Índice
Cubierta Índice Portada Copyright Copyrig ht Dedicatoria Dedicato ria Introducción. ¿Por qué funciona el macrismo? 1. La rápida agonía de la Argentina kirchnerista. Entre la saturación ideológica y la normalidad recesiva De construir a “aguantar el modelo” (o cómo administrar la escasez) Perder la clase media (baja) Por qué retrocede la izquierda Hacia un populismo de minorías La actriz y el personaje 2. Globología. Génesis y ascenso del macrismo La ideología de la no ideología De la ciudad a la nación (por carriles exclusivos) Más allá del marketing
3. La política según Jaime Durán Barba (o el arte y la ciencia de fabricar dirigentes a la medida de la opinión pública) 4. El discreto encanto del hombre común. De Macri a Mauricio, de empresario a ingeniero El éxito del anticarisma a nticarisma Chicos de barrio (Norte) 5. La nueva derecha. Discusión con todos Continuidad y cambio 6. Un modelo para el macrismo. O cómo el neoliberalismo cambia de piel para no conceder lo esencial 7. El edipo según Alejandro Rozitchner (o cómo matar al padre) 8. El asombroso caso de los herederos meritócratas. El mito de la igualdad de oportunidades Una gestión que desiguala Breve manifiesto contra la igualdad de oportunidades 9. El círculo rojo según Marcos Peña (o por qué no hay que prestar atención a las minorías politizadas) 10. El neoliberal que todos llevamos dentro. Emprendedorismo o autoexplotación Neoliberalismo a nivel molecular ¡Es autoexplotación! 11. Ciudad verde, espiritualidad new age y Mandela. Posmaterialismo dialéctico para principiantes Verde (agua)
Zen Conclusión. ¿Son o se hacen? Gracias
José Natanson
¿POR QUÉ? La rápida agonía de la Argentina kirchnerista y la brutal eficacia de una nueva derecha
Natanson, José ¿Por qué? / José Natanson.- 1ª ed.- Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Siglo XXI Editores Argentina, 2018. Libro digital, EPUB.- (Singular) Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-629-812-4 1. Periodismo Político. 2. Política Argentina. I. Título. CDD 320.0982 © 2018, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.
Ilustraciones de portada: Mariana Nemitz Diseño de portada: Eugenia Lardiés Digitalización: Departamento de Producción Editorial de Siglo XXI Editores Argentina Primera edición en formato digital: marzo de 2018 Hecho el depósito que marca la ley 11.723 ISBN edición digital (ePub): 978-987-629-812-4
Para Chimi
Introducción ¿Por qué funciona el macrismo?
Macri entiende menos de política que yo de capar monos. Hugo Moyano, en diálogo con Radio con Vos Los varones de traje pero sin corbata, camisa celeste, rosa o blanca, tonos pastel, las mujeres casual, elegantes sin exagerar, incluso de jeans, tacos bajos. Salen a bailar, revolean los pañuelos, hacen pogo, el trencito. Los globos multicolores vuelan desde el palco y rebotan sobre el público, que se estira para tocarlos con las yemas de los dedos. Tras varias horas de ansiedad contenida, con las baterías de los celulares agotadas, los cargadores de repuesto también vacíos, malcomidos por la tensión –una medialuna fría con jamón y queso manoteada hace varias horas, un vaso de gaseosa diet alcanzado por un asesor–, los dirigentes del macrismo por fin se liberan. Aplausos. Besos en las mejillas. Abrazos. El DJ va subiendo el volumen; mezcla éxitos de cumbia con viejos clásicos del rock nacional y guarda para el momento clave “Ciudad mágica”, el hit de Tan Biónica, la banda ícono de los búnkeres PRO. Las pantallas clavadas en TN muestran los números. Los zócalos lo confirman. Cada punto se festeja. En cualquier momento aparecen: María Eugenia, Horacio, Gabriela… ¡Mauricio! El estilo elegido por el macrismo para poner en escena su alegría –la estética de su euforia soft – nos eriza. Buscando explicaciones, encuentro que los diccionarios de medicina definen como “dentera” o “tiricia” un movimiento instintivo de rechazo en el sistema nervioso autónomo, el que controla las reacciones involuntarias del organismo, que se manifiesta en la piel y a través de una desagradable sensación en los dientes y las encías: los cubiertos que chirrían sobre un plato de loza, el roce de la suela de algunos zapatos contra el suelo, dos corchos frotados entre sí y el clásico de las escuelas de todo el mundo: las uñas de la maestra sobre el pizarrón. La causa de este malestar podría remontarse al origen de la especie humana, al grito que lanzaban los monos ante una situación
de peligro: es el eco de ese tono agudo, las ondas de alta frecuencia de la antigua señal de alerta, lo que hoy nos genera esa necesidad irreprimible de taparnos los oídos, movernos en la silla, salir corriendo de allí. Este libro es un intento por superar la dentera que nos produce la contemplación alucinada de los festejos del macrismo para analizar los motivos profundos de su eficacia política. ¿Qué astucia de qué razón permitió que un integrante del jet set de revistas del corazón, dotado del acervo cultural de un periodista deportivo promedio y acostumbrado a expresarse con la inconfundible fonética de las clases altas de zona norte, se convirtiera en presidente de un país con una fuerte tradición de clase media ilustrada, una arraigada memoria igualitarista y una pulsión plebeya a prueba de dictaduras y represiones? ¿Qué hizo que Macri ganara primero el gobierno de una ciudad como Buenos Aires, autoconcebida como culta y progresista? ¿Cómo se explica que haya logrado ser reelegido y validado electoralmente una y otra vez hasta el punto de imponer a Horacio Rodríguez Larreta, verdadera cabeza de su gestión pero carente de cualquier rastro de carisma, como su sucesor? ¿Cómo hizo para traspasar las fronteras de la General Paz y romper la idea de que el suyo era un liderazgo importante, sí, pero municipal y de vuelo corto? ¿Cuáles son las razones que lo convirtieron en el primer presidente ni radical ni peronista democráticamente elegido de la Argentina? ¿Cómo hizo para construir el primer gobierno de élite de nuestra historia? ¿Por qué consiguió revalidarse en las elecciones de 2017? Y, finalmente, ¿cómo logró despejar el fantasma de la ingobernabilidad –el síndrome del helicóptero– y mantenerse en el poder hasta el punto de avanzar en la construcción de una nueva hegemonía? Para responder estas preguntas es necesario reprimir el reflejo subestimador que a menudo nubla nuestra visión y hacer un esfuerzo por entender las angustias, los miedos y los deseos con los que logró conectar. El macrismo no es un accidente histórico ni una simple operación de marketing político, un invento de las noches psicodélicas de Jaime Durán Barba: es el signo de corrientes sociales profundas. Más allá de sus éxitos o fracasos como gobierno, más allá de si deja finalmente una huella equivalente a la de Alfonsín, Menem y los Kirchner, su ascenso es la expresión de una serie de mutaciones que vienen ocurriendo en nuestra sociedad desde hace décadas. Las primeras páginas de este libro analizan el proceso de nacimiento y ascenso del macrismo hasta su victoria en las elecciones presidenciales de 2015. Como la política funciona a menudo como un espejo, dedico el primer capítulo a entender el declive del kirchnerismo, que comenzó cuando Cristina Fernández obtuvo su reelección con un porcentaje aplastante de votos y, a partir de la idea de que el 54% era un dato tallado en la piedra de los tiempos y no una realidad social
contingente, lideró un improbable “populismo de minorías” que no logró evitar el estancamiento económico, el amesetamiento de los formidables avances sociales alcanzados hasta ese momento y un resquebrajamiento de su coalición política, todo en el marco de una sobrecarga del relato que pretendía compensar estos déficits pero que sólo conseguía hacerlos más visibles (y más enojosos). El segundo capítulo describe el proceso de construcción del macrismo, cuyo origen se remonta a la crisis de 2001, cuando un conjunto de personas que hasta ese momento se habían mantenido alejadas de los asuntos públicos –incluido el propio Macri– decidieron crear un partido nuevo. Formado por empresarios, gerentes y profesionales de ONG, el macrismo se fue consolidando, a lo largo de una década de rápida expansión, como una fuerza política basada en una serie de dicotomías (vieja/nueva política, improvisación/equipos, populismo/república) que terminaron por convertirla en la principal referencia del antikirchnerismo, que a esa altura ya era la identidad más fuerte de la escena política argentina. Desde un comienzo, Macri se propuso evitar el camino de la derecha argentina tradicional y elaboró una propuesta pragmática y ambiciosa: como los bolcheviques, un partido de cuadros orientado a la toma del poder. Los siguientes capítulos intentan explicar su éxito. En primer lugar, la construcción de candidatos capaces de expresar los valores del “hombre común” le permitió al macrismo acortar –o al menos hacer soportable– la distancia entre una sociedad desigual y empobrecida y una fuerza política integrada, en su mayoría, por personas provenientes de los sectores más privilegiados, que además son en general varones, porteños y de mediana edad. Más en concreto, le posibilitó a Macri dejar atrás su imagen de empresario, al fin y al cabo la ocupación a la que había dedicado la mayor parte de su vida, y reemplazarla por la de ingeniero, profesión que nunca ejerció realmente (por eso la imagen del constructor de puentes es verdaderamente metafórica –salvo que lo diga como contratista del Estado–). Además de políticos empáticos, el macrismo ofrece un mundo de igualdad de oportunidades, la única idea más o menos abstracta que el presidente acepta incluir en sus discursos y el principal argumento de –digamos– su filosofía política. Con una larga y muy rica tradición en el pensamiento liberal, esta perspectiva conecta con el ideal inmigrante de progreso sobre la base del esfuerzo individual que está en el origen de la Argentina moderna (la movilidad social ascendente condensada en el mito de “m’hijo el dotor”), y sintoniza con el “neoliberalismo a nivel molecular” que sobrevive en gran parte de la sociedad. Aunque por supuesto disputa la sensibilidad de los argentinos con otros valores más colectivos y solidarios, la perspectiva de la igualdad de oportunidades está dotada de una enorme potencia simbólica y ha encontrado en el “trabajador
meritocrático” el sujeto social capaz de encarnarla. Pero tiene su lado oscuro: al encubrir un desdén apenas disimulado hacia quienes requieren asistencia estatal, logra hacer más tolerables decisiones y políticas que conducen a una sociedad más injusta (incluso si no es lo que se propone). Pero funciona. Y encuentra en la noción de emprendedorismo su traducción a biografías individuales de éxito. Con su aire romántico de aventurero del mercado, el emprendedor marca un contraste con la desgastada figura del empresario explotador o del rentista haragán y, en un mágico pase de manos, le devuelve legitimidad al capitalismo en su versión globalizada del siglo XXI, aunque en el proceso produzca un desplazamiento del foco de la responsabilidad tan sutil como perverso: bajo este nuevo paradigma individualizante, si una persona no consigue trabajo o no logra superar la pobreza no se debe a que el sistema la explote o la excluya sino a que no se esfuerza, no es creativa o no innova; no invierte en sí misma. El macrismo proyecta jóvenes universitarios que crean apps en oficinas vidriadas con sillones blandos, pufs y mesas de pingpong, y la realidad le devuelve la imagen de ex obreros industriales que se las rebuscan con una panchería. La invocación a los valores posmateriales es otro gran recurso de seducción. Como en el Primer Mundo, también en la Argentina existe un sector de clase media y alta que, con sus problemas de alimentación, vivienda y seguridad básicamente resueltos, reorienta sus preocupaciones hacia cuestiones relacionadas con la autoexpresión, el disfrute y la autonomía, sean estas individuales (la autorrealización personal, el reconocimiento de la identidad y la búsqueda de una mejor calidad de vida a través del ejercicio, la meditación y el yoga) o solidario-colectivas (los ecologistas que reciclan latitas, los adoradores de mascotas que rescatan perros sarnosos y los veganos que defienden los derechos humanos de los camarones y los pollos). Con un discurso de defensa del medio ambiente que no se traduce en políticas que cuestionen el modelo de producción que lo destruye y un estilo new age que tiñe de una tonalidad vagamente mandeliana el modo ultraestudiado de presentarse ante la sociedad, el macrismo cultiva un aire cosmopolita y moderno que le permite conectar con un sector importante de los argentinos. No es su única cara, porque también tiene una faz conservadora y hasta reaccionaria, que asoma sobre todo en situaciones inesperadas, de desequilibrio o crisis, pero es la que prefiere mostrar. Todo esto confirma que estamos ante un gobierno que detecta, interpreta y explota una serie de tendencias sociales preexistentes, que estaban allí desde antes de que el propio Macri se decidiera a lanzarse a la política, desde la dictadura y el menemismo. Es importante subrayar este punto, una de las tesis de este libro: el macrismo no arroja bombas desde aviones que sobrevuelan a diez
mil pies de altitud, sino que disputa la racionalidad en el teatro de operaciones del sentido común, al que examina mediante todas las herramientas disponibles y sobre el que está dispuesto a dar casi diríamos una batalla cultural: el macrismo es un ejército de infantería. Puede resultar incómodo, irritante y hasta doloroso, pero aceptar que el gobierno interviene en –y viene ganando– la disputa por la subjetividad social es un paso fundamental para entender su éxito. Hasta el momento, las miradas críticas sobre el macrismo tendieron a concentrarse en aspectos como la corrupción, los efectos regresivos del plan económico o la distancia entre su discurso edulcorado y la realidad pura y dura de sus políticas. Aunque se trata de planteos pertinentes y en algunos casos valiosos, mi impresión es que no alcanzan para explicarlo (y que no se proponen superar el rechazo que les produce sino reforzarlo). Por eso aquí intento un abordaje distinto, que no apunta a denunciar al gobierno ni a desenmascarar la perversidad de su alma verdadera, sino a explorar los motivos que hicieron que una mayoría de la población se decidiera a apoyarlo: este es por lo tanto un libro sobre el macrismo pero también sobre la sociedad. Para ello, hice algo que la crítica del macrismo en general se resiste a hacer: conversé con sus funcionarios y dirigentes, en especial con aquellos que dedicaron algún tiempo a pensarlo, que no son muchos. Leí sus libros, los entrevisté, compartí almuerzos, varios cafés; en otras palabras, me los tomé en serio. Así, Marcos Peña me explicó qué es el círculo rojo, Durán Barba me reveló su fascinación por los youtubers, Pablo Avelluto argumentó por qué piensan que no tiene sentido acordar un pacto al estilo Moncloa, Hernán Iglesias Illa describió el tipo de sociedad que imaginan, Iván Petrella me explicó que no les interesa ocupar el centro de la escena y Alejandro Rozitchner me dijo que Macri, como él, tuvo que lidiar con un padre fuerte, arbitrario y yoico. Como todo oficialismo, el actual ha establecido una división del trabajo: un sector –integrado entre otros por Rogelio Frigerio, Emilio Monzó y Federico Pinedo– se dedica a construir las mayorías parlamentarias, a presionar a los gobernadores e intendentes opositores y a administrar la coalición con el radicalismo, tareas inherentes al ejercicio del poder que se desarrollan siguiendo el conocido método de los adelantos de coparticipación, el ahogo fiscal y la discrecionalidad en la asignación de la obra pública; es decir, de manera no muy diferente de otras experiencias del pasado. Los ministros, por su parte, gestionan sus respectivas áreas, supervisados por los dos secretarios de coordinación. No me detengo aquí en ninguno de ellos, salvo para ilustrar algún argumento, sino en el grupo que a mi juicio expresa la verdadera novedad del macrismo como
fenómeno político, el que lidera Marcos Peña, el principal artífice del ascenso, e inspira Durán Barba, el gran teórico de las mayorías despolitizadas. Este ejercicio de contacto directo con la dirigencia macrista implicó un esfuerzo. Ocurre que, a diferencia de mis últimos libros, enfocados respectivamente en la izquierda latinoamericana, la repolitización global de los óvenes y el ascenso geopolítico de Brasil –cosas que me provocaban sobre todo simpatía–, me concentré aquí en un fenómeno del que me siento lejos y al que observo con una mirada muy crítica. Así y todo, traté de no caer en el vicio del analista que se enamora de su objeto de estudio e intenté ser frío, nunca concesivo: entender no implica justificar. Para subrayar mi punto de vista dedico el capítulo final a una caracterización ideológica del macrismo. Sostengo allí que la orientación general de su programa económico, el cuadro de ganadores y perdedores que da como resultado, la concepción de la política social como una red de contención mínima antes que como una estrategia de ampliación de derechos, el giro primermundista en materia internacional y los intentos por imponer contrarreformas regresivas en diferentes áreas de la administración, junto con la concepción liberal e individualista de la sociedad, confirman que el de Macri es un gobierno de derecha, cuyo legado será una Argentina más desigual y egoísta, menos popular y solidaria. Pero esto no lo convierte en una reedición de la dictadura, ni siquiera del menemismo. El macrismo es, y este es uno de mis principales argumentos, un fenómeno político nuevo, y de ese modo debe ser visto. Por ejemplo, el gobierno mantuvo a Aerolíneas bajo control estatal, logró un aumento del número de pasajeros transportados y descartó la propuesta ultraliberal de avanzar en una política de cielos abiertos y eliminar las bandas de precios, pero adoptó una serie de medidas de apertura mediante el ingreso de las low cost y decidió una reducción de subsidios que en el futuro podrían amenazar el rol de la aerolínea de bandera. En otras palabras, avanzó en la desregulación del mercado aerocomercial sin caer en una privatización lisa y llana. Otro ejemplo, más delicado aún: el macrismo desplegó una serie de políticas regresivas en materia de derechos humanos, tolera a funcionarios negacionistas que provocan con discursos pre- Nunca más y avaló –en un primer momento– el fallo del dos por uno de la Corte Suprema, pero no frenó los juicios, ni indultó a los represores, ni respaldó los planteos de los familiares de las víctimas de la guerrilla que le reclamaban tratar esos casos como delitos de lesa humanidad. La reversión no implicó una estrategia de impunidad global al estilo menemista. En suma, para caracterizar al macrismo es necesario cambiar el estilo impresionista que a menudo oscurece los análisis e intentar un trazo naturalista
más clásico, así sea por una cuestión de estrategia: su ascenso se debe en parte a la dificultad de sus adversarios para definir adecuadamente la criatura política que tenían enfrente. El problema del dichoso eslogan “Macri, basura / vos sos la dictadura” no es sólo que sea falso en términos históricos; es que se demostró políticamente inconducente, como confirmaron los resultados de las elecciones presidenciales de 2015 y como ratificaron las legislativas de 2017, en las que el gobierno consolidó su dominio electoral y fortaleció la impresión de que está logrando construir una nueva hegemonía, entendida en su sentido más básico, el que Gramsci elabora a partir de Lenin: la capacidad de un grupo de asumir la conducción político-moral de la sociedad y transformar sus valores en los dominantes. Queda, por último, el debate acerca del carácter democrático de la derecha macrista, disparado en buena medida por una nota que publiqué en agosto de 2017 bajo el título “El macrismo no es un golpe de suerte”,[1] suerte”,[1] que que generó una avalancha de réplicas y abrió una interesante discusión pública. Dedico al tema un capítulo, pero adelanto aquí la idea: creo, como escribí en aquel momento, que vivimos en una democracia, y si me animo a seguir sosteniendo semejante excentricidad es porque al cierre de este libro las autoridades públicas se elegían en comicios libres, competitivos y sin proscripciones, el gobierno tenía minoría en el Senado y no llegaba al quórum propio en Diputados, tres de los cinco miembros de la Corte Suprema habían sido designados antes de su asunción, la Auditoría General de la Nación seguía a cargo de un opositor y los derechos de asociación, reunión y libertad de expresión se ejercían, en términos generales, libremente. Por supuesto, diversas decisiones del macrismo afectan la calidad institucional, desmienten su supuesta vocación republicana y, en algunos casos, resultan claramente autoritarias, como el intento de nombrar dos jueces de la Corte por decreto, las reglamentaciones que alteran el espíritu de diversas leyes y la interferencia sobre la justicia. Podríamos señalar otros derrapes, pero el punto más grave, el que marca una diferencia más clara con los ciclos políticos anteriores es el manejo de la protesta social: la posición oficial frente a la detención ilegal de Milagro Sala y el apoyo –o el encubrimiento– a las fuerzas de seguridad en los casos de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel se suman a la represión indiscriminada y las detenciones arbitrarias que acompañan frecuentemente los actos y las movilizaciones públicas. ¿Alcanza esto para hablar de dictadura, Estado policial o régimen de excepción? Como resulta difícil sostener semejante cosa, los críticos más duros caen en fórmulas raras y tortuosas, como aquella que sostiene que el macrismo no es ni una dictadura ni una democracia, lo que equivale a no decir nada. Por
supuesto que entre el Estado de derecho más perfecto y el totalitarismo más absoluto hay un continuum de grises, pero un debate serio exige consensuar algún tipo de categoría que permita establecer una frontera, decidir cuándo una democracia se transforma en otra cosa. Si un régimen político se define como el conjunto de instituciones y reglas que regulan la lucha por el poder y su ejercicio, parece excesivo afirmar que el actual gobierno ha producido un quiebre total, un punto de inflexión tan rotundo que lo hace completamente diferente de los anteriores; en suma, que constituye una no democracia. Pero para llegar a esa conclusión es necesario recorrer un largo camino y volver, superando la dentera, al principio, al momento epifánico del macrismo, que por más bizarro que nos parezca tiene su lógica. ¿Qué hacen los peronistas cuando festejan, cuando la felicidad los desborda? Cantan la marcha, golpean los bombos, se acuerdan de Perón y de Evita, según la facción de que se trate evocan la Resistencia, la gloriosa JP, a Lorenzo Miguel, a Saúl Ubaldini, vamos a volver. ¿Y los radicales? También tienen su marcha: “Adelante, radicales / adelante sin cesar”; es menos inspirada, es cierto, pero existe. Y tienen además las boinas blancas, aunque ya casi nadie las usa. En todo caso, se acuerdan del 83, del Alfonsinazo, del Juicio a las Juntas, de la réplica a Ronald Reagan en la Casa Blanca (¡en la Casa Blanca!). Ocurre en cambio que los dirigentes macristas no pueden apelar a tradiciones que nunca tuvieron, ni evocar un pasado que no existe. Sin más historia compartida que un origen de clase común, desprovistos de triunfos heroicos más allá de sus regulares victorias capitalinas sobre Daniel Filmus, sin panteones ni epopeyas que rememorar, defensores al fin y al cabo de una épica antiépica, los representantes del macrismo recurren, al igual que todo ser humano en momentos de alegría o angustia, a lo que tienen más a mano, al universo cultural de su memoria emotiva, que los reenvía a los casamientos, las fiestas de 15 o los tercer tiempo de la adolescencia. Y entonces dejan volar los globos. [1] Página/12 [1] Página/12,, 17 de agosto de 2017.
1. La rápida agonía de la Argentina kirchnerista Entre la saturación ideológica y la normalidad recesiva
Cristina con el secretario de Comercio Guillermo Moreno, cuyas medidas fueron una expresión especialmente extravagante de la etapa económica más complicada del kirchnerismo.
Es precisamente la solidez de lo logrado por el peronismo como revolución social la razón principal para la larga etapa de desgarramientos que su gestión iba a dejar en herencia. Tulio Halperin Donghi, La larga agonía de la Argentina peronista El verano argentino es un invento del peronismo. Aunque las playas habían comenzado a ocuparse un par de décadas antes, la costumbre se limitaba a unas pocas familias privilegiadas, hasta que el gobierno de Perón extendió a todos los trabajadores las vacaciones pagas y el aguinaldo, desplegó las primeras iniciativas de turismo popular a través de los hoteles sindicales y construyó el complejo de Chapadmalal para los hijos de las familias obreras: en uno de esos gestos simbólicos a los que son tan afectos los presidentes peronistas, el lugar elegido fue un campo de 650 hectáreas expropiado a la familia Martínez de Hoz. Por los mismos años, con su característico ímpetu reformador y un Estado fortalecido por la prosperidad de la posguerra, Perón creaba esa protoDisneylandia que es la República de los Niños y lanzaba el Festival de Cine de Mar del Plata, a cuya inauguración asistieron las dos grandes estrellas del Hollywood de aquellos años, Errol Flynn y Gina Lollobrigida. Desbordados por los nuevos turistas, los casinos cambiaban el antiguo sistema de ingreso vía carnet de admisión por las más democráticas entradas y reemplazaban las fichas de hueso por las de plástico, al tiempo que la empresa Ferrocarriles Argentinos, recientemente estatizada, habilitaba la categoría turista en los servicios a Mar del Plata (allí donde la célebre canción sintomáticamente invitaría a descansar en… alpargatas). El peronismo se insertaba así en las nuevas tendencias mundiales. En su clásico Mitologías,[2] Roland Barthes recuerda que las vacaciones comenzaron a popularizarse entre las clases altas a comienzos del siglo XX, y entre los sectores medios y los trabajadores, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, como resultado de los descansos impuestos por el sistema educativo y del
afianzamiento de la “sociedad salarial” y el Estado de bienestar, lo que por primera vez ubicó el ocio como un valor social importante y, en el camino, disparó rotundos cambios de estilo: si históricamente el cuerpo bronceado había sido considerado un signo de trabajo manual, a punto tal que las revistas de la aristocracia promocionaban todo tipo de lociones y cremas para aclarar la piel, la moda fue cambiando conforme se masificaban las vacaciones y la piel dorada pasaba de expresión de vulgaridad a símbolo de estatus.[3] La “redistribución del ocio” es un hilo rojo que conecta el primer peronismo con el kirchnerismo: cada uno a su modo y según las condiciones de su época (el formato actual impone descansos jibarizados en fines de semana largos, vuelos más accesibles, rutas infernales), lo cierto es que ambos procuraron casi diríamos democratizar las vacaciones. Y en este sentido, la temporada 20152016 puede verse como el último verano del kirchnerismo: entre cuatro y cinco millones de personas salieron de vacaciones (unos dos millones a Brasil), empujadas por los salarios por arriba de la inflación, un tipo de cambio atrasado, el folclórico “dólar turista” y los planes de cuotas. Con su aire de fin de fiesta, las últimas vacaciones del ciclo K funcionaron como un espejo exacerbado de los aciertos, errores y tensiones del modelo económico, como el último verano de una serie que al año siguiente, tras doce meses de macrismo marcados por la caída del salario real, la desactivación del Ahora 12 y la anulación de los feriados puente, ya no se repetiría. ¿Por qué, pese a la seguidilla de veranos felices, el kirchnerismo perdió las elecciones presidenciales? ¿En qué vuelta táctica de la larga campaña electoral se terminó sellando la derrota? ¿Fue al comienzo, cuando Cristina Kirchner optó por evitar la interna y consagró a Daniel Scioli como candidato único? ¿Al día siguiente, cuando Florencio Randazzo rechazó la postulación a gobernador? ¿Después de las PASO, cuando se conoció que el candidato sería Aníbal Fernández? ¿O más adelante, cuando, ya con la oferta electoral definida, el kirchnerismo puro tomaba distancia de… su candidato presidencial? ¿La derrota fue resultado de las contradicciones de un Scioli que no podía alejarse del gobierno pero que, si se kirchnerizaba, perdía adhesiones? ¿O acaso fue un proceso más largo, que comenzó el mismo día en que Cristina obtuvo el 54% de los votos y empezó a tolerar –o alentar– el desgajamiento de la coalición política y social que la había llevado al poder?
De construir a “aguantar el modelo” (o cómo administrar la escasez)
La primera clave para entender la caída electoral reside en la economía. El espectacular crecimiento registrado desde la llegada de Néstor Kirchner al poder en 2003 y la mejora sostenida de los indicadores sociales empezaron a acompasarse a partir de 2008, cuando la Argentina sufrió el primer impacto de la crisis financiera global y el gobierno experimentó su primera gran derrota política, con el voto “no positivo” de Julio Cobos en el conflicto por el aumento de las retenciones agropecuarias. Los factores que explicaban el despegue de esa primera etapa –la capacidad de combinar mejoras de bienestar de los sectores más vulnerables y las clases medias con una alta rentabilidad de las empresas y los bancos gracias a los altos precios de los commodities, el aprovechamiento de la capacidad ociosa y las tasas chinas de crecimiento– ya no empujaban como en el pasado, a medida que el viento de cola comenzaba a girar a proa y los stocks (de energía, reservas internacionales, bienes de capital) se agotaban. La inflación fue el signo de estas tensiones emergentes. Pese a ello, el primer gobierno de Cristina logró superar razonablemente bien la crisis de 2008-2009. Desde el punto de vista político, el período que comienza con una derrota (el voto de Cobos en el Senado) y concluye con una tragedia (la muerte de Kirchner el 27 de octubre de 2010) fue el momento más brillante de todo el ciclo kirchnerista: mediante una vertiginosa serie de iniciativas de reforma en clave progresista (estatización de las AFJP, ley de medios, matrimonio igualitario, Asignación Universal, masivos festejos del Bicentenario), el gobierno logró una redención impensada que le permitió arrasar en las elecciones de octubre de 2011. La economía, que con la estatización del sistema previsional consiguió un enorme caudal de recursos rápidamente destinados a apuntalar el crecimiento a través de políticas contracíclicas, acompañó el renacimiento político. Pero el contexto internacional había cambiado, y muy pronto las tensiones macroeconómicas morigeradas –o disimuladas, según cómo se mire– reemergieron. Fue así como reapareció una antigua amenaza, responsable de nuestro patrón enloquecido de stops and goes y de buena parte de las crisis políticas del último medio siglo: la destructiva, temida y nunca resuelta restricción externa. Como tantas veces en el pasado, luego de cierto período de crecimiento el superávit comercial se transformaba en déficit. El maestro Aldo Ferrer lo definió como el “pecado original” de la economía argentina: una estructura industrial desequilibrada –es decir, que demanda más dólares de los que genera– redunda en un desbalance crónico de divisas y le impone un techo infranqueable a la posibilidad de expansión económica.[4] Se trata del drama macroeconómico que el kirchnerismo no pudo resolver: si por un lado es cierto que la estructura
productiva argentina no se primarizó al mismo ritmo que otras economías de la región, por otro resulta evidente que, una vez más, el crecimiento dependía de los superávits del campo, del sol y de la lluvia. La respuesta del gobierno a este escenario de tensiones fue una política de “administración de la escasez” orientada a sostener los indicadores sociales alcanzados hasta el momento. En palabras del ex secretario de política económica Matías Kulfas,[5] el paso de “profundizar el modelo” a “aguantar el modelo”. Frente al déficit energético, Cristina ordenó la estatización de YPF, una reacción positiva pero tardía y cuyos beneficios recién comenzarían a verse algunos años más tarde. Los límites a las importaciones mediante licencias no automáticas y declaraciones juradas, junto con la odiada restricción a la compra de dólares para atesoramiento (cepo), permitieron controlar el frente externo y evitar una devaluación desbocada, pero crearon las condiciones para un mercado negro (el dólar blue) que alimentaba la expectativa de devaluación futura, estimulaba la especulación y abría un espacio opaco para todo tipo de maniobras irregulares (sin mencionar los efectos políticos de estas medidas, de los que me ocupo más abajo). Errática, la conducción económica se había dispersado en varios funcionarios, entre los que se destacaba Guillermo Moreno, hiperkinético autor de los parches más insólitos, porque una cosa es la regulación de los mercados y otra el maquillaje inefectivo por vía de medidas extravagantes: por ejemplo, la obligación impuesta a las empresas de compensar las importaciones con la misma cantidad de exportaciones llevó a que compañías como Sony desarrollaran su “sección alimentos”, especializada en la venta de camarones, o a que Pirelli comenzara a ofrecer miel y BMW jugo de uva, lo cual, por supuesto, no hizo que se exportaran ni más camarones ni más miel ni más jugo de uva, ni que se importaran menos chips, neumáticos o autopartes, sino simplemente que las firmas cambiaran de manos. ¿El gobierno chocaba la calesita?, como acusaron los economistas Mario Damill, Roberto Frenkel y Martín Rapetti en un paper que circuló en ámbitos opositores.[6] No, pero estuvo cerca. La llegada de Axel Kicillof al Ministerio de Economía y la designación de integrantes de su equipo en lugares estratégicos del aparato estatal, junto con la esperada salida de Moreno, contribuyeron a dotar de homogeneidad y un rumbo más claro a la conducción económica. Con la devaluación del 30% ordenada en enero de 2014 (la primera de un saque en una década), la súbita elevación de las tasas de interés y el freno a las importaciones, la conducción económica logró conjurar la corrida contra el peso desatada en los días previos y reestabilizar la economía. Era el primer paso de un plan más ambicioso, que apuntaba a reinsertar el país en los mercados internacionales y
refinanciar mediante nuevos créditos los vencimientos de deuda que hasta el momento se habían pagado con reservas, para lo cual –en un cambio táctico que no pasó desapercibido– se resolvió el diferendo con Repsol por la privatización de YPF, se cerraron los juicios internacionales pendientes en el Ciadi y se llegó a un acuerdo con el Club de París. –¿No hubiera sido conveniente explorar opciones más ortodoxas para enfrentar la crisis? –le pregunté a Kicillof un año después de su salida del gobierno, en los estudios de un canal de televisión, mientras esperábamos para salir al aire. –¿Más ortodoxas? –repreguntó Kicillof, a quien le gusta la discusión de ideas y responde las preguntas como si fueran pelotas de tenis que hay que devolver con fuerza. –Bueno, digo imprimir menos y tomar un poco más de deuda, aflojar los controles y apostar a que ingresen más dólares. –Lo que pasa es que apareció el fallo insólito de Griesa y no pudimos recomponer el frente externo, primero porque la cláusula RUFO nos lo impedía, porque pagarles a los buitres mientras estaba vigente la cláusula implicaba defaultear toda la deuda, y después porque se acercaba la campaña y los fondos buitre no querían negociar nada. –¿Por qué? –Porque los buitres no son tontos: si ganaba Scioli implicaba, en el peor de los casos, seguir como estaban; si ganaba Macri ya había dicho que les pagaba todo. Les convenía esperar. El kirchnerismo, puesto por el fallo de Griesa frente a un escenario que no esperaba, reaccionó con esa mezcla de agilidad, desparpajo y voluntad que le era tan propia: desactivó sin mayores explicaciones los planes de normalización financiera y transformó la derrota en los tribunales estadounidenses en el eje de un discurso de tonalidades soberanistas (“Patria o buitres”), al tiempo que sumaba más peso al pisotón sobre las importaciones, negociaba con China un intercambio (swap) de monedas para mejorar las reservas y seguía expandiendo el gasto público. Esto le permitió atravesar el largo proceso electoral –cuatro meses entre las PASO y el recambio presidencial– sin caer en el cuadro de descontrol económico y crisis social que habían marcado los finales del alfonsinismo y la convertibilidad, pero sin poder evitar el declive de la economía. Los datos son elocuentes: el PBI, que había crecido el 8,8% durante el mandato
de Néstor Kirchner y el 6,2% en el primero de Cristina, se expandió apenas un 1,1% en su segundo período. El resto de las variables se alinearon en el mismo sentido: la producción industrial pasó del 10,4% al 8,6%, y de ahí al 0,8%; el empleo privado formal, dato clave del mercado laboral, había crecido un impresionante 10,6% durante el gobierno de Néstor, 1,9% en el primero de Cristina y sólo 0,4% en el segundo; las exportaciones, que habían aumentado ¡21,2%!, crecieron 5,2% y luego 4,2%. La inflación anual pasó del 11,4% al 22%, y de ahí al 28,2%. Los famosos superávits gemelos se convirtieron en déficits y las reservas disminuyeron de manera sostenida.[7] En este panorama entre gris y gris oscuro brillaban unas pocas variables: la deuda, que medida en dólares se mantuvo por debajo del 10% del PBI, y el desempleo, quizás el aspecto más virtuoso de todo el ciclo, que gracias a varios esfuerzos combinados –inversión privada al comienzo, alto gasto público, programas de protección como los Repro y leyes destinadas a combatir la informalidad– continuó reduciéndose año tras año, del 11,4% al final del gobierno de Néstor al 7,8% en el primero de Cristina y al 7,2% a fines de 2015. Pero, salvo estos indicadores, la trayectoria era, en una mirada general, descendente. Tras doce años de kirchnerismo, el panorama era una especie de decepcionante normalidad recesiva: una economía estancada, que había ido perdiendo fuerza y acumulando parches, pero que nunca había estallado y sobre la cual el gobierno, pese a todo, aún decidía.
Perder la clase media (baja) La coalición social del kirchnerismo se había mantenido con pocos cambios desde su llegada al gobierno en el lejano 2003:[8] un núcleo duro de apoyo en los sectores más pobres, verificable en la persistencia de sus triunfos electorales tanto en el segundo y el tercer cordón del Conurbano como en las provincias del norte, junto con el respaldo parcial, pero de importancia estratégica, de grupos de clase media tradicional, digamos progresistas, que abrieron la agenda clasista típica del peronismo a los temas de género, diversidad cultural, minorías sexuales, etc. La clave del retroceso, sin embargo, estaba en otro lado: frente a la lealtad de hierro de los sectores populares y la relación sinuosa con la clase media progresista, el kirchnerismo se fue resignando a perder el apoyo de la clase media baja. ¿A qué nos referimos exactamente con clase media baja? Considerada de
acuerdo con su inserción laboral,[9] la “clase media inferior” está compuesta por microempresarios, cuentapropistas con equipo propio, técnicos, docentes, trabajadores de la salud y empleados administrativos: equivale al 36,1% de la población. No todos pueden ser incluidos dentro de esta categoría, por supuesto, a la que por otro lado habría que sumar una parte de los trabajadores calificados, el “moyanismo social”,[10] que conforma el 18% del total de la fuerza laboral. Más en concreto, me refiero a un camionero en blanco, un plomero con muchos clientes, un pequeño comerciante de Lomas de Zamora, un cuentapropista con algún capital (por ejemplo, un taxi), un vendedor de Garbarino con muchas comisiones… Quizás una forma más adecuada de definir a este sector social sea afirmar que comparte con los sectores populares algunos rasgos, como la residencia suburbana, la cantidad de hijos o la migración reciente del interior o de los países limítrofes, pero cuyo nivel de ingresos lo acerca a la clase media tradicional, aunque sin su capital patrimonial, educativo y relacional: ningún trabajador hereda un departamento de tres ambientes en Palermo ni contó con una familia que lo sostuviera mientras estudiaba medicina ni dispuso de la red de contactos esenciales para insertarse en los competitivos mundos profesionales de los arquitectos o los cineastas. Policlasista como todo populismo, el kirchnerismo desplegó una estrategia específica para los diferentes grupos que conformaron su base social. Así, estableció con los sectores más pobres una clásica relación peronista, que incluyó casi pleno empleo, ampliación de derechos sociales, acceso a bienes de consumo durables (de heladeras y lavarropas a ciclomotores) y la probada eficacia del aparato clientelar, junto con la más fantasmagórica “inclusión simbólica” expresada en el manejo dosificado de la iconografía peronista, el Fútbol para Todos o el paseo de fin de semana, gratis y con los chicos, a Tecnópolis. La relación con la clase media progresista fue más tormentosa: no hace falta ensayar una psicología del sector más psicoanalizado de la Argentina para adivinar que la valoración de la estabilidad macroeconómica, el acceso al consumo y las políticas en materia de derechos humanos y reconocimiento del pluralismo y la diversidad convivió tensamente con dosis variables de crítica republicana, las históricas pulsiones antiplebeyas del antiperonismo y el malestar por medidas específicas como las restricciones a la compra de dólares. Pero lo central es que, en contraste con la estabilidad del vínculo con los estratos más pobres y los esfuerzos por retener el apoyo de al menos un sector de la clase media progresista, la relación entre el gobierno y la clase media baja se fue debilitando. ¿Qué pasó exactamente? La respuesta está en la mirada sobre el
Estado. Lejos de la dependencia característica de los sectores clásicamente populares, que necesitan de la Asignación Universal o la salita del barrio para sobrevivir, pero lejos también de la prescindencia de quienes están en condiciones de pagar servicios de salud y educación privados, la clase media baja desarrolla un vínculo más ambiguo con las políticas públicas, que puede combinar la obra social sindical con la educación estatal, la escuela religiosa subsidiada con el hospital y las vacaciones en Mar del Plata. Por una cuestión de lugar de residencia y entorno familiar, el contacto de este grupo social con los estratos populares es, a diferencia de lo que ocurre con la clase media acomodada, cercano y frecuente. Situada apenas un escalón por arriba de los sectores más pobres, pero expuesta a los trastornos ciclotímicos de la economía, la clase media baja vive en un eterno amor-odio con el Estado, y eso probablemente explique la sensación de injusticia basada en la idea de que el estatismo kirchnerista les quitaba a ellos –por ejemplo, vía impuesto a las ganancias– lo que les regalaba a otros. La inseguridad es una preocupación literalmente vital, menos por una propensión genética al fascismo que por el simple hecho de que, desprovista de las ventajas de las capas más acomodadas –seguridad privada, transporte particular, horarios laborales flexibles–, la clase media baja se encuentra expuesta en forma permanente a las inclemencias de la calle: un comerciante que mantiene la persiana alta hasta tarde para aprovechar hasta el último cliente, un taxista que trabaja turnos de noche o un plomero que va y viene por la ciudad sufren el delito (y, ya que estamos, los piquetes) de manera muy diferente a quien pasa el día en una oficina, un consultorio o un banco, y a las seis de la tarde vuelve en subte a su departamento, ubicado en una calle iluminada de Caballito y con una farmacia en la esquina. En este sentido, no es casual que la inseguridad haya constituido, junto con el impuesto a las ganancias, la principal demanda de este sector social, demanda que el kirchnerismo osciló entre enfrentar con medidas parciales o simplemente desatender, fastidiado, como si le pidieran más de lo que le correspondía dar. El contraste entre el esfuerzo invertido en cuidar el diálogo con otros grupos sociales y el descuido al que sometió a la clase media baja resulta, con la perspectiva que da el tiempo, notable. En una reescritura invertida de Borges, el kirchnerismo decidió que la clase media baja no era ni buena ni mala sino incorregible, y optó por abandonarla a su suerte. El resultado fue la crisis de su coalición social, la división del peronismo y, al final, la derrota.
Por qué retrocede la izquierda Un rápido repaso del mapa sudamericano confirma que la caída del kirchnerismo es parte de un fenómeno más amplio: en Venezuela, el chavismo sufrió una dura derrota legislativa y, aunque logró recuperarse en las elecciones regionales de 2017, sigue gobernando una sociedad dividida, en eterna crisis económica. Evo Morales, que había sido reelegido con el 61,3% de los votos en 2014, perdió el referéndum celebrado en 2016 para habilitar una nueva reelección. En Brasil, Dilma Rousseff enfrentó durante su segundo mandato una serie de dificultades económicas y políticas que terminaron en un impeachment irregular y su desplazamiento del poder. En Chile, Sebastián Piñera fue elegido nuevamente presidente. Y en Ecuador, Rafael Correa logró que su sucesor, Lenín Moreno, conservara el poder, aunque por una diferencia mínima, y hoy cuestiona su giro a la derecha. En suma, el balance regional de fuerzas sugiere que, luego de una década de predominio de la izquierda, estamos en el inicio de una transición hacia un nuevo tiempo histórico. Las explicaciones de este retroceso relativo de los gobiernos progresistas son múltiples. La primera es económica: el crecimiento a tasas chinas que había registrado la región en la última década quedó definitivamente atrás (aunque habría que revisar la comparación: ni siquiera China crece ya a tasas chinas). Como sostiene la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), la fase de “crecimiento fácil” que América Latina experimentó desde el inicio del boom de los commodities dejó lugar a un período menos virtuoso, en el que la expansión, si llega, es más volátil y moderada. Lejos del notable 4% promedio de los años previos, el crecimiento regional fue de apenas el 2,2% en 2014, el 0,5% en 2015, el 1% en 2016 y el 2% en 2017.[11] El superciclo de las materias primas, que había acompañado –y en buena medida explicaba– el crecimiento de los últimos años, llegó a su fin, marcando un cambio del contexto externo que se conjugó con las dificultades de gestión local. Simplificando apenas, la política económica de la década consistió en aprovechar los altos precios internacionales para fortalecer las capacidades estatales mediante una mayor apropiación de la renta derivada de la exportación de recursos naturales por vía de nacionalizaciones, como en Venezuela o Bolivia, seminacionalizaciones, como en Brasil, o reformas impositivas, como en la Argentina, Brasil y Ecuador. La diversificación de las exportaciones, el agregado de valor en las cadenas productivas y el fortalecimiento de la base industrial –es decir, las reformas necesarias para romper la dependencia y lograr verdaderos saltos de desarrollo– estuvieron en general ausentes.
Paradójicamente, fue el mismo boom de los commodities el que, con su irresistible pulsión primarizadora, impidió llevar a cabo este tipo de tareas, como demuestran dos ejemplos en espejo: el diseño económico venezolano – desmesura fiscal, nacionalizaciones atolondradas, mercado cambiario trastornado, inflación– fue claramente distinto al brasileño –recortes fiscales, ajuste de la base monetaria, tasas de interés altísimas y autonomía del Banco Central–, pese a lo cual el resultado fue un cuadro igualmente deprimente de recesión, retrocesos sociales y crisis política. Lo que nos lleva al segundo motivo del declive de la izquierda. La última década fue una década indudablemente ganada desde el punto de vista social: la pobreza, que a fines de los años noventa afectaba al 48,4% de los latinoamericanos, se redujo de manera sostenida hasta llegar al 29,2% en 2011, en tanto que la indigencia pasó del 22,6% al 12,4%. En la más inequitativa de las regiones, el índice de Gini, indicador de desigualdad, se ubicó, por primera vez desde que existen estadísticas, por debajo del 0,5.[12] Hay que ser muy ciego para negar esta evidencia, pero también hay que ser muy necio para no admitir que los avances sociales se estancaron –o incluso comenzaron a revertirse, según cómo se midan y según los países– a partir de 2011, cuando América Latina no logró superar la segunda fase de la crisis mundial con la velocidad con que había sorteado la primera. Con leves subas y bajas, el porcentaje de pobres se mantiene desde hace un par de años en torno al 30% y la indigencia no baja del 12%. Este “pico distributivo” es consecuencia, por supuesto, del estancamiento económico y de los límites de los modelos de desarrollo, pero también de la falta de imaginación de los gobiernos progresistas a la hora de elaborar políticas públicas innovadoras, capaces de superar el piso social construido en los años previos. Resueltas las demandas elementales de trabajo y alimentación, comenzaron a aparecer otros problemas, en general relacionados con la provisión de servicios públicos urbanos, como resultado del crecimiento de los años anteriores:[13] el transporte, por citar un caso, no será lógicamente motivo de preocupación si una persona se encuentra desempleada, pero empieza a tornarse insoportable para un trabajador que debe trasladarse todos los días al centro de una ciudad de quince millones de habitantes en hora pico y en un tren construido antes de la Segunda Guerra Mundial. Del mismo modo, las políticas sociales con contraprestación, como el programa Bolsa Familia brasileño o la Asignación Universal argentina, agregaron presión sobre los sistemas de educación y de salud, que de un día para el otro se vieron obligados a atender a un sector de la población antes excluido. La clase media latinoamericana, que según datos del Banco Mundial se expandió un 50% en la última década,[14] exigía nuevas respuestas a nuevos problemas.
Conversé del tema con Marco Aurélio Garcia en julio de 2017, cuando viajó a Buenos Aires para presentar un número especial sobre América Latina editado por Le Monde diplomatique y la Universidad de San Martín, dos semanas antes de que se conociera la dolorosa noticia de su muerte. Asesor internacional de Lula da Silva y de Dilma, y uno de los grandes arquitectos de la integración sudamericana, dotado de un humor infrecuente entre los políticos de su nivel, Marco Aurélio era también un analista fino de la realidad regional, de esos que no temen revisar el pasado reciente en busca de explicaciones, ni le escapan a la autocrítica. –Uno de los grandes problemas con el que nos enfrentamos y que ayuda a explicar el retroceso del progresismo es el de los sujetos de la transformación social –me dijo mientras tomábamos café en el lobby de su hotel de Barrio Norte. –¿Se refiere a los beneficiarios de las políticas de la última década? –Sí, muchos de quienes vieron que su vida mejoraba no atribuyeron esa mejora al Estado o a la política. Una encuesta de la fundación Perseu Abramo en San Pablo, de alcance acotado pero significativa, demostró que los avances eran atribuidos al esfuerzo individual, a la ayuda familiar, incluso a Dios, y que en último lugar, lejísimo, venía el Estado. –Es un poco frustrante, ¿no? –Sí, pero no tiene mucho sentido enojarse. La ingratitud no es buena consejera en política, aunque uno tiene derecho a sentirse molesto quizá. Lo importante es entender por qué sucedió esto. –¿Y qué explicación encuentra? –Bueno, en parte se explica porque no vivimos más en ese mundo donde los trabajadores y sus organizaciones constituían una contrasociedad, una especie de atmósfera política y cultural distinta y separada del universo burgués. Hoy las ideas dominantes son las ideas de las clases dominantes, gracias a los instrumentos totalizantes que las burguesías tienen a nivel global. Le doy un ejemplo: los programas de becas para estudiar en las universidades privadas que creamos desde nuestro gobierno y que beneficiaron a muchos jóvenes que de otro modo nunca podrían haber accedido a ellas, porque son universidades carísimas. Sabemos que muchos de ellos, tal vez la mayoría, no nos votó ni nos va a votar nunca. –¿Los valores neoliberales penetraron en los sectores populares?
–Hasta cierto punto, sí. Pero no es que el neoliberalismo creció como un tomate en la sociedad, que surgió de la nada, sino que existen mecanismos muy poderosos, empezando por los medios de comunicación, que lo transformaron en el sentido común casi único de nuestra época.
Hacia un populismo de minorías Volvamos a la Argentina. Como señalamos, desde 2011 la coalición kirchnerista se había ido desgranando, dejando en el camino jirones de hegemonía. Además de los datos duros de la economía, la dificultad para profundizar el proceso de inclusión social y la desafección de la clase media baja, el retroceso era resultado de una lectura errada de la victoria en las elecciones presidenciales, basada en la idea de la autosuficiencia del kirchnerismo como sujeto político. Como si el 54% fuera una realidad inamovible y no una contingencia, el gobierno dejó de lado la estrategia de articulación con nuevos sectores que tanto resultado le había dado luego de la derrota en el conflicto del campo y se encerró en un improbable “populismo de minorías” que condujo al alejamiento, por vía del hartazgo indolente o el rechazo enfurecido, de sectores sociales que antes lo habían acompañado y ahora se sumaban con creciente entusiasmo a los cacerolazos, engrosaban la audiencia de los programas de Jorge Lanata o simplemente se refugiaban en una paciente apatía, a la espera de manifestarse en el siguiente turno electoral. Y así, como un trompo que gira cada vez más rápido pero siempre sobre sí mismo, el kirchnerismo se engolosinó con un discurso autocelebratorio de conceptos y programas. Convertido más en “oposición de la oposición” que en una auténtica fuerza de gobierno, se abandonó a su vena autodestructiva y parió algunos colectivos socioculturales emblemáticos de esta etapa, como el peronista de clase media que odia a la clase media (una especie de gorila al revés) o el gracioso que pretende transformar cualquier crítica en una virtud, del tipo “somos la mierda oficialista” (una canción compuesta por Carlos Barragán, panelista y conductor del programa 6,7,8, en respuesta a los escándalos de corrupción) o “la marcha de los ñoquis” (en reacción a las denuncias de empleados públicos ociosos). Una operación que era una caricatura pava de la que emprendió uno de los intelectuales más relevantes de la década, Ernesto Laclau, con el concepto de “populismo”, al que le quitó su carga peyorativa para,
mediante una compleja elaboración teórica, dotarlo de un significado positivo, como definición de la ruptura decidida por el pueblo en busca de una mayor inclusión social. Esta desconexión del kirchnerismo respecto del estado de ánimo de crecientes sectores sociales se reflejó en la trayectoria descendente de sus dos grandes dispositivos simbólicos, nacidos ambos durante la crisis del campo. El primero es 6,7,8, un simple programa de panel y archivo que en la fase defensiva del ciclo, en medio del conflicto con los productores agropecuarios y el Grupo Clarín, había operado como un eficaz cohesionador político, como el lugar al que un oficialismo debilitado acudía casi diríamos en busca de la verdad, pero que con el paso del tiempo –y el repiqueteo incesante de sus informes machacones– se fue aplanando hasta convertirse en una máquina de irritar, difundir ideas distorsionadas y hacer la vista gorda. El segundo es la asamblea de intelectuales conocida como Carta Abierta, que tras su gran hallazgo conceptual –el célebre “clima destituyente”– inició un camino errático que la llevó a callar cuando era el momento de hablar (“Carta Abierta le da marco teórico y conceptual a la compra de terrenos fiscales de los Kirchner en El Calafate”, tituló la revista Barcelona) y a cuestionar cuando era el momento de apoyar al gobierno más allá de toda crítica (el “voto desgarro” de Horacio González un par de semanas antes de la derrota). La realidad a veces se desliza al absurdo. Uno de los momentos más pintorescos de esta fase exacerbada de la batalla cultural fue la deriva escatológica de los conflictos identitarios reflejada en un capítulo de la serie Cuentos de identidad, financiada por el Ministerio de Infraestructura y transmitida por la TV Pública. Los debates acerca de la cuestión de la identidad habían sido una de las marcas positivas de la década, pero esa vez al libretista se le fue la mano: bajo el título “Mi nombre, mi karma”, el programa contaba el drama de un joven que, contra la opinión de su mujer, que le rogaba que aceptara un cambio legal, insistía en que su hijo debía llevar su apellido, que no era otro que Culo. “Sólo al enfermo de tu papá se le puede ocurrir que Culo es un apellido que se puede llevar con dignidad”, le gritaba la pobre chica. Probablemente este tipo de desbordes hubieran pasado como detalles sin importancia si no fuera porque revelaban la creciente dificultad del gobierno para leer el clima social, lo que a su vez se expresó en el diseño electoral. Sorpresivamente, el kirchnerismo optó por evitar las PASO y consagró a Daniel Scioli, un candidato que no lo representaba del todo, al que rodeó de dirigentes puros (Carlos Zannini, Aníbal Fernández) pero desprovistos de popularidad, y al que por momentos incluso le retaceó el apoyo. La estrategia desnudó los déficits de un modo de construcción política que descansaba básicamente en el brillo de
Néstor y de Cristina, ubicados a años luz de una galaxia de funcionarios con capacidades electorales diferentes. Con el “método glifosato” (nada crece a su alrededor), los dos líderes kirchneristas se garantizaron durante una década la supremacía de su conducción inapelable, pero se vieron obligados a recurrir a cuerpos extraños (Scioli, Martín Insaurralde) a la hora de reunir los votos imprescindibles para seguir en el gobierno. Y luego estaba la corrupción. ¿Qué incidencia tuvieron las denuncias y los escándalos en los resultados electorales? Es difícil decirlo. A diferencia de otras preocupaciones sociales, la corrupción llega a la sociedad necesariamente mediada por la prensa: el desempleo, la inflación o la inseguridad, por mencionar cuestiones que suelen aparecer al tope de los rankings, admiten una constatación personal por parte de los ciudadanos, que se hacen una idea de la situación del mercado laboral de acuerdo con su experiencia y la de su círculo cercano, verifican la evolución de los precios en el supermercado o sufren un delito en la calle. Aunque parcial, existe la posibilidad de cierta verificación empírica de este tipo de problemas. La corrupción no permite esa operación cotidiana y por eso se presenta a la sociedad sólo a través del relato de los medios, que le imponen, antes incluso que su ideología, la ley de hierro de su formato, lo que deriva en una “audiovisualización” del tema, que se presenta ajustado a las necesidades de la televisión, los portales de noticias y las redes sociales. La consecuencia es que, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, cuando el tratamiento por parte de la prensa en papel, con el escándalo de Watergate develado por The Wa-shington Post como símbolo máximo, aseguraba coberturas más serias y reflexivas, explicables por el método más pausado de trabajo de la era predigital, hoy la corrupción se aborda siguiendo una pauta de imágenes impactantes, figuras que alimentan los programas de entrevistas, tuits escandalosos, transmisión en vivo por parte de las cadenas de noticias y serialización; es decir, la construcción de una secuencia que permita ir accediendo a la evolución de una causa judicial en el formato de los folletines y las telenovelas. Verdaderas, semiverdaderas o falsas, las denuncias contra el kirchnerismo alimentaron esta trituradora de reputaciones y prestigios: el personaje de caricatura Leonardo Fariña; la escena del recuento de billetes en la financiera La Rosadita, con el hijo de Lázaro Báez y su contador, coronada con un cigarro y un whisky y transformada en un loop eterno por los programadores de TN; más tarde la aparición de José López con las monjitas, en una escena que parecía salida de una película de Almodóvar sin editar; Amado Boudou y su guitarra desfachatada; los apodos (“La Morsa”)…
Sin embargo, conviene no exagerar. La corrupción puede incidir pero no definir por sí sola los comportamientos electorales. Aunque por supuesto afecta las chances de los denunciados, la experiencia indica que resulta insuficiente para decidir procesos políticos enteros: de hecho, las denuncias que marcaron la campaña electoral de 2011, centradas entre otros en Ricardo Jaime y Sergio Schoklender, no lograron evitar la victoria arrasadora del kirchnerismo, que se impuso con la misma configuración mediática –el mismo poder de Clarín– con la que cuatro años después terminó derrotado. Como sostiene Sebastián Pereyra, [15] más que como una fuente de conflicto específica, la corrupción es un plus que se agrega a tensiones preexistentes. La corrupción siempre está, pero tiene que darse un cierto “momento emocional” para que se haga visible y se convierta en una preocupación central de la sociedad.
La actriz y el personaje La derrota de Cristina en las elecciones legislativas de 2017 en la provincia de Buenos Aires confirmó que los resultados de 2015 y 2013 no fueron un accidente sino parte de un proceso más largo. Pese a ello, el kirchnerismo sobrevive como una corriente política relevante, la única capaz de reunir tres factores ausentes en el resto de los partidos: la energía de su militancia territorial, preponderantemente urbana, de clase media y juvenil; el influjo que conserva en sectores importantes de la sociedad, en especial en los más pobres, que con toda razón valoran los avances de sus doce años de gobierno, y el liderazgo inigualable de Cristina. Y sin embargo, se trata de un sector minoritario, que carece de la potencia suficiente para aspirar por sí solo a recuperar su antiguo predominio nacional. El desenlace se veía venir, sólo había que abrir los ojos. Las tensiones económicas, el amesetamiento social, la desconexión respecto de una parte de la sociedad… Desde sus lejanos inicios en 2003, el kirchnerismo había tenido la inteligencia de combinar su enérgica voluntad transformadora con una atención casi obsesiva por los aspectos más técnicos del gobierno, un mix de reforma y administración, gesta y gestión, cuyos símbolos fueron, por un lado, el atril furibundo de Néstor y, por otro, la famosa libretita en la que actualizaba diariamente la evolución de las cuentas públicas. Néstor Kirchner, como antes Perón y Menem, fue un reformista tanto como el constructor de un orden (en la economía, la política, el peronismo y el territorio). Cristina, en cambio, dotada
de una personalidad más volcánica y desprovista del genio táctico de su marido, orientó el final de su segundo gobierno a una serie de iniciativas, como el Memorándum con Irán o la reforma judicial, que resultaban ajenas a las demandas mayoritarias de la sociedad, centradas en cuestiones como la inseguridad, el impuesto a las ganancias o la inflación. El resultado fue un kirchnerismo que mantuvo hasta el final su ímpetu reformista y que no aceptó, como le sugerían, un giro ortodoxo, al estilo de Dilma Rousseff, pero que aparecía como lejano, insensible y superyoico. Lo había insinuado el vicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera, uno de los grandes intelectuales latinoamericanos, en su presentación de marzo de 2015 en el Foro Internacional por la Emancipación y la Igualdad, una conferencia de tres días en el Teatro Cervantes de la que participaron referentes de la izquierda de una docena de países y que funcionó como una gigantesca puesta en escena de la mirada del mundo que proponía el gobierno, como la última ofensiva de una batalla cultural que a esa altura ya estaba perdida. “Los gobiernos nacionalpopulares –dijo García Linera frente a un auditorio enmudecido– tenemos que demostrar que no sólo podemos gobernar distinto; también que podemos gobernar mejor”. El kirchnerismo estaba gobernando distinto pero no mejor. Y, ubicado en un escenario incómodo, quiso compensar la dificultad para seguir mostrando avances económicos y sociales con una saturación ideológica que al final terminó jugándole en contra. Impensadamente, fue la arquetípica pareja de las publicidades del Banco Galicia la que marcó, en una gran metáfora de época, el tono de esa disonancia: Marcos, que cuida las cuentas y se agarra la cabeza cuando llega el resumen de la tarjeta, y Claudia, compradora compulsiva, que gasta más allá de sus posibilidades. Como escribió Alejandro Sehtman,[16] no deja de ser sintomático que Paola Barrientos, la actriz que protagonizó la campaña, se haya convertido en una ferviente admiradora de Cristina, a la que defendió en entrevistas e incluso durante la entrega de los premios Martín Fierro, mientras que todos imaginamos a Claudia, su encarnación televisiva, votando a Macri. El kirchnerismo, con cada vez menos logros que exhibir, terminó por sobrecargar el relato: había conquistado a la actriz, pero se había olvidado del personaje. [2] Roland Barthes, Mitologías, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003. [3] Elisa Pastoriza, La conquista de las vacaciones. Breve historia del turismo en Argentina, Buenos Aires, Edhasa, 2011. [4] Aldo Ferrer, “El pecado original de la economía argentina”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, nº 177, marzo de 2014.
[5] Matías Kulfas, Los tres kirchnerismos. Una historia de la economía argentina, 2003-2015, Buenos Aires, Siglo XXI, 2016. [6] Mario Damill, Roberto Frenkel y Martín Rapetti, “La deuda argentina: historia, default y reestructuraciones”, Nuevos Documentos, Centro de Estudios de Estado y Sociedad (Cedes), Buenos Aires, 2005. [7] Datos de Matías Kulfas, ob. cit. [8] María Esperanza Casullo, “Los desafíos del kirchnerismo”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, nº 173, noviembre de 2013. [9] Héctor Palomino y Pablo Dalle, “El impacto de los cambios ocupacionales en la estructura social argentina: 2003-2011”, Revista del Trabajo, año 8, nº 10, julio-diciembre de 2012. [10] Según la definición de Pablo Semán y Martín Rodríguez, “La democracia y la meritocracia”, Panamá, disponible en . [11] Datos de la Cepal. [12] Íd. [13] Información disponible en . [14] Francisco H. G. Ferreira y otros, “La movilidad económica y el crecimiento de la clase media en América Latina”, Washington, DC, Banco Mundial, 2013; disponible en . [15] Sebastián Pereyra, Política y transparencia. La corrupción como problema público, Buenos Aires, Siglo XXI, 2013. [16] Véase .
2. Globología Génesis y ascenso del macrismo
Macri tuvo la inteligencia de no apurar a un sector de la clase media que se alejaba progresivamente del gobierno kirchnerista y durante años se “dejó hablar” por los medios opositores.
[El PRO] es una propuesta posmoderna de gente común que se hartó de los guitarreros, que quiere “al pan, pan y al vino, vino”, y que no se casa con una corriente ideológica. Se casa con soluciones prácticas de cada problema. Es un partido posmoderno, por lo tanto, no se puede definir ideológicamente. Mauricio Macri, entrevista en Perfil, 4 de marzo de 2007 Nunca conocí a un troll. Jaime Durán Barba, en diálogo con Almagro Revista El macrismo es, como el kirchnerismo, hijo del 2001. Tal vez cueste verlo, porque la fenomenal irrupción transformadora del kirchnerismo lo opacó durante años y porque Kirchner fue efectivamente el gran intérprete de la crisis, el que, como en su momento Alfonsín, entendió que el 2001 no era un incidente menor, sino el origen de un nuevo ciclo histórico (el “tipo que supo”, según la definición de Mario Wainfeld).[17] Pero tampoco el macrismo se explica sin diciembre, sin la sacudida político-emocional que el estallido produjo en sectores de la sociedad que a partir de aquel momento adquirieron una nueva conciencia política y una mayor preocupación respecto de los asuntos públicos. El 2001 marcó el inicio de la politización de mucha gente, incluido el propio Macri.[18] Sucedía que, bajo una superficie de apatía y nihilismo, el lento proceso de degradación social y desencanto partidario del final de la convertibilidad había ido impulsando una repolitización silenciosa, que se reflejaba en el surgimiento de agrupaciones universitarias de izquierda, como TNT (Tontos pero No Tanto) en Económicas o NBI (Necesidades Básicas Insatisfechas) en Derecho, nuevos movimientos sociales, una camada más joven de dirigentes sindicales que presionaban por un recambio en las conducciones y la renovación de los organismos de derechos humanos a través de HIJOS. Un conjunto heterogéneo
de espacios de donde luego provendría gran parte de la militancia juvenil kirchnerista. Al mismo tiempo, pero en otra parte de la ciudad, sectores de las clases medias y altas comenzaron un proceso paralelo de acercamiento a las cuestiones públicas, que desembocaría en la constitución del macrismo. ¿Quiénes eran estos recién llegados? En primer lugar, empresarios y CEO pertenecientes en general a los segmentos del mercado más conectados con la economía global. Gran novedad del macrismo, la presencia de gerentes expresa la mutación de una economía en la que la propiedad de los medios de producción, a menudo bajo control de misteriosos fondos de inversión, se desliga cada vez más de la gestión concreta de las empresas. (Hablo de gerentes o empresarios y no de personas provenientes del “sector privado” porque la denominación es falaz: como escribió Ernesto Semán,[19] sólo cuando frente a un obrero metalúrgico digamos que “viene de la actividad privada” estaremos hablando de esferas económicas; hasta que llegue ese momento, el criterio es la clase social.) A ese germen del macrismo se sumó un contingente de personas que hasta ese momento había canalizado su energía militante en las organizaciones de la sociedad civil. Formadas al estilo de los think tanks estadounidenses, que funcionan a la vez como centros de elaboración de programas de gobierno llave en mano, como espacios de socialización profesional y como núcleos de lobby, financiadas por los organismos internacionales y los grupos empresarios y adoptadas con entusiasmo por los medios de comunicación, las ONG de los años noventa, como Poder Ciudadano, Centro de Implementación de Políticas Públicas para la Equidad y el Crecimiento (Cippec), Grupo Sophia y Creer y Crecer, marcaron el inicio de las trayectorias de buena parte de la cúpula del macrismo, incluidos Horacio Rodríguez Larreta, María Eugenia Vidal, Laura Alonso y Miguel Braun, entre otros. Incluso la organización ecologista Greenpeace funcionó como cantera: su ex director político, Juan Carlos Villalonga, es actualmente diputado de Cambiemos, y su ex director de campañas, Emiliano Ezcurra Estrada, fue designado vicepresidente de Parques Nacionales. Ambos mundos, el de los negocios y el de la sociedad civil, están bastante interconectados: son las grandes compañías las que financian a las ONG a través de los programas de responsabilidad social empresaria, y son las ONG las que a menudo proveen estudios, investigaciones e intervenciones en los medios, que ayudan a los accionistas y gerentes a situarse ideológicamente. Pero no son lo mismo, como revela la división de tareas establecida una vez que el macrismo llegó al gobierno: los ex gerentes de multinacionales (Juan José Aranguren, Francisco Cabrera, Gustavo Lopetegui) se ocupan de las áreas duras de la
gestión, tipo finanzas, empresas públicas y energía, mientras que las zonas blandas, como desarrollo social o medio ambiente, quedaron reservadas a los militantes de las ONG (Carolina Stanley, Sergio Bergman). Si los CEO ajustan, los oenegeístas compensan. Junto a un tercer ámbito de reclutamiento, el voluntariado católico que forma parte del cursus honorum de los colegios privados de la zona norte del Gran Buenos Aires, la conjunción entre el mundo de los negocios y el de la sociedad civil dio forma a la novedad macrista. Por supuesto, el PRO también absorbió a dirigentes provenientes de la política tradicional, tanto del peronismo y el radicalismo como de las fuerzas conservadoras, como el Partido Demócrata, la UCeDé y Acción por la República. De hecho, una encuesta elaborada entre sus dirigentes reveló que la mitad de ellos había tenido alguna experiencia política antes de sumarse a la aventura macrista.[20] Pero esa dimensión cuantitativa no es necesariamente la central: lo que sin duda distingue al macrismo de otras experiencias es su capacidad para incorporar dirigentes –“cuadros”, en la tecnojerga kirchnerista– sin contacto previo con la política. Como sostiene Gabriel Vommaro, el sociólogo que mejor entiende al PRO y al que le debemos buena parte de este capítulo, ese estado de virginidad política le confiere a la militancia macrista un aire especial, una dimensión moralizante que enfatiza valores como la entrega y la generosidad para “donar” tiempo y esfuerzo a pesar de las dificultades que impone la gestión cotidiana de los asuntos públicos.[21] Esta imagen de “autoconstrucción moral” resume el núcleo implícitamente sacrificial del macrismo: la idea de que el funcionario o militante, ubicado por el azar de su nacimiento en los pisos más altos de la pirámide social, podría estar triunfando en su mundo profesional, deportivo o empresarial, y que en cambio se sumerge en el barro de lo público por el bien del país. Las investigaciones de Vommaro confirman, a través de entrevistas a dirigentes y funcionarios, que este salto fue a menudo resultado de un proceso de conversión personal: llegados a la mediana edad, cuando las carreras corporativas suelen tocar un techo (en el mundo de la alta gerencia, como en el del deporte, impera un envejecimiento prematuro), muchos profesionales y empresarios exitosos experimentaban un vacío que el dinero no lograba llenar, y la política aparecía así como salida a una crisis personal.[22] El sociólogo francés Frédéric Sawicki sostiene que, en contextos de fluidez ideológica, analizar el origen y el modo de reclutamiento de los partidos –el entorno partidario– resulta decisivo para entender su orientación política (sobre todo, agreguemos, cuando se trata de un partido como el PRO, que se autodefine ustamente como no ideológico).[23] Y en este sentido, la profunda investigación de Fernando Cibeira[24] demuestra que buena parte de la dirigencia macrista
pertenece a familias antiguas, ricas y profundamente interconectadas entre sí: si se remonta el árbol genealógico es fácil comprobar que, como en los pueblos de antes, todos tienen un primo en común, lo que se verifica en el hecho de que gran parte de la primera plana del macrismo asistió al mismo… ¡colegio secundario! (el Cardenal Newman). (Para ser justo, no es el único caso: un sector importante de la conducción de La Cámpora cursó sus estudios en el Nacional Buenos Aires, aunque allí el ingreso es meritocrático –vía examen de ingreso– antes que familiar –a través de la prioridad que otorga el Newman a quienes tienen hermanos en la institución–.) Pero decíamos que el impacto emocional del 2001 no sólo afectó a los jóvenes de clase media, muchos de ellos hijos de militantes setentistas, sino también a empresarios, gerentes y profesionales de los sectores acomodados, a la vez que facilitó que dirigentes porteños de larga trayectoria partidaria, desempleados por efecto de la crisis de representación, se sumaran al nuevo proyecto. Esto abrió, como dirían en el macrismo, una “ventana de oportunidad” para la experimentación: una fuerza nueva, formada alrededor de un empresario sin experiencia política previa, autorreivindicado el primer partido del siglo XXI. No era el único camino posible. Cuando recién se lanzaba a la vida política, Macri dudó acerca de la conveniencia de avanzar autónomamente a partir de una construcción distrital o invertir su capital político –los profesionales formados en su fundación, su llegada al mundo empresario y su propia imagen como presidente de Boca Juniors– en una alianza con algún sector del peronismo, idea que defendía Francisco De Narváez, su primer socio, con quien terminó por romper. Se decidió finalmente por construir un “partido personal”[25] alrededor de su figura, se presentó como candidato a jefe de gobierno porteño en 2003 y perdió contra Aníbal Ibarra, que contaba en aquel momento con el respaldo de Kirchner y Elisa Carrió. Se postuló nuevamente en 2005, esta vez a diputado nacional, y logró su primera victoria, prólogo de su primer triunfo municipal en 2007. Cuatro años después, ya afianzado en la ciudad de Buenos Aires, amagó con disputar la presidencia contra un kirchnerismo en ascenso y desistió de hacerlo, aconsejado por un Durán Barba que juzgaba “invencible” a Cristina. En el camino, el macrismo se fue expandiendo del centro a la periferia, que es como se construyen los partidos políticos en la Argentina, a través de la instalación de figuras químicamente puras (Gabriela Michetti, Horacio Rodríguez Larreta, María Eugenia Vidal), capaces de sostener la hegemonía porteña en ausencia de su jefe e incluso de exportarla a otros distritos, junto a una serie de alianzas más o menos tácticas con dirigentes provinciales que no reconocían límites políticos, ideológicos ni de buen gusto, como demostró la sociedad con el salteño Alfredo Olmedo.
En el camino, Macri evitó dos tentaciones. La primera: incorporarse a alguno de los partidos tradicionales desde una condición minoritaria y terminar digerido, como ocurrió en el pasado con el Partido Intransigente, la UceDé o el Frepaso. La segunda: transformarse en una fuerza de derecha doctrinaria, a la manera de los microemprendimientos de Álvaro Alsogaray, Domingo Cavallo o Ricardo López Murphy, de fuerte incidencia cultural, con alguna presencia legislativa esporádica, pero políticamente irrelevantes. A diferencia de los viejos líderes de la derecha, casi todos economistas dogmáticos, el macrismo estaba formado por gerentes y empresarios, que más allá de su orientación ideológica están obligados a prestar atención a los humores sociales y a mantener cierta conexión con el mundo real, aunque sólo sea para vender sus productos.
La ideología de la no ideología El PRO llegó al gobierno de la ciudad en las elecciones de 2007. Aunque hoy su dominio porteño se ha naturalizado, alcanza con revisar los diarios de la época para comprobar que en aquel momento parecía imposible. En un tiempo en el que Macri todavía luchaba por ser Mauricio, el PRO tanteaba la forma de conquistar a la clase media porteña. Lo consiguió antes de lo que muchos pensábamos, con victorias en Recoleta pero también en Caballito y Palermo, y luego fue ampliando esa hegemonía a los barrios más empobrecidos del sur gracias al eficaz despliegue de una estrategia de inserción territorial que si se tratara del peronismo se criticaría como clientelista. La explicación de este proceso de consolidación porteña es compleja porque el camino no fue lineal. En primer lugar, el hecho de que una parte importante de la dirigencia macrista, incluido su máximo líder, no tuviera contacto previo con la política situaba a la nueva fuerza no como una renovación desde adentro de los viejos partidos populares ni como una actualización de tradiciones políticas preexistentes, sino como una propuesta fresca y capaz de aglutinar a dirigentes de distintas procedencias. Suficientemente plástico como para adaptar su discurso a las circunstancias del momento, sin responder a demandas específicas más allá de algunas ideas vagas de renovación, el primer macrismo se presentaba como el portador de una serie de valores de gestión (cercana, eficaz, honesta) que contrastaban con la política tradicional (lejana, ineficiente, corrupta). Antes de apuntar al populismo, el PRO proponía una superación pragmática del viejo progresismo ideológico, asociado a las nociones de despilfarro e ineptitud, para
lo cual estaba dispuesto a sacrificar dirigentes; recordemos que Rodríguez Larreta había secundado a Macri como candidato a vicejefe en las elecciones de 2003, cuando se puso de moda la primera identificación de clase contra el PRO (“Macri-Rodríguez Larreta / la fórmula de Recoleta”), y que cuatro años después, quizá porque el eco de la burla aún resonaba, la candidatura recayó en una joven desconocida pero prometedora, que compensaba la frialdad ingenieril de Macri con una frescura un poco atolondrada que en aquel momento hasta parecía simpática: Gabriela Michetti (nótese que luego, cuando el plato ya se había enfriado, Rodríguez Larreta enfrentó y derrotó a Michetti… con apoyo de Macri). La identidad visual reforzaba esta línea vagamente renovadora. En 2009 se presentó el logo del PRO, elaborado por el publicista Ernesto Savaglio: sobre un fondo amarillo liso se recortaba un triángulo, similar al signo “play”, como una flecha hacia el futuro, sin señales partidarias o propuestas explícitas, ni siquiera los nombres de los candidatos. Rápidamente adoptado por dirigentes y militantes, se convirtió en marca y hasta en una especie de guía espiritual: esto o aquello es –o no es– PRO. En todo caso, fue esta mezcla entre una vocación de poder cuasi bolchevique, el pragmatismo propio del mundo de los negocios y la labilidad ideológica característica de la posmodernidad lo que explica parte del éxito inicial del macrismo. Lo que no quiere decir, por supuesto, que carezca de ideología. Si la ideología es lo que pensamos sin saber que lo pensamos, el subconsciente que ordena nuestros intereses y valores, el macrismo puede ser definido como una combinación un poco confusa y nunca del todo explicitada de diferentes tradiciones: el conservadurismo social de inspiración católica, que se remonta al “orden conservador” de la Argentina de entresiglos; el liberalismo, que también tiene una larga historia y que, como analizo a lo largo de este libro, es la inspiración silenciosa detrás de las políticas de libre competencia, igualdad de oportunidades y defensa de la propiedad privada del gobierno; y la más problemática de todas, la tradición republicana, entendida como una crítica a la tendencia a la concentración del poder y al desdén por los equilibrios institucionales atribuidos a los gobiernos populistas (o populares). El republicanismo argentino, cuyas raíces pueden rastrearse al antirrosismo de Sarmiento, su temor al poder de los caudillos y la amenaza “bárbara”, fue mutando hacia una especie de impugnación general a las experiencias populares, asociadas sobre todo a la demagogia, lo que a su vez se tradujo en una crítica al peronismo, detrás de la cual late la idea de que aún queda un resto de la Argentina por civilizar. Ezequiel Adamovsky[26] recuerda que recurrieron a la etiqueta republicana Alejandro Lanusse (Alianza Republicana Federal), Antonio
Bussi (Fuerza Republicana) y Domingo Cavallo (Acción por la República), y que el documento de la “Revolución Libertadora” que derrocó a Perón en 1955 se llamó… Carta Republicana. El hecho de que el originariamente progresista partido de Carrió (Afirmación para una República Igualitaria, ARI) finalmente terminara por converger con el inicialmente derechista partido de Macri (Propuesta Republicana) dice mucho acerca de la evolución del concepto, que en otros países también fue perdiendo su componente antiautoritario e igualitarista de los comienzos para transformarse cada vez más en un argumento de la derecha, como prueba la apelación republicana de partidos de nítida orientación conservadora, como el Partido Republicano de los Estados Unidos o Los Republicanos, denominación que adquirió el gaullismo francés por iniciativa de Nicolas Sarkozy. El macrismo no es un todo monolítico sino un espacio en disputa, algo que curiosamente se niega a reconocer la crítica progresista que reclama para sí misma una mirada más fina que distinga populistas autoritarios de populistas democráticos. Si bien hay acuerdo en cuanto al rumbo inconfundiblemente neoliberal de la política económica del gobierno, su modo de pensar la inserción internacional o el rol del Estado, en el aspecto valórico, es decir, aquellas políticas relacionadas con la vida privada de las personas, se nota la tensión entre tradiciones. Conviven allí un sector conservador de orientación católica, incluso católica militante, representado por dirigentes como Esteban Bullrich, que postula el “Ni una menos” como consigna antiabortista, o el secretario de Culto Santiago de Estrada, con otro grupo más abierto y hasta cosmopolita, representado entre otros por Marcos Peña, cuyo viaje juvenil de un año como mochilero por Medio Oriente junto con el ex viceministro de Cultura, Enrique Avogadro, su detención en Irán durante unas horas y su posterior liberación forman parte del mito fundante de la rama liberal-cosmopolita del PRO. Macri es, de hecho, el primer argentino que llega a la presidencia divorciado… dos veces (Menem se separó de Zulema ya en el poder) y el único con familia ensamblada. Más incómoda de lo que parece, esta tensión entre liberales y conservadores se refleja en el voto dividido y las opiniones encontradas en temas como el casamiento igualitario y la salud reproductiva. Pero insisto: el encanto inicial del macrismo, la clave de su atractivo cuando daba sus primeros pasos en un contexto de hegemonía kirchnerista, estaba en otro lado, en su capacidad para presentarse como lo nuevo, para lo cual fue central el modo en que encaró la gestión porteña, su gran trampolín a la escena nacional. Sin pretender un análisis exhaustivo, sólo a los efectos de avanzar en una definición política, señalemos que sus ocho años al frente del gobierno de la ciudad le permitieron ponerse al día con algunas novedades que otras grandes
ciudades del mundo habían concretado hacía años y que las deslucidas gestiones anteriores del progresismo habían pasado por alto: trámites informatizados, bicisendas, espacios públicos y el gran aporte del Metrobús, resistido al comienzo pero valorado después como una forma menos costosa y más rápida que el subte de mejorar el transporte público (el hecho de que sistemas de este tipo existieran en ciudades como Bogotá o Quito desde hacía al menos una década revelaba menos la audacia del macrismo que la pereza de los anteriores gobiernos progresistas). Y junto con estas novedades, la creación más bien simbólica de la Policía Metropolitana, algunos avances en materia de obra pública que ayudaron a mejorar la movilidad urbana, como los pasos a nivel, y un esfuerzo por mejorar los parques y las plazas, todo combinado con la apelación a valores posmateriales relacionados con el cuidado del medio ambiente, la instalación de centros de “vida sana” y las ferias macrobióticas (de los que me ocupo en el capítulo 11). En suma, una gestión que en lugar de enfatizar la salud y la educación se concentró en la seguridad y el espacio público, y en este sentido, justamente, priorizó lo público por sobre lo estatal, ideal para quienes quieren disfrutar de la ciudad pero no necesitan del Estado (aproximadamente la mitad de los porteños manda a sus hijos a escuelas privadas y cuenta con cobertura de salud sindical o privada). Aunque sin grandes épicas, la gestión porteña del macrismo no aparecía ante los ojos de los vecinos como neoliberal, reaccionaria o privatista (aunque en parte lo fuera). Macri no privatizó las escuelas, aunque disminuyó el presupuesto para educación pública como porcentaje del PBI; no aranceló los hospitales, ni prohibió que se atendieran allí los bonaerenses, ni siquiera los paraguayos o los bolivianos, pero tampoco invirtió en nuevos centros de salud; no mandó las topadoras a las villas, pero tampoco destinó un peso extra a vivienda social. Si hubiera desplegado políticas más claramente neoliberales durante sus ocho años en la ciudad, seguramente habría encontrado dificultades para su posterior proyección nacional, pero vio el peligro y logró evitarlo.
De la ciudad a la nación (por carriles exclusivos) Afianzado en su fortaleza porteña, el macrismo aguardó con paciencia el momento de disputar la presidencia. Dejó pasar el turno de 2011 y dos años después, en las legislativas de 2013, optó por la solución bastante heterodoxa de no jugar en algunos distritos (en la crucial provincia de Buenos Aires, por
ejemplo, cerró una alianza confusa, casi vergonzante, con Sergio Massa) y ofrecer candidatos propios en otros, como la CABA, Santa Fe y Entre Ríos. Pero sobre todo aprovechó este período, en particular el tramo final del gobierno de Cristina, para transformarse gradualmente en la encarnación de la crítica republicana al kirchnerismo. Como en su momento la conversión de su líder de empresario filomenemista en candidato digerible para el progresismo porteño, la operación por medio de la cual el macrismo logró capitalizar el creciente sentimiento antipopulista fue un proceso largo que sólo en parte responde a la astucia del marketing. En primer lugar, el macrismo tuvo la inteligencia de dejar hacer a un sector de las capas medias que se alejaba cada vez más del gobierno de Cristina y, como sintetizó María Esperanza Casullo, optó por “dejarse hablar” por Jorge Lanata. [27] El núcleo duro antikirchnerista, surgido durante la crisis del campo de 2008, recuperaba viejos reflejos antipolíticos y probablemente hubiera rechazado cualquier intento prematuro por conducirlo, por transformar en plusvalía partidaria lo que en aquel momento aparecía como una impugnación rabiosa más bien de carácter moral. Por eso el macrismo modulaba cuidadosamente el tono de sus intervenciones públicas e incluso se permitía transmitir una cierta intención de calma, de paremos la mano, como si pidiera paciencia a la espera de que llegara el momento electoral. Logró así captar una especie de “republicanismo desde abajo” que había permanecido agazapado bajo el dominio kirchnerista y que últimamente había encontrado en Venezuela su bête noire regional, su tenebrosa distopía: a pesar de que el kirchnerismo no impuso estatizaciones masivas, ni reprimió la protesta social, ni se enfrentó a los Estados Unidos, el zafarrancho chavista aparecía como el gran fantasma por conjurar. En medio del repiqueteo agotador de las denuncias por corrupción (Julio de Vido, Amado Boudou, Lázaro Báez) y la conmoción por la muerte del fiscal Alberto Nisman, el macrismo sintonizó con una demanda de transparencia que adquiría más y más fuerza conforme se deterioraba la situación económica. Y aquí también, una vez más, habrá que reconocer que ese lugar no estaba prefijado, que no era el rol natural que la historia le tenía asignado, sino que fue producto de un trabajo de construcción política por medio del cual la candidatura del ex vicepresidente de Socma se convirtió en la última esperanza de purificación republicana. Protegido por buena parte de los medios que hicieron lo imposible por obviar sus responsabilidades empresariales pasadas (o, cuando no podían, limitarlas a su padre), rápido de reflejos para neutralizar los escándalos que le estallaban (recordemos el desplazamiento de su amigo Fernando Niembro de la lista de diputados), Macri consiguió el aval indispensable de Carrió, que le aportó a la coalición Cambiemos un apoyo
decisivo, no tanto por el peso electoral siempre fluctuante de su figura como por la supuesta garantía de transparencia que suponía su aval explícito. Como luego Margarita Stolbizer con Massa, Carrió funcionó como una mano de cal, como señal para un sector de la sociedad que por algún motivo misterioso confía en ella como en un ombudsman moral infalible. La clave consistía en retener este núcleo duro antikirchnerista y sumarle un electorado flotante que, aunque valoraba los avances socioeconómicos de la última década, se había cansado del ímpetu reformista del cristinismo y de los desbordes de la batalla cultural. Frente a esta demanda compleja, Macri ofrecía una vuelta a la normalidad que funcionaba como un salvoconducto para recuperar la paz de la vida privada y el encanto de los proyectos modestamente propios y personales. En una nota en La Nación,[28] el sociólogo Eduardo Fidanza definió a este nuevo ciudadano en los siguientes términos: Su vida transcurre en la esfera privada, determinada por las alternativas laborales, los lazos familiares y amistosos, la panoplia tecnológica, el entretenimiento, las redes sociales e Internet, el consumo, la fugaz sexualidad. A ese ciudadano apolítico, con déficit de atención y sumido en el multitasking, le calzan las herramientas antes que los argumentos. Inadvertidamente, las apps se fueron convirtiendo en el paradigma de sus aspiraciones cotidianas: comprar pizza, detectar un síntoma físico, conseguir transporte, concertar una cita, jugar o hacer una broma, deben resolverse rápido para pasar a la siguiente escena donde aguardan Netflix, la consola de juegos, el deporte a toda hora, el dilatado universo de las redes y las compras. En ese mundo de estímulos múltiples y búsqueda de soluciones prácticas, la política exitosa emula la tecnología digital: es una aplicación a gran escala para facilitar la vida. Iván Petrella coincide. “El kirchnerismo había construido una política que, exagerando un poco, era como poner muchos parlantes lo más alto posible; nosotros apostamos a algo más tranquilo”, explica en su destartalado despacho del Ministerio de Cultura, donde se desempeña como secretario de Integración Federal y Cooperación Internacional. Hijo de un ex vicecanciller de Menem, Petrella se doctoró en Filosofía en Harvard, trabajó como profesor universitario y escribió artículos y libros sobre su especialidad, la relación entre religión y política. Se incorporó al macrismo hace una década, pasó por las fundaciones y
fue legislador de la ciudad de Buenos Aires. Cada tanto publica interesantes notas de opinión en La Nación y es un agnóstico militante. La foto de Macri que adorna su despacho, aclara, es protocolar. –¿Ustedes no creen que el político político tiene que tratar de ocupar el centro de la escena, mantener la iniciativa? –le pregunto. –No. Nosotros creemos que no es necesario, que es más más importante trabajar en cambios más chicos pero concretos, más de día a día, menos espectaculares quizás. Eso es lo que ofrecimos en la campaña. –¿No cree que este descentramiento descentramiento del político responde a que las decisiones se toman en otro lado, que la política se corre porque los que deciden son otros? –le digo. –¿Qué otros? –Bueno, los mercados, el poder económico, los medios dominantes, las potencias. –No, no creo que sea eso. Nosotros Nosotros creemos en un Estado Estado presente, activo, inteligente, socialmente comprometido, pero no creemos que para que eso ocurra el presidente tenga que ser el salvador de la patria. –¿Es una política antiheroica? antiheroica? –Sí, puede ser. ser. Nosotros somos una respuesta a una necesidad de la sociedad, creemos mucho en escuchar a la sociedad, interpretarla. –¿Son un reflejo de la sociedad? sociedad? –Sí, podría decirse. –¿Y qué lugar ocupan los globos en esta visión de la política? –No sé si alguien pensó deliberadamente el estilo estilo de los festejos o fue algo que se fue dando. Pero los símbolos tienen un sentido en política. Yo me siento bien con esa cosa festiva, optimista, que transmiten los globos. A veces pienso: ¿qué le gustaría más a mi hijo? ¿Los globos, la música, los bailes, o un acto con bombos b ombos y petardos, con ruidos que lo asusten? –Quizás el acto de masas lo asuste, si es muy chiquito. Pero tal vez vea mucha gente junta, supongamos cien mil personas, cantando lo mismo, y se emocione. –Puede ser. ser. Cuando fui al acto del 1A me emocioné –reconoce Petrella en relación con la movilización de apoyo al gobierno de abril de 2017–. Y eso que no lo habíamos armado nosotros –agrega. Pero continuemos con la construcción política.
En su camino a la presidencia, Macri descartó las sugerencias de quienes le recomendaban un acuerdo con un sector del peronismo, que en algunas elucubraciones incluía a Carlos Reutemann como vice y a Massa como candidato a gobernador bonaerense, y prefirió avanzar con una oferta pura, con Michetti y Vidal, que luego se convertiría en la verdadera llave del triunfo. Sin embargo, para hacer aún más complejas las cosas, aceptó una alianza con el radicalismo. En otras palabras, rechazó la recomendación de los “partidocráticos”, que le sugerían sumar a dirigentes del peronismo, pero también desoyó el consejo de quienes le proponían prescindir completamente de las fuerzas tradicionales. La fórmula, al final, resultó acertada. ¿Hubiera ganado de todos modos? Los contrafactuales habilitan cualquier respuesta y es habitual que los análisis posteriores atribuyan las victorias a una sucesión ininterrumpida de aciertos, aunque si se revisa la campaña es fácil registrar desvíos, vacíos e incongruencias, como la foto con Hugo Moyano, Gerónimo “Momo” Venegas y ¡Eduardo Duhalde! que Macri se sacó tres semanas antes de la primera vuelta.
Más allá del marketing ¿Quién votó a Macri? La coalición social que posibilitó la victoria en 2015, ratificada en las elecciones legislativas de 2017, tiene tres componentes. El primero es de clase: Cambiemos obtuvo sus mejores resultados entre los sectores con estudios terciarios o universitarios (indicador de clase social media y alta) y los peores entre aquellos que sólo cuentan con primaria completa, en una correlación que se invierte en el caso del peronismo, pero que no es absoluta, como demuestran los buenos resultados obtenidos en algunos municipios del Conurbano y en ciertas provincias del norte. En suma, el macrismo tiene un claro sesgo social pero, como toda fuerza hegemónica, descansa en una coalición policlasista. El segundo componente es etario: la base social macrista se inclina hacia lo que la literatura especializada denomina piadosamente “adultos mayores”, atraídos quizá por las apelaciones al orden, la normalización y la cultura del esfuerzo que forman parte del discurso de campaña. De hecho, si en las presidenciales de 2015 sólo hubieran votado los jóvenes, Scioli habría ganado… en primera vuelta.[29] vuelta.[29] El tercer componente es geográfico: la adhesión se concentra sobre todo en la
“zona núcleo”, a tal punto que el mapa de voto al macrismo y el de siembra de soja coinciden casi matemáticamente. El agronegocio configura una economía más parecida a una moderna economía de servicios que al agro tradicional, ya que su vector de acumulación pasa tanto por la propiedad de la tierra como por la innovación tecnológica.[30] tecnológica.[30] Poblado de técnicos, profesionales e ingenieros con valores cercanos a la clase media más que de peones y terratenientes al estilo tradicional, e imbricado con las finanzas, el comercio y los medios de comunicación, este sector ultradinámico fue construyendo una narrativa acerca de su rol como protagonista del desarrollo nacional –competitivo, sin reclamos proteccionistas, generador de divisas– que terminó de consolidarse durante el conflicto por la Resolución 125. Tras años de disputas con el kirchnerismo, se dejó seducir por un macrismo que le proponía apertura, menos retenciones, sacarle el Estado de encima. Formada a partir de estos tres componentes, la coalición macrista se expandía. ¿Qué importancia cabe atribuirle al marketing electoral en este crecimiento? Fue crucial, aunque no definitivo. Fue lo que permitió achicar la imagen negativa de Macri –subir su techo– hasta convertirlo quizá no en deseable pero sí en aceptable para un sector de la sociedad, lo que logró que cada vez menos personas dejaran de considerarlo inelegible. Por otro lado, el profesionalismo de los equipos liderados por Marcos Peña supo desplegar una estrategia coherente a lo largo de una campaña de cuatro meses. En los momentos más complicados, cuando las encuestas marcaban un ascenso de Massa o se destapaba el escándalo por las contrataciones de Niembro, el macrismo consiguió mantener la “disciplina estratégica”, según la definición de Durán Barba. El hecho de que no se tratara de un partido con despliegue territorial, historia y tradiciones, sino básicamente de un grupo de amigos y conocidos facilitó las cosas, y contrastó con una campaña peronista tumultuosa y confusa, biconducida por Scioli y el kirchnerismo, y cruzada por internas duras. Pero no hay que exagerar el peso del marketing. El ascenso macrista no fue producto de la astucia de Durán Barba, sino de un largo trabajo de construcción política que logró ganar, antes incluso del triunfo electoral, la batalla de los clivajes. ¿Clivajes? La ciencia política toma de la geología este concepto, que alude a la propensión de los minerales a dividirse en capas paralelas, para referirse al principio fundamental alrededor del cual se estructura el debate público: líneas de fractura que pueden ser religiosas (los partidos sunnita y chiita en Irak, por ejemplo), étnicas (como sucede en Bolivia o en Serbia) o territoriales (unitarios y federales). Son estas divisiones las que dan vida a los partidos, permiten identificar las alternativas posibles y, por lo tanto, estructurar la competencia. En las sociedades más atrasadas, los clivajes suelen ser más
sólidos y permanentes y muchas veces se relacionan con cuestiones de etnia o religión. En las sociedades modernas, en cambio, tienden a ser ideológicos (el más clásico es derecha/izquierda, pero puede ser también peronismo/antiperonismo o conservadurismo/liberalismo en el sentido estadounidense) y no están predefinidos: las líneas se modifican y reemplazan unas a otras de manera permanente. Esto significa que la política ya no pasa sólo por ganar una disputa preconfigurada de antemano, como sucedía a menudo en el pasado, cuando el único objetivo del no peronismo era ganarle al peronismo y viceversa. Hoy la lucha política comienza antes incluso del inicio de la disputa en sí, en el momento de instalar el clivaje. Y eso fue justamente lo que consiguió el macrismo. Desenfocando la discusión de la dimensión socioeconómica, en la que el kirchnerismo tenía mucho que mostrar, Cambiemos logró llevar el debate al terreno que más le convenía. Consiguió neutralizar el riesgo, señalado por las encuestas y los estudios cualitativos, de ser percibido como un clásico partido de derecha integrado por ricos. Y se presentó como una coalición superadora de viejas divisiones, interpeladora de los valores de la clase media, con una propuesta que aparecía casi como un imperativo civilizatorio de normalización tras años de despilfarro económico y desmesura política. Y a la vez que agitaba estos miedos, ofrecía la perspectiva difusa de un “cambio cultural”, un nuevo modo de vida, más sereno y racional. Con un comando unificado y un mensaje claro, el macrismo recuperó, ampliándolos, los clivajes que había construido en la ciudad (nueva/vieja política) y les agregó otros (república/populismo). Sumó personajes (el trípode Macri-Michetti-Vidal Macri-Michetti-Vidal versus Scioli-Zannini-Fernández) y logró que la discusión no se centrara en el eje oficialismo contra oposición, ni siquiera Macri contra Cristina, sino, más sutilmente, Macri contra la continuidad de Cristina. Continuidad o cambio. En su significado amplio, el populismo quedaba equiparado a demagogia, despilfarro, intolerancia, corrupción y hasta narcotráfico. [17] Mario Wainfeld, Kirchner [17] Mario Wainfeld, Kirchner.. El tipo que supo, supo, Buenos Aires, Siglo XXI, 2016. [18] Gabriela [18] Gabriela Cerruti, El Cerruti, El Pibe. Mauricio Macri: Macri: negocios, intrigas y secretos secretos,, Buenos Aires, Planeta, 2008. [19] Ernesto [19] Ernesto Semán, “Las veinte verdades”, Panamá verdades”, Panamá;; disponible en .. [20] Gabriel [20] Gabriel Vommaro Vommaro y Sergio Morresi, “Unidos y diversificados: la construcción del partido PRO en la CABA”, Revista CABA”, Revista SAAP, SAAP, vol. 8, nº 2, noviembre de 2014. [21] Gabriel [21] Gabriel Vommaro, Vommaro, Sergio Morresi y Alejandro Bellotti, Mundo Bellotti, Mundo Pro. Anatomía Anatomía de un partido fabricado para ganar, ganar, Buenos Aires, Planeta, 2015. [22] Gabriel [22] Gabriel Vommaro, La Vommaro, La larga marcha marcha de Cambiemos. Cambiemos. La construcción construcción silenciosa de un proyecto proyecto de poder, poder, Buenos Aires, Siglo XXI, 2017.
[23] Frédéric Sawicki, Les réseaux du Parti socialiste. Sociologie d’un milieu partisan, París, Belin, 1997. [24] Fernando Cibeira, Macristocracia. La historia de las familias que gobiernan la Argentina, Buenos Aires, Planeta, 2017. [25] Mauro Calise, Il partito personale, Roma, Laterza, 2000. [26] Ezequiel Adamovsky, El cambio y la impostura. La derrota del kirchnerismo, Macri y la ilusión Pro, Buenos Aires, Planeta, 2017. [27] María Esperanza Casullo, “Del radicalismo al macrismo”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, nº 219, septiembre de 2017; disponible en . [28] Eduardo Fidanza, “Entre la circulación de las élites y la transformación del país”, La Nación, 23 de septiembre de 2017. [29] María Laura Tagina, “Detrás de las encuestas: el perfil de los votantes”, Anfibia, noviembre de 2015, disponible en . [30] Carla Gras y Valeria Hernández, Radiografía del nuevo campo argentino. Del terrateniente al empresario transnacional, Buenos Aires, Siglo XXI, 2017.
3. La política según Jaime Durán Barba (o el arte y la ciencia de fabricar dirigentes a la medida de la opinión pública)
Jaime Durán Barba, el gran teórico de las mayorías despolitizadas, acompañado de su principal cliente, su socio Santiago Nieto y el profesor de la Universidad George Washington Roberto Izurieta.
Conocí a Jaime Durán Barba tres días después de las elecciones legislativas de octubre de 2017, que marcaron su irrupción definitiva en la escena pública argentina: aunque hasta ese momento había evitado mostrarse en público junto a los candidatos, primera regla de oro del consultor político, en aquella ocasión el ecuatoriano aceptó salir al escenario junto a Vidal y el resto de los integrantes de las listas bonaerenses, entre los globos y el papel picado. –Pensé que los consultores no aparecían en televisión con sus clientes, que preferían el bajo perfil –le dije cuando nos presentaron en un estudio de televisión al que fuimos convocados, junto al periodista y CEO de la editorial Perfil, Jorge Fontevecchia, como invitados al primer programa de un ciclo de la TV Pública dedicado a debatir temas de fondo desde posiciones encontradas pero sin escándalos. –Sí, es cierto, pero yo estaba muy emocionado –me respondió con su acento quiteño–. Las encuestas decían que ganábamos, nosotros teníamos un track diario que nos mostraba que no había habido cambios en los últimos días, a pesar de la aparición de [Santiago] Maldonado, pero más allá de esos datos, tenía dudas. Se refería a los últimos tres días de la campaña electoral de 2017, cuando se confirmó que el cuerpo encontrado en el río Chubut era el del joven desaparecido en el marco del violento operativo de desalojo de la ruta 40 por parte de la Gendarmería. “Aunque nuestras encuestas nos decían que seguíamos arriba, yo no estaba del todo convencido y por eso, cuando llegaron los resultados, me alegré mucho y acepté la invitación a subir”, agregó. Se lo veía cansado después de la campaña, un poco desaliñado con su saco azul y sus mocasines. La magia de Durán Barba se resume en un método y una teoría. El método es
conocido: investigar el estado de ánimo de la opinión pública a través de encuestas, grupos focales, entrevistas en profundidad, análisis de big data, monitoreo de redes sociales (el foquismo del focus group). Vigilar, en suma, la percepción social de manera profesional, permanente y “científica”, una de las palabras favoritas de quien se define sobre todo como un positivista.[31] Aunque muchas de estas técnicas forman parte del arsenal metodológico de la sociología política desde hace décadas, la novedad del macrismo es que las escucha, que cree realmente en ellas. La teoría duranbarbista, en tanto, se resume en la idea de “nuevo elector”, en el sentido de personas que se han emancipado de las tradiciones políticas que en el pasado orientaban, casi determinaban su voto. Antes, en efecto, era común que alguien naciera en una familia adscripta a cierta tradición política y estuviera en cierto modo predestinado a seguirla. Y aunque en algunos casos esto generaba reacciones contestatarias extremas, como los hijos de los gorilas que en los años setenta se hicieron montoneros, lo habitual era que quien había crecido en cierto entorno político (peronista o radical en la Argentina, adeco o copeyano en Venezuela, blanco o colorado en Uruguay) tendiera a reproducir el mandato. Las “divisiones fuertes” de la sociedad (entre católicos y laicos, trabajadores o empresarios, pobres y ricos, centro y provincia) tendían a reflejarse en los resultados de las elecciones, de modo tal que las instituciones eran en última instancia una suerte de reflejo de una realidad social preexistente. Por motivos profundos, que van de la inestabilidad económica del capitalismo globalizado a la centralidad de los medios de comunicación, del fin de la sociedad salarial al imperio de las redes sociales, esa realidad de electorados relativamente estables ha ido mutando, lo que dota a la vida política de una fluidez y una imprevisibilidad novedosas. Si apartamos la mirada de la realidad argentina, es fácil confirmar esta intuición en el triunfo de Donald Trump, el Brexit o el plebiscito de la paz en Colombia: es cada vez más usual que los resultados electorales nos sorprendan, en buena medida porque estamos ante un ciudadano que se comporta, según la definición de Pierre Rosanvallon,[32] como un consumidor exigente: mira, compara y recién después elige. Este ciudadano emancipado y, como sostiene Isidoro Cheresky,[33] desconfiado, alerta, acechante, vota menos en función de una inclinación programática que guiado por cierto “estado de ánimo”. Voluble y hasta caprichoso, se expresa a menudo en un tono de semiirritación de objetivos imprecisos y es capaz de inclinarse por un partido en las elecciones presidenciales y por otro, opuesto, en las locales. El electorado es por definición contingente: se construye, se gana y se pierde en cada elección. Durán Barba se remite a estas ideas, de largo desarrollo en distintas escuelas de
la ciencia política, y las estira hasta por momentos caer en el ridículo. Al no plantearlas en términos de hipótesis o teoría sino como verdades científicas reveladas, afirma cosas que probablemente le costaría defender de manera tan tajante si se detuviera a pensarlas. Pero resultan útiles, al menos para repensar la política y ganar elecciones. Hoy cualquiera puede ser periodista, difundir noticias u opiniones, aunque en general sean basura. Internet, las redes sociales, los celulares cambiaron la realidad del poder: los que se preocupan por la política son una minoría; la mayor parte de la gente quiere vivir su vida, hacer sus cosas, trabajar, hacer deporte. Las instituciones tradicionales, los parlamentos, los sindicatos, están licuados –dijo por ejemplo durante el programa de televisión. Le respondí que, aunque es cierto que atravesamos un tiempo de transformación política en el que los dispositivos institucionales clásicos están en crisis, la idea de un mundo de perfecta horizontalidad, integrado por individuos poderosos y autónomos, ignora el detalle de las relaciones de poder, que siguen operando y en gran medida definiendo la vida social. Y cité como ejemplo el concepto de “conversación pública”, importado por el macrismo de la jerga comunicológica estadounidense (es habitual escuchar a los funcionarios decir, por ejemplo: “Estamos generando conversación pública acerca del proyecto de reforma previsional”). Mi argumento fue que la metáfora de la “conversación” es falaz porque alude a una simetría, una charla entre tres o cuatro personas– que no es tal: el espacio público no es una mesa en torno a la cual se sienta un grupo de iguales a intercambiar ideas sino un ámbito cruzado por relaciones de poder, erárquico. “La opinión de Durán Barba, la de Fontevecchia e incluso la mía no tienen el mismo peso que la del heladero de la esquina”, dije. Pero además, en el paradigma duranbarbiano algunas cosas, relegadas al estatus de reliquias del siglo XX, simplemente no tienen lugar: los políticos tradicionales, los sindicatos, las asambleas y cualquier otra forma de organización colectiva, las clases sociales, los líderes de masas, las masas, las identidades duras, la intensidad. No queda claro hasta qué punto Durán Barba cree que se trata de cuestiones sin valor y hasta qué punto le disgustan. En cambio, le fascinan las novedades: –El otro día había mucha gente gritando en la calle y me detuve a ver
qué era y me explicaron que era un youtuber. Yo ni sabía que existían, así que me metí en Internet a mirar y descubrí que son unos jóvenes que hablan de cualquier pavada, dicen las estupideces más increíbles, y tienen millones de seguidores –contó una vez terminado el programa. –¿Pero tienen algún impacto político, alguna incidencia? –Por lo que pude ver, me parecieron completamente despolitizados, salvo alguna alusión muy crítica hacia el poder, los diputados, etc. Para ellos, la política no existe. Como escribió Pablo Touzon en el retrato más afilado del personaje,[34] el problema de Durán Barba es que su método se confunde con su deseo. Durán Barba investiga, hace focus groups, se detiene en los youtubers y confirma que vivimos en una sociedad despolitizada… que es justamente el tipo de sociedad que prefiere. Cito a Touzon: La trampa de la ciencia duranbarbista es que es en parte diagnóstico y en parte programa. En parte interpreta que así es el mundo y en parte quiere que así sea. ¿Cuál es el reemplazo del poder fallecido? La Sociedad, con S mayúscula. Gobernar como el equivalente de colocar un espejo gigante delante de la sociedad. […] La filosofía política del focus parte de un sujeto consumidor, permeable, de identidades flotantes, que se realiza en lo privado, sin mediación entre un deseo no necesariamente racional y el mercado como única red institucional que une los fragmentos de una sociedad altamente segmentada. Y, lo más importante, es un individuo cuantificable, previsible. […] Es así que en realidad la eliminación de todas las instituciones políticas intermedias (sindicatos, partidos, iglesias, Estado) rompe todas las barreras que aún existían entre el ciudadano (hoy individuo) y el Mercado, postulando una nueva clase de representación política cuyo resultado real es amplificar el poder real de los que ya lo tenían. Aunque todos nos tuteemos y subamos videos a YouTube. De acuerdo con esta concepción algorítmica de la sociedad, Durán Barba ignora que la política incluye una dimensión instituyente, en el sentido de su capacidad de “crear realidad” más allá de los deseos de los individuos sobre los que gobierna. Al ofrecerle al ciudadano sólo lo que esté dispuesto a comprar, la
estrategia opera como las plataformas de entretenimiento al estilo Netflix o Spotify: alimenta los gustos previos, refuerza sesgos, encierra. Llevado al extremo, el procedimiento duranbarbiano de medir los estados de ánimo de la opinión pública y ofrecerle políticos que se ajusten a ella daría como resultado dirigentes fabricados en serie, una línea fordista que produciría una María Eugenia Vidal tras otra, hasta el infinito. Touzon cita al historiador escocés Thomas Carlyle, quien sostenía que las sociedades requieren, en determinados momentos, grandes hombres, a los que llama “Héroes”, y que son la antítesis perfecta del hombre-algoritmo duranbarbiano. En el fondo, son concepciones opuestas de lo que significa representar. Una que se sostiene en el puro presente, la otra que rompe el determinismo histórico y aventura alguna idea de futuro. La crisis del liderazgo es precisamente esto: la crisis de una idea de futuro. El Héroe decide muchas veces contra la Historia, e incluso muchas veces contra los deseos inmediatos de sus representados. Introduce una novedad. De realizarse, es probable que un timbreo en la Francia de 1940 hubiese dado como resultado la inmediata idea de rendirse frente al poderío militar nazi. De hecho, es lo que sucedió. Pero Charles de Gaulle, quizás el paradigma más perfecto del Héroe en la historia del siglo XX, cruzó solitario el Canal de la Mancha y dijo “no”. ¿Existe algo más mesiánico que proclamar “Francia soy yo”? ¿Existió algo más necesario?
[31] Jaime Durán Barba y Santiago Nieto, La política en el siglo XXI. Arte, mito o ciencia, Buenos Aires, Debate, 2017. [32] Pierre Rosanvallon, La contrademocracia. La política en la era de la desconfianza, Buenos Aires, Manantial, 2007. [33] Isidoro Cheresky, El nuevo rostro de la democracia, Buenos Aires, FCE, 2015. [34] Pablo Touzon, “El hombre algoritmo”, Panamá, 26 de julio de 2017, disponible en .
4. El discreto encanto del hombre común De Macri a Mauricio, de empresario a ingeniero
Aunque por supuesto es una puesta en escena, el timbreo se presenta como un contacto directo entre el funcionario y las personas, como algo espontáneo, informal y puro.
Hola, soy María Eugenia Vidal, soy una chica del barrio de Flores, estoy casada, tengo tres hijos. María Eugenia Vidal, durante la campaña como candidata a vicejefa de Gobierno porteño de 2011 –Yo les aviso cuando vengo la próxima, buscan la canchita, yo pago el asado y comemos. –¡Poné la parrilla! –Ponela vos. ¿Qué querés, que venga con putas encima, también? Miguel del Sel, spot de campaña de 2015 El funcionario toca el timbre de una casa humilde con paredes sin revocar del segundo cordón del Conurbano bonaerense, de una ciudad del interior de Corrientes, de la periferia de Rosario, y la señora sale un poco desconcertada, secándose las manos en el delantal, el jubilado se asoma desconfiado entre las rejas oxidadas de la ventana, se acercan tres o cuatro personas, un chico con un perro. Las cámaras filman discretamente el saludo, el beso en la mejilla, el abrazo forzado, y captan por ejemplo a Vidal, jeans y campera Uniqlo, conversando con dos mujeres en una calle de tierra, a Esteban Bullrich, sobresaliendo alto entre un pequeño grupo de vecinos, al mismísimo Macri comiendo milanesas con ensalada de lechuga y tomate de un plato durax en un living de Salta. Elevado a la categoría de política de Estado, el timbreo es el modo que ha elegido el macrismo para exhibir su manera de dialogar con la sociedad. Sabemos, desde luego, que es una puesta en escena: en noviembre de 2016 el diario Perfil difundió un “Manual del timbreo” elaborado por los equipos de comunicación del gobierno, que incluía una serie de respuestas sencillas a posibles preguntas relacionadas con temas como tarifas, inflación y desempleo, además de un capítulo de “Buenas prácticas de fotografía”, donde se sugería no
rodear a un vecino con un número excesivo de funcionarios (“no se genera un vínculo de confianza”), jamás usar remeras con identificaciones políticas (“refleja un fin partidario y no la acción del timbreo”) y priorizar visualmente a la gente y no al político (“En esta fotografía no hay cercanía. Hay mucha distancia entre el voluntario y el vecino, que aparece en segundo plano”, se quejaba el manual). La idea, explicaba, es difundir imágenes que muestren una actitud de escucha. “Debemos lograr que la fotografía refleje una relación personal y un vínculo emocional con las personas”.[35] Considerar el timbreo como una operación pensada y planificada no equivale a impugnarlo ni a denunciar su impostura; más sencillamente, invita a considerarlo un recurso de construcción política, tan legítima como cualquier otro. Lo interesante no es si el timbreo es auténtico o falso sino qué nos dice acerca del macrismo, por qué eligió esa forma y no cualquier otra para relacionarse con la sociedad, y por qué la sociedad lo ha adoptado. El timbreo se presenta como un contacto directo entre el funcionario y las personas. Aparece como espontáneo, informal, casi diríamos puro, en contraste con la forma favorita del populismo: el acto de masas y su parafernalia de organización, traslado, sonido, protocolo de oradores y largas negociaciones previas para definir los lugares en el palco. Decisivamente, el timbreo permite desplazar el eje del ciudadano al vecino porque, aunque quien pulse el timbre sea un funcionario nacional, un ministro, la gobernadora o el mismísimo presidente, la política se vuelve en cierto modo local: el mensaje es que son los problemas inmediatos y cotidianos los que realmente importan, los que el político, como muestran las fotos, viene a escuchar. Pero hay más. A diferencia de lo que ocurre con el acto de masas, el timbreo sugiere que no es la gente la que se traslada a escuchar al líder sino el líder quien, como Mahoma, se toma el trabajo de acercarse a ella. Y, finalmente, al limitarse a un contacto bilateral funcionario-vecino, es un modo de escuchar la singularidad de las personas, una apuesta a su identidad, a lo que diferencia a una persona de otra, más que a lo que las personas tienen en común (su condición de trabajador, su posición de clase o su ideología), que es lo que en definitiva exhibe el acto de masas. Se notaba ya en el lejano 2007. “Vos sos bienvenido. Mauricio en la ciudad”, decía el spot de campaña previo al triunfo de Macri, ilustrado con primeros planos de una serie de identidades tipificadas: un taxista, un fan de un grupo de rock, un hincha de River (nótese la sutileza), un oven profesional de traje, un músico con su guitarra, un heavy metal lleno de tatuajes... Lejos de las asambleas, las movilizaciones o cualquier otra forma de apelación colectiva, el timbreo es la operación ideal de la política macrista porque remite al
paradigma duranbarbiano de una sociedad compuesta por individuos que gozan de un margen cada vez mayor de autonomía y capacidad de decisión. Típicamente liberal, esta concepción se basa en el clásico individualismo metodológico de la filosofía política, según el cual los procesos sociales son una simple agregación de voluntades individuales. La sociedad no existe, sólo los individuos, según la clásica boutade de Margaret Thatcher. Por supuesto, el enfoque enfrenta serias dificultades para explicar fenómenos como los momentos de politización intensa, al estilo del conflicto del campo de 2008, los procesos de militancia de masas –entre ellos el kirchnerista–, el inesperado retorno a la política de sectores que hasta el momento permanecían al margen, como los jóvenes, y la resistencia de identidades como el peronismo, que incluso disminuidas siguen operando, entre mil etcéteras. ¿Sólo hay que mirar al individuo? Hernán Iglesias Illa es periodista, fue colaborador de diferentes revistas latinoamericanas y es autor de varios libros, entre ellos el notable Golden Boys.[36] Vivía en Nueva York cuando Marcos Peña lo invitó a sumarse al armado electoral del macrismo, cuyo día a día fue registrando en su diario de campaña, Cambiamos.[37] –La concepción de la sociedad en la que se basan parece referir a una serie de individuos libres, empoderados, que son los que eligen. ¿Qué lugar ocupan en este esquema las asociaciones e identidades colectivas? –le pregunté en una oficina de la Casa Rosada. –¿Cuáles serían esas agrupaciones? –Sindicatos, partidos, clases sociales. Un ejemplo: en el último acto del 24 de Marzo, la columna de La Cámpora era gigantesca, serían 20.000 o 30.000 personas, no estaban ahí por los contratos, ya no hay contratos. ¿Cómo lo explica esta teoría? –Desde el punto de vista electoral, te diría que es irrelevante. En el gobierno ya es otra cosa, empiezan a jugar otros factores. –¿Y no creés que les vendría bien algo de eso? –Sí, capaz que sí. Lo que pasa es que el siglo XX un poco nos cuesta.
El éxito del anticarisma La perspectiva individualista, exagerada o no, está en la base de la construcción
política del macrismo. Y funciona como sustento de una de sus apuestas de marketing más efectivas: de empresario a ingeniero, de heredero a meritócrata y de Macri a Mauricio, quizá la mutación más sorprendente sea aquella por medio de la cual el presidente –y con él la fuerza política construida a su alrededor– logró convertirse en la referencia del hombre común. Pero antes, un breve rodeo. Desde su aparición en la Antigua Grecia hasta la actualidad, la representación política implica siempre una diferencia, un contraste entre los pocos que ejercen el gobierno y los muchos que son gobernados. Y exige también un parecido, una similitud menos comentada pero crucial para proveer legitimidad a los dirigentes y evitar eventuales derivas elitistas. Para el sociólogo Pierre Rosanvallon, esta contradicción, constitutiva del lazo representativo, remite a dos principios, que llama “distinción” e “identificación”. El elector aspira a encontrarse en el representante, pero espera igualmente que el voto designe una persona calificada. La definición del “buen” representante se halla así en el centro de una tensión compleja entre la igualdad y la diferencia, que constituye el fondo mismo de la experiencia democrática.[38] Así las cosas, el macrismo parece haber entendido que en los últimos años este balance se ha ido inclinando cada vez más hacia la identificación. Consecuencia de la crisis representativa, la mutación de los electorados y el malestar con la clase política –analizados en el capítulo anterior–, los votantes tienden a elegir a políticos que no parecen políticos, y los políticos a buscar la forma de acortar la distancia que los separa de sus representados tratando de parecerse a ellos. Es en este contexto que aparece el candidato –después el funcionario– del hombre común. El lector lo reconocerá fácilmente: espontáneo y sincero, el candidato del hombre común es antiabstracto, no se pierde en laberintos ideológicos insondables sino que habla de los problemas que le interesan a la gente, que si no se resuelven no es porque sean complejos o estructurales o históricos sino porque los políticos tradicionales, corruptos y autocentrados, no les prestan la atención suficiente. El candidato del hombre común tiene una cualidad empática que le permite identificarse con el vecino. Escucha. Como se sabe falible (es, sobre todo, humilde), reconoce sus errores y pide disculpas, como el gran Juan Domingo Perdón de Peter Capusotto, que no pegaba una pero al que se lo aplaudía por el mero hecho de admitir sus equivocaciones. Ya convertido en funcionario,
despliega una “política de la presencia”, lo que Ronsavallon denomina la “inversión tangible de sí mismo”. Cuando sucede una tragedia (un episodio de inseguridad, una inundación o un accidente), se acerca a consolar a la víctima, sobre todo si es una “víctima ejemplar” (apolítica y desmovilizada), adoptando los modos tranquilizadores de un acompañante terapéutico. En casos extremos, debe incluso dejarse insultar por el ciudadano-indignado, su perfecta contracara. Como sostiene la politóloga Rocío Annunziata, el representante del hombre común es anticarismático. Si el carisma es, según la clásica definición de Max Weber, la capacidad de convencer a las masas de que quien lo ostenta porta características extraordinarias y extracotidianas,[39] el representante del hombre común aparece como alguien normal, casi diríamos gris: el lazo que lo une con los votantes descansa más en la identificación que en la admiración. Es antiheroico. Y aunque se dedique a la política desde hace años, décadas o incluso, en algunos casos, ¡desde siempre!, procura no ser visto como un político, no al menos como uno tradicional. Como al principio no lo conocen, el candidato del hombre común se presenta: “Hola, soy María Eugenia Vidal”, decía la gobernadora en los inicios de su carrera. Martín Insaurralde, en las legislativas de 2013, se daba a conocer en una serie de spots que parecían salidos de un capítulo de En terapia. Guiado por una voz en off, sentado en un sillón detrás de una ventana con unas plantas, contaba: “Mis viejos son docentes, dos laburantes que siempre me decían que meterme en política… que tenía más para perder que para ganar… Y yo les decía que quiero hacer política porque quiero, de verdad, que las cosas cambien”. Hombre de costumbres, Insaurralde agregaba: “Quiero vivir en el mismo lugar, ir al mismo lugar a comer, ir al mismo restaurante, vivir en la misma manzana”. Para subrayar empatía, el representante del hombre común exhibe su historia de vida mediante una construcción de su intimidad planificada pero no necesariamente conservadora: puede, por ejemplo, estar divorciado, y de hecho las principales figuras del macrismo lo están (Vidal, Michetti, el propio Macri). Como el melodrama es un género masivo y policlasista, las historias de crisis y superación, épicas individuales de éxito, resultan especialmente atractivas: los accidentes de Scioli y Michetti, el cáncer de Insaurralde, el coqueteo de Francisco De Narváez con el suicidio e incluso el secuestro de Macri aparecen en sus relatos como traumas fundantes que una vez superados los cambian y fortalecen, los hacen mejores. El representante del hombre común puede ser peronista o radical, varón o mujer, liberal o conservador: la clave es que sea auténtico. La política aparece como una ocupación más. No es que la desdeñe, pero sí le quita cierta gravedad, como si fuera una entre mil opciones posibles. De hecho,
es habitual escuchar a los funcionarios macristas hablar de la necesidad de “desenchufarse”, de volver a la casa para cenar con la familia, bajar el estrés, hacer deporte, frecuentar a los amigos. Una anécdota refleja esta forma de ver el mundo, que no es patrimonio del macrismo: en marzo de 2008 Martín Lousteau se tomó unos días para viajar a Buzios con su novia. Tenía en aquel momento 38 años, hacía apenas tres meses que había sido designado nada menos que ministro de Economía y, como resultado de una decisión suya, se encontraba en medio de un conflicto durísimo con los productores agropecuarios… pero no estaba dispuesto a sacrificar sus minivacaciones. Rival del PRO en dos ocasiones y embajador en los Estados Unidos durante un año y medio, Lousteau es un macrista emocional. Sin intenciones de exagerar la crítica (las vacaciones pagas son un derecho consagrado desde la Constitución del 49), la escena expresa este estilo de relacionarse con los asuntos públicos: lejos de los sacrificios del dirigente veinticuatro horas y de la idea de “una vida de militancia”, la política aparece como una opción más, como un trabajo al que se puede entrar y del que se puede salir. Pero volvamos al punto. Además de candidatos y funcionarios, la política también ofrece dispositivos técnicos para que el hombre común se exprese (el presupuesto participativo que se implementa en diferentes municipios), ilusiones tecnológicas de aprovechamiento de su sabiduría (el felizmente fallido Partido de la Red, que se proponía gobernar desde Internet y que fue parcialmente absorbido por el macrismo) e incluso un experimento electoral concreto: la agrupación de vecinos PP (Propulsar al País), inventada por el ex juez Julio Cruciani para las elecciones de 2009, que llevaba en sus listas a un ama de casa, un dentista, un jubilado, un obrero calificado, una médica, todos con el eslogan: “Vótese, yo soy usted”. Se inspiraba en el Fronte dell’Uomo Qualunque de la Italia de posguerra, entre cuyos fundadores se encontraba curiosamente Giorgio Macri, tío abuelo de Mauricio. La aventura de Cruciani fracasó estrepitosamente porque la representación, como vimos, no es un reflejo de la sociedad, sino una ficción políticamente construida: pretender reemplazarla por un espejo es como querer hacer el amor con nuestra propia sombra. ¿Por qué el macrismo eligió esta metáfora como eje de su construcción política? ¿Qué nos dice el auge del hombre común de nuestra sociedad y de nuestra democracia? Annunziata sostiene que estamos ante algo más profundo que la aparición episódica de ciertas figuras que se ajustan a un estereotipo, como demuestra el hecho de que el modelo impera en partidos de orientaciones muy diferentes. Las consecuencias, dice, son profundas. Si por un lado la inclinación de la sociedad por candidatos que se le parezcan podría estar revelando un rechazo a las grandes epopeyas reformistas y a las organizaciones
colectivas como signo de un deseo conservador de retorno a lo privado, por otro confirma una tendencia antielitista profundamente arraigada en la sociedad argentina: bien mirado, el arquetipo del hombre común es una forma de saldar la brecha que aún separa a la clase política de la sociedad. El fenómeno se replica en otros ámbitos, entre ellos la música. En Seven Ages of Rock , la excelente historia del rock producida por la BBC, el capítulo dedicado a Bruce Springsteen arriesga la tesis de que su refulgente éxito inicial radicó en su capacidad no sólo de expresar sino de identificarse con el hombre común de las calles (su primera banda, de hecho, se llamaba E-Street Band) y transformar en canciones desgarradas la angustia individualista de los ochenta y el primer malestar con las “reaganomics”. En el documental, un amigo del músico lo resume de esta forma: “Lo increíble, lo que explica su popularidad, es que la gente realmente pensaba que después de dar un concierto para 50.000 personas Bruce volvía a trabajar a un lavadero de autos en Nueva Jersey”. Converso sobre el tema con el ministro de Cultura, Pablo Avelluto. Avelluto. Periodista y editor, Avelluto trabajó en diferentes medios y se desempeñó como director de Random House hasta que, ya fuera de la editorial, fue tentado por Macri para sumarse al gobierno de la ciudad. Como creció en una familia de clase media, asistió al Pellegrini y la UBA y militó en la izquierda, Avelluto maneja la tecnojerga sesentista, conoce los nombres y los acontecimientos, y a la vez funciona como vínculo entre el macrismo y un grupo de intelectuales y políticos de pasado izquierdista que, espantados por el kirchnerismo, se reconvirtieron a un liberalismo republicano que en algunos casos se desliza al conservadurismo más reaccionario. Designado por Macri al frente del ministerio, donde debutó con quinientos despidos que le costaron severas críticas del mundo cultural y artístico, Avelluto me recibe en la Casa Nacional del Bicentenario, un edificio dedicado a muestras y exposiciones en Barrio Norte, vestido de manera informal, con camisa y jeans. –Nosotros creemos que el tipo de liderazgo que se eleva, que lo sabe todo, es parte del pasado. Los nuevos liderazgos son liderazgos de escucha, de reconocer errores –explica. –Cuando hablo con ustedes por momentos momentos parece que todos fueran humildes barrenderos –le digo. –No, por supuesto que no somos somos eso. Estamos en el Estado, luchamos por el poder, hacemos política. Lo que pasa es que creo que muchas de las categorías que se usan para pensar la política ya no funcionan. –¿Cuáles?
–Los modelos de sujetos colectivos del siglo siglo pasado. Te Te doy un ejemplo: cuando se convocó a la marcha de apoyo al gobierno del 1A (el primero de abril), nosotros no sabíamos qué hacer. Algunos de los nuestros decían que, ya que estaba lanzada la convocatoria, había que sumarse, que los intendentes llevaran gente. Pero eso era lo mismo que criticábamos, el choripán y todo eso. Era un quemo. Así que la dejamos fluir: salió bien, agradecimos y listo. –Pero lo que ustedes llaman llaman los sujetos colectivos colectivos del siglo pasado siguen teniendo peso: los gremios, la militancia, los partidos, las organizaciones sociales… –Claro, pero están en retroceso. retroceso. Incluso si quisiéramos construir construir eso no lo sabríamos hacer. Justamente nuestra construcción, como en su momento la del primer kirchnerismo, se basa en el descrédito de esos sujetos. Cuando Macri vetó la ley que aumentaba la indemnización por despido, la CGT hizo un acto. ¿Qué pasó? ¿Qué efecto real tuvo sobre la política? Nada. Lo que pasa es que, insisto, se sigue mirando a la política actual con lentes viejos. Nuestros amigos nos dicen que tenemos que sentarnos con los sindicatos, los empresarios, los partidos, todo el rollo ese del Pacto de la Moncloa, lo que yo llamo el “cuatrocincocosismo”, eso de que “hay que ponerse de acuerdo en cuatro, cinco cosas”. –¿No creés que es así? –¿Ponerse de acuerdo con quién, para qué? Los actores que protagonizaron la Moncloa ya no existen. Existen sólo en la cabeza de una generación que piensa la política como si todavía estuviéramos en el siglo XX, en la transición de los ochenta. Incluso si quisiéramos hacerlo sería muy difícil. –Después de hablar con varios funcionarios del gobierno me queda la impresión de que creen que la vieron, que se dieron cuenta de algo que los demás no. –Puede ser. ser. Capaz es porque la mayoría mayoría de nosotros viene de afuera afuera de la política y no está contagiado de cosas que ya no funcionan. Mi amiga Beatriz Sarlo, a la que quiero mucho, me dice por ejemplo que Felipe Solá es un gran político. Y yo le digo: “Beatriz, habrá sido un buen gobernador, no sé, pero atrasa treinta años ese hombre”.
Chicos de barrio (Norte) Los principales integrantes del macrismo son cualquier cosa menos hombres comunes. Según una investigación del Observatorio de Élites de la Universidad Nacional de San Martín,[40] Martín,[40] el Gabinete cuenta con una presencia de funcionarios provenientes de la empresa privada inédita en la historia argentina. Aunque en el pasado era e ra habitual que empresarios y en algunos casos gerentes se desempeñaran en el Estado, solían limitarse a las áreas económicas y las compañías públicas. Hoy, en cambio, desbordan la gestión para ocupar puestos de decisión política en diversas zonas del aparato estatal: de acuerdo con el relevamiento, casi uno de cada tres funcionarios de alto nivel (hasta el rango de subsecretario, incluidos directores del Banco Central) se desempeñó alguna vez en una posición de alta o media-alta gerencia en el sector privado, y el 25% del Gabinete ocupaba un puesto de estas características al momento de ser convocado por Macri. En algunas dependencias, como la Jefatura de Gabinete, siete de cada diez funcionarios trabajaron como gerentes antes de pasar al Estado. Además de los evidentes conflictos de interés y los problemas de “puerta giratoria”, la masiva presencia empresarial le imprime un inconfundible sesgo de clase al proyecto macrista. No hay en la primera línea del gobierno, por ejemplo, representantes de los trabajadores, las universidades públicas o los obreros. Y, contra la tradición de una mayoría de funcionarios formados en la universidad estatal, el Gabinete cuenta con un porcentaje importante (35%) de egresados de instituciones privadas, muchos de ellos con posgrados. Casi dos de cada tres de sus integrantes son hombres y la mitad son porteños.[41] porteños.[41] La pregunta es obvia: ¿cómo logró el macrismo, por medio de qué astucia de qué razón, convertir a una fuerza integrada por varones porteños de clase media y alta, muchos de ellos gerentes o empresarios egresados de universidades privadas, en el partido de la gente común? En primer lugar, fue resultado de una estrategia publicitaria amplia, consistente y, sobre todo, sostenida a lo largo del tiempo, orientada a humanizar a Macri, a mostrarlo como alguien cercano a la gente. Para eso, resultaron claves las figuras de Michetti y Vidal, que permitieron ablandar a un dirigente que aparecía como lejano, frío y calculador. calculador. En Cambiamos, Iglesias Illa recuerda el festejo tras el triunfo de Rodríguez Larreta sobre Michetti por la candidatura a jefe de Gobierno, que fue vivido por la cúpula del PRO con el alivio de estar dejando atrás una interna que en ocasiones se había deslizado peligrosamente al terreno resbaladizo de las
denuncias por corrupción, a la vez que como una reafirmación del liderazgo granítico de Macri. Dice Iglesias Illa: Me gustó el tono general del acto, que tuvo globos y tuvo bailes un poco ridículos, dos de las cosas que más irritan a los no PRO de los festejos del partido pero que a mí, porque insistimos en ellos a pesar de la opinión general, cada vez me caen más simpáticos. Los globos fueron pocos, simbólicos, como para cumplir la cuota de frivolidad y adolescencia que a nuestros críticos les gusta ver. El baile, en cambio, fue más sustancioso. Y desarrolla: Mauricio bailó durante varios minutos sobre el escenario, a veces con Antonia sobre los hombros, a veces moviendo los brazos de maneras muy extrañas. En un momento los extendió a los costados, de frente al público, mientras abría la boca y cerraba los ojos, quizá cantando un estribillo […]. Mientras lo veía bailar, desde la multitud frente al escenario, pensaba que cuanto peor bailaba Mauricio, mejor bailaba. Es decir, cuanto más espástico e incómodo parecía, mejor para la campaña, porque esa torpeza, similar a la de cualquier varón argentino, lo mostraba como un tipo genuino.[42] Desde el comienzo, Macri trabajó para que cada vez más gente lo viera como Mauricio. Aunque sea un heredero, aunque la educación formal de su primera infancia le haya impreso una distancia corporal infranqueable a sus intentos de contacto humano y aunque los modos sanisidrenses asomen a cada minuto, el Macri que conocemos es producto de un esfuerzo de construcción. Nunca podrá ser un hombre común, pero la lista corta de sus deseos se acerca a la de la mayoría de los argentinos: le gusta el fútbol y fue presidente de Boca, le gustan las mujeres y sus parejas son hermosas, quiere a sus hijos y tiene muchos (la descripción es un elogio). Macri no es común, desde luego, pero tiene gustos comunes, coincidentes con los de una parte importante de la sociedad, lo que le permite jugar la valiosa carta aspiracional. (Algo similar ocurre con otros dirigentes del PRO, incluido Miguel del Sel, que sin embargo se pasa de rosca: quizá su derrota en manos de los desangelados tecnócratas del socialismo santafesino se explique porque Del Sel fue un candidato demasiado común.)
De modo complementario, la transformación del macrismo en una fuerza capaz de expresar los valores del hombre común fue posible por el contraste con el kirchnerismo, en particular con el liderazgo de Cristina, que en la campaña electoral de 2017 intentó un “giro gentista” hacia un estilo más empático, que incluyó el contacto directo con los votantes, entrevistas televisivas y una imagen más serena, pero que al final no pudo con su propia personalidad –y su propia historia– y terminó recuperando su perfil de siempre. Frente a los largos discursos cargados de números, ideas abstractas y desarrollos complejos, densos y conceptuales, típicos de la ex presidente, Macri ha hecho de su austeridad retórica casi una virtud: prefiere las intervenciones cortas, con pocas estadísticas, escasas referencias históricas y ninguna cita de autoridad, y utiliza en general el formato “360”, un orador ubicado en el centro de un círculo de personas sentadas a su nivel, sin barreras de por medio. Macri acepta pisar los escenarios extrapolíticos, como demostró durante la campaña de 2015, al visitar, junto con Juliana Awada, el set de ShowMatch, el programa-símbolo del hombre común, al que también asistieron Scioli y Massa. En cambio, la presencia de Cristina allí es sencillamente inconcebible, igual que la de Carrió, la otra política de primer nivel que jamás apareció en el programa. (Nótese que no fue el caso de Néstor Kirchner, que se presentaba como “un hombre común con responsabilidades importantes” y hablaba de una “verdad relativa” en unos discursos enfáticos pero cargados de furcios, torrentosos y pronunciados como a los picotazos; lucía una vestimenta descuidada y a veces dejaba entrever, en el trato con periodistas y funcionarios, un estilo jodón, de vestuario; nunca fue a ShowMatch pero sí aceptó salir al aire… por teléfono.) Rebobinemos antes de concluir. El macrismo, decíamos, supo administrar el balance descripto por Rosanvallon entre identificación y distinción. De manera sistemática y deliberada, fue construyendo la figura del hombre común como su metáfora de representación política, la que mejor sintoniza con su concepción de una sociedad conformada por personas sueltas, sin discusiones ideológicas distractivas ni conflictos colectivos paralizantes, en la que cada uno hace –como en el eslogan– lo que tiene que hacer. Y en la que la relación líder-ciudadano, construida a través de los medios de comunicación, los contactos cara a cara o las redes sociales, es esencialmente bilateral. El manual de timbreo del PRO lo establecía de manera explícita: las fotos no deben mostrar nunca a una muchedumbre ni a un grupo amplio de dirigentes. El vínculo es siempre lídervecino, sin posibilidades de que se establezcan lazos horizontales entre quienes – por compartir una posición de clase, un trabajo o una ideología– se sienten hermanados en una identidad política común. En otras palabras, iguales.
[35] Rosario Ayerdi, “El macrismo entrega manuales que indican a sus dirigentes qué decir en los timbreos”, Perfil, 13 de noviembre de 2016. [36] Hernán Iglesias Illa, Golden Boys. Vivir en los mercados, Buenos Aires, Seix Barral, 2008. [37] Hernán Iglesias Illa, Cambiamos. Mauricio Madri presidente. Día a día, la campaña por dentro, Buenos Aires, Sudamericana, 2015. [38] Pierre Rosanvallon, ob. cit. [39] Rocío Annunziata, “La figura del ‘hombre común’ en el marco de la legitimidad de proximidad: ¿un nuevo sujeto político?”, Astrolabio, nueva época, nº 10, mayo de 2013. [40] Paula Canelo y Ana Castellani, “Empresarios en el Estado. Radiografía del Gabinete nacional actual”, 24 de octubre de 2016, disponible en . [41] Íd. [42] Íd.
5. La nueva derecha Discusión con todos
Uno de los aspectos más preocupantes del macrismo es el manejo de la protesta social y el giro punitivista en materia de seguridad pública. (Foto: Sub.Coop.)
Yo no entiendo nada de política, pero cuando veo gente honesta me re copo. Chano, líder de Tan Biónica, en diálogo con Susana Giménez El 17 de agosto de 2017, luego del triunfo oficialista en las PASO, publiqué en Página/12 una nota con el título “El macrismo no es un golpe de suerte”, en la que anticipaba algunas de las ideas de este libro. Propongo –comenzaba diciendo– un método bastante empírico para enfrentar el desafío de entender los resultados: consiste en hacer de cuenta que el macrismo gobierna la ciudad de Buenos Aires desde hace una década, que hace dos años sorprendió con su victoria bonaerense y nacional y que, transcurrida la mitad de su mandato, logró revalidarse de manera contundente. Propongo, en suma, olvidarnos por un rato de los memes de Esteban Bullrich, sacudirnos el rechazo instintivo que nos genera la contemplación de la puesta en escena de sus festejos y, por fin, empezar a tomárnoslo en serio. Señalaba luego las que a mi juicio eran algunas razones que permitían explicar la victoria del gobierno: la decisión de abordar temas como el narcotráfico, que preocupan a sectores importantes de la sociedad y sobre los cuales el kirchnerismo se había mantenido en silencio, y el diseño de una campaña profesional y consistente y una estrategia de hipersegmentación de audiencias que le permitió llegar con propuestas distintas a un electorado atomizado. Pero decía allí que el éxito del macrismo radicaba sobre todo en que funciona como la expresión de una “nueva derecha”, a la que –en la frase más controvertida del artículo– definía como “democrática, dispuesta a marcar diferencias económicas con la derecha noventista y socialmente no inclusiva pero sí compasiva”.
Con el resultado electoral todavía repiqueteando en miles de cabezas azoradas, mi objetivo era alertar sobre la inutilidad de las consignas que, lanzadas en especial desde la rama sunnita del kirchnerismo, pretendían asimilar al gobierno con los procesos autoritarios del pasado, resumidas en la frase “Macri, basura / vos sos la dictadura”. Este tipo de comparaciones, decía, impedían comprender la verdadera naturaleza de la criatura política macrista. Y me preguntaba también si la insistencia en equiparar al macrismo con el menemismo no resultaba, a esa altura, igualmente estéril. “El de Macri es un neoliberalismo desregulador, aperturista, antiindustrialista y, por supuesto, socialmente regresivo, pero no privatizador ni antiestatista”, sugería. Luego de analizar la perspectiva de igualdad de oportunidades, describir la apelación al “trabajador meritocrático” como nuevo sujeto social y mencionar el carácter individualizante del timbreo, cuestiones de las que me ocupo más adelante, volvía al centro de mi argumento. La amplia victoria oficialista en las PASO se explica por sus dotes de campaña, pero también por el hecho de que expresa una alternativa política capaz de conectar con amplios sectores sociales. El macrismo no es una anomalía, un accidente o un golpe de suerte; es una fuerza potente que se encuentra en el trance de construir una nueva hegemonía. Los resultados socialmente negativos de sus políticas, el fondo individualista que late detrás de sus decisiones, la concepción liberal de justicia sobre la que sostiene su discurso lo empujan sin remedio a la derecha del cuadrante ideológico, pero es una derecha democrática y renovada, que hasta el momento estaba ausente de nuestra escena política. La reacción fue sorprendente. Aunque ya había expresado muchas de estas ideas en mis editoriales de Le Monde diplomatique y en intervenciones en radio y televisión, parece evidente que el momento (cuatro días después de las PASO) y el lugar ( Página/12) amplificaron su repercusión: el artículo registró doscientas mil visitas en la web del diario durante el primer mes, generó una avalancha de tuits que hicieron que mi apellido, que como no es Pérez o González se identifica claramente, se convirtiera en trending topic, y disparó dos docenas de notas de respuesta. Creo que no tiene mucho sentido transcribir todas las réplicas ni responder una por una las críticas que se plantearon, que desarrollo y discuto en diferentes
tramos de este libro, aunque sí vale la pena abordar el nudo de la polémica: la caracterización del macrismo como una derecha nueva y democrática. Descarto en primer lugar los argumentos ad hominem y los relacionados con mi honradez. También dejo de lado aquellos que sostienen que el macrismo en realidad no ganó las elecciones porque obtuvo menos del 35% de los votos en las PASO y sólo el 41% en las generales, que recurren a lejanas comparaciones con otros comicios de medio término para demostrar su debilidad electoral, y agregan que en verdad la que ganó fue Cristina Kirchner, porque consiguió el 37% de los votos, “sin recursos y con todos los medios en contra”. Los castillos de arena pueden ser útiles como refugio emocional en momentos de angustia pero no resultan muy provechosos para entender la política. Tampoco tiene sentido discutir los razonamientos tautológicos, que más o menos dicen así: la derecha es autoritaria porque es de derecha y así es la derecha (y afirmar lo contrario es por supuesto propio de alguien de derecha). Sandra Russo, por ejemplo, en un post en su Facebook: “Le contestan a Natanson con mucha elegancia. Yo no soy elegante. No me interesa la elegancia ni la ubicuidad permanente. Por supuesto que son opiniones, pero hablar a esta altura del macrismo como una ‘derecha democrática’ me suena sencillamente de derecha”. Después están aquellos que entendieron todo al revés, como Santiago Gómez, quien en un texto publicado por la Agencia Paco Urondo comienza diciendo que como soy politólogo estoy fascinado por la astucia marketinera de Cambiemos: “Es la lectura errada que hacen la mayoría de los técnicos de la política, que creen que ganar una elección se trata de una cuestión de imagen”. Pero ustamente lo que yo sostengo es que el macrismo no es un conjunto de eslóganes o un acierto publicitario, sino que constituye un verdadero fenómeno político. En eso coincido con Gómez, quien sin embargo después se hace una ensalada rarísima en la que por supuesto cita la “Carta abierta a la Junta Militar” de Rodolfo Walsh. Horacio González publicó en la web Nuestras Voces una respuesta directa a mi artículo,[43] en la que cita a Florencio Sánchez y a David Viñas y advierte sobre el riesgo de escribir “diagramas de auxilio” para el gobierno con un “mobiliario conceptual indulgente”, propio, por supuesto, de politólogos. Horacio –que cultiva la polémica pública con elegancia, es original y al que siempre vale la pena hacer el esfuerzo de leer hasta el final– discrepa con la idea de que el gobierno expresa una derecha democrática. Es más, duda también de que vivamos en una democracia. En otra nota, publicada en Página/12 unas semanas después,[44] vuelve sobre el tema. Pareciera que lo que quiere decir allí es que el
macrismo no es ni una democracia ni una dictadura; sin embargo, deja la definición en un limbo borroso con el que resulta difícil discutir: “En este doble vacío (ausencia de dictadura y ausencia de democracia) es necesario bucear en las formas de actuación gubernamental respecto a instrumentos que tangencialmente son constitucionales, pero a la vez constituyen la forma de despellejar la constitución”, escribe. Y luego define al macrismo con cuatro palabras: “dictadura capitalista constitucional limitada”. Aunque seguramente todos estaríamos de acuerdo en que el macrismo es capitalista, ¿qué es una dictadura constitucional? ¿Y una dictadura limitada? Ricardo Forster y Jorge Alemán tiñeron sus interpretaciones del erotismo propio de los hombres maduros. El ex coordinador estratégico del pensamiento nacional criticó a quienes creemos posible alguna relación entre derecha y democracia. “Un progresismo – me incluye Forster sin nombrarme– siempre dispuesto a entusiasmarse con el ensanchamiento de la avenida democrática gracias a que por fin supimos ganarnos nuestro lugar en el parnaso liberal-republicano de los países civilizados”. Después agrega: “Extraño apego, el de algunos progresistas, por el oxímoron y la ‘plasticidad’ de la derecha por ofrecer su rostro cool e híper moderno. Una derecha lejos de cualquier veleidad ‘socialmente inclusiva’ pero próxima, así lo hemos leído hace pocos días, a gestos y actitudes ‘compasivas’ (¡Sic!)”.[45] En lugar de discutir mis argumentos, Forster cita un relato de Slavoj Žižek de la película From Noon Till Three (Sucedió entre las doce y las tres) y describe una complicada trama que mezcla realidad con leyenda, verdad con ficción, que es más o menos lo que ocurriría actualmente con el macrismo. El argumento de la película, descripto un poco confusamente por Forster, se basa en un engaño que se devela cuando el protagonista, para ser reconocido por su antigua amante años después de su único encuentro, le muestra su pene. Ella, sin embargo, se niega a identificarlo como su antiguo objeto de deseo. Por una vez austero en los sinónimos, Forster simplemente escribe “pene”. Jorge Alemán aclara, en un diálogo con otros intelectuales reunidos por Tiempo rgentino, que él no es proclive a trasladar alegremente situaciones psicoanalíticas al ámbito de lo social, lo que sin embargo no le impide explicar el avance macrista en estos términos: Hay muchísimas historias descriptas por Freud en las que un sujeto padece abusos de todo tipo, está en una relación de régimen sádico, y sin embargo, con el tiempo, se da cuenta de que él mismo sostenía y
estaba implicado en esa relación. No era exclusivamente víctima, sino que él era un activo partícipe de ese abuso. Derecha democrática Felizmente, Martín Granovsky se remitió a los datos. En una contratapa publicada en Página/12 al día siguiente de mi nota,[46] listó las decisiones antiinstitucionales del macrismo. Mencionó, entre otras cosas, el uso de decretos de necesidad y urgencia (DNU) para la designación de dos miembros de la Corte Suprema, la liquidación del régimen de legislación audiovisual también por decreto, la resistencia a continuar con la tradición de sintonía con el derecho internacional de los derechos humanos y tolerancia del discurso “pre-Nunca más”. Enumeró además el giro represivo en materia de seguridad pública, los casos “Maldonado” y “Milagro Sala”, las presiones a la justicia laboral, las maniobras a lo “barra brava” en el Consejo de la Magistratura y la manipulación de la difusión de los resultados del escrutinio de las PASO en la provincia de Buenos Aires. Todo esto lo lleva a afirmar que el macrismo tiende “permanentemente a producir hechos que disminuyen la calidad institucional de la democracia”. Al remitirse a un conjunto de hechos en lugar de perderse en voluptuosos devaneos interpretativos, Granovsky permite abrir una discusión. Y en efecto, tal como plantea, el macrismo tomó una serie de decisiones que afectan la calidad institucional, desmienten su supuesta vocación republicana y, en algunos casos, resultan claramente autoritarias. Pero, ¿qué significa eso exactamente? En otras palabras, ¿el gobierno macrista es cualitativamente diferente de los otros gobiernos surgidos a partir de 1983? Si es así, ¿en qué consiste esa diferencia? Y esa diferencia ¿alcanza para situarlo en alguna categoría de régimen no democrático? Comencemos por lo obvio. Todos los gobiernos, desde el final de la dictadura hasta el presente, incurrieron en un momento u otro en comportamientos autoritarios. Incluso el más democrático de todos, el de Alfonsín, ordenó, en medio de versiones de alzamientos militares y operaciones guerrilleras al estilo La Tablada, allanar los locales del Partido Obrero, al que acusaba de sedicioso, y luego, cuando su dirección, liderada por Jorge Altamira, se acercó a la Casa Rosada a entregar un documento de protesta, dio la instrucción de detenerla, sin orden judicial. La cúpula trotskista vivió su “momento Warhol” cuando fue sacada en vilo frente a las cámaras de televisión. Menem amplió de cinco a nueve los integrantes de la Corte Suprema y designó una mayoría de magistrados adictos, comenzando por su presidente, Julio
Nazareno, su antiguo socio en un estudio jurídico en La Rioja. Eduardo Menem, también integrante de aquel bufete, asumió la presidencia del Senado a partir de 1991 y así, durante un par de años, los tres poderes del Estado estuvieron a cargo de los ex socios del próspero estudio riojano. Además, Menem usurpó funciones legislativas mediante la utilización frecuente de DNU y el veto parcial de leyes, que Alfonsín había usado homeopáticamente y no estaban contemplados en la Constitución. En contraste, el debut institucional del kirchnerismo fue impecable: el juicio político a los integrantes de la mayoría automática, la firma de un decreto de autolimitación de las futuras designaciones y el nombramiento de jueces intachables, incluidos algunos que habían sido muy críticos de su gestión en Santa Cruz (Raúl Zaffaroni) y la primera mujer (Elena Highton de Nolasco). Casi al mismo tiempo, Kirchner inició una política de derechos humanos orientada a reactivar los juicios contra los genocidas, anunció la recuperación de la ESMA e impulsó la nulidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, al tiempo que restablecía derechos mediante una serie de normas de “institucionalidad social” que las miradas planamente liberales suelen ignorar pero que también forman parte de la calidad institucional de una democracia: convenciones colectivas, movilidad jubilatoria, paritaria docente. Sin embargo, en un proceso que se fue acelerando conforme se agudizaba la polarización política, el kirchnerismo revirtió parte de sus avances, al menos en tres puntos. En primer lugar, como el menemismo antes y el macrismo después, no se privó de influir en las decisiones del Poder Judicial, en este caso mediante la ley de subrogancias y conjueces, que relajó las mayorías necesarias para designar y remover magistrados temporarios: la oposición denunció que este mecanismo fue utilizado, por ejemplo, para desplazar a Luis María Cabral de la Cámara de Casación Penal por su inminente fallo a favor de la inconstitucionalidad del acuerdo con Irán por la causa “AMIA”. Paralelamente, los controles horizontales, es decir, entre poderes del Estado y dentro de la administración, fueron erosionados; por ejemplo, mediante el recorte de las facultades del fiscal nacional de Investigaciones Administrativas, Manuel Garrido, que renunció al cargo argumentando que no le permitían investigar la corrupción (curiosamente, la acusación pesaba sobre su superior directo, Esteban Righi, que luego se alejaría del poder por un conflicto con Amado Boudou). También hubo un intento, al final frustrado, de limitar el poder de Leandro Despouy en la Auditoría General de la Nación. Por último, ya sobre el final del mandato de Cristina, el gobierno impulsó una reforma judicial que preveía elevar de trece a diecinueve los integrantes del Consejo de la Magistratrura y reducía de dos tercios a mayoría simple los miembros necesarios para nombrar y remover
ueces, además de establecer la elección por voto directo de los representantes de los magistrados y los abogados, todo lo cual fortalecía la incidencia del Ejecutivo en el organismo y chocaba ruidosamente con la reforma aprobada en 2005 por iniciativa de… Cristina Kirchner (en ese entonces senadora nacional). La reforma, que por otra parte preveía limitar las medidas cautelares, finalmente fue declarada inconstitucional por la Corte. El segundo punto, la designación de César Milani como jefe del Ejército, es particularmente delicado porque ensucia, sin por ello anular, la notable política de derechos humanos de la década kirchnerista. Aunque es cierto que en aquel momento no pesaban sobre el general procesamientos ni condenas, sí había fundadas sospechas sobre su participación en la represión ilegal durante la dictadura, lo que motivó la impugnación del CELS, que le recomendó al Ejecutivo retirar el pliego. El gobierno nunca ofreció una explicación pública razonable acerca de por qué sostuvo a Milani en su puesto, que por otra parte podría haber desempeñado cualquier otro militar con dos dedos de frente. El tercer punto es el más conocido: Guillermo Moreno intervino el Indec, destruyó el sistema de estadísticas y falseó diversos indicadores, lo que durante años impidió un debate informado acerca de cuestiones como la inflación, el crecimiento y la pobreza. Cuando las consultoras privadas comenzaron a difundir sus propios índices, el secretario de Comercio impuso multas administrativas a varias de ellas y luego presentó denuncias ¡penales! contra sus titulares, acusándolos de beneficiarse con la revelación de los datos que él mismo había arruinado. Así llegamos al macrismo. En este punto, resulta crucial enfocar la discusión: como revela la experiencia histórica, un gobierno puede llevar adelante políticas neoliberales y excluyentes de manera democrática, y una gestión izquierdista puede impulsar reformas inclusivas mediante mecanismos autoritarios. No es cierto que todo ajuste exija represión ni que los procesos redistributivos sean siempre democráticos, porque una cosa es el contenido sustantivo de las políticas, y otra los procedimientos con los que se concretan. Ambas están relacionadas, por supuesto, pero de una manera compleja, nunca automática. En contraste con el kirchnerismo, el gobierno de Cambiemos se inició de la peor manera posible: con el anuncio de que designaría dos jueces de la Corte por decreto. La ola de repudio que despertó la movida, incluso dentro de la coalición oficialista, lo obligó a retroceder, en el primer episodio de un zigzagueo que luego se convertiría en todo un estilo de gestión. (Aunque diferentes organizaciones cuestionaron a los candidatos elegidos, Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti, el presidente tenía todo el derecho del mundo a nombrar a un abogado defensor de grandes empresas, con ostensibles conflictos de interés, y a
un peronista conservador que rechaza la aplicación del derecho internacional al ámbito local. Desde el punto de vista institucional, el problema no eran los nombres, opinables pero no absurdos, sino el procedimiento.) La utilización de DNU tampoco contribuyó al supuesto higienismo institucional anunciado durante la campaña. Apenas asumió, Macri recurrió a este instrumento para cancelar los artículos más sensibles de la Ley de Medios, que había sido ampliamente discutida por la sociedad, aprobada por el Congreso y declarada constitucional por la Corte, estableciendo en los hechos una desregulación del mercado de las telecomunicaciones. Los DNU también fueron utilizados para cuestiones menos estratégicas, que podrían haberse negociado en el Parlamento, tales como la creación de un cupo fiscal para la producción de energía eléctrica y la eximición del pago de contribuciones patronales para los colegios privados. Del mismo modo, el macrismo cambió el espíritu de leyes a través de su reglamentación: en noviembre de 2016 habilitó a los familiares de funcionarios a acogerse a los beneficios del blanqueo fiscal, lo que estaba expresamente prohibido en la norma sancionada por el Congreso. Según una denuncia nunca desmentida de Horacio Verbitsky, esto permitió que familiares de varios funcionarios, incluido el hermano del presidente, blanquearan fondos. Por último, forzó una mayoría en el Consejo de la Magistratura para conseguir el desplazamiento del juez Eduardo Freiler y amplió, también por decreto, los fondos reservados de los servicios de Inteligencia. ¿Alcanza esto para afirmar que el macrismo constituye una dictadura, como dice la consigna, o que el Estado de derecho fue cancelado, como sostuvo Cristina, o que vivimos bajo un estado de excepción, como señala Horacio González?[47] Si fuera así, ¿la decisión de Alfonsín de detener arbitrariamente a Altamira lo convirtió automáticamente en un represor? ¿El hecho de que durante el menemismo los tres poderes estuvieran liderados por tres ex socios de un oscuro estudio riojano marcó el fin de la República? ¿La persecución de Moreno a los consultores que difundían sus propios índices de inflación transformó al kirchnerismo en un Estado policial? Aplicar la misma regla para evaluar procesos políticos de diferente orientación ideológica es fundamental para realizar un análisis más claro. Y también, por supuesto, remitirse a los hechos en vez de evaluar las intenciones, que podemos suponer pero nunca comprobar, como la extendida idea de que el macrismo se comporta de manera transitoriamente democrática por los límites que enfrenta, pero que en realidad es portador de un gen autoritario, una especie de enfermedad degenerativa que asomará tarde o temprano. ¿Qué piensa Macri cuando termina el día, se cierra la puerta del dormitorio y se sincera con Juliana?
¿Qué bromas intercambia con sus amigos cuando se relaja en Olivos después del partidito, la toalla húmeda sobre los hombros, el Gatorade en el banco de madera? ¿Qué opina realmente Macri de la dictadura, los desaparecidos, los pobres, los inmigrantes de los países limítrofes, las minorías sexuales? Aunque uno podría jugar a adivinarlo, tiene poco sentido tratar de acceder a esta esencia condensadora del verdadero espíritu macrista: un gobierno debe ser juzgado por lo que hace (o deja de hacer) más que por sus deseos indescifrables. ¿Y entonces? Ninguna democracia es perfectamente democrática y ningún autoritarismo está totalmente cerrado. Entre la calidad institucional de Suecia y el totalitarismo nazi hay un amplio abanico de grises, pero un debate serio exige dejar de lado los trucos retóricos, empezando por el que se ha puesto de moda últimanente, que consiste en afirmar que el macrismo no es ni una dictadura ni una democracia, lo que equivale a no decir nada. Para poder avanzar en una discusión razonada es necesario consensuar algún tipo de categoría que permita establecer una frontera, una raya para decidir cuándo una democracia deja de serlo y se transforma en otra cosa. En este sentido, y como dije en la introducción, al cierre de este libro las autoridades públicas argentinas eran elegidas en comicios democráticos sin proscripciones y el oficialismo reconocía sus derrotas electorales; el gobierno tenía minoría en el Senado y carecía de quórum propio en Diputados, por lo que lograba sancionar las leyes con acuerdo de al menos una parte de la oposición; tres de los cinco miembros de la Corte habían sido designados antes de su asunción (y a veces le fallaban en contra); la procuradora había sido desplazada mediante la presión política y no por decreto; la mayoría de los embajadores, jefes militares y cuadros técnicos de la administración habían sido designados por gobiernos anteriores, y los derechos de asociación, reunión y de libertad de expresión se ejercían, en términos generales, libremente… El malentendido es habitual. La democracia no implica una orientación ideológica determinada, aunque puede discutirse qué tipo de políticas resultan más compatibles con ella (no hay evidencia concluyente al respecto: el liberalismo argumenta que el populismo conduce inevitablemente a una degradación democrática, mientras la izquierda acusa de lo mismo al neoliberalismo). La confusión deriva del hecho de que la democracia no es una garantía de satisfacción universal sino un sistema de gobierno, un procedimiento de elección de gobernantes y de ejercicio del poder, cuyo corazón son las elecciones libres y competitivas, lo que a su vez exige cierta cantidad de derechos más o menos garantizados. Si acordamos en este punto, si coincidimos en que un régimen político se define como el conjunto de instituciones y normas que regulan la lucha por el poder y su ejercicio, parece excesivo afirmar que el
actual gobierno marca un quiebre radical con los anteriores, que ha inaugurado un nuevo tipo de régimen y por lo tanto constituye una no-democracia. Las excepciones al Estado de derecho que efectivamente ocurren no alcanzan para definir al macrismo como un simple autoritarismo o un régimen de estado de excepción, como tampoco eran suficientes para señalar de ese modo al kirchnerismo o al menemismo. ¿Qué es el macrismo, entonces? En primer lugar, un ejemplo más de la larga tradición de gobiernos decisionistas que vulneran selectivamente ciertos límites institucionales de acuerdo con sus necesidades políticas, el margen de maniobra que les concede la opinión pública y su propia percepción táctica. La interferencia sobre la justicia, el intento de debilitar a los organismos de control, el uso arbitrario de la publicidad oficial para incidir en la agenda mediática y el reparto discrecional de los recursos federales constituyen líneas de acción que llevan al menos dos décadas vigentes en la vida política argentina. Pero esto no es todo. El macrismo muestra diferencias respecto de los ciclos políticos anteriores en dos cuestiones básicas, relacionadas entre sí, que alertan sobre el actual estado de cosas. La primera es la detención de dirigentes opositores sin condena firme. Como en otros aspectos, no se trata de algo totalmente nuevo. Desde su salida de la Casa Rosada en 1999, al menos media docena de ex funcionarios menemistas fueron encarcelados de manera preventiva por diferentes delitos de corrupción, entre ellos Domingo Cavallo, Antonio Erman González, Víctor Alderete, Martín Balza y el propio Menem, que pasó seis meses en prisión domiciliaria por la venta ilegal de armas. María Julia Alsogaray fue detenida en agosto de 2003 por irregularidades en la contratación de las refacciones del edificio de la Secretaría de Medio Ambiente y permaneció casi dos años encerrada sin condena firme, hasta que el tribunal oral la liberó con el argumento de que las dos condiciones que debían cumplirse –riesgo de fuga o entorpecimiento de la investigación– no se aplicaban a su caso. La diferencia ahora es que, desde la llegada de Macri al poder, algunas de las principales figuras de la principal corriente opositora, es decir el kirchnerismo, están detenidas sin condena firme, o amenazadas. Eso sí constituye un dato nuevo. No se trata de una cacería generalizada, en la medida en que –salvo las dos causas que menciono más abajo– la persecución judicial se centra en aquellos funcionarios sospechados de haber cometido actos de corrupción: De Vido, Jaime, López, Boudou, etc. (no hay causas contra Axel Kicillof, Daniel Filmus o Jorge Taiana, por mencionar funcionarios en su momento poderosos pero insospechados de cometer ilícitos). Tampoco resulta claro hasta qué punto esta situación es resultado de una política deliberada del gobierno macrista o una
consecuencia del libre albedrío de jueces federales acostumbrados a fallar en dirección a donde sopla el viento (aunque la comunidad de intereses es obvia). Pero la arbitrariedad es inédita: salvo en el caso de José López, los jueces ordenaron la prisión preventiva de los ex funcionarios kirchneristas sin que se verificaran las dos condiciones establecidas por la ley (las mismas de María Julia: riesgo de entorpecimiento de la investigación o riesgo de fuga). El argumento de que, por tratarse de políticos poderosos, las investigaciones corren peligro –la “doctrina Irurzun”– es absurdo: con ese criterio, cualquier funcionario actual, comenzando por el presidente, debería ser detenido preventivamente en alguna de las causas en la que esté involucrado. Por otra parte, dos de los casos que motivaron procesamientos y detenciones, el del acuerdo con Irán y el del dólar futuro, ambos a cargo de Claudio Bonadio, se basan en decisiones políticas que, por más opinables que sean, no constituyen delitos. La difusión vengativa de las detenciones no ahorró destalles sádicos (Amado Boudou en pantuflas) y completa el cuadro. El otro aspecto que marca una diferencia entre el macrismo y los gobiernos del pasado es el manejo de la protesta social. Aunque desde el inicio del largo ciclo de movilizaciones sociales durante la segunda mitad de los años noventa se vienen registrando episodios de represión más o menos violenta, detenciones (Raúl Castells, por ejemplo, estuvo preso en 2005 por reclamar la entrega de hamburguesas frente a un McDonald’s) e incluso muertes (como las dos ocurridas en la toma del Parque Indoamericano durante un operativo conjunto de la Policía Metropolitana macrista y la Federal kirchnerista); aunque el kirchnerismo fue sinuoso en esta materia, sin lograr una síntesis entre las recomendaciones del CELS, la Ley Antiterrorista y el helicóptero de Sergio Berni, y toleró las políticas de seguridad punitivistas de muchos de sus socios (entre ellos de Scioli) y no intervino cuando las policías provinciales de los gobernadores aliados reprimían violentamente los saqueos; a pesar de todo esto, los gobiernos anteriores, advertidos del instinto potencialmente asesino de las fuerzas de seguridad, intentaron poner un límite al accionar represivo de la policía y fueron cuidadosos a la hora de enfrentar las movilizaciones, las marchas y los piquetes (a excepción de De la Rúa, claro). El macrismo, en cambio, habilitó una estrategia de “manos libres” y decidió ignorar las advertencias de los organismos interamericanos e internacionales de derechos humanos. Esto se verifica, en primer lugar, en el caso de Milagro Sala, que se encuentra detenida de manera ilegal según cualquier estándar que se contemple, como fue reconocido por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y el Grupo de Trabajo de las Naciones Unidas sobre Detenciones Arbitrarias, que ordenó liberarla de inmediato. También se comprueba en los
casos de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel, ambos muertos en el contexto de operativos de las fuerzas federales en el sur del país. Aunque esos episodios también podrían haber ocurrido en el pasado, porque hay antecedentes de óvenes asesinados o desaparecidos bajo otros gobiernos democráticos, la diferencia decisiva está en la reacción oficial, en especial la de la ministra de Seguridad Patricia Bullrich, que consistió básicamente en proteger, incluso encubrir, a las fuerzas involucradas. La misma política se verifica en la violencia desproporcionada, las detenciones arbitrarias y las provocaciones que suelen acompañar las movilizaciones y protestas, como en la marcha de “Ni una menos” o los reclamos contra la ley de reforma previsional.
Continuidad y cambio El macrismo, decíamos, llegó al gobierno mediante elecciones limpias y una vez asumido el poder se mantiene, con las aclaraciones que ya formulamos, dentro de los límites, bastante amplios, del juego democrático y el Estado de derecho. Una enorme novedad histórica que la izquierda, por aquello de no hacerle el uego a quien tiene enfrente, se niega a reconocer. Pero el dato es relevante. Como señaló en su momento Torcuato Di Tella,[48] uno de los factores de la crónica inestabilidad institucional argentina radicaba en el hecho de que la derecha, tanto en su versión conservadora como en su versión liberal, optó históricamente por imponer sus intereses y sus valores –la orientación libremercadista de la economía, el sesgo antiindustrialista, el respeto irrestricto por la propiedad privada y el influjo de la Iglesia católica como orientadora moral de la nación– por caminos menos transparentes: el atajo del partido militar primero y la colonización ideológica de las fuerzas populares a partir de 1983 (Domingo Cavallo fue, con el peronismo menemista y el radicalismo delarruista, el virrey de esta conquista: realmente un caballo de Troya). Pero la noticia de una fuerza pro mercado y al mismo tiempo democrática no es la única novedad. Tanto en política social como en materia económica es posible encontrar diferencias entre las dos experiencias de reforma neoliberal anteriores, encarnadas por la dictadura y el menemismo, y el actual gobierno. En la conclusión analizo en detalle por qué creo que es correcto encuadrar al macrismo en el universo amplio de la derecha, pero ahora veamos los contrastes. Y recordemos una escena, el 19 de julio de 2015, cuando Horacio Rodríguez Larreta fue elegido jefe de Gobierno de la ciudad y Macri subió al escenario para
adelantar algunas pistas acerca de su inminente proyecto presidencial. Reviso en YouTube el video, que marca el momento más continuista del macrismo: después de contar que viene recorriendo el país (“una experiencia maravillosa, muy linda”), Macri, camisa celeste fuera del pantalón, María Eugenia Vidal parada a su lado, dice que la Asignación Universal “no es un regalo, es un derecho”, que bajo su gobierno Aerolíneas Argentinas “seguirá siendo estatal, pero bien administrada”, que “las jubilaciones seguirán en manos de la Anses, que no va a ser más una herramienta de política partidaria”, y que “YPF seguirá manejada por el Estado”, aunque añade: “la YPF que ellos privatizaron y que ahora confiscaron violando la Constitución nacional, la YPF va a liderar la soberanía energética que este gobierno perdió”. El segundo rasgo distintivo de la nueva derecha es entonces su política social, quizás el aspecto que marca una mayor distancia con el neoliberalismo de los noventa, cuyo ímpetu reformista se desplegó sin tener en cuenta los efectos desastrosos que producía, que sólo fueron atendidos de manera tardía, parcial y, por usar la expresión de moda en aquella época, focalizada. La explicación es simple: el contexto de crisis económica terminal que propició la llegada al poder de Menem le concedió un margen de maniobra amplio para llevar adelante su programa económico sin demasiadas contemplaciones, mientras que el escenario de normalidad –con tensiones y recesiva, pero normalidad al fin– que enfrentó Macri lo obligó a prometer primero y garantizar después la continuidad de las principales políticas sociales de la década anterior. Al igual que en la dimensión democrática, importa poco si el macrismo cree realmente en los derechos sociales o si, presionado por las circunstancias, se ha resignado a sostenerlos: lo central es que, al cierre de este libro, la Anses pagaba todos los meses 8,4 millones de jubilaciones; 5,1 millones de asignaciones familiares y 3 millones de AUH, a lo que habría que sumar los 120.000 cooperativistas del plan Argentina Trabaja. Aunque programas dispersos en diferentes ministerios fueron fusionados, desfinanciados y desmantelados, la mayor parte del entramado social construido por el kirchnerismo se mantiene en pie. Una vez más, nada es exactamente igual si se acerca el lente del análisis. Asumiendo una continuidad general, el macrismo le imprimió a la política social un sesgo propio, verificable en al menos tres aspectos. El primero es la decisión de mantener los planes anteriores sin agregar ni uno más: tan veloz y disruptivo en otros aspectos, en esta materia pareciera carecer de ideas. El segundo es el intento de optimizar los recursos mediante una gestión supuestamente más eficiente, casi una obsesión por corregir eventuales irregularidades o duplicaciones (un enfoque más inclusivo y progresista defendería una estrategia
más blanda a partir de la idea de que resulta menos grave incurrir en un doble gasto que excluir a alguien del beneficio). El tercer sesgo son los ensayos casi siempre fallidos de articulación entre la política social y la laboral a través, por ejemplo, de la transformación de los programas de transferencia de ingresos en subsidios al empleo, lo que suele derivar en una baja indirecta del salario o en el fraude laboral mediante el reemplazo de empleados antiguos por nuevos trabajadores subsidiados, más que en una ola de creación de puestos genuinos. Estos énfasis, detrás de los cuales no resulta difícil detectar la sospecha hacia todo aquel que percibe ingresos del Estado propia de la perspectiva neoliberal, resultan reveladores del enfoque social del macrismo, que, como señalamos en el capítulo 8, descansa básicamente en la idea de igualdad de oportunidades: en lugar de ampliar el abanico de derechos garantizados por el Estado, que es lo que con todos sus problemas, déficits y pendientes intentó hacer el kirchnerismo, se limita a sostener las políticas sociales estrictamente necesarias para evitar un estallido que amenace la paz social y la estabilidad política, mientras espera que el mercado haga el resto del trabajo. Por último, además de la cuestión democrática y la política social, también en materia económica es posible encontrar diferencias entre el gobierno actual y otras experiencias neoliberales. La gestión macroeconómica, por supuesto, adoptó un enfoque claramente ortodoxo, que incluye metas de inflación, apertura comercial, liberalización de los movimientos de capitales y desregulación. Sin embargo, el gobierno no dispuso un recorte del gasto público al estilo de los noventa, lanzó un importante plan de infraestructura en los meses previos a las elecciones de 2017 y fomentó el endeudamiento de las familias a través de una explosión de créditos subsidiados por la Anses para los sectores populares y de préstamos para vivienda ajustados por inflación para las clases medias; esto permitió sostener ciertos niveles de consumo pese al deterioro del mercado laboral y la reducción de los ingresos (lo que demuestra que, más allá de la ideología de los funcionarios, es la política la que conduce la economía y no al revés). A diferencia de lo que ocurría en los noventa, el macrismo no opera sobre la base de una concepción nítidamente antiestatal; por el contrario, su discurso desborda de alusiones a la necesidad de contar con un “Estado presente” y algunas de sus políticas públicas, continuación de otras anteriores, lo asumen de manera explícita, como el programa “El Estado en tu barrio”. El énfasis, más que en achicar el Estado, está puesto en la necesidad de modernizarlo, ajustarlo a los imperativos de la eficiencia, ponerlo al servicio de los individuos.[49] Si se mira bien, los indicadores del peso del Estado en la economía –gasto público, presión tributaria, dotación de empleados estatales– vienen reduciéndose, pero de
manera muy progresiva, lejos de los shocks noventistas. Esto se conjuga con la decisión de no reprivatizar las empresas estatizadas durante el kirchnerismo, que se mantuvieron bajo control público pero registraron cambios importantes, como se advierte en el caso de Aerolíneas, que condensa de manera muy gráfica este uego de contradicciones. El macrismo, en efecto, mantuvo su estatus de compañía estatal, logró un aumento del número de pasajeros transportados y descartó la propuesta ultraliberal de avanzar en una política de cielos abiertos y eliminar las bandas de precios, pero redujo los subsidios y tomó una serie de medidas de apertura con eje en el ingreso de las low cost que en un futuro podrían amenazar el rol de la aerolínea de bandera. Sin caer en la privatización, impulsó una desregulación del mercado aerocomercial. Reconocer estos contrastes no implica resignar la idea central: el macrismo podrá titubear, podrá ir y venir, dar rodeos y retroceder, pero no gobierna contra sus deseos. La evidencia de que, contra lo que postulan las críticas más arrebatadas, se mantiene dentro del cuadrante democrático, junto con el hecho de que su programa económico y, sobre todo, su política social exhiben diferencias respecto a experiencias similares del pasado, no deberían ocultar la realidad dura de una gestión que, lejos de cualquier invocación postideológica, se inscribe claramente en el universo de la derecha, argumento que desarrollo en la conclusión de este libro. [43] Horacio González, “¿Cómo discutir el macrismo? (Una polémica con Natanson)”, disponible en . [44] Horacio González, “Pretexto y excepción en el macrismo”, Página/12, 15 de septiembre de 2017. [45] Ricardo Forster, “El macrismo, entre la realidad y la fábula”, Página/12, 13 de septiembre de 2017. [46] Martín Granovsky, “¿Derecha democrática?”, Página/12, 18 de agosto de 2017. [47] Horacio González, “Pretexto y excepción”, ob. cit. [48] Antonio Camou, Mauricio Chama y María Cristina Tortti, “Sociología y política en la conformación de un itinerario intelectual. Entrevista a Torcuato S. Di Tella”, Cuestiones de Sociología, nº 5-6, 2009. [49] Martín Astarita y Sergio de Piero, “Cambiemos y una nueva forma de elitismo: el políticoempresarial”, en Daniel García Delgado y Agustina Gradin (comps.), El neoliberalismo tardío: teoría y praxis, Documento de trabajo nº 5, Flacso, 2017.
6. Un modelo para el macrismo O cómo el neoliberalismo cambia de piel para no conceder lo esencial
El presidente francés, Emmanuel Macron, es el espejo en el que la rama cool y liberal del macrismo prefiere mirarse.
Cuando denuncia a los fainéants (vagos, holgazanes) y “los que provocan caos”, son los pobres y los desempleados los que se sienten aludidos. Y cuando habla de las estaciones de metro “donde se cruzan la gente que tiene éxito y la que no es nada”, […] todo el mundo entiende que, a sus ojos, la gente que no tiene éxito no es nada. Emmanuel Carrère sobre Emmanuel Macron, Letras Libres n° 156, diciembre de 2017 Aunque inédito en la historia política argentina, el ascenso de una fuerza de derecha democrática registra antecedentes en otros países de la región. Retrocedamos por un momento al Chile de fines de los ochenta, cuando Augusto Pinochet, forzado por la creciente presión internacional, convocó a un plebiscito sobre su continuidad. En un clima denso e incierto, Sebastián Piñera, por ese entonces un joven empresario con cierta fama que había coqueteado con saltar a la política, sorprendió al anunciar públicamente que, en contra de la opinión de la totalidad de los representantes del poder económico, votaría por el No. Si bien la decisión le costó el distanciamiento de su círculo de amigos y familiares (su hermano, ministro de Trabajo de la dictadura, había impulsado la privatización de las jubilaciones), Piñera sostuvo su compromiso antipinochetista, participó del acto de cierre de campaña e incluso le brindó apoyo económico al comando del No. Más tarde, es cierto, desandaría parte de ese camino. Al año siguiente del plebiscito, tras comprobar que la Democracia Cristiana no le aseguraba un lugar expectante en las listas legislativas, Piñera asumió como jefe de campaña del candidato presidencial pinochetista y se postuló a –y fue elegido– senador. Después, convertido ya en la cara presentable de la derecha chilena, cuestionó públicamente la detención del dictador en Londres e incluso llegó a participar en un acto de repudio al juez Baltasar Garzón, que lo había encarcelado. Pero hay decisiones que son más potentes que cualquier reescritura posterior. Dos décadas
después de aquel plebiscito, durante la campaña de 2009, Piñera se convirtió en el primer candidato a presidente de derecha que votó en contra de la continuidad de la dictadura. Y fue elegido en buena medida por su perfil claramente conservador, por momentos reaccionario, pero democrático. Por eso su lejano apoyo al No es el mito fundante de la derecha democrática latinoamericana, la primera demostración de que las fuerzas neoliberales y conservadoras también pueden jugar el juego de las elecciones, los partidos y los candidatos. La nueva derecha surge en general en contextos de democracia. Salvo los casos de Piñera y del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) de Fernando Henrique Cardoso, que participó mano a mano con el Partido de los Trabajadores (PT) de las marchas contra la dictadura militar, sus organizaciones y dirigentes crecieron políticamente luego del fin de los ciclos autoritarios. La cuestión es decisiva: la mayoría de sus líderes son jóvenes y, así sea por una simple cuestión etaria, no tuvieron participación directa en los regímenes de facto. ¿Qué hubiera ocurrido si Mauricio Macri hubiera nacido treinta años antes? ¿Hubiera aceptado tomar el té con Onganía, reunirse con Suárez Mason, una invitación al palco oficial del Mundial 78? No lo sabemos, aunque sí sabemos que su padre expandió sus empresas al calor de la dictadura y que, al mismo tiempo, les salvó la vida a dos de sus empleados secuestrados por los militares, Carlos Grosso y Gregorio Chodos, lo cual no lo convierte en un héroe sino en un hombre con contradicciones (en fin, como todos).[50] Pero son anécdotas. Lo central es que diversas expresiones de la nueva derecha han optado por el camino democrático como forma de llegar al poder. Esto no implica, como señalamos, que los conglomerados empresariales de los cuales muchos de sus dirigentes son accionistas (incluidos Macri y Piñera) no se hayan beneficiado de las políticas de los regímenes autoritarios, ni que sus partidos aliados no sean herederos directos de los militares, como ocurre en la Argentina con los restos de la UCeDé que sobreviven en el macrismo, en Brasil con DEM (Demócratas), el partido de la derecha dura que es continuador de la Alianza Renovadora Nacional (Arena), la fuerza soporte de la dictadura, y como sucede en Chile con la Unión Demócrata Independiente (UDI), pinochetista confesa y socia de Piñera. Tampoco implica –y este punto es especialmente delicado– que dentro del amplio universo de la derecha no existan núcleos recalcitrantes dispuestos a recurrir a tácticas desestabilizadoras, como confirman los diferentes intentos de “golpe suave” registrados en América Latina en los últimos años. El tema es complejo, porque a menudo resulta difícil determinar la línea exacta que separa el ejercicio democrático de la oposición, que incluye por supuesto el derecho a manifestarse en las calles y la utilización de los mecanismos institucionales de
uicio político, y el simple golpe de Estado. La popularidad del éxito interpretativo de ese one hit wonder que es Carta Abierta, el famoso “clima destituyente”, radicaba justamente en que no hablaba de los militares o la CIA, sino de un vaporoso clima, que no era exactamente golpista sino sutilmente destituyente. Un golpe sin sujeto, según la definición de Horacio González.[51] Pero ¿un golpe sin sujeto es verdaderamente un golpe? Ocurre que entre la oposición democrática y el golpe no hay una zona desmilitarizada iluminada por reflectores y separada por alambre de púa sino un continuo, con actores que a menudo eligen uno u otro método según el momento y la conveniencia, y por eso es necesario analizar en detalle cada contexto. ¿Qué factores convierten al juicio político en un acto institucional legítimo y cuáles no? ¿El impeachment a Fernando Collor de Mello, impulsado sobre todo por el PT, fue correcto? ¿Y el de Dilma Rousseff? La discusión no es sencilla y exige una mirada aguda, capaz de considerar con cuidado cada realidad: si en países como Bolivia, Ecuador y sobre todo Venezuela el carácter democrático de la oposición de derecha está en duda (en el caso venezolano también está en duda el carácter democrático del gobierno), y si en Brasil y Paraguay la oposición conservadora recurrió al Parlamento para desplazar a presidentes elegidos de manera democrática, los casos de la Argentina y Chile están felizmente al margen de estos vicios.
Espejito, espejito ¿Qué es esta nueva derecha? ¿Qué modelo la inspira más allá de su irrenunciable vocación pro mercado, su nueva cara social y su promesa de fe democrática? Consultados los dirigentes y funcionarios del macrismo, la respuesta oscila entre el desconcierto de quien nunca se ha detenido a pensar en el tema y el rechazo a verse identificado con las derechas conservadoras clásicas. Sin embargo, desde su galopante irrupción en la campaña presidencial de 2017 aparecen alusiones cada vez más frecuentes a Emmanuel Macron, el joven, audaz y en muchos aspectos inclasificable presidente francés, que logró, en un mismo movimiento inesperado, derrotar el neofascismo de Marine Le Pen, pulverizar al Partido Socialista y acorralar al gaullismo. –¿Qué representa Macron? –le pregunto a Ignacio Ramonet, decano
del periodismo de izquierda europeo y un observador agudo de la política francesa. –Es un nuevo centro –me responde en el patio adoquinado del edificio de ladrillo donde funciona la redacción de Le Monde diplomatique, en Place d’Italie, un barrio tranquilo del XIII distrito de París. –¿Qué sería eso? –Es alguien que tomó aspectos de la izquierda liberal, aquellos relacionados con la multiculturalidad, el respeto a los minorías sexuales, el cosmopolitismo, pero que tiene un programa económico claramente neoliberal, sostenido en el poder de las finanzas, de donde viene Macron, que incluye la reforma laboral, la desregulación y el achique del Estado. Al día siguiente, mientras almorzábamos en un restaurante de comida manchú a unas cuadras de allí, Bernard Cassen, amigo de Ramonet, fundador de la ATTAC (Asociación por la Tasación de las Transacciones financieras y por la Acción Ciudadana) y profesor en la Universidad de París 8, completa la idea: Macron, efectivamente, tomó la derecha de la izquierda y la izquierda de la derecha, y con eso hizo un batido que expresa lo que en los Estados Unidos se definiría como posiciones “liberals” en una serie de cuestiones que tienen que ver con los valores, la vida familiar, la cultura. No es un fascista ni un conservador en ese sentido. Pero tiene un programa económico neoliberal, que él define como modernizante, fascinado con las nuevas tecnologías, Silicon Valley, esas cosas. Es el neoliberalismo cambiando de piel, dispuesto a negociar todo para no conceder lo esencial, que es el plan económico. ¿Macronmacri? Demasiado. Aunque un sector del macrismo efectivamente comparte los valores liberales y cosmopolitas, otro sector cultiva una ideología más tradicional, católica, rancia y conservadora. Además, la biografía del presidente francés difiere de la del argentino: Macron trabajó en la banca Rothschild, es cierto, pero antes estudió filosofía, fue asistente de Paul Ricoeur, que le agradeció su colaboración en el prefacio de La memoria, la historia, el olvido, y fue ministro de Hacienda del gobierno socialista (el tibio y fracasado socialismo de François Hollande, pero socialismo al fin). Sin embargo, ciertos aspectos permiten no ya igualar a ambos líderes, dotados de una densidad
intelectual diferente y obligados a lidiar con realidades muy distintas, sino entender qué valora la rama cool del macrismo en Macron: un dirigente moderno, abierto, conectado y pragmático, que no cree en las viejas divisiones del siglo XX. Pero volvamos a América Latina. Nacida en contextos democráticos, la nueva derecha es una novedad en ascenso, que como parte de su nueva piel está dispuesta a adoptar conceptos y eslóganes propios de la izquierda. Es habitual, por ejemplo, que Macri recurra a la palabra “revolución”, quizá la más cargada, potente y densa de todas las palabras políticas, para hablar de cuestiones como la revolución de los valores, la revolución educativa, la revolución de la obra pública e incluso la revolución del… arándano (se abstiene sin embargo de mencionar la revolución cultural, tal vez sagazmente advertido por sus asesores ex comunistas). Un ejemplo caribeño refuerza esta idea: en la campaña presidencial de 2012, el candidato opositor venezolano Henrique Capriles no sólo prometió la constitucionalización de las misiones sociales creadas por Chávez, sino que solía vestir una campera con los colores bolivarianos y hasta bautizó “Simón Bolívar” a su comando electoral (el culto cívico a Bolívar es una marca cultural venezolana que por supuesto antecede a Chávez, pero su utilización políticoelectoral es sin duda un invento del chavismo). Al año siguiente, en la campaña en la que disputó la presidencia con Nicolás Maduro, Capriles centró su programa de gobierno en la propuesta de defender del autoritarismo chavista la Constitución… chavista. No es el único ejemplo. En 2015, la líder boliviana Soledad Chapetón se presentó como candidata por el partido de Samuel Doria Medina, poderoso empresario cementero y principal referente de la oposición a Evo Morales, y le arrebató al oficialismo la alcaldía de El Alto, ciudad en la que se inició la “guerra del gas” y que hasta ese momento había sido un feudo del Movimiento al Socialismo (MAS). Con una biografía al estilo Evo, de origen aymara, hija de un policía y una vendedora ambulante semianalfabeta, Chapetón es la expresión electoral de las nuevas clases medias indígenas que prosperaron al calor del crecimiento económico de los últimos años y la cara más notoria de lo que Pablo Stefanoni llama la “nueva derecha andina”.[52] Es curioso, pero el cambio de roles logra el efecto de confundir incluso a los líderes populares, como revela esta escena: el 29 de octubre de 2015, cuatro días después de la inesperada victoria de María Eugenia Vidal en las elecciones bonaerenses, una Cristina Kirchner desorientada aprovechó un acto en la Casa Rosada para felicitar a las mujeres que habían sido elegidas en diferentes provincias y se detuvo especialmente en la nueva estrella de Cambiemos, de la
que destacó su juventud. “No es de La Cámpora pero es muy joven, tiene 36 años”, dijo. Vidal es joven, es cierto, pero no tanto; tenía 40 años en aquel momenro, no 36. Sin embargo, el error es sintomático: si la repolitización de la uventud era hasta el momento una marca que el kirchnerismo lucía con orgullo, el macrismo consiguió arrebatársela mediante la sencilla operación de coronar a la gobernadora bonaerense más joven de la historia. América Latina está cambiando. Luego de una década de dominio de la izquierda, la región se encuentra en un momento de transición, como confirma el triunfo de Macri en la Argentina, la reelección de Piñera en Chile, la derrota de Evo Morales en el plebiscito por un tercer mandato en Bolivia, la ajustada victoria del candidato de Rafael Correa en Ecuador y las encuestas que sugieren una posible caída del Frente Amplio en Uruguay. Quizá todavía sea prematuro hablar de un nuevo ciclo histórico, como fueron el neoliberalismo en los noventa y la izquierda en el siglo XXI, cuya consolidación dependerá de factores tan insondables como la performance de los nuevos gobiernos, el contexto internacional y los procesos electorales por venir, en particular el de Brasil. En una mirada general, sin embargo, parece evidente que América Latina se asoma a un tiempo en el que las fuerzas progresistas que durante diez y hasta quince años gobernaron la región enfrentan el desafío de una derecha dotada de una renovada potencia electoral, flexible a la hora de negociar aspectos no esenciales de su ideología y capaz de adoptar gestos y signos ajenos a su tradición, que luego reescribe a su manera, sin inhibiciones, con un desparpajo de café concert. [50] Gabriela Cerruti, “Macri y la dictadura”, Infobae, 30 de enero de 2017, disponible en . [51] Horacio González, “El golpismo sin sujeto”, Página/12, 9 de octubre de 2012. [52] Pablo Stefanoni, “La nueva derecha andina”, disponible en .
7. El edipo según Alejandro Rozitchner (o cómo matar al padre)
Alejandro Rozitchner, especialista en “filosofía positiva” y amigo personal de Macri, retratado por la revista Bacelona.
Aunque en general preferimos evitar los enfoques psicologistas, porque creemos que para entender la política conviene mirar primero cuestiones tales como el sistema productivo, las clases sociales, las configuraciones ideológicas, el precio de los commodities, la organización social o los modelos de desarrollo, la estructura psíquica de los dirigentes merece un mínimo de atención. Y en este sentido vale la pena preguntarse: ¿qué motivó a una persona como Macri, criado en los ambientes algodonados de San Isidro y con un destino prefijado de “empresario exitoso”, a pelear la presidencia de Boca primero, la Jefatura de Gobierno después y finalmente la Casa Rosada? Sus dos biografías, escritas desde posiciones ideológicas muy diferentes, coinciden en señalar a su padre, Franco, como la figura determinante de su vida, una sombra densa que, como la inolvidable idishe mame de Woody Allen en Historias de Nueva York , lo persigue cuestionándolo, nunca conforme.[53] Así lo resumió la revista Barcelona: Exclusivo: habla el anciano del momento. A solas con Franco Macri tras el escándalo por la condonación de la deuda millonaria del Correo Argentino: “Llevo cuarenta años haciendo meganegocios ultraturbios con el Estado y justo vienen a buscarme cuando gobierna este pelotudo. No sirve ni para encubrirme”. Mauricio Macri le contó a Gabriela Cerruti que desde que tenía 6 años Franco lo llevaba a las reuniones de directorio de la empresa, a veces en inglés, que duraban horas y en las que se aburría horrores: no entendía nada, no sabía qué hacía ahí. “Me ponía al frente de todo; de pronto, yo tenía 25 años y era el presidente de la constructora más importante del país. Y a los dos días estaba rodeado de tipos que mandaba él a ver cómo fracasaba”. Laura Di Marco cuenta que el día en que asumió la presidencia, cuando se asomó con Juliana, Antonia y
Gabriela Michetti al balcón de la Casa Rosada para saludar a un grupito de personas que se habían acercado a festejar la victoria, Macri descubrió a su padre mezclado entre la gente, y entonces le susurró a su vice: “Quizá finalmente esté orgulloso”. Dijo después Macri: “Lo que nos ha sucedido siempre está marcado por nuestros padres. Podría decirse que yo he luchado por tener mi propio espacio”. ¿La lucha contra el padre es el motor que lo mueve?, le pregunto a Alejandro Rozitchner. Filósofo dedicado a temas motivacionales, cultor de la “filosofía positiva” y especialista en lanzar frases livianas para horrorizar al progresismo, [54] Rozitchner comparte con el presidente el peso de una figura paterna poderosa, en este caso el enorme filósofo formado en Francia León Rozitchner, fundador de la revista Contorno y figura clave del pensamiento político de los años sesenta y setenta. “No sé si es la lucha contra el padre”, responde Rozitchner hijo en su despacho de la Casa Rosada, donde se desempeña como asesor de Macri, al que conoce desde hace años y del que es amigo personal. –Vos tuviste un padre fuerte, como Macri. ¿Qué lectura hacés de eso? –Lo pensé mucho. Lo he hablado con Mauricio. En los dos casos, padres fuertes que quisieron a sus hijos, que los ayudaron mucho, sobre todo en la medida en que creían que sus hijos iban a seguir su línea. Cosa que no hicimos y ellos no toleraron bien. –¿En tu caso tampoco? –No. Hasta el final nos quisimos mucho y yo lo quiero a mi papá, por supuesto. Pero él tenía una cosa un poco infantil, un poco precaria en cuanto al afecto… No es fácil ver crecer a los hijos más allá de uno, ir para otro lado. –¿Para crecer hay que matar simbólicamente al padre? –Sí, un poco sí, depende de hacia dónde vaya tu deseo. Simbólicamente, en el sentido de poner en cuestión su autoridad y, de alguna manera, desbancarlo, destruir un poco el amor que le tenés. –¿Es un tema de amor dejar caer esa guillotina? –Si lo querés tanto, tanto, tal vez te cuesta hacerle daño, ser distinto. Tal vez hay amores de un tipo, y amores que sólo admiran y son más chotos. Pero depende también de si el padre pide admiración o qué pide. Mi papá era muy yoico, le importaba mucho su imagen. –¿Y Franco Macri? –Franco tardó mucho. Recién ahora aceptó que Mauricio haga su camino.
–¿Coincidís entonces con que lo que mueve a Macri es su padre, como dicen sus biógrafas? –Entonces sería un padre-dependiente. Tal vez sea un poco elemental esa tesis, pero sí creo que logró probarle a Franco, que era todo guita y guita, que había algo más. –¿Qué más? –Bueno, el fútbol, la política, el país. Hay que aceptar, igual, que todo lo que uno dice en este sentido es medio una boludez. La entrevista con Rozitchner duró una hora. Antes de irme le cuento que cuando estaba preparando el reportaje encontré una entrevista que le había hecho a su padre en mayo de 2014, en un momento de fortaleza y expectativas del kirchnerismo. “Gracias, ¡qué graciosa la foto!”, me dice cuando le alcanzo la impresión del archivo de Página/12. –Estaba bastante K en esa época –le digo. –Me imagino. Mucho no me interesa, la verdad. –Pero leíste sus libros. –No mucho… – La cosa y la cruz… –¿Cómo le va a poner “La cosa y la cruz”? ¿Qué es “La cosa y la cruz”? ¡Qué nombre le puso al libro! [53] Gabriela Cerruti, El Pibe, ob. cit.; Laura Di Marco, Macri. Historia íntima y secreta de la élite argentina que llegó al poder, Buenos Aires, Sudamericana, 2017. [54] Su último libro es La evolución de la Argentina, Buenos Aires, Mardulce, 2017.
8. El asombroso caso de los herederos meritócratas El mito de la igualdad de oportunidades
¿Qué astucia de qué razón permitió que un grupo de dirigentes que estudiaron en universidades y colegios privados se ofrecieran convincentemente como los destinados a recrear la igualdad de oportunidades?
No he sabido todavía transmitirles a muchos argentinos la necesidad de este cambio cultural que significa un compromiso con el esfuerzo personal, la responsabilidad y la cultura del trabajo. Todavía hay muchos argentinos que siguen aferrados a sus comodidades, sus privilegios. Mauricio Macri, en diálogo con Laura Di Marco[55] La perspectiva de la igualdad de oportunidades es el gran argumento de justicia del macrismo y su principal inspirador a la hora de pensar la construcción política y justificar la gestión concreta del Estado. No es una pavada: con raíces profundas en la tradición liberal, se trata de un enfoque que propone generar las condiciones para que todos los ciudadanos puedan, con creatividad y esfuerzo, desarrollar plenamente sus capacidades a lo largo de su vida. A partir de la premisa de que las personas somos diversas y que no tiene sentido pretender que todas deseen, hagan –o, ya que estamos, ganen– lo mismo, esta perspectiva apunta a construir una única línea de largada, como la que contiene a los corredores de cien metros, las manos en tierra, la flexión elástica de las rodillas, antes de que el silbato dispare la competencia. Por eso el énfasis igualitarista está puesto en evitar las discriminaciones de cuna y remover los obstáculos que enturbian la carrera. El enfoque de la igualdad de oportunidades descansa en la idea de que la sociedad no está integrada por sectores, por colectivos –ni, mucho menos, por clases sociales– sino por individuos, que son los que se agregan voluntariamente en asociaciones más amplias pero fluidas y cambiantes, perspectiva que sintoniza con el ideal de un mundo de vecinos que está en la base del diseño electoral del macrismo. Serían, en efecto, estos vecinos-ciudadanos quienes compiten entre sí, en una disputa calibrada por una serie de dispositivos sociales e institucionales que la regulan y la hacen, en cierto modo, justa. ¿Justa? Sí, porque el éxito es consecuencia del esfuerzo y la creatividad personal, a lo sumo
familiar; entonces si alguien gana más es porque se esforzó más, invirtió más en sí mismo, fortaleció su capital humano. Desde la perspectiva liberal, la desigualdad es, por un lado, inevitable. Y, por otro, deseable: en la medida en que los seres humanos –considerados, insisto, individuos movidos por una racionalidad competitiva– se esfuerzan por superarse, o por superar al otro, la sociedad avanza, descubre la penicilina, inventa el Parlamento, crea nuevas apps para celulares; progresa. La búsqueda del propio interés es la mejor forma de contribuir al bienestar general. El egoísmo es casi un deber social. La metáfora más socorrida es la del fútbol. ¿Por qué los pobres son tan buenos ugadores como los ricos? Porque el fútbol, a diferencia del golf o, digamos, la motonáutica, no exige una inversión inicial: alcanza con algo de espacio y una pelota. Como está al alcance de cualquiera (mismas condiciones para todos) y se despliega en función de un reglamento que no distingue el origen social de los participantes (reglas claras), el fútbol iguala. Pero todo depende de cómo se mire: si la sociedad es, como sostiene el liberalismo, un simple agregado de personas, el enfoque funciona, y el Estado debe limitarse a construir la línea de arranque para luego dejar fluir la competencia. En cambio, si creemos que la sociedad está integrada por conglomerados más amplios, la unidad de análisis ya no es el jugador sino el equipo, que puede ser un sector social, un grupo discriminado o una clase, protagonista, por ejemplo, de proletarios versus burgueses, el clásico marxista de todos los tiempos. Pero decíamos que el macrismo ha hecho de la igualdad de oportunidades el gran justificador conceptual de su programa de gobierno. ¿En qué aspectos de su discurso o de la gestión concreta del Estado es posible detectar las marcas que remiten a esta perspectiva? En primer lugar, es un eje explícito de las disertaciones presidenciales, que como son breves en tiempo y módicas en ideas resalta como una mosca en un plato de leche. En su discurso de asunción, por ejemplo, el 10 de diciembre de 2015, Macri se refirió dos veces a la necesidad de “recrear la igualdad de oportunidades”. Lo repitió el 6 de mayo de 2016, cuando lanzó un plan de conectividad digital: “No puede haber igualdad de oportunidades si no se accede a Internet”. Pero quizá la expresión más elocuente de esta perspectiva sea el modo de construcción política elegido. Como señalamos en el segundo capítulo de este libro, el macrismo es un típico “partido de cuadros”, que no apunta a la organización de las masas sino al reclutamiento individual de personas calificadas, capaces de transformarse en candidatos y funcionarios. ¿Cuál es el método que ordena esta selección de uno en uno? Así como históricamente la izquierda concebía el progreso a partir de las construcciones colectivas y por lo
tanto iba allí (a las luchas estudiantiles y sociales, los movimientos de derechos humanos, las asambleas sindicales) a buscar sus líderes, la derecha apuesta a trayectorias individuales exitosas como el mejor antecedente para el salto a la función pública. Y como el éxito es algo opinable y no hay una única vara para medirlo, recurre a las tres formas más o menos precisas que existen para cuantificarlo bajo las exigentes condiciones del capitalismo globalizado: las victorias deportivas, el rating y el dinero. No es casual entonces que cada vez más dirigentes de orientación liberal o conservadora provengan del deporte (ya sea como jugadores o como gestores de clubes, a la manera de Silvio Berlusconi, Sebastián Piñera o el propio Macri), del showbiz (Miguel del Sel es un ejemplo particularmente vistoso pero no el único) y sobre todo del mundo de los negocios. En el caso de Macri, el hecho de que sea un heredero antes que un self made man le agrega complejidad al asunto: bien mirado, su ascenso se debe menos a sus dotes de emprendedor que a la decisión de romper el mandato familiar para disputar la presidencia de Boca, club al que según dicen convirtió efectivamente en una empresa exitosa. Ese es el verdadero mito fundante de su biografía, la alteración en la línea de tiempo familiar que luego le permitiría presentarse ante la sociedad como alguien capaz de valerse por sí mismo y seguir su propio camino, como alguien que dedicó parte de su vida adulta a librar una lucha a corazón abierto contra su padre. Pero volvamos al punto. La perspectiva de la igualdad de oportunidades funciona en buena medida porque conecta con tendencias que forman parte de nuestro sentido común, cuyo origen puede rastrearse en el costado meritocrático de la Argentina inmigrante. Aunque por supuesto la clásica boutade de Octavio Paz (“Los mexicanos descienden de los aztecas, los peruanos de los incas y los argentinos de los barcos”) no sea cierta, sí es verdad que entre fines del siglo XIX y principios del XX nuestro país incorporó una masa de extranjeros sólo comparable a la que por esos mismos años absorbían los Estados Unidos, lo que dejó una fuerte “marca de inmigración” en nuestra memoria colectiva. El resultado fue, por un lado, una nítida pulsión igualitarista originada en las ideas socialistas, comunistas y anarquistas importadas por los recién llegados y consolidadas en las instituciones de “ilustración obrera” (clubes de barrio, bibliotecas populares) creadas en aquellos años. Y, por otro, un deseo de movilidad social ascendente y una valoración del esfuerzo individual y el sacrificio familiar verificables en la ambición universitaria del argentinean dream y en el mito de “m’hijo el dotor”, una ética protestante de espíritu capitalista sobre la cual trabaja con astucia y efectividad la propaganda macrista.
Una gestión que desiguala El enfoque de la igualdad de oportunidades es también el argumento al que recurre el macrismo para justificar las principales decisiones desigualadoras de su gestión de gobierno. Esto se comprueba en primer lugar en el énfasis discursivo otorgado a la educación pública. Una vez más habrá que reconocer la habilidad macrista: ¿qué astucia de qué razón permitió que un grupo de dirigentes que estudiaron en universidades y colegios privados se ofrecieran convincentemente como los destinados a mejorar el sistema educativo del Estado? Al mismo tiempo, la idea de que la educación pública ha mejorado desde la asunción del nuevo gobierno es objetable. Según el presupuesto de 2017, los recursos del Ministerio de Educación y Deportes se incrementaron en términos reales un 13%. Pero esto se explica por la inclusión de tres rubros que antes figuraban bajo la órbita de otros organismos (el programa Conectar Igualdad en la Anses, el plan de construcción de escuelas en el Ministerio de Planificación, y el área de deportes, que antes dependía directamente de la Presidencia). Según el Observatorio Educativo de la Universidad Pedagógica (Unipe), si se excluyen estos rubros el presupuesto educativo 2017 fue similar al de 2016. Y si se consideran todos los gastos de educación y cultura, se verificó un retroceso.[56] Pero incluso si admitiéramos que el macrismo está apostando decididamente por la educación pública como la mejor herramienta para garantizar la igualdad de oportunidades, fortaleciéndola con más recursos, más escuelas y más docentes, el enfoque sigue siendo problemático. Aunque su contribución al desarrollo y la igualdad social es innegable, su fetichización es riesgosa: la escuela pública no puede ser concebida por fuera del entramado social, como si el guardapolvo blanco sarmientino hiciera desaparecer, por una simple operación de cobertura textil, un conjunto de diferencias sociales, discriminaciones e inequidades que duran toda la vida y cuya solución exige políticas que van más allá de la cuestión educativa. Una escena periodística resume esta cuestión. El 11 de septiembre de 2014, aprovechando la celebración del Día del Maestro, Clarín tituló: “En las primarias de la provincia no habrá más aplazos”. La noticia no era estrictamente cierta: la disposición de la gobernación cambiaba el método de evaluación y eliminaba los aplazos sólo para primer grado, a partir del consenso de la mayoría de los especialistas en el sentido de que un castigo de ese tipo en niños tan pequeños no produce ningún efecto pedagógico verificable. Pese a ello, el título generó un intenso debate. En una nota en La Nación, el
especialista Gustavo Iaies escribió: “Aprender es también aprender a caerse y a levantarse, y eso es muy satisfactorio, saber que uno puede traspasar los escollos, que alguien apostó y lo ayudó y que, finalmente, llegó”.[57] Como recordó Mario Wainfeld al día siguiente, Iaies no detallaba cuáles serían esos escollos ni a dónde habría que llegar ni quién prestaría la ayuda: simplemente supuso una línea de largada imaginaria a partir de la cual los chicos competirían sobre la base de un neutral sistema de “premios y castigos”, en dirección a una meta que, se deducía de sus palabras, es la misma para todos.[58] Representativa de un modo de pensar la educación, la afirmación de Iaies ignora la desigualdad social que está por debajo de la inequidad educativa, lo que Emilio Tenti Fanfani denomina las “condiciones sociales de distribución de la capacidad para aprender”:[59] el hecho de que los padres de los sectores más humildes cuentan con un capital cultural diferente al de los más privilegiados, con menos tiempo o menos posibilidades de sentarse con sus hijos a revisar la tarea, comprar los materiales adecuados, incluso acompañarlos todos los días a la escuela. Como sostiene el especialista Adrián Cannellotto, “esta perspectiva concibe a la escuela como un Deus ex machina de la escena social y la despotencia en términos políticos”.[60] Una escuela que es vista más allá de la sociedad en la que se inserta, flotando en el aire, lo que produce un riesgo concreto: que al concentrar exclusivamente en la educación pública la responsabilidad de garantizar las condiciones de la competencia social, se termine por generar una decepción que derive en respuestas radicales al estilo de las escuelas chárter, que ceden la gestión pedagógica a asociaciones civiles como paso a la privatización, o los supuestamente compensatorios sistemas de becas de los noventa, que se aplican, con pésimos resultados, en países como Chile y Perú. La segunda área que permite apreciar la perspectiva de igualdad de oportunidades como eje conceptual de la gestión macrista es la política social. Cumpliendo sus promesas de campaña, el gobierno mantuvo las jubilaciones, la Asignación Universal por Hijo y las cooperativas del programa Argentina Trabaja; amplió algunos planes, como la Asignación Social para los monotributistas, y recurrió a otros como herramienta de negociación política. La reforma previsional aprobada luego de su triunfo en los comicios legislativos de 2017 incluyó una modificación de la fórmula de ajuste automático de ubilaciones y prestaciones sociales que implica una pérdida concreta del poder adquisitivo. En suma, una continuación con matices –y a la baja– de las principales líneas de acción heredadas del kirchnerismo. En comparación con el gobierno anterior, que mal o bien sorprendía cada tantos meses con el anuncio de un nuevo esfuerzo social, el macrismo se limita a
administrar lo heredado, en línea con lo que Alejandro Grimson define como un “neoliberalismo posibilista”:[61] un programa económico ortodoxo que, escarmentado en la experiencia menemista y sin la crisis hiperinflacionaria como gran recurso disciplinador, está dispuesto a hacer las concesiones necesarias para asegurar la paz social y garantizar la estabilidad política, pero sin voluntad de ir más allá. En contraste con la estrategia kirchnerista de empujar la “línea de derechos” siempre unos metros adelante, la política social actual descansa ahora en la idea de “piso”, que no es otra cosa que la famosa línea de largada del liberalismo y que sintoniza con la iniciativa del “Piso de protección social” elaborada por un conjunto de organismos internacionales liderados por la Organización Internacional del Trabajo y la Organización Mundial de la Salud. El problema es que esta estrategia, quizás adecuada para atender situaciones dramáticas al estilo del África subsahariana o para contener momentos de crisis profunda tipo Argentina 2001, resulta insuficiente para enfrentar de manera global los déficits sociales de un país de desarrollo medio como el nuestro, donde, por ejemplo, los nudos del mercado laboral están en el empleo pero también en la informalidad y los bajos salarios, donde la cuestión de la vivienda tiene menos que ver con la construcción que con el acceso al suelo, y donde la pobreza y la indigencia se combinan con la desigualdad. La inconsistencia y la absoluta falta de imaginación del enfoque social del macrismo se verifican cristalinamente en el desatino de su gran promesa de campaña: pobreza cero. Aunque es posible apuntar al “hambre cero” –la consigna de Lula da Silva para las elecciones de 2002–, porque el hambre tiene un límite medido en tantas calorías por día por persona, resulta absurdo hablar de “pobreza cero”, porque la pobreza no es un todo sino el saldo de una relación: se es pobre en relación con un rico, y cuando se cubre una necesidad de inmediato aparece otra. En suma, la noción de “piso” como objetivo explícito de la política social es un avance respecto de la insensibilidad de los noventa, pero resulta insuficiente para atacar los problemas sociales de la Argentina de hoy. ¿Por qué la elige el gobierno, entonces? Básicamente, porque es barata: en contraste con estrategias redistributivas más ambiciosas, no exige erogaciones que requieran afectar la estructura tributaria ni disputar privilegios del poder económico y, por lo tanto, genera pocos conflictos. La lucha contra la pobreza, a diferencia de la búsqueda de la igualdad, es un objetivo consensual suscripto por toda la sociedad, por organizaciones conservadoras como la Iglesia y, si se atiende a su discurso, últimamente también por los empresarios. La igualdad de oportunidades es el envoltorio teórico que justifica este desplazamiento de objetivos.
Breve manifiesto contra la igualdad de oportunidades Aunque con una notable capacidad para disputar el sentido común de los argentinos, la perspectiva del macrismo no es la única. Frente al enfoque liberal de igualdad de oportunidades se recorta otra gran propuesta de justicia: el programa socialista, socialdemócrata o populista de igualdad de resultados.[62] ¿Qué es la igualdad de resultados? En contraste con la igualdad de oportunidades, esta concepción sostiene que la desigualdad no es un dato inconmovible de la naturaleza sino una construcción social reformable. Y por eso, en lugar de enfatizar las posibilidades de circulación entre una posición social y otra, procura corregir la estructura social acortando la distancia que las separa: más que apuntar a que los hijos de los inmigrantes lleguen a ser, pongamos, abogados exitosos, el objetivo es que la brecha que aleja al obrero del abogado se achique. La diferencia es clara. Si la concepción liberal de igualdad de oportunidades considera que las sociedades progresan por vía meritocrática (competencia asegurada por el mercado), la perspectiva de la igualdad de resultados cree que lo hacen a través de la construcción colectiva de bienes públicos (solidaridad garantizada por el Estado); si el liberalismo define a los individuos en función de lo que los distingue (su identidad), la igualdad de resultados los concibe por lo que tienen en común (su lugar en la estructura social, su posición de clase). Por eso en la cosmovisión liberal no hay lugar para las clases sociales, a las que se considera equivalentes a la belleza de Moria Casán, el encanto paisajístico de Mar del Plata o la resistencia peronista: mitos del siglo XX. Por supuesto, las perspectivas son complementarias: salvo los liberales utópicos a lo Milton Friedman y unos pocos comunistas remanentes, todos coinciden en que el modelo ideal combina una sociedad relativamente igualitaria (que asegure la paz social) y relativamente meritocrática (que asegure el progreso). La cuestión es cómo, y en qué proporciones. El dilema es crucial. Lejos de constituir un debate abstracto de filosofía política, se trata de un punto de partida para medidas concretas. Bajo el enfoque de igualdad de oportunidades, el Estado debe limitarse a construir, mediante programas sociales y educación pública, un piso para que los individuos puedan competir, y después debe asegurar que esas energías individuales se desplieguen libremente, para lo cual resulta imprescindible garantizar la propiedad privada, que es el premio que organiza la disputa y que por lo tanto es intocable. En cambio, la igualdad de resultados apuesta a un sistema de seguridad social
poderoso, la acción del Estado como distribuidor del ingreso y, sobre todo, una estructura impositiva progresiva. La evidencia indica que los países que apuestan a modelos de desarrollo basados en la igualdad de resultados son más justos que aquellos que eligen la igualdad de oportunidades: Estados Unidos es más desigual que Alemania (Gini de 0,469 contra 0,283), del mismo modo que Gran Bretaña (0,328) es más desigual que Francia (0,305), mientras que en América Latina el liberalismo chileno (Gini de 0,521) generó una sociedad más inequitativa que el cuasi socialismo uruguayo (0,403) (nótese que se trata en todos los casos de países que, con sus más y sus menos, funcionan, lo que demuestra que ambas concepciones pueden resultar en cierto modo positivas).[63] Es lógico. Como vimos, el enfoque de igualdad de resultados procura mejorar la distribución general de las posiciones en la estructura social (aplanar la pirámide) más que facilitar los ascensos personales. Y como la reforma social no se logra de manera individual sino grupal, la consecuencia es que aquellas personas que se encuentran en un mismo lugar tienden a establecer relaciones solidarias entre sí, lo que resulta en la búsqueda de la transformación por vía de la acción colectiva. En cambio, la perspectiva de la igualdad de oportunidades empuja a los individuos no a cambiar la situación de un grupo o una clase social, ni mucho menos a modificar a la sociedad como un todo, sino sencillamente a mejorar su posición personal. Mientras que en el primer caso el resultado es la impugnación más o menos reformista, más o menos revolucionaria, del statu quo, en el segundo es una apuesta individual, como mucho familiar, a competir por una salida. Pero además la igualdad de resultados mejora también la igualdad de oportunidades. Siguiendo con la metáfora espacial, es evidente que si la distancia entre un lugar y otro en la escala social es chica entonces será más fácil recorrerla. El sociólogo François Dubet, uno de los grandes especialistas en el tema, lo resume de esta manera: Al revés de lo que dice la leyenda, hay más movilidad social en Francia que en los Estados Unidos. El llamado a la igualdad de oportunidades no dice nada de las distancias que separan las condiciones sociales, y estas pueden ser tan grandes que los individuos no lleguen a atravesarlas nunca, con excepción de algunos héroes de los cuales uno se pregunta si no serán el árbol de la fluidez que no deja ver el bosque de la inmovilidad, o sea, héroes de pura propaganda.[64]
Sin embargo, la idea de igualdad de oportunidades goza de un prestigio casi universal, reflejado entre otras cosas en la distinción winners/losers típica de la cultura global contemporánea. En Jerry Maguire, la gran película de Cameron Crowe, el más winner entre los winners (Tom Cruise, el actor más taquillero de Hollywood) interpreta a un mánager deportivo cancherísimo y en la cumbre de su carrera que un día, como resultado de una reflexión individual de carácter ético, decide voluntariamente convertirse en loser: lo echan del trabajo, sus antiguos clientes lo abandonan y su ambiciosa novia lo noquea de una piña. Por supuesto, se repone y al final, con la ayuda de su bella secretaria (Renée Zellweger), recupera el éxito, aunque por una vía menos competitiva y deshumanizada. ¿El macrismo es como Jerry Maguire? ¿Es la cara humana de una derecha exitosa? ¿Una “derecha con corazón”?, como dijo alguna vez Hernán Iglesias Illa.[65] Eso quisiera. Por lo pronto, buena parte de la cúpula macrista, comenzando por el propio presidente, difícilmente se ajuste al arquetipo del hombre que se hizo a sí mismo, lo que no le ha impedido apelar a los valores del éxito en base al esfuerzo individual y la cultura del trabajo, arraigados en el lado más meritocrático del sentido común argentino. La perspectiva liberal de la igualdad de oportunidades es el argumento al que recurre el gobierno para defender una serie de políticas públicas que –como analizo en la conclusión de este libro– tienen un claro efecto regresivo. Y es también el enfoque que explica su forma de construcción política y su manera de comunicarse con la sociedad. “Te hablo a vos, que querés estar cada día un poco mejor”, decía en la campaña María Eugenia Vidal, invitando al ciudadano-vecino a perseguir el progreso mediante una estudiada utilización de la segunda persona… del singular. [55] Macri, ob. cit. [56] “La educación en el Presupuesto 2017”, disponible en . [57] Gustavo Iaies, “Aprender también es caerse y levantarse”, La Nación, 12 de septiembre de 2014. [58] Mario Wainfeld, “Aplazos para todos y todas”, Página/12, 14 de septiembre de 2014. [59] Emilio Tenti Fanfani, La escuela y la cuestión social. Ensayos de sociología de la educación, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007. [60] Edición especial Le Monde diplomatique/Unipe, 2015, disponible en . [61] “El macrismo es un neoliberalismo posibilista porque avanza y retrocede”, entrevista del 18 de julio de 2016, publicada en . [62] Para un análisis del tema, véanse los libros de François Dubet, sobre todo ¿Por qué preferimos la desigualdad? (aunque digamos lo contrario), Buenos Aires, Siglo XXI, 2016. [63] Datos del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). [64] Dubet, ob. cit. [65] Citado por Carlos Pagni en la entrevista publicada en , 3 de julio de 2016.
9. El círculo rojo según Marcos Peña (o por qué no hay que prestar atención a las minorías politizadas)
Marcos Peña en un encuentro para afinar la comunicación del gobierno: el jefe de Gabinete es el artífice, junto con su maestro Durán Barba, del macrismo tal como lo conocemos.
La cena la propuso Marcos Peña cuando se enteró por Carlos Díaz, director editorial de Siglo XXI, de que tres autores del sello estaban investigando y escribiendo sobre el macrismo y que, aunque tenían puntos de vista distintos, compartían la importancia de no subestimar la construcción política del gobierno. Como Carlos lo conoce por cuestiones familiares, organizó un encuentro al que el jefe de Gabinete asistió sin mayores protocolos, aun sabiendo que se enfrentaría con visiones muy críticas. Acompañado por el ministro de Cultura, Pablo Avelluto, y el secretario de Medios, Jorge Greco, Peña escuchó cuestionamientos, respondió preguntas y argumentó sin parar durante casi cuatro horas, mientras picábamos tortilla de papas, buñuelos de acelga y jamón crudo. No voy a citar palabras textuales, porque la idea de la cena era charlar off the record, pero sí puedo transmitir algunas impresiones. Politólogo sub-40 recibido en la Universidad Di Tella, Peña es un dirigente formado, no parece cínico y es posible que crea muchas de las cosas que dice. Es, casi por obligación, optimista. Habla tranquilo, no parece tener miedo a abordar todos los temas, discute. Por momentos, de tan argumentativo resulta granítico. “Es como pelotear contra una pared, siempre te la devuelve”, lo definió después uno de los asistentes a la cena. Es moderno en el sentido de que es democrático, habla de las instituciones, reconoce la importancia del rol del Estado, la obra pública, los planes sociales. A veces sanatea, sobre todo cuando tiende a exagerar la situación que heredó el gobierno para justificar ciertas políticas. ¿Es de derecha? Sí, en el sentido de que en su concepción de la política la acción colectiva no ocupa ningún lugar (salvo el de entorpecer las cosas): reconoce su legitimidad, porque no le queda otra, pero no deja de cuestionar a sindicatos, huelgas, piquetes, tomas de colegios, marchas, organismos de derechos humanos. Desde su perspectiva, el origen de los problemas políticos no radica en los conflictos de intereses, los valores enfrentados o la lucha de clases, sino en “nudos mafiosos”, que alcanza con desatar para que las cosas vuelvan a funcionar según una normalidad que no cuestiona. No menciona al poder
económico, el lobby empresario o los grandes medios; hace como si no existieran, quizá porque buena parte de la gestión macrista está alineada automáticamente con esos intereses, que se naturalizan. La tesis de Peña, el argumento que organiza buena parte de su pensamiento y que defiende a muerte, es que la sociedad cambió y la política también, pero que la élite, a la que llama “el círculo rojo”, se sigue moviendo de acuerdo con una serie de coordenadas que hace tiempo perdieron valor. Dirigentes, periodistas, empresarios, sindicalistas e intelectuales, es decir, todos aquellos que tienen alguna relación con el poder y los asuntos públicos, siguen mirando la política como hace veinte años: hablan, se preocupan y discuten cosas que a la mayoría de las personas sencillamente no le interesan. ¿Qué proporción de la sociedad representan los politizados? Para Peña, sólo el 10%. ¿Nada más? No importa, pueden ser el 20, pero hay que olvidarse de ellos porque ya tienen el voto definido. Salvo ese sector, el resto de la gente quiere vivir su vida: trabajar, disfrutar del ocio, hacer running, comer quinoa, mirar televisión. Por eso ya no es posible imponer ideas, argumentos y candidatos desde arriba, desde la política o los medios; es el individuo duranbarbiano quien decide a quién escuchar, cuándo y dónde. En el contexto de esta “política conducida por la demanda”, el gobierno, comenzando por el presidente, debe moderar sus intervenciones, expresarse en voz baja, comunicar a través de imágenes, vender sensaciones. Tiene, en suma, que hablar poco, y hablar de otras cosas: el posteo más exitoso de Macri en 2017 –dice Peña– fue el saludo a los campeones de la Copa Davis. Peña, que parece una de esas personas que nunca pierden la calma, no es necesariamente el organizador de la gestión cotidiana del gobierno, que descansa sobre todo en sus dos secretarios de Coordinación, Mario Quintana y Gustavo Lopetegui, pero sí su centro político, el responsable de implementar la estrategia general y quien ejerce el poder delegado por el presidente, un poco al estilo de Alberto Fernández durante los primeros años del kirchnerismo. Pero Peña es sobre todo la expresión de la principal innovación del estilo de gestión macrista, que es doble. Por un lado, el monitoreo obsesivo del humor de la sociedad a través de encuestas y estudios cualitativos, que en el gobierno traducen en la dichosa frase de “escuchar a la gente” y cuyo reflejo concreto son las idas y vueltas un poco desconcertantes que lo caracterizan. La segunda innovación, en buena medida consecuencia de la anterior, es la decisión de incorporar el área de comunicación política al centro del dispositivo de poder. Hay una obsesión por articular la comunicación oficial en un único mensaje coherente que incluya al Estado nacional pero también a los gobiernos de la ciudad y la provincia, los diputados y senadores, los intendentes y gobernadores,
para lo cual se crearon todo tipo de instancias de coordinación, desde grupos de whatsapp según niveles y jerarquías hasta encuentros presenciales en el Centro Cultural Kirchner (CCK). El cambio es fundamental y constituye una de las principales novedades del macrismo: si en el pasado el procedimiento habitual era que el presidente, junto con supongamos uno o dos ministros, tomara una decisión relevante y recién después convocara a los voceros y encargados de prensa para difundirla, el macrismo ubica la comunicación en el primer nivel del Gabinete: la comunicación no es una instancia posterior a una decisión política sino una dimensión que se integra, en la figura de Peña, a la mesa chica del Gabinete y que forma parte del propio proceso de toma de decisiones.
10. El neoliberal que todos llevamos dentro Emprendedorismo o autoexplotación
Titulares de la sección que el diario La Nación dedica al emprendedor, el héroe del capitalismo globalizado del siglo XXI.
Un verdadero meritócrata es aquel que sabe qué tiene que hacer y lo hace, sin chamuyos, porque sabe que, cuanto más trabaja, más suerte tiene. El meritócrata pertenece a una minoría que no para de avanzar y que nunca fue reconocida. Hasta ahora. De “Meritócratas”, aviso publicitario del Chevrolet Cruze De impecable vestido rosa, cinturón negro y tacos, el pelo recogido con una vincha, alta y delgadísima, lleva su smartphone en una mano y en la otra una cartera-sobre de charol oscuro de la que asoma una tablet de última generación: es, por supuesto, la Barbie emprendedora, presentada el 18 de febrero de 2014 por la compañía Mattel en la American International Toy Fair, donde Michelle Chidoni, vocera de la empresa, explicó que “los roles de Barbie son un reflejo de su tiempo” y que la nueva versión de la muñeca más famosa del mundo apunta a “motivar a las niñas a que sean lo que quieran ser”. Por eso la Barbie emprendedora cuenta con perfil propio en la red Linkedin y aparece siempre rodeada de sus CIO (Chief Inspirational Officer, “gerentes de inspiración”). La compañía aclara que, aunque es cierto que la Barbie emprendedora “tiene ganas de trabajar todo el día y nunca se desprende de su teléfono, no se olvida de su habitual coquetería y su perfecto peinado”. Aunque para mi mirada de cuarentón ochentoso la Barbie emprendedora tire más a secretaria ejecutiva, la apuesta de la empresa Mattel, que invierte en cada nuevo modelo cientos de millones de dólares, funciona como ejemplo de la fascinación que genera en el mundo la figura del emprendedor, el sujeto social icónico del capitalismo posfordista, que además de esta versión ambiciosa de la muñeca de las piernas eternas cuenta con cursos universitarios, asociaciones de entrepreneurship, congresos y programas de televisión que premian las “mejores ideas”. Cada fase del capitalismo construye su arquetipo legitimante, que lo encarna y le provee el oxígeno imprescindible para seguir funcionando. En el siglo XX, en un contexto de keynesianismo económico, ampliación de los
derechos sociales y compromiso de clases, fue el empresario paternalista al estilo Henry Ford, que estableció la jornada de cuarenta horas semanales antes de su inclusión en la legislación laboral y concedió vacaciones pagas y salarios altos, bajo la revolucionaria idea de que los trabajadores pudieran comprar –en cuotas– los autos que ellos mismos fabricaban. Este modelo de patrón benévolo eclipsó al empresario explotador de los inicios de la Revolución Industrial a lo Josiah Bounderby, cruel personaje de Tiempos difíciles, y recién sería desbancado varias décadas después, en los ochenta, cuando el capitalismo de las chimeneas y las líneas de montaje fue mutando a un sistema cada vez más inmaterial y globalizado, hegemonizado por los servicios y sobre todo por las finanzas, que la literatura condensó en Sherman McCoy, el “Amo del universo” especializado en la especulación con bonos de La hoguera de las vanidades, y que encontró su deriva psicótica en el sadismo homicida de Patrick Bateman, el yuppie desaforado de Americam Psycho. El emprendedor es el héroe capitalista del siglo XXI. Nacido en un mundo post-Estado de bienestar y dotado de la agilidad necesaria para adaptarse a las condiciones despiadadamente cambiantes de la economía globalizada, no es un simple empresario sino un innovador que encuentra soluciones audaces a grandes problemas. En su formulación idealizada, el emprendedor no dispone de un gran capital ni necesita una organización de miles de personas: le alcanza con un garaje, un modesto préstamo inicial de sus escépticos padres y una serie de habilidades que, como señala el especialista Diego Pereyra,[66] están más relacionadas con la “inteligencia emocional” que con conocimientos duros de finanzas o administración: creatividad, flexibilidad y liderazgo, atributos plásticos que contrastan con la solidez de roca de la vieja economía industrial. Uno de los rasgos fundamentales del emprendedor, el que le permitió recargar de legitimidad al oxidado empresario capitalista, es su capacidad para conciliar sin desajustes aparentes una imagen aspiracional hecha de sueños y proyectos con la pura y dura búsqueda de plusvalía. El emprendedor, en efecto, actúa, en el imaginario dominante, guiado por un ideal más elevado que la simple persecución del lucro, aunque hasta donde sabemos ninguno ha renunciado a sus millones. A ello contribuye el hecho de que opera casi siempre en el sector de los servicios vinculados a la información y el conocimiento, donde la propiedad de los medios de producción resulta menos visible que en la industria (algoritmos en lugar de fábricas), y donde las tradicionales relaciones de explotación suelen quedar veladas bajo vínculos laborales más flexibles y diversos (teletrabajo, proveedores independientes, contratos por resultados, etc.). Como el emprendedor no es exactamente un empresario y como es verdad que suele portar un romanticismo innovador, la división capital/trabajo, que está en la base
de cualquier relación capitalista, queda disimulada bajo una superficie aterciopelada que acolchona los conflictos propios de la economía de mercado, comenzando por los sindicales, que suelen emerger cuando la empresa crece hasta tal punto que su gestión exige un enfoque más clásico: cuando el emprendedor, por así decirlo, se transforma en empresario. Sin proponérselo deliberadamente, casi como una inspiración natural, el macrismo ha encontrado en la figura del emprendedor uno de los protagonistas de su imaginario de progreso social, como evidencia la decisión de rebautizar la Secretaría de Pymes del Ministerio de Producción como “Secretaría de Pymes y Emprendedores”, el lanzamiento de diversos programas de “economía creativa” auspiciados por el Estado, la designación de Guillermo Fretes, ex CEO de Despegar.com, al frente de Educ.ar, y de Andy Freire, fundador de Officenet y presentado por la revista Apertura como “sinónimo de emprendedorismo”, como ministro de Modernización porteño (y luego como candidato a legislador – finalmente electo– por la ciudad de Buenos Aires). Macri eligió a los creadores de las principales empresas online argentinas (Globant, Mercado Libre, OLX y Despegar) para cerrar el Foro de Inversión y Negocios 2016, conocido como “mini Davos”; propuso en su plataforma de campaña convertir a la Argentina en “un país de 40 millones de emprendedores”, y dedicó parte de su discurso del Día de la Bandera de 2016 a caracterizar a Manuel Belgrano como un “emprendedor”,[67] lo cual equivaldría más o menos a definir a Perón por su capacidad de resiliencia. El reflejo institucional de este reconocimiento simbólico es la nueva Ley de Emprendedores, que simplifica las exigencias burocráticas para que los catorce trámites y los cuarenta y cinco días aproximados que llevaba abrir una nueva empresa se reduzcan a apenas veinticuatro horas, además de establecer incentivos impositivos (un descuento del 10% en el impuesto a las ganancias). Sugestivamente, el proyecto fue objetado por la Unión de Emprendedores Argentinos, cuyo vocero, Rodolfo Llanos, dijo que, al no contemplar a los monotributistas, la ley deja afuera a los verdaderos emprendedores y sólo sirve para que empresas más grandes evadan impuestos a través de la rápida creación de compañías ficticias.[68] Pero lo que nos interesa aquí no es tanto la gestión concreta de la energía emprendedora como lo que nos dice sobre el macrismo. Como ya señalamos, Macri ha elegido el discurso de la igualdad de oportunidades como el gran paraguas conceptual bajo el cual inscribir su programa de gobierno. Un enfoque típicamente liberal, que apuesta al progreso por la vía del esfuerzo individual más que a la construcción colectiva de bienes públicos y que, como analizamos en el próximo capítulo, sintoniza con la búsqueda personal que está en la base de
la espiritualidad new age que cultivan muchos funcionarios de Cambiemos. En este contexto, el emprendedorismo, surgido como corriente de la economía práctica y el management empresarial no por casualidad en el mismo lugar que el movimiento new age (la costa oeste de los Estados Unidos), puede ser visto como la cara más virtuosa de la igualdad de oportunidades, como la transformación de cierta filosofía política en biografías concretas de éxito. Entre las diferentes historias (los árboles de éxito que ocultan el bosque de desigualdad, como sostiene François Dubet),[69] las más famosas son por supuesto las de Mark Zuckerberg, el creador de Facebook, y Steve Jobs, fundador de Apple, caracterizados ambos por la fe casi suicida en el valor de sus ideas y por una dimensión carismática en el sentido estrictamente weberiano del término: la capacidad extracotidiana de lograr lo imposible, lo que nadie pensaba que podía hacerse. Los emprendedores pueden traicionar a sus amigos (las biografías de Zuckerberg y Jobs concuerdan en esto),[70] pueden ser desplazados de sus empresas y pueden incluso quebrar (momentáneamente). Lo que no pueden, en ninguna circunstancia, es fracasar: es su éxito, más que el valor de mercado de su innovación o su verdadera utilidad social, lo que los convierte en lo que son. ¿Puede la épica emprendedora prosperar en la Argentina? Aunque una primera mirada indicaría que se trata de una apuesta más apropiada para países anglosajones de tradición calvinista, lo cierto es que, por su historia inmigrante, sus altos estándares educativos y la presencia de una amplia clase media, la Argentina reúne condiciones ideales para que florezcan las virtudes emprendedoras, alimentadas también por los altibajos cardíacos de nuestra historia económica: la sucesión de hiperinflaciones, crisis de deuda y devaluaciones dificulta la planificación y las políticas de largo plazo, pero también, como demuestra la explosión de creatividad desplegada en momentos de tragedia, empuja a las personas a aguzar el ingenio para sobrevivir. No hace falta caer en un “nacionalismo del talento” al estilo de los documentales sepia de Pino Solanas para comprobar que las principales puntocom de América Latina fueron creadas por argentinos. Sin embargo, la apuesta al emprendedorismo tiene un límite. Por un lado, contra lo que plantean las historias centradas en las trayectorias individuales, la prosperidad emprendedora exige un papel activo del Estado. La especialista Sabrina Díaz Rato, de la fundación Puntogov, explica que el boom de Silicon Valley no sería posible sin una enérgica intervención pública, que va desde la protección estricta de la propiedad intelectual hasta la flexibilización focalizada de las leyes migratorias para permitir el ingreso por ejemplo de ingenieros, junto con el financiamiento directo a las industrias de base tecnológica. “El famoso
algoritmo de Google –recuerda– fue elaborado gracias a un proyecto financiado por un organismo estatal, la US National Science Foundation”.[71] Pero incluso si el Estado macrista lograra crear el ecosistema adecuado, el emprendedorismo se limitaría, en el mejor de los casos, sólo a un sector de la población, como sugiere un rápido repaso de algunos datos: la destrucción de empleo industrial verificada desde el inicio de la gestión macrista, calculada en unos 60 000 puestos de trabajo,[72] no se compensa con una explosión de nuevas empresas ultracompetitivas y globalizadas en el área del software, las finanzas y el diseño de punta, sino con más monotributistas y, sobre todo, monotributistas sociales (una categoría ultravulnerable de trabajadores independientes de ingresos bajos que el macrismo, con su habilidad de prestidigitador estadístico, comenzó a computar dentro de los índices de empleo).[73] En concreto: pretender que un joven del tercer cordón del Conurbano que acaba de perder su trabajo críe una vaca en el fondo de su casa, fabrique dulce de leche gourmet , lo envase con una etiqueta de diseño y lo exporte a Europa del Este, o que un campesino chaqueño que practica la agricultura de subsistencia deje el arado y se sumerja en su laptop para crear una puntocom resulta, por decirlo de algún modo, excesivamente idealista. Sucede que los genios innovadores requieren inicialmente talento, autoconfianza, un Estado que los ayude y… capital, como demuestran sin ir más lejos las experiencias de Zuckerberg y Jobs, que contaron con unos miles de dólares facilitados por sus familiares o amigos para iniciar sus proyectos, suma inalcanzable para la mayoría de los cuarenta millones de argentinos a los que Macri quiere convertir en emprendedores.
Neoliberalismo a nivel molecular Como las bicisendas, el voto electrónico o la “Ciudad verde”, la obsesión emprendedora debe ser tomada como algo más que la veleidad de un gobierno frívolamente fascinado con la costa oeste, no tanto por las posibilidades más bien remotas de que la iniciativa privada alcance a paliar los problemas estructurales del mercado laboral como por la evidencia de la popularidad de estas ideas y su arraigo en amplios sectores de la población. ¿Por qué una parte de la sociedad, incluso aquella que nunca logrará fundar una empresa exitosa, se siente atraída por el discurso emprendedor? En su formulación más corriente, el neoliberalismo suele ser entendido como
un programa de reforma económica que incluye un conjunto más o menos definido de políticas de apertura, desregulación y privatizaciones, un programa que comenzó a gestarse en los Estados Unidos y Gran Bretaña a partir de los ochenta y que luego, alentado por los centros del poder mundial y los organismos internacionales, se impuso de manera más o menos agresiva en América Latina. Como en todos los países de la región salvo quizás en Chile, sus resultados económicos y sociales fueron entre malos y malísimos, el neoliberalismo fue perdiendo legitimidad hasta convertirse casi en un insulto, y hoy resulta imposible encontrar un político que lo defienda. Hasta aquí lo ya sabido. Sin embargo, como revela una serie de estudios elaborados antes –en algunos casos, bastante antes– de la llegada de Macri al poder, el neoliberalismo sobrevive. De acuerdo con las investigaciones de la socióloga Verónica Gago,[74] el neoliberalismo no consiste sólo en una serie de macropolíticas implantadas desde arriba sino también en una racionalidad que orienta a las personas y los grupos sociales, casi un modo de vida. Concebido a este nivel molecular, el neoliberalismo supone una aspiración al progreso mediante la autogestión individual que encierra una idea de responsabilidad sobre sí mismo, de “asumir las riendas de la propia vida”, invertir en uno mismo para no depender de nadie; un “neoliberalismo social” que se inscribe en la perspectiva meritocrática de igualdad de oportunidades analizada en el capítulo 8 y que opera como una reedición en tiempos actuales de lo que ya señalamos como uno de los grandes mitos de la Argentina moderna: aquel que refiere al inmigrante que llegó con una mano atrás y otra adelante y gracias a su creatividad y esfuerzo logró prosperar hasta empujar a sus hijos por la escalera que los depositó, sólo una generación después, en el living alfombrado de la clase media. Por supuesto, el reverso de esta invocación individualista de progreso es una mirada muy crítica sobre aquellos que no se esfuerzan, que apuestan a la comodidad de un puesto en el sector público o se abandonan al cuidado del Estado, que les provee –gratis– educación, salud y planes sociales, lo que a su vez conecta con una noción de “cultura del trabajo” asociada exclusivamente a productividad. Diversas declinaciones de este relato se escuchan rutinariamente contra los “planeros” que cobran la Asignación Universal, los millennials que no buscan trabajo y los maestros que baten récords de ausentismo, y que el propio Macri, insensible a las contradicciones de su biografía, contribuyó a popularizar con sus críticas a la “viveza criolla” y “los atajos”.[75] Pero lo central es que, a diferencia de lo que ocurre con su formato macroeconómico clásico, este neoliberalismo desde abajo suele ser reflejado positivamente por los medios de comunicación y aplaudido por la sociedad,
como demuestran las recurrentes noticias acerca de iniciativas exitosas que surgieron de la nada, en particular si se originan en los sectores más desfavorecidos. Obligado a lidiar con el mundo de la innovación popular, el macrismo intenta ponerle un límite, contenerlo, insertarlo dentro del orden capitalista de las reglas y los contratos. Por ejemplo, busca convertir a los restaurantes de comida latinoamericana que se multiplican en el ingreso de la Villa 31 –y que son visitados por camioneros, choferes de ómnibus y pasajeros que utilizan la Terminal de Retiro– en un “polo gastronómico” al estilo Puerto Madero. Inaugura, con el eslogan “Lo auténtico no necesita etiqueta”, la nueva Feria de Once, con trescientos cincuenta puestos perfectamente ordenados, a metros de la estación. Y sobre todo, despliega a través de la Anses una amplia política de créditos para los sectores populares (que se están endeudando a un ritmo peligrosísimo). Mientras tanto, por supuesto, reprime a los manteros para que puedan trabajar “los comerciantes que pagan sus impuestos” o desaloja al sector informal de La Salada para hacerles lugar a los puesteros legales, ignorando el fondo de exclusión que explica la opción por la informalidad de estos extremos (la desesperación del margen del margen). Pero como al fin y al cabo estamos hablando de un menú de arroz chaufa por noventa pesos en la zona más cara de la ciudad o de una camisa Lacoste, indistinguible de la original, a mitad de precio, incluso el macrismo no tiene más remedio que rendirse ante la evidencia de que se encuentra frente a un conjunto de fenómenos que responden a la pura lógica del capitalismo y el método irreductible de su astucia infinita. Y así, más intuitiva que programáticamente, despliega una serie de políticas públicas un poco vergonzantes orientadas a encauzar una realidad que está lejos de su mundo ideal de emprendedores de clase media, y que a la vez contrastan con la perspectiva kirchnerista de fomentar el cooperativismo y la construcción de conciencia popular que –se supone– lo acompaña. Pero son políticas que existen y que, con toda lógica, son valoradas por sus destinatarios: esto confirma la articulación entre neoliberalismo y subjetividad popular que persiste en importantes sectores de la sociedad, y de paso subraya el rol centralísimo que sigue desempeñando la inmigración, que está en el origen de muchas de estas iniciativas, en la creación de nuevos horizontes socioeconómicos.
¡Es autoexplotación!
El sentido común neoliberal sobre el que descansa esta idea de “capitalismo popular” es un rasgo habitual en muchas sociedades latinoamericanas, especialmente presente en aquellos países con economías dinámicas pero excluyentes que funcionan como inspiración del modelo macrista, entre las que se destacan Chile, Colombia y, sobre todo, Perú. Prototipo exacerbado del “modelo del Pacífico”, Perú se ha ido afianzando como una economía abierta, desregulada y de alto crecimiento, pero primarizada y desigual, donde la informalidad laboral bate récords, y que efectivamente ha experimentado una explosión de emprendedorismo social a partir de las políticas de liberalización iniciadas por Fujimori, como refleja el best seller de Hernando de Soto, El otro sendero.[76] Titulado así en alusión a la guerrilla de Sendero Luminoso, que por esos años todavía libraba una guerra desigual contra el Estado, el ensayo se convirtió en un éxito mundial que incluso fue citado por Ronald Reagan en un discurso en las Naciones Unidas. Simple y directo como suelen ser estos textos de intervención pública, el libro considera a la economía popular una respuesta espontánea y creativa a las trabas legales y burocráticas (“la mala ley”) impuestas desde el Estado, cuya tarea debería consistir básicamente en hacerse a un lado para liberar la creatividad de la sociedad. De acuerdo con esta perspectiva, la respuesta a la informalidad es menos, y no más, Estado. Mario Vargas Llosa, entusiasta prologuista de aquel libro germinal y todavía hoy, inmune a la evidencia, el gran propagandista del neoliberalismo latinoamericano, reflejó este mundo sumergido en su novela El héroe discreto, [77] un cruce de historias entre las que sobresale la de Felícito Yanaqué, un cholo tenaz y trabajador, nacido en el seno de una familia pobrísima y convertido, gracias a su esfuerzo emprendedor, en un próspero empresario del transporte, y que funciona como el espejo virtuoso de Miki y Escobita, los herederos vagos y ambiciosos de un tradicional empresario limeño. Sin entrar en especulaciones acerca de quién sería qué personaje en la Argentina actual, digamos apenas que la novela de Vargas Llosa es, como el ensayo de De Soto, un reflejo del sentido común neoliberal que impera en importantes segmentos de las sociedades latinoamericanas. Pensar que el neoliberalismo no necesariamente terminó a fines de los noventa, cuando los presidentes que lo encarnaban fueron reemplazados por otros que se apuraron a proclamar su final casi diríamos por decreto, nos lleva a reconocer su persistencia social, el hecho de que disputa el terreno con otras racionalidades más solidarias y colectivas. Esto produce un desplazamiento del foco: según la perspectiva de este neoliberalismo desde abajo, la informalidad ya no es signo de desprotección, desafección de las autoridades públicas, deserción estatal –en fin,
subdesarrollo–, sino de innovación, creatividad, “energía antes reprimida”, del mismo modo que reinventarse no implica renunciar a una seguridad dificultosamente adquirida durante décadas de luchas populares, sino adaptarse con agilidad a las condiciones flexibles del mercado de trabajo, las finanzas y la globalización. ¿Cómo se explica esta sobrevida neoliberal? En su fase tardía y posfordista, el capitalismo disciplina menos por vía de la coerción que del convencimiento, mediante la apuesta a la realización personal, el “hago lo que me gusta”, lo que lleva naturalmente a internalizar los imperativos de optimización de uno mismo, la autocalificación permanente y la autosuperación, no sólo en el ámbito económico (la inclinación de la clase media por la actividad física puede verse como una búsqueda de salud y bienestar tanto como un mandato que a menudo se transforma en compulsión, sobre todo en los encalzados practicantes de spinning, los esforzados fanáticos del crossfit y la secta insondable de los runners). Bajo este nuevo paradigma, la subjetividad deja de ser un factor distorsionante, un problema que debe ser domesticado con el ojo atento del capataz o la represión policial, para convertirse en una dimensión central del capitalismo, casi un factor de producción más.[78] Por eso no es cierto que la condición de funcionamiento del modelo macrista sea la represión estatal, que se ha endurecido pero por otros motivos: su éxito depende menos de las balas de la policía que del hecho de que un sector importante de la sociedad ha hecho suya esta visión del progreso y de la vida. Esta “neoliberalización de la subjetividad” es resultado de la reconfiguración de los modos de producción del capitalismo actual, caracterizado no sólo por el incremento de la informalidad laboral sino también por el aumento de los trabajos a tiempo parcial, los contratos por objetivos y las estrategias de tercerización y descentralización de las grandes empresas, que ceden cada vez más segmentos de sus cadenas de producción (de diseño a limpieza, de seguridad a soporte informático) a firmas más pequeñas, consultoras y trabajadores autónomos. Esta desintegración vertical de los procesos de producción redunda en una creciente heterogeneización de la clase trabajadora. Por eso esta mutación de largo plazo –anterior, insisto, a la emergencia del macrismo– no debería ser vista como un simple reflejo del esfuerzo propagandístico de la derecha o la incidencia de los medios de comunicación, sino como la consecuencia de un cambio en la base material de la economía y en las relaciones de producción: en la Argentina, por ejemplo, unas 800 000 personas, según datos del Indec, realizan algún tipo de teletrabajo, lo que define un conjunto social muy diferente al de los trabajadores que se encuentran todos los días en la fábrica, cumplen el mismo horario y comparten el odio al mismo
patrón, definiendo a su vez una subjetividad nueva, que recién comenzamos a analizar: ¿hasta qué punto el tipo de empleo de este “trabajador aislado” dificulta la articulación colectiva, la sindicalización y la generación de instancias de resistencia? ¿En qué medida afecta los lazos de solidaridad y contribuye a internalizar los valores individualizantes del neoliberalismo?[79] Como sostiene el notable filósofo coreano Byung-Chul Han, el paso de la sociedad de la disciplina a la sociedad del control permite desplazar el foco de las condiciones objetivas (salario, horarios, etc.) a la subjetividad individual. La sanción ya no es la suspensión o el despido sino el fracaso, lo que encierra una dimensión de impotencia: en la medida en que el castigo se internaliza, ya no es posible trasladar el peso de la culpa a agentes externos (el supervisor, el jefe, la empresa, el sistema). Dice Byung-Chul Han: Al final, es el neoliberalismo, y no el comunismo, el que elimina la lucha de clases, aunque no como consecuencia de una victoria proletaria, sino por vía de la individuación de las responsabilidades. Quien fracasa en la sociedad neoliberal del rendimiento se hace a sí mismo responsable y se avergüenza, en lugar de poner en duda al sistema. Y concluye: En esto consiste la especial inteligencia del régimen neoliberal: no deja que surja resistencia alguna contra el sistema. En el régimen de explotación ajena era posible que los explotados se solidarizaran y juntos se alzaran contra el explotador. En el régimen de la autoexplotación uno dirige la agresión contra sí mismo. Esta autoagresividad no convierte al explotado en revolucionario, sino en depresivo.[80]
[66] Diego Pereyra, “Notas para una sociología de la cultura emprendedora”, en Simón González y Eduardo Matozo, Creatividad e innovación aplicadas al desarrollo emprendedor: experiencias de la Red Latinoamericana de Buenas Prácticas de Cooperación Universidad-Empresa, Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 2013. [67] “Macri: ‘Belgrano es una fuente de inspiración para este momento de cambio en Argentina’”, La Capital, Rosario, 20 de junio de 2017. [68] Rodolfo Llanos, “La ley de emprendedores pretende que los monotributistas dejen de serlo”,
disponible en . [69] Dubet, ob. cit. [70] La biopic más conocida de Zuckerberg es La red social (David Fincher, 2010); la de Jobs es Jobs (Joshua Michael Stern, 2013). [71] José Natanson, “Sobre los emprendedores”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, nº 202, abril de 2016. [72] Martín Rapetti y Magalí Brosio, “El empleo industrial”, Página/12, 10 de julio de 2017. [73] Véase “Más monotributistas y menos empleo privado en la era Macri”, 17 de julio de 2017, disponible en . [74] Verónica Gago, La razón neoliberal. Economías barrocas y pragmática popular, Buenos Aires, Tinta Limón, 2014. [75] “‘Hay que alejarse de la viveza criolla’, y otras frases de Mauricio Macri”, La Nación, 10 de enero de 2017. [76] Hernando de Soto, El otro sendero. La revolución informal, Lima, El Barranco, 1987. [77] Mario Vargas Llosa, El héroe discreto, Buenos Aires, Alfaguara, 2013. [78] José A. Zamora, “En cuerpo y alma. Subjetivación del trabajo y captura total del individuo”, Seminario de Investigación “Las víctimas como precio necesario: el trabajo como ámbito de victimización”, Madrid, Instituto de Filosofía CCHS/CSIC, 8 de febrero de 2013. [79] Helia Henríquez Riquelme, “El trabajo a domicilio: una transformación que requiere afinar el diagnóstico”, Cuaderno de Investigación, nº 26, Santiago de Chile, Dirección del Trabajo, 2005. [80] Byung-Chul Han, Psicopolítica, Barcelona, Herder, 2014.
11. Ciudad verde, espiritualidad new age y Mandela Posmaterialismo dialéctico para principiantes
¿Qué entusiasmó tanto a Macri, un heredero millonario que pasó su juventud en las fiestas de Punta del Este, de un líder negro que defendió la opción de la lucha armada, estuvo veintisiete años preso y se ubicó del lado comunista durante la Guerra Fría?
Es mágica. Vidal, María Eugenia Vidal, sos mágica, se lo dije ya, que es una mujer mágica. Hay poquísima gente mágica en el mundo, y ella es mágica. Es mágica porque tiene la pureza de ser tal cual es, es mágica porque no tiene un gramo de posibilidad de doble cara, es inteligentísima, tiene un coraje infernal, es inteligente, es soñadora, cree que todo se puede, es mágica. Chicos, cuidémosla muchísimo. Cris Morena, entrevistada en Intratables, 28 de noviembre de 2017 Dirigida desde hace décadas por el sociólogo estadounidense Ronald Inglehart, la Encuesta Mundial de Valores indaga las opiniones y los sentimientos de las personas mediante sondeos en cien países que representan al 80% de los habitantes del planeta.[81] Es, en palabras de su director, una foto de la cabeza y el corazón de la humanidad. Entre sus numerosos hallazgos, uno de los más interesantes es la relación entre la transformación económica y los cambios en la estructura de valores de la sociedad. Durante el siglo XX, los procesos de industrialización, urbanización, creación de una clase obrera, disminución de la tasa de natalidad y expansión de los sectores medios fueron generando profundas mutaciones en las sociedades, que se hicieron menos tradicionales y religiosas y más seculares y racionales. ¿Cómo lo comprueba Inglehart? Por cambios en los comportamientos (menos gente va a la iglesia, por ejemplo) y por las respuestas a preguntas como “¿Qué importancia tiene la opinión de sus padres a la hora de decidir su trabajo?”. Estas conclusiones refuerzan de algún modo las viejas teorías de la modernización, que postulan que el avance económico lleva a la construcción de democracias liberales, consideradas más consistentes con los nuevos valores racionales que los regímenes feudales o teocráticos. Aunque las críticas posteriores pusieron en duda esta relación mecánica entre modernización económica y democratización política, y aunque la emergencia de nuevas potencias como China e India sugiere una tendencia a la des-occidentalización
del progreso económico, lo cierto es que, a grandes rasgos, el vínculo parece comprobarse. La encuesta produjo un segundo hallazgo, tan contundente como el primero: las mismas sociedades que, en el paso de una economía agrícola a una industrial, adquirieron un conjunto de valores racional-seculares, están virando ahora, a partir del desplazamiento a la economía de servicios, hacia lo que Inglehart define como “valores posmateriales”. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, es decir, desde que los países centrales iniciaron un proceso de crecimiento económico y desarrollo del Estado de bienestar que les permitió garantizar un nivel de vida mínimo a todos sus habitantes, los clásicos valores materialistas asociados a la supervivencia –alimentación, vivienda y vestido, crecimiento económico, seguridad militar, orden– se han ido desdibujando. No es que ya no se consideren importantes, sino que se dan por sentados. En reemplazo, comenzaron a adquirir fuerza valores que Inglehart llama “posmateriales”, y que ya no giran alrededor de la supervivencia material sino de la autoexpresión, la satisfacción y la autonomía: algunos son más individuales, como la autorrealización personal, el derecho al reconocimiento de la identidad (sea esta de género, étnica, etc.) o la búsqueda de una mejor calidad de vida (el ejercicio, el movimiento slow food, el derecho al ocio, la meditación, el yoga), mientras que otros cruzan lo individual con lo colectivo, como los defensores del medio ambiente, los adoradores de mascotas que tratan a sus perros como huérfanos recién adoptados, los defensores de los derechos de los caballos (por sobre los derechos laborales de los cartoneros) y la aguerrida militancia vegana. Aunque algunos intelectuales comenzaron a cuestionar ese vínculo (Eduardo Gudynas, por ejemplo, llama la atención sobre la emergencia de movimientos ambientalistas, supuestamente asociados a valores posmateriales, en comunidades pobres del Tercer Mundo),[82] la encuesta es elocuente: una vez alcanzado cierto piso material, relacionado con cierto nivel de ingresos pero sobre todo con una sensación de seguridad en el presente y en especial como perspectiva futura, la estructura de valores cambia. Esta “revolución silenciosa”,[83] como la define Inglehart, se produce también en los países periféricos como la Argentina, aunque más segmentadamente. Por supuesto, una parte significativa de la sociedad sigue luchando por sobrevivir y no dispone de energía ni de tiempo para hacer compost con la basura que genera, suspender su actividad laboral para psicoanalizarse o evaluar el origen orgánico de los alimentos. Sin embargo, un sector de la población que goza de seguridad material ha ido adquiriendo una estructura de valores similar a la de sus “colegas sociales” del Primer Mundo. Ocurre que, así como se ha producido una “periferización” de los ex obreros industriales de los países desarrollados,
condenados al empleo precario y desesperados votantes de Donald Trump o Marine Le Pen,[84] también se ha registrado una primermundialización de los núcleos privilegiados de las clases medias de los países en desarrollo. Atento a estas tendencias, el macrismo emite señales destinadas a conectar con estos valores posmateriales, básicamente mediante dos apelaciones. Analizo rápidamente la primera, que es el discurso verde, y me detengo en la segunda, más nebulosa e insólita pero más sugerente: el tenue envoltorio de budismo new age que caracteriza el estilo de sus dirigentes. Veamos.
Verde (agua) El discurso ecológico es una marca macrista desde sus inicios en el gobierno porteño, reflejado en la consigna “Ciudad verde” y prolongado desde su llegada a la Casa Rosada con rutinarias referencias al cuidado del medio ambiente. Como en otros órdenes de la vida, la mirada oficial propone una respuesta básicamente individual: separar la basura, reciclar papel, usar ecobolsas, elegir la bicicleta antes que el auto… Una agregación de comportamientos personales que, sumados, conducirían a una mejora de la calidad ambiental. Este enfoque se completa con la pasión por los parques nacionales y las áreas protegidas, que el macrismo prometió incrementar en los próximos años. –¿Hay un macrismo ecológico? –le pregunto a Sergio Federovisky, biólogo y periodista especializado en temas ambientales, mientras tomamos café en un Starbucks de Palermo. –No. Yo creo que no. Hay algunas políticas sueltas y un énfasis en la conservación de claro estilo aristocrático. –¿Por qué aristocrático? –Porque tiene ese origen. La idea es que se delimita un territorio al que se separa del resto con la idea de conservarlo tal cual está, para protegerlo de manera paternalista. Y con el que se establece un vínculo contemplativo, de adoración paisajística. El caso típico es el del terrateniente que explota sin piedad miles de hectáreas pero reserva la parte de la cascada para el paseo dominical. Por supuesto, las relaciones de producción y explotación, el vínculo de la economía con
el ambiente, quedan completamente afuera de esta mirada. La políticas ambientales del macrismo –el impulso a los comportamientos individuales responsables y la conservación– reflejan el mix de liberalismo y conservadurismo de clase tradicional que está en el corazón de su identidad política. Y tienen en común, como señala Federovisky, el hecho obvio de que ignoran las relaciones de producción capitalistas, que son las que en definitiva determinan la calidad ambiental de nuestras vidas. El macrismo distribuye ecobolsas pero incumple la Ley de Basura Cero,[85] impulsa las energías renovables pero baja las retenciones a la minería, construye bicisendas pero alienta la sojización. Y sin embargo, logra transmitir la idea de que se ocupa del tema, la sensación de que –para usar sus propias palabras– lo tiene en agenda, al tiempo que apela a otros valores posmateriales relacionados con lo que podríamos definir como “vida sana” a través, por ejemplo, de la creación de una dirección nacional de movilidad en bicicleta y del sorprendente anuncio de que todos los lunes el restaurante de la Casa Rosada ofrecerá un menú exclusivamente vegano. “Es bueno para el planeta”, explicó, frente a las críticas del lobby ganadero, el secretario general de la Presidencia, Fernando de Andreis, en su muro de Facebook. –¿Hay una rama vegana del macrismo? –le pregunto a un funcionario de la Jefatura de Gabinete con rango de secretario de Estado. Me atiende en una oficina prestada en la Casa Rosada, que ha sido refuncionalizada al estilo gerencial-macrista: espacios abiertos y despojados, con salas y mesas de uso común que remiten a cierta horizontalidad y cuyo emblema es el edificio del gobierno porteño en Parque Patricios, donde las reuniones de Gabinete se pueden ver desde la calle.[86] Era lunes y había almorzado “una especie de cazuela de tofu”. –No creo. Alguien nos trajo la idea y nos gustó. –Pero es una pavada, ¿no? –Bueno, el desembarco en Normandía no es. –¿Y por qué lo hacen, entonces? ¿El voto vegano? –arriesgo. –No creo que alguien nos vote o nos deje de votar por esto. Formalmente te diría que es una forma de promover el consumo de frutas y vegetales, una señal a favor de la alimentación sana. Pero también es una forma de mostrar que estamos abiertos a probar cosas
nuevas, a aceptar las nuevas tendencias.
Zen Surgido al pie del Himalaya en el siglo V a. C. en torno a las enseñanzas del sabio Siddharta Gautama, el budismo está conformado por un conjunto de prácticas no teístas pertenecientes a la familia dhármica que, bajo el mandato del poderoso emperador Asóka Vardhana, se fueron expandiendo lentamente hasta convertirse en la filosofía oficial del Imperio Indio, desde donde lograrían difundirse por toda Asia y con el tiempo por el mundo occidental, con una poderosa penetración en las clases medias ilustradas de las grandes ciudades, como sintetiza la famosa pregunta-queja que el arzobispo de París, Jean-Marie Lustiger, le formuló al Dalai Lama en su encuentro de 2007: “¿Por qué nos roban tantas almas?”. La mutación del budismo hacia la versión occidentalizada que todos conocemos comenzó en los años sesenta. En aquel período de cambio, marcado por los movimientos de liberación del Tercer Mundo, el Mayo francés, el Concilio Vaticano II, la lucha por los derechos civiles y el pacifismo antiguerra de Vietnam, se fueron afianzando una serie de ideas que cuestionaban la organización jerarquizada del poder, las relaciones familiares y la disciplina. Una tendencia anti-statu quo de marcado sesgo generacional que se reflejó no sólo en los movimientos revolucionarios y el auge de la izquierda, sino también en un conjunto de prácticas más personales de transformación cotidiana, un cambio de subjetividad que impugnaba el estilo de vida de las primeras décadas de la posguerra, caracterizado por las jerarquías, la sociedad de consumo y, sobre todo en Europa, por el recuerdo de la tragedia bélica. Desde la costa oeste de los Estados Unidos, cuna del movimiento hippie y de la renovación psicodélica del rock, el budismo se fue expandiendo por el mundo como una contracultura flexible, espiritual y hedonista. En su reescritura new age, retratada con saña despiadada por Michel Houellebecq en Las partículas elementales, el budismo se convirtió en una práctica lo suficientemente amplia como para admitir a un católico o un ateo, a un empresario o un trabajador, a un oven o un viejo. Más cercano a una doctrina de filosofía práctica que a una religión, el budismo refuta la idea de un solo Dios y carece de un único texto sagrado. No postula la existencia de un creador del universo y, a diferencia de las tres religiones del
Libro, rechaza los dogmas. Es, en palabras de Pablo Semán,[87] el investigador que mejor entiende el tema, un “recurso espiritual ampliado”, integrado por representaciones, tips y estilos de vida: el lenguaje de la energía y los flujos, la filosofía positiva, el vegetarianismo, el crecimiento personal, las nuevas terapias alternativas centradas en el cuerpo y la experiencia como camino al bienestar holístico. Estructurado en torno a una red informal de “activismo espiritual” que incluye cursos, centros de meditación, retiros, revistas y gurúes, con ramificaciones que van del sexo tántrico a las novelas de Paulo Coelho y de ahí a los libros de Ari Paluch, el budismo new age llegó hace ya varias décadas a la Argentina, donde logró sintonizar con la sensibilidad de una parte importante de la clase media postsetentista, como confirma el éxito reciente de la fundación El Arte de Vivir y la masiva visita de Sri Sri Ravi Shankar a Buenos Aires, visita auspiciada por Macri, que en el acto inaugural se mostró partidario de una “política con espiritualidad” y declaró a la ciudad “capital mundial del amor”.[88] ¿Qué une al budismo con el macrismo? ¿Qué astucia de qué razón logró conectar a una doctrina india de veinticinco siglos con el partido de la nueva derecha argentina? Arriesguemos una hipótesis: como señalamos, en su versión new age el budismo aparece como una búsqueda individual de equilibrio, sabiduría y bienestar. A diferencia del catolicismo y sus cruzadas y del islam y sus guerras santas, no se propone moldear el mundo a su imagen y semejanza a través de la acción colectiva de sus fieles. De hecho, a su estado máximo, el nirvana –un despertar que permite experimentar la verdadera realidad del mundo– no se llega por medio de una construcción colectiva o una revelación divina sino a través de un descubrimiento personal y directo. Igual que los viajes de LSD, la budista es una búsqueda individual, lo que explica el nombre de la revista que popularizó el movimiento en la Argentina: Uno mismo. Por eso, aunque surgido efectivamente como parte de las inquietudes que motivaron las luchas antisistema de los años sesenta, el budismo new age se ha ido convirtiendo con el paso de las décadas en un signo de retorno a lo privado. Puede ser visto, en cierto modo, como una forma de reelaborar aquellos ideales pero en clave de búsqueda individual, como una expresión de la crisis de los proyectos colectivos y solidarios de aquellos años, como una consecuencia de la derrota cultural sesentista. Hay en este sentido un hilo rojo que va del Himalaya a la contracultura hippie, de ahí a las prácticas new age y de ellas a los manuales de autosuperación, éxito personal y negocios (y de ahí a la política). Quizás haya que buscar aquí los motivos del rechazo del papa Francisco –un líder global de ideas duras, que todavía cree en los grandes relatos– al gobierno macrista. En todo caso, la identificación entre esta cuasi filosofía de vida y el macrismo es
natural, espontánea: el budismo new age esconde un fondo de individualismo que sintoniza perfectamente con el discurso de progreso –en este caso espiritual– propio de la nueva derecha. Como recuerda Semán, en la visita de Ravi Shankar a Buenos Aires se presentaron públicamente casos de superación existencial (empresarios fundidos que se recuperaron y en el camino descubrieron un mundo, personas que trascendieron accidentes, dolientes sobrepuestos a su enfermedad), entre los cuales no había un solo militante social, sindical o político, nada que remitiera a alguna forma de organización colectiva. La lectura del libro favorito de Macri, La sonrisa de Mandela, ayuda a completar la idea. Escrito por John Carlin, corresponsal del diario británico The Independent en Sudáfrica, cuenta los años que van desde la liberación del formidable luchador anti-apartheid hasta su elección como presidente. Dediqué unos días a leer este retrato aplanado de Nelson Mandela, que fue el líder de la guerrilla de Umkhonto we Sizwe (La Lanza de la Nación), el brazo armado del Congreso Nacional Africano, pero que Carlin pinta como un político gandhiano que simplemente comprende, acepta y perdona. Por motivos misteriosos, Macri se entuasiasmó con el libro, que regalaba a sus ministros con la instrucción de que lo leyeran, e incluso recurrió a él para salir del paso cuando le preguntaron cómo enfrentaría la audiencia a solas con el papa Francisco. “Con la sonrisa de Mandela”, respondió el presidente ante la pregunta del periodista Román Lejtman en Roma.[89] ¿Qué entusiasmó tanto a Macri, un heredero millonario que pasó su juventud en las fiestas de Punta del Este y el holding familiar, de un líder negro que defendió la opción de la lucha armada, estuvo veintisiete años preso y se ubicó del lado comunista durante la Guerra Fría (cosa que el libro de Carlin por otra parte apenas menciona)? Quizá vio en la estrategia de Mandela luego de su liberación –consistente en buscar un acuerdo con los sectores blancos moderados, dejar de lado su antiguo programa de izquierda y renunciar a cualquier pretensión de justicia por los crímenes del apartheid – un ejemplo de las vagas nociones de diálogo y reconciliación que forman parte de su discurso de tonalidades new age. Aunque bizarra, la obsesión de Macri con el libro resulta reveladora de su forma de ver las cosas y del rol político que se autoadjudica. –¿Qué ve el macrismo en la filosofía new age? ¿Es una conexión frívola, estética, o hay algo más? –le pregunto al filósofo y ensayista Darío Sztajnszrajber en el bar del aeropuerto de Santiago del Estero, adonde viajamos para participar de la Feria del Libro provincial.
–Creo que lo que conecta las dos cosas es una valorización del pensamiento no lineal. –¿Qué sería eso? –Este tipo de prácticas de nueva espritualidad remiten al pensamiento oriental, que cuestiona el paradigma occidental de la linealidad. Y esto tiene mucho valor, garpa mucho en el mundo de la empresa, y es desde ahí que llega a la política. El mundo de la empresa, atosigado de tanto management , manejo de procesos, objetivos y resultados, encuentra que este tipo de pensamiento dislocante, no lineal, muchas veces es lo que genera lo nuevo. –Y eso tiene un valor… –Claro. Ser creativo genera valor, pero para eso hay que correrse de los lugares previsibles, animarse a ser imprevisible. Como dice el discurso del management empresarial, “salir de la zona de confort”. La zona de confort son los paradigmas tradicionales. Es un laburo casi existencial, correrse de los lugares clásicos y buscar lo nuevo, en una sociedad donde lo nuevo es un valor importante. Eso implica romper con las estructuras clásicas y los formatos con los que se piensan los negocios, y también la política. Y para eso, la no linealidad es un recurso importante. Concluyamos. Los valores posmateriales que permean a sectores de la clase media de las sociedades occidentales, aquellos que tienen su supervivencia garantizada y una seguridad que les permite reorientar sus sueños y sus angustias hacia nuevos temas, forman parte del heteróclito arsenal retórico del macrismo, que produce gestos y señales para sintonizar con ellos, como resume la siguiente anécdota de encuentro entre la política tradicional y los jóvenes representantes del PRO. Fue en marzo de 2015, dos semanas después de la convención en la que el radicalismo decidió sumarse a la alianza con el macrismo, cuando referentes de ambos partidos se reunieron para explorar la plataforma de la nueva coalición, que todavía no se llamaba Cambiemos.[90] El ejercicio era formal, pues el código electoral obliga a los partidos y los frentes a presentar un programa que luego nadie lee, pero permitió, en este primer acercamiento, dar cuenta de los valores de ambas fuerzas. Acordados los objetivos básicos de desarrollo económico y fortalecimiento de la democracia, los radicales, al fin y al cabo pertenecientes a una fuerza popular, sugirieron agregar las nociones de independencia de la justicia, calidad de la educación y solidaridad social. Como es gratis, todos estuvieron de acuerdo. Los
negociadores del PRO, por su parte, insistieron con una idea que, aunque tomada de la Constitución de los Estados Unidos, tiene ese brillo new age que a sus ojos los embellece: pidieron, y los radicales aceptaron, declarar que Cambiemos se propone impulsar la “felicidad personal” de los habitantes de la República Argentina. [81] Véase . [82] Eduardo Gudynas, Economía, ecología y ética del desarrollo sostenible, Montevideo, Coscorobas, 2004. [83] Ronald Inglehart, The Silent Revolution: Changing Values and Political Styles among Western Publics, Princeton, Princeton University Press, 1977. [84] Aníbal Pérez Liñán, “¿Podrá la democracia sobrevivir al siglo XXI?”, Nueva Sociedad, nº 271, enero-febrero de 2017. [85] Horacio Ríos, “Basura: problema que no se resuelve, doble problema”, disponible en . [86] Gabriel Vommaro, ob. cit. [87] Nicolás Viotti y Pablo Semán, “‘El paraíso está dentro de nosotros’. La espiritualidad de la Nueva Era, ayer y hoy”, Nueva Sociedad, nº 260, noviembre-diciembre de 2015. [88] “Macri presenta la ‘Capital Mundial del Amor’ con mineros chilenos y Ravi Shankar”, LPO, 30 de julio de 2012; disponible en . [89] Román Lejtman, “Francisco, Macri y la sonrisa de Mandela”, Infobae, 14 de octubre de 2016, disponible en . [90] La anécdota forma parte del libro Cambiamos de Hernán Iglesias Illa, ya citado.
Conclusión ¿Son o se hacen?
Los ganadores del modelo son los sectores dinámicos, competitivos a nivel global y superavitarios en divisas, pero que generan pocos empleos. Los perdedores son las ramas menos eficientes, que necesitan protección comercial y asistencia estatal para sobrevivir, pero socialmente inclusivas. (Foto: Sub.Coop.)
–Cuando converso con ustedes me queda una sensación rara, como si fueran, o parecieran, un poco naif. No termino de captar si son o se hacen –le digo a Alejandro Rozitchner–. La pregunta sería esa, entonces: ¿son o se hacen? –No sé bien qué decir, pero sí puedo decir que la simplicidad es para mí un avance total. Yo creo en la inocencia, creo en la frescura y la inocencia. Hay una cosa muy propia de la intelectualidad, del periodismo, de todo el que se pretende más perceptivo, de que no te tenés que dejar engañar, de que siempre hay otra cosa detrás, y creo que eso es una expresión de falta de capacidad, porque no podés ver la realidad y ver lo consistente donde lo consistente está. No creo que siempre haya que enredarla. Me gusta esa frase de Nietzsche que dice que enturbian las aguas para hacerlas parecer profundas. Las cosas de repente son sencillas. –¿No creés que la política lidia con cuestiones complicadas, conflictos de intereses, factores de poder, y por lo tanto exige miradas más complejas? –Sí, pero justamente por eso creo que la inocencia y la sencillez funcionan en esos temas. Me parece que muy claramente hay, por ejemplo, mafias que deben ser combatidas con total claridad. –¿Tan claro es? –Sí. Creo que es claro el camino evolutivo: que los policías corruptos estén presos, que se establezcan buenas prácticas en la policía. Así como me parece mejor que haya menos cocaína distribuyéndose o que la obra pública cueste menos o que haya menos pobreza. –Esas son formulaciones generales con las que nadie va a estar en desacuerdo. Cualquier ser humano racional va a coincidir. –Entonces el tema no pasa por lo que se dice, sino por lo que se hace, por la congruencia.
–Claro. Desde mi punto de vista ahí es cuando se pone más complejo. –Y yo creo que esa complejidad no quiere decir que no se pueda avanzar con claridades. No creo que la complejidad del tema inhabilite la inocencia. –Yo creo que sí. Esa sería mi tesis: la complejidad hace que las miradas simples no sean las más adecuadas, o que sirvan para encubrir otras cosas, pero no para resolver los problemas. –Yo creo que, paradójicamente, son mejores –concluye Rozitchner. ¿Son o se hacen? Como sostuve en la introducción y espero que haya quedado claro a esta altura, el objetivo de este libro es entender la eficacia política del macrismo, no justificarlo. El de Macri es un gobierno institucionalmente decisionista, que ha producido una serie de alteraciones alarmantes en el Estado de derecho y que está operando, con una clara pretensión refundacionista, un cambio social regresivo de consecuencias duraderas y profundas. En este capítulo final intento un breve repaso por algunos aspectos de su gestión con el objetivo de completar su caracterización como fenómeno político. Lo hago con los elementos disponibles a comienzos de 2018, y aclarando que se trata de un balance parcial y transitorio, que deberá completarse conforme vaya evolucionando el gobierno. Comenzando por la economía, señalemos que el plan de metas de inflación establecido por el Banco Central implica supeditar el resto de las variables, incluidos el crecimiento y el empleo, al control de los precios. Aunque la experiencia sugiere que la inflación es un fenómeno que tiene muchas causas, el resultado de este enfoque monetarista es inevitablemente recesivo: la economía cayó 2,3% en 2016 y se recuperó, como resultado del relajamiento electoral, apenas 2,5% en 2017. La inflación fue del 40% en 2016 y del 25% en 2017. En diciembre de ese año, frente a la evidente falta de avances, Macri aceptó modificar las metas inflacionarias, pero no alteró el enfoque ortodoxo: las altas tasas, sumadas a la decisión de anular las restricciones a los movimientos de capitales, liberar la compra de dólares y habilitar un generoso blanqueo, derivan en una financiarización de la economía que ahoga la producción y, como veremos más abajo, genera efectos sociales negativos. El otro aspecto importante del programa económico es la decisión de no recortar de manera drástica el gasto público, marcando en este punto una diferencia con los años noventa. La dotación de empleados estatales se mantiene estable (de hecho, en los niveles más altos de la administración aumentó)[91] y las empresas públicas, incluso las deficitarias, siguen bajo control del Estado. El
ajuste avanza pero de manera progresiva. El gobierno aplicó una serie de aumentos en las tarifas de los servicios públicos que no alcanzaron a compensar la reducción de impuestos a los exportadores agropecuarios, las mineras y los trabajadores mejor pagos (ganancias). En términos generales, la consecuencia es que el déficit fiscal se mantuvo en 2016 en niveles cercanos a los del último año del kirchnerismo y que, de acuerdo con las proyecciones oficiales, irá disminuyendo un punto al año. La ley de “reparación histórica”, que benefició sobre todo a los jubilados de clase media, sumó más presión al gasto, al igual que la reducción de los aportes patronales, e intentó ser compensada con la reforma previsional, que redundará en aumentos más escasos para todos, incluidos los beneficiarios de la Asignación Universal. En suma, una transferencia de ingresos de los sectores más pobres a los más privilegiados. En lugar de financiar el déficit con emisión monetaria, el gobierno recurre al endeudamiento, que estimula la bicicleta financiera y habilita una fuga de capitales récord. Aprovechando los bajos niveles de deuda heredados del kirchnerismo, Macri cerró un generoso acuerdo con los fondos buitre y a partir de ahí desplegó un festival de bonos de todos los tipos y colores (incluido uno a pagar en… ¡cien años!), que fue incrementando aceleradamente el peso de los servicios de deuda en el presupuesto. Si la aguja aún no llegó al rojo explosivo es porque se encontraba en niveles insólitamente bajos cuando asumió el poder. El problema no es la deuda sino para qué se usa. En este caso, no mejoró sustancialmente la capacidad productiva ni las exportaciones, que a pesar de la devaluación se encuentran estancadas,[92] lo que en otras palabras significa que no generó recursos para su repago. El déficit comercial bate récords históricos, y no se ha convertido en un factor de desestabilización por el masivo ingreso de capitales: los economistas advierten que se trata del principal problema de la economía argentina y la confirmación en última instancia de que el modelo, tal y como está funcionando ahora, es insustentable. En todo caso, el diseño elegido implica exponer la economía a factores externos (la tasa de la Reserva Federal estadounidense es el más sensible de todos) y recrear las condiciones de dependencia a través de los habituales condicionamientos de los organismos internacionales y el sector financiero. Bajo este nuevo paradigma, la política exterior volvió a ser considerada un mero subproducto de la económica y no una herramienta para ganar autonomía, una especie de instrumento para lograr la transición hacia una economía globalizada cuya máxima aspiración es el ingreso a la OCDE, el club de los países supuestamente serios. La dichosa “vuelta al mundo” se tradujo en apoyo político, expresado en la impresionante seguidilla de visitas de jefes de Estado en el primer año de gobierno macrista, pero no en un aumento de la inversión
extranjera directa, que sigue siendo baja. Sucede que el comercio internacional disminuye y muchos de los países a los que el gobierno aspira a seducir están optando por un giro proteccionista antes que por una expansión de sus inversiones. En otras palabras, Macri quiere volver a un mundo que ya no existe. [93] El objetivo de la política económica es en apariencia simple: controlar la inflación, desmontar regulaciones, normalizar las variables y reducir costos (la reforma de la ley de ART, y las reformas fiscal y laboral avanzan en este sentido). Esto permitiría, en la imaginación del macrismo, recrear las condiciones para fomentar la inversión privada, que echaría a andar nuevamente la rueda. El resultado es claramente regresivo. El salario real perdió entre 4 y 10 puntos en 2016 y sólo se recuperó entre 3 y 4 puntos en 2017,[94] profundizando la heterogeneidad entre diferentes sectores asalariados, en tanto que el consumo, en particular el de los sectores populares, se mantiene en niveles bajos. La economía informal, las changas que sostienen a buena parte de los habitantes de los conurbanos, cayó de manera drástica. El desempleo trepó al 9,3% en el primer año de gestión y, aunque luego disminuyó, se mantiene en alrededor del 8%. La pobreza aumentó en 2016 y luego bajó ligeramente, con un incremento de la indigencia; la desigualdad escaló hasta marcar un índice de Gini de 0,437. [95] Aunque con un poco de crecimiento algunos de estos indicadores, hipersensibles al ciclo económico, podrían mejorar, la transformación es de largo plazo. Desde la llegada de Macri al gobierno, las actividades económicas que aumentaron su participación en el PBI fueron la agricultura, las finanzas y la minería, mientras que la principal perjudicada fue la industria.[96] La reconversión está en marcha: los ganadores del modelo son los sectores dinámicos, competitivos a nivel global y superavitarios en divisas, pero que generan pocos empleos y escasos encadenamientos productivos. Los perdedores son las ramas menos eficientes, que necesitan protección comercial y asistencia estatal para sobrevivir, pero socialmente inclusivas. Por eso el empleo industrial de calidad que se destruye se compensa sobre todo con puestos precarios,[97] y por eso la participación del trabajo en el reparto del ingreso nacional cae.[98] Incluso si resulta exitoso en sus propios términos, es decir si consigue relanzar el crecimiento, el modelo es, siguiendo a Claudio Scaletta,[99] insustentable: no alcanza para los 40 millones de argentinos. La orientación ideológica se verifica también en la posición respecto de la inseguridad y, como señalamos en el capítulo 5, en el manejo de la protesta social. El macrismo ha ido endureciendo su discurso hasta transformarse cada
vez más en un “gobierno del orden”. Su argumento es el supuesto aumento del tráfico de drogas, al que ubica como una amenaza existencial al futuro de la uventud argentina: lejos de cualquier abordaje alternativo (control de daños, despenalización, énfasis en el lavado de activos), la política oficial se alinea con la estrategia prohibicionista que baja desde los Estados Unidos, pone los recursos estatales al servicio de la DEA y alimenta el fuego de la xenofobia: en un acto en Mendoza, Macri prometió “echar a patadas a los narcotraficantes de nuestro país”, sin aclarar qué haría en caso de que, como suele ocurrir, los narcos fueran argentinos.[100] En esta peligrosa ensalada punitivista, el combate al crimen se mezcla confusamente con la represión de la protesta social. Con una serie de gestos y medidas, el gobierno, en particular la ministra Patricia Bullrich, amplió los márgenes de acción de las fuerzas de seguridad, que se sienten libres de ejercer su poder represivo como se les da la gana. El respaldo a la Gendarmería tras los palazos y las balas a los murgueros de la Villa 1-11-14, la detención ilegal de mujeres en la movilización de “Ni una menos”, las muertes de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel y las frecuentes cacerías lanzadas en diferentes actos y marchas se conjugan con una serie de gestos en apariencia frívolos pero sugestivos, como la exhibición de los funcionarios políticos vestidos del mismo modo que los policías a los que supuestamente deben conducir y controlar. Además de la política económica, el giro internacional y la mano dura, la modulación derechista del macrismo se verifica en otros aspectos. Como señalamos en el capítulo 8, las políticas sociales prolongaron el entramado de derechos construido por el kirchnerismo pero no avanzaron más allá. Salvo la ampliación de la Asignación Universal a los monotributistas y el fallido plan de devolución del IVA, no hubo innovaciones. Por el contrario, se fue produciendo un desmontaje silencioso de diferentes planes y programas. Del mismo modo, el presupuesto para educación y cultura disminuyó,[101] la paritaria nacional docente fue eliminada por decreto y no hubo novedades importantes en materia de salud pública. La ambiciosa política de ciencia y tecnología iniciada por Cristina se fue deteriorando, pese a la permanencia en su cargo del ministro Lino Barañao. La política de derechos humanos también registró retrocesos. Aunque Macri no obstruyó los procesos judiciales contra los ex represores e incluso visitó en una ocasión la ESMA, y aunque el gobierno descartó la posibilidad de declarar la imprescriptibilidad de los crímenes de las organizaciones guerrilleras, principal reclamo de los familiares de las víctimas de la subversión, lo cierto es que toleró el negacionismo de funcionarios como Juan José Gómez Centurión y Darío Lopérfido, intentó mover el feriado del 24 de Marzo, invitó a ex carapintadas al
desfile del 9 de Julio de 2016, propuso a un abogado de represores como representante ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y avaló públicamente el fallo del dos por uno hasta que una impactante reacción social lo obligó a desdecirse. Sin una estrategia de impunidad al estilo de los noventa, produjo una reversión paulatina de algunos de los avances conseguidos. Podríamos seguir y seguir con el juego de continuidades, rupturas y contrastes, pero en algún momento hay que terminar. Concluyamos, ahora sí: el macrismo, más allá de las diferencias con la dictadura y el menemismo, más allá de las concesiones a los imperativos del momento, las negociaciones, los mil matices y todas las notas al pie, encarna un gobierno de derecha. Esto se verifica en el modo de entender la sociedad, la forma de presentarse ante los ciudadanosvecinos y la visión del mundo en la que se sostiene. Y se refleja –concreta, clara, brutalmente– en el programa económico ortodoxo, la protección social minimalista, la política exterior pro occidental, el manejo duro de la protesta social, el enfoque punitivista de la seguridad pública y los retrocesos en materia de derechos humanos. Y por último, y decisivamente, el macrismo es de derecha porque no cree que la desigualdad social sea un problema, que es lo que, según la clásica tesis de Norberto Bobbio, diferencia a la derecha de la izquierda.[102] Plástico para adaptarse a las necesidades de la época pero decidido a avanzar en una dirección, el macrismo concibe a la sociedad como un conjunto de personas sueltas y egoístas que compiten entre sí, concepción que al mismo tiempo, por la vía de la aplicación cotidiana de sus políticas públicas, fomenta. El resultado es una Argentina más desigual e individualista, menos fraterna y solidaria. [91] “En 15 meses, Cambiemos aumentó 25% la estructura del Estado”, Ámbito Financiero, 17 de abril de 2017. [92] “El año cerrará con déficit comercial en torno de los u$s 9000 millones”, El Cronista, 27 de diciembre de 2017. [93] Federico Vázquez, “La nostalgia por un mundo que ya no es”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, nº 206, agosto de 2016. [94] Datos del Ministerio de Trabajo a octubre de 2017. [95] “Crece la desigualdad como un brote verde”, Página/12, 30 de junio de 2017. [96] Francisco J. Cantamutto y Martín Schorr, “Rumbo claro, límites crecientes”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, nº 215, mayo de 2017. [97] Según datos del Centro de Economía Política Argentina (CEPA), el 77% de los nuevos puestos de trabajo corresponde a monotributistas, lo que en parte se explica por el hecho de que ahora pueden cobrar la Asignación Universal por Hijo. [98] Datos de CIFRA-CTA. [99] Claudio Scaletta, La recaída neoliberal. La insustentabilidad de la economía macrista, Buenos Aires, Capital Intelectual, 2017. [100] Santiago Dapelo, “Macri pidió echar ‘a patadas’ a los narcos”, La Nación, 22 de julio de 2017.
[101] Observatorio Educativo de la Universidad Pedagógica Nacional (Unipe). [102] Norberto Bobbio, Derecha e izquierda. Razones y significados de una distinción política, Madrid, Taurus, 1995.
Gracias
A Marcelo Leiras y Nacho Ramírez, que leyeron fragmentos del libro y me acercaron comentarios valiosos. A los funcionarios y dirigentes macristas que aceptaron conversar conmigo a pesar de saber que se encontrarían con una mirada muy crítica. A mi amigo Carlos Díaz, que se entusiasmó desde un comienzo con la idea y luego, con Caty Galdeano, editó el libro con pasión, rigurosidad y talento. A Ale Grimson, por su concepto de “neoliberalismo posibilista”. A Daniel Rosso, que me ayudó a entender las claves de la comunicación duranbarbista mientras tomábamos café en La Paz. A Sergio Federovisky, por sus comentarios sobre la visión neoliberal de la ecología. A Darío Z., que me explicó el trasfondo filosófico del budismo new age y la autoayuda, y cuando tenía dudas me mandó un largo audio aclarándome la idea. A Daniel Schteingart, que me facilitó vía whatsapp los datos sobre teletrabajo en la Argentina. A Mariano Blejman, que me acercó la información de mi nota en la
web de Página/12. A Vicky Ginzberg y Gastón Chillier, que me guiaron en el análisis de la política de derechos humanos. A Nicolás Cassese, a quien le debo la idea de la racionalidad del festejo macrista que describo en la introducción. A Vicente Palermo, que me ayudó a contactar a Jaime Durán Barba. A Claudio Scaletta, por sus explicaciones acerca de la insustentabilidad del modelo económico. A Gabriel Kessler, por su mail. A Pablo Stefanoni, por sus comentarios sobre la nueva derecha andina. A Chacho Álvarez, por su mirada sobre el peronismo. A Daniel Arroyo, que me explicó el alcance y el enfoque de la política social del macrismo mientras esperábamos para salir al aire en el set de C5N. A Gabriel Puricelli, por su análisis sobre el cambio político en América Latina en un largo café en Rond Point. A Pablo Semán, que me ayudó a descifrar la conexión entre la nueva espritualidad y el macrismo. A Marco Aurélio Garcia, porque las charlas durante su última visita a Buenos Aires fueron cruciales para entender el declive de la izquierda regional. Su muerte deja un vacío enorme en el pensamiento progresista latinoamericano.
A Andrés Malamud, que en un almuerzo en Hermann me contó su experiencia en el radicalismo, clave para analizar el funcionamiento de Cambiemos. A Juan Gabriel Tokatlian, por la generosidad con la que comparte sus ideas y nos ayuda con Review y tantas otras cosas. A mi amigo y enorme periodista Marcelo Zloto, con el que es un placer trabajar desde hace tantos años. A Claudio Martínez, el mejor productor de la televisión argentina, y al equipo de Desafío. A Martín Rodríguez, que es mi hermano. A Hugo Sigman, por su confianza desde que me convocó a dirigir El Dipló, por la enorme libertad con la que trabajo, por su entusiasmo ante cada nuevo proyecto y porque muchas de las ideas de este libro se nutren de los diálogos cotidianos que mantenemos vía mail, teléfono o en persona. A Manuel Sobrado y el equipo corporativo de Insud. A Gabriel Vommaro, por la generosidad con la que me concede patente de corso. A Mario Wainfeld, por más desayunos en Lucio. Al equipo de El Dipló, por el trabajo de todos los días. A Silvina Cucchi y Jorgelina Núñez, que son quienes realmente hacen la Review.
A Serge Halimi y los amigos de Le Monde diplomatique en París. A Ignacio Ramonet, Bernard Cassen y Christophe Ventura, de la fundación Mémoire des luttes de París. A Mario Greco, por los proyectos conjuntos. A Jorge Sigal, mi mejor amigo del otro lado de la grieta. Al equipo del noticiero internacional de la TV Pública: Hinde Pomeraniec, Jorge Elías, Rulo Dellatorre, Natasha Niebieskikwiat, Francisco Alí-Brouchoud y Alejandra Sabatini. A Fernando Cibeira, Vicky Ginzberg, Ernesto Tiffenberg, Hugo Soriani y todos los amigos de Página. A Ramón y Hernán, del Varela Varelita, el mejor bar de Buenos Aires. A Ana Koliesnik, que me banca cuando viajo, por toda su ayuda. A mi familia, a mis amigos. A mis hijos, Juan, Isabela, Simón y Rosario, con los que juego, charlo y me divierto tanto, en la pileta, el shopping de los sábados o Parque Norte; son muchos y son lo más grande del mundo. Y a mi mujer, Marcela. Sin su apoyo, sin el amor que le pone todos los días a una cotidianidad que incluye cuatro chicos, trabajos y horarios, nunca hubiera podido escribir este libro. Marcela sacó la foto en el Varela Varelita, opinó sobre la versión final de tapa y es la que hace posible todo lo demás. La vida juntos es lo mejor que me pasó en la vida.