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Bajalibros.com ISBN: 978-950-15-2518-2 Edición general: Silvia Itkin Producción: Soledad di Luca Diseño de portada e interior: Donagh I Matulich Mi método Sebastián De Caro 1ra edición © Sebastián De Caro, 2011 © Ediciones B Argentina S.A., 2011 para el sello Javier Vergara Editor Av. Paseo Colón 221, piso 6 - Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina www.edicionesb.com.ar
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Dedicatoria Quiero dedicar este libro por anticipado a mi hijo o hija: “Hijo o hija, ojalá algún día (bajo el árbol que aún no he plantado) leas esto (que sí he escrito)”.
Quiero agradecer a: Liliana Carpenzano (mi mamá), que me hizo lector de aventuras y fomentó mi amor por todos los libros, librerías y etc., y a Mónica Intraub que estaba ahí al lado, ayudando con la misma misión. Pablo De Caro (mi hermano), que vivió conmigo muchísimas de esas aventuras y que es el amigo que me inspira. Miguel De Caro (mi papá), que se suscribió en los 80 a la colección BRUGUERA y que permitió que me robara muchos de esos ejemplares (también me presentó a El pirata hidalgo, cuando la dieron por tv). Los Carpenzano, los Garland y los De Caro. Mis amigos que pueblan —dentro o fuera de campo— varias de las historias aquí narradas: Sebastián Rotstein “R” (mi otro hermano), Costas, El Cinéfilo, Rubin, Barbi, Font, Facu, Gaita, Hernán Saez, Moya, Adrián G.B., Roque, Wino, Axel K., El Nene y “el bro” 6
Clemente. Mis socios Diego Fernández y Javier Faciutto que creen en mí y así me hacen creer (en mí) un poco más. Silvia Itkin, por confiar en mí, retarme y sacarme bueno para llevar esto adelante. Martín Vittón, que descifró lo indescifrable, ayudándome a que mi cerebro incoherente se lea algo más coherente. Nicolás Lescano, la primera persona que me impulsó a que alguna vez escribiera algo y por muchas cosas le estaré eternamente agradecido. Paz Pérez Rojas, mi amor, la princesa que es la fuente de inspiración más grande (la única novia fanática de la sangre, las tripas, la saga de Saw, el gta de Play 3 y Racing, todo junto). Por último, a todos lo que me acompañaron en estas peripecias y que se alegraron de corazón por la existencia de este libro.
Axel: Para mí es un hermoso honor que el hijo de mi primer pediatra, del médico que me ayudó en mis primeros pasos, sea el Señor Axel K., quien escribe la contratapa de este libro. Ya que hay algo de círculo completo en esa coincidencia. Axel fue, a través de todos estos años, un maestro para mí. Me enseñó a la distancia a pensar el cine, ver el cine y sobre todo amar el cine. No sé si en todas las charlas que hemos tenido le terminé de decir la real influencia que tuvo en mí. Es el nerd cinéfilo definitivo, el 7
modelo. Te quiero Kucheva. Seba
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CAPÍTULO 1 La historia del cine en cinco minutos “La primera condición para hacer magia es, por lo menos, saber un truco” Luciana siempre acertaba con el cotillón en las fiestas. Tenía la virtud de pararse debajo de la piñata y que le cayera cerca todo lo mejor. Lograba ser la que, en medio de un casamiento, conseguía el mejor sombrero, la mejor maraca, el mejor disfraz. Tenía buena estrella cotillonera y era fanática de los caramelos de uva, ya sea en su versión masticable o en la ácida. En realidad — hay que decirlo—, era casi una fanática de los Fizz. Muy linda. Tenía un lunar en su cachete izquierdo, chiquito pero muy tierno. Durante toda la escuela primaria había sido para mí un tótem aristotélico, un Rosebud, un tesoro. Cuando se cumplieron varios años de nuestro egreso de aquella escuela primaria de Villa Crespo, se creó un comité para organizar algo así como la Fiesta del Reencuentro. Facebook mediante, todos nos pusimos en contacto con todos y fuimos viendo dónde y cómo reunirnos para empezar a soñar de qué manera debía ser esa fiesta. Se barajaron todo tipo de posibilidades para el evento, desde un karaoke temático con canciones de aquellos años hasta un tour nocturno por el colegio, pasando por una entrega de premios con categorías absurdas. Finalmente di con mi primer amor —solicitud de amistad mediante—. Primero fuimos amigos de Facebook, luego incluso fuimos parte del comité organizador y, por último, seres en una reunión con otros ex compañeros del primario fingiendo interés en cómo hacer la fiesta más que participando como locos. Esta situación era totalmente apasionante: dialogar y compartir momentos con una mujer que había sido una fantasía de la infancia, poder pensar todo el tiempo “Es ella, es ella, pero ahora es una mujer...”. Los encuentros eran realmente interesantes. Por un lado, los hombres estaban obsesionados por ver quién estaba gordo y quién flaco (un tema apasionante). Y por el otro lado, las mujeres se ponían al día con lo “ganador” o “perdedor” de la vida de cada ex compañerito. 9
Y se pedía buena comida. Sí que comíamos rico... La verdad, se lo pasaba bien. Pero yo, en mi interior, solo quería una cita con el amor de toda mi infancia. Una noche, por esa magia que tienen los radiotaxis de demorar lo que se les ocurre, fui el último del grupo de los que se iban. Ella y yo nos habíamos quedado solos en su casa levantando todos los platos y demás restos de la tertulia. Era mi momento. Entonces, arriesgué un “¿Vamos al teatro?”. Del otro lado hubo un correcto y levemente entusiasmado “Dale”. Diez días después, me encontraba viendo una función de Los padres terribles, de Cocteau, en el teatro El Cubo. A la salida, como es costumbre, se dio paso a un café y a la charla sobre el espectáculo visto, más una larga lista de etcéteras. Mientras charlábamos, se me ocurrió comparar un gesto de uno de los actores con un momento de una película. No me acuerdo sinceramente ni qué actor ni qué gesto ni qué peli. Pero, presten atención, lo que pasó fue revelador. —Cuánto sabés de cine —dijo ella. —Mmm... Saber de cine no es nada muy complicado, un poco de memoria nada más... —Bueno, pero me parece que vos sabés muchísimo. —Mmm... Mirá, es muy simple: si a mí me dejaran quince días encerrado con cualquier persona —por favor, que ella se imagine que somos nosotros dos—, sería capaz de enseñarle todo lo que sé de cine y esa persona podría filmar lo que quisiera. —Mirá vos... —Es más, puedo contarte la historia del cine en solo cinco minutos por reloj. > Y acá nos detendremos. Este gag, o truco, o tarjeta de presentación con forma de speech ya lo había hecho antes. Lo había practicado una y mil veces. Campamentos, reuniones que se tornaban aburridas, incluso frente al espejo, en la soledad de mi cuarto... Ese era mi truco número uno, mi puntapié inicial, mi primer greatest hit. A continuación, entonces, el speech, ese que me sé de memoria, ese que hice mil veces y que después de sacarme el reloj, ponerlo a un lado y hacer arrancar el cronómetro, atestiguó Luciana: El hombre siempre estuvo obsesionado por retratar la imagen en movimiento. Desde la Antigüedad, fue una meta poder graficarlo de algún modo. Y así lo 10
muestra la cueva de Altamira, en España, considerada la Capilla Sixtina de las pinturas rupestres, donde se muestran animales de cuatro, de ocho y de dieciséis patas. Claro, los animales de varias patas son los que corren. Vayamos ahora a Egipto, donde hay una especie de medianera que tiene una serie de grabados y que, vistos en cierta perspectiva, generan una especie de animación. Pensemos también en el ojo humano y en Da Vinci, que descubre la cámara oscura. Pensemos en el foco, en la memoria de la retina, en la forma... De la cámara de fotos a una apuesta de si un caballo en una carrera tenía sus cuatro patas en el aire o no, para lo cual un millonario de apellido Stanford (fundador de la universidad homónima) llevó adelante el proyecto poniendo cámaras que serían activadas por el caballo al pasar corriendo. De esa manera podrían ver las fotos en secuencia y saber si elevaba las cuatro patas o no. Más allá del resultado de la apuesta, lo que quedó fue una serie de fotografías que, pasadas a cierta velocidad, generaban una secuencia. ¡Eureka!, gritaron los hermanos Lumière, ¿qué es una cámara de cine si no una cámara de fotos ultrarrápida? A partir de entonces, experimentos variados, pero claro, todo se basaba más en la novedad del invento que en la narrativa. Hasta que los rusos establecieron con un experimento —que constaba en montar el plano de la cara de un hombre con el plano de un plato de comida, una mujer desnuda y un bebé llorando— que, según qué montaje viera la audiencia, las interpretaciones podían ser diferentes: los que veían al bebé, decían “Está triste”; los que veían a la mujer, “Está excitado”; y los que veían el plato, “Tiene hambre”. Al otro lado del Atlántico, D. W. Griffith hacía El nacimiento de una nación, la primera peli que tiene todos los tamaños de planos de la historia y muchas innovaciones en montaje y lenguaje, esa fragmentación tan común para nosotros hoy. De ahí a adaptar todos los géneros de la literatura y crear uno nuevo —el más 11
cinematográfico—, el western. Después el sonido y luego el color y los formatos para competir con la TV, Panavision, Vistavision, 70 mm y muchas cosas más. En los años 50 el cine llega a su punto clásico, su momento cumbre. Se define qué es una peli y ahí la revolución, un grupo de franceses —con Truffaut y Godard a la cabeza— desafían todo lo postulado y entonces, inspirados por Shadows, de John Cassavetes, se lanzan a la calle y sin luces y con cámara en mano saltan el eje y crean la nouvelle vague. En los 70, en Estados Unidos se empezaron a hacer las mejores pelis de la historia, de Toro salvaje a Busco mi destino. En los 80 pasa lo mejor: Scorsese, De Palma, Coppola, Lucas, Spielberg, Cimino, Terence Malick y tantos otros que habían estudiado cine y crecido con Ford, Houston, Wilder y compañía, ahora influidos por la nueva ola francesa. Son los que iban a mixturar lo mejor de ambos mundos y darnos El padrino, Taxi driver, Tiburón y muchas cosas más. Una peli nacida en fines de los 70, Star Wars, iba a dejar su sello y de ahí la idea del merchandise, de la secuela, del blockbuster del verano, y así los 80 nos dan muchas pelis con números detrás, muñequitos y a Drew Struzan. Llegamos a los 90 y Tarantino, Linklater y compañía demuestran que el cine independiente está vivo, una reacción a la idea megalómana de la economía millonaria, y salen otra vez a las calles. Y así llegamos hasta el día de hoy, donde el calendario nos indica que si esto fuera la historia de la pintura, estaríamos entrando al Renacimiento y deberíamos ver las mejores pelis de la historia ahora. A veces suelo estirar el final para que dé cinco minutos exactos. Con Luciana me salió casi perfecto. Me miró, se sonrió y me dijo: —Me aburren las pelis. Comimos, charlamos. No la vi más.
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Yo creo que es un embole ser monotemático, pero también creo que todos deberíamos tener nuestra historia de algo en cinco minutos. Creo que ahorra tiempo, acorta caminos y, sobre todo, salva cinco minutos de cualquier cita importante. Por eso, me parece prudente pensar bien en nuestro speech de cinco minutos. Hay que probarlo en fiestas, en reuniones familiares, con amigos, pulirlo, ver dónde cae, ver cuáles son los puntos altos y cuáles los bajos, estudiarlo y perfeccionarlo hasta hacerlo un arma irresistible y lograr lo que yo no. > ¿Y qué temática puede abordar ese speech? Las posibilidades son amplísimas. Algo es seguro: el punto de partida debería ser algo que no nos resulte ajeno. Por ejemplo, si uno es un lego absoluto en mecánica y automovilismo, dudo que resulte interesante armar algo que gire en torno a la cadena de ensamble de piezas en el fordismo para llegar a las virtudes de la palanca de cambios de un camión Scania. Porque lo que necesitamos es transmitir nuestra pasión por algo. No se trata de decir “Je, mirá todo lo que sé”. Para nada. Sí hay que tener en cuenta que el speech debe gozar de cierta originalidad, que puede estar dada tanto por el tópico elegido como por la manera de contarlo. A continuación, algunos posibles temas que sirven de ejemplo y, por qué no, quizá como puntapié para algún futuro speech: >Te gustan las golosinas. Sos de pararte en el kiosco, mirar el exhibidor y hacer comentarios críticos sobre cada producto, conocés las equivalencias en cada marca, lo sabés todo sobre obleas bañadas y no bañadas. Incluso has probado hasta el más reciente alfajor, ese del que hablan sólo los entendidos. Y como yapa, los comparás con golosinas de la década del 80. Si ese es tu caso, y te sentás a investigar un poco, son muchas las posibilidades de speech que se te abren: • Génesis y evolución de los muñequitos del chocolatín Jack. Comentario especial sobre los muñequitos dedicados a Titanes en el Ring. Nota nostálgica: las sorpresas del Topolino, decadencia y resurrección. • Alfajorería: del Terrabusi clásico al Cachafaz, 13
pasando por el Milka y los híbridos derivados de otras golosinas: alfajor Bon-o-bon, alfajor Shot, etc. “Yo probé un alfajor Ringo.” Mitos y realidades del Capitán del Espacio. Zonas de injerencia. Sos un melómano de esos en vías de extinción. No te limitás a un estilo en particular. Te gusta la música. “La música buena”, corregís. Entre tus preferencias hay muchas cosas que podrían clasificarse como “pop”. Por eso, no te incomoda reconocerte popero y hasta defendés a ciertas luminarias del género. Esquivando lo fácil que puede ser un speech que cuente la discografía de un grupo o solista, hay muchas opciones a desarrollar: • Los Traveling Wilburys como punto de partida: es posible abarcar gran parte de las historia del rock desde esta súper banda. Con decir que estuvo integrada por Roy Orbison, George Harrison, Bob Dylan, Tom Petty y Jeff Lyne, alcanza para partir desde “Crying” hasta llegar a Modern Times, pasando —y deteniéndonos— por All Thing Must Pass, Damn the Torpedoes y bailando “Last Train to London”. • Mapa conceptual de músicos: elegís un punto de partida y vas armando redes entre ellos. Ejemplo cíclico: tal vez el mejor disco de Paul McCartney solista sea Chaos and Creation at the Backyard, que fue producido por Nigel Godrich, quien también produjo OK Computer, de Radiohead, disco que contiene “Karma Police”, canción que guarda muchas similitudes con “Sexy Sadie”, de los Beatles, banda en la que, como todos sabemos, participó el viejo Paul. Y así ad infinitum. Al momento de armar el speech, recuerden ser breves. Que no sea un plomazo. Y sean pacientes: pruébenlo mucho, en ámbitos diversos, con gente de distintos palos. Estén atentos a las caras para hacer luego algunos ajustes. ¿Cuándo va a estar cocinado? La ocasión de 14
estrenarlo como herramienta de conquista lo pedirá naturalmente. Lulu, te quiero igual. No lo volveré a hacer.
Bienvenidos. Hora de empezar. El mago de Oz (Victor Fleming, 1939) “Toto, no estamos en Kansas”. A continuación, a modo de arranque en perfeccionamiento de técnica para desarrollar en 5 minutos una narración atrapante , una sugerencia de lo que va y lo que no. Historias que SI van en 5 minutos 1. Newton y la manzana. 2. De cómo cebándole un mate a Rosas se inventó el dulce de leche. 3. Cómo Maradona jugó infiltrado contra Brasil en el 90. 4. El Y2K. 5. Qué hizo Scorsese para evitar que censuren Taxi Driver. Historias que NO van en 5 minutos 1. Toda la verdad sobre el asesinato de JFK. 2. La historia de cómo el hombre descubrió el fuego. 3. Waterloo. 4. La conspiración para fraguar la llegada del hombre a la luna. 5. La vida de Chaplin.
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CAPÍTULO 2 El cine gay. Roque, Bárbara, Kiefer, Meg y Titanic “En la situación más desesperante debemos dejar que la idea más ingeniosa aflore, superar el ridículo y poner a andar El Plan” El Plan Cuando el plan conocido como “el cine gay” llegó a nuestras mentes, creímos haber dado en el clavo con una idea que parecía simple pero enriquecedora y no tan difícil de llevar a la práctica. Roque y yo llevábamos mucho tiempo en soledad, esperando que la historia de amor correcta apareciera para alegrarnos. Habíamos intentado muchas ideas diversas con El Nene, que sábado tras sábado nos presentaba mujeres de lo más variadas pero sin dar en la tecla. Habían desfilado como planes fallidos simulaciones de lecciones, llamados al azar por teléfono, citas a ciegas, ICQ (una antigüedad), el Casino Gancia (un juego cuyas reglas se cambiaban para besar de manera muy arbitraria), en fin, una cantidad de proyectos inconducentes. La propuesta era bastante lineal: ir a ver películas cuya temática estuviera dirigida a la mujer (Hechizo de amor, Todos dicen te quiero, de ese estilo) y, a la salida de la función, esperar que las féminas, subyugadas por esos sensibles relatos del corazón y queriendo vivir esas historias en carne propia, cayeran en nuestros brazos. Claro, la nomenclatura “gay” era totalmente aleatoria: las películas no eran de temática gay. De ser así, habríamos visto la maravillosa Mala noche, de Gus Van Sant, por ejemplo, y no la pésima Un ángel enamorado. Los meses pasaban y con Roque vimos las últimas cintas de Nicole Kidman, de Sandra Bullock y algunos galanes de turno. Nuestra suerte no cambiaba, pero sabíamos que tarde o temprano tenía que suceder. La cosa era así. La parte uno del plan sí funcionaba: las salas 16
tenían un altísimo porcentaje de presencia femenina y el factor masculino estaba reducido a su mínima expresión. Perfecto. Pero la parte dos fallaba: concluida la función, en el hall no lográbamos establecer contacto, pese al estado sensible de aquellas espectadoras. Cuando estábamos a punto de renunciar a la idea y pensar otra cosa, todo cambió. Fue en febrero del 97, cuando la más grande película para chicas de toda la década se estrenó: James Cameron estaba a punto de autoproclamarse el rey del mundo. Titanic había llegado a la Argentina. Roque sabía que no podíamos faltar a ese evento. La peli venía precedida de una ola de rumores: el presupuesto de producción más alto de la historia del cine, DiCaprio como galán del momento, efectos fotorrealistas y el mito naval más grande de todos los tiempos llevado a la pantalla grande. Aquel viernes, Roque salió del banco donde trabajaba y, cerca de las 0.30, nos encontramos en la cola del Cine Belgrano. La expectativa de la gente era enorme. Hacía unos días se había estrenado y ya el boca a boca hacía crecer la idea de que un nuevo clásico había llegado para quedarse. En la entrada, con Roque charlábamos sobre la métrica en la música: él trataba de explicarme por qué se decía que el tango era 2 x 4, el vals 3 x 4 y así sucesivamente. Todo esto, en un volumen elevado. De pronto, una señorita que se encontraba delante de nosotros se dio vuelta, miró a Roque a los ojos y le dijo: “¿Podés explicarme a mí lo que le estás contando a tu amigo?”. Silencio. Con Roque nos miramos. Había sucedido el milagro. Ella, un ser divino de la creación, nos había contactado. Aquella intrascendente diatriba acerca de métrica y ritmos había suscitado interés en... ¡una mujer! El milagro era doble, o en realidad triple. Lo primero y milagroso: que un tópico tan anti-romántico y aburrido (con perdón de mi padre y de mi hermano, ambos músicos) como la métrica en el tango, el vals y el blues, atrajera a una chica. Lo segundo: Bárbara, bastante atractiva, cara de nena, muy linda sonrisa. Lo tercero era que hubiera hecho la vista gorda con nuestros atuendos, realmente desastrosos. Roque empezó a tratar de contarle cómo era el asunto y yo me ocupé de que el resto de la gente que estaba con Bárbara no se aburriera, para que mi amigo “trabajara” tranquilo. La acompañaban tres personas: un primo de Santiago del Estero y dos mellizas. En el intento desesperado por generar conversación con estos desconocidos, saqué lo peor de mi repertorio: —Yo trabajé en tele, ¿sabían? Todo lo que tuviera a mano por mi amigo, sin importar cómo quedar, como anécdotas del medio, teorías absurdas, chistes malos e 17
improvisados: saqué todo lo que tuviera a mano para divertir a ese crew espontáneo que había heredado producto de la casualidad. En fin. Ingresamos a la sala y nos sentamos de la siguiente manera: Roque, Bárbara, yo, Melliza 1, Melliza 2, primo santiagueño. Mientras yo seguía “cortineando” a esta gente, escuchaba de rebote el diálogo de la flamante pareja. Así fue que frases como “¿Nunca te dijeron que sos parecida a Meg Ryan?” (él) o “¿Y vos a Kiefer Sutherland?” (ella) llegaban a mis oídos, que no daban crédito de lo bien que estaba jugando Roque ese partido del amor. La peli terminó. Y, la verdad, si bien no era una maravilla, la pasamos bien, las escenas del hundimiento eran espectaculares y la recreación del barco, de una exactitud escalofriante (soy fanático de las historias de hundimientos). Salimos del cine, la pareja reía y yo caminaba atrás con el resto del grupo. Llegamos a la esquina de Cabildo y Juramento. Se despidieron. Roque había aprovechado esos metros de caminata para saber sobre los padres de Bárbara, sus hermanos, el supuesto radio donde vivía (también por Belgrano), sus estudios, en fin, un variopinto abanico que incluía todo tipo de información acerca de ella. Parecía un mal periodista: el cuestionario no iba al punto y, por el contrario, era más bien un interrogatorio policial o la clase de preguntas que uno contesta cuando llena una ficha por un trabajo o un contrato de alquiler. Roque quería información de Bárbara y la estaba obteniendo toda. O casi... Porque después de verlos despedirse, cuando me acerqué para estrechar su mano y felicitarlo por lo bien que había manejado la escena y los tiempos de seducción, una pregunta mía hizo explotar todo por los aires: —Le pediste el teléfono, ¿no? Tengamos en cuenta que era la época pre Facebook, pre Twitter, pre mail. —No, Seba, no se lo pedí. —¡Corramos, Roque, corramos al taxi! Iniciamos —en vano— una carrera por Juramento tratando de alcanzar aquel bólido negro y amarillo. Nuestro estado físico no era óptimo, debo reconocerlo, pero pusimos todo de nosotros corriendo por el medio de la calle a un taxi que, tras doblar por Crámer, se perdió en la inmensidad de la noche de Belgrano. Llegamos al edificio donde Roque vivía con sus padres. El silencio era total. Mi amigo estaba destrozado. Estábamos acostumbrados a la indiferencia del mundo femenino, pero haber estado tan cerca de concretar la maniobra y que un detalle menor la hubiera arruinado, 18
era demasiado. Una vez en su cuarto, dispusimos un colchón al lado de su cama para que yo durmiera con una sola banda de sonido de fondo: una colección de lamentos por parte del joven enamorado. Roque no paraba de insultarse a sí mismo y de lamentarse todo el tiempo. Intentamos dormir. Roque no podía, la angustia le oprimía el pecho. Eran cerca de las 4.30 y ese joven parecía no tener consuelo. Lágrimas en sus ojos, vueltas y vueltas en la cama, nerviosismo a pesar de la hora. Alguien que lo había perdido todo en un segundo, después de tenerlo todo... —Seba, la perdí para siempre. Soy un bobo, ¿cómo pude?, ¡¿cómo?! En ese momento (eso pasa excepcionalmente, pero pasa) la vida se vio invadida por los vericuetos aristotélicos y el drama surgió de mis adentros para que pueda decir una frase que es de una épica de caballería más que de la vida, pero la dije: “Tranquilo. Mañana pensamos un plan para recuperar a Bárbara”. Así y todo, esa sentencia no alcanzó. Roque no podía dormirse sin sentir que aquella noche lo había hecho todo mal. Le pedí que se vistiera. Me miró con asombro: —¿A dónde vamos? —A la cancha de River. Siguió mirándome con asombro, pero sabía que yo alguna idea tenía. Salimos a la calle con el auto de su padre, atravesamos la ciudad de madrugada, algunos puestos de diarios que recibían los periódicos de ese día, llegamos al barrio de Núñez. Estacionamos y nos dirigimos a Diseño Bar, ubicado en las inmediaciones del Monumental y abierto las 24 horas para estudiantes universitarios y donde hay, entre otras cosas fotocopiadoras para los apuntes. Roque, extrañado, no entendía por qué lo había llevado ahí, pero no preguntaba, confiaba en que había algún motivo. Lo miré y ahí nomás encargamos 500 volantes con una inscripción como la siguiente: Gastón (Kiefer) busca a Bárbara (Meg Ryan), que vio Titanic en el Cine Belgrano la noche del viernes tal. Su papá se llama tanto y su hermano tanto. El teléfono es 4567... bla, bla, Quinientos volantes que decían eso, 500 volantes que pedían a gritos que Bárbara apareciera, 500 volantes a repartir en casas, dentro los diarios, por dos amigos dispuestos a todo. Lo primero fue 19
reconstruir en nuestras cabezas los datos perdidos sobre el radio donde se encontraba la vivienda de Bárbara. Sabíamos que era entre Belgrano y Saavedra, sabíamos que de Crámer para el sur. Sabíamos que era un edificio y no una casa. El reparto empezó de modo aleatorio. Elegíamos algunas cuadras, salteábamos otras, y a los diarieros que estaban armando los periódicos les pedíamos que incluyeran los volantes en algunos ejemplares. Calculo que, con toda esa maniobra, aproximadamente cerca de 200 hogares de Belgrano recibieron esa mañana el volante de la búsqueda de Bárbara. Se hicieron las 6 y 20. Amaneció, todo se sentía como un sueño. Roque por fin pudo dormir. Sabíamos que habíamos hecho algo bastante particular para buscar a una persona a horas de haberla conocido. Sabíamos que aquello tenía el riesgo de parecer desesperados pero no importaba. Roque lucía calmo, más tranquilo, sabiendo que había arrojado con esos volantes una botella al mar con un mensaje... Pasaron tres días cuando el teléfono sonó. Del otro lado preguntaron si a Bárbara la habían secuestrado. Roque cortó y se lamentó muchísimo, ya que ese fue el único llamado que esos volantes habían generado. Un año pasó y la historia era contada hasta este punto. Un año de reírnos con otra gente de esa noche de búsqueda desesperada y de amor trunco. Claro, cada vez que la historia era narrada, Roque me miraba callado como diciéndome “este no es el final que debía ser”. Un buen día yo estaba sentado en su living cuando vi un avance de Televisión abierta, aquel programa donde uno pedía una cámara y podía hacer cualquier cosa. —¿Querés que busquemos a Bárbara una vez más? —le dije. —Claro, Seba —dijo Roque sin dudar. Pedí la cámara, compré el afiche de Titanic (que ya estaba en video). Roque relató en pocas líneas aquella noche en el Cine Belgrano, pasó su teléfono, recitó los datos que recordaba y tuvo fe. Mucha fe. A las 48 horas de emitido el programa, una abuela con voz dulce llamó y dijo la frase que todos queríamos escuchar: “¡Está buscando a mi nieta! Bárbara es mi nieta...”. Pasó un teléfono y Roque llamó. Efectivamente, era Bárbara. Con muchos nervios, concertó una cita. En las horas previas, frente a su colección de remeras, Roque eligió como un ajedrecista el modelo a lucir. Quería que todo fuera perfecto, que nada escapara al control. Quería que Bárbara tuviera una excelente primera impresión. Había 20
pasado mucho tiempo, sus caras eran casi nuevas para ambos, pero de algo estaban seguros: aquella espera y aquella aventura habían dado sus frutos. Mi amigo iba a encontrársela casi 400 días después. Partió hacia el Scuzzi de Crámer y Echeverría. Lo despedí augurándole una tarde de amor (y de sexo). Dos horas después, Roque volvió. Con cara de decepción y una angustia enorme. No podía creer que cuando esperaba abrir la puerta y ver a mi amigo con la sonrisa y la certeza de un plan realizado con éxito, vi lo contrario. Me hizo polvo. Pero faltaba lo peor: esa cara sólo era el prólogo de la cita más horrible que me han narrado. —¡¿Que pasó, man?! —Seba... fue la peor primera cita de mi vida. —¿Por? —Me dijo las cinco peores frases que jamás le escuché decir a una mujer. 1. “¿Cómo argumento?”
es
una
película
porno?
¿Tiene
2. “Si mi hijo va a un colegio y el profesor es bisexual, lo cambio.” 3. “Mis mejores amigos son mis padres.” 4. “Estudio medicina para devolver a la humanidad mi suerte en la vida.” 5. “¿Sabés qué pasa? Ustedes son muy carpe diem y yo soy más ‘Cosecharás tu siembra’.” Impresionado por las frases —y por las charlas que supuse habrán tenido para que emergieran— me limité a mirarlo. Pero era claro que Roque había caído en manos de una mujer errada. Parecía que iban a tener un encuentro importantísimo en sus vidas, pero fue un error. Bárbara se mostró como alguien que no tenía nada que ver con él. Esas frases eran la prueba cabal de que jamás debimos haber hecho el más mínimo esfuerzo por encontrarla. —Y eso no fue todo —agregó Roque. —¡¿No?! —No. Besa como alfombra. —¿...? —Te mete la lengua adentro y no la mueve para nada, queda así, muerta. Casi me ahogo... Así termina este relato de aventura y esperanza, de realidad... y 21
espanto. A veces, el mejor plan es utilizado en la peor misión. Ojo: volvería a hacerlo, una y mil veces volvería a volantear con mi amigo a las 5 de la mañana. Sin dudarlo.
Conclusión ¿Qué pasó con Roque? ¿Cómo puede ser que un plan tan perfecto, después de mil intentos, nos lleve al fin a puerto, aparezca una mujer y, casi cuando está en sus garras, él olvide pedirle su teléfono? Claro, luego hay un hiato y cuando Bárbara aparece de nuevo, nos trae las peores cinco frases y una alfombra en la boca. La magia se ha extinguido, todo termina de un modo triste. Pensemos: ¿qué habría ocurrido si aquella noche él le hubiera pedido el teléfono? ¿Ella hubiera sido la misma? Podemos discutir todo un día y jamás llegaremos a una conclusión. Lo que sí es fácil concluir —y la experiencia nos ha dado la diestra— es que el plan (el delirio) no solo se hace para la mujer que se persigue, también se hace para la historia. En el punto de la noche de los volantes por debajo de la puerta, cuando Bárbara había sido perdida, esa historia, narrada a través del tiempo, impactó, conmovió y sedujo a muchísimas mujeres. Algo había ahí para tomar como mensaje, y era esa idea de vivir para ganar y vivir también para narrarlo. A esa mujer la olvidamos, pero cada vez que nos enfrentamos a desafíos similares, nunca dejamos de tener en cuenta el valor de un plan y una aventura. Titanic (1997, James Cameron)
If you jump, I jump… (“Si vos saltás, yo salto”)
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CAPÍTULO 3 Del Reino Unido con amor “Nunca hay que subestimar el alcance de la histeria ni creer que, por cercanía, un hecho histérico no puede repetirse” Lorena estaba destinada a ser mi “primera vez”. Nuestros papás eran amigos de la juventud (creo que más de militancia, en realidad) y siempre fantaseaban con que ella y yo íbamos a formar una bella familia. Si bien había una leve diferencia de edad entre nosotros, las cuentas daban y esa fantasía paternal animó asados y reuniones allá por los ochenta. Mucho después, en el 92, empecé a estudiar teatro y allí, por arte de magia, volvió a aparecer Lorena. Ya éramos más grandes, yo 16 y ella 15, y las hormonas, sumadas al clima de una clase de teatro, hacían suponer que ese “debut” prefijado por padres y tíos era inminente. Pero no fue así. Terceros, terceras, la poca estabilidad emocional de ambos... todo eso impidió la concreción de tal evento. Pero, claro, había algo pendiente, había algo mítico encerrado ahí, una idea de eterno retorno a ese cuerpo predestinado a relacionarse con el mío. Era solo cuestión de cómo y cuándo. El cuándo, por lo pronto, hizo que el cómo resurgiera un poquito tarde: en el año 2002, mientras yo empezaba a rodar una comedia sobre excrementos del espacio que intentan conquistar la Tierra (de eso hablaré en el próximo libro), recibí un llamado de Lorena: —Quiero verte, quiero que la pasemos bien, tenemos una deuda... Nada más estimulante que haber dejado ese vino en barrica y ahora estar a punto de beberlo. Qué bien se sentían esos años que habían pasado como si fueran miles. Se concertó la cita. El lugar: su casa. Ella iba a cocinarme mexicano. Nada podía salir mal. Llegué a su casa cerca de las nueve de la noche. El departamento olía realmente bien. Un hornito lo había convertido en el Centro 23
Porteño de la Lavanda, luz tenue y dicroica, un gato llamado Allen recorría el lugar... La cantidad de comida era épica: todo lo que alguna vez integró la carta de un restaurante en Puebla estaba ahí. Mi aporte al festín eran dos botellas de vino tinto. Al principio, la charla iba por los previsibles senderos de la puesta al día. ¿Qué hiciste? ¿Qué hacés? ¿Qué harás? ¿Qué tal el trabajo? Etcétera. La ansiedad me hacía beber casi compulsivamente aquel vino. Ella charlaba, yo la miraba y bebía. Otra anécdota olvidable más, ella charlaba y yo bebía. Bebía. Y bebía más y más... En un momento advertí que estaba casi entrando en zona de borrachez severa. Fue cuando pregunté “¿Dónde queda el baño?” y me puse de pie. Lorena amablemente me lo indicó. Y fue el camino más largo de toda mi vida. Claro, en un camino largo el destino puede poner sorpresas, y así fue. Cuando me encontraba atravesando el cuarto de Lorena para llegar al baño (en suite), sobre su mesita de luz descubrí unos dados fluorescentes —todavía en su packaging— que tenían grabados partes del cuerpo y acciones. Por ejemplo, tetas, cola, boca, tocar, besar, apretar... Sin dudarlo los tomé y los llevé conmigo. Cuando volví, ella se encontraba levantando la mesa, y con un tono entre lascivo y destrozado, exclamé: “¿Y estos dados...?”. “Son de una despedida de soltera, por eso están cerrados”, me respondió. “Vamos a abrirlos”, dije, y sin esperar respuesta los abrí, los acerqué a una lámpara para cargarlos —no sé si lo dije pero brillaban en la oscuridad —. Apagamos todas las luces, tiré los dos y la combinación fue la siguiente: lamer - tetas. A partir de ahí (y sin que esto se transforme en Yo necesito amor[1]) lo que sucedió a la acción de efectivamente “lamer tetas” fue un descontrol propiciado por el alcohol y en este punto voy a pedir a los caballeros recordar una situación y a las damas aquí presente imaginarla: ¿qué pasa cuando vamos a jugar al fútbol con desconocidos y, por arte de magia, en los primeros 15 minutos clavamos tres goles, un par de caños y nos sale lo que nunca nos había salido? Uno sabe internamente que ese no es su nivel pero que algo, alguien o el destino nos ha regalado un maravilloso momento de fortuna con una habilidad ajena. Bueno, esta performance sexual fue así. No sé si fue el vino, o las ganas, o la deuda, pero ese no era yo. Ese semental salvaje, casi pornográfico, que hablaba sucio, que coordinaba movimientos firmes y se conducía al límite de la violencia, ese no era yo. Amaneció. Me dolía todo. Sentía que todo aquello que recordaba entre sueños había pasado hacía siglos. Cuando me desperté, ella 24
entró con el desayuno en una bandeja. Todo era todo precioso, pero yo tenía que partir al rodaje. Vuelvo un segundo a la evocación futbolística (y qué homoerótico queda ligarlo con esta anécdota, ¿no?): cuando uno sabe positivamente que ese no es su nivel de todos los días, evita jugar por siempre con ese grupo de gente. Bueno, acá era lo mismo. Lorena quería al semental y yo sabía que yo no era ese, no era Rocco Siffredi, no era John Holmes. Yo, en un buen día, con viento a favor, podía llegar a ser un Ron Jeremy. (Cabe aclarar que la comparación, por supuesto, no es por el tamaño sino por la profesión de ambos actores porno. En el caso de Jeremy, además, tenemos la hermosa historia del antigalán devenido en recordman que se acostó con muchísimas y hermosas mujeres). Pasaron años, décadas, siglos. Ella se fue a probar suerte a Europa, yo me quedé haciendo pelis independientes, trabajando en radio, escribiendo sobre cine. Pero, claro, en cuanto nos cruzábamos en el msn o por mail, las frases no bajaban de “Con lo caliente que me dejaste, la próxima vez que te vea... ¡te voy a coger no sabés cuánto, hijo de puta!”. De ahí para arriba, todo. Después de años, se venía la fecha de su arribo: faltan tres meses, falta un mes, faltan quince días, hasta que llegó el “Anotá, este va a ser mi teléfono”. Finalmente Lorena volvió a la Argentina. Me llamó y fue muy clara: —Quiero ir a tu casa, quiero que hagamos todo toda la noche. Pedí sushi, con muchas piezas, quiero vino y helado. Viernes, 23 horas, lo tengo grabadísimo. Limpié mi depto, ordené, dejé a mano todo el combo, los DVD de música, los CD, el iTunes abierto en mis playlists favoritos, aromaticé el living, me bañé y pedí el sushi —50 piezas—, un kilo de helado de limón, vino tinto fino y champagne. Sí, era un combo caro, pero la situación no era para menos. Cuando faltaba una hora para el encuentro, ya con todo listo, recibí un llamado: —Seba, no te enojes pero no puedo ir... —¿Cómo? ¿Qué pasó? No entiendo... —No es algo con vos, pero pasa que... pasa que... Este, ejem... —¡¿Qué pasa, Lore?! —AMO A ALGUIEN EN INGLATERRA . Acá debemos poner pausa. Lo contundente de la sentencia proviene del poder que otorga a la frase lo anónimo del “alguien” y lo certero de la ubicación planetaria de ese ser X, el Reino Unido. Ella 25
sabe que ama (sentimiento poderoso) a un ser anónimo (rellenar con fantasía) en Inglaterra (país del primer mundo). Sigamos. —¡¿Cómo que amás a “alguien” en Inglaterra?! —Sí, Seba: AMO A ALGUIEN EN INGLATERRA . Traté de explicarle que podía venir aunque fuera sólo a charlar, que el sushi estaba acá, que ya había pedido todo, pero no, ella decía que se iba a tentar, que prefería evitarlo y, en tal caso, vernos de día, tomar un café por la tarde, algo menos dating. No quería complicaciones. Me armé de paciencia, me olvidé del asunto y, sobre todo, comí bastante (mucho) sushi aquella noche. Los días pasaron sin novedad hasta que el miércoles Lorena llamó. —Hola, Seba. —Hola, Lore. ¿Querés arreglar para ir a tomar un café? —NO , SEBA , QUIERO VERTE Y COGERTE MUCHO , MUCHO , QUIERO CABALGAR FUERTE , QUIERO QUE ME DIGAS... —Pará, tranqui... ¿Te acordás de que teníamos una cita y la frenaste? —SÍ,PERO ESO ERA PORQUE RECIÉN HABÍA LLEGADO Y ESTABA CONFUNDIDA . DALE SÉ BIEN LO QUE QUIERO, QUIERO HACERTE TODO ... Y uno, que no es inmune a tanta decisión, ¿qué podría responder? —Dale. Misma hora, mismo lugar, mismo menú. Mismo costo. Viernes, 23 horas, lo tengo grabadísimo. Depto limpio, ordenado, combo a mano, DVD, música, el iTunes, aromatización, me bañé, llegó el sushi, 50 piezas (mismo delivery boy). Faltando una hora, Lorena llamó. —¿Qué pasa, Lore? —Estoy saliendo. —Okay, Lore. Me tranquilicé. De modo que la esperé, llegó, abrí la puerta. Estaba preciosa. Perfumada, muy bien vestida. Procedimos a cenar el sushi, a escuchar música, a ver el DVD de Elvis Aloha From Hawaii, a perdernos en trivialidades. Hasta que llegó el helado de limón con champagne, brindamos y la rúbrica de ese brindis fue un beso. Un beso apasionado. Y caliente. Bajé la mano desde su cara hasta su seno para poner primera. Y entonces se escuchó una frase que cruzó —y rompió— el aire del living en la madrugada: —Pará, Seba... AMO A ALGUIEN EN INGLATERRA . ¿¿¿Cómo??? ¿¿¿Qué??? ¿¿¿Cuándo??? —No entiendo nada. 26
Me distancié. Ella trató de explicarme que seguía confundida, que el vuelo, que la vida, que le encantaban mis besos, pero que esa imagen de Mr. X de Europa volvía a su mente. Me preguntó si me había enojado, dije que no. Solo me quería matar. No sabía qué pensar ni qué hacer. Me pidió que llamara un taxi, lo hice, partió y me quedé viendo mi living desolado, triste, como si hubiera sido la antesala de una noche de pasión que jamás sucedió. Pasaron varios días —quince, si mal no recuerdo—, llegaron las fiestas, el 24 y luego el 31. Como hijo de padres separados, con mi hermano estamos condenados al clásico navidad con mamá, año nuevo con papá, y ahí estábamos, brindando el 31 de diciembre cuando a las 12 sonó mi celular. Me aparté del grupo buscando privacidad y sí, era Lorena, otra vez: —Seba, quiero dormir hoy con vos, quiero recibir el año teniendo mucho sexo... —Pero acordate de que amás a uno en... —No, olvidate, eso era antes. Ahora sé que quiero coger. Basta, por favor... Vení a buscarme, estoy en lo de unos amigos. Le robé a mi padre champagne y una bolsa de hielo y salí al encuentro de sexo descontrolado. Toqué timbre, Lorena bajó y seguimos hacia mi casa. Entramos, puse el hielo en la pileta de la cocina, el champagne dentro, y sin decir ni mu ella se fue a recostar en mi cama invitándome a tirarme a besarnos. Me tiré en la cama a su lado, empezamos a besarnos, mucho, manos que tocaban partes que necesitaban saciar esa deuda, besos más besos, remeras afuera, pantalón afuera, vestido afuera, yo en bóxer, ella en bombacha, en un momento dije “Ya está, afuera bombacha”, cuando... —Pará, Seba... AMO A ALGUIEN EN INGLATERRA . Silencio. Ella: —¿Te enojaste? Yo: (silencio). Ella: —Seba... Yo: (silencio). Ella: —Decime, ¿te enojaste? Yo: —Sí. Andate ya de acá, ya, ahora. Se paró, se fue viendo que mi paciencia había llegado a un límite. Dos semanas después me fui de vacaciones con mi amigo Nico, el cinéfilo. Estábamos tomando sol en la playa cuando sonó mi celular. Era ella. —Seba, me voy en avión donde estés. Quiero sexo ya. —Ni lo sueñes.
Conclusión 27
Siempre recuerdo con enorme afecto esta aventura. ¿Cómo no voy a hacerlo? ¿Voy a recordarla con bronca? Nada de eso. Además, toda esa película con final malo —y obvio— salió así por ambos protagonistas. Lo que aprendí —sobre todo de mí— es que esa especie de obstinación puede llegar a ser tan, tan grande, que te lleva a negar el poder de la histeria. Claro, podría elegir una posición cómoda y descansar en el hecho de que fui estafado con una noche salvaje que jamás llegó. Sería un hipócrita si dijera que eso fue lo único que pasó. Tengo que sincerarme: en gran medida, el tiempo me demostró que lo ocurrido en aquellos episodios fue también porque no ocupé el lugar de caballero, más allá de la galantería, de la invitación, del sushi y el vino, no fui lo suficientemente claro sobre mis deseos. Tendría que haber sido más claro en mis intenciones, sí, y no dar lugar a la duda. Y tal vez tendría que haber escarmentado con la primera suspensión de la cena y proponer un café de día, en vez de intentar una fallida remake. Igualmente, ahora, a la distancia, reconozco que no es fácil eludir a un posible histeriqueo. A ver: te llaman y te dicen que quieren verte, que quieren hacerte esto y lo otro, que hagas aquello... Bueno. Compleja situación, ¿verdad? Porque ¿cómo anteponerse a toda la fantasía que se está rodando en nuestra cabeza? ¿Cómo? No voy a dejar acá esa duda sin responder, más allá de no haber podido yo resolverla en su momento con Lorena. Y la posibilidad de zafarla, o al menos de intentarlo, puede venir de otros. De los amigos. Puede ser vital, entonces, en situaciones como esta, tener a algún amigo cerca. Si es uno sincero irrefrenable, descarado, que no tiene problemas en vomitar opiniones, mejor. Y si cuenta además con cierta cuota de pesimismo, mejor todavía. Alguien lo suficientemente frío como para decirnos, ignorando por completo nuestra ebullición sexual (y la necesidad implícita, claro), en la cara y sin prolegómenos: “Che, esta mina te está verseando”. The Rocky Horror Picture Show (1975, Jim Sharman) “Lo que ellos no sabían es que esa sería una noche que recordarían por un largo, largo tiempo”.
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CAPÍTULO 4 Cómo el fútbol de los jueves fue la final del mundo “Tan sólo basta una mujer observando para convertir una discusión menor en una batalla de pesos pesados” “Vamos a necesitar camisetas para que esto se ponga mejor”, dijo El Poeta. Aldo —alias El Poeta— vende ropa. Me pasa a buscar con su camioneta de trabajo. Viene de zona sur. Me avisa cuando está cerca. Ultimo detalles en mi vestuario (generalmente, la camiseta alternativa del Liverpool o alguna de Boca), bajo, me subo al móvil y juntos nos dirigimos hacia el barrio de Colegiales, donde todos los jueves a las siete de la tarde, más allá de las inclemencias del clima, de los avatares de la vida en esta ciudad y de los conflictos personales de carácter metafísico, un grupo de hombres deja todo para jugar. Al fútbol. Es mucho más que un encuentro deportivo: es un momento místico de la semana. El fútbol de los jueves es el ritual que desde hace muchos años nos congrega —suena religioso, y no está mal que así sea, amén— para ver de qué estamos hechos, quiénes somos esa semana, cómo se encuentra nuestro ánimo y qué podemos esperar de nuestro cuerpo. ¿Goles? ¿Habilidad? ¿Alguna que otra jugada de fantasía? Todo es misterio. Coqui, Calito, Juan, Waty, Tavi, El Enmascarado, Pablo, Mike, Buti, Aldo y muchos más son mis compañeros de esa tradición. Alguna que otra vez se ha sumado algún extranjero para completar las escuadras, pero en general son —somos— los mismos jugadores que han ido conociendo todos los secretos y vericuetos del estadio de cemento, perfeccionando sus posiciones y estrategias, gastando suela tras suela de calzado deportivo. Aquel jueves fue diferente. Cuando salí de casa rumbo a la cancha, yo era un hombre con dudas, o mejor dicho, con una duda. Una duda que no estaba vinculada estrictamente al evento del deporte más 29
popular. Quien haya jugado al fútbol entre amigos, o incluso de un modo más profesional, sabe que cuando un partido concluye, la liberación de endorfinas es tal que —como dice mi hermano— uno puede encarar el plan que sea. Mi duda, entonces, tenía que ver como una dama —una princesa— y el futuro con ella, el futuro inmediato: ¿debía salir con ella esa noche, post partido? La había conocido meses atrás, en una reunión en una casa, entre birras y mala música a volumen elevadísimo. Era la clase de dama con el nivel de sofisticación justo, alta (o más alta que yo, que no es lo mismo), pelirroja, muy delgada, casi una modelo europea, con un irresistible lunar cerca de su boca, ojos redondos y marrones, y una voz fina que para la mayoría era insoportable pero para mí aportaba su onda. Y tenía un perro llamado Cacho. Yo tenía su celular y muy pocas certezas. ¿Aceptaría salir conmigo? El plan era proponerle vernos aquel mismo jueves, tomar algo por Palermo, quizá cenar, nada muy preestablecido. Así fue que decidí jugarlo todo al fútbol: “Voy a mandarle un mensaje para invitarla a salir. Apago el teléfono y entro a jugar. Si gano el partido, su mensaje será positivo. Si pierdo, significará que nunca tendremos una cita, no va a aceptar nada que yo le proponga”. Ese fue el trato que al dios del fútbol proferí. Sería La Señal. Así, ciegamente confiado en una quimera, mandé el sms de la fortuna, así apagué mi celular y así salí del vestuario a ocupar mi lugar dentro de la cancha, ya plenamente concentrado en el encuentro. Me paré sobre la línea lateral con ambos pies, respiré hondo, sereno. Perdí la mirada en la cancha. Di un paso adelante, muy lento, el paso inicial. Me ubiqué cerca del palo izquierdo del arquero, marcando el lateral con pierna cambiada, dispuesto a no perderles pisada a los delanteros rivales, y listo para ayudar en la salida de mi equipo. Comienza el cotejo. Durante los primeros minutos, los goles brillan por su ausencia. Esto es algo que sucede ocasionalmente. Como somos gente que juega seguido, cuando estamos todos con energía desde el arranque, suele haber un primer momento en el que el partido se hace trabado, no abundan las jugadas de riesgo, hay mucho pelotazo y mucha marca. De la dura. Se grita, se aplauden los intentos. Hay paciencia y, poco a poco, se prueba al arco. Se prueba. Por fin el marcador se abre primero para nosotros. Pero la alegría nos dura una nada, apenas dos jugadas. Logran empatarnos y tres goles más de los contrarios nos dejan 4 a 1 abajo en el marcador cuando llegamos a la media hora del encuentro. Preocupado, me acerco a Tavi y en tono confesional, ofuscado, le digo: 30
—Hoy no podemos perder. Posta. Me mira como diciendo “No te entiendo, pero dale”. Quiero detenerme un segundo en Tavi. Él venía lesionado, por lo que estuvo confinado al arco durante todo el encuentro. Tanto él como El Poeta son los arqueros. Ambos tienen fallas y tienen virtudes. Al Poeta, por ejemplo, se le complican los tiros por lo bajo. A Tavi le cuesta recibir pelotazos cruzados. Pero aquel jueves la cosa empezó a emparejarse por el buen día que tenía Tavi y la mala jornada del Poeta, guardavallas del equipo contrario. Con un tiro desde afuera del área pudimos empatar y a partir de entonces mi partido empezó a jugarse de verdad. Yo sabía que el destino de una cita pendía de ese resultado, y mientras los demás jugaban con intensidad pero sin ponerlo todo, empecé a pelear cada bocha, a defender y atacar como si se tratase de un encuentro de nivel internacional, en instancias finales. Claro, mi calidad es apenas aceptable y, con viento a favor, podría ser buena (como para aspirar a nivel internacional...). Pero yo quería a toda costa mi cita. Así transcurrían los minutos de un partido en el que había logrado contagiar mi actitud a los demás, convirtiéndolo en una verdadera final: faltas por acá y por allá, reclamos y quejas, malas caras, aspereza, pedidos de cordura, fallos injustos y discutidos, todo el colorido folklore del picado... Esta vez, al extremo. Íbamos ganando por dos goles cuando tan solo faltaban diez minutos para finalizar el encuentro. Todos estábamos cansadísimos. No podíamos ni levantar las piernas. Se notaba en el poco pero tenso movimiento que había en la cancha. De pronto, en una jugada inesperada y sorpresiva, se produjo un centro cruzado, un pelotazo se dirigió al segundo palo de Tavi y... gol de ellos. Faltaban cinco minutos. Corrimos al centro de la cancha y salimos jugando. Pasé la mitad del área y le pegué abajo, punto débil del Poeta. Palo. Sin tiempo para putear, ellos salieron de contra con toda la furia, y nos empataron con un misil ejecutado por Waty. Empate, señores. Empate. El encuentro terminó sin ganador. Ahí entendí que estaba jugando el partido de mi vida y que tenía que dejar todo para que terminara al menos en empate. No perder. Desde el juego, era lo más justo. Pero no desde mis expectativas para aquella noche... Nos saludamos sin hablar, con palmadas en el hombro y en la mejilla, casi sin cruzar miradas. El empate deja un sabor difícil de identificar pero se acerca, sin duda, a lo amargo. Lo único que ahora quedaba en mi mente del partido era el resultado y su relación con mi 31
posible salida. Todavía en el campo de juego, mientras miraba el piso y trataba de aflojar un poco las piernas (bastante entumecidas, por cierto), dejaba que el resto de mis compañeros salieran de la cancha rumbo a los vestuarios. Fui uno de los últimos en dejar el escenario, cuando ya había quedado vacío. Sin apurarme, seguí el camino. Busqué evadir los comentarios post partido. No por desinterés, ya que son parte del ritual, y como tal siempre los disfruto. Pero en aquel momento mi concentración ponía el foco en otro lado. “Empate. Empatamos. ¿Qué respuesta recibiré? ¿No me responderá? ¿Tal vez nunca le llegó mi mensaje?”. Aunque totalmente irracional, tenía la convicción de que el resultado del partido decidiría mi suerte aquella noche. No me pregunten por qué. A veces me abordan esas ideas y no las cuestiono. Me parecen divertidas, siento que aportan un halo de misterio, de fantasía. Y más cuando involucran cuestiones amorosas. Como si el amor, por default, requiriese de ciertos elementos fantásticos, irracionales, o mejor dicho, que no pueden explicarse desde la razón. Me gusta eso. El elemento mágico que hace del amor lo que es. Ya en el vestuario, me ubiqué en un rincón un poco más alejado de la muchachada. Sin apuro, cuando las duchas quedaron despejadas, me quedé bajo el chorro caliente de agua —que en el vestuario es zarpada; ya lo dice el viejo dicho: “Más caliente que agua de vestuario”— y dejé que me diera de lleno sobre la cabeza, durante quince, veinte minutos, una, dos, cinco horas... Bueno, no, en realidad habrán sido solo minutos, pero fue una ducha muy lenta. Y así también lentamente me cambié, guardé la ropa y salí a la calle. Muchos de mis compañeros ya se habían ido. Mientras algunos todavía estaban en la puerta analizando jugadas y situaciones, arriesgando hipótesis y proyectando futuros cambios, me senté en unos escalones y busqué mi celular. Había tratado de posponer todo lo posible el momento del chequeo de mensajes. Pero había llegado. Finalmente, acepté mirar qué me había regalado el destino.
bno dale vmos a vr ns Traducción: “Bueno, dale, vamos a vernos”. (Si alguien debió recurrir a la traducción, no se ponga mal. No es un lenguaje sofisticado pero tampoco es infalible. Muchas veces da lugar a equívocos. Por eso yo, aquella noche, lo leí alrededor de cincuenta y tres veces. Es que no podía entenderlo mal. Podría haber sido un enorme papelón. Imaginen que yo entendía “Bueno, dale, vamos a vernos”, cuando en realidad ella me había querido decir, por 32
ejemplo: “Boludo, no. Dale. Vayamos el viernes”. Y eso terminaba en desencuentro. O peor: “Verano. Dejame. Vamos a vajonearnos”. La ortografía es un arma de doble filo). Pero dijo “vamos a vernos”. Sí. Impresionante. El empatador resultó ganador. Me despedí de los muchachos. Y por suerte no me tocó llevarme la bolsa con todas las camisetas para lavar. Ya a bordo de un taxi, fui a casa escuchando música, mucho más relajado, con el partido totalmente detrás y la cita por delante, musicalizando en mi mente todos los momentos que seguirían. Llegué a casa, me metí casi directo en la ducha, con un fin más higiénico que reparador. Como distraído, recordaba algunas de las incidencias más destacadas del cotejo. Salí, elegí con cuidado el perfume (según la estación del año, lo voy cambiando) y, mientras terminaba de secarme, busqué la ropa adecuada. Debía ser cómoda pero lo más elegante posible. Esa noche me encontré con ella. Esa noche de empate fuimos a beber algo. Después caminamos mientras charlábamos, hasta que llegamos a su casa. Me invitó a subir y tomar un té. Adoré la propuesta. Un té. Lógicamente, también podría haber aceptado un whisky, un gin-tonic, un vascolet, un vaso de Pritty limón, soda. Pero fue un té y resultó más que tentador. Apenas entramos, nos besamos en su living y, cuando pasamos a segunda base, ya en el cuarto, nuestras ropas empezaron a volar. Y con cierta velocidad. El clima era el ideal (aunque no hubo té). Besos, caricias, miradas, algunas risitas nerviosas y otras, provocadoras. Estando yo a medio vestir, de repente y sin aviso, desde el infierno mismo, un calambre gigantesco me dejó fuera del partido. No pude continuar con la maniobra romántica. Sin dar explicaciones — imaginen lo que pudo haber pensado esta pobre mujer—, me puse a saltar en una pata al lado de la cama, tratando de apoyar la planta del pie y de lograr que mermara el dolor, el dolor insoportable que me estaba liquidando. Hasta grité un poco. Y puteé. Como en la cancha. No quiero dar mayores detalles. Por lo pronto, terminé en el piso, frotándome los gemelos, con los pantalones bajos y enrollados en el pie, el boxer a medio camino, la camisa desabrochada y enroscada... Como es obvio, fue imposible luego de esa maniobra recuperar el clima. Juro que fue la primera vez que me pasó. El calco de lo que había ocurrido en la cancha se hacía eco en la realidad. Esa noche todo fue un gran empate.
Conclusión 33
A veces esa sucesión mágica de eventos que es la vida, nos regala la posibilidad de asumir como fórmulas matemáticas que si X ocurre, quizá Y pueda ocurrir también. Pero aprendí que no es una ley, que es algo más bien azaroso. Y que si bien no está mal guiarse por el ánimo deportivo en cuestiones del corazón, también es bueno y prudente separar las cosas, dar a cada disciplina su ámbito y entorno, pues muchas veces lo que en un campo de juego parece una regla inamovible, en el mundo real puede fallar y sorprendernos. Yo no debí nunca librar mi suerte en aquella cita al dios del balompié. A lo sumo, podía usar ese ánimo ganador para lograr más seguridad en la cita. En fin, no volví a hacer algo así. Preferí disociar y entregarme al azar. Mi hermano me dice siempre: “Hacete amigo de la fortuna. Hay que tentar más a la suerte”. Y así voy, intentándolo cada vez que puedo y me atrevo. De todos modos, después de aquella experiencia seguí, y sigo, recurriendo a conjuros como el narrado. Me parecen divertidos. Esperar la aparición del elemento mágico, ese que, como de la nada, hace que el encuentro con alguien sea eso, mágico, me sigue pareciendo interesante. O al menos eso quiero para mí. Entonces, no sé si puedo pararme a indicar cosas como “Guarda con los pensamientos irracionales, eh”. Aportan su color. Eso sí, tal vez sea aconsejable no combinar en un mismo día un partido de fútbol y una noche apasionada. De no quedar otra, no estaría mal antes o durante el make out se incluya un poco de elongación. Por ejemplo, mientras se toman un buen té. Sin azúcar, por favor. Me preguntarán qué otras actividades no son recomendables realizar el mismo día de la cita. Veamos. El mismo día de una cita, evite… 1. Participar en una orgía. La explicación es más que obvia: una buena orgía demanda mucho tiempo, por lo cual es probable que usted llegue tarde a su posterior cita, lo cual nunca es bien visto y es de un extremo egoísmo. (Un buen ser orgiástico puede ser de todo, menos egoísta.) 2. Renovar el registro. Además de llevarse un nuevo carnet, usted se lleva también un lindo bodoque de mal humor. No lo 34
contagie. 3. Enrolarse en el ejército. Usted conoce a una dama que lo embelesa. Le propone que se vuelvan a ver y ella acepta. Acepta porque algo de usted le agradó. Sus modos, su charla, sus proyectos. Algo. Imagine ahora que el día de la cita usted, de buenas a primeras, le suelta sin anestesia: “¿Sabés que hoy me enrolé en el ejército? Está buenísimo. No tengo que terminar el secundario. Empiezo el lunes. Me toca Comodoro Rivadavia”. Piénselo: ¿a dónde quiere llegar después de tamaña confesión? Para meditarlo. 4. Ir a terapia. Hay quienes opinan lo contrario, pues muchos han encontrado en el psicoanálisis el aliento necesario, el impulso final para abordar una cita con buen temple y con el amor propio a tope. Pero ¿por qué arriesgarse a terminar con un pico de angustia en un restaurante, con los ravioles con estofado abandonados, golpeando la mesa y sollozando cosas como “¡¿Por qué mi mamá no me quiere?!”. 5. Asistir a un asado con amigos. Los motivos, en este caso, son variados. Vistos en forma individual, tal vez no parezcan negativos a una cita, pero veámoslos como una suma: comida en exceso + cantidades excesivas de alcohol, en diferentes formas + olor a humo + manchas de carbón + horas y horas de contacto sumidas en lagos de testosterona + charlas derivadas de los raudales de testosterona + ánimo para dormir una siesta + insolación + transpiración + cansancio por traslados.¿Ya hizo la cuenta? Héroes (1987, Tony Maylam) “El fútbol es el depor te profesional más popular del mundo. Ganar la Copa del Mundo significa el pináculo de la 35
gloria”.
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CAPÍTULO 5 El tao de David Addison “Tener un modelo no garantiza llegar a ser un héroe, pero es el primer paso para intentarlo” Bruce Willis salvó al mundo en, por lo menos, tres ocasiones. Se sacrificó y volvió del futuro en 12 monos, completó con el amor El quinto elemento y viajó hasta un meteorito para dinamitarlo en Armageddon. La presencia en pantalla, el gesto canchero y cierto tono disfónico le otorgan toda la aptitud para convertirse en heredero directo de Cary Grant y Steve McQueen. Claro que mucho antes de todas estas peripecias —entre las que se incluye, por supuesto, el desesperado salvataje al Nakatomi Plaza en Duro de matar— Bruce Willis fue David Addison, personaje de la ochentosa serie Moonlighting, coprotagonizada por Cybill Shepherd. Para mí, Addison fue mucho más que un personaje. Fue un modelo, un ejemplo, un hombre que con todas sus enseñanzas, impartidas entre marzo de 1985 hasta mayo de 1989, cambiaría mi vida para siempre. Yo había terminado el colegio primario en Villa Crespo en diciembre del 88 y aquel verano sería muy distinto. La suerte había querido que no pudiera ingresar en el Nacional 17, en Primera Junta, donde la mayoría de mis mejores amigos del primario iban a concurrir. En cambio, caí en el tradicional Nacional Mariano Moreno, en Almagro. Así pasé de vivir literalmente a la vuelta de la escuela a tener que caminar, cada mañana, por Julián Álvarez hasta Corrientes y allí, en la mismísima unión de Vera con la avenida, en esa plazoleta tomaba el colectivo 111 hacia el barrio de Almagro. Ese colegio era gigante. No conocía a nadie, no sabía qué esperar. En principio, era un micro-mundo. Me acuerdo de que cuando me anoté, supe que existían seis primeros años. Tenía un enorme plantel de profesores, un patio extraño y un pasillo laberíntico. Su edificación tiene algo de gótico, a medio camino entre el presidio de Sueños de 37
libertad (The Shawshank Redemption, la de Tim Robbins y Morgan Freeman) y Hogwarts, la escuela donde iba Harry Potter. Los primeros tres meses de aquel primer año transcurrieron sin pena ni gloria. Me sentaba en el medio del aula y mi ubicación geográfica estaba en correlato perfecto con mi situación social dentro del curso: no era de “los de atrás” (léase: un temerario que se aventuraría a lo que fuera) ni era de “los de adelante” (chicas lindas y chicos estudiosos sin problemas). Yo era de “los del medio”: un intrascendente, uno que si faltaba un día, nadie iba a enterarse, un mitad de tabla. Claro que como casi no mantenía diálogo con nadie, tenía mucho tiempo para observar, para prestar atención al resto, para ver cómo era aquel entramado de los que sí sobresalían, los que tenían la última información. Y así, entre esas cuarenta personas, descubrí a Luli. Luli era parecida a Helen Hunt pero con (más) carisma. Hacía patinaje artístico. Tenía una letra preciosa, con muchas curvas. Era de Sagitario, extremadamente encantadora y muy fresca. Por supuesto, yo no era nada original en mi apreciación: en cada recreo, visitantes de otro planeta —gente de tercero, cuarto y hasta quinto año— venían a verla. Aquella quimera, que era la posibilidad de ir al cine o compartir algún momento extraescolar, se volvía en cada recreo más lejana. Así pasé el año, viajando de ida en el 111 y volviendo en el 19. Meses y más meses. Llegamos a septiembre, mi mes favorito. Aquel día no imaginé que iba a ser el comienzo de algo que no se detendría jamás. Sonó la campana del segundo recreo (el más largo de la mañana), casi todos salieron. Un grupo de unas quince personas, entre las que se encontraba ella, nos quedamos en el aula. —Ese chico tiene cara de propaganda —dijo señalándome. Yo no entendía nada. Ella, Luli —Helen Hunt con carisma—, ¿me había hablado? ¿Tenía una opinión sobre mí? Es decir, ¿me identificaba? Y por último, ¿qué quería decir con “cara de propaganda”? ¿Cara graciosa? ¿Cara de bobo? ¿De comediante? Me limité solo a una sonrisa estúpida y no dije nada, como era de esperar. Pero el viernes siguiente a la observación que me había posicionado en el mundo publicitario, hubo una especie de asalto por la zona de San Telmo, en la casa de la mamá de alguno, X, qué importa. En ese cumpleaños, el cupo de extranjeros estaba excedido y muchas personas ajenas a nuestro curso estaban ahí a la espera de carne fresca, digámoslo claramente, muchos hombres esperando pollitas nuevas. En medio de la jornada, apareció el primo del dueño de la fiesta, o sea Y, primo de X. Tampoco Y era, digamos, muy original 38
y clavó su mirada en Luli. Bailaba cerca de ella, le hablaba, le hacía chistes, en fin. ¿Que dónde estaba yo mientras tanto? Sin bailar, sin beber, observando todo. En un momento pude notar que Y el primo de X le dijo algo al oído y ambos partieron a encerrarse en un cuarto. En el cual permanecieron por más de 45 minutos. Pasado ese lapso (eterno), Y salió dejando a Luli adentro. Con temor a lo que podía encontrar, pero sin dudarlo, me aventuré a ingresar en el cuarto. Para mi sorpresa, lo que encontré cuando ingresé fue algo absolutamente inesperado. Luli estaba llorando, sentada al borde de la cama, sin consuelo. —¿Qué pasó, Luli? Me miró llorando y me dijo algo así como que se sentía mal. Que no tenía ganas de haber entrado ahí con Y el primo de X, pero que lo hizo y que ahora le daba vergüenza. La miré y solté algo así como que ella era preciosa, y que Y el primo de X era un tarado que no tenía ni idea de a quién le había dado un beso. Le dije también que en su condición de princesa —lo que era para mí— no tenía que dejar que cualquiera la encerrara en ningún cuarto. Y también le dije que para mí no había pasado nada, que todo estaba bien. Me miró, se sonrió. Se quedó callada y en ese momento entraron a comunicarme que me habían venido a buscar. Me retiré tranquilo. No sabía bien por qué, pero me sentía en paz. Cuando llegué a casa, había una reunión de amigos de los mayores. Fui corriendo al espejo a verme la cara y tratar de entender qué era tener “cara de propaganda”. Me puse serio, me reí, me sonreí y ahí sucedió, ahí pasó. Ahí me di cuenta de que mi sonrisa había cambiado. Que no me reía más de manera común. Que mi gesto había sido alterado para siempre. Que aquella sonrisa que yo miraba en televisión cada noche de miércoles se me había pegado y se había transformado en parte de mi persona. Para siempre. Yo tenía 13 años, sí, pero sonreía como David Addison. Esa sonrisa de costado, con cara de superación y tranquilidad. Sin quererlo, la había copiado. A los 11 yo había empezado a ver Moonlighting y a soñar con aquel vínculo de screwball comedy, de frases cortas y punzantes, de histeria diaria y culto al humor ácido. Yo quería que me pasara eso. Quería ser David Addison y tener a mi Maddie Hayes, poder jugar y enloquecerla todo el tiempo. Ese era el sueño y ahí comenzó a pasar. Los días siguientes a la charla en el cuarto, Luli empezó a tener conmigo el vínculo que yo había estado esperando tener con alguien durante dos años. El primer moonlightineo de mi vida había empezado. 39
Monlightinear (verbo): acción de histeriquear con altura, mucho humor y estilo, con una persona en particular, en el marco de una rutina dada por trabajo, estudio u otras prácticas. Veamos un ejemplo: —Estás histeriqueando con Mariana, je. —No. Con Mariana estamos moonlightineando. Y acá cabe precisar un detalle: ¿en qué se diferencia histeriquear de mooonlightinear? La histeria es casi siempre sexual, sin componente de pertenencia por parte de los implicados y generalmente es a mansalva. La histeriqueada no tiene exclusividad ni futuro, mientras que el moonlightineo es practicado por dos que han elegido transitar con humor, guerritas y conflictos divertidos el camino a enamorarse profundamente. Podrán preguntarme: ¿cómo me doy cuenta de que estoy moonlightineando? Pues acá mismo les paso a detallar los siete (7) signos del moonlightineo, para que sepan con certeza si están cerca de dicha situación o no. Los 7 signos del moonlightineo 1. De buenas a primeras, sobreviene el cambio de tuteo por usteo. 2. Se establece una suerte de código secreto que no es advertido por los demás. Por ejemplo, secretos intrascendentes, apodos a terceros, etc., sólo compartidos entre esas dos personas. 3. Los testigos del vínculo manifestarán que “algo pasa”. Ambos miembros del moonlightineo negarán a muerte dicha situación. 4. Casi todo en el vínculo se desarrolla a la vista de todo el mundo y cuanta más gente lo atestigua, mejor. Los moonlightineadores, orgullosos de su vínculo, lo exponen. 5. Se estira lo más que se puede el pasaje a algo físico. Para ser moonlightineador, se estiman de 8 a 12 meses de situaciones moonlightinísticas. 40
6. El contacto físico será absolutamente medido y sólo se permitirán demostraciones de violencia más gráficas pero de tono infantil (como en la primaria y el jardín, golpes a modo de juego). Se puede hacer upa, abrazar, dar/recibir masajes, etc. 7. Se moonlightinea exclusivamente con una sola persona. “Sin embargo, me dirán algunos—, no estoy seguro de estar moonlightineando u otra cosa.” Pues bien, entonces usted puede ser presa de un histeriqueo barato. Por eso, acá dejo las siguientes aclaraciones: Usted no moonlightinea cuando: 1. Hay trato de vos y/o se apela a apodos. 2. No hay exclusividad alguna. 3. Existe contacto físico sin control ni límites. 4. Confiesa a terceros la existencia de interés sexual. 5. Resuelve pasar a lo físico lo antes posible y luego se convierte en rutina. 6. No hay celos. Retomando la historia, a partir de semejante cambio, mi vínculo con Luli se sostenía con cada uno de los momentos en los que el moonlightineo se hacía presente. Que en realidad eran casi todos los momentos. A saber: nos saludábamos a la mañana y ya había una frase, una mirada, risa o chiste que empezaba a establecer un tono que se mantenía durante todo el día. Nos buscábamos tanto como nos evitábamos. Testeábamos permanentemente cómo funcionaba eso en medio de nuestra comunicación con cada uno de los terceros que se nos cruzaban, ese código que sólo nosotros sabíamos que existía. Nuestro club de secretos. Claro, a nuestros ojos éramos los mejores espías del mundo, pero desde ya existe la posibilidad de que aquello fuera totalmente despojado de sutileza, cuando en realidad se trataba de dos pavos brindando un espectáculo lamentable para los demás. Ojo, no éramos cursis, no representábamos los pegotes insoportables que empalagan con sólo verlos. Lo nuestro era como en Los 41
vengadores: dos sofisticados agentes salvando al mundo con estilo. Por supuesto, en un colegio, las posibilidades son limitadas. El moonlightineo se ve cercado, y la edad y la circunstancia lo hacen más inocente, con menos futuro y capacidad de crecer. En cambio, en la oficina... Guía oficial para moonlightinear en la oficina 1. Elija a su víctima El don de detectar rápidamente quién es apto y está listo para aceptar, en un futuro próximo, nuestro desafío quizá sea la parte más importante de todo esto. Usted debe prestar mucha atención a las primeras impresiones. Debe mirar bien sin ser mirado, escuchar el tono de voz, sentir la energía y hasta poder decir: “Esta es la persona. Con ella este año viviré la aventura moonlightinística”. Palabra clave: reciprocidad. 2. Marque terreno Hágalo sin ser un sacado pero con la claridad suficiente para que nadie arruine el pastel. Por ejemplo, viajando en ascensor deliberadamente, armando un almuerzo, café o cigarrillo compartido para los fumadores. Logre que quede claro que ella/él es suya/o, o que de alguna manera, en un universo paralelo, ustedes están mutuamente asignados. 3. Sorprenda, no aburra Lo peor que puede pasar es que de entrada uno se aburguese y se ubique en una posición cómoda, que este vínculo —nacido y sostenido para esquivar la rutina como si fuera una bala mortal— se vuelva rutinario, parte de un paisaje previsible y totalmente aburrido. Es preferible equivocarse y cambiar antes que hacer lo que el otro espera de uno. Niéguese sin sentido a la coincidencia, al viaje en ascensor, a la invitación al lunch, desaparezca...
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4. Saque lo mejor de sí, pero en cuotas ¿Usted toca la guitarra? ¿Sabe imitar a alguien? ¿Estudió salsa? Lo que fuere, no tire toda la carne al asador de una. Hay que saber jugar el talento oculto en el momento preciso. Acá no vale decir “no tengo ninguno”. Algo, aunque sea una torta Exquisita, todos sabemos hacer. Cuando llegue la oportunidad indicada, juéguelo y pegue doble. 5. El perfume, un amigo y un tirano Su fragancia es su fragancia. Debe ser única, personal y sutil. La limpieza y la pulcritud son un halago. Usted se viste para el/la otro/a. Se perfuma y ¡atención!: si nuestro par da en el clavo, esa fragancia de puede volver irresistible para nosotros y convertirnos en esclavos. En el moonlightineo es clave que se mantenga el misterio de (a) ¿Quién está más involucrado/a? y (b) ¿Quién inicia cada día un nuevo match y quién lo termina? 6. No sea obvio No elija siempre al otro en, por ejemplo, un juego grupal o un trabajo colectivo. No se siente siempre a su lado. No le dé siempre la razón. Vamos, usted puede. Esquive la lógica a veces. Tampoco se zarpe. 7. Un Sancho Panza es lo mejor Viene bien tener un amigo que, a modo de confidente, nos dé una visión externa. Ojo, tiene que ser elegido casi con tanto tacto como la elección del/de la moonlightineado/a. Ese Sancho Panza puede guiarnos, criticar y asesorar en este arduo camino. 8. Un acto heroico cada tres meses Tan efectivo como esquivar es ir de cabeza al acto romántico. Poner la cara por el otro, hacer un mimo flagrante, dar un regalo, expresar nuestra opinión positiva frente a terceros... Eso sí, tiene que ser con 43
mucha distancia temporal con otro acto similar y casi una rareza para lo que el vínculo plantea. 9. Actividad extracurricular Cuando se proponga, por ejemplo, un día de campo, una fiesta en una casa o un asado o cualquier situación donde se juega a la pelota y se nada en una pileta, es una excelente posibilidad de mostrar otros looks, otras actitudes y más. Todo eso suma. 10. Falte, no esté siempre Evite la omnipresencia y dar la sensación de estar siempre a mano. Hágase desear. Genere necesidad. 11. Retirarse de la fiesta en lo mejor Tenga la clase, estilo y personalidad para no quedarse nunca hasta el final de nada. Una retirada a tiempo vale por mil velas sostenidas eternamente. 12. Espere hasta llegar a la crema Hay tiempo. El tiempo es su amigo. No corra. No anhele el beso rápido, deje que adquiera estatus mítico. Un beso anticipado no tendrá el sabor del casi robado al final de la última fiesta cuando en tiempo de descuento todo parecía sentenciado a la platonicidad. Moonlighting (aka Luz de Luna, 1985 a 1989) “No puedo creer que mañana cuando llegue a la oficina ya no vas a estar acá.” (David Addison, Willis, a Maddie Hayes, Shepherd, al finalizar la serie).
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CAPÍTULO 6 El test de carlos “No hay tantas variantes para comportamientos en una cita. Todos, de algún modo, somos predecibles” Cuando salimos con alguien, nos sometemos a una prueba que nos hace el otro o la otra. Del mismo modo, nosotros también exploramos al otro/a. Intentamos conocer sobre su persona, sus gustos, su ideología. Pero también, secretamente, buscamos llegar a lo más oculto, lo que suele estar oculto, que por eso es considerado muchas veces negativo, aunque no siempre resulta así a la vista de todos. Por ejemplo, alguien una vez me ocultó su preferencia por desayunar pizza fría, algo que me conmovió y me acercó a esa persona, aunque ya era tarde: habíamos dejado de salir, justamente, por incompatibilidades. Cada uno/una va probando al otro/a en distintas circunstancias, tal vez a partir de temores, de traumas pasados, de necesidades. Una querida amiga, a quien llamaremos Nancy (me reservo su verdadera identidad), cuando se acostaba con un hombre por primera vez, tenía la costumbre de introducirle un dedo en esa zona para —la cito— “saber si le gustaba”, lo cual —de nuevo la cito, ya que no lo comparto — sería un indicativo de “una posible homosexualidad”. Esa práctica es conocida, en mi grupo de amigos, como La Prueba Rectal de Nancy. Hace pocos días, otra amiga me contó algo vinculado con este tema de las pruebas. Parece que una compañera de trabajo de ella ha desarrollado una suerte de cuestionario, bastante extenso, que suele entregar luego de la tercera o cuarta cita con un mismo caballero. Esta mujer, llamada Selena, con los años había llegado a elaborar un listado de preguntas (algunas se responden con multiple choice y otras requieren explayarse en la respuesta) cuya finalidad era conocer más al candidato para evaluar la continuidad o no de la relación. La leyenda dice que se basó en algunos de esos tests que publica la revista Cosmopolitan. Y por las referencias que tengo sobre esta mujer, 45
podemos conjeturar que Selena es una chica Cosmo. Selena llevó un original de ese cuestionario a una imprenta (esto es verdad, por si alguien tiene dudas) y encargó mil (1.000) copias doble faz anilladas. Como ya mencioné, era bastante extenso. La prueba estaba dividida por temas: Gastronomía (dieta), Sexualidad, Hobbies, Vacaciones, Economía, Ocio, Vestimenta, Top Five de Cine de Hollywood, Top Five de Canciones Románticas (en español), Lecturas (revistas), Deportes, Emisora FM preferida, Electrodomésticos, Inmuebles, Tarjetas de Crédito y un largo etcétera muy difícil de reproducir de memoria. Algunas de las preguntas que recuerdo (porque me impactaron): Astrología Signo zodiacal: . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Signo del horóscopo chino: . . . . . . . . . Gastronomía Comida favorita: . . . . . . . . . . . . . . . . . Sabe cocinar: sí . . . . no . . . . ¿Cocina de autor o delivery? . . . . . . . ¿Bebe alcohol?: sí . . . . no . . . . Sexo ¿Con luz o sin luz? . . . . . . . . . . . . . . . . ¿Tradicional o estilo Kamasutra? . . . . .. . . . . . . . . . . . ................... (Si elegís la segunda opción, podés desarrollar tus posiciones preferidas) Transporte ¿Coche propio o taxi? . . . . . . . . . . . . . ¿Avión, ómnibus o tren? . . . . . . . . . . . Vacaciones ¿Solo o acompañado? . . . . . . . . . . . . . ¿Playa o montaña? . . . . . . . . . . . . . . . . ¿Carpa u hotel? . . . . . . . . . . . . . . . . . . Música Para un momento romántico, ¿cuál de estas 46
canciones preferís? • “No hay nada más difícil que vivir sin ti”, Marco Antonio Solís. • “Dime si él”, Ricardo Arjona. • “Déjame llorar”, Ricardo Montaner. • “Dejaría todo”, Chayanne. • “Ámame como yo soy”, Valeria Lynch y Patricia Sosa Películas Para un momento romántico, ¿cuál de estas películas preferís? • Mujer bonita . . . . • Nueve semanas y media . . . . • El paciente inglés . . . . • Titanic . . . . • Shakespeare enamorado . . . . Inmuebles ¿Departamento propio o rentado? . . . Cantidad de ambientes: . . . . . . . . . . . Lectura • Maxim . . . . • Playboy . . . . • Hombre . . . . • Paparazzi . . . . • Caras . . . . Hobbies • Mirar tele . . . . • Ir de shopping . . . . • Lavar el auto . . . . • Ir a bailar . . . . • Pasear por Palermo . . . .
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Cuando Selena abría uno de los cajones de su escritorio y sacaba una copia de su cuestionario —al que muchos solían llamar Cuestionario de la Inquisición—, todo el mundo ya sabía qué se venía: después del fin de semana, Selena volvía a la carga encarando a cuando tipo cruzara por la recepción que atendía y preguntaba a sus compañeros y compañeras de trabajo, por enésima vez, si podían presentarle a alguien. Claro, el (ex) candidato no había pasado la prueba. (¿O se habría asustado al recibir el fajo de hojas anillado?). No creo que el caso de Selena sea paradigmático. Supongo que es uno entre muchos. Pero sí creo, como dije, que todos hacemos pruebas en las citas. Evaluamos al otro. Y aunque no comparto métodos como el citado, una vez tuve que apelar a una estrategia similar, por supuesto que más sutil y menos invasiva. Soy un hombre que tiene amigas. Amigas mujeres. Me gusta decirlo, me gusta tenerlas. Creo que, en más de una ocasión, esas amigas (que tampoco son tantas: Barbi, Mei, Malen y Clarisa) me han ayudado a resolver o a superar problemas del corazón. Me aconsejaron bien, supieron “leer” qué era lo mejor para mí, fueron como mis ángeles guardianes. Por eso, cuando en el verano del 95 algunas de ellas se encontraban inmersas en una terrible angustia por no dar con el chico indicado, y todo se resumía a una enorme pérdida de tiempo con una cita tras otra, con mi hermano nos propusimos crear un sistema definitivo que acortara el trámite con el caballero no indicado y que, en caso contrario, diera luz verde a que aquel que pudiese pasarla exitosamente para seguir el sendero del amor. Estábamos hartos de verlas llorar y sufrir. Se continuaban, una tras otra, historias de gente que mentía, de hombres que era muy torpes en la cama y seres que, a medida que se iban sucediendo las citas, demostraban ser lo que en realidad eran: (a) un plomazo, (b) un mal tipo, (c) un machista, (d) un facho, (e) un narcisista, (f) ... (complete a gusto).
Creación del test de carlos El test de carlos fue creado para detectar precisamente eso: si el muchacho en cuestión era un “carlos”. Ahora bien, antes que nada, debemos definir qué es un “carlos”. carlos (sustantivo común): dícese de todo novio, marido, amante o chongo que tiene condición de ser anónimo y no se destaca particularmente en nada, 48
no demuestra interés por nada, es fácilmente olvidable con el correr del tiempo, y posee una apatía y una falta de pasión que lo hacen inconfundible. Yo conocía bien a los carlos. Ya me había tenido que enfrentar a algún que otro carlos por el corazón de una damisela. Quiero decir que es muy difícil derrocar el reinado de un carlos. Un carlos es a todas luces inconveniente pero su persistencia es notable. Y una vez que se encuentra trabajando desde adentro, desterrarlo es una tarea casi imposible de lograr. Ese conocimiento carlístico me permitió hacer un aporte interesante al test. Porque sabíamos que el test debía tener una característica principal: ser breve. No podíamos armar algo como el Cuestionario de la Inquisición. Además, debía ser factible de introducir, sin que el cuestionado lo notara, en medio de una charla. Cuando por fin dimos con la estructura del test, se convirtió en un arma para advertir con toda rapidez si estamos frente al interlocutor apropiado. Estrictamente, este test permite detectar si alguien es carlos o no. Tiene tres preguntas. Cada pregunta ofrece tres opciones de respuesta. Hay que optar por una de esas tres opciones, no es válido una cuarta ni un “no sabe/no contesta”. Las preguntas 1 y 2 valen un punto cada una. La tercera vale dos puntos. Si uno suma dos o más puntos, es un carlos. El test 1. Sobre las hinchadas de fútbol, usted opina: a. Voy a la cancha, no me molesta la hinchada. b. Sin las hinchadas, el fútbol estaría muerto. c. Me gusta ver un buen partido y una buena hinchada cantando. 2. Estamos haciendo zapping y aparece un capítulo del Superagente 86. Usted dice: a. Qué buen episodio. b. Vi este capítulo cuando era chico. c. No me gusta el Superagente 86. 3. En un casamiento pasan la canción de Bersuit Vergarabat “Se viene el estallido”. Usted:
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a. Canta. b. Baila. c. Canta y baila. Respuestas carlos: 1. b. 2. b. 3. a. Voy a explicar el diseño de esta joya de la ingeniería de la conducta. La primera pregunta está pensada para explorar el lugar en la vida que ese hombre se otorga a sí mismo. Un hombre que le da al público tal relevancia es espectador de su vida, no protagonista. Ergo, es carlos. Respecto de la segunda pregunta, se considera que un hombre que, en el anodino hecho de ver una serie de TV encuentra una excusa para hablar de él, es ante todo un egoísta. Ergo, es carlos. Sobre la tercera (y fundamental) pregunta: cantar como un enajenado esa letra, solamente cantarla, sin hacer nada, es ya indicativo de que se está en presencia de un carlos hecho y derecho. Por eso esta pregunta vale dos puntos. Si usted tiene dudas, pruebe de cantarla solamente. Luego, imagine lo que es ver esa imagen desde afuera. ¿Vio? Carlitud pura.
Conclusión El test de carlos fue probado al mes y medio de haber sido concebido. Al principio, al detectar a un carlos, muchas usuarias no lo podían creer cuando comprobaban que el test había tenido razón y les había dado positivo. Así, la mayoría de ellas volvieron a utilizarlo con citas siguientes sin dudarlo. Y si les daba carlos, ahí nomás se terminaba todo. Las probabilidades de exactitud del test de carlos, según estudios propios, arroja un percentil de 99,09%. Alcanza el 100% de efectividad cuando da un no-carlos. Si da carlos, puede existir la posibilidad, aunque mínima, de que a lo mejor sólo se trate de un mal día. Por ende, el test sirve como alarma, como llamado de atención ante una nueva cita con un desconocido. Por ejemplo, una amiga te arregla una salida con un amigo de ella, a quien sólo viste por Facebook. Otro ejemplo: fiesta, muy tarde, pocas luces, estás algo bebida. Un hombre se te acerca, cruzan unas palabras. Le das tu teléfono y quedan en verse. Tal vez. Pero le diste tu número. Ambas situaciones albergan un 50
altísimo riesgo de carlos. Entonces, conviene ir preparados. Los carlos acechan a la vuelta de la esquina, listos para asestar un nuevo golpe a almas solitarios. Ojo con los carlos. Estamos rodeados. The game (David Fincher, 1997) “Es sólo un juego, es sólo un juego.”
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CAPÍTULO 7 Misión imposible: dejar de besar a Geraldine “Los mejores besos no siempre duermen en la boca que esperamos. A veces la vida nos sorprende y allí donde no hay nada, aflora la virtud del arte del besar” Hay calles de minas lindas y calles de minas feas. Es un hecho. Con R. hemos charlado sobre el tema en numerosas oportunidades. Veamos algunos ejemplos: la avenida San Martín es de minas feas. Callao es de minas lindas. Sin embargo, cuando se hace Entre Ríos, se convierte en calle de minas feas. Bulnes es otra de lindas. Supongo que muchas mujeres (y hombres) dirán que hay calles de tipos feos y calles de tipos lindos. Incluso hasta podrán trazar un mapa. Acá, cabe aclarar, nos vamos a enfocar en las calles y su tránsito femenino. Conocimiento de causa. Con R. charlamos de todo, siempre tenemos temas y de vez en cuando incluso revisamos viejas cuestiones. Solemos almorzar en Salgado, que queda en la calle Aráoz, o tenemos nuestra mesa especial con vista a Canning (así le decimos los del barrio a Scalabrini Ortiz) en La Goleada. En todos los almuerzos —en los cuales pedimos siempre lo mismo— hay un tópico recurrente: los besos. Quiero aclarar ya mismo a qué se debe esto. Una vez R. y yo trabajamos en un guión para una peli que se llama 20.000 besos. Quisimos llamarla así a partir de una frase que, dicen, dijo Sinatra: “Para un borracho, una copa es demasiado y mil no son suficientes”
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A partir de esa frase, nosotros la reelaboramos y dimos con: “Un beso de la persona que realmente te gusta es demasiado y 20.000 no son suficientes” Hablamos mucho sobre besos. Besos de amor. Besos de calentura. Besos robados a personas que amás. Besos de compromiso. Incluso alguna vez arriesgamos la teoría de que el sexo casual, maduro y bien entendido, es sin besos (acabo de leer esta oración ni bien la escribí y ya no sé si estoy tan de acuerdo...). Han llegado a la mesa experiencias propias y ajenas para fundamentar o refutar posibles teorías besísticas. En una de las tantas sobremesas, durante el proceso de pensar la peli, le conté a R. una historia que, según me confesó posteriormente, lo impactó mucho. La historia de besos (exclusivamente) más rara que me pasó. La historia de Geraldine. Desde que vi El fondo del mar, de Damián Szifrón, me quedé obsesionado con el barrio de Belgrano, que gracias a la peli de Szifrón adquirió una especie de estatus de culto. Me volví fanático de descubrir las calles y lugares donde se había rodado. Por eso, cuando tengo que elegir movilizarme por la ciudad y el recorrido incluye la zona de Belgrano, suelo optar por hacer esa parte a pie. Cierta tarde caminaba por la calle Cuba, casi llegando a la plaza, doblé por Juramento en dirección a la estación de tren para volver al centro, cuando de repente, a cincuenta metros, caminando en dirección opuesta, vi a una chica que me encantó. Pelirroja, de ojos negros, algo achinados, amplia sonrisa y un look un poco parecido a Jennifer Grey en Dirty dancing. Era una Jennifer Grey, así de simple. Empecé a ponerme nervioso: el levante callejero definitivamente no es lo mío. Mientras la distancia entre ambos se acortaba, yo pensaba qué hacer, qué decirle. Cuando la situación ya era a todo o nada, cuando un silencio estaba a punto de cruzarnos sin pena ni gloria, cuando estábamos casi cara a cara, arriesgué un: —Disculpame, ¿conocés la disquería que también vende cómics? Sí. Eso dije. Que era lo mismo que preguntar si por ahí quedaba la carnicería que vendía pan. Por suerte, se rió. Y así comenzamos un diálogo que, en honor a la verdad, no recuerdo mucho y brilló por lo intrascendente. Sin embargo, pude saber: que se llamaba Geraldine, que vivía por ahí y que su mamá todos los fines de semana partía a un country, por lo que su casa quedaba sola (buena data), que tenía una 53
hermana, que estudiaba medicina y que el perfume que usaba le quedaba perfecto. Bastante info para una charla tan breve. En fin, en un momento debimos separarnos, simulé recordar dónde quedaba el (inexistente) lugar que buscaba (me recibí de trucho) y volví a mi hogar. Gigante fue la sorpresa que me encontré cuando ingresé en mi departamento. En el contestador automático un mensaje de... ¡Geraldine! No le había pasado mi teléfono, pero resulta que me reconoció de la tele —bendita seas, caja boba— y al parecer teníamos una conocida en común, le caí simpático y pidió mi tel. Bingo. La llamé, se rió. Tenía una gran voz al teléfono (este es otro fenómeno: la gente y cómo sus voces mejoran o empeoran al teléfono). Después de que me contó cómo había conseguido mi número, quedamos en encontrarnos el sábado por la noche para ir a ver alguna peli. Yo pasaría a buscarla por su casa y luego iríamos a algún cine por la zona. Perfecto. Las 21 horas del sábado era el horario acordado. Llegué a la zona de las barrancas, toqué el portero, me abrió, entré a un hall muy amplio, subí por el ascensor, entré a su cocina. Ella estaba vestida de negro, maquillada en la medida justa, otra vez con ese perfume espectacular. Me sirvió una bebida, pedí hielo (una costumbre que jamás creí me daría tantas alegrías, ya verán por qué) y nos quedamos en silencio. Yo, sentado a la mesa de la cocina. Ella, apoyada en la mesada. Silencio, no incómodo, pero silencio. No sé si lo aclaré, pero no era verano, por lo que estaba un poco fresco ahí. —Tengo la boca toda fría —me dijo. —Yo también —contesté. —Dame un beso con hielo en la boca —me dijo. Me reí, no entendí, pero me paré y ahí nos dimos el primer beso. A partir de ese momento, no paramos. No-pa-ra-mos. Y cuando digo que no paramos quiero que piensen que esto debe de haber empezado a las 21.20 y cuando volví a ver la hora era la una de la mañana. Claro, muchos pensarán “¿Y qué hicieron ahí en la cocina, ehhh?”. Voy a pedir a todo el que esté leyendo que me crea esto, esto que cada vez que se lo conté a R. tuve que repetirle varias veces: —Todo ese tiempo no hicimos otra cosa que darnos besos. Y cuando digo ninguna otra cosa, digo ninguna: ni manos, ni caricias, ni besos en el cuello. Sólo eso: besos, besos, puros besos, el mega chape. Nada más. Ni nada menos. Geraldine tenía una boca que parecía separada de la mía al nacer. 54
La situación era idílica. Era una actividad que no podía alcanzar mayor grado de perfección. Y no hablo de sentimientos, no hablo de amor, no hablo de romance. Hablo del besódromo puro y duro. Sólo besar, sólo el gusto del otro, sólo el ritmo perfecto. No se podía parar. No podíamos/queríamos dejar de besarnos. De hecho, a ambos llegó a dolernos la boca, pero igual seguíamos. Parábamos, descansábamos y seguíamos, como si un imán nos forzara a hacerlo, como si el Dios del Beso nos obligara. No había risas, no había caras, no había frases. Sólo besos. El chape más largo de mi existencia, en esa cocina de Belgrano. Claro, ¿cuál es la particularidad? Que cuando eso concluyó y la película que íbamos a ver se daba por perdida, nos despedimos y... jamás volví a verla. No nos interesó a ninguno de los dos. De repente, el beso más perfecto vivía en la boca más inesperada. Así fue que el tiempo pasó y cada tanto yo volvía a recordar aquella gesta besuqueril... Tres años después, un sábado a la tarde —lo recuerdo perfectamente—, cuando mi amigo el Gaita y yo nada teníamos que hacer, caminábamos por Parque Centenario y aprovechamos para comprar algunas pavadas en la feria. Era un día soleado. Estábamos los dos muy contentos, entendiendo y conversando que no había mucho más en la vida que momentos como ese: comer con un amigo una buena parrillada, caminar por Almagro, llegar hasta el parque, husmear puestos de juguetes retro de los 80 buscando algún tesoro y esperar, mientras el sol caía y empezara a llegar la data de alguna fiesta. Así era ese sábado, así estábamos nosotros. De repente, al celu del Gaita entró un sms: nos invitaban esa noche a una fiesta en una casa (nuestras favoritas) en el barrio de Devoto. Quiero detenerme acá y decir que yo amo Villa Devoto. Es uno de mis barrios favoritos y su estación me parece uno de los mejores lugares de la ciudad. Devoto, te amo. Sigamos. Llegamos a la fiesta devotense cerca de las 23 horas, o sea, más bien temprano. La fiesta, más que fiesta, era reunión. No seríamos más de 25 personas y no íbamos a ser más que eso. Había mujeres más jóvenes que nosotros, que estábamos acariciando los treinta. Baile tímido, escaso o nulo aglutinamiento, la comida se acababa, la bebida seguía, y claro, pintaron los juegos de chapar: —¡El semáforo! —grito alguien. Y así, de manera un tanto desprolija, se armó el clásico juego. El Gaita besó a Virgina, la dueña de casa y el único nombre que nos sabíamos. De repente me tocaba una chica rubia con rulos, bastante bonita, de ojos claros. La besé. Fue el peor beso de mi vida. Dientes 55
que chocaron, falta de ritmo y de sincronización. Y sobre todo, tensión en mandíbulas, labios y lengua. Hablo por los dos, eh, que no se entienda que estoy adjudicando a otra persona la mala calidad del beso. Lejos, muy lejos, fue el chape del infierno. Una verdadera contrariedad, un error. Tanto es así que ni bien terminó esa secuencia, esta chica —a la que llamaré F.— se fue corriendo al baño (supongo que a vomitar). Me di cuenta de que era la hora de partir. Por esas cosas que tenemos los hombres, sentí que al ser el último que había tenido contacto con ella, debía dirigirme al baño y ver cómo estaba. Golpeé la puerta, pregunté si podía entrar y por suerte lo peor ya había pasado. La encontré en la etapa de limpieza del rostro, recomponiéndose, para decir la verdad. —¿Para dónde vas? —dije casi susurrando. —Belgrano —me respondió. No pude evitar decirle (pensando en El fondo del mar): —Dale, te llevo y sigo después. En el taxi, por suerte, la onda cambió y pudimos tener una charla bastante simpática. De hecho, se abordó el tema de lo malo de nuestro beso. Ya amanecía en la ciudad y los pájaros ya cantaban. Llegamos a Cabildo y Juramento. —Me bajo acá —dijo. —Pará, te llevo hasta la puerta —le propuse. —Dale —contestó. Y ahí sí, esa propuesta fue un error. La sangre se me heló cuando vi que la peor besadora del mundo vivía en el mismo edificio que la mejor besadora del mundo. ¿Quieren un bonus? Era su hermana. Sí. Estaba en La dimensión desconocida. Eso quería creer. Lo cierto es que esa era la realidad. Lo más loco... -bah, no, lo más loco ya había pasado, y también raro es que jamás volví a verlas ni supe si ellas se dieron cuenta de lo que había ocurrido. Sí me quedó claro que los besos son un misterio, que R. y el Gaita son grandes interlocutores y que Belgrano tiene misterios que son muy, muy difíciles de entender. Aclaremos que los besos son un interesante enigma a develar. Porque insistir en su comprensión implica —lo sabemos, lo asumimos — seguir buscando nuevos besos, pensarlos, esperarlos, desearlos. Mientras sigo desarrollando mi investigación sobre este tema, me animo acá a compartir un top ten personal de besos recibidos/dados:
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Diez tipos de besos con los que me he topado (el orden no indica ningún tipo de preferencia, es aleatorio) 1. El primer beso Torpe, con bocas nuevas. Exploración medida, mínima. Para novatos pero con intensiones serias. Banda de sonido: “Say you, say me”, Lionel Richie. 2. Beso Picasso Pico seguido de una mínima salida de lengua, como catando un helado. Generalmente usado para despedir a una persona con la que queremos tener un encuentro carnal en un futuro próximo. Por ejemplo, al día siguiente. Banda de sonido: “Sobredosis de TV”, Soda Stereo (“Estoy desesperado, soy tan vulnerable a su amor...”). 3. Beso de lentos ochentosos Transa, chape con mayúsculas. De fondo, “Carrie” de Europe. Ese ritmo, esa intensidad, como comiendo una hamburguesa, generalmente borracho, sabor vino tinto, mundial de besos. Banda de sonido: “Toy soldiers”, Martika; “Up where we belong”, Joe Cocker; “Careless whisper”, Wham! “Wind of change”, Scorpions; “Total eclipse of the heart”, Bonnie Tyler; “Sacrifice”, Elton John; “Right here waiting for you”, Richard Marx; “More than words”, Extreme. Enorme etcétera. 4. Beso porno Lenguas rígidas que espadean, generalmente mientras se realiza otra actividad o en la previa de dicha actividad. Ciento por ciento sexual, no siempre implica sentimientos. Banda de sonido: “Drowned world (substitute for love)”, Madonna.
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5. Sadobeso Incluye mordidas de labios y de comisuras. De cariz animal, busca la provocación. El contexto suelen ser generalmente lugares públicos elegidos con cuidado y que aporten discreción. O no. Banda de sonido: ruido ambiente. 6. Beso saborizado Helado de frambuesa, vino, chicle de fruta y champagne, esos son mis gustos de besos favoritos. La lista es muy extensa. Banda de sonido: “Pizza conmigo”, Alfredo Casero. 7. Beso de la momia Cuando solo uno de los besadores es activo y el otro (la momia) mantiene la boca cerrada y un rictus sonriente. La momia puede disfrutar. Es un beso más que nada de transición o para zafar de devolver favores post sexo oral. Banda de sonido: radio AM, cualquier estación. 8. Beso rocker Mucha lengua, bien relajada, y chupada o lamida de zonas aledañas a la boca. En general, es parte de cierto descontrol y frenesí. Puede contener dosis de amor. Banda de sonido: “Immigrant song”, Led Zeppelin. 9. Beso sabor a mí Es el beso post sexo oral (a todos nos ha pasado). Banda de sonido: “Sabor a mí”, Los Panchos. 10. Beso amor Es el beso que viene acompañado por un dolor de panza. Es ese que vale 20.000 besos. Banda de sonido: cualquier canción, pero no te das cuenta, no podés prestarle atención. Episodio V: El Imperio contraataca 58
(Irvin Kershner, 1980) “Prefiero besar a un wookie” (respuesta de Leia a Han Solo). [1] Yo necesito amor, biografía de Klaus Kinski altamente erótica.
capítulo 8 Hablemos de Han Solo “Siempre es bueno tener en mente un héroe inalcanzable. Siguiéndolo se puede llegar más lejos” De chico iba a la colonia de vacaciones del club Atlanta. Llegaba el verano y, por aquellos comienzos de los 80, en Villa Crespo la institución bohemia nos hacía pasar hermosos momentos al aire libre. Un día como cualquier otro, un amigo apareció con un juguete: era una nave del Imperio de la saga de Star Wars. Era un caza, esas naves que son como un huevito con dos paletas verticales al costado. Yo sólo conocía las naves del Flash Gordon con música de Queen, por lo que aquel vehículo tenía un diseño que jamás había visto. Ni soñado. Un TIE Fighter con una figura de un storm trooper dentro. Los pies del soldado tenían agujeritos (los de Mattel tenían, mientras que los nacionales de Top Toys, no). Pregunté qué era y me explicaron que se trataba de una nave de La guerra de las galaxias y que pronto se estrenaría El regreso del jedi. Todo un mundo nuevo se abría ante mis ojos. Insistí para tener algún muñeco de la colección. Con mi hermano presionamos a nuestra abuela y nos dirigimos al Rincón del Ferromodelista, una juguetería ubicada sobre Corrientes, a dos cuadras de la vía, yendo al centro, mano derecha. Todavía existe, aunque hoy cambió su nombre, y también desapareció el Scioli Internacional que quedaba en la esquina. Entramos y pedimos muñecos de esa película que jamás habíamos visto. El juguetero desplegó sobre el mostrador todos los que tenía. Fue un momento de decisión definitivo y, bueno, nos jugamos. Mi hermano eligió bien: Luke Skywalker. Yo me fasciné con un personaje secundario, casi terciario: un tusker raider, un morador de las arenas, esas criaturas 59
que montan en esas especies de mamuts y viven en el Desierto de Tatooine. Ahí empezó un poco todo: mi hermano, fan de Luke, y yo, tratando de entender qué era todo aquello, qué era ese mundo de detalles y de personajes. Pronto llegó un gran día: vimos El regreso del jedi. A la salida compramos unas linternas que simulaban ser sables de luz. Un sueño. Después, yendo hacia atrás, vimos una a una las otras pelis. Leímos los cómics. Con la llegada del videohome, pudimos grabar de la televisión la versión doblada en “mexicano” (si alguien la consigue, la compro). Y fuimos a ver Episodio IV más de 70 veces. La aprendimos de memoria y, sobre todo en mi caso, inicié una de mis fascinaciones: el amor por un personaje, que en este caso fue el padre y mentor, el Capitán Han Solo. Fue amor a primera vista. Fue la figura y el modelo del trato a una mujer. Imagino a mi abuelo hablando del Rhett Butler, de Clark Gable, a mi tío cuando dijo que Michael Corleone lo impresionó. Pero, a mí, el que me cambió la vida fue Han Solo. Lo primero que me gustó —y gusta— es que entra en pantalla cuando ya la película ha transcurrido bastante. Lo segundo, que tiene miedo. Harrison Ford dota de humanidad a todos sus héroes y puedo decir, sin dudar, que es el mejor actor en planos de reacción que ha habido. No es casual que Steven Spielberg sea tan fan de él, y más si consideramos que su plano favorito para rodar son rostros de personajes que miran fuera de cuadro algo o a alguien. Me detengo un momento en este punto: un plano de reacción memorable de Harrison es aquel de Los cazadores del arca perdida, cuando en la secuencia inicial una piedra se le viene encima, Harrison se da vuelta y en su mirada, en un primer plano, dimensionamos el enorme peligro en el cual se encuentra. Él, con su expresión, logra transmitir el miedo y la escala de todo el asunto. Me cuesta encontrar en cine de aventuras un mejor actor reaccionando, en este arte tan difícil. Explicado esto, digo que Han Solo tiene miedo pero lo supera. Conduce una nave que por fuera se ve como un cacharro viejo, pero al estar tuneada por él se hace imbatible. Tiene un amigo fiel, Chewbacca, y por sobre toda las cosas, sabe tratar a las mujeres. Su relación con Leia ha sido modélica en todas mis citas. La manera de mirarla, de torearla y, principalmente, de darle el primer beso son sencillamente la mejor clase de seducción e histeria que he visto en pantalla. A continuación, un top ten personal de momentos que Han Solo me dio y que lo pusieron allá arriba, como el personaje que más me ha 60
influido. 1. Han bardea a Luke ni bien lo ve, en Episodio IV. 2. Han le dispara a un intercomunicador de la Estrella de la Muerte porque el diálogo con el enemigo lo fastidia, en Episodio IV. 3. Han le responde a Leia “Lo sé” cuando ella le dice “te amo, en El Imperio contraataca. 4. Han se chapa a Leia por primera vez cuando están escapando del Imperio en El Imperio contraataca. 5. Han guiña un ojo a Leia en la entrega de medallas, en Episodio IV. 6. Han le pega una trompada a Lando por la traición, a pesar de que está en notable inferioridad de condiciones, en El Imperio contraataca. 7. Han sale corriendo a enfrentar a los storm troopers cuando están escapando, en Episodio IV. 8. Han sale a la nieve a salvar a Luke cuando este no aparece, en El Imperio contraataca. 9. Han aparece y salva a Luke para que pueda destruir la Estrella de la Muerte, en Episodio IV. 10. Han le dispara a Vader ni bien lo ve entrar, en El Imperio contraataca. —¿Conocés la Teoría de la Bala Mágica? —le dije al Bro. Él me miró desconcertado y ahí nomás arranqué contándole de mi fascinación por JFK, no la película, sino el personaje histórico, su historia y muerte. Mi amor a los Kennedy se remonta a la infancia, cuando en la casa de mi abuela encontré cosas de mi tío Oscar, un material que él había dejado ahí olvidado cuando se fue a vivir solo. Por un lado había recortes y todo tipo de notas relacionadas con los Beatles. Notas de época, dibujos, de todo. Y por otro lado había una foto coloreada con un falso autógrafo. En la foto se veía a un hombre sonriente, con traje gris, corbata roja y una amplia sonrisa. —¿Quién es, abuela? —Es Kennedy, presidente de Estados Unidos. Lo mataron. 61
La información suministrada por mi abuela Paquita se quedó dando vueltas por años en mi mente. Hasta que en los 90, un sábado a la tarde, mi madre me llevó a ver JFK, de Oliver Stone, al cine. Esa peli hizo crecer en mí una especie de obsesión hacia la mítica figura de Kennedy. Desde entonces me volví coleccionista de cosas relacionadas con su figura. Leí muchos artículos sobre él, compré su limousine en escala 1:24, me conseguí una cámara Súper 8 igual a la mítica Bell & Howell que Abraham Zapruder utilizó para rodar el crimen, conseguí libros de fotos, libros de historia y hasta un vinilo con sus mejores discursos. También me apasioné con la imaginería de comienzos de los 60 en Estados Unidos. Espero viajar al Museo Kennedy de Boston algún día. Pero bueno, volvamos a la anécdota. El Bro me miraba mientras yo sin pausa lo llenaba y abrumaba de datos de lo que ocurrió en Dallas con el magnicidio más impresionante de todos los tiempos. Mientras mi relato por fin llegaba a su fin, sonó el celular y me detuve para atender. Era Chamorro para confirmarme que tenía mi nombre en la lista de la Fiesta Hey! Nos dirigimos al Salón Real, en el centro, donde la fiesta se estaba desarrollando. Entramos con El Tucu, otro amigo, y fuimos a la barra a por unas bebidas. Después subí a saludar a mi hermano, que junto con Chamorro, Fede y Font, estaba de DJ. De repente, de entre la multitud surgió Sharkjelly (su nombre real no lo sabemos; ella fue apodada de esta manera porque alguna vez contó que había hecho gelatinas con Yummys de tiburón adentro). Cuando El Bro la vio (Sharkjelly es alta), me dijo: —We’re gonna need a bigger boat —citando la línea de Tiburón. El tiempo pasaba y de repente noté que había llegado la hora de irse. No ocurría mucho en verdad. Les Mentettes había tocado (por cierto, un gran concierto). Mi rutina de imitaciones de la discusión de Horacio Pagani y Alejandro Fabbri, a dúo con Manu, fue lo último a lo que atiné para divertirme y divertir. En fin, no había muchas sorpresas. Dimos por terminada la Fiesta Hey! y procedimos a dejar el lugar cuando otro mensaje de texto entró en mi celular. Era Roque, que me decía que Raffaella Carrá cumplía años y que tenía que estar ahí. En serio. Raffaella Carrá le decíamos a una chica cuyo nombre también desconocíamos y que cada año nos invitaba a su casa. Claro que, en ese momento, cerca de las cuatro de la mañana, dirigirnos a otra fiesta sonaba como una quimera, y más todavía cuando noté a la distancia que había una mujer en apuros. Desde el balcón de los DJs en el Salón Real, divisé a lo lejos, en medio de la pista, a Barbi, nuestra amiga del 62
alma, que era víctima de un acosador enloquecido, un ex devenido patova, que la tenía rodeada con todo su grupo. Era horrible cómo la encaraba, mal, con violencia. Nosotros éramos pocos, más débiles y más pequeños. Yo había contestado el mensaje de texto diciendo:
vms p alla Pero veía a lo lejos a mi amiga en problemas y tenía que ensayar un rescate. Fue entonces cuando a mi mente vino la denominada “maniobra wookie”. Breve explicación: la maniobra wookie es una forma de rescate inventada por el Capitán Han Solo en el rescate de la Princesa Leia de la Estrella de la Muerte, en la primera peli de la saga de Star Wars. Dicha maniobra consiste en disfrazarse de enemigo y que uno simule ser un prisionero que es capturado y trasladado. A lo largo de las pelis de Star Wars esto se hace una par de veces más. Dicho en una línea: se trata de acercarse a un grupo simulando ser parte de él. ¿Qué tenía que ver todo esto que se me juntaba en la cabeza con la imagen de mi amiga siendo acosada cada vez con más intensidad en la pista? Vayamos punto por punto: • Había que rescatarla, como a Leia. • Me pregunté qué haría Han Solo. • Armé mi propia maniobra wookie. Lo tomé al Bro y le dije: —Ahora nos vamos a acercar a Barbi. Yo voy a hacer que la encaro y vos vas a aparecer y agarrártelas conmigo. Ella es rápida, se va a dar cuenta. Y así fue que nos dirigimos al medio de la pista, cerca de este patova-asesino-acosador rodeado de amigos, que volvía loca a Barbi. Me acerqué haciéndome el ebrio y traté de abrazarla. El Bro, siguiendo la maniobra wookie al pie de la letra, me agarró del cuello. Barbi entendió todo y empezó a gritar para que no nos peleáramos. De a poco, entre la confusión, fuimos saliendo y nos perdimos entre la multitud. Cuando el patova se avivó, nosotros ya estábamos en la puerta rumbo a Palermo. La maniobra había sido un exitazo. Gracias, Han. De corazón.
Conclusión 63
Tener un héroe, entonces, es como una necesidad, un imperativo. Necesitamos su figura para aprender, para reconocer sus virtudes a las que deseamos acceder. Por eso la elección del héroe debe ser a conciencia. Hay una certeza: cuando el héroe es elegido en nuestra infancia y su imagen persiste en nosotros a lo largo de nuestra vida, debemos saber que no hay que buscar más. Es ese. Sus hazañas, sus logros, todo eso es lo que queremos protagonizar. Queremos rescatar a Leia, queremos volar para salvar a nuestra Lois Lane, queremos engañar a los malos para recuperar a la Agente 99. Ojo, no hay que confundir: no pretendo que haya que ponerse un chaleco y subirse a una nave espacial, ni calzarse un slip rojo y un mantel a modo de capa, ni hablarle al zapato y decirle a la suela “Jefe, voy a rescatar a la 99”. Hablo de tomar de nuestro héroe su valentía, su coraje, su compromiso, incluso su ceguera ante el peligro. Aunque suene utópico. Porque es lo que, llegado el momento, nos va a permitir ser más. Aun a riesgo de ser fajado. Y por eso también suelo recordar y aconsejar que “soldado que huye, sirve para otra batalla”. Pero no quiero olvidarme de quienes no sienten admiración por héroe alguno y lo necesitan. Buscan héroes y no encuentran. Porque además pretenden cierta originalidad. En un grupo de amigos nunca faltan los admiradores de un Batman o un Superman, incluso un Spiderman. Entonces, a continuación, un listado de posibles héroes para tener en mente, admirar y aprender de ellos. 1. Woody, protagonista de Toy Story. Apto para seres sensibles. romántico y buen compañero.
Atrevido,
osado,
2. Cualquiera de los pibes de Los Goonies. En particular, Data Wang, el “inventor”, que tenía un envidiable impermeable lleno de accesorios. 3. Indiana Jones. De características similares a Han Solo, aunque más ortodoxo: prefiere el látigo antes que una pistola láser. 4. Patoruzú. Recomendado para gente rústica que da primacía al 64
coraje sin consultar a la razón. Muy telúrico y atractivo para turistas europeas. 5. Neo, de The Matrix. Muy pretencioso aunque válido. Para personas con escasa o nula capacidad gestual, de sonrisa difícil y carentes de sentido del humor. Lookea bien. 6. Henry Fonda en Doce hombres en pugna, la versión de 1957. Es el que se opone a la mayoría, y sin pruebas, apenas con sus dudas. Héroe metafísico, con conciencia social, que se pone en el lugar del desprotegido. Ideal para progres. 7. Marty McFly, de Volver al futuro. Para adolescentes eternos que pasados los treinta siguen andando en skate. 8. Rocky Balboa Personaje variopinto que permite múltiples >usuarios, según el tipo de Rocky anhelado. El Rocky de la primera, para muchachos de barrio, sencillos, que gustan de usar sombrero y guantes recortados. El Rocky de la cuarta, por ejemplo, ya requiere de cierto ánimo de venganza, por lo cual es poco recomendado. Cuidado con ese Rocky, que te sale de la nada con un discurso nacionalista. 9. Tom Sawyer, personaje de Mark Twain. Héroe poco solicitado y, tal vez, marginado, pero con notables cualidades. Ingenioso, pícaro, vivo. No conoce límites. Ideal para adorar desde la infancia. 10. MacGyver. Para gente con facilidad para las manualidades. No le agradan las armas, aunque no duda en dar una buena 65
piña. Requiere ser cuidadoso con el cabello y lleva un corte un poquito démodé. Hoy en día, tanto en el cine como en la televisión, abundan los falsos héroes, personajes que por ser protagonistas parecen contar con valores propios de un héroe. Sin embargo, están en las antípodas. Dejo un breve listado de no-héroes para invitar a la reflexión: Falsos héroes • Chapulín Colorado: tiene buenas intenciones, pero con eso no hacemos nada. Su vestimenta carece de estilo y su arma se llama “chipote”, ¡chi-po-te! De ninguna manera. • Aquaman: no sabe mucho sobre él. Se junta con otros superhéroes pero no suele aportar mucho. De ámbito muy restringido. Okay, puede hablar con los peces, pero eso no nos es muy útil. • Súper Hijitus: por lo pronto, es raro lo que ocurre en su sombrero. Con esa voz, no es un adalid recomendable. • Arnold, de Blanco y negro: hay quienes secretamente lo admiran, por eso cabe la aclaración. Arnold no es un héroe ni tampoco es el actor que estuvo adentro del muñeco de Alf. • Jack Bauer, de 24: gran falso héroe de estos tiempos. Asesina, tortura, trabaja para el gobierno. Un horror. • Ulises o cualquier personaje de mito griego: ya fueron. • Jimi Hendrix: no confundir “héroe” con guitar hero. Esto vale para admiradores de Clapton, Steve Vai, Eddie Van Halen, etcétera. Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1975) “Vamos a necesitar un barco más grande.” 66
CAPÍTULO 9 La Gorda Heavy “Las mujeres que tienen gustos supuestamente masculinos cuentan con una ventaja que, a la larga, termina siendo una desventaja” Si tuviera que elegir hoy cuál es mi juego favorito de la PlayStation 3, tendría que confesar que es el Brutal Legend: tiene un diseño increíble, es ameno, la música es muy buena. Y tiene un gancho fundamental: uno se encuentra en una tierra en la que el imaginario metalero (con todas sus increíbles guitarras) se despliega en el fantástico mundo de dragones, y hasta hay cameos de próceres del género. Hay algo en ese género musical —el heavy metal— que me seduce, me libera y hace que mi mente viaje de un modo que otros estilos del rock no consiguen. Son muchos los hitos que me formaron y alistaron en las filas de los hombres de negro, a saber: • This is Spinal Tap (y Spinal Tap). • Kiss y los recitales a los que tuve oportunidad de ir. • Metallica y su Black Album. • Judas Priest y su inconfundible British Steel. • El libro The sound of the beast, de Ian Christie. • El documental de Iron Maiden Flight 666. • Mi remera comprada en el concierto de Anvil. • Varios momentos que compartí con 67
compadres como Juan Bautista (mi médico de la amistad) y Jarro (mi gurú metalero). La historia que viene a continuación no involucra a ninguno de ellos. Tuvo lugar la última noche de AC/DC en la Argentina, en el marco de su gira Black Ice. Con mi amigo Costas estábamos esperando la salida de la banda y a lo lejos divisamos a Claudia, mejor conocida como La Gorda Heavy. Nosotros conocíamos a Claudia desde hacía bastante tiempo: fue cuando andábamos en busca de rarezas de Rush, y Costas me obligó a que lo acompañara al Locuras que queda en Flores. Me dijo que quería unos demos del disco Moving Pictures y estaba seguro de que tenían que estar ahí. Aparentemente, un fan estaba tomándole la delantera a él. Justo a él, el mismo Costas que había leído treinta y cinco veces Ghost Rider de Neil Peart, que se sabía de memoria el orden de todas las canciones de todos los discos de la banda y que incluso había aprendido a tocar en la guitarra el riff de “Limelight” y los primeros acordes de la “Villa Strangiato”). Costas era el fan más fan de Rush en la Argentina: él decía que no había otra banda como esa y sabía que el día que viniera al país, el concepto de su adolescencia se habría terminado para siempre. En el camino a Locuras, Costas me contó que la única vez que había estado ahí, una vendedora muy simpática lo había atendido y que en realidad el dato de los demos de Rush que iban a entrar en quince días se lo había pasado ella por lo bajo, sin que nadie de alrededor se enterara. Cuando entramos al local, no nos recibió esa amable vendedora sino un flaco con una remera de Megadeth que nos dijo: —¿Qué andan buscando? Costas, tratando de mantener ese secreto y complicidad con la simpática vendedora, respondió con otra pregunta: —¿No está la vendedora? —¿Claudia? Se fue a México de urgencia a ver al hermano, ¿ustedes la conocen? —Mmm. No, pasa que. Ella tenía la data de unos demos de Rush que iban a llegar y bueno. —Yo no tengo idea, man, pero les puedo pasar la data de un puesto 68
del Parque Rivadavia donde pueden preguntar por ese tipo de material. Digan que los mandó La Gorda Heavy del Locura de Flores. —¿De parte de quién tenemos que decir que vamos? —preguntó Costas, que había entendido pero buscaba saber más. —De parte de Claudia. Ahí la conocen como La Gorda Heavy. Así nos enteramos de todo. El flaco se encargó de empezar a narrarnos los pormenores que dieron origen a ese apodo y, por ende, a su leyenda. Según dijo, Claudia era la menor de dos hermanos. Su papá la había abandonado y nadie sabía bien si el tipo aún estaba vivo. Su madre vivía a dos cuadras de su casa, que estaba ubicada en Gavilán y la vía. Tenía un solo hermano, Enrique, entonces en México y de changa en changa. Claudia amaba a su hermano, pero él no podía superar su adicción a las drogas y ella, al terminar el secundario, tuvo que conseguir un trabajo antes de poder siquiera pensar en lo que quería hacer. Era una chica con varios intereses: dibujaba bien, sabía muchísimo de manga, de animé, de ciencia ficción y poseía —lo más intimidante para algunos hombres que la rodeaban— un conocimiento impresionante sobre el metal. Su memoria prodigiosa le facilitaba aprenderse sin esfuerzo alguno, muchos títulos de álbumes, artistas, músicos y diseñadores de portadas. Además, había sido la manager de algunas bandas como Krematorio y Destrucción Quizá, organizaba fechas y traducía canciones para un tributo al death metal. Sin duda, Claudia era un personaje importante de la movida metalera. Pero su suerte en el amor no era la mejor, tal vez porque tenía severos problemas para ser tomada en serio. Por su departamento desfilaban varios amigos suyos de la escena, pero lo hacían en busca de aventuras sexuales o dinero o contención, más que por amor. Todos la consideraban “una mina de fierro”, pero ninguno quería llevarla al cine. Claudia brindaba placeres carnales a muchachos que encontraban estimulante su desinhibición y su aptitud para el más exigente cuestionario sobre la carrera de Ozzy Osbourne. Su única compañía era un gato. Así pasaba los días esta muchacha. Las cajas de pizzas encargadas al delivery se convertían en ceniceros y siempre había altas pilas de platos sin lavar. Las paredes eran de un color amarillo despintado y parecían ser las únicas que atestiguaban una espera que no se concretaba: porque Claudia quería que alguien la viera de otro modo. Cuando su compañero terminó de contarnos todo esto, Costas y yo 69
nos fuimos decepcionados, hubiéramos querido que ella estuviera ahí. No tuvimos ganas de ir hasta el parque y mucho menos de decir que íbamos de parte de La Gorda Heavy. Nos negábamos a llamarla así. Un par de días después, Costas me llamó porque se había quedado pensando en Claudia y sólo pudo decirme “pobre piba”. Es que, sin haberla conocido profundamente, tanto Costas como yo teníamos la sensación de entender cómo era Claudia, de comprender sus sentimientos. Tal vez, aunque nunca lo charlamos, había algo en Claudia con lo que nos identificábamos. Sí era claro que, por lo pronto, sentíamos cierta admiración por ella. No sólo porque, a pesar de muchas adversidades, se había forjado una identidad propia, incluso en un ambiente más bien hostil y hasta machista. Era una persona que había encontrado su lugar. Además, a pesar de lo poco que sabíamos de ella, estábamos seguros de que era de fierro. Había viajado para rescatar a su hermano, tenía fama de ser una amiga de aquellas e incluso ofrecía su amor desinteresadamente, sin esperar ser correspondida. Con el tiempo, la figura de Claudia —al menos la que nosotros nos habíamos construido— pasó a representar cierta utopía, la de quien no se deja caer, que le da y le da, que no afloja, que románticamente guarda esperanzas, porque en eso cree. Un par de años después, aquella noche en la que, como les conté más arriba, tocaba AC/DC en la Argentina, Costas y yo estábamos viviendo uno de esos momentos absolutamente inolvidables, de esos que reconocés de inmediato: mientras estás ahí, sabés que no te lo vas a olvidar nunca, que la emoción es tan grande que nunca va a apagarse. Era lo máximo, era perfecto, y parecía que no había manera de que eso llegara a más. El techo, el límite. Se venía una emoción extrema. Nos sentíamos nerviosos. Creo que hasta me dolía un poco la panza y me temblaban las piernas. Y en ese estado estábamos cuando, de golpe, nos pareció verla de lejos. A ella, Claudia. La Gorda Heavy. Fue un segundo. Apenas la perdí de vista, sin tener claro aún si en verdad era ella, giré la cabeza buscando a Costas, y me encontré con su cara de asombro, como la mía. No hacía falta decirlo pero los dos nos estábamos preguntando lo mismo: ¿esa era Claudia? Costas sí había conocido a Claudia. Pero yo no lo había visto jamás. La imagen que tenía de ella estaba armada por lo que Costas me había contado y lo que yo, solito, había fantaseado. Sin embargo, aquella noche en River creí haberla visto. El cruce de miradas con Costas me confirmó que no estaba tan errado con la foto mental que le había sacado a Claudia. El vértigo del recital impidió que dijéramos algo al respecto y volvimos a concentrarnos en el escenario y en lo que estaba por manar 70
de esa pared de parlantes. Mirábamos a cada segundo los relojes, aun sin saber a qué hora exacta iban a salir. Aplaudíamos con la gente y cantábamos. De golpe las luces del estadio se apagaron, todos gritamos orgásmicamente porque sabíamos que ya, ya mismo salían. Seguíamos gritando y aplaudiendo cuando un acorde distorsionado salió disparado hacia nosotros y nos puso a saltar de una. En las pantallas se proyectaba una increíble animación en la que Angus Young intentaba detener una locomotora: todos estallamos en gritos. En eso, cuando “Rock train” estaba a full, a lo lejos vimos a Claudia besándose apasionadamente con alguien y disfrutando de la música. Costas y yo nos miramos sin hablarnos, como si ambos deseáramos que ese fuera el amor que tanto buscaba. Y lo estaba disfrutando en el marco perfecto. Si para muchos y muchas —espero que nadie se ofenda— un momento idílico puede estar enmarcado por un sol de primavera, florcitas, música de Alejandro Lerner, una tarjeta de diez pesos que en su interior dice ¿sabés que te amo? y un osito de peluche con cara de gil que sostiene un corazón —¡de vulgar rojo y vulgar raso!—, para Claudia, seguramente, ese era su momento romántico perfecto. Porque su Cupido usaba muñequeras con tachas, ropa negra, muchas cadenas, piercings y tatuajes. Y no usa arco y flecha: le apunta con el clavijero de una Gibson SG. AC/DC en River fue una verdadera fiesta. Incluso fuimos también en la tercera fecha. Pudimos ver a la banda de heavy metal clásico más importante en vivo. En ambos recitales la guitarra de Angus sonó increíble. Pasamos años esperando estar frente a la potencia de esa guitarra. Todo el show, todo su esplendor fue la cumbre del fetiche adolescente. Aclaro que en mi casa hay tres muñecos de Angus Young y, aunque no sé tocar la guitarra, algún día me voy a comprar una SG con su equipo correspondiente y haré ruido, porque creo que siempre es necesario hacer algo de ruido. Con mi amigo Costas compartimos eso y aquella manera de ver la música, el folklore del metal, la no- solemnidad en el rock y hasta el humor con metal. Meses después, Rush vendría a la Argentina para decirnos que la adolescencia había terminado.
Conclusión Claudia y las mujeres como ella, con algo de eso considerado “masculino” en sus preferencias, deben—creo yo— no hacer caso al prejuicio alrededor de qué tipo de cosas tienen que gustarles. El amor está lleno de prejuicios. O mejor dicho, mucha gente tiene un montón de prejuicios sobre el amor. 71
Hubo momentos en los que amé a mi novia de Racing, lo juro, porque suma mucho una personalidad que no contempla juicios ajenos y va hacia adelante. También debo confesar que tengo una cierta debilidad por la gente que se focaliza y especializa en un tema. Esa obsesión por el estudio me puede. Quizá ese respeto y esa admiración que sentí —y siento— por Claudia, y por personas como ella, provenga de ahí. Me saco el sombrero ante aquellos que se involucran de lleno en lo que les gusta, en lo que aman. Por eso siento empatía con Claudia, La GordaHeavy. Te deseo suerte, Claudia, donde sea que la estés rockeando en este momento. Oficioso top ten de canciones de metal que me pueden 1. “Back in black”, de AC/DC. 2. “Can I play with madness”, de Iron Maiden. 3. “The unforgiven”, de Metallica. 4. “Sure know something”, de Kiss. 5. “Highway to hell”, de AC/DC. 6. “Tribute”, de Tenacious D. 7. “Epic”, de Faith No More. 8. “Dr. Feelgood”, de M.tley Crüe. 9. “Panama” de Van Halen. 10. “Sad but true”, de Metallica. This is Spinal Tap (Rob Reiner, 1984) “Hay una línea delgada entre viajar y conver tirse en un monstr uo.”
capítulo 10 Los juegos del amor 72
(tenerlos a mano) “Jugar es cosa de adultos” Muchísimas veces pasa que no arranca. Parece que sí, pero no. Diálogos que se hacen eternos, noches en las que tenemos la bebida y el clima indicados, pero no. No hay caso, falta algo que acelere las cosas para lograr que el amor se vuelva carne. Quiero contarles cinco historias que llevaron a la creación de cinco (5) juegos que pueden ser útiles para acelerar los tiempos y acortar caminos. En definitiva, alcanzar ese último puente que deja atrás la ruta del trabajo y nos conduce directamente a la rotonda que ingresa en la ciudad del sexo.
1. Carmen y el delivery secreto sorpresa El invierno pasado, habíamos planificado con unos amigos —y amigos de amigos— una serie de cenas semanales para juntarnos a comer en nuestras casas (un día en la casa de uno, otro día en la casa de otro y así) y muchos de esos amigos eran (son) músicos: cantábamos temas de Los Utopians, de Los Campos Magnéticos y de Mataplantas. Se discutían cuestiones como qué discos eran mejores, y las noches transcurrían plácidamente, sin mayores sobresaltos. Semana tras semana, la rutina era la misma: se designaba dónde se iba a hacer la reunión, el día y horario del encuentro, y por Facebook se armaba la cadena correspondiente. Aquella semana, la que nos interesa aquí, yo había sido el encargado de mandar los mails y mis amigos me dijeron que agregara a Carmen. —No sé quién es Carmen —aclaré. —Carmen —insistieron ellos— es la amiga de X que anda siempre con Y, ¿no la ubicás? —Mmm, la verdad, no. —La vas a reconocer apenas la veas —me advirtieron—, te la cruzaste mil veces. Así que agregué a Carmen a la lista de mails y a Facebook: la foto de su perfil era de esas en las que no se ve la cara de la persona, sólo se veía un vestido floreado. Okay. 73
Llegó el día de la cena: llovía torrencialmente, y aunque no recuerdo bien si era viernes o sábado, lo importante es que arrancamos temprano y todos estábamos muy contentos porque Rubin había decidido volver a comer cebolla (luego de años de tenerle fobia). En un momento, sonó el portero. Carmen. Alguien bajó a abrirle. Tenía muchas expectativas en conocerla y ver qué había adentro del vestido floreado. Finalmente, entró: ella era —es— preciosa. Tenía un aire a Jackie Kennedy, una elegancia innata que relucía junto a su pelo lacio, ojos grandes, una inconfundible mirada pícara y la habilidad de levantar una sola ceja. En pocas y elocuentes palabras, Carmen era un bombón. Pero no era la primera vez que veía a alguien así, y si bien me puse contento con su presencia, tampoco es que me estaba muriendo. Unas horas después, tras haberse declarado el final del encuentro, cuando ya se habían pedido los autos que llevarían a cada uno a su casa, Carmen agarró una de las guitarras de Rubin y ahí nomás entonó “Jessica”, de Adam Green. Fue un tiro en medio del corazón. Hay millones de canciones en el mundo, de todas las músicas posibles. Pero este ser elegante, simpático, con excelente pronunciación del inglés, sabía tocar e interpretar esa canción. Sepan entender que no estoy acostumbrado a tamaña sorpresa, a que de repente la vida se asemeje tanto a una película. Por eso les doy un minuto para acercarse a Internet y buscar en Grooveshark, YouTube o donde puedan “Jessica” y después vuelvan a seguir leyendo esto con ese tema de fondo para entender mejor lo que sentí en ese momento. ¿Listo? Sigamos. Pues bien, no hubo tiempo para mucho más: la canción terminó, los taxis llegaron y cada uno regresó a su casa. Fin. A la semana siguiente, tocaba Michael Mike en La Castorera y, como es una banda amiga, me invitaron al concierto. Fui tranquilo y con la alegría que tiene un concierto en mitad de la semana. Saludé a algunos amigos, me compré una cerveza y me ubiqué a un costado pero cerca del escenario, muy cómodo y relajado. Y así, de repente, Carmen ingresó al lugar. Y así, de repente, se me cortó la respiración. Pero la suerte me duró poco: justo esa noche, Carmen se había rejuntado con un ex. Verla de lejos disparó en mí toda una serie de pensamientos, pero era claro que nada se podía hacer. Por eso, en un antiguo blog —y de modo cobarde y anónimo— le dediqué un post que, más o menos, decía así: ¡Está todo al revés, camaradas! Si les dijera que 74
llevo 48 horas de sensaciones íntimas que no he compartido con nadie, pero nadie (gracias al cielo existe este espacio abierto 24 horas), no me creerían. Hoy, en la siesta pre- fútbol y después en la calle escuchando música, me asaltaron imágenes: me vi en lugares, soñé charlas y, ¡zas!, tuve una revelación en la que entendí que nada es como creemos y que a las coincidencias hay que ayudarlas, y que ese sentimiento tan real y de confianza parece escaparse como agua entre los dedos. Sin duda, se notaba en mi tono el descontento y la frustración de aquella noche. Así fueron pasando los días, hasta que en un momento tomé coraje y la llamé (gracias a la cadena de mails para las cenas, el teléfono fue fácil de conseguir). “Hola”, le dije, y casi sin darle tiempo para pensar, le conté todo lo que me había impresionado viéndola solamente de lejos. Ella me respondió que había sentido algo similar y que si bien no estaba segura de nuestro destino en términos amorosos, seguramente íbamos a entendernos casi sin dificultades y de modo instantáneo. Todo esto era solo en el plano teórico, y ahí fue cuando un juego vino a mi mente: —Te propongo algo —le dije—. Es un juego para ver si nos conocemos: vos me das tu dirección, yo te doy la mía, y hoy cada uno le elige la comida al otro. Aunque no sepamos mucho del otro, tenemos que ponernos en el lugar e imaginar qué le gustaría comer a la otra persona. Eso va a demostrar si somos compatibles o no. Carmen no solo era una capa por lo linda, por sus talentos musicales y por su elegancia: además de todo eso (que, convengamos, no es poco), entendía lo que le estaba planteando. Rápidamente se sumó al juego y esa misma noche cada uno salió por su barrio a comprar y enviarle la comida a la casa del otro. Menú de Carmen. Me mandó una comida peruana riquísima: papas a la huancaína, pollo, ensalada y cerveza. Mi menú. Le mandé comida argentina hecha en horno de barro, carbonada, unas empanadas y vino.
Conclusión 75
Después de enviarnos y recibir nuestras respectivas cenas, y tras degustarlas, nos llamamos por teléfono. Ambos estábamos muy felices. El día de mañana, si por obra del azar nos cruzamos, sabremos que pudimos superar lo extraño de la situación y que jugamos al delivery secreto sorpresa, un humilde test de empatía gastronómica. Carmen era casi perfecta, solo le faltaba ser la sobrina del guionista de Carlito’s way.
2. Audrey y la correspondencia eter na En algún rincón de esta ciudad, ahora mismo está Audrey riéndose de todo esto. Ella trabaja en el negocio de los libros, para ser más precisos, en una editorial. Cuando la conocí, era una mujer a la que era muy difícil hacer reír. Audrey desafiaba la estructura básica de casi cualquier chiste: para ella, el humor es en dos actos y es igual de importante la construcción de la comedia como el tono (aunque yo, que vivo y como de mi entonación, creo que el tono es lo más importante). Audrey era adicta a mis diferentes clases de tonos y podríamos haber tenido una relación telefónica de marido/mujer de por vida. A ella le gustaba mucho mi voz, su gato, el jazz, los zombies y, como es una persona culta, Copi. Será mejor que comencemos con la anécdota: yo trabajaba en una empresa que se dedicaba a la traducción de guiones y devolución creativa de los mismos. Necesitábamos a alguien que nos diera una mano con eso, pero alguien que de verdad hubiera leído mucho y tuviese alma de guionista. Alguien dijo el nombre de Audrey y me dieron su celular para que la llevara a comer y viera si estaba interesada. Esa misma noche, la llamé: —Hola, ¿Audrey? Soy Sebastián de Caro —y del otro lado estalló una risa. Era la primera vez que mi tono daba en el blanco. Le comenté que había una posibilidad de trabajo para ella y que, si le interesaba, la invitaba a comer para contarle bien en qué consistía la tarea. Dos días después, pasé a buscar a Audrey por su trabajo y en su auto sonaba “Sweet charity”: ella cantaba encima del tema y tenía una manera única de estar nerviosa, ya que podía estar nerviosa y tranquila al mismo tiempo. Todos los restaurantes parecían estar cerrados y recuerdo que no era ni jueves ni viernes, creo que esto sucedió un 76
martes o miércoles. Terminamos en el glorioso barrio de Villa Crespo, comiendo en la esquina de Drago y Julián Álvarez. Audrey no terminó su plato pero yo sí el mío: hablamos de un millón de cosas y casi al final de la noche le conté del trabajo. Ella aceptó (quizá por obra del destino) seríamos compañeros durante varios meses. Aunque nunca nos cruzamos en la oficina cara a cara, sí nos enviamos varios mails, que resultaron ingeniosos y llenos de humor. No faltaron los llamados telefónicos, que solían terminar con opiniones sobre el peor programa de la televisión que encontrábamos (una de las marcas más fuertes de nuestro tan extraño vínculo). Finalmente, un día tomé coraje y la invité a salir. Miento: antes hubo un llamado clave en el que le pregunté a qué amiga suya me presentaría, y ella me dijo X. —Y vos, ¿a qué amigo tuyo me presentarías? — preguntó ella. —Y. ¿la verdad? ¡Te presentaría a mí mismo! Ella me respondió que eso no valía “¡porque nosotros no estábamos incluidos!”. Ambos nos reímos y después de unos días la llamé directamente para invitarla a salir. Fuimos a bares (su hábitat natural) y bebió whisky Old Fashioned y White Russian. A lo largo de la noche, un consejo gracioso que me había dado mi amigo R. —que insistía con que la besara— volvía una y otra vez a mi mente:
“Besad or be sad” Luego de las bebidas, la invité a mi casa y, sin responderme, manejó hasta allá. Entramos, escuchamos música y me pidió prestado el disco Villa, de Javier Malosetti. Yo disfrutaba de preguntarle cosas como: —Si aparezco en skate y te paso a buscar, ¿qué pasa? Nos reímos mucho, mi tono era muy efectivo y la noche pasaba. Todo era perfecto, pero hay un punto en el que se besa o se amanece. “Besad or be sad”, decía R., y en ese momento se me ocurrió una idea brillante para un juego. —Te diría muchas cosas ahora mismo, Audrey, pero es tarde y nos estamos riendo demasiado. Tengo una idea mejor. 77
Como se mostró interesada, agarré dos sobres de carta, de esos blancos, unas hojas, lapiceras y le expliqué: —Tenemos que escribir lo más sincero que nos diríamos en este momento al otro, pero lo más fuerte y sin restricciones ni cuidados. Las cartas no se pueden abrir hasta después de un tiempo. Se enganchó de una. Los dos escribimos, cerramos los sobres y los intercambiamos. La condición era la siguiente (atención porque es medio trabalengüístico): si no nos decíamos lo que realmente queríamos decirnos en las próximas citas, los sobres se abrirían en diciembre (vale aclarar que la historia sucedió en invierno). Durante varios meses, entonces, ese sobre estuvo cerrado ante mis ojos como un secreto vivo de aquella noche. Con Audrey la cosa no avanzó: ella buscaba otra cosa, se fue del país y hasta el día de hoy jura que nunca abrió su sobre. Una vez escribió en un blog que lo guarda cerrado como símbolo de algo pendiente: Gracias por hacer que mi vida se parezca un poco a una comedia romántica. A mí me quedó la idea de que a veces hay sobres (y cartas) hechos para permanecer por siempre cerrados.
3. Abejita y el chat analógico El glamour de las azafatas siempre me fascinó. Las características de su trabajo y estilo de vida me parecen irresistibles: día a día desafían el miedo a volar y hacen más placentero el viaje de los otros. Además, siempre las eligen por hermosas y simpáticas. Y son de las pocas mujeres que conocen casi todo el mundo. Abejita no solo era un claro ejemplo de todo lo anterior, sino que además había aceptado ir al cine conmigo. La había conocido por gente en común y no tenía cara de azafata. Tenía cara de alguien que no pertenecía a esa fiesta. Me acerqué y, de un modo un poco tosco, intenté un diálogo con ella. Afortunadamente, ella me la hizo muy fácil y, con apenas un intercambio de mails y teléfonos, ya habíamos quedado en ir al cine esa semana. La película elegida fue Sweeney Todd, de Tim Burton, y si bien no fue la mejor opción para una primera cita, era lo más interesante que había en cartel. Cuando salimos del cine, sugerí tomar un café en mi casa. Aceptó 78
la invitación de muy buen modo y cuando llegamos me dispuse, por un lado, a comenzar a preparar la bebida caliente, y por el otro, elegir un vinilo para escuchar. Me decidí por If you’re feeling sinister, de Belle and Sebastian, un dating record total. La charla era muy fluida y no hubo silencios incómodos ni baches en la conversación. Las horas pasaron y, por la disposición en la que nos encontrábamos, era muy difícil dar la estocada final. Abejita estaba muy lejos de mí. Seguimos hablando de su trabajo en los aviones, de los destinos exóticos, de nuestras familias. Cada tanto, yo miraba el reloj y veía cómo el tiempo pasaba rápidamente. Entrábamos en la zona del “Si no se besó hasta ahora, no se besa más”. Sin pensarlo tiré mi comodín de situación desesperada, mi carta de salvataje emocional y mi anti-estancador situacional: —¿Querés jugar a algo? Ella me miró desconcertada, como si la pregunta significara ir muy lejos y retroceder al mismo tiempo. —¿Cómo? ¿Jugar a qué? Respiré hondo y, sin titubear ni un segundo, con absoluta seguridad le dije: —Al chat analógico. El chat analógico Participantes: dos o más. Elementos: hojas en blanco (preferentemente, de tamaño A4) y algo para escribir. Mecanismo del juego: los participantes se ubican en ambientes separados. Deben intercambiarse mensajes escritos por debajo de la puerta que los separa. No pueden hablar. El objetivo es decir lo que no se puede decir del modo más original y sexy posible. La pregunta que se responde una vez finalizado el juego es: ¿con
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qué nos encontraremos del otro lado de la puerta?
Conclusión Abejita se interesó rápidamente por el juego y si bien era una idea de un juego que a priori no tenía mucho futuro, terminó dando mucho resultado esa noche. Bueno, esa noche y un par más.. Para concluir, recomiendo mucho este juego.
4. Liliana, Silvia, Héctor, Osvaldo y el mundo paralelo de la orgía freudiana Aquella noche en Villa Crespo, parecía que nadie quería estar en la calle: casi con seguridad, una de las noches más frías que el barrio había vivido. Incluso las zonas habitualmente más concurridas estaban desiertas. Y ahí estaba yo, presenciando la soledad absoluta mientras caminaba por Julián Álvarez en dirección a la avenida Córdoba. Tenía que pasar a buscar a un amigo (como pidió que su identidad permaneciera oculta, lo llamaremos el señor Gris). Cuando llegué a casa del señor Gris, toqué el timbre. Al bajar, nuestras caras se encontraron y lo decían todo: era la noche más triste del año. Ambos estábamos golpeados por historias del pasado que habían llegado a su fin y teníamos esa sensación de que El Amor, como lo habíamos idealizado, no existía. Sentíamos que estábamos destinados a vivir sin transitar las alegrías del romance concretado. Con ese ánimo compartido, el señor Gris y yo partimos hacia una fiesta en la calle Velasco, pero estábamos tan tristes que ni siquiera pudimos entrar. Nos quedamos en la puerta, fumando, comentando nuestra mala fortuna y esperando sin saber bien qué. Todo transcurría normalmente, el frío acechaba y la puerta no estaba muy concurrida. De vez en cuando, salía algún que otro invitado o alguna pareja medio ebria. Fue entonces cuando aparecieron Luna y Carola, dos “amigas” nuestras que llegaron al lugar como de casualidad a las tres de la mañana. Nos saludamos y se quedaron junto a nosotros: la charla estaba estancada y hacía mucho frío, pero yo lo miré al señor Gris y le dije: —¿Sabés lo que salvaría esta noche? Una orgía.
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Me miró sin entenderme. O entendiéndome y horrorizándose. Entonces le dije que lleváramos a esas dos a la casa de él (que estaba cerca) y ahí les explicaría las reglas a todos. Nuestras únicas armas eran la hora, el estado de ebriedad de las mujeres y el haber visto hacía poco el capítulo de Seinfeld titulado “The Pitch”, de la cuarta temporada, el número tres, para ser más precisos. Entramos a la casa del señor Gris, nos pusimos a escuchar una canción de Donald (todo momento tiene su música) y el disco de poesías de Silvio Soldán. Mientras servíamos unos Tom Collins, encaramos el juego de Liliana, Silvia, Héctor y Osvaldo y el mundo paralelo de la orgía freudiana. Participantes: 4 (puede jugarse de a 6, pero puede tornarse engorroso). Elementos: una casa con dos ambientes o más. Alcohol (no el medicinal, el otro). Reglas: este juego está pensado para gente valiente y con alta capacidad de disociación. En primer lugar, se eligen nombres falsos de generaciones pasadas (evitando por razones de posible daño psicológico nombres de padres de alguno de los presentes, como ser Rubén, Marta, Daniel, Carlos, Julia, Mirta, Elena, Francisco, etc.). Los hombres van a la cocina, donde esperan que cada mujer se disponga en un cuarto diferente. Luego, ellos se dirigen azarosamente a cada habitación y, una vez allí, cada pareja puede hacer lo que quiera durante 15 minutos. Luego de ese tiempo, uno de ellos debe gritar “Cambio” y proceder al cambio de habitación. Atención: los que rotan de habitación son los hombres y está absolutamente prohibido intercambiar información cuando se cruzan. Una vez finalizada la segunda tanda de 15 minutos, todos (con sus nombres falsos) deben juntarse en el living a beber, compartir apreciaciones y analizar si se va a pasar o no a la siguiente etapa, la orgía.
Conclusión Lo que sucedió en lo del señor Gris fue que nos topamos con mujeres que llegaron casi hasta las instancias finales del juego, pero con cuartos muy desbalanceados: en la habitación 1 (la que me toco a 81
mí primero) se la pasaba bien, pero con un toque de histeria bancaria. En el otro cuarto, en cambio, directamente todo era una mierda. A pesar de los posibles riesgos, les recomiendo a los más arriesgados este juego para testear la capacidad humorística de algunos dúos de mujeres.
5. El Guaso La madrugada en la que mi hermano volvió de bailar y puso de fondo el vivo de Gran Hermano 24 hs., no imaginó que lo que esa noche vería le serviría de inspiración para crear un juego maravilloso. Lo que vio fue al cordobés Juan Expósito narrándole algo incomprensible a Diego Leonardo. La frase fue:
“Y entonces el guaso se levanta a la mina en el subte” Leonardo lo mira desconcertado a Expósito porque no entiende a qué mina se refiere, a dónde iba ese tren y, sobre todo, quién era “el guaso”. El relato continuó y se sumaron como dato las siguientes frases:
“El guaso actuó en La máscara” y “El guaso es gracioso” Mi hermano, testigo de todo esto, dijo para sus adentros: “El guaso evidentemente es Jim Carrey y un tren. Mmm. ¡Ya está! Le está contando Eterno resplandor de una mente sin recuerdos”. Y así empezó todo: a partir de esa experiencia, en una fiesta, con R. diseñamos este “Dígalo con mímica del siglo XXI”. Es muy simple de jugar: se toma cualquier película y se la comprime en una sola oración en la que el sujeto sea siempre “El Guaso”. Sería así: Top ten de guaseadas más populares • El Guaso hace una lista y salva judíos (La lista de Schindler). • El Guaso era un guaso (El juego de las lágrimas). • El Guaso había vuelto de Vietnam y manejaba un taxi (Taxi driver). • El Guaso era un tarado (Forrest Gump). 82
• El Guaso era un programa de televisión (The Truman Show). • El Guaso venía de otro planeta y tenía un dedo mágico (E.T.). Como verán, El Guaso no es un juego estrictamente pensado para la conquista ni como acelerador de citas. Pero es un juego muy sencillo, muy divertido, que apela al ingenio y al humor. Sólo es cuestión de llevarlo para el terreno que nos interesa y dejar que sea una herramienta para avanzar hacia otras cuestiones. El color del dinero (The color of money, Martin Scorsese) “Para algunos tipos, la suerte es un arte.”
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CAPÍTULO 11 La Señorita Corazón o el amor en un segundo “Enamorarnos en minutos nos hace correr el riesgo de desenamorarnos en segundos.” ¿Te enamorás en un minuto o en un año? La pregunta suena vacía, pero en realidad esconde una dicotomía que divide a la gente en, a saber: a) aquellos que necesitan conocer a las personas por fuera de sí mismas —revisarlas y descubrirlas en diferentes actividades, verlas a lo lejos relacionándose con terceros y sumar datos que generen un cúmulo de pasión que explota y confirmar que sí, que están realmente enamorados—; y b) aquellos que no se guían de un modo. llamémoslo racional. Este segundo grupo de personas no piensa en el amor a largo plazo ni tampoco realiza una observación detallada del otro: lo que sucede es un flash, un truco de magia que ocurre en apenas un minuto. En alguna época, si me preguntaban en qué grupo me encontraba, yo solía contestar: “Ni en uno ni en otro. Puedo enamorarme a lo largo de un año o en un minuto”. Si bien mi respuesta era sincera, estaba pasando por alto una típica situación que había vivido. Más de una vez. Esta situación que ahora evoco es más bien un escenario, un escenario crítico para las almas solitarias, y que a más de uno le habrá tocado presenciar: las fiestas de casamiento. Podría escribir muchísimo sobre lo que pasa cuando uno va acompañado a una fiesta de casamiento, pero podría escribir aún más si señalamos algunos de los puntos que se suceden cuando uno va solo. Por empezar, el atuendo que solemos utilizar es elegante, ajeno a nuestra cotidianidad. Además, nos preparamos de un modo puntilloso y completo, perfumando más zonas de nuestro cuerpo que lo que habitualmente acostumbramos. El conjunto de esta “preparación” nos da un cierto aire de una aventura romántica en puerta, y automáticamente nos cubrimos de expectativas: al mirarnos en el 84
espejo del hall de nuestro edificio, esperamos con ansias un encuentro amoroso. En esos momentos, nuestra autoestima crece y nos sentimos llenos de confianza. Al llegar a la fiesta, nos encontramos con un salón lleno de desconocidos: más de la mitad de invitados son ajenos a nuestro mundillo. Todos somos nuevos en este tipo de celebraciones: mujeres elegantes y hombres arreglados con moño, saco, corbata y que, además, son solteros. En un contexto así fue que conocí a la Señorita Corazón, una mujer del sur, delgada, cabello largo, ojos marrones, distinguida y cheta pero con estilo. Cuando digo que era del sur me refiero a fueguina, no de Longchamps. También, muy culta. Pero todos estos detalles eran incógnitas para mí la noche en que la conocí. Ese hecho ocurrió junto a la mesa dulce. Enumero una serie de sucesos de la que solo narraré algunos: 21:00 hs. Llego solo a la boda de El Cinéfilo. 23:04 hs. Llueve torrencialmente. 00.07 hs. La recepción se suspende por lluvia y se pasa directo al baile. 01:15 hs. El Cinéfilo baila “Dirty dancing” con su flamante esposa como número para todos los invitados. 01:19 hs. Vals. 02:01 hs. Se sirve el plato principal. 02:45 hs. Más baile. 03:04 hs. Mesa dulce, donde conozco a la Señorita Corazón. 04:30 hs. Planeamos fugarnos de la fiesta. 07:26 hs. Fallo en la cama. Quiero pasar por alto aquellos elementos que son típicos en las bodas y que siempre suceden. Simplemente detallaré que el vals se bailó más tarde (en lugar de hacerlo al comienzo, como indiqué) y todo estaba decorado temáticamente alrededor del cine (así lo había soñado El Cinéfilo). Ahora pasaré a relatar cómo se sucedieron los hechos ocurridos entre las 3:04 y las 7:26 de la mañana. Acá vamos. 03:04 hs. Ahí estaba yo, con mi corbata, mi traje y mis zapatos 85
adquiridos para la ocasión. Copa en mano me paseaba con rumbo aleatorio por el salón cuando la vi: parecía alguien que no encajaba en aquel contexto y algo de ella me atrajo de inmediato. Fue cuando hablaba con los demás: fingía estar prestando atención y parecía demostrar un interés y una dulzura únicos. Cualquier persona con un ojo entrenado podía darse cuenta de que ella tenía buen humor y que, además, podía reírse de todo lo que ocurría a su alrededor. Desde lejos, la Señorita Corazón parecía inteligente. Mientras la observaba (con cautela de no ser visto), una bandeja llena de souvenirs pasó delante de mí y un intenso aroma a lavanda completó el panorama de lo que estaba sucediendo, por lo cual, entre el perfume y la chica que estaba al otro lado del salón, me enamoré. Luego de ese instante, empezó a sonar “Torero”, de Chayanne, y ella, que no demostraba interés alguno en bailar esa pieza ni ninguna otra de ese estilo, se dirigió a la mesa dulce. Salí disparado en la misma dirección, me acerqué sin demostrar desesperación y le pregunté, mientras simulaba elegir algo para comer, mediante qué conocido había llegado a la boda (un clásico en estas situaciones). Así se inició una charla que continuó de lo más amena. La Señorita Corazón era muy rápida, le gustaba el humor negro, estaba bien vestida y perfumada. Me contó que era periodista, que era del sur (“¿Temperley, Longchamps, Banfield.?”, “No, del sur-sur, de Tierra del Fuego”), que recientemente se había peleado con un novio actor y que era fanática enferma de la banda El Otro Yo, al punto de tener memorabilia exclusiva de la banda, como púas, palillos de batería y dibujos. Mi interés por ella crecía segundo a segundo. 04:08 - 04:30 hs. Hablamos un rato largo y cuando el diálogo era interrumpido porque se acercaba un conocido y nos separábamos, casi instintivamente volvíamos a buscarnos con la mirada. Retomábamos la charla, hacíamos algún que otro chiste (principalmente, sobre atuendos, peinados y maquillaje, otro clásico de casamiento) y nos servíamos bebidas mutuamente: éramos como una pareja. Cada uno había llegado solo, por su cuenta, pero ahora estábamos juntos y todo lo hacíamos de a dos. La Señorita Corazón se hacía cada vez más irresistible: me contó de sus perros, de sus viajes e intereses, la tenía tan clara que no fingía saber de lo que no sabía. Era un poco más alta que yo y su delicadeza hizo que yo no aguantara más y arriesgara un
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—¿No sería mejor si en un rato nos fuéramos juntos? Quiero conocer los tesoros que tenés en tu casa, los lady treasures. No estuve muy ingenioso, es verdad, pero fue lo que me salió del alma. Realmente me interesaba conocer su casa. Además, como ya habíamos bebido bastante y era tarde, todo se presentaba como una aventura gigante. Saludamos a El Cinéfilo y a su mujer mientras una persona vestida de Darth Vader cortaba con un cuchillo-láser (fake, desde ya) un shawarma para los invitados. Al salir de la fiesta, nos subimos a un taxi y atravesamos la ciudad. 05:09 - 07.26 hs. Llegamos al hermoso barrio de Belgrano. La Señorita Corazón vivía en un edificio antiguo. Al subir, todo era como me lo esperaba: decorado con muebles ad-hoc, el departamento era inmenso y estaba ubicado en un piso muy alto, el 9 o el 12, no recuerdo bien. Me tiré en el sillón del living y mis ojos empezaron a recorrer paredes y bibliotecas. Observé un plato inusual que tenía un grabado. Al preguntarle por ese plato, me contó que era fanática de Dickens. De Charles Dickens. Tenía una colección con las obras completas del escritor inglés y me contó que ese plato aparecía en una escena de Nicholas Nickleby. La tomé de la mano, la senté a mi lado y empezamos a besarnos intensamente. Sobre su hombro, vi los libros de la saga completa de True Blood, todos en inglés. La luz era tenue, no era de día todavía, la noche seguía con nosotros. En el living, las ropas empezaron a caer, una a una, y nuestras manos demostraban todo el afecto que nos teníamos. Fue cuando, de repente, me di cuenta. ¿Nicholas Nickleby? ¿Fanática de Dickens? ¿Le gusta todo lo que hace El Otro Yo? En cuestión de segundos, mi potencia sexual, de estar en pleno estado de ebullición, pasó a evaporarse. Mi libido cayó muerta de un síncope y mi instinto de animal en celo me abandonó por completo. Un sexólogo diría que tuve disfunción eréctil, yo sólo atiné a separarla de mí. Ella me miró sin entender lo que sucedía. ¿Qué podía decirle yo? ¿Que era demasiado y que no podía tener con ella una noche increíble porque el plato de Dickens me había inhibido? Yo no era especialista en nada y, ciertamente, no había llegado tan lejos impulsado por ninguna de mis pasiones. No, no podía tener sexo con ella. Mi estado de borrachera se transformó en una amarga lucidez: pedí un taxi y me fui. Me había enamorado en un minuto y, abrumado, 87
me desencanté unas pocas horas más tarde, empujado a la amargura por un plato de Dickens.
Conclusión Por un lado, debo confesar que mi vínculo con la música y las emociones es fundamental: suelo usar música para pensar guiones y he llegado a combinar paseos con música en el iPod para buscar inspiración. Doy algunos ejemplos: a la hora de pensar en thrillers, camino por Caballito, pero cuando quiero reflexionar sobre ciencia ficción, ando por los bosques de Palermo escuchando Daft Punk o Justice. En cambio, cuando estoy pensando en una comedia romántica, escucho música latina, cumbia o rock retro de los 80, y busco lugares acordes a esa música. Sé que lo que escucho me lleva a lugares con una sensibilidad e imágenes internas muy vívidas y específicas. Pero volviendo a los casamientos y al amor en un segundo, debo decir que con frecuencia me ha pasado que la música que sonaba en los momentos clave eran melodías poco agradables para la escucha cotidiana, y en más de una ocasión he terminado con el vacío del enamoramiento en la panza al tiempo que Los Palmeras hacían de las suyas. Lo segundo que es necesario aclarar es que la colección de esa mujer hizo que yo fallara en mi performance sexual porque me intimidaron su conocimiento y su sabiduría. Aprovecho este espacio para pedir disculpas, ya que no he podido manejar todo lo que mis ojos vieron en aquel momento (quizá debí haberme preocupado más por su escote en lugar de su biblioteca). Me disculpo sinceramente, pero aquello fue demasiado. Diez ítems que vi y me desconcentraron de mi performance sexual 1. Un muñeco de E.T. 2. Una cantidad enorme de discos de música alternativa, elegidos con un gusto impecable. 3. Todas las temporadas de El show de los Muppets en inglés, zona 1. 4. Una figura de acción de un dinosaurio que rugía. Posta. 5. La colección Robin Hood completa. 6. El libro gigante de fotos del rodaje de El padrino. 88
7. Un póster de la película Machete. 8. Todos los libros de la saga True blood, en inglés. 9. Un cuadro pintado por María Fernanda Aldana, de El Otro Yo. 10. Una foto de la señorita en cuestión al lado de la tumba de Jim Morrison. Muchas personas, cuando escuchan esta anécdota, además de quedar impresionadas por mi problema de atención, suelen detenerse en el detalle de la boda de El Cinéfilo. (“¿Un Darth Vader que corta el shawarma?”; “¿Bailaron ‘Dirty dancing’?”). Probablemente, las bodas temáticas estén de moda y muchos habrán participado de algunas. A modo de sugerencia, y como apoyo a esta simpática idea que pretende dejar atrás los clásicos casamientos por default, dejo cinco propuestas de las que, con gusto, puedo llegar a participar como wedding planner. 5 bodas temáticas 5 • Boda Zombie. El vestuario es simple: harapos, ropa hecha pelota. Sí requiere algo de maquillaje, pero no justamente para resplandecer. Los novios pueden bailar “Thriller”, de Michael Jackson, y los padrinos pueden colaborar en la coreografía. • Green Wedding. Para personas vegetarianas y amigos de lo verde. Se celebra de día, en un espacio abierto, preferentemente alejado de la ciudad. Se pretende aburrida y no se debe intentar torcer ese destino. Tragos sin alcohol (lo que muchos conocen como “jugo”), appetizers de apio y queso crema. Plato principal: (falsa) carne de gluten (tiene un nombre pero no lo sé, y tampoco pienso averiguarlo) con puré de brócoli y brotes de soja. Los novios pueden entrar con la canción “Mañana campestre”, de Arco Iris. • Boda Geek. Las invitaciones se hacen por mail o vía Facebook. La ceremonia es presenciada por videoconferencia mientras alguien —un padrino, por ejemplo— va twitteando los pormenores. La fiesta se puede realizar en un salón, siempre que cuente con conexión wi-fi. 89
• Boda Botinera. No sé cómo hasta ahora no se ha expandido este tipo de boda en este país futbolero. El lugar: una cancha. Cuando los novios salen al campo de juego, mucho papel picado y sonido de cornetas y/o vuvuzuelas. Puede oficiar la ceremonia un sacerdote de la Iglesia Maradoniana. Después, un picadito. Menú: choripán debajo de la tribuna y vino Soy Cuyano en damajuana. • Boda Star Wars (la que quiero para mí): obviamente, el novio se viste como Han Solo, con chalequito y chomba con cuello Mao, y la novia usa rodetes estilo Leia (es un rodete tipo pan de leche vertical pegado a la oreja). Un falso Obi- Wan Kenobi puede ser el sacerdote, aunque habrá quienes prefieran a un Yoda. No puede faltar el Darth Vader corta shawarma que reclutó mi amigo El Cinéfilo (nota mental: pedirle el teléfono). Cuando Harry conoció a Sally (Rob Reiner, 1984) “Cuando conocés a alguien con quien querés pasar el resto de tu vida, querés que el resto de tu vida empiece cuanto antes.”
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CAPÍTULO 12 Karate Kid (chico-chica-rival) “A veces la vida tiene la lógica de las películas” En los 80, las películas tenían cierta inocencia y carecían del cinismo que muchas tienen en la actualidad. Las películas de antes son muy diferentes de lo que vemos hoy y, además, el ritual de ir al cine implicaba ya una aventura y una experiencia muy distintas. No había Internet para ver tráilers, eran pocas las revistas de cine que se publicaban y una película tardaba meses en llegar a video. Todo (o casi todo) lo que giraba alrededor de una película era un suceso importante para mí. Un afiche de vía pública, un recorte de diario, un panfleto, un programa de cine, merchandising, cualquier cosa. El Imperio contraataca, Cupido motorizado y todas las películas que tuvieran ninjas, un poco de karate, piñas, superhéroes, terror o naves espaciales eran mis preferidas. Hagamos un listado tentativo, azaroso y aleatorio, como para poner a prueba la memoria: E.T. Rambo Retroceder nunca, rendirse jamás La hora del espanto Mar tes 13 Pesadilla Corazón de león Robocop Ter minator Fuerza Delta Depredador Los intocables Poltergeist En busca del arca perdida La cosa Alien Mad Max Super man II El regreso del jedi Gremlins La mosca Ar ma mor tal 91
Los cazafantasmas Conan el bárbaro Comando Highlander, el último inmor tal El día de los muer tos Cocodrilo Dundee Top Gun Star man Juegos de guerra Duro de matar Volver al futuro Blade Runner Pero, claro, en toda vida hay momentos que superan cualquier idea doméstica que uno tenga de los sucesos mundanos, y para mí todo cambió cuando descubrí la ecuación del Karate Kid. Quiero aclarar que, en el barrio de Villa Crespo, mi hermano y yo practicábamos judo y habíamos avanzado mucho con los colores del cinturón: tuvimos algún que otro momento de gloria en un examen, pero nada tiene que ver con la fascinación generada por Karate Kid, esa gema, esa obra maestra que cuenta de manera tan clásica —y contundente— esa tremendo equívoco que debe ser reparado: la mujer que queremos está en manos equivocadas, hay que enfrentar nuestro destino y lograr que ella deje al rubio, que el universo se ordene y ese bombón (nuestra Elizabeth Shue) nos elija, finalmente, a nosotros. A ver Karate Kid me llevó mi abuela Paquita. Pobre abuela: con mi hermano la habíamos abrumado con Tron y tantas otras películas ochentosas. Sin embargo, esta iba a ser una experiencia diferente. Que levante la mano el que no vio Karate Kid. Lo dicho: todos la vieron. Ya todo el mundo conoce a Miyagi y sabe que pintando una medianera, o encerando y puliendo un auto, se puede dar luego una golpiza a un matón abusador. Pero hubo algo más allá de la acción que me conmovió: la historia de amor. La escena en la que Daniel San y la chica rubia son amenazados en la playa por la pandilla del rubio, algo clásico. Esa escena me mostró una dinámica de chico-chica-rival que, desde entonces, se repitió en mi vida por siempre. La chica es un ser delicado, inocente. Es bella en su sencillez, algo naïve, recontra buena. Es tierna, tiene ganas de dar amor. Pero está en brazos del hombre equivocado. Que además la trata muy mal. Y ella lo siente. Pero no lo deja. Ya veremos por qué. El chico, por su parte, es un ser noble, un candidato a héroe dispuesto a todo por conseguir a su amada y alcanzar sus sueños, que suelen ser bastante utópicos. El rival es un malo, un verdadero malo que, abusando de su 92
superioridad de condiciones (en general, físicas y económicas) ha robado a la chica de los brazos del chico, o al menos la mantiene lejos y hasta cautiva. Nada más clásico, nada más contundente que ese mítico diálogo de tres integrantes: chico-chica-rival. Una mañana, en los comienzos del año 1999, abrí el diario y leí una nota acerca de una peli de terror que se estaba terminando de rodar, Habitaciones para turistas. Había un par de fotos y una entrevista con su director, el platense Adrián García Bogliano. En aquel momento yo trabajaba en Radio Mitre. Comentaba cine y tenía la secreta ambición de que la movida cinematográfica en soportes alternativos (Hi 8, Super VHS, etc.), y por fuera de los institutos, se volviera mucho más grande cuantos más realizadores se volcaran a esos caminos de producción. Esta gente de la ciudad de La Plata parecía ir por ese camino, y así fue que me contacté con Hernán Moyano (Moya), productor de esa película, y decidimos juntarnos en la ciudad de las diagonales un domingo gris. Tomé el micro y lleno de ansiedad viajé a una de las ciudades más lindas del país. Cuando llegué, Moya me estaba esperando en la terminal, porque la reunión iba a ser en su casa. Nos abrazamos como dos que se saben soldados del mismo ejército y, ahí nomás, emprendimos el camino al secreto rendez vous. En lo de Moya nos esperaba Adrián, director de Habitaciones para turistas. Llegamos. Eran las once de la mañana. A partir de entonces, se sucedió la charla sobre cine más larga que tuve en mi vida. Sin movernos (sólo para ir al baño, muy de vez en cuando) y sin comer ni beber mucho, charlamos desde las once de la mañana hasta las once de la noche sin parar. Como me es imposible reproducir esa charla (que bien podría ser un libro entero), dejo este temario y después sigo adelante. Temario o ayuda memoria de la charla de aquel día gris en La Plata con Adrián y Moya • Making de una peli de terror como Habitaciones para turistas cuando tenés sólo 17 años (Adrián nació en 1980). • Influencias de Deliverance, la peli de John Boorman. • Años 70. • La actriz Marilyn Chambers. • Lo subvalorado que está Joel Schumacher como 93
director de cine. • Hip-hop. • La película Experiment in terror, de Blake Edwards. • El director Richard Stanley, y particularmente su peli Dust devil. • Rob Zombie. • Los misterios de La Plata. • Quentin Tarantino y el supuesto guión de Scream. • El escalofriante documental Marjoe. • Pósters, ediciones en DVD y bandas de sonido. • Las leyendas acerca de Adrián como director (decían que decía “Acción” con un crucifijo en la mano y que editaba usando una lupa de detective para ver el monitor). • Dario Argento. También vimos imágenes de Habitaciones para turistas (en aquel momento, a modo de adelanto). Y ahí estaba ella. Ruth. Una de las actrices de la peli. Un ser gracioso, con personalidad y mucho encanto también. Yo estaba soltero. ¿Por qué no una cita?, pensé. ¿Por qué no conocer a alguien de otra ciudad?, me entusiasmé. Con la poca fuerza que me quedaba después del maratón cinematográfico-oral en el living de Moya (podría sonar raro esto, como si nos hubiéramos filmado durante horas haciendo ciertas prácticas, pero créanme: semánticamente es lo más acertado), le pedí al dueño de casa el contacto para ubicar a Ruth. A la semana siguiente, o algo así como unos cuatro días después, inicié la “Operación contactar a Ruth”. La verdad es que sabía muy poco de ella. Apenas que le gustaba el terror y The Strokes, o sea, casi nada, o nada muy definitivo como para analizar un perfil y obrar en consecuencia. Llamé, me presenté. Tardé aproximadamente cinco minutos de charla en sacarle la primera sonrisa. Eso no era bueno. Pero en fin, era algo. Justo se estaba por estrenar la nueva versión de La masacre de Texas, así que la invité a verla. Reconozco que no aceptó de muy buen modo, pero al menos era algo y la cita estaba encaminada. Yo por mi parte quería tener un as bajo la manga o algo así. Pensé y pensé y lo único que se me ocurrió fue lo siguiente: aprovechando que mi trabajo de ese momento consistía en comentar películas, fui a la distribuidora 94
de la peli en cuestión y les pedí que en el diario de la madrugada del sábado (o sea, cuando íbamos a estar saliendo del cine) pusieran en el aviso publicitario del film una frasecita mía:
“Ideal para una primera cita.” (Sebastián De Caro, Radio Mitre) No fue tan fácil. Tuve que rogar de rodillas, ofrecer coimas, dar algo de lástima e incluso ponerme algo pesado. Así fue que me dijeron que sí, que lo harían. Llegó por fin el día de la cita. A las diez de la noche me encontré con Ruht en la puerta del cine. Estaba medio fría, arreglada pero no mucho. Yo ya tenía las entradas, de modo que nos dirigimos a la sala sin conversar mucho. Empezó la peli y al minuto 25 ella gritó a la pantalla: ¡¿ DÓNDE ESTÁ MI FUCKING TRAVELLING COMPENSANDO ?! Detenerme a explicar qué quiso decir sería aburrido. Sólo diré que era un pedido demasiado técnico y entusiasta para que una chica lo grite a una pantalla. Algo así como que una mujer en la cancha grite: ¡PERO CON UN 4-4-2NO VAMOS A NINGÚNN LADO ! ¡QUE SE PROYECTEN MÁS LOS LATERALES ,QUE SI NO,NO HACEMOS NADA ! La peli llegó a su fin (por suerte, ya que era malísima). Mientras dejábamos el complejo de cines, yo sólo tenía en mente una cosa: poder hacer tiempo para comprar el diario y así concretar mi maniobra de comedia romántica. Caminamos por la calle Santa Fe y, debo reconocer, el diálogo se volvió más fluido. Eso me puso contento y sentí que había ganado unos puntos. Y más me entusiasmaba con comprar el diario. Hasta que de repente, en un segundo, el rostro de Ruth, mientras miraba hacia adelante, cambió abruptamente de expresión, su cara era de absoluto horror, había visto algo que la había dejado perpleja, aterrorizada. MI EX —dijo. 95
Efectivamente, se trababa de un ex. Un hombre de una altura considerable, de porte rockero, alto, pelo largo, un galán, un Stroke suelto ahí, en la avenida Santa Fe, caminando hacia nosotros. Ella se adelantó y fue a su encuentro antes de que él nos cruzara. Detuve mi marcha y observé cómo ella le hablaba, mientras él alternaba miradas dirigidas hacia mí. Miradas. cómo describirlas. Con odio, eso, miradas cargadas de odio, bastante importantes, como para no menospreciarlas. No parecían fingidas ni actuadas, se las percibía reales, bien reales. No sé, tal vez creía que yo era alguien que no era, otro tipo, quizá alguno que le había comprometido su historia con Ruth. Mientras tanto , yo buscaba desde mi lugar —alejado por las miradas de odio, desde ya, y como estrategia prudente— un kiosco de diarios y revistas. Hasta que vi cómo él le tomaba el rostro y la besaba. La cita había terminado. Al menos para mí. Bah, en realidad, ojalá hubiera terminado ahí. Porque de golpe el Stroke la hizo a un lado, como si ella se interpusiera en su camino, aceleró su marcha hacia mí, y Ruth gritó ¡ L NO ES! Sin decir “agua va” me pegó —de sorpresa— una piña en el medio de la cara. Cuando me levanté del piso —sí, me tiró—, Ruth se había interpuesto entre los dos. Lo alejó de mí y ambos salieron corriendo y discutiendo.
Conclusión Jamás, jamás entendí bien qué fue lo que había pasado. Ella besó a otro, recibí un golpe en el rostro. Dos golpes. Combinación fatal. ¿Dónde estaba el señor Miyagi? ¿Dónde estaba la posición de la grulla para salvarme? Entendí, una vez más, que la vida no es como en las películas.
“El cine miente, amigos. Miente todo el tiempo. Miente veinticuatro veces por segundo.” (Brian De Palma)
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The last house on the left (2009, Dennis Iliadis) “Es sólo una película, es sólo una película” (frase promocional del film).
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BONUS TRACK Cada momento de nuestra vida podría ser representado por la escena de un film o por una película entera. ¿Quién no sintió que estaba viviendo algo digno de ser filmado alguna vez o, sentado en la butaca de la sala, pensó que no podía morirse sin antes vivir eso? El cine es siempre una de las mejores antesalas del romance (o de cualquiera de las fases del romance). Pero, ¿siempre acertaste con tu elección (de la peli, no de la chica)? ¿Siempre supiste qué ir a ver (o qué dvd tener en casa) de acuerdo a lo que quisieras lograr con ella esa noche? Atento. Aquí están las listas-revelación. Lo que tenés que llevar en tu cabeza sí o sí. (De nada. Lamento que nadie te las haya contado antes). 1 Para calentar el ambiente con posibilidad de sexo desenfrenado • Las edades de Lulú • Beyond the valley of the dolls • Black snake moan • El ente • Natural born killers 2 Para chapar de manera romántica • Ponyo • About last night • Casablanca • Armageddon • Friday 13th 3 Para que ellas entiendan que no da irse con el otro 98
• Karate kid • Godfellas • Adventureland • King kong • La sociedad de los poetas muertos 4 Para olvidar a una reciente ex • The hangover • Scott pillgrim • Zombieland • Boogie nights • Blade runner 5 Para pasar de ser amigos a tener contacto físico • Halloween • Empire strikes back • Let the right one in • Iron man • Gone with the wind 6 Para “fumar” y en el descontrol flashear y meter mano • El topo • Up in smoke • The rocky horror picture show • Speed racer • 2001 7 Para reforzar un costado profundo y no quedar solo como nerdo
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• Manhattan • Sin aliento • El inquilino • Rushmore • Harold and Maude 8 Para declarar amor al ter minar • Mary Poppins • Sleepless in Seattle • Sweet charity • Roman holiday • Funny people Ya que estamos en tema, agrego un par de top ten: situaciones que para mí poseen cierto romanticismo y otras, para evitar en cualquier cita. El orden es caprichoso, no preferencial. Top ten de situaciones románticas 1. Que en una primera salida me citen frases de algún capítulo de Seinfeld. 2. Que en una segunda o tercera salida recuerden mis gustos preferidos de helado. 3. Que me regalen un Cabsha. 4. Que me obsequien un mixtape (en CD, mp3 o lo que fuere) y que esas canciones me cuenten algo (lindo) de la persona regalante. 5. Muchas situaciones en las que no intervenga un oso de peluche con escudo de corazón o símil. Los peluches, además, deserotizan. 6. Que tengan que echarnos de un bar y/o restaurante porque tienen que cerrar y nos colgamos charlando. 7. Cualquier situación “Alcoyana-Alcoyana”. 8. Que compartamos, al menos una vez, alguna peli de la saga de Star Wars. 9. Que conozcan a Chuck Norris. Y se rían de su 100
corte de pelo. 10. Que entiendan el humor de A mighty wind. Top ten de situaciones deserotizantes 1. Los peluches obsequiados. Y más aún, con inscripciones del tipo “i love you”. Y peor todavía si están mal escritas: “i loves you”. 2. Las tangas que dicen “i’m a bitch” (y peor: “i’m a beach”) o cosas así. También las que tienen moños tipo de regalo. O plumas. 3. Un tatuaje en nalga que diga “rúben, soy tuya”. 4. Los corpiños push-up que parecen ortopédicos. 5. Un Pequeño Pony en la mesita de luz y un cepillo para peinarlo. 6. Que tengan que echarnos de un bar y/o restaurante porque no tenés plata para pagar. 7. Que te digan “rulo, soy tuya”. Y vos no sos El Rulo. Es más: tenés pelo lacio. 8. Invitar a una dama a una ducha compartida y que el agua caliente del termotanque se corte antes de la enjuagada. 9. Que te comparen con Chuck Norris. Por tu corte de pelo. 10. Que la cena te caiga mal y tengas que visitar asiduamente el baño, interrumpiendo el momento una y otra vez.
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Índice Portada Legales Capítulo 1 Capítulo 2 Capítulo 3 Capítulo 4 Capítulo 5 Capítulo 6 Capítulo 7 Capítulo 9 Capítulo 11 Capítulo 12 Bonus Track
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