en Data. Revista del Instituto de Estudios Andinos y Amazónicos, Amazónicos, nº 3, La Paz, 1992, pp. 23-35.
F er r an r alllleego go M ar galef f f G M Ferra Fe rran n G Gal Ga Margaleff Ma rgaleff Universidad Autónoma d e Barcelona
L os Orígenes Or í íg enes d e llla a Re volución N acio nal B oliviana d Re N B Los de evolución Nacional Naci onal Boliviana *** E r ienio d el """Socialismo Sociialismo alismo M i l i t a r " ( 1 9 3 6 1 9 3 9 ) T d M ( Ell T Trienio del "Soc Militar" (1936-1939)
La gestión del reformismo militar tuvo la suficiente coherencia interna para poder definirse como una etapa cerrada. Nos hemos referido a dos experiencias, distinguiendo los mandatos de David Toro y Germán Busch, integrándolas en un solo proceso, con rasgos diferenciados de institucionalización, pero con identidad en lo sustancial. En efecto, se trataba del mismo proyecto, con programas muy semejantes y alianzas políticas similares, apoyado en idéntica base social y con carencias exactas para organizarla, enfrentado a la hostilidad de los medios conservadores y sintiendo igual aprensión por las corrientes radicales de izquierda. Aunque el ensayo posterior, especialmente el que se vincula al movimientismo , haya presentado las dos fases diferenciando las inclinaciones revolucionarias de Busch del mero oportunismo táctico de Toro, tal análisis se corresponde bastante mal con los hechos concretos del gobierno y con las mismas manifestaciones contemporáneas de los futuros dirigentes del país. Sin duda, las diferencias operan más en lo que afecta al prestigio popular de uno u otro mandatario, pero no es este factor el que nos interesa destacar aquí, especialmente cuando dicho prestigio obedece a motivos distintos a las realizaciones gubernamentales. El derrocamiento de Toro por Busch y la posterior oposición de aquél tampoco justifican una línea divisoria tajante, dados los factores personales que intervinieron en el golpe de julio y en la perseverante conspiración del presidente derrocado. Tampoco podemos trazar diferencias sustanciales aludiendo a las relaciones consecutivas con Aramayo y Patiño: sin haber negado que éstas existieron, lo importante es el trato que se daba a la gran minería en su globalidad, y en ello no hubo actitudes antagónicas. Ciertamente, los distintos grados de institucionalización a los que hacíamos *
El siguiente texto corresponde a las conclusiones de mi tesis doctoral: Bolivia: Génesis de una Revolución. Las experiencias de reformismo militar tras la Guerra del Chaco, 1936-1939; leída en la Universidad Autónoma de Barcelona en junio de 1990. La intención de este capítulo fue realizar una valoración global del período, cuyas afirmaciones se justificaban documentalmente documentalmente en el minucioso relato del texto previo. El lector interesado podrá hallar los elementos lactuales en los que se apoya la reflexión en mis dos libros: Los orígenes del reformismo militar en América Latina. La gestión de David Toro en Bolivia, Bolivia , Barcelona, P.P.U., 1991, y Ejército, nacionalismo y reformismo en América Latina. La gestión de Germán Busch en Bolivia , Barcelona, P.P.U., 1992.
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referencia tienen importancia, pues establecen el marco concreto y explícito de las alianzas políticas. Pero son el resultado de una maduración progresiva del mismo régimen, no una alteración de su naturaleza. Las decisiones a corto plazo, que en ocasiones pueden dar la impresión de marcar diferencias sustanciales, deben entenderse como respuestas a presiones de coyuntura, no como el cambio de la orientación política fundamental. Los rasgos básicos, inalterables, del proyecto que se inició con la revolución de mayo de 1936 se hicieron patentes en las primeras semanas de gobierno militar y recogían las propuestas realizadas por el nacionalismo reformista en la inmediata posguerra. El objetivo era la construcción de un Estado fuerte, encargado de la formación de la nacionalidad, labor postergada desde la constitución formal de Bolivia. El desastre del Chaco se presentaba como algo más que un simple episodio militar: en la literatura próxima a los gobiernos del trienio, se trataba de la expresión rotunda de la inexistencia de un Estado Nacional, un fracaso que había iniciado la concienciación de una empresa aplazada por los fundadores de la República. La falta de identidad entre Nación y Estado servía para restar legitimidad a las instituciones liberales, considerando que no eran representativas del conjunto de los bolivianos, sino un instrumento encargado de politizar los intereses de la oligarquía. De ahí que fuera habitual la referencia al super estado minero, señalando la sumisión de los poderes públicos a la intervención de la rosca. Esta denuncia de la manipulación del Estado por facciones sociales específicas no derivaba, al contrario de lo que proponía la izquierda socialista, en un análisis del Estado como obligado instrumento de clase: las referencias a una presunta identidad deseable entre la Nación y el Estado, utilizando ambos términos indistintamente o en combinación alternativa con el de pueblo, tendían a eludir esta cuestión para situar la imagen de lo político el] un nivel muy del agrado de las Fuerzas Armadas: las síntesis del interés general, situado por encima de los intereses concretos y aglutinador de cada uno de éstos. Es obvio que esta proyección no es ajena al concepto liberal de Estado, que hace de sus instituciones el ámbito de reconciliación de los conflictos sociales y la expresión de la soberanía popular. Los nacionalistas denunciaban precisamente las deficiencias que tenía en este campo el antiguo régimen, señalando las diferencias entre el discurso formalmente heredero de la revolución francesa que esgrimían los liberales bolivianos y la concreción aberrante que había tenido en la república andina. Sin embargo, las semejanzas con dicha tradición acababan ahí: si ésta acepta que el antagonismo social e ideológico pueda canalizarse a través de fuerzas políticas diferenciadas, el reformismo militar y sus ideólogos civiles mostraron un recelo permanente ante el pluripartidismo y la mecánica parlamentaria demoliberal. Tal actitud desembocó en las propuestas de democracia funcional , un discurso corporativo que nunca llegó a exponer abiertamente la supresión de los partidos, pero que procedía de una concepción de la política próxima a planteamientos antiliberales contemporáneos. Las condiciones concretas en que se desenvolvió la experiencia militar no permitieron un desarrollo de las fórmulas de representación, asistiéndose a la convivencia de la teorización corporativa con la aceptación, en la práctica, de los mecanismos tradicionales. Ha podido
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observarse, sin embargo, que ello obedecía a necesidades muy concretas del poder ejecutivo en cada coyuntura, circunstancia corroborada por la misma versatilidad gubernamental en este terreno. Si el reforzamiento del Estado era un objetivo indiscutible, la estructura institucional del mismo fue el aspecto menos elaborado o, por lo menos, aquél en que se rehuyó una aplicación coherente con las denuncias de los mecanismos de representación tradicionales. No es desdeñable que ello obedeciera, en última instancia, a la desconfianza militar frente a cualquier forma de representación social, que siempre, incluso en una democracia orgánica, se contemplaba como defensora de intereses concretos, en oposición a los intereses globales que representaba el ejército. En este sentido, cabe advertir una identificación entre Estado y Fuerzas Armadas que, en el sistema de ecuaciones propio del régimen, acaba por señalar la equivalencia del ejército y la nacionalidad. El deseo de permanencia en el poder se legitimaba así por la oposición a abdicar de las funciones dirigentes en favor de algún grupo social o político determinado, que nunca llegaría a situarse por encima de las necesidades de facción. Ello podría explicar los vaivenes del régimen en su formalización política, desde las propuestas de un Estado corporativo hasta la dictadura, pasando por la Asamblea Constituyente de 1938, así como la aparente desconexión entre la composición de los gobiernos y la base social a la que se apelaba. Y fue, desde luego, un campo de enfrentamiento larvado entre el nacionalismo civil y el poder militar. La vigorización estatal obedecía a la voluntad de romper el dominio ejercido sobre las instituciones por la oligarquía, pero también al papel que se otorgaba al Estado en la regulación de las relaciones sociales y en el desarrollo económico. Tan sólo una modernización del aparato administrativo sería capaz de asegurar la nacionalización del país, y ello en varios sentidos. En primer lugar, consiguiendo la integración de las capas sociales y raciales excluidas en el antiguo régimen: mientras en lo que afectaba a los sectores populares urbanos se aceptaba su actividad política, el problema básico de articulación de la nacionalidad, que era la incorporación del indígena, se planteaba en términos de educación con mucha más insistencia que los de reforma agraria. El mito de la "redención del indio" se filtraba a través de la incorporación a la cultura dominante, sin referirse a una movilización política del campesinado aymará o quechua. Otra función sería la ruptura del aislamiento geográfico de amplias zonas del país ante los riesgos de desmembramiento por agresión externa o por el surgimiento de tendencias federalistas. Considerando las pérdidas territoriales padecidas por Bolivia desde su independencia, esta incapacidad para controlar físicamente el territorio se convertía en la imagen concreta de la inexistencia de un Estado Nacional. El tercer aspecto era el referente a la responsabilidad social del Estado, entendida como la integración de los conflictos a través de una política paternalista y controladora de la actividad sindical. Más allá de las funciones propias de una administración con gastos sociales (sin excluir los esfuerzos en esta dirección), lo que se pretendía era la disciplina de los agentes económicos mediante una concepción orgánica o funcional de sus tareas en la actividad productiva, negando que de ello se derivaran posiciones antagónicas. En cuarto lugar, la nacionalización había de
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basarse en un fundamento material: la articulación del mercado interior, sustituyendo las importaciones y diversificando la producción. Tales tareas solamente podrían realizarse desde un Estado solvente: por ello, su reforzamiento no se planteaba sólo en términos de autoridad política, sino en la captación de recursos. La obsesión nacionalista por un Estado rico era una respuesta a la habitual indigencia de la administración boliviana, responsable de la sumisión de las instituciones a los designios de la oligarquía. A la espera del desarrollo global de la economía boliviana, la mayor parte de los recursos fiscales habían de proceder de las exportaciones mineras, lo cual proyecta la imagen de la política económica del gobierno, siempre agobiado por el volumen de la deuda pública y el déficit presupuestario, como un ajuste entre las necesidades del Estado y los intereses de la minería, difícilmente exento de tensiones. El proyecto reformista justificaba la acción del Estado por la ausencia de una verdadera burguesía nacional y por la necesidad de que, a corto plazo, algunas de sus funciones fueron asumidas por los poderes públicos. A la ausencia de esta clase, responsable del desarrollo económico de los países avanzados, se achacaba el atraso económico del país. En su lugar, Bolivia disponía de una oligarquía antinacional, cuyo enriquecimiento se había basado en la exportación de los metales preciosos y las materias primas generadas por el subsuelo boliviano. La articulación económica del país, incluyendo su diseño diario, se había construido para facilitar la exportación de estos productos desde el altiplano y la entrada de las manufacturas y los alimentos foráneos. Por consiguiente, la inexistencia de un Estado Nacional era, también en este sentido, el resultado de una opción concreta de la oligarquía, la elección de un camino de crecimiento económico que hacía de Bolivia un país semicolonial. Esta descripción, por simplificada que fuera, se ajustaba a la realidad en términos generales y, además, era de fácil captación por la opinión pública. La alternativa ofrecida por el proyecto reformista consistía en cargar al Estado el control de la actividad básica del país, la minería, mediante una legislación que captara la mayor cantidad de divisas obtenidas en la exportación, propiciando su inversión dentro del país. Se aseguraba el respeto a la propiedad de las grandes empresas mineras, reconociendo el papel dirigente que podían jugar en el desarrollo económico de la república, pero se les exigía la orientación de sus beneficios al fomento de la industria boliviana. De igual forma, se planteaba la necesidad del autoabastecimiento alimentario del país, estimulando la producción agropecuaria a través de la colonización oriental, de las inversiones en tecnología, la mejora en las comunicaciones y las sanciones a los latifundios improductivos. Se consideraba también un control estatal de los organismos de crédito, en especial los que afectaran a la producción minera y rural. No sólo se rehuía de una definición anticapitalista, sino que se planteaba abiertamente que el objetivo central era la atracción del capital extranjero y el fomento de un capitalismo nacional, distinguiendo entre el dominio condenable de la oligarquía y la gestión progresista de una burguesía productiva. La finalidad del proyecto era la incorporación del país a los países de capitalismo avanzado, rompiendo las relaciones de dependencia y la condición de semicolonia con que se definía la posición internacional de la república. Si bien algunas propuestas podían
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coincidir con la estrategia de revolución democrática que planteaba un cualificado sector de la izquierda, este proyecto de modernización se distinguía, ya antes de verificarse sus realizaciones concretas, por la negativa a alterar las relaciones de propiedad. Las consignas básicas de nacionalización minera y reparto de tierras, que centraban las líneas pragmáticas del discurso socialista, se ausentaban de la plataforma reformista militar, aun cuando pudieran presentarse como vías de desarrollo del capitalismo. Rasgo permanente, también en la gestión del trienio, fue la base política sobre la que deseaba llevarse a cabo este proyecto, la estrategia de alianzas adoptada por las Fuerzas Armadas. Y éste era un rasgo que volvía a separar la revolución democrática del proyecto de modernización nacional. La insistencia en el reforzamiento de los poderes públicos, a parte de las consideraciones antes mencionadas, se fundamentaba en la delegación en el Estado de las tareas de reforma, desdeñando la movilización de las mayorías, clases populares urbanas, campesinado, mineros, y eligiendo la alianza con una élite de administradores que, fuera cual fuera su procedencia política, estuviera dispuesta a proporcionar sus conocimientos técnicos para desarrollar el programa de la revolución de 1936. Aun cuando un sector del nacionalismo expresaría constantes protestas ante el reclutamiento de intelectuales de derecha para ocupar puestos prominentes en altos organismos públicos, la queja respondía mucho más a la marginación paralela de la clientela nacionalista que a un desacuerdo sustancial con la estrategia. El reformismo, tanto civil como militar, excluyó una convocatoria de la mayoría a causa del pacto de reciprocidad que ello hubiera desencadenado, obligando al régimen a depender del apoyo de estos grupos y, por tanto, a ofrecerles compensaciones que rebasarían los límites del programa modernizador como la reforma agraria, la expropiación minera o la democratización del aparato del Estado. Para la mal equipada élite reformista, la intervención del ejercito permitía prescindir de una línea de masas en la que a este sector podía resultarle más difícil sostener su hegemonía a expensas de la izquierda socialista. Para las Fuerzas Armadas, la presencia de una élite civil, bien procediera del reformismo, bien se tratara de personalidades independientes vinculadas a los sectores conservadores, ofrecía las necesarias legitimidad y competencia administrativa. Por moderado que fuera (o, tal vez, a causa de su misma moderación), el programa militar reformista tenía puntos débiles en su enunciado que se harían aún más frágiles al exponerse a la realidad. En primer término, su verificación había de hacerse en una coyuntura depresiva, no en una fase de expansión que permitiera al Estado absorber recursos y actuar como gran redistribuidor. El margen de maniobra política quedó siempre agarrotado por la herencia del endeudamiento liberal, la crisis de los años veinte y los efectos destructivos de la guerra. Si la agitación social derivada de la subida de precios y la escasez de artículos básicos propició las condiciones de la revolución de mayo, la persistencia de una fase inflacionaria, de la especulación, de las dificultades de importación y del estancamiento en la exportación del estaño diseñaban un cuadro de variables desde el que resultaba muy difícil llevar adelante un
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programa de naturaleza necesariamente expansionista. En segundo lugar, la desarticulación de la sociedad civil, también beneficiosa para dejar paso libre a la intervención de las Fuerzas Armadas, resultó un obstáculo para consolidar el proyecto político reformista, al pulverizar los cauces de representación social sin crear vehículos sustitutivos. En tercer lugar, la propia lógica del programa, al respetar las relaciones de propiedad fundamentales, impedía que pudiera llevarse a la práctica la simple modernización, como puede observarse en la política minera del gobierno. Reducida a la obtención de recursos tributarios, no tenía por qué generar una reversión automática de beneficios en la industria nacional: como se ha demostrado en el análisis de la primera experiencia de reformismo militar, la nacionalización minera podía ser el único camino para controlar efectivamente la producción y dotar de recursos al Estado, y es significativo que un sector del nacionalismo como el que se movía en torno al diario La Calle acabara solicitándola a comienzos de 1937. En cuarto lugar, el proyecto de modernización no consideraba las verdaderas implicaciones internacionales del desarrollo económico boliviano. No analizaba correctamente las raíces del atraso, aunque supiera percibir sus evidencias y proponía una sencilla emulación de otros procesos de desarrollo desdeñando puntos de partida muy diversos y, sobre todo, las condiciones inmediatas del mercado. El país había establecido a lo largo de varias décadas unas relaciones exteriores que resultaba muy difícil alterar de un plumazo. Se trata de una nación prácticamente mono-exportadora, sin plantas de fundición para su principal recurso mineral, con serias dificultades para diversificar la oferta y generar demandas competitivas: unas condiciones objetivas que propiciaban la toma de conciencia transformadora, pero que limitaban la viabilidad de los proyectos de cambio. Estos cuatro factores principales, actuando de forma simultánea, ensanchaban los obstáculos que podían haber puesto al proceso por separado, incrementando incluso el valor que se derivaba de su simple suma aritmética. El lastre de dichas dificultades explica, según he creído demostrar, los vaivenes aparentemente caprichosos de las sucesivas juntas de Gobierno, haciendo evidente la inviabilidad del proyecto reformista en los márgenes expuestos en el programa de la revolución de mayo. Los problemas para cumplir expectativas modernizadoras fueron erosionando la legitimación del régimen obligándole, al mismo tiempo, a trazar una estela de virajes bruscos que obedecían a la necesidad de sortear las carencias de su programa sin renunciar a sus objetivos estratégicos. La incapacidad para asumir estas opciones políticas contradictorias desencadenaría la recuperación de la hegemonía conservadora, a través de una seria rectificación del sistema de partidos, y la marginación de los oficiales y doctrinas nacional-reformistas en el seno de las Fuerzas Armadas. Las distintas plasmaciones políticas del régimen militar son relevantes en la medida en que evidencian las argucias para ajustar el proyecto reformista a los problemas de la coyuntura, así como de resolver, por métodos distintos, las deficiencias internas de su estrategia. El examen pormenorizado que hemos hecho de las realizaciones del "socialismo militar" es el estudio de una tentativa frustrada de modernización nacional . Aun cuando consumiera generosamente términos como socialismo o revolucióti, el régimen militar fue un simple
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proyecto de reforma, elogiable en sus rasgos de oposición al antiguo régimen oligárquico, pero sujeto a revisión en su eficacia real de cambio. Téngase en cuenta que la distinción entre un proceso transformador de fondo (como el que podía representar la revolución democrática esgrimida por la izquierda socialista) y un proyecto reformista no obedece sólo a predilecciones morales, sino también a la coherencia entre las finalidades expresas y los objetivos alcanzados. Por otra parte, lo que define al "socialismo militar" como un proyecto desarrollista, modernizador, es el equilibrio entre los elementos de continuidad y los de ruptura, factor al que debe achacarse la capacidad de recuperación de los sectores tradicionales tras el suicidio de Busch. Tal equilibrio quedó enmascarado por la oposición de los núcleos conservadores a las reformas y, sobre todo, por la negativa de los partidos liberal-republicanos a que la realización de éstas se hiciera mediante su marginación perpetua de los órganos de poder estatal. La resistencia conservadora radicalizó, en distintas coyunturas, la actitud del reformismo, magnificando el alcance real de las propuestas de cambio y, sobre todo, su aplicación concreta. De esta forma, el prestigio posterior del régimen, como punto de arranque de la revolución nacional, fue resultado (a parte de la necesidad de canonizar algunas biografías) de la oposición levantada por los sectores reaccionarios más que de las transformaciones prácticas operadas en la sociedad. Desde el punto de vista del reformismo militar, el equilibrio entre la tradición y el cambio era un elemento positivo, que le permitía presentar el proceso como una opción de interés general, superadora de cualquier interés social específico. Ello sustentaba una posición no sólo policlasista, sino integradora de grupos dispersos (en la medida en que resulta difícil trazar divisorias entre clases nacionales conscientes de esta calidad en la Bolivia de los años 30). Sin embargo, la posición ajena a las facciones proclamada por los dos presidentes, cuya expresión más clara era la formalización de sus gobiernos, no pudo obtener los efectos beneficiosos de otras experiencias; por el contrario, permitió a los grupos tradicionales disponer de un margen de acción que les dejó aspirar a la recuperación del poder y no a su redistribución, mientras se creaban fuertes insatisfacciones en los sectores nacionalistas, que había esperado la marginación definitiva de los medios liberal-republicanos después de la revolución de 1936. Así, la equidistancia (cuyas virtudes suelen ser menos evidentes en la política que en la geometría) se convirtió en aislamiento, el policlacismo en la falta de conexión con sectores precisos de la nacionalidad, y la negativa a construir un partido oficial en la carencia de un instrumento de movilización y control social estable. Desde sus inicios, el régimen militar reformista mostró esa incapacidad para romper claramente con los grupos tradicionales y las dificultades para consolidar la acción de gobierno desde unas relaciones ambivalentes con las fuerzas políticas del antiguo régimen. La desarticulación de la sociedad civil facilitó el acceso al poder del ejército en la misma medida en que impidió la continuidad del proyecto político reformista. La revolución de mayo aprovechó la pérdida de hegemonía de los grupos liberal-republicanos, pero siempre
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necesitó justificarse aludiendo al carácter preventivo de la intervención militar. La escasa potencia de los movimientos de izquierda socialista hacen muy matizable esta legitimación conservadora del golpe, pero lo importante es que, en su momento, tuviera funcionalidad en el discurso de las Fuerzas Armadas y de sus aliados nacionalistas y saavedristas. Con todo, el ejército no podía sostener una lectura provisional de su intervención, destinada a tranquilizar a los sectores tradicionales, y mantenerse indefinidamente en el gobierno. Desde el punto de vista de las deficiencias políticas del régimen militar, la etapa de David Toro trato de integrar esta ambigüedad de base mediante la combinación de un régimen de representación corporativa y la llamada a la colaboración de los representantes directos de la burguesía. Toro explicitó que serían las Fuerzas Armadas, y no los partidos tradicionales, el instrumento de cimentación del poder ejecutivo. De ahí que su ruptura con el saavedrismo fuera tan radical, absorbiendo una parte considerable de sus cuadros y empujando a quienes no aceptaran estas reglas de juego a la oposición. En la fase de instauración del sistema que encarna el primer presidente, esta energía estaba destinada a destacar la voluntad de permanencia de las Fuerzas Armadas en el poder; sin embargo, ello no implicaba una ruptura paralela con la base social de los antiguos partidos, sino la invitación a que ingresaran en un marco institucional diferente. En este aspecto, la primera experiencia reformista mostró mucha más decisión que el gobierno de Busch, al proponer una reforma en profundidad del aparato del Estado cuya realización quedó frustrada por la falta de tiempo y por la carencia de apoyos sociales en el seno de las clases acomodadas. La oferta corporativa, en efecto, halló un eco más favorable en el precario sindicalismo de posguerra que en la clientela conservadora, recelosa ante el lenguaje radical y las propuestas integradoras, policlasistas, que emanaban del Palacio Quemado. Y es que el régimen militar no llegó a entender nunca dos planteamientos irrenunciables de los sectores acomodados: la negativa a una línea de integración social y el rechazo de instrumentos políticos distintos a sus organizaciones de facción Que éstas hubieran entrado en crisis en la posguerra (y en esa situación mucho tenía que ver la propia actitud del ejército), no implicaba que se aceptara una liquidación definitiva de los viejos canales de movilización y representación políticas. Una cosa era aceptar adaptaciones en el sistema de partidos, como las que se producirían en los años 40, y otra muy distinta eliminarlo, abandonando la soberanía absoluta que se había ejercido en las zonas formales del poder. La aceptación de cargos ministeriales por numerosos y destacados miembros de los medios conservadores indican que no había pasado desapercibida la necesidad de establecer lazos con el régimen, que mantuvieran cierta influencia de la oligarquía en los organismos oficiales. Ello no suponía aceptar el carácter definitivo de esta situación y, lo que es peor, el régimen no trataba de compensarlo mediante la creación de sus propios vehículos de movilización política: los proyectos sindicalistas de Toro nunca se llevaron a la práctica, y sus intentos de constituir un Partido Socialista de Estado aceleraron su caída, al interpretarse como la prueba de un deseo de perpetuación en una presidencia que continuaba siendo formalmente provisional. Sin embargo, esta caída hubo de ser propiciada por un sector del ejército, al que se le hizo entender que los proyectos de Toro podían marcar la ruptura definitiva con las fuerzas conservadoras, dando al gobernante un punto de apoyo que se apartaba de las
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concepciones originarias de la revolución de mayo y podría utilizar para reforzar su posición personal, a expensas de los compromisos permanentes con sus compañeros de armas en que se fundaba su gestión. Esta justificación del derrocamiento de Toro fue lo que permitió a los medios conservadores abrigar esperanzas de una inmediata restauración institucional, expectativas que mostraban su apreciación equivocada de la coyuntura política y del significado de la revolución de mayo. Puesto que, si bien se paralizó la oferta de un partido oficialista que canalizara el apoyo social al régimen, si bien se empolvó el proyecto de Estado sindical elaborado por el flamante ministro de la C.S.T.B., Busch seguiría manteniendo, el carácter central de las Fuerzas Armadas y la vigencia del proyecto reformista. La renuncia a una transformación radical de las instituciones políticas no dio paso a una normalización identificada con el abandono del Palacio Quemado por el ejército. Las presiones conservadoras y los conflictos internos del campo reformista condujeron sólo a que éste aceptara legitimarse a través del mismo sistema de representación existente en el orden tradicional, pero mediante un control del proceso político que excluía el regreso de los partidos del antiguo régimen. Hemos dedicado un apartado muy extenso a mostrar las paradojas políticas que se expresaban en la Asamblea Constituyente de 1938, uno de los puntos centrales de la gestión militar. Un episodio muy peculiar porque, planteándose como un instrumento de normalización, su carácter (el rango constituyente, el control de las elecciones, la negativa a legitimar el régimen) provocó la abstención de los grupos tradicionales, permitiendo que Busch lo utilizara para concluir con un mandato provisional y para construir un espacio de negociación permanente con los grupos reformistas civiles y con los partidos conservadores. Aun cuando no fuera ésta la intención original de Busch (su obsesión era convertir en constitucional el poder de las Fuerzas Armadas), la existencia de la Asamblea le permitió desviar hacia ella las tensiones políticas, utilizando el radicalismo del Congreso como una amenaza contra los sectores conservadores (ante quienes el presidente y el ejército se presentaban como última garantía), mientras la posibilidad de clausurar el parlamento, insistentemente reclamada desde la prensa tradicional, le permitía advertir a los núcleos reformistas civiles la necesidad de su subordinación al proyecto marcado desde el ejecutivo. La obra constitucional fue, además, unas de las pocas realizaciones políticas positivas que sobrevivió al régimen militar, estableciendo algunos preceptos de máximo rango legal sobre los cuales podía aplicarse buena parte del proyecto reformista, aun cuando se desaprovechara la oportunidad de instaurar un régimen corporativo, posiblemente porque Busch no estaba seguro de poder asumir la resistencia que ello generaría en los medios conservadores, porque no hallaba una alternativa clara en los sectores sindicales organizados o por organizar, y porque la forma de Estado fue improvisándose a lo largo de la entera experiencia del "socialismo militar", reflejando la escasa articulación de apoyos estables en la sociedad civil que hemos marcado como una de las deficiencias fundamentales del régimen. De esta forma, la Constitución del 38 fue mucho más importante por las posibilidades de intervención social y económica que ofrecía al Estado que por el diseño de los canales representativos y los instrumentos de ejercicio del
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poder político. Esta misma falta de definición puede explicar la última fase del régimen militar: en efecto, si Busch no había aceptado volver a una negociación del proyecto reformista con los partidos tradicionales, el dilema residía en elegir la potenciación de un partido político propio, asegurando que copara el poder legislativo, o el regreso a la dictadura, ya experimentada en la primera etapa del régimen, pero que ahora tendría visos de novedad, al instaurarse tras una fase aparentemente orientada a la normalización. Desde este punto de vista, el golpe de abril de 1939 tiene plena coherencia, sin que pueda explicarse atendiendo a rasgos temperamentales. Lejos de ser una ruptura, el sistema dictatorial recuperaba las primeras piezas del engranaje político reformista; otra cosa es que el mecanismo fuera defectuoso, al carecer de vehículos de integración socio-política, sindicales o partidistas. Por su misma naturaleza, el sistema no podía tener más continuidad que la que pudiera darle personalmente el presidente, lo cual hizo tan sencillo su desguace cuando se produjo la desaparición física de Busch. Al examinar las realizaciones del proyecto militar en el campo socio-económico, su escaso vigor hace sorprendente la agresividad de los medios conservadores, cuyas causas ya hemos definido. Sin embargo, hay que recalcar que el mismo trazado teórico del programa reformista impide asignar al trienio un deliberado incumplimiento de promesas. Cuando se hace del "socialismo militar" un mero antecedente de la revolución de 1952, debe considerarse que los rasgos definitorios de ésta (reparto de tierras, nacionalización de minas, cogobierno de partido y sindicatos, sufragio universal) no llegaron a formar parte del discurso nacionalista de 1936-39 y, naturalmente, menos podían hacerlo de su práctica. Ciertamente, el régimen no obtuvo un desarrollo nacional como el que se había planteado, pero ello tuvo más que ver con la fidelidad a su propia estrategia que a la malversación de sus principios. Los objetivos dispuestos en una plataforma de modernización llegaron al gobierno por una vía radical, pero su contenido era muy moderado. Tal vez esta procedencia formalmente rupturista hizo abrigar ilusiones a los sectores de izquierda, pero el mismo balance del proyecto que hemos hecho marca los límites de los cambios que estaban dispuestos a impulsar los nuevos gobernantes. Ahora bien, ni siquiera pudieron alcanzarse estos objetivos, modestos en sus implicaciones sociales, pero ambiciosos en sus expectativas de desarrollo. Señalábamos antes que, entre los obstáculos puestos al proyecto reformista, destacaban la coyuntura económica de posguerra y la misma inserción de Bolivia en el mercado internacional, mal valorada por los intelectuales orgánicos del militarismo, que la achacaban a la malevolencia de la oligarquía y a la fragilidad del Estado. De este análisis incompleto se derivaban soluciones de corto alcance, inspiradoras del proyecto económico de la revolución de mayo, a lo que se añadieron la condiciones concretas en que quiso instaurarse la reforma. La coyuntura económica de posguerra se caracterizaba por un agudo proceso inflacionario, vinculado a la depreciación de la moneda nacional y a la multiplicación del medio circulante; el estancamiento de la deuda externa, cuyo pago se había suspendido a principios de la década, y el incremento de la deuda interior; el déficit del Estado y la
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orientación de una parte sustancial del gasto público a zonas improductivas, como el pago de intereses de la deuda externa y amortización de la interior, trasvase de recursos a las Fuerzas Armadas, multiplicación de la burocracia, etc.; descenso en las cotizaciones del estaño y reducción de los niveles de producción en las minas; incremento de la presión fiscal sobre la exportación de minerales y la importación de productos que no fueran de primera necesidad; la continuidad de un fuerte gasto de divisas en compra de manufacturas esenciales y productos agropecuarios; la escasez y especulación en torno a los artículos de primera necesidad; el desorden monetario por la multiplicidad de cambios. Un programa de enriquecimiento del Estado, fomento de la vía]¡dad, disposición de recursos financieros para las actividades productivas, etc., resultaba de difícil aplicación en estas circunstancias. Así, la política del primer gobierno militar perdió de vista los factores estructurales para trabajar en simples ajustes de coyuntura que, sin integrarse en una estrategia de más largo alcance, fueron incapaces de solucionar los mismos problemas inmediatos a los que iban dirigidos. Tal resultado tenían los incrementos salariales, sistemáticamente producidos en momentos de fragilidad política y siempre sepultados bajo una nueva espiral inflacionaria; o la lucha contra la especulación, que al no ir acompañada de medidas que permitieran el incremento de la producción agropecuaria y la comunicación entre zonas de cultivo y mercados urbanos, carecía incluso del apoyo de los consumidores, dispuestos a soportar la carestía para evitar la escasez; tal era el carácter de los problemas de la Hacienda Pública, cuyo equilibrio continuaba dependiendo de la entrega de divisas a bajo precio, pero que sufría las oscilaciones de la cotización internacional del estaño y la baja voluntaria de la producción por las grandes firmas, poco dispuestas a asumir la política tributaría del Estado; era también lo que implicaba una reforma tributaría que actuaba sobre un tejido productivo exhausto, obteniendo sus mayores beneficios de la renta del trabajo. Si añadimos a ello los compromisos políticos ineludibles, como los gastos corrientes en una administración superpoblada y la financiación del ejército, afrontar los puntos visibles de la crisis era utópico, especialmente si se desdeñaba la modificación de los aspectos menos coyunturales, por considerarlos desestimulantes para la inversión de capital. La dependencia preferente de las exportaciones de estaño, el uso exclusivo de recursos tributarios, el descenso mundial de la cotización y la reducción de la producción interna formaban un círculo vicioso cuya resolución era muy difícil en lo que afectaba a las condiciones del mercado mundial, pero que habría exigido, en el interior, desbordar el proyecto reformista para asumir una estrategia de expropiaciones, única vía posible de control efectivo de la producción. El tipo de crecimiento económico operado en los primeros treinta años del siglo, especialmente en lo que afectaba a la infraestructura de comunicaciones y falta de desarrollo de la industria metalúrgica, habría dificultado cualquier proyecto de modernización nacional, pero sí éste renunciaba de entrada a la realización de reformas de fondo, que afectaran a la propiedad de la tierra y de las minas, las dificultades objetivas eran aún mayores. La única medida estructural que se tomó, contemplada en la plataforma de la revolución de mayo, fue la nacionalización de la mayor parte del petróleo boliviano a través de la expropiación de la Standard Oil. Una opción de indudable motivación política, justificada por incumplimiento de contrato y declarada,
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abiertamente, una excepción en la conducta del régimen, lo cual era rigurosamente cierto en sus intenciones y en sus consecuencias, pues el mismo aprovechamiento del crudo tuvo, entre sus inconvenientes principales, la ausencia de desarrollo de otros aspectos de la economía nacional. No hubo una modificación sustancial en esta orientación de la política económica durante la segunda experiencia de "socialismo militar", a pesar de que Busch sea presentado, en este campo, en términos más favorables por la mayor parte de la historiografía. Del examen que hemos hecho de su gestión no cabe deducir, hasta la dictadura, una valoración de este nivel: lo que se siguió afrontando fue la necesidad de ajustes coyunturales, básicamente a través de una política monetaria más estricta que la de su antecesor, pero igualmente presionada por condiciones muy desfavorables en el mercado mundial del estaño. Obviamente, el apoyo de uno u otro representante de la gran minería tan sólo indica la continuidad en el respeto global a este sector, estableciendo relaciones privilegiadas con una de las firmas, aspecto en el que el Estado tenía, de todas formas, un margen de maniobra bastante estrecho. En otros ámbitos, la aceptación de las condiciones de vinculación ferroviaria con Brasil o el enfoque de la cuestión harinera mostraban un reconocimiento de hecho del fracaso del proceso de modernización, aunque se planteara en términos triunfales. El marco económico establecido por la constituyente de 1938, cuyo control por Busch es indudable, señaló los niveles máximos de reforma que estaba dispuesto a encajar el régimen. Ciertamente, no eran pocos en comparación con las formulaciones institucionales previas (y de ahí la dureza de la oposición conservadora), pero en su mayor parte eran la adaptación del trasnochado derecho boliviano a unos principios ya aceptados en los países avanzados, incluyendo los del área americana. Recordemos, por otro lado, que junto a conquistas como la función social de la propiedad o la regulación laboral, existieron rechazos tan notorios como el de las mociones sobre el régimen campesino. El prestigio de Busch procede, como se ha visto, de¡ viraje realizado durante la dictadura, Como en la reflexión política que se ha hecho antes, creo que no existe una verdadera ruptura con el proyecto reformista tal y como fue planteado en los inicios de la revolución, aun cuando pueda experimentarse una aceleración en su aplicación y una violencia en sus formas que puede confundirse con el inicio de un proceso sustancialmente distinto. Tal cambio de ritmo resultaba más apreciable tras el relajamiento observado en la primera fase de la gestión buschista, pero la nacionalización del Banco Central y del Banco Minero, o la entrega obligatoria de divisas siguieron respetando el marco de una estrategia de modernización, donde puede incluirse la estatalización de organismos de crédito y el control fiscal de los recursos en moneda extranjera. El límite siguió siendo la nacionalización de las minas y la reforma agraria, es decir, aquello que, junto al sufragio universal, separaban el proyecto reformista y la revolución democrática. Si se renunciaba abiertamente a una transformación de las relaciones de propiedad, es obvio que las conquistas sociales del régimen son relativas. No podemos referirnos a los aspectos más coyunturales, como la lucha contra la
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especulación o los incrementos salariales, pues no hemos deducido una mejora en los niveles de consumo a los largo del trienio. Hemos de pensar también en el mantenimiento de sistemas de trabajo forzoso y condiciones de pongueaje que la misma prensa nacionalista hubo de denunciar frecuentemente, sin que el régimen militar llegara a abolir efectivamente la captación de renta a través de los servicios gratuitos, fundamentales en el mundo rural, y que no implicaban el reparto de la propiedad. La forma en que se afrontó (o dejó de afrontarse) la cuestión indígena define los mismos límites reformistas del "socialismo militar". La propuesta de redención del indio que, como veíamos, eludía la distribución de tierras, ni siquiera se plasmó en una incorporación a las condiciones de trabajo reguladas en otros medios laborales. Con todo, hay que tener en cuenta que, desde el punto de vista de la revolución de mayo, el aspecto básico de la cuestión social era definir la intervención del Estado en la eliminación o regulación de los conflictos, tendiendo a la armonización de los intereses de los empresarios y de los trabajadores. Dicha intervención debería haberse plasmado en la instauración de la democracia corporativa que comenzó a diseñarse por el primer equipo del Ministerio de Trabajo. Reducido su alcance por la rectificación buschista, la Constitución de 1938 y, sobre todo, las necesidades de soporte social de la dictadura del año siguiente definieron con mayor precisión el sistema de protección laboral urbana y minera, así como los amplios márgenes de participación gubernamental en el control de las actividades sindicales. Aun cuando se aprobara en la etapa de Busch, sea conocido popularmente por su nombre y haya prestado prestigio a la dictadura, la elaboración del Código del Trabajo durante la gestión de Toro nos reitera la unidad del proceso y la recuperación del impulso reformista inicial en la última fase de la gestión militar. Las experiencias de reformismo militar suelen ser dotadas de una especie de valor vicario, como si su trayectoria sólo resultara interesante en relación con la revolución de 1952. El problema de un enfoque como éste no es sólo el de la falta de existencia plena que se da al período de posguerra, sino a la instrumentalización de los datos, que se utilizan para obtener legitimidad de origen en la presunta continuidad del nacionalismo revolucionario o en las diversas oposiciones que el proceso de los años 50 fue generando. Pienso que estas experiencias deben ser juzgadas, en primer lugar, por sí mismas: por su proyecto explícito, por su viabilidad y por sus realizaciones concretas. Manifestaron el punto álgido de la crisis de las instituciones liberales, que había comenzado a experimentarse desde la década anterior y trataron de responder al agotamiento de un modelo de crecimiento económico. Su gestión estuvo cruzada por las contradicciones propias de un período de transición que, por otro lado, afectó seriamente a todas las formaciones sociales americanas. El acceso al poder del ejército suponía la utilización de la única fuerza organizada a escala nacional, una vez que habían quebrado los viejos partidos oligárquicos. Con todas las limitaciones de sus proyectos y la frustración de su puesta en práctica, un sector de la oficialidad estuvo dispuesto a introducir
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transformaciones en la sociedad boliviana que rompieran los vínculos de dependencia del Estado con respecto a la oligarquía y de la república con respecto a los países avanzados. El carácter utópico de este planteamiento sin cambios estructurales ha sido ya expuesto, pero suponía un giro en la conducta de las Fuerzas Armadas, una politización en clave reformista que haría imposible una restauración del antiguo régimen, calcada de las condiciones socio-políticas de preguerra. Durante la gestión del reformismo militar y, en gran parte, gracias al marco político abierto por éste, maduraron opciones políticas sobre las que se pondría fin al sistema de partidos tradicional. Los resultados de las elecciones de 1940 nos indican, contra el pesimismo de los contemporáneos de izquierda y el triunfalismo de los conservadores, que la etapa del "socialismo militar" había cancelado las energías del sistema vigente en el primer tercio del siglo. El régimen reformista no fue un mero paréntesis destinado exclusivamente a sepultar las opciones radicales para ceder el paso a los grupos conservadores. Los acontecimientos posteriores asignan esa función provisional a la restauración de 1940. Sin que procediera de la voluntad de los militares reformistas, la doble experiencia de su gestión ofreció las primeras experiencias de lucha política a los futuros responsables de los partidos nacionales de masas. Tanto para la izquierda nacionalista como para el socialismo, las mismas deficiencias del proceso ayudarían a plantear estrategias diferentes en los años posteriores. Así, aunque debamos valorar estrictamente la crisis política de la posguerra y los mandatos de David Toro y Germán Busch, el mismo título de la tesis ha querido señalar que, en el fondo, el relato del fracaso de una reforma es también el estudio sobre la génesis de una revolución.
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