SoHo
Novela erótica Compilación de artículos
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Contenido Presentación Presentación............................................................................. ................................. ................................................ 7 Capítulo 1. Tusa, señorita, señorita, tusa. ............................................. ................................................. .... 9 Capítulo 2. Me miró con desdén y me preguntó que para cuándo cuándo quería la siguiente siguiente cita................................................. .................................... ............ 15 Capítulo 3. El cuerpo sigue incomprensiblemente los dictados del alma. ....................................... ............................................. 21 Capítulo 4. La noche anterior a la cita con el doctor Posada, el bueno de Fernando decidió dormir sin calzoncillos. ............. 27 Capítulo 5. Ufff! ¡Qué tal que cuanto ha sido narrado en los párrafos anteriores fuera verdad!. ........................................... 35 Capítulo 6. Trece meses después de la partida de Verónica, la tusa se había convertido en una bestia domesticada y malherida malherida ......................................................... ............ ..................................................................... ........................ 45 Capítulo 7. Lo sé bien. Claro que lo sé muy bien. ................... 53 Capítulo 8. No fui capaz de esperar a Verónica en el ataúd azul ........................................................................................... ..................................................... ...................................... 59 Capítulo 9. El tipo era diminuto diminuto.............................................. ................................... ........... 67 Capítulo 10. ¿Y si no son como te los imaginas? ..................... 75 Apéndice. Apéndice. Sobre los autores autores .................................................... ................ .................................... 83
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Presentación En marzo de 2005, la Revista SoHo en su edición número sesenta (60) presentó el primer capítulo de su novela erótica por entregas, el cual iba acompañado del siguiente texto que describe la intención de la publicación: “La idea es muy sencilla: en SoHo queríamos que la literatura fuera una carrera de relevos. Esta novela, que inicia Fernando Quiroz, será continuada cada edición por un escritor diferente que tendrá la libertad de llevar la trama por el camino que crea conveniente. La única limitación que les pusimos”. Mes a mes, durante nueve ediciones adicionales en las páginas de la revista aparecía un nuevo capítulo de la novela escrito por un nuevo colaborador de SoHo y acompañado por ilustraciones o fotografías de una artista que cambia igualmente en cada edición. Hoy se presenta una compilación de los diez (10) capítulos de la novela que nunca ha tenido título. Cabe destacar que esta es una publicación independiente y no compromete a la Revista SoHo. Por otra parte, se reconoce que el trabajo hecho consistió en la corrección ortográfica y de coherencia en algunos apartes de los textos. Sólo en el Capítulo 8 se eliminaron un par de palabras pues en su momento éstas le trajeron problemas a la revista.
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Con respecto a las imágenes, lo que se hizo fue un cambio de color a tonalidad sepia para presentarlas de una manera uniforme en este documento. El material original puede ser encontrado en la página de SoHo en el vínculo Archivo: (http://www.soho.com.co/wf_InfoUltimasEdiciones.aspx http://www.soho.com.co/wf_InfoUltimasEdiciones.aspx))
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Ca ítulo 1.
Tusa, señori a, tusa
Texto de Fernando Quiroz Ilustración de Alberto Sojo Publicado Publicado originalmente en la Edición 60 de la Revista SoHo (Marzo de 2005).
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-Tusa, señorita, tusa. -¿Tusa? -¿Nunca le ha pasado? ¿Nunca le ha dolido el corazón en todo el cuerpo? -No sé de qué me habla, señor. -Afortunada usted, señorita. Escriba, entonces, lo que quiera: desamor, intento de suicidio, falta de apetito, tristeza, insomnio. Me había preguntado el motivo de consulta. Detrás de un escritorio de madera falsa, los ojos casi verdes de la señorita eran como un semáforo hacia el deseo. Pero no caí en cuenta de su belleza la primera vez. Llevaba trece meses -trece, sí, los había contado- tratando de superar el dolor por la partida de Verónica, y lo único que me interesaba era saber si las gotas homeopáticas del doctor Posada podrían curarme ese dolor inmenso. Había intentado leer La Divina Comedia, había recuperado mi raqueta de tenis del fondo del armario, había vuelto a misa de doce, había probado el orujo después de las comidas... pero Verónica me seguía doliendo. Su ausencia, quiero decir. Algún estúpido me propuso que fuera al consultorio del doctor Calderón, me dijo que casi todos los acongojados encontraban remedio en su diván, pero después de ir por primera vez mi amigo me pareció aún más estúpido. Calderón sabía tan poco del tema, que ni siquiera había sido capaz de curarse su propia tusa, instalada en su corazón y en su cabeza [10]
medio calva desde que lo abandonó la actriz con la que andaba para todas partes: la que alguna vez despertó la envidia de sus colegas cuando lo acompañó a un congreso de sicólogos en Cartagena. Cuando mis amigos estaban empezando a aburrirse de darme palmadas en la espalda, cuando había aprendido de memoria las veinte canciones de un disco quemado de Franco de Vita que compré en la avenida Jiménez, cuando completé el tercer memorando por llegar tarde al trabajo -o sencillamente por no ir, aquellos días en los que todo me importaba menos que poco y me quedaba tumbado en la cama, cortinas cerradas y teléfono descolgado, esperando que volviera a anochecer-, cuando me estaba acostumbrando a beber en las mañanas y a pasar días enteros sin probar bocado, un amigo de un amigo -pensé que se trataba de otro estúpido- me habló por primera vez del doctor Posada. Me aseguró que el hombre, graduado con honores en Montpellier y desencantado de la medicina en Taganga, había inventado unas gotas para cada mal. "No me gustan las vainas raras", le dije. "Me criaron con Aspirina y Vick Vaporub, y nunca he creído en rezos ni en bebedizos". Pensé que Baquero -que así se llamaba el amigo de mi amigoiba a hacer una defensa ilustrada del tal doctor Posada. Que íbamos a terminar discutiendo sobre científicos, teguas, aprendices de brujos e iluminados. Pero no se tomó el trabajo de ponerme atención. Me miró con lástima y se limitó a pronunciar esas dos palabras que bastante trabajo me costó sacarme de la cabeza: "Usted verá". Quise aferrarme a la idea de que no me rebajaría a endosarle mi corazón a un hombre con prácticas que aún estaban bajo la censura de la ciencia, y mucho menos después de haber probado suerte con el sicólogo entusado que sólo había [11]
logrado hacerme perder tiempo y dinero. Pero andaban tan poco cotizadas mis convicciones en aquellos días, que al cabo de un tiempo -y de unas cuantas botellas de Vat 69- terminé cediendo. "¿Y por qué no?", me pregunté, y se lo pregunté luego a Baquero y anoté los datos de Posada y traté de no meterme ideas raras en la cabeza cuando vi que su consultorio estaba al lado del mercado del Siete de Agosto y tuve que rogarle a la señorita que me atendió por teléfono para que me adelantara una cita que en principio iba a ser mes y medio después. La misma señorita -siempre pensé en cómo debía decirle pero no se me ocurrió otra palabra- que unos días después me preguntó cuál era el motivo de consulta, poco antes de hacerme pasar al consultorio del doctor Posada. -¿Insomnio?, ¿falta de apetito? -me preguntó, antes de mirarme a los ojos, el médico degradado a yerbatero por su propia voluntad. -Insomnio, falta de apetito, tristeza profunda, dolor de muela en todo el cuerpo y exceso de whisky. Se lo resumo en una palabra, doctor: tusa. Me quedé pensando si había hecho bien en llamarlo doctor, pero, sobre todo, me quedé pensando que aquella mujer que lo asistía era tonta, mentirosa o tal vez era la más afortunada de todas, si de verdad desconocía el significado de la palabra tusa. Mejor dicho, si no la había sufrido en carne propia. Si no existía en su hoja de vida sentimental un hombre que se hubiera aburrido de ella o la hubiera dejado por otra, después de prometerle tantas veces que la amaría para siempre. Calculé que la mujer se acercaba a los treinta, y pensé que no saber de tusas a esa edad era casi tanto como permanecer virgen. Y pensé en voz alta: "Una envidiable virginidad". Y cuando lo dije, el doctor Posada, con una bata blanca tan [12]
corta que más parecía un delantal, me miró a los ojos por primera vez. -¿Tusa?, ¿virginidad? No logro entender su motivo de consulta. Vamos por partes. Primero, trate de describirme de la manera más precisa posible el dolor que lo aqueja. ¿En dónde le duele? ¿Cómo es ese dolor? ¿Es un dolor constante o aparece y desaparece? Quise salir corriendo de allí. Pensé que si lo del doctor Calderón había sido una equivocación, lo de ahora era poco menos que un error garrafal. Le iba a decir que se olvidara de todo lo que le había dicho, que se olvidara de mí, y que si era del caso le pagaba la consulta. Estaba pensando en la manera de decírselo, cuando la señorita entró al consultorio -me sorprendió que no llamara a la puerta y pensé en lo incómodo de la situación si yo hubiera estado desnudo en ese momento y me quedé mirándola mientras le entregaba a Posada una hoja escrita a mano. Mientras esperaba que la leyera y emitiera algún sonido. Mientras recorría con sus ojos color aceituna aquel pequeño recinto, convencida, seguramente, de que yo la examinaba con morbosa atención, primero sus ojos verdes y sus labios gruesos y provocativos, luego el botón del escote que estaba a punto de explotar y, más tarde, cuando iba de vuelta a su despacho, un culo espigado que sólo con mirarlo me produjo una repentina mejoría. Resolví pronto que no sólo no saldría corriendo de allí, sino que trataría de prolongar el tratamiento cuanto me fuera posible. El doctor Posada empezó a parecerme de repente un tipo inteligente y preparado, al que logré enterar de mi mal de amores con unas pocas frases, en un relato desordenado en el que procuré exagerar los síntomas para que me pidiera que regresara a su consultorio el jueves siguiente y siguiera asistiendo, sin interrupción, una vez a la semana hasta que la [13]
mejoría fuera evidente. Mientras tanto debía tomar una serie de cápsulas de colores pastel que no prometían efectividad alguna y, cada noche, antes de dormir -o, más bien, para poder dormir- unas gotas espesas de sabor amargo que más parecían para quitar el sueño. Pero, como había oído que el ingrediente esencial de las medicinas alternativas era la confianza, decidí creer en Posada a ojo cerrado. Decidí pensar que aquellas cápsulas y aquellas gotas serían la salvación de una tusa que se había prolongado durante tantos meses sin piedad, aunque en el fondo de esa fe de carbonero sabía muy bien que la única razón para aceptar sin reproches los consejos y las recetas de aquel remedo de médico no era otra que las ganas de volver a ver muchas veces a su asistente. Me estaba subiendo la cremallera de un pantalón al que en los últimos meses le sobraba mucha tela por cuenta de las penas del desamor, cuando la señorita volvió a abrir la puerta del consultorio. Sé que mis mejillas se bañaron con el rojo de la vergüenza y, cuando estaba a punto de dar media vuelta para terminar la operación en privado, la mujer me sonrió con una complicidad que quise interpretar como un guiño. Unos minutos después, frente a su escritorio, mientras le pagaba la consulta, no aguanté las ganas de decírselo: -No creo en gotas ni en pastillas, en menjurjes ni en ungüentos, pero estoy seguro de que usted es capaz de curar incluso una enfermedad terminal. O de provocarla, sin remedio.
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Cap ítulo 2.
Me miró con desdén y me pregu tó que para cuándo quería la siguie te cita
Texto de Margarita Posada Ilustración de Víctor Laignelet Publicado originalmente en la Edición 61 de la Revista S oHo (Abril de 2005).
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Me miró con desdén y me preguntó que para cuándo quería la siguiente cita. Yo había acordado con el doctor Posada que todos los jueves. Sin embargo, le dije que la llamaría para decirle cuándo me quedaba bien. Era una excusa para volver a tener contacto antes del jueves. Volví a decirle 'señorita' con la secreta esperanza de que me diera su nombre, pero no lo hizo. De hecho, ni siquiera levantó sus ojos del papel en donde apuntaba mis datos. Sólo pronunció mal mi apellido mientras lo escribía: Placz. Yo le aclaré, Platz, con t. El detalle, en lugar de ofenderme -como me pasaba siempre que alguien decía mal mi apellido-, me enterneció. Vi con atención su mano derecha, tan fina y con los dedos tan largos, que parecía una obra manierista. El hueso de la muñeca se le salía exageradamente. No sé si sea el desamor el que lo pone a uno en estos estados tan enfermizos, pero me imaginé de pronto que, por transitiva, tendría los huesos de sus caderas igual de salidos y fue suficiente para que esa noche no conciliara el sueño hasta entrada la madrugada. Estuve fumando y tratando de pasar de la página ciento treinta de un libro de Paul Auster -era un comentario al pie en el que leía y repetía mentalmente la frase "había que tener en cuenta una infinidad de cuestiones" y me devolvía de nuevo a ver si retomaba el hilo-, pero me quedé ahí, enterrado en la suposición de sus crestas ilíacas. Finalmente cerré el libro y, a falta de su nombre, reparé en la palabra 'señorita'. Nunca me había detenido a pensar que es el diminutivo de señora. [16]
Señora en chiquito. Ella no era chiquita. Todo lo contrario: era larga, inabarcable. Cuando la recordaba me quedaban pedazos en blanco por rellenar. Luego se me apareció onírica, virgen como la imaginaba, en un sueño extraño, en el que yo le acariciaba el pelo. Estábamos en un potrero de pasto muy alto y el viento no nos dejaba sentir la intensidad del sol, que brillaba justo encima de una montaña. No. Su piel no era dorada. Era blanca como el pan y se tornaba algo amarillenta por los visos que la tarde le imprimía. Tenía certeza de conocer su nombre ya, pero le seguía diciendo señorita, así, lento, pausado, como si fuera una muñequita. Ella solo sonreía de vez en cuando y me miraba lánguida, tendida sobre el pasto, envuelta en una especie de cobija, mientras el sol se iba yendo de a poquitos y la hacía apretarse contra mí. No me hablaba. De hecho el sueño parecía mudo. Tampoco me besaba. Simplemente estaba ahí, a mi lado, no abrazándome, sino abrazándose a mí. Cada vez que lo hacía, podía sentir sus huesos ganchudos enterrándose en diferentes partes de mi cuerpo: las rodillas, los codos, la clavícula y, por supuesto, uno de sus huesos ilíacos, que me presionaba la entrepierna cada vez que ella montaba su muslo liso sobre mí. Era una sensación rara, digamos que fría y a la vez muy íntima. Curiosamente no era clara su mirada. Lo más puntual del sueño eran sus huesos y mi mano en esa especie de canal que dividía su espalda en dos territorios independientes. Dormí poco más de dos horas y tuve que pararme de la cama a las siete para hacer el render del video institucional que me daba de comer por esos días. Los clientes habían estado esperándome en la agencia la mañana anterior, pero yo, como siempre, había incumplido la cita por un guayabo del demonio que no me dejaba ni parpadear. Estaba ya [17]
acostumbrado al vacío de Verónica, a echar de menos sus pies fríos por la mañana. Como ya lo mencioné, a veces sólo lograba incorporarme de nuevo a la vida con un sorbo de Vat 69, así que sacaba una botella con un cuncho de debajo de mi cama y después sí procedía a bañarme. Ese viernes por la mañana, de repente, sentí un alivio sobrecogedor. Todo lo que pude recordar de Verónica no eran ya pasajes nostálgicos, sino una especie de mareo que desaparecía en cuanto me agarraba fuerte de la imagen borrosa que tenía de la asistente del doctor Posada tendida en el pasto. El recuerdo -ese sí exacto, casi fotográfico- de su culo en el consultorio me abstuvo de volver a la escena cruel que antes dibujaba todas las mañanas: Verónica parada frente a mí, poniéndose un brasier de encaje negro y mirándome fríamente cuando yo me acercaba a acariciar sus pechos como siempre solía hacerlo. Luego sus palabras como espadas: "Déjame vestir tranquila. Contigo todo tiene que ser sexual, qué cosa tan difícil". La imagen se diluyó - fade out- y entró en su lugar un primerísimo primer plano del culo de la asistente. Volví a sentir mejoría. No me preocupó ver la botella de whisky vacía. Me paré de la cama y dejé correr el agua en la ducha, para que se calentara. Vi a lo lejos un papelito encima de la mesa del teléfono. Al acercarme, en la letra torcida de la empleada que va una vez a la semana, leí: "Llamó la señorita Verónica. Que necesita resolver lo de la nevera, porque si no le da la plata ella no puede comprarse la de ella". Cogí el teléfono en un impulso que ya durante su ausencia había sentido varias veces. Venía acompañado de tensión en la cabeza e hiperventilación. Mientras esperaba concentrado en los paaas, se me quitó la rabia y pude respirar normalmente, pero no quise colgar. Al otro lado contestó Verónica con esa voz que durante tanto [18]
tiempo me pareció la única voz de mujer que había en el mundo. Esta vez la sentí algo nasal y chillona. Me destempló. Después de saludarla le dije que nos olvidáramos para siempre del asunto de la nevera. "¿Cómo así? ¿Es que no piensas aceptar que la mitad de esa nevera es mía?", me contestó. "No", le dije yo. "La nevera completa es tuya y te la hago llegar a más tardar el lunes. Que estés muy bien". El agua seguía corriendo. Colgué sintiendo que sacando esa nevera de mi casa me deshacía de cuatro toneladas de despecho. Entonces me metí a la ducha y ahí volví a reconstruir la imagen de la mujer de mis sueños, muda, lánguida, de huesos angulosos. Recorrí hasta lo más recóndito de su cuerpo, me la aprendí de memoria. Tuve su culo espigado en frente, tan vivo, que parecía que ella estaba bañándose conmigo. La enjaboné de pies a cabeza y en lugar de perderme en el verde de sus ojos, admiré sus pestañas mojadas, que se juntaban formando racimos negros. Mi mano iba deslizándose por toda su piel, suavecita, nueva. Me la inventé tal y como me la imaginaba debajo de su bata blanca de asistente. La tuve desnuda, completa, tal vez un poco más alta de lo que realmente era. Tímidamente pasé mis dedos por uno de sus pezones. Estaba tan duro, que su rigidez me contagió. La puse contra la pared de cristanac y yo contra ella. Apareció de nuevo su espalda maravillosa y en eso sonó el teléfono. Los rings interminables me hicieron distraer y ella desapareció de la misma manera en que había llegado. Sabía que al otro lado del teléfono estaba Verónica, que no se contentaba con que le diera la nevera. Llamaba otra vez para asegurarse de que no estuviera tranquilo, para complicarlo todo. Hice un esfuerzo descomunal para traer de vuelta a la mujer de los ojos verde aceituna a mi baño y así aferrarme a su cintura. Por unos segundos lo logré. La rigidez cedió en un [19]
estallido desde la espina dorsal hasta la mitad del cuerpo. Entonces dejó de sonar el teléfono y el recuerdo de Verónica me dolió de nuevo, mientras las lágrimas se confundían con el agua. Nunca me iba a dejar tranquilo, pensé. Como era de esperarse el teléfono empezó a sonar por segunda vez. Seguí bañándome, ya completamente liviano, entre la paradoja de estar deshecho y a la vez renovado. La tercera y la cuarta vez que sonó, también la dejé esperando. Sólo a la quinta, cuando ya había salido del baño y me disponía a vestirme, le contesté. Pero no era ella. Era la asistente del doctor Posada.
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Cap ítulo 3.
El cuerpo sigue incomprensiblem incomprensiblem nte los dictados d l alma
Texto de Óscar Collazos Ilustración de Ana Mosseri Publicado originalmente en la Edición 62 de la Revista S Ho (Mayo de 2005). [21]
El cuerpo sigue incomprensiblemente los dictados del alma. O del corazón herido, el arma que golpea más certeramente al alma. Pese a haber imaginado que la mujer sin nombre tomaba la ducha conmigo, pese a haberme tomado la libertad que se toma la imaginación cuando pretende satisfacer la urgencia de un deseo, algo terrible me había sucedido y bastó escuchar en el teléfono la voz de la mujer que acababa de acariciar a mi antojo para caer en la cuenta de que hay emociones que no tienen respuesta inmediata en el cuerpo. En ningún momento, ni siquiera en un instante milagroso, había encontrado respuesta allí donde se encuentra siempre, donde los hombres encontramos respuesta a estímulos como imaginar que se acaricia a una mujer desnuda sin que ella se resista o tenerla en carne viva y desnuda a nuestro lado, complaciente en cada capricho y moldeada por el deseo Esa respuesta, de la que las mujeres se burlan por lo inmediata o, a menudo, por la brevedad con que se manifiesta, no se correspondió con el entusiasmo casi febril experimentado en la ducha. Así que haber escuchado la voz de la asistente del doctor Posada no fue una experiencia sino en parte placentera. Llamaba a confirmar la cita y eso hubiera bastado para renovar la gratificante impudicia de mi imaginación. Pero apenas hube colgado, me paralizó de pánico saber que la intensidad de la imaginación no siempre viene en línea paralela con la excitación del cuerpo. Recordé con vergüenza un ridículo animalito embadurnado de [22]
espuma, un adminículo inmóvil y desentendido de todo aquello que le estaba ofreciendo para recompensar el trauma que siguió al abandono de Verónica, pues no hay sino traumas cuando la tusa nos invade como un virus maligno que progresa y repta dando origen a melancolía y abandono. ¿Tendría que buscar entonces remedio a dos males, a la tusa en sí misma y al efecto catastrófico que se anunciaba en la impotencia de hace un rato? ¿Podría la terapia del doctor Posada remediar el mal y su consecuencia más deplorable, técnicamente llamada disfunción eréctil? Retumbó en mis adentros la pregunta del homeópata: -¿Así que también padece de disfunción eréctil? -Disfunción circunstancial, doctor -me defendía yo. Tal vez no fuera más que un estado pasajero, me consolé. Pero la melancolía y la desvalorización del amor propio, efectos colaterales de la tusa, introducían en su paisaje de escombros la preocupación de ahora. Haber encontrado que podía desear a otra que no fuera Verónica pero no poder estar a la altura de la nueva circunstancia, del relámpago de vida y acaso de cura que se insinuó desde la primera visita al consultorio del doctor Posada, añadió más confusión a la confusión de esos días. Aunque fuera alentador saber que la asistente todavía sin nombre era muy distinta a la amante que me abandonó, comprobar que su belleza era de una altanería silvestre, no podía ser sino motivo de desasosiego. Recordar el episodio de la ducha, exultante por la manera como el cuerpo desnudo de la mujer obedecía a mis caprichos, fue en cambio deprimente por la evidencia tardía de no haber contado con la complicidad de mi verga, palo mayor de una nave a la deriva. ¿Me había excitado en la visita anterior, siquiera por un instante, cuando la asistente de Posada se me reveló en su fantástico atractivo de hembra? No había pensado en ello. No [23]
había por otra parte motivos para que mi cuerpo respondiera automáticamente a ese estímulo. Las circunstancias de lugar tampoco habían sido propicias. Mi paso por la recepción del consultorio había sido fugaz, fugaz la imprudente irrupción de la mujer cuando me despedía del doctor. No eran fugaces en cambio las licencias de mi imaginación. ¿Buscaba mi propia cura inventándome a una mujer que a manera de capa geológica se sobrepondría a la anterior, pensando en la asistente como remedio al mal que me aquejaba, tragedia que no solamente me amenazaba con el ruinoso pago de los honorarios del médico sino con esa progresiva dedicación a la bebida y la incapacidad crónica de conciliar el sueño? Podría estar recibiendo señales equívocas, temí en esos momentos de incertidumbre. Cabía la posibilidad de que la mujer no estuviera insinuándose sino comportándose de manera natural y con la simpatía estereotipada de siempre. Podría tratarse de una de esas mujeres para quienes la amabilidad no excluye la coquetería, mujeres que nunca desarman los dispositivos de un Eros que será siempre mensaje equívoco en la percepción de los hombres. Algo había conquistado en medio del desamor que llamamos tusa. No sé aún qué imagen evoca la mazorca del maíz desgranada, áspera ya en su desnudez vegetal. La verdad es que las campanas del deseo repicaron de nuevo. La tusa, pensaba, era una travesía del desierto larga y tortuosa, algo desprovisto de grano fértil, así que el fulgor repentino emanado de una mujer distinta a Verónica me hizo abrigar esperanzas en medio de la zozobra. La tusa podría volver a ser mazorca. Así fuese el fulgor del fuego fatuo, estaba dando un paso firme hacia la otra orilla. Devolví la llamada al consultorio de Posada, no tanto para confirmar la hora y fecha que la asistente me acababa de dar [24]
como para cerciorarme de que esa voz -grave efluvio melodioso- producía un nuevo tañido de campanas. Sentí en la piel el lejano, turbador repique como si se tratara de la invitación a una nueva ceremonia pagana. No iría a la hora propuesta. Pensé que si llegaba antes, cuando el doctor estuviera aún con un paciente, tendría tiempo de contemplar desde el sillón de la sala de espera a la mujer que se abría a mis sentidos como una esperanza de redención. Podría medir el tamaño de mi emoción, espiarla a hurtadillas, tomarme la libertad de imaginarla como la había imaginado, ya no ausente sino presente en el objetivo de mis miradas, figurarme, no que seguía sentada detrás de un escritorio y frente al teléfono sino expuesta, sin saberlo, a la mirada de quien espía desde la ventana opuesta hacia una habitación iluminada donde una mujer juega con su cuerpo. Tal vez así empezara a producirse el milagro. Esa noche bebí menos de lo acostumbrado, dormí tanto como en las noches anteriores, es decir, poco y mal, pero el sueño me ofreció el consuelo de una erección debida quizá a la visión de una mujer que se desnudaba en mi cuarto y me impedía tocarla, un extraño sueño en el que la mujer tenía el cuerpo deseable de la asistente de Posada y el deplorable rostro de Verónica, cuerpo y rostro contradictorios, obstinados en el propósito de impedirme acariciarlos, Verónica cerrando los ojos de placer, el cuerpo de la otra acariciándose primero los senos, complacida luego en la lentitud de la mano que descendía al pubis, cuidadosa en la caricia que la yema del pulgar regalaba al clítoris, rostro y cuerpo próximos e imposibles.
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Cap ítulo 4.
La noche anterior a la cita con el doctor Posada, el bueno de Fernando ecidió dormir sin calz ncillos
Texto de Antonio Ungar Ilustración de Franklin Aguirre Publicado originalmente en la Edición 63 de la Revista S Ho (Junio de 2005). [27]
La noche anterior a la cita con el doctor Posada, el bueno de Fernando decidió dormir sin calzoncillos. En sus épocas de virilidad intacta el solo hecho de dormir en cueros le producía una erección que duraba toda la noche y que se traducía en sueños para los que el adjetivo erótico habría sido un insulto. Verdaderos clásicos del porno, eran los sueños descalzoncillados del buen Fernando. Pues eso. Desinhibido y orgulloso de su gran idea, sin más preámbulos, dejó que su insignificante adminículo se sintiera libre, se puso un gorro de dormir, leyó dos lecciones para la salvación de su maestro Deepak Chopra, se tomó un complemento multivitamínico y apagó la luz. Todo lo que consiguió fue pasar la noche entera soñándose con enfermedades venéreas. Alebrestada por demasiados titulares de El Espacio, leídos en la soledad del abandono, su imaginación vio penes atacados por ronchas verdes, penes inflados como zepelines purulentos, penes atacados por larvas insaciables. Se despertó una hora antes de lo previsto, sudando. Se sentó en la cama y no lloró porque según le habían explicado de niño sus nueve hermanos varones y mayores, los machos no lloran. Intentó darse ánimos con una jarra de café bien negro y tres cigarros Pielroja (decir el diminutivo cigarrillos también era de maricas) y metiéndose ese desayuno de verdadero macho cabrío creyó recuperar la autoestima perdida. [28]
Con la autoestima recuperada, se pasó veinte minutos en la ducha recordando sus mejores proezas sexuales. Fernando Platz's Greatest Hits. Todo lo que había hecho cuando su pene no era ese pellejo inútil sino una verga enhiesta, siempre dispuesta a satisfacer a damas ávidas o no tanto. Si lograba mentalizarse, si lograba recordar todos los detalles de su envidiable vida sexual anterior a Verónica, si se convencía de que todavía era el mismo de antes, la asistente del doctor Posada era presa fácil. Lo primero que recordó fue a la niña linda del colegio. Tenían los dos trece o catorce años. Ella rubia, de piernas largas. Él insignificante. La linda ni siquiera lo miraba, la linda lo consideraba un flaco simpático al que se le podían contar las penas amorosas. Él no tenía novia, por supuesto. Ningún ser vivo, vegetal o animal, lo respetaba, y tampoco lo hacían los que jugaban fútbol con pasión, así es que las tardes pasadas escuchando los desamores de la linda del curso eran lo más parecido a una relación humana que conocía. Todo así, apacible infancia, hasta que la linda del curso cruzó la pierna como no debía y nuestro héroe le vio los calzones. Los calzones eran unas bragas blancas de encaje que dejaban entrever el sexo rosado de una rubia adolescente que además, lo sabría muy pronto, era virgen. La visión duró todo el tiempo que la linda del curso tardó en contar sus últimas penas amorosas con muchachos cinco años mayores. Y esa prolongada visión cambió a nuestro héroe para siempre. De ser el niñito tímido al que todos trataban como a balón de fútbol, pasó a ser un pene erecto que no descansaba hasta conseguir lo que buscaba. Descubrir el coñito rosado de la linda del curso fue también descubrir su propia autoestima, su propia fuerza. Y Fernando aprovechó al máximo su nueva fuerza. En las sucesivas sesiones de despecho, se dedicó a [29]
consentirle primero la cabeza, después los hombros y finalmente las largas piernas. Durante dos semanas siguieron con la farsa del paño de lágrimas, sabiendo ya los dos que nada de eso importaba. Una tarde de lluvia en que todos los otros niños corrieron a refugiarse, nuestro Fernando y la linda del curso se quedaron bajo la lluvia, besándose. Como si de un adulto se tratara, él consiguió tocar las tetas redondas y firmes de la linda, bajar la mano por su cintura, meter los dedos entre los calzoncitos, sentir esa humedad nueva, deleitarse con esa mujer que pedía con suspiros lo que él le daría más tarde, en la casa de ella, mientras su mamá leía versículos de la Biblia con un grupo de oración en la sala y su papá producía dinero en una oficina sin saber que su hija había perdido la sagrada virginidad con el niño más feo del curso. Lo que siguió da para una versión ilustrada del Kamasutra. Hicieron el amor metidos en el baño de mujeres del colegio, se masturbaron mutuamente en clase de inglés, ella lo chupó en un bus lleno de niños. Una dicha que duró poco. Y una dicha que, contra todos los pronósticos, se rompió no por los caprichos de ella, sino por los de él. El escenario fue una fiesta de adolescentes desmadrados. Nuestro héroe, muy borracho, sin saber cómo, acabó besándose con una morena desconocida mucho más alta que él y así descubrió la mayor trampa del mundo femenino: la existencia de una variedad inagotable de cuerpos y olores. De las largas piernas, el pelo rubio y las mejillas sonrosadas de la bonita del curso, Fernando pasó a amantes de todos los tamaños y sabores. Tetonas, altas, morenas, negras, caderonas, anoréxicas, ninfómanas, frígidas. Todas las niñas que los años del colegio le permitieron conocer. Para cuando entró a la universidad, nuestro héroe era ya un follador sin [30]
ley. Nada lo detenía. Tuvo la fortuna de entrar a una universidad privada en Medellín, la única en donde existía la carrera de Cine y Televisión. Ahí estudiaban Comunicación Social mujeres que él ni siquiera creía posibles. Se comunicó socialmente con todas. Fue el iniciador de la vida sexual de las que después serían modelos, presentadoras de la televisión, amantes de mafiosos, esposas de miembros del Congreso de la República. Participó en tríos. En intercambios de parejas. En orgías. En sesiones de sadomasoquismo. Conoció coños y tetas de todos los sabores y los colores. Se dio cuenta que llevaba demasiado tiempo en la ducha cuando empezó a sentir que le dolía la piel de los dedos ya arrugados. Apagó el agua. Salió al baño lleno de vapor y a pesar de los recuerdos enardecidos, su pene seguía siendo un pellejo inútil. Mientras se secaba, se dio cuenta que el sexo había sido su única guía en el mundo, la característica distintiva que le había ayudado a gestar su personalidad. Que lo había acompañado siempre: el sexo haciéndolo superar sus complejos de adolescente, el sexo dándole la importancia y el reconocimiento que se merecía entre sus congéneres, el sexo dándole también la valentía para irse a Medellín detrás de su pene para estudiar una carrera de la que sólo recordaba orgasmos increíbles. En ese momento, habiéndose ya vestido y con la cara cubierta de espuma de afeitar, recordó a Verónica, el motivo de sus sufrimientos. Le dio tanta risa pensar en su ex mujer, que tuvo que sentarse en la tapa del water y toser hasta que no le quedaron carcajadas adentro. Se dio cuenta, en un momento de lucidez muy escaso en nuestro héroe, que todo su sufrimiento por ella era un sufrimiento aprendido: sufrimiento de balada cursi, experimentado solamente porque [31]
todos y cada uno de sus amigos (y cada uno de sus nueve hermanos) había sufrido alguna vez por una mujer y él no quería ser menos que los demás machos. Ese fue el último día en que recordó a Verónica. En el carro se dedicó a recordar en cambio todas las veces que estando con ella se acostó con otras mujeres. Olores, texturas, caricias: mientas recogía la boleta del parqueadero creyó sentir una erección. Casi llora de la emoción, nuestro buen Fernando. Miró al cielo y no se arrodilló a bendecir a Jehová por miedo a ensuciar su mejor pantalón. Cómodo, plácido, siendo el nuevo, el animal sexual que siempre había sido, caminó decidido hacia la puerta del doctor Posada. A grandes zancadas atravesó la sala de espera y detrás de su pene fue hasta el escritorio de la asistente más linda que había visto en muchos años y que (habría podido apostarlo con cualquiera) a la mañana siguiente estaría desnuda, con él, metida en una cama doble. Ella lo recibió con una amplia sonrisa que no hizo sino aumentar su recién reconquistada erección. Con la voz más ronca y sensual que había escuchado en su vida, le informó que el doctor Posada estaba enfermo y que había cancelado todas las citas del día. Ya conocía bien nuestro héroe esa sensación de que el cerebro funciona mejor cuando el pene tiene prisa. Sin saber cómo, haciendo gala de toda su astucia recuperada, convenció a la secretaria enfermera de aprovechar la ausencia del doctor y tomarse un café juntos. El ritual del cortejo le devolvió toda la seguridad perdida. A las once de la mañana ya estaban los dos en el cuarto rosado de un motel. De entre todas sus conquistas sexuales, Fernando no recordaba una enfermera en un motel. Ni una secretaria. Las dos juntas era demasiado pedir. Como de película porno. Y más de película porno pareció cuando (él [32]
tendido en la cama, su pene haciendo gala de una recuperación plena, el suspenso de una enfermera encerrada en el baño) ella por fin abrió la puerta y salió. Parecía una modelito de SoHo. Una de esas que había enardecido la imaginación de nuestro héroe durante todos los meses de soledad. Llevaba puestas unas medias veladas negras que solo le cubrían medio muslo muy pálido, la minifalda de enfermera estaba algo subida dejando expuestas unas bragas de encaje, también negras. No tenía brasier y sus pequeños pezones rosados pedían atención. El ritual del acercamiento duró muy poco. En diez segundos nuestro héroe la tenía encima y ya podía sentir todo su olor de hembra. Se besaron largamente. Fernando, buen amante, esperó hasta que la excitación no aguantó más. Entonces estiró la mano por encima de esa espalda morena para tocar el coño tan deseado, escondido entre unas nalgas redondas y tersas. Y ahí descubrió que él no era el único macho en el cuarto del motel. Como en un cuento inimitable de Andrés Caicedo leído en el colegio, como en una canción del TRI oída mil veces, el objeto de todo su deseo era un hombre. Un macho. Como él mismo. Un varón. Y entonces, en la escena culminante de todo el deseo guardado durante semanas, nuestro buen Fernando descubrió lo que debió haber descubierto meses antes. A la mierda se fueron sus cien mil amantes y su colección de revistas SoHo. Le llegó un segundo y milagroso momento de lucidez. En vez de pararse asqueado y furioso, en vez de huir como un machito, como le gritaban las historias conocidas y su nueve hermanos mayores desde el inconsciente, nuestro héroe acarició con firmeza ese otro pene inmenso, encerrado en unas medias de nailon, tragó saliva, se puso de pie, se quitó él mismo la ropa sin dejar de mirar al enfermero a los ojos y se [33]
dispuso a pasar, liberado por fin de todas las mujeres de su vida, la mejor de sus mañanas posibles.
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Cap ítulo 5.
Ufff! ¡Qué tal que cuanto ha sido arrado en los párrafos anteriores fuera erdad!
Texto de David Sánchez Juliao Ilustración de Luis Carlos Celis Publicado originalmente en la Edición 64 de la Revista oHo (Julio de 2005). [35]
Ufff! ¡Qué tal que cuanto ha sido narrado en los párrafos anteriores fuera verdad! ¡Qué tal, a mis años, acabar en esas! He sonreído recordando a mi hermano Jaime, quien, cuando apenas empezaba yo a trabajar en aquella primera agencia de publicidad en Medellín, no dejaba de preocuparse por mi sensibilidad ante los colores y, peor, por la capacidad de combinarlos. -¡Cuidadito, hermano, y acaba metido a marica! -me decía. Jaime, en esos asuntos de machos, es un ser intransigente. Jaime es un latinoamericano a ultranza. Si lo llamara a Medellín, en donde se obstina en seguir viviendo, y le contara que aquello de la voz ronca de la secretaria del doctor Posada, que aquello de la charla en la cafetería, aquello de llevármela a un motel, y aquello de que a la hora de la verdad la hermosa hembra de ojos verdes me había resultado un hombre... repito: si le contara que todo aquello se trató apenas de un sueño, me diría: -¡Huy, hermano, ahora sí se volvió... pero de verdad-verdad! Jaime, insisto, no transige. Más que de mi madre, parece hijo de Freud. Un día, recuerdo, le conté que había soñado que el cable del teléfono se había convertido en una culebra y que, mientras hablaba con Verónica, se me había metido por el oído. De inmediato espetó: -¡Huy, hermano, mariquería escondida! [36]
Habría podido decir "homosexualismo reprimido" o algo así, ¿no es cierto? Pero no. Jaime es como es, directo, coprológico, macho, ultragodo y, ¡caray!, medio traqueto de espíritu. Sí, pues acostumbra decir: "La plata hay que conseguirla honradamente, pero si así no se puede, hay que conseguirla de todas maneras". Y eso no es nada. Una noche, se atrevió a comentar en una bebeta: "Hombre que se deprime es marica; y mujer que llora es puta". ¿Podría existir un par frases que lo definieran mejor? Ahora me pregunto: ¿se imaginan lo que me diría si lo llamara por teléfono y le dijera que estoy entusado y deprimido y que anoche soñé que me había llevado a una hembra a un motel y que al tirar la mano a la presa, en el momento de las verdades, no encontré cavidad sino protuberancia y que, en un acto temerario y suicida, había decidido... -en sueño, aclaro una vez más- ...había decido correr con los riesgos de la experiencia homosexual? ¿Se imaginan su reacción? Tal vez, muy antioqueñamente, diría: -¡Cuenta, hermano, cuenta y el cable del teléfono se le convierte en culebra boa de las gruesas y no se le mete por el hueco del oído sino por otro hueco! Y... qué podría responderme cuando le dijera: -Se jodió, hermano, porque le hablo desde un inalámbrico. Es más, desde un celular. Jaime lo pensaría, guardaría un instante de silencio y reventaría: -Pues... la antenita de ese aparato se le va a convertir en serpiente cascabel... y cuenta, hermano, cuenta. Y, oiga agregaría-: por acá por Medellín no vuelva, porque aquí a los maricones los sicariamos. Y pensar que fue Jaime, ¡increíble!, quien me presentó a Verónica. Me la presentó por correo, y esto es un decir. Un [37]
día, pocas semanas después de mi traslado a la oficina principal de la agencia de publicidad en Bogotá, aquella despampanante mujer se presentó a mi cubículo con una nota de Jaime. Ella dijo: "Aquí le manda Jaimito, con la recomendación de que no me muestre lo que dice la nota". Claro, la nota decía: "Ahí te mando esa cosa para que le hagas el casting respectivo y para que te la cubicules fuera del cubículo pero por el ídem, porque no es Leo ni Sagitario sino Virgo-total. Viene de otro siglo, porque además de ser de ese signo, va a misa. Fíjate a ver si en Bogotá, por allá, por los lados de El Paracaídas, hay un motelito que se llame La Capilla. Con lo 'biata' que es... a ese sí va, y hasta quizás lo aflojará. Suerte, matador. Tu hermano, Jaime". Esas cosas pasan. Quiero decir, lo que a mí me pasó con Verónica desde el principio. Su energía, porque Verónica fue siempre eso, energía, cargó mis baterías. Todo aquello llegó tocado de un airecillo de predestinación, pues por esos días adelantábamos en la agencia la planificación de una campaña vital para las finanzas de la empresa: la de las baterías Vital. Y le llega a uno a la oficina... ¡semejante pila de mujer, con semejante vitalidad! A Verónica no le sobraba un gramo de carne, ni le faltaba medio. Tampoco de hueso. Parecía hecha a la medida por el mejor sastre del cielo: el noventa-sesenta-noventa en ella era casi una metáfora, porque tenía esas caderas necesarias para lucir las falditas de los noventa, una cintura de los sesenta para yines planos y caídos y con la florecilla hippie junto a la bragueta, y la bastantidad de busto de los noventa -de nuevo-, caidito como el morro de un cebú pero firme como el de un maniquí desnudo. El centro gravitacional de su existencia era el ombligo, al que uno se sentía obligado a conducir la mirada antes que a los ojos. Rampa, si la hubiera conocido, habría [38]
dicho que ese, ciego y lanudito, era su tercer ojo. Por allí brotaba, estoy seguro, y así lo comprobaría después, toda esa energía que de Verónica atrapaba, capturaba, aprehendía, conquistaba, rapiñaba, enco... encoñaba. Su coño era el ombligo. Era lo primero que de ella invitaba a besar.... lengua adentro y, hacia abajo, ¡monte-adentro... caballero! -para usar la expresión cubana. Antes de saber de qué color eran sus ojos, mucho antes de percatarme de qué calidad era el tinte de su cabello, antes de aprender si sus labios eran carnosos o no -que lo eran-, antes que nada, me extasié en el ombligo, el que cargaba al aire, como ahora se usa en este siglo de descaderados y paramilitares. Sobre él, hice una broma que fue dos cosas al tiempo: una cabeza de puente para llegar a su más ardiente orilla y una chanza que a ella le encantó... por "inteligente". Así me dijo: -Esa es una chanza inteligente y me gustan las chanzas inteligentes. La "inteligente" chanza que abrió sus puertas, fue esta. "¿Qué reparas?", me había preguntado cuando la miré al ombligo antes que a los ojos. "Reparo que ese ombligo está mal puesto". ¿Se imaginan aquello de decirle a alguien tan orgullosa de su ombligo que ese ombligo está mal puesto? Era como decirle a la rutilante Amparo Grisales de hace treinta años que tenía el derrier caído; o a la belleza de Gómez Méndez que podía lanzarse a Mr. Colombia. La esplendorosa Verónica reaccionó peligrosamente: "¡¿Que qué?!". Entonces expliqué, con una pícara sonrisa apenas dibujada en la comisura de mis labios: "Sí, ese hermoso ombliguito está mal puesto, pues no debería estar puesto en donde está puesto, sino aquí" -y, con el índice- señalé mi propio ombligo más allá de la corbata que caía. [39]
Soltó la carcajada. Entonces sí, en medio del grato sonido de aquel carillón de múltiples campanas, pude extasiarme en sus ojazos de esmeralda clara, en sus oscuras cejas perfiladas como a pincel, en su nariz esculpida en claro mármol de carne y en la provocación de unos labios espesos y jugosos como los de un durazno abierto. Recordé, no sé por qué, a la Monroe cuando me mira con ganas de ser saciada desde el afiche que un día se me dio por colgar de las paredes de la oficina. Me la imaginé así, como a la Marilyn, vestidita de blanco, de faldita alzada por el chorro de vapor del subway cuyo tren pasaba horadando las entrañas de la tierra como un pene de múltiples vagones; la manita abajo, junto al vientre, evitando que la falda se alzara más de la cuenta y mostrara más de lo que indican los cánones del erotismo... así... ¡Vaya, qué mujer! ¡Qué exaltación del principio helénico de armonía-igualbelleza! -me refiero a Verónica, claro, porque, en el fondo, la Marilyn hoy solo impactaría del cuello hacia arriba. Sí, porque esas llantitas laterales de la estrella de Hollywood, esos bananitos en las piernas, ese cuerpo regordeto y canónicamente cincuentero no resistiría en los albores de este siglo el menor descaderado. -¿Te puedo preguntar una cosa? -dijo, cuando paró de reír. -Claro, pregunta -respondí. -¿Por qué usas corbata en una época en que ya poco se usa, y en una agencia de publicidad que, se supone, es un sitio de creadores en donde todo el mundo anda medio desplumado? Esa mañana habíamos tenido una presentación ante clientes. En esos casos resultaba conveniente venir de corbata. Tengo tres apenas, una roja, una azul y una verde, y suelo combinarlas de maravilla con los dos vestidos formales que [40]
reposan en mi lánguido ropero, un terno azul oscuro y un blazer, también azul pero con botonadura de marinero. Me tomé mi tiempo, como un pitcher que entra al montículo con hombres en primera y segunda y que mira con cuidado extremo la seña del receptor. -Uso corbata, hoy, porque... No me dejó terminar. -Me gustan, te digo, los hombres que no usan corbata. -¿Y eso? ¿Por qué? -Porque pienso que vienen al mundo armados de tal manera que no necesitan nada más que les cuelgue. -Ajá -pasé saliva y sonreí de manera forzada. No tuve más remedio que pasar la página provocándola con una mirada que delatara lo que en mi interior se revolvía. -¿Qué me miras? -preguntó, tal como lo esperaba. -Qué bonitos ojos tienes debajo de esas dos cejas -fue todo lo que alcancé a decir, citando al compositor, para salir del atolladero; y aquello rayó en lo cursi por lo pueril. -¿Qué harías con ellos? -me preguntó. -Sacártelos, mi sensual Santa Lucía, quitarte el que tienes abajo y colocarte dos ombligos verdes. Y ahí la embarré. Como casi siempre me sucede a la hora de la hora. -¿Te imaginas, Verónica -cometí la imprudencia de agregarbajar la cabeza hasta tu barriguita perfecta y mirarte a esos dos ojos a corta distancia... Tampoco me dejó terminar. -¿A corta distancia de dónde? La verdad, me corté. Resulté corchado. -¿De dónde? -volvió a preguntar, mirándome con ojos de ombligo. -No, no quise decir... [41]
-Dilo. Por favor, dilo. Esa noche salimos a bailar. Me la llevé al Salomé de la zona rosa. Y allí, tras el tercer ron con Coca-cola light y gotas amargas de Angostura, me olvidaría de todo, hasta de la razón de su visita a mi oficina. -¿Bailamos? -le pregunté, tras el primer sorbo del ron, cuando empezó a sonar Corazón-de-melón... Corazón-de-melón... de-melón-melón-melón de-melón-melón-melón,, corazón...
Eran las diez de la noche. El lugar estaba apenas a medio llenar, pero el humo de los cigarrillos había ya empezado a saturar los espacios con ese sabor a dulce neblina que, mezclado con el vaho de los cuerpos y el olor de los alcoholes, remite cualquier ámbito a una esencia de pecado. No sé por qué llego a ser tan sensible frente a esas "minuciosidades urbanísticas", como una vez las llamé, cosas que a Jaime, mi hermano chauvinista, le parecerán -seguramente- remilgos de mariquetas. ...de melón-melón-melón... corazón
Había llevado mi mano derecha a su espalda, a la altura de las vértebras del sacro, a escasa distancia del coxis y la delicada cadera, y con la izquierda sostenía su derecha en la más convencional posición de los bailes de salón: al nivel de la clavícula pero retirada cinco dedos de la caída del hombro. Nuestros rostros, ambos sonrientes, distaban una cuarta, frente a frente, de nariz a nariz. Habíamos empezado a bailar tal como a las abuelas les encantaba que bailaran sus nietas vírgenes. Y en esa postura de muñequitos de biscuit transcurrió la primera pieza. Permanecimos allí, el uno frente [42]
al otro, sin contacto, ni siquiera en las miradas, hasta cuando el DJ corrió la siguiente pieza en la tornamesa... Los marcianos llegaron ya, y llegaron bailando rica-chá...
Lo de esperar. Como mandada de Marte se estrelló cual aerolito contra mi sufrida humanidad. El impacto fue feroz. Lo sentí en el propio corazón de mi adolorido planeta. El cráter del impacto fue inmenso, y pudo ser medido en estrellas fabricadas con carnes de mariposa. Lo percibí en donde más se percibe. Allí, en la parte más ardiente y central, entre las selvas del Darién panameño y la enhiesta península ibérica, allí, a igual distancia de ambas partes; exactamente en donde, luego de tantos milenios carentes de emociones, había dormido la Antártida bajo las frías aguas del olvido. De repente, surgió del fondo de los océanos la gran ciudad celada por su monte tutelar, un Monte-Calvo húmedo y reluciente, salvaguardado en su pegue por una cabellera de serpientes de rémoras y amnesias. Y ella lo sintió. Rica-chá rica-chá rica-chá... así llaman en Marte al cha-cha-chá...
Nuestros cuerpos eran uno. Yo, desde el mío, impactado por su fuerza y su energía, palpaba ahora su entera carnidad... desde los tobillos que se topaban en el paso acompasado del marciano rica-chá hasta los últimos cabellos surgidos de su palpitante y sudoroso parietal. Lo palpaba todo, y sentía que mi ibérica protuberancia encajaba a la medida en la más ardiente esclusa de su panameña canalidad. Y allí, antes de que los extraterrestres descendieran de su nave de cobalto estelar, Tierra y Marte fueron víctimas sincrónicas del primer [43]
terre-marte-moto de que la NASA hubiera tenido noticias. Hasta que llegó, por fin, en labios de Verónica, la sentencia de la reivindicación. "No sé para qué usas corbata -me dijo al oído con una voz de amapolas estrujadas-. No sé para qué la usas, chiquito, pues no necesitas nada más que te cuelgue de ningún otro lado". Aquello me hizo sentir bien, muy bien, en la profunda aspiración de mis pulmones que buscaban el aire de nicotina, al tiempo que avivaba en mí un irreprimible deseo de convertir los dos planetas, Marte y Tierra, el suyo y el mío, en el más delicioso polvo espacial. De un platillo volador, todos bajaron bailando... al son y al ritmo del rica-chá…
-¿Pedimos la cuenta? -Y... ¿adónde me vas a llevar? -A misa, te voy a llevar a misa, mi ardiente Santa Lucía. -¿A estas horas de la noche?
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Cap ítulo 6.
Trece meses después de la partida de Verónica, la tusa se había conver ido en una bestia domesticada y ma herida
Texto de Nahum Montt Ilustración de Juan David Laserna Publicado originalmente en la Edición 65 de la Re ista SoHo (Agosto de 2005).
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Trece meses después de la partida de Verónica, la tusa se había convertido en una bestia domesticada y malherida. Bestia insomne que atacaba en las madrugadas y me hacía sentir sus estertores agónicos con un dolor cada vez diferente. Trece meses después la imagen de Verónica se abría paso entre mis pesadillas y regresaba sin ahogos ni lágrimas ni mocos, solo una sensación mortal de vacío, de pérdida irremediable que ahora trataba de reconstruir de manera torpe e inútil. La volví a sentir pegada a mi cuerpo, hiriendo mi pecho con sus pezones duros, clavando sus uñas en mis hombros, moviendo con lentitud implacable las caderas, acercando su boca húmeda a la mía, mirándome desde otro mundo: -Dilo. Por favor, dilo. Y yo, desde la otra orilla, con la boca reseca, las piernas temblorosas y un nudo en la garganta que estrangulaba las palabras más estúpidas y gastadas, pero también las más proféticas: -Por ti, Verónica, sería capaz de cualquier cosa. Había firmado mi derrota, mi acta de defunción y le entregué mi cabeza servida en una bandeja, con el rictus grotesco de quien acababa de descubrir el amor. Mi apartamento olía a humo de leña, a ceniza de cigarrillo, a fuego apagado. En cambio, Verónica olía a sudor fresco, a leche condensada y almendras. Recorrió la habitación con la mirada y se desnudó sin prisa, doblando su vestido y ropa [46]
interior con sumo cuidado, haciendo un montoncito sobre la mesa de noche. Se acercó y me dio un beso largo. Con torpeza de primate fui arrojando la ropa que me quedaba y nos tumbamos en la cama. -¿Cómo prefieres? -Como los jesuitas. Me apoyé en mi mano izquierda y con la derecha me abrí paso. Cargué sin prisa ni violencia, mientras ella aguantaba las primeras embestidas, aprovechando mis pausas para atornillarse y recibirme mejor. Cuando tenía la mano izquierda entumecida, atacada por mil punzadas, Verónica me dio el bote y sentí su peso cada más leve sobre mí. Dio una ligera sacudida para acomodarse, meneó su cadera despacio, haciéndola girar en semicírculos y direcciones contrarias. Se incorporó un poco y recogió sus cabellos con una banda elástica. -¿Te gusta? Aspiré una enorme bocanada de aire, la miré a los ojos y le di una palmadita en la nalga. Se apretó viscosa, palpitante y echó a correr, dejándose caer mientras musitaba "quiero, quiero". Luego se detuvo con un movimiento brusco, se quedó mirándome y de nuevo se dejó caer, con más y más fuerza. Gimió en un lenguaje oscuro, de guerra, cargado de obscenidades callejeras, olvidadas desde mi adolescencia. Al final, mordió cada sílaba, sin rabia ni pudor: "Perro, perro." Entonces dio un grito como en las películas de Bruce Lee y se detuvo. Su respiración se hizo más lenta, acompasada por pequeños suspiros. Me sentí enorme, indomable, como si acabara de descabezar una estatua con mi bate de béisbol. En la mañana, Verónica me besó en la boca y abrazó mi cabeza contra sus pechos, luego me apretó con fuerza y preguntó: [47]
-¿Cuándo nos volvemos a ver? Le eché un vistazo al reloj de la mesa de noche, pero estaba tapado con el montoncito de sus ropas. -No tienes que irte -le dije. En un gesto insólito, besó mi mano y la puso sobre uno de sus pechos: -De verdad, ¿quieres que me quede? Yo puse mi mejor cara de profeta degollado. Seis meses después debía hasta las tetas de Verónica. ¡Que me orine un conejo si aquellos implantes mamarios no fueron mi perdición! El doctor Abondano me hizo firmar un montón de pagarés y los chepitos del cirujano plástico se encargaron de embargarme el televisor, el equipo de sonido, la nevera y hasta mi colección de cartas de magic, importadas por internet. ¡Que me cague una cacatúa si mi segundo gran error no fue ir a suplicarle a ese maldito médico! El doctor Abondano me miró compasivo, se rascó sus cabellos lisos de rancho de paja y preguntó: -¿Cualquier cosa? -Así es. -¿Está seguro? Si yo le propusiera algo, sería capaz, digo. ¿Sería capaz de hacerlo? Asentí. El cirujano plástico abrió sus ojazos y puso aire de no estar muy convencido. Tenía quemados sus cachetes por el sol y era imposible saber si jugaba a ruborizarse. Después de musitar una parrafada sobre la discreción y la confidencialidad, la lealtad y la solidaridad que yo le despertaba, me dijo: -El bar se llama Crisis Moral y la cosa no es nada del otro mundo.
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Me lo explicó con lujo de detalles como quien recita un manual de memoria. Al ver mi progresiva palidez y el temblor en mis manos, se interrumpió: -Lo sabía, usted no tiene las agallas, señor Platz. Olvídelo. ¿Sabe? Yo no he dicho nada. Haga de cuenta que no he dicho nada. -No se trata de que tenga o no tenga agallas. -¿Entonces? -Nunca he sido un profesional en. -vacilé, buscando las palabras precisas- en esos oficios. -No me venga con esos cuentos, que para masturbarse no hay que estudiar, además recuerde el refrán, quien niega la paja. -Sí, lo sé. Niega la madre. Y no la estoy negando. Solo que nunca había pensado. Así, de esa forma. Usted me entiende, pero muchas gracias. Se le agradece su buen corazón. -Señor Platz.-me devolví. -Por si cambia de opinión -y me entregó una tarjeta con el número del celular. Dos días después, aprovechando el viaje que cada quince días Verónica hacía a Medellín, lo llamé y me atreví a preguntarle: -¿La paga? ¿Cómo es la paga? -En efectivo. En un fin de semana ya tiene para sacar uno de sus chécheres. -Pero, bueno, no sé, doctor Abondano, mi familia es muy conservadora, no sé. Además me preocupan dos cosas. -Dígame, señor Platz. -¿Cómo hago? -¿Hace qué? -Tanto tiempo, cómo hago para mantenerla bien dura. -Hay trucos. El trípode anterior tenía sus trucos. -¿Trípode? -Sí, trípode, así le decían al negro que hacía ese trabajo. [49]
El trípode era un extraterrestre y tenía su público, pero después de un tiempo ya no arrancaba un suspiro. "Demasiado perfecto", dijo el doctor Abondano y el patrón había pensado en algo más realista, más cotidiano, nada del otro mundo. -Pero no se preocupe, señor Platz. Los trucos eran muy sencillos. Aspirar un poco de cocaína y pensar en una sola frase durante varios minutos, después era cuestión de dejarse ir e imaginarse en país del Nunca jamás. -¿Y el frío? -¿Cuál frío? -Pues el frío verriondo y uno en bolas. -No se preocupe. El ataúd es bien calientico, no se imagina lo caliente que se pone -el doctor Abondano soltó un alarido chillón que me heló la sangre. Después pareció perder la paciencia y pronunció la frase fatal de mi perdición: -Usted verá. Crisis Moral quedaba en pleno corazón de Chapinero. Se timbraba y un negro que enseñaba sus dientes blancos por una ventanilla, preguntaba una especie de contraseña. Luego de la requisa de rigor se atravesaba un corredor cubierto por fragmentos de espejos para encontrarse con un enorme salón cuadrado, con sillas y mesas para más o menos cien personas. Contemplé el ataúd. Estaba inclinado en el fondo, formando un ángulo de 45 grados, sobre la plataforma de lo que parecía un cadalso, rodeado por cuatro cirios; pintado de azul con los colores y el escudo de Millonarios. El doctor Abondano me explicó que el patrón lo había mandado hacer debido a la mala campaña de su equipo de fútbol. -Es una crítica muy conceptual. En el otro extremo había una plataforma circular con un tubo en el centro. Tomé un trago para los nervios. Poco a poco el [50]
bar se fue llenando con parejas gays, hombres y mujeres de parche, como si acudieran a una cita. Con la ayuda de una de las chicas del bar me pinté la cara de blanco, los labios y los párpados de negro y me peiné con gel. Me desnudé sin afanes y me dejé mi gabán, mientras enfundaba unos guantes blancos que me quedaban pequeños. Hacia las once de la noche, cuando el bar estaba a reventar, me dieron la señal. Encendieron los cirios y apagaron las luces. Cuando abrí el ataúd, un círculo de luz cayó sobre mi cuerpo desnudo. El humo del hielo seco inundó el salón y la estridencia de la música apagó los chiflidos y los gritos de los asistentes. Yo había elegido una frase del maestro Ortega y Gasset, que comencé a recitar con devoción desesperada, "El pensamiento es una erección y yo todavía tengo pensamientos". La melodía de sintetizadores se impuso con un nuevo juego de luces de colores. De la plataforma circular descendió una mujer de faldita a cuadros rojo y negro, camisa blanca y una corbata roja, a medio anudar. Los chiflidos cesaron y se sintió, por fin, el eco de los aplausos. Era la colegiala más hermosa que había visto en mi vida. Con la cara pintorreteada, acostado en aquel ataúd azul, contemplando ese candor de mujer, me sentí como un ángel desnudo y erecto. Hoy, trece meses después, soy incapaz de recordar qué fue lo que más me espantó, si el brillo en su mirada, el temblor de sus muslos al inclinarse, la curva perfecta de sus nalgas, sus senos enormes de silicona o toda la visión en conjunto, la voz ronca de Deborah Harry canturreando:
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I touch myself Ooh I don't want anybody else Oh no, oh no, oh no
O los aplausos y los gritos cuando Verónica descendió desnuda de su pedestal y se aproximó hasta mi ataúd azul con su aire candoroso e infantil, desprevenida aún, sin sospecharlo aún, mientras yo estaba con el corazón en la mano.
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Cap ítulo 7.
Lo sé bien. Claro que lo sé m y bien
Texto de Juan Manuel Roca Ilustración de Paola Angarita Publicado originalmente en la Edición 66 de la Re ista SoHo (Septiembre de 2005).
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Lo sé bien. Claro que lo sé muy bien. Para alguien como yo, que se llama Verónica, ponerle un paño a un hombre en la cara, como lo hizo mi legendaria homónima con Jesucristo, es una forma de que este rostro se quede impreso más que en una tela, en la memoria. Y, qué le vamos a hacer, algo parecido me ocurrió con ese vacío que a falta de un mejor nombre que le hiciera justicia a mi limbo, al desamor que siempre es proporcional al amor que desaloja, decidí seguir llamándolo Fernando. Pasó el tiempo, volaron trece meses de bronca, de injuriarlo con calificativos zoológicos: cucaracha de hospital, perro sin dueño, mono de organillo, lobísimo señor de las abominables canciones de Franco de Vita, ratón de sacristía. Pasé a injurias menos perdularias, le bajé el tono a la sarta de improperios, me aplaqué y entendí que todo era parte de un largo exorcismo. Nunca quiso reconocer su alcoholismo enmascarado, larvado, su falta de interés sexual avasallado por una sexualidad fantasiosa que sólo tenía ocurrencia en lechos imaginarios, establos con heno o camas de virreyes, mujeres de un fantasmario inasible con medias de arabescos como única prenda, metáforas salomónicas donde el pubis es un jardín, fisuras o grietas donde crece el musgo negro entre las piernas, nalgas como dunas untadas de miel y toda suerte de evocaciones sin medida. Pero de lo nuestro, de un rito repetitivo como un mantra, de nuestra relación en el ahí y en el ahora, sólo iban quedando vagos recuerdos. [54]
Los primeros tiempos, cuando nos desnudábamos en la soledad del ascensor al llegar de una fiesta, cuando teníamos como único vestido la desnudez del otro y su voz erizaba todos los vellos de mi cuerpo y mi rostro bajo el suyo era el espejo del deseo, fueron dando paso a la molicie, a una puesta en escena memorizada por la lengua y los abrazos. Fui olvidando que mis nalgas eran la cartografía de sus manos y me fue abandonando ese olor a almendras que exhala mi piel cuando se humedece la orquídea negra que tengo escondida bajo la seda de mis pantaloncitos blancos. El alcohol, se lo dije una y mil veces, ahogaba en sus lagunas el valle blanco de las sábanas, unas telas que antaño parecían veleros y ahora estaban cargadas de una quietud de mar en calma. Del tsunami al mar muerto, podría decirse. A veces en broma pero otras más con una rabia siciliana, le dije que lo malo del alcohol es que uno puede incluso suicidarse y al otro día no acordarse de nada. De absolutamente nada. Pero él prefería, con frecuencia, el Vat 69 a mi ebriedad natural. Cuando lo llamé para pedirle la nevera no pensé que le estuviera declarando la guerra fría o que fuera una alusión a la imagen congelada que él tenía de mis senos, que aunque no parecen cañones antiaéreos sí tienen un color de canela y una aureola oscura que hace de base a dos pezones levantiscos. Nada de lo que le dijera, fuera tierno o procaz, parecía interesarle pues toda su pasión ocurría en el cerebro, por lo tanto imagino que ahora que no estoy a su lado me desea con un poderoso arrebato que rompe sus moldes cartesianos. Una vez le hice una parodia de la primera canción que bailamos, un ritmo que habla de una guajira de Guantánamo:
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Yo soy un hombre sin Eros Donde no crece la palma. Y antes de morirme quiero...
Pero nada, nada de nada, ni se dio por aludido. No hago la crónica de un abandono, sólo quiero explorar en un vacío que he logrado llenar de otras voces, de otras risas y de renovadas caricias. Al hacerlo cometo con desparpajo lo mismo que hacen todos los fatuos escritores, volverme una especie de ghostwriter , de quien escribe el discurso de otro y por lo tanto cree tener en su bolsillo las verdades enajenadas de un fantasma. Pero lo hago para saldar cuentas con un pasado que no quiero ver convertido en bumerán, un pasado trunco como un disco en el momento en que se va la luz. El tiempo que viví ese vacío con nombre de varón me hizo pensar en una frase leída en un deslomado libro al que él daba más importancia que a mi sacratísimo culo. La frase es del autor de Las flores del mal, que veía el amor como una infección: "No pudiendo suprimir el amor, la Iglesia ha querido, por lo menos, desinfectarlo, y ha creado el matrimonio". Es decir, el rumiar y la rutina, el rito que se repite hasta hacerse tedio. Fernando hizo del aburrimiento una religión. El amor, ese niño despótico y cambiante como veleta, no sólo tiraniza a los hombres sino a los dioses. Y yo, ni soy hombre ni soy diosa, sólo soy una mujer que aspira a ser algo más que la funda de la almohada para que alguien sueñe imposibles, teniendo a mano mi monte venusino, mi pequeña empalizada negra agazapada entre encajes. Me lo han dicho. Mi viejo amor hoy acude al diván, va a un consultorio como a un confesionario donde un médico de almas, que a lo mejor no tiene alma, no puede entender el [56]
tamaño del vacío que deja quien se ha entregado con todo a festejar un mano a mano de caricias como la parte más alta del amor. No me produce satisfacción saber que aún anda herido por mi ausencia, pero sí refuerza la idea que tengo sobre la fragilidad humana buscando ayudas externas en alguien que no habita en nuestra piel. Vivir a orillas de mi cuerpo es como estar al lado de un riesgoso abismo. Lejos de ser una Lolita, de ser amoral y no tener linderos para el deseo, creo en los dictados que entrega la percusión del pecho, creo en los secretos mensajes que intercambian la mirada y el sexo, creo en una palabra bien dicha que en concilio con el tacto o el olfato abren como una nocturna flor mi sésamo. Algo que de olvidarse es una clarísima señal de que el ciclo del amor loco ha terminado. Luego viene el cansancio, el cuerpo jubilado del territorio del deseo. Pero no quiero pensar más en ruinas. Un amor perdido pero clavado como una estaca en el pecho es peor para un amante que para un vampiro. Deja un rastro de sangre en el silencio y una sombra lanceada en la memoria. Ahora voy a mi aire, camino entre una soledad bien habitada, tengo un nuevo y dulce nosotros. Él viene cuando lo dicta la pasión, la suya y la mía. Lo espero como quien espera la llegada de la noche. Es un tinieblo que sabe aguardar la hora precisa. Como cuando una planta de sándalo se quiebra y brota el olor de sí misma, vuelve a regarse por mi cuerpo un aroma de almendras. Lo espero con una leve ansiedad. Bajo mi amplia falda reina mi desnudez, he colgado mis calzoncitos de encaje en el pomo de cobre de la puerta de mi cuarto. Vuelvo a sentir su mástil entrando en mi bahía como una invitación a seguir navegando. Todo mi cuerpo es invadido pero a la vez es invasor. Una noche son mil noches; una palabra, todas las [57]
palabras. Nos devoramos bajo la media luz y todo se funde: el brazo y el abrazo, el beso en los lugares escondidos, mis piernas abiertas como un libro en el que solo puede leerse un capítulo perdido donde todo puede tener ocurrencia. La noche no tiene orillas. Él tiene la llave maestra que abre mi cerrojo. Yo tengo para él dulzuras desconocidas. Cuando se ha ido, cuando cierra la puerta luego de un beso largo como el tren transiberiano, queda un temblor en el aire pero no queda ausencia. Vive en mí como yo lo hago en su cuerpo. Tras la despedida, algo interrumpe mi monólogo, mi exorcismo interior. Suena el teléfono y no me animo a contestar para seguir envuelta en la atmósfera que aún tiene chasquidos y susurros y un fuerte aroma de mar. Pero oigo en el contestador una voz impostada, de seductor, una voz como de línea caliente que me deja su número telefónico y la petición edulcorada de que lo llame. Dice ser de un tal doctor Posada.
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Cap ítulo 8.
No fui capaz de esperar a Veróni a en el ata d azul
Texto de Alonso Sánchez Baute Ilustración de Nicolás París Publicado originalmente en la Edición 67 de la Re ista SoHo (Octubre de 2005). [59]
No fui capaz de esperar a Verónica en el ataúd azul. Avergonzado, anonadado, apabullado, aprovechando un instante de oscuridad total -una aparente equivocación del técnico de luces- justo antes de que ella descendiera desnuda de su pedestal de diva hollywoodense, me deslicé debajo de la pesada cortina de terciopelo que alguna vez debió ser de un color cercano al bermejo. A Dios gracias no me vio, pero no fue necesario que sucediera porque una doble culpa me invadió desde el mismo instante en que pensé en salir al escenario. Primero, por haber aceptado la absurda propuesta del doctor Abondano pero -mil veces peor-, por no haberme comido en aquel instante supremo el coño ambrosiaco -"su orquídea negra", como solía llamarlo- de semejante hembra terrenal. Mientras lavaba mi rostro en el pequeño baño iluminado apenas por una bombilla desnuda, escuché el desconcierto del público que no se explicaba en qué momento desapareció el hombre del ataúd. Siendo sincero, yo tampoco lo supe: todo sucedió con tal rapidez que antes de que apareciera el dueño de aquel sórdido bar, ya estaba en la calle vestido tan solo con mi gabán, pues por el afán apenas tuve tiempo para calzar mis zapatos, olvidando tomar mi ropa antes de abandonar ese lugar. No era aún medianoche y yo caminaba por las calles de Chapinero vestido como un exhibicionista de película con la verga más dura que una piedra. No exagero. Sucedió que, [60]
temeroso como estaba porque no se me parara delante del público, esa noche tragué no una sino dos pepas de sildenafil. Sabía que para lograr la erección en una jornada cualquiera, bastaba ingerir una sola de las famosas pastillitas azules. Pero tuve tanto temor de defraudar al público de Crisis Moral -y de paso quedar mal con el doctor Abondano, quien me chantajeó para que aceptara hacer parte de aquel espectáculo de sexo en vivo-, que cuando confirmé la existencia de dos tabletas en la cajita que compré en la ventanilla de urgencias de la clínica -localizada a unas cuantas cuadras de aquel bar de mala muerte-, no dudé un momento y tomé ambas en el acto, sin siquiera ayudarme con un vaso de agua. Era la razón por la que andaba por la calle vistiendo un viejo gabán, con la verga enhiesta y un dolor de cabeza el macho. Corrijo: dos dolores de cabezas, el de la de arriba, que me dolía como un efecto secundario de la pastilla; y el de la de abajo, que estaba que me explotaba, pues la arrechera era feroz, cruel, casi inhumana. De manera que aproveché la oscuridad de una calle desierta y, guareciéndome en el vano de la puerta de una casa abandonada, saqué las manos de los bolsillos del gabán -que era la manera como me arropaba luego de confirmar que no tenía cómo abotonarlo- y procedí a masturbarme en plena vía pública, con tan mala fortuna que, por más rapidez con que movía mi mano derecha, nunca logré eyacular. En cambio, conseguí aumentar el dolor de cabeza. De ambas cabezas, por supuesto. Y si la de abajo estaba por completa colorada, mi rostro mostraba un rojo más encendido que el de un cachaco luego de un soleado día de playa. Como me sucede desde niño, que siempre espero que suceda algo peor -por lo que mis amigos me llaman, con sorna, Fernando "Murphy"- , lo primero que me vino a la cabeza -a la de arriba- fue imaginar un priapismo temporal: [61]
un temor infame que recorrió mi cuerpo de arriba abajo, un temblor que me movió el suelo y amenazó mi existencia. No era la primera vez que me sucedía. Ya en la adolescencia, una vez me asusté porque la verga estuvo tiesa un día entero con su noche. Para colmo del sufrimiento luego de aquel augurio, a la memoria me vino pronto la noticia que alguna vez escuché de un muchacho en un pueblo de Sucre -¿o sería de Córdoba?- que padeció de aquella ingrata enfermedad a consecuencia de la cual tuvieron que cortarle el pene luego de tres días sin que ninguna receta -médica, de simple matrona o de mujer inmoral- lograra bajarle la erección. Me cagué del susto al recordar ambos episodios (y por poquito no digo que fue literal). De manera que me armé de valor y devolví mis pasos adonde esa noche inició esta historia, es decir a la Clínica, en busca de un médico (ojalá de largos cabellos rubios y senos pronunciados) que solucionara mi problema. Gracias a mi paupérrima vestimenta, el vigilante de la clínica por poco no me deja entrar porque me confundió con un mendigo y, para colmo, jamás en la vida había escuchado la palabra priapismo, por lo que tuve que abrir mi gabán y dejarle ver la causa de mi mortificación. Fue la primera persona en esa clínica que aquella noche vio enhiesto mi monstruo dorado, o rojo, debo decir, porque lo colorado nada que se le bajaba. Luego del celador, fueron varios los galenos que detallaron el tamaño y el grosor de mi pene tieso, alborotado. Me sentí como Nacho Vidal mostrando su artillería, pero con la vergüenza de saberla, por lo menos, la cuarta parte de su tamaño. El médico de turno que me atendió supuso una rápida solución a partir de una bolsa de hielo con que cubrió mi bálano, pero la erección no cedió. Entonces dijo que tocaba hacer una punción, que no es más que puyar el pene con una [62]
aguja para que ceda la sangre acumulada en los cuerpos cavernosos. En lugar de calmarme, luego de escuchar tal explicación, mi desesperación aumentó. ¿Cómo así que iban a chuzar a mi monstrico? ¿Permitiría que le hicieran daño a mi juguete más preciado? Y otra idea -peor- cruzó rauda por mi mente: la desgracia de no volver a probar otra orquídea como la de mi Verónica. Fue cuando sentí crujir los huesos de mi pierna derecha tras patear con rabia la pared. Todo esto pasaba mientras una enfermera -que ante la preocupación ni siquiera fui capaz de ver como mujer- lavaba con isodine "mis partes pudendas" para evitar infecciones durante el procedimiento. Entonces escuché al médico que me atendía describirle a otro mi epicrisis como "muy curiosa": una singular reacción causada por el viagra no descrita en ninguna literatura médica. Tanto se interesó el nuevo galeno, que propuso escribir mi caso para beneficio común. Fue cuando me dieron aquellas absurdas ganas de mear. Despreocupado por un instante de mi tragedia, fui al baño para encontrarme con otra peor: queriendo salir aquel orín -casi a punto de explotar-, pujé y pujé con insistencia hasta que me ganó la impotencia. No salió ni una gota, y el ardor que comenzaba en la uretra me invadió todo el cuerpo. En ese momento entró al baño una niña que ya empezaba a ser mujer con un pequeño frasco en la mano. Al parecer, intentaría tomar una muestra de su propia orina para unos exámenes de laboratorio. La vi frente a mí, y la escena me pareció irreal: yo cubierto apenas por un gabán, con mi verga amenazante justo al frente de sus ojos. Al principio me abochorné por haber dejado la puerta sin seguro, pero pasado un segundo la detallé de arriba abajo: debía rondar los quince años, y asomaba en su rostro cierta belleza angelical. Su piel era blanca, impoluta, como debía ser -imaginé- su coñito [63]
lampiño; sus cabellos negros, recogidos en un par de trenzas largas, resumían su inocencia virginal. Pero fue aquella mirada transparente, cándida, la que me alborotó por completo la compasión. Parecía una de aquellas adolescentes que pintó Balthus antes de que algún moralista dijera que lo suyo no era arte sino pedofilia. Mientras se me acercaba, creí sentir mi verga mucho más dura, mil veces más tiesa. Y digo "creí" porque antes, camino a la clínica, pensé que si se endurecía más, se partía en mil pedazos. Todo fue tan rápido, que no tuve tiempo para arroparme con la roída gabardina. De repente la nena estaba apenas a unos cuantos centímetros de mi cuerpo. En mi locura, deseaba a cántaros que la niña me agarrara la verga, que la estrujara con fuerza. Lo hizo: la tomó entre sus manitas como si fuera un juguete extraño, un muñeco hinchado y rojo que por primera vez admiraba en la estantería de una juguetería. Aproveché para deslizar mi mano debajo de su vestidito: sus teticas parecían apenas el par de botones que faltaban en mi gabán. Sentí morir. Tanto, que no fui consciente cuando le dije "bésala" y ella, como una Lolita adiestrada, posó su lengua sobre mi glande en el mismo instante en que advertí que el dolor de mis cabezas había desaparecido. Extasiado, sentí su lengua revolotear por el bálano, y apenas tuve un segundo de sosiego para abrir los ojos cuando la niña trató de engullir toda mi pieza, que no cupo por completo en su boquita rojita. En ese instante descargué toda mi ansiedad, y la larva hirviente de mi volcán mojó de oreja a oreja su carita -hacía apenas un segundo- inmaculada. Ella sonrió con una sonrisa tan ingenua y a la vez tan tierna, que alcancé a rogar que no acabara nunca aquel segundo de gloria eterna. Pero entonces la puerta del baño se abrió con fuerza, y apareció este hombre llamando con furia a su pequeña. "Margarita", fue el nombre [64]
que dijo, antes de que en su rostro apareciera la mirada asesina de Benedicto XVI.
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Cap ítulo 9.
El tipo era di inuto
Texto de Germán Bula Ilustración de Herbert Ortiz Publicado originalmente en la Edición 68 de la Re ista SoHo (Noviembre de 2005). [67]
El tipo era diminuto. Uno de esos calvitos con cara bonachona que vienen del eje cafetero, un chicho. Pero en su frente había crecido una gigantesca vena pulsante de ira y tenía en la mirada rabia asesina mezclada con excitación; sonreía con un deseo casi sexual de volverme mierda. "¡Alego demencia!", grité, y salí corriendo buscando encerrarme en uno de los cubículos. Recuerdo la patada en las rodillas; recuerdo el sabor a desinfectante y orines que sentí cuando estrelló mi cabeza contra el piso del baño. Recuerdo un mordisco vampiresco en la parte de atrás de mi cuello y un intento de sacarme los ojos con las uñas. Lo recuerdo golpeando mi frente contra un inodoro y no recuerdo más. El tipo nunca apareció; menos mal. Yo desperté en una cama del hospital como un mapache heroinero; con los dos ojos morados, venas salidas por todas partes y el cerebro en paro armado. Menos mal tenía la billetera en el gabán y pudieron ver mi tarjeta de salud prepago. Desde ese entonces tengo la nariz torcida y una pequeña colección de cicatrices. Lo primero que escuché al recobrar la conciencia fue la voz de Laura, la de Laura en América. Hablaban de la zoofilia "señorita Laura, cuando joven lo hice con una mula", "señorita Laura, es que es inmoral acostarse con las gallinas". Para no escuchar las estupideces de la televisión, me concentraba en mi dolor. Pero después de ese programa, siguió otro episodio de Laura en América, y después otro, y estaban discutiendo si los enanos podían llegar a ser sexys, y yo resistía, incapaz de [68]
gritar o de cambiar el canal. Poco a poco logré concentrar mi fuerza de voluntad, sobrecogerme a los efectos de los sedantes, y al tiempo que abrí los ojos pude gritar débilmente, -Socorro, la rubia cuquinegra está descerebrando al virreino del Perú. -Silencio que estoy viendo el programa -me dijo una enfermera gorda con más bigotes que Cantinflas y menos que Horacio Serpa-; aquí le dejaron un mensaje. La enfermera se sentó, control remoto en mano, después de pasarme un papel de cuaderno cuadriculado amarillo. La nota estaba escrita en esfero rojo, con esa letra descuidada que usaba Verónica para anotar compromisos en su agenda, "Ya pagué las tetas. Te dejo, ¡imbécil!". Desde ese día no he hecho sino sentir lástima por mí mismo y beber Vat 69. Entre semana no es tan terrible, voy al trabajo, hago mis tareas mediocremente y juego solitario Spider. Pero los viernes, como hoy, son el peor día de la semana. Bebo como si estuviera de parranda, duermo mal, por ratos, me quedo viendo televisión hasta que me vence el sueño. Solo como brevas y lonchas de jamón, que es lo único que se me antoja por estos días. Y el Bombardero va de mal en peor. El Bombardero es mi verga; lo bautizamos Verónica y yo en los primeros días de nuestra relación, después de una faena histórica: ocho polvos en cuatro horas y media. Pero esos días quedaron en el pasado. Y se me acabó la botella. Tiene que ser tarde, en la televisión están pasando fútbol americano de México. Estoy demasiado cansado como para cambiar el canal. Además, los hombres ven deportes. Que sueño tan hijueputa tengo. Los hombres miran deportes, los hombres deben cambiar el canal inmediatamente empieza la sección de farándula, los hombres son tan hombres que constantemente lo están demostrando. [69]
-¿Sí o qué, Jaime? - Póngale la firma, parce. Mi hermano Jaime está conmigo, el de Medellín. Está sentado en el sofá comiéndose una bandeja paisa. También está Margarita, la del hospital, con una paleta en una mano y un banano con crema en la otra. Están pasando fútbol, el deporte de los hombres, pero yo estoy mirando mi miembro arrugado, una horrible concha de mar. Una galletita mal cocida. -Bombardero, ¿dónde estás? Bombardero, ¿dónde han quedado tus días de gloria? Grito, parece que ni Jaime ni Margarita me escucharan. Grito de nuevo. -Bombardero, ¿por qué me has abandonado? Ven a mí en esta, mi hora más oscura. En ese momento entra a la habitación Iván René Valenciano, el Gordito de Oro, al que llamaban Bombardero en sus épocas de gloria en el Junior. Se sienta en una mecedora. - Ajá, ¿y eso e' ron? - Es Vat 69, Valenciano. -Yo siempre te lo he dicho que tu ere' un maricón. El hombre no bebe ningún Vat na', el hombre bebe ron. Y yo no soy ningún Valenciano, yo soy tu vedga que te viene a blá. -Bombardero, amigo mío. ¿Por qué soy tan infeliz? -Hombe, po' marica. Tu está' como está' po'que ya no piensa' que ere' varón. Cuando estaba' con Verónica tenías el polvo asegurao, no tenías que conquistá' a ninguna mujé', sino que podía' llegar a casa y te lo daban, fijo, chan-con-chan. Y cuando ella te dejó, te caga'te del susto, porque piensa' que ya no ere' capá' de conquistá' a ninguna mujé'. Y por eso e' que está' hecho un huevón. El Bombardero me habla con seriedad, su cabeza, calva y gordita, está llena de pliegues. Quizás siempre lo supe [70]
inconscientemente; el rostro de Valenciano me recuerda a mi miembro. -El costeño tiene razón, hermano, vos estás como todo ahuevao, como sin ganas. Parate de la silla hom-me, demostrá que si podés. Es mi hermano Jaime, que está chupándole la grasa al chicharrón. El Bombardero se quedó distraído viendo el partido por televisión. No puedo vivir como estoy viviendo. Cubro mi cara y pienso en lo poco que soy. El Bombardero me habla sin quitar los ojos del televisor. -¿Oye Fercho Plá, tu sabe' lo que es un "ultimatu'"? - Sí, claro, un ultimátum. -Pue' yo te voy a dar un ultimatu', pa' que deje' de ser tan huevón. Mañana te tiene' que acostá' con la enfe'mera del doctor Posada. Si no, yo me retiro definitivamente de las canchas. -¿Cómo así que te retirás? -Mira, huevón, si mañana no te comes a la secre, pa' lo único que yo te voy a servir el resto de tu vida es pa' oriná'. -Será comerse a la enfermera, hermano, vos verás-, Jaime pasa los últimos bocados de huevo y carne molida con sorbete de papaya. Después, el Bombardero y mi hermano Jaime se quedaron hablando de las diferentes etapas de Maturana con la selección Colombia. Jaime, paisa que es, estaba defendiendo al hijueputa. Después soñé con arañas. Desperté con el corazón acelerado y un solo propósito en mis dos cabezas. Sabía que sólo había sido un sueño, pero algo me decía que era verdad, que si no lograba comerme a la secretaria ese mismo día, iba a ser impotente el resto de mi vida. [71]
Por primera vez en mucho tiempo, me sentí pleno de energía. Me desperté rápidamente, me afeité, me bañé, me puse colonia y rinse. El Bombardero daba señales de vida. Aún en toalla, marqué al consultorio del doctor Posada que, menos mal, abre los sábados. -Consultorio médico, habla Lucía, ¿en qué lo puedo ayudar? -Hola, hablas con Fernando Platz. El de la tusa. - Sí, buenas, ¿qué se le ofrece? -Lucía, ¿te gusta bailar salsa?- digo la última palabra como si de bailar salsa dependiera la continuidad de la raza humana. - Señor Platz, ¿usted quiere pedir una cita médica? - Contéstame primero. ¿Te gusta bailar salsa? Escuché risitas del otro lado de la línea. De seguro estaba sonriendo cuando dijo "sí". Quedé de recogerla apenas saliera del consultorio, a las cuatro de la tarde. Le dije que no tenía que ir a la casa a cambiarse, que nada podía ser más excitante que su pinta de enfermera. Un hombre puede decirle casi cualquier cosa a una mujer y salirse con la suya. Es cuestión de creer en uno mismo. Almorcé en un restaurante: cazuela de mariscos y jugo de borojó. Llamé a Alonso Sánchez, un amigo mío de la universidad, que también vive en Bogotá. Entre él y su hermano David tienen una narcotoyota negra con vidrios polarizados por todas partes que les dio su papá, un ganadero de Córdoba. Cuarenta y dos minutos después, Alonso accedió a prestármela. Un hombre le puede pedir casi cualquier favor a otro hombre y salirse con la suya. Es cuestión de creer en uno mismo. A las cuatro de la tarde estaba parqueado frente al consultorio de Posada. Ahí estaba Lucía, con su uniforme de secretaria, sus gafitas de marco rojo y su pelo negro, liso, cogido por detrás. Yo veía su culito respingón y pensaba en cogerla por [72]
detrás. Esperé a que se acercara a la camioneta. Cuando hice descender el vidrio, sorprendida, soltó una risita nerviosa y se enrojecieron sus mejillas. Se había puesto mucho maquillaje, parecía puta. La quería llevar al Horno, un sitio en Chapinero donde sólo se baila salsa, nada de estar sentado, nada de merengue ni de reggaetón. Mientras estaba parqueando, ella miraba distraída por la ventana. -¿Entonces, desde afuera no se puede ver para adentro?- me preguntó. -Nada. Es como si estuviéramos completamente solos. -¿Nadie nos puede ver? -Lucía, yo he tenido una duda desde que te vi en el consultorio. Tu piel es color canela, tus senos son pequeños, paraditos... -¿Sí? ¿Cuál es tu duda? -¿Cómo son tus pezones? A veces me los imagino casi rosados, y diminutos, apenas una puntica para lamer; a veces me los imagino rojo oscuro, extendidos, de los que se pueden recorrer despacio con la lengua...
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Capí ulo 10.
¿Y si no son como te los im ginas?
Texto de Marco Schwartz Ilustración de Liliana Bonil Publicado originalmente en la Edición 69 de la Re ista SoHo (Diciembre de 2005).
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-¿ Y si no son como te los imaginas? -me dijo con una sonrisa traviesa. Sus palabras, pero sobre todo el tono en que las pronunció, me pusieron en guardia. Si no eran rosados, ni puntiagudos, ni circundados por una franja rojiza, ¿cómo serían entonces los pezones de Lucía? De pronto me asaltó el temor de que bajo la fachada atractiva de la secretaria del doctor Posada se escondiera algún secreto monstruoso, alguna aberración digna de una novela de Stephen King. Ahora que lo pensaba, resultaba muy extraño, al menos en la pacata Bogotá, que una mujer con cierta formación profesional y sin aparentes apremios económicos accediera con tanta facilidad a los requerimientos de un hombre como lo había hecho ella conmigo. Sobre todo conmigo, que estaba muy lejos del prototipo varonil que provoca pasiones a primera vista. Algo no cuadraba. Miré con disimulo hacia sus pechos, intentando descubrir señales de cualquier anomalía bajo el uniforme blanco que llevaba ceñido a la cintura con un cinturón del mismo color, y me encontré con dos bultitos juguetones que subían y bajaban en sincronía con el ritmo respiratorio. Bajé la vista hasta su entrepierna en busca de alguna prominencia reveladora y no detecté otra cosa que los pliegues naturales de una falda sobre el regazo de una mujer. Observé de nuevo su rostro: esas facciones suaves, esos pómulos de fina angulosidad y esos labios jugosos solo podían pertenecer a una hembra de carta cabal. [76]
-¿Qué tanto me miras? -me dijo entre risas, un tanto sorprendida por mi conducta. -Nada, curioseando no más -le respondí. -¿Tienes música? -dijo-. Pongamos algo de música. Accioné el reproductor de discos sin saber qué sorpresa guardaba y comenzó a sonar No woman no cry, de Bob Marley. -Qué delicia -murmuró haciendo unos movimientos cadenciosos con el cuerpo. Sin dejar de menear el torso, se quitó las gafas y las guardó en el bolso que había dejado sobre el salpicadero. Sus ojos verdes chisporroteaban con un brillo intenso que se me antojó una manifestación de lujuria, pero opté por no sacar conclusiones precipitadas. Se llevó a continuación las manos a la parte posterior de la cabeza, y el discreto moño en que recogía su pelo se le desbarató sobre los hombros convertido en una melena azabache. Miró al exterior a través de la ventanilla. Seguíamos estacionados frente al consultorio del doctor Posada, en el interior de la narcotoyota de vidrios polarizados que me había prestado mi amigo Alonso Sánchez. Dos niños harapientos observaban embelesados el imponente vehículo negro. Por la acera iba y venía el gentío en incesante trajín. -¿Estás seguro de que nadie nos puede ver desde afuera? volvió a preguntarme. -Seguro -dije. Se acomodó entonces contra el respaldar de su asiento, tomó con delicadeza mis manos y las posó sobre sus pechos. Sentí que un ligero temblor estremecía su cuerpo. La acaricié de un modo algo maquinal, reconcomido aún por las dudas acerca de la naturaleza física de mi acompañante. Ella dejó caer los párpados, entreabrió la boca y empezó a respirar con una ligera agitación. Permanecimos así un rato, yo sobándola, ella [77]
resollando, hasta que abrió de nuevo los ojos y, con la mirada vidriosa, guió mis manos hasta el botón superior de su uniforme. Ya no sonreía. Un rubor tenue le había invadido las mejillas. Sus fosas nasales se ensanchaban y contraían en latidos apenas perceptibles. Yo ya conocía esos síntomas. Eran los mismos que aparecían en el rostro de Verónica cada vez que quería "mandanga", como llamaba mi ex mujer con deliciosa vulgaridad a ese momento supremo de la especie animal en que ya no caben disquisiciones inoficiosas sobre las diferencias entre erotismo y pornografía. Yo estaba atolondrado por el curso de los acontecimientos. Unos acontecimientos que yo mismo me había buscado por escuchar a Bombardero, ese pretencioso pedacito de carne que la noche anterior me había amenazado con abandonar las canchas del amor si no me acostaba hoy con Lucía. Yo había cumplido mi parte del compromiso al arreglar la cita con la secretaria del doctor Posada. Ahora sólo faltaba que Bombardero cumpliera la suya. Pero el muy traidor no daba señales de querer entrar en acción, quizá, y sea dicho en su beneficio, porque había percibido mis vacilaciones y temores. Con mucha dificultad conseguí sacar el botón del ojal. Ella había vuelto a cerrar los ojos y temblaba como una adolescente en su primer beso. La desabotoné lentamente hasta la cintura y entreabrí su vestido con la curiosidad nerviosa de quien descorre el telón de un teatro de misterio. A la vista quedó un sujetador negro, de fino encaje, que aprisionaba con su tela vaporosa dos protuberancias carnosas. Como si pelara una fruta, despojé a la secretaria del doctor Posada de la parte superior del uniforme y le retiré seguidamente el sujetador, que llevaba abrochado en la espalda. -Dios mío -exclamé atónito al contemplar el torso desnudo. [78]
-No eran como te los imaginabas, ¿verdad? -me dijo. En mi vida no había visto algo así. Con la actitud reverencial de quien toca un objeto sagrado, cubrí sus mamas redondas y firmes con la copa de mis manos. El contacto con esas turgencias lechosas desató en mi interior un terremoto glandular. Sentí, como en los viejos tiempos, que toda la sangre se me concentraba en unos cuantos centímetros de mi anatomía. En cuestión de segundos, aquel adminículo que yo daba ya por jubilado se pegó un estirón hasta convertirse en un cilindro duro, no del tamaño de un tubérculo, para qué mentir, pero sí con la estatura suficiente como para emprender con dignidad la aventura que lo aguardaba en el otro lado de la caja de cambios. Lucía había vuelto a cerrar los ojos, entregada a sus temblores y jadeos. Abandonado a la concupiscencia, me incliné sobre la secretaria del doctor Posada con la intención de paladear la carne que ya habían catado mis manos, cuando sonaron unos golpecillos en el cristal de mi puerta. Lucía dio un respingo, se arregló instintivamente el pelo y se abotonó a toda prisa el vestido. Entreabrí la ventanilla y me encontré con la parte superior del rostro de un policía. -Documentación -dijo. Le alargué mi tarjeta de identidad y los papeles del vehículo por el resquicio de la ventanilla. Los revisó detenidamente. -Se me baja para una requisa, por favor -dijo. No tuve más remedio que obedecer. El agente escudriñó por la puerta abierta el interior del vehículo y se fijó en Lucía, que miraba hacia delante, quieta como una esfinge, en tenso silencio. Tenía las mejillas encendidas y el pecho convulsionado. Yo estaba a punto de estallar por la calentura. Mantenía las manos cruzadas sobre el pantalón en un esfuerzo desesperado por ocultar el abultamiento que me [79]
presionaba la cremallera. El policía me dirigió una sonrisa cómplice y me devolvió sin más preguntas los documentos. -Circule, que esta es zona residencial -fue lo último que me dijo. Una vez en el interior de la narcotoyota, crucé la mirada con Lucía y prorrumpimos en una carcajada. -Vamos a mi apartamento -dije. Mi organismo se hallaba en estado de ebullición. La interrupción del policía no había conseguido relajar a 'el Bombardero', que a juzgar por su entereza no estaba dispuesto a regresar a su encogimiento habitual antes de darse un buen paseo por los humedales de Lucía. -¿Dónde vives? -me dijo la secretaria del doctor Posada. La sofocación le enrojecía la cara. Sus ojos echaban fuego. -En La Candelaria -respondí. -Hasta que lleguemos nos enfriamos -dijo. Propuso que fuésemos a su casa, situada en una urbanización más próxima-. Quiero que me demuestres hoy mismo que es verdad lo de los cuatro seguidos. -¿Los cuatro seguidos? -la miré desconcertado. -Lo leí en la ficha médica que te abrió el doctor Posada -dijo-. Ahí pone que tú se lo dijiste. Y te confieso que es por eso que acepté tu invitación. Siempre he querido saber cómo es más de uno por trimestre, que es la única ración que conozco. Espero que no me salgas ahora con que te lo inventaste todo. Caí entonces en la cuenta de lo que me hablaba. -Hasta cinco fueron en una ocasión -alardeé. Encendí el vehículo y pisé el acelerador con una seguridad en mí mismo que creía haber perdido para siempre tras la marcha de Verónica. Volvía a confiar en mí. Volvía a confiar en 'el Bombardero'. Trabajando juntos y coordinados nos cubriríamos de gloria en los años de actividad que nos [80]
quedaran. Lucía no cesaba de frotarse las piernas una contra otra. La ansiedad apenas le permitía hablar. Al detenernos en un semáforo divisamos dos perros callejeros en plena cópula. El macho se apoyaba con las dos patas delanteras sobre el lomo de la hembra y la penetraba con embestidas rápidas, y la hembra recibía estática los impactos con la boca abierta y la lengua suspendida entre las fauces. Mientras observaba la escena, Lucía me bajó la cremallera del pantalón e introdujo la mano. -Oh -musitó. En la puerta de su apartamento no pude contenerme más. Le subí la falda por atrás y le agarré las nalgas bajo las bragas. -Espera -me dijo. Abrió con una cautela que me llamó la atención y, tras echar un vistazo al interior de la vivienda, me invitó a pasar. Por toda la sala había regadas piezas de plástico de colores. Sobre la mesa del comedor había un pequeño robot plateado. -Camilo no tiene arreglo -dijo Lucía-. Lo deja todo tirado. -¿Camilo? -dije. -Mi hijo. Se ha ido hoy a pasar unos días donde su abuela. -Así que eres divorciada -deduje. -Casada -corrigió con una sonrisa maliciosa. -¿Casada? -exclamé-. ¿Y cómo es que me traes a tu casa? ¿Qué quieres? ¿Qué me metan un tiro? ¿Dónde está tu marido? -Tranquilo, que mi marido no va a llegar antes de la medianoche. Tiene un encuentro con una gente de un laboratorio japonés que se ha interesado por su medicamento contra una enfermedad llamada tusa. En eso se la pasa, tratando de curar la tusa ajena. -No me digas que... -comencé a decir. No me dejó proseguir. Me condujo de la mano a su dormitorio, entró en el baño y unos instantes después [81]
reapareció en ropa interior, agitando su cabellera como una leona que apresta a descuartizar un cordero. -A ver si es verdad lo de los cuatro seguidos -dijo tumbándose en la cama. Mi fiel Bombardero, que había comenzado a reblandecerse por los últimos sobresaltos, recuperó su estructura de cilindro sanguinolento. Después de trece meses de inactividad se enfrentaba de golpe a la difícil prueba de actuar cuatro veces seguidas en una misma función. Y a juzgar por su templanza, parecía dispuesto a realizar la proeza. La situación no dejaba de ser curiosa. En sentido estricto, el doctor Posada me había curado. Pero no con sus gotas inútiles, que ahora trataba de vender a un laboratorio japonés, sino con su esposa casi intacta, casi virgen, que apoyada sobre manos y rodillas me decía implorante desde la cama: -Quiero ser como una perra.
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Apéndice.
Sobre los autores
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Fernando Quiroz (Bogotá, 1964). 1964). Ha sido editor cultural y columnista del diario El Tiempo y ha estado vinculado a las revistas Cambio, Semana, Gatopardo y SoHo. En 1993 publicó El reino que estaba para mí (Conversaciones con Álvaro Mutis). Entre 2000 y 2001 fue corresponsal de Gatopardo en Buenos Aires. En 2002 Planeta publicó su primera novela, En esas andaba cuando la vi . En 2006 apareció Esto huele mal con el sello de Seix Barral , novela que cuenta con varias ediciones y que en 2007 fue llevada al cine. Con Justos por pecadores, su tercera novela, fue finalista del Premio Iberoamericano de Narrativa Planeta - Casamérica 2008. Fotografía: http://www.tribunalatina.com/es/img2/fernando_quiroz_just os_portada.jpg Texto: http://caribdis.unab.edu.co/portal/page?_pageid=233,585066 &_dad=portal&_schema=PORTAL
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Margarita Posada (Bogotá, 1977). Se embarcó en la tarea de hacerse escritora desde muy joven, pero sólo hasta 2005 publicó su primera novela, De esta agua no beberé (Ediciones B). Estudió Periodismo. Antes de graduarse comenzó a trabajar en Punto G, una revista de Casa Editorial EL TIEMPO. Trabajó en la revista SoHo más de tres años, como editora internacional y columnista de sexo, bajo el seudónimo de Conchita. Luego renunció y fue a matar la gana de escribir en París. A los dos meses desmitificó la Ciudad Luz y regresó a Colombia. Actualmente trabaja para varios medios como periodista independiente, es profesora de Arte y Opinión Pública en la Universidad del Rosario. Publicó su segunda novela Sin Título (1977) con editorial Alfaguara. Fotografía y Texto: http://www.literaturas.com/v010/sec0711/suplemento/Articul o9noviembre.htm
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Óscar Collazos (Bahía Solano, 1942). Narrador, periodista, ensayista y crítico literario. Se trasladó en 1952 a Cali, donde estuvo vinculado al TEC, Teatro Escuela de Cali, dirigido por Enrique Buenventura. En enero de 1996 abandonó Colombia. Permaneció más de 50 años fuera. Vivió en París, La Habana, Estocolmo, Berlín y Barcelona En 1990 regresa a Colombia. En 2002 obtiene el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar en la categoría de mejor columna de opinión. Es Doctor Honoris Causa en Literatura por la Universidad del Valle (1997) y es profesor invitado de la Universidad Tecnológica de Bolívar. Ha publicado más de 20 libros de diversos géneros. Es autor de García Márquez, la soledad y la gloria (1983). Entre sus restantes novelas destacan: La modelo asesinada (2000) y Batallas en el Monte de Venus (2004). Actualmente es columnista del diario EL TIEMPO y colaborador de las revistas SoHo, Semana y Diners. Fotografía: http://congresosdelalengua.es/cartagena/imagenes/galeria/09 /03.jpg Texto: http://es.wikipedia.org/wiki/Óscar_Collazos [87]
Antonio Ungar (Bogotá, 1974). Después de pasar seis meses a la deriva por el río Guainía, creyó estar rebosante de sabiduría y escribió los compendios de relatos Trece circos comunes ( Norma, 1999) y De ciertos animales tristes ( Norma, 2000). En un jardín de Cuernavaca (México) se le apareció, como si de virgen emplumada se tratara, la novela de falsos recuerdos Zanahorias voladoras, que Alfaguara publicó en 2004. Poco después se tropezó con Barcelona, donde presa de un profundo arrepentimiento sin causa aparente produjo una novela desordenada pero tramposa, titulada Las orejas del lobo y publicada por Ediciones B en 2006. Cinco años antes había escrito con la psiquiatra argentina Liliana Woloshin el libro Contar cuentos a los niños (Océano, 2001). En los últimos tres años, otros relatos firmados con su nombre han aparecido en once antologías en castellano y otras en portugués, alemán, italiano e inglés. En 2005 le fue entregado el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, por un texto acerca del escritor James Elroy, a quien había conseguido entrevistar durante la Feria del Libro de Guadalajara de 2003. Fotografía y Texto: http://www.fil.com.mx/prog/ficha.asp?ida=1358 [88]
David Sánchez Juliao (Lorica, 1945). Tiene formación en literatura, comunicaciones y sociología, con doctorados en la Universidad Simón Bolívar y la Universidad de Córdoba, y con estudios en CIDOC, Cuernavaca, en donde luego se desempeñó como profesor. Ha publicado novelas, cuentos, fábulas, historias para niños y testimonios escritos y grabados de viva voz con prestigiosas editoriales de Colombia y otros países. Ha sido varias veces premio nacional de cuento, lo mismo que de libro de cuentos y Premio Nacional de Novela Plaza y Janés con Pero sigo siendo el rey. Ha sido traducido a doce idiomas. Fue embajador de Colombia en la India y en Egipto entre 1991 y 1995, países en los que, mientras ejercía sus funciones de Jefe de Misión Diplomática, se desempeñó como profesor universitario ad honorem. Obtuvo el Premio Internacional Dulcinea 2000 otorgado por la Asociación Cervantina de Barcelona. La Fundación Libros y Letras le otorgó el Premio Nacional de Literatura 2003 por Vida y Obra. Fotografía: http://www.verbienmagazin.com/ImagesVer2/index1_64.jpg
Texto: http://www.davidsanchezjuliao.com/biografia.asp [89]
Nahum Montt (Barrancabermeja, 1967). Es egresado de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia. Realizó una Maestría en Educación en la Universidad Externado de Colombia. Autor de las novelas Midnight dreams (1999) y El Eskimal y la Mariposa, con la cual obtuvo el Premio Nacional de Novela Ciudad de Bogotá en el 2004, reeditada por Alfaguara en el 2005 y considerada por la crítica como una “radiografía visceral y política de la violencia colombiana de los años ochenta y noventa del siglo XX”. Ha sido docente de Literatura en las más importantes universidades del país y asesor pedagógico del Ministerio de Educación Nacional. En el 2006 publicó la biografía de Miguel de Cervantes Saavedra, Versado en desdichas. En la actualidad es director del taller Renata de novela Ciudad de Bogotá, uno de los más importantes semilleros de narradores en el país. Fotografía: http://4.bp.blogspot.com/__JEfEQKF3Bc/R8MuAXcFXNI/AA AAAAAAAvI/krJdvteHOos/s320/Nahum_Montt_2.jpg
Texto: http://www.santillana.com.co/alfaguara/detalleAutor.php?aut orID=592 [90]
Juan Manuel Roca (Medellín, 1946). Poeta, periodista, ensayista. Coordina, desde hace 17 años, uno de los talleres de poesía que ofrece la Casa Silva. En 1997 la Universidad del Valle le otorgó el título Honoris Causa en Literatura. Ha obtenido varios premios nacionales de poesía (Premio Eduardo Cote Lamus y Universidad de Antioquia); de periodismo (Premio Simón Bolívar) y de cuento (Universidad de Antioquia). Dirige el periódico cultural La sangrada escritura. Libros publicados: Memoria del agua (1973); Luna de ciegos (1975); Los ladrones nocturnos (1977); Señal de cuervos (1979); Fabulario real (1980); Antología poética (1983); País secreto(1987); Ciudadano de la noche (1989); Luna de ciegos -antología- (1990); Pavana con el diablo (1990); Prosa reunida (1993); Lugar de apariciones (2000); Los cinco entierros de Pessoa (2001) Arenga del que sueña (2002),Cartografía y Arenga memoria (ensayos en torno a la poesía) (2003), Esa maldita costumbre de morir (novela) (2003). Fotografía: http://polonorte.files.wordpress.com/2008/03/jmroca_03.jpg
Texto: http://www.casadepoesiasilva.com/juanmanuelroca.htm [91]
Alonso Sánchez Baute (Valledupar, 1964). Se graduó como abogado de la Universidad Externado de Colombia en 1988. Obtuvo el Premio Nacional de Novela Ciudad de Bogotá con su obra Al diablo la maldita primavera, la cual lo ha lanzado a convertirse en un
referente de la literatura urbana colombiana de principios del nuevo siglo. La novela ha alcanzado mucha popularidad y en octubre del año 2004 se estrenó un montaje exitoso en el Teatro Nacional de Bogotá. El autor escribe también una columna en el periódico El Espectador , De rumba con Loncho, en la que semanalmente ilustra de manera informal algún lugar interesante y novedoso de la agitada vida nocturna bogotana. En 2008 publicó con Alfaguara su segunda novela, Líbranos del bien, un controvertido libro que aborda el espinoso tema de las contrariedades de la sociedad vallenata. Fotografía: http://www.letralia.com/174/asb.jpg
Texto: http://www.facebook.com/pages/Alonso-SanchezBaute/35470067550 [92]
Germán Bula Es docente en la Universidad de La Salle y La Corporación Universitaria Minuto de Dios. Es autor de una novela, Ruedas Dentadas (2006, Ediciones B) así como de diversos artículos académicos para la revista Logos de la Universidad de la Salle. También ha escrito artículos periodísticos y de humor para las revistas SoHo y DONJUAN . Ha dictado varios cursos de escritura creativa, enfocados en géneros cortos como el microcuento y el jaikú. Fotografía: http://www.soho.com.co/wf_InfoArticulo.aspx?IdArt=4892 Texto: http://educon.javeriana.edu.co/continua/catalogoDetalle.asp? Ce=6046&E=0000001
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Marco Schwartz (Barranquilla, 1956). Reside desde 1986 en Madrid. Fue reportero y corresponsal en Nueva York de El Heraldo y obtuvo, en 1983, el Premio de Periodismo Simón Bolívar. Tras su llegada a España trabajó en los semanarios Cambio 16 y El Siglo, y en la actualidad desempeña el cargo de corresponsal diplomático del diario El Periódico de Cataluña. Vulgata caribe, publicada por Mario Muchnik en su colección Aire Nuevo (Madrid, 2000) es su primera novela. Además, Schwartz ha publicado el ensayo Los amores en la Biblia y su cuento La superviviente superviviente figura en una antología de escritores colombianos editada en Alemania por el hispanista Peter Schultze-Kraft. En 2005 publicó su novela El salmo de Kaplan (Norma) que ganó el Premio La otra orilla. Fotografía y Texto: http://www.librerianorma.com/producto/producto.aspx?p=m sR8k0JFCLNn6mA+tS2QqlCOmrXzpVKT
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