El Imaginario social de Cornelius Castoriadis. La Teoría social revisitada
Angel Enrique Carretero Pasín
El hombre es un animal inconscientemente filosófico, que se planteó las cuestiones de la filosofía en los hechos mucho tiempo antes de que la filosofía existiese como reflexión explícita; y es un animal poético, que proporcionó en lo imaginario unas respuestas a estas cuestiones. Cornelius Castoriadis
Introducción Como es bien sabido, el pensamiento de Cornelius Castoriadis se caracteriza por su transdisciplinariedad, condensando aportaciones teóricas provenientes de una multiplicidad de ámbitos del saber, no sólo restringidos éstos al campo de las ciencias humanas y sociales sinó también incluyendo al campo de las ciencias físicas y matemáticas. De ahí que, como es obvio, el análisis de dicho pensamiento pueda ser afrontado desde distintos ángulos o perspectivas temáticas. En este contexto, nuestro propósito será focalizar una atención específica en torno a sus implicaciones ontológicas y epistemológicas en el dominio de la Teoría Social. La obra de Castoriadis, en este sentido, serviría como estímulo para una renovación de los cimientos filósóficos sobre los que se había asentado tradicionalmente la ciencia social. Para ello, primeramente, desglosamos el trayecto a partir del cual llegó a fraguarse la noción de Imaginario social, y ésto en una doble vertiente: por una parte, a nivel contextual, -incidiendo en sus antecedentes o precursores intelectuales más significativos-, por otra parte, a nivel propiamente interno, –evidenciando el itinerario teórico seguido por el propio Castoriadis. A continuación, desarrollamos las dimensiones ontológicas y epistemológicas más relevantes promovidas en la propuesta filosófico-sociológica de Castoriadis. Finalmente, abordamos las posibles derivaciones de éstas en lo relativo a una reformulación de la axiomática sobre la que, desde sus orígenes, se apoyará la ciencia social.
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1. El camino hacia la formulación de la noción de Imaginario social Como anteriormente dejábamos ya apuntado, es útil distinguir un doble plano en el esclarecimiento de la consolidación de la noción de Imaginario social: un plano externo, histórico-cultural, y un plano interno, vinculado a la evolución de la biografía intelectual de Castoriadis. 1.1. El plano externo: Los prolegómenos para el reconocimiento de la trascendencia filosófico-sociológica del Imaginario social La rehabilitación de la relevancia ontológica y epistemológica del Imaginario social, al modo en cómo éste ha sido contemplado por Castoriadis, ha sido el resultado de un largo itinerario intelectual en donde han llegado a converger diversas corrientes de pensamiento que, con independencia de sus presupuestos teóricos de partida y como denominador común, han mostrado su disconformidad con una visión de las ciencias humanas y sociales en donde ha primado una consideración de la realidad social en términos de objetividad y una concepción de la ciencia ajustada a las directrices de un modelo explicativo-causal. Ahora bien, no se trata aquí tanto de abordar en qué medida Castoriadis se haya visto influenciado directamente por alguna o parte de ellas, sino, más bien, de desglosar los trazos generales de éstas que han contribuido, desde sus diferencias, a gestar una novedosa heurística para acometer el estudio del hombre y de la sociedad, la del Imaginario social, distanciada de los principios axiomáticos del paradigma hegemónico históricamente en este terreno, el positivismo. En este sentido, habría que comenzar resaltando que el descubrimiento de la radicalidad ontológica y epistemológica del Imaginario social ha pasado necesariamente por una superación de dos escollos teóricos fundamentales: por una parte, el materialismo que, en sus distintas vertientes –fundamentalmente marxistas y psicoanalíticas-, enfatizara una ontología social en la que la naturaleza última de las instancias representacionales, ideacionales omnipresentes en vida social era explicada desde una recurrente génesis explicativa siempre de índole material (bien sea ésta pensada en términos de conflicto infraestructural o libidinal) y, por otra parte, el racionalismo que, inaugurado en Occidente por el cartesianismo, devaluara aquellos órdenes de la experiencia humana y social que no lograban encajar en el seno del modelo de saber instaurado a raíz de la modernidad y que, básicamente, había entronizado la objetividad y la legalidad científica1. La conjugación de materialismo y racionalismo precipitará, así, la cristalización posterior del paradigma ontológico y epistemológico dominante en las ciencias sociales hasta las postrimerías del siglo XX, el positivismo. El primer paso en el descubrimiento de la relevancia sociológica del Imaginario social fue el dado por Emile Durkheim al enfatizar la importancia de las representaciones colectivas en el dinamismo interno de las sociedades. Es necesario reconocerle a la obra tardía de Durkheim, pues, el estímulo para repensar no sólo la autonomía o independencia, sino, lo que es más importante, el carácter fundante de cierto tipo de representaciones colectivas, impulsando, de este modo, la reivindicación del papel prioritario desempeñado por lo ideacional en la vida social2. Las 1
Esta idea puede encontrarse desarrollada de un modo más exhaustivo en Durand (2000) y en Carretero (2004). Un acercamiento al sinuoso tratamiento del que ha sido objeto el orden de lo imaginario a lo largo del pensamiento occidental, desde Platón a Sartre y Lacan, puede verse bien reflejado en Védrine (1990). 2 Papel que alcanza, incluso, a la propia legitimación de una determinada estructura social, como bien ha mostrado Duby (1978) en su visión de la sociedad medieval, o a la forma
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representaciones colectivas, pondrá ya de manifiesto Durkheim en 1898, poseen un estatuto ontológico absolutamente irreductible a la suma de las representaciones individuales de aquellos que integran un conjunto social. «.. deberemos decir de la vida social, decía Durkheim, que ella se define por una hiper-espiritualidad, entendemos por esto que los atributos constitutivos de la vida psíquica se encuentran en ella, pero elevados a una potencia mucho más alta y de manera que constituyen algo enteramente nuevo» (Durkheim, 2000: 58). Pero va a ser cuando Durkheim, al final de su periplo intelectual, vuelque su atención en torno a la elucidación de la naturaleza del fenómeno religioso el momento indicado en el cual llegue realmente a revelar la trascendencia sociológica albergada en las representaciones colectivas. El sistema de creencias religioso, afirmará Durkheim, es una trascendencia inmanente a lo social, es decir, se constituirá como el elemento fundamental que posibilitará la autorrepresentación que toda sociedad o grupo social hará de sí mismo, y esta autorrepresentación formará, así, una parte esencial de la propia existencia de lo social. Las representaciones colectivas, pues, partiendo del desvelamiento de la función desempeñada por la religión en sus primeras manifestaciones, es decir en los cultos totémicos, poseerá una irremplazable eficacia societal. De manera que, disolviendo falsos, por simplificadores, esquemas dicotómicos establecidos entre el orden de lo material y el de lo ideal, Durkheim otorgará a las representaciones colectivas en general, y a las religiosas en el caso particular por él estudiado, la inequívoca facultad de crear y recrear un sentimiento de comunidad. Las representaciones colectivas no son, entonces, un epifenómeno derivado de las condiciones materiales de la sociedad, un reflejo, sin más, de éstas. A este respecto, dirá Durkheim, en un emblemático fragmento de las Conclusiones a Las formas elementales de la vida religiosa: «.. una sociedad no está constituida tan sólo por la masa de individuos que la componen, por el territorio que ocupan, por las cosas que utilizan, por los actos que realizan, sino, ante todo, por la idea que tiene de si misma» (Durkheim, 1982: 394). La pervivencia de la identidad de toda sociedad pasará, de este modo, por la conservación de una sólida conciencia colectiva que sólo podrá ser garantizada por medio de la coparticipación en torno a un ideal social que, históricamente, se ha traducido en clave fundamentalmente religiosa3. Pero, al mismo tiempo, Durkheim redescubrirá otro elemento determinante en la gestación de la noción de Imaginario social, a saber, una inherente fecundidad instalada en lo simbólico destinada a forjar la autorrepresentación que una sociedad hace de sí misma. Toda sociedad, dirá Durkheim, se expresa simbólicamente; de manera que ciertas imágenes simbólicas –el símbolo totémico en su análisis del origen de las primeras manifestaciones religiosas- traducirán cómo una sociedad llega a definirse y delimitarse específicamente con respecto a otra. El símbolo, pues, sirve para fraguar una conciencia colectiva, para cuajar un determinado espíritu comunitario, en donde se establecerán unas fronteras imaginarias en relación a otra comunidad. «Es inútil demostrar que un emblema constituye, para todo tipo de grupo, un útil punto de identidad. Al expresar la unidad social bajo una forma material, la hace más sensible para todos y, por esta razón, el uso de símbolos emblemáticos debió de irse generalizando a partir del momento en que surgió la idea. Pero, además, esta debió surgir de manera espontánea de las condiciones de la vida común; pues el emblema no de organizar la totalidad de la experiencia social, incluidas lógicamente las relaciones sociales, tal como ha puesto de relieve Godelier (1989). 3 El papel de la memoria colectiva, en cuanto representación colectiva destinada a fortalecer la identidad comunitaria frente a los avatares del tiempo, ha sido radiografiada admirablemente por Maurice Halbwachs, un excelente continuador de la obra durkheimiana. Véase, a este respecto, especialmente, Halbwachs (1994).
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es tan sólo un instrumento cómodo que hace más diáfano el sentimiento que la sociedad tiene de sí misma: sirve para elaborar tal sentimiento; es él mismo uno de sus elementos constitutivos» (Durkheim, 1982: 215-216)4. Asimismo, la cristalización de la noción de Imaginario social se nutrirá, a su vez, de una tradición que, al menos en apariencia, discurrirá por cauces distintos a la durkheimiana, la sociología de corte fenomenológico. Una sociología fenomenológica que buscará incidir, desmarcándose de la metodología explicativo-causal que ya colonizara el espectro de las ciencias sociales, en el desciframiento, fundamentalmente comprensivo, de la significación para un sujeto implícita en todo hecho social. Como es sabido, en un célebre ensayo de 1913, Max Weber, tratando de edificar los cimientos metodológicos de la ciencia social, había atribuido a ésta el papel de desvelar el sentido subjetivo, «poseído» o «mentado» implícito en toda acción social (Weber, 1997: 177). El tipo de acción que, según Weber, pues, estaría revestido de una verdadera relevancia específica para la sociología comprensiva sería aquel en el que la acción se encuentre cargada de esta referencia de sentido mentado para un actor social. Alfred Schütz, siguiendo, aunque con matices, la estela metodológica auspiciada por Weber e intentando conjugarla con el acerbo filosófico husserliano, había propuesto la noción de significado objetivo de una acción social, subrayando cómo la coparticipación en un común significado por varios actores sociales presupone, obligatoriamente, el hecho de compartir unos mismos «esquemas interpretativos» aprióricos a partir de los cuales se llegaría a solidificar una similar manera de presentarse como algo significativo e inteligible la realidad, lo que posibilitaría, en última instancia, la existencia de un mundo intersubjetivo. Así, Schütz mostrará cómo las relaciones sociales que se van tejiendo en un determinado ámbito de la vida social, o la propia existencia misma de lo social, descansará sobre un significado consensuado, dando lugar, así, a la existencia de realidades múltiples. Dicho significado objetivo, además, trasciende y antecede a la actitud de toda conciencia individual que pretendiese otorgar significado al mundo, apareciendo, más bien, como algo, entonces, preestablecido, pre-dado. «Lo que llamamos el mundo del significado objetivo se abstrae, por lo tanto, en la esfera social, de los procesos constituyentes de una conciencia que asigna significado, sea la de uno mismo o la de otro. Esto da por resultado el carácter anónimo del contenido significativo que se predica de él, y también su invarianza respecto de toda conciencia que le ha dado significado mediante su propia intencionalidad» (Schütz, 1993: 67). Coparticipar en una misma sociedad entrañará, por tanto, asumir, de un modo aproblematizado, una institucionalizada interpretación significativa y objetiva del mundo que se presenta de antemano a aquellos que comparten un común horizonte cultural. Schütz allanará, así, el terreno para que Peter Berger y Thomas Luckmann propongan la noción de universo simbólico con la intención de incidir en el mecanismo 4
A su vez, la línea de pensamiento auspiciada por Ernst Cassirer (1972), (1997), y luego perpetuada con suma fertilidad por Gilbert Durand (1971), (1981), aunque desde una vertiente, eso sí, más ligada al campo de la antropología filosófica que al dominio concreto de las ciencias sociales que es en el cual aquí nos interesa concretamente ahondar, se preocupará de desvelar cómo el símbolo es el medio por excelencia para acceder al significado trascendente contenido en las grandes construcciones inmateriales mítico-religiosas que están permanentemente sosteniendo toda cultura. Dejamos meramente apuntada la existencia de esta fecunda tradición intelectual para la que el símbolo poseería la inigualable facultad de abrirnos a la captación de lo trascendente, de servirnos de cauce para acceder a lo irrepresentable, a lo que está más allá de lo sensible, puesto que nuestro interés, en este caso, se focaliza más específicamente en la dimensión y las implicaciones propiamente sociológicas del Imaginario social.
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de legitimación global de una siempre particular interpretación significativa del mundo socialmente institucionalizada. En los términos de Berger y Luckmann, los universos simbólicos serían: «.. cuerpos de tradición teórica que integran zonas de significado diferentes y abarcan el orden institucional en una totalidad simbólica» (Berger y Luckmann, 1986: 124), o, formulado de otro modo, «El universo simbólico se concibe como la matriz de todos los significados objetivados socialmente y subjetivamente reales; toda la sociedad histórica y la biografía de un individuo se ven como hechos que ocurren dentro de ese universo simbólico» (Berger y Luckmann, 1986: 125). Los universos simbólicos serían, pues, aquellas instancias últimas que harían posible que el mundo tenga una aproblematizada significación para que aquellos que integran un mismo conjunto cultural e interiorizan, pues, dicha significación. Todos ellos se reconocen como miembros pertenecientes a una misma sociedad o cultura en la medida en que comparten un universo significativo que, por una parte, los antecede y que, por otra parte, persistirá con posterioridad a su periplo vital. Las grandes construcciones mitológicas o religiosas han sido históricamente los universos simbólicos por excelencia, si bien la tecno-ciencia emergería, en la contemporaneidad, como un nuevo y poderoso universo simbólico. En 1966, a raíz de la publicación de Las palabras y las cosas, Michel Foucault revoluciona el panorama intelectual francés del momento, diseccionando la arqueología de las ciencias llamadas humanas como nuevos campos de saber y problematizando el fundamento de éstas. Con ello, Foucault perseguirá socavar no solamente la supuesta objetividad y positividad epistemológica de las ciencias humanas, sino, a mayores, la del conocimiento científico en su globalidad, significando un severo correctivo al institucionalizado positivismo. De un modo análogo a Thomas Kuhn cuando definía un paradigma científico como «la completa constelación de creencias, valores, técnicas, y así sucesivamente, compartidos por los miembros de una comunidad dada» (Kuhn, 1986: 269), Foucault introducirá una novedosa noción, la de episteme, mediante la cual intenta reflejar un campo epistemológico, un marco de invisibilidad, que estaría preconfigurando un determinando espacio de saber. La episteme precondicionaría, entonces, aquello que una ciencia presupone qué es lo que debe pensar y qué es lo que debe saber. En palabras de Foucault, «aquello a partir del cual han sido posible conocimientos y teorías; según cuál espacio de orden se ha constituido el saber; sobre el fondo de qué a priori histórico y en qué elemento de positividad han podido aparecer la ideas, constituirse las ciencias, reflexionarse las experiencias en las filosofías, formarse las racionalidades para anularse y desvanecerse quizá pronto» (Foucault, 1997: 7). Con Foucault, entonces, la supuesta neutralidad y objetividad científica se verán seriamente amenazadas. De algún modo, Foucault profundiza, radicalizándola, en una reiterativa y siempre inconclusa temática ya abordada insistentemente en los albores de la sociología del conocimiento como campo intelectual en el que se entrecruzaban la filosofía y una sociología en proceso de institucionalización, la de la irremediable determinación social de toda forma de conocimiento (Mannheim, 1997), la de la inserción del conocimiento en un inevitable marco social que lo precondiciona (Gurvitch, 1969), y, consiguientemente, las dificultades al tratar de lograr formular un conocimiento ubicado en un punto arquimédico –recordemos las dificultades que entrañaba la localización epistemológica atribuida a la intelligentsia por Mannheim-, en el que pudiera substraerse, en suma, a cualquier tipo de instancia social. Hay, pues, presupuestos axiomáticos ocultos, que no se dejan mostrar, descubrirá Foucault, pero que trascienden al saber científico en sus diferentes expresiones y que predisponen y predeterminan el peculiar modo en cómo éste se autodefine y se relaciona con su objeto de estudio particular.
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En un contexto geográfico bien distinto, aunque, no obstante, en el seno del siempre abierto debate en torno a la fundamentación epistemológica de las ciencias sociales, Jürgen Habermas reivindica en 1970 el método hermenéutico para este tipo de ciencias, si bien acusará a la figura más descollante de la hermenéutica contemporánea, Hans-Georg Gadamer, de practicar una hermenéutica conservadora, dado que, según Habermas, éste habría insistido en revitalizar la trascendencia de tradición en el acerbo teórico de las ciencias humanas y sociales. El proyecto epistemológico que guía el pensamiento de Habermas, absolutamente fiel al legado ilustrado-kantiano, buscará formular un modelo de racionalidad crítica completamente salvaguardada de los prejuicios que, a su juicio, obstaculizarían el despliegue de una razón que pretendiese comprometerse en un interés orientado hacia la emancipación humana. Los pre-juicios deberían ser superados, pues, para lograr un saber sociológico guiado por una razón enemistada con la tradición, si bien, como es sabido, un modelo de razón totalmente distanciado del modelo que fuera diseñado por el positivismo. Gadamer (1977, I, 277 y ss.), por su parte, en contraste con Habermas, entiende que la existencia de los prejuicios constitutivos de la tradición son una condición consustancial a una razón que pretenda ser una razón implicada en la historicidad y no meramente apriórica. Los prejuicios, según Gadamer, como ya antes afirmara Ortega de las creencias, no debieran ser identificados, de esta manera, con lo falso o lo ilusorio, al modo del espíritu ilustrado. La comprensión del mundo nunca se lleva a cabo desde un punto neutro ajeno a la trama de éste, no puede darse libre de una presuposición interpretativa mediada históricamente que lo condiciona, no puede abstraerse, en suma, a un horizonte hermenéutico en donde cobra necesariamente un sentido; lo es siempre desde el marco de una tradición que atesora inevitablemente unos pre-juicios de los que no es posible liberarse sino, al menos, reconocerlos. De ahí que, para Gadamer, el auténtico prejuicio, en el que sí incurriría la razón de raigambre ilustrada, es el de pretender erigirse en inmune a todo tipo de pre-juicio. La hermenéutica gadameriana reivindica, en definitiva, la imposibilidad de una razón plenamente depurada de contaminaciones histórico-culturales, proponiendo la existencia de un contexto pre-rreflexivo que, una vez más, antecedería y condicionaría la siempre particular manera de acercarnos al mundo y, lógicamente, a la comprensión de éste.
1.2. El plano interno: La refutación de los paradigmas contemporáneos reinantes en las ciencias sociales La obra de Cornelius Castoriadis, condensada básicamente en La institución imaginaria de la sociedad, se elaborará a partir de una confluencia y diálogo crítico con las corrientes de pensamiento más emblemáticas del panorama contemporáneo. Castoriadis absorberá, así, cierta parte del andamiaje teórico presente en éstas, -si bien nunca una concepción global de ninguna de ellas por entero-, para llegar a edificar luego su particular y renovadora perspectiva acerca de lo social. La discusión teórica de Castoriadis centrará fundamentalmente su objetivo sobre una cuádruple vertiente: el Funcionalismo, el Marxismo, el Psicoanálisis y el Estructuralismo. a. El Funcionalismo: El Funcionalismo antropológico de Bronislaw Malinowski y Radcliffe-Brown, al que Castoriadis toma como punto de referencia básico de su análisis, había tratado de esclarecer la peculiar lógica que preside la vida social a partir de la presuposición de una correspondencia unívoca entre unas preexistentes necesidades sociales y unas instituciones encargadas de responder a dichas necesidades. El organigrama social propuesto por el Funcionalismo, entonces, atribuye a cada
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instancia de la vida social la tarea de dar cuenta de una específica demanda originaria emanada del cuerpo social, convirtiéndose, así, no solamente cada institución sino cada sistema de creencias o costumbres, en realidad, en medios diseñados al servicio de un fin preestablecido. Por una parte, Castoriadis reprochará al Funcionalismo su aproblematizada consideración de unas necesidades naturales con una existencia previa y totalmente independiente de un determinado marco cultural en donde éstas se inscribirían. Por el contrario, va a ser cada modelo de sociedad concreto, según Castoriadis, el que permitirá configurar aquello que, en definitiva, se llegará a percibir y asumir como algo propiamente natural; o para decirlo en otros términos, no existen unas necesidades naturales, objetivas, reales, predefinidas con respecto a un universo de significación siempre necesariamente cultural.«Una sociedad no puede existir más que si una serie de funciones se cumplen constantemente (producción, parto y educación, gestión de la colectividad, regulamiento de los litigios, etc.), pero no se reduce a esto, ni sus maneras de hacer frente a sus problemas le son dictadas de una vez por todas por su «naturaleza»; la sociedad inventa y define para sí tanto nuevos modos de responder a sus necesidades como nuevas necesidades» (Castoriadis, 1983: 200). Por otra parte, el Funcionalismo no se habría percatado de que las instituciones sociales adquieren siempre un sentido en el contexto de una red simbólico-imaginaria en donde éstas se encuentran consustancialmente enmarcadas. De manera que la totalidad de las instituciones sociales se hallarían subordinadas a un orden simbólico que las trascendería y en donde éstas llegarían a adquirir toda su auténtica significación. Cada modelo particular de sociedad, entiende Castoriadis, reposaría sobre una matriz simbólica central de la cual se llegaría a irradiar una determinada inteligibilidad, significación y organización a la totalidad de la experiencia social y lógicamente a las instituciones en ella albergadas. «Las instituciones no se reducen a lo simbólico, pero no pueden existir más que en lo simbólico, son imposibles fuera de un simbólico en segundo grado y constituyen cada una su red simbólica. Una organización dada de la economía, un sistema de derecho, un poder instituido, una religión, existen socialmente como sistemas simbólicos sancionados. Consisten en ligar a símbolos (a significantes) unos significados (representaciones, órdenes, conminaciones o incitaciones a hacer o a no hacer, unas consecuencias –unas significaciones, en el sentido lato del término) y en hacerlos valer como tales, es decir hacer este vínculo más o menos forzado para la sociedad o el grupo considerado» (Castoriadis, 1983: 201). b. El Marxismo: En síntesis, Castoriadis rechazará del Marxismo clásico tanto su estrecha concepción materialista-economicista de la sociedad como su racionalismodeterminismo histórico. En primer lugar, para Castoriadis, el Marxismo concebiría la naturaleza del orden simbólico-imaginario que otorga significación al conjunto de la vida social, y al que se circunscribe en el ámbito de la superestructura social, como un efecto epifenoménico derivado de una determinada infraestructura social. Ahora bien, según Castoriadis, el Marxismo no llegaría a comprender que esta infraestructura social vendría a su vez ya necesariamente preconstituida desde un orden simbólico. «Si la «economía», por ejemplo, determina el «derecho», si las relaciones de producción determinan las formas de propiedad, significa que las relaciones de producción pueden ser captadas como articuladas y lo están efectivamente «antes» ya (lógica y realmente) de su expresión jurídica. Pero unas relaciones de producción articuladas a escala social (no la relación de Robinson con Viernes) significan ipso facto una red a la vez real y simbólica que se sanciona ella misma –o sea una institución.» (Castoriadis, 1983: 215). El materialismo de Karl Marx, asimismo, a juicio de Castoriadis, habría considerado la naturaleza de esta institución simbólico-imaginaria mencionada como un quimérica,
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fantasiosa o ilusoria elaboración humana, del mismo modo que ocurriría en el caso de la religión, emanada siempre, en última instancia, tanto de una evidente contradicción histórica como de una incapacidad real para llegar a resolver ésta. En suma, Marx habría identificado, de un modo simplificador, el orden simbólico-imaginario con el orden de lo ideológico.«Pero este papel de lo imaginario era visto por Marx como un papel limitado, precisamente, como papel funcional, como eslabón «no económico» en la «cadena económica». Esto porque pensaba poder remitirlo a una deficiencia provisional (un provisional que iba de la prehistoria al comunismo) de la historia como economía, a la no madurez de la humanidad. Estaba dispuesto a reconocer el poder de las creaciones imaginarias del hombre –sobrenaturales o sociales-, pero este poder no era para él más que el reflejo de su impotencia real» (Castoriadis, 1983: 229)5. Pero, además, Marx no habría tampoco valorado lo suficiente el potencial utópico albergado en el orden simbólico-imaginario, la posible utilización de éste por parte del hombre al procurar movilizar la realidad social instituida y anticipar nuevas realidades, su inherente capacidad para erigirse, en suma, en fuente de cambio social. Castoriadis realza, de esta manera, cómo la transformación de las estructuras sociales no obedecería, entonces, a ningún tipo de reductor mecanicismo histórico, a ninguna racionalidad intrahistórica que operaría al margen de la voluntad del hombre. Por el contrario, insistirá en cómo la modificación del destino histórico de las sociedades es siempre el resultado de una creación eminentemente humana en donde cobra una especial relevancia el orden de lo simbólico-imaginario. «Cuando se afirma, en el caso de la institución, que lo imaginario no juega en ella un papel sino porque hay problemas «reales» que los hombres no llegan a resolver, se olvida, pues, por un lado, que los hombres no llegan a resolver estos problemas reales, en la medida en que lo consiguen, sino porque son capaces de imaginarlo» (Castoriadis, 1983: 232)6. c. El Psicoanálisis: Castoriadis, a partir de su propia experiencia como psicoanalista, se desmarcará de ciertos pilares básicos sobre los que se apoyara la ortodoxia freudiana. En primer lugar, Castoriadis reprochará al padre del psicoanálisis su marcado psicologicismo. Sigmund Freud, a su juicio, habría dado preponderancia al individuo frente a lo social, pasándole desapercibido que aquel no existe como un ente independizado del mundo socialmente institucionalizado, puesto que, incluso, la conformación de su identidad es ya una construcción inevitablemente social. Lo individual no sería, como pensaba Freud, un punto de partida, sino, más bien, un punto de llegada, un resultado final de la confrontación de los significados sociales instituidos y la vida representacional del individuo7. Pero el auténtico núcleo del que surgen las 5
Si bien Marx, para Castoriadis, habría llegado, eso sí, a entrever la radicalidad social de lo imaginario al abordar, por una parte, el análisis del fetichismo de la mercancía en el Libro I de El Capital y, por otra parte, al resaltar la trascendencia de los fantasmas de la memoria de los muertos actuando sobre la de los vivos al comienzo de El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Una aproximación al acercamiento/distanciamiento existente entre la teoría marxista y la propuesta teórica del Imaginario social puede verse en (Carretero: 2006: 185-265). 6 Algo que el Marxismo de Ernst Bloch, al subrayar la imbricación de imaginario y utopía, ha explorado convincentemente. Señalemos, a este respecto, que Castoriadis afirma que «lo esencial de la creación no es descubrimiento sino constitución de lo nuevo»; y que «en el plano social, que es aquí nuestro interés central, la emergencia de nuevas instituciones y de nuevas maneras de vivir, tampoco es un descubrimiento, es una constitución activa» (Castoriadis, 1983: 231). 7 Lo que Jürgen Habermas considerará, por su parte, como un simplificador retrato de la génesis y de la esencia del yo, en donde, a su juicio, se omitiría un elemento psicoantropológico esencial, a saber, el ámbito del lenguaje y de la intersubjetividad social como instancia posibilitadora de la identidad personal. Véase Habermas (1989: 390-395). Compartimos, no
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desavenencias de Castoriadis con respecto a Freud radicará en la reductora consideración que éste, en líneas generales, atribuye a la fantasía. Para Castoriadis, Freud habría minusvalorado la naturaleza de la fantasía, concibiéndola como el resultado de un proceso de sublimación originado a raíz de la represión de la carga libidinal contenida en la psique. La fantasía, desde esta óptica, no sería más que una ilusoria elaboración de la mente cuya génesis nos remitiría al bloqueo del libre curso de las pulsiones, es decir, a una carencia de origen psíquico. En este sentido, el examen freudiano de la fantasía, de lo imaginario, va a ser similar al marxiano, puesto que ahora, de un modo semejante a Marx, será un déficit previo, en este caso psicológico, el que impulse el despliegue de la fantasía. En el discurso freudiano, el origen de la fantasía sería, pues, encubrir una carencia pulsional subyacente. El pensamiento de Freud, en opinión de Castoriadis, estaría marcado, en última instancia, por una tentativa por racionalizar, por esquematizar, un elemento como la fantasía intrínsecamente reacio a su plegamiento en términos racionales8. Según Castoriadis, por el contrario, el ser humano sería un ser consustancialmente fantasioso, con anterioridad incluso a la represión de las pulsiones dictada por las instancias socializadoras, puesto que la imaginación sería el rasgo más genuinamente caracterizador del principio de placer que originariamente gobierna el psiquismo humano. La imaginación sería, entonces, la fuente de donde emanaría una creatividad antropológica difícilmente constreñible bajo categorizaciones sujetas a la jurisdicción de una racionalidad lógica y que acompañará, por otra parte, permanentemente al ser humano en su periplo vital. El hombre, en definitiva, para Castoriadis, es un ser que proyecta una inherente y radical creatividad que no se dejará encorsetar en parámetros racionalistas. La naturaleza de la fantasía, de lo imaginario, pues, excedería con creces toda reducción a circunscripciones a posteriori de índole racional. Así, de este modo, Castoriadis se desligará del carácter epifenoménico que la perspectiva freudiana atribuyera a la fantasía, erigiéndola, por tanto, en el elemento fundamental que rige la naturaleza humana. Pese a su explícito distanciamiento de Jacques Lacan, Castoriadis incorporará a su entramado teórico buena parte del legado psicoanalítico lacaniano. Lo que verdaderamente permitiría, así, ahondar en las claves que gobiernan la vida psíquica sería el reconocimiento de la primordial e irreductible omnipresencia del deseo. De ahí que el estado primigenio del sujeto vendría dado por una identidad originaria, en su obstante, la interpretación llevada a cabo por Hans Joas (1997: 160), según la cual la objeción de Habermas a Castoriadis resulta infundada, puesto que, en Castoriadis, no habría una simple reducción de lo individual a lo social, sino, más bien, una peculiar dialéctica entre ambos en donde la creatividad imaginaria que anida en el individuo nunca se ve del todo abortada sino reconducida. La aportación de Gilbert Durand, con noción de trayecto antropológico, nos permitiría, sin embargo, alumbrar las claves de la irresoluble tensión existente entre lo imaginario y la institución social. Para Durand, esta tensión estaría originada por «el incesante intercambio que existe en el nivel de lo imaginario entre las pulsiones subjetivas y asimiladoras y las intimaciones objetivas que emanan del medio cósmico y social» (Durand, 1981: 35). 8 Lo que, desde otra vertiente, no es contradictorio con el hallazgo en el legado freudiano de una potencial fuente de cuestionamiento de unas instituciones bloqueadoras del logro de una autonomía individual y colectiva. La emblemática aseveración de Freud, «Donde estaba el ello, el yo debe sobrevenir», le sirve a Castoriadis para hallar en el espíritu del itinerario final de la obra de éste el fundamento que pudiera propiciar un tipo de socialización alternativa y asentada sobre unas instituciones «destotemizadas»; aquellas que promoverían la suplantación del «narcisismo originario» por un modelo social «que facilite a los individuos el acceso a un estado de lucidez y de reflexividad y que logre reencauzar las fuerzas polimorfas del caos psíquico por vías compatibles con una vida civilizada a escala de la humanidad entera» (Castoriadis, 1998: 150).
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terminología un núcleo monádico, en donde todavía no se ha llegado a producir una ruptura y distinción del sujeto con respecto al mundo. En este estado, el sujeto, considerado en su disposición más natural como locura primigenia, no se hallaría todavía indiferenciado con respecto a la realidad, formando un todo conjunto y armónico con ésta. Y es, además, en este estado originario en donde el sujeto se encontrará instalado y obedecerá al orden de la fantasía en estado más puro. El precio a pagar por la inclusión de éste en el mundo, por la diferenciación de sujeto y mundo, marcará el comienzo de la actuación del principio de realidad. De manera que la fantasía, residuo en realidad de un abortado núcleo monádico en el que reina en su plenitud lo imaginario, buscará, de un modo siempre inacabado, reestablecer la identidad originaria del sujeto, recobrar la simbiosis primigénica de sujeto y mundo. Las múltiples formas de las que se reviste el deseo no serían, en última instancia, otra cosa que un ininterrumpido anhelo por restaurar el estado previo a esta traumática distinción de sujeto y mundo, un inconsciente ansia por retrotraerse a una fase previa a la conformación del sujeto como ser socializado.«A la ruptura de su mundo, de si mismo, que en una etapa ha representado la fractura que operaran el sujeto separado y el otro, el sujeto responde mediante la reconstitución interminable de este mundo primero en la fantasía, si bien no en su unidad intacta y a partir de entonces inaccesible, sí por lo menos en sus características de cierre, de dominio, de simultaneidad y congruencia absoluta entre la intención, la representación y el afecto» (Castoriadis, 1989: 213). También, para Castoriadis, la irreparable incompletud de sentido a la que se hallaría abocado el ser humano en su itinerario personal debiera comprenderse desde esta misma perspectiva. Las variadas expresiones que a posteriori adoptará el deseo no harán otra cosa más que disfrazar una originaria herida de sentido difícilmente suturable. El sujeto racional y social, configurado de acuerdo a unas pautas institucionalizadas de socialización, perseguirá luego, tan denodadamente como infructuosamente, una búsqueda de una completud de sentido. «El hombre no es animal racional, como afirma el antiguo tópico. Tampoco es un animal enfermo. El hombre es un animal loco (que comienza por ser loco) y que precisamente por ello llega a ser o puede llegar a ser racional» (Castoriadis, 1989: 215). De hecho, la siempre abierta interrogación en torno al sentido, móvil que ha guiado históricamente el espíritu tanto de la ciencia como a la filosofía, estaría inspirada por el ánimo de recomponer, en realidad, aquella unidad perdida debido a los imperativos resultantes de una institucionalización social sobre la psique. d. El Estructuralismo: Claude Lévi-Strauss, tratando de aplicar la lingüística de Saussure al campo de las ciencias humanas, había intentado explicar el funcionamiento de la vida social recurriendo a un código estructural constituido por una oposición meramente formal de signos, disolviendo, así, la problemática del sentido, del significado central desde el cual interpretamos globalmente la totalidad de la experiencia social, en un resultado de una particular combinación de significantes. Castoriadis, sin embargo, problematizará esta visión estructuralista que había alcanzado tanto eco en el clima intelectual francés de la época, sosteniendo la absoluta irreductibilidad del sentido a la simple combinatoria de signos planteada en su momento por la antropología estructural. El sentido sería, de algún modo, algo propiamente fundante y no, como aducía Lévi-Strauss, un específico producto derivado sin más de las relaciones de oposición establecidas entre signos. El Estructuralismo sería una perspectiva teórica, pues, evidentemente necesaria, pero nunca suficiente para dar cuenta de la complejidad de la trama social, ya que, en suma, la naturaleza del sentido no se agotaría en la gramática significativa propugnada por el Estructuralismo, sino que siempre trascendería a ésta. «Hay un sentido que jamás puede ser dado independiente de
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todo signo, pero que es distinto a la oposición de los signos y que no está forzosamente vinculado a estructura significante particular alguna, puesto que es como decía Shannon lo que permanece invariable cuando un mensaje es traducido de un código a otro, e incluso, como podría añadirse, lo que permite definir la identidad (aunque fuese parcial) en el mismo código de mensajes, cuya factura es diferente» (Castoriadis, 1983: 239). De modo que la intención fundamental de Castoriadis será, en última instancia, la de enfatizar la autonomía e independencia de una significación central, desde la cual se irradiaría una manera determinada de percibir significativamente el mundo, respecto del entramado de significantes descubierto y ensalzado por la lingüística estructural. Esta significación central bien podría adoptar, en ocasiones, la expresión de un mito fundante alrededor del cual se vertebraría el conjunto social, o bien, en otros casos, una concreción incluso simbólico-teológica, es decir, Dios como vértice angular y sentido último sobre el cual pivotaría la totalidad de la experiencia humana, siempre, eso sí, en un determinado marco socio-cultural.
2. La propuesta teórica de Castoriadis. Repensando la naturaleza y el conocimiento de lo social En este apartado, trataremos de poner de relieve las aportaciones ontológicas y epistemológicas más sugerentes implícitas en la obra de Castoriadis. Para ello, diferenciamos tres aspectos: Primeramente, acometemos la elucidación de la trascendencia ontológica asignada por Castoriadis a la lógica de la determinación. Luego, abordamos el papel de las significaciones sociales como problematizadoras del postulado de objetividad dominante en las ciencias sociales. Finalmente, mostramos la centralidad del registro de lo simbólico en toda vida social. 2.1. La lógica de la determinación sobreimpuesta en un mundo ontológicamente in-determinado El pensamiento de Castoriadis se vuelve hacia una tradicional temática ontológica y gnoseológica que había ocupado el interés central de la historia de la filosofía desde Parménides y de manera especial durante la época moderna, pero que, sin embargo, parecía encontrarse, en la actualidad, ya desterrada por completo del espectro de las ciencias sociales. Castoriadis se interrogará acerca de la naturaleza de “lo real”, si bien desde una visión de “lo real” mediado socialmente, y también acerca de la posibilidad de conocimiento que podamos tener acerca de éste. Su dedicación interdisciplinar a diversos campos del saber, economía, sociología, psicoanálisis.., es la que le sirve de punto de partida desde el cual afrontar la necesidad de una fundamentación última acerca de la esencia más profunda de aquello considerado como “la realidad social”, en definitiva, para elaborar una novedosa ontología social. La temática que inspira el desarrollo teórico de Castoriadis será, en última instancia, la de ofrecer una respuesta a la reiterativa pregunta: ¿ Qué es lo real?, y más en concreto, ¿Qué es la realidad social?. Y aquella otra derivada de lo anterior, ¿Podemos conocer, si cabe, esta realidad social?. En un breve ensayo titulado Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Friedrich Nietzsche, profético en esto como en muchas otras cuestiones, habría abierto una honda fisura en los cimientos de la epistemología tradicional, problematizando los pilares de la concepción acerca de la relación que el conocimiento científico establece
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con un mundo al que trata de explicar. Nietzsche, quien ya tiene culminado en 1873 dicho ensayo aunque éste no llegue a ver la luz como fragmento póstumo hasta 1903, se interroga acerca del origen del impulso originario que mueve al hombre hacia la búsqueda de la verdad, desembocando, así, en un análisis de las relaciones existentes entre el lenguaje y el mundo. El problema radicará en torno a en qué medida la universalidad propia del concepto es capaz de traducir fielmente un mundo propiamente caracterizado por la multiplicidad y la singularidad; o dicho de otro modo, acerca de si la naturaleza más intima de lo real es o no reacia a un encorsetamiento bajo una lógica conceptual. «Pero pensemos especialmente en la formación de conceptos. Toda palabra se convierte de manera inmediata en concepto en tanto que justamente no ha de servir para la experiencia singular y completamente individualizada a la que debe su origen, por ejemplo, como recuerdo, sino que debe encajar al mismo tiempo con innumerables experiencias, por así decirlo, más o menos similares, jamás idénticas estrictamente hablando; en suma, con casos puramente diferentes. Todo concepto se forma por equiparación de casos no iguales. Del mismo modo que es cierto que una hoja no es igual a otra, también es cierto que el concepto hoja se ha formado al abandonar de manera arbitraria esas diferencias individuales, al olvidar las notas distintivas, con lo cual se suscita entonces la representación, como si en la naturaleza hubiese algo separado de las hojas que fuese la «hoja», una especie de arquetipo primigenio a partir del cual todas las hojas habrían sido tejidas, diseñadas, calibradas, coloreadas, onduladas, pintadas, pero por manos tan torpes, que ningún ejemplar resultase ser correcto y fidedigno como copia fiel del arquetipo» (Nietzsche, 1994: 23-24). El concepto, dirá Nietzsche, es un artificio que, en el conocimiento científico, el hombre sobreimpone artificialmente al mundo. Una década más tarde, su visión crítica del cientifismo ya estaba plenamente afianzada; las categorías que entran en juego en el conocimiento científico, para Nietzsche, son elaboraciones, construcciones diríamos hoy en día, humanas, no son, en absoluto, rasgos inherentes a la naturaleza del mundo. «En lo «en sí» no hay «lazos causales», ni «necesidad», ni «no libertad» psicológica, allí no sigue «el efecto a la causa», allí no gobierna «ley» ninguna. Nosotros somos los únicos que hemos inventado las causas, la sucesión, la reciprocidad, la relatividad, la coacción, el número, la ley, la libertad, el motivo, la finalidad; y siempre que a este mundo de signos lo introducimos ficticiamente y lo entremezclamos, somo si fuera un «en sí», en las cosas, continuamos actuando de igual manera que hemos actuado siempre, a saber, de manera mitológica (Nietzsche, 1980: 43). O como tiempo despúes, Adorno y Horkheimer, en unos términos semejantes, precisaran a colación del programa abstracto-conceptual definitorio del modelo de ciencia universal promovido por Roger Bacon, «.. reconocer en principio como ser y acontecer sólo aquello que puede reducirse a la unidad; su ideal es el sistema, del cual derivan todas y cada una de las cosas. En este punto no hay distinción entre sus versiones racionalista y empirista. Aunque las diferentes escuelas podían interpretar diversamente los axiomas, la estructura de la ciencia unitaria era siempre la misma. El postulado baconiano de Una scientia universalis es, a pesar del pluralismo de los campos de investigación, tan hostil a lo que escapa a la relación como la mathesis universalis leibniziana al salto» (Adorno y Horkheimer, 1994: 62-63). Pero, es más, la juxtaposición de este ideal de ciencia basado en una lógica unitaria y universalizadora, y por ende uniformizadora, sobre el mundo es algo que violenta la propia esencia de éste, dando pié al estrecho vínculo, que más tarde Foucault resaltará en su Arqueología del saber, existente entre verdad y poder. Pues bien, Castoriadis acometerá una tarea teórica de profundo calado destinada a renovar el aparato categorial sobre el que se había sustentado la lógica-ontología tradicional desde su iniciador Parménides y el representante con el que ésta llegará a
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alcanzar una mayor consistencia, Platón. Según Castoriadis, por una parte, en el plano ontológico, dicho aparato categorial se fundaría sobre la identificación del ser con lo determinado, en sus diferentes variantes, sujeto, cosa, idea o concepto. Todas estas modalidades tendrían, como denominador común, la predisposición a ser consideradas como algo en si mismo determinado o potencialmente circunscrito al menos en el orden de la determinación. Por otra parte, en el plano lógico, el aparato categorial mencionado lo haría sobre la relación causa-efecto, medio-fin o implicación lógica. En mayor o menor medida, destacará Castoriadis, las diferentes corrientes de pensamiento occidental, con independencia de las evidentes distancias que las separarían, serían herederas de la lógica-ontología tradicional. Ahora bien, Castoriadis entiende que lo histórico-social, la naturaleza propia del devenir del mundo social en donde cohabitan los individuos, es algo irreductible al modelo de la lógica-ontología tradicional, logra escapar a las sujeciones de este modelo, no se subsume en absoluto, en suma, en la concepción del ser como determinación. «El ser, –dirá Castoriadis-, no es un sistema, no es un sistema de sistemas y no es una “gran cadena”. El ser es caos o abismo o lo sin fondo. Es caos de estratificación no regular: esto quiere decir que implica “organizaciones” parciales, cada vez específicas de los diversos estratos que descubrimos (descubrimos/construimos, descubrimos/creamos) en el ser» (Castoriadis, 1994: 64). La inherente complejidad consustancial a la vida social, lo no identitario, pues, no se agota, no se deja encerrar, en la lógica-ontología tradicional. La razón fundamental de ello es que, para Castoriadis, la realidad social es, sobre todo, incesante creación, permanente dinamismo y autoalteración que engendra constantemente una inmensa variedad de nuevas formas culturales. Pero, además, Castoriadis nos descubre que el fundamento sobre el que reposa la lógica-ontología tradicional sería, en última instancia, la lógica identitaria o de conjuntos. Dicha lógica se apoyaría en dos elementos fundamentales y perfectamente imbricados: el legein y el teukhein. El primero haría referencia al elegir-poner-reunir-contar-decir, mientras el segundo tendría que ver con el reunir-adaptar- fabricar- construir. El legein trataría de organizar y estructurar el mundo bajo los dictados de un aparato categorial lógicolingüístico. El teukhein, por su parte, estaría implicado en la acción social, introduciendo la relación de finalidad y estableciendo una relación entre lo real factico y lo real posible. En consonancia con lo anterior, el objetivo esencial del pensamiento de Castoriadis será poner de relieve que la genuina existencia de lo social no se dejará encorsetar en la lógica identitaria, puesto que trasciende, y al mismo tiempo excede, el marco impuesto por ésta. «Pues la reflexión de la sociedad nos coloca ante la siguiente exigencia, a la que jamás podremos satisfacer por medio de la lógica heredada: la de considerar términos que no sean entidades discretas, separadas, individualizables (o que sólo transitoriamente es las pueda postular así, en tanto términos de referencia), o dicho en otras palabras, de términos que no sean elementos de un conjunto, ni reductibles a tales elementos; de relaciones entre esos términos que no sean, también ellas, separables y unívocamente definibles; y por último, de la pareja términos/relación, tal como se presenta cada vez en un nivel dado, como imposible de aprehender en ese nivel con independencia de los demás. De lo que aquí se trata no es de una mayor complejidad lógica que pudiera superarse con la multiplicación de las operaciones lógicas tradicionales, sino de una situación lógico-ontológica inédita» (Castoriadis, 1989: 33). En la ontología social elaborada por Castoriadis, lo histórico-social es, en sí mismo, pura in-determinación, aunque, eso sí, una in-determinación en disposición potencial para devenir lo determinado. Para aclarar el significado de su propuesta, sugiere la noción de magma, definiéndolo del modo siguiente: «el modo de organización de una diversidad no susceptible de ser reunida en un conjunto». (Castoriadis, 1989: 34). O en
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otros términos: «Un magma es aquello de lo cual se puede extraer (o en el cual se puede construir) organizaciones conjuntistas en cantidad indefinida, pero que jamás puede ser reconstituido (idealmente) por composición conjuntista (finita ni infinita) de esas organizaciones» (Castoriadis, 1989: 288). El magma, la realidad social considerada, en su sentido ontológico, como algo magmático, entrañaría reconocer que la lógica de la vida social estaría más allá del reductor esquema conjuntista, que extralimitaría una cancelación de lo social bajo una limitada jurisdicción identitaria. El proyecto de superación de la lógica identitaria desencadenará dos consecuencias teóricas inevitables: a. La identidad y la cohesión de la sociedad, lo que una sociedad es, ya no puede pensarse bajo un simple esquema de la coexistencia (puesto que lo social excede el marco de una mera organización de los diversos elementos que lo integran).«Pero la unidad de una sociedad, lo mismo que su ecceidad –el hecho de que sea esta sociedad y no cualquier otra- no puede analizarse en relaciones entre sujetos mediatizados por cosas, pues toda relación entre sujetos es relación social entre sujetos sociales, toda relación con las cosas es relación social con objetos sociales, y tanto sujetos como cosas y relaciones sólo son aquí lo que son y tal como son porque así los ha instituido la sociedad en cuestión (o una sociedad en general). Que haya hombres capaces de matar o de matarse por el oro, mientras que otros no lo son, no tiene nada que ver con el elemento químico Au, ni con las propiedades del ADN de unos y otros. ¿Y qué decir de los que matan o se matan por Cristo o por Alá?» (Castoriadis, 1989: 28). b. La historicidad, el cambio en las sociedades, no puede ser contemplada bajo el esquema de una sucesión temporal (dado que la lógica identaria concibe el tiempo como una mera secuencia de tiempos presentes identitarios, sin admitir la novedad, la creación y autoalteración constante, como algo inmanente a la vida social). «Pues lo que se da en y por la historia no es secuencia determinada de lo determinado, sino emergencia de la alteridad radical, creación inmanente, novedad no trivial. Es justamente esto lo que ponen de manifiesto tanto la existencia de una historia in toto, como la aparición de nuevas sociedades (nuevos tipos de sociedad) como la incesante autotransformación de cada sociedad. Y sólo a partir de esta alteridad radical o creación podemos pensar verdaderamente la temporalidad y el tiempo, cuya efectividad excelente y eminente encontramos en la historia» (Castoriadis, 1989: 38). 2.2. Las significaciones imaginarias de la sociedad. La objetividad en entredicho El desarrollo de La institución imaginaria de la sociedad implicará un cuestionamiento directo de los postulados sobre los que se apoyara tradicionalmente el positivismo reinante en el campo de las ciencias sociales. La ontología subyacente a la metodología científica instaurada en la época moderna por la nueva ciencia galileana, y que tomara cuerpo epistemológico con el cartesianismo, había privilegiado una unidimensional concepción de lo real contemplado en términos de objetividad y como algo externo a un sujeto que trata de explicarlo recurriendo a leyes también objetivas. La regla primera y más fundamental, conviene recordarlo, que Durkheim había constituido como célebre pilar fundacional de una naciente sociología, según la cual el proyecto de la ciencia social estaría destinado a la consideración de los hechos sociales como cosas (Durkheim, 1984: 43), marcará, en su totalidad, el rumbo epistemológico posterior al que se acogerán las ciencias sociales. En la atmósfera intelectual de la que brota la ciencia social, se trata de extrapolar, así, el modelo metodológico anteriormente ya consolidado en el ámbito propio de las ciencias naturales al específico dominio ahora
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de lo social, afiliándose al marco teórico del prometedor espíritu positivo comteano que auguraba la supresión de la vaga especulación metafísica en favor de la precisión científica (Comte, 2007: 57). Dice Durkheim, en esta dirección, «En efecto, se entiende por cosa todo lo que es dado, todo lo que se ofrece, o, más bien, todo lo que se impone a la observación. Tratar los fenómenos como cosas es tratarlos en calidad de data que constituyen el punto de partida de la ciencia. Los fenómenos sociales presentan indiscutiblemente este carácter» (Durkheim, 1984: 53). La realidad social será concebida, desde este ángulo, como un mero dato con una entidad propiamente objetiva y depurada del obstáculo epistemológico que conllevaría la interferencia de la subjetividad; de manera que el ideal metodológico a seguir por la ciencia social perseguiría lograr traducir ese dato con la mayor fidelidad y sobre todo exactitud posible mediante un corpus científico adecuado. Una de las grandes virtudes del pensamiento social de Castoriadis, sin embargo, será romper con esta ontología hegemónica sobre la que se había sostenido el positivismo en su vertiente sociológica. Para él, aquello asumido, de un modo connatural y aproblematizado, como “lo real” no es más que el resultado de la preconfiguración realizada desde y por un siempre contingente Imaginario social. De este modo, lo que Castoriadis llama el «estrato natural» de lo social no sería más, en realidad, que el punto de apoyo que brinda una naturaleza aun por urbanizar, por organizar, por modelar, de acuerdo a los dictados de un implícito magma de significaciones imaginarias. La cultura, así, contribuye a conformar la naturaleza, convierte a ésta última en naturaleza en donde aparece sobreañadido un significado preciso para un conjunto de seres humanos. El Imaginario social es aquello que haría, entonces, en buena medida viable la inteligibilidad de la realidad social, en sus distintas vertientes, para aquellos que en éste coparticiparían, dotando de una específica significación a la totalidad de los objetos que pueblan su mundo circundante. Aquello, pues, considerado como “lo real” está siempre teñido de una significación a éste inexorablemente implicada, y esta significación vendría ya preestablecida desde el contexto de un preciso Imaginario social. «La institución de la sociedad es lo que es y tal como es en la medida en que «materializa» un magma de significaciones imaginarias sociales, en referencia al cual y sólo en referencia al cual, tanto los individuos como los objetos pueden ser aprehendidos e incluso pueden simplemente existir; y este magma tampoco puede ser dicho separadamente de los individuos y de los objetos a los que da existencia» (Castoriadis, 1989: 307). Por tanto, la realidad social ya no es algo objetivo, separado, además, del sujeto que la experienciaría y ajeno por completo a un preexistente horizonte global de sentido en donde todo realmente cobraría significado. Toda sociedad, de este modo, poseería un determinado umbral de visibilidad, de representatividad, una predefinición de lo real, desde el cual se establecería un significado no sólo a sus objetos sino, también, a sus instituciones, a sus eventos y aconteceres fundamentales, a su relación con su pasado y a sus acciones con una proyección de futuro. La tarea del Imaginario social será en toda sociedad la misma, como antaño la del mito en sociedades premodernas, a saber, construir una sólida interpretación significativa y siempre particular de la realidad social que, por otra parte, quedará arraigada en el acervo colectivo con un rango de evidencia y certidumbre incuestionable. «Toda sociedad es un sistema de interpretación del mundo, y aun aquí el término «interpretación» resulta superficial e impropio. Toda sociedad es una construcción, una constitución, creación de un mundo, de su propio mundo. Su propia identidad no es otra cosa que ese «sistema de interpretación», ese mundo que ella crea» (Castoriadis, 1994: 69). La percepción y asunción global del mundo por parte de una concreta colectividad vendrá, entonces, preconstituida desde un siempre contextual
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Imaginario social. En efecto, cada sociedad, a partir de un marco de invisibilidad propiamente imaginario, fomentará, de un modo bien distinto en cada caso, una manera precisa de cristalizar aquello considerado para ella como “lo real”, dibujando, así, unas fronteras, más simbólicas que reales, entre lo existente y lo quimérico, entre posible y lo imposible. Las significaciones imaginarias, no obstante, no poseerían una existencia autónoma e independiente de la vida social en su plano propiamente histórico, no pertenecerían a un ámbito que se hallase escindido de aquel en donde se desenvuelve el discurrir real de la vida cotidiana, por el contrario, se encuentran perfectamente imbricadas, entrelazadas, anudadas, a las cosas. «Se ha creído necesario afirmar que los hechos sociales no son cosas. Lo que hay que decir, evidentemente, es que las cosas sociales no son «cosas», que no son cosas sociales y precisamente esas cosas sino en la medida en que «encarnan» –o mejor, figuran y presentifican- significaciones sociales. Las cosas sociales son lo que son gracias a las significaciones que figuran, inmediata o mediatamente, directa o indirectamente» (Castoriadis, 1989: 306-307). Para Castoriadis, pues, cada sociedad institucionalizaría un magma de significaciones imaginarias que será compartido, sin el menor atisbo de fisura, por sus integrantes. De este modo, instituye un mundo en sus distintas vertientes, ontológica, gnoseológica o axiológica, es decir, define aquello qué es considerado como realidad, el cómo podemos acceder a ella y distingue aquello que posee valor en relación a aquello que no lo poseería. En Lo imaginario. La creación en el dominio histórico-social, texto incluido en Los dominios del hombre. Las encrucijadas del laberinto, dice Castoriadis: «En suma, es la institución de la sociedad lo que determina aquello que es “lo real” y aquello que no lo es, lo que tiene un sentido y lo que carece de sentido. La hechicería era real en Salem hace tres siglos y aun más. “El apolo de Delfos era en Grecia una fuerza tan real como cualquier otra” (Marx)» (Castoriadis, 1994: 69). Una sociedad, entonces, para Castoriadis, se articula a partir de la coparticipación conjunta de aquellos que la integran en torno a una matriz central desde la cual se irradiaría un único e inquebrantable sentido, luego solidificado, a la totalidad del cuerpo social. El significado del mundo, al adquirir entonces una forma institucionalizada y por tanto cristalizada, impide una desasosegante interrogación reflexiva en torno a él en donde se pudiesen finalmente socavar los cimientos representacionales sobre los que descansaría la unidad, la identidad y la cohesión de la sociedad. «La institución imaginaria de la sociedad es en cada momento institución de un magma de significaciones imaginarias sociales, que podemos y debemos llamar mundo de significaciones. Pues lo mismo decir que la sociedad instituye en cada momento un mundo como su mundo, y decir que instituye un mundo de significaciones, que se instituye al instituir el mundo de significaciones que es el suyo y que sólo en correlación con él existe y puede existir para ella un mundo» (Castoriadis, 1989: 312)9. Por otra parte, la modernidad occidental, discurriendo en sintonía con la implantación y despliegue del sistema económico capitalista, habría entronizado, según Castoriadis, un tipo excluyente y totalitario de racionalidad que, en realidad, se sustentaría sobre un determinado Imaginario social desde el cual adquiriría un significado homogéneo el conjunto de sus prácticas institucionales. Aquello que, en su momento, Max Horkheimer ya bautizara con la expresión razón instrumental, es decir, un tipo de racionalidad triunfante en Occidente para la cual no solamente las cosas en su 9
Esto se correspondería con el papel central asignado por Castoriadis a la institución primera de la sociedad, articulada, a su vez, con unas institucions segundas de carácter o bien transhistórico, tales como el lenguaje, el individuo o la familia, o bien específico, como es el caso de la polis griega o la empresa capitalista, Véase desarrollada esta distinción, especialmente, en Castoriadis (1999: 113-123).
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globalidad sino, también, las personas pasan a ser consideradas unilateralmente en términos de eficacia y utilidad, es visto por Castoriadis como el Imaginario central que impregnará la vida de la civilización occidental en sus diferentes órdenes. Por eso, es necesario reconocer cómo, a su juicio, este modelo de racionalidad sería, en última instancia, una preconsideración siempre parcial del mundo, una presuposición de éste en su totalidad siempre instituida desde un determinado marco imaginario. En Le monde morcelé se nos dice: «El entendimiento es instituido social-históricamente y continuamente sumergido en la institución imaginaria global de la sociedad. Para decirlo de manera bruta, la «racionalidad» misma de otras sociedades y otras épocas es diferente porque es «tomada» en otros mundos imaginarios. Lo que no quiere decir que nos sea inaccesible; pero ese acceso debe pasar por la tentativa (siempre ciertamente problemática; como no podría ser de otro modo) de restituir las significaciones imaginarias de la sociedad estudiada» (Castoriadis, 1990: 71). Así, en consonancia con lo anterior, la reificación del hombre moderno, la conversión de éste en simple objeto al servicio de una tecnoestructura productiva que de él se apoderaría, sería la plasmación final de este Imaginario social dominante y, sin embargo, absolutamente aproblematizado10. En este punto, la reiterativa interrogación acerca de la lógica que rige la completa burocratización del mundo, que recorre, por otra parte, todo el itinerario intelectual de la obra de Castoriadis, encontrará finalmente una respuesta convincente. «El mundo burocrático autonomiza la racionalidad en uno de sus momentos parciales, el del entendimiento, que no se preocupa sino de la corrección de las conexiones parciales e ignora las cuestiones de fundamento, de conjunto, de finalidad, y de la relación de la razón con el hombre y con el mundo (es por lo que llamamos a su «racionalidad» una pseudoracionalidad» (Castoriadis, 1983: 276). 2.3. Lo sagrado social. Una sociología de carácter simbólico Hemos de agradecerle a Emile Durkheim en su análisis de la religión primitiva el haber sido, sin duda, el pionero en mostrar la eficacia de lo simbólico en la vida social, revelando cómo el espíritu de toda sociedad se expresa siempre simbólicamente y como el símbolo permite, así, traducir la especificidad de cada sociedad o grupo social. Los símbolos sociales, descubre Durkheim, son las instancias que proporcionan a la sociedad una imagen sensible, perceptible, en la que puede llegar a fijarse la autorrepresentación que tiene de sí misma. No hay sociedad, piensa Durkheim, sin unas imágenes simbólicas particulares en donde se condensaría lo que ella realmente es, delimitándo, así, su identidad con respecto a otro tipo de sociedad distinta. En esta dirección, Castoriadis entiende que toda sociedad se construye simbólicamente, se halla tejida por el simbolismo; institucionalizando, mediante la fecundidad atesorada en lo simbólico, un significado a aquello considerado como “lo real”. Así, las diferentes instituciones o las relaciones sociales, pero también la práctica totalidad de las acciones cotidianas, existen gracias a un sistema o red simbólica en donde se enmarcarían y a las que ésta reportaría una fuente homogénea de significado. Este sistema o red simbólica se antepone, precede, pero, no obstante, estaría 10
«Tratar -afirma Castoriadis sintómaticamente- a un hombre como cosa, o como puro sistema mecánico, no es menos, sino más imaginario que pretender ver en él a un búho; representa incluso un grado más de adicción a lo imaginario, pues no solamente el parentesco real del hombre con un búho es incomparablemente mayor que el que tiene con una máquina, pero también ninguna sociedad primitiva aplicó jamás tan radicalmente las consecuencias de sus asimilaciones de los hombres a otra cosa que lo que hace la industria moderna con su metáfora del hombre autómata» (Castoriadis, 1983: 274).
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contagiando por completo el discurrir de la vida social. Al mismo tiempo, Castoriadis subraya que lo imaginario, copresente en toda sociedad, se expresa y adquiere existencia sólo a través del privilegiado escenario dispuesto por lo simbólico. La imagen simbólica, en su dimensión material, perceptible, si se quiere real, logra concentrar en su seno y también nos remite a una subyacente representación imaginaria propiamente imperceptible, inmaterial, irreal. El caso de la religión sería, en este sentido, aleccionador. De hecho, Castoriadis recurrirá a constantes ilustraciones propias del campo religioso al tratar de esclarecer la naturaleza íntima del Imaginario social. «Dios no es ni el nombre de Dios, ni las imágenes que un pueblo puede darse, ni nada similar. Llevado, indicado por todos estos símbolos, es, en cada religión, los que los convierte en símbolos religiosos- una significación central, organización en sistema de significantes y significados, lo que sostiene la unidad cruzada de unos y otros, lo que permite también su extensión, su multiplicación, su modificación. Y esta significación, ni de algo percibido (real), ni de algo pensado (racional), es una significación imaginaria» (Castoriadis, 1983: 243-244). No obstante, es preciso apuntar que la peculiar relación tejida entre lo simbólico y lo imaginario se separa de la tradicional concepción del signo lingüístico, aquella en la que a un significante concreto se le asocia directamente un significado también concreto. La imagen simbólica, la que nos estaría delatando la presencia de lo imaginario, no encuentra en éste un correlato propiamente real, perceptible, no denota algo que pudiera llegar a determinarse en su concretud. Lo imaginario se nos encarnaría, se nos presentificaría, únicamente en el terreno de lo simbólico, si bien su sustancialidad trascendería el ámbito de lo exclusivamente material. «Las significaciones imaginarias sociales –en todo caso las que son realmente últimas- no denotan nada, y connotan poco más o menos todo; y por esto es por lo que son tan a menudo confundidas con sus símbolos, no sólo por los pueblos que las llevan, sino por los científicos que las analizan y que llegan por este hecho a considerar que sus significantes se significan ellos mismos (puesto que no remiten a nada real, a nada racional que pudiese designarse), y a atribuir a estos significantes como tales, al simbolismo tomado en sí mismo, un papel y una eficacia infinitamente superiores a los que poseen ciertamente» (Castoriadis, 1983: 249). De modo que la persistente copresencia del Imaginario social nos abre a una novedosa sociología caracterizada por el reconocimiento de una suerte de invisibilidad social que estaría permanentemente operando en la compleja vida de las sociedades, aludiendo con ello a aquello que, sin ser estrictamente real, estaría, no obstante, fundando aquello que, en su totalidad, concebimos como realidad11. Así, “lo irreal” sostiene “lo real”, “lo invisible” es condición de posibilidad misma de “lo visible”, lo “no categorizable” induce, curiosamente, un mundo estructurado y organizado. Hay algo, pues, que, sin ser percibido, prefiguraría permanentemente nuestra percepción del mundo como algo organizado y estructurado. De manera que pensamos, actuamos, amamos o nos relacionamos desde y a partir de algo que nos trasciende y que no siempre se nos muestra transparente -el Imaginario social-, y del cual sería, por otra parte, un grave error creerse por completo independizados. «Si lo simbólico-racional es lo que representa lo real o lo que es indispensable para pensarlo o actuarlo, ¿no es evidente que este papel también es desempeñado, en todas las sociedades, por unas significaciones imaginarias?. Lo «real», para cada sociedad, ¿no comprende acaso, inseparablemente, este componente imaginario tanto para lo que es de la naturaleza como, sobre todo, para lo que es del mundo humano?» (Castoriadis, 1983: 279). 11
La feliz expresión fue acuñada por Baeza (2000: 27) en su ensayo en torno a una controvertida definición de Imaginario social.
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Podemos intuir, entonces, la existencia de un auténtico sagrado social que impregnaría la totalidad de los plexos en donde se desarrollaría la vida de los individuos y por ende de una sociología de lo imaginario cuya finalidad sería pretender ahondar en el desvelamiento de los Imaginarios sociales implicados en la preconsideración de un determinado objeto, acontecimiento o práctica social. Las significaciones imaginarias centrales o primeras de una sociedad serían, en este sentido, aquella matriz nuclear aproblematizada, incuestionable e inviolable que irradiaría una homogénea y holística significación a todos los objetos, acciones o acontecimientos sociales, adquiriendo, entonces, un rango análogo al de lo sagrado. De alguna manera, la revaloración sociológica del Imaginario social, o de una sociología de lo imaginario como se quiera, proporciona un medio para desvelar la oculta y persistente pervivencia de los Dioses, de lo sagrado, incluso en una cultura, como es el caso de la occidental, aparentemente descreída de ellos. Dioses que pueden, en efecto, adoptar una multiplicidad de figuras, de expresiones, pero que estarían delimitando, siempre en términos simbólicos, las fronteras invisibles que dibujan lo que se puede pensar y hacer en una sociedad de lo que no tiene en absoluto cabida en ella. «La significación Dios es la vez creadora de un «objeto» de representaciones individuales y elemento central de la organización de un mundo monoteísta, ya que Dios es puesto a la vez como fuente de ser y ente por excelencia, norma y origen de la ley, fundamento último de todo valor y polo de orientación del hacer social, puesto que es por referencia a él como una región sagrada y una región profana se encuentran separadas, como son instituidas una multitud de actividades sociales y creados los objetos que no tienen ninguna «razón de ser»» (Castoriadis, 1989: 316-317)12. Del mismo modo, apunta Castoriadis, habría significaciones básicas para una sociedad, nuevas formas de deidad, tales como la ciudadanía, la nación, la racionalidad o el dinero entre otras que, sin ser en modo alguno explícitas, conforman, no obstante, el espectro desde el cual la realidad puede ser percibida y asumida. Son, en última instancia, «articulaciones últimas», «esquemas organizadores» que precondicionan la representatividad de todo lo social. Así, finalmente, las significaciones centrales de una sociedad nos permiten redescubrir que pensamos y actuamos desde un inevitable horizonte de significado último que difícilmente podemos llegar a sobrepasar, que estamos englobados, por tanto, en un siempre contingente sagrado social. «Toda sociedad hasta ahora ha intentado dar respuesta a cuestiones fundamentales: ¿Quiénes somos como colectividad?, ¿qué somos los unos para los otros?, ¿dónde y en qué estamos?, ¿qué queremos, qué deseamos, qué nos hace falta?. La sociedad debe definir su «identidad», su articulación, el mundo, sus relaciones con él y con los objetos que contiene, sus necesidades y sus deseos. Sin la «respuesta» a estas «preguntas», sin estas «definiciones», no hay mundo humano, ni sociedad, ni cultura –pues todo se quedaría en caos indiferenciado. El papel de las significaciones imaginarias es proporcionar a estas preguntas una respuesta, respuesta que, con toda evidencia, ni la «realidad» ni la «racionalidad» pueden proporcionar» (Castoriadis, 1983: 254). Para concluir, cabe también señalar que, por otra parte, el propósito fundamental que guiará a Castoriadis al recobrar y reintroducir la trascendencia sociológica de lo 12
Algo que, sin embargo, para Luis Castro Nogueira, entrañaría «una ambigüedad de fondo irresuelta, que afecta a las relaciones entre el imaginario radical, en su sentido global, y sus manifestaciones subjetivas: como la totalidad de las percepciones, recuerdos, sueños, emociones, etc., de un ser humano a lo largo de su vida. Falta, en Castoriadis, una meditación rigurosa que de cuenta de las mediaciones entre ese casi mitológico imaginario magmático radical y la praxis (habitus) humana, tanto individual como colectiva» (Castro Nogueira, 1997: 41).
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simbólico y de lo sagrado en su visión de la sociedad no tendrá un carácter meramente teórico. Por el contrario, su finalidad se hallará estrechamente ligada a la reformulación de ciertos axiomas básicos del marxismo clásico en donde la radicalidad del símbolo y de lo sagrado en la vida social no había sido lo suficientemente valorada, estará comprometida, en suma, con una reactualización de la comprensión de los mecanismos de legitimación de la dominación operantes en el capitalismo tardío.
3. Implicaciones de la noción de Imaginario social para la Teoría Social 3.1. Una ontología y epistemología reformulada La propuesta de Castoriadis, como ya hemos dejado apuntado, entraña un serio cuestionamiento de uno de los postulados esenciales sobre los que se había asentado el positivismo sociológico, a saber, un anhelado proyecto de objetividad trasladado desde el ámbito de las ciencias naturales. Ahora bien, la intención de ese campo del saber bautizado como sociología del conocimiento, desde sus albores, ya se había empeñado en mostrar cómo aquello asumido, con un rango de evidencia y de modo aproblematizado, como la “realidad” por los actores sociales obedecía, en última instancia, a una construcción cuya génesis es social. De manera que la noción de Imaginario social, elaborada por Castoriadis, es una fiel continuadora del proyecto fundacional que había marcado las directrices fundamentales de la sociología del conocimiento. “Lo real”, a partir de ahora, ya no podrá ser considerado como un mero dato, como algo con una entidad absolutamente independiente de una preconfiguración siempre establecida y enmarcada desde un determinado Imaginario social. De algún modo, la ontología social planteada por Castoriadis se dirigirá, consciente o inconscientemente, en una dirección análoga a la posteriormente desarrollada por el constructivismo, al insistir en cómo aquello percibido y asumido como “lo real” no posee una existencia como realidad en si, desligada de la subjetividad -en este caso subjetividad social-, sino que es siempre el resultado de una específica construcción instituida desde el marco de un Imaginario social13. Desaparece, pues, una concepción de “la realidad” con una entidad objetiva, revelándosenos ésta como una elaboración necesariamente humana, y más específicamente social, como algo construido desde y a partir de un implícito sistema de presupuestos socio-culturales. Si bien Castoriadis resalta como el «estrato natural», el subsuelo preexistente sobre el que opera la actividad del Imaginario social, es un denominador común a todo tipo de sociedades, la definición y constitución de “lo real” resultante será, sin embargo, bien distinta en cada modelo social. La “realidad social”, entonces, está indisociablemente impregnada de una particular significación para aquellos que coparticipan en un mismo Imaginario social. “Realidad” y la significación sobreañadida a ella se amalgaman, dando lugar a aquello percibido finalmente como “lo real”. El obsesivo empeño tradicional del saber sociológico por llegar a dar cuenta de un mundo social supuestamente objetivo da paso, así, a una reconsideración de la realidad social como algo siempre abierto a una inconclusa interpretación. La “realidad social” pasa a ser algo potencialmente interpretable y, por ende, puede llegar a ser asumido significativamente desde diferentes ángulos o perspectivas. Por eso, no cabe ya, en absoluto, concebir “lo real” a partir de una significación únitaria de éste, sino, más bien, 13
Una concepción que ahonda en la operatividad sociológica del Imaginario social desde una perspectiva vinculada al constructivismo puede hallarse en Pintos (1995).
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como un abanico flexible y múltiple de significaciones, propiciando, de este modo, la consolidación de un auténtico pluralismo ontológico. Así, de acuerdo con esto, la realidad admite, potencialmente, una diversidad de interpretaciones; en ocasiones tan relativas o dispares que pueden llegar a resultar incluso inconmensurables, incomunicables o intraducibles de un universo de significación a otro distinto. De ahí que, pese a que Castoriadis no aborde directamente esta cuestión, la ontología social derivada del Imaginario social estaría señalando la necesidad de reconocimiento de una enriquecedora relatividad de interpretaciones del mundo que no se dejarían encerrar en una unidimensional interpretación que se hiciese pasar por la única posible. Problemas tales como el relativismo o la posibilidad de una real comunicación intercultural son, por otra parte, una obvia consecuencia de este planteamiento. Desde otro ángulo, la herramienta teórica del Imaginario social estaría indirectamente cuestionando, también, la versión tradicional del conocimiento, entendida ésta como una teoría de la representación, heredada fundamentalmente de la modernidad y en especial del cartesianismo. Según esta concepción epistemológica, básicamente realista, el conocimiento se concibe como una relación entre un sujeto y una realidad objetiva y preexistente que aquel trataría de traducir en el plano teórico, en el orden del pensamiento, o, si cabe, reflejar con la mayor fidelidad y exactitud posible; lo que, en suma, Richard Rorty (1995: 287-322) catalogó como una teoría del conocimiento como espejo de la naturaleza. No obstante, si “lo real” viene inevitablemente predefinido desde un previo Imaginario social, desde un preexiste y siempre particular horizonte de significación, la ansiada pretensión de objetividad se diluye y con ella el mismo proyecto destinado a hallar una fidedigna, transparente, correspondencia entre el mundo y un pensamiento que busca traducirlo en clave teórica14. 3.2. El Imaginario social en la ciencia. La problematización de la racionalidad científica Como es bien sabido, el auge de la ciencia moderna supuso el desmantelamiento de las tradicionales visiones del mundo arraigadas en el mito y en la religión. La perspectiva abierta por Castoriadis, sin embargo, permite repensar la tradicional consideración de la ciencia como algo inmune a un Imaginario social que siempre, en el fondo, la estaría sosteniendo. Algo ya, por otra parte, anunciado en la conocida sentencia de Adorno y Horkheimer, según la cual «la Ilustración –refiriéndose a la ciencia moderna inspirada en Roger Bacon- recaería en mitología» (Adorno y Horkheimer, 1994: 56). El proyecto de ciencia instaurado en la época moderna, que más tarde colonizará el dominio de las ciencias sociales, se presentó como un proyecto aparentemente neutro, puro, objetivo, desgajado de elementos míticos, sagrados o, utilizando la terminología de Castoriadis, de unas significaciones imaginarias centrales subyacentes. Ahora bien, Castoriadis logrará abrir una fisura en esta concepción del conocimiento científico, al afirmar que el modelo de racionalidad auspiciado por la 14
Lo que George Lakoff y Mark Johnson denominan como el «mito de la objetividad», es decir, la pretensión del conocimiento científico de llegar a substraerse a cualquier tipo de prejuicio en aras de alcanzar la anhelada imparcialidad, se desmorona, descubriéndonos cómo la objetividad, y consiguientemente la verdad, se transforman en algo indisociablemente relativo al «sistema conceptual de una cultura», basado « en nuestras experiencias y las de otros miembros de nuestra cultura y está siendo constantemente puesta a prueba por ellas en nuestras interacciones diarias con otras personas y nuestro ambiente físico y cultural» (Lakoff y Johnson, 1998: 236).
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ciencia moderna se hallaría subordinado, no obstante, a un concreto Imaginario social que, bajo criterios de eficacia y utilidad, fijaría el sentido rector al que ésta debiera someterse. Dicho de otro modo, la perspectiva suscitada por Castoriadis nos induce, en consecuencia, la siguiente reflexión: ¿No descansa, también, la ciencia en un Imaginario social presupuesto e incuestionable que estaría precondicionando tanto nuestra consideración global acerca de “lo real” como nuestro acercamiento cognoscitivo a éste?. El objeto del conocimiento, tal como resalta Edgar Morin, «no es el mundo, sino una comunidad nosotros-mundo, porque nuestro mundo forma parte de nuestra visión del mundo, la cual forma parte de nuestro mundo» (Morin, 1984: 108). Así, el modo de conocimiento científico, fruto de un determinado modelo concreto de razón, tiene lugar, dirá David Bloor en consonancia con Castoriadis, «dentro de un marco de suposiciones, modelos, propósitos y significados compartidos», en el contexto de «visión o visiones colectivas de la realidad» (Bloor, 1998: 48-49). Emile Durkheim ya anticipara con bastante anterioridad cómo la génesis del pensamiento lógicoconceptual era necesariamente social, derivada de unas determinadas e implícitas representaciones colectivas (Durkheim, 1982: 401-414), cómo, también, las categorías gnoseológicas que entran en juego en la actividad cognoscitiva, espacio, tiempo, causalidad.., remitían siempre a lo social (Durkheim, 1982. 8-17). En una línea similar, Karl Mannheim, por su parte, ya intentó mostrar la determinación social de toda forma de pensamiento y la imposibilidad de alcanzar un punto arquimédico en el conocimiento al margen de una perspectiva o marco social concreto (Mannheim, 1997: 231-271). Y más tarde Foucault, con su noción de episteme, daba un paso a mayores, afirmando que fue precisamente la episteme moderna la verdadera causante del surgimiento de objetos y de saberes, así como de formas institucionalizadas de acceso a estos objetos, hasta entonces inexistentes (Foucault, 1997: 1-10). Pero es más, incluso el conocimiento matemático, que, según Mannheim, sí que resultaba inmune a una previa determinación social, perderá su garantía de objetividad, pureza y neutralidad a raíz del trabajo etnomatemático de Emmánuel Lizcano (1993), quien llegará a relativizar la certidumbre sobre la que parecía reposar la matemática al desvelar cómo las diferencias existentes entre la matemática china y la occidental radicarían, en última instancia, en el Imaginario social de fondo presupuesto en cada una de ellas. El Imaginario social, pues, estaría predeterminando, desde su invisibilidad, la ontología subyacente en el tipo de conocimiento científico diseñado a raíz de la modernidad. De manera que la ciencia se apoyaría sobre unos inviolables y sagrados postulados ubicados más allá de la jurisdicción propiamente científica, situados en el territorio imaginario desde el cual aquella se fundamenta; los cuales, por otra parte, solamente pueden hacerse visibles a través de, utilizando el lenguaje de Gaston Bachelard, un psicoanálisis de la objetividad científica que desentrañe los «espacios de configuración», las «construcciones más metafóricas que reales» donadoras de inteligibilidad a un determinado fenómeno científico (Bachelard, 1997: 7). En suma, el Imaginario social se haya presente e impregnando el modelo, siempre concreto, de racionalidad científica dominante en Occidente, sirviendo, como bien afirma Lizcano (2006: 56-57), de coraza procuradora de una certidumbre, de una seguridad, que en las culturas primitivas había estado respaldada, en ese caso, en los tabús o los fetiches15. Lo imaginario y lo racional (la 15
La mirada antropológica reorientada hacia la cultura implícita en la actividad diaria de las comunidades científicas adoptada como objeto de estudio, que Latour y Woolgar plantean con la intención de socavar el supuesto desinteres de la ciencia respecto de ciertos factores sociales, extracientíficos, que estarían incidiendo en su quehacer, estaría en perfecta consonancia con la propuesta encaminada a la relativización de la racionalidad científica que pareciera deducirse del reconocimiento del papel otorgado por Castoriadis al Imaginario social.
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racionalidad científica), pues, no son nociones dicotómicas, excluyentes, ni mucho menos antitéticas, sino que, por el contrario, ambos se encuentran siempre perfectamente fusionados en una inseparable amalgama simbiótica. Por tanto, pese a que Castoriadis no llega a encarar toda la complejidad encerrada en la problemática del relativismo, rechazando, fiel todavía al valor de verdad de la ciencia como un inquebrantable pilar de una emancipatoria modernidad que precisaría ser salvaguardada, su adscripción a un relativismo absoluto, la noción de Imaginario social estaría dando pié, pese a ello, a la apertura de la posibilidad de una relativización de la racionalidad científica como hegemónico y excluyente medio para aprehender “lo real”. Identificar, reconocer, el presupuesto e invisible Imaginario social que estaría empapando la ciencia, entrañaría, consiguientemente, desquitar a ésta de su pretenciosa tentativa por patrimonializar la explicación de las cosas, dando voz, de este modo, a otras soterradas o alternativas opciones de conocimiento desmarcadas del orden de la particular racionalidad entronizada en la modernidad; las cuales, asimismo, también se sostendrían, lógicamente, sobre otro distinto, y más o menos explícito, Imaginario social16. 3.3. Creación, temporalidad y dinamismo social La visión de lo social inspirada desde el Imaginario social, al modo en como éste es formulado por Castoriadis, consigue quebrar una visión estática, anquilosada, absolutamente fijada, de la realidad social. Castoriadis subrayará cómo la creación, derivada de la fecundidad atesorada en lo imaginario, es un elemento inmanente a toda vida social, realzará cómo en toda experiencia social late y pugna por sobresalir constantemente un dinamismo creador instituyente que estaría amenazando las formas culturales ya instituidas, anhelando llegar a materializarse históricamente17. La naturaleza de la sociedad es contemplada, así, como una fuente inagotable de creatividad, de autoalteración, de inventiva, emanada siempre de lo más profundo del alma colectiva, buscando instaurar y constituir algo que todavía no es pero que puede llegar a ser, tratando de realizar las posibilidades albergadas potencialmente en la 16
Llevado este relativismo hasta sus últimas consecuencias epistemológicas, -lo que Castoriadis propicia pero, sin embargo, no llega ni a aceptar ni a afrontar convincentemente-, concluiríamos en la imposibilidad de la tentativa por parte de cualquier modo de conocimiento de pretender hallarse ubicado en un punto arquimédico al margen o ajeno a un específico Imaginario social, instaurando, así, una ontología, no sólo meramente perspectivista sino lo que es más relevante, que nos abocaría irremediablemente a la aceptación de la más absoluta contingencia. «Todo se vuelve contingente, dice Niklas Luhmann, cuando aquello que es observado depende de quién es observado» (Luhmann, 1997: 94). Castoriadis, eso sí, entiende la ciencia como un «proyecto social-histórico» y, por tanto, contingente, reconoce, pues, el hondo problema epistemológico suscitado, pero, sin embargo, no llega a ofertar ni una nítida posición ni una solución a éste. No existe, en efecto, para él, un “espectador absoluto” que trascienda la inevitable dimensión socio-histórica, imaginaria, inherente al conocimiento, pero asimismo, a su juicio, al mismo tiempo no toda forma de conocimiento es, pese a ello, válida. Véase, en torno a esta cuestión, Castoriadis (1997: 5-28). 17 La dialéctica entre una anamnesis de lo imaginario instituyente confrontada a lo socialmente instituido será, en general, una temática objeto de un especial interés para la sociología de lo imaginario de raigambre francesa, sirviendo de herramienta teórica para descifrar el constante, irreprimible e irresoluble entrejuego entre desorden y orden, sueño y realidad, consustancial a toda vida social. Las nociones de trayecto antropológico (Durand), sagrado salvaje (Bastide), anomia creadora (Duvignaud) y potencia (Maffesoli) se orientan en esta dirección.
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realidad; en suma, anticipando una realidad, todavía irreal, que persigue, no obstante, convertirse en realidad histórica. La preocupación ontológica fundamental de Castoriadis será cómo conseguir dar cuenta de la emergencia de “lo nuevo” en la historia, cómo pensar el significado más profundo de la creación que anida e irriga la vida de las sociedades. Para ello, Castoriadis necesitará romper con una visión de la historicidad marcada todavía por la lógica identitaria, se verá obligado a desligarse de una consideración general del tiempo histórico como una mera secuencia determinada de tiempos identitarios; en definitiva, afrontará la elaboración de una concepción de la historia que no se halle atravesada por la lógica-ontología tradicional. Solamente esta remodificación de los cimientos sobre los que se lograra asentar la ontología heredada, le permitirá reconocer la dimensión esencial que moviliza la historia, que propicia el cambio social: la «creación inmanente», la «alteridad radical», la «novedad no trivial», como la auténtica fuente de la que emana el dinamismo inscrito en lo social, o mejor, la incesante autotransformación engendradora de la aparición de nuevas expresiones sociales. Reconocer la trascendencia de la creación en el dominio histórico, en último término, presupone ir más allá, superar, el marco categorial que fuera diseñado desde la lógica identitaria. Elucidar la apertura a lo nuevo, a lo diferente, a lo que no era pero es, como verdadero fundamento de la dinámica histórica, entraña desmarcarse por completo de la lógica-ontología tradicional inaugurada con Parménides y asentada después en la obra de Platón, para la que, por una parte, sólo el ser es, y, por otra parte, asimismo, para la que el ser es concebido como algo determinado “desde siempre” y “para siempre”. Dicho de otro modo, Castoriadis recalca que la lógica-ontología tradicional es incapaz de asumir la creatividad inherente a lo social, puesto que es, en realidad, una ontología atemporal, porque minuvaloriza o niega el tiempo como uno de los atributos fundamentales del ser. Ser, pues, considerado como determinidad y ser considerado como atemporalidad van ligados. Y este tratamiento del ser se hallará presente en las directrices de la práctica totalidad de las líneas de pensamiento contemporáneo. De ahí que el reto teórico que se plantee Castoriadis sea la formulación de una ontología en la que el ser lleve inscrito en su seno el devenir. De esta manera, Castoriadis nos ayuda a desvelar cómo toda sociedad descansa siempre, inevitablemente, en un equilibrio inestable, ya que una irreprimible y disconforme creación social, cuya esencia es irreductible a cualquier lógica histórica marcada por un determinismo en donde el tiempo es visto como una mera relación secuencial de tiempos identitarios, estaría continuamente actuando en el profundo trasfondo de toda vida colectiva. Toda consideración de lo social como algo estático sería, entonces, una ficción, dado que aquí éste aparecería substraído al tiempo, ocultando, de esta manera, el siempre inacabado dinamismo albergado en el corazón de toda sociedad. La renovadora ontología que propone Castoriadis, la que intenta rescatar la creación como fundamento último de la vida social, buscará, por tanto, introducir la temporalidad en la naturaleza más esencial del ser, se empeñara, en última instancia, en re-anudar la ligazón originaria existente entre devenir y ser18. En esta perspectiva teórica, se incidirá, entonces, no sólo en una reivindicación ontológica de la creación, 18
Por otra parte, este énfasis en reintroducir el tiempo en la consideración del ser, para lograr repensar, así, la irrupción de «lo novedoso», de «lo emergente», implícito en lo social, acerca curiosamente a Castoriadis, pese a que él no parezca percatarse de ello, a los modelos teóricos complejos y autoorganizacionales basados en sistemas dinámicos autopoiéticos. De hecho, Hans Joas (1998: 156) entiende que la propuesta teórica de Castoriadis bien pudiera ser complementada desde su afinidad a las premisas ontológicas elaboradas por la teoría de sistemas luhmanniana.
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sino, lo que aún es más importante, en una asunción de la creación como la esencia más genuina del ser, dado que sería aquello que propiciaría el paso del no-ser al ser. El ser no es aquí algo determinado, por tanto, acabado, finalizado, sino, más bien, algo profundamente in-determinado, puesto que, al haber sido reintroducida la temporalidad en su interior, deviene pura potencialidad para llegar a ser lo que la voluntad humana disponga que sea. A juicio de Castoriadis, una ontología de estas características implicaría revalorizar la creación como el auténtico elemento posibilitador de una reconsideración de lo social en donde prime en éste una explícita dimensión autoinstituyente, significaría el reconocimiento de la facultad atesorada en el hombre para sobrepasar constantemente las petrificadas o alienadoras formas institucionales y, así, erigir a éste en dueño y señor de su destino histórico. La revolucionaria ontología conduce, entonces, a repensar el significado político de aquello en lo que consiste ser revolucionario.
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