LA PATOLOGÍA MELANCÓLICA EN LA NARRATIVA BECKETTIANA
Como se refiere en Saturno y la melancolía, la clásica y legendaria obra de Klibansky, Panofsky y Saxl acerca del término, la melancolía no solamente ha sido en la historia del pensamiento un término de sumo interés, sino también uno de los más ambivalentes en cuanto a sus posibles significaciones. En el presente trabajo, nos dedicaremos al análisis exclusivo de la narrativa breve de Samuel Beckett, proponiendo como hipótesis la presencia de una completa patología patología melancólica en sus narradores, considerando la melancolía en tanto tal. Decimos patología, pues, porque al referirnos a la melancolía entendemos un término que, si bien resulta difícil de desambiguar, ha desarrollado con constancia tres acepciones fundamentales a lo largo de su historia: una de ellas, refiere sin duda a la de un estado patológico; las otras dos, asociadas a la primera, entienden la melancolía bien como un temperamento, bien como una condición del temperamento de los hombres extraordinarios. Tomando entonces como objeto la prosa breve del autor dublinés, desde “Assumption”, de 1929, hasta “Stirrings Still”, Still”, de 1988, destacaremos la persistencia de rasgos patológicos entendidos como propios de un temperamento melancólico. Para tal fin, dividiremos nuestro trabajo en tres partes. En el capítulo primero, nos veremos obligados a revisar brevemente la historia del término melancolía melancolía (surgido ya en la Antigüedad) y sus consiguientes desarrollos, asociaciones e implicaciones en el mundo de las ideas, siguiendo de cerca el riguroso análisis de Klibansky, Panofsky y Saxl. En segundo lugar, enlistaremos los síntomas melancólicos presentes en la narrativa beckettiana que nos convoca, estableciendo los puentes registrados entre ésta y la sintomatología de la enfermedad. Por último, y a la luz del carácter eminentemente patológico de los narradores, estableceremos las implicaciones de estos en relación a su concepción melancólica del tiempo. Así concluiremos, considerando la evolución cronológica de los relatos y narradores beckettianos, que los síntomas melancólicos tienden a incrementarse en ellos con el tiempo, tiemp o, evidenciando una degradación cada vez más aguda mediante la percepción crítica de su propio presente en ruina. 1
BREVE HISTORIA DE LA MELANCOLÍA
A lo largo de la historia del pensamiento, la melancolía ha sido motivo de múltiples asociaciones de ideas. De las tres acepciones principales que registra el término (Klibansky, 1989), todas surgen en la antigua Grecia Clásica, siendo la última en desarrollarse la consideración de la melancolía como “el temperamento de los hombres marcados por la grandeza” (p.11). grandeza” (p.11). A esta acepción, inaugurada por Aristóteles en su Problema su Problema XXX, 1, 1, se le suman dos antecedentes de aproximadamente un siglo: la melancolía entendida como patología, por un lado, y como temperamento, por otro. Estas dos últimas concepciones, además, se complementan. Para comprender por qué la melancolía ha sido considerada un estado enfermizo y un temperamento a la vez, es preciso contemplar que su surgimiento se produce dentro de la “teoría de los cuatro humores” humores” o “humoralismo” humoralismo”, doctrina antigua la cual suponía la existencia de distintos humores en el cuerpo humano, entendidos estos como “líquidos componentes de un organismo vivo” vivo” capaces de determinar tanto un estado patológico como el carácter de las personas. El humoralismo respondía, conforme a la mentalidad antigua, al afán de encontrar una correspondencia entre el micro y el macrocosmos, es decir, una correspondencia constitutiva entre el hombre y el universo avalada por el hecho de ser ambos derivados de los mismos elementos primarios. Así, la teoría de los humores aspiraba a explicar el mundo, tanto a nivel individual como universal, a partir de las distintas combinaciones de sus elementos constitutivos. Uno de las influencias determinantes para la doctrina fue Pitágoras, quien estableció la veneración del número cuatro, al cual tanto él como sus seguidores consideraban sagrado. Las primeras analogías pitagóricas entre lo macro y lo micro fueron entonces en grupos de cuatro: a las cuatro estaciones y los cuatro elementos del cosmos correspondían, por ejemplo, las cuatro edades del hombre. Otro aporte significativo de Pitágoras fue el establecimiento del concepto de salud como resultado del equilibrio entre las cualidades constitutivas del hombre, definiendo por el contrario la enfermedad como el predominio o exceso de alguna de ellas. Más tarde, ya en el siglo V a. C., Empédocles desarrolló una doctrina de los Cuatro Elementos más amplia, pero que carecía aún de un asidero concreto para la práctica 2
medicinal empírica: los elementos constitutivos del hombre seguían siendo elementos cósmicos (tierra, aire, fuego y agua) sin relación directa con los humores que, se creía, componían el cuerpo humano según los patrones de la medicina antigua. De manera que, sin poder hallar el fuego o la tierra manifiestos directamente en el cuerpo, restaba todavía desentramar la correspondencia específica entre las sustancias que componían el organismo (humores) y los mencionados elementos primarios del universo. Fue recién Filistión, contemporáneo de Empédocles, quien definió de una manera más precisa la correspondencia existente entre estos elementos y un conjunto de cualidades aplicable a los humores humanos: al fuego, le correspondió el calor; al aire, el frío; al agua, la humedad; y a la tierra, la sequedad. Finalmente, fue Hipócrates o Polibio1, o más precisamente el autor de De de De la naturaleza del hombre, hombre, quien quiera que haya sido, quien estableció la concepción definitiva de un humoralismo que habría de permanecer en vigor durante más de dos mil años (Klibansky, Panofsky y Saxl, 1989), uniendo los elementos planteados por sus antecesores en un solo sistema. En el importante tratado, se establece por vez primera una correspondencia precisa entre los elementos cósmicos, como las estaciones del año y las cualidades de los elementos, con los humores del cuerpo humano; relación que implica por otro lado la mentada y necesaria armonía del individuo con el macrocosmos. Así, los humores o sustancias del organismo ejercían, acorde a su distribución, un condicionamiento del ser que, como había ya propuesto Pitágoras, podían implicar la salud al encontrarse en equilibrio, o la enfermedad si alguno de ellos predominaba en exceso. La correspondencia establecida en De en De la naturaleza del hombre es hombre es la siguiente:
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Humor
Estación
Cualidades
Sangre (sanguíneo)
Primavera
Caliente y húmeda
Bilis amarilla (colérico)
Verano
Caliente y seca
Bilis negra (melancólico)
Otoño
Fría y seca
Flema (flemático)
Invierno
Fría y húmeda
La autoría de este tratado no ha podido ser aún establecida, cabiendo incluso la posibilidad de un tercero.
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Llegamos así finalmente a la melancolía comprendida en su doble significado: como causante patológico, por un lado, dado que quien padecía el exceso de bilis negra era quien padecía la enfermedad melancólica; melancólica; y como temperamento por otro, cuando la sustancia se hallaba sólo con una preeminencia preeminencia que establecía una “tendencia” del carácter . Conviene recordar aquí que la palabra melancolía procede de la voz latina melancholia melancholia,, que es la transcripción del término término griego μελαγχολια, formado de μελας (melas = negro) y de χολης (cholis = bilis). bilis). Así, esta sustancia identificada como “bilis negra”, negra”, que como el resto de los humores de la antigüedad se creía empíricamente comprobada (humores que, por otra parte y según el autor que los registrara, variaban en número), permitió establecer una suerte de gradación que, como hemos mencionado, iba desde una predisposición del temperamento, cuando el humor se hallaba con simple predominancia, a la llana patología, cuando el humor se hallaba en exceso. La preponderancia de un humor en quien portaba el carácter melancólico podía interpretarse además, naturalmente, como una predisposición a la enfermedad no determinante. Lo destacable de lo hasta aquí reseñado es que, dentro de la teoría de los cuatro humores, la bilis negra ocupa un lugar excepcional a causa de su legendaria asociación a lo patológico, a diferencia de los humores hum ores restantes. La bilis negra era, de los humores, el más m ás asociado a lo enfermizo, y dado que “cuando más llamativas y aterradoras eran las manifestaciones morbosas que venían a asociarse con la idea de cierto humor, mayor era la fuerza de éste para crear un carácter”, carácter”, es posible que la melancolía suministrara, por así decirlo, “la levadura para el desarrollo del ulterior humoralismo” (Klibansky, (Klibansky, Panofsky, Saxl, 2004, 38). De esta manera la bilis negra presentó desde el inicio un cuadro de morbosidad tan característico que, no obstante sentar una posible base para la teoría de los cuatro humores, estableció un vínculo con lo patológico que se considera procedente incluso desde la época prehipocrática. La otra excepción dentro del humoralismo es la sangre, pero en sentido diametralmente opuesto: al ser considerada la sustancia más noble y necesaria del cuerpo, su asociación a lo patológico resultó tardía. Por lo hasta aquí desarrollado podemos decir, en primer lugar, que la melancolía fue esencialmente considerada desde sus orígenes, incluso antes del humoralismo e incluso antes que el resto de los humores, una verdadera patología. Ahora bien, llegando a nuestro
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punto, y dado que toda enfermedad precisa de una sintomatología sintomatologí a que permita identificarla, relevaremos la patología distintiva del paciente melancólico. Si bien asociada a ciertos síntomas corporales como piel y cabello oscuro, delgadez, y hasta un temprano encanecimiento, la melancolía se caracterizó siempre por ser una enfermedad de carácter específicamente mental. Ansiedad, miedo, depresión, aislamiento (a menudo producto de la misantropía) y demencia, son sólo algunas de las alteraciones de orden psicológico asociadas a ella. En A En A field guide to melancholy (2008), Jacky Bowring menciona también la acedia y la pereza, la nostalgia, la anomia y la mera tristeza. Es decir, un cúmulo de alteraciones caracterizadas principalmente por síntomas de alteración mental (Klibansky, Panofsky, Saxl, 2004, 38), que justamente por su carácter psicológico, desdibujaron habitualmente la línea entre patología y carácter. Por otro lado, y en relación a la suerte de alienación intelectual que el paciente melancólico experimenta, éste sufre con frecuencia serias dificultades en el desarrollo de la acción. Es decir que, sumido en laberintos mentales inextricables, el melancólico padece tanto la toma de decisiones de la vida práctica como su ejecución: “El desatino por observar demasiadas posibilidades, por no notar la propia falta de sentido práctico. Y la terquedad, por el anhelo de ser superior, en los propios términos de uno” (Sontag, 1987, 1987, 132). Convive así la soberbia de sentirse extraordinario (y eventualmente serlo, cuando se halla el camino) con las dificultades consuetudinarias más elementales, como por ejemplo, una marcada “lentitud” lentitud” en la acción y la incapacidad propia de “una mirada que parece no ver siquiera la tercera parte de de lo que abarca” (p. 132). 132). De manera que, por lo misma intensidad intelectual que en ocasiones le permite al melancólico concentrarse extraordinariamente para realizar su potencial genio, el melancólico fracasa las más veces en la ejecución de la práctica cotidiana: padece sus cavilaciones mentales, se detiene obsesivamente en ellas; profundiza la duda y falla en la ejecución. Este primer aspecto específicamente psicológico de la patología melancólica a profundizar, creemos, resultará evidente a lo largo de nuestro análisis de los narradores beckettianos. Para no extendernos más de lo aconsejable en este racconto melancólico, mencionaremos solamente algunas significaciones más que se incorporaron al término melancolía a lo largo de los más de dos mil años que siguieron a De la naturaleza de hombre y resultan caras a nuestro análisis. 5
Ya en la Edad Media, la melancolía perdió las connotaciones heroicas de las que había sido dotada por Aristóteles, y su carácter patológico se expresó en los patrones de la época: el abatimiento, la desidia y la irresolución del melancólico se interpretaron como el reflejo de la imposibilidad del hombre de acercarse a Dios. También entendida como castigo divino por los pecados cometidos, su único valor positivo se redujo a ser una “prueba a superar” superar” en en el camino hacia la realización espiritual. Es lo que Bowring llama “Religious melancholy”: melancholy”: un sentimiento de abandono frente a la incapacidad de realizar la fe. Finalmente, en la modernidad, el empoderamiento de la razón individual y el entredicho de los discursos religiosos le agregaron a la melancolía características específicas. Como registran los autores de Saturno y la melancolía, melancolía, una de ellas es una intensa conciencia de finitud que subyuga al melancólico y lo obsesiona con la muerte. El énfasis moderno en el individuo, emancipado ahora mediante su razón individual, llevado “a la mayoría de edad”, edad”, en términos kantianos, revela en la obsesiva psicología melancólica la inevitable contraparte de su emancipación, que no se le manifiesta sino como el sino de su finitud. “Muerto dios”, el melancólico melancólico patológico moderno se aísla de toda trascendencia y se confina a la angustia de comprender la deriva de los días. Y si bien la cavilación sobre el propio yo puede devenir también en goce, en la medida en que la melancolía en la modernidad es también una agridulce contradicción en la que el individuo “disfruta de su aislamiento, pero por eso mismo vuelve a tomar mayor conciencia de su soledad” (Klibansky, Panofsky, Saxl, 2004, 229), el enfermo enfermo melancólico sobre todo padece. Liberado de la certidumbre religiosa, se sumerge en un mar de dudas que, sin trascendencia posible, lo corrompe mediante el entorpecimiento de sus cualidades mentales, arrojándolo en su especificidad moderna al descreimiento o al nihilismo. En definitiva, al igual que los narradores de Beckett, los melancólicos son lentos y farragosos porque su obsesión con el problema irresoluble de la finitud los sumerge en un atolladero sin salida. El melancólico se aísla de los otros, un poco voluntariamente y otro poco por su propia incapacidad comunicativa. Por eso ante el accionar que le demanda la vida práctica fracasa: sumergido en un presente puramente mental, repleto de incertidumbres, comprende el presente como una permanente degradación ante la la que no vale la pena plantear resistencia. La patología melancólica, que es la de los narradores
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beckettianos, transforma así ese presente en una ruina que, como todo tiempo, no se le figura sino como el incorruptible derrotero hacia el abismo. SÍNTOMATOLOGÍA BECKETTIANA
Si la melancolía se caracteriza por ser una enfermedad de carácter mental, que afecta a sus pacientes sumiéndolos en el aislamiento, la depresión y la inacción, la prosa beckettiana parece ser el fiel reflejo de sus síntomas. En primer lugar, los narradores de Beckett, a lo largo de toda su prosa breve, se caracterizan por una duda extrema que les impide ejecutar la acción en el mundo cómo que el qué qué,, y de exitosamente. En los relatos beckettianos, de hecho, importa más el cómo que alguna manera puede decirse que no se suceden más que unos pocos hechos antes de dar con el final de la historia. Naturalmente, esto refleja el valor central que adquiere la reflexión individual en los relatos, los cuales resultan a menudo identificables con una representación de la corriente continua de pensamiento del protagonista. Amigo y discípulo de Joyce, e inmiscuido inmiscuido en la bohemia bohemia parisina de mediados de siglo, las exploraciones ficcionales de Beckett muestran con este gesto el ánimo vanguardista de su época. Nos encontramos pues frente a narradores profundamente dubitativos, abarrotados de sus propios circunloquios, perezosos y confundidos. Absortos por una monstruosa demanda de autorreflexividad , no les queda tiempo para observar en derredor y accionar sobre el mundo: se pierden en la inercia o en el miedo. Precisamente, es este rasgo excesivamente reflexivo el que señala José García Landa en
“It’s Stories Still” :
la reflexividad en las
narraciones de Samuel Beckett (1992). Allí, el investigador español afirma: afirma: “La obra de Beckett ocupa un lugar especial dentro de la literatura porque en ella la autorreferencialidad agota agota los recursos del lenguaje y de la ficción (…). La estética estética de Beckett está estrechamente ligada al problema de la percepción de sí” ( p. p. 58). 58) . Es decir que el problema del yo adopta en Beckett un cariz central, estableciendo mediante el uso del lenguaje afinidades de índole tanto filosófica (Schopenhauer, Wittgenstein) como psicológica (Freud, Jung). Los ejemplos de los síntomas melancólicos hasta aquí descritos en la narrativa beckettiana son realmente numerosísimos. Comenzaremos mencionando pues las 7
pronunciadas manifestaciones de duda por parte p arte del narrador na rrador tanto hacia la realidad rea lidad que lo rodea, como a su toma de decisiones respecto de esa realidad. Ambas dudas, a su vez, se complementan. complementan. Por ejemplo, en “Primer amor”, el protagonista dice no saber a dónde dónde ir y reflexiona: reflexiona: “me pregunto si todo esto no es más que una invención” (Beckett, (Beckett, 2010, 15), para concluir conc luir luego: “No me gustaba quedarme en esa incertidumbre, por aquella época, yo vivía en la incertidumbre naturalmente, de la incertidumbre” ( p. p. 21). La incapacidad de “enmarcar” “enmarcar” la realidad en un asidero con status status de verdad corrompe así la toma de decisiones en el mundo cotidiano: “Los cambios bruscos son frecuentes en ambas direcciones, hasta tal punto que uno que en un momento sólo juraba por el túnel puede muy bien en el siguiente jurar sino por la trampa, y un momento más tarde contradecirse nuevamente” ( p. p. 197), y “no tenía ganas, o tenía muchísimas ganas, no lo sé, o tenía miedo, no lo sé” (p. sé” (p. 78). De la duda surge la contradicción, de la contradicción la inacción, y de la inacción el aislamiento. De allí que a los narradores de Beckett les cueste comunicarse, prefiriendo una soledad que a menudo incluye la misantropía, más allá de la propia incapacidad, incapacidad, como en “El final”: “Estaba “Estaba bien en mi caja, debo decirlo. (…) Que nadie viniera ya, que nadie ya pudiera venir, a preguntarme si estaba bien y no necesitaba nada, aquello ya apenas me dolía” ( p. p. 78). Del mismo modo, en “El expulsado” rápidamente el narrador confiesa, “empecé a hartarme del cochero” (p. 41), mientras que en “Primer amor”, la presencia de Anne se vuelve insoportable para el protagonista: “Estaba solo al fin, en la oscur idad idad al fin” (p. 27), al igual que la comunicación con ella: “No siempre resistía la tentación de hablarme, pero de un modo general no tenía tenía por qué quejarme de ella” (p.27). Los narradores beckettianos se repiten de esta manera en el anhelo de un aislamiento que permita la autoobservación de sus circunloquios c ircunloquios materializados mediante la palabra, como en “Fuera de todo lo extraño”, donde la imagen imagen de la rotonda se repite como símbolo circular del relato y de los pensamientos alborotados alborotados de su protagonista, o como en “Para acabar aún”, donde lo “gris”, la “blancura”, el “cráneo” y la “ruina” regresan como un estribillo incansable una y otra vez al hilo narrativo. En paralelo al ensimismamiento y el fracaso comunicacional a que conduce la excesiva autorreflexión, parece surgir en los narradores de Beckett una suerte de “doble” que se desliga para observar esos pensamientos desde fuera, robando por momentos incluso la voz del narrador. Así, en el capítulo “IV “IV”” de “Textos para nada”, el narrador pregunta: “¿Quién 8
habla así, diciéndose yo? (…) Es el mismo desconocido de siempre, el único por quien existo” ( p. p. 92). Ese otro con voluntad propia, que incluso imparte la acción y el pensamiento del narrador, surge así de la excesiva autorreflexión, llegando a controlar desde ese desdoblamiento al narrador, abrumándolo y llevándolo por momentos a la exasperación: “Es él quien ha vivido, yo no he vivido” ( p. 113); 113); “Fue él, yo estaba dentro” (p. 163); “Menos mal que no hablo de mí, basta, loro asqueroso, te mataré” ( p. p. 104). Puede verse además, en las dificultades comunicativas de los protagonistas que dan lugar al motivo del doble, la crisis espiritual de individuos a su vez carentes de comunicación “religiosa” religiosa” o cualquier tipo de trascendencia. Como dijimos al comienzo, ya la melancolía medieval registraba la incapacidad de relacionarse con dios como un síntoma de melancolía (Bowring, 2008, 106). Ahora bien, si en el medioevo el anhelo de dios y su frustrada concreción mediante la fe suponía una patología, en Beckett ese rasgo muestra el rostro de la modernidad: mediante un escepticismo extremo, los narradores beckettianos cuestionan todo presupuesto y, mediante una “intensificación del yo”, yo”, se acercan al nihilismo: “Quizá pedirán piedad por mi alma, no hay que perdérselo, no estaré allí, Dios tampoco, no importa” importa” ( p. ( p. 97). 97) . El final de “Asunción”, relato escrito en durante la juventud de Samuel Beckett, expresa bien la contradicción típicamente moderna entre un yo “intensificado”, cuestionador de los discursos religiosos pero anhelante a su vez de componer la carencia que conlleva esa emancipación: “Cada “Cada noche moría y era Dios, cada noche revivía (…) (…) en un sufrimiento creciente, de manera que anhelaba ser absorbido irremediablemente por la luz de la eternidad, ser uno con el cielo incoloro, sin nubes ni pájaros, en infinita infinita plenitud” ( p. p. 34). Para Klibansky, Panofsky, Saxl (2004), la melancolía moderna se sintetiza en una emoción “trágica por la conciencia intensificada del yo (pues esta conciencia no es otra cosa que un correlato de la conciencia de la muerte” ( p. 230) 2 30) y esto en e n buena buen a parte pa rte porque “el melancólico sufre primordialmente de la contradicción entre el tiempo y la infinitud” ( p. ( p. 233). De este modo, el típico énfasis moderno en el yo, causado en parte por la creciente secularización de lo individual, adquiere una matiz trágico en la permanente conciencia de la contradicción entre el ser finito y el tiempo infinito. Del mismo modo, la particular obsesión por la muerte del melancólico moderno es registrada tanto por Susan Sontag (1987), “porque “porque están obsesionados con la muerte, son los melancólicos los que mejor 9
saben leer el mundo” ( p. p. 138), como por Jacky Bowring (2008), que refiere a partir del lema Et in Arcadia Ego, “the contradiction between the beauty of paradise, and the presence of the death (…) The melancholy relationship with time, with the transience of things” ( p. p. 96). Así, la icónica frase latina referiría para el melancólico la omnipresente presencia de la muerte, “incluso en Arcadia”, Arcadia”, paraíso mítico establecido por Virgilio en sus famosas Églogas. famosas Églogas. La obsesión mortuoria en los narradores beckettianos es pronunciada. De hecho, es un tema que atraviesa todo la obra del autor irlandés y se manifiesta desde el comienzo mismo de los relatos de nuestros corpus. corpus. En “El calmante”, por ejemplo, se comienza diciendo: “Yo ya no sé cuándo he muerto. Siempre me ha parecido haber muerto viejo, hacia los ochenta años”, y luego: “O “O es posible que en esta historia haya vuelto sobre la tierra, después de mi muerte. No, no parece probable, volver a la tierra después de mi muerte” muerte” ( p. p. 45). En “Textos para nada”, el narrador insiste: “Pronto se acaba, no habrá vida, no habrá habido vida, habrá silencio” ( p. p. 123), 123), y en “Imaginación muerta imagina”, además de la referencia propia del título, título, el relato se inicia: “Ni “Ni rastro de vida, te dices, bah, bonito asunto, imaginación no muerta, sí, imaginación muerta imagina (…) La luz se apaga, todo desaparece” ( p. p. 155). He aquí algunos citas significativas, sin contar la obsesión de los protagonistas por enumerar cementerios (como en “Primer “Primer amor”, donde se comienza significativamente mencionando la muerte paterna), tumbas, sepulcros y nichos, a donde por ejemplo “anhelan” llegar los los cuerpos errantes en “El despoblador” despoblador” para poder descansar. Si bien es cierto que, como mencionan Klibansky, Panofsky, Saxl (2004), en la melancolía moderna la situación del paciente posee también un potencial positivo como condicionante del genio o posibilidad de goce a partir del aislamiento; no parece, sin embargo, ser el caso de los relatos de Beckett. Por el contrario, allí todo placer resulta mínimo y derrumbado apenas erigido; luz mínima que enseguida se corrompe para arrojar al melancólico patológico en el sufrimiento, el miedo, la duda, la acedia, el aislamiento, la anomia, la depresión y por qué no la locura. Tales síntomas, creemos, se manifiestan patentemente en los textos hasta aquí analizados, analizados , permitiéndonos dar lugar a nuestro último apartado, “Un presente en ruina”, donde donde evaluaremos las consecuencias del contradictorio sentimiento del tiempo propio del paciente melancólico. 10
UN PRESENTE EN RUINA
La conflictividad del melancólico en su relación con el tiempo se expresa tanto por la permanente amenaza de la muerte que se cierne sobre él, como por el consecuente sentimiento degradado del presente. Así, estos condicionamientos implican una triple relación con el tiempo atravesada por un mismo eje. En dicho eje, el pasado resulta siempre para el melancólico una mejora respecto del presente (sin por esto llegar a ser un lugar ni pleno ni agradable); el futuro es la tragedia, el devenir irrevocable que conduce a la clausura de la existencia; mientras que el presente se configura como una ruina permanente en su avance hacia el futuro. En efecto, los narradores beckettianos padecen y confunden el tiempo, y aunque sin reportarles placer, más por imposición que por voluntad, se sumergen con frecuencia en el pasado. Su patología melancólica, que como ya mencionamos implica fuertes condicionamientos mentales, les impone farragosos recuerdos que los empujan hacia días remotos y azarosos, sin consultarles y muchas veces contra su propia voluntad. La memoria es en ellos más bien una imposición que un fenómeno controlado: “Agotadores, los recuerdos. Por eso no hay que pensar en ciertas cosas, cosas que te importan, o mejor sí, (…) porque si no pensamos en ellas corremos el riesgo de encontrarlas, en la memoria, poco a poco” (Beckett, 2010, 31). Es decir que los recuerdos agotan y, paradójicamente, tratan de ser olvidados recordando, luchando contra la imposición de su dominio. Los narradores de Beckett anhelan tomar el control de su memoria, pero ésta se les escapa de las manos y los apabulla. Es precisamente por esto que ésta resulta patológica en su funcionamiento, implicando un primer registro del tiempo como padecimiento. Como refiere el propio Beckett en su ensayo sobre Proust, “el ayer no es un mojón de la carretera que hayamos dejado atrás, sino la piedra de cada día en el golpeado surco de los años que irremediablemente forma parte de nosotros” nosotros” (Beckett, 1992, 14). Los recuerdos de los narradores beckettianos resulta pues caóticos, como en “Primer amor”, donde ya es un éxito recordar una canción vaga, que “trataba de limoneros, o naranjos, no sé muy bien”, puesto que de las canciones que el protagonista ha escuchado a lo largo de su vida no ha retenido “nada, ni una palabra” ( p. p. 20); o como en “De posiciones”, donde para el para el narrador (o mejor 11
dicho para su doble), “ninguno de sus recuerdos responde aún, pero todos poseen pesadez, en ese ese terreno, amplitud y espesor” ( p. p. 159). Es decir que se recuerda recuerd a lo que se puede, no lo que se quiere; lo que la caprichosamente determina la memoria y trae de regreso sin motivo, en su aletargada e incansable repetición. Por el contrario, los pequeños bálsamos provienen cuando se consigue un transitorio control de los recuerdos, como en “El calmante”: “Conduciré sin embargo mi historia al pasado, (…) porque necesito n ecesito esta noche otra edad, que se convierta en otra edad e dad aquélla en la que yo me convertí en lo lo que he sido” ( p. p. 46), o como en “De una obra abandonada”: “Recojo mis cosas y vuelvo a mi agujero, momentos tan pasados que pueden contarse. Pasado, pasado, hay un lugar en mi corazón para todo lo que es pasado, (…) estoy enamorado de la palabra” ( p. p. 135). Por otra parte, pasado y presente se relacionan en Beckett íntimamente. Porque si el pasado es e s en ellos una memoria precaria y acosadora, acosadora , y el melancólico un solitario perdido en sus cavilaciones mentales, resulta natural que el presente se configure como la permanente repetición de recuerdos e imágenes que lo gobiernan y lo alejan del hic et nunc. O mejor dicho, el aquí y ahora se vuelve pasado; una mera introspección mental a través del recuerdo; un huracán que arrasa la conciencia del melancólico y lo condena a la inacción y la acedia. Como refiere Blanchot (1990), la pasividad desmedida rebasa así al ser “como “como un pasado inmemorial que vuelve, dispersando con su regreso el tiempo presente en que se se le vive como espectro” (p. 22). Y cuando no es la memoria la que se repite con sus inagotables proyecciones, lo que martilla el presente es el tedio, la vacuidad de toda acción, la infructuosidad de todo hecho ante la perspectiva de la finitud. De modo que, como expresa Beckett en Proust (1992), “la Memoria y la Costumbre Costumbre son atributos del cáncer del tiempo” (p. 18), mientras que en “Textos para nada” se nada” se afirma: afirma: “Qué variedad y qué monotonía al mismo tiempo, qué variedad y al mismo tiempo cuánta, cómo decirlo, cuánta monotonía” (Beckett, (Beckett, 2010, 110). La variedad del mundo existe, se reconoce; pero a los ojos del melancólico, víctima irresoluta del tiempo, no es otra cosa que más de lo mismo: “Escucho y son los mismos pensamientos lo que oigo, quiero decir los mismos de siempre” ( p. p. 82); “las mismas frases, las mismas historias, historias, las mismas preguntas y respuestas” ( p. p. 84); “la cabeza está retrasada, con relación al resto (…), sigue sola, sola sus antiguos vagabundeos, cagando su vieja mierda, y volviendo a tragársela” ( p. p. 114). 12
El tedio vuelve en consecuencia las ciudades desiertos y a los congéneres espectros; el entusiasmo y el principio activo desaparecen, reina la desidia. Como refiere Restivo (2000), es a partir de estos preceptos que Beckett desarrolla “poetics “poetics of silence and inactivity” ( p. p. 104). Conviene recordar al respecto que en “El final”, al narrador vagabundo lo visten y le dan dinero; en “Primer amor” es una prostituta quien mantiene económicamente al protagonista; protagonista; y en “El expulsado”, expulsado”, éste se siente absolutamente incapaz de poner manos a la obra en su particular su particular proyecto de “linchar niños”, por mucho que lo desee. desee. Hay así cierta pusilanimidad patológica que hunde estos narradores en la rutina, tediosa y repetitiva, y convierte el presente en una verdadera ruina que se reitera una y otra vez sin hallar salida: “As when he disappeared only to reappear later at another place. Then disappeared again only to reappear again later at another place again. So again and again disappeared again only to reappear again later at another place again” (Beckett, 1995, 166). Es precisamente en este sentido que se expresa Lucas Margarit (2015) sobre la obra del autor irlandés, refiriendo la repetición como aspecto notorio de la misma, existiendo, en este caso en referencia el relato “Asunción”, la típica “falta “ falta de definición con respecto a la acción del personaje, sus deseos y posibilidades” (p. 17). Como mencionamos al comienzo de esta última sección, otra cuestión relevante respecto de la cuestión del tiempo es que los narradores beckettianos a menudo se encuentran llanamente confundidos. Abismados en el hilo circular de sus pensamientos, se alejan del tiempo que habitan desconociéndolo, entremezclándolo, enmarañándolo. Por ejemplo, en “El expulsado”: “Sin indiscreción, dijo, ¿qué edad tiene usted? No usted? No lo sé, dije. ¡Que no lo sabe!, exclamó él” (Beckett, (Beckett, 2010, 56); o como en “Textos para nada”: “¿Desde cuándo estoy aquí? Qué pregunta, me la he planteado con frecuencia. Y con frecuencia he sabido responder, Una hora, un mes, un año, cien años” p. (p. 82). Por otra parte, debemos mencionar una característica que complementa la confusión y la inacción de los melancólicos narradores beckettianos: la marcada lentitud de sus protagonistas. No ahondaremos, ahondaremos , por cuestiones de espacio, la larga tradición que une al melancólico con la lentitud. Baste para eso referir la relación de éste con Saturno, refrendada largamente por Klibansky, Panofsky, Saxl: Saturno es el planeta de rotación más lenta (así como el dios romano que, como el titán Cronos, devora a sus hijos) y, como astro regente de los melancólicos, extiende su condición sobre ellos. La dificultad de interactuar 13
con el mundo exige así en ellos lentitud: “Y “Y ahora aquí, qué ahora aquí, un inmenso segundo, como en el paraíso, y el espíritu lento, lento, casi inmóvil. inmóvil. (…) Las palabras también, lentas, lentas” ( p. ( p. 86); “Pero hablo más bajo, cada año un poco más más bajo. Quizá. Más lentamente también, cada año un poco más lentamente” ( p. ( p. 106); 106) ; y por último, ú ltimo, “Solía andar muy despacio. (…) No por falta de aliento, era mental, todo es mental, quimeras” ( p. p. 130). No resulta azaroso en este sentido que una de las características asociadas a la melancolía desde la antigüedad haya sido la tartamudez, suerte de irresoluble ansiedad que fuerza la lentitud, siendo además éste un mal asociado a condicionamientos psicológicos. Todo lo dicho nos conduce a la percepción de un presente ruinoso por parte del melancólico, que mediante miedos y obsesiones paralizantes, hacen de su vida una dolorosa resistencia. Y es que, para los narradores beckettianos, el nacimiento en sí es una tragedia, pues introduce introduc e al ser humano human o en la mentada degradación de gradación que hace de todo pasado pasad o un lugar sino agradable, al menos preferible. menos preferible. “Resistir, un momentito, a eso llamaré vivir, vivir, diré que soy yo, me pondré en pie, no pensaré más, estaré demasiado ocupado, (…) en aguantar, en llegar al día siguiente” ( p. p. 88). O, todavía más explícitamente: “No, no me arrepiento de nada, lo único que lamento es haber nacido” ( p. p. 130). 130) . De este modo, modo , “la desgracia de estar aún con vida” ( p. p. 228) implica que cada c ada día traiga una nueva pena y, consecuentemente, consec uentemente, se desarrolle en Beckett una concepción degradada del cuerpo. El lento y penoso paso hacia la muerte se da entonces a través de cuerpos que costean las huellas de esa decadencia. Tal concepción, presente en toda la obra de Beckett, se corresponde en nuestro corpus con personajes encorvados, con anginas, con dedos faltantes, amputados de todo; verdaderos cuerpos en ruina como el de “Textos para nada”: “en pie sobre mis fieles muñones” ( p. p. 118). Por último, nos resta hacer referencia a la concepción del futuro, que en consonancia con lo hasta aquí expresado, no puede constituirse sino como un destino desolador y de mal agüero. Si el presente es una ruina, la perspectiva natural de esa degradación es la desolación, un paisaje yermo y sin esperanza donde se impone “el temor de llegar a las últimas palabras” ( p. p. 86). No sorprende entonces que, como en “Primer amor”, se realce el símbolo saturnino, en la medida en que el hijo que el narrador y la mujer han engendrado, no obstante haya querido ser abortado, venga al mundo para tornar las cosas cada vez más dramáticas: “A partir de ese día las cosas anduvieron mal, en aquella casa, para mí, cada 14
vez vez peor, no porque ella me descuidara, (…) sino en el sentido de venía a asesinarme con nuestro niño, enseñándome su vientre y sus senos” ( p. p. 28). En este sentido, no deja de resultar paradójico que, a pesar de la obsesión y la pavura que la perspectiva de la muerte impone sobre los narradores en cuestión, la misma represente como contraparte un alivio en tanto conclusión del sufrimiento de la vida: clausura del tiempo y con él, de los padecimientos del sujeto a quien contiene. En cierto modo, la amenaza de la muerte resulta más aterradora que su ejecución, y eso porque la corrupción de la existencia le compone un doblez paradójico e inesperadamente consolador. En “El calmante”, por ejemplo, el narrador reflexiona: “Morir sin sufrir demasiado, un poco, eso sí que vale la pena” (p. pena” (p. 46), 46), mientras que una vez más en “Textos para nada”: “Pero esto terminará, llegará una desinencia, o faltará el aliento, todavía mejor, será el silencio, sabré si hay un silencio, no, nunca sabré nada. Pero salir de aquí, eso al menos” men os” ( p. p. 107). Después de todo, si la vida del paciente melancólico es un circunloquio inagotable e irresoluble, la muerte se yergue como certeza y resolución resolución apaciguadora: “El tiempo de aspirar este vacío. Conocer la felicidad” ( p. p. 250). A modo de conclusión, diremos por todo lo expuesto que creemos reconocer la presencia de una melancolía eminentemente patológica en los narradores beckettianos del corpus seleccionado, en la medida en que las potencialidades de la misma (que posibilita, en su sentido más positivo, la genialidad de los hombres extraordinarios) se anulan dando lugar a los síntomas típicos de una condición enfermiza. Es decir que, en tanto pacientes melancólicos, los narradores de Samuel Beckett exacerban los rasgos típicos del temperamento hasta la corrupción, dificultando mediante la afectación mental melancólica su propio accionar en el mundo. Como hemos enumerado a lo largo del trabajo, los rasgos que registra la historia de la melancolía describen bien la sintomatología de los pacientes, que en este caso no serían otros que los narradores de nuestro corpus: pereza, acedia, aislamiento, incomunicación, misantropía, miedo, tristeza, incapacidad de acción, lentitud, trastornos de memoria, obsesión por la muerte, depresión, etc. De hecho, a lo largo de la narrativa beckettiana, la sintomatología enumerada parece ir agravándose en un cronológico in crescendo, crescendo, en la medida en que se da “un proceso de despojamiento que va volviendo cada vez más críptica su escritura” (Margarit, 2015, 20) mediante la profundización de la repetición y el ensimismamiento. En el mismo sentido se 15
expresa Brater al referir la condensación reductiva de la prosa beckettiana: “Reduce, reduce, reduce! (…) Beckett has taken de manifesto at its word, for in his short pieces to construct means quite literally to reduce. Ideas collapse into words” (p. 252). Para completar el cuadro, resulta significativo el registro a lo largo de los relatos breves que nos convocan (y en repetidas oportunidades) de la pose melancólica inmortalizada por Durero en Melencolia en Melencolia I , pero también referida por Walther y Musil en su poema “I sat upon a stone” y en su novela The Man without Qualities, Qualities , respectivamente (Restivo, 2000). Es así típica la mirada al piso de los narradores beckettianos, beckettianos, como en “El calmante”, donde “no tenía más más que bajar la cabeza y mirar el cielo bajo mis pies” ( p. p. 50), es decir hacia la tierra, “de donde me ha venido el socorro en los momentos difíciles”. No podemos olvidar en este punto que la tierra es precisamente el e l elemento de la naturaleza que, desde la antigüedad, le ha sido asignado al melancólico. Y en otras ocasiones: “Mirando fijamente el suelo” ( p. p. 144); “la cabeza hacia adelante y los ojos bajados” ( p. ( p. 159); “es raro que los ojos se eleven” (p. 189); “inclinarse aún más la cabeza y dejarla así mucho tiempo” ( p. p. 229). En definitiva, como en el poema de Walther, el melancólico patológico se aísla y se encierra en su sufrimiento, sentado sobre una roca con el codo apoyado en una de sus piernas, la barbilla y una mejilla escondida en una mano. O como en Durero, se muestra resignado y doliente, con la frente en las manos y “el rostro paralizado a la escucha” ( p. p. 169), rodeado de objetos que le resultan ajenos. O como en Beckett, se extravía en la obsesión de sus pensamientos: solitario y escéptico, triste y confundido. Pendiente de una solución que no llega.
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