pasado y al porvenir. De este modo, gracias a un artificio legitimo, el herbolario constituye una reserva del pasado y, por ello mismo, una reserva de plenitud feliz que compensará el vacío que deja en Jean-Jacques la nulidad de la imaginación y de la sensación. La herborización es, en el momento mismo, una ocupación ociosa que permite que la conciencia se dis traiga al mismo tiempo de su propio vacio y del horizonte de la per secución; pero, recuperado por la memoria, el paseo botánico es una isla de felicidad. Y cuando la planta desecada restituye la pre sencia del recuerdo, la estructura objetiva de la planta se borra y se desvanece para dar paso al aflujo subjetivo de la reminiscencia fe liz. Más aún que la repetición de su propio tipo, la flor coleccionada se convierte en el signo gracias al cual se arranca del olvido un senti miento y se repite sin perder nada de su vivacidad primera. He aqui constituido un mundo en el que todo se duplica en la transparencia sin que este desdoblamiento implique el esfuerzo vo luntario de una reflexión; Rousseau se confína en un circuito de actos que engendran indefinidamente su propio comienzo. Toda ini66 Confessions, lib. XII, O. C., I, 589. 67 Réveries. segundo Paseo, O. C.. I, 1002.
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dativa, todo comienzo verdadero posibilitarán riesgos inesperados y desencadenaría consecuencias a las que Jean-Jacques no se siente ya con fuerzas de hacer frente. Su angustia no se calma más que cuando puede entregarse a una actividad que no es ni la mala inte rioridad de la reflexión ni la peligrosa exterioridad de la acción que busca un fin fuera de sí misma. Sólo queda el circulo cerrado de la repetición, el ciclo que no tiene más sentido que el de su propia rei teración.
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IX
LA RECLUSIÓN A PERPETUIDAD
La persecución parece responder a un secreto deseo de Rous seau. Ella le libera de las acciones y de sus consecuencias. Asediado por todas partes, ya no es dueño del espacio en el que habría podido desplegarse su acción. Se encuentra así forzado a «abstenerse de ac tuar». Si intenta un gesto, y si el gesto fracasa, ya no es su fracaso, es la fechoría de los otros. Ya no es responsable: ¿no hay aquí un invencible motivo de alivio? «Queriendo obrar bien, obraría mal.» Dado que le roban sus actos y que los desvian de su verdadero fin, es preferible no emprender nada y replegarse en la inactividad ino cente. A partir de entonces, Jean-Jacques está plenamente justifica do si no hace más que herborizar y soñar. Incluso habría preferido una justificación más evidente, más concreta: estar condenado a vi vir en una isla o en una prisión el resto de su vida. Pues tras cuatro muros bien gruesos no hay otra cosa que hacer sino ser y soñar, no se está obligado a obrar bien, y ya no se puede ser acusado de obrar mal: no hay más «que querer ser feliz para s e r lo » A l dejar a los otros todo el espacio exterior nos liberamos de todo lo que nos im pedía estar presentes a nosotros mismos, ya nada nos puede llamar fuera de nosotros. Nuestra voluntad, a la que, en lo sucesivo, le está prohibido el mundo de los medios, se ve obligada a permanecer en lo inmediato. Su propio fin se encuentra en ella misma sin que ten ga que dar ningún rodeo en el exterior: he aquí por qué basta enton ces con querer ser feliz para serlo instantáneamente. Rousseau pide a Sus Excelencias de Berna la reclusión de por vida; desea que se le imponga la tranquilidad, el reposo y la felici dad de no esperar ya nada fuera de sí. «Me atrevía a desear y pro-1 1 Confessions. lib. XII, O. C„ I, 616.
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poner que se quisiese disponer de mi para una cautividad perpetua antes que hacerme errar incesantemente por la tierra expulsándome, sucesivamente, de todos los asilos que hubiese escogido» 2. La huida, la vida errante es un suplicio peor que la prisión, en la que al menos la esperanza es inexistente, en la que el pensamiento ya no mira fuera, y en la que el yo ya no tiene otro recurso que ¿I mismo. Ahora bien, precisamente Rousseau describirá su situación de perseguido como un encarcelamiento; se encuentra secuestrado, está rodeado por barreras y murallas, le vigilan. Gime por ello: es el des tino más miserable. Y, sin embargo, es la realización misma de su deseo de «prisión perpetua» en forma simbólica. El deseo de una vida de reclusión se encuentra satisfecho con la salvedad de que la tentación de la huida sigue siendo posible siempre: este «emigrante perseguido» se verá obligado a refugiarse en si mismo, en ese asilo inviolable que es su propia conciencia. Se podrá hablar de ambivalencia. La persecución representa la peor de las frustraciones, la más dolorosa denegación de justicia, el bárbaro rechazo de un reconocimiento que, sin embargo, se le debe a Jean-Jacques. Pero, por otra parte, la persecución es aquello que permite a la conciencia replegarse sobre sus «delicias interiores». Por ello Rousseau aparece, alternativamente, en el papel de aquel que lucha contra el mal y en el papel de aquel que se complace en ver cómo sucede lo peor, en lo que descubre una misteriosa elección que le obliga a mantenerse separado del resto de la humanidad.
L
a s in t e n c io n e s c u m p l id a s
Habida cuenta del fondo irreductible que constituye la extrañeza esencial de la locura, no es imposible discernir en «el delirio de rela ción» de Rousseau conductas intencionales bastante precisas. Es sa bido que por lo general el delirio sensitivo está perfectamente es tructurado: el sujeto organiza por si mismo un sistema coherente de motivos y justificaciones destinado a conferirle a su comportamien to un armazón lógico y racional. Estos motivos siempre son dignos de ser considerados puesto que la conciencia del enfermo los tiene por sólidos. El análisis no debe intentar reducirlos a errores, sino al contrario —reconociendo que tienen una validez subjetiva a toda prueba— debe examinar las intenciones implícitas que subtienden el sistema elaborado por el sujeto. En un análisis que pretenda ser1 1 Op. til.. 647.
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fenomenológico se tratará menos de remontarse a unas causas ante cedentes, disimuladas en el inconsciente, que de extraer del sistema al que Rousseau se refiere conscientemente significados e intencio nes cuyo conocimiento reflexivo es incapaz de alcanzar. En lugar de intentar reconstruir los mecanismos «profundos» que hubiesen pro ducido oscuramente el sistema interpretativo de Rousseau, perma nezcamos lo más cerca posible de sus declaraciones y de su compor tamiento, con el fin de examinar las palabras e incluso los propios gestos, hasta un punto en el que su sentido se nos muestre con una coherencia de intención que no ha sido percibida por Jean-Jacques. En los últimos textos de Rousseau se disciernen toda una red de motivaciones que se completan y refuerzan reciprocamente. No se puede hacer otra cosa que enumerarlas, sin deducirlas unas de otras. De hecho, todas ellas están unidas entre si, hasta el punto de que cada una puede figurar alternativamente en el primer lugar. De tal modo que veremos como cada intención hace aparecer otra que, a su vez, tampoco puede aislarse... La intención de estrechamiento y despojamiento es, como acaba mos de ver, claramente evidente. Rousseau consiente en no poseer nada y en cortar todos los lazos con el resto del mundo: renuncia a sus bienes, renuncia a la comunicación con los demás y renuncia al espacio en el que podría desplegarse su propio gesto. En el mo mento de su reforma personal, esta desposesión era completamente voluntaria: tras abandonar la espada y la ropa fina, tras vender su reloj, se escudó en el altivo cinismo de la virtud y buscó un retiro solitario. En el momento de la persecución, la desposesión se con vierte en el sufrimiento de una fatalidad: le arrebatan todo, le quitan a sus amigos, le condenan a esconderse y erigen ante él tenebrosos obstáculos. Él no quiso esto, es el destino el que le abruma y no le queda sino resignarse. Es la misma ascesis, con la salvedad de que ya no se realiza por obra de la voluntad consciente de Jean-Jac ques, sino por la hostilidad de los malvados. Hay que decir, en ver dad, que Jean-Jacques permanece fiel a su primera intención, pues to que llega a despojarse de su propia voluntad. Se ha empobrecido hasta el punto de que ya no se considera libre de querer su pobreza. Ésta le es infligida desde fuera. Hablará de su indigencia en tono de queja y de dolor; y, para expresar esta queja, Rousseau recurrirá a un procedimiento estilístico que repetirá hasta la saciedad: una es pecie de letanía que comienza en general por el adjetivo solo y que continúa con una sucesión de términos negativamente determinados por la preposición sin. Esta secuencia obsesiva, en la que la coma interviene como un suspiro, da concretamente la impresión de la 295 i
falta de apoyo, de la ausencia de poder positivo sobre las cosas, de la irremediable condición del exilio y del agobio. Escojamos entre cientos de ejemplos: Abandonado a mi mismo, sin amigo, sin consejo, sin experien cia, en un país extranjero, sirviendo a una nación extranjera...7 Solo, extranjero, aislado, sin apoyo, sin familia, sin tener ape go más que a mis principios y a mis deberes...345 Solo, sin apoyo, sin defensa, abandonado a la temeridad de los juicios públicos...7 Extranjero, sin parientes, sin apoyo, solo, abandonado por to dos, traicionado por la mayoría, Jean-Jacques se encuentra en la peor posición en que se pueda estar para ser juzgado equitativa mente67.
Gracias a esta indigencia, Rousseau escapa, no obstante, a toda influencia y se hace invulnerable. En el momento en el que se con suma el despojamiento, en el momento en que «ya no es posible nada peor», Rousseau recibe la revelación de una libertad que nada puede destruir. La conciencia perdura y se siente irreductible. En este punto, la desposesión se convierte en posesión absoluta, la im potencia se transforma en poder inalienable: De ahora en adelante todo el poder humano carece de fuerza contra mi... Señor y Rey sobre la Tierra, todos aquellos que me rodean están a mi merced, puedo hacer cualquier cosa de ellos y ellos ya nada pueden contra mi7. Se asiste aquí a una transposición de la nada en todo, pero que sólo es posible una vez que se alcanza la nada. La adversidad inape lable remite el alma a una libertad triunfante que no necesita más que de si misma para afirmarse. 3 Confessions, lib. Vil, O. C., I, 301 4 Confessions, lib. X, O. C.. I, 492. 5 Correspondancegénérale, DP, XV, 171. 6 Dialogues, 1, O. C., I. 734. La frecuencia de la palabra solo ha sido señalada por Basil Munteano en su estudio sobre «La soledad de Rousseau», Annales J.-J. Rousseau, XXXI, p. 132. Al comienzo de las Confesiones se vuelve a encontrar la misma fórmula estilística pero para expresar exactamente lo contrario de la queja psicasténica: un sentimiento «esténico» de efusividad y de plenitud: «Joven, vigoro so, lleno de salud, de seguridad, de confianza en mi y en los demás, me encontraba en ese breve pero precioso momento de la vida cuya efusiva plenitud extiende nuestro ser, por asi decirlo, a todas nuestras sensaciones...» (lib. II, O. C., 1, 57-58). 7 Frases escritas en naipes, RSveries, ed. Marcel Raymond, 173-174; véase O. C.. I, 1171.
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Asi pues, la voluntad de despojamiento nos hace percibir ahora una voluntad de libertad inmediata. Llevada hasta su culmen, la ad versidad pone en evidencia una parte del ser que resiste a cualquier ataque del exterior. Es ésta una libertad que no tiene tarea fuera de si misma: le han sido negados los caminos del mundo. No lucha contra la desposesión ni la alienación; deja que se produzcan. Será la parte inalienable que subsiste a pesar de todas las alienaciones, aquel residuo de que el hombre no puede ser desposeído cuando le han quitado todo: es el centro más secreto, cuya autonomía no pue de ser forzada nunca. Se sustrae a todas las coacciones, pero tam bién a todos los deberes y a todas las responsabilidades. Le han sido arrebatados todos los instrumentos, todos los medios: ¿asi pues, qué podría emprender? El poder infinito que Jean-Jacques descubre es el poder de ser él mismo de modo incondicionado, una vez que se han acumulado todas las condiciones adversas. Para esto basta con querer ser uno mismo sin intentar vencer el destino que nos aplasta. Rousseau lo proclama en una frase en el estilo de Séneca: Todo aquel que quiere ser libre, lo es en realidad8.
Ante el obstáculo insuperable ya no hay obstáculo entre yo y mi libertad; ésta se realiza instantáneamente, sin ningún rodeo, me diante una magia a la que nada se opone. Su objetivo es alcanzado inmediatamente, puesto que no tiene otro fin que el de afirmar su propio surgimiento. Parece que es necesario que el mundo exterior se haya ensombrecido hasta alcanzar la oscuridad absoluta para forzar la revelación de una perspectiva interior que será el refugio en el que Jean-Jacques no podrá ser alcanzado, la única patria de la que el «ciudadano» ya no correrá el riesgo de ser expulsado: Esos arrebatos, esos éxtasis, que sentía en algunas ocasiones al pasearme asi, solo, eran goces que debía a mis perseguidores, sin ello nunca habría encontrado ni conocido los tesoros que llevaba en mi m ism o9.
Entonces se descubre que la voluntad de libertad inmediata pue de definirse igualmente como una voluntad de presencia a si mismo. Presencia en un presente inmutable. Pues al llevar las cosas hasta lo peor, la persecución no solamente cirra toda salida hacia un espacio 8 Correspondance gtnirate, DP, XVI, 77. 9 Réveries, segundo Paseo, O. C., 1, 1003.
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exterior, sino que cierra también todo acceso hacia un futuro. Cuan do el mal ha alcanzado su punto culminante, el tiempo se ha agota do. Entonces, «liberado de la inquietud de la esperanza»101*,Rousseau conoce la «tranquilidad absoluta». Ya no puede lanzarse a la bús queda de un «tiempo mejor»; sólo le queda el presente que ya parti cipa de la eternidad. En el tercer libro de los Ensayos, Montaigne habia descrito una tranquilidad análoga que poseía, también él, más allá de toda esperanza y de toda preocupación por transformar su vida. Cuando todo está concluido, cuando la «comedia» ha sido representada por completo, «el cielo está tranquilo», y Montaigne se siente aligerado del peso de la espera: «Pero ya está hecho» Rousseau dice exactamente la misma cosa: «Qué he de temer aún si todo está hecho» IJ. Todo ha terminado para mi sobre la tierra13. Sólo que el «está hecho» de Montaigne designaba la plenitud de su propia vida, mientras que al decir «todo está hecho» Rousseau de signa el mal que sus enemigos le han infligido y que ya no puede acrecentarse más. Todo está hecho, pero son los otros quienes han hecho todo, al perpetrar todo el mal posible. Por su parte, JeanJacques nunca hizo nada; cuando evoca su pasado no encuentra casi ningún acto: sólo sentimientos, emociones, intenciones contra riadas por el destino... Ya no ocurrirá nada; el tiempo se encuentra estabilizado en el presente de la resignación infinita y de la posesión de sí mismo. La persecución ha alcanzado aquel límite extremo más allá del cual ya no puede ocurrir nada. Este más allá es precisamen te el presente que Rousseau descubre como suyo, el lugar de una es tancia que ya no se le puede disputar. Es una exterioridad sin retor no, desde la que los hombres parecen inexistentes y en la que JeanJacques se convierte, reciprocamente, en nada para ellos. Es la extrañeza extrema, la oscuridad de los limbos, la desorientación de finitiva de un lugar que ya no puede definirse según las coordenadas habituales del espacio y del tiempo: Sacado, no sé en qué form a, del orden de las cosas, me he vis to precipitado en un caos incomprensible en el que no percibo nada en absoluto, y cuanto más pienso en mi situación presente m enos puedo com prender dónde me encuentro M.
10 Réveries, primer Paseo, O. C.. t. 997. 11 Montaigne, Essais, lib. 111,11. *2 Réveries, primer Paseo, O. C., I. 997. ') Op. cit., 995. M Op. cit., 995.
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Rousseau es expulsado, es arrojado fuera del tiempo de los hombres y de su mundo, es secuestrado y enterrado vivo. Pero des de el punto más descentrado, Rousseau se convierte en el centro de una extensión sin obstáculos. La exterioridad de la expulsión se convierte en el interior de un mundo que ninguna fuerza extranjera puede amenazar. En el primer paseo, encontramos una frase que expresa sorprendentemente esta «coincidencia de los opuestos»: Ya no me queda nada más que esperar ni que temer en este mundo, y que heme aquí tranquilo en el fondo del abismo, pobre mortal desafortunado, pero impasible como Dios mismo1S. En un mismo movimiento, Rousseau se declara excluido de todo (vive en el abismo) y se convierte en el centro del universo al compa rarse con Dios; la naturalidad de la victima se convierte repentina mente en posesión de la plenitud, la desgracia se convierte en felici dad, la infamia en gloria. Si la persecución llega hasta el limite (y Rousseau quiere este li mite) entonces ya sólo se puede contar con uno mismo, y se conoce la amarga y divina felicidad de la perfecta suficiencia: se reside en uno mismo para no salir más de sí. Al haberse hecho imposibles to das las relaciones externas, queda la relación consigo mismo y la ple nitud de la identidad. Esta plenitud será descrita por Rousseau bien como la de una cosa inerte e infinitamente dócil a los impulsos externos, bien como la de un espíritu desencarnado sobre el que no tendrá poder ningu na fuerza material. Sea lo que fuere, será una plenitud de inocencia. Asi, más allá de lo que se nos había mostrado como una voluntad de libertad inmediata, percibimos una reivindicación de inocencia, Inocente, tan sólo la piedra, dirá Hegel. En manos de sus perse guidores Rousseau se convierte en piedra, se petrifica. ¿No es más evidente su inocencia si no lleva a cabo ningún acto voluntario, si es totalmente el juguete de fuerzas exteriores a ¿1? ¿Dónde reside la falta, allí donde ya no hay iniciativa alguna? Al robarle a Rousseau todos sus actos y todas las consecuencias de los mismos, los perse guidores le liberan de la posibilidad misma de convertirse en culpa ble. Paralizado en situación de victima o movido desde el exterior, ¿cómo podría actuar mal? Pero para que su inocencia se convierta en una certeza absoluta, es preciso que la transferencia de responsa bilidad sea definitiva y, por consiguiente, es preciso que los malis Op. cit., 999.
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vados no le dejen a Jean-Jacques ninguna salida. Al igual que la li bertad de la efusión imaginaria surgia frente al obstáculo material insuperable, la inocencia sólo alcanza toda su pureza frente a una hostilidad universal y sin excepción. Nada es seguro en tanto que el contraste no sea absoluto, en tanto que el blanco puro no se recorte sobre el fondo más oscuro. De este modo, Rousseau no puede querer su inocencia más que queriendo la persecución más cruel. Pues sólo el agobio exterior de la persecución le descargará del peso interior de la responsabilidad. Rousseau se disculpa acusando: toda la culpa está fuera, en esta conspiración que se encarniza, en esta fatalidad que gobierna su existencia “ . A fin de prohibirse todo acto voluntario (y por lo tanto, todo riesgo de convertirse en culpable), Rousseau no se contenta con in criminar a la «liga»: acusa al destino, pone en cuestión su propia «naturaleza». La maldad de estos señores no es más que una forma extrema de la causalidad externa a que Rousseau, desde siempre, se lamenta de estar entregado. De hecho, Rousseau invoca un sistema de constricciones que le asedian tanto desde el interior como desde el exterior. Afirmará ser el esclavo de su «naturaleza», o de sus sen tidos, como si ésta fuese una dependencia que le sometiese a un po der extraño. Asi pues, las culpas recaerán alternativamente sobre su «carácter demasiado ardiente» (o demasiado indolente) y sobre el destino que no le permite vivir «la vida para la que había nacido». Es, al mismo tiempo, la victima de una espontaneidad irrefrenable que escapa a su control y el juguete de una fatalidad que se abate sobre él desde el exterior. En los dos casos, bien se encuentre some tido a sus impulsos, bien a los caprichos del destino, sus actos no son suyos: han sido forzados, le han sido dictados y nadie debería dejar de perdonárselo. Así, cuando escribe sus Confesiones, parece que tiene prisa por desprenderse lo más rápidamente posible de la responsabilidad de su existencia. «Mi nacimiento fue la primera de mis desdichas»1617. Y como para asegurarse mejor de que es el ju guete de una cruel fatalidad, multiplica las circunstancias que «de terminan su destino» o que marcan el comienzo de un encadena miento de desgracias de las que ya no será dueño. Parece como si no le bastase con evocar una única catástrofe fatal, necesita una su cesión que le encerrará en una red inextricable. Sin embargo, Rous16 Hay que señalar también que Rousseau nunca respondió violentamente contra aquellos que considera sus agresores. Envia su contribución para la estatua de Voilaire. Toda su agresividad la dirige contra sí mismo, mediante el rodeo de la pro yección. 17 Confessions, lib. I, O. C., I, 7.
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seau es muy capaz de criticar de manera aislada su propia actitud. Al relatar en el segundo libro de las Confesiones la historia de su conversión, escribe: «Me quejaba de la suerte que me había condu cido hasta alli como si tal suerte no hubiese sido obra mía»18*. Así pues, Rousseau sabe perfectamente que en esta acusación al destino existe una transferencia fraudulenta de responsabilidad; sabe que al menos en una ocasión se apresuró a imputarle al destino una situa ción en la que se vio enredado por iniciativa propia. Se juzga con una lúcida severidad, a la que no le falta más que ser aplicada a las otras circunstancias análogas, que son innumerables. Pero es el úni co lugar en el que Rousseau se hace esta crítica de una manera tan franca. La coartada del destino que se reprocha en esta ocasión será invocada por él a lo largo de todas las Confesiones; a medida que va avanzando en el relato de su vida se mostrará cada vez más dispuesto a olvidar que ha podido ser él mismo, aunque sólo fuese parcialmente el autor de sus desdichas. Para asegurarse de su ino cencia, Rousseau parece dispuesto a sacrificar el principio mismo de la libertad, en cuyo portavoz apasionado se había convertido en la teoría psicológica y en la vida social. La paradoja estalla en los Diálogos: tras haber lanzado contra los filósofos materialistas el reproche de creer que «todo... es obra de una ciega necesidad» ■*, afirma, a escasas páginas de distancia, que su propia conducta es un «simple impulso del temperamento determinado por la necesidad». Se refugia en la inocencia de una «vida maquinal» y «casi autóma ta»20 siendo así que acaba de enfurecerse contra el determinismo de los filósofos que reduce la conducta humana a un automatismo y que suprime la distinción entre el bien y el mal. Sin embargo, esta pasividad no es incompatible con la libertad tal como la reivindica Rousseau. Su libertad es una libertad inope rante, paralizada e inactiva que no quiere ocuparse más que de sí misma y que abandona todo lo demás a las injusticias del destino y a las fatalidades extrañas. Su libertad no es una libertad para acción sino para presencia a si mismo. No es más que un sentimiento. Nada de lo que ocurre es por su causa y su única manera de desafiar los obstáculos es la de dejarlos triunfar por su lado. La pasividad absoluta no es más que el envés de esta libertad cuya eficacia se li mita a ella misma. Pese a la aparente oposición, nada se parece más a una conciencia sin poder sobre el mundo exterior que un objeto sin interioridad y sometido pasivamente a las fuerzas que le mue18 Confessions, lib. II, O. C., I, 63. Rousseau relata su conversión. Dialogues, II. O. C„ 1, 842. 20 Op. cil., 849.
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ven. Asi, cuando Rousseau define su existencia como la «cadena de sus sentimientos», o cuando la define como la «cadena de sus des dichas», no afirma más que una sola misma cosa: su propia inocen cia. Las Confesiones nos proponen una doble perspectiva: en ellas el pasado se constituye bien como una suma de buenos sentimien tos infecaces, bien como una suma de desdichas demasiado eficaces. Lo que establece la unión entre la serie subjetiva de sentimientos y la serie mecánica de desdichas es que los hechos exteriores repre sentan el papel de «causa ocasional» con respecto a los estados de ánimo. Entre la exterioridad del destino y la interioridad inocente del sentimiento ya no hay lugar para el acto libre, y resulta imposi ble que Jean-Jacques haya cometido nunca una falta. En efecto, el sentimiento, tal como lo define Rousseau, es o bien el simple eco de un accidente exterior, o bien una intención que para preservar su pureza subjetiva se negará a exteriorizarse en una acción concreta. Entre pureza inactiva y esta hostilidad que se abate desde fuera nada de lo que Rousseau ha realizado le pertenece realmente y no puede servir como pieza de convicción contra él. La casuística de fensiva no encontrará ninguna dificultad en disociar el acto de la in tención. La decisión de actuar es siempre arrancada por un poder exterior. Si se instala en el Ermitage o si sale de él, es a pesar suyo 2 1, s¡ escribe sus Confesiones es porque se ve «obligado a ha blar a pesar suyo»». Su amor por Sophie d’Houdetot es «criminal, pero involuntario», es una «debilidad involuntaria y pasajera», que no debe confundirse «con un vicio del carácter»». Éste es el princi pio que Rousseau hace valer constantemente: Existen mom entos de un tipo de delirio en los que no se debe juzgar a los hom bres por sns acciones212324.
En estas circunstancias, la acción no es más voluntaria de lo que lo pueda ser el estremecimiento, el temblor y las reacciones «neurovegetativas». Si la esencia del yo se encuentra preservada en las pro fundidades del corazón, si el ser está esencialmente presente en sus sentimientos, y sólo en sus sentimientos, ningún acto comprometerá su inocencia. Ésta permanece tan pura y tan intacta como el rostro del dios Glauco bajo las algas. Ninguna impureza le alcanzará. 21 «Mi destino era entrar alli a mi pesar y salir en la misma forma», Confessions, , lib. I, O. C, I, 488. 22 Confessions, lib. Vil, O. C., I. 279. 23 Confessions, lib. IX, O. C., I, 488 y 462. 24 Confessions, iib. I, O. C., I, 39.
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(Así, Rousseau atribuye a Mme. de Warens una pureza inalterable, pese a numerosos extravíos de conducta: «Vuestra conducta fue re prehensible, pero vuestro corazón siempre fue puro»2*. En ei mismo instante en el que la intención se transforma en de cisión, ya no se trata de Jean-Jacques: siempre se sintió «subyugado antes de haber tenido tiempo de elegir» Pero el Jean-Jacques sub yugado es el mismo que se declara infinitamente libre bajo los gol pes del destino. Necesita ser subyugado para sentirse libre; sólo retoma su libertad para entregarse aún más a las fuerzas que le sub yugan. En cuanto al mal que Rousseau haya podido hacer, carece de realidad: no es más que una apariencia fantasmagórica, un espe jismo aparecido en el espacio vacio que separa la implacable hostili dad del destino de la pureza intacta de las buenas intenciones de Jean-Jacques. De este modo, la inocencia de la piedra y la del «alma bella» parecen ser equivalentes al final: una libertad sin uso y un objeto sin conciencia nunca pueden ver cómo surge la falta en ellos. ¿Pero se trata verdaderamente de una libertad sin uso? ¿No se ocupa incansablemente de darse la prueba de que el mundo exterior es impracticable? ¿Para asegurar la inactividad inocente y la presen cia a si mismo, no es preciso que una voluntad muy activa rechace toda posibilidad de actuar y mantenga asi a distancia la impureza de la falta? Nos preguntamos, efectivamente, por qué Jean-Jacques siente la necesidad de repetir de forma tan constante que vive resignadamente, entregado al destino y a los impulsos involuntarios. En las Ensoñaciones parece que a cada paso Jean-Jacques toma por primera vez la resolución de resignarse y de vivir en si mismo; en cada instante creeríamos captar directamente la decisión inicial por la que se despoja del poder de decisión y por la que se pone en ma nos de la Providencia. Asi pues, la tranquilidad y la inocencia no habían sido conquistadas aún, puesto que en todo momento tiene necesidad de confirmárselo. No deja de declararse indiferente a la persecución, y por ello no deja de sentir su presencia o de evocar su representación: ¿cómo podría actuar de otro modo puesto que es sólo en el sombrío espejo de la persecución donde puede leer su ros tro de inocente? Frente a la hostilidad más falta de comprensión, Rousseau vuelve a tomar posesión puramente de su «esencia». La mirada de los otros, que es el mal, pretende acusar el mal en JeanJacques: por consiguiente, el verdadero Jean-Jacques es esencial mente diferente:*26 » Confessions, lib. VI, O. C., I, 262. 26 Dialogues, II, O. C., I, 847.
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¿Qué me im porta que los o tros quieren verme distinto a como soy? ¿L a esencia de mi ser acaso se encuentra en sus m iradas?27
No tienen poder sobre él. Es otro quien es calumniado en su nombre. Es otro quien es juzgado y quien es asesinado hipócrita mente. Pero para establecer así su diferencia (que significa su ino cencia) es necesario que Jean-Jacques no deje de pensar en la pre sencia de esos poderes hostiles que le obligan a buscar asilo en sí mismo. AI igual que Rousseau ya no sabe reconocer su reflexión, ya no sabe reconocer ni su elección, ni su acción, ni su culpa. Un Rous seau ansioso, obsesionado por la culpa, atormentado por la refle xión y terriblemente activo construye para tranquilizarse el mito de un Jean-Jacques ocioso, incapaz de reflexión ni de acción y que nunca tomó voluntariamente el camino del mal. Esta construcción no se le presenta como una construcción. Se encuentra fascinado por su mito hasta el punto de no poder ya distinguirse de él, ni de sentir su propia duplicidad. Jean-Jacques es subyugado antes de ha ber tenido tiempo de escoger; pero Rousseau no quiere reconocer que eligió esta situación en la que la elección está prevista por el destino y en la que la única cosa por hacer consiste en dejar actuar a la adversidad. Rousseau proclama que se abandona a las fuer zas que le abruman, pero lo proclama con una anergía que contra dice la pasividad en la que busca refugio: el simple hecho de que continúe escribiendo prueba ya que algo le falta a esa pasividad. En el momento mismo en que Rousseau declara que está comple tamente resignado lo dice una voz que aún está inquieta, pero cu ya inquietud ignora. Jean-Jacques habla como si fuese incapaz de comprender que el acto mismo de hablar desmiente el sentido que le atribuye a sus palabras. Declara que nunca supo querer cosa algu na. ¿Pero a quién pertenece entonces la voluntad que anima esta declaración sobre la preponderancia de lo involuntario? Pertenece a un Rousseau que ya no sabe reconocerse a sí mismo y que cree que ya no quiere nada, siendo así que su voluntad quiere la inocencia sin saber que la persigue a través del rodeo de la pasividad y que persigue la pasividad a través del pretexto de la persecución. La per secución es el instrumento por cuya mediación Rousseau toma pose27 Dialogues, Historia del precedente escrito, O. C„ I, 985. Cfr. Réveries, octavo Paseo: «Cualquiera que sea la forma en la que los hombres quieran verme no serán capaces de cambiar mi ser, y a pesar de su poder y a pesar de todas sus sordas intri gas, hagan lo que hagan, continuará siendo a pesar de ellos lo que soy», O. C., I, 1080.
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sión de su inocencia. Pero no consiente en confesar que ha podido querer semejante medio: desea sentir su inocencia como algo inme diato y original; desea sentirla no como una obra de la que sería res ponsable, sino como un don gratuito que le seria concedido inte riormente, como una «esencia» o una «sustancia» indestructible cuya posesión no le puede ser arrebatada. A partir de ese momento, la tarea no consiste simplemente en superar al mal o en combatir la posibilidad de la falta; esto querría decir que la falta ha podido mancharle, que su inocencia se encuentra a merced de un error o de una debilidad. La tarea consiste más bien en actuar de manera en que la culpa nunca pueda ser suya esencialmente, en que ésta sea siempre una realidad extraña: la culpa de los demás, el capricho de la suerte, la mecánica involuntaria de la emoción, o el maleficio anónimo de la apariencia engañosa. La mania persecutoria consu ma el éxito de esta mágica maniobra mediante la cual la iniciativa de los otros, las fuerzas extrañas, ven cómo se les atribuye la parte de culpabilidad que el sujeto se niega a reconocer y a asumir. Ya no es por su voluntad por lo que se abandona pasivamente a la adversi dad, es por la voluntad de una conspiración tenebrosa que gobierna todos sus actos y que vigila todos sus movimientos. Entonces no so lamente se despoja de su responsabilidad, sino que al mismo tiempo pone bajo la adversidad ajena la culpa virtual que mora en toda vo luntad, y en toda libertad. Al robarle sus actos, los otros le liberan también de la posibilidad del mal: hele aqui inmutablemente puro porque ellos se han convertido en seres inmutablemente malvados. ¿Pero cuál es la falta que Rousseau proyecta fuera e imputa a los otros? ¿Se trata de su nacimiento (que costó la vida a su madre)? ¿Del abandono de sus hijos? De todo esto y de nada de esto. El sentido de la culpa no es aquello que resulta de la muerte de su madre o del abandono de sus hijos. Se trata más bien de aquello que le incita a abandonar a sus hijos y a interpretar la muerte de su madre como un crimen que le podría ser imputado. Al ver como Rousseau reniega de su voluntad, de su reflexión, de su libertad de actuación y de sus relaciones con sus semejantes, se diria que percibe una culpabilidad difusa en todo acto en que el ser se pone en rela ción con una exterioridad que no domina. La libertad es una pe ligrosa .apertura a lo posible y entre las posibilidades se encuentra para mi el riesgo de mi propia culpa: este riesgo se me presenta jun to con mi libertad, y sólo puedo conjurarlo renunciando a mi liber tad de actuación, es decir, buscando la inocencia de la piedra o de la conciencia inactiva. La acción comporta consecuencias que esca pan a nuestro control y que traicionan el objetivo que esperábamos 305
realizar. Constantemente se corre el peligro de obrar mal queriendo obrar bien. Existe siempre una desviación que no está sometida a nuestro poder; cada uno de nuestros actos tiene una fecundidad imprevista. Como ya hemos subrayado, éste es el riesgo que Rous seau teme afrontar. Nuestros actos dejan en el exterior huellas dura deras que desfiguran nuestras intenciones y que nos exponen a ser mal comprendidos por los otros. Entonces somos juzgados por unas apariencias que no corresponden a nuestra realidad interior. Pero estas apariencias de las que sólo somos parcialmente responsables son, sin embargo, las del mal y las de la culpa. En cuanto a la refle xión, ya vimos que constituia una especie de pecado original: me diante la reflexión el mal se introduce en el mundo, es el acto por medio del cual una conciencia descubre que es diferente de otra conciencia, con la que se compara y frente a la cual se considera su perior. El hombre se convierte así en esclavo del parecer, de la ima gen que tiene de los otros y que los otros tienen de él. Una vez más la culpa se presenta como una apertura al exterior y la diferencia. En una palabra, en toda comunicación con los otros Rousseau pre siente el riesgo del malentendido. No puede imponerles la convic ción que experimenta en el fondo de su corazón. No puede eliminar de antemano la posibilidad de ser considerado un malvado: en pre sencia de los demás hay una incertidumbre que nunca puede ser conjurada por completo. A cada instante puede ser encontrado cul pable en opinión de los otros. A cada instante la verdad de la comu nicación se encuentra amenazada y la culpa puede implicarle. Asi pues, antes de que intervenga ningún acto y de que constitu ya una falta determinada, la virtualidad de la falta se encuentra ya presente en el corazón de nuestra existencia, en la medida misma en la que no podemos vivir sin exponernos a aquello que nos supera; y esta falta es indudablemente nuestra, es inseparable de nuestra aper tura al mundo. No es que se trate, en sentido teológico, de una cul pabilidad esencial unida a nuestra propia vida: se trata solamente de un riesgo que, al anunciarse en el centro de nuestra conciencia, exi ge que se le domine y que nunca se puede dominar completamente. No somos los dueños de un espacio en el que, sin embargo, estamos comprometidos... Pero para reconquistar la plenitud de la inocencia tendría que borrar este riesgo «interno» que nace de mi apertura a una realidad «externa»; deberla poder abolirlo o expulsarlo: arrojar fuera de mí todos los poderes ambiguos que me hacen depender del mundo ex terior. En Rousseau, el proceso fundamental de la exculpación con siste en interpretrar su propia incertidumbre ante la posible culpabi306
lidad como un maleficio real que se ejerce sobre él desde el exterior. De manera que la falta ya no es un riesgo impalpable que reside en la comunicación con el otro, es una realidad aplastante e inmutable, pero que se abate sobre Jean-Jacques desde el exterior: el mal que le rodea tiene su origen en otra parte. La posible falta que inquietaba su conciencia se ha convertido en esta hostilidad masiva, en este obstáculo extraño que tiene el peso de una cosa. En este momento las fuerzas enemigas se ciernen desde el otro lado y devuelven a Jean-Jacques una inocencia que tendrá, también, la solidez sustan cial de un objeto. A una inquieta relación entre Rousseau y los otros sucede un antagonismo definitivo. La certeza de la persecu ción fija en lo sucesivo todas las posibilidades de culpabilidad flo tantes cuyo pensamiento era intolerable para Jean-Jacques. Desde luego, la falta se precisa y se agrava al convertirse en el mal absolu to cuya victima inocente es Jean-Jacques: al proyectar su culpabili dad en los otros les inculpa de un crimen mucho más perverso; pero es para sentirse a su vez poseedor de una justificación absoluta bajo los golpes de la injusticia: se ofrece al cuchillo del inmolador para adquirir la pureza de la victima. Rousseau se disculpa pero no deja de sentirse acusado. La culpa ha sido proyectada al exterior, pero de tal forma que la maldad de los hombres se expresa abrumando a Jean-Jacques con calumnias y ultrajes. Sus enemigos dirigen contra él a cada instante un nuevo Sentimiento de los Ciudadanos que le señala ante el odio universal. ¿No se discierne al mismo tiempo que una disculpa, una autoacusa ción y un autocastigo? ¿No consiste esto, como en el caso de tantos perseguidos, de una manera de volver su agresividad contra si mis mo?28 Rousseau no ignora que romper la comunicación con los otros constituye la falta suprema, aun cuando esta ruptura tenga como meta la inocencia solitaria. Asi pues, en la propia exculpación de Jean-Jacques existe una falta que pide expiación: se convierte en culpable por la maniobra misma que debe liberarle de la culpabili dad. De este modo sucede que, lejos de abolir la mala conciencia, el narcisismo de la inocencia provoca su continuo renacimiento. Hay un ciclo que no termina nunca —una especie de perpetuum mobite— que hace que la culpa no sea nunca expulsada de una vez por todas; que, en consecuencia, la persecución no puede finalizar ja más; que la inocencia nunca esté suficientemente segura ni que la purificación sea suficientemente completa. 28 Sobre el papel de la autoacusación, cfr. A. Hesnard, L ‘univers morbide de la /am e (Pa;is, P.U .r , 1949). Véase igualmente la tesis de Jacques Lacan, De ta psyi/iose paranoiaqiu ríans ses rappons avec la personnalité (París, Le Franfois, 1932).
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Los DOS TRIBUNALES En última instancia, la conciencia de Jean-Jacques espera bastar se a sí misma. ¿Pero lo consigue? Diderot le plantea a Rousseau una pregunta capital: Sé bien que hagáis lo que hagáis tendréis en vuestro favor el testim onio de vuestra conciencia: ¿pero basta con ese solo testi m onio, y está perm itido despreciar hasta cierto p unto el de los otros hom bres?29
No existe inocencia alguna que pueda estar segura de si misma mediante su propia afirmación. Para captarme con certeza en mi cualidad de inocente, debo apelar a un juicio exterior que me fije en dicha cualidad. Desde el momento en que se trata de afirmar un va lor interior, la inmediatez interna de la conciencia debe recurrir a un garante exterior: en otros términos, hay que aceptar la mediación del juicio de los otros y tengo necesidad de un testigo extraño para encontrarme a mí mismo. El autor de las Ensoñaciones ya no se dirige a nadie, renuncia a ser conocido mejor y ya no se preocupa ni de ocultar las hojas que sigue cubriendo con su escritura, ni de mostrarlas. Pero, con todo, espera ser juzgado, anticipa el momento en que su inocencia le será confirmada por la mirada de Dios. Tras haber revocado «los juicios insensatos de los hombres», y tras haber descubierto en sus rostros los signos de una condena inmerecida, Jean-Jacques se vuelve hacia otro tribunal e interpone recurso ante Dios. La conciencia de JeanJacques no puede contentarse consigo mismo; quiere ser una trans parencia que se ofrece a una mirada. Asi, en la invocación del co mienzo de las Confesiones, Rousseau se concede de antemano un tribunal universal que le absuelve: Me he m ostrado tal com o fui; despreciable y vil cuando lo he sido; bueno, generoso y sublime cuando lo he sido: he revelado mi interior tal com o tú mismo lo has visto. Ser eterno reúne en to m o mió la muchedum bre innumerable de mis semejantes: que escuchen mis confesiones...30
Por fuerte que sea en otras circunstancias la tentación de com pararse a Dios, por intensa que sea la llamada a una fusión mistica*20 29 Correspondance générale. DP, III, 133; L, IV, 192. 20 Confessions, lib. 1, O. C., 1, 3.
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(o panteísta), Rousseau no puede prescindir de un Dios remunerador ante el cual hay que comparecer. Frente al Dios de justicia, la exis tencia personal no se desvanece (y no se humilla nada); se inmovili za gloriosamente en su verdad. No es a Dios a quien Jean-Jacques busca en Dios, sino a la Mirada absoluta que le dará la confirma ción de su propia identidad y el veredicto que le convertirá en el po seedor de su transparencia. En el momento de la absolución el indi viduo se verá investido de la esencia estable y de la inocencia que habia reivindicado siempre en vano y cuya sombra hostil se cernía por todas partes. Asi pues, en este punto todo lo que parecía anunciar en Rous seau la reivindicación de la autonomía del yo se desvanece. Su liber tad, que se apoya en el carácter inalienable de la conciencia, ya no puede prescindir del recurso a la transparencia. El yo no encuentra en sí mismo un apoyo su fic ie n te S ó lo , no puede escapar al vérti go de sus posibilidades, y por lo tanto no se escapa nunca a la angus tia del mal. Le invade el mismo vértigo en presencia de las otras con ciencias, sobre las que no tiene ningún influjo: ¿qué hacer para su primir la posibilidad del malentendido, y la cuasi probabilidad de un juicio monstruoso que le convierte en un monstruo? Los otros pueden ver en él al malvado, y no tiene ningún privilegio que pre venga este riesgo. Al contrario, son los otros quienes poseen el privi legio permanente de reprobarle si les parece bien. El trato habitual con el mundo no excluye en ningún momento el riesgo de la ilusión y del falso conocimiento. La doble «relación» por la que se define la conciencia no tiene nada que le proteja del peligro de convertirse en «una doble ilusión». Puedo encontrar por todas partes velos in terpuestos; puedo convertirme en la victima de las máscaras. Desde el momento en que los seres y las cosas ya no pueden reci bir de mi todo su sentido, desde el momento en el que reivindican su propio sentido y reclaman a su vez el derecho de darme un senti do, ya no tengo más que un recurso para escapar al vértigo de lo posible: es el de precipitar lo peor y el de decidir que aquello que se me sustrae me es definitivamente hostil. En Jean-Jacques la patolo gía de la comunicación procede de la necesidad de apoyarse en tér minos absolutos, aunque sean absolutamente negativos. Tiene ne cesidad de un Dios inmutable, al igual que tiene necesidad de un mal31 31 La critica de Joubert se dirigirá precisamente contra este punto: «Rousseau si túa la norma de nuestros deberes en el fondo de nuestra conciencia. Esto supone tomar como medida aquello que es más diverso, más móvil y más desigual en el mundo» (Les Carnets de Joseph Joubert, ed. Andró Beaunier, París, Gallimard, 1938, I, 216).
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«solidificado». Una vez que la hostilidad de los hombres se ha con vertido en un ¡imite fijo , Rousseau va a poder remitirse a otro tér mino fijo, que consistirá en el juicio de Dios y que consolidará la posibilidad contraria, es decir, la imagen de un Jean-Jacques esen cialmente inocente. Tanto en un lado como en el otro, Rousseau en cuentra de este modo testigos absolutos fuera de si, cuyo veredicto es irrevocable, pero radicalmente opuesto. Estos dos tribunales expresan de manera extrema la ambivalencia que se había manifes tado desde el comienzo en Jean-Jacques: la necesidad de ser juzga do y la angustia de ser juzgado Asi, antes que vivir con los hombres una relación incierta, antes de aceptar las servidumbres de la condición humana en la que la es peranza de la comunicación se ve contrapesada siempre por el ries go del obstáculo y del malentendido, Rousseau separa los términos de esta ambivalencia a fin de convertirlos en dos instancias absolu tas e inmutablemente opuestas. En vez de afrontar la incertidumbre de lo probable y ios peligros de una libertad activa prefiere presen tarse ante dos tribunales cuya sentencia es conocida de antemano y que profieren de manera manifestada e irrevocable el si y el no que la experiencia humana nunca encuentra en estado puro. Para Rous seau hay un amargo reposo en saber que ya no debe esperar nada de los .hombres, si posee la compensación que le autoriza a esperar todo de Dios.32
32 Y la situación sigue estando secretamente sexualizada: Jean-Jacques sufre el doble veredicto al igual que sufría la azotaina de Mlle. Lambercier, y al igual que es peraba la acogida de Mme. de Warens.
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LA TRANSPARENCIA DEL CRISTAL
Rousseau reafirma incansablemente su propia transparencia. «Caminaba a la luz del sol...1 En vano se esfuerzan por separar el vivero de agua clara»...12 La luz, la claridad translúcida, esto es lo que corresponde a Jean-Jacques. Los otros pertenecen al reino de las tinieblas. Escuchemos como Rousseau compara su corazón al cristal: Su corazón, transparente como el cristal, no puede ocultar nada de lo que en ¿I sucede; cada uno de los movimientos qu e ex perim enta se transm ite a sus ojos y a su ro stro 3. ¿Tienen ellos corazones tiernos, abiertos, confiados y dispues tos a abrirse? ¿Y dónde podrían esconderse p o r un m om ento se mejantes secretos en el m ió, transparente como el cristal y que transm ite instantáneam ente a mis ojos y a mi cara cada movi miento po r el que se ve afectado?4. El oscuro laberinto de sus corazones me es im penetrable, a mi cuyo corazón transparente como el cristal no puede ocultar ningu no de sus m ovim ientos5.
Su corazón es transparente, pero los otros lo ven diferente de como es. ¿Qué es entonces lo que le impide manifestar su verdad? Nada que de él dependa. Bastaría con que los demás quisieran ha1 Correspondancegénérale, DP, XIX, 258. 2 Correspondance générale, DP, XIX, 82. 3 Dialogues, II, O. C„ I, 860. 4 Correspondance générale, DP, XIX, 237. 5 Correspondance générale, DP, XX, 43-44.
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cerlo, entonces le verían perfectamente. Pero desfiguran su aparien cia. Es en ellos en quienes se disgregan ser y parecer; es en ellos en quienes triunfa el maleficio del velo... Jean-Jacques proclama apasionadamente su propia transparen cia, pero, del otro lado, el velo se ha cargado de tinieblas y cubre todo el espacio visible. Al final de La Nueva Eloísa vimos este mis mo triunfo simultáneo de la transparencia y del velo. Julie entraba en el reino de Dios y de la comunicación inmediata; pero para esto era necesario que sacrifícase su vida y que su rostro desapareciese definitivamente tras el velo de la muerte. Ahora bien, la experiencia personal de Rousseau llega al mismo punto, con la salvedad de que la división entre el mundo de la luz y el reino del velo se realiza en vida de Rousseau. Él vive en una situación que en la novela corres ponde a la muerte misma (así se comprende por qué Rousseau se define a menudo como un muerto en vida: hay que morir para en contrarse definitivamente del lado de la transparencia). En última instancia, la transparencia es la invisibilidad perfecta. Los hombres me ven distinto a como soy: asi pues, no me ven, soy invisible para ellos, me imponen una opacidad que me es extraña, pegan a mi rostro máscaras que no se me parecen. ¡Con qué pudiese sustraerles toda mi presencia, impedirles que me den una aparien cia! El ensueño se dirige hacia los mitos mágicos: Si hubiese sido invisible y todopoderoso como Dios, habría sido generoso y bueno como él... Si hubiese poseído el anillo de Giges, éste me hubiese librado de la dependencia de los hombres y les hubiese puesto bajo la mía. Haciendo castillos en el aire, me he preguntado a menudo qué uso hubiese hecho de este anillo*.
Hacerse invisible: éste es el punto en el que la nulidad extrema del ser se convertiría en un poder sin límites. Armado con el anillo de Giges, Russeau saldría de su inacción, pasarla a la acción, haría el bien, poseería a las mujeres. Liberado de su apariencia, se libera ría del obstáculo que le paraliza. Asi al leer la sexta Ensoñación se descubre que el obstáculo más temible, el que más le inmoviliza, no es otro sino esa falsa imagen de Jean-Jacques que se forma en las conciencias extrañas y que le niega su transparencia. Hacerse invi sible ya no supone ser (por un momento) una transparencia cercada sino convertirse en una mirada que no conoce fronteras; supone verdaderamente «convertirse en un ojo vivo»; supone volver a to mar posesión del espacio que se había cerrado.6 6 Réveries. sexto Paseo, O. C., I, 1057.
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Transparente como el cristal: pues entre todas las piedras sólo el cristal es inocente; posee la dureza de la piedra, pero deja pasar la luz. La mirada le atraviesa, pero él mismo es una mirada purísima que penetra y atraviesa los cuerpos circundantes. El cristal es una mirada petrificada. ¿Es un cuerpo en estado puro o, por el contra rio, un alma solidificada? Dudamos... No nos sorprenderá que la vitrificación sea una de las operaciones a que Rousseau prestó una mayor atención en sus Instituciones Químicas. Con mucha frecuen cia obtener un bello vidrio o bellos cristales es el objetivo en vistas del cual se organiza todo un «experimento». Y la especulación va aún más lejos: es una ciencia cuyos conceptos fundamentales se en cuentran sometidos todavía al capricho de «la imaginación mate rial»7, la técnica de la vitrificación y de la inmortalidad sustancial. Transformar un cadáver en translúcido vidrio es una victoria sobre la muerte y sobre la descomposición de los cuerpos. Supone ya un paso a la vida eterna: No es solamente en el reino mineral donde Becher 8 estableció su tierra vitrificable; encuentra una com pletam ente semejante en las cenizas de los vegetales... y una tercera m ás maravillosa aún en los animales. Asegura que éstos contienen una tierra fundible, v¡trificable y con la que se pueden hacer vasijas preferibles a la por celana más bella. M ediante procedimientos sobre los que guarda un gran misterio ha realizado pruebas que le han convencido de que el hombre es vidrio y de que puede volver a convertirse en vi drio al igual que todos los animales. Esto le conduce a hacer las más interesantes consideraciones sobre los esfuerzos que realiza ban los antiguos para quem ar a los m uertos o para em balsamarlos y sobre el m odo en el que se podrían conservar las cenizas de sus antepasados sustituyendo en pocas horas desagradables y horri bles cadáveres por limpias y brillantes vasijas de un bello vidrio transparente que lleva la huella, no de ese verdor que constituye la característica del vidrio vegetal, sino de una blancura lechosa pro veniente de un ligero color de narciso...9
De hecho, ¿cuál es la causa física de la transparencia? ¿Por qué ciertos cuerpos dejan pasar los rayos luminosos? Rousseau tendrá respuesta a esta pregunta. La propiedad común a todos los cuerpos 7 Gastón Bachei.ard, La Formation de l'Esprit identifique (París, 1938), 44-45. Fecher es citado y comentado en esta obra. 8 Johann Joachim Becher (1635-1695), físico y aventurero alemán. Autor de una Physica subterráneo (1669) en la que afirmaba poder efectuar la transmutación de los metales. 8 Anuales J.-J. Rousseau. XII (1918-1919), 16-17.
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transparentes es la fluidez. En el capítulo titulado Del Principio de la Cohesión de los Cuerpos y del de su Transparencia Rousseau co mienza por citar «el agua y los licores cuya transparencia muestra una unión inmediata entre sus partes»|0. Asi, en el mundo físico la inmediatez y la transparencia son nociones correlativas; si la luz puede atravesar ciertos cuerpos es porque alcanzan la perfección de lo inmediato. Es éste un postulado «químico», pero en el que se expresa una exigencia de orden psicológico... En cuanto al vidrio o a las piedras transparentes su solidez no contradice su fluidez: la transparencia sólida es una fluidez inmovilizada, la sustancia fundi da se ha «inmovilizado» en una masa dura. En su naturaleza intima el cristal es fluido, no deja de ser una «sustancia liquida». Y Rous seau llega a afirmar que la «fluidez es el principio de la solidez de los cuerpos». Leyendo las Instituciones Químicas se aprende a reco nocer el valor moral de la fusión y de la disolución: Parece muy posible que la fluidez sea también el principio de la transparencia y q u e... ningún cuerpo seria opaco si todas sus partes hubiesen sido sometidas por igual a la fluidez, bien de la fusión bien de la disolución. En efecto, la unión de las partículas de fluido entre si es, en verdad, muy fácil de rom per, pero no por ello es menos perfecta, y esto es lo que origina que los rayos de luz, al no tener que penetrar en tantas superficies diferentes por las que se verían obligados a refractarse y a desviarse de mil m ane ras, pasen a través de la sustancia liquida tras escasísimas altera ciones; por el contrario, el cristal y el vidrio pulverizados se hacen opacos porque la luz se pierde en medio de esta infinidad de des viaciones, que se ve obligada a realizar a izquierda y derecha y sobre las superficies de todas estas partículas de diferentes tam a ños y de figuras diversas. De este m odo, la experiencia nos enseña que las sustancias disueltas se unen hasta tal punto al disolvente que ya no form an más que un todo diáfano y transparente con él, hasta que la introducción de una nueva sustancia las vuelve a se parar nuevamente; lo que hace que la sustancia líquida se vuelva inm ediatam ente turbia y opaca; del mismo m odo, las piedras, las arenas y los propios metales cuando se les priva de su flogisto al calcinarlos, tom an m ediante la vitrificación un tal ordenam iento de sus partes que dejan de ser opacos para convertirse en diá fa n o s" .
Si la fluidez es el principio de la transparencia, las metáforas del «cristal» y del «vivero de agua clara» se acercan aún más. Es la pro-10* 10 Op. át., 34. " Op. cit., 36.
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pia unión interior la que permite el paso de los rayos. Rousseau compara su corazón al cristal que es una fluidez congelada, una fluidez que no se desliza y que por consiguiente se ha estabilizado fuera del tiempo. De hecho, en el último estadio del pensamiento de Rousseau esta congelación cristalina tiene su contrapartida en una pulverización opaca que reduce el mundo humano a no ser más que una multitud oscura, indistinta e impenetrable. Ya no existe intercambio posible entre los contrarios: la transparencia de Jean-Jacques se inmoviliza y la noche exterior se coagula. Pues se fija también el velo, ya no es una delgada y flotante separación, se ha abatido sobre el mundo que escondía para encerrarlo en lo sucesivo en una red de tinieblas. Pero sólo es el mundo humano lo que se vuelve opaco. Por lo que a la naturaleza se refiere, ésta permanece del lado de Jean-Jacques, del lado de la transparencia. Allí irá a buscar la complicidad de las sustancias fluidas. En el clima ideal en el que Rousseau quiere vivir no habrá solamente la transparencia del aire y el brillo de los colores. Sigue teniendo necesidad de agua: Bellos sonidos, un bello cielo, un bello paisaje, un bello lago, flores, perfumes, unos bellos ojos y una m irada dulce; todo esto no afecta directam ente a sus sentidos hasta después de haber pe netrado por algún lado hasta su corazón. Le he visto hacer dos le guas al día durante casi toda una primavera para ir a escuchar a gusto al ruiseñor en Bercoy; eran precisos el agua, el verdor, la so ledad y los bosques para hacer que el canto de este pájaro fuese conm ovedor para su o id o ,2.
El agua será de nuevo necesaria para que Jean-Jacques, en una feliz nulidad, en una vacuidad total de pensamiento acceda al «sen timiento de la existencia» que es una «felicidad suficiente, perfecta y plena»: Éste es el estado en el que me he encontrado a menudo en la isla de Saint-Pierre en mis ensoñaciones solitarias, ya fuese tum bado sobre mi barco que dejaba a la deriva, por donde el agua quería llevarle, ya fuese sentado en las orillas del lago agitado, ya fuese en otra parte, al borde de un bello rio o de un riachuelo murmurando sobre la graval].12 12 Dialogues, I, O. C., I, 807. Sobre la atracción que el agua ejerce sobre JeanJacques. Cfr. Marcel RaYMOnd, introducción a las Ensoñaciones (Ginebra, Droz, 1948), XXIX; texto publicado de nuevo (París, Corti, 1962). Véase también Michel Butor, Réperioire 111 (París, editions de Minuil, 1968, pp. 59-101). ,J Revertes, quinto Paseo, O. C., I, 1046-1047.
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Más allá de esta móvil fluidez, más allá del «flujo continuo» n de las cosas terrestres, el sentimiento de la existencia se descubre como una fluidez inmovilizada y desgajada del tiempo. Aunque hay una profunda afinidad entre el alma de Jean-Jacques y la transpa rencia del paisaje, ¿podemos hablar de identificación? No, puesto que el agua está en movimiento, mientras que el alma se eleva a un presente que «sigue durando sin por ello marcar su duración y sin rastro alguno de sucesión» ». La transparencia inmóvil y cristalina del sentimiento de la existencia se separa de la limpidez inestable y alborotada del agua que se agita. Sin embargo, el chapoteo exterior es necesario para que Rousseau perciba la estabilidad de su estado de plenitud. Sólo acoge el «movimiento continuo» y el balanceo para sentir mejor en si mismo un reposo que se diferencia de él. Al igual que la transparencia necesita un mundo oscuro sobre cuyo fondo se destaca, ésta no puede inmovilizarse más que sobre el fon do de una continua deriva que olvida y que domina: «De vez en cuando nacía alguna débil y corta reflexión sobre la inestabilidad de las cosas de este mundo cuya imagen me ofrecía la superficie de las aguas»16... Esta reflexión, por débil que sea, es una turbación en la perfección de la transparencia. Pero nada revela mejor la transpa rencia que la ténue turbulencia que la atraviesa «de vez en cuando». Una perfecta translucidez seria una nada perfecta: pues la transpa rencia de la conciencia sólo existe para dejar traslucir alguna cosa. («El pensamiento se forma en el alma como las nubes se forman en el aire» <7, dirá Joubert.) La conciencia es transparencia cuando sur gen formas confusas, al igual que el vidrio se nos aparece mediante sus reflejos o su vaho: asi en el acto mismo de revelarse la transpa rencia ya se encuentra comprometida. El éxtasis de Rousseau surge en el momento en el que el vaho del mundo percibido se atenúa y se empobrece hasta que deja despuntar una tranquila presencia —tal como la existencia en el estado puro—, el fondo primitivo que se descubre más allá de todos los pensamientos y de lodos los senti mientos: es a la vez el estado más vacio (puesto que carece de conte nido) y el más lleno (puesto que la suficiencia es total). Esto puede expresarse casi de la misma manera como el completo olvido de sí mismo, o como un goce cuyo objeto no es «nada exterior a si mis mo». Sin embargo, incluso cuando se cumple la plenitud perfecta y n 15 “ 17 1,64.
Op. cil., 1046. Ibidem. Op. cit., 1045. Les Carnets de Joseph Joubert, ed. André Beaunier (París, Callimard, 1938),
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que sólo subsiste el sentimiento de la existencia, Rousseau no puede prescindir de las imágenes del mundo exterior; necesita un paisaje que se ofrezca a los sentidos y que pueda inmovilizarlos hasta la hipnosis. La existencia está puramente presente a si misma, pero precisa a su alrededor del murmullo del agua, de la pulsación de las olas, del gran cielo estrellado: el envoltorio fluido anterior al na cimiento. Volver en si tras el desvanecimiento de la caída de Ménilmontant es regresar a la pureza infantil de la sensación, en la que el ser no se distingue del mundo que le rodea. El mundo y la existencia se dan simultáneamente, sin que el espíritu tenga que hacer el más mí nimo esfuerzo. Rousseau vuelve en si a un yo del que no tiene aún «ninguna noción clara» y lo que descubre con éxtasis no es su «individualidad», sino el espacio nocturno en el que se destaca un poco de verdor. La extraña felicidad que Rousseau experimenta en el momento de su despertar confunde el yo y el mundo exterior en su común ligereza (el yo más acá de la conciencia de la identidad personal y el mundo exterior más allá del encuentro con los demás). Jean-Jacques goza entonces de su propia transparencia gracias a la presencia de un mundo que se transparenta. Al describir los éxtasis del lago de Bicnne, parece como si JeanJacques quisiera empobrecer lo sensible, que se reduciría a ser un movimiento monótono y regular; la actividad propia de la concien cia se aminora hasta no dejar subsistir más que la pura presencia a si mismo: se establece una estrecha correspondencia entre el atenuamiento del pensamiento y el tranquillo murmullo del agua. Pero no son abolidas ni la actividad mental ni la presencia del mundo: son reducidas a una extrema tenuidad. El sentimiento de la existencia emerge de este doble atenuamiento, que es casi una doble aniquila ción, pero que, sin embargo, se detiene en el límite del silencio y de la nada. Lo que entonces permanece visible de las cosas y del yo no es, en absoluto, su esencia secreta y profunda, sino su superficie —la tranquilidad inocente y precaria de su superficie—. (La desgra cia volverá a asentarse en cuanto que las «profundidades sean re movidas».) Las condiciones del éxtasis son descritas como una lige ra agitación superficiel que se desarrolla plenamente en las cosas y en el alma. Pero la superficie anuncia un misterioso y sencillo poder que la sostiene y que asegura al alma el reposo en la plenitud. Pare ce como si no se pudiese conocer la presencia —la existencia— más que convirtiéndose en infinitamente ausente. i# Revenes, segundo Paseo, O. C., I, 1005.
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Volvamos a abrir el texto de la quinta Ensoñación. Rousseau habla en cierto momento de alejar todo lo que no es el «sentimiento de la existencia» en su estado más cristalino y desnudo: el pensa miento y el mundo sensible son superfluos. La propia sensación constituirla un obstáculo y, lejos de procurarnos goces inmediatos, nos separaría de una inmediatez más importante y más pura que ca rece de forma y de imagen. Pues la existencia es una inmediatez sen tida que se sitúa en un lugar previo a la diversidad centelleante de la experiencia sensual. Tal y como si escogiese la vía de la ascesis, Rousseau rechaza las imágenes y se esfuerza en alcanzar algo más original y más frugal: Despojado de cualquier otro afecto, el sentimiento de la exis tencia es por si mismo un sentimiento precioso de satisfacción y de paz que bastaría por si solo para hacer esta existencia querida y dulce a quien supiese alejar de sí mismo todas las impresiones sensuales terrestres que vienen a distraemos de ella sin cesar y a perturbar aqui abajo su dulzura19. Pero algunas lineas más adelante, Rousseau reintroduce el mun do sensible, cuya presencia vuelve a ser necesaria para sus «dulces éxtasis». Es necesario que nos sometamos a la magia de una sensibi lidad superficial sin prestar atención ni a la plena realidad del mun do exterior, ni a las profundidades de nuestra alma: Es necesario que el corazón esté en paz y que ninguna pasión venga a turbar su calma. Se necesitan disposiciones por parte de aquel que las experimenta y se necesitan en el concurso de ios ob jetos circundantes. Para ello no es preciso ni un reposo absoluto ni demasiada agitación, sino un movimiento uniforme y modera do que no tenga ni sacudidas ni intervalos. Sin movimiento la vida no es más que un letargo. Si el movimiento es desigual o dema siado fuerte, despierta; ai recordamos los objetos circundantes, destruye el encanto de la ensoñación y nos arranca de nuestro in terior para volvemos a situar instantáneamente bajo el yugo de la fortuna y de los hombres y para devolvemos al sentimiento de nuestras desgracias. Un silencio absoluto lleva a la tristeza. Ofrece una imagen de la muerte. Entonces se necesita la ayuda de una imaginación risueña y se presenta de forma bastante natural en aquellos a quienes el délo gratificó con ella. El movimiento que no viene del exterior se produce entonces en nuestro interior. Bien es verdad que el sosiego es menor, pero también es más agradable ■9 Réveries, quinto Paseo, O. C., I, 1047.
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cuando ligeras y dulces ideas no hacen m ás que aflorar a la super fic ie d el alm a, p o r así decirlo, sin agitar su fo n d o 10. He aquí rehabilitado lo imaginario y lo sensible, de los que Rousseau parecía querer despojarse por completo en nombre del puro sentimiento de la existencia. Parecía temer todo lo que distrae, y ahora desarrolla una verdadera teoría de la distracción que pre tende que sintamos los «objetos circundantes» sin estar presentes a ellos (es preciso el concurso de los objetos circundantes, pero pobres de nosotros si un movimiento demasiado fuerte nos recuerda los objetos circundantes). Nos invita a permanecer en nuestro inte rior, sin que nada toque ni agite el fondo del alma. Parece como si el sentimiento de la existencia se ofreciese no como la recompensa de una profunda atención dirigida hacia sí mismo y hacia el mundo, sino, por el contrario, como el fruto milagroso de un olvido de si mismo y del mundo. La suprema voluptuosidad y la más elevada sabiduría consisten en dejarse fascinar por la apariencia más super ficial, gracias a la cual la profundidad revelará su presencia. Para conocer la transparencia del cristal o la del lago hay que confiarse a los reflejos de su superficie, aunque sea cierto que el reflejo traiciona un defecto de la transparencia.
J u ic io s
En las Cartas Morales (178S) y en el Emilio, Rousseau definía la conciencia como una «doble relación consigo mismo y con sus se mejantes»21. Aproximadamente en la misma época formulaba asi esta doble relación: «Yo no sé disfrazarme ante nadie, ¿cómo me disfrazaría ante mis amigos? No, aunque por ello hubiesen de esti marse menos, quiero que me vean siempre tal como soy a fin de que me ayuden a llegar a ser tal como debo de ser»22. Pero finalmente no queda más que un doble veredicto. Por una parte, la relación de Rousseau con sus semejantes ha dejado de ser una verdadera comu nicación: es un enfrentamiento estéril, una oposición inmóvil. Por otra parte, el sentimiento de la existencia constituye una felicidad plena y suficiente, un goce cuyo objeto no es «nada exterior a uno mismo»: Rousseau ya no espera nada de los otros, «se nutre de su » Op. cit., 1047-1048. « O .C ., IV, 600 y 1109. 22 A Mme. d'Houdetot, 15 de enero de 1758, Correspondance générale, DP, III, 266; L. V, 19.
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propia sustancia». Desde este momento, la conciencia deja de vivir armoniosamente según la norma de una doble relación. Se refugia completamente en uno de los dos polos y ya no se conoce más que a si misma. Desde luego, el paisaje exterior no deja de estar presente, pero en lo sucesivo es un espacio circunscrito, sin figuras humanas, una Naturaleza cómplice. El yo se abandona a sus éxtasis, en los que se iguala a la totalidad imaginaria del mundo, a menos que, de for ma no menos voluptuosa, se desinterese de todo fijándose en un ru mor y en un reflejo superficiales. Pero esta plenitud feliz no recon cilia el mundo dividido; los éxtasis no eliminan la persecución, son únicamente una compensación por ella. El horizonte real está cerra do por los obstáculos insuperables. Y es, porque todo se opone a él, por lo que Rousseau se proyecta en un mundo en el que nada se opone al yo. Entregada al sentimiento de la existencia, la conciencia prueba el sabor de su propia unicidad, en la que cree encontrar la compensación de la unidad que se niega en el horizonte real. El mis mo hombre que dice ser reprobado por «toda una generación» se pierde deliciosamente en el «sistema de los seres» (en el que ya no figuran sus perseguidores). La conciencia de Rousseau se procura alternativamente dos mundos en los que la relación activa no tiene ningún sentido: en uno, porque se encuentra irremediablemente divi dido, el otro, porque es completamente perfecto. Sea como fuere, no hay nada que emprender, no existe el riesgo de una «doble rela ción»: unas veces la única posibilidad consiste en resignarse ante la opaca hostilidad; otras no queda más que perderse en la transparen cia del gran Ser, de la presencia y de la existencia. Pero la verdadera unidad se encuentra comprometida por el simple hecho de la alter nancia de estos estados contradictorios... ¿Compensa la experiencia de la unidad interna —que se realiza en ciertos momentos privilegiados— de la imposibilidad de la uni dad real que me uniría a los otros al mismo tiempo que a mi mis mo? ¿Es suficiente vivir embriagadoramente la imaginación del Todo para reparar el fracaso de la dóble relación? ¿Qué valor tiene la unidad simbólica que la conciencia vive en la separación? ¿Es su ficientemente fuerte el símbolo para negar y superar la separación —o no es más que una ilusión irrisoria y un fútil consuelo—? Es co nocida la severidad de Hegel hacia el «alma bella»: el objeto que ésta cree tener ante sí es de nuevo ella misma. Cuando piensa el todo, no piensa más que en su propia transparencia, y finalmente en su propio vacío, en su inconsciente inanidad: «Como conciencia se encuentra dividida en la oposición del Si mismo con el objeto, que para ella constituye la esencia, pero este objeto es precisamente lo 320
perfectamente transparente en su Sí mismo y su conciencia no es más que el saber de sí. Toda vida y toda esencialidad espiritua' han regresado a este Sí mismo»2324, El alma bella crea un mundo puro que consiste en su palabra y en su eco, que ella percibe inmediata mente. Pero «en esta pureza transparente» va a «desvanecerse como un vapor sin forma que se disuelve en el aire». Pierde toda realidad y, al agotarse en si misma, se volatiliza en la abstracción extrema. Para Hegel, que se refiere sobre todo a Novalis pero también al Rousseau de las Ensoñaciones a través de Novalis, la transparencia es una pérdida de si mismo y una estéril reañrmación de la identi dad Yo = Yo. La interpretación poética de Hülderlin es completamente dife rente. Rousseau, tal como aparece en el centro del himno E lR hin», es un «hijo de la Tierra», un semidiós que habla desde una locura divina, como Dionisos. Es uno de los elegidos que pueden acoger sin esfuerzo al Todo y que soporta sobre sus hombros el peso del Cielo y de la alegría. En la oda sobre Rousseau Hólderlin indica de un modo aún más preciso la miseria del perseguido convertido en semejante a una sombra, pero para erigirlo a continuación a la luz de un lejano sol. Rousseau es la «palabra solitaria» que espera to davía a los hombres nuevos que sabrán comprenderla; es el «pobre hombre» que vaga sin encontrar reposo en silencio, semejante «a los muertos que no han recibido sepultura». Pero a la imagen de esta huida extraviada sucede la imagen de la fiesta y del cortejo dionisíacos, y después la imagen del árbol que «surge del suelo de la patria»: imagen de una estabilidad profunda que contrasta con el extravio sin reposo. La metáfora orgánica del árbol es significativa, expresa un intuición «vital» que en esta ocasión hace pensar en Schelling. El árbol es una expansión, pero una expansión «cerrada», y que volverá a caer en seguida (sus brazos y su cima se inclinan do lorosamente). El árbol se encuentra separado de la infinidad que le rodea; sin embargo, el infinito es retomado interiormente por el árbol y participa en la maduración del fruto. Esto es lo que canta la sexta estrofa del poema: «La sobreabundancia de la vida, el infinito que apunta a su alrededor como una aurora, no los capta nunca. Pero esto vive en él, y presente, caluroso y eficaz, brota el fru to y le 23 Hegel. Phdnomenotogie des Geisles (Philosophische Bibliothek, Leipzig, Meiner, 1911), 422-425. Citamos la traducción de Jean Hyppolite: Cfr. Genése el structure de la Phénomenotogie de l ’Esprii de Hegel (Paris, Aubier, 1946), 495-500. 24 Friedrích Hólderlin, Sdmtliche Werke (Stuttgart, Kohlhammer, 1953), t. II. 149-156. Véase el comentario que le ha dedicado Bernhard BOschenstein, Hólderlins Rheinhymne (Ziirich, Atlantis, 1959). 23 Op. cit., 12-13.
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escapa». Ahora, pese a la desgraciada separación que podríamos considerar como un olvido del mundo real, todo el espacio es resti tuido en la interioridad orgánica para concentrarse allí y para des gajarse en seguida bajo la forma del fruto. El árbol incapaz de cap tar a su alrededor la «sobreabundancia de la vida», la posee en él. Ella le atraviesa para abandonarlo convertida en fruto, en palabra eficaz que regresa al mundo. En el juicio de Hegel y el poema de Hólderlin existe una gran se paración. Esta separación no señala solamente la diferencia de pers pectivas adoptadas por el filósofo del absoluto y el poeta del Regre so, rechazando el uno y aceptando el otro legitimar la «mística na tural» de Jean-Jacques. Esta doble perspectiva debe comprenderse también a partir de la ambivalencia de los últimos textos de Rous seau, que dan pie a una u otra interpretación. Por una parte, se da un rechazo del obstáculo y un «rechazo de la acción en el mundo, que desemboca en la pérdida de si mismo»26: Rousseau se pierde en la afirmación inmóvil de su propia transparencia. Pero por otra parte existe una posesión en la pobreza y en la desgracia, una felici dad sin nombre y sin limites. Las Ensoñaciones y las Confesiones afirman que esta felicidad es injustificable, pero también que está justificada más allá de toda norma de la justicia humana. En los éx tasis del lago de Bienne, en estas ensoñaciones «estúpidas» y «sin objeto», Rousseau percibe (según el quinto paseo) la inmediatez de su propia existencia, a saber, aquello que es tan primero y tan cen tral en él que ningún velo acertaría a separarle de ello en ese mo mento; en esta deriva en el agua el ser se borra hasta la presencia más desnuda, hasta el límite extremo en el que ya no ve ni oye el ruido tenue de su propia fuente y el cielo vacio que sus ojos miran fijamente. Ahora bien, esta presencia inmediata a si mismo es tam bién presencia a una Naturaleza universal; en las Confesiones, Rous seau describe como éxtasis panteistas los felices instantes que el quinto paseo pone en relación con el sentimiento de la existencia: Jean-Jacques experimenta un contacto sin obstáculo y sin me diación con una fuerza cósmica: En algunas ocasiones exclamaba con ternura: «¡Oh naturale za! ¡Oh madre mia! Heme aquí bajo tu sola protección; no existe aquí ningún hombre hábil e hipócrita que se interponga entre tú y yo»*21. 26 Heoel, Op. cit. 21 Confessions. lib. XII. O. C„ I. 644.
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Si se admite que los dos textos describen el mismo éxtasis, en tonces parece como si el yo, captado «en su origen» (del sentimien to de la existencia), y la naturaleza con su maternal omnipotencia se confundiesen intimamente hasta el punto que cada uno de los dos términos pudiese ser mencionado en lugar del otro. La extremada pobreza y la extremada riqueza se confunden en una vertiginosa «coincidencia de los opuestos». La despersonalización por exceso y la despersonalización por defecto dejan de ser separables28. Esto es lo que Hólderlin considera como una sorpresa que «Espanta al hombre moral» al abrumarle con una gracia divina29. Pero lo que Hegel denuncia es precisamente esta identificación del yo con la na turaleza divinizada (percibidos los dos de manera inmediata): Rous seau disfruta esta felicidad retirándose del mundo, sustrayéndose a la reflexión y negándose a «confiarse a la diferencia absoluta». Ahora bien, el propio Rousseau sabe que su «contemplación» no es una actitud que supere y exceda la vida activa, sino una evasión que se separa de ella. Y siente la necesidad de justificarse por ello: la fe licidad que le viene dada en la soledad no puede ser propuesta como ejemplo universal. Esta felicidad les está prohibida a los hombres que viven conforme al orden, y Jean-Jacques sólo tiene derecho a disfrutar de ella porque ha sido relegado a una situación excep cional y porque su destino es único y monstruoso. Esta felicidad es humanamente injustificable, puesto que sólo puede ser justificada por la iniquidad (ella misma injustificable) que los hombres hacen padecer a Jean-Jacques. Sólo porque todo ha sido perturbado por culpa suya es por lo que la compensación —el éxtasis de la transpa rencia— se hace licita. En el presente estado de cosas no sería ni siquiera bueno que, ávidos de estos dulces éxtasis, ellos [los hombres] se hastiasen de la vida activa cuyo deber les prescriben sus necesidades siempre renacientes. Pero un infortunado al que se ha desgajado de la so ciedad humana, y que ya no puede hacer aquí abajo nada útil ni bueno para los demás ni para si mismo, puede encontrar en este estado compensaciones para todas las felicidades humanas que no podrían quitarle ni la fortuna ni los hombres30, 28 Véase Marcel Raymond, Jean-Jacques Rousseau. La quite de soi el la revene (París, Corti, 1962), 179. 29 Hólderlin, en el himno El Rhin. La expresión de Hólderlin: die Last der Ereude (el peso de la alegría) corresponde con toda exactitud al empleo que Rousseau hace del término: abrumado. Véase la tercera carta a Malesherbes: «Me sentia abru mado por el peso del universo con una especie de voluptuosidad». Y en el Emilio la invocación a Dios: «Sentirme abrumado por tu grandeza, constituye el éxtasis de mi espíritu, es el encanto de mi debilidad» (lib. IV., O. C.. IV, S94). 30 Réveries. quinto Paseo, O. C., I, 1047.
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Como si previniese el juicio de Hegel, Rousseau presenta su de fensa alegando que no se ha retirado de la «vida activa» por propia voluntad. Ha sido expulsado, separado, no se le ha permitido ac tuar, se le ha prohibido toda salida fuera de sí mismo. Iba a seguir el camino que conduce hasta sí mismo por el rodeo y la mediación de los demás, pero fue expulsado inmediatamente y se refugió en el único asilo inalienable que le quedaba: el goce inmediato, la presen cia a si mismo y a la naturaleza, la unidad imaginada que sustituye la unidad real que deseaba y de la que ha sido expulsado. Rousseau sabe que sus «dulces éxtasis» son una «compensación» por una pér dida esencial. Lo que se le aparece en las orillas del lago de Bienne es lo mejor, dirá Hólderlin. Pero Rousseau sólo se concede el de recho a lo «mejor» porque le ha sido infligido lo peor. La falta es inseparable de esta felicidad, falta que pesa sobre el mundo engaño so y sobre los hombres «hábiles e hipócritas» (cuya existencia no puede olvidar Rousseau, aunque no sea más que en el momento en que se regocija de su ausencia para lanzarse hacia la naturaleza ma ternal). Asi pues, el éxtasis de la unidad no implica una reconcilia ción real; por el contrario, se perpetúa una discordancia fundamen tal y misteriosa. Rousseau parece temer que la «vida inmediata», que carece de justificación ética suficiente, sea culpable en relación a los deberes que se le imponen al hombre social. La vida inmediata no será plenamente inocente más que si los demás son masivamente culpables. Rousseau proyecta la culpabilidad del goce solitario so bre aquellos que le impiden actuar y salir de su yo. El «alma bella» tiene mala conciencia, pero imputa toda la maldad al mundo enga ñoso. Así pues, conocer a través del éxtasis la coincidencia ideal de lo universal y de lo singular no arregla nada. Bien al contrario, es necesario haber perdido toda esperanza de unidad concreta para que llegue a ser legitima la «compensación» extática. ¿Acaso estos «dulces éxtasis» sólo serían lo mejor a falta de algo mejor, es decir, a falta de la unión entre las almas, de la fiesta en la que las concien cias se unen a plena luz, y a falta de la amistad humana? Tras haber inventado la oscuridad, a todo el resto del mundo ya no le queda más que remar en un bello lago. De hecho, a la vez que se abandona a la universalidad ideal de la naturaleza o del sentimiento de la existen cia, Rousseau no puede olvidar la universalidad humana de la que se siente injustamente excluido. Si Jean-Jacques no fuese ese acusa do que se levanta contra sus acusadores, tampoco sería este solitario que se basta a si mismo «al igual que Dios». Ya lo habíamos obser vado al comentar la reforma personal de Jean-Jacques, el repliegue hacia la vida interior está ligado a la acusación de una sociedad in324
justa: esto sigue siendo válido hasta en los últimos escritos de Rous seau en los que la imagen del mal social toma una forma cada vez más mítica y delirante. A consecuencia de ello hasta en los textos «místicos» de Rousseau, en los que se puede leer legítimamente una opción fundamenta] por una «experiencia interior» de tipo románti co, se debe leer también un rechazo, una resistencia y un desafio, opuestos a la sociedad corrompida. De este modo, se les ofrece a los comentadores y a los adoradores de Jean-Jacques una doble pers pectiva: el culto que se le profesará hacia el final del siglo xvin se dirigirá confusamente a un héroe político y a un héroe sentimental; algunos verán en él al profeta de una revelación puramente interior, mientras que otros saludarán al hombre nuevo, a la víctima indómi ta del antiguo régimen, al adversario irreductible y finalmente triun fante de un orden injusto e irrazonable. No se puede separar nada; Rousseau es un «alma bella» que se pierde en su propia transparencia, pero cuya queja y cuyo canto se convierten en una acción en el mundo; y el poder de esta acción no es nunca tan grande como en las páginas en las que Rousseau parece renunciar a todo poder. Por el hecho de haberse negado a actuar frente a la persecución es posible que haya recibido misteriosamente el don de actuar centuplicadamente. Para Hegel, el «alma bella» se agota en si misma «como un vapor sin forma que se diluye en el aire». Pero Hólderlin, por su parte, compara a Rousseau con el águila que vuela hacia el encuentro de la tormenta. Y aqui la ima gen correcta es, sin duda, la pesada nube de la tormenta, la Revolu ción y los «dioses que vienen»: Y emprende su vuelo, el espíritu audaz, cual las águilas al encuentro de las tormentas, profetizando Sus dioses que vienen51.
«A SI PUES. HEME AQUÍ SOLO EN LA TIERRA...»
Contemplemos por última vez al hombre que escribe las Ensoña ciones. Entre la sombra hostil del mundo humano y el Juicio por venir, el lugar en que habita es el vacio, la nulidad, la ausencia total de relación. El frió se apodera de él. Es necesario, estonces, que escriba, es necesario que se hable a si mismo, sin lo cual, su con ciencia no tendría ya ningún objeto ante si. Pues no puede resigJ* Hólderlin, Rousseau, estrofa final, Sámiliche Werke (Stuttgart, Kohlhammer, 1935), t. II. 13.
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narse a cederle completamente el sitio al vacio, no puede ser como es en silencio. Si habla conserva la certeza de que su última libertad no ha sido aniquilada y de que mantiene a los malvados a distancia. Esta última libertad ya no es una fuente de actos y de iniciativas; no es más que la reivindicación del reposo interior y del poder de hablar a pesar de todo. Nada es verdadero, nada es real a su alrededor; todo es signo de persecución. Pero es preciso que se apoye en la plenitud del ser. Y si el empobrecido presente no le ofrece ninguna posibilidad, hay que suscitar sin descanso la imagen de una presencia en otros tiempos: en el pasado, en la lejanía, después de la muerte. Así pues, seguirá hablando para no ser abandonado por las imágenes de su pasado, para no perder de vista el juicio que le acogerá y le justificará: la palabra conserva un reflejo de las felicidades pasadas, hace existir a un Dios testigo, todavía escondido pero que descubrirá su faz. Para deplorar el agotamiento interior, la aridez de la vida redu cida a automatismos, Rousseau encuentra un lenguaje que testimo nia la presencia de una fuente inagotable y que le permite proyectar los espacios imaginarios que recorrerá libremente. No es nada, pero tiene acceso a la plenitud de una melodía mediante la cual dice su nulidad. Ya no es nada, pero al expresar esta nada la convierte en la transparencia que ofrece a la mirada de Dios. Ya no tiene pasiones ardientes, pero el enfriamiento del corazón deja la palabra a un yo más antiguo que narra sus éxtasis y su embriaguez. Está ocioso, pero se da por escrito la explicación de su ociosidad y la pluma emborro na las páginas. Este recurso, que parece inagotable, da fe de una fuerza secreta y un poder casi infinito de recuperarse en el vacío. Pero da fe tam bién de una actividad obsesiva mediante la cual Rousseau se da el horizonte del mal y de la condena frente al cual toma posesión de su inocencia. La presencia tenebrosa del mundo hostil es también un apoyo de que tiene necesidad Rousseau para pertenecer de modo más completo a su propia transparencia. La admirable perseverancia de Rousseau, y de este discurso sin oyentes que intenta salvar el ser amenazado, es la contrapartida de un delirio que persevera. En las Ensoñaciones, encontramos simul táneamente la repetición monótona de una convicción demente, y el canto melodioso de una voz que defiende el alma de su destrucción. Es ésta una voz extraviada, pero resiste y responde también al extravío, y en esta respuesta se anuncia un poder interno que ha po dido atravesar el extravio. (Posiblemente esto sea lo único que tenga derecho a ser llamado razón.)
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Por un misterio que Rousseau no sabe elucidar, el mundo ha cambiado de significado a su alrededor: pero el yo se siente intacto y reivindica obstinadamente su permanencia. El delirio interpretati vo no encuentra a su alrededor más que tinieblas y figuras enmasca radas. Todo tiene el sentido de una amenaza, de un control, de una obscena calumnia; a partir de aqui, todos los gestos y todas las pa labras de Jean-Jacques se vuelven inadecuadas y falsas: responden a la amenaza imaginaria. Pero por profundo que sea el error de Rousseau, por ingenuas que sean las imágenes que se da de su «retribución» final, por frágil que sea el edificio de los argumentos que opone para su defensa, escuchamos el lenguaje que lleva en su melodía la redención de su error. El velo y la imposibilidad de co municación están presentes en esta misma palabra que proclama apasionadamente su inocencia, en estas páginas de copia en las que se comprimen las lineas de escritura regular, en el regreso obsesivo de ciertas palabras envenenadas. Pues esta misma palabra que teje el velo enuncia también la transparencia y, sin que se sepa de dónde proviene su poder, se convierte en batir de ola, en movimiento cris talino: «Liberada del velo de la existencia se transparenta, tan sólo por el tiempo de un breve alivio fuera del tiempo.»
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TRES ENSAYOS SOBRE ROUSSEAU
ROUSSEAU Y LA BÚSQUEDA DE LOS ORÍGENES1
Nunca se acaba de una vez con él: siempre hay que volver a em pezar de nuevo, que orientarse de nuevo o que desorientarse, que olvidar las fórmulas y las imágenes que hacían que nos resultase fa miliar y nos daban la tranquilizadora convicción de haberle defini do de una vez por todas. Cada generación descubre un nuevo Rous seau en quien encuentra el ejemplo de aquello que quiere ser, o de aquello que rechaza apasionadamente. Esta abundancia y esta renovación en los puntos de vista depen den de ciertos caracteres propios de la obra de Rousseau. En ella di ce demasiado y demasiado poco a la vez. Es una obra que, desde la reflexión filosófica a la autobiografía, desde la dialéctica más densa a la efusividad Urica, desde la ficción a la legislación, se mueve dentro de un considerable número de registros y ocupa una sorpren dente diversidad de dimensiones espirituales. Es legitimo hablar aisladamente del pensador o del soñador, del político o del perse guido, del músico o del novelista. Pero cada una de estas perspecti vas es fragmentaria, y no alcanza más que una verdad incompleta: no solamente por el vicio inherente a toda aproximación parcial, si no porque Rousseau, en todo momento, e incluso en sus textos más sólidamente construidos, asocia a su palabra explícita la presencia implícita de su persona y de su pasión; nos vuelve a conducir cons tantemente a la pura intención que, singular y deseosa de univesalidad al mismo tiempo, segura de sí misma pero incomprensible, sen tida en el fondo del corazón pero indecible, sirve a la vez de garantía y de coartada a sus actos y a sus palabras. No nos pide úni camente que leamos y apreciemos lo que escribe, sino que le quera1 Texto publicado en el fascículo núm. 367 (1962) de Cahiers du Sud.
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mos a través de lo que escribe, que confiemos en aquel que fue y en aquel que es, más acá o más allá de su libro. Cada una de sus frases remite a la tácita convicción que la precede y que la sostiene. Tengo razón, pues, al seguir la vía del rigor racional, siempre fui secreta mente aprobado por la voz interior del sentimiento, que no puede errar. Posiblemente me equivoque, pero mis intenciones nunca de jaron de ser puras y ninguna falta puede serme imputada por el juez íntegro que se remonta siempre desde los accidentes externos hasta el verdadero ser. Por todas partes, y no solamente en los escritos aubiográficos, este complemento de subjetividad sugerida indica la presencia de un fuego central: la «ley del corazón» resplandece tras la sombra que producen las palabras... De ahí se produce en el lector una simultánea impresión de fuer za y de inacabamiento. En su tensión moral o en su melodía «me morativa» la frase de Rousseau oscila entre su estructura literal y un horizonte invocado por las energias del deseo. Desde luego, la frase rebosa de sentido, pero, más allá del contorno estricto de los vo cablos empleados, designa un sentido acrecentado. Este significado sobresaturado es, a la vez, el resultado del contenido propio del tex to y del halo de que se rodea: más que a la lógica (menos ausente de lo que se ha dicho) es a la presencia continua de esos armónicos a lo que la escritura de Rousseau debe su continuidad. Al teclado clásico le añade el pedal y el juego múltiple de las resonancias. Todo análi sis estilístico, toda «critica interna» del texto tendría como tarea mostrar en este caso como la palabra de Rousseau indica, más allá del significado estricto, un poder confuso y cálido que la supera y la levanta. Rousseau es, sin duda, el primer escritor que saca partido del silencio de esta manera: le pide que prolongue su palabra, que propague sus ecos... Una lectura simpatizante nos orientará, pues, hacia ese «algo más» que, más allá de los limites de la página impresa, designa a la vez el horizonte de la terminación y el del surgimiento pasional, la primera inquietud y la convicción definitiva, la fuente muda del len guaje o su cima silenciosa. La palabra expresada se rodea de un componente inexplicable que constituye su justificación y que nos hace entrever un transfon do consciente en el que la certeza se posee inmediatamente a si mis ma. (Esto es lo que tiene presente Schopenhauer cuando define a Rousseau como un autor «entimemático»: su razonamiento se apo ya en premisas tácitas.) Rousseau nos pide que confiemos en él en razón de las miras y del origen indecible de su palabra. Más aún, en varias ocasiones nos dice que el discurso desarrollado es un compro332
miso culpable, una alienación del yo que se entrega a la engañosa ex terioridad; el lenguaje articulado es una mediación ineficaz que traiciona infaliblemente la pureza de la convicción. Rousseau se ex cusará de ello como de una falta: estaba hecho para el civismo oscu ro, para la virtud silenciosa y para el sentimiento que encuentra su placer en sí mismo. Escribir ha sido una caída fatal (por culpa de los falsos amigos, y, sobre todo, de Diderot) que le expuso a todos los malentendidos. Como castigo no terminará de disipar mediante la palabra autobiográfica los malentendidos creados por la palabra «literaria». A partir de las Cartas a Malesherbes no volverá a co ger la pluma más que para rectificar la imagen precedente que ha dado al mundo y de la que se han apoderado sus enemigos: le per donarán su caida tan sólo con que consientan en leer este postscriptum en el que muestra qué hombre fue antes de convertirse en un hombre de letras, qué hombre es, ahora que está dispuesto a callarse y a conformarse con la felicidad sin frases de la ensoñación. Pero hablar para huir de la maldición de hablar, escribir para decir que se renuncia al lenguaje, significa avivar la división y dar lugar a la ironia. Entre esta palabra acusadora de la palabra y el si lencio en que querría abolirse para realizar su verdad persiste una tensión: sigue subsistiendo una distancia mediante la cual la voz de Jean-Jacques permanece cautiva de la mentira y de la literatura que denuncia. Ésta demuestra el maleficio que la aprisiona, tanto más cuanto que, al proclamar que está decidida a liberarse de ella, no consigue nunca llevar a cabo el sacrificio mediante el cual se impon dría el silencio para dejar triunfar la pureza indivisa del sentimien to. Proclama su voluntad de apaciguamiento, pero no sale del con flicto que constituye su clima.
En algunas ocasiones la critica tiene la tentación de extraer y de enunciar claramente lo que en Rousseau no era más que alusión o presentimiento; se busca el aumento de claridad y de conexión siste máticas que darían a esta obra el pulido, la tersura y el brillo de las grandes teorías coherentes. Esta búsqueda de un sentido univoco si gue una dirección hacia la que nos conduce el propio Rousseau: es difícil no verse tentado. Todo está ligado, todo está encadenado, nos dice; todo se desprende de algunos grandes principios. Y es cier to, Rousseau ha querido enunciar una filosofía, formular un discurso continuo sobre el hombre, sobre sus orígenes, su historia y sus insti tuciones; el Emilio es una psicología genética sobre la que se apoyan 333
una pedagogía, una religión (o una «religiosidad») y una politica. Entre los diversos elementos de este discurso hay menos contradiccio nes de las que se le han reprochado. Pero esos elementos se encuen tran separados por lagunas que parecen esperar que se las colme; fal tan articulaciones, y el intérprete se siente autorizado a asegurarlas con su propia mano para la buena fama de Jean-Jacques. Poco a poco, al precio de un cierto número de extrapolaciones, se construye la imagen de una filosofía más uniforme de lo que es, y que mantiene su rango entre las filosofías de su siglo. Al hacer esto, se olvida que Rousseau concibió su sistema contra los sistemas; se ignora aquello que en este pensamiento, perfectamente capaz de conducirse lógi camente, es vergüenza del pensamiento reflexivo, rechazo de pen sarse hasta el fin como pensamiento. Más correcto será aceptar una interferencia entre la discontinuidad del discurso teórico de Rous seau y la continuidad de un yo subyacente, al que las propias ruptu ras nos remiten. Suficientemente sistemático como para que no se le pueda reprochar una grave falta de coherencia, el pensamiento de Rousseau se presenta bajo un aspecto excesivamente eruptivo como para permitimos que consideremos el «sistema» como un fin en si mismo. El inacabamiento es el índice de un poder que no pudo o no quiso agotarse por completo en su explicitación. El yo y sus fines ideales trascienden a la obra por todas partes; el yo se designa co mo origen y como fin, indefinidamente capaz de retomar su pala bra y su «sistema» para satisfacerse con el único placer de ser uno mismo. Asi pues, para respetar la verdad de Jean-Jacques es importante no colmar las lagunas que haya podido dejar en su sistema. No sin haber llevado muy lejos previamente la elaboración de su teoría, se contentó con afirmar la unidad de la misma: hay que darle crédito, pero no nos proporcionará la prueba detallada de esta unidad. Cuando se entregue a un verdadero trabajo de demostración, cuan do intente «desarrollar bien en todas partes las primeras causas para hacer sentir el encadenamiento de los efectos» será al escribir las Confesiones: demostración que ya no se sitúa en el ámbito de la filosofía y que no nos explica por qué Rousseau piensa lo que pien sa, sino por que es lo que es. Hay una relación fundamental entre la discontinuidad de la obra teórica y la obstinación patética de la pin tura del yo. Este retorno a sí mismo, esta exploración del pasado, este exponer en secuencia narrativa la experiencia personal —exigi dos y estimulados por la necesidad de hacer frente a una persecu ción que alcanza a Jean-Jacques en su propio rostro— tienen, en re lación con la obra filosófica, el valor de un esclarecimiento a tra334
vés del origen. A partir de 1762, Rousseau va a narrarse para que conozcan al fin su alma amante y benévola: en ella se verá la fuente de sus escritos, que los hipócritas y sus víctimas describen como la obra de un enemigo del género humano. Hemos de reconocer que, desde el principio, Rousseau sintió las críticas a sus teorías como si estuviesen dirigidas a difamar su ima gen: se sentia presente personalmente en sus discursos académicos, que expresaban y comprometían su carácter al mismo tiempo. Asi pues, el movimiento de la réplica será el de la apologética personal, y, más allá de la historia de sus ideas (tal y como puede leerse en la Carta a Christophe de Beaumont), es a la historia de su vida a lo que apelará en última instancia. No se trata de nada menos que de dar a conocer la autoridad interior sobre la que fundó todo desde el principio. Por tanto, es necesario volver a la convicción-origen me diante un movimiento de regresión y remontarse aún más arriba a una personalidad primera, a una «naturaleza» conservada en secre to tras todas las teorías, todos los conceptos y todos los desarrollos literarios. El autor cede la palabra al hombre. Rousseau construye una segunda obra para revelar lo que fueron los sentimientos, las pasiones y los deseos que dieron nacimiento a su primera obra; nos pide que consideremos su intención no solamente como la justifica ción de sus ideas, sino como una realidad más esencial que éstas. A partir de entonces, Rousseau va a hablar de los Discursos y del Contrato no como un esfuerzo destinado a transformar el mundo pensándolo, sino como de una efusión del sentimiento en búsqueda de su ideal: al rechazar las corrompidas costumbres de la sociedad moderna y al describir la bondad natural, expresaba sus quimeras y trazaba un primer autorretrato. Quizás se haya equivocado en su sis tema, pero se ha pintado en vivo en él; aunque en sus especulaciones se hubiese equivocado mil veces, no ha abandonado un solo instan te su verdad; y sigue teniendo interés por este «triste y gran siste ma», si no reniega de él, es porque el alma de Jean-Jacques está auténticamente presente en él. Sus primeros libros eran Confesiones anticipadas, reflejos del yo, reflejos que ayudarán a interpretar en su verdadero sentido las Confesiones. De este modo, el sentimiento reabsorbe la obra (que nunca fue plenamente una obra, es decir, una actividad en la que el yo se olvida en lo que realiza) y la conta biliza en provecho propio. Le retira su estatuto de obra, es decir, su exterioridad, su transitividad. En sentido estricto, Rousseau no quiere tener una obra más de lo que quiso tener hijos. Quiere gozar de sí mismo, quiere residir en la unidad, experimentar la felicidad muda de la presencia, en el seno de la naturaleza maternal. 335
La preocupación por el origen desempeña ya un papel capital en las obras que constituyen el «sistema». En ellas describe Rousseau el estado primitivo del hombre, su soledad ociosa y feliz, sus deseos concordes con sus necesidades, sus apetitos, que la naturaleza satis face inmediatamente; es el equilibrio primero, anterior a todo deve nir; la interminable medida para nada que precede al comienzo; aún no transcure el tiempo, no existe la historia, las aguas permanecen inmóviles. De ahí la necesidad de imaginar aquello que pudo poner fin a este origen anterior a la historia; la conjetura filosófica debe reconstruir el acontecimiento decisivo que, al romper el equilibrio primordial y la plenitud cerrada del estado de naturaleza, se convir tió de este modo en el comienzo de la historia. Al desarrollar sucesi vamente todos los recursos de su perfectibilidad, el hombre se entre gó a la servidumbre del tiempo; yendo a la deriva por las vastas aguas de la historia, se hizo sociable y malvado, docto y esclavo de las apariencias engañosas, señor de la naturaleza al precio de su propia desnaturalización. Rousseau recompone el origen de la so ciedad, se interroga por el origen de las lenguas y se remonta hasta la experiencia infantil del individuo. Busca en lodo la explicación genealógica que, a partir de un término inicial, desarrolla toda una cadena de efectos y de consecuencias bien conectadas. En lo que es tá de acuerdo con el espíritu de su siglo. Pero mientras que esta in vestigación especulativa, este despliegue de una historia retomada desde su origen, constituyen el tema preponderante de la obra filosó fica, constatamos que el tema preponderante de la obra ulterior —la autobiografia— tiene como tarea esencial revelar el origen sub jetivo de la obra antecedente. En la sucesión de los escritos de Rousseau hay, pues, una reduplicación de la búsqueda de los oríge nes: a las obras en las que él es el pensador que habla objetivamente de los orígenes humanos suceden obras en las que se muestra a sí mismo como el origen de su discurso precedente y como el secreto modelo del retrato del hombre de la naturaleza. ¿De dónde puede haber sacado su modelo el pintor y el apologista de la naturaleza, tan desfigurada y calumniada hoy, si no es de su propio corazón? La describió tal y como él mismo se sentía. Los prejuicios por los que no se encontraba subyugado, las pasiones artificiales de las que no era víctima, no ofuscaban ante sus ojos —como ante los de los otros— esos primeros rasgos tan generalmente olvidados o ignora dos*. La naturaleza no es el tema objetivo que expone y explora un pensamiento discursivo; ella se confunde con la subjetividad más 2 Dialogues, III, O. C., I, 936. 336
intima del sujeto hablante. Es el yo, y la tarea que Rousseau se asig na no consiste ya en lo sucesivo en disputar con los filósofos, los ju ristas y los teólogos sobre la definición de la naturaleza, sino en narrarse a si mismo. Procedimiento que claramente hay que califi car de regresivo (sin excluir el sentido que los psiquiatras dan a ese término). En ella se verá, alternativamente, dependiendo de la luz o de la oscuridad que estos textos encierran en si mismos, la conquista de una voz poética aún desconocida en la literatura francesa; o, por el contrario, una conducta de fracaso en la que el ser singular se repliega en un aislamiento que se va profundizando frente a un uni verso humano al que el delirio interpretativo puebla de autómatas llenos de odio. Este movimiento hacia el origen es un movimiento de repliegue hacia las posiciones centrales del yo, pero en una si tuación cada vez más excéntrica y marginal con respecto al mundo de los vivos. De este modo, según Hegel, el hombre sometido a la ley del corazón se encamina hacia el «delirio de presunción». Si se le aplicase a Rousseau un análisis que prestase atención a la definición de las modalidades de la comunicación y se siguiese el cambio que se manifiesta en la sucesión de los grandes textos, se ve ría decrecer en ellos, progresivamente, la función transitiva de la pa labra. En los primeros Discursos, en la Carta sobre los espectáculos, en el Contrato y en el Emilio el autor se dirige abiertamente a un auditorio (la Academia de Dijon, la República de Ginebra, D’Alembert, el público, el género humano). Observemos que se trata ya de un destinatario mucho más imaginado que percibido en su concreta personalidad; al coger la pluma, Rousseau se libera del embarazo en que le sitúa, en el encuentro a solas de las conversación, la presencia demasiado real del interlocutor. De todos modos, en las obras que constituyen el cuerpo del sistema, la comunicación conserva un ca rácter plenamente transitivo. Rousseau expone ante la faz del mun do una convicción personal que concierne al interés universal de los hombres. Evidentemente, el yo (detrás de autor) pone en evidencia su singularidad, le gusta ser el único que piensa lo que piensa, y le gusta hacérselo saber al público; el yo se compromete apasionada mente en la exposición razonada de su certeza: sin embargo, habla de otra cosa que de él mismo y se dirige a los demás. Quizá podamos encontrar en las primeras obras un elemento que anuncia la evolución futura: en la medida en que Rousseau no solamente desea provocar el asentimiento intelectual de quien le es cucha, sino también provocar el afecto y la admiración, es hacia si mismo hacia donde orienta el objetivo final de su palabra mediante el rodeo de la mirada universal. No es en el exterior, en los confínes 337
del mundo, donde va a perderse el discurso; al despertar la pasión del lector, al pedirle que tome a Jean-Jacques como objeto de su en tusiasmo, la palabra elocuente nos ofrece la imagen de un trayecto circular cuya fuente y cuyo último término coinciden. La palabra transitiva está al servicio de un deseo que se refleja sobre sí mismo. Rousseau se convierte en novelista precisamente en el momento en que su relación con los otros comienza a hacerse más complica da. El género novelesco interpone un mundo imaginario entre el autor y su auditorio. En él la transitividad de la palabra no se pier de en absoluto, sólo es aplazada (de ahi una forma de eficacia indi recta que sólo es posible mediante este retraso y por la intervención de la imaginación). La Nueva Eloísa, efusión musical y sueño des pierto, es un modelo de comunicación oblicua. Desde 1762, desde las Cartas a Melesherbes, Rousseau se siente obligado a justificarse; necesita disipar los malentendidos y las ca lumnias que se acumulan contra él: el hombre que aqui toma la palabra se elige a si mismo o como tema de su palabra. El yo se convierte en el objeto de su discurso; cada vez más va a tender a tomarse a si mismo a la vez como aquel que habla y como aque llo de lo que se trata en el movimiento de la comunicación. Pero, al mismo tiempo, y como debido a la ley interna de esta evolución, la propia comunicación va a hacerse cada vez más problemática. Jean-Jacques ya no puede ser comprendido por sus contemporá neos: esto es, al mismo tiempo, la certeza intima del delirio y el efecto —muy objetivo— de las disposiciones de M. de Sartine, lugar teniente de policía. Desde las Cartas a Malesherbes a las Confe siones y desde las Confesiones a los Diálogos, la relación con el «destinatario» se debilita cada vez más. Por fin, en las Enso ñaciones, en las que Rousseau dice que se encuentra libre de toda esperanza y de toda inquietud, el alegato se ha convertido en mo nólogo; el yo, «referente» exclusivo, es, por el momento, el único destinatario igualmente. Desde luego, estas frases perfectas y este lenguaje armonioso invocan a un testigo virtual; Rousseau no deses pera por completo: su monólogo encontrará un dia lectores impar ciales a quienes la liga de sus perseguidores no habrá podido preve nir en contra suya. De todos modos, el alejamiento y el retraso tem poral parecen tan considerables que Rousseau prefiere considerar nula la posibilidad de ser comprendido. Esta posibilidad anulada crea un gran vacío en el que en lo sucesivo puede desplegarse el liris mo que desafia a la ausencia y que proyecta su certeza más allá incluso de la desesperación. Asistimos asi al movimiento mediante el cual la palabra —cuya función «normal» consiste en unir al yo y 338
al otro en el ámbito cómún del sentido— se refleja (o se pervierte) y no es más que la repesentación del yo ofrecida al yo, en una sobera na transparencia que constituye también la suprema extrañeza. Rousseau cree encontrar la apropiación perfecta que le restituye la tranquilidad perdida; de esta felicidad resignada podemos decir también que es la alienación consumada: Alejemos, por tanto, de mi espíritu todos los penosos objetos de los que se ocuparía tan dolorosa como inútilmente. Sólo para el resto de mi vida, puesto que sólo en mi encuentro consuelo, es peranza y paz, no debo ni quiero ocuparme ya más de mí mismo. Tal es el estado en que emprendo la continuación del examen se vero y sincero que llamé hace tiempo mis Confesiones. Consagro mis últimos dias a estudiarme a mi mismo y a preparar de antema no las cuentas de mí mismo que no tardaré en rendir. Entre guémonos por completo a la dulzura de conversar con mi alma, puesto que es lo único que los hombres no me pueden arrebatar... Llevo a cabo la misma empresa que Montaigne, pero con una fi nalidad absolutamente contraria a la suya: pues él sólo escribía para los demás y yo sólo escribo mis ensoñaciones para mi. Si en mis últimos dias, cuando ya está próxima la partida, permanezco tal y como espero, con la misma disposición en que me encuentro, su lectura me recordará la dulzura que experimento al escribirlas, y al hacer renacer así para mi el tiempo pasado duplicará, por así decirlo, mi existencia. A pesar de los hombres, sabré disfrutar aún más del encanto de la sociedad y viviré decrépito conmigo en otra edad, como viviría con un amigo menos viejo3. El desfase del tiempo permite una pseudorelación de exteriori dad entre varios momentos del yo; la página escrita hoy está desti nada de antemano a un futuro yo que buscará su huella. De esta manera, la exteriorización de la palabra se justifica por la espera de un yo que ha de venir, yo que el escritor de las Ensoñaciones imagi na debilitado, despojado y reducido a buscar apoyo tan sólo en el universo del recuerdo y para el que prepara desde ahora un refugio, acumulando las huellas y las imágenes de su existencia. Lo que hoy es presencia de sí a si mismo, plenitud del sentimiento, debe buscar forma en el lenguaje y fijarse para el porvenir como un horizonte de memoria anticipada. Es necesario escribir si Jean-Jacques quiere es tar provisto de retratos-recuerdo en los tiempos inminentes de la gran sequía... En esta reivindicación de lo absoluto, en la que la conciencia in3 Réveries, primer Paseo, O. C„ I, 999-1001. Texto analizado en pp. 348 y ss.
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terna interiorizar y reabsorber en si misma todas las trascendencias, escribir se convierte en las cuentas anticipadas que el yo rinde a su creador. El preámbulo de las Confesiones da el tono: Rousseau imagina su comparación ante el supremo tribunal y representa —en so fuero interno— el ensayo general del Juicio Final. Esto no es una simple imagen; es una actitud fundamental. Jean-Jacques quiere pronunciar por si mismo la sentencia después de haber iluminado el transfondo de su corazón: tareas que el simple fiel abandonaba a Dios con toda confianza y en el «temor y el temblor». Ciertamente, Rousseau espera comparecer tras su muerte, pero quiere poseer, desde ahora, el veredicto. Para acceder a la paz que le es necesaria, a la certeza de su absolución, se pone de antemano en el lugar del Juez e imagina, sólo para él, la Mirada justa que le asegura para siempre su inocencia. El Juicio Final supone una comparación ante el Creador prime ro: el individuo debe rendir cuentas allí de los actos de su voluntad que transformaron su naturaleza original. El examen exacto del Jui cio confronta el fin y el comienzo, compara el estado final de la criatura con la imagen de lo que ésta fue al salir de las manos del Creador: será juzgada en función de su fidelidad (o infidelidad) al origen, si es que es cierto que el origen es la inocencia. Ahora bien, todo el alegato personal de Rousseau consiste en reivindicar para sí (y sólo para sí mismo) la más constante permanencia de la bondad primera. Como se afana en demostrar, todos los vicios que podrían serle imputados no son más que accidentes inesenciales: le vinieron del exterior, por culpa del «destino», de las «circunstancias», de la «sociedad», etc. Pudo haber obrado mal, pero el mal sobrevino contra su voluntad. La inmutable naturaleza interior permaneció a salvo, el fondo del corazón siguió estando puro. Asi pues, la palabra poética tiene aquí como tarea sostener una doble ficción: debe recurrir a los poderes extremos de la imagina ción. Por una parte, esta palabra intransitiva (que descubre la transitividad problemática de la poesía) imita e interioriza el papel del Juez supremo, cuyo veredicto pone fin a la historia personal; esta palabra se arroga el privilegio del conocimiento soberano mediante el cual el simple creyente sabía que era conocido, pero según el cual no pretendía en modo alguno conocerse: la mirada autobiográfica es la transposición laicizada del Dios que escruta los entresijos del alma, y Jean-Jacques desea que todo su destino se inmovilice desde ahora en una claridad sin devenir y sin residuo. En segundo lugar, esta claridad última pretende ser idéntica a la del comienzo: el cora zón de Jean-Jacques no ha cambiado, sigue estando en consonancia 340
con su primera armonía. La palabra no asume el relato de toda la existencia más que para anular lo que en esta historia hubiera podi do ser alteración, caída y perdición. Por lo que al corazón se re fiere, la historia es nula y sin valor. Si, Jean-Jacques ha conocido primero el paraíso para caer después en la desgracia y la tribula ción; pero no ha hecho nada para merecer tal suerte. Puede afirmar tranquilamente la perennidad de la inocencia y la inalterable fideli dad a la luz del origen. Ante la justicia de la última hora, presenta un rostro que lleva la pureza del comienzo. En una frase del preám bulo de las Confesiones, Rousseau evoca el molde único en que le arrojó la naturaleza y, en la frase siguiente, invoca la trompeta del Juicio. Fiel a su origen, fiel a su originalidad: todo es la misma co sa. Pues aunque el yo interioriza al último Juez, también desinterio riza al Creador: el yo es para si mismo su origen, o, mejor dicho, conserva la memoria de su origen y en este recuerdo coincide con ella. Y esta memoria no es nunca tan perfecta como en la ensoña ción que olvida todas las cosas. Hay que dar crédito a Hegel a este respecto: es la forma extrema de un error. Pero la grandeza de Rousseau consiste en haberse comprometido hasta el punto de que rer reunir en si mismo el alfa y el omega.
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ENSOÑACIÓN Y TRANSMUTACIÓN1 Las Ensoñaciones del paseante solitario con tienen pocas ensoñaciones propiamente dichas; no son un diario intimo, un «diario informe». No se rompe tan fácilmente con siglos de discurso retó rico. March . Raymond
Maree! Raymond, Jean-Jacques Rousseau. La quite de soi el la réverie (París, Corti, 1962). 197.
¿Para quién escribe Rousseau sus Ensoñaciones? Para sí mismo, sólo para él. ¿De qué habla en esta obra última? De su destino. El autor, que se ha tomado como destinatario, se toma también a si mismo como tema de su discurso. La palabra ya no persigue ningún fin exterior, declina toda referencia a un posible auditorio. Rousseau se ha convencido de que de ahora en adelante el mundo es sordo a su voz y se resigna ante ello. Como último recurso la palabra re correrá un circuito interno; se reflejará y se reabsorberá en su autor; la conciencia personal, desdoblada en una conciencia discur siva y una conciencia receptora, se alimentará de su propia sustan cia. Actitud singular, cuya radical soledad no encuentra más que una prefiguración lejana e incompleta en Montaigne y en los solilo quios de los místicos. Rousseau siente, pues, la necesidad de legiti mar lo que su empresa tiene de nuevo y de monstruoso: la situación monstruosa en que le han puesto, situación de la que no conoce pre cedente alguno la historia, le obliga a recurrir a un medio que tam bién carece de precedentes. A lo largo de las Ensoñaciones et de sarrollo de la relación interna viene acompañado de una justifica ción razonada de la relación exclusiva de uno con uno mismo, justi ficación que llega incluso a suplantar en ellas al dialogo intimo cuyo advenimiento anuncia. (Hay tantas páginas de las Ensoñaciones que de hecho no son más que una declaración de intenciones, largos preparativos que conciernen a la empresa de soñar. Este es el caso del primer Paseo, que cumple una función de preámbulo. Pero ex tensos pasajes del segundo y séptimo Paseo podrían ser subtituladas 1 Texto publicado en De Ronsard á Bretón. Hommages á Maree! Raymond (Pa rís, Corti, 1967).
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igualmente: por qué tomé la resolución de escribir mis ensoña ciones.) ¿Es esto soñar? Podría ponerse en duda. La pura ensoñación es interna y muda, absorbida en una fascinación huidiza. Para la conciencia ensoñadora exteriorizarse supone ya salir de la ensoña ción. El débil pesar que en más de una ocasión manifiesta Rousseau por no haber anotado las ideas y las imágenes surgidas a lo largo del camino prueba precisamente que la ensoñación era lo suficiente mente absorbente como para no dejar tras de si ningún rastro ver bal2. (Lo mismo sucede con nuestros sueños, los más maravillosos de los cuales siempre se pierden para el lenguaje: hay que resignarse a elaborar un equivalente aproximado de ellos al despertar.) Conce damos, sin embargo, que existe un lenguaje soñador, que existen palabras que aparentemente se desarrollan al hilo de un sueño y co mo proferidas en sueños. ¿Es esto lo que ocurre en las Ensoña ciones? En ellas encontramos una conciencia en estado de vigilia. El lector tiene buenas razones para preguntarse si se encuentra en pre sencia de una ensoñación o de un discurso libre sobre la felicidad de soñar. Se asombrará incluso de que este discurso libre exista en for ma de escritura, puesto que se supone que representa el acto mismo en el que la conciencia afirma su inherencia a si misma: la relación de si a si misma deberia haber quedado tácita, debería haberse limi tado a la evidencia inefable del sentimiento. Escribir, aunque sólo sea para dirigirse únicamente a uno mismo, es condenarse a la exte rioridad. Es apelar a su posible lectura por un tercero y es, sobre to do, confiarse a esos signos convencionales que Rousseau (en el En sayo sobre el Origen de las Lenguas) considera como irremediable mente extraños a la verdad viva del sentimiento: cualquiera que re curra a la escritura cae en el desdichado mundo de los objetos y de los medios opacos. A primera vista, la prosa de las Ensoñaciones parece condenada a una paradójica exterioridad. Exterioridad, en primer lugar con respecto al momento de la ensoñación; una distancia fatal la separa del instante privilegiado del que habla: el éxtasis del segundo Paseo es recordado algunas semanas más tarde; la felicidad de la isla de Saint-Pierre es rememorada tras un lapso de doce años; y, más a menudo aún, Rousseau deplora el agotamiento actual de la facultad de soñar. Exterioridad, una vez más, respecto a la certeza interna y a la convicción muda. El discurso de Rousseau parece abocado a desplegarse aparte de aquello que designa como el estado más pre2 «Al querer rememorar tantas dulces ensoñaciones en vez de escribirlas volvía a caer en ellas» (Réveries. segundo Paseo, O. C., I, 1003).
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cioso. Para justificar la ensoñación, debe aceptar que ya no sea o que no sea aún la ensoñación; para proclamar la inviolabilidad de la certeza interior que se despliega fuera de la interioridad. Como con secuencia de su inevitable inadecuación, la palabra del escritor nos remite en todos los casos a un término que se sustrae, a una especie de trascendencia intima constituida por la separación temporal o por la diferencia cualitativa; ya se trate de la felicidad pasada o del sentimiento actual, la palabra cae en una región que les es extraña. La ensoñación fugitiva y la emoción profunda se hallan fuera de su alcance. Y sin embargo es esto lo que Rousseau invoca. ¿No estará Rousseau condenado a la inautenticidad por haber querido designar lo que no se deja designar? Este es el juicio sobre las Ensoñaciones que un lector severo es tarla tentado de emitir. Pero es precisamente este juicio lo que la meditación de Rousseau se esfuerza en hacer inoperante, pues ésta sostiene que escribir no es solamente un acto reflexivo, una reme moración a distancia, sino una revivificación. Escribir es revivir. Y si en principio es cierto que escribir no es soñar, todo el esfuerzo de Rousseau tiende a suprimir la diferencia entre la palabra y lo que ella expresa. Esfuerzo de naturaleza poética, incluso cuando no to ma más que rara e intermitentemente el aspecto de la prosa poética. Se produce una especie de activación mágica de la palabra con el fin de una reconquista de la esencia evasiva del pasado y de lo inefable. Rousseau recurre a todo para que la trascendencia intima y la «dis tancia interior» se anulen y se absorban en el seno de una inmanen cia recuperada. Rousseau dice que «escribe sus ensoñaciones». Creámosle. Dice que pretende «fijarlas mediante la escritura», que ha tomado la de cisión de llevar el «diario» o el «registro» de las mismas. La palabra no será la ensoñación original, sino su eco diferido. Será el doble de la ensoñación: el sueño de un sueño. No su fiel réplica, como asegu ra Rousseau en algunas ocasiones, sino una voz que, conmovida por el recuerdo de una primera ensoñación (debido a la imposibili dad de volver a encontrar la inspiración de la ensoñación primera), se deja llevar e ir a la deriva, al hilo de su reflexión descriptiva, en una segunda ensoñación. La memoria de la ensoñación se convierte asi en una ensoñación duplicada, que promete todavia infinitas re duplicaciones en las ulteriores lecturas que Rousseau proyecta hacer de ellas. «Su lectura me recordará la dulzura que experimento al escribirlas, y al hacer renacer así el pasado para mi, duplicará, por asi decirlo, mi existencia. De este modo, la reduplicación mediante la escritura habrá precedido y condicionado la reduplicación me diante la lectura...» 344
«Aplicaré el barómetro a mi alma»*45. Como tan bien ha mostra do Marcel Raymond, esto equivale a dar a entender que las va riaciones del alma ensoñadora son a la vez tan imprevisibles y están tan estrictamente sometidas a las leyes físicas del universo como las variaciones atmosféricas: se sustraen a la voluntad humana. Esto supone igualmente dar a entender que la descripción de la ensoña ción tendrá la fidelidad exacta de una medida cuyos resultados —una vez dada la graduación del instrumento— se señalan por si mismo de forma automática sin que intervenga la mano o el cálcu lo. Si el alma sufre pasivamente sus modificaciones, el barómetro es, a su vez, un aparato registrador pasivo. Pero los movimientos del barómetro no son las variaciones de la presión atmosférica: son simbólicamente proporcionales a ellas. Por lo demás, Rousseau no permanecerá fiel a su ideal barométrico: ¿cómo mantener una re lación constante entre la ensoñación primera y la ensoñación se gunda? En el curso de la ensoñación segunda las fluctuaciones de la ensoñación primera no sólo son transcritas: son interpretadas y mo dificadas. La cuarta Ensoñación, que reivindica el derecho a la fic ción (que es inocente y no puede ser equiparada a la mentira en tan to en cuanto no haga mal alguno a nuestro prójimo), tiene el valor de un indicador y de una confesión. En ella Rousseau reclama para la memoria reduplicadora el privilegio, exorbitante sin lugar a du das, de ser creadora sin dejar de ser verídica. No nos costará tra bajo aplicar a las propias Ensoñaciones lo que Rousseau nos dice de sus Confesiones: «Las escribia de memoria; esta memoria me fa llaba a menudo o no me suministraba más que recuerdos imperfec tos y yo llenaba dichas lagunas mediante detalles que imaginaba co mo complemento a dichos recuerdos, pero que nunca les eran contra rios...»4. Asi, en vez de reconocer en la distancia entre el sentimien to actual y el sentimiento pasado el signo de su diferencia irrevo cable, en lugar de ver el anuncio de un fracaso en la heterogeneidad de la escritura y de su esquivo objeto, Rousseau saca partido de un doble éxito: el pasado (explorado a partir del presente) no será traicionado, y el presente (vivificado por el recuerdo) será expresa do en su verdad. «Al entrégame al mismo tiempo al recuerdo de la impresión recibida y al sentimiento presente trazaré doblemente el estado de mi alma, a saber: en el momento en que ocurrió el aconte cimiento y en el momento en que lo describí»5. Como consecuencia del singular privilegio que le confiere (privilegio que, a nuestro en5 Réveries, primer Paseo, O. C., I, 1000-1001. 4 Réveries, cuarto Paseo, O. C., I, 1035. 5 Ebauches des Confessions, O. C., I, 1154.
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tender, es el de la «literatura», o, mejor dicho, el de la poesia) la palabra escrita, en vez de estar condenada a seguir siendo inadecua da, va a mostrarse doblemente adecuada. La conciencia se arroga asi el derecho a inventarse, sin salir nunca de su verdad. Rousseau está convencido de que la imaginación puede arrebatarse hasta el delirio sin hacerse nunca expresamente culpable de mentira. Según él, la imaginación se pone, más bien, al servicio de una veracidad multiplicada. Asi pues, leer las Ensoñaciones es introducirse en la corriente ca si continua de una ensoñación segunda. Ésta nos remite a una suce sión de acontecimientos bastantes dispares, situados de forma diver sa en el paisaje del pasado: acontecimientos que constituyen su ma terial y su apoyo. Unas veces, la ensoñación segunda se desarrolla como la superficie perfectamente lisa en la que viene a reflejarse la imagen de una ensoñación primera cuya amplitud ha alcanzado sus limites últimos (quinto Paseo); otras veces, describe en tono irónico una ensoñación interrumpida con demasiada rapidez (herborización de La Robaila y descubrimiento inesperado de una fábrica de me dias); unas veces, enumera las actividades sustitutivas que suplen el agotamiento de la ensoñación fabuladora y de la fantasía afectiva; otras veces, al evocar un acontecimiento que tuvo como consecuen cia el retraso de la redacción de las Ensoñaciones, Rousseau vuelve a trazar de forma inolvidable un éxtasis accidental, experimentado en la pasividad desfalleciente de un despertar (segundo Paseo); y, sin descanso, la ensoñación segunda vuelve a las circunstancias que le obligan a buscar fuera del mundo humano una atmósfera que le sea respirable: vuelve a trazar, con el fin de conjurarlas, las ma quinaciones de la liga universal, el gran complot que tiene como de signio apresar a Jean-Jacques. Como vemos, el trabajo de la enso ñación segunda consiste en volver a captar y en dominar elementos tan poco comensurables y tan poco homogéneos como sea posible para retomarlos, disolverlos y conducirlos en su propio flujo, al rit mo regular de un pensamiento que se desprende de los maleficios y que se asegura de su invulnerabilidad. Así pues, la función de la en soñación segunda consiste en reabsorber la multiplicidad y la discon tinuidad de la experiencia vivida, inventando un discurso unificador en cuyo seno todo llegaría a compensarse y a igualarse. A partir de ese momento, la unidad asi reconquistada puede proyectarse retros pectivamente sobre toda la existencia, hasta el punto de que para la memoria creadora el pasado se reestructura con el fin de parecerse a 346
la obra emprendida con objeto de recibir su ritmo regular, la tran quila continuidad marcada por la alternancia regular de los paseos: «Toda mi vida no ha sido sino una larga ensoñación dividida en capítulos por mis paseos de cada dia». Esta simplificación y este tránsito a la unidad sólo son posibles al precio de un esfuerzo de transmutación. Es necesario que la con ciencia transforme su entorno y horizonte transformándose a si mis ma. A decir verdad, si la ensoñación, en forma de fantasía fabula dora, es una transmutación de imágenes dirigidas por las exigencias del deseo, también puede prescindir de imágenes y desplegarse co mo una transmutación del sentimiento mediante una especie de ascesis o empobrecimiento; en una forma aún más abstracta, con el tono de la reflexión o de la meditación, partirá de la idea de la si tuación experimentada (producto ella misma de la imaginación) pa ra no hacer otra cosa que transmutar progresivamente el sentido y el valor de esta situación. En todos los casos, la transmutación sigue siendo el móvil esencial que conduce a la conciencia ensoñadora. Pero no basta con hablar de transmutación: el gusto por la me tamorfosis es el denominador común de todos los soñadores. Hay que definir de modo más preciso el carácter especifico de la ensoña ción según Rousseau: es una transmutación clarificadora. Ya tome como objeto figuras imaginarias, sentimientos o ideas, el yo siempre es su protagonista, y el trabajo psíquico de la ensoñación consiste siempre en pasar de un estado de inquietud y conflicto a un estado de límpida simplicidad. Aqui encontramos el elemento inva riable, el denominador común de las formas más diversas de la en soñación. Desde esta perspectiva, la ensoñación segunda equivale a la ensoñación primera; no le es inferior, con la salvedad de que la en soñación primera opera en caliente, en el instante presente, mientras que la segunda opera en frió, en el universo de las «segundas inten ciones», es decir, en el recuerdo o la nostalgia de las imágenes ama das, en la representación diferida de los sentimientos. Por lo demás esta distinción no es absoluta, pues la ensoñación primera, en sus éxtasis más intensos, recurre constantemente a la reflexión para to mar distancia con respecto a las etapas inferiores de la aventura mental; hay que abolir y relegar al pasado las imágenes y los senti mientos sobre los que se eleva el pensamiento para acceder a la trans parencia: hay, pues, que continuar pensando lo que fue, para gozar mejor, por contraste, del éxtasis presente. La ensoñación segunda, por el contrario, no se desarrollaría si no tuviese en su origen un sentimiento actual (de malestar, de angustia, de incertidumbre, etc.) que le incita a buscar ayuda en una realidad distante: el pasado 347
fuera del alcance, los éxtasis pasados, las delicias imposibles, el fan tasma de las emociones, el viejo proyecto de escribir. No se desarro llarla si no tuviese como meta crear aquí mismo, en las palabras que encadena, la convicción agridulce de la serenidad reconquistada.
Un largo parágrafo del primer Paseo —en el que Rousseau in tenta definir la intención que le anima— nos suministrará a la vez un ejemplo consumado de ensoñación segunda y de transmutación clarificadora. A partir de ahora todo cuanto me es exterior me es extraño. Ya no tengo en este mundo ni prójimo, ni semejantes, ni hemanos. Estoy en la tierra como en un planeta extraño en que hubiese caído desde aquel en que habitaba. Si alguna cosa reconozco a mi alrededor no son sino objetos entristecedores y desgarradores para mi corazón, y no puedo poner los ojos en lo que me afecta y me rodea sin encontrar en ello siempre algún motivo de desdén que me indigne o de dolor que me aflija. Alejemos pues de mi espíritu todos los objetos penosos de que me ocupara tan dolorosa como inútilmente. Solo para el resto de mi vida, puesto que sólo en mi encuentro consuelo, esperanza y paz, no debo ni quiero ocuparme ya más que de mi mismo. Tal es el estado en que emprendo la continuación del examen severo y sincero que llamé hace tiempo mis Confesiones. Consagro mis últimos dias a estudiarme a mi mismo y a preparar de antemano las cuentas de mi mismo que no tardaré en rendir. Entreguémosnos por completo a la dulzura de conversar con mi alma, puesto que es lo único que los hombres no me pueden arrebatar. Si a fuerza de reflexionar sobre mis senti mientos interiores consigo ponerlos en mejor orden y corregir el mal que pueda quedar en ellos, mis meditaciones no serán com pletamente inútiles, y aunque yo ya no sirva para nada en la tierra, no habré perdido completamente mi últimos días. Los ocios de mis paseos cotidianos estuvieron a menudo llenos de con templaciones encantadoras cuyo recuerdo lamento haber perdido. Fijaré por escrito aquellas que aún puedan ocurrírseme; cada oca sión en que las vuelva a tener me devolverá el goce de esos mo mentos. Olvidaré mis desgracias, mis oprobios y a mis perseguido res pensando en la recompensa que habia merecido mi corazón6. Este parágrafo reproduce abreviadamente el movimiento general del primer Paseo: éste, recordémoslo, comienza por las siguientes palabras: Heme aqui pues solo en la tierra... y concluye con la espe-* * O. c„ I. 999.
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ranza «de gozar de mi inocencia y de terminar mis dias en paz a pe sar de eilos». Por lo demás, otros parágrafos se desarrollan entre una misma constatación originaria y un mismo punto de llegada, par tiendo de la evocación de la soledad y de la denegación de justicia para desembocar en la promesa de paz interior. El curso de la enso ñación se compone de olas sucesivas, todas las cuales van en el mismo sentido y repiten casi siempre el acto mágico de la transmu tación clarificadora. La parte es, en este caso, la imagen abreviada del todo. Desde muchos puntos de vista, en el primer Paseo siguen siendo válidos los preceptos tradicionales de la retórica clásica. Ésta prescribe examinar el estado (status, stasis) de una cuestión defini da; recomienda que se considere la persona del orador, después la persona en cuestión y por fin la persona del oyente (juez, pueblo, público en general). ¿Quién soy yo para hablar de tal tema ante tal auditorio? Es la cuestión de principio que Rousseau había converti do en el preámbulo del Discurso sobre la Desigualdad. La cuestión es replanteada en esta ocasión, pero desde la perspectiva del audito rio interior que es la propia de la ensoñación. Rousseau define su si tuación y a continuación expone los motivos por los que será a la vez el autor, la persona en cuestión y el destinatario de su palabra. Pero en el camino se perfila una gradación particular: de la exte rioridad a la interioridad, de la extrañeza a la intimidad, de la opaci dad a la transparencia, del malestar a la euforia. Este largo monólo go deliberativo no anuncia un discurso orientado hacia el mundo, sino una palabra reflexiva sobre el yo y, en el acto mismo de anun ciar esta palabra sin auditorio exterior, la realiza ante nosotros que constituimos su auditorio rechazado. La primera frase del párrafo establece pausadamente la diferen cia hiperbólica entre el yo y el mundo exterior. Vuelve a desarrollar el gran tema estoico de la adiaforia, modificándolo patéticamente. El ser se circunscribe; no menciona la totalidad de los objetos exte riores más que para anularla por decreto. Pues la expresión me es extraño no expresa la pura constatación: la sucesión de atributos («...me es exterior, me es extraño») nos hace asistir a una transmu tación negativa. Es la conciencia la que, en el acto predicativo, deci de sobre el tránsito del sentido espacial (exterioridad) al sentido mo ral (ausencia del relación). Desde el sujeto (todo lo que me es exte rior) hasta el predicado (extraño), el atributo ha tomado un sentido agravado, pero sostenido por el propio verbo es y por el pronombre personal en dativo (me es) en el que se marca la subjetividad concer nida y la persistencia del poder de reflexión interpretativa. La 349
expresión adverbial a partir de ahora termina de dar a la frase su di mensión subjetiva, pero sin disipar la ambigüedad entre lo objetivo y lo subjetivo que impregna toda la frase. Aparentemente no se tra ta más que de certificar una situación irrevocable. Debido a un va lor de connotación que le viene a uno de sus usos más frecuentes, a partir de ahora implica un acto voluntario, una decisión que se apo ya en el presente y lo convierte en la linea de demarcación entre una conducta pasada y una nueva época de la existencia. La decisión no aparece en el verbo, se disimula en su modificación adverbial. De este modo, la constatación se prolonga en una vaga previsión y en una voluntad sorda, hasta el punto de que el valor objetivo de la constatación se halla debilitado y parece corresponder menos a un verdadero estado de hecho que a una operación decretada por la conciencia. Rousseau no está solo, se aísla, crea su soledad; la resig nación abrumadora suscita la situación de extrañeza. El sentimiento dispone secretamente de los hechos. De todos modos, Rousseau no se declara responsable, y ésta es la razón por la que da preferencia a las formas objetivas, en las que la situación se enuncia como si tuación que se sufre y no se quiere. Las frases siguientes explicitan esta situación de hecho. Nos en contramos con expresiones como en este mundo y en ia tierra, con toda seguridad tomadas del lenguaje de la espiritualidad y que por su significado de exilio refuerzan la idea de separación especificán dola. Asi definido según las normas de la topología religiosa, el es pacio circundante parece desplazarse progresivamente y no compor tar ya más que presencias inhumanas cargadas de hostilidad. Se pa sa de la evocación (negativa) del prójimo a la de los objetos entristecedores. La imagen del plante extraño nos propone, de paso, una expresión hiperbólica de la «dislocación» espacial. Los alrededores concretos —el horizonte terrestre— provocan el estupor. La idea de la calda («... en donde había caído») suscitan una impresión de algo repentino e irreversible. En un planeta extrafio los objetos ya no tienen el sentido familiar y reconfortante que Ies viene de un pasado vivido en común. Se ha producido una ruptura súbita. En lo sucesi vo, todo lo que proviene del exterior («lo que me afecta y me ro dea») no sólo es extraño, sino que provoca dolor. De la primera frase a la cuarta se ha pasado de un tono de resig nación a uno de queja. Conjuntamente cada frase ha tomado ma yor amplitud que la precedente. Un sufrimiento cada vez más vehe mente invade el alma, se desarrolla un crescendo y la cuarta frase culmina con las vocales agudas que estallan en affligeants y déchirants, para volver a caer con una especie de suspiro en las relativas 350
breves (de dédain qui m ‘indigne ou de douieur qui m'a/flige) que retoman y prolongan en forma de eco no sólo uno de los vocablos (affligeants, afflige) sino nuevamente las íes agudas del punto álgido del período. El alma conmovida se ha dejado llevar por un arrebato de humor sombrio. El sentimiento de pena se ha despertado, se ha henchido como inducido por la palabra resignada y por la constata ción de la soledad: Rousseau se ha enternecido con el sonido de su propia queja. Pero, una vez alcanzado este grado de desesperación, el trabajo verbal de la ensoñación clarificadora va a poder intervenir en senti do inverso. Entre la cuarta y la quinta frase se produce un cambio brusco. La sombría ensoñación da paso a un movimiento psíquico que tiene como meta restaurar la integridad de la existencia perso nal amenazada. En este sentido, el primer gesto consiste en rechazar activamente el mundo hostil. «Alejemos, por tanto, de mi espíritu todos los objetos penosos...» El imperativo señala aqui el carácter casi mágico del decreto de la voluntad. El mundo no contará para nada. Dicho con más precisión, la conciencia ejerce soberanamente uno de sus poderes fundamentales: la facultad de separar... De los dos términos en conflicto —el mundo y el yo— uno (el mundo) va a ser aniquilado por efecto del otro (el yo), que será el único que per manezca en escena. El conflicto no es más que un recuerdo. Pero el conflicto constituye la condición necesaria de la ensoñación repara dora, al igual que es el oscuro punto de partida que precisa la trans mutación clarificadora, por lo que sigue siendo evidente que persis te sordamente en el trasfondo de la perturbación conflictiva. De hecho, incluso cuando Rousseau se propone «olvidar sus desdichas» continúa mencionándolas. El proyecto de olvidar no es el verdadero olvido. Y cuando, en la frase final del primer Paseo, Rousseau hable de la paz en que terminarán sus dias, no podrá dejar de contrastar esta beatitud con los esfuerzos impotentes de sus enemi gos: «...en paz a pesar de ellos». Así pues, los «objetos penosos» no desaparecen: el esfuerzo que los aleja más que anularlos los de niega. No pierden su carga hostil sino que la agotan a distancia. Rousseau desarma su punta agresiva decretando que en los sucesivo se sitúa fuera de su alcance. La conciencia descubre que se sustrae al mundo hostil a partir del momento en que deja de ocuparse de él. En efecto, es mediante la repetición del verbo ocuparse [a) «los ob jetos penosos de que me ocuparla tan dolorosa como inútilmente»; b) «no debo, ni quiero ocuparme ya más que de mí mismo») como se marca la conversión decisiva en la que el pensamiento gira sobre el eje desde la extraversión dolorosa hasta la introversión feliz. 351
Del mismo modo en que la topología religiosa contribuía a cons tituir el sentido del espacio exterior (definido como el aquí abajo de la «tierra» y de «este mundo»), las nociones religiosas del «con suelo», de la «esperanza» y de la «paz» intervienen ahora para legi timar la atención dirigida hacia sí mismo. ¿Es necesario insistir en la desviación que opera Rousseau en su favor cuando tratada a su propio yo una fuente de gracias que el creyente sólo encuentra en Dios? ¿Es necesario igualmente subrayar el efecto de disminución que operan estos tres sustantivos yuxtapuestos en un mismo plano sintáctico? Son ellos lo que confieren a la frase de Rousseau su tranquila abundancia (que no supone redundancia); por su sentido beatífico contrastan con las otras triadas que aparecen en la segun da y en la última frase del párrafo; a) «Ya no tengo en este mundo ni prójimo, ni semejantes, ni hermanos»; b) «Olvidaré mis des dichas, mis oprobios y a mis perseguidores». Más importante aún es señalar que la triada del consuelo, de la esperanza y de la paz señalan la conciliación del alma con las tres dimensiones del tiempo: el pa sado (por el consuelo), el porvenir (por la esperanza) y el presente (en la paz) vuelven a ser habitables. Aunque en este caso la ensoñación se desarrolla dentro del estre chamiento espacial, aunque el yo se sustrae al mundo, en com pensación se otorga un libre poder de expansión temporal. En dos frases sucesivas Rousseau señala primero el deseo de continuar la empresa anterior de la autobiografía y después la espera de la próxi ma comparecencia ante el tribunal de Dios. Ocuparse de si mismo será, en primer lugar, restablecer la continuidad interna. Uno de los desplazamientos capitales operados por la transmutación clarifi cadora consiste en desgajarse del espacio hostil, en el que el ser es atacado por todas partes, y buscar refugio en una temporalidad per sonal cuyo curso puede el pensamiento remontar unas veces y des cenderlo otras sin obstáculo. A partir de este momento podrá des plegarse un nuevo espacio: un espacio temporalizado, centrado en el yo, animado y poblado por la expansión del sentimiento. Éste es el espacio del paseo... Por el momento, en el instante en que Rousseau escribe la página que leemos, la continuidad interna aún no se en cuentra restablecida efectivamente: no es más que un proyecto que se perfila en el seno de la ensoñación y que tiende a adquirir valor de realidad, del mismo modo que poco antes la imagen de la aliena ción total había cobrado dimensión de realidad para la convicción intima. Ocuparse de si mismo. La ensoñación se apodera de esta idea para desarrollarla y aclararla de diversas maneras. Por asi decir va a 352
experimentar las diversas acepciones de esa idea. En la segunda par te del párrafo, el pensamiento ensoñador va a considerar las múl tiples finalidades que puede asignarse a la conversación consigo mismo. En primer lugar, el conocimiento de sí mismo: examinarse, estudiarse. Pero el autoconocimiento está inmediatamente subordi nado a una escatología personal: ésta va a permitir establecer de un modo más fiel las cuentas exigidas por el juez supremo. ¿Se deten dría aquí la ensoñación? Rousseau va a esbozar otras intenciones. Una finalidad moral más próxima: enmendarse, corregir las propias disposiciones interiores. De todos modos, la idea de no «servir ya para nada en la tierra» desarticula casi de modo inmediato la finali dad moral. Se diría que a lo largo de su recorrido la ensoñación abandona sucesivamente los fines que acaba de asignar a su acti vidad futura. Los evoca uno tras otro para avanzar más lejos. Y es que quiere acceder a un punto que se sitúa más allá del reino de los fines y sustraerse a aquello que en todo fin subordina el ser a una instancia exterior. Ofrecerse a la mirada de Dios, o enmendarse, sig nifica seguir estando aún sometido a la exigencia de Otro, o a la exi gencia moral, que rige la acción entre los otros; y hasta el autocono cimiento, cuando es elaborado como un saber, supone la diferencia interna que separa la conciencia que conoce y el ser conocido. La ensoñación de Rousseau se esfuerza por borrar esta exterioridad y absorber esta diferencia. Conversar consigo mismo no será un me dio con vistas a un fin ulterior y lejano: será el fin supremo, la meta insuperable, y la escritura que fija la ensoñación será el soporte de este encuentro de lo mismo con lo mismo. El último término alcan zado por la transmutación clarificadora consiste en la perspectiva de un goce indefinidamente repetido por la lectura. El lector habrá observado, de paso, la gradación de los términos que señalan la progresiva iluminación del alma en el curso de esta secuencia de pensamiento: «dulzura de conversar»; «contemplaciones encanta doras»; «me devolverá su goce»... A todas luces, esta feliz oleada alcanza su cima en el momento en que la conciencia espera volverse hacia su imagen inmovilizada para reconocerse en ella. La redupli cación y repetición indefinidas que espera esta nueva lectura abren a la conciencia la posibilidad de una pura posesión de si misma, sus traída tanto a la alteración del cambio como a la agresión del mun do hostil. El trabajo psíquico de la ensoñación anuncia al mismo tiempo el reino del recuerdo reavivado y del olvido fácil; profetiza utópicamente el fin de todo trabajo, un regreso a la edad de oro personal, hecho de absoluto abandono, pasividad y relajamiento de las energías internas. Sin esfuerzo alguno disfrutará Jean-Jacques 353
de la perpetua presencia de las contemplaciones pasadas; sin esfuer zo alguno se alejará de sus desdichas, escapará a la malicia de sus perseguidores. Esta suspensión del tiempo, este presente salvaguar dado más allá de toda duración es la paz de que hablaba Rousseau unas lineas más arriba, tras haber nombrado a la esperanza (orien tada hacia el futuro) y al consuelo (con el rostro vuelto hacia el pa sado). Plenitud de la presencia interior, distancia infranqueable con respecto al mal exterior: éstos son los privilegios que espera Rous seau. No los posee aún, y ésta es la razón por la que la ensoñación se esfuerza por conquistarlos en el anhelante impulso en que se los anuncia. De hecho, ninguna de las nueve Ensoñaciones siguientes nos ofrecerá la imagen pura, fijada del natural, de una «contemplación encantadora» que haya ocurrido de imprevisto en el curso de un pa seo reciente. Ninguna de ellas se desarrolla desde el principio hasta el fin en un clima de continuada felicidad. Los instantes felices, como ráfagas de luz, se destacan siempre sobre un fondo oscuro, según el ejemplo que nos acaba de dar el primer Paseo. Parece co mo si en su primer momento la ensoñación tuviese siempre necesi dad de una confrontación con el mundo hostil y los «objetos peno sos». Rousseau lo dice muy claramente en el preámbulo del octavo paseo: Los diversos intervalos de mis cortos períodos de bienestar no me han dejado casi ningún recuerdo del modo íntimo y perma nente en que me afectaron y, por el contrario, en todas las calami dades de mi vida me sentía constantemente embargado por senti mientos tiernos, emotivos y deliciosos que, al verter un bálsamo saludable sobre las heridas de mi afligido corazón, parecían con vertir su dolor en voluptuosidad...7. Convertir el dolor en voluptuosidad: tal es, con toda seguridad, la fórmula más exacta con que se puede definir esta alquimia del de seo a que hemos dado el nombre de transmutación clarificadora. La oscuridad y el dolor constituyen su materia prima. La ensoñación no se exalta, no se acentúa y no se vuelve memorable sino a través de su contrastación con un dato opresivo del que se esfuerza por li berarse. La inestabilidad «atmosférica» que hace que las tinieblas y los claros se sucedan en el alma de Jean-Jacques no proviene sola mente de la labilidad del sentimiento y de la fragilidad de una felici dad cuya propia acuidad convierte en efímera: también proviene del 7 O. C., 1, 1074.
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hecho de que esta felicidad encuentra su alimento y sumerge sus raí ces en el suelo de un sentimiento de desdicha. Rousseau tiene necesi dad de volver a sumergirse en el dolor para elaborar activa y volup tuosamente su liberación del dolor. Ninguno de los diez Paseos aporta el testimonio de un pleno ol vido del mal y de un apaciguamiento total; sin duda, Rousseau al releerlos nunca habrá sentido el goce perfecto que había esperado. En ellos el mal hace irrupción por todas partes, a través de la ambi gua función de una inquietud que viene a ofuscar la felicidad y de un pretexto necesario para la operación de exorcismo de la ensoña ción clafiricadora. Por lo demás, obsérvese que las Ensoñaciones, que quizá sean «paseos» por el propio recorrido de su escritura, sin embargo, no son desde ningún punto de vista un acta levantada en vivo, un «diario»8 (aunque sea «informe») que rinda cuenta inme diatamente del acontecimiento del día. Aunque la interpretación, y la emoción surgida de la interpretación, ocupan actualmente el alma de Jean-Jacques en el momento de la redacción, el acontecimiento o la sensación interpretadas en raras ocasiones son los de las horas antecedentes. Pertenecen a un pasado ya lejano. El pensamiento in terpretativo de Rousseau precisa una cierta distancia con respecto a aquellos hechos cuyo sentido deduce. Lo ha repetido en innume rables ocasiones: es en la reminiscencia donde el acontecimiento se reviste de su significado (significado retocado o, incluso, libremente creado por Jean-Jacques). El acontecimiento más reciente que Rousseau menciona expresamente en una de sus Ensoñaciones es la lectura del Elogio de Mme. Ceoffrin, acaecida tres dias antes de la redacción del noveno Paseo. Entre tanto, Rousseau ha puesto en or den todos los detalles de la circunstancia y los ha sometido a su exégesis... La única ocasión en que Rousseau dice con precisión hoy es al comienzo de la décima Ensoñación, para situar exactamente la fecha de la redacción de la misma con respecto al acontecimiento capital acaecido cincuenta años antes: el encuentro con Mme. de Warens. La última Ensoñación se alimenta del recuerdo de la entre vista milagrosa con que concluyó la huida de Ginebra, paseo inau gural de la existencia de Jean-Jacques. La distancia entre el hecho vivido y su eco mediativo es extrema. Asi pues, la página que acabamos de leer anuncia un proyecto que sólo será realizado de manera imperfecta. La suspensión del tiempo, la existencia duplicada en su reflejo intemporal, la felicidad fijada en la imagen escrita de la felicidad: tales son los postulados 8 Primer Paseo, O. C.. I, 1000.
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del deseo, las metas que la ensoñación proyecta más allá de la con fusión y de la imperfección del momento presente y que ella nunca termina de querer alcanzar. Es significativo que el estado supremo «en que el tiempo no sea nada» para el alma sea evocado en la quinta Ensoñación por un hombre situado en un tiempo opresivo y que se vuelve nostálgicamente hacia su pasado. Utiliza el imperfecto y el pretérito perfecto: «Tal es el estado en que me he encontra do»... En el momento en que escribe esta frase el autor de las Enso ñaciones se encuentra respecto al contemporáneo estático de la isla de Saint-Pierre en la misma relación de deseo y separación que Orfeo mirando tras de si para ver a Eurídice que le sigue y que desapa rece para siempre. Posiblemente estas observaciones habrán contribuido a definir el trayecto de la transmutación clarificadora. A partir de su fondo sombrío, hecho de angustia y de agresividad desgraciada, la enso ñación produce y despliega simultáneamente la cadena de los razo namientos, de las imágenes y de los sentimientos, pero para anular todos los razonamientos, todas las imágenes y todos los sentimien tos a excepción de uno: el sentimiento de una presencia inalterable y límpida. Sentimiento de la existencia, gran Ser, perfecta suficiencia del yo... Desde luego, en su significado más estricto estas nociones no son equivalentes: pero si Rousseau puede hacer de ellas términos in tercambiables es porque todas ellas designan el punto en que cesa el movimiento de la transmutación. Todas ellas designan lo que no transmuta: lo que a partir de entonces no puede modificarse en el curso del devenir o en el trabajo del pensamiento; lo que, en la pro fundidad de la conciencia o en lo más secreto del mundo, es a la vez la fuente de todo poder y lo que subsiste tras la abdicación de todo poder. Asi como en Rousseau la reflexión se esfuerza por superar el desdoblamiento reflexivo y por alcanzar un lugar último en el que la conciencia se posee y se abandona en el seno de la inmediatez no reflexiva, así también la transmutación clarificadora desarrolla esas metáforas con objeto de llegar a lo inmutable, cuyo deseo la orienta y la anima. Pero «todo está en un flujo continuo en la tierra». Ape lar con tanta insistencia a la paz, la transparencia y el reposo equivale a consagrar al ser al infinito esfuerzo de la pacificación, al incansable movimiento hacia el imposible no-movimiento: la pasión de lo inmutable exige que se vuelva a empezar de nuevo perpetua mente la ensoñación. 356
SOBRE LA ENFERMEDAD DE ROUSSEAU1
Había nacido casi moribundo y tenian pocas esperanzas de que viviese. Traje conmigo el germen de una incomodidad que los años han reforzado y que ahora no me concede descanso en algu nas ocasiones más que para dejarme sufrir más cruelmente de otro modo. Una hermana de mi padre, mujer amable y sensata, tuvo tamo cuidado de mi que me salvó12*. Pero el autor del Emilio muestra menos solicitud hacia los niños débiles: Aquel que se hace cargo de un alumno enfermo y valetudina rio cambia su función de preceptor por la de enfermo; pierde en cuidar una vida inútil el tiempo que destinaba a aumentar su va lor... No me haría cargo de un niño enfermizo y cacoquímico aunque hubiese de vivir ochenta años2. En el segundo Discurso la rudeza con respecto a los débiles es idéntica: al enunciar las grandes normas del estado de naturaleza, Rousseau nos dice sin la menor sombra de remordimiento que la «naturaleza se comporta» con los niños «como la ley de Esparta con los hijos de los ciudadanos; hace fuertes y robustos a aquellos que están bien constituidos y hace perecer a todos los demás»4. La oposición entre estos textos es sorprendente. Rousseau nos habla unas veces como un enfermo de nacimiento y otras como el 1 Texto publicado en el n.° 28 (1962) de Yate French Studies. 2 Confessions, lib. I, O. C„ I, 7-8. 2 Émile, I, O. C., IV, 268. 4 Discours sur l'lnégatilé, O. C., III, 135.
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apóstol de una selección natural implacable. En el primer caso sólo vive de milagro y toda su existencia no es más que un precario apla zamiento de la muerte. En el segundo acepta con tranquila indife rencia (o más bien con una especie de admiración aprobatoria) ver cómo se sacrifica a los enfermos como si ignorase que él mismo se habría encontrado entre el número de las victimas. Pero a fuerza de simetria, estos dos aspectos antitéticos de Rousseau terminan por ordenarse en el ámbito de un solo y único problema vivido: es la doble expresión de un único tormento. Re curriendo por comodidad al lenguaje del psicoanálisis hablaríamos de estructura sadomasoquista: la queja dolorida del enfermo se in vierte, según una perfecta complementariedad, y se convierte en fría y cruel severidad hacia los menos aptos. El desprecio por la debili dad se convierte en una razón suplementaria para deplorar una exis tencia marcada desde su origen por la enfermedad. Pero si bien hay en Rousseau una evidente satisfacción de sentirse y proclamarse sufriente, no es menos sincero cuando se convierte en el anunciador de una salud absoluta (al precio de la supresión de los débiles). De jando aparte incluso el turbio goce que Rousseau pudiese experi mentar en ser herido o en ser hiriente, podemos admitir que su fra gilidad fisica le incitaba a imaginar una salud ideal que estuviese a la medida misma de la carencia padecida. He aquí un hombre que, viviendo en el perpetuo temor de la recaída, no pudo prescindir mucho tiempo de las sondas; en la mayoría de las ocasiones su ama fue para él una enfermera; hecha esta experiencia, terminó por des pedir a todos los médicos, pero su rechazo definitivo de la medicina no es más que la imagen invertida del ansioso apresuramiento con que antes buscaba el socorro de los hombres del oficio (piénsese tan sólo en el viaje de Montpellier): ¿cómo no habría formulado para sí mismo el anhelo de una plenitud intacta? ¿Cómo no habría de so ñar con un estado sencillo en el que las fuerzas espontáneas del hombre y las de la naturaleza circundante, cómplices y milagrosa mente conciliadas, hubiesen bastado para mantener el cuerpo bien dispuesto, sin que el goce de la salud se viera alterado por la preocu pación de conservarla y la conciencia de su precariedad? Que por si mismo, sin ningún paliativo tomado del arte, el organismo asegura se su conservación y el simple placer de existir, esto constituía para Rousseau algo lo suficientemente raro como para que figurase entre los privilegios irrecuperables del estado de naturaleza: un aspecto de ese tosco pero verdeante paraiso perdido en el que el ser ignora el temor a la muerte, porque aún no se ha entregado al vértigo de la reflexión. Desde el momento en que el hombre superó esta felicidad 358
animal y renegó de esta despreocupación estúpida supo prevci, se previno a sí mismo muriendo y la muerte se introdujo en su con ciencia para no abandonarla más. Al mismo tiempo aprendimos a imaginar, pero al querer satisfacer nuestras necesidades imaginarias perdimos el equilibrio primitivo: todas las necesidades artificiales son fuente de enfermedad. Y asi es como lo imaginario, que podría no ser más que una inocente anticipación de la vida, se convierte de hecho en una anticipación de la muerte... Vivir como el animal, en el instante y en la discontinuidad de los instantes sucesivos, es habitar la salud esencial, es ignorar en bloque la inquietud del amor-propio, la inquietud de la mirada de los de más, la inquietud del trabajo y de la acumulación para el dia si guiente; en una palabra, toda la superfluidad de la que se compone a la larga la conciencia de nuestro destino mortal. No se ha señala do suficientemente que es en nombre de una exigencia de salud co mo Rousseau pronuncia la famosa condena de la reflexión: Si la naturaleza nos ha destinado a estar sanos, casi me atrevo a afirmar que el estado reflexivo es un estado antinatural y que el hombre que medita es un animal depravado.
¿Qué es lo que cree demostrar? Creo que pretende menos emitir una condena contra la reflexión (poder ambiguo al que convierte en otro lugar en uno de los garantes de la espiritualidad del alma) que hacer valer las posibilidades vitales del hombre natural, incapaz aún de ejercer su razón. Puesto que, al mismo tiempo que sus benefi cios, la reflexión y la imaginación nos hacen sentir sus propiedades tóxicas, no existe razón alguna para temer su ausencia. El hombre de la naturaleza no carece de nada. Por muy desprovisto de técnica e instrumentos que se encuentre, puede subsistir indolentemente en un justo equilibrio en el que la conciencia no se desgaja de la volup tuosidad del sueño más que el tiempo de desear y recoger inmedia tamente los frutos ofrecidos abundantemente por el bosque primiti vo. A este deseo que no conoce el exceso corresponde un bienestar que nada altera. Ningún poder moral, ninguna vergüenza refrena la espontaneidad del deseo; pero, a su vez, el deseo no excede los lími tes compatibles con la permanencia de una felicidad siempre re novada. Felicidad limitada y que hubiese podido ser eterna si el hombre no hubiese sobrepasado sus limites. Al igual que la salud primitiva no tiene de si más que una conciencia oscura y confusa, carece de historia. El hombre de la naturaleza permaneció idéntico durante millares de años, hasta que las «circunstancias» vinieran a 359
provocar a la dormida perfectibilidad. Entonces comienza la aven tura de la reflexión, de la imaginación y del trabajo humano; la his toria es un estado de enfermedad. ¿Pero cómo curarse de la histo ria? En todo caso no será rechazando la historia. La respuesta se encuentra en el Emilio y en el Contrato Social, obras en las que el hombre (individuo o comunidad) está destinado a un porvenir regi do por el arte.
En el mito que se ha construido alrededor de la persona de Rous seau, los elementos que acabamos de evocar han intervenido con toda seguridad de manera determinante. La conciencia colectiva en Occidente, y en otros lugares, rodea de un singular respeto a la fi gura del curandero sufriente. La imagen de Cristo, que>el libro de P. M. Masson nos recuerda fue evocada a menudo a propósito de Rousseau (lector de la Imitación)5, no es a este respecto más que una de las múltiples expresiones de un arquetipo universal. Una hu manidad atormentada por la angustia y la enfermedad desea que la palabra saludable y el mensaje liberador les sean dirigidos por un hombre a quien el dolor ha estigmatizado y separado. Un poderoso carisma se encuentra unido a la separación extrema, y la profun didad del sufrimiento favorece esta consagración. Es uno de los aspectos de Dionisos; y esto es posiblemente lo que en Rousseau sedujo a Hólderlin, poeta de Dionisos. En el fondo del mito del cu randero sufriente se encuentra la convicción de que la separación más dolorosa constituye el precio que se paga por conquistar la pre sencia más poderosa, la proximidad eficaz. Como es sabido, los chamanes no se convierten en curanderos más que después de haber atravesado en soledad la enfermedad-iniciación que a veces dura años. El sorprendente prestigio conquistado por Mary Baker Eddy proviene en gran medida de la prueba previa de la parálisis. Pero hay innumerables ejemplos... Nadie podría tener la desfachatez de pretender que Rousseau haya tratado de imponer esta imagen de si mismo conscientemente. Esta forma de prestigio no se calcula; se construye a través de una especie de ciega connivencia' con las ex pectativas del público. Una vaga esperanza anónima, vivida en el denso tejido de la experiencia colectiva, experimentada como la es peranza de los demás y a la vez como una llamada personal, obse siona con antelación a aquel que poco a poco le dará respuesta en5 P. M. Masson, La Religión de J.-J. Rousseau (Parts, Hachette, 1913, 3 vol.).
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carnando de forma cada vez más visible y más clara el modelo ideal del salvador estigmatizado6. En todo caso es seguro que Rousseau fue visto y querido como un hombre de dolores por una gran parte de sus admiradores. Desde el fondo de su debilidad y de sus falleci mientos es aquel que anuncia, a la vez, el castigo de una sociedad culpable y la «curación de las enfermedades»; todo lo que viene a golpear su carne se transforma en una extraña y radiante soberanía; y, a la inversa, como en el éxtasis del camino de Vincennes, las in tuiciones intelectuales más brillantes le imponen al cuerpo una som bría derrota, entre lágrimas, inquietud y estupefacción.
Pero el historiador quiere saber más sobre la enfermedad de Rousseau. Empresa arriesgada, que sólo tiene sentido si nos resig namos con antelación a la posibilidad del fracaso o de la incerti dumbre. Si pretendemos que los documentos nos contesten con un sí o un no, conseguiremos que digan lo que nosotros queramos y no habremos avanzado casi nada. Confieso que no me gusta nada la curiosidad que tan a menudo se profesa hacia las enfermedades de los hombres ilustres. Eran hombres, tenían un cuerpo y murieron: motivo por el cual pertene cen al común de los mortales. Quizá sólo quisieron ser arte y pa labra, disimularse tras la obra perfecta. Vana pretensión: bien les alcanzó la muerte. Siempre nos está permitido considerarlos desde el punto de vista de la muerte, y esto es lo que hacemos al escrutar sus males: sus dientes se cariaban, digerían mal, tosían, la espiro queta les corrompía. La posteridad toma la revancha solapadamen te, vuelve a encontrarse con la obscena presencia de la viscera y es tudia estas miserias. Ya se ha admirado bastante, ya se ha echado bastante incienso, hay que comprender, dicen hombres circunspectos protegidos tras sus batas. Y os ponen esos cadáveres sobre la mesa de operaciones para hacer la autopsia, como si se dispusiesen a des cubrir en algún parénquima dañado la causa secreta de obras que fueron realizadas un día por hombres vivos y libres. Algunos «patógrafos» cayeron en esta ingenuidad: para ellos Baudelaire se explica por la sífilis, Chopin por la tuberculosis, el Greco por el astigmatis 6 La actitud se encuentra ya claramente trazada en la carta al pastor Jean Perdriau del 28 de noviembre de 17S4: «Si el desinterés de un corazón que no se preocu pa ni por la gloría, ni por la fortuna, y ni siquiera por la vida puede hacerle digno de anunciar la verdad, me atrevo a creerme llamado a esta sublime vocación», Correspondance genérale, DP, 11, 135; L, 111, 59.
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mo. Admirable nivelación. Nos viene a la mente de la forma más natural una pregunta: ¿por qué no tienen genio todos los enfermos? El artista deja siempre unos despojos; pero no llegaremos nunca hasta su arte a través de sus restos.
¡Cuántas controversias en torno a la enfermedad de Rousseau! Y es que no se trata únicamente del amor propio que se pone en juego al formular un diagnóstico retrospectivo. Casualmente, según la importancia que se conceda a este diagnóstico, se modifica una pieza capital del sumario del proceso permanente que la historia ins truye contra Jean-Jacques. Si, como repitieron hasta la saciedad los autores bíen-pensantes de finales del siglo XIX, es cierto que Rous seau es un «degenerado», que lleva consigo el estigma congénito de la «constitución neuropática», o incluso de la insania moral, enton ces el asunto queda claro: queda desacreditada toda su persona, es un «genio mórbido», su obra se encuentra viciada de principio a fin, corrompida en su propia fuente. Se admite su interés en cuanto sintoma, pero es indigna de ser escuchada y seguida. Esto deja en buen lugar a Robespierre quien habia apelado a Rousseau... He aquí el otro alegato: la enfermedad no ocupa en él esta posición central y primordial: es una herida sobreañadida, una sombra acci dental, una calamidad venida desde el exterior. Se nos invita en tonces a separar los papeles que corresponden respectivamente al Rousseau auténtico y a otro hombre a quien la uremia progresiva trastorna y ensombrece. El escritor admirable, el reformador social y el pedagogo, éste es el verdadero Rousseau; el perseguido, el obse sionado, es el que sufre la infección urinaria, el que es intoxicado por la nefritis ascendente; las locuras de su juventud no son más que las consecuencias psicológicas de una malformación uretral; ciertamente, en ciertos momentos de la vida de Rousseau se da el delirio, pero él no es responsable de dicho delirio. Diagnóstico: deli rio tóxico de forma interpretativa. Para el doctor S. Elosu7, esto constituye una certeza absoluta. La hipótesis fue acogida apresura damente por todos aquellos que deseaban disculpar a Rousseau. La preocupación de pleitear falsea completamente las cosas. ¿Es necesario que tras examen médico se tenga necesariamente que zan jar la cuestión: culpable o no culpable? Por supuesto el propio Rousseau intentó imponernos esta alternativa. Fue él quien recurrió 7 S. Elosu, La Maladie de Rousseau (París, Fischbacher, 1929).
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al veredicto de un tribunal póstumo. Y los médicos de buena volun tad se sienten embargados por una grave alegría ante la idea de re presentar el papel de experto ante un tribunal. Si existe pasión en este asunto fue el propio encausado quien marcó la tónica. Aún a riesgo de ser infiel a Rousseau, más vale escapar de esta trampa. Los diagnósticos opuestos que acabamos de evocar pecan, tanto uno como otro, de un error fundamental: le confieren a la enferme dad una esencia masiva, hacen de ella un ser independiente. Sólo es tán en desacuerdo con respecto al lugar que hay que asignarle. Unos la ven en el centro de la personalidad, como una alteración central, los otros la consideran como algo radicalmente extraño que se ha bría sobreañadido al igual que un parásito que el organismo debe soportar contra su voluntad. Esto supone olvidar que el nombre de la enfermedad no es más que un ser de razón y que la única realidad concreta es el comportamiento del hombre enfermo. Se cree formu lar un veredicto científico y no se hace más que recubrir con un con cepto gnoseológico «moderno» una realidad confusa que elude toda definición de este tipo. En este caso lo «moderno» es lo más ines table que existe. Véase la lista bastante grotesca de los diagnósticos que pretendieron pronunciar el veredicto inapelable sobre el caso Rousseau tanto en lo que concierne a sus perturbaciones urinarias como a su «estado mental»: antes de morir, Rousseau se defendía contra la imputación de melancolía en el sentido médico del térmi no89; se creyó acertar más al hablar de lipemanía o de monomanía triste’; en cuanto que estuvieran de moda los términos de neurosis y de degeneración le fueron aplicados a Rousseau101; después vinieron las nociones de delirio de interpretación y de paranoia"; Pierre Janet ve en Rousseau un psicasténico ejemplarl2; cuando la clínica se complazca en abigarrar sus diagnósticos se oirá hablar de «neuras tenia espasmódica obsesiva, arteriesclerosis y atrofia cerebral pro * «Me suponéis desgraciado y consumido por la melancolía. ¡Oh, Señor, cuánto os equivocáis! Era en París donde estaba asi; era en París donde una bilis negra de voraba mi corazón...», primera carta a Malesherbes, O. C., I, 1131. 9 E. Esquirol, Des Maladies Mentales, Bruselas, 1838, 2 vol.. t. I, p. 212. El diagnóstico de melancolía se le aplica al mismo tiempo a Mahoma, Lulero, el Taso, Catón, Pascal, Chatterton, Alfieri y Gilbert. Se encuentra ya a Pascal en la galería de los melancólicos de Pinel. 10 C. Lombroso, L ’Homme de génie, trad. fr., París, 1889. 11 P. J. MObius, Rousseaus Krankheitsgeschiehte, Leipzig, 1889. El autor especi fica: se trata de la forma combinatoria del delirio de interpretación. Ésta es, igual mente, la opinión del doctor Chatelain, La fo lie de J.-J. Rousseau, Neuchátel, 1980. Rousseau ilustrará la «variedad resignada del delirio de interpretación», en el libro de P. SErieux y J. J. Capgras, Les folies raisonnanles. Le délire d ’interpretalion. París, 1909. Nosotros mismos habíamos recurrido a la noción de paranoia en la presente edición de este libro. 12 Pierre Janet, De 1‘angoisse á l ’extase, París, 1928, 2 vol., passim.
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gresiva con un fondo de neuroartritismo1314; el concepto de es quizofrenia era lo suficientemente vago y propicio como para que se pretendiese incluir dentro de él los sintomas de Jean-Jacques u; para el psicoanalista René Laforgue, Rousseau se caracteriza por su homosexualidad latente, con obsesiones y reacciones histeriformes15; se incriminará a la intoxicación urémica y Mme. Elosu —como vi mos—, se quedará en el diagnóstico de delirio tóxico con forma interpretativa16; expertos más recientes se inclinan por el «delirio sensitivo de relación» tal como fue definido por E. Kretschmer1718. ¿Y la enfermedad urinaria? Son muchos quienes creen en la reali dad orgánica del estrechamiento, causa de retención. Sería necesario saber aún dónde situar la malformación. ¿Se trata de una fuerte fimosis? ¿De un estrechamiento de la uretra prostática? ¿De una mal formación valvular a la altura del orificio vesical de la uretra? Para Poncet y Leriche, cuya comunicación '* sirve de base al libro de S. Elosu, «el estrechamiento debia encontrarse a la altura de la re gión bulbo-membranosa, que es uno de los lugares predilectos de este vicio de conformación». Y otras tantas posibilidades que los textos dejan entrever, pero que escapan a toda verificación. Los co mentadores más aventurados llegan hasta a afirmar que Rousseau tenía hipospadias19: ninguno de los cinco hijos que hizo depositar en la asistencia pública eran de él, y posiblemente Teresa simuló sus embarazos únicamente con el fin de atraerse mejor a JeanJacques... Pero la tesis del espasmo funcional no carece de defen sores; ya en el siglo xvin se sospechó que en Rousseau las per turbaciones en la micción eran puramente «nerviosas»: neuropatía urinaria dirá Régis; en cuanto a los psiquiatras que adoptan la tesis de la paranoia, las quejas de Rousseau les revelan en lo esencial la fase hipocondriaca que precede generalmente a la aparición de la manía persecutoria: en efecto, desde el momento en que adquieren preponderancia las ideas delirantes, en que se convierte en obsesiva la convicción del complot, se oye hablar menos de micciones difíci les y de sondas repetidas20. 13 E . Rég is , «Elude médicale sur J.-J. Rousseau», Chronique mídicale, 1900, números 1, 2, 3, 5, 7, 12. 13. 14 V. Demole, «Analyse psychiatrique des Confessions de J.-J. Rousseau», Schweizer Archiv fü r Neurologie und Psychiatrie, II, 2, pp. 270-304, Zürich, 1918. 15 R. Laforgue , «Étude sur J.-J. Rousseau», Revue Frangaise de Psychoanalyse, noviembre de 1927. Retomado en Psychopathologie de l ’échec, París, 1944. 16 S. Elosu, La maladie de Rousseau, París, 1929. 17 E. Kretschmer, Der sensilive Beziehungswahn, Berlín, 1918. 18 A. Poncet y R. Leriche, «La maladie de Jean-Jacques Rousseau», Bulletin de l’Académie de Médecine (sesión del 31 de diciembre de 1907). 19 F. Mac Donald, La Légende de J.-J. Rousseau, París, 1909. 20 En última instancia, la oscilación psicosomática desemboca en el delirio.
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Tantas opiniones y diagnósticos diversos podrían muy bien ins truirnos sobre la evolución de las ideas médicas desde 1800 a 1970; por el contrario, nuestro conocimiento sobre Rousseau casi no pro gresa gracias a ellos. Como era de esperar, vemos a los partidarios de la somatogénesis oponerse a los defensores de la psicogénesis: se ve como multiplican las concesiones y acercan sus puntos de vista a fin de salir al paso de la objeciones inevitables. Las perturbaciones urinarias tienen su origen en una malformación, dicen unos, pero no excluyamos una fuerte «sobrecarga cortical»; son de origen psí quico, replican los otros, pero un hombre que se sonda cotidiana mente, aun en el caso de que no tenga ninguna lesión orgánica, ter mina por infectar sus vias urinarias...
Volvamos a los textos. Pero no para intentar formular un diag nóstico más feliz. No tendremos más éxito que tantos médicos exce lentes. Lo que hay que comenzar por admitir es que el expediente médico de Rousseau, por rico que pueda ser, no contiene nada más que las declaraciones del paciente. Toda verificación nos está veda da. El mejor «olfato clínico» no vale nada cuando el recurso a los hechos es imposible: sobre los contumaces no se puede construir más que hipótesis. ¿Pero qué podemos hacer? En primer lugar preguntarnos qué fue la enfermedad para la propia conciencia de Rousseau. No basta con conocer con precisión las enfermedades que sufrió un hombre. Lo importante es saber cómo las soportó, si convivía bien o mal con el sufrimiento, si se complació en él o si pretendió ignorarlo. A falta de un diagnóstico exacto, siempre nos podemos preguntar cómo vi vió Rousseau su enfermedad, cómo influyó ésta en su existencia y en su escritura. He aquí una primera constatación: por lo que a su estado men tal se refiere le encontramos prácticamente anosognósico: apenas si se le ve en alguna ocasión, al comienzo de su evolución «perse guida», volver sobre alguna de sus ideas delirantes y acusar a su imaginación alarmada. En lo esencial, el Rousseau de los últimos años manifiesta las convicciones más aberrantes sin sospechar ni por un solo instante su carácter patológico. El caso es completa mente distinto en cuanto a su enfermedad urémica: es un mal minu ciosamente observado, descrito numerosas veces, exhibido al primer llegado y casi mimado. ¿De dónde proviene tanta atención prestada al mal, y sobre todo, tanto apresuramiento en dárnoslo a conocer? 365
Después de todo, otros sufrieron los mismos tormentos disimulán dolos: la uretra de Boileau se encontraba ciertamente más afectada que la de Rousseau; un testimonio indirecto nos lo hace saber: pero ni una sola palabra en la obra misma. Por su parte, Rousseau se narra. ¿Por qué? ¿Por un capricho exhibicionista? ¿Para imitar a Montaigne que no nos ocultó nada sobre sus cálculos? El prece dente literario probablemente no carece de importancia. No obstan te, no es más que un motivo bastante superficial. He aquí algo que parece mejor fundado: al confesar bruscamente sus miserias más ín timas, Jean-Jacques ofrece pruebas de su sinceridad. Si tiene la cí nica valentia de descubrir asi sus llagas, si cuenta crudamente sus locuras y sus malas acciones (la cinta robada, sus gustos masoquistas, los hijos abandonados), entonces no tenemos ningún motivo para sospechar de él en cuanto a los detalles menos comprometedo res: con mayor razón podemos confiar en él cuando nos habla de sus inteciones siempre puras y de sus sentimientos benévolos y tier nos. Las confesiones difíciles dan la medida de la veracidad de todo lo demás. ¿Si hubiese tenido otros «crímenes» u otros motivos de vergüenza sobre su conciencia qué pudor o qué hipocresía le hubie sen retenido? Lleva tan lejos la indecencia que se puede estar seguro de que se ha pintado por entero, intus et in cute. Ahora bien, es de esto de lo que quiere convencernos: las Confesiones son el alegato de un hombre acorralado que siente, con razón y sin ella, que pesan sobre él acusaciones terribles. La obra debe restablecer para la pos teridad la imagen del verdadero Jean-Jacques, momentáneamente suplantada por la imagen monstruosa que los hombres del complot intentan imponer al universo entero. ¿Qué dicen los acusadores? Remitámonos al libelo anónimo que Voltaire hizo circular contra Rousseau, al Parecer de los Ciuda danos: Reconocemos con dolor y enrojeciendo que es un hombre que lleva todavía las marcas funestas de sus desenfrenos, y que disfra zado de saltimbanqui arrastra tras de si de Pueblo en Pueblo y de Montaña en Montaña a la desgraciada cuya madre hizo morir y cuyos hijos abandonó a la puerta de un hospital...
Como se ve, la calumnia y la denuncia son perfectamente reales; sólo que la imaginación de Rousseau las amplificará hasta conver tirlas en un clamor universal dirigido contra él. Ante esto, una sola respuesta: revelar en sus más mínimos detalles la naturaleza exacta de su enfermedad, la razón por la que lleva a todas partes su provi 366
sión de sondas, los motivos por los cuales tuvo que volver a vestirse con el traje de armenio. Rousseau hace publicar a su editor de París el panfleto injurioso (que atribuye erróneamente al pastor Jacob Vernes de Ginebra), añadiéndole notas de rectificación: Quiero hacer con sencillez la declaración que parece exigir de mi este articulo. Nunca mancilló mi cuerpo ninguna enfermedad de aquellas de las que habla aquí el Autor, ni pequeña ni grande. La que me aqueja no tiene la menor relación con eso; nació con migo, como saben las personas que cuidaron de mí cuando era niño y que aún viven. Esta enfermedad es conocida por los seño res Malouin, Morand, Thyerri, Daran y el hermano Come; les ruego que me desmientan si se encuentra en ella la menor señal de desen freno.
Ya en su testamento de 1763, escrito con anterioridad al Parecer de los Ciudadanos, Rousseau habia tenido cuidado de rechazar con numerosos detalles, la imputación de enfermedad venérea. Merece la pena citar extensos fragmentos de este singular docu mento: La extraña enfermedad que me consume desde hace treinta años y que según todas las apariencias terminará con mis dias es tan diferente de todas las demás enfermedades de la misma clase y con las que los médicos y cirujanos la han confundido siempre que creo que es de interés para la utilidad pública que sea exami nada tras mi muerte en el lugar mismo donde se asienta. Éste es el motivo por el que deseo que mi cuerpo sea abierto por personas hábiles si es posible y que se observe cuidadosamente el estado del foco de la enfermedad cuya nota adjunto aquí para información de los cirujanos. Las partes enfermas deben estar afectadas de modo muy extraordinario puesto que desde hace veinte años todo lo que hicieron los más hábiles y sabios especialistas para aliviar mis males no hizo más que irritarlos constantemente. Por añadi dura, declaro no haber tenido nunca ninguna de las enfermedades que a menudo dan lugar a las de esta especie, por lo que no puedo felicitarme más que de mi buena suerte; esto que aquí afirmo es cierto e insisto en esta afirmación porque algunos médicos y ciru janos se negaron a creerme sobre este punto y no tuvieron razón. Conviene que no busquen la causa del mal allí donde no se en cuentra... Hace veinte años me atormenta una retención de orina de la que incluso tuve accesos desde mi infancia y que atribuí du rante tiempo a la piedra. Al no haberme podido sondar nunca ni21 21 Correspondance génératek DP, XII, 366 y ss.
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M. Morand ni los más hábiles cirujanos, permanecí en la incerti dumbre sobre la causa de esto, hasta que por fin el hermano Come consiguió introducir una algalia muy fina con que se aseguró de que no habla ninguna piedra.
(Interrumpamos por un instante nuestra lectura: el lector se dará cuenta de que si bien la mayoría de los médicos no consiguen llevar la sonda hasta la vejiga, por su parte tampoco las autosondas de Rousseau debieron ser completas nunca.) Mis retenciones nunca son ataques como las de aquellos que tienen la piedra, los cuales orinan colmadamente o bien no orinan en modo alguno. Mi mal es un estado habitual. Nunca orino col madamente y tampoco la orina desaparece nunca por completo, sino que su curso se encuentra solamente más o menos entorpercido sin ser nunca totalmente libre, de manera que siento una inquietud y una necesidad casi continua que nunca puedo satisfa cer bien. Observo, sin embargo, en tales desigualdades un progre so constante mediante el cual el chorro de la orina disminuye de año en año, lo que me hace pensar que tarde o temprano termina rá por desaparecer por completo. Me pareció que el obstáculo... se internaba cada vez más en la vejiga de manera que fue necesario emplear de año en año cande lillas más largas y al no encontrar en los últimos tiempos unas que lo fuesen suficientemente he intentado alargarlas. Los baños, los diuréticos, todo lo que aporta ordinariamente alivio a esta clase de males nunca hizo más que aumentar los míos y nunca la sangría me procuró el menor alivio. Sobre mi mal, los médicos y cirujanos nunca hicieron más que razonamientos vagos, mediante los cuales intentaban mucho más consolarme que ins truirme; a falta de saber curar el cuerpo han querido inmiscuirse en curar el espíritu. Sus cuidados no fueron más provechosos para el uno que para el otro; he vivido mucho más tranquilo desde que he prescindido de ellos. El hermano Come dice haber hallado la próstata muy gruesa y muy dura y como cirrosa; es, por lo tanto, ahi donde hay que diri gir sus observaciones. El foco del mal se encuentra ciertamente en la próstata o en el cuello de la vejiga o en el canal de la uretra y probablemente en los tres. Es ahi donde al examinar el estado de dichas partes se podrá encontrar la causa del mal. No hay que buscar esta causa el efecto de alguna antigua enfermedad venérea. Pues declaro no haber tenido nunca enfer medad alguna de este tipo. Se lo dije a los especialistas que me cuidaron. Pensé que muchos de ellos no me creían. Se equivo caron22. “
O. C.,
I. 1223-1225.
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Rousseau quiere ser una excepción en todo. Su enfermedad es sin par, como su carácter, como su destino. La naturaleza ha roto el molde. Pero que no se vaya a insinuar, sobre todo, que es un disolu to: ante esta acusación, que le obsesiona visiblemente, responderá ha ciendo en las Confesiones la relación minuciosa de sus amores y de sus aventuras: se verá que casi no puede alardear de sus conquistas. Mientras que otros autores de memorias se jactan de sus victorias. Rousseau se ocupa más bien de la defensa y de la ilustración de su ti midez. Al narrar sin vergüenza sus prácticas autoeróticas y sus fra casos con las mujeres (su extraño comportamiento en Venecia con la encantadora Zulietta), demuestra que nunca corrió el riesgo de la impureza. Si en una sola ocasión se acercó a otra cortesana con más éxito, inmediatamente se cree contaminado y corre a consultar al ci rujano quien le tranquiliza declarándole que se encuentra «confor mado de un modo particular que impide que pueda ser contagiado fácilmente»23. El defecto congénito que se singulariza y le condena a largos sufrimientos le ayuda a rechazar las acusaciones infaman tes. Contra aquellos que le declaran «podrido por la sífilis», Rous seau convierte a su enfermedad en un aliado. El mentis que opone a sus enemigos llega hasta un secreto consentimiento con la impoten cia y la enfermedad. Pero hay más. No se le acusa solamente de ser sifilítico; tiene el convencimiento (véanse los Diálogos) de que se le describe por to das partes como un sátiro que viola a las mujeres que caen en su po der; está persuadido de que le reprochan una virilidad agresiva y brutal. Por violenta que haya sido la animosidad de los adversarios de Rousseau, esta acusación nunca fue formulada contra él: se la inventa completamente para refutarla larga y concienzudamente. Pienso que de esta forma pone al descubierto la angustia que, para él, se encuentra unida a todas las manifestaciones de la satisfacción sexual directa. ¿De dónde le viene esta angustia? Sin duda, data de su infancia ginebrina: antes de cualquier otra cosa le enseñaron que el amor físico es una cosa repugnante: No solamente hasta mi adolescencia nunca tuve ninguna idea precisa de la unión de los sexos, sino que esta idea confusa nunca se me presentó sino bajo una imagen odiosa y repugnante. Sentía hacia las mujeres públicas un horror que nunca se ha borrado: pues la aversión hacia el libertinaje llegaba hasta ese punto desde que yendo un dia al pequeño Sacconex por un camino encajonado vi a los dos lados unas cavidades en la tierra en las que me dijeron 23 Con/essions, lib. VII, O. C.. 317.
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que esas gentes realizaban sus apareamientos. Lo que había visto de los de las perras me venia casi siempre a la imaginación y el co razón se indignaba ante este solo recuerdo24. Una severa prohibición condena de antemano el deseo y su reali zación carnal: toda la satisfacción de los sentidos es ilegitima y cul pable. ¿Qué hacer? Entre la casta obediencia a la ley rigurosa y el cinismo de la transgresión hay soluciones intermedias más o menos conscientes de ser males menores: los amores imaginarios, las con ductas perversas, las satisfacciones «parciales», la conversión del deseo, la agresividad que se vuelve contra uno mismo. De ahí la pa sividad, el onanismo, las fugas y el exhibicionismo; de ahi también esos rasgos «femeninos» que han llevado a concluir que se trataba de una «homosexualidad latente». El alma sensible, que sueña y pa dece más de lo que actúa, encuentra en la enfermedad una excelente excusa para su aislamiento y para su introversión. Hasta se ha llega do a decir que los repetidos sondeos revelaban un «erotismo uretral receptivo»: hipótesis que no hay que apresurarse a considerar ridi cula25. Como minimo Rousseau exhibe una enfermedad tan física como psicológica, que le asegura una coartada con respecto a los actos culpables que hubiese podido cometer. Más bien que ser sos pechoso de haber obrado mal, prefiere mutilarse simbólicamente o hacerse pasar por un amante lamentable. Se ofrece de antemano —cadáver que consiente— al escalpelo que descubrirá su vicio de conformación. Quiere sufrir la agresión, la apertura. Como vemos, aunque la enfermedad urinaria hubiese tenido al principio una causa orgánica, Rousseau la utiliza para expresar su rechazo y su angustia. Desea batirse en retirada ante la sexualidad «normal», y la enfermedad, providencialmente, le obliga a ello. Ya lo hemos señalado: es en la «sociedad», y sobre todo en presencia de las mujeres, cuando su polaquiuria le hace sufrir más. Esta enfermedad era el motivo principal que me tenia alejado de los circuios y que me impedia ir a encerrarme en casas de muje res. La sola idea del estado en el que esta necesidad podía poner me era capaz de producírmelo hasta el punto de encontrarme mal a menos de un escándalo al que hubiese preferido la muerte26. 24 Confessions, lib. I, O. C., I, 16. 25 Sobre las perturbaciones urinarias de Rousseau, el lector que desee conocer el punto de vista psicoanalitico se remitirá a la obra de Hans Christoffel, Trieb un Kultur (Bále, Benno Schwabe, 1944). 26 Confessions, lib. VIII, O. C., I, 379.
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La enfermedad aparece claramente como la expresión somática de un rechazo altivo y angustiado. Observemos además que los accesos agudos de Rousseau sobrevienen casi siempre cuando entra o corre el peligro de entrar en una situación de dependencia social: al comienzo de su estancia en Venecia donde tiene que obedecer las órdenes de un embajador caprichoso y tiránico; cuando M. de Francueil, recaudador de impuestos, le propone que se convierta en su cajero; cuando ha de ser presentado al rey para recibir de ¿1 una pensión: en cada ocasión, Rousseau, que no acepta ningún compro miso, ni ninguna servidumbre, dice que no con todo su cuerpo. Nos damos cuenta de que en este caso la enfermedad es mucho más que un pretexto: es una conducta. La micción imperiosa y el rechazo de una dependencia intolerable no son más que la misma cosa. En el caso de Rousseau, el cuerpo es casi siempre el primero en hablar. Releamos estas lineas extraordinarias que Rousseau proyectaba en viar al marqués de Mirabeau: Todavía me estremezco al imaginarme en un circulo de muje res, forzado a esperar que un redicho haya concluido su frase, sin atreverme a salir, sin que me pregunten si me voy, encontrando en una escalera bien iluminada a otras bellas damas que me retrasan, un patio lleno de carrozas en continuo movimiento, a punto de aplastarme, a camareras que me miran, a los señores lacayos que bordean los muros y se burlan de mí; sin encontrar una muralla, una bóveda o un desgraciado rinconcito que me venga bien; en una palabra, sin poder orinar más que dando un espectáculo y sobre alguna noble pierna con medias blancas27.
El uso que un hombre ha hecho de su enfermedad no nos lo puede revelar ningún dato anatómico. La autopsia de Rousseau, por su decepcionante insuficiencia, es una de las más instructivas que puedan existir. En Ermenonville, el 3 de julio de 1778, al día si guiente de la muerte de Rousseau, los médicos proceden a la apertu ra del cadáver. ¿Qué encuentran de anormal? Una cantidad muy considerable (más de ocho onzas) de serosi dad expandida entre la sustancia cerebral y las membranas que la recubren. Correspondance générale, DP, XVII, 3-4.
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Rousseau, no les cabe duda, murió de una «apoplejía serosa»: este diagnóstico ha desaparecido desde hace tiempo de nuestros ma nuales. ¿Y el árbol urinario? He aquí el protocolo: No hemos podido encontrar ni en los riñones, ni en la vejiga, los uréteres y la uretra, así como tampoco en los órganos y cana les seminales ninguna parte, ni ningún punto enfermizo o antina tural; el volumen, la capacidad y la consistencia de todas las par tes internas del bajo vientre se encontraban perfectamente sanas... Por ello hay razones para creer que los dolores en la región de la vejiga y las dificultades para orinar que el S. Rousseau habla ex perimentado, sobre todo durante los primeros años de su vida, provenían de un estado espasmódico de las partes próximas al cuello de la vejiga o al propio cuello, o a un aumento del volumen de la próstata que se disiparon al mismo tiempo que el cuerpo se fue debilitando y adelgazando al envejecer28.
Sin lugar a dudas, la técnica empleada debió ser rudimentaria. «Toda la historia patológica de Rousseau protesta contra un proto colo necrósico tan negativo», exclaman Poncet y Leriche. Pero toda la historia afectiva y moral de Jean-Jacques admite esta incerti dumbre. Un ser único se convierte siempre en un muerto banal29.
a Le Bégue de Preste, Relation ou note des derniers jours de Monsieur JeanJacques Rousseau, Londres, 1778, pp. 18-19. ® Las circunstancias de la muerte de Rousseau han suscitado todo un delirio de interpretación; la tesis del suicidio y la del asesinato (por Teresa) encontraron obsti nados defensores. Un hombre como Rousseau no puede morir sin dar lugar a las proyecciones más contradictorias; era difícil admitir que «el hombre de la naturale za» pudiese morir de muerte natural.
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IN D IC E D E N O M B R E S
Agustín, san, 30, 174, 228 Amiel, Henri-Fréderic, 129 Aulard. A., Il9n. Bachelard, Gastón, 313n. Baudelaire, 361 Becher, Johann-Joachim, 313 Belaval, Yvon, 142 Bernardin de Saint-Pierre, Jacques-Henri. 189, 190, 205, 246 Boileau, 366 Burgelin, Pierre, I8n., 89, tlOn., 127, 128. I83n„ 189n., 221n., 268n. Bulor, Michel, 3l5n. Capgras. J., 363n. Cassirer, Ernst, 31, 44, 45, 183n. Coleridge, Samuel Taylor, 200n. Condillac, 38, 39n„ 185, 254, 29. 280 Chopin, 361 Christoffel. H.. 370n. Demole, V„ 364n. Derathé. Roben, 55n. Descartes, Rene, 56 Didcrot. Denis, 56, 66. 69, 167, I84n., 308. 333 Dionisio Areopagita, 148
Eddy, Mary Baker, 360 Elosu, S.. 362, 364 Engels, F., 42, 44 Epicteto, 65 Esquirol, Jean-Étienne, 363n. Francisco de Asís, san, 148 Franquiéres, A. M., 97n., 98n. Freud, Sigmund, 145 Goethe. 33. 91, 92, 287, 288 Gouhier, Henri. 30n. Greco, 361 Grímsley, Ronald, 60n. Guihenno, Jean, 277
Hegel. 36, 41, 49, 118, 241, 245, 249, 320324, 325, 341 Herder. J. G. von, 112 Hcsnard. A., 200 Holbach, P. H. Dietrich d’, 94 Hdderlin. Friedrich, 25, 178, 192 206 321323. 325, 360 Horacio, 13n. Hume, David, 167, 168, 170, 197 Hyppolite, Jean, 242
Janet, Pierre, 363 Jouben. Joseph, 54n„ 31n„ 316
Kafka, Franz, 277 Kant, 4!, 44, 45, 57, 98, 140, 144, 145, 254 Kierkegaard, Sóren, 49, 53n., 60 Kretschmer, Ernst, 249n., 364
Platón. 26n„ 32n., 183 Plutarco, 77 Poncet, A., 364. 372 Poulet, Georges, 38n. Proust, Marcel, 290
Lacan, Jacques, 307n. Laforgue, René, I73n., 364 Le Bégue de Presle, 372n. Leriche, R., 364, 372 Locke, John, 175, 254, 259 Lombroso, Cesare, 363n.
Raymond, Marcel, 70n., 77, 78, 142n.. I84n., 315n., 323n., 342, 345 Régis, E.. 364 Rougcmont, Denis de, 143 Rousseau, Jean-Baptiste, 12
MacDonald, Frederika, 364n. Malebranche, 56, 95. 174 Marx, Karl, 36 Masson, Pierre Maurice, 90n., 360 Merlcau-Ponty, Maurice, 210n. Móbius, P. J., 363n. Montaigne, 30, 52, 69, 76, 228, 232, 298 Montesquieu, 27n. Munteano, Basil, 75n., 296n.
Ncwton, 141 Novalis, 321
Osmont, Roben, 150
Sartre, Jean-Paul, 172 Schelling. F. W. J„ 321 Schiller, Friedrich, 94, 115, 117, 140 Schopcnhauer, Arthur, 332 Séneca, 52, 297 Sérieux, 363n. Sócrates, 87-89, 93, 221 Tasso, Torquato, 77 Vernes, Jacob, 367 Voltaire, 34, 51, 165, 300n., 366 Vossius, Isaac, 186 Wahl, Jean. 57n. Weil, Eric, 46n.. 128n„ 145 Wirz, Charles, I60n.
382
IN D IC E
A dvertencia .............................................................................. P refacio ......................................................................................
I.
D iscurso
7 9
sobre las ciencias y las artes
«Las apariencias me condenaban»................................... 15 El tiempo dividido y el mito de la transparencia........ 20 Saber histórico y visión poética...................................... 24 El Dios G lauco................................................................. 25 Una teodicea que disculpa al hombre y a D io s............ 31 II.
C rítica
de la sociedad
La inocencia g en eral........................................................ 37 Trabajo, reflexión, orgullo.............................................. 39 La síntesis por medio de la revolución....................... 42 La síntesis mediante la educación............................... 44
III.
L
a soled ad
«Fijemos de una buena vez por todas mis opiniones» 62 ¿Pero es natural la un id ad ?............................................ 65 El conflicto in terio r......................................................... 71 La m a g ia........................................................................... 76 383
IV .
L a ESTATUA VELADA C risto ............................................................................................... G a l a t e a ............................................................................................. T e o ría del d e s c u b r im ie n to .......................................................
V.
87 90 93
L a N u e v a E l o ís a L a m ú sic a y la t r a n s p a r e n c i a ................................................ E l s e n tim ie n to e l e g i a c o ............................................................ L a f i e s t a ........................................................................................... L a i g u a l d a d ...................................................... ............................ E c o n o m ía ...................................................................................... D ivin izació n ......................................................................... L a m u e rte d e J u l i e .....................................................................
112 115 118 124 132 140 143 t '
V I.
L o s MALENTENDIDOS El r e g r e s o ........................................................................................ « S in p o d e r p r o fe rir u n a so la p a l a b r a » ............................. El p o d e r de los s i g n o s .............................................................. L a c o m u n ic a c ió n a m o r o s a ..................................................... El e x h ib ic io n is m o ........................................................................ El p r e c e p t o r ....................................................................................
V IL
L o s PROBLEMAS DE LA AUTOBIOGRAFÍA ¿ C ó m o p u ed e u n o p i n t a r s e ? .................................................. D ecirlo to d o .................................................................................
V III.
158 170 173 207 210 218
La
230 233
en ferm edad
L a reflex ió n c u l p a b l e ................................. L os o b stá c u lo s ............................................................................ El silencio ...................................................................................... In a c c ió n ........................................................................................... L a s a m ista d e s v e g e ta le s ............................................................
384
253 268 275 281 287
IX .
La
r e c l u s ió n a p e r p e t u i d a d
L as in te n c io n e s c u m p l i d a s ....................................................... L o s d o s t r i b u n a l e s ......................................................................
X.
La
t r a n s p a r e n c i a d e l c r is t a l
Ju ic io s ............................................................................................. «A sí p u e s, h em e a q u í so lo en la t i e r r a » .............................
T res
ensayo s sobre
B ib l io g r a f ía
319 325
R ousseau
R o u sse a u y la b ú s q u e d a d e los o r í g e n e s ........................... E n s o ñ a c ió n y t r a n s m u t a c i ó n .................................................. S o b re la e n fe rm e d a d d e R o u s s e a u ......................................
Í n d ic e
294 308
331 342 357
.............................................................................................
373
o n o m á s t i c o .................................................................................
381
385