Camilo Pardo Umaña
Haciendas de la Sabana
Editorial Kelly Bogotá 1946
Prólogo Este libro tiene el alto mérito de haber sido pensado y escrito con hondo amor por el tema. Y el tema es la tierra, la grande y hermosa porción de suelo en donde su autor nació, en donde su autor vive, en donde espera y confía en que habrá de morir. Camilo Pardo Umaña no estaría dispuesto a cambiar por el resto físico de la patria colombiana, un centímetro cuadrado de su Sabana. Considera que ninguna otra parcela, no digo de Colombia sino del vasto mundo, es comparable en belleza, en bondad, en historia y en leyenda al espléndido valle de tierra fría y de niebla celeste, donde sus mayores y él mismo vieron la luz primera. Sabe que otros lugares del mundo ofrecen un paisaje parecido, pero no entiende que para ellos pueda un hijo de Bogotá, un hijo de la Sabana, establecer una corriente de afecto, una comunicación espiritual y de los sentidos, como la que él mismo estableció desde la infancia con los lindos huertos de Chía, con los musicales arroyuelos que atraviesan el verde paño de las antiguas haciendas castellanas, con los ríos turbios de aguas quietas y misteriosas que fecundan los sembrados de trigo y de maíz, con las sonoras quebradas que descienden de las colinas entre pliegues de espuma, con los diáfanos hilos de agua que de pronto, en Monserrate, en Guadalupe, entreabren la fina y diáfana vena de su líquido curso, con las viejas piedras de la llanura, lisas, grandes y duras, con las ocultas piedras del monte, tapizadas por las invisibles manos del tiempo y de la fresca sombra con una tela vegetal de helechos y de lama. Nada en la totalidad de la tierra, sobre la superficie del planeta, merece para Camilo Pardo Umaña una consagración de amor, una fidelidad del sentimiento, un homenaje de la inteligencia semejantes a los que él le tributa, en cada amanecer de su vida, a la Sabana de Bogotá. De una pasión así, ha nacido este libro. Y, por consiguiente, casi sobra decir que es obra de exaltación amorosa. El autor anhelaba desde hace mucho tiempo dejar un testimonio escrito de su afecto por la Sabana. Lo ha conseguido plenamente, casi podría decirse que excesivamente. En efecto, si por algo peca este libro, es por la abundancia cordial, y por la minuciosa diligencia con que en él se acumulan los materiales de que está hecho. Un lector defectuosamente informado, acaso suponga que el autor lleva a un grado extremo su erudición sobre la historia y la leyenda de la Sabana, y que 2
esa circunstancia le da al libro el tono de una interpretación demasiado unilateral de ciertos hechos históricos y de ciertos hechos de la leyenda, conectados con la historia y la leyenda generales del país. Hay algo de esto, ciertamente. Pero eso no es un defecto. Es una excelente limitación, de la cual se desprenden algunas ventajas para el caso. Quien lea el libro de Pardo Umaña, comprenderá a la vuelta-de las primeras páginas, que el mundo gira, esta vez, en torno de un solo hecho, de un hecho físico, la presencia de la Sabana en determinada zona del país y de la tierra. Sin esa amorosa presencia, Camilo Pardo no habría escrito jamás su libro, ni se habría interesado por nuestra historia ni mucho menos por nuestra leyenda. Lo de menos, para él, con todo y ser tan interesante, es el suceso creado por los hombres, el acontecer humano; lo fundamental para el autor es la otra realidad constante, la realidad geográfica. Esos mismos hechos curiosos, extravagantes, magníficos, llenos de colorido y de sabor que él relata con tanta precisión y una evidente alacridad periodística, referentes a los hombres y las mujeres, a los caballeros campesinos y a los arrendatarios de ruana y a los peones de jipa y alpargata, no hubieran incitado su imaginación, ni estimulado su vocación de escritor, si no tuvieran el escenario natural en que se desenvolvieron. El amor por la tierra lo ha llevado a tomar en cuenta a las criaturas humanas que la pueblan, la trabajan, la venden, la cambian y muchas veces la olvidan deslealmente. La historia de la Sabana de Bogotá, aparece, pues, trazada en este libro a través de la pequeña historia de las haciendas. Es un método insuperable. Rigurosamente, técnicamente, no habría otro mejor. Las haciendas constituyeron el foco central de la vida sabanera. Y, por lo tanto, el núcleo esencial de todo cuanto desde la Colonia hasta la República ocurrió en el gran valle cundinamarqués. Política, intrigas amorosas, ruina y prosperidad económicas, desarrollo y transformación de los hábitos sociales, en esta parte del territorio patrio, está conectado a la historia de esas haciendas, cuyos amos y siervos, cuyos dueños y peones, fueron actores de primero, segundo y tercer grado, en nuestras guerras civiles, en nuestros desastres financieros, en nuestro progreso social, en el cambio lento o vertiginoso de nuestras costumbres. Así lo entiende Camilo Pardo Umaña. Concede a la vida en la Sabana una importancia determinante en la formación del carácter y la psicología bogotanas, carácter y psicología de vasta influencia en el
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desarrollo general de la política los negocios, la educación, las costumbres nacionales. En el curso de varios años el autor de "Haciendas de la Sabana", fue acumulando datos para su libro. Al cabo del tiempo se encontró con un inmenso material de fechas, nombres, sucesos, anécdotas, entre las manos. ¿Cómo escoger? ¿Cómo desbrozar, cómo talar en la vasta y tupida selva? Puesto a la tarea, consiguió dejar lo esencial, y un poco más. Es verdad que lo sobrante en este caso, no anula el mérito de lo indispensable. De mí sé decir que la copiosa documentación en que se halla apoyado este libro, no me ha impedido leerlo con apasionado interés. Inclusive, esa especie de afán probatorio, de constante reiteración de la verdad cronológica, de la verdad de los nombres y de los hechos, que se advierte en el curso de los capítulos del libro, no resulta impertinente, sino muy eficaz para evitar al lector curioso o especializado, un trabajo adicional de confrontación. Por otra parte, el estilo en que están escritas estas páginas, tiene el mérito de su sabor periodístico, el mérito de la expresión directa y objetiva. Pardo Umaña es un excelente ejemplo de cronista, de escritor de periódico, y su estilo aparece, por lo mismo, antirretórico, sencillo, ágil y escueto. Elaborado sin vanidad literaria, con envidiable curiosidad intelectual, presentado en un lenguaje por donde discurre un acento de sorna y de malicia muy a la bogotana, su obra conocerá fácilmente el éxito que se merece. Fruto, como dije antes, de un intransigente amor a la tierra, este libro representa un testimonio admirable, útil y hermoso, sobre la vida de nuestra Sabana. Hernando Téllez
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Advertencia liminar Es obvio que este libro no contiene la historia pormenorizada de todas las haciendas de la Sabana de Bogotá. Faltan, por ejemplo, las de la región de Fucha, al sur de la ciudad capital; las enclavadas en los valles de Sopó y La Calera, y algunas otras, muy interesantes, situadas en pleno riñón sabanero, tales como El Chicó, en Usaquén; El Hato de Córdova, en Facatativá; Terreros, en Soacha; Juan Amarillo, en Engativá, etc.; y el detalle, al través de los siglos, de todas aquéllas que formaron parte de la Dehesa de Bogotá y que poseyeron, sucesivamente, los Maldonado de Mendoza, los Caicedo y los Lozano de Peralta y sus descendientes próximos. Las grandes heredades sabaneras -tal como he querido presentarlas en los sucesivos capítulos de esta obra- ya no existen como tales. Quien sea dueño hoy de 200 fanegadas, es decir: de lo que antiguamente se llamaba una "estancia de pan y ganado mayor", puede considerarse como un hombre bastante rico, puesto que le representará un capital no inferior a un cuarto de millón de pesos; y no ha habido ninguna familia que haya logrado conservar su fortuna vinculada a una hacienda desde los días coloniales hasta estos más prosaicos en que nos tocó vivir. En la Sabana no existen las latifundias ni las oligarquías, palabrejas muy de moda en los últimos tiempos pero que no coinciden con la realidad. Un problema es el de precisar los linderos de las propiedades sabaneras, que, a mi entender, no tiene solución posible, salvo a base de un estudio cartográfico muy profundo y difícil. La gran llanura puede compararse a un colchón de aquellas plantas acuáticas conocidas vulgarmente con el nombre de buchón. Pasa un niño con una caña en la mano y traza en la móvil superficie unos cuantos canalillos, que delimitan bloques irregulares, a los cuales llamaría "haciendas" el pequeñuelo. Pero al cabo de algunos minutos, con el simple movimiento de las aguas, se cierran algunos de esos canales y se abren otros, y aunque se conserven los bloques de las "haciendas" éstas han cambiado de forma y de tamaño. Es un variar constante, similar en un todo a lo que ha venido ocurriendo en las estancias de la planicie al través de las centurias, y apenas es posible anotar, como norma, el hecho fundamental de la subdivisión constante de las antiguas heredades y la constante aparición de nuevas estancias, que antaño apenas hubieran merecido, por su extensión, el nombre de potreros.
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El autor de este libro ha procurado, en lo posible, trabajar con papeles de "primera mano" existentes en el Archivo Nacional y en poder de algunas familias bogotanas. No presume de haber agotado el tema -"nada termina nunca"-, ni de haber llevado a cabo una obra completa y exacta en todos los detalles. Su propósito ha sido el más sencillo de allegar materiales e impulsar el interés de otros más capacitados que él, para que el día de mañana se escriba la historia cabal y completa de la Sabana de Bogotá y de todas sus famosas heredades. En cuanto pudo, procuró también introducir en el relato datos genealógicos de los más notables hacendados, porque es un hecho indiscutible que no hubo familia santafereña, de alguna importancia, que no estuviera vinculada a la propiedad de una o de varias estancias: los Caicedos, radicados en la capital del virreinato desde 1570, a la Dehesa de El Novillero; los Vergaras, a Casablanca; los Ricaurtes, a las tierras de La Calera; los Herreras, a la hacienda de su nombre; los de Ribas, a La Chamicera; los Gutiérrez, a La Estancia de la Serrezuela; los Castros, a La Conejera; los Umañas, a Tequendama; los Uricoecheas y los Urdanetas, a Las Canoas; los Sanz de Santamaría, a Halo Grande y a gran parte de las tierras de Sopó; los Marroquines, a Yerbabuena; los Santa Marías y los Fernández de Heredia, a El Vínculo; los Carrizosas, a Terreros, et sic de coeteris. Acarició también el autor la idea de darle cierta amenidad a las páginas que se leerán y por esto echó mano de la tradición y de las leyendas que cada hacienda tiene. En cambio, para no hacer narraciones insoportablemente pesadas, prescindió de detallar muchas fechas con el número del día y el nombre del mes en que ocurrieron determinados hechos. Igualmente hizo caso omiso de los acontecimientos guerreros sucedidos en la Sabana, al tener noticia de que alguno de los académicos de historia prepara actualmente un libro sobre tan importante materia. Muchas personas colaboraron eficazmente en la feliz terminación de estas páginas, facilitándome documentos, datos o tradiciones de familia, y a todas ellas doy públicamente las más rendidas gracias; y considero de estricta justicia consignar sus nombres en señal de agradecimiento: señoras Sophy Pizano de Ortiz, Susana Rueda de Pardo, Mariela Gutiérrez v. de Durán, Sara Piedrahita v. de Umaña y Emperatriz Rico v. de Ortega; doctor Bernardo de Santamaría Osorio, y señores José María Restrepo Sáenz, Enrique Ortega Ricaurte, Luis Gómez Grajales, Tadeo de Castro, Evaristo
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Herrera, Jaime Umaña de Brigard, Víctor Julio Zea, Jorge Soto del Corral, Jaime Pardo Carrizosa, Arturo Castilla Sáiz, Alfonso Soto Martínez, Francisco Ortiz Vargas, Guillermo Camacho y Montoya, Antonio María Osorio Umaña, Raimundo y Manuel Umaña Piedrahita, Fernán Ordóñez Santa María, Pedro M. Umaña Escallón, Luis Eduardo Escobar Gómez, Alberto Posada Gutiérrez, Lucio Vásquez, Jorge Macaya, Enrique Uribe Gutiérrez, Carlos Fraser, Julio Eduardo Rueda y Enrique Vargas Herrera.
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Primera parte
La Sabana Norte-Oriente
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Capítulo I
La Sabana de Bogotá A la memoria de don Tomás Rueda Vargas. Bien podemos aceptar, sin llamamos a engaño, que la Sabana de Bogotá fue, hace milenios, un enorme lago, cuya desecación comenzó al romper las aguas por la región del sur, en donde hoy admiramos la majestad del Salto de Tequendama. Lo cierto es que cuando llegaron los conquistadores españoles de don Gonzalo Jiménez de Quesada, en 1538, en el altiplano abundaban las lagunas y ciénagas, y periódicamente desbordábase el río Funza o Bogotá y causaba grandes estragos, que pueden medirse por las siguientes palabras de Rodríguez Freile en su delicioso libro "El Camero", las cuales se refieren al año 1581: "Estaba el río Bogotá tan crecido con las muchas lluvias de aquellos días -dice el historiador colonial-, que allegaba hasta Techo, junto a lo que agora tiene Juan de Aranda por estancia. Era de tal manera la creciente, que no había camino descubierto por donde pasar, y para ir de esta ciudad a Techo había tantos pantanos y tanta agua, que no se veía por donde iban". Tenemos, pues, a Jiménez de Quesada y a sus hombres avanzando por la Sabana, de Chía hacia Bacatá -hoy Funza-, lugar de residencia del Zipa, el más poderoso de los soberanos del imperio chibcha, quien hallé la muerte a manos de un obscuro soldado que le disparó su arcabuz sin conocerlo. El Zipa vivía en un enorme bohío circular, cuyas paredes de madera estaban adornadas con mantas finamente tejidas, y tenía como lugar de recreo el llamado Teusaquillo, que ocupaba terrenos del actual barrio de San Cristóbal de Bogotá. "Alrededor de este cercado -escribe Rodríguez Freile-, que estaba a donde ahora está la fuente de agua en la plaza, había asimismo diez o doce bohíos del servicio del dicho cacique, en los cuales y en el dicho cercado alojó su persona el dicho Adelantado, y en los demás bohíos a sus soldados" 1 A los ojos de los conquistadores, ¿qué aspecto ofrecióles la Sabana, cuando Jiménez de Quesada, admirado, la llamó "Valle de los Alcázares"? Germán Arciniegas, en uno de sus novelones, la describió así: "Las tierras del Bogotá son tan altas, que en ellas el frío penetra los huesos. A veces, en los 9
amaneceres, el agua se hiela. Una corona de cerros rodea la planicie. Parándose en la punta de estos cerros, o en ciertos filos y boquetes en que la meseta como que se descuelga sobre el abismo, se puede mirar al fondo del Magdalena. Son mil quinientos, dos mil metros de diferencia en los dos niveles. Muchas veces quedan descubiertos, desnudos, los estribos de roca viva en la cordillera, como para mostrar en qué clase de cimientos se afirma la tierra del chibcha. "... Por las tardes, el paisaje de la Sabana es paisaje de tapicería. Hay bosquecillos de arrayanes de troncos retorcidos, cuyos brazos decora un musgo que cuelga en barbas grises; ciénagas en donde crece el junco, cruzadas por canales: blandas vías para las balsas que empujan con palanca los indios pescadores; el río turbio, al derramarse, desdibuja un cauce de caprichosos meandros; en algunos puntos, sementeras de maíz: hojas secas que se doblan sonoras entre las pistas del viento; mazorcas envueltas en su amero como niños, y con la cabellera rubia, ya ennegrecida y encrespada al sol; de cuando en cuando un bohío, gris y dorado como gavilla de trigo; por todas partes, lagunas que se ponen bermejas con el sol de la tarde. La tarde es una ancha hora de quietud, primer toque al reposo, que se disuelve entre nubarrones de oro. Los venados se detienen cautelosos, levantan la testa de azorados ojos redondos de azabache y dejan entre su ramazón de cuernos, suspendido como un estandarte, el crepúsculo. Contra el poniente, en fastuoso derrumbamiento, cae el sol de tierra fría: el sol de los venados". La raza indígena Es imposible calcular la población indígena de la Sabana al llegar los conquistadores, pero si fijamos esta cifra en medio millón es posible que pequemos por exceso de optimismo. Los historiadores apasionadamente indigenistas han querido convencernos de que los chibchas poseían una civilización muy adelantada, a la altura, casi, de las de los aztecas y los incas, y para ello han apelado a notorias exageraciones y han abusado de la imaginación. Los chibchas cultivaban la papa y el maíz, de cuyo grano fermentado sacaban la chicha, bebida embriagante a la par que alimenticia que ha llegado a nosotros, y tejían burdas mantas para vestirse. Su tipo racial hace recordar el mongólico, de pómulos salientes, pelo negro lacio, lampiños y de corta estatura. Hipócritas, taimados y maliciosos, sus descendientes han
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venido siendo los mejores políticos colombianos, seguramente porque todos saben de memoria, y lo practican, el conocido código chibcha: "Un indio estaba muriendo y a su hijo le aconsejaba: -Haz de saber, hijo mío, que un bien con un mal se paga. "Si fueres por un camino donde te dieren posada, róbate aunque sea el cuchillo y vete a la madrugada. "Si algún blanco te mandare que le ensilles el caballo, déjale la cincha floja y aunque se lo lleve el diablo. "Si algún negro te ocupare sírvele por interés; y lo que mande al derecho, procura hacerlo al revés. "Estos consejos te doy por ser, hijo, de razón; si no lo hicieres así, llevarás mi maldición" 2. Pero si es lógico suponer que fueron millares los chibchas que perecieron durante la Conquista, tampoco es admisible el cálculo de Arciniegas de que los indígenas eran entonces no menos de diez millones, bajo el dominio de cinco soberanos independientes: el Guanentá, el Sugamuxi, el Tundama, el Zaque y el Zipa. Sea como fuere, en 1674 apenas vivían en Santa Fé de Bogotá unos diez mil indios, según cálculo que hace don Juan Flórez de Ocáriz en su obra "Genealogías del Nuevo Reyno de Granada", publicada en aquel año; cifra ésta que significaría, como máximo, un total de cincuenta mil aborígenes en toda la Sabana. La riqueza de la Sabana La feracidad natural de la gran planicie sabanera es algo incalculable, y el día en que se hagan todas las necesarias obras de defensa contra las inundaciones, y en que se provea y reglamente el uso de las aguas para los regadíos, se convertirá en un emporio de riqueza que nada tendrá que envidiar a las famosísimas huertas valencianas. Ya el cura conquistador don Joan de Castellanos cantaba a la Sabana: -¡Tierra Buena! ¡Tierra Buena! ¡Tierra que pone fin a nuestra pena! Tierra de oro, tierra bastecida, tierra para hacer perpetua casa, tierra con abundancia de comida, tierra de grandes pueblos, tierra rasa, tierra donde se ve gente vestida, y a sus tiempos no sabe mal la brasa; tierra de bendición, clara y serena, ¡tierra que pone fin a nuestra pena!
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Estas palabras han seguido repitiéndolas cuantos han escrito posteriormente -a lo largo de cuatro siglos- sobre el altiplano, y en 1910 se expresaba así el autor de las "Reminiscencias -Santa Fé y Bogotá": "En pocas comarcas ha derramado la Providencia con tanta prodigalidad sus beneficios en favor del hombre, como en el pedazo de tierra que se llama la Sabana de Bogotá. "Atravesada de Norte a Sur por el manso y cenagoso Funza, que recoge los diversos tributarios que aumentan el caudal de sus aguas, dejando todos a su paso el depósito de limo fecundante que mantiene en perenne actividad la prodigiosa fuerza productora de su fértil suelo; bajo la influencia de un clima suave e igual, libre de los fríos, y exenta de animales dañinos o venenosos; rodeada, como inexpugnable fortaleza, por altas y azuladas montañas que le renuevan amorosas las brisas del purísimo ambiente que da vida a sus moradores; protegida, por razón de su altura sobre el nivel del mar, contra las asoladoras e implacables epidemias que dejan en otras partes una estela pavorosa de muerte y desolación; y lo que aun es mejor, habitada por una raza de carácter apacible, sin ambiciones, humilde y sencilla, apegada al suelo en que nace, vive y muere, amalgamada con la savia de sus conquistadores, a quienes recuerda con veneración, sin acordarse de las inútiles crueldades empleadas para sojuzgarla. "Como consecuencia precisa de las favorables condiciones peculiares a la Sabana, el cultivo de su suelo y las demás empresas agrícolas a que se dedica, presentan extraordinarias facilidades para administrar las distintas secciones que la componen. "Antaño se veían en las cercanías de todos los pueblos de la altiplanicie agrupaciones de indígenas que vivían en el pedacito de tierra que, con la denominación de resguardos, les adjudicaron las leyes de Indias y de la antigua Colombia, con prohibición de enajenarlas. En ellos mantenían los animales que les servían para conducir a los centros de consumo los cereales y demás artículos que cultivaban, y las ovejas que les proporcionaban la lana para vestirse; eran propietarios, y, por consiguiente, tenían cariño por el rancho y la estancia en que vieron la luz, pasaron sus primeros años y conocieron a sus abuelos. "El aspecto de los resguardos era bellísimo en los tiempos de labores y recolección, por la diversidad de sementeras a que se dedicaban las estancias,
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que se distinguían de las haciendas por el conjunto heterogéneo de toda clase de artículos sembrados y cosechados simultáneamente. "El tipo de una estancia era común a las demás, pues ya se sabe la inclinación imitadora que domina a la raza de los aborígenes: un cercado o vallado formado con arbolocos, cerezos, carrizos, sauces, curubos y zarzas; en el centro, la casita cubierta con paja de trigo, angosto corredor al frente, y estrecha puerta de entrada a las habitaciones, sin ventana, o muy diminuta en el caso de haberla; por mueblaje, una maciza mesa y barbacoas para sentarse o acostarse; el zarzo del techo que servía de troje para los cereales y de guardarropa de la familia; en las paredes, sin blanquear, las imágenes de los santos de la devoción de cada cual, pero en primer lugar las de Nuestra Señora de Chiquinquirá, San Roque, Nuestra Señora del Carmen, en actitud de sacar almas del purgatorio, y algunas vitelas monstruosas; en un rincón, los zurrones de cuero para guardar la miel, y sobre ellos el sillón o montura de la dueña de casa. Al frente de la choza una cocinita estrecha y ahumada que ostentaba, sin embargo, la limpia piedra de moler el piste, elemento indispensable para hacer la mazamorra. En cuanto a vajilla, se componía de platos y cucharas de palo, totumas, tazas de barro ordinario, y pare de contar: solían tener alguno que otro plato o escudilla de loza; pero estas fincas permanecían guardadas sobre una tabla asegurada a las paredes por medio de estacas, para el caso solemne de la visita del amo cura o del patrón de la hacienda vecina". Los resguardos ya no existen en la Sabana. Una ley permitió su enajenación y desde entonces viven los indios sabaneros en ranchos que les facilita la hacienda en donde trabajan, los cuales no se diferencian en nada de los descritos por Cordovez Moure. De la bondad de la ley dicha no es el caso de hablar ahora, pero es innegable que a ella se debe, principalmente, la despoblación incesante de los campos, que lleva camino de convertirse en un problema nacional de grandes proporciones. Pastos, árboles y caminos Paso a paso, la vasta extensión de la Sabana fue desecándose, al cuadricular el hombre su suelo con zanjas y más zanjas, que servían también para alinderar las haciendas y, dentro de éstas, los distintos potreros, que se iban sembrando de los mejores pastos, cuando no se dedicaban a la agricultura; y fue don Antonio Nariño, el andante caballero bogotano, a 13
quien cupo la gloria de haber importado el famoso trébol, llamado comúnmente carretón, orgullo de los más ricos hacendados y señal indudable de la fertilidad de las tierras. Al mismo tiempo, fueron apareciendo los caminos vecinales a todo lo largo y a todo lo ancho de la Sabana, en tanto que dentro de las haciendas florecían los senderillos zigzagueantes -"caminitos de indio"-, que acortaban las distancias y hacían gratas las jornadas. La Sabana no era entonces limpia, como ahora. Grandes extensiones de malezas la cubrían, y en ellas habitaban, por millares, los venados, alimento preferido de los indios, que no conocieron la carne de vacunos hasta mucho después de la llegada de los conquistadores. Los grandes árboles no abundaban tampoco, y la siembra de eucaliptos fue invención de hace pocos años, cuando la inmensa mayoría de los hacendados sabaneros delimitó sus dehesas con esta mirtácea para que ayudara en la tarea de secar los pantanos. Hoy, su presencia -que infunde a la Sabana tanta monotonía y tristeza sumaya no se justifica y, antes bien, es perjudicial. Dos caminos principales tenían los indios a la llegada de los conquistadores españoles: el que llevaba, hacia el norte, a los dominios del Zaque (Tunja) y el que conducía por la Boca del Monte a las tierras bajas y ardientes, rumbo al occidente. Pero fue al dios Amor, encarnado en la persona del oidor Francisco de Auncibay, a quien correspondió construir la primera parte de la Calzada de Occidente, desde Santafé hasta Techo, cuyo principal objeto era el de poder viajar cómodamente hasta el actual municipio de Mosquera, en donde estaba situada la casa de hacienda de "El Novillero", del encomendero de Bogotá capitán Antón de Olalla, de cuya hija doña Gerónima de Orrego estaba furiosamente enamorado el oidor Auncibay, según es sabido. Cuatro siglos largos después de la llegada de don Gonzalo, la Sabana está cruzada por tres carreteras principales y otros tantos ferrocarriles paralelos: la del norte, de Bogotá a Zipaquirá; la del sur, de Bogotá a Tequendama, y la de occidente, de Bogotá a Facatativá; por varias carreteras de enlace, de segundo orden; por multitud de caminos vecinales, y por infinidad de caminitos de indio. Y toda ella semeja, vista desde la altura, un enorme tablero de ajedrez, multicolor en ciertos meses, cuando las tierras se cubren de flores y de frutos.
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Bogotá y la Sabana de Bogotá "El oriente y el norte de Cundinamarca son absolutamente boyacenses. Boyacá comienza en el Puente del Común", cuentan que dijo el señor Caro; y es verdad. "Boyacá comienza donde ya le sirven a úno dos sopas, y esto acontece en Chía, en Nemocón lo mismo que en Hatoviejo, en Ventaquemada o en Paipa", afirma don Tomás Rueda Vargas, con sobra de razón. Y si esto ocurre con Cundinamarca, ¿no pasará algo semejante con el norte de la Sabana, a pesar de que ésta no es sino un trozo del departamento? Lo que sucede es que Bogotá y la Sabana son una cosa y el resto de Cundinamarca es otra, muy distinta. La Sabana pertenece espiritualmente a la ciudad, y las dos se compenetran absoluta y definitivamente. En la Sabana, cada uno de sus pueblecillos -Funza, Fontibón, Serrezuela, Chía, Usaquén, Engativá, Mosquera, Suba, Cajicá, Bosa, Bojacá, Soacha, Cota, Tenjo, Tabio, etc.- tiene su personalidad, como la tiene, ¡y tan marcada!, Bogotá; pero todos están unidos por un alma común, por una especie de cordón umbilical del espíritu, que nada tiene que ver con la que anima al resto del desaparecido imperio chibcha. ¿Cómo explicar esto? Ardua y compleja labor sería intentarlo. Es, sin embargo, lo más probable que ello se haya originado en el enorme predominio que tomó la raza española en Santafé y en toda la Sabana; predominio absoluto, que en ninguna otra parte fue tan cabal y definitivo. Así, la ciudad y la Sabana fueron españolas por virtud de los encomenderos, en quienes es forzoso buscar a los primeros hacendados de la planicie, y seguramente fueron ellos quienes compraron, en 1543, los primeros 35 toros y las 35 vacas que trajo Alonso Luis (o Luis Alonso) de Lugo, pagándolos a razón de mil pesos oro por cabeza. Tal vez un historiador minucioso pudiera precisar los terrenos que ocuparon en la Sabana las primeras encomiendas. Pero hay una, la del Alférez Real de la Conquista, capitán Antón de Olalla, tronco que fue de muchas de las principales familias de la aristocracia bogotana, que merece una explicación a espacio, ya que de ella nació el mayorazgo de Bogotá, la primera y más importante hacienda de la Sabana, de nombre El Novillero, cuyos términos abarcaron, casi en su totalidad, los de los actuales municipios de Funza, Serrezuela y Mosquera.
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El Alférez Real obtuvo su título de capitán y la encomienda de Bogotá del Adelantado Alonso Luis de Lugo. Más tarde contrajo matrimonio con doña María de Orrego y Valdaya, de la nobleza de Portugal, quien fue una de las primeras damas que vino a la naciente ciudad, y de ellos fue hija la célebre encomendera de Bogotá, doña Gerónima de Orrego y Castro, por quien bebieron los vientos el oidor don Francisco de Auncibay y don Fernando de Monzón, hijo del visitador real don Juan Bautista de Monzón. Doña Gerónima tuvo un hermano, don Bartolomé de Olalla, quien murió joven, y de ahí que fuera ella la heredera universal de los cuantiosos bienes del Alférez Real. El caso es que el oidor Auncibay y el hijo del Visitador andaban disgustados, porque ambos querían casarse con la encomendera, sabido lo cual por el capitán de Olalla por aviso que le dio su mujer, pues generalmente permanecía en sus haciendas, determinó llevarse a su hija para El Novillero en espera de que los dos pretendientes "se aquietasen". Fue entonces cuando, al acompañarlos el oidor al puesto de la balsa en que deberían embarcarse para seguir a Fontibón, determinó construir la calzada de occidente, y así lo hizo. Pero con todo y su gran amor por doña Gerónima, quien vino a ser esposo de la bella santafereña fue don Fernando de Monzón, debido a que el oidor fue trasladado poco después a la Real Audiencia de Quito. Casáronse, pues, don Fernando y doña Gerónima en 158 1, y a las pocas semanas murió aquél, víctima de perniciosa calentura, y sin dejar descendencia. Doña Gerónima soportó corta viudedad y contrajo de nuevo matrimonio con el Almirante de la Armada don Francisco Maldonado de Mendoza, quien con sus propios bienes y con los cuantiosísimos de su esposa fundó el Mayorazgo de la Dehesa de Bogotá, que posteriormente pasó a su hijo Antonio, después a su nieta María, y así sucesivamente hasta llegar a don Jorge Miguel Lozano de Peralta y Varáez Maldonado de Mendoza y Olalla, VIII poseedor del Mayorazgo y primer Marqués de San Jorge de Bogotá. El bogotano es bogotano y nada más que bogotano, a pesar de lo cual ignora completamente el regionalismo, posiblemente a causa de cierta presunción íntima de superioridad; y si bien está muy al corriente de la historia de todos los países de Europa y de América, cariño verdadero -aquel que se siente por los abuelos- no lo tiene sino por la Madre Patria. Su amor 16
por la Sabana lo lleva en la sangre, dando a aquella el sentido de una prolongación de la ciudad maternal, lo cual se explica fácilmente porque los antepasados de las rancias familias bogotanas fueron todos hacendados sabaneros; y a la grande, bella y melancólica planicie dedicaron lo mejor de sus vidas, con desinterés de cariño, ya que es bien sabido que la agricultura y la ganadería no son aquí negocios que produzcan pingües rendimientos. Bogotano raizal, aferrado al través de los siglos al tronco formidable del Alférez Real de la Conquista, es el autor de este libro. Como buen bogotano ama con locura a su ciudad, con todos sus defectos y todas sus virtudes, y de este amor ha hecho uno de los elementos vitales de su fe estética ante la vida. Con escepticismo y lástima hacia ellos, mira cómo ha sido invadida su ciudad por millares y millares de provincianos, que nunca llegarán a comprenderla, y siguiendo el ejemplo de todos los bogotanos verdaderos con seis, ocho, diez y más generaciones de abuelos raizales detrás- gusta de recogerse dentro de sí mismo, cual la sabia tortuga en su concha, para ver el desfile humano de los perseguidores del éxito económico y de la gloria de oropel, con la seguridad de la más cumplida venganza, que le darán los hijos y los nietos de estos hombres cuando proclamen su orgullo de haber nacido bogotanos; y al contratar luégo los servicios de quienes puedan inventarles escudos de armas ceñidos a las reglas de la heráldica, previa adaptación de sus apellidos para que tomen cierto aspecto de nobleza santafereña y antes, peninsular. Es una venganza regocijante que ha comenzado ya a dar sus frutos... Mis veraneos infantiles no tuvieron como escenario la Sabana de Bogotá propiamente dicha. Transcurrieron en la región de El Charquito y en Cincha, justamente al concluír por el sur la gran planicie, que llega a morir, ahilándose, en la casona solariega de Tequendama, de la familia Umaña, en cuyo poder estuvo por espacio de siglo y medio. Allí, en Tequendama -Puente del Alicachín se llama el sitio exacto - abandona el río Bogotá la placidez y pereza que le hicieron feliz, en tanto que cruzaba la Sabana de Norte a Sur. Su destino lo llama entonces con imperio, y se lanza rugiendo y coronado de espumas, pétreamente encajonado, sin detenerse un instante para tomar aliento, en busca de las tierras bajas, sobre las cuales se despeña, con aterradora imponencia, por el Salto de Tequendama. La visión del Tequendama, coronado de niebla, fue compañera inseparable de mis primeros años. En aquellas regiones del sur sabanero viví 17
siempre en medio de un variado y grandioso espectáculo: el Salto de prodigio; las profundas y misteriosas minas de carbón de Cincha; las plantas eléctricas que iluminan las noches de mi ciudad; y al otro lado del río, la célebre hacienda de Canoas, de los Urdanetas. Ignoro la clase de influencia que pudieron tener en mi formación mental tantas grandezas, verdaderos juguetes de maravilla para mi imaginación alocada de niño feliz, pero sé que la tuvieron, y en forma definitiva. La Sabana occidental fue un arcano para mí hasta que doblé la hoja de los treinta años. Desde entonces, periódicamente, he vivido en diversos pueblecillos -vinculado cada día con mayor fuerza a Bogotá-, y aprendí a conocerla y amarla. Supe de su paz y de sus atardeceres melancólicos; de sus claros y soleados días de diciembre, como también de los fríos y opacos, de abril; de las preocupaciones de sus hombres de trabajo y del sano orgullo de sus hacendados creadores de riqueza de la bondad de las mujeres y de sus pequeños odios pueblerinos; del justificado cariño de los campesinos por los animales, y del terrible daño que les causan los políticos y sus prédicas. Y así vine a comprender la sabiduría que entraña la preposición de encajada entre las palabras Sabana y Bogotá: porque la Sabana es de Bogotá -como Bogotá es de la Sabana- y no puede ser sino de Bogotá. Existen ya en la Sabana casas de hacienda modernas, decoradas y amuebladas como cualquier gran residencia bogotana. No son éstas, por cierto, las que deben interesarnos: les falta haber vivido, tener historia, haberse compenetrado con el alma de sus moradores; son casas anodinas, que no dan calor al corazón. Muy otras son las amables casas de hacienda sabaneras. Son aquellas con vida propia, que los abuelos amueblan generalmente con lo viejo y lo sobrante de sus casas bogotanas. En ellas, con sus pisos cubiertos con estera de esparto, se conservan aún enormes armarios taraceados y largos divanes sin resortes; grandes lámparas de petróleo, que sirvieron para iluminar los balcones en las vísperas del 20 de julio; consolas de patas de león; sillas cordobesas de cuero repujado; camas amplísimas, algunas con baldaquino y en estrado; relojes de sobremesa cuya muestra sostienen figuras bronceadas de angeletes desnudos; amplios sillones que convidan a la siesta; y, pendientes de los muros, viejos retratos al óleo, en valiosos marcos policromados, y oleografías de muy dudoso gusto, amén de los santos
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predilectos de los dueños de la hacienda, siempre presididos por el Sagrado Corazón en su ya tradicional estampa. ¡Viejas casas sabaneras, sin garages ni modernismos chillones, precedidas por la indispensable pesebrera y el anexo cuarto de las monturas, y con su obligado oratorio en donde se armaba el nacimiento que hizo las delicias de tantas generaciones: Inolvidable pesebre santafereño, con su arbitraria geografía y sus desproporcionados ganados, árboles y casas; su lago de espejo y sus senderillos de harina! ¡Viejas casonas de mi Sabana, sobrevivid! No olvidéis que, como lo escribió don Tomás Rueda Vargas, "la muerte de las cosas es mil veces más triste que la de las personas"; y en vosotras perdura toda -el alma melancólica y maternal de la gran llanura... Notas 1. A pesar del autor de "El Carnero", lo cierto es que el verdadero lugar llamado Teusaquillo estaba situado más al sur, sobre el camino de Tunjuelo, sitio que se conoce hoy con el nombre de Santa Catalina. Así lo comprueban los documentos referentes a la fundación de la parroquia de Santa Bárbara, que corren publicados en la revista oficial de la Curia Metropolitana "La Iglesia". 2. Este Código está tomado de las 'Reminiscencias- de Cordovez Moure.
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Capítulo II
"El Chucho", "El Noviciado" y "La Conejera" A Eduardo y a Lucas Caballero Calderón Goza fama la hacienda de La Conejera -a cuyo lado palidece el prestigio de su anexa llamada El Noviciado- de tener la más hermosa casa antigua de la Sabana, y esto a pesar de que su construcción apenas data de la segunda mitad del siglo XVIII. Pero como tiene un estilo tan propio, con no poco de castillo feudal, y ocupa tan privilegiada localidad, en la falda occidental del cerro de Suba, que permite abarcar con los ojos, desde sus balcones, un extensísimo panorama de grandiosa belleza, su renombre no es inmerecido. De la importancia de la fábrica da idea el siguiente inventario y avalúo, hechos en el año 1770 por el maestro alarife Francisco Javier Lozano, quien constató que la casa se componía de seis tramos, cada uno de seis varas y media de anchura, habiéndose gastado hasta entonces en lo edificado 1 lo siguiente: Patacones o pesos de ocho décimos 2.000 carretadas de piedra rajada, a dos reales cada una 500 124 tapias, a cuatro reales 62 20.000 adobes, a tres pesos el mil 60 2.000 ladrillos, a doce pesos el mil 24 2 columnas de piedra, con su basa y capiteles 150 1 portada de piedra labrada para el oratorio 28 12 varas de piedra de sillería, a dos pesos la vara 24 9.000 tejas, a trece pesos el mil 117 1 tiro de la escalera 10 12 varas de piedra de sillería mediana, a peso cada una 12 Mano de obra y trabajo del oficial 800 Total del avalúo 2 1.787 En los tiempos primitivos Durante el siglo de la Conquista, las tierras motivo de este relato se extendían a lado y lado del río Funza y en su casi extendían a lado del río de Funza y en su casi totalidad estaban cubiertas de bosque y de maleza. A principios del siglo XVII, como es sabido, llegaron a la capital santafereña los primeros religiosos de la Compañía de Jesús, entre los cuales se hallaban los padres José Hurtado, Dadey y Colucini, y el primero de los nombrados se hizo cargo de fundar, digámoslo así, dos grandes heredades de propiedad
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de la comunidad jesuítica: la primera de ellas, a la cual dio el nombre de El Noviciado, estaba situada en la parte norte del actual municipio de Cota, entre el río Bogotá, como lindero oriental; la sierra de El Espino, que la delimitaba por el occidente, y la estancia de Tibabuyes, por la parte sur; y la otra hacienda que fundó el padre Hurtado, y a la cual bautizó El Chucho, se extendía fronteriza a la anterior, río de por medio, en términos del municipio de Suba. El Chucho, con el correr de los años, perdió el nombre y se convirtió en La Conejera, sin que hasta hoy haya sido posible saber la razón de este nuevo nombre, ya que en la finca no han abundado nunca estos simpáticos roedores. Por espacio de siglo y medio disfrutaron los jesuítas en sana paz de tan ricas haciendas, junto con la de Tibabuyes que también les perteneció, y al ser expulsados del virreinato en 1767 eran dueños, prácticamente, de tres cuartas partes de todas las tierras de Cota y de Suba, rodeadas por las de los actuales municipios de Chía, al norte; Tenjo y Funza, al occidente; Usaquén, sobre la región oriental, y Engativá y la región suroeste de Suba, al sur. Por entonces aparece ya en los documentos el nombre de una estancia colindante con El Chucho y de no mayor importancia, la cual llevaba el nombre de La Conejera y era a la sazón pertenencia de don Antonio Clavijo. Aquella heredad y la de El Noviciado tenían magníficas casonas residenciales, con sus respectivos oratorios, en los cuales se prestaban los servicios religiosos para los estancieros y peones. El nuevo dueño de las haciendas En poder de las autoridades coloniales las estancias de El Chucho y El Noviciado, y una vez que se cumplieron todos los requisitos legales impuestos por las cédulas reales de Carlos III, en 1775 fueron sacadas a remate público y le fueron adjudicadas al hidalgo castellano don Manuel Benito de Castro, nacido en Añover del Tajo, provincia de Toledo, en el año 1700, quien se hallaba radicado en Santa desde 1742; y que al año siguiente había contraído matrimonio con doña María Teresa Díaz de Arcaya y Gumusio, santafereña, nacida en 1720 e hija del teniente de capitán de caballería de la guardia virreinal don Pedro Díaz de Arcaya, vizcaíno, y de doña Teresa Gumusio 3. Poco tiempo después, don Manuel Benito compró también la finca de La Conejera, la cual se convirtió por este hecho en un potrero más de El Chucho. 21
De estas operaciones comerciales se conservan papeles completos, inclusive la cédula real que contiene los linderos de las dos haciendas, pero éstos son muy confusos y se refieren a objetos hoy inexistentes, de manera que hacen inútil su transcripción. Los inventarios son también detalladísimos, tanto los de las casas y los oratorios como los de los semovientes y herramientas, por lo cual apenas merecen citarse los siguientes datos, a título de curiosidad: En la casona de El Chucho se incluyó una negra esclava llamada Bonifacia, de más de cincuenta años de edad, quien fue avaluada en un peso; las ovejas, en número de 600, fueron estimadas a razón de cinco reales cada una, o sea, en un valor total de 377-40 patacones; 95 caballos de vaquería valieron 803 patacones. En total, don Manuel Benito de Castro pagó de contado por las heredades de El Chucho y El Noviciado, con sus casas, semovientes, enseres, muebles, etc., la cantidad de 21.479 pesos y 20 maravedís, según el resultado del remate llevado a cabo el 5 de mayo de 1775 ante don Francisco Antonio Moreno y Escandón, habiendo sido testigos de la escritura don Lorenzo Pantorrilla y don Gerónimo Cifuentes. No es inútil anotar que dichas haciendas no fueron desde un principio tan extensas como las recibió don Manuel Benito de Castro. Los jesuítas fueron engrandeciendo lentamente las primitivas fincas, por medio de compras sucesivas, algunas de las cuales figuran como llevadas a cabo por el hermano Pedro Gómez, y solamente hacia 1675 puede considerarse que se dio por terminada la fundación de ellas; y en este estado las conservaron, sin variaciones apreciables, por espacio de un siglo más. Los de Castro y Arcaya, nuevos hacendados El dueño de El Noviciado, El Chucho y La Conejera murió en Santa Fé hacia 1794, poco menos que centenario, y le sobrevivieron cinco de sus siete hijos, pues don Vicente murió en Italia siendo novicio jesuíta, cuando la Compañía fue suprimida por Clemente XIV, y don Diego Félix falleció joven y loco en Santa Fé. En cuanto a la única mujer, doña Petronila, de ella se darán noticias en posterior capítulo. Al hacer el reparto de los bienes paternos, la hacienda de El Chucho le correspondió a don Ignacio de Castro y Arcaya, nacido en 1752, quien contrajo matrimonio con doña María del Carmen Montenegro y Alvarez,
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hija del oidor don Benito del Casal y Montenegro y de doña Antonia Álvarez del Casal 4, hermana esta del presidente-dictador de Cundinamarca. La estancia de La Conejera le fue adjudicada a don Justo de Castro, nacido en 1755, quien murió soltero en la casona de la heredad en el año 1838; pero don Justo no conservó su porción, tal vez porque la consideró de menor importancia, y de ella hizo donación en 1831 a doña Manuela Ureña, quien desempeñaba en El Chucho las funciones de ama de llaves. Finalmente, el primogénito, don José de Castro y Arcaya, presbítero y cura de Cota, nacido en 1745, fue dueño de El Noviciado, que poseyó hasta el día de su muerte, ocurrida en 1831. El otro hermano, segundo del nombre Manuel Benito, no heredó tierras de las que hemos venido tratando; y murió soltero en Bogotá en 1826. Así, pues, y por muerte sucesiva de don Ignacio, de don José y de don Justo, sin descendencia los dos últimos, El Chucho y El Noviciado llegaron a ser propiedad exclusiva de don Antonio Benito y de don Félix de Castro y Montenegro, hijos de don Ignacio, quienes readquirieron la estancia de La Conejera, por compra hecha en el año 1835 a doña Manuela Ureña y por la cantidad de 4.000 pesos. Todo indica que de entonces para acá tomó la totalidad de la hacienda el nombre de esta porción, al paso que el primitivo nombre de El Chucho terminó por olvidarse. De los dos hermanos -quienes introdujeron importantes reformas en la casa residencial de La Conejera, en donde acostumbraban vivir-, don Félix nunca contrajo matrimonio, de manera que al ocurrir su muerte, en 1850, don Antonio Benito vino a resultar por único dueño de la heredad y de su anexa de El Noviciado. Este señor había contraído matrimonio con doña Juliana Uricoechea y Sornoza en 1817 y de sus varios hijos hay numerosa descendencia. Toros y Venados de "La Conejera" En tiempos de don Manuel Benito de Castro y de sus descendientes El Chucho y La Conejera, en su mayor extensión, estaban cubiertas de bosques y de malezas muy tupidos, los cuales se hallaban habitados por centenares de venados y de reses ariscas y salvajes, que le dieron gran popularidad a esta última estancia por ser sus toros los preferidos de los santafereños para las corridas que se llevaban a cabo frecuentemente en la Plaza Mayor, en las de los barrios y aun en las propias calles de la ciudad.
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El ganado conejeruno -con el cual apenas rivalizaba en bravura el criado en las lomas de Fute- era de pequeña estatura, de cuernos agudos y rectos hacia adelante, de bien desarrollado morrillo y dotado de grande agilidad y resistencia, todo lo cual permite presumir una cruza con sementales navarros en la época de los jesuitas. Tal abundancia de reses peligrosas dio origen, como es apenas de rigor, a que los estancieros fueran vaqueros de primer orden y toreadores hábiles, quienes sabían, en los momentos de necesidad, echar pie a tierra y burlar las acometidas del animal con lances, al estilo natural, que ejecutaban con la tradicional e infaltable ruana de los indios y de los orejones sabaneros. Entre estos vaqueros se hicieron a un nombre el tocayo Roel, Joaquín Rico, el carraco José Ruiz, José Gutiérrez, Saturnino Tortolero -cazador infatigable, además-, y Joaquín González, quien fue mayordomo de la hacienda durante toda su vida y ejerciendo este cargo murió en 1855. En cuanto a los venados, raza que desapareció completamente de la región, su cacería fue diversión favorita de todos los señores Castros, y las cabezas de los que mataban eran disecadas y servían como adornos y roperos en las casas de hacienda pertenecientes a la familia. Don Antonio de Castro y Montenegro fue, de manera especialísima, un infatigable discípulo de San Huberto, y acostumbraba salir todas las tardes por los numerosos rascaderos 5 de aquel inmenso bosque con el fin de darle gusto al dedo; para lo cual empleaba una magnífica escopeta inglesa que llegó a manos de don Jorge Gutiérrez Valenzuela, esposo de una biznieta del dueño de La Conejera. Según tradición familiar, dicha arma fue comprada para el general Santander con dinero del histórico empréstito de los treinta millones y el "Hombre de las Leyes" la obsequió a don Antonio, quien había sido su maestro de filosofía en el Colegio de San Bartolomé y con quien siempre conservó grande amistad, y éste alcanzó a darles muerte con ella a 1.382 venados, todos machos, pues era orden expresa suya, que se cumplía religiosamente, la de no disparar nunca contra las hembras. La partición de la hacienda La heredad de La Conejera, nombre que, abarcó la totalidad de las tierras adquiridas en 1775 por don Manuel Benito de Castro, se conservó en toda su integridad hasta el día de la muerte de don Antonio Benito de Castro y Montenegro -quien también fue dueño de Fagua, como se verá en 24
posterior capítulo-, las cuales tenían una extensión aproximada de 20.000 fanegadas y de ellas apenas podían considerarse como potreros limpios los llamados El Tabaco, Palogordo, El Fraile, Gacho y Potrerogrande, que formaban las vegas del río Funza 0 Bogotá. Así, pues, en el año 1864 se hizo la partición de la hacienda entre los seis hijos sobrevivientes de don Antonio Benito, quienes eran, en su orden, don Antonio María de Castro y Uricoechea, esposo de su parienta doña Filomena Uricoechea; don Eloy Benito, quien casó con doña Juana Piedrabita; don Guillermo, esposo de doña Carmen Caicedo; don Pedro Ignacio, casado con doña Elisa Maldonado y Merizalde; don José María, quien fue esposo de doña Helena Maldonado y Merizalde, y doña Margarita, segunda esposa de don Félix V. Caro y Tanco. En los papeles correspondientes a dicha mortuoria se especificó entonces que los límites que abarcaban las estancias de La Conejera y El Noviciado eran los siguientes: Desde donde hoy colinda esta última finca con el municipio de Chía línea recta a la cumbre de la serranía de El Espino, y por ésta al sur hasta encontrar la hacienda de Buenavista, lindero que se sigue en dirección al pueblo de Cota; de aquí, por la orilla del río Bogotá, a buscar el punto en donde toca con la estancia de Tibabuyes, para continuar rumbo al este por la ciénaga de El Salitre (pues dicha estancia estaba incluida entre las tierras pertenecientes a La Conejera), y hasta llegar al sitio de este nombre, en el cerro de Suba y un poco al norte de la población; luego, del caserío de El Salitre, por todo lo alto del mencionado cerro, a dar con la ciénaga que pasa por donde estuvo la estación de El Otoño, del ferrocarril del Norte, y por el curso de dicha quebrada o ciénaga hasta su desembocadura en el Bogotá, en donde deslindaba aquélla la heredad de los Castros de la de Fusca; y, finalmente, río abajo -que en aquella parte corre de oriente a occidente - -a encontrar el punto de partida o primer lindero. Dividida la hacienda, la porción más importante de ella, con su gran casona residencial, fue comprada pocos años después por don Melitón Escobar y Ramos, en una extensión aproximada de mil trescientas fanegadas, de quien la heredó su hija doña Julia Escobar Santa María, esposa de don Luis G. Rivas desde 1881, al suicidarse su padre en el último día del año 87; y a dicha señora la compró un lustro más tarde don Joaquín Solano Durán, abuelo del actual propietario don Carlos Solano Esguerra. La totalidad de la 25
finca primitiva, sin contar su anexo de El Noviciado, se encuentra actualmente fraccionada en catorce grandes estancias, pertenencias de diversas personas; pero ninguna de ellas es hoy de propiedad de miembros de la familia de Castro. El Noviciado, a su vez, lo posée hoy en día doña Celia Ospina, por herencia de su esposo el señor Senén Rodríguez. Es obvio que el bosque y las malezas que cubrían buena parte de las primitivas heredades de El Chucho, El Noviciado y La Conejera ya no existen. Aquellas tierras salvajes e incultas se convirtieron en fértiles potreros; pero, en cambio, desaparecieron completamente los venados, las zorras, los armadillos y los borugos que hicieron la felicidad de los antiguos dueños, cazadores desenfrenados. A esta despoblación de las razas animales contribuyeron también las batidas en masa que daban, furtivamente, gentes que entraban a la hacienda sin permiso de los dueños y con el fin de matar por el solo placer de hacer daño. Esto tomó caracteres tan alarmantes que en el año 1839 firmaron una escritura don Antonio Benito y don Félix de Castro y Montenegro, a la sazón dueños de La Conejera y de Fagua, respectivamente, en virtud de la cual se obligaban a no permitir la entrada a sus fincas de cazadores de ninguna clase. La medida fue benéfica, en verdad, y gracias a ella lograron conservarse algunas parejas de venados hasta hace poquísimos años. Vicisitudes guerreras Las sucesivas guerras civiles de 1840, 1854 y 1861 causaron fuertes pérdidas a los dueños de La Conejera y de El Noviciado, seguramente porque de estas haciendas, dadas su extensión y su vecindad a la capital, era más fácil para los ejércitos -revolucionarios o del gobierno- robarse cuanto podían. Y así fue como en el año 54 las tropas de se llevaron todo el ganado -unas doscientas reses- que había en los potreros de El Tabaco, Potrerogrande y Palogordo y solamente dejaron el terneraje recién nacido. Igualmente, en el 61, las tropas de Mosquera hicieron varias excursiones a la heredad, con diferentes pretextos, y durante ellas se apropiaron de 37 caballos de silla, 5 yeguas, 62 vacas y 71 reses gordas, y en la última visita, el teniente Cayetano Sánchez se llevó también, en calidad de preso, a don José María de Castro y Uricoechea. Esto sin contar un empréstito forzoso de 10.000 pesos que impuso el Gran General a don Antonio Benito, quien se vio precisado a recurrir al barón Gury de Rosland para que le comprara, a 26
menosprecio, artísticos cuadros y joyas valiosas; e hipotecó, además, a los usureros, y en malísimas condiciones, la casa solariega de la familia, situada en la calle de la Moneda, la misma que luego vendió a las monjas de Santa Inés, quienes la ocupan desde el año 1865. La protección de los Apóstoles Espanto, propiamente dicho, no tiene la casona de La Conejera, pero ciertos sucesos singulares que han ocurrido en ella permiten achacarles un origen misterioso, que los señores de Castro creyeron siempre obra de los Apóstoles, de quienes han sido muy devotos todos los del linaje. De estos hechos, dos merecen ser conocidos: El primero ocurrió en el año 54, durante la dictadura de Melo, al presentarse a la casa de la hacienda un oficial con cinco soldados de caballería, quienes traían orden del coronel Luis Peña Sánchez de poner presos a don Antonio María, don Pedro Ignacio y don José María de Castro, ninguno de los cuales se hallaba allí. La patrulla intentó escalar los elevados muros, para tomar de sorpresa a los habitantes, y al no poder conseguirlo determinaron hacerse abrir el portón principal, muy fuerte y sólidamente guardado por cerrojos y gruesas trancas, el cual se abre directamente sobre el patio principal, en cuyo fondo, y en el piso alto, está el comedor, con un ventanal de cristales precedido por amplio balcón corrido que permite la fácil vigilancia de la puerta de entrada. Aquella noche se encontraban dentro de la casa únicamente doña Manuela de Castro y Montenegro, hermana mayor de don Antonio Benito, el ama de llaves doña Manuela Ureña y la sirvienta Francisca Garzón, fallecida años más tarde siendo religiosa de Santa Inés, quienes tenían sus dormitorios fronterizos al comedor; y en el piso bajo, hacia la parte de atrás, estaban las habitaciones del mayordomo Joaquín González y del carraco Ruiz, de Joaquín Rico y de José Gutiérrez, vaqueros de la estancia. Las tres mujeres, aterrorizadas con los tremendos golpes que daban los soldados, no se atrevían a moverse, hasta que finalmente la Ureña entreabrió la puerta de su cuarto y vio que el comedor estaba completamente iluminado y numerosas personas se hallaban sentadas a la mesa, en opíparo festín. Ante este espectáculo, corrió a dar parte a su señora: -Doña Manuela, es inútil todo. Parece que derribaron la puerta y están en el comedor comiéndoselo todo y se robarán la vajilla de plata... 27
Corrió el tiempo, y al reinar de nuevo el silencio en la casona, la señorita Ureña pasó al comedor, que de nuevo se encontraba sumido en las tinieblas, y pudo entonces comprobar, con no poca sorpresa, que todo estaba en orden y no había señales de que hubiera entrado persona alguna. Días después cayó prisionero don Pedro Ignacio de Castro en poder de las fuerzas del coronel Peña Sánchez, quien le interrogó: _¿De manera que ustedes tienen guardia montada en La Conejera? -No, coronel. Supe lo que les sucedió a sus soldados, pero aquella noche no había en la casa sino tres mujeres, el mayordomo y tres muchachos; estos últimos no sintieron nada a causa de tener sus habitaciones en la parte posterior y a regular distancia del portón grande. -Eso no es cierto, porque en el comedor vieron mis hombres a no menos de quince individuos y por esto prescindieron de practicar la ronda ordenada. Desde entonces, en la familia de Castro es poco menos que dogma de fe que fueron los Apóstoles quienes hicieron un milagro en la noche de marras. El otro suceso, que también achaca la familia a la protección apostólica, sucedió durante la guerra del 61, cuando las fuerzas de Mosquera ocupaban casi toda la Sabana. Como lo acostumbraban, una tarde llegaron un oficial y cuatro soldados a la hacienda, registraron la casa y se llevaron cuanto pudieron. Ya para marcharse quisieron entrar al comedor, única pieza que les faltaba por visitar, pero no lograron cumplir sus deseos debido a que les fue imposible abrir la puerta y a pesar de que la cerradura funcionó correctamente. Al caer el día regresó a la casona don Eloy Benito, quien estaba por los potreros en compañía de su esposa, y al tener conocimiento de lo ocurrido hizo que entrara al comedor un muchacho, pasando por el torno de los alimentos que comunicaba con la cocina, y éste comprobó que un enorme cuadro, pintado en una hoja de cobre, y que representaba "La última cena" de Leonardo da Vinci, se había desprendido del clavo que lo sostenía y al caer había obrado como fortísima tranca, al incrustarse su parte inferior en una hendija del entablado 6.
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Notas 1. La casona residencial continuó en obra por espacio de varios años más, pues existe una piedra con la fecha del año 1795 que marca su completa terminación. 2. Los datos utilizados para escribir este capítulo han sido tomados del importante archivo particular de la familia de Castro, gentilmente facilitados por su actual poseedor don Tadeo de Castro. 3. Noticias completas sobre don Manuel Benito de Castro y sus descendientes pueden verse en la obra "Genealogías de Santa Fé de Bogotá", por don José María Restrepo Sáenz y Raimundo Rivas. 4. Don Ignacio y doña María del Carmen contrajeron matrimonio en Santa Fé. Los padres de la novia habían casado en la capilla de la hacienda de Fucha, a la sazón de propiedad de los abuelos: el licenciado don Manuel de Bernardo Álvarez y doña Josefa del Casal y Freiría. 5. Se llaman rascaderos los lugares a donde acuden los ciervos en las épocas en que mudan de cuernos, con el fin de rascarse contra los árboles pequeños para desprenderse la fina piel que cubre al nacer la nueva cornamenta. 6. En el oratorio de La Conejera se conservaban también doce cuadritos de los Apóstoles, igualmente pintados en láminas de cobre.
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Capítulo III
"Tibavita" y "Fusca" A Hernando Téllez. Entre Usaquén y el Puente de¡ Común, a lado y lado de la actual carretera, dos únicas grandes haciendas ocupaban aquellas extensas tierras en los días coloniales: Tibavitá y Fusca, y apenas se registra en muchos años una desmembración de esta última, al constituirse la estancia de El Común que, en 1775, vendió el canónigo doctoral don Ignacio María de Tordesillas y Fernández de Insinillas, nieto de doña Juana María Manuela Jiménez de Molina, a don Ignacio Sanz de Santamaría, según consta en el libro "En Familia" de don José Manuel Marroquín. Hoy la totalidad de las dos estancias primitivas se encuentra fragmentada en numerosas fincas, colindantes entre sí, de sur a norte, de las cuales pueden mencionarse, como las principales, las siguientes: Tibavitá, Palermo, Las Pilas, Tolima, Nóvita, La Floresta, Betania, Torca, Fusca, Fusquita, La Morea, El Rodeo, El Codito, Guauza y El Puente, estas dos últimas finalmente desmembradas de Yerbabuena, por haber comprado don Lorenzo Marroquín de la Sierra, en 1807, lo que fue de propiedad de don Ignacio de Santamaría. Fusca fue siempre mucho más importante y valiosa que Tibavitá y, en verdad, son aquella hacienda y su historia el tema central de este capítulo; pero, en gracia de una mejor comprensión, referencias numerosas y bastante completas sobre Tibavitá encontrará el lector que quisiere seguir adelante. Y con esta advertencia es llegado el momento de entrar en materia: Antiguo historial de "Tibavitá" La estancia de Tibavitá 1 fuéles adjudicada por el Cabildo santafereño, y por iguales partes, a doña Felipa de Almeida y a su nieto don Manuel de Acosta, en 1581 y en 1586, respectivamente; y éste heredó previamente la parte de su abuela, en el mismo año en que aquélla la recibió. Acosta Home conservó toda la finca por espacio de doce años y en 1598 la vendió a Pedro de Orejuela. De éste pasó a ser, por herencia, de propiedad de su hijo, también llamado Pedro, y doña Ana de Robles la compró al segundo Orejuela en 1625. 30
Tibavitá permaneció ocho años en poder de doña Ana y en 1633 ésta la traspasó a don Juan Antonio Patiño de Haro, quien la legó a un su sobrino, clérigo y presbítero, de nombre Juan de Villegas Patiño. Villegas la cedió, en el año 1658, a don Juan Flórez de Ocáriz, escribano más antiguo de Cámara de la Real Chancillería y autor de la notable obra histórica "Genealogías del Nuevo Reino de Granada". Vinculada la hacienda al preclaro nombre de Flórez de Ocáriz, en su poder y en el de su hijo el arcediano de la Catedral don Jacinto Roque Flórez de Acuña permaneció hasta 1737, año en el cual la compró doña Juana María Manuela Jiménez de Molina, viuda de don Juan Fernández de Insinillas 2. Se abre el historial de "Fusca" Por primera vez aparece el nombre de Fusca en los viejos documentos en el año 1615, con motivo de las investigaciones que adelantaron las autoridades coloniales para castigar al asesino de un indio que apareció muerto en sus términos 3. Posteriormente, es menester situarnos, con la imaginación, en los primeros años de la segunda mitad del siglo XVIII y hallaremos que la estancia es, por entonces, de propiedad de la ya citada doña Juana María Manuela de Molina, quien la hubo por herencia de su esposo y de su padre don Juan de Molina. Por estos mismos años ya se había desprendido aquella señora de Tibavitá o El Bosque, que aparece como pertenencia del "Convento de Jesús, María y José, Hospitalidad del Señor San Juan de Dios de esta Corte", pues a pesar de haberle sido vendida la hacienda (que colindaba, por el oriente, con-tierras de don José de Ricaurte, en La Calera; por el norte, con Fusca, y por otros lados con tierras de El Chucho y con las que fueron de doña Francisca de Silva y de don Andrés Díaz Calvo) a un tal don Luis Trujillo, como éste no pudo pagar los 2.950 patacones estipulados, la estancia volvió a poder del Convento en 1758; y en el mismo año le fue vendida a don Juan Alberto Clavijo, a censo redimible y con abundancia de fiadores, quien tampoco pudo pagarla y de nuevo regresó la propiedad a los frailes juandedianos, en 1772. Final mente, tras de consulta general convocada a golpes de campana y que tuvo lugar en la Sala Capitular de la Orden, don Juan de Barazar se hizo dueño de Tibavitá, pagándola al contado, y este sujeto compró también las tierras vecinas que habían pertenecido a Manuel Ortiz y a Manuel Murillo 4. 31
La dueña de Fusca, doña Juana María Manuela de Molina, tuvo varias hijas de su matrimonio, entre las cuales es necesario mencionar a doña Ignacia Fernández de Insinillas, quien casó con don Domingo Antón de Guzmán; a doña María Josefa, futura tutora de los menores del matrimonio antes citado, y a doña Manuela, esposa de don Francisco de Tordesillas. Y ocurre que en el año 1755 vendió doña Juana María la estancia de Fusca a su yerno don Domingo Antón de Guzmán, y 16 años después, como no hubiera recibido aún los 14.000 pesos de ocho décimos valor de ella, inició pleito contra los bienes de éste, los cuales fueron sacados a concurso de acreedores debido a que sobre la hacienda pesaba también una deuda de 3.000 pesos a favor del Convento de Santa Clara, proveniente de la dote de otra hija de doña Juana María que había abrazado el estado religioso 5. Por entonces falleció el dueño de Fusca, viudo de tiempo atrás de doña Ignacia Fernández de Insinillas. Pleitos y más pleitos A estas fechas parece que ya había sido desmembrada de Fusca la parte situada al extremo norte de la primitiva hacienda, a la cual se había dado el nombre de El Común, porción que era de propiedad del canónigo doctoral don Ignacio María de Tordesillas y Fernández de Insinillas, nieto de doña Juana María Manuela de Molina. Yerra, pues, Marroquín don José Manuel cuando afirma que en 1775 Fusca le pertenecía al susodicho canónigo. Llególe, pues, el momento a la estancia en que se convirtió en carne de leguleyos y togados. De una parte, el propietario de Tibavilá, don Juan de Barazar, adelantaba un pleito -que los anteriores dueños habían iniciado en 1763- para conseguir el deslinde entre las dos haciendas. Este litigio fue excepcionalmente complicado por haber sido una y otra, en años pretéritos, de propiedad de la misma doña Juana María; y es lo cierto que en 1786 murió el de Barazar sin haber logrado rematar satisfactoriamente el asunto. Por otra parte, Fusca había quedado de propiedad de los herederos menores de don Domingo Antón, representados por su tutora doña María Josefa de Insinillas, y en el año 1773 fue sacada la finca a remate público, al cual se presentaron como postores don Miguel de Ribas y el abogado de la Real Audiencia don Francisco de Tordesillas (este último como representante de la familia Fernández de Insinillas y en consideración a que
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la estancia estaba considerada como dote e hijuela de las hijas del señor de Guzmán), quien pujó hasta 14.600 patacones. Todo parecía llevado a feliz término, cuando hicieron aparición en los estrados las monjas clarisas, acreedoras sobre la finca por 3.000 patacones, y presentaron extenso alegato para que les fuera adjudicada por la misma cantidad que ofreciera don Francisco de Tordesillas. El caso tomó caracteres peliagudos y, previo concepto del notable abogado y latinista don Manuel Antonio Fernández de Saavedra, pasó a la Real Audiencia y al Virrey, quien con fecha 7 de septiembre de 1773, determinó que los autos volvieran a la justicia ordinaria para convenio de los acreedores que "resultaren descubiertos". En este estado las cosas, doña Juana María Manuela de Molina, en nombre de la familia Fernández de Insinillas, solicitó que Fusca le fuera adjudicada por los dichos 14.600 patacones y renunció al mismo tiempo a sus derechos en su hija doña María Josefa, tutora de los menores Guzmanes. Y en vista de esto, las clarisas prescindieron también de sus pretendidos derechos sobre la finca. Finalmente -cuando ya había muerto la abuela doña Juana María-, doña María Josefa, en nombre de los legítimos herederos de don Domingo Antón, recibió la hacienda en el mes de enero de 1777, después de cinco años de secuestro y en completo estado de abandono 6. Prosigue el historial de "Fusca" Sin que doña María Josefa de Insinillas dejara de pleitear con su vecino el dueño de Tibavitá por el deslinde de las dos haciendas, un buen día -hacia el año mil setecientos ochenta y tantos- su sobrino el canónigo doctoral don Ignacio María de Tordesillas y Fernández de Insinillas se hizo a la propiedad de Fusca, y es al señor racionero de la Catedral a quien se debe la construcción de la hermosa casona residencial que aún se conserva; la cual, con siglo y medio largo de edad a cuestas, se levanta al socaire de la muralla de peñascos que se conoce con el nombre de Las Petacas. Y la estancia continuó en poder de la familia, puesto que de¡ canónigo doctoral pasó a ser pertenencia de su sobrina -hija del doctor Francisco de Tordesillas y de doña Josefa Antonia Torrijos, su legítima esposa-, doña Mariana de Tordesillas y Torrijos, esposa que fue de don Carlos Joaquín de Urisarri y Elispuru. Los esposos Urisarri-Tordesillas dejaron cuatro hijos, a
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saber: doña Jacoba de Urisarri, doña María Josefa Urisarri de Roche, don Eladio Urisarri y doña María Francisca Urisarri, quien contrajo matrimonio, en 1826, con don Rufino Cuervo Barreto; y al hacer el reparto de los bienes legados por sus padres, en el año 1828, les correspondió la hacienda de Fusca a las dos mayores, a la sazón viudas y con hijos 7. El Libertador en "Fusca", en 1827 Doña Jacoba de Urisarri y doña María Josefa de Roche fueron las últimas representantes de la familia en la heredad de Fusca. Mujeres viudas, al fin y al cabo, no pudieron administrar satisfactoriamente sus intereses y bien pronto tuvieron necesidad de vender la tradicional estancia, sobre la cual pesaba ya una hipoteca por valor de 12.700 pesos a favor del doctor Eladio Urisarri y Tordesillas y de doña María Francisca Urisarri de Cuervo. La nueva dueña fue doña Rosa Camacho, esposa de don Pedro Ricaurte, y de aquélla la heredaron sus hijas: doña María Teresa Ricaurte, esposa de don Eusebio Umaña Manzaneque, y doña Francisca Ricaurte, esposa de don Fernando Nieto; y al morir los padres fue sacada la finca a remate, ante el alcalde ordinario de Bogotá, y se hizo a su propiedad don Ignacio Manuel de Vergara por la cantidad de 32.000 pesos, quedando a deber sobre ella 7.342 pesos en forma de derechos, los cuales fueron adquiridos en su totalidad por don Eusebio Umaña, quien los vendió, en 1835, y a cambio de 1.500 cargas de sal, a don Ignacio Morales. Al hacerse a ella el señor de Vergara, años antes, Fusca se extendía hacia el norte desde el cerrito de Torca -antiguamente llamado de Fusquita - -hasta los linderos sobre los cuales compró El Común don Ignacio Sanz de Santamaría, en 1775; y desde la cuchilla de la cordillera hasta el río Bogotá. Pero las hermanas Urisarris no se desprendieron de su tradicional estancia sin antes hacerla histórica. Efectivamente, Fusca albergó al Libertador y a sus edecanes en los últimos días de 1827, y sus coloniales muros les vieron recibir, en alegre fiesta, el primer día del trágico año 1828. Es curioso anotar, con respecto a este corto veraneo de Bolívar en la heredad de las Urisarris, tías carnales de don Rufino José Cuervo Urisarri, que el sabio filólogo nunca, por lo visto, oyó nombrar la hacienda, puesto que intentó demostrar que las cartas fechadas allí por el Padre de la Patria
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estaban erradas, y sostuvo que debía leerse en el encabezamiento de ellas Funza y no Fusca. "Tibavitá" y "Fusca". Landínez y Plata Soto Como muchas de las grandes haciendas de la Sabana, también Tibavitá y Fusca figuraron en la célebre danza de tos millones que protagonizaron en Bogotá, hace poco más de un siglo, don Judas Tadeo Landínez, con su "Compañía de Giro y Descuento" -a la que bautizaron cáusticamente "La Ballena" los bogotanos-, y el banquero don José María Plata Soto. Tibavitá la compró Landínez por 15. 100 pesos, en 184 1, a don José María Triana, quien la había adquirido un año antes de don Manuel Benavides; y éste, a su vez, en 1834, de don Ramón Espina; y a la propiedad de Fusca se hizo también Landínez por la misma época -cuando aún pesaba sobre ella la hipoteca en favor del doctor Urisarri y su hermana-, pagándosela al último dueño de Casablanca, don Ignacio Manuel de Vergara. Y en el término de días, ya en vísperas de su ruidosa 'bancarrota, Landínez vendió Fusca a don José Mamerto Nieto, en 33.000 pesos, y Tibavitá a don José María Plata, en 16.0OO pesos; y éste compró también a Fusca poco después 8. Un siglo de felicidad De un siglo para acá, Fusca ha venido siendo una hacienda feliz y a esto se debe que su historia y su leyenda, en los últimos cien años, sean prácticamente nulas. La bella y rica estancia colonial fue comprada a don José María Plata Soto por don Francisco Tamayo y Hoyos, en el año 1844. El nuevo propietario llegaba de Boyacá -de la Villa de Leyva- y se radicó en Bogotá con su familia; y al morir la legó a su hijo don Ramón Tamayo Flórez, quien casó con doña Petronila Rojas, que le sobrevivió. Luego, en 1876, la finca se dividió entre los numerosos hijos de don Ramón y de doña Petronila, pero el mayor de ellos, don Mauricio Tamayo Rojas, esposo que fue de la dama española doña Antonía Torruella, compró las partes de sus hermanos, con excepción de una, la que le correspondió a don Pablo Tamayo Rojas, la cual se convirtió en la actual hacienda de El Codito. Así, pues, la heredad de Fusca volvió a reconstruírse, en casi toda su integridad, bajo el dominio de don Mauricío Tamayo, quien la transfirió en 1919, y mediante el pago de una renta vitalicia modesta para sí y para su esposa, a sus nietos; o sea, a los hijos de don Ramón Tamayo Torruella,
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esposo de doña Sofía Londoño, quienes la conservan proindivisa en porciones que se delimitaron en el año 1943 bajo los nombres de Fusca, Ranchería, El Cedro y Torca. El espanto de "Fusca" Hay en Fusca un espanto digno de estudio, puesto que ha permitido que se le fotografíe, caso único en la historia de los espantos. En efecto, no hace mucho tiempo estuvieron tomando algunos retratos en el patio de la casa de hacienda don Jorge Macaya y el artista don Santiago Martínez Delgado, cada uno con su máquina -de tipo distinto- y en diversas oportunidad y colocación, y uno y otro lograron impresionar nítidamente la figura fantasmal, con su clásico atavío de la sábana blanca y los dos agujeritos para ver. Después de esto ya no queda duda sobre su existencia, pero falta aún desentrañar el misterio de su personalidad. Según algunos, el fantasma es el espíritu del arzobispo José Telésforo Paúl, quien en varias ocasiones se ha aparecido a los niños y les ha vigilado en sus juegos. Esta versión se apoya en que los señores Tamayos conservan en Fusca la silla mecedora, de rejilla de paja trenzada, en que murió el arzobispo en La Mesa de Juan Díaz, y es frecuente ver que la silla se balancea sola, como si una persona estuviera sentada en ella. A tal fenómeno no ha sido posible hasta hoy encontrarle explicación natural alguna. Pero hay otros que sostienen que el fantasma de Fusca es muy anterior al arzobispo Paúl y estos dicen que domina en la casona desde los días coloniales. Creen que se trata mejor del espíritu del canónigo doctoral don Ignacio María de Tordesillas y Fernández de Insinillas -a quien se debe la construcción de la casa-, y no encuentran nada de sorprendente, puesto que se trata de un eclesiástico acostumbrado a darse la gran vida, que guste, en las horas de reposo y después de las comidas, de sentarse en la silla mecedora del arzobispo Paul y balancearse en ella beatíficamente. En esta polémica la neutralidad se impone. Pero quienes frecuentan el trato con los espíritus fantasmales afirman que es más digna de crédito la segunda versión, puesto que es al canónigo racionero de la Catedral a quien le corresponde recoger sus pasos en la casona de Fusca.
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La tragedia de "Tibavitá" Mal podría terminarse este capítulo sin rememorar, así sea sucintamente, la espantosa tragedia ocurrida en el año 1928 en la llamada curva de Tibavitá, en la cual perdió la vida el estimable caballero bogotano don Hernando Rocha Schloss. Aquella tarde, un grupo de damas y señores se encontraba en la casa de la hacienda -de propiedad de don Mario Rocha Galvis-, en agradable reunión social, cuando alguno de los presentes consideré necesaria una murga para poder seguir bailando. Dicho y hecho, los señores Rocha Schloss y Alfredo Dávila emprendieron viaje a Bogotá y regresaban ya con cuatro músicos y sus respectivos instrumentos, a gran velocidad, cuando el automóvil que ocupaban se salió de la carretera hacia el oriente, trepó al cerrito que domina aquella curva, se estrelló contra un poste que se levantaba en aquel lugar, partiéndolo a la altura del parabrisas, y rodó al otro lado. El accidente fue de tremenda magnitud y aún es inexplicable cómo salieron del automóvil, proyectados por las ventanillas, los cuatro músicos, sin haber sufrido ni el más ligero rasguño. También resultó ileso el señor Dávila, y únicamente perdió la vida -parece que instantáneamente- don Hernando Rocha. Notas 1. Con esta ortografía aparece el nombre de Tibavitá en todos los antiguos documentos. Hoy es frecuente verlo escrito con "b" larga en la segunda y en la tercera sílabas. 2. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 31. 3. Caciques e Indios, 59. 4. Tierras de Cundinamarca, 23. 5. Tierras de Cundinamarca, 30. 6. Tierras de Cundinamarca, 21. 7. Notaría Primera. Prot. Elorga, 1828. 8. Prot. Elorga, 1841.
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Capítulo IV
"Hato Grande" A don José María Restrepo Sáenz. "El pasado perfuma los ensueños con esencias fantásticas y añejas, y nos lleva a lugares halagüeños en épocas distantes y mejores; ¡por eso a los poetas soñadores les son dulces, gratísimas y caras, las crónicas, historias y consejas, las formas, los estilos, los colores, las sugestiones místicas y raras y los perfumes de las cosas viejas!" J. A. Silva. - "Vejeces". A principios del último cuarto del siglo XVIII, la grande y rica heredad de Hato Grande era pertenencia de don Francisco Sanz de Santamaría, hijo de don Nicolás y de doña María Josefa Salazar y Olarte; y nieto de don José Sáenz de Santa María, español, nacido en la Villa de Sorzano, y de doña Catalina Rodríguez Galeano y Vergara. La familia Sanz de Santamaría, una de las principales de la capital, poseía entonces centenares de hectáreas de tierras del Puente del Común hacia el norte y era suyo también gran parte del valle de Sopó, prolongación de la Sabana Grande. Hato Grande colindaba con Aposentos; por el occidente se extendía sobre las dos márgenes del río Bogotá, y por el sur llegaba hasta la estancia llamada El Común, que por aquellos mismos años era de propiedad de don Ignacio Sanz de Santamaría, hermano de don Francisco, la cual fuéle adjudicada años más tarde a su hijo don Joaquín y esto dio origen a un pleito que inició don Francisco González Manrique, esposo de doña Manuela Sanz de Santamaría y Prieto de Salazar. Murió, pues, don Francisco y dejó como herederos a su viuda doña Petronila Prieto de Salazar y Ricaurte, y a los siguientes hijos e hijas: don Pantaleón y don José Sanz de Santamaría 1; doña Manuela, ya mencionada, doña Francisca, esposa de don Francisco Javier de Vergara, y doña María Josefa, casada con don Luis de Caicedo y Flórez; y como albacea nombró a don Ignacio Prieto. Todos estos señores otorgaron, en 1785, una escritura en virtud de la cual quedó la hacienda de Hato Grande de propiedad de doña Josefa Sanz de Santamaría; y "la otra parte de la hacienda bajo el mismo título de Hato Grande, con sus derivados de Yerbabuena y 38
Sanguino", quedó bajo el dominio de doña Manuela, esposa del señor González Manrique. En la misma escritura se estableció que esta segunda fracción de la heredad primitiva se hallaba vestida con 500 reses de cría, 130 yeguas y 25 caballos 2. La hacienda original de Hato Grande, antes de que llegara a manos de los Sanz de Santamaría, perteneció, sucesivamente, al conquistador Juan Muñoz de Collantes, primer contador de la Caja Real y dueño del pueblo de Chía; a su nieto Juan de Silva Collantes, cuya madre fue doña Ana Francisca de Silva, esposa del conquistador Cristóbal de San Miguel, a Juan de Guzmán y a otros dueños, hasta llegar a don Francisco Sanz de Santamaría. Y por la misma época era propietario de El Común su hermano don Ignacio, estancia que, como se vio anteriormente, era una desmembración de Fusca que compró dicho señor, en 1775, al canónigo doctoral don Ignacio María de Tordesillas y Fernández de Insinillas. El hacendado que rechazó un título El nuevo propietario de Hato Grande, don Luis de Caicedo y Flórez, nació en 1752 y fue hijo del capitán y Alférez Real de Ibagué don Fernando José de Caicedo y Vélez, santafereño, y de doña Teresa Flórez y Olarte; nieto de don José de Caicedo y Pastrana, encomendero de Bojacá por real título del año 1699 y alcalde ordinario de Santa Fé en 1737, y de su esposa doña Mariana Vélez de Guevara; y biznieto de don Alonso de Caicedo y Floriano, nacido en la capital del virreinato en 1655, quien fue el quinto poseedor del mayorazgo de la Dehesa de Bogotá, y de doña Francisca de Pastrana, también de noble familia. Nació don Luis Caicedo y Flórez en Purificación el 9 de octubre de 1752 y vistió la beca del Colegio del Rosario. Fue Alférez Real de Santa Fé yen tal carácter hizo la jura de Carlos IV en 1789, "desplegando tal largueza y tanta elegancia" que los cronistas de la época escriben pasmados ante el brillo de semejantes festividades. "En casa de Caicedo se ofrecieron bailes, cenas y refrescos espléndidos, a los cuales concurrieron el Virrey Espeleta con su bella consorte y los sujetos más conspicuos de la sociedad. El Rey de España premió la munificencia de don Luis, condecorándole por decreto de 25 de mayo de 1792 con la cruz de la distinguida orden de Carlos III, que el favorecido llevó con orgullo sobre el pecho, después de haberse cruzado de caballero en la Catedral de Santa Fé. Renunció don Luis el cargo de Alférez 39
Real en 1803. Agraciado con un título de Castilla en 1805, con motivo de¡ casamiento del Príncipe de Asturias, admitiólo en un principio, pero luego retiró su contestación y declaró, el 14 de junio de 1806, que no podía aceptarlo. Parece que no era suficiente el tercio y quinto de sus bienes para fundar mayorazgo, sostener la decencia del título y pagar contribución de lanzas 3. En 1809 fue el señor Caicedo y Flórez alcalde ordinario de primer voto de Santa Fé, y como tal suscribió en primer lugar, el 20 de noviembre, la representación del cabildo a la Suprema Junta Central de España, elocuente escrito redactado por Camilo Torres en el cual se reclamaban de manera precisa los derechos de los americanos. Bajo el régimen independiente obtuvo don Luis los cargos de vocal de la suprema junta de gobierno, coronel de milicias, brigadier por nombramiento del ejecutivo de Cundinamarca de 6 de abril de 1812; consejero en reemplazo de don Manuel Benito de Castro en agosto del propio año, y sub-presidente de Purificación, en cuyo desempeño falleció en su hacienda de Saldaña, el 20 de febrero de 1813 4. El hacendado que desapareció No estuvo la hacienda de Hato Grande, ya dividida, por espacio de muchos años en poder del señor Caicedo y Flórez, y al llegar el de 1819 era su dueño -por compra que hizo a don Estanislao Gutiérrez- el presbítero español don Pedro Martínez Bujanda, cura de Cajicá, quien salió desterrado por la vía de los Llanos y nunca más volvió a saberse de él. La heredad fue entonces confiscada y pasó a ser propiedad del general Francisco de Paula Santander, a quien le fue adjudicada por el gobierno, junto con una casa situada en la primera Calle Real, en pago de 20.000 pesos que había facilitado, de sus propios haberes, para la causa de la Independencia 5. Como es sabido, el general Santander contrajo matrimonio en Soacha con doña Sixta Pontón Piedrahita, de quien no tuvo herederos varones. Una de sus dos hijas, doña Sixta Tulia, casó con don Manuel Suárez Fortoul, y de este matri*monio nacieron tres hijas: doña Tulia, doña Sixta y doña Clementina. Lo cierto es que los herederos del general Santander sacaron a remate la finca en 1857 y con ella se quedó don Gregorio Rodríguez Martínez, quien la disfrutó por espacio de año y medio, y a fines de 1858 la vendió a los señores Antonio María y José Asunción Silva Fortoul, solterones empedernidos, quienes eran hijos de don Juan Nepomuceno Silva
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y Ferreira y de doña María Cleofe Fortoul; y medios hermanos, por lo tanto, de los Suárez Fortoul, por haberse casado su madre, en segundas nupcias, con don José Joaquín Suárez Serrano. Los señores Silvas edificaron la actual casa de hacienda de Hato Grande (pues la antigua estaba situada al otro lado de la carretera, al pie de los cerros), la cual tiene forma de cruz latina y se levanta adelante de la de Yerbabuena, camino de por medio, ya en términos del municipio de Sopó 6. Los Silvas de "Hato Grande" Los nuevos hacendados, señores Silvas, eran nietos de don Esteban Fortoul y Santander y de doña María Inés Sánchez Osorio; y biznietos de don Pedro Fortoul, ciudadano francés nacido en Guillestre, en los Altos Alpes, y de doña Nicolasa Antonia de Santander, natural de San Cristóbal, Venezuela. En su linaje parecía encarnada una tétrica fatalidad, a juzgar por los hechos que se narrarán en seguida: El 24 de diciembre de 1860, cuando veraneaba en Hato Grande con su padre y su tío el joven Guillermo Silva, hijo de don Antonio María, en un arrebato de ira se disparó un tiro de pistola en la cabeza, que le causó la muerte instantánea. Don Joaquín Suárez Fortoul, medio hermano de los Silvas, hermano de don Manuel y primer novio de doña Sixta Tulia Santander Pontón, cayó muerto en el Alto de San Diego con una bala que le penetró en el cerebro, durante el combate en que tomó el general Mosquera a Bogotá, el 18 de julio de 1861. Y luego, en la noche del 12 al 13 de abril de 1864, tuvo lugar el crimen llamado de Hato Grande, a consecuencia del cual perdió la vida don José Asunción. Los detalles de este hecho sangriento son suficientemente conocidos y, para los efectos de este relato, es bastante recordar cómo fue atacada la casona de la heredad por un grupo de bandidos a órdenes del ordeñador Jorge Gordillo, indio fatuto conocido bajo el apodo de Guayambuco. Los atacantes penetraron a la casa hacia las ocho de la noche, después de saltar los vallados y cercas que hallaron a su paso, y sorprendieron a los dos hermanos en momentos en que salían del comedor, entablándose el
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siguiente diálogo entre unos y otros, según lo refiere Cordovez Moure en sus "Reminiscencias": -¿Qué quieren ustedes?, preguntó don Antonio María dirigiéndose al grupo de hombres. "-Que nos den la casa para acampar la gente armada que viene con el coronel Díaz, respondió el que parecía ser el jefe de la partida. "-Que venga el coronel Díaz para hablar con él, contestó don José Asunción. "-Venga o no el coronel Díaz, necesitamos la casa, interrumpieron los bandidos. "-Nuestra casa no es hospedería, interrumpió don José Asunción." El hecho es que los hermanos Silvas se dirigieron a las habitaciones de don Antonio María, situadas en el extremo del brazo norte-de la casa, donde éste se armó con una pistola; e intentaron después buscar la salvación en la vivienda del mayordomo Cándido Rodríguez, para lo cual salieron a las corralejas y al potrero siguiente, hacia el sur, cuando fueron alcanzados por los asesinos, quienes se cebaron en sus víctimas. De tan villano ataque resultaron gravemente heridos los dos hermanos, y si bien los bandidos huyeron al poco rato, y tanto don José Asunción como don Antonio María pudieron ser transportados con vida a la casa, gracias a la fidelidad del muchacho Plácido Rodríguez y de las sirvientas Carmen Osorio y Tomasa Rodríguez, a las ocho de la mañana del día siguiente murió don José Asunción, después de prolongada agonía. El hermano sobreviviente, a quien le aquejaron en lo sucesivo perturbaciones como consecuencia de las heridas que sufrió en la trágica noche, se expatrió poco después y murió en París en el año 1884. ¿Y los motivos del crimen? Es tesis generalmente aceptada la de que el robo fue el móvil del asalto a la hacienda de Hato Grande, pero los hechos demuestran que los bandidos únicamente se llevaron el reloj, con parte de la cadena de oro, que le quitaron a don José Asunción cuando éste cayó herido mortalmente, unos quesos y algunas prendas de ropa de poco valor. Y para recoger tan triste
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botín descerrajaron armarios, forzaron cerraduras y revolviéronlo todo, a fin de crear una falsa pista que engañó completamente a las autoridades. Pero ni entonces ni hoy ha sido totalmente aceptada la teoría del robo; y cuando cinco años después fueron apresados en Guasca los criminales, la justicia no pudo tampoco precisar las causas verdaderas del crimen, posiblemente debido a que el indio Guayambuco, quien debió ser el único que conoció la verdad a fondo, nunca pudo ser hallado. Como motivo tiene, pues, más firme consistencia el que aceptan personas serias e historiadores ecuánimes: una venganza por asuntos de honor. Efectivamente, pudo muy bien ocurrir que la familia materna del joven Guillermo Silva culpara a don Antonio María del suicidio del hijo y quisiera vengarle; y, por otra parte, está el hecho de que don José Asunción nunca quiso casarse para legitimar al hijo que dejó y cuya madre seducida formaba parte de una respetable familia bogotana. Este pudo también ser el móvil que impulsara las manos homicidas sobre el señor Silva Fortoul. En todo caso, no es tarea fácil ni agradable profundizar en este misterio, desaparecidos ya, desde hace muchos años, todos cuantos en él intervinieron, bien por sus propios actos u ocultos en la sombra. Prosigue el historial de la estancia Veinte años después del crimen, al fallecimiento de don Antonio María Silva, quien habla quedado como dueño exclusivo de Hato Grande desde el día de la muerte de don José Asunción, el hijo de éste, de nombre Ricardo, intentó hacer valer sus derechos sobre la estancia, sin lograr nada favorable a sus aspiraciones. Así, pues, la rica heredad llegó por herencia a manos de los señores Suárez Fortoul, en cuyo poder permaneció hasta que, en el año 1913, la vendieron al millonario José María Sierra, sobre cuya personalidad es menester decir algo, aunque es mucho lo que merece: Don Pepe Sierra, como se le sigue llamando, nació en tierras antioqueñas de una familia asaz modesta y apenas recibió rudimentaria educación 7. Dotado de poderosa inteligencia natural para los negocios, muy joven comenzó a trabajar a órdenes de diversos patrones y, por virtud de su esfuerzo y de sus notables condiciones, logró rematar las rentas de su departamento en el ramo de licores destilados, negocio que fue base de la enorme fortuna que llegó a poseer. Más tarde vino a Bogotá y en breve se convirtió en poderoso capitalista, por medio de afortunadas operaciones 43
comerciales, y al morir, hace más de un cuarto de siglo, dejó proporcionalmente a su época- el capital más cuantioso que ha habido en el país. Varias haciendas sabaneras, todas de primerísima categoría, legó don Pepe Sierra a sus hijas y actuales propietarias, entre las cuales se citan las siguientes: Hato Grande; Casablanca, en Serrezuela; Balsillas -hoy llamada, absurdamente, Venecia-, en Mosquera; El Cacique, agrandada con otras fincas aledañas, en Funza, y El Chicó y Santa Bárbara, en Usaquén, a la salida de Bogotá por el norte.
Notas 1. Don José Sanz de Santamaría, prócer de la Independencia, nació en Santa Fe en el año 1767, y casó, en 1789, con doña Mariana de Mendoza y Galavís. Fue administrador de la Casa de Moneda a temprana edad, y el 20 de julio de 1810 firmó el Acta. En 1816, los Pacificadores lo sentenciaron a trabajos forzados en Omoa, pero fue indultado al llegar a Cartagena. Regresó a su ciudad natal en 1819 y murió en Bogotá el 3 de septiembre de 1838. 2. Gran parte de los datos de este Capítulo sobre Hato Grande y de] siguiente sobre Yerbabuena están tomados del libro titulado "En Familia", original de don José Manuel Marroquín. 3. Dos títulos de Castilla ofreció el rey Carlos IV en 1805 a ilustres personalidades de¡ virreinato, y fueron diez los candidatos escogidos para ellos, quienes los rechazaron todos por las mismas razones que dio, al año siguiente, don Luis Caicedo y Flórez. Esto demuestra que el único hombre verdaderamente rico que había entonces era don José María Lozano y Manrique, quien, en el año dicho, logró que la Corona le reconociera el título de segundo marqués de San Jorge de Bogotá. Los otros ocho candidatos santafereños a los títulos fueron: don José Miguel, don Rafael y don Nicolás de Ribas; don José María y don Francisco Dominguez del Castillo; don Manuel Benito de Castro; don José Manuel Lago; don Luis de la Zerna; los señores Díaz de Quijano; don Pantaleón Gutiérrez y su hijo don José Gregorio, y don Fernando Rodríguez. 4. José María Restrepo Sáenz y Raimundo Rivas. "Genealogías de Santa Fé de Bogotá". 5. Desde hace un siglo largo se vienen formulando cargos contra el general Santander por la adjudicación de la hacienda de Hato Grande, cargos que sus defensores quieren desvanecer con el decreto del Libertador sobre el particular, 44
fechado el 12 de septiembre de 1819, pero que no se hizo público sino en el año 1822. 6. Hoy, al frente de la casase extienden bien cuidados jardines, precedidos por una verja de hierro sostenida en pilastras de material, en una de las cuales se lee, actualizada, la leyenda que hizo poner en Hato Grande el general Santander. La que hay dice así, en letras negras sobre el enjalbegado amarillo: "Esta es la vieja casa del general Santander y de sus amigos". 7. Una conocida anécdota pinta a don Pepe Sierra de cuerpo entero: se refiere de él que en alguna ocasión pasó a su amanuense el borrador de una carta de negocios, en el cual aparecía la palabra hacienda sin la letra "h" inicial; y como éste se lo hiciera observar a don Pepe, obtuvo la siguiente desconcertante respuesta: -Y usted, ¿cuántas haciendas con "h" tiene?
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Capítulo V
"Yerbabuena" A Luis Gómez Grajales En el valle de Laredo, a medio centenar de kilómetros de Santander, en España, nació don Lorenzo Marroquín de la Sierra, de linajuda familia. Joven aún se trasladó a Madrid, en donde es indudable que conoció al capitán Gregorio Sánchez Manzaneque 1, quien debió entusiasmarle el ánimo con el relato de sus andanzas por el Nuevo Reino de Granada en los treinta años que -vivió en éste (1753-1783), pues es lo cierto que, en octubre de 1785, llegó don Lorenzo a Cartagena y en el año 86 lo tenemos ya establecido en Santa Fé. Algo de dinerillo, como base de trabajo, debió traer don Lorenzo de su patria, pues desde su llegada se significó como persona importante y fue visitante asiduo de la casa del Fiscal don Francisco Antonio Moreno y Escandón, probablemente introducido a ella por don Francisco Antonio Gutiérrez, esposo de doña Mariana Díaz de Quijano, oriundo también de Laredo; cuyo hijo, don Pantaleón Gutiérrez y Díaz de Quijano contrajo matrimonio con una de las hijas del fiscal, doña María Francisca Moreno e Isabella, y otra de ellas, doña Teresa, casó con don Lorenzo en el año 1792, para lo cual adquirió éste la casa contigua a la de su suegro, o sea la segunda de la primera Calle Real, de sur a norte y en la acera oriental. La compra de "Yerbabuena" Se vio ya cómo la mitad de la antigua hacienda de Hato Grande llegó a poder de don Francisco González Manrique en 1785, justamente en los días en que don Lorenzo Marroquín, su futuro propietario, se preparaba a salir de España rumbo a estas tierras. Y a su debido tiempo, el 7 de enero de 1807, ocurrió lo previsto por el Destino; es decir, que don Lorenzo compró dicha mitad de la finca primitiva mediante el pago de 32.000 pesos de ocho décimos, y para redondearla adquirió también El Común, estancia sobre la cual seguían litigando el señor González Manrique y don Joaquín de Santamaría: pequeña dificultad que obvió el nuevo dueño comprando a don Joaquín sus derechos -que incluían 177 reses, 24 yeguas, 12 caballos y un 46
pollino- en 8.200 pesos; y a la contraparte pagó los que alegaba poseer en 1.600 pesos más. Ya convertido don Lorenzo en hacendado sabanero, con no menos de cuatro mil fanegadas de tierras, con innegable buen acierto conservó para su heredad el nombre de Yerbabuena, que está inscrito en las páginas de la historia patria. Y poco después, en 1817, logró que toda la hacienda se agregara al curato de Chía, apartándose lo que antes pertenecía al de Sopó. La hacienda en peligro Llegó el año 1819 y don Lorenzo Marroquín, español hasta el tuétano y leal a su rey -con el grave antecedente en contra suya de que el chapetón González Llorente se refugió en su casa santafereña cuando e1florerazo del 20 de julio de 18 10 para librarse de las iras populares-, se sintió en peligro y emprendió camino de la emigración, acompañado por sus hijos mayores don José María, don Andrés y don Francisco, en tanto que con la madre y con la suegra quedaron las mujeres, doña Concepción, doña María Josefa y doña Juana, y el cuba de los hombres, don Juan Antonio, quien por entonces era menor de edad, casi un niño. Todos estos hijos llegaron a grandes, pero, en definitiva, únicamente dos heredaron la hacienda de Yerbabuena: don José María, quien contrajo matrimonio con doña Trinidad Ricaurte y Nariño -hija de don Bernardino Ricaurte y de doña María Dolores Nariño- y doña Concepción, esposa de don Santiago Grajales Luna. Don Lorenzo, ya con sus buenos años a cuestas, no pudo soportar las penalidades del viaje ni el dolor moral de la separación de los seres queridos, y el 24 de octubre de 1819 murió en Mompós; y un año después le siguió a la tumba, en Cartagena, su hijo don Francisco. Los otros dos hijos regresaron a su ciudad natal en 1821. Mientras tanto, en grave peligro se hallaban los intereses de la familia, en poder de doña Teresa Moreno, viuda de don Lorenzo, mujer desconfiada de sus propias fuerzas, débil de carácter y abatida por la pena, que no cesaba de llorar la ruina de su casa, debido a que el general Santander quería secuestrar a Yerbabuena, tal como ya lo había hecho con Hato Grande, alegando que eran bienes de españoles emigrados. Hubo, pues, necesidad de acudir ante el "Hombre de las Leyes", por conducto de don José de Leyva, y aquél accedió a dejar la hacienda en poder de la familia Marroquín mediante un convenio sobre entrega de reses 2. 47
El misterio de doña Trinidad Cada uno de los matrimonios entre quienes vino a dividirse Yerbabuena tuvo un único hijo que llegó a la mayor edad. De don José María Marroquín y de doña Trinidad Ricaurte fue heredero don José Manuel Marroquín y Ricaurte, quien casó con su prima doña Matilde Osorio Ricaurte; y de los esposos Grajales-Marroquín nació don Ramón, quien contrajo matrimonio con doña Concepción Ortiz Durán. Y es el caso que en una tarde de 1828, cuando don José Manuel futuro presidente de Colombia- tendría apenas un año de edad 3, se encontraba reunida la familia, en unión de la servidumbre, en el oratorio, en espera de que el patrón diera la señal de comenzar el rosario; y en este preciso momento manifestó doña Trinidad -que iría "un momentico" a la alcoba a traer su chal porque dizque sentía mucho frío. Y con paso lento abandonó la capilla, sin que nadie diera mayor importancia al hecho. Pero el tiempo fue corriendo velozmente y doña Trinidad no regresaba, en vista de lo cual salió su esposo a buscarla; y al cabo de las cansadas regresó asustado, lívidos los labios y, con voz estremecida, puso en conmoción a los esclavos y peones de la hacienda que allí se encontraban: su esposa no aparecía por parte alguna y tampoco había podido abandonar la casa porque todas las posibles puertas de salida estaban debidamente cerradas. La búsqueda de la señora se adelantó cuidadosamente, pero cuando llegó la noche 4 no habla sido hallado rastro alguno de ella. El desaliento se pintaba en todos los rostros, y don José María se mostraba desesperado al no hallar explicación racional para semejante desaparición; y desde aquella misma noche comenzaron a tejerse leyendas y versiones, muchas de las cuales han llegado a nosotros junto con otras nuevas que constantemente han venido inventándose para servir de pasto al chismorreo social. Al día siguiente, con las primeras luces de la aurora, se reinició la busca de doña Trinidad, no ya dentro de las dependencias de la casa únicamente, sino también por los alrededores. Hasta que, por fin, se encontró el chal que había salido a buscar la víspera, arrojado cerca de la orilla izquierda a del río Bogotá, a regular distancia de la casa. Aparentemente, y al primer golpe de vista, el asunto o ofreció dudas: doña Trinidad había abandonado la casa, tal vez haciendo uso de una doble 48
llave de la puerta, y se -había arrojado al río. Pero como se hicieron sondajes cuidadosos, y al cabo de los días se llegó al convencimiento de que no sería posible rescatar el cadáver, la versión del suicidio -o del absurdo accidentefue perdiendo fuerza en la conciencia popular y nació la leyenda... Y, ¿cómo pudo ser? Hay quienes afirman que doña Trinidad casó muy a disgusto con don José María Marroquín y Moreno, bajo la imposición de sus padres -como se acostumbraba entonces-, y que desde la luna de miel andaba con las facultades mentales bastante perturbadas, por cuya razón la tenía viviendo su marido casi siempre en Yerbabuena. Y se dan para este matrimonio, contra su voluntad, dos explicaciones: unos dicen que porque estaba enamorada de un pariente suyo, de apellido Sáiz, por más señas, y otros plantean la cosa con mayor sentido de grandiosidad, alegando que su matrimonio le repugnaba dizque porque ella era patriota y el marido que le habían destinado era español y enemigo declarado de la república. En todo caso, según unos y otros, tenía un tornillo flojo y esta deficiencia -que se le agravó al nacer el futuro autor de "El Moro"- la condujo al suicidio. Las versiones dichas son las que parecen estar menos reñidas con el sentido común. Pero como ya lo escribió alguno: "lo poco que vale de la historia es precisamente aquello que no es sensato; y de lo que no es sensato, lo mejor todavía es aquello que no es cierto", de ahí que personas serias y responsables las rechacen y den por cierta una de las tres explicaciones siguientes: Que el amor de doña Trinidad, por el santafereño fue evidente, lo aceptan los terceros en discordia; pero, agregan, no se limitó ese cariño a un simple ataque de romanticismo puesto que se fugó con su amante; y si dejó el chal a la orilla del río, esto tuvo por único fin el de crear pistas falsas. A esta versión oponen los de más allá el poderoso argumento de que si en el Bogotá actual, con medio millón de habitantes, todo se sabe en término de horas, mal hubieran podido fugarse dama y caballero, pertenecientes a las principales familias santafereñas cuando la ciudad tendría apenas treinta mil habitantes, sin que nadie, nunca hubiera vuelto a saber de ellos: cuando la llegada de tan rara pareja a cualquier lugarejo parroquial hubiera dado motivo, forzosamente, a las más tremendas y descabelladas habladurías.
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No faltan tampoco quienes suponen en don José María un carácter celoso y atrabiliario, que le hubiera llevado a darle muerte, por sí o por medio de sus esclavos, haciendo enterrar luego el cadáver en los breñales que abundan en los cerros que dominan la hacienda. Pero los datos que se saben sobre don José María y su prematuro fallecimiento, de tristeza, dan poco asidero para aceptar esta segunda versión. Y entonces, ¿cómo pudo ser? Muy fácilmente, explican otros: no hubo tal caballero Sáiz sino un bien plantado gentilhombre francés, quien le acabó de sorber el seso a doña Trinidad. La fuga fue convenida, en todos sus detalles, y la negra esclava que servía como niñera de don José Manuel los acompañó hasta el Puente del Común -algo más de siete kilómetros entre ¡da y vuelta-, en donde resolvieron los amantes ordenarle que regresara a Yerbabuena con el rorro, al tomar los caballos que deberían usar para trasladarse a buen puerto. Tan cierto es esto, afirman los paladines de esta última versión, que doña Trinidad y el Franchute fueron vistos posteriormente por muchos bogotanos en las calles de París. Pero, ¿quiénes los vieron? Porque nunca, que se sepa, se han dado nombres propios y así la versión toma todo el aspecto de una fábula. En todo caso, hoy doña Trinidad bien muerta está y sobre su fuga -si es que la hubo- nada se ha podido comprobar documental mente. Pero es el caso de elevarle las más expresivas gracias por el misterio que creó, pues de él se derivaron, en gran parte, los importantísimos espantos de Yerbabuena, de que luego se hablará. Y tenemos ya explicado, de una vez por todas, el origen del conocido versito, de uso diario entre bogotanos: "Esto, y lo de Trinidad, se sabrá en la eternidad." Reformas en "Yerbabuena" Huérfano poco menos que recién nacido, de don José Manuel Marroquín se hicieron cargo sus tíos, el matrimonio Grajales-Marroquín 6 Don José María se dedicó a rumiar su trágica soledad, pues su otra hijita, Inés, falleció muy joven; y, finalmente, murió de pena en 1829. La casa de Yerbabuena ya existía en 1807, cuando compró la estancia don Lorenzo, y también tenla sus años de vida la de El Común, que hoy se llama de El Puente, la cual había sido levantada por los españoles para que 50
en ella funcionara la administración de las obras de la gran fábrica que cruza en aquella parte el río Funza o Bogotá; pero esta última la habían destinado los patronos para alojar y atender en ella a los viajeros que hacían etapa cuando iban a Tunja o cuando regresaban a Santa Fé. Y como la de Yerbabuena no era la principal de la heredad primitiva -Hato Grande-, carecía de muchas comodidades y se hallaba bastante descuidada, por cuya razón determinaron los dueños meterle obra, en el año 1836, de la que se hizo cargo el maestro Ignacio Rodríguez. El oratorio, con altar privilegiado para la familia, mereció siempre especial atención de los Marroquín: en el año1 853 tenla ya licencias tan amplias en materia de culto, que se reservaba y se exponía el Santísimo en funciones nocturnas, se -celebraba misa cantada y se predicaba desde la cátedra. En 1854, aprovechando los servicios de don José María Mogollón, quien buscó refugio en la casona durante la guerra civil de aquel año, se construyó, pintó y doré el hermoso altar de madera que actualmente existe. Y las láminas de las viacrucis fueron encargadas a Francia y las envió de allí don Manuel María Mosquera, en tiempos de Napoleón III. Reformas sucesivas e importantes nunca se han dejado de hacer en Yerbabuena. La casa, con un globo de tierra, es hoy de propiedad del señor Howel Hughes, por compra que hizo a los herederos, de don Andrés Marroquín Osorio, esposo de doña María Teresa Gómez Sáiz e hijo de don José Manuel y de doña Matilde Osorio. Está muy conservada y a la vista presenta, cuidadosamente enjalbegados sus muros, un hermoso aspecto. El primer colegio de "Yerbabuena" Don José Manuel Marroquín quiso, en alguna forma, pagar a sus tíos la deuda que con ellos tenía contraída por haberlo educado, y cuando llegó el momento de que su primo don Ramón Grajales -bastante menor que élse educara, determinó fundar en la hacienda un colegio con tal fin. Al efecto, aprovechando los servicios del clérigo Luis Lizarralde, quien venía desempeñando el cargo de preceptor de aquél, y de don José de la Cruz Restrepo, inició labores el nuevo plantel escolar en el año 1851, con los siguientes alumnos de primer año: Ramón Grajales, Eugenio y Benito Escallón, Luis Nieto, Félix y Manuel Pardo Roche, Bernardino y Pedro Alvarez, Luis y Juan José Borda, Ricardo y Santiago Cheyne, Pantaleón y José Gregorio Gutiérrez Ponce 51
descendientes de El Patriarca de la Sabana-, Javier Junguito, Nicolás Osorio, Santiago Ospina, Manuel Sáiz, Ignacio y Urbano Sandino y Camilo Valenzuela. Tuvo, además, el colegio otros alumnos, entre los cuales figuraron: Pablo Ortega, Juan Manuel Herrera, José María Ponce, José Manuel y Ricardo Umaña Tobar, Rafael y Ramón Umaña Ribas, Ángel María Gómez Sáiz, Tomás Olano, Aparicio Rebolledo, Eustacio y Ricardo de La Torre, Francisco Sandino, Ramón y Francisco Pontón, Domingo Ospina Camacho, Luis María Pardo y Pardo, Eduardo, Wenseslao y Francisco Urdaneta, Ramón Borda, Martín y Joaquín Guerra, José María Alvarez, Teodoro Coronado, Carlos Tanco, José María Vargas Heredia, Ignacio y Miguel Nieto, Mauricio Tamayo, Dionisio Piedrahita, Higinio Cubillos, Elías Osorio, Pedro Durán, Manuel José Ortiz, Manuel Cantillo, Luis y Esteban Quijano, Pompeyo García Valenzuela, Máximo Borda, Eusebio Caro, Miguel Antonio Caro, Felipe Silva, Francisco Tanco, Tomás Pardo Olarte, Federico Gómez, Manuel Urbina, Aurelio y Antonio Viana, José Luis Pieschacón y dos hijos de don Isidro Espinosa. Historia trágica y guerrera No se limita el historial trágico de Yerbabuena a la desaparición de doña Trinidad Ricaurte. En el libro "En Familia" de don José Manuel Marroquín6, aparecen relatados los siguientes hechos: Cuando la guerra civil de 1854, un soldado estuvo allí en capilla por espacio de tres días, esperando el momento en que debería ser pasado por las armas; hasta que el jefe melista, atendiendo las súplicas de la familia Marroquín, le conmutó la última pena por la de recibir cien ¡en palos, que le fueron dados con matemática precisión. Durante la guerra mosquerista de 1861, que culminó con la toma de Bogotá, la hacienda fue saqueada en repetidas ocasiones por los de una y otra bandería. En este último año, y después de la entrada de Mosquera a la capital, el célebre escuadrón "Calaveras" pernoctó en Yerbabuena. Posteriormente, en el año 1862, alegando pretextos de seguridad pública, pero, en realidad, para privar de recursos y comodidades a los guerrilleros que lo combatían, ordenó "Mascachochas" quemar todas las casas de la heredad de Yerbabuena; y, evidentemente, la casa de El Común, a la entrada del puente, sufrió el ígneo castigo, aunque los daños no fueron definitivos y 52
luégo pudo ser reparada y de nuevo sirvió como casa de habitación. Hoy, completamente restaurada, pero conservándole todo su estilo colonial con excelente buen gusto, sirve de casa de hacienda de El Puente y en ella habitan los esposos don Luis Gómez Grajales y doña Alicia Cárdenas. También fueron destruídas por el fuego, en dicho año, numerosas casas de arrendatarios de la finca. En la casa de paja llamada de Los Espinos, que fue construída en mucha parte por el mayordomo Francisco Ospina, la cual dio nombre años después a la porción que heredaron de don José Manuel sus hijas Matilde y María, ocurrió en la noche dominical del 21 de febrero de 1875 un asesinato que hizo ruido en su época: aquel día se encontraba Silverio Torres -hijo de un antiguo mayordomo de Yerbabuena- requebrando de amores a Nicolasa Tocancipá, sin que ésta le hiciera mayor caso. El desdén de la agraciada campesina, unido a numerosos vasos que había ingerido el galán "de la que Dios hizo tan amarilla y sabrosa", fue motivo suficiente para que éste la asesinara en el propio patio de la casa. Torres fue juzgado y murió en el panóptico de Bogotá. El segundo colegio, para niñas Muerto don José María Marroquín y dividida la hacienda entre Marroquines y Grajales, en 1878 determinó doña Matilde Osorio, esposa de don José Manuel, repetir el esfuerzo hecho por su marido 28 años antes y fundó en Yerbabuena un segundo colegio, este para niñas, del cual fueron capellán el presbítero don José María Villalba; institutora y maestra, doña Margarita Ucrós, y profesora de canto, doña Carmelita Gutiérrez. El pequeño y escogido grupo de alumnas estuvo formado por las siguientes niñas: María Francisca y Paulina Sáiz, María del Carmen, Susana y Josefa Osorio, María Osorio, Soledad Osorio, Matilde, María e Inés Marroquín Osorio, Clemencia y Teresa Delgado, Carmen y Margarita Tamayo, Rafaela Reyes, Concepción Franco, Carlota Ucrós, Nestoria Urrea y María Convers. Las representaciones teatrales "De 1825 a 827 ó 28 -escribe don José Manuel Marroquín- fueron las comedias caseras entretenimiento predilecto de la familia mientras residía en
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Yerbabuena. El alma de tales empresas era don Andrés Marroquín y Moreno 7, quien construyó una pieza para que sirviera de teatro, unos sesenta u ochenta pasos hacia el oriente de la ramada que sirve para desmontarse. "Tenían de particular aquellas funciones que solían ocupar, de telón adentro, a todos los habitantes de la casa: y dizque llegó a haber comedias sin más concurrentes, fuera de criados y arrendatarios, que don Juan Nepomuceno Parra, cura de Chía, y doña Teresa Moreno de Marroquín. A juicio de personas que vieron las comedias y que hablaban de ellas después de haber visto representar en Bogotá a Gallardo y Fournier, los actores de Yerbabuena eran admirables, señaladamente mi tío don Andrés y don Domingo Sáiz. Fuera de estos dos representaban don Alejandro Osorio 8, los otros tres Marroquines, sus hermanas doña María Josefa y doña Juana, doña María Francisca Domínguez y doña Josefa Salazar (Las Paquitas), mi madre doña Trinidad Ricaurte, doña Isabel Nariño de Sáiz, don Policarpo Uricoechea, el doctor Merizalde; don Pedro Sáiz, don Jacobo Ricaurte y don José Manuel de Vivero, que habiendo venido de Coroza¡ a estudiar y hallándose a cargo de las señoritas Roeles 9, iba a Yerbabuena con don Domingo Sáiz. Solemnizábanse las funciones con música de violines tocados por don Manuel Margallo y don Joaquín Maldonado y en muchas de ellas hubo canto. Toda la función se dedicaba a alguno, y tanto las loas en que se hacía la dedicatoria, como las canciones, eran compuestas ya por mi tío don Andrés, ya por mi tío don José María Sáiz." La partición de "Yerbabuena" Al morir los dos propietarios de Yerbabuena, don José Manuel Marroquín Ricaurte y don Ramón Grajales Marroquín, cada mitad se subdividió entre seis hijos. Las respectivas porciones, tal como aún existen, tomaron los siguientes nombres y se convirtieron en otras tantas estancias independientes: De los Marroquínes: Los Espinos, Las Peñas, Los Cerros, La Cuarta, Yerbabuena propiamente dicha, con su anexo de La Frontera, y La Mana. De los Grajales: El Puente, Guauza, El Rincón, Sauzal, Santa Fé, El Castillo, Calahorra y Santa Ana. De todas estas tierras, actualmente apenas restan en poder de descendientes de don Lorenzo Marroquín de la Sierra las fincas Los Cerros,
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El Castillo y El Puente, de propiedad las dos primeras de los herederos de don Lorenzo Marroquín Osorio, y la última pertenencia de don Luis Gómez Grajales. El célebre castillo medieval, que domina la región M Puente M Común, fue edificado por don Lorenzo en la porción de dicho nombre, que compró a doña Ursula Grajales de Vargas, sobre planos especiales que trajo de Europa. Notas 1. Datos biográficos completos de don Gregorio Sánchez Manzaneque hallará el lector en posterior capítulo de este libro. 2. El convenio para salvar a Yerbabuena resultó bastante oneroso para sus propietarios, quienes tuvieron que entregar, en corto plazo, algo más de ochocientas cabezas de ganado. 3. Don José Manuel Marroquín nació en 1827 y murió en 1908. 4. Es necesario tener presente que en esos años se almorzaba y se comía muy temprano; generalmente las 10 de la mañana y las 4 de la tarde eran las horas de sentarse a la mesa. 5. Es curioso anotar que cuando testó la abuela materna de don José Manuel, doña María Dolores Nariño, en noviembre de 1828, dice que su hija doña Trinidad, ya difunta, no dejó descendencia; y solamente al final de¡ testamento, como si en ese preciso momento le hubieran dado la noticia, declara que tiene tal nieto, de nombre Manuel, y agrega que debe considerársele igualmente como heredero forzoso. Este documento corresponde a la Notaría primera, año 1828. 6. Este primoroso libro constituye una verdadera curiosidad bibliográfica, puesto que don José Manuel hizo imprimir apenas un número limitadísimo de ejemplares: algo así como 24 ó 36, que repartió entre los miembros de la familia. 7. Tío carnal de don José Manuel, 8. El célebre secretario de Estado del Libertador. 9. Don José Manuel refiere que un tal José Antonio Roel toreaba y rejoneaba hábilmente, tras de largos años de práctica en la hacienda de La Conejera, de los Castros, cuyos toros eran tan famosos por aquel entonces. "Hacía -escribe el autor de 'En Familia'- que el toro al ser picado rehuyera el cuerpo y no hiciera daño al caballo, al que casi no movía". Parece obvio, 55
desde luego, que esto se debla, más que a la habilidad de Roe] a la mansedumbre de los toros cuneros, sin cruce de casta brava.
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Capítulo VI
Tesoros de "Yerbabuena" A Julio Caicedo Collins. "Soy una rakasasa, revisto las formas que quiero y produzco terror a todas las criaturas." La Bruja Surpanaka. - "El Ramayana". La hacienda de Yerbabuena, con todas las tierras que antes la formaban, ha sido siempre un verdadero emporio de santuarios, guacas y espantos de todas clases, en cantidad y en variedad tales que se puede afirmar que, en la materia, ninguna otra finca de la Sabana puede comparársele. Y ante todo es necesario recordar que don Lorenzo Marroquín de la Sierra, el español, era en 1819 un hombre sumamente rico; que al emprender la emigración debió enterrar gruesas sumas de dinero, joyas y vajillas; y luego, no podemos olvidar a doña Trinidad Ricaurte y Nariño, cuya alma en pena es forzoso que ronde siempre por la casa recogiendo sus pasos. "Cuéntase que la vajilla de plata que allí tenía la familia era abundantísima -escribió el propio don José Manuel- y que cuando después de fregarla la colocaban en el patio para que se secara, los que pasaban por el camino del Común a Cajicá la veían brillar. Cuando llegó a Yerbabuena la noticia de la derrota sufrida en Boyacá por los realistas, y Victoriano Rodríguez y otro muchacho llamado Cipriano se hubieron venido a la ciudad a traer los caballos para que don Lorenzo Marroquín y sus tres hijos mayores emprendieran la emigración, la criada o arrendataria que cuidaba la casa, llamada Agustina, y un negro que a lo que entiendo desempeñaba por entonces funciones de mayordomo, enterraron toda la plata labrada en un sitio de la casa inmediato al ángulo que forman en el patio los dos tramos que la componen. "Dos o tres veces se han hecho excavaciones para buscar la plata, siguiendo las indicaciones de Juan Murcia, que dice haber visto hacer el entierro, pero nada se ha encontrado. Mi abuela, doña Teresa Moreno, daba al asunto demasiada poca importancia, y, sin embargo de que en más de una 57
ocasión se vio la familia muy apurada, no dispuso cosa alguna a fin de que se buscase tal depósito. Yo entreví algo que me dio a entender que algunas de las personas que intervinieron en la ocultación de la plata había declarado, "in artículo mortis", que ésta había sido sustraída; y sospecho que aquella señora se abstuvo de decirlo por respeto a la fama de quien se habla hecho culpable de infidelidad. Cuenta Juan Murcia que las herramientas fueron enterradas debajo del cauce de la quebrada, en un punto muy inmediato a las corralejas que hoy existen. "Por de contado, han vagado por las noches en los alrededores del sitio en que se enterró la plata labrada, luces de aquellas que todos ven pero que uno no ve jamás." Cualquiera advierte, al través de las anteriores líneas, que don José Manuel -como le ocurre a la generalidad de las personas, aunque no lo confiesen abiertamente- creía en santuarios y en espantos, pero hacía todo el esfuerzo posible para fingir incredulidad. Y es que en esta materia, siempre tan atractiva; es el conocido dicho popular el que da la clave del asunto, cuando dice, con marrullería inimitable: "Yo no creo en espantos, pero que los hay los hay". Tan cierto es esto, que poco después del año 1860 concedió permiso el dueño de Yerbabuena a doña Jacinta Tordesillas, mujer que fue muy conocida en Bogotá, para que buscara allí un tesoro o guaca de los aborígenes, según descubrimiento que había hecho ojeando viejos papeles 1. Doña Jacinta estuvo haciendo excavaciones por espacio de más de dos meses, sin otro resultado que el de derrochar su dinero y echar a perder el suelo de la gruta, situada a cierta distancia de la casa, que antes era seco e igual. *** Con las breves líneas que atrás se transcribieron quiso don José Manuel Marroquín hacerle entierro de pobre al santuario de Yerbabuena, y a esto no hay, francamente, derecho. Si todo se hubiera reducido a la plata labrada, y si a ésta la hubieran sacado posteriormente, no se justificaría la existencia del espanto, o sea del alma en pena de don Lorenzo; pero como es la verdad que el espanto sigue haciendo de las suyas, la consecuencia se impone: en Yerbabuena hay santuario enterrado aún, como se demostrará en seguida con hechos y nombres propios: 58
Sabido es que todo espanto tiene sus características inconfundibles, en su vestuario, en sus apariciones, etc. El de Yerbabuena se manifiesta generalmente como un viajero que llega a la casa después de haber hecho un largo viaje a caballo 2; las herraduras del animal golpean fuertemente al entrara la pesebrera; el jinete abre, pausadamente, la puerta que chirría sobre los goznes, y se le siente caminar como a persona que lleva alguna carga. Finalmente, deja caer las maletas al suelo y se dirige hacia las habitaciones interiores, en una de las cuales sus pasos se pierden... Pues bien: no hace muchos años estuvieron viviendo en la casona de los Marroquines, de veraneo, don Eusebio Vargas Montoya y su esposa, doña Alicia Holguín-Arboleda, y una noche tuvo necesidad don Eusebio de trasladarse al vecino pueblo de Chía con el fin de gestionar algún negocio. Hizo, pues, ensillar un buen caballo de paso y emprendió viaje. Mientras tanto, doña Alicia cenó y se acostó en una de las camas gemelas de la alcoba. Las horas corrieron, y cuando ya los gallos cantaban sintió la señora, entre dormida y despierta, que alguien llegaba a caballo, entraba a la casa y abría la puerta de la alcoba. Sin salir de un agradable duermevela, doña Alicia oyó cómo el extraño -a quien ella creía su maridose acostó en la otra cama gemela, como de costumbre, y apagó la luz. Y llegó la mañana. ¡Cuál sería entonces el asombro de doña Alicia al lanzar una mirada hacia la cama de su esposo y al comprobar que estaba intacta, las cobijas y mantas en su sitio y sin señal alguna que denunciara el regreso de don Eusebio! Por lo tanto, ¡había dormido aquella noche, sin saberlo, con el espanto de Yerbabuena! La macabra idea le giró en el cerebro a la señora de Vargas, cual un ringlete infernal, y cayó desvanecida. Más tarde se comprobó que también las sirvientas sintieron llegar a quien creyeron que sería don Eusebio, pero se supo, igualmente, que éste no se había movido de Chía en toda la noche, que pasó en una alegre fiesta social en unión de numerosos amigos. *** Si lo narrado no bastara, ahí, en la casa de El Puente, vive una antigua servidora de Yerbabuena, quien cuenta a todo el que la quiere oír cómo las noches en que murieron en Bogotá don Andrés Marroquín Osorio y el abate José Manuel sintieron los habitantes de la vieja casona el escándalo que hizo el bisabuelo don Lorenzo: aquellas noches golpeó las puertas enfurecido, se 59
escucharon maldiciones y estrelló la vajilla contra el suelo. Pero, al amanecer, y en medio del pasmo de cuantos escucharon tan desaforados ruidos, se comprobó que todo había vuelto a su lugar: las puertas estaban correctamente cerradas y las piezas de la vajilla lucían intactas en los aparadores. Y, ¿qué decir del espanto de doña Trinidad Ricaurte y Nariño, cuya alma en pena sigue, y seguirá por los siglos de los siglos, rondando por la vieja casona de Yerbabuena, que abandonó para ir al suicidio dejando a su hijito abandonado? Pocos años habían corrido desde la desaparición de esta señora, cuando los moradores de la hacienda comenzaron a sentir que, hacia la medianoche, se dejaba oír, nítidamente, el llanto de una mujer o de un niño, sin que fuera posible localizar el punto de donde salían los lamentos; que eran de una tristeza tal, que el corazón de quienes los oían amenazaba romperse. Pronto se comprendió que quien lloraba era doña Trinidad y se aplicaron todos los remedios conocidos para esta clase de espantos: misas, exorcismos, conjuros, etc, sin que ninguno diera resultado; y, finalmente, en ocasión de que alguna persona de la familia buscaba algo que se le había extraviado, en una habitación vacía halló, entre una alacena olvidada, las espléndidas trenzas que en vida adornaron la cabeza de la dama suicida, y que ésta trajo del otro mundo no se sabe aún con qué objeto. Como si fuera poco, es cosa sabida en la comarca que todos los años, durante las noches del mes en que desapareció doña Trinidad, tañen frecuentemente las campanas de la espadaña, doblando a muerto. ¡Es algo terrible, que asusta a los más valientes! El santuario de "El Rincón" Entre los años 1826 y 1845 fue mayordomo de Yerbabuena un sujeto de apellido Torres -padre del homicida de Los Espinos- quien construyó, en bahareque y paja, la primitiva casa de El Rincón, que fue destinada para vivienda del nuevo mayordomo Pedro Ospina. La casa fue objeto de posteriores reparaciones, y en 1891 la habitaba don Luis de Brigard, quien había tomado en arrendamiento aquella parte de la hacienda, cuando en la noche del 25 al 26 de enero estalló un voraz incendio que acabó con ella. Poco después, en 1895, El Rincón pasó a ser propiedad de doña Paulina Caicedo viuda de Calvo -hija de don José Caicedo y Rojas y de doña Paulina 60
Suárez Fortoul-, de quien la heredó don Julio Caicedo Collins, y esta señora le construyó la actual casa de hacienda. La finca se extiende, como es sabido, entre El Castillo y Yerbabuena y desde el filo de la cordillera oriental hasta el río Bogotá. En su parte alta, en extremo pintoresca, se encuentran en El Rincón simas profundísimas y extrañas, a las cuales es posible descender con ayuda de cables y de lámparas eléctricas. Explorarlas fue, hace alrededor de un cuarto de siglo, distracción preferida del dueño, a quien acompañaban usualmente sus amigos don Vicente Rubio Marroquín y don Francisco Luis Martínez, amén de un fornido arrendatario llamado Antonio Chapetón. Ocurrió, pues, que un día descendió el señor Caicedo a la más profunda e interesante de aquellas aberturas subterráneas, y como observara un orificio circular en una de las rocas verticales intentó introducirse por allí, sin lograr conseguirlo. Adelantó entonces el brazo con la linterna y pudo ver un objeto que brillaba y que bien pronto estuvo en sus manos. ¡Júzguese cuál sería su sorpresa cuando comprobó que se trataba de una culebrilla de oro puro, típico trabajo de los aborígenes, de quince centímetros de longitud, un centímetro de anchura y un milímetro de espesor! La cabeza del lindo animalejo está formada por dos láminas finísimas, la superior trabajada en forma de estrías ornamentales 3, y por entre ellas asoma una lengüeta de oro, imitando la de los ofidios; y a cada lado de la cabeza sobresalen tres hilos áureos, como bigotes de gato. *** Meses más tarde, a principios del año 1923, don Julio Caicedo llevó una noche la culebrita al Friend's Club y contó su historia ante varios amigos, entre quienes se hallaban el doctor Bernardo J. Caicedo, don Carlos Umaña Barreto y el autor de este libro. La charla posterior derivó hacia los campos de la historia y se habló del tesoro del Zipa de Bacatá, nunca hallado por los conquistadores; y al amanecer de aquel memorable día una determinación se había tomado: buscar y encontrar, si posible fuere, la misteriosa y riquísima guaca del soberano chibcha. Y dicho y hecho: dos días después viajaron los amigos a la hacienda, y en la alcaldía de Chía hicieron abrir el libro respectivo sobre denuncia de tesoros indígenas, para tener pleno derecho a llevar a cabo todos lo,, trabajos necesarios al fin perseguido 4. 61
El escenario en donde presumían que está enterrada la guaca del Zipa 5 merece una breve descripción: en la parte más alta de la hacienda hay una especie de anfiteatro natural, bordeado íntegramente de grandes piedras lisas, en las cuales aparecen jeroglíficos indígenas de extraordinario interés, especialmente uno de ellos que representa una lagartija coronada, para el cual utilizó el ignoto artista tinta vegetal negra. Esa lagartija, según el sabio doctor Casas Manrique, es importantísima porque es un emblema de claro origen indonesio y es la única que se conoce en el altiplano, con la particularidad de no estar pintada en rojo. Pero hay algo más: en el centro del anfiteatro se encuentra una enorme losa horizontal, conocida en la región con el nombre de "piedra de los sacrificios"; y a la derecha, y a regular distancia, hay una cañada cuya existencia es imposible sospechar mientras tanto que no se llegue a ella, pues es completamente invisible desde los alrededores. Si se sigue por esta cañada, al final de ella hay algo digno de atención: a la izquierda, un largo montículo de tierra, de cerca de cincuenta metros de longitud, se desenvuelve en forma de culebra, con cuatro curvas a cada lado; la cabeza es más elevada y ancha, y contemplada a distancia semeja tener la boca abierta. Hacia la derecha de la cabeza se levanta un montecillo de seis metros de diámetro y cinco de elevación; y un poco más allá aparece la roca de los jeroglíficos, que no son otra cosa que un plano exacto del terreno descrito, con la única excepción de que en el dibujo aparece un nuevo punto, que viene a ser algo as! como la prolongación de una línea que, partiendo de la cabeza y bordeando el montecillo, lleva a la roca vertical que hay a la izquierda de la piedra que utilizó el pintor aborigen. El conjunto del terreno es de forma triangular, cuyos lados lo forman la culebra, la línea indicada y la roca del fondo. Y sólo restan dos detalles por agregar: el primero es que la sima a donde descendió el señor Caicedo, y en la cual halló la culebrilla de oro, está situada justamente en el cerro que domina el anfiteatro; y el segundo es que tanto la áurea culebrilla como la de tierra, y también la lagartija -o culebrillacoronada de los jeroglíficos, tienen las tres el mismo número de curvas a cada lado: son, por lo tanto, muy significativamente semejantes. *** Con fe, actividad y constancia sumas se adelantaron los trabajos de santuariomanía en El Rincón. Hubo necesidad de contratar a un técnico y a un guaquero profesionales, y as! se hizo. El técnico fue un señor de apellido 62
Guevara, muy conocido en Bogotá por su segunda profesión de escultor de santos, quien tenía ya varios miles de pesos ahorrados procedentes de afortunadas excavaciones anteriores, dinero con el cual había acariciado la idea de viajar a Europa a proseguir sus estudios de estatuaria, cuando la mala suerte cayó sobre él en forma de incendio 6 y lo dejó en la calle, literalmente hablando. El guaquero, en funciones de descendiente puro de la raza aborigen, fue Peregrino Guáqueta, oriundo de la región de Tequendama, de amplia y bien probada experiencia en estos asuntos. El técnico Guevara fue llevado al anfiteatro y luégo al "triángulo de la culebra". Hizo revivir los jeroglíficos, los estudió por espacio de días y dictaminó que el punto aquel del dibujo, sin señal correspondiente en el terreno, significaba el sitio en donde era necesario cavar hasta que se hallara un pozo de agua; y, a su turno, Peregrino conceptuó que tanto la culebra como el montecillo eran artificiales y que habían sido construídos con tierra acarreada desde un lugar próximo, que pudo también localizar. Y con esto, y tras de las necesarias explicaciones para que se evitara la aproximación de mujeres, porque su sola presencia hace que el tesoro se juya, se puso al frente de los trabajos de excavación. *** De firme, y por espacio de muchos días, se trabajó entonces. A cierta profundidad se hallaron numerosas ollas de fabricación indígena, colocadas de tres en tres y superpuestas; y, finalmente, tal como lo había anunciado el técnico Guevara, apareció el pozo de agua. ¿De dónde provendría ésta? Por indicaciones de Peregrino se exploró la hendedura en donde halló la culebrilla de oro el señor Caicedo; penetrar por aquel estrecho orificio fue tarea complicada y luégo, por en medio de dos rocas verticales que casi se juntaban, fue posible descender a más de noventa metros bajo la superficie; se siguió adelante por un amplio túnel, seco y polvoriento, y al final se halló el camino obstruído por un extenso y profundo lago, cuyas aguas se tiñeron de verde con gran cantidad de anilina llevada a prevención; y en esta forma se comprobó que el agua encontrada abajo era la misma de la sima posterior, sin que hasta hoy se sepa dónde nace ésta o de dónde viene. Pero, en todo caso, el misterio iba aclarándose... Solamente que, en este estado las cosas, intervinieron fortuitas circunstancias que impidieron continuar los trabajos. Hubo necesidad de
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abandonarlo todo, y allí continúan posiblemente escondidos los tesoros del Zipa, cuya alma en pena prosigue asustando en las noches a quienes, perdido el camino, se acercan por los lados del "triángulo de la culebra". Lo bueno y conveniente, claro está, es no creer en santuarios, en guacas ni en espantos, pero ¡que los hay, los hay!
Notas 1. Desde la Conquista viene la tradición -recogida por el Padre Simón- de que en tierras de la antigua Yerbabuena hay enterrada una rica guaca indígena, que bien pudieran ser los tesoros del Zipa. 2. No hay que olvidar que don Lorenzo, autor, seguramente, de la orden de enterrar el santuario de los Marroquines, partió a caballo, emigrado, y no regresó nunca más. 3. Es muy posible que con estas estrías quisiera dar a entender el orfebre indígena que la culebrilla lleva una corona. Esto es muy importante, como se verá adelante. 4. Esta denuncia legal de una guaca indígena es, muy posiblemente, la única que se ha hecho en la Sabana de Bogotá. El entonces alcalde de Chía no opuso dificultades debido -a que había vivido anteriormente en Antioquia y conocía las disposiciones de la ley sobre el particular. 5. Quienes intervinimos en los trabajos que se narran, nunca hemos perdido la fe en que el tesoro de los soberanos chibchas reposa aún en tierras de El Rincón. 6. Seis mil pesos en billetes tenía entre su baúl este señor Guevara, los cuales desaparecieron, quemados, la noche en que se incendió la casa fronteriza al Teatro de Colón, en donde hoy se levanta el moderno y hermoso edificio del Ministerio de Relaciones Exteriores.
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Capítulo VII
"Tiquiza" y "Fagua" In memoriam Francisco Gómez Pinzón Fagua es también una hacienda de abolengos, por haber pertenecido a don Gabriel Murillo y Cabrera, hijo del famoso pintor de las Inmaculadas, Bartolomé Esteban Murillo, según estudios e investigaciones que ha practicado el historiador don Guillermo Hernández de Alba y de los cuales se hablará más adelante. La casa colonial de Fagua es, indudablemente, una de las más antiguas y hermosas de la Sabana de Bogotá, y es el caso de confiar en que su actual dueño, el doctor Jorge E. Cavelier, pondrá de su parte cuanto sea necesario para salvarla de una posible destrucción que ya se avecina, en la seguridad de que no será perdido su encomiable esfuerzo y que se lo sabrán agradecer quienes aman las cosas antiguas, tradicionales e históricas de encantadora belleza. A la casona residencial de la estancia se llega por varias rutas, pero es la mejor la que parte de Cajicá hacia la serranía llamada de Los Monos, de la cual se desprende -adelante del Reformatorio de Menores de Fagüita- un camino vecinal que atraviesa el Río Frío y que muere a las propias puertas de la heredad. La construcción anuncia, con sus cielos rasos de vigas descubiertas, no menos de tres siglos de existencia: el enorme patio enlosado, realmente majestuoso, rodeado por crujias de techos más bajos que los del bloque principal, cual viseras que se prolongan sobre los corredores, espera la llegada de los caballeros armados de otros siglos; en tanto que las damas acecharían desde el balconaje del extenso tramo que domina el costado occidental, y que servía para atalayar desde allí los vastos potreros que se pierden, ondulantes, en la lejanía. El patio segundo, menos grandioso pero no menos atractivo, tiene en la mitad una fuente circular de piedra, a la cual llega la rica y purísima agua que desciende de la sierra cercana, la cual se lanza a la taza por una gárgola que imita grotesca carátula. Y la casa señorial se prolonga, sobre sus tres lados secundarios, en amplios y numerosos corralones y huertas, que hablan de la riqueza en ganados que debió poseer en otras épocas la estancia de Fagua. 65
Desgraciadamente ¡ay! la colonial casona está muy destrozada. Vandálicamente, no hace muchos años, estuvo funcionando en ella el Reformatorio de Menores y los arrapiezos causaron en ella daños irreparables; pero seguramente menos graves que los que ocasionaron los funcionarios oficiales con sus llamadas obras de adaptación 1. Hoy está abandonada, en parte convertida en graneros, y en las estancias vacías y lóbregas resuena tristemente la voz de otras épocas y la de otras gentes que vivieron en días no tan menguados como los que nos correspondieron a sus nietos ... ! Las tierras y el gobernador Fagua El aborigen don Antonio Fagua, gobernador de los indios de Chía en los primeros años del gobierno colonial español, dio su nombre a la región en donde está enclavada la hacienda motivo de este capítulo, la cual se extiende al norte de la de Tíquiza, al oriente de la serranía de Los Monos, que viene a ser algo así como el nacimiento de la sierra de El Espino, y al occidente del Río Frío, llamado río de Tabio en los antiguos documentos, que llega del norte territorial del municipio de este nombre en persecución del Bogotá o Funza, en cuyo cauce vierte sus heladas linfas al sur del poblado de la diosa Chía, que simbolizaba a la luna en la mitología chibcha. En sus principios, tierras de Fagua se llamaron, indistintamente varias estancias contiguas, unas de ganado mayor y otras de menor, de las cuales hicieron merced las autoridades del cabildo santafereño -una vez delimitados los resguardos de indígenas- al alguacil mayor Francisco de Estrada, cuyas propiedades colindaban con las pequeñas parcelas de los indígenas; a doña Ana Francisca de Silva, en 1587, quien fue hija del capitán Juan Muñoz de Collantes y de doña Mencía de Silva y esposa del conquistador Cristóbal de San Miguel, dueño del pueblo de Chía; a doña Leonor de Silva, esposa de don Cristóbal Gómez Nieto, en 1582; y a don Andrés de Villela, en el mismo año, cuya estancia, al decir de los viejos papeles, estaba delimitada "desde donde desemboca el río de Tabio en el Valle de Chía, linde por parte de Cajicá con la cordillera, el camino real en la mano, y por el otro cabo en otra cordillera que viene a Chía, midiendo el río abajo a lo largo y a lo ancho desde el camino real de Tunja hacia Chía, por ser como son tierras vacas baldías y sin perjuicio que desde la dicha estancia hasta el pueblo de Chía hay más de legua y media e otro tanto a Cajicá", etc.
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Colindantes con las anteriores tierras eran las heredades de Tíquiza, al sur de Fagua, famosa por su laguna sagrada de los chibchas, la cual fue proveída a don Juan de Silva Collantes en 1587, y La Rinconada, hacia la parte de Cajicá, que era pertenencia de don Nicolás Fuertes de Gracia en el año 1685, la cual también tenía linderos comunes con Fagua. Realidad de la heredad de "Fagua" Las tierras que fueron de don Andrés de Villela vendiólas éste, en 1593, a Mateo Gualteros, quien al morir dejó un hijo de nombre Francisco al cuidado de su viuda doña Petronila de Meneses, quien en breve contrajo segundas nupcias con don Lorenzo Rodríguez Ceballos. Estas personas, como nuevos dueños de aquellas tierras, en 1679 las vendieron a don Miguel de Rojas, quien las conservó por varios anos, no sin antes haber tenido -que sostener un litigio por linderos con su vecino de La Rinconada, don Nicolás Fuertes de Gracia 2. Los hijos de Rojas, don Luis y don Matías, en los primeros años del siglo XVIII traspasaron la estancia a don Martín Navarrete, quien vendió en 1709 al Alférez Real don Ignacio de Mendoza, esposo de doña María Forero y propietario de tierras en aquella parte, cuatro cabuyas 3 que años atrás habían sido proveídas a la india Catarina Tinoco. Por otra parte, las tierras de doña Ana Francisca de Silva y de doña Leonor de Silva -eran hermanas- pronto llegaron a ser pertenencia de don Juan de Artieda, quien levanta unos corrales al abrigo de la serranía, antes de 1593, en el propio lugar en donde hoy se encuentra la casona residencial de la heredad, o a corta distancia de ella. De don Juan de Artieda, y posiblemente por herencia, pasa a ser dueño de la finca don Juan de Esparza y Artieda, quien la lega a sus descendientes en 1631 4. No nos ha sido posible precisar, documentalmente, cuándo salió Fagua -formada entonces por cuatro estancias "de pan y ganado mayor"- de las manos de los sucesores de don Juan de Esparza, ni cuándo fue comprada por don Gabriel Murillo y Cabrera, pero es un hecho que éste pasó los últimos años de su vida trabajando en la hacienda; y en su histórica casa posiblemente edificada por los anteriores propietarios, hace alrededor de tres siglos-, dejó de existir pacíficamente en el año 1700 pacíficamente en el año 1700.
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El hacendado don Gabriel Murillo Don Gabriel Murillo residió por espacio de largos años en el Nuevo Reino de Granada y consta que desempeñó el cargo de corregidor de Ubaque, para el cual fue nombrado en 1681. Contrajo matrimonio en Santa Fé con doña Antonia López Nieto, y por documentos suscritos por él se sabe que era oriundo de Sevilla e hijo legítimo de "don Bartholomé Murillo y de doña Francisca Cabrera 5 vecinos e naturales de dicha ciudad". Era, por lo tanto, concuñado del capitán Felipe de Arguindegui, esposo de doña Francisca López Nieto, una de cuyas hijas, doña Luisa Manuela de Arguindegui, casó en segundas nupcias con el capitán don José Talens, quien obsequió a la iglesia de Las Nieves con una riquísima custodia. Don Gabriel tomó posesión de Fagua a fines del siglo XVII con el ceremonial de costumbre, según lo hacían constar los escribanos de S.M. con estas o parecidas palabras: "Teniendo la vara alta de la Real Justicia en mi mano tomé por la suya al dicho... y lo metí en la dicha estancia, el cual se paseó por ella de un cabo a otro y de otro a otro y echó de ella a los que en ella estaban, arrancó yerbas del campo e hizo otras cosas, todo lo cual dijo que hacía e hizo en señal de posesión, la cual el dicho... la tomó y aprehendió de la dicha estancia y en vos y en nombre de toda ella y con ánimo de la seguir y continuar." Del matrimonio del hijo del famoso pintor sevillano y de doña Antonia López Nieto nació una niña que fue bautizada con los nombres de María Tomasa Rosalía, quien, al quedar huérfana, fue recogida y educada por sus primos los esposos Talens-Arguindegui. Doña María Tomasa Rosalía casó, en 1729, con don Alonso Pérez Delgado, español e hijo legítimo de don Antonio Pérez Dominguez y de doña María Delgado de los Santos; y una hija de este matrimonio, doña Luisa Pérez Delgado y Murillo, fue esposa del capitán Gregorio Sánchez Manzaneque, cuya personalidad, y la de sus descendientes, conocerá el lector en posteriores capítulos. Prosigue el historial de "Fagua" La heredad de Fagua, ya constituida en firme y con una extensión de más de mil fanegadas, permanece por unos pocos años en poder de la viuda de don Gabriel Murillo, quien vive allí en compañía de su hijita, y en el año 1704 encontramos a doña Antonia López Nieto pleiteando por linderos con su vecino don Martín Navarrete, cada cual apoyándose en las mercedes 68
primitivas hechas a las hijas de Muñoz de Collantes y a Andrés de Villela, respectivamente 6. Posiblemente por entonces murió aquella señora y la hacienda fue sacada a remate, por haber menores de por medio, y cambió de dueño. Lo cierto es que en 1726 aparece como su propietaria doña María Forero, viuda a la sazón del Alférez Real don Ignacio de Mendoza, quien ha logrado reunir en sus manos las dos grandes estancias de la región: Tíquiza y Fagua, sobre los derechos de los títulos originales atrás mencionados 7. Poco tiempo antes, en 1723, el gobernador indígena Ambrosio Pisco estuvo también litigando por linderos de una finca suya, vecina de Fagua, con los frailes de San Francisco, dueños de Tíquiza, estancia que poco después vendieron éstos a la señora Forero. En poder de doña María estuvieron las dos haciendas por espacio de algunos años, pero en el de 1733 parece que fue sacada la de Fagua a remate público y cambió otra vez de dueño, lo cual debió ocurrir al morir aquella señora; y la de Tiquiza volvió a las manos de los franciscanos. En todo caso, es muy de presumir que la heredad de que venimos tratando debió de quedar en manos de los herederos del Alférez Real y de su esposa, puesto que en 1771 hallamos que la familia Fuertes de Gracia adelanta pleito contra don Ignacio de Mendoza debido a que catorce años antes aquéllos le hipotecaron a don Jorge de Mendoza una porción de su heredad llamada La Rinconada, que fue incorporada a las tierras de Fagua, de propiedad de Mendoza. Aquella estancia es por entonces de herederos de sus tradicionales dueños: de don Francisco Fuertes de Gracia, padre de doña María de Gracia, esposa que fue de don Lorenzo Ballesteros; de doña María de Nava, viuda de don Juan José Fuertes de Gracia, etc., herederos de don Nicolás del mismo apellido; y hay otra porción de la finca que llegó a manos de don Francisco Gutiérrez Rosales, quien la cedió al colegio de San Nicolás de Tolentino, de los agustinos recoletos, y éstos la vendieron, en 1769, a la mujer del gobernador indígena Tomás Pisco 8. "Fagua" en las manos de los Barragán La familia Barragán, originaria de la villa de Azuaga en Extremadura, se hallaba radicada en términos de Zipaquirá y de Cajicá desde muchos años antes. Uno de sus miembros, don Andrés Martín Barragán, esposo de doña María Macías, tuvo tierras en aquellos vecindarios, que hablan sido primitivamente de don Diego de Rojas, más tarde de don Juan Martín
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Barragán y luégo de don Luis Martín Barragán, quien las cedió a su hermano Andrés y éste las legó a sus hijos; uno de los cuales, don Felipe Santiago Barragán, compró a sus hermanos en 850 patacones. Esta operación comercial parece que fue base de su fortuna, y las tierras dichas una estancia de ganado menor- las conservó hasta 1785, año en el cual las vendió al alcalde ordinario de Santa Fé don José de León, con linderos sobre los resguardos indígenas de Cajicá, sobre el río Grande o Funza y con pertenencias de Francisco Javier Moyano, al norte, y de Fernando Martínez 9. Don Felipe Santiago Barragán, esposo, en primeras nupcias, de doña María Gabriela Gaitán, oriunda de Tabio, y en segundas de doña Bárbara López Medina, se hizo a la propiedad de Fagua en 1759 por la suma de cinco mil patacones lo, y posteriormente compró también la hacienda de Tíquiza a los franciscanos por tres mil doscientos patacones 10. Con estas fincas hubiera podido dejar muy ricos a sus quince hijos -nueve Barraganes y Gaitán y seis del segundo matrimonio-, pero el Destino dispuso otra cosa: Efectivamente, don Felipe Santiago entregó a su hijo mayor, Santiago de nombre, quien se había ordenado de presbítero en 1771, la estancia de Fagua, y éste la vendió, a escondidas de su padre, al indígena Tomás Pisco en 11.200 pesos de ocho décimos, de los cuales apenas logró ver 3.000 don Felipe Santiago. Y en cuanto a Tíquiza, tampoco corrió esta finca mejor suerte: la recibió el hijo segundo, don José Joaquín, cuando los compradores ofrecían por ella hasta 6.000 pesos de ocho décimos, y también a hurtadillas éste la cedió a don Cristóbal Antonio del Casal y Freiría, esposo de doña Ildefonsa de Ahumada y Bastida, en 4.500 patacones, de los cuales no recibió su padre ni un céntimo. Don José Joaquín, años antes de malvender a Tíquiza, casó en la capilla de la hacienda con doña Petronila Esparza, hija legítima de don Santiago Esparza y de doña Gregoria Casanova; nieta de don Esteban de Esparza y de doña Desidería Navarro, su esposa, y biznieta de aquél don Juan de Esparza y Artieda, esposo de doña María García, quien fue dueño de Fagua y la legó a sus hijos en el año 1631 11. Entronque de ricos sabaneros Hijos del dueño de Cortés y de Tequendama, no es extraño que don Santiago Umaña Sanabria, viudo a la sazón, y su hermano don Ignacio 70
fueran grandes campesinos y conocedores de la Sabana en todos sus vericuetos. Seguramente en más de una ocasión viajarían por tierras de Chía y de Cajicá y visitarían la heredad de Fagua, en donde tuvieron la oportunidad de conocer a la tercera y cuarta hijas del primer matrimonio de don Felipe Santiago Barragán: a doña María Gabriela y a doña Isabel Barragán y Gaitán. El noviazgo tuvo por escenarios los bellos campos de tan espléndida hacienda y la acogedora y señorial casona que levantaron los de Esparza, y culminó con sonado matrimonio doble en el viejo templo parroquial de Chía, entonces bajo la dirección del doctor Francisco Martínez Valderrama, que se celebró en 177 1, cuando aún faltaban diez y ocho años para que se iniciara la construcción del notable Puente del Común. Y poco después la rica estancia perdióla la familia. El comprador, Tomás Pisco, era hijo de Antonio Pisco y de Andrea Zorro, y hermano de Juana Manuela, Luis, Juan de Dios, Antonia y José Ignacio, quien se volvió "fatuo" (loco). Tomás murió relativamente joven y- dejó una hija de nombre Andrea, quien contrajo matrimonio con Antonio Moyano. Todos estos sostuvieron, en 1798, un largo litigio contra su hermana Juana Manuela para lograr la partición de una finquita heredada de sus padres, la cual colindaba con Fagua hacia los lados de Chía, que pudo muy bien ser la misma que, en 1733, era de propiedad del gobernador Ambrosio Pisco. Hacia los tiempos modernos El siglo XIX se abre para el historial de Fagua con la compra que de la heredad hizo, el lo. de febrero de 1801, doña Petronila de Castro y Arcaya, hermana de los dueños de La Conejera y de El Noviciado, quien fue esposa del español don José Antonio de Lago, natural de La Coruña e hijo legítimo de don Juan de Lago y de doña María Magdalena de Aguila y Abelenda. De este matrimonio hubo un hijo único, don José Manuel Lago y Castro, quien murió como patriota en las prisiones de Carabobo. No fue casado, pero dejó en Bogotá algunos hijos naturales a quienes reconoció y dejó herencia. Doña Petronila no conservó por mucho tiempo la hacienda y la transfirió a su hermano don Justo, quien la engrandeció con tierras aledañas a cuya propiedad se hizo, y de tales compras es digna de mención la de la estancia Cruz Colorada, situada hacia la serranía de Los Monos, por la cual pagó 400 pesos al Convento de los Franciscanos en 1835. Don Justo, al 71
morir sin descendencia tres años después, legó Fagua a sus sobrinos los señores de Castro y Montenegro, hijos de su hermano Ignacio, y de ella vino a quedar por único dueño, en 1839, don Félix de dichos apellidos, quien también murió soltero en Bogotá once años más tarde 12. Así, pues, la heredad famosa y rica fue en 1850 pertenencia de los hermanos de Castro y Uricoechea, sobrinos de don Félix e hijos de don Antonio Benito de Castro y Montenegro, quienes se desprendieron de ella más tarde y pasó a ser de -propiedad de don Leopoldo Borda Romero, vástago del noble tronco del maestre de campo don Miguel de la Borda, hidalgo vizcaíno, y de doña Juana María de Burgos, natural de Cartagena de Indias. Don Leopoldo Borda, esposo de doña Concepción Tanco Armero, vivió generalmente en Europa y en Barcelona murió en 1885, cuando desde tiempo atrás habíale comprado la hacienda -cuya extensión se aproximaba entonces a 2.000 fanegadas- don Marcelino Vargas Calderón, de origen santandereano. De entonces para acá comenzó la desmembración inevitable de Fagua, aunque don Marcelino conservó la mayor parte de las tierras, las cuales recibieron por herencia sus hijas doña Ana María Vargas de Ortiz y doña Tulia Vargas de Obregón, quienes siguieron vendiendo porciones a diferentes personas. El principal comprador, a partir de 1916, fue don José Antonio Umaña Díaz, de distinguidísima familia oriunda de Tunja y cuyo tronco se remonta, en el virreinato, hacia la primera mitad del siglo XVIII, hasta don Dionisio de Umaña, fundador conocido de esta familia. Don José Antonio casó con doña María Luisa Gutiérrez, hija del doctor Eladio Gutiérrez, y sus hijos don Guillermo y don Enrique poséen actualmente la estancia llamada Fagua de Abajo, con extensión de más de 700 fanegadas. Otras desmembraciones de la finca primitiva son las siguientes: El Retiro, con menos de un centenar de fanegadas, que conservan los señores Ortiz Vargas, por herencia de los antiguos dueños; Golpe de Agua, algo más extensa que la anterior, que pertenece a don Alberto Uribe Ramírez, y Chamberí, que se aproxima en tamaño a las 200 fanegadas, que es pertenencia de don Gabriel Samper. Fagua, propiamente dicha, con su casona residencial rodeada por cerca de 150 fanegadas, es hoy, como atrás se indicó, de] doctor Jorge Cavelier.
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Notas 1. Es sabido que en Colombia son las autoridades los enemigos más grandes que tienen las construcciones coloniales e históricas, y pretextos para destruirlas nunca les faltan. 2. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 40. 3. La cabuya media sesenta y siete varas "y sus pulgadas". Estancia de ganado mayor se llamaba la que tenía 30 por 15 cabuyas; es decir, alrededor de 200 fanegadas. 4. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 40; y "Teatro del Arte Colonial" por Guillermo Hernández de Alba. 5. La tesis del historiador Hernández de Alba adolece de una falla: según los biógrafos del famoso pintor sevillano, éste contrajo matrimonio en 1648 con doña Beatriz de Calabrera (o Cabrera) y Sotomayor, noble y acomodada señora de la Villa de Pilas, en tanto que don Gabriel Murillo afirma ser hijo de doña Francisca de Cabrera. Hay, pues, una diferencia en el nombre de la dama, que es menester aclarar satisfactoriamente. Los restantes documentos son tan precisos y sugestivos que no admiten objeción en contra. 6. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 40. 7. Tierras de Cundinamarca, 26, y archivo particular de don Francisco Ortiz Vargas. 8. Archivo Nacional. Notaría primera, 1771. 9. Notaría primera, 1785. 10. Notaría primera, 1761. 11. "Genealogías de Santa Fé de Bogotá" por don José María Restrepo Sáenz y Raimundo Rivas; y Archivo Nacional. Notaría primera, 1785 (Testamento de Felipe Santiago Barragán). 12. Archivo particular de don Tadeo de Castro.
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Segunda Parte
La Sabana Occidental
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Capítulo I
"El Corzo", "La jabonera" y "Las monjas" A Guillermo Camacho y Montoya. Clara cuenta se dieron los conquistadores españoles de la fertilidad del "valle de la Serrezuela", y es muy de suponer que a esto se debió que en aquella región de la Sabana nunca hubiera habido haciendas de desmesurada extensión, como las hubo en todas las demás comarcas de la altiplanicie. Y es de creer también que la riqueza de estas tierras produjo cierta envidia en el corazón de quienes recibieron estancias hacia las partes norte y oriental, pues desde los primitivos tiempos viene repitiéndose la manoseada frase que protagonizó para el futuro don Diego Suárez: "el norte para las personas y el occidente para los animales", que también contiene una verdad innegable en cuanto dice a variedad y belleza de los paisajes norteños, en haciendas tales como El Chicó, La Conejera, Fusca, Halo Grande, Fagua, etc. El "valle de la Serrezuela" El terrateniente más grande del "valle de la Serrezuela" en los días coloniales fue, sin duda, el Convento de las monjas de Santa Inés de Monte Policiano, al cual pertenecían las heredades de El Corzo, La Jabonera y Serrezuela propiamente dicha, la. cual se prolongaba al oriente hasta Garzón, Pedregal y Potrero Grande; pero conviene anotar que el nombre de Serrezuela era demasiado genérico para una finca y desapareció con el tiempo. Y, como si fuera poco, dicho convento tenla también propiedades al otro lado del río, sobre la margen derecha del Bojacá, que llevaban los nombres de Las Monjas, El Salitre 1 y Cortés. Todas estas estancias llegaron con los anos a ser pertenencias de particulares, según se irá viendo. Y no eran las citadas las únicas haciendas que había en el '.'valle de la Serrezuela", porque más hacia el oriente de Garzón, Pedregal y Potrero Grande estaban las llamadas La Esperanza, La Estancia de la Serrezuela, Casablanca -cuyo primitivo nombre fue Tibaitatá- y El Novillero, la célebre heredad matriz de los mayorazgos de la Dehesa de Bogotá.
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Historial de "El Corzo" Las monjitas de Santa Inés poseyeron tierras en aquella parte de la Sabana desde cuando se estableció la comunidad en el país, durante la primera mitad del siglo XVII, por disposición testamentaria del Alférez Real don Juan Clemente de Chávez, fallecido en el año 1629, y poco a poco fueron aumentando en extensión y riqueza sus propiedades, en virtud de compras sucesivas. Y ahora veamos la incorporación de las tierras de El Corzo al acervo de los bienes monjiles: Esta hacienda le fue proveída al conquistador capitán Alonso de Olalla el Cojo, encomendero de Facatativá, y sus hijos la heredaron. Años después, en 1646, la estancia era de propiedad de don Francisco de Sologuren, quien la vendió a don Alonso Ramírez de Oviedo y Floriano, esposo de la mayorazga de la Dehesa de Bogotá doña María Maldonado de Mendoza y Bohórquez. Antes de pertenecerle a Sologuren, El Corzo había sido del padre de doña Luisa del Río, esposa de Juan del Río, y cuando el suegro de éste compró la heredad la vinculó a tierras que ya poseía en la región (¿La Jabonera?) y que antes habían sido del licenciado don Gerónimo Serrano de Ávila, a quien pagó por ellas 12.500 patacones. Andando el tiempo, la hacienda llegó a manos del capitán y sargento mayor don Fernando de Olmos y Salcedo, por compra que de ella hizo en 168 1, y en contra suya se formó más tarde concurso de acreedores, en el año 1707. Pero la finca continuó en su poder y por herencia la recibió su hija doña Eufrasia de Olmos, esposa de don Gregorio de Valenzuela y Faxardo, y éstos la legaron -previo un avalúo que se consideró excesivamente bajo- a su hijo don Ignacio Faxardo y Olmos, esposo que fue de doña Catalina Ignacia de Olarte, quien sucedió en la propiedad de El Corzo a su marido al morir éste. Pero ocurrió que doña Catalina legó la estancia a doña Mariana Mojica, esposa de Juan Antonio de La Viana, y entonces iniciaron pleito contra aquélla, apoyándose en lo reducido del avalúo con que la recibió don Ignacio de Faxardo y Olmos, las hermanas de éste, doña Ignacia y doña Mariana, quienes por último ganaron el pleito y recibieron -mediante ciertas condiciones- la propiedad motivo del litigio. Finalmente, doña Mariana y doña Ignacia de Faxardo y Olmos vendieron la heredad a las monjas de Santa Inés, en los primeros años de la segunda mitad del siglo XVIII 2.
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Con esta compra, las monjitas redondearon su gran latifundio en aquella parte de la Sabana, con tierras sobre las dos márgenes del río Bojacá, que correspondía a las actuales haciendas de El Corzo, La Jabonera, Argel, San Marino, Las monjas, Las Monjitas, El Salitre y Cortés. El Corzo, hoy dividido, pertenece a las familias Ëngel Tamayo y Ángel Montoya; La Jabonera es de propiedad de don Ricardo Cubides, por compra que hizo a los herederos de don Luis Cuervo Márquez; Argel dejólo por herencia a sus hijas doña Isabel Hoyos de Soto; y Las Monjas y Las Monjitas fueron pertenencia, hasta el día de su muerte, de don Carlos Michelsen. Arrendamientos de las monjitas La heredad completa del Convento de las monjas de Santa Inés acostumbraban éstas darla en arrendamiento a diferentes personas, y es el caso de recordar que entre 1798 y 1807 la tuvo el tristemente célebre José Antonio Ugarte, rematador, en el alo 1809, y a mitad de precio, de todos los bienes de don Antonio Nariño. "Torna un buey gordo por veinticinco pesos; toma siete flacos a catorce. Los bellos potros, debilidad constante del gallardo jinete, a diez y seis pesos, los caballos viejos a cuatro pesos, los montones de trigo que valían y se habían vendido a cuatro mil pesos, los consigue el logrero Ugarte por dos mil pesos. Nada se respeta en aquel asalto" 3. Más tarde, en 1817, fue también arrendatario de El Corzo, Serrezuela y La Jabonera don Pedro Frade, y en 1821 las tomó don Carlos Santos Mogollón, quien subarrendó Serrezuela, en el año 22, a don José Leandro Cabrera, hijo del soldado valenciano don José Cabrera y de la santafereña doña Rosa Pinzón y Barazar, y esposo de doña Martina Pereira Prieto 4.
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Notas 1. El nombre de El Salitre lo llevan varias haciendas en la Sabana, entre otras la de Bojacá, una en Suba, que formó parte de La Conejera; otra que rodea a Bogotá por el Occidente y que hace pocos años recibió por legado la Beneficencia de Cundinamarca, etc. 2. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 46; y Notaría segunda, 1767. 3. "Nariño", por Jorge Ricardo Bejarano. 4. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 46; Notaría primera, 1821 y 1822; y "Genealogías de Santa Fé de Bogotá", de José María Restrepo Sáenz y Raimundo Rivas.
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Capítulo II
"La estancia de La Serrezuela"
A Alfonso Soto Martínez y Hernando Bernal Durán La heredad que llevó el nombre de La Estancia de la Serrezuela, y que hoy se llama con mayor llaneza La Estancia, tuvo su origen en las tierras que fuéronle proveídas al conquistador Alfonso Díaz, encomendero de la población del mismo nombre, quien casó con doña Leonor Gómez, una de las seis primeras mujeres españolas que vinieron a Santa Fé; y de ellas tomó posesión Díaz ante el propio Adelantado don Gonzalo Ximénez de Quesada. Los títulos de estas tierras, originales de 1557, los perdió el conquistador y le fueron expedidos de nuevo por Venero de Leyva en el año 1574, y en tales documentos consta que se prolongaban sobre la margen izquierda del río Bojacá hasta el pantano grande de este nombre o Laguna Encantada, hoy llamada de La Herrera. Además formaron también base de la heredad las tierras que recibieron por merced el capitán Diego Hidalgo de Montemayor, en 1585, las cuales se llamaban El Tunal, y don Gaspar López Salgado, en 1588, que eran conocidas por El Granero. Estas últimas pertenecen aún a la Estancia y aquéllas son un potrero de la contigua hacienda de Casablanca 1. El Tunal y El Granero se unieron posteriormente bajo las manos de don Alonso Bravo de Montemayor, hijo del capitán Diego de estos apellidos, y de don Alonso las heredó su nieta doña Catarina Bravo de Montemayor, esposa del capitán José de Solabarrieta y Marquina. Nuevos dueños de "La Estancia" Con el transcurrir del tiempo, La Estancia de la Serrezuela llegó a poder de don Gerónimo Melo, de quien la heredó su hijo don Juan de Melo 2, propietario de ella en 1638; y años más tarde fue dueño de la heredad el corregidor de Santa Fé don Andrés Pinzón Sailorda, quien la vendió a don Juan Nariño y Alvarez del Casal, hermano de El Precursor, en 1791 y por la cantidad de 25.000 patacones. Pinzón Sailorda había comprado la hacienda al presbítero don Manuel Antonio de Porras, en 1786, por 22.400 patacones, según detalles que se darán en seguida: 79
Hacia el año 1745 aquellas tierras eran pertenencia de doña Rosa María de la Mora y Bárcenas, quien estaba emparentada con los Solabarrieta por ser doña Ana de la Mora y Bárcenas casada con don Diego de Solabarrieta Bravo, hijo de los ya citados don José y doña Catarina 3, y es factible suponer que dicha señora las compró a éstos o que le llegaron por herencia. En todo caso, doña Rosa María fue dueña de una gran extensión al sur y al occidente de Serrezuela, que más tarde se subdividió en Potrero Grande, de propiedad de don Antonio de Caicedo y Herrera, y en las estancias de La Buena Esperanza y La Quesera de Santa María, del presbítero Porras, quien las había comprado en 1770 a las tantas veces citada doña Rosa de la Mora, las cuales se prolongaban, al norte, hasta la actual carretera de la Sabana, y, por el sur, hasta el Bojacá, rodeando por esta parte y por el occidente al pueblo de Serrezuela. El presbítero Porras vendió parte de su finca, lo situado más hacia el norte, en el año 1780 a don Matías Abondano, en 5.000 patacones; y, a su turno, cinco años después vendió Abondano la mitad de lo suyo a don Francisco Javier de Vergara, dueño de la contigua heredad de Casablanca, en 4.000 patacones, lo cual representaba una notable valorización de aquellas tierras. La porción que se reservó Abondano -en realidad, algo así como una octava parte de todo lo que había sido de propiedad del presbítero Porras en 1780- fue avaluada en otros 4.000 patacones por don Santiago Umaña Sanabria, hijo del dueño de Cortés, y tenía capacidad para sostener 250 cabezas de ganado; dato que permite calcular en no menos de 300 fanegadas la medida de cada una de las estancias de Abondano y de Vergara, que éste incorporó a su tradicional hacienda 4. Así, pues, las tierras que conservó para sí el presbítero don Manuel Antonio de Porras, que vendió más tarde al corregidor Pinzón Sailorda y que a éste compró don Juan Nariño, fueron exactamente las que se llaman La Estancia y que están situadas al sur y al suroeste del poblado, con límites sobre el río Bojacá y la hacienda de La Herrera. El remate de "La Estancia" Siete años apenas conservó la finca don Juan Nariño, pero su historia está indisolublemente ligada a uno de los misterios de la vida de su hermano don Antonio, ya que en la casa de la hacienda estuvieron ocultos libros reputados por prohibidos en el virreinato cuando éste fue reducido a prisión
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en el año 1794; y en la Caja de Diezmos, al hacer el arqueo de ella para comprobar el desfalco de que se acusaba a El Precursor, fue encontrado un vale firmado por don Juan Nariño, por valor de 6.286 pesos de ocho décimos, documento que sirvió poco después a los acreedores para pedir el remate de La Estancia 5. Lo cierto es que en 1797 -año en que regresó Nariño a Santa Fé, después de su fuga en Cádiz- el corregidor Pinzón Sailorda demanda por deudas a don Juan Nariño, una de las cuales, se hace constar, es el vale a favor de la Caja de Diezmos, suma esta que ya habían cubierto los fiadores de don Antonio. Se abre, pues, el concurso de acreedores y los 6.286 pesos son colocados en el undécimo lugar; y para el remate hacen postura el propio Pinzón Sailorda, los conventos de San Francisco, Santa Clara y Santo Domingo y otras personas. Finalmente,- en el año 1798, los fiadores de Nariño El Precursor, señores Andrés de Otero, Dionisio Torres y José y Luis de Caicedo y Flórez, aceptaron el remate de La Estancia y en su nombre hizo postura el abogado Dionisio de Ojeda, apoderado de aquéllos, a quien le fue adjudicada la heredad. El apoderado Ojeda, en virtud de negociación privada hecha por sus poderdantes, cedió la propiedad a don Luis de Caicedo y Flórez 6; y éste la vendió en 1799 a don Pantaleón Gutiérrez y Díaz de Quijano, El Patriarca de la Sabana 7. Nuevas vicisitudes de la heredad Como es sabido, al llegar el Pacificador Morillo en 1816, una de las principales víctimas que entonces cayó fue don Pantaleón Gutiérrez, quien fue condenado a la pena de destierro en Omoa; y en tanto que se hallaba preso en el Colegio del Rosario -ya fusilado su hijo mayor don José Gregorio Gutiérrez Moreno- a su esposa doña María Francisca Moreno e Isabella le embargaron la casa de la tercera Calle Real y las haciendas de La Estancia de la Serrezuela, La Herrera y Aranda o Techo de los Jorges, más los potreros de Sanguino y Usca. Como es obvio, al venir la Independencia recuperaron sus bienes sus legítimos dueños. Don Pantaleón, ya en libertad, fue de nuevo dueño de La Estancia y pudo disfrutarla hasta el día de su muerte. Este notable prócer fue hijo de don Francisco Antonio Gutiérrez y Cacho, oriundo de Laredo (España), de doña Mariana Díaz de Quijano, santafereña, hija a su vez, de 81
don Juan Francisco Díaz de Quijano y de doña Manuela de Herrera y García; y nieta de don Francisco Díaz de Quijano y Camio y de doña Andrea de Ceballos, de don Bartolomé de Herrera y Ortega y de doña María Teresa Garcia. Al morir don Pantaleón, La Estancia correspondióle por herencia a su hijo don Agustín Gutiérrez Moreno, quien murió en breve y la hacienda quedó de propiedad de su madre doña María Francisca Moreno, por ser aquél soltero. Colindaba entonces con Casablanca, al oriente; con Potrero Grande, al occidente, y con La Herrera -pertenencia de esta señora-, río Bojacá de por medio, al sur. Doña María Francisca conservó la heredad hasta 1836, año en el cual la vendió a don Nicolás de Leyva en 28.000 patacones, y al corto tiempo éste la traspasó a don Rafael Álvarez Bastida, quien había contraído matrimonio con doña Vicenta Gutiérrez Vergara en 1827. Posteriormente, don Rafael Alvarez cedió la heredad a su primo hermano don Nepomuceno Caicedo y Bastida, esposo, desde el año 1821, de doña Catarina Gutiérrez Moreno. Aquél y éste dueños de La Estancia eran hijos de doña Bárbara de la Bastida y Lee, nacida en 1776,y de don José Joaquín Álvarez de¡ Pino; y de doña Ana María de la Bastida y Lee, nacida en 177 1, segunda esposa de don José Caicedo y Flórez, respectivamente 8. El nuevo propietario, don Nepomuceno Caicedo, le agregó a la finca el potrero de San Andrés, que compró a los hijos de Francisco de la Cruz González, dueños de Potrero Grande; y al morir la legó a su hija doña Nicolasa, nacida en 1824, quien fue esposa de don Andrés Escallón y Gómez, hijo de don Tomás Escallón y Castillo y de doña María de¡ Rosario Gómez y Rodríguez de la Zerna; y de sus padres la heredó posteriormente don Julián Escallón Caicedo, esposo de doña Concepción Umaña Tobar, quien la dejó a su hijo don Luis Escallón Umaña, recientemente fallecido en Bogotá. La Estancia pertenece, pues, hoy a doña Mercedes Caicedo, viuda de don Luis Escallón, y a los hijos de este matrimonio 9.
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Notas 1. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 35. 2. "El Camero", de Juan Rodríguez Freile. 3. Este punto de doña Rosa María de la Mora y de doña Ana de la Mora no es satisfactoriamente claro, y bien puede ser que las dos sean una misma persona, en cuyo caso es muy de presumir que dicha doña Rosa o doña Ana recibió La Estancia de la Serrezuela por herencia de sus padres y abuelos. (Véase en el Capítulo V de esta segunda parte lo referente a la hacienda de El Rosal, de Subachoque). 4. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 34 y 35; y protocolo Nota-rial del año 1785. Tierras de Cundinamarca, 34; y "Nariño", por Jorge 5. Archivo Nacional. Ricardo Bejarano. 6. Datos completísimos sobre esta noble familia, la más antigua de las que actualmente viven en Bogotá, pueden verse en la obra "Genealogías de Santa Fé de Bogotá-, de José María Restrepo Sáenz y Raimundo Rivas. El tronco de la familia en Santa Fé fueron don Francisco Beltrán de Caicedo, vascongado, y doña María Pardo Dasmariñas y Velásquez, natural de la ciudad de Betanzos en Galicia. 7. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 34 y 46; 8. Archivo Nacional. Notaría primera, 1836; y "Genealogías", de Restrepo Sáenz y Rivas. 9. "Genealogías", de Restrepo Sáenz y Rivas.
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Capítulo III
"Potrero Grande" A Bernardo J. Caicedo Es la hacienda de Potrero Grande de Serrezuela -pues hay otra de este mismo nombre en la región del sur, de propiedad de los hermanos Germán, Ernesto y Aurelio Cubillos- una de las más conocidas de la Sabana occidental. Sus títulos originales no están satisfactoriamente precisados, pero, según lo que es posible colegir, en los primeros días coloniales perteneció al conquistador capitán Juan Ruiz de Orejuela, de noble familia cordobesa, a quien la compré la abuela de don Juan Francisco Rodríguez; y de éste la heredó su hijo don Francisco Rodríguez Galeano, alcalde de primer voto de Santa Fé y encomendero de Serrezuela, quien, a su turno la vendió en 1646 a Juan de Espinosa Campos, Hermano Tercero de la Orden de San Francisco 1. Potrero Grande se extendía en aquel entonces hasta el río Bojacá, por el sur, y colindaba por el occidente con tierras de propiedad de las monjas de Santa Inés, con quienes sostuvo en 1770 un complicado litigio su dueño, don Antonio de Caicedo y Herrera, hijo de don Fernando de Caicedo y Solabarrieta y de doña Inés de Herrera, y esposo de doña María Ignacia Zapata. Las tierras de Caicedo y las colindantes hacia el oriente, todas habían sido antes del mismo dueño, es decir, de doña Rosa María de la Mora y Bárcenas, según detalles que se dieron en anteriores páginas. Lo cierto del caso es que con posterioridad a 1750 se dividieron entre la dicha doña Rosa María, que se reservó la estancia más cercana al pueblo de Serrezuela, y don Antonio de Caicedo, quien adquirió la hacienda enclavada entre la de aquella y las tierras de las monjitas, al occidente. Y una y otra tenían también linderos con el llamado potrero de Garzón, de propiedad de don Francisco Javier Ramírez, quien lo vendió, en 1766, al presbítero don Manuel Antonio de Porras, como se verá más adelante 2. Nuevos dueños de "Potrero Grande" Don Antonio de Caicedo vendió la heredad de Potrero Grande a su vecino el presbítero Porras, dueño ya de las tierras de La Estancia de la 84
Serrezuela, y éste al morir lególa al mayordomo Tomás González, con la obligación de pagarle réditos a un su sobrino (del presbítero) y de responder por un censo que pesaba sobre ella y a favor del Colegio de Nuestra Señora del Pilar de las monjas de La Enseñanza. González disfrutó pacíficamente de la hacienda y al morir la heredó su hijo Francisco de la Cruz González, quien emigró, dejándola abandonada, en 1819, en vista de lo cual fue ocupada por las autoridades republicanas. Este hecho dio origen a un pleito que instauró la priora de La Enseñanza, doña María Magdalena de Caicedo, con el resultado de que le fue devuelta la propiedad a los hijos de González, quienes continuaron poseyéndola y en el año 1822 la dieron en arrendamiento a don Andrés Caicedo y Bastida, hermano de don Juan Nepomuceno, de quien ya se dieron noticias en anterior relato 3. Don Andrés Caicedo y Bastida, hijo de don José de Caicedo y Flórez y de doña Ana María de la Bastida y Lee, con honradez y laboriosidad admirables logró formar una sólida fortuna, y en el año 1832 compré la hacienda a Juan José, Ignacia, Luis y Petronila González, hijos del emigrante de 1819. Entonces colindaba Potrero Grande con La Estancia y La Herrera, de los Gutiérrez; con una zanja que, por el oriente, corría de norte a sur desde la carretera hasta el río Bojacá; con tierras de la estancia de Laguna Larga, al norte, y con los potreros de Pedregal, Garzón y Santiago, al poniente. Este último potrero, que años antes había sido de propiedad de don León José Umaña, según se verá más adelante, lo agregó a su heredad la viuda de Caicedo y Bastida en 1863, por compra que de él hizo a don Pedro Alcántara Pardo 4. El dueño de la rica hacienda, como lo narra detalladamente el autor de las populares "Reminiscencias", fue víctima de la cuadrilla de ladrones de Russi en 1851, al arrojarle uno de los bandidos cal viva a los ojos, lo que le ocasionó una grave dolencia que le acompañó hasta el final de su vida. Don Andrés murió en 1861 sin dejar descendencia, y la heredad la legó a su viuda doña Evarista Quijano y Caicedo, su parienta, quien era hija de don José María Quijano y Venegas y de doña María Josefa Caicedo y Santamaría. Doña Evarista sobrevivió algunos años a su esposo y en 1869 otorgó testamento. En virtud de este documento 5 dejó a su hermano don Francisco Quijano y Caicedo los potreros de San Francisco y El Sosiego, con una extensión total de 247 fanegadas; a los hijos de otro de sus hermanos llamado don Teodoro, ya difunto, les dejó los potreros de San José y San 85
Evaristo, con una extensión superficiaria de 307 fanegadas; y el resto de la finca original más el potrero de Santiago los legó a sus sobrinos doña Virginia Quijano de Pardo y don Roberto Quijano Otero y a los hijos de otro de sus sobrinos, don José María Quijano Otero. La totalidad de Potrero Grande colindaba en aquel año con La Estancia, de doña Nicolasa Caicedo y Gutiérrez, esposa de don Andrés Escallón y Gómez; con la Herrera, de doña Evangelista Manrique; con Cortés, de don Cristóbal Umaña Barrero; con los potreros de Garzón y Pedregal y con Las Monjas. Los Valenzuelas en "Potrero Grande" La familia Quijano disfrutó de Potrero Grande por algún tiempo, hasta que llegó a Bogotá el millonario santandereano don José María de Valenzuela, quien se había visto obligado a abandonar su tierra natal por razones de política. Don José María, esposo, en primeras nupcias, de doña Concepción Mantilla, y, en segundas, de doña Paulina de Valenzuela, parienta suya, trajo mucho dinero y lo invirtió en magníficas tierras sabaneras, tales como las haciendas de Potrero Grande, La Majada y una desmembración de Las Monjas, a la cual dio su moderno nombre de San Marino. Estas propiedades pertenecen actualmente a sus descendientes, con excepción de San Marino, que es de propiedad de los herederos de don Olinto Blanco. Y subsisten también en el "valle de Serrezuela", bajo el dominio de don Francisco Camacho Gutiérrez, las estancias de Pedregal y Garzón, colindantes con Potrero Grande.
Notas 1. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 26. 2. Tierras de Cundinamarca, 35; y Notaría primera, 1776. 3. Tierras de Cundinamarca, 29; y Notaría primera, 1822. 4. Notaría primera, 1840; y Notaría segunda, 1869. 5. Notaría segunda, 1869.
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Capítulo IV
"Casablanca"
Al doctor Bernardo de Santamaría Osorio. Bouloulom, te recomiendo los cuentos de hadas, muy particularmente. A mí todavía me encantan. Las hadas nos huyen, son radiantes, no se las puede atrapar, ni aun se las puede ver, y se las ama eternamente. Jules Renard. - "Diario". Es obvio que con el transcurrir de los años las primitivas encomiendas, enormemente extensas, se convirtieron en grandes estancias, al extremo de que poseer hace un par de siglos mil o dos mil hectáreas en la Sabana no era como para calificar la finca de latifundia: apenas podía considerársela como una buena hacienda, pero no de mayor importancia. De estas famosas heredades, vinculadas a un apellido, talvez han sido Casablanca, en Serrezuela, Yerbabuena, en Chía y Tequendama, en Soacha, las tres únicas que han pertenecido por más de cien o ciento cincuenta años a la misma familia, trasmitiéndose su propiedad por herencia de padres a hijos. La historia de la primera de éstas es la que se encontrará en seguida: No sería bogotano quien al oír el nombre de Casablanca dejara de complementarlo mentalmente con el noble apellido de los Vergaras, a quienes perteneció por espacio de luengos años: "Siete generaciones de hombres buenos han dormido en tu alcoba hospitalaria", cantaba don José María Vergara y Vergara a la hacienda de sus preclaros abuelos, después de que su padre se vio precisado a desprenderse de ella. Don Ignacio Manuel, último propietario que llevara el apellido, era descendiente directo de aquel gaditano don Antonio de Vergara Azcárate y Ávila, llegado a Santa Fé en 1622 con sus señores tíos don Alonso Turrillo de Yebra, fundador de la Casa de Moneda, y doña María de Vergara. Don Antonio casó, en el año 1640, con doña Alfonsa de Mayorga y Olmos, de esclarecido linaje, hija de don Alonso López Hidalgo de Mayorga -quien
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encontró en La Cabrera la imagen de la virgen del Campo, de San Diego-; nieta, por la rama materna, del conquistador Juan de Olmos, y hermana de doña Teresa de Mayorga y Olmos, segunda esposa del capitán y encomendero de Suesca don Francisco Beltrán de Caicedo y Pardo, muertos, una y otro, pocos meses antes del matrimonio de doña Alfonsa. Hijo de esta unión fue don Francisco de Vergara y Mayorga, quien casó con doña Ursula Gómez de Sandoval -a cuyo padre se deben la construcción de la capilla del Sagrario y los magníficos cuadros de Vásquez Ceballos que la adornan-, encomendero de Serrezuela por herencia paterna. Este derecho le fue ratificado a su hijo don José de Vergara y Gómez de Sandoval por el presidente Gil de Cabrera y Dávalos. Don José contrajo matrimonio con doña Gertrudis Vela y Patiño del Rincón y de esta unión nacieron 19 hijos, de los cuales se salvó únicamente uno, el doctor Francisco de Vergara Azcárate y Vela Patiño, pues los otros 18 y la madre, doña Gertrudis, murieron en Pamplona, en el término de días, a causa de una de aquellas terribles epidemias de fiebre amarilla que se presentaron en los años coloniales. Don José, prácticamente desaparecida su familia, abrazó la carrera eclesiástica y falleció años después en el Socorro. Don Francisco, el sobreviviente, nacido en 1712, contrajo matrimonio a los 24 años con doña Petronila de Caicedo y Vélez Ladrón de Guevara, hija legítima de don José de Caicedo y Pastrana, bautizado en Serrezuela en 1684 y encomendero de Bojacá por real título del 23 de septiembre de 1699, y de doña Mariana Vélez de Guevara y Caicedo, española; y nieta de don Alonso de Caicedo y Floriano y de doña Francisca Pastrana de Cabrera y Pretel, de don Cristóbal Vélez de Guevara, tercer marqués de Quintana de las Torres y de doña Ángela de Caicedo. De la unión de don Francisco con doña Petronila fue descendiente directo -biznieto- don José María Vergara y Vergara, hijo de don Ignacio Manuel de Vergara y Sanz de Santamaría y de doña Ignacia Calixta de Vergara y Nates (prima suya por ser hija de don Cristóbal de Vergara y de doña Francisca Nates y Rebolledo), y nieto de don Francisco Javier de Vergara y de doña Francisca Sanz de Santamaría y Prieto. La hacienda de "Casablanca" La primitiva estancia de Casablanca, que originariamente llevó el eufónico nombre de Tibaitatá, era un poco mayor que la actual; es decir, 88
que apenas tendría una extensión superior a mil fanegadas; y fue su primer propietario don Antonio de Vergara Azcárate, quien le construyó la casa de hacienda en el lugar llamado "Isacón", al pie de la serrezuela pedregosa que dio nombre a la encomienda y a la población actual, y a corta distancia de las rocas llamadas de "La Letra", tajadas a pico, que sirven como escenario al articulo 'Tos Buitres" de Vergara y Vergara. Casablanca se conservó por muchos años aproximadamente igual, hasta que llegó a poder de don Francisco Javier de Vergara, nacido en 1747, quien la ensanchó notablemente con las tierras y pantanos llamados de Balsillas, que anteriormente formaron parte de El Novillero, de propiedad de los mayorazgos de la Dehesa de Bogotá, y con parte de la antigua estancia que fue del presbítero Porras y antes de doña Rosa María de la Mora, que compré en 1785, porción que corresponde a las tierras situadas a inmediaciones de Serrezuela, al sur y al oeste. Don Francisco Javier murió en 1816, y su hijo y heredero, don Ignacio Manuel de Vergara, quiso seguir adelante la labor de engrandecimiento de la hacienda familiar y le unió terrenos de La Estancia de la Serrezuela, que habían sido de propiedad de don Pantaleón Gutiérrez, y los resguardos indígenas de la población, que logró comprar. Pero don Ignacio Manuel olvidó el sabio refrán que dice: "el que mucho abarca poco aprieta", y en sus manos se quebrantó la riqueza familiar, viéndose obligado a vender, de nuevo, La Estancia y Balsillas. Esta última finca pasó a poder de don José María Urdaneta Camero. Y no terminó ahí el desastre económico a que llevó don Ignacio Manuel de Vergara a su familia, pues también se vio forzado a desprenderse de Casablanca, la cual fue adquirida por don José María Gómez Restrepo en 1866, mediante un pacto de retroventa que nunca se llevó a efecto. Don Ignacio Manuel falleció poco tiempo después, en el año 1771, y dejó a los suyos prácticamente arruinados. De los varios hijos que tuvo el último propietario de Casablanca es menester recordar el nombre de don José María Vergara y Vergara, espíritu de selección y honra de las letras colombianas, quien contrajo matrimonio muy joven, en la ciudad de Popayán, y en el año 1854, con doña Saturia Balcázar Castrillón. La venta de la estancia familiar, en donde habían transcurrido felices los años de su infancia y de su juventud, fue un rudo golpe para la sensibilidad de don José María; y en recuerdo de la heredad de los Vergaras dejó escritas páginas de inolvidable belleza: 89
"... yo que heredo su nombre y sus memorias por eso te amo tanto, ¡Casablanca!" La tradicional hacienda sabanera estuvo por espacio de varios años, en poder de los señores Gómez Sáiz, quienes finalmente la vendieron, hace algo más de un cuarto de siglo, a José María Sierra, millonario antioqueño, quien la legó a sus descendientes y actuales propietarios. El espanto de "Casablanca" De gran popularidad goza el espanto de Casablanca, y testigos áticos dan fe de su existencia. De su origen nada se sabe, así como tampoco de su localización exacta dentro de la casa, lo cual ha impedido que un santuarió ano entusiasta cause destrozos irreparables en la vieja casona de los Vergaras, en busca del consabido tesoro. Pues lo más curioso que hay en esto de entierros es que nada importa que la casa haya sido, en los años de la Independencia, de propiedad de españoles -como Yerbabuena- o de patriotas reconocidos -como Cortés, de los Umañas, o Casablanca, de los Vergaras-, ya que forzosamente tiene que haber en ellas santuario escondido, como si los viejos abuelos no tuvieran preocupación distinta a la de estar cavando y enterrando sus monedas, vajillas y joyas. Consiste tan notable espanto en que por las noches se oye rezar en la capilla el rosario a coro, como es costumbre hacerlo en los conventos de monjas. Son voces femeninas: una de ellas, grave y bien timbrada, lo encabeza, y las demás, no menos de treinta, le contestan. Pero es inútil intentar sorprender a quienes rezan -y ni siquiera se ha podido precisar si son monjas o grandes damas de los tiempos ¡dos- pues en cuanto alguien abre la puerta de la capilla el silencio se hace automáticamente; y sólo cuando aquélla vuelve a estar herméticamente cerrada, se reanuda el rezo, que ha sido escuchado devotamente por numerosas personas, entre otras por doña María Josefa y doña Celestina Sáiz Nariño. Pero hay algo más: en los días en que la hacienda perteneció al señor Gómez Restrepo, una tarde se reunieron a jugar tresillo varios amigos del dueño de la casa, entre ellos don Tomás de Brigard, padre del eminente médico don Daniel de Brigard Herrera. Al cabo de un rato salió a los corredores don Tomás, con el buen fin de desentumecerse las piernas, y los compañeros de mesa notaron que se demoré en volver cerca de media hora. Cuando entró de nuevo, don Eduardo Gómez Sáiz le interrogó: 90
-¿Por qué te tardaste tanto? -Fue que me encontré con Blas y me estuvo contando que su hija se iba a casar y que el hijo mayor estaba bien colocado en Bogotá. Se me hizo Blas muy envejecido y como enfermo... No hay palabras suficientes para explicar la cara de estupor que pusieron los miembros de la familia allí reunidos, hasta que doña María Teresa Grajales de Gómez no pudo contenerse y exclamó: -¡Tomás! Tú estabas hablando con el espanto de Casablanca, porque todo lo que te contó es cierto. ¡Pero Blas... murió hace tres años y está enterrado en Serrezuela!
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Capítulo V
"Cortés", "El Salitre" Y "El Rosal" A Antonio María Osorio Umaña Nos es necesario ahora trasladamos, imaginariamente, al otro lado del río Bojacá y hacer un recuento histórico de las tierras que, con el transcurrir de los años, formaron parte de la enorme heredad llamada Cortés, la cual no fue primitivamente demasiado grande, y sus dueñas, las monjitas de Santa Inés, la tenían como una más en aquella parte de la Sabana, al igual de otras que conoce ya el lector. Así, pues, el convento monjil poseía la hacienda, muy presumiblemente desde mediados del siglo XVII, y a principios del XVIII la tuvo en arrendamiento don Juan de Moya; y poco después, hacia el año 1739, le fue vendida a un tal don José Pérez -posiblemente padre o hermano del canónigo don Francisco Pérez Manrique-, por la cantidad de 3. 100 patacones. El nuevo propietario la disfrutó y mejoró mucho en los cuatro lustros largos durante los cuales la tuvo en sus manos, y en 9 de agosto de 1763 la vendió al contado y por 4.200 patacones a don Juan Agustín de Umaña. Entonces Cortés se extendía hasta el propio pueblo de Bojacá y hasta la cercana laguna de "El Juncal", y colindaba "por el otro lado con tierras que poseyó el capitán José de Mendiburu, y por la espalda con los altos que miran a tierra caliente 1. Ya propietario en Bojacá don Juan Agustín de Umaña, poco a poco fue comprando nuevas tierras -comenzando por El Salitre, también de las monjitas de la santa de Monte Policiano,, con las cuales engrandeció la heredad a tal punto que, cuando hizo testamento en 1791, la legó a su hijo primogénito don Santiago Umaña Sanabria, por encima de la de Tequendama, que le correspondió al hermano menor don Ignacio Umaña Sanabria 2. De las muchas estancias que, tarde o temprano, fueron incorporadas por los Umañas a Cortés, se verá en seguida regular copia de datos históricos: Las tierras de "Cubia" o "Chunavá" De los tiempos más antiguos se sabe que las tierras de Cubia-Suca o Chunavá le fueron dadas por merced a Hernando de Alcocer, de quien se 92
expresa así Rodríguez Freile en su nunca bien alabado libro "El Carnero": "Hernando de Alcocer, encomendero de Bojacá y panches, casó con la Sotomayor, y por muerte de ésta casó con la hija de Isabel Galiano y vivieron juntos muchos años, estando esta señora siempre doncella. Las de ogaño no aguardan tanto a poner divorcio. No tuvo hijos y heredóle su sobrino Andrés de Piédrola; y mandóle que se casase con esta segunda mujer, como lo hizo. Llamólo la Santa Inquisición de Lima por otro negocio al Piédrola, y volviendo de ella murió en el camino. Casó esta señora tercera vez con Alfonso González, receptor de la Real Audiencia, y con la misma encomienda son muertos todos." Chunavá, extensa y montañosa hacienda situada de Cortés hacia el sur, comprendía también las tierras que se llamaron La Ortiz, y fue más tarde de los esposos Gregorio Rodríguez y María González, quienes la vendieron, en el año 1586, a Juan Martín, hijo del conquistador Pedro Martín, encomendero de Cubia-Suca, y de Catalina de Barrionuevo; y de Juan Martín la hubo, a título de capellanía, el Convento de los Agustinos, quienes la conservaron por espacio de siglo y medio. Chunavá alcanzaba a tocar por el sureste -tierras ya de La Ortiz- con la hacienda de Fute, entonces de propiedad de don Antonio Maldonado- de Mendoza y de doña María de Rioja y Bohórquez, mayorazgos de la Dehesa de Bogotá; y también colindaba con la estancia de La Isla o La Herrera, pertenencia de doña Luisa del Hierro Maldonado, quien casó con el capitán Pedro de Herrera; y aquella señora la legó a su hijo don Pedro de Herrera Maldonado, esposo de doña Blasina Brochero. Los agustinos recabaron para sus tierras la adjudicación real, que les hizo, en 1636, don Sancho Girón marqués de Sofraga 3. En el año 1747, el procurador de los agustinos convocó a la comunidad, al sonido de la campana, en la sala capitular del convento y consiguió la autorización necesaria para vender la hacienda al alférez don Ignacio de Rojas Sandoval, quien ya por entonces era dueño de tierras en la comarca, según se verá más adelante. La compra a los agustinos -quienes dejaron un hermoso edificio colonial en el pueblo de Bojacá-, incluyó también los potreros de La Ortiz.
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Otras estancias de la comarca Un año antes de que tuviera lugar la anterior compra, el alférez Ignacio de Rojas se había hecho a la propiedad de las vecinas estancias denominadas Sarmiento y Galindo, por venta que hizo el canónigo Pérez Manrique en la cantidad de 3.623 pesos de ocho décimos, las cuales eran colindantes entre sí. La primera de ellas había pertenecido, en años anteriores, al regidor de Santa Fé don Francisco Sarmiento, quien le dio su nombre; y Galindo fue vendida por el capitán y maestre de campo don José de Mendiburu, en 1742, al dicho canónigo, con límites sobre las tierras que fueron (¿acaso Cortés?) de don Pedro Liñán de Vera y del oidor jubilado don Gabriel Álvarez de Velasco, esposo de doña Francisca de Ospina, quien falleció en Santa Fé en 1658 y fue sepultado en la capilla de Nuestra Señora de Gracia en la iglesia de San Agustín 4; y se prolongaba "hasta las cumbres altas y aguas vertientes hacia el pueblo de Bojacá". El regidor Sarmiento era hermano de doña Luisa del Hierro, atrás citada, e hijos los dos de don Hernando del Hierro Maldonado y de doña Gerónima Sarmiento. Finalmente, en el año 1747 compró don Francisco Javier Ramírez, como atrás se vio, la estancia de Garzón, sobre la margen izquierda del Bojacá, a don Francisco Maldonado Bernabeu, mediante el pago de 1.000 patacones, y en la cual éste edificó "las casas grandes". El potrero de Garzón colindaba con las tierras de dona Rosa de la Mora y de don Antonio de Caicedo, en Serrezuela, y con la Laguna Encantada. El hacendado Ramírez conservó a Garzón hasta el año 1766, en el cual la vendió al presbítero Manuel Antonio de Porras 5. Nuevos cambios de dueños Es, pues, un hecho que en 1747 era dueño el alférez Ignacio de Rojas Sandoval de las estancias de Chunavá -incluida La Ortiz-, Sarmiento y Galindo, pero únicamente conservó la primera de ellas, la cual les llegó por herencia a su viuda doña Rosa López y a sus hijos, en 1771. En cuanto a La Ortiz, Sarmiento y Galindo, en el mismo año 47 las vendió al presbítero domiciliario don Juan José de Gaona y Bastida , hijo legítimo del capitán don Juan Bernardo de Gaona y Bastida y de doña Josefa de Navarro y Olarte, y suyas eran cuando años después hizo aquel testamento. El presbítero Gaoria y Bastida conservó la estancia de Sarmiento y vendió las de La Ortiz y Galindo -después de otorgado el documento citado-, en el año 94
1762, al presbítero maestro don Manuel Guerrero en la suma de 10.000 patacones, operación comercial para la cual dio este último como fiador a don Felipe Santiago Barragán, dueño de Fagua. Los antiguos papeles dejan constancia en esta compra de que La Ortiz tenía una casa de tapia y paja 6. Conviene anotar que en 1748 se ventiló un pleito entre el alférez Rojas Sandoval, dueño de Chunavá, y el canónigo Gaona y Bastida, hacendado de La Ortiz, por asunto de linderos; y por la misma razón, pero sobre distintas líneas colindantes, sostuvieron otro litigio ellos mismos en 1770. Excepto Chunavá, que llegó a ser pertenencia de don Mariano Matiz, quien la cedió a su esposa doña María Josefa Umaña, hija de don Santiago, todas las otras tierras que se han nombrado fueron lentamente llegando a las manos de don Juan Agustín de Umaña y de su hijo mayor, quienes crearon así una valiosísima heredad, bajo el nombre general de Cortés. Los Umañas santafereños. Antes de continuar es necesario decir algo sobre los Umañas de las haciendas de Cortés y de Tequendama, a quienes para mejor comprensión llamaremos los de Santa Fé, con el fin de diferenciarlos de los Umañas de la otra estirpe -en su mayor parte radicada en el departamento de Boyacá-, la cual tiene por tronco a don Dionisio de Umaña, y a quienes daremos el apelativo de los de Tunja ya que los primeros miembros de esta familia que se radicaron en Bogotá lo hicieron muchísimos años después que aquéllos y hace relativamente poco tiempo. Los Umañas santafereños proceden de don Juan de Umaña, nacido en 1686, quien fue vecino de Tunja, junto con su familia, al mismo tiempo que desempeñaba el cargo de alcalde de la Santa Hermandad en el Socorro y en San Gil, en donde aún vivía en el año 1742. Contrajo matrimonio con doña María Gutiérrez y fue hijo suyo legítimo don Juan Agustín de Umaña, nacido en 1716, quien casó con doña Juana María Sanabria y Cuervo. Don Juan Agustín se radicó en Santa Fe joven aún, posiblemente poco después de morir su padre, y cuando llegó traía dinero y experiencia en los negocios, especialmente de los relacionados con el campo. Gran trabajador, en sus largos años de vida creó una cuantiosa fortuna, toda ella adquirida dentro de la sociedad conyugal. Murió el 20 de septiembre de 1797 en la 95
vieja casona de su propiedad, situada sobre la Plaza de San Francisco o del Humilladero, frente a la iglesia de la Orden Tercera -la misma que años después vendió don León José Umaña a don Juan Manuel Arrubla y que éste traspasé al general Santander, quien la reedificó-. Fue sepultado en el panteón de la iglesia franciscana, en el cual reposaba su esposa doña Juana María desde el 20 de octubre de 1792. Del matrimonio del heredero de Cortés, don Santiago Umaña, con doña María Gabriela Barragán y Gaitán 7 se sabe que nacieron dos hijos: don José Vicente, quien casó dos veces: primero con doña Francisca Matiz y, en segundas nupcias, con doña Antonia Camacho, y parece que de la primera de ellas dejó descendencia -al menos una hija-, según se verá; y doña María Josefa, esposa que fue de don Mariano Matiz -hijo legítimo de don Manuel Matiz y de doña Rosalía Gaitán-. Don José Vicente murió en el año 1825 en su hacienda Quebradagrande, situada en el vecindario de Tena, que había heredado de su padre 8, y le sobrevivió tres años su hermana, quien otorgó testamento en 1828. Según este documento, de su matrimonio tuvo doña María Josefa tres hijos: don José Antonio Bernabé de la Concepción, quien casó con doña Juliana Matiz; doña Gregoria, que fue monja de la Concepción, y doña Rita Victoria, esposa de su tío don León José Umaña Barragán, quien era ya viudo al fallecer su suegra. Don Mariano Matiz, al enviudar, se radicó en Subachoque y casó de nuevo con doña Nicolasa León y Solórzano; y al morir en 1835 dejó tres menores de este segundo matrimonio: Mariano Gabino, María del Carmen y María Rosa Matiz León. Prosigue el historial de "Cortés" Doña María Josefa Umaña heredó de su padre numerosas tierras pertenecientes al latifundio de Cortés, del cual formó parte también la hacienda conocida hoy con el nombre de El Salitre. Al testar, dejó constancia de que su yerno -y primo hermano al mismo tiempo- había reedificado la casona de la heredad; de que poco antes le había traspasado a él la propiedad del potrero llamado Santiago, en Serrezuela, y la casa situada en la Plaza de San Francisco que le había dejado don Santiago, y que había entregado igualmente a su hijo Bernabé los potreros de La Ortiz, que éste vendió sin demora a Eloy Ovalle y a Santiago y Juan Maldonado, los cuales colindaban con el rincón de la puerta de La Herrera, con el potrero de
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Galindo, con los potreros de Chunavá y con la estancia El Chorro. (La Ortiz había sido comprada por don Santiago Umaña, en 1807, a doña María Calixta Lorión 9; y Chunavá fue cedida a doña María Josefa por su esposo). En seguida, la testadora repartió sus bienes en la siguiente forma: a Bernabé le dejó la hacienda de El Rosal, en términos de Subachoque, y los potreros de Garzón, en Serrezuela, que habían sido comprados a los señores Grillo, y los de Chunavá, situados al sur de Cortés; y a su hijo político don León José Umaña le quedaron las casas y tierras de Cortés y los potreros de San Isidro y San Cristóbal o Las Casas, también pertenecientes a la primitiva y enorme heredad 10. Don León José Umaña Barragán, nuevo hacendado de Cortés, era el noveno hijo de don Ignacio Umaña Sanabria, heredero de Tequendama, en cuya casa de hacienda nació en 1789. Fue bautizado en Soacha, y en 1815 se encontraba en Francia, a donde había sido enviado por su padre, al lado del primogénito don Enrique Umaña Barragán, a fin de que adelantara sus estudios en el Colegio Sorese 11. El padre advierte en su testamento que por causa de la guerra entre dicho país y España no le ha sido posible remitir el valor de las pensiones que se deben, y expresa sus deseos de que regrese a Santa Fé tan pronto como pueda hacerlo 12. Don León José, viudo de su sobrina doña Victoria Matiz Umaña, y muy rico, contrajo de nuevo matrimonio, en 1833, con doña Felipa Umaña Barrero, hija de don José Ignacio, el segundo génito de sus hermanos, y al poco tiempo murió. El dueño de Cortés hizo la campaña de la Independencia y llegó a ostentar el grado de coronel de los ejércitos patriotas. Peleó en Bomboná, en 1822, y de nuevo radicado en Bogotá fue edecán y amigo fervoroso de El Libertador, quien en varias ocasiones estuvo visitando la hacienda -como lo recuerda una placa de mármol fijada a los muros de la casona residencial-. La alcoba y la glorieta que ocupó Bolívar en tales ocasiones se conservan actualmente con el mayor cuidado, en homenaje a la memoria del héroe. Nuevos dueños de "Cortés" Al morir don León José Umaña legó Cortés a los hijos varones de su hermano don José Ignacio, esposo de doña Mariana Barrero y Alarcón. Los herederos fueron, en su orden: don Luis, esposo de doña Dolores Rivas; don Baldomero, quien casó con doña María Josefa Tavera; don Rudesindo, esposo de doña Justa Bustamante Ortiz, dos de cuyos hijos se radicaron años 97
después en el Tolima y dejaron allí numerosa descendencia; don Cristóbal, nacido en Tequendama, en 1811, quien casó con doña Jacinta Tobar Gutiérrez en 1841 13, y don Rufino, soltero, quien murió anciano y arruinado. Los cinco Umaña Barrero conservaron la finca por espacio de dos lustros, y en los años del 44 al 46 compró don Cristóbal las partes de sus hermanos y fue dueño también de los potreros de Chunavá y Galindito; y en 1848 adquirió igualmente los potreros de La Manga, Santa Rita, Galindo y El Cerezo, que habían sido de don Mariano Tobar y antes de doña María de la Cruz Umaña, esposa de don Primo Feliciano Matiz Umaña 14. Desde entonces, y hasta 1868, don Cristóbal fue único dueño de la tradicional estancia; pero en dicho año vendió a doña María Josefa Durán, viuda de don Gil Ricaurte, los potreros de Santa Rita, San Isidro y Cartagenita, los cuales fueron heredados, en el año 1882, por doña Julia Ricaurte de Balén, doña Matilde Ricaurte y don Félix Ricaurte, respectivamente. Un año antes había vendido don Cristóbal los potreros de San Cristóbal y El Cerezo a don Julián Escallón, quien los traspasé, en 1889, a don Vicente Restrepo. Metido ya en Cortés el señor Restrepo, pronto fue dueño del potrero de Santa Rita; y al morir doña Matilde Ricaurte, en 1897, compró también las partes que correspondieron a los herederos Ricaurtes y Herreras Ricaurtes y la de don Félix. Don Vicente Restrepo tuvo la posesión de la hacienda hasta 1900, año en que fueles adjudicada a su viuda, doña Dolores Tirado, en proporción de una quinta parte, y de dos quintas partes a cada una de sus hijas doña Julia Restrepo de Ortiz y doña Elisa Restrepo de Pizano, a quienes compró, en 1913, doña Isabel Hoyos de Soto, en una extensión de 600 fanegadas. Como es natural, al través de tantos cambios no faltaron desmembraciones, tales como las siguientes: don Cristóbal Umaña se reservó siempre una buena parte de Cortés, representada en los potreros o estancias de Chunavá, Galindo, Galindito, Cartagena, La Loma y La Manga, y al ocurrir su muerte, en 1885, legó Chunavá y Galindito a su hijo don Ricardo, casado con doña María Josefa Escallón Caicedo, y Cartagena, La Loma y La Manga a sus hijas doña María Teresa, esposa de don Nicolás Osorio Ricaurte; doña María Josefa, esposa de don Luis Gómez, y doña
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Concepción, esposa de don Julián Escallón Caicedo. Don Ricardo Umaña Tobar conservó sus potreros hasta 1893, año en el cual los vendió a don Agustín Camargo, abuelo materno de don Alberto Lleras Camargo, expresidente de la República. Con el transcurrir del tiempo, Galindo fue de propiedad de don Casimiro y de don José Calvo y hoy pertenece al general Víctor Julio Zea, quien ha logrado formar en aquella región una extensa hacienda; y Galindito fue pertenencia de don Carlos Rocha Dordelly, hijo del doctor Rafael Rocha Castilla, y aquél se desprendió de la finca hace muchos años. No sobra mencionar el litigio que sostuvo don Julián Escallón, cuando poseyó tierras de la antigua Cortés, con don Simón de Herrera, pleito que tomó tal acritud que los respectivos mayordomos se batieron a revólver en un lugar que desde entonces se conoce con el nombre de "vallado de los balazos". La estancia de "El Salitre" Cuando el abuelo de Juan Agustín de Umaña legaba a su hijo Santiago "las tierras de Bojacá", formaban, además, parte de ellas la actual estancia de El Salitre, al norte, que había pertenecido en los años coloniales a las monjitas de Santa Inés y que llegó a poder de los descendientes de aquél; y así, encontramos que, en 1865, era ya de propiedad de don Zacarías Azuero, quien la vendió en 1874 a don Jasón Gaviria; y éste, a su vez, al año siguiente, transfirió la mitad de ella a doña Helena Muñoz de Posada, para volverla a comprar en 1877. Finalmente, el señor Gaviria vendió El Salitre, en 1883, a la firma Lorenzana y Montoya, la cual cedió la hacienda, en el año 1892, a doña Isabel Hoyos de Soto. Por lo tanto, esta señora llegó a reunir en sus manos buena parte de las tierras que formaron la grande heredad de los Umañas santafereños en Bojacá, las cuales están hoy divididas en muchas fincas y de ellas son las principales la estancia matriz, Cortés, de doña Soledad Soto Hoyos; El Salitre, de doña Ana Soto Hoyos de Pearse, y lo del general Zea. Espantos y santuarios en "Cortés" No es fácil explicar el origen de las muchas versiones que hay sobre tesoros enterrados en Cortés, ya que durante los años propicios para que los dueños hubieran escondido dinero, joyas o plata labrada, la heredad permaneció siempre en poder de los Umañas, padres e hijos, y en la familia 99
no hay tradición de que tal cosa hubiera ocurrido nunca. Sin embargo como desde hace años la casa ha permanecido poco menos que inhabitada a causa de que sus últimos dueños han preferido darla en arrendamiento a diferentes personas, hoy es en la región poco menos que artículo de fé que don Julio y don Enrique Silva 15 sacaron un santuario al excavar debajo de¡ horno, y se dice también que el actual mayordomo sacó otro, de una de las habitaciones, no hace mucho tiempo. Y a pesar de estos dos, se sigue afirmando que debe haber un tercer entierro oculto desde el momento en que el tradicional espanto -que consiste en una luz muy brillante y de gran movilidad continúa por las noches asustando a las gentes. "El Rosal" en Subachoque Mal podría concluír este relato histórico sin decir algo sobre la hacienda de El Rosal, situada en términos de Subachoque, que heredó de doña María Josefa Umaña Barragán su hijo mayor don Bernabé Matiz Umaña, como ya se dijo, junto con los potreros de Garzón, en Serrezuela, y Chunavá, desmembrado de Cortés, y a los cuales vendió años más tarde; pues ya en 1868 hallamos que de Garzón es dueño don Francisco Escallón Gómez, solteron de estado civil y tío de don Julián Escallón; y Chunavá volvió a la familia y a sus hijos lo dejó don Cristóbal Umaña Barrero. El Rosal se formó con tierras que fuéronle proveídas, por merced real, a Juan de Orejuela, de quien las heredó su yerno don Pedro de Urretavisque, y éste las vendió, en 1620, al capitán don Diego Bravo de Montemayor, quien las unió a las suyas propias y que habían sido anteriormente de su padre don Alonso Bravo de Montemayor, esposo de doña Ana Pérez de Heredia, quien fue primero casada con el desgraciado oidor Cortés de Mesa; y que don Alonso heredó de su padre el capitán Diego Hidalgo de Montemayor, alcalde ordinario de Santa Fé a fines del siglo XVI, quien fue casado con doña María Pérez Bravo. La hacienda pasó después a manos de doña Catarina Bravo de Montemayor, esposa del capitán José de Solabarrieta, y de aquélla la heredaron sus hijos doña Juana y don Diego de Solabarrieta Bravo. Don Diego de Solabarrieta compró la parte de su hermana en 1699, y a su muerte lególe la estancia a su viuda doña Ana de la Mora y Bárcenas; y cincuenta años después, en 1749, ésta es de propiedad de don Manuel de
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Porras, de quien la hereda su hijo el presbítero Manuel Antonio de Porras, a quien la compra don Antonio Melo en la suma de 5.200 patacones. Melo conservó El Rosal corto tiempo, y al ser sacada la finca a remate, en 1784, por concurso de acreedores, se hizo a ella don Pedro Fermín de Vargas, quien la traspasó a don Pedro de Ahumada; y este señor la vendió, en 1793, a don Santiago Umaña, cuando aún vivía su padre don Juan Agustín. De don Santiago heredó la hacienda su hija doña María Josefa, esposa de don Mariano Matiz, y de aquélla la heredó el primogénito don Bernabé Matiz Umaña. Los descendientes de éste, quienes parece que se radicaron definitivamente en la región de Subachoque, seguramente la heredarían 16. Notas 1. Archivo Nacional. Notaría segunda, 1763. 2. Tres fueron los hijos de don Juan Agustín: el segundo de ellos fue fray Justo de Umaña Sanabria, agustino calzado, a quien le dejó una renta de doscientos pesos de ocho décimos, que deberían pasarte por mitad sus dos hermanos. Fray Justo murió en la casa de su hermano menor en 1801. 3. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 25. 4. " Tierras de Cundinamarca, 25; y "Geneaologías del Nuevo Reino de Granada" por Juan Flórez de Ocáriz. 5. Archivo Nacional. Notaría primera, 1766. 6. " " Notaría segunda, años 1762 y 1766. 7. Los hermanos Umaña Sanabria contrajeron matrimonio en Chía con las hermanas Barragán y Gaitán el 7 de junio de 177 1. Ellas eran hijas de don Felipe Santiago Barragán Macías y de doña Gabriela Gaitán Navarrete, y descendientes de conquistadores. Doña Gabriela Barragán, esposa de don Santiago, murió en 1794 y fue enterrada en el panteón de San Francisco. Doña Isabel, esposa de don Ignacio, el menor de los hermanos, murió en la hacienda de Junca y fue sepultada en la parroquia del Colegio del Rosario de Calandaima, en 1813. 8. Doña Antonia Camacho casó también en segundas nupcias con don Vicente Almeida. La hacienda de Quebradagrande, que heredó de su primer marido, la vendió a don José Ignacio Umaña Barragán. 9. Archivo Nacional. Notaría primera, 1828.
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10. El nombre de don Santiago Umaña -y parece que sus descendientes directos desaparecieron en sus nietos- se conserva brillantemente gracias a la escuela que fundó con las necesarias rentas y que lleva su nombre. 11. Don León José debió haber viajado a Francia por los años 1806 a 1808, durante los cuales estuvo su hermano Enrique en aquél país. 12. Entre los muchos e importantes papeles de familia que conservan los herederos de don Manuel Umaña Camacho, hay un certificado con las firmas de los hermanos Enrique, José Ignacio y León José, por el cual se declara este último plenamente satisfecho de la manera como cumplió el primogénito las recomendaciones del padre respecto a su educación en Europa. El certificado lleva la fecha de 18 de junio de 1833. 13. Una hija de don Cristóbal, doña María Teresa, contrajo matrimonio con don Nicolás Osorio, cuyo padre, el doctor Alejandro Osorio, Secretario de Estado de El Libertador, había sido dueño de muchas tierras en las proximidades de Bogotá hacia el sur, y fueron suyas las haciendas de San Vicente, La Regadera, Llano de Mesa, Quiroga y Osorio. Las estancias de Llano de Mesa y Quiroga fueron antes de don Francisco Javier Beltrán Pinzón, por compra que hizo éste al Convento de los Agustinos en 1756 y por la cantidad de 9.070 patacones, según consta en el protocolo de la Notaría segunda de¡ año 1762. La casa de Quiroga, en donde aún poséen algunas hectáreas los descendientes de] doctor Osorio, fue prácticamente destruida por el mayordomo al hacer en ella una serie de obras disparatadas en persecución de un nunca hallado santuario. 14. Todos los datos concuerdan para demostrar que doña María de la Cruz Umaña fue hija de don Vicente Umaña Barragán y de doña Francisca Matiz, pero la prueba documental no ha sido hallada hasta ahora. 15. "Taque- Silva, la campeona de tennis recientemente fallecida, nació en la casa de Cortés cuando su padre y su tío tenían tomada la finca en arrendamiento. 16. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 44; Notaría segunda, año 1770, y "Genealogías de Santa Fé de Bogotá", por José María Restrepo Sáenz y Raimundo Rivas.
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Capítulo VI
"Techo", "Aranda" Y "El Tintal" A mi esposa Matilde Las tierras del cacique capitán Techotibá, situadas al occidente de la ciudad de Santa Fé y a corta distancia, parecen haber sido muy extensas; tanto que en los viejos papeles coloniales figura el nombre de Techo aplicado indistintamente a heredades de diversos dueños, lo cual hace muy difícil de precisar, al través de los siglos, el historia¡ de cada una de las haciendas de la región, tales como La Chamicera, Techo propiamente dicho y su desmembración de El Rosario -convertida en El Tintal hacia el año 1765-, sobre la parte izquierda de la carretera de occidente, las cuales se prolongaban hasta tocar con los resguardos indígenas de Bosa; Los Arenales, El Salitre y Capellania, al costado derecho conforme se viaja de Bogotá hacia Fontibón; y Aranda o Techo de los Jorges, a lado y lado del camino, entre aquellas estancias y las últimamente nombradas. Pero como con el transcurrir del tiempo -en los días de antaño- el nombre de Techo se fijó categóricamente en las tierras delimitadas por los resguardos indígenas de Fontibón, hoy convertidos en El Tintalito, al nordeste; por los del Común de Bosa, al suroeste, por la hacienda de La Chamicera, al sureste, y por el río Bogotá, al noroeste, a ellas se dará alguna preferencia en este relato de carácter histórico. Se abre el historial de "Techo" Para entrar en materia deberemos situarnos imaginariamente en la Santa Fé de los primeros años del siglo XVII, cuando ya la comunidad indígena del capitán Techotibá había perdido sus tierras -que estaban bajo la encomienda de Juan Ruiz de Orejuela, esposo de doña Leonor de Silva-, las cuales fuéronles dadas por merced a los jesuitas, en 1608, por don Juan de Borja. Los padres de la Compañía las retuvieron poco tiempo y en breve pasaron a poder de dueños particulares, uno de ellos don Juan de Sapiaín, cuarto esposo de doña María Arias de Ugarte, quien hacia el año 1660 logró reunir en sus manos buena parte de aquellas posesiones. Además, y por la misma época, aparecen los hermanos Gerónima Suárez y Pedro Sánchez
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(muy presumiblemente descendientes del conquistador Diego Sánchez Farfán y de su hijo el alguacil mayor de Santa Fé don Pedro Suárez Farfán) pleiteando con la nueva dueña de Techo doña María Arias de Ugarte, sobrina del arzobispo de estos apellidos -a quien se debe la fundación del convento e iglesia de las monjas de Santa Clara- e hija del hermano de aquél, don Diego Arias Torero. Dicho pleito, que se ventiló en 1650, se apoyaba en que doña Gerónima Suárez afirmaba que su difunto esposo don Melchor Pérez Dávila, "hombre de áspera condición" que la maltrataba, habíala obligado, con amenazas de muerte, a vender la heredad, que se prolongaba hasta las inmediaciones de Bosa, al padre de doña María Arias de Ugarte 1. Esta señora, ya viuda, se había desposado de nuevo con don Manuel Velásquez de Atienza -quien fue gobernador de Antioquia-, pero es curioso anotar que este segundo matrimonio de doña María se dirimió en breve, por causas que se desconocen, según consta en los archivos parroquiales de la Catedral 2; y luégo casó por tercera y cuarta vez y enviudó de todos sus maridos. En todo caso, ganó el pleito antedicho y parece que a su muerte legó la hacienda al Convento de monjas de Santa Clara -en donde profesó su hija adoptiva-, el cual figura como el subsiguiente propietario de Techo. Nuevos dueños de la heredad Cuándo se desprendieron las clarisas de la finca, es algo que no está suficientemente claro, como tampoco está lo referente a la partición de la enorme hacienda en dos porciones de aproximada extensión, de las cuales la situada más al sur -que se prolonga, en su primera mitad, a lado y lado de la carretera que conduce hoy al campo de aviación- conservó el nombre tradicional; y la otra mitad, situada hacia el norte de Techo, fue comprada por el Colegio Mayor de N. Sra. del Rosario en 1652 y recibió por nombre el de dicha institución: El Rosario. La finca fue vendida por don Justo de Diego Florido y Tirado. Y es cosa sabida que la heredad principal pasó a manos de particulares, ya que en el año 1726 fue vendida Techo por el capitán Lorenzo de Alea y Estrada al capitán Juan de Ortega y Urdanegui, con límites por el sur sobre la estancia de La Chamicera, de propiedad del capitán Pedro López Nieto, esposo de doña Luisa Jurado, quienes fueron padres del presbítero maestro don Miguel López Nieto. El capitán Ortega y Urdanegui fue un personaje de la mayor significación: nacido en la ciudad de Lima en 1699, fueron sus padres el 104
Maestre de Campo don Alonso de Ortega y Robles, caballero del Orden de Santiago, y doña María Isabel de Urdanegui y Luxán. Al Nuevo Reino de Granada llegó ya con el grado de Alférez de Mar y Tierra del Callao y poco después recibió el título de Capitán de Caballería. Posteriormente fue don Juan Alguacil Mayor de Santa Fé, Corregidor de la provincia de Mariquita y Gobernador de Antioquia; y murió en Medellín en 1754. Este dueño de Techo casó en la capital del virreinato con doña Margarita Gómez de Salazar -quien aportó como dote más de 14.000 patacones representados en moneda acuñada ' joyas, etc.-, y de su matrimonio quedaron dos hijos: don Juan José y don José Ignacio de Ortega y Gómez de Salazar, cuyas ramas volvieron a unirse en Bogotá al contraer matrimonio don Vicente Ortega Palacio con su parienta doña Pía Valenzuela, hija del prócer don Crisanto Valenzuela, quienes se radicaron en la región de Zipaquirá y Sopó y dejaron allí nutrida descendencia 3. "Techo" y "El Rosario" Pero el capitán don Juan de Ortega no conservó por mucho tiempo en sus manos la hacienda, y en el año 1729 la traspasó por 4.000 patacones al padre Francisco Cataño, de la Compañía de Jesús, quien a la sazón desempeñaba la rectoría del Real Colegio Seminario 4; y poco tiempo después, en 1736, otro jesuíta, el padre José de Rojas, igualmente rector en este año del Colegio Seminario, compró la heredad de El Rosario. Esta doble compra fue el motivo remoto 5 del reciente pleito adelantado entre el Seminario y los jesuítas sobre la propiedad de Techo, que terminó no hace mucho por transacción entre las dos partes litigantes; y es justo reconocer que a él se deben no pocas publicaciones que entonces hicieron la Curia y los padres de la Compañía, las cuales permiten formarse un concepto bastante exacto sobre el problema: Es sabido de todos que el Arzobispo Fray Bartolomé Lobo Guerrero fundó el Colegio Máximo y Universidad Javeriana, que se convirtió más tarde en el Colegio de San Bartolomé; y poco después, en el año 1605, fundó igualmente el Real Colegio Seminario, cuya dirección y administración entregó también a los jesuitas. Fueron, pues, desde un principio dos entidades diferentes encomendadas a una misma comunidad. Corrieron los años, y hallamos entonces instalado el Colegio Máximo y Universidad Javeriana en el gran edificio que hasta hoy en día se llama de 105
San Bartolomé, el cual incluía la actual casa del Museo Colonial. Por su parte, el Seminario tenía como residencia la antigua casa que fue reemplazada por el Palacio de San Carlos, fronteriza, calle de por medio, con el edificio de Las Aulas, perteneciente al Colegio Máximo. Lo demás es muy comprensible: los jesuitas afirman que a Techo lo compré el padre Cataño para el Colegio Máximo, perteneciente a la comunidad, y dicen que para pagar los 4.000 patacones al capitán Ortega y Urdanegui se vieron precisados a vender la estancia de El Curubital o El Colegio, en Serrezuela; y no niegan que la compra de El Rosario hecha por el padre Rojas fue para la entidad llamada Real Colegio Seminario. A lo anterior argumenta la Curia que las dos compras fueron hechas para el Seminario, entidad de la cual eran administradores los padres de la Compañía. devuelva El hecho evidente es que cuando fueron expulsados los jesuitas por orden del Rey Carlos III 6, en el año 1767, les fueron embargadas todas sus propiedades, las cuales se pregonaron y sacaron a remate en los años subsiguientes; y pasaron así a ser pertenencia de particulares numerosas haciendas de todo el país, tales como Chamicera, Tibabuyes, Fute, El Chucho, etc., para no citar sino algunas de las de la Sabana. No ocurrió lo mismo con Techo, finca que se reservó el gobierno virreinal, porque lo que ahora puede parecernos algo confuso lo vieron entonces con claridad meridiana las autoridades, que no confundían el Colegio Máximo con el Colegio Seminario; y Techo no fue tenida en cuenta nunca como bien propio de la comunidad jesuítica y por esta razón no salió a remate público. La confusión entre las dos instituciones fue posterior, y cuando los jesuitas regresaron al país les fue reconocida la propiedad de la hacienda como bien anexo al Colegio de San Bartolomé, en consideración, posiblemente, a que las escrituras de compra del año 1729 estaban a nombre de un padre de la Compañía. En cuanto a El Rosario, esta heredad había sido ya vendida por los administradores del Real Colegio Seminario cuando llegó la orden de expulsión en 1767, año en el cual habla perdido ya hasta el nombre y se llamaba El Tintal, que había sido de los hermanos Francisco y Esteban de la Bastida y que entonces era de propiedad del presbítero maestro don José Antonio Doncel, quien acostumbraba darla en arrendamiento 7. La casona residencial de El Rosario había pasado a ser la de El Tintal, en cuya capilla 106
puede anotarse como curiosidad la existencia de una imagen que no puede recibir culto sino en capillas de dominicanos. ¿Cómo fue a dar allí? Es un interrogante difícil de absolver. Otras haciendas de "Techo" en la región Tócanos ahora retroceder un siglo y situarnos hacia el año 1661, en el cual hallaremos litigando, por asunto de límites, a las monjas de Santa Clara, propietarias de la estancia de Techo a la cual se han concretado los anteriores datos, y don Bartolomé López Nieto, dueño de otra hacienda del mismo nombre, considerada entonces como "nueva" al decir de la Real Audiencia de Santa Fé. Esta segunda Techo la había formado don Bartolomé por medio de compras de tierras que hizo al cabildo santafereño, a don Alonso de Aranda y a don Juan de Sapiaín, y estaba situada, según consta en los viejos papeles, entre Fontibón y Engativá; y es muy posible que se extendiera desde Capellanía 8 hacia el norte. Parte de estas tierras, las situadas a espaldas del antiguo Hontibón y en las vecindades de Camavieja, conservaron el nombre de Techo hasta hace poco más de un siglo, pues así se las llama en las diligencias de medición de los resguardos de indígenas practicadas en 1823 9. Finalmente, hubo en la región una tercera heredad que llevó también el consabido nombre: fue la de Techo de los Jorges o Aranda, la cual se extendía a lado y lado de la actual carretera y entre los ríos Chinúa o San Francisco y Fucha, que corren a encontrarse cerca de Fontibón, antes de confluir en el Bogotá 10. Esta hacienda es famosa por haberle pertenecido al Patriarca de la Sabana, don Pantaleón Gutiérrez y Díaz de Quijano, a quien le fue embargada -junto con La Estancia de la Serrezuela, la Herrera y los potreros de Sanguino y Uscaen 1816 por los Pacificadores, cuando se encontraba preso en el Colegio del Rosario y condenado a presidio en Omoa. Además, la hizo también histórica el hecho de que en ella acampó con sus tropas El Libertador en el año 1814. No está por demás aclarar que la hacienda de El Salitre de Techo tiene amplia raigambre colonial. Situada sobre la margen derecha del San Francisco y frente por frente a Chamicera -con tierras de Aranda de por medio-, en el año 1661 fundó sobre ella una capellanía su propietario don Juan García Duque, de quien pasó a ser pertenencia de don Baltasar de Tobar; y a éste le fue sacada a remate y se la adjudicaron a un tal Onofre 107
Zamudio por 1.630 patacones, que pagó quien debería ser su verdadero dueño: el presbítero bachiller don Juan García. En el mencionado remate' actuó como pregonero Juan Indio. El Salitre continuó hasta hoy su existencia como hacienda con vida propia, y se sabe que en el año de la expulsión de los jesuítas era su dueño don José de Canipo 11. "El Patriarca de la Sabana" No es posible seguir adelante con una simple mención del Patriarca de la Sabana, propietario de la estancia de Aranda o Techo de los Jorges. Don Pantaleón Gutiérrez y Díaz de Quijano, de noble familia santafereña y clara raigambre española fue uno de los diez caballeros que, en 1805, alegó pobreza para no recibir un título de Castilla, a pesar de que era enormemente rico. Hijo de don Francisco Antonio Gutiérrez y Cacho, nacido en Laredo (España) en 1716, y de doña Mariana Díaz de Quijano, vino al mundo en Santa Fé y en el año 1756. De su matrimonio con doña María Francisca Moreno e Isabella, celebrado en 1780, tuvo por hijos a José Gregorio, Agustín, Zenón, Benito, Manuela, Margarita y Catalina, y el mayor de ellos -fusilado por Morillo en 1816- casó en Serrezuela, en 1804, con doña Antonia de Vergara y Sanz de Santamaría, hija de don Francisco Javier de Vergara y de doña Francisca Sanz de Santamaría y Prieto, y nieta materna de don Francisco Sanz de Santamaría y Salazar y de doña Petronila Prieto de Salazar, y Ricaurte, dueños estos últimos de la primitiva hacienda de Hato Grande, en Chía y Sopó. Don Pantaleón vivía usualmente en la colonial casa de habitación de La Herrera y tenía su residencia santafereña en la tercera Calle Real. Al llegar los Pacificadores le secuestraron las estancias antes citadas y 1714 cabezas de ganado, pues buena parte de su fortuna la había cedido con anterioridad a sus hijos, uno de los cuales, don Agustín, se hallaba por entonces en Londres dedicado a comprar, con fondos propios, armas y elementos para seguir adelante la guerra de la Independencia. Al ser fusilado su hijo primogénito don José Gregorio, éste dejó cuatro hijos menores de edad, quienes lograron sostenerse con el rescate de los censos que tenía el abuelo sobre las heredades de Tequendama, Fute y Potrero Grande. Don Pantaleón regreso del destierro en 1819, recuperó buena parte de sus bienes, y cuando murió, en 1827, Aranda o Techo de los Jorges le correspondió por herencia a sus nietos Gutiérrez Vergara, salvo la porción 108
que habían adquirido anteriormente los señores de Ribas, dueños de La Chamicera. De nuevo "Techo" y "El Tintar, Incautado el gobierno de la estancia de Techo, del Real Colegio Seminario, el Estado Republicano continuó reteniéndola "como anexo del Colegio de San Bartolomé hasta el año de 1859 en que le fue entregada al doctor Pastor Ospina" 12, con quien se celebró un contrato para la administración de la finca. En lo que se refiere a la desmembración de El Tintal -antigua de El Rosario-, a partir del presbítero Doncel tuvo otros dueños, y en el año 1823 consignó el entonces propietario de ella, don José Antonio Sánchez, en su testamento la siguiente cláusula: "Item: declaro por bienes míos las haciendas denominadas El Tintal en jurisdicción de la parroquia de Fontibón, la del Chapinero en feligresía de la parroquia de Las Nieves, la de La Punta en vecindario de la parroquia de Suba, incluyendo en la primera de éstas, la casa alta de teja, y la capilla, paramentada de todo lo necesario para celebrar el santo sacrificio de la misa 13. El Tintal fue hipotecada en 1832 sobre los siguientes linderos, que coinciden exactamente con los de la colonial desmembración de la heredad matriz de Techo: "por el oriente con la hacienda de Techo; por el sur con los resguardos de la parroquia de Bosa; por el norte con los de Fontibón; y por el occidente con el río Funza: que fue perteneciente a don José Antonio Sánchez, de quien la heredaron sus hijos los señores don Gabriel y Pío Sánchez, actuales poseedores 14. Dando de barato la poca concordancia de los anteriores linderos con los auténticos puntos cardinales, lo cierto es que don Gabriel y don Pío partieron entre ellos la estancia, y el primero de ellos se reservó la porción situada más hacia el nordeste, que conservó el nombre de El Tintal, la cual colindaba por dicho costado extremo, en el año 1835, con el potrero llamado de Enmedio, indudablemente formado sobre tierras de los antiguos resguardos; y la parte del suroeste, de propiedad de don Pío, recibió el nombre de El Tintalito. En este mismo año tomó en arrendamiento don Gabriel al gobierno la heredad de Techo, y en la escritura quedó constancia de que era pertenencia del "Colegio Mayor y Seminario de San Bartolomé";
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es decir, que sobre el papel sellado convirtieron dos entidades muy diferentes en una sola 15. 1861, Año de la Desamortización El inatajable correr de los años trajo el de 1861 y con él la desamortización de los bienes eclesiásticos, decretada por el general Tomás Cipriano de Mosquera. Fue entonces, nombrado administrador de los que habían sido pertenencia de los establecimientos educacionales de religiosos don Estanislao Vergara, quien, de su puño y letra, abrió un libro de inventarios de tales fincas, que se conserva en el Archivo Nacional. En él puede leerse el documento correspondiente a la hacienda de Techo, comprada por el padre Cataño al capitán Juan de Ortega en 1729, y anota que dicho padre jesuíta era entonces 44 rector del Colegio Seminario de San Bartolomé". Techo, en 1861, la tenía tomada en arrendamiento don Federico Díaz Sánchez, sobre los siguientes linderos: por el lado del camino de Bogotá a Fontibón, con el río Fucha de por medio, con la estancia de Techo de los señores Gutiérrez Vergara y con el potrero de don Joaquín Grillo (el llamado de Enmedio); por el norte, con El Tintal de don Federico Díaz, El Juncal de don Eusebio Umaña Manzaneque y El Tintalito de don Juan León; por el occidente, con Osorio de don Alejandro Osorio Uribe, con tierras de Jacobo Ramírez y con Pastrana de don Joaquín Zamudio; y por el sur, con Chamicera, hasta salir al Fucha a corta distancia del actual retén de la Circulación 16. Los anteriores linderos demuestran que El Tintalito se había fraccionado al nacer la nueva hacienda de El Juncal, la cual cambió más tarde de nombre y se llamó Los Pantanos. Hacia los tiempos actuales A partir del año arriba citado, las tierras que aún restaban a El Tintalito, en términos de Bosa, fueron absorbidas por las estancias colindantes: por Osorio y por Los Pantanos, y estas últimas -a pesar de hallarse Techo de por medio hacia el sur- fueron desde entonces consideradas por sus dueños como una prolongación de Chamicera. Las tierras más occidentales de El Tintal, entre esta finca y Los Pantanos, se convirtieron en la hacienda de Campoalegre, y el antiguo potrero de Enmedio tomó el nombre de El Tintalito.
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La heredad de Techo continuó en poder del gobierno hasta que la ley originó el pleito y la subsiguiente transacción entre el Seminario y los jesuítas. Buena parte de estos terrenos ha sido vendida, y merecen citarse entre los actuales propietarios la "Avianca", dueña del aeropuerto que conserva el nombre de la finca, y el "Consorcio de Cervecerías Bavaria", poderosa empresa que proyecta trasladar sus fábricas a dichos predios. Las estancias de lado y lado de la carretera, contenidas antes por los ríos San Francisco y Fucha, avanzaron un poco a buscar su lindero con aquélla, sobre tierras de la vieja Aranda o Techo de los Jorges; mas la parte principal subsistió y, en 1884, la heredaron de sus padres don Jorge y don José María Vargas Heredia y doña Bibiana Vargas Heredia de Rueda, y en el día de hoy son propietarios de Aranda doña María Vargas de Costa y los herederos de doña Julia Vargas de Echeverri; y el resto de aquéllas se halla dividido entre varios dueños, tales como los señores hijos de don Casimiro y don José Calvo, doña Helena Rubiano de Obregón, etc. Hasta hace poquísimos años, las haciendas de El Tintalito, El Tintal, Campoalegre y Los Pantanos eran pertenencia de los señores Díaz, las dos primeras; de los herederos de don Clímaco Vargas, la tercera; y de los herederos de don Eusebio Umaña Ricaurte y de doña María Teresa Umaña de Céspedes, la de Los Pantanos, que fue vendida finalmente a los señores Gaitán; y queda así únicamente por mencionar un pequeño lote, situado sobre el camino de entrada a El Tintal, que es conocido por el nombre de Villa Mejía 17. Los Pantanos son actualmente de propiedad de doña Camila de la Torre de Umaña, por reciente compra hecha a don José Jaramillo.
Notas 1. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 7. 2. "Gobernadores de Antioquia", por José María Restrepo Sáenz. 3. Ob. cit. 4. Este hecho y numerosos documentos que hemos consultado comprueban que la compra de Techo fue hecha por el padre Cataño para el Real Colegio Seminario. 5. El motivo próximo fue la ley expedida hace menos de un cuarto de siglo y que ordenó devolver la hacienda "a sus legítimos dueños".
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6. El nombre primitivo de la iglesia de los jesuítas fue de La Compañía; se llamó luégo de San Carlos, y a causa de la expulsión del año 67 los padres te quitaron este nombre y le dieron el poco eufónico de San Ignacio, que aún conserva. 7. Archivo Nacional. Notaría segunda, años 1767 y 1768. 8. Este nombre le provino de haber sido aquellas tierras pertenencia de una capellanía fundada a favor de la parroquial de Fontibón. En arrendamiento la tenía en 1828 don Antonio María de Santa María e Isaza, y en sus breñas estuvo escondido, a raíz de la conspiración septembrina, su sobrino don Wenseslao Zuláibar Santa María. Años después la compró don Anselmo Restrepo y Ochoa esposo de doña Bernardina Santa María Rovira, y hoy pertenece a sus descendientes. 9. Documentos del archivo de la parroquial de Fontibón. 10. Es preciso tener en cuenta que los linderos naturales de la región, de sur a norte y luégo hacia el noroeste, son los dos ríos citados. Recuérdese que la carretera hasta Fontibón apenas fue terminada bajo el gobierno del virrey Solís, cuyo escudo de armas en piedra está empotrado en el puente de San Antonio de Zanja, sobre el San Francisco. 11. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 6 y 7. 12. -Derecho de la Compañía de Jesús sobre la hacienda de Techo". Puede consultarse en este volumen la escritura original de la compra hecha por el padre Cataño en 1729. 13. El camino de entrada a El Tintal se desprende de la carretera, cerca del Puente de San Antonio, dos kilómetros antes de llegar a Fontibón. 14. "Derecho de la Compañía de Jesús sobre la hacienda de Techo". 15. Notaría primera, año 1835. 16. Este retén está situado al pie de un otero, cuyo nombre tradicional es el de "cerro de los ahorcados". 17. Don José María Mejía fue un personaje casi popular hace pocos años. Hizo una cuantiosa fortuna como importador de los mejores vinos de consagrar, y en la quinta que lleva su nombre formó una notable colección de leones, tigres, panteras, etc., cuyo sostenimiento terminó por arruinarlo. Acostumbraba salir en su automóvil por Bogotá llevando a los pies uno de estos peligrosos animales.
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Capítulo VII
"Chamiciera"
A Federico Rivas Aldana, "Fray Lejón". De las grandes haciendas tradicionales, tal vez no lleguen a dos las que pudieran competir con la de Chamicera en nombradía y en valor comercial, debido a que está situada a las propias puertas de la ciudad capital, de Puente Aranda hacia el sur y hacia el occidente, con frente a lo largo de la actual Avenida de la Encomendera y cruzada por la línea férrea del sur. Es creencia muy generalizada la de que la comunidad jesuítica fue dueña de La Chamicera por espacio de largos años, cuando menos por una centuria, lo que constituye un error, pues bien se sabe que cuando el capitán don Juan de Ortega y Urdanegui compró la colindante estancia de Techo al capitán don Lorenzo de Alea y Estrada, en 1726, aquellas tierras eran de propiedad del capitán Pedro López Nieto -cuya familia, de hacendados, se hallaba establecida en la región cuando menos desde mediados del siglo XVII-, según se dijo en el anterior relato sobre las heredades de Techo y El Tintal 1. El capitán López Nieto conservó la finca por algún tiempo más, y luégo se hicieron a su propiedad, evidentemente, los padres de la Compañía, quienes la conservaron hasta el año 1767, en el cual fueron expulsados por Carlos 111 de todos sus dominios. Pero hasta entonces La Estanzuela nunca habla formado parte de la hacienda, y en 1756 hallamos que ésta pertenece al Colegio de San Nicolás de Tolentino, de los agustinos recoletos descalzos 2. "Chamicera" en el año de la expulsión Al abandonar los jesuítas el virreinato, en el año citado, la heredad de La Chamicera colindaba con Techo, propiedad del Real Colegio Seminario; con El Tintal, en su extremo suroeste -hasta poco tiempo antes llamada hacienda de El Rosario-, la cual era pertenencia del presbítero don José Antonio Doncel y a la sazón la tenía dada en arrendamiento a un fulano de apellido Henríquez; con tierras de don Manuel de Montes, al sur, y de don Jorge Miguel Lozano de Peralta, futuro marqués de San Jorge de Bogotá,
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quien poseía la futuro marqués de San Jorge de Bogotá, quien poseía la estancia con la cual fundara un mayorazgo en años anteriores don Sebastián de Pastrana y Cabrera 3; con el río Fucha; con Aranda o Techo de los Jorges, y llegaba hasta el cerro de los ahorcados, a cuyo socaire está hoy el retén de la Circulación. Las tierras de Montes fueron compradas justamente en el año 67 por don Manuel de este apellido a todas sus hijas ' a quienes las había legado el capitán don Domingo Suárez, esposo que fue de doña Ignacia de Vargas; y con el correr de los años deberían hacerse históricas por haber sido escogida la casa de la hacienda por las autoridades españolas para que en ella viviera don Antonio Nariño, sometido a rigurosa vigilancia, desde principios de agosto de 1803 hasta junio de 1804, cuando le fue posible trasladarse a La Milagrosa, finca cercana a Montes, que debió a la generosidad del doctor Francisco de Mesa, cura de Turmequé y tío de su esposa doña Magdalena Ortega 4, a quien se la obsequió. Y es muy posible que Montes, por entonces propiedad del gobierno virreinal, fuera la primera estancia de la Sabana en donde se cultivó el famoso pasto trébol o carretón, cuyas semillas trajo El Precursor de Inglaterra en 1797, después de su famosa fuga en el puerto de Cádiz. Los nuevos dueños, señores de Ribas El remate de la heredad de La Chamicera, embargada a los jesuítas, fue excesivamente demorado, pues sólo en 1771 se cumplió la formalidad previa de avaluarla, tarea que desempeñaron don Gerónimo Miguel de Espinosa y don Juan Agustín de Umaña, reputados como personas de la mayor competencia en el conocimiento de las. tierras sabaneras. En seguida comenzaron las pujas y repujas, pero como una de éstas fuera formulada por el doctor José Antonio de Isabella, rector del Colegio Seminario, fue necesario enviarla en consulta a España, y el Conde de Aranda, presidente del Consejo de Castilla, falló en su contra en el año 1773, pocos meses antes de su caída política. Otro de los postores fue el cirujano de semicorte don Jaime Navarro, personaje bastante popular en Santa Fé porque en 1761 quiso imitar ante los toros, en la Plaza Mayor, las faenas a caballo que practicaban los orejones, con el lamentable resultado de que fue cogido, y su cabalgadura, gravemente herida, murió al siguiente día.
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Finalmente fue pregonada la hacienda, y en el mes de septiembre de 1774 le fue adjudicada en propiedad a don Miguel de Ribas, abogado de la Real Audiencia y regidor perpetuo del cabildo santafereño, para él y para su hermano don José Nicolás de Ribas, por la cantidad de 41.000 patacones. En los tres últimos años, a partir de cuando practicaron os avalúos de la finca Espinosa y Umaña, el número de cabezas vacunas había aumentado de 663 a 959, cifras éstas que permiten suponer que la extensión de la heredad no era inferior a 1.500 fanegadas. Los documentos de la época dicen que colindaba con Pastrana, del entonces marqués de San Jorge; con Techo, del Real Colegio Seminario; y con tierras del Convento de Santo Domingo, de don Fernando Rodríguez, de don Manuel de Montes, de don Juan Agustín de Ricaurte (¿Terreros?) y de un fulano Bastida: seguramente don Francisco o don Esteban de la Bastida, hermanos entre sí y del presbítero don Juan José de Gaona y Bastida, quienes hasta pocos años antes habían sido los dueños de la estancia de El Tintal-antigua de El Rosario-, la cual era a la sazón pertenencia del presbítero Doncel 5. Prosigue el historial de la heredad Los hermanos de Ribas poseyeron pacíficamente la heredad por espacio de muchos años y la engrandecieron al agregarle La Estanzuela y parte de A randa o Techo de los Jorges, que compraron en los últimos años del siglo XVIII. Con esta segunda adquisición lograror extenderle sus linderos, por el oriente, desde el río Fucha o an Cristóbal hacia la carretera de occidente. Suya era la finca cuando llegaron los Pacificadores en 1816 y les fue secuestrada entonces, lo mismo que todos sus abundantes bienes de fortuna. Dos años después don Manuel de Santa Cruz elevó una petición a la Junta de Secuestros para que le fuera dada en arrendamiento, a la cual se opusieron los acreedores que tenían censos sobre la estancia, quienes solicitaron que fuera sacada a remate; pero antes de que se hubiera resuelto nada sobre el particular, vino la Independencia y Chamicera fue de nuevo pertenencia de sus legítimos dueños: don Miguel de Ribas y la viuda y los hijos menores de don José Nicolás, fusilado éste por los españoles. En este estado las cosas, doña Ventura Quijano, viuda del prócer y tutora legal de sus hijos, solicitó el remate de la hacienda, que le fue concedido. Y cumplidas todas las formalidades de rigor, La Chamicera fuéle adjudicada, en 1821, a don Miguel de Ribas por la suma de 51.341 pesos de ley 6.
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Y corrió el tiempo. El llamado a ser nuevo propietario de la heredad, don Eusebio Umaña Manzaneque, había nacido en el año 1809 y joven casó con doña María Teresa Ricaurte Camacho, hija de don Pedro Ricaurte y de doña Manuela Rosa Camacho. Don Eusebio se hizo a la propiedad de la grande y rica hacienda y la legó al morir, por iguales partes, a sus dos hijos mayores: don Eusebio Umaña Ricaurte, nacido en 1834, y doña María Teresa Umaña Ricaurte, familiarmente llamada la Chapetona, esposa que fue de don José María Céspedes. El señor Umaña Ricaurte casó en 1865 con doña Clementina Azuola Rendón, nacida en 1844, quien fue hija legítima del médico doctor Domingo Azuola y Olano y de doña Matilde Rendón y Campuzano; y nieta del prócer bogotano don Luis Eduardo de Azuola y de la Rocha y de doña María Dolores García Olano 7. A título de curiosidad puede agregarse que cuando la dictadura de Melo, éste, gran amante de los solípedos de paso sabaneros, para no exponerlos "presentó tímidamente sus caballerías" en los llanos de Chamicera y luégo prefirió abandonar el campo de batalla, según lo afirma en alguna de sus amenas páginas don Tomás Rueda Vargas. Hacia los días actuales A la muerte de don Eusebio Umaña Manzaneque, la parte que le correspondió a su hijo mayor, con la hermosa casa colonial de la estancia, levantada por los jesuítas, conservó el tradicional nombre de Chamicera; y la porción de doña María Teresa se llamó San Isidro. Posteriormente, ya la heredad matriz en poder de los descendientes de aquéllos, señores Umaña Azuola y Céspedes Umaña, se desmembró en varias estancias. La región suroccidental, que ocupa la llamada Vereda de Pastrana, se convirtió en la hacienda de San Ignacio; Chamicera, propiamente dicha, se desmembró en la porción de este nombre, que compró don Clímaco Mejía a don Roberto Umaña Azuola, en Santa Inés, Santa Helena y El Porvenir; y San Isidro también se fraccionó, al nacer, entre otras fincas, la de San Isidrito. Hoy en día todas aquellas tierras salieron del dominio de las familias Umaña y Céspedes y las diferentes estancias son pertenencia de otros tantos hacendados particulares.
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Notas 1. "Derecho de la Compañía de Jesús sobre la hacienda de Techo". 2. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 6. 3. Para poder recibir el titulo de marqués de San Jorge de Bogotá, don Jorge Miguel Lozano de Peralta fue agraciado previamente con el título de vizconde de Pastrana, cuyas tierras, en términos de Bosa, eran de su propiedad. Años después, y poco antes del grito de Independencia, don Jorge Tadeo Lozano hizo gestiones ante el monarca español para que fuera reconocido en él dicho vizcondado, ya que a su hermano mayor, don José María, le habla sido concedido de nuevo el marquesado de San Jorge. 4. El historiador don José María Restrepo Sáenz ha encontrado documentos que le permitirán demostrar que el nombre de La Milagrosa es el tradicional de la estancia de Nariño y que no le fue dado por doña Magdalena Ortega, esposa de El Precursor, como se ha venido creyendo. 5. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 27; y Notaría segunda, 1762. 6. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamaca, 50; y Notaría tercera, 1821. 7. "Genealogías de Santa Fé de Bogotá", por José María Restrepo Sáenz y Raimundo Rivas.
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Tercera Parte
El S ur de l a S a b a n a
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Capítulo I
Desmembración de una heredad
A Alfonso Laserna Pinzón "Lo que dimos, lo tenemos; lo que gastamos, lo tuvimos; lo que dejamos, lo perdimos." Epitafio del Conde de Devon Las renombradas estancias de Fute y de Las Canoas -pues éste es su verdadero nombre- - fuéronle adjudicadas en los primitivos días coloniales al Alférez Real de la Conquista don Antón de Olalla, y formaron parte, consiguientemente, del mayorazgo de la Dehesa de Bogotá, al ser éste constituido por el almirante don Francisco Maldonado de Mendoza y por su esposa, doña Gerónima de Orrego y Castro, en el año 1621; y así vemos que en los albores del siglo XVII aparece ya como dueña de las dos haciendas contiguas La Encomendera. Las Canoas fue, en aquellos lejanos tiempos, la estancia principal, debido a que para llegar a estas tierras era más fácil viajar por Soacha, y el río Bogotá se cruzaba a corta distancia de la casona de la heredad, en las canoas indígenas siempre fondeadas en el ancón que años después fue utilizado para construir el puente. Este servicio de canoas era imprescindible puesto que se hacía menester una comunicación constante entre las dos orillas, ya que en tierras canogüetas estaban situados los pueblecillos indígenas de Tuso y Chipo; y Puente Grande, sobre la calzada de occidente, adelante de Fontibón, únicamente vino a construirse hacia el año 1660. Por herencia rigurosa, las dos haciendas -que, en realidad, eran tres, puesto que entre una y otra se hallaba la de Aguasuque 1- llegaron a poder del mayorazgo don Alonso Ramírez de Oviedo y Floriano, esposo de doña María Maldonado de Mendoza y Bohórquez, a quien encontramos pleiteando en 1660 con las monjas de la Concepción, dueñas de la fronteriza hacienda de Tequendama, vía de por medio, por prestación de servicios en esta finca de los indios de Tuso 2. Don Alonso, hijo de don Diego Ramírez Floriano y de doña Leonor de Herrera Rengifo, dio en arrendamiento Las
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Canoas a su hermano el Maestre de Campo don Jacinto y de este hecho se originó otro litigio en el año 1661 3. Desmembración de la Dehesa de Bogotá Tal vez entre las haciendas que se desmembraron, con el correr de los años, de la Dehesa de Bogotá, una de las primeras fueron Fute y Canoas, las cuales pasaron a ser de propiedad, en el año 1671, de don Alonso Dávila Gaviria, esposo de doña Gerónima Maldonado de Mendoza y Bohórquez, y concuñado, por lo tanto, del mayorazgo Ramírez de Oviedo. Al morir don Alonso, la enorme finca que formaban las tres estancias antes mencionadas, que se prolongaba, sin interrupción, desde la hacienda de La Herrera, sobre la margen derecha del Balsillas y del Bogotá, hasta las regiones del Salto de Tequendama- se dividió entre sus tres hijos, así: Las Canoas le correspondió a don Alonso Dávila Maldonado; Aguasuque fue de don Francisco -el único que dejó descendencia-, y doña Magdalena recibió a Fute. Esta partición se llevó a cabo en 1686. Tenemos, pues, dividida en tres partes la primitiva hacienda, tal como volverá a estarlo mucho años después, al morir don José María Urdaneta Camero. Pero esta partición de fines del siglo XVII no perdura, y pronto hallamos que de nuevo se han unido las estancias de Fute, Aguasuque y Las Canoas bajo el dominio de doña Ana de Melgar y Coronel 4. Esta señora no logra conservarlas y al poco tiempo vende las dos últimas, "consolidadas en un cuerpo" 5, al maestro don Francisco de Mercado y Verdugo, en la cantidad de 13.820 patacones. Desde entonces se estipula que los linderos entre Aguasuque y Fute correrán por la quebrada de Chicaque o de los Armadillos, a partir de Cerro Gordo, que pertenecerá a esta última hacienda. Al morir el presbítero maestro don Francisco de Mercado, la heredad de Las Canoas -incluida Aguasuque- pasa a ser pertenencia de don Juan Manuel de Moya, de quien la hereda su hijo el canónigo prebendado del mismo nombre, y por fallecimiento de éste la remata, al contado, don Francisco de la Zerna e Ibáñez, español llegado a la capital del virreinato hacia 1720 6. A su turno, Fute, junto con Balsillas, que ha sido desmembrada de El Novillero, pasa a ser de propiedad del arcediano de la Catedral santafereña don Francisco Ramírez Floriano, con quien tropezamos en 1729 adelantando una demanda contra don José Prieto de Salazar, dueño
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de El Novillero por compra hecha un lustro antes a don Francisco Verdugo; demanda que se basa en que los ganados de esta finca se pasaban a las tierras del señor arcediano y le causaban daños en ellas 7. Fute se convierte luégo en propiedad de los jesuítas 8, y son éstos, posiblemente, quienes le edifican -o reedifican- la magnífica casona de hacienda que actualmente existe; y por motivo de la expulsión de la Compañía de todos los dominios del Rey de las Españas, en 1775 la obtiene en remate público don Francisco Antonio Gutiérrez y Cacho, quien se encuentra avecindado en Santa Fé desde el año 1744. Entronque de nobles familias Al morir don Francisco de la Zerna, su hija doña Josefa de la Zerna y Hurtado se hallaba casada con don Fernando Rodríguez y Sotomayor, español, quien fue postor en el remate que de Las Canoas hubo necesidad de hacer y se quedó en propiedad con la hacienda que había sido de su suegro. Por aquella época, hacia 1750, se había radicado ya en Santa Fé don Francisco Antonio Moreno y Escandón, esposo de doña Teresa de Isabella, y Aguado, cuyas hermosas hijas pronto estuvieron en edad matrimonial. Al mismo tiempo, sendos hijos casaderos tenían doña Josefa de la Zerda, viuda de don Fernando Rodríguez, y los esposos Gutiérrez y Cacho, pues don Francisco Antonio habla contraído matrimonio con doña Mariana Díaz de Quijano, hija de don Juan Francisco Díaz de Quijano y de doña Manuela de Herrera y García. Por lo tanto, no es cosa que pueda sorprender a nadie que dos de las hijas del fiscal Moreno y Escandón casaran: la una, doña María Francisca, con don Pantaleón Gutiérrez; y la otra, doña Josefa, con don Fernando Rodríguez y de la Zerna, hermanas las dos de la esposa de don Lorenzo Marroquín de la Sierra, futuro propietario de Yerbabuena. Don Pantaleón recibió, pues, de sus padres, la hacienda de Fute y en el año 1793 la vendió a don Ignacio Quijano 9. Don Fernando Rodríguez, a su vez, heredó a Las Canoas, pero éste conservó su estancia y al morir la legó a su hija doña Mariana Rodríguez y Moreno, esposa que fue de don José María de Uricoechea y Sornoza.
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Notas 1. Esta hacienda de Aguasuque corresponde a la que hoy se llama Canoas Sáenz. Ojalá sus actuales dueños le devolvieran su tradicional y eufónico nombre. 2. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 15. 3. Civiles de Cundinamarca, 49. 4. Esta señora, doña Ana de Melgar, figura mucho en viejos papeles coloniales, pero nos ha sido imposible encontrar datos gencalógicos o de familia sobre ella. 5. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 36. 6. Tierras de Cundinamarca, 16 y 27. 7. Tierras de Cundinamarca, S. 8. Hay indicios -tales como un escudo que se encuentra en el zaguán de la casa de Fute- que permiten creer que la hacienda fue M Convento de los Agustinos antes de pertenecer a los jesuítas, y que fueron aquéllos quienes edificaron la casona. Pero no hemos encontrado prueba documental alguna sobre el particular. 9. Esta familia Quijano es muy otra de la de los Díaz de Quijano, también citada en este capítulo.
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Capítulo II
"Canoas" A José María Urdaneta Valenzuela "No ser un hombre práctico ya es ser mucho."Oscar Wilde Sabemos ya cómo llegó, por herencia de sus padres, la estancia de Canoas -o de Las Canoas-a ser propiedad de doña Mariana Rodriguez, esposa de don José María de Uricoechea, nacido en 1795, quien fue hijo legítimo de¡ bilbaíno don Juan Antonio de Uricoechea y de doña María Concepción Sornoza y Peñalver, esposos desde 1788, cuatro años después de haber llegado aquél a Santa Fé 1. Don José María murió joven, en 1840, y de su matrimonio tuvo por hijos a don Sabas de Uricoechea y Rodríguez, esposo que fue de doña Margarita Rovira y Caicedo, hija de don Juan José Rovira Dávila y de doña Dionisia Caicedo y Rojas, y al sabio don Ezequiel de Uricoechea y Rodríguez, soltero, entre quienes se dividió la hacienda: don Sabas recibió la parte de Canoas propiamente dicha y a don Ezequiel le correspondió la porción denominada Aguasuque y hoy Canoas Sáenz. Al llegar aquí, el relato histórico y la leyenda se confunden cuando se trata de saber cómo pasó Canoas de las manos de don Sabas de Uricoechea a las de don José María Urdaneta Camero 2. Los documentos afirman que un día cualquiera del año 1851 se llevó a cabo la compra y que seis años después adquirió igualmente la parte que era de propiedad de don Ezequiel de Uricoechea, con las cuales reconstituyó la primitiva hacienda. Pero la tradición no admite que las cosas hubieran ocurrido tan prosaicamente, y dice que cuando aquel día de 1851 se acercó don Pepe Urdaneta a la casona de la estancia con el fin de hacerle ofertas de compra a don Sabas, éste pidió una suma que aquél consideró exagerada, en vista de lo cual prefirió retirarse. Montó, pues, en su brioso caballo de paso y emprendió viaje de regreso a Soacha, camino de Bogotá. En aquel año soportaba la Sabana un verano atroz, que amenazaba con echar a perder todas las cosechas. Bajo un sol canicular avanzaba don Pepe, cuando observó a lo lejos, sobre el horizonte, una nube negra que avanzaba. 123
Viejo sabanero comprendió al punto su significado y midió las consecuencias que traería el fenómeno atmosférico; y regresó entonces, a paso vivo, a la vieja casa canogüera y en breves minutos cerró con don Sabas el negocio por la finca. Agrega la leyenda que una vez hecho el trato resolvieron festejarlo don Pepe y don Sabas con unas cuantas botellas de lo bueno; y como uno y otro eran insignes aficionados a correr los dados, cuando clareó el siguiente día -después de tremendo aguacero que se desgajó durante la noche- don Pepe Urdaneta era dueño de la mitad de lo comprado; y la otra mitad la pagó poco después con el producto de la opima sementera de trigo que salvé la oportunísima lluvia de aquella madrugada 3. Luégo, en 1857, tuvo lugar la compra de Aguasuque a don Ezequiel Uricoechea. Un señor feudal de hace un siglo Fue don Pepe Urdaneta un hombre enormemente rico, mimado por la suerte. Llegó a acumular en sus manos enormes extensiones de tierras en la Sabana, representadas en las antiguas haciendas de Fute -en su desmembración principal, correspondiente a la región situada más hacia el sur de la primitiva y colonial estancia-, Las Canoas, Balsillas y Buenavista. De él se refiere que, como experto agricultor que era, cuando presumía que se aproximaba el invierno abrileño, dos o tres días antes de que cayeran las primeras lluvias viajaba por sus tierras desde Canoas hasta el puente llamado de La Herrera, que está situado a corta distancia de la actual placita de toros de Mondoñedo, llevando cien yuntas de bueyes que echaba río abajo por el cauce del Balsillas hasta su desembocadura en el Bogotá. Esta operación tenía por objeto ablandar el légamo y las materias fertilizantes, con el fin de que al llover los arrastraran las aguas hacia tierras que más abajo, y a lado y lado, tenía dedicadas a la agricultura. Talentoso y buen campesino fue el viejo Urdaneta, de esto no cabe duda. Pero, además, la naturaleza le dotó -como a buen vasco- de gran fuerza física, que heredó, aumentada, su hijo primogénito. Gozaba de un temperamento sensual, turbulento, ávido de gozar la vida a grandes sorbos: bebía, jugaba y amaba por varios hombres normales, y en sus estancias estableció el grato, aunque pecaminoso y antisocial, derecho de pernada; y en todos los campos de actividad en que intervino se hizo notorio el afán de grandezas que siempre le aquejó y que heredaron cumplidamente sus hijos.
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Don Pepe contrajo matrimonio, en primeras nupcias, con doña Adelaida Urdaneta Girardot, su parienta, -también muy rica-, y de esta unión nacieron cuatro hijos varones y dos hembras: Carlos María, quien casó con doña Helena Gómez Sáiz; Alejandro, esposo de doña Josefina Navarro, de nacionalidad mexicana; Alberto, fundador, en 1881, del "Papel Periódico Ilustrado" y de la Escuela de Bellas Artes, cuya esposa fue doña Sofía Arboleda Mosquera; Daniel, médico que nunca ejerció, quien contrajo matrimonio con doña Tulia Padilla Urdaneta; Matilde, esposa de un norteamericano, de quien existe descendencia en los Estados Unidos, y Margarita, soltera, cuyo fallecimiento ocurrió cuando era niña. Ya con sus años a cuestas enviudó don Pepe, y, en segundas nupcias, casó con doña Helena Calvo, de quien tuvo dos hijas: doña María Helena de Wiesner, que aún vive, y doña Sofía de Pereira. Y, a su turno, al enviudar doña Helena Calvo de don Pepe -quien vivió 92 años- casó, también en segundas nupcias, con don Gabriel Cerón Camargo. Los Urdaneta y los Karamázov Entre don Pepe Urdaneta y sus tres hijos mayores -pues Daniel fue bastante común y corriente- pudiera hacerse un justo y aproximado paralelo, frente por frente, con Feodor Pávlovich Kararnázov y sus hijos Dimitri, Iván y Alejo, los inmortales personajes de la obra de Dostoiewsky. La sensualidad es característica en los dos padres: don Pepe y Feodor Pávlovich, quienes, al mismo tiempo, "saben hacer maravillosamente sus negocios interesados, aunque al parecer no sepan hacer otra cosa". Los hijos del hacendado sabanero heredan la sensualidad y ese loco afán de derrochar, de sobresalir, en permanente delirio de grandezas; y, como en los personajes de la creación dostoiewskiana, tenemos aquí a un don Carlos, guerrero de alta graduación y nuevo señor feudal de Canoas (hacienda que recibe en vida de su padre), "estéril de espíritu" 4, valeroso, fanfarrón, excelente camarada y contraindica do para la vida de hogar; a un don Alejandro, a quien le entrega don Pepe la hacienda de Fute, que se arruina derrochando loca y principescamente el dinero, con un lujo y un boato que, hasta hoy, nadie ha sabido igualar en Colombia; y a un general Alberto Urdaneta, manirroto -como todos ellos-, refinado, artista y selecto catador del eterno femenino 5. En torno al Canoas de la época de los Urdanetas se ha formado una complicada leyenda, no del todo carente de base, que bien puede 125
comprobarse con hechos: don Pepe trae de Europa el piano de cuarto de cola que se fabricaba especialmente para la Patti, en vista de que doña Helena Calvo gustaba de cantar; a don Alejandro se le deben valiosísimos objetos, tales como la mesa de mármol 6; la rica y magnífica biblioteca, que nunca leyó; la pesada fosforera de oro con sus iniciales en enormes letras de diamantes y rubíes; el tapete que es hoy de propiedad de la iglesia de San Juan de Dios; el fastuoso juego de té de plata inglesa; las jarras de oro para agua; la famosa escopeta de cacería, propia para gigantes, que se hizo célebre bajo el nombre de la mama, y el papel epistolar cuyo membrete representa un pato que cae mortalmente herido, con una leyenda al pie, que dice: "¡A tierra, carajo!" 7. Breve descripción de la hacienda Sobre la margen derecha del Funza o Bogotá, y desde Fute hasta las tierras del Salto de Tequendama se extendía la antigua Canoas de don Pepe Urdaneta, de riquezas naturales de excepción. A la vieja casona se llegaba preferentemente por Soacha y tras de cruzar el puente sobre el río, el cual describe en aquella parte una fuerte curva -que forma el ancón que utilizaban las canoas indígenas en los días coloniales-, que pudiera compararse a una letra U imperfecta, en cuyo fondo se levanta aquél. Fértiles vegas forman la parte baja y ondulada de la hacienda, y sus terrenos elevados y limpios son especialmente aptos para el cultivo de los cereales. Más adelante, hacia el sur, el subsuelo de las tierras quebradas y altas está formado por riquísimas vetas de carbón mineral; y, para que nada le falte, en la región del Salto hay un tupido y salvaje bosque, de donde se extrae la madera gruesa necesaria para la fácil explotación de las minas. Hasta hace pocos años no se conocieron en Canoas las cercas de alambre de púas: los potreros se dividían con zanjones o con vallados de piedra, a fin de que los cazadores de venados pudieran correr sin peligro por toda la estancia tras de los tímidos y simpáticos cérvidos. Afortunadamente, cuando la finca llegó hace algunos años -de nuevo dividida entre Canoas y Aguasuque- a las manos de don Nicolás Gómez y de don Francisco Sáenz, respectivamente, éstos prohibieron en sus propiedades, y de manera terminante, la caza del venado; y gracias a estos señores se conservan en la Sabana representantes de tan hermosa raza animal. Es frecuente encontrarlos cuando se cruza por la hacienda, y es delicioso el espectáculo que presentan 126
al sentir que se aproxima gente: entonces empluman la cola y emprenden la huída; y a distancia, al considerarse de nuevo en seguridad, se detienen y miran hacia atrás, arrogantes, con sus graciosos ojillos de azabache, mientras les vibra nerviosamente la fina y rojiza piel. Chipo y las ruinas de Tuso Sobre las alturas de Canoas, y a la altura de la frontera casona de Cincha, río de por medio, el dios Bochica -haciendo uso de todo su poder y de un arma desconocidadecapitó, hace milenios, a uno de los montes. Así nació el maravilloso llano de Chipo, que alimentó un pueblo indígena en los lejanos días de la Colonia, siempre cubierto de elevados pastizales y salpicado, aquí y allá, con árboles copudos y pequeños que traen al recuerdo las maravillosas planicies andaluzas. Pocos lugares tan bellos puede admirar el hombre como el que presenta el llano de Chipo en un amanecer de diciembre, cuando los venados triscan y galopan desaforadamente, embriagados de juventud y amor... Si se cruza el río Bogotá por el puente del Alicachín, en Tequendama, y se sigue el senderillo que trepa zigzagueante por el rocoso cerro, a menos de diez minutos de marcha se abrirá el panorama en una gran planicie que domina la región de El Charquito. El curioso que tal- haga encontrará allí las ruinas de la iglesia de un pueblo olvidado, amén de otras que corresponden a un extenso cercado de tapias de tierra pisada. Efectivamente, aquéllas son las ruinas del pueblo de Tuso, desaparecido hace ya muchos, muchísimos años. Tuso tiene su historia -¡cómo no!- y también tiene su leyenda. Según la primera, aquel pueblecillo indígena llegó a tener cierta importancia en los tiempos ¡dos, al mando de un alcalde nombrado por la Real Audiencia, debido principalmente a que en su iglesia se veneraba una milagrosa imagen de la Virgen negra, que los sencillos feligreses sentían más suya que las otras, quizá por el color obscuro que el artista dio a su tez 8. Tuso desapareció, según parece, debido a que se secó el agua cercana de que se proveía, y una posterior epidemia de viruela -una de tantas como hubo en los años pretéritos fue el factor definitivo para su ruina y despoblación.
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La leyenda demoníaca de Tuso La localidad de Tuso, tan atrayente y hermosa, está dominada por un elevado cerro en cuya cima se destaca una blanca cruz de piedra. Y aquí de la leyenda ofrecida: según los viejos canogüeros, en tiempos de don Pepe Urdaneta dominaba mandingas 9 en aquella parte de la hacienda y todas las noches se llevaba la mejor res, sin que el patrón hallara forma de impedirlo. Ya por entonces don Carlos, el hijo mayor, era un mozallón temible por su desaforada fortaleza física, y resolvió una noche retar al príncipe de las tinieblas a singular combate. Hizo ensillar su caballo y a buen paso se dirigió a la llanada de Tuso, en donde encontró al Enemigo ocupado en arrear por delante una hermosa vaca lechera. A la ocasión la pintan calva, debió decirse don Carlos, y sin dudarlo un momento se arrojó sobre mandingas y lo agarró por los cuernos con sus poderosas manos. La lucha fue larga y terrible, y los bramidos del Malo, al sentirse derrotado, aterrorizaron a toda la comarca. Finalmente, don Carlos impuso condiciones y aquél tuvo que aceptar que no se le entregaría sino un modesto buey mensual para atender a sus necesidades. La ira del diablo al levantarse del suelo vencido por el Urdaneta no es para ser descrita. Jadeante, paso a paso, se dirigió a la cañada por donde descendían las aguas de que hacía uso el poblado; se lavó cuidadosamente la sangre que le brotaba de la nariz y de los labios mal heridos, y luégo, como venganza final, rabiosamente escupió en la cascada. Al punto se levantó una densa nube de humo y desde entonces se secó la fuente de agua; y de ahí a poco llegó la epidemia que trajo consigo la desaparición del pueblecillo. Don Carlos, para castigarle esa mala trastada que le jugó el diablo, hizo erigir la cruz de piedra que domina el llano de Tuso; y gracias a ella no ha podido nunca más volver mandingas a recibir el buey mensual a que tiene derecho, pero que, según el pacto, ha de ser entregado precisamente allí, en Tuso, a las doce de la noche del primer lunes de cada mes. ¡Vae Victis! La guerrilla de "Los Mochuelos" Fue don Carlos M. Urdaneta, ya con el grado de coronel, jefe de la famosa guerrilla conservadora de 'Tos Mochuelos", que con tanto éxito luchó en las regiones del sur de la Sabana durante la guerra civil de 1876. El cuartel general de la guerrilla estaba en Canoas, y de allí salía a cumplir sus 128
hazañas en los llanos de El Vínculo, de Tequendama, de Terreros, y hasta Chamicera y La Estanzuela, ya a las puertas de la ciudad, se acercaba como lo narra con gran amenidad uno de los cachacos guerrilleros, don Enrique de Narváez, en el libro que lleva por título "Los Mochuelos". Desde aquella época, la casona de Canoas quedó prácticamente abandonada por sus dueños, y si bien es verdad que don Carlos vivía en ella, en la planta baja, no es menos cierto que nunca más subió al segundo piso desde el día en que falleció su esposa, doña Helena Gómez, cuya habitación permaneció cerrada -tal como quedó en la fecha- por espacio de varios años 10. La fuerza física de don Carlos "Y era tanta la pujanza del señor don Baltasar, que dicen llegó a ensartar ciento cincuenta en su lanza; por consiguiente, si avanza todos quedan ensartaos. Lanza, no caigas al suelo porque vienen los pijaos". De don Carlos María Urdaneta se cuentan infinidad de anécdotas, casi todas basadas en su descomunal fuerza física y en su afición a las armas de fuego; fuerza desproporcionada a la cual hacía digna pareja la de su amigo íntimo y segundo jefe de "Los Mochuelos" el general Ignacio Sánchez, conocido generalmente con el apodo de Clérigo Suelto. Sentar un potro apretando las piernas era empresa nimia para don Carlos, y la tradición conserva el recuerdo de infinitas barbaridades suyas; pero la más sonada fue, sin que podamos dudarlo, la que puso en práctica para medir la profundidad del Salto, a cuyo fin arrojó una yunta de bueyes con un larguísimo rejo retorcido atado al yugo, dizque para medir el sobrante cuando los infelices animales tocaran fondo y saber as! el dato que buscaba. Obvio es decir que el experimento no tuvo los resultados que esperaba su autor. Arrojarse a caballo desde el puente de Canoas al río Bogotá, era cosa fácil y de frecuente ocurrencia en don Carlos, de quien se afirma es la paternidad de la conocida frase que lanzó dirigiéndose a una pícara mula: "¡A inteligente me ganarás; pero a fuerza, no!". Ya sexagenario gustaba don Carlos de atender a sus peones sentado a la puerta de la vieja casa canogüera en un tronco recortado que hasta hace poco se conservaba. Allí dirigía sus negocios, ataviado con unos calzones ordinarios, camisa y bayetón; y cuando el calor apretaba, en los días de
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verano, se quitaba rápidamente las contadas prendas de vestir que usaba y se arrojaba al río a nadar un rato. Luégo, sin secarse -"hecho una sopa", que dirían las señoras-, se colocaba de nuevo los calzones, la camisa y el bayetón y seguía despachando como si nada hubiera ocurrido. Cuando los días eran malos, y la tupida niebla del Salto se enseñoreaba de la comarca, gustaba don Carlos de encerrarse en su habitación y dejaba correr las horas muertas dibujando a bala sus iniciales en la pared, para no perder el pulso, decía 11. La herencia de los Urdanetas Al ir envejeciendo don Pepe Urdaneta entregó la hacienda de Canoas, para que en ella trabajaran, a sus hijos mayor y menor, respectivamente, don Carlos y don Daniel. Este último murió muy joven, en 1883, y de su matrimonio con doña Tulia Padilla quedó una hija, de nombre María, quien anos más tarde contrajo matrimonio con don Fortunato Pereira Gamba. La hacienda de Fute la recibió su hijo segundo, don Alejandro, y la de Balsillas la cedió a éste y a don Carlos en 1882. Finalmente, a don Alberto le entregó la hacienda de Buenavista, en el vecindario de Cota, quien la conservó hasta 1876, once años antes de su prematura muerte, ocurrida en 1887. El fundador del "Papel Periódico" y de la Escuela de Bellas Artes había enviudado en 1885, y en los dos años y medio que duró su matrimonio no tuvo hijos. Con el correr de los años, Balsillas -ya llamándose Venecia- y Buenavista, fueron de propiedad de don Jesús María Gutiérrez Botero, quien las legó a sus hijos don Leonidas y don Luis Gutiérrez Robledo, respectivamente. Los herederos del primero vendieron la estancia de Venecia a don Pepe Sierra, y los del segundo conservan aún a Buenavista. Al morir don Pepe, poco menos que centenario, su hijo don Carlos heredó la parte extrema sur de Canoas -que hoy se llama Canoas-Gómez-; y el resto, la hacienda que se denomina Canoas-Sáenz - y que, para conservar la tradición, debería mejor llamarse Aguasuque-, le fue adjudicada a las dos hijas del segundo matrimonio, quienes en breve la vendieron a don Francisco Sáenz, cuyos descendientes la poseen. La estancia de Fute la recibió por herencia don Alejandro Urdaneta, dueño también, por compra hecha a los señores Zaldúas, de la hacienda de
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Tena, situada a continuación de Canoas del Salto para abajo. Don Alejandro fue muy rico, pero cualquier capital que hubiera poseído le habría resultado insuficiente ante su inveterada manía de vivir con fastuosidad asiática. Quebró en tres ocasiones, y, a la postre, Fute pasó a ser propiedad de don Pablo de Valenzuela Suárez, quien la dio en arrendamiento, por algún tiempo, a don Manuel Samper, padre del infortunado aviador Samper Mendoza. El Cartujo Urdaneta y Carlitos Y ahora es necesario regresar a Canoas, ya en poder de don José María y de don Carlos Urdaneta Gómez, hijos del general don Carlos María. El primero de ellos heredó toda la sensualidad, imaginación y fogosidad del padre y del abuelo, pero no es aventurado afirmar que siempre le faltó un tornillo. Joven aún se enamoró de doña Josefita Osorio, quien le dio calabazas; pero como aquél la amenazara con suicidarse, dióle el buen consejo de que se enamorara de otra. Así lo hizo el alocado Chepe Urdaneta y en breve manifestó a su segunda novia, doña Petronila Ortiz, que marcharía a Europa a traer los muebles necesarios para el nuevo hogar. Y dicho y hecho: que Chepe Urdaneta viajó, no cabe duda; pero, según parece, los novios se olvidaron mutuamente tan pronto como aquél arrancó de Bogotá; y Chepe Urdaneta, en cuanto se vio en España, lo primero que hizo fue recordar que allá existía la célebre Cartuja de Miraflores y, sin pensarlo dos veces, se hizo monje de la orden de San Bruno. Siete años después lo encontró allí otro bogotano que también se hizo cartujo: don Emiliano Quijano Torres, músico inspiradísimo, quien aún vive bajo el nombre de Hermano Melchor. Cerca de catorce años permaneció en la Cartuja, hasta que un buen día, impulsado por la sed de aventuras, abandonó el convento y emigró a la Argentina, en donde se dedicó a trabajar como mayordomo de una estancia de las pampas. Todo marchó bien hasta que tuvo la mala suerte de enfermarse de un tumor o chichaguy que le atormentaba bastante y, para curárselo, se aplicó un hierro candente. Como es lógico, el remedio resultó peor que la enfermedad: su patrón, alarmado, escribió a Bogotá y el excartujo fue repatriado por la familia. Vivió desde entonces aislado en Las Huertas (Soacha), pequeña finca que apenas contaba con una modesta casita habitable, y gustaba de aislarse, frecuentemente, en una cueva de Canoas 131
que había amañado a su gusto. Allí enfermó finalmente y apenas hubo tiempo de traerlo a Bogotá para que muriera en la casa familiar. Su hermano menor, Carlos, fue opuesto en todo a los demás miembros de la familia: débil de espíritu y de cuerpo, su vida no ofreció relieve alguno. Incapaz de administrar directamente la estancia de Canoas dióla en arrendamiento a sus tíos maternos, don Daniel y don Nicolás Gómez Sáiz, quienes entraron a la hacienda hace ya muchos años. Desaparecidos, sin descendencia directa, Chepe y Carlos Urdaneta Gómez, parte por herencia y parte por compra pasó a ser la legendaria Canoas de propiedad exclusiva de don Nicolás Gómez, cuyos herederos la tienen hoy. La actual estancia de "Canoas-Gómez" Canoas fue, en poder de los Urdanetas Gómez, una propiedad abandonada. El hermano mayor velaba el hierro de marcar el ganado -una S entre una circunferencia- y le rezaba; y el menor ejercitaba su derecho de propiedad fetecuando a los infelices venados que distraídamente se ponían al alcance de su escopeta. Los hermanos Gómez entraron a reorganizar todo aquello y la vieja casona fue otra vez habitable. Las sementeras brotaron de nuevo y se dio impulso a la explotación de las minas carboníferas, en franca competencia de producción -ya que su calidad es igual- con las de Cincha y San Francisco. Más tarde, ya la finca de propiedad de don Nicolás Gómez, quien puso al frente de ella a su pariente don Tomás de Brigard, primero, y a su hijo don Hernando Gómez Tanco, después, la riquísima hacienda revivió como un emporio de riquezas, enmarcadas suntuosamente en los más bellos panoramas. Al morir don Nicolás, sobre la parte que corresponde a las minas se constituyó una sociedad familiar de sus herederos; y las vegas y tierras agrícolas y ganaderas pasaron a ser de propiedad de don Nicolás (Colacho) Gómez Dávila, a quien se debe la artística reconstrucción actual del hermoso oratorio de la casa de la hacienda, que también fue levantada de nuevo, hace pocos años, por don Hernando Gómez Tanco.
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Notas 1. Fueron padres de don Juan Antonio, don Pablo de Uricoechea y Hormaechea y doña Joaquina de Victoria y Goyri. 2. Don José María Urdaneta fue hijo de don José Joaquín de Urdaneta y la Cueva, quien contrajo matrimonio, en 1786, con doña María Ventura Camero y Venegas, esposa que fue luégo, en segundas nupcias, de don Eusebio Suescún. 3. En las regiones del sur sostienen que don Sabas y don Pepe abandonaron la casa aquella noche, en busca de cierta agraciada arrendataria, y que el juego tuvo lugar hacia la parte de frente a El Charquito, sobre una gran piedra plana que allí se encuentra. Esta versión la refuerzan narrando que por las noches se ven allí luces misteriosas, provenientes, fuera de duda, del alma en pena del señor Uricoechea, quien sale a recoger sus pasos. 4. Tomás Rueda Vargas, "Los Urdanetas". 5. Suficientemente conocido es el drama que concluyó con el suicidio de una distinguida dama de la sociedad bogotana, enamorada amante de Alberto Urdaneta. 6. Esta mesa y el piano de la Patti son hoy de propiedad del Gun Club. El piano fue, hasta hace pocos años, el mejor que habla en Bogotá y el conocido centro social lo compré en una suma altísima, hace un cuarto de siglo. 7. De este papel conservan aún millares de pliegos los descendientes de don Alejandro Urdaneta. La escopeta la mama es hoy de propiedad de don Manuél Madero París. 8. La Virgen de Tuso, con todas sus alhajas -pues era riquísima- fue trasladada a Soacha, en cuya iglesia parroquial se conserva. 9. Apodo familiar del diablo. 10. Parece que esto de condenar las habitaciones cuando alguien moría era costumbre de familia, pues lo mismo se observó con dos piezas de la casa que fue de don Carlos, y más tarde de su hijo Carlos Urdaneta Gómez, en Bogotá, la cual estaba situada en el ángulo suroeste de la esquina de la calle 13 con carrera 9a., donde hoy se levanta un moderno edificio. 11. Es curioso que, a pesar de la notoria afición que tuvo don Carlos por las armas de fuego mientras fue comandante de la guerrilla conservadora de "Los Mochuelos" siempre anduvo desarmado, según lo hace constar don Enrique de Narváez en su obra citada.
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Capítulo III
"Fute" A Francisco García y a José Sanz de Santamaría. La hacienda de Fute, tal como la recibió don Ignacio Quijano del Patríarca de la Sabana en 1793, tenía enorme extensión, pero carecía, en lo general, de terrenos planos, aptos para la agricultura. En cambio, en sus breñales se criaban ariscos y peligrosos toros cuneros, rivales de los nacidos en La Conejera, que hicieron famoso el nombre de la estancia en los últimos años coloniales y en los primeros de la época republicana, al ser lidiados en las corridas y capeas que se celebraban en Santa Fé y en Bogotá. Fute se extendía desde La Herrera, al norte, hasta la quebrada de Chicaque o de los Armadillos y el llamado camino de Fute, al sur, en donde comenzaba Aguasuque o Canoas. Le servía de lindero por el oriente el río Balsillas, y por el occidente llegaba hasta las haciendas de Cortés y Chunavá, de historial ya conocido por anterior capítulo. Sobre la parte oriental de Fute existen algunas lagunas permanentes formadas por las lluvias, a las cuales debe acudir el ganado para beber. Los terrenos son ásperos y crían un pasto corto y alimenticio, más propio para ovejas que para vacunos, animales estos que deben ser de razas fuertes -como es la del toro de lidia- para que puedan defenderse y prosperar en tales lomas. Esta condición ha permitido aprovechar buena parte de la antigua Fute -casi toda la región de levante-, que está destinada a la ganadería brava, en las desmembraciones que llevan hoy los nombres de Vistahermosa, Mondoñedo y Los Andes, de propiedad de don Francisco García, de don José Sanz de Santamaría y de doña Clara Sierra de Reyes, respectivamente; las cuales se conocieron también, hace algunos lustros, bajo el nombre general de Balsillas, que corresponde en realidad a las tierras bajas llamadas actualmente hacienda de Venecia 1. Historial de la estancia Por Serrezuela o por Balsíllas, al gusto -cuando no por Canoas -, es posible llegar a la vieja casona de Fute, situada al sur de la heredad, cerca de los linderos que la separan de la antigua Aguasuque o Canoas Sáenz. Es una 134
típica y hermosa construcción colonial que corresponde a los años en que fueron sus dueños los padres de la Compañía. Se levanta en dos pisos, con bellas arcadas pétreas que sostienen las crujias altas, y los robustos muros y escaleras ponen una nueva nota de grandiosidad en la fábrica, que está rodeada por numerosas y amplias huertas y corralones. La casa está hoy perfectamente conservada gracias al cuidado que le ponen sus dueños actuales, los señores de Valenzuela Vega, herederos de don Alfredo de Valenzuela de la Torre. Y ahora, conviene saber cómo llegó a ellos tan famosa estancia: Al hacerse dueño de Fute don Ignacio Quijano, en aquel mismo año 1793 recibió del tesorero de diezmos, don Antonio Nariño y Álvarez del Casal, 8.000 patacones a censo redimible sobre la finca y entró a trabajarla, parece que con éxito. Don Ignacio, nacido en Tunja, era hijo de don Francisco Quijano y Guerra y de doña Manuela Mercado y Verdugo. Contrajo matrimonio en Santa Fé, en 1793, con doña Catarina Venegas y Ferro, oriunda de Vélez, y fueron hijos suy9s don José María Quijano Venegas, esposo de doña María Josefa Caicedo y Sanz de Santamaría, y don Juan Nepomuceno Quijano Venegas, quien casó con doña Josefa Pinzón; y desde entonces se vinculó el apellido a la hacienda, al nombrarlos siempre, y hasta el día de hoy a sus descendientes, "los Quijanos de Fúte", a pesar de que los actuales nada tienen que ver en ella. Los Quijanos conservaron el dominio sobre la heredad, aunque fuera sobre una parte nada más de la primitiva finca que fue de sus abuelos, por espacio de medio siglo largo. Y as!, en 1839 encontramos que al morir don Rafael Quijano -a quien suponemos también un Quijano Venegasheredaron parte de Fute su viuda doña Isabel Rubio y sus hijas menores María del Carmen y Petróna; e igualmente fueron dueños de otras porciones desmembradas de aquélla, don Aquilino Quijano y Caicedo, esposo de doña Rudesinda Otero y Armero, y doña Evarista Quijano y Caicedo, quien contrajo matrimonio con don Andrés Caicedo y Bastida, dueño de Potrero Grande, como en anterior Capítulo se dijo. Don Aquilino y doña Evarista fueron hijos de don José María Quijano y Venegas; y, a su vez, don Aquilino y doña Rudesinda fueron los padres del conocido escritor don José María Quijano Otero, esposo que fue, en primeras nupcias, de doña Mercedes Párraga. Quijano Otero, nacido en 1836, médico, literato de valía
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y comerciante declarado en quiebra, murió arruinado en 1883 y dejó varios hijos. Durante la segunda mitad del siglo pasado comienza a desmembrarse en firme la primitiva hacienda de Fute, pero la parte principal, más valiosa y extensa aparece vinculada al nombre de don José María Urdaneta Camero, por compra que e te hizo de todas aquellas tierras, que se prolongaban, hacia el sur, en Aguasuque y en Canoas; y hacia el oriente, en la estancia de Balsillas; la cual cedió -a título de herencia materna- a sus hijos mayores, don Carlos María y don Alejandro, en 1882. Balsillas pasó más tarde a ser propiedad de don Jesús María Gutiérrez Botero, ya con el nombre de Venecia, y éste la legó a su muerte a don Leonidas Gutiérrez Robledo, cuyos herederos traspasaron la propiedad, por venta, a don Pepe Sierra, dueño por entonces de la colindante porción de Fute llamada Los Andes. La desmembración en los últimos años Cincuenta años atrás, justamente, se nos presenta la colonial estancia motivo de este relato dividida en numerosas haciendas, pero la parte principal de ella aún continúa en poder de los señores Urdanetas. Y así, en 1896 tropezamos con don Joaquín y doña Eva Prieto Rico, quienes acaban de heredar a sus padres, doña Liboria Rico y don Emeterio Prieto, tierras alinderadas desde el puente de La Herrera hasta Los Andes, por el oriente; de este lugar a Laguna Larga, por el sur, y con fincas de don José Prieto Solano -hermano y socio de don Emeterio-, de don Enrique Zalamea Cantillo, de don Joaquín Salas y de doña Dorotea Melo de Gaitán, por los otros lados. Poco después, en 1901, doña Ascensión Melo, esposa de don Cristóbal Díaz, vende a su hermano don Daniel los potreros de Las Lomas y El Común, desmembrados de la hacienda de El Chorro, por la suma de 25.000 pesos, los cuales se convierten en la estancia de Campoalegre. Dichos potreros colindan con tierras de don Joaquín Prieto Rico, por el norte; con el camino de La Mesa, y con el potrero de La Capilla, por el sur, el cual habrá de convertirse poco después en la finca de dicho nombre. La vendedora y propietaria de El Chorro la había heredado, dos años atrás, de doña Dorotea Melo de Gaitán. Y en el año 1907 se termina el juicio de sucesión de doña Mercedes Gómez, viuda de don Enrique Zalamea Cantillo, y sus varios hijos reciben la 136
estancia de Ovejeras, cuyos linderos tocan con Fute, a la sazón pertenencia de don Alejandro Urdaneta; con Laguna Blanca y con tierras de don José Prieto Solano, de los Prieto Rico, de don Joaquín Salas y de don Andrés Arroyo. Numerosas adquisiciones y ventas se siguen sucediendo en los lustros sucesivos, hasta que entra en acción don Ignacio Sanz de Santamaría Herrera -posiblemente ya con idea de aprovechar aquellos terrenos quebrados, fuertes y semiestériles para fundar la ganadería brava en el país-, quien compra a doña Eva Prieto Rico su estancia, en 1919, por $42.000, dentro de los mismos linderos que se indicaron anteriormente. Y en los años siguientes remata lo de don Joaquín Prieto Rico, en $20.000; compra sus porciones a los herederos de don Daniel Melo, hasta redondear, de nuevo, a Campoalegre; se hace a la propiedad de Ovejeras, finca por la cual paga $7.000; y, definitivamente, en el año 25 es dueño de la hacienda que se llamó Mondoñedo, cuya extensión pasa de 3.000 fanegadas, hoy dividida aproximadamente por mitad entre don José Sanz de Santamaría Rocha, quien posée la porción situada más hacia el sur, y don Francisco García, dueño de las tierras que hacen frente sobre la laguna de La Herrera, al norte. En cuanto a la heredad de Fute propiamente dicha, luégo de haberla poseído don Alejandro Urdaneta por espacio de algún tiempo, la vendió a don Pablo de Valenzuela Suárez, cuyos herederos la usufructúan actualmente. El antelio de "Fute" Llaman los físicos antelio, antelia o antella a cierto fenómeno de espejismo que con frecuencia se presenta en la hacienda de Fute, en mañanas despejadas y cuando la niebla característica del sur de la Sabana se ha depositado sobre la región durante la noche; niebla que procede del Salto de Tequendama y que invade a muchos kilómetros de distancia de la catarata. El fenómeno 2 se observa desde el camino que conduce, por Barroblanco, a La Mesa, a una distancia de cinco a ocho kilómetros, cuando la masa gris se fija, como si fuera un telón luminoso, detrás de los cerros llamados del Amargozal, de San Cayetano y de Peña Pelada, con el río Bogotá al fondo, serpeando en la Sabana. Entonces, los viajeros que transitan por aquel camino tienen oportunidad de ver reflejarse sus siluetas en lo alto de los cerros, en tamaño monumental y nimbadas por los rayos 137
del sol naciente, sobre Tamaño monumental y nimbadas por los rayos del sol naciente, sobre la cortina de niebla, que refulge aureolando la enorme figura en rayos brillantes y policromados. El fenómeno es interesantísimo, y personas que han tenido oportunidad de presenciar el antelio de Fute, como don Lázaro M. Girón, le han consagrado hermosas páginas a tan singular y grandioso espectáculo.
Notas 1. Nada más exótico que este nombre de Venecia impuesto a la antigua Balsillas, que ojalá recuperaran estas tierras. Inclusive para la ganadería brava sería mejor y más diciente este nombre que aquél, de raigambre italiana. 2. Una descripción del antelio de Fute corre publicada en el "Papel Periódico Ilustrado", en el número correspondiente al 5 de mayo de 1883.
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Capítulo IV
"Santa Cruz", "Tibabuyes" y "Buenavista"
A Roberto García Peña El mismo derecho que pueden alegar Fute y Canoas como haciendas de los Urdanetas, lo tiene Buenavista, en Cota, rica estancia que fue de la primera esposa de don Pepe, doña Adelaida Urdaneta Girardot, y que aquél entregó a su hijo tercero, don Alberto Urdaneta, quien dilapidó allí millares de pesos, siempre bajo la égida de las bellas artes y del amor. Pero llegar al historial de Buenavista no es tarea fácil, y por esto es necesario que el lector haga un pequeño esfuerzo de viajero, aguas arriba por el río Bogotá. El embarcadero prefijado en Puente Grande, adelante de Fontibón, y en tanto que la imaginaria góndola, canoa o lancha remonta los primeros kilómetros -con Funza y Engativá a sus costados-, viene a cuento recordar la leyenda del tesoro de aquellas aguas. Se narra en efecto, que hace años hallaron en la Casa de Moneda regular cantidad de un mineral blanquecino, que fue examinado superficialmente por los técnicos, quienes dictaminaron que se trataba de níquel. En vista de esto, de su poca o ninguna utilidad y para evitar que alguien pudiera aprovecharlo delictuosamente, se ordenó arrojarlo al río desde lo alto del parapeto de Puente Grande. Así se hizo, y cuando el error ya era irremediable vino a saberse que el tal níquel era nada menos que finísimo platino llegado del Chocó. Desde entonces son muchos los que han intentado localizar el tesoro, con resultados, hasta hoy, francamente negativos.
*** Sin sentir el tiempo, la lancha imaginaria dejó atrás los términos de los municipios antes nombrados y, ya en las espaldas la confluencia con el Juan Amarillo, navega ahora con Cota sobre la izquierda y Suba a la derecha. Por
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este lado se extienden tierras que pertenecieron en anteriores siglos a Tibabuyes y las haciendas de El Salitre 1 y La Conejera; y al occidente se nos presenta Buenavista, en primer término, desmembración también de la primitiva y grande heredad de Tibabuyes, a la cual sirve de fondo la sierra de El Espino. Esta se desenvuelve en dirección suroeste nordeste y paralela a ella corre la llamada sierra de Tenjo, bastante lejos y hacia el poniente; y entre las dos está enclavado el municipio de dicho nombre, famoso por sus haciendas de El Chacal, con su desmembración de Los Laureles, Santa Cruz y El Espino, ordenadas de Funza hacia Tabio. Al llegar al extremo norte de los municipios de Cota y Suba, el Bogotá recibe las aguas del río Frío -con las heredades de El Noviciado y La Conejera sobre los dos costados-, y sería necesario continuar remontándolo, por un buen trecho, en dirección al oriente antes de que recobre su rumbo y le veamos llegar del norte, al través del municipio de Chía. Solamente que el lector no deberá seguirlo ni un paso más arriba de Las Juntas, o sea el lugar en donde aumentó su caudal con el río Frío, que viene de muy lejos: de las regiones más lejanas del municipio de Tabio. Primitivas haciendas de la región El anterior viaje intelectual situó al lector en el terreno necesario. Pero no basta saber el lugar en donde está situada la hacienda de Buenavista -en el corazón de la Sabana central para poder entrar a conocer su historia. Principio y orden requieren todas las cosas, y esta estancia de los Urdanetas es relativamente moderna, como desmembración que es de una de las más extensas heredades coloniales, pertenencia de conquistadores . Los primeros anos de la vida de Tibabuyes, cuando ni siquiera habían sido bautizadas aquellas tierras y constantemente se ventilaban pleitos por linderos con las estancias vecinas de Santa Cruz, El Espino y Chinchilla, son un poco confusos e incompletos. Sin embargo, de los hechos ocurridos en el siglo de la Conquista se sabe que en aquellas regiones lograron merced de tierras doña María de Santiago, esposa del conquistador don Francisco de Tordehumos, encomendero de Cota, y don Juan de Chinchilla, en el año 1588; que el mismo Tordehumos compró, dos años después, una estancia a don Juan de Torres, una porción de la cual llegó a ser luégo también del dicho Chinchilla, y que este sujeto y su esposa, doña Magdalena Velásquez, vendieron su heredad a los jesuítas en 1614 2. 140
Poco después, en 1630, llegó a Santa Fé, después de guerrear contra los pijaos y los carares, el alférez don Felipe de Santa Cruz, quien compró parte de las tierras que habían sido de propiedad del Alférez Real don Juan Clemente de Chávez -y antes de su padre el capitán don Juan de Chávez-, colindantes con las que los jesuítas habían comprado dieciséis años atrás a Chinchilla. El resto de las tierras de don Juan Clemente -quien había muerto en Antioquia en 1629-, en cumplimiento de sus disposiciones testamentarias pasó a constituir la hacienda de El Espino, de propiedad del Monasterio de Santa Inés de Monte Policiano. La totalidad de la finca que dejó el Alférez Real de Santa Fé colindaba, por otros lados, con propiedades de doña Margarita de Martos, de doña Elvira Moyano, de don Juan de Poveda, de don Pedro de Herrera Maldonado y con El Hornillo, pertenencia de doña Juana de Montalvo, lo mismo que con el río Chicú, que corre de norte a sur del municipio de Tenjo y viene a desembocar en el Bogotá, justamente en linderos de Buenavista. El alférez Santa Cruz, esposo de doña Gerónima de Costilla, logró que en premio a sus servicios le adjudicaran nuevas tierras situadas "detrás de la sierra de Cota", con las cuales y las suyas propias redondeó la enorme hacienda que hoy sigue conociéndose con el nombre de Santa Cruz, y de la cual hizo cesión por venta, en 1637, al Convento de Predicadores de Santo Domingo 4. Los dominicanos conservaron la hacienda largo tiempo, y en los primeros años del siglo XVIII aparecen como sus dueños don Francisco y don Juan Manuel de Lugo, por compra hecha en 1735 a don Juan de Mancera, propietario de ella desde 1712, y los Lugo la venden, en 1736, a don Pedro Santiago Amórtegui, de quien la heredan sus hijos; éstos la ceden, en 1767, al cura de Santa Bárbara don Juan de Texeira y Mena por la cantidad de 2.350 patacones, y por esta misma suma la compra poco después don Cristóbal Nieto'. Breve historia en el año 1767 Estamos, pues, en 1767, año que tiene fundamental importancia para la historia de varias haciendas de la Sabana que pertenecieron a los jesuítas, tales como Fute, Chamicera, La Conejera, Tibabuyes, etc., ya que entonces tuvo lugar el extrañamiento de los padres de la Compañía de todos los dominios del Rey Carlos III Las citadas valiosísimas heredades fueron 141
pregonadas y sacadas a remate en los años subsiguíentes y pasaron a ser de propietarios particulares, con excepción de Techo, estancia que se consideró como bien propio vinculado al Real Colegio Seminario, según se explicó en el correspondiente capítulo. Tibabuyes, que incluía la parte llamada Chinchilla en años anteriores y que era algo así como lo principal de la finca, fue obtenida en remate público por don Nicolás Bernal y Rigueyro, mediante el pago al contado de 20.000 patacones, quedando a deber sobre ella 12.000 más 5. Por el mismo año 67, como antes se vio, don Cristóbal Nieto era dueño de las contiguas haciendas de Santa Cruz y El Chacal-, y el Monasterio de Santa Inés poseía, desde hacía más de un siglo, la estancia de El Espino, situada al oriente del río Chicú y colindante con la porción de El Chucho llamada El Salitre de Suba, por sobre la cuchilla de la sierra que lleva el nombre de dicha finca 6. El Chacal fue años después pertenencia de don Manuel Benítez Pontón, quien hizo venta de la heredad, en dos porciones, a don Ciriaco Rico Salas, en 18 54 y 1876, respectivamente; y de éste la heredaron sus hijos en 1894. En cuanto a El Espino, tal vez por ser la hacienda fundadora de la comunidad en la Colonia, las monjitas de la Santa de Monte Policiano la conservaron hasta que fue incluída en el decreto de desamortización de manos muertas en 1861. El gobierno la retuvo por algunos años, y en los de 68 y 69 se hicieron a su propiedad, dividida en dos fincas, los señores Jesús Jiménez, quien pagó por las tierras que remató 161.000 pesos, y Alejandro Cardona, a quien le fueron adjudicadas las suyas por 64.500 pesos. Las actas correspondientes indican que la totalidad de la estancia colindaba entonces, por el oriente, con la sierra de El Espino; por el norte, con tierras de Miguel Macías, Joaquín Castañeda, Jesús y Agapito Zapata y Carmen Castañeda; por el occidente, con el río Chicú; y por el sur, con tierras de don José Campos y de sus hijos. La noble familia de los Bernal Un necesario paréntesis es menester ahora, para decir algo sobre la noble familia del rematador de Tibabuyes, don Nicolás Bernal y Rigueyro, descendiente directo del conquistador Cristóbal Ortiz Bernal, cuyo hermoso retrato se conserva en la iglesia de Las Nieves. Este hidalgo salmantino casó con doña Ana de Castro y fue el mayor de sus hijos don Luis Bernal Castro, 142
alcalde de la Santa Hermandad de Santa Fé, quien contrajo matrimonio con doña Isabel Duarte, natural de Toledo, de cuya unión nació don Cristóbal Ortiz Bernal, segundo de este nombre. Don Cristóbal casó, en 1618, con doña Isabel de Guzmán y Ponce de León, y éstos dejaron por hijos a cuatro mujeres y a don Enrique Bernal y Guzmán, esposo, a su vez, de doña Luisa de Herrera Brochero, hija legítima de don Pedro de Herrera Maldonado y de doña Blasina Brochero. Los esposos Bernal y Herrera procrearon 14 hijos, el quinto de los cuales fue don Andrés, quien contrajo matrimonio con doña Francisca Rigueyro y Galindo, y fueron hijos suyos don Nicolás Bernal y Rigueyro, bautizado en 1731, quien casó en 1762 con doña Josefa Gertrudis Galindo, hija legítima de don Alonso Galindo y Dosma, y de doña María Josefa Romana y Herrera; y don Joaquín Bernal y Rigueyro, esposo que fue, en 1783, de doña Teresa Ricaurte y Torrijos 7. Pleitos y viudas Según parece, don Nicolás Bernal y Rigueyro era bastante mayor que su esposa, y viuda y rica, con un hijo único, la dejó en 1785, oportunidad que quiso aprovechar su hermano, don Joaquín Bernal, para entrar como copropietario de Tibabuyes a favor de una deuda de 4.000 pesos de ocho décimos que tenía a su favor, comprometiéndose a pagar la totalidad de los 12.000 patacones que habían quedado de deuda sobre la hacienda cuando la remató el primogénito, pocos años antes. Don Joaquín vendió una porción de la estancia, en 3.000 patacones, al presbítero don Gerónimo de Neyra. Pero la viuda del hermano mayor, doña Josefa Gertrudís se opuso a las pretensiones de don Joaquín y hasta salir triunfante sostuvo un largo pleito, primero con su cuñado y más tarde con la viuda de éste, doña Teresa Ricaurte. Pero como tampoco era la Galindo amiga de perder el tiempo, poco después de enviudar contrajo de nuevo matrimonio con don Francisco Guadarmino, quien aparece en el año 1798 como dueño de la hacienda y sosteniendo a la par dos pleitos, que posiblemente acabaron con su vida al ganarlos: el de doña Teresa Ricaurte ya dicho y otro con el dueño de Santa Cruz y de El Chacal, don Cristóbal Nieto, quien aspiraba a quedarse con las antiguas tierras de Chinchílla, vinculadas a Tibabuyes desde el tiempo de los jesuítas 8.
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Prosigue el historial de "Tibabuyes" Al abrirse el siglo XIX, en el año 1807, hallarnos de nuevo viuda a doña Josefa Gertrudis Galindo, quien solicita de las autoridades el deslinde de las estancias de Tibabuyes y de Santa Cruz; pero junto con ella aparece como propietario de aquella hacienda don Ignacio José de Quevedo y Murillo, esposo de doña Leandra Castañeda, quien finalmente se queda con la propiedad íntegra, posiblemente al morir, sin sucesión, la viuda Galindo, cuyo hijo del primer matrimonio murió joven y soltero. Los hijos de Quevedo y la viuda Castañeda heredaron la rica hacienda de Tibabuyes y la vendieron, en 1814, a don Ambrosio Almeida y a don Ramón Morales por la suma de 86.000 pesos, y éstos la partieron entre sí: la finca de aquél, que se prolongaba en parte sobre la margen izquierda del Bogotá, ya en términos de Suba, conservó el primitivo nombre; y Morales dio a su porción, enclavada casi en su totalidad en el municipio actual de Cota, el nombre de Catama, que hoy lleva una pequeña desmembración ubicada en el extremo oriental de Funza. Años más tarde, en 1840, de las tierras que fueron de Morales vendió don José María Plata Soto a don José María Pérez unos potreros del globo de La Cantera, colindante con el denominado Los Caballos, los cuales habíales comprado dos años antes junto con otros desmembrados de La Regadera y Saleros-" a los señores Angel María y Anselmo Chávez; y, a su vez, Pérez vendió a Plata Soto otros potreros de la antigua Tibabuyes, llamados Carrizal Alto y Porquera, igualmente en términos de Funza, que había comprado a don Tomás Valanzo en 1835, los cuales colindaban con tierras de Andrés Sandino y de Teresa Almeida. Cuando tuvo lugar la compra de Almeida y de Morales ya narrada, figuran en la escritura los nombres de La Punta de Cota o La Culebrera, estancia que pocos años después legó don José Antonio Sánchez a sus hijos Gabriel y Pío; y la heredad original colindaba entonces con las de Juan Amarillo, en Engativá 9, por el sur, y con Tibacuyitos; con el río Chicú y con la quebrada de Socha 10. En el mismo año 14 compró Tibacuyitos don José Salgado a don José Antonio Sánchez, y aquél la vendió, en 1822, a don Francisco Morales. Don Ramón Morales murió joven y viudo, por cuya razón figuró como dueña de las tierras su madre doña Angela Gutiérrez, tutora de los herederos menores. Doña Angela, hija de don Estanislao Gutiérrez y de 144
doña María del Campo García, previa licencia de las autoridades sacó a remate la hacienda, en 1821, y por 16.200 pesos le fue adjudicada a don Nicolás Quevedo la parte situada más hacia el sur, reservándose doña Angela una desmembración denominada Potrero Nuevo, que también fue rematada en el mismo año por 7.005 pesos, y a la propiedad de ésta se hizo don Luis M. Montoya. En cuanto a la gran porción que conservó el tradicional nombre de Tibabuyes, don Ambrosio Almeida la vendió a don Domingo Caicedo igualmente en el año 1821 11. La estancia de "Buenavista" Sabido es cómo al llegar la República se pusieron en movimiento las fortunas y comenzó la desmembración de las grandes heredades, al impulso del progreso, del ansia de renovación, de la valorización de las cosas. Así fue como nació Buenavista, hacienda formada sobre la margen derecha del río Bogotá y en tierras de la primitiva Tibabuyes que llevaban el nombre de Potrero Nuevo, y fue su primer dueño don Luis Montoya, quien la conservó hasta el año 1828, en el cual la vendió a don Pedro Carvajal; y en los veinticinco años siguientes tuvo por dueños sucesivos al dicho Carvajal, hasta 1838; a don Miguel Ortiz Durán, hasta 1839; a don Ramón Beriña, hasta 1840; a don Agustín de Francisco, hasta 1841; a don Judas Tadeo Landínez, hasta 1846; a don Alejo de la Torre y Aráoz, hasta 1851 12, y a don Julián Caicedo D'Elhúyar, hasta 1853. Don Julián Caicedo vendió la estancia de Buenavista al opulento capitalista don Mariano Calvo y Ortega, esposo que fue de doña María del Campo Cabrera y Quijano, y este señor redimió el censo que pesaba sobre ella y a favor del Monasterio de Santa Clara, por la cantidad de 20.000 pesos de ocho décimos 13, para lo cual dio en pago a las monjas la hacienda Huerta situada en el municipio de Carmen de Carupa. El nuevo dueño la conservó por espacio de doce años, pero en dicho lapso vendió un potrero de 73 fanegadas, llamado La Venta, a don Ramón Zornosa. Así, pues, en 1865 cedió don Mariano la finca a su cuñado, don Tadeo Cabrera y Quijano, descendiente directo del Maestre de Campo don Gil de Cabrera y Dávalos, alcalde de Lima, su ciudad natal, de la orden de Calatrava, y presidente gobernador y capitán general del Nuevo Reino de Granada en 1686, quien murió en Santa Fé en el año 1712 14. Don Tadeo
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vendió la heredad, en 1866, a don José María Urdaneta y a su esposa doña Adelaida Urdaneta Girardot, cuando medía ya 885 fanegadas de extensión. La heredad de Alberto Urdaneta Tan pronto como Alberto Urdaneta -nacido en 1845- estuvo en edad de trabajar, recibió de su padre la heredad de Buenavista. Este hijo de don Pepe está considerado por la generalidad de las personas como el más atractivo de los hermanos, por haber sido de mayor envergadura intelectual, lo que es innegable. Pero tampoco es posible dejar de lado la formidable suma de valor humano y racial que poseyeron los dos mayores: Carlos, el Titán, y Alejandro, el Nabab. Alberto Urdaneta valió mucho, pero no como pintor. Su grande obra consistió en haber fundado la Escuela de Bellas Artes, y sus realizaciones y su vida se nos presentan magníficas al través de los cinco volúmenes del "Papel Periódico Ilustrado". Viajó mucho; organizó la primera exposición de cuadros de Vásquez Ceballos, muchos de los cuales describió y catalogó. Y, sin embargo, como artista aparece en la lejana perspectiva bastante posseur, demasiado amigo del bombo y de la rimbombancia. Durante los años en que poseyó la hacienda de Buenavista Alberto Urdaneta, se hicieron famosas las fiestas de amigos que en ella gustaba de dar, pues, al igual de todos los suyos, fue siempre un vividor sensual de gran señorío. Dióse por entonces a pintar el lienzo para el cielo raso del salón ovalado, que se conoce con el nombre de "El triunfo de las flores", y alcanzó a dejar terminados dos frescos, que representan cupidos o amorcillos, en otros tantos paineles de aquella estancia; y también concluyó en el comedor un plano de la hacienda. Obvio es decir que cada pincelada del artista se celebraba con grandes fiestas y derroche de champaña y de otros licores más sólidos. El fundador del "Papel Periódico Ilustrado" contrajo matrimonio, en el mes de octubre de 1872, con doña Sofía Arboleda Mosquera, de quien enviudó, sin lograr descendencia,- dos años y medio después. Los esposos vivieron en Buena- vi . Sta y en la región se afirma que como el marido era bastante celoso no dejaba salir a doña Sofía sino en contadas ocasiones y siempre con él. Se dice también que en las noches serenas y de luna llena, hacía ensillar la hacanea blanca de la señora y su propio caballo negro y salía a pasear llevando a su compañera cubierta, de la cabeza a los pies, con un 146
tupido manto obscuro; y juntos recorrían, una y otra vez, la larga y agobiadora avenida de eucaliptus que, hasta hace poco, conducía a la avenida de eucaliptos que, hasta hace poco, conducía a la propia huerta de la casa, la cual fue edificada bajo la dirección del dueño en persona, para reemplazar a la ruinosa casona colonial que aún se conserva a corta distancia de la actual. Viudo ya, y en plena juventud, Alberto Urdaneta intensificó los placeres y aficiones artísticas que colmaron su corta vida, y a él se debe el hermoso oratorio de la casa residencia¡ de la estancia, en cuyo altar se yergue el Cristo sobre túmulos pétreos, coronado el todo con un cielo cóncavo pintado al óleo y que representa el tiempo tempestuoso de un Viernes Santo. El conjunto recibe la luz de la luna por una claraboya artísticamente diseñada. Nuevos dueños de "Buenavista" Por una u otra causa, don Pepe Urdaneta y su hijo Alberto determinaron vender la hacienda a los diez años justos de haberla comprado y ésta pasé a ser, en 1876, de propiedad de don José María Villamizar Peñaranda, esposo de doña Isabel Añez, oriundos del departamento de Norte de Santander. La señora Añez la heredó de su marido en 1878 y en 1882 vendió la mitad de ella a don Pablo y a don Bernardo Pizano Elbers, hijos de don. Wenceslao Pizano y de doña Carolina Elbers, bogotana e hija de don Juan Bernardo Elbers Jeliger, prusiano, y de doña Susana Sanz de Santamaría y Baraya; y nietos de don Pablo Pizano de Puerta -hijo, a su vez, del ciudadano maltés don Francisco Esquembri Pizano, tronco de la familia en Colombia- y de doña María Josefa Restrepo Escobar, antioqueños ambos. Y la otra mitad de la finca la compró, aproximadamente en los mismos días, don Domingo Álvarez Bastida, quien hizo compañía con aquéllos, y dos años después redondearon de nuevo la estancia al comprar el potrero de La Venta al atrás nombrado Ramón Zornosa. Don Domingo Álvarez, retoño del tronco familiar que fundó en Cartago, en el siglo XVII, el capitán Diego Álvarez del Pino, fue esposo de doña Isidora Litch y Nieto. Poco tiempo conservaron la heredad de Buenavista los señores Pizanos y Álvarez, que en el año 1887 vino a ser de propiedad de don Jesús María Gutiérrez -antioqueño, de origen santafereño-, hijo de don Justo Gutiérrez y de doña Andrea Botero; nieto de don Juan Bautista Gutiérrez y de doña 147
Rosa de Ospina, y biznieto de don Pedro Gutiérrez de Lara y de doña Francisca Vallejo, quienes contrajeron matrimonio en la santafereña iglesia de Las Nieves y más tarde se radicaron en Rionegro. La hacienda en los días actuales De don Jesús María Gutiérrez, esposo, en segundas nupcias, de doña Marcelina Robledo, heredó la hacienda de Buenavista su hijo don Luis, quien la legó, hace pocos años, a su hija doña Mariela, viuda de don Gustavo Durán, su actual propietaria. La heredad está bajo el dominio del cerro de Majuí, situado al extremo sur de la sierra de El Espino, y se extiende hasta tocar en sus límites con el río Bogotá, con el Chicú y con las estancias de Tibabuyes y La Culebrera, dentro de un área total que se aproxima a las 1.300 fanegadas. Sus tierras son feraces, y en los crudos inviernos habituales en la Sabana se forman grandes lagunas que ofrecen hermosos contrastes. En la sierra hay fuentes de aguas termales que, en cómodas albercas, son utilizadas por los dueños de la hacienda. Pero la maravilla natural de la región es la llamada Cueva del Moján, que se abre en las estribaciones de la serranía y a corta distancia de la casa residencial, la cual no ha sido aún debidamente explorada -tal vez a causa de su gran tamaño y la creencia popular afirma que comunica directamente con la población y la sierra de Tenjo, atravesando el valle, las cuales están situadas a gran distancia hacia el noroeste. El espanto de "Buenavista" El hecho de ser relativamente moderna la casa de Buenavista le impide tener un auténtico espanto de cierta importancia. Pero como la estancia se formó, al fin y a la postre, como una desmembración importante de Tibabuyes, que tiene tantísima tradición, se afirma que en los años coloniales un sujeto atracó por aquellos caminos a un fraile dominicano dueños, a la sazón, de Santa Cruz- y le cortó la cabeza de certero machetazo. Desde entonces, al filo de la media noche sale de la Cueva del Moján el fraile blanco descabezado y se pasea por todas aquellas tierras hasta que amanece, y lo mismo asusta a los de Tibabuyes que a los de Buenavista; a los de Los Laureles, que a los de El Espino: es el amo y señor de las noches de
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toda la extensa comarca que corresponde a los municipios de Tenjo, Cota y Suba. Con las primeras luces del día se volatiliza el espanto sin cabeza; y es lo cierto que nadie recuerda haberle visto regresar a sierra, al paso que muchas son las personas que le han visto salir de la cueva y que han tropezado con él por aquellos caminos y veredas. Este aparecido goza de gran prestigio en la región y su presencia en los campos pone pavor en el corazón de los más valientes y esforzados campesinos, cuando por cualquier azar se ven precisados a recogerse tarde de la noche a sus hogares. *** Tales son las haciendas que hicieron famosas don Pepe Urdaneta y sus hijos. El padre, personalmente riquísimo y también por parte de su esposa, llegó a acumular en sus manos enormes extensiones de tierras sabaneras, que legó a los suyos. Desgraciadamente, de tanto dinero y de nombradía tanta únicamente ésta les llegó a sus nietos. Pero la Escuela de Bellas Artes, los muchos y valiosos objetos artísticos que trajo de Europa don Alejandro, el "Papel Periódico Ilustrado" y las hazañas del jefe de "Los Mochuelos" persisten y harán perdurar por muchos años el nombre de los viejos Urdanetas.
Notas 1. Esta hacienda de El Salitre, enclavada en Suba entre tierras de Tibabuyes y La Conejera, en siglos anteriores formó parte de esta última hacienda. 2. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 28. 3. " Tierras de Cundinamarca, 33; y -Gobernadores de Antioquia", por José María Restrepo Sáenz. 4. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 33 y 40; y Notaría segunda, año 1769. 5. Archivo Nacional. Temporalidades, 2; y Tierras de Cundinamarca, 28.
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6. " " Tierras de Cundinamarca, 27. 7. "Genealogías de Santa Fé de Bogotá", por José María Restrepo Sáenz y Raimundo Rivas. 8. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 28 y 33; y Temporalidades, 2 y 22. 9. Esta hacienda de Juan Amarillo fue, en los días coloniales, de propiedad de don Pedro Millán, quien la vendió, en 1785, a don Andrés Pinzón Sailorda y a éste la compró poco después don José Nariño y Álvarez del Casal, hermano del Precursor, quien la cedió, en 1787, a don Bernardino García por la cantidad de 12.300 patacones. Juan Amarillo se pregonó, por concurso de acreedores, y en 1789 la obtuvo, en remate público, don Juan Francisco Forero. De nuevo le fue sacada a remate a este señor, en el mismo año, y pasó a ser pertenencia de don Santiago de las Salas, de quien la heredó su hijo don Fernando; y a éste le fue rematada de nuevo la estancia, que pasó a ser de don Juan Antonio Sánchez. Antes de pertenecer la heredad a don Pedro Millán, ésta había sido del presbítero maestro don Manuel Blanco hasta 1750; de don Felipe Santiago Barragán, hasta 1752; del presbítero don Manuel Guerrero, hasta 1762, y de don Francisco de la Gaona y Bastida, abogado de la Real Audiencia, hasta 1769. Archivo Nacional. Tierras de Cundinamarca, 33, 49 y 50; Temporalidades, 6, 10 y 14; y Notaría segunda, años 1762 y 1769. 10. Archivo Nacional. Notaría primera, 1821. 11. " " Notaría primera, 1821. 12. Don Alejo de la Torre peleó en la batalla de "La Culebrera", en defensa del gobierno, la cual tuvo como escenario tierras de Buenavista, que años después serían de su propiedad. Como se advirtió a principios de este libro, para nada se tocará en él el fascinante tema de las batallas y hechos guerreros que se han librado en la Sabana, en espera del libro que actualmente prepara algún académico de la historia sobre punto tan importante. 13. Este censo a favor del Monasterio de Santa Clara lo creó, en 1824, don Luis Montoya. 14. "Genealogías de Santa Fé de Bogotá-, por Restrepo Sáenz y Rivas.
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Capítulo V
Los Umañas de "Tequendama" A Manuel Pardo Umaña "Hay rincones de la tierra que quisiéramos estrechar contra nuestro corazón." Gustavo Flaubert
Famosa es la hacienda de Tequendama, que dio, posiblemente, su nombre al majestuoso Salto, por donde se despeña el Funza o Bogotá en busca de las tierras cálidas y del Río Grande de la Magdalena. La heredad fue originariamente propiedad del Convento de las monjas de la Concepción, y en el año 1660 las hallamos sosteniendo un largo litigio con el mayorazgo de la Dehesa de Bogotá, don Alonso Ramírez de Oviedo y Floriano, dueño de las estancias de Las Canoas, Aguasuque y Fute, por los servicios que debían prestar en Tequendama los indios del pueblo indígena de Tuso, situado en tierras canogüeras a la diagonal de la casa de habitación de la heredad monjil, río de por medio. Mucho más de un siglo permaneció la hacienda en poder del Convento y a éste la compró, en el año 1765, don Gerónimo de Espinosa, quien la vendió poco después a don Pedro de Castro, y éste la traspasó -sin haber cumplido satisfactoriamente su compromiso con el vendedor- a don Blas de Valenzuela. Este señor tampoco dio cumplimiento a lo pactado, en vista de lo cual fue sacada a remate la estancia, en 1766, y se le adjudicó al "Real Colegio Seminario de esta corte", en la cantidad de 10.100 patacones. Entran Rebollar y el primer Umaña Por entonces se hallaba avecindado en Santa Fé don Santiago Rebollar, quien vino como mayordomo del virrey Messía de la Zerda y posiblemente regresó a su patria después de algunos años de permanencia, o murió en la capital del virreinato soltero, pues el hecho es que nadie más llevó su apellido. Este Rebollar compró Tequendama al Colegio Seminario en 1767 y le agregó poco después la estancia de El Tablón, situada en Chusacá, por la cual pagó 500 patacones a su vecino Miguel de Otero. Rebollar la poseyó por espacio de siete años, y en el 1772 sostuvo un litigio con don José de Caicedo y Flórez, debido a que éste quiso comprarle la hacienda cuando aún 151
no había cumplido los 25 años que le daban la mayoría de edad necesaria para hacer negocios, lo cual apenas demuestra que su dueño estaba deseoso de desprenderse de ella a la mayor brevedad posible. Y fue en 1774 cuando apareció don Juan Agustín de Umaña, dueño de Cortés desde once años antes, y compró Tequendama a Rebollar por la suma de 18.000 patacones; pero éste se reservó El Tablón, que vendió poco después al propietario de El Vínculo don José Suescún Fernández de Heredia, porción que, con el transcurrir del tiempo, se convirtió en la estancia de Puerta Grande, de propiedad de don José Antonio Díaz Ospina, padre de don Eugenio Díaz el celebrado autor de "Manuela" y de "El Rejo de Enlazar". El Tablón lo vendió el señor Díaz Ospina, en 1808, a don José Ignacio Umaña Barragán, nieto de don Juan Agustín, y de nuevo se hizo a su propiedad en 1822. Los herederos de "Tequendama" Vimos atrás -en el capítulo correspondiente a las haciendas de Cortés y El Salitre- cómo don Juan Agustín legó la heredad de Tequendama a su hijo menor don Ignacio Umaña Sanabria, con su casa de habitación, todas las tierras y vestida con más de 1.000 cabezas de ganado vacuno, caballos, etc., dato que nos permite sacar dos consecuencias: primera, que hace siglo y medio tenía la hacienda no menos de 1.500 fanegadas limpias, de potreros, para poder sostener tan crecido número de animales; y, segunda, que la casa que aún se conserva como dependencia de la actual fue levantada, en excelente construcción, por el propio don Juan Agustín antes de 1790. Don Ignacio Umaña nació en Santa Fé en 1746; otorgó testamento en 1815, y murió en la capital del virreinato el 26 de septiembre de 1816. Dicho documento es muy curioso porque en él da siempre el tratamiento de ciudadano o ciudadana, según el caso, a todas las personas que nombra, inclusive a su esposa, fallecida poco antes, y a sus hijos, quienes eran diez en aquel año -cuatro hombres y seis mujeres-, solteros a la sazón los tres últimos. Pero fueron los dos mayores, don Enrique y don José Ignacio, nacidos en 1772 y 1774, respectivamente, y cuyas partidas de bautizo reposan en la iglesia parroquial de Bojacá, quienes recibieron a Tequendama por disposición testamentaria de su padre, según la cual éstos deberían pasarles a los demás hermanos los réditos correspondientes a sus legítimas hasta tanto que lograran redimir el valor de¡ capital, a fin de que la hacienda 152
no se subdividiera en pequeñas porciones. Datos biográficos completos del hermano mayor se hallarán más adelante. En cuanto al segundogénito, se sabe que casó en 1791, en San Antonio de Tena, con doña Mariana Barrero y Alarcón, y sus hijos varones fueron con el tiempo dueños de la heredad de Cortés, como se explicó en el correspondiente capítulo. Don José Ignacio murió en Bogotá en 1852. Una desmembración y una venta En posesión de la riquísima hacienda, don Enrique y don José Ignacio Umaña Barragán pagaron bien pronto sus porciones a los otros hermanos y quedaron como únicos dueños de ella. ¿Qué arreglo o negocio hicieron entonces entre ellos? Difícil es precisarlo y cualesquiera afirmaciones o suposiciones que se hicieran pecarían enteramente por falta de respaldo documental. Pero es lo cierto que el primogénito resultó, a la postre, dueño exclusivo de la casi totalidad de la finca primitiva, con excepción de aquellos potreros situados en la región del Salto, de la casona de Cincha hacia el sur, que se desmembraron y constituyeron luégo, por sí mismos, la estancia de San Francisco, que le correspondió a don José Ignacio y de éste la heredó, años más tarde, su hijo mayor don Luis Umaña Barrero, esposo de doña Dolores Rivas. Es interesante también anotar que, en 1821, el hacendado don Enrique vendió a don Nicolás Lamoitié una porción o potrero de la finca denominado El Charco, situado "detrás del alto de Tequendama" y colindante con el río Bogotá y con la quebrada de La Poma. Y es interesante esta venta porque tales terrenos debieron, forzosamente, ser incorporados de nuevo a la heredad, desde luego que parecen corresponder a El Charquito actual que recibió por herencia de su padre don Raimundo Umaña Santa María 1. Breve descripción de la hacienda Tequendama no está situada dentro de la Sabana sino en parte de su territorio, pues ésta muere, precisamente, al llegar a la casona solariega, la cual por sus espaldas domina el tajo del río Mufla, que allí mismo, en El Alicachín, vierte sus frígidas aguas en el Bogotá. Los grandes potreros sabaneros se prolongaban, pues, a todo lo ancho desde Chusacá hasta la margen derecha del dicho río Muña, en tierras muy fértiles; y a 153
continuación se extendía la heredad, ya en terrenos quebrados, parte limpios -como los llamados potreros de ceba de Cincha-, parte cubiertos de malezas y de monte, a gran profundidad de penetración sobre la margen izquierda del río Funza y hasta más abajo del Salto de Tequendama. Las montañas hoscosas del Soche, que pertenecieron en los días coloniales -a lo menos en parte- a la hacienda de La Compañía de los jesuitas, situada en términos de Fusagasugá, también fueron incorporadas a Tequendama, posiblemente durante la primera mitad del siglo XIX. La Compañía fue sacada a remate a raíz de la expulsión de los hijos de Ignacio de Loyola y en 1779 la compró don Santiago Umaña a don Gerónimo Miguel de Espinosa. En época posterior, los bosques del Soche pasaron a ser pertenencia de la rama familiar de don Ignacio Umaña y formaron parte armónica del todo que se llamó hacienda de Tequendama. De la casa de la estancia hasta El Charquito apenas descendía un angosto camino por la orilla del río, el cual tomaba en este lugar rumbo hacia la Boca del Monte, en donde se bifurcaba: un ramal seguía para Sabaneta y el Soche, y el otro, que cruzaba la región alta de los potreros de Cincha, de entrañas repletas de antracita, dominaba el Salto desde su parte más elevada y de allí se lanzaba, desenroscándose, en busca de las tierras cálidas. Es nota característica de la hacienda -como lo es también de las situadas al otro lado del río --la densa niebla que se desplaza sobre la región la mayor parte de los días del año y que la cubre y humedece cual si fuera un impalpable sudario, que impide la vista a más de dos metros de distancia. Esta niebla es especialmente tupida entre El Salto y El Charquito, y tiene influencia decisiva en el vivo sostenimiento del delicioso mito del moján 2 de Tequendama, del cual nos ocuparemos más adelante. Pero ahora nos es preciso hacer la presentación del dueño de la heredad, notable sujeto por sí mismo y porque con su matrimonio, celebrado en tierras de España con una santafereña, legó a sus descendientes sangre del famoso pintor sevillano Bartolomé Esteban Murillo, si se aceptan las tesis y estudios históricos de Guillermo Hernández de Alba sobre la ascendencia de don Gabriel Murillo, hacendado de Fagua.
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Notas 1. Archivo Nacional. Notaría primera, 1821. No es supérfluo dar también noticia de que cuatro años después compró don Enrique Umaña a doña Josefa Ricaurte la estancia de La Isla o La Fraguíta, en Fucha, y que la vendió de nuevo a don Vicente Nariño Ortega, hijo M general, en 1828. De don Vicente, quien fue director de la Biblioteca Nacional por espacio de largos años, descienden numerosas y prestantes familias bogotanas. 2. Genio protector de los ríos, montes y minas, según la mitología chibcha.
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Capítulo VI
El hacendado prócer y sabio A mi madre, doña María Umaña Camacho de Pardo Carrizosa. Poco menos que ignorada es la vida del prócer de la Independencia, sabio mineralogista y hacendado sabanero don Enrique Umaña Barragán. No debe esto causar extrañeza a nadie, puesto que lo mismo ocurre con todos los hombres de pensamiento colombianos 1, en tanto que no hay militar afortunado o político de poca monta cuya biografía no corra publicada en los diccionarios especialistas 2. Del prócer y sabio don José Enrique Umaña, hijo legítimo de don Ignacio Umaña Sanabria y de doña Isabel Barragán y Gaitán, sabemos que nació en la hacienda de Cortés el 15 de julio de 1772 y que fue bautizado aquel mismo día en Bojacá por el padre Eugenio Forero, habiendo sido sus padrinos don Pedro Zapata y su esposa. Esta fecha, posterior en un año menos un día a la que consigna el retrato al óleo que posée doña Sara Piedrahita v. de Umaña, es la que fija su padre en un curioso cuadernillo de efemérides familiares que conserva uno de sus descendientes, don Antonio María Osorio Umaña. Dos años después, el 17 de junio de 1774, y con los mismos padrinos, fue bautizado también en Bojacá el segundo de los hermanos Umaña Barragán, don José Ignacio, continuador del librito mencionado, en el cual hallamos anotaciones tan curiosas como las siguientes: "En 23 de marzo de 1799 hice confesión general con el P. Serna en exercicios en la tercera orden. "En Sbre. de 1816 murió mi padre (anota don José Ignacio Umaña Barragán), y en este mes salió Morillo para los llanos y Caracas con su exército pacificador después de destruir a Bogotá y todo Colombia con matanza y contribuciones, etc., etc., etc. "En 18 de junio de 1826 sucedió el temblor, el que arruinó varios edificios; y en 22 repitió otro fuerte pero más corto, y siguió temblando por más de 6 meses en diferentes días, pero pequeños. Siguió temblando más de un año, hasta que hubo uno en 16 de noviembre de 1827, fuertísimo que 156
acabó de destruir muchos conventos y casas; y ha temblado hasta hoy, 14 de abril, a las 7 y cuarto de la noche, pero pequeño.- Ha seguido temblando hasta ayer 11 de mayo que hubo uno a las once y media de la noche. "En 8 de mayo de 1830 salió Bolívar para Europa después de sufrir varios insultos de algunos individuos; pero lo más respetable de las gentes quedó sintiéndolo y muchas familias agradecidas llorándolo. Doctor en el Colegio del Rosario El joven Enrique Umaña Barragán vistió la beca del Colegio del Rosario, como capista, después de acreditar su limpieza de sangre, y en los años 1788, 1790 y 1793, respectivamente, obtuvo los grados de Bachiller en Filosofía, de Licenciado y doctor en Teología y de doctor en Derecho Canónico en la Universidad Tomística, al mismo tiempo que adelantaba estudios de ciencias naturales, que le atraían especialmente, sobre todo en el ramo de la mineralogía. Por aquel entonces, la capital del virreinato vivía en latente estado de expectativa y temor. El ideal de independizar la patria de la corona española ardía en el cerebro de la juventud. Umaña no podía ser ajeno a un estado tal de cosas, a los 22 años de edad, rico, independiente y miembro de una de las principales familias santafereñas. Y así, en 1794 lo encontramos conspirando en compañía de Nariño, quien, "con un doctor Rieux médico francés escribe el historiador Jorge Ricardo Vejarano-, su cuñado don José Antonio Ricaurte, don Enrique Umaña, José María Cabal y muchos otros, es el centro de la juventud dorada de Santa Fé que principia a sentir el oleaje de la revolución francesa... Se reúnen un día aquí, otro día allá, hablan cada vez con más audacia, conspiran cada día con más ingenuidad y van creando entre las autoridades españolas y la criolla y timorata sociedad de la época, un ambiente de zozobra, de desconfianza y de temor que necesariamente tenía que ser fatal." La prisión, por conspirador A principios del año citado, hizo Nariño la publicación de los "Derechos del Hombre", pero el asunto quedó poco menos que olvidado y las autoridades no le concedieron importancia; y únicamente se revivió cuando, meses después, fue reducido a prisión por el alcance a la Caja de Diezmos, y trasladado al cuartel de caballería, que ocupaba la casa situada a 157
la diagonal de la Catedral, frente a la del propietario de Yerbabuena, don Lorenzo Marroquín de la Sierra. Y diez días después de haber sido arrestado el Precursor, es decir, el 19 de agosto, -aparecen en lugares públicos de la ciudad dos tremendos pasquines, uno irreverente contra la religión y sus ministros y otro de orden fiscal contra los impuestos, y que era un claro llamamiento a la rebeldía", los cuales dan motivo para que las autoridades españolas procedan enérgicamente. Se llama con urgencia al virrey Ezpeleta, quien se encontraba enfermo en Guaduas, y se comisiona a los oidores Mosquera y Figueroa y Hernández de Alba para que adelanten la investigación del caso, la cual culmina con la prisión de Luis de Rieux, médico de nacionalidad francesa; Manuel Froes, ciudadano francés nacido en Santo Domingo; Enrique Umaña Barragán, José de Ayala y Vergara, Sinforoso Mutiz, José María Cabal, Francisco Antonio Zea, Pedro Padilla, Bernardo Cifuentes e Ignacio Sandino y Liceras, todos los cuales son conducidos a los calabozos del cuartel dicho y asegurados con grillos, cual si se tratara de civiles criminales 3. La causa se adelanta lentamente 4. No es posible precisar la fecha en que los diez salieron deportados para España 5. Se sabe únicamente que el 16 de enero de 1796, día en que llegó don Antonio Nariño a La Habana, ya estaban allí sus compañeros, y todos fueron embarcados en tres navíos diferentes: en el "San Juan Bautista", Zea, Mutis, Cabal, Padilla y Enrique Umaña; en el "San Gabriel", Ayala, Sandino, Froes, Cifuentes y Antonio Nariño; y en el "Santiago de España", aislado, el médico Rieux, quien aparece siempre como el más peligroso; como el instigador de los movimientos subversivos. El viaje fue largo, y solamente a mediados de marzo llegaron los presos al puerto de Cádiz, en donde se fugó el Precursor. Libre de nuevo, en España De la lectura de los documentos relacionados con la prisión y deportación de Nariño y sus compañeros queda la impresión de que el terrible celo que desarrollaron en Santa Fé los oidores no tuvo mucho eco en España, en donde se limitaron a hacerles pagar la pena impuesta, de cinco años de cárcel, en el arsenal de La Carraca gaditana a Umaña, Zea, Cabal, etc.; pero es lo cierto que no fue perseguido después de su fuga y pudo vivir tranquilamente en Madrid, antes de seguir a Londres. Y a los demás los declara el Rey, con fecha 20 de agosto de 1799, "inocentes y libres de
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aquella imputación" y ordena que sean puestos en libertad. El documento respectivo habla de ellos como individuos años atrás comprometidos en una "supuesta conspiración". A don Enrique Umaña lo hallamos de nuevo en libertad a fines de 1799, y en lo sucesivo nunca más volverán los documentos españoles a referirse a estos cinco años. Por el contrario, se hablará siempre de sus merecimientos y se le estimulará como científico. Lo cierto es que, a principios de 1800, su padre, don Ignacio Umaña, hace levantar en Santa Fé una información de soltería y de limpieza de sangre, y se la envía a Madrid, en donde se ha establecido. Mientras tanto, en la Corte, por medio de dos reales órdenes: del 4 de mayo y del 19 de septiembre, se le conceden, primero, dos años de práctica para optar al grado de abogado; y luégo es nombrado abogado del Real y Supremo Consejo de Indias. Este nombramiento se anticipa en algo más de un mes a la expedición de un pasaporte que le autoriza para trasladarse a París, con el objeto de que en la capital francesa proceda a perfeccionarse en ciencias naturales; y como consecuencia del pasaporte recibe 15.000 reales de vellón con los cuales deberá comprar una colección mineralógica destinada a la ciudad de Santa Fé de Bogotá. De estos hechos da aviso el embajador español en París, don Josef Nicolás de Azara, con fecha 22 de octubre de 1800; y el 18 de diciembre el marqués de Muzquiz le expide un certificado de su llegada a la ciudad, en viaje de estudio. Con la Expedición Botánica Por espacio de diez años, Enrique Umaña llevará una vida de constante movimiento y trabajo incesante siempre dedicado a su afición mineralógica, especialidad en la cual llegará a ser un sabio, ampliamente conocido y apreciado en los círculos científicos europeos, y siempre estará provisto de dinero en abundancia que le facilita su padre. Como consecuencia lógica, en este tiempo se desvincula completamente de su hacienda familiar, Tequendama, a la cual dedicará más tarde casi todas sus horas. Marcha, pues, de Madrid a París y cumple rápida y satisfactoriamente la misión que ha recibido, y el 14 de octubre de 1801 el embajador Azara le expide pasaporte para volver a España. Por este documento, confrontado con los retratos suyos que se conservan en poder de sus descendientes bogotanos, sabemos que era un hombre de un metro con setenta y tres 159
centímetros de estatura; de pelo negro, ojos verdosos hundidos, frente ancha, nariz aguileña -característica del linaje- y rostro en lo general severo y atrayente. Otra vez en Madrid, Umaña Barragán logra que se le expida, con fecha 26 de enero de 1802, el necesario pasaporte para regresar a su patria, y la licencia definitiva de embarque la recibe de las autoridades de Cádiz -el puerto a donde había llegado prisionero y cargado de cadenas seis años antes-, con fecha 8 de mayo. Un año después de su llegada a Santa Fé, don Enrique Umaña Barragán se agrega voluntariamente y sin recibir nunca un solo centavo por sus servicios, a la Expedición Botánica que dirige el sabio José Celestino Mutiz, quien con fecha 16 de mayo de 1804 le expide un honroso certificado, de su puño y letra, en el cual consta que desde un año atrás ha venido trabajando gratis para la Expedición Botánica y que todos los viajes a diversas regiones del país y los gastos consiguientes han sido sufragados por el propio Umaña 6. Inmediatamente que se supo en Santa Fé el retiro del sabio mineralogista de la Expedición Botánica, el Cabildo Secular de la ciudad, con fecha 4 de junio, lo propuso para fundador y primer rector de la Escuela de Mineralogía, importante proyecto que, indudablemente, no se llevó a cabo debido a que don Enrique Umaña había resuelto viajar de nuevo a Europa, como lo hizo efectivamente. La familia Manzaneque Por segunda vez en el viejo continente, cambié el Destino el rumbo de la vida del futuro dueño de Tequendama: ahora, no para sufrir prisiones, sino para encontrar a la ideal compañera de su hogar y para recibir el premio de su labor científica de investigador mineralogista. Y en tanto que lo dejamos en Madrid, quedémonos en Santa Fé y hablaremos un poco de la aparición y desaparición de la familia Manzaneque, sobre la cual escribió don Tomás Rueda Vargas las siguientes palabras: "¿Qué se hicieron los Dorronzoro, los Mendivil, los Orrego, los Manzaneque? Obsesionados por la idea del santuario, convirtieron sus casas en lotes, y en ellos levantan sus rascacielos los Nadir, los Fakil, los Kefir, los Pignalosa."
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El primer Manzaneque que llegó al virreinato se llamaba Gregorio Sánchez Mayoral y Manzaneque, nacido en la Villa de Orgaz, a 28 kilómetros de la ciudad de Toledo, en el año de 1732 7 quien siguió la carrera de las armas, y con el virrey Solís vino a Santa Fé. Aquí conoció a doña María Luisa Pérez Delgado, nacida en 1739 e hija del matrimonio de don Alonso Pérez Delgado con doña María Tomasa Murillo López, con quien contrajo matrimonio en el mes de agosto de 1758. Que don Gregorio se amañó en América, es algo fuera de duda 8, aunque no hizo grande acopio de bienes de fortuna. En 1760 es nombrado teniente; en 1762 es ya gobernador de la provincia de los Llanos de las Atalayas; en 1763 recibe el nombramiento de juez subdelegado particular de bienes de difuntos en la misma provincia, y en agosto de aquel año está establecido en San José de Pore. Años después, en 1771, lo encontramos de alcalde ordinario de Santa Fé, y en 1772 es ya capitán del Regimiento de Milicias. Por último, el 6 de abril de 1783, cuatro meses antes de celebrar sus bodas de plata matrimoniales, bautiza a su hija menor en la parroquia de Las Nieves y ésta recibe el nombre de Vicenta. Poco después emprendió viaje la familia a España, y don Gregorio, con los suyos, se radicó en Madrid. El antiguo capitán Sánchez Mayoral y Manzaneque gozaba en su tierra de un modesto y tranquilo pasar, y en 1796 solicita gracia ante el Rey Carlos IV y pide que sea nombrado cadete del regimiento de reales guardias walonas su hijo José Manuel Sánchez Manzaneque y Pérez Delgado, y deja constancia en la petición de que hizo entrega previa de los documentos que acreditan la nobleza de su sangre. Si consiguió o no la plaza que ambicionaba, es asunto poco importante; y lo cierto es que debió morir hacia 1800, pues su hija Vicenta recibió la hijuela de los escasos bienes que le correspondieron, el 28 de febrero de 1801; y siete meses después, en 29 de octubre, su viuda, María Luisa Pérez Delgado, y los cuatro hijos: Gregorio, José Manuel, Juan y Vicenta, ésta última menor de edad, firmaron una escritura de compañía para explotar el negocio de mercancías. Novios santafereños en Madrid Es posible que don Enrique Umaña Barragán hubiera conocido en la ciudad santafereña a don Gregorio Sánchez Manzaneque, cuando aún era un jovencito, pero no es posible que pudieran llegar a ser amigos por la 161
notoria diferencia de edades. Lo más posible es que se relacionaran en la capital de las Españas, y esto pudo ocurrir cuando fue puesto en libertad y doña Vicenta era una muchacha volantona; o bien conoció a la viuda y a sus hijos después de 1805, durante su segundo viaje a Europa, como parece lo más seguro. Amigo de la madre y de los hermanos, no es dificil presumir cómo avanzaría aquel noviazgo: dada la hospitalidad española, don Enrique debió visitar asiduamente el hogar de los Sánchez Manzaneque, en donde pasaría ratos gratís¡mos hablando de la patria con sus propios paisanos, y ellos gozarían oyéndole referir sus aventuras, trabajos, esperanzas y alegrías. Doña María Luisa, a su vez, rememoraría la vida santafereña de medio siglo atrás, cuando pudo conocer a los viejos Umañas, y contaría las andanzas de su marido por los Llanos, que le embargarían el recuerdo. Entre charla y charla, el amor fue tejiendo su malla de sonrisas, rubores, apretones de manos y promesas; y una clara mañana madrileña, el joven sabio millonario y la hermosa santafereña unieron sus vidas, para no separarse nunca más 9. El triunfo del sabio en Francia Solamente el amor encarnado en la deliciosa personita de doña Vicenta Manzaneque 10 pudo detener por algún tiempo la inquietud espiritual de don Enrique Umaña. Pero en cuanto se convirtieron en marido y mujer, los esposos emprendieron viaje a Francia, en donde fue nombrado el santafereño socio corresponsal de la Escuela de Minas de Paris, el 25 de thermidor del año 9 de la República Francesa, según certificación expedida por don Leandro Fernández de Moratín, secretario del Consejo de S. M. y de la interpretación de lenguas, en mayo 12 de 1807; y algún tiempo después certifica de nuevo don Leandro que don Enrique Umaña Barragán fue nombrado, el 15 de brumario del año 10 de la República Francesa, miembro de la Sociedad de las Ciencias, Bellas Letras y Artes, de Burdeos. Su nombre ya es conocido en los círculos científicos europeos, y en el "Tratado de Mineralogía", de Hauy, se cita varias veces su nombre, como descubridor de una importante piedra, y recibe el calificativo de "sabio mineralogista español". Umaña Barragán era ya socio del "Musée National d'Histoire naturelle", de París, en el cual fue recibido en 1801 a petición del gran mineralogista Silvano Dolomieu; y esta notable institución científica le 162
nombra también como su corresponsal en el virreinato de la Nueva Granada, a principios de 1808, cuando se prepara para regresar definitivamente a Santa Fé, en compañía de su esposa y de su hijito mayor, Enrique Benito Umaña Manzaneque. Trae también en el bolsillo el nombramiento de corregidor de Zipaquirá. Embustes y espionaje en 1808 En aquella época se mentía lo mismo que ahora -a pesar de que los periódicos no habían asumido estas funciones con carácter de "primicias informativas"-; se violaba la correspondencia, como ocurre en nuestros días, y el servicio de espionaje justificaba sus sueldos, tal como sucede hoy. Así se explica un curioso documento que contiene la síntesis de una carta dirigida por don Enrique Umaña Barragán a su padre, tal como lo enviaron los espías del gobierno colonial a las autoridades del virreinato: "El barco de Cádiz -dice el informe policíaco- salió el 9 de marzo y llegó a la Guayra el 2 de abril, y trajo carta de Enrique Umaña, provisto corregidor de Zipaquirá, para Ignacio Umaña. Le avisa que el 25 de enero viajaron los Reyes a Aranjuez y el 26 fue un "día terrible en Madrid; que en aquel día, de nueve de la mañana a dos de la tarde, fueron ahorcados y arcabuceados 73 personajes entre quienes se cuenta el Príncipe de la Paz (ahorcado), que habla sido conducido desde la Alhambra de Granada el 9 de enero; doce guardias de corps, quince monteros, dos consejeros, dos ministros y varias otras personas de distinción; que se confiscaron sesenta millones a Godoy; que se embargaron 400 mil Ps. más que Godoy había impuesto a favor de la Tudó; que la plaza mayor de Madrid fue ocupada por 120 hombres de tropa, a cuyo efecto había entrado el 17 de diciembre Thalleyrant (sic) en Madrid, y el 29, el emperador de los franceses por Barcelona; que el 28 de enero se celebraron en Aranjuez las bodas de nro. Príncipe de Asturias con la sobrina del emperador." El informe lleva data de Santafé, a 12 de mayo de 1808. De nuevo en Santa Fé de Bogotá Era ya su hora de que el hermano mayor de los Umaña Barragán se reintegrara a los suyos, casado, con un hijo y en vísperas de cumplir 37 años de edad. Su padre, don Ignacio, iba envejeciendo -tenía ya 63 años- y de los diez hijos que tuvo solamente quedaban en el hogar las dos mujeres 163
menores: doña Bibiana y doña María Gertrudis. De los ocho restantes, los dos hombres mayores y tres mujeres habían casado; otros dos, un hombre y una mujer, habían muerto, y don León José, futuro edecán del Libertador y vencedor en Bomboná, se encontraba en Francia adelantando sus estudios. Don Enrique desembarcó en Cartagena a mediados de marzo y procedió a dar inmediato aviso de su llegada al virrey, don Antonio Amar y Borbón, quien le respondió en los siguientes términos: "Por la carta de V.m. de 20 de último marzo quedo enterado de su arribo a ese puerto con toda la familia y demás que refiere; y agradeciendo a V.m. sus atentas expresiones, estoy con deseos de manifestarle mi consideración y aprecio. Dios guarde a V. M.... etc. Santa Fé, 14 de abril de 1809. Antonio Amar. Señor don Enrique Umaña, Corregidor electo de Zipaquirá. Cartagena". La Época del Terror Vino luégo el 20 de julio de 1810 y los Umañas se conservaron fieles a sus ideales democráticos y republicanos, como lo demuestra el testamento de don Ignacio, firmado en 1815, cuando ya se aproximaba a los 70 años de edad, en el cual no usa sino el exclusivo tratamiento implantado por la Revolución Francesa: ciudadano o ciudadana. Don Enrique se puso en estos años al frente de los intereses familiares, pero sin abandonar nunca sus investigaciones y estudios científicos de mineralogía, y bien pronto nuevos chiquillos gatearon por los corredores de Tequendama. Uno de ellos, a quien se bautizó con el nombre de Manuel, vino al mundo el 29 de junio de 1812 y estaba destinado a prolongar la línea familiar de los Umañas de Tequendama, al entroncar con doña Emilia Santa María Rovira. Y llegó el año de 1816, que dio principio a la llamada Epoca del Terror. Entró a Santa Fé el general gallego don Pablo Morillo, conde de Cartagena y marqués de la Puerta, y se instaló el Tribunal de Purificación en la casa solariega de los Azuolas, situada en el ángulo suroeste de la esquina de la carrera 10 con calle 12, hoy comprendida en el decreto de la Alcaldía que impide la demolición de ciertos valiosos edificios coloniales. Por allí pasaron, y fueron purificados con multas de 1.500 y 600 pesos, respectivamente, don 164
Santiago Umaña Sanabria y su hijo, don José Vicente Umaña Barragán; y con multa de 1.000 pesos don José Ignacio Umaña Barragá hermano del doctor Enrique, primos hermanos dobles estos últimos de don José Vicente. Y al primero de ellos se le obligó también a que contribuyera con 7.000 pesos más para las Cajas Reales 11, como sanción por haber sido uno de los representantes por Santa Fé que, el 13 de junio de 1815, aprobaron la reforma de la Constitución del ano 12. Imposible era que don Enrique Umaña, el conspirador del año 94, pasara inadvertido para los Pacificadores, y así fue como el 28 de mayo de 1816 ordenó Morillo que se le abriera causa, al frente de la cual actuó el juez Francisco Jiménez, quien, sin escuchar las razones del defensor, don Miguel Romo, dictó sentencia para que el reo "sufra la pena de ser pasado por las armas, por las espaldas, como traidor a su Rey." La tradición familiar Refiere la tradición familiar que, estando condenado a muerte don Enrique Umaña Barragán, se presentó ante Morillo la esposa de aquél, doña Vicenta Manzaneque, y le manifestó categóricamente: -Usted no puede hacer fusilar a mi esposo, porque yo soy hija de su amigo Gregorio Sánchez Manzaneque. Cierta o no, la versión de familia es muy creíble; y se basa en que, según se afirma, 'el padre de doña Vicenta, a más de amigo, fue protector de Morillo en alguna época. Lo cierto es que el Pacificador ordenó que el expediente pasara al auditor de guerra, Faustino Martínez; que se reunió de nuevo el consejo de guerra atendiendo indicaciones del propio Morillo; que se escuchó a la defensa y se oyeron las exculpaciones del reo, y que, finalmente, fue éste declarado libre de todo cargo y puesto en libertad. Verídica o no la tradición, es mucho más bella y digna de creerse que las razones de algunos historiadores para explicar esta excepcional absolución: según aquéllos, se debió a que entonces aún observaban los Pacificadores el procedimiento jurídico español, que abolieron más tarde. Es esta una razón muy endeble, puesto que en el primer proceso, que culminó con la condenación de don Enrique Umaña, y en otros de la misma época, también se echaron en saco roto las normas jurídicas de rigor.
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Gobernante de la República Libre y muy libre volvió entonces a sus quehaceres habituales el hacendado de Tequendama. Ya había doblado la cuarentena -esquina definitiva de la vida- y ésta se presentaba dificil en el virreinato, aún para los hombres más ricos. Su madre había fallecido en la hacienda de Junca tres años antes; don Ignacio tenía ya 70 años y, completamente ciego, estaba próximo a morir. Los meses corrieron y corrieron los años. Llegó el triunfo de Boyacá y se estableció la República. El general Santander asumió el poder y el 26 de enero de 1821 nombró a don Enrique Umaña gobernador político de la provincia de Bogotá, cargo en el cual se preocupó especialmente por reglamentar la educación pública. Regresó a la vida privada -no era, afortunadamente, un político profesional- y en 1825 figuró de nuevo como intendente del departamento de Cundinamarca. Fue éste el último servicio público que prestó a su país, y desde entonces hasta el día de su muerte, ocurrida el 10 de diciembre de 1854, a los 82 años de edad, distribuyó su vida entre el hogar, la administración concienzuda de sus intereses y el cultivo de la ciencia mineralógica, que nunca abandonó , mientras tuvo el sentido de la vista, pues, como su padre, cegó al final de su vida. Fue inhumado en el cementerio central, en un monumento en el cual, siguiendo los dictados de la moda imperante, hicieron grabar sus hijos unos versos -¡que Dios se los haya perdonado!- -que decían as!: "Que otros derramen lágrimas y flores Sobre la tumba en que su orgullo encierra; El polvo que dejaron sus mayores, Que dio la tierra y reclamó la tierra. Nosotros, padre, la oración enviamos A nuestro Dios omnipotente y bueno, Que recibe a los justos en su seno Y así consuela a los que aquí lloramos." Años después de su muerte, en julio de 1910, los estudiantes, con memoria más fiel que los historiógrafos, consagraron una placa de mármol a sus compañeros próceres de la Independencia, en la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad Nacional, con la siguiente leyenda: "A José María Cabal, Sinforoso Mútiz, Enrique Umaña, Pablo Uribe, José María Durán y demás estudiantes procesados con Nariño en 1794 y precursores de la Independencia." ¿Existirá aún? 166
Notas 1. Tan grave deficiencia tiende ya a remediarse, y para elaborar las biografías de los hombres que han dado lustre al pensamiento y a la ciencia colombianos, la Academia Colombiana de Historia comisionó a los miembros de su seno doctor Jorge Álvarez Lleras y señor Jorge Ricardo Vejarano. 2. No es exageración. En un conocido diccionario biográfico, en gran parte copiado del de Scarpetta y Vergara, se ignora al prócer de que venimos tratando y, en cambio, se incluye la biografía de un niño prodigio de 14 años, que hoy tendrá 33, si aún vive prodigiosamente, de quien nadie ha tenido jamás noticias. 3. "Nariño", por Jorge Ricardo Vejarano. 4. Sobre el particular pueden verse los memoriales elevados a las autoridades por el padre del prócer, que corren publicados en la obra "Causas célebres a los Precursores", según documentos tomados del Archivo General de Indias, de Sevilla, por don José Manuel Pérez Sarmiento. 5. Casi seguramente, de Santa Fé salieron los presos en los primeros días de diciembre de 1795. 6. Este documento y otros muchos interesantísimos forman parte del archivo de papeles de familia que don Manuel Vicente Umaña Santa María transfirió al mayor de sus sobrinos, don Manuel Umaña Camacho, y que hoy conservan los hijos de éste, don Raimundo y don Manuel Umaña Piedrahita. 7. Don Gregorio Sánchez Mayoral y Manzaneque fue hijo de don Manuel Sánchez Mayoral y de doña Josefa Manzaneque. Abuelos paternos: don Alfonso Sánchez Mayoral y doña María Martín Rubio; abuelos maternos: don Juan Manzaneque y doña Isabel de la Zerda. 8. Cuando don Lorenzo Marroquín de la Sierra llegó a Madrid desde su tierra natal, Laredo, conoció allí a don Gregorio Sánchez Manzaneque y se hizo amigo suyo. Indudablemente, éste animó a don Lorenzo a viajar a Santa Fé, y a partir de 1785 se cruzaron cartas constantemente los dos amigos, hasta que la muerte de don Gregorio rompió el hilo epistolar. 9. En el cementerio central nuevo, a la derecha de la entrada, está el mausoleo de la familia, que hizo construir don Manuel Umaña Manzaneque en 1863. 10. Como es práctica usual en los linajes españoles, el apellido patronímico Sánchez desapareció y quedó únicamente el Manzaneque. Igual cosa pudiéramos anotar en el caso de los hijos de don Manuel de Bernardo Alvarez del Casa¡,
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quienes suprimieron el apellido Bernardo; en el de los Fernández de Pardo; en el de los Vásquez de Molina; en el de los Ramírez de Carrizosa, etc. 11. De la importancia de esta suma da idea el hecho de que para pagarle al general Santander 20.000 pesos que aportó para la causa de la Independencia, hubo necesidad de adjudicarle la hacienda de Hato Grande y una casa en la Primera Calle Real.
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Capítulo VII
Historial de "Tequendama" A Jaime Umaña de Brigard. El hacendado y prócer don Enrique Umaña aumentó notablemente su fortuna y cuando hizo testamento, en el mes de junio de 1841, la distribuyó entre sus cuatro hijos en la siguiente forma: Al mayor, don Enrique Benito, le dejó la hacienda de El Hato de Córdova, situada en la región de El Corzo, términos de Facatativá, que había comprado en 1836 a don Joaquín Pardo y Pardo 1, a don Manuel y a don Eugenio les legó la hacienda de Tequendama, y don Eusebio recibió otras fincas por herencia. Pero ocurrió que don Eugenio, llamado a ser codueño de la heredad familiar, falleció antes que su padre a causa de un tremendo resfriado que le sobrevino por haber permanecido varias horas entre una laguna, con el agua a la cintura, llevado por sus aficiones cinegéticas; y posteriormente murió el primogénito, don Enrique Benito, solterón decidido, quien había vendido El Hato de Córdova e impulsado la fundación de una gran hacienda en tierras de la antigua Aguas Claras, en Sibaté. Finalmente, como es obvio, tan cuantiosos bienes vinieron a agruparse en las manos de don Manuel y de don Eusebio, y aquél vino a quedar por único dueño de Tequendama y de la estancia de Sibaté, que llevó el nombre de San Benito, al paso que don Eusebio se hacía a la propiedad de la valiosísima hacienda de La Chamicera, cuyo historial nos es ya conocido, y de El funcal o Los Pantanos. El nuevo hacendado de "Tequendama" Don Manuel Umaña Manzaneque fue, como el bisabuelo que compró la heredad, un perpetuo enamorado del campo, de la tierra, de los cereales peinándose al viento, del caballo y de la vaca, del perro y de los pajarillos. Sanote, caritativo, rígido ante el cumplimiento del deber y muy franco, casi bruscote, en el hablar. De él se cuenta que en alguna ocasión llegó a conmoverlo una vieja beata y pedigüeña, dizque porque necesitaba mandar decir diez misas que había ofrecido y que le valdrían otros tantos pesos. Don
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Manuel la dejó terminar- su bien perjeñado discurso, y entonces le dijo, poniéndose de pies: -Su caso y el mío son iguales, señora: porque yo también ofrecí darle diez patadas a alguien y estoy buscando en ¡quién cumplir mi promesa! El nuevo dueño de la hacienda había nacido en Santa Fé en 1812. Hombre de carácter íntegro y de poderosa inteligencia comercial, llegó a ser el hombre más rico de su tiempo, a quien se debe la simplificación de los entierros, que antes se revestían de un boato excesivo y desagradable para los deudos. Contrajo matrimonio con doña Emilia de Santa María y Rovira 2 en 1847, y murió en Bogotá en 1886, veintidós años después del fallecimiento de su esposa, ocurrido en 1864. En su larga vida don Manuel se mostró siempre como un verdadero titán del trabajo creador: engrandeció la hacienda de La Chucua 3, en Soacha, formada, en parte, sobre tierras de los primitivos resguardos indígenas y, el resto, al desecar los pantanos de donde se originó el nombre, la cual llegó a extenderse hasta cerca de Bosa; adquirió las más valiosas residencias bogotanas; perfeccionó los sistemas agrícolas y ganaderos en sus estancias y fue de los primeros en usar los arados ingleses, importados, por primera vez a Colombia, por su suegro don Raimundo de Santa María; trajo gran cantidad de sementales vacunos de las razas más finas, lo mismo que los primeros caballos percherones, y cuando se celebró la gran exposición agrícola del año 1880, el jurado calificador, integrado por el Secretario de Fomento, don Gregorio Obregón; el Comisario Nacional de Agricultura, don Carlos Michelsen; el director del Instituto Agrícola, don Juan de Dios Carrasquilla, y el presidente de la Sociedad Agrícola, don Salvador Camacho Roldán, le concedió el "Gran Premio", consistente en 1.000 pesos y un diploma de honor, por haber introducido y fomentado las razas de caballos pequeños de La Perche, empleados en el tiro de ómnibus en París; de carneros Soothdown; de vacunos Durham -cuyos ejemplares ganaron medalla de oro en la exposición-, y de burros catalanes de gran tamaño para mejorar la raza mular; por haber conservado la raza de ovejas Costwold, introducida por el gobierno de Cundinamarca, que estuvo a punto de desaparecer; por haber contribuido a la conservación y propagación de la raza pura de carneros merinos de Negrette; por haber formado y propagado una excelente raza criolla de caballos de viaje -los chucuanos-, y por haber
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introducido y usado en sus trabajos herramientas y maquinaria agrícola modernas. A pesar de la prematura muerte de su esposa, don Manuel logró levantar y educar a su numerosa familia, compuesta de cinco varones y cuatro mujeres, y a estas últimas les legó las mejores fincas urbanas de Bogotá. Los hombres heredaron ricas haciendas en la Sabana, según se verá más adelante, pues en este lugar se impone la transcripción de la parte pertinente del relato de un paseo a la región que hizo el diplomático don Miguel Cané por aquellos años, cuando pocos le quedaban ya de vida a don Manuel Umaña Manzaneque: Un capítulo de "En Viaje" "Los visitantes comunes del Salto hacen noche en Soacha, para madrugar al día siguiente y llegar a la catarata antes que las nieblas la hagan invisible. Pero nosotros íbamos con el señor de la comarca, pues la región de Tequendama pertenece a la familia Umaña, por concesión del Rey de España, otorgada hace doscientos y tantos años 4. Nos dirigíamos a una de las numerosas haciendas en que está subdividida, la de San Benito, a la que llegamos cuando la noche caía y el viento fresco de la Sabana abierta empezaba a hacemos bendecir los zamarros y la ruana cariñosa. Allí nos esperaba una verdadera sorpresa, en la mesa luculiana que nos presentó el anfitrión, con un menú digno del Café Anglais, y unos vinos, especialmente un oporto feudal, que habría hecho honor a las bodegas de Rottischild. ..."Luego de haber seguido el río por espacio de media hora' gozando de los panoramas más variados y grandiosos que pueden soñarse, nos apartamos de la senda y comenzamos a trepar la montaña. El ruido de la cascada, que empezábamos a oír distintamente, se fue debilitando poco a poco. No había duda que nos alejábamos del Saltos 5. Era simplemente una nueva galantería de Umaña, que quería mostramos la maravilla, primero, bajo su aspecto puramente artístico, idealmente bello, para más tarde llevamos al punto donde ese sentimiento de suave armonía que despierta el cuadro incomparable, cediera el paso a la profunda impresión de terror que invade el alma, la sacude, se fija allí y persiste por largo tiempo. ¡Oh! ¡por largo tiempo! Han pasado algunos meses desde que mis ojos y mi espíritu contemplaron aquel espectáculo estupendo y aún, durante la noche, me
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sobresalto con la sensación del vértigo, creyéndome despeñado al profundo abismo. "De improviso apareció, en una altura, la poética hacienda de Cincha, desde la que se distingue una vista hermosísima 6. A la izquierda, la curiosa altiplanicie llamada La Mesa, que se levanta sobre la tierra caliente. A la derecha, Canoas, con las faldas de sus cerros verdes y lisas, donde se corre el venado, soberbio y abundante allí. Abajo, San Antonio de Tena, medio perdido entre las sombras de la llanura y las luminosas ondas solares. Todo esto, contemplado por entre la abertura de un bosque y al borde de un precipicio, donde el caballo se detiene estremecido, prepara el alma dignamente para las poderosas sensaciones que le esperan. "Empezamos el descenso por sendas imposibles y en medio de la vigorosa vegetación de la tierra fría, pues respiramos una atmósfera de 13 grados centígrados. Pronto dejamos los caballos y continuamos a pie, guiados por entre la maleza, las lianas y los parásitos que obstruyen el paso, por dos o tres muchachos de la hacienda que van saltando sobre las rocas gregaras y los troncos enormes tendidos en el suelo, con tanta soltura y elegancia como las cabras del Tirol. "Así marchamos un cuarto de hora conmovidos ya por un ruido profundo, solemne, imponente, que suena a la distancia. Es un ruido grave y monótono, algo como el coro de gigantes impotentes al pie de la roca de Prometeo, levantando sus cantos de dolor para consolar el alma del vencido... -¡Preparad el alma, amigo! "Quedarnos estáticos, inmóviles, y la palabra, humilde ante la idea, se refugió en el silencio. Silencio imprescindible, fecundo, porque a su amparo el espíritu tiende sus alas calladas y vuela, vuela lejos de la tierra, lejos de los mundos, a esas regiones, vagas y desconocidas, que se atraviesan sin consciencia y de las que se retorna sin recuerdo. (El autor de "En Viaje" hace luégo una emocionada descripción del panorama de las tierras bajas y de la vista del Salto, visto a distancia, tal como lo admiró él desde el lugar preciso en donde hoy se levanta el moderno hotel de los Ferrocarriles Nacionales, y como lo conocen actualmente todos los bogotanos; y en seguida escribe):
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"Así permanecimos largo rato sin cambiar más palabras que las necesarias para indicarnos un nuevo aspecto del paisaje, cuando sonó la voz tranquila de Umaña, invitándonos a desprendernos del cuadro, porque el día avanzaba y nos faltaba aún ver el Salto. "-Pero no es posible, amigo, encontrar un punto de mira más propio que éste -le dije con el aspecto suave de¡ que pide un instante más. "-Usted ha visto un panorama maravilloso; pero le falta aún la visita íntima, cara a cara con el torrente, la visita que hicieron Bolívar, Humboldt, Gros, Zea, Caldas, uno de los Napoleones, y en el remoto pasado Gonzalo Jiménez de Quesada y los conquistadores atónitos. "Nos pusimos en marcha, trepando a pie la misma senda que con tanta dificultad habíamos descendido. Una vez montados, recorrimos de nuevo el camino hecho, pero en vez de subir a Cincha, bajamos nuevamente por una senda más abrupta aún que la anterior. La vegetación era formidable, como la de todo el suelo que se avecina al Salto, fecundado eternamente por la enorme cantidad de vapores que se desprenden de la cascada, se condensan en el aire y caen en forma de finísima e impalpable lluvia. El ruido era atronador, la nota grave y solemne de que he hablado antes, había desaparecido en las vibraciones de un alarido salvaje y profundo, el quejido de las aguas atormentadas, el chocar violento contra las peñas y el grito de angustia al elevarse el álveo y precipitarse en el vacío. Marchábamos con el corazón agitado, abriéndonos paso por entre los troncos tendidos, verdaderas barreras de un metro de altura que nos era forzoso trepar. No habituado aún el oído al rumor colosal, las palabras cambiadas eran perdidas. "De improviso caímos en una pequeña explanada y dimos un grito: las aguas del Salto nos salpicaban el rostro. Estábamos al lado de la caída, en su seno mismo, envueltos en los leves vapores que subían del abismo, frente a frente al río tumultuoso que rugía. La apertura de la cascada, formando la cuerda que uniría los dos extremos de la inmensa herradura o semicírculo, tiene una extensión de 20 metros. Las aguas del río se encajonan, en su mayor parte, en un canal de cuatro a cinco metros, practicado en el centro, y por él se precipitan sobre un escalón de todo el ancho de la catarata, a cinco o seis metros más abajo, donde rebotan con una violencia indecible y caen al abismo profundo con un fragor horrible.
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"Sobre el Salto mismo existe una piedra pulida e inclinada 7, que úno trepa con facilidad, y dejando todo el cuerpo reposando en su declive, asoma la cabeza por el borde. Así, dominábamos el río, el Salto, gran parte de la proyección de la masa de agua, el hondo valle inferior y de nuevo el Funza, serpeando entre las palmas, en las felices regiones de la tierra templada. "Cuando nos dejamos deslizar por la suave pendiente de la piedra y nos reunimos alrededor del almuerzo que estaba ya preparado allí mismo, nos notamos los rostros pálidos y el respirar fatigoso. Una grave pesadez nos invadía, un deseo imperioso de dejarnos caer al suelo y dormir, dormir largas horas. Es el fenómeno constante después de toda emoción profunda, consejo instintivo de la naturaleza, que exige la reparación de la enorme cantidad de fuerza gastada." Prosigue el historial de la hacienda Nunca quiso don Manuel Umaña hacer testamento y sobre el reparto de su fortuna impartió instrucciones verbales que sus hijos cumplieron religiosamente. La hacienda de Tequendama, propiamente dicha, con las montañas y bosques del Soche las había cedido en vida a su hijo Enrique, el día en que éste contrajo matrimonio con doña Tulia Suárez Santander, nieta del "Hombre de las Leyes", con el fin de que no se sintiera nunca en condiciones de inferioridad ante su acaudalada esposa. Don Enrique, cuarto hijo entre los varones, fue casado tres veces y de las tres uniones dejó descendencia: al enviudar de doña Tulia Suárez casó con doña Julia Umaña Azuola y, en terceras nupcias, fue luégo esposo de su sobrina carnal doña Margarita Herrera Umaña. En cuanto a sus otros hermanos, en orden de edad, recibieron por herencia las siguientes conocidas haciendas: Don Manuel Vicente, esposo de doña Margarita Campuzano, La Chucua, en Soacha. No dejó descendencia y la finca está hoy dividida en dos partes: la que pertenece a su sobrina doña Tulia Umaña Suárez de Vargas y la que compraron los señores David y Ernesto Puyana. Don Eugenio, quien casó con doña Magdalena de Mier, San Benito, en Sibaté. Tampoco dejó descendencia, y a él y a su esposa los heredaron el Seminario Conciliar, la Beneficencia de Cundinamarca y don Julio de Mier.
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Don Raimundo, El Charquito y Cincha, que formaban parte, hacia el sur, de la antigua Tequendama. Fue casado también tres veces y hay descendencia de los tres matrimonios: la primera, con doña Gregoria Camacho Carrizosa; la segunda, con doña Carmen Barreto Mútiz, y la tercera, con doña Isabel Lara Ricaurte. Don Raimundo compró a su hermano Enrique las tierras del Soche, que agregó a su heredad y que conservó hasta su muerte, ocurrida a principios de 1916. Don Carlos, presbítero después de haber brillado en el siglo mundanamente y como músico inspiradísimo, La Chucuita, en Soacha, que legó al Seminario Conciliar y que hoy es pertenencia de don Carlos Sanz de Santamaría. El cambio final de propietarios Don Enrique Umaña Santa María poseyó la estancia de Tequendama a lo largo de su vida y a él se debe la construcción de la actual casona residencial. Fue hombre de empresa, y en un típico edificio que levantó detrás de aquélla, sobre el tajo del Muña, montó un molino de trigo, cuya maquinaria sirvió más tarde como base para la fundación de la "Industria Harinera" de Bogotá, en compañía de don Nicolás Camargo y de don Eustacio Sanz de Santamaría. Al morir legó la hacienda a sus hijos Jorge, Enrique y Eusebio Umaña Umaña, quienes la disfrutaron por cortos años, durante los cuales fundó el primero de ellos, en compañía de don Pablo Emilio Esguerra, y en la casa que había sido el molino, una pasteurizadora de leches, esfuerzo que resultó prematuro y que no dio resultado. Tequendama fue comprada, finalmente, hace alrededor de un cuarto de siglo, por don Nemesio Camacho y de éste la heredaron su hija y su yerno, quien la posee actualmente. Pero buena parte de los ubérrimos potreros de antaño yacen hoy dormidos bajo las aguas de la gran laguna que construyeron las Empresas Unidas de Energía Eléctrica, al represar el río Muña, y sobre cuya superficie se celebran periódicamente regatas de balandros; y otra parte de aquéllos fue adquirida por poderosas empresas industriales, que levantaron fábricas y campamentos para talleres y para residencias de centenares de empleados y obreros, que han aplebeyado completamente la antigua y hermosa heredad.
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Notas 1. Años más tarde volvió a pertenecer a la familia Pardo -en la persona de un sobrino-nieto de don Joaquín: don Luis María Pardo y Pardo- la heredad de El Halo de Córdova, que hoy, dividida entre El Hato y Moyano, conservan sus descendientes. Don Luis María era biznieto del brigadier don Andrés Pardo y González, tronco de la familia, quien vino a Panamá en 1753 con el virrey Solís, como tesorero de la Real Caja. En dicha ciudad contrajo matrimonio con doña Josefa Gregoria Otálora Jaramillo de Andrade y más tarde se estableció la familia en Santa Fé de Antioquia, en donde murió el brigadier en 1799 familia en Santa Fé de Antioquia, en donde murió el brigadier en 1799. 2. Datos pormenorizados sobre esta familia se verán más adelante, en el capítulo dedicado a la hacienda de El Vínculo. 3. Chucua: palabra de origen chibcha que significa pantano, lodazal, ciénaga. 4. Don Miguel Cané exageró no poco en esto de los años. Cuando aparce . o -En Viaje", en 1913, Tequendama llevaba en poder de los Umañas 139 años, y a excursión al Salto la hizo 30 años antes de publicar su libro. El error provino posiblemente, de la Cédula Real sobre propiedad de las tierras, pero es bien sabido que la hacienda la compré don Juan Agustín de Umaña a don Santiago Rebollar en 1774. Esta Cédula Real existe hoy en poder de don Luis Camacho Matiz, hijo del comprador último de la estancia. 5. Entonces no existía la Energía Eléctrica ni don Raimundo Umaña Santa María había comenzado a construir la casa de El Charquito ni la actual carretera entre este lugar y el Salto. Pero de dicho sitio arrancaba el camino que subía para la boca del Monte y se dirigía luégo al sur, por arriba de las actuales haciendas de Cincha y San Francisco. 6. Hoy, para llegar a la casa de Cincha, se sube por Bogotacito. Entonces, por el viejo camino, la casa quedaba abajo de él, como aún puede verse. En este párrafo alude don Miguel Cané al panorama que se admira desde los cerros que dominan el llamado Mirador, un kilómetro, aproximadamente, abajo del Salto, tierras todas que se llamaban Cincha, pues el nombre de San Francisco, dado a esta parte extrema de la antigua Tequendama, es posterior. 7. La llamada actualmente Piedra de los Suicidas. Solamente que los suicidas del Salto son todos modernos, de los últimos cincuenta o sesenta años.
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Capítulo VIII
El Mojan de "Tequendama"
A María Teresa del Castillo Pardo, el día en que hizo sus primeros pinitos. La heredad de Tequendama carece de espanto; pero, en justa compensación, su moján goza de merecido renombre. Desde tiempo inmemorial se sabe que este genio tutelar de los patrones de la hacienda gusta, en las noches serenas, de sentarse a espaldas de la casona, dejando balancearse los pies sobre el tajo del Muña, en tanto que chupa su eterno chicote, siempre humeante, que ahuyenta a los habitantes de la región en cuanto divisan, a distancia, el puntito rojo de la candela. Pero no es extraño tampoco tropezarse con él, especialmente en las noches obscuras y nubladas, en la recta de Tequendama y en los caminos de la región, modestamente vestido de pana, cubierto con sombrero jipa, de abrigado bayetón visible por el lado rojo, calzado con alpargatas y chupeteando la famosa colilla de brillante lumbre, que nunca retira de los labios. La leyenda dice que el moján no puede ser visto de día, por mandato de su dios Bochica, y mientras el sol alumbra la tierra permanece escondido en su cueva, que se abre en los acantilados de Canoas, desde donde cortó, no hace demasiados años, las amarras del andamiaje que habían hecho para construir el puente del Alicachín, a causa de lo cual cayeron al río dos hombres: un peón, que le invocó oportunamente, logró salvarse; el otro sujeto, de apellido Cifuentes, quien no creía en mojanes, ni en los rejos de las campanas tampoco, se ahogó entre aquellas tenebrosas y violentas aguas.
*** Un viejo mayordomo de El Charquito, llamado Juan de la Cruz Prieto, de figura no poco cervantina y quijotesca y parla castiza, fue amigo personal del moján de Tequendama, con quien gustaba platicar sentados los dos en una gran piedra que hay al borde del río en la parte que llaman La Hondura. Juancho, el mayordomo, decía que el moján era quien había enseñado a los hermanos Enrique y José Ignacio Umaña Barragán el secreto de las vetas 177
carboníferas de Cincha, y que por esta razón hablan dividido entre ellos estas tierras del extremo sur de la hacienda, a pesar de que el último era más amigo de las fincas en climas un poco templados. Y afirmaba también que fue el propio moján quien indicó a un amigo de don Raimundo Umaña Santa María, a quien llamaban el Cabezó 1, la posibilidad de fundar la Energía Eléctrica aprovechando la caída del agua del Bogotá entre el Alicachín y El Charquito; pero don Raimundo no quiso -erradamente aconsejado por sus propios hermanos- ser socio de la empresa y prefirió vender la caída por 5.000 pesos oro, suma que entonces se consideró exagerada. Lo cierto es que el moján siempre prestó buenos servicios a los Umañas de Tequendama, y la heredad se trasmitió de padre a hijos al través de tantísimos años. Pero en cuanto dejó de ser pertenencia de la familia, parece como si hubiera abandonado esa parte de la hacienda y se hubiera radicado de preferencia hacia los lados de Cincha, postrero trozo de la vieja heredad que aún conservan los descendientes del tatarabuelo don Enrique; y en los últimos tiempos se le ha visto transitar por aquellos caminos y potreros, especialmente en las horas del amanecer, cuando los trabajadores de las minas de antracita concurren a su duro trabajo para evitarse el sofocante calor diurno de los siempre misteriosos socavones. Y se dice también que acostumbra penetrar a ellos, y aun ha sido visto al salir por la lumbrera, envuelto en humo y lanzando chispas de su perennal chicote.
*** El moján de Tequendama es una buena persona. Su más íntimo deseo fuera el de no asustar a nadie. Quienes le conocen, y no le temen, saben bien que cuando tropieza con un paseante nocturno que no le huye gusta de apagar disimuladamente su colilla para acercársele y entablar conversación, con el viejo pretexto: -¿Quiere usted prestarme su candela para encender mi chicote? Lo malo es que con frecuencia abandona bruscamente la compañía y se lanza en busca del río y de su cueva, a velocidad increíble; tal que apenas logra divisar en el aire el desprevenido sujeto, algo rojizo -la punta del característico bayetón- que desaparece entre las aguas y las rocas del lado de Canoas.
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¿Y qué tiene la virtud de poner en fuga al moján? Exclusivamente los automóviles que cruzan la carretera ráudamente. Les teme como al mismísimo chiras 2, con pavor apenas comparable al odio que siente por las fábricas que se han adueñado de los en otro tiempo ubérrimos potreros de la heredad. Por esto no gusta ya de acercarse hacia los lados de la casona, y hay quienes le han visto escupiendo rabiosamente hacia aquella parte próxima a la desembocadura del Muña en el Bogotá, al mismo tiempo que maldice, enfurecido, y arroja su chicote a las aguas de la represa, que hierven con violencia.
Notas 1. Don Santiago Samper, fundador de la Energía Eléctrica de Bogotá. 2. El diablo, en lenguaje familiar.
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Capítulo IX
"Cincha"
A la memoria de Emilia y de Manuel Umaña Camacho "Yo soy de las partes altas, donde llueve y no gotea: a mí no me asustan sombras ni bultos que se menean." A partir de El Charquito, hacia el sur y hasta los linderos extremos de la hacienda de Tequendama en la región del Salto, todas aquellas tierras llevaron primitivamente el nombre de potreros de Cincha, cuyo origen se desconoce, así como tampoco es posible precisar en qué época fueron incorporadas a la hacienda principal; pero el hecho evidente es que Cincha fue de los Umañas desde antes de que heredara a Tequendama don Ignacio. Como lo sabemos ya, don Enrique Umaña Barragán, dueño de la heredad matriz, poseyó también buena parte de las tierras de Cincha; y el resto de ellas, las situadas adelante de la casona residencial hasta donde se abren los montes sobre las tierras de clima templado, le correspondieron a su hermano don José Ignacio, quien las legó a su primogénito don Luis Umaña Barrero, esposo de doña Dolores Rivas Quijano; y de sus padres las recibió años después, por herencia, don Rafael Umaña Rivas, cuando ya llevaban el nombre de estancia de San Francisco, que aún conservan. La casa colonial de "Cincha” Cincha tiene una bella casona colonial que parece haber sido construída a principios del siglo XVIII y que hoy se yergue en lo alto, cuidadosamente restaurada, como una de las más atrayentes de la Sabana. Seguramente en ella vivieron, en algunas épocas, miembros de la familia, pues se sabe de nacimientos y de defunciones ocurridos en sus amplias alcobas. Pero nunca debió ser lugar de habitual residencia de los dueños, indudablemente a causa de las dificultades para llegar allí por el camino viejo de la Boca del Monte, y tal vez por ser demasiado húmeda; pero, en cambio, la historia nos narra que en los años de la Independencia estuvo oculto en ella don Miguel Ibáñez, huyendo de los Pacificadores 1. Y es seguro que aún después de que se desmembró de aquélla la estancia e San Francisco, don 180
José Ignacio y su hijo Luis la habitaban graciosamente, por no haber otra en la región. Las minas de carbón La totalidad de la primitiva hacienda de Cincha tenía una extensión superior a mil fanegadas. Poco fértiles las tierras en su superficie, el subsuelo representaba la fortuna familiar de los nietos, con sus riquísimas minas de carbón mineral de excelente clase, que se complementaban con los bosques del Soche, los cuales entregaban la madera necesaria para los trabajos de entibación. En un principio -y hace pocos lustros- la explotación de las minas era rudimentaria y difÍcil, especialmente a causa de los transportes; pues si bien don Raimundo Umaña Santa María construyó, a su costa, buena parte de la actual carretera de Tequendama hacia el Salto, el acarreo del mineral era necesario hacerlo hasta Chusacá, punto extremo a donde llegaba el ferrocarril, y esto recargaba enormemente los gastos. Y, por otra parte, el consumo de los trenes y el de las estufas de Bogotá era demasiado reducido. Así, pues, ninguno de los viejos dueños de Cincha pudo nunca sacar mayor beneficio de riqueza tanta. Separación completa de "San Francisco" Y los años corrieron. La desmembración de San Francisco correspondióle en propiedad a don Rafael Umaña Rivas, a quien, como al indio del cuento, "a más de los vicios necesarios le dio por beber a deshoras". Tremendamente esforzado, gran tocador de instrumentos de cuerda, poco amigo del trabajo regular y heroico, en la región se afirma que sacó un santuario que estaba oculto en las rocas de Canoas sobre el Alicachín, que otros habían buscado antes siempre en vano, atraídos y engañados, a un mismo tiempo, por una luz misteriosa; y aún hoy es posible ver el hueco en donde estuvo escondido, tal vez por espacio de siglos, el malhadado tesoro 2. Pues es lo cierto, al decir de quienes narran esta historia, que don Rafael ignoraba que antes de tocar el oro de una guaca es menester arrojar sobre ella un escapulario del Carmen o unas gotas de agua bendita; y como el dueño de San Francisco omitió cumplir tan importante requisito, bien pronto la fatalidad se cebó en él y en los suyos. Se vio obligado a sacar la finca a remate y tuvo que abandonar la comarca, en unión de su esposa, doña Celestina Rincón, y de sus hijos 3.
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A la propiedad de San Francisco se hicieron los señores Casimiro y José Calvo, quienes la engrandecieron con nuevos potreros situados abajo de la casona de Cincha, que les vendió don Raimundo Umaña Santa María, y más tarde -hace poco más de un cuarto de siglo- sus minas carboníferas tomaron aspecto comercial de plena solidez al comprar doscientas fanegadas de bosques del Soche a don Carlos Umaña Barreto. Los señores Calvo quienes también fueron los vendedores de ciertos terrenos aledaños al Salto para la entonces recién fundada Compañía Nacional de Electricidad 4, mediante el pago de $ 30.000-, legaron la finca a sus herederos, quienes actualmente la poséen. Prosigue el historial de "Cincha" Los potreros de Cincha en poder de don Raimundo Umafla tenían de extensión más de 500 fanegadas; pero con la venta anteriormente dicha y con otra que hizo en la parte alta de la finca a Víctor Sarmiento, disminuyó su tamaño total en algo así como un veinte por ciento. Esta es la actual heredad, que recibió por herencia don Manuel Umaña Camacho y de que hoy disfrutan, proindivisa, su, hijos. En los días en que don Miguel Cané conoció el Salto de Tequendama, don Raimundo se dedicaba a arreglar la casona de la estancia, en vísperas de contraer matrimonio con su primera esposa, y a él se debe la gran alberca para bañarse los dueños, que data del año 81. Algún tiempo después llegó una tarde a Cincha la noticia de que el padre de la señora Gorita -como llamaban familiarmente a la joven esposa-, don José Camacho Roldán, había sido reducido a prisión por orden del gobierno conservador. Aquello fue terrible, dado el estado en que se hallaba doña Gregoria Camacho Carrizosa, y hubo necesidad de hacer un viaje penosísimo, gran parte de él en carro de yunta, para poder llegar oportunamente al seno de la angustiada familia residente en Bogotá. A lo dicho, y posiblemente al excesivo frío que domina en la vieja casa, se debió que don Raimundo Umaña determinara construír la de El Charquito para residencia principal de los hacendados, la cual fue vendida por sus herederos, hace pocos meses, a las Empresas Unidas de Energía Eléctrica. Y cuando dicha casa estuvo terminada, la de Cincha fue destinada a escuela para los hijos de los trabajadores de la hacienda.
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La restauración de la casona de Cincha, para de nuevo convertirla en morada de los dueños, se debió a don Manuel Umaña, quien tuvo buen cuidado de conservarle el señorial patio de gruesas baldosas de piedra, que llena la espesa niebla la mayor parte de los días del año, y la tan característica habitación alta, desde cuyos ventanales y balcones se domina gran parte de las tierras circunscritas a la heredad. El espanto de "Cincha" Tiene la vieja casa de Cincha -¿y cómo pudiera faltarle?- su tradicional espanto que arrastra cadenas, que rompe frecuentemente la vajilla y que da tremendos golpes en la maciza puerta principal, que gira sobre chirriantes goznes férreos. A su presencia lóbrega se debe que muchos hayan creído que los coloniales muros guardan en sus entrañas un rico tesoro, pero la realidad es que se trata de un espanto que viene de siglos anteriores a la Conquista. Esto se debe a que bajo el verde carretón de un potrero vecino a la casona, que lleva el nombre de El Cementerio, hay centenares de tumbas indígenas, que están bajo la custodia del espanto de Cincha. De estas tumbas se han abierto algunas, más a título de curiosidad que por otra cosa, y lo que dentro de ellas se encuentra es siempre igual y no vale el trabajo de la excavación: los restos de un pobre indio, y a su lado, en mayor o menor cantidad; unas cuantas ollas y chorotes primitivos, irremediablemente vacíos. Dos tragedias en las minas Recuerda la memoria de los habitantes de la región dos hechos trágicos ocurridos dentro de las minas carboníferas de Cincha, hace no menos de treinta años. El primero tuvo lugar con ocasión de que se desplomó una de las galerías auxiliares y quedaron dentro, prácticamente enterrados vivos, varios trabajadores. La labor de salvamento fue agobiadora y terrible, pero no perdida: al cabo de muchas horas fue posible rescatar sanos y salvos, a algunos de los mineros, pues únicamente murieron aquéllos a quienes cayó encima la roca al cerrarse, después de que hubo triturado, como si fueran palillos dentales, los fuertes troncos con los cuales se apuntalan, a medida que se adelanta en la labor, los obscuros y asfixiantes socavones. El segundo suceso fue de orden criminal, promovido por celos, según parece, y ocurrió así: dos mineros cumplían determinada tarea en el fondo 183
de una de las más profundas galerías y una tarde salió únicamente uno de ellos. El compañero dejó de concurrir al trabajo en los días subsiguientes y nadie le dio mayor importancia al asunto, hasta que, ocasionalmente, otro trabajador se arrastró hasta el lugar destinado a la pareja dicha y encontró el cadáver de uno de aquéllos clavado a la veta carbonífera con la barra de picar el mineral, que lo había atravesado por mitad del cuerpo. Y al pie del muerto, el carro de bola 5 a medio cargar.
Notas 1. Tiempo después, las goletas del pirata Luis Aury abordaron en alta mar a un bergantín español y pasaron a cuchillo a sus tripulantes, y al descender fuégo a las bodegas encontraron un prisionero encadenado, que resultó ser don Miguel Ibáñez, quien había podido salir del país indudablemente gracias al oportuno apoyo que le dio el hacendado de Tequendama don Enrique Umaña Barragán. 2. Evidentemente, Peregrino Guáqueta, peón guaquero de Cincha, se descolgó por cuerdas una noche desde los altos canogüeros de Tuso y dio un barrazo en el lugar preciso en donde estaba el santuario. Pero al sentir que la herramienta se le fue de las manos y que brotó tremenda polvareda, se asustó enormemente y abandonó la búsqueda. 3. Don Rafael Umaña Rivas, todavía rico, se estableció en el oriente de Cundinamarca y en Fosca compró tierras. Allí continuó su vida de parrandista decidido. Al morir dejó tres hijos varones y una hija. Los dos mayores murieron sin descendencia: uno de ellos, Ramón, cuya extraordinaria fuerza física fue proverbial en aquellos contornos, pereció de manera violenta. Hoy viven dos de los hijos de don Rafael: Luis e Isabel viuda de Rey. 4. Pasado corto tiempo, La Nacional de Electricidad y la Energía Eléctrica de los señores Samper se fusionaron, convirtiéndose en las actuales Empresas Unidas de Energía Eléctrica. 5. Estos carros típicos de las minas de carbón se llaman así porque se mueven sobre troncos circulares de madera, montados sobre pernios, que hacen el papel de ruedas. Cada pareja de mineros arrastra su carro una vez que lo llena de mineral.
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Capítulo X
"El Vinculo"
A Fernán Ordóñez Santa María No es fácil precisar el nombre que llevaría originariamente la actual hacienda de El Vínculo, que se extendía desde la cordillera oriental de la Sabana hasta el río Funza y entre Soacha y Chusacá, con una superficie aproximada de 2.000 fanegadas. Se sabe, si, que su primer dueño fue el capitán Juan de Céspedes, en 1548, quien vino a la Conquista con don Gonzalo Jiménez de Quesada, de quien la heredó su hijo don Lope de Céspedes, esposo que fue, en 1602, de doña Isabel de Peláez 1. Don Lope y su hijo don Miguel vendieron la finca a don Alonso García Riquelme, y a éste le fue comprada poco después por los jesuítas, como propiedad anexa al Colegio de San Bartolomé, y la bautizaron con el nombre de San Vicente Ferrer. Fundación del mayorazgo La hacienda estuvo por espacio de muchos años -por más de medio siglo- en poder de los jesuítas, quienes la vendieron, en 1690, por la suma de 19.160 patacones, al padre de don Francisco Fernández de Heredia, santafereño, nacido en 1645. Don Francisco fue hijo legítimo de don Tomás Fernández de Heredia y de doña Gerónima de Ocampo, y casó, hacia 1667, con doña Ana García de Villanueva, hija legítima de don Francisco García de Villanueva y de doña Mariana Victoria. Don Francisco fue un personaje muy importante y de grandes aspiraciones y merecimientos. Por decreto y títulos del año 1692 fue nombrado gobernador de Antioquia, cargo del cual se puso al frente a principios de 1698. Fernández de Heredia gobernó enérgicamente durante un período bastante agitado, que culminó con el consabido juicio de residencia y la subsiguiente condena a prisión con grillos. Finalmente don Francisco demostró que su condena habla sido injusta y, en 1709, regresó a su ciudad natal 2.
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Radicado de nuevo en Santa Fé, don Francisco Fernández de Heredia fundó un mayorazgo, en 1712, hasta por la suma de 40.000 pesos de ocho décimos, por ante el notario Esteban Gallo. Esta fundación la hizo de conformidad con lo dispuesto por cédula real del 12 de julio de 1692, del Rey Carlos II 3, y en ella quedaron incluídas las haciendas de San Vicente Ferrer y de Bosatama, y una casa situada en Santa Fé, frente la portería principal del convento de Santo Domingo. La primera de dichas haciendas la aumentó uno de sus descendientes, heredero del mayorazgo, don José Suescún Fernández- de Heredia, con la estancia de El Tablón, que compré en el año de 1775 al antiguo dueño de Tequendama, don Santiago Rebollar, quien se la había reservado cuando un año antes vendió esta finca a don Juan Agustin de Umaña. El Tablón se llamó años después Puerta Grande de nuevo de El Vínculo- y fue de propiedad de don Eugenio Diaz. Nacimiento de "El Vínculo" Con la fundación de Fernández de Heredia a favor de su hijo don Mateo Fernández de Heredia y García de Villanueva, la hacienda quedó vinculada al mayorazgo y desde entonces perdió su antiguo nombre, que ya no se justificaba, y adquirió el que aún lleva: El Vínculo. El mayorazgo tuvo poco más de un siglo de duración: hasta que llegó la República; y la estancia fue, consiguientemente, de propiedad de don Mateo, años más tarde de don José Suescún Fernández de Heredia y, finalmente, de don Francisco Suescún Fernández de Heredia, quien la poseyó hasta el año 1838, durante el cual, y en asocio de su hijo don Francisco Suescún Leyva -quien casó con doña Amalia Gómez y Lozano, nieta del segundo marqués de San Jorge-, la vendió a don Eusebio Umaña Manzaneque, cuando aún vivía y era dueño de la hacienda colindante, Tequendama, el padre de este último, don Enrique Umaña Barragán; y aquél la transfirió al poco tiempo al conocido millonario --declarado en quiebra meses después- don Judas Tadeo Landínez 4. La hacienda cambió luégo de dueño varias veces, en un corto lapso, a partir de don José María Plata Soto y hasta que llegó a poder de don José María Portocarrero Ricaurte; y éste la permutó a don Raimundo de Santa María Tirado por la de El Cacique, en jurisdicción de Funza.
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Los Santa María de "El Vínculo" A pesar del mayorazgo de los Fernández de Heredia, la hacienda de que venimos hablando no vino a quedar realmente vinculada ante la historia sino a la familia de Santa María, una de las más nobles que hay actualmente en Colombia 5, cuyos ascendientes se remontan a mediados del siglo XII, en Navarra. Son, pues, vascos, y se cree que de la primitiva familia de los Santa María se desprendió, hacia el siglo XVI, la de los Sáenz de Santa María, de Logroño. El apellido Santa María lo ostentan hoy, con orgullo, prestantísimas familias de Colombia, Venezuela, Perú y Chile. De la casa solariega de Navarra, una de cuyas ramas se estableció en el Valle de Mena, proceden los Santa María. Dicha casa está situada en Helette, "país de Arberoue, tierras de vascos en la Baja Navarra -hoy departamento de los Bajos Pirineos en Francia- y era distinguida por su antigüedad. La mansión principal, destruida y reconstruida varias veces, existe aún con el nombre de Santa María en Helette, aun cuando la familia se extinguió allí desde principios del siglo XIX" 6. El primer Santa María que llegó al virreinato se llamaba don Manuel de Santa María y Fernández de Salazar, nacido el 16 de abril de 1734, en Anzó, Valle de Mena, provincia de Burgos, hijo legítimo de don Andrés de Santa María y de doña María Fernández de Salazar. Don Manuel, a pesar de tener derecho al mayorazgo familiar --del cual no tomó posesión nunca-, vino a América cuando frisaba en los 24 años de edad, con el beneplácito de sus padres, y después de corta permanencia en el Perú viajo a Medellín, en donde aparece radicado en 1759, año en que contrajo matrimonio con doña María Josefa Calle, de quien tuvo una hija que fue bautizada con el nombre de Inés 7. Viudo de doña María Josefa, contrajo de nuevo matrimonio con doña Josefa Isaza y Vélez de Rivero, en 1770, del más puro linaje español. De los diez hijos del matrimonio Santa María-lsaza fue el mayor don Manuel, quien nació en Medellín hacia 1771; y después de haber ocupado elevados cargos murió en su ciudad natal el 25 de mayo de 1850. Había contraído matrimonio, en 1792, con doña María de la Luz Tirado y Villa, igualmente de abolengo distinguido y descendiente de conquistadores. De esta unión nacieron siete hijos, de quienes fue el mayor don Raimundo, futuro hacendado sabanero de El Vínculo 8.
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Los Santa María y los de Mier Don Raimundo de Santa María Tirado nació en Medellín en 1795. Prócer de la Independencia, en Santa Marta lo hallamos en 1821, año en que contrajo allí matrimonio con doña Magdalena Rovira y Dávila, nacida en Quibdó, en 1800, e hija legitima de don Pascual Rovira y Picó, poseedor del mayorazgo que fundó en Xixona (España) don Gracián Rovira, y de doña María Bernardina Dávila y Romero 9. Radicado en Bogotá -ciudad de la cual fue alcalde en 1828-, ocupó cargos de importancia e hizo una fortuna cuantiosísima, que empleó en numerosas empresas de progreso patrio, y supo vivir como un gran señor, en su magnífica residencia, que convirtió en un museo auténtico de muebles y objetos de arte, la cual estaba situada en la actual calle de la Carrera. Don Raimundo de Santa María era concuñado de don Joaquín de Mier, el ilustre caballero español que dio a Bolívar su finca de San Pedro Alejandrino para que en ella pasara sus últimos días, pues éste había contraído matrimonio con doña Isabel Rovira y Dávila. De este matrimonio nació don Manuel Julián de Mier y Rovira, padre del conocido marqués de Santa Coa, don Joaquín de Mier y Díaz Granados, esposo de doña Leonor de Aldana, natural de la isla de Cuba. El marqués de Mier fue educado en Inglaterra, en colegio de nobles, y de él gustaba referir monseñor Rafael María Carrasquilla, penúltimo rector del Colegio del Rosario, la siguiente anécdota histórica: En alguna ocasión viajaba a Londres don Carlos Holguín, distinguido diplomático colombiano, y en vísperas de partir tropezó con don Joaquín quien le ofreció una carta de presentación personal para el entonces Rey de Inglaterra, Eduardo VII, que con toda puntualidad envió al siguiente día a su amigo. Don Carlos la recibió; pero creyéndola una flota del marqués la echó al fondo de un cajón del escritorio y jamás volvió a acordarse de ella. Llegó, pues, a Londres y, en cumplimiento de la misión oficial que llevaba, fue recibido por el monarca inglés, quien, en las pocas palabras que le dirigió durante la entrevista, le dijo lo siguiente: -En su tierra tengo yo un amigo excelente, condiscípulo mío, a quien quiero mucho: el marqués de Santa Coa. ¿Usted lo conoce? quien quiero mucho: el marqués de Santa Coa. ¿Usted lo conoce?
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El diplomático tuvo que callar, como un pescado, y nunca se perdonó el haber dudado de don Joaquín de Mier. *** Sabemos ya cómo don Raimundo de Santa María se hizo a la propiedad de la hacienda de El Cacique, que es mínima parte de la Dehesa de Bogotá de los señores marqueses de San Jorge, y que la cambió a don Pepe Portocarrero 10 por la El Vínculo, con su vieja casona, levantada seguramente, por los Fernández de Heredia en el siglo XVIII. Quienes no sepan apreciar la belleza natural de las cosas y de las obras de arte, sin asociarlas a los prosaicos cálculos utilitaristas, mal harían en buscar hermosura en las regiones del sur de la Sabana. Esos tales deben dirigirse a la parte del poniente, en donde hallarán tierras de gran fertilidad, aun cuándo el paisaje sea asaz uniforme, en tono verde, y sin mayor grandeza. El sur de la Sabana es árido, terroso, violento: es un escenario castellano o manchego, sin Quijote ni molinos de viento. "Y luego os ponéis a mirar el paisaje; ya es día claro; ya una luz clara, limpia, diáfana, llena la inmensa llanura amarillenta; la campiña se extiende a lo lejos en suaves ondulaciones de terrenos y oteros. De cuando en cuando se divisan las paredes blancas, refulgentes, de una casa; se ven perderse a lo lejos, rectos, inacabables, los caminos. Y una cruz tosca de piedra tal vez nos recuerda, en esta llanura solitaria, monótona, yerma, desesperante, el sitio de una muerte, de una tragedia 11. Así es El Vínculo, cuya casona, enjalbegada, a distancia atrae tenazmente al caminante. Las ocres tierras se prolongan a lado y lado del camino, hasta perderse de vista, con grandiosidad y belleza infinitas, en un clamor desesperado por unas gotas de agua. Y cuando los extensos trigales los de mejor grano que se conocen- doran el panorama en la lejanía, aquello es algo incomparable; y el alma se achica, se encoge, y mejor quisiera vivir siempre allí, en la acogedora casona de la estancia, tan grata y llena de misterio.
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Los herederos de "El Vínculo" Nueve hijos, todos bogotanos, dejó don Raimundo de Santa María al morir, en 1869, a saber: don Andrés, esposo de doña Manuela Hurtado y Díaz; doña Manuela, quien casó con don Melítón Escobar y Ramos Barrientos; doña Emilia, esposa de don Manuel Umaña Manzaneque; doña Isabel, de quien fue esposo don Vicente Ortiz Durán; don Ricardo -a quien se debió la edificación de la casa donde vivió Mosquera: en la calle 13 con carrera 8a, que luégo compró el Banco de Bogotá-, cuya esposa fue doña Julieta Vermech; doña Magdalena, esposa de don Joaquín Blas de Mier y Rovira, primo hermano suyo, quien murió de vómito de sangre en la casa de El Vínculo; doña Bernardina, quien contrajo matrimonio con don Anselmo Restrepo y Ochoa; doña Clementina, esposa de don Carlos OTeary y Soublette, y doña Soledad, quien fundó su hogar con don Camilo Ordóñez y Caro. La hacienda de El Vínculo la heredó doña Magdalena de Mier, de quien pasé a su hijo Julio, y de éste a sus hijos los señores de Mier Restrepo. Estos la vendieron, hace pocos años, a diversas personas, fraccionándola. La casa, con las tierras aledañas, perteneció hasta hace poco al teutón Fernando Garbrecht. El espanto grotesco de "El Vínculo" Imposible no decir algo ahora sobre el conocido espanto de El Vínculo, único que tiene la Sabana que es francamente grotesco y burlón. Es este un espanto que carece de la debida seriedad: que gusta de hacer el papel de cura degollado, para lo cual se sube la sotana y se la abotona arriba de la cabeza, pues se afirma que corresponde a un padre jesuita que ocultó un tesoro de la comunidad en los actuales graneros de la casa, que antaño fueron la capilla. Dicen que el santuario lo sacó don Roberto Herrera Restrepo, en época pasada, cuando tuvo la finca en arrendamiento, pero como el espanto sigue apareciendo en las noches, como si tal cosa, no hay que creerlo. Sale de los graneros y, cual descabezado, se pasea lentamente por los corredores fingiendo que lee su breviario con los ojos ausentes. Pero se sabe que todo esto es una martingala, porque más de una vez lo han visto, en el momento de emprender su ronda nocturna, abotonándose cuidadosamente la sotana por cima de la tonsura.
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Buen espanto es este de El Vínculo, y lo único sensible es que no haya sabido cuidar debidamente de su secreto. Antes de que esto ocurriera era uno de los más temibles, y ninguno como él supo poner el pánico en el corazón de quienes lo vieron. Hoy es familiar en la comarca, y desde el momento en que no ha desaparecido -sostienen quienes saben de estas cosases porque aún hay tesoro enterrado en la vieja casona de los Fernández de Heredia y de los Santa Marías.
Notas 1. A Lope de Céspedes debe la ciudad la erección de la primitiva iglesia de Santa Bárbara, techada en paja. 2. Datos completos sobre este interesantísimo individuo los encontrará el lector en la obra "Gobernadores de Antioquia", de la cual es autor don José María Restrepo Sáenz. 3. Carlos II fue el último monarca de la casa de Austria. "Imbécil y raquítico-dice de él la historia- no supo resistir a ninguna influencia exterior y su reinado fue un verdadero desastre para España. 4. Datos completos sobre el Secretario de Hacienda de la República don Judas Tadeo Landínez pueden verse en la obra "Don José María Plata y su época", de don Joaquín Tamayo. 5. Detalles completísimos sobre esta familia pueden verse en el folleto del historiador don Raimundo Rivas: "La familia Santa María de Antioquia". 6. El escudo de armas que tienen derecho a usarlos Santa María consta dedos leones rampantes de plata, uno tras otro, en campo de sable (negro). 7. Doña Inés de Santa María Calle contrajo matrimonio, en 1784, con don José María -de Zuláibar y Aldape, hidalgo vizcaíno, y uno de sus hijos fue don Wenceslao Zuláibar, fusilado a raíz de la conspiración septembrina. 8. El tercer hermano, don Julián, fundó la rama de los Santa María de Venezuela, al casar con doña Concepción Soublette. 9. Don Pascua¡ Rovira, de Xixona, nació en 1762 y vino al Chocó con el visitador Antonio Yáñez. Posteriormente fue nombrado corregidor de algunos pueblos y pasó a ser Teniente Gobernador en 1794, cargo que desempeñaba cuando estalló el movimiento de Independencia. Leal a su rey, fue apresado por los patriotas y remitido a Cartagena, en cuyas bóvedas permaneció hasta el año 1820. Al ser puesto en libertad emigró rumbo a su patria, pero poco alcanzó a viajar y murió
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en la ciudad de Panamá. Era hijo de don Francisco Rovira y Rovira y de doña María Picó y Mina; y nieto de don Vicente Rovira y Verdú y de doña Vicenta Rovira y Mina; de don Melchor Picó y de doña María Mina, españoles todos. Su esposa, doña María Bernardina Dávila, había nacido en Ansermanuevo y fue hija de don Salvador Dávila Ortíz, alcalde ordinario de Anserma, y de doña Antonia Romero y Giraldo; y nieta de don N. Dávila y de doña María Ortiz; de don Antonio Romero y de doña Rosa Giraldo, "cristianos viejos por la misericordia divina". 10. Don Pepe Portocarrero era hijo de don José María Portocarrero y Lozano, fusilado por los españoles en Cartagena, en 1816, y de doña Josefa Ricaurte y Galavís. Don José María nació en Santa Fé en 1782, y fueron sus padres don José Antonio Portocarrero y Salazar y doña Petronila Lozano y Manrique, tercera hija de los marqueses de San Jorge. 11. Azorín. "La ruta de Don Quijote".
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Cuarta Parte
El N ovi ller o
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Capítulo I
Los Mayorazgos de Bogotá
A Eduardo Zalamea Borda y a Ernesto Andrade Monzón Entre nosotros, lo mismo que en los Estados Unidos y en todas las repúblicas del mundo, al estudio de las genealogías y de los linajes se da grande importancia; y quienes más claman en contra de los llamados pergaminos, son justamente "los más soberbios y apasionadamente exclusivistas, cuando se trata de traerlos al nivel común que ellos dicen reconocer". Esos tales son quienes más se enorgullecen de descender de los próceres republicanos, sin detenerse a meditar en que los troncos de linaje fueron igualmente próceres en su época, cuando ganaron sus títulos de nobleza por servicios que prestaron a su patria y a sus reyes; y no observan ¡tan ciegos son!- que la mayor parte de los próceres de la Independencia, como Bolívar, Nariño, Caldas, Ricaurte, etc., pertenecieron a las más aristocráticas familias coloniales. En esta materia, siempre deberían tenerse en cuenta las palabras de don Ramón Guerra Azuola, en carta dirigida a su sobrino don Antonio de Narváez y Guerra: "Yo bien sé que el hombre es hijo de sus propias obras -le escribió-, y que el lustre de sus mayores no se refleja en sus descendientes sino con muy pálidos destellos; pero es un hecho evidente que el hijo de buena cuna da en lo general más garantías de honradez y caballerosidad que el que la tuvo oscura y vergonzosa, porque el lustre de los abuelos es un freno que nos contiene desde los primeros años, obligándonos a reprimirnos en el ardor de las pasiones juveniles y a procurar que siempre sean buenas y dignas de nuestros antepasados las obras que nos han de crear una posición en la sociedad." El mayorazgo de San Jorge en Bogotá "Rara es la familia que no figura en las enciclopedias nobiliarias con blasón, pero ello no significa que todas las personas que llevan tal o cual apellido tengan derecho a usar el escudo de armas, el cual lógicamente no corresponde sino a los descendientes de la persona a quien el monarca concedió tal distinción. Y de paso rectificaremos el error, muy difundido por 194
cierto de considerar que la preposición "de", antepuesta a difundido por cierto de considerar que la preposición "de", antepuesta a un apellido, es distintivo de nobleza. Nunca lo fue en España, según lo hace notar oportunamente don Miguel Antonio Caro, basándose en autoridades como Salvá y Monlau, y es lo cierto que entre nosotros, al paso que obscuros individuos, como el reo Juan de Vargas, degollado en Santa Fé, usaron dicha partícula, no la acostumbraron en sus firmas personajes de tanto viso en la sociedad colonial como don Jorge Tadeo Lozano o don Pantaleón Gutiérrez 1. Dejando de lado, pero sin olvidarlas, las familias de Castillo y Valencia, cuyos miembros fueron agraciados por los monarcas españoles con los títulos nobiliarios de marqueses de Surba y condes de Casa Valencia 2, es preciso ahora concretar el recuerdo de una blasonada familia santafereña que creó en la Sabana la primera grande heredad que hubo, con base en la encomienda que le fue adjudicada al capitán cordobés, natural de Bujalance, don Antón de Olalla, Alférez Real de la Conquista, cuyos herederos directos merecieron muchos años después la honra de recibir uno de los títulos nobiliarios que concedieron los reyes españolesa criollos del virreinato: el marquesado de San Jorge de Bogotá, con base en el riquísimo mayorazgo de la Dehesa bogotana. Dicho mayorazgo fue fundado por doña Gerónima de Orrego y Castro, hija del Alférez Real y de la noble dama portuguesa doña María de Orrego y Valdaya, con los cuantiosos bienes que aportó a su segundo matrimonio celebrado con el Almirante de la Armada don Francisco Maldonado de Mendoza. El mayorazgo, que lo formaban extensas tierras situadas en los actuales municipios de Funza, Serrezuela y Mosquera, las cuales llevaban el nombre general de EI Novillero, más las estancias de Fute, Aguasuque y Las Canoas en las que se prolongaba hacia el sur la heredad matriz, fue aumentándose continuamente con el paso de las generaciones y al llegar a manos de su octavo poseedor y primer marqués de San Jorge de Bogotá, los historiadores afirman que era dueño de una latifundia de tal magnitud que se calcula cubría la cuarta parte de la extensión territorial de la Sabana. Los sucesivos mayorazgos y el marqués
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A partir de don Francisco Maldonado de Mendoza y de doña Gerónima de Orrego y Castro, el mayorazgo recayó, sucesivamente, en las siguientes personas, descendientes directos suyos: 1. - Don Antonio Maldonado de Mendoza y Olalla, quien casó con doña María de Rioja y Bohórquez. 2. - Doña María Maldonado de Mendoza y Bohórquez, esposa que fue de don Alonso Ramírez de Oviedo y Floriano. 3. - Doña Francisca Ramírez Floriano y Maldonado de Mendoza, nacida en 1636, quien contrajo matrimonio con el capitán don Fernando Leonel de Caicedo, un año menor que su esposa. Don Fernando Leonel murió en 1689. 4. - Don Alonso de Caicedo y Floriano, quien fue esposo de doña Francisca de Pastrana y Cabrera, hermana del mayorazgo de Pastrana. Don Alonso nació en 1655 y casó, en primeras nupcias, con doña Francisca; y al enviudar de ésta, contrajo de nuevo matrimonio con doña Isabel de Valenzuela y Faxardo. Murió en el año 1726 y de sus dos esposas dejó descendencia. 5. - Don Francisco de Caicedo y Pastrana, alcalde ordinario de Santa Fé en 1702, quien contrajo matrimonio con la noble dama quiteña doña Josefa de Villacís, nieta paterna del marqués de Santiago, don Dionisio Pérez Manrique, presidente, gobernador y capitán general del Nuevo Reino de Granada, y de su segunda esposa doña Juana Camberos Hurtado de Mendoza. 6. - Doña María Josefa de Caicedo y Villacís, nacida en 17 10, quien casó con don José Antonio Lozano y Varáez. De este matrimonio nació don Jorge Miguel Lozano de Peralta y Varáez Maldonado de Mendoza y Olalla, octavo poseedor del mayorazgo de la Dehesa de Bogotá -hoy Funza- y primer marqués de San Jorge. El marqués fue un personaje supremamente interesante y muy calumniado por algunos historiadores. En los sesenta y un años y ocho meses que tuvo de vida se mostró siempre orgulloso -no sin razón poseyó esta escasa virtud, tan confundida con el ridículo vicio de la vanidad-, y fue siempre hombre malgeniado, pleitista, buscarruidos, de carácter quisquilloso y difícil, todo lo cual le valió no pocos sinsabores, que culminaron en la
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cárcel, primero y luégo con la muerte en Cartagena, alejado de su casa y de los suyos. Nació don Jorge Miguel en Santa Fé el 13 de diciembre de 1731 y vistió la beca del Colegio del Rosario. Fue Regidor de la ciudad en 1754 y Alférez Real desde el 14 de julio de 1756, en cuyo carácter dilapidó una fortuna al costear las fiestas de la jura de Carlos 111, las cuales se prolongaron por espacio de veinte días. El 22 de junio de 1762 fue nombrado Sargento Mayor de las Milicias santafereñas y poco después se le designó como Receptor del Santo Oficio. Los cargos de Alférez Real y de Sargento Mayor los renunció en el año 1769, a causa de una tremenda disputa que sostuvo con el regidor Groot. La descendencia del señor marqués Cuando apenas contaba con 24 años de edad, el futuro marqués de San Jorge contrajo matrimonio con doña María Tadea González Manrique del Frago Bonis, de quien tuvo los siguientes hijos: 1. - Don José María Lozano y Manrique, nacido en 1757, quien casé con doña Rafaela de Isasi y Cumplido, llamada La Jerezana por ser oriunda de Jerez de la Frontera. 2. - Doña Mariana, esposa de don Juan Nepomuceno Rodríguez de Lago. Sin descendencia. 3. - Doña Petronila, esposa de don José Antonio Portocarrero y Salazar. 4. - Doña Juana María Hilaria, esposa del famoso alcalde de Santa Fé don Eustaquio Galaviz. Sin descendencia. 5. - Doña María Josefa, esposa de don Manuel de Bernardo Álvarez del Casal, célebre presidente-dictador de Cundinamarca. 6. - Doña Clemencia, esposa de don Juan Esteban de Ricaurte, cuyo matrimonio, celebrado a disgusto del marqués, dio origen al conocido escándalo que suscito éste en la Catedral. Don Juan Esteban y doña Clemencia tuvieron tres hijos: Ignacio, Antonio -"la fulguración de San Mateo"- y Manuel. El primogénito contrajo matrimonio con doña Isabel Lago de Castillo, hija de don Juan Salvador Rodríguez de Lago y de doña Catalina de Castillo y Sanz de Santamaría, quien era hija del primer
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marqués de Surba, don Luis Diego de Castillo, y de doña Catalina Sanz de Santamaría. Una de las hijas del matrimonio Ricaurte-Lago, prima hermana, por lo consiguiente, del tercer marqués de Surba y sobrina-nieta del segundo marqués de San Jorge, abandonó la casa paterna y casó con un fulano de apellido Olaya. De este matrimonio nació Justiniano Olaya Ricaurte, padre del expresidente de la república doctor Enrique Olaya Herrera, en quien se reunieron así las sangres de los dos principales títulos nobiliarios criollos y de los aborígenes chibchas, mitad y mitad. 7. - Don Jorge Tadeo, prócer de la Independencia fusilado por los Pacificadores en 1816, quien contrajo matrimonio con su sobrina doña María Tadea Lozano e Isasi, previas las necesarias dispensas eclesiásticas que sirvieron para que don José María y don Jorge Tadeo -futuro mayorazgo consorte al llevarse a cabo el matrimonio- le obsequiaran al pueblo de Bogotá el agua que actualmente disfruta y cuya posesión ha dado origen a tantos pleitos. 8. - Doña Manuela, esposa de don Juan de Vergara y Caicedo. 9. - Doña Francisca, esposa de don Nicolás de Ugarte. 10. - Doña Teresa, de quien refiere la tradición una romántica historia de amor y de tisis. Murió a los 17 años de edad y, según se afirma, a la sazón era dueño el marqués de un panteón, en forma de pozo o alberca, en la iglesia de San Agustín, en el cual fue depositada, verticalmente, la difunta marquesita. Años después, cuando fue necesario abrir la tumba, dizque hallaron el esqueleto fuera del cajón, de pies y en actitud de morderse un brazo, como si tal ademán correspondiera a la desesperación que se apoderó de ella al romper el féretro y al ver que la habían enterrado viva, lo cual no tiene nada de extraño. La pérdida del titulo y otras cosas Don Jorge Miguel Lozano de Peralta recibió con grande alegría la noticia de que su vizcondado de Pastrana le había sido cambiado por el marquesado de San Jorge, e inmediatamente hizo colocar el escudo de los Maldonado de Mendoza bajo la corona del título que le había de traer tantos disgustos; y cuando en 1773 fue nombrado alcalde de primer grado de Santa Fé, se excusó de servir el cargo. Poco después entabló sonado pleito con la Real Audiencia debido a que se negó a pagar los cuantiosos derechos
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de lanzas y media anata, correspondientes al título, alegando que el marquesado le había sido concedido como una merced real y en pago de sus servicios, sin haberlo él solicitado ni comprado, litigio que finalizó con solemne sentencia del 5 de mayo de 1777, en virtud de la cual se le anuló el título, con prohibición expresa de usarlo, así como tampoco las armas de marqués. De esta sentencia hizo caso omiso don Jorge Miguel. Mientras ocurrían todas estas cosas, era ya viudo de doña María Tadea González Manrique y contaba 46 años de edad. Determinó entonces casarse por segunda vez, contra la terminante oposición de sus hijos, y así lo hizo con doña María Magdalena Cabrera y Orbegozo, linajuda dama, biznieta de don Gil de Cabrera y Dávalos. De este matrimonio alcanzó a nacer un niño que murió joven, quien llevó el nombre de Vicente Lozano y Cabrera. Y don Jorge Miguel, ya sin marquesado, continuó dando guerra. Cuando el movimiento de los Comuneros en 1781, como fiel súbdito del Rey y siguiendo la tradición de su casa organizó la compañía de Caballeros Corazas, para la cual suministró cien caballos y fue su capitán, cargo que renunció al terminar la revuelta. Pero bien pronto elevó sus quejas al propio Rey Carlos IV contra el arzobispo-virrey don Antonio Caballero y Góngora, por no haberle éste nombrado coronel del regimiento de caballería. El asunto se convirtió en un tremendo lío que terminó con la prisión de don Jorge Miguel, ocurrida el 30 de noviembre de 1786, y fue trasladado a Cartagena y encerrado en el castillo de San Felipe de Barajas, en el cual permaneció por espacio de algunos meses. La causa siguió su curso, y en forma tan terminante debió sincerarse el ex-marqués ante el monarca que fue puesto en libertad, con autorización de viajar a España según -sus deseos. Pero éstos no se cumplieron, y el 11 de agosto de 1793 dejó de existir en Cartagena, en el convento de la recolección de San Diego. El segundo marqués de San Jorge Al morir su padre, don José María Lozano y Manrique inició gestiones ante los monarcas españoles para que se le reconociera el título de segundo marqués de San Jorge de Bogotá y, finalmente, lo obtuvo en 1805, lo cual demuestra que no se negó, como su padre, a pagar los derechos inherentes a él. No tuvo la misma buena suerte su hermano don Jorge Tadeo, quien nunca logró, como lo deseaba, ser vizconde de Pastrana, título que también
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había recibido el primer marqués y que nunca usó: le sirvió apenas como peldaño para poder recibir el marquesado. Por estas fechas ya llevaban varios años de casados el segundón y su sobrina doña María Tadea 3, y de su unión nacieron los siguientes hijos: 1. - Don Jorge Miguel Lozano Manrique e Isasi, bautizado en 1798, quien contrajo matrimonio con su prima hermana y tía, al mismo tiempo, doña Antonia de Ugarte y Lozano. Aquél murió joven y no dejó descendencia. 2. - Don Rafael, nacido en 1802. Murió joven y soltero. 3. - Don Federico, nacido en 1803. Corrió la misma suerte del anterior. 4. - Don José María, nacido en 1815. Falleció, sin dejar descedencia, en 1849 a bordo del bergantín inglés "John Bull". 5. - Doña Clemencia, esposa de don José María Hurtado. Sin descendencia. 6, 7 y 8. - Doña Juana, doña Francisca y doña Manuela. Solteras murieron las tres y se afirma que víctimas del mal de San Lázaro. Así, pues, de tan numerosa familia nadie sobrevivió dejando descendencia con uso del apellido; y cuando murió el segundo marqués de San Jorge en el año 1832, fueron sus deseos legar al cuarto de sus nietos, don José María, los bienes vinculados al mayorazgo, contra expresa prohibición de las leyes republicanas vigentes. Esta actitud suya dio origen a un ruidoso pleito, que culminó con el reparto legal de los bienes que dejaron los marqueses, pues no sobra decir que doña Rafaela sobrevivió a su marido. Y no se crea -porque sería caer en un vulgar error- que doña María Tadea, ya jamona, con varios hijos y viuda de su tío, abandonó el mundo y "sus pompas y vanidades". Nada de eso: en vida de su padre contrajo de nuevo matrimonio con el distinguido marinillo don Joaquín Gómez Hoyos, a quien dio dos hijos: don Amador, el primogénito, y doña Amalia, quien casó con don Francisco Suescún Leyva, hijo del mayorazgo de El Vínculo. Don Amador Gómez y Lozano fue padre de don Perucho y de don José María (el Ciego) Gómez Acevedo; abuelo de doña María Gómez Acosta de Escobar, y bisabuelo de don Luis Eduardo Escobar Gómez, bien conocidos los tres últimos en el Bogotá de este siglo. 200
Notas 1. "Genealogías de Santa Fé de Bogotá", por Restrepo Sáenz y Rivas. 2. Por estar vinculados entre sí los marquesados de San Jorge y de Surba, títulos que les fueron concedidos por cédula real de Carlos III fechada en San Lorenzo del Escorial el 21 de noviembre de 1771, y expedida con motivo del feliz alumbramiento de la princesa de Asturias, a don Jorge Miguel Lozano de Peralta y a don Luis Diego de Castillo y Caicedo, respectivamente, se incluyen a continuación algunos datos sobre este último, propietario del mayorazgo de San Lorenzo de Bonza, situado en tierras boyacenses. El mayorazgo de Bonza fue fundado por el capitán Juan de Guevara, esposo de doña Francisca de Aguila, de quienes pasó a manos de su hijo don Diego de Guevara, esposo de doña María Niño y Rojas. Tercer poseedor de él fue doña María de Guevara y Niño, quien casó con el Licenciado don Francisco Ventura de Castillo y Toledo, tronco de la noble familia de los de] Castillo. El mayorazgo siguió trasmitiéndose a las siguientes personas: primero, a don Pedro Antonio de Castillo y Guevara (cuya hermana fue la célebre Monja del Castillo), quien contrajo matrimonio con doña Josefa de Caicedo y Solabarrieta; luégo, a su hijo el Maestre de Campo don Francisco de Castillo y Caicedo, quien no dejó sucesión a pesar de haber sido casado dos veces; y, finalmente, al hermano menor de) Maestre de Campo, don Luis Diego de Castillo y Caicedo, primer marqués de Surba, quien casé tres veces: la tercera de ellas con doña María Catalina Sanz de Santamaría y Salazar, hija de don Nicolás Sanz de Santamaría y de doña María Josefa de Salazar. Dicho matrimonio se llevó a cabo en Santa Fé y heredó el mayorazgo y el título uno de los hijos, don Ignacio Javier de Castillo y Santamara, quien casó con doña María Josefa Sanz de Santamaría, padre de don Domingo de Castillo y Santamaría, quien a su vez contrajo matrimonio con doña María Ignacia Vargas; y éstos fueron padres de don Luis de Castillo Vargas y abuelos de don Gerardo de Castillo Lasprilla, nacido en el año 1828. 3. La cesión de aguas al pueblo de Bogotá, de la toma de San Patricio, fue hecha en 1794.
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Capítulo II
El Sueño de la dehesa de Bogotá A la noble y leal amistad de Jorge Forero Vélez En calma y silenciosa está la noche. El salón del coleccionista de antigüedades reposa en profunda obscuridad. El moderno reloj de la cercana iglesia de La Capuchina deja caer, como chinitas arrojadas por la mano de un niño, las campanadas de la medianoche, y sus vibraciones se entremezclan en la sala del anticuario con un ruidillo extraño, semejante al que producirían, al frotarlos suavemente, dos trozos de madera. El ruido va in crescendo, se multiplica en muchos sonidos semejantes, y al correr de los segundos, de manera repentina, una luz amarillenta proyecta su resplandor sobre el cielo raso de la estancia, sin que puedan los ojos humanos precisar aún cosa alguna. Impensadamente, el cajoncito central del gran bargueño que ocupa el testero principal se acaba de abrir y salta al borde un hombrecillo no más alto de cinco pulgadas, que lleva en la siniestra mano un candil cuya luz misteriosa ilumina brillantemente toda la habitación. El hombrecillo, ataviado al estilo del siglo XVI, porta en la diestra un arcabuz y larga espada le golpea las piernas. La extensa barba blanca habla de sus muchos años, pero en los ojos bríllale todo el orgullo de una raza. Sin apresurarse, el singular visitante desenvaina la espada y, con el pomo de ella, inclinándose a lado y lado, golpea por tres veces consecutivas en todas las gavetas del viejo mueble, las cuales se abren inmediatamente; y de cada una de ellas brota un hombrecillo minúsculo armado y todos se apresuran a reunirse en el más amplio cajón central, a la luz del candil que trajo el viejo guerrero, y toman asiento en los bordes, ordenadamente. Aquella reunión nocturna es francamente extraña. Los hombrecillos ostentan trajes de diversas épocas, a partir de los que se usaron en el siglo XVI y hasta los más modernos; pero no es difícil colegir, por el arma de fuego que cada uno ha dejado caer sobre el piso del cajón y que descansa sobre la pierna de su respectivo dueño, que se trata, no propiamente de guerreros, sino de fieles devotos de San Huberto. Los hay viejos, muy viejos, 202
pero ninguno tanto como el primero que llegó con el candil; otros se hallan en la flor de la edad -con un par de siglos a cuestas-, y tampoco faltan jovencitos imberbes, de modales atrevidos; pero a todos los une una afición común, la caza, y de esto no cabe duda. En tanto que esto ocurre, el buen coleccionista de antigüedades duerme a pierna suelta. Cuando compró el bargueño le dijeron que se llamaba de los cazadores, y supuso que el nombre le provendría de que el frente de los cajoncitos o gavetas lo forman planchas de marfil enmarcadas en finísimo carey y en cada una de ellas hay grabados animales diversos que harían la dicha de cualquier adepto a la orden de los cazadores: faisanes y jabalíes, patos y palomas salvajes, cercetas y venados, y hasta tigres, leones y panteras. Pero jamás imaginé que el valioso bargueño cordobés fuese la residencia habitual de los minúsculos hombrecillos reunidos aquella noche en asamblea o conferencia 1. Segunda Parte El guerrero del candil -al cual colgó previamente del botón marfilino correspondiente a un cajoncillo superior- se pasea nerviosamente en tanto que clava la acerada mirada de sus ojos negros en sus compañeros. El arcabuz yace recostado a un rincón y los minutos transcurren en silencio. Finalmente, el viejo se detiene en mitad del recinto, con las manos en jarras, y con voz de trueno exclama: -Creo que esta será la última vez que como jefe vuestro os dirigiré la palabra. De la casa de El Novillero a mi cuidado ya no restan sino insignificantes ruinas, y aún hay sujetos -¡menguados!- que llaman a gran parte de aquellas tierras que ennobleciera el capitán don Antón de Olalla, dizque Malta. ¿Os acordáis? No. No puede ser... Casi todos vosotros sois jóvenes y ni siquiera vivíais en los años inmediatamente posteriores a la Conquista. ¡Qué digo! Escasamente unos pocos de vosotros podréis hablar de mi señora doña Gerónima, la mujer más bella y aristocrática de su tiempo 2, nieta, por su padre, de don Bartolomé González Soriano y de doña María de Olalla; y, por la línea materna, de don Gaspar de Orrego, Caballero del Hábito de Cristo, y de doña Margarita Pérez; y su familia era muy otra de la del conquistador don Alonso de Olalla, cuyas casas santafereñas estaban situadas en la misma manzana de la Catedral, sobre la Plaza Mayor. Grandes fueron los dominios que llegó a poseer la 203
Encomendera después de su segundo matrimonio, celebrado con el almirante don Francisco Maldonado de Mendoza, y es lo cierto que el mayorazgo fue creciendo más y más a cada generación, al extremo de que sus poseedores en la segunda mitad del siglo XVIII fueron dueños de casi la cuarta parte de la Sabana; y esto a pesar de que años atrás se habían desmembrado varias haciendas por herencias de segundones y de mujeres, y por ventas, entre otras las valiosísimas de Fute, Aguasuque y Canoas, cuyos historiales no hay quien ignore. -Lo mejor del cuento -interrumpe un joven que empuña un trabuco cincelado del tiempo de la Colonia- es que la propia heredad de El Novillero se desmembró también en buena parte de las tierras del mayorazgo, lo cual prueba que los nietos del Alférez Real estimaron más a otras fincas que a la estancia matriz que éste tanto amé. Y si siempre hubiera subsistido el mismo estado de cosas, cuando más se habrían dividido la latifundia en tres o cuatro enormes haciendas y no estaríamos nosotros aquí. -Es verdad, es verdad -dice el viejo-. El Novillero propiamente dicho llegó a ser, casi en su totalidad, pertenencia del Tesorero de la Casa de Moneda don José Prieto de Salazar, esposo de doña Mariana de Ricaurte y Terreros. Hijos de este matrimonio fueron don Tomás Prieto y Ricaurte, quien casé con doña Mariana Dávila y Caicedo, nieta del mayorazgo don Alonso de Caicedo y Floriano, y doña Petronila Prieto y Ricaurte, esposa de don Francisco Sanz de Santamaría y Salazar. Doña Mariana de Ricaurte, a su vez, fue hija de don José Salvador de Ricaurte y de doña Francisca Terreros y Villareal, y uno de sus hermanos (porque fueron 26 en total, a quienes llamaban "los veinticinco y uno quemado", a causa de que alguno de ellos sufrió graves lesiones cuando trabajaba en la tierra natal de los suyos: Antioquia), quien llevó el nombre de Rafael, casé con doña María Ignacia Mauriz de Posada, y fueron éstos los abuelos paternos del héroe de San Mateo. "El Novillero tuvo en los años sucesivos varios dueños, pero siempre se reservaron los mayorazgos una porción principal que conservó el nombre de la heredad; y el resto se fraccionó en numerosas fincas, como lo iremos viendo. En todo caso, lo evidente es que las tierras de la Dehesa fueron tantas que hubo necesidad de partirlas en grandes estancias, corno se decía entonces castizamente, para poder administrarlas, y fue as! como llegásteis los primeros de vosotros, a quienes se encomendó el cuidado de las nuevas 204
casonas de hacienda acabadas de construír, tales como las de La Hélida, Boyero, El Cacique, El Riachuelo... Por esos mismos años -Mi memoria, que ya comienza a flaquear, no me permite precisar la fecha exacta-, el mayorazgo don Fernando Leonel de Caicedo y Mayorga nos destino para nuestra vivienda permanente este riquísimo bargueño, traído de España por su abuelo don Francisco Beltrán de Caicedo, el cual adornaba entonces el salón principal de El Novillero. Al viejo se le nublan los ojos al decir lo que antecede, le tiembla la luenga y nívea barba y, con las manos a la espalda, reanuda su paseo. Al hallarse de nuevo en mitad de sus compañeros da una ojeada circular, altanera, y reanuda el monólogo en estos términos: -Todos vosotros sabéis que siempre que se desmembra una nueva hacienda de las antiguas tierras de la Dehesa de Bogotá, o cuando una de ellas ha de desaparecer, debemos reunirnos aquí para resolver lo que haya lugar. Por esto os he convocado, ya que a El Novillero -a pesar de que aún le restan en tierras dos centenares de fanegadas- debemos darlo por desaparecido 3 y a mi me ha llegado la hora de¡ descanso: cuatro siglos de labor constante y fiel lo merecen, pero antes es necesario acordar quién habrá de ser vuestro jefe. Hablemos, pues, y no olvidéis, para tomar vuestra determinación, los hechos fundamentales que os expondré en seguida; pero antes quiero narraros un crimen que nunca pagó el homicida gracias a un indulto providencial, y que se cometió en el propio patio de la casa de la estancia a mi cuidado: "Esto sucedió un día cualquiera del año 1807, cuando la Dehesa de Bogotá la disfrutaba mi señor el segundo marqués de San Jorge, don José María Lozano, y fue así: dos peones de la hacienda, llamados José María Arévalo y Gregorio Vásquez, aprovechando que los amos no estaban allí, se dieron a disputar violentamente por cualquier nadería y aquél le dijo a Vásquez que era un mulato, feo insulto que hizo reaccionar al ofendido, quien por poco le parte la cabeza al otro de tremendo garrotazo; pero Arévalo, en justa compensación, le largó a Vásquez puñalada certera que le causó la muerte en minutos. Y acto continuo, sin mirar hacia atrás, emprendió la fuga. "Las autoridades, siempre formulistas en este país, emplazaron al homicida para que se presentara; pero como Arévalo se llamó Andana, conceptuó el fiscal que la fuga y ocultación equivalían a la plena prueba de 205
su culpabilidad; y, efectivamente, la Real Audiencia condenóle a sufrir la pena de muerte en la Plaza Mayor Pero, claro está, fue una condena a un reo ausente, ya que éste no se entregó hasta tanto que tuvo la buena fortuna de que llegara de la capital de las Españas un real indulto expedido con motivo de la proclamación de S. M. Fernando VII. Y de paso, Arévalo presentó un memorial con el debido perdón que le concedía, por amor de Dios, la viuda del muerto. "Dinies y diretes no faltaron entonces, pero el resultado final, que se conoció en 1809, fue que Arévalo salió libre y apenas condenado a pagar las costas del proceso. ¡Qué tal si no se esconde oportunamente! Seguro es que cuando llegara el indulto ya sus restos mortales habrían sido arrojados por el puente de San Francisco o estarían reposando en la fosa común de la capilla de la Vera-Cruz 4. "Y ahora, volvamos a tratar sobre el tema central que motiva esta reunión. Poned, por lo tanto, mucho cuidado a lo que os diré en seguida: "Al morir el primer marqués de San Jorge, en 1793, la Dehesa de Bogotá se extendía, en pleno florecimiento, entre los ríos Subachoque o Serrezuela y Bogotá o Funza, sin contar las muchas tierras situadas en otras regiones sabaneras. Así la recibió su hijo el mayorazgo don José María, con excepción de contadas y poco importantes desmembraciones que le correspondieron por herencia al segundón don Jorge Tadeo y a las hermanas mujeres. No ocurrió lo mismo cuarenta y cinco años después, en 1832, al fallecimiento del segundo marqués, en cuyas manos mermó notablemente la fortuna familiar; y como ya regían las leyes republicanas que acabaron con los mayorazgos, su frustrado deseo de trasmitir la mayor parte de sus bienes a su nieto don José María, único varón sobreviviente del primer matrimonio de su primogénita doña María Tadea, solamente sirvió para que se originara un tremendo pleito con todas, sus consecuencias. Por lo tanto, nadie heredó el titulo; y el mayorazgo desapareció, lo mismo que la descendencia masculina directa de los Lozanos. Fue como si una especie de maldición bíblica hubiera caído sobre la noble casa... "Don José María Lozano y Manrique tuvo tres hijas: la mayorazga doña María Tadea; doña María Teresa, esposa que fue de don Luis de Ayala y Vergara, por matrimonio que contrajo en 1796, y doña María Josefa, quien casé, en el año 1800, con don Antonio Racines de Cicero. Doña María Tadea murió antes que su padre, en 1827, y su segundo esposo, el 206
señor Gómez Hoyos, le sobrevivió hasta 1866. Doña Teresa tuvo por hijos a don Rafael, quien casó en Paris con doña Hermencia Durand 5; a don José María, esposo de doña Rosa Caballero, quienes no dejaron descendencia, y a doña Jacin dejaron descendencia, y a doña Jacinta, esposa que fue del caballero inglés don Francisco Amay. Y doña Josefa dejó los siguientes cuatro hijos: don Pedro Pablo, quien casó con doña Brígida Arjona; doña Tadea, esposa de don Carlos Sarrette; doña Cristina, quien contrajo matrimonio con don José Mamerto Nieto, y don Juan Crisóstomo, esposo de doña Ascensión Bernal y Castro, descendiente del conquistador don Cristóbal Ortiz Bernal. Tercera Parte El viejo cazador hace una pausa, para reunir mejor sus recuerdos, momento que aprovecha un jovenzuelo muy siglo XIX, ataviado a la italiana, para interrogarle: -¿Y cómo fue el acabarse todo esto: una riqueza tan grande y una familia tan numerosa? Esto nos interesa mucho a mi vecino y compañero de San José y a mí, que soy el de la Holanda, haciendas que, como usted lo sabe mejor que nadie, fueron en siglos anteriores los pantanos de El Novillero, cuya casa solariega estaba situada frente por frente de aquéllas, camino de por medio. -Chi va piano va lontano -responde el jefe poniéndose a tono con su interlocutor italianizado-. De todo hablaremos a su debido tiempo pero ahora debéis recordar que cuando don José María cedió al arzobispo Martínez Compañón el agua necesaria para el pueblo de Funza, se estipuló desde entonces que primero tomaría su agua la heredad de Boyero y que luégo se dividiría la restante en tres partes iguales: una para El Molino estancia situada a corta distancia de Serrezuela y que es actualmente de propiedad de los hijos de don Julián Escallón-; otra para La Hélida -que fue pertenencia del acaudalado don Ciriaco Rico, cuyos herederos la vendieron a don Ruperto Melo, soltero, fallecido hace pocos años-, y una tercera para el antiguo pueblo de Bogotá. Y ya tenemos, así, dos candidatos a la jefatura que yo abandonaré: los cazadores a quienes corresponden estas dos últimas fincas que fueron del mayorazgo de la Dehesa de San Jorge. -De acuerdo, de acuerdo -dice a esta sazón un hombrecillo enfundado en un traje de principios del siglo XVII, quien se levanta del borde del cajón 207
y avanza hacia el centro-. Pero es necesario no olvidar que por delante está la hacienda a mi cargo, Boyero, cuyo historial es por demás interesante... -¡Que se calle! ¡Que deje hablar al jefe! -gritan varios cazadores, a la par que golpean en el suelo con sus escopetas, trabucos y espingardas. El cazador de Boyero, al oír las protestas de sus compañeros, se encoge de hombros y regresa pausadamente a su lugar. -Os hablaré, pues, de Boyero alguna cosa para complacer al amigo: Cuando la marquesita contrajo segundas nupcias con el señor Gómez Hoyos, éste revivió el pleito que habían iniciado su suegro y el primer marido de su esposa para quitarle el agua a Funza, basándose en que la dispensa matrimonial de 1794 la eximía de hacer cesión alguna de sus bienes a la Iglesia, como era de rigor en aquellos tiempos. Pero lo cierto es que el bien público y la justicia primaron sobre las conveniencias particulares, y antes de que muriera el segundo marqués fue vendida la heredad de Boyero a don Rufino Cuervo Barreto, negocio que se llevó a cabo en 1830 6. "Don Rufino no era de estas comarcas: había nacido en Tibirita, en 1801, de una familia modesta, y como no era bogotano, ni de pueblo alguno de la Sabana siquiera, la vieja casona de la estancia, en forma de escuadra y con patio interior, le pareció inhabitable porque en ella hacía mucho frío, y construyó allí cerca una casa nueva, al estilo de algunas que había visto en otros países, la cual hizo bendecir por el arzobispo Mosquera, primero, y luégo por varios obispos; y sobre la puerta ordenó grabar la fecha 1848, y la siguiente leyenda latina: "Nec nos ambilio nec nos amor urget habendi". Sobra deciros, compañeros, que la tal casa fue motivo de fuertes y justificadas críticas, y el novel hacendado tenía que escuchar constantemente la misma pregunta: -Don Rufino, ¿se le olvidó el patio? -No, mis amigos, dizque replicaba; patio hay todo el que ustedes quieran desde aquí hasta Bogotá y aún más, si les parece poco. "Aquello, en verdad, era cosa de reír; y muy en confianza os diré que ni don Rufino, ni sus hijos Luis, Arturo, Rufino José, Ángel y Nicolás sirvieron nunca para sabaneros. Siempre se les veía el cobre de personas de poblado... "Don Rufino, el viejo, murió en 1853, poco antes de la revolución de Melo, y aún recuerdo un bonito pesebre quiteño que mandó labrar en tagua y que me agradaría saber dónde está ahora. La hacienda de Boyero la heredó su hijo el sabio Rufino José Cuervo Urisarri, quien la legó a la Beneficencia
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hace un cuarto de siglo. Esta la sacó a remate años después y le fue adjudicada al señor Abrahani Palacios -de quien se afirma- que sacó de la vieja casa un rico santuario. Don Rufino José nunca se preocupó por la finca, y mientras fue suya la dio frecuentemente en arrendamiento, lo cual trajo por resultado su decadencia y el estado ruinoso a que llegó la casona principal. ¿Era esto lo que querías contar, viejo amigo de Boyero? -Sí, jefe. Puede usted seguir adelante. Cuarta Parte Dos lentas campanadas, coreadas por un acceso de tos del anticuario, obligan al anciano cazador a guardar unos minutos de silencio, con el oído alerta. Mientras tanto algunos de los jóvenes han hecho circular frascos cristalinos de espirituoso contenido y todos aprovechan la oportunidad para echar un trago. El orador apenas lo cata, y al devolver el recipiente, con una gentil reverencia, no puede contenerse y exclama, después de limpiarse pulcramente los labios con el dorso de la mano: -¡Peste! Me moriré sin haber aprendido a gustar de este maldito menjurje, aunque debo reconocer que lleva a las tripas un delicioso calorcillo... Gratos tiempos los míos, cuando abundaba el vino y era de rigor en todas las ocasiones. Y, a propósito: ¿qué tal sería un cigarrito? Todos se apresuran a ofrecerle sus petacas al jefe, con la satisfacción pintada en el rostro, y en breve se forman corrillos y la charla se bifurca en mil y un temas. Cada cual narra a sus amigos los últimos chismes de la región a su cuidado encomendada, hasta que resuenan tres golpes, que el viejo da con el pomo de su espada sobre el borde de la gaveta del bargueño, y los cazadores se dirigen prestamente a ocupar sus sitios. -Al norte de Boyero -prosigue diciendo el guerrero del candil-, con límites sobre los municipios de Facatativá, al occidente, y de Subachoque, al norte, existieron tierras que se llamaron de Hernán Sánchez, después Santa Clara y más tarde La Luisiana. Es esto muy interesante porque Hernán Sánchez de Quesada se llamó el hijo de Luis Jiménez Quesada, nieto, por lo tanto, del Licenciado don Gonzalo Jiménez de Quesada; y fueron los hijos de Francisco de Hernán Sánchez gente riquísima quienes regalaron a la ciudad de Santa Fé, en 1577, los terrenos que ocupa la actual plaza de San Victorino, y en los que se levantó, en el costado norte de ella, la primitiva
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iglesia del patrón de los agricultores sabaneros. Las tierras de Hernán Sánchez fueron también compradas por don Rufino Cuervo, en gran parte, y el resto lo vendió el segundo marqués a Manuel Santos. La Luisiana fue, años más tarde, de don José María Gómez Restrepo dueño, también, de Casablanca Vergara. -A propósito de Hernán Sánchez -comenta una bronca voz cuyo dueño no puede ser identificado-, me parece que olvidáis que esas tierras fueron compradas, hacia 1624, por los jesuítas a los herederos de Francisco de Hernán Sánchez. Y poco después se ventiló ante la Real Audiencia un negocio criminal contra Sebastián Anguiano, Miguel Sánchez y algunos indios, vaqueros de El Novillero y de Fute, porque éstos habían robado, para matarlas, cerca de 800 reses de propiedad de los padres de la Compañía. El Novillero era por entonces pertenencia del mayorazgo don Antonio Maldonado de Mendoza. -Hernán Sánchez, La Luisiana o como queráis llamarla -dice un cazador con cara de pocos amigos, que desentona por sus modales bruscos en reunión de gente tan distinguida-, no fue, me parece, una hacienda muy apreciada por los señores marqueses. Por esto creo que mejor haríais en hablarnos, por ejemplo, de la estancia preferida por el viudo de doña María Tadea. Me refiero a El Diamante -que primitivamente fue una de Las Pesqueras-, a donde acostumbraba llegar en compañía de su hijo don Amador Gómez y Lozano, en flamante coche tirado por varias parejas de mulas. -Esta noche y muchas más emplearía si os hablara, al detalle, de todas las propiedades sabaneras que heredó el segundo marqués o que fueron suyas. Me es preciso, por lo tanto, entrar al meollo del asunto, y os ruego disculparme las anteriores digresiones, chocheras de viejo: "El marqués don José María otorgó testamento cuatro años antes de morir, ante el notario primero de Bogotá, y en tal documento declaró que dejaba las haciendas de El Tablón, Guzmán de Zea, Rincón del Zay, Hernán Sánchez y Copete, esta última situada sobre el río del Arzobispo, para sus nietos de los dos matrimonios de doña María Tadea; las estancias de El Perú, Puente de la Toma, La Venta de Cuatro Esquinas, Heredia y La Estacada, desmembradas de la heredad matriz de El Novillero, le quedarían a su hija doña María Teresa; y Quito y Carrizal las legaba para su hija menor doña María Josefa. Todos los demás bienes, cuantiosísimos, deberían pasar a 210
manos de su esposa doña Rafaela de Isasi, y a la muerte de ésta serían pertenencia de su nieto sobreviviente, don José María Lozano, en quien vinculaba el mayorazgo de la Dehesa de Bogotá. "Pero nada de esto tuvo efecto; y a las pocas semanas de morir el último marqués 7 se presentaron ante el notario tercero su viuda, su hija doña María Josefa Lozano de Racines, don Luis de Ayala, esposo de doña María Teresa, y don Ramón Ponce, quienes consignaron en forma testamentaria las últimas voluntades del difunto. Según este documento, a doña Teresa le legaba la estancia de El Perú, en el actual municipio de Mosquera 8; a doña Josefa le quedarían las haciendas de Quito y Carrizal, y el resto de la fortuna iría a manos de su viuda y luégo a las del nieto tantas veces nombrado. "Pero lo realmente importante de tal documento -y si no estuviérais vosotros reunidos aquí en número de casi un centenar sería cosa de poner en duda tanta riqueza- es el siguiente detalle de las fincas sabaneras que dejó don José María Lozano y Manrique: El Novillero, ya reducido en muchas hanegas de tierra; El Juncal, El Salitre de Guandoque, San Jorge Grande, El Diamante, San Jorge de Cuatro Esquinas, La Esmeralda, El Rincón de la Puerta de San Jorge, las tres Pesqueras, La Puerta de Teja de San Jorge, El Sosiego, San Jorge de Bebedores, Mercenario, San Jorge de las Casas, Los Zanjónes, Balsillitas, San Miguel Alto, San Miguel Bajo, San Francisco Primero, San Francisco Segundo y Tierra Blanca. Y todo esto, bueno es repetirlo, era apenas parte de las tierras que fueron de la Dehesa en vida del primer marqués; pues es un hecho, por ejemplo, que también fue éste poseedor del Hato de la Ramada, hacienda que se prolongaba hasta la ciénaga de Catama, en términos de Engativá; que tuvo en arrendamiento, en 1768, don Miguel Reyes, y que en 1836 era de propiedad de don Rudesindo Umaña 9. Lo mismo podría decirse de Salazar -o Los Salazares-, en aquel municipio, que fue pertenencia de doña María Tadea Lozano, más tarde de doña Gerónima Santa Cruz y Silvestre, esposa de don Joaquín Pardo y Pardo e hija de don José María Santa Cruz y de doña Mariana de Silvestre y Prieto, y luego de don Prudencio Barragán, en 1828 10, la cual colindaba con Tibabuyes. Y es necesario mencionar también las estancias de El Tabaco -desmembración de El Novillero- y La Majada, que compró al segundo marqués, en 1831, don José Comelio Borda y Esguerra, esposo de doña María Dolores Sarmiento y Sánchez, quienes fueron padres de don José
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Cornelio Borda y Sarmiento, "célebre en los fastos de la historia militar americana" al morir gloriosamente en el combate del Callao, el 2 de mayo de 1866, al lado de don José Gálvez 11. El Tabaco lo vendió don José Cornelio en 1841 a don José María Plata Soto, y La Majada llegó a ser pertenencia, a fines del siglo pasado, de don José María de Valenzuela; y hoy -con el nombre de La Victoria- es de propiedad de sus descendientes, los herederos de don Ulpiano de Valenzuela y Mantilla. -A pesar de tantos nombres de haciendas como usted nos ha citado dice, interrumpiendo al orador, un jovenzuelo barbilampiño ataviado a la fin de siécle-, tuvo que haber otras muchas que no ha nombrado y que formaron parte de la Dehesa. No es difícil colegir esto puesto que estamos aquí los encargados de guardarlas. -Ya lo creo; pero me parece que antes os advertí que desde los años finales de don Jorge Miguel Lozano de Peralta comenzaron a andar mal las cosas para su familia, tal vez a causa de la época revolucionaria en que le correspondió vivir. Lo cierto es que su hijo don José María vendió millares y millares de hectáreas de tierras, y en su testamento menciona también las siguientes estancias sobre las cuales debíanle al morir picos de dinero los compradores: "La Fragua, que heredaron del primer marqués, su padre, doña Clemencia y doña Francisca Lozano, de quienes la adquirió su hermano mayor; y éste la vendió al señor Antonio José González Leyva, quien, a su vez, en 1836, cedióla, junto con la de San Pedro, a don Ignacio Morales, la cual había sido también pertenencia de don José María, lo mismo que las de Santa Cruz y Venta del Hoyo. La Fragua fue años después de don Mauricio Rizo Portocarrero y a éste la compró, en 1872, don Ciriaco Rico por la cantidad de $ 23.000; y últimamente lególa a sus herederos el doctor Antonio José Iregui. Esta hacienda colindaba en el año dicho con San José, de don Juan Manuel y de don Manuel Antonio Arrubla 12. -En la parte de Cuatro Esquinas -dice, acercándose, un no muy joven cazador-, todo ha cambiado mucho. Los antiguos pantanos de El Novillero, habitados por centenares y millares de aves acuáticas, fueron desecados poco a poco y se agregaron a San José, hoy de los señores Vargas, al mismo tiempo que daban origen a la hacienda de la Holanda, que perteneció a don Rafael Rocha Castilla, esposo de doña Josefa Dordelly Estrada. Pero una y otra fueron antes de unos ingleses de apellido Sayer, populares caballerizos, y 212
del señor Rocha heredaron la Holanda sus hijos don Pablo y doña Rufina, esposa esta última de don Ignacio Sanz de Santamaría, cuyo hijo don José conserva una tercera parte de la finca original. Cosa semejante ocurrió con los pantanos de Balsillas, contiguos y hacia el sur de los de El Novillero, los cuales llegaron a ser la hacienda de tal nombre, que agregó a Fute don Pepe Urdaneta y que cedió, en el año 1882, a sus hijos Carlos María y Alejandro, quienes la vendieron poco después a don José María Plata y a don Evaristo Escobar Grau. Este y la viuda del primero, doña Dolores Uribe Plata, la traspasaron, en 1887, a don José María de Valenzuela, y en 1890 la compró don Jesús María Gutiérrez Botero, con la obligación de cambiarle el nombre tradicional por el de Venecia. En esta forma el señor Gutiérrez llegó a ser dueño de dos de las valiosas haciendas que habían pertenecido a los Urdanetas, y a su muerte legó la de Venecia a su hijo don Leonidas Gutiérrez Robledo, cuyos herederos la vendieron en 1916 a don Pepe Sierra, al paso que la de Buenavista, en Cota, la conservan los descendientes de su otro hijo, don Luis Gutiérrez Robledo. -Muy interesante cuanto ha dicho mi compañero, tanto más cuanto que las estancias que ha nombrado son todas desmembraciones de la heredad matriz del capitán Antón de Olalla, a mi cuidado. Pero debo volver ahora sobre las que traspasó antes de morir el segundo marqués, y reanudo el hilo del relato con la de El Curubital o El Colegio, vendida por los Jesuitas a principios del siglo XVIII, la cual fue pertenencia de don Juan Antonio Alvarado, con linderos, por el norte, con tierras de don José Gaona, y de aquél la adquirió, en 1766, don Isidro Lago 13. Posteriormente formó parte de la Dehesa de Bogotá y don José María vendió tan hermosa hacienda cuya casona conservan cuidadosamente sus actuales dueños los señores Echeverri Cortés- a doña Anselma Escandón, quien también compró Los Arboles, finca situada al norte de Serrezuela y que hoy es pertenencia de don Vicente Rocha Vargas. El Colegio, en parte fue de propiedad de don Ciriaco Rico en 1859, por compra hecha a don Sebastián Tobar, y entonces colindaba con tierras de doña Julia Carrizosa de Malo O'Leary; y hoy en día posée una buena porción del antiguo Curubital don Evaristo Herrera, bajo el nombre de Barley. "Vienen luégo una serie de estancias, sobre las cuales me abstendré de entrar en mayores detalles porque la noche camina ya hacia su término, tales como las llamadas Rincón de Zay 14, en términos de Fontibón, que compró 213
Antonio Gil y que hoy es de don Roberto Michelsen; El Molino, vendido a Alberto Pulido; Los Micos, Merinda y Los Cerezos, que compró don Francisco Morales Galavís; El Riachuelo (hasta hace poco del señor Isaac Pulido), que pasó a ser pertenencia de Francisco Esguerra, quien igualmente compró parte de Yerbabuena, finca contigua a Los Arboles; otra parte de Yerbabuena la adquirió Francisco Pulido, dueño también de El Ajiaco cercenada de Boyero-, y una tercera parte la compró Tomás Santos; El Emporio, rica hacienda dividida hoy entre varios dueños, fue vendida, en porciones, a don José María Groot, Gregorio Ángel, Miguel Sánchez, Manuel Zamudio y Rafael Morales; José Ardila adquirió las de Guatemala, La Concepción, La Soledad y Sornoro; La Maleza del Cacique, situada al occidente de Carrizal, fue vendida a don José Segundo Borda; El Tablón y Guzmán de Zea las compró Lucas Ardila y posteriormente fueron pertenencia de don José Cornelio Borda; Santa Lucía y San Laureano que, con los dos San Franciscos, hacían parte de La Hélida, pasaron a ser bienes propios de Joaquín Sánchez y de Fernando Esguerra, respectivamente; La Chamilla la compró José Cubides, y Miguel Rubio se hizo a la propiedad de San Esteban. "¿Qué me decís ahora...? ¿Ha habido nunca en la Sabana terratenientes comparables a los mayorazgos de la Dehesa de Bogotá? Quinta Parte -Los datos que os he dado -dice, para terminar su perorata y con voz que deja transparentar cierto cansancio, el cazador de El Novillero- son los esenciales para que podáis entrar a discutir sobre quién será vuestro futuro jefe. Conversando entre vosotros averiguaréis, con los compañeros de más edad, todo cuanto se os ocurra en relación con las tierras que formaron alguna vez parte del mayorazgo. Y procurad abreviar, que la noche toca a su fin. Evidentemente, y como dando la razón al anciano hombrecillo,' cuatro campanadas llenan con sus vibraciones el vasto salón. Automáticamente todos los presentes apoyan cuidadosamente sus armas contra los bordes de la gaveta que les sirve de lugar de reunión, y en breves instantes se forman numerosos grupos, que constantemente se renuevan; que se ensanchan, a ratos, al aproximarse nuevos compañeros de otros corrillos, y que en ocasiones quedan reducidos a tres o cuatro personas, cuando no se disgregan 214
para formarse otra vez más allá. El ruido de las conversaciones colma la estancia y no se comprende cómo puede seguir roncando a pierna suelta el anticuario con tal bullicio. Frases y aun diálogos completos se escuchan nítidamente, e informaciones muy interesantes logra captar el oído del narrador: -La Hélida -dice una voz- fue una de las haciendas más apreciadas por los mayorazgos, después de El Novillero propiamente dicho. Se diferencia de la mayoría de las casas sabaneras coloniales en que tiene patio interior y, además, está rodeada por amplios corredores desde los cuales se dominan los llamados "cuatro caminos". Con el transcurrir del tiempo llegó también a ser su dueño don Ciriaco Rico, por compras sucesivas que hizo de ella y de anteriores desmembraciones a Estanislao Piedrahita, Francisco Morales, Tomás Campuzano, Wenceslao Pizano, Domingo Alvarez, Germán y Alejandrina Suescún, etc. De este señor Rico Salas fue también la estancia de El Perú -cuya casa residencial era la que hace esquina en la actual plaza de Mosquera con el camino que va a Funza y que dejó por legado a los padres salesianos, quienes en ella tienen un convento-, la cual se prolongaba en ambas direcciones sobre el lado derecho de la carretera; finca que formó al unir la original de dicho nombre, que compró a Ramón González en 1842, y la de La Venta de Cuatro Esquinas, que le cedió en 1883 doña María Josefa Hernández Díaz. Y, como si fueran pocas las ya citadas en esta reunión como de su propiedad: El Colegio, La Fragua, La Hélida y El Perú, también poseyó, y legó a sus hijos, las de San Jorge de los Cedros desmembración de El Novillero, a la sazón de propiedad de los herederos del poeta don Diego Uribe-, la cual adquirió por compras que hizo a don Amador Gómez Lozano en 1867 y a los señores Tomás y Antonio Campuzano en 1882; San Gregorio, desmembración del antiguo Boyero; Guatemala, que engrandeció bajo este nombre con la de La Soledad, las cuales compró a las señoras Petrona, Dolores y Bernarda Álvarez; y otras más, ya no tan extensas ni renombradas, tales como Serrezuelital que adquirió de Rafael Hernández en 1887; La Esperanza, de Crisóstomo Cubides, en 1888; otra San José, en la vereda de Siete Trojes, que era de Federico Díaz; Casa Vieja, de Leonardo Esguerra; La Estancia, igualmente en la antes citada vereda, que era de la señora Emilia Pulido de Morales y de Carmen y Rosa Pulido, etc. 15.
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-Pero los marqueses prefirieron mejor vivir en El Riachuelo -argumenta otro de los cazadores-, cuya casona de hacienda es una de las más bellas y mejor conservadas de la Sabana. Aún se guardan en ella muebles de hace más de un siglo, y su gran patio, con arriates florecidos y rodeado por amplias crujías, es un regalo a la vista de las personas de buen gusto. En El Riachuelo murió en 1882 doña Vicenta Pardo y Alvarez de Pardo, esposa del canciller de la república don Juan Antonio Pardo Armero; hija del primer rector de la Facultad de Medicina y prócer de la Independencia don Juan María Pardo y Pardo; nieta del presidente-dictador de Cundinamarca don Manuel de Bernardo Álvarez del Casal, y biznieta del primer marqués de San Jorge. Falleció, pues, como quien dice, en lo propio. * * * -...Alguno preguntaba -se oye decir en otro grupo por qué no figuré La Isla, una hacienda tan conocida, en el testamento de don José María Lozano, sin recordar que mencionó muy claramente a Carrizal y que legó, junto con Quito, a su hija doña María Josefa, de quien recibieron una y otra heredades sus hijos Tadea, Pedro, Juan y Cristina Racines y Lozano 16; y La Isla, como otras estancias vecinas, no es sino una desmembración de Carrizal, que llegó a ser de propiedad de don Melitán Escobar Ramos, antioqueño, nacido en 1819, quien murió en El Cairo (Egipto), por su propia mano, el 31 de diciembre de 1887. La finca pasó de las manos de los herederos de don Melitón -don Rafael, don Alfredo y don Roberto Escobar- a las de los descendientes de su hermano don Aparicio Escobar Ramos, esposo que fue, en 1872, de doña Elvira Padilla Urdaneta, quienes la conservan. -Ignorancia propia de la juventud -comenta otro de los hombrecillos, gordo, rechoncho y rubicundo-. Escasamente saben estos cachifos la historia de Quito, a pesar de que se ha publicado numerosas veces. -¿Y cómo es esa historia? -interroga un cazador jovencito, casi un niño, a quien sus compañeros llaman el de la Holanda Chica. -Escuchadla, y no la olvidéis: Quito es hoy una hermosa hacienda pero hace siglo y medio era en parte una extensa chucua. Allí tenía su modesta
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vivienda un sujeto de apellido Hernández, muy conocido en la región bajo el apodo de El Rucio, quien llevaba semanalmente al mercado de Santa Fé los productos que cosechaba en su parcela. Así lo hizo el 10 de agosto de 1819, pero en cuanto llegó a la Plaza Mayor le fue_ ron decomisadas, de orden del virrey Sámano 17, sus dos mulas, con el fin de que ayudaran a transportar a Honda el equipaje del brigadier y último mandatario peninsular. Efectivamente, las acémilas de Hernández, bien cargadas, emprendieron viaje hacia Facatativá cerca ya de las seis de la tarde, pero al pasar por Tres Esquinas de Funza -frente a la casa de El Rubí-, desviaron hacia la casita de su dueño en busca-de su habitual comedero, sin que nadie se enterara a causa de la obscuridad de la noche. "La sorpresa de los Hernández al siguiente día no es para ser descrita, cuando al descargar las mulas toparon con que cada una llevaba sobre los lomos cuatro mil onzas de oro. Con este dinero. se hizo rica la familia, y el hijo de El Rucio, llamado José María Hernández, compró a los descendientes del marqués la heredad de Quito, que años después heredó la solterona nieta de aquél, de nombre Isabel, quien hizo testamento legándola a su abogado el doctor Gamboa; y esto le valió al jurisconsulto recibir tremenda cuchillada en el cuello que le propinó alguno de los parientes defraudados con el testamento. El doctor Gamboa se amedrentó -y con justa razón- y poco después vendió la finca a su actual propietario don Jorge Sanz de Santamaría". * * * -...La grande hacienda de El Cacique -se oye decir en un corrillo extremo- llegó a ser de propiedad de don Raimundo de Santa María Tirado, quien la cambió por la de El Vínculo, en Soacha, a don José María Portocarrero Ricaurte, hijo del "mártir de Cartagena" don José María Portocarrero y Lozano y de doña Josefa Ricaurte Galavis; y biznieto, por lo tanto, del primer marqués de San Jorge. Don Pepe Portocarrero casó con doña Dolores Caicedo y Sanz de Santamaría, nacida en 1816, hija de don Andrés de Caicedo y Sanz de Santamaría y de doña Juana Sanz de Santamaría y Mendoza, y de los herederos de aquéllos la hubo por compra don Pepe Sierra, dueño también de la contigua estancia de Ceuta.
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-Cierto es eso -arguye un cazador cuyas facciones muestran la más tenaz tristeza-; pero si se han de respetar las jerarquías es necesario que sea nuestro jefe el compañero de El Diamante, heredad que de don Joaquín Gómez Hoyos pasó a ser, años más tarde de haberla heredado, de propiedad del general Juan N. Mateus, por permuta que éste hizo de la hacienda de Basa, en Turmequé, a los señores Plata Azuero. De El Diamante se desmembró El Rubí, que compró luégo don Manuel Umaña Manzaneque, quien posteriormente la vendió a don Nepomuceno Sanz de Santamaría y a don Bernardo Herrera Buendía; y que hoy es de propiedad del "Hospital San Carlos" y antes perteneció a don Ignacio Sanz de Santamaría Herrera. En cambio, por fatalidad del Destino, la finca principal -El Diamante- se subdividió en varias estancias relativa estancias relativamente pequeñas, y la vieja casa, con unas cuantas fanegadas de tierra, la posée hoy don Pedro Escobar Umaña. -También La Esmeralda, de los herederos de don Carlos Arboleda, está actualmente reducida, como dicen vulgarmente, a su mínima expresión. Era una finca preciosa y nada significa, para su importancia esencial, que con sus tierras se haya engrandecido La Ramada, que fue de don Mariano Sanz de Santamaría y es pertenencia de don Andrés Pombo. La Ramada absorbió también parte de Las Pesqueras, dos de las cuales llegaron a ser bienes propios de don Salomón de Uricoechea y de don José Camacho Roldán; aquélla la compró después don Ramón Jimeno, quien la legó a su hijo don Raúl, y Pesquerítas pertenece a don José María Piedrahita. Por cierto que otro de los señores Pombos, don Luis Enrique, es hoy el dueño de San Jorge de Cuatro Esquinas, bastante engrandecida, valga la verdad... Rato há que sonaron las cinco de la madrugada y los cazadores continúan alborotando a más y mejor. El viejo cazador del candil, que ha permanecido aislado en un extremo del cajoncillo, ensimismado en sus pensamientos, se yergue en toda su estatura, desenvaina su tizona y con el pomo de ella da tres fuertes golpes contra uno de los bordes, que tienen la virtud de hacer que se restablezca el silencio. Avanza entonces dos pasos y dice con voz airada: -Me dáis la sensación de que fuérais políticos humanos al no poderos poner de acuerdo en algo tan sencillo como es el asunto que os he planteado. ¡Es intolerable! Dentro de pocos minutos será de día y los rayos del sol no pueden hallarnos aquí: debemos regresar a las estancias 218
encomendadas a nuestro cuidado. Procurad, en estos días que siguen, llegar a un acuerdo, y quedáis convocados desde ahora a una nueva y definitiva reunión que tendrá lugar dentro de un mes justo. ¡ Idos! En cosa de segundos los hombrecillos desaparecieron en las múltiples gavetas del valioso bargueño cordobés, que se cerraron silenciosamente. El jefe de los cazadores de la Dehesa de Bogotá lanzó una ojeada circular, y al ver que todo se hallaba en orden regresó al cajón central de donde había salido al comenzar la madrugada, el cual se fue deslizando hacia el fondo con un ruidillo extraño, semejante al que producirían, al frotarlos suavemente, dos trozos de madera. Y la obscuridad y el silencio reinaron de nuevo en el salón del coleccionista de antigüedades...
Notas 1. Este bargueño se conserva en la residencia de don Carlos Umaña Barreto. Es indudablemente uno de los más bellos que hay en Bogotá. 2. Doña Gerónima tuvo un hermano mayor, don Bartolomé de Olalla, quien murió soltero, por cuya razón heredó ella el mayorazgo. 3. El Novillero actual lo forman unos pocos potreros que pertenecen a los herederos de don Belisario Rojas. Según se afirma, sus dueños sacaron no hace mucho un valioso santuario de plata labrada de las ruinas de la vieja casona. 4. Archivo Nacional. Criminales, 47. 5. El famoso champaña Ayala da fe de la buena fortuna que protegió al matrimonio Ayala-Durand, cuyos descendientes son gente de importancia en Francia. 6. Don Rufino Cuervo fue hijo de don José Antonio Cuervo y de doña Nicolasa Barreto, quienes contrajeron matrimonio en 1797, y nieto legitimo de don Isidro Cuervo y de don Esteban Barreto, oriundos de Boyacá. Don Rufino casé con doña María Francisca Urisarri, hija de don Carlos Joaquín de Urisarri y Elispuru y de doña Mariana Tordesillas y Torrijos. 7. El fallecimiento de don José María Lozano ocurrió el 17 de diciembre de 1832. 8. Mosquera es un municipio moderno desmembrado casi en su totalidad de Funza. Entonces no lo era y se llamaba Cuatro Esquinas aquél lugar. 9. Archivo Nacional. Notaría segunda, 1768; y Notaría primera, 1836.
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10. " Notaría primera, 1828. 11. El héroe don José Cornelio Borda está sepultado en el Panteón de los Héroes de la ciudad de Lima. 12. Archivo Nacional. Notaría primera, 1835 y 1836. 13. " " Notaría primera, 1766. 14. El segundo marqués, después de la Independencia, cambió su tútulo nobiliario por el de -Zay Bogotá", con el cual firmó durante algún tiempo. 15. Don Ciriaco Rico fue dueño también de la hacienda de El Chacal, de la cual tratamos en el Capítulo IV de la Tercera Parte de este libro. 16. Archivo Nacional. Notaría primera, 1835. 17. El virrey Sámano dejó una hija natural en Santa Fé, que más tarde contrajo matrimonios sucesivos con tres primos hermanos escoceses, quienes dejaron abundante descendencia.
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