Jorge Monteleone, "Vida retirada: sobre Enrique Banchs", en María Payeras Grau y Luis Miguel Fernández Ripoll (Eds.), Fin(es) de siglo y modernismo, Palma de Mallorca, Universitat de les Illes Balears, 2001, pp. 375-380. ENRIQUE BANCHS: VIDA RETIRADA
Al comienzo de un modo imperceptible, con la dúctil cortesía del que aspira a ser ignorado, con la ingenuidad del que no quiere molestar o el preciso y blanco ademán del silencioso, lenta y suavemente, acatando con el tiempo ese caprichoso gesto hasta volverlo un acto grave, Enrique Banchs dejó de escribir. Ese hecho no es del todo exacto, pero sí lo es su verdad simbólica: en la comunidad literaria que lo acompañó y veneró todos lo entendieron así. Enrique Banchs publicó sus cuatro únicos libros de poemas en la órbita estética del modernismo literario tardío: Las barcas en 1907, El libro de los elogios en 1908, El cascabel del halcón en 1909 y La urna en 1911. Con motivo del Centenario, en mayo de 1910 publicó un extenso libro en prosa, Ciudades argentinas, aparecido en el número 449 de El Monitor de la Educación Común. Banchs nació en 1888, de modo que su poesía fue escrita y publicada en cinco años de su juventud: entre los diecinueve y los veintitrés. Lo extraordinario reside en la inusual combinación de dos rasgos únicos: que la calidad artística y la pericia compositiva alcanzaron tempranamente un grado de alta perfección y que el poeta, llegado a este punto, abandonó su arte, de un modo casi absoluto, con deliberación plena. Por cierto, Banchs siguió publicando poemas desde 1912 hasta 1955, pero la proporción respecto de sus libros editados es exigua y, con los años, decreciente. Banchs no sólo dejó de editar libros de poesía, sino que se negó sistemáticamente a reeditarlos. No es inusual, entonces, para el campo literario argentino, la metáfora del poeta que se entrega al silencio. En 1929 Baldomero Fernández Moreno publicó su soneto "A Enrique Banchs incitándole a cantar". En 1936 Borges escribió en El Hogar su artículo: "Enrique Banchs ha cumplido este año sus bodas de plata con el silencio". Todavía en 1968, el año de la muerte de Banchs, la percepción era similar. Adolfo Prieto escribió entonces en su
Diccionario básico de literatura argentina (Buenos Aires, CEAL, 1968) que "un silencio de más de medio siglo, interrumpido apenas por esporádicas entregas a suplementos o revistas literarias, impresiona como una extraña posteridad que se vive a sí misma". En ese mismo año pudo releerse El cascabel del halcón en la "Biblioteca Argentina Fundamental" que acompañaba Capítulo: Historia de la Literatura Argentina: ¿es azaroso que dicha reedición coincidiera con el año de la muerte del autor? Finalmente, en 1973, la Academia Argentina de Letras editó la Obra Poética. Releer hoy a Banchs, o pronunciar siquiera en voz alta su nombre dificultoso, sigue pareciendo un acto que oscila entre el secreto y la arqueología. Significa también reencontrar un tesoro. En cierto modo, todos estos hechos no son casuales: somos el olvido que elaboró y previó, somos la audiencia que no puede sino invalidar su retórica, somos los contemporáneos de su muerte. Ese hombre ha conseguido construir el fantasma de un poeta extraordinario que se desvanece en el tiempo mismo de su lectura. Un fantasma cuya huella en la posteridad es su terca, interminable desaparición, porque ya desaparecía a comienzos de siglo cuando Banchs era considerado el primer lírico de la generación de Nosotros, como lo bautizó Roberto Giusti. Ese fantasma que lo habitó y que cada día de nuestro presente dejamos de nombrar con puntualidad, arrojado a las cenizas del anacronismo y confundido allí con a medianía de los poetas menores, ese fantasma es el sujeto laboriosamente enunciado en sus libros, la esplendorosa ausencia, el eco de una voz, el doliente egoísta que se representa en un último libro perfecto: La urna. Varios rasgos concurren en La urna para volverlo un texto único.
Esta
singularidad constituye uno de sus valores estéticos: por lo pronto, es difícil hallar en la literatura hispanoamericana un libro de poemas compuesto por cien sonetos que, de algún modo, evoquen el modelo del Canzoniere de Petrarca, tanto en la elección temática como en el continuo estructural y estilístico del conjunto. La elección es deliberada, aunque vagamente alusiva. En el poema 36 (OP, p. 330) leemos:
Espíritu gentil que de Valclusa las selvas de laurel paseaste tanto, razonando de amores con la musa que alargaba el honor de tu quebranto: como a ti me ha dejado una confusa esperanza materia para el llanto, mas no me dio el ingenio asaz excusa para hacerla materia de mi canto. Maestro soy en el amar doliente, aunque no en la elegancia del estilo ni en la ilustre nobleza del dictado; pero viendo el laurel que honra tu frente, pienso, grave y tranquilo, que un sentimiento igual nos ha acercado. Se refiere a Valclusa, el retiro campestre de la Provenza donde Petrarca habitaba su ocio. El modelo petrarquesco cumple no sólo la función de una especie de arquetipo para el soneto castellano, sino tambén la de un ideal de armonía superior, de un valor estructural supremo que reúne ritmo y sintaxis como investiduras de un espíritu móvil, que se da en un despliegue de equilibrio. Tradición, clacisismo y forma, amonestadas por la pasión y el desgarramiento de la pérdida amorosa. Allí está el otro rasgo del Canzoniere -que informó la tradición del soneto amoroso del siglo de oro español- aunque sólo circunscripto al ciclo de la muerte de Laura. Pero no se trata aquí de Laura celestial, sino recordada en ausencia: la amada sin nombre cuya sola posteridad consiste en ser nombrada en el duelo agotador de la melancolía. Se trata de un espectro que imanta al sujeto con un dolor posesivo caído en memorias funestas.
La novia desencarnada aparece en los
sueños, se sostiene en la fugaz sonrisa que gira y se va como un ala en un recuerdo, se detiene en la sombra de los cipreses y las tumbas, irradia en la blancura sosegada de una belleza ideal. No hay erotismo, es decir, no hay un desplegamiento metafórico del texto como fetiche del objeto amoroso. En cambio, hay un cierto uso de la comparación como alegoría, donde el térmnino de la referencia acaba por ser el sujeto mismo del enunciado poético: el yo lírico. Con deslumbrado desencanto, el lector y el sujeto imaginario del
poema descubren, al mismo tiempo, que el encuentro amoroso es, en verdad, una ilusión de la forma, el sostén de una retórica esplendente. Leemos en el soneto 21 (OP, p. 321): La inspiración del silencioso guía que anima soledad con su presencia y es en la ausencia firme compañia. si no me da consuelo me da ciencia. Dócil alumno en la amorosa vía aprendo cual se cela su violencia: por el sonríe la tristeza mía, sonríe, mas decid ¿no es apariencia? Amor me enseña el principal sentido de las horas que pasan; y si sueña el alma ¿no es porque el amor la enseña? Sutil maestro, su doctrina ha sido tan elocuente que doquiera creo sentir la voz que sigue mi deseo. La amada ausente de La urna alienta una enunciado que vuelve sobre sí. Es, de algún modo, la veladura de una alocución que revierte sobre el yo su perfecto vacío. Es allí donde surge la certeza de que la verdadera figura de esa alocución no es el amor, sino la muerte. La muerte como una poderosa fuerza de negatividad formadora. La combinación de la forma tradicional y el tema petrarquesco producen un enunciado lingüístico absolutamente puro, emitido en la desnudez de una ausencia originaria: yo/tú como instancias del discurso que gira sobre sí en su referencia hueca. "Nacen frases/ y se mueren en mí: Soy mi ataúd" (p. 323) leemos en La urna. Estos poemas vienen a decirnos que, para realizarse en la forma, la ilusión poética, la ilusión de un mundo, sólo deviene en la suspensión, en la aniquilación del sujeto mismo del enunciado poético. Banchs obra en su poética irrealista con la clausura de la experiencia y, a la vez, el anonadamiento de la vida. Leemos en el soneto 62 (OP, pp. 345-346): Nadie interrumpa con la queja vana el gran silencio de la carne humana que en inconsciente nada se resuelve
y al sitio de antes que naciera vuelve. Nadie se asome al sumidero lento de sangre, donde todo el elemento que amó fermenta en un montón sombrío destilando sin ruido en el vacío. Nadie se asome que el llamar no puede renovar ese adiós que nos precede, ni hará que torne lo que fue mirada. Que es la vida un bocado de alimento, (pero no eterno) que voltea un viento silencioso en las fauces de la Nada.
El doliente, el enlutado, el traspasado de olvido, el desdichado, el moribundo son las máscaras que refieren la palabra más repetida en La urna: Yo, como un eco innumerable, el eterno retorno de una ausencia. Leemos: "Pues mi motivo eterno soy yo mismo/ y ciego y hosco, escucha mi egoísmo/ la sola voz de un pecho gemebundo" (p. 321). O bien: "Porque solo una cosa vi en la Tierra,/ mi alma llena de sí, que ciega y vana, va como un serafín avergonzado" (p. 342). Basta la continua repetición de una noción para que esa noción deje de significar. Esa hipertrofia del Yo produce, en su propia declaración de esterilidad y de culpa, un efecto de superficie, de espejismo, de radical engaño. A ello contribuye otro rasgo del libro, que una y otra vez reaparece al referirnos a Banchs: su perfección. Lo perfecto es doble: La urna no sólo es un libro donde la forma se despliega con una técnica perfecta, sino también un conjunto de poemas donde la temporalidad es perfectiva, ya que alude a un tiempo acabado. Es decir, de uno u otro modo, en La urna no hay lugar para el azar, el accidente, la contingencia de la experiencia vivida, que es imperfecta, inacabada. En consecuencia, nada hay en el poema de Banchs que pueda reunir al sujeto con la vida, siquiera como alusión.
El sujeto imaginario se eleva en la soledad
transparente de una deslumbrante fantasmagoría. Pero este sujeto es la matriz imaginaria en la que se dibujará, como una filigrana invertida, el sujeto simbólico que investirá al
autor de vida retirada. Quiero decir que a ese sujeto imaginario del texto, penetrado de muerte, corresponde, de un modo cumplido, un sujeto simbólico que afirma "abandonar" el arte. Pero lo hará para que el arte, con paradójica soberanía, se cumpla absolutamente en el seno mismo de la vida. ¿No es éste acaso un gesto moderno por excelencia? ¿No es, acaso, una apetencia de absoluto temporal, una fusión del instante vivido con la eternidad para perpetuarse en la apariencia del arte? Hablo de voluntad y deliberación, hablo de originalidad, porque la misma lógica del modernismo exigía una figura autoral que se dispusiera a hacer de la vida una obra de arte, o a exaltar el arte en desmedro de la vida. En 1912, Enrique Banchs escribía en una carta a David Peña, el director de Atlántida, lo siguiente: "Usted sabe, doctor, que a la vida, en general, se le imputan muchas irregularidades. A mí también me ha parecido desagradable, torpe y vulgar, y protesto de su compañia, pero en el más velado silencio, por no causar disgustos inútiles a los que todavía no se han dado cuenta del mal estado de la casa que habitan. No tengo ningún firme propósito de reformarla, pero pienso con cierto voluptuoso frisson en la posibilidad de abandonarla pronto y no me desagradaría hallar la conjuntura de una deserción noble, que diese un brillo final a la opacidad de una vida de escasísimo fruto. Es decir, un desenlace de efecto a una comedia aburrida".(El lector podrá leer esta carta completa a continuación de este ensayo). El poeta procuraba dar un golpe de efecto que voviera su vida interesante, preservando e incrementando a la vez su capital simbólico. Se trata de un conflicto típico del modernismo, que Banchs resuelve de un modo completamente inesperado, pero eficaz. El ansiado desenlace se sostiene en la suspensión de la escritura, en el silencio enfático del poeta. Consiste, también, en la depreciación de la vida como gesto nihilista, pero en un sentido nietzscheano, es decir, como un paradójico gesto de autoafirmación del artista. La referencia no es antojadiza. Me atrevo a sugerir que la pretendida modestia de Banchs y su busca de silencio son, en realidad, manifestaciones estéticas de la voluntad de poder y de la conservación de sí. Ello corresponde a una cuidada lectura de
Nietzsche del modo más profundo que pueda pretenderse: la traducción. Un hecho poco conocido es revelador: durante un año, desde el número 18-19, aparecido en febrero de 1909, hasta el 26, aparecido en febrero de 1910, Enrique Banchs traduce íntegramente para la revista Nosotros, Ecce Homo, de Friedrich Nietzsche. Lo traduce del francés, es decir, de la versión que en 1908 ofreció Henri Albert para el Mercure de France. En el apartado VIII del capítulo "¿Porqué soy tan maligno?", leemos, según la traducción de Banchs: "Y a este punto ya no puedo dejar de dar la verdadera respuesta a la cuestión cómo se llega a ser lo que se es. Y con ella llego a la obra maestra del arte de la conservación de sí, el arte del egoísmo ... Si se admite en efecto que la obra, la determinación y el destino de la obra sobrepasan en mucho la medida mediana, no habría peligro más grande que el de percibirse a sí mismo en el mismo tiempo en que se percibe la obra" (Nosotros, 20-21, p. 156). Nietzsche apunta que a veces, al adoptar contra su convicción principios desinteresados, trabaja a favor del egoísmo y de la disciplina personal. Aconseja guardarse de toda gran actitud, de toda frase grandilocuente, por considerarla falsa. "Soy lo contrario de una naturaleza heroica -escribe Nietzsche-. En ese mismo momento arrojo una mirada sobre mi porvenir -¡un porvenir lejano!- como se mira la mar calma: ningún deseo agita la superficie" (p. 158). ¿No se halla allí un fundamento de la "vida retirada" de Banchs? La aparente entrega al desinterés no sería más que la preservación de sí como artista. Por un lado, en La urna rasga, como quería Nietzsche, el principio de individuación y resalta el orden aparencial: la poesía como perfecta apoteosis de lo falso. Por otro, realiza una acción desinteresada -dejar de escribir, disociar el tiempo percepción de la obra del tiempo de percepción de sí mismo- para apartarse a la pura voluntad de poder simbólico que lo preserve como el "distinguido poeta". La deserción noble de la vida como engaño se corresponde así al eterno retorno de la muerte en el poema. De ese modo, la escritura poética de Banchs y el hecho de su interrupción son equivalentes y la constitución del sujeto imaginario del poema se corresponde, de un modo necesario, con el acto
simbólico, sostenido por la figura del autor, que interrumpe esa escritura. Entre ambos órdenes media el concepto de vida, pero en su asediado cumplimiento, en la asumida certeza de tiempo vital que linda con el fin: vida alcanzada por la muerte, vida comprendida desde la muerte con la certeza del júbilo. Ese trabajo desasido de la muerte en la vida es homólogo a la epifanía del poema: la luminosa aparición de una ausencia sombría, la nada musical, el orden mortal de la belleza.
Es decir, el triunfo de la
apariencia, la falsedad de la vida como afirmación: el fantasma regresa en una desaparición perpetua. De un modo u otro, todos los modernistas jugaron con esa irrealidad demoníaca que, en un punto, se vuelve letal. Ocurre cuando la apariencia activa del arte se vuelve reactiva contra la vida. Leopoldo Lugones se mató en el treinta y ocho porque, de algún modo, el cianuro vino a completar el trabajo deletéreo de la irrealidad en su cuerpo expuesto. Lugones vivió hasta el fin lo que oscuramente proyectaba su arte: fue el vate, el enamorado y el héroe que sus hipóstasis líricas prometían. Con lógica similar, hijo de una estética idéntica, Banchs obró, sin embargo, de otro modo. El sujeto funesto de La urna bebió hasta las heces la ausencia y la necesidad. El suicidio literario de su autor, según todas las reglas del arte, confirmó esa muerte con la vida retirada. La operación, compleja y de exquisita maestría, fue llevada a cabo por un joven genial, cuya leyenda recién comenzaba. ¿Debo agregar que el poeta Enrique Banchs murió a los ochenta años? Para un hombre nacido en el siglo diecinueve, significa longevidad, es decir, una larga vida.
Jorge Monteleone