GRANDES BIOGRAFÍAS PLANETA DeAGOSTINI - — m
PIZARRO y la conquista del Perú
GRANDES BIOGRAFÍAS PLANETA DeAGOSTINI
Descubrimientos y viajes
P IZ A R R O
y la conquista del Perú Carlos I concedió a Pizarro y a sus socios, Almagro y Luque, el derecho a conquistar Perú. Con 180 hombres se enfrentó al poderoso imperio inca, hizo prisionero a Atahualpa y, tras recibir un fabuloso tesoro por su res cate, lo mandó ejecutar. Después entró en Cuzco y ordenó la coronación de Manco Inca. Almagro, en conflicto con él por la posesión de Cuzco, fue ven cido y ejecutado. Más tarde, los par tidarios de Almagro se sublevaron y asesinaron a Pizarro.
PIZARRO y la conquista del Perú
PLANETA D^AGOSTINI
D irector general: Carlos Fernández D irector editorial: Virgilio Ortega D irector general de producción: Félix García Coordinación: Carlos Do rico Diseño cubierta: Hans Romberg C obertura gráfica: Jordi Royo
Fotografía de la cubierta: Aisa © Raygor, S. L. © de esta edición Editorial Planeta-De Agostini. S. A. (1995) Aribau, 185. 08021 Barcelona ISBN: 84-395-4178-3 ISBN Obra completa: 84-395-3812-X Depósito legal: B .43.461-1994 Imprime: Cayfosa, Santa Perpetua de Mogoda (Barcelona) Distribuye: Marco Ibérica Distribución de Ediciones, S. A. Carretera de Irún, km 13,350 variante de Fuencarral - 28034 Madrid Printed in Spain - Impreso en España
INDICE
Páginas
Introducción ........................................................ I. La civilización de los Incas ...................... II. El descubrimiento del Perú ..................... III. La captura del Inca ................................. IV. La insurrección general ........................... V. Pizarro contra Almagro ........................... VI. Muerte de Pizarro .................................... VII. La rebelión del último Pizarro ................ VIII. La misión de La Gasea ...........................
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INTRODUCCION
no es fácil hoy arrancar a la pluma páginas tejidas de elogios para una empresa de las enormes dimensiones que al canzó y de las tremendas consecuencias que tuvo la acometida por Pizarra, Almagro y Luque allá por el año 1522. Tampoco hay, quizá, motivos suficientes para cargarla con espesas tintas negras hechas para emborronar famas, descalificar intenciones o censu ras conductas. Porque, ¿quién puede arrogarse el derecho a medir a los demás con la vara de las propias limitaciones? Mas tampoco puede nadie pri varnos del derecho a hacernos a nosotros mismos y a los demás una pregunta tan sencilla como compro metida: todo eso, ¿para qué? Por nuestra parte, mientras la Historia se encarga de disputarse la manzana de la discordia, que unas veces es leyenda negra y otras es leyenda blanca, vamos nosotros a acompañar a Francisco de Pizarro, a sus amigos y a sus enemigos, por las anchuras y las profundidades de su largo recorrido desde Panamá hasta el corazón del Imperio inca. De paso, quizá consigamos desentrañar algún que otro misterio de los muchos que todavía envuelven la llamada cultu-
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INCERAMENTE
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ra inca y de las culturas sobre las que ésta se asenta ba. Conseguiremos, por añadidura, compartir las ale grías y las angustias, las heroicidades y las miserias, las grandezas y las ruindades de un puñado de hombres que soñaron con la gloria y las riquezas y que, llegados a un punto que ya no dejaba portillos abiertos para la vuelta atrás, lucharon por la super vivencia. Hay momentos en que el lector, superan do cualquier otra consideración, se identifica con to dos y con cada uno de los personajes sometidos, al ternativamente, a situaciones limite. Se dará el caso de que unas veces se pondrá de parte de uno y en contra de otro, y unas páginas más adelante habrán cambiado sus posiciones. Unas veces estará con Pizarro y los pizarristas, y otras con Almagro y los almagristas; unas veces se identificará con Atahualpa y otras con Huáscar; unas veces simpatizará con los españoles y otras con los indios. ¿Le sucederá lo mismo cuando le toque tomar partido frente a los enviados por la lejana metrópoli para poner orden y recoger los frutos, pocos o muchos, de aquella aven turaf Y malo será que, al final, no se sienta tentado a preguntarse: ¿y todo esto de qué les valió a los con quistadores de un imperio que vino a ampliar los límites de otro imperio? ¿De qué les valió y para qué valieron las muertes, tan violentas como inúti les, de Almagro y de Pizarro? Unas cuantas páginas más de violencia de las muchas que se escribieron y se siguen escribiendo en el ya viejo Nuevo Mundo.
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I LA CIVILIZACION DE LOS INCAS
imperio del Perú en la época de la conquis ta española a principios del siglo XVI, se ex tendía a orillas del océano Pacífico, desde el segundo grado de latitud norte al treinta y siete de latitud sur, siguiendo el límite occidental actual de las repúblicas de El Ecuador, Perú, Bolivia y Chile. Su anchura es más difícil de determinar: si sus lími tes occidentales estaban marcados por el gran Océano, se extendía hada el este, en muchos pun tos, mucho más allá de los montes, hasta confinar con los países bárbaros cuya situación exacta es desconocida. Antes de la época de los Incas, habitaba el país una raza de civilización avanzada, originaria de los alrededores del lago Titicaca. ¿Qué raza era ésta?, ¿de dónde procedía?; nada se ha podido saber. Un idéntico misterio envuelve el origen de los Incas. Los pueblos salvajes del Perú, sin ningún principio de conexión entre ellos, fueron cayendo un día uno, otro día otro, ante las armas victoriosas de los In cas. Estos implantaron el orden, y una etapa de gran prosperidad comenzó para el Perú. Cuzco se con virtió en la metrópoli de una grande y floreciente L
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monarquía. Se construyó una enorme fortaleza en su recinto. Asombra pensar que esas piedras fueron talladas por un pueblo que desconocía el uso del hierro y que fueron transportadas, sin la ayuda de bestias de carga, atravesando ríos y barrancos. En sus primeros años, el vástago real inca era confiado en manos de los sabios que le enseñaban las más variadas ciencias, así como el ceremonial concerniente al culto. Se cuidaba mucho también su educación militar. Aunque el monarca peruano se hallaba situado muy por encima de sus más encumbrados súbditos, a veces se dignaba descender hasta ellos y se ocupa ba personalmente de comprobar las condiciones de vida de las clases inferiores. Pero el medio más efi caz de que disponían los Incas —ya que el nombre sagrado de Inca se aplicaba indistintamente a todos los que descendían por línea paterna de la monar quía— para comunicarse con su pueblo, era el de viajar por el interior del imperio. Estos viajes se efectuaban, con intervalos de varios años, con gran pompa y magnificencia. La nobleza dçl Perú constaba de dos órdenes: el jrimero, y con mucho el más importante, era el de os Incas que, honrándose de su común origen con a monarquía, vivían, por así decirlo, bajo los re flejos de su gloria. Disfrutaban de muchos privile'ios, usaban vestiduras especiales, hablaban un diaecto peculiar y la mejor parte de la renta pública estaba destinada a su mantenimiento. Hasta las mis mas leyes, generalmente severas, no parecían haber sido hechas para ellos: el pueblo, haciendo extensi va a toda la casta una parte del carácter sagrado aue pertenecía al soberano, consideraba que un noble Inca era incapaz de cometer un delito. El segundo orden de la nobleza era el de los Curacas, caciques de las naciones conquistadas o sus descendientes. El gobierno, por lo general, los
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mantenía en sus cargos, pero exigiéndoles que visi tasen de vez en cuando la capital y que sus hijos fuesen criados en ella, en garantía de su fidelidad. El poder de los Curacas se transmitía casi siempre de padres a hijos, aunque algunas veces era el pue blo el que elegía su sucesor. Su autoridad era gene ralmente local, y siempre estaba subordinada a la jurisdicción territorial de los poderosos gobernado res que se designaban entre los Incas. El nombre de Perú no era conocido de los indí genas. Le fue dado, se dice, por los españoles y procede de una errónea interpretación de una pala bra india que significa «río». Sea cual sea su origen, lo cierto es que los indígenas no tenían otra deno minación para designar a las numerosas tribus y naciones reunidas bajo el cetro de los Incas que la de «Tahuantinsuyo, o las cuatro partes del mun do». El reino, en efecto, de acuerdo con su nombre, se hallaba dividido en cuatro partes, cada una de ellas distinguida con un nombre peculiar y a cada una de las cuales conducía una de las grandes vías que partían de Cuzco, capital de la monarquía pe ruana. Cada una de estas grandes provincias estaba bajo el mando de un virrey o gobernador que la administraba con la ayuda de uno o varios consejos para los diferentes departamentos. Estos virreyes pasaban por lo menos una parte de su tiempo en la capital en la que formaban, para el Inca, una especie de Consejo de Estado. El pueblo, además, estaba dividido en cuerpos de cincuenta, cien, quinientos y mil habitantes, cada uno de los cuales era vigilado por un oficial. En fin, todo el imperio estaba repar tido en secciones o departamentos de diez mil habi tantes, cada uno de los cuales tenía un gobernador, elegido entre la nobleza Inca, que ejercía un control sobre los Curacas y los demás funcionarios territo riales del distrito. Las leyes no eran muchas, pero de una extremada
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severidad. Se referían casi exclusivamente a materias criminales. N o hacían falta muchas más a un pue blo que no disponía de dinero, que practicaba poco el comercio y no tenía nada que se pudiera conside rar como propiedad privada. La blasfemia y las im precaciones contra el Sol o el Inca eran castigadas con pena de muerte. La sociedad inca El territorio del imperio estaba repartido en tres partes: una para el Sol, otra para el Inca, y la última para el pueblo. Las tierras asignadas al Sol produ cían una renta que se aplicaba a la conservación de los templos, a la celebración de las suntuosas cere monias de culto peruano y al mantenimiento de una numerosa clase sacerdotal. Las reservadas al Inca servían para sostener la dignidad real, así como la del copioso personal de su casa y de su parentela y para atender a las necesidades del gobierno. El resto de las tierras *se repartía entre el pueblo en jartes iguales. El territorio era cultivado en su totaidad por el pueblo. En primer lugar se ocupaba de as tierras pertenecientes al Sol. Luego se labraban as tierras de los ancianos, de las viudas y los huér fanos, así como las de los soldados en activo, en una palabra, de todos los miembros de la sociedad que, a consecuencia de alguna deficiencia corporal o por cualquier otra causa, no se hallaban en situa ción de ocuparse de sus propios asuntos. Después de estos, los habitantes tenían libertad para trabajar su propio feudo, cada uno para sí, pero con la obligación general de ayudar a sus veci nos cuando alguna circunstancia, por ejemplo la carga de una familia numerosa, así lo exigía. El sistema aplicado para las tierras se empleaba también en la industria. Los rebaños de llamas, u 12
ovejas del Perú, pertenecían en exclusiva al Sol o al Inca. Eran innumerables y estaban repartidos por las distintas provincias, sobre todo en las regiones frías del país, en las que se confiaban al cuidado de pastores experimentados que los llevaban a pastos diferentes según la estación. Al llegar la época, se procedía a la esquila general de la lana, la cual era depositada en almacenes públicos. Luego se distri buía entre las diferentes familias, de acuerdo con las necesidades de cada una, y éstas la entregaban a sus mujeres, que hilaban y tejían a maravilla. Una vez hecho esto, y después de que toda la familia se hallaba provista de unas vestiduras toscas, pero abrigadas, adecuadas al clima frío de las montañas, el pueblo tenía la obligación de trabajar para el In ca. La cantidad de tela exigida, así como la clase y la calidad, eran determinadas en Cuzco. Todo el mundo encontraba ocupación, desde el niño de cin co años a la anciana cuyos achaques no le impedían hilar el copo. Todas las minas del reino pertenecían al Inca. Eran explotadas en su único y exclusivo provecho por gentes familiarizadas con este tipo de trabajo y escogidas en los distritos en que estaban situadas las minas. Todo peruano de la clase inferior era labra dor y, a excepción de los que hemos mencionado anteriormente, debían proveer a su propia subsis tencia cultivando su parcela de terreno. Sin embar go, a una pequeña parte de la sociedad se le enseña ban las artes aplicadas, algunas de las cuales estaban destinadas a satisfacer las exigencias del lujo y la elegancia. Las diversas provincias del país suminis traban gentes especialmente idóneas para los dife rentes oficios, los cuales se transmitían generalmen te de padres a hijos. Una pane de los productos agrícolas o manufac turados era llevada a Cuzco para atender a las de mandas inmediatas del Inca y de su Corte, pero la 13
mayor parte de ellos era conservada en las diferen tes provincias. Los impuestos que debía soportar el pueblo del Perú, parece que eran bastante fuertes. El solo de bía proveer a su subsistencia y, además, al manteni miento de los demás órdenes del Estado. Los miembros de la casa real, los grandes señores e in cluso los funcionarios públicos y el cuerpo sacerdo tal, que eran todos numerosos, estaban exentos de gravámenes. Lo peor, sin embargo, para el pueblo peruano, era que no podía mejorar su condición. Su trabajo era para los demás en mayor proporción que para él mismo. Como carecía de moneda y tenía muy pocas propiedades, pagaba sus impuestos en prestación personal. Es éste el lado más sombrío del cuadro. Si bien nadie podía enriquecerse en el Perú nadie podía, en cambio, empobrecerse. La ley tendía constantemente a favorecer una industria re gular y a llevar con prudencia todos los negocios. El sistema de comunicaciones, que era ya muy importante, quedó aún más perfeccionado con la introducción de las postas, siguiendo el sistema puesto en práctica por los aztecas. Sin embargo, las postas peruanas, establecidas en todas las grandes vías que llevaban a la capital, estaban ordenadas siguiendo un plan mucho más vasto que las de Mé xico. A lo largo de los caminos se elevaban unos pequeños edificios, distantes unos ocho kilómetros entre sí, en cada uno de los cuales había un cierto número de corredores llamados chasquis, para transportar los despachos del gobierno. Estos des pachos eran verbales o transmitidos por medio de quipus y algunas veces iban acompañados de un hilo de la franja carmesí que ornaba la frente del Inca; este hilo exigía la misma deferencia que lleva ba implícita el anillo de un déspota oriental. Debido a estas sabias medidas de los Incas, los extremos más lejanos del larguísimo territorio pe 14
ruano estaban hábilmente aproximados entre sí. No podía estallar el menor movimiento insurreccional, ningún enemigo podía invadir las fronteras más alejadas sin que la noticia llegase inmediatamente a la capital y que los ejércitos imperiales se pusiesen en marcha por los bien cuidados caminos del país para contenerlos; pues, a pesar de las protestas del pacifismo de los Incas y de que la misma tendencia conformaba sus instituciones domésticas, estaban constantemente en guerra. Gracias a la guerra su estrecho territorio se había ¡do convirtiendo, poco a poco, en un poderoso imperio. Los soberanos del Perú desconfiaban de la apa rente sumisión de sus nuevas conquistas. Retenían en la capital, como ya hemos visto, a los primogé nitos de los caciques enemigos, como garantía de su fidelidad; además, como el hecho de no poder en tenderse siempre con sus nuevas provincias plantea ba algunas dificultades, decidieron implantar un idioma uniforme, el quichua, proclamando, al mis mo tiempo, que nadie que no hablase dicha lengua podría ser designado para ocupar cargos que com portasen honores y beneficios. Había, sin embargo, otro medio aún empleado por los Incas para asegu rarse la lealtad de sus súdbitos. Si una parte de la población de una región recientemente conquistada daba muestras de una terca resistencia, solía hacerse emigrar a un grupo importante de habitantes, diez mil o más individuos, a un extremo alejado del im perio, habitado por vasallos de lealtad acrisolada. Una igual cantidad de estos últimos era transferida al territorio desalojado por los emigrantes. El objetivo final de estas instituciones era la paz interior, pero al parecer, ésta sólo se podía conse guir por la guerra en el exterior. Tranquilidad en el seno de la monarquía, guerra en sus fronteras, tal era la situación del Perú. Con estas guerras ocupaba a una parte de su población y, con la conquista y 15
civilización de sus vecinos bárbaros, aseguraba la tranquilidad de la otra parte. Todo rey Inca, aun que dulce y bondadoso en su comportamiento con sus súdbitos, era en esencia guerrero y mandaba en iersona a sus ejércitos. Cada reinado dilataba las romeras del imperio. Los años, en su transcurso, veían siempre regresar a la capital al monarca victo rioso, cargado de botín y seguido de un cortejo de jefes tributarios. La recepción que se le hacía era triunfal. La ciudad entera salía a rendirle honores, ataviada con los trajes vistosos y pintorescos de las diferentes provincias, con las banderas desplegadas y cubriendo de flores y hojas el camino del vence dor. El Inca, llevado en su silla de oro a hombros de los señores, se dirigía en solemne procesión y pasando bajo los arcos triunfales elevados en el trayecto, al gran templo del Sol. Una vez allí, y ya sin séquito (pues únicamente el monarca podía pe netrar en el sagrado recinto) el príncipe victorioso, despojado de sus insignias reales, descalzo y lleno de humildad, se acercaba al altar y ofrecía un sacri ficio de acción de gracias a la gloriosa divinidad protectora de la fortuna de los Incas. Terminada esta ceremonia, todo el pueblo se abandonaba a las mayores demostraciones de júbilo.
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Los dioses Además de al Sol, los Incas rendían culto a diver sos objetos relacionados de alguna manera con esta divinidad principal. Tales eran la Luna, su hermana y esposa; las estrellas, consideradas como formando parte de su cortejo celeste, si bien la más bella de ellas, Venus, conocida de los peruanos con el nom bre de Chasca o sea «el joven de los cabellos largos y rizados» fuese adorada como paje del Sol al que tan de cerca acompaña en su salida y en su ocaso. 16
También dedicaban templos al trueno y al rayo en los que reconocían a los temibles ministros del Sol y al arco iris, al que adoraban como una bella ema nación de su gloriosa divinidad. £1 pueblo incaico incluía, además, entre sus divi nidades inferiores, a muchas manifestaciones de la naturaleza, tales como los vientos, la tierra, el aire, las altas montañas y los grandes ríos que les produ cían una impresión de grandeza y poderío o a los que creían ejercer una influencia misteriosa sobre los destinos humanos. Pero el culto del Sol ocupaba especialmente a los Incas y era objeto de su prodigalidad. El más anti guo de los templos dedicados a esta divinidad se hallaba en la isla del lago Titicaca de donde habían surgido, se decía, los creadores de la raza real. Este santuario era respetado de una manera especial. To do lo que dependía de él, incluso los vastos campos de maíz que rodeaban el templo y formaban parte de su dominio, participaban de su santidad. La co secha anual era repartida en pequeñas porciones en tre todos los depósitos o silos públicos, para que su carácter sagrado santificase los demás productos al macenados en ellos. El más famoso de los templos peruanos, el orgu llo de la capital y la maravilla del imperio, se halla ba en Cuzco, donde la munificencia de toda una serie de soberanos lo había enriquecido de tal suer te que había merecido el nombre de Coricancha o «sitio del oro». A la cabeza de todo el clero del Coricancha y del resto del país se hallaba el Gran Sacerdote, o Willac Huma, como era nombrado. Tan sólo el Inca se hallaba por encima de él, y se escogía generalmente al Gran Sacerdote entre sus hermanos o parientes más próximos. Era designado por el monarca con carácter inamovible. A su vez, el Gran Sacerdote designaba a todos los empleados subalternos de su 17
orden. Aquellos de sus miembros que oficiaban en la Casa del Sol, en Cuzco, eran elegidos exclusiva mente entre individuos de la raza sagrada de los Incas. Las vírgenes del Sol, a las que se daba el nombre de las «elegidas», ofrecen una curiosa analogía con las instituciones católicas. Se trataba de muchachas i consagradas al servicio de la divinidad y a las que se separaba de sus familias desde su tierna infancia encerrándolas en conventos bajo la dirección de matronas de edad provecta llamadas mamaconas, que habían envejecido tras los muros de estos mo nasterios. Tan sólo el Inca y la Coya, o reina, po dían penetrar en el recinto sagrado. Su comporta miento era estrechamente vigilado y cada año se enviaban visitadores para inspeccionar estas institu ciones y dar informes sobre su disciplina. ¡Ay de la desgraciada convicta de haber tenido un devaneo! Según la severa ley de los Incas, debía ser enterrada viva, su amante estrangulado y la ciudad o el pue blo al que éste pertenecía, arrasada hasta sus ci mientos y su suelo «sembrado de piedras» para que no quedase ni la memoria de su existencia. La poligamia era autorizada a los grandes del Pe rú, lo mismo que a su soberano. El pueblo, en general, sea por la ley, sea por la necesidad más fuerte que la ley, se veía felizmente limitado a no tener más que una esposa. Los matrimonios se cele braban de una manera que les confería un carácter tan original como todas sus demás instituciones. Cada año, en un día fijado, se convocaba por todo el imperio a aquellos que se hallaban en estado de contraer matrimonio. El Inca presidía personal mente la asamblea de sus propios parientes y, to mando las manos de todas las parejas que debían ser unidas, juntaba unas con otras declarando a ambas partes marido y mujer. Ningún matrimonio era válido sin el consentimiento de los padres, de 18
biendo consultarse también las preferencias de los interesados. La ciencia no estaba destinada al pueblo, sino a la nobleza. «Sólo sirve para hinchar y volver vanas y arrogantes a las personas de rango inferior. Tales personas tampoco deberían inmiscuirse en los asun tos de gobierno, ya que ello haría caer en descrédi to a los altos cargos y causaría perjuicio al Estado.» Tal era la máxima favorita y con frecuencia repetida de Túpac Inca Yupangui, uno de los más célebres monarcas peruanos. Puede parecer extraño que se mejante máxima haya sido pronunciada alguna vez en el Nuevo Mundo, en donde las instituciones po pulares han sido establecidas a una escala más ex tensa de lo que jamás había sido visto antes. Esta máxima, sin embargo, se conformaba estrictamente con el genio de la monarquía peruana. Esta era la humillante situación en que se hallaba el pueblo bajo los Incas, mientras que las numero sas familias de sangre real gozaban del beneficio de todas las luces de la instrucción que podía suminis trarles la civilización de aquel país. Se les enseñaba a hablar su lengua con pureza y elegancia y se les instruía en la misteriosa ciencia de los Quipus que daba a los peruanos los medios para comunicar sus ideas y transmitirlas a las generaciones futuras. El quipu consistía en una cuerda de unos 60 cen tímetros de largo, compuesta de hilos de varios co lores, fuertemente retorcidos y de la que estaban suspendidos, a guisa de franja, una cierta cantidad de hilos más pequeños. Los hilos eran de colores diferentes y formaban nudos. Los colores indicaban objetos sensibles: por ejemplo, el color blanco re presentaba la plata y el amarillo, el oro. También designaban a veces ideas abstractas. Por ejemplo, el blanco significaba la paz y el rojo la guerra. Pero los quipus servían sobre todo para calcular. Los nudos hacían las veces de cifras y podían combinar 19
se para expresar cantidades, por muy elevadas que fuesen. Por medio de este sistema hacían sus cálcu los con gran rapidez y los primeros españoles que visitaron el país dejaron testimonio de su exactitud. En las ciudades más importantes estaban estable cidos los cronistas, cuya ocupación consistía en anotar los acontecimientos más importantes. Otros funcionarios de rango más elevado, generalmente los amantas estaban encargados de anotar la histo ria del imperio y eran escogidos para hacer la cróni ca de las grandes acciones del Inca reinante o de sus antecesores. El relato, así dispuesto, sólo podía ser comunicado por tradición oral, pero los quipus ser vían al cronista para ordenar los incidentes metódi camente y para ayudar a su memoria. La historia, una vez almacenada en la mente, quedaba grabada en ella de manera indeleble, por medio de una fre cuente repetición. El amanta la recitaba de esta suerte a sus alumnos. La misión de registrar los anales nacionales no estaba reservada exclusivamente a los amantas. Era compartida por los Haraveqnes o poetas, que esco gían los temas más brillantes para sus cánticos y sus baladas que se cantaban en los festejos reales y en la mesa del Inca. De esta suerte se fue formando un conjunto de poesías tradicionales gracias a las cua les el nombre de más de un jefe salvaje, que hubiera quedado olvidado, a falta de historiador, llegó a la posteridad en los versículos de una rústica melodía. Además de los tipos de composiciones ya men cionados, se dice que los peruanos mostraban algún talento para las representaciones teatrales. Las obras peruanas aspiraban al rango de composicio nes dramáticas, apoyadas en los caracteres y en el diálogo, basadas algunas veces en temas de interés trágico y otras en asuntos de carácter ligero, toma das de conflictos domésticos y emparentadas con la comedia. 20
La mente de los peruanos parece haber sido mar cada por una tendencia al refinamiento. Tenían una cierta idea de la geografía, en relación con su impe rio que, bien es verdad, era muy extenso y trazaban mapas con líneas en relieve para marcar los límites y las localidades, parecidas a las que emplean los ciegos. Se hubiera podido suponer que los Incas, los glo riosos hijos del Sol, habrían hecho un estudio espe cial de los fenómenos celestes y compuesto un ca lendario basado en principios tan científicos como sus vecinos menos civilizados. Pero si fueron me nos afortunados en la exploración del cielo, hay que conceder a los Incas que sobrepasaron a todas las demás razas americanas en su conquista y explo tación del suelo. Practicaban la agricultura según principios que, verdaderamente, se pueden conside rar como científicos, siendo la base de sus institu ciones políticas. Como carecían de comercio exte rior, era la agricultura la que les suministraba los medios para sus cambios interiores, la subsistencia y sus rentas. Ya hemos visto las notables medidas que tomaban para la distribución de la tierra en partes iguales entre las gentes del pueblo, exigiendo de cada individuo, con la excepción de las clases privilegiadas, su concurso para cultivarla. El mismo espíritu de economía agrícola que redi mía de la esterilidad a las rocas de la sierra, hacía que excavasen el suelo árido de los valles hasta en contrar una capa de humedad natural. Estas excava ciones, llamadas por los españoles hoyas o pozos, eran de gran tamaño, a veces de casi media hectárea y de una profundidad de cuatro a seis metros, ro deadas de un muro de adobes. En su fondo, bien preparado con un rico abono de sardinas —que tanto abundaban a lo largo de sus costas— se culti vaban varias clases de gramíneas y leguminosas. La política de los Incas, después de haber provis 21
to de los medios de irrigación alguna región desér tica, convirtiéndola así en terreno laborable, consis tía en trasladar a ella una colonia de mitimaes (ad venedizos) para que la cultivasen haciéndole produ cir las cosechas más adecuadas al terreno. El clima templado de las mesetas les suministraba el maguey (agave americana) especie de pita de la que cono cían casi todas las extraordinarias cualidades, aun que no la más importante, que es la de suministrar una materia prima para la fabricación del papel. El tabaco era también uno de los productos de estas altiplanicies. Los peruanos, sin embargo, diferían de todas las otras naciones indias que conocían esta planta, por emplearla únicamente como medicina, en forma de rapé. Más arriba, aún en las laderas de la Cordillera, pasados los límites del maíz y de la quinca, grano algo parecido al arroz y cultivado en gran escala por los indios, debía encontrarse la pa tata, cuyo introducción en Europa marcó una épo ca en la historia de la agricultura. Para sus manufacturas domésticas encontraban especiales ventajas en la utilización de una materia prima incomparablemente superior a todas las que poseían las demás razas del continente occidental. Sustituían el lino por un producto que sabían tejer como los aztecas, la fibra flexible del maguey. El algodón crecía en abundancia en las tierras llanas y tórridas de la costa y les suministraba una vesti menta adecuada a las latitudes cálidas del país. De las cuatro variedades de la oveja peruana, la llama, que es la más conocida, es la menos estimada por su lana. La llama se emplea sobre todo como bestia de caí nque si mayor que otras corta talla y sus escasas fuerzas no dan la impresión de que este animal sea adecuado a esta clase de trabajo. Se obtenía la mayor cantidad de lana, no de estos 22
animales domésticos, sino de otras dos especies, los ;uanacos y las vicuñas, que vagaban en libertad por as cimas heladas de la cordillera. Los animales sal vajes del bosque y de la montaña eran propiedad del gobierno, lo mismo que si hubieran estado en cerrados en un parque o en un redil. Su caza sólo se podía repetir en la misma parte del país cada cuatro años, concediéndoles este lapso de tiempo para cu brir las bajas ocasionadas por las cacerías. £1 gamo y algunos otros animales de la especie común de la oveja peruana eran matados. Sus pieles se destinaban a las manufacturas útiles y variadas a la que suelen aplicarse y su carne, cortada en delga das lonchas, se distribuía al pueblo que la convertía en Charqui, una especie de cecina típica, secada al sol, que entonces era el único alimento animal de las clases inferiores del Perú, y todavía constituye una de sus principales fuentes de nutrición. Los peruanos demostraban una gran habilidad en la fabricación de los diversos artículos destinados a la casa real, hechos con esa materia esponjosa que con el nombre de lana de vicuñá, se ha hecho fami liar en los telares de Europa. También los peruanos fabricaban un tejido muy fuerte y resistente mez clando a la lana el pelo de los animales, dándose maña también en la confección de hermosos tra bajos con plumas, aunque en esto fueron siempre superados por los mejicanos. Ya se ha hablado de las grandes cantidades de oro y plata labrados en diversos objetos útiles y elegantes destinados al uso de los Incas. Pero no se pueden comparar con las riquezas minerales de la tierra y de lo que ha sido extraído después, gracias a la avidez más sagaz y menos escrupulosa del hombre blanco. Los indios recogían el oro deposi tado por las corrientes de agua, sin tratar de pene trar en las entrañas de la tierra haciendo pozos. Se limitaban a escavar una caverna en los flancos es-
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carpados de la montaña o, todo lo más, abrían una vena horizontal de una profundidad moderada. Só lo conocían de manera imperfecta los medios de separar el metal precioso de la escoria con que apa recía mezclado y no tenían la menor idea de las propiedades del mercurio, metal que no es raro en el Perú, como amalgama para efectuar dicha des composición. Fundían el oro por medio de hornos construidos en sitios elevados y expuestos al viento, donde el fuego era atizado por las fuertes brisas de la montaña. La arquitectura peruana, que tenía también las características generales de un estado imperfecto de civilización, tenía asimismo su carácter particular, y este carácter era tan uniforme que todos los edifi cios del país parecen haber sido hechos con el mis mo molde. Generalmente estaban hechos de pórfi do o de granito, y con bastante frecuencia de ladri llos. Estos ladrillos, formando bloques cuadrados y de dimensiones mucho mayores que los nuestros, se hacían de una tierra blanda mezclada con juncos y hierbas flexibles, adquiriendo, cpn el tiempo, una dureza que los hacía igualmente resistentes a las tormentas y a los ardores, aún más destructores, del sol tropical. Los muros eran de un gran espesor, pero bajos, sin rebasar casi nunca los 3,50 a 4 me tros de altura. Raramente se hace mención de edifi cios de más de dos pisos. La arquitectura de los Incas se caracteriza, según dice un eminente viajero, «por la sencillez, la sime tría y la solidez». En efecto, los edificios de los Incas eran los adecuados a la naturaleza del clima y para resistir las terribles convulsiones de aquella tierra de volcanes. Lo bien pensado de sus planos queda demostrado por la gran cantidad de ellos que aún subsisten, mientras que las construcciones más modernas de los conquistadores han caído en rui nas. La mano de los conquistadores, en realidad, se 24
ha ensañado con esos venerables monumentos y en su obstinada persecución de supuestos tesoros ocultos ha causado muchas más ruinas que el tiem po y los terremotos. Queda todavía, sin embargo, una cantidad bastante considerable de estos monu mentos para interesar a los arqueólogos.
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II EL DESCUBRIMIENTO DEL PERU
A RECE cierto que el joven Pizarro fue de hu milde origen y que recibió pocas atenciones de sus padres. Creció a la buena de Dios. No le enseñaron ni a leer, ni a escribir y su ocupación principal consistía en guardar cerdos. Pero esta vida monótona dejó de interesar a la mente inquieta de Pizarro, cuando, hecho ya un hombre, oyó los rela tos del Nuevo Mundo, tan divulgados y tan seduc tores para una mente juvenil. Compartiendo el en tusiasmo general aprovechó el primer momento fa vorable para abandonar su humilde oficio y huir a Sevilla, donde se embarcaban los aventureros espa ñoles que iban hacia el oeste, en busca de for tuna. La primera vez que oímos hablar de él, en el Nuevo Mundo, es en la isla La Española, en 1510, en cuya fecha formó parte de la expedición del «Ruraba» a Tierrafirme, mandada por Alonso de Ojeda. Le encontramos más tarde asociado con Balboa y trabajando con él en la fundación del esta blecimiento de Darien. Después de la prematura muerte de su jefe, Pizarro se puso al servicio de Pedrarias, el cual le envió con distintas expedicio-
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nes militares. En 1515 fue escogido, junto con otro caballero llamado Morales, para cruzar el istmo y traficar con los indios de la costa del Pacífico. Pero todas estas expediciones le producían más gloria que provecho. A los cincuenta años, el capitán Pizarro tan sólo poseía una cierta extensión de terre nos insalubles en las cercanías de la capital y un repartimiento de indígenas que se juzgaba propor cionado a su hoja de servicios militares. Cuando, en 1522, regresó Andagoya de su inaca bada expedición al sur de Panamá, portador de in formes más abundantes de los que hasta entonces se tenían sobre la opulencia y la grandeza de los países situados en aquella dirección, Pizarro, interesadísi mo por los nuevos países, decidió partir. Por aquel entonces trabó conocimiento con Diego de Alma gro, soldado de fortuna de alguna más edad que él. Poco se sabe de él con anterioridad a la época en que comienza nuestra historia. Almagro se había ganado la reputación de valiente soldado. Era de carácter franco y liberal, bastante vio ento y muy apasionado. Pizarro conoció, al mismo tiempo que a Almagro, a Hernando de Luque, un eclesiástico español que ocupaba el cargo de vicario en Panamá y que había sido anteriormente maestro de escuela en la capital del Darien. Parece haber sido hombre de gran prudencia y, por su conocimiento del mun do, había adquirido gran influencia en la pequeña comunidad a la que pertenecía. Estos tres hombres se asociaron conviniendo entre ellos que, si bien los dos caballeros contribuirían, naturalmente, a los gastos de la expedición, la mayor parte de los fon dos necesarios sería aportada por Luque. Pizarro tomó el mando de la expedición y Almagro quedó encargado de aprovisionar y equipar los buques. Los asociados obtuvieron sin dificultad la autori zación del gobernador para su empresa.
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£1 primer intento Respaldado, pues, por los fondos de Luque y fortalecido con la autorización del gobernador, Al magro apresuró los preparativos del viaje. Se hizo la adquisición de dos pequeños barcos, el mayor de los cuales había sido construido por Balboa con el mismo objeto. Algo más difícil fue el reclutar la cantidad de hombres necesaria, ya que las expedi ciones que se preparaban en aquella dirección inspi raban un sentimiento general de desconfianza difícil de superar. Almagro reunió un cuerpo de poco más de cien hombres. Cuando todo estuvo listo, Pizarro tomó el mando y, levando anclas, zarpó del peque ño puerto de Panamá a mediados de noviembre de 1524. Almagro debía seguirle en un segundo barco más pequeño, tan pronto como pudiese aparejar. Después de doblar el puerto de Piñas, la nave entró en el de Perú. Habiendo remontado el río del mis mo nombre un par de leguas (unos 9 kilómetros), Pizarro echó el ancla, y desembarcando todas las fuerzas a excepción de los marineros, avanzó al frente de ellas para explorar el país. Avanzaron con dificultad a través de una espesa y entrelazada ma leza. El calor era, en algunos momentos agobiante. Agotados por el cansancio y extenuados por la falta de alimentos, los hombres caían al suelo, desfalleci dos. Este fue el siniestro comienzo de la expedición al Perú. Regresaron al barco y, descendiendo río abajo, prosiguieron su navegación hacia el sur, por el gran Océano. Después de costear algunas leguas más, Pizarro se vio obligado a echar el ancla nuevamente, des pués de haberse visto frenado en su avance por una serie de terribles tormentas. Completamente desco razonados por el aspecto del país, los españoles em pezaron a darse cuenta de que nada habían salido ganando dejando el mar por la costa y abrigaban 29
serios temores de morir de hambre en un territorio que no ofrecía como alimento más que las bayas malsanas que encontraban en sus bosques. Era inú til, decían, seguir luchando contra la suerte y era preferible tratar de regresar al puerto de Panamá a tiempo de salvar sus vidas que quedarse en un sitio donde inevitablemente morirían de hambre. Pero Pizarro estaba decidido a hacer frente a peores ma les antes que faltar a sus compromisos. Empleó, pues, todos los argumentos que podían atizar el orgullo y la avaricia de sus compañeros para impe dir que éstos abandonasen aquel proyecto. Sin em bargo, como tenían emperiosa necesidad de reavituaflarse, decidió enviar el barco, al mando de Montenegro, uno de sus ayudantes, a la isla de las Perlas para que les trajese las provisiones que les permitiesen reanudar su ruta con renacida confian za. Pasaron días y semanas sin que llegasen noticias del barco que debía traer socorros a los pobres aventureros. Más de veinte hombres de la expedi ción habían muerto ya y el resto parecía que iba a seguir pronto el mismo camino. En estos angustiosos momentos dijeron a Pizarro que se había visto una luz a través de una abertura en el fondo de los bosques. Poniéndose a la cabeza de un pequeño destacamento, salió en reconoci miento en la dirección que le habían indicado y llegó a un claro en el que se alzaba una aldea india. Sus tímidos habitantes, ante la súbita aparición de unos desconocidos, salieron aterrados de sus cho zas y los hambrientos españoles se apoderaron rá pida y ávidamente de todo lo que había en ellas. Los indígenas, asombrados, no hicieron la menor tentativa de resistencia. Pero, viendo que no se in tentaba ninguan violencia contra ellos, les pregun taron «por qué no se quedaban en sus casas y culti vaban sus tierras en vez de merodear para despojar a unas personas que ningún mal les habían hecho». 30
Cualquiera que fuese su opinión sobre este punto de derecho, los españoles reconocían que hubieran obrado más cuerdamente comportándose así, pero los salvajes llevaban unos adornos de oro de bas tante tamaño, aunque de tosco trabajo, y el oro era el cebo que incitaba a los aventureros españoles a cambiar las dulzuras del hogar por las penalidades del desierto. Por fin, al cabo de seis semanas, los españoles, llenos de alegría, vieron regresar el barco que ha bía partido con sus camaradas y Montenegro entró en fa bahía cargado de provisiones para sus ham brientos compatriotas. Reanimados con los sustan ciosos alimentos, y con la ligereza propia de hom bres acostumbrados a una vida azarosa y vagabun da, los españoles se olvidaron de los males pasados en su afán de proseguir su aventura. Regresando, pues, al barco, Pizarro se despidió del escenario de tantos sufrimientos, al que bautizó con el nombre de Puerto del Hambre, y puso proa al Sur. N o tardaron en encontrarse a la altura de un terreno descubierto, o por lo menos con menos bosques. El barco siguió su ruta, costeando, hasta que, al llegar a la altura de un saliente al que Piza rro puso el nombre de Punta Quemada, cfio orden de echar el ancla. La orilla estaba festoneada de espesos manglares cuyas largas raíces se entrelaza ban formando una especie ae enrejado submarino que dificultaba el atraque. Como entre esta enmara ñada vegetación se abrían algunos caminos, Pizarro sacó la conclusión de que el país estaba habitado y desembarcó con la mayor parte de su gente para explotar el interior. No habría avanzado más de una legua cuando descubrió un poblado indio más importante que todos los que nabían encontrado hasta entonces. Los habitantes habían huido, como de costumbre, pero dejando en sus viviendas una cierta cantidad de provisiones y algunas bagatelas 31
de oro de las que los españoles se apoderaron sin dificultad. La débil embarcación de Pizarro había sufrido desperfectos a consecuencia de los vendavales que había tenido que soportar, por lo que era aventura do proseguir el viaje sin hacerle una reparación a fondo. Decidió, pues, hacerla regresar, con un pe queño grupo de nombres, para que fuese carenada en Panamá y establecer sus cuarteles, hasta su re greso, en aquella posición fácil de defender. Envió primero un pequeño destacamento, al mando de Montenegro, para que reconociera el terreno y, si era posible, entrara en relaciones con sus habitan tes. Estos eran de una raza guerrera. Habían aban donado sus viviendas para poner a salvo a sus mujeres e hijos. Pero vigilaban los movimientos de los invasores y, cuando vieron que éstos dividían sus fuerzas, decidieron caer sobre cada uno de los grupos por separado, sin esperar a que se volvieran a reunir. Por lo tanto, tan pronto como Montene gro penetró con sus hombres en los desfiladeros de las montañas, los guerreros indios, saliendo de su emboscada, les arrojaron una lluvia de flechas. Los españoles, sorprendidos ante la aparición de aquellos salvajes con sus cuerpos desnudos pinta rrajeados de colores vistosos, quedaron un momen to desconcertados. Tres de ellos calieron muertos y otros muchos fueron heridos. Reorganizándose, sin embargo, con rapidez, contestaron a la descarga de sus asaltantes con sus ballestas y luego, cargando contra el enemigo, espada en mano, consiguieron rechazarle y obligarle a refugiarse en el monte. Los españoles celebraron entonces consejo. La posición había dejado de parecerles segura y era la primera vez que encontraban resistencia desde el comienzo de la expedición. Era indispensable poner a los heridos en sitio seguro para curarlos. Sin em bargo, no era prudente ir más lejos, a causa de las 32
averías del barco. Se decidió, finalmente, regresar a Panamá y dar cuenta de lo realizado al gobernador. Pizarro creía que habían hecho lo suficiente para justificar la importancia de la empresa y obtener de Pedrarias los medios para proseguirla. No podía, sin embargo, hacerse a la idea de presentarse ante el gobernador en el actual estado de cosas. Decidió, pues, desembarcar, con la mayor parte de su tropa, en Chicama, a poca distancia al oeste de Panamá. Desde este sitio, al que llegó sin más peripecias, envió el barco y a su tesorero, Nicolás de Ribera, con el oro que habían recogido e instrucciones de hacer al gobernador una relación detallada de los descubrimientos y resultados de la expedición. Durante este tiempo, Almagro, el socio de Piza rro, se había ocupado de equipar otro barco en el uerto de Panamá. Zarpó, pues, siguiendo las hueas de su, compañero con la intención de reunirse con él lo antes posible. Gracias a las muescas he chas en los árboles, según habían convenido pre viamente, Almagro fue reconociendo los sitios vi sitados por Pizarro. En uno de ellos fue recibido por los huraños salvajes con las mismas demostra ciones hostiles con que habían acogido a su predece sor. El temperamento irascible de Almagro se exas peró ante esta resistencia y dio orden de asaltar la )laza en la que entró a hierro y fuego, incendiando as fortificaciones exteriores y las viviendas y obli gando a sus desgraciados moradores a huir a lo bosques. Pero su victoria le costó cara. Una jabali na le hirió en la cabeza produciéndole una inflama ción en un ojo, que acabó por perder, después de grandes sufrimientos. A pesar de ello, el intrépido aventurero no vaciló en proseguir su viaje. Se sentía lleno de inquietud por la suerte de Pizarro y sus hombres. Hacía ya tiempo que no encontraba nin guna señal de ellos en la costa; era evidente que, o se los había tragado el mar o habían regresado a
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Panamá. Se decidió, pues, a regresar inmediatamente. A su llegada a Panamá, Almagro se encontró con que los acontecimientos habían tomado un giro menos favorable a sus designios de lo que había esperado. El gobernador Pedrarias se negó rotun damente a apoyar por más tiempo los temerarios proyectos de los dos aventureros y la conquista del Perú habría muerto en embrión a no ser por la eficaz intervención de su tercer asociado, Hernando de Luque. A este eclesiástico le había producido el relato de Almagro una impresión muy distinta de la que había causado en el irritable gobernador. Com penetrado, pues, totalmente, con los sentimientos de sus asociados, empleó toda su influencia sobre el gobernador para hacerle considerar con ojos más Favorables la petición de Almagro. Pero Pedrarias, al mismo tiempo que daba su consentimiento, a regañadientes, para la empresa, hizo sentir su des contento a Pizarro, designando a Almagro para que mandase, jumamente con él y con la misma autori dad, la proyectada expedición. Esta humillación se clavó profundamente en el alma de Pizarro. Al año siguiente Pedrarias fue sustituido en su cargo por don Pedro de los Ríos, caballero cordo bés. Habiendo resuelto sus dificultades con el go bernador, los asociados no perdieron mucho tiem po en hacer los preparativos necesarios. Su primer paso fue redactar el contrato memorable que servi ría de base a todos sus futuros acuerdos. En este acta se establece que las partes, en uso de plena autoridad para descubrir y conquistar las regiones y las provincias situadas al sur del golfo y que perte necen al imperio del Perú, y habiendo adelantado Hernando de Luque los fondos para la empresa en lingotes de oro de un valor de veinte mil pesos, se comprometen asimismo entre ellas a repartir todos los territorios que conquisten. En el caso de que los dos capitanes faltasen a lo convenido, se compro 34
meten a reembolsar a Luque de sus anticipos, de los que responderán con todos los bienes que posean. El acta, que fue fechada el 10 de marzo de 1526, fue firmada por Luque y testificada por tres ciudadanos honorables de Panamá, uno de los cuales firmó en nombre de Pizarro y otro por Almagro, ya que ninguno de los dos, según se hace constar en el documento, «sabe firmar con su nombre». Un hecho notable, que ha escapado hasta ahora a la atención de los historiadores, es que Luque no era en realidad una de las partes del contrato. Re>resentaba a otra persona que le hacía entrega de os fondos necesarios para la empresa. N o se puede dudar que los veinte mil pesos del osado especula dor le produjesen magníficas ganancias, así como de que el digno eclesiástico recibiría también su recompensa. Se adquirieron dos barcos, mejores en todos con ceptos que los de la primera expedición, se los aprovisionó también con más abundancia y se anunció a bombo y platillo «una expedición al Pe rú». Pero los escépticos vecinos de Panamá no se apresuraban a responder a la llamada. Ambos capi tanes zarparon de Panamá, por lo tanto, con dota ción insuficiente, cada uno sobre su barco respecti vo, llevando por guía a Bartolomé Ruiz, piloto pru dente y valeroso, muy experimentado en la navega ción del mar del Sur. Como la época había sido mejor escogida que la primera vez, fueron empujados por una brisa favo rable, llegando a su destino en ocho días. Pizarro desembarcó a la cabeza de una partida de soldados y logró sorprender a un pequeño poblado apode rándose de una importante cantidad de ornamentos de oro que encontró en las viviendas de los indíge nas. Se tomó la decisión de que Almagro regresase a Panamá con estos tesoros y tratase de reunir re fuerzos, mientras que el piloto Ruiz, en el otro
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barco, reconocería el país hacia el sur obteniendo informes que servirían para determinar sus futuros movimientos. Pizarro, con el resto de la tropa, se quedaría en las proximidades del río. Muchos de los españoles que se quedaron con Pizarro murie ron miserablemente y los demás eran acechados continuamente por los indígenas que vigilaban sus movimientos para aprovechar cualquier ocasión de sorprenderlos en situación desfavorable. Catorce de los hombres de Pizarro fueron raptados a la vez en una ocasión en que su bote encalló en la orilla del río. A todo esto vino a añadirse el hambre, logran do subsistir penosamente alimentándose con los es casos productos del bosque, a veces con patatas y almendras de cacao silvestres, o bien, en la costa, con el fruto salobre y amargo de los manglares. En lo más álgido de esta crisis, llegó el piloto Ruiz con la noticia de sus brillantes descubrimien tos y, poco después, Almagro entró en la rada con su barco cargado de víveres de refresco y un consi derable refuerzo de voluntarios. Almagro se encon tró al frente de un contingente de casi unos ochenta hombres con los cuales, después de reavituallarse, largó velas nuevamente por el río San Juan. La lle gada de los nuevos reclutas impacientes de seguir la expedición, el cambio operado en su situación por las abundantes provisiones de alimentos frescos y las brillantes descripciones de las riquezas que les esperaban en el sur, tradujeron su efecto en los abatidos espíritus de los compañeros de Pizarro. Los dos capitanes navegaron hacia el sur hasta lle gar a la bahía de San Matías. Mientras navegaban a lo largo de la costa fueron observando con asombro, lo mismo que Ruiz ante riormente, los indicios de una civilización más avanzada, constantemente perceptible en el aspecto general del país y de sus habitantes. Los poblados eran cada vez más numerosos. Cuando los barcos 36
fondearon a la altura del puerto de Tacamez, los españoles contemplaron ante ellos una ciudad de dos mil o más casas, formando calles, con una abundante población agrupada en los arrabales. Hombres y mujeres ostentaban muchos ornamen tos de oro y piedras preciosas, lo que puede resul tar extraño puesto que los Incas peruanos se reser vaban el monopolio de las joyas para sí mismos y para los nobles a quienes se dignaban concederlas. Pero, aunque los españoles hubiesen llegado enton ces a los límites extremos del imperio peruano, aquello no era aún el Perú sino Quito, y aquella parte del país de Quito hacía muy poco tiempo que había caído bajo el cetro del Inca, por lo que sus antiguas costumbres populares aún no habían podi do ser borradas por el sistema opresor de los dés potas. Los españoles contemplaban encantados aquellos indiscutibles signos de riqueza y veían, en el cultivo del suelo, la grata seguridad de haber llegado por fin al país que durante tanto tiempo sólo se había mostrado ante sus ojos como una perspectiva bri llante, pero lejana. Pero también allí se verían de fraudados por los arrestos belicosos del pueblo que, confiando en su fuerza, no se mostraba intimidado en lo más mínimo por la llegada de los invasores. Un ejército más importante aún se congregó a lo largo de la costa: diez mil guerreros, por lo menos, según los cronistas españoles, impacientes, al pare cer, de enfrentarse con los invasores. Pizarro, que había desembarcado con algunos de sus hombres con la esperanza de parlamentar con los indígenas, no pudo evitar del todo las hostilidades. La situa ción hubiera llegado a ser desastrosa para los espa ñoles, vivamente hostigados por sus valerosos ene migos y de tal superioridad numérica, a no ser por un accidente risible que le sucedió —cuentan los historiadores— a uno de sus jinetes: una caída del 37
caballo. Asombró de tal modo a los indígenas ver dividirse en dos lo que ellos creían ser un solo y único individuo, que emprendieron la fuga, despa voridos, dejando que los españoles regresasen tran quilamente a sus naves. Los españoles celebraron consejo. Resultaba evi dente que sus fuerzas eran insuficientes para luchar contra un ejército indígena tan numeroso y bien organizado. Incluso en caso de victoria no podían contar con lograr contener el torrente que se preci pitaría sobre ellos a medida que fuesen avanzando, ya que el país se iba haciendo cada vez más populo so y surgían ante sus ojos ciudades y aldeas a cada nuevo promontorio que doblaban. Más valía, opi naban algunos, renunciar inmediatamente a una empresa superior a sus fuerzas. Almagro enfocó el asunto desde otro punto de vista. «Regresar —dijo— sin haber intentado nada, sería una ruina y al mismo tiempo una vergüenza. No había apenas uno entre todos ellos que no hubiese dejado en Panamá acreedores que confiaban, para ser paga dos, en el resultado de la empresa. Regresar ahora sería entregarse todos en sus manos. Sería ir a la cárcel. Más valía errar libres, aunque fuese en el desierto, que languidecer, cargados de cadenas, en los calabozos de Panamá. El único camino que les convenía era el que hasta ahora habían seguido. Pizarro podía encontrar algún sitio más seguro donde quedaría con una parte de las fuerzas, mientras que él regresaría a Panamá en busca de refuerzos. La descripción que ahora podrían hacer de las riquezas del país, por haberlas visto con sus propios ojos, presentaría su expedición bajo una luz diferente y no podría por menos de arrastrar bajo sus banderas a todos los voluntarios que se necesitasen. «Eso está bien —dijo el otro comandante a Al magro— , para vos que os pasais el tiempo agrada blemente, corriendo de aquí para allá en vuestro 38
barco, o bien tranquilo y seguro en la pródiga tierra de Panamá. La cosa es distinta para los que se que dan en el desierto languideciendo y muertos de hambre.» Almagro replicó con calor declarándose dispues to a ponerse al frente de aquellos bravos que quisie sen quedarse con él, si Pizarro no quería hacerse cargo. La disputa fue tomando un tono más agrio y amenazador y seguramente habrían pasado de los dichos a los hechos, ya que ambos, echando mano a sus espadas se disponían a abalanzarse el uno con tra el otro, cuando el tesorero Ribera, ayudado por el piloto Ruiz, logró tranquilizarlos. No precisaron de muchos esfuerzos aquellos sensatos consejeros para convencer a ambos caballeros de la locura de aquella manera de comportarse y que hubiera pues to fin a la empresa de manera poco favorable para los que la habían emprendido. Se llegó, pues, a una reconciliación suficiente, por lo menos en aparien cia, para que ambos jefes pudieran actuar de común acuerdo. Se aprobó entonces el plan de Almagro; sólo faltaba encontrar el sitio más seguro y conve niente para establecer los cuarteles de Pizarro. Pero tan pronto como se divulgó la resolución de los dos capitanes, estalló el descontento entre sus compañe ros, sobre todo entre aquellos que debían quedarse en la isla con Pizarro. Poco después de la marcha de Almagro, Pizarro mandó zarpar el barco que quedaba, con el pretex to de hacerlo reparar en Panamá. Esto venía a li brarle probablemente de aquella parte de sus comañeros que por un espíritu de rebeldía eran más ¡en un obstáculo que una ayuda en su desesperada situación. El regreso de Almagro y sus compañeros provocó un gran terror en la pequeña colonia de Panamá. El aspecto asustado y abatido de los aven tureros era ya de por sí bastante desalentador. El
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gobernador, Pedro de los Ríos, se indignó tanto del resultado de la expedición y de las pérdidas de hombres que había ocasionado a la colonia que per maneció sordo a todas las peticiones de Luque y Almagro para que siguiese apoyando la empresa. Se burló de sus tenaces esperanzas y decidió finalmen te enviar a un oficial a la isla del Gallo con orden de regresar con todos los españoles que encontrase to davía vivos en aquel triste paraje. Se enviaron inme diatamente dos barcos con este objeto, bajo el man do de un caballero llamado Tafur, natural de Cór doba. Los trece de la fama Pizarro y sus compañeros sufrían mientras tanto todas las miserias que se podían esperar de la esteri lidad del suelo en que se nallaban aprisionados. Por ello, la llegada de Tafur con sus dos buques, bien provistos de víveres, fue recibida con todo el entu siasmo que experimentaría la tripulación de un bar co a punto de hundirse al ver llegar un inesperado socorro. Una vez satisfechos los imperativos reque rimientos del hambre, su única idea fue la de em barcarse y abandonar para siempre la detestada isla. Pero el mismo barco traía para Pizarro cartas de sus dos consocios, Luque y Almagro, conjurándole a no desesperar y perseverar en su primitivo desig nio. Regresar a Panamá en las actuales circunstan cias sería la ruina definitiva de la expedición y se comprometían solemnemente, si permanecía firme en su puesto, a suministrarle, dentro de poco tiem po, todos los medios necesarios para proseguirla. Un rayo de esperanza bastaba al alma valerosa de Pizarro. No parece que jamás haya concebido, por su parte, la menor idea de regresar. De no haber sido así, estas palabras de aliento las hubiera deste 40
rrado para siempre de su pecho y se dispuso a co rrer hasta el final de la aventura en la que osada mente se había embarcado. Desenvainó la espada y trazó con ella, sobre la arena, una raya de este a oeste. Luego, volviéndose hacia el sur. «Amigos y camaradas —dijo— de este lado de la raya están las fatigas, el hambre, la desnudez, las lluvias torren ciales, la desolación y la muerte; del otro el bienes tar y el placer. Ahí está el Perú con sus riquezas, aquí Panamá y su pobreza. Que cada cual escoja lo que más conviene a un valeroso castellano. En cuanto a mí, yo voy hacia el sur.» Diciendo estas palabras cruzó la raya. Fue seguido inmediatamente por el valiente piloto Ruiz; luego por Pedro de Candía, nacido, como lo indica su nombre, en una de las islas de Grecia. Once más fueron atravesando sucesivamente la raya, demostrando así su decisión de compartir la buena o la mala fortuna de su jefe. Poco después de la partida de los barcos, Pizarro se decidió a abandonar aquella isla que ofrecía muy pocas ventajas y que estaba ahora expuesta a ser atacada por los habitantes del país, si, envalento nándose, volvían a enterarse de la disminución de los blancos. Los españoles construyeron, pues, si guiendo sus instrucciones, un tosco barco, o más bien una balsa en la que lograron trasladarse a la pequeña isla de Gorgona. Mientras tanto el barco de Tafur había llegado al >uerto de Panamá. Las noticias que traía respecto a a inflexibilidad de Pizarro y sus compañeros, llena ron de indignación al gobernador. No podía consi derar su actitud más que como una idea suicida y se negó a enviar más socorros a unos hombres empe cinados en su propia ruina. Luque y Almagro, sin embargo, fueron fieles a sus compromisos. Hicie ron comprender al gobernador que si bien la con ducta de su camarada era temeraria, lo era al menos en servicio de la Corona y para proseguir la gran
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obra del Descubrimiento. Estas consideraciones acabaron por influir de tal modo en el ánimo del gobernador que consintió, a regañadientes, que se enviase un barco a la isla de Gorgona, pero sola mente con los hombres necesarios para manejarlo, y con la orden a Pizarro de volver a Panamá seis meses después de dar cuenta de su expedición, cua lesquiera que fuesen los resultados. Los dos asociados invirtieron el menor tiempo posible en equipar un barco de poco tonelaje, apro visionarlo de víveres, armas y municiones y enviar lo a la isla. Llevando consigo el resto de sus valerosos com pañeros y algunos indígenas de Túmbez, Pizarro se apresuró a levar anclas. N o tardaron en hallarse a la vista de Punta Pasado, límite del primer viaje del piloto. Cruzando aquella línea, el pequeño buque penetró en aquellos mares desconocidos que hasta entonces no nabía surcado ninguna nave europea. Veinte días después de haber salido de la isla, el barco aventurero dobló la punta de Santa Elena y se deslizó suavemente sobre las aguas del bello gol fo de Guayaquil. Echaron anclas en la isla de Santa Clara, situada a la entrada de la bahía de Túmbez. Aquel paraje estaba deshabitado, pero fue reconoci do por los indios que iban a bordo, como el lugar frecuentado de vez en cuando por el pueblo guerre ro de la vecina isla de Puna. Al día siguiente, por la mañana, cruzaron la bahía para llegar a Túmbez. Al acercarse vieron una gran ciudad, con muchos edi ficios, al parecer de piedra y yeso, en medio de un fértil valle salvado cíe la sequedad del terreno cir cundante mediante un sistema de irrigación practi cado con gran esmero. Los habitantes de Túmbez se habían congregado a lo largo de la costa y con templaban llenos de indescriptible asombro aquel castillo flotante que, habiendo echado anclas, se ba lanceaba suavemente sobre las aguas. 42
Pizarro envió al día siguiente a Túmbez un emi sario, Pedro de Candía. Los indios quedaron des lumbrados de su aspecto; el sol hacía brillar su pu lida armadura y arrancaba destellos de sus armas. Los indígenas le recibieron con las mismas pruebas de hospitalidad de que habían dado muestra a la víspera. Cuando regresó a bordo, Pedro de Candía hizo a sus compañeros la descripción de las maravi llas de la ciudad. La fortaleza, que estaba rodeada de tres filas de murallas, tenía una numerosa guarnición. Les expli có que el templo estaba recubierto de placas de oro y plata. Cercano a él se hallaba una especie de con vento destinado a las prometidas del Inca, que ma nifestaron su gran deseo de conocerle. N o dijo con claridad si dicho deseo fue satisfecho, pero descri bió los jardines del convento en el que había entra do, diciendo que resplandecían con imitaciones en oro y plata de frutos y plantas. Había visto trabajar a algunos obreros, cuya única ocupación parecía ser la de fabricar aquellos magníficos ornamentos para los templos. Los españoles, según dice un viejo cronista, se volvieron casi locos de alegría al recibir tan magní ficas noticias de la ciudad peruana. Todos sus sue ños iban a verse realizados. Una vez reunidos todos los informes necesarios para sus proyectos, Pizarro se despidió de los habitantes de Túmbez y, promitiéndoles regresar pronto, levó anclas y puso proa al Sur. En todas partes recogía Pizarro los mismos in formes sobre el poderoso príncipe que gobernaba el país y cuya corte estaba en las altiplanicies del inte rior, cuya capital le describían como resplandecien te de oro y plata y desplegando toda la magnificen cia de los sátrapas de Oriente. Llegados al grado 9.“ de latitud sur, los compañe ros de Pizarro le suplicaron que no prosiguiese el 43
viaje. Habían hecho más que suficiente, decían, pa ra demostrar la existencia y la verdadera situación del gran imperio indio que durante tanto tiempo habían estado buscando, pero lo reducido de sus fuerzas no les permitía aprovecharse de sus descu brimientos. Lo único que se podía hacer era regre sar y dar cuenta del éxito de su empresa al goberna dor de Panamá. Pizarro se rindió a la sensatez de aquel razonamiento y decidió la vuelta. Pero el gobernador, Pedro de los Ríos, no pare cía convencido, incluso entonces, de la importancia del descubrimiento o acaso se sintió desanimado por su propia grandeza. Así pues, cuando los tres asociados, ya más seguros de sí, fueron a pedirle su protección para una empresa ya demasiado vasta para sus propios medios, les respondió fríamente: «Que no tenía ganas de crear nuevos gobiernos a costa del suyo y que no se dejaría arrastrar a sacrifi car nuevas vidas para el vano despliegue de unas baratijas de oro y plata y de unos cuantos borregos indios.» Pero detenerse en aquellos momentos, ¿qué significaba sino renunciar a la opulenta mina que su habilidad y su tenacidad habían abierto, para que otros la explotasen a mansalva? La fértil imaginación de Luque le sugirió el único expediente con el que podían esperar conseguir el triunfo: apelar directamente a la Corona. Tan sólo ella podía suministrarles los medios necesarios y considerar el problema desde un punto de vista más amplio y liberal que el de un pequeño gobernador de una colonia. Pero, ¿quién era capaz de llevar a cabo tan delicada misión? Luque se hallaba ligado a Panamá por sus deberes sacerdotales, y sus dos so cios, soldados ignorantes, estaban mucho más capa citados para las cosas de la guerra que para las de la Corte. Almagro, de carácter brusco, aunque algo ampuloso y rebuscado en sus discursos, bajo de estatura y de rostro vulgar, desfigurado, además, --------------------------------- 44 _______________________
ahora por ia pérdida de un ojo, estaba menos indi cado para esta misión que su compañero de armas, dotado de una fisonomía agradable, de un aspecto impresionante, que tenía facilidad de palabra y que, a pesar de lo incompleto de su educación, podía llegar a ser elocuante cuando hablaba de un tema que le interesaba lo bastante. El eclesiástico propu so confiar las negociaciones al licenciado Corral, un respetable funcionario que se disponía a regresar a la metrópoli para un asunto de interés general. Al magro hizo fuertes objeciones a este proyecto. N a die, declaró, llevaría mejor el asunto que uno de los >ropios interesados. Tenía muy buena opinión de a prudencia de Pizarro. Este, comprendiendo la fuerza de los argumentos de Almagro, aceptó con cierta repugnancia una proposición que le apetecía menos que una expedición hacia regiones salvajes. Se tropezó con algunas dificultades para conseguir los fondos necesarios para poner al delegado en condiciones de presentarse decorosamente en la Corte, a tal punto había bajado el crédito de los, socios, y tan poca confianza se tenía en el resultado de sus magníficos descubrimientos. Se lograron reunir, por fin, mil quinientes ducados y, en la pri mavera de 1528 Pizarro, acompañado de Pedro de Candía, zarpó de Panamá. Llevaba también consigo a varios de los indígenas, así como dos o tres lla mas, varios paños delicadamente trabajados y orna mentos y vasos de oro y plata, como muestras de la civilización del país y en apoyo de sus maravillosos relatos.
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El empuje imperial Pizarro encontró al Emperador en Toledo, pre parándose a embarcar con destino a Italia. Durante 45
la primera mitad de su reinado, España no fue la residencia predilecta de Carlos V. Por aquel enton ces estaba en el apogeo de sus triunfos sobre su valeroso rival francés, al que había vencido y hecho prisionero en la batalla de Pavía. El Emperador prestaba poca atención a su reino hereditario. Pero cuando, recordándole la reciente adquisición de México, le hablaron de las halagüeñas esperanzas que ofrecía América del Sur, comprendió su impor tancia: aquellas regiones podían proporcionarle probablemente los medios para proseguir las costo sas empresas de su ambición. Pizarro, que se pre sentaba para convencerle, con pruebas tangibles, de la realidad de las minas de oro sobre las cuales habían llegado ya algunos rumores a Castilla, fue amablemente recibido por el Emperador, el cual examinó con mayor atención los diferentes objetos que puso ante sus ojos. Lejos de sentirse turbado por la novedad de la situación, Pizarro conservó su sangre fría mostrando en sus parlamentos la digni dad de un caballero castellano. Habló con sencillez y respeto, pero con el entusiasmo y la elocuencia naturales de un hombre que había sido actor de las aventuras que describía y que se daba cuenta que de la impresión que produjese en su auditorio, depen día su porvenir. Carlos V transmitió lo expuesto por su súdbito al Consejo de Indias en los más favorables términos. Pero a pesar de la recomendación del Empera dor, la demanda de Pizarro progresaba con la lenti tud habitual en la corte castellana. Francisco veía que sus limitados recursos se iban agotando por los gastos que exigía su situación y alegó que si no se tamaba pronto alguna medida favorable en favor de su petición, corría el riesgo de no poder beneficiar se de una resolución demasiado tardía. La Reina, que se ocupaba de los asuntos del go bierno en ausencia de su esposo, despachó entonces 46
el asunto y firmó, el 26 de julio de 1529, el célebre convenio que determinaba los poderes y privilegios de Pizarro. El contrato reconocía a Pizarro el dere cho de descubrimiento y conquista en la provincia del Perú o de Nueva Castilla, hasta doscientas le guas (más de 900 kilómetros) al sur de Santiago. Recibiría con carácter vitalicio los títulos y rango del gobernador y capitán general de la provincia, junto con los de Adelantado y Alguacil Mayor; se benficiaría además de unos emolumentos de sete cientos veinticinco mil maravedís, con la obligación de mantener un cierto número de oficiales y un séquito militar en consonancia con la dignidad de su cargo. Estaría autorizado a construir ciertas for talezas de las que tendría el gobierno absoluto, de asignar las encomiendas de indios, con las restric ciones determinadas por la ley, y finalmente, de ejercer la mayor parte de las prerrogativas de un virrey. Su socio, Almagro, fue declarado comandan te de la fortaleza de Túmbez, con una renta anual de trescientos mil maravedís y el rango y los privi legios de hidalgo. El padre Luque fue recompensa do por sus servicios con el obispado de Túmbez y además fue nombrado Protector de los Indios del Perú. Gozaría de una renta anual de mil ducados que, al igual que los demás emolumentos y gratifi caciones mencionados en el convenio, se sacarían de las rentas producidas por los territorios conquis tados. Los colaboradores secundarios de la expedi ción tampoco fueron olvidados. Ruiz recibió el tí tulo de gran piloto del mar del Sur, con una gene rosa asignación; Candía fue puesto al frente de la artillería y los otros once compañeros de la isla desierta fueron hechos hidalgos y caballeros y ele vados a las dignidades municipales futuras. Otras generosas disposiciones fueron también to madas para fomentar la emigración al país. Los nuevos colonos estarían exentos de varios de los 47
impuestos ordinarios más gravosos, tales como la alcabala, y se beneficiarían de reducciones en otros. El impuesto sobre los metales preciosos sacados de las minas sería reducido al principio a una décima parte, en lugar de la auinta parte impuesta para los mismos metales cuando eran conseguidos por inter cambio o violencia. Se ordenaba expresamente a Pi zarra que observase los reglamentos existentes para el buen gobierno y protección de los indígenas. Se le obligaba a llevar consigo un determinado número de eclesiásticos a los que debía consultar en la con quista del país. Sus esfuerzos debían estar encami nados a la conversión de los indios mientras que a los legistas y los procuradores, cuya presencia esta ba considerada como de mal presagio para la armo nía de los nuevos establecimientos, se les prohibiría terminantemente poner los pies en ellos. Pizarra, por su parte, se comprometía a reunir, en un plazo de seis meses, a partir de la firma del acuerdo, una fuerza bien equipada para el servicio, de doscientos cincuenta hombres, de los cuales cien podían ser reclutados en las colonias. El gobierno se comprometía a aportar unos pequeños recursos iara la adquisición de artillería y municiones. En in, Pizarra debía estar dispuesto, a los seis meses de su regreso a Panamá, para emprender su expedi ción. Una circunstancia que no puede por menos de llamar la atención sobre este documento, es la for ma en que todos los empleos importantes y lucrati vos eran asignados a Pizarra, con exclusión de Al magro, el cual, si bien no había tomado una parte tan destacada en las fatigas y peligros de la aventu ra, por lo menos había compartido con él, desde el principio, las responsabilidades y, con sus esfuerzos en diferente dirección, había contribuido con la misma eficacia a su éxito. Almagro había cedido voluntariamente el primer puesto a su socio, pero,
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cuando Pizarro partió para España, se había estipu lado que, a la vez que pidiese para sí el cargo de gobernador y de capitán general, solicitaría el de Adelantado para su compañero. Se había compro metido, incluso, a solicitar la sede de Túmbez para el vicario de Panamá, y el cargo de Alguacil Mayor para el piloto Ruiz. El obispado fue concedido de acuerdo con lo convenido, ya que el soldado no podía aspirar a la mitra del prelado; pero los demás cargos, en lugar de ser distribuidos según lo acor dado, le fueron atribuidos todos a él. Pizarro, sin embargo, había prometido, al partir, que actuaría leal y honradamente para con todos sus amigos. Habiendo terminado los acuerdos a su satisfacción, Pizarro salió de Toledo para ir a Truji11o, su pueblo natal, en Extremadura, donde espera ba encontrar voluntarios para su nueva empresa y donde, sin duda, le halagaba mostrarse en el esplen dor de su éxito o por lo menos, de sus esperanzas de éxito. Encontró allí amigos, partidarios y perso nas que se apresuraban a invocar su parentesco con él para participar en su próxima fortuna. Entre es tos se encontraban sus cuatro hermanos, tres de los cuales eran bastardos, como él; uno, llamado Fran cisco Martín de Alcántara, era su hermano uterino; los otros dos, Gonzalo y Juan Pizarro, eran herma nos por parte de padre; el hermano mayor se llama ba Fernando. A pesar del interés general que las aventuras de Pizarro despertaron en su pueblo natal, no le resul tó fácil cumplir los artículos del convenio relativos al número de enrolamientos. Al terminar los seis meses estipulados, Pizarro había reclutado una can tidad de hombres algo inferior al convenio y se preparaba a embarcarse en una pequeña flotilla de tres barcos, en Sevilla. Antes de que estuviesen ter minados de aparejar, recibió aviso de que los oficia les del Consejo de Indias tenían el propósito de 49
comprobar el estado de los barcos y verificar hasta qué punto habían sido cumplidas las condiciones fijadas. Temiendo Pizarro que, si se comprobaba la verdad, la expedición muriese en embrión, levó an clas sin pérdida de tiempo y, atravesando la Barra de Sanlúcar en el mes de enero de 1530, navegó hacia la isla de la Gomera, una de las Canarias, encargando a su hermano Fernando, que tenía el mando de los otros dos barcos, que fuera a reunirse allí con él. Como era de suponer, el descontento de Alma gro fue enorme al enterarse de lo que consideraba como una perfidia de su socio. Pizarro replicó ase gurando a su compañero que había expuesto fiel mente su petición, pero que el gobierno se había negado a poner entre diferentes manos unos pode res que se ligaban y se correspondían tan íntima mente. No le había quedado otra alternativa que aceptarlo todo o rechazarlo todo, y trató de suavi zar el descontento de Almagro haciéndole ver que el país era lo suficientemente grande para la ambi ción de los dos y que los poderes que le habían sido conferidos correspondían también a Almagro, ya que todo lo que él poseía pertenecería siempre tan to a su amigo como a él. Estas palabras melosas no lograron satisfacer a la parte perjudicada. Los dos capitanes volvieron a Panamá con un sentimiento, si no de mutua hostilidad, por lo me nos de frialdad, que no era de buen augurio para el éxito de la empresa. Almagro, sin embargo, era de un carácter generoso, y se hubiera apaciguado con las concesiones políticas de su rival, sin la interven ción del mayor de los hermanos Pizarro, Fernando, que desde el primer momento demostró pocas con sideraciones para con el veterano (a decir verdad, el aspecto de Almagro no era el más adecuado para inspirarlas) y que le miraba ahora con especial anti patía, considerándole como un obstáculo a la carre 50
ra de su hermano. Los amigos de Almagro —y sus maneras francas y generosas le habían granjeado muchos—, se sintieron tan enojados como él por el comportamiento arrogante de aquel nuevo aliado. La discusión se agrió tanto que Almagro mani festó su intención de proseguir la expedición sin cooperar por más tiempo con su socio, y entabló inmediatamente negociaciones para la adquisición de dos barcos con este objeto. Pero intervinieron Luque y el licenciado Espinosa para impedir una ruptura que amenazaba hacer fracasar la empresa y a aquellos que más interesados estaban en su éxito. Gracias a su mediación se llegó a una apariencia de reconciliación entre las dos partes, con la promesa hecha por Pizarra de que renunciaría a la dignidad de Adelantado en favor de su rival, y que pediría al Emperador que hiciese confirmación de ese cargo en favor de Diego. Se comprometía, además, a pe dir un gobierno distinto para su socio, tan pronto como estuviese en posesión del país que le había sido asignado; y tampoco debía solicitar ningún cargo para uno u otro de sus hermanos, en tanto que Almagro no hubiese obtenido el suyo. Final mente, el primitivo contrato relativo al reparto del botín en tres partes iguales entre los tres primeros asociados, fue confirmado, de la manera más explí cita. Esta reconciliación entre los dos rivales bastaba para el objetivo del momento que consistía en po nerlos en condiciones de actuar de concierto en la expedición. Pero no era más que una cura imper fecta de la profunda herida interna que sólo espera ba un nuevo motivo de irritación para volverse a abrir. La intención de Pizarra era ir directamente a Túmbez, que le había parecido tan rico en su pri mer viaje. Los vientos contrarios y las corrientes desbarataron sus proyectos. Su pequeña escuadra 51
fondeó en la bahía de San Matías, a un grado norte, poco más o menos, y Pizarro, después de haber consultado con sus oficiales, decidió desembarcar sus fuerzas y avanzar a lo largo de la costa, mien tras los barcos les seguían a corta distancia de la orilla. La marcha de la tropa fue terriblemente pe nosa y esforzada. El camino era cortado constante mente por ríos, que engrosados por las lluvias in vernales, se hacían más anchos en su desembocadu ra, formando amplios estuarios. Llegaron por fin a una aldea cuyos habitantes huyeron horrorizados al verlos. «Caímos sobre ellos espada en alto, cuenta uno de los conquistadores con cierta ingenuidad, ya que si hubiéramos avisado a los indios de nuestra llega da jamás hubiéramos encontrado tal cantidad de oro y piedras preciosas.» Los ornamentos de oro y plata arrancados de las viviendas se reunieron en un solo montón, del que se dedujo un quinto para la Corona. Pizarro repartió el resto entre los oficiales y los simples soldados de su tropa. Esta fue la cos tumbre seguida invariablemente en ocasiones se mejantes durante todo el tiempo de la conquista. Después de un bien ganado descanso, Pizarro continuó su marcha a lo largo de la costa, pero sin hacerse seguir ya por los barcos que habían regresa do a Panamá en busca de nuevos voluntarios. La luz era deslumbrante y los ardientes rayos del sol caían sobre las cotas de mallas metálicas y los espe sos jubones de algodón guateado, haciendo casi desfallecer de calor a las sudorosas tropas. Para colmo de desgracias estalló una extraña epi demia en el pequeño ejército. Se presentó en forma de úlceras o más bien de granos purulentos que cubrían el cuerpo. Si se los pinchaba, lo que se hizo algunas veces, salía por ellos una gran cantidad de sangre, cuya pérdida era fatal para el organismo. Varios murieron de esta horrible enfermedad que se 52
presentaba tan bruscamente y era seguida de una tal postración, que muchos que se acostaban por la noche llenos de salud no podían, a la mañana si guiente, ni tan siguiera llevarse la mano a la cabeza. Los indígenas, sin embargo, sólo raras veces ofrecieron resistencia a los españoles y no molesta ron su avance. Huyeron, llevándose sus pertenen cias, a los bosques y montañas cercanos. El ejército no tardó en sentirse animado a la vista de un barco procedente de Panamá que, juntamente con algunos refuerzos, traía al tesorero general, al veedor o inspector, al interventor y a los otros im portantes oficiales desigandos por la Corona para seguir la expedición. Pizarro los había dejado en España al apresurar su partida; el Consejo de Indias había entonces enviado instrucciones a Panamá pa ra que se les impídese salir de aquel puerto. Pero el gobierno español, más cuerdamente, dio contraor den,- encomendando únicamente a aquellos funcio narios que apresurasen su salida y ocupasen su puesto en la expedición sin pérdida de tiempo. Los españoles habían avanzado a lo largo de la costa hasta Puerto Viejo. Allí se les reunió un peueño refuerzo de unos treinta hombres, al mando e un oficial llamado Belalcázar. Prosiguiendo, pues, su marcha por la orilla del golfo que hoy día se llama de Guayaquil, Pizarro llegó frente a la pequeña isla de Puna, situada a poca distancia de la bahía de Túmbez. La actitud de los insulares pare cía favorecer sus proyectos. Llevaban poco tiempo en aquellas cercanías cuando una delegación de in dígenas, con su cacique a la cabeza, pasó al conti nente en unas balsas para invitar a los españoles a visitar su isla. Los intérpretes indios de Túmbez que habían vuelto de España con Pizarro y se halla ban en su campamento, pusieron a su amo en guar dia contra el carácter traicionero de los isleños, a los que acusaban de pretender asesinar a los espa
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ñoles. Pero cuando Pizarro acusó al cacique de su pérfido designio, éste lo negó con un aire de ino cencia tan sincero que el capitán español, sin más vacilaciones, se confió a él para que le transportase a la isla con sus compañeros, a la que abordaron sin dificultad. Los isleños, valerosos e independientes, habían ofrecido anteriormente una obstinada resis tencia a los ejércitos del Inca y a consecuencia de ello eran hostiles a sus vecinos de Túmbez. Tan pronto como estos últimos se enteraron de la llega da de Pizarro a la isla y, recordando sin duda sus antiguas relaciones amistosas con ellos, acudieron en número bastante grande al lugar en que se halla ban los españoles. La presencia de sus detestados rivales no era nada grata a los celosos habitantes de Puna. La prolongada estancia de los blancos en su isla no podía por menos de resultarles honerosa. En apariencia, seguían menteniendo las mismas dispo siciones amistosas hacia ellos, pero los intérpretes de Pizarro volvieron a ponerle en guardia contra la proverbial perfidia de sus huéspedes. Despertadas así sus sospechas, el comandante es pañol se enteró de que algunos jefes se habían reu nido para establecer un pían de insurrección. Con siderando más prudente no esperar a que estallase, rodeó con sus soldados el lugar de la reunión de los isleños e hizo prisioneros a los jefes sospechosos. Según dice un historiador, éstos confesaron su cri men. Pero la cosa no está demostrada, como tam poco es seguro que existiese tal proyecto de suble vación, aunque existía alguna probabilidad. Lo cier to es que Pizarro creyó que existía tal conjuración y sin más vacilación entregó a sus desgraciados pri sioneros, unos diez o doce, a merced de sus rivales de Túmbez que los asesinaron al momento ante sus propios ojos. Indignados ante tal ultraje, los habitantes de Pu na empuñaron sus armas y se abalanzaron contra el 54
campamento español, lanzando espantosos rugidos y salvajes gritos de desesperación. Fernando Pizarro, poniéndose a la cabeza de la caballería, cargó contra ellos osadamente y los dis persó en todas direcciones por el campo de Batalla lasta que los indios, llenos de pánico ante el terrijle escuadrón de jinetes recubiertos de acero, ate rrorizados por el ruido ensordecedor y el relampa guear de los disparos de las armas de fuego, corrie ron a refugiarse en las profundidades de sus bos ques. Apenas murieron tres o cuatro españoles en el combate, pero muchos fueron heridos y, entre ellos, Fernando Pizarro, gravemente lesionado en una pierna por una jabalina. En esta situación desfavorable, el comandante es>añol se vio reconfortado por la llegada de dos marcos. Traían un refuerzo de cien hombres y cabalos para la caballería. Dichas tropas estaban man dadas por Hernando de Soto, un capitán que más tarde se hizo famoso por el descubrimiento del M¡sisipi. Pizarro se sintió entonces lo suficientemente fuerte para pasar al continente y reemprender las operaciones militares en un escenario más favorable a los descubrimientos y conquistas. Se enteró por los indios de Túmbez de que desde hacía algún tiempo el país estaba desgarrado por una guerra civil entre dos hijos del último monarca que se dis>utaban el trono. Consideró este informe como de a mayor importancia, recordando el partido que había sacado Cortés de parecidas disensiones entre las tribus del Anáhuac.
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Los incas ante la conquista La primera aparición que hicieron los blancos en las playas del océano Pacífico en América del Sur tuvo lugar aproximadamente diez años antes de la 55
muerte de Huayna Cápac, cuando Balboa atravesó el golfo de San Miguel y recogió los primeros in formes concretos sobre el imperio de los Incas. Es poco verosímil que la noticia de estas aventuras lle gase a oídos del monarca indio. Tuvo noticias de la primera expedición conducida por Pizarro y Alma gro cuando éste último penetró hasta el río San Juan, cuatro grados al norte, aproximadamente. Los informes que recibió causaron una profunda impresión en la mente de Huayna Cápac. Vio, en las proezas y en las formidables armas de los inva sores, las pruebas de una civilización muy superior a la de su pueblo. Manifestó sus temores de que volviesen y que tal vez un día, no muy lejano, el trono de los Incas fuese derribado por aquellos ex tranjeros dotados de tan incomprensibles poderes. Huayna Cápac, como los demás príncipes perua nos, tenía una multitud de concubinas que le lega ron una numerosa posteridad. El heredero de la corona, hijo de su hermana y esposa legítima, se llamaba Huáscar. En aquella época tenía alrededor de los treinta años. Inmediatamente tras él seguía otro hijo, habido de la sobrina del monarca, llama do Manco Cápac, joven príncipe que ocupará más tarde un lugar importante en el desarrollo de este relato. Pero el más querido de los hijos del Inca era Atahualpa. Los últimos años de Huayna Cápac transcurrieron en su nuevo reino de Q uito. Atahualpa fue criado ante sus propios ojos y, desde su infancia, le acompañó en sus campañas; dormía en la misma tienda que el rey, su padre, y compar tía sus comidas. En su lecho de muerte, el soberano convocó en su torno a los grandes dignatarios de la corona y les declaró que su voluntad era que el antiguo reino de Quito pasase a Atahualpa, al que se podía considerar con derecho natural a estos an tiguos dominios de sus antepasados. Dejaba el resto del imperio a Huáscar y ordenó a los dos hermanos 56
que acatasen estas disposiciones y que viviesen en paz y amistad. Dejaba, sin embargo, en esta divi sión de la autoridad, el germen de una discordia inevitable. Durante los cinco años que siguieron a la muerte de Huayna Cápac, ambos hermanos rei naron cada uno en la parte del imperio que les había sido asignada, sin mutua desconfianza o, por lo menos, sin choques. Pero con las abundantes causas de rivalidad y descontento y con la multitud de cortesanos pérfidos que sacarían partido envene nándolas, se echaba de ver fácilmente que tan apaci ble estado de cosas no podía durar. Atahualpa era un guerrero ambicioso y empren dedor; siempre estaba ocupado en ensanchar su te rritorio, aunque su hábil política cuidaba de no ex tender sus conquistas hacia el lado de los estados de su hermano. Su talante inquieto provocó, sin em bargo, cierta alarma en la corte de Cuzco. Final mente Huáscar envió una embajada a Atahualpa para amonestarle por sus ambiciosas empresas y exigir que el reino de Quito le rindiera homenaje. El comportamiento liberal del joven Atahualpa ha bía hecho que le quisieran los soldados con los que había servido en más de una campaña en vida de su padre. Estas tropas eran la flor y nata de los ejérci tos del Inca. Algunos de estos soldados habían sido dejados en el norte del país y se habían apresurado a someterse al joven soberano de Quito. Se halla ban al mando de dos oficiales muy bien considera dos, con gran experiencia de la guerra y que habían gozado de toda la confianza del último Inca. Uno de ellos se llamaba Quisquis; el otro, que era tío, por parte materna, de Atahualpa, se llamaba Chalcucima. Guiado por estos hábiles guerreros, el jo ven monarca se puso al frente de su valeroso ejérci to y se encaminó hacia el sur. Apenas había pasado de Ambato, a unas veinte leguas (unos cien kilóme tros) de la capital, cuando avistó una numerosa fuer 57
za que su hermano enviaba contra él, al mando de un general de la familia de los Incas. Se entabló una sangrienta batalla que duró casi todo el día y que tuvo por escenario la falda del Chimborazo. El combate terminó a favor de Atahualpa; los de Cuz co fueron derrotados después de sufrir cuantiosas bajas, entre ellas la de su general. El príncipe de Quito aprovechó esta ventaja para continuar su marcha hasta las puertas de Turnebamba. Esta ciudad, como todo el distrito, aunque dependía antiguamente de Quito, había tomado partido por su rival. Atahualpa entró como vence dor en la ciudad conquistada, pasó a sus habitantes a cuchillo y la arrasó hasta los cimientos, con todos sus soberbios edificios, algunos de los cuales habían sido mandados edificar por su padre. Extendió la misma guerra de exterminio por todo el distrito culpable de Canaris. La terrible suerte de Canaris sembró el terror en el ánimo de los enemigos y las ciudades se rindieron una tras otra al vencedor que prosiguió su marcha triunfal hacia la capital del Pe rú. Sus armas sufrieron un momentáneo revés ante la isla de Puna, cuyos valerosos guerreros defendían la causa de su hermano. Después de perder unos días ante esta plaza, Atahualpa, dejando el cuidado de resolver la querella a sus antiguos enemigos de Túmbez, que ahora se habían pasado a su bando, reanudó la marcha y avanzó hasta Cajamarca, a unos siete grados al sur. Llegado allí, se detuvo con un destacamento del ejército, enviando el grueso de sus fuerzas adelante, al mando de uno de sus dos generales, con orden de encaminarse directamente a Cuzco. Prefirió no internarse más en país enemigo, en donde una derrota podría serle fatal. Estable ciendo sus cuarteles en Cajamarca, podía apoyar a los generales en caso de revés o por lo menos apoyar su retirada hacia Quito hasta hallarse en situación de reanudar las hostilidades. 58
Los dos generales, avanzando a marchas forza das, atravesaron finalmente el río Apurímac y llega ron a las cercanías de la capital del Perú. Huáscar, sin embargo, no había permanecido inactivo. Al en terarse de la derrota de su ejército en Ambato, ha bía reclutado tropas por todo el país. Se dice que, siguiendo el consejo de sus sacerdotes —los con sejeros menos competentes en los momentos de pe ligro— esperó en su capital a que se aproximase el enemigo. Tan sólo cuando éste se halló a pocas leguas de Cuzco y siguiendo el consejo de los mis mos directores espirituales, salió el Inca a presen tarles batalla. Ambos ejércitos se encontraron en las llanuras de Quipaipan, en las cercanías de la capital peruana. Los historiadores no están de acuerdo so bre el número de los combatientes; pero las tropas de Atahualpa eran mucho más disciplinadas y ague rridas y en cambio muchos de los soldados de Huáscar habían sido reclutados apresuradamente en los alrededores de la capital. Se luchó por ambos lados con la energía propia de una batalla decisiva. Ya no se disputaba una pro vincia, sino un imperio. Las tropas de Atahualpa, enardecidas por sus recientes éxitos, combatían con la seguridad de gentes que confían en su superiori dad y valentía, mientras que los fieles vasallos del Inca demostraban toda la fidelidad de unos hom bres a los que no les importa perder la vida al servi cio de su señor. El combate duró, lleno de encarni zamiento, desde la salida hasta la puesta del sol. El suelo aparecía cubierto de montones de cadáveres y de agonizantes, cuyos huesos aún blanqueaban el campo de batalla largo tiempo después de la con quista de los españoles. Finalmente la suerte se in clinó a favo- de Atahualpa. Estos sucesos databan de la primavera de 1532, pocos meses antes del desembarco de los españoles. La noticia de la victoria fue llevada a Cajamarca en 59
alas del viento. Se celebró con largos y ruidosos regocijos, no sólo en el campamento de Atahualpa, sino en la ciudad y sus alrededores; todo el mundo llegaba, ansioso de felicitar al vencedor y de rendir le homenaje. El príncipe de Q uito no dudó ya más en ceñir la borla escarlata, la diadema de los Incas. Su triunfo era completo. Había vencido a sus ene migos en su propio territorio, se había apoderado de su capital, había puesto su planta sobre la cerviz de su rival y se había apoderado del antiguo cetro de los Hijos del Sol. Pero la hora de su triunfo debía ser la de su más profunda humillación. Atahualpa no era de esos a los que, según la expre sión del poeta griego «los dioses quieren revelarse». N o había sabido leer en el cielo. Aquella pequeña mancha que el ojo clarividente de su padre había discernido en el horizonte, no fue apercibida por Atahualpa, entregado en cuerpo y alma a su lucha implacable contra su hermano; aquella mancha, que ahora subía hacia el cénit, que se extendía cada vez más cubriendo el cielo de tinieblas, iba a fulminar a la infortunada nación.
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III LA CAPTURA DEL INCA
EMOS dejado a los españoles en la isla de Puna, disponiéndose a abordar el continen te cercano, en Túmbez. Este puerto se ha llaba tan sólo a unas pocas leguas y Pizarra, con la mayor parte de sus compañeros, hizo la travesía en los barcos mientras que el resto debía transportar la impedimenta del comandante y las provisiones mi litares en algunas balsas indias. Decidió dejar a una parte de sus compañeros en Túmbez, aquellos cuyo estado de salud hacía menos adecuados a efectuar la campaña, y emprender con el resto una marcha ha cia el interior para reconocer el país antes de esta blecer un plan de operaciones. Después de invertir tres o cuatro semanas en re conocimientos, Pizarra llegó a la conclusión de que el lugar más adecuado para establecer sus nuevos cuarteles era el rico valle de Tangarala, treinta le guas (unos 130 km.) al sur de Túmbez. Ordenó, por tanto, a los hombres que había dejado en Túm bez que vinieran inmediatamente en sus barcos. Tan pronto como llegaron se hicieron apresurada mente los preparativos para construir la ciudad de acuerdo con las necesidades de la colonia. Pizarra
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dio a la naciente urbe el nombre de San Miguel «en reconocimiento a los servicios que le había prestado dicho santo» en sus combates contra los indios de Puna. Antes de abandonar su primer campamento, Pizarro había hecho fundir en un solo lingote los ornamentos de oro y plata que había encontrado en las diversas partes del país, y se dedujo un quinto para la Corona. A los pocos días de iniciada la marcha, Pizarro dio oportunidad a los menos decididos de su tropa de abandonar la aventura y quedarse en San Mi guel, lo que hicieron nueve soldados. El resto rea nudó la marcha y llegó al día siguiente a una ciudad llamada Zaran, situada en un fértil valle entre mon tañas. Los españoles aún no apercibían ningún sig no anunciador de que estuviesen aproximándose al campamento real, a pesar de que ya había transcu rrido más tiempo del necesario para llegar a él, de acuerdo con sus primeros cálculos. Poco antes de entrar en Zaran, Pizarro había sido informado de que había una guarnición peruana establecida en un lugar llamado Cajas. Inmediatamente destacó en aquella dirección una pequeña tropa al mando de Hernando de Soto, para que hiciesen un reconoci miento del terreno y le llevasen sus informes a Za ran en donde se detendría hasta el regreso de su oficial. Transcurrían los días y ya Pizarro empezaba a preocuparse seriamente por la suerte de sus batido res cuando, en la mañana del octavo día, apareció de Soto trayendo consigo a un enviado del propio Inca. Era una persona de alto rango, seguida de otras varias de condición más inferior. Había en contrado a los españoles en Cajas y los acompañaba en su regreso para entregar un mensaje de su sobe rano, junto con un regalo para el comandante espa ñol. Pizarro comprendió perfectamente que el obje to del Inca en esta visita diplomática no era tanto 62
tener una atención con él como informarse del nú mero y de la condición de los invasores. Hizo tra tar al enviado peruano todo lo bien que lo permi tían los recursos del campamento y le demostró toda la deferencia, dice uno de los conquistadores, debida al embajador de tan alto monarca. Al despedirse del mensajero peruano, Pizarro le regaló un gorro de paño carmesí, algunos ornamen tos de vidrio más relumbrantes que valiosos y otras bagatelas que había traído de Castilla para estas ocasiones. Encargó al enviado que dijese a su señor que los españoles venían de parte de un poderoso príncipe que vivía mucho más allá de los mares; que habían oído hablar de las gloriosas victorias de Atahualpa y que habían venido para ofrecerle sus respetos y la ayuda de sus armas contra sus enemigos. De Soto hizo luego a Pizarro el relato detallado de su expedición. Al entrar en Cajas había encon trado a sus habitantes agrupados en actitud hostil, como para impedirle el paso. Pero él los convenció pronto de sus intenciones pacíficas y aquellos, abandonando sus actitudes amenazadoras, recibie ron a los españoles con la misma cortesía que se había demostrado en casi todas partes a los con quistadores en su camino. Hernando de Soto había encontrado en la ciudad a uno de los oficiales reales ocupado en la recaudación del tributo para el go bierno. Por dicho funcionario supo que el Inca se hallaba con un gran ejército en Cajamarca, impor tante ciudad del otro lado de la Cordillera. Pizarro, después de informarse del camino más directo para llegar a Cajamarca, reanudó la marcha, dirigiéndose casi hacia el sur. El primer sitio de alguna importancia en que se detuvo fue Motupe, muy bien situada en un valle fértil, entre las monta ñas de poca altura que se agrupan al pie de la Cor dillera. La ciudad nabía sido abandonada por su 63
curaca que había salido con trescientos guerreros para ponerse bajo el estandarte del Inca. Pizarro se detuvo cuatro días en Motupe, a pesar de su inten ción declarada de seguir adelante sin parar. Pizarro ordenó a su hermano Fernando que cruzase el río con un pequeño destacamento durante la noche a fin de asegurar el desembarco del resto de la tropa y, al am anecer, preparó su paso. Fue un jornada de rudo trabajo en la que el propio coman dante tomó parte activa, como un simple soldado, teniendo siempre una palabra de aliento para sus compañeros. Cuando Fernando hizo el relato de su expedición a su hermano, éste fue presa de una gran inquietud. El curaca, principal personaje del pueblo, había vi sitado personalmente el campamento real e informó al general que Atahualpa ocupaba la ciudad fortifi cada de Fluamachuco, a veinte leguas o más al sur de Cajamarca, con un ejército de cerca de cincuenta mil hombres. Estos informes llenaron de perpleji dad al capitán español. Propuso a uno de los indios que le habían acompañado que fuera a espiar los cuarteles del Inca y le informase de la posición de éste y de sus intenciones con respecto a los españo les. Pero aquel hombre se negó rotundamente a cumplir tan peligrosa misión; en cambio, se ofreció a ir como mensajero autorizado del comandante español. Pizarro aceptó esta propuesta y le encargó decir al Inca que avanzaba con toda diligencia. Debía hacer saber al monarca el comportamiento constan temente moderado que habían tenido los españoles para con sus súbditos en su avance por el país y decirle que estaban seguros de encontrar en él las mismas disposiciones amistosas para con ellos; lue go el prudente capitán reanudó la marcha. Al cabo de tres días llegó al pie de las murallas de montañas tras las cuales se alzaba la ciudad de Cajamaraca. 64
Ante él tenía la cadena de los Andes, rocas sobre rocas. Sus tropas debían franquear ahora el formi dable muro a través de un laberinto de desfiladeros que un puñado de hombres podía defender sin difi cultad contra todo un ejército. A su derecha se ex tendía una ruta ancha y cuidada, bordeada de árbo les que proyectaban grata sombra. Algunos de los expedicionarios opinaban que aquel era el camino que debían seguir, abandonando su primitivo desti no de Cajamarca. Pero esta no fue la decisión de Pizarro. Los españoles habían proclamado en todas partes su intención de visitar al Inca en su campamento. Dicho propósito había sido comunicado al propio Inca. Tomar la dirección opuesta sólo habría servi do para hacerles merecedores del reproche de co bardía e incurrir en el desprecio de Atahualpa. No quedaba otra alternativa que avanzar directamente hacia sus cuarteles, atravesando las montañas. Piza rro, lo mismo que Cortés, poseía una buena dosis de esa elocuencia franca y varonil que llega al cora zón del soldado más pronto que la pompa de la retórica y la elegancia del lenguaje. Se desvaneció toda vacilación. Todas las mentes se concentraron en el próximo paso de la Cordillera. Al despuntar el día, el general español y su desta camento se hallaban ya armados y dispuestos a afrontar los peligros de la sierra. Resultaron mayo res de lo previsto. Los abruptos desfiladeros de la Cordillera, practicables para los indios, medio des nudos, o incluso para el prudente mulo —animal que parece creado especialmente para esos cami nos— eran casi inaccesibles para hombres de armas, cargados con todo su equipo. Muchos de estos pa sos eran e' identemente puntos de defensa y los es pañoles, cuando se internaban en aquellos desfila deros abiertos entre rocas, buscaban con ojos in quietos al enemigo que hubiera podido ocultarse. 65
Llegaron por fin a la cresta de la Cordillera, donde se despliegan inmensos y solitarios espacios recu biertos de una rara vegetación. Pizarro se detuvo allí para esperar a la retaguardia. Llevaban allí algún tiempo cuando llegó uno de los mensajeros que acompañaban al indio que Piza rro había enviado a Atahualpa. Informó al capitán ue el camino estaba despejado y que una embajada el Inca con un séquito que llevaba unas llamas como regalo para el jefe español. El peruano tenía además el encargo de cuplimentarlo en nombre de su señor, el cual deseaba saber cuándo llegarían los españoles a Cajamarca, a fin de prepararles un refri gerio. Al día siguiente, muy temprano, las tropas rea nudaron su camino invirtiendo dos días en atrave sar los desfiladeros de la Cordillera. Poco después, mientras iniciaban el descenso de la vertiente orien tal, llegó otro emisario del Inca con un mensaje parecido al anterior e igualmente con un regalo de ovejas peruanas. La bajada de la sierra, a pesar de qu los Andes son menos escarpados al este que al oeste, ofreció casi las mismas dificultades que la subida y los españoles se alegraron mucho cuando, al séptimo día, vieron ante sus ojos el valle de Cajamarca. El valle era de forma ovalada; tenía unas cinco leguas (unos 25 km.) de largo por tres (15 km.) de ancho. Por entre las praderas fluía un ancho río que permitía un abundante riego por medio de canales corrientes y acueductos subterráneos. El campo, cortado a trechos por setos verdeantes, estaba recu bierto de variados cultivos. El suelo era fértil y el clima, por ser menos ardiente que en las tórridas regiones costeras, era más favorable a la vigorosa agricultura de las zonas templadas. A los pies de los aventureros se extendía la pequeña ciudad de Cajamarca, con sus blancas casas brillando al sol, pare
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cida a una piedra preciosa destellando sobre la os cura falda de la sierra. Se veía también en la ladera de las alturas opuestas una blanca nube de tiendas, tan apretadas como copos de nieve, ocupando un espacio que parecía abarcar varias leguas. Este es>ectáculo llenó de confusión, e incluso de temor, os ánimos mejor templados. Pero ya era demasiado tarde para retroceder, así que, haciendo de tripas corazón, después de haber reconocido el terreno con toda la serenidad posible, se dispusieron a en trar en Cajamarca.
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Después de dividir sus fuerzas en tres cuerpos, Pizarro descendió con paso mesurado, en orden de batalla, por las pendientes que conducían a la ciu dad india. Debía tener unos diez mil habitantes. Las casas estaban construidas, en su mayor parte, con arcilla secada al sol; los techos eran de bálago o de madera. Algunas construcciones con más pre tensiones de lujo, eran de piedra tallada. Había en la ciudad un convento ocupado por las Vírgenes del Sol y un templo dedicado a la misma divinidad, el cual se ocultaba en un bosquecillo a un extremo de la población. El 15 de noviembre de 1532, y ya avanzada la tarde, penetraron los españoles en la ciudad de Cajamarca. Pizarro estaba tan ansioso de asegurarse de las buenas disposiciones del Inca hacia él que le envió inmediatamente una embajada. Escogió para esta misión a Hernando de Soto con quince jinetes y, después de que hubieron partido, creyendo que su número era insuficiente en caso de producirse demostraciones hostiles por parte de los indios, or denó a su hermano Fernando que los siguiera con veinte caballeros más. El destacamento llegó al po co tiempo ante un río ancho, pero poco profundo que, serpenteando por entre la pradera, constituía una defensa delantera de las posiciones ocupadas 67
por el Inca. Uno de los indios les indicó la parte ocupada por el soberano. Se trataba de un patio abierto, con un edificio ligero o casa de recreo en el centro, rodeado de galerías y que por detrás daba sobre un jardín. Las paredes estaban recubiertas de yeso brillante, en parte blanco y en parte coloreado. En el espacio que precedía al edificio se veía un gran estanque de piedra, alimentado por acueductos que vertían agua caliente y fría. Un estanque de piedra tallada, tal vez de construcción más reciente, lleva todavía en este lugar el nombre de «baño del Inca». El patio estaba lleno de nobles indios, llevando brillantes vestiduras, que constituían el séquito del monarca, y de mujeres de la casa real. En medio de esta asamblea no era difícil reconocer a la persona de Atahualpa, a pesar de que su traje era más sencillo que los de sus cortesanos. Lleva sobre la cabeza la borla o franja escarlata, que le ceñía la frente y le caía hasta las cejas, y era el signo inconfundible de la soberanía peruana y que el monarca usaba desde la derrota de su hermano Huáscar. Estaba sentado en un asiento bajo, parecido a un cojín, poco más o menos a la manera de los moros o los turcos; los nobles y los principales oficiales permanecían de >ie a su alrededor con gran ceremonia, ocupando os lugares determinados de acuerdo con su rango. Fernando Pizarro y Hernando de Soto, seguidos solamente de dos o tres de sus compañeros, se acer caron lentamente al Inca; el primero, después de saludarle respetuosamente, aunque sin echar pie a tierra, dijo a Atahualpa que venía como embajador de su hermano, el jefe de los hombres blancos, para informar al monarca de su llegada a la ciudad de Cajamarca. Ellos eran súbditos de un poderoso príncipe de ultramar y habían venido, aseguró, atraídos por el clamor de sus grandes victorias, para ofrecerle sus servicios y enseñarles las doctrinas de
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la verdadera fe, que ellos profesaban; le traían una invitación de su general, el cual pedía a Atahualpa que se dignase visitar a los españoles en su campa mento. El Inca no contestó una sola palabra ni hizo el menor signo de haber comprendido el discurso, a pesar de que Felipillo, uno de los intérpretes, había ido traduciendo las palabras del español. Permane ció silencioso, con los ojos clavados en el suelo; iero uno de sus nobles, que se hallaba de pie a su ado, contestó «está bien». La situación era embara zosa para los españoles. Fernando Pizarro rompió una vez más el silencio de manera cortés y respe tuosa para rogar al Inca que hablase él mismo y les comunicase su voluntad. Atahualpa accedió a res ponder, mientras una leve sonrisa aparecía en su rostro: «Decid a vuestro capitán que estoy obser vando un ayuno que termina mañana por la maña na. Entonces iré a verle con mis principales jefes. Mientras tanto puede ocupar los edificios públicos de la plaza, pero ningún otro, hasta mi llegada; luego yo mismo dispondré lo que se debe hacer.» La servidumbre real ofreció entonces un refrige rio a los españoles, los cuales no lo aceptaron para no tener que apearse de sus caballos. Después de despedirse respetuosamente del Inca, los jinetes re gresaron a Cajamarca evocando con tristeza todo lo que habían visto: la magnificencia y las riquezas del monarca indio; la fortaleza de sus tropas, lo bien ordenadas que estaban y la disciplina que parecía reinar en sus filas. Sus camaradas del campamento no tardaron en contagiarse de este desaliento, que en nada disminuyó cuando, llegada la noche, vieron las lumbres de los peruanos alumbrando los flancos de las montañas y brillando en la oscuridad. Pizarro se alegraba secretamente por haber lleva do finalmente las cosas al punto que durante tanto tiempo había estado deseando. Convocó a sus ofi
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cíales para estudiar el plan de operaciones o, mejor dicho, para proponerles el proyecto extraordinario que había decidido. Dicho plan consistía en hacer caer al Inca en una emboscada y hacerle prisionero ante los propios ojos de su ejército. La situación de los españoles era, en efecto, desesperada. Permane cer inactivos en su actual posición parecía igual mente peligroso. Aún admitiendo que Atahualpa experimentara sentimientos amistosos hacia los cristianos, éstos no podían confiar en que tales sen timientos fuesen duraderos. Al familiarizarse con los blancos, el enemigo dejaría pronto de conside rarlos como seres sobrenaturales o de una especie superior. La pequeñez de su número provocaría su desprecio. El único recurso que les quedaba, por lo tanto, era hacer que los artificios del Inca se volvie sen contra él; hacerle caer, si fuera posible, en su propia trampa. La invitación que le habían hecho de que los visitase en sus propios cuarteles y que había adoptado tan confiadamente, ofrecía el mejor medio para realizar esta ventajosa captura. No era necesario dejar entrar a todas las fuerzas indias en la ciudad antes del ataque; y cuando se hubiesen apoderado de la persona del Inca, sus partidarios, sorprendidos de acción tan inesperada, no se senti rían con ánimo para proseguir la resistencia, fuese cual fuese su número. Pizarro, una vez dueño del Inca, podría dictar sus leyes al imperio. Habiendo dejado concertados sus planes para el día siguiente, se levantó la sesión y el general se ocupó de organi zar la seguridad del campamento durante la noche. Tres lados de la plaza estaban defendidos por hile ras de edificios de poca altura, compuestos de habi taciones espaciosas con amplias puertas que daban a la misma plaza. En estas estancias apostó a la caba llería dividida en dos cuerpos, uno al mando de su hermano Fernando y el otro bajo el de Soto. Situó a la infantería dentro de los edificios, reservándose
veinte hombres para actuar con él de acuerdo con lo que la ocasión exigiera. Dejó en la fortaleza a Pedro de Candía con un pequeño número de solda dos y la artillería que, bajo tan pomposo nombre, consistía en dos pequeños cañones llamados falconetes. Se dio a todos la orden de esperar en sus puestos la llegada del Inca. Después de que hiciese su entrada en la gran plaza, debían seguir ocultos, evitando que se les viera, hasta que se diera la señal por medio de un cañonazo. Entonces debían lanzar sus gritos de guerra, salir todos a un tiempo de la emboscada y, pasando a los peruanos a cuchillo, apoderarse del Inca en persona. Era ya mediodía cuando el cortejo indio se puso en marcha; se le vio avanzar por la gran calzada que cubría en un gran trecho. Cuando el cortejo real llegó cerca de la ciudad, hizo alto. Pizarra vio, sor prendido, que Atahualpa se disponía a levantar sus tiendas, como para acampar en aquel lugar. Poco después llegó un mensajero que dijo a los españoles que el Inca permanecería en aquella posición la no che y que entraría en la ciudad al día siguiente por la mañana. Esta noticia desconcertó mucho a Pizarra que había visto, con la misma impaciencia que sus sol dados, la lentitud de los movimientos de los perua nos. Las tropas estaban en guardia desde el amane cer, la caballería y la infantería en sus puestos, espe rando en silencio la llegada del Inca. N o hay prue ba más penosa para un soldado, y Pizarra lo sabía, que una prolongada incertidumbre en una situación tan crítica. Respondió por lo tanto a Atahualpa ro gándole que no alterase sus propósitos y añadió que había preparado todo para recibirle y que le esperaba aquella misma noche para cenar. Este mensaje hizo cambiar sus proyectos al Inca. Haciendo levantar nuevamente las tiendas, reanudó la marcha, después de informar al general que deja 71
ría en la retaguardia a la mayor parte de sus guerre ros y que entraría en la ciudad con sólo un pequeño número de ellos y desarmados, pues prefería pasar la noche en Cajamarca. Cuesta explicarse esta inde cisa conducta de Atahualpa, tan diferente del carác ter osado y decidido que le atribuye la Historia. Es evidente que visitaba a los blancos con perfecta buena fe, si bien Pizarro tenía también probable mente razón en suponer que tal disposición amisto sa tenía una base muy precaria. Poco antes de la puesta del sol, la vanguardia del cortejo real cruzó las puertas de la ciudad. Cuando las primeras filas del cortejo entraron en la gran plaza, más amplia —dice un viejo cronista—, que cualquier plaza de España, se abrieron a derecha e izquierda para dejar paso a la comitiva regia. Todo era llevado con un orden admirable. El padre Vi cente de Valverde, religioso dominico, capellán de Pizarro y más tarde obispo de Cuzco, se adelantó llevando en una mano su breviario o, según otros relatos, una Biblia, y en la otra un crucifijo. Acer cándose al Inca, le dijo que venía, por orden del general, para exponerle las doctrinas de la verdade ra fe; este era el motivo que había llevado a los españoles tan lejos de su patria. Uno de los últimos Papas había encargado al rey de España, el más poderoso monarca del mundo, que conquistase y convirtiese a los indígenas del hemisferio occiden tal; su general, Francisco Pizarro, acababa de cum plir esa importante misión. Los ojos del monarca indio lanzaron chispas y sus negras cejas se fruncieron aún más mientras res pondía: «¡Yo no seré tributario de ningún hombre! ¡Soy más grande que ningún príncipe de la Tierra! Vuestro emperador puede ser un gran príncipe, no lo dudo, puesto que ha enviado a sus súbditos tan lejos a través de los mares y consiento en conside rarlo como a un hermano. En cuanto a ese Papa de 72
que me habláis, debe ser un loco para dar países que no le pertenecen. Y en cuanto a mi fe, no pien so cambiar», prosiguió. Luego preguntó al domini co sobre qué autoridad apoyaba sus palabras. El religioso le mostró el libro que llevaba en la mano, como autoridad. Atahualpa lo cogió y lo hojeó; luego, como si el insulto que se le había hecho volviese de pronto a su memoria, lo arrojó violen tamente al suelo. El fraile, escandalizado ante el ultraje hecho al libro santo, se apresuró a recogerlo. Corrió hacia Pizarro exclamando: «¿No estáis viendo que, mien tras nos cansamos razonando con ese perro lleno de orgullo, el campo se está cubriendo de indios? ¡Echáos sobre él! Yo os doy la absolución.» Pizarro vio que había llegado el momento. Agitó en el aire un estandarte blanco: era la señal convenida. El ca ñonazo fatal fue disparado en la fortaleza. Enton ces, lanzándose sobre la plaza, el capitán y sus compañeros lanzaron su viejo grito de guerra: «¡Santiago y cierra España!» Nobles y plebeyos, todos eran pisoteados por las cargas furiosas de los jinetes que daban mandobles a diestro y siniestro sin contemplaciones. Todas las salidas habían sido cerradas: la entrada a la plaza estaba obstruida por los cadáveres de los que habían muerto en sus va nos esfuerzos para huir. La matanza continuaba con el mismo ardor en torno al Inca, cuya persona era el objetivo principal del ataque. El monarca in dio aturdido, lleno ae espanto, sin comprender la situación, veía cómo sus fieles vasallos iban cayen do en torno suyo. Pizarro, que era el que más cerca estaba de él, gritó con voz de trueno: «¡Que todo aquel que aprecie en algo su vida se guarde tocar al Inca!» Al extender los brazos para protegerle, fue herido en la mano por uno de sus propios solda dos: esta fue la única herida recibida en la lucha por un español. La borla imperial fue arrancada inme 73
diatamente de la frente del Inca por un soldado llamado Estete y el desgraciado monarca, fuerte mente escoltado, fue llevado a uno de los edificios cercanos, donde se le guardó bajo estrecha vigilan cia. Al instante cesó toda resistencia. La noticia de la prisión dei Inca se difundió rápidamente por la ciudad y en todo el país. Pero la matanza no cesó: no había nadie para detenerla. N o parecerá extraño que no hubiese nin guna resistencia si se considera que las desgraciadas víctimas no llevaban armas. Pizarro cumplió por la noche lo prometido al Inca, ya que le hizo cenar con él. El banquete fue servido en una de las salas que rodeaban la gran plaza, la cual había sido poco antes escenario ae la matanza y cuyo pavimento estaba todavía atestado de cadáveres de súbditos del Inca. El monarca cautivo fue sentado junto a su vencedor. No parecía darse cuenta todavía de toda la extensión de su desgracia. Si la comprendía, dio muestras de asombroso valor. «Son los azares de la guerra», parece que decía, y si hemos de dar crédito a los cronistas españoles, expresó su admiración por la habilidad de que habían dado muestras para sorprenderle en medio de sus propios soldados. Atahualpa tenía alrededor de treinta años. Estaba bien constituido y era más robusto que la mayoría de sus compatriotas. Pizarro estuvo lleno de aten ciones para su regio prisionero. Al no lograr disipar la nube sombría que cubría la frente del monarca, a pesar de su afectada sangre fría, trató por lo menos de iluminarla con algunos rayos consoladores. Le rogó que no se dejase abatir por aquel revés; su suerte había sido la de todos aquellos príncipes que habían opuesto resistencia a los blancos. Antes de acostarse, Pizarro arengó brevemente a sus tropas con respecto a la actual situación. Cuan do estuvo seguro de que ni uno sólo de sus hom bres había sido herido les invitó a dar las gracias a 74
la Providencia, por tan gran milagro; sin su inter vención jamás Habrían podido triunfar tan fácil mente del ejército enemigo. Al día siguiente por la mañana, el primer cuidado del general español fue hacer desaparecer los restos de la batalla. Los pri sioneros, que eran numerosos en el campamento, fueron empleados en retirar los muertos y darles sepultura. La cantidad de prisioneros indios era tal, ue alguno de los jefes españoles opinaban que se ebía matar a todos. El general rechazó esa suge rencia. El destacamento enviado para el saqueo de la casa de recreo del Inca volvió con un rico botín de oro y plata, consistente principalmente en la vajilla que se utilizaba en la mesa regia y cuyo ta maño y peso sorprendió a los españoles. Dicha vajilla, así como muchas y grandes esmeraldas que habían encontrado al mismo tiempo, y los precio sos adornos encontrados en los cadáveres de los nobles incas que habían perecido en la matanza fue ron puestos a buen recaudo. Pizarro habría marchado entonces, de buena ga na, sobre la capital del Perú, pero la distancia era grande y disponía de pocas fuerzas. Envió un co rreo a San Miguel para informar a los españoles que se habían quedado allí de sus nuevos triunfos y para saber si había llegado algún barco de Panamá. Atahualpa no tardó en descubrir en sus vencedo res, por debajo de su celo religioso, una pasión secreta, más fuerte en la mayoría de los corazones que la religión o la ambición: al amor al oro. Y decidió valerse de ella para obtener la libertad. Dijo un día a Pizarro que, si accedía a ponerle en liber tad, se comprometía a cubrir de oro el suelo de la habitación en que se hallaban. Como el Inca no recibiera respuesta, dijo con énfasis «que no sólo cubriría el suelo sino que llenaría la estancia de oro hasta la altura a que él mismo pudiera llegar», y empinándose sobre la punta de los pies alzó la ma
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no poyándola en la pared. Aquello debía tener al gún fundamento. En cualquier caso era prudente aceptar la propuesta del Inca, ya que, obrando así, podía reunir todo el oro de que aquél disponía y evitar de esta forma que los indígenas lo sustrajeran o lo ocultaran. Aceptó, pues, la oferta de Atahualpa. Después de haber trazado una raya roja en la pared, a la altura señalada por el Inca, hizo redactar detalladamente por el notario los términos del con venio. La habitación era de unos diecisiete pies (5,18 metros) de ancho por 22 (6,70 m.) de largo y la línea estaba trazada en la pared a nueve pies (2,75 m.) del suelo. Dicho espacio debía ser llenado de oro. Atahualpa se comprometió, además, a llenar por dos veces de plata una habitación contigua de menores dimensiones, y solicitó dos meses para cumplir lo prometido. En cuanto se cerró el trato, el Inca envió correos a Cuzco y a las princi pales ciudades del reino con orden de recoger los ornamentos y objetos de oro de los palacios reales, de los templos y de los demás edificios públicos, y llevarlos a Cajamarca sin pérdida de tiempo. Aun que no tenía permiso para salir, no esta encadenado y podía recorrer las habitaciones bajo la mirada atenta de un guardia que conocía demasiado bien el valor de su cautivo para aflojar su vigilancia. Se le autorizó a ser acompañado por sus esposas favori tas. Pizarro tuvo buen cuidado de hacer respetar su vida privada; sus súbditos podían visitar libremente a su soberano. Este recibía cada día las visitas de los señores indios que acudían a llevar presentes y ha cer su corte a su infortunado amo. Tan pronto como Huáscar conoció la cautividad de su rival y la enorme suma que había ofrecido por su rescate, trató por todos los medios de reco brar su libertad, tal como había previsto Atahualpa. Envió o trató de enviar un mensaje al jefe español comprometiéndose a pagar un rescate mucho más 76
elevado que el ofrecido por Atahuelpa, el cual, co mo no había estado nunca en Cuzco, ignoraba la cantidad de riquezas que allí había y los lugares en que estaban depositadas. De todo esto se informó secretamente a Atahualpa. Sin más vacilaciones, és te se decidió a suprimir para siempre aquel motivo de celos, haciendo dar muerte a su hermano. Sus órdenes fueron rápidamente ejecutadas: el desgra ciado príncipe murió ahogado. Habían transcurrido varias semanas desde que los emisarios de Atahualpa habían salido para reu nir el oro y la plata con que debían pagar el rescate a los españoles. Algunos días trajeron artículos por un valor de treinta o cuarenta mil pesos de oro y, a veces, hasta de cincuenta e incluso de sesenta mil. Corrían rumores de una insurrección peruana y los españoles se temían algún ataque general y súbi to contra sus cuarteles. Pizarro contó a su prisione ro lo que se rumoreaba entre sus soldados, indicán dole que uno de los lugares designados para las reuniones de los indios era la vecina ciudad de Huamachuco. Atahualpa le escuchó con asombro since ro y rechazó, con gesto de indignación, tal imputa ción, afirmando que era totalmente falsa. «Ningu no de mis súbditos, le dijo, se atrevería a mostrarse armado o a levantar un dedo sin orden mía. Estoy, prosiguió, en vuestro poder. ¿No está mi vida a vues tra disposición? ¿Qué mejor garantía podéis tener de mi buena fe? Pero, para convenceros de que actúo honradamente, deseo que enviéis a algunos de los vuestros a Cuzco. Yo les daré un salvocon ducto. Una vez allí podrán vigilar la ejecución de mis órdenes y comprobar con sus propios ojos que no se prepara ningún movimiento hostil.» Pizarro, que estaba deseoso de tener informes más detallados, aceptó con entusiasmo. Antes de la marcha de los emisarios, había enviado a su herma no Fernando, con veinte jinetes y un pequeño cuer 77
po de infantería, a la cercana ciudad de Huamachuco, para reconocer el país. Fernando lo encontró todo tranquilo, pero antes de salir de aquella ciudad recibió orden de su hermano de qu continuase su marcha hasta Pachacamac, ciudad situada en la cos ta, a unas cien leguas (unos 480km.) de Cajamarca. Era éste un viaje muy difícil. El camino bordeaba, en las tres cuartas partes de su recorrido, la altipla nicie de la Cordillera, cortada de vez en cuando por las crestas de la sierra, lo que retrasaba mucho la marcha. Afortunadamente, en una gran parte del trayecto pudieron utilizar la carretera de Cuzco «Y no hay nada en toda la cristiandad —exclama Fer nando Pizarro— que iguale la magnificencia de esta ruta a través de la sierra.» Los españoles se queda ron sorprendidos de los muchos y nutridos rebaños de llamas que vieron paciendo la rala hierba que crece en las altas regiones de los Andes. Algunos estaban guardados en campos vallados; pero con más frecuencia vagaban en libertad, bajo la vigilan cia de sus pastores indios. Los conquistadores su pieron entonces que estos animales eran objeto de tantos cuidados, y sus migraciones estaban regula das con la misma precisión, como los inmensos rebaños de merinos en su propio país. Bien sea por obediencia a las órdenes del Inca, bien por el respeto que inspiraban sus proezas, el caso es que los conquistadores fueron recibidos en todas partes por donde pasaron, con afable hospita lidad. Se les proporcionó alojamiento y se les facili taron abundantes provisiones que sacaban de los almacenes situados de trecho en trecho a lo largo del camino. Finalmente, después de muchas sema nas de un viaje que resultó muy penoso a pesar de la ayuda recibida, Fernando Pizarro llegó ante la ciudad de Pachacamac. Habiéndose presentado ante la entrada inferior del templo, los guardianes de la puerta le negaron el paso, pero él, gritando que 78
«venía de demasiado lejos para ser detenido por el brazo de un sacerdote indio», forzó la entrada. Los indios trataron aún de impedir que Pizarro profa nase el recinto sagrado; de pronto un fenómeno sísmico que hizo tambalearse las antiguas murallas hasta sus cimientos, causó tal pánico entre los indí genas que acompañaban a Pizarro y entre los habi tantes de la ciudad, que huyeron despavoridos. Pi zarro y sus tropas penetraron en el interior. En vez de una estancia, como en su fantasía se habían ima ginado, resplandeciente de oro y piedras preciosas, de ofrendas de los adoradores de Pachacamac, se encontraron en un pequeño recinto oscuro, o más bien en un antro cuyo suelo y paredes exhalaban el repulsivo olor de una carnicería. Era el lugar de los sacrificios. El oficial español comprendió que había llegado demasiado tarde y que los sacerdotes de Pachaca mac, avisados de su misión, habían puesto a buen recaudo la mayor parte del oro y se lo habían lleva do antes de su llegada. Se descubrió más tarde cier ta cantidad enterrada en los terrenos próximos. Lo que se obtuvo fue de todos modos considerable, alcanzando el valor de unos ochenta mil castella nos. Fernando sacó de su expedición otra ventaja que le consoló en parte de la pérdida de su tesoro. Mientras estaba en Pachacamac supo que el jefe indio Chalcucima estaba, con una numerosa tropa cerca de Jauja. Este hombre, pariente próximo de Atahualpa, era su más hábil general. Con Quisquis, que estaba entonces en Cuzco, había logrado en el sur las victorias que habían colocado al Inca en el trono. Pizarro comprendió que era importante apo derarse de él. El camino a través de las montañas presentaba grandes dificultades. Como no se dispo nía de hierro, sino solamente de oro y de plata, hubo que herrar con éste último metal a los caba llos de la tropa. 79
Jauja era una ciudad extensa y populosa aunque sea difícil dar crédito a la afirmación de los con quistadores de que en su plaza mayor se congrega ban generalmente cien mil personas. El general pe ruano, le dijeron, estaba acampado con un ejército de treinta y cinco mil hombres a algunas leguas de la ciudad. Costó mucho persuadirle de que consin tiese en tener una entrevista con Pizarro. Este le habló cortésmente y le pidió con insistencia que le acompañase a los cuarteles castellanos de Cajamarca, asegurándole que ésta era la voluntad del Inca. Desde que su señor estaba en cautiverio, Chalcucima había estado dudoso sobre la conducta que de bía seguir. Acató finalmente las órdenes de Fernan do Pizarro que, de esta suerte, logró su objetivo sin lucha. El indígena, al contacto con el hombre blan co, parecía haber quedado desconcertado por su genio: llegó, seguido de un numeroso cortejo, lleva do en una silla a hombros de sus vasallos. Al acom pañar a los españoles en su viaje de retorno a través del país, fue objeto por parte de la población de todos los lugares por donde pasaban, de homenajes aue sólo eran rendidos al favorito del monarca. To da aquella pompa se desvaneció cuando se encontró en presencia del Inca, al que se acercó descalzo y llevando a sus espaldas un ligero fardo que le fue entregado por un miembro del séquito. Al estar frente a él, el anciano guerrero exclamó: «¡Por qué no estaría yo aquí! Esto no habría sucedido.» Lue go, arrodillándose, besó las manos y los pies de su regio amo y los bañó con lágrimas. Atahualpa, en cambio, no demostró la menor emoción ni dejó traslucir en lo más mínimo la satisfacción que le producía ver a su consejero favorito. La impasible actitud del monarca contrastaba intensamente con la leal emotividad de su súbdito. Atahualpa, prisionero, seguía siendo tratado por los españoles con todo respeto. Conservaba ante 80
sus súbditos, en todo lo posible, su antigua grande za y el ceremonial de costumbre. Estaba rodeado de sus esposas y de las jóvenes de su harén. Un cuerpo de señores indios permanecía en la antecá mara. La apariencia de la realeza tenía todavía sus atractivos para él, cuando la realidad se había des vanecido. Poco después de la llegada del destacamento de Pachacamac, hacia finales de mayo, los tres emisa rios regresaron de Cuzco, habiendo cumplido su misión-. Gracias a las órdenes del Inca y al respeto ue los hombres blancos inspiraban entonces en too el país, los españoles habían encontrado en to das partes una acogida favorable. En Cuzco fueron recibidos con festejos públicos, se les alojó fastuosa mente y todos sus deseos fueron satisfechos gracias al celo diligente de los habitantes. El informe que dieron de la capital vino a confirmar cuanto Pizarro había oído decir hasta entonces de la riqueza y de lo populoso de aquella ciudad. Los peruanos cum plieron a regañadientes la orden de su soberano de despojar el templo nacional, que todos los habitan tes de la ciudad miraban con particular orgullo y devoción. La cantidad de plancnas que quitaron del templo del Sol fue de setecientas. No eran, induda blemente, de mucho espesor, pero tenían una an chura de diez o doce pu gadas (de 25 a 30 cm.). Los indios reunieron todo e oro necesario para satisfa cer a sus indignos visitantes: los mensajeros traje ron doscientas cargas completas. Era esta una con tribución considerable a la petición de Atahualpa y, aunque el tesoro estuviese todavía muy por debajo del volumen convenido, el rey veía acercarse, lleno de satisfacción, el momento en que estaría total mente pagado su rescate. Algún tiempo antes, cierta llegada a Cajamarca había cambiado las condiciones en que se hallaban los españoles, influyendo desfavorablemente en la
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suerte del Inca: nos referimos al arribo de Almagro al frente de considerables refuerzos. Este había co seguido equipar, a costa de grandes esfuerzos, tres barcos y reunir un cuerpo de ciento cincuenta hombres con el que se había hecho a la vela con rumbo a Panamá a finales del año anterior. Durante su viaje, un pequeño destacamento procedente de Nicaragua, se reunió con Almagro, de suerte que sus efectivos se elevaban en total a ciento cincuenta infantes y cincuenta jinetes, todos elos bien provis tos de armamento,. Al principio no consiguieron noticias de Pizarro, por lo que aquellos hombres, aventureros bisoños en su mayor parte, decideron renunciar a la expedición cuando llegaron a Puerto Viejo y regresar a Panamá. Afortunadamente, uno de ellos, al que Almagro había destacado a Túmbez, trajo finalmente noticias de Pizarro y de la colonia que había fundado en San Miguel. Confor tado por estas noticias, Almagro prosiguió su viaje, logrando llevar a todo el mundo sano y salvo a la ciudad española a finales de diciembre de 1532. Una vez allí, supo de la marcha de Pizarro a través de las montaña, la cautividad del Inca y, poco des pués, el enorme rescate ofrecido por su liberación. Almagro y sus compañeros escucharon asombrados tales noticias de su socio y el cambio de su suerte, tan rápido y maravilloso, que casi parecía casa de magia. Al mismo tiempo, uno de los colonos acon sejó a Almagro que no se pusiera en manos de Pizarro, cuya mala voluntad hacia él era cosa sabi da. Poco después de la llegada de Almagro a San Miguel, se comunicó la noticia de Cajamarca. Una carta de su secretario Pérez informó a Pizarro que su socio no había venido para cooperar con él, sino con el propósito de establecer un gobierno inde pendiente. Los dos conquistadores españoles estu vieron, por lo visto, rodeados de espíritus mezqui 82
nos y turbulentos, decididos a enemistarlos, espe rando, sin duda, sacar partido de su ruptura. Pero esta vez fracasaron sus siniestras maquinaciones. Pizarro se alegró mucho de la llegada de se mejante refuerzo, lo que le facilitaría los medios de conservar su ventaja y continuar la conquista del país. N o hizo mucho caso de las advertencias de su secretario. Cualquiera que fuese el primitivo jroyecto de Almagro, Pizarro sabía que el rico fión que había descubierto le garantizaba infalible mente su cooperación para la explotación del país. La llegada de Almagro cambió, por lo tanto, los planes de Pizarro, poniéndole en condiciones de reanudar su actividad y proseguir sus conquistas por el interior. El único obstáculo era el pago del rescate del Inca. Los españoles habían esperado pa cientemente que el regreso de sus enviados fuese* elevando el tesoro a un importante considerable, si bien no había alcanzado todavía el tope fijado. Era preferible repartir lo reunido inmediatamente y que cada cual estuviera en posesión y se ocupase de defender su lote. Sin embargo, antes de proceder al reparto, era preciso fundir el tesoro en lingotes del mismo peso y ley, pues el botín se componía de una infinita variedad de objetos en los que el oro estaba mezclado en muy diversos grados de pureza. Antes de romper aquellas muestras del arte indio, se decido enviar al emperador algunos ejemplares, que serían deducidos del quinto real. Se escogieron algunos de los más bellos objetos, hasta un valor de cien mil ducados y se encargó a Fernando Pizarro de llevarlos a España, con la misión de conseguir una audiencia de Carlos V. Al tiempo de poner aquel tesoro a sus pies, le daría cuenta de las accio nes de los conquistadores y le pediría que se au mentasen sus poderes y dignidades. N o había nadie entre la tropa más adecuado a esta misión que Fernando Pizarro, a causa de su
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habilidad y de su conocimiento de los hechos; na die parecía más capaz de exponer con eficacia estas demandas en la orgullosa Corte castellana. Pero su elección fue decidida también por otros motivos. Sus antiguos celos de Almagro se habían desper tado y había visto su llegada con un sentimiento de repugnancia que nada había hecho por disimular: aquel hombre venía a participar en el reparto de los frutos de la victoria y a frustrar a su hermano de los honores que le eran debidos. En vez de correspon der al saludo cordial de Almagro, en su primera entrevista, el arrogante conquistador permaneció apartado y silencioso. A su hermano Francisco le disgustó mucho semejante conducta que amenazaba con resucitar su antigua enemistad. Exigió a F'ernando que fuese con él al campamento de Almagro a excusarse de su descortesía. La fundición de la vajilla se encomendó a los orfebres del país. El valor total del oro era de un millón trescientos veintiséis mil quinientos treinta y nueve pesos de oro. La cantidad de plata se estimó en cincuenta y un mil seiscientos diez marcos. No existe ejemplo de que semejante botín, y bajo la forma más canjeable, en dinero contante y sonante por así decirlo, haya caído jamás en poder de una >equeña banda de aventureros, como en el caso de os conquistadores del Perú. El oro era el objetivo esencial de las expediciones de los españoles en el Nuevo Mundo: el éxito, bajo este aspecto, había sido total. Una nueva dificultad surgió respecto al reparto del tesoro. Los compañeros de Almagro pretendían ser admitidos a él. Como su número era superior al de los soldados de Pizarro, las ganancias de estos últimos se habrían visto muy mermadas. Se convi no entre los jefes que los compañeros de Almagro renunciarían a sus pretensiones contentándose con una suma global poco elevada, pero que participa
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rían en la aventura a fin de hacer fortuna por su cuenta. Así resuelta tan delicada cuestión, Pizarro se dispuso con gran solemnidad a proceder al re parto de los despojos imperiales. Primeramente se dedujo el quinto de la Corona en el que iba comprendida la remesa ya enviada a España. La parte ele Pizarro se elevó a cincuenta y siete mil doscientos veintidós pesos de oro y dos mil trescientos cincuenta marcos de plata. Recibió, además, el trono del Inca, de oro macizo, valorado en veinticinco mil pesos de oro. Se entregaron a su hermano Fernando treinta y un mil ochenta pesos de oro y dos mil trescientos cincuenta marcos de plata. De Soto recibió diez y siete mil setecientos :uarenta pesos de oro y setecientos veinticuatro marcos de plata. La mayor parte de los demás caba lleros, sesenta en total, recibió cada uno ocho mil ochocientos ochenta pesos de oro y trescientos se senta y dos marcos de plata. Algunos recibieron más; otros, muy pocos, mucho menos. La infante ría estaba compuesta en total de cinco hombres. A una quinta parte de ellos se les entregó cuatro mil cuatrocientos cuarenta pesos de oro por cabeza y ciento ochenta marco de plata, es decir, la mitad de la parte asignada a los jinetes. El resto recibió un cuarto menos, si bien también hubo excepciones y algunos tuvieron que contentarse con una parte de botín mucho más pequeña. Terminado el reparto del rescate de Atahualpa, parecía no haber ya más obstáculos que se opusie ran a que los españoles reanudasen sus operaciones emprendiesen la marcha hacia Cuzco. Pero, ¿qué acer de Atahualpa? ¿Cómo resolver el problema? Soltarlo sería poner en libertad al hombre que po día llegar a ser su mayor enemigo. Retenerlo cauti vo suponía también un gran número de dificulta des. La custodia de un prisionero de tal importan cia obligaría a los españoles a dividir sus fuerzas y,
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por lo tanto, a debilitarlas. El propio Inca reclama ba abiertamente su libertad. En realidad, el rescate prometido no había sido pagado en su totalidad, pero había sido ya entregada una suma considerable y el Inca podía argüir que aún hubiera sido mayor sin la impaciencia de los españoles. Atahualpa ex puso estas consideraciones especialmente a Hernan do de Soto, con el que tenía más familiaridad que con Pizarro. Soto transmitió las manifestaciones de Atahualpa a su general, pero éste esquivó dar una respuesta concreta. Sin embargo, volvió a circular entre los soldados el rumor de que los indígenas meditaban un ataque: corría de boca en boca, amplificándose cada vez más. No era difícil descubrir el origen de tales ru mores. Había en el campamento un gran número de indios del partido de Huáscar y 1 1 tanto, a Atahualpa. Los rumores ción de los indígenas designaban a Atahualpa como su instigador. Se interrogó a Chalcucima, pero éste declaró que desconocía en absoluto semejante proyecto, y que no veía en ello más que calumnias. El Inca no tardó en darse cuenta de los motivos, y también tal vez de las consecuencias de la acusa ción. Veía el abismo abrirse bajo sus pies, rodeado de extranjeros de los que no podía esperar ni con sejos ni protección. Sus protestas de inocencia hicieron poco efecto en las tropas, entre las que los rumores ae un levan tamiento general seguían afirmándose por momen tos. Se murmuraba amenazadoramente contra el In ca, supuesto autor de tales maquinaciones. Muchos empezaban a pedir su muerte, considerándola nece saria para la seguridad del ejército. Pizarro perma necía, o parecía permanecer, sordo a tales insinua ciones, demostrando una visible repugnancia a re currir a medidas extremas contra su prisionero. Al gunos, entre los cuales se contaba Hernando de 86
Soto, le apoyaban en esta actitud. El comandante español se decidió a enviar un destacamento a Huamachuco para reconocer el país y comprobar si te nían fundamento los rumores de una insurrección. De Soto fue puesto al frente de la expedición, que sólo debía durar algunos días, ya que la distancia no era grande. Después de su marcha, lejos de disminuir la agi tación entre los soldados, creció hasta tal punto que Pizarro, incapaz de contenerla, consintió en hacer juzgar inmediatamente a Atahualpa. Se organizó un tribunal que los dos capitanes, Pizarro y Almagro, tuvieron que presidir. Se nombró a un procurador general encargado de encauzar, en nombre de la Corona, y se designó un abogado. Los cargos con tra el Inca, redactados en forma de interrogatorio, eran doce. Los más graves le reprochaban haber usurpado la corona y asesinado a su hermano Huáscar; haber dilapidado las rentas públicas des pués de la conquista del país por los españoles y de haberlas repartido pródigamente entre sus familia res y favoritos; en fin, de haber tratado de fomentar una insurrección contra los españoles. La mayor parte de dichas acusaciones tenían que ver con las costumbres de la nación o con las relaciones perso nales del Inca, sobre todo lo cual los españoles no tenían, evidentemente, ninguna competencia. El examen de cargos terminó rápidamente. Se entabló una acalorada discusión sobre los beneficios o los daños que resultarían de la muerte de Atahualpa. Este fue juzgado culpable y condenado a ser que mado vivo en la gran plaza de Cajamarca. Se some tió una copia del juicio a la consideración del padre Valverde, el cual estampó su firma en ella, declaran do que, en su opinión, el Inca merecía la muerte por todos los conceptos. Hubo, sin embargo, algunos hombres, en aquel cónclave de soldados, que se opusieron a aquellas 87
medidas despóticas. Las consideraban como una triste recompensa de todos los favores que les había concedido el Inca. Objetaban que las pruebas eran insuficientes y negaban a tal tribunal el derecho de juzgar a un príncipe soberano en medio de sus pro pios estados. Pero la inmensa mayoría —diez con tra uno— declaró que el crimen de Atahualpa no ofrecía dudas y que reivindicaban la responsabili dad de su castigo. La discusión llegó a tal extremo que amenazó por un momento con provocar una ruptura total y violenta. Convencido de que era inútil toda resistencia, el partido más débil se con tentó finalmente con exigir que constara por escrito su protesta contra tales procedimientos. Cuando le fue comunicada la sentencia al Inca, se quedó enormemente sorprendido. Esta abrumadora demostración de cargos abatió por un momento su valor y exclamó, con lágrimas en los ojos, y diri giéndose a Pizarro: «¿Qué os hemos hecho yo y mis hijos, para merecer tal suerte?» Luego suplicó, con el tono más lastimero, que se le perdonase la vida, ofreciendo todas las garantías que se le quisie ran exigir, comprometiéndose a doblar el precio del rescate que ya había pagado, si se le concedía el tiempo necesario. Pizarro estaba visiblemente afec tado, al alejarse del Inca, por esta súplica que no podía escuchar. Atahualpa, viendo que no podía ablandar a su vencedor, recuperó su calma habitual y se sometió, a partir de aquel momento, a su suer te con el valor de un guerrero indio. La sentencia que condenaba al Inca fue procla mada a son de trompeta en la gran plaza de Cajamarca. Dos horas después de la puesta del sol, los soldados españoles se congregaron en la plaza, al resplandor ae las antorchas, para asistir a la ejecu ción. El 29 de agosto de 1533, Atahualpa fue lleva do, con grillos en los pies y en las manos, al lugar de su suplicio. El padre Vicente Valverde estaba a 88
su lado, conjurándole a que abjurase de su supersti ción y abrazase la religión de los conquistadores, jrometiéndole que si así lo hacía le sería conmutada a cruel muerte que le esperaba por la menos terri3le del garrote. El desgraciado monarca consintió en abjurar de su religión y recibir el bautismo. La ceremonia fue celebrada por el padre Valverde. El nuevo converso recibió el nombre de Juan de Atahualpa. Expresó su deseo de que sus restos fuesen llevados a Quito, lugar de su nacimiento, para ser conservados junto a los de sus antepasados por línea materna. Luego, dirigiéndose a Pizarra, le suplicó, como una última petición, que tuviera piedad de sus hijos, de tan corta edad, y que los acogiese bajo su protección. Volviendo luego a su estoica actitud, se sometió tranquilamente a su suerte mientras los españoles, agrupados en torno suyo, entonaban el Credo por la salvación de su alma, antes de hacer celebrar sus funerales religiosos. Así, como un vil malhechor, murió'el último de los Incas. Poco tiempo después de estos trágicos sucesos, volvió Hernando de Soto. Grandes fueron su sor presa y su indignación al saber lo que había pasado en su ausencia. Fue inmediatamente en busca de Pizarra. «Habéis obrado temerariamente —le dijo— —. Si era necesario hacer el proceso del Inca debía haber sido llevado a Castilla para ser juzgado por el Emperador. Yo mismo hubiera garantizado su se guridad a bordo del barco.» Pizarra reconoció que había obrado con precipitación y dijo que había sido engañado por Riquelme, Valverde y los demás. Estas acusaciones llegaron a oídos del dominico y del tesorero que se justificaron a su vez y acusaron a Pizarra. La disputa se envenenó. Semejante que rella entre los jefes, inmediatamente después del acontecimiento, es el mejor comentario sobre lo inicuo de su proceso y la inocencia del Inca. 89
El trato que sufrió Atahualpa constituye induda blemente uno de los más sombríos capítulos de la historia de la colonización española. Desde el ins tante en que Pizarro y sus compañeros entraron en la zona de influencia de Atahualpa, los indígenas les tendieron una mano amiga. Pero la primera acción de los españoles al cruzar las montañas fue raptar al monarca. La prolongada cautividad del Inca fue empleada por el conquistador para despojarle de sus tesoros. El monarca, sin embargo, se había comportado con una generosidad y una buena fe admirables, dejando libre paso a los españoles en todas las regiones de su imperio y dándoles todas las facilidades para la ejecución de sus planes. Es difícil no considerar a Pizarro como grave mente responsable de tal política. Comprendía pro bablemente desde hacía tiempo que la desaparición de Atahualpa era indispensable para el éxito de su empresa. Retrocedía ante la responsabilidad de tal decisión y prefirió actuar cediendo a la presión de los demás. Deseaba recoger los frutos de una mala acción, pero dejando que la censura recayera sobre sus compañeros. Los secretarios de Pizarro dicen que Almagro y sus compañeros fueron los primeros en pedir la muerte del Inca. Estuvieron apoyados por el tesoro y los oficiales reales que consideraban necesaria esta ejecución. Era necesaria la formalidad de un juicio para dar una apariencia de justicia al procedimien to. Pero sólo fue, en realidad, una formalidad. Si Pizarro sentía la repugnancia que afectaba hacia es ta condena, ¿por qué hizo marchar a de Soto, el mejor amigo de Atahualpa, cuando se iban a iniciar las diligencias? ¿Por qué se ejecutó la sentencia de manera tan sumaria, antes del regreso de Hernan do? Pizarro, como jefe del ejército, era el responsa ble del comportamiento del mismo; no era hombre que se dejase arrebatar la autoridad ni que cediese 90
asustado a las presiones. No cedía ni tan siquiera a sus propios impulsos. Incluso es inútil buscar los motivos de su conducta en un rencor personal. El Inca era soberano del Perú de una manera especial. Su autoridad llegaba hasta lo más secreto de sus súbditos, hasta el propio pensamiento del individuo. Era venerado como un ser sobrehuma no. Era la piedra angular cuya desaparición acarrea ría la ruina del edificio político. Esto es lo que sucedió al morir Atahualpa. Su desaparición no só lo dejó el trono vacante sin un heredero claramente determinado, sino que de la manera que se produjo demostró a los peruanos que una mano más fuerte que la de sus Incas se había apoderado ahora del cetro y que la dinastía de los Hijos del Sol había desaparecido para siempre. Las consecuencias naturales de semejante con vencimiento no tardarían en dejarse sentir. Los in dios se lanzaron a cometer excesos tanto más gran des cuando se veían libres por primera vez de una sujeción extraordinaria a la cual habían estado so metidos hasta entonces. Se quemaron pueblos, se saquearon templos y palacios y el oro que conte nían fue desparramado u ocultado. A los ojos de los peruanos, el oro y la plata adquirieron valor al ver la importancia que les daban sus vencedores. Los metales preciosos fueron amontonados y ente rrados en las cavernas y en los bosques. Se asegura ba que la cantidad de oro y plata ocultada por los indígenas rebasaba con mucho la que cayó en ma nos de los españoles. Las provincias más lejanas se sacudieron el yugo de los Incas. Sus generales ac tuaban por cuenta propia. El país se hallaba en esa situación que se produce cuando un antiguo estado de cosas desaparece sin que el nuevo haya sido esta blecido todavía..., situación, en cierto modo, revo lucionaria. Los responsables de esta situación, Pizarro y sus 91
compañeros, seguían en Cajamarca. La primera de cisión del general español fue designar un sucesor de Atahualpa. El verdadero heredero de la corona era un segundo hijo de Huayna Cápac, llamado Manco, hermano legítimo del infortunado Huáscar. Pero Pizarro no conocía lo bastante la actitud de este príncipe. No tuvo, pues, el menor escrúpulo en ignorar sus derechos y eligió a un hermano de Atahualpa presentándolo como el futuro Inca. La frente del joven Inca Toparca fue ceñida con la borla imperial por las manos de su vencedor y reci bió así el homenaje de sus vasallos que, en su mayor parte, pertenecían a la facción de Quito. Todos los pensamientos se volvieron entonces ávidamente hacia Cuzco, de la que circulaban las más brillantes descripciones entre los soldados y cuyos templos y palacios se imaginaban resplande cientes de oro y plata. Así exaltada la fantasía, Pizarro y todas sus tropas salieron de Cajamarca a prin cipios de septiembre. Todos caminaban llenos de entusiasmo, los soldados de Pizarro, con la espe ranza de duplicar sus riquezas, y los compañeros de Almagro, con la perspectiva de compartir también los despojos con los «primeros conquistadores». El joven Inca y el viejo jefe Chalcucima acompañaban la expedición en sus literas. Siguieron en su marcha la gran carretera de los Incas, a través de las altas regiones de la Cordillera, hasta Cuzco. La montaña estaba tallada en escalera y los rebordes de la roca cortaban los cascos de los caballos; aunque los jine tes fuesen a pie y los llevaran por la brida, sufrían mucho con los esfuerzos que hacían para guardar el equilibrio. O tro obstáculo con el que tropezaban con frecuencia consistía en los profundos torrentes ue descendían con furia de las crestas de los An es; para cruzarlos habían de caminar por puentes colgantes de mimbre, cuyos frágiles materiales se rompieron al cabo de algún tiempo por el pesado
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paso de la caballería, con lo que las brechas abiertas en ellos aumentaban los peligros al cruzarlos. Habiendo atravesado varias aldeas y ciudades, Pizarro, tras una penosa marcha, llegó ante el rico valle de Jauja. El viento glacial de las montañas se filtraba incluso en las espesas armaduras de los sol dados; pero los pobres indios, vestidos más ligera mente y acostumbrados al clima tropical, sufrían terriblemente. La marcha no había sido molestada por enemigos. Sin embargo, más de una vez habían visto huellas de su paso en las aldeas humeantes y en los puentes destruidos. Al llegar a Jauja vieron, no obstante, una densa masa de guerreros agrupa dos en la orilla opuesta del río que fluía por el valle. Los españoles se aproximaron al río. El puente ha bía sido destruido, pero los conquistadores se lan zaron al agua sin vacilar y, a nado o vadeando, llegaron como mejor pudieron a la otra orilla. Los indios, que se creían protegidos por aquel obstácu lo y desconcertados por aquella osada maniobra, , emprendieron la huida después de haberles lanzado una inútil rociada de flechas. Jauja era una ciudad importante. Es aquella de que se hizo mención anteriormente al decir que había sido visitada por Fernando Pizarro. Estaba situada en el centro de un verde valle, regado por mil pequeños arroyos. Había en ella, en la época de los Incas, varios vastos edificios de piedra sin labrar y un templo bastante importante. Pizarro propuso detenerse en ella y fundar una colonia española. Era una posición favorable para mantener en jaque a los indios de las montañas y ofrecía, al mismo tiempo, una fácil comunicación con la costa. Decidió enviar por delante a Hernando de Soto, con un destaca mento de sesenta jinetes, para que reconocieran el j país y reparasen los puentes destruidos por el ene migo. El capitán español cruzó el río Abancay y las 93
caudalosas aguas del Apurímac. Al aproximarse a la sierra de Vilcanota tuvo noticia de que un cuerpo importante de indios le esperaba en los peligrosos pasos de las montañas. La sierra se hallaba a bastan tes leguas de Cuzco. Cuando se internó en aquellos desfiladeros erizados de rocas, una multitud de guerreros armados, que parecían salir de cada ca verna y de cada matorral de la sierra, hizo retem blar el aire con sus gritos de guerra y se abalanzó como un torrente sobre los invasores. De Soto tra tó de restablecer el orden e, incluso, de cargar con tra los asaltantes. Animando a sus hombres con el antiguo grito de guerra que siempre va derecho al corazón de un español, clavó las espuelas en los ijares de su cansado caballo y, valientemente apoya do por su tropa, abrió brecha en las espesas filas de los guerreros. Rechazándolos a derecha e izquierda, consiguió finalmente llegar a la llanura. Una vez allí, ambos bandos se detuvieron, como por un mu tuo consentimiento, un momento. Luego De Soto y sus hombres hicieron una carga desesperada con tra sus asaltantes. Los intrépidos indios resistieron la embestida con gran firmeza. El resultado del combate era todavía dudoso cuando las tinieblas de la noche, espesándose en torno de ellos, separaron a los combatientes. Ambas partes se retiraron entonces del campo de batalla y ocuparon sus posiciones respectivas a un tiro de flecha una de la otra. Parecía probable que aquel ataque, por el tesón desplegado y por el or den con que había sido efectuado, estuviese dirigi do por algún jefe experimentado, tal vez por el caudillo indio Quisquís, que, se decía, acampaba en los alrededores de Cuzco con una fuerza numerosa. A pesar de que tenía motivos fundados para temer la llegada del siguiente día, de Soto, con su intrepi dez habitual, trató de levantar los ánimos de sus compañeros. 94
Durante su marcha, de Soto había ido enviando de vez en cuando a Pizarro informes sobre la hosti lidad del país. Pizarro, seriamente alarmado, temió que su lugarteniente se viese desbordado por la su perioridad numérica del enemigo. Destacó, por consiguiente, a Almagro con casi todo el resto de la caballería, para acudir en su auxilio. El enérgico jefe tuvo la suerte de llegar al pie de la sierra de Vilcanota en la noche del día en que se había dado la batalla. Enterado allí de ello, prosiguió su camino sin hacer alto. La noche era muy oscura y Alma gro, temeroso de caer en el lugar donde vivaquea ban los indios y queriendo, sin embargo, avisar a de Soto de su llegada, ordenó que se tocasen las trom petas hasta que el ruido, retumbando a través de los desfiladeros, alertase a sus compatriotas. Estos res pondieron con las suyas y pronto tuvieron la ale gría de abrazar a sus libertadores. El espanto del ejército peruano fue enorme cuan do la luz del nuevo día les descubrió los refuerzos llegados a los españoles. Era inútil resistir a un ene migo que parecía multiplicarse a voluntad. Sin ha cer el menor intento de reanudar el combate y aprovechando una espesa niebla que cubría las lade ras inferiores de las montañas, se retiraron dejando paso libre a los invasores. Ambos jefes, Almagro y de Soto, después de sentar sus reales en una posi ción bien defendida y segura, decidieron aguardar en ella a Pizarro. En Jauja, Pizarro estaba muy inquieto a causa de los rumores que le llegaban sobre la situación del País. No se hallaba mejor preparado que su lugarte niente para encontrar resistencia en los indígenas. No parecía comprender que hasta los caracteres más dulces pueden sublevarse contra la opresión y que la muerte del Inca, tan venerado por sus súbdi tos, debía sacarlos de su apatía. Las noticias que le llegaron sobre la retirada de los peruanos le causa95
ron una viva satisfacción. Parecía lo más probable que algún personaje importante hubiese sido el or;anizaaor de aquella resistencia de los indígenas, y as sospechas recayeron sobre el jefe cautivo Chalcucima. Se le acusó de mantener correspondencia secreta con su aliado Quisquís. Pizarro fue a entre vistarse con el jefe indio y le acusó de conspirar, amenazándole con que, si no hacía que los perua nos depusieran las armas y se sometieran inmedia tamente, sería quemado vivo tan pronto como lle gasen al campamento de Almagro. El indio negó tener comunicación alguna con sus compatriotas y manifestó que, estando cautivo, no estaba en su mano obligarles a someterse. Luego se encerró en un obstinado silencio. Se le puso guardia de vista y se le encadenó. Antes de salir de Jauja tuvieron los españoles un grave contratiempo: el Inca elevado al trono por ellos, el joven príncipe Toparco, falleció. Las sospe chas recayeron, naturalmente, sobre Chalcucima, que ahora era la víctima propiciatoria que cargaba con todas las culpas de su nación. Dicha muerte fue una gran desilusión para Pizarro, que esperaba le galizar todas sus futuras acciones a la sombra de esta apariencia de poder real. Después de que Piza rro se reunió con Almagro, las fuerzas unidas de ambos penetraron en el valle de Xaquiguana, a unas cinco leguas (unos 25 kilómetros) ae Cuzco. Piza rro se detuvo varios días en este valle, dejando que sus tropas se aprovechasen de los bien provistos almacenes de los Incas. Su primer acto fue someter a juicio a Chalcucima, si es que puede llamarse jui cio un proceso en que la sentencia seguía de cerca a la acusación. Se le condenó a ser quemado vivo allí mismo. El padre Valverde acompañó al jefe perua no a la pira: siempre estaba presente en tan tristes momentos, ansioso de convertir a las víctimas. El jefe indio le respondió secamente que no compren
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día la religión de los blancos. Durante su suplicio dio pruebas de ese valor del indio cuya capacidad de resistencia al sufrimiento supera todas las tortu ras que le inflingen los enemigos. Poco después de tan trágico acto, Pizarro tuvo la sorpresa de recibir la visita de un noble peruano que llegó acompañado de un numeroso y lucido séquito. Era el joven príncipe Manco, hermano del infortunado Huáscar y legítimo heredero de la co rona. Llevado a presencia del caudillo español, le comunicó sus pretensiones al trono y solicitó la protección de los extranjeros. Pizarro escuchó sus pretensiones con singular satisfacción. Vio, en este nuevo vástago del árbol real, un instrumento más útil a sus proyectos de lo que hubieran podido ser los de la rama de Quito, hacia los que los peruanos sentían muy poca simpatía. Recibió al joven prínci pe con una gran cordialidad y no vaciló en asegurarle que había sido enviado por su amo, el Rey de Cas tilla, para defender los derechos de Huáscar a la corona y castigar la usurpación de su rival. Llevan do consigo al príncipe indio, Pizarro reemprendió entonces la marcha. Estaba muy avanzada la tarde cuando los con quistadores llegaron a Cuzco. Pizarro decidió dife rir su entrada hasta la mañana del día siguiente. Aquella noche se montó una guardia reforzada en el campamento y los soldados durmieron sin des pojarse de sus armas. Pero la noche transcurrió sin ser molestados por el enemigo. Al día siguiente, 15 de noviembre de 1533, muy temprano, Pizarro se dispuso a efectuar, su entrada en la capital del Perú. El general español avanzó directamente hacia la plaza mayor. Estaba rodeada de edificios de poca altura, entre los que se encontraban varios palacios de los Incas. Dichos edificios ofrecían buen aloja miento a las tropas, si bien éstas, durante las prime ras semanas, durmieron en sus tiendas, levantadas 97
en la plaza, con sus caballos atados muy cerca, lis tos para rechazar cualquier insurrección de los ha bitantes. La capital de los Incas, aunque inferior a «El Dorado» que habían soñado sus crédulas men tes, asombró a los españoles por la belleza de sus edificios, lo largo y recto de sus calles, el buen orden y el aspecto acomodado e incluso lujoso que ofrecía su numerosa población. Los hermosos edifi cios, muy cuantiosos, eran de piedra o estaban re vestidos de ese material. Entre los principales se hallaban las residencias reales. El edificio más im portante era la fortaleza, edificada sobre roca viva, que se alzaba orgullosamente dominando la ciudad. Estaba construida con piedras, de talla tan perfecta mente trabajada que no era posible descubrir las junturas entre los distintos bloques. Sus accesos estan defendidos por tres parapetos semicirculares, formado por masas de rocas tan enormes que re cordaban ese tipo de construcciones que los arqui tectos llaman ciclópeas. El edificio más suntuoso de Cuzco, en la época de los Incas, era, sin duda algu na, el gran templo dedicado al Sol. Incrustado de planchas de oro, estaba rodeado de conventos y de dormitorios destinados a los sacerdotes, con jardi nes y amplios parterres deslumbrantes de oro. Pizarro, al entrar en Cuzco, había circulado una orden del día prohibiendo a los soldados violar el domicilio de los habitantes. Pero había numerosos jalados y las tropas se apresuraron a saquearlos de os tesoros que contenían; lo mismo hicieron con os edificios religiosos. Los ornamentos del interior es proporcionaron un botín considerable. Robaron as joyas y los ricos adornos que recubrían a las momias reales. En una caverna cercana a la ciudad encontraron cierta cantidad de jarrones de oro pu ro, ricamente ornados de figuras representando ser pientes, saltamontes y otros animales. En el botín figuraban cuatro llamas de oro y diez o doce esta98
tuas femeninas, unas de oro, las demás de plata. £1 valor de los tesoros de la capital no alcanzaba, sin embargo, las quiméricas esperanzas que habían concebido los españoles, si bien esta diferencia esta ba cubierta con creces por el botín que habían ido recogiendo en los distintos lugares por los que ha bían pasado hasta llegar a Cuzco. Todos aquellos tesoros fueron reunidos forman do un acervo común, como se había hecho en Cajamarca. Después de haber separado alguno de los más bellos ejemplares para la Corona, el resto fue entregado a los orfebres indios para ser fundido en lingotes de una ley uniforme. El reparto del botín se hizo siguiendo el mismo procedimiento que la primera vez. Francisco Pizarro declaró que cada jinete recibiría seis mil pesos de oro y cada soldado de infantería la mitad de dicha suma; si bien Piza rro hizo las mismas excepciones que la primera vez en cuanto al rango de las partes interesadas y sus servicios. El primer efecto de una tal superabun dancia de metales preciosos fue que no se podían adquirir los objetos más ordinarios más que pagan do precios exorbitantes. Todas las mercancías au mentaban de precio a medida que el oro y la plata, signos representativos de todos los valores, se des preciaban: dichos metales parecían ser las únicas cosas que en Cuzco no representaban riqueza. Lo primero que hizo el caudillo español, después del reparto del botín, fue colocar a Manco en el trono y hacer que sus compatriotas lo reconocieran como soberano. Les presentó, por lo tanto, al joven príncipe como su futuro emperador, hijo legítimo de Huayna Cépac y auténtico heredero del cetro peruano. Esta proclamación fue recibida con entu siasmo por el pueblo, fiel a la memoria de su ilustre padre, que se sentía satisfecho de ser gobernado por un monarca de la antigua dinastía de Cuzco. Se hizo todo lo posible para conservar la ilusión de la 99
población indígena. Se observaron fielmente las ce remonias de la coronación. El pueblo acogió con entusiasmo esta ilusión y pareció dispuesto a acep tar este simulacro de su antigua independencia. La >roclamación del joven monarca se celebró con los estejos y regocijos acostumbrados. Las momias de sus regios antepasados fueron expuestas en la plaza mayor, con los ornamentos que aún les quedaban. Las danzas sucedían a los festejos y las fiestas, que se prolongaban hasta altas horas de la noche, conti nuaron interminablemente para aquel pueblo preo cupado, como si sus vencedores no estuvieran ins talados en su propia capital. Pizarro se preocupó luego de organizar una ad ministración municipal en Cuzco, similar a la de las ciudades de su país. Se nombraron dos alcaldes y ocho regidores. Entre estos últimos funcionarios se hallaban sus hermanos Gonzalo y Juan. Los jura mentos de fidelidad al cargo se tomaron con toda solemnidad el 24 de marzo de 1534, en presencia de españoles y peruanos, en la plaza. Pizarro, al que hasta entonces se le había designado con su título militar de «capitán general», tomó el de «goberna dor». Los dos le habían sido conferidos por deci sión real. N o descuidó tampoco los intereses reli giosos. El padre Valverde, cuya elevación a la sede episcopal de Cuzco recibió poco tiempo después la confirmación papal, se dispuso a cumplir los debe res de su cargo. Se escogió para edificar la catedral de su diócesis un lugar que hacía frente a la plaza mayor. Un enorme monasterio se elevó sobre las ruinas de la soberbia morada del Sol. Iglesias y mo nasterios cristianos reemplazaron los antiguos edifi cios. Aquellos que no se demolieron fueron des>ojados de sus ornamentos paganos y puestos bajo a protección de la Cruz. Los religiosos dominicos, los Hermanos de la Merced y otros misioneros se ocuparon entonces
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Francisco Pizarro y Diego de Almagro se disponen a zarpar del pequeño puerto de Panamá
de las conversiones. Cada barco traía un refuerzo de eclesiásticos. Muchos de ellos eran hombres de gran humanidad, aue seguían las huellas del con quistador para sembrar la semilla de la verdad espi ritual y se sacrificaban con celo desinteresado por la >ropagación del Evangelio. Los misioneros españoes han demostrado, desde el principio al final de la Conquista, un auténtico interés por la salvación es piritual de los indios. Bajo sus auspicios se edifica ron iglesias magníficas, se fundaron escuelas para la instrucción primaria, y se tomaron todas las medi das razonables para difundir el conocimiento de la verdadera religión, a medida que iban extendiendo su apostolado por las regiones lejanas y casi inacce sibles y agrupaban a sus discípulos indios en comu nidades.
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IV LA INSURRECCION GENERAL
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IENTRAS Pizarra, o el gobernador, como desde ahora le llamaremos, estaba en Cuz co, le informaron reiteradamente de que una fuerza considerable se hallaba en las cercanías, mandada por Quisquís, oficial de Atahualpa. En vista de ello destacó a Almagro con un pequeño cuerpo de caballería y una considerable tropa de indios mandada por el Inca Manco para dispersar al enemigo y apoderarse de su jefe. Manco estaba tanto más dispuesto a tomar parte en la expedición cuanto que los enemigos eran soldados de Quito que, al igual que su comandante, tenían una gran animosidad contra él. Almagro, con la diligencia que le caracterizaba, no tardó en llegar a donde estaba el jefe indio. Se produjeron varios combates violentos. Finalmente el ejército de Quito se replegó hacia Jauja. U n en cuentro general en las cercanías de esta ciudad ter minó esta guerra con la derrota total de los indíge nas. Quisquís huyó hacia las altiplanicies de Q uito, donde resistió algún tiempo con gran valor contra un destacamento español. Sus soldados, cansados de estas hostilidades que nada resolvían, acabaron 103
por asesinar sin piedad a su jefe. Así murió el últi mo de los dos grandes generales de Atahualpa. Algún tiempo antes de estos sucesos, el goberna dor español había recibido en Cuzco la noticia de un acontecimiento más alarmante para él que todas las hostilidades de los indios: la llegada a la costa de una fuerza española bajo el mando de don Pedro de Alvarado, el valeroso oficial que había servido bajo las órdenes de Cortés, cubriéndose de gloria en la conquista de México. Este guerrero, después de ha ber hecho en España un brillante matrimonio, se había sentido atraído por los deslumbrantes relatos que le llegaba diariamente de las conquistas de Pi zarra. Supo que estas conquistas se limitaban al Perú, pero, que el reino septentrional de Quito, la antigua residencia de Atahualpa y probablemente el depósito principal de sus tesoros, permanecía inac tivo. Fingiendo estar en la creencia de que dicho país se hallaba fuera de la jurisdicción del goberna dor, dirigió una considerable flota, que había pre parado para ir a las islas de las Especias, hacia las costas de América del Sur y, en el mes de marzo de 1534, desembarcó en la bahía de Coraques con qui nientos hombres, de los que la mitad eran de caba llería y todos ellos bien provistos de armas y muni ciones. Era el ejército mejor equipado y más formi dable que jamás se hubiera visto hasta entonces en los mares del Sur. Aunque aquello fuese una evidente invasión del territorio concedido a Pizarra por la Corona, el despreocupado caballero decidió avanzar inmedia tamente hacia Quito. Guiado por un indio, se pro puso seguir el camino directo a través de las monta ñas, paso extremadamente difícil, incluso en la esta ción más favorable. Después de haber cruzado el río Dable, su guía les abandonó, de suerte que no tardaron en extraviarse por los complicados veri cuetos de la sierra. El frío se hizo más intenso y los 104
hombres, entumecidos, avanzaban con gran dificuL tad. La infantería, gracias a los esfuerzos que hacía para caminar, con lo que entraba en calor, se com portaba mejor, pero muchos de los jinetes se hela ron en sus monturas. Los indios, aún más sensibles al frío, morían a centenares. La luz del amanecer, al alumbrar fríamente aquellas soledades, no aportaba el menor consuelo a los conquistadores. Sólo servía para que vieran con más claridad aún la extensión de sus miserias. Su camino iba quedando jalonado de jirones de sus ropas, de armaduras rotas, de or namentos de oro y otras riquezas que habían sa queado en su marcha, de cadáveres o de enfermos que dejaban abandonados en aquellas soledades. Alvarado, deseoso de salvar el botín que había caído en sus manos al comienzo de la marcha, ani maba a sus hombres a tomar todo el oro que qui sieran del acervo común, respetando únicamente el quinto de la Corona. Estos le respondían, con trá gico sarcasmo que «no había más oro que el que se comían». A pesar de todo, en aquella extremada situación, se citan varios ejemplos conmovedores de abnegación. Hubo soldados que perdieron la vi da tratando de salvar a sus camaradas. Para colmo de males, el aire se llenó durante varios días de un polvo de ceniza que cegaba a los hombres y dificul taba su respiración. Este fenómeno fue originado, probablemente, por la erupción del Cotopaxi, el terrible volcán de América. Los compañeros de Al varado, que desconocían las causas de aquel fenó meno, perdidos en senderos cubiertos de nieve, co sa casi nunca vista por ellos, envueltos en una at mósfera impregnada de cenizas, se asustaron de aquella confusión de los elementos que la Naturale za parecía haber dispuesto para hacerlos perecer. Finalmente, después de unos sufrimientos tales que hasta los más valerosos de ellos no hubieran podido soportar por más tiempo, Alvarado salió de 105
las nieves de aquellos desfiladeros y llegó a la mese ta, situada a una altura de nueve mil pies (cerca de tres mil metros) sobre el nivel del mar, en las cerca nías de Riobamba. Después de dejar que descansa sen sus agotadas tropas, reanudó la marcha por la vasta meseta, sorprendido de ver en el suelo huellas de cascos de caballos. Así pues, otros españoles ha bían llegado allí, antes que él. Después de tantas fatigas y sufrimientos, otros se le habían adelantado en la empresa de conquistar Quito. Cuando Pizarro salió de Cajamarca, compren diendo la creciente importancia de San Miguel, el único puerto por el que se podía penetrar en el país, había enviado a un hombre en el que tenían gran confianza para que tomase su mando. Era este nombre Sabastián de Belalcázar. Apenas llegado a su nuevo gobierno había recibido, igual que Alvarado, tales informes acerca de las riquezas de Quito que se determinó, sin esperar órdenes, a intentar conquistarlo con las fuerzas de que disponía. Po niéndose a la cabeza de ciento cuarenta soldados, jinetes e infantes, y de un numerosos cuerpo de auxiliares indios, avanzó a lo largo de la cadena de los Andes, hasta el lugar en que se extiende la lla nura de Quito. En los llanos de Riobamba se en contró con el general indio Rumiñahui. Se produje ron varios encuentros con éxito inseguro. La cien cia acabó por llevarse la palma en un combate en que el valor era igual por ambas partes y Belalcázar, victorioso, planteó el estandarse de Castilla. Dio a la ciudad el nombre de San Francisco de Quito, en honor de su general, Francisco Pizarro. Tan pronto como se tuvo noticias en Cuzco de la expedición de Alvarado, Almagro partió para San Miguel con una pequeña tropa, con el propósito de recoger refuerzos en dicha ciudad y avanzar sobre los invasores. Se quedó muy sorprendido, al llegar, de la marcha del comandante de la plaza. Dudando 106
de la lealtad de sus motivos, Almagro, con el impe tuoso ardor de, un joven, a pesar de que ya la edad iba debilitándole, no vaciló en marchar tras Belalcázar a través de las montañas. El intrépido veterano llegó en pocas semanas a los llanos de Riobamba. Durante su marcha tuvo más de un violento en cuentro con los indios, cuyo valor y tesón contras taban notablemente con la apatía ae los peruanos. Pero el fuego sólo estaba dormido en el corazón de los incas. Su hora aún no había llegado. En Riobamba se le reunió muy pronto el coman dante de San Miguel, que negó, tal vez sinceramen te, toda intención desleal en la expedición no auto rizada que había emprendido. Con este refuerzo, Almagro esperó tranquilamente la llegada de Alvarado. Cuando éste llegó se entablaron negociacio nes en las que cada parte expuso sus pretensiones sobre el país. Mientras tanto, los soldados de Alvarado se mezclaron libremente con sus compatriotas del ejército rival. Estos les hicieron una descripción tan magnífica y maravillosa de Cuzco que muchos de ellos sintieron la tentación de dejar su servicio actual por el de Pizarro. N o les costó mucho po nerse de acuerdo. Se convino, como base del conve nio, que el gobernador pagaría cien mil pesos de oro a Al varado y que éste, por su parte, le haría entrega de su flota, sus tropas y todas las provisio nes y municiones. Sus barcos, entre grandes y pe queños, eran doce, y la suma que recibió, aunque considerable, no cubría sus gastos. Concluido este acuerdo, Alvarado solicitó una entrevista con Piza rra antes de abandonar el país. Él gobernador había salido de la capital peruana para dirigirse a la costa, con la intención de recha zar la invasión que pudiera intentar Alvarado, del que desconocía aún los verdaderos movimientos. Dejó a Cuzco bajo la custodia de su hermano Juan, guerrero cuyas maneras eran buenas, en su opinión, 107
para ganarse la adhesión de la población indígena. Llevando consigo al Inca Manco, se dirigió a Jauja, y desde allí, a Pachacamac, donde le llegó la noticia del acuerdo con Alvarado. Poco después, el propio Alvarado fue a visitarle antes de reembarcarse. La entrevista transcurrió en términos corteses y cor diales, por lo menos en apariencia, por ambas par tes. Unos alegres festejos animaron entonces a la ciudad de Pachacamac. Sus muros retumbaron con el bullicio de los torneos y justas con que los beli cosos guerreros gustaban de evocar los juegos de su tierra natal. Terminadas las fiestas, Alvarado se em barcó con destino a su gobierno de Guatemala, donde su espíritu inquieto le lanzó muy pronto a otras empresas que acortaron su vida aventurera. Su expedición al Perú le retrata de cuerpo entero. Fue injusta, temeraria y terminó con un fracaso. La sumisión del Perú podía considerarse por aquel entonces como terminada. Sólo quedaban, en verdad, unas pocas tribus bárbaras que resistían en el interior. Alonso de Alvarado, oficial prudente y hábil, fue designado para someterlas. Beialcázar se guía en Quito, del cual, más adelante, el rey le nombró gobernador. Allí afianzó profundamente el poderío español, extendiendo las conquistas hacia el norte. Cuzco se había sometido. Los ejércitos de Atahualpa estaban vencidos y habían sido dispersa dos. El imperio de los Incas estaba deshecho, y el príncipe no era más que una apariencia de rey cuya autoridad emanaba cfel vencedor. El primer acto del gobierno fue determinar el emplazamiento de la futura capital de este vasto imperio colonial. Cuzco, perdido entre montañas, se hallaba demasiado lejos de la costa para un pue blo comerciante. El pequeño establecimiento de San Miguel se hallaba demasiado al norte. Era pre ferible escoger una situación más céntrica, fácil de encontrar en los fértiles valles que bordean el océa 108
no Pacífico. Tal era la de Pachacamac, que ocupaba entonces Pizarro. Prefirió, sin embargo, el valle del Rímac, situado al norte. Este ancho río corría a través del valle, y de él, como de una gruesa arteria, los indígenas habían derivado, según su costumbre, mil arroyuelos que serpenteaban por entre hermo sas praderas. Pizarro fijó a la orilla de este río el emplazamiento de su nueva capital, a poco menos de dos leguas (unos nueve kilómetros) de la desem bocadura que, al ensancharse, formaba una abra muy cómoda para el comercio. El clima es delicio so. Estaba tan bien atemperado por las refrescantes brisas que soplan del océano Pacífico o de las cum bres heladas de la Cordillera, que el calor era me nos fuerte que en las latitudes equivalentes del mis mo continente. Jamás llovía en la costa, pero la sequía era remediada por una nube de vapor, sus pendida durante el verano sobre el valle como una cortina, que lo protegía de los rayos de un sol tro pical. Se dio a la capital el nombre de Ciudad de los Reyes o Villa de los Reyes, en honor del día de su creación, el 6 de enero de 1535, fiesta de la Epifa nía. Pero el nombre castellano cayó en desuso a partir de la primera generación y fue reemplazado por el de Lima. Tan pronto como el gobernador hubo decidido el emplazamiento y el trazado de la ciudad, empe zaron los trabajos con la energía en él característica. Se hizo venir a indios desde una distancia de casi quinientos kilómetros para ayudar a su construc ción y los españoles pusieron mano a la obra enér gicamente, bajo la mirada vigilante de su jefe. Reemplazaron la espada por las herramientas de trabajo. Al estruendo de la guerra sucedió el pacífi co bordoneo de una población atareada. La plaza mayor, que era muy amplia, debía estar rodeada por la catedral, el palacio del virrey, el del munici pio y demás edificios públicos. Se echaron los ci109
miemos con tal profundidad y solidez que han de safiado las injurias del tiempo y también las terri bles sacudidas de los terremotos que, en distintas épocas, han destruido barrios enteros de esta bella capital. Durante este tiempo, Almagro —el «mariscal», como le designan por lo general los cronistas de la época— se había trasladado a Cuzco, siguiendo las instrucciones de Pizarro, para tomar el mando de aquella capital. Debía también emprender, bien por sí mismo o por sus capitanes, la conquista de las regiones meridionales que formaban parte de Chile. Desde su llegada a Cajamarca, Almagro parecía ha ber querido acallar sus resentimientos contra su so cio, o por lo menos disimular su exteriorización. N o dejó, sin embargo, de enviar un agente confi dencial para aue diera constancia de sus propios servicios cuando Fernando Pizarro partió en misión a la madre patria. Este, después de haber hecho escala en Santo Domingo, llegó a Sevilla el mes de enero de 1534. Llevaba, además del quinto para el Rey, medio millón de pesos en oro y una gran cantidad de plata pertenecientes a algunos de los expedicionarios que, dándose por satisfechos con tales ganancias, regresaban a España en el mismo barco. Fernando solicitó audiencia, que le fue concedida inmediatamente por el Rey. Respetuosamente, con tó al monarca las aventuras de su hermano y su pequeña tropa, las fatigas que habían pasado y las dificultades que habían tenido que vencer; la captu ra del Inca peruano y su magnífico rescate. Se hizo lenguas de la fertilidad del suelo y la civilización del pueblo. En prueba de ello puso ante él los tejidos de lana y algodón y los ricos ornamentos de oro y plata que traía. Los ojos del Rey brillaron de alegría a la vista de estos últimos. Escuchó la descripción que le hizo Fernando de las riquezas mineras del 110
país con más satisfacción aún, ya que sus ambicio sos proyectos habían dejado exhaustas las arcas im periales y veía, en aquel inesperado río de oro, el medio de volverlas a llenar rápidamente. Carlos V no tuvo el menor inconveniente, por lo tanto, en acceder a las demandas del feliz aventure ro. Se confirmaron plenamente todas las concesio nes hechas hasta entonces a Pizarro y sus socios. Los límites de la jurisdicción del gobernador se ex tendieron 70 leguas más al sur (unos 350 kilóme tros). Esta vez no cayeron en el olvido los servicios de Almagro. Se le concedió el derecho de descubri miento y posesión del país hasta doscientas leguas (unos 1.000 kilómetros) a partir del límite meridio nal del territorio de Pizarro. El Emperador, para dar una mayor prueba de su satisfacción, envió a ambos conquistadores una car ta felicitándoles por su bravura y dándoles las gra cias por sus servicios. Este acto de justicia para con Almagro hubiera honrado mucho a Fernando Piza rro, si se tienen en cuenta las relaciones poco amis tosas que reinaban entre ambos, de no haberlo he cho obligatorio la presencia en la Corte de los agentes del mariscal que, como ya hemos dicho, estaban dispuestos a completar las omisiones que se produjeran en el relato del emisario. Como es de suponer, Femando Pizarro no que dó tampoco sin recompensa. En primer lugar fue alojado en la Corte en calidad de gentilhombre; fue ordenado Caballero de Santiago, la orden de caba llería más apreciada en España; se le autorizó para armar barcos y comandarlos, requiriéndose a las autoridades oficiales de Sevilla para que le ayudasen en sus proyectos y facilitasen su embarque para las Indias. La llegada de Fernando Pizarro y los relatos hechos por él y sus compañeros produjeron en los españoles una impresión tal, como no se había visto desde el primer viaje de Colón. Las magníficas pro 111
mesas hechas por Francisco Pizarro en su último viaje a España no habían reanimado la confianza de sus compatriotas. Pero ahora tales promesas se ha bían convertido en realidad. Ya no había que dar crédito a unos relatos más o menos exagerados, si no al oro mismo, expuesto con profusión. Todas las miradas se volvían ahora hacia el Oeste. Fernan do Pizarro comprobó que su hermano había estado muy acertado al permitir que tantos hombres de su pequeño ejército regresasen a sus hogares, conven cido de que la vista de sus riquezas alistaría bajo sus banderas a diez soldados por cada uno que las abandonase. Tardó poco tiempo en verse a la cabeza de una de las expediciones más numerosas y, probable mente, mejor equipadas que hasta entonces habían salido de las costas españolas. Desgraciadamente, a poco de hacerse a la mar, una violenta tempestad se abatió sobre la escuadra, obligándole a regresar a puerto para efectuar las necesarias reparaciones. Logró, finalmente, cruzar el océano y llegar al pe queño puerto de Nombre de Dios. Pero no se nabía hecho ningún preparativo para recibirle y, rete nido por ello algún tiempo antes de poder cruzar las montañas, sus hombres tuvieron que sufrir bas tante por la escasez de víveres. El hambre se vio seguida de cerca por la enfermedad. Muchos des graciados expedicionarios fallecieron a las puertas mismas del país que habían ido a descubrir. Algu nos, descorazonados, arruinados, regresaron a la patria, mientras que otros que se obstinaban en quedarse, sucumbían llenos de desesperación. Esta no fue, sin embargo, la suerte de todos los compa ñeros de Fernando Pizarro. Muchos de ellos, desmés de cruzar el istmo con él para ir a Panamá, ograron llegar hasta el Perú. Algunos obtuvieron a lí puestos importantes y lucrativos. Entre los pri meros en alcanzar las costas del Perú se encontraba 112
un emisario enviado por los agentes de Almagro ara que le informara de la importante concesión echa por la Corona en su favor. La noticia le llegó cuando hacía su entrada en Cuzco, donde era reci bido con respeto por Juan y Gonzalo Pizarro. Obedeciendo las órdenes de su hermano, ambos pusieron el gobierno de la capital en manos del mariscal. Almagro se llenó de orgullo y satisfacción al verse investido por su soberno de una autoridad que le hacía ser independiente del hombre que tan profundamente le había ofendido. Se apresuró a de clarar que, en el ejercicio de su autoridad, ya no reconocía ninguna superioridad. Muchos de sus compañeros apoyaron esta altiva decisión, conside rando que Cuzco se hallaba al sur del territorio asignado a Pizarro y que, por consiguiente, forma ba parte del concedido al mariscal. Mientras esto sucedía en la antigua capital de Pe rú, el gobernador continuaba en Lima, donde se sintió algo inquieto al enterarse de los nuevos ho nores concedidos a su socio. N o sabía que su pro pia jurisdicción había sido extendida setenta leguas más al sur y podía creer, como Almagro, que la capital de los Incas no se hallaba situada legalmente dentro de su territorio. Dándose cuenta de todo el daño que le causaría la caída de Cuzco en manos de su rival, decidió que no era prudente dejar que Al magro se revistiese de un poder al que todavía no tenía legítimemente derecho, ya que los despachos con el nombramiento se hallaban todavía en poder de Fernando Pizarro, en Panamá y no había llegado al Perú más que una copia, por lo demás incomple ta. Dio orden, por lo tanto, a sus hermanos, que reasumieran el poder en Cuzco, justificando esta medida ante Almagro por el hecho de que no sería conveniente que se hallase ya ocupando su nuevo cargo cuando llegasen sus credenciales; pero ni el mariscal, ni sus amigos, estaban dispuestos a dejarse
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despojar de una autoridad a la que se sentían ahora con pleno derecho. Los hermanos Pizarro, por su iarte, insistían en reclamarla. La disputa se fue acaorando. Cada bando tenía sus partidarios. La ciu dad se dividió en facciones y el municipio, los sol dados e incluso la población indígena tomaron par te en la querella. Se estaba a punto de recurrir a medidas de violencia aue amenazaban con ensan grentar la capital, cuanao inesperadamente apareció el propio Pizarro. Al enterarse de las fatales consecuencias de sus órdenes, Pizarro se había apresurado a acudir a Cuzco. Fue recibido con evidente alegría por los indígenas y por los españoles moderados, deseosos de desviar la tormenta. A la primera persona que fue a ver fue a Almagro, al que abrazó con aparente cordialidad. Sin demostrar el menor resentimiento, preguntó cuál era la causa de las disensiones. El mariscal respondió echando la culpa a los hermanos de Pizarro. El gobernador les reprochó su violencia con gran severidad, pero no tardó en ser evidente que todas sus simpatías estaban de su parte y el peligro de que estallara la discordia entre los dos socios pareció entonces mayor que antes. Se logró felizmente aplazarla gracias a la intervención de va rios amigos comunes, que dieron pruebas de ser más prudentes que sus jefes. Se llegó a una reconcialiación basada en los términos del antiguo pacto. Se convino que la amistad permanecería inviolable y se decidió, por una cláusula que no hace mucho honor a ninguna de las partes, que ninguno de los dos firmantes acusaría o denigraría al otro, especial mente en los despachos al Emperador, ni comuni caría con el Gobierno de la metrópoli a espaldas del otro; finalmente, que los gastos y las ganancias de los futuros descubrimientos se repartirían por igual entre los dos socios. El acta y los artículos del con venio quedaron cuidadosamente registrados por el
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notario en el atestado de 12 de junio de 1535, fir mada por una larga serie de testigos. Poco tiempo después del pacto, el mariscal anun ció su expedición a Chile. Muchos hombres, atraí dos por sus maneras campechanas y su generosi dad, o más bien dicho, su prodigalidad, salieron en la expedición que, ingenuamente, creían les aporta ría riquezas aún mucho mayores que las encontra das en el Perú. Un destacamento de ciento cincuen ta hombres, al mando de un oficial llamado Saavedra, les siguió de cerca. Almagro se quedó en la retaguardia para reunir más gente. Pero antes de haber completado sus efectivos, se puso en marcha, no sintiéndose seguro en la vecindad de Pizarro, teniendo en cuenta la disminución de sus fuerzas. Liberado así de la presencia de su rival, el gober nador regresó sin más tardanza a la costa para rea nudar la organización del país. Además de la ciudad principal fundó otras varias a lo largo del Pacífico, destinadas a convertirse con el tiempo en mercados florecientes para el comercio. A la segunda en imhortancia le puso el nombre de Trujillo en honor de su patria chica. Hizo numerosos repartimientos de tierras y de indios entre sus compañeros, a la manera habitual de los conquistadores españoles. Pero nada merecía tantas atenciones por parte de Pizarro, como la naciente metrópoli de Lima. Apresuró tanto los trabajos que tuvo la satisfacción de ver a su joven capital, con sus imponentes edifi cios y sus magníficos jardines, crecer y terminarse rápidamente. Es grato echar de ver algunos rasgos más dulces en el carácter de este implacable solda do, preocupado así en reparar los daños ocasiona dos por la guerra y echar los cimientos de un impe rio más civilizado que el que había derribado. Nin guna otra parte de su carrera presenta un aspecto más sonriente a los ojos de la posteridad. En medio de las desgracias y la desolación que Pizarro y sus 115
compañeros llevaron a la infortunada patria de los Incas; Lima, la bella Ciudad de los Reyes, sigue siendo la obra más gloriosa de su creación, la más espléndida perla de las playas del Pacífico. Al mismo tiempo que la ausencia de Almagro liberaba a Pizarro de toda preocupación inmediata, su autoridad se veía amenazada por el lado que él consideraba el menos peligroso, es decir, por la po blación indígena. Los peruanos se habían mostrado hasta entonces dulces y sumisos; habían acatado pasivamente la usurpación de los invasores, habían visto a su monarca asesinado, a otro colocado sobre el trono vacante, despojados sus templos y su terri torio conquistado y repartido entre los espa ñoles. Con la excepción de algunas escaramuzas esporádi cas en los desfiladeros de las montañas, nada habían intentado para defender sus derechos. Pizarro había impresionado terriblemente sus mentes al apoderar se de Atahualpa y parecía confiar en este recurso para mantener el terror entre los indios. Afectaba incluso sentir un cierto respeto por las instituciones del país, pero sólo era una apariencia. El reino ha bía sufriao una revolución del carácter más decisi vo. Sus antiguas instituciones estaban destruidas. Su aristocracia nabía sido rebajada al nivel de los cam pesinos. El pueblo era ahora siervo de los conquis tadores. Las casas de la capital fueron incautadas, pasando a ser propiedad del vencedor. Los templos fueron transformados en establos, las residencias regias en cuarteles para las tropas. Millares de ma tronas y vírgenes que vivían castamente recluidas en establecimientos religiosos, fueron arrojadas de ellos convirtiéndose en presa de una soldadesea li cenciosa. Una de las esposas favortias del joven In ca fue pervertida por los oficiales castellanos. El mismo Inca, tratado con despreciativa indiferencia, comprendió que no era más que un miserable escla 116
vo, por no decir un instrumento en las manos de sus vencedores. El Inca Manco era hombre de espíritu elevado y corazón ardiente. Herido en lo más vivo de sus sentimientos por las humillaciones a que se veía expuesto, pidió insistentemente a Pizarro que le de volviera el ejercicio real del poder. Pizarro dio lar gas a una petición tan incompatible con sus ambi ciosos proyectos o, incluso, con la política de Espa ña, dejando que el joven Inca y su nobleza meditase en secreto sobre las injurias recibidas y esperasen con paciencia la hora de la venganza. Las disensiones entre los españoles parecieron ofrecerles una ocasión favorable. Los jefes indios celebraron varias conferencias sobre este asunto y proyectaron una insurrección general. Con mira a este plan, el Inca designó al gran sacerdote para que acompañase a Almagro en su expedición, a fin de asegurarse la cooperación de los indígenas de todo el país, regresando luego a Cuzco secretamente — como así hizo en efecto— para tomar parte en el alzamiento. Para poder llevar a cabo este proyecto, era necesario que el Inca Manco saliese de la ciudad y se presentase ante su pueblo. No tuvo la menor dificultad en salir de Cuzco, donde su presencia era apenas notada de los españoles. Pero un grupo de indios adictos a los conquistadores, y atentos a los movimientos del Inca, se apresuraron a señalar su ausencia a Juan Pizarro. Este, a la cabeza de un pequeño destacamento de caballería, salió al punto en persecución del fugitivo, al que descubrió entre unos cañaverales, a poca distancia de la capital. Manco fue detenido, llevado prisionero a Cuzco y colocado a buen recaudo en la fortaleza. La conspi ración parecía haber abortado. Mientras tanto, Fernando Pizarro había llegado a la Ciudad de los Reyes, portador del mandato real que ampliaba los poderes de su hermano y concre 117
taba los concedidos a Almagro. El enviado traía también las patentes reales confiriendo a Pizarro el título de marqués de Atavillos, una provincia del Perú. El nuevo marqués decidió no enviar, por el momento el mandato al mariscal, al que quería comprometer más en la conquista de Chile, a fin de distraer su atención de Cuzco. Envió a Fernando para que se hiciera cargo en persona del gobierno de la capital, teniendo en cuenta que, a pesar de su conducta arrogante para con sus compatriotas, ha bía mostrado siempre una simpatía poco frecuente hacia los indios. Había sido amigo de Atahualpa y demostró las mismas buenas disposiciones para con su sucesor Manco. Hizo poner en libertad al prínci pe peruano y le fue admitiendo gradualmente a una mayor intimidad. El astuto peruano se aprovechó de su libertad para madurar sus planes de insurrec ción, con tales precauciones que Fernando no tuvo ni la menor sospecha. Manco reveló a su ven cedor la existencia de varios tesoros y los lugares en que habían sido escondidos. Cuando se hubo gana do así su confianza, estimuló aún más su codicia con la descripción de una estatua de oro puro de su padre Huayna Cápac, pidiéndole permiso para traerla de una caverna secreta situada en los vecinos Andes. Fernando, cegado por la avaricia, autorizó la marcha del Inca. Pasó una semana; el Inca no volvía y no se pudo conseguir la menor noticia de él. Fernando com prendió entonces su error y sus sospechas se vieron confirmadas por los informes desfavorables que traían los indios aliados. Sin esperar a más, envió a su hermano Juan con sesenta jinetes en persecución del príncipe peruano. Juan, con su bien armada tro pa, recorrió rápidamente los alrededores de Cuzco sin descubrir rastro del fugitivo. Encontró el país notablemente silencioso y desierto hasta las proxi midades de la cadena montañosa que rodea el valle 118
de Yucay, a unas seis leguas, poco más o menos, de la ciudad. Allí encontró a los dos españoles que habían acompañado a Manco. Informaron a Juan que sólo por la fuerza podría apoderarse del Inca. El país entero estaba en armas. Él jefe peruano, a la cabeza de los insurgentes, se disponía a marchar sobre la capital. A pesar de ello, no se les había hecho el menor daño y el Inca les había autorizado a regresar. El capitán español, cuando llegó al río Yucay, vio a los batallones indios reunidos en la orilla opuesta, formados por varios millares de hombres, teniendo a su cabeza al joven monarca, y dispuestos a impe dirles el paso. Esto no arredró a los españoles. El río, aunque profundo, era estrecho. Se arrojaron valientemente a él haciendo pasar a sus caballos a nado, en medio de un diluvio de piedras y flechas que rebotaban como granizo en sus armaduras, en contrando a veces un resquicio por donde clavarse. Pero aquellas heridas sólo servían para excitar aún más sus ánimos. Los indígenas retrocedieron cuan do los españoles consiguieron hacer pie en la otra orilla, pero reemprendieron la carga al poco rato, con un valor de que raramente habían dado mues tras hasta entonces, envolviendo a sus enemigos por todos lados con fuerzas muy superiores en número. El encuentro fue terrible. El pequeño batallón de jinetes, quebrantado por el furioso ataque de los indios, quedó al principio desorganizado, pero lue go, rehaciéndose, cargó osadamente contra lo más denso de las filas enemigas. Los indios, sorprendi dos, se dispersaron o fueron pisoteados por los ca ballos. La noche cayó antes de que hubieran aban donado del todo la llanura. Los españoles habían logrado la victoria a pesar de la superioridad numé rica del enemigo, pero esta victoria la habían paga do con la vida de muchos de sus hombres, mienras que otros muchos estaban heridos y casi fuera de 119
combate por las fatigas de la jornada. Juan confia ba, sin embargo, que la severa lección dada a sus enemigos habría acabado con su espíritu de resis tencia, en lo cual se engañaba. A la mañana siguiente pudo comprobar que los pasos de las montañas rebosaban de oscuras filas de guerreros, hasta donde alcanzaba la vista, en las profundidades de la sierra. Cantidades ingentes de indios se hallaban congregados en las laderas y en las cumbres, dispuestos a dejarse caer sobre los asaltantes. El terreno, poco propicio a las manio bras de la caballería, daba la ventaja a los indios que hacían rodar enormes peñascos sobre las cabezas de los españoles. Juan Pizarro renunció a seguir inter nándose por tan peligroso desfiladero. Después de haber perdido un par de días en inútiles escaramu zas, recibió una llamada de su hermano, apremián dole a regresar a toda prisa a Cuzco, que se hallaba sitiado por el enemigo. Inició al momento la retira da, atravesó nuevamente el valle que había sido re cientemente escenario de la gran carnicería, y cruzó el río Yucay. Antes de caer la noche llegó a la vista de la capital. El espectáculo que se ofreció ante sus ojos era muy diferente del que había dejado pocos días an tes. Todos los alrededores estaban ocupados por un poderoso ejército que se podía estimar en unos doscientos mil guerrero. Los batallones indígenas se extendían hasta la falda de las montañas. No se veía en todo el contorno más que los penachos de plumas y las banderas ondeantes de los jefes. Era la primera vez que los españoles veían un ejército con tan formidable aparato, un ejército semejante al que los Incas llevaban a la guerra cuando los estandartes del Sol recorrían triunfalmente el país. Los osados jinetes españoles, si bien desconcertados al princi pio por este espectáculo, no tardaron en armarse de valor, y apretando sus filas, se dispusieron a abrirse 120
paso por entre los sitiadores. Pero el enemigo pare cía querer esquivar el combate y, apartándose a su llegada, les dejó entrar libremente en la capital. Fernando Pizarro recibió a su hermano lleno de alegría, ya que venía a reforzar notablemente sus efectivos, que apenas llegaban entonces a los doscien tos hombres, entre jinetes e infantes. Los españoles pasaron la noche llenos de ansiedad y preguntándo se angustiados qué pasaría al día siguiente. El sito de Cuzco había empezado en los primeros días del año 1536, y es memorable en la historia por el des pliegue de valor heroico tanto por parte indígena como española, enfrentando a ambos pueblos con un encarnizamiento que jamás se había visto ante riormente en la conquista del Perú. Los españoles estaban acampados en la plaza Mayor, parte en tiendas y parte en el palacio del Inca Varicocha, emplazado en el lugar que más tar de ocupó la catedral. Por tres veces, durante aquella terrible jornada, ardió el techo del edificio. Afortu nadamente el espacio libre que rodeaba al pequeño ejército de Fernando lo aislaba de la zona incendia da. El fuego siguió haciendo estragos durante todo el día y, llegada la noche, se hizo aún más terrible. Era tal la extensión de la ciudad, que transcurrieron varios días antes de que se agotara la furia del in cendio. Torres y templos, chozas y palacios, se de rrumbaron. Mientras duró el incendio, los españo les nada intentaron para apagarlo. Sus esfuerzos ha brían resultado inútiles. No dejaron de ofrecer re sistencia, sin embargo, a los ataques del enemigo y salían de vez en cuando a rechazarlos. Los perua nos eran maestros en el manejo del arco y la honda, por lo que estos encuentros, a pesar de la superiori dad táctica de los españoles, costaban a los sitiados más bajas de lo que su crítica situación les permitía sacrificar. Un arma peculiar de las guerras america nas fue empleada con gran éxito por los peruanos: 121
el lazo, larga cuerda terminada en un nudo corredi zo, que lanzado hábilmente sobre el jinete, se tra baba en las patas del caballo haciendo caer en tierra a ambos. Más de un español fue hecho prisionero por este medio. Extenuados por la fatiga, durmiendo sobre sus armas con el caballo a su costado, dispuestos a en trar en acción en cualquier momento, los españoles no descansaban ni de día ni de noche. Su desespera ción aumentaba con los rumores que les llegaban continuamente sobre la tensión que reinaba en la región. Se aseguraba que el levantamiento era gene ral. Desanimados por tantas dificultades, muchos españoles opinaban que era preferible abandonar la plaza como indefendible y abrirse paso hacia la costa a punta de espada. Pero todos los caminos estaban cortados por un enemigo con un conocimiento per fecto del terreno y que ocupaba todos los pasos. Tal estado de cosas, sin embargo, no podía durar eternamente. El Indio, a la larga, no podía luchar contra el Blanco. El espíritu de insurrección se ex tinguiría finalmente por sí mismo. Aquel enorme ejército acabaría por disolverse. Continuamente lle gaban al Perú refuerzos de las demás colonias, y los castellanos acabarían por ser socorridos por sus compatriotas, que no les dejarían perecer en las montañas, como unos foragidos. Las palabras ani madoras y el aire decidido de los caballeros opues tos a tan desastrosa retirada, fueron derechos al co razón de sus compañeros, y todos consintieron en permanecer hasta el final al lado de sus jefes. Se hacía necesario desalojar al enemigo de la for taleza. Fernando Pizarro decidió dar un golpe ca paz de intimidar a los asaltantes e impedir que hi cieran nuevas tentativas de penetrar en sus cuarte les. Dividió a su pequeño ejército en tres destaca mentos que puso, respectivamente, bajo el mando de su hermano Gonzalo y de otros dos oficiales llama 122
dos Gabriel de Rojas y Fernando Ponce de León, en los que tenía plena confianza. Se enviaron bati dores indios para despejar los escombros. Luego, los tres destacamentos avanzaron simultáneamente >or las principales avenidas hacia el campamento de os asaltantes. Abalanzándose impetuosamente so bre las líneas en desorden de los peruanos, los sor prendieron totalmente. Después de una valerosa lu cha en que los indígenas se lanzaban impávidos contra los jinetes, los peruanos tuvieron que retro ceder ante las reiteradas cargas españolas. Final mente, harto de matanza y considerando que el cas tigo infligido al enemigo le dejaba libre, por el mo mento de nuevos ataques, el general regresó con sus tropas a la capital. Después de esta hazaña, la primera empresa en que pensó fue en la reconquista de la ciudadela. El proyecto era muy arriesgado. La ciudadela domina ba la parte norte de la ciudad, y estaba emplazada sobre una eminencia de rocas tan escarpadas que era inaccesible por aquel lado, por el cual sólo esta ba protegida por un simple muro. El acceso era más fácil del lado del campo. De dicho lado estaba pro tegido por una doble muralla semicircular de piedra maciza, o mejor dicho, de rocas, colocadas una so bre otra sin cemento, formando una especie de construcción rústica. La ciudadela constaba de tres sólidas torres, una de ellas muy alta y que, junta mente con otra más pequeña, estaban ambas ocupa das por el enemigo, bajo el mando de un noble Inca, guerrero de acreditado valor y decidido a de fenderlas hasta el último extremo. Tan peligrosa empresa fue confiada por Fernan do Pizarro a su hermano Juan. Como debía llegar a la ciudadela a través de los pasos de las montañas, se hacía preciso distraer la atención del enemigo. Poco antes de la puesta del sol, Juan Pizarro salió de la ciudad con un destacamento de jinetes escogi-
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dos y tomó la dirección opuesta a la ciudadela, a fin de que el ejército asaltante creyese que su objetivo era ir a forrajear. Luego, ejecutando una contra marcha durante la noche, tuvo la suerte de encon trar indefensos los pasos y llegó ante la muralla exterior de la ciudadela sin alarmar a la guarnición. Las naciones indias, que raras veces atacaban de noche, no conocían suficientemente los ardides de la guerra para precaverse contra las sorpresas noc turnas, apostando centinelas. Los movimientos de los españoles no habían pa sado, sin embargo, totalmente desapercibidos y en contraron el patio interior de la ciudadela lleno de guerreros que les lanzaron una granizada de fle chas, obligándoles a detenerse. Juan Pizarro, com prendiendo que no había tiempo que perder, orde nó que la mitad de sus hombros echase pie a tierra y, poniéndose a su cabeza, se dispuso a abrir brecha en las fortificaciones. El parapeto fue abandonado. El enemigo, huyendo en desorden por el recinto, se refugió en una especie de plataforma o terraza do, minada por la torre principal. Juan Pizarro, siempre a la cabeza, se abalanzó a la terraza, enardeciendo a sus hombres con la voz y el ejemplo. En aquel momento fue herido en la cabeza por una gran pie dra. El intrépido capitán siguió animando con sus voces a sus compañeros, hasta que, finalmente, la terraza fue conquistada y sus desgraciados defenso res pasados a cuchillo. El dolor de la herida recibi da se le hizo entonces tan agudo que hubo que transportarlo a la ciudad, donde, a pesar de todos los esfuerzos que se hicieron para salvarle, sólo vi vió, quince días más, falleciendo entre terribles su frimientos. Aunque muy apenado por la muerte de su her mano, Fernando Pizarro comprendió que no había tiempo que perder si quería sacar partido de las ventajas ya conseguidas. Poniéndose al frente de los 124
asaltantes de la ciudadela, apretó vigorosamente el sitio de las torres, logrando que una de ellas se rindiese después de una corta resistencia. La otra, la más formidable de las dos, seguía resistiendo bajo el mando del valeroso jefe Inca. Fernando se dispu so a apoderarse de ella, escalándola. Se colocaron escalas contra los muros, pero, cada vez que un español llegaba al último peldaño, era arrojado al aire por los brazos forzudos de algún guerrero in dio. La agilidad del jefe Inca igualaba a su fuerza y parecía encontrarse en cada sitio en el momento preciso en que era necesaria su presencia. Tanta valentía llenó de admiración al general español. Dio orden de que no se le hiriese y se tratase de apode rarse de él, vivo, cosa que no era fácil en verdad. Finalmente, viendo el jefe Inca que toda resistencia era inútil, se abalanzó a las almenas y, arrojando su maza lejos de sí, se arrebujó en su manto y se lanzó al vacío. Murió como un antiguo romano, para de fender la libertad de su pueblo, y no queriendo sobrevivir a la vergüenza de la derrota. Pero las semanas seguían pasando y ningún soco rro llegaba a los españoles sitiados, a los que el hambre comenzaba a torturar. Al no recibir noti cias de sus compatriotas, se acrecentaban sus temo res. La insurrección había abarcado en realidad la totalidad del país, por lo menos en la parte ocupada por los españoles. Había sido tan bien organizada, que estalló al mismo tiempo en todas partes y los colonos que vivían en sus tierras, en una confiada despreocupación, habían sido asesinados por cente nares. Un ejército indio había acampado ante Jauja y otro muy importante ocupaba el valle del Rímac y sitiaba a Lima. Tan pronto como Francisco Pizarro se vio sitiado, envió una tropa bastante nume rosa contra los peruanos, poniéndolos rápidamente en fuga. Aprovechándose de esta ventaja inicial, les infligió un castigo tan tremendo que, si bien siguie125
ron mostrándose desde lejos y cortando sus comu nicaciones con el interior, no volvieron a sentir la tentación de pasar a la otra orilla del Rímac. Las noticias que entonces recibió el general sobre la situación en el resto del país eran de tal naturale za como para inspirarle las mayores preocupacio nes. Estaba muy especialmente inquieto respecto a la suerte corrida por la guarnición ae Cuzco, e hizo reiterados esfuerzos para socorrer a esta capital. Envió cuatro destacamentos, uno tras otro, pero ninguno llegó a su destino. Los indígenas les per mitían astutamente avanzar por el país hasta que se hubieran internado profundamente en las gargantas de la Cordillera. Luego los envolvían y, superiores en número, arrojaban una lluvia de dardos sobre sus cabezas, o los aplastaban con rocas que dejaban caer rodando de las cimas de las montañas. En más de una ocasión, todo el destacamento quedó hecho triza?, pereciendo hasta el último hombre. Pizarro estaba consternado. Envió un barco a la vecina colonia de Trujillo apremiando a sus habi tantes a evacuar la plaza con armas y bagajes para que se reunieran con él en Lima. Tal medida, afor tunadamente, no fue adoptada. Muchos de sus hombres querían utilizar los barcos para abandonar el país inmediatamente y refugiarse en Panamá. Pi zarro se negó a escuchar tan cobarde consejo, que suponía abandonar a sus valientes compañeros del interior. Ahogando en embrión las esperanzas de aquellos espíritus timoratos, hizo aparejar todos los barcos que se hallaban en aquellos momentos en el uerto, cada uno con diferente misión. Hizo así egar a los gobernadores del Panamá, Nicaragua, Guatemala y México cartas informándoles de la triste situación en que se hallaba y pidiéndoles ayu da. Si no la recibían, los españoles no podrían man tenerse más tiempo en el Perú, y aquel gran impe rio sería perdido por la Corona de Castilla. Los
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socorros tan encarecidamente pedidos llegaron a tiempo, no para poner fin a la insurrección perua na, sino para ayudar a Pizarro en su lucha. Había llegado agosto. Más de cinco meses habían transcurrido desde el comienzo del sitio de Cuzco y las legiones peruanas seguían acampando en tor no a la ciudad. Pero también los peruanos sufrían desde hacía algún tiempo por la falta de víveres. Había llegado la época ae la siembra. El Inca sabía muy bien que si sus súbditos la descuidaban, serían sometidos a un azote —el hambre— mucho más temible que sus invasores. Después de licenciar a la mayor parte de sus soldados, les ordenó volver a sus hogares para que, después de haber terminado los trabajos campestres, regresaran a reforzar el sitio de la capital. El Inca conservó un importante desta camento para acompañarle y se retiró a Tambo, plaza fuerte situada al sur del valle del Yucay. Dejó también una fuerza respetable en los alrededores de Cuzco para vigilar los movimientos del enemigo e impedir que recibiese refuerzos. Los españoles vieron llenos de alegría cómo se dispersaba el poderoso ejército que durante tanto tiempo había sitiado a la ciudad. N o dejaron de aprovecharse de esta circunstancia y Fernando Pi zarro, durante esta retirada provisional, se apresuró a enviar partidas de soldados que recorrieran el país y trajeran provisiones para sus hambrientas tropas. Estas se vieron así, por el momento, libres del te mor de la escasez. Se entablaban escaramuzas entre débiles destacamentos, que a veces degeneraban en combates personales. El terreno que rodeaba a Cuzco se convirtió en un campo de batalla, como la vega de Granada, en que cristianos y paganos des plegaban sus respectivas tácticas. Fernando Pizarro no se contentó con mantenerse a la defensiva. Meditaba un golpe atrevido que pu siese fin a la guerra. Consistía en apoderarse del 127
Inca Manco, al que esperaba sorprender en sus cuarteles de Tambo. Logró llegar a aquella plaza sin ser advertido por el enemigo. La encontró mejor fortificada de lo que había imaginado. Des pués de cruzar el río sin demasiadas dificultades, el comandante español avanzó silenciosamente por el glacis en suave declive. Pero miles de ojos están avizores sobre él y, cuando los españoles llegaron al alcance de sus flechas, una multitud de sombras surgió de pronto sobre la muralla. Se vio al Inca que, blandiendo su lanza, dirigía las operaciones de sus tropas. £1 aire se oscureció con los innumera bles proyectiles arrojados, y las montañas vibraron con el salvaje grito de guerra del enemigo. Sorpren didos los españoles, y muchos de ellos gravemente heridos, se vieron obligados a retroceder, incapaces de resistir al ímpetu de los asaltantes. A sus espal das, el valle estaDa cubierto por las aguas: los indí genas, al abrir las esclusas, habían desviado el curso del río, de suerte que la posición española era in sostenible. Después de un rápido cambio de impre siones, se decidió abandonar el ataque y retirarse con el mayor orden posible. El día había transcurrido en estas fracasadas ope raciones. Fernando Pizarro, a favor de las tinieb as, hizo partir por delante de él a su infantería y ba gajes, tomando para sí el mando del centro y con fiando la retaguardia a su hermano Gonzalo. Con siguieron cruzar el río sin daño, a pesar de que el enemigo, recobrando la confianza en sus fuerzas, salió de las murallas y se puso a perseguir a los españoles. Más de una vez les pisaron los talones, obligándoles a hacerles frente y a ejecutar cargas impetuosas que refrenaban su audacia y detenían su persecución. A pesar de todo, el enemigo victorioso siguió acosando a los jinetes hasta que, después de atravesar los desfiladeros, llegaron ante los muros de la capital. Este fue el último triunfo del Inca. 128
V PIZARRO CONTRA ALMAGRO
L mariscal Almagro, mientras tanto, se había lanzado a su memorable expedición a Chile. Al principio se aprovechó de la gran carretera militar de los Incas, pero, al aproximarse a Chile, se internó por unos desfiladeros de montaña en donde no se distinguía la menor traza de camino. Su avan ce, en aquellos parajes, se vio dificultado por todos los obstáculos propios de la naturaleza de la Cordi llera: barrancos profundos y abruptos, estrechos senderos abiertos en sus flancos por las llamas y que serpenteaban a alturas vertiginosas sobre los precipicios; ríos descendiendo con furia impetuosa por las pendientes de las montañas. El frío era tan intenso que algunos expedicionarios perdieron las uñas, los dedos e incluso algunos miembros. A to dos estos males, como de costumbre, vino a unirse el hambre. Los desgraciados indios, incapaces, a causa de sus ligeras vestiduras, de resistir a los rigo res del clima, iban muriendo por el camino. El hambre era tan voraz que los supervivientes se ali mentaban con los cadáveres de sus compatriotas y los españoles con los de sus caballos, literalmente helados en los desfiladeros de las montañas. Su
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avance estaba marcado por aldeas quemadas y de vastadas cuyos habitantes se veían obligados a ser vir de bestias de carga. Se les encadenaba por gru pos de diez o doce. Ninguna lesión ni debilidad corporal dispensaba al desgraciado cautivo de la prestación de su trabajo en común, hasta que caía muerto bajo el peso de sus cadenas o por el mero efecto del agotamiento. Se ha acusado a los compañeros de Almagro de haber sido más crueles que los de Pizarro y hay que recordar que muchos de los soldados de Almagro provenían de esta tropa. El general veía tales horro res con repugnancia y hacía todo lo posible para reprimirlos. A la salida de aquel caos salvaje de montañas, los españoles llegaron al verde valle de Coquimbo, hacia el 30 grado de latitud sur, en el que hicieron alto para descansar. Mientras tanto, Almagro envió un destacamento importante, al mando de un oficial, para que reconociera el país que se extendía hacia el sur. Poco después tuvo la satisfacción de que se le reuniese el resto de sus fuerzas al mando de su lugarteniente Rodrigo Orgóncz. Era éste un hom bre notable que compartió el destino de Almagro. Era nativo de Oropesa y se había formado en las guerras de Italia, siendo abanderado en el ejército del Condestable de Borbón, en el famoso saco de Roma. Había sido aquella una buena escuela para el aprendizaje de su rudo oficio y para curtir su cora zón contra una excesiva sensibilidad hacia los sufri mientos humanos. Oreónez era un excelente solda do, fiel a su jefe, osado, intrépido, inflexible en el cumplimiento de las órdenes recibidas. Almagro recibió, al fin, la cédula real que le con fería sus nuevos poderes y su jurisdicción territo rial, cuyo documento había sido retenido por los Pizarro hasta el último momento. Sus soldados, hartos desde hacía tiempo de unas marchas tan pe 130
nosas como poco productivas, pedían a gritos el regreso a Cuzco. Después de casi dos meses de ausencia, el oficial enviado en reconocimiento regresó trayendo infor mes poco alentadores respecto a las regiones meri dionales de Chile. Almagro cedió sin demasiada di ficultad a las reiteradas instancias de sus hombres y se dirigió hacia el norte. Al regreso tropezaron con idénticas dificultades que las que habían soportado a la idea en los desfiladeros de la Cordillera. Fina mente llegaron al Perú. Almagro se enteró allí, con asombro, de la insurrección de los peruanos y tam bién de que el joven Inca Manco se hallaba todavía, con un poderoso ejército, a poca distancia de la capital. Anteriormente había tenido relaciones amistosas con este príncipe. Decidió, antes de se guir más adelante, enviar una embajada a su campa mento y concertar una entrevista con él en las cer canías de Cuzco. Los emisarios de Almagro fueron bien recibidos por el Inca, que alegó sus motivos de queja contra Pizarro y designó el valle del Yucay como lugar de su entrevista con el mariscal. El ge neral español prosiguió, pues, su marcha y, toman do consigo la mitad de su tropa, compuesta en su totalidad por algo menos de quinientos hombres, se encaminó al lugar de la cita. Los españoles de Cuzco, espantados al ver aquel nuevo cuerpo de ejército en su vecindad, se pregun taban, al enterarse de donde venían, si les traerían buenas o malas noticias. Fernando Pizarro salió de la ciudad con una pequeña formación, y se enteró, con gran inquietud, del propósito que tenía Alma gro de mantener sus pretensiones sobre la ciudad de Cuzco. Decidió oponérsele. Sin embargo, los peruanos, testigos de los conci liábulos entre los soldados de ambos campos, se temieron algún acuerdo secreto entre los dos ban dos que pudiera poner en peligro la seguridad del 131
Inca. Dieron cuenta de sus sospechas a Manco. Es te, aceptando sus sugerencias o bien habiendo me ditado desde el principio un ataque por sorpresa contra los españoles, se lanzó de pronto sobre ellos en el valle del Yucay, con quince mil hombres. A pesar de un vivo encuentro que duró más de una hora y en el que a Orgónez le mataron el caballo en que cabalgaba, los indígenas fueron rechazados con grandes pérdidas y el Inca quedó tan debilitado con este golpe que ya no fue motivo de inquietud para los españoles durante algún tiempo. Almagro, des pués ae reunirse con su tropa, que había dejado en Urcos, ya no vio ningún obstáculo a sus operacio nes sobre Cuzco. Envió una embajada al municipio de la ciudad, exigiendo que le reconociese como gobernador legítimo, acompañando al mismo tiem po una copia de las credenciales que le había envia do el rey. Pero la cuestión de la jurisdicción no era fácil de resolver. Dependía de un exacto conoci miento de la latitud, cosa que los toscos compañe ros de Pizarro no podían tener. La línea divisoria pasaba tan cerca del territorio discutido, que su tra zado podía ser razonablemente puesto en duda si no se habían hecho observaciones científicas exactas para determinarlo. Cada partido se apresuró a afir mar, como siempre ocurre en semejantes casos, que su posición era clara e indiscutible. Las autoridades de Cuzco, no queriendo desagradar a ninguno de los dos jefes rivales, decidieron esperar hasta tanto que hubieran podido consultar a determinados pi lotos mejores conocedores que ellas de la situación de Santiago. Los soldados de Almagro, muy descontentos de su campamento invadido por las aguas, no tardaron en descubrir que Fernando Pizarro, contrariamente a lo convenido, se ocupaba diligentemente de forti ficarse en la ciudad. También se enteraron, con el natural temor, de que un refuerzo considerable en 132
viado desde Lima por el gobernador, al mando de Alonso de Alvarado, avanzaba en socorro de Cuz co. En semejante estado de excitación no les fue muy difícil persuadir a su general de que violase el acuerdo y se apoderase de la capital. A favor de una noche oscura y tormentosa (8 de abril de 1537) Almagro entró en la ciudad sin encontrar oposi ción, se apoderó de la iglesia principal, y colocando fuertes contingentes de caballería en el arranque de las principales avenidas, para prevenir cualquier sorpresa, destacó a Orgónez con un cuerpo de in fantería para tomar por la fuerza la residencia de Fernando Pizarro. Se produjo un encarnizado com bate en el que hubo algunos muertos, hasta que finalmente Orgónez, preocupado por tan obstinada resistencia, prendió fuego al techo muy inflamable del edificio, que no tardó en ser pasto de las llamas. Al ver caer sobre ellos las vigas ardiendo, los solda dos que se hallaban en el interior obligaron a su jefe a rendirse sin condiciones. Almagro era ahora dueño de Cuzco. Dio orden de detener a los Pizarró y unos quince o veinte de los principales caballeros, a los que retuvo prisione ros. Nombró a Gabriel de Rojas, uno de los más hábiles oficiales de Pizarro, gobernador de la ciu dad. La municipalidad, convencida entonces de la validez de las pretensiones de Almagro, ya no vaci ló en reconocer sus derechos sobre Cuzco. La pri mera medida que tomó entonces el mariscal fue en viar un mensaje al campamento de Alonso de Alva rado, comunicándole que había tomado posesión de la ciudad y conminándole a obedecerle como su legítimo superior. Alvarado se hallaba a trece leguas (unos 65 kilómetros) de la capital. Se quedó en Jauja con el pretexto de defender a aquella ciudad y sus alrededores de los ataques de los insurrectos. Mostrándose leal a su general, cuando los embaja dores de Almagro llegaron a su campamento, los 133
hizo prender y dio cuenta de lo que ocurría al go bernador de Lima. Almagro, furioso por la detención de sus emisa rios, se dispuso al momento a marchar contra Alonso de Alvarado. Su lugarteniente, Orgóñez, insistió para que decapitara a los Pizarro antes de salir de Cuzco, pero, aunque el mariscal detestaba a Fernando, no se decidió a tomar tal medida. Con tentándose con dejar a los prisioneros bien custo diados en uno de los edificios de piedra dependien tes de la Casa del Sol, se puso a la cabeza de sus tropas y salió de la ciudad en busca de Alvarado. Este oficial había acampado al otro lado del río de Abancay, y se hallaba con el grueso de su pequeño ejército a la entrada de un puente que cruza su rápido curso. En aauel destacamento figuraba un caballero muy considerado del ejército, llamado Pe dro de Lerma, el cual, descontento de su general, había entrado en contacto con el partido contrario. Al llegar a la orilla del río, y siguiendo su consejo, Almagro acampó cerca del puente, en frente de Al varado. Cuando se hizo de noche destacó un consi derable cuerpo, bajo las órdenes de Orgónez, para que atravesara el vado y operase de concierto con Lerma. Orgónez cumplió esta misión con su acos tumbrada intrepidez. Después de franquear el vado, cayó con furia sobre el enemigo. Lerma, con los soldados que había ganado para su causa, acudió prestamente en su ayuda y como se hacía difícil distinguir al amigo del enemigo, el desconcierto de las tropas de Alvarado fue completo. Alvarado, despertado por el ruido del ataque, se apresuró a acudir en socorro de su lugarteniente. La lucha no duró mucho: el desgraciado capitán, no sabiendo ya con quién contaba, tuvo que rendir se con lo que le quedaba de sus tropas. Esta fue la batalla de Abancay, como se la llamó, por el nom bre del río en cuyas márgenes se libró, el 12 de julio _____________________ 134 _____________________
de 1537. Almagro regresó triunfalmente a Cuzco llevando un contingente de prisioneros apenas infe rior en número a su propio ejército. Mientras sucedían tales acontecimientos, Pizarro permanecía en Lima esperando con ansiedad la lle gada de los refuerzos que había pedido, para acudir en socorro de la sitiada capital de los Incas. Su llamada no había quedado sin respuesta. Al frente de una fuerza de cuatrocientos cincuenta hombres, jinetes la mitad de ellos, el gobernador salió de Li ma encaminándose hacia Cuzco. Aún no se había alejado mucho de su punto de partida, cuando reci bió la noticia del regreso de Almagro, de la toma de la capital incaica y del encarcelamiento de sus her manos. Se enteró igualmente de la aplastante derro ta y captura de Alvarado. En vista de ello regresó apresuradamente a Lima, organizando su defensa de la mejor manera posible, a fin de hacer frente a todo posible ataque. Sin dejar de ocuparse diligen temente de estos preparativos, quiso también inten tar una negociación. Envió una embajada a Cuzco, compuesta de varias personas en cuya discreción tenía gran confianza y presidida por el licenciado Espinosa, considerando a este hombre como el más interesado en llegar a un acuerdo amistoso. Espinosa no encontró a Almagro tan dispuesto a llegar a un acuerdo amistoso como hubiera sido de desear. Aspiraba entonces, no sólo a la posesión de Cuzco, sino también a la de Lima, considerándola como dependiente de su jurisdicción. La influencia que los argumentos moderados del licenciado hu bieran podido tener eventualmente sobre la mente exaltada del mariscal, es dudosa, si bien de todas maneras las negociaciones se terminaron brusca mente a causa de la muerte de Espinosa, acaecida de manera inesperada aunque sin sospecha de envene namiento. Fue una gran pérdida para ambos adver 135
sarios, considerando el estado de ebullición de sus ánimos. Se renunció a cualquier intento de negoción. Al magro comunicó su intención de descender a la costa para fundar una colonia. Antes de salir de Cuzco envió a Orgónez con un fuerte destacamen to contra el Inca, no queriendo dejar su capital en peligro durante su ausencia. Pero Manco, descora zonado por su derrota, abandonó la fortaleza de Tambo y se retiró a las montañas. Antes de salir de la ciudad, Orgónez reiteró a su general el consejo de cortar la cabeza a los hermanos de Pizarro y marchar después sobre Lima. Por medio de tan de cisivo acto pondría fin a la guerra y quedaría asegu rado para siempre contra las maquinaciones de sus enemigos. Sin embargo, un nuevo amigo había sur gido en favor de los prisioneros. Era éste Diego de Alvarado, hermano de aquel Pedro de Alvarado que había mandado la desgraciada expedición con tra Quito. Después de la marcha de su hermano, Diego había querido seguir la fortuna de Almagro al que había acompañado en su expedición a Chile. Alvarado había visitado varias veces a Fernando Pi zarro en su prisión, en la que éste, para engañar el tedio del cautiverio, se entregaba al juego, con la afición intensa que suelen tener los soldados. Se jugaba fuerte y Alvarado perdió la enorme suma de ochenta mil castellanos de oro. Quiso saldar inme diatamente su deuda pero Fernando Pizarro no quiso aceptar su dinero. Gracias a esta política de generosidad se aseguraba un importante apoyo cer ca de Almagro. Al salir de Cuzco, el mariscal dio orden de que Gonzalo Pizarro y los demás prisioneros quedasen estrechamente vigilados. Llevó a Fernando Pizarro consigo haciéndole custodiar severamente durante la marcha. En su rápida bajada hacia la costa llegó al riente valle de Chincha. Allí se enteró de que 136
Gonzalo Pizarro, Alonso de Alvarado y los demás prisioneros, habiendo sobornado a sus guardianes, se habían escapado de Cuzco; poco después fue informado de que todos ellos se habían reunido con Pizarro. Irritado por estas noticias, no lo estaba menos por las insinuaciones de Orgónez que veía en estos acontecimientos las consecuencias de su imprudente indulgencia. Tales comentarios hubie ran podido llegar a ser fatales para Fernando si la atención de Almagro no hubiese sido distraída por las negociaciones que Francisco Pizarro proponía reanudar. Se convino una entrevista entre los jefes rivales. Se celebró en Mala, el 13 de noviembre de 1537. El comportamiento de cada uno de los dos generales con respecto al otro fue muy diferente del que ha bían tenido en los encuentros anteriores. La discu sión degeneró pronto en altercado, hasta el extremo de que Almagro, interpretando una insinuación de uno de los compañeros de Pizarro como un prepa rativo para tenderle una trampa, salió bruscamente del lugar de la conferencia y, montando a caballo, regresó a galope a sus cuarteles de Chincha. La entrevista sólo sirvió para ensanchar la brecha que pretendía cerrar. El religioso Francisco de Bobadilla, que debía arbitrar una decisión, dictaminó, des pués de larga deliberación, que un barco, llevando a bordo un piloto experimentado, fuese enviado para determinar la latitud exacta del río de Santiago, lí mite septentrional del territorio de Pizarro y sobre el que debían basarse todas las mediciones. Al mis mo tiempo Almagro debía devolver Cuzco a Piza rro y poner en libertad a Fernando, con la condi ción de que saliese del país con destino a España en el plazo de seis semanas. Ambas partes debían reti rarse a sus territorios fuera de discusión y renunciar a cualquier acto de hostilidad. Como es de suponer, esta sentencia tan satisfac 137
toria para Pizarro, fue recibida con indignación y sarcasmo por los compañeros de Almagro. Afirma ron que el árbitro había sido sobornado por el go bernador y corrieron murmullos entre la tropa, fo mentados por Orgónez, reclamando la cabeza de Fernando. Jamás se había visto éste en tan gran peligro. Pero su genio protector, bajo las aparien cias de Alvarado, intervino de nuevo para proteger le. Por otra parte, su hermano, el gobernador, tam poco estaba dispuesto a abandonarle a su suerte. Estaba decidido a hacer toda clase de concesiones para lograr su libertad. Después de algunas nego ciaciones preliminares, se dictó otra sentencia más equitativa o, por lo menos, más satisfactoria para el partido de Almagro. La ciudad de Cuzco y su terri torio quedarían en poder de este último. Fernando Pizarro sería puesto en libertad, aunque siempre con la misma condición de abandonar el país en el plazo de seis semanas. Almagro, para honrar más a su prisionero, le vi sitó personalmente y le comunicó que quedaba en libertad. Expresó su confianza de que las disensio nes pasadas quedarían olvidadas. Fernando, con aparente cordialidad, contestó «que no deseaba otra cosa». Juró luego de la forma más solemne, que observaría fielmente las cláusulas del convenio. El mariscal le llevó luego a sus cuarteles, donde le sentó a su mesa con los principales oficiales. Varios de ellos escoltaron luego a Fernando hasta los cuar teles de su hermano, que habían sido transferidos a la ciudad vecina de Mala. Lo que le contaron a su regreso de la recepción de que habían sido objeto, no dejó la menor duda en la mente de Almagro de que todo había terminado de manera amistosa. Era conocer mal a Pizarro. Tan pronto como los oficiales de Almagro salie ron del campamento del gobernador, éste último, congregando a sus oficiales, se puso a rememorar 138
las innumerables ofensas que le había hecho su ri val. La consecuencia de estas reflexiones fue que había llegado la hora de la venganza. Mientras transcurrían las negociaciones, se había ocupado al mismo tiempo activamente de los preparativos de guerra. Había logrado reunir un ejército mayor que el de su rival, formado por soldados recogidos por todas partes, pero acostumbrados en su mayoría al servicio de las armas. Desligó a Fernando de todos los compromisos que había contraído para con Al magro, justificando tal medida por la necesidad. Fernando obedeció de mala gana las órdenes de su hermano, considerándolo como algo a que le obli gaba su obediencia al Rey. La primera medida del gobernador fue informar a Almagro que el acuerdo dejaba de tener validez. Al mismo tiempo le conmi naba a renunciar a sus pretensiones sobre Cuzco y a retirarse a su territorio. Almagro, despertando de su engañosa seguridad, comprendió claramente el error que había cometi do. Padecía una grave enfermedad, consecuencia de sus excesos juveniles, que minaba sus energías y le hacía incapaz del menor esfuerzo. En tan lastimosa situación, confió el manejo de sus negocios a Orgónez, cuya lealtad y valor le inspiraban una confian za absoluta. La fortuna de Almagro empezaba a declinar. Sus pensamientos se tornaron entonces hacia Cuzco que deseaba ocupar prontamente, an tes de la llegada del enemigo. Como estaba dema siado débil para montar a caballo, se veía obligado a hacerse llevar en litera. Entretanto, el gobernador y sus hermanos, des pués de atravesar el desfiladero de Guaitara, llega ban al valle de lea, donde Pizarro se demoró bas tante tiempo. Luego, despidiéndose de su ejército, regresó a Lima, confiando la prosecución de la gue rra a sus hermanos, más jóvenes y más activos que él. Fernando, partiendo poco después de lea, avan 139
zó a lo largo de la costa hasta Nasca, con la inten ción de entrar en el país dando un rodeo, a fin de no tropezar con el enemigo, que hubiera podido oponerle graves obstáculos en algunos de los pasos de la Cordillera. Almagro, para su desgracia, no adoptó este plan de operaciones que le hubiera pro porcionado una gran ventaja sobre su adversario, el cual, sin otros impedimentos que los naturales a las dificultades del camino, llegó, a finales de abril de 1538 a las cercanías de Cuzco. Almagro se hallaba ya en posesión de esta capi tal, a la que había llegado diez días antes. Celebró un consejo para determinar el plan de operaciones ue se debía seguir. Algunos opinaban que se debía efender la ciudad a todo trance. Almagro hubiera preferido negociar, pero Orgónez replicó brusca mente: «Es demasiado tarde; pusisteis en libertad a Fernando Pizarro, sólo nos queda luchar contra él». La opinión de Orgónez —salir y presentar bata lla al enemigo en el llano— prevaleció. El mariscal entregó el mando a su fiel lugarteniente quien, reu niendo todos sus efectivos, salió de la ciudad y se situó en Las Salinas, a menos de una legua de Cuz co. La elección del sitio no era muy acertada: Un terreno desigual que dificultaba la plena acción de la caballería, fuerza principal de las tropas de Alma gro. Orgónez conservó esta posición cuyo frente estaba protegido por un marjal y un pequeño arroyo que cruzaba la llanura. Sus efectivos ascen dían en total a quinientos hombres. Su infantería carecía de armas de fuego, que eran suplidas por largas picas. Así preparado, esperó tranquilamente la llegada del enemigo. No tardaron en verse las armas brillantes y las banderas de los españoles, al mando de Fernando Pizarro, saliendo de las gargantas de las montañas. Como habían corrido rumores de que iba a haber
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pronto una batalla, las crestas de las rocas en torno se veían coronadas de multitud de indígenas, ansio sos de solazarse con un espectáculo en el que, cual quiera que fuese el vencedor, supondría la derrota de una parte de sus enemigos. La noche transcurrió en un silencio impresionante que no fue roto ni siquiera por la multitud que cubría las cimas cercanas. El sábado 26 de abril de 1538 amaneció con un sol radiante, como suele acontecer en aquel hermo so clima. Mucho antes de que sus rayos alumbrasen la llanura, la trompeta de Fernando Pizarro había llamado a sus soldados a las armas. Colocó a sus hombres en el mismo orden de batalla que el ene migo, situando a la infantería en el centro y a la caballería en los flancos. Poniendo una división de jinetes al mando de Alonso de Alvarado, él tomó el de la otra. La infantería estaba mandada por su hermano Gonzalo, teniendo por ayudante a Pedro de Valdivia, el futuro héroe de la campaña de Araucania. Fernando Pizarro arengó brevemente a sus tropas. Les habló de las ofensas personales que él y su familia habían recibido de Almagro. Recordó a los veteranos de su hermano que se les había des pojado de Cuzco. Hizo subir el rubor a las frentes de los soldados de Alvarado cuando habló de la derrota de Abancay y, mostrándoles la metrópoli de los Incas, que brillaba al sol naciente, les dijo que allí se hallaba la recompensa del vencedor. To dos respondieron con aclamaciones a sus palabras. Una vez dada la orden de ataque, Gonzalo, a la cabeza de su batallón de infantería, cruzó inmedia tamente el río. Mientras se habrían paso a través del marjal, la artillería de Orgónez disparaba con for tuna sobre las primeras filas, poniéndolas en desor den. Gonzalo y Valdivia se abalanzaron en medio de sus soldados y, amenazando a unos, animando a otros, consiguieron llevarlos finalmente a terreno sólido. 141
Fernando, mientras tanto, formando en columna a sus dos escuadrones de caballería, cruzó el río protegido por el tiro de su artillería y, llegando a terreno firme, cargó inmediatamente contra el ene migo. El choque fue terrible. El combate, encarni zado. Ya no era la lucha del blanco contra el indio indefenso, sino la del español contra el español. Cada bando se animaba con sus gritos de guerra: «¡El Rey y Almagro!» o «¡El Rey y Pizarro!» y luchaban llenos de un odio tan fuerte como fuertes habían sido antes los lazos aue los unían. En esta encarnizada batalla, Orgónez cumplió valientemente con su deber, comportándose como un verdadero hombre de guerra. Cuando más de nodadamente se batía fue herido por una bala que, colándose por las rejas de su visera, le golpeó la frente, haciéndole perder el sentido durante unos instantes. Antes de recobrarlo del todo, su caballo fue muerto y si bien el jinete logró soltar los estri bos a tiempo, se vio dominado por la superioridad numérica. Orgónez entregó su espada a un soldado llamado Fuentes, criado ae Pizarro quien, sacando su daga, la clavó en el corazón de su indefenso prisionero. (Más tarde, le fue cortada la cabeza al cadáver y, clavada en lo alto de una pica, quedó expuesta en la plaza Mayor de Cuzco, como se hacía con las cabezas de los traidores.) El combate duraba ya más de una hora y la for tuna empezaba a abandonar a los compañeros de Almagro. Caído Orgónez, la confusión creció entre los soldados de Almagro, que ya apenas ofrecían resistencia. Luego todos emprendieron una huida precipitada hacia Cuzco. El propio Almagro, acos tado en su litera, había visto, lleno de inexpresable angustia, cómo sus fieles compañeros, después de una lucha terrible, eran aplastados por sus adversa rios. Consiguió por fin cabalgar en una muía y fue a buscar refugio en la fortaleza de Cuzco. N o tardó 142
en ser alcanzado allí, capturado, encadenado y en cerrado en la misma prisión en donde había tenido él antes encarcelados a los hermanos Pizarro. El combate no duró en total más de dos horas. El número de muertos, diversamente calculado, no lle gó sin duda a los ciento cincuenta —uno de los combatientes lo eleva hasta doscientos— cifra con siderable teniendo en cuenta el poco tiempo que duró la batalla y los reducidos efectivos de ambos bandos. Los partidarios de Almagro fueron los que sufrieron las más cuantiosas bajas. Pero la carnice ría no terminó con el combate. Era tal la animosi dad de ambos bandos que muchos hombres fueron muertos a sangre fría, como Orgónez, después de haberse rendido. El propio Pedro de Lerma, que se hallaba postrado en el lecho en la casa de unos amigos, en Cuzco, recibió la visita de un soldado llamado Samaniego, al que había castigado en cierta ocasión por un acto de indisciplina. Aquel hombre, acercánclose a su lecho, le reprochó la afrenta que le había infligido y le dijo que había venido para la varla con su sangre. Lerma le prometió inútilmente que le daría la satisfacción que deseaba. El misera ble le hundió su espada en el pecho. En las desordenadas prisas de la huida y la perse cución, todos corrían hacia Cuzco, dejando aban donado el campo de batalla. Pronto se vio éste cu bierto de indios bajados de las montañas, como bandadas de buitres; ocuparon la ensangrentada lla nura y, despojando a los cadáveres de todo su ar mamento y vestiduras, los dejaron completamente desnudos al sol. Los españoles, aunque debilitados de momento por el combate, eran mucho más fuer tes que nunca en Cuzco. Las tropas reunidas ahora dentro de sus muros, que se elevaban a mil tres cientos hombres, estaban compuestas de los ele mentos más dispares y causaban vivas inquietudes a Fernando Pizarro. Había autorizado el saqueo de la 143
capital y sus partidarios encontraron un importante botín en las casas de los oficiales de Almagro. Pero esto no bastaba a los soldados más ambiciosos. To dos andaban a la búsqueda de «Eldorado». Fernan do Pizarro accedía, en cuanto era posible, a sus deseos, dispuesto a verse libre así de acreedores inoportunos. Las expediciones se terminaban gene ralmente de manera desastrosa, pero el país iba siendo explorado. Era la lotería de la aventura: los premios eran pocos pero magníficos y, en el ardor del juego, pocos españoles se detenían a calcular las probabilidades de ganarlos. Entre los que salieron de la capital se encontraba Diego, el hijo de Almagro. Fernando cuidó de en viárselo a su hermano, el gobernador. El mariscal, mientras tanto, iba decayendo en su prisión, bajo la influencia conjunta de la enfermedad y el pesar. Antes de la batalla de Las Salinas le habían dicho a Fernando Pizarro que Almagro se estaba muriendo. «No lo quiera Dios —exclamó— antes de que caiga en mis manos.» Fernando fue a visitarle en su cala bozo y le dio ánimos, asegurándole que sólo espe raba la llegada del gobernador para ponerlo en li bertad. Almagro, reanimado por estas promesas y la perspectiva de verse pronto libre, sintió renacer poco a poco su salud y su valor. N o podía pensar que durante este tiempo se iba preparando su pro ceso. Una vez terminado el sumario no fue difícil dictar sentencia contra el prisionero. Los principa les cargos de los que era encontrado culpable, con sistían en haber hecho la guerra al Rey y, como consecuencia, haber causado la muerte de muchos súbditos de Su Majestad; de haber conspirado con tra el Inca y finalmente de haber despojado al go bernador real de la ciudad de Cuzco. Fue condena do a sufrir el suplicio de los traidores, o sea, a ser decapitado públicamente en la plaza Mayor de la ciudad. En realidad todo el proceso fue una pura 144
pantomima, ya que el acusado no tuvo conocimien to del acta de. acusación. La sentencia le fue comunicada a Almagro por un fraile. El desgraciado no comprendió al princi pio su verdadera situación. Vuelto de su primera sorpresa, suplicó a Fernando Pizarro que le conce diese una entrevista. Este, que al parecer, deseaba más que ninguna otra cosa contemplar la angustia de su prisionero, se la concedió. Almagro, abatido por sus desgracias, se rebajó a suplicarle piedad. Habló de los servicios que había prestado al país y rogó a su enemigo que se apiadase de sus canas. Fernando le respondió con frialdad que estaba sor prendido de ver que Almagro se humillaba de una manera indigna de un valeroso caballero. Pero Al magro, que no se resignaba al silencio, mencionó los servicios que había prestado al propio Fernando y terminó amenazando a su enemigo con la vengan za del Emperador, que jamás perdonaría la injusti cia cometida con un hombre que había hecho tales servicios a la Corona. Fernando puso fin brusca mente a la entrevista diciendo al prisionero que «su suerte era inevitable y que debía prepararse a que se cumpliese la sentencia.» La condena de Almagro causó una profunda im presión entre los habitantes de Cuzco. Todo el mundo se asombraba de la osadía de un hombre aue, revestido de una autoridad temporal y limita da, se atrevía a juzgar a un personaje de la categoría de Almagro. Los mismos que habían aportado ele mentos para la acusación, ahora atemorizados de sus trágicas consecuencias, denunciaban la conducta de Fernando como digna de un tirano. Almagro, en el momento de su muerte, rondaba probablemente los setenta años; decimos probablemente, porque Almagro no tenía padres conocidos y la historia de sus primeros años es confusa. Era hombre de pasio nes violentas y poco acostumbrado a dominarlas. 145
Pero no era, ni vengativo ni de crueldad habitual. Era un buen soldado, atento y juicioso en sus pla nes, paciente e intrépido en su ejecución. Su cuerpo estaba cubierto de cicatrices, hasta tal punto que su fealdad llegó a ser casi una deformidad. Sin embar go, su asociación con Pizarro no puede ser conside rada como una circunstancia afortunada de su ca rrera. Una asociación formada para la exploración y la conquista no parece que pueda ser observada de masiado escrupulosamente, especialmente por hombres más acostumbrados a gobernar a los de más que a gobernarse a sí mismos. La ruina final de Almagro puede achacársele a él mismo. Cometió dos faltas capitales. La primera fue la de recurrir a las armas para apoderarse de Cuzco: la delimitación de ambos territorios debió hacerse por medio de negociaciones. La segunda fue, después de haber recurrido a las armas, entrar en negociaciones, so bre todo con Pizarro. Este fue su más grave error. Conocía lo bastante a Pizarro para saber que no debía 'fiarse de él. Almagro pagó esta confianza con la vida. Cuando su hermano se lanzó en persecución de Almagró, el marqués Francisco de Pizarro, como hemos visto, regresó a Lima. Cuando le llegó la feliz noticia de la victoria de Las Salinas, hizo in mediatamente sus preparativos para trasladarse a Cuzco. Se vio retenido, sin embargo, largo tiempo en Jauja por los desórdenes que asolaban el país, pero también por su repugnancia a entrar en la ca pital durante el proceso ae Almagro. En Jauja se encontró con el hijo del mariscal, Diego, que había sido enviado hacia la costa por Fernando Pizarro. El gobernador recibió a Diego con aparente bene volencia, diciéndole que no se desanimase, ya que nada malo le iba a pasar a su padre. El joven, tran quilizado con estas seguridades, prosiguió su cami no hacia Lima, donde, siguiendo las órdenes dadas 146
por Pizarro, fue acogido en su casa y tratado-como un hijo. Pizarro seguía retrasando su partida hacia la capi tal. Se puso por fin en camino, y aún no había llegado al río de Abancay, cuando recibió la noticia de la muerte de su rival. Aparentemente, se quedó helado de horror. Sus amigos refieren que perma neció largo rato con los ojos clavados en el suelo y dando muestras de la mayor emoción. Una versión más probable nos lo presenta como estando perfec tamente enterado de lo sucedido en Cuzco. Es completamente cierto que, durante su larga estancia en Jauja, se hallaba en comunicación constante con Cuzco y que si, como le instaba Valverde constan temente, hubiera apresurado su marcha a la capital, hubiera podido perfectamente evitar la consuma ción de la tragedia. Su comportamiento ulterior no reflejó el menor remordimiento por lo ocurrido. Entró en Cuzco al son de las fanfarrias y trompe tas, al frente de un cortejo triunfal, llevando el rico traje que le había regalado Cortés y con el talante altivo y satisfecho de un conquistador. Cuando Diego de Alvarado se dirigió a él para reclamar el gobierno de las provincias meridionales en nombre del joven Almagro al que su padre había dejado bajo su protección, Pizarro le contestó que «el ma riscal, por su sublevación, había perdido todo dere cho a aquel gobierno». Y como Alvarado insistiese, dio por terminada la entrevista manifestando que «su gobierno carecía de límites y llegaba hasta Flandes*. Pizarro se mostraba extrañamente insensible a las quejas de los indígenas oprimidos que invocaban su protección y trataba a los compañeros de Almagro con no disimulado desprecio. Asignó a sus herma nos unos repartimientos tan considerables que pro vocó murmullos entre sus propios partidarios. Nombró a Gonzalo comandante de un nutrido des 147
tacamento destinado a combatir contra los indíge nas de Charcas. Gonzalo encontró una tenaz resis tencia, pero tue recompensado, así como su hermano Fernando que le ayudó en esta conquista, por una concesión enorme en las cercanías de Porco, cuyas productivas minas habían sido parcialmente explo tadas por los Incas. Fernando reconoció la riqueza de aquel terreno y empezó a explotar las minas a una escala más vasta de lo que hasta entonces se había hecho. La gran preocupación de Fernando consistía aho ra en reunir un tesoro considerable para marchar con él a Castilla. Ya había transcurrido cerca de un año desde la muerte de Almagro e iba siendo tiem po de que Fernando se presentase en la Corte, don de Diego de Alvarado y otros amigos del mariscal, que hacía ya tiempo que habían salido del Perú, apoyaban activamente las pretensiones del joven Almagro y pedían reparación del crimen cometido con su padre. Pero Fernando contaba con su oro para desvancer las acusaciones hechas contra él. Antes de su partida aconsejó a su hermano que se guardase de «los hombres de Chile». Así se desig naba a los compañeros de Almagro. El gobernador se burló de lo que llamaba «los vanos temores» de su hermano. Fernando se embarcó en Lima en el verano de 1539, pero no tomó la ruta de Panamá ya que se había enterado de la intención que tenían aquellas autoridades de arrestarle. Dio por lo tanto un ro deo por México y deteniéndose en las islas Azores, esperó a recibir noticias de España. Tenía algunos poderosos amigos en la Corte, que le animaron a presentarse ante el Emperador. Escuchó sus con sejos y no tardó en arribar a las costas españolas. La Corte se hallaba en Valladolid. Fernando, que hizo una entrada fastuosa en la ciudad, desplegando y haciendo alarde de las riquezas que traía de Amé 148
rica, encontró un recibimiento más frío de lo que esperaba. Ello era debido principalmente a Diego de Alvarado que residía entonces allí, y que por su alto rango y sus poderosas amistades, tenía una gran influencia. Había venido a España para hacer valer los derechos del joven Almagro. A pesar de la frialdad del recibimiento, Fernando, por su buena presencia, su manera de exponer sus quejas contra Almagro y el oro que prodigaba, logró contener la corriente de indignación. El dictamen de los jueces fue aplazado. Alvarado, indignado por estas dila ciones, retó a Fernando a singular combate. Pero su prudente adversario no tenía la menor intención de someter la resolución del pleito a tal prueba, y el asunto se resolvió por sí solo con la muerte de Alvarado, ocurrida justo a los cinco días del desa fío. Lo oportuno de este fallecimiento sugirió, na turalmente, la idea del veneno. Las acusaciones de Alvarado no habían sido to talmente olvidadas y Fernando Pizarra se había comportado con demasiada altivez y había herido demasiado los sentimientos de los ciudadanos, para que se le dejase escapar. N o se había dictado ningu na sentencia en firme contra él, pero fue encarcela do en el castillo de Medina del Campo, donde per maneció veinte años; en 1560 fue puesto en liber tad. Fernando llevó esta larga cautividad con una igualdad de ánimo que, de haber sido motivada por (una injusta condena, hubiera merecido un gran res peto. Vio cómo sus hermanos y parientes, y todos aquellos sobre los que contaba para defenderle, partían uno tras otro, su fortuna en parte confisca da, en tanto que él proseguía un ruinoso proceso para salvar su reputación mancillada, su carrera ter minada antes de tiempo y él mismo desterrado en el interior del país. Aunque ya era muy viejo al ser puesto en libertad, todavía vivió bastante tiempo alcanzando la extraordinaria edad de cien años. 149
El carácter de Fernando era notable en ciertos aspectos. Era el mayor de los hermanastros por el lado paterno. Francisco estaba lleno de deferencias hacia él, no sólo como hermano mayor, sino a cau sa de su educación superior y de su conocimiento de los negocios. Era altivo, incluso para con sus igua les, y tenía un carácter vengativo que nada podía calmar. Por ello, en vez de ayudar a su hermano en la conquista, fue el genio malo que enturbió su gloria. Sintió inmediatamente un desprecio injusti ficado hacia Almagro, en el que veía al rival de su hermano y no, como lo era entonces realmente, el compañero fiel de su destino. Encontró el medio de perjudicarle, cayó luego en su poder y estuvo a punto de pagar sus errores con la vida. Fernando no fue capaz de perdonarle y esperó impasible la hora de la venganza. Creyó poder comprar a la justicia con el oro del Perú. Había estudiado los puntos flacos de la naturaleza humana y confiaba poder aprovecharse de ello. Pero se equivocó, afor tunadamente para la Justicia. Logró vengarse de Al magro, pero la hora de su venganza fue también la de su ruina.
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VI LA MUERTE DE PIZARRO
estado de desorden en que se hallaba el Perú reclamaba la pronta intervención del go bierno, pero el asunto era, de todos modos, algo muy difícil de resolver. La autoridad de Fran cisco Pizarra tenía sólidas bases y el país se hallaba demasiado lejos de España para poder ser vigilado desde la metrópoli. Se nacía necesario, por lo tanto, enviar a alguien que ejerciera Una especie de control o aue estuviese por lo menos investido de unos poderes ¡guales a los de aquel peligroso jefe. La persona elegida para tan delicado cargo fue el licen ciado Vaca de Castro, miembro de la audiencia real de Valladolid. Era un juez instruido, hombre sensa to e íntegro y, aunque no fuese militar, tenía una habilidad y un conocimiento de los hombres que le hacían capaz de emplear en provecho propio los talentos de los demás. Debía presentarse ante Pizarra en calidad de juez real, ponerse de acuerdo con él para calmar a los descontentos, es pecialmente en lo referente a los desgraciados in dios, tomar, de acuerdo con él, medidas para evitar los abusos y, sobre todo, enterarse exactamente de la situación del país en todos sus detalles e informar L
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a la corte de España. Pero, caso de que muriese Pizarro, debía exhibir sus credenciales de goberna dor general y reclamar como tal la obediencia de las autoridades de todo el país. Los acontecimientos demostraron que había sido una sabia medida pre ver tal eventualidad. La guerra civil, que acababa de desgarrar al Perú, lo había dejado en tal estado de desorden, que la agitación prosiguió mucho después de desaparecer su causa inmediata. El Inca Manco no tardó en sacar partido de esta agitación de las mentes. Salió de los refugios clandestinos en las profundidades de los Andes y se estableció, con un numeroso cuerpo de partidarios, en la región montañosa que se ex tiende entre Cuzco y la costa. Desde este retiro hizo incursiones en las plantaciones vecinas des truyendo viviendas, robando el ganado y asesinan do a los colonos. Caía sobre los viajeros, cuando llegaban de la costa aislados o en caravana, y los mataba, cuentas sus enemigos, entre crueles tortu ras. Se enviaron contra él destacamentos aislados, pero sin resultado. Huía de unos, desafiaba a otros e incluso una vez dio muerte hasta el último de un grupo de treinta jinetes. Pizarro consideró necesario enviar contra el Inca una fuerza importante, a las órdenes de su hermano Gonzalo. El valeroso indio tuvo varios encuentros con sus enemiigos en los desfiladeros de la Cordi llera. Generalmente salía vencido, pero reponía sus bajas de manera sorprendente y siempre conseguía escapar. Pizarro tomó la decisión de fundar algunos establecimientos en el corazón de la región hostil, como el medio más eficaz de reprimir los desórde nes entre los indígenas. Dichos establecimientos, bautizados pomposamente con el nombre de ciuda des, podían ser considerados en realidad como co lonias militares. Los soldados se agrupaban en ellas, acompañados a veces de sus mujeres y de sus fami 152
lias. Surgió así una populosa colonia en medio del desierto, ofreciendo protección a los territorios ve cinos, suministrando un depósito comercial al país y una fuerza armada siempre dispuesta a mantener el orden público. Tal fue el establecimiento de Huamanga, a medio camino entre Cuzco y Lima, el cual cumplió eficaz mente su misión de mantener las comunicaciones con la costa. El gobernador, en su capital de Lima, estaba muy atareado acudiendo a las necesidades del municipio, cada vez mayores, a causa del incre mento considerable de la población. Fomentó el comercio con las colonias lejanas del norte del Perú y tomó las medidas conducentes a facilitar las rela ciones con el interior. Estimuló todas las ramas de la industria, dando mucha importancia a la agricul tura e introduciendo varias gramíneas europeas que, en poco tiempo, tuvo la satisfacción de ser crecer en abundancia, en un país donde la variedad de terrenos y climas ofrecía probabilidades de culti vo a casi todos los productos de la tierra. Fomentó por todo el país la explotación de las minas: los objetos más corrientes necesarios para la vida coti diana se vendían a precios exorbitantes, mientras que los metales preciosos parecían ser lo único ca rente de valor. Pero pasando pronto a otras manos, llegaban a la madre patria aonde recuperaban su verdadero valor y contribuían al incremento de la circulación monetaria en Europa. Pizarro, aumentados sus efectivos con la llegada de nuevos aventureros, fijó su atención en los pun tos más lejanos del país. Hizo marchar a Pedro de Valdivia para realizar su memorable expedición a Chile, y asignó a su hermano Gonzalo el territorio de Quito, con la misión de explorar la desconocida región del Estem. Se tienen pocos datos de los primeros años de Gonzalo de Pizarro. Era de origen incierto, como 153
Francisco, y parece que, lo mismo que su hermano mayor, tenía poco que agradecer a sus padres. En lo que respecta al talento y a la amplitud de miras, era inferior a sus hermanos. Tampoco empleó su >olítica fría y astuta, pero era, en cambio, tan vaiente como ellos. Era un excelente capitán para la guerra de guerrillas, un jefe admirable en las expe diciones arriesgadas y difíciles, pero no tenía la am plia visión de conjunto de un gran capitán y, menos aún, las condiciones de un gobernador civil. Su des gracia consistió en verse llamado a desempeñar am bas funciones. Gonzalo recibió la noticia de su nombramiento de gobernador de Quito con evidente satisfacción, no tanto por la posesión de esta antigua provincia india, como por el campo de exploración que le abría hacia el este, hacia lo que él creía ser la tierra fabulosa de las especias de Oriente, que durante tanto tiempo había inflamado la imaginación de los conquistadores. A principios del año 1540 partió para esta expedición. La primera parte del viaje pre sentó, relativamente, pocas dificultades, mientras los españoles estuvieron aún en el territorio de los Incas. Pero la escena cambió cuando entraron en el territorio de Quijos, en el que tanto los habitantes como el clima parecían completamente diferentes. Cuando llegaron a las regiones más altas, los vien tos helados que azotan los flancos de la Cordillera entumecían sus miembros y muchos de los indíge nas que les acompañaban encontraron la muerte en aquellas soledades. Al descender por las laderas orientales el clima cambió y, cuando llegaron a las regiones más bajas, el enorme frío fue sustituido por un calor sofocante y al mismo tiempo las tormentas procedentes de la sierra caían sobre ellos casi sin interrupción noche y día. Llegaron finalmente a Canelas, la tierra de la canela, y pudieron contemplar los árboles que pro
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ducen aquella preciosa corteza extendiéndose en enormes bosques. Era aquella una tierra rica y fértil en la que también abundaba el oro y que estaba habitada por numerosas tribus. Gonzalo Pizarro había alcanzado ya los límites primitivamente fija dos a la expedición. Pero aquellos descubrimientos acrecentaron sus esperanzas y decidió seguir ada lante en su aventura. Más les hubiera valido, a él y a sus compañeros, volver sobre sus pasos. Al proseguir su marcha vieron que el país se des plegaba en vastas sabanas, limitadas por bosques que, a medida que se acercaban, parecían dilatarse en todas direcciones hasta el horizonte. Se admira ban entre árboles de prodigiosa altura que sólo se encuentran en las regiones equinociales. Se veían obligados a abrirse paso entre la espesura a golpe de hacha y sus ropas, podridas por las lluvias torren ciales a que habían estado sometidas, y desgarradas por las zarzas, pendían a jirones de sus cuerpos. Finalmente, la agotada tropa llegó a las orillas de una enorme extensión de agua formada por el Ñ a po, uno de los grandes afluentes del Amazonas. Este espectáculo levantó sus ánimos, ya que si guiendo sus orillas esperaban encontrar un camino más seguro y practicable. Después de haber avanza do largo tiempo por las márgenes del río, Gonzalo y sus nombres escucharon un gran ruido que re tumbaba como una especie de trueno subterráneo. La corriente, a una velocidad vertiginosa, se preciitaba furiosamente por unos rabiones aue la llevaan hasta el borde de un profundo desnivel del terreno, más de 300 metros, y desde allí caía en ingente masa de espuma formando unas espléndidas cataratas. Aquel espectáculo llenó de admiración a los osados aventureros. Como únicos habitantes de aquellas soledades, tan sólo se veían algunas enor mes serpientes y varios horribles caimanes tomando el sol en las orillas.
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A cierta distancia, por encima y por debajo de las cataratas, el cauce del río se estrechaba de tal forma, que su anchura apenas llegaba a los seis me tros. Atenazados por el hambre, los expediciona rios se determinaron a pasar a la orilla opuesta, con la esperanza de hallar un terreno que les ofreciese medios de subsistencia. Construyeron un frágil puente echando troncos de los enormes árboles so bre el abismo. Pero poco ganaron con el cambio. El país no parecía más prometedor y la orilla del río se hallaba cubierta de árboles gigantescos o bordeada de malezas impenetrables. Gonzalo decidió cons truir una embarcación lo bastante grande para transportar a los más debilitados de sus compañe ros. Los bosques le suministraron la madera, las herraduras de los caballos muertos durante el cami no, o que los propios expedicionarios habían mata do para alimentarse, fueron transformados en cla vos. Al cabo de dos meses habían logrado construir un tosco bergantín, capaz de transportar a la mitad de los hombres. Gonzalo Pizarro confió el mando del barco a Francisco de Orellana, un caballero de Trujillo de cuyo valor y lealtad creía poder fiarse. Viajaron así durante varias semanas bordeando las desoladas orillas del Ñapo. Alguien había recordado ciertos rumores sobre una rica región, habitada por una populosa nación, en la que el Ñapo desembocaba en un río, aún más caudaloso, que fluía hacia el este. Se hallaba, decían algunos, a unos días de na vegación y Gonzalo Pizarro decidió hacer alto y enviar a Orellana a la confluencia de los dos ríos en busca de provisiones. Pasaron días y semanas sin que regresara el barco. Incapaces de soportar por más tiempo aquella situación, Gonzalo y sus ham brientos compañeros decidieron avanzar hasta la confluencia de los dos ríos. Invirtieron dos meses en aquel espantoso viaje, aunque la distancia no era, 156
probablemente, superior a las doscientas leguas (unos novecientos kilómetros). Llegaron por fin al ansiado punto, donde el Ñapo vierte su caudal en el Amazonas, ese imponente río que desciende hasta el océano en un recorrido de centenares de millas, cruzando el corazón del gran continente y ofrecien do a la vista el más majestuoso espectáculo de los ríos americanos. Los españoles no recibieron allí la menor noticia de Orellana, por lo que renunciaron a toda espe ranza de encontrar a sus camaradas. Sus dudas que daron finalmente disipadas con la aparición de un blanco, que estaba medio desnudo por los bosques y en cuyo rostro, a pesar de su demacración, reco nocieron las facciones de uno de sus compañeros. Era Sánchez de Vargas. Orellana, arrastrado por la rápida corriente del Ñapo, había llegado en menos de tres días a la confluencia con el Amazonas, en contrando un país muy distinto del que le habían descrito. Lejos de encontrar los víveres necesarios para toda la expedición, apenas consiguieron los suficientes para subsistir ellos mismos. Tampoco le era posible regresar remontando el curso ael río. N o vio otra solución que hacer seguir al barco la corriente del Amazonas y descender hasta su de sembocadura. Podría así visitar a las ricas tribus que, suponía, vivían en sus márgenes; saldría al océano, llegaría a las islas cercanas, y regresaría a España para reclamar la gloria y la recompensa de sus descubrimientos. Tal propuesta fue acogida con entusiasmo por los despreocupados compañeros de Orellana. Les seducía la idea de una nueva aventura llena de sorpresas. Orellana triunfó en su empresa, aunque parezca increíble que lograra evitar el naufragio, navegando *or aquel río desconocido y peligroso. Llegó, por in, al mar y puso proa hacia la isla de Cubagua. Desde allí, cruzó el océano y llegó a España, en
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cuya Corte hizo un relato detallado de su viaje; habló de Eldorado que decía existía en las cercanías y de otras maravillas, exageraciones más bien que invenciones de su imaginación. Orellana obtuvo sin dificultad la autorización de conquistar y colonizar los países que había descubierto. Pero ni él ni su patria estaban destinados a esta empresa. Murió en la travesía y los territorios que baña el Amazonas fueron explorados por los portugueses. Uno de los compañeros de Orellana se había opuesto enérgicamente a la decisión de seguir el curso del Amazonas, considerándola contraria al compañerismo y al honor. Era éste el mencionado Sánchez de Vargas. Su jefe se vengó cruelmente dejándolo abandonado en aquellas soledades donde lo encontraron sus compatriotas. Estos escucharon horrorizados el relato de Vargas y sintieron que se les helaba la sangre en las venas, viéndose así aban donados en aquellas desérticas y lejanas regiones. Pero, en aquella situación casi desesperada fue cuando se revelaron las cualidades de iniciativa y valor de Gonzalo Pizarro. No quedaba otra solu ción que regresar a Quito, y aunque la sola idea de volver a pasar por todas las angustias y sufrimien tos de la idea desanimase los más templados cora- ‘ zones, Gonzalo trató de enardecer a sus compañe ros recordándoles el tesón invencible de que hasta entonces habían dado prueba. Les guiaría por otro camino y tal vez encontrase al fin regiones más fértiles. Los soldados escucharon aquellas promesas y aquellas palabras de aliento. La confianza del jefe levantó los abatidos ánimos. El orgullo del viejo honor castellano se despertó en sus corazones y en cada uno prendió el generoso entusiasmo de su jefe. Se merecía que le ayudasen: había sabido compartir la suerte de sus más humildes hombres. Encontró la recompensa de su conducta en la propia prueba por 158
la que pasaban. Ahorraré al lector la recapitulación de todos los sufrimientos por que pasaron los espa ñoles en su regreso a Quito. Siguieron una ruta más septentrional y si bien presentó efectivamente me nos dificultades, sus penalidades puede decirse que fueron mayores que a la ida, teniendo en cuenta que se hallaban más debilitados. Finalmente, en el mes de junio de 1542, después de invertir más de un año en este viaje de regreso, la extenuada tropa alcanzó las altiplanicies donde se asienta Quito. Parecía como si un pudridero hubie se dejado escapar a sus cadáveres, cuando los quite ños los vieron avanzar lentamente, con paso inse guro, como una tropa de espectros. Más de la mitad de los cuatro mil indios que habían acompañado a la expedición habían perecido y tan sólo ochenta españoles, la mayoría tísicamente arruinados, regre saban a Quito. Tal fue el final de esta expedición al Amazonas que, por sus peligros y fatigas, su larga duración y su tenacidad no tiene probablemente parangón en los anales del Descubrimiento. Cuando llegó Gonzalo Pizarro a Quito, se ente ró de un acontecimiento que vino a demostrarle que su expedición al Amazonas había sido aún más fatal a sus intereses de los que había creído. Se había producido una revolución durante su ausen cia, cambiando el antiguo estado de cosas del Perú. Después de la ejecución de Almagro, sus compañe ros, en número de varios centenares, se dispersaron por el país, pero siguiendo siempre unidos por un común sentimiento de indignación contra los Piza rro. El gobernador despreciaba demasiado a los compañeros dispersos de Almagro para consentir en tomar precauciones. Permitió que el hijo de su rival viviera en Lima, donde su casa se convirtió muy pronto en el lugar de reunión de los descon tentos. Pizarro le despojó de una gran parte de sus indios y de sus tierras y le destituyó del gobierno
de Nuevo Toledo, que su padre le había legado en su testamento. Privados de todo medio de subsistencia, sin car gos ni empleos de ninguna clase, los hombres de Chile llegaron pronto al paroxismo de la desespera ción. Provocados de tal forma con insultos e injus ticias, era peligroso no desconfiar de sus reacciones. Pero, aunque Pizarro recibió varios avisos para po nerle en guardia, no hizo el menor caso de ellos. Por aquel entonces se supo en la colonia que el Rey había designado a un juez para que se informase de los asuntos del Perú. Alarmado por esta noticia, Pizarro dio órdenes, sin embargo, ae que fuera bien recibido a su llegada. Los partidarios de Almagro recobraron los ánimos. Confiaron esperanzados en aquel alto funcionario para el logro de sus reivindi caciones. Pero pasaron los meses sin que se tuviera noticias de su llegada, hasta que finalmente entró un barco en el puerto, informando que la mayoría de los buques nabían naufragado contra la costa, empujados por violentas tempestades y que, proba blemente, el comisario regio, había perecido con ellos. Desesperados por estas noticias, los hombres de Almagro, viendo que no podían obtener satisfac ción de manos de una autoridad legítima, resolvie ron tomarse la justicia por su mano y asesinar a Pizarro. El día designado para esto fue el domingo 26 de junio de 1541. Los conspirados, que se eleva ban a dieciocho o veinte, debían reunirse en la casa de Almagro, situada en la plaza Mayor. Debían sa lir todos juntos y abalanzarse sobre él en la calle. Una bandera blanca, izada en una ventana de la casa, daría la señal a los demás camaradas, para que ayudasen a los cabecillas del complot. Cuesta tra bajo imaginar que estos manejos fueran ignorados del hijo ae Almagro, considerando que su casa era el lugar de la cita. Sin embargo, no ha quedado 160
demostrado que participase en la conspiración. Su juventud y su inexperiencia no le capacitaban para tomar el mando, en las difíciles circunstancias en que se hallaba y le convertían en un mero fantoche en manos de los conspidadores. El más destacado de sus consejeros era Juan de Herrada, o Rada, que ardía en deseos de vengar a su antiguo general. El día designado, Rada y sus compañeros se reunieron en la casa de Almagro, y esperaron ansiosamente la llegada de la hora en que el gobernador saliese de la iglesia. Fue, pues, grande su consternación al enterarse de que nabía tenido/ que quedarse en su casa por encontrarse enfermo. Convencidos de que había descubierto su complot, se creyeron definitivamente perdidos. Indecisos y angustiados, algunos fueron de opinión que era preferible dispersarse con la esperanza de que tal vez Pizarro ignorase su proyecto. Pero la mayoría querían actuar inmediantamente y atacarle en su propia casa. Las vacilaciones quedaron resueltas tajantemente por uno de los conspiradores que comprendía que en esta última solución estaba su única esperanza de salvación. Abriendo bruscamen te las puertas, salió a la plaza gritando a sus compa ñeros que, o le seguían o denunciaba sus intencio nes. Se acabaron las vacilaciones y con Rada a la cabeza que exclamaba: «¡Viva el Rey! ¡Muerte al tirano!», salieron todos los conjurados. Era la hora de comer. Muchas gentes atraídas por los gritos de los asaltantes, acudieron a la plaza para ver qué pasaba. «Van a matar al marqués», decían fríamente algunos. Nadie hizo nada para defenderle. El poder de Pizarro no tenía una base sólida en el corazón de sus gobernados. Pizarro estaba entonces comiendo o, más proba blemente, se disponía a levantarse de la mesa. Esta ba rodeado de algunos amigos que habían ido, al parecer, a informarse de su salud. Algunos de ellos, _ 161
alarmados por el ruido que llegaba del patio, salie ron de la estancia y se asomaron al rellano de la escalera para averiguar la causa del estrépito. El marqués, al enterarse de lo que pasaba, llamó a Francisco de Chaves, un oficial que gozaba de su entera confianza, ordenándole que atrancase la puerta mientras él y su hermano se revestían de sus armaduras. Si esta orden, dada con tanta presencia de ánimo, hubiese sido obedecida con la misma se renidad, se habrían salvado todos hasta la llegada de refuerzos. Por desgracia, Chaves entreabrió la puerta tratando de parlamentar con los conspirado res, que habían subido ya la escalera. Estos pusie ron fin a la discusión atravesando a Chaves con la espada y arrojando su cadáver al patio. Martínez de Alcántara, en una habitación contigua, estaba ayu dando a Pizarro a ponerse su cota de mallas. En cuanto se dio cuenta de que había sido forzada la entrada, se abalanzó para cerrar el paso a los asal tantes. Se entabló una lucha desesperada en la que cayeron muertos dos de los conspiradores. Pizarro, empuñó la espada, corrió en socorro de Martínez, pero ya era demasiado tarde. Alcántara se tambaleaba ya, degilitado por la fuerte hemorra gia, y no tardó en caer. Pizarro se abalanzó como un león sobre los asesinos dando vigorosos sabla zos a diestro y siniestro. Los conspiradores retroce dieron por un momento, pero no tardaron en reha cerse y el combate se reanudó con recrudecido ar dor y reemplazándose los asaltantes unos a otros. Pizarro recibió una herida en la garganta v, después de tambalearse un momento, cayó al suelo. Rada y varios de los conspiradores hundieron sus espadas en su cuerpo. Los conspiradores, una vez conseguido su crimi nal propósito, salieron corriendo a la plaza y, blandoendo sus armas ensangrentadas, gritaron: «¡Ha muerto el tirano! ¡Se ha restablecido la Ley! ¡Viva 162
nuestro señor el Emperador y su gobernador Al magro!». Los hombres de Chile, enardecidos por aquellos gritos, acudieron de todas partes para po-< nerse bajo la bandera de Rada que pronto se encon tró a la cabeza de trescientos nombres, todos ellos armados y dispuestos a apoyar su autoridad. La casa de Pizarro, y la de su secretario Picado fueron saqueadas. Se conminó luego al municipio a que reconociera la autoridad de Almagro. Los recalci trantes, sin otros trámites, fueron desposeídos de sus cargos y reemplazados por gentes de la facción de Chile. Se excavó una tumba a toda prisa en un oscuro rincón. Se rezó un somero responso y luego, en secreto y en medio de unas tinieblas apenas alum bradas por el débil resplandor de unos cirios porta dos por sus humildes servidores, los restos de Piza rro, envueltos en un ensangrentado sudario, fueron devueltos a la tierra. Pereció miserablemente, asesi nado en pleno día, en el centro de su propia capital, y en medio de aquellos que habían sido sus compa ñeros de armas y que habían compartido con él su triunfo y su botín. Algunos años más tarde, los restos de Pizarro fueron a descansar junto a los de Mendoza, el buen virrey del Perú.
El fin de los almagristas El primer acto de los conjurados, después de ha berse apoderado de la capital , fue proclamar la revolución y pedir el reconocimiento del joven Al magro como gobernador del Perú. En Cuzco, la ciudad más importante después de Lima, la gran cantidad de partidarios de Almagro, aseguró el triunfo de su partido y aquellos funcionarios que se opusieron fueron relevados de sus cargos y sustitui 163
dos por otros más dúctiles. Esto produjo descon tento entre muchos de los habitantes que acudieron a uno de los capitanes de Pizarro, llamado Alvarez de Holguín. Este, entrando an la ciudad, destituyó a su vez a los nuevos dignatarios e hizo que rena ciese el orden en la antigua capital. Los rebeldes encontraron también una enérgica resistencia por parte de Alonso de Alvarado, uno de los principales oficiales de Pizarro, que se halla ba en aquellos momentos en el norte del país. Este capitán, al enterarse del asesinato de su general, es cribió inmediatamente al licenciado Vaca de Castro, informándole de la situación del Perú y urgiéndole a que apresurase su marcha hacia el sur. Este fun cionario, como se recordará, había sido enviado por el Rey para ayudar a Pizarro a pacificar el país, y tenía autorización para hacerse cargo del gobierno en caso de muerte del general. Era extraño en el Perú, del que sólo tenía un conocimiento imperfec to, carecía de ejército que le apoyase y ni tan si quiera tenía la ciencia militar necesaria. No tenía la menor idea del grado de influencia de Almagro ni de la extensión de la insurrección. En tales circunstancias, una persona menos ani mosa habría escuchado los consejos prudentes de regresar a Panamá y esperar a reunir una fuerza suficiente. Pero el valor de Vaca de Castro rechazó una decisión que hubiera proclamado su incapaci dad para cumplir la misión que se le había enco mendado. Se confió a sus propios recursos y contó también con la lealtad habitual de los españoles. Después de madura reflexión decidió partir con fiando en que la suerte le ayudase a cumplir su misión. A su llegada a Quito fue bien recibido por el lugarteniente de Gonzalo Pizarro, que estaba en cargado de defender aquella plaza en la ausencia de su general que había marchado a explorar el Ama 164
zonas. Allí se le reunió Belalcázar, el conquistador de Quito, que aportó un pequeño contingente y se ofreció a ayudarle personalmente en la prosecución de su empresa. Exhibió entonces las credenciales regias que le autorizaban a hacerse cargo del go bierno en caso de que muriera Pizarro. Como el marqués había muerto, Vaca de Castro hizo patente su intención de tomar las riendas del poder. Envió al mismo tiempo emisarios a las principales ciuda des, reclamando su obediencia, aceptándolo como legítimo representante de la Corona y tuvo gran cuidado de encomendar esta misión a personas pru dentes, cuyo carácter debía influir en sus conciuda danos. Luego reemprendió lentamente su marcha hacia el sur. Mientras se desarrollaban estos acontecimientos en el norte, la facción de Almagro en Lima tomaba cada día más fuerza. Aparte de aquellos que, desde el principio, habían abrazado el partido de su pa dre, había otros muchos que, por una u otra razón, habían concebido aversión por Pizarro y que ahora se enrolaban gustosos bajo la bandera del jefe que lo había derrocado. El primer acto del joven general, o más bien de Rada, que era el que llevaba la iniciativa de sus movimientos, fue asegurar los recursos necesarios a la tropa que, reducida en su mayor parte a la indi gencia, no se hallaba muy dispuesta a guerrear. Se consiguieron sumas considerables apoderándose de los fondos de la Corona confiados al tesoro. Tam bién se sacó de la cárcel al secretario de Pizarro interrogándole sobre el lugar donde estaban ocultos los tesoros de su amo. Se negó a revelarlo y los conjurados, que tenían una gran cantidad de abusos pendientes de liquidar con este hombre, pusieron fin al juicio decapitándolo públicamente en la plaza Mayor de Lima. El obispo de Cuzco, Valverde, intervino inútilmente en su favor. Es curioso que 165
este fanático prelado surja una última vez en escena para efectuar un acto de misericordia. Almagro recibió noticias de que Holguín había salido de Cuzco al mando de trescientos hombres, con los que se disponía a unirse en el norte çon # Alvarado. Para Almagro era de la mayor importan cia evitar que se realizase esta reunión. Si la política de Vaca de Castro consistía en diferir, la de Alma gro consistía evidentemente en precipitar las opera ciones y hacer que los acontecimientos se resolvie sen lo antes posible; marchar primero contra H ol guín al que esperaba poder vencer fácilmente gra cias a la superioridad de sus fuerzas, y dar luego un segundo golpe contra Alvarado. Almagro y su par tido se habían declarado ya contra el gobierno por un acto de enorme crueldad y que atentaba en de masía contra la autoridad real para que sus autores pudiesen esperar su perdón. La única oportunidad que se les brindaba era seguir avanzando audaz mente y adoptar una actitud lo bastante temible para intimidar al gobierno. Pero Almagro y sus amigos no se atrevieron a enfrentarse abiertamente con la Corona. Habían tomado el partido de la sublevación, porque se había ofrecido a ellos, no porque lo hubiesen deseado realmente. Su única in tención había sido vengar las afrentas que les había infligido Pizarro; no habían pensado nunca en de safiar a la autoridad real. Después de larga discu sión, decidieron marchar contra Holguín y cortarle las comunicaciones con Alonso de Alvarado. Al poco tiempo de haber iniciado su marcha so bre Jauja, donde se proponía dar batalla al enemigo, Almagro recibió un rudo golpe con la muerte de Juan de Rada, hombre de edad ya avanzada. Esta pérdida fue un grave daño para Almagro, ya que Rada, por su gran experiencia y su carácter pruden te y valeroso, era el más capacitado para conducirle a través de los escollos de la aventura emprendida. 166
De entre los oficiales de más prestigio, después del fallecimiento de Rada, los dos más ambiciosos eran Cristóbal de Sotelo y García de Alvarado. Ambos tenían notable talento militar pero el segun do demostró, además, ser infatuado y temerario. Surgió entre ellos una rivalidad motivada por un falso concepto del honor. Esto perjudicó especial mente a Almagro, cuya inexperiencia le inclinaba a buscar el apoyo de los demás y que, en el estado de disensión de sus consejeros, no sabía apenas a quien dirigirse. Su pequeño ejército llegó a Jauja cuando ya el enemigo había rebasado aquel punto. Alma gro lo persiguió de cerca, dejando en la retaguardia su impedimenta y artillería, a fin de tener más faci lidad de movimientos. Pero se había perdido la oportunidad. Los ríos, crecidos con las lluvias oto ñales, dificultaban la persecución. Holguín logró conducir a sus tropas a través de los peligrosos des filaderos de las montañas y efectuó la conjunción con Alonso de Alvarado, en las cercanías del puerto septentrional de Huaura. Habiendo fracasado en sus planes, Almagro se dispuso a marchar sobre Cuzco, a fin de apoderarse de esta ciudad y preparar en ella el encuentro con su adversario. Sotelo fue enviado de batidor con un pequeño destacamento. No encontró ninguna opo sición en los cuzqueños, que entonces carecían de medios de defensa. El gobierno de la ciudad fue puesto en manos de los hombres de Chile, y su juvenil jefe no tardó en llegar a la cabeza de sus batallones, estableciendo en la capital Inca sus cuar teles de invierno. Una vez allí, la rivalidad de los dos capitanes se convirtió en lucha declarada, y Sotelo murió asesi nado en su propio domicilio. Almagro, vivamente irritado por este crimen, se indignó aún más, sin tiéndose demasiado débil para castigar al culpable. Ahogó, pues, su resentimiento y fingió conceder su 167
favor al peligroso oficial. Pero Alvarado no se dejó engañar por esta actitud y comprendió que había dejado de inspirar confianza a su general. Para ven garse preparó una conspiración contra él. Almagro, entonces, siguiendo el ejemplo que le había dado el propio Alvarado, penetró en su casa con una tropa de gente armada que se arrojó sobre el rebelde y le dio muerte allí mismo. Trató entonces Almagro de negociar con el nue vo gobernador. Al iniciarse el verano de 1542 envió a éste una embajada a Lima, para no tener que empuñar las armas contra un representante de la Corona. Pero su petición, expresada en términos respetuosos, no obtuvo respuesta. Frastrado en sus esperanzas de llegar a un acuer do pacífico, el joven capitán comprendió que ya sólo le quedaba el recurso de ape ar a las armas. Reunió a sus tropas y, antes de sa ir de la capital, las arengó brevemente. Les aseguró que la acción proyectada no era un gesto de rebelión contra la Corona: se veían forzados a emprenderla por la actitud del propio gobernador. «Al dar muerte a Pizarro —les dijo— nos hemos hecho la justicia que se nos negaba. Lo mismo ocu rre con nuestro actual desacuerdo con el goberna dor real. Somos unos súbditos de la Corona, tan leales y sinceros como él.» Y dio término a su pero rata pidiendo a sus soldados que le apoyaran con entusiasmo y con la fuerza de sus brazos en la lu cha que iban a emprender. Esta llamada no iba dirigida a un auditorio insen sible. Los soldados comprendieron que su suerte estaba estrechamente ligada con la de su jefe y que poco era lo que se podía esperar del carácter severo del gobernador. Se sentían apasionadamente vincu lados a la persona de su juvenil general que, junto con las cualidades que habían hecho popular a su padre, inspiraba también su simpatía por su juven 168
tud y su soledad. Oficiales y soldados juraron desa fiar todos los peligros con Almagro y mantenerse fieles a él hasta la muerte. Poco se habían acrecentado los efectivos de Al magro desde su salida de Lima. No llegaban, en conjunto, a los quinientos hombres. Entre ellos se contaban los veteranos de su padre, aclimatados por más de una larga campaña contra los indios. Su infantería, compuesta de piqueros y arcabuceros, estaba bien armada, pero su fuerza estaba en la arti llería gruesa. Aquel pequeño ejército estaba bien disciplinado. Poniéndose a la cabeza, el general cru zó las puertas de Cuzco a mediados del verano de 1542 y se dirigió hacia la costa, con la esperanza de enfrentarse con el enemigo. Vaca de Castro, al que hemos dejado en Quito el año anterior, avanzaba lentamente hacia el sur. Su primer acto, después de dejar la ciudad, demostró su propósito de no transigir con los asesinos de Pizarro. El gobernador, al proseguir su marcha, fue bien acogido en los pueblos que iba atravesando. Al entrar en las ciudades de San Miguel y Trujillo, fue recibido con entusiasmo. Después de permanecer' bastante tiempo en cada una de ellas, reanudó la marcha y llegó al campamento de Alonso de Alvarado, en Huaura, a principios de 1542. Holguín había levantado sus tiendas a alguna distancia de su rival. Se habían despertado los celos, como suele ocurrir, entre estos dos jefes, por aspirar los dos al rango supremo de capitán general del ejército. El nombramiento de gobernador que se había conferi do a Vaca de Castro, podía implicar la del mando supremo de las tropas, pero como se trataba de un letrado, los dos capitanes se imaginaban que haría entrega del poder militar a uno de ambos. Esto demostraba conocer muy poco el carácter de aquel hombre. El gobernador sabía que si reconocía su ignoran 169
cia y delegaba en otro la dirección de los asuntos militares, mermaría mucho su autoridad y sería despreciado por los oficiales turbulentos que le ro deaban. Era a la vez sagaz y valiente. Confiaba en poder suplir lo que le faltaba de experiencia con la que tenían los demás. Sabía que la única manera de calmar la rivalidad de las dos partes en la crisis actual, era designándose a sí mismo para el cargo motivo de sus disensiones. Manejó a sus dos oficia les con mucho tacto, consiguiendo en poco tiempo que renunciasen a sus pretensiones en favor suyo. Holguín, el menos razonable de ambos, fue con él al campamento de su rival, donde el gobernador tuvo la satisfacción de reconciliarlo con Alonso de Alvarado. Así restablecida la buena armonía, se leyeron en alta voz sus credenciales por su secreta rio, y su pequeño ejército le juró obediencia como legítimo representante de la Corona. La primera medida de Vaca de Castro fue enviar el grueso de sus fuerzas en dirección a Jauja mien tras que él, a la cabeza de un pequeño destacamen to, se dirigía a Lima, donde fue recibido con gran des demostraciones de alegría. En efecto, sus habi tantes, después de la marcha de Almagro, se habían apresurado a expulsar a sus hombres del municipio, proclamando su lealtad al gobernador legal. Encon trando tan buenas disposiciones hacia él, éste solici tó y obtuvo de los ciudadanos pudientes un impor tante préstamo. Prolongó algún tiempo su estancia en la ciudad y aumentó sus efectivos reclutando un considerable número de soldados. En medio de estas ocupaciones le llegó la noticia de que el enemigo había salido de Cuzco y avanza ba hacia la costa. Dejando, pues, la Ciudad de los Reyes con sus partidarios, Vaca de Castro se dirigió primeramente a Jauja, lugar indicado para la entre vista. Allí recibió una embajada de Gonzalo Piza rra, de vuelta de su expedición al «país de la cane 170
la», en la que éste le ofrecía sus servicios en aquella lucha. La respuesta del gobernador demostró que no se oponía, en principio, a tratar con Almagro, siempre que la cosa fuese posible sin menoscabo de la autoridad real. Quería evitar la prueba final de una batalla cuyo resultado no era seguro. Envió por tanto un mensajero a Gonzalo, dándole las gracias por su oferta de apoyo, pero rechazándola cortésmente y aconsejándole que permaneciese en su pro vincia para reponerse ae las fatigas de tan penosa expedición. Al mismo tiempo le aseguraba que re curriría a sus servicios si se presentaba la ocasión. El orgulloso Gonzalo Pizarra se sintió muy ofendi do por aquella negativa. El gobernador recibió entonces un informe sobre los desplazamientos de Almagro que le hizo supo ner que éste se disponía a ocupar Huamanga, plaza muy fortificada, a unas treinta leguas (unos 150 ki lómetros) de Jauja. Deseoso de asegurarse la pose sión de esta ciudad, levantó el campo y, a marchas forzadas, consiguió tomarle la delantera a Almagro y entró en ella cuando su adversario se hallaba to davía en Bilcas, a unas diez leguas de allí. En Huamanga, Vaca de Castro recibió otra em bajada de Almagro, con los mismos propósitos que la anterior, efectuada a principios del verano de 1542. El joven jefe deploraba otra vez la hostilidad entre miembros de la misma familia y proponía po ner fin a la querella. El gobernador accedió enton ces a contestar a su propuesta. Sólo quería entrete ner a su enemigo con una apariencia de negocia ción, mientras ganaba tiempo para quebrantar la fidelidad de las tropas rebeldes. Insistió en que Al magro le entregase a todos los que estuviesen impli cados en la muerte de Pizarra. Con esta condición, el gobernador le perdonaría su traición y sería re puesto en el favor del Rey. Cuando Almagro co municó esta respuesta a sus capitanes, todos pidie 171
ron que se rompiesen las negociaciones y que se atacase sin dilación al enemigo. Mientras, el gober nador, considerando que lo abrupto del terreno que rodeaba Huamanga no era favorable a su caballería, con la que contaba principalmente, llevó sus fuer zas a las tierras llanas vecinas, conocidas con el nombre de llanuras de Chupas. Finalmente, el 16 de septiembre de 1542, los batidores volvieron con la noticia de que las tropas de Almagro avanzaban con el propósito, al parecer, de ocupar las alturas. Desde muy temprano, el campamento realista se puso en movimiento. Vaca de Castro, para apode rarse de las alturas que dominaban el valle, destacó un cuerpo de arcabuceros, apoyado por una parte de la caballería, a la que siguió poco después con el resto de sus fuerzas. La tarde estaba ya muy avan zada y el gobernador no se decidía a entablar bata lla estando tan cerca la noche. Pero Alonso de Alvarado le aseguró que aquel momento era favora ble. Sus soldados estaban llenos de un entusiasmo ue no era conveniente dejarlo enfriar. El gobernaor aceptó el consejo. Deplegó su pequeño ejército en orden de batalla y tomó sus medidas para el ataque. Dirigió unas palabras a sus soldados para evitar posibles vacilaciones. Hizo leer la sentencia contra los traidores, en virtud de la cual Almagro y sus compañeros habían perdido sus vidas y bienes. Habiendo tomado sus disposiciones de la manera más juiciosa y marcial, Vaca de Castro dio orden de avanzar. La disposición de las tropas de Almagro no dife ría mucho de las de su adversario. Iba en el centro su excelente artillería, cubierta por sus arcabuceros y lanceros. La caballería ocupaba los dos flancos. Se proponía conducir en persona las tropas de la iz quierda. Había escogido astutamente su posición. Ante la fuerza de las descargas, Vaca de Castro comprendió la dificultad de avanzar al descubierto
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bajo el fuego de la batería enemiga. Decidió, por lo tanto, llevar a sus soldados por un camino más tor tuoso, pero también más seguro. Almagro hubiera hecho bien en permanecer sin moverse de la posi ción que ocupaba y que tales ventajas le daba. Pero consideró indigno de un valiente caballero esperar pasivamente el ataque y dio orden a sus hombres de cargar. Los escuadrones enemigos, avanzando rápi damente uno contra el otro, se encontraron en mi tad de la llanura. El choque fue terrible. Caballos y caballeros se tambalearon. Lanzas y picas saltaron en astillas. Las magníficas armas de las gentes de Almagro compensaban su inferioridad numérica, pero los hombres del ejército realista lograron una cierta ventaja dirigiendo sus armas contra los caba llos, en lugar de hacerlo contra los jinetes, cubiertos de cotas de mallas. Las sombras se espesaban sobre el campo de ba talla. Pero la lucha a muerte proseguía en la oscuri dad. Las banderas, blancas o rojas, indicaban los bandos respectivos y los gritos de guerra se alzaban dominando todo el estruendo. Holguín que manda ba el ala izquierda de los realistas, había caído muerto, atravesado por dos balas al iniciarse el en cuentro. Sin embargo, un cuerpo de caballería apoyaba tan valientemente a aquella ala que las gen tes de Almagro tuvieron que nacer grandes esfuer zos para no retroceder. Las cosas iban de manera distinta en el flanco derecho, mandado por Alonso de Alvarado. Tuvo que enfrentarse con el propio Almagro que luchó con un ardor digno de su nombre. Alvarado resistía con indomable tesón, pero sus fuerzas iban dismi nuyendo y cedía lentamente terreno a su adversario que ya se había apoderado de dos banderas. Pero en aquel momento crítico, Vaca de Castro, que ocupaba una altura desde donde dominaba el cam po de batalla, comprendió que había llegado el mo173
mentó de intervenir en la lucha. Seguido de sus soldados, se dirigió intrépidammente al centro de la refriega, para ayudar a su valiente oficial. La llegada al campo de batalla de un contingente de tropas de refresco cambió la suerte del combate. Los hom bres de Alvarado recobraron ánimos, reagrupándo se. Trece de los jinetes de Vaca de Castro cayeron en el encuentro, pero este fue el último triunfo de los seguidores de Almagro. Sintiéndose faltos de fuerzas, se desbandaron a pesar de los esfuerzos de Almagro para contenerlos. Eran las nueve de la no che cuando terminó la batalla, pero durante mucho tiempo aún se siguieron oyendo disparos en el cam po. El gobernador hizo tocar las trompetas y llamó a sus dispersas tropas para que se agruparan bajo sus banderas. Permanecieron toda la noche en estado de alerta en el campo de batalla. Por la mañana, Vaca de Castro ordenó que aquellos heridos a los que no había matado el frío nocturno fuesen pues tos en manos de los cirujanos, mientras que los sacerdotes se ocupaban de confesar y dar la absolu ción a los moribundos. Se calcula que el número de muertos fue de trescientos y tal vez quinientos. Las bajas fueron más numerosas en las filas de los ven cedores, que habían sufrido más el fuego de cañón del enemigo, antes de empezar la acción. Vaca de Castro nombró en Huamanga una comi sión para juzgar a los prisioneros, presidida por el licenciado De la Gama, y la justicia no quedó satis fecha hasta que cuarenta de ellos fueron condena dos a muerte y otros treinta al destierro. El gober nador se trasladó a Cuzco donde entró a la cabeza de sus tropas con toda la pompa y el aparato bélico conquistador. Su primera medida fue decidir la suerte de su prisionero, Almagro. Se celebró un Consejo de Guerra. Algunos fueron partidarios de perdonar a aquel desgraciado, teniendo en cuenta 174
Diego de Almagro es capturado en Cuzco
su juventud y la provocación que se le había hecho. Pero la mayoría fue de la opinión que tal acto de clemencia no podía aplicarse al jefe de los rebeldes y que su muerte era indispensable para dar una paz duradera al país. Al ser conducido al suplicio, en la plaza Mayor de Cuzco, Almagro dio muestras de admirable se renidad. Pero cuando el pregonero leyó en alta voz la acusación de traición, protestó con indignación, afirmando que él no era traidor. No trató de apelar a la piedad de sus jueces y se limitó a pedir que sus restos descansasen junto a los de su padre. La suer te del hijo inspira una más profunda simpatía que la del padre, no sólo a causa de su juventud y de las circunstancias particulares de su caso. La mala suer te se había ensañado con él y había recibido más afrentas de las que él había hecho a los demás. Con él se extinguió el nombre de Almagro y el partido de los hombres de Chile, que tanto tiempo había aterrorizado al país, desapareció para siempre.
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VII LA REBELION DEL ULTIMO PIZARRO
N C u z c o , el gobernador se enteró de que Gonzalo Pizarra había llegado a Lima donde se mostraba muy descontento del estado de cosas, del Perú. Se quejaba públicamente de que el gobierno del país, después de la muerte de su her mano Francisco, no le hubiera sido entregado y, según decían algunos, acariciaba el proyecto de apoderarse de él. Vaca de Castro sabía muy bien que no le faltarían malos consejeros para animarle a esta empresa descabellada y, en su deseo de apagar la chispa de la insurrección antes de que cogiera incremento atizada por aquellos espíritus turbulen tos, envió un fuerte destacamento a Lima, para te ner esta capital bajo su poder. Al mismo tiempo ordenó a Gonzalo Pizarra que se presentase en Cuzco. Gonzalo no consideró prudente desobedecer y entró en la capital de los Incas al frente de un cuer po de jinetes bien armados. Fue admitido inmedia tamente a presencia del gobernador. Pizarra no en contró ningún motivo de disputa con el frío y hábil gobernador, y comprendiendo que, en aquellos momentos, no se hallaba lo bastante fuerte para
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entablar la lucha, consideró más acertado retirarse a La Plata y ocuparse de la explotación de sus ricas minas argentíferas. Vaca de Castro se dedicó entonces a tomar las medidas necesarias para la organización del país. Su primer cuidado fue promulgar leyes que mejorasen el gobierno de h 0 ' ' 1 de la situación escuelas para enseñarles la doctrina cristiana. Res tringió los excesivos repartimentos entre los con quistadores. Este último acto despenó mucho odio contra él por parte de los perjudicados. Pero sus medidas eran tan justas e imparciales que encontró el mayor apoyo de la opinión pública. En realidad, el comportamiento de Vaca de Cas tro desde su llegada al país, reclamaba el mayor respeto. Sin dinero, sin tropas, había encontrado el Perú, al desembarcar, en plena anarquía. Gracias a su valor y a su habilidad, había ido adquiriendo, poco a poco, la fuerza suficiente para ahogar la insurrección. Había dado muestras de un valor in domable y gran presencia de ánimo en los momen tos de entrar en acción. Consideraba la rebelión como un crimen imperdonable y su carácter auste ro era implacable en el ejercicio de la justicia. En los reglamentos ulteriores de su gobierno, demos tró tanta imparcialidad como cordura. Desde su subida al trono, Carlos V se había preocupado principalmente de la política europea, donde encontraba más atractivos de los que podía ofrecerle la lucha contra los desconocidos pueblos del Nuevo Mundo. Había dejado crecer a su lado un imperio cuya extensión sobrepasaba a la de to dos sus dominios en Europa. Las tierras y los indi viduos de las razas conquistadas fueron repartidos y los conquistadores se los apropiaron como frutos legítimos de sus victorias. Cada día se cometían nuevos horrores como desgraciadamente ha ocurri 178
do siempre, en el curso de la Historia entre invaso res y conquistados. Estos excesos llegaron a tal ex tremo en el Perú que atrajeron la venganza del Cie lo sobre las cabezas de los que los cometieron. Los indios comprendieron que tal venganza no se de moraría mucho, cuando vieron que sus opresores se disputaban su lastimosa presa y volvían las espadas unos contra otros. La pasión dominante de los con quistadores era el oro. Para lograrlo no retrocedían ante ninguna penalidad ni fatiga, haciendo trabajar despiadadamente a los indios. Desgraciadamente el Perú abundaba en ricas minas y la vida de los indí genas era la menor preocupación de muchos de los conquistadores. Los pobres indios, mal nutridos, mal vestidos, erraban hambrientos por el país. In cluso aquellos que habían ayudado a los españoles en la conquista, no se hallaban en mejor situación, y más de un noble Inca mendigaba en las tierras que antes había gobernado. En 1541, Carlos V, que había estado muy ocupa do con los asuntos de Alemania, volvió al reino de sus antepasados donde su atención era imperativa mente llamada por el estado de las colonias. Mu chas memorias referentes a ellas le fueron someti das, pero ninguna le causó tanta impresión como la de fray Bartolomé de Las Casas. Una asamblea, compuesta en su mayoría de juristas y teólogos, fue convocada en Valladolid a fin de preparar un siste ma de leyes para el gobierno de las colonias ameri canas. El resultado de aquellas deliberaciones fue la redacción de un código de ordenanzas que, lejos de limitarse a las necesidades de los indígenas, se refe ría muy especialmente a la población europea y a las convulsiones de aquellos países. Los indios fue ron declarados fieles y leales vasallos de la Corona y, como tales, se reconoció penamente su libertad. Todos aquellos que, por negligencia o malos tratos, se hubiesen mostrado indignos de poseer esclavos, 179
serían despojados de ellos. Los indios pagarían im puestos moderados y no se verían forzados a tra bajar si no lo deseaban. Se declaró que los reparti mientos de tierras, con frecuencia excesivos, serían reducidos cuando los propietarios se hubiesen he cho culpables de malos tratos para con sus esclavos. Se decidió, además, enviar a cada colonia un virrey investido de los poderes necesarios para hacer de él un representante más conveniente del soberano. Debería ir acompañado de una Audiencia real, compuesta de cuatro jueces, con poderes que abar casen la jurisdicción civil y criminal. La noticia de estas ordenanzas llegó a los colonos por medio de numerosas cartas de sus amigos de España, asustándolos ante la perspectiva de ruina que se les ofrecía. En el Perú, especialmente, no había un solo individuo que pudiese confiar en evi tar los efectos de la Ley. Todo el país se conmovió. El gobernador, Vaca de Castro, consideraba con el mayor dolor la tormenta que se cernía por todos los lados. Los habitantes imploraban ahora la pro tección del gobernador contra la tiranía de la Corte. Vaca de Castro les aconsejó que nombraran, para defender sus peticiones ante la Corona, a unos re presentantes que expondrían en la Corte la imposi bilidad de aplicar el actual proyecto de reforma y solicitarían su devolución a la asamblea, y les acon sejó que esperasen con paciencia la llegada del vi rrey ael que se podría conseguir la suspensión de las ordenanzas hasta la recepción de nuevas instruc ciones de España. Se vio entonces asaltado de peti ciones. Todos le rogaban que interviniese cerca de la Corona y protegiese a los colonos contra la opresora legislación. Gonzalo Pizarro se hallaba en Charcas muy ocupado en la explotación de los ricos veneros de Potosí cuyas minas de plata acababan de ser descu biertas. Recibió allí cartas de Vaca de Castro acon180
sejándole que no se dejase apartar de su tarea por algunos rigurosos proyectos ae reforma. Para repri mir aún más los desórdenes, ordenó a sus alcaides que arrestaran a todo hombre culpable de pronun ciar discursos sediciosos. La plebe se atemorizó y se produjo un apaciguamiento temporal. Todo el mundo aguardaba con ansiedad la llegada del virrey. La persona designada para ocupar este difícil car go fue un caballero de Avila llamado Blasco Núñez Vela. Había desempeñado algunos cargos de con fianza a satisfacción de Carlos V. El Emperador escribió de su puño y letra a Vaca de Castro una carta en la que le agradecía los servicios prestados y le ordenaba que, después de hacer partícipe al nue vo virrey de los frutos de su gran experiencia, re gresase a Castilla a ocupar su puesto en el Consejo Real. A mediados del mes de enero siguiente, en 1544, el virrey, después de una feliz travesía, desemoarcó en Nombre de Dios. Encontró en aquel puerto un barco cargado de plata procedente de las minas del Perú, que se disponía a levar anclas con destino a España. Su primer acto de autoridad fue embargar lo en nombre del Gobierno, puesto que contenía el producto de un trabajo servil. Se dirigió luego a Panamá donde dio una muestra indudable de lo que iba a ser su futura política, haciendo poner en liber tad y devolver a su país a trescientos indios que sus amos habían traído con ellos del Perú. Los jueces de la Audiencia se opusieron enérgicamente a tal medida y lograron que no cumhliera su misión tan precipitadamente. Blasco Núñez respondió friamente que no había venido para capitular sobre el cumplimiento de las leyes ni para discutir si eran o no acertadas, sino para hacerlas cumplir y que las aplicaría al pie de la letra, cualesquiera que pudiesen ser las consecuencias. Los jueces de la Audiencia vieron claramente que toda discusión era inútil. 181
Dejando la Audiencia, el virrey siguió su camino y, bajando por la costa del Pacífico, desembarcó en Túmbez el 4 de marzo. Fue bien recibido por sus fieles habitantes. Se proclamó públicamente su au toridad y el pueblo se sintió intimidado ante el des pliegue de una magnificencia y una pompa como jamás se habían visto hasta entonces en el Perú. Pero el país se llenó de consternación al enterarse de los actos del virrey y de sus palabras tan poco mesuradas, todo lo cual se hacía circular en voz baja y, probablemente, exagerándolo. Una diputa ción de los habitantes de Cuzco, que se hallaba en Lima, aconsejó insistentemente al pueblo que le ce rrase las puertas de la capital. Pero Vaca de Castro había salido también de Cuzco para ir a Lima, en cuanto había tenido noticias de la llegada del virrey, y rogó a los limeños se abstuvieran de todo acto contrario al virrey. A la mayoría de los españoles, sin embargo, les inspiraba poca confianza el lado oficial y se volvieron hacia Gonzalo Pizarro, rogán dole que se convirtiera en su protector. Su demanda encontró favorable acogida. El hermano de Gonza lo, Fernando, seguía languideciendo en prisión y él mismo iba a ser sacrificado como primera víctima de las funestas ordenanzas. En unión de dieciocho o veinte caballeros de su confianza y llevando con sigo una gran cantidad de plata sacada de sus minas, aceptó la invitación de ir a Cuzco. La chispa de la ambición había prendido en el corazón de Pizarro. El afecto del pueblo le fortale cía en sus designios. Solicitó permiso para reclutar una fuerza armada, con el título, para él, de Capi tán General. Sus intenciones eran totalmente pacífi cas, pero no estaba seguro, si no iba fuertemente protegido, de hacerlas aceptar. Los amigos de Piza rro, afirmaban, además, que esta fuerza era necesa ria para librar al país de su antiguo enemigo el Inca Manco, que se ocultaba en las montañas vecinas. La 182
municipalidad vaciló largo tiempo antes de conce derle unos poderes que rebasaban en mucho su le gítima autoridad. Pero Pizarra manifestó su inten ción, en caso de negativa, de renunciar al título de delegado, y los esfuerzos de sus partidarios, apoya dos por el pueblo, acallaron finalmente los escrúpu los de los magistrados, que concedieron a este am bicioso jefe el mando a que aspiraba. Mientras se desarrollaban estos acontecimientos, Blasco Núñez, el virrey, se iba aproximando a Li ma. Su primer acto fue hacer pública su resolución respecto al cumplimiento de las ordenanzas. Las aprensiones del pueblo estaban muy lejos de cal marse con aquellas declaraciones. Se formaron jun tas secretas en Lima y se establecieron contactos con las demás ciudades, pero no se despertaba la menor sospecha en el ánimo del virrey. Cuando se le informó de los preparativos de Gonzalo Pizarra, no tomó más medida que la de enviar un mensaje a su campamento, informándole de los poderes ex traordinarios de que estaba investido y dándole la orden de licenciar a sus tropas. Parecía creer que una simple palabra suya bastaría para disolver la rebelión. Pero era preciso algo más que un soplo para dispersar a los aguerridos soldados conquista dores del Perú. Gonzalo, mientras tanto, se ocupaba con ardor de reunir su ejército. Invirtió todo el dinero que poseía en equipar a sus hombres y proveer de todo lo necesario para la marcha, y para cubrir el déficit, no tuvo el menor escrúpulo en recurrir al tesoro real. Después de dirigir una breve arenga a sus tro pas, insistiendo en el carácter pacífico de su empre sa, salió de la capital. Antes de partir recibió un valioso refuerzo en la persona del veterano Francisco de Carvajal. Poco después de su salida de Cuzco, Pizarra se enteró de la muerte del Inca Manco. Había sido asesinado 183
por una banda de españoles de la facción de Alma gro, todos los cuales perecieron a su vez a manos de los peruanos. La muerte del Inca Manco no se debe pasar en silencio en la Historia del Perú. Fue el último de su raza animado por el espíritu heroico de los antiguos Incas. A pesar de haber sido eleva do al trono por Francisco Pizarro, no sólo no fue un pelele sometido a la voluntad del conquistador, sino que no tardó en hacerle ver que no quería unir su destino al de los invasores. Al atacar a su propia capital de Cuzco, una gran parte de la cual quedó destruida en el asalto, infligió una grave derrota a las armas de Pizarro y durante casi un año mantuvo en vilo la suerte de los españoles. Vencido por su adversario, se refugió en las fortalezas naturales de la sierra, en las que, trasladándose rápidamente de un sitio a otro, esquivaba a sus perseguidores, ocul tándose en las abruptas soledades de los Andes. El Inca Manco hizo que su solo nombre llenara de terror a los españoles que con frecuencia le propu sieron negociar unas paces. Pero él no se fiaba de las promesas de los blancos y prefirió conservar su salvaje independencia. La muerte del Inca privó a Pizarro de una importante justificación de sus pre parativos militares. Los habitantes de Huamanga recibieron a Piza rro con los brazos abiertos, y muchos de ellos se enrolaron en sus filas ya que, ante las noticias que de todas partes les llegaban sobre el carácter inflexi ble del virrey, temían verse despojado por éste de sus bienes. Blasco Núñez desconfiaba de todos los que le rodeaban, y por desgracia sus sospechas re cayeron sobre aquellos que más merecían su con fianza. Entre estos se encontraba su predecesor, Vaca de Castro. Blasco habría podido sacar prove cho de sus consejos, pero estaba demasiado infatua do de su rango y de la propia opinión para hacer caso de la de un hombre al que consideraba fracasa 184
do. Sospechando que Vaca de Castro mantenía co rrespondencia secreta con sus enemigos de Cuzco, lo hizo arrestar encerrándolo a bordo de un barco. A esta violenta medida siguió la detención y encar celamiento de otros muchos personajes. El virrey se preparaba enérgicamente para la guerra. Su primera medida fue poner a la capital en estado de defenderse, ampliando sus fortificaciones y levantando barricadas en las calles. Ordenó el alis tamiento general de los ciudadanos y reclutó contin gentes en las ciudades vecinas, medida que fue aco gida sin entusiasmo. Mientras hacía estos preparati vos llegaron a Lima los jueces de la Audiencia, que desaprobaron totalmente muchas de sus medidas y rompieron toda relación con el virrey. Entre los miembros de la Audiencia había un magistrado lla mado Cepeda, hombre astuto y ambicioso, muy conocedor de las leyes y aún más hábil en el arte de la intriga. No desdeñaba recurrir a los bajos artifi cios de la demagogia para ganarse el favor del po pulacho y esperaba sacar partido incrementando el desacuerdo de los colonos con Blasco Núñez. Uno de los caballeros de la ciudad, llamado Suárez de Carvajal y que había sido mucho tiempo funciona rio dei gobierno, incurrió en el enojo del virrey. La discusión entre los dos hombres se acaloró hasta el unto de que, cegado por la cólera, Blasco Núñez irió mortalmente a su contrincante con su puñal. Temeroso de las consecuencias que pudiera tener su irreflexiva acción, hizo que el cadáver fuera sacado de la casa por una escalera secreta y llevado a la catedral donde, amortajado en su ensangrentada ca pa, fue enterrado en una tumba abierta apresurada mente con este objeto. Tan trágico suceso no podía permanecer oculto mucho tiempo. Se abrió la tum ba y los restos del caballero asesinado confirmaron el crimen del virrey. Blasco Núñez se daba ahora cuenta de su aisla
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miento. Manteniéndose apartado, por así decirlo, de sus propios compañeros, despreciado por la Au diencia, traicionado por sus soldados, veía las con secuencias de su mal comportamiento. Decidió abandonar la capital y retirarse a Trujillo, distante a unas ochenta leguas (440 kilómetros) de ella. No está muy claro qué objetivo perseguía el virrey al efectuar esta retirada, como no fuese simplemente ganar algún tiempo. Pero tropezó con la oposición tajante de los jueces. Estos alegaban que no tenía poderes para tomar tal decisión y que la Audiencia no podía actuar legítimamente fuera de la capital. Blasco insistió en su determinación, amenazando con recurrir a la fuerza si fuese necesario. Los jue ces, reuniendo una tropa firmaron aquel mismo contra el virrey. Blasco Núñez fue informado de los preparativos de los jueces contra él, poco antes de caer la noche. Convocó rápidamente a sus partidarios, de los que acudieron más de doscientos, se revistió de su ar madura y se dispuso a marchar contra la Audiencia al frente de sus tropas. Pero cedió a los consejos de su hermano y otros amigos que le disuadieron de exponer tan temerariamente su vida. Lo que Blasco no se decidió a hacer, lo realizaron los jueces, que salieron a la cabeza de sus hombres dirigiéndose al palacio del virrey. Cuando llegaron ante él, Blasco Núñez dio la orden de disparar desde las ventanas y una descarga de mosquetería pasó sobre sus cabe zas. Nadie resultó heriao. La mayoría de los solda dos del virrey, junto con sus oficiales, se unieron al pueblo y el palacio fue asaltado y saqueado. Fuerte mente custodiado se le confinó en una isla cercana, declarándole destituido de sus funciones. Se nom bró un gobierno provisional compuesto por la pro pia Audiencia y presidido por Cepeda, cuya prime ra providencia fue anular las detestadas ordenanzas, 186
en tanto llegasen nuevas instrucciones de la Corte. Se tomó también el acuerdo de enviar a Blasco Núñez a España, con uno de los jueces, para dar cuen ta al Emperador de la naturaleza de los últimos disturbios y justificar las medidas tomadas por la Audiencia. El designado para acompañar al virrey fue uno de los magistrados apellidado Alvarez. Todavía le quedaba a la Audiencia un adversario más experimentado, Gonzalo Pizarro, que había sentado sus reales en Jauja. Los jueces le enviaron una embajada para informarle de la sublevación que se había producido y comunicarle que las ordenan zas habían sido suspendidas. Le instaban a que de mostrase su sumisión licenciando a sus tropas y retirándose a sus posesiones a gozar de sus bienes. Los mensajeros de la Audiencia fueron despedidos con la respuesta de que «el pueblo había pedido a Gonzalo Pizarro que se hiciese cargo del gobierno del país, y que si la Audiencia no le traspasaba sus poderes inmediatamente, la ciudad sería entregada al saqueo.» Los jueces se apresuraron a responder invitando a Pizarro a entrar en la capital, afirmando que la seguridad del país y el bien general exigía que el gobierno fuese puesto en sus manos. El 25 de octubre de 1544, Pizarro hizo su entrada en la capital, en orden de batalla. Se presentaron formalmente los juramentos oficiales y se le procla mó gobernador y Capitán General del Perú, en tan to se llegaba a conocer la decisión real con respecto a aquel gobierno. La primera medida de Gonzalo Pizarro consistió en arrestar a todos aquellos que habían tomado parte más activa en contra suya en los últimos disturbios. Puso todos los cargos del municipio en manos de sus amigos y partidarios. La Audiencia Real sólo existía de nombre, ya que todos sus poderes fueron acaparados por el nuevo jefe que pretendía que su gobierno gozara de la misma autoridad que había tenido bajo el mando de 187
su hermano el marqués. Alvárez había salido para España con el virrey. Cepeda se resignaba a no ser más que un instrumento ciego entre las manos del caudillo que le había desplazado. Zárate, el tercero de los jueces se hallaba confinado en su domicilio, víctima de una grave dolencia. En aquellos días, el barco en que estaba prisione ro Vaca de Castro desapareció súbitamente del puerto. Este oficial, no queriendo depender de la tolerancia de un hombre cuyos ofrecimientos había rechazado anteriormente, había logrado convencer al capitán del barco a que le llevase a Panamá. Una vez allí cruzó el istmo y se embarcó con rumbo a España, donde se le acusó de haber actuado despó ticamente, sin preocuparse de los derechos de los colonos ni de los indígenas, de haber malversado el erario público y de volver a España después de tener bien repletas sus arcas. El desposeído gober nador fue arrestado y llevado a la fortaleza de Arévalo donde permaneció doce años, al cabo de los cuales fue absuelto de todos los cargos de que se acusaba. Gonzalo Pizarra iba a sufrir otra gran decepción con el inesperado regreso de Blasco Núñez. Apenas se había hecho a la mar el barco que llevaba a éste, cuando el juez Alvárez, ya fuesen remordimientos o bien sintiese el temor de las consecuencias a que se exponía llevando al virrey a España, se presentó ante éste diciéndole que se considerase libre. Se ex cusó del papel que había tenido que representar y uso el barco a su disposición, asegurándole que le evaría a donde él quisiera. El virrey se apresuró a aceptar tal ofrecimiento, y pidió ser llevado a Quito que, si bien formara parte de su jurisdicción, se hallaba, sin embargo, lo suficientemente alejado del teatro de los últimos disturbios. El virrey y su acompañamiento desembarcaron en Túmbez a me diados de octubre de 1544. A las pocas semanas se
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halló al frente de quinientos hombres, entre jinetes e infantes, no muy bien equipados pero, al parecer, leales a su causa. Sintiéndose con fuerzas suficientes para iniciar las operaciones, hizo una salida para atacar a varios capitanes de Pizarro que se hallaban en las cercanías y sobre los que obtuvo fáciles vic torias que reanimaron su confianza, haciéndole es perar que no tardaría en recuperar su ascendiente en el país. Gonzalo Pizarro, mientras tanto, no permanecía inactivo. Había seguido ansiosamente los desplaza mientos del virrey y se convenció de que era llega do el momento de actuar para dehacerse de su rival. Dejó una fuerte guarnición en Lima, bajo las órde nes de uno de sus más leales oficiales, y después de enviar por delante, por tierra, un destacamento de cerca de seiscientos nombres a Trujillo, se embarcó con destino a aquel puerto el 4 de mayo de 1545, el * mismo día en que el virrey había salido de Quito. Una vez en Trujillo, Gonzalo se puso al frente de su pequeño ejército y marchó sin perder un minuto sobre San Miguel. Su rival hubiera querido salir a presentar batalla, pero sus hombres eran jóvenes bisoños inexperimentados, reclutados a toda prisa e intimidados por la fama de Pizarro. Manifestaron enérgicamente su decisión de ser llevados a la parte alta del país, donde se verían reforzados por Belalcázar, y su desgraciado jefe se vio forzado a modifi car sus planes de acuerdo con tales exigencias. Al llegar a San Miguel, Pizarro tuvo la decepción de ver que su adversario se había marchado. Sin entrar en la ciudad, avanzó a marchas forzadas has ta llegar a la falda de una cadena montañosa en la que Blasco Núñez se había internado unas horas antes. Pizarro conocía la importancia del factor ra pidez. Envió por delante a Carvajal con un destaca mento de tropas ligeras, en persecución del enemi go. Carvajal consiguió llegar al campamento de los 189
fugitivos, en plena montaña, a medianoche. Des pertados por la trompeta que el enemigo había he cho tocar imprudentemente, el virrey y sus hom bres se levantaron, montaron en sus corceles, pre pararon sus arcabuces y acogieron a los asaltantes con una tal descarga que Carvajal, desconcertado, consideró más prudente batirse en retirada, en vista de su inferioridad numérica. El virrey salió en su persecución hasta que, temeroso de que se le ten diera una emboscada en la oscuridad, volvió grupas dejando que su adversario se reuniese con el grueso de las tropas mandadas por Pizarro. La conducta de Carvajal es inexplicable. Pero Pi zarro, aunque muy irritado por ella, apreciaba de masiado sus servicios y su lealtad para tenérselo en cuenta. Carvajal, deseoso de reparar su falta, fue puesto otra vez al frente de un destacamento de tropas ligeras, con instrucciones de acosar al enemi go, cortarle sus aprovisionamientos y tenerlo en ja que, si ello era posible, hasta que llegase Pizarro. El virrey había sabido aprovechar aquel respiro para tomar una gran delantera a sus enemigos. Ca da día sus» tropas perseguían su marcha a través de aquellos desolados parajes. Carvajal, no obstante, les seguía pisándoles los talones tan de cerca que muchas veces su impedimenta, sus municiones e incluso sus muías, caían entre sus manos. El incan sable oficial los acosaba día y noche sin dejarles casi recobrar el aliento. Las penalidades de Pizarro y sus hombres no eran menores que las del virrey. La angustia del general era espantosa ya que se repetían las horri bles escenas de su expedición al Amazonas. Hay que reconocer que los soldados de la Conquista pagaron a buen precio sus triunfos. Pero el virrey tenía, además, un motivo de in quietud, más grave aún que los sufrimientos físicos: la vieja desconfianza en sus propios partidarios. 190
Sospechaba que varios de sus oficiales estaban en contacto con el enemigo y que, incluso, se propo nían entregarle a él. Estaba tan convencido de tal cosa que hizo dar muerte a dos de ellos. O tro de sus seguidores, que había tenido uno de los mandos más importantes durante el gobierno del virrey, fue ejecutado, tras un juicio sumarísimo de su caso, en el primer lugar en que el ejército hizo alto. No es posible saber hasta qué punto las sospechas del vi rrey estaban bien fundadas. Si se tiene encuenta su carácter desconfiado e irritable nos inclinamos a creer que obraba sin motivos justificados. Pero, es tuviesen o no bien fundamentadas sus sospechas, el efecto sobre su ánimo fue el mismo. Acosado por un enemigo al aue no se decidía a enfrentarse, ro deado de partidarios de los que desconfiaba, sus sufrimientos y amarguras no tenían límite. Llegó finalmente a una región menos peligrosa y, atrave sando Tomebamba, hizo su entrada en la capital septentrional de Quito, donde fue recibido menos cordialmente que la primera vez. Ahora llegaba co mo un fugitivo, acosado por un enemigo poderoso. Después de sacudirse los pies del polvo de esta desleaf ciudad, el desgraciado virrey prosiguió su ruta hacia Pastos, en la jurisdicción de Belalcázar. Pizarra entró poco tiempo después en Quito al frente de sus tropas, desesperado al ver que, a pesar de su diligencia, el enemigo se le escapaba siempre. Se detuvo tan sólo el tiempo indispensable para dar un respiro a sus hombres y reanudó la marcha. Estuvo a punto de darle alcance en los Pastos y le persiguió varias leguas más allá. En la jurisdicción de Belalcázar hizo alto y ordenó la retirada efec tuando una rápida contramarcha hacia Quito. Una vez en la ciudad se ocupó de reanimar el entusias mo de sus tropas y buscar refuerzos que aumenta ran el contingente de sus tropas. Pero tuvo que reducirlas otra vez para enviar un cuerpo al ejército 191
a las órdenes de Carvajal a reprimir una insurrec ción que se había producido en el sur. Estaba diri gida por Diego de Centeno, uno de los oficiales que había establecido en La Plata. Los habitantes de aquella ciudad se habían unido a la rebelión enarbolando el estandarte del Rey. Con el resto de sus fuerzas, Pizarro decidió permanecer en Quito, esperando el momento en que el virrey se decidiese a regresar a su gobierno. Blasco Núñez había proseguido, sin embargo, su retirada hasta Popayán, capital de la provincia de Belalcázar. Fue recibido favorablemente por el pue blo y sus soldados descansaron de las enormes fati gas de una marcha de más de doscientas leguas (cer ca de 1.000 km.). En vista de que transcurrían las semanas sin ver aparecer a Blasco Núñez, Gonzalo Pizarro empezó a preocuparse de lo que hacía éste tanto tiempo en el norte y recurrió a una estratagema para hacerle salir dé su escondrijo. Salió de Quito con la mayor parte de sus fuerzas, dejando correr la voz de que acudía en socorro de su lugarteniente, en el sur, dejando tan sólo una guarnición en la ciudad al mando de uno de sus oficiales llamado Puelles. Tu vo buen cuidado de que la noticia llegase al campa mento de su enemigo. El ardid dio el resultado apetecido. El virrey avanzó a marchas forzadas ha cia el sur, pero antes de llegar al punto de destino, se enteró de la trampa que se le había tendido, de lo que dio cuenta a sus oficiales. Había sufrido ya tanto en la ¡ncertidumbre, que no tenía otro deseo que dejar de una vez que la fortuna de las armas resolviese su querella con Pizarro. Este estaba bien informado, por sus espías, de los movimientos del enemigo. Al enterarse de que aquél se había puesto en marcha, había regresado a Quito, uniendo sus efectivos con los de Puelles, y ocupando una fuerte posición en una altura que 192
dominaba un arroyo que el enemigo tenía que va dear. Como la noche empezaba a caer, Blasco Núñez acampó en la orilla opuesta del regato. Belalcázar comprendió pronto que la posición de Pizarro era demasiado fuerte para ser atacada con probabilidades de éxito. Propuso, pues, al virrey alejarse secretamente de la corriente durante la no che, rodear las alturas ocupadas por el enemigo y caer sobre su retaguardia cuando menos se lo espe rase. Aprobado este consejo, Blasco Núñez levantó su campamento y se dirigió a Quito. Desgraciada mente sus guías se extraviaron y el camino se hizo tan abrupto que se vio obligado a dar un largo rodeo. Amaneció antes de que hubiera llegado al punto donde debía dar el ataque. Renunciando a la ventaja de la sorpresa, se dirigió a Quito a donde llegó con sus hombres y sus caballos agotados por una marcha nocturna de ocho leguas que, de haber seguido el camino directo, apenas habrían llegado a tres. Era un error fatal en la víspera de una batalla. Encontró la capital casi vacía de hombres. Todos habían acudido a ponerse bajo los estandartes de Pizarro, ya que le consideraban como su defensor contra las opresoras ordenanzas. Pizarro era el re presentante de los colonos. El desventurado virrey, alzando las manos al cielo, rechazó los víveres que le ofrecían mujeres y niños. Sus hombres, menos preocupados que su jefe, penetraron en las casas apropiándose sin miramientos de todo lo que pu dieron encontrar para calmar su hambre. Belalcázar, viendo que sería temerario presentar batalla en acuellas circunstancias, aconsejó al virrey que tratara ae negociar. Blasco Núñez contestó que no había tratos posibles con los traidores. Reunió luego a sus tropas y las dirigió una arenga para prepararlas al combate. Era el 18 de enero de 1546 cuando Blasco Núñez, al frente de sus tropas, salió de Quito. Aún no había avanzado un cuarto de l ‘>3
legua cuando avistó al enemigo desplegado a lo lar go de una cresta de las alturas vecinas, que subían en suave pendiente desde las llanuras de Anaquito. Gonzalo Pizarro, despechado al enterarse por la mañana de la marcha del virrey, había levantado el campo dirigiéndose sobre la capital, dispuesto a no permitir que esta vez se le escabullese el enemigo. Las tropas del virrey hicieron alto y se situaron en orden de batalla. Un pequeño destacamento de arcabuceros fue situado en primera línea para dar comienzo al combate. El resto de aquel cuerpo, y uno de lanceros ocupaban el centro, teniendo los flancos protegidos por la caballería, repartida en dos escuadrones casi iguales. Constaba ésta de unos ciento cuarenta caballos, con muy poca inferioridad sobre la del partido opuesto, si bien el número total de soldados del virrey apenas llegaba a la mitad de los de su rival. A la derecha, y delante de la bandera real, Blasco Núñez, seguido de trece escogidos jine tes, tomó posición y se dispuso a dirigir el ataque. Pizarro nabía colocado a sus tropas en el mismo orden que su adversario. Ascendían en total a sete cientos hombres, bien equipados, en buenas condi ciones y mandados por los mejores capitanes del Perú. En vista de que Pizarro no parecía dispuesto a abandonar su ventajosa posición, Blasco Núñez dio la orden de avanzar. Los arcabuceros iniciaron la acción y pronto es pesas nubes de humo se arremolinaron sobre el campo de batalla, aumentando la oscuridad del día que empezaba a declinar. Se entabló una lucha que no fue de mucha dura ción. La caballería del virrey, aunque casi igual en número, no podía resistir a sus adversarios. Blasco Núñez fue muerto. Un esclavo negro de su propio séquito le cortó la cabeza que luego fue izada en una pica y algunos combatientes fueron lo bastante despiadados para arrancarle los pelos grises de su _____________________
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M uerte de Francisco I’izarro.
barba y ponerlos en sus gorras, como trofeos de victoria. A pesar de la corta duración del combate, casi una tercera parte de las tropas del virrey murió en la refriega. Éste fue el triste fin de Blasco Núñez Vela, primer virrey del Perú y ministro de una ley que no se le permitió aplicar en todo su rigor. La victoria de Anaquito se supo con gran alegría en la vecina capital; todas las ciudades del Perú consideraron que venía a confirmar la derogación de las detestadas ordenanzas, y el nombre de Gon zalo Pizarro fue aclamado de un extremo al otro del país, como el de un libertador. Se propuso en Lima el derribo de varios edificios a fin ae abrir una vía triunfal para la entrada del vencedor, vía que llevaría su nombre. Llegaron delegados de va rias partes del país portadores de las felicitaciones de sus respectivas ciudades; cada cual trataba de destacar sus derechos a la recompensa por los servi cios prestados a la revolución. Pizarro recibió al mismo tiempo la feliz nueva del triunfo de sus tro pas en el sur. Diego Centeno se había adueñado de La Plata y el espíritu de la insurrección se había extendido por toda la gran provincia de Charcas. Carvajal, que había sido enviado desde Quito con tra él, después de haber pasado por Lima, se había dirigido inmediatamente a Cuzco y allí, reforzando sus tropas, había bajado hacia el distrito refractario. Centeno no se atrevió a enfrentarse con él, retirán dose con sus tropas a los desfiladeros de la sierra. Carvajal le persiguió hasta allí, venciéndole. Gonzalo Pizarro era ahora el dueño indiscutido del Perú. Desde Quito hasta los confines septen trionales de Chile, el país entero acataba su autori dad. El nuevo gobernador empezó entonces a ro dearse de un pompa correspondiente a su gran for tuna. Tenía una guardia personal de ochenta hom bres. Comía siempre en público y no tenía nunca menos de cien convidados a su mesa. 197
VIII LA MISION DE LA GASCA
noticias de los acontecimientos peruanos llegaban de vez en cuando a la madre patria. El Gobierno se enteró espantado de los dis turbios ocasionados por las ordenanzas y el violen to comportamiento del virrey, no tardando en sa ber que este funcionario había sido destituido y expulsado de la capital y que todo el país, a las órdenes de Gonzalo Pizarro, se había alzado en armas contra él. Jamás una rebelión semejante se había producido hasta entonces en los territorios dependientes de España. El Gobierno se hallaba entonces en manos del príncipe don Felipe, el futuro rey Felipe II, hijo de Carlos V, a la sazón en Alemania. Este convocó una junta de prelados, legistas y militares de gran experiencia, para deliberar sobre las medidas que se debían tomar para restablecer el orden en las colo nias. Todos estuvieron de acuerdo en considerar la actitud de Pizarro como una insolente provocación. Pedro de La Gasea era, tanto por su padre como por su madre, de una rancia nobleza. Habiendo perdido siendo aún muy joven a su padre, su tío le había hecho entrar en el famoso seminario de Alca
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lá de Henares, fundado por el célebre Cardenal Cisneros. Hizo allí grandes y rápidos progresos, recibiendo el grado de maestro en Teología. Desde Alcalá, La Gasea fue enviado a Salamanca, donde se distinguió en las discusiones escolásticas. Fue nom brado miembro del Consejo de la Inquisición. A fines de 1545, el Consejo de Felipe designó a La Gasea como la persona más idónea para encargarse de la peligrosa misión de restablecer el orden en el Perú. La Gasea aceptó sin vacilar el importante en cargo que se le encomendaba y, vuelto a Madrid, recibió instrucciones del Gobierno sobre la con ducta que debía observar. Hizo observar al Con sejo que la Corte, a causa de la distancia, no era competente para determinar las medidas que proce día tomar. Era preciso enviar a alguien en quien el Rey tuviese una total confianza e investido de po deres suficientes para todos los casos, poderes no tan sólo para decidir lo que fuera más conveniente, sino para llevarlo a la práctica, y se atrevió a pedir que se le enviase, no sólo como representante del soberano, sino revestido de toda la autoridad del propio monarca. «Mi falta de salud —declaró— me hubiera hecho más grato descansar en mi casa que cumplir tan peligrosa misión; pero mi Rey me lo ordena y no puedo negarme. Si, como es probable, no vuelvo a ver a mi patria, tendré por lo menos el consuelo de haber hecho cuanto estaba a mi alcance para servir a sus intereses.» Los miembros del Consejo pidieron a La Gasea que se dirigiese personalmente al Rey para expo nerle con toda precisión las razones que motivaban tan extraordinarias demandas. Carlos comprendió que una crisis tan extraordinaria sólo podía comba tirse con medidas igualmente fuera de lo común. Haciendo caso de los argumentos de su leal súbdi to, le escribió el 16 de febrero de 1546 una carta 200
aprobatoria declarándose dispuesto a concederle los poderes absolutos que había pedido. La Gasea de bía ostentar el título de Presidente de la Audiencia Real. Se le ponía a la cabeza de todo el gobierno colonial, civil, militar y judicial, con poder para hacer nuevos repartimentos y confirmar los ya con cedidos. Podía declarar la guerra, reclutar tropas, hacer nombramientos para todos los puestos o aestituir de ellos a su voluntad. Podía ejercer la prerro gativa real de perdonar delitos, estando especial mente autorizado a conceder una amnistía sin ex cepción, para todos los implicados en la actual suble vación. Además, debía proclamar inmediatamente la abolición de las odiadas ordenanzas. Tenía auto rización para expulsar del Perú a los eclesiásticos que considerase conveniente. Se le abría un crédito ilimitado sobre el tesoro de Panamá y del Perú. Finalmente, se le entregaron poderes reales en blan co, para rellenarlos a su voluntad. El nuevo presidente hizo entonces sus preparati vos que no fueron ni muchos ni muy complicados, ya que debía ir acompañado tan sólo de un peque ño séquito. Después de una feliz travesía, bastante corta para aquella época, desembarcó, a mediados de julio, en el puerto de Santa Marta. Se enteró allí de la sorprendente noticia de la batalla de Anaquito, de la derrota y muerte del virrey y de la forma en que, después, había impuesto Pizarro su poder en todo el país. El presidente no sabía por dónde entrar en el Perú. Todos los puertos se hallaban en manos de Pizarro, bajo la vigilancia de sus oficiales, a los que había encargado terminantemente que im pidieran toda comunicación con España, detenien do a cualquier persona que llegase comisionada por el Gobierno central. La Gasea se decidió finalmente a pasar por Nombre de Dios, ocupado a la sazón, con una fuerza considerable, por Hernán Mejía. Este no consideró que había nada que temer de un 201
pobre eclesiástico, sin soldados, casi sin escolta para protegerle. La humilde apariencia del presidente y de su acompañamiento provocó, incluso, cierta hi laridad de la soldadesca que se permitió groseras burlas sobre su aspecto exterior, en presencia del propio presidente. Pero por muy sencillas y sin pretensiones que fuesen las maneras de La Gasea, Mejía, en su primera entrevista con él, no tardó en descubrir que no se las había con un hombre vul gar. El lenguaje cándido y conciliatorio del presi dente le causó una viva impresión. Reconoció el valor de sus argumentos y le prometió su coopera ción sincera en la obra bienhechora de la reforma. Era éste un punto importante para La Gasea, pero era aún más importante asegurarse la obediencia de Hinojosa, gobernador de Panamá, en cuyo puerto estaba fondeada la flota de Pizarro, compuesta de veintidós barcos. El presidente envió primeramente a Mejía y a Alonso de Alvarado para preparar su llegada, ins truyendo a Hinojosa del objeto de su misión; luego se presentó él personalmente, siendo recibido por este oficial con todas las muestras exteriores de res peto. Hinojosa no se satisfizo con ello y escribió inmediatamente a Pizarro anunciándole la llegada de La Gasea y el objeto de su misión, e informán dole claramente de su convicción de que el presi dente no tenía ningún poder para confirmarle en su cargo de gobernador. La Gasea logró convencer al gobernador de Panamá de que le facilitase los me dios de entrar en contacto con Gonzalo Pizarro; se envió un barco a Lima, llevando dos cartas, una del Emperador y la otra de La Gasea, ambas dirigidas a Pizarro. La carta del Emperador no acusaba en lo más mínimo a Pizarro de rebelión, pero tampoco expresaba la intención de confirmarle en sus fun ciones de gobernador; le encargaba simplemente que se pusiese en contacto con La Gasea, como la 202
persona que le daría a conocer su real voluntad y con la que debía cooperar para devolver la tranqui lidad al país. La carta de La Gasea estaba redacta da en parecidos términos. Ambas fueron confiadas a un caballero llamado Paniagua, fiel partidario del presidente. Transcurrieron semanas y meses; el presidente seguía en Panamá donde, estando interceptadas las comunicaciones con el Perú, se podía decir en ver dad que estaba detenido como un preso de Estado. Gonzalo Pizarro no tuvo la suficiente perspicacia para comprender que lo más seguro hubiera sido impedirle su acceso al país. La noticia de la llegada del presidente adelantó la realización de su antiguo proyecto de enviar una embajada a España para justificar sus últimos actos y solicitar del Rey la confirmación de su autoridad. Se puso al frente de esta comisión a un caballero llamado Lorenzo de Aldana. Este, provisto de sus credenciales, se dirigió in mediatamente a Panamá, cuyo gobernador supo por él el verdadero estado de ánimo de Pizarro. Vio con gran sentimiento que el delegado de Pizarro estaba convencido de que ninguna propuesta sería aceptada por Gonzalo y sus compañeros, si no im plicaba la confirmación de su dominio del Peú. Al dana fue recibido inmediatamente por el presidente, informándosele de la calidad de los poderes de La Gasea y de la extensión de las concesiones regias a los rebeldes. Renunciando en consecuencia a cum plir la misión encomendada por Pizarro ante la Corte de España, manifestó su deseo de acogerse al perdón ofrecido por el Gobierno y de ayudar al presidente en la resolución de sus asuntos del Perú. La importancia de este precedente en un personaje de la importancia de Aldana venció los escrúpulos de Hinojosa, quien, persuadido de que una demora podía serle fatal, comunicó a La Gasea su propósito 203
de poner la flota de Pizarra bajo su mando. La confirmación de sus cargos a los capitanes insurrec tos fue un hábil acto político de La Gasea, que le aseguraba los servicios de los más capaces oficiales del país y volvía contra Pizarra el brazo en el que se apoyaba con más confianza. Tan pronto como La Gasea se vio en posesión de Panamá y de la flota, adoptó una política más enérgica de la que hasta entonces había segui do. Reclutó hombres y arbitró recursos de todas partes. Tuvo buen cuidado en pagar los atrasos de bidos a los soldados y prometió una paga más ge nerosa para el futuro. Garantizándolos con el crédi to de Gobierno, consiguió varios préstamos de los más ricos habitantes de Panamá. Mientras tanto, las proclamas y las cartas de La Gasea iban produciendo su efecto en el Perú. El país en general, al sentirse seguro de sus bienes y personas, comprendía que nada ganaba persistiendo en la rebelión. Muchas de las proclamas del presi dente habían sido enviadas a Gonzalo por sus más leales partidarios y Carvajal, al que se había hecho volver de Potosí, manifestó que «eran mucho más de temer que las lanzas de Castilla». Fue por enton ces cuando Paniagua llegó al puerto de Lima con las cartas de La Gasea para Pizarra; es decir, su propia carta y la del Emperador. Carvajal, cuya sagacidad le hacía comprender perfectamente la po sición en que se encontraban, fue partidario de aceptar el perdón real, en las condiciones propues tas. La opinión de Cepeda fue distinta: acusó a su adversario de que su consejo estaba inspirado en sus propios temores sobre su seguridad personal. Pizarra nizo inclinarse la balanza del lado de Cepe da. Rechazó el perdón que se le ofrecía, rompiendo de esta suerte el último lazo que le unía con su patria y, de esta suerte, se declaró rebelde. Poco después, le llegó la noticia de la defección 204
de Aldana e Hinojosa y la sumisión al presidente de la flota en la que había invertido enormes sumas. Herido en lo más profundo de su ser por la deser ción de aquéllos en quienes más confiaba, quedó trastornado con tan funestas noticias y empezó in mediatamente los preparativos para hacer frente a la tempestad que se avecinaba. Los poderes del presi dente le habían sido entregados antes de que se conociera en España la noticia de la batalla de Anaquito y, por lo tanto, no le autorizaban a garantizar el perdón de las personas implicadas en la muerte del virrey. Pizarro desplegó la mayor diligencia en el refuer zo de sus efectivos en la capital, y en ponerlos en las mejores condiciones de combatir. No tardó en hallarse al frente de un millar de hombres, magnífi camente equipados y provistos de todo lo necesa rio. Entre los jefes más destacados se encontraba Cepeda, que había cambiado su toga de magistrado por el casco empenachado y la cota de mallas del guerrero. Pero el caballero a quien encargó princi palmente Pizarro de la organización de sus batallo nes fue al veterano Carvajal. Algo que dará una idea del suntuoso equipo de las tropas de Pizarro es el hecho de que procuró dar cabalgadura a todos sus mosqueteros. Los gastos fueron enormes: no menos, aseguran las crónicas, de medio millón de pesos de oro. Cuando se le agotaron los recursos cubrió el déficit con las contribuciones impuestas a los habitantes ricos de Lima, como precio de la exención de servir en su ejército, y con tributos forzosos. No tardó en llegar la noticia de aue la escuadra de Aldana se hallaba a la altura de El Callao. Alda na designó a Cajamarca como lugar de concentra ción; todas las fuerzas debían reunirse en aquella ciudad y esperar allí el desembarco de La Gasea. Luego prosiguió su ruta hacia Lima. 205
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Tan pronto como Pizarro tuvo noticias de que se aproximaba, temiendo que la llegada de Aldana quebrantase la fidelidad de sus tropas, hizo salir a éstas de la ciudad y acampar a una legua de ella. El primer acto de Aldana fue remitir una copia de los poderes de La Gasea, que le había sido facili tada por éste, a su antiguo jefe, quien la rompió, indignado, en mil pedazos. Luego, por medio de sus agentes, Aldana procuró difundir entre los li meños, e incluso entre los soldados acampados, los manifiestos del presidente, que no tardaron en pro ducir el efecto esperado. Un reducido número de personas que habían llegado a conocer el objetivo verdadero de la misión de La Gasea, y la extensión de sus poderes, así como de las generosas condicio nes ofrecidas por el Gobierno, retrocedieron ante la descabellada empresa a la que se había dejado arras trar imprudentemente. Como por todas partes cun día el desafecto a la causa de Pizarro, los medios de abandonar la empresa no escaseaban. Todas estas defecciones causaban un profundo efecto en el áni mo de Pizarro y se sentía lleno de dolor viendo cómo el valiente ejército con el que contaba ganar tantas batallas se fundía con la rapidez con que se disipan las brumas mañaneras. Saltaba a la vista que debía abandonar la posición peligrosa en que se encontraba, sin pérdida de tiempo. Se decidió, pues, a ocupar Arequipa, puerto de mar que aún le seguía siendo fiel y en donde podría permanecer hasta haber trazado un nuevo plan. Aún no estaban muy lejos las fuerzas rebeldes, cuando los habitan tes de Lima, sin preocuparse lo más mínimo de los forzados juramentos de fidelidad a Pizarro, abrie ron las puertas de la ciudad a Aldana, que tomó posesión de la plaza en nombre del presidente. La Gasea, a la cabeza de un pequeño destaca mento de caballería, siguió avanzando, por el cami no llano de la costa, hacia Trujillo. Después de per 206
manecer algún tiempo en esta leal ciudad, cruzó la cadena montañosa del sureste y entró a poco en el fértil valle de Jauja. Allí se le reunieron bien pronto los refuerzos del norte, así como los de las princiales ciudades costeras y, al poco tiempo de su egada, recibió un mensaje de Centeno, informán dole que había ocupado los pasos por donde Pizarro se disponía a salir del país, por lo que el jefe rebelde no tardaría en caer en su poder. En efecto, Pizarro, al que hemos dejado en Are quipa, se había decidido, después de madura refle xión, a abandonar el Perú y trasladarse a Chile. En aquel territorio, que no se hallaba bajo la jurisdic ción del presidente, podía encontrar un refugio se guro. Mientras caminaba en dirección al lago Titi caca, en cuyas cercanías había acampado Centeno, Gonzalo le envió un emisario para negociar. No tenía la menor ojeriza contra él —le mandaba de cir— por su reciente conducta ni tenía el menor deseo de pelearse con él. Su único propósito era salir del Perú y el único favor que pedía a su anti guo compañero de armas era que le dejara el paso ubre a través de las montañas. Centeno contestó a este recado en términos no menos corteses, dicien do que como estaba el servicio de la causa del Rey, no podía dejar de cumplir con su deber. Pizarro escuchó la respuesta de su antiguo camarada con un amargo despecho patente en su rostro y, arrancan do el mensaje de manos de su secretario, le arrojó lejos de sí. Inmediatamente levantó el campo y ca minando por la orilla del lago, avanzó a marchas forzadas hacia Huarina. Pero los desplazamientos de Pizarro eran comu nicados secretamente a Centeno, el cual, cambiando de dirección, tomó posiciones en las cercanías de Huarina, el mismo día en que Pizarro llegaba a esta ciudad. Ei 26 de octubre de 1547, ambos capitanes, después de desplegar sus tropas en orden de batalla,
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se lanzaron el uno contra el otro en la llanura de Huarina. El campo de batalla, defendido por un lado por un saliente de los Andes y cercano por el otro a las orillas del Titicaca, era una llanura des pejada y lisa, propicia a los movimientos militares. Parecía preparado por la Naturaleza como palestra para un torneo. El ejército de Centeno se componía de un millar de hombres. Su caballería contaba con cerca de doscientos cincuenta jinetes, bien equipa dos y con buenas cabalgaduras. Las fuerzas ae Pi zarra al mando de Carvajal apenas llegaban a la mitad, ya que sólo contaba con cuatrocientos ochenta hombres. Su caballería estaba compuesta de ochenta y cinco jinetes, con la que formó un sólo cuerpo situándolo en el flanco derecho de su batallón. Pizarra se puso al frente de los jinetes. Al llegar a seiscientos pasos el uno del otro, am bos ejércitos se detuvieron. Carvajal prefería espe rar a pie firme el ataque del adversario, a seguir avanzando. Hizo alto, pues, mientras que el enemi go, después de un breve respiro, avanzó un cente nar de pasos más. Las tropas del veterano permane cían serenas y tranquilas, mientras que las de Cen teno avanzaban entonces rápidamente. Cuando se hallaron a cien pasos del ejército rebelde, Carvajal dio la orden de disparar. Gonzalo Pizarra había retirado a sus jinetes un poco a retaguardia, a la derecha de Carvajal, a fin de dejarle un paso más despejado para su mosquetería. Cuando los caba llos del ala derecha enemiga galoparon contra él, Pizarra, para favorecer aún más a Carvajal —cuyo fuego causaba además algunas bajas a los asaltan tes— no avanzó lo suficiente para aguantar la carga. El escuadrón de Centeno se lanzó como el rayo, a rienda suelta y, a pesar de las pérdidas que le infli gía la mosquetería de Carvajal, cayó con tal furia sobre sus adversarios que hizo morder el polvo a jinetes y caballos. 208
La derrota de la caballería de Pizarra fue total. Pero, en cambio, la infantería de Centeno había sido desbaratada y había tenido que abandonar el campo de batalla. Ambos destacamentos intentaron entonces una segunda carga. Pizarra y algunos de sus camaradas que se hallaban todavía en condicio nes de luchar continuaron la persecución, aunque sin alejarse demasiado. La victoria era suya y el jefe rebelde tomó posesión de las tiendas abandonadas por el enemigo, en las que se encontró un enorme botín en dinero, así como las mesas puestas para la comida de las tropas de Centeno. Murieron más de trescientos cincuenta compañeros de Centeno y el número de heridos fue aún mayor. Pero también los vencedores pagaron cara su victoria, ya que un centenar de ellos quedó sobre el campo de batalla. Fue la más dura batalla hasta entonces librada en el suelo ensangrentado del Perú. Al día siguiente Pizarra hizo dar sepultura co- % mún a los cadáveres de ambos bandos que yacían mezclados sobre el suelo en que habían luchado tan encarnizadamente, y el vencedor aprovechó su triunfo para enviar destacamentos a Arequipa, La Plata y otras ciudades de aquella parte del país, a fin de cobrar contribuciones y reunir refuerzos. Reuniendo sus fuerzas, Pizarra marchó sobre Cuzco cuya ciudad, aunque obligada por las cir cunstancias a declararse fiel a la Corona, había de mostrado desde un principio su afecto al veterano. Sus habitantes se disponían a recibirle en triunfo bajo arcos levantados en las calles, con orquestas y cánticos que celebrasen su victoria. Pero Pizarra, con discreción, rechazó tales honores teniendo en cuenta que el país se hallaba todavía en poder del enemigo. Habiéndose preceder del grueso de sus tropas, siguió a pie, acompañado de una pequeña escolta de amigos y habitantes, se dirigió a la cate dral para dar gracias a Dios por su victoria con un 209
solemne Te Deum. Luego se retiró a su residencia, manifestando su intención de establecer por ahora sus cuarteles en la venerable capital de los Incas. Los proyectos de retirarse a Chile quedaron des cartados. Su reciente éxito había hecho renacer la esperanza en su corazón, reavivando su confianza. Contaba con que surtiría el mismo efecto en los ánimos vacilantes de los camaradas que le habían abandonado por el temor de su seguridad personal y la desconfianza en los medios de hacer frente al presidente. Verían ahora que su estrella seguía bri llando alta en el cielo. Decidió, pues, permanecer en Cuzco y esperar allí tranquilamente a que un último recurso a las armas decidiese quién de los dos —el presidente o él— iba a quedar como dueño absoluto del Perú. Durante todo este tiempo, La Gasea había per manecido en Jauja, esperando noticias de Centeno y sin la menor duda de que le anunciarían la derro ta total de los rebeldes. Su consternación al enterar se de lo sucedido fue, p 1s. Envió a Lima un destacamento Alvarado para reagrupar a los realistas escapados del desastre y desmontar la artillería de los barcos y llevarla al campamento. La Gasea decidió emprender sin de mora la marcha hacia la capital de los Incas. Las tropas realistas se reforzaban continuamente por la llegada de nuevos contingentes. Centeno, ardiendo en deseos de desquite, vino a reunirse al campa mento de La Gasea con sus compañeros. Belalcázar, el vencedor de Quito, llegó también al frente de otro destacamento, seguido poco después por Valdivia, el célebre conquistador de Chile. La Gasea, que no pretendía tener conocimientos estrátégicos, ni se jactaba de pericia militar, había confiado el mando de sus tropas a Hinojosa, nom brando a Alvarado su segundo. El presidente levan tó el campo, en marzo de 1548, y emprendió el 210
Grabado del siglo X IX de Hernando Pizarro en la isla de Puna (Ecuador) durante la lucha contra los indios.
camino de Cuzco. El primer obstáculo que encon tró en su marcha fue el río Abancay, cuyo puente había sido destruido por el enemigo. Los jinetes tuvieron que echar pie a tierra e intentar vadearlo con gran peligro. Más le preocupaba el paso del Apurímac. Este caudaloso río, uno de los más im portantes afluentes del Amazonas, precipita sus aguas por las gargantas de la Cordillera cuyos picos se alzan junto a las dos orillas como una verdadera muralla de rocas, constituyendo una barrera natural que cualquier enemigo podría defender fácilmente contra fuerzas muy superiores en número. Todos los puentes de este río, como a La Gasea le informaron antes de salir de Andaguaylas, habían sido destruidos por Pizarro, por lo que tomó la decisión de construir uno. El punto escogido se hallaba próximo a la aldea india de Cotapampa, a unas nueve leguas (45 km.) de Cuzco. Se habían dado órdenes de acumular gran cantidad de mate riales lo antes posible junto al río y, al mismo tiem po, y para obligar al enemigo a dividir sus fuerzas si se disponía a resistir, se juntaron materiales en menor cantidad en otros tres puntos. A pesar de las órdenes terminantes de La Gasea, el oficial encarga do de juntar los materiales para el puente tenía tal deseo de terminar él mismo la obra, que se puso a construirlo sin demora. El presidente, muy contrariado al enterarse, apresuró su marcha para proteger los trabajos con sus tropas. Valdivia se le adelantó a la cabeza de doscientos arcabuceros, mientras que el grueso del ejército le seguía con toda la rapidez posible. Al llegar Valdivia vio que las primeras obras del puen te habían sido destruidas por un pequeño destaca mento de soldados de Pizarro, compuesto apenas de veinte hombres. Comprendiendo la importancia del factor tiempo en aquella crítica situación, hizo que se trabajara en la obra con toda la premura 213
posible. No se dedicaba casi ningún tiempo al des canso, pues todos comprendían que el éxito de la empresa dependía del poco respiro que se dejase al enemigo. El presidente y sus principales oficiales arrimaron el nombro al trabajo, como simples sol dados. Antes de las diez de la noche, La Gasea pudo ver satisfecho que el puente era ya tan firme que las primeras tropas, descargadas de su impedi menta, pudieron arriesgarse sobre él. El río fue cruzado con menos pérdidas de las que eran de esperar, si se tiene en cuenta la oscuridad de la noche y la numerosa tropa que se precipitó por él. Desde que Pizarro se había instalado en Cuzco había vivido despreocupadamente, rodeado de sus compañeros. Pero Carvajal miraba las cosas desde .otro punto de vista. Consideraba la victoria de Huarina como el principio, y no como el fin, de la lucha, y se mostraba incansable en la tarea de man tener a las tropas en estado de conservar la ventaja conseguida. Pensaba que su jefe no disponía de fuerzas suficientes para enfrentarse con un adversa rio que contaba con los mejores capitanes del Perú. Le aconsejó, por lo tanto, que abandonase Cuzco, llevándose el tesoro, las provisiones y las municio nes de todas clases que pudieran ser utilizadas por los realistas. Pero tal proyecto no era del agrado de su fogoso general que prefería jugárselo todo en una batalla que volver la espalda al enemigo. Tam poco acogió Pizarro favorablemente la proposición que le hizo el licenciado Cepeda, de que aprovecha se su último triunfo para entablar negociaciones con La Gasea. Decidió permanecer en Cuzco arriesgándolo todo al azar de una batalla. Los soldados de Pizarro regresaron a Cuzco con la noticia de que un destacamento enemigo había cruzado el Apurimac y se disponía a reparar el puente. Carvajal comprendió en seguida la necesi 214
dad de defender aquel paso. «No puedo quedarme sin vos, padre mío —le dijo Gonzalo— no puedo enviaros tan lejos de mi persona.» Encargó, pues, aquella misión a Juan de Acosta, joven caballero muy leal a su general. Pero este soldado recorrió con tal lentitud los difíciles senderos de la montaña que encontró el puente terminado y un importante cuerpo de ejército que ya lo había cruzado, y con tra el cual no se sentía con fuerzas para enfrentarse. Se contentó, pues, con retirarse a prudente distan cia y enviar a buscar refuerzos a Cuzco. Se destacó inmediatamente a trescientos hombres para apoyar le, pero cuando llegaron, el enemigo se había insta lado con todas sus armas y bagajes en una altura. La única cuestión que quedaba por decidir era el punto donde Gonzalo Pizarra libraría la batalla. Decidió evacuar la capital y esperar a sus adversa rios en el vecino valle de Jaquijaguana. El general rebelde llegó allí después de una agotadora marcha por unos senderos que sólo con dificultad podían recorrer sus pesados carromatos y su artillería. Al penetrar en el valle, Pizarra escogió el lado oriental, mirando hacia Cuzco, considerándolo el lugar más favorable para establecer su campo. Esta ba cruzado por un torrente y Pizarra distribuyó su ejército de tal forma que, mientras una extremidad de su dispositivo bélico se apoyaba en una barrera natural formada por las rocas de la montaña, la otra estaba protegida por el arroyo. Por su parte, el ejército real había atravesado tra bajosamente las escarpadas pendientes de la Cordi llera y pronto el presidente tuvo la satisfacción de verse rodeado de todas sus fuerzas, provistas de sus cañones y municiones. Así reunidos, reanudaron la marcha. Finalmente, el 8 de abril, por la mañana, el ejército real, después de rodear las cimas de la alta sierra que circunda el hermoso valle de Jaquijagua na, daba vista a lo lejos, y sobre la vertiente opues 215
ta, a las abigarradas filas del enemigo, con sus paoellones blancos, parecidos a bandadas de pájaros que hubiesen anidado en los riscos de las montañas. El ejército real aceleró su marcha y descendió con rapidez los flancos escarpados de la sierra. A pesar de los esfuerzos de los oficiales, los soldados avanzaban con poco orden, cada hombre abriéndo se paso como podía, de suerte que la columna, des perdigada, presentaba al enemigo más de un punto vulnerable, hasta el punto que la bajada no se hu biera efectuado sin pérdidas considerables, si los cañones de Pizarro hubiesen estado emplazados en alguna de las posiciones favorables que ofrecía el terreno. A medida que llegaban al llano, las fuerzas del presidente eran puestas en línea por sus oficia les. Permanecieron armadas y alerta a mayor parte de la noche, a pesar de que el aire de a montaña era tan frío que se les agarrotaban las manos que suje taban sus lanzas. La Gasea, dejando la dirección de la batalla a sus oficiales, se retiró a la retaguardia con su séquito de licenciados y eclesiásticos. Gonzalo Pizarro formó su escuadrón en la mis ma forma que lo había hecho en el llano de Huari- / na, si bien los efectivos, ahora más numerosos, de su caballería, le permitieron cubrir los dos flancos de la infantería. Encargó a Cepeda del mando de ésta. Pero Cepeda, con gran clarividencia, temía que esta vez iban a una catástrofe. Por lo tanto, al recibir las órdenes de Pizarro, avanzó como si fuese a escoger el terreno que debían ocupar sus tropas, luego reapareció de pronto y, espoleando su mon tura, se le vio galopar a rienda suelta a través del llano, en dirección a las líneas enemigas. Pizarro ya no pudo dudar de su traición. Cepeda fue recibido por La Gasea con la mayor satisfacción, compren diendo toda la importancia del tránsfuga y el efecto que su deserción, en semejante momento, tendría 216
en el ánimo de los rebeldes. El ejemplo de Cepeda, en efecto, fue contagioso. Garcilaso de la Vega, el padre del historiador, hidalgo de rancio abolengo y probablemente el más considerado entre los hom bres del partido de Pizarro, clavó las espuelas en su caballo al mismo tiempo que el licenciado y se pasó también al enemigo. Diez o doce arcabuceros to maron la misma dirección. Pizarro se quedó helado de espanto al verse abandonado en tan críticas circunstancias por aque llos en quienes había tenido más confianza. N o osó esperar el ataque y dio orden de avanzar. Al punto, los cazadores y arcabuceros de los flancos se lanza ron adelante y la artillería se dispuso a abrir fuego. Pero antes de que se hubiese disparado un sólo tiro, una columna de arcabuceros, compuesta en su mayoría de soldados de Centeno, abandonó su puesto y corrió hacia las filas enemigas. Un escua drón de caballería enviado en su persecución, hizo otro tanto. Los leales de Pizarro quedaron paraliza dos de terror cuando se vieron, ellos y su jefe, en tregados de tal suerte en manos del enemigo. Pizarro en aquel «sálvese el que pueda» se veía desamparado. «¿Qué podemos hacer?» le preguntó a Acosta, uno de los pocos fieles que aún Te se guían. «¡Arrojémonos sobre el enemigo, ya que no nos queda otra elección —replicó el intrépido sol dado— y muramos como romanos!» «Es preferible morir como cristianos» le respondió su general, y haciendo girar lentamente a su caballo se encaminó hacia el ejército real. Pizarro, al acercarse, no se apeó del caballo, pero se inclinó respetuosamente ante el presidente a cuyo saludo La Gasea corres pondió con gran frialdad. Luego, dirigiéndose con tono severo a su prisionero le preguntó bruscamen te «por qué había puesto al país en tal confusión, enamolando el estandarte de la rebelión, matando al virrey, usurpando el gobierno y rechazando ter 217
camente las ofertas de perdón que reiteradamente se le habían hecho.» Gonzalo trató de justificarse achacando la suerte del virrey a su mala conducta. Luego, el presidente puso fin a la conversación dando orden de que Gonzalo fuese puesto bajo es trecha vigilancia y confiado a la custodia de Cente no. En el común naufragio, Francisco de Carvajal no corrió mejor suerte que su jefe, al encontrarse el campo de batalla casi desierto y a sus bravos camaradas desvanecidos como por encanto. Capturado por algunos de sus excompañeros que confiaban de esta suerte hacer las paces con el vencedor, fue lle vado al campamento del presidente. El primer cuidado de La Gasea fue enviar a un oficial a Cuzco para que impidiese que sus partida rios se entregasen al saqueo que suele seguir a una victoria, si puede llamarse así a una batalla en que no se había disparado un solo tiro. Así terminó la «batalla» o por mejor decir, la derrota de Jaquijaguana. Jamás se logró una victoria a tan poco pre cio; jamás una rebelión tan sangrienta y encarniza da terminó con tan poco derramamiento de sangre. Era preciso ahora decidir la suerte de los prisio neros. Alonso de Alvarado, con el licenciado Cian ea, uno de los miembros de la nueva Audiencia Real, recibieron orden de preparar el proceso. To dos los acusados fueron condenados a muerte y sus bienes confiscados en beneficio de la Corona. Gon zalo Pizarra fue decapitado y Carvajal descuartiza do. N o se tuvo piedad para con el que jamás la había tenido. Francisco de Carvajal fue una de las personalidades más extraordinarias de aauellos agi tados y tubios tiempos; aún más extraordinaria si se tiene en cuenta su edad: en el momento de su muerte contaba ochenta y cuatro años. La tumul tuosa vida de la rebelión nabía despertado todas las pasiones dormidas en su alma, pasiones que acaso él mismo ignoraba: crueldad, avaricia y espíritu de 218
venganza. Todas ellas encontraron un campo abo nado en la guerra contra sus compatriotas, pues la guerra civil es proverbialmente la más sanguinaria y feroz de todas las guerras. Hay que reconocer, sin embargo, una virtud de Carvajal; la fidelidad a su partido. Esto le hizo ser aún más intolerante con la perfidia de los demás. Jamás se le vio sentir piedad por un renegado. Como militar, Carvajal ocupa un puesto destacado entre los soldados del Nuevo Mundo. Era exigente e incluso severo en el mante nimiento de la disciplina, lo que le hacía ser poco querido de sus soldados. Decidido, activo y perse verante, no sabía lo aue era el peligro ni la fatiga, y después de pasar todo un día a caballo no parecía darle la menor importancia a un lecho confortable. Al caminar hacia el suplicio, Gonzalo Pizarro mostró en su atavío el mismo gusto por la magnifi cencia y el fasto que en sus días afortunados. Lleva ba sobre su jubón un magnifico manto de terciope lo amarillo, recamado de oro; se tocaba con una gorra del mismo tejido, igualmente bordada en oro. Al llegar ante el patíbulo subió las gradas con paso firme y pidió permiso para dirigir algunas palabras a los soldados agrupados en torno. «Muchos de entre vosotros —les dijo— os habéis hecho ricos por las liberalidades de mi hermano y mías. Sin embar go, de todas mis riquezas nada me queda sino los vestidos que llevo puestos, y ni aún éstos son míos, puesto que le corresponden al verdugo. No dispon go, por lo tanto, de medios para pagar una misa por mi alma, y os ruego que, en recuerdo de los benefi cios pasados, me hagáis la caridad, cuando haya muerto, de hacerme decir una misa para que tam bién os aproveche en la hora de vuestra muerte.» Pizarro permaneció algunos minutos en oración; luego, dirigiéndese al soldado que hacía las veces de verdugo, le dijo con clama «que cumpliera con su deber con mano firme». No quiso que le vendaran 219
los ojos, e inclinando el cuello, lo presentó al hacha del verdugo que le cortó la cabeza de un tajo tan limpio que su cuerpo permaneció erguido unos ins tantes, como si aún siguiera vivo. Su cabeza fue llevada a Lima para ser encerrada en una jaula y colgada de una horca, al lado de la de Carvajal. Gonzalo Pizarro aún no había cumplido los cua renta y dos años en el momento de su muerte. Era el más joven de aquella asombrosa familia a la que España debía la posesión del Perú. Cepeda, más culpable que Pizarro, puesto que tenía una educación y una inteligencia superiores, que sólo empleó en perder a su jefe, no le sobrevi vió mucho tiempo. Había llegado al país con un cargo de gran responsabilidad. Su primer acto fue traicionar al virrey al que le enviaban a apoyar; traicionó a la Audiencia con la que hubiera debido colaborar; en fin, traicionó al jefe al que afectaba servir con más lealtad. Toda su carrera fue una trai ción para con su Gobierno. Su vida fue una larga >erfiaia. Después de haberse rendido, muchos de os caballeros, sublevados por su fría apostasía, querían persuadir a La Gasea de que le enviase al patíbulo junto con su general; pero el presidente no quiso escucharles, en consideración al importante servicio que había hecho a la Corona con su defec ción. De todos modos quedó detenido y fue envia do a España. Allí se le acusó de alta traición. Se defendió hábilmente y, como tenía amigos en la Corte, es probable que hubiera salido absuelto. Pe ro, antes de que terminara el proceso, falleció en la prisión.
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La hora de la reconstrucción El presidente tenía ahora un nuevo deber, el de recompensar a sus fieles partidarios; deber no me 220
nos difícil (los hechos lo demostraron) que el de castigar a los culpables. Los solicitantes eran mu chos, ya que todo aquel que había movido un solo dedo en favor del Gobierno pedía ahor a su salario. Apoyaban sus demandas con inoportuna y ruidosa insistencia que agobiaba al buen presidente y absor bía todo su tiempo. Asqueado por tal estado de cosas, La Gasea resolvió líbrese de una vez de tan tas molestias retirándose al valle de Gaynarima a doce leguas (60 km.) de la ciudad y meditar allí, en paz, un proyecto de compensaciones. El presidente permaneció tres meses en aquel retiro, pesando con cuidado las diversas pretensiones, repartiendo los bienes confiscados entre las partes, de acuerdo con los respectivos servicios. Los repartimientos, debe mos hacerlo notar, no se concedían en principio más que en carácter vitalicio, revirtiendo a la Coro na a la muerte del titular, para volver a ser distri buidos a otros beneficiarios o conservados por el Rey, según real voluntad. Terminado el reparto, La Gasea decidió marchar a Lima, dejando el acta declaratoria de su decisión en manos del arzobispo, el cual debía darla a cono cer al ejército. A pesar de todo el cuidado que había tenido en hacer una distribución equitativa, sabía que era imposible dar satisfacción a unos soldados envidiosos e irritables, cada uno de los cuales exa geraba sus propios méritos y rebajaba los de los demás; no quería, pues, exponerse a los inevitables rencores y reclamaciones que se suscitarían. Después de su partida, el arzobispo congregó a las tropas en la catedral para darles lectura del acta que le había sido confiada. La renta anual de los bienes que se iban a distribuir se elevaba a ciento treinta mil pesos ensayados, cantidad muy conside rable si se tiene en cuenta el valor de la plata en aquella época, en cualquier otro país que no fuera el Perú, donde se cotizaba muy bajo. Los reparti 221
mientos que se iban a distribuir variaban entre cien y tres mil quinientos pesos de renta anual; todos ellos detallados con la más minuciosa precisión, de acuerdo con los méritos de los beneficiarios. Se ha bían establecido unas docientas cincuenta pensio nes, ya que los fondos no alcanzaban para una dis tribución general y los servicios de muchos solda dos no se consideraron dignos de tal recompensa. El efecto que la lectura de este documento pro dujo en unos hombres cuyas mentes estaban llenas de las más exageradas esperanzas, fue exactamente el que se había temido el presidente. Fue acogido por un murmullo general de desaprobación. Hasta aquellos que habían obtenido más de lo que espera ban estaban descontentos, al comparar su parte con las de sus camaradas, que les parecían mejor trata dos que ellos. Se indignaron, sobre todo, contra la preferencia mostrada por los antiguos partidarios de Gonzalo Pizarro, en menoscabo de aquellos que habían permanecido siempre fieles a la Corona. Tal preferencia tenía sus motivos: en efecto, nadie ha bía prestado servicios tan decisivos como ellos para vencer la rebelión y eran tales servicios lo que La Gasea deseaba premiar. En vano el arzobispo, secundado por algunos de los principales caballeros, trató de calmar a la tropa. La soldadesca insistía en que el acta fuese anulada y que se redactase otra sobre más equitati vas bases, amenazando, además, con tomarse la jus ticia por su mano si el presidente no accedía a su petición. El descontento, atizado por algunos que pensaban pescar en aquel río revuelto, llegó al ex tremo de hacer temer una sublevación. Sólo se apa ciguó cuando el gobernador de Cuzco condenó a muerte a uno de los principales agitadores y a otros varios al destierro. Aquellos hombres férreos de la Conquista, tenían que ser gobernados por una ma no también de hierro.
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Mientras tanto, el presidente había proseguido su viaje hacia Lima, siendo acogido en todas partes por el pueblo con un entusiasmo, tanto más grato a su corazón, cuanto que juzgaba que era merecido. Al aproximarse a la capital, los fieles limeños se dispusieron a tributarle una espléndida recepción. Pero por muy halagador que fuese aquel homenaje, La Gasea no era hombre que gustase perder su tiempo en demostraciones ostentosas. Sólo pensaba en encontrar los medios de extirpar los gérmenes de desorden que tan fácilmente prosperaban en aquel fértil suelo, y en asentar la autoridad del Gobierno sobre unas bases sólidas. Lo inestable de la propie dad era uno de los motivos de disputa; pero afortu nadamente, la nueva Audiencia estaba compuesta de unos jueces hábiles e íntegros aue trabajaron activamente con él para remediar el mal causado por la mala administración de su predecesores. Tampoco se olvidó La Gasea de los desgraciados indígenas, ocupándose con gran interés en resolver el difícil problema de mejorar su condición. Envió a gran número de comisarios a visitar las distintas partes del país, con encargo de inspeccionar las en comiendas y verificar de qué manera se trataba en ellas a los indios. El presidente, por su gusto, ha bría abolido de buena gana el servicio obligatorio de prestación personal pero, tras un inmediato exa men, le pareció que la cosa era imposible en la situación en que se hallaba entonces el país. Limitó de todos modos con gran precisión la cantidad de servicio que se podía exigir, a fin de que fuese tan sólo una tasa personal moderada. Con estos regla mentos la condición de los indígenas, si bien no fuese la que había soñado la filantropía apasionada de Las Casas, quedaba mejorada mucho más allá de lo que consentían las insaciables exigencias de los colonos. Además de estas reformas, La Gasea introdujo 223
otras muchas en la administración municipal de las ciudades, y otras, aún más importantes, en la de las finanzas y en la manera de llevar las cuentas. Gra cias a estos cambios y a otros que introdujo en el régimen interior de la colonia, dio a la administra ción unas nuevas bases y facilitó grandemente la labor de sus sucesores en la consecución de un go bierno más seguro y más firme. Hacía ya quince meses que La Gasea permanecía en Lima y tres años desde su llegada al Perú. Había encontrado, al desembarcar, un país en estado de anarquía, o más bien de rebelión organizada, dirigi da por un jefe poderoso y popular. Había conse guido que se produjese un cambio total de opinión y, sin que costase ni una gota de sangre a ninguno de los súbditos fieles a la Corona, había sofocado una rebelión que había estado a punto de costar a España la pérdida de la más rica de sus provincias de Ultramar. Había castigado a los culpables y en sus despojos había encontrado el medio de recom pensar la fidelidad. Además, tan bien había organi zado los recursos del país, que pronto se halló en situación de reembolsar el empréstito considerable obtenido de los comerciantes de la colonia para subvenir a los gastos de la guerra, el cual rebasaba los novecientos mil pesos de oro. Aún más: con su sentido de la economía había logrado ahorrar mi llón y medio de ducados en beneficio del Gobier no, el cual llevaba varios años sin recibir remesa alguna del Perú. Ahora se proponía llevar personal mente tan grato tributo para llenar las arcas del Rey. Todo esto se había efectuado sin costarle nada a la Corona, ni gastos de equipo o de salarios, ni otra cosa que la módica retribución de su asigna ción personal. El país se hallaba tranquilo. La Gas ea consideró que había cumplido su misión. Era libre de realizar su natural deseo de regresar a la patria. 224
Monumento a Francisco Pizarra en Lima (Perú).
Antes de su marcha resolvió una distribución de repartimientos que habían revertido a la Corona por fallecimiento de los titulares en los últimos años. La vida era de corta duración en el Perú. Los que vivían de la espada, si no morían por la espada, caían con gran frecuencia víctimas prematuras de las fatigas efe una vida tan aventurada. Los preten dientes a las nuevas generosidades del Gobierno eran muchos y, como entre ellos, se encontraban aquellos que quedaron descontentos en el reparto anterior, La Gasea se vio asaltado de requerimien tos e incluso de reproches expresados en forma po co respetuosa. Esto, sin embargo, no alteró la ecua nimidad de su carácter. Escuchó a todos con pa ciencia y a todos respondió con suaves reconven ciones, bien medidas para desarmar su cólera. La víspera de su partida se produjo una emocio nante manifestación que hizo honor a los que en ella participaron. Los caciques indios de la región, recordando los grandes servicios que había presta do a sus pueblos, le regalaron una gran cantidad de vajilla de plata, en testimonio de gratitud. La Gasea no quiso aceptar este obsequio a pesar de la pena que así causaba a los peruanos, temerosos de haber incurrido en su desagrado. Varios de los principales colonos, deseosos tam bién de demostrarle su agradecimiento, le enviaron, después de que se hubo embarcado, un magnífico/ donativo de cincuenta mil castellanos de oro. Co- ' mo ya se había despedido del Perú —alegaban— no podía tener ningún pretexto para rechazarlo. La Gasea, sin embargo, se negó también a aceptar aquel presente con idéntica resolución. «Había ve nido al país —manifestó— para servir al Rey y ase gurar los beneficios de la paz a sus habitantes, y ahora que el favor çlel Cielo le había permitido lle var a cabo su empresa, no quería deshonrar la causa que había defendido por un acto que pudiera empa227
ñar la pureza de sus intenciones.» A pesar de su negativa, los colonos trataron de ocultar una suma de veinte mil castellanos en su barco, creyendo que una vez en la patria y cumplida su misión, dismi nuirían los escrúpulos del presidente. La Gasea, en efecto, aceptó el regalo, considerando que sería una falta de atención el devolverlo, pero sólo retuvo la cantidad hasta que conoció a los familiares de los donantes en España, distribuyéndolo entre aquellos que más necesitados estaban. Después de haber dejado resueltos todos los asuntos pendientes, el presidente confió el gobier no, hasta la llegada del nuevo virrey, a sus fieles colegas de la Audiencia Real y, en el mes de enero de 1550, se embarcó con destino a Panamá llevando el tesoro real con su escuadra. Fue acompañado hasta el muelle y seguido largo rato desde la orilla por una multitud de ciudadanos de todas las cate gorías, caballeros y gentes del pueblo, personas de toda edad y condición, que querían ver por última vez a su bienhechor y miraban tristemente el barco que se lo llevaba lejos del país. Tuvo un feliz viaje, llegando a Panamá a princi pios de marzo. Tan sólo se detuvo el tiempo nece sario para reunir los caballos y mulos precisos para transportar su tesoro a través de las montañas. Sa bía que aquella parte del país estaba infestada de gentes violentas que practicaban el bandolerismo y que no dudarían en atacarle, si se enteraban de las riquezas que llevaba consigo. Cruzó, pues, el istmo montañoso y, tras una penosa marcha, llegó feliz mente a Nombre de Dios. Sus temores no carecían de fundamento. Hacía tres días que había emprendido viaje cuando una partida de bandidos, después de asesinar al obispo de Guatemala, penetró en Panamá para hacer sufrir la misma suerte al presidente y apoderarse del bo tín. Tan pronto le fueron comunicadas estas nue 228
vas, La Gasea, con su energía habitual, reclutó tro pas y se dispuso a marchar sobre la capital invadi da. Pero la suerte, o mejor dicho, la Providencia, le favoreció también en esta ocasión. La víspera de su marcha sobre Panamá supo que los asaltantes ha bían sido atacados a su vez por los panameños, que los habían derrotado causándoles una gran carnice ría. Licenciando, pues, sus tropas, equipó una flota de diecinueve barcos para transportarle a él y al tesoro real a España, a donde llegó sano y salvo, entrando en el puerto de Sevilla, poco más de cua tro años después de su partida para el Perú. Grande fue la sensación que produjo en España la noticia de su llegada. Casi no se podía creer que tales resultados se hubiesen logrado en tan poco tiempo y por un solo hombre, un pobre eclesiástico ue, sin ayuda del Gobierno y por sus propios meios, por así decirlo, había reprimido una subleva ción que durante mucho tiempo había tenido en jaque a las armas de España. El Emperador se hallaba en Flandes. Se llenó de alegría al enterarse del completo éxito de la misión de La Gasea y no estuvo menos satisfecho de las riquezas que aquel traía, pues el tesoro real, pocas veces rebosante, se hallaba ahora agotado por los recientes disturbios de Alemania. Carlos escribió en seguida al presidente, rogándole que se presentase en la Corte a fin de oír de sus propios labios los detalles de la expedición. La Gasea, acompañado de un numeroso séquito de nobles y caballeros, se em barcó en Barcelona para presentarse ante la Corte en Flandes. Fue recibido por su regio señor que, apreciando en lo que valían sus servicios, se lo hizo patente de la manera más halagadora para él y, poco después, fue elevado a la dignidad de obispo de Patencia, recompensa la más adecuada a su carácter y a sus méritos. Ocupó la sede de Patencia hasta 1561, en
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que fue llevado al obispado vacante de Sigüenza. En él pasó apaciblemente el resto de sus días, en cumplimiento de su pastoral misión, honrado por su soberano y disfrutando de la admiración y el respeto de sus compatriotas. En su retiro aún se le consultaba por el Gobierno sobre los problemas importantes de las Indias. El desgraciado país del Perú fue todavía escenario de disturbios, aunque no tan importantes, poco des pués de la marcha del presidente. Tuvieron como motivo principal el descontento causado por los re partimientos y por la rigidez de la Audiencia en la aplicación de las benéficas restricciones implantadas en los servicios personales de los indios. Pero aque llos disturbios se calmaron al cabo de unos años, bajo el prudente gobierno de los dos Mendoza, que se sucedieron como virreyes y que ambos pertene cían a esa familia que ha dado tantos hijos ilustres al servicio de España. Su administración prosiguió la política clemente y firme a la vez de que La Gasea había dado el ejemplo. Las heridas que el país había recibido de sus antiguas disensiones fue ron cicatrizando de manera permanente. Con la paz, renació la prosperidad en el Perú. El conoci miento que tuvo de los resultados beneficiosos de sus esfuerzos, hizo sin duda brillar un rayo de ale gría, y también de gloria, en los últimos días del presidente. Su vida se extinguió un día del mes de noviembre de 1567. Murió en Valladolid y fue enterrado en la iglesia de Santa María Magdalena, que él había he cho construir y dotado de ricas rentas. Su sepulcro, sobre el que puede verse su efigie, revestida de sus hábitos episcopales, causa la admiración del visitan te por la belleza de la talla. Las banderas tomadas a Gonzalo Pizarro fueron colocadas sobre su tumba como trofeos de su memorable misión en el Perú.
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