PAITITI EN LA BRUMA DE LA HISTORIA CARLOS NEUENSCHWANDER LANDA
ANT ECEDE ECE DENTE NTES S
A menudo me han preguntado, qué me impulsó a realizar expediciones tan arriesgadas y azarosas que interrumpían el curso regular de mis actividades profesionales como médico, docente y funcionario, desviándolas en un sentido insólito e incongruente. Pero con mas frecuencia aún, la mayoría, creía descubrir en mi conducta extraña, síntomas de desequilibrio psíquico contagiado por mis pacientes, y, no faltaban quienes, maliciosamente, murmuraban que había abandonado el ejercicio de mi profesión para dedicarme a buscar tesoros. La extrañeza y la suspicacia acrecentaban al comprobar que mi pertinacia se acentuaba a despecho de las dificultades_ y frustraciones. Quizá la mas concisa y acertada explicación del por qué de mis afanes, la dio un médico colega cuando, al enterarse de que me disponía a emprender una nueva exploración, comentaba con humor comprensivo: es que está escuchando , otra vez, el grito del guacamayo. Y, no le faltaba razón, pues, cuando atingido por la preocupación del estado de salud de los enfermos a mi cargo, trataba de aliviar mi tensión espiritual, empezaba a oír con insistencia creciente, el lejano concierto de voces de los animales silvestres que pueblan los mundos salvajes de la puna y de la selva y que, tan hondamente, habían contribuído a formar mi personalidad temprana. Cuando tenía apenas seis meses de edad, junto a mi madre y a mi hermano, mi padre nos llevó a vivir al valle del río Inambari, situado en lo mas profundo y aislado de la región selvática del departamento de Puno. Nos trasladamos viajando dos días en tren, doce días a lomo de mula, dos días en la espalda de un quepiri y finalmente, navegando en canoa, tres jornadas más. Después, a lo largo de diez años, ese tipo de peregrinaje, se repitió frecuentemente, llevándonos, llevándonos, de mina en mina, por los l os departamentos del Cuzco, Apurimac y Puno, hasta que me enviaron a Arequipa para que continuara estudiando, formalmente, en un colegio. Pero, aún entonces, pasaba mis vacaciones sumergido en aquellas comarcas primitivas de cuya influencia nunca quise quise ni pude librarme. librarme. Estudié Medicina en países extranjeros y en ambientes urbanos, para adaptarme a los cuales, hube de desplegar gran esfuerzo. Así, lentamente, cicatrizaron las heridas del desarraigo y mi vida transcurrió por las salas y corredores hospitalarios y las oficinas administrativas. Tal vez, sin darme cuenta, orienté mi tendencia exploradora hacia los campos insondables de los fenómenos biológicos y de los conflictos psicológicos sin que, a pesar de ello, se extinguiera el rescoldo de vivencias que episódicamente atizaban mi afán de aventura. Persistía la influencia de la vida de la infancia. De allí que al escuchar las explicaciones que se daba respecto al significado y origen de algunas ruinas del Cuzco, se creó en mí el deseo de incursionar en su misterio, y buscar el motivo que justificara su satisfacción. Este surgió a través de la leyenda del Paititi que conjugaba, admirablemente, mi incipiente interés arqueológico y mi latente afición exploradora. A su impulso, reuní cuantas versiones y tradiciones pude conseguir e inicié la larga serie de expediciones que, en el futuro, realizaría. Sustentado en la premisa de que la técnica depurada que exhibían ruinas como las de Sacsayhuamán, Quenco, Ollantaytambo y muchas otras, no había podido nacer madura, concebí la idea de que se había ido perfeccionando en el transcurso de milenios, por un pueblo que al influjo de gigantescos fenómenos telúricos hubiese emigrado desde los llanos selváticos hasta las cumbres andinas. Era, entonces, procedente, echarse echarse a buscar buscar vestigios de aquel aquel supuesto peregrinaje. peregrinaje. Informado por narradores cusqueños y por los relatos del padre Bovo de Revello, configuré mi primer objetivo: encontrar los caminos que había seguido la hueste del Inca Yupanki en su incursión a los musus, por la cordillera de Paucartambo. La tradición recogida
afirmaba que tal camino se iniciaba al borde de una laguna negra situada en dicha cordillera, cerca al paraje llamado Colla Tambo. Orientado por mi ex-condiscípulo Alberto Apiani y acompañado por los innatos exploradores Agustín Ocampo, Justo Paliza Luna y Ernesto Von Wedemeyer, emprendimos una expedición que duró cuarenta y un días y, aunque parezca mentira, hallamos la laguna negra y el camino de lajas que parte de ella, el que seguido tenazmente nos llevó hasta las cabeceras del río Chunchosmayo, pasando cerca del cerro Apu Catinti y nos permitió, además, descubrir cercos y casas derruidas en la cabecera de Selva donde se originan el Callanga y el Yungari. Luego, apareció en el grupo de mis informantes, Angelino Borda, un calqueño que aseguraba conocer una gran ciudad oculta entre los repliegues de una quebrada que se originaba en el macizo de Toporake, en el confín nororiental de la Cordillera de Paucartambo. Para poder encontrarla, por primera vez, conseguí el apoyo de un helicóptero de la Fuerza Aérea del Perú, ayudado por Manuel Mujica Gallo y apoyado, económicamente, por el diario La Prensa de Lima. Esta expedición no llegó a su fin y se interrumpió en Quillabamba. Mi viaje a Estados Unidos, para seguir estudios de perfeccionamiento, creó un suspenso de un año en la prosecución de las expediciones. El relato de las primeras exploraciones, así como la hipótesis que había venido elaborando, están contenidos en el libro Pantiacollo que escribí en Miami y que, como ganador de un concurso, fue publicado en 1963 con el auspicio de la compañía de aviación Faucett. Desde entonces he realizado veintisiete exploraciones por la vasta región comprendida entre los ríos Madre de Dios, Manu, Paucartambo, Yanatile, Urubamba, Cosireni y Apurímac. Las diez que considero más importantes, constituyen el material de este nuevo libro Paititi en la Bruma de la Historia.
Los datos y las comprobaciones adquiridas en cada una de las expediciones, expediciones, daban pié al planeamiento de, la próxima y así se fue eslabonando la larga cadena de aventuras que crearon en torno a mi persona, la apariencia de un iluso obsesionado por una quimera arqueológica o, por la búsqueda de fabulosos tesoros. De otro lado, la resonancia pública que la prensa nacional dio a mis exploraciones indujo, a muchos, a efectuar viajes similares, estableciéndose una suerte de competencia que no rehuí y que, más bien, acicateó mi perseverancia. Sin embargo actué siempre con desventaja porque, por una parte, con excepción de los treinta días de vacaciones que destinaba anualmente a las exploraciones que eran insuficientes para culminarlas-no disponía de mas tiempo. En efecto, a diferencia de lo que la gente pensaba, mis esfuerzos transcurrían dentro del campo de mi actividad profesional que se obstinó en cambiar la orientación de la salud pública con un sentido mas integral, preventivo y social; en modificar los programas académicos de la Facultad de Medicina y, en ampliar y mejorar la cobertura de servicios de la Seguridad Social, entre otros afanes. De allí que siempre me encontrara en el dilema de no saber como repartir mis energías y mi tiempo, entre mis permanentes objetivos médicos y mis periódicos intereses de exploración arqueológica. Por otra parte, los recursos económicos propios de que disponía fueron siempre escasos para financiar debidamente las sucesivas expediciones y para competir con mis ocasionales adversarios. Dentro de esas circunstancias, han sido muchísimos los obstáculos que he tenido que sortear e incontables los sinsabores y frustraciones. Pero, también, invalorable el apoyo, la fe y la confianza que me brindaron personas y entidades, allegadas y hasta desconocidas, desconocidas, a todas las que expreso, antes de iniciar el relato, mi sincera gratitud ó mi conmovido recuerdo. No obstante, incurriría en ingratitud si no remarcara el valioso apoyo que me otorgó siempre la Fuerza Aérea del Perú y el que, como póstumo aliento, me sigue ofreciendo mi dilecto camarada de aventuras, Ernesto Von Wedemeyer, a través de la empresa que relevantemente contribuyó a forjar y que hace posible la publicación de este libro.
En Arequipa, enero – junio de 1983.
LA MESETA DESCONOCIDA
Al regresar de Estados Unidos donde había permanecido once meses por una beca de perfeccionamiento en Psiquiatría, se mantenía vivo mi interés por reanudar la expedición aérea que había tenido que interrumpir un año antes en Quillabamba. Pese a la diferencia de objetivos, de ambientes y actividades que habían mediado en ese intervalo, mi entusiasmo no decayó. Contribuyó a ello el haber dedicado algunos de mis ratos libres, como pasatiempo compensatorio al esfuerzo de dominar el idioma inglés, a escribir en Castellano un ensayo sobre mis hipótesis arqueológicas y narraciones de las principales expediciones realizadas en busca de la ciudad perdida de Pantiacolla. Con estos escritos organizados cronológicamente formé un manuscrito que entregué a Manuel Mujica Gallo en una visita que le hice para anunciarle mi retorno, comunicarle mi intención de proseguir las exploraciones que él siempre había alentado, solicitar su ayuda en las gestiones para conseguir un helicóptero de la Fuerza Aérea del Perú y la financiación necesaria. Dos días después de aquella entrevista, Manuel Mujica me llamó urgentemente por teléfono para que lo visitara nuevamente, lo que hice sin dilación. Me dijo que había leído el manuscrito y que necesitaba mi autorización para presentarlo a un concurso que, precisamente esos días organizaba la Compañía de Aviación Faucett sobre literatura peruana que contribuyera a promover el interés i nterés turístico de lugares y aspectos no conocidos del Perú. Su proposición me desconcertó, pues nunca creí que lo que había escrito como distracción personal pudiera merecer el interés del público. Sin embargo, para no desairar la proposición y en la seguridad de que mi manuscrito no ganaría el concurso„convine en que participara. También desde Estados Unidos había mantenido contacto con mis compañeros de la frustrada expedición aérea, Ernesto von Wedemeyer, Pedro Felipe Cortazar. y Alberto Rojas, a quienes pedí que continuaran gestionando la consecución de un helicóptero y el contacto con instituciones dispuestas a financiar los gastos de una nueva expedición. Cortázar y Rojas consiguieron que el diario La Prensa de Lima concertara con la Compañía de aviación Panagra un acuerdo por el cual, ambas empresas, asumirían los gastos de alquiler de un helicóptero de la FAP, dejando a mi cargo los trámites correspondientes a la obtención de la autorización del Comando de la Fuerza Aérea para realizar la operación. La experiencia adquirida en muchos años me hizo comprender que la tarea que se me había reservado no era nada fácil de cumplir, pues, en Lima, cualquier trámite, por simple que sea, se complica y se enreda en la intrincada maraña burocrática que la compenetra tan ubicuamente como la bruma que la cubre casi todo el tiempo. Pero no podía renunciar a la misión que se me había asignado y tenía que iniciarla de inmediato porque solo disponía de un mes para organizar y llevar a cabo la expedición después del cual tenía que reintegrarme a mi trabajo. Luego de presentar la solicitud de alquiler del helicóptero, había que fundamentar el plan de vuelos que proponíamos, con el Jefe de Operaciones de la Fuerza aérea, que, en esa época, era el Mayor General Ordóñez, hombre temperamental y poco flexible. Conocedor de la mayor parte del territorio nacional y sus accidentes naturales, consideraba que ningún civil estaba en condiciones de señalar relieves o depresiones que él no hubiese observado en su sempiterno trajinar sobre cordilleras y quebradas. Por eso, al estudiar las rutas que yo proponía, como las más convenientes para llegar a la meseta de Pantiacolla, las descartó de plano, y terminó t erminó afirmando que las ruinas que buscábamos no se encontraban por esas zonas sino en otras que solo él había visto, asegurando, además, que entre ellas había distinguido los moldes pétreos donde los Incas fundían sus estatuas de oro. Acostumbrado a sortear posiciones como aquella, evité contradecirle y, más bien, le agradecí la ilustración que me hacía, ofreciéndole que después de cumplir nuestro objetivo, teniendo en cuenta sus informaciones, exploraríamos también el paraje al que se refería, siempre y cuando nos proporcionara la información respectiva. Parece que mi actitud lo halagó y terminó por convenir en aprobar nuestro plan. i Se había salvado el primer obstáculo ! Aparentemente, a partir de entonces, todo debería marchar sobre rieles, puesto que, Panagra, arregló inmediatamente los detalles de la financiación y la Prensa, los que correspondían a sus
propósitos de información. Sin embargo, estaba escrito que aún había que sortear nuevos contratiempos: el día anterior a que se firmara la resolución ministerial autorizando el alquiler del helicóptero, el Director del Patronato Nacional de Arqueología, solicitó a las entidades auspiciadoras, que el apoyo que estaban dando a la expedición que yo dirigía, lo transfirieran a la que organizaba el médico norteamericano Franklin Paddock, que había regresado al Perú por esos días y que tenía los mismos propósitos, contando además con las recomendaciones de la Embajada de Estados Unidos y de la revista Peruvian Times. Los representantes de Panagra frente a presiones tan convincentes, prácticamente, me habían descartado, cuando los visité para finiquitar los pormenores del viaje. Consideré tal actitud, típica de la cortesía capitalina, pero de ninguna manera transigí con ella. Sin hacer comentario alguno salí de la oficina de Panagra y me dirigí al Ministerio de Aeronáutica. El Secretario General del Ministro, el Coronel Daniel Peña Mariátequi, me facilitó una entrevista con el Jefe del Estado Mayor, Teniente General José Gagliardi. No obstante, de no ser chauvinista invoqué, en esta oportunidad, mi condición de peruano frente a la de extranjeros de mis ocasionales competidores. El argumento fue certero, pues, el General Gagliardi, sin vacilaciones, ordenó que el helicóptero se destinara a la expedición que yo dirigiría, desechando las presiones de los otros aspirantes y dando por terminado el entredicho. Sin demora me trasladé a Arequipa, para reunirme con Ernesto Von Wedemeyer con quien continuamos viaje al Cuzco en una camioneta para encontrarnos allí con Alberto Rojas, Jefe de información gráfica de La Prensa. También nos esperaban Don Francisco Ojeda y Angelino Borda. Todos juntos, en auto-vagón, nos trasladamos a Huadquiña y luego, en camión, a Quillabamba donde ya debería encontrarse el helicóptero, según lo convenido. Sin embargo, no había llegado aún y, como el año anterior, comenzó de nuevo, la angustiosa espera frente a la comprobación cotidiana de sentir que pasaba el tiempo y la estación de buen clima; se acortaban nuestras licencias y, quizá, otra vez, se frustrarían nuestros propósitos. Así permanecimos ocho días al cabo de los cuales empezó a llover copiosamente. Coincidiendo con el cambio climático, al fin, una mañana, imprevistamente, llegó el helicóptero procedente de la hacienda Luisiana en el Valle de Apurímac. Era un Allouette del modelo más pequeño y lo conducía el Mayor FAP, Oswaldo Cabrera. Dentro de su habitual reserva militar, el piloto no dio ninguna explicación respecto a su tardanza y, por el contrario, se mostró sorprendido de que no estuviésemos listos para continuar el vuelo a Chancamayo, nuestra base de operaciones. Como en el aparato no cabían más que cuatro personas, resolvimos que Rojas y yo volaríamos con el Mayor y su mecánico y que los demás expedicionarios se trasladaran por la carretera. Nunca había volado en helicóptero de modo que esa primera experiencia estaba cargada de diversas emociones contradictorias, como curiosidad, temor y aventura. En el campo deportivo de la Misión Dominica de Quillabamba, donde había aterrizado el aparato, se reunieron los padres misioneros y los alumnos del colegio para observar nuestra partida y despedirnos. El padre Guerrero, conocido en el mundo de la radiotransmisión como Siete Barbas, que nos había mantenido en relación con el resto del mundo durante nuestra permanencia en Quillabamba, convino en comunicarse con nosotros en Chancamayo y mientras nos hallásemos en vuelo. Nos acomodamos en nuestros asientos, se escuchó el agudo silbido del motor y luego el seco tableteo de las paletas y nos fuimos elevando lenta y suavemente para descender después, velozmente, hacia el río Vilcanota y elevarnos nuevamente remontando las laderas de su vertiente derecha. Abajo, se observaba los bosques del fondo de la quebrada, salpicados de rojo por los dispersos pisonayes y de trecho en trecho, las cabañas modestas de los arrendires y las casitas de los arrenderos, más amplias y coloreadas. El ganado vacuno, espantado por la estridencia del motor, galopaba a campo traviesa levantando densas polvaredas. A lo lejos surgieron entre las nubes, las cumbres de los altos cerros, destacando, entre todas, la del Urusayhua, que señala el límite entre la ceja de selva y la selva alta. Después de breves minutos, la visión del paisaje majestuoso que cambiaba con celeridad caleidoscópica, desvaneció en mí todo temor, y me sumió en una sensación de plácida y expansiva libertad, como si mi medio natural hubiese sido siempre el aire y mi oficio el de aviador. Tan absorto me había quedado disfrutando de la nueva experiencia, que el Mayor Cabrera tuvo que llamarme la atención gritando enérgicamente para que le señalara el rumbo que debería seguir para dirigirse a Chancamayo. Ya divisaba en los bajíos el encuentro de los ríos Vilcanota y Yanatile, de aguas azules y cristalinas las del primero y oscuras y parduzcas las del segundo, de modo que me fue fácil guiar al piloto por el valle de Lares, hasta observar la desembocadura del río Chancamayo, el puente Tirijguay, tendido sobre el mismo y, un
poco más lejos, la casa-hacienda a la que llegamos en un momento, aterrizando suavemente en el patio principal. Egmond Barten y Gerda, su esposa, nos recibieron entusiasta y afectuosamente y nos instalaron en rústicas pero cómodas habitaciones y luego nos condujeron al comedor donde nos invitaron plátanos, piñas, papayas y jugo de toronjas. Allí permanecimos conversando mientras aguardábamos el arribo de los otros miembros de la expedición, que ocurrió una hora después. La razón por la que elegimos Chancamayo como base de operaciones era que esta hacienda, constituía el punto accesible por carretera mas cercano al río Chunchosmayo. Hasta allí podía transportarse en camión el combustible para el helicóptero. A su vez, el Chunchosmayo era el valle a donde había llegado Borda al huir de los machigangas luego de haberse refugiado en la ciudad sagrada. Por otra parte, en su cabecera fue donde Ernesto von Wedemeyer y yo, habíamos abandonado la exploración del camino de piedra que presumíamos se dirigía a las ruinas de Pantiacolla. Nuestro plan consistía en sobrevolar la Cordillera de Lares, atravesar el cañón del Paucartambo, seguir la quebrada de Chunchosmayo hasta el punto en que Borda reconocería el lugar por donde llegó a él, seguir la ruta que recorrió, pero en sentido inverso, buscar la confluencia de los tres arroyos que, según su versión, formaban el río Yuracmayo en cuyas riberas había vivido como prisionero y, finalmente, con esa referencia, ubicar las ruinas de la ciudad sagrada que bien podía ser Pantiacolla. Todo parecía simple, siempre y cuando Borda fuese capaz de identificar los parajes que habían transitado hacía cuarenta y cinco años y que las condiciones climáticas fueran propicias. Desgraciadamente, esa misma tarde, la temperatura ambiental descendió bruscamente y un viento helado que venía del valle de Lares, arrastraba, casi pegadas al suelo y a las copas de los árboles, grandes cantidades de pequeños nubarrones que desprendían una fina llovizna que empapaba la tierra, los matorrales, las casas y todo. Un manto de tristeza opacó la luminosa alegría del valle. Había comenzado el friaje, fenómeno meteorológico que paraliza, prácticamente, toda actividad y que definitivamente, impediría cualquier intento de vuelo. Nuestros ánimos, que ya y a se habían agriado por la inacción y la duda sufridas en Quillabamba, decayeron aún más. Y, había razón para ello, pués, cada uno de nosotros tenía motivos especiales para sentirse inquieto: Wedemeyer debía viajar a Europa; Rojas necesitaba volver a su trabajo urbano para equilibrar su economía; yo, que faltaba a mi cargo hospitalario hacía casi un año, me debatía en la angustiosa alternativa de regresar a cumplir mis compromisos profesionales y perder la oportunidad de descubrir Pantiacolla 6 a la inversa, proseguir porfiando en la expedición y exponerme a perder mi empleo. El piloto y el mecánico, para quienes la operación solo representaba un episodio mas de su quehacer rutinario, únicamente deseaban cumplir su misión dentro de las condiciones establecidas y una vez mas, regresar a sus hogares, sanos y salvos. Dos días mas tarde hizo su aparición Pedro Felipe Cortázar, Jefe de Redacción de La Prensa y representante de ella en la expedición. Su natural buen humor y su risueña actitud, vinieron a alentar un poco nuestro ánimo deprimido. Era el primero en sentarse a la mesa a las horas del desayuno, almuerzo y cena, la que amenizaba con un interminable repertorio de chistes de todo calibre e ironía zahiriente que no respetaba ni siquiera a la discreta y recatada Gerda. Por su parte, Wedemeyer, a quien en realidad no le interesaba la finalidad arqueológica de la expedición, sino la oportunidad que ésta le daba para trepar cerros y dedicarse a la cacería, que era su verdadera pasión, aprovechó la obligada espera, para recorrer cuantos matorrales, cañadas y promontorios rodeaban la hacienda. Un día, cazó un venado peludo; otro, mató dos ocates (coatí) y, finalmente acorraló y dio muerte a un puma que venía diezmando las crías del ganado vacuno de la hacienda. A mí, que en mi edad adolescente había sido un cazador implacable, no me atraía, entonces, ese deporte, porque, sintiendo como propio el peso de la responsabilidad del resultado de la empresa, solo me preocupaba, obsesivamente, que mejorara el clima y que pudiéramos proseguirla. Empleaba el tiempo conversando con Don Francisco Ojeda y con Borda. Una tarde pregunté a este último: Angelino, ¿Cómo podría Ud. identificar el sitio por donde saliendo de la selva, llegó Ud. a la sierra? - Es difícil, Doctor, me contestó, pero, recuerdo que, medio muertos de hambre y cansancio, con mi hermana Rosita, nos de tuvimos para tomar agua en una lagunita, donde ya no había monte sino solamente matorrales en medio del ichu. Después de saciar la sed, nos sorprendió observar junto a la lagunita, una chulpa bien conservada. Después seguimos caminando, cerro arriba y desde lejos, seguíamos distinguiendo la lagunita y la chulpa. Quizá desde el helicóptero podríamos verla si volamos no muy alto.
Este dato me pareció de gran valor y quedó incorporado al conjunto de señales orientadoras que había ido acumulando para el momento oportuno. Reconozco que han sido pocas las anotaciones que hice de mis viajes. Supongo que ello se debió a que la inquietud incontrolable que me embargaba, me obligaba a hilvanar incesantemente el presente dudoso con un futuro imaginariamente promisor, mediante la sucesión interminable de proyectos y planes que llenaban mi horror al vacío de la inactividad. Pero, algunas veces, cuando la incapacidad absoluta de seguir actuando, me imponía hacer nada, me dedicaba a escribir . . . . Mas, volviendo al tema de las anotaciones, transcribo una que hice entonces y que seguramente, conserva mejor que mi memoria la vivencia angustiosa de aquellos días: El suave murmullo de las aguas del río Chancamayo, adormece nuestras diversas inquietudes. Ráfagas de viento que vienen de la profundidad de los valles, acentúan, por momentos, su intensidad y, a ratos, se confunde con el rumor, mas cercano de las ramas y las hojas de los altos pisonayes que circundan el patio de la casa. Y, esta noche a ese ruido que trasunta esencia pura de tierra silvestre se une la luz mortecina de la luna que insinúa su imagen borrosa a través de las nubes prendidas tenazmente a las laderas y las cumbres de los cerros. .. ; esas nubes que, desde hace ocho días, han frustrado todos los esfuerzos que hemos hecho para tramontar la cordillera de Lares e intentar llegar a la meseta de Pantiacolla . . . Hoy, ha transcurrido igual que los días anteriores, nublado y lloviznando y de este modo se acorta, inexorablemente, el tiempo disponible para la culminación de la expedición . . . (Tendremos que interrumpirla, justamente, ahora que contamos con los medios necesarios?. La respuesta a cavilaciones tan pesimistas la dio, a la mañana siguiente, un radiante y luminoso despertar. Una ráfaga de viento que hizo golpear la ventana del dormitorio contra su marco, interrumpió bruscamente mi sueño. Mirando a través de ella, observé incrédulo que el cielo lucía azul y que los altos picachos de la cordillera se iluminaban con el sol naciente. Me levanté de un salto y llamando a voces a mis compañeros me vestí precipitadamente. Tal como lo habíamos planeado, el Mayor Cabrera, Angelino Borda y yo, nos instalamos en el helicóptero. El silbido del motor silenció los otros ruidos y mezclado con el de las paletas, señaló un raudo despegue que fue seguido de rápidos espirales que nos llevaron, en un momento sobre las altas cimas. Casi de inmediato apareció ante nuestros ojos la oscura imágen del profundo cañón del Paucartambo, todavía sumido en las sombras del amanecer. Poco a poco se fue dibujando, al frente, en la vertiente derecha del valle, el cauce del Chunchosmayo, el río clave para nuestro vuelo. Mecidos por el viento como una cometa, fuimos salvando la oscura profundidad. Volviéndome a Borda, que ocupaba el asiento posterior, le mostraba la quebrada de Chunchosmayo tratando inútilmente que la reconociera, pues, todavía desacostumbrado a reemplazar mentalmente las imágenes percibidas desde tierra por las que se capta desde el aire, no atinaba a distinguir nada. - Ese, es el valle de Chunchosmayo, Angelino, le decía y, ahora estamos volando sobre Lacco. - ¿Cómo vamos a haber llegado tan rápido? Respondió incrédulo y añadió ¿Acaso el valle va a ser tan chiquito? . Seguimos avanzando a poca altura sobre el centro de la cañada esperando pacientemente que Borda se orientara, hasta que, al fin, como quien realiza un descubrimiento, repentinamente, tomó conciencia de su visión y empezó a reconocer las vaquerías, las narigadas, los arroyos y por último el perfil abrupto y rocoso del cerro Toporaque Toporaque que iluminado por el sol naciente, erguía su negra estampa sobre el azul del cielo. Deliberadamente, dejamos que a continuación Borda fuese identificando los detalles de aquella áspera y salvaje serranía. Tramontamos la cumbre mas alta en medio de un suspenso continuo esperando divisar, detrás de ella, el alucinante panorama de una extensa llanura. En vez de ello, observamos que del lado nororiental del macizo, partían cinco escarpadas cordilleras y nacían, entre ellas, otros tantos profundos cañones que se perdían a lo lejos en la azulosa inmensidad de la selva alta. Lo difícil era elegir, en paisaje tan abigarrado, y entre todas las cuchillas y cañadas cual nos llevaría a la Lagunita de la chulpa donde habían descansado Borda y su hermana, cuando salían de la selva. Describiendo círculos fuimos descendiendo para poder observar mejor las características del paisaje que alternaba entre dorados pajonales y matorrales dispersos y en esto estábamos cuando escuchamos la estentórea exclamación de Angelino: - Allí . . . i allí está la lagunita y la chulpa también! y el viejo, entusiasmado como un niño, señalaba con su mano temblorosa, un pequeño charco que brillaba entre los arbustos.
Contagiado, de su entusiasmo, el piloto imprimió un enérgico movimiento al timón y el aparato, describiendo una corta parábola, se ubicó, precisamente sobre el charco. A su lado pudimos apreciar un montoncito de piedras de forma cónica, que probablemente correspondían a la chulpa a que aludía Borda. Siendo muy alta la paja y enmarañados los matorrales que rodeaban la lagunita decidimos no arriesgarnos a aterrizar y nos remontamos nuevamente siguiendo el curso sinuoso de la quebrada que se abría mas abajo. A poca distancia distinguimos un derrumbe que obstruía parcialmente el cauce, pero era de origen reciente, por lo que lo descartamos. Otro de los puntos de referencia que recordaba Borda, era, un derrumbe al pié del cual había pasado en su viaje de ascenso por el fondo de un valle. Por eso, tratábamos de encontrarlo, pués de este modo, sabríamos con certeza, por cual valle dirigirnos hasta alcanzar el punto en el que se unía a otros dos para formar el río Yuracmayo, en cuyas orillas, se asentaba el caserío de los machigangas donde Angelino había permanecido prisionero. Proseguimos nuestro vuelo, valle abajo, sorteando las numerosas colinas que lo hacían sumamente sinuoso, hasta que, a bastante distancia, en la vertiente izquierda del cañón tapizado de densa arboleda verde oscuro, observamos una área triangular de verde claro que evidentemente correspondía a un antiguo derrumbe recubierto por vegetación secundaria reciente. Borda, después de escudriñarlo minuciosamente prorrumpió en un nuevo alarido de identificación alborozada: i Ese es el derrumbe ! , exclamó y exaltado por la emoción del recuerdo, terminó por ordenar imperativamente: i Hacia él, Mayor . . Pero era imposible continuar siguiendo el curso del cañón que se estrechaba tanto que resultaba temerario intentar penetrarlo. Por eso, el diestro oficial piloto, elevó rápidamente la nave, buscando otra vía más accesible y en un momento estuvimos a la altura de las crestas mas elevadas que circundaban la quebrada y, recién entonces, al emerger de la profundidad, nos encontramos, sorpresivamente, envueltos por una densa neblina que suprimió la visibilidad. Sin titubear, se siguió elevando hasta alcanzar un claro entre las nubes desde el que, en un instante alcanzó ver un pedazo del azul del cielo. Instantáneamente se precipitó hacia él, a tiempo que se cerraba hasta desaparecer. Lo atravesó vertiginosamente y al hacerlo, quedó flotando sobre un inconmensurable colchón de nubes. El endiablado clima de la región de Pantiacolla, nos había jugado una nueva pasada. Mientras nos hallábamos absortos, siguiendo los hitos que marcaban la ruta del retorno de Borda, no nos percatamos que el espacio se había cubierto de nubes a nuestras espaldas y por todas partes, quedando sumergidos en ellas. Se trataba de una situación verdaderamente crítica. Volábamos a una altura de cinco mil metros, la máxima soportable por un aparato de las características del nuestro. Además, dentro de la inmensa superficie blanca que se extendía sin límites, no distinguíamos ningún accidente que pudiera servirnos como punto de referencia. Hacía un frío glacial como el paisaje que nos rodeaba y no sabíamos a ciencia cierta, que dirección debíamos tomar para regresar a Chancamayo. Por lo menos eso creía yo, porque el Mayor Cabrera, siguiendo las normas de su oficio, había ido anotando, mentalmente y consultando la brújula, el rumbo general que seguimos en nuestro viaje de ida de modo que podía deducir cuál era el que debería seguir al regreso. Sin embargo, hablándome por el teléfono interno, me dijo: Váyase fijando, por su lado, cualquier claro que note entre las nubes y, a la inversa, toda tonalidad oscura que observe, pués tenemos que tratar de volar a menor altura para evitar el viento, el frío y las vibraciones que manifiestan el esfuerzo del motor. Con el entusiasmo de seguir la ruta de Borda. y de las confirmaciones que habíamos hecho, no tuve ocasión de apreciar los peligros a los que nos habíamos expuesto y, recién al escuchar la recomendación del Mayor, me percaté de la crítica situación en la que nos encontrábamos. Concentré toda mi atención en observar la aborregada llanura que sobrevolábamos. De pronto, en la lejanía, descubrí la cumbre dentada del Ausangate lo que me llevó a buscar la del Salcantay que en un instante divisé en el confín opuesto al del primero. Uniendo ambos picos con una línea imaginaria, comprendí que seguíamos la dirección oeste-este, que, nos llevaba a Chancamayo. Comuniqué esa observación al Mayor, quien respondió que él también la había hecho y que gracias a ella, estaba orientando el vuelo. Hacía media hora que iniciamos el regreso, cuando noté que a nuestra derecha, la densidad de las nubes disminuía y permitía ver borrosas imágenes oscuras y difusas. Poco a poco, la oscuridad
cobró caracteres definidos y pude reconocer una amplia quebrada y en su fondo un río. ! Río a la vista ! grité, i abajo a la derecha ! y como movido por un resorte, el piloto se precipitó en esa dirección, describiendo círculos descendentes, cada vez mas amplios hasta tocar tierra en el centro del patio de la casa-hacienda, de Chancamayo. Todos se arremolinaron a nuestro derredor preguntando, a grito herido, si habíamos encontrado las ruinas. Recién en ese momento, al mirar hacia atrás para hablar con Borda, noté que estaba tendido en el piso, pálido, sudoroso e inconsciente. Con toda celeridad lo trasladamos a una cama donde procedí a practicarle un minucioso examen médico. Comprobé que su presión arterial había habí a descendido, aunque no mucho y que los latidos del corazón estaban acelerados, lo que me tranquilizó, porque me permitía descartar un infarto. Sin embargo, resultaba claro que había sufrido una isquemia cerebral debido a insuficiencia circulatoria y que ambas deficiencias se debían a la esclerosis generalizada que yo sospechaba que sufría por ciertas irregularidades en su conducta. De todos modos, había que someterlo a reposo y cuidados, y, definitivamente, no exponerlo a descensos y ascensos bruscos, lo que significaba excluirlo de futuros vuelos, y con ello, privarnos de su fundamental función de guía de la expedición. Al margen de este lamentable incidente, el vuelo sirvió para comprobar que las versiones de Angelino eran auténticas, pues habíamos verificado la existencia de la lagunita, la chulpa y el derrumbe que nos había descrito, como hitos que marcaban la ruta por donde salió de su cautiverio. Era razonable suponer que también era verídico su relato sobre la ciudad sagrada. Estábamos, en buen camino. La cuestión consistía en continuarlo hasta el fin: Pantiacolla. Pero las condiciones atmosféricas continuaron empeorando los días siguientes en forma de lluvias torrenciales y violentas tempestades. Mientras esperábamos que mejorara para reanudar la exploración interrumpida, se hizo presente en Chancamayo, Federico Tendel, representante de Panagra y Grace. Vestía a la usanza de los exploradores ingleses del siglo pasado: sombrero Stetson de alas rectas, chaqueta caqui de estilo boyscout y pantalón corto del mismo tipo, medias largas y zapatos de caña alta, un cinturón de cuero cargado de cartuchos del que colgaba un cuchillo de monte y un pañuelo de seda atado al cuello. Cortázar, burlonamente, burlonamente, lo bautizó como el Boyscaucito. Boyscaucito. Al quinto día el clima mejoró repentinamente, amaneciendo con el cielo totalmente despejado. Abordamos el helicóptero, Ernesto von Wedemeyer, Alberto Rojas, El Mayor Cabrera y yo, teniendo como objetivos, el derrumbe y el río Yuracmayo y, hasta donde fuera posible, la ciudad sagrada. Volvimos a tramontar la cordillera de Lares, pero al hacerlo, observamos consternados, que la quebrada del Chunchosmayo y el nudo de Toporaque, estaban completamente cubiertos de nubes. Tuvimos, que improvisar un nuevo plan de vuelo y decidimos seguir el valle de Paucartambo, Lacco ó Yavero, como se llamaba sucesivamente, hasta un punto en que estuviera despejado, por el que cruzaríamos transversalmente los orígenes de los cinco valles y cordilleras que nacían de Toporaque, para retomar el último que era el del Yuracmayo. Mientras discutíamos nuestro plan avanzamos hasta el punto en que el curso del Paucartambo cambia bruscamente de rumbo inclinándose hacia el Oeste. Ya no había nubes de modo que elevándonos un poco hasta alcanzar los cuatro mil metros y virando hacia el Sur-este, rebasó la altura de la cordillera de Paucartambo o, mejor dicho, el ramal principal que quedaba de ella luego de haberse subdividido en Toporaque. Sin transición ninguna, nos encontramos volando sobre un cañón profundísimo y escarpado en cuyo fondo transcurría un río bastante caudaloso que, naturalmente, no conocíamos y que tampoco figuraba en los incompletos mapas que llevábamos, incluyendo al de la FAP que mantenía a la vista el piloto. De este modo fuimos sobrepasando cordilleras y valles de curso casi paralelo, alejándonos cada vez mas hacia el Noreste para evitar las nubes que cubrían las partes altas donde se originaban aquellos. - No nos queda otra alternativa que abordar el valle del Yuracmayo por su parte baja, dijo el Mayor, pero el problema consiste en identificarlo. Por otro lado, el territorio por donde estamos volando, según la información que tenemos, corresponde a lo que debiera ser la meseta de Pantiacolla; pero, como ustedes pueden apreciar, abajo vemos cualquier cosa, menos una planicie . . . Tal vez lo de la meseta, sea pura imaginación de Escipión Llona. Frente a nosotros, muy cerca ya, se destacaba la mas alta de las cordilleras que habíamos venido tramontando. Suponíamos que detrás de ella, encontraríamos, al fin, el anhelado valle del Yuracmayo y con esta esperanza nos mantuvimos en un suspenso emocional que parecía parecí a interminable, hasta que el helicóptero rebasó trepidando, el perfil mas alto de la cuchilla. Quedamos absortos: frente a nosotros, a
unos mil metros mas abajo, se extendía una inmensa llanura boscosa, bordeada por cerros de cumbres onduladas que descendían hasta ella formando altos y verticales acantilados de color blanco-rosado semejando una gigantesca muralla. Desde su cima se despeñaban infinidad de arroyos que remataban en espumosas cascadas. Numerosos ríos que corrían en todas direcciones reflejaban destellos plateados a través de la fronda umbría. Salpicando el paisaje, se elevaban, separadas por extensos espacios, tenues columnas de humo humo azuloso. . . Avanzando siempre, quedamos perplejos ante visión tan majestuosa, hasta que rompiendo el silencio, todos a una, prorrumpimos en una sola exclamación:¡¡La meseta!!, ¡¡ La meseta meseta de Pantiacolla!!, Efectivamente allí estaba, ante nuestros ojos y no era una fantasía. Vista desde la altura en la que nos encontrábamos, la meseta semejaba el lecho de un antiguo lago que se hubiera desecado o el cráter extinguido de un gigantesco volcán. Descendimos y, en la medida en que lo hacíamos, íbamos distinguiendo, con mayor nitidez detalles de aquel sorprendente panorama. Cerca de una de las columnas de humo, observamos un conjunto de cabañas entre las que destacaba una de gran tamaño. Estaba emplazada en la pr6ximidad de un río caudaloso de playas anchas y al parecer arenosas. Supusimos que ese era el Yuracmayo, de modo que volando sobre el, fuimos remontando su curso y pronto penetramos en una quebrada que se iba estrechando cada vez mas. A unos tres kilómetros de recorrido, se nos interpuso una macisa capa de nubes que nos obligó a retroceder. Era imposible insistir en buscar la confluencia de los tres supuestos ríos que formaban al que seguíamos y menos aún, el derrumbe que avistáramos en nuestro anterior viaje. Por ello, siguiendo la corriente del río, en vuelo rasante sobre las copas de los altos árboles que lo marginaban, nos acercamos al caserío. Aparecimos tan repentinamente sobre él, que sorprendimos a sus habitantes, desparramados en el patio central. Estaban desnudos y, en actitud despavorida, se refugiaron precipitadamente dentro de sus cabañas. Describimos varios círculos sobre el caserío, pero ya no vimos a ninguno de sus habitantes; luego, pensando que era muy aventurado aterrizar en las cercanías, dado nuestro escaso número y la gran cantidad de los selvícolas, en la certidumbre de que aquella era la aldea donde había permanecido prisionero Borda, y, no pudiendo explorar las montañas de las márgenes del río debido a las nubes, decidimos seguir el cauce del mismo para averiguar hacia donde se dirigía y, así, establecer un dato de referencia preciso y seguro. Con desbordante alegría, sintiéndonos ya, descubridores de Pantiacolla, iniciamos el recorrido. En ese momento, el Mayor Cabrera entró en contacto radial con la estación de los padres dominicos de Quillabamba: - Este es helicóptero de la FAP, conducido por Mayor Oswaldo Cabrera, llamando a Siete Barbas . . . cinco . . . cuatro . . . tres . . . dos . . . uno. . ¡ Cambio! - Correcto, estación Quillabamba contestando, Siete Barbas. . ¡ cam-bio! - Perfecto, se le escucha muy bien, padre . . . Estamos volando sobre meseta de Pantiacolla y aldea de selvícolas, sin novedad, exploramos curso de río Yuracmayo . . . ¡ Cambio y comprendido! - i Gracias a Dios! , Oswaldo . . . Estaba inquieto por localizarlo. Acabo de informarme, por radio, que su primo el Capitán Abanto ha sufrido un accidente aéreo por Huarochiri... . El Mayor Cabrera se demudó ante esta noticia y crispó las manos sobre el timón. Continuó hablando algo que nosotros ya no escuchamos y después, sin hacer ningún comentario, dijo: - ¡ Lo siento! Tenemos que regresar a Chancamayo. - No respondimos nada, pero todos comprendimos que la impresión recibida le hacía imposible proseguir cumpliendo su delicada función función y resignadamente, lo aceptamos. aceptamos. A medida que se perdía de vista la imagen del presunto río Yuracmayo y luego la de la meseta, se fue apoderando de mi, un extraño presentimiento: Aquella infausta conversación radial, habría de cambiar totalmente el resultado de la expedición y, quién sabe, de todas las que, en el futuro pudiera volver a emprender. De Chancamayo, el Mayor Cabrera consiguió comunicarse con Lima y averiguar que el accidente de su primo, afortunadamente no había sido fatal, con lo que recobró la tranquilidad. Sin embargo, como convocadas por un genio maligno, en los días siguientes, se acumularon sobre el cielo de Lares, inmensas cantidades de cúmulos tempestuosos. La prolongación de la espera, originó la paulatina deserción de los expedicionarios que fueron abandonando, uno a uno la casa-hacienda, hasta que quedamos solamente el Mayor, su mecánico Valverde, Alberto Rojas y yo.
Terminado el plazo convenido para la expedición, a punto de acabarse el combustible, no teníamos otra cosa que hacer que retornar. Tenía la dolorosa impresión de haber abandonado el descubrimiento de las ruinas de Pantiacolla, justamente, cuando tocaba sus puertas. De regreso al Cuzco, visitamos Machupichu, para que Alberto Rojas tomara fotografías aéreas de las célebres ruinas. Tratamos de aterrizar en la explanada que corona la ciudadela, pero el fuerte viento reinante nos lo impidió. Sobrevolamos, entonces, el Huaynapichu y, cuando nos encontrábamos sobre su afilada cumbre, una corriente descendente de aire, determinó una caída del, helicóptero que nos llevó casi hasta el fondo de la quebrada. Afortunadamente, el Mayor Cabrera, demostrando, una vez mas, su imperturbable serenidad y su pericia como piloto, consiguió salir del vacío, encontrar la resistencia aérea suficiente y, finalmente, aterrizar en el patio de una pequeña cabaña que estaba cubierto de guano de llamas hecho polvo, que nos impregnó, ignominiosamente, desde la ropa hasta la piel. Después de todo, pensé, había una justa concordancia entre el desenlace de la expedición y este episodio cómico.
LA MOMIA DE OCOSIRI
Aquel año no pude usar mis vacaciones para llevar a cabo otra expedición a Pantiacolla porque no conseguí los recursos necesarios, de tal modo que decidimos, con Ernesto von Wedemeyer, efectuar un viaje al río Inambari con propósitos de cazar y pescar, acompañados de sus hijos, Jorge y Andreas, y de los míos, Carlos y Alvaro, todos insistían en participar' en nuestras exploraciones. Convinimos en que la excursión duraría quince días, a fin que en los quince restantes, yo realizase una expedición arqueológica por las provincias de Carabaya y Sandia del departamento de Puno que había diferido por falta de tiempo. En una camioneta de doble tracción a la que se acopló un trailer, llevamos un bote de fibra de vidrio de Ernesto. Nos trasladamos al Cusco y desde allí, continuamos por la carretera que va hasta Puerto Maldonado. Luego de cruzar el abra de Hualla-Hualla sobre la cordillera del Ausangate, a 4.800 metros de altura, descendimos vertiginosamente a Quincemil, en el valle de Marcapata y, finalmente, arribamos al puente de Otorongo, tendido sobre el Inambari, donde vivía por entonces mi hermano Juan. El consiguió un experto canoero llamado Juan Zevallos y dos porteadores para que nos acompañaran en la surcada del legendario río, donde mi familia y yo estuvimos establecidos hacía mucho tiempo. En una de sus playas, cincuenta años atrás, mi padre había instalado una gran draga con estructura de hierro, para explotar unos lavaderos de oro. Una creciente del río Inambari la arrastró, sumergiéndola bajo sus aguas, entre las que desapareció sin que jamás la volviéramos a ver. Atraía mi interés además de este incidente, y de otros sucedidos en aquel lejano valle, la posibilidad de encontrar abundante caza lo que constituía el principal aliciente para los excursionistas. Con desbordante entusiasmo, impulsado el bote por un potente motor fuera de borda, nos deslizamos por rápidos y remansos hasta llegar a la desembocadura, del río Yaguarmayo, uno de los mas caudalosos afluentes del Inambari. Allí, en una extensa playa arenosa, ubicamos nuestro campamento. Desde ahí organizamos una serie de excursiones terrestres y fluviales durante las que cazamos y pescamos en abundancia. En una de ellas, encontramos de pronto, varado contra una peñolería del Inambari, un enorme artefacto de hierro que parecía un submarino, totalmente herrumbrado pero conservando intacta su estructura. No cabía duda: era la draga construida por mi padre, desaparecida hace medio siglo. Después de cinco días, regresamos al caserío del puente de Otorongo y continuamos hacia el Cusco. De inmediato retornamos a Arequipa, desde donde, dos días mas tarde, me embarqué en el tren nocturno al Cusco, para desembarcar en Tirapata, donde me esperaban Roberto Núñez y Perico Pérez, con una camioneta pick-up, listos para iniciar la expedición arqueológica. Roberto, amigo de la infancia, me había propuesto visitar dos concentraciones de ruinas, casi desconocidas, situadas, unas, en el distrito de Patambuco y otras en el de Usicayos. Sin pérdida de tiempo partimos por la polvorienta y desnivelada carretera que va de Tirapata a Limbani. A cada kilómetro kiló metro recorrido, surgían en mi mente, cargados de nostálgicas reminiscencias, los recuerdos de mi niñez y adolescencia que habían transcurrido, episódicamente, entre los dorados pajonales de las dilatadas pampas y las suaves
colinas que encauzan el río de San Antón. Al pasar por Crucero, nos entrevistamos con la familia Cáceres y convinimos en que volveríamos a Patambuco tres días después, para viajar a Usicayos, encomendando a Efraín Cáceres que se ocupara de fletar caballos y mulas en aquella población. Proseguimos por una trocha carrozable, llena de baches y curvas cerradas que la hacen casi intransitable. Al anochecer llegamos a la aldea de Patambuco en la que pernoctamos. Al amanecer, iniciamos la excursión en busca de las ruinas. Había llovido durante la noche y el agua que corría sobre el suelo gredoso de las calles, arrastraba pequeñas charpitas (escamas) de oro nativo, demostrando la riqueza aurífera de esos terrenos. El anciano que habíamos contratado como guía, nos informó que la distancia entre el pueblo y las ruinas de Trinchera Pucara, era apenas de 5 kilómetros. A pesar de ello, hubimos de recorrer mas de diez kilómetros antes de llegar a ellas. Se encuentran dispuestas en torno a un cerro cónico, formando hileras simétricas. El conjunto está circundado por un muro de piedras prolijamente adosada; con una altura de 3 metros promedio. Las habitaciones están construidas con lajas bien pulidas y, raramente, los techos son también de piedras planas y alargadas. Existen doce andenes sobre los que están están edificadas las casas; casi todas ellas están bien conservadas. Algunos cóndores volaban sobre las ruinas, acentuando el paisaje de solitaria serranía. Rápidamente regresamos a Patambuco y sin tardanza nos dirigimos a Crucero a donde llegamos al anochecer. Nos hospedamos en casa de la familia Cáceres. Toda la noche cayó nieve, de modo que al amanecer las extensas y solitarias pampas y los cerros que rodean la población de Crucero, estaban cubiertas de un espeso manto blanco. Perico Pérez, continuó hacia Tirapata y conmigo Roberto y Efraín, deberían proseguir hacia Usicayos. Personalmente, me resistía a partir con un paisaje tan poco alentador. Para los lugareños, en cambio, estas condiciones son familiares de suerte que no encontraron inconveniente en iniciar el viaje. Mientras la trocha transcurría por las llanuras no tuvimos dificultad para avanzar, pero en cuanto iniciamos el ascenso hacia el abra de la cordillera, las llantas de la camioneta patinaron sobre el hielo lo que nos obligó a bajarnos para aligerar el peso y a subir caminando entre la nieve, siguiendo tortuosos senderos de llamas. Al fin ganamos la cumbre y desde allí, resultó más fácil utilizar el vehículo aprovechando el declive del camino hasta llegar a Usicayos. En esta población, nos esperaban tres arrieros con dos mulas de carga y cuatro caballos de silla. Almorzamos un almuerzo de arriero con arroz, chalona y maíz tostado, montamos y seguimos rumbo a Pushca, como se llamaban las ruinas que íbamos a conocer, a veinte kilómetros de distancia, desde Usicayos. Por la tarde llegamos a Pushca. Es una extensa e xtensa concentración de ruinas de casas construidas con piedras semi-labradas sobre varios andenes. Rodean dos plazas bastante amplias. La mayor, de forma cuadrada, tiene 80 m. por la do y la menor, rectangular, 60 m. Frente al borde NO, de ésta última, se levanta un inmenso edificio de 50 m. de largo por 10 de ancho, cuyas paredes tienen 5 metros de altura. Cinco grandes puertas se abren hacia la plaza y en su interior, a una altura de 1.5 m. se observan 18 hornacinas. Otro edificio de menores proporciones pero semejante al anterior, se alza en el lado oriental de la plaza mayor. Entre las casas que rodean las plazas, se puede observar varias escalinatas de piedra que descienden a galerías subterráneas que no pudimos recorrer: estaban obstruidas por derrumbes. El conjunto es realmente admirable y debió ser habitado por una población muy numerosa posiblemente de origen Aymara. Levantamos nuestras carpas junto al edificio mayor para protegernos del viento frío que soplaba silbando entre la paja y las piedras. Al frente, al otro lado de la quebrada, destacaba el perfil dentado de la cordillera de Crucero. Los picos mas altos, explicó uno de los arrieros, se llamaban Taraylla y Orcuña, además nos dijo que la profunda quebrada que se abría a nuestros pies, iba cambiando de nombre a medida que avanzaba hacia la selva alta: Ocosiri, Jacantara, Ucasuma. . todos nombres de origen Aymara. Abrigados con ponchos de lana de alpaca, nos sentamos en torno a la hoguera que encendió un arriero. Roberto y Cáceres, prepararon la cena. Luego nos metimos en las carpas y dormimos arrullados por el ruido del granizo que repiqueteaba sobre la lona. Con la tenue luz del amanecer nos levantamos, tomamos desayuno y nos dirigimos a un pequeño caserío cercano para contratar más peones. Pero, no lo conseguimos porque sus habitantes, lo mismo que los quepiris que nos acompañaron desde Usicayos, rehusaron participar en la excursión que realizaríamos ese día y que tenía por objeto visitar el cementerio rio incaico que, según Efraín, existía en Ocosiri. Prescindimos de ellos y solamente con Roberto y Cáceres, continuamos descendiendo por un empinado sendero de
animales, hacia el fondo del valle. Desde las laderas divisamos, cada vez mas claramente, salpicando el verdor del valle, varios puntos blanquecinos, de forma cónica. Al llegar al río nos aproximamos al más cercano, comprobando que se trataba de túmulos, parecidos a los iglús de los esquimales, construidos con piedra y tierra blanca. En cierto lugar, la pared externa, estaba derruida y mirando por la abertura, distinguimos numerosas hornacinas ocupadas por fardos funerarios. Con no poco recelo entramos en el interior al tiempo que salían despavoridos y chillando, volando torpemente, apreciable cantidad de murciélagos. Luego de observar rápidamente el recinto, extrajimos uno de los fardos funerarios, que era sorprendentemente liviano y nos apartamos del túmulo. Lo envolvimos en tiras de lona, lo atamos con cuerdas y Roberto se lo echó a la espalda. Así, iniciamos el retorno recorriendo algunas de las terrazas que se extendían hasta donde alcanzábamos a ver hacia arriba y abajo del valle de Ocosiri. El fardo que al comenzar a subir nos pareció liviano, se tornaba cada vez mas pesado, de suerte que optamos por turnarnos para llevarlo. Tres horas mas tarde, sudorosos y cansados, llegamos al campamento donde arrieros y porteadores nos rodearon en medio de un murmullo en el que se mezclaban la sorpresa y la desaprobación. Al día siguiente, ninguno de ellos aceptó llevar el fardo en las mulas por lo que tuvimos que transportarlo en el caballo de silla de Roberto, hasta Usicayos. Continuamos desde allí en la camioneta y al anochecer, llegamos a Tirapata. Enfardelamos la momia adecuadamente y la despachamos en el tren a Arequipa. Aquí, la deposité en una habitación interior de mi casa con el propósito de entregarla al Museo Arqueológico de la Universidad de San Agustín, junto con el informe respectivo. Pero, como consecuencia de la caminata por la nieve, los enfriamientos y el esfuerzo, desde el día siguiente de mi llegada, me sentí enfermo con un proceso respiratorio agudo acompañado de fiebre e intensa tos. Los médicos que me examinaron, teniendo en cuenta el antecedente que había penetrado en un túmulo, habitado por murciélagos, sospecharon que podría tratarse de una histoplasmosis, enfermedad pulmonar trasmitida a través de las deyecciones de esos animales. Pero nuestras empleadas domésticas que habían visto con malos ojos que yo mantuviera la momia en el depósito, aseguraban que me había agarrado la tierra y que mi enfermedad era la venganza del gentil. Afortunadamente me recuperé pronto y me libré de la histoplasmosis y de la macabra maldición. Diez días mas tarde, viajé a Lima por una semana y al regresar me di con la sorpresa de no hallar el fardo funerario, que había sido entregado precipitadamente por mi esposa al Museo Arqueológico de la Universidad. Explicó lo sucedido, en los términos siguientes: una noche a hora avanzada, escuchó, inusitadamente, que alguien tocaba el piano que teníamos en la sala. Llamó a las empleadas y con ellas fue a averiguar la procedencia de semejante concierto. No encontraron a nadie y comprobaron que el piano estaba cerrado. Intrigadas, regresaron a sus respectivos dormitorios y volvieron a acostarse. Unos minutos después, se repitió el mismo fenómeno y, nuevamente, fueron a investigarlo, con igual resultado. Esta vez, dominadas por el pánico, se encerraron en las habitaciones y no salieron hasta el día siguiente. Mi esposa temía que el enigmático pianista pudiera ser algún ladrón, pero sus empleadas aseguraban que era la momia y amenazaban con marcharse, sino nos desprendíamos inmediatamente de ella. Ese mismo día fue entregada al Museo y desde entonces yace al¡ í la pequeña mujer que, quien sabe cuanto tiempo, había reposado en el túmulo del lejano valle de Ocosiri en el distrito de Usicayos de la provincia de Carabaya. Esta provincia, según Garcilaso, fue conocida, en la época de los Incas como la región de Carahuaillo, pero es indudable que anteriormente, fue poblada por los Aymaras al igual que la provincia de Sandia. Debido a su riqueza en oro, fue transitada también por los españoles. Según la leyenda, los Incas habrían fundado la ciudad de Pushca-Apu en el valle de Usicayos y los españoles, la de San Juan del Oro, en el paraje, de San Cristóbal sobre el río Inahuaya, entre el Huari-Huari y el Tambopata. Respecto a San Juan del Oro circulan, por la provincia de Sandia del departamento de Puno, infinidad de tradiciones, todas ellas cargadas de la rica fantasía minera, pues, su recuerdo mas ha interesado a los soñadores de tesoros que a los buscadores de ruinas. A pesar del esfuerzo que hice para conseguir información confiable relativa a su real existencia y a su posible ubicación, no lo l o logré nunca. Lo único que averigüé, leyendo algunos escritos, fue que el cosmógrafo Juan López de Velazco entre 1571 y 1574, afirmaba que San Juan del Oro fue mandado fundar por el Márquez de Cañete en 1557 o 1558 en el río Inahuaya cerca de los 14 o de latitud Sur y mas arriba del río San Cristóbal. Pero, estos nombres de Inahuaya y San Cristóbal son absolutamente desconocidos en la actualidad,
quedando, solamente, el dato referente a la latitud que, al no ir acompañado con el de la longitud, carece de valor orientador. Nadie sabe si la población a la que alude la leyenda estuvo situada entre el Huari-Huari y los orígenes del Tambopata o sí entre estos y los del Heath. Carlos Arróstegui, comerciante de Puerto Maldonado, me contaba que un mestizó huarayo que trabajaba con él, una vez, partiendo del Campamento Cuatro, en el camino de herradura de Santo Domingo a Astillero, se internó por los valles intermedios entre el Huari-Huari o Inambari y el Tambopata y que, habiéndose extraviado en esos bosques desconocidos, casualmente, se encontró caminando entre una serie de paredes derruídas junto a las que notó gran cantidad de tejas. Las paredes formaban numerosas callejuelas y se extendían en una área muy amplia. Al fin pudo regresar a su punto de partida y desde entonces trataba de encontrar compañeros que lo acompañaran para volver a las ruinas. Tanto Arróstegui como yo pensábamos que bien podían ser las de San Juan del Oro, por su ubicación y por la presencia de tejas entre sus restos que denunciaba la obra de los españoles. Pero, todavía, la incógnita de San Juan del Oro sigue esperando a quien la descifre.
VILCABAMBA Las ocupaciones profesionales y docentes absorbieron casi completamente mi atención, y el tema de Pantiacolla se fue hundiendo en mi subconsciente y sólo afloraba de vez en cuando, al sentirme prisionero de mis actividades de médico y profesor, que transcurrían en la monotonía de los enclaustrados ambientes urbanos. En esas circunstancias, un día, recibí una extraña carta fechada en Zurich, Suiza, firmada por Brooks Beeckeland, un norteamericano que había estado en el Perú y se había informado, por las publicaciones de los diarios, de mis expediciones. Me pedía en la carta que le informara si en el borderline entre selva y sierra de las regiones de Pantiacolla y Vilcabamba, existían terrenos planos y sin vegetación apropiados para descender en paracaídas y construir pequeños aeropuertos. Me decía, además, que si mi propósito era el de hacer alguna nueva expedición, se sentiría muy complacido de llegar a algún acuerdo para que nos ayudásemos mutuamente. Le contesté expresándole mi opinión en el sentido que consideraba posible el descenso en paracaídas, pero muy problemática la construcción de aeropuertos; y, finalmente, que aceptaba la posibilidad que llegáramos a un un acuerdo para ayudarnos en la consecución consecución de nuestros objetivos. Después recibí otras cartas del mismo desde París y Nueva York, a las que también contesté, llegando de ese modo a concertar nuestra coparticipación. En Agosto de 1963, la compañía de aviación Faucett hizo publicar mi libro Pantiacollo. Su difusión a través de las empresas de turismo nacionales y extranjeras, provocó una nutrida correspondencia con muchas personas que me escribieron proponiéndome acompañarme en la próxima expedición. Entre ellas Juan Luis Pereyra, pintor, decorador y bohemio, que ofrecía su cola boración en cualquier actividad, pero principalmente como amigo y representante de Don Manuel Mujica Galló que había sido quien presentó el original del libro Pantiacollo al concurso organizado por la Compañía Faucett. Le respondí respondí aceptando gustoso su participación. participación. Otra, procedía de Gustavo Alencastre Montúfar, maestro y arqueólogo cuzqueño, quien además de felicitarme por la forma como había abordado temas de interés arqueológico en mi libro, ofrecía su participación en la búsqueda de Pantiacollo. Igualmente, acepté su inclusión. En realidad, aparte de estos ofrecimientos y de la intención latente que tenía de continuar buscando Pantiacollo, si se concretaba el convenio con Brooks Beeckeland, no contaba con más ayuda que la de éste para efectuar la expedición en la que tantas personas querían participar. Por esa fecha, fui sometido a una intervención quirúrgica de urgencia cuyo post-operatorio resultó tan complicado que me mantuvo hospitalizado por más de un mes. Hallándome en esa situación, me enteré, por los diarios de Lima, que Brooks Beeckeland y su socio Gimbell, se encontraban en Luisiana, hacienda del Alto Apurímac, al frente de una expedición que habían montado con recursos millonarios que comprendía: Avionetas, tractores y toda clase de implementos, destinada a buscar la ciudad perdida de Vilcabamba. La impresión que me causó esta noticia fue de decepción y desagrado; evidenciaba una vez más que mis informaciones habían servido para que otras personas las utilizaran prescindiendo de de mí. Poco después, aún convaleciente, en agosto de 1963, fui invitado a Lima por el Presidente de la República, Arquitecto Fernando Belaúnde Terry, para que lo acompañara en un viaje que realizaría a
la selva central. En esa oportunidad habiendo llegado con la comitiva presidencial a la hacienda Luisiana, conversé con los pilotos de la Expedición Beeckeland. Ellos me informaron que los expedicionarios habían descendido en paracaídas y se habían internado por la quebrada del río Pichas, rumbo al río Urubamba. Luego de sufrir una serie de percances, Beeckeland y Gimbell, habían llegado finalmente al Urubamba sin haber encontrado absolutamente nada importante desde el punto de vista arqueológico. Durante nuestro paso por Luisiana y en los días siguientes, conocí a Pepe Parodi, propietario de la hacienda y pionero de la colonización del Alto Apurímac, amigo del Presidente Belaúnde y apasionado también por la búsqueda arqueológica. Había acompañado a los norteamericanos en la fase inicial de su desorientada exploración, y pensaba que por la zona alta de la cordillera de Vilcabamba, situada, precisamente, sobre Luisiana, no había probabilidades de descubrir ruinas. Me refirió que, más bien, siguiendo una senda que atraviesa el Apurímac, unos 30 kilómetros más arriba, se podía llegar a una abra que separa las vertientes de este río de las del Pampaconas, abra que era transitada por selvícolas y colonos, algunos de los cuales le habían relatado sus observaciones de ruinas con grandes dimensiones, cercanas al sendero, Parodi había llegado hasta el abra y la había bautizado con su nombre. Me expresó además que tenía la intención de organizar una expedición para descubrir las ruinas mencionadas y buscaba apoyo para realizarla. Sin discusión llegamos al acuerdo de que si yo conseguía ayuda, él participaría en esa expedición. De este modo, se agregaba un nuevo expedicionario. Al retornar a Arequipa, una tarde en mi consultorio, recibí la visita del Mayor (r) José Carreón Ortíz. Ya había conversado con él tres años antes, en forma muy ligera. Esta vez, venía a proponerme efectuar una expedición con junta a Vilcabamba. Decía conocer muy bien parte de esa región, aseveración que confirmó seguidamente con el siguiente relato: Cuando pertenecía a la IV Región Militar del Cusco, con motivo de cumplir diversas misiones y también aprovechando sus vacaciones, escuchó rumores sobre la existencia de ruinas en el valle de Consevidayoc; había recorrido el valle de Vilcabamba desde su desembocadura en el Vilcanota hasta la población de Lucma, mas allá de sus orígenes. Igualmente había explorado el valle del río Quillabamba en toda su extensión. Así conoció las ruinas de Ñustajispana, Puncuyoc y varias otras, había llegado, finalmente, a Espíritupampa, sobre el río Consevidayoc, donde observó muros incaicos, entre cuyos escombros, encontró tejas y herrajes. Era un erudito en cuanto a los escritos de los cronistas de la Colonia y leyendas de los lugareños. A base de ellos y de su concepción militar, había elaborado una hipótesis original, según la cual, la existencia de los conjuntos arqueológicos dispersos desde Ollantaytambo hasta Espíritupampa, incluyendo Machupicchu, habría sido construida por los sobrevivientes de la corte de Huáscar y Manco, obedeciendo a una estrategia preconcebida de acuerdo a la que iban marcando el camino de retirada que estos emprendieron, con numerosa población rebelde, hacia la gran meseta de Willcapampa o sea, la meseta sagrada. En algún punto escondido de ella, tal vez en las nacientes del río Mantalo, se encontraría la ciudad de Willcabamba, postrer reducto de los incas. Esta última presunción surgió de los informes que le había dado un colono de Consevidayoc, quien afirmaba haber visto, desde una cumbre muy elevada y en dirección de los orígenes de aquel río, una laguna, en cuyas orillas, se percibía formaciones que semejaban altos edificios de color blanco. Ese mismo colono, había organizado una expedición con otros vallinos para reconocer la laguna y los aparentes edificios, pero antes de llegar a ellos, fueron interceptados por chunchos muy agresivos, físicamente diferentes a los de otras tribus, pues, eran de elevada estatura y de constitución atlética. Los indios y selvícolas que los acompañaban, dijeron que eran Paco-Pacuris. El mismo Mayor Carreón, en uno de sus viajes, los había visto. Llegué una tarde, me dijo, acompañado de un ordenanza, que conocía la zona, a unas chozas en la vertiente opuesta a los orígenes del río Puncuyoc, prácticamente sobre el valle de San Miguel, y tuve que pernoctar allí. Al amanecer, mirando por la puerta de la choza, en la difusa claridad con que empezaba el día, observe, con incredulidad, una gigantesca silueta de mujer. Al principio, pensé que era efecto de mi estado todavía soñoliento y por eso, me incorporé y avancé hasta la puerta comprobando que no se trataba de una ilusión. Salí de la choza y me aproximé a la mujer, la que, desde su estatura, de aproximadamente un metro ochenta centímetros, me miraba a través de sus grandes ojos oblicuos. Tenía la nariz aguileña y los rasgos finos. Estaba envuelta en una larga túnica de color marrón claro. Me quedé contemplándola por un momento sin atinar a decir nada, cuando, saliendo de un matorral cercano, apareció la figura de un hombre, más alto aún, que al parecer la llamó en un idioma que no era
Quechua. Ambos se reunieron y de inmediato desaparecieron entre los matorrales. Sólo entonces salió de una de las otras cabañas, el dueño de ellas, explicándome que los extraños visitantes eran PacoPacuris y que, de cuando en cuando, llegaban hasta su choza para pedirle sal. "Son muy fieros y hay que complacerlos puntualizó. Aseguran - añadió - que son los cuidantes de las ruinas de Vilcabamba': El Mayor Carreón estaba convencido de que una expedición que partiera de Lucma, pasando por Espíritupampa y siguiera con rumbo al Nor-oriente, en menos de una semana, llegaría a las cabeceras del Mantalo y descubriría la ciudad de Willcapampa, como él la llamaba, para enfatizar su importancia. Aunque yo discrepaba con la hipótesis del Mayor Carreón en cuanto al origen de las ruinas de toda la región de la margen izquierda del Vilcanota, coincidía con él en que mas allá de Espíritupampa y, posiblemente en las cabeceras de los ríos Mantalo y Pichas, era probable que se encontraran importantes restos arqueológicos, no construidos por las huestes de Manco, sino mucho antes, por la misma cultura que construyó Machupicchu, que, para mí no era la Inca. Por eso me interesó mucho su información y su propuesta. De hecho, convinimos en que cuando hiciera mi próxima expedición, él sería uno de sus principales miembros. Unos días después de mi entrevista con el Mayor Carreón, estando también en mi consultorio, fue a visitarme un alemán, propietario de un fundo en la región del río Ene. Se llamaba Adolfo Schmidth y había sido pastor protestante. Se mostró sumamente interesado en mis expediciones, porque según me explicó, él también creía en la existencia de ciudades perdidas en las mesetas de Vilcabamba y Pantiacolla, debido principalmente a una experiencia que había tenido en su fundo: Un día - me dijo - llegó al campamento de mis trabajadores campas, un hombre de gran estatura, envuelto en mantas al parecer de algodón. Con simples ademanes, reunió a los peones y hablándoles en su propio idioma, los retuvo largo rato. Luego hizo acopio de algunos víveres y telas que los campas le proporcionaron solícitos y temerosos, y ordenando a uno de ellos que lo acompañara cargando su equipaje se internó en la selva. Entonces decidí salir de mi casa para averiguar lo que ocurría. El capataz de los trabajadores, me explicó que el extraño visitante, era un Paco-Pacuri, que venía de las alturas, señalando la meseta de Vilcabamba, donde vivía con su tribu, cuidando las casas de los Incas. Dada su personalidad mística, Schmidth creía que tanto paco-pacuris como las ciudades que cuidaban, eran de origen extraterrestre. Como todos los demás, quería tomar parte en cualquier expedición que yo emprendiera por Vilcabamba y ofrecía la participación de sus campas, si es que yo decidía llegar hasta su lejano fundo. De hecho lo di por incluido entre los posibles integrantes de la expedición. Finalmente, recibí la visita de un joven lingüista arequipeño que trabajaba en Lima, José Mercado. Había escrito un libro, Yachay relativo al significado de los quipus uno de cuyos ejemplares me obsequió. Igual que Schmidth, su pensamiento, discurría por dimensiones esotéricas. Lo importante de todos estos personajes, presuntos miembros de mi próxima expedición, era que los guiaba el mismo asunto: buscar las ruinas de Vilcabamba. Yo había leído a algunos cronistas que se ocupan de Vilcabamba, cuya existencia nunca puse en duda, pués, como lo afirmo en mi libro Pantiacollo, estaba convencido que a lo largo de toda la cordillera oriental de los Andes, había existido una gran cultura, de origen y antigüedad indefinibles, región que los Incas denominaron el Antisuyo, y los españoles, El Dorado y Paititi. De todas las crónicas, la que mas me interesó fue la de Baltazar de Ocampo que relata la huída de Túpac Amaru 1, después de su derrota ante las fuerzas del General Martín Hurtado de Orñez. En efecto, Túpac Amaru I que pudo haberse internado más profundamente en la meseta de Vilcabamba, prefirió descender por el valle de Consevidayoc y del Cosireni, para alcanzar el río Urubamba; recorrido que efectuó, no con la intención de permanecer al¡ í, donde todo le resultaba adverso y peligroso, sino mas bien, como tránsito para remontar los valles de los afluentes de la margen derecha de ese río, probablemente con la idea de guarecerse en alguna otra ciudadela o ciudad habitada por su gente y que bien podría haber sido Pantiacolla. Aunque mi afán de descubrimiento se había fijado siempre en Pantiacolla, me interesaba también explorar Vilcabamba y Choquekirao, interés que se fue circunscribiendo al escuchar las opiniones y relatos del Mayor Carreón, de Pepe Parodi, de Adolfo Schmidth y de José Mercado. Por ello, decidí reanudar las gestiones para conseguir el apoyo oficial que permitiera acometer tan distintos y difíciles objetivos. Sin el respaldo financiero oficial, sin el apoyo de la Fuerza Aérea y sin el tiempo
necesario, sería imposible realizar un proyecto tan ambicioso. De todos modos, tenía que empezar las gestiones para conseguir reunir lo necesario. La amistad que había hecho con el Presidente de la República y con los ministros de Educación y Aeronáutica, durante los viajes que realicé con ellos a la selva, me ofrecían un camino para iniciarlas. Con este fin me trasladé a Lima y para suerte mía, me encontré con la sorpresa que el Secretario General del Ministerio de Aeronáutica era mi amigo, el Coronel FAP, Rolando Gilardi, por intermedio del cual cursé mi solicitud de apoyo al Ministro del ramo, para obtener un helicóptero. Mi pedido, movido por la diligencia del Coronel Gilardi, mediando la recomendación del Presidente Belaúnde y del Ministro de Educación, Dr. Carlos Cueto Fernandini, esta vez fue atendido sin mayores dilaciones; éste último dispuso que se asignara a la expedición una partida especial de cien mil soles. Además, Manuel Mujica Gallo, espontáneamente, contribuyó con cincuenta mil soles. Encargué a Juan Luis Pereyra que se hiciera cargo de adquirir todo el equipo que requeriríamos. Encomendé a Gustavo Alencastre que se ocupara de preparar la expedición terrestre en el Cusco, y yo retorné a Arequipa, don de mi intensa e indelegable actividad docente en la Universidad y en el Hospital, no me permitían una ausencia prolongada. El plan de la expedición quedó bosquejado así: Mediante una avioneta contratada del Instituto Lingüístico de Verano de Yarinacocha, efectuaríamos un reconocimiento aéreo por la meseta de Vilcabamba. Luego, con el helicóptero; trataríamos dé descender en los lugares más importantes que hubiésemos elegido durante el vuelo en avioneta. Entre tanto, desde Calca, debería partir una expedición terrestre hacia la laguna seca, que habíamos observado con el Mayor Cabrera y Borda. Esta expedición estaría guiada por Don Francisco Ojeda Farfán y por Angelino Borda. En el caso de que encontrásemos ruinas importantes en Vilcabamba, el Mayor Carreón y Schmidth, dirigirían otra expedición terrestre desde Lucma para lo cual había que contratar, con anticipación acémilas y sendeadores. Entre tanto, Pereyra, Alencastre y yo, deberíamos tratar de alcanzar a la expedición de Ojeda y Borda, y en helicóptero llegar a la meseta de Pantiacolla. Todo había sido planeado con prolijidad y se basaba en la l a cantidad y calidad de los recursos que disponíamos y en la confianza que tenía de que cada cual cumpliera, con la misión que se le había encomendado. El 30 de Junio llegó a Arequipa Juan Luis Pereyra en su camioneta Volkswagen, en compañía de Claude Dietrich quien haría de camarógrafo y fotógrafo y de Danielle, una reportera de revistas francesas. Al día siguiente salimos hacia el Cusco. Allí, nada de lo programado se había cumplido. Don Francisco Ojeda, que debería haberse hecho cargo de organizar la expedición terrestre, había desistido de participar en ella y por tanto no se había contratado gente, ni caballos ni adquirido víveres, ni nada. Alencastre, que no conocía la región hacia la que se dirigiría la expedición, tampoco había avanzado, y esperaba mi llegada para que tomáramos alguna decisión. Tampoco se había dado ningún paso en la zona de Lucma. La avioneta contratada de la Colonia Lingüísta, estaba en el Cusco, pero su piloto se había ido a pasear a Machupicchu. El helicóptero estaba en revisión. El combustible para el mismo, todavía no había sido enviado enviado desde Lima. Haciendo un verdadero esfuerzo de voluntad y derroche de tolerancia y resignación, rehice el plan de operaciones, luchando contra el pesimismo que demostraban los propios causantes de la falla del proyecto original: Encomendé a Ricardo Alencastre, hermano de Gustavo, la conducción de la expedición terrestre, acompañado del estudiante Mestas y de Angelino Borda, al mando de 16 quepiris, arrieros y sendeadores, contratados a última hora en Calca y Cusco; encargué al Mayor Carreón que tratara de organizar la expedición Chaullay-Lucma-Vilcabamba; y habiendo enfermado el piloto de la avioneta, mientras se recuperaba, decidí partir hacia Soldado Corahua en helicóptero, mientras Pereyra, Dietrich y Danielle, lo harían, a ese mismo lugar, por tierra, llevando en su camioneta el equipo necesario. El 4 de Julio, el Teniente Mario Muñíz, el Técnico Valverde y yo, salimos a las 7 a.m. en vuelo hacia el Alto Madre de Dios, con la intención de explorar, en nuestro trayecto, el espacio comprendido entre los valles del Piñi Piñi y del Pantiacolla.
Al llegar al valle del Paucartambo, las condiciones climáticas eran buenas, de modo que, buscando el abra de Chunchosmayo, nos fue fácil tramontar la cordillera de Paucartambo, alcanzar las cabeceras del río Nistr6n (principal afluente del Piñi-Piñi) pasar sobre los derrumbes de sus fuentes y encontrarnos, finalmente, sobre una inmensa extensión selvática, cruzada por riachuelos y quebradas que, en conjunto, formaban otra meseta, a la que por su ubicación, podría considerarse como la verdadera meseta de Pantiacolla. Volábamos bajo, escudriñando entre el denso follaje para descubrir cualquier indicio de ruinas o de signos de obra humana. Pero, como en otras oportunidades, la frondosidad de la vegetación no nos permitía distinguir nada. De pronto, raudos nubarrones provenientes del confín inferior de esta meseta, empezaron a rodearnos. Gruesas gotas de lluvia empañaron las ventanas y el frontis del helicóptero, impidiéndonos seguir observando. El Teniente Muñíz resolvió interrumpir nuestra exploración y enrumbar hacia el río Alto Madre de Dios. En el momento en que efectuaba el viraje respectivo, al fondo de la hondonada en la que nos encontrábamos, divisamos una cascada que se originaba en la parte mas alta de uno de los cerros que la circundaban. Cerca del punto en que terminaba, alcancé a ver una pequeña laguna. A pesar de la lluvia que para entonces había arreciado notablemente, logré tomar dos fotos con una pequeña máquina fotográfica que llevaba. Luego nos sumergimos entre las nubes y después de volar unos 15 minutos, entre los claros que éstas dejaban, pudimos ver nítidamente, el río Alto Madre de Dios, con sus anchas playas. Siguiéndolas, en pocos minutos aterrizamos en Soldado Corahua, donde fuimos alojados y atendidos por los oficiales del campamento. Por la noche, llegaron Pereyra y sus acompañantes. Desde este campamento hicimos, en días sucesivos cuatro exploraciones aéreas muy extensas. En primer lugar, viajando sólo el Teniente Muñíz y yo, para evitar mayor peso, remontamos el Alto Madre de Dios hasta la desembocadura del Piñi Piñi, sobre la hacienda Villa Carmen, de Palomino, y luego seguimos el curso de este río, pasando sobre la boca del Amalie, en cuyas riberas vimos las cabañas de los huachipaires. Luego sobrevolamos la desembocadura del río Callanga, para continuar por el Nistrón hasta los derrumbes de su nacimiento que ya habíamos observado el día anterior. Regresamos, nuevamente, hasta el Callanga por cuyo valle subimos, pasando por la población del mismo nombre y posteriormente sobre la hacienda Chinchibamba, para alcanzar, las crestas más altas de la Cordillera del Paucartambo, las que seguimos hasta divisar la laguna seca de Borda. Continuamos por el valle del Yuracmayo y finalmente llegamos a la gran meseta que habíamos recorrido anteriormente con el Mayor Cabrera. Descendimos, sobre los caseríos machiguengas de las orillas del río que cruza la meseta, pudiendo observar como sus habitantes huían despavoridos para refugiarse en ellas. Estando solos, no nos aventuramos a aterrizar en sus inmediaciones y proseguimos nuestro vuelo hacia el punto por donde el mencionado río se precipita hacia la segunda meseta, la cual no pudimos explorar, por encontrarse cubierta de nubes. Regresamos al Campamento Corahua y luego de recargar combustible, volvimos a despegar rumbo al río Palatoa, esta vez llevando a bordo a Pereyra y al Técnico Valverde. Hicimos una escala en la Misión Dominica de Shentuya para tomar fotografías de los selvícolas que los misioneros tienen allí, y luego salimos volando sobre la Cordillera de Pantiacolla, el último contrafuerte andino que separa la región montañosa de los llanos del Manú y del Madre de Dios; pasamos sobre los orígenes del río Pinquén y cambiando de rumbo, volvimos al Palatoa el que remontamos hasta la desembocadura del río Rinconadero el que seguimos en toda su extensión. Después, volando paralelamente a la dirección del Manú, pero siempre a gran distancia, fuimos atravesando los profundos cañones por donde se abren paso los ríos Panagua, Sortileja y Manu Chico hasta llegar al Itsmo de Fitzcarrald. De regreso, volvimos sobre los orígenes del río Pantiacolla el que recorrimos, descendiendo, hasta su encuentro con el río Sinkibenia, que también exploramos hasta su nacimiento. Por último, retornando a dicha confluencia, bajamos por el Pantiacolla, pasando por el cañón donde éste termina en la gran llanura de Palatoa. Desde allí, siguiendo las laderas de la Cordillera del PiñiPiñi, que enmarca la llanura, cruzamos el río Palatoa Chico junto al que observamos una serie de montículos de forma piramidal, que, a la distancia, semejan grandes edificios, pero que vistos de cerca, demuestran ser fruto de la erosión de pequeños riachuelos que han ido carcomiendo los estratos arcillosos que recubren las laderas boscosas. En. todo el extensísimo trayecto que efectuamos, no distinguimos nada parecido a ruinas. Por ello, al tercer día, resolvimos retornar al Cusco, para continuar el desarrollo de nuestro plan de operaciones. Al hacerlo, volvimos a tomar la ruta de la divisoria del Sinkibenia y del Piñi-Piñi. Casi al
terminar esta región, observamos, muy cerca, un cerro con cinco puntas. . . . . Recién entonces, empecé a relacionar esta formación de la laguna y la cascada, con la versión del casique Celestino. Cuando lo visité en su campamento de Cahuide, hacia ya varios años, el me había referido, entre otras cosas, lo siguiente: Atravesando una región muy grande, mucho mas allá de los cerros de Paucartambo, si vas por ahí encontrarás, me dijo, una gran pampa que está atravesada por muchos ríos que corren para el Urubamba. El primero, viene por el fondo de una quebrada muy honda, muy honda, tanto, que para bajar hasta el mismo río, demorarás dos días. Después tienes que subir al otro lado otros dos días, pero siguiendo siempre el camino de piedra que va desde el Pavero, porque si no, no podrías subir. ... Después, tienes que caminar un día y atraviesas otro río, con muchas cascadas. El camino pasa por unos peñones que se juntan y con sogas puedes pasar como por una oroya. . . . . y así vas caminando. Al cabo de quince días, después de haber pasado tres ríos más, verás cerca ya, cerros muy altos. Uno de ellos, tiene cinco puntas, mas aquí, notarás una cascada muy alta y abajo, una laguna cuadrada. Allí, cerca de esa laguna, en sus alrededores vas a encontrar muchas casas antiguas, hechas de piedras, con puras calles y gradas, es muy grande, uno se puede perder y hay muchas víboras. . . . . La laguna no es natural, dicen que la hicieron los incas y sus paredes son también de piedras... Esa ciudad es la mas grande de todas y nosotros le decimos Pantiacolla.... Pero, tu no puedes llegar yendo solo. Tienen que acompañarte mis machiguengas hasta la segunda quebrada, hasta el río que tiene las cascadas. Desde ahí, te guiarán otros machiguengas que son de nuestra tribu pero viven allí. . . . Solo, te perderías, y, también te matarían los otros machiguengas porque son muy fieros y no dejan llegara nadie. . . a ningún desconocido... Si quieres, regresas con muchos víveres y armas y regalos y yo te hago acompañar. . ... En un instante relacioné la imagen del cerro que en ese momento teníamos a nuestra derecha, con la cascada que habíamos visto, fugazmente, el día en que volábamos sobre la meseta extendida entre el Piñi-Piñi y el Sinkibenia y con la laguna que acertamos a divisar, medio cubierta por el follaje, cuando virábamos rápidamente hacia Soldado Corahua. En un impulso repentino, pedí al piloto que tratáramos de encontrar la laguna y la cascada, pero mi demanda fue denegada, pues, la zona donde deberían encontrarse, estaba totalmente cubierta de neblina, por una parte y, por otra, íbamos cargados de mucho peso y deberíamos tratar de remontar la cordillera del Paucartambo antes que las nubes. No cabía discusión y así seguimos volando hasta sobrepasar el abra de Chunchosmayo y luego el cañón del Paucartambo, la Cordillera de Lares, el pueblo de Amparaes, para penetrar, al fin, al valle del Vilcanota y aterrizar al principio del aeropuerto del Cusco, en circunstancias en que el motor del helicóptero empezaba a fallar, de tal modo que, practicamente, hicimos el recorrido de la última parte, corriendo sobre la pista. Esto quería decir, que debía ser revisado y reparado nuevamente. En el trayecto, desde que vimos el cerro de las cinco puntas, yo no había dejado de establecer relación entre los relatos de Celestino y las formaciones de la cascada, la laguna y el cerro de las cinco puntas; pero, al mismo tiempo, no había dejado de pensar en lo difícil, o casi imposible, que resultaba descubrir, desde el aire, volando velozmente en un helicóptero, ruinas cubiertas por la maleza, la hojarasca, las raíces, debajo de los troncos y el follaje, impenetrables. El helicóptero servía indudablemente para acortar distancias y para transportar expediciones, pero para localizar ruinas, había que buscarlas caminando. De ese modo, podría transportarse a los expedicionarios que iban con Ricardo Alencastre, Mestas y Borda, hasta algún punto despejado de selva, cercano a la laguna y hacer ahí un campamento desde el cual pudiera, luego, explorarse por tierra, sus contornos . . . Antes, sin embargo, era preciso encontrar a los expedicionarios que habían partido de Calca. No podía siquiera imaginarme donde estarían en esos momentos; pero me hice el propósito de que, se hallasen donde se hallaran, los recogería para transportarlos, por grupos, hasta las cercanías de la laguna. Buscaría alguna playa donde aterrizar, armaríamos allí un campamento y, desde él, trataríamos de llegar, sendeando, hasta sus contornos. Previamente, tendríamos que efectuar los vuelos de exploración con la avioneta si es que el piloto se había recuperado. Eso lo sabría de inmediato, en cuanto llegáramos al Cusco. Cusco. Efectivamente, encontré que el piloto de la avioneta se había ya recobrado, de una gripe muy aguda. Esa misma tarde, reunidos con Alencastre y Carreón, resolvimos partir la mañana siguiente rumbo a Vilcabamba. La expedición terrestre había salido de Calca un día antes, de modo que era
posible que la ubicáramos recién subiendo el valle del Chunchosmayo, a nuestro regreso de la hacienda Luisiana, que sería nuestra próxima base de operaciones, en el alto Apurímac. Visitamos al General Jefe de la Región para dejarle un croquis de las rutas que pensábamos explorar, a fin de que se supiera cual sería nuestra futura posición, la que, además, iríamos informando mediante el aparato de radio de la avioneta. A las 6.30 a.m. del día siguiente, decolábamos del aeropuerto del Cusco, el piloto, el Mayor Carreón que debería oficiar de guía en esta etapa, Gustavo Alencastre y yo. Las condiciones climáticas se mostraban favorables, de suerte que en poco tiempo nos encontramos volando sobre las cumbres nevadas de la Cordillera del Salcantay y de Vilcabamba. La seguimos hasta sobrepasar los agudos picachos del Pumasillu y luego fuimos descendiendo, cada vez más, hasta la garganta que separa las cuencas del Pampaconas y del Consevidayoc. En la cresta misma de esa divisoria, observamos con nitidez, una ancha franja negra que indudablemente correspondía a un camino empedrado de pizarra, semejante al que transcurre sobre la cordillera del Paucartambo. Al parecer se originaba en las alturas de Choquequirao, ascendía por los empinados flancos del Pumasillo y luego, siguiendo las cumbres más bajas, alcanzaba la garganta y después se dividía, claramente, en dos caminos: uno, continuaba hacia el Norte y otro, se dirigía al Este, hacia el valle de Consevidayoc. Optamos por seguir este último, pero pronto se perdía entre los matorrales y la vegetación de ceja de selva. Pero, aunque ya no lo distinguíamos, seguimos volando sobre el valle, hasta pasar sobre los relieves que formaban, entre el boscaje, las ruinas de Espíritupampa. Espíritupampa. Pregunté al Mayor Carreón si esas eran las ruinas que había visitado pero él respondió ambiguamente, afirmando que no le era posible, desde el aire, reconocerlas. No obstante la inseguridad del Mayor Carreón, el piloto informó por radio, al Cusco, que nos encontrábamos volando sobre Espirítupampa, describiendo, aproximadamente, el punto en que nos hallábamos y correlacionándolo con el croquis que dejamos en la Comandancia Regional. Retornamos, luego, por el mismo valle de Consevidayoc y llegados a la garganta en que se bifurcaba el camino, seguimos la rama que se dirigía hacia el Norte. En muy pocos minutos, se fue perdiendo como la anterior, en el espesor espesor de la densa vegetación. Con la esperanza de volverla a encontrar más allá, en algún lugar, continuamos sobrevolando la cresta de la divisoria. De improviso nos encontramos frente a una sucesión de picos de gran altura, totalmente desnudos de vegetación. Formaban una isla de cordillera, surgiendo del espesor de la selva. Nos metimos entre ese laberinto de puntas y pudimos apreciar uno de los mas abruptos y extraños paisajes: Grandes y afiladas cumbres peñascosas y negruscas, profundas quebradas y hoyadas, cascadas y lagunas por doquier, y más abajo, grandes pajonales que recubrían empinadas laderas. Por momentos, se interponían densos cúmulos blanquecinos que nos rociaban gruesas gotas de lluvia. En ello estábamos, cuando los tres tripulantes divisamos, en la mitad de un cerro de forma cónica, una sucesión de andenes, de grandes proporciones, semicubiertos de paja. El piloto trató de acercarse a ellos todo lo posible, pero las nubes, cada vez mas densas, se lo impidieron. Insistió repetidas veces, hasta que al fin resolvió abandonar el intento, considerando el grave peligro que corría. Enfiló, entonces, hacia el Oeste y en un momento estuvimos volando sobre el profundo cañón del Apurímac hacia el que fuimos descendiendo hasta localizar la hacienda Luisiana, en cuyo aeropuerto aterrizamos. Pepe Parodi, el propietario, nos acogió en su hacienda con gran entusiasmo y de hecho se incorporó a nuestro grupo. Con él volvimos a explorar la isla de cordillera, y tratamos de reencontrar los andenes, pero infructuosamente, pues una tormenta se interpuso y nos obligó a dirigirnos a Ayacucho para recargar combustible y con la intención de encontrar en esa ciudad al Presidente Belaúnde que había anunciado una posible visita a ella. Desafortunadamente no la efectuó, y en vista de ello, regresamos al Cusco, dejando a Parodi a la espera de nuestro próximo regreso en helicóptero. En el Cusco, el Teniente Muñíz había ya reparado el helicóptero, de modo que estábamos en condiciones de reanudar nuestros vuelos. El asunto consistía en decidir hacia donde debíamos realizarlos. Al fin, luego de una larga deliberación, resolvimos que el Mayor Carreón viajaría a Chaullay por autocarril, para tratar de organizar la expedición a Espíritu-Pampa en donde nosotros lo alcanzaríamos una vez que hubiésemos localizado a la expedición terrestre que había partido de Calca, rumbo a Lacco. Nosotros, para ello, viajaríamos al día siguiente a Chancamayo, en helicóptero.
Chancamayo era la mejor base para nuestros propósitos y, además, sabíamos que allí encontraríamos combustible que, durante nuestro viaje a Luisiana, había sido enviado por el servicio de logística de la Fuerza Aérea del Perú. Desdichadamente, al día siguiente, sin ninguna explicación, el Mayor Carreón en vez de viajar a Chaullay, retornó por tren a Arequipa. Hubo, pues, que eliminar, de facto, ese objetivo para concretarnos a la búsqueda de la expedición terrestre y su transporte hasta la l a laguna cuadrada. Como el dinero que nos habían entregado, se había agotado; Juan Luis Pereyra regresó a Lima para tratar de conseguir que se nos adjudicara mas horas de vuelo del helicóptero y una nueva donación de Manuel Mujica Gallo. Por todo esto, partimos a Chancamayo, solamente el mecánico, el piloto, Alencastre y yo. Antes, sin embargo, incorporamos al grupo a Egmond Barten, dueño de Chancamayo, que se encontraba en el Cusco. Después de un viaje bastante dificultoso, por tercera vez, llegué a Chancamayo, con iguales propósitos que en las oportunidades oportunidades anteriores. Como ya era habitual, las condiciones climáticas nos impidieron efectuar vuelo alguno en los cuatro días siguientes y la impaciencia y hasta la desesperación, volvieron a abrumarnos. Al quinto día, amaneció despejado y de inmediato iniciamos el vuelo hacia la quebrada de Chunchosmayo, la que alcanzamos sin dificultad en poco tiempo. Allí empezó la tarea de tratar de ubicar a la expedición terrestre, de la que no tenía ninguna noticia desde que partió de Calca. Reconocimos primero la vertiente izquierda de la quebrada desde su desembocadura hasta su nacimiento en el abra de la cordillera de Paucartambo, sin distinguir ni rastro de los expedicionarios. Regresamos peinando la vertiente derecha hasta llegar al río Paucartambo o Lacco, como se llama en esa zona, con igual resultado. Retornando, nuevamente, en ascenso, por esta ladera, nos internamos en las quebradas de las faldas del nudo de Toporake, sirviéndonos, como guía, de un sendero tallado por el ganado vacuno que pasta libremente y casi silvestre en los altos alt os pajonales que cubren las escarpadas colinas de estos solitarios parajes. Después de dar innumerables vueltas, al fin, casi en la cumbre, observamos una tenue humareda que se elevaba en espiral. Entre las instrucciones que habíamos dado a los conductores de la expedición, antes de separarnos en el Cusco, figuraba, precisamente, la de que trataran de hacer una fogata, en cuanto escucharan el ruido del helicóptero que, en el silencio absoluto de esas montañas, se percibe desde muy lejos, a fin de que nos sirviera de señal. Por ello, sin vacilar, nos dirigimos hacia la columna de humo y mucho antes de llegar a ella, ya empezamos a distinguir las siluetas borrosas de los expedicionarios que agitando sus ponchos y sombreros, nos llamaban, demostrando, inequívocamente, con sus ademanes, la ansiedad con que nos esperaban. Con plásticos de colores, dispuestos en cruz indicaban el punto donde, según su opinión, nos sería posible aterrizar. Pero, como el viento de las palas del helicóptero podría atraer los plásticos, no nos fue posible utilizar el terreno preparado y tuvimos que permanecer girando sobre él un buen rato. En una caja de cartón con una botella de cerveza dentro, les enviamos una nota en la que garabateé, como pude, esta indicación; retiren los plásticos para que podamos aterrizar. Afortunadamente, la caja fue recogida por ellos y, prestamente, cumplieron las instrucciones, lo que nos permitió descender, lentamente, hasta tocar tierra. Los expedicionarios, con Borda a la cabeza, se apretujaban para acercarse al helicóptero que no podía apagar el motor, por precaución. Por eso, tuve que descender, en esas condiciones, co ndiciones, por una de las ventanas y corrí hacia ellos. Su aspecto era lastimoso: cubiertos de polvo, barbudos y sucios, todos hablaban a un tiempo. Tuve que exigirles, gritando tan fuerte como pude, que se calmaran y que esperaran a que Borda me informara de su situación. No habían avanzado más, porque no habían podido encontrar ningún camino que los guiara y, y, prácticamente, no sabían dónde se encontraban. Ricardo Alencastre había regresado a Lacco para conseguir víveres y algún pastor que les sirviera de guía y, entre tanto, ellos sobrevivían, consumiendo los pocos alimentos que les quedaban. Evalué rápidamente la situación; teniendo en cuenta el estado de indisciplina que había cundido y, sobre todo, calculando que sólo nos quedaban seis horas de vuelo, resolví dar por terminada la expedición terrestre, disponiendo que retornaran. Expliqué a Borda la dirección que deberían seguir para regresar a la hacienda Lacco y con el mismo volví al helicóptero de donde sacamos todos los alimentos y medicamentos que habíamos cargado para dejárselos. No pudiendo permanecer más tiempo con el motor funcionando, por el calentamiento que sufría, me despedí con verdadera pena del viejo Angelino Borda. Luego por señas, dirigiéndome a los doce o quince hombres del grupo, les hice
comprender que deberían regresar. Un clamor de ovación me dio a entender que habían comprendido mis gestos. Con esa tranquilidad, abordé el helicóptero y retornamos a Chancamayo. En la breve conversación que sostuve con Borda, le prometí que volveríamos dos días después para tratar t ratar de encontrarlos en la hacienda Lacco a fin de asegurarnos que todos estaban retornando a Calca y Cusco. Por eso, resolvimos permanecer tres días más en Chancamayo. LA CHUCHUPI
Como debíamos esperar tres días para regresar a Lacco, donde encontraríamos a la expedición terrestre de Borda, decidimos emplearlos en lo que cada uno deseara, una especie de vacación, a fin de atenuar el estado de tensión en el que nos hallábamos después de tanto ajetreo, y, a la vez para que el mecánico Valverde revisara el motor del helicóptero. Mario Muñíz, resolvió visitar a sus abuelos que vivían en la hacienda Arenal, situada en una rinconada del valle de Lares. Alencastre, recorrería a pie el valle de Ocobamba, para mantenerse en buen estado físico, y yo, me quedaría en Chancamayo, preparando el informe de mi largo y complejo recorrido. Me encontraba escribiendo en el dormitorio, cuando escuché por la ventana, que un chiquillo pastor, contaba a un sobrino de Mauro, el administrador de la hacienda, que se había encontrado con la hatun Chuchupi, que le interceptó el paso en un sendero que iba de la carretera hacia el río Chancamayo. Este río, antes de llegar al puente de Tirijguay, se divide en tres ramales o brazos que forman otros tanto pequeños islotes cubiertos de matorrales y bosque. Eventualmente, manadas de vacunos transitan por ellos entre los pastizales. Según el pastorcillo, hacía varias semanas, que una víbora chuchupi (la más grande y peligrosa de la selva amazónica) espantaba al ganado y había mordido a un perro que murió a consecuencia de la 'picadura-No mas de media hora arreando las vacas, se había topado con ella y había tenido que abandonar la senda para evitar el ataque de la serpiente que, según afirmaba, se mostraba muy brava. Generalmente las víboras no atacan al hombre y más bien, lo que hacen es defenderse cuando se sienten amenazadas, o atacan si alguien descuidadamente, se acerca mucho a ellas. Sin embargó, en la época de celo, la chuchupi suele iniciar el ataque sin ser provocada, hecho que yo comprobé en dos oportunidades, cuando vivía en el valle de Sangabán. La narración del pastorcito me sonaba a invención. Pese a ello, mi propensión de cazador, despertándose bruscamente y me indujo a proponer al chico a acompañarlo para matar a reptil tan peligroso; de modo que escopeta escopeta calibre 16 y mi machete, salí con él y con el otro muchacho, muchacho, y nos dirigimos caminando por la carretera, hacia el lugar por él indicado. En el trayecto, ambos me fueron refiriendo las fechorias que había cometido, todas t odas ellas indudablemente imaginarias. Sin embargo, cuidé mucho de denotar escepticismo o incredulidad para no ahogar su entusiasmo y la fe que demostraban en mí. Así llegamos, finalmente, al sendero que se internaba entre la maleza. Los dos chicos retardaron el paso y me siguieron a la zaga, en una actitud que claramente manifestaba su convicción de que desde ese momento yo tomaba la iniciativa, transformándome en el actor principal. Esa decisión me obligaba a avanzar precediéndolos por un sendero abrupto, cruzado por ramas y hojas que estorbaban la visión, y no siendo conveniente que enviara a uno de los chicos por delante, si era cierta la versión del pastor, en cualquier momento podría encontrarme frente a la serpiente y aún ser atacado por ella. Pero, ya era tarde para desistir. Luego de haber recorrido unos trescientos metros, el pastorcito me advirtió que estábamos muy cerca del punto en que él había dejado a la víbora. En consecuencia, proseguimos caminando lentamente, muy juntos y pisándonos los talones, hasta llegar a un recodo donde el sendero se ensanchaba notablemente. - Es ahí - dijo el muchacho señalando un claro del matorral, al que llegamos retardando más aún el paso, manteniendo yo la escopeta lista para disparar. Pero no observamos nada. No obstante, los muchachos agachándose, señalaron la hojarasca, tratando de convencerme que las ramas y las hojas estaban aplastadas de reciencito por el reptar de la serpiente. Metido ya en la aventura no me quedaba más que continuar hasta las últimas consecuencias, de suerte que empecé a golpear las ramas vecinas con el machete, en tanto que ellos hacían lo mismo con palos que recogieron del suelo. Pero nada indicaba la presencia de animal alguno. Así llegamos hasta el pie del grueso tronco de un árbol muy alto, que se afianzaba sobre la tierra con numerosas raíces adventicias. Detrás de él y a muy corta distancia, discurría uno de los brazos del Chancamayo dejando escuchar su alegre ruido torrentoso.
Circundamos el árbol arrojando pedazos de madera, piedras y palos, sin conseguir atraer a la chuchupi, por lo que resolvimos retornar. En ese momento, encontrándonos de nuevo sobre el sendero y avanzando por él unos treinta pasos, escuchamos el bullanguero cacareo de una pava Manacaracu, que de inmediato divisamos saltando de rama en rama en la alta copa del árbol. Los muchachos me exigieron que la cazara, y más para atenuar la desilusión que expresaban por no haber podido matar a la víbora, que por cobrar la pieza, accedí a su pedido y apuntando con todo cuidado, disparé. Un mechón de plumas que se esparció con el viento, me anunció que había dado en el blanco. El ave abatida empezó a caer rebotando entre ramas y hojas, pero antes de llegar al suelo, se enredó en una pequeña liana y quedó suspendida a unos tres metros del pie del árbol. Para rescatarla le lanzamos algunas piedras pero sin resultado. Entonces, dejando el machete y la escopeta sobre la hierba, tomé una caña delgada y me aproximé al tronco tratando de desprender con ella a la pava que se mecía sobre mi cabeza. Pero, la caña se quebró y no conseguí mi propósito. Por ello, pensé proveerme de un palo más grueso y para cortarlo entre las matas que me rodeaban, regresé hacia el lugar donde había dejado la escopeta y el machete y en el que habían permanecido los muchachos. Me extrañó no encontrarlos allí y avancé algunos pasos más. Entonces, en el mismo recodo del sendero, noté que algo reluciente se revolvía sobre el machete. Observé con más atención y quedé paralizado: enroscada sobre si misma, con el cuello y la cabeza erguidos y con los chispeantes ojos puestos en m í estaba la chuchupi. Era realmente enorme y su constante ondular, retraerse y proyectarse, aunque sin cambiar de sitio, me hizo comprender, más por instinto que por deducción, que se preparaba a atacarme. Sentí que la piel se me erizaba y me invadía un frío penetrante. Con la velocidad característica en estos casos de peligro, en un instante comprendí que no tendría como defenderme, que mis armas estaban justamente debajo de la víbora, que los muchachos no podrían prestarme ninguna ayuda y que no tenía otra alternativa que alejarme tan rápidamente como pudiera de la serpiente, que ya empezaba a encogerse como para tomar impulso y saltar. En un acto reflejo, retrocedí corriendo, bordeé las raíces del árbol, y rompiendo ramas, lianas y hojas, continué huyendo, tropezando con troncos caídos y zarzas espinosas, hasta alcanzar el borde del brazo del río y finalmente salté hacia él. Con el agua hasta la cintura, me detuve y observé hacia el borde boscoso. Como era natural, la serpiente no estaba al¡ í ni aparecía por ningún sitio. Recién entonces pude reflexionar en lo sucedido: probablemente la chuchupi tenía su madriguera en alguno de los huecos que formaban las raíces del árbol desde donde yo había estado golpeando con la caña para descolgar a la pava y había salido de ella ahuyentada por los golpes y mis pisadas . . . De todos modos, me enfrentaba a la situación de regresar para recobrar mis armas e indudablemente, no podría hacerlo siguiendo el camino por donde había escapado. Salí del agua y cogiendo una larga vara de madera fresca y flexible, que el torrente había varado, ascendí por la orilla formada por grandes piedras cubiertas de musgo resbaloso hasta alcanzar un punto en el que el cauce se hacía menos profundo. Di un largo rodeo por entre la maleza, teniendo como punto de referencia el árbol y, siempre llevando la rama por delante y moviéndola como si llevara una espada pronto a blandirla, llegué, al fin, al sendero. Recién entonces, pude distinguir los rostros de los muchachos que, desde atrás de un cerco semiderruído, me miraban con una expresión en la que se mezclaba la sorpresa, el temor y la decepción. No podía seguir destiñendo más mi mi imagen de cazador temeroso, de modo que, sin decir nada, nada, siempre portando mi palo, me fui acercando cautelosamente al recodo donde había dejado mis armas y donde quedó la víbora. Esta ya no se hallaba ahí. Sin embargo, no estaba seguro que no se ocultase entre la maleza circundante, por lo que sacudí el ramaje de los contornos y sólo cuando comprobé su ausencia, recogí rápidamente la escopeta y el machete. Entonces, retornando hacia los muchachos les pregunté que era lo que había ocurrido. - Cuando estabas jalando la pava - me dijeron - de repente, la chuchupi, apareció entre la hierba y nos quiso morder y nosotros, por eso, corrimos hasta esta pirca para agarrar piedras. Después, cuando tú te escapaste para el río, la chuchupi se fue arrastrando, arrastrando, y se metió en un hueco del tronco y ya no la vimos más. Ahí estará, pues. - A ver - les dije - enséñenme el hueco donde se metió y yo le disparo. Tomen este palo y lo van clavando en cada uno de los agujeros hasta que salga la víbora. No - replicaron al unísono - nos nos picará y nos mataría. Mi proposición había sido premeditada, y la respuesta de los muchachos me eximió definitivamente de proseguir cacería tan accidentada y peligrosa.
LAS CATARATAS DEL TICUMPINEA
Las dos de la madrugada, la avenida Arequipa estaba casi desierta. Los semáforos opacados por la densa neblina y la llovizna servían para señalar el rumbo de esa vía preferencia¡ mas que para regular periódicamente el tránsito longitudinal y transversal. Por eso, el Capitán FAP, Federico Cácerez que regresaba de una prolongada reunión, conducía su automóvil despreocupadamente, cuando de pronto, otro vehículo surgió velozmente de una calle transversal y se le cruzó en el camino. Un chirrido de frenos y luego el ruido atronador producido por el impacto de los dos coches, turbó el silencio nocturno. Ambos autos rodaron sobre el asfalto, quedando, finalmente, con las ruedas hacia el cielo. Pasado el aturdimiento causado por los golpes, el Capitán consiguió salir empujando una de las puertas abolladas. Se sentía mareado y adolorido. La sangre procedente de una herida en la cabeza, le corría por la cara y le teñía la ropa. Escuchó vagamente los insultos y acusaciones del chofer del otro automóvil y de los pasajeros que lo inculpaban del accidente, momentos después un auto patrullero de la policía se detenía a su lado. Aturdido aún, fue trasladado al Hospital de la FAP, donde comprobaron que había sufrido una severa contusión cerebral que lo obligaría a permanecer en reposo y observación por algunos días. Desde luego, no podría conducir el helicóptero que al día siguiente debería llevarme hacia el Cusco para iniciar una nueva expedición a Pantiacolla. Fue relevado por el Mayor FAP Javier Tryon. Un año después de haber terminado la expedición hacia Vilcabamba y Pantiacolla que se interrumpió por las circunstancias ya relatadas, conseguí que la Fuerza Aérea del Perú, gracias a las gestiones efectuadas por el Mayor General FAP, Rolando Gilardi y a la anuencia del Presidente, Fernando Belaúnde, volviera a prestarme apoyo. Por otra parte, para afrontar los gastos del viaje por tierra, Ernesto V. Wedemeyer que no había podido participar en el viaje anterior, ofreció asumirlos íntegramente. En esta oportunidad, abandonando la idea de seguir insistiendo para encontrar la ciudad sagrada de Borda, explorando el extremo sur-occidental de la meseta, decidimos hacerlo en dirección del extremo norte, por donde el gendarme Farfán y el machiganga Celestino, habían visto ruinas cuando perseguían al prófugo Huahija. Pero, esa decisión no se debió únicamente a los relatos que aquellos me habían hecho. Se debía principalmente a que, en el transcurso del último año, don Francisco Ojeda había sido visitado por Angel Pereyra, un colono del valle de Lacco que tenía su fundo en la desembocadura del río Maputinari en el Yavero. Este le contó que unos machigangas procedentes del río Cosireni, paralelo al Yavero, lo visitaban periódicamente para proveerse de sal y machetes y que le habían informado que recorriendo dicho río, habían encontrado un puente de piedra en una de cuyos extremos, sobre la arcada en la que terminaba, divisaron una gran aguila de oro; y algo más im portante: que al puente seguía un camino empedrado que se perdía entre un conjunto de casas derruídas, construidas con piedras labradas. En la última visita que le hicieron, el cacique que lo visitó le dejó bajo su cuidado y tutoría a uno de sus hijos, para que lo educara. Ese muchacho, a quien llamaban Matías, vivía con él y podría servir de guía, en el caso de hacer una expedición al Cosireni. Pereyra, también le informó que él mismo recorriendo el valle del río Maputinari había visto tramos de un camino empedrado que se dirigía a las alturas y que bien podría ser el que conducía al puente y ciudadela a la que aludían los machiguengas. machiguengas. Era evidente que esas ruinas no eran las mismas que vio Borda, pero podían formar parte del complejo arqueológico que, cada vez con mayor seguridad, creía yo debía existir en la franja intermedia entre ceja de selva y selva alta. En último término daba igual explorar por uno u otro ángulo con tal de encontrar ruinas. Por otra parte, la versión de Pereyra, coincidía con los relatos que el año anterior recogí de don Arístides Muñíz, en su fundo Arenal en el apacible valle de Lares. Igualmente, coincidía con los datos que me ofreciera Celestino en su choza de Cahuide relacionados con el camino que era necesario recorrer para llegar a la laguna cuadrada en cuyas márgenes se encontraría Pantiacolla, el que se iniciaba en el Yavero, cruzaba el Cosireni y las cascadas del Ticumpinea. En fin, había suficientes elementos de juicio para cambiar de ruta sin abandonar la meta final, manteniendo la misma base central de operaciones en Chancamayo. Al Mayor Tryon no le entusiasmaba, en absoluto, la misión que tan imprevistamente le habían encomendado. Sin embargo, obedeciendo las órdenes recibidas, las acató y tal como estaba previsto, salimos del Grupo 8 del Callao en un helicóptero Bell, una mañana lluviosa y fría. Me acompañaba mi hijo Carlos de 17 años, que estaba en Lima comenzando sus estudios universitarios. Rodeando el
litoral, pasamos por Punta Gorda, donde residía la esposa del Mayor Tryon de quien se despidió con una maniobra simbólica, para luego continuar hacia Pisco donde aterrizamos con el fin de recargar combustible. Decolamos de nuevo y elevándonos cada vez más, sobrevolamos la sierra de Huancavelica y las llanuras de Ayacucho, manteniéndonos a una altura promedio de 4500 metros sobre el nivel del mar, con fuerte viento en proa. Un corto circuito producido en el radio del aparato, nos obligó a descender en Andahuaylas. Reparado el desperfecto, continuamos, penetrando en el cañón del río Apurimac, para salir de él por Limatambo y la pampa de Anta, y tras 7 horas de viaje, aterrizamos en el Aeropuerto Velazco Astete del Cusco, allí nos esperaban Ernesto V. Wedemeyer y mi hijo Alvaro, de 15 años, quienes viajaron desde Arequipa en una camioneta especial de doble tracción. En el Cusco estaban don Francisco Ojeda y Angelino Borda, de manera que al día siguiente partimos hacia Chancamayo; Wedemeyer y mi hijo Carlos con Ojeda y Borda, en camioneta, por Amparaes y, el piloto, el mecánico, Egmond Barten y yo, en helicóptero. El viaje se realizó sin inconvenientes y llegamos a Chancamayo con buen clima. Allí estaba Pereyra quien nos anunció que en la hacienda Mercedes, del valle de Lacco, se encontraban los veinte ayudantes, entre macheteros, guías y quepiris, que había contratado, por encargo de don Francisco Ojeda. También nos esperaban en Chancamayo, el Capitán EP, Luís Suárez y un cabo, radio-técnico, enviados por el General Jefe de la Región del Cusco, para que nos acompañaran y protegieran. Al llegar a Chancamayo, se me inició una de las crisis con dolores lumbares que esporádicamente me atacaban y cuyo origen no había podido determinar hasta entonces. A pesar de ello y para no alterar el programa que establecimos, todos partimos al día siguiente, hacia la hacienda Mercedes, tramontando la cordillera de Lares a la altura de Chirunbia. Aterrizamos cerca de la casa hacienda del fundo Mercedes, donde nos esperaba toda la gente contratada. El helicóptero fue y regresó a Chancamayo para transportar el resto de la carga de víveres y herramientas. Debíamos bajar desde Mercedes, por un camino de herradura, hasta el fundo Maputinari para luego ascender por ese río, procurando hallar el camino empedrado para ganar la cuchilla divisoria con el Cosireni. Empleamos el resto del día distribuyendo los víveres y herramientas y acomodándolos en bultos y paquetes, de modo tal, que fueran fácilmente cargados y transportados por los porteadores, hasta la desembocadura del Maputinari. Luego, a manera de ensayo, todos armamos nuestras carpas sobre un pastizal, encendimos una fogata y preparamos una reconfortante cena, terminada la cual, nos acostamos esperando recuperarnos de la fatiga del día. Pero yo no podía dormir afligido por la fiebre que iba en aumento. En el silencio de la noche, empecé a escuchar la conversación que, como es habitual entre los aborígenes que integran grupos de expedicionarios, suele prolongarse indefinidamente, dando lugar a que cada uno relate las experiencias de otros viajes, exprese su opinión sobre el resultado que augura a la presente y, en fin, los propósitos que lo animan. Naturalmente, todos hablaban eh quechua, idioma que yo y o entiendo bien y hablo pasablemente. De pronto, alguien preguntó: - Y, ¿si fuera cierto lo que dice Pereyra, de que en el valle del Cosireni podríamos encontrar muchos tesoros, que haríamos? Tras un corto silencio, otro respondió: - Nos repartiríamos lo que hallemos, entre nosotros, pues. - Y, ¿qué haríamos con los gringos? - Con un empujoncito, van a parar al fondo del río, y ¿quién va a probar que no tuvieron un accidente ... ? Una carcajada general impidió que siguiera comprendiendo lo que a continuación dijeron. Las voces se fueron apagando lentamente y el murmullo del torrentoso río Paucartambo, las acalló por completo. No me sorprendió lo que escuché, puesto que siempre había pensado que, en esta oportunidad, como en las anteriores, lo peor que nos podría ocurrir era, precisamente, que encontráramos tesoros cuya posesión desencadenaría, inevitablemente, la codicia de nuestros acompañantes. Al amanecer, comuniqué a Ernesto Von Wedemeyer mi extraña experiencia y, luego de analizarla, resolvimos no comentar nada, pero, si mantenernos en permanente vigilancia. Desgraciadamente, mi enfermedad había empeorado y no podía continuar. Encomendé a Wedemeyer que se hiciera cargo de la expedición hasta la cumbre del Maputinari, donde, confiando en mejorar, yo los esperaría. De inmediato regresamos en el helicóptero a Chancamayo Ojeda, mi hijo Alvaro y yo; actuando a la vez como médico y paciente, me sometí a un reposo absoluto y a una enérgica medicación.
Durante tres días continué con los mismos síntomas que sin embargo fueron desapareciendo gracias al tratamiento. Aproveché mi permanencia junto al Capitán Tryon, para relatarle las leyendas que habían motivado nuestro interés por descubrir Pantiacolla, el valor histórico que le asignábamos y la trascendencia que podía tener su hallazgo. Poco a poco fue mostrando interés hasta llegar a un entusiasmo tal que superaba al mío, de modo que él mismo trató de inducirme a que partiéramos lo antes posible. Y, en efecto, al cuarto día así lo hicimos, con el mecánico, Ojeda, Barten, Alvaro y yo. Gracias al buen clima reinante, fue fácil divisar el valle del Maputinari, llegar hasta él y sobrevolarlo hasta sus orígenes, buscando siempre algún signo que señalara la posición de los expedicionarios terrestres. Habíamos convenido que en cuanto nos vieran, hablarían por medio de los Walkie Talkies que llevaban y que también teníamos nosotros. Intentamos varias veces establecer contacto por este medio sin resultados. Igualmente, acordamos que de no podernos comunicar por esos aparatos o por radio, lanzarían cohetes de manufactura artesanal, que tenían en abundancia; o de los que Wedemeyer había traído desde Alemania que se elevaban a más de 1000 metros y que al descender lentamente por acción de los pequeños paracaídas que tenían, eran distinguibles a gran distancia. Pero no observamos ni escuchamos ninguna de esas señales, no obstante haber volado en círculos para llamar la atención. Por eso, resolvimos buscar algún lugar apropiado en las cumbres y laderas para aterrizar y desde tierra, sin el ruido ensordecedor del motor del helicóptero, reanudar nuestro intento de comunicación. Pero cada vez que nos acercábamos a tierra, comprobábamos que el terreno era inapropiado para aterrizar. Decidimos descender en el fundo de Pereyra, en la desembocadura del Maputinari, en el Yavero, con la esperanza de obtener allí algunos datos sobre el posible paradero de nuestros compañeros. Al tocar la playa, nos esperaban en ella Ernesto Von Wedemeyer, Angelino Borda, niños y mujeres del fundo. Ernesto nos informó que se había quedado con Borda, porque éste último se había fatigado tanto que había tenido que llevarlo a cuestas y que no podía acompañar a los demás, que habían partido, hacía dos días. Con estas noticias, subimos todos al helicóptero, provistos de lampas, picos, machetes y hachas, y nos elevamos, hacia la cumbre. Allí, descendimos saltando por la borda. Tryon y el mecánico regresaron al fundo y nosotros empezamos a cortar arbustos, paja, yerbas y a cavar en la ladera para preparar una plataforma donde pudiera aterrizar el helicóptero. Mientras trabajábamos fueron arribando algunos de los expedicionarios de tierra, quienes nos aseguraron que nos habían visto y que lanzaron varios cohetes, los que posiblemente no distinguimos, por el trasfondo azuloso de los bosques. Poco a poco fueron ganando la cumbre todos los expedicionarios, inclusive el Capitán Suárez. Con la ayuda de ellos ampliamos el improvisado helipuerto, uno de cuyos bordes, descansaba sobre la copa de los retorcidos arbustos de incienso o huaturos. El Capitán Suárez me informó que no habían encontrado ningún resto de camino de piedras, como afirmaba haber visto Pereyra, y que sólo hallaron algunos pequeños muros derruídos y cubiertos por el húmedo musgo de las raíces. Habían tenido que trepar metidos entre esas raíces y el barro deleznable, en un esfuerzo agotador y estéril que había sido aprovechado por algunos de los macheteros y quepiris, para iniciar un movimiento de rebeldía. Uno de los macheteros, apellidado Aguilar, asumiendo la representación de los demás, se acercó resueltamente a mí, en cuanto terminamos la construcción de la plataforma y en tono airado, me dijo: - Hemos padecido mucho, en este tramo; los mosquitos y sabandijas nos han picado todo el tiempo; no hemos podido comer ni dormir y, en estas condiciones no podremos seguir, a no ser que nos paguen el doble de lo convenido.... - Acostumbrado a ese tipo de presiones, comprendía que tendría que adoptar una actitud firme y decidida si pretendía mantener el orden y la disciplina indispensables para proseguir la expedición y, aun que era verdad que habían soportado esas molestias, también era cierto que conocían a lo que se exponían cuando fueron contratados, de manera que, demostrando la mayor tranquilidad posible, dirigiéndome a todo el grupo, repliqué: - Esta expedición la estamos realizando con el propósito de descubrir las ruinas de Pantiacolla. Ninguno de nosotros va a obtener ganancia ni beneficio personal alguno y, a pesar que hemos hecho un trato serio en la hacienda Mercedes, quedan en libertad de regresar los que así lo deseen. Este viaje supone todo tipo de privaciones y sólo pueden participar en él los que sean capaces de soportarlas... En ese momento escuchamos el creciente tableteo de las palas del helicóptero que se acercaba velozmente y se detenía sobre nuestras cabezas. Interrumpí, mi arenga y todos nos concentramos en dirigir las maniobras del piloto y ayudar a su aterrizaje, Con increíble pericia, el Mayor Tryon fue
descendiendo hasta tocar la plataforma que se deprimió crujiendo hasta quedar aplastada por el peso del aparato, que, felizmente, se posó en posición completamente satisfactoria. El mecánico descendió y luego de verificar que no había riesgo en apagar el motor, por señales convencionales así se lo hizo saber al piloto. Al fin cesó el ruido del motor y todo quedó en calma, dentro de un suspenso general. Tryon descendió en medio de aplausos. Aprovechando el momento psicológico, volví a encararme con el grupo y proseguí hablando. - Nadie está obligado a seguir en la expedición y como no tenemos tiempo que perder, ahora mismo decidiremos quiénes se regresan y quienes continúan con nosotros e imitando un legendario gesto histórico continué: - Los que deseen continuar, que se coloquen a mi derecha, y los que quieran regresar, a mi izquierda. Aguilar y doce hombres mas se ubicaron, de inmediato, a mi izquierda. Los demás se fueron poniendo, en línea, al lado de Wedemeyer, el Capitán y Borda, que habían permanecido a mi derecha. Sin darles tiempo a discutir ni alegar nada, dirigiéndome al Mayor Tryon, le expliqué lo ocurrido y le pedí que embarcara a los rebeldes y los transportara a la hacienda Mercedes y fuego retornara por nosotros. Así se hizo y, en un momento, el grupo disidente, acompañado por Wedemeyer que se dispuso a pagarles sus jornales, , estuvieron dentro del helicóptero que despegó sin tropiezos y enfiló hacia el valle del Yavero. Una hora más tarde, estaba posándose nuevamente en el helipuerto. Nuestro grupo se ubicó en el aparato y partimos hacia Chancamayo, donde llegamos en 45 minutos a las 2 p.m., con escaso combustible. De inmediato nos reunimos en el hall de la casa hacienda para reprogramar nuestras futuras actividades en vista de los resultados y de la situación creada. Desde que conocí a Pereyra, tuve la impresión de que no actuaba de manera confiable y que a su versión respecto a lo que le habían contado los machiguengas del Cosireni, incorporaba mucho de su imaginación. Tenía las características de los habitantes de los valles y serranías del Sur del Perú, esto es el pensamiento mágico y animista de una mentalidad mestiza. En su relato, invariablemente, figuraba un gran puente de piedra rematado por un arco en cuya cúspide se encontraba un cóndor de oro... o, frecuentemente se refería también a una escondida laguna en cuyo centro existía una isla sobre la que, en las noches de plenilunio, aparecía un gigantesco toro cuyos bramidos atronaban la vasta soledad . . . Pero, era obvio que estas imágenes no correspondían a la fantasía de los selvícolas. Por otro lado, ni Pereyra ni los otros vallinos que habían subido el río Maputinari, pudieron observar los restos del camino de piedra que éste afirmaba haber encontrado en sus andanzas por las quebradas. Finalmente, Matías, el pequeño y esmirriado muchacho machiguenga que según Pereyra, nos guiaría hasta las ruinas, era tan huraño, callado y extraño, que seguramente no podría hacerlo. Por todas estas consideraciones, una vez más, tendríamos que basarnos, en el futuro, en nuestra propia intuición y suerte para encontrar algún indicio que nos acercara, siquiera, a las inalcanzables ruines de Pantiacolla. Para ello era preciso que hiciéramos un amplio reconocimiento aéreo del valle del Cosireni y de la meseta, antes de llevar a los peones y el equipaje e instalarnos en algún lugar. Con ese propósito, salimos la mañana siguiente en vuelo directo al helipuerto del Maputinari, al que tomamos como punto de referencia. Desde él, nos dirigimos hacia el Norte, siguiendo el curso del Cosireni hasta su confluencia con el Yuyato, para luego virar hacia el Este. Debo aclarar que hay dos ríos Yuyatos, así como dos Cosirenis. El Yuyato original, corre de Sur a Norte y desemboca en el Urubamba entre el Yavero y el Saniriato. El Cosireni verdadero, es un largo río que nace con el nombre de Pampaconas en Vilcabamba, cambia luego a Consevidayoc en Espiritupampa y termina con el de Cosireni, desembocando en la margen izquierda del Urubamba, entre Quiten¡ y Mainique. El Yuyato que sobrevolábamos corre de N. a S. y desemboca en el otro Cosireni que a su vez es afluente del Ticumpinea. Lo que explica esta nomenclatura, es que se nomina a los lugares, o, a sus accidentes geográficos, con el nombre de la tribu que los habita, la que, en caso que se traslade a otro lugar que el que habitualmente vive, lleva consigo el nombre original y lo aplica al nuevo paraje. Pero, volviendo a nuestro relato, diré que desde la desembocadura del Yuyato - que llamaré 20 - y tramontando la cordillera que separa al Cosireni del siguiente valle, donde termina la meseta, nos dirigimos hacia el centro de ella, es decir al Este-Norte-Este. Pronto pudimos admirar, como cuando la avistamos con el Mayor Cabrera, hacía muchos años, la azulosa llanura surcada por numerosos ríos. El primero de éstos, que ninguno de nosotros conocía, pero que por deducción suponíamos que era el Ticumpinea, venía serpenteando en numerosos meandros hasta que bruscamente, se precipitaba, en
tres cascadas sucesivas, desde la meseta, hasta otro nivel situado, aproximadamente, 100 metros más abajo, donde empezaba otra llanura. La tumultuosa masa de agua que se despeñaba, al ser atravesada por los rayos del sol, formaba un permanente arcoiris, configurando una imagen de exótica y salvaje belleza. Al observar la cascada, inmediatamente recordé el relato de Celestino. Esa era, sin duda, la que había señalado, como uno de los hitos en el camino a la ciudad de Pantiacolla. Por eso, decidí que, en la playa en forma de media luna que precedía a la cascada, haríamos un campamento. Pero, todavía deberíamos explorar desde el aire, el resto de la meseta. Recorrimos su contorno norte, detrás del cual, las montañas que lo formaban, descendían en suaves laderas boscosas, hacia el valle del Urubamba. Evidentemente, nos encontrábamos en los orígenes del Manu. A lo lejos se distinguían numerosos ríos serpenteantes que podían ser los orígenes del Timpia y del Camisea. Con esa visión panorámica, retornamos hacia la cascada y siguiendo el río que la originaba, penetramos en la meseta. En la margen izquierda, separadas por un espacio de unos 5 kilómetros, divisamos dos grandes cabañas cónicas. Luego continuamos hacia el Cosireni, en cuyas escarpadas laderas, también observamos otras dos cabañas. Hacía 1 hora y 45 minutos que estábamos volando y nuestra provisión de combustible nos inquietaba. Por eso, regresamos a Chancamayo. Allí, Borda y los restantes expedicionarios se habían ocupado de distribuís nuestros víveres en bolsas de plástico con un peso de 5 kilos cada una. Teníamos maíz, arroz, leche en polvo, porotos, avena, lentejas, higos secos, sal, café, azúcar, té y galletas, además de medicamentos, armas, municiones, machetes, lampas picos, hachas, frazadas y carpas. Luego de revisar nuestras provisiones y pertrechos, encargamos a Ojeda, Borda y el radio-operador, que distribuyeran las provisiones en cuatro costales de crudo, de modo que en cada uno de ellos hubiera de todo. Los demás nos reunimos en la terraza de la casa para discutir nuestro futuro programa de actividades. Acordamos que Wedemeyer con Pereyra y cinco vallinos se instalarán en el valle del Cosireni y que el capitán Suárez, Borda, Matías y tres peones, acamparan, conmigo, en la playa de la cascada. Luego que nos pusiéramos en contacto con los habitantes de las cabañas, el grupo de Wedemeyer, avanzando en dirección a la cascada y el nuestro, regresando desde ella, tratarían de juntarse en el lomo de la cordillera que separa los valles del Cosireni y Ticumpinea. De ese modo exploraríamos las zonas donde había mas probabilidades de que existieran ruinas, así como el camino de piedra referido por Celestino. El helicóptero, después de dejarnos, regresaría a Chancamayo y desde allí efectuaría visitas diarias a ambos grupos. Al día siguiente nos embarcamos. El grupo de Ernesto Wedemeyer y yo, nos dirigimos hacia el Cosireni por cuyas escarpadas laderas descendimos hasta avistar la cabaña más próxima. Buscamos una playa cercana pero no la hallamos, pues el lecho del río estaba cortado a pico en las rocas. En vista de ello, el mayor Tryon, evolucionando con destreza admirable, descendió hasta 2 metros del nivel de un pequeño remanso, manteniéndose sobre él, casi inmóvil, el tiempo suficiente para que echáramos dos costales de provisiones, carpas y equipos y finalmente saltaran por la borda los miembros del grupo. Después, remontando verticalmente, salimos del cañón y regresamos a Chancamayo, donde embarcó el segundo grupo con sus bultos, para partir hacia el Ticumpinea al que llegamos sin percance alguno. Aterrizamos, descargamos y renovando nuestro acuerdo con el piloto para que nos visitara cada uno o dos días, quedamos en la playa los expedicionarios, mientras Ojeda, Alvaro, el mayor Tryon y el mecánico se perdían de vista en medio de la inmensidad de la selva. Armamos nuestro campamento en una playa semicircular de la margen derecha del río, teniendo como centro mi carpa. Luego nos dispusimos a preparar el almuerzo abriendo los costales de víveres, sufriendo una desagradable sorpresa al comprobar que en ellos sólo se encontraban bolsas de sal, azúcar, leche en polvo, porotos, té y café, faltando todos los demás alimentos básicos que habíamos encargado colocar en Chancamayo. Ello significaba que tendríamos que tratar de cazar y pescar para completar nuestra dieta. Con ese propósito, acompañado por el capitán Suárez, hice un breve recorrido de exploración por los alrededores del campamento buscando pozas adecuadas para pesca, así como huellas frescas de animales. En esa tarea encontramos un sendero que saliendo del borde boscoso que circundaba la playa se perdía en el río para reaparecer en la orilla opuesta, en el que se notaban gran cantidad de huellas humanas todavía frescas. Este hallazgo confirmó nuestra presunción de que nos encontrábamos cerca de la cabaña que habíamos avistado, el día anterior desde el helicóptero. Nuestro propósito era entrar en contacto con los selvícolas de la cabaña y tratar de establecer relaciones amistosas con ellos a través de las cuales pudiéramos indagar sobre la existencia de ruinas
en la región. Además, en ese momento, pensamos que nos podrían proporcionar yuca y plátanos a cambio de sal y, finalmente, ayudar a cazar y pescar. Mientras se preparaba el almuerzo, el capitán Suárez, Borda, el machetero Rojas y Matías, conmigo, partimos en busca de la cabaña, atravesando el río y siguiendo el sendero que pronto nos condujo al espesor mismo de un tupido bosque. El capitán y yo, llevábamos, cada uno, un rifle calibre 22 en tanto que Borda cargaba una escopeta 16. Marchábamos en silencio y en fila, esperando percibir algún indicio de la presencia de los selvícolas. Pero no descubrimos nada. A medida que avanzábamos, nuestra inquietud se convirtió en zozobra. Así caminamos aproximadamente dos kilómetros hasta que, repentinamente, llegamos a un claro del bosque en cuyo fondo se levantaba una gran casa tribal. Nadie salió de ella. Reinaba un silencio ominoso Retrocedí unos pasos para ordenar a Matías que se aproximara a la casa y llamara a sus moradores, pero Matías había desaparecido . . . Pedí, entonces a Borda que llamara y saludara hablando en Machiganga. Adelantándose, empezó a gritar saludando y anunciando nuestra llegada y nuestra intención amistosa. Todo siguió igual: ninguna respuesta... Observamos, sin embargo, que por la puerta frontal de la casa, salían ráfagas de humo, que denunciaban la existencia de un fogón encendido. Insistimos en nuestro llamado, esta vez formulado por todos nosotros que hablando en español, invitaba a salir. Todo fue inútil. Resultaba sumamente riesgoso avanzar en el claro descampado mediando recepción tan hostilmente expresiva, por lo que, sin decir nada, inicié el regreso seguido por los demás. Una sensación de peligro inminente, nos impelía a correr, pero, guardando las apariencias, caminamos mas bien con lentitud por el tortuoso sendero. Sólo cuando llegamos a la orilla del río y divisamos nuestro campamento, nos volvió el alma al cuerpo, como dijo Borda rompiendo el silencio. - No nos quieren ni saludar - añadió. Mientras regresábamos, había venido cavilando sobre lo que esta situación significaba y llegue a la conclusión que frente a la hostilidad manifiesta, siendo nosotros tan pocos y, sobre todo, no teniendo la intención de enfrentarnos a los selvícolas, no nos quedaba más alternativa que tratar de reunirnos con el otro grupo y limitar nuestras exploraciones al valle del Cosireni. Por eso, estando ya en el campamento, pedí a todos que se reunieran en torno a mí y les dije: - Al no habernos recibido, los machiguengas de la casa, nos han dado a entender que no quieren ningún trato con nosotros, y dentro de esa situación resultaría muy peligroso aventurarse a explorar por esta selva y, además, no tendríamos ninguna orientación sin la información de ellos. En consecuencia, tendremos que esperar el retorno del helicóptero para regresar en él a donde se encuentra el otro grupo y juntos buscar el puente y el arco de piedra que dicen que existe por allí... Mientras tanto, procuraremos cazar algo para comer carne, pero sin alejarnos mucho de este campamento. - Y, como también podrían asaltarnos durante la noche, es preciso que montemos guardia, de acuerdo a las instrucciones que nos dé el capitán. Todos éscucharon silenciosamente sin objetar nada. Nos disponíamos a iniciar nuestro almuerzo, cuando vimos surgir del bosque a Matías trayendo entre sus brazos un atado de anchas hojas con el que se aproximó a la hoguera donde se cocinaban los fréjoles. Extendió algunas de ellas sobre las brasas y, del embudo formado por las demás, dejó caer un chorro de gusanos blancos y brillantes que se movían convulsivamente. En pocos momentos, hojas y gusanos se fueron achicharrando y cambiando de color, al tiempo que se elevaba un humo azulino con olor a hierba fresca y a chicharrones. Matías, sin pronunciar una sílaba, empezó a recoger las larvas doradas y a comerlas con gran fruición ante el estupor de todos. En ese momento recordé viejas narraciones de mi padre, en las que decía haberse tenido que alimentar con gusanos que crecen en ciertas plantas tuberosas, cuando se encontraba perdido por los bosques de La Pampa y Candamo. El recuerdo y el olorcillo a carne asada me animaron a imitar a Matías y a probar unas cuantas larvas asadas. Su gusto era exquisito por lo que continué comiendo e invité a los otros a hacer lo mismo. Poco a poco, venciendo el recelo, todos comieron, como si fuera maíz tostado, el improvisado potaje preparado por el pequeño mach¡ganga, hasta terminarlo. Habíamos encontrado, gracias a su conocimiento instintivo, una buena fuente de proteínas y grasas. Sin ánimo para aventurarnos a explorar ni a cazar, permanecimos dentro de nuestras carpas. Mirando desde la mía hacia la playa, observé a Matías el chunchito que, de cuclillas, en el borde mismo del río realizaba extraños movimientos. Para averiguar lo que hacía, me acerqué a él y
comprobé que había cavado angostos canales por donde desviaba pequeñas corrientes de agua que iban a morir a un pedregal de cantos rodados pulidos y cascajo. Esas corrientes arrastraban infinidad de pececillos que quedaban desparramados entre piedras y arena y eran recogidos por él y colocados en una bolsa de plástico. Cuando hubo juntado una cantidad apreciable, los llevó al fogón de cocinar, tomó una olla de aluminio dentro de la cual los volcó y la puso al fuego para hervirlos. Lo único que hizo Rojas, el quepiri que oficiaba de cocinero, fue añadir arroz y sal y en media hora tuvo una sabrosa sopa, nuevamente, gracias a la experiencia de Matías. Siempre llevaba en mis viajes una honda o cacha como se le llama en Arequipa, hecha de dos tiras elásticas de jebe y una horqueta de madera. Es muy útil para cazar y para muchos otros fines. Teniendo en cuenta la habilidad que mostraba Matías para conseguir alimento, me entretuve mientras llegaba la noche en enseñarle a usar esta arma, disparando pequeñas piedras contra las ranas que croaban estrepitosa mente al borde de los remansos. Muy pronto mostró una sorprendente habilidad en su uso y, como de costumbre, sin decir palabra, se internó en el bosque llevando la honda. Cuando ya estaba oscuro, reapareció entre las sombras, desprendiéndose de éstas como si fuera parte de ellas, trayendo colgada de una horqueta, una enorme víbora jergona que había cazado. Nos la mostró con la confianza del que sabe y enseña y procedió a quitarle la piel hasta dejarla pelada. Luego la puso sobre el fuego hasta asarla, y partiéndola en pedazos, procedió a comerla. Pero esta vez no hubo quien lo imitara, porque, aunque todos sabíamos que las víboras son comestibles, el aspecto repugnante de su cabeza achatada, no invitaba a saborear la carne blanca de su cuerpo. Sin embargo, nuestro rechazo unánime, probablemente, trasuntaba la inquietud que nos había producido la comprobación que merodeaban serpientes venenosas por los alrededores del campamento. Así llegó la noche y con ella aumentó el temor que nos embargaba. Apilamos ramas secas en la hoguera y luego que dos de los hombres se apostaron montando guardia, los demás nos fuimos a dormir, lo que no conseguimos hasta la media noche, en que encendimos uno de los cohetes de aluminio lanzándolo al espacio. Se elevó dejando una estela luminosa, estallando a gran altura desde la que empezó a descender, con el paracaídas extendido, alumbró con reflejos multicolores las copas de los árboles y los acantilados rocosos que contorneaban la explanada. De ellos brotaron numerosos destellos como si estuvieran tapizados de cristales. Luego, reinó la oscuridad nuevamente, con la estruendosa sinfonía de ranas y grillos, que el eco repetía y multiplicaba indefinidamente. Era presumible que si los selvícolas merodeaban por, las cercanías este espectáculo los habría ahuyentado. Con esta esperanza, volvimos a acostarnos y dormimos hasta el amanecer. Despertamos con el ruido de un torrencial aguacero y al salir de las carpas, nos hallamos envueltos en una neblina densa y muy baja. Después de tomar un abundante desayuno de arroz con leche y café, cuatro de nosotros partimos hacia la cascada y llegando a ella, sendeando, nos acercamos al pie de los acantilados. Por los contornos observamos numerosos fragmentos de cristales blancos y frágiles que se deshacían al presionarlos. Parecían ser silicatos o boratos que desprendidos de una gran veta que cruzaba los acantilados transversalmente y que había sido, seguramente,- la que reflejó, como un espejo, las luces del cohetón que lanzamos durante la noche. Buscamos afanosamente a los lados de la cascada y al pie de los farallones la presencia de alguna huella del trabajo de hombres o restos del camino que Celestino había descrito, sin encontrar nada. Tampoco se veía rastros humanos en la playa ni en el bosque. Regresábamos por la espesura, abriendo senda, cuando de pronto, delante nuestro y a corta distancia, percibí el inconfundible ruido de ramas que se quiebran y hojas que son holladas. Me detuve instantáneamente y preparé mi rifle. Podía ser un animal salvaje o un aborigen machiganga. Luego, casi sin respirar, avancé unos pasos hasta colocarme detrás de un tronco musgoso y húmedo. Cautelosamente asomé la cabeza y observé que junto a un pequeño arroyuelo, dispuesto a saltar, con los músculos tensos, se encontraba un venado rojo. Sin vacilar un instante, me puse el rifle al hombro y apreté el gatillo. El venado dio un tremendo brinco y cayó contra la maleza agitando convulsivamente su corta cola blancuzca. Cuando quise correr hacia él, mis tres compañeros ya lo habían hecho entre exclamaciones de alegría. Estaba muerto y era hermoso. El que alguna vez fue cazador, conserva en forma latente, el instinto primitivo de matar para comer y se regocija y complace al lograrlo. Eso me ocurrió a mí en ese momento y uniéndome a las manifestaciones de entusiasmo de mis compañeros, ayudé a transportar la presa al campamento. Con ella, habíamos asegurado una buena alimentación.
Con maestría y acicateados por el apetito, todos se concentraron en la tarea de desollar, carnear y salar la presa cobrada; y en ello estábamos, cuando percibimos lejanamente, el ruido del motor y el tableteo del helicóptero que se acercaba raudamente aunque no podíamos verlo debido a la densa neblina que nos envolvía. El ruido fue creciendo hasta situarse sobre nosotros, a muy corta distancia... pero sin aparecer la máquina. Después se fue alejando para retornar de nuevo y otra vez perderse paulatinamente, acrecentando nuestra ansiedad, ansiedad, hasta que desapareció. Decepcionados, mirando insistentemente como para penetrar las nubes con la vista, permanecimos un lapso prolongado, mientras comprendimos que lo que le había impedido aterrizar fue la neblina y el cielo cerrado. Dirigiéndome a todos, expliqué: los helicópteros no pueden volar entre las nubes y por eso, no ha aterrizado. Seguramente ha regresado regresado a alguna playa cercana y cuando aclare, volverá. Es preciso que empaquemos todo y esperemos listos para abordarlo en cuanto regrese. Continuemos carneando el venado y preparemos un buen almuerzo: un 'chupe" de arroz con carne y asemos algunos pedazos para invitar a la tripulación y para nosotros. Mis palabras surtieron el efecto deseado y pronto el ambiente se llenó del grato y apetitoso olor a carne asada. Nos sentamos en torno a la hoguera y saboreamos nuestro almuerzo que nos pareció delicioso. Pero nadie podía despejar de la mente el desengaño sufrido por el aterrizaje frustrado del helicóptero ni la creciente inquietud por su tardanza en regresar. Había despejado algo y se veía el sol, por lo que parecía lógico que volvieran el piloto y sus acompañantes, aprovechando del clima favorable. Pero, no reaparecían y así fueron pasando las horas hasta que se nubló nuevamente. Con un pequeño radio-receptor, conseguimos sintonizar la estación de Quillabamba de los padres dominicos y, precisamente en el momento que la captamos, el locutor comentaba que la radio de Chancamayo había comunicado que el helicóptero de la FAP, que operaba en la Expedición Pantiacolla, había decolado en la mañana y aún no había regresado a su base. Eran las 3 de la tarde y por ello, la noticia nos cayó como un baldazo de agua fría. ¿Que podía haberle ocurrido? ¿Tal vez un desperfecto mecánico no le permitía retornar a Chancamayo ni venir hasta nosotros...? Y, si eso era verdad, ¿Qué debíamos hacer . . .? Al llegar a este punto en mis conjeturas, sentí una repentina angustia y una sensación de vacío doloroso en el estómago. Los demás, quizá sentían lo l o mismo, pues el capitán Suárez, habitualmente sobrio y tranquilo, sin disimular su inquietud, me dijo: - Doctor, frente a esta noticia, ¿qué deberíamos hacer? - Pues, desempacar todo y volver a armar el campamento, ya que, esta tarde no vendrán a recogernos. Esta respuesta obedecía a mi habitual conducta profesional de dirigir, alentar y tranquilizar, y por tanto estaba lejos de revelar los sentimientos que me agobiaban. Al dirigir instituciones y personal, personal, así como en el trato cotidiano con los enfermos, había aprendido a infundir confianza dentro de la zozobra y hasta a decir mentiras piadosas. De todos modos, el capitán interpretó, seguramente, mi escueta contestación, como que no había por qué preocuparse y los demás, prefirieron no exteriorizar lo que sentían. Rehicimos el campamento y satisfechos de haber comido en abundancia, todos nos acostamos en nuestras carpas, mas que para dormir o descansar, para buscar el aislamiento que nos permitiera reflexionar sobre nuestra situación. En esas condiciones llegó la noche y después de organizar el turno de guardias y preparar un nuevo cohete, nos fuimos a dormir. Sólo entonces, noté que no estaba entre nosotros el chunchito Matías. Lo buscamos y llamamos por todos los contornos sin localizarlo. Había desaparecido. Tal vez, como era su costumbre, había ido a cazar. Tendríamos que confiar en esta idea a fin de no aumentar los motivos de zozobra. La conversación de los vallinos me despertó muy temprano, cuando apenas aclaraba. Afortunadamente, no llovía y las nubes estaban muy altas. Nuevamente se habían dedicado a asar más carne de venado en un impulso insaciable de comer cuanto se pudiera. Salí de mi carpa, saludé a todos y me dirigí hacia un remanso del río cercano al campamento para hacer la gimnasia que como hábito me había acostumbrado a practicar y para darme un baño que necesitaba para sentirme despierto. Dejé mi toalla sobre la arena todavía húmeda y me disponía a iniciar mis ejercicios, cuando escuché un agudo zumbido que pasó cerca de mi cabeza; luego un golpe seco sobre la arena, a unos cinco metros de mí, señaló el momento en que una larga flecha se clavaba oblicuamente enterrándose hasta la mitad. Instintivamente miré hacia la orilla opuesta del río, siguiendo la probable dirección que trajo la flecha sin alcanzar a ver nada ni nadie . . . . Un salvaje sentimiento de temor y al mismo tiempo de ira
me fue inundando rápidamente. Uno me impelía a huir y el otro a atacar. Al fin, recogiendo mi toalla, empecé a caminar, cada vez más ligero, hasta llegar al lado de mis compañeros. Tomé mi rifle, indiqué al Capitán y a Borda que hicieran lo propio con sus armas y ordené que todos me acompañaran. Caminando lentamente en grupo llegamos a la playita, donde les mostré la flecha clavada en la arena. - Debemos tomar este flechazo, les dije, como una advertencia, amenaza o desafío. No parece que lo hayan dirigido contra mí, porque de haberlo hecho, con seguridad me hubieran herido, estos chunchos tienen una gran puntería. Pero, han estado esperando mi presencia, para hacer su demostración. Es posible que Matías les haya avisado que yo vendría a bañarme, como lo hice ayer en esta poza. . . . . Ya no podemos permanecer aquí, debemos trasladar nuestro campamento a la cascada y allí acordaremos lo que vamos a hacer. Extraje la flecha y en medio de una inocultable tensión, regresamos a nuestras carpas, juntamos y empaquetamos apresuradamente nuestros pertrechos y cargándolos, nos dirigimos hacia el otro extremo de la herradura que formaban el río y la playa, donde se precipitaba bullente hacia el barranco. Allí, los dos farallones que delimitaban el paraje, se juntaban como los brazos de una gigantesca tenaza rocosa. Era muy difícil que en ese sitio nos atacaran y estábamos protegidos contra eventuales flechazos. Depositamos el equipaje muy cerca al río. Pedí a todos que se agruparan y alardeando de la mayor serenidad de que era capaz, les hablé: - Aunque no hemos vuelto a escuchar noticias por radio que nos informen sobre el paradero del helicóptero, seguramente, éste, vendrá pronto a buscarnos. Debemos esperar hasta medio día. Si no llegase, a esa hora empezaremos a bajar, por los lados de la cascada, como podamos. Nos ayudaremos con nuestras sogas . . . . Abajo, buscaremos alguna playa ancha donde sea posible hacer el campamento, lo más alejado de las orillas boscosas. Pasaremos la noche y, desde mañana, empezaremos a bajar por las playas para que podamos ser avistados por el helicóptero. De otra manera, si nos internamos en el monte, nadie nos verá. Si el helicóptero no viniera más, seguiremos avanzando por el río para tratar de llegar a su desembocadura en el Urubamba . . . . Por lo que recuerdo haber visto desde el aire, esto nos llevaría unos 10 días de viaje. . . . . Además, es posible que podamos construir balsas y, también, deberemos pescar para para alimentarnos . . . . Todos permanecieron silenciosos. Proseguí: - Para llevar a cabo el plan que acabo de exponer, es indispensable que guardemos la más estricta disciplina y por eso, desde este momento el Capitán Suárez se hará cargo del mando del grupo. Y, sin dar tiempo a ninguna objeción, añadí: - Capitán: asigne Ud. a cada uno la tarea que debe cumplir; debemos empezar a construir una senda en zig-zag, por el lado derecho de la cascada, por donde el terreno, parece ser más apropiado.... - i Entendido y correcto doctor! Respondió Suárez al instante, golpeando un taco contra otro, en posición de firmes. De inmediato, asumiendo una obediencia militar todos se movilizaron. Yo, provisto de un machete y llevando mi rifle en bandolera, con Apaza, el mejor sendeador, empezamos a internarnos entre matas y troncos y avanzamos, sin mucha dificultad, hasta llegar al acantilado. Allí, con gran sorpresa, descubrimos, dispuestos uno sobre otro, cuatro troncos largos, que evidentemente habían sido recién cortados y que, sin duda, servían como puente. Quedaba demostrado que los machigangas cruzaban el río por allí. Lo que no estaba claro era por qué lo hacían de esa manera, puesto que podían vadearlo en cualquier punto, un poco más arriba. Supusimos que el puente era utilizado en la época de lluvias e inundaciones, durante la cual, todas las playas se cubrían de agua. Tal vez, era la ruta que, como expresó Celestino, seguían los peregrinos que viajaban a las ruinas de Pantiacolla. En ese momento, diferenciándose poco a poco del estruendo de la catarata, escuchamos el inconfundible ruido del motor y las palas del helicóptero. Tropezando y cayendo, retornamos al borde de la cascada, donde ya se habían reunido los demás, a tiempo que veíamos aparecer, como una visión fantástica, la silueta rojiza del Bell entre la espuma en que se convertía el impetuoso torrente. Un grito estentóreo, primitivo y salvaje, saludó su aparición y se prolongó hasta que se posó entre remolinos de arena en la playa cercana. En el helicóptero venía el grupo de Wedemeyer en pleno. A ellos les había sucedido algo semejante a lo que nos aconteciera a nosotros: no pudieron establecer contacto con los machiguengas de las cabañas y sin nadie que los guiara, con el temor de ser atacados, se dedicaron a cazar y pescar lo que pudieron. Luego de escuchar nuestro relato, en vista de la incapacidad del vehículo para cargar con todos, resolvimos que primero se embarcaría mi grupo para ser transportado hasta el fundo de
Pereyra y después el piloto regresaría por el de Wedemeyer para hacer lo mismo. En el intervalo, los recién llegados que estaban más hambrientos que nosotros, aprovecharían para comer lo que aún quedaba del venado. Cuándo estábamos a punto de partir, sigilosamente, abriéndose paso entre la maleza, surgió la huidiza figura de Matías, quien sin hablar ni expresar nada, se colocó al lado de Pereyra como si nunca se hubiese separado de él. Tanto Pereyra como Borda, le preguntaron, en Machiganga, donde había estado. El se limitó a señalar el bosque y con un monosílabo, trató de explicar que había permanecido allí, en el monte. Comprendiendo que no íbamos a poder averiguar más, celebré su regreso, porque de no haberse producido, nunca hubiésemos sabido si se quedó con su tribu o si se había perdido. Realizado nuestro plan, todos nos reunimos en la playa de la desembocadura del Maputinari en la que hicimos nuestro campamento, ya muy reducido, pues, luego de pagarles, licenciamos a los vallinos y quedamos: Ojeda, Borda, Barten, Alvaro, el mecánico, Tryon, Wedemeyer y yo. Nos proponíamos explorar por aire, el espacio comprendido entre el río Yuyato y el Yavero en el que, según relatos de un explorador alemán y las versiones de los lugareños, existían dos volcanes en actividad. Mientras filmábamos peces de colores que nadaban en un pequeño brazo del río, una víbora candonga (coral) de gran longitud, deslizándose por una rama que llegaba hasta el casco de Ernesto, estuvo a punto de atacarlo. Afortunadamente tenía yo en la mano la escopeta cargada, de modo que disparé matándola, con el consiguiente susto de Wedemeyer. Al atardecer, cazamos un paujil y un picuro (majás) y pescamos dos sábalos, de modo que tuvimos una cena opípara. Aún teníamos derecho a usar 10 horas de helicóptero, pero, luego del resultado de las dos expediciones frustradas en el Yavero y en el Cosireni, no hubiese sido razonable persistir en explorar esas regiones. Por ello, esa noche, a la luz de las fogatas en las que cocinábamos, celebramos,. la vez, una reunión de estado mayor y acordamos emplear las horas de vuelo disponibles para observar, nuevamente, la región del Apucatinti que nunca habíamos llegado a reconocer con detención. Para ello, nos trasladaríamos a Chancamayo, para recargar combustible y desde al¡ í volaríamos al Apucatinti. Muy temprano iniciamos nuestra jornada llevando con nosotros solamente a Borda. Recorrimos el espacio entre el Yavero y el Cosireni y pudimos comprobar que, efectivamente, había dos picos cuyas cumbres peladas de vegetación, tenían el aspecto de volcanes, pero no percibimos ninguna actividad. Proseguimos cruzando diagonalmente toda la meseta de Pantiacolla y llegamos fácilmente al cerro Apucatinti cuya cumbre, desprovista también de árboles, recorrimos observándola minuciosamente desde muy corta distancia. En medio del pajonal, se distinguía, con nitidez, un trazo que zigzagueando, descendía por la ladera hasta penetrar en los matorrales. Intentamos a toda costa aterrizar, pero el viento que arreciaba por momentos, lo impidió. Entonces buscamos, por las cercanías algún lugar plano, sin localizarlo. La única forma de bajar en el Apucatinti, era construyendo un helipuerto semejante al que habíamos hecho en las cabeceras del Maputinari. Con esa determinación iniciamos el regreso, pues el cielo que hasta entonces había permanecido despejado, se empezó a cubrir con amenazantes cúmulos que anunciaban tempestad, volvimos al Maputinari y recogiendo a todos, partimos presurosos. Aterrizamos en Chancamayo con viento muy fuerte, iniciándose una lluvia torrencial que se prolongó varios días. La observación del trazo semejante a un camino en la cumbre y la ladera oriental del Apucatinti, había hecho renacer mis esperanzas en obtener algún provecho de la oportunidad que por cuarta vez tenía con el helicóptero. Me resistía a conformarme con justificar el fracaso de estas expediciones a la meseta de Pantiacolla, por los invencibles obstáculos que habíamos encontrado. Eso sólo serviría para nuestra resignación, pero no para satisfacer a los demás. Por eso, aferrado a la idea de volver al Apucatinti, esperaba, más ansiosamente que nunca, que el clima cambiase favorablemente.
AL FILO DE LA ETERNIDAD
Nunca se borró de mi mente el recuerdo de la visión difusa de la andenería que circundaba el picacho que alcancé a divisar, cuando volábamos en la avioneta, en compañía del Mayor Carrión y de Alencastre, sobre la isla de cordillera situada entre Espíritupampa y Luisiana. Creí firmemente que se trataba de terraplenes construidos por la mano del hombre y no por la erosión natural o por caprichosas formaciones geológicas. Y, de ser real mi impresión, esos andenes serían los más grandes hasta entonces vistos en territorio peruano, pues, eran mayores que los de Sacsahuamán. Cuando me vi obligado a suspender la expedición de 1964, me quedó la sensación de haber abandonado mis esfuerzos justamente en el momento más oportuno para culminarlos. Sin embargo, no podía solicitar apoyo para buscar las ruinas de Vilcabamba sin antes haber encontrado las de Pantiacolla con las que públicamente estaba identificado. Por eso, mientras esperábamos en Chancamayo a que mejoraran las condiciones climáticas, fue renaciendo en mí aquel propósito cuya realización se justificaba por completo como alternativa para no malgastar el tiempo ni desperdiciar las horas de vuelo que aún nos quedaban. Calculaba que en una hora de vuelo podríamos trasladarnos desde la hacienda hasta la isla; que en media hora, conseguiríamos ubicar el picacho de los andenes y que aún nos quedaría el combustible para regresar a Quillabamba donde teníamos algunos bidones de reserva. Si ubicábamos las supuestas murallas y ratificábamos mi suposición, volveríamos por nuestros compañeros e instalaríamos un campamento cerca del picacho para explorarlo. Previamente debía llevar adelante ciertas acciones como animar a Ernesto Von Wedemeyer a cambiar de objetivos; conseguir nuevos acompañantes entre los trabajadores de Chancamayo y, persuadir al Mayor Tryon a variar variar el rumbo de la expedición. Anticipándose a mis proyectos, Ernesto anunció, intempestivamente, su determinación de partir en la camioneta al siguiente día, en vista de haber recibido un mensaje radial por el que requerían su presencia en Arequipa. Con él, aduciendo parecidas razones, partiría don Francisco Ojeda, el Capitán Suárez y el radio operador. Así quedó prácticamente desmembrada la expedición, pero de ello estaba informado solamente yo, pues nadie comunicó sus intenciones al Mayor Tryon y, antes de que las conociera y él también decidiera regresar, resolví proponerle el nuevo plan. - Mayor - le dije - como es muy probable que el clima no mejore en la región de Pantiacolla, en vez de esperar pasivamente aquí, podríamos intentar descubrir las ruinas de la isla de cordillera de la región de Vilcabamba, operación que en total no tomaría mas de unas tres horas de vuelo. Naturalmente ello está supeditado a las condiciones condiciones climáticas que encontremos por Vilcabamba. Vilcabamba. Yo sabía que Tryon deseaba regresar pronto a Lima, para estar presente en el primer cumpleaños de su hijita, antes de una semana y que la alternativa que le estaba proponiendo, justamente, le permitiría satisfacer su deseo. Por Por eso añadí - Creo que usted desearía estar en su casa lo antes posible y el cambio de rumbo que le estoy proponiendo, lo haría probable. probable. El Mayor después de escucharme, permaneció pensativo un minuto y luego, sin titubeos respondió: - Doctor, el helicóptero está a sus órdenes y la operación que cumplimos tiene por finalidad descubrir ruinas; es Ud. el que debe señalar por donde las buscamos . . . A mi me corresponde comunicar a mi superioridad el nuevo rumbo que tomemos. Por mi parte estoy de acuerdo, dadas las circunstancias atmosféricas en la zona de Apucatinti y Pantiacolla, en cambiar la ruta hacia Vilcabamba, de modo que saldremos para allí, mañana a las 6 a.m. Si las condiciones del clima nos lo permiten, reconoceremos su isla de cordillera y si no, daremos por terminada la misión y retornaremos inmediatamente al Cusco. Luego de conversar con Wedemeyer y Ojeda, acordamos que ellos viajarían por el valle de Lares, con mi hijo Alvaro y Borda hacia el Cusco, en la camioneta de Ernesto, mientras yo efectuaba el reconocimiento de Vilcabamba.
Por la noche, mientras cavilaba sobre si se justificaba o n6 mi decisión de abandonar nuevamente la búsqueda de las ruinas de Pantiacolla, preparé una mochila con víveres ligeros, medicamentos y otros útiles necesarios para una emergencia. Además, en un pequeño bolsón de lona, puse un paquete de galletas y una lata de leche evaporada, igual que mi navaja, 4 aspirinas y fósforos. A las seis de la mañana del día siguiente, después de despedir a los viajeros de la camioneta, despegamos del patio de la casa hacienda y, tramontamos la colina de Chancamayo. Felizmente, el cielo estaba despejando en dirección a la quebrada del Yanatile al que seguimos hasta su confluencia con el Ocobamba. Remontamos este río y pasando por Mesa Pelada, estuvimos sobre el valle del Urubamba. A lo lejos se veía claramente la cordillera del Salcantay y más al Este, se insinuaba, azulosa aún por la oscuridad, la cordillera de Vilcabamba. A una altura aproximada de 4000 metros, mantuvimos el rumbo fijo hacia la quebrada de San Miguel. Luego de media hora, avistamos el río Consevidayoc que cruzamos para internarnos entre las colinas boscosas que se extienden al nororiente de Espíritupampa. Pronto volábamos sobre un territorio formado por agudos picachos y profundas quebradas, numerosas lagunas y laderas cubiertas por tupidos pajonales y dispersos matorrales. Estábamos en la isla habiendo empleado justamente una hora en el recorrido desde Chancamayo. Desventuradamente, densos nubarrones empezaron a poblar el espacio y la localización del cerro de los andenes se dificultaba progresivamente. Yo trataba de distinguir la laguna de aguas verdes en cuya margen recordaba haber visto que se alzaba el pico de las supuestas ruinas. En Chancamayo, el día anterior, había contratado seis peones, macheteros y sendeadores, para que me acompañaran en esta nueva exploración habiendo convenido en que permanecieran listos para embarcarse en cuanto regresáramos de este primer vuelo, con todo el equipaje que aún me quedaba. Como siempre, al iniciar una expedición, esa mañana, me había acometido una emoción mezcla de esperanza y de temor. Y, como otras veces, también, fue siendo reemplazada por mi habitual entusiasmo aventurero, en la medida en que nos acercábamos al objetivo. A pesar de ello, un persistente dolor de cabeza, me mantenía inusualmente inusualmente deprimido. De pronto, mientras describíamos círculos en el aire, como la vez anterior, divisé entre las nubes pero a distancia más corta, los extraños relieves. Alborozadamente se los mostré al piloto y al mecánico. Ambos se mostraron asombrados y de inmediato enfilaron el helicóptero en su dirección, pero tuvieron que virar, rápidamente, al interponerse una espesa nube. Insistieron porfiadamente sin lograr su propósito. Intentaron una y otra vez, con igual resultado. Las nubes, como en tantas oportunidades anteriores, volvían a interponerse a mis esfuerzos pero, ahora no lo lograrían, porque aunque fuera caminando, llegaría a las terrazas. Con esa determinación, pedí al Mayor Tryon que tratase de aterrizar en algún punto de la orilla de la laguna. Accedió llevando el aparato en picada casi hasta el suelo, frenándolo, sin embargo, al comprobar que el borde de la laguna era pantanoso. Probamos, entonces, de aterrizar en el pajonal, mas era tan alto, que no facilitaba percibir los desniveles del piso, dejando ver, solamente, algunos pedrones blanquecinos que emergían sobre la superficie ondulante. En este momento, obedeciendo a un impulso irrefrenable, elevando cuanto pude la voz, indiqué a Tryon que yo saltaría del helicóptero, para permanecer en ese sitio y no perder de vista los andenes y que regresara él a Chancamayo para traer al resto de la gente con todo el equipo. Sin esperar su respuesta, abrí una de las puertas laterales y, resueltamente, salté cayendo sobre el pajonal que me recibió suavemente como un colchón mullido. Desde al¡ í alcancé a notar la expresión de sorpresa del Mayor, que, no obstante, levantando el dedo pulgar de la mano derecha, en señal de comprensión y asentimiento, se elevó raudamente y tomó la dirección de Chancamayo, perdiéndose, de vista, en un momento, dentro de la verde lejanía. Recién entonces, al sentirme súbitamente solo, comprendí que mi actitud había sido impulsiva y temeraria. Pero mi consternación subió de punto al comprobar que, en el apuro, había dejado mi mochila y su precioso cargamento de emergencia, en el helicóptero. Solamente tenía el bolsón, mi pequeño machete y una pistola Colt. Para atenuar la contrariedad que me agobiaba, decidí ponerme en actividad, de inmediato. Empecé a caminar en dirección a dos grandes peñascos aplanados que yacían sobre la ladera en dirección a la andenería. Inmediatamente sentí que el corazón me latía violenta y aceleradamente y los mismos latidos los percibía en los oídos y la cabeza. Me tomé el pulso y comprobé que tenía una frecuencia de 100 por minuto. Alarmado, medí la temperatura bajo la lengua y noté, ya asustado, que tenía 38.5° . Quedé consternado, sin atinar a hacer nada, por largo rato. Era indudable que sufría una enfermedad infecciosa a la cual se debían el dolor de cabeza, la taquicardia y la fiebre. ¿Qué hacer?
La angustiada pregunta del explorador fue respondida por el médico: lo indicado era ponerse en reposo, pero, ¿dónde? En un lugar abrigado..... Con gran esfuerzo, luchando contra la resistencia de la paja que parecía trenzada y se oponía a mi paso, caminé hasta llegar al pie de uno de los peñascos que proyectaba sus bordes superiores superiores como un techo volado. Debajo de él, el suelo, suelo, socavado, formaba una pequeña cueva. Exhausto, me senté a la sombra. Un violento escalofrío me sacudió de pies a cabeza. Era indispensable controlar el acceso febril. Extraje una tableta de aspirina del bolsón, perforé con mi navaja la lata de leche evaporada y tomé el medicamento. Aún tuve ánimo para arrancar un gran manojo de paja que utilicé como almohada y me recosté para descansar. Miré el reloj y comprobé que recién eran las 8 y 15; podría dormir dos horas antes de que regresara el helicóptero, lo que me sentaría muy bien. Contrastando con el silencio casi absoluto, escuchaba de rato en rato, como un suspiro, el ruido de una cascada que el viento traía por ráfagas, desde la profundidad de la quebrada. Además, podía ver, desde mi refugio, el reverberante reflejo de las aguas de la laguna celeste. Extrañamente, ese rumor y los destellos que en otra circunstancia, me hubiese embelesado, me parecían lúgubres y tétricos, pero, de alguna manera, me indujeron al sueño. Lentamente me invadió una profunda modorra y quedé dormido. Desperté sobresaltado al escuchar un estruendo lejano. Pensé que era el helicóptero que se aproximaba. Miré mi reloj: marcaba las 10.30 a.m. Ya debería estar de vuelta, habían transcurrido dos horas desde que se fue. Agucé mas el oído y volví a sentir el mismo fragor, que retumbaba entre los altos picachos desde el fondo de la selva, pero pensé que no era mas que un trueno. Miré al cielo, comprobando que estaba completamente despejado. Era extraño que estuviese desencadenándose una tempestad no viéndose nubes. Al mirar otra vez, distinguí, en la parte media del cerro, tres líneas horizontales que lo surcaban transversalmente. Indudablemente que se trataba de los andenes cuya búsqueda me había llevado hasta esa situación. Desde el sitio en el que me hallaba, no era posible precisar lo que representaban y, en cuanto a subir para averiguarlo, era imposible, en mi precaria situación. Me sentía mejor pero noté que mi ropa estaba húmeda debido al sudor. La frecuencia de las pulsaciones había disminuido lo mismo que la intensidad del dolor de cabeza. Era evidente que la aspirina había bajado la temperatura. Me incorporé y sintiendo una sed devoradora y la garganta seca, empecé a caminar lentamente hacia un angosto arroyuelo que se despeñaba a pocos pasos de la roca. Pude hacerlo sin sentir mayor fatiga. Ahuecando las manos, recogí un poco de agua y la bebí. Repetí, la operación hasta saciarme y retorné hasta mi improvisado albergue. Súbitamente, mi pensamiento se concentró en analizar mi situación. ¿Que fue lo que me impulsó a saltar del helicóptero? . ¿Lo sensato no hubiese sido que regresara en él hasta Chancamayo para traer a los peones y el equipaje? . ¿Qué había ganado quedándome sólo? . Con toda claridad aprecié que mi conducta irreflexiva era el resultado de la larga serie de frustraciones que habían generado un sentimiento de culpa. En esta oportunidad no había querido arriesgarme a postergar más el logro de mi objetivo.... Pero, en fin, ya era tarde para arrepentirse y también inútil el recriminarme. Como tantas otras veces, había que afrontar con objetividad la situación y elaborar serenamente un plan de acción. Era preciso que me ubicara en un punto de mejor visibilidad desde el que pudiera observar el fondo de la quebrada y más allá, hacia el valle del Cosireni, para verificar si estaba nublado, porque, una de las probables causas del retraso del helicóptero, podía ser el que a su regreso, hubiese tropezado con ese obstáculo . . . . Sin pensarlo más, haciendo de tripas corazón, como decía mi padre, fui rodeando la ladera hasta el confín de la laguna. Tal como lo intuí, llegué a un punto desde el que se veía, hacia abajo, el curso de un río que nacía de ella y que se perdía en la azulosa lejanía. Seguramente entregaba sus aguas en la cuenca del Consevidayoc. Calculé que habría unos quince kilómetros. Más lejos aún, un colchón de nubes tempestuosas, cubría totalmente el horizonte. Numerosos relámpagos iluminaban el denso manto blanco-grisáceo. La tempestad que se estaba produciendo, podía ser, efectivamente, el impedimento imprevisto que demoraba el regreso de Tryon. Había pues, que esperar, ¡ siempre esperar! . . . , que despejara. Volví a mi cueva sumamente cansado, sintiendo la pesadez de una infinita y dolorosa soledad.
Previendo que el helicóptero no vendría y con el fin de ahuyentar el pánico, me dediqué a arrancar y amontonar gran cantidad de matas de paja seca y a fabricarme un espeso colchón, para guarecerme, en caso de tener que pernoctar allí. A pesar de mis esfuerzos para alejar las cavilaciones cargadas de trágicos presentimientos, estos fueron llegando inevitablemente en forma de inquisitivas interrogantes; ¿Y, si el helicóptero no había regresado porque el piloto había equivocado el rumbo . . .? ¿si hubiese sufrido un accidente en su viaje de regreso a Chancamayo? Pero, porqué imaginar estas cosas, ¿Acaso no me habían asaltado las mismas dudas en el campamento de Ticumpinea y al final el helicóptero nos recogió sin tropiezos? ¿Por qué no esperar que ahora sucediera lo mismo? Amontonando paja llegué a construir una verdadera choza en la que podría pasar la noche, relativamente abrigado. Pero, otro temor vino a sumarse a los anteriores: el de la oscuridad. Siempre me había sentido inseguro y deprimido en la oscuridad y ahora sería absoluta. De pronto, se me ocurrió prender una hoguera con las raíces de las pajas que parecían ser un buen combustible. Si lo conseguía, habría obtenido luz y calor, simultáneamente. Reuní un montón de la paja más seca que encontré y prendí varios fósforos. Al comienzo, escasamente logré producir un poco de humo, pero, poco a poco, fueron encendiéndose algunas de las raíces y se fue formando una fogata mortecina. El esfuerzo de soplar para atizar el fuego, consumió mis últimas energías y nuevamente sentí malestar y dificultad para respirar. Eran las cinco de la tarde. Las sombras cubrían totalmente las oquedades al pie de los picachos. La temperatura descendió rápidamente y empezó a soplar un viento helado que al rozar el pajonal, producía mil lúgubres silbidos. Fui nuevamente al arroyuelo, bebí toda el agua que pude y tomé otra pastilla de aspirina. Regresé a mi cueva y me metí entre el colchón de paja. Inmediatamente sentí una agradable temperatura propicia para descansar, pero, no podía conciliar el sueño porque mi mente era un remolino de conjeturas, suposiciones, temores y recuerdos, que me desvelaban. Reforcé unas aberturas de la pared de la choza añadiéndole otros manojos de paja y nuevamente me hundí en mi colchón, compartiendo las tinieblas que llenaban las cumbres, la rinconada y el cielo. Una que otra estrella titilaba en la negra bóveda sideral. Con carácter obsesivo regresó la torturante pregunta ¿qué será del helicóptero? ¿Y, si se hubiese caído. .? Entonces, nadie vendría a buscarme puesto que al salir de Chancamayo no habíamos dicho donde nos dirigíamos y la situación de la isla de cordillera sólo la conocía yo. En todo caso, de salir a buscarnos, tratarían de ubicar al helicóptero pero no a mí y, al no identificarme entre la tripulación, nadie podría imaginar que me encontraba en medio de un grupo de picachos que no figuraban siquiera en mapa alguno... Frente a esta perspectiva, tal vez lo más razonable era emprender el regreso por tierra. Recordaba que durante mi primer vuelo en avioneta, inmediatamente después de dejar atrás los picachos que circundaban la laguna, habíamos visto el profundo valle del Apurimac. Era verdad que para llegar hasta el río, habría que salvar enormes barrancos y bosques enmarañados y, solo, sin cuerdas, sin alimentos, ni nada de lo necesario para una travesía tan difícil, encontrándome muy enfermo como me sentía, la tarea sería superior a mis fuerzas. Sin embargo, tendría que intentarlo, si no quería dejar mis huesos en esas alturas. Esta decisión era indudablemente temeraria, pero me aferré a ella como a una tabla de salvación, empezando a acumular, desde ese momento, toda la fuerza moral que aún me quedaba, para fortalecer mi propósito. i No podía podía dejarme morir pasivamente ! De todos modos, habría que esperar hasta que llegara el nuevo día... De pronto, el cerco de abstracción y olvido que en parte consciente y en parte inconscientemente, había formado para no actualizar recuerdos dolorosos, comenzó a resquebrajarse y como convocadas desde una remota distancia, fueron apareciendo vivencias, primero banales y luego cada vez mas profundas y complejas: mi ambiente, los amigos, mi casa y mi familia ... i Que lejano estaba todo ! Ideas peregrinas interrumpieron los recuerdos hilvanados; se me ocurrió pensar al apoyarme en mi casco de explorador - que de no regresar el helicóptero, después de mucho tiempo, de años quizá, algún aventurero, lo encontraría cerca de mi esqueleto sin explicarse a quien había pertenecido’. . . . . . . El viento ululaba por todas partes. Un resplandor difuso y un ligero chisporroteo, me advirtieron que la fogata había crecido. Hubiese querido comprobarlo levantándome, pero un cansancio inmenso y un sopor creciente me lo impidieron y quedé dormido. Pero mi sueño fue superficial. Ensueños macabros invadieron mi mente: soñaba que estaba prisionero y que seres fantasmales me empujaban a una hoguera; sudaba copiosamente y luchaba por
librarme sin conseguirlo; la angustia me ahogaba hasta que, no sé como, me encontré fuera del colchón de paja y de la cueva en medio de una densa humareda y frente a descomunales lenguas de fuego que naciendo del borde mismo de la choza, se elevaban a gran altura y trepaban la ladera hasta muy arriba; crepitaban las pajas y las chispas salpicaban el ambiente, simulando un gigantesco escenario de fuegos fatuos: la pequeña hoguera que encendí se había transformado en un gigantesco incendio que devoraba el pajonal. Instintivamente, traté de protejerme subiendo precipitadamente a la roca que cubría mi guarida. Afortunadamente, la dirección del viento que soplaba de la laguna hacia las cumbres, difundió las llamas alejándolas de mi refugio. Sin embargo, el espectáculo me sobrecogió de temor, que aumentó al observar mi propia sombra que agigantada y oscilante se proyectaba sobre el talud. Para evitar el enfriamiento, volví al interior de la covacha y allí permanecí, recostado, observando las caprichosas figuras que formaban el fuego y las sombras, hasta que nuevamente me dormí. Desperté sobresaltado al escuchar con claridad un potente ruido de motor. Salté fuera de la covacha creyendo ver al helicóptero, pero no había nada. . , nada mas que el humo, las llamas y la naciente claridad del nuevo día. Tenía sed y hambre. Tomé mi casco y me dirigí hacia el riachuelo, despejando con mi pequeño machete, las candentes matas de paja. Llené el casco de agua y bebí de él. Hacía un frío penetrante. Regresé a mi escondrijo y allí terminé de sorber hasta la última gota de leche que había quedado en el envase y comí la mitad de las galletas del paquete de mi bolsa. Me tomé la temperatura comprobando que tenía 37 grados. A pesar de ello, me aquejaba un agudo dolor lumbar. Así, sentado, esperé que aclarara. Estaba despejado el cielo, de modo que muy pronto llegaron los primeros destellos del sol, como como rebotando sobre los picachos. picachos. Con el despertar, reactualicé el análisis de mi situación. Una duda insistente había debilitado mi determinación de emprender el descenso por la quebrada del Apurímac. Pensé que si regresaba el piloto y no me encontraba en el lugar en el que me dejó, me daría por perdido y yo no tendría cómo hacerme notar estando en la espesura del bosque. Por eso, después de pensarlo mucho, resolví hacer una exploración dirigiéndome hacia el otro lado de la quebrada, para ver si desde allí lograba divisar la vertiente del Apurímac. Luego regresaría y esperaría hasta medio día. Si el helicóptero no volvía, de hecho, intentaría el descenso al Apurímac, jugándome el todo por el todo. No podía esperar mas, pues, de hacerlo, empeoraría mi estado físico y la desnutrición y llegaría un momento en que no tendría energías para caminar. Sin saber cómo, me encontré caminando entre el pajonal, por la margen derecha de la laguna. Me sentía débil pero seguí avanzando torpemente, tropezando y resbalando. Al cabo de veinte minutos, alcancé el lomo de la colina y como lo había intuido, desde él pude divisar las lejanas laderas que se precipitaban casi verticalmente hacia las profundidades, que no podían ser otras que las del río Apurímac. Pero eran mucho mas empinadas de lo que imaginé. El intento iba a ser realmente peligroso y podía costarme la vida . . . pero, me era imposible refrenar mi impaciencia y mi desesperación. Pausadamente, fui desandando el trayecto y llegué, totalmente rendido, a la covacha. El incendio seguía extendiéndose hacia las alturas. El cansancio me indujo al sueño, pero desperté súbitamente, al sentir, de nuevo, un ruido de motor. Miré en todas direcciones, sin distinguir ni señas del helicóptero. Evidentemente estaba experimentando seudo sensaciones o, de hecho, alucinaciones. Me sentía ofuscado y desesperado. Hubiese querido gritar, correr, escapar, pedir auxilio, pero, ¿a dónde y a quién. . ? En mi reloj, eran las 8 de la mañana. Si el helicóptero iba a regresar, es decir si no se había estrellado, ya debería haber llegado. De todos modos debía esperar, pues el esfuerzo acabado de realizar y el agotamiento que me produjo, eran un indicador del grado de debilidad en el que me encontraba y del peligro a que me expondría en el caso de llevar a cabo un viaje a pie. Era preferible que para no caer en la desesperación, tratara de dormir unas dos o tres horas, hasta que el helicóptero regresara. Tenía una sed intensa y también hambre. Empecé a recordar los variados potajes y golosinas que uno puede saborear en cualquier ciudad y me reproché no haberme interesado en satisfacer mi apetito cuando tenía cómo hacerlo. A pesar de mi inquietud y desasosiego, por efecto, seguramente, de la enfermedad, volví a sentirme amodorrado y velozmente me dormí. Ensueños turbulentos me mantenían en un estado crepuscular hasta que surgiendo de ese estado desperté ansioso y alarmado. Algo que no podía precisar, turbaba el silencio y la claridad. Ráfagas de humo y polvo invadían mi guarida y me aturdía un ruido atronador. ¡ Es el incendio que se ha propagado hasta mi envoltura! - pensé - y me incorporé asustado. Las cenizas de la paja quemada, se
arremolinaban sobre mi cabeza y a través de ellas, distinguí borrosamente primero, pero con nitidez luego, la anaranjada figura del helicóptero. ¡ Ahora si que estoy delirando! - me dije - y, bamboleante, terminé de salir de la cueva en momentos en que por la borda del aparato, se descolgaba el mecánico. Esto ya no era una alucinación i era verdad: el helicóptero había regresado!¡ Estaba allí! ¡ Me había salvado! - ¡ Doctor! ¡ Doctor Carlos! - gritaba el mecánico y corriendo hacia mí, me tomó por el brazo y casi en vilo me arrastró hasta la punta de la escalera y mientras me instaba a que subiera por ella empujándome con el hombro, repetía como un estribillo: . ¡ Gracias a Dios que lo encontramos! No sé como subí hasta la cabina y resulté sentado en uno de los asientos. El Mayor Tryon, con expresión angustiada y preocupada, me decía algo que no alcancé a escuchar. El mecánico que ataba correas en torno a mí, también hablaba, pero yo no le entendía. Al fin comprendí algo: ¿Cómo se siente? Me preguntaban. Haciendo un gran esfuerzo, conseguí articular algunas palabras: - Me siento bien . . . pero estoy enfermo . . . . desde ayer . . . tengo fiebre... - En estas condiciones - dijo Tryon - nos iremos de frente al Cusco para que lo atiendan en el hospital. . No, Mayor, le dije, regresemos a Chancamayo y mañana volaremos al Cusco... - ¡ De ninguna manera! - replicó - no conviene que lo vean en este estado y además, Ud. necesita atención inmediata. Diciendo esto, remontó de golpe y enfiló en dirección al Salcantay. Así seguimos por unos minutos, sin cruzar palabra, hasta que indicándome que me colocara el casco del mecánico que tenía sistema telefónico de comunicación, empezó a hablarme así: Aparte de expresarle mi satisfacción por haberlo encontrado vivo y aparentemente en estado no grave, debo decirle que considero que Ud. cometió un grave error al quedarse solo y sin recursos y que me indujo a mí a acompañarlo en acción tan temeraria. Pero, además, quiero explicarle lo que pasó, es decir los motivos por los que no pudimos regresar ayer: déspués dé cargar a la gente y al equipo, al llegar a la divisoria de los dos valles, del Vilcanota y del Cosireni, se presentó una tormenta que casi nos hizo zozobrar y me obligó a regresar a Quillabamba. Desde allí, volando en compañía del mecánico, solamente, intentamos dos veces, atravesar la zona tempestuosa inútilmente, por lo que tuvimos que retornar a Quillabamba donde, finalmente, pernoctamos. Mi preocupación era enorme, porque al encontrar su mochila en la cabina, me di cuenta que se había quedado sin ningún alimento, medicamento y ropa, es decir a la intemperie . . . . Esta mañana, a primera hora volvimos a intentar, pero las nubes y la lluvia nos lo impidieron hasta que, porfiando, logramos llegar entrando por la hoyada del Apurímac. La humareda del incendio del pajonal; que se eleva muy alto, nos orientó de inmediato . . Ha tenido Ud. una buena idea al hacer la hoguera .... Lo malo fue que no lo veíamos por ninguna parte, hasta que salió Ud. como un fantasma, de debajo de esa roca . . . Pero, ha dicho Ud. que está enfermo ¿Qué tiene, doctor? Expliqué, hablando ya con mas seguridad, los detalles de mi permanencia en la isla, deplorando haberles causado tanta molestia y preocupación, y además, lamentando que, una vez mas, tuviera que verme obligado a abandonar mis propósitos, cuando tenía los objetivos a la vista. En una hora llegamos al Cusco, donde luego de alojarme en un hotel, hice llamar a un colega que inició mi tratamiento. Al día siguiente, me trasladé a Arequipa, donde sí, tuve que ser hospitalizado a causa de una severa infección renal que fue el origen de mis síntomas en Vilcabamba, pero que probablemente se había venido venido incubando desde la iniciación del viaje al Ticumpinea Ticumpinea.
LOS PETROGLIFOS DE PUSHARO
La primer referencia de la existencia de restos arqueológicos en la región del bajo Pantiacolla, me la proporcionó un viejo huachipaire que vivía en Villa Carmen, cerca del río Piñi-Piñi, en ocasión del primer viaje que hice a Kosñipata, allá por 1957. En un modesto idioma que se componía de palabras de su dialecto, vocablos quechuas y algunos términos en castellano, me di6 a entender que en las orillas del río Paratoa (aludiendo probablemente al Palatoa) había visto edificios o monumentos muy grandes, cuyas características, no pudo precisar. Tiempo después, al leer el relato de una expedición que realizó el explorador Al¡ Bello, publicado en el Comercio de Lima, observé que mencionaba el hallazgo de extraños grabados que había encontrado en unas rocas del lecho del río Sinkibenia. Algo después, leí la descripción que, sobre los mismos trazos, hizo el antropólogo norteamericano George Williamson en una conferencia que ofreció en Chicago, cuyo texto incursionaba, audazmente, dentro de la hipótesis de testimonios de extra-terrestres. Pero, aunque había registrado los datos provenientes de esa heterogénea información, no fueron ellos los que me indujeron a organizar la expedición de Julio de 1969. En realidad, lo que me llevó a tomar esa decisión, fue el resultado de las tres grandes expediciones efectuadas anteriormente, que demostraron las graves dificultades existentes para abordar la meseta de Pantiacolla siguiendo la ruta de las alturas que, la mayor parte del tiempo, permanecía cubierta de nubes lo que impedía la exploración aérea, así como la instalación de campamentos en zonas estratégicas. Por otra parte, después de las peripecias que había sufrido durante la expedición por el Ticumpinea y, sobre todo, en el vuelo a la isla de sierra de Vilcabamba, tenía una sensación de temor y escepticismo, y mi actitud se tornó cautelosa y prudente, a tal punto que diferí el intento de organizar otra expedición, hasta que no consiguiera reunir todos los medios materiales necesarios y dispusiera del tiempo suficiente, que garantizaran el existo de otra aventura. Pero, la difusión que dio la prensa nacional a mis viajes, me creó una aureola de osado explorador, de quien se esperaba la culminación de sus hazañas, y al que, tácitamente, se exigía que, al fin, descubriera las ruinas. La sutil percepción de esta real o imaginaria expectativa, me incitaba permanentemente hasta transformarse en una obsesión. Comprendí que no era decoroso abandonar la escena y que no tenía otra alternativa que persistir avanzando por el camino que mi propia obstinación había creado. Pero la organización de una nueva expedición parecía muy difícil dada la situación política del país. El Presidente Belaúnde fue desterrado al extranjero. De este modo, había perdido el apoyo que su amistad y buena disposición me habían favorecido siempre. Sin embargo, por circunstancia del acontecer político, mi amigo, el entonces Teniente General FAP, Rolando Gilardi, fue designado Ministro de Aeronáutica del Perú y, como, invariablemente había intercedido para facilitar la ayuda de la Fuerza Aérea en mis anteriores expediciones, era presumible que se mostrara consecuente, desde su nueva y elevada posición. Con esa confianza, lo visité en su despacho, exponiéndole abiertamente, mis propósitos. Sin vacilación me ofreció su apoyo, pero me advirtió que, concordando con la política de austeridad que se empeñaba en seguir el Gobierno, no podía otorgarme más que doce horas de vuelo en helicóptero, las que, a diferencia de otras veces, no me costaría nada. Acepté agradecido, y convinimos en que la exploración se realizaría a fines de Julio, aprovechando los días de fiestas patrias. Al retornar a Arequipa, busqué a Ernesto Von Wedemeyer, quien, al no haber podido participar en la expedición a Vilcabamba y Pantiacolla, ardía en deseos de hacerlo en la que le proponía. En compensación de mi aporte indirecto con el helicóptero, él se obligó a asumir los gastos adicionales. En esta oportunidad, incluimos como nuevo miembro a Francisco Valencia Paz con quien, en el intervalo entre la última expedición y ésa fecha, habíamos efectuado varios viajes de cacería y rastreo de minas, por las abruptas cordilleras del departamento de Puno. Durante ellas, aparte de que instituimos una estrecha amistad, demostró tener una excelente resistencia física y el carácter necesario y adecuado para el tipo de grupo que formábamos con Ernesto. El plan que había concebido para esta oportunidad difería completamente de los anteriores. La experiencia de los otros intentos, me aconsejaba que, si bien siguiendo la quebrada del Yuracmayo, era muy probable que llegáramos a la ciudad sagrada de Borda, era evidente que la permanente nubosidad
que cubría esa región, dificultaría, nuevamente, las operaciones aéreas. Tanto más, si volvíamos a elegir como base de operaciones la hacienda Chancamayo. Pensé que deberíamos tomar como base, el campamento militar de Salvación, en el Alto Madre de Dios y desde allí, siguiendo el valle del Sinkibenia, trataríamos de ganar la meseta de Pantiacolla para continuar por el río Yuracmayo y llegar, finalmente, a la zona de la ciudad perdida. Si las condiciones climáticas nos impedían desarrollar este proyecto, exploraríamos el trayecto del bajo Pantiacolla por el que se podría ascender en busca de la laguna cuadrada. También era posible visitar las colinas del Paratoari y, en fin, si alcanzaba el combustible, buscaríamos los orígenes del Pinquén. Cada uno de esos parajes tenía su propio interés y su respectiva leyenda. Ya he referido la de la laguna cuadrada en otro capítulo, ahora, resumiré las que corresponden a los ríos Pinquén y Paratoari. Cuando publiqué Pantiacollo, el Coronel EP, Juan Heysen me escribió comentando su contenido y enviándome copia de la crónica de una expedición realizada por caucheros de Camisea, que cruzando el itsmo de Fitzcarrald y bajando por el Manu, habían recorrido el último de los afluentes de la margen derecha, conocido como Pinquén. Este río, según decía el documento, se despeña, formando una altísima cascada, desde la cima de la Cordillera de Pantiacolla. Sus aguas han ido cavando en las rocas una profunda poza, en cuyo fondo, los caucheros, observaron una ancha veta de cuarzo blanco tachonada de oro. Debido a la corriente impetuosa y a la profundidad de las aguas, no pudieron extraerlo. Pero, además, en los acantilados que continúan a la cascada, hacia ambos lados, observaron numerosas bocaminas que daban a oscuros túneles y, finalmente, localizaron también andenerías de piedra que cruzaban las empinadas empinadas laderas del cerro. Aunque no di crédito a lo l o de la veta de oro, ya que la zona no es aurífera, me interesó lo relativo a los túneles y andenes, porque coincidía con versiones más recientes recogidas el año anterior durante un viaje que hice a Puerto Maldonado. Según ellas, dos mineros de Iquitos, padre e hijo, conocedores de un derrotero semejante al que aludía el Coronel Heysen, partiendo de la orilla del Manu, se internaron por el Pinquén, convencidos que en sus orígenes encontrarían una riquísima veta de oro y socavones construídos por los españoles. Nunca regresaron de su viaje y, a decir de unos, se extraviaron y, de otros, fueron muertos por los amahuacas. Era evidente pues, que, la exploración de la Cordillera de Pantiacolla y del Pinquén ofrecía mucho interés. La Leyenda del Paratoari, la escuché de don Arístides Muñiz, la tarde en que me lo presentó su nieto Mario en su hacienda Arenal del valle de Lares. Luego de contarme una serie de tradiciones relativas al Paititi, como cerrando con broche de oro su amena exposición, en tono confidencial, me dijo: Le voy a contar a usted, algo que nunca he revelado: Cuando vivía en Paucartambo, un día llegó a mi casa un hombre ya viejo, flaco, pálido y andrajoso que me ofreció en venta un montón de anillos y colgandíjos de un metal blanco amarillento que yo no conocía. Parecía estar muy enfermo. Estaba sudoroso y tosía constantemente. Llevaba una bolsita de esas baratijas y quería venderlas para ir al Cusco para hacerse curar. Como yo no sabía que valor tenía las piezas que me ofrecía no se las compré. Pero, en cambio, le proporcioné dos libras y además le di alojamiento y ordené que le sirvieran comida, pues, me daba pena verlo tan débil y agotado. Como no tenía en que trasladarse porque en esos tiempos no había movilidad como ahora, permaneció en mi casa dos días más. No hablaba con nadie y no dijo de donde venía, hasta que la última noche antes de irse, se me acercó y, sin que yo le preguntara nada, me dijo que me estaba muy agradecido por la ayuda que le había brindado. Quizá, añadió tristemente, nunca pueda pagarle y tal vez muera en el hospital, por eso, en gratitud, deseo comunicarle algo que no debe quedar ignorado. Me llamo Dionisío Vargas y soy minero. En este oficio he pasado toda mi vida recorriendo casi todo el territorio del Perú. Fui a parar al valle del Alto Urubamba y me instalé en Coriveni donde conocí a un mestizo entre cholo y machiganga con el que me asocié para explorar los ríos que desembocan en el Urubamba, desde Palma Real al pongo de Mainique. El mestizo era muy leal y me acompañaba a todas partes. Llegamos a ser inseparables, pero, desgraciadamente, le gustaba el trago y era pendenciero hasta que, en una reyerta, lo hirieron malamente y como consecuencia, a pesar de todos los cuidados que le prodigué, falleció. Antes de morir, me contó la historia que le voy a referir. Tú que has sido como mi padre, me dijo, debes conocer el secreto del Paratoari. Este es un lugar donde hay un templo o fortaleza, ¿qué será?, escondido entre un montón de pequeños cerros que tienen la forma
de hormigueros, cubiertos de monte. Por debajo pasan algunos socavones o cuevas y dentro de ellos están enterrados muchos tesoros. Cuando era niño viví allí con mi madre que pertenecía a la tribu que cuidaba el lugar, pero cuando murió, los otros machigangas, diciendo que no pertenecía a su raza, me llevaron hasta San Miguel, en uno de cuyos fundos crecí hasta ser mozo. Después me fui al Cusco y finalmente me vine a trabajar en este valle. Para llegar al Paratoari, hay que ir, primero, a Paucartambo y después, entrar al valle de Kosilipata y bajar el pongo del Koñec y continuar navegando en balsa o en canoa por el Alto Madre de Dios hasta la desembocadura del Palatoa. Se remonta ese río que es muy fangoso y corre por la pampa llena de bosque dando muchas vueltas. Apenas se empieza a remontar, ya se ven los cerros en forma de hormiguero. En un día de viaje por las orillas, se llega al pie de los cerros y allí está el templo que te he dicho. Pero hay que cuidar de no ser visto por los machigangas que los cuidan, porque, te pueden matar. Mi amigo me hizo repetir los datos que, agonizando, me comunicó y, a las pocas horas, falleció. Después de darle sepultura, resolví buscar el Paratoari y siguiendo fielmente la ruta que me señaló, después de veinticinco días de viaje, llegué a los montículos. Encontré una cabaña muy grande donde vivían dos familias de machigangas. Llevaba yo, un atado de telas de colores chillones y de baratijas, espejitos y cuchillos, además de muchos medicamentos y mi escopeta. Como hablo el dialecto machiganga y, también soy medio curandero, regalándoles mis trapos y curándoles las heridas y úlceras que sufrían, me fue fácil entablar buenas relaciones con ellos que terminaron por alojarme en su cabaña. Los acompañaba en sus cacerías y les ayudaba a cultivar yuca y plátanos. Poco a poco me fui ganando su confianza y aprecio. Todos usaban en las orejas y en la nariz, anillos de metal, como los que le he mostrado. De vez en cuando, el jefe de la familia, me obsequiaba unos cuantos, recién fabricados. Disimuladamente observé que, ese chuncho, incursionaba por los montículos, sigilosamente, y regresaba luego de un rato largo; después, todos lucían nuevos colgandijos. Yo me mostraba indiferente a ellos, para no despertar sus sospechas, hasta que un día, todo el clan se fue a visitar a unos parientes que vivían río arriba, dejándome solo. Aprovechando la oportunidad, siguiendo las huellas del chuncho llegué hasta los montículos. Al pié de uno de ellos, tapada con ramas y hojas, descubrí la entrada de una oscura y profunda cueva, llena de murciélagos. Tuve miedo de entrar, pero, buscando por sus alrededores, encontré una lámina pequeña del metal del que hacían los anillos. La recogí, la oculté entre mi ropa y regresé a la cabaña. Al siguiente día retornaron de su viaje y, desde entonces, noté que su actitud hacia mí cambió. Comprobé que la comida que me daban, tenía un sabor extraño. Comencé a sufrir de agudos dolores de estómago, hasta que se me declaró una disentería. Me fui adelgazando y debilitando con la sangre que perdía, Comprendí que me habían sorprendido en la incursión a los montículos y recién caí en la cuenta que todo había sido preparado, probablemente, para averiguar que es lo que yo estaba buscando. Ingenuamente había caído en la trampa. A partir de ese momento, mi única preocupación fue hallar la forma de escapar, pues, estaba seguro que me estaban envenenando y querían matarme. Felizmente un día en que fueron a cazar todos los hombres y yo me quedé en la cabaña alegando estar enfermo, se desencadenó una tempestad tan fuerte que hizo crecer el río a tal punto, que los cazadores no podían cruzarlo para regresar. Aprovechando que las mujeres y los niños estaban ocupados en evitar que el agua les inundara su vivienda, tome mi atadíto y la escopeta, de la que nunca me separaba y me metí al monte, y corriendo llegué hasta otro riachuelo que corría paralelo al Paratoa y lo seguí, caminando toda la noche y el día siguiente. Casi moribundo, fui a parar a las orillas del Alto Al to Madre de Dios, donde, providencialmente, me recogieron unos canoeros que lo surcaban quienes me transportaron hasta donde termina el pongo de Koñec. Desde allí, cayendo y levantando, caminé hasta San Miguel. Luego conseguí que unos arrieros que transportaban coca, me alquilaran una mula de su recua y de ese modo pude llegar, al fin, a Paucartambo Sí me curo en el Cusco, quisiera regresar y desde ahora le propongo que vayamos juntos... Si no retorno, por por lo menos usted sabe cómo llegar al Paratoarí.
Al siguiente día el hombre se marchó al Cusco y nunca volví a saber de él. Por largo tiempo, soñé con organizar una expedición al Paratoari pero, por una y otra cosa, no lo pude hacer. Después me vine a este valle y cada vez se fue alejando la posibilidad de ir al Paratoari. Ahora, usted, que es tan animoso y de coraje, a juzgar por todas las expediciones que ha realizado en busca del Paititi, está en posesión de este secreto. Mientras don Arístides me contaba esta historia, iba recordando los montículos cónicos que habíamos visto con el Capitán Mario Muñiz, su nieto, durante el último vuelo que realizamos con él,
sobre una explanada situada en la margen derecha del Palatoa Chico y al pie de la cordillera del PiñiPiñi. Pero me abstuve de decirle nada, para no desmerecer la distinción que me hacía al revelarme su secreto. Sin embargo, su relato, en cuanto a la existencia de tesoros escondidos, se confundía con muchísimos otros que había escuchado. Lo interesante de él, era la mención que hacía de ruinas y túneles. ¡ A lo mejor existían realmente! Este sería otro de los objetivos de nuestra próxima expedición. Partimos en una camioneta, Ernesto v. Wedemeyer, Pancho Valencia y yo, rumbo al Cusco, el 22 de Julio de 1969, dispuestos a descubrir algo, aunque no fuera Pantiacolla. En el trayecto de la carretera de Arequipa - Juliaca, a la altura de El Solitario, nos encontramos con Dieter Gerlac que regresaba de visitar a sus padres en Erika, el albergue del que eran propietarios en el Alto Madre de Dios. Informado de nuestra intención de explorar la región del bajo Pantiacolla, averiguó, por un machiganga que trabajaba en el fundo, que en el cañón por donde se precipita aquel río hacia la llanura de Palatoa, después de romper la larga cadena de colinas que separa las cuencas del Alto Madre de Dios y del Piñi-Piñi, existían extrañas ruinas que los nativos llamaban Pusharo, en tanto que al lugar, en conjunto, denominaban Mecanto. Añadió, como dato de referencia, que podía localizarse las ruinas, observando el punto del espacio donde las nutridas bandadas de loros y huacamayos desviaban bruscamente su ruta, al impulso del viento que soplaba permanentemente desde los bajíos hacia las alturas. Como es de suponer, añadimos aquella información a las que ya poseíamos y afirmamos, aún más, nuestro propósito de de explorar la región. En el Cusco, incorporamos a la expedición, a Celestino Kalinowski, taxidermista oriundo de Quincemil y, por tanto, experto montañes. El me había referido que, cuando trabajaba en su profesión en la estación forestal de Panahua del Parque del Manu, unos machigangas le habían contado que en las cabeceras del río Sortileja, otro de los afluentes del Manu, había visto en los acantilados que encausan a aquel, numerosos nichos o tumbas y grabados. Por eso, y para estudiar, una vez más, la fauna selvática, deseaba acompañarnos. Naturalmente su incorporación sería una gran ayuda. Luego de un día de permanencia en la Ciudad Imperial, siempre viajando por carretera, continuamos a Cosñipata. A diferencia de otras veces, en Salvación, nos esperaban ya los tenientes Mario Verano y Eduardo Cáceres, que tripulaban un helicóptero Bell, con capacidad para doce pasajeros. Fuimos recibidos y alojados gentilmente en el campamento, por el jefe y oficiales del Regimiento de Ingenieros del Ejército que construían la carretera de Pilcopata a Shentuya. Al siguiente día, muy temprano, con buen clima en la zona, zarpamos rumbo al valle del Sinkibenia al que arribamos en veinte minutos. Lo recorrimos hasta muy cerca de su origen, pero al¡ í, como ya era habitual, la densa neblina que se elevaba desde el fondo, nos impidió alcanzar nuestro objetivo. Viramos hacia la meseta donde habíamos avistado, anteriormente, la laguna cuadrada, pero también estaba cubierta de nubes. Volamos, entonces al valle del Piñi-Piñi, que, como los otros parajes, estaba completamente nublado. Desilusionados, retornamos al campamento. De acuerdo al plan de operaciones, llenamos combustible y nos dispusimos a acometer el segundo de los objetivos que era el de explorar el cañón del Pantiacolla, donde las condiciones climáticas se mostraban favorables. Para ello, era preciso, antes, visitar la Misión de Shentuya, en busca del padre Torrealba. Para no recargar al helicóptero, decidimos abordarlo, solamente, los dos pilotos, un mecánico, Wedemeyer, Kalinowski y yo, puesto que esperábamos recoger en Shentuya, al padre Torrealba y a sus compañeros. Pancho Valencia, y los soldados acompañantes, irían en otro vuelo, una vez que nosotros hubiésemos elegido el lugar apropiado para instalar el campamento de avanzada. Al visitar al padre Torrealba, comprobamos que se encontraba muy enfermo. Por ello no pudo acompañarnos, pero, en cambio, puso a nuestra disposición a dos de sus colonos, los hermanos Mario y Alejo Corisepa que habían acompañado a Al¡ Bello y conocían el pongo del Pantiacolla, quienes por la novelería de volar en helicóptero y por el permanente interés aventurero propio de los selvícolas, sin mayores preámbulos, cargaron su pequeño equipaje y se instalaron en el aparato. Confiando en su capacidad de guías, consideramos simple orientarnos y arribar rápidamente a nuestro objetivo. Desde el primer momento me di cuenta que en cuanto despegamos, nuestros amigos selvícolas perdieron completamente el sentido de orientación y no atinaban a identificar ninguno de los accidentes orográficos e hidrográficos que se desplazaban velozmente debajo de nosotros de manera que, reemplazándolos en su misión, asumí directamente la orientación del rumbo. En un momento nos encontramos volando sobre la uniforme llanura verde de Palatoa. Los únicos puntos de referencia eran
el río Palatoa y la cordillera de Pantiacolla. Pedí a los pilotos que siguieran contínuamente el curso del río. Pronto divisamos el encuentro del Palatoa Chico y más arriba, el del Rinconadero. Desde allí, en el confín de la llanura, observamos una mancha blanquecina que, supusimos, correspondía a peñolerías descubiertas de bosque. Nos dirigimos a ella y observamos la desembocadura del cañón, que era estrecha y encajonada entre elevados farallones. Pedí a los pilotos que trataran de aterrizar en alguna de las pequeñas playas que se extendían entre éstos y el río. Maniobrando con habilidad pasmosa (a la que ya estaba acostumbrado) fueron descendiendo hasta aterrizar en una minúscula área arenosa rodeada de pedregales. Recién cuando descendimos del aparato, los hermanos Corisepa, aún no repuestos de la sorpresa de volar, identificaron el lugar, exclamando a dúo: ¡ Pusharo! Sin saber cómo, habíamos llegado al cañón y, aparentemente, a las ruinas, pero, por ningún lado se las veía. Un altísimo acantilado cubierto de lianas y yerbas, se alzaba muy cerca de nosotros. Me encaminé a él, abriéndome paso entre la maleza a golpe de machete, hasta que pude tocarlo. Entre las hojas se notaba su superficie tapizada de musgo. Desprendí una porción de éste y quedé perplejo. Justamente allí, en el pedazo de roca que quedó limpio, se observaba la imagen de un rostro humano. ¡ Petroglifos! exclamé, ¡ Petroglifos! Repitió el eco en los barrancos. A su conjuro, apresuradamente, llegaron Ernesto y Celestino que siguieron desprendiendo musgo y lianas, y descubriendo infinidad de grabados abigarrados y prorrumpiendo en exclamaciones de asombro. Entre tanto, los dos huachipaires y los pilotos que apagaron el motor, también también se aproximaron. ¿Qué es esto? Pregunté, dirigiéndome a Alejo. - Pusharo, me contestó, con su habitual laconismo. - Pero ¿Y las ruinas, dónde están? - Esas son ruinas, respondió. - ¿Pero no hay casas o paredes de piedra? - Nosotros no hemos visto, afirmó. Era evidente que Alejo se mantenía dentro del impenetrable hermetismo en el que se cobijan todos los selvícolas cuando se les pregunta sobre la posible ubicación de ruinas. El helicóptero retornó de inmediato a Salvación para recoger a Pancho Valencia, al radiooperador, soldados y nuestro equipo. Al cabo de media hora estuvo aterrizando nuevamente en el peligroso helipuerto. Mientras descargaban descargaban los bultos, mostré a Pancho lo que habíamos descubierto, descubierto, y continué, con él, limpiando una pequeña extensión de la superficie del muro y efectuando nuevos hallazgos. Los pilotos retornaron a Salvación con el propósito de regresar al siguiente día. Siendo las 3 de la tarde instalamos nuestras carpas en la playa pedregosa e iniciamos la construcción de una larga ramada que cobijara a los macheteros y soldados así como a los víveres. Pero, Ernesto, acompañado de Alejo, Celestino y Mario, partieron a mitayar (cazar) provistos de escopetas, arcos y flechas. Muy pronto el estampido de las armas de fuego, retumbó en la quedad del cañón. Wedemeyer cazó un paujil y un añuje, mientras que Celestino cobró un mono choro y una Pava Ma rí a, pero, insatisfecho, en una poza que formaba el río, frente al campamento, pescó además un sábalo y un dorado. Cocinados hábilmente, nos proporcionaron una cena abundante, sabrosa y típicamente selvática, que tomamos al compás del tamborileo de un aguacero torrencial sobre las hojas de palma y la lona del techo de la ramada. Por la noche, enjambres de hormigas invadieron nuestras carpas, obligándonos a cambiar su ubicación. Durante el día siguiente a pesar de la lluvia, desmontamos la vegetación que ocultaba el acantilado de los petroglifos y continuamos retirando la capa de musgo y barro que los cubría, con el mayor cuidado para no deteriorarlos. Cada vez nos asombraban e intrigaban más los trazos. Comparándolos con los que habíamos observado en alguna oportunidad en láminas de libros o en museos europeos y norteamericanos, los encontrábamos más enigmáticos. No se parecían a los que habíamos visto en otros lugares del Perú y eran diferentes de los chinos y egipcios. Parecieran tener alguna semejanza con los sumerios y los rúnicos. Pero si, tenían similitud con los que fotografió el ex plorador y arqueólogo francés Paul Homet en Piedra Pintada, en la selva brasileña del norte del Amazonas. Definitivamente, para mí, más que simples petroglifos, eran ideogramas. La dureza de la peña en los que están grabados así como la limpieza de los bordes y su profundidad, inducían a
suponer que la talla se había efectuado con herramientas metálicas y no con madera o piedra. Por tanto, no eran obra de las l as tribus selváticas actuales. Pero, tampoco podían atribuirse a los Incas, puesto que éstos, no concretaban su pensamiento en forma gráfica. Finalmente, si los españoles hubiesen sido los autores, habrían grabado letras de los alfabetos latino o griego y signos y símbolos convencionales de la cultura europea. Nada de eso se observaba. Constituían un verdadero enigma. Desde entonces, concluimos que nosotros no poseíamos la clave de su comprensión. Al día siguiente Pancho Valencia, Mario y yo, emprendimos la exploración de la ladera que continuaba al acantilado de los petroglifos y que se ubica en la vertiente derecha del río Pantiacolla, mientras que Ernesto remontaba el propio cañón. Aproximadamente a cincuenta metros, luego de atravesar una zona de enmarañada maleza, nos encontramos caminando sobre una plataforma que ascendía en suave gradiente. Observando atentamente, notamos que la pared rocosa que limitaba su borde interno, era vertical y prolijamente tallada o cortada en la peña, no por efecto de la erosión, sino, por la mano del hombre. En realidad, era un camino labrado en la piedra. Luego de seguirlo por unos 300 metros, se interrumpía debido a un gran derrumbe. Para evitarlo, trepamos dificultosamente a la cúspide de la lomada y enviamos a Mario a explorar la extensión del derrumbe y a buscar una vía para volver a descender al camino interrumpido. Entre tanto, nos sentamos a descansar en un pequeño espacio en el que la hierba estaba seca y no había ramas ni espinas que nos lo impidieran. En un momento regresó Mario y mirándonos entre incrédulo y risueño afirmó: - Se han sentado en la cama del jaguar. Por aquí no más debe estar rondando. - Como movidos por un resorte, nos levantamos de un salto y comprobamos que, efectivamente, era el lecho recientemente dejado por un jaguar. Un poco más allá se observaba, claramente, las huellas del gran felino. Continuamos abriéndonos paso por el camino cortado en la roca, pero pero pronto desistimos, desistimos, por hallarse muy enmarañado. Estando totalmente mojados, lo que no nos importaba mucho, resolvimos cruzar el río Pantiacolla y explorar la margen izquierda del pongo. Resbalando y cayendo entre zarzas y espinas, trepamos la escarpada ladera situada enfrente de los petroglifos y alcanzamos la narigada del contrafuerte que va a morir en la orilla del río. Bordeándola, encontramos un trazo semejante al del camino cortado en la roca de la banda opuesta, que, también, parecía corresponder a una antigua senda. Este hallazgo, nos hizo suponer que los petroglifos podrían ser el punto de convergencia de varios caminos y que el peñón de los grabados, habría sido un altar. Los soldados y macheteros concluyeron la limpieza de la superficie del acantilado y así pudimos admirar la extensión y variedad de los grabados que era extraordinaria. Sería imposible hacer una descripción exacta que diera una impresión cabal de las complejas, bellas y enigmáticas figuras. Sólo observándolas directamente y a través de las numerosas fotografías que tomamos, podía lograrse una visión de conjunto. Desde entonces, tuve la impresión que su origen y significado, daría origen a una polémica interminable. Por de pronto, cada uno de nosotros, aventuraba su propia opinión, diferente a la de los demás. Y, es que sin los conocimientos especializados suficientes y sin los datos que podría aportar un estudio científico de los grabados, éstos provocaban en el observador común, la misma reacción psicológica frente a un test proyectivo, es decir, la de suscitar la exteriorización del material subconsciente de cada personalidad, con las vivencias, asociaciones y anhelos respectivos. No obstante, salvadas las diferencias naturales, conseguimos concretar una opinión conjunta y preliminar, concebida en los siguientes términos fundamentales: a. Los petroglifos de Pusharo, Pusharo, dada su ubicación, en los límites mismos mismos entre los últimos contrafuertes andinos y el comienzo de la selva baja, podría tener el significado de un mensaje alusivo a la epopeya de una larga migración de un pueblo, desde los llanos hacia las montañas. b. No tenían semejanza con los petroglifos que se encuentran dispersos por otros lugares de la selva, de la sierra y de la costa del Perú. Tampoco se parecían a los existentes en otros países de Norte, Centro y Sud América, salvo, con los fotografiados por Paul Homet, en Piedra Pintada al Norte del Brasil. Finalmente, no tenían similitud con los jeroglíficos egipcios ni con la escritura ideográfica sumeria, pero en cambio, tenían algo en común con la escritura rúnica. c. Quienes los grabaron, deben haber tenido la capacidad mental de de simbolización y abstracción suficientes como para expresar sus ideas en forma ideográfica. d. También debieron haber conocido el uso uso de metales y la técnica necesaria para fabricar las herramientas adecuadas a fin de tallar la dura piedra.
e. En consecuencia, los que que grabaron los petroglifos no fueron fueron miembros de las actuales tribus selváticas, las que, en muchos aspectos, aún no han avanzado de la edad de piedra. Tampoco fueron los incas porque éstos, no expresaban su pensamiento mediante la escritura. Y, de ninguna manera pudieron haber sido los españoles que habrían labrado letras de su alfabeto o signos usuales de la cultura occidental. f. Finalmente, si por exclusión se concluía que no eran los actuales selvícolas, ni fueron los incas, ni los españoles, los autores de los grabados de Pusharo, no era improcedente pensar que hubieran sido representantes de una cultura autóctona de la selva, que conocía el metal y era capaz de expresarse gráficamente, quienes los hicieron. Tal cultura habría sido la que la leyenda menciona como la del Paititi. Por mi parte, buscando explicaciones toponímicas, pensé que el término Pucara, con el que se designa a ciertas fortalezas en Quechua, podría tener origen en el de Pusharo, de pronunciación más suave, propia de la fonética selvática. Luego de tomar numerosas fotografías de los petroglifos y considerando que no era aceptable el que estuvieran allí aislados de otros restos arqueológicos, resolvimos proseguir nuestra exploración por la quebrada del río Pantiacolla por cuyas laderas transcurría el camino cortado en la roca y que, indudablemente, los conectaba con algún otro vestigio. Por ello, provistos de equipo y armas, abordamos el helicóptero y emprendimos la exploración del valle del Pantiacolla, más arriba del pongo del Mecanto. A corta distancia de vuelo, observamos una cabaña de machigangas, en medio de un claro del bosque, cercana a una playa del río. Aterrizamos allí y dejamos a Ernesto v.'Wedemeyer y a un machetero para que trataran de ponerse en contacto con los habitantes de la cabaña y averiguaran si sabían dónde habían más ruinas. Luego continuamos viaje. No muy lejos, divisamos el encuentro de dos ríos de igual caudal que formaban al que ibamos siguiendo. Tomamos la quebrada del Norte y, a poco, descubrimos otra cabaña, pero, proseguimos el vuelo hasta llegar a las nacientes de ese río, a escasos kilómetros de la cabaña. Retornamos por la misma ruta y descendimos a tierra, Celestino Kalinowski, Pancho Valencia y yo, en tanto que, el helicóptero continuó viaje para recoger a Wedemeyer y su acompañante, para luego reunirnos todos. Al contemplar cómo se alejaba el helicóptero dejándonos en esa playa solitaria, confieso que no me sentí nada tranquilo, pues aún estaba fresco el recuerdo de mi aventura en el Ticumpinea; pero, la compañía de Celestino y Pancho que se mostraban animosos y entusiastas, me devolvió la serenidad necesaria para ponerme en camino, con ellos, hacia la cabaña. Varios senderos que seguramente conducían a ella, nos señalaron la ruta. Aproximadamente a 300 metros, arribamos al claro en cuyo fondo se alzaba una vieja cabaña. En su única puerta, de pie, permanecía un anciano, completamente desnudo. Lentamente y haciendo ademanes amistosos nos acercamos a él. Celestino le alcanzó un atadito de bizcochos y un tarrito de sal, a tiempo que, en dialecto machiganga, lo saludaba. El viejo recibió los obsequios mecánicamente, pronunciando algunos monosílabos sin demostrar ninguna emoción. Fue inútil nuestro esfuerzo por establecer comunicación con él. A través de la puerta, en la penumbra de la choza, apenas se alcanzaba a distinguir las siluetas borrosas de una mujer y un niño que no abandonó su posición ante nuestra presencia. Dada la imposibilidad de conseguir alguna información, dimos un rodeo por el contorno de la cabaña y regresamos a la playa a paso mucho más acelerado que cuando nos dirigimos a ella. Teníamos la sensación de ser observados desde algún punto de la espesura. Llegamos a la orilla del río y mirando siempre en dirección a la cabaña, nos dispusimos a esperar el retorno del helicóptero. Al cabo de media hora que nos pareció muy larga, escuchamos el creciente ruido del motor y de inmediato avistamos al aparato que no tardó en aterrizar. En él venía Wedemeyer que se reunió con nosotros y sin pausa, nos refirió que a él le había ocurrido algo semejante a lo que nos pasó a nosotros: en la cabaña que visitó, encontró solamente a una anciana y un perro, no habiendo, tampoco, podido podido establecer relación alguna con ella. La experiencia nos demostraba, otra vez, que no debiéramos contar, en lo sucesivo, con la información que pudieran darnos los selvícolas, a no ser que, como lo había hecho Dionisio Vargas, el extraño visitante de don Arístides Muñiz, viviéramos junto a ellos por un lapso considerable y consiguiéramos ganarnos su confianza. Con esta convicción, abordamos el helicóptero y descendiendo por la quebrada hasta el encuentro de los dos ríos, enrumbamos por el de dirección Oeste, que suponíamos que fuese el Sinkibenia. Recorrimos su valle hasta sus nacientes con la vaga esperanza de
encontrarlas libres de nubes, y así proseguir hasta la meseta. Pero, nuevamente, como si existiera un influjo adverso, las encontramos más cerradas que nunca. Regresamos al campamento de Pusharo; embarcamos nuestros pertrechos y enrumbamos hacia Salvación. Además de la expedición en la que encontramos el camino de piedra en la cordillera de Paucartambo, ésta había sido, sin duda, la más exitosa desde el punto de vista de hallazgos específicos. Convencidos que las condiciones del clima no nos permitirían llegar a la meseta de Pantiacolla, decidimos emplear las cuatro horas de vuelo que nos quedaba, en explorar las fuentes del río Pinquén, dejando para alguna otra oportunidad, que ya presentíamos como segura, el reconocimiento de los montículos del Paratoari que eran mucho más accesibles y a los que podríamos llegar sin helicóptero. Al día siguiente, nos dirigimos por aire a Shentuya, para dejar allí a los hermanos Corisepa y saludar al padre Torrealba. Al aterrizar en la Misión, nos enteramos que habiendo seguido enfermo, había marchado al Cusco y posteriormente a Lima. Nos despedimos de nuestros amigos huachipaires y continuamos hacia la desembocadura del Manu, donde deberíamos entrar en contacto con un chuncho de la tribu de los piros, que conocía las cabeceras del Pinquén, el que sería nuestro guía. Aterrizamos en una extensa playa pantanosa que forman al unirse, los ríos Alto Madre de Dios y Manu e indagamos por nuestro guía que, a pesar de haberse comprometido a esperarnos, no se encontraba allí. Estábamos ya acostumbrados a ir ajustando las reatas en el camino, al decir de los arrieros, de modo que, inmediatamente decidimos emprender la exploración guiándonos por el río mismo, que habíamos visitado con Wedemeyer en anterior oportunidad. Mientras deliberábamos, el helicóptero se había ido hundiendo en la playa sin que lo advirtiéramos, de modo que lo abordamos precipitadamente y despegó con gran esfuerzo de la máquina. En veinte minutos estuvimos al pie de la cordillera del Pantiacolla, que se levanta como una muralla en el confín austral de las llanuras del Manu. Sin dificultad, volando muy bajo, exploramos el punto en el que, el afluente central, cae desde la cima de la cordillera, formando la poza de la leyenda ley enda o tradición de los caucheros, mencionados por el Coronel Heysen. En realidad era un pequeño remanso el que avistamos y, en lo referente a las cuevas o socavones, no pudimos encontrarlos. Era muy riesgoso intentar un aterrizaje por las cercanías, porque no existían playas o claros del bosque, aparentes. Debido a ello, dimos por terminada la exploración aérea, regresando sin incidentes a Salvación. Para nosotros, el hallazgo de los petroglifos, significaba haber encontrado un eslabón más de la cadena de restos prehistóricos que podría conducirnos a establecer, al fin, el enigma de Pantiacollo y con él, el de la cultura amazónica del Paititi, uno de cuyos testimonios habíamos visto con nuestros ojos, en los acantilados de Pusharo. Los resultados de esta expedición los expusimos en un informe detallado que entregamos al Patronato Arqueológico del Cusco, al Instituto Peruano de Culturas y al Ministerio de Aeronáutica del Perú. Asimismo los hicimos públicos a través de la prensa nacional en diversos reportajes de que fuimos objeto. Tiempo después, llegó a mi poder un ejemplar de los Apuntes para la Historia de Madre de Dios, editado en 1928 por el R.P.Fr. José Pío Aza. En la página 53, de dichos apuntes, hay un párrafo con el título de Hallazgo de monumentos notables correspondiente a un informe del Padre Vicente Cenitagoya en el que éste refiere haber encontrado inscripciones y figuras grabadas en la misma roca, que ocupan once metros de largo por dos de ancho y que se trata de vestigios de una civilización de la que no se tenía noticia. Por deducción, esa comunicación debió haber tenido lugar en el año 1921. Aunque, las dimensiones atribuidas al conjunto de inscripciones, no coinciden con la que nosotros comprobamos, que es de 30 metros de largo por 3 de altura, estábamos convencidos que los petroglifos que había visto el padre padre Cenitagoya, eran los mismos que nosotros localizamos. Despúes que la prensa difundió la noticia de los resultados de la expedición que habíamos realizado, el padre Torrealba, publicó un artículo en el diario El Comercio de Lima, L ima, en el cual criticaba nuestras afirmaciones de haber efectuado un hallazgo y aclaraba que quienes descubrieron los petroglifos habían sido los misioneros dominicos de la Misión de Palatoa y Shentuya. No replicamos nada, porque nunca habíamos disputado el mérito del descubrimiento, que, indudablemente, corresponde al padre Cenitagoya. Lo que nosotros hicimos, es dar a conocer oficialmente y al público, su existencia y la importancia que, según nuestra opinión, tienen esos restos arqueológicos. Suponíamos que el camino que continúa a los petroglifos, podría unirse con el que habíamos encontrado en la cordillera de Paucartambo y, que enlazaba a estos con otros restos arqueológicos; ello
dio origen al propósito de organizar otra expedición para comprobarlo que desde entonces empezamos a planear.
EXPEDICION MC MILLEN
El Dr. Jaime Romero Romero, conspicuo neurólogo y humanista, desde que me conoció en un congreso organizado por la Sociedad Peruana de Psiquiatría, Neurología, Neurocirugía y Medicina Legal, me brindó una franca, cordial y desbordante amistad y tomó un especial interés para apoyar mis proyectos en el campo de la Medicina y particularmente en el de exploración arqueológica. Su esposa y sus hijas, compartían tal actitud y, por ello, muchos de los planes de nuevas expediciones se concretaron durante largas y amenas veladas que organizaban en su residencia. Cada vez que llegaba a Lima, desde Arequipa, para realizar gestiones relacionadas con mis afanes de ampliación o creación de organismos médicos o para organizar expediciones a Pantiacolla, lo primero era comunicarme con Jaime con la seguridad de que él, informado de mis propósitos, promovería una de esas reuniones en las que si no conseguía algún contacto útil, invariablemente, salía con el ánimo fortalecido y el optimismo necesario para seguir luchando contra los obstáculos del ambiente burocrático limeño. La que más entusiasmo nos infundía era Lucila, esposa de Jaime que con su sólida confianza daba por auténticas las versiones y leyendas que yo había recogido en mis últimas andanzas, dándome una sensación de apoyo. En verdad, fue en casa de los Romero donde renació mi interés por proseguir la búsqueda de Pantiacolla, generalmente decaído por los fracasos y dificultades sufridos. Lucila Gubbins representó a las personas frente a las que me sentía responsable en el compromiso de descubrir Pantiacolla, para así corresponder a la fe que muchos habían depositado en mis hipótesis y relatos, así como para justificar la ayuda oficial y particular que había recibido. Después del hallazgo de los petroglifos y con el aliciente que él nos produjo, planeamos una expedición aérea y terrestre que nos permitiera explorar el camino cortado en la roca que continuaba desde los petroglifos y seguía el curso del río Pantiacolla, para alcanzar, quizá, la ciudad sagrada de Borda, la que rodeaba la laguna cuadrada de Celestino o, en fin, aquella a que aludía la leyenda cusqueña con el nombre de Paititi. Por otro lado, mucho antes que se realizara la expedición al Pusharo, en el grupo de los apasionados en el Paititi, apareció, Marion Baldwin, un norteamericano que había llegado al Perú con una sed inagotable de aventuras y que a través de la familia de Pepe Parodi, se informó de mis expediciones y proyectos de descubrimiento. Viajó a Arequipa, expresamente para conversar conmigo, y desde entonces, se transformó en activo promotor de lo que el llamaba Empresa Pantiacolla. Con su habilidad como periodista y relacionista, se conectó con altas autoridades de los Ministerios de Agricultura y Educación, interesándolas en apoyar la exploración de la gran meseta y de formar un parque nacional en el Manu, para preservar la flora y fauna naturales y experimentar el cultivo de plantas oleaginosas originarias de Ceilán. Con el fin de realizar sus proyectos, fue constituyendo un grupo heterogéneo de personas al que me incorporó en calidad de director de la empresa, cargo que, graciosa y consecuentemente, me asignó. Entre otras personas, integraban el grupo: el padre Edmundo Seliga, de los Salesianos, polaco, con un espíritu de aventura formidable. Frecuentaba, tambien nuestras reuniones, el padre franciscano Federico Ritcher Prada y, eventualmente, el Coronel Pedro Ritcher, su hermano. Marion Baldwin, luego de fracasar en una empresa de pesquería y en otra de aserraderos en la selva, desapareció, tan repentinamente como había llegado y nunca más supe de él; pero, algunas de sus ideas, cristalizaron, pues, llegó a crearse el Parque Nacional del Manu y, algunos años después, el padre Seliga y varios profesionales e industriales del Cusco, constituyeron el Instituto Nacional de Investigación Arqueológica Andina (INIARA) con la finalidad específica de explorar las regiones de Choquequirao y Pantiacolla. Pese a que fueron fundadores Edmundo Seliga, Rolando Zlatar, Mario Muñíz y su padre, todos antiguos asociados míos, no me invitaron a pertenecer a dicho Instituto. A pesar de ello se organizó una reunión conmigo y los principales miembros que se llevó a cabo en la casa del Presidente de la Institución, Rodolfo Bragagnini, durante la cual les referí sin reserva alguna como era mi costumbre, toda la información que conocía sobre el Apucatinti, Pantiacolla y Vilcabamba. Ellos, por su parte, me contaron algo de lo que sabían, que no era mucho y, además, me mostraron copias xerográficas de fotografías tomadas por uno de los satélites rastreadores
de la NASA de la región de Pantiacolla y del valle del Apurímac. En una de esas copias, correspondientes a la zona de Palatoa, se podía observar las imágenes de ocho accidentes simétricos situados en la margen derecha del Palatoa Chico que parecían construcciones humanas. Al verlas, recordé las colinas cónicas que habíamos visto desde el helicóptero con Mario Muñíz y que, según el relato de don Arístides Muñíz, serían los restos de la fortaleza del Paratoari. En varias reuniones que tuvimos, posteriormente, con los miembros de INIARA, fuimos esbozando una expedición a esos montículos y también a la zona de Choquequirao. De este modo surgió el segundo objetivo de la nueva expedición, que completaría el estudio de los petroglifos, del camino de roca y de los accidentes geográficos observados en la copia de la foto del satélite. Desde mucho antes, la revista Peruvian Times, había comentado co mentado mis exploraciones. Finalmente, en Agosto de 1970 el director de la revista, el norteamericano Robert Nichols, asociado con los franceses Serge Debrú y Gerard Puel, emprendieron una expedición terrestre siguiendo, exactamente, la ruta que nosotros pensábamos tomar, es decir, el curso del Pantiacolla con rumbo a la meseta. Fueron guiados por los hermanos Corisepa hasta cierta parte del camino y luego continuaron solos, desapareciendo, definitivamente. Los datos proporcionados por un niño machiganga y los recogidos por una misión norteamericana y otra japonesa, permitieron establecer que fueron asesinados por una tribu de pacoris asentada en la desembocadura del Yungary en el Nistrón. Los motivos que determinaron este crimen aún permanecen ignorados. Presumo que estos jóvenes encontraron ruinas importantes antes de llegar al campamento de los pacoris y, éstos, para evitar la difusión de la noticia y la consecuente invasión de su territorio, los victimaron. De ser fundada esta presunción, estábamos en lo cierto al suponer que si continuábamos explorando los cauces del Pantiacolla y del Sinkibenía, teníamos probabilidades de encontrar esas y otras importantes concentraciones de ruinas. Este era, pués, el tercer objetivo de la nueva expedición. Naturalmente que habría que tomar las debidas precauciones para que no se repitiera el trágico resultado de la de Nichols, Debrú y Puel. Acicateado por estos motivos reanudé mis gestiones para obtener el apoyo de la Fuerza Aérea del Perú, que exigía ahora el pago de las horas de vuelo a un precio tal, que yo no hubiera podido pagar el costo de una sola. Desgraciadamente, Ernesto Von Wedemeyer, falleció víctima de un ataque cardíaco y, además de la perturbación emocional que me produjo su total ausencia, perdí, con ella, a uno de mis mejores amigos, camarada insustituible de aventuras, cuyo apoyo moral y material brindó siempre con generosidad. Los amigos que en muchas oportunidades instaban para que reemprendiera mis viajes y que aseguraban que podía contar con su contribución, hallaban siempre alguna excusa para regatearla cuando les insinuaba su compromiso. Finalmente, el cargo de Gerente Regional del Seguro Social del Perú que yo desempeñaba, ocupaba mi tiempo por completo, no permitiéndome en varios años, tomar vacaciones. No hubo, pues, tiempo para dedicarlo a la preparación de una gran expedición ni a conseguir los recursos necesarios. Precisamente, en un viaje de regreso de Machupicchu realizado en cumplimiento de mis funciones administrativas, con mi esposa, conocimos casualmente a una pareja de hippies que viajaban en el mismo vagón de ferrocarril: eran Jorge y Joan Mc Millen. En su fantasear esotérico, ilustrados por abundante literatura oriental, buscaban, imprecisamente, una ciudad misteriosa donde habrían sobrevivido los "maestros" poseedores de los secretos del origen y destino de la humanidad. Lo curioso era que trataban de encontrar un ejemplar de mi libro Pantiacollo. Naturalmente quedaron maravillados al hallar al autor del libro, y, desde ese momento, ofrecieron conseguir el dinero necesario para financiar la expedición que les dije podría organizar. Días después nos visitaron en Arequipa y reiteraron su ofrecimiento. La verdad es que yo no daba crédito a tan espontánea oferta y una vez que se fueron de Arequipa no volví a acordarme de ella. Sin embargo, meses después, recibí una carta de Joan en la que me anunciaba haber obtenido veinte mil dólares para la exploración y que los ponía a mi disposición. Fue así como se hizo posible la nueva expedición a Pantiacolla. Para realizarla, establecí contacto con los miembros del INIARA, proponiéndoles que participaran en ella y ofreciéndoles todos los recursos que había reunido. Al mismo tiempo, solicité al Ministerio de Aeronáutica, el alquiler de quince horas de vuelo en helicóptero y gestioné el permiso para efectuar la exploración del Instituto Nacional de Cultura y a la Dirección de Parques Nacionales del Ministerio de Agricultura, a través del INIARA; que por ser una entidad reconocida oficialmente, tenía ventajas para obtenerlo. Para disponer del tiempo necesario, programé dirigir un viaje de estudio de extensión de la Seguridad Social a las provincias de Paucartambo y Manu.
Increíblemente, cuando todo estaba listo, el Comando del Escuadrón 8 de la FAP, me comunicó que la tarifa que me cotizaron hacia un mes, había variado de monto; así, con el dinero que disponíamos, no alcanzábamos a pagar mas de 6 horas de vuelo. Estando todo preparado, adquirido el equipo, las herramientas, los víveres, las carpas, etc., no era posible dar marcha atrás. Resolvimos realizar la expedición por río y por tierra. Para esto contábamos con todos los pertrechos que Joan había traído de Estados Unidos y con el apoyo de macheteros, sendeadores y quepiris que contraté en Salvación, y, con la ayuda financiera que eventualmente aportaría el INIARA. En resumen esta institución sólo contribuyó con la licencia oficial para penetrar en la zona reservada del Manu y con dos radioperadores del Comando Militar del Cusco. Representando el INIARA, participaron Rodolfo Bragagnini y su hijo. Iniciamos la expedición terrestre a fines de Junio de 1976, teniendo como base la casa de la Cooperativa Agropecuaria de Salvación donde fuimos alojados por Lino Ismodes, su administrador. Unos en camioneta, y, otros en canoa con motor fuera de borda, nos trasladamos a Shentuya, desde donde Joan, Bragagnini y algunos expedicionarios partieron de inmediato remontando el Palatoa. Fuimos a Shentuya para alquilar canoas a remo y para proveernos de víveres, contando con el apoyo que, en Lima, habían ofrecido los padres dominícos a Bragagnini y del que yo dudaba recordando el artículo periodístico publicado por el padre Torrealba, discutiendo la legitimidad y mérito de los hallazgos que habíamos efectuado en nuestra expedición al Pusharo en 1969 a través del que, evidentemente, había demostrado una clara animosidad ani mosidad contra nosotros. Tal como lo suponía, en la Misión no conseguimos ser alojados ni hallamos donde comer. Tampoco pudimos comprar víveres. Me limité a contratar con colonos huachipaires y mashcos tres canoas que deberían zarpar con nosotros al siguiente día a las seis de la madrugada. Instalamos nuestras carpas y pernoctamos en ellas, pero, al amanecer no estaban ni las canoas ni los canoeros. Uno de los huachipaires me informó que los contratistas habían partido al alba, río abajo, para pescar y cazar y que no regresarían sino dentro de una semana. Aunque es frecuente que los chunchos incumplan sus compromisos sin causa aparente, en esta oportunidad resultaba evidente que alguien los había inducido a proceder así. Su defección desbarató nuestro plan de actividades, impidiendo, prácticamente, el desarrollo de la expedición, lo que nos obligó a suspenderla en la playa del Palatoa donde habían acampado Joan y Bragagnini, porque no teníamos quepiris suficientes para trasladar nuestros pertrechos, continuando por tierra a monte traviesa. Utilizando el radio trasmisor me comuniqué con mi hijo Mario en Lima, para que se entrevistara con el Comando del escuadrón 8 y solicitara apoyo, teniendo en cuenta nuestra situación. Dejando en curso esa gestión, retornamos a Salvación. Desde al¡ í entramos nuevamente en contacto con mi hijo quien nos informó que había conseguido que el General Elías Aparicio, Jefe de Operaciones de la FAP, aceptara otorgarnos las horas de vuelo que necesitábamos con la tarifa inicialmente tratada. Impensadamente renació la posibilidad de emprender la exploración empleando las vías aérea y terrestre, como lo habíamos planeado originalmente. Para formalizar el contrato, regresé al Cusco y luego a Lima donde, con la intervención de Lucila Castro Gubbins, en corto tiempo, resolvimos todos los problemas. Retorné a Arequipa para atender asuntos relacionados con mi trabajo y luego, acompañado por mis hijos Carlos e Isabel, que estaban de vacaciones, volví al Cusco. Encontrándome allí, sorpresivamente arribaron Lucila Gubbins y su hija Lucilita Castro Gubbins que subyugadas por la emoción de la aventura, decidieron participar en ella activamente. A este grupo, ya numeroso y heterogéneo, se sumaron algunos funcionarios y empleados del Seguro Social que deseando ser testigos cercanos de nuestros probables descubrimientos, coordinaron sus actividades administrativas con nuestra expedición. Bragagnini, en cambio, interrumpió su participación para viajar a Puerto Maldonado, por asuntos personales. Antes de dirigirme a Lima, había dejado encargado a Inoki, lvan, Rodríguez y Santiago Yábar, expertos sendeadores montañeses, que construyesen una senda que partiendo de la orilla izquierda del Alto Madre de Dios, siguiera el curso del río Quetaro hasta alcanzar el extremo Sur de la explanada de los ocho montículos, para tratar de llegar a ellos por tierra. Inexplicablemente, equivocaron el río y abrieron la senda por la quebrada del río Mascoetania, que no toca la explanada, frustrando mis propósitos. Mientras esperábamos la llegada del helicóptero traté de organizar la participación de los miembros de la expedición, procurando armonizar los exaltados arrebatos de Joan, que como aportante
del dinero exigía participar en todas las operaciones que organizábamos, con la ilusión de Lucila, Lucilita y mis hijos, de volar en helicóptero sobre la selva, y los verdaderos objetivos de la exploración. Esa tarea me resultó sumamente difícil. Al fin, el 26 de Julio llegó el helicóptero al mando del Teniente FAP, Emilio Eberman y su mecánico. Ese mismo día, emprendimos el vuelo destinado a observar los montículos. Como yo conocía perfectamente la zona, y ayudándome con la copia de la foto del satélite, en 15 minutos nos encontramos sobre la explanada y los cerros cónicos. Todos quedaron perplejos frente al espectáculo que realmente es de fantasía, más aún, si se observa con mirada ávida de misterio y aventura. Así lo vieron todos. Indudablemente, eran los mismos que habíamos avistado con Mario Muñíz, sólo que en esta oportunidad al observarlos con el propósito de establecer si se trataba de construcciones o accidentes naturales, nuestra atención fue acuciosa. En verdad, su simétrica distribución en dos filas de cinco morros cada una, era extraña. Su forma, vista desde el Este, semejaba con bastante fidelidad, la de un conjunto de pequeñas pirámides que se iba desdibujando a medida que el ángulo de visión se hacía vertical. Detrás de ellas, a unos cien metros de distancia, moría, abruptamente, la empinada ladera de la cadena del Piñi-Piñi y rompiéndola, se precipitaban dos arroyos cuyas aguas, después de discurrir por entre los montículos, iban a juntarse con las del río Palatoa Chico que corría, sinuoso, por el extremo Norte de la explanada. Tuve la impresión entonces, que los pequeños cerros cónicos se habían originado, por la erosión de esos arroyos. Lo que no pude definir - y hasta ahora no lo he logrado - fue si la división de los arroyos era un fenómeno natural o si había sido intencionalmente provocada para formar los montículos. La primera alternativa, reducía el conjunto, a un accidente pintoresco, y la segunda, en cambio, dejaba en pie la posibilidad de que fueran los restos de algún tipo de construcción, como lo recogía la leyenda del Paratoari.... Para averiguarlo, era preciso descender en las playas del Palatoa Chico y, caminando llegar a la explanada, pero eso, no podía hacer en ese momento, pues, debido a la gentileza del piloto, el helicóptero se hallaba sobrecargado lo que imposibilitó realizar las maniobras necesarias. Luego de tomar algunas fotografías, continuamos hasta la playa de los petroglifos que, encontrándose despejada de piedras grandes y vegetación, nos permitió aterrizar cómodamente. Ante el asombro y curiosidad de todos recorrimos el acantilado y retornamos a Salvación. Durante la cena informé al Teniente Eberman de los objetivos de la expedición y de mis anteriores experiencias y conseguí que tomara interés en la misión que le habían confiado, lo que dada su natural disposición, no fue difícil, Analizamos luego el plan de operaciones para los días siguientes. El objetivo más importante, era recorrer el camino de roca que partía de los petroglifos siguiendo el rumbo del Pantiacolla hacia sus orígenes y también, procurar localizarlo en la vertiente opuesta, en dirección al río Rinconadero. Para tal efecto, reuní dos grupos de trocheros; uno a cargo de Santiago Yábar y otro de Inoki. Un tercer grupo, debería abrir una senda que uniría los petroglifos con las pirámides. Todos deberían acampar acampar en los contornos de los petroglifos. petroglifos. Al día siguiente, trasladamos a la gente con su equipo y los instalamos de acuerdo al plan elaborado. Pero, el grupo que debería hacer la trocha a las pirámides, no se presentó, porque sus componentes eran miembros titulares del equipo de fútbol de Salvación que debía jugar un partido con su similar de Pilcopata, en homenaje a las fiestas patrias. Utilizamos el resto del día visitando a Roberto Bueno, viejo pionero de la región y conocedor de narraciones lugareñas, el que se incorporaría a la expedición. Mediante dos radiotrasmisores intercambiamos noticias con los acampantes del Pusharo, quienes, por la noche, nos informaron que habían seguido el camino en una extensión de cinco kilómetros, el que continuaba, siempre por la margen derecha del Pantiacolla. Inoki, por su parte, había encontrado la continuación del mismo camino, en la margen izquierda, con rumbo al Rinconadero. Una tremenda tempestad acompañada de una torrencial lluvia, nos obligó a refugiarnos en el campamento. En medio del fragor de los truenos y los fogonazos de los relámpagos, menudearon cuentos y relatos. Entonces Roberto Bueno, rompiendo su silencio, nos refirió sus experiencias: Entonces yo era mozo -nos dijo - y vivía enamorado de la selva. No quería regresar al Cusco a donde mis padres se empeñaban en enviarme para que siguiera estudios; insistían tanto que, un día me fui de mi casa, me interné por los montes y al final vine a parar al río Piñi-Piñi, donde tenía algunos amigos chunchos, sobre todo, a un cazador muy fornido con el que me había encontrado varias veces, saliendo en busca de sachavacas. Se llamaba ljojoe y era muy amistoso. Con él, en una
balsita remontamos el río, acampando en las playas, pescando y cazando con una escopeta calibre 16 que era la admiración y la codicia del chuncho. Al cabo de varios días, llegamos, finalmente, al cam pamento de su tribu, donde fui presentado como hermano y amigo. Me recibieron cordialmente y me retuvieron cerca de dos meses haciéndome participar de todo lo que hacían hasta que resolvieron que ljojoe regresara conmigo a la hacienda de Cosñipata para que trabajara en las chacras y ganara lo suficiente como para adquirir una escopeta, un machete y otras cosas que necesitaban. Así lo hicimos y un día nos aparecimos en mi casa donde mi familia ya me daba por muerto. El machiganga era bueno para el trabajo y se sentía a gusto en él, de modo que se fue quedando más de un año. De pronto, desapareció raptándose a una empleadita que tenía mi madre y no volvimos a saber de él. Pasó el tiempo hasta que decidí ir a buscarlo, en parte por mis aficiones aventureras y en parte por exigencia de mi madre que no se resignaba a la pérdida de su doméstica. Partí acompañado de un huachipaire que me acompañó hasta la boca del río Amalle. Desde allí continué solo y en pocos días más, navegando o arrastrando mi balsa, llegue al encuentro del Nistrón con el Yungary, que en ese tiempo era donde tenía su campamento principal la tribu de ljojoe. Eran chunchos fieros, pero como ya me conocían, no les tuve miedo. Al acercarme a las cabañas, vi primero a Asunta, la empleada de mi madre que se me acercó corriendo, saludándome a grandes voces. Traía un niño en brazos. Nuestro encuentro fue muy efusivo. Ella no cesaba de preguntar por mis padres y por todos sus conocidos de la hacienda, trasuntando una clara nostalgia por el mundo al que había pertenecido. Me informó también que su marido con un grupo de cazadores, se encontraba de viaje por el río Sinkibenia, pero que de un momento a otro debería retornar. Al llegar a las chozas, mujeres y niños me reconocieron y bulliciosamente me saludaron. El casique, tío de ljojoe, me dio la bienvenida, me condujo dentro de su cabaña y me ofreció bebidas y comida. Pasé la tarde conversando con todos, pero particularmente con Asunta. Me dijo que aunque aunque la trataban bien, no conseguía acostumbrarse acostumbrarse a la vida errabunda de la tribu y que quería regresar a Cosñipata, rogándome, que la ayudara a persuadir a su marido para para que fueran a establecerse en mi fundo. fundo. A/ día siguiente, temprano, regresó el grupo. Desde lejos, reconocí a ljojoe y lo saludé agitando la mano. Me contestó, pero de inmediato, apartándose de los demás, se reunió con su tío, con quien se enfrascó en una larga conversación. Esa actitud despertó mi suspicacia y sentí cierto temor. Pensé que como el chuncho, prácticamente se había fugado de mi casa llevándose, además de la Asunta, una escopeta y tres machetes, podía creer que el propósito que me había llevado hasta su campamento era el de recuperar todo lo que él se había apoderado y que la conversación con su tío, sostenida en forma tan personal, tenía por objeto oponerse a mis fines. Sin embargo, una vez que nos reunimos y saludamos, su actitud volvió a ser tan amistosa como había sido siempre, como si nada hubiese ocurrido, demostrando una total despreocupación por la forma cómo se apropió de nuestras cosas, con la impavidez característica de los chunchos; además al volver a su medio, olvidó nuestras costumbres y volvió a ser el pacorí que siempre había conocido. A pesar de su actitud, yo continuaba intrigado por la conversación secreta entre los chunchos, hasta que en momento oportuno pregunté a Asunta el motivo de esa rara conducta. Seguramente para congraciarse conmigo, me contó que ljojoe y otros cazadores, persiguiendo una huangana herida por la quebrada del arroyo Cirialo, habían encontrado una población antigua con muchas casas, arcos y torres. ¿Cuáles el arroyo Cirialo? le pregunté - Queda por aquí cerca en la orilla izquierda del Nistrón, me contestó - un poco más arriba del río Pitama, añadió. - Como yo no recordaba esos nombres, pensé que se trataba de unos pequeños afluentes que habíamos visitado, en plan de cacería, cuando viví con los pacoris en mi anterior estadía, pero, como en ese tiempo no me interesaban las ruinas, no di importancia a la información, aunque disipó mis temores - Que no sepan que yo te he dicho nada de esas casas, porque a ellos no les gusta que nadie se entere de su existencia. Ni a mí me quieren decir donde están advirtió. “ ljojoe me ofreció regresar a la hacienda con la Asunta, para quedarse a vivir con nosotros. Sin embargo, nunca cumplió su promesa, pero, unos meses después, llevó a la Asunta hasta Villa Carmen y allí la dejó con su hijo, volviéndose, después, a su tribu, para siempre. Tiempo después de lo que les cuento, vine a relacionar lo que me narró la muchacha, con las ruinas del Paititi, que la gente dice que están por allí y que tantos han ido a busca”:
El relato de Bueno me hizo recordar las narraciones de Borda, según las cuales, él había vivido con los r machigangas, en las orillas de un río que se llamaba Cirialo. Seguramente, como ocurría en muchos otros casos, habían denominado así a ese río, en memoria del lugar de donde procedía originalmente la tribu que la pobló, es decir, el núcleo del Cirialo del Alto Urubamba. Este dato, vino a reforzar mi impresión de que, la casualidad, eslabonaba poco a poco, la cadena fragmentada dulas confusas versiones del viejo Angelino. ¿Las ruinas que encontró ljojoe, no serían las mismas de la ciudad sagrada donde se refugió Borda para huir de sus perseguidores? Al día siguiente, el piloto, el mecánico, Bueno, dos muchachos de Salvación y yo nos dirigimos en el helicóptero al valle del Piñi-Piñi. Cuando volábamos entre las quebradas de Callanga y Yungary, de pronto el motor del aparato empezó a fallar, lo que obligó a Eberman a efectuar un rápido descenso y a buscar una playa adecuada para posarse, lo que consiguió, justamente en las de la confluencia del Nistrón con el Yungari. Luego de un minucioso examen, comprobaron que el filtro del combustible, estaba semi-obstruido. Por más que trataron de limpiarlo, no lo consiguieron satisfactoriamente, por lo que el piloto resolvió volver a Salvación para cambiarlo. Teniendo en cuenta el riesgo que corríamos, nos pidió que quedásemos en esa playa los cuatro tripulantes, para aligerar peso. Así lo hicimos y luego que el helicóptero partió, empezamos a analizar nuestra situación. La experiencia que yo tenía de oportunidades anteriores, parecidas, me había vuelto temeroso, disposición de ánimo que aumentó cuando Bueno reconociendo el lugar, afirmó que estábamos en las playas donde antes, él, había vivido con los pacoris, las mismas en que habían sido asesinados Nichols y los dos franceses. En uno de los extremos de la playa cercana al bosque, observamos un conjunto de chozas a las que nos fuimos aproximando lentamente: estaban desocupadas y semidestruidas. Probablemente habían sido abandonadas en la estación de lluvias, hacía unos cinco meses. - Aquí es donde tenían su caserío los pacoris, pero, al parecer se han trasladado a otro lugar; cuando yo estuve viviendo con ellos, habían por lo menos veinte cabañas - dijo Bueno - y sus palabras expresadas con fines de comentario informativo, causaron un efecto de súbito temor, pues se confirmaba mi presunción de que nos encontrábamos, precisamente, en el lugar donde Nichols, Lebrú y Puel, habían sido sacrificados, lo que no era nada tranquilizador. Tal vez, por ese sentimiento, discretamente nos fuimos alejando del lugar para situarnos en las orillas del Nistrón que podía llegar a transformarse en la única vía que podríamos seguir, si el helicóptero no retornaba. Por precaución, buscamos entre el bosque circundante y en las empalizadas, troncos de pona o palo de balsa, por si llegara el caso de improvisar una embarcación. Con la inevitable sensación de encontrarme otra vez en peligro, traté de mantener la calma escuchando las narraciones que nos hacía Bueno, recordando la época de su vida que pasó por esos parajes, en compañía de los lo s tribeños. Cuando, a pesar de lo pintoresco de los relatos, volvía a renacer mi inquietud, escuchamos, por fin, el rugido de las turbinas que anunciaban el retorno del helicóptero. Habían transcurrido dos horas. En el aparato venían Joan y su acompañante, además del piloto y el mecánico. Traían sus carpas y el equipo necesario para acampar en los petroglifos, pero, antes, querían participar de nuestra excursión. El motor había sido reparado y, además, recargado de combustible suficiente para tres horas de vuelo; de modo que partimos rumbo a las cabeceras del Nistrón, con el propósito de volver a ubicar el cerro de la cascada y la laguna cuadrada. A pocos kilómetros, Bueno, señaló un arroyo que descendiendo del cerro de las cinco puntas, desembocaba en el Nistrón al que identificó como el Cirialo, cerca al que se encontrarían las ruinas que había visto ljojoe. Dimos algunas vueltas, volando tan bajo como era posible, cruzando y re-cruzando la quebrada de ese arroyo, sin poder observar ningún signo de construcciones, como era de esperarse dada la gran altura de los árboles que apretujadamente llenaban la oquedad. Continuamos por el cauce del Nistrón y aproximadamente a tres kilómetros, río arriba, Bueno volvió a indicarnos un nuevo arroyo torrentoso que bajaba de la margen opuesta al que reconoció como el Pitama Chico. . Ese río, nos explicó, nace de unos cerros tan altos que en su cumbre ya se ve la puna. Los salvajes decían que nadie debería tratar de subirlos, porque estaban encantados y sus leyes lo prohibían. Como un chispazo, su revelación, iluminó mis recuerdos, acudieron a mi memoria, las palabras de Angelino Borda: Cuando llegamos al río donde vi la cornamenta de vaca, Topeka me dijo que no se podía cruzar a la otra orilla, porque ahí estaba la ciudad sagrada que nadie debería visitar. .
Y luego: Subiendo por esos cerros, podía llegarse a la sierra.
Yo mismo - continuó Bueno Era evidente la articulación de los eslabones dispersos de la versión de Borda, pues había clara coincidencia entre ésta y lo que nos acababa de referir Bueno. Tal vez estuviéramos volando, precisamente, sobre la ciudad sagrada y el escenario de la aventura de Borda, motivo de este viaje y, prácticamente de todos los anteriores . . . Pero, si no aterrizábamos y la buscábamos por entre los espesos bosques que cubrían la tierra como una tupida alfombra, jamás lo podríamos saber. Poco después divisamos los derrumbes de las nacientes del Piñi-Piñi, que tramontamos y nos encontramos frente a la azulosa y ondulada meseta donde debería hallarse la laguna cuadrada. Tomando como referencia el cerro de las cinco puntas y las quebradas del Sinkibenia y del Pantiacolla que quedaban al Este, recorrimos esa enorme y solitaria extensión de selva sin que pudiéramos divisar, ni la cascada ni la laguna cuadrada ante mi desconcierto y la decepción de mis acompañantes. ¿Que sucedía? ¿Era posible que yo que excepcionalmente me desorientaba, en esta oportunidad lo estuviera? . Llegamos hasta la naciente de muchos ríos que por la dirección que llevaban, dedujimos eran los afluentes de la margen derecha del Manu, hasta que, considerado el tiempo transcurrido, iniciamos el retorno, siguiendo el curso del río Sinkibenia, desde sus mismos orígenes. En el trayecto observamos varias concentraciones de cabañas lo que nos persuadió de no aterrizar. Así alcanzamos el Pantiacolla y siguiéndolo, río abajo, llegamos, finalmente, a los petroglifos, posándonos en la pequeña playa que los separa del torrente. Me informé de los avances logrados por los dos grupos de sendeadores. El de inoki, que exploró la margen izquierda, había llegado hasta el vértice de un estrato gredoso de forma piramidal, que en la fotografía del satélite, semejaba una construcción. Había encontrado unas grutas y aparentemente, el trazo de un camino. El grupo de Yábar y Cáceres, había recorrido cinco kilómetros, siguiendo el camino cortado en la roca hasta una cumbre de la cordillera del Piñi-Piñi que, por su vertiente nor-oriental, constituye la ladera derecha del valle del Pantiacolla. En diversos puntos de su trayecto habían descubierto nuevos petroglifos tallados en la pared del camino. Nos instalamos en el campamento, y el helicóptero partió llevando a mi hijo Carlos y dos amigos suyos que habían permanecido dos días en el campamento. Yo me quedé para visitar, personalmente, las sendas abiertas por los macheteros. Recorrí tres kilómetros de la construida sobre el camino de roca, observando y fotografiando los nuevos petroglifos que eran de estilo diferente a los del acantilado y de tamaño mayor. De regreso, seguí la senda con rumbo nor-oriental hasta las grutas, comprobando que lo que los sendeadores habían considerado como camino, no era más que una grieta natural. Retorné de noche completamente exhausto. El día siguiente, todos los trocheros, aduciendo que tenían que estar en Salvación por ser el aniversario patrio, me pidieron que los enviara en el helicóptero que llegó l legó a las 8 de la mañana. Accedí pese a mi certidumbre de que ya no volverían. Permanecí con Inoki y Yábar hasta medio día, estudiando los nuevos petroglifos, compartiendo mis caminatas con Joan que persistía en que hiciéramos un nuevo vuelo en busca de la laguna cuadrada. En efecto, aprovechando la hora temprana de la llegada del helicóptero, volvimos a partir y siguiendo la quebrada del Pantiacolla, penetramos en la meseta ondulada. Como ibamos a considerable altura, pudimos notar que, por encima de esa meseta, se extendía otra, igualmente amplia. Recién entonces caí en la cuenta de que en nuestra excursión del día anterior, no habíamos explorado ese nivel, probablemente por eso, no pudimos ver la laguna cuadrada. La oportunidad era propicia para enmendar este error. Lamentablemente, numerosas nubes, comenzaron a cubrir este plano. Con todo, a la distancia, donde ya se observaba una cortina de lluvia, todos pudimos ver, borrosamente, la cascada que se despeñaba desde la cima del cerro achatado, para perderse en la bruma que se acumulaba en su falda. No pudimos, acercarnos mucho, ni distinguir la laguna, y nos vimos obligados a regresar. Sin embargo, con gran satisfacción mía, habíamos vuelto a localizar el paraje y ya conocíamos la ruta que deberíamos seguir, para llegar a él, en otra oportunidad. Luego, descendimos por la cadena del Pantiacolla y aterrizamos cerca a los petroglifos, para dejar a Joan y Fred que se empeñaron en pernoctar otra vez en aquel lugar. Después, continuamos hasta Salvación. Llegué a ver las cumbres cubiertas de paja, en las alturas de esos montes . . .
Los festejos de fiestas patrias se prolongaron los dos días siguientes. Por eso, para utilizar mejor el tiempo, efectuamos dos vuelos remontando el río Tono y el Callanga, hasta alcanzar la cumbre del Apucatinti, en cuya ladera oriental, vimos, nuevamente, el trazo sinuoso que habíamos observado con Tryon y Wedemeyer. Pero, otra vez, quedamos con la duda de lo que podía significar y el punto donde terminaba ¿Sería, acaso, un tramo intermedio del camino de piedra y del camino tallado en la roca de los petroglifos? ¿Se dirigía a la laguna cuadrada? Como lo sospechaba, los trocheros y quepiris, aduciendo que tenían que retornar a sus tareas agrícolas, me anunciaron que no podrían seguir participando en la expedición, por lo que una vez más, tuve que dar por terminada la operación. Joan, que rehusaba resignarse a interrumpir la búsqueda de Pantiacolla y, sobre todo, de la subterránea mansión de los atlantes y lemúridos, frente a la inmodificable realidad, convino en suspenderla, con el firme propósito de reanudarla en cuanto reuniera los fondos y recursos necesarios en Estados Unidos, hacia donde partió en los primeros días de Agosto. Los demás participantes de la expedición, fueron retornando paulatinamente a sus lugares de procedencia y yo regresé a Arequipa. Casi de inmediato recibí una llamada telefónica del Cusco, informándome que todos los exploradores del grupo que vivían en el Cusco, así como en Salvación, habían sido citados por la Guardia Civil y por la PIP, acusados de profanadores y depredadores de las ruinas de Pantiacolla, por los funcionarios del Parque del Manu, del Ministerio de Agricultura y del Instituto de Cultura. Fueron sometidos a embrollados interrogatorios destinados a averiguar que cantidad y calidad de tesoros habían extraído de los petroglifos y cuanto de eso se había llevado ll evado Joan y los otros gringos a Estados Unidos. Entre tanto, simultánea y concertadamente, en los diarios de Lima y en El Peruano, los departamentos de Relaciones Públicas de las mencionadas reparticiones estatales, publicaban sendos comunicados en los que advertían al público que no habían autorizado nuestra expedición y que por lo tanto la desautorizaban y nos responsabilizaban de sus efectos. Era tan insólita y absurda esta reacción que, inicialmente, me dejó desconcertado. Me resistía a aceptar que funcionarios públicos, la mayoría de los cuales ni siquiera conocían la región de Pantiacolla, procedieran con tanta precipitación y animadversión contra nosotros. En efecto, habíamos iniciado la expedición amparados en la situación legal del INIARA que estaba reconocida oficialmente como entidad dedicada a la investigación arqueológica y que, a mayor abundamiento, había obtenido una licencia específica para esta exploración que permanecía vigente. Por otro lado, demostraban desconocimiento de la realidad al suponer que podríamos haber deteriorado las ruinas, puesto que ellas aún no habían sido halladas, y, finalmente, era improcedente ordenar que se investigara por los tesoros que habríamos sustraído. Evidentemente, detrás de todo esto, había una mano muy poderosa que movía, en beneficio propio, hasta los mecanismos burocráticos, para interponerse en nuestro desinteresado afán de estudio. ¡ Allá ella! , pués, yo nunca había tenido tiempo de tramar semejantes estratagemas para deshacerme de eventuales competidores. Mas aún, me parecía irrisorio que a mí, que, sin pretender magnificar el papel que había jugado en el sano propósito de despejar la incógnita de Pantiacolla, se me considerara como un advenedizo a la región a cuyo conocimiento había contribuído. En suma, me limité a publicar una carta aclaratoria en el diario La Prensa de Lima, la que inspiró al periodista e historiador Juan José Vega para que, irónicamente, comentara la inconfesable intención e incomprensible actitud de quienes trataban de detractarme. En esta expedición, aparte de comprobar que el camino tallado en la roca, continuaba indefinidamente por el valle de Pantiacolla, no adelanté nada mas en mis indagaciones. Habría que organizar otra, por aire y por tierra, para averiguar a donde iba o, de donde venía.
MAMERIA Y YUNGARY Es muy poco lo que he cazado este mes-pensó Alberto Silva mirando, desanimadamente, el conjunto de pieles que secaba al sol, tensadas sobre armazones de palos, cerca de su choza a orillas del Amalie. Eran tres de picuro, cuatro de huangana y una de tigrillo. Recientemente había recorrido el valle de Guadalupe en busca de jaguares pero solo consiguió atrapar dos nutrias, y, era preciso que insistiera, para devolver el adelanto que le había concedido el judío a quien las vendía, periódicamente. Había aprendido a cazar con trampa de un italiano a cuyo servicio estuvo durante un año. El negocio fue ventajoso al comienzo pero la llegada de nuevos colonos y exploradores ahuyentó a los animales silvestres hacia parajes mas alejados. . Ahora sería necesario ir a buscarlos allí, por ejemplo, al río Nistrón donde, según decía Mamé, su ayudante chuncho, los había visto en abundancia cuando era niño, antes de venir a Kosñipata. - ¡ Oye, Mamé! gritó al selvícola que atizaba el fogón donde cocinaban su comida - cuéntame eso que oíste decir a tu padre sobre la Cascada Amarilla. - ¿ Ya no te he dicho, pués - respondió Mamé - que a mi padre, a mi familia y a toda la tribu, los arrojaron los pacoris de donde vivían? Allí había muchos animales para cazar: sachavacas, venados, tigres... todo. Por eso nos atacaron para quitarnos el lugar. Los que se salvaron, se refugiaron en las alturas. Solo mis padres y yo escapamos por el Piñi-Piñi hasta aquí . . . . - Sí, eso ya lo sé - interrumpió Silva - pero lo que quiero es que me repitas lo del metal que sacaban del fondo de la cascada que era como el anillo que te pones en la nariz. - Hay mucho de ese metal decían . . . está debajo del agua, y, ya no me acuerdo mas - concluyó - mirando al infinito, como quien hace un esfuerzo para recordar sin conseguirlo. Luego continuó atizando el fuego. . Tenemos que cazar mas, ¡ mucho más! ¿Sabes? - dijo Silva, dirigiéndose a su ayudante - para que cuando venga el judío pueda entregarle una buena cantidad de pieles, porque si no, no me va a querer habilitar mas dinero. Mejor nos vamos al Nistrón, ¿que te parece? - Vamos, pues, - musitó Mamé, en su habitual tono gutural - pero los pacoris nos pueden matar.... Al día siguiente, temprano, recogieron las pieles que antes cubrieron con sal y polvo de alumbre para evitar su descomposición e hicieron un fardo que cargó Mamé. Silva reunió su equipo de caza, se lo echó a la espalda y ambos partieron hacia el campamento de los huachipaires, situado en las inmediaciones de la desembocadura del Amalie en el Piñi-Piñi, donde habían dejado el resto de sus provisiones. Al llegar al caserío se dieron con la sorpresa de encontrar en él a tres cazadores mamerias que habían venido para intercambiar anillos metálicos por sal. Los mamerias originalmente eran huachipaires que habitaban el valle del Piñi-Piñi, desde el río Amalie hasta el Nistrón, pero habían sido desalojados paulatinamente por los pacoris procedentes del Sinkibenia que empezaron por incursionar, episódicamente, y terminaron apoderándose del valle del Nistrón. Los huachipaires, diezmados por sus vigorosos enemigos, se refugiaron en las tierras altas de Mamer ia los contrafuertes andinos, especialmente en uno de los afluentes del Nistrón al que llamaron Mameria que, en su dialecto, significa río sin peces. Allí sobrevivían precariamente y para conseguir alimentos descendían furtivamente a los ríos de los bajíos, sobre todo, cuando los pacoris en cierta época del año emigraban masivamente al Sinkibenia. A Mamé lo apodaron así en Kosñipata por provenir de la tribu Mameria y, a pesar de haber huido cuando adolescente, recordaba todavía su lengua tribal, de modo que, al encontrarse ese día con sus hermanos, no tuvo dificultades para entenderse con ellos y de informarse que los pacoris habían a bandonado el valle del Piñi-Piñi en su anual peregrinaje hacia sus tierras nativas. La noticia era tranquilizadora, pero había que apurarse y aprovechar la circunstancia propicia. Después de descansar un día en el caserío y empaquetar sus provisiones, se embarcaron en una balsa y despidiéndose de sus amigos se encontraron navegando hacia el Piñi-Piñi. Lo hallaron turbio y crecido lo que les era favorable porque así se calmaba la corriente de los rápidos, e impulsándose con las tanganas, pudieron surcarlo con relativa facilidad. Con frecuencia tenían que sumergirse en el río y halar la balsa esquivando la impetuosa correntada. Así continuaron hasta que la posición del sol les indicó que era momento oportuno para acampar; para ello eligieron una playa arenosa bordeada de numerosas matas de caña brava. Con sus tallos, que clavaron en el suelo, construyeron una empalizada circular, a modo
de pared y, con las hojas, formaron un techo casi impermeable. Juntaron hojas, ramas y troncos secos y con ellos encendieron una hoguera y partieron, monte adentro, en busca de la caza necesaria para preparar su comida. De ese modo fueron avanzando, día a día, sin ningún percance. Cruzaron varios ríos que desaguaban en el que seguían que, paulatinamente, se volvía mas estrecho, torrentoso y difícil de surcar en balsa por lo que su avance era lento y penoso. Había caza para alimentarse, pero no tigrillos ni jaguares. Cuando Silva ya se desanimaba de proseguir, al fin, al doblar un recodo del río, desde un remanso y junto a una extensa playa, distinguieron, muy cerca, un cerro muy alto y empinado al que, sin vacilar, Mamé señaló diciendo: ¡ Mameria! Acamparon en la playa y construyeron, como de costumbre, su pequeña choza y cuando se disponían a salir de caza, escucharon el bullanguero estrépito característico de las manadas de huanganas al atravesar el bosque. Se ocultaron detrás de un peñazco y esperaron la aparición de los cerdos. Convinieron en que Mamé, que era un experto arquero, disparara contra ellos, a fin de economizar cartuchos. Repentinamente, arrancando ramas y derribando cañas, irrumpió la piara cruzando la playa a la carrera. La mayoría se lanzó al río para cruzarlo y, entonces, Mamé, erguido sobre el peñazco, templó la cuerda, arqueó la chonta y soltó la flecha que, zumbando, cruzó el aire y atravesó a una huangana. Sin demora, disparó la segunda y derribó otro animal. Luego, prorrumpiendo en un grito triunfal, empezó a correr para recoger las piezas, cuando surgió con felinos saltos, de la espesura, un gran jaguar que se abalanzó sobre una de las huanganas caídas. Silva, que avanzaba detrás de Mamé, casi sin detenerse, le descerrajó inmediatamente un tiro. La fiera dio un tremendo salto, cayó en la arena, se sacudió convulsivamente y, al fin, quedó inmóvil. El cazador se acercó cautelosamente hasta tocarla con el cañón de su escopeta y se quedó contemplándola extasiado. Nunca había visto un ejemplar tan grande y robusto ni de piel tan limpia y sedosa. Pensó que con ella podría pagar con creces la deuda con el judío y, de inmediato, comenzó a desollar a su presa indicando a Mamé que hiciera lo propio con las huanganas y que, además, juntase leña y encendiera el fuego. Antes que oscureciera exploraron los alrededores boscosos, encontrando, muy cerca, una collpa que explicaba la presencia de las huanganas y las numerosas huellas de sachavacas, venados, picuros y otros animales salvajes que cruzaban en todas direcciones la playa arenosa. Satisfechos de la faena cumplida durmieron profundamente. Despertaron alertados por el cacareo de las pavas de monte y procedieron a instalar las trampas en torno a la collpa. A pesar que el lugar era propicio para aumentar el número de pieles, Silva decidió continuar hacia el cerro que el chuncho había señalado como Mameria, pués estando tan cerca, no quería perder la oportunidad de descubrir la cascada amarilla. Desayunaron, cubrieron las pieles con piedras y palos y partieron a pie hacia la montaña. Luego de una hora de caminata llegaron a sus faldas por donde discurría un caudaloso afluente del río que seguían. ¿Ese es el río Mameria? - preguntó Silva. No - respondió su acompañante - este es el Yungary. El Mameria entra mucho mas arriba en el Yungary. Hablaba nerviosamente, con recelo, pués, al contemplar el paisaje, trágicas reminiscencias acudían a su mente: fue allí donde hacía muchos años, él y su familia al ser atacados por los pacoris, iniciaron la desesperada fuga que los llevó hasta Kosñipata, arrancándolo brutalmente de su ambiente natural, que no había olvidado jamás, para enfrentarlo desadaptado y disminuído con un medio en el que se sentía extraño y desamparado. Silva, a pesar de intuir los sentimientos de Mamé, cruzó el Yungary y siguió caminando por su margen izquierda hasta llegar a un arroyo torrentoso que se precipitaba por una estrecha cañada. Mas arriba se distinguía, entre el follaje, una cascada. Pensó que podría ser aquella a la que los selvícolas aludían y sin titubear trepó por el talud de la cañada, que lo fue alejando del cauce del riachuelo hasta que, finalmente, se sintió pisando terreno plano. Continuó caminando a través de un bosque bajo pero sumamente intrincado. De trecho en trecho, iba encontrando grandes piedras que, -curiosamente, tenían todas, superficies rectangulares. Con su machete limpió el musgo que las recubría y comprobó que eran pulidas. De pronto se encontró frente a un muro muy alto, formado por piedras similares a las l as que yacían en el suelo. Con gran esfuerzo lo escaló hasta la cúspide y desde allí observó otras paredes que se levantaban en toda la extensión de la explanada que la maraña le permitía ver. Evidentemente, se trataba de una población en ruinas. ¿Mamé, tu habías visto estas pircas cuando vivías aquí? – preguntó Silva. No podíamos subir hasta aquí -respondió el aludido -porque era malo, decía nuestro jefe y tambien mi padre . . . por eso nunca vinimos...
¿Por aquí estará la cascada amarilla? - continuó inquiriendo. ¡Ya te he dicho que no sé donde estará! - respondió Mamé con impaciencia y añadió: a mi solo me contaban pero nunca me llevaron. Silva no sabía nada de ruinas ni tampoco le interesaban. Trataba, simplemente, de encontrar la cascada amarilla, porque el chuncho le había referido confidencialmente que, un anillo plateadoamarillento que guardaba celosamente y que en ciertas oportunidades usaba colgándolo de la nariz, había sido fabricado de unas láminas que sus mayores traían, periódicamente, de la cascada amarilla. Frente a la respuesta evasiva de su ayudante, consideró que no podría contar con su colaboración para seguir buscándola y, por eso, prometiéndose regresar algún día, volvió lentamente hacia la choza de la playa. Luego iniciaron el viaje de retorno hasta Kosñipata. Al¡ í pagó su deuda al judío quien le comunicó que ya no trabajaría mas en la compra de pieles, pues, había cambiado de giro en sus negocios. Silva quedó sin el respaldo económico necesario para seguir en su oficio de cazador y buscando otro medio de vida, vida, se dedicó al de la venta de libros en Arequipa. Arequipa. Alberto Silva era amigo de varios de los miembros del INIARA de modo que cuando se enteró que estaba constituida esa institución y de los fines que perseguía, les refirió sus experiencias en el Nistrón, lo que dio lugar a que le propusieran que participara como, guía de una expedición para estudiar las ruinas que, casualmente, encontró en el Yungary. Le manifestaron estar en contacto con empresas extranjeras que aportarían capital y equipos y que él recibiría una apreciable cantidad de dinero por su contribución. En efecto, el Presidente de INIARA gestionaba la intervención de empresas extranjeras para financiar una expedición a Pantiacolla. Para promocionar la idea se publicó en una revista inglesa un artículo sobre los petroglifos de Pusharo que interesó, entre otras personas, a Phillip Miller, un norteamericano establecido en Miami, relacionado con empresas de televisión de esa ciudad y de Nueva York. Vino al Perú y con la orientación dada por el INIARA, efectuó un vuelo en avioneta explorando la zona de los montículos piramidales del Palatoa Chico, tomando numerosas fotografías, algunas de las cuales producían la impresión que, realmente, los montículos eran pirámides gigantescas. Sin mas averiguaciones, Miller regresó a Miami donde hizo publicar las fotografías, declarando que se trataba de inmensas ruinas incaicas en las que estarían enterrados los tesoros de Atahualpa, añadiendo que iba a organizar una expedición para descubrirlas. La noticia fue publicada por El Comercio de Lima y, su corresponsal en Arequipa me hizo un reportaje a través del cual aclaré que los montículos no eran propiamente ruinas, que no existía ningún fundamento histórico ni lógico para afirmar que en ellos estuvieran los tesoros de Atahualpa y, finalmente, que nosotros ya los habíamos observado en tres oportunidades. Pero Miller ya había organizado una expedición preliminar y había llegado a Lima con un grupo de cineastas que venían a filmar el descubrimiento. Encontrándome yo en Lima, casualmente, Rodolfo Bragagnini, Presidente del INIARA, concertó una entrevista entre el grupo de Miller y yo en la que ratifiqué lo expuesto al corresponsal de El Comercio. Me explicaron que el propósito que los había animado a hacer las publicaciones en Estados Unidos, era el de promover el interés de probables inversionistas para financiar una expedición solvente que fuera capaz de continuar las que nosotros habíamos emprendido con anterioridad y que, con esa misma finalidad, se proponían filmar los petroglifos de Pusharo, invitándome a que los guiara hacia ellos ya que descontaban mi participación como miembro del INIARA. Considerando que, efectivamente, ese podría ser un medio para conseguir el apoyo que venía buscando para proseguir mis investigaciones, acepté acompañarlos. Así, viajamos primero a Arequipa y después al Cusco donde, en un pequeño helicóptero alquilado a una empresa particular, nos trasladamos hasta Patria. Desde allí, cargados de aparatos de filmación, efectuamos un vuelo a los petroglifos y otro sobre las pirámides y luego retornamos al Cusco. Antes de volar a Lima, aseguraron que con la exhibición de la película que acababan de filmar, motivarían a diversas entidades ya interesadas de Estados Unidos en aportar el dinero y los recursos necesarios para llevar a cabo la gran expedición Pantiacolla que yo dirigiría. Se fueron y lo único que volví a saber de ellos en el futuro, fue que Miller, asociado con algunos integrantes del INIARA, en el denuncio de yacimientos de oro en el río Madre de Dios, había viajado a ese departamento. Después de eso, no supe mas de él. Por la misma época en que Miller hizo las publicaciones referentes a las pirámides, un etnólogo japonés, Yoshiaru Sekino, que afirmaba haber vivido con los machigangas del Sinkibenia, publicó en el diario Asahi Shimbun de Tokio, un artículo en el que afirmaba que él tambien había descubierto las pirámides del Palatoa a las que consideraba, por su regularidad y simetría, hechas por la mano del hombre y no formadas por acción natural. Dijo, además, que guiándose por las fotografías del satélite,
había sobrevolado la zona, en una avioneta y, terminaba anunciando que organizaría una gran expedición para estudiarlas. Estos dos extranjeros se atribuían, sin el menor escrúpulo, la primacía del descubrimiento de las pirámides. Pero, había otros que reclamaban para sí, la de los petroglifos y la idea de la existencia de la ciudad de Pantiacolla, como veremos después. La familia Trujillo, antigua colonizadora del valle del Tono, en Kosñipata, así como también del Alto Madre de Dios, había instalado un aserradero cerca al río Palatoa. En breves conversaciones sostenidas conmigo en ocasión de los muchos viajes que hice por esos lugares, me manifestaron su deseo de organizar una expedición a Pantiacolla, guiándonos por los datos que ellos habían recogido en su hacienda de San Jorge. Nunca se presentó tal ocasión. Mas bien, hicieron contacto con Herbert y Nicole Cartagena, quienes, en 1975 habían visitado los petroglifos petroglifos de Pusharo, cuyo descubrimiento descubrimiento se atribuyeron y publicaron el libro Sobre la Pista de los Incas. Después de una corta permanencia en Francia, los Cartagena retornaron a Kosñipata y emprendieron una prolongada y meritoria expedición cuyos detalles solo parcialmente conozco. Recorrieron, al parecer, el valle del Píñi-Piñi hasta el Yungary. Como la expedición era financiada y patrocinada por empresas francesas de televisión, t elevisión, éstas se reservaban el derecho a las informaciones i nformaciones y a la documentación que se obtuviera. Por eso, nadie, en el Perú, posee un informe completo de los resultados de la expedición de los Cartagena. Lo cierto es que, a mediados de Agosto de 1979, comunicaron por radio que habían avistado una meseta en la que se podía observar, a la distancia, construcciones de inmensas ruinas. Igualmente, anunciaron haber visto salvajes gigantes de mas de dos metros de estatura. Finalmente, el 17 de Agosto de ese año, comunicaron encontrarse en situación crítica, sin alimentos ni agua, frente a un pantano negro, infranqueable, y, que requerían un helicóptero urgentemente. Sus asociados en el Cusco les enviaron la máquina con víveres y refuerzos y los dejaron en un lugar mas seguro para que prosiguieran la expedición durante la cual, habrían entrado en contacto con los pacoris y con los mamerias. Algún tiempo después regresaron al Cusco y de al¡ í continuaron a Francia donde declararon que organizarían una expedición debidamente provista para concluir sus investigaciones. Uno de los participantes de esa expedición fue Carlos Cartagena, hermano de Herbert, quien quedó en el Cusco, donde vivía, manteniendo la inquietud de descubrir Pantiacolla, acicateada por las perspectivas que ofrecía la exitosa relación establecida con los selvícolas que habitaban el Mameria. Un año antes de la expedición de los Cartagena, un grupo de jóvenes profesionales cusqueños, al parecer tratando de reivindicar para su ciudad, el mérito de descubrir Paititi, organizó una expedición compuesta por biólogos, antropólogos, geógrafos, botánicos y contadores, apoyada por la Universidad San Antonio Abad, el Organo Regional de Desarrollo del Cusco, el Comando de la Cuarta Región Militar y la Fuerza Aérea Peruana. Cuando estaban en los trámites preliminares, conversé con los más conspicuos miembros del grupo y les mostré en una exposición llevada a cabo en la Comandancia General muchas de las transparencias que tenía de los petroglifos y los montículos así como mapas de rutas de acceso a la región y les ofrecí algunos consejos prácticos. Ninguno de ellos tenía experiencia en exploraciones y por ello, a mi modo de ver, la expedición se entretuvo excesivamente en preparativos, ensayos y comunicados de prensa y, lo único que consiguió realizar luego de un despliegue de gente y gasto de recursos fue visitar los petroglifos y observar su perficialmente los montículos. En realidad no aportó nada nuevo y concluyeron afirmando, creo yo que con ligereza, que no existía la tan buscada ciudad de Pantiacolla. Si hubiesen sostenido que no existía la ciudad del Paititi, habrían estado en lo cierto. A pesar de esa conclusión tan escéptica, un año después, el enviado especial del diario Expreso que acompañó a la expedición cusqueña, rectificó las declaraciones de los Cartagena y publicó en su diario un artículo titulado Gran Paititi sigue Perdido en la Selva, dando a entender por una parte, que él y su grupo, seguían pensando que Paititi era el nombre de una ciudad y no de una región, y, afirmando, por otra, que los primeros peruanos que habían llegado a los petroglifos, fueron los miembros de aquella numerosa expedición, incurriendo en el mismo error que criticaba a los esposos Cartagena. Entre tanto, frente a las numerosas publicaciones y expediciones nacionales y extranjeras que se atribuían tanto el descubrimiento de los petroglifos como la posesión de precisos datos para ubicar el Paititi, yo quedé práctica mente defraudado y aunque estaba convencido que lo que afirmaban no era verdad, comencé a experimentar un creciente sentimiento de desaliento. En estas circunstancias me visitó Alberto Silva y, a pesar de los propósitos que abrigaba de no volver a dar crédito a nuevos
relatos sobre el Paititi, la seguridad y simplicidad del de Silva, me impresionaron y, buscando, inconscientemente tal vez, recuperar el entusiasmo disminuido, me embarqué, otra vez en la tarea de organizar una expedición al Nistrón. A diferencia de otras oportunidades no encontré institución o persona dispuesta a apoyar financieramente una empresa de esa naturaleza, además, era muy difícil que la Fuerza Aérea del Perú, aceptara efectuar vuelos a Pantiacolla gratuitamente. El único modo de conseguir algunas horas de vuelo era aprovechando la presencia de helicópteros en la zona que se encontraran realizando vuelos programados, en cuyos intervalos, como concesión especial, accedieran a prestarme apoyo. Debía recibir, así, información precisa y oportuna lo que no era sencillo; pero, la amistad con oficiales de la FAP, forjada en mis numerosos viajes con ellos, me ofrecía posibilidad. No obstante, eso no bastaba porque era necesario que el Comando de la Fuerza Aérea, autorizara la ayuda que solicitaría. Por entonces el Jefe del Estado Mayor de la FAP, era el General Luis Galindo Chapman, con quien mantenía amistad por haber trabajado a sus órdenes cuando fue Ministro de Trabajo y autoridad del Seguro Social del Perú. A pesar que cada vez que reiniciaba la tarea de organizar una nueva expedición el esfuerzo me resultaba mas difícil, pensando que no hay peor gestión que la que no se hace y con la certidumbre de que si no era yo mismo, nadie la haría por mi, empecé a hacerlo con interés, considerando que la ocasión apropiada era transitoria, pués, en cualquier momento el General Galindo podía ser cambiado de cargo y su apoyo desaparecería. Afortunadamente, como otras veces, al solicitar ayuda a la FAP fui objeto de una amistosa acogida y estando programada una operación de estudio de los aeropuertos de la Selva de Madre de Dios, mi petición resultó aceptable. En las visitas que me hizo Silva, vino acompañado del arqueólogo Manuel Huanqui, profesor de la Universidad de San Agustín y explorador entusiasta. Ofreció participar en la expedición que preparábamos y, de ese modo, conseguí la licencia del Instituto Nacional de Cultura que exigía el requisito de la presencia de un arqueólogo profesional para incursionar en el Parque del Manu. En el Cusco, por intermedio de mi amigo Segundo Tisoc, conseguí que se contratara la gente necesaria para efectuar la expedición y luego de comprar víveres y demás equipo, estuvimos listos para el viaje. Al aproximarse la fecha en varias reuniones estudiamos los mapas y la fotografía del satélite de la región del Piñi-Piñi en los que Silva señalaba como lugar de emplazamiento de las ruinas que vio, la desembocadura del Callanga. A él, no le constaba que así se llamara el río que cruzó para ascender a la explanada pero dedujo que así era por las conversaciones que después de su aventura había tenido con los conocedores del Piñi-Piñi. Faltando un día para viajar al Cusco, Silva me visitó inusitadamente y 'me comunicó, muy compungido, que no podría acompañarme: su esposa había enfermado gravemente y debía internarla en un hospital. La noticia me dejó consternado, pués, el éxito de la expedición de pendía del papel de guía que debería cumplir él, en una zona extensa y desconocida como era el largo valle del Piñi-Piñi. Pese a este contratiempo le solicité que señalara en el mapa el lugar preciso hacia donde debería conducir a la expedición, y, una vez mas, sin vacilación, marcó la desembocadura del Callanga en el Nistrón. Suponía que el Callanga lo llamaban Yungary o Mameria, solamente los indios de la tribu de Mamé. Habituado a superar todo tipo de adversidades viajamos por avión al Cusco a mediados de Agosto de 1979, Huanqui, mi hijo Fernando y yo. Busqué a los aviadores en su habitual alojamiento y tuve la grata sorpresa de encontrar como piloto al Comandante Federico Cáceres, amigo mío y oficial de gran pericia técnica y calidad humana. Desde la oportunidad en que no pudo acompañarme en la expedición hacia la meseta desconocida, debido al accidente que sufrió en Lima, quedó con el deseo de hacerlo y buscaba la oportunidad de realizarlo de manera que su disposición de ánimo y su identificación con los objetivos del apoyo que me iba a prestar eran excelentes. Esperamos un día en el Cusco debido a las fuertes lluvias reinantes. Al segundo día cuando fuimos a buscar al arqueólogo Huanqui al hotel en que se alojaba para ir al aeropuerto, lo encontramos enfermo con una gripe tan fuerte que le impedía movilizarse. Además de quedarme perplejo, perdí al segundo integrante de la expedición. Por suerte, tenía una copia de la licencia oficial del Instituto Nacional de Cultura que le habían otorgado a él con la que podía continuar. Con clima variable y ligera neblina, remontamos vuelo y nos dirigimos hacia Paucartambo. El abra de Accanaku que comunica las vertientes de ese río con la del Alto Madre de Dios, estaba totalmente cerrada por nubes oscuras, pese a lo cual, el Comandante Cáceres, guiándose por la carretera que cruza dicha abra, resolvió forzar el paso de la cordillera, pero, al llegar a la garita del Parque Nacional del Manu, instalada en la misma cumbre, desistió de su intentó y aterrizó suavemente. Allí esperamos
conversando con el guardabosque hasta que se disiparan las nubes y la visibilidad permitiera reanudar el vuelo. Felizmente, a poco de despegar, el horizonte se aclaró y nos permitió llegar rápidamente a Salvación donde mis amigos Willy y Clorinda Gerlac nos esperaban. Pero, apenas aterrizamos, el mal clima arreció y se desencadenó una tremenda tempestad. Mientras descansábamos en el albergue fue a buscarme un joven que me pidió hablar a solas. . Habrá observado - comenzó diciendo - que cada vez que ha venido en busca de Pantiacolla se encuentra Usted con grandes tempestades que, dificultan sus investigaciones y le cierran el paso, ¿No es así? . - Efectivamente - le respondí- esta región es muy lluviosa y la meseta de Pantiacolla aún mas, debido a que los vientos cálidos de las llanuras del Manu y Madre de Dios, arrinconan las nubes en la barrera natural que forman los contrafuertes contrafuertes andinos. Bueno - replicó - esa es la explicación que Usted concede al origen de las tormentas, pero, yo creo que puede haber otras causas que ignora y que, desde su posición científica, seguramente, no desea Usted averiguar. Se interrumpió un segundo y luego prosiguió: - Pero, ¡ caramba! todavía no me he presentado y ya estoy discutiendo. Soy Jorge Ladrón de Guevara, para servirlo. Mi profesión es la de Antropólogo. Hago estudios para determinar la profundidad que alcanzaron las incursiones incaicas en la selva. Participo en una misión oficial. Con motivo de mi trabajo he explorado las cabeceras del Carene o Colorado en el punto donde casi se tocan con las del Nusiniscato y por allí, en un cañón muy profundo, tallados en una inmensa pared de roca, vi petroglifos iguales a los que Usted encontró en Pusharo los cuales conozco por las fotografías que publicaron diarios y revistas. Por otra parte, pertenezco a la Fraternidad Universal y en tal virtud, me interesan sus esfuerzos y admiro la perseverancia con la que los viene realizando hace tantos años. Nosotros creemos que Usted está predestinado a descubrir, por lo menos, una de las ciudades ocultas descritas en la Crónica de Akakor, pero, su esceptisismo lo ha inducido a desechar invariablemente nuestros ofrecimientos de orientación y ayuda. . De modo que ustedes desencadenan las tempestades para impedir que descubra las ruinas - le dije - tratando de disimular mi tono irónico. - No somos nosotros mismos: son otras voluntades superiores que, eso sí, sabemos que intervienen - replicó - con serenidad pasmosa. - Entonces - continué arguyendo - ¿conocen la leyenda del Paititi? - No es una leyenda corrigió - es una tradición. Y, ¿qué debo hacer para evitar evi tar esa oposición? - pregunté. - Visitarnos cuando esté de regreso - respondió - entregándome una tarjeta y añadiendo: por ejemplo, en esa dirección. Leí la tarjeta y proseguí interrogando: - ¿De manera que en este intento tampoco lograré mi propósito? - Así es - me dijo lacónicamente. Luego se despidió con amabilidad y salió de la habitación. Quedé solo y mientras miraba por la ventana cómo la cortina de lluvia torrencial azotada furiosamente los cristales, traté de recordar a que ofrecimientos de ayuda se había referido mi extraño visitante. Borrosamente reviví algunas insinuaciones que había recibido, en distintas épocas, relacionadas con la Fraternidad Universal. Como siempre pensé correspondían al punto de vista esotérico propio de sus creencias; pero decidí no comentar la conversación sostenida, a fin de no sugestionar a mis acompañantes. El apoyo que me otorgaba la Fuerza Aérea consistía en la utilización del helicóptero por un máximo de ocho horas que podría distribuirse en cuatro días, después de los cuales, el aparato debería proseguir su operación oficial. Esto significaba que a partir de ese día debía transportar a los expedicionarios al lugar señalado por Silva, desembarcarlos con el equipo y organizar la búsqueda de las ruinas; recogerlos dos días después y regresarlos a Salvación. Dentro de estas limitaciones li mitaciones no podía utilizar las horas de vuelo si no cuando tuviera la seguridad de que el clima fuera favorable. Después de una noche en que no cesó de llover, amaneció con un cielo cubierto de nubes. Mientras despejaba, preparamos la polea del helicóptero para descolgar por la borda hombres y equipo y realizamos varios ensayos para que nada fallara. Por otro lado, los colonos de Salvación que estudiaban la ruta de un camino que querían construir para unir esa población con el valle del Inambari, pidieron al Comandante Cáceres y a mi que, durante los días que permanecieran los expedicionarios en el Callanga, llevásemos a dos de sus representantes en un vuelo que atravesara la
región, Por razones obvias no pude oponerme a esta solicitud y accedimos. Pero, recordando mis angustiosas experiencias anteriores, decidí no separarme del helicóptero. En consecuencia dispuse que Inoki, Yabar y mi hijo Fernando, con la demás gente, se quedaran explorando la explanada de Silva y que yo retornaría a Salvación para acompañar al Comandante y a los colonos en su viaje de exploración del proyectado camino al Inambari. Luego retornaría al campamento que debían levantar en el Callanga y allí quedaríamos todos hasta terminar la exploración. El comandante y el co-piloto que lo acompañaba no tenían ningún inconveniente en pernoctar en los dominios de los pacoris y, mas bien, se mostraron contentos de participar en esta aventura. Al promediar la mañana despejó parcialmente con tendencia a mejorar. El helicóptero estaba listo con todo el equipo de modo que resolvimos probar suerte y levantámos vuelo rumbo al Piñi-Piñi. Mirador de la hacienda Erika, observamos el ancho valle del Apenas sobrepasamos la cumbre del Mirador Piñi-Piñi que en ese momento se llenaba de nubes. Entre ellas, algunos claros nos permitía observar los distantes cerros de Callanga. El piloto se lanzó a través de uno de esos claros con la esperanza de encontrar mas allá, condiciones favorables atmosféricas. Por desgracia, valle arriba se estaban agrupando numerosos cúmulos que no nos permitirían el paso. No siendo posible retornar por donde habíamos llegado ni proseguir hacia nuestro objetivo, buscamos acercarnos a las haciendas de Kosñipata. De improviso, entre las nubes, avistamos un caserío. El piloto evolucionó con pericia hasta tocar tierra al lado de las cabañas. De su interior, con gran algarabía, surgieron hombres, mujeres, niños y perros, que en grupo, rodearon al helicóptero. Al descender nos recibió un joven que cordialmente nos dio la bienvenida. Era el profesor encargado de este campamento. Se trataba de una comunidad de nativos que por estar instalada en las orillas del río Huacaria, se llamaba Santa Rosa de Huacaria. Huacaria.
Después de las presentaciones de rigor nos invitaron a almorzar con una sopa de yuca con charqui. Después, dos de los colonos, los hermanos Pablo y Simón Colisonquihua, naturales del Nistrón aceptaron integrarse a nuestro grupo para guiarnos y conseguir el apoyo de familiares que aún permanecían en dicho valle. Llevándolos a bordo, retornamos a Salvación volando sobre el pongo del Koñec. Llovió toda la tarde y eso nos obligó a recluírnos en el albergue. Aproveché la ocaci6n para conversar con los Colisonquihua que hablaban el suficiente castellano como para que nos entendiéramos. Pero, a pesar de mis esfuerzos para que me informaran algo que nos orientara acerca de la zona de la desembocadura del Callanga y sobre la existencia de ruinas, no obtuve ningún resultado. El pensamiento concreto de estos selvícolas, les impide entender abstracciones y, además se manifiestan herméticos cuando se les indaga sobre ruinas. De todos modos, averigüé que los Mameria a las zonas altas de los valles y Yungary a las bajas huachipaires denominaban genéricamente Mameria y que no sabían cuál era el río Callanga porque desconocían ese nombre que es de origen Quechua. Con el propósito de llegar antes que las nubes, despegamos muy de madrugada con el helicóptero lleno de personas y equipaje y aprovechando que la atmósfera estaba despejada, nos dirigimos, a toda máquina, hacia el encuentro del Callanga con el Nistrón, siguiendo el trayecto que yo conocía por haberlo recorrido varias veces. A medida que nos acercábamos a ese punto nuestro entusiasmo decaía porque el valle se cubría velozmente de neblina. Al fin, distinguimos la playa de la confluencia y en un momento estuvimos volando sobre ella. Considerando los datos de Silva, remontamos el cauce del Callanga hasta encontrar un arroyo torrentoso que desembocaba por su orilla izquierda. También lo remontamos hasta sus orígenes y en lugar de encontrar al¡ í la explanada de la que nos había informado, nos hallamos frente a una extensa ladera de suave inclinación, indudablemente, pero de ninguna manera plana. Supusimos que lo que Silva recordaba como una pampa, era, mas bien, esa ladera de poco declive. Elegimos el sitio menos boscoso e iniciamos el trabajo de descolgar por medio de la polea a los primeros hombres que fueron Yabar, Inoki y Fernando. Las palas del helicóptero que se mantuvo suspendido, sin avanzar, muy cerca de la copa de los árboles, producían un viento tan intenso que abría el follaje y separaba las ramas formando un verdadero pique entre la fronda, lo que permitió el descenso de hombres y pertrechos. Los hermanos Colisonquihua sintiendo un miedo invencible, se negaron a bajar por el cable. La operación exigió al máximo toda la destreza, serenidad y coraje de los aviadores y demoró, aproximadamente, media hora. Al finalizar la arriesgada maniobra, el helicóptero abandonó su posición estática para elevarse un poco y virar en amplia curva descendente y aterrizar en la playa del encuentro. Los pilotos desconectaron el
motor que se había recalentado y esperaron a que se enfriara. Los Colisonquihua descendieron presurosos y se internaron en el bosque para reunirse con el grupo. En la noche anterior, en el albergue de Salvación, planificamos minuciosamente las operaciones de exploración que ibamos a cumplir y convinimos que al día siguiente volveríamos para integrarnos al grupo. El encomendar a otros las funciones que yo debía realizar me dejó descontento. Tampoco me agradaba haber instalado el campamento en la ladera y no en una explanada como hubiera sucedido si la versión de Silva fuese correcta. Recordando en ese momento que en vuelos anteriores observé otro río que desembocaba por la orilla derecha del Nistrón a unos diez kilómetros mas arriba, admití que ese fuese y no el Callanga, el que Silva visitó. Para salir de dudas, pedí al Comandante Cáceres que antes de regresar a Salvación, efectuáramos un vuelo de exploración, Nistrón arriba. Accedió gustoso, y partimos. El valle estaba cubierto de nubes que nos impidieron alcanzar el paraje al que queríamos llegar y nos vimos obligados a emprender el regreso a Salvación. Allí, en el helipuerto recogimos al jefe del Puesto de la Guardia Civil y a Ismodes; luego continuamos hacia el legendario valle del río Colorado, siguiendo la quebrada del Yunguyo hasta sus nacientes y desde ellas comtemplamos el exótico paisaje de aquella inmensa, salvaje y casi desconocida cuenca. La tierra vista desde el aire, parece un cartón arrugado: numerosas y alargadas colinas que apuntan en dirección al río Madre de Dios, que se atisba en la brumosa lejanía, alternan con profundos cañones y quebradas por cuyo fondo discurren plateados torrentes. En la orilla rocosa y plana de uno de ellos, aterrizamos. El espectáculo era impresionante por la belleza y la soledad perturbadas, seguramente por primera vez, por un helicóptero. Proseguimos enseguida hacia el río Punquiri, afluente del Inambari, que era nuestro objetivo final. Después de su reconocimiento regresamos cruzando los orígenes de los ríos Blanco y Azul y, virtualmente empujados por el viento que precedía a una tormenta, aterrizamos junto al albergue de Salvación. A lo lejos, en dirección al Piñi-Piñi, los relámpagos se sucedían con inusitada frecuencia haciéndonos imaginar las penurias que estarían pasando nuestros compañeros de expedición en el campamento de exploración. A la mañana siguiente tuvimos que esperar que amainara el temporal antes de dirigirnos al escenario de operaciones. Con clima desfavorable emprendimos el vuelo y sorteando nubarrones y chubascos, nos encontramos volando sobre él. La humareda de una fogata encendida al filo de la cresta que coronaba la ladera, nos orientó hacia el estrecho helipuerto que habían construido. Aterrizamos con mucha dificultad e inmediatamente nos vimos rodeados por los expedicionarios que, cubiertos de barro y con expresión ansiosa, se apiñaban junto al aparato. Nos informaron que a pesar de los esfuerzos desplegados buscando indicios de ruinas, lo tupido del bosque así como el exuberante musgo que cubría el suelo y los troncos, no les habían permitido encontrar nada y que, finalmente, la tempestad y la lluvia los habían obligado a refugiarse en sus carpas que se encontraban anegadas. Las condiciones climáticas empeoraban por momentos y anunciaban que se preparaba una tempestad mas fuerte que la desencadenada el día anterior. El valle del Nistrón se veía tan nublado que desvanecía el intento de sobrevolarlo. En vista de ello ordené que recogieran todo el equipo que pudieran y que abordaran el helicóptero. Velozmente cumplieron y en pocos minutos, chorreando agua y oliendo a humo, apretujados, todos se acomodaron en la nave que despegó pesadamente y enfiló hacia Salvación, aldea que, en esas circunstancias, justificaba plenamente su nombre. El resultado de la expedición demostró con certeza que la información proporcionada por Silva era errónea y que la quebrada que el había explorado no era la del río Callanga, sino, probablemente, la del Yungary que se encontraba ubicada bastante mas arriba en el valle del Nistrón. Aunque las horas de vuelo concedidas estaban a punto de agotarse, el Comandante Cáceres, identificado con nuestra desilusión, espontáneamente, me ofreció efectuar un vuelo más a la desembocadura del Yungary, si las condiciones del clima mejoraban. Naturalmente, yo acepté el ofrecimiento y rogando a los manes de todos los exploradores que me habían precedido en la búsqueda de Pantiacolla y maldiciendo a las voluntades superiores que se oponían a mis realizaciones, permanecí confinado en el albergue, esperando ansiosamente que amainara el temporal. Pero no calmó, de modo que, al segundo día de espera dimos por finalizada la expedición. El helicóptero continuó a Puerto Maldonado y nosotros regresamos al Cusco. Por aquellos días, en el campo de mis actividades de Gerente Regional del Seguro Social, se me presentaban preocupaciones sumamente absorventes, pués tenía que terminar los estudios de factibilidad de construcción de un hospital en Puerto Maldonado, una posta en Salvación y otra en Mazuco, en Madre de Dios, y, un pequeño hospital en la comunidad de Huyro en el valle de la
Convención, todo ello antes de entregar la Región Sur Oriental, que había venido creando y organizando en los últimos años, a las autoridades institucionales que la dirigirían en lo sucesivo. Para cumplir estas tareas, apenas regresé del Piñi-Piñi tuve que efectuar rápidos viajes a los lugares mencionados y, de ese modo, la desilusión que sentía por el resultado negativo de mi expedición, se desvaneció insensiblemente. En los intervalos de estos viajes, me visitaron en mi alojamiento algunos Ex pedi dici ción ón Cie ntíf nt ífic ica a a Pantiacolla realizada hacía un año por el grupo de de los integrantes de la Expe profesionales cusqueños. Deseaban que uniéramos mi experiencia y conocimiento de la región con los recursos económicos y con un helicóptero que ellos podrían conseguir a través del ORDESO (Organo de Desarrollo de la Región Sur Oriental), para efectuar una expedición aérea y terrestre que demorara el tiempo suficiente para explorar minuciosamente los valles del Pantiacolla y del Piñi-Piñi hasta encontrar las ruinas o descartar, definitivamente, su existencia. Como desde que inicié mis expediciones, busqué siempre coordinar mis esfuerzos con los de las numerosas personas lugareñas que tenían los mismos intereses y propósitos que los míos, la propuesta de mis visitantes fue inmediatamente aceptada con verdadera complacencia. Convinimos en que en cuanto ellos aseguraran la contribución del ORDESO, me avisarían a fin de que yo pudiera obtener la licencia respectiva en mi trabajo y luego me trasladara al Cusco, para participar activamente en la organización de la expedición. Pero, transcurrieron los días y los meses y no llegó el aviso y nunca se concretó el convenio.
ATANDO CABOS
Después de la exploración a la boca del Callanga, no fue posible organizar otra expedición en busca de las ruinas de Pantiacolla, por carecer de recursos propios o aportados por otras personas. A pesar de estas dificultades alcancé a realizar tres viajes cortos. El primero de ellos, a mediados de 1979, llegó a Choquequirao, en el valle del río Apurímac, aprovechando la presencia de un helicóptero que realizaba operaciones oficialmente programadas por ésta región. Estuve acompañado por el arqueólogo Manuel Huanqui y mi hijo Fernando, con quienes salí del Cuico, para aterrizar en Abancay. Allí, nos encontramos con Mario Casaverde, fotógrafo y apasionado de la Arqueología, y, de Javier Triveños, comerciante y minero de Apurímac. Ellos, en compañía del Profesor Rosas, del Museo Nacional de Arqueología, habían efectuado, un año antes, una expedición, por tierra siguiendo la ruta del pueblo de Cachora, rumbo a las casi desconocidas ruinas de Choquequirao; permanecieron en ellas más de un mes, desbrozaron un área considerable y efectuaron importantes excavaciones. Su trabajo fue muy meritorio y representa el mayor esfuerzo que se haya hecho hasta la fecha en ésa extraordinaria concentración de ruinas. Casaverde y Triveños ofrecieron acompañarnos en la exploración que llevábamos a cabo y fueron admitidos con entusiasmo por nosotros. El objetivo de nuestro viaje era tratar de aterrizar en varias concentraciones de cercos y edificios apreciables en fotografías aéreas, tomadas por el Servicio Nacional de Aerofotografía y que parecían corresponder a ruinas aún no descubiertas, situadas al Norte de Choquequirao. Aprovechando los conocimientos de nuestros amigos, resolvimos empezar visitando Choquequirao, que también nos interesaba mucho. Despegando de Abancay, en veinte minutos estuvimos volando por el profundo y estrecho cañón del Apurímac, en el tramo comprendido entre la desembocadura del río Pachachaca y el Antacocha, teniendo a nuestra derecha el agreste nevado Ampay y, a nuestra izquierda, el imponente Ouishuar, ambos de más de 5.000 metros de altura. Al retornar, desde el río Antacocha y volando cada vez más bajo, apreciamos que algunas de las imágenes en las fotografías que teníamos, correspondían a cercos y cabañas habitadas por pastores o agricultores y, por ello, podían descartarse como ruinas no conocidas. Proseguimos, quebrada abajo y nos fuimos acercando cada vez más a las laderas de la margen derecha del valle; nuestro helicóptero se sacudía como una cometa de papel por el fortísimo viento que sopla permanentemente por el cañón. Al fin avistamos sobre la ladera, en forma casi vertical, construidas en un sitio increíble, las casas y galerías, de las enigmáticas ruinas. Para aterrizar cerca de ellas, el piloto necesitó de toda su pericia para luchar contra el viento y con arrojo inverosímil bajó lentamente, hasta posar el aparato en una pequeña área de terreno plano de no más de
50 metros cuadrados de superficie. Desde al¡ í, atravesando una hermosa portada de doble jamba de piedras pulidas, llegamos a las grandes casas de dos pisos, que constituyen el núcleo principal de la ciudad. Sus paredes están construídas de lajas adosadas, perfectamente unidas por medio de un barro gredoso, parecido al cemento. Numerosas piedras de granito sobresalen en los muros, tanto interior como exteriormente; su extremo libre es redondeado y está horadado por un agujero central circular tan pulido que parece hecho con broca y esmeril. Las ventanas, están obturadas por delgadas láminas de pizarra, a modo de vidrios. Atrás y por encima de ese conjunto de grandes casas, se superpone una infinidad de galerías que al adaptarse a la concavidad de la quebrada, toman la forma de herradura, cuya longitud, en las inferiores, alcanza más de un kilómetro. En los muros externos de esas galerías, de más de cuatro metros de altura, se abren grandes ventanas equidistantes, que además de permitir la iluminación interior, sirven para observar el fondo del valle y las laderas abruptas de los cerros de la margen opuesta. En el extremo de cada galería existen torreones con ventanas en todo su contorno que constituyen atalayas. Varias escalinatas de piedra labrada, enlazan una galería con otra, facilitando la circulación. Numerosos acueductos alternando con pequeños estanques, descienden desde las primeras galerías hasta el conjunto de grandes casas. El estilo de las construcciones es diferente al de Machupicchu y Ollantaytambo. En cambio, es muy semejante al de Espíritupampa o Vilcabamba. El significado de estas ruinas todavía no ha sido establecido; pero, si seguimos la tradición recogida por los cronistas de la conquista, se infiere que es una ciudad edificada con fines de vigilancia y defensa contra las chancas que habitaban los territorios que hoy pertenecen a los departamentos de Apurímac y Ayacucho. A nuestro parecer estas construcciones fueron levantadas en épocas remotas pero fueron rehabilitadas y adaptadas durante la permanencia de Manco y su dinastía en Vilcabamba, como lugares de refugio y defensa contra los españoles. Avanzada la tarde regresamos a Abancay con la intención de emplear el siguiente día en tramontar el abra de Pampaconas, ubicar el picacho donde había observado las gigantescas andenerías cuyo descubrimiento puso en peligro mi vida y, por último, visitar Espiritupampa. Después, en otra jornada, exploraríamos el valle del Apurímac, Apurímac, más al Norte de Pachachaca. Nuestros planes se vieron bruscamente interrumpidos por las disposiciones del Comando Aéreo que ordenaba el retorno inmediato del helicóptero al Cusco. Como acostumbraba hacerlo, estando en esta ciudad, visité al viejo Angelino Borda, pues me reconfortaba conversar con él. En esta oportunidad, extrajo de uno de los cajones del mostrador de su pequeña tienda, unos papeles de despacho entre los que se encontraba una hoja con un croquis toscamente delineado. Me explicó que había sido hecho por un conocido suyo, de oficio brujo y curandero que se hacía llamar José Cacique. Este personaje le había contado que procedía de la tribu de los paco-pacuris del Nistrón de donde había emigrado, primero a Kosñipata y después al Cusco y finalmente a Calca. Más adelante le refirió que siendo joven, junto con otros miembros de su tribu, frecuentaba unas ruinas que se encontraban en un pequeño río, afluente del Nistrón que corría paralelo y cercano al Cirialo, por el campamento en que Borda había vivido. En el croquis se podía observar un gran espacio oval circundado por una muralla con numerosas hornacinas. En la parte inferior del dibujo, se veía una portada de piedras labradas al estilo incaico, seguida de un pasaje o túnel, en cuyas paredes se abrían varios arcos que conducían a otras tantas galerías. Esta revelación me intrigó, pues, en cierta forma, me hizo recordar el relato que Ijojoe trasmitió a Bueno y que, precisamente se refería a la misma región. Encargué a Borda que localizara al brujo y le dijera que deseaba conversar con él. Quedamos en eso y una semana después, recibí una carta de Borda en la que incluía otro croquis, parecido al anterior. Me anunciaba que José Cacique, estaba dispuesto a entrevistarse conmigo en cualquier momento. Días después, tuve que viajar al Cusco en misión de servicio y visité a Borda, pero no pude ver al Cacique, porque, un día antes había viajado a Kosñipata para proveerse de yerbas y raíces que constituían su farmacia. Fue la última vez que vi a mi amigo Angelino Borda. Unos meses después, falleció. Los derroteros que me entregó, me llevaron a meditar detenidamente en la necesidad de revisar toda la información que había reunido y de correlacionarla con sentido orgánico. Emprendería esta tarea, como tributo al más conspicuo miembro del heterogéneo y numeroso grupo de creyentes del Paititi, que poco a poco se había formado, pero que, inexorablemente, empezaba a reducirse. La impresión visual que obtuve a través de los vuelos en los que conseguí tramontar el macizo en que termina la cordillera de Paucartambo y, que a tenor de la información proporcionada por Ocampo y Paliza, yo denominaba Toporaque, así como la obtenida en las dos oportunidades que sobrevolé la
meseta que se extiende al noreste de tal macizo, me llevaron, lentamente, a la convicción que la meseta que descubrimos con el Mayor Oswaldo Cabrera, y que posteriormente y por su extremo oriental, exploramos con el Mayor Javier Tryon en las cabeceras del Ticumpinea, no era la meseta del Pantiacolla, sino otra, a la que bien podría denominarse Mesopotámica en vista que allí se originan, hacia el Este, el Alto Manu y al Oeste el Ticumpinea, pertenecientes, el primero a la hoya del Manu y Madre de Dios y, el segundo, a la del Urubamba y Ucayali. Según esta concepción, la meseta de Pantiacolla sería la inmensa extensión de selva que, a modo de plano inclinado y ondulado, se extiende desde la cordillera donde nace el Nistrón, por el Sureste, hasta las suaves hondonadas pantanosas en las que se originan los ríos Panagua, Providencia, Cachiri, Umerjali y Sortileja, todos afluentes del Manú, por el Noroeste. Ambas mesetas están separadas por una cordillera transversal que es cortada por el Alto Manu y por el Ticumpinea, respectivamente. De suerte que, el río cuyo curso habíamos seguido con el Mayor Cabrera y que supusimos sería el Yuracmayo, no era tal, sino el Alto Manu o el Providencia. Consecuentemente, el grupo de cabañas que observamos en su margen derecha, tampoco había sido aquél en que Angelino Borda estuvo prisionero. Mi desorientación provenía del momento en que al divisar el derrumbe que interrumpía la quebrada por donde descendíamos, nos vimos obligados a abandonarla y remontarnos hasta quedar envueltos por las nubes. En el siguiente vuelo, al pretender llegar a la quebrada del Yuracmayo cruzando la cordillera de Paucartambo, al Noroeste de Toporaque, uno de sus contrafuertes nos había desviado hacia la meseta Mesopotámica, que desde entonces, consideramos como la de Pantiacolla. Si hubiésemos podido continuar la exploración de la quebrada de Yuracmayo, habríamos desembocado, por el valle de Yungary, en el río Nistrón. Un poco más abajo de aquel río, desagua el Cirialo, que es donde Borda afirmaba que estaba emplazado el caserío en el que permaneció prisionero. La rectificación del esquema mental y geográfico que hasta entonces había utilizado para orientar mis numerosas expediciones, me produjo una creciente e insoportable desazón. Ansiosamente buscaba la oportunidad de volar, nuevamente, sobre las cumbres de Toporaque y por el valle del Yuracmayo, para despejar mis dudas. En esas circunstancias, supe de la presencia de un helicóptero de la FAP en la región del Cusco. Sin pérdida de tiempo solicité al General Luis Galindo Chapman, entonces Ministro de Aeronáutica y amigo mío, que me otorgara algunas horas de vuelo para proseguir las investigaciones de las que él estaba ampliamente informado. Generosamente me las concedió, pero limitándolas, escasamente, a seis. Telefónicamente me comuniqué con Mario Casaverde a quien invité a acompañarme a fin de que tomara cuantas fotografías pudiera de la zona que exploraríamos. Nos encontramos en el Cusco y puestos en contacto con los aviadores que conducían al helicóptero, bosquejamos el plan de vuelo, circunscrito a las limitaciones de tiempo establecidas. Con clima nuboso despegamos y nos dirigimos al valle del Paucartambo. Como era frecuente, encontramos la cordillera del mismo nombre totalmente cubierta de nubes, por lo que, esperando que se disiparan, aterrizamos en la Comunidad de Challabamba. Las condiciones atmosféricas empeoraron, de modo que levantamos vuelo y aterrizamos, nuevamente, en la ciudad de Paucartambo. Fuimos alojados en el fundo El Paraiso, por la alcaldesa provincial, señora Luisa Figueroa y su esposo, William Leonard, propietarios del mismo. Pernoctamos allí y al día siguiente, reiniciamos el vuelo. El clima mejoró visiblemente, de suerte que, en poco tiempo, estuvimos volando sobre el Apucañasguay, donde se inicia la cordillera de Paucartambo. Seguimos su curso con rumbo al Apucatinti que se divisaba a la distancia, cruzando las nacientes del río Tono y luego las del Callanga. Bordeamos el maciso de Toporaque y tomamos el primero de los valles que, partiendo de aquél, se abre paso hacia la hoya del Piñi-Piñi. De inmediato lo reconocí: era la quebrada del derrumbe que habíamos recorrido con Borda y el Mayor Cabrera. Continuando su curso sinuoso, cuyo fondo estaba nublado, fuimos a terminar, en última instancia, al valle del Nistrón que identifiqué fácilmente. Remontamos las crestas del contrafuerte en el que nace ese río y penetramos, directamente, en la gran llanura inclinada, que evidentemente, era la meseta descrita por Escipión Llona con el nombre de Meseta de Pantiacolla. Mis presunciones se habían comprobado y pude rectificar en apenas una hora, el grave error que, durante muchos años, había desviado la orientación de mis expediciones. Sin embargo, debido a ese yerro había recorrido y conocido, tal vez como nadie, la inmensa,'salvaje y misteriosa región comprendida entre los ríos Paucartambo, Manu y Alto Madre de Dios.
Aprovechando nuestra situación, buscamos la laguna cuadrada del casique Celestino y sólo después de dar infinidad de vueltas, la ubicamos, fotografiándola desde diversos ángulos. Prosiguiendo, orientamos nuestro vuelo hacia la desembocadura del Yungary, donde claramente pude comprobar la existencia de una extensa explanada que, a no dudar, era la que había visto Alberto Silva en su viaje con Mamé. Hubiese querido descender y visitarla, pero no estábamos equipados para una tarea semejante, de modo que, una vez que la captamos, pusimos rumbo al valle del Sinkibenía, pasando por un lado del cerro de las cinco puntas, para ir a aterrizar, finalmente, en la pequeña playa de los petroglifos que también fotografiamos. Despegamos y, volando sobre las pirámides de Paratoari, tomamos fotografías. Al fin de una jornada de tres horas, aterrizamos en Salvación. Repusimos combustible y directamente, regresamos al Cusco. En ésta ciudad me esperaba mi señora, Guillermo Ballón Landa con Aida, su esposa, y, Malena de Lozada, que habían decidido acompañarme en un viaje de inspección a Quillabamba, que tenía programado. Malena, seguidora de mis aventuras de exploración arqueológica, me obsequió el libro Por las Rutas del Paitití escrito por el padre Juan Carlos Polentini Wester, que leí, ávidamente, durante el viaje. Su lectura me impresionó mucho, pues, comprobé que estaba basado en episodios vividos por el autor en su largo peregrinaje como párroco por los valles de las provincias de Calca, la Convención y Paucartambo, del departamento del Cusco, que demostraban su afición arqueológica y, sobre todo, su afán de encontrar el Paititi. Resumiendo, la hipótesis que sostiene Polentini sobre la probable ubicación de la ciudad del Paititi, puede decirse, en primer lugar, que está apoyada en la creencia común de que esta ciudad fue construida exclusivamente después de la conquista española para cobijar a la población incaica que huyó del Cusco al llegar los invasores y, para ocultar en ella, los tesoros que pudo salvar de su codicia. Partiendo de esta premisa, reconstruye la ruta que los prófugos habrían seguido, en su largo peregrinaje desde el valle Sagrado del Vilcanota, hasta la quebrada de Callanga, en la que, por fin, se asentaron. Ingeniosamente, relacionado con tal premisa, va jalonando el trayecto de la migración con testimonios que, supuestamente, se encontrarían en Huacahuasi, Choquecancha y Mantto, Cerro Huanacauri, laguna Alhajuay, laguna Pumacocha, valle de Lacco, puente de Incappitana, quebrada Lacco-chisca, Tambockasa y Llactapata. Luego, los prófugos remonteron el río Chunchosmayo y retrocediendo desde las cumbres donde nace, tomando el camino que iba desde Tres Cruces, pasaron por el cerro Apu Catinti, la cuchilla de Cumbrerayoc y, al fin, llegaron al valle de Callanga. Para el que no conoce esta región, la precedente enumeración de lugares, resulta, realmente, un laberinto. Para mí, que los he transitado, por el contrario, es familiar. Los he citado, respetando la versión original y para demostrar lo preciso del trabajo de investigación del autor. Sin embargo, puede tenerse una idea más simple de la ruta descrita, trazando una línea quebrada, que uniese imaginariamente, Ollantaytambo con Callanga y que cruce los valles de Lares, Amparaes y Paucartambo. Lo interesante del planteamiento contenido en el libro Porlas Rutas del Paititi, es que afirma que el camino de piedra que recorre la cordillera de Paucartambo y que, de acuerdo con su rumbo permanente, debería continuar hacia Pantiacolla, a la altura de Palmanayoc, describiría un ángulo agudo y regresaría hacia los orígenes de los valles de los ríos Callanga y Tono, en cuyas escarpadas laderas, se encontraría la ciudad del Paititi. Influenciado por la misma concepción, el padre Polentini, considera que las piedras talladas que se encuentran en La Victoria, San Antonio y otros lugares del valle de Lacco, son mapas pétreos con sútiles indicaciones que señalan la ruta al Paititi así como los caminos, cordilleras y ríos que cruzan el territorio. Insistiendo en su premisa fundamental, Polentini, apoyándose en la lógica de su razonamiento, comenta la suposición del Padre Julián Bovo de Revello respecto a la ubicación probable de la capital del Reino del Paititi, que a tenor de las memorias del misionero Fr. Domingo Alvarez, habría estado localizada en la margen del gran lago que forman, al confluir, los ríos Madre de Dios y Beni, ubicado a trescientos kilómetros de distancia de la agreste región cordillerana de Lacco y en la selva plana y baja, y, la traslada violentamente, a las márgenes del río Paucartambo el que siendo un torrente impetuoso, nadie podría confundir, siquiera, con una laguna. Finalmente, siguiendo a sus mismas suposiciones, afirma que los Incas nunca llegaron a Pantiacolla y que, emplearon la estratagema de desorientar a los españoles que buscaban su refugio de Callanga o Pay kikin desviando súbitamente la dirección del camino que conducía a él, y los desviaba hacia la selva desconocida, para que perecieran en ella. Esta afirmación que, indudablemente, tiende a
completar el argumento de la hipótesis, es poco consistente. En efecto, según los cronistas, la hueste incaica no sólo llegó a Pantiacolla sino que, rebasándola, se internó profundamente en el Reino de los Musus, siguiendo los ríos Manu y Amaru Mayo. Por otra parte, los capitanes españoles que desde Pedro de Candia, incursionaron en esas regiones salvajes, pudieron recorrer cuidadosamente todas sus laderas, contrafuertes y quebradas, de tal modo, que sería imposible que les pasara desapercibida la zona de Yungary, Callanga y Tono, en cuyos valles, además, sembraron extensos cultivos. Sin embargo, debo reconocer que Fr. Juan Carlos Polentini, está en lo cierto al suponer que la larga ruta que él señala, desde Amparaes hasta Paucartambo y, luego, a Callanga, fue transitada por los Incas, antes de la época de la conquista, en el permanente intercambio que mantenían entre la sierra y las colonias de la ceja de selva del Antisuyo. También me parece fundada su afirmación que, en las cabeceras de los afluentes de la margen derecha del Piñi Piñi, así como del Tono, pudieron existir numerosas villas y, tal vez, ciudades como las que, entre otras, la leyenda recuerda como Apu Catinti y Huchuy Catinti. Es lógico suponer igualmente que los rebeldes, representados por parte de la nobleza, sacerdotes, militares y pueblo en general, que huyeron de la opresión española, se refugiaran en aquellos caseríos alejados y llevaran con ellos, ídolos, orfebrería y otros tesoros, como lo hicieron en Vilcabamba y Choquequirao. Pero, nada de ello demuestra que allí se encuentren las ruinas de Pantiacolla, ni tampoco del Paititi, que es el nombre genérico de una cultura y no el de una ciudad. De cualquier modo, el libro Por las Rutas del Paititi era, a mi modo de ver, un ensayo fundado y serio sobre el tema. En consecuencia, lo incorporé al conjunto de la información con la que pensaba replantear mis hipótesis, en Arequipa. En efecto, al rectificar el esquema conceptual que hasta entonces tuve respecto de la caprichosa geografía del triángulo circunscrito por las cuencas del Paucartambo, el Manu y el Alto Madre de Dios, como resultado de las comprobaciones efectuadas en mi último viaje aéreo, recién me sentí en capacidad de ir atando cabos y desenvolviendo el ovillo de las leyendas, relatos y experiencias que había acumulado en mi pertinaz búsqueda de Pantiacolla. Este reordenamiento, me llevó a formular una nueva concepción que se resume así: - La leyenda del Paititi, sería la versión peruana y boliviana de la leyenda de El Dorado, de la época de la Conquista, recogidas en Colombia y Ecuador. Ambas configuraron el afán inagotable de descubrir tesoros que los impulsó a la búsqueda de la laguna de Guatavíta, del hallazgo del Amazonas y de la exploración del Amarumayo. Por lo demás, el Paititi, había existido en realidad, como un vasto reino que agrupaba a los pueblos que habitaban las grandes cuencas del Amaru Mayo o Madre de Dios y del Beni. Por su límite occidental, habría estado en contacto con el Antisuyo del Imperio de los Incas. Según Gracilazo de la Vega, Yawar-Wakak e Inka Yupanqui trataron de conquistar al Paititi o Reyno de los Musus y, después de haber recorrido su territorio, ingresando por Pilcopata y saliendo por el Beni, luego de librar encarnizadas batallas, terminaron por establecer una situación de convivencia pacífica que se mantuvo hasta la época de Túpac Amaru, el último Inca de la dinastía de Manco, refugiado en Vilcabamba. Otras tradiciones incaicas, sostienen que la nobleza Inca, procedía de esta última ciudad, que cuando los Ccollas invadieron el Cusco, sus gobernantes se refugiaron en ella, al igual que Manco. El Antisuyo, pues, habría sido una región de fronteras de expansión y retracción variables donde se aglutinaban, desde tiempos inmemoriales, los pueblos y las culturas del Imperio de los Incas y del Reyno del Paititi. - En la vertiente oriental de la cordillera de Paucartambo, el proceso de milenaria colonización mezclada, había dejado como huella, numerosas poblaciones, caminos y otros vestigios, ubicados en las cumbres, narigadas y laderas de los contrafuertes que descienden a la selva de media altura, entre las que, la tradición, conservó nombres como Apu-Catinti, Callanga, Mamería, Yungary, Pantiacolla y Huchuy Catinti. Erróneamente, en la actualidad, a todas ellas se les denomina genéricamente como Paititi, queriendo significar con ello, no una concentración determinada de ruinas, sino más bien restos arqueológicos ocultos por la selva que cubre esa intrincada franja territorial. Por esto, cada informante, señaló como ubicación probable del Paititi, la zona boscosa que se extendía al oriente del lugar que habitaba. - Sólo al considerar válida esta proposición, podía armonizarse las diferentes versiones y tradiciones que había recogido en mí inagotable búsqueda. Así, los datos que me proporcionaron Apiani y Ocampo, mis primeros in formantes, señalaban como posible ubicación de las ruinas del Paititi, el punto donde terminaría el camino de piedra que transcurre por la cordillera de Paucartambo,
el que, según Ocampo, estaría detrás del cerro Toporaque, en la meseta de Pantiacolla. En tanto que, Justo Paliza, mi segundo informante, basándose en lo escrito por Bovo de Revello -que nadie mas que él leyó- situaba al Paititi, en el extremo de la rama derecha del mencionado camino, que penetra en el bosque, siguiendo la dirección del del cerro Apu-Catinti. - Angelino Borda, por su lado, afirmaba que la ciudad sagrada de los machigangas que lo aprisionaron, estaba en la vertiente izquierda de un río, que probablemente era el Nistrón. Lo mismo podría deducirse de las ruinas que vieron, Ijojoe y Silva, respectivamente. Sin duda los tres se referían al valle del Piñi-Piñi, en su tramo alto. - Juan Cancio, el herrero amigo de Don Arístides Muñíz, le había contado que las ruinas a donde lo condujeron los machigangas y de las que extrajo numerosas joyas, estaban situadas en las colinas que separan las quebradas del Yungary y Callanga. - José Casique, el machiganga que diseño los croquis para Borda, aseguraba que ellos correspondían a ruinas que había visitado en el Pitama Chico, afluente del Nistrón, coincidiendo, aproximadamente, con los relatos de Borda, Ijojoe y Silva. - En suma, si bien, cada uno de los informantes citados había indicado un lugar especial, en conjunto todos aludían a la región comprendida entre Callanga y el Nistrón. La lógica conclusión era que todos tenían razón: existían ruinas en Callanga, el Apu-Catinti, el Yungari y el Pitama Chico, que forman parte de un solo conjunto ó sistema. - Sin embargo, quedaban fuera de esta región las ruinas que encontraron el gendarme Farfán y el machiganga Celestino, al tramontar el contrafuerte andino que separa las hoyas del Yavero y del Cosireni; las que se localizarían en el cauce de este último río, según Pereyra, y, las que rodean la laguna cuadrada de la meseta de Pantiacolla, cuya existencia refirió Celestino. Adoptando el mismo razonamiento del caso anterior, debíamos aceptar la veracidad de dichas versiones y que los restos a que hacen referencia, constituían otros vestigios del extenso sistema que se extiende desde la vertiente oriental de la Cordillera de Paucartambo hasta el valle del Yavero, atravesando las mesetas de Mesopotámica y, tal vez, se prolongan hasta Vilcabamba y aún mas allá. Pantiacolla y la Mesopotámica pirámides del - Pero, aún quedaba por aclarar el significado de los petroglifos de Pusharo y las pirámides Paratoari que, evidentemente, no encajaba dentro de este esquema. Sus características las diferenciaban completamente de las ruinas anteriormente mencionadas. Razonablemente, había que admitir que pertenecían a otro sistema y que, probablemente, serían los únicos testimonios conocidos, de la cultura amazónica del Paititi. - Esta nueva concepción me llevó al convencimiento que para encontrar las numerosas ruinas perdidas en la inmensidad de esa desconocida región, era necesario organizar muchas expediciones debidamente equipadas. Al mismo tiempo fue cobrando fuerza la convicción de que si bien no había culminado mis obstinados esfuerzos con el descubrimiento de las ruinas de Pantiacolla, también era verdad que ellos no habían sido vanos, pues, aparte de encontrar importantes indicios arqueológicos, había logrado circunscribir, con bastante aproximación, las zonas que se imponía explorar y las rutas que conducían a ellas, para descubrir las ruinas tanto tiempo buscadas. Pero, ¿De qué servía la clara noción de ubicación a la que había llegado si no podía utilizarla en nuevas expediciones? Para realizarlas con probabilidades de éxito, habría que disponer del tiempo necesario, no menor de tres meses, para cada una de ellas; de los recursos suficientes; del apoyo de la Fuerza Aérea y, finalmente, de compañeros de viaje idóneos, capaces de reemplazar a los que, uno a uno, habían abandonado la empresa. En aquellos momentos no contaba con ninguno de esos factores y no vislumbraba la manera de conseguirlos. Mientras pensaba cómo hallar alguna alternativa para que mi ánimo no decayera y para mantenerme en forma como dicen los deportistas, efectué dos cortas excursiones aéreas. La primera, acompañado por el Coronel Médico FAP, Juan Kóster quien a pesar que en muchas oportunidades me ayudó a concretar el apoyo de la Fuerza Aérea, no había participado, pese a sus deseos, en ninguna de las expediciones. También estuvo conmigo, Mario Casaverde. Esta vez, volamos en un avión del Servicio de Aerofotografía de la Fuerza Aérea. Nuestro principal objetivo era tratar de localizar, desde el aire, unas hileras de monolitos semejantes a los dolmenes europeos que nos habían informado habían sido vistos en las altas pampas que se extienden entre Chalhuanca y Andahuaylas, en el departamento de Apurímac. Cumplimos el itinerario sin inconvenientes, pero no descubrimos las extrañas piedras.
El otro vuelo comenzó en Puerto Maldonado aprovechando la presencia de un helicóptero que había terminado su misión oficial en la provincia de Tahuamanu, y debía retornar al Cusco por la vía del Madre de Dios y Kosñipata o También llevé como acompañantes al Coronel FAP, Juan Kóster y a friaj e intempestivo, nos obligó a interrumpir el vuelo, Mario Casaverde. Una vez más, ¡ cuando no! un friaje apenas iniciado. Entre tanto, sin haberme enterado, el libro Por las Rutas del Paititi había impulsado al Comandante General de la IV Región Militar del Cusco, General Ludwing Essenwanger, a organizar una gran expedición para descubrir el Paititi. Al parecer, este afán había pasado a ser uno de los propósitos de la Corporación de Desarrollo del Cusco; para ejecutarlo, el mencionado militar, asociándose con el padre Polentini y con algunos de los acompañantes de Herbert y Nicole Cartagena, entre ellos César Trujillo y Carlos Cartagena, conformó el grupo expedicionario. Como Jefe de ORDESO, tenía a su disposición toda clase de recursos y, sobre todo, un helicóptero con base en el Cusco, permanentemente a sus órdenes. Las operaciones se iniciaron en Abril de 1980 y se extendieron hasta Julio del mismo año. Conozco muy poco acerca de su desarrollo, que' transcurrió dentro del sigilo de las acciones castrenses. La primera noticia que tuve al respecto, fue a través de un reportaje en la televisión en el que, Polentini, César Trujillo y Cartagena, declararon que habían descubierto, en el valle de Yungary, grandes concentraciones de ruinas en una extensión superior a la área de la ciudad de Lima; que eran de una calidad comparable a la de Machupicchu; que en ellas habían encontrado un mapa pétreo del Paititi, y, finalmente, que consideraban que las ruinas correspondían a la legendaria ciudad de Pantiacolla. Debo confesar honestamente que la noticia me dejó abatido y perplejo. Abatido, porque consideré que no era justo que personas ajenas en su mayoría al interés de la exploración arqueológica que me había animado a mí, y en todo caso de reciente aparición en el escenario de esa región, descubrieran lo que yo había buscado afanosamente por tantos años, precisamente en el momento en el que creí haber encontrado la clave de la ubicación de las ruinas. Sin embargo, asumí los hechos con espíritu deportivo y me conformé pensando que después de todo, la seguridad que siempre había tenido respecto a la existencia de importantes ruinas en esa zona, se había confirmado. I, perplejo, porque nunca imaginé que las ruinas ruinas pudieran tener semejante calidad y extensión. extensión. A pesar de todo, deseaba conocer los restos arqueológicos descubiertos y para ello, escribí al General Essenwanger, solicitándole que autorizara mi transporte en el helicóptero que realizaba constantes vuelos del Cusco a Mameria, para apreciar su descubrimiento. No obtuve ninguna respuesta. Un tiempo después, me entrevisté con él en ocasión de un viaje que por razones de servicio 'realicé a aquella ciudad y entonces me explicó que los vuelos habían sido suspendidos antes que yo le escribiera. Me explicó, además, las características de los restos hallados y me mostró algunos de los objetos metálicos que habían encontrado entre ellos, los cuales se proponía entregar al Instituto de Cultura. Un mes después, inopinadamente, el Dr. Federico Kauffman Doig, conocido arqueólogo y amigo mío, me invitó a participar en una excursión aérea que estaba organizando una empresa italiana de televisión, a las reciente mente descubiertas ruinas de Mameria. Gustosamente acepté y viajé al Cusco donde me reuní con ellos. En el mismo helicóptero que había servido para las expediciones descubridoras, viajamos con el General Essenwanger, que haría de cicerone y guía. Con buen clima, en una hora de vuelo, llegamos a la quebrada del río Mameria donde visitamos a los selvícolas de una colonia que habitaba allí y, después de filmarlos, reemprendimos vuelo y aterrizamos, más arriba del valle, en un helipuerto que la expedición de Essenwanger había construí-do previamente. Próximos a él, se veían varios cercos descubiertos y, un poco más alejados, se notaban numerosas paredes, semiderruídas y cubiertas de hojas y musgo. Las construcciones de lajas planas, eran de estilo primitivo y semejantes a las que habíamos visto con Ernesto Von Wedemeyer, treinta años antes, en las laderas por donde descendía la rama derecha del camino de piedra y que, por deducción, pensaba en aquel momento, se encontrarían situadas en la misma colina, pero a unos kilómetros más arriba. Visitamos, luego de observar detenidamente las ruinas de Mameria, los petroglifos de Pusharo, a los que Polentini y Essenwanger consideraban el mapa del Paititi. Después de una breve permanencia en los petroglifos, regresamos al Cusco. Programamos recorrer al día siguiente, el camino de piedra y los cercos que habíamos visto con Wedemeyer en las cabeceras de Mameria así como las piedras talladas de La Victoria y San Antonio. El Dr. Kauffman y
su esposa, regresaron intempestivamente a Lima. Los demás, emprendimos el vuelo pensado dirigiéndonos sobre el valle del Paucartambo hasta la localidad de Hualla, por donde iniciamos el descenso hacia San Antonio. Observamos las piedras talladas, consideradas también como mapas y luego, el General Essenwanger, dando por terminada la excursión, ordenó que el helicóptero regresara al Cusco, sin haber visitado el camino de piedra y los cercos de Suchococha, como habíamos convenido. Por esa razón, no pude verificar si los mencionados restos, estaban situados como lo suponía, en los orígenes del Mameria o del Yungary. En realidad, la inmensa ciudad a la que se habían referido Polentini y sus compañeros, durante el reportaje televisado, no existía, o, todavía no había sido descubierta. I, en lo concerniente al mapa del Paititi, no era más que una interpretación muy personal de los petroglifos del Pusharo. Un tiempo después, discrepancias surgidas entre el padre Polentini y el General Essenwanger, provocaron un conflicto grave entre ellos, que trascendió públicamente y los llevó hasta los tribunales de justicia. Tal conflicto re percutió desfavorablemente sobre los méritos de un afán tan laudable como es el de la exploración arqueológica desinteresada. El escándalo determinó la intervención de los organismos oficiales de arqueología que reclamaron, no sin razón, el derecho de organizar y dirigir ese tipo de exploraciones y estudios. Desde entonces, no se hizo nada más. El mes de Marzo de 1982, estando en Mejía, mi amigo Mauricio Romaña me comunicó una proposición de Michel Costeau, quien comandaba una expedición encaminada a filmar las nacientes del río Apurímac, como origen del Amazonas, en el nevado Mismi de la provincia de Cailloma, departamento de Arequipa. Costeau, deseaba incorporar a la película documental de la biografía del gran río, algunos pasajes relativos a las culturas que se habrían desarrollado dentro de su inmensa cuenca, en épocas pretéritas y, para ello, había elegido los petroglifos del Pusharo. Habiéndome entrevistado con él en Arequipa, me pidió que organizara una corta expedición que le permitiera lograr éste propósito. Costeau tenía la intención de salvar en helicóptero el tramo comprendido entre Salvación y los petroglifos. Pero a último momento este aparato no pudo trasladarse al Cusco por estar ocupado en las operaciones que cumplía en Iquitos. Por ello resolvimos viajar por la vía fluvial y terrestre, lo que implicaba construir una senda desde el punto en que el río Palatoa dejara de ser navegable hasta Pusharo, para transportar el equipo de filmación y otros implementos, así como para que transitaran los técnicos y demás personal del grupo. Con el fin de obtener la licencia necesaria para incursionar en el territorio del Parque el Manu, en el Cusco visité al Jefe de la Corporación de Desarrollo Regional, ingeniero Carlos Guarnizo, antiguo amigo mío y entusiasta explorador. Me recomendó para incorporar al grupo expedicionario que me acompañaba desde Arequipa, al estudiante de Antropología, don Fernando Aparicio Bueno quien, dos años antes, había participado en la expedición de profesionales que exploró el cañón del Pantiacolla y que deseaba conocer los petroglifos. Accedí y convinimos en que viajara con nosotros como guía del bajo Palatoa que afirmaba conocer. Me refirió, en esa ocasión, que en un curso que había seguido en Ciudad del Cabo, geofísicos de ese país, le habían mostrado en los mapas elaborados a partir de aerofotografías de altura, tomadas por los satélites, una zona que consideraban de gran pára mo que estaba ubicado, precisamente entre las mesetas de interés ecológico, que denominaban páramo Pantiacolla y Mesopotámica, hecho que, indudablemente, confería un nuevo interés a la región. Estando ya a punto de partir para Kosñipata en una camioneta alquilada, uno de los integrantes de la Expedición Costeau, me informó confidencialmente, que una de las personas que yo había contratado en el Cusco para que nos acompañara, les había asegurado que podía conducirlos desde el albergue Erika hasta los petroglifos en seis horas de caminata, utilizando una senda que solamente él conocía, a un costo menor que el de la excursión que yo dirigía. La proposición, naturalmente falsa y tendenciosa, me causó tal malestar que estuve a punto de desistir de viajar. Sin embargo, el Dr. Gustavo Rondón Olazábal, Alvaro Ibañez y mi hijo Fernando que me acompañaban y que tenían gran interés en conocer Pusharo, me disuadieron de mi intención y me aconsejaron que descartara a la persona que tan inexplicablemente había causado tal contratiempo. Pero yo, que estaba curado de espanto de actitudes similares, pensando que no era conveniente dejar en nuestra retaguardia adversarios encubiertos, desestimé el consejo y así, todos juntos j untos continuamos viaje. En una canoa a motor, conducida por Angel Rivas, experto navegante, nos trasladamos de Salvación a Shentuya. Allí contraté tres canoas ligeras de los machigangas, quepiris o porteadores y trocheros, regresando luego, en el mismo día a Salvación. Durante tres días esperamos inutilmente la llegada del
grupo de técnicos y exploradores de Costeau. Al cuarto día emprendimos -el regreso, en la tolva de un camión, a Pilcopata. En esta localidad, encontramos a los franceses quienes nos explicaron que se habían tenido que quedar allí, debido a que no podían atravesar el puente que cruza el río del mismo nombre, porque era muy estrecho para facilitar el paso del enorme camión almacén en que viajaban. Habían resuelto diferir la expedición a Pantiacolla hasta otra oportunidad. Mientras esperábamos que nos recogiera la camioneta que habíamos alquilado para regresar al Cusco, recibí la visita de César Trujillo que había participado en la Operación Essenwanger, selvático baqueano e interesado en el descubrimiento del Paitíti. De su conversación trascendía el amplio conocimiento que tenía de las zonas de Lacco, Chunchosmayo y Mameria. Convinimos en que si yo conseguía los recursos necesarios para organizar una expedición para completar la exploración de Essenwanger, nos asociaríamos para llevarla a cabo. En la tarde de ese día, visitamos la hacienda Villa Carmen donde su propietario, el ingeniero Abel Muñíz, nos invitó una cena realmente típica: uncuchas (tubérculos parecidos a los camotes), yuca, plátanos y, como platos fuertes, churrasco de puma y chicharrón de mono maquisapa (el mayor de los monos de la selva amazónica). También nos mostró una serie de fotografías aéreas de altura en las que pude ratificar, una vez mas, la nueva concepción geográfica que había venido desarrollando en los últimos años. Así finalizó este intento de expedición. Luego vinieron los días en los que, ansiosamente, buscaba una alternativa para organizar otra. Pero, el tiempo transcurrió angustiosamente sin que apareciera ninguna posibilidad. Después de imaginar y descartar diversas alternativas, la única que permaneció con algo de probabilidad, era la de conseguir la participación de algunas entidades oficiales que, por su naturaleza y función, pudiesen interesar se en proseguir la búsqueda de las ruinas de Pantiacolla y la terminación del estudio de las de Mameria, que había sido interrumpido. Estas entidades, podían ser: El Instituto Nacional de Cultura, la Corporación de Desarrollo del Cusco y, como siempre, la Fuerza Aérea del Perú. Mis intentos para interesar a la primera de éstas, tropezaron con un obstáculo burocrático tan cerrado como nunca lo había encontrado. No obstante, al fin logré sortearlo con habilidad y conseguí presentar mi proyecto al más alto nivel. Proponía en él que bajo la dirección del Instituto, se coordinara el aporte de los expedicionarios que más habían contribuido en el afán de descubrimiento; que se encomendara el estudio de los aspectos técnicos a arqueólogos expertos en trabajos de campo y que se gestionara apoyo económico de fundaciones especializadas. Jamás obtuve respuesta a pesar de la insistencia con que la reclamé. El contacto de alto nivel al que me he referido se hizo gracias a la intervención de mi amigo el Ingeniero Fernando Chávez Belaúnde, entonces Ministro de Transportes y Comunicaciones, interesado siempre en mis andanzas selváticas. Por su intermedio, también realicé gestiones para que la Fuerza Aérea del Perú me prestara apoyo. De Lima, me sugirieron que lo solicitara al Ala Aérea de Arequipa, pero aquí me explicaron que el área de las excursiones que me proponía realizar, correspondía a la Región Sur-Oriental y que, por tanto, estaba fuera de su alcance. Más fácil fue llegar a un acuerdo con la Corporación de Desarrollo del Cusco, con cuyo Presidente, convinimos en que aquella respaldaría económicamente y con recursos materiales la expedición, siempre que el Ministerio de Aeronáutica proporcionara la ayuda de un helicóptero. Las condiciones económicas, políticas y sociales por las que atraviesa el país, obligaron a concentrar todos los recursos en otros departamentos. Comprendiendo la situación me abstuve de insistir. En esa espera, bastante desalentadora por cierto, permanecí hasta fines de Mayo del presente año. En un programa transmitido por Panamericana Televisión, ví un reportaje al Dr. Núñez del Prado, conocido antropólogo cusqueño y a Fernando Aparicio Bueno, quien declaró que, siendo conocedor de la región del Paititi y sustentando una hipótesis sobre su origen y significado, se encontraba en Lima promocionando la organización de una expedición para descubrir dicha ciudad. En el fondo, deseé que tuviera éxito, porque alguien debe recomenzar el trabajo que inicié. En ese momento decidí publicar este libro. A lo largo de mi vida que, en realidad ha sido una intrincada expedición, opté siempre por asumir el papel de actor y no el de observador, crítico o pensador. Por ello, en lugar de imaginar aventuras e inventar exploraciones, de hecho, las viví y las realicé. No tuve la paciencia para desarrollar mis
inquietudes en la incómoda posición sedentaria sino que preferí estar en pie, para desplazarme caminando, navegando y volando, sin pausa ni tregua, como evitando la interrupción y huyendo de la inactividad. Al impulso de tal actitud, nunca me entretuve en contemplar la perspectiva del pasado a fin de no iniciar el camino del regreso en el que, los recuerdos van sustituyendo, inevitablemente, a las ilusiones y a las esperanzas. Obligado por las circunstancias no puedo seguir, por ahora, avanzando, y, para mantener el ritmo pienso que, después de todo, escribir es una forma de seguir actuando, y, para mí, además es la oportunidad de emprender una nueva aventura, tal vez la mas audaz. I, puesto en el trance de recordar, lo primero que acude a mi mente, son las imágenes de los entrañables compañeros de viaje en cuyo homenaje inicié este relato y los que, sin embargo, no podrán ya leer lo que escribo... Lo demás está contenido en este este libro..... . . ..... . ..... . .......... .......... . . ¡ Hasta la próxima expedición...!
NOTAS ACLARATORIAS
En la redacción de los relatos de este libro se ha usado con frecuencia nombres y expresiones de comprensión local o regional que pueden crear confusión al lector por lo que considero conveniente aclarar su significado. Es oportuno anotar que la lengua quechua presenta una gran variedad de formas locales y aun regionales, por lo que su gramática no posee normas homogéneas, de allí que evite un uso culto de dicho idioma. Me limito a transcribir las palabras tal como se escriben y pronuncian en castellano. Finalmente, considerando la importancia que tiene para el texto el significado de algunos nombres propios autóctonos, propongo propongo alternativas de interpretación toponímica. 1. NOMBRES REGIONALES Abra,
la depresión más baja de la cima de una montaña o cordillera, que da paso a un camino o puert o, y, y , en Puno apacheta. sendero. En algunas provincias del Cusco se suele llamar l lamar puerto, Arrendero, se llama, en la provincia de la Convención (departamento del Cusco),al que toma en condición de arrendamiento una extensión considerable de tierras t ierras de cultivo. Arrendire, en la misma provincia se dice de quien arrienda una porción más pequeña de terreno a un arrendero. Collpa, del Quechua Qollpa, significa salitrera y por extensión, manantial salino donde beben los animales salvajes de la selva. Cuchilla, cima o cumbre angosta y alargada de una montaña. Narigada, cima aún mas angosta de una colina pequeña. Chuchupi o Shushupe, serpiente venenosa; la mayor de la selva amazónica. Huangana, cerdo salvaje que habita, en manadas, los bosques de la selva peruana. Jergona, víbora muy venenosa, de corta longitud, de cabeza triangular y achatada cuya piel semeja a un retazo de la tela llamada jerga. Manacaracu, pequeña pava de monte muy bulliciosa. Paujil, gran pava de monte de color negro con pico y patas rojas, de carne muy sabrosa.
Picuro,
el mayor de los conejos salvajes de la selva peruana. En algunos lugares se le conoce con el nombre de Majás y, en Centro América, con el de Guatusa. Pirca, del Quechua Pirqa, muro de piedras con mezcla de unión o simplemente apiladas con cuñas. Quepiri, del Quechua Qepirii, puede traducirse al Castellano como cargador o porteador. Se llama así al hombre que lleva sobre la espalda un atado o bulto. Nuestros indios son excepcionalmente hábiles y fuertes para realizar ese tipo de trabajo, siendo capaces de cargar fardos de 50 kilos durante muchos días, por senderos casi intransitables. Sachavaca, Tapir. Término compuesto de la voz quechua sacha, árbol o bosque y el español vaca, es decir, vaca del monte. 2. TOPONIMOS Apu Catinti,
nombre probablemente alterado. Si procede del Quechua, podría derivarse de: 1. Apu, título honorífico, gran señor. Apupaq, del gran señor: Inti, Sol. Es decir, el Sol del gran señor, aludiendo a la esplendente imagen solar que se observa desde ese lugar. 2. Puka Inti, Sol rojo. Apucañaghuay, del Quechua Apukañaqway, nombre del pico mas alto de la cordillera de Paucartambo. En sus faldas se encuentra el paraje mundialmente famoso de Tres Cruces, desde donde puede observar se la salida del Sol entre los estratos de nubes que cubren la selva, constituyendo uno de los mas espléndidos espectáculos de belleza natural. El nombre, que quiere decir el Señor que incendia se inspiró, tal vez, en este espectáculo. Pantiacolla o Pantiacollo , nombre compuesto, seguramente alterado también. Originalmente habría
sido: 1. Panti, flor colorada y Qoyllu, resplandeciente como una estrella. En conjunto habría flor. 2. Panta, error o equivocación y significado, flor reluciente como estrella o, estrella como flor. Qolluq, extinción del linaje, estirpe o familia. Es decir: error o extravío que llevó a la extinción del linaje. 3. Panti Kullu, Flor de tronco grueso y seco como el del waturu o incienso. Abunda en la ceja de selva. Paititi, Nombre probablemente derivado de un dialecto selvático. De proceder del Quechua, podría buscarse su origen en: 1. Pay Pay kikin, de Pay, El y Kikin, El mismo, mismo, que combinándose formarían formarían literal mente la frase, Él, el mismo y, convencionalmente, como él mismo. De todos modos, resulta una interpretación forzada. Pusharo, Nombre de origen desconocido. Podría ser: 1. Adulteración del término quechua Pukara, fortaleza y 2. Alteración del nombre compuesto Puchu-Karu, es decir Restos lejanos. Toporake, nombre del nudo en el que termina la cordillera de Paucartambo y de donde nacen los contrafuertes en que se resuelve. Podría derivarse del nombre compuesto quechua, Tupuy Rakii que, en Castellano, significan, respectivamente, Medir y Repartir. Convencionalmente podría dársele la acepción de medida o límite de la repartición, ¿de territorios? , ¿De caminos? 3. TRIBUS SELVATICAS DE LA REGION Amahuaca,
la más primitiva de las tribus, oriunda del territorio comprendido entre los orígenes del Manu, el Camisea y el Purús. Es completamente nómada. Huachipaires, tribu que habita entre los ríos que forman el Alto Madre de Dios, particularmente en el Queros y el Amalie. Paulatinamente se van incorporando al proceso de colonización. Machigangas o Machiguengas , autóctonos del valle del Urubamba, se han extendido hasta el Alto Madre de Dios y sus afluentes. Se van asimilando a la civilización occidental. Mashcos, oriundos del valle del río Colorado, Paco-Pacuris, nombre legendario que se da a supuestos selvícolas nómadas que según la tradición estarían encargados de cuidar las ruinas perdidas en la selva. Se dice que son de gran estatura y
constitución atlética. En los valles del Piñi-Piñi y Pantiacolla, los huachipaires y machigangas, los llaman pacoris.