Periferias: militancia, activismo y exclusión social
Sergio Villalobos-Ruminott Villalobos-Ruminott
I Si tuviésemos que hacer un breve recuento de las últimas décadas de la historia nacional, bien podríamos decir que los años noventa han estado marcados por el limitado y mediático proceso transicional, y el nuevo milenio pareciera confirmar la consolidación definitiva de nuestra precaria democracia, ahora sí, con índices sostenidos de crecimiento e integración social. Si esto fuese verdad, se confirmaría nuestra condición excepcional: seríamos, como tanto se ha repetido, un claro ejemplo no sólo de transición pacífica, sino también de racionalidad política y mesura económica. Sin embargo, una breve zambullida en la cotidianidad de nuestra sociedad nos muestra bastantes elementos que contradicen esta imagen excepcionalista, tan cuidada y popularizada por cientistas políticos y sociales. Desde los conflictos étnicos, donde destaca el llamado problema mapuche, hasta las recientes huelgas y manifestaciones protagonizadas por los trabajadores públicos y los estudiantes, la elogiada situación chilena pareciera mostrar una faz irreconocible para el optimismo de los oradores oficiales que celebran a destajo el Bicentenario como si hubiésemos superado efectivamente la herencia dictatorial. Y es que Chile no sólo sigue estando escindido por un irresuelto conflicto simbólico relativo al pasado, la justicia y los derechos humanos; sino que también está fracturado, sino partido, por una acentuada inequidad social que se perpetúa más allá de las buenas intenciones administrativas de los gobiernos recientes. La causa es extremadamente obvia, aún cuando ya nadie quiere discutirla: la dictadura realizó no sólo un violento exterminio de la oposición política, frenando el inédito proyecto de un socialismo institucional (la Unidad Popular), sino que además contribuyó al desmantelamiento del aparato estatal y, mediante una consistente política de privatizaciones y liberalización económica, realizó la verdadera transición chilena desde el Estado nacional al mercado global. Lo que llamamos transición a la
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democracia no es sino el reacomodo institucional a la ya declarada globalización capitalista que en Chile se materializó mediante la violenta instauración del modelo neoliberal. Dicho trabajo de re-ingeniería, meticulosamente implementado desde el mismo año 73 y cuyo peak está en los años ochenta, con una nueva institucionalidad jurídica y económica, conllevó no sólo la cancelación de la agenda reformista de la izquierda chilena (los planes nacionales de educación unificada, reforma agraria, reformas laborales, etc.), sino también la privatización de la economía y la sociedad. La dictadura fue, entonces, un cruento proceso “revolucionario” de liberalización económica en condiciones “excepcionales” de autoritarismo y represión social. Por eso, cuando en el año 88 se anunció la llegada de la democracia con un carnavalesco plebiscito que retomaba las calles para las grandes masas reprimidas y recluidas en los años anteriores, todo el montaje transicional pudo ser leído como una reiteración de la fiesta tumultuosa de la Unidad Popular. Sin embargo, en vez de dar paso a un proceso permanente de democratización y participación ciudadana, la transición dio paso a un tibio proceso de reforma institucional, de consagración del modelo económico y de desmovilización social (literalmente, los polítios profesionales mandaron a la gente para sus casas). Esto se comprueba hoy en día, en la precaria legislación social que favorece los procesos de acumulación primitiva y salvaje de capital: la banca, el lucro en la educación, el monopolio de tierras y minas, el nepotismo acendrado de una clase política divorciada del sentir de las mayorías, etc. En este sentido, las herencias de la dictadura son explícitas no sólo en la persistencia de un irresuelto nudo afectivo relativo al pasado y la violencia militar, sino también en la perpetuación, levemente maquillada, del llamado modelo económico: neoliberalismo, desposesión y precarización social. Así lo muestran, por ejemplo, las injusticias estructurales en salud, trabajo, seguridad social y educación, además de los retrocesos históricos en las conquistas que la sociedad chilena logró hasta 1973 (salario mínimo real, derechos de sindicalización, previsión social y procesos de nacionalización y reforma agraria, etc.), lo que se suma al surgimiento de nuevas y no tan nuevas
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problemáticas relativas a la apropiación y administración de recursos naturales y energéticos. En este contexto, no deja de asombrar la inercia de una izquierda oficialista que, satisfecha con su auto-perpetuación institucional, no logró alcanzar un aire de familia que la acercase a las tradiciones críticas y políticas que la motivaron en el pasado. Los tiempos han cambiado, se nos dice, y este cambio inespecífico pareciera justificar la flexibilidad pragmática de los programas políticos, cuando los hay. Prueba irrefutable de este giro institucional a la derecha lo da el hecho de que las más importantes dinámicas democratizadoras en el país, en los últimos veinte años (movimientos de derechos humanos, de identidad, laborales, estudiantiles, etc.) han surgido en el seno de movimientos sociales que no se reconocen ni se limitan a las lógicas de la promesa y de la representación formal características de los partidos políticos. En este sentido, tanto en las protestas mapuches como en las recientes movilizaciones estudiantiles se juega no sólo una asincronía entre los tiempos de la política formal y de la globalización, con respecto a las temporalidades heterogéneas del mundo social; sino también una nueva forma de comprender la política en tanto que “desacuerdo” intransable (para recordar a Rancière) con respecto al rígido modelo de los consensos transicionales. Obviamente, los cambios sufridos tanto a nivel nacional como a nivel mundial en los últimos años, han propiciado una renovación paradigmática y programática de las agendas intelectuales y políticas ligadas a la izquierda internacional: la crisis de los socialismo reales; la caída del muro y la configuración de un paisaje post-comunista a nivel global; el agotamiento del modelo cubano como horizonte utópico para una miope izquierda latinoamericana que elaboró en torno a la isla su particular fantasía roja (Iván de la Nuez); la instauración de un poder unilateral y global asociado con la Pax Americana; etc. Pero esta renovación teórica y política, todavía incompleta, no ha
logrado mitigar los vicios elitistas de la izquierda institucionalista chilena que, desde sus orígenes, habría remitido, persistentemente, las militancias sociales y políticas al estrecho marco de la institucionalidad estatal. De lo que nuestra izquierda adolece no es sólo de una amnesia oportunista, sino de una debilidad conceptual (afasia política) para
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reelaborar sus posiciones en un mundo y en un país expropiado y ajeno, más allá de la insistente reiteración de su pulsión electoralista. Y eso no sólo ha sido castigado recientemente con la elección de un gobierno de centro-derecha que en el imaginario social no dista mucho del programa reformista de una Concertación desgastada por su autorreferencialidad y su apego al poder; se expresa también en la insoslayable distancia entre las dinámicas de representación partidaria y el nivel de autoorganización y democracia de base manifiesta en los actuales movimientos sociales antineoliberales en el país. De ahí entonces el llamado pusilánime de los “representantes” del pueblo para volver a canalizar las dinámicas de democratización en el circuito formal de la política (Estado, parlamento, partidos políticos), justo ahora cuando la sociedad comienza a darse cuenta de su inalienable protagonismo en las luchas contra el capital.
II Empero, no basta con caracterizar a la izquierda chilena según su acendrada vocación estatista y su impotencia reflexiva frente a los imponderables mecanismos del mercado global; todavía necesitamos comprender cómo fue que la transición a la democracia terminó siendo una operación de perpetuación de la agenda dictatorial. En tal caso, esta crisis y pérdida de identidad política constituye un capítulo más dentro de la llamada crisis de la izquierda occidental, sobre todo, en relación con la configuración de un nuevo escenario de relaciones internacionales de poder y subordinación, que trastocaron las lógicas simbólicas e institucionales en las que surgió dicha tradición. Sin embargo, el orden mundial no es un asunto resuelto, ni sirve especular con la monumentalidad de un poder transnacional y tecno-tele-mediático. Las recientes manifestaciones sociales en el mundo árabe y las protestas estudiantiles chilenas coinciden en mostrar que el poder es siempre una proceso de interpelación constituido precariamente; que donde hay poder, como diría Foucault, siempre hay resistencia; líneas de fuga que complejizan el diagrama de la sociedad de control (Deleuze) y que amenazan con trastocar el conveniente negocio de los funcionarios del capital transnacional.
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Efectivamente, aún cuando Chile ha sido elogiado, urbe et orbis , como ejemplo de transición pacífica y mesura económica, lo cierto es que la actual “crisis de gobernabilidad nacional” (para usar un neologismo propio de las burocracias neoliberales), pone de manifiesto el carácter fetichista del modelo chileno en las retóricas del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional y de las ciencias sociales: gracias a los conflictos sociales (recientemente visibilizados) relativos a l a salud, la educación, el código laboral, y el sistema crediticio y financiero en general, es posible afirmar que Chile es, efectivamente, el mejor ejemplo del modelo neoliberal, de sus injusticias y su bancarrota generalizada, de su crudo proceso de acumulación y su correlativo incremento de la pauperizacización y precarización de la sociedad. De manera correlativa, la crisis paradigmática de la izquierda contemporánea a nivel mundial y nacional, sería síntoma de un vaciamiento de las formas de organizar y pensar el campo de la política desde la institucionalidad del capitalismo globalmente articulado, obligándonos a una reconsideración de sus límites y puntos ciegos. En este contexto, ser de izquierda sería hoy un asunto por definir en un mundo todavía irrepresentable y que desborda nuestros viejos mapas políticos y cognitivos. Pero una cosa sí es segura, la vieja institucionalidad representativa del capitalismo occidental ya no coincide ni es eficaz en interpelar las manifestaciones populares de democratización y justicia social. La crisis de la izquierda es tanto el efecto de una desconfianza generalizada con el pragmatismo asociado con dicho sector, como una manifestación de la crisis que afecta a la racionalidad política moderna, anclada en sus modelos antropológicos, normativos, formales e institucionales. Pensar la política hoy en día no es sólo imaginar modelos utópicos de sociedades post-capitalistas, ni mucho menos, elaborar ensortijados laberintos conceptuales (lo político, la politicidad, etc.), que nombren las formas del desacuerdo; es, en cambio, atender a dichos desacuerdos como prácticas efectivas de participación y compromiso ciudadano, sin sujetos ni espacios predefinidos, emergiendo eventualemnte en el día a día de las sociedades.
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¿Cómo ocurrió entonces que las agendas emancipatorias y transformacionales de la izquierda histórica se metamorfosearon en sofisticados repertorios de ingeniería social? ¿Qué pasó con los movimientos antidictatoriales que estremecieron el dominio militar en los años 80 y que en los noventa fueron despachados de la toma de decisiones con promesas de bienestar y un sistema crediticio cuya consecuencia final es el endeudamiento estratosférico de los sectores más vulnerables? ¿Qué ocurrió con los anónimos militantes de base una vez que los representantes de la política profesional volvieron a enquistarse en el poder?
III El trabajo de Freddy Urbano puede ser concebido como una reflexión inscrita en esta problemática. En su libro, La izquierda y la política, Urbano, parafraseando los rituales de urbanidad del discurso sociológico cualitativo, hace una necesaria contextualización de los procesos de crisis y flexibilización de la modernidad occidental, que imposibilitada de afirmar su rígido universalismo, se vuelve cada vez más heterogénea, flexible e incierta para una sociedad globalizada y virtualmente conectada. Esto habría posibilitado el desarrollo de nuevas teorías sobre la modernidad, pero estas sociologías del riesgo y la liquidez (Ulbrich Beck, Zygmunt Bauman, entre otros) no habrían surgido desde un abstracto reacomodo al interior de las disciplinas académicas, si no que serían, por el contrario, el producto de elaboraciones estimuladas por los cambios acaecidos en las décadas recientes. El libro además presenta un esbozo de la izquierda nacional, relacionando su extravío con el impasse vivido por las agendas libertarias y críticas en lo que hemos caracterizado como paisaje post-comunista. Si el post-comunismo fue el resultado directo de la caída del muro de Berlín, su capitalización por la hegemonía norteamericana no se hizo esperar. Después de todo, la historia parecía testimoniar el triunfo definitivo de la alianza entre democracia formal y capitalismo rampante. El relato estandarizado sobre este proceso, tiende a indiferenciar los diversos y conflictivos procesos sociales contemporáneos en una forzada universalización del
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modelo de sociedad que Alain Badiou ha llamado “capitalismo parlamentario”. Este nuevo orden mundial no sólo habría debilitado las tradiciones de pensamiento moderno (y sus respectivas categorías: sujeto, comunidad, soberanía, acción, etc.), sino que además, de manera fáctica, habría alterado los esquemas jurídicos y políticos que han funcionado para el Occidente moderno como principio de razón de su organización republicana. Si esto es así, entonces la izquierda occidental estaría frente a una crisis no sólo relativa a su indecoroso pasado estalinista, sino frente a un agotamiento radical de las premisas y presupuestos que le habrían dado vida. Perdida en el incesante zumbido de la era global, la izquierda necesitaría reorientar sus agendas políticas e intelectuales para volver a posicionar el problema de la justicia y la emancipación, en vez de agotarse en su propia re-localización parlamentaria, y en vez de desgastarse en un tibio proceso de humanización reformista de la incuestionada economía de mercado. La izquierda ha hecho su propio proceso de maduración, se nos dice, y el resultado de esto es un mejor acoplamiento a los requisitos del capitalismo parlamentario, sin reticencias juveniles ni filosofías de la historia (Brunner). Sin embargo, para reinstalar un pensamiento crítico movido por los ideales de justicia y emancipación, no bastaría con renunciar a los privativos acuerdos parlamentarios, ni tampoco con la reformulación de esquemas teóricos que repitan los vicios normativos de la tradición moderna. Una izquierda concernida con los grandes problemas de la actualidad, debería también ser capaz de someter a cuestionamiento sostenido las formas de narrar la historia y de concebir su propia trayectoria en dicho relato. Esto, siempre que sigamos identificando a la izquierda con aquel horizonte político emancipatorio asociado con los movimientos sociales democratizadores y no con su performance acomodaticia e institucionalista (à la chilena).
Por esto es importante el trabajo de Urbano, por su permanente referencia al mundo de las narraciones militantes que, por falta de acomodo y “dialéctica”, habrían quedado relegadas a la periferia de una burocratizada membresía política. Su ensayo, como todo ensayo, fabrica su propia maquinaria conceptual, disfrazándola con fabuladas metodologías y soterradas entrevistas que testimonian lo esperado: la
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transición chilena implicó un proceso de transformación de la práctica política, una expropiación de su condición masiva y su consiguiente institucionalización restrictiva y discriminante. Despolitización, reciudadanización, despopularización, pérdida de relevancia, re-elitización de la toma de decisiones, recentramiento normativo de la actividad política, criminalización de la participación extra-parlamentaria, vaciamiento de las calles y copamiento de los centros comerciales, son otras tantas invenciones que Urbano se agencia para relatar la crónica de una agonía final. La crisis de la izquierda entonces, aparece contextualizada en el marco de las militancias políticas, para mostrarnos cómo los acuerdos palaciegos de la Concertación hipotecaron no sólo a las víctimas de la violencia dictatorial, sino que desactivaron y desplazaron a los militantes sociales que en los años ochenta (nuestra generación) comprendieron que un verdadero proceso de democratización requería de una ilimitada participación social. ¿Cómo fue posible entonces que la militancia social se haya transformado en pragmatismo, nostalgia y desinterés? ¿Qué fue de los activistas de base que soñaron una sociedad distinta al modelo pinochetista y terminaron convertidos en desahuciados pesimistas o eufóricos concertacionistas? ¿Dónde están los anónimos forjadores de la democracia que no figuran en las listas auto-referentes y nepotistas de la militancia oficial y partidaria? Urbano no lo dice, pero lo sugiere. Un lector atento es todo lo que se necesita. La transición no sólo perpetuó la ingeniería dictatorial, sino que repitió al mismo golpe cuando decidió disciplinar los excesos de un insolente populacho ochentero y remitirlo a la lógica de representación concertacionista. Pero, no nos engañemos, su libro no se enfoca en denunciar las taras de la Concertación y sus eslóganes realistas, sino que quiere ser un llamado de atención sobre nuestro olvido con respecto a las narrativas alternativas provenientes de arrepentidos y reticentes militantes de base. Estas narrativas traman una historia heterogénea con respecto a la oficial, y nos entregan importantes contribuciones, hasta ahora desoídas, para reformular un horizonte político radical. Los militantes interrogados por Urbano, inscriben sus relatos en la metafórica del día y la noche, de la calle repleta y del vacío de la desmovilización transicional. Nada
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tienen que ver ni con los ágiles mediadores políticos, toda una casta de oportunistas ignorantes que pululan en torno a la Moneda (y a la moneda), ni con los dedicados agentes parlamentarios, sino que se refieren al anónimo sujeto que dedicó su vida a rearticular el tejido social de la democracia. Los que se aburrieron de las falsas promesas, los que se fueron “ pa’ la casa”, los decepcionados, los comprometidos, los defraudados, los que no conocían a nadie pero que igual se la jugaron. Urbano nos cuenta la otra historia, no excepcional y por ello común y silvestre, de estos últimos años. Su contribución no debe ser ponderada como simple anexo al discurso oficial, sino que como inaplazable apertura a la heterogeneidad de las narrativas sociales desconsideradas por el homogéneo formato de los saberes de la transición. Y esto es, sin duda, crucial para elaborar la genealogía de los movimientos sociales contemporáneos, que emergen con fuerza y prestancia desconociendo la interpelación política formal y manifestándose como formas radicales del desacuerdo y de democracia participativa popular. Las narrativas de los militantes de base deshauciados y desplazados por el protagonismo narcisista de los políticos profesionales, constituyen un “capital” fundamental en el repertorio de la memoria popular contra el poder, de la que se nutren indefectiblemente los actuales movimientos anti-neoliberales. De ahí que, por un lado, los niveles de desaprobación del gobierno y la oposición alcancen cifras históricas en la actualidad, y por otro lado, las calles sean tomadas cada vez con más fuerza por organizaciones sociales para-partidarias. Quisiera reparar en esto último. El libro entero está dedicado a la militancia política. Aún cuando su tono se inscribe, ambiguamente, entre el ensayo y el tratado etnográfico, todo su cometido consiste en preguntarle a la política (a lo político, si se quiere), porqué el olvido es la condición del ser de izquierda en Chile. Urbano no sólo rastrea las vicisitudes de la militancia de base, la configuración de lo que él llama sujeto periférico (juventud, pobladores, militantes, etc.), o las limitaciones de la izquierda concertacionista. Su interrogación también está dirigida a una cierta izquierda melancólica. Aquella izquierda que sigue argumentando desde un supuesto pasado
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monumental y heroico, y que sigue contemplando el mundo desde la herida trágica de la traición y el crimen de Caín. Su trabajo entonces es una contribución indispensable para un debate pendiente. Aquel relacionado no sólo con nuestros años sesenta, sino también con las formas en que la política se distanció de la sociedad y se adaptó, con inverosímil flexibilidad, a los vaivenes del mercado mundial. Necesitamos interrogar esta historia, no sólo desde la perspectiva de los discursos oficiales, sino también desde la perspectiva de las narrativas sociales. La única posibilidad de trascender la falsa alternativa entre oportunismo político e izquierda melancólica, es interrogando las militancias y los afectos sociales. Sólo así seremos capaces de una política radical. Una izquierda desmelancolizada sería aquella que no sigue románticamente insistiendo en la pérdida como despojo, ni que se conforma con el relato paterno sobre la maldad del otro; una izquierda desmelancolizada sería aquella que, sabiendo de la precariedad constitutiva de su propia apuesta, no por ello la hipoteca en un relato fantasioso sobre el enemigo, la historia, o el poder. Por esto, la izquierda chilena, cuestión clave en el libro de Urbano, no sólo se debate entre el compromiso olvidadizo del realismo transicional y el izquierdismo atarantado de una ortodoxia melancolizada, sino que tiene, como gran desafío, volver a hacer posible, imaginable, pensable, un mundo mejor. Ninguna otra cosa interesa: sólo las grandes apuestas por un mundo mejor. Y aquí es donde el trabajo de Urbano inscribe su gesto y su política, en preguntar, finalmente, si es necesaria la izquierda para la política. Su respuesta, a diferencia de los teóricos europeos de la tercera vía y de sus lectores latinoamericanos artífices de las limitadas transiciones y democratizaciones en la región, consiste en mostrar que la izquierda es una forma de prácticar la política, siempre subordinada a las demandas de los movimientos sociales, atenta a las lógicas del desacuerdo, dispuesta a dejar en el pasado la herida narcisista para confrontar las injusticias que se perpetuan en el presente. Todo lo demás es ser de derecha, más allá de las credenciales de familia.
Septiembre 2011
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