Poemas Giacomo Leopardi A Italia
Canto I
¡Italia mía! Miro muros, arcos, columnas, simulacros, las caídas torres de nuestros padres; mas no encuentro la gloria, ni el hierro y los laureles que abrumaban a nuestros ascendientes. Hoy, inerme el seno muestras y la sien desnuda; ¡cielos! ¡Cuántas heridas! ¡Qué mortal lividez! oh, cuál te veo, ¡bellísima mujer! Al cielo digo y al mundo: ¿quién la puso en tal miseria? Y por mayor afrenta duras cadenas cíñenle los brazos. Así, suelto el cabello, el velo roto yace en tierra doliente y olvidada, y la faz escondida en el regazo, llora. ¡Llora, Italia infeliz! justo es que llores, tú, que a todos venciste en las dichas al par que en los dolores. Si dos fuentes vertieran tus pupilas, nunca pudiera el llanto igualarse a tu mal y a tu vergüenza: que de señora descendiste a esclava. ¿Quién recuerda tu historia que, contemplando tu esplendor pasado, no diga: su grandeza ya no existe? ¿Por qué ? ¿por qué ? ¿ Dó está la antigua fuerza, las armas, el valor y la constancia?
¿Quién te robó tu acero ? ¿Quién te entregó? ¿qué dolo, qué artificio, o qué poder tan grande te arrancaron el manto y la diadema? ¿Cómo caíste, y cuándo de tanta altura a tan profundo abismo? ¿Nadie lidia por ti? ¿No te defiende hijo ninguno? ¡Al arma! ¡al arma! solo entraré en lucha, rendiré la vida y que mi sangre sea fuego a nuestra nación adormecida. ¿Dó tus hijos están? Oigo son de armas, y de carros, y voces, y timbales; en extrañas regiones luchan tus descendientes. Escucha, Italia, escucha. ¿No divisas un fluctuar de infantes y caballos, y polvo, y humo, y fulgurar de aceros, cual rayo entre las sombras? ¿No te animas? ¿las trémulas miradas porqué no fijas en la incierta lucha? ¿Por quién, allá, combate la ítala juventud? ¡Númenes sacros! ¡Sirven a otra nación nuestros aceros! ¡Mísero el hombre que rindió la vida no por el patrio nido y por la amada esposa e hijos caros, mas por extraña gente, y que morir no puede, balbuciendo: ¡alma tierra natía! ¡Tú me diste el vivir: yo te lo ofrendo! Venturosa la edad en que corrían a morir por la patria los animosos pueblos en legiones! ¡Y tu siempre glorioso y venerando, oh tesálico estrecho,
do la Persia y el Hado menos fuertes fueron que pocas almas generosas! Fínjome que los troncos y las piedras y el mar y la montaña, al pasajero con indistintas voces aún narran cómo la legión invicta cubrió el lugar sangriento de cuerpos a la Grecia consagrados, feroz y vil entonces Jerjes cruzaba el Helesponto en fuga, ludibrio a nuestros nietos más lejanos, en la cima de Antela, do muriendo burló a la muerte la legión divina, Simónides se alzaba mirando el cielo, el campo y la marina. Y bañado de lágrimas el rostro, ansioso el pecho, el paso vacilante, empuñaba la lira: «¡Oh felices vosotros que el pecho disteis a enemiga lanza, en homenaje a la que os dio la vida! Os honra Grecia y os admira el mundo. En medio de los azares, ¿qué amor movió las juveniles mentes y a temprano morir llevaros pudo? ¿Cómo tan dulce, oh hijos, os fue la hora final, que sonriendo fuisteis al trance lamentable y duro? ¡Dijérase que al baile y no a la muerte ibais vosotros, o a festín glorioso, y en cambio, os esperaban el orco y la onda muerta! Ni visteis a la esposa y al querido hijo, cuando en la playa sin un beso moristeis, ni un gemido.
«Mas no del Persa sin horrendo duelo, e inacabable angustia: como león en medio de un rebaño, la res asalta y le desgarra el lomo con la potente zarpa, y a otras los flancos y los muslos muerde, tal, en medio de los persas, se encendía la rabia en los helenos corazones. Mira en tierra caballo y caballero; obstáculo a la fuga los carros son y derribadas tiendas; de los suyos al frente huye el tirano, desgreñado y mustio, y bañados y tintos en la sangre del bárbaro los griegos, motivo al persa de infinito llanto, vencidos por sus llagas, desfallecen y uno sobre otro mueren. ¡Viva! ¡Viva! ¡Oh felices vosotros mientras la humanidad hable o escriba! «Primero, de los cielos desprendidos, cayendo al mar, estallarán los astros que el amor y la gloria que conquistasteis, mengüen. Vuestra tumba es un ara. Aquí la madre vendrá a mostrar al párvulo la hermosa huella de vuestra sangre. ¡Yo, postrado ¡héroes! sobre este suelo, el césped beso y las desnudas rocas, que alabadas serán eternamente del uno al otro polo. ¡Ah! ¡Si yo aquí yaciera y si regado hubiera con mi sangre esta alma tierra! Mas si mi suerte es otra y no permite que por la Grecia los murientes ojos, cierre en la lid cruenta, que a lo menos la intacta fama del vate que os cantó, perdure
y el numen le conceda tanto durar cuanto la vuestra dure». Versión de Antonio Gómez Restrepo
Último canto de Safo
Canto IX
Plácida noche y pudoroso rayo de la luna que muere; y tú que naces sobre la roca, entre la muda selva, nuncio del día; ¡oh caras, deleitosas apariencias, mientras desconocía el hado y la pasión! ; ya no sonríe dulce visión al desolado afecto. Sólo se aviva nuestro gozo insólito cuando en el éter líquido girando va, y por los campos trepidantes, la ola polvorienta del noto, y cuando el carro, grave carro de Júpiter, divide, sobre nuestra cabeza, el aire oscuro. Nos place, por barrancos y hondos valles, nadar entre el turbión, y ver la fuga de espantados rebaños, y del río en la insegura orilla la vencedora ira de la onda. Bello tu manto es, divino cielo; bella tú, húmeda tierra. ¡Ay! , de esta inmensa beldad parte ninguna concedieron los dioses y la suerte despiadada a la mísera Safo. En tus soberbios reinos, Natura, esclavo y grave huésped y amante despreciada soy, y en vano en tus graciosas formas, suplicante fijo los ojos. Para mí no ríen la abierta playa ni de etérea puerta
el matutino albor; no me saludan el canto de pintados pajarillos ni el murmullo del haya; ya la sombra del inclinado sauce, donde corre del candoroso arroyo el puro seno, a mi lúbrico pie la ondeante linfa esquiva desdeñosa y huye de las riberas perfumadas¿Qué pecado, qué exceso tan nefando manchó mi nacimiento, que tan torvos se me mostraron cielos y fortuna? ¿En qué pequé de niña, cuando ignara de maldad es la vida, que privada de juventud, y desflorado, el huso de la inflexible Parca retorcía mi oscuro hilo vital? Incautas voces tu labio esparce; el destinado evento rige arcano poder. Arcano es todo menos nuestro dolor. Prole olvidada, para el llanto nacemos, y el motivo sólo los dioses saben. ¡Oh esperanzas de la más verde edad! A la apariencia el Padre dió en el mundo eterno reino; y por grandes que sean las empresas, docto el canto o la lira, no luce la virtud en feo manto. Moriremos. Caído el velo indigno, desnuda el alma bajará al Averno, y el crudo fallo enmendará del ciego dispensador de eventos. Tú, que hondo amor y fe me inspiras, por quien vano furor me oprime de áspero deseo, vive feliz, si puede en este mundo feliz alguien vivir. por mí no vierte el suave licor del vaso avaro Jove, después que el sueño y los engaños
de mi niñez murieron. Los alegres días de juventud rápidos pasan. Quedan los males, la vejez, la sombra de la gélida muerte. Así, de tantos gratos errores y esperadas palmas, resta el Tártaro; y va el osado ingenio a la tenaria diosa, la oscura noche y la silente orilla. Versión de Diego Navarro
El primer amor
Canto X
Vuelve a mi mente el día en que el combate sentí de amor por vez primera, y dije: . «¡Ay de mí, si es amor, cómo acongoja! » Con los ojos clavados en la tierra, yo contemplaba a aquella que, inocente, mi corazón hizo vibrar primero. ¡Ay, amor, y cuán mal me gobernaste! ¿Por qué tan dulce amor debió consigo llevar tanto dolor, tanto deseo, y ni sereno, ni íntegro y sencillo, mas lleno de lamentos y de afanes, bajó a mi corazón tanto deleite? Y dime, tierno corazón, ¿qué espanto, qué angustia era la tuya al pensamiento junto al cual era hastío todo goce? ; el pensamiento aquel, que, lisonjero, se te ofreció en la noche, cuando todo quieto en el hemisferio aparecía.
Tú, infeliz venturoso e intranquilo, me fatigabas el costado sobre el lecho, fuertemente palpitando. Y cuando triste, exhausto y afanoso, yo los ojos cerraba, delirante como por fiebre, el sueño no acudía. ¡Oh, qué viva surgía en las tinieblas la imagen dulce, y los cerrados ojos la contemplaban bajo de los párpados! ¡Qué latidos suavísimos sentía recorrerme los huesos, qué confusos, mudables pensamientos en el alma alzábanse, lo mismo que en las copas de antigua selva el céfiro soplando arranca un largo y trémulo murmullo! Mientras callaba, sin luchar, ¿ qué hiciste, ¡oh corazón! , cuando partía aquella por quien pensando y palpitando vivo? Me sentía quemado lentamente por la llama de amor, cuando la brisa que la avivaba se extinguió de pronto. El nuevo día me encontró sin sueño, y al corcel que debía dejarme solo piafar oía ante el paterno albergue. Y yo, tímido, quieto e inexperto, en el balcón oscuro, inútilmente aguzaba la vista y el oído esperando escuchar la voz que de unos
labios debía salir por vez postrera; aquella voz que el cielo, ¡ay! , me vedaba. ¡Cuántas veces el vacilante oído plebeya voz hirió, y heló mis venas e hizo latir el corazón con fuerza! Y cuando al corazón bajó el acento de aquella voz amada, y se escucharon de carros y caballos los rumores, me quedé ciego, me encogí en el lecho palpitando, y, cerrados ya los ojos, oprimí el corazón entre mi mano. Luego, arrastrando las rodillas trémulas por la callada estancia, tontamente, decía: «¿Qué dolor puede ya herirme ?» Amarguísimo entonces, el recuerdo se me emplazó en el pecho, y se oprimía a toda voz, ante cualquier semblante. Largo dolor mi mente iba minando, cual lluvia que al caer del vasto Olimpo melancólicamente, el campo baña. No sabía de ti, garzón de nueve y nueve soles, a llorar nacido, cuando en mí hiciste la primera prueba. Y el placer desdeñando, no me era grato el reír de un astro, ni el silencio de la aurora, ni el verdecer del prado. También faltaba el ansia de la gloria del pecho, al que inflamar tanto solía, pues la borró el amor por la belleza.
Desatendí el estudio acostumbrado y lo creía vano, porque vano cualquier otro deseo imaginaba. ¿Cómo pude cambiar de tal manera y que un amor borrara otros amores? En verdad, ¡ay de mí! , cuán vanos somos. Mi corazón tan sólo me placía, y de un perenne razonar esclavo espiaba el dolor que lo embargaba. La vista fija en tierra o abstraída, insoportable me era ver un rostro fugitivo, ya fuese hermoso o feo, pues temía turbar la inmaculada, cándida imagen en mi mente fija, cual la onda del lago turba el aire. Y aquel no haber gozado plenamente -que de arrepentimiento llena mi alma y el placer que pasó cambia en venenoen los huidos días, a mi mente estimula; que de vergüenza el duro freno mi corazón ya no sujeta. Juro a los cielos ya las nobles almas que nunca un bajo anhelo entró en mi pecho, que ardí en un fuego inmaculado y puro. Vive aquel fuego aún, vive el afecto, alienta en mi pensar la bella imagen de quien, si no celestes, otros goces jamás tuve, y sólo ella satisface. Versión de Diego Navarro
El infinito
Canto XII
Amé siempre esta colina, y el cerco que me impide ver más allá del horizonte. Mirando a lo lejos los espacios ilimitados, los sobrehumanos silencios y su profunda quietud, me encuentro con mis pensamientos, y mi corazón no se asusta. Escucho los silbidos del viento sobre los campos, y en medio del infinito silencio tanteo mi voz: me subyuga lo eterno, las estaciones muertas, la realidad presente y todos sus sonidos. Así, a través de esta inmensidad se ahoga mi pensamiento: y naufrago dulcemente en este mar. Versión de Carlos López S.
El infinito
Canto XII
(otra versión)
Siempre querido me fue este yermo cerro y este cerco que tanta parte a la mirada excluye del último horizonte. Mas, sentado y mirando interminables espacios de allá lejos, sobrehumanos silencios y su hondísima quietud, me quedo ensimismado hasta que casi el corazón no teme. Y como el viento cuyo tráfago escucho entre las hojas, a este silencio sin fin esta voz voy comparando, y pienso en lo eterno
y en las muertas estaciones y en la viva presente, y sus sonidos. Así a través de esta inmensidad se anega el pensamiento mío; y naufragar en este mar me es dulce. Versión de L.S.
A la luna
Canto XIV
Oh tú, graciosa luna, bien recuerdo que sobre esta colina, ahora hace un año, angustiado venía a contemplarte: y tú te alzabas sobre aquel boscaje como ahora, que todo lo iluminas. Mas trémulo y nublado por el llanto que asomaba a mis párpados, tu rostro se ofrecía a mis ojos, pues doliente era mi vida: y aún lo es, no cambia, oh mi luna querida. Y aún me alegra el recordar y el renovar el tiempo de mi dolor. ¡Oh, qué dichoso es en la edad juvenil, cuando aún tan larga es la esperanza y breve la memoria, el recordar las cosas ya pasadas, aun tristes, y aunque duren las fatigas! Versión de Luis Martínez de Merlo
El sueño
Canto XV
Era el alba, y detrás de los postigos por el balcón el sol insinuaba la luz primera en mi cerrada alcoba;
cuando en el tiempo que es más leve el sueño y más suave cubre las pupilas, junto a mí vino, y me miró ala cara el simulacro de la que primero el amor me enseñó, y me dejó el llanto. No parecía muerta, sino triste, con semblante infeliz. Con la derecha cogiendo mi cabeza y suspirando "¿Vives –me dijo– y guardas de nosotros algún recuerdo?" Respondí: "¿De dónde y cómo vienes, oh belleza? ¡Ah cuánto, cuánto pené por ti: yo no pensaba que pudieras saberlo, y esto hacía aún más desconsolado mi dolor. ¿Pero vas a dejarme una vez más? Lo temo mucho. Di, ¿qué te ha ocurrido? ¿eres tú la de ayer? ¿y qué te aflige eternamente?" "Ofusca la olvidanza tu pensamiento, y lo confunde el sueño -dijo-. Estoy muerta, y hace muchas lunas me viste por postrera vez". Inmenso dolor el pecho me oprimió al oírlo. y prosiguió: "Morí en la flor del tiempo, cuando la vida es más hermosa, y antes que el corazón comprenda que son vanas las esperanzas. El mortal enfermo desea fácilmente a quien le libra de afanes; mas la muerte sin consuelo llega a la juventud, y es duro el hado de la esperanza extinta bajo tierra. Vano es saber lo que a los inexpertos de la vida natura les esconde, y al saber inmaduro en mucho gana el dolor ciego." "Oh cara, oh sin ventura, calla, calla -le dije- pues el pecho tu voz me rompe. ¿Así pues, estás muerta, oh mi dilecta; y yo estoy vivo? ¿el cielo
ordenó pues que aquel sudor extremo este cuerpo tan tierno y tan querido probar debiera, y para mí quedaran enteros mis despojos? ¡Cuántas veces, al pensar que no vives y que nunca te volveré a encontrar en este mundo, no lo puedo creer! Ay, ay ¿qué es esto llamado muerte? ¡Si hoy por experiencia lo supiese, e inerme la cabeza sustrajera a los odios del destino! Soy joven, mas se pierde y se consume mi juventud igual que la vejez que aún está lejos, pero que me espanta. Pero de la vejez poco difiere de mis años la flor." "Los dos nacimos -dijo- para llorar; a nuestra vida la dicha no rió; y se gozó el cielo con nuestras penas." "Si de llanto el párpado -añadí- y mi semblante emblanquecido por tu partida ahora, y si de angustia llevo el pecho cargado, di, ¿de amor ascua alguna, o piedad alguna vez hacia el mísero amante ardió en tu pecho cuando vivías? Yo desesperando y esperando pasaba día y noche entonces; y hoy se cansa en vanas dudas mi mente. Que si al menos una vez dolor sentiste de mi negra vida dímelo, te lo pido, y me socorra el recordar, pues de futuro privan a nuestros días”, y ella: "Oh desdichado, consuélate. Yo de piedad avara en vida no te fui, ni ahora lo soy, mísera yo también. No tengas queja de esta desgraciadísima muchacha." "Por nuestra desventura, y el amor que me oprime –exclamé– por el querido nombre de juventud, y la perdida
esperanza, permíteme, oh amada, que tu derecha toque." y con un gesto triste y suave me la dio, y al tiempo que de besos la cubro, y de afanosa dulzura palpitando a mi anhelante seno la aprieto, de sudor hervían pecho y rostro, la voz se me cortaba, y vacilaba el día ante mis ojos. Cuando ella tiernamente su mirada fijó en la mía, " ¿Olvidas, oh querido, -dijo- que estoy desnuda de belleza? y tú de amor en vano, oh desdichado, tiemblas y ardes, y ahora, al fin, adiós. Nuestros cuerpos y mentes se separan eternamente. Para mí no vives y nunca vivirás. Ya rompió el hado tu fe jurada." Entonces con angustia yendo a llorar, y delirando, henchidas las pupilas de llanto sin consuelo, dejé el sueño. Mas ella sin embargo quedó en mis ojos. Y en el rayo incierto del sol me pareció seguirla viendo. Versión de Luis Martínez de Merlo
La vida solitaria
Canto XVI
La lluvia matinal, cuando las alas batiendo, salta alegre la gallina en la cerrada estancia, y el labriego sale al balcón, y la naciente aurora vibra su rayo trémulo, esmaltando las transparentes gotas, en mi albergue dulcemente llamando, me despierta. Salgo, y la leve nubecilla, el canto primero de las aves, la aura grata
y de las playas la quietud bendigo. Harto os he conocido, infaustos muros de la ciudad, en donde el odio sigue y acompaña al dolor: ¡que en la desgracia vivo y he de morir, quizás en breve! Un resto de piedad tienes, Natura, para mí en estos sitios ¡ay! un tiempo más compasivos a mi mal. Tú apartas del triste la mirada, y desdeñando los dolores y afanes, a la reina Felicidad te humillas. El que sufre no halla en cielo ni tierra amiga mano, ni otro refugio encontrará que el hierro. Tal vez me asiento en solitaria parte, sobre una altura que domina un lago coronado de plantas taciturnas; allí, cuando al cenit radiante asciende el sol, refleja su tranquila imagen, y ni hoja o yerba se conmueve al viento; no se ve ni se siente a la redonda encresparse las olas; ni su canto entonar la cigarra; ni las plumas el pájaro agitar entre las hojas, o retozar la mariposa leve. Calma profunda envuelve aquella orilla, donde yo, inmóvil, reposando, casi del mundo odioso y de mi ser me olvido; y pienso que mis miembros se desatan, que se extingue el sentir y que mi antigua calma con la del sitio se confunde. ¡Amor, amor! ha tiempo abandonaste este mi corazón, que antes ardía hasta abrasar. Con su aterida mano oprimióle el pesar, y en duro hielo en la flor de mis años, convirtióse. Acuérdome del tiempo en que viniste
a habitar en mi pecho. Era aquel dulce e irrevocable tiempo, cuando se abre al ojo juvenil la triste escena del mundo, cual soñado paraíso. El tierno corazón ledo palpita de virgen esperanza y de deseos, y se lanza a la acción, como pudiera al juego y a la danza. Mas tan pronto como pude entreverte, la Fortuna mi existencia rompió, y a mis pupilas tocó por suerte sempiterno lloro. Si alguna vez por los abiertos campos en la callada aurora, o cuando brillan, al sol techos, collados y llanuras miro de hermosa jovenzuela el rostro; si alguna vez, en la serena calma de estiva noche, el paso vagabundo, de la ciudad en derredor guiando, la hosca tierra contemplo, y de afanosa niña, que activa nocturnal faena, oigo sonar en la apartada estancia el canto melodioso, se conmueve mi corazón de piedra; pero torna pronto el férreo sopor, que es ¡ay! extraña toda suave emoción al pecho mío. Oh cara luna a cuya luz tranquila danzan las liebres en el bosque, dando enojo al cazador, que a la mañana halla intrincadas las falaces huellas que del cubil lo alejan: ¡salve, oh reina benigna de las noches! Importuno entra tu rayo por selvosos riscos o en ruinoso edificio, iluminando el puñal del ladrón, que escucha atento fragor de ruedas y de cascos duros y rumor de pisadas en la vía, y saliendo de pronto, con estruendo
de armas y roncas voces, y el ceñudo aspecto, hiela al tímido viandante a quien desnudo y semivivo, deja entre las piedras. Importuno baja también tu blanco rayo a las ciudades sobre el vil corruptor que se desliza de los muros al pie, y en las espesas sombras se oculta, y párase y se asusta de la luz que difunden los abiertos balcones. Importuno a los malvados, a mí siempre benigno, tu semblante aquí será, do sólo me descubres risueñas cuestas y espaciosos campos. En otro tiempo, lleno de inocencia, tus bellos rayos acusar solía, cuando me denunciaban de los hombres a la mirada, en la ciudad, o cuando ver me dejaban el humano aspecto. Ora celebrarélos, ya te mire envolverte entre nubes, ya serena dominadora del etéreo campo, esta morada mísera contemples. A menudo verásme, solo y mudo, errar por bosques y por verdes ribas, o yacer en la yerba, satisfecho, si aún el poder de suspirar me queda. Versión de Antonio Gómez Restrepo
A su dama
Canto XVIII
Cara beldad que, ausente, amor me inspiras, o escondiendo el rostro salvo que el alma ardiente
en el sueño tu sombra no sorprenda, o en el campo en que esplenda mas claro el día y la creación más pura, ¿acaso el inocente Siglo de Oro colmaste ventura, y eres en esta vida alado espíritu, u ocultándote ahora suerte avara para futuras horas te prepara? Poder mirarte viva mi corazón no espera, sino en el día en que desnuda y sola por nueva ruta a peregrina esfera b marche mi alma. En el albor primero de mi jornada incierta y tenebrosa, te imaginé viajera, por el árido mundo. Mas no hay cosa que aquí se te asemeje, y aunque alguna recordase tu rostro, nunca fuera en actos y en palabras tan hermosa. Entre tantos dolores como a la vida humana ofrece el hado, si verdadera y cual te pinta el alma te amase algún mortal, para él sería el vivir más preciado. Bien claro veo que tu amor me haría, cual en los verdes años, todavía ansiar gloria y virtud. En vano el cielo esquivo se mostrara a mis afanes; que al lado tuyo este mortal camino fuera un sueño divino. Por los valles, que escuchan del laborioso agricultor el canto, y donde me lamento mientras huye, el ilusorio y juvenil encanto, y por las cumbres, en que evoco y lloro
los deseos sin fruto y de mi vida la perdida esperanza, en ti pensando comienzo a palpitar. ¡Ah si pudiera, en el ambiente tétrico y nefando del siglo, conservar tu imagen pura! ¡Ella sola endulzara mi amargura! Si tú de las ideas eternales, eres una, de aquellas que de formas sensibles no vistió la eterna ciencia ni entre caducos restos soportan el dolor, de la existencia, o si acaso en el cielo donde giras otra tierra te acoge entre sus mundos, y más bella que el sol próxima estrella te alumbra, y más benigno éter aspiras, desde aquí, donde llora aquel que vive, de ignoto amante la canción recibe. Versión de Fernando Maristany
Canto XX
La resurrección
Yo imaginé que, íntegro, en mis años floridos el dulce afán faltaba de la primera edad ; el afán, el ternísimo latir del hondo pecho, todo lo que en el mundo hace grato el vivir. ¡Cuántas quejas y lágrimas vertí en el nuevo estado, cuando en mi pecho frío hasta el dolor faltó!
Faltó el latido sólito, faltó el amor incluso, y endurecido el pecho cesó de suspirar. Y lamenté lo exánime, desnudo de mi vida, la tierra desolada que el hielo recubrió ; yermo el día; la tácita noche oscura más sola ; la luna y las estrellas se ocultan para mí. Causa de aquellas lágrimas era el afecto antiguo: aun en lo hondo del pecho vivía el corazón. Pedía sus imágenes la fantasía exhausta, y la tristeza mía era dolor aún. A poco hasta aquel último dolor también moría, y ya de lamentarme fuí del todo incapaz. Postrado, loco, atónito, no demandé consuelo; el corazón, perdido, muerto, se abandonó. ¡Qué fuí! ¡Qué cambiadísimo está aquél que de ardores, de errores tan dichosos su alma alimentó! La golondrina rápida de mi ventana en torno
cantando al nuevo día, no me causó placer, ni en el otoño pálido en solitaria aldea la vespertina esquila, el fugitivo sol. Brillar en vano el véspero vi por mudos caminos; en vano el triste canto del ruiseñor oí. Esos ojos dulcísimos, furtivos y errabundos, de amadores gentiles dulce amor inmortal, y esa mano que, cándida, se abandona en mi mano, disipar no pudieron mi penoso sopor. De todo goce huérfano, triste, mas no aturdido, y plácido mi estado, serena era mi faz. Hubiera ansiado el término de la existencia mía, mas muerto era el deseo del laso corazón. Como en la edad decrépita que avanza vil, desnuda, el abril conducía de mis años así ; pasaron ya los plácidos días, corazón mío, que, breves y fugaces, el cielo me otorgó.
¿Quién de la grave, incólume paz me despierta ahora? ¿ Qué virtud nueva es ésta, ésta que siento en mí? Movimientos, imágenes, latidos, dulces yerros, ¿para ellos cerrado mi corazón está? ¿Sois acaso la única luz de la vida mía, los afectos perdidos en la edad juvenil? Si el cielo, o verdes márgenes, dondequiera que mire, todo, dolor me inspira, todo, placer me da. Bosques, playas, montículos conmigo a vivir tornan; con el mar y la fuente habla mi corazón. ¿Qué me torna las lágrimas después de tanto olvido? ¿Cómo el mundo aparece cambiado a mi mirar? ¿Es la esperanza, oh mísero corazón, que sonríe? ¡Ay, de esperanza el rostro nunca volveré a ver! Los engaños dulcísimos me dió naturaleza. Adormeció mis ansias la ingénita virtud. No pudieron vencérmela ni el hado ni las cuitas,
ni con su vista impura la infausta realidad. Con sus dulces imágenes ella no está de acuerdo; que la natura es sorda, no tiene compasión. Que no es del bien solícita, mas sólo de la vida; sólo el dolor le importa e ignora lo demás. Sé que no encuentra el mísero piedad entre los hombres, y que, huyendo, se burla todo mortal de él. Ignora la vil época la virtud y el ingenio; que falta al digno estudio la inútil gloria aún. Vosotros, ojos trémulos, tú, rayo sobrehumano, lucís inútilmente, no brilláis con amor. Ningún ignoto e íntimo amor brilla en vosotros; no guarda una centella el blanco pecho en sí. De otros los ternísimos cuidados pone en juego, y de un fuego celeste desprecio es la merced. En mí ya siento vívido el conocido engaño; de sus propios latidos se asombra el corazón.
De ti sólo esta última energía procede; viene cualquier consuelo solamente de ti. Siento que falta al ánima alta, gentil y pura, la natura, la suerte, el mundo y la beldad. Mas si tú vives, mísero, si no cedes al hado, no llames inclemente a aquel que te creó. Versión de Diego Navarro
A Silvia
Canto XXI
¿Todavía recuerdas de tu vida mortal, Silvia, aquel tiempo, en el que la beldad resplandecía en tus ojos huidizos y rientes, y alegre y pensativa, los umbrales juveniles cruzabas? Resonaban las calmas estancias, y las calles vecinas con tu canto inagotable, mientras a las labores femeniles te sentabas, dichosa de aquel vago futuro de tus sueños. Era el mayo oloroso: y tú solías pasar el día así. Yo los gratos estudios tal vez dejando y los sudados pliegos,
que mi temprana edad gastaban y de mí la mejor parte, en los balcones del hogar paterno escuchaba el sonido de tu voz y tu mano ligera recorriendo la tela fatigosa. Miraba el cielo calmo, los dorados caminos y los huertos, y allá el lejano mar, y allá los montes. Lengua mortal no dice lo que mi alma sentía. ¡Qué dulces pensamientos que esperanzas, qué pálpitos, oh Silvia! ¡Cómo la vida humana y el hado contemplábamos! Cuando recuerdo tantas ilusiones, me abruma un sentimiento acerbo y sin consuelo, y me vuelve a doler mi desventura. Oh tú, naturaleza, ¿por qué no das después lo que un día prometes? ¿por qué tanto engañas a tus hijos? Antes que el frío arideciera el prado, de extraña enfermedad presa y vencida, moriste, oh mi ternura, sin que vieras las flores de tu edad; no alegraba tu alma el dulce elogio o de las negras trenzas o de tu vista esquiva y amorosa; ni contigo en las fiestas las amigas de amoríos hablaban. También murieron pronto mis dulces esperanzas: a mis años también les negó el hado la juventud. ¡Ah, cómo,
cómo pasaste, cara compañera de mi primera edad, mi llorada ilusión! ¿Es este el mundo aquel? ¿Éstas las obras, el amor, los sucesos, los placeres de los que tanto entre los dos hablábamos? ¿esta es la suerte de la raza humana? Al llegar la verdad tú, mísera, caíste: y con la mano la fría muerte y la desnuda tumba de lejos señalabas. Versión de Luis Martínez de Merlo
Los recuerdos
Canto XXII
No pensé, bellas luces de la Osa, aún volver, cual solía, a contemplaros sobre el jardín paterno titilantes, y a hablaros acodado en la ventana de esta morada en que habité de niño, y donde vi el final de mi alegría. ¡Cuántas quimeras, cuántas fantasías creó antaño en mi mente vuestra vista y los astros vecinos! Por entonces, taciturno, sentado sobre el césped, me pasaba gran parte de la noche mirando el cielo, y escuchando el canto de la rana remota en la campiña. Y erraba la luciérnaga en los setos y en el parterre, al viento susurrando las sendas perfumadas, los cipreses, en el bosque; y oía alternas voces bajo el techo paterno, y el tranquilo
quehacer de los criados, ¡y qué sueños, qué pensamientos me inspiró la vista de aquel lejano mar, de los azules montes que veo, y que cruzar un día pensaba, arcanos mundos, dicha arcana fingiendo a mi vivir! De mi destino ignorante, y de todas cuantas veces esta vida desnuda y dolorosa trocado a gusto hubiera con la muerte. No supo el corazón que condenado sería a consumir el verde tiempo en mi pueblo salvaje, entre una gente zafia y vil, a la cual extraños nombres, si no causa de risas y de mofa, son doctrina y saber; que me odia y huye, no por envidia, pues que no me tiene por superior a ella, pero piensa que así me considero, aunque por fuera no doy a nadie nunca muestras de ello. Aquí paso los años, solo, oculto, sin vida y sin amor; y entre malévolos, en huraño a la fuerza me convierto, de piedad y virtudes me despojo, y con desprecio a los humanos miro, por la grey que me cerca; y mientras, vuela el tiempo juvenil, aún más querido que el laurel y la fama, que la pura luz matinal, y el respirar: te pierdo sin una dicha, inútilmente, en este inhumano lugar, entre las cuitas, ¡oh, única flor en esta vida yerma! Viene el viento trayendo el son de la hora de la torre del pueblo. Sosegaba este son, lo recuerdo, siendo niño, mis noches, cuando en vela me tenían mis asiduos terrores en lo oscuro,
y deseaba el alba. Aquí no hay nada que vea o sienta, donde alguna imagen no vuelva, o brote algún recuerdo dulce. Dulce por sí; mas con dolor se infiltra la idea del presente, un vano anhelo del pasado, aunque triste, y el decirme: "yo fui". La galería vuelta al último rayo del día; los pintados muros, los fingidos rebaños, y el naciente sol sobre el campo a solas, en mis ojos mil deleites pusieron, cuando al lado mi error me hablaba poderoso, siempre, doquier me hallase. En estas viejas salas, al claror de la nieve, en torno a estas amplias ventanas al silbar del viento, resonaron los gozos, y mis voces joviales, cuando el agrio y el indigno misterio de las cosas de dulzura lleno se muestra; entera, sin mancilla el mozo, cual amante aún inexperto, va a su engañosa vida cortejando, y celeste beldad fingiendo admira. ¡Oh esperanzas aquellas; tierno engaño de mi primera edad! Siempre, al hablar, vuelvo a vosotras; que, aunque pase el tiempo, y aunque cambie de afectos y de ideas, no sé olvidaros. Sé que son fantasmas la gloria y el honor; placer y bienes mero deseo; estéril es la vida, miseria inútil. Y si bien vacíos están mis años, si desierto, oscuro es mi estado mortal, poco me quita, bien veo, la fortuna. Mas, a veces, os recuerdo, mis viejas esperanzas, y aquel querido imaginar primero; luego contemplo mi vivir tan mísero y tan doliente, y que la muerte es eso
que con tanta esperanza hoy se me acerca; siento el pecho oprimido, que no sé de mi destino en nada consolarme, y cuando al fin esta invocada muerte esté a mi lado, y ya se acerque el fin de mi desdicha; cuando en valle extraño se convierta la tierra, y de mis ojos el futuro se escape, estad seguras de que os recordaré: y que suspirar me hará esta imagen, y el haber vivido en vano será amargo, y la dulzura del fatal día aliviará mis cuitas. Ya en el primer tumulto juvenil de contentos, de angustias y deseos, llamé a la muerte en muchas ocasiones, y largo rato me senté en la fuente pensando en acabar dentro de su agua mi esperanza y dolor. Luego, por ciega enfermedad mi vida peligrando, lloré mi juventud, y de mis pobres días la flor caída antes de tiempo, y sentado a altas horas en mi lecho consciente, muchas veces, dolorido, bajo la débil lámpara rimando, lamenté, con la noche y el silencio, mi alma fugitiva, y a mí mismo exhausto me canté fúnebres cantos. ¿Quién puede recordaros sin suspiros, juventud que llegabas nueva, días hermosos, inefables, cuando al hombre extasiado sonríen las doncellas por vez primera; toda cosa en torno pugna por sonreír; calla la envidia, aún dormida o tal vez benigna; y casi (inusitada maravilla) el mundo su diestra mano tiende generosa,
excusa sus errores, y festeja su entrar nuevo en la vida, y se le inclina mostrando que por amo lo recibe? ¡Días fugaces que como el relámpago se desvanecen! ¿y un mortal ajeno habrá de desventura, si pasada esta hermosa estación, si el tiempo bueno, su mocedad, ay mocedad, se extingue? ¡Oh Nerina! ¿y de ti no escucho acaso hablar a estos lugares? ¿De mi mente acaso te caíste? ¿Dónde has ido, que aquí de ti tan sólo la memoria, dulzura mía, encuentro? No te ve esta tierra natal: esta ventana en que hablarme solías, y que ahora triste luce a la luz de las estrellas, está desierta. ¿Dónde estás? ¿No escucho sonar tu voz, igual que en aquel día cuando me hacía algún lejano acento de tu labio, al llegarme, emblanquecer el rostro? En otros tiempos. Ya se fueron tus días, dulce amor. Pasaste. A otros hoy les toca pasar por esta tierra y habitar estas lomas perfumadas. Mas rápida pasaste; y como un sueño fue tu vida. Danzabas; en la frente te lucía la dicha, y en los ojos el confiado imaginar, el brillo de juventud, cuando sopló el destino, y yaciste. ¡Ay, Nerina! El viejo amor reina en mi pecho. Si es que a una tertulia o a alguna fiesta voy, para mí mismo digo: ¡oh Nerina!, ya no te aderezas, ya no acudes a fiestas ni a tertulias. Si vuelve mayo, y ramos y cantares los novios les van dando a las muchachas, digo: Nerina, para ti no vuelve
nunca la primavera, amor no vuelve. Cada día sereno o florecido prado que miro, o gozo que yo siento digo: Nerina ya no goza; el aire y los campos no ve. ¡Pasaste, eterno mi suspirar! ¡Pasaste! Y compañera será ya de mis sueños, de mi tierno sentir, de las queridas y las tristes emociones, la amarga remembranza. Versión de Luis Martínez de Merlo
Canto XXIV
La calma después de la tormenta
Pasó ya la tormenta; los pájaros gorjean; la gallina ha tornado al camino y vuelve a cacarear. Sereno el cielo surge a Poniente, sobre la montaña; despéjanse los campos y aparece en el valle el claro río. Todo pecho se alegra; en todas partes renacen los rumores; el trabajo prosigue. A contemplar el cielo, el artesano, obra en mano, cantando, asómase a la puerta; sale la joven a coger el agua de la reciente lluvia; repite el verdulero de camino en camino el cotidiano grito. He ahí el sol que retorna y que sonríe por pueblos y colinas. Los balcones y las terrazas abre la familia ; en el sendero escúchase a lo lejos
tintinear de esquilas; cruje el carro del viajero que sigue su camino. Todo pecho se alegra. ¿Cuándo tan dulce y grata es como ahora la vida? Con tanto amor, el hombre, ¿cuándo se da a su estudio, torna al trabajo, o nueva cosa emprende? ¿Cuándo se acuerda menos de sus males? Placer, de afanes hijo; vano goce, que es fruto del pasado temor, donde temblaba de espanto ante la muerte el que odiaba la vida; donde, en largo tormento, fría, callada y pálida, palpitaba la gente, contemplando desplomarse sobre ella viento, rayos y nubes. Naturaleza afable, las dádivas son éstas, son éstos los deleites que ofreces al mortal. Salir de penas goce es para nosotros. Penas derramas largamente; el duelo espontáneo surge, y los placeres que por milagro algunas veces nacen de los afanes, son gran suerte. ¡Humana prole cara a los dioses! Feliz casi si descansar te dejan de algún dolor; dichosa si la muerte te cura de ellos todos. Versión de Diego Navarro
El sábado en la aldea
Canto XXV
A la puesta del sol, la alegre niña torna de la campiña con su haz de yerba y el florido ramo en que lucen al par violeta y rosa, y que, inocente, apresta para adornar gozosa pecho y cabellos al llegar la fiesta. A par con la vecina siéntase a hilar en el umbral la anciana volviendo el rostro al astro que declina, y se transporta a la estación lejana cuando, aún fresca doncella, danzaba al terminarse la semana, con sus amigas de la edad más bella. El aire se obscurece, se matizan de azul los horizontes, y descienden las sombras de los montes cuando la luna cándida aparece. La torre de la villa la fiesta anuncia, y sus alegres sones bajan a confortar los corazones. Sobre la plaza la vivaz cuadrilla de rapaces gritando y aquí y allí saltando, alza rumor que anima y alboroza; mientras silbando el labrador regresa y sentado a su mesa con el descanso que prevé, se goza. Cuando el silencio con la sombra crece y toda luz fenece, oigo el martillo que tenaz golpea en el taller, do el oficial se afana por dejar terminada la tarea antes de que despunte la mañana.
Este es de la semana el más hermoso y el postrero día. Mañana tornarán fastidio y pena, y a la habitual faena cada cual volverá como solía. ¡Jovencillo gracioso! Tu dulce edad florida es como un día de alborozo lleno, día claro y sereno, que precede a la fiesta de tu vida. ¡Goza, gózalo pues! Edad de flores, suave estación es esta: nada más te diré; pero no llores si se retarda tu anhelada fiesta. Versión de Antonio Gómez Restrepo
Canto XXVI
El pensamiento dominante
Poderoso, dulcísimo dominador de mi profunda mente; terrible, mas querido don del cielo; consorte de mis lúgubres días, pensamiento que siempre ante mí tornas. De tu natura arcana, ¿quién no habla? Su influjo entre nosotros, ¿quién no siente? Mas siempre que al decir sus efectos la humana lengua el sentir propio excita, nuevo parece por lo que razona. ¡Cuán desierta mi mente
quedó desde el instante en que tú la escogiste por morada! Raudos como el relámpago, de en torno todos mis pensamientos se alejaron. Lo mismo que una torre en solitario campo, estás solo, gigante, en medio de ella. ¡En qué, fuera de ti, se han convertido las obras terrenales, toda la vida entera ante mis ojos! ¡Qué intolerable hastío el ocio acostumbrado, la del vano placer vana esperanza, al lado de ese gozo, gozo celeste que de ti procede! Como desde las rocas del Apenino abrupto a un campo verde que lejano ríe los ojos vuelve ansioso el peregrino, tal yo del rudo y seco mundano conversar, ávidamente regreso a ti como a un jardín ameno y restauro a tu lado mis sentidos. Me parece increíble que la vida infeliz y el necio mundo durante tanto tiempo sin ti haya soportado; entender no consigo que por otros deseos de ti distintos, haya quien suspire. Jamás desde el momento en que entender la vida lograr pude turbó mi pecho el miedo de la muerte. Hoy me parece un juego la que el inepto mundo,
loando a veces, aborrece y teme, necesidad extrema; y si acaso el peligro se presenta, arrostro sonriendo su amenaza. Siempre al cobarde, al alma miserable y abyecta desprecié. Y hoy cualquier acción indigna me hiere los sentidos; desdén siente mi alma por todo ejemplo de vileza humana. A esta edad orgullosa que se nutre de huecas esperanzas y ama lo vano y la virtud combate, que clama por lo útil y no ve que la vida por eso en más inútil se convierte, superior yo me creo. Me burlo del humano juicio; al vulgo que el bello pensamiento desdeña, pisoteo con desprecio. Ante aquello que inspiras, ¿qué otro afecto no cede? Más aún, ¿qué otro afecto asiento tiene aquí entre los mortales? Avaricia, desdén, odio, soberbia, ansias de honor, de mando, ¿qué son sino caprichos comparados con él? Sólo un afecto vive en nosotros; uno, poderoso, que dieron eternas leyes al humano pecho. Valor no tiene, ni razón la vida, sino por él, que para el hombre es todo; sola disculpa al hado que al mortal en la tierra
puso para sufrir sin otro fruto; sólo por quien a veces, no la estúpida gente, al alma digna la vida es más hermosa que la muerte. Por alcanzar tu gozo, pensamiento, probar humanas ansias y sufrir muchos años esta vida mortal, no ha sido indigno; volvería de nuevo, experto como soy de nuestros males, hacia tu meta a recorrer la senda; que tras la arena y tras la viperina picada, tan cansado por el mortal desierto nunca llegué hasta ti que nuestras penas vencer no lo creyera un bien muy alto. ¡Oh qué mundo, qué nueva inmensidad, que edén aquel a donde frecuentemente tu sublime hechizo me elevó, donde errando bajo otras luces que las habituales, mi terrenal estado y toda realidad echo en olvido! Tales son, imagino, los sueños de los dioses. ¡Ay! Un sueño que en parte la verdad realza, eres tú, dulce pensamiento; sueño y error. Mas tu naturaleza, entre gratos errores, divina es; tan viva y poderosa que junto a la verdad, tenaz, perdura y a menudo se iguala, disipándose sólo con la muerte. Tú, pensamiento mío, tú tan sólo, vital para mis días,
causa dilecta de infinitas ansias, conmigo morirás cuando me muera; dentro del alma las señales siento de que tú por señor me fuiste dado. Otros dulces engaños la realidad solía desvanecer. Cuando de nuevo vuelvo a contemplar a aquella de quien contigo vivo razonando, crece aquel gran deleite, crece el delirio por el que respiro. ¡Angélica hermosura! Cualquier hermoso rostro me parece casi fingida imagen que a tu rostro imitó. Tú, sola fuente de toda donosura; tú, la sola belleza verdadera. Desde que pude verte, ¿ de mi solicitud último objeto no fuiste tú? ¿Cuánto pasó del día sin que pensara en ti? En los sueños míos, tu soberana imagen ¿cuántas veces faltó? Bella cual sueño, aparición angélica, en la terrena estancia, en la altura de todo el universo, ¿qué espero yo, qué pido, que sea más bello que los ojos tuyos, que sea más dulce que tu pensamiento? Versión de Diego Navarro
Amor y muerte
Canto XXVII
El amado del cielo muere joven Menandro Hermanos a la vez creó la suerte al amor y a la muerte. Otras cosas tan bellas en el mundo no habrá ni en las estrellas. Nacen de aquél los bienes, los placeres mayores que en el mar de la vida el hombre halla; y todos los colores, todo mal borra ella. Bellísima doncella, de dulce ver, no como se la imagina la cobarde gente, al tierno Amor le hace compañía frecuente, y el camino mortal juntos recorren y a todo corazón más sabio que el herido de amor, ni que la vida infausta más desprecie, ni que por otro dueño como por éste los peligros busque; donde tu llama prende, amor, nace el aliento o se despierta; y su saber en obras, no, como suele, en pensamiento vano, muestra el linaje humano. Cuando encendidamente nace dentro del alma un afecto amoroso, juntamente con él un misterioso lánguido anhelo de morir se siente; cómo, no sé; mas ésta es la primera señal del verdadero amor potente. Quizás a la vista entonces espanta este desierto; acaso espera
el mortal que ha de hallar inhabitable la tierra sin aquella nueva, sola, infinita felicidad que su pensar figura; mas presintiendo el corazón por ella terrible tempestad, quietud ansía y refugio apetece, ante el fiero deseo que en torno ruge y todo lo oscurece. Cuando lo envuelve todo la formidable fuerza y fulmina en el alma afán constante, ¡cuántas veces te implora con intenso deseo, oh dulce muerte, el dolorido amante! ¡Cuántas veces, oh, cuántas a la noche o al alba abandonándose rendido juzgó gran dicha que jamás pudiera despertar de su sueño ni ver la luz amarga nuevamente! Y al son a veces de la triste esquila, del canto que conduce a los que mueren al eterno olvido, con suspiros ardientes de lo íntimo del pecho envidia tuvo de aquel que bajo tierra a habitar iba. Hasta la tosca plebe, el labriego, que ignora toda virtud que del saber deriva, hasta la joven tímida y esquiva, que de la muerte al nombre sentía sus cabellos erizarse, contemplan ya la tumba y el sudario con un mirar de fortaleza lleno, y en hierro y en veneno meditan largamente, y aun en su indocta mente
la gentileza del morir comprenden. Tanto a la muerte inclina de amor la disciplina. Y es frecuente que la interna pasión llegue a tal punto que la fuerza vital no se sostenga, y ceda el cuerpo frágil a la terrible lucha, y de esta suerte por fraterno poder triunfe la muerte, o tanto instigue amor en lo profundo del corazón que el tosco campesino y la tierna doncella con mano violenta su carne juvenil den a la tierra. Ríe entonces el mundo, al que el cielo vejez y paz consienta. Al ferviente, al dichoso, al animoso ingenio conceda el hado alguno de vosotros, dulces dueños, amigos del humano linaje, cuyo poder no hay quien aventaje en el mundo, pues sólo la potencia del hado es superior a vuestra esencia. y tú, a quien ya desde mis verdes años honrando siempre invoco, bella muerte, piadosa tan sólo tú de la aflicción terrena, si celebrada fuiste alguna vez por mí, si del mezquino vulgo la ofensa a tu esplendor divino enmendar un día quise, no tardes más, mis ruegos vehementes escucha, ¡cierra mis ojos tristes para siempre a la luz, reina del tiempo! Me hallarás ciertamente, a cualquier hora en que tus alas hacia mí despliegues,
levantada la frente, apercibido, resistiendo al destino; la mano que al herirme se colora con mi sangre inocente no he de colmar de elogios ni bendecir, cual hace por antigua ruindad la humana gente; toda vana esperanza en que se engañan como niños los hombres, todo necio consuelo desecharé, y a nadie en tiempo alguno, ¡oh muerte!, he de aguardar sino a ti sola; tan sólo el día esperaré sereno en que decline adormecido el rostro en tu virgíneo seno. Versión de Fernando Maristany
A sí mismo
Canto XXVIII
Reposarás por siempre, cansado corazón! Murió el engaño que eterno imaginé. Murió. Y advierto que en mí, de lisonjeras ilusiones con la esperanza, aun el anhelo ha muerto. Para siempre reposa; basta de palpitar. No existe cosa digna de tus latidos; ni la tierra un suspiro merece: afán y tedio es la vida, no más, y fango el mundo. Cálmate, y desespera la última vez: a nuestra raza el Hado sólo otorgó el morir. Por tanto, altivo, desdeña tu existencia y la Natura y la potencia dura
que con oculto modo sobre la ruina universal impera, y la infinita vanidad del todo. Versión de Antonio Gómez Restrepo
Canto XXX Sobre un antiguo bajorrelieve sepulcral, donde una joven muerta está representada en el momento de partir, despidiéndose de los suyos ¿Dónde vas? ¿Quién te llama lejos de los que quieres, bellísima doncella? ¿Sola, peregrinando, el patrio techo abandonas tan pronto? ¿A estos umbrales regresarás? ¿Alegrarás un día a estos que hoy te están llorando en torno? Secos los ojos, de animoso porte, afligida te encuentras, sin embargo. Si grato o no el camino, si el retiro adonde vas es triste o alegre, por tu aspecto grave, mal se adivina. ¡Ay! No podría asegurar, ni acaso lo comprende el mundo aún, si en disfavor del cielo estás, o ser llamada afortunada o mísera tú debes. Muerte te llama, al comenzar del día su último instante. Al nido que abandonas no volverás. La vista de tu familia dejas por siempre. Está ése sitio al que vas, bajo tierra; allí residirás eternamente.
Feliz eres tal vez; mas quien contempla tu destino, pensando en sí, suspira. Mejor era, imagino, no ver la luz. Pero nacida cuando regiamente se extiende la belleza por los miembros y el rostro, y empieza todo el mundo a inclinarse ante ella desde lejos; al abrirse la flor de la esperanza, y mucho antes que en la alegre frente la lúgubre verdad relampaguee, como el vapor que se condensa en nube bajo formas fugaces a lo lejos disipándose apenas ha nacido, y cambiar el futuro por el silencio oscuro de la tumba, esto, si al intelecto feliz parece, invade de compasión el pecho al más constante. Madre dura y llorada desde el nacer de la familia humana, natura, pavorosa maravilla, que por matar engendras y amamantas, si es un daño la muerte prematura, di, ¿ cómo la permites en estos inocentes? Si es un bien, ¿por qué aciaga sobre todos los males al que parte y al que con vida queda haces inconsolable la partida? Mísera dondequiera que mire, que se vuelva o que se acoja esta sensible prole! Quisiste que engañosa fuese aún de la vida
la joven esperanza; de ansias llena la onda del tiempo; al mal único amparo la muerte, y este signo ineludible, esta ley inmutable Pusiste al curso humano. ¡Ay! ¿Por qué al menos. tras los arduos caminos, no nos diste una meta gozosa? Pero ella que por suerte futura siempre al vivir llevamos ante el alma; ella, a quien nuestros daños tan sólo la consuelan, vela con paños negros, ciñe de triste sombra, y, espantoso a la vista, más temible que el mar parece el puerto. Si desventura es este morir que tú destinas a aquellos que, inocentes y sin culpa, sin quererlo, abandonas a la vida, la suerte del que muere es preferible a la de aquel que siente morir a los que ama. Que si es cierto, como creo seguro, que desdicha es la vida y una gracia el morir, ¿quién, pues, podría desear que a los suyos el instante postrero les llegara, y quedar al fin solo y fuera de sí mismo, y ver desde el umbral cómo se aleja la persona querida junto a quien ha pasado tantos años, y decirle el adiós sin esperanza de encontrarla de nuevo por la senda del mundo, y luego, solitario, abandonado, mirando en torno los usuales sitios,
recordar la perdida compañía? ¿Cómo, ¡ay! , cómo, natura, no te importa arrancar de los brazos del amigo al amigo, del hermano al hermano, de los hijos al padre, de la amante a la amada, y, muerto uno, al otro conservar? ¿Cómo pudiste hacernos necesario el dolor de que, amando, sobreviva al mortal el mortal? Pero natura Jamás en sus acciones de nuestro mal o nuestro bien se cuida. Versión de Diego Navarro
Canto XXXI El retrato de una bella mujer esculpido en el monumento sepulcral de la misma Tal fuiste: hoy bajo tierra polvo, esqueleto eres. Sobre el fango, inmóvilmente colocado en vano, mudo, mirando de la edad el vuelo, está, de la memoria y del dolor custodio, el simulacro de la muerta hermosura. La mirada dulce, que hacía temblar si, como ahora, se fijaban en otro; el labio, donde el placer derramábase cual de urna llena; el cuello, circuído ya de deseo; la amorosa mano, que a menudo, al posarse, sintió helada la mano que oprimía, y el seno, ante el que todos se tornaban visiblemente pálidos, fueron un tiempo; huesos
y fango eres ahora; visión tan triste oculta hoy una piedra. A eso reduce el hado a aquello que creímos la más viva imagen celestial. Misterio eterno de nuestra vida. Inenarrable fuente de excelsos pensamientos y sentires, hoy triunfa la belleza, y parece, cual llama de natura inmortal en este yermo, de altísimos destinos, de afortunados reinos y áureos mundos esperanza segura dar al mortal estado; mañana leve fuerza en abyecto, soez y abominable trocará a lo que tuvo casi angélico aspecto, y también de las mentes desaparece aquello que admirable concepto suscitaba. Deseos infinitos y soberbias visiones crea en el pensamiento por natural virtud, docta armonía, y por un deleitoso mar, arcano yerra el humano espíritu como por divertirse osado nadador por el océano; mas si un discorde acento hiere el oído, en nada se torna aquel edén en un instante. Natura humana, ¿cómo, si polvo y sombra eres, si eres frágil y vil, sientes tan alto? Si gentil todavía,
¿por qué el más digno de tu pensamiento 55 es así de liviano y origen de razones despreciables? Versión de Diego Navarro
Canto XXXIII
El ocaso de la luna
Como en noche callada, sobre el campo argentado y la laguna, donde aletea el céfiro y mil aspectos vagos y objetos engañosos fingen lejanas sombras en las ondas tranquilas, en setos, lomas, villas y ramajes, junto al confín del cielo, tras de los Alpes o del Apenino o del Tirreno en lo hondo, cae la luna, y el mundo palidece; las sombras huyen, y una oscuridad envuelve monte y valle; ciega la noche queda, y, cantando con triste melodía, la última luz del fugitivo astro que fue su guía hasta ahora saluda el carretero en su camino, así también se aleja y la vida abandona la juventud. En fuga van sombras y ficciones de agradables engaños; se disipa la lejana esperanza en que mortal Natura se sustenta. Abandonada, oscura
queda la vida. En ella la mirada pone en vano el confuso caminante, en busca de un sendero que le lleve a una meta; y comprende que en la mansión humana en un extraño ya se ha convertido. Harto alegre y dichosa nuestra mísera suerte pareciera, si el juvenil estado, en donde un goce es fruto de mil penas. durase todo el curso de la vida. Dulcísimo decreto el que a todo animal condena a muerte, si en medio del camino no surgiesen dolores aun más terribles que la muerte misma. De mentes inmortales hallazgo digno, extremo de todo mal, fué para los eternos la vejez, donde se halla intacta el ansia, la esperanza extinta, secas las fuentes del placer, las penas So mayores siempre, sin hallar ventura. Llanuras y colinas, caído el esplendor que al occidente el velo de la noche plateaba, huérfanas largo tiempo no quedaréis, que por el otro lado pronto veréis el cielo de nuevo clarear, surgir la aurora, y el sol apareciendo detrás de ella y fulgurando en torno con poderosos rayos, de lúcidos torrentes os bañará, ya los etéreos campos. Mas la vida mortal, cuando se extingue
la hermosa juventud, no se ilumina jamás con otras luces ni otra aurora. Viuda será hasta el fin; oscura noche que a las otras edades marcan los dioses como sepulturas. Versión de Diego Navarro
Canto XXXV
Imitación
Lejos del propio ramo, pobre boja delicada, ¿adónde vas? Del haya allá donde nací, me arrancó el viento. Él, retornando, al vuelo del bosque a la campiña, del valle a la montaña me conduce. Con él, perpetuamente, voy peregrina, y lo demás ignoro. Voy donde todo va, donde naturalmente va la hoja de rosa y la hoja del laurel. Versión de Diego Navarro
Canto XXXVI
Pasatiempo
Cuando muchacho vine a entrar en disciplina con las Musas. Una de ellas cogióme de la mano y durante aquel día en torno me condujo para ver su oficina.
Me mostró uno por uno los útiles del arte, y el distinto servicio a que cada uno de ellos se emplea en el trabajo de la prosa y el verso. Yo lo miraba, y dije: «Musa, ¿y la lima?» Y contestó la diosa: «La lima se gastó; ya no la usamos». Y yo: «Mas rehacerla es preciso, ya que es tan necesaria » . Y contestó: «Así es, mas falta tiempo».
Canto XXXVII
Fragmento
ALCETA Oye, Meliso: he de contarte un sueño de esta noche, que vuelve a mi memoria al contemplar la luna. Yo me hallaba en la ventana que da al prado, a lo alto mirando, y he aquí que de improviso la luna se desprende, y me parece que cuanto en su caer va aproximándose tanto crece a la vista; en fin, que vino a dar de golpe en medio el prado; y era tan grande como un cántaro, y de chispas vomitaba una niebla, que chirriaba cual carbón encendido que en el agua se sumerge y se extingue. De este modo, la luna, como he dicho, sobre el campo se apagó poco a poco, ennegreciéndose, y alrededor las yerbas humeaban. Vi entonces que en el cielo había quedado un vislumbre, una huella o bien un nicho
donde ella fué arrancada, de manera que me helé de terror, y aun me estremezco. MELISO Y bien has de temer, que fácil cosa fuera caer la luna entre tu campo. ALCETA ¿Quién lo sabe? ¿No vemos en verano las estrellas caer? MELISO Tantas estrellas hay, que no importa que una u otra caiga, si mil han de quedar. Pero la luna está sola en el cielo, y de ninguno nunca caer fué vista sino en sueños. Versión de Diego Navarro
Canto XXXVIII
Fragmento
Aquí, vagando del umbral en torno, la lluvia y la tormenta invoco en vano, para que la retenga en mi morada. Bramaba el huracán en la floresta y el trueno retumbaba entre las nubes, antes que el alba iluminase el cielo. ¡Oh amadas nubes, cielo, tierra, plantas!, parte mi amor: piedad, si en este mundo piedad existe para un triste amante. ¡Despierta, torbellino, y trata ahora
de envolverme, oh turbión, hasta el momento que en otra tierra el sol renueve el día! Se aclara el cielo, cesa el viento, duermen las hojas y la yerba, y, deslumbrado, de llanto el crudo sol llena mis ojos. Versión de Diego Navarro
Canto XLI
Del griego de Simonedes
Que humana cosa dura poco tiempo es máxima muy cierta, dice el viejo de Quíos, que la misma natura tiene el hombre y las hojas. Mas esta voz muy pocos oyen. A la esperanza inquieta, hija de juveniles pechos, todos le dan asilo. Mientras rojas las flores de nuestra edad acerba son, el alma orgullosa cien dulces pensamientos nutre en vano, ni muerte espera, ni vejez; ninguna dolencia al hombre sano preocupa. Mas tonto es quien no mira cuán presto juventud emprende el vuelo. Y cómo de la cuna cercano está el sepulcro. Tú, que el pie pondrás pronto en el fatal camino de la sede plutónica, a los goces presentes tu breve edad confía. Versión de Diego Navarro