LOS DIOSES OCULTOS
AUTORES, TEXTOS Y TEMAS
HERMENEUSIS
E. Neumann, M. Eliade, G. Durand, H. Kawai, V. Zuckerkandl
Colección dirigida por Andrés Orti/.-Osés y Patxi Lanceros
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LOS DIOSES OCULTOS CÍRCULO ERANOS II
Proemio de Cari G. Jung Presentación de A. Ortiz-Osés
LOS DIOSES ocultos : Círculo Eranos, II: y [selección de textos de] «Eranos- Jahrbüchei» / E. Neumann, M. Eliade, G. Durand, II. Kawai, V. Zuckerkandl; proemio de Cari G. Jung ; presentación de A. Ortiz-Osés. — Rubí (Barcelona) : Anthropos ; Santafé de Bogotá : Uniandes, 1997 221 p. ilust.; 20 cm. — (Autores, Textos y Temas. Ilcrmeneusis ; 15) Tít. orig. de Cuadernos Eranos: Eranos-.lahrbücher (1933-1988) ISBN 84-7658-508-X I. «Eranos, Círculo de» 2. Simbolismo - Dioses (Mitología) 3. Hermenéutica I. liliade, Mircea II. Durand, Gilbert III. Kawai, Hayao IV. Zuckerkandl, Víctor V. «Eranos, Círculo de» VI. Jung, Cari G, pro. VII. Ortiz-Osés. Andrés, pr. VHI. Título IX. Colección 130.2
Primera edición: 1997 © Fondation Eranos (Ascona, Suiza), 1956 (para E. Neumann), 1961 (para M. Eliade), 1980 (para G. Durand), 1985 (para H. Kawai), 1961 ¿ara V. Zuckerkandl) © del Proemio: Herederos C.G. Jung y Spring, 1984 © de la presentación: A. Orliz-Oscs, 1997 © Anthropos Editorial, 1997 © Ediciones Uniandes, 1997 Edita: Anthropos Editorial. Rubí (Barcelona) En coedición con Ediciones Uniandes (lax 284 18 90) Santafé de Bogotá, D.C., Colombia ISBN: 84-7658-508-X Diseño, realización y coordinación: Plural, Servicios Editoriales (Nariño, S.L.). Rubí. Tel y fax (93) 697 22 96 Impreso en Colombia - Printed in Colombia Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
God is ihe one and íhe other: that everything is everything. Dios es el/lo uno y el/lo otro: ya que cada cosa es parte del todo. CARL G. JUNG, Nietzsche’s Zamthuslru, I (Princeton, 1988, pp. 128 y 154)
El arquetipo siempre es autoexistente —exis tente por sí mismo—, pero uno es víctima de la ilusión de haberlo creado. Así, Dios no ha sido hecho sino que siempre ha sido, mientras que pensamos erróneamente —con Nietzsche— que el hombre ha inventado a Dios. (tbíd., pp. 315 y 335)
Presentación
ERANOS Y EL «ENCAJE» DE LA REALIDAD Andrés Ortiz-Osés
Encaje: Ajuste de piezas que se adaptan entre sí y, así unidas, se asientan y enlazan. Diccionario Real Academia Española da la Lengua
Tras la edición de la primera entrega del Circulo Eranos en esta misma colección editorial bajo el título Arquetipos y símbo los colectivos} ofrecemos ahora al público hispano la segunda entrega bajo el rótulo Los DIOSES OCULTOS, en la que —tras el proemio de C.G. Jung— se incluyen los trabajos significativos de E. Neumann, M. Eliade, G. Durand, II. Kawai y V. Zuclcerkandl. El Círculo Eranos, fundado en 1933 por Olga Frobe-Kapteyn bajo los auspicios de C.G. Jung, ha reunido un amplio número de investigadores que han celebrado sus Conferencias hasta 1988 —recogidas en sus Anuarios o Jahrbücher— en Moscia, cerca de Ascona, en la Suiza italiana. El nombre de Eranos, inspirado por el fenomenólogo de la religión Rudolf Otto, significa asociación, cofradía o coligación en la que cada miembro o «eranista» paga su contribución a la liga o reunión frecuentemente gastronómica; así que, mientras que el Simpo sio platónico que llamamos Banquete, era una sobremesa, 1. Círculo Eranos I (K. Kerényi, E. Neumann, G. Scholem, J. Ilillman), Arqueti pos y símbolos colectivos (epílogo de F.K. Mayr, R. Panikkar y A. Ortiz-Oscs), Barce lona, Anthropos, 1994. Sobre Eranos, véase Revista An (Piropos (febrero 1994).
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Eranos mienta la sociedad (gastronómica) misma a modo de Txoko vasco.2 El carácter interdisciplinar ha presidido las reuniones vera niegas del Grupo Eranos junto al Lago Mayor, al sur de Suiza. El Grupo ha centrado su interés filosófico-científico en la bús queda de una sabiduría holística y unitaria, capaz de auscultar y sonsacar fenomenológicamente urdimbres de sentido, es tructuras simbólicas, arquetipos y pattem de conducción o conducta de la realidad que arriba al hombre. Para Eranos se trata de buscar sentidos en medio de lantos sin-sentidos, para lo que se realiza una ingente labor de desescombro tanto de las culturas clásicas como de los ritos arcaicos iniciáticos. Es pecial énfasis ha puesto Eranos en correlacionar nuestra men talidad occidental y su lógica racionalista con la mentalidad oriental y su lógica cotradictorial.3 En todos los casos, se trata de rastrear el sentido interpretado como «encaje» de la reali dad, incluida la más estridente, en su configuración o disposi ción de fondo capaz de conferir articulación a lo desarticulado —como la muerte, el mal y la negatividad. De esta guisa, los «dioses ocultos» comparecen en esta búsqueda eranista como los arquetipos o encajes ocultos, los cuales se constelan a través de una visión fenomenológica de las correspondencias, corre laciones y coimplicaciones de los diversos estratos y estructu ras del ser. C. Lovering ha podido llamar a Eranos «una isla fuera del tiempo» (Cahiers jungiennes, 76 [1993]), olvidando que el tiem po eranosiano no está fuera del mundo sino que es otro tiempo —marítimo, cíclico, arquetípico—, el cual atraviesa el mundano lineal transversalmente. Pues los símbolos arquetipales no nie gan ni detienen el tiempo sino que lo contienen, implican o configuran —dicho sea esto desde una posición más radical mente eranosiana que la propia de algún eranista.4 Pues el últi
mo interés de Eranos está en asumir la temporalidad, el vacío y Ja muerte tratando de «encajarlos» arquetípal o configuradoramente. Por ello los «dioses ocultos» son los démones ocultos, ya que los propios dioses arquetípicos sufren la demonía de lo lí mite, destinal e implicativo: de donde su carácter no lleno o pleno (perfecto) sino vacío o exigitivo (complejo), ya que el ar quetipo encaja la realidad típica desde su concavidad abierta y no cerrada, implicativa más que explicativa. La corresponden cia, correlación o complicidad de Dios y demonio, vida y muer te, bien y mal parece así abocarnos a una visión complementa ria o equilibradora de los desequilibrios y excesos de lo real en lo que el eranista H. Corbin ha denominado la «balanza» de las realidades.5 El interés de Eranos está pues en coaligar texturas y textos, temas y autores en una visión interdisciplinar que intenta co rrelacionar Oriente y Occidente, lo racional y lo paranacional o mitológico, el hombre y el cosmos, el espíritu y la materia. Por una parte, la magna obra del enarca C.G. Jung encontrará en Eranos su proyección, verificación crítica y continuación en las contribuciones eranosianas de A. Portmann, E. Neumann, M.L. von Franz, A. Jaffé; por otra parte, obras de autores que conocemos en solitario —como K. Kerényi, G. Scholem, M. Eliade, G. Durand y J. Hillman— obtienen en Eranos su con texto cultural. Además de los citados, cabe destacar en Eranos a W.F. Otto, G. van der Leeuw, H. Corbin, II. Plessner, M. Buber, K. Lówith, R. Pettazzoni, H. Wilhelm, H. Zimmer, D.T. Suzuki, T. von Uexküll, J. Campbell, P. Tillich, H. Rahner, H.C. Puech, E. Schródinger... Psicólogos, mitólogos, orientalis tas, filósofos, antropobiólogos, teólogos y científicos naturales han urdido en Eranos un tejido simbólico de amplio alcance.6 Eranos o el encajamiento de las realidades en sus nichos,
2. A partir de 1988 el Círculo Eranos enü-a en transición, especializándose en Temas monográficos (actualmente el I Ching) bajo la coordinación de R. Rirscma. 3. Sobre la lógica oriental (budista) de la «autodidentidad del absoluto contradic torio», en la que la espacialidad difercnciadora es aunada por el tiempo coímplice, véase ahora la obra del japonés K. Nishida, fundador de la escuela de Kyoto, La culture japonaise, París, 1991. 4. Me refiero al amigo G. Durand (entre otros), el cual fuera influenciado por la dialéctica del no de G. Bachelard, y que interpreta los símbolos como de-negaciones
del tiempo, el vacío y la muerte; ft'ente a la dialéctica del no, aquí defendemos una dialéctica del no sólo (sino también). 5. En este aspecto destaca la aportación eranosiana de G. Scholem, el cual descu bre la lógica cabalística del bien y el mal como aspectos de una misma realidad (divina). Una tal lógica dialéctica parece también presente en la correlación entre la «Sierpe emplumada» y el «Espejo humeante» en las mitologías rnesoamericanas. 6. Para un estudio de los 57 volúmenes de Eranos (1933-1988), véase mi contri bución «El simbolismo y la Escuela de Eranos», Suplementos Anthropos (marzo 1994).
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arquetipos o configuraciones de sentido. A ello aluden los «dioses ocultos» tras los fenómenos mundanos (y a su través) cual númenes latentes. Desenterrar los «dioses ocultos» (ocul tados) significa reavivar la experiencia arquetípica tras la típica, así como la implicación (ecopática) tras toda explicación (abs tracta). Encajar, en efecto, dice dos cosas: asumir las reali dades y articularlas. Ahora bien, la articulación de lo real re sulta posible porque la realidad tiene junturas de sentido. Era nos ha de interpretarse como ese intento por encajar las dife rencias reales en un diseño o designio común: los antropobiólogos A. Portmann y T. von Uexküll han podido estudiar el encaje entre el hombre y su medio, mientras que M. Buber habla de la dialogía yo-tú y J. Hillman de la coimplicidad de la psicología normal con la anormal. Todo Eranos está bajo la visión de Walter F. Otlo sobre los dioses como númenes que expresan esferas y modos del ser en correlación (Seinsweisen).7 En esta misma visión eranosiana del encaje de las diferen cias reales en un sentido más profundo que el habitual, hay que situar la aportación de nuestros cinco invitados en el pre sente volumen. El gran discípulo de Jung, Erich Neumann (Tel-Aviv), abre el discurso con un precioso estudio psicológico sobre la creatividad como ámbito de emergencia de los gran des arquetipos matriales y patríales, cuya síntesis se produce en la proyección de todo gran creador. A continuación, el mi tólogo rumano Mircea Eliade (París-Chicago) estudia el aspec to-límite de toda creación: el aspecto demónico que comparece empero en toda gran creación como «contrapunto» indispen sable, a modo de mater-materia o londo oscuro de la forma informante. Sera el antropólogo bretón Gilbert Durand (Grenoble) el encargado de investigar los límites sociosimbólicos de nuestro mundo cultural, presentándolos como «ángeles» (me diadores) de nuestras distintas perspectivas de la unidad dife renciada que es Europa. Ahora bien, los límites o delimitacio nes sólo pueden funcionar bien —democrática o íluidamen7. Es la visión corrclacional de la realidad con-vivida aparece asimismo en la tipo logía jungiana, reinterpretada por G. Jackson como una con-jugacion cromática de colores en interacción: el hombre verde o sensacionista, el rojo o sentimental, el ama rillo o intuitivo y el azul o racional; véase G. Jackson, The secret lore of garilering, Toionto, 1991.
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te— si se entrecruzan en un centro no «ocupado» por el poder (patriarcal, diría yo) sino habitado por una potencia vacía (matricial, diría yo): aquí se inscribe el intrigante trabajo del simbólogo japonés H. Kawai (Kyoto) sobre el «centro vacío» que posibilita la circulación de los diversos dioses y númenes en la mitología nipona. Finalmente, cierra el elenco un estudio sintomático del musicólogo V. Zuckerkandl (Viena) en el que se presenta la lógica musical como lógica relacional del ser: en ella parecen encajar y ajustarse realidades y tonalidades dife rentes en una engramática diatónica y cromática en la que se enarmonizan a modo de mysterium coniunctionis (C.G. Jung). La compresencia de C.G. Jung al frente de este volumen de Eranos no es gratuita. Se trata de un escrito que Jung proyec tó para presentar los primeros volúmenes de Eranos en el ám bito americano. En su breve introducción, el psicólogo suizo inspirador del Grupo de Ascona habla de la búsqueda por par te de Eranos de lo central, común y trascendental, es decir, lo «arquetípico». En el propio texto se hace hincapié en la ver tiente espiritual de lo arquetípico o arquetipal, así como en su universalidad —connotada como «internacionalidad» frente a los nacionalismos emergentes tumultuosamente (lo que es bien significativo del escrito, fechado en mayo de 1939).8 En la intención profunda de su fundadora Olga Fróbe, la inspiración jungiana de Eranos debía conducir al Círculo ha cia una «ciencia del alma» capaz de investigar al homo interior (hombre interior). Las conferencias seleccionadas a continua ción son una buena muestra de la larga fenomenología del alma humana a que Eranos se dedicó, año tras año, desde 1933 hasta nuestros días: Anuarios que constituyen la mayor reserva simbólica del hombre torturado del siglo xx. En este momento de cambio de siglo y de milenio, su presentación y estudio entre nosotros puede ayudarnos a las nuevas confron 8. Sobre los arquetipos jungianos como ocurrencias universales y actitudes habi tuales, véase la obra de Miguel Serrano, El círculo hermético, Madrid, 1992, pp. 145 ss. Los arquetipos comparecen como imágenes numiñosas en las mitologizaciones que llevamos a cabo e.g. de nuestros padres; véase al respecto Th. Seifeit, Lebemperspektiven der Psychologie, Olten, 1981. Quizá podríamos decir que la primera paite de la vida es mitologizadora, mien tras que la segunda paite sería desn i i lologizadora y, por tanto, complementaria o compensatoria.
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taciones culturales que se avecinan. Pues nadie como Eranos ha sabido captar mejor ese «tiempo afectivo» en el que, como en la novela Niebla de Unamuno, no pasa nada y pasa todo: porque aquí la trama del acontecer exterior o historia se ex presa en la urdimbre del acontecer interior o intrahistoria. Nota bibliográfica
Proemio
INTRODUCCIÓN A ERANOS*
Carl-Gustciv Jung
Inspirador de Eranos
He aquí las procedencias de los textos de los autores de Eranos: Erich Neumann: Eranos-Jahrbuch, 25 (1956). Mircea Eliade: Eranos-Jahrbuch, 30 (1961). Gilbert Durand: Eranos-Jahrbuch, 49 (1980). Hayao Kavvai: Eranos-Jahrbuch, 54 (1985). Victor Zuckerkandl: Eranos-Jahrbuch 30 (1961).
El volumen de textos que presentamos es una composición aparentemente heterogénea, e imagino que al lector puede no resultarle muy íácil comprender sus relaciones en este extenso laberinto de problemas filosóficos, religiosos, psicológicos y mitológicos. Siendo una selección de conferencias pronuncia das en los Encuentros de Eranos, el libro no reclama ser una representación completa de materia alguna. Por el contrario, ha sido recopilado para referirse a varias esferas del conoci miento, que casi nunca encontrarían un lugar común entre las cubiertas de un mismo volumen. La especialización de nuestro tiempo tiende a producir acumulaciones de investigaciones es pecíficas en libros y revistas, extensamente separadas de otras secciones que guardan su tesoro de conocimiento con igual * Ofrecemos a continuación la introducción que realizó C.G. Jung, el gran psicó logo inspirador del Círculo Eranos, para la primera edición americana de los En cuentros Eranos: se trataba, como refiere el propio texto, de una selección de confe rencias escritas tenidas entre 1933 y 1938. En realidad, el texto no llegó a ptulogar el susodicho volumen americano de Eranos, habiendo sido editado posteriormente por W. McGuire en la revista jungiana Spring (1984), fundada por el Analytical Psychological Club of New York, transferida en 1970 a Spring Publications, bajo la dirección de J. llillman. Agradecemos aquí esta transcripción inédita, tanto a los herederos de Jung como a la propia revista Spriiig. La traducción del original inglés se debe a Roberto Ortega.
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celo. El peligro de tal especialización, necesaria por otro lado, consiste en el estrechamiento del horizonte y en la endogamia que inevitablemente sigue al aislamiento mental. Ningún tra bajo de investigación serio puede ser hecho en nuestros días sin una especialización igualmente seria. La enorme extensión del conocimiento excede la capacidad de un único cerebro, que solo (no) podría ser capaz de formar una síntesis de las innumerables partes aportadas por cada departamento. Inclu so el genio más grande, equipado con un fabuloso poder memorístico, estaría obligado a permanecer como un diletante incompetente en no pocas materias Se debiera, sin embargo, reunir todos los resultados e informaciones de cada rama del conocimiento para crear una completa descripción de nuestro mundo. Tal deseo ha sido expresado hace mucho tiempo. Pero como es poco menos que imposible establecer una compara ción cuidada de todos los detalles y conocimientos, se debería buscar una plataforma o un concepto que sea común a varias formas de conocimiento. Sería posible entonces reunir las va rias contribuciones en tomo a un problema central. Los Encuentros de Eranos son tal tentativa: un número de eruditos se reúnen juntos anualmente, y ciertas ideas, que ex presan el interés filosófico, religioso y psicológico de la huma nidad de hoy en día, son seleccionadas. Estas ideas forman el núcleo de un simposio de doctos colaboradores. Como el lec tor verá por los títulos de los ensayos, es una relación de apor taciones acerca de la perspectiva espiritual de nuestro tiempo. El propósito de los encuentros es dar a cada idea o problema un extenso tratamiento desde diferentes aspectos. Las ideas de búsqueda e iniciación, de redención, de desarrollo espiritual, etc., son tratadas desde el punto de vista de las religiones com paradas, mitología, historia, filosofía y psicología. Es una nue va y única tentativa, que surgió a través de la iniciativa perso nal de la señora Froebe-Kapteyn. Cada encuentro tiene un tema, y los ensayos de este volumen (escogidos entre un nú mero mucho mayor) representan algunas de estas materias. Rousselle se ocupa del problema del primer encuentro en 1933, cuando tuvo lugar un simposio acerca de «Yoga y medi tación en Oriente y Occidente», desde el punto de vista de va rias civilizaciones y tiempos. Siendo un sinólogo, nos muestra 16
cómo procede el Taoísmo a este respecto. Tres ensayos (Masson-Oursel, Puech y Speiser) tienen que ver con los varios as pectos de la redención en la religión y filosofía hindú, el maniqueísmo y Plotino. Otros aspectos de la religión y filosofía hin dú están representados por tres colaboradores, el señor RhysDavids, presidente de la Sociedad Pali, y los profesores Ilauer y Zimmer. El pensamiento cristiano encuentr a una apropiada interpretación en el ensayo de Buonaiuti sobre la Ecclesia spiritualis. Tres ensayos más (Zimmer, Jung y Przyluski) se ocu pan de las cuestiones psicológicas relativas a los mitos hin dúes, a las visiones del alquimista griego Zósimo, y al arqueti po de la Gran Madre que fue el tema del último Encuentro de Eranos. Las colaboraciones de Eranos tienen que ver no sólo con las ideas de Occidente, sino también con los tesoros de la mente oriental, de modo que se hacen patentes muchos pun tos de contacto entre el pensamiento oriental y occidental. A pesar de la enorme variedad de estas contribuciones en forma y contenido material, todas ellas son relativas a ideas centrales y trascendentes —a la ideología y fenomenología del camino de la salvación o redención. El estudio de estas mate rias exige ineludiblemente una investigación detallada y exacta sobre los factores arquetípicos que gobiernan este campo. Una gran parle de las conferencias tenidas en los últimos años tienen que ver con los arquetipos: el tema central de la conferencia Eranos de 1938 fue el arquetipo conocido como la Gran Madre. Un archivo de material iconográfico, recogido por la señora Fróbe-Kapteyn, está disponible durante las conferencias, ilus trando los materiales tratados. Desde 1933 las conferencias han estado principalmente in teresadas en las religiones precristianas. La conferencia de 1940 y las siguientes ensayarán un concienzudo estudio de la Era Cristiana, comenzando en 1940 con el tema «Orígenes y comienzos de la Cristiandad». En un tiempo en el que la conflictividad política y el reca lentado nacionalismo están destruyendo las relaciones intema17
dónales, los Encuentros de Eranos son un refugio de paz, donde aquellos que están intentando mantener e incrementar los tesoros de la mente y el espíritu, pueden encontrarse y co operar. Los colaboradores de este volumen pertenecen al me nos a cinco naciones diferentes. Küsnacht-Zürich 15 de mayo de 1939
EL HOMBRE CREADOR Y LA TRANSFORMACIÓN* Erich Neumann
i El tema que se nos propone esta vez en Eranos es tan in menso que todavía ahora me resulta difícil librarme del senti miento de insuficiencia que me ha suscitado. «Transformación creadora» es una combinación de dos palabras que, ya por se parado, implican todo un mundo misterioso y desconocido. La palabra «transformación» por sí sola resulta terriblemente rica, pues ¿qué es todo el trabajo de C.G. Jung desde su obra inicial, Transformaciones y símbolos de la libido, hasta los estudios so bre la alquimia y los últimos trabajos, como el del simbolismo de la transubstanciación en la Misa, sino un incansable intento de comprender lo que significa la «transformación»? ¿Como evitar que al atender al adjetivo «creador» a uno le asalte un sentimiento de fracaso total? Aquí aparece la imagen del Dios creador y de la creación, allí el signo del I-Ging llama do «lo creador», ese símbolo que con sus seis rasgos masculi nos se encuentra en el inicio del Libro de las transformaciones, poniendo de relieve la relación primordial que vincula «trans formación» con «creación». Entre estas grandes imágenes, la * Traducción Luis Garagalza.
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del Dios creador, por un lado, y la del mundo divino en trans formación, por el otro lado, surge el mundo creador humano, el mundo de la cultura y de la creatividad, que es precisamen te lo que hace que la relación entre los hombres y, en general, su vida en el mundo sea algo digno de ser vivido. Todo cambio, todo fortalecimiento y todo debilitamiento, toda ampliación y toda reducción, todo desarrollo, todo cam bio de situación y toda conversión pertenecen al ámbito que se circunscribe con la palabra «transformación». Tanto la cura ción como el enfermar están vinculados con el término trans formación; tanto la reorientación de la conciencia como su desaparición en el éxtasis místico tienen el carácter de «trans formación». La normalización y la adaptación de un neurótico a un determinado medio cultural puede ser vista por alguien como una transformación de la personalidad, mientras que otro puede diagnosticar una vivencia que reorganiza toda la personalidad como una enfermedad y un derrumbamiento de la personalidad. Además, ¿no se considera también que las múltiples orientaciones religiosas, psicológicas y políticas im plican transformaciones? Ahora bien, si se reconoce la limita ción y la relatividad de cada punto de vista, ¿cómo vamos a pensar que la psicología dispone de criterios para poder afir mar algo sobre la transformación y, más aún, sobre la trans formación creadora? Los cambios parciales de la personalidad, y en especial los cambios en la conciencia, son las transformaciones más nor males y frecuentes, sin que ello implique que hayan de ser olvidadas o considerados como irrelevantes. Los procesos del desarrollo normal de la persona (como son el desarrollo del Yo y de la conciencia, el centramiento de la conciencia en torno al complejo del Yo, la especialización y diferenciación de la conciencia, su orientación en el mundo y su adaptación a él, su ampliación por la adopción de nuevos contenidos, etc.) son ciertamente procesos de transformación de gran importancia. Tanto el tránsito de la infancia a la madurez, o de la ignoran cia a la cultura, como la apertura a las diferentes culturas y a las diversas épocas están vinculados a transformaciones decisi vas de la conciencia. Hemos de tener presente que hace relativamente poco 20
tiempo que el hombre moderno ha llegado a la conclusión de que, en la práctica, las únicas transformaciones decisivas son las transformaciones de la conciencia, es decir, las que afectan sólo a una parte de la personalidad. Todavía hoy en día, cuan do la psicología profunda ya ha comenzado a impregnar, de un modo hasta hace poco insospechado, la concepción del mundo propia del hombre moderno, la educación se preocupa casi exclusivamente por las transformaciones de la conciencia y de la actitud consciente (y ello cuando no se limita a con templar lo establecido como algo que no precisa de transfor mación). La psicología profunda ha enseñado a este respecto que los cambios de conciencia que no se dan conjuntamente con cambios de la parte inconsciente de la personalidad resul tan poco eficaces. Si bien es cierto que la orientación intelec tual puede provocar cambios importantes, la mayoría de las veces esos cambios se limitan a un ámbito parcial de la con ciencia. Por el contrario, los cambios parciales en el incons ciente personal, es decir, en los «complejos», repercuten tam bién sobre la conciencia, y los cambios que se dan mediante los arquetipos del inconsciente colectivo afectan casi siempre a toda la personalidad. Las transformaciones más impresionantes son aquéllas en las que una conciencia centrada por el Yo, y aparentemente encerrada en sí, resulta violentamente conmocionada, es decir, las que se caracterizan por la «irrupción» más o menos repen tina de lo inconsciente en la conciencia, por la obsesión. Este carácter irruptivo se manifiesta con mayor intensidad en el contexto de una cultura basada en la fortaleza del Yo y en la sistematización de la conciencia. Por el contrario, las culturas primitivas, que se encuentran abiertas al inconsciente, y las culturas vinculadas a las potencias por medio de rituales están más predispuestas a acoger lo que irrumpe. En este último caso las irrupciones no tiene un carácter tan violento, pues aquí la separación entre la conciencia y el inconsciente no es tan grande como en el primer caso. En una cultura cimentada sobre la separación de los siste mas psíquicos las irrupciones de este tipo son experimentadas por el Yo como algo «extraño» y «violador» (y, en parte, hay buenos motivos para ello). Si la personalidad está socavada o 21
permeabilizada a consecuencia de un desarrollo patológico o si el Yo y la conciencia no se encuentran suficientemente afianzados y sistematizados, entonces la capa caótica de los contenidos reprimidos y emocionalmente cargados, que la co lectividad suele mantener bien frenada, se infiltra imparable hacia arriba por los lugares más débiles provocando una au téntica invasión de la personalidad. Pertenecen también a este ámbito de disturbios psíquicos las irrupciones provocadas por alguna perturbación del funda mento biológico de la personalidad, es decir, por enfermeda des orgánicas, por infecciones, por hambre, por sed, por ago tamiento, por venenos o por medicamentos. También caen dentro del ámbito de estos fenómenos las transformaciones que conocemos como conversiones repenti nas o iluminaciones, en las cuales la irrupción sólo atañe al Yo y a la conciencia. Aquí la irrupción en la conciencia no es vista como algo «extraño» a la personalidad total, pues sólo repre senta la declaración de un desarrollo que se había preparado y madurado durante largo tiempo en el inconsciente de la pei-sonalidad, el desencadenamiento de un proceso de transforma ción que existía ya hace tiempo, pero que hasta ese momento no había sido perceptible para el Yo.1 También pueden apare cer como «irrupciones» psíquicas las obsesiones que acompa ñan a una «producción» o a un proceso creador. La transformación psíquica y la normalidad no se oponen, sin embargo, en lo fundamental. Así, por ejemplo, las fases del desarrollo biopsíquico normal (la infancia, la pubertad, la ma durez y el climaterio) son, al mismo tiempo, periodos de trans formación, subjetivamente críticos, de la personalidad. En todo desarrollo normal tienen lugar una serie de trans formaciones que están regidas por las dominantes arquetípicas. Resulta muy difícil, sin embargo, separar lo personal-indivi dual de lo arquetípico, pues la cristalización de lo arquetípico en la ontogénesis es algo que acontece en lo personal-indivi dual. En este sentido podemos y tenemos que considerar la sucesión de las distintas fases como si constituyera una bio-
grafía individual. Cada infancia es tanto «la Infancia» como mi infancia. Aun siendo dichas fases comunes para toda la especie, representan al mismo tiempo un destino único, pecu liar e individual. Son transformaciones naturales que afectan totalmente al individuo, tanto en lo biológico como en lo psi cológico, tanto a la conciencia como al inconsciente, tanto a la relación entre éstos dos últimos como a la relación de la per sonalidad con el mundo y con los otros hombres. La intensi dad con que se dan estas fases de transformación y el alcance que tienen varía mucho con cada persona, pero la infancia, el amor, la maduración, la vejez y la espera de la muerte se vivencian y se interpretan casi siempre como crisis marcadas por el destino, como irrupciones, como hundimientos y renaci mientos. Por eso la cultura ha emplazado en esos lugares de tránsito rituales a través de los cuales lo que el desaíro! lo tiene de puramente natural es elevado hacia la conciencia de las vivencias de la transformación anímica.2 Esto quiere decir que todas las culturas saben que el hombre es algo que se transfor ma y que el mundo es algo que se transforma con él y para él. La religión y el ritual, la fiesta y la costumbre, las iniciacio nes comunitarias y la experiencia del destino influyen al mis mo tiempo sobre el individuo y sobre la colectividad; vinculan, por un lado, al individuo con la cultura de su grupo y, por el otro lado, conectan a la colectividad con la experiencia profun da del individuo. El hecho de que los ritos y las fiestas de transformación se celebren casi siempre coincidiendo con las divisiones del año viene a mostrar que el carácter transforma dor del desarrollo humano es vivido como si estuviera unido de alguna manera con el carácter transformador del mundo natural. Es decir, el simbolismo natural de los fenómenos de transformación psíquica no se concibe como algo meramente natural, sino que se realiza en su auténtica identidad de lo exterior y lo interior: así entre la nueva conciencia, el naci miento de la luz y el solsticio de invierno se descubre una correspondencia similar a la que se da entre la resurrección, el renacimiento y la primavera, entre la introversión, el descenso
1. W. James, Varieties of Religious Experience (traducción española: des de la exi>erieiicia religiosa, Península, Barcelona, 1986).
2. Cfr. E. Neumann, «Zur psychologischen Bedeutung des Ritus», en Kulturentwicklimg und Religión, Umkreisung der Mitre, 1.1.
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a la cueva, el viaje al Hades y el otoño, entre el ocaso, el oeste y la noche o entre la victoria, el este y la mañana. La cultura vuelve consciente y realza la transformación na tural de las fases del desarrollo, cosa que puede suceder bien al unísono para todos los integrantes del grupo, bien de un modo individualizado, como ocurre en los Misterios y en las sociedades iniciáticas. Esto quiere decir que el hombre no sólo sabe que es algo que se transforma y qué se ha de transfor mar, sino que también comprende que esta transformación es pecíficamente humana no es algo exclusivamente natural. Como es bien sabido, el hombre de las culturas primitivas «tiene» que ser iniciado. Aquí lo que cuenta no es la edad, es decir, la transformación impuesta por la naturaleza, sino la transformación iniciática establecida por la colectividad, esto es, un proceso de transformación específicamente humano, transmitido, superior, que excede a la naturaleza. En dicho proceso se confirma el lado espiritual de la colectividad, el mundo arquetípico vinculado al correspondiente canon cultu ral, vivenciándolo y celebrándolo como la fuente creadora de la existencia individual y colectiva. Lo decisivo a este respecto no radica en cómo se realizan esos Misterios, si con la ayuda de sacramentos o por otros medios, sino en el hecho funda mental, que probablemente une a toda la humanidad, de que en ellos tiene lugar una transformación inducida culturalmen te por la colectividad que socializa al individuo. Resulta indu dable que estos ritos de transformación que realzan lo natural tienen una intención y una eficacia regeneradora. En la actualidad este realzamiento cultural de las fases na turales de transformación no se da apenas y, sin embargo, to davía sigue actuando la fuerza curativa natural del inconscien te (al menos por lo que concierne al hombre sano, cuya vida se encuentra, en todas sus fases, bajo la influencia compensa dora de la psique con su tendencia hacia la totalidad). Ya hemos señalado cómo la transformación biopsíquica afecta siempre a la personalidad total, mientras que, por el contrario, la obsesión provocada por un complejo personal, por un contenido emocionalmente acentuado, sólo conduce a una transformación parcial, avasallando además a la concien cia y a su centro, el Yo. Esto podría inclinarnos a pensar que 24
Jos complejos del inconsciente personal se contraponen, como
algo negativo, a los contenidos arquetípicos del inconsciente colectivo. Pero tanto en la consideración del hombre sano como en la del creativo y hasta en la del enfermo, suele ser imposible aislar completamente los complejos personales de los contenidos arquetípicos que tras ellos subyacen. Por más que el fenómeno de la obsesión pueda ser referido a un complejo del inconsciente personal, y éste pueda a su vez ser reducido, por ejemplo, a un sentimiento de inferioridad, a una fijación materna, o a una constelación de angustia, un tal planteamiento reduccionista es totalmente insuficiente en los casos en que el complejo resulta ser productivo. El hecho de que un complejo del «inconsciente personal» en lugar de des embocar en una neurosis resulte productivo implica que, es pontánea o reactivamente, ha resultado beneficioso para la personalidad: que, traspasando lo «exclusivamente personal-fa miliar» del complejo, la ha impulsado hacia una significación colectiva; que la ha vuelto creadora. En realidad, este complejo personal (un sentimiento de inferioridad o un complejo mater no, por ejemplo) ha de ser visto como un arranque inicial que impulsa hacia una producción ya sea de tipo religioso, artísti co, científico, político, o de otro tipo. En este contexto el término «sobrecompensación» viene a indicar que el complejo personal del individuo, que es en prin cipio indiferente para la humanidad, no ha degenerado en una enfermedad (igualmente indiferente para la humanidad), sino que ha provocado algo que —en tanto que producción— sí concierne en alguna medida a la humanidad. Es decir, que el arranque inicial, representado, por ejemplo, por un complejo de inferioridad, no se queda estancado en fantasías patológi cas, sino que, por el contrario, este complejo-herida viene a «abrir» en la personalidad algo auténtico y significativo para la colectividad. Que esta apertura lo sea a un contenido del in consciente colectivo, a un contenido del canon cultural de la conciencia colectiva, o bien a su alteración, es algo que sólo tiene una importancia secundaria. Mas, habida cuenta de que todos los hombres tienen «complejos»,3 lo mismo el hombre 3. C.G. Jung, «Allgemeines zur komplextheorie», en Ueber psychische Ener¡¡etik 25
normal que el enfermo y el creador, lo que nos importa ahora es la cuestión de la diferencia entre sus respectivos modos de reaccionar ante los complejos del inconsciente personal que están inevitablemente presentes en todo desarrollo individual. La psicología profunda ha mostrado que la vida psíquica del individuo posee una fuerte tendencia a realizar la persona lidad total. Ya desde el comienzo de la vida se manifiesta una tendencia a establecer un equilibrio interno en la personalidad y a compensar las perturbaciones del desarrollo, contrarres tando cualquier exceso o unilateralidad mediante movimientos que suelen ser inconscientes. El principio de la autorregula ción del individuo, que rige tanto en el ámbito de lo orgánico como en el de lo psíquico, se manifiesta como la tendencia a que la «situación psíquica lábil» que es el núcleo del complejo personal quede reintegrada en la totalidad, y en esta dirección apuntan las fantasías que se desarrollan en torno al complejo. Estas fantasías resultan de la combinación, promovida por el propio inconsciente, de los complejos exclusivamente persona les con las representaciones inconscientes, y aunque se las sue le considerar como meras imágenes del deseo o como repre sentaciones de omnipotencia, al interpretarlas así se olvida que tienen un efecto constructivo. Como están enlazadas con con tenidos arquetípicos, esas fantasías imprimen una nueva orientación a la personalidad estancada y regresiva, guían a la vida psíquica hacia una progresión y permiten que el indivi duo llegue a ser productivo. Pues cuando se consigue conectar con una imagen originaria, con una realidad arquetípica, se suscita una transformación que se caracteriza por su produc tividad. En el caso del desarrollo normal el Yo logra fortalecerse lo suficiente como para poder vencer el complejo personal con la ayuda, por ejemplo, de las fantasías de salvación o de grande za que lo ponen en conexión con el mito del Héroe y permiten que el Yo se identifique con el Héroe, símbolo arquetípico de la conciencia. En estas fantasías que surgen bajo el control de la realidad se desarrolla también una ambición natural que
viene a estimular la producción cultural. Este control de la realidad implica la aceptación del canon cultural y de sus valo res, sobre los que ahora se extiende la ambición. El contenido Je esta ambición puede ser muy variado; puede manifestarse como deseo de ser «masculino», o «femenina», sensato, pode roso, hábil, valiente, etc. Se trata pues, de una ambición que está referida a aquella parle del canon cultural que está direc tamente relacionada con el complejo personal. Generalmente este tipo de «transformación» tiene el mismo significado que el concepto, nada claro por cierto, de «sublimación». En este contexto «sublimación» significaría aquella culturización y so cialización del individuo que viene posibilitada por la puesta en conexión del complejo con lo arquetípico. En el caso del neurótico lo que ocurre es que no se logra realizar el proceso de transformación del complejo personal o que éste se realiza sólo de un modo incompleto,4 quedando así el individuo regre sivamente estancado en su propio mundo de fantasías. En el caso del hombre creativo, por su parte, dicho proceso transcurre de un modo bien distinto, del que nos ocuparemos más abajo con detenimiento. En el transcurso del desarrollo se va instaurando una sepa ración de los sistemas psíquicos que impulsa a la conciencia a adoptar una actitud defensiva frente al inconsciente y promue ve también la formación de un canon cultural, que suele estar más orientado hacia la estabilidad de la conciencia que hacia los fenómenos transformativos de la conmoción. De este modo el ritual va perdiendo su carácter regenerador, que es precisa mente lo que, en nuestra opinión, constituye el núcleo de los fenómenos de transformación psíquica. La disolución del gru po originario y el individualismo que acarrea la dominancia del Yo consciente hacen que el ritual llegue a tener tan poca eficacia como el arte: nos aproximamos así a la crisis del hom bre moderno que se caracteriza por la nítida separación entre los sistemas, por la escisión entre la conciencia y el incons ciente, por su neurosis y por su incapacidad para la auténtica transformación creadora y totalizante.
und das Weseit der Trüumc (trad. esp.: «Generalidades sobre la teoría de los comple jos», en Energética psíquica y esencia del sueño, Paidós, Buenos Aires, 1976).
4. No podemos ocupamos aquí de las causas de este fracaso, que la mayoría de las veces se ha de buscar en alguna perturbación del desanclo del yo.
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En esta situación de crisis el proceso de individuación (con su mitología individual, con sus ritos individuales y con el plan teamiento de la problemática de la transformación individual) adquiere una carácter marcadamente compensatorio. No nos ocuparemos aquí, sin embargo, del problema de los procesos de transformación en la individuación ni de su relación con el principio creador universal, pues estas cuestiones ya han sido exhaustivamente considerada en la obra de C.G. Jung. La unilateralidad de nuestra conciencia cultural hace que el individuo se consolide hasta tal punto que corre el riesgo de que se le esclerotice totalmente la conciencia, perdiendo así su capacidad de transformación psíquica. En este contexto el Yo se reduce a ser un «Yo solo», a ser algo «egoísta» que está cerrado tanto a la otredad del Sí-mismo, de la totalidad pro pia, como a la otredad de lo exterior, del mundo y de las de más personas. Pues bien, esta «egotÍ7.ación» de la conciencia bloqueada y rigidifícada se complementa con la lormación del «ideal del Yo». A diferencia del Sí-mismo, entendido como el centro de la totalidad viva y real que se transforma y que mueve a la transformación, el ideal del Yo es tan sólo una ficción y una construcción artificial y reactiva que se constituye bajo la pre sión de la consciencia* colectiva, del Super-Yo ligado a la tra dición y viene a imprimir en el individuo los valores de la colectividad, colaborando así en la represión de los rasgos in dividuales que se desvaan del canon cultural. En este ideal del Yo reside la pretensión, culturalmente condicionada, de ser distinto a como realmente se es, pretensión que se basa en un auto-rechazo y una auto-represión, consciente e inconsciente al mismo tiempo, que promueve tanto la formación de esa personalidad aparente que llamamos «Persona» como al des doblamiento de la Sombra. El proceso de formación del ideal del Yo por la necesidad de adaptación al canon cultural puede ser algo en sí mismo * Traducimos con el término «consciencia» (a diferencia de la «conciencia» psi cológica: Bewusstsein) la palabra alemana Gewissen que en este marco se refiere a la instancia moral que representa en el individuo los valores vigentes en la sociedad (N. del T.).
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normal, siempre que, y esto es lo decisivo, se mantenga viva la experiencia del Sí-mismo individual y la vinculación con las fuerzas transformadoras y creadoras del inconsciente. Pero en una situación de esclerotización como la que caracteriza a nuestra conciencia el Yo y el ideal del Yo se radicalizan hasta tal punto que se corre el riesgo de que el Yo quede aislado respecto del inconsciente y de que pierda la relación con el Sí-mismo. La represión que suele acompañar a la rigidez de conciencia potencia la creación de un submundo dotado con una peligrosa carga emocional y que pugna por irrumpir destructivamente en el mundo dominante. En este submundo se constela todo aque llo que se opone al dominio de los vencedores: los dioses derro tados y reprimidos, los daimones y titanes, etc. Mas, como el propio mito afirma, con esta represión no se consigue que esas potencias se transformen; lo único que se logra es mantenerlas encadenadas durante cierto tiempo. Un buen día, cuando los dioses de la conciencia dominante lleguen a su ocaso, el viejo Satán, el viejo Loki, los viejos titanes irrumpirán de nuevo sin haber experimentado la más ligera tansformación y tan podero sos como el día de su sometimiento. Cuando se contempla el transcurrir de la historia desde la perspectiva de este final, en el que sólo una nueva intervención de la divinidad creadora po dría proporcionar la victoria y un nuevo comienzo, no queda otro remedio que aceptar que esa historia es algo que carece de sentido. Persiste al final la misma oposición entre los poderes que inicialmentc habían desencadenado la lucha y la exclusión, y las potencias que no han sido transformadas tendrán que se guir siendo excluidas —como afirma simplificadamente un pa radójico dogma— por toda la eternidad. El surgimiento de lo nuevo, de ese «tercero» hacia el que apunta la originaria desa venencia entre los opuestos, sólo será posible si retorna la figu ra del Salvador, y no precisamente como un juez, según afirma el viejo mito, sino como un transformador, según parece querer decir el nuevo mito. Mientras tanto, es decir, mientras nuestra realidad siga do minada por la separación de los opuestos en el interior de la propia realidad así como por la peligrosa escisión entre el mundo de la conciencia y el mundo del inconsciente, el mal
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aparecerá preferentemente, cuando no definitivamente, en dos figuras totalmente distintas, pero que se corresponden estre chamente. Lo que se opone al mundo originariamente anima do de la transformación. Satán, es, por un lado, la rigidez —esa rigidez que atenaza, por ejemplo, a nuestra cultura, impidien do que se transforme—, pero es también, por otro lado, su opuesto, es decir, el caos. Al Diablo le corresponde todo lo rígido, lo sólido, lo inmu table, lo evidente, lo que se sabe seguro en sí mismo y lo que con su autocerteza (según la cual siempre hemos de poner el Yo allí donde antes estaba el Sí-mismo) impide que se dé la transformación, que surga lo creativo, es decir, lodo lo que obstruye la revelación. Cuando se adopta esta actitud se ignora profundamente la situación del hombre, del Yo y de la con ciencia, y se devalúa el fenómeno fundamental de la existen cia, que consiste en el hecho de que toda criatura ha sido crea da por la vida que está en eterna transformación y que en su doble aspecto de muerte y hundimiento, por un lado, y de vida y transición por el otro, lo envuelve todo. La rigidez e inmuta bilidad diabólica es el peligro latente en todo aferrarse a algo y en toda obstinación, que son símbolos de que no se está abier to a lo que se revela. Tener ojos y no ver, tener orejas y no oír son los síntomas típicos y evidentes del estar cerrado a la lla mada de lo creadoramente vivo. La otra cara de este Diablo es el caos, que consiste en la inversión exacta de la rigidez. Conocemos por nosotros mis mos, y de sobra, cómo aparece este «otro lado» de nuestra rigidez de conciencia. Siempre que la rigidez del Diablo domi na nuestra conciencia y nuestra vida producimos en nosotros mismos lo amorfo; esa deformidad impura, opaca y carente de estructura que somos nosotros mismos en tanto que rnassa confusa; eso que no sólo carece de figura, sino que es enemigo de cualquier figura. El caos de la indistinción es, pues, la con trapartida de la distinción inmutable. Estas dos formas de lo negativo, la rigidez y el caos, se oponen directamente al principio creador, que incluye la transformación, es decir, no sólo la vida, sino también la muerte. El eje diabólico de la rigidez y el caos se cruza, pues, con el eje de la vida y la muerte, con el eje de la transforma 30
ción. En la vida inconsciente de la naturaleza no se da, sin embargo, ese cxuce y ambos ejes parecen coincidir, de tal modo que por lo general hay en ella una cierta inmutabilidad que, si bien llevada a su extremo sería rigidez, estaría ahora aliada a la vida y, correlativamente, hay también un cierto de sorden que, aunque no llega a manifestarse como caos, va uni do con el principio de muerte. La diferenciación y el cruce de estos dos ejes sólo comienza a darse en el ámbito de lo huma no, y en virtud del desarrollo de la conciencia y de la separa ción de los sistemas. Tanto el caos total como el orden inque brantable son fenómenos que sólo se dan en el ámbito de lo humano, mientras que la naturaleza no humana desconoce al Diablo en su doble faceta de rigidez y de caos. Por ello, cuando se concibe el oiigen mítico como una si tuación de caos, afirmando, contra toda verosimilitud, que el orden se habría desarrollado a partir de ese caos, lo que en realidad se está haciendo es dejarse seducir por la experiencia de la confusión reinante en la propia psique. Tiene lugar así una proyección de la experiencia parcial del surgimiento de la conciencia instauradora del orden. Esta conciencia, que presu me de poder comprenderse a sí misma, sigue aún en la actua lidad sin darse cuenta de que el surgimiento de su orden y de su luz es un proceso que se encuentra regido por un orden previo y por una proto-luz. Este mundo anterior a la conciencia y al inconsciente —que representa, por ejemplo en el caso del instinto, un orden espi ritual que ya indica el desarrollo de la vida orgánica desde mucho antes del surgimiento de la conciencia— sólo puede ser captado en un nivel al que nuestra experiencia cotidiana basa da en la conciencia polarizante no consigue llegar. El hombre vive en la experiencia cotidiana con la relativa estabilidad y seguridad que le proporciona el mundo fundado sobre el ca non cultural, y sólo de vez en cuando hay algún terremoto, algún movimiento subterráneo de las potencias reprimidas del caos, de los Titanes o de la serpiente del Midgard, que inquieta y perturba la tranquilidad de la colectividad. Tanto la capa de caos como el mundo del orden precaólico, que aún sigue vivo muy por debajo de aquélla, se encuen tran separados del mundo de la superficie por un cinturón 31
ígneo de emociones en el que el individuo medio, por buenos motivos, no suele decidirse a penetrar. En los tiempos tardíos de la cultura, y siempre que el propio canon cultural se siga encargando de acotar los lugares de acercamiento a las poten cias, al individuo medio le basta con aproximarse al ámbito volcánico y numinoso del luego subterráneo respetuosamente y con la debida distancia. Mas cuando el camino colectivo ha cia ese ámbito ya no resulta viable (cosa que ocurre, por ejem plo, en la actualidad), entonces se siente su presencia especial mente en las zonas de irrupción, entre las que se encuentran tanto las enfermedades psíquicas como esc fenómeno humano fundamental que es el proceso creador, el cual, si bien está en relación con aquéllas, es por su propia naturaleza algo total mente distinto Es cosa bien sabida que también entre los hombres creado res se dan fenómenos de obsesión. Ahora bien, a la hora de evaluar la relación entre la personalidad creadora y la trasformación, el individuo que queda fijado por la obsesión y cuya productividad descansa sobre una monomanía, es decir, sobre «una» idea fija, sólo ocuparía un rango inferior dentro de la jerarquía del hombre creador. Esto no quiere decir, empero, que su producción no pueda ser significativa, y hasta de gran importancia para la colectividad. La transformación creadora constituye un proceso total, en el que lo creador no comparece como una obsesión irruptiva sino como una potencia unida al Sí-mismo, al centro de la totalidad. Para poder librarse de la obsesión por un contenido particular es preciso que la centroversión, que es la principal fuerza productora de la personalidad, conserve su posición rectora, con lo cual la ley de la compensación psíquica hace que se instaure una relación dialéctica y constantemente reno vada entre los contenidos elaborados por la conciencia y los contenidos inconscientes que vuelven a constelarse. Se entra así en un proceso creador continuado que sería lo característi co de la transformación creadora. Lo creador, independiente mente de la modalidad de su aparición, es decir, independien temente de que se dé como una irrupción, como un proceso paulatino de crecimiento, o de ambos modos a la vez, afecta y transforma tanto a la conciencia como al inconsciente, tanto a 32
la relación entre el Yo y el Sí-mismo como a la relación entre el Yo y el tú. La transformación creadora total apunta siempre hacia un cambio tanto en el modo de referirse al tú y al mun do como en la relación con el inconsciente y con el Sí-mismo. El síntoma más evidente, aunque no el único, de que realmen te se está dando en el interior de la psique una transformación consiste en que se dé también un cambio en el modo de rela cionarse con la realidad exterior. La objetividad del proceso de transformación propio del hombre creador no se reduce a las «repercusiones personales» que éste pueda tener. Con bastante frecuencia ese proceso se basa en obsesiones y proyecciones, es decir, en influencias de muy dudosa procedencia, como puede comprobarse en el caso de alguien que se siente «guiado». Aunque en su forma más elevada es siempre una consecuencia del proceso creador, lo que resulta más evidente es su carácter de «obra» que sintetiza lo interno y lo externo, lo psíquico-subjetivo y lo objetivo. En todos los ámbito de la cultura, la obra, en tanto que «hijo» de su creador, es al mismo tiempo el nacimiento de la transfor mación anímica individual del autor (y de su totalidad) y algo objetivo que hace una aportación a la humanidad, es decir, que constituye una revelación creadora. El hecho de que en la actualidad el aspecto creador del arte se haya puesto de un modo tan peculiar en el primer plano se debe precisamente a que las fuerzas colectivas crea dora de símbolos, propias tanto del mito y de la religión como de los ritos y de las fiestas (entendidos todos ellos como fenó menos culturales vinculantes para la colectividad), han perdi do la mayor parte de su eficacia. El arte, que hasla el Renaci miento fuera la «ancilla», la criada, de la religión, de la cultura o del Estado, ha ido adquiriendo una influencia creciente so bre la conciencia, cosa que viene corroborada, de un modo impresionante, por el gran número de estudios que se dedican al arte de todos los tiempos y a los propios artistas. El alcance del cambio que se ha introducido con ello en nuestra concien cia es algo que se hace patente cuando se recuerda la posición social ocupada en su tiempo por un genio como Mozart, así como cuando se piensa que, también hoy en día, los músicos, pintores y poetas importantes pertenecen al grupo de los 33
«guías», y ello no sólo a nivel nacional sino también intemacionalmente. La importancia del hombre creador parece radi car precisamente en que su creación, en vez de representar al hombre típico sobre el que se modelan en un determinado momento las personas, constituye más bien una imagen ade cuada de la realidad unitaria original, de esa realidad que aún no ha sido diferenciada por la conciencia y que sólo puede ser mostrada por una personalidad creadora que actúe como una totalidad y desde esa totalidad. Nuestra cultura se caracteriza por una diferenciación tan unilateral de la conciencia que su desequilibrio ya apenas pue de ser corregido por la tendencia natural de la psique a la compensación. Cualquier intento de regresar a los símbolos antiguos o de mantenerse fiel a lo que queda de los valores simbólico-religiosos parece estar condenado al fracaso. Pues nuestra comprensión de esta simbólica, e incluso nuestra pre tensión de reafirmarla, implica que el símbolo ha salido ya del ámbito numinoso de lo creador y ha penetrado en el dominio de la asimilación consciente. Tampoco cambia nada en esta situación el hecho de que podamos saber que el símbolo con tiene algo numinoso que excede a nuestra conciencia. Mien tras el símbolo conserva su eficacia propia, es siempre suscep tible de interpretación, cabiendo el discutir hasta las interpre taciones más opuestas —cosa que se ve claramente en la histo ria de los dogmas de todas las religiones—; pero el objeto de las discusiones no es el propio símbolo, sino la realidad. Sobre lo que se discute es, por decirlo simplificadamente, sobre los atributos de la divinidad, no sobre la simbólica de la imagen de Dios. En la actualidad lo creador ya no reside en la simbólica de un canon cultural, sino en el «individuo singular» (G ros se Einzelne). Lo creador ya no vive apenas en los lugares reputados como sagrados, ni en los sitios, los tiempos o las personas que se le dedican, sino por todas partes, en cualquier sitio, de cual quier modo y en cualquier tiempo, es decir, de un modo mera mente anónimo. En virtud del ocultamiento actual de lo crea dor en el anonimato, no hay ya signo divino alguno, ni esplen dor visible, ni ninguna legitimidad demostrable que revele su procedencia. Hemos entrado así en una situación de indigen
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cia similar a la apuntada por aquella leyenda judía en la que el ¡Víesías está sentado como un mendigo ante las puertas de Roma, y espera. Y la respuesta a la pregunta por lo que espera reza: «a ti mismo». Esto quiere decir, empero, que lo creadorsalvador (y para el pueblo judío la salvación aún no ha llega do), además de haberse disfrazado como un hombre cualquie ra, es algo cuya indigencia y desamparo le hace depender de la ayuda que cualquiera pueda ofrecer a esta hombre cualquiera. Esta es nuestra situación, y cuando nos encontramos con lo creador (como siempre ha sido: en los «individuos singulares» y en los niños, en los enfermos y en la sencillez de la existen cia), nos ponemos ante él con la veneración que corresponde a alguna maravilla oculta, a algo que, bajo el vestido más humil de, puede encerrar y ocultar un fragmento de la divinidad. Lo esencial de la concepción veterotestamentaria según la cual el hombre habría sido creado a imagen de Dios se puede concretar en el hecho de que el hombre, a pesar de ser una criatura, es también un creador de sí mismo que ha de reali zarse para realizar esa comunidad de imagen. Esta creativi dad, cuando aparece, tiene el carácter de una revelación, si bien se trata de una revelación que se encuentra en estrecha conexión con la estructura psíquica a la que, y en la que, se revela. Una tal revelación no se puede separar del hombre, pues está unida a él de un modo íntimo, único e insustituible. Como lo creativo está enraizado por igual en lo más profundo y oscuro del inconsciente del hombre y en lo mejor y más elevado de su conciencia, es preciso concebirlo como el fruto de la totalidad de su existencia. Uno de los errores fundamentales de cara a la comprensión de la significación de lo creador consiste en exagerar la impor tancia del progreso que va desde el inconsciente hacia la con ciencia. Si se identifica el desarrollo de la conciencia humana con el desarrollo del pensamiento puede parecer, aunque erró neamente, que lo único que hace el hombre creador es inmer girse en mundos simbólicos arcaico-primitivos (al igual que le ocurriría al grupo que en el ritual y en la fiesta entra en con tacto con las capas profundas del inconsciente). Aunque ya va siendo hora de que se reconozca que este fenómeno no tiene sólo un carácter negativo sino también regenerador —un reco
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nocimiento éste que frecuentemente se oculta tras el velo de la sublimación—, sigue siendo habitual la teoría de que se trata de un modo arcaico y regresivo que puede, y debe, ser elimi nado o superado en el transcurso del desarrollo. Esta concep ción se encuentra en el fondo de todas las llamadas «visiones científicas del mundo» (y así también, por ejemplo, en el psi coanálisis), para las que la realidad simbólica y creadora no representaría más que una fase «precientífica» que ha de ser superada. Visto desde esta perspectiva, el tipo más elevado de hombre sería aquél que portase una conciencia radicalmente racional, mientras que el hombre creador de símbolos, aunque no llega a ser visto como un neurótico, representaría «propia mente» un tipo atávico. Queda, así, totalmente incomprendida la naturaleza propia del artista creador de símbolos, cuyo des arrollo y cuya producción creadora es vista ahora como una consecuencia de su fijación en una lase infantil no superada de la ontogénesis. También el símbolo resulta incomprendido, quedando la poesía, por ejemplo, reducida a la «infantilidad mágica» de la «omnipotencia del pensamiento». No nos cansaremos de insistir en que la relación entre lo creador y la realidad simbólica constituye la clave para alcan zar una comprensión ontológica no sólo del hombre, sino también del mundo. Para concederle a la fuerza creadora de símbolos el lugar que le corresponde es preciso reconocer que la realidad representada en el símbolo es más abarcante que la aprehendida en la conceptualidad puramente racional de la conciencia. La función que ejercen tanto los mundos simbólico-creadores como el propio hombre creador, función que tie ne una importancia decisiva para la capacidad de vivir y para la dignidad de la vida de la especie humana, queda devaluada de un modo extremadamente peligroso siempre que se consi dera al símbolo como el modo de concepción propio de una fase en la que se «carece» de una conciencia conceptual-racional. De todas formas tampoco se ha de olvidar que el análisis reductivo tanto del hombre creador como del no creador des cubre, en alguna medida, situaciones reales. Estos factoi'es personales son muy significativos tanlo para la terapia del en fermo como para la biografía del hombre creador. Mas el aná
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lisis del proceso creador comienza precisamente allí donde acaba el análisis reductivo, a saber, en la investigación de la relación o de la imbricación entre los factores personales y los correspondientes contenidos arquetípicos, es decir, inconscien tes y colectivos. Sólo en virtud de esta relación puede el indivi duo hacerse creador y puede su obra llegar a ser significativa para la colectividad. El análisis reductivo del proceso creador no es, pues, sólo falso, sino que además implica una amenaza para la cultura, pues impide la acción compensadora que ejer cen las fuerzas configuradoras sobre la conciencia cultural, provoca una acentuación de la unilateralidad en el desarrollo de la conciencia del individuo, y conduce a éste y a la cultura hacia una disociación neurótica. Resulta innegable, incluso para la perspectiva más raciona lista, que el desarrollo unilateral de la conciencia provoca lo contrario de lo que en principio se perseguía. La disociación entre la conciencia racional y lo inconsciente que acarrea la devaluación de la realidad del inconsciente creador de símbo los suele desembocar (y sin que el Yo-conciencia se dé cuenta en mucho tiempo de lo que está ocurriendo) en una situación de dominio encubierto de la conciencia sobre las potencias a las que niega y a las que pretende excluir. La conciencia se vuelve así fanática y dogmática, lo cual psicológicamente quie re decir que queda, paradójicamente, bajo el dominio de los contenidos inconscientes y que se da una rcmilificación in consciente de la propia conciencia. Esto es, precisamente, lo que le ocurre a la conciencia que se encuentra bajo el signo del racionalismo e intenta someter y controlar aquellos proce sos que, como son arquetípicos, resultan ser en realidad más fuertes que ella misma (cosa de la que ésta no se percata a causa de sus prejuicios). Tiene lugar así una elaboración in consciente de religiones y de mitos de la conciencia, como po demos ver, en pequeña escala, en el psicoanálisis y, a mayor escala, en la Alemania nazi y en la URSS. La cuasi-inquebrantabilidad de las actitudes dogmáticas de este tipo se deriva de que tienen un transfondo pseudo-religioso. También detrás de estos dogmas hay, pues, imágenes arquetípicas; son precisa mente aquéllas que la conciencia había decido evitar, si bien tales imágenes son sólo pseudo-religiosas, pues que, a diferen-
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cia de los auténticos contenidos religiosos, provocan una re gresión y una disolución de la conciencia. Aun cuando la conciencia estuviera realmente (y errónea mente) convencida de que las potencias arquetípicas del in consciente son algo arcaico y contrario a la conciencia, tendría que reconocer que para garantizar su desarrollo es necesario no perderlas nunca de vista, «tenerlas cuidadosamente en cuen ta», pues en el momento en que se piensa que no existen, la conciencia se convierte inconscientemente en su víctima. Si se considera la psique humana en su totalidad, en la que la con ciencia y el inconsciente se encuentran imbricados y se orde nan mutuamente como los distintos sistemas de un mismo or ganismo, se hace patente que lo que hace posible la prosecu ción del desarrollo de la conciencia es precisamente la existen cia de una relación viva entre la conciencia y las potencias creadoras del inconsciente. El proceso de adquisición de la conciencia no consiste ex clusivamente en llegar a ser consciente del «mundo exterior», sino también, y en la misma medida, en darse cuenta de que el ser humano se encuentra psíquicamente condicionado. Esla condicionalidad o relatividad psíquica no ha de ser interpreta da como una mera limitación provocada por la subjetividad y por la «ecuación personal» que viniera a enturbiar la manifes tación objetiva del mundo exterior, de eso que llamamos «la realidad». No se ha de olvidar que el mundo exterior que apre hendemos con nuestra conciencia bien diferenciada es sólo una parte o un «recorte» de lo real, y que nuestra conciencia se ha desarrollado y diferenciado como un órgano especial precisamente para poder captar dicho «recorte». En otro lugar hemos indicado que la claridad de nuestra conocimiento consciente, que descansa sobre la separación de los sistemas psíquicos y que disuelve el mundo unitario en la oposición polar entre el mundo y la psique, sólo se ha alcanza do al precio de una limitación decisiva en lo que se experimen ta de la realidad.5 Insistíamos allí también en que la experiencia de esta realidad unitaria implica un modo de aprehensión de la 5. Cfr. E. Neumann, «Dic Psychc und dic Wandlung der Wirklichkeitscbcncn», en Eranos Jahrbuch, XXI.
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realidad cualitativamente distinto al de la conciencia diferencia da y que, visto desde ésta, resulta ciertamente «confuso». La experiencia de la realidad unitaria, que tanto filogenética como ontogenéticamente precede a la experiencia de la rea lidad mediante la conciencia diferenciada, es preferentemente «simbólica». Nosotros, al principio, mirábamos al símbolo re trospectivamente desde la conciencia diferenciada y, analizán dolo en sus componentes, pensábamos que en él tenía lugar una proyección de algo interno sobre algo exterior; posterior mente, empero, hemos podido descubrir que la experiencia simbólica tiene un carácter primario, y que en ella la realidad unitaria es captada de un modo unitario y adecuado por una psique que todavía no se encuentra dividida por la separación de los sistemas, o que ya no lo está. Es decir, si bien antes afirmábamos que el hombre que experimenta simbólicamente un árbol proyecta sobre dicho árbol, sobre el objeto exterior, una imagen psíquica, interior, ahora dicha tesis nos resulta insostenible, por más que ello resulte evidente para el tardío Yo-conciencia del hombre moderno, que sólo experimenta el mundo unitario en tanto que lo divide entre lo interior y lo exterior. La experiencia simbólica, tanto la del hombre primitivo como la nuestra, no consiste en que un objeto-árbol exterior quede como fotografiado en la imagen-árbol interna. La perso nalidad que se vuelve de un modo unitario hacia la parte des conocida de esa realidad unitaria que denominamos «árbol» la experimenta en primer lugar simbólicamente. Es decir, la ex periencia del símbolo con su acento emotivo y su contenido de significación y sentido es algo primario y sintético, y el propio símbolo es la imagen unitaria de una parte del mundo unita rio. Las imágenes perceptivas, tanto internas como externas, son por el contrario algo secundario y derivado. En este senti do se puede comprender que la ciencia, que pertenece a nues tra conciencia aislante y aislada, descubra siempi'e en nuestras imágenes perceptivas restos de símbolos e intente introducir nos en un mundo desimbolizado y sólo pensable. Mas, a pesarde ese empeño, la percepción de imágenes se sigue imponien do a nuestra psique, de tal modo que con lo que seguimos encontrándonos es con símbolos, y no con «realidades», por 39
más que se trate de símbolos científico-matemáticos. Los me jores científicos, matemáticos y físicos experimentan estas abs tracciones simbólicas de nuestra conciencia como algo numinoso. Cabría decir, pues, que el aspecto emocional del sujeto que se había suprimido en la investigación reaparece ahora «en cierto modo en el objeto». Con el despliegue de la sustancia viva, que es en sí misma incognoscible, en el también incognoscible e inaprehensible mundo unitario se va planteando una contraposición y una diferenciación en virtud de la cual lo viviente (y posteriormen te también la psique) puede orientarse y adaptarse al mundo con la ayuda de las imágenes, haciéndose así capaz de vivir y de desarrollarse. Por este motivo decimos que tales imágenes «se adecúan al mundo». En este desaíro!lo surgen imágenes y concepciones simbólicas del mundo a través de las cuales se empieza a percibir una parte de la realidad unitaria. Posterior mente el proceso de diferenciación de la conciencia vendrá a dividir esa imagen simbólica unitaria en función de su propio esquema binario (interior-exterior, psique-mundo), establecien do así la distinción entre la imagen interna (o psíquica) y la externa (o física). Ninguna de ellas puede derivarse de la otra, pues son los fragmentos correspondientes que resultan de la división de la unidad simbólica originaria, siendo, por tanto, el árbol exterior imagen en la misma medida que lo es el árbol interior. Al árbol exterior le «corresponde» una parte de la rea lidad unitaria que, por ser inaprehensible, es captada a través de la imagen de un modo sólo relativamente adecuado; del mismo modo al árbol interior le corresponde una parte de la sustancia viva que en la imagen se capia con una adecuación también sólo relativa. No es posible derivar la imagen interior a partir del árbol exterior, pues también éste lo captamos a través de la imagen; tampoco se puede derivar el árbol exterior de la proyección de una imagen interna, pues la imagen inter na, al igual que la externa, no es algo primario. Tanto la ima gen interior como la exterior provienen de la imagen simbólica primaria del árbol, que es más adecuada a la realidad unitaria que esos sus derivados parciales que se refieren al mundo pos teriormente dividido. La «imagen simbólica primaria» no es, empero, algo com 40
plicado, ni tampoco algo ajeno a nuestra experiencia. En el momento en que, por el motivo que sea, adoptamos una «dis posición» determinada, las cosas que hasta entonces sólo ha bían sido un mero «objeto ahí enfrente» se transforman. El término participation mystique podría significar algo similar a lo que estamos diciendo, pero evoca excesivamente algo extra ño a nuestra experiencia. El que las cosas, por ejemplo un paisaje o una obra de arte, se «animen» o se «vuelvan transpa rentes»6 implica que se transforman en lo que hemos llamado «realidad unitaria». Las cosas, cuando se las considera de este modo, se convierten en algo «simbólico» que se dirige a noso tros de un modo nuevo, y a su través empieza a revelársenos algo desconocido; además de su ser totalmente como son, son también al mismo tiempo algo completamente distinto. Resul ta así que las categorías de «ser» y de «ser significativo» se entremezclan totalmente. Esto que estoy diciendo se hace patente cuando se recuer dan las descripciones que hace Huxley en su obra The Doors of Perception. La transformación psíquica que él mismo se provo ca artificialmente por la ingestión de mescalina le introduce en la percepción simbólica de la realidad unitaria. Lo que ahora contemplaba no eran unas llores dispuestas de un modo inusual. Estaba riendo lo que Adán había visto la ma ñana de su creación; el milagro, momento por momento, de la existencia desnuda. —¿Es agradable? —preguntó alguien. (Durante esta parte del experimento se grababan todas las conversaciones en un magnetofón y esto me ha permitido refrescar la memoria.) —Ni agradable ni desagradable —contesté—. Simplemente es. Istigkeit... ¿no era ésta la palabra que le gustaba usar a Meister Eckhart? «Es-encia»: el Ser de la filosofía platónica —salvo que Platón parece haber cometido el enorme y grotesco error de separar el Ser del devenir e identificarlo con la abstrac ción matemática de la Idea. Platón no hubiera podido ver nun ca un ramillete de flores brillando con su propia luz interior y poco menos que estremeciéndose bajo la presión del significado
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E. Neumann, «Kunst und Zcit», en Kimst und schópferisches Ubewussles,
Unikreisttug der Mine, i. III.
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con que estaba cargado; nunca hubiera podido percibir que lo que la rosa, el iris y el clavel significaban tan intensamente era, nada más y nada menos, que lo que eran —una transitoriedad que era, empero, vida eterna, un perpetuo perecimiento que era al mismo tiempo puro Ser, un puñado de momentos particula res y tínicos en los que cabía ver, por una paradoja indecible y sin embargo evidente, la fuente divina de toda existencia.7 Esla consideración sobre la índole del simbolismo que an tecede a nuestra conciencia puede ser vista como si viniera a confirmar nuestra anterior digresión teórica. Lo que I-Iuxley plantea aquí es que la visión y la producción, por medio de la religión, el lito, el mito, el arte y la fiesta, de un mundo simbó lico, tanto arquetípico como natural, además de tener un com ponente atávico tiene también un componente regenerativo (vinculado a su cualidad emocional y donadora de sentido), y que en dicho mundo se capta de algún modo un fragmento de la realidad unitaria. Esta realidad unitaria es más profunda, más primitiva y más completa que la realidad que puede cap tar una conciencia que tiene sus funciones bien diferenciadas y cuyo desarrollo se basa en la capacidad de distinguir con claridad las partes de una realidad ya polarizada. Podríamos comparar la diferenciación de la conciencia con lo que ocurre cuando cerramos los ojos para oír mejor y somos «todo oí dos». Esta supresión de la vista provoca una agudización y una profundización de la audición. Mas lo que así percibimos es sólo un recorte del todo de la realidad sensible que podría mos sentir en toda su riqueza si, en vez de limitarnos a escu charla, también la viéramos, la oliéramos, la degustáramos y la palpáramos. La realidad simbólica unitaria no es algo místico e inaprehensible; es el mundo que se intuye o vivencia sin la interven ción de la polaridad entre lo interno y lo externo que acompa ña a la separación de los sistemas, es decir, cuando esa polari dad aún no ha sido establecida o ya ha dejado de actuar. Ese es el mundo auténtico y total de la transformación que experi menta el hombre creador.
7. P. 17 (liad, esp.: Las puertas de la perfección, Pocket Edhasa, Barcelona, 1979).
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n En todo proceso de transformación, al igual que en todo proceso de creación, se pasa por ciertas fases de obsesión. Ser conmocionado, conmovido o encantado por algo es lo mismo que estar obsesionado por algo, siendo precisamente la fasci nación y la tensión emocional que acompañan a ese estado lo que hace posible tanto la concentración y la constancia del interés como el propio proceso creador. Hay motivos para po der interpretar cualquier obsesión bien como un estrecha miento y una unilateralidad o bien como una intensificación y una profundización. El exclusivismo y la radicalidad de ese «estar obsesionado» representa tanto una posibilidad como un peligro. Sin la aceptación de este peligro no es posible la crea ción auténtica; por ello el concepto de «la afronlación del peli gro», que corresponde al mito del héroe, presupone mucha más libertad de la que realmente posee ese Yo que ha sido invadido. El hecho de que los complejos autónomos puedan tener una influencia real implica que hay en la psique una cierta falta de unidad, es decir, que la psique, lejos de ser algo unitario, es más bien algo que está en proceso de integración, en un proceso que representa una tarca infinita. El mundo y el inconsciente colectivo son para el individuo como una vida inagotable que continuamente estuviera ofreciendo cosas nue vas y desconocidas que experimentar e integrar. En este senti do lo no integrado no es sólo algo inquietante, sino también algo que trae la transformación. Lo que produce la transformación no se encuentra exclusi vamente en los contenidos «grandiosos» del mundo y de la psique, en las irrupciones fatales y en las experiencias arquelípicas, sino también en los «complejos». Los complejos no tie nen un carácter exclusivamente negativo y patológico, sino que, por ser fragmentos del alma, son también los componen tes naturales de nuestra psique que pueden movilizar positiva mente la personalidad y provocar su transformación. Ya hemos indicado más arriba que la adaptación normal del individuo al canon cultural se r ealiza por la puesta en cone xión de los complejos con los arquetipos. El condicionamiento arquetípico de la psique infantil se afloja en el transcurso del 43
desarrollo de la conciencia a medida que se van entablando las relaciones personales con el ambiente y con el mundo contem poráneo y a medida que la ligazón con los grandes arquetipos de la infancia se va trasladando hacia el canon cultural. Esto ocurre en virtud de una acentuación creciente del Yo, de la conciencia y del ambiente. Para lograr la adaptación a la nor malidad se va reprimiendo el mundo de la infancia, en el que el acento recaía sobre la totalidad; se va evitando el contacto di recto con el Sí-mismo. También en el caso del hombre creador tiene lugar una puesta en conexión de los complejos personales con las imágenes arquetípicas, pero esta elaboración de los complejos no consiste en que se adapten al principio de reali dad representado por el canon cultural. El psicoanálisis pretende explicar la creatividad como algo derivado de un déficit constitucional; a un excedente pulsional, que malogra la infancia y hace quedar fijado a ella. Esta con cepción resulta de la aplicación mecánica a la psicología del hombre creador de los esquemas con que se interpreta al hombre medio o típico, tales como la ligazón pre-edípica, el miedo a la castración, la formación del super-Yo y el complejo de Edipo. Se viene así a atribuir su resolución anormal de la problemática infantil a un excedente pulsional, y su producti vidad a la supuesta «sublimación» de ese excedente. Se conci be, pues, el hombre creador como una variedad extremada mente dudosa de lo humano, que se mantendría, por su pro pia naturaleza, fijado en la infancia, estancado en el estadio pre-científico del símbolo. La sublimación y el reconocimiento por la colectividad vendrían a significar que con la ayuda del artista todos los hombres pueden disfrutar de una cierta infantilidad, siempre que ésta se encuentre púdicamente vestida o discretamente tapada (a esto se denomina «elaboración secun daria»). Según esla teoría, con la obra de arte el hombre me dio reactivaría de un modo indirecto sus viejos complejos in fantiles, viendo, por ejemplo, a su propio padre asesinado de nuevo por Edipo, por Hamlet o por Don Carlos (estos esque mas personalísticos tendrían que quedar insertados, incluso para el caso del hombre normal, en constelaciones arquetípi cas que se extienden mucho más profundamente). La diferencia entre el hombre normal y el hombre creador 44
no consiste, a pesar de lo que afirma el psicoanálisis, en que este último tenga un «excedente pulsional», sino en que en él se da desde el comienzo una gran agudización de la tensión psíquica. Su peculiaridad no radica exclusivamente en una re animación del inconsciente, sino también en una acentuación igualmente fuerte del Yo y de su desarrollo La peculiar agudeza (Wachhe.it) del hombre creador se ex presa en una gran tensión psíquica, así como también en su capacidad de soportarla. La mayoría de las veces el hombre creador suele poseer- ya desde niño esa agudeza, que no se identifica sin más con la conciencia reflexiva ni con una ma duración temprana del intelecto. Podríamos decir,con palabras de Hólderlin, que en estas condiciones el niño «dormita en un sueño despierto* (wachende)».8 Esta agudeza hace que el niño se abra a un mundo que le sobrepasa y se le impone por do quier como una inmensa realidad unitaria. En su doble di mensión de protección y de desamparo, el sueño despierto, en el que no se da la distinción entre lo interno y lo externo, constituye la pertenencia más propia e irrenunciable del hom bre creador; es el tiempo en el que tras cada sufrimiento y tras cada regocijo está el mundo entero e indiviso que le afecta de un modo infinito, aunque el Yo no se percate de ello. En esta experiencia infantil todo lo personal se encuentra unido a algo transpersonal-arquetípico y, a la inversa, todo lo transpersonalarquetípico vive en algo personal. Una vez que se ha compren dido radicalmente lo que significa ese experimentar la unidad de lo transpersonal y de lo personal, en la que el Yo y la hu manidad todavía están lundidos en uno, la cuestión decisiva no consiste ya en por qué el hombre creador sigue fijado a ese tiempo y a su experiencia, sino más bien en cómo es posible, qué medios y qué esfuerzos se requieren para poder vencer y olvidar esta experiencia fundamental, tal y como hace el hom bre medio y normal con la ayuda de la educación.
* Hemos puesto entre paréntesis la palabra alemana que utiliza llolderlin (uracheude) para destacar el juego, que en castellano no hemos podido mantener, con la Palabra Wachheit que también hemos conserv ado en alemán pocas líneas más arriba OV. del T.). 8. Hóderlin, Die spiiten Ilymnen. Am Quetlen der Donan (hay traducción española e Gorbea en Libros Río Nuevo, Barcelona, 1979).
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Al hombre creador nunca le abandonan las experiencias in fantiles de la realidad unitaria; siempre vuelve a las grandes imágenes jeroglíficas de la existencia arquetípica. Dichas imá genes se reflejaron por primera vez en el pozo de la infancia y en 61 descansan hasta que, al recordarlas, las vemos de nuevo inclinándose hacia nosotros por encima del brocal, tal y como entonces se nos ofrecieron. De algún modo también en el hombre creador está presen te, y se realiza, el desarrollo normal, por más que en él éste se encuentre entrelazado con su destino individual. En la juven tud del hombre creador suele darse a menudo un cierto entrecruzamiento del bien y del mal, pues su propia naturaleza le impide seguir el camino del hombre normal marcado por la exigencia de adaptarse a la realidad. A menudo su conflicto con el entorno comienza ya desde muy pronto y con una in tensidad que puede inclinar a pensar —y esto es muy impor tante para la incomprensión del hombre creador— que tiene algo de patológico, pues en la infancia y en la juventud lo creador se encuentra muy próximo a la transgresión de las normas, lo cual quiere decir que también está próximo a lo patológico. Pues el hombre creador, oponiéndose a las exigen cias del canon cultural, se atiene al mundo arquetípico con la misma firmeza que a su bisexualidad originaria y a su totali dad, o lo que es igual, se mantiene fiel al Sí-mismo. Esta constelación del hombre creador aparece primaria mente como una fijación al ambiente infantil, a las personas y a los lugares de la infancia que fueron decisivos para su desti no, si bien aquí lo personal se encuentra siempre mezclado con lo supra-personal, y el lugar concreto con el mundo invisi ble. Este mundo no es un mero mundo «infantil», sino que es el verdadero, el real o, como dice Rilke, el mundo «abierto». ... el amor, posesivo, rodea al niño que siempre en secreto se delata y promete futuro: no el suyo. Atardecer, permanece solo, lijando en uno y otro espejo la mirada, preguntando por el enigma del propio nombre: ¿quién?, ¿quién? pero los otros tornan a casa y someten. 46
Lo que ayer le confiaron la ventana y el camino y el denso olor de un arca: dominan, frustran. Y vuelve a ser suyo. Tan a menudo escapan los zarcillos del matorral tupido, como huye su deseo del laberinto familiar, vacilante hacia la claridad. Pero cotidianamente le cercenan la vista sus paredes habituales, la contemplación que a los perros acoge y aún tiene casi enfrente las más altas flores.9 Estar abierto quiere decir —refiriéndonos aquí en particu lar a los muchachos, cuya creatividad es mucho más fácilmen te comprensible que la de las muchachas— ser al mismo tiem po también femenino. Este carácter femenino es decisivo para la transformación y, mientras que en el adulto normal se hace patente como «Anima», en el caso del creador se encuentra la mayor parte de las veces vinculado con la imagen de lo mater no.10 Este «ser femenino» hace al niño receptivo, paciente y observador, le mantiene abierto ante lo grandioso e imponente del mundo abierto y no deja que se interrumpa su afluencia. Se comprende, pues, lo conflictiva que puede resultar esta constelación cuando su elaboración no sale bien, y en qué me dida puede dificultar la adaptación externa. La acentuación del componente receptivo es incuestionable mente innata a todo creador, pero no hemos de olvidar que está vivo en todos los niños y que a menudo se requiere un gran esfuerzo para poder eliminarlo mediante la educación di rigida hacia el respeto de los valores culturales basados en la unilateralidad sexual. Por otro lado la fidelidad a la receptivi dad interna es al mismo tiempo una fidelidad a la propia indi vidualidad, un estar despierto ante el propio Sí-mismo. Este Sí-mismo puede ser vivido como una necesidad propia, una ta rea propia, el propio camino o la propia obligación, con lo que fácilmente puede entrar en conflicto con el mundo, con la
n R M Rilke' «Dauer der Kindheil», en Briefwechsel in Gedichten mil Erika Minelia traducción de este poema se debe a P. Lanceros |iV. de! 7.]). 0- K. Neumann, «Leonardo da Vinci und das Mutterarchetvp», en op. cit., Uinkreistttig der Mitte, t. III. r
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adaptación o con el canon cultural, es decir, con la imagen tradicional del Padre según el antiguo esquema del mito del héroe. Como aquí se mantiene la dominancia del mundo arquetípico primario sin que llege a ser sustituida por la del ca non cultural, la ley que rige el desarrollo de la personalidad y de la conciencia es distinta que la vigente en el hombre normal. Cuando se da un predominio del arquetipo de la Madre y una cierta detención en él, como ocurre por ejemplo en un gran número de poetas, entonces los datos biográficos de la relación del niño con su madre empírica resultan poco menos que irrelevantes para explicar su productividad. Tanto se dan casos de relación positiva con la madre como de relación ne gativa; tanto hay madres que mueren prematuramente como otras que mueren de muy ancianas; unas que tienen una im portancia decisiva en la vida de su hijo y otras que son insigni ficantes. De este hecho la explicación psicológica deducirá, con buen criterio, que lo decisivo a este respecto es la relación infantil del niño con la madre, y no la del Yo adulto; pero la relación del niño pequeño con la madre está impregnada por el arquetipo de la Madre, que siempre se encuentra mezclado con la imago materna, con la imagen subjetiva de la experien cia de la madre empírica. Normalmente en el transcurso del desarrollo el arquetipo materno va perdiendo importancia, y sobre la base de la rela ción personal con la madre empírica se va desarrollando una parte esencial de la capacidad de relación del hombre con el mundo y con los otros hombres. Las perturbaciones de esta relación suscitan neurosis y fijaciones que impiden experimen tar y alcanzar algo que es sumamente necesario para el desa rrollo sano del individuo. Sin embargo, cuando la imagen arquetípica de la Madre mantiene su dominancia sin que el indi viduo caiga enfermo se da una de las constelaciones funda mentales del proceso creador. Como ya hemos indicado en otro lugar la significación que tiene el arquetipo materno para el hombre creador, ahora sólo insistiremos en que la Madre, buena y al mismo tiempo terri ble, es uno de los símbolos de la determinación, que penetra hasta en lo bio-psíquico, del hombre por el mundo arquetípico. Cuando el arquetipo de la Gran Madre domina sigue vi 48
gente el mundo arquetípico, que es la causa originaria de todo desarrollo de la conciencia, el mundo de la infancia, en el que se recoge ontogenéticamente el proceso de desarrollo filogenético del Yo y de la conciencia a partir del mundo arquetípico originario. Normalmente la transición desde el complejo personal has ta la conciencia, que se realiza a través de un mundo de fanta sías arquetípicamente acentuadas, suele acarrear la retirada de ]as tendencias totalizadoras del individuo en beneficio de un desarrollo del Yo que viene regido por el canon cultural y por ]a conciencia colectiva en tanto que «super-Yo» de la tradición paterna y en tanto que consciencia introyectada. El hombre creador, por el contrario, está estigmatizado por el hecho de que no renuncia a la dirección global del Sí-mismo para lograr así la adaptación al entorno y a sus valores dominantes; se encuentra, como el héroe, en oposición al mundo del Padre, es decir, de los valores dominantes, pues que para él el mundo arquetípico y el Sí-mismo que lo rige constituyen una expe riencia tan directa, tan viva y tan imponente, que no puede ser reprimida. En la educación institucionalizada, que conduce a la identificación con el arquetipo del Padre, el hombre normal se libera mediante la realización de su tarea heroica y se con vierte así en un miembro sensatamente integrado en el grupo patriarcal. Por el contrario, en el caso del hombre creador, que se encuentra bajo la preponderancia del arquetipo materno, el Yo, inseguro y vacilante, tiene que abandonar el camino ar quetípicamente modelado del héroe, matar al Padre, destronar el mundo convencional del canon tradicional y buscar una ins tancia rectora desconocida, el escurridizo Sí-mismo, el desco nocido Padre divino. El análisis reductivo siempre viene a descubrir tras las más diversas situaciones personales en que pueda encontrarse el individuo creador la fijación materna, el asesinato del Padre, es decir, el complejo de Edipo, la «novela familiar», es decir, la búsqueda del Padre desconocido, y el narcisismo, es decir, el mantenimiento de una referencia a sí mismo en vez de la refe rencia al entorno y al objeto. Esta referencia a sí mismo plantea en la creatividad una Paradoja permanente de la que nunca se logra salir totalmen 49
te. Debido a su peculiar sensibilidad el hombre creador se deja impresionar fuertemente por sus complejos personales. Y como en él dichos complejos personales están siempre en co rrespondencia con los contenidos arquetípicos, su sufrimiento no es algo meramente personal y privado, sino que representa ya desde el comienzo el padecimiento existencial e inconscien te de los problemas fundamentales del ser humano que se constelan en cada arquetipo. En este sentido la historia individual de cada hombre crea dor transcurre siempre en las proximidades del abismo de la enfermedad, pues una de sus características más propias con siste en que las heridas que ineluctablemente se reciben en el transcurso del desarrollo no le cicatrizan, como es habitual, mediante una adaptación creciente a lo colectivo. Al hombre creador se le quedan abiertas esas heridas, pero vive el sufri miento que le producen con tal intensidad que alcanza una profundidad desde la que asciende algo distinto y curativo: lo que así surge es, precisamente, el proceso creador. Aquí también rige el mitologema según el cual sólo el que ha sido herido puede curar.11 Puesto que el hombre creador también padece en su propio sufrimiento, vicarialmente, las heridas más profundas de su colectividad y de su tiempo, se encuentra en condiciones de producir, a partir de la fuerza regeneradora que surge de sus profundidades, algo que no sólo le cura a él mismo, sino que también puede servir a la comunidad. Esta compleja predisposición del hombre creador acrecien ta su dependencia con respecto al centro de la totalidad, al Sí-mismo, el cual potencia, en un intento de compensación permanente, el desarrollo y la auto-afirmación del Yo, contra rrestando así el predominio de lo arquetípico. En la situación de constante tensión entre un mundo arquetípico que es viva mente captado, pero también amenazante, y un Yo compensa toriamente acentuado que no descansa sobre el arquetipo pa terno convencional, el único apoyo que el Yo puede encontrar está representado por el Sí-mismo, por el centro de la propia totalidad individual, que es al mismo tiempo algo infinito, no algo meramente individual. 11. K. Kerényi, Dcr góttlicheu Arzt.
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Una de las paradojas del hombre creador consiste en que siente la fidelidad a su Yo casi como un pecado contra las potencias suprapersonales a las que pertenece, y sabe, a pésat ele todo, que esa fidelidad es la única base que permite la ex presión de las potencias que tienen que servir para configurar su propio Yo. La profunda ambivalencia personal que permite al hombre creador poner en obra su individuación se constela en torno a este hecho fundamental. El hombre creador para poder vivir necesita buscar el centro. Mientras que en la vida normal el seguimiento del ideal del Yo acarrea necesariamente la represión progresiva de la Sombra, la vida del hombre crea dor está marcada simultáneamente tanto por el sufrimiento conscientemente aceptado como por el placer de permitir la expresión creadora de la totalidad, por esa gratificante capaci dad de dejar que lo bajo viva y se configure junto a lo elevado. El fenómeno de la configuración regida por la totalidad no tiene nada que ver con lo que habitualmente se denomina «su blimación» y, sin embargo, sería absurdo reducir esta totali dad a una serie de elementos infantiles, cosa que ocurre, por ejemplo, cuando se pretende explicar el hecho de que en lo creador algo acceda a la expresión y de que en lo creado apa rezca también una parte esencial de lo subjetivo e individual como derivando de un cierto exhibicionismo del hombre crea dor. Las reducciones de este tipo son tan ilegítimas como el intento ingenuo y banal de explicar la actitud de Rilke como un erotismo anal afirmando, por ejemplo, que «andaba duran te años dándole vueltas a un asunto hasta que encontraba la forma y la versión definitiva y se separaba de él».12 Precisamente lo que caracteriza al hombre creador es que ciertas actitudes que en la infancia aparecen como fenómenos corporales normales y que en las perversiones y en los sínto mas de los adultos enfermos se encuentran también fijadas a lo corporal, en el caso del hombre creador no se expresan ya en el plano de lo corporal o lo hacen sólo alusivamente. Di chas actitudes han encontrado un plano de expresión y de sen tido completamente nuevo y distinto, en el cual no sólo signifi can algo distinto, sino que son también algo distinto. 12. E. Simcnauer, R.M. Rilke, Le&endc imd Myihos, p. 596.
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Hace ya más de cuarenta años C.G. Jung estableció que el estatuto del niño no es polimorfo-perverso sino polivalente y que, como lo formuló entonces, «los elementos de la sexuali dad infantil subsistentes en el adulto constituyen el germen de algunas funciones mentales muy importantes».13 En la actuali dad, y por diversos motivos que no podemos considerar ahora, yo preferiría no hablar ya de sexualidad infantil, sino más bien de las experiencias infantiles en el plano corporal. Este tipo de experiencias contiene al mismo tiempo algo arquetípico y algo temporal. Para el niño y para el hombre arcaico no hay nada que sea sólo corporal; en su experiencia del mundo unitario se vivencia eso a lo que posteriormente llamamos la significación simbólica. El hombre normal siente eso mismo cuando experimenta, al menos por un instante, la sexualidad, lo personal y lo arque típico, lo corporal, lo anímico y lo espiritual como una unidad. Esta experiencia de unidad es análoga a la del niño y a la del hombre creador. El carácter sintético del proceso creador con siste precisamente en que en él se reúnen lo transpersonal, es decir lo que es eternamente, y lo personal, es decir, lo que sólo es una vez, de tal modo que en lo único, en lo creado y en lo perecedero se hace presente lo eterno y creador, lo que perma nece. Visto desde aquí, lo exclusivamente personal resulta ser algo nulo, carente de importancia, y lo que sólo es eterno re sulta insignificante por cuanto inalcanzable para nosotros. Pues siempre que tenemos la experiencia de lo transpersonal tiene lugar una revelación dentro de la limitación, es decir una manifestación que está en consonancia con el tipo y el alcance de nuestra comprensión receptiva. El hombre creador toma en serio este hecho fundamental, tanto si lo conoce como si no, y se pone a disposición de lo transpersonal. Podríamos decir que el hombre es creador en la medida en que se pone a disposición de lo transpersonal, en la medida en que no ha perdido el tiempo de la experiencia infantil en el que este estar-a-disposición es algo natural. Esto no tiene nada que ver con el interés por dicho tiempo o con su 13. C.G. Jung, «Einleitung zur zweiten», en Kon/lihe der kiiultiche Seele (traduc ción castellana: Conflictos del alma infantil, Paidós, Barcelona, 1991).
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consciente, sino que es esa apariencia infantil ¿e\ hombre creador, ese su estar abierto en función del cual el rnundo se crea de nuevo cada día. Es precisamente por esto por lo que siente la obligación de depurar y dilatar su recepti vidad para dar a lo que afluye la expresión adecuada y para fundir lo arquetípico y eterno con lo individual y único. En el caso de Leonardo, de Goethe, de Novalis o de Rilke la experiencia normalmente muda del niño y el arquetipo de la Gran Madre (antes sólo conocido por la prehistoria y por la historia de las religiones) son vividos de un modo que ya no se corresponde con la imagen arcaica de la humanidad primitiva, puesto que ahora se le incorporan todos los progresos logra dos por el espíritu y la conciencia. La imagen creadoramente configurada del arquetipo materno ofrece siempre ciertos ras gos arcaico-simbólicos que son los que tiene en común con la imagen materna del hombre primitivo y del niño. Pero la Dio sa Naturaleza y la Santa Ana de Leonardo, la Naturaleza y el Eterno Femenino de Goethe, la Madonna y la Noche de Novalis, la Noche y la Amante de Rilke son las re-configuraciones creadoras de lo uno, sus re-formulaciones últimas y más eleva das. Tras ellas se encuentra la «presencia eterna» del arqueti po, pero el mérito del hombre creador consiste en que experi menta y configura esta «eternidad» simultáneamente como algo que se transforma continuamente y como algo que a su través adopta una forma nueva, con lo que él mismo se trans forma a la vez que transforma su propio tiempo. Una de las características más importantes de la existencia creadora consiste en que produce algo que resulta objetivamen te significativo para la cultura, y en que estas producciones re presentan al mismo tiempo alguna fase del desarrollo indivi dual, de la individuación del hombre creador. La producción creadora va «a contracorriente» de los procedimientos norma les de adaptación directa a la colectividad, pero lo que en prin cipio sólo era una compensación de los complejos personales a través del arquetipo viene a desembocar en una paulatina reac tivación y reanimación de todo el mundo arquetípico. Una vez que el hombre creador se ha introducido en este mundo ya no volverá a desprenderse de él, pues un arquetipo conduce hacia °tro con el que de por sí se encuentra vinculado, de tal modo conocimiento
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que a partir de ahora las nuevas demandas del mundo arquetí pico ya sólo podran ser satisfechas mediante la transformación paulatina de la personalidad y la producción creadora. En la medida en que el individuo creador se expone (o, mejor, es expuesto) a este diálogo continuado con el mundo arquetípico se convierte en un instrumento de los arquetipos que se constelan en el inconsciente del grupo, y que son suma mente importantes para su compensación.14 Por más que el papel del hombre creador tenga una importancia decisiva para su época, éste no logra influir siempre sobre sus contemporá neos, ni es reconocido necesariamente por ellos. Esta discor dancia, que no es una mera negación de la función que el hombre creador ejerce en la comunidad, hace que éste se vea obligado a menudo a luchar para defender su autonomía fren te la colectividad. Esto quiere decir, pues, que no es sólo la situación subjetiva la que hace que el hombre creador se re pliegue sobre sí mismo, es decir, en su dependencia respecto al Sí-mismo, sino que también se ve impulsado a ello por la propia situación objetiva. El distanciamiento respecto al entor no y a los otros hombres que de este modo se plantea podría ser incorrectamente interpretado reduciéndolo a un mero nar cisismo. Es preciso, pues, aprender a distinguir entre la ina daptación del neurótico, del que está fijado al Yo y por ello es casi incapaz de relacionarse, y la inadaptación del creador, del que tiene dificultades de relación por estar fijado al Sí mismo. El simbolismo de lo creador contiene algo regenerador para su tiempo, es el germen de un desarrollo futuro. Esto es posible porque lo que aparece en la obra creadora no es algo meramente individual sino algo arquetípico que, siendo un fragmento de la realidad unitaria, es ya algo continuo c impe recedero, puesto que en esa realida unitaria lo real, lo anímico y lo espiritual son todavía uno. La tensión que se da entre el inconsciente y la conciencia centrada por el Yo constituye la atmósfera en la que el hombre creador reali7.a su obra en analogía directa con lo que Jung denominó la «función trascendente». Entre los procesos crea dores y los hombres creadores se establece una jerarquía en 14. Cfr. E. Neumann, «Kunsl und Zeit», en op. cit.
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función del grado en que intervienen el Yo y la conciencia en ese proceso. En el nivel más bajo de creatividad se genera algo inconscientemente sin que el Yo participe en este proceso, o lo haga limitándose a padecerlo pasivamente, y a medida que se incrementa la tensión entre el Yo y el inconsciente dicho nivel se va elevando. A la pasividad del Yo-conciencia le corresponde una compensación, es decir, una reacción del inconsciente que, pese a tener sentido, resulta unilateral y exclusivamente referi da al individuo. Para que la función trascendente o el símbolo unificador puedan actuar es preciso que se dé, por el contrario, cieita tensión entre una conciencia bien afianzada en el Yo y un inconsciente suficientemente «cargado». Normalmente una tal constelación se suele saldar con la represión de una de las partes y la consiguiente victoria de la conciencia, aunque tam bién es posible que lleve a la capitulación de la conciencia y a la victoria de la contrapartida inconsciente. Mas cuando se lo gra soportar esa tensión, cosa que siempre implica un cierto grado de sufrimiento, se asiste al nacimiento de un tercer tér mino que «trasciende» o sobrepasa los opuestos vinculándolos mediante algo nuevo, desconocido y creador. El símbolo vivo no se puede realizar en un espíritu apático y poco desarrollado, pues éste se contenta con los símbolos ya existentes que le ofrece la tradición. Sólo es capaz de engendrar un nuevo símbolo el anhelo de un espíritu muy desarrollado, para el cual el símbolo transmitido ya no expresa la unidad suprema. Como el símbolo representa una de sus conquistas espirituales más elevadas y tardías, pero tiene que incluir, al mismo tiempo, los fondos más profundos de su naturaleza, no puede provenir unilateralmente de las funciones espirituales más diferenciadas, sino también de los impulsos más bajos y primitivos. Para que la acción recíproca entre los estados opuestos sea posible es preciso que la oposición se haya plan teado conscientemente en toda su radicalidad. Esto implica un violento desacuerdo consigo mismo, pues se niega la tesis y la antítesis pero al mismo tiempo el Yo tiene que reconocer su participación incondicional en ambas.15
15. C.G. Jung, Psichologische Typen. Defitiitioneit: Sytitlxil (traducción española, T'l’os psicológicos, Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1965).
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En parte esta tensión es producida por la conciencia del hombre creador, por su voluntad y por su intención de crear una obra. Normalmente cuando el autor va a crear algo tiene ya un propósito y una dirección, pero, con independencia de esto, en el proceso creador el «inconsciente» se suele imponer frecuentemente sobre la conciencia como si fuera algo autóno mo y dotado una «voluntad propia» que no concuerda necesa riamente con la voluntad del autor. Por mencionar sólo un ejemplo, podríamos recordar aquí el «José» de Thomás Mann que, pese a haber sido planeado inicialmente como un relato corto, creció hasta convertirse en un ciclo cuya escritura le ocupó diez años. Esta autonomía de lo inconsciente no impli ca que el mundo arquetípico sea un enemigo de la conciencia, pues en el hombre creador una parte importante de la con ciencia es ya desde siempre permeable al inconsciente. Esto hace posible que ciertos contenidos que habían sido excluidos por la conciencia colectiva vuelvan a aparecer en el «gtado más elevado de la creatividad» constelándose en torno al Símismo del hombre creador. Posiblemente sea Hólderlin el que ha acertado a expresar del modo más bello la conexión que existe entre el hombre creador y el fondo radical de la comunidad en el siguiente verso: «Silenciosamente maduran en el alma del poeta los pen samientos del espíritu común».16 Mas como todo lo que el hombre creador produce forma parte de su propio desarrollo, también su obra estará unida con lo que él tiene de «exclusiva mente individual», con su propia infancia, con su experiencia personal, con sus amores y odios, con su grandeza y con su Sombra. En virtud de su peculiar agudeza el hombre creador se encuentra obligado a «conocerse» y a «sufrirse» más de lo que lo suele hacer el hombre normal. Su constante dependen cia respecto al Sí-mismo le protege, por un lado, de la seduc ción del ideal del Yo, mas, por otro lado, le predispone a no quedar satisfecho nunca con el conocimiento de «sí mismo», del «Sí-mismo», que pueda alcanzar. El hombre creador es ca paz de soportar su propia Sombra, de soportar los puntos que desde la infancia se le quedaron abiertos, y que, si bien son, 16. F. Hólderlin, «Dic spaten Himncn», en Wie wenn am Feiertagc...
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por un lado, como las puertas por las que afluye el inconscien te son también, por otro lado, como heridas no cicatrizadas que siguen causándole dolor. Soportando este sufrimiento va adquiriendo una humilitas que le impide sobrcvalorar su Yo, pues ha llegado a reconocer que está por entero en manos de ese
Sí-mismo aún desconocido que hay en él, en manos de su
propia totalidad.
Precisamente en virtud de su modo de ser un tanto infantil y de las dificultades con que se encuentra a la hora de adap tarse al mundo, al hombre creador se le reaviva constantemen te tanto el recuerdo del mundo originario como el sentimiento reconfortante de que, aunque sea sólo de vez en cuando, a ese mundo sí le es posible ajustarse o de que, al menos, puede ser permeable a él. Ahora bien, la peculiar sensibilidad del hom bre creador no se reduce al hecho de haber experimentado ya de una vez por todas en la infancia lo arquetípico, que allí se daba como el mundo «auténtico»; dicha sensibilidad constitu ye más bien un constante impulso a intentar redescubrir, re producir y configurar de nuevo esc mundo originario. No bus ca, empero, dicho mundo como se busca algo externo y ajeno a sí mismo, pues sabe que el encuentro con la realidad com pleta, con ese mundo unitario en el que todo es «total», es algo que está íntimamente vinculado con su propia transformación total. Por ello, se encuentre en la situación que se encuentre, el hombre creador tiene que exponerse siempre de nuevo en aquella apertura que es el único lugar por el que puede pene trar el mundo de lo abierto. Por más que el proceso de configuración sea a menudo penoso o aburrido y exija un duro esfuerzo por parte del Yo y de la conciencia, el hecho de alcanzar la capa profunda y de ser alcanzado por ella no es ni un acto de meia voluntad ni un acto mágico, sino un acontecimiento cleo concedente (cosa que también sucede en cualquier otro proceso de transformación auténtica). Esto, lejos de disminuir la dificultad del opus, la aumenta, pues el Yo, en su misteriosa correspondencia con el Sí-mismo, viene a confundir, en parte con razón y en parte sin e^a, su responsabilidad en la obra con su propia culpa y con su propia incapacidad. Aunque el proceso creador no tenga que estar necesariamente 57
bajo el signo del sufrimiento consciente, pudiendo a menudo re sultar hasta agradable, es preciso no olvidar que lo que establece el desnivel o el gradiente que luego en la obra encuentra una resolución o nivelación creadora es, precisamente, la dolorosa tensión interna de la psique. En este sufrimiento que sacude al hombre creador en su afrontamiento del inconsciente y de sí mismo, la transformación del proceso de individuación queda ín timamente vinculada a los fracasos y derrotas, a la miseria y la enfermedad de la vida humana, los cuales normalmente suelen ser excluidos y dejados en manos de la Sombra y del Diablo como algo negativo y contrario tú ideal del Yo. La unidad entre el Yo y el Sí-mismo que caracteriza al pro ceso creador incluye también las regiones de la rigidez y del caos que tan amenazantes resultan para la vida del hombre consciente. Ahora esas dos regiones quedan abarcadas e inte gradas en una tercera que va surgiendo a partir de ellas en el ámbito de lo creador. Pues bien, ese tercer término sería preci samente la forma. Tanto la rigidez como el caos participan en alguna medida en ella, pues son los dos polos que la forma mantiene reunidos, pero constituyen al mismo tiempo la ame naza más grave que pesa sobre la forma. Ahora bien, la salvación de lo negativo no se reduce a su mera vinculación con la forma. El hombre creador ha de reco nocer necesariamente que su propia Sombra y su fracaso constituyen precisamente el suelo nutricio que hace posible su crecimiento y su transformación: Estamos infinitamente implicados, desde el principio, en lo que aterra y perturba. Lo mortal siempre ha intervenido en la poesía (milgedichtet): por eso ha sido tan poco escuchado el canto.1' Lo mortal sería la sustancia de lo peligroso-aterrador y de lo perturbador; sería todo lo que al Yo le parece sufrimiento y hundimiento. El poeta está haciendo aquí una alabanza de la muerte en tanto que condición o presupuesto de esa transfor mación que permite que la vida y la muerte sean mutuamente
convertibles. Ahora bien, en este ensalzamiento de la muerte el poeta está del lado del propio Dios creador, quien, por ser el transformador, es y da al mismo tiempo la vida y la muerte. El hombre creador concibe a la divinidad y se concibe a sí mismo como algo que se transforma y que, con la creación, desea la traníoimación. A ambos se refiere el poeta cuando pone en boca del Creador el siguiente verso: Hay, pues, en mi obra un impulso que anhela siempre la transformación.18 Pues bien, quisiera terminar mi discurso con el análisis de un poema de Rilke, aun a riesgo de añadir a lo incompleto algo aún más incompleto. Por más que la lectura de un poema no ofrezca sino sugerencias e indicaciones, espero poder mos trar que en este poema aparecen esas relaciones que hemos estado considerando, las cuales adquieren ahora una configu ración peculiar que pide ser interpretada. Se trata de uno de los Sonetos a Orfeo, concretamente del XII de la segunda serie. ¡Anhela la transformación! ¡Ah! Entusiásmate con la llama, en la que se te sustrae algo que transformándose se realza; el espíritu arrojado que gobierna lo terrenal nada desea del impulso figurativo sino el punto de inflexión. Lo que se encierra en la estabilidad está ya entumecido; se cree seguro al cobijo del discreto tono gris. Espera que algo aún más duro vele desde lejos por su dureza. ¡Ay!: el mar tillo ausente está listo para caer. A quien se vierte como un manantial, conoce el conocimiento; y encantado es conducido por la serena creación que a menudo acaba al principio y comienza al final. Cada espacio feliz es hijo o nieto de una separación, que asombrados atraviesan. Y la transformada Dafne quiere, e que se siente laurel, que tú te cambies en viento.19
1926,
17. R.M. Rilke, op. cit.. p. 51.
58
p
57]' Kllke' ,Dle Wone des Heirn and Johanes auf Palmos», Gedichte, 1906te"e" an
Orphens, 2, XII (hay traducción de E. Baijau en Cátedia).
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Alguien ha dicho que «aquí se estaría intentando tomar como lema la propuesta goethiana de una "transformación de lo creado” que no se basara en la rigidez».20 Pero la estrofa
y pruebo algunas de sus cosas, si las recibo: sólo es auténtica la que se inflama.
Lo que se encierra en la estabilidad está ya entumecido; se cree seguro al cobijo del discreto tono gris. Espera que algo aún más duro vele desde lejos por su dureza. ¡Ay!: el martillo ausente está listo para caer.
La cosa sólo muestra su autenticidad en el propio sacrifi cio, en la inflamante llama mortal. Así mismo el «¡Anhela la transformación!» con que comienza el poema sólo vale para quien está completamente preparado para entregarse. Pues la transformación, que sucede contra toda voluntad, sólo puede ser «deseada» por quien se dispone a morir. El conocimiento más profundo afirma que la vida auténtica no se realiza arbi trariamente, sino que está sujeta a un oculto entramado de imágenes invisibles: «pues realmente vivimos en figuras»;22 pero hasta eso podría parecer demasiada seguridad, demasia da estabilidad, pues la divinidad «nada desea del impulso figu rativo sino el punto de inflexión». La llama y la ofrenda no significan aquí enemistad alguna con el mundo y la tierra, ni tampoco —por más que nosotros hayamos empleado esta palabra— un sacrifico en el sentido habitual del término, sino que se coiresponde más bien con el sentido etimológico de la palabra que en hebreo mienta sacri ficio: «venir cerca», es decir, acercarse a Dios. En este acerca miento tiene lugar la inflamación, pero el morir implica preci samente la inflexión en la que de lo muerto surge lo vivo. Pues, como afirma la extraña y profunda comparación del poema, en el «punto de inflexión» de la figura la existencia es también un verterse, un manantial. Y «al que se vierte como un manantial», al igual que el espíritu arrojado que ama el punto de inflexión, conoce el conocimiento. En el acto esencial y creador del verterse de la fuente está implícito, al igual que en el acto de engendrar, tanto un acer carse y un ofrecerse como una coincidencia de la vida y la ^ueiie. Este centro de la oposición, en el que la tensión se condensa en un tercer término, es precisamente el «punto de *n exión» del que habla el poema. La afluencia ininterrumpidel manantial es una transformación permanente, y en tan que nacimiento y que muerte es, al mismo tiempo, vida
no tiene nada que ver con la concepción goethiana de la natu raleza que contiene la vida y la muerte, sino que se basa en la experiencia apocalíptica de la visión, y su afirmación no está referida a algo anónimo, sino que habla en nombre del Dios que en Patmos anuncia a Juan: Nada se me ha dado en la formación pues soy la lluvia de fuego y mi mirada es penetrante como el rayo. No soporto que nada permanezca.21 También en las siguientes líneas ¡Ah! Entusiásmate con la llama, en la que se te sustrae algo que transformándose se realza. parece resonar la «nostalgia del alma» de Goethe, pero aquí se trata de algo bien distinto. En lo mortal de la llama se accede a una transformación que sólo se hace posible por la sustrac ción de algo, pues que el prodigio acontece precisamente en su «volverse invisible». Más arriba habíamos visto que el principio que contiene la vida y la muerte se contrapone a la rigidez y al caos. Pues bien en el plano de este poema la llama desmaterializa dichos opuestos como si los elevara a lo invisible, y ello en conformi dad con lo que dice Dios en el poema de Palmos:
20. Apéndice de K. Kippenberg a Duineser Elegien y a Sonetleil and Orpheus. en Manesse Verlag. 21. «Die Worte des Herm and Johanes auf Patmos».
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Soliciten an Orpheus, 1/X11
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permanente en la que no hay nada inmutable. Lo involuntario de la afluencia es precisamente el mostrarse de la gracia de la transformación que, viniendo de lejos, se realiza en el hombre y cruza por él. El creador se sabe así como una «boca» por la que pasa lo que ha surgido en su interna oscuridad telúrica. En esta afluencia de lo creador acontece algo esencial que no está oculto ni en su origen, pues éste es un «misterio», ni tam poco en lo creado, que por perdurar ha decaido en mortal. El punto de inflexión de la transición y transformación es preci samente ese punto manantial en el que la comente pasa de la oscuridad a la luz y que es al mismo tiempo ambas, luz y oscuridad. No hay que buscarlo ni conservarlo, pues es en todo momento creación de la nada, independiente de su histo ria y, en tanto que puro presente, independiente de su pasado y de su futuro. A lo que así afluye se afirma que «conoce el conocimien to». En este conocimiento no hay sólo el saber que Dios tiene de aquello que conoce, sino que también se nota algo viviente y activo que acontece al que se vierte como un manantial. El punto de inflexión y el manantial que se vierte son una duali dad que se encuentra con esta otra dualidad, la del Dios que ama y conoce. En este sutil juego amoroso de lo creador, que acontece entre la divinidad y el hombre, el que se transforma con la inflexión y el que se vierte como un manantial, lejos de ser adversarios de lo divino, constituyen su apertura, su boca y su expresión. Pues lo que en él se vuelve y se vierte es la divi nidad misma. Y, a pesar de todo, este conocer del conocimien to es vivido al mismo tiempo como un conocer y un engendrar (al igual que ocurría en la traducción luterana de la palabra «conocer»). Esta relación es tan profunda que hasta en la zoo logía, tan alejada de ese texto, se afirma con pretensión de imparcialidad que «el encuentro que produce la reproducción exige una forma muy simplificada de “conocimiento” entre los que se emparejan para que sean dos individuos de la misma especie».23 Pues bien, en el juego entre el conocedor divino y el conoci do humano aquello que se vierte oferentemente es y deviene al
loísmo tiempo creador. Pues ahora sucede otra vez lo más arcreactón del mundo. Continúa, por ello, así el poema: caico: ...y encantado es conducido por la serena creación que a menudo acaba al principio y comienza al final. En este acto originario de la creación del mundo se alcana un «punto de inflexión» en el que tanto el creador y la z criatura como el ser engendrado, el nacer y el hacerse creador resultan mutuamente convertibles. El proceso creador es tanto procreación y nacimiento como transformación y renacimien to, o como se dice en China: La transformación es la procreación del procreador.24 En la serenidad de lo creado se refleja el encanto del ver terse como un manantial. Su constante auto-renovación es, al igual que la dependencia de la gracia de lo que mana por sí mismo desde las profundidades, lo que corresponde en lo hu mano al renacimiento eterno de todo lo creado. El encanto de la inmortalidad afluente de lo creador actúa sobre lo humano del mismo modo que sobre la naturaleza, y con su irrupción el hombre vuelve a ser otra vez una parte de la naturaleza, se inserta de nuevo en la realidad unitaria de la existencia, en la que no puede haber nada inmutable, pues todo en ella es transformación. La sentencia de Heráclito que afirma que «el alma es el logos, la palabra, que se hace crecer a sí misma»2'’ no expresa sólo lo que Filón y el cristianismo han anunciado sobre el lo gos que nace del alma y lo que la mística ha llegado a saber sobre la palabra creadora y sobre el espíritu sagrado del decir, sino que la significación arquetípica de este decir creador llega a más profundidad. Tanto el mito de la creación del mundo por la palabra de Dios, como la «magia de la palabra» que actúa en la psicología del hombre primitivo aluden a la pecuar unidad en la que decir, conocer y engendrar-crear son to-
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23. A. Portman, Das Tier ais sozialus Wesen, p. 115.
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II. Wilhelm, Die WumUimg, p. 25. 25. H. Diels, Herakleitos von Ephesos. 115.
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davía uno. Este decir creador proviene de una de las experien cias más profundas de la humanidad, en la cual se sabe que a través del poeta «toma la palabra» y «se pronuncia» una crea tividad anímica que no se reduce al hombre particular. El can to de la poesía, esa irrupción de imágenes que se configuran rítmicamente en las palabras del hombre profundamente con movido, es la fuente creadora de casi toda la cultura huma na.26 Tanto el núcleo de la religión, como el del arte y el de las costumbres proviene originariamente de esa oscura y unitaria manifestación de lo creador en el alma humana. Tiene moti vos, pues, el hombre primitivo para creer que esta creatividad tiene algo de mágico, ya que la realidad del mundo ha sido transformada de hecho por lo anímico-creador, y lo sigue sien do constantemente. La imagen arquetípica de esta realidad del mundo que se transforma creadoramente es la rueda de la eternidad que gira sobre sí misma, en la que cada punto particular es un punto de inflexión y «a menudo acaba al principio y comienza al final». Pues una de las paradojas de la realidad creadora del ser vivo radica en que «existe» como un puro presente, peí o al mismo tiempo todo el pasado viene a desembocar en esa su existencia y de ella mana, como de una fuente, todo el futuro, por lo que es simultáneamente tanto un punto de descanso como un punto de inflexión. Este punto de la existencia, el no-punto de la mística,27 es un hiatus de la creación en el que, por un momento, la conciencia y el inconsciente se funden en unidad creadora, convirtiéndose en un tercer término que, como si fuera un fragmento de la realidad unitaria, llega casi a «detenerse» en la belleza y el encanto del instante creador. Pero prosigue otra vez diciendo: Cada espacio feliz es hijo o nieto de una separación. El lugar donde se crea el mundo, y con él también el «es pacio feliz», se basa en la separación, en la salida desde la eternidad del círculo perfecto a la finitud V a la historicidad de
26. Cfr. Thomson, The Prehistoric Aegean, cap. XIV, The Art of Poeliy. 27. E. Ncumman, «Der mysliche Mensch», en Umkeisungder Mitte, op. cit., 1. >■
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una realidad en la que la temporalidad dividida en pasado, presente y futuro es también la temporalidad de las generacio nes. Aquí la muerte es el principio creador de la separación y del espacio, un principio que sólo se puede vencer en los mo mentos creadores. Por ello el asombrado tránsito por la crea ción va siempre unido a lo mortal de la separación que consti tuye cada existencia al deslindarla de lo infinito. En este senti do cada nacimiento descansa sobre la muerte, al igual que cada espacio se basa en la separación, y ser hijo o nieto es en cada caso un empezar que representa para algún otro su final. Así lo que acaba es al mismo tiempo un inicio con el que se cierra un pasado que, al mismo tiempo, se revisa. Pues el hijo o el nieto al sentirse como hijo o nieto de la separación siente al mismo tiempo que ha nacido de la muerte y que en él rena cen los muertos. Se siente a sí mismo como una creación que «acaba a menudo al principio y comienza al final». Pero, mientras éstos la atraviesan asombrados, el tránsito se realiza como una vuelta siempre renovada. El movimiento circular del nacimiento y la muerte es sólo la cáscara que en vuelve el acontecimiento decisivo que tiene lugar en su centro. En dicho centro aparece «la transformada Dafne». El alma que huyendo de la persecución del dios se sustrae en la trans formación, se convierte en laurel. Deja de ser fugitiva-perseguida al quedar transformada, y su transformación no es más que el crecimiento y, al mismo tiempo, el laurel que corona al dios perseguidor al igual que al poeta. A la llama del comienzo del poema, en la que se sustrae algo que abandonando su ser inmutable accede a la transfor mación, le corresponde al final lo contrario; ese algo deja su constante huida y llega a ser una planta enraizada en el ser. El amor de Apolo, el dios que persigue a Daphnc, provoca su transformación, la intensificación creadora del alma, la forma suprema de unión. Pues Dafne, que ahora se ha sustraído en e crecimiento supremo de su existencia vegetal, «se siente lau». Entra así en el ámbito regido por la ley y por el amor de o> en el que «existencia es canto».28 Pero esta existencia suprema del canto que abraza el alma 28.
R.M. Rilke, Somtten an Orpheus, 1/ÍII.
laureada no es algo inmutable, sino algo en constante movi miento. El espíritu creador del canto «sopla donde quiere». Y si tanto lo que es consumido por la llama como lo que se vierte en la fuente estaban contenidos todavía en la naturaleza elemental de lo creador, el alma que se transforma en el cen tro de esa naturaleza llega a ser algo distinto y más elevado. Es la amante del canto divino, del que se dice: «un álito para nada, un soplo en Dios, un viento». La arraigada no quiere otra cosa que ser abrazada, no quiere otra cosa que su trans formación suprema, la de Dios, la nuestra.
EL CREADOR Y SU «SOMBRA»*
Mircea Eliade
Y la transformada Daphne quiere, desde que se siente laurel, que tú te cambies en viento.
La «semilla de la Tierra» Según un mito cosmogónico rumano, [...] antas de la creación del mundo sólo había una masa ilimitada de agua, sobre la que se paseaban Dios y Satán. Cuan do Dios decidió formar la Tierra, mandó a Satán al fondo del mar para coger, en su nombre, semilla de Tierra y traérsela a la superficie del agua. Por dos veces bajó Satán al fondo del mar, pero en lugar de coger semilla de Tieira en el nombre de Dios, como se le había ordenado, la tomó en su propio nombre. Mientras ascendía a la superficie, se le escurrió toda la semilla de Tieira entre los dedos. En una tercera inmersión al fondo de las Aguas, cogió la semilla en su nombre y en el nombre de Dios. Pero de vuelta a la superficie, un poco de légamo —a saber, la cantidad que había tomado en el nombre de Dios— quedó en sus uñas; todo el resto se había deslizado entre sus dedos. Con el lodo conservado en las uñas del Diablo, formó Dios un terrón sobre el que se acostó para descansar. Creyendo que Dios estaba dormido, decidió Satán arrojarle al agua y aho garle a fin de quedar como el único señor de la Tierra. Pero a
Traducción de Femando Pérez Alonso.
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medida que el Diablo engañaba a Dios, crecía la Tierra bajo sus pies. Y ésta se extendió hasta tal punto que ya no quedó sitio para el agua.1 Este mito cosmogónico rumano se ha conservado con di versas variantes. N. Cartojan señala que el erudito búlgaro Jor dán Ivanov —quien no duda del origen bogomiliano del mito— ha publicado igualmente otras leyendas populares esla vas, ilustrando con ello la difusión del mito hasta en la Rusia oriental y septentrional. Cartojan advierte, sin embargo, que el erudito búlgaro ha ignorado la obra de O. Dahnhardt Naíursagen. Ahora bien, en la fecha en que aparecieron los libros de Ivanov y Cartojan, los materiales reunidos por Dahnhardt en el primer tomo de su obra y, sobre todo, su intento de analizar este mito cosmogónico, así como el de trazar de nuevo su his toria, constituían la contribución más importante a la solución del problema.2 Cartojan resume y hace suyas las conclusiones a las que llega Dahnhardt en 1907. Como se deduce de la variante ru mana, el mito comprende dos temas: 1) el tema oceánico de las Aguas primordiales, del fondo de las cuales es extraída «la semilla de la Tierra»; 2) el tema dualista de la Creación del Mundo por la colaboración de los dos Seres antagónicos. El dualismo, concluye Dahnhardt (op. cit., I, pp. 36 ss.), es, sin duda alguna, de origen iranio. El tema oceánico, desconocido en Irán, resulta por el contrario abundantemente atestiguado en la India. El mito cosmogónico, tal y como ha circulado pol los Balcanes y por otros pueblos de Europa central y oriental, sería, pues, el producto de la fusión de dos temas diferentes: el primero indio y el otro iranio. Resumiendo las conclusiones de Dahnhardt, Cartojan concluye en estos términos: «Este tema oceánico ha emigrado de la India al Irán, donde se combinó con el tema dualista. Bajo esta forma fue luego adoptado pol las sectas heréticas cristianas, que hormigueaban en el Asia Menor durante los primeros siglos de nuestra era (gnósticos, !. N. Cartojan, Cartile populare in literatura romaneasca, vol. I. Bucuresti, 1929, pp. 37-38. 2. Oscar Dahnhardt, Natursagen. vol. I, Leipzig-BerUn, 1907, pp. 1-87; Jordán Ivanov, Bogomilski kiiigi i legendi, Sofía, 1925.
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piandeístas, maniqueos). Estas sectas han alterado la leyenda indo-irania imprimiéndole una forma cristiana y transmitién dola luego a los bogomilos.3 Más adelante discutiremos el papel de los bogomilos en la transmisión de este mito cosmogónico. Por el momento, im porta más presentar lo esencial del trabajo elaborado por Dáhnhardt. Utilizando y completando los materiales recogidos por Veselovskij, Dahnhardt ha publicado versiones encontra das en Europa entre los búlgaros, los cíngaros de Transilvania, los rusos, los ucranianos, los letones, y también en Bucovina. Veremos que el mismo mito ha aparecido también en otras regiones de Europa central y septentrional. Con algunas varia ciones —cuya importancia valoraremos más tarde—, el argu mento mítico es el mismo.4 La leyenda búlgara cuenta que al principio no había ni Tie rra ni hombres, sino sólo Agua, y que no existían más que Dios y Satán. Un día, dirigiéndose a Satán, le dijo Dios: «Cree mos la Tierra y a los hombres. —Pero, ¿dónde buscaremos tierra? —preguntó Satán. —Bajo el agua —respondió Dios—, hay tierra. Tírate al agua y trae un poco de lodo; pero antes de zambullirte tienes que decir: ¡Con el poder de Dios y con el mío!, y llegarás hasta el fondo y encontrarás tierra». Pero Sa tán dijo: «Con mi poder y con el de Dios», y no pudo, en consecuencia, tocar el fondo del mar. Sólo tras haber pronun ciado la fórmula correcta, cuando se sumergió por tercera vez, pudo alcanzar el fondo y volver con un poco de cieno entre sus uñas. Con estos residuos creó Dios la Tierra. Cuando éste se durmió, le llevó el Diablo cerca del agua e intentó ahogarle. Pero la Tierra se extendía sin cesar, de modo que el Diablo no lograba nunca alcanzar el agua. Veremos que esta extensión ilimitada de la Tierra prepara otro episodio mitológico en el que de repente la estatura de Dios parece haber disminuido extrañamente.
3. Cartojan, op. cil., p. 39; cf. Dahnhaixlt, op. cit., pp. 7 ss., 14 ss., 34 ss. 4- A tin de no entorpecer la exposición, liemos renunciado a las notas referencias bibliográficas. Para un estudio sistemático y comparado de todas nantes principales euroasiáticas, cf. nuestro artículo «Mythologies asialiques orc sud-europeen: I. Le plongeon cosmogonique», Revue de l'Histoire des (1961-1962).
y a las las va el folReliáons
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Entre los cíngaros de Transilvania se ha conservado esta leyenda. Al principio tan sólo existían las Aguas. Dios pensaba formar el Mundo pero no sabía cómo hacerlo ni por qué moti vo. Estaba irritado por no tener ni hermanos ni amigos. Furio so, lanzó su bastón sobre las Aguas. El bastón se transformó en un gran árbol bajo el cual vio Dios al Diablo. Riendo le dijo éste: «¡Buenos días, mi buen hermano! No tienes ni amigos ni hermanos. ¡Yo seré un hermano y un amigo para ti!». Dios se alegró y le dijo: «No serás mi hermano, sino mi amigo. No debo tener hermanos». Durante nueve días recorrieron la su perficie de las Aguas, y Dios se dio cuenta de que el Diablo no le quería. Una vez, el Diablo le dijo: «Mi buen hermano, solos vivimos bastante mal. ¡Nos hace falta crear otros seres!». «Crea, pues», le replicó Dios. «Pero no sé, contestó el Diablo. Quisiera crear un gran Mundo, ¡pero no sé, querido herma no!» «Bueno, dijo entonces Dios, crearé el Mundo. Sumérgete en las Grandes Aguas y tráeme arena. Con esa arena formaré el Mundo.» Sorprendido, el Diablo le preguntó: «¿Quieres ha cer el Mundo con arena? ¡No comprendo!». Dios le explicó: «Digo mi nombre sobre la arena y la Tierra nacerá. ¡Ve y trae arena!». El Diablo se zambulló. Pero también él quería formar un Mundo, y como disponía ahora de arena pronunció su pro pio nombre. Pero la arena le quemó y tuvo que tirarla. Dijo entonces que no había encontrado nada. Pero Dios le mandó de nuevo. Durante nueve días guardó el Diablo la arena repi tiendo siempre su propio nombre, y como la arena le quema ba cada vez más se volvió del todo negro y se vio finalmente obligado a tirarla. Cuando Dios le vio, exclamó: «Te has vuelto negro, eres un mal amigo. Ve y trae arena, pero no vuelvas a pronunciar tu nombre, porque de lo contrario te quemarás por completo». El Diablo se sumergió de nuevo y trajo al fin la arena. Dios formó el Mundo y el Diablo se regocijó: «Aquí, bajo este gran árbol —dijo— voy a vivir, y tú, querido herma no, búscate otra morada». Dios se enfadó. «Eres un mal amigo —exclamó—. No quiero más trato contigo. ¡Vete!» Apareció entonces un loro muy grande que se llevó al Diablo. Y del gran árbol cayó carne sobre la tierra, y de las hojas del árbol surgieron hombres. En Bucovina se ha conservado la leyenda siguiente: cuando 70
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existían el Cielo y las Aguas, sobre éstas se paseaba Dios n barca. Encontró Dios una bola de espuma, en el interior de e la cual se hallaba el Diablo. «¿Quién eres?» —preguntó Dios. Pero el Diablo no estaba dispuesto a responderle a no ser que pios le llevase en su barca. Dios aceptó y tuvo la respuesta: «¡Soy el Diablo!». Tras haber viajado largo tiempo en silencio, el Diablo le dijo: «¡Qué bueno sería que existiera la tierra fir me!»- Dios le mandó entonces zambullirse y tomar arena en su nombre. Siguen los detalles familiares: los tres buceos, la Crea ción del Mundo con algunos granos de arena, el reposo de Dios durante la noche, el intento del Diablo de ahogarle —con las consecuencias conocidas—, el despliegue de la Tierra. Sería inútil citar las demás variantes: letonas, polacas, ru sas, etc. Recordemos tan sólo algunos detalles significativos. Así, por ejemplo, según una leyenda finesa, antes de la Crea ción del Mundo se encontraba Dios sobre una columna de oro en medio del mar. Viendo su imagen reflejada en el agua, le gritó: «¡Levántate!». La imagen era el Diablo. Dios le preguntó cómo podría formarse el Mundo. El otro le respondió: «Hay que bajar tres veces al fondo del mar». Entonces Dios le man dó sumergirse. Los estonios cuentan que al principio el espíritu de Dios se movía por encima de las Aguas. Dios oyó un ruido, vio subir bolas a la superficie, y escuchó una voz que le gritaba: «¡Espé rame!». Dios le aguardó. «¿Quién eres?» —le preguntó. «Soy Otro» —contestó. Y Dios le mandó a buscar cieno en el fondo del mar. Aunque forme parte de los mitos de los ugrianos —que presentaremos más abajo con las tradiciones del Asia central—, recordemos también esta variante morvina: Dios (Tsam-Pas) se encontraba solo en un peñón. Pensaba formar el Mundo. «¡No tengo —se dijo— ni a un hermano ni a un compañero con quien discutir este asunto!» Escupió entonces sobre las Aguas. De su escupitajo nació una montaña. Tsam-Pas la gol peó con su bastón, estalló, y de ella salió el Diablo (Saitan). Tan pronto hubo aparecido, el Diablo propuso a Dios ser her manos y crear juntos el Mundo. «No seremos hermanos —le lespondió Tsam-Pas— sino compañeros.» Y le mandó buscar arena en el fondo del mar. Pero en vez de pronunciar el nom
bre de Dios, Saitan pronunció el suyo. Entonces prendieron llamas en el fondo del mar, del que salió el Diablo del todo quemado. En el tercer buceo pronunció el nombre de Dios. Logró así coger arena, aunque guardándose un poco en la boca. Pero cuando este polvo empezó a crecer y su cabeza se hizo grande como una montaña, hasta el punto de estallar, Dios tuvo piedad de él y le golpeó en la cabeza. Saitan escupió con tal fuerza que un temblor sacudió toda la Tieira, naciendo de él las montañas y las colinas. Entre los rumanos, este mito tiene un desenlace de interés para nuestro tema. Dios, al despertarse, observó que la Tierra se había extendido tanto que ya no quedaba sitio para las Aguas. No sabiendo cómo remediar esta situación, envió a la abeja donde el erizo —el más sagaz de los animales— para que le aconsejara. Pero el erizo se negó a ayudarla, con el pretexto —decía— de que Dios es omnisciente. La abeja sabía, empero, que el erizo tenía la costumbre de hablar a solas. En efecto, pronto le oyó murmurar: «Es claro que Dios no sabe que hay que hacer montañas y valles para dejar sitio a las Aguas». Voló la abeja hasta Dios, y el erizo la maldijo y la condenó a no comer más que inmundicias. Pero Dios bendijo a la abeja: el excremento que comería se convertiría en miel. Entre los búlgaros, el mito es todavía más drástico. La Tie rra se había desarrollado de tal modo que el Sol ya no lograba cubrirla. Mandó Dios al ángel de la guerra donde Satán para preguntarle lo que debía hacerse, pero no consiguió acercarse a él. Dios creó entonces la abeja, y le mandó posarse en el hombro del Diablo para escuchar lo que éste decía. «¡Oh, qué tonto es Dios! —murmuró el Diablo—. No sabe que hay que coger un bastón, santiguarse en las cuatro direcciones y decir: ¡tanta Tierra basta!» La abeja se apresuró a contar a Dios la solución del enigma.
El «cansancio» de Dios Este mito cosmogónico se distingue claramente tanto de las tradiciones bíblicas como de las mediterráneas. El Dios cu yas peripecias acabamos de referir no tiene nada que ver con 72
el Dios creador del Antiguo Testamento, ni tampoco con los dioses creadores y soberanos de la mitología griega. Por otra parte, el paisaje mítico mismo es por completo diferente. Le
falta la amplitud, la majestuosidad de las cosmogonías griega y bíblica. Ciertamente, las Grandes Aguas primordiales están ahí, pero tanto el argumento como los personajes del mito son más bien modestos: un Dios que crea a disgusto —o a suge rencia del Diablo y con su ayuda— y que no sabe cómo acabar su obra; un Diablo que a veces se muestra más inteligente que Dios, pero que usa subterfugios infantiles —ocultar un poco de barro en la boca, intentar ahogar a Dios tirándole al agua, etc.—; la abeja y el erizo. Este universo mítico, humilde y mo desto, no está desprovisto de significación. Con todo, cualquie ra que sea el origen de este mito cosmogónico, parece seguro que ha circulado por los ambientes populares y que ha debido adaptarse a las audiencias más vulgares. El mito puede resumirse en los puntos siguientes: 1) las Aguas primordiales; 2) Dios, paseándose por la superficie de las Aguas; 3) el Diablo, que aparece desde el comienzo del relato, o que Dios encuentra más tarde, o que crea involunta riamente a partir de su sombra, de su escupitajo o de su bas tón; 4) la «semilla de Tierra» que yace en el fondo de las Aguas, cuya existencia sólo Dios conoce, y con la que sólo él es capaz de formar el Mundo; semilla que, por razones desco nocidas, Dios mismo no quiere —o no puede— traer, y manda entonces al Diablo a buscarla; 5) el triple buceo del Diablo y su impotencia para coger cieno en su propio nombre; 6) la potencia creadora de Dios, que hace crecer prodigiosamente los granos de arena o los restos de légamo prendidos en las uñas del Diablo. Pero esta creación tiene algo de «mágico» y «automático»: la Tieira crece a partir de su semilla un poco como el «mango-trick», el cual brota vertiginosamente de su hueso y da fruto en unos instantes; o la Tierra se dilata «auto máticamente» a hurtadillas de Dios, sólo porque el Diablo ha intentado ahogarle durante su sueño; 7) lo que francamente sorprende en los relatos mitológicos es el cansancio de Dios tras haber creado el Mundo. Dios quiere o tiene necesidad-de descansar; se duerme profundamente, como los campesinos tras la jornada de trabajo, de modo que ni siquiera se siente 73
instigado por el Diablo. Es cierto que en relatos populares pa recidos Dios resulta muchas veces fuertemente antropomorfizado. Con todo, en nuestro mito, el cansancio y el sueño de Dios no parecen muy justificados, ya que, en resumidas cuen tas, Dios casi no ha trabajado: es el Diablo el que se ha zam bullido tres veces —sin dormirse por ello—, y es gracias a la «magia» que la Tierra se ha dilatado considerablemente; 8) esta nota negativa, descubierta de repente en la persona de Dios, se agrava aún más en la segunda parle del mito, cuando Dios mismo reconoce su incapacidad para resolver un pequeño problema post-cosmogónico, teniendo que ser final mente aconsejado por el Diablo o el erizo. El cansancio físico que le había obligado a acostarse y a dormirse profundamente se acompaña ahora de un cansancio mental, de repente, Dios, que parecía ser omnisciente —sabía lo esencial: el lugar donde encontrar la «semilla de Tierra» y cómo crear el mundo—, muestra ahora una inteligencia extrañamente disminuida: in cluso cuando sus facultades creadoras están todavía intactas —como en la variante búlgara, donde crea los ángeles y lue go la abeja—, su inercia mental parece ser completa; y no sólo el Diablo conoce la solución del problema, sino también el erizo, que, aunque el relato no lo señale, es una de las criatu ras de Dios. Más que el «dualismo», son estos elementos negativos —el cansancio de Dios, su sueño profundo, el declive de su inteli gencia— los que contribuyen a dar un carácter absolutamente distinto a los mitos cosmogónicos rumano y del sureste de Europa. Pues, como veremos más adelante, el «cansancio» o la «decadencia» de Dios no son partes integrantes de este mito tal y como se conoce en el Asia central y septentrional. Cualquiera que sea el origen de este tema mitológico, una cosa nos parece clara: que el carácter dramático de los últimos relatos que acabamos de analizar se debe menos al antagonis mo del Diablo que a la pasividad de Dios y a su incomprensi ble decadencia. Resulta inútil repetir que este Dios no tiene nada que ver con el Dios creador y cosmócrata del judeo-cristianismo. Y aunque la vida religiosa de todos estos pueblos de la Europa suroriental esté inspirada y organizada por la Iglesia y encuentre su fuente en la creencia en un Dios trinitario, en
las leyendas cosmogónicas que nos ocupan —así como en al gunos otros temas folklóricos—, nos hallamos ante otro tipo de Dios: un Dios padeciendo su propia soledad y sintiendo la necesidad de tener un compañero para formar el Mundo; un pios distraído, cansado y que, en resumidas cuentas, se mues tra incapaz de rematar la Creación por sus propios medios. Puede compararse este Dios con el deus otiosus de tantas religiones «primitivas» en las que, tras haber creado el Mundo y a los hombres, se desinteresa por la suerte de su Creación y se retira al Ciclo, confiando el cumplimiento de su obra a un Ser sobrenatural o a un demiurgo. No queremos decir con esto que el deus otiosus de las sociedades arcaicas —tal y como se encuentra, por ejemplo, en los Selk’nam, los bambuti y en tantas otras poblaciones africanas— sobreviva en las creencias de las poblaciones del sureste de Europa. No se trata necesariamente de una supervivencia de los tiempos más re motos, sino de un proceso que ha podido darse mucho más tarde. En otras palabras: los caracteres negativos descubiertos en nuestros mitos cosmogónicos pueden ser interpretados como la expresión popular y, en suma, reciente de un deus otiosus, de un Dios que se aleja tras haber creado el mundo, y que por eso no está en el centro mismo del culto. Añadamos que el tema del «Dios lejano» desempeña un papel capital en el folklore religioso rumano, y que resulta también abundante mente confirmado en los demás pueblos de la Europa suro riental. Según estas creencias, al principio, Dios bajaba de vez en cuando a pasear por la Tierra en compañía de san Pedro; pero, a causa de los pecados de los hombres, terminó por re nunciar a estas visitas y se aisló definitivamente en el Cielo. El alejamiento de Dios encuentra su inmediata justificación en la depravación de la humanidad. Dios se retira al Cielo porque los hombres han elegido el mal y el pecado. Es una expresión mítica de la desolidarización con el mal y con la humanidad pecadora; más adelante tendremos ocasión de señalar otras expresiones. Pero es evidente que este Dios que se retira y se aleja no es el del judeo-cristianismo.
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¿Bogomilismo? ¿De dónde procede esta concepción de un Dios que crea el mundo con la ayuda del Diablo, que cae dormido tras la crea ción, que sale ileso del atentado del Diablo pero que, al menos en algunas variantes, se muestra incapaz de rematar él solo su obra cosmogónica? Como ya dijimos, se han intentado inter pretar estas leyendas balcánicas como si fueran la expresión de creencias bogomilianas. Después de Veselovskij, Hasdeu y Dahnhardt, eslavistas como Ivanov y F. Hasse, entre otros, han sostenido esta hipótesis con diversos argumentos. El problema del bogomilismo es considerable y no pretendemos debatirlo aquí en su totalidad. Observemos, sin embargo, que la hipóte sis acerca del origen bogomiliano del mito cosmogónico tro pieza con dificultades. Ante todo, este mito no se encuentra en ningún texto bogomiliano. Por otra parte, el mito no ha apare cido ni en Serbia ni en Bosnia ni en Herzegovina, aun tenien do en cuenta que, hasta el siglo XV, Bosnia fue un centro im portante de la secta. Aunque restos de creencias bogomilianas hayan sobrevivido en Hungría hasta ese siglo y no hayan podi do ser eliminados hasta pasada la Reforma, y aunque haya aparecido en Hungría un mito dualista acerca de la creación del hombre, el tema cosmogónico que nos preocupa no ha podido ser encontrado en ellos. Por otra parte, como ya hemos visto, algunas variantes han podido ser recogidas en Ucrania, en Rusia y en algunas regiones bálticas, donde nunca penetra ron las creencias bogomilianas. Además, el mito no se ha en contrado ni en Alemania ni en Occidente, mientras los cátaros y los patarini difundieron numerosos temas folklóricos de ori gen maniqueo y bogomiliano por Francia meridional, Alema nia y Pirineos. Por último, como veremos más adelante, la au téntica densidad del mito se encuentra en los pueblos turcomongoles del Asia central. Algunos eruditos rusos —y, últimamente, Uno Harva— han atribuido a los rusos la difusión del mito más allá de los Urales. Pero si se admite que los rusos no lo han recibido de los bogomilos, ¿de dónde les ha llegado? Otros eruditos han intentado explicar el bogomilismo basándose en la preexisten cia de un fuerte dualismo religioso entre los antiguos eslavos. 76
La idea del «dualismo eslavo» se remonta a una información de Helmold (Chronica Slavorwn I, 52, escrita en 1164-1168). Tras haber gozado de una gran autoridad, el testimonio de Helmold ha sido finalmente descartado por Aleksander Brückner. Este erudito estimaba que Helmold había aplicado retrospectivamente al paganismo eslavo la concepción y la iconografía cristianas del Diablo. Pero el hipercrilirismo de Brückner parece estar hoy superado: eruditos tales como V. pisani, C. Vernadski, Román Jakobson, Evel Gasparini se fían del testimonio de Helmold y aceptan, igualmente, el «dualis mo» de los eslavos primitivos. Esta nueva orientación meto dológica se refuerza gracias a las semejanzas recientemente descubiertas entre los eslavos y los iranios, por un lado, así como entre los tracio-frigios, los iranios y los eslavos, por otro. A priori, no se excluye el hecho de que algunas creencias dualistas difundidas en los Balcanes y en las regiones cárpato-danubianas sean restos de creencias religiosas del substra to tracio-escita. Hay que añadir, igualmente, que algunas ten dencias «dualistas» se han manifestado bastante larde entre los eslavos orientales. A este respecto, Gershom Scholem se preguntaba si el sabatismo de Polonia no habría sido influido por las sectas rusas desarrolladas principalmente en Ucrania tras el gran cisma de Raskolnik. No nos corresponde tomar partido en esta discusión: nues tro tema no es el dualismo religioso, sino tan sólo sus inciden cias en el buceo cosmogónico. Las variantes rusas introducen un nuevo elemento: el Dia blo se manifiesta bajo la forma de ave acuática. La «Leyenda del Mar de Tiberiades» —un apócrifo incluido en la «Lista de los Libros divinos», de la cual se poseen manuscritos pertene cientes a los siglos XV y XVI— cuenta que, cuando ni el Cielo ni la Tierra existían todavía, sino tan sólo el mar de Tiberiades, Dios volaba por el aire, probablemente en forma de ave. Vio entonces un ave acuática (gogol) nadando sobre la superfi cie de las aguas. Era Satanael. «¿Quién eres?, preguntó Dios. Soy Dios, le contestó. —Y a mí, entonces, ¿cómo me lla mas?» Y Satanael le respondió: «Eres el Dios de los Dioses y el Señor de los Señores». Dios le mandó entonces zambullirse en el mar y bajar hasta el fondo, y le proclamó jefe de los ángeles. 77
Pero cuando Satanael quiso levantar su trono por encima de las nubes, envió Dios al arcángel Miguel para matarlo. La elaboración cristiana de la leyenda es indudable, pero el rasgo característico —la omitomorfía del Diablo— es segura mente de origen centroasiático. Notemos que Dios desconocía la existencia del Diablo, en tanto que éste sabía que su interlo cutor era el «Dios de los Dioses». Puede interpretarse este epi sodio como un esfuerzo para probar que Dios desconocía el origen del Mal. Pero esta desolidarización de Dios con el Mal y el demonio conduce a veces a una posición claramente dualis ta. Una variante recogida en el distrito de Tver nos muestra que ni Dios ni Satán han sido creados, y que nadie sabe de dónde proceden. Satán era semejante a Dios, con la única di ferencia de que no podía crear nada sin su ayuda. En otra variante, el Diablo propone a Dios convertirse en su hermano de sangre: «¡Serás el menor, y yo el primogénito!». Y Dios, riendo a carcajadas, se declara contento de ser el menor. Este, sin embargo, se santigua y el Diablo desaparece. Se descubre en esta leyenda el antiguo tema, fuertemente cristianizado, de la consanguinidad entre Dios (Cristo) y el Diablo. La idea de que el Demonio sea el primogénito de Dios es, con mucha probabilidad, de origen zurvanita.
El mito en el Asia central y septentrional Como acabamos de ver, las versiones rusas aportan un nuevo elemento: la omitomorfia del Diablo y, en algún caso, de Dios. Este rasgo se manifiesta claramente en los mitos de los pueblos euroasiáticos, sobre todo en los pastores-ganacleros. Nos resulta imposible presentar toda la documentación; se hallará la esencial en los volúmenes IX-XII del Ursprung der Gottesidee del P. Wilhelm Schinidt. El eminente etnólogo ha utilizado, completado e integrado los materiales ya reunidos por Veselovsldj, Dahnhardt y Harva. En el último volumen de su enorme obra, el padre Schmidt ha intentado llevar a cabo un análisis histórico de este mito cosmogónico, con el que no siempre estamos de acuei'do. Empecemos por recodar algunos mitos uralo-altaicos. Los 78
cheremises cuentan que, antes de la Creación del Mundo, Ke remet, el hermano de Dios (Yuma), nadaba en forma de palo. A petición de Yuma, Keremet se zambulló y subió un poco de barro, aunque guardándose un poco en la boca. Dios había formado la Tierra llana y lisa, pero Keremet, escupiendo, creó las montañas. Según un mito samoyedo publicado por Lehtisalo, Num, el Dios supremo, manda zambullirse a cisnes y ocas con el fin de ver si hay tierra en el fondo de las Aguas. Las aves vuelven sin haber encontrado nada. Dios envía entonces al buceador po lar. Tras seis días vuelve éste a la superficie: ha visto tierra, pero ya no le quedaban fuerzas para coger un poco. A su vez, el ave lju.ru se sumerge y vuelve al séptimo día con un poco de barro en el pico. Tras haber creado Num la Tierra, «de alguna parte» llegó un «viejo» que le pidió permiso para descansar. Al principio Num se lo denegó, ordenándole zambullirse para buscar tierra; pero al final cedió. A la mañana siguiente, Num sorprendió al viejo a orillas de la isla, de la que ya había des truido una buena parte. Num le ordenó marcharse, y el viejo le pidió a cambio tanta tierra como pudiera abarcar con la punta de su bastón. El viejo desapareció luego en el hoyo que había hecho, tras haber declarado que, en adelante, se queda ría allí a vivir y corrompería a los hombres. Consternado, Num reconoció su error: había pensado que el viejo quería instalarse sobre la Tierra, y no bajo ella. Recordemos algunos hechos: Num manda zambullirse a aves acuáticas, y no al Diablo; el Adversario hace su aparición después de la Creación del Mundo, pero se empeña inmediata mente en arruinarla; desciende finalmente bajo la Tierra y de clara su hostilidad a los hombres; esto es: se revela como Señor del reino de los Muertos. La secreta lección del mito está en que Num no tiene nada que ver con las fuerzas del Mal que asolan su Creación, y en que tampoco es el directo responsable de la mortalidad de los hombres. (Aunque la Muerte haya sido introducida en el Mundo por su falta de perspicacia; cfr. los mitos que explican el origen de la Muerte por un accidente, por falla de cuidado o por la estupidez de los Primeros Hombres.) En los diversos pueblos turcos, los mitos cosmogónicos Presentan más claramente aún la fusión de los dos temas ori 79
ginariamente independientes: 1) las aves acuáticas que, por mandato de Dios, se sumergen para buscar légamo; 2) el ad versario de Dios, que —ornitomorfo o antropomorfo— lleva a cabo la misma acción, pero se esfuerza además en formar un Mundo para sí mismo o intenta arruinar la Creación. Así, en un mito de los Tatars Lebed, un cisne blanco se zambulle por orden de Dios y le trae un poco de légamo en el pico. Dios forma la Tierra llana y lisa; pero manda a otra ave, y con la substancia que ésta le entrega forma las montañas. Es sólo más larde cuando el Diablo forma las marismas. El carácter dualista es bastante fuerte en los mitos de los tátaros de Allay. Al principio, cuando no existían ni el Cielo ni la Tierra, sino tan sólo las Aguas, Dios y el «hombre» nadaban juntos en forma de ocas negras. El «hombre» intentó elevarse por encima de Dios, pero cayó al agua. Imploró a Dios su ayuda, y éste hizo que una piedra emergiese de las Aguas, en la cual se sentó el «hombre». Después, Dios le mandó a buscar légamo, pero el «hombre» escondió un poco en la boca; y cuando la Tieira empezó a crecer, el légamo comenzó a hin charse. Tuvo entonces que escupirlo, dando así origen a las marismas. Dios le dijo: «Has pecado, y tus súbditos serán ma los. Los míos, en cambio, serán piadosos; verán el Sol y la luz, y yo seré llamado Kurbistán (Onnuz). Tú serás Erlik». El sincretismo de ideas iranias es muy claro. Pero el argu mento del buceo cosmogónico se conserva casi íntegramente. La identidad entre el «hombre» y el Señor de los Infiernos (Erlik Kahn) se explica por el hecho de que el Primer Hombre —el Antepasado mítico— era también el Primer Muerto. El elemento «dualista» y, sobre todo, el antagonismo entre el Primer Hombre y Dios corresponden a un desarrollo ulterior, elaborado según el antagonismo paradigmático entre Dios y el Diablo. En los mitos tátaros, el buceo cosmogónico constituye el tema central, aunque los personajes que lo efectúan difieren entre sí: un cisne blanco (Tatars Lebed); el segundo «pato» (Abalean); el «hombre» en forma de oca negra (Altay); el «hombre» (Altay Kizi). Resultan igualmente diferentes las res pectivas «posturas» entre Dios y su Adversario: este último lle ga tras la Creación (Lebed); es creado por Dios (= Pato), al que 80
ayuda a formar el Mundo (Abakan); está presente al lado de pios en forma de oca negra (Allay); sabe dónde se encuen tra la substancia necesaria para hacer el Mundo (Altay-Kizi). El Adversario se esfuerza vanamente por llevar a cabo una Creación paralela, pero sólo consigue devastar o arruinar la Crea ción de Dios (marismas, montañas, Infiernos subterráneos): es el Demonio, pero también el Rey de los Muertos (Abakan, Al tay, Altay-Kizi). En todas estas variantes, es siempre Dios quien ordena el buceo cosmogónico, ya sea a las aves, ya a su «compañero» (el segundo pato; Altay-Kizi). Y sólo Dios deten ta el poder cosmogónico: crea el Mundo a partir de un frag mento. Resultaría inútil resumir todas las variantes mongólicas, buriatas y yakutas (el lector las encontrará en nuestro estudio ya citado). Digamos tan sólo que entre los buriatos y los yeniseios son las aves acuáticas las que se zambullen por orden de Dios, mientras que entre los mongoles y los yakutos este papel queda reservado a su Adversario.
Irán Como acabamos de ver, los primeros eruditos que se han ocupado de nuestro mito han buscado su origen en la tierra clásica del dualismo: Irán. Ahora bien, el terna del buceo cos mogónico no ha aparecido en este país. Si se trata ele una creación irania, ésta ha debido proceder de fuera y de un am biente sincretisla. Ideas religiosas y concepciones cosmológi cas iranias se han difundido tanto por el noroeste de la India y el Tíbet como por Asia central y Siberia. Todas estas ideas y creencias no son, por lo demás, «dualistas» (cfr. los mitos, símbolos y rituales relativos al culto de Mitra, del SalvadorCosmócrata o del «hombre de luz», etc.). Se han detectado influencias iranias en las mitologías de los mongoles y los butratos. Intentemos ver si, a pesar de la ausencia del lema del buceo cosmogónico, no se encuentran en Irán algunos de es tos elementos constitutivos. Parece que al menos dos de estos elementos resultan atesti guados por las tradiciones iranias que se hacen pasar como 81
zurvanitas. El primer lema recuerda la brusca inercia mental de Dios en las leyendas balcánicas. Según una información de Eznik, confirmada por otras fuentes, Ormuz, tras haber crea do el Mundo, no sabía cómo formar el Sol y la Luna. Pero Ahrimán sí lo sabía, y habló de ello a los demonios. Ormuz debía acostarse con su madre para crear el Sol y con su her mana para formar la Luna. Un demonio se apresuró a comu nicar la solución a Ormuz. Ningún texto zoroástrico menciona este episodio, aunque el incesto haya sido alentado por los sa cerdotes de Zaratustra, que lo justificaba atribuyéndolo a Or muz. Pero lo interesante de nuestro tema no reside en el inces to como medio de creación, sino en el tema de la incapacidad del Creador para consumar su obra, y en la necesidad de recu rrir a su adversario, un Ser demoníaco. El hecho de que Eznik utilice esta cuestión para fines polémicos no compromete ne cesariamente su autenticidad. Nos hallamos, probablemente, ante una tradición no zoroástrica y fuertemente «folklorizada». El segundo elemento constitutivo de nuestro mito, que pue de vincularse a una fuente irania, es el de la fraternidad entre Dios (Cristo) y Satán. Recordemos, en efecto, los mitos cheremisa (en los que Keremet es el hermano de Dios) y yakuto (Satán, el hermano mayor); igualmente, el relato ruso en el que Satán propone a Dios ser su hermano mayor; la variante rusa de Tver, según la cual ni Dios ni Satán han sido creados; asimismo, la variante morvina y cíngara que ponen de relieve la soledad de Dios y su deseo de lener un hermano o un com pañero. Ahora bien, según una información transmitida por Euthyme Zigabénos, los bogomilos creían que Satanael era el primogénito de Dios, y Cristo su segundo hijo. La creencia en la igualdad —-y en la «consanguinidad» incluso— entre Cristo y Satán era también compartida por los ebionitas, lo que per mite suponer que una concepción de esta índole hubiera podi do circular en un medio judeo-cristiano. La idea de que Dios haya establecido desde el origen un principio bueno y un prin cipio malo, abandonando el siglo presente en manos del Ángel de las Tinieblas y reservando el siglo futuro al Ángel de la Verdad, ya resulta familiar a los esenios; pero se trata, sin duda alguna, de una influencia irania. En lo que respecta a nuestros mitos, así como a las referi 82
das tradiciones bogomilianas, éstos se asemejan a un mito zurvanita —transmitido, entre otros, por Eznik y Théoclore bar ¿órnai— que explican el nacimiento de Ahrimán y de Ormuz. Cuando nada existía aún, Zurván había ofrecido durante mil aiios un sacrificio a fin de tener un hijo. Y como había dudado ¿e la eficacia de su sacrificio, concibió dos hijos: Ormuz, «en virtud del sacrificio ofrecido», y Ahrimán, «en virtud de la duda susodicha». Zurván decidió hacer rey al primogénito. Pero Ormuz conocía el pensamiento de su padre y se lo reveló a Ahrimán. Este, desgarrando el seno de su madre, salió de ella. Y cuando hubo declarado a Zurván que era su hijo, éste le replicó: «Mi hijo está perfumado y es luminoso; tú, en cam bio, ei'es tenebroso y hediondo». Entonces nació Ormuz, «lu minoso y perfumado», y Zurván quiso hacerle rey. Pero Ahri mán le recordó su promesa de hacer rey al primogénito. Para no violar su juramento, Zurván le otorgó la realeza durante nueve mil años, tras los cuales reinaría Ormuz. Entonces —pro sigue Eznik— Ormuz y Ahrimán «se pusieron a formar criatu ras. Y todo lo que Ormuz creaba era bueno y recto, y lo que Ahrimán hacía era malo y tortuoso». Notemos que ambos dio ses son creadores, aunque la creación de Ahrimán sea exclusi vamente mala. Ahora bien, esta contribución negativa a la obra cosmogónica (montañas, marismas, serpientes y bestias dañinas, etc.) constituye un elemento esencial en las versiones del mito del buceo cosmogónico, en el que el Adversario de Dios desempeña un papel. «Por el cumplimiento del sacrificio, toda la Creación ha sido hecha», está escrito en el Granel Bundahisn (III, 20). El sacrificio de Zurván es comparable al de Prajapati en los Brahmana, y su duda —con sus desastrosas consecuencias— cons tituye un error ritual. El Mal es el resultado de un accidente técnico, de una inadvertencia del sacrificando divino. El De monio no dispone de un régimen ontológico propio: depende de su autor involuntario, que limita de antemano el término de su existencia. Autores tardíos (Sahristani, Murtaza Razi, Mas’udi) mencionan igualmente opiniones de los seguidores de Zarwan Akarana y de otros sectarios que han intentado ex plicar a Ahrimán, ya sea como derivado de un mal pensamien to de Dios (Zurván), ya sea afirmando que siempre ha habido
algo malo en Dios. Zurván sería la «totalidad divina por exce lencia, la coincidentia opposüorum de la que la androginia no es más que uno de sus aspectos». No se trata aquí de abordar el problema, considerable, de las relaciones entre las ideas llamadas «zurvanitas» 3' el mazdeísmo. Sería importante saber si los iranizantes están de acuerdo con la afirmación de M. Molé de que «los galha no rechazan a priori la idea de que tanto el Espíritu del Bien como del Mal puedan tener el mismo origen». Pero, teniendo en cuenta el contenido de este artículo, importa recordar que: 1) la consanguinidad de los representantes del Bien y del Mal es un tema que también ha aparecido en otras partes, sobre todo en el folklore religioso cristiano; 2) esta concepción tiene una «prehistoria» confirmada tanto por las especulaciones in dias acerca de la consanguinidad devas-asuras, como por las creencias más arcaicas de la bi-unidad divina. Más abajo estu diaremos el valor de estas creencias arcaicas para la compren sión de nuestro mito. El balance de los paralelismos iranios discernibles en nues tros mitos cosmogónicos se presenta como sigue: 1) la concep ción zurvanita de la fraternidad Ormuz-Ahrimán se vuelve a encontrar en las versiones que ponen en primer plano la con sanguinidad o amistad entre Dios (Cristo) y el Diablo; varias de estas versiones han sido halladas en Asia central y septen trional, lo que parece excluir un origen bogomiliano; 2) la in capacidad de Ormuz para formar el Sol y la Luna recuerda la inercia mental postcosmogónica de Dios en determinadas le yendas balcánicas. Sin embargo, en algunas variantes rusas, centroasiáticas y siberianas, la ciencia del Diablo es todavía más importante: sabe dónde hallar la substancia necesaria para la Creación. Este tema mítico no parece, por lo mismo, depender de un modelo iranio. Se puede plantear además un tercer paralelismo: el tema del contrato entre Dios y Satán. Según una leyenda búlgara, Satán nace —por orden de Dios— de la sombra de éste, pro poniéndole de inmediato compartir con él el Universo. Sahristani conoce una tradición según la cual el Diablo obtiene de Ormuz el derecho de hacer el mal, sellándose el contrato ante dos testigos. No se trata necesariamente de una idea zurvanita. 84
La noción de un contrato entre Ormuz y Ahrimán está ya im plícita en el arreglo concerniente a los nueve mil años cedidos a Ja dominación de Ahrimán. ¿Qué conclusión puede sacarse ahora de la investigación? Las jos o tres cuestiones que acabamos de examinar pueden vincu larse con tradiciones iranias sincretistas, probablemente de ori gen «zurvanita». En algunas variantes de nuestro mito, la figura jel Diablo recuerda a la del príncipe de este mundo (figura perte neciente a las especulaciones gnóstico-maniqueas). Probablemen te, las influencias iranias han contribuido a dar al mito su aspec to actual. Pero también es probable que estas influencias hayan acentuado y ampliado varias veces en sentido dualista una con cepción religiosa existente, en la que el antagonismo y la tensión entre Figuras antagónicas juegan un papel esencial.
El mito en Norteamérica, en la India y en el sureste de Asia Aunque Dáhnhardt había recogido ya una serie de mitos americanos, es sobre todo Wilhelm Schmidl quien ha estudia do sistemáticamente el mito del buceo cosmogónico entre los norteamericanos. Los animales buceaclores son aquí aves acuáticas, pero también nadadores cuadrúpedos, crustáceos y peces. Un rasgo común a estos mitos es la falta de todo tipo de conflicto u oposición entre los animales buceadores y el perso naje que crea la Tieira. Esto resulta más sorprendente todavía si tenemos en cuenta que en Norteamérica se han desarrollado diversas concepciones «dualistas». Más aún; el elemento dua lista vuelve a encontrarse incluso en algunos mitos cosmogóni cos. Recordemos, si no, el tema principal de las cosmogonías californianas, centrado en el conflicto entre el Creador y Coyo te. El Creador quería hacer un mundo paradisíaco y al hom bre inmortal; Coyote, sin embargo, introdujo la muerte y arruinó la Tierra, dando origen a las montañas, destruyendo los alimentos, etc. Pero Coyote no desempeña ningún papel en el buceo cosmogónico. Como veremos más adelante, la ausen cia del carácter dualista constituye un elemento decisivo para la cronología del mito. 85
En la India, el mito del buceo cosmogónico se ha desarro llado en otro sentido. El animal buceador es el jabalí, que des ciende al fondo de las Aguas y levanta la Tierra. Pero la identi dad de este jabalí cosmogónico ha sido interpretada de distin tas maneras a lo largo de las edades. Taittiriya Scimhila (VII, I, 5, 1, ss.) presenta la imagen ejemplar de las Aguas primordia les y la de Prajapati moviéndose como el viento sobre las olas. Vio la Tierra y, transformándose en jabalí, bajó hasta las pro fundidades; una vez allí, la levantó. Taittiriya Brahmana (I, 1, 3, 5, ss.) ofrece mayores precisiones: al principio, cuando sólo existían las Aguas, Prajapati vio una hoja de loto y pensó: «Hay algo sobre lo cual descansa la hoja». Transformándose entonces en jabalí, se zambulló y encontró tierra. Tomando un puñado, volvió a la superficie y la extendió sobre la hoja de loto. Salapatha Brahmana (XIV, 1, 2, 1.1) añade el importante detalle de que un jabalí llamado Entusa levantó la Tierra. Ahora bien, el jabalí Emusa ya había aparecido en el RigVeda (I, 61, 7; VTTT, 77, 10), donde se supone que guardaba, detrás de una montaña, cien búfalos y un plato de arroz. India disparó con su arco una flecha que atravesó la montaña y mató al jabalí. El nombre emusa no es, ciertamente, de origen ario. Kuiper opina que es austro-asiático, mostrando que el mito se halla exclusivamente en los himnos de la familia Kanva. Pero tampoco este apellido es ario, y Hillebrandt pensaba que la familia Kanva no pertenecía a la elite de las familias sacerdotales védicas. Probablemente, esta familia conocía poco las tradiciones arias, aunque tenía, por el contrario, acceso al tesoro mitológico preario, muncla o protomunda. Kuiper cree que originariamente el jabalí del mito cosmo gónico no tenía nada que ver con el Emusa del Rigveda. No compartimos esta opinión. Gonda ha aportado argumentos convincentes para mostrar la identidad del jabalí Emusa en los dos mitos. Puede suponerse, por lo tanto, que nos hallamos ante un mito compuesto del buceo cosmogónico, ya conocido por las poblaciones austro-asiáticas, y que ha sido asimilado y desarrollado por el brahmanismo. Pues, como ya hemos visto, en los Brahmana es Prajapati el que se transforma en jabalí para levantar la Tierra desde el fondo de las Aguas primordia les. En el Ramayana (II, 110, 3), este papel es atribuido a 86
grahma. Pero en el Visnu Purana (I, 4, I ss.), la unión entre jjrahma y Visnú resulta ya perfecta: Brahma-Visnú, en forma ¿e jabalí, desciende al fondo del océano y levanta la Tierra. En el Bhagavala Purana (I, 3, 7), el jabalí es un avatar de Visnú. El hecho de que un Gran Dios teriomorfo se sumerja en las Aguas primordiales subraya el arcaísmo del mito. En efecto, este tema no se encuentra entre los pueblos pastores del Asia central. El varaha-avatara ha gozado ciertamente de una gran popularidad en el hinduismo, siendo considerado a veces como la más perfecta encamación de Visnú, y no dejando de atraer la atención de los artistas indios. Dado que algunas con cepciones y prácticas religiosas que se han desarrollado en el hinduismo parecen encontrar sus raíces en el substrato prea rio, la popularidad del varaha-avatara podría ser explicada por su origen preario. En efecto, el mito del buceo cosmogónico se ha encontrado entre varios pueblos aborígenes y, especialmente, entre Jas tri bus munda. He aquí cómo lo cuentan los Birhor de la Chota Nagpur: el Espíritu supremo (Singbonga), que se encontraba en el mundo inferior, subió a la superficie de las Aguas por el tallo hueco de un loto; se sentó en la flor de loto y ordenó a la tortuga traerle un poco de légamo del fondo. La tortuga cum plió la orden, pero en el ascenso a la superficie el légamo se disolvió. Singbonga ordenó entonces zambullirse al cangrejo. Este trajo el légamo entre sus palas, pero, al igual que la tortu ga, lo perdió al subir. Finalmente, Singbonga mandó a la san guijuela. Esta tragó un poco de légamo y lo escupió después en la mano del Espíritu supremo, pudiendo así formar la Tie rra. Mitos más o menos similares pueden encontrarse entre los santali, en Assam (entre los garó, los singfo, los sema nagas, etc.) y entre los negros semang de la península malaya. Espo rádicamente, el mito del buceo cosmogónico puede hallarse también en Indonesia y en Melanesia. En Micronesia, sin embargo, padeció un proceso de erosión y contaminación con otros temas míticos y acabó por desaparecer.
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El origen y la difusión del mito El problema del origen y difusión del mito ha apasionado a los investigadores. Dahnhardt creía en un origen iranio (op. cit. I, 14 ss.). Pero hemos visto que el mito no ha sido hallado en Irán. Uno Harva pensaba en la India, donde se encuentran los documentos escritos más antiguos que se refieren clara mente al buceo cosmogónico. Los dos eruditos explicaban las versiones norteamericanas basándose en la difusión del mito asiático en su forma «dualista»; por consiguiente, la difusión se habría dado muy recientemente (¿en la Edad Media?). Pero esta explicación tropieza con dificultades insuperables. Por una parte, el mito americano del buceo cosmogónico no inclu ye nunca el elemento dualista, tan característico en las varian tes del sureste de Europa y del Asia central. ¿Cómo explicar que el mito, al pasar del Asia septentrional a Norteamérica, haya perdido el elemento que, a priori, más habría debido in teresar a las poblaciones apasionadas por el problema «dualis ta», y, en particular, por el antagonismo entre el Creador y Coyote? Por otra parte, el mito reaparece entre las etnias ar caicas (Yuqui, Maidu, ctc.) en las que falta cualquier influen cia asiática reciente. Aceptando igualmente el origen asiático de las versiones norteamericanas, Schmidt ha propuesto una cronología muy distinta. Para este erudito, autor del Ursprung der Gottesidee, la difusión se habría dado en una época muy remota, y ello pol la razón de que las etnias norteamericanas que poseen el mito del buceo cosmogónico representan una Urkultur (esto es, una cultura de cazadores nómadas), mientras que en el Asia cen tral y septentrional el mito forma parte integrante de las tradi ciones religiosas de los pueblos pastores, que pertenecen a una cultura más joven (Primarkultur). Dado que la doma era des conocida en Norteamérica, el mito tuvo que llegar con las pri meras oleadas de poblaciones del norte de Asia, que ignoraban la domesticación. Estas poblaciones, todavía en el estadio de la caza y de la recolección, habrían pasado de Asia a América antes de la desaparición del istmo de Bering (es decir, entre unos veinticinco mil y quince mil años antes de nuestra era). Wilhelm Schmidt, por otra parte, sostenía también el ori88
tren norasiático de los pueblos austroasiáticos y, particular mente- de las tribus aborígenes de la India y de Indochina, en las que aparece el buceo cosmogónico. Según Schmidt, el mito pertenecía al patrimonio común de las poblaciones paleolíticas ¿e] norte de Asia; desde ahí se extendió hacia el sur, con los austroasiáticos, y hacia América, antes de la ruptura del istmo de Bering, con los antepasados de los maidu, de los patwin, de jos wintun, etc. Corresponde a los paleoetnólogos y a los etnólogos juzgar la legitimidad de esta hipótesis. Notemos, sin embargo, que Schmidt atribuía una importancia exagerada al hundimiento del istmo de Bering en la cronología de las tradiciones cultura les norteamericanas. Las comunicaciones entre ambos conti nentes prosiguieron casi sin interrupción, así como las influen cias asiáticas en el Neolítico, e incluso más tarde, en la edad de los metales. La hipótesis de Schmidt ha sido recientemente modificada por uno de sus más brillantes discípulos, el profe sor Josef Haekel. Según este erudito, es probable que el mito del buceo cosmogónico haya pasado durante el tercer milenio del norte de Asia a América con las más antiguas oleadas de cultura neolítica. Si nuestro mito se ha extendido por América en el Neolítico, su «origen» es, ciertamente, más antiguo. En cuanto a la región donde pueda haberse constituido, se han avanzado dos hipóte sis. Suponiendo que el tema de las Aguas primordiales no po día surgir de la imaginación de las poblaciones continentales, Harva había propuesto a la India como centro originario. No obstante, Gudmund Ilatt ha observado que el buceo cosmogónico domina sobre todo en las mitologías de las pobla ciones continentales, siendo menos frecuente entre las poblacio nes marítimas. El mito no se encuentra, en efecto, en la costa pacífica de Asia; por el contrario, se presenta entre las pobla ciones del interior de la península malaya (semang, ctc.) y entre los aborígenes de la India, desapareciendo precisamente en las culturas marítimas por excelencia (por ejemplo, en Microne sia). Parece, pues, probable que no es el paisaje oceánico el que ha inspirado el tema del buceo cosmogónico, sino más bien la Unagen de los grandes lagos del Asia septentrional. Es preciso, sin embargo, no conceder demasiada importan89
cía a las relaciones entre el medio geográfico y el paisaje del mito. Este último pertenece al mundo imaginario y se halla con respecto al medio cósmico, en una relación comparable a la de la novela Madama Bovary con un adúltero. Las Aguas primordiales es un tema que se ha difundido casi por todo el mundo, y no es necesario buscar su origen en una zona geo gráfica concreta. Se trata de una imagen ejemplar de la geogra fía mítica. Ahora bien, el téma del buceo cosmogónico presu pone ya la imagen del Océano primitivo, y es de esta imagen de la que hay que partir a la hora de analizar la estructura y el desarrollo del mito. Dependiente de la imagen de las Aguas primordiales, el tema del buceo cosmogónico debe de ser muy antiguo. Proba blemente se ha difundido a partir de un único centro. La pene tración del mito en América antes del tercer milenio presenta ba al Creador zambulléndose en el fondo de las Aguas en for ma de animal, a fin de traer la sustancia necesaria para la creación de la Tierra. Como acabamos de ver, esta forma se encuentra en la India y en algunas versiones norasiáticas y norteamericanas. El episodio del Creador teriomorfo sumergiéndose en el fondo del Océano ha sido elaborado más tarde, en lo que po dría llamarse la segunda fase del mito, en estos términos: el Creador manda zambullirse a algunos animales, siervos o au xiliares suyos. Es a partir de esta segunda fase cuando empie zan a desarrollarse las posibilidades dramáticas y, en última instancia, «dualistas» del buceo cosmogónico. Las peripecias del buceo y de la obra cosmogónica que le sigue resultan en lo sucesivo invocadas para explicar las imperfecciones de la Creación. Como ya no es el propio Creador el que se zambulle para procurarse la substancia de la Tierra, sino que la tarea es ejecutada por uno de sus auxiliares o siervos, se hace posible introducir en el mito, precisamente en virtud de este episodio, un elemento de insubordinación, de antagonismo o de oposi ción. La interpretación «dualista» de la Creación se ha vuelto posible gracias a la progresiva transformación del auxiliar te riomorfo de Dios en «siervo», «compañero» y, finalmente, ad versario suyo. Resultaría vano creer que podrían reconstruirse las diver 90
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etapas que separan, por ejemplo, el mito tal y como lo encontramos en la India aborigen y en Norteamérica, de las formas «dualistas» del Asia central y del sureste de Europa, pero puede imaginarse —al menos en sus líneas generales— este largo proceso de transformación. Ante todo, hay que tcner eJ1 cuenta las cosmogonías y mitologías arcaicas (probable mente de estructura lunar) que explican el Mundo y la existen cia humana mediante un sistema de oposiciones y de tensiones, pero sin desembocar en un «dualismo» ético o metafíisico. Las polaridades discemibles en el Cosmos y en la vida huma na (día y noche, alto y bajo, caos y creación, invierno-verano, virtual-manifiesto, macho-hembra, nacimiento-muerte, etc.) ser vían como ilustración y modelo de renovación periódica del Universo y de la Vida; constituían también la «teoría» capaz de dar cuenta del conjunto de las realidades y, sobre todo, de la condición humana. Hay que suponer que semejantes condi ciones estaban más o menos articuladas en las civilizaciones pre- y protohistóricas del sureste y centro de Asia y, por su puesto, también de otras partes. No tenemos ninguna razón para creer que semejantes concepciones arcaicas hayan desa parecido por completo en las regiones donde más tarde se en cuentran sistemas «dualistas»; ni tampoco, por tanto, que es tos últimos representen influencias tardías de origen iranio. Dado el carácter conservador de las ideas religiosas, es proba ble que estas concepciones arcaicas hayan sobrevivido, aunque modificándose fuertemente ante el impacto de ulteriores in fluencias. Sólo llegan a explicarse las diversas formas del mito —desde su hipotética «primera condición» (el Creador teriomorfo zambulléndose en el fondo del Océano) hasta las va riantes del sureste de Europa (el Diablo ejecutando el buceo por orden de Dios)— presumiendo una serie de modificacio nes sucesivas, que habrían tenido lugar en épocas diferentes y bajo el impulso de nuevas ideas religiosas. Las dramáticas pe ripecias del buceo pueden explicar tanto la aparición de la Muerte como la de las montañas y marismas, el «nacimiento» del Diablo y la existencia del Mal. Es inútil suponer que este mito ha sido varias veces rem ontado. Sin embargo, se intuyen las razones por las que ha sido continuamente reinterpretado y revalorizado. Podía, por 91
ejemplo, ilustrar la otiositas de Dios tras haber creado el Mun do, como ocurre entre los fino-ugrianos y en Europa oriental. Se prestaba también a contaminaciones de elementos dualis tas maniqueos y bogomilianos, como probablemente sucedió en Rusia y en los Balcanes. Pero, dado que el buceo cosmogó nico no ha aparecido en el Mediterráneo, ni en el antiguo Oliente Próximo, ni tampoco en Irán, mientras que se ha di fundido por toda Eurasia, no puede explicarse su presencia en Europa oriental sólo mediante influencias tardías, gnósticas o maniqueas. Estas influencias explican únicamente su aspecto «dualista». El arcaísmo del mito en su forma predualista incita a considerarlo como formando ya parte clel patrimonio religio so de las poblaciones protohistóricas del sureste de Europa. El hecho de que otros tantos elementos de cultura arcaica hayan sobrevivido hasta el umbral del siglo XX en los Balcanes y en Europa Oriental convierte semejante hipótesis en algo menos azaroso de lo que pudiera parecer a primera vista. Apresurémonos a añadir, sin embargo, que el interés del mito no reside en su «historia» —por otra parte tan difícil de reconstruir-—. Nos parece que su importancia reside en el he cho de que representa la única cosmogonía «popular» del su reste de Europa. El hecho de que este mito arcaico, continua mente reinterpretado y revalorizado, haya sido conservado por los pueblos del sureste de Europa, prueba que respondía a una profunda necesidad del alma popular. Por una parte, daba cuenta de la imperfección de la Creación y de la existencia del Mal en el mundo; por otra, revelaba aspectos de Dios que el cristianismo negaba explícitamente, pero que ya habían obse sionado a la imaginación religiosa del hombre arcaico; y que, en resumidas cuentas, nunca habían dejado de suscitar inte rrogaciones y especulaciones. Uno de los aspectos de Dios evi denciado sobre todo en las leyendas balcánicas era su carácter de deus otiosus, que explicaba las contradicciones y los sufri mientos de la vida humana. Otro aspecto era el del compañe rismo, la amistad, e incluso la consanguinidad entre Dios y el Diablo, misterio que había atormentado durante mucho tiem po al espíritu humano antes del zurvanismo, y cuyas distintas soluciones constituyen casi una fenomenología de la bi-unidad divina o de la coincidentia oppositorum. No se trataba, cierta92
ente, en los medios populares donde circulaba el mito, de sino más bien de imágenes, argumen tos y símbolos que ayudaban al auditorio a captar una estruc tura profunda, y en otro sentido misteriosa, de la divinidad. A pesar de haber sido continuamente reinterpretado, el j nl (0 del buceo cosmogónico ha guardado el paisaje originario hasta en sus versiones más recientes: las Grandes Aguas pre vias a la Creación y el mandato de Dios de sumergirse en sus profundidades. Imagen, por cierto, sumamente arcaica. Fuera ¿e su contexto inmediato —que depende, en cada caso, del desarrollo de la trama narrativa—, la imagen de las Aguas pri mordiales y del misterio cosmogónico que la sigue cumple una función en un nivel más profundo de la vida psíquica. Las Aguas primordiales y el misterio cosmogónico forman parte de ese mundo imaginario que se revela cada vez más como una dimensión constitutiva de la existencia humana. Es interesante constatar, una vez más, cuán poblado está este mundo imagi nario de símbolos, figuras y argumentos que nos llegan de la más remota Prehistoria. La continuidad entre la imagen y el argumento mitológico se ha mantenido pese a las numerosas alteraciones de la narración y las inversiones de la ideología religiosa y moral. Esta constatación es importante; pues sólo esforzándose por averiguar las continuidades habidas en los ya desaparecidos mundos prehistóricos es como la investigación moderna —tanto la Paleoetnología como la Historia de las re ligiones y la Psicología profunda— ha logrado renovar el cono cimiento del hombre. flexiones sistemáticas,
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T A NOCIÓN DE LÍMITE EN LA MORFOLOGÍA RELIGIOSA Y EN LAS TEOFANÍAS DE LA CULTURA EUROPEA*
Gilbert Durand
Quisiéramos precisar en esta exposición la problemática y el método pluralista propios del espíritu general de Eranos y de nuestros trabajos recientes (1974-1975, L’élhique du pluralisme; 1976, La sociologie des profondeurs)', tanto más cuanto que la misma noción de «límite» es inherente a toda plurali dad; para que existan «varios» tiene que darse, en efecto, una «delimitación» entre lo uno y lo otro. Esta delimitación, sin embargo, no puede reducirse ya epistemológicamente a la «claridad y distinción» de los primitivae simplices propios de la epistemología cartesiana. Al contrario, antes de aplicar esta noción heurística de «límite» a un campo concr eto—como aquí el de la morfología religiosa de la cultura europea—, habrá que ubicarla, ante todo... en los límites de la epistemo logía. Hemos tenido aquí muchas oportunidades para mostrarlo: la epistemología contemporánea, bautizada por Bachelard El nuevo espíritu científico (= N.E.C.), es la gran revolución de nuestro tiempo. Viene a ser una «revolución permanente» y, desde Einstein y Planck —esos dos fundadores del N.E.C.—, no ha cesado su espíritu de explosión fundadora. Las nociones * Traducción ele Femando Pérez Alonso. Revisión de José M* González Estoquera.
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que subsistían todavía pese a la subversión1 de la Relatividad y de los quanta han sido hoy pulverizadas. Un coloquio reciente, mente celebrado —¡qué simbólicamente instituido!— en Cór doba, patria de Averroes, ha mostrado con claridad la impor tancia de esta nueva physis descontenta... Hasta las nociones de tiempo y espacio cayeron ante los experimentos de Costa de Beauregard o de Bernard d’Espagnat. Toda una pléyade de científicos consuma, pues, esta inconmensurable revolución ante nuestra mirada. Citemos si no, al azar, a Prigogine, Thom,2 von Foerster, Costa de Beauregard, d’Espagnat, Feverabend, Alian... Ante estos trastornos, Edgar Morin intentó re ajustar por completo «nuestro método» en un conjunto de tres gruesos volúmenes (dos de ellos publicados enlre 1977 y 1980). Asimismo, descubrimos paralelamente —desde Eranos 1973— la perturbación que podía causar el N.E.C. en la Cien cia del hombre. Pero la antigua noción de «límite» que aquí nos importa resulta en sí misma afinada, precisada por esta intensa refle xión epistemológica. Según la acepción clásica, limen significa tanto «mojón» como lo que resulta amojonado —el «territo rio»—; asimismo, significa tanto lo que rompe esta barrera —el «umbral»— como la «meta», el «fin», el cese, la muerte. La preposición trans (transeo, transcurro, transido, transfugio, transfiguro, translatio, transcendo, transgredior y transgressio...), unida a un verbo, deja tan sólo entrever todas las declinacio nes semánticas del limen o del limes... Éstas, sin embargo, no
1. CE J.J. Wunenbuiger, «Pour une subversión épislémologique», en Ui Galaxie de I'Imagimire, dérive autour de l’oeuvre de Gilben Dimitid, Berg, 1980. 2. No entraremos en los pormenores de una reciente polémica que ha opuesto a R. Thom con los epistemólogos populares desde la aparición de su controvertido artículo «Halte au hazard, silence au bruit» (Le Débat n.'“ 3 [julio-agosto 1980], y «L'oukase de l'Oncle Thom», de Marc Beigder, La Bouteille á la Mer [agosto 1980]). Ciertamente, el mal humor que caracteriza al célebre matemático se opone tan sólo a la «borrosidad» y al aparente «racionalismo de algunas de las afirmaciones hechas por sus colegas en epistemología. Por nuestra parte, nunca nos hemos permitido semejante ¡«racionalismo: la finalidad de la ciencia —y sobre lodo la del hombresigue siendo la de lograr la descripción más adecuada («económica») de los fenóme nos que estudia. La razón debe plegarse y reajustarse siempre a la investigación de las «cosas»; debe estar «abierta» (F. Gonseth). Con todo, puede reprocharse al racio nalismo «clásico» el haber querido cerrar la razón y encerrar en ésta a la fuerza los hechos y la investigación de las «cosas».
son
más que declinaciones metafóricas, y habrá que esperar todavía a Einstein (1905), y después a Hubble (1930), para que la experimentación distinga con claridad el fin del límite, al haber descubierto sucesivamente ambos científicos que el mundo está de-finido por una ecuación riemanniana, por qui nientos millones de galaxias, por 1073 átomos, siendo a la vez ilimitado, ya que fuera del Universo no puede haber «algo». Con todo, podemos ir mucho más lejos y sostener hoy, en j 980, las conclusiones de una «filosofía negativa» (philosophie du non) de un modo mucho más radical. Por los años 19001930, la epistemología relativista coincidía con una cierta filo sofía nominalista («nada es verdadero, todo está permitido») en recalcar la noción de fin y eliminar la de límite. Pero hoy en día ocurre casi todo lo contrario: la epistemología se ve induci da a considerar —y, por supuesto, a experimentar— modelos de conjuntos in-finitos (de una heterogeneidad absoluta) e in cluso trans-finitos, pero limitados por estar definidos. El famo so teorema de Gódel permite prever el papel positivo del lími te: el conjunto de todos los conjuntos es un límite fundador de la noción de conjunto; no es este límite el último, ya que, como englobante, puede serlo hasta el infinito. Ciertamente, hace tiempo que los filósofos (Hegel, por ejemplo) presintieron torpemente la función concreta, constitutiva de lo negativo, esto es, de la alteridad iadical que limita una identidad. Pero como muy bien muestra E. Morin, para que la funcionalidad estructural de lo negativo —esto es, del límite— pudiera ser instituida en la epistemología general y en la de las Ciencias de la vida y del hombre en particular, había que esperar a los ajustes experimentales cada vez más atrevidos de la cibernéti ca, de la comunicación-información, de la sistémica; y a la emergencia de nociones tales como «bucle», «organización», «neguentropía» —y añadamos la «no separabilidad» (B. d’Es pagnat, 1979), etc. Repetimos: no se trata en absoluto de que darnos sumergidos en una borrosidad irracional sino, al con trario, de afinar el proceso de delimitación. Si se resumen los paradigmas que pueden entresacarse del «N.E.C. 1980», se da uno cuenta de que todos versan sobre la noción de «límite». Mencionemos estos paradigmas en el or den histórico de su descubrimiento: 97
1. El paradigma de la relación antagónica, muy estudiado por Lupasco, Beigbeder y Fasse, y que basándose en las rela ciones de incertidumbre de la física heisenbergiana, funda mento de una lógica no substancialista, no aristotélica y no cartesiana —esto es, que repudia el principio de no-contradic ción y en último término el de identidad «local»—3 integra la noción de «límite» en el seno del proceso heurístico y, en par ticular, del experimental. Ya no se trata de distinguir para ex cluir, como sucede en la lógica cartesiana, sino de incluir el límite de A y de no-A en el seno del proceso operativo gracias al nuevo principio del «tercio dado». El «objeto» de nuestras ciencias contemporáneas incluye necesariamente, para poder existir, una «membrana» teórica que delimita en él tensiones antagónicas. El «objeto» de nuestras ciencias no es atómica mente analizable ni tampoco unitariamente holístico: es cons titutivamente contradictorio, y el «límite» que incluye viene formulado precisamente en el principio del «tercio dado o in cluido». Es un «aparato» complejo formado por partes, órga nos y tópoi heterogéneos. Se deriva de ello fácilmente:
que el límite que la de-fine comprende aperturas o umbrales de intercambio, incluso en el plano teórico. La complejidad es organizativa; se beneficia —constitutivamente, por así decir— de lo que desorganiza, de ahí que se precise la noción de «lí mite». Ya había yo constatado4 que todo «límite» puede trans gredirse en hipo y en hiper, y que no es una mera frontera tranquilizante y cerrada unilateralmente. El límite define un equilibrio, una media homeostática, y las nociones de hipo e hiper —tomadas de la endocrinología de Brown Sequart— pa recen ser aquí muy convenientes. En las perspectivas morinianas, toda emergencia supone una «inmcrgencia» inicial, esto es, una necesaria osmosis. La noción de «límite» en un siste ma organizativo se convierte, por decirlo así, en osmótica: o bien se niega (cf. nuestra definición en hipo), y el sistema que da amenazado por lo que Rene Thom llama una catástrofe absoluta —el sistema estallaría allende sus límites constituti vos— y hay, como dice Yves Albert Dauge, alienación', o bien se exaspera y entonces se produce una apertura del sistema —por medio de un complejo mecanismo que estudiaremos— a una alteridad (reacción en hiper). Vemos que el paradigma de la complejificación organizativa conlleva una diversificación dinámica de la noción de límite:
2. El paradigma de la complejificación organizativa: supone que ningún «objeto» es simple al ser la «distinción» una deli mitación interna. Sus objetos ya no tienen tampoco los nítidos contornos exteriores propios de los primitivae simplices. Ya no son substancias o mónadas «cerradas». Como muy bien ha mostrado E. Morin, los descubrimientos ininterrumpidos acer ca de la noción de entropía, que enlazan los dos principios de la termodinámica y que constatan especialmente la «degrada ción de la energía», conducen, desde Boltzmann (1877), Gibbs y Planck, a un «deterioro del orden» constitutivo de la estabili dad del objeto clásico. Mejor dicho: todo «objeto» no sólo es un complejo que está cerrado por límites internos que «lo en samblan», sino, sobre todo, un «bucle organizativo» (M. Serres, 1974; E. Morin, 1977) que se abre a una constitutiva dis persión. La nueva complejidad ya no se reduce a la «complementariedad» (G. Bachelard, Lupasco, 1962), sino que implica
3. El paradigma de la realidad operativa de lo negativo. El hegelianismo había presentido toscamente el papel de lo nega tivo en el cumplimiento conceptual. Recogido más tarde, en
3. En el sentido en el cual entiende R. Thom este epíteto: en contraposición a la identidad semántica o de «no separabilidad» (D'Espagnat).
4. «Stmctures religieuses de la transgrcssion» (1977), en Violence et traiisgression, Anthropos, 1979.
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— Integración de «límites» internos constitutivos del apa rato de por sí complejo; — rechazo catastrófico (en hipo) de toda limitación exter na: límite del límite, a saber: que el aparato no alcanza en un punto su límite funcional; se finaliza, pero ya no se limita; — juego homeostálico (catástrofes elementales) de lo que está de-limitado y del límite (en hiper). Este paradigma empíri co, sin embargo, conduce directamente a un paradigma filosó fico del límite.
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1977, por E. Morin, Prigogine desarrolló en 1972 esta filosofía revolucionaria que Alian formulaba ya en 1970-1972 como «azar organizador», y que von Foerster también ya había suge rido en 1959 —a propósito de la organización viviente— con la expresión, llena de imágenes, Order jrom noise principie. Aun que los términos de azar y «ruido» sean un poco metafóricos e irriten a los matemáticos, la misma idea teórica vuelve a en contrarse en el concepto de «catástrofe» introducido por René Thom (1972) al vincular éste toda morfogénesis —es decir, toda delimitación— con una ruptura caduca del límite, esto es, inadecuada. Como muy bien señala E. Morin, la idea de catás trofe, «lejos de excluir incluye la idea de desorden, y de un modo genérico, ya que la ruptura y desintegración de una an tigua forma es incluso constitutiva de la nueva». La cuestión en litigio es entonces saber si se trata efectivamente de «azar» y si el desorden no es, a su modo, un orden que se invierte. Pero dejemos al margen esta discusión ideológica. Podemos constatar, por lo tanto, que el «N.E.C. 1980» nos conduce a un afinamiento de la noción de «límite». Su lógica del antagonismo impide el cierre objetual como totalidad ho mogénea (holismo): hay delimitaciones en el interior del apara to. Su complejificación organizativa impide que las partes de esta totalidad sistémica se reduzcan a una homogeneidad (ato mismo). Por último, todo «sistema» está abierto en el plano teórico a lo que «excita» su delimitación. Se trata de ver ahora cómo este «nuevo modelo» del timen se aplica de modo heurís tico a uno de los «sistemas» elegidos en la Ciencia del hombre. Ciertamente, he dudado entre dos opciones en la elección de este campo de aplicación. Por una parte, podía precisar —en una prolongación de la «sociología profunda» aquí esbo zada en 1976— el «sistema» de los límites sociopolíticos en la organización de la Ciudad arquetípica, la ciudad romana. La tesis magistral de mi colega y amigo Yves Albert Dauge, dedi cada al Bárbaro. Investigaciones sobre la concepción romana de la barbarie, me incitaba a ello por múltiples impulsos y afini dades. Por otra paite, podía también —como complemento a esta perspectiva trazada en el campo de la Antigüedad clásica y como prefacio a un trabajo sobre la leofanía occidental (las estructuras y modalidades de las manifestaciones divinas), que 100
ni a duró al amparo tutelar de la Universidad de San Juan de Jerusalén— entresacar los «límites» complejificantes de esta teofanía. A las reflexiones sobre el límite fundamental que constituye la barbarie y las de-limitaciones dictadas por el po liteísmo de la Ciudad romana —constitutivas ambas de una especie de «estática» sistémica de la sociología profunda—, responden punto por punto las delimitaciones teofánicas que constituyen la cristiandad occidental5 en una «dinámica» que prolonga y releva a la Roma pagana. La noción límite de Infidelis viene aquí a sustituir a la noción límite de Barbarus. Pero, ¿no es esta última, como hace notar Dauge, barbarica fides? Me he atenido a esta segunda opción con el propósito de ofrecer un panorama completo, aun a modo de esbozos, de lo que puede ser una «Sociología profunda» tanto en su estática como en su dinámica; y, sobre todo —por lo que a mí respec ta—, para señalar fecha a lodo lo que la Europa de moda vaya a solicitar como reflexión... o irreflexión: en el instante en el que escribo estas líneas, ¿no recibo acaso el prospecto publici tario de una Historia general de Europa en tres tomos por pres tigiosos historiadores franceses? Con todo, aunque he opiado por el límite del Injulelis en vez del de Barbarus, reconoceré en lodo momento mi deuda con el trabajo pionero acometido a este respecto por Dauge, en particular su «barbarología estructural» que, tras las hue llas de la romanidad, define ya tipos precisos de pensamiento e integración del Aller, de lo Negativo, tanto su alteridad como su alienidad. Por otra parte, este estudio plantea ya, en una perspectiva muy organizativa y sistémica, una bipolaridad del ser romano en la que se integra el campo del «límite» bárbaro (en contraposición a la definición de la barbarie por parte de la polis griega). Nuestro campo será, pues, el del «sistema» de la «fideli dad» cristiana en Europa. Volveremos a encontrar a lo largo de este estudio las premisas epistemológicas del «N.E.C. 1980» que ya resumimos, y, en especial, encontraremos que:
en
5. Ciertamente podría muy bien estudiarse una «dinámica» de las transgresiones el modelo de la Roma antigua que nos ofrece también diez siglos de historia.
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— La fe cristiana es un sistema complejo y limitado que ni se reduce a la predicación única de un dios monoteísta ni a la de un kerigma (,kérygme) monopolista; — la línea azul de los Vosgos de la ortodoxia está balizada por dos fronteras muy distintas de la In-fidelidad: a) Bien sea por la exageración —el extremismo, ¡podría mos incluso decir en esta Tagung}.— de un límite especílico conducente a una transgresión en hiper cuyas herejías (de ha rem: seleccionar, elegir una sola vía...) ofrecen buenos mode los. «Catástrofes» homeostáticas que contribuyen, paradójica mente, a la vida de la ortodoxia del sistema al solicitar apertu ras sistémicas, feed-backs que la veintena de Concilios Ecumé nicos concretan bastante bien; b) o bien por la supresión de un rasgo limitado específico, cual transgresión en hipo, de lo que son un buen ejemplo to dos los «concordismos» —esto es, la alienación de la fe sobre lo profano. Se trata, en este caso, de lo que podría llamarse «cisma», esto es, de una radical anulación de los mojones de los límites identificadores. Catástrofe radical que esta vez lleva a Occidente a no ser más que un «Amplio País» de profana ción c infidelidad: un país espiritual «muy diferente» de su tradición fundamental. Son estos tres funcionamientos y conceptos de «límite» los que vamos a estudiar brevemente. Sin embargo, hemos de subrayar, antes que nada, la clara conciencia que tenemos de la opción filosófica y sociológica que hemos tomado: ésta está, por una parte, en los «límites» —hablando al caso— de la ortodoxia católica apostólica y ro mana; por otra parte, concibe nítidamente y sin ambages al aparato cristiano —en contraposición a las apologéticas presas en la trampa de las modas efímeras de las «modernidades», y en especial del dramático aggiomamento historicista de la des mi tologización— como un aparato religioso incluido en un campo cultural muy preciso. Si se desea una referencia no ca tólica al espíritu de nuestra empresa, y en homenaje al interés que le prestaba Henty Corbin, es con Schleiermacher (Dis co urs sur la Religión, 1799) con quien vincularíamos gustosa 102
mente nuestro proyecto. Al igual que él, pensamos que es ine luctable relacionar el Cristianismo con una religión, y toda re ligión con un conjunto cultural. En eso nos oponemos resuel tamente a todos los intentos de ruptura catártica —como los practicados por Karl Barth— que han contaminado su época. No hay ruptura entre cristianismo y religión, ni cnlre naturale za y gracia, ni entre la fe y las obras, ni entre la inmortalidad del alma y la resurrección...6 Para nosotros, todo fenómeno humano, incluso la teofanía cristiana, es un sistema de con junciones, y especialmente de conjunciones culturales, socia les, históricas, psíquicas.
I. Los Ángeles «en los límites de Occidente» De acuerdo con la breve definición que hemos dado sobre los principios de la transformación epistemológica del «objeto» substancial de la episléme clásica en «aparato» sistémico y or ganizativo, nos vemos obligados a denunciar ante lodo las concepciones epistemológicamente caducas que corrompen el cadáver de la cristiandad. Muchas veces hemos denunciado (cf. Eranos 33-1964 hasta 39-1970) la funesta inclinación del concordismo cristiano que siempre se ha ejercido en dos senti dos distintos, en una simplificación y en una unificación apo logética del cristianismo europeo. La paradoja del concordis mo historicista que se despliega desde Barth hasta Teilhard de Chardin ha descarnado, por un exceso de aggiomamento de la Historia —entendida ésta desde el punto de vista de la «Filoso fía de la Historia»— al cristianismo histórico de sus concrecio nes socioculturales.' No hablemos ya de Bullmann y de su co nocida desmitologización que reduce el cristianismo, so pre texto de apología, a un mero acontecimiento histórico del cual, en el límite, resulta imposible leer advenimiento alguno (keríg6. Nos oponemos aquí a la profesión de fe —puesta en duda por parle de un sociólogo que escribe ¡«No hay eclesiología sin sociología»!— del pastor Roger Mehl ( a théologie protestante, P.U.F., 1967) que caracteriza al pensamiento protestante por a noción de «ruptura, por el rechazo de las conjunciones que paireen a veces caracerizar al pensamiento católico», p. 121. 7. Resulta de nuevo ejemplar de esta catálisis puritana la postura de R. Mehl, op. cit.
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ma o éppafax). En nuestra epistéme, en efecto, todo adveni miento sólo puede ser una «emergencia». La Escuela de Jerusalén, por ejemplo, ha arqueologizado todo el cristianismo. En el contexto de la gran Infidelidad —o pro-fanación actual—, el cristianismo pierde —-jactándose algunos de ello— toda religio sidad, ya sea para refugiarse en una historiografía caduca e hierosolimitana, cuando no palestina —aunque esté salpicada de psicoanálisis, como en Fromm—,8 ya sea para secularizarse en la vida actual de un carpintero sindicado. No insisteremos en la ridiculez trágica que conlleva semejante postura. Es el producto de bárbaros, iconoclastas de toda cultura, que toman la historiografía por vida cultural. Digamos simplemente que el acontecimiento palestino ocurrido bajo el poder de Tiberio y Herodes y los estados de ánimo de un obrero carpintero espe cializado y sindicado sólo tienen una relación muy remota con el hecho cultural cristiano que se dio en Europa durante apro ximadamente veinte siglos. La «teofanía» cristiana en Europa forma ante todo un con junto de fenómenos europeos incluidos en unos límites plura les, como son los límites propios de la Europa geográfica y étnica. Añadamos que estos límites no son sólo «étnicos» en el sentido estricto del término. Si la etnología europea moderna, por ejemplo, ya no tiende a separar la etnia celta de la germá nica —como nos hizo creer la propaganda romana y en espe cial la cesárea—, no es menos cierto que la ocupación romana de Galia y la no ocupación de Germania —pese a las fuentes hallstacianas comunes— han marcado cada vez más, a lo lar go de los siglos y de modo diferencial, la sensibilidad, los hábi tos y las costumbres de los pueblos ubicados a uno y otro lado del «límite» del Rin. Los límites que vamos a describir son, desde luego, tanto etno-geográficos como histórico-culturales; son el lugar de una especie de «geografía imaginaria» donde las localizaciones geográficas integran los lentos y ricos proce sos culturales de la historia. Su formación conlleva imperati vos endógenos que están más ligados al lugar y al clima que a la raza, así como requerimientos exógenos que se asocian a las disposiciones y «organizaciones» de la Historia; un poco como 8. Cf. Erich Fromm, Le dognie du Christ, P.U.F., 1980.
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se define la civilización romana, esto es: no por un rasgo racial _como hace la pólis griega— sino por una tempemtio9 a la vez climática y moral, balizada tanto en el norte como en el sur de este universo étnico-geográfico por la ferocia o la vanitas de los bárbaros. Aunque no sigamos pormenorizadamente el modelo romano que desglosa entre estos polos de la barbarie las na ciones de los limes (naliones extemae), sí nos parece que se pueden balizar en siete polos los limes de la Fieles chrisliana. por supuesto, estos seis polos en torno a un centro no pueden serlo sin sugerir a la vez —y estoy convencido de que se lo sugerirán irresistiblemente a mi amigo Dauge—10 los seis orientes de la Estructura Absoluta según Abelio. Con todo, no lograremos superar aquí la última especulación que produce semejante comparación. Digamos tan sólo, como introducción a nuestro estudio, que si el Ángel que está en el Centro de la teofanía (es decir, en el centro de todas las apariciones visio narias, desde los ensueños hasta las eminentes especulaciones de místicos y Doctores de la Fe) de Europa es, en efecto, el Ángel de Roma —¡y no el de una Jerusalén tiberina!—; los límites de los seis orientes de esta cristofanía están puestos, entonces, en levante y en poniente por los Ángeles de lo eslavo y de lo celta, respectivamente; en el norte y en el sur, por los de lo germánico y lo hispánico; y finalmente en el cénit por el Ángel helénico, y en el nadir por el de lo judaico. Hay que empezar precisamente por este último límite para poder ¡afirmar con fuerza —en contra del horrible cisma que ha infestado y deshonrado a Europa— que la emergencia cris tiana se ha formado, como es sabido, a partir del pueblo he breo y de la metahistoria judía contenida en la Biblia, y que ninguna teofanía ortodoxa cristiana puede prescindir de esta raíz, de este nadir fundamental que es para el cristiano el Án gel del Nadir judío. Esto es así no sólo porque una diáspora israelita, tanto en el norte (Ashkenciz) como en el sur (Sefarad), siempre ha hecho florecer una creatividad judía específica mente europea a partir de dos joyas como la mística cabalista y el hasidim —tan caros a nuestro amigo Scholem—, sino,
9. Cf. Dauge, op. cit., p. 233. 10. Dauge, Raymoiul Abellio, Memo...
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sobre todo, porque la ortodoxia cristiana queda mutilada si n0 acaba apoyándose y apuntalándose" —¡como Jacob bajo el ro. ble de Mambré pintado por Delacroix!— en este Ángel del lí mite fundamental común a toda religiosidad: ¡el Ángel del ab soluto Misterio! Pues es esta noción de «misterio», expresada en la paradoja que desde Abraham hasta los escritos patéticos de Elie Wiesel pasa por Job, la que constituye esa tierra pro funda —de exilio o de éxodo, ¡qué importa!—, donde puede brotar la religiosidad. Uno de los arquetipos de esta «disputa con Dios» es el conocido rabí Leví Yitzak de Berditchev.12 Es cribimos, en efecto, «religiosidad», en contra de un pensa miento herético, porque de lo que se trata aquí es de una con junción entre lo Sagrado más trascendente y lo profano más humillante, entre lo fascinendum y lo tremendum. Este Mysleriurn Magnwn corresponde al Occidente cristiano que lo here da perpetuamente del Ángel de Abraham y de Jacob. San Ber nardo lo recuerda muchas veces con vigor a sus compatriotas cruzados llenos de celo contra el Infiel: los judíos no son «Ín fleles», porque en ellos circula misteriosamente la sangre de Cristo. Orígenes añade con mayor precisión: «es a los judíos a quienes fueron confiados los oráculos de Dios».1’ Este Ángel del Nadir no es otro que la figura celosa del Misterio, de la presencia de lo inaccesible, del absurdo más radical. Todo cristiano debe ser un Jacob atrevido que luche contra el Ángel que lo deja cojo; debe ser —como bien lo ha visto Kierkegaard— un Abraham confrontado con el absurdo del sacrificio mandado; un Job obstinado que colma la nada divina con un alegato en favor de la justicia. Ángel del Abismo. ¿No cleja aca so el fervor de los ashkenazim de Champaña y de los sefardís de Andalucía una clara resonancia en el ascetismo iconoclasta de Clairvaux o en la «nada» de la mística sanjuanista? ¿No encierran acaso una relación mutua el terrible En Sof, Ain, de la Cábala y la Ira divina del Urgrund en Bóhme? ¿No es la 11. Cf. la espléndida tesis del tercer ciclo de Daniela Basenval, Le théme de /« souffrance et dit sacrifice chez quelques écñvains juifs contemporains, Universidad de Grcnoble 111, 1979. 12. Cf. M. Buber, Les RécUs hassidiques; E. Wiesel, en Célébration hassidique. se sitúa claramente en la línea del rabí de Berditchev. 13. Migne, XIV, 4, Col. 928.
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Zarza Ardiente de Moisés —sobre la que ha meditado este año (1980) nuestra universidad de San Juan de Jemsalén—14 ese límite fulminante del Misterio, de la invisibilidad e inefabilidad de Dios, el cual exige una «permanente hermenéutica» y un continuo cuestionamicnto por parte del creyente, de Job y de todos aquellos que el Holocausto ha interpelado? Este límite del misterio es quizá el límite absoluto, el límite que funda en sí toda dimensión teofánica, precisamente como una manifes tación de la trascendencia absoluta, tan absoluta como la ab surda zarza que arde sin consumirse, ¡tan absoluta y gratuita como Leviatán, Behemoth o Jesús! Esta ausencia radical de la Presencia, único Ángel de esa judaiddad que espera al Mesías, puede exhortar al cristiano, a menudo demasiado seguro del perfecto cumplimiento del kerigma crístico. Se sigue de ello una «permanente hermenéutica» sin la cual el misterio dejaría de ser misterio porque no desempeñaría ya el papel de cuestionamicnto. De todos los métodos e intenciones, ninguno como los de la Cábala —ese momento álgido del midrash— ha sostenido con tal vigor esa permanencia en el cuestionamiento y búsqueda del Mesías. El primer papel del Justo es el de cuestionar. Tampoco hay que olvidar —como ha mostrado F. Secret tras M.J.L. Blau—15 que el cristianismo ha adoptado, espe cialmente en el Renacimiento, la actitud cabalística. Ha habido una cábala cristiana que ha utilizado los mismos métodos que la cábala judía para escudriñar el sentido. Tanto el famoso Pico de la Mirandola como el cardenal Egidio de Viterbo en Italia, Johannes Reuchlin en Alemania, Postel o Blaise de Vigenere en Francia —por citar sólo a los más célebres— ilustran esta «pennanente hermenéutica». El pensamiento judío no sólo ocupa un lugar im portante en la filosofía y la cultura europeas, sino que viene a ser, sobre todo, uno de los «orientes-límite» ineluctable en la ortodo xia cristiana. El Ángel del Misterio es, por lo mismo, el Ángel del gran «¿por qué?».16 La Shoa, el terrible Holocausto de seis millo14. Cf. U.S.JJ. Sesión de junio de 1980, «Le Buisson ardent ou l’herméneutique Pennanente». 15. Cf. F. Secret, Les kabbalistes chréliem de la Reunáis sanee, Dunod, 1964; y G. Scholem, Les grands coumnts de la myslique juive, Payot, 1950. 16. Cf. Jérémie, XII, I, «Pourquoi la voie des méchanls est-elle prospere?»; Wiesel, La Nuil; y Schwaríz-Bart, Le Demier des Justes.
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nes de judíos en nuestra Europa civilizada, no viene a ser sino esta pregunta fundamental —la más fundamental— porque no encuentra una respuesta objetiva —como también es el caso en Job y en Jeremías. Este «límite» es, en efecto, el más profundo, el más subterráneo, aterrador y misterioso de los aparecidos en la ftdes occidental, tanto judía como cristiana. En el otro extremo espiritual, y a menudo en tensión y oposición con el misterio del Nadir, se halla el Angel helénico del «Discurso divino» del Lógos, que está en el cénit del pen samiento occidental. A nuestra Edad Media no le resultaiá difícil relacionar la dialéctica y la mayéutica del Fedón con las Sagradas Escrituras. La teofanía se convierte, en este límite superior, en teo-logía. Los sofistas —y su más ilustie protago nista, Sócrates— pasan a un segundo plano en todas las dis putas teológicas de Occidente. La lengua griega que figura simbólicamente junto a la hebrea y la latina en el titulus de la cruz— no sólo se convierte, de la mano del judío helenizado Pablo de Tarso, en la primera lengua teológica de la incipien te cristiandad, sino que además la filosofía griega impregna constantemente la teología cristiana a lo largo de su historia. Emile Bréhier tenía la costumbre de decir con ironía: «No hay filosofía cristiana. Toda la filosofía cristiana es en reali dad griega». Desde san Justino Nabulus (bajo Marco Aurelio) hasta san Agustín (en el siglo m), los principales teólogos han sido filósofos griegos antes de convertirse; es sobre todo Cle mente de Alejandría —y más tarde Orígenes— quien, en el siglo TI, incorpora deliberadamente la demostración y la con troversia teológica en el tronco sutil de la retórica y de la dialéctica griegas. Les seguirán en el siglo IV los eminentes capadocios: Basilio, Gregorio Nacianceno, Gregorio de Nisa, y luego, en el siglo V, el conocido Dionisio el Areopagita, los cuales irán formulando poco a poco el dogma cristiano en la lengua de Plotino. Tras haber volado durante diez siglos con alas platónicas, toma el relevo, como sabemos, la Escolástica aristotélica. Con todo, desde Anselmo de Canterbury hasta Tomás de Aquino es siempre el problema del Lógos, de la razón —ratio o intdlectus— explicada por la filosofía griega, el que se mantiene en el corazón de la problemática de Ia teología cristiana. La teología —como señala santo Tomás—
viene a ser scientia. No insisteremos más —por lo banal que podría resultar— en el prodigio de la aportación griega y en el «límite» lacionalista que animará casi de modo ininterrum pido el debate de la teología cristiana durante veinte siglos. Como dijo Atenágoras el apologista, Dios es «eternamente ló gico». Pero veremos qué peligroso puede ser este límite para la ortodoxia cristiana.17 Por último, y ya en el centro de este «sistema» que se des pliega desde el Absconditus hasta el ¡jógos, está el Ángel del Centro, el de la Ciudad de Dios', el Ángel de Roma. La eclesiología cristiana viene a ser un calco de la sociología romana. La basílica romana tomará el relevo de la basílica imperial. En Roma se ubica el centro del «pueblo de Dios», la cristiandad. «En cierto sentido —escribe Tillich—la Iglesia se ha consti tuido según el esquema jurídico del estado romano y descansa en el principio de autoridad con una doble ley: el derecho ca nónico y el derecho civil.» La eclesiología de Cipriano, y luego la de Agustín, son los modelos de esta necesaria limitación: Cipriano formula el famoso extra ecclesiam nulla salus, digno de la barbarología romana; esta Iglesia se apoya en el episco pado, y el episcopado es uno. La relación entre Dios y el hom bre se ha jurisdiccionalizado: el ejercicio legalizado del sacra mento tiene más valor que la communio o participación. El sacramento de la Penitencia, el «poder de las llaves», es el fun damento de la santificación practicada por la Iglesia. San Agustín como señala Tillich-— insistirá aún más en este ca rácter sacramental de la Iglesia, «paso de la santidad personal a la sacralidad institucional». Este es el sentido de la \iolenta oposición de Agustín a los donatistas: es la formulación jurídi ca objetiva, institucional, la que valora la eficacia del sacra mento; un hereje puede incluso administrar el bautizo o absol ver de modo efectivo. La Roma cristiana viene a ser, pues, con independencia del carácter o de los méritos de todos aquellos que la encarnan, una institución jerárquica y jurídica en busca la salvación, y la comunidad espiritual sólo se halla en esta institución. Por tanto, «fuera de la Iglesia no hay salvación», al 17- Cf. P. Tillich, Histoire de la ¡Musite chrétiemie, Payot 1970 18. Ibid., p. 124.
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ser ésta la que codifica y autoriza el sacramento, ¡la que deten ta el poder de las llaves! Frente a este grupo formado por los límites correspondien tes a tres grandes fuentes culturales, hay que situar los demás límites, más próximos que los anteriores a las estructuras étni cas propiamente dichas. Al oeste de Europa, y bien protegido en las casi islas de Bretaña, País de Gales y sobre todo en la isla irlandesa de Erín, vela el Ángel del Oeste, el de los celias. Es el Ángel de la Creación, de la Naturaleza. Los países celtogermánicos son países forestales (Gallia Comata); se da en ellos una profunda «ruralidad» celta que se contrapone al nomadis mo comerciante judeo-semítico que se dirigía a la urbs romana o a la polis griega. El suelo religioso celta se parece más, en este sentido, a los antiguos cultos agrarios practicados por los antepasados de África, del Asia agrícola o del primitivo Japón del Sliinto. Merlín era una especie de Chamán. Son religiones que reflejan en su origen (y la Roma primitiva de los numina no queda excluida de este proceso) una extrema dispersión so cial: el clan no prefigura la sociedad política. Algunos han que rido detectar una especie de totemismo en esta abundancia de numina celtas muy a menudo zoomorfos... Hay algo de cierto en esta afirmación: son éstas religiones de savia vegetal —¡los celtas fueron cerveceros en el caldero litúrgico!— y de sangre animal. Los celtas eran «cortadores de cabezas»; el vínculo con la fides celta se hacía por medio de la mezcla de sangre. Fue, ante todo, una cultura atenta a las metamorfosis de la vida vegetal y animal, y por lo mismo cercana a la muerte. Toda la epistéme celta se basa en el fenómeno de la metamorfosis que el hombre de los bosques y de las landas —cazador, recolector, agricultor— encuentra en el reino animal y vegetal. En estas sociedades agrícolas organizadas en clanes, la vida y la muerte vienen a ser como el flujo y el reflujo de un poder invisible que conserva la tradición (transmisión) que reposa en los Antepasa dos. Vida y muerte, dioses y hombres, vegetales y animales, todos ellos son permutables en un orden dado de la metamoifosis. No hay, en los celtas, una gran diferencia entre los vivos y los muertos, entre los hombres y los dioses: la mayoría de las veces éstos no son más que simples héroes humanos sobrehumanizados. El arte celta es un claro ejemplo de esta ritmologí*1 110
de la creación —sobre todo en la captación y asimilación de temas cristianos. Nos lo muestra el mocárabe vegetal que se desarrolla en animal y se vincula al megalítico, aparte de toda la literatura celta que repite sin cesar relatos de mutaciones y metamorfosis. Toda una parte del imaginario sobrenatural cris tiano, y especialmente la correspondiente a los relatos del ciclo de Bretaña y de los más o menos cristianizados del Graal, nos muestra la fusión habida entre los temas de metamorfosis, re generación y caldero mágico. Como en toda Wdtanschauung que se centra en los ritmos de la naturaleza, en la fecundidad de las savias y en el paren tesco de la sangre, es evidente que la sensibilidad mítica celta va a magnificar a la mujer. No resulta por tanto nada extraño ver florecer de nuevo, en los siglos xr y Xli, a la mariología en los altos lugares —fuentes, árboles, cuevas— de los países cel tas. Estos mismos, sin embargo —sobre todo Irlanda, Corwall y «Bretaña»—, asimilaron con facilidad la predicación cristia na y amoldaron el monaquisino cristiano a los colegios druídicos y al eremitismo silvano. El clan celta, más o menos autocéfalo, impregnó (y quizá de este modo hizo posible su super vivencia en los conventos y abadías de la alta Edad Media) la semilla apostólica por mediación de los santos de los países celtas —san Patricio, Coloraban y santa Brígida, patrona de Irlanda, heredera de la dama de Erín, María hibemorum. La autonomía de estos conventos garantizó así la conservación de la predicación cristiana en sus marcos rurales —ermitas de bosques, islas y valles. Esto es: una constante alabanza a la naturaleza desde los manuscritos iluminados de Irlanda o de Escocia hasta el florecimiento gótico y el naturalismo de un Francisco (o Francesco, que se traduce por «pequeño francés») de Asís. El poverello, en efecto, tenía ascendencia francesa por parte materna... El arte de los países celtas y, en particular, el de Francia —desde Moissac hasta Reims pasando por Vézelay y Saint Denis—, se acordará siempre de su originario bosque encantado: siempre se ensalzarán en él las notas de un realis mo, dado el encanto de su belleza natural, incluso cuando la rnngi£l de la línea se disuelva en los goces del impresionismo. Frente a este límite del poniente europeo hallamos con una niayor borrosidad el límite del levante —esas marcas siempre 111
movedizas de los países eslavos o eslavizados. Países en los qUe por cierto, se levanta la luz para Europa, una luz que acaso sea la de Lucifer o Satán, y de allí la tentación de llamar al Ángel de Oriente Satanael. Ciertamente, la literatura eslava, y Dosloievski en particular, nos ha acostumbrado a aceptar el mal en su papel primitivo, esto es, como asunción del pecado, del sufrimiento, de la locura, de la «idiotez» de un príncipe Muichkine. Pero esta temática del sufrimiento glorificado, del «inocente mártir»,19 de la «bienaventurada aflicción», no está compuesta sino de rasgos que aparecen constantemente en toda la espiri tualidad oriental. Haciéndose eco de esta sentencia de Cristo al stárets silvano: «¡Guarda tu espíritu en el infierno y no desespe res!», Olivier Clément escribe: «el santo es un pecador cons ciente, el más consciente de ser siempre el primero de los peca dores». Esta economía del pecado se sitúa para el eslavo en la economía del icono: el hombre es el icono de Dios —«incluso el más culpable» lo es, como añade el P. Thimoty Ware, ya que «la imagen de Dios queda deformada por el pecado pero nunca se destruye». En este sentido, ¿no dice acaso el himno del fune ral: «soy la imagen de Tu inefable gloria, incluso cuando llevo sobre mí las heridas del pecado»? El pecado no es más que una herida, como recuerda el ritual eslavón de la Confesión: necesi ta medicina, no castigo. Quizá lleve consigo su propia medici na: felix culpa. Sin ser eslavo, pero permaneciendo en el límite del luleranismo, Thomas Müntzer predicará la necesidad de «llevar la cruz», y se hallan bastantes puntos en común entre los Schwanner y el extremismo eslavo, que pretenden transformar la sociedad por medio del sufrimiento, ya sea este padeci do o infligido. Pierre Kavalevsky añade: «el sufrimiento inocen te será uno de los rasgos que más caractericen al santo ruso». Tales son, en efecto, los Santos Mártires fundadores Gleb y Boris o el Príncipe Igor de Tchemigov. Pero hay que subrayar que esta predilección por el sufrimiento y esta economía positiva del Mal no vienen a ser sino un rasgo muy primitivo del dualis mo religioso de los antiguos eslavos, como muy bien ha puesto de relieve Mircea Eliade.20 Se sabía, ciertamente, que algunas 19. Cf. T. Ware, J.’Orthodoxie. L'Eglise des sept Conciles, Desclée, 1968, p. 298. 20. M. Eliade, De Zalmoxis á Gengis Khan, Payot, 1970.
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gnosis dualistas —quizá de origen iranio, como piensa, entre otros, Román Jakobson— habían pasado desde Eui'opa oriental a los bogomilos. Todavía da más que pensar la reflexión de geholem21 según la cual este dualismo habría influido en el sa batismo polaco. Notemos que Marción, uno de los grandes fun dadores de la gnosis dualista, era oriundo del Mar Negro. Pero Eliade pone en evidencia —en todo el floklorc ruso, rumano, búlgaro, polaco y, más lejos todavía, uralo-ugriano—, la «frater nidad» o «consanguinidad» entre Dios y Satán, al igual que la creencia bogomiliana posterior de que Satanael era el primogé nito y Cristo su hermano menor. El folklore hace referencia al papel cosmogónico que desempeña el diablo, el cual «se sumer ge» en las aguas primordiales para extraer el légamo con el que Dios formará la tierra y el hombre. Eliade insiste en el origen eslavo y protoeslavo (Geto-Dace) de este Dios cansado, lejano y débil que necesita la ayuda de Satán. Se trata del Deus oliosus, el cual precisa de aquél que se define —según una leyenda esto nia— como el «Yo soy otro», esto es: como el Diablo. Las raíces de este Ángel de Occidente son también, por tanto, profunda mente precristianas. Nos queda por examinar otro eje limitativo: el eje que, en nuestro mapa espiritual de la cristiandad, va concreta y simbó licamente de norte a sur. En el norte se halla el Angel germá nico cual guarda del umbral. Ya dimos a conocer, a propósito de los celtas, la presencia de un artificialismo en la discrimina ción étnica de una germanidad. No es menos cierto que el artificio de la historia ha creado dos realidades bien distintas22 que no han dejado de enfrentarse a lo largo de los tiempos. Se da, por tanto, una influencia germánica muy específica que liga la mística renana al romanticismo. El ángel de este límite es el amigo del alma. La palabra Seele cobra, de Lutero a Jung, una resonancia particular en los países de más allá del Rin. Ciertamente, la cultura de los germanos —godos, sajones, francos— es una cultura rural, como la de sus primos los cel tas; poco jerarquizada, compuesta de clanes dispersos, facilita tanto la apertura a la naturaleza como el repliegue sobre un sí 21. Ibíd., pp. 98 y 110. 22. Cf. A.E. Brinckmann, Esprit des nations. La Toison tl’or, 1943.
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mismo individual o colectivo. Será precisamente este último rasgo el conservado por el «alma» germánica. Madame de Staél será sensible a esta «familiaridad» propia de Alemania. Con todo, es gracias a la mística intimista que se revela la germanidad en el plano de la fides. El maestro Eckliart viene a ser, en este sentido, el paradigma de esta actitud que, pasando por Tauler, Ruysbroeck y Thomas hasta Kempis, autor de la Imitalio, desemboca en Lutero y se extiende a la mística de Bóhme y a la de Oetinger. Eckhart sostiene este intimismo cuando afirma: «Nada es tan próximo a los seres, tan íntimo a ellos, como el Ser Absoluto».23 Y este Ser Absoluto sigue los contornos del alma: es Fluss oder Widerfhtss (corriente o con tracorriente), de ahí el comentario de Tillich: «el alma es el punto en el que la criatura retoma a Dios». «Este centro ínti mo», este «corazón», este «castillo del alma» es el Hijo que nace en cada Alma. Tanto Angelus Silesius como Eckhart mantendrán este «individualismo» pneumatológico: Dios es el nunc etemum. (el ahora eterno). Este Ángel del Alma germáni ca viene a ser, pues, el portador de este «límite» fundamental —tomado de san Pablo y de san Agustín—, la justificación gra tuita en virtud de la fe. Será Lutero quien organice todo este conjunto en las marcas del alma: las relaciones del alma con Dios son directas, sin intermediarios. No son méritos ni actos lo que se nos exige, sino únicamente aceptar la gracia y final mente el «poder de las llaves» que tan sólo detentan Dios y el alma que se encuentra en estado de atrición. La penitencia deja de ser un sacramento objetivo para convertirse en una relación personal... Pero toda esta corriente ya había sido pre parada por la mística en general y la renana en particular. El maestro Eckhart, en efecto, se encontraba ya en el albor de esta relación directa con Dios. Angelus Silesius, Rulman Merswin y toda la corriente de los «amigos de Dios» subrayaron a lo largo de los siglos este rasgo psico-pncumático en el que se inspira la subjetividad romántica. Esta constante subjetivización de la teofanía en el seno del alma germánica impregnará a lo largo de los siglos —sobre todo en Europa— toda la devolio moderna, y desencadenará en el plano de las «obras» —por 23. Cf. Tillich, op. cit., pp. 229-256.
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muy paradójico que parezca— todas las obras que manifiestan la subjetividad, la expansión del alma. Esta es la cuestión que se plantea a propósito del origen germánico del estilo barroco y la que ya no se suscita en relación al desarrollo musical ex presionista vivido en Europa: Bach, Gluck y Beethoven tam bién fueron «reformadores»; se ha dado, pues, una «mística» nuisical.24 Queda, por último, en el sur de este espacio espiritual, en ese sur que será para toda la cristiandad la marca típica de la In-fídelidad, el Ángel Ibérico o ángel de la lucha, ángel agónico. España y Portugal no sólo fueron el lugar privilegiado de las conquistas —de los conquistadores— y de las reconquistas, sino de toda la espiritualidad de la península ibérica: desde el autor mozárabe del códice titulado Beatus —o «libro de fue go», según II. Stierlin—25 donde se describe el último combate —el Apocalipsis—, hasta don Quijote y el «quijotismo» de Unamuno, sin olvidar en este recorrido a esos combatientes que fueron Dominico de Osma —«para la obra agresiva de la herejía», precisa Unamuno— e Ignacio de Loyola. Es un ángel del combate el que preside la Reconquista desde el reducto mozárabe; es también este ángel agónico el que inspira a Una muno26 y al Inquisidor y a la guerra: «la auténtica moral reli giosa es en el fondo agresiva, invasora [...], ya que la auténtica caridad es invasora [...], instiga al prójimo a la agitación y al tormento del espíritu». Queda así anexionada, por esta volun tad de lucha, la desesperanza misma: tanto Unamuno como Pizarro, Loyola y don Quijote, son desesperados. En la raíz, en el límite, se encuentra ese «sentimiento trágico de la vida». Unamuno añade:27 «hagamos que la nada, si se nos permite, sea una injusticia; luchemos contra el destino, incluso sin es peranza de victoria; luchemos contra él con quijotismo». Se produce en estos límites un despojo total, casi brutal, en bene ficio de la acción, de la acción obstinada y apremiante de un Cristóbal Colón curtido por todos los temporales y motines.
24. 25. 26. 27.
Cf. Brinckmann, op. cit. Cf. H. Stierlin, Le livre de Feu, Sigma, Ginebra, 1976. Cf. Unamuno, Le sentiment trafique de la vie, Gallimard, p. 323. Ibíd., p. 310.
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En un movimiento único e irresistible, Fernando e Isabel la Católica expulsan a los moros del reino de Granada, envían al genovés Colón en busca de las Indias occidentales y fomentan la Inquisición. De ahí el despojo, la ausencia ornamental, cuando no (a la limite) la fealdad física —la de Sancho y la de don Quijote— del arte ibérico: de Velá/.quez a Goya no se hace ninguna concesión a la estética; se da un arte dominador, un arte del desprecio tragicómico. líe aquí los siete límites que balizan, desde sus respectivos orientes, la fid.es de la espiritualidad europea. Como ya queda expuesto, definimos el campo socio-histórico estudiado por nosotros como un «sistema» complejo en cuyo horizonte jue gan límites antagónicos. Queda ahora por estudiar cómo se emparejan estos límites, cómo se intensifican o se borran, ya sea por un funcionamiento hipertrofiado o, al contrario, atro fiado en hipo. Son estos límites deformados, heréticos y cis máticos, los que vamos a examinar, precisando desde ahora, no obstante, que su relación con la In-íidelidad es inversa a la que generalmente les atribuye la apologética. En nuestra opi nión, la herejía o «elección de una vía» —y, por ello mismo, su hipertrofia— es menos grave para el sistema que la catás trofe radical del cisma o la dislocación de los mojones y con juntos que definen con precisión el sistema. Mientras que en el primer caso se produce una mera derivación hipertrófica de la sinergia del sistema, una «alteración», en el segundo se forma una brecha, un borrado del límite que abre el sistema a la dislocación de la alienidad, de lo «totalmente otro». Con todo, y como veremos, toda exclusión herética de alguna mar ca del aparato conlleva ipso fado el borrado de otra frontera (cf. fig. 2). Procediendo en el orden que hemos seguido hasta ahora, aunque tal vez fuese más convincente —y también más com plicado— seguir el orden cronológico de las alteraciones y las alienaciones, examinaremos a continuación el modo en que se alteran o se alienan los límites constitutivos.
0. Las transgresiones y el juego de los límites Examinemos, ante todo, lo que resulta de la exageración del misterio, y luego, como contraposición, de su negación. En este sentido, al rabino Neher28 no le cuesta afirmar una conti nuidad en la exageración del misterio —sobre todo en la terri ble intensificación que produjo el Holocausto— de la cuestión sobre la naturaleza de Dios. Ya en el siglo XIX, el rabino Menahem Mendel de Kozk29 intensificó el límite hasta tal punto que llegó a blasfemar y a morirse por ello, como quizá murieron también en nuestros días Kurt Tucholsky o Stefan Zweig... Ne her no tiene ninguna dificultad en mostrar que esta intensifi cación del misterio —de la que el humo de los crematorios30 supuso para nuestro tiempo la más terrible puesta en duda— acaba reflejándose en la filosofía de Camus, en su Calígula y en su Sísifo, para los que el Absurdo viene a ser el fundamento de todo misterio. Pero los filósofos del absurdo —entre los que fue Sartre, en Francia, el representante más tragicómico— ya habían sido prologados, en realidad, por Kafka en los confines del judaismo y del Occidente cristiano moderno. El Castillo, El Proceso, La Metamorfosis son ya, en efecto, prefacios a la espe ranza desesperada de los supervivientes de la Shoa. Y aunque es cierto que el aparato cristiano —y especialmente el católi co— ampara al creyente de esta herejía del Absurdo, puede seguirse, sin embargo, a lo largo de la historia de la Iglesia y entre los espíritus más apasionados, el hilo rojo de esta herejía que exaspera al Misterio. El montañismo de Tertuliano —a quien se atribuye el famoso credo quia absurdum en relación al escándalo de la muerte del Hijo de Dios— marca la tónica de toda una teología violenta, marginal pero constante: la teo logía del escándalo de la «Muerte de Dios».31 Podría incluso decirse que en su raíz, y de un modo todavía más sistemático que en los judíos deportados a Babilonia y a Auschwitz, el misterio escandaloso también se halla instalado en la fe cris28. Cf. Malárnud, Ángel Levine; Neher, Clefspourle judaismo, p. 162. 29. Cf. Wiesel, Célébraliun hassidique, p. 235. 30. La expresión «fumec des erématoires* evoca generalmente los campos de e*term¡ i nazis. {N. del T.) n 0 3|. Cf. Bishop, Les théologieits de la mort de Dieu, Ed. du Cerf, 1967.
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tiana. En el judaismo, el sacrificio de Abraham, el sufrimiento de Job el Justo, la masacre del Holocausto no son sino mues tras de la Promesa hecha al hombre que se siente ofendido. En el cristianismo, en cambio, es el Ser mismo de Dios el qlle es fundamentalmente herido por el sufrimiento, la tortura y ]a muerte. En uno y en otro caso de la descendencia de Abraham —como en tantos héroes de Potok, Malamud, Wiesel,32 pero también de Sartre y sobre todo de Camus— la intensificación del misterio obliga al hombre a la deificatio. La retirada de Dios a la espesura del misterio —bien conocida por los caba listas en la teoría del Tsimlsum—, el «eclipse» de Dios —de] que habla Buber—, se refleja en el «abandono» del Gólgota. En este instante extremo Dios deja de ser respuesta —«Dios ha muerto»— para convertirse en pregunta. Como ha escrito Wie sel:33 «¿Acaso Dios ha querido, a través de Adam, interrogar constantemente a su creación? En el comienzo no sería ni el Verbo ni el amor, sino la pregunta»... Y, en este sentido, como señala un héroe de Malamud, Yakou Bok: «Si Dios no es hom bre, Yakou tiene el deber de serlo»; es un límite extremo que prolonga todavía un poco más el cristiano añadiendo una pre gunta a la pregunta: «¿Y si Dios se hubiera hecho hombre?». En tal caso, y siguiendo a Wiesel, «la pregunta que el hombre plantea a Dios es quizá la misma que la que Dios hace al hom bre». Pero, como advierte el rabino Neher,34 es la ausencia de Dios la que se impone en esta retirada suya: «en el vacío de la historia se infiltra la fuerza primitiva del Mal [...] Dios se re trae a su Ausencia y el hombre a su cobardía». Si «uno de los dos cooperantes abdica, hace falta (¡desde luego!) que el otro cargue sobre sí el doble peso de su tarea». Pero, ¿y si el otro también cede o dimite? En tal caso, se boira la raíz misma de la Alianza y la de toda re-ligión: se rechaza el límite del misterio. Tenemos que subrayar, ante todo, cuán fácil es pasar de la exasperación del límite del misterio a su negación. La «retira-
32. Cf. Potok, The Choserr, B. Malamud, 'Ihe Fixer, Wiesel, La Nuit, pp. 76-77, «Oui l'homme est plus fort, plus grand que Dieu...». 33. Cf. Wiesel, Entre deux soleiis y Célébration Biblique, p. 16. 34. Cf. Neher, Clefs pour le judaismc, pp. 166-167.
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ja» de Dios puede provocar tanto el avance de la Creación como el del Mal, tanto la suplencia del hombre cual «aliado» suyo como el fin de la alianza. Toda la historia del humaniso —nazismo incluido— converge en esta negación del límite. Xodo comenzó, en efecto, con el «papirotazo» de Descartes del que ya se mofaba Pascal. Y todo desembocó en un sistema axiológico puramente humanista. Tales han sido las empresas llevadas a cabo por esos judíos alejados del judaismo como fueron Freud y sobre todo Marx. Se puede llevar la imagina ción del desenmascaramiento aún más lejos, como hace Wie sel en el personaje de Avigor de Hotin:35 optar por la masacre, hacer —como dice el título de un libro— que «la muerte es mi oficio». El rechazo del límite del misterio marca el comienzo de la deriva de lo que J.P. Sironneau ha estudiado con el nom bre de «religiones seculares». No se da ya ninguna tabla de la Ley en medio de rayos absurdos en un monte Sinaí. La idola tría humanista es en Occidente antes que nada idolatría prometeica. De lo que uno se apropia, ante todo, más allá de los límites del misterio, es del poder, del Poder Absoluto. La trans parencia de un mundo sin misterio queda plasmada hasta lle gar a la paradoja, en una tecnología prometeica: el humanis mo acaba, en electo, explotando al hombre, moliéndolo luego y por fin liquidándolo en Auschwitz o en el Gulag. El «dios de eruditos y filósofos», tan accesorio como simple agente de pa pirotazos, acaba por desaparecer paulatinamente en la razón humana; se pasa fácilmente del deísmo al ateísmo humanista. El hombre que abandona al ángel nocturno del misterio —la relación de Jacob contra el ángel—, queriendo hacerlo mejor que el absurdo del misterio, acaba desviándose de toda alianza a causa de su razonamiento; esto es, acaba sustituyendo el absurdo no por la Bondad ausente de Dios, sino por la nada que deja la apertura al misterio. Sartre lo ha mostrado muy bien: ya no existe ningún criterio para distinguir al Diablo del Dios Bueno. Después de todo, los verdugos de Auschwitz han sido hombres razonables y racionales, si no médicos. Como señalábamos más arriba, la importancia que adquieren el án gel del Nadir y el ángel del misterio de las profundidades es 35. Cf. Wiesel, «Le péniient des cimetiéres», en Un juif daujourd’hui, pp. 50 y ss.
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capital para la arquitectónica de la fieles de Occidente. No es a[ judío a quien Auschwitz interpela, sino a la sociedad occiden tal que ha renegado de su raíz abrahamita. Es el no-juclío el que ha construido los crematorios, no sólo el alemán —sería demasiado fácil encontrar un chivo expiatorio—: se dice qne las cámaras de gas fueron equipadas por empresas suizas; ]0 que sí es seguro es que el gas mortífero fue fabricado en Fran cia por una empresa francesa que no puede ser más digna: KuHman-Péchiney. Cuando el ángel del Cénit se exaspera —¡y en el destino intelectualista de Europa siempre fue un ángel exasperado!—, y el raciocinio teológico es llevado a su extremo en una ten sión cada vez más grande con el misterio, en una connivencia cada vez más íntima con el humanismo, se da entonces toda una gama de herejías bien conocidas y que han sido detecta das a lo largo de la historia del dogma cristiano. Todo parece empezar cuando los Padres griegos oponen la doctrina del ló gos —apoyada por el neoplatonismo— a las doctrinas «secre tas» de los gnósticos. El Lógos, según Clemente de Alejandría, es el educador de la Humanidad porque ofrece la regla «lógi ca» universal. Las dificultades inherentes en cuanto al lugar que correspondería al Dios Creador y al Lógos aparecen con Orígenes: el análisis «lógico» —a la manera de Plotino, Porfi rio y Jámblico— del Kerigma crístico va a sumergir al cristia nismo, desde su entrada en Alejandría, en abundantes y con tradictorias herejías. ¿Cómo conciliar el monoteísmo, la cristologia «bi-teísta» y el emanacionismo ploliniano, el cual tiende a afirmar la inferioridad de las emanaciones en relación al principio del cual emanan? Es en virtud de una especie de ironía del destino como se han producido los excesos de la especulación «lógica» con motivo de la reflexión sobre el Ló gos divino. Al menos dos grandes herejías —si no tres, contan do el nestorianismo—, divergentes en sus conclusiones aunque significativas en su proceder, manifiestan una especie de anti nomia de la razón teológica al mostrar que el razonamiento en esta materia sólo puede ser una fuente de errores. Ante la fórmula de la ortodoxia pontificia —tanto la del papa Dionisio como la de Atanasio y la del Concilio de Nicea del año 325—, que viene a ser la afirmación no lógica de un 120
líniite —la concerniente al misterio que une a la «monarquía» divina con la trias, la de la homousía o consubstancialidad en tre el Hijo y el Padre, y por consiguiente su incomprensible coeternidad—, irán todavía más lejos los partidarios del Lógos. gegún Arrio,36 presbítero de Alejandría, el Lógos supone un desarrollo en el tiempo por unir antecedentes y consecuentes: sólo Dios Padre es eterno, inengendrado. Jesús o el Lógos joánjco no es entonces ese poder divino eterno: en tanto que hijo creado por Dios Padre coexiste con la creación del tiempo. Se da, pues, como en las doctrinas emanacionistas del neoplato nismo, una jerarquía, y Jesús es una especie de semi-dios,37 como sucedía en la antigüedad pagana. Para Eutiques y los monofisitas sucede un poco lo contraño. Si se quiere salvaguardar la importancia de la cristología, hay que minimizar la apariencia humana de Jesús: sólo la na turaleza divina de Cristo es personal. Se da, por tanto, en los monofisitas una reacción «puritana» que prepara el camino del monoteísmo puritano del Islam y de la cristología docctista. Con todo, y pese a la condenación del monofisismo por parte del Concilio de Calcedonia, la herejía triunfó en el si glo V en Alejandría, capital del helenismo. Sólo hay, pues, una naturaleza divina —y añadamos que María es, para el ortodo xo Cirilo de Alejandría, Théotokos. Esta interminable logomaquia, que aparecerá de ahora en adelante en toda la teología occidental —por medio de la len gua griega y de sus posteriores traducciones al latín—, marca así los límites extremos del raciocinio teológico entre las dos grandes herejías del arrianismo y del monofisismo: estos lími tes se yerguen, efectivamente, corno auténticas antinomias de la razón teofánica, por encima de la proliferación de herejías en lengua griega que hubo en los siete primeros siglos. No olvidemos, en este sentido, que son estos paralogismos de la
36. El éxito político del arrianismo se explica tanto por el calco exacto que so hizo de una conocida filosofía antigua —la de los neoplatónicos— como por la facili dad que ofrecía la teoría de la jerarquía de las personas para los ejercicisos tempora les de las monarquías hierálicas de los bizantinos y de los godos convertidos: tanto Constancio como Aladeo se sitúan en la escala del orden emanacionista, al igual que •os vicarios inmediatos del Iñigos. 37. Cf. Tillich, o/), cil., p. 108.
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Razón pura los que echarán finalmente a Dios clel camp0 prospectivo de la razón humana. Ante semejante confusión teológica, ante tales contradiccio nes, resulta concebible la aparición de un movimiento poderoso que borre este límite de la razón y lo sobrepase. Esta fue, qui zá, una de las razones que explica el éxito que tuvo el Islam en su avance fulminante por tierras de Alejandría, imponiéndose como la revelación brutal del misterio existencial de la fe. Mientras que en el Islam y en el judaismo —como muestra magníficamente toda la obra del islamólogo Henry Corbin— va a construirse la teología ante todo como teofanía del misterio, en el avance de la nido griega, por el contrario, la teofanía de los místicos es considerada sospechosa por parte de la razón escolástica, que eliminaba paulatinamente todo contenido teofánico irracional en provecho de la sola razón. Ante los abusos de ésta, Occidente se exasperó: Kierkegaard se sublevó contra Hegel al igual que Pascal lo había hecho contra Descartes. Al principio fueron, por desgracia, abusos teológicos; y, a diferen cia de Oriente, la negación de los límites de la razón acarrea una insurrección de lo profano: Occidente no tuvo su Mahorna. Aunque se dieron tímidas protestas religiosas en contra del «dios de eruditos y filósofos», el «sobresalto» irracionalista que se produjo se hizo sobre todo en nombre de los sentimientos humanos —por ejemplo, en el siglo XVíT—, del instinto, de las pasiones, de las pulsiones. Toda una comente de la Rebelión enarbola su bandera no en el nombre de Dios (pues éste ha sido momificado por el inmóvil racionalismo teológico), sino en el del querer-vivir humano, en el del Superhombre. Así, en los románticos primero —pese al prometeísmo circundante—; en los surrealistas luego —que toman como modelo a Sade más que a Pascal— para pasar finalmente al hombre rebelde de Camus, así como a toda una corriente del psicoanálisis orgiástico de tipo reichiano. El Superhombre, «más allá del bien y del mal», está ligado en un primer momento a la negación del or den lógico de las verdades del tipo «nada es verdadero...». En un segundo momento sigue el «todo está permitido», debiendo transvalorarse todos los valores y criterios: «la envidia, la ca lumnia, la mentira, fuerzas tan necesarias para el Superhom bre», ya que el querer-vivir «es esencialmente agresión, explota* 122
cjón, dureza; ¿quién logrará algo grande si no tiene la fuerza y ja voluntad de infligir grandes sufrimientos?».38 La abolición de ja razón, de Sade a Nietzsche, no puede evitar la apología de una bestialidad «demente». Borrar los límites del Lógos es borrar simultáneamente uno de los objetivos de todo discurso, como es el de la communicalio —aunque sea una disputatio. Es, también, sustituirlo por el vaticinio y abrirlo ampliamente a «la noche cada vez más obscura» de un solipsismo convertido en un egoísmo fuera de sí por la irrupción salvaje del «ello» que estructura al «yo» —¡para utilizar una terminología freudiana! Ya se sabe cómo este sadismo organizado ha dado en nuestros días sus frutos de locuras colectivas, de destrucciones y genocidios. La arbitrariedad de la desigualdad absoluta se instala en la noción de Superhombre al fundarse ésta, en últi ma instancia, en el «placer» único de una sinrazón del instante. Una observación puede hacerse desde ahora sobre la es tructura coherente que relaciona los límites —aunque estén éstos exacerbados— con sus respectivas negaciones: y es que la exacerbación de un límite conlleva en el sistema la nega ción del límite contrario. La exasperación de los límites del misterio, por ejemplo, se deriva naturalmente de las posicio nes existencialistas y llega hasta los «misterios» de la sangre, de la raza y de lo sobrehumano. Recíprocamente, el «frene sí» (el término es de Bergson) de los raciocinios «lógicos», a la vez que inicia disputas sin fin originadas por la cadena de antinomias propias del razonamiento teológico, también conduce al borrado de todo misterio y crea por tanto las condiciones de una transparencia atea. J.P. Sironneau39 ha mostrado muy bien cómo los procesos de secularización de nuestras terribles religiones políticas contemporáneas —so bre todo del nazismo— se fundan tanto en un cientificismo tecnocrático avanzado como en un irracionalismo que recu11 e a ensoñaciones milenaristas, nobiliarias, eugenésicas, etc. Es lo que llamamos la «ley de las transgresiones cruzadas» (cf- fig. 2).
5o ^ Nietzsche, Más allá del Bien y del Mu!; La Gaya Ciencia - El Anticristo. d-,^ i Cf' J P' sironneau. Séctilarisation el religions politiques, Tesis de la Univcrsia de Grenoble (1978), Mouton, París, 1981.
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Esta ley nos deja entrever una importante función, inbe, rente a todo sistema, de los límites plurales: si uno de est0s límites se exaspera y llega de alguna forma a monopolizarse se abre entonces una brecha en otro sitio, se borra otro de 1qs límites que constituían el sistema, y de este desequilibrio pUe_ de resultar tanto una simple «catástrofe», causante de algún cambio en el sistema, como una catástrofe fundamental qye desintegra el sistema en su totalidad. En este sentido, Dauge había detectado un cruce parecido entre la ferocia y la vanikis en la lem.pera.tio constitutiva del ser propio de la romanidad. En el este de nuestro Universo espiritual, la exasperación de los límites de la compasión conduce naturalmente a las «herejías» gnósticas que dan paulatinamente un mayor peso al pecado, al mal, y acaban por concebir a un «Dios malo». Todo el gnosticismo se basa, en el fondo, en el trágico juego de pala bras soma = sema (cuerpo = cárcel). No sólo Dios es rebajado, sino que es también alguien lejano e indiferente por su misma naturaleza, y su puesto es ocupado por un Creador malo que se rebela contra el Dios supremo y que oprime a todo lo que es bueno, en particular a Jesús, hijo del auténtico Dios, venido a este mundo para liberar las chispas divinas del bien «presas» de la materia. Como ya vimos, esta corriente precede al cris tianismo e incluso al judaismo; procede, como ha dicho Albert Vincent, «de las profundidades del Oriente».40 Marción de Sínope, discípulo de Pablo, fue el primer cristiano que desarrolló la herejía: Jesús es inconciliable con la dura justicia que carac teriza al Dios de Israel. El Libro de las Antítesis —del que Mar ción es autor— funda el dualismo radical que repercutirá en todas las corrientes cátaras, bogomilianas y paulicianas. La prodigiosa expansión del maniqueísmo «sellará» igualmente, en los siglos 111 y IV, el dualismo gnóstico que impregnará a todo el Asia central: Uigurios, turcos, Turkestán, Korasán, y todo ello antes de la evangelizadón cristiana de los eslavos y de las marcas asiáticas de Rusia, formadas sólo a partir del siglo X... Hay que subrayar que todas estas exageraciones de los poderes del Mal conducen a unas ascesis muy duras: celi bato, ayunos, abstinencias, privaciones, incluso a suicidios n40. En Hisloire géiémte des religión.';, 11, Quillet, 1960.
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tuales (endura cátaro). Sobre todo, no hay que perder de vista el hecho de que san Agustín fue primeramente maniqueo. La parte pesimista de su filosofía quedará marcada por esta forjtiación dualista y, sobre todo, a nuestro juicio, la doctrina de ]a adjutorium gradué, ese poder caritativo de la gracia dada a Adán antes de la caída, de la que se puede deducir que es inherente a la naturaleza, al hombre impuris naturálibus. La naturaleza es el-deseo de ser uno mismo, concupiscentia, es decir: separación de Dios. El alejamiento de Dios es, por tanto, natural; de ahí la constitutiva implicación entre el mal y toda criatura: nadie puede salvarse —ni siquiera el recién nacido, que también pertenece a esa «masa de perdición» que es la natura naturans— si no es por un acto particular de Dios. Por el contrario, la negación de este límite de compasión que siempre ha supuesto una confrontación con el Mal, con el pecado o el sufrimiento físico, conduce al optimismo natura lista, a una eliminación del límite que ilustra bastante bien una parte de la filosofía de Rousseau, esc Rousseau —eco leja no y potente de Pelagio— para el cual el «pecado original es blasfemia».41 Podría decirse que esta especie de negación del Mal consiste en experimentar sentimientos —«el instinto divi no e inmortal y la vía celeste»— sin padecer compasión. Ya se sabe cuánto y en qué sentido se desarrollará este optimismo sentimental en los lectores apasionados de Rousseau: Robespierre, Marat o Saint-Just. La diferencia en el tono entre la actitud nietzschcana y la de Rousseau es muy clara: en Nietzsche se da una transvaloración de todos los valores, invirtiéndose la lógica interna de éstos; en Rousseau y en todos sus émulos se piensa, por el contrario, que la negación del Mal —hasta su liquidación física por medio de la guillotina— con duce a un universo idílico lleno de virtudes. Se dará un recha zo en cadena del Mal, esto es, de los «vicios»; y, en última instancia, de la sociedad, de la altcridad —chivo expiatorio de todos los vicios. Actitud enternecedora, a veces de indignación, pero sin compasión; en la base de esta visión del mundo se encuentra una obsesión por la igualdad: toda desigualdad viene a ser, en efecto, la exageración de un Bien común, de una 41. Cf. J.J. Rousseau, Leitre á Mr. de Beaumont.
Voluntad general concebida como el magma de la nebul0sa natural que surgió inocente de las manos del Creador de la Naturaleza. Este naturalismo es tenaz en Occidente; ya presen te en Pelagio, moldea todos los «realismos» estéticos del gótico hasta Courbet, intensificándose con Rousseau, hasta servir de fundamento en nuestros días a todos los movimientos o rebe liones «ecológicas». La Naturaleza es buena, sin duplicidad al guna. Toda coacción, todo artificialismo es desnaturalizante al provocar finalmente el brote de una mayor desigualdad. El su frimiento, el Mal, es siempre por causa del otro, nunca de uno mismo. El Mal es artificio. Se ve entonces cómo por la nega ción del límite de la com-pasividad original semejante actitud desemboca en —o estimula— la intensificación del límite opuesto: la del que vela en el oeste de la cristiandad. La exasperación del límite del oeste, tipificado en el Angel de la Creación y, como vimos, presente en la sensibilidad celta, se caracterizó desde el siglo ni por la herejía de Pelagio, el gran adversario de san Agustín. Según Pelagio —bretón cuya sensibilidad filosófica se refuerza con la tradición estoica—, la libertad es la naturaleza esencial del hombre. Esto implica que la muerte no es un castigo ni una limitación de la libertad, sino el fin natural de todo objeto dotado de vida. Tanto la muerte como la libertad son categorías naturales, y, al no ser el pecado una categoría natural, es entonces una falta moral que tiene que ver con la responsabilidad de cada uno. Ahora bien, aunque el pecado —«original»— de Adán fuera transmi sible a tocia la especie humana, con lo cual se convertiría en rasgo natural de ésta, viene a ser, en realidad, el resultado de una libre elección moral: es nuestra elección la que crea una segregación entre el bien y el mal. No hay una «naturaleza» del Mal como la concupiscencia agustiniana. Esta «herejía» siempre estuvo presente en el horizonte de la teofanía occiden tal en los países celtas, al menos en la forma del semi-pelagianismo de los franciscanos que negaban la irresistibilidad de la Gracia e insistían en la necesidad de las obras para su perpe tuación. Como bien ha visto Tillich,42 el interés pedagógico de la Iglesia forzó a ésta a adherir una creencia trágica menos 42.
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Cf Tillich, op. cit., p. 152.
autoritaria que la definida por Agustín «a fin de no desanimar a los fieles para que hagan el bien». En el siglo xm, toda la corriente franciscana, que hacía más hincapié en la vida activa _en los actos— que en la vida contemplativa y recalcaba so bre todo la predicación del mismo san Francisco, insistió en la manifestación natural del poder divino en el sol, en los anima les y en las plantas. Pero la herejía amenaza siempre a este tipo de doctrinas para las que la naturaleza tiene un funda mento análogo —mensaje soteriológico— tanto en el hombre religioso como en el laico. La «orden tercera» de san Francisco está saturada de desafectos por los poderes eclesiásticos. «La idea de sacralizar al laicado era [...] peligrosa, ya que podía acabar con la autoridad absoluta de la jerarquía.»43 Paradóji camente, es el platonismo agustiniano de los franciscanos, que afirmaba la presencia en nosotros de ideas divinas (trascendentalia) rectoras de toda experiencia, el que iba a recalcar el semi-pelagianismo de los hijos de san Francisco: todo acto na tural de conocimiento lleva el sello de lo divino; es lo que Ti llich llama una filosofía «teonómica». La negación del límite que representa la Naturaleza, el re chazo de ésta conduce, a través de la gran sombra de sarr Agustín y al revés de lo que sucedía en toda la comente de la herejía pelagiana, a un cisma que el artificialismo tecnológico del siglo XIX ha acentuado pero que ya estaba preparado en la doctrina de la predestinación y del pecado original, natural mente constitutivo. Este cisma ha sido analizado agudamente por el ecologista Cari Amery:44 negar la Naturaleza es exaltar la Providencia, la intercesión divina o —como dice Joaquín di Fiore— las «dispensaciones» que intervienen a lo largo de la Historia. Contraponiéndose a una filosofía de la naturaleza, con el Abad calabrés se dibuja lo que se convertirá en una «filosofía de la Historia», esto es, de las «dispensaciones» divi nas que con el tiempo resultarán cada vez más laicizadas has ta llegar a ser finalmente sólo humanas. Ni en Joaquín di Fiore sobre todo, ni tampoco en Marx, se dará ninguna verdad natural absoluta por ser ésta sólo bomtm et necessarium in suo 43. Ibid., p. 207. 44. Cf. Ameiy, La fin de la Providence, Ecl. de Senil, 1976.
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tempore, pero sí en cambio una concepción ideal del «final»
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inglés Wiclef ya había acentuado este intimismo de la teofadel Norte: Dios —el ens singularissimum de Occam— sólo puede comunicarse por medio de su palabra con seres singula res, no con una institución: es la Palabra de Dios —las Santas Escrituras— la que permite a solas la confidencia, la confianxa, la fides. Pero será Lutero, en realidad, quien establecerá firmemente la doctrina de la justificación por la fe sin las obras (1515), así como la del libre examen de las Escrituras. Las relaciones entre el hombre y Dios son para Lutero relacio nes sin intermediario entre un «yo» y un «tú», y ello a través de la Palabra divina a la que responde la palabra, la predica ción, el desahogo del creyente. El Cristo de carne y hueso, subjetivo, es esta «Palabra» encamada de Dios. Es a través de él como podemos tener acceso a la Palabra divina; Palabra encarnada que por fin se expresa mediante «sentencias»: las Escrituras. Al famoso servo arbitrio del yo humano corrompi do por el pecado responde, gracias al «libre examen» de la Palabra, con el acto de predestinación o de rechazo personal del «tú» crístico. Por supuesto, semejante subjetivismo iba a atraer rápidamente la sobrepujanza de los Schwarmer (los ilu minados, los entusiastas) y de todos los sectarios y pietistas: estando el Espíritu presente, puede manifestarse donde y cuando quiera. Todos los elementos del pietismo estaban pre sentes en el joven Lutero, en particular la individuación de la fe: el pietismo amplía además la participación de los laicos. La subjetividad del pietismo, la «luz interior» de los cuáqueros se encuentran en el impulso de esta liberación luterana consis tente en el «examen» del y por el alma individual. A esta exaltación del límite de la subjetividad psíquica se oponen, por supuesto, todas las corrientes que «objetivan» al alma. Contrarias a la mística fideísta, al pietismo que surgió con Lutero, piensan que el alma no es más que un epifenóme no de la materia: bien sea de la materia nerviosa y cerebral, bien de los hechos históricos y sociales. Sería inútil subrayar que esta antipsicología es uno de los brillantes florones de nuestra civilización: materialismo anatómico fisiológico, por un lado, behaviorismo sociologizante por otro. En el materia lismo del «Animal-Máquina» del atomismo de Gassendi y del mecanicismo de Condillac, y más tarde en el de toda la neuronía
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logia del siglo XIX: Broca, Cabanis, Pinel, etc., descansan l0s principios de una extraña «psicología» sin alma que tan bien ilustró Ribot en Francia. Semejante actitud paradójica queda reforzada hoy en día por una extrapolación simplista de la itv formación y de la cibernética. Morin47 ha mostrado muy b¡eil que la teoría de los juegos y de las retroacciones debe complj. carse mucho más, e incluso invertirse con una teorización de la neguentropía, si quiere servir de modelo a cualquier psicolo gía. Con todo, y pese a estas consideraciones pertinentes, el ordenador seguirá siendo para muchos un paradigma de la psique. Pues aunque es cierto que el psicoanálisis encerraba en su seno toda una revolución «psicológica», al seguir dema siado, sin embargo, al determinismo aristotélico-cartesiano, ha reforzado paradójicamente esta corriente materialista negadora de la psique. A su vez, el behaviorismo sociológico, ese her mano enemigo del materialismo anatómico-fisiológico, no Ira hecho sino dominar con su monotonía todos los análisis de conductas humanas. Según él, en efecto, y en contra del luteranismo, sólo el acto cuenta, sólo lo observable, mensurable y repetitivo. En ambos casos, el alma y sus vocaciones quedan reducidas a la supraestructura, al epifenómeno. El eugenesismo y el economicismo se convierten así en las únicas perspec tivas positivas para una investigación del hombre por el hom bre: el peso del cerebro, su volumen, la extensión de sus áreas histológicas portadoras de determinadas cualidades, por una parte; la productividad, los medios de producción, la planifica ción de las conquistas de la Naturaleza y de los hombres, por otra, es lo único que cuenta para esta mentalidad «sin alma». Por fin, en el Sur de nuestro mapamundi religioso se en cuentra el ángel de la lucha, el límite agónico que puede a su vez exasperarse. Sólo queda un paso, fácil de dar, entre las exaltaciones de la lucha, de la guerra y del combate en Unamu no, y la exasperación de la praxis por la praxis. De ahí la difi cultad de separar en esta esfera del combate lo que es lucha en favor de las fronteras de la Fe de lo que es guerra por la alegría del combate, por la alegría de la transgresión de las leyes civi les, de lo cotidiano. ¡Cuántos reyes tan católicos han podido 47.
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Cf. Morin, In Méthode.
larnentar, al morir, «haber querido demasiado la guerra»! Los límites de la intención son borrosos en los cruzados o monjessoldados que marcharon para liberar el sepulcro de Cristo y que se quedaron —casi durante dos siglos— para garantizar y r amplia el Reino franco de Jerusalén. Queda también en Euro pa la cuestión candente —¡véase Irlanda del Norte!— de las guerras religiosas que fueron para Europa guerras de Secesión a costa de la religión misma. Desde que la fides cristiana se divide en sectas, creyendo cada una de ellas —en contra de las otras— poseer la verdad de la fe, corren el riesgo de prevalecer los imperativos del combate sobre lo que está precisamente en juego. Es lo que ha sucedido en Europa desde la Reforma. La frontera que había trazado la propaganda cesárea se había ex tendido y había separado no sólo a Prusia —y sus aliados bávaros, sajones, etc.— sino también a la Europa católica o celto-latina de la protestante, germánica y anglosajona. Esta frontera interior fue minando poco a poco los demás límites exaltando solamente las marcas del combate, de la lucha. El hispanismo se generalizó desde que la península ibérica se integró en la Corona imperial de Carlos V. Semejante combate se libra con tra los turcos infieles y los cristianos reformados. El duque de Alba sustituye al Cid campeador. Es entonces cuando puede decirse, en términos esotéricos, que la «pequeña guerra santa» —la que lucha contra obstáculos concretos, materiales— susti tuye a la gran Guerra Santa —la que se lleva a cabo en el interior del alma y se pronuncia sobre la Fe. Se produce una inversión o subversión de la lucha cuando el Caballero no es más que un lansquemt o mitre.46 La pasión temporal de la lu cha prevalece así entre los objetivos caducos de la Reconquista. Pero en el combate fratricida que de ahora en adelante ensangrenta la cristiandad, es de nuevo España la que toma la ambi gua iniciativa de fundar con Ignacio de Loyola una nueva «mi licia» de Cristo. Tanto en los católicos como en los protestantes es la política del «contra» la que predomina.49 La Compañía de
48. La voz laiisqueiwt hace referencia al soldado de infantería alemán que sirvió de mercenario en Francia durante los siglos XV y XVÍ. 1.a voz retíre. por su paite, se refiere al antiguo soldado alemán de a caballo. (jV. del T.) 49. Cf. Tillich, op. cit., p. 250.
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Jesús se dedicó por entero a la lucha para garantizar el poder de la Iglesia romana en el mundo, pero con medios «moder nos» —dirección de la conciencia, educación de los dirigentes modernismo ideológico, etc.— que no habían conocido las ru! das órdenes militares del siglo xn. Y había, sobre todo, com0 señala Tillich, en la famosa obediencia de la Orden —perinde ac cadaver—, una sumisión «a una forma de totalitarismo muy cercana a la que conocemos hoy en día».50 Trasladaron la «gue rra religiosa» al seno mismo de la doctrina ortodoxa, como ya vimos a propósito de la disputa del jansenismo. Por supuesto, este «fin» que justifica los medios oculta los problemas morales mismos: así sucedió con el famoso «probabilismo» de los jesuí tas contra el que tan decididamente se alzó Pascal. La moral, la autonomía interna se libró al caos de las decisiones «proba bles» de la autoridad eclesiástica. Desde entonces, siempre se puede encontrar alguna sentencia «probable» para justificar cualquier acción y sobre lodo cualquier combate. Sólo la obe diencia del soldado es virtud absoluta; el resto puede disponer se en función de las necesidades de la causa. Ante esta exasperación del combate y la instalación de la máxima según la cual «el fin justifica los medios», surge la negación del combate. Toda una parte de la predicación cris tiana es una preparación a esta no-violencia, a este no replicar que implica poner la mejilla izquierda cuando la derecha es abofeteada... Por supuesto, este rechazo del combate, incluso en el plano de la disputado y de las definiciones lógicas, con duce al quietismo —religioso al principio, naturalista des pués— del que Molinos fue, antes que la señora Guyon y Fénelon, el instigador. Un amor puro —de Dios primero y des pués de la Naturaleza— que dispensa tanto actos como inten ciones, tanto obras como Fe. La demostración de la existencia de Dios por las maravillas de la Naturaleza en el Tratado de Fénelon tiende un puente entre el quietismo religioso y el del naturalismo teísta, cuando no ateo, del siglo xvui. El dulce y pacífico arzobispo de Cambrai ilustra muy bien este instante de abandono afectivo en el que la fe misma cae en un amor panteísta puro. Las afinidades de Fénelon y la señora Guyon 50. Cf. ibíd., loe. cit. 132
con Rousseau son incontestables. El arzobispo de Cambrai es ya el vicario saboyano. El reposo absoluto del alma fiel en el amor puro de Dios y, para la señora Guyon, del Niño Jesús, conduce a una indiferencia y a una confusión doctrinal segu ras. Es a través del quietismo de Fénelon como todo el cisma del siglo xvm —ese gran aggiomamento político-religioso: no olvidemos que Fénelon era el preceptor de los tres hijos del Gran Delfín— se introduce en ese prerromanticismo de teolo gía vaga pero de un seguro panteísmo. Las «Armonías de la Naturaleza» de Bemardin de Saint Pierre nacen directamente del quietismo de Fénelon. Esta falsa imagen de la Naturaleza y de las virtudes, de los sentimientos «naturales» que borran la ineluctable barrera de la agresividad, de la alteridad, en la que tanto insisten los etólogos, ha favorecido el gran cisma prerro mántico y luego romántico para el que el sentimiento lo justi fica todo. Quedan por examinar las exageraciones y negaciones del límite central de la cristiandad en Occidente: el límite eclesiológico de la Ciudad religiosa, de la Iglesia. Problema éste deli cado para nosotros, ya que los seis límites —tanto sus exagera ciones heréticas como los saltos a sus exageraciones contra rias— no tienen ninguna coherencia entre sí, sino que son un conjunto de fuerzas centrífugas que primero descuartizan la conciencia religiosa y luego la disuelven: paradoja del miste rio contra el Lógos; bondad natural contra compasión original; lucha por la fe por medio de las obras contra ética de la inten ción o del amor puro; he aquí los tres ejes divisores de la con ciencia religiosa que necesitan un magisterio que defina con precisión los límites de la orto-doxia. Pero este magisterio, a su vez, puede asumir distintas for mas de tensiones: desde el desmoronamiento del presbiterianismo hasta la monarquía absoluta —con el dogma de la infa libilidad pontificia— que fijó el Vaticano I, pasando por las monocefalias de las diócesis apostólicas, cuando no la demo cracia conciliar. Es cierto que los protestantes han subrayado —parece ser que con mucha razón— la cerrazón de la autori dad eclesial desde el Concilio de Trento: «cuando una institu ción ha sido atacada y se reafirma, ya no es exactamente la misma. Una de las consecuencias típicas de esta situación es 133
que la institución se vuelve mucho más estrecha»,51 escribe un teólogo protestante que constata además la modificación in versa: el espíritu «reformador», «pese a su principio profético, pasa a encarnar la protesta contra Roma». Molestas conse cuencias, ciertamente, por cuanto el establecimiento de una Iglesia se concibe —tanto en los católicos como en los protes tantes— como un «Universo-contra» otras Iglesias: rasgón qui zá irreparable del vestido sin costuras. Pero nos parece que el auténtico problema no está en el grado de autoridad de las Iglesias, aunque se lleve al extremo, como hizo el Vaticano I, sino en la contaminación de esta au toridad espiritual con un totalitarismo temporal. Cuando la Iglesia sobrepasa el límite político de organiza ción de lo espiritual y de toda eclcsiología, borra asimismo todo lo que pueda separarla de una mera administración pro fana. Se pasa, así, en un mismo movimiento, del fortaleci miento de la autoridad espiritual a la conquista de los poderes temporales que no son competencia de la Iglesia. No fue desde el Concilio de Trento, sino desde que hubo un germen papocesarista frente al césaro-papismo imperial, que se manifesta ron este fortalecimiento y este borrado —por ejemplo, en la conquista de los poderes temporales por parte de los jesuítas y la fuerte oposición desde entonces de los Estados a la Iglesia. Esta confusión y oposición entre los límites eclesiásticos y los estatales datan, al parecer, de la famosa donación de Pipino el Breve, que, al otorgar una territorialidad a la Iglesia, estableció ipso facto las relaciones de la soberanía feudal y civil con el futuro Imperio de Occidente. El problema de las relaciones entre los famosos «dos poderes» (deux glaives) siempre se plantea desde la distinción entre dos potencias, pero la disputa entre el Sacerdocio y el Imperio, entre la autoridad espiritual y el poder temporal, sólo se plantea cuando la autoridad espiri tual no demarca sus límites con respecto a lo temporal. Y esta molesta negación de los límites data precisamente de la famo sa «donación» de Pipino el Breve en el año 756. Desde la suce sión de Carlomagno, esta confusión de las potencias —sobre todo en el caso del Papa Gregorio IV, que quiso arbitrar el liti51. Cf. ibíd., p. 237. 134
gjo entre los hijos del sucesor de Carlomagno— va a gravar cada vez más pesadamente la historia y la existencia misma de ]a cristiandad. Desde la partición del Imperio en el 844, la si monía reina magistralmente en la corte pontificia: el «infiel» saquea las Iglesias de san Pedro y san Pablo en el 846... Pese a ]a firme mejora que se da con Nicolás I, el Papado se hunde en feroces disputas sórdidamente seculares: el escandaloso Juan XII es el símbolo de esta época negra. Y es este mismo papa miserable el que se opone, espada en mano, a la restau ración carolingia de los otónidas... Es además notable, en es tos siglos negros de la Iglesia, que el simple hecho de ser el papa el «obispo» de Roma ponga al pontificado supremo a merced de movimientos populares más o menos inspirados en intereses temporales... Y esto continúa por lo menos hasta el célebre «Romano le volemo!» del 7 de abril de 1378 que iba a dar origen al Gran Cisma de Occidente. Grandes disputas, como las que se dieron en el siglo XI con las Investiduras y en el siglo XVI con las Indulgencias..., marcan estas constantes confusiones entre potencias. Cuando la Iglesia sobrepasa los límites y se adjudica los poderes administrativos, financieros, políticos, profanos, la noción de límite entre la res sacra y la res publica se borra de facto. La Iglesia sólo es, entonces, un poder temporal que ha cambiado su primitiva autoridad espi ritual. El límite que debe subsistir entre la Ciudad de los hombres y la «Ciudad de Dios» es el que existe —como la Iglesia, muy orgullosa de su magisterio, se ha olvidado de afirmarlo dema siado a menudo— entre lo esotérico y lo exotérico. Basándose en este punto, se efectúa el reparto del poder: la Autoridad real de Pedro —el poder de las llaves— y el poder del Emperador (le second glaive). Pero nuestra intención aquí no es decir lo que debería ser la ortodoxia eclesiológica, sino simplemente subrayar las vías de la herejía eclesiástica: la secularización de los medios y de los fines que desemboca en el cisma radical que borra los límites entre la autoridad espiritual esotérica y el poder temporal exotérico. A la luz de las dos series de «transgresiones» que acabamos de examinar, la herética y la cismática, nos resulta tentador
inclinar la m irada al problem a religioso de la ortodoxia actual, y constatar igualm ente que nuestra sociedad europea m oderna ha abolido todos los límites de lo religioso y h a realizado asi m ismo todos los cismas, esto es, ha borrado todos los límites de la cristiandad histórica y cultural. Nos preguntaríam os en tonces si una sociedad religiosa cristiana es todavía posible en el «vasto país» que es hoy la cristiandad: ¿puede la Iglesia —y las iglesias ahora secularizadas— surgir de nuevo de entre las ruinas del Occidente cristiano?, ¿puede tam bién ésta desempe ñ ar el papel federador y delim itador de Europa que Maistre quería darle tras el Congreso de Viena? Reservamos estos pen samientos y estas conclusiones para otra obra. El propósito de nuestro estudio no es político ni eclesiológico sino, m ás modestam ente, el de un epistemólogo en cien cias hum anas con motivo de un ejemplo/pretexto religioso. Partiendo de la noción compleja de «límite» en la episte mología general —y en especial en la de las ciencias m ás avan zadas: Física y Biología—, hemos constatado que el modelo sistémico y organizativo que nos proponían se aplica (es decir: es realm ente heurístico) a un objeto/aparato antropológico e incluso sociológico como «el sistem a de la fe cristiana en Eu ropa». E sta últim a se funda en siete límites que poseen, cada uno de ellos, una realidad histórica y cultural (cf. fíg. 1). Seis son claram ente antagónicos: la paradoja del misterio se opone a la ratio teológica; la com pasión y la economía del pecado al optimismo creacionista; la introversión de la intención a las extraversiones agónicas. Podríam os tam bién extendernos en el examen de los parentescos que se crean, tres a tres, en un trígono de clemencia (cf. fig. 3). La coherencia de estos seis límites antagónicos sólo puede conseguirse m ediante la regula ción —la reglamentación incluso— del séptimo, que garantiza el buen funcionamiento y la coherencia del sistema. Pero estos siete límites pueden, a su vez, extrem arse (en hiper) y conducir por lo mismo al debilitamiento o a la anulación de otro límite determinado. Por ello, !a exageración del misterio hasta el ab surdo, la herejía del «eclipse» de Dios, conduce a la negación del límite lógico de la teología y al cism a del rechazo sobrehu m ano del Lógos. Recíprocamente, la exasperación de lo teo-lógico hasta las antinom ias de las grandes herejías trinitarias 136
Figura 1. Cismas y herejías
CiSMA pi¡ov¡t>fcNc.iAl¡yTA
X
(
N COSMOS
\
C isma N A T U R A lis T A
_____ _,H€U€7 *A --- ---- C. 5M
137
FIGURA 2. Sistema de las «transgresiones cruzadas»
H p e jíA S
A R R io
\
WOHOFiSiSMO N € 5 T o R ¡A M f 5 M 0 . . .
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^ r^
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FIGURA 3. Trígonos de «rigor y de clemencia»
MiSTiCÍsMO CÓSMiCO
ÜAUSMO
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(arrianismo, monofísismo) conduce a la negación del misterio, a un teísmo racionalista y, finalmente, a un ateísmo hum anis ta. A su vez, la exasperación de la teofanía «natural» y de la herejía pelagiana suprim e el problem a del sufrim iento y del nial (pecado) dando lugar a un optimism o m oralizante de tipo rousseauniano, m ientras que la exasperación del poder del Mal desemboca, por el contrario, en los grandiosos dualismos del gnosticismo, que boira, a su vez, el naturalism o creacional en provecho de la dispensación providencial o simplemente práxica. La exasperación del personalism o del alm a y de sus intenciones conduce, por medio de la predestinación, al recha zo de la obras, de la lucha, esto es, al quietismo, m ientras que la exaltación de la lucha, del com bate p or el combate, en un positivismo extrovertido y conquistador, vela en cambio la existencia m ism a del alma. Por último, la exasperación del lí mite eclesiástico que se convierte en clericalismo conduce di rectam ente a su inversión, a la secularización exotérica pura y simple del papo-cesarismo. Así, podemos ver, en los docum entos de la historia y de la sociedad cristiana europea, el m ecanismo de la noción moder na de límite y poner al día sus tres funciones: — Su función de contradictorialidad sistcmica interna: las delimitaciones de la cristiandad son constitutivamente conlnidictoriales dos a dos; — su función de alguna forma neguentrópica: la exaspera ción (la transgresión en hipar) obliga al conjunto del sistema a reajustarse y afinarse; — su función contradictoria entrópica: toda exasperación de un límite abre una brecha desequilibrando al conjunto del sistema.
Con todo, y como lo constatamos antes en el «modelo» arquetípico de la Sociedad civil, uno de los límites es el más imprescindible de todos: el que cohesiona el sistem a y posibili ta su «regulación»: el límite eclesiástico. Si este último se transgrede, todo el sistem a estalla y se quiebra en sectores (sectas) heterodoxas. La necesidad de una jerarquía eclesiásti ca impone entonces un Soberano Pontífice (Pontifex Maximus) 139
LOS DIOSES OCULTOS EN LA MITOLOGÍA JAPONESA
como piedra angular, si no —y esto resulta claro en determi nadas corrientes del protestantismo moderno— es todo el sis tema el que se confesionaliza, y subsiste entonces una mora] cristiana —como reliquia—, pero la religión («lo que religa») cristiana desaparece. Este poder de las llaves ha sido garanti zado por los diecinueve concilios ecuménicos que restablecie ron el límite de la herejía ante el cisma cruzado. La Iglesia no vaciló (Primer Concilio de Letrán, 1123) en castigar sus pro pios excesos, por ejemplo, contra la simonía; pero cuando la brecha es demasiado grande, la irreprimible autoridad religio sa se implica entonces bien en una religión secular de tipo político, bien en la fe psicoanalítica —última supervivencia lai cizada de la devotio moderna.: Hitler, Stalin, Freud y Bultmann son estrictamente contemporáneos; como lo fueron en otros tiempos Marx y Nietzsche, Sade y Rousseau. Pero repitámoslo: nuestra intención era aquí tan sólo epis temológica. Quería evidenciar, en la epistemología moderna de la Ciencia del hombre, el papel del límite y el de sus implica ciones axiomáticas, lógicas, metodológicas y funcionales.
Hayao Kawai
I. La Diosa-Sol, Amaterasu La mitología japonesa, con sus así llamadas «ochocientas miríadas» de dioses, tiene una estructura interesante en la que divinidades poco notables juegan papeles bastante importan tes. Antes de entrar a hablar directamente de ellas me gusta ría, sin embargo, describir a una de las deidades fundamenta les del panteón japonés. A primera vista observamos que la figura más importante de la mitología japonesa es Amaterasu, la Diosa-Sol. Me gustaría llamar la atención sobre el hecho de que el sol es una diosa en Japón, aunque en muchas otras culturas es presentado como una deidad masculina. En Japón quien brilla en el cielo es la Diosa-Sol. Se supone que los emperadores de Japón descienden de esta diosa. Como se relata en el mito, a la Diosa-Sol que habi taba en los cielos le pareció tan exquisita la tierra de Japón que envió a su nieto para que reinara en este país. El nieto de éste, a su vez tataranieto de la diosa, se convirtió en el primer emperador de Japón. Antes de relatar las historias de la Gran Diosa, me gustaría * Traducción de Manuel Egiraun.
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mencionar las dos principales fuentes de mitología japonesa, el Kojiki (Registro de Temas antiguos) y el Nihonshoki (]as Crónicas de Japón), también conocido como el Nihongi.1 Am bos fueron escritos al comienzo del siglo octavo y sostienen no sólo mitos y leyendas sino también el registro de aconteci mientos históricos. Además fueron escritos con intereses polí ticos: primero, para demostrar que el emperador desciende de un dios y era superior al de otras tribus japonesas y, segundo, especialmente el Nihonshoki, para afirmar la independencia y autonomía de la nación japonesa en el terreno internacional. En este sentido el Nihonshoki está estructurado siguiendo de cerca las crónicas chinas; es básicamente racional y está escri to con la intención de establecer una crónica oficial de la na ción. Aunque estos aspectos políticos no nos interesan, el Ni honshoki es, sin embargo, una fuente extremadamente valiosa, pues nos proporciona cantidad de versiones distintas de episo dios mitológicos. Las comparaciones entre el Nihonshoki, el Kojiki y otras versiones, nos proporcionan pistas interesantes para comprender la mitología. Mi presentación se basa princi palmente en el Kojiki porque creo que sus contenidos están más cerca de los mitos indígenas originarios de Japón. Se dice en el Kojiki que la Diosa-Sol nació del ojo izquier do de su padre cuando su madre murió. Ella es «la hija del padre», como Kerényi nos cuenta refiriéndose a Palas Atenea «en cuyo nacimiento el padre jugó un papel más importanle que la madre».2 El padre de la Diosa-Sol, Izanagi (Varón que invita), acaba ba de regresar del inframundo. Había acudido allí a recoger a su esposa Izanami (Hembra que invita), la cual había muerto al dar vida al dios del fuego. Finalmente fracasó en el empeño. No entraré en los deta lles de este episodio pues ya lo hice en la Conferencia Eranos del año pasado. Cuando Izanagi volvió a este mundo quiso pu1. Las traducciones del presente artículo son mías. Ambos trabajos existen en traducción inglesa: Kojiki, traducido con una introducción y notas por Donald L. Philippi, Tokvo y Princeton, 1969; Nihongi: Crónica de Japón desde los primeros tiempos hasta el 679 A.D., traducido por W.G. Aston, Londres, 1956. 2. Karl Kerenyi, Los dioses de los griegos, Thames and Ilundson, Londres, 1951. p. 120. 142
Genealogía de los dioses (basada en Kojiki) Amc-no-ra inaka-nushi (Maestro del centro del cielo) I Takami-musuhi-no-Kami (Dios de iíran productividad) I Kami-musuhi-no-kami (Dios productor de lo divino) ' Izanagi (Varón que imita)
Izanami (Hembra que invita)
I___
Tierra de Japón
I
I¡ 1Fuego
1
lliniko (Niño Sanguijuela)
Amaterasu Tsukuyomi Susano-wo (Diosa-Sol) (Dios-Luna) (Vatt5n Impetuoso) Ashinazuchi Inada-hime (Princesa Campo de Atroz) Ohkuni-nushi (Maestro de la Gran Tierra) Ninigi Konoha-Sakuya Kotoshiro-nushi (Oreja (Princesa (Maestro de arroz) floreciente) de las palabras) I__ _____ I Sukuna-lliko (Principe de poco renombre) Ho-deri Ilo-suseii Ho-ori Toyotama-himc Ó
£1 primer emperador
rificarse porque había estado en una tierra contaminada. Al entrar en un río para la purificación dijo: «La corriente es de masiado rápida en la parte profunda y demasiado lenta en la superficial». Y se introdujo en la zona media. Muchos dioses nacieron en la mancillada Tierra de las Tinieblas durante la purificación. Tres importantes dioses nacieron al final. Izanagi purificó su ojo izquierdo y dio vida a la Diosa-Sol, Amaterasu. El Dios-Luna Tsukuyomi surgió del ojo derecho y Susanovvo, el Dios-Tormenta, de la nariz. Izanagi se alegró y dijo: «He tenido hijo tras hijo y finalmente han nacido los tres de mayor alcurnia». A continuación dio una orden a la Diosa-Sol para 143
que reinara sobre Takama-no-hara (Llanuras del alto cielo). Izanagi dio instrucciones al Dios-Luna y al Dios-Tormenta para que reinaran sobre la Tierra de la Noche y sobre el Domi nio de los Mares, respectivamente. El Nihonshoki da una versión diferente de este episodio. Después de que Izanagi e Izanami hubieran dado vida a las islas de Japón y a otros dioses menores, se consultaron el uno al otro sobre el asunto de producir a alguien que fuera el se ñor del universo. Luego dieron vida a la Diosa-Sol que fue llamada Oho-him-me-no-muchi (Hembra del Gran Mediodía). Los padres se regocijaron y decidieron enviarla al cielo. Luego produjeron al Dios-Luna y lo enviaron al Cielo para que fuera el consorte de la Diosa-Sol. Estaba a punto de nacer Hiruko, el Niño Sanguijuela. Como no pudo ponerse de pie ni a la edad de tres años sus padres le colocaron en Ame-no-Iwakusu-Fune (Barco de Madera alcanforada de la Roca celestial), y le aban donaron a merced de los vientos. El último en nacer fue Susano-wo, el Dios-Tormenta. La versión de Nihonshoki no es tan interesante como la del Kojiki excepto en que describe el nacimiento de Hiruko, el niño imperfecto, además de los de los tres dioses más egre gios. Hiruko es el dios oculto en la mitología japonesa, siendo el tema principal latente. Hablaré de él en profundidad más adelante. II. El duplicado de la Diosa-Sol, Susano-wo Volvamos a la historia tal como la relata el Kojiki. El Dios-Tormenta no aceptó el trabajo que su padre Izanagi le había asignado y se limitó a llorar y llorar hasta que la barba le llegó al pecho. Su padre al fin le preguntó por qué lloraba tanto. El Dios-Tormenta contestó que lloraba porque deseaba visitar a su madre en la tierra de las tinieblas. Es interesante observar que el Dios-Tormenta es un niño enmadrado, al contrario que su hermana, la Diosa-Sol, típica hija de papá. El dios padre, que ya se había divorciado de su mujer, se puso furioso al oír a su hijo. Izanagi le dijo: «No puedes quedarle en esta tierra». 144
El Dios-Tormenta quería visitar a su hermana Amaterasu en el cielo para decirle adiós. La Diosa-Sol se sorprendió al oír el quejido de montañas y ríos causado por la llegada del DiosTormenta. No entendía la visita y pensó que su hermano venía al Cielo con la intención de conquistarlo. Es importante obser var aquí que la Diosa-Sol cometió un error; no es una diosa suprema y justa. Con el fin de prepararse para la confrontación con el DiosTormenta se cortó el pelo a lo chico. Llevaba miles de flechas y un arco, mantuvo el tipo con dignidad y lanzó un grito desafiante. Observad lo parecida que es la Diosa-Sol a Palas Atenea, la cual nació con una armadura de oro brillante mientras profería un tremendo grito de guerra. Cuando el Dios-Tormenta se encontró con su hermana, la tranquilizó ex plicándole la situación. Pero ella desconfiaba y le pidió una prueba de su honradez. El hermano sugirió que juraran ca sarse y tener hijos. La Diosa-Sol y el Dios-Tormenta firmaron su compromiso desde ambas orillas del Río del Cielo. La Diosa le pidió al Dios-Tormenta su espada, llamada «la Espada de las Diez Em puñaduras» por su longitud. La rompió en tres trozos y los lavó en el Pozo sagrado del Cielo. Los masticó y exhaló un vapor del que surgieron tres diosas. El Dios-Tormenta pidió a su hermana a continuación las joyas retorcidas que estaban enroscadas en la parle izquierda de su cabellera. Las lavó en el Pozo del Cielo, las masticó y exhaló un vapor del que surgió el dios que era el antepasado del emperador japonés. El DiosTormenta cogió las otras joyas pertenecientes a la Diosa-Sol y de la misma forma creó cinco dioses. La Gran Diosa dijo que los cinco chicos eran suyos pues habían nacido de sus pertenencias, y que las tres chicas eran de él dado que habían surgido en su propiedad. Sin embargo el Dios-Tormenta, también conocido como el Varón Impulsivo, dijo que había demostrado la pureza de su corazón al haber engendrado chicas: «Por supuesto que he ganado», afirmó. Los hechos a los que debemos prestar atención son, primero la derrota de la Diosa-Sol ante el Dios-Tormenta y, segundo, la mayor importancia de la prole femenina sobre la masculina. Este es un tema que ni los antiguos japoneses entendieron 145
bien según lo demuestra el hecho de que hubiera muchas va riaciones de este episodio. El Nihonshoki nos cuenta la misma historia que el Kojiki pero no nos dice quién ganó la contien da. En una versión del Nihonshoki, sin embargo, se dice que ganó el Dios-Tormenta, al haber engendrado varones en vez de hembras. No voy a entrar en una comparación detallada de las diversas versiones, pero me gustaría recalcar el hecho de que, en todos los casos, el Dios-Tormenta gana invariablemente la contienda. Tampoco debemos olvidar que existe confusion sobre la prioridad del sexo de la prole. Tras el nacimiento de los niños todas las versiones están de acuerdo en que los cinco chicos se quedaron en el cielo y las tres chicas bajaron a la tierra, más exactamente a la tierra japonesa. Todavía encontramos tres deidades femeninas en el santuario de Munakata, en Kyushu. Son diosas de la navega ción. Las cinco deidades masculinas son consideradas como antepasados de las principales tribus del antiguo Japón, siendo uno de ellos el progenitor del emperador japonés. Cuando el Dios-Tormenta ganó la contienda se enardeció por el placer de la victoria. Su hermana no se enfadó sino que intentó justificar la actitud violenta de su hermano. En este asunto nos impresiona la cualidad femenina de la Diosa-Sol, especialmente si recordamos su anterior actitud al enfrentarse al Dios-Tormenta. A pesar de esta actitud generosa de la hermana, los actos violentos del Dios fueron en aumento. Desolló un pobre caba llo y lo arrojó contra la sagrada sala de coser de la Diosa-Sol, arrancando el tejado. Una joven costurera que trabajaba con la gran diosa fue alcanzada y herida fatalmente en los genitales por una lanzadera de tejer. Aterrada ante tanta violencia la diosa se recluyó en la Cueva de Piedra del Cielo. Según el Nihonshoki lúe la Diosa-Sol misma quien, asusta da, se hirió con la lanzadera, aunque no mortalmente. En otra versión incluso se dice que otra diosa llamada Waka-Hiru-Me (Doncella del Mediodía) murió. Parece que era una hermana más joven de la hija de la Diosa-Sol. Waka-IIiru-Me puede referirse, en definitiva, bien a la Dio sa-Sol misma o a la imagen virginal de la Diosa-Sol. El episo 146
dio que acabamos de examinar refleja probablemente el rapto de la joven Diosa por el dios impetuoso que posteriormente descendió al Hades. IH. El retiro de la Diosa-Sol Cuando la Diosa-Sol se escondió en la Caverna de Piedra del Cielo se hizo la oscuridad sobre el cielo y la tierra. Era siempre de noche y el mundo estaba lleno de maldad. Todos los dioses se reunieron y urdieron un plan para sacar a la diosa de su escondite. Voy a mencionar algunas de las tretas que usaron. La diosa Ame-no-Uzume (Hembra Celestial Ame nazante) se puso a bailar en frente de la caverna de piedra. Mientras bailaba se agarró de los pezones y se bajó la falda, enseñando sus genitales a los dioses que se encontraban con ella. Los innumerables dioses soltaron una carcajada al tiempo que la Gran Diosa salía de la cueva y preguntaba por qué reían tanto. Ame-no-Uzume dijo una mentira: «Todos los dio ses están contentos porque ha surgido una diosa mejor que la Gran Diosa». La Diosa-Sol estaba confundida pues de hecho veía la cara de una hermosa diosa, que no era sino su propia imagen reflejada en un espejo colocado a propósito por los dioses. De esta forma consiguieron sacarla de su cueva. El es pejo usado en el ritual es el principal objeto de adoración en el Gran Santuario de Ise que está dedicado a la Diosa-Sol y en el más excelso santuario japonés. En una versión del Nihonshoki se declara que el espejo fue colocado en la cueva al salir la diosa, quedando dañado al golpear contra la puerta. La señal del golpe aún permanece. Esto sugiere que la gente del antiguo Japón sospechaba que existían algunas imperfecciones en la imagen de su más excel sa deidad. O podríamos decir que la imagen del sol debe con tener algunas sombras para ser completa. Esta historia de la Diosa-Sol y el Dios-Tormenta nos trae a la memoria la de Perséfone y Hades en la mitología griega. En el primer caso el Dios-Tormenta asustó a su hermana al arro jar un caballo a su sacra sala de coser mientras ella tejía. En el segundo, Hades raptó a la doncella Perséfone en su corcel in 147
mortal mientras recogía flores en un prado. En el mito japo nés el intruso no monta a caballo sino que lo lanza. En ambos casos el aspecto instintivo de la masculinidad se expresa con la presencia del caballo. Sin embargo, en lo que se refiere a la expresión del aspecto femenino observamos que, en el mito japonés, la distinción entre la madre y la hija no está tan clai-a como en el mito griego, donde la figura de Demeter está luertemente diferen ciada de la de su hija Perséfone. En otra versión se nos dice que Waka-Hiru-Me (Joven Hembra del Mediodía) se hirió mortalmente con una lanzadera de tejer que tenía en la mano. Se comenta que es la hermana menor o la hija de la Diosa-Sol. Es a través de la intrusión del Dios-Tormenta en la imagen virginal de la Diosa-Sol en cuanto Waka-Hiru-Me, que la Dio sa-Sol asume su aspecto masculino. La Diosa-Sol es simultá neamente Perséfone, Demeter llorando a su madre y el obser vador Helios. Esto sugiere la cuestión de quién toma el papel de Zeus. En la historia de Demeter y Hades, Zeus juega el papel de mediador, pero la Diosa-Sol no asume una posición tan neutral. Me inclino por la conclusión, relativamente extra ña, de que es el Dios-Luna, miembro restante de los tres vástagos más ilustres de Izanagi quien se corresponde con Zeus. El Dios-Luna está en el centro pero no es el más poderoso, nece sariamente. Ocupaba un lugar privilegiado y vio el intenso conflicto entre sus hermanos sin hacer nada, lo que precisó el esfuerzo conjunto de los incontables dioses para resolver el problema. Entre los diversos métodos que los dioses usaron para atraer a la Diosa-Sol los más importantes son, en mi opinión, la danza ritual llevada a cabo por la Amenazante Hembra Celes tial y el empleo del espejo sagrado. La coincidencia entre las proezas de la Amenazante Hembra Celestial y Baubo, en la mi tología griega, es bastante obvia. Sus acciones lascivas provoca ron una sonrisa y una carcajada, respectivamente. En el mito griego Demeter sonríe, mientras que en el mito japonés los in contables dioses sueltan una carcajada. Esta risa ayuda a ali viar la tensión y abre una imprevista vía de solución. La res puesta de la Amenazante Hembra Celestial a la pregunta de la Diosa-Sol por el motivo de la risa es bastante ilustrativa. Le 148
contestó que otra diosa más noble que la misma Diosa-Sol ha bía aparecido. Sin embargo eso no era más que un reflejo de su propia imagen en el espejo sagrado. Entre los muchos significa dos simbólicos del espejo el revelado por la etimología es el más interesante: «Kagami», espejo en japonés, deriva de «Kagemi», significando «Kage» reflejo o sombra y «mi», ver. La Dio sa-Sol debe confrontar, sorprenderse y aceptar su imagen refle jada, el aspecto oscuro de la virgen espiritual. De todo ello vemos que la Amenazante Hembra Celestial, que llevó a cabo la indecente danza, es de hecho un aspecto de la misma Diosa-Sol. IV. El Dios-Luna como centro vacío Tras la comparecencia de la Diosa-Sol todos los dioses se reunieron e impusieron una fuerte multa al Dios-Tormenta. El dios no fue ejecutado; pero le cortaron la barba y las uñas de la manos y fue expulsado del Cielo. Sin embargo, esto no sig nificó en absoluto el fin del Dios-Tormenta. Descendió a Japón y resurgió como un héroe cultural en la tierra de Izumo. Debido a limitaciones de tiempo no voy a describir sus ac ciones heroicas en profundidad. Sin embargo, mencionaré un episodio en el que mató una setpienle. Cuando el Dios-Tor menta descendió a Izumo se encontró llorando a una pareja mayor y a su hija. Les preguntó la causa de su pena, tras lo cual una antigua deidad de la tierra le explicó que una gran serpiente llamada Yamata-no-Osochi (Serpiente de Ocho Co las) venía una vez al año a devorar a las hijas de la anciana pareja. Habían tenido ocho hijas pero había llegado el mo mento en el que la única viva, Kushinada-Hime (también co nocida como Inada-Hime) iba a ser devorada. El Dios-Tormenta rescató a la doncella matando al dragón mediante el truco de emborracharle con sake (vino de atroz). El Dios-Tormenta se casó luego con la princesa. Considerando lo que ha sido escrito sobre el Dios-Tormenta en la mitología japonesa, no se puede afirmar que sea bueno o malo. Su situa ción es parecida a la de Set en la mitología egipcia, siendo Set también un dios de la tormenta. 149
Hay, sin embargo, importantes diferencias. La Diosa-Sol y el Dios-Tormenta lucharon entre sí, pero ninguno de los dos tiene o carece de razón. Ninguno de los dos resultó muerto o mutilado en la pelea. El Dios-Tormenta no es un enemigo de la Diosa-Sol sino un sutil duplicado. Como dije antes el dios Izanagi dio vida a los tres dioses más nobles, la Diosa-Sol, el Dios-Luna y el Dios-Tormenta. Re sulta bastante extraño que no se diga nada en el Kojiki sobre el Dios-Luna, contrastando con los otros dos, extremadamente visibles y activos. También en el Nihonshoki se menciona poco al Dios-Luna. Sólo una versión contiene un episodio en el que aparece, pero no merece la pena relatarlo. La negación completa del DiosLuna resulta aún más curiosa si recordamos que los japoneses han sentido un gran aprecio por la Luna desde tiempos remo tos. Al leer la recopilación poética más antigua, el Manyoshu, encontramos muchos poemas sobre la luna pero muy pocos sobre el sol. Me extrañaba que el Dios-Luna apareciera tan poco en la mitología japonesa, y llegué a la peculiar conclusión de que el Dios-Luna tenía extraordinaria importancia, pero que asumía un paradójico papel al ocupar el centro del panteón y no hacer nada. Una de las razones para llegar a esta conclusión es que ninguno de los otros dos de la tríada, la Diosa-Sol y el DiosTormenta pueden adaptarse a la función de deidad central en el panteón japonés. A primera vista la Diosa-Sol parece ser la figura central pero, mirado más de cerca, vemos que no es así. La Diosa-Sol reinaba en las llanuras del Supremo Cielo. Pero cuando el Dios-Tormenta vino a despedirse, ella no lo entendió y fue derrotada por su hermano en la consiguiente pugna. Esto demuestra que incluso la Diosa-Sol yerra cuando cree ocupar una posición central. El Dios-Tormenta también demostró su ineptitud cuando se enalteció por su victoria en la contienda. También falla cuando cree estar en el centro. Cada uno equilibra al otro, creando un balance o balanza sutil. Pero en medio de su juego, el centro lo ocupa de hecho, el DiosLuna, sin hacer nada. La idea de colocar al Dios-Luna en el centro se ve confir150
rnada por el hecho de que encontramos otras tríadas similares en el Kojiki. Hasta la fecha he descubierto otras dos con cen tros que no hacen nada. V. La primera y tercera tríadas De acuerdo con el Kojiki la primera tríada importante sur gió al comienzo del mundo. Hay varias versiones distintas del mito japonés de la creación, algunas de las cuales están clara mente influidas por la cultura china. Aunque sena interesante establecer una comparación entre las distintas descripciones del comienzo del mundo, aquí me contento con dar la versión contenida en el Kojiki. Al comienzo de este trabajo vimos los nombres de las divi nidades que nacieron en las llanuras del Alto Ciclo cuando el cielo y la tierra fueron creados, son: Ame-no-Minaka-Nushi-noKami (Maestro del Centro del Cielo), Takami-Musuhi-no-Kami (Dios productor de lo Alto) y Kami-Musuhi-no-Kami (Dios productor de lo Divino). Estos tres nacieron espontáneamente y se escondieron. El primer dios, cuyo nombre nos explica que está en el centro, no vuelve a aparecer en la mitología, mientras que los otros dos juegan papeles importantes. La diferencia entre estos dos últi mos es clara. Un estudioso japonés de religión, Anesaki, ha llegado a definir el sexo de estos dos dioses cuando tradujo sus nombres al inglés, aunque tal información no se dé directa mente en los relatos mitológicos. La diada es referida como Dios productor de lo Alto y Dio sa Productora de lo Divino. En cualquier caso es obvio que el primero expresa el principio masculino y el segundo, el feme nino. El Dios productor de lo Alto es llamado también Dios del Gran Arbol y siempre permanece junto a la Diosa-Sol como si fuera un padre protector. El hijo favorito de la Diosa-Sol se casó con una de las hijas del Dios Productor de lo Alto y el hijo nacido de esta unión descendió a la tierra de Japón para reinar en ella. El Dios Productor de lo Alto es realmente el dios productor de los planos elevados. Opuesto a esto tenemos el Dios Productor de lo Divino, 151
Las tres tríadas importantes en la mitología japonesa Tji primera tríada, nacida al comienzo del mundo
La segunda tríada, nacida al primer contacto entre el cielo y el infiamundo
Takam i-musu-hi-no-Kam i. Dios Productor de lo Elevado. (Principio paterno) Aineno-mi-naka-nushi. Maestro del Centro del Cielo. (El Centro) Kami-musuhi-no-Kami. Dios Productor de lo Divino. (Principio materno) Nacen de sí mismos
Amatcsasu (Diosa-Sol) Tsukuyomi (Dios-Lima)
La tercera tríada, nacida del prbner matrimonio entre una deidad celestial y una terrestre Hoderi. Radiante Señor del Fuego. Mozo de la Fortuna Marina I-Iosuseri. Furioso Señor del Fuego
Susano-wo (DiosTormenta)
Hoori. Señor dominador del Fuego. Mozo de la Fortuna montañosa
Nacen de sus padres en el agua
Nacen de su madre en el fuego
fuertemente asociado al Dios-Tormenta y a la tierra sobre la que reinó tras ser expulsado del Cielo. Se mencionan pocas hazañas del Dios Productor de lo Divino en la mitología oficial del Nihonshoki. Sin embargo, muchas de sus actividades son descritas en el Kojiki e Izumo Fudoki (Archivos antiguos de la Historia y Geografía del área de Izumo). Era un curandero milagroso y resucitó a uno de los hijos más importantes del Dios-Tormenta Ohkumi-nushi (Maestro de la Gran Tierra) quien fue quemado hasta morir. Uno de los hijos del Dios Pro ductor de lo Divino, Sukuna-hiko (Principe poco renombrado) es un dios muy interesante que ayudó a Ohkumi-nushi cuando reinó sobre Izumo. Hablaré de él más adelante. Mientras que el Dios Productor de lo Alto se ocupa de la producción en el cielo, el Dios Productor de lo Divino se rela ciona con la Tierra y el Maestro del Centro del Cielo existe en medio y no hace nada. La tríada de la primera generación tiene, como podéis observar, una estructura similar a la segun da: la Diosa-Sol, el Dios-Luna, el Dios-Tormenta. Ahora mencionaré la tercera tríada. En la mitología japo nesa encontramos sucesos similares que son pequeñas varia ciones de un mismo tema. El nacimiento de la terrera tríada es un ejemplo de ello. El nieto de la Diosa Sol, Ninigi, conquis 152
tó Japón. Un día conoció a una chica preciosa llamada Konohana-no-Sakuya-Hime (Princesa Floreciente), hija del DiosMontaña. a estas alturas vemos con claridad que la coexisten cia de dioses celestiales y terrestres es bastante normal en la mitología japonesa. Konohana-no-Sakuya-IIime era una diosa terrestre preten dida por Ninigi, un dios celestial. La princesa contestó que primero tenía que consultar a su padre. Su padre reaccionó positivamente a la petición de Ninigi. Así que la envió junto con la hija de ésta, Iwa-Naga-Hime (Larga Princesa de la Roca) a vivir con él. Sin embargo, el dios celestial aceptó a la Princesa Floreciente y rechazó a la Larga Princesa de la Roca por ser muy fea. La Larga Princesa de la Roca volvió a casa y su padre le dijo que Ninigi no viviría mucho por haberla re chazado. Una noche Ninigi hizo el amor con la Princesa Flore ciente. Algún tiempo después ella le comunicó que iban a te ner un hijo. El no lo creyó pues sólo habían dormido juntos una vez. Para demostrarle que era el padre, ella parió en una casa en llamas, diciendo: «Si no es divino, el niño morirá». El hijo, nacido en medio de un resplandeciente fuego, fue llama do Ho-deri (Señor del Radiante Fuego). Fue seguido por otros dos, Ho-suseri (Señor del Fuego Furioso) y Ho-ori (Señor del Fuego Revuelto). Ellos forman la tercera tríada y son la prime ra prole nacida como resultado de la unión entre una divini dad celestial y otra terrestre. El episodio de la Larga Princesa de la Roca sugiere que Ninigi y su prole no pueden ser inmor tales aunque se les considere pertenecientes a los dioses celes tiales. Me gustaría relatar brevemente algunas peripecias de la tercera tríada. Otro nombre del primer miembro en nacer, Ho deri, es el de Mozo de la Suerte Marina, pues era pescador. El tercero, Ho-ori, es también llamado el Mozo de la Suerte Mon tañosa, pues cazaba pájaros y animales en las montañas. Un día el Mozo de la Suerte Montañosa le pidió a su hermano un intercambio de papeles. Pescó el día entero, pero en vano. In cluso perdió el anzuelo que su hermano le había prestado. El Mozo de la Suerte Marina se enfureció cuando lo descubrió e insistió en recuperarlo. El Mozo de la Suerte Montañosa fue al palacio del Dios-Mar para buscarlo. Allí conoció a una hermo 153
sa princesa llamada Totoyama-Hime y se casó con ella. Un día, después de estar en las profundidades del mar durante tres años, lanzó un gran suspiro. Su esposa le preguntó qué le pasaba, a lo que él replicó aludiendo a los problemas con su hermano. Mediante la ayuda del padre de ella, el Dios-Mar, el Mozo de la Suerte Montañosa pudo recuperar el anzuelo. Sur gió del mar, fue a la costa, devolvió el anzuelo a su hermano y luego le torturó con las esferas mágicas que había recibido del Dios-Mar hasta que el Mozo de la Suerte Marina se rindió completamente. Posteriormente un hijo del Mozo de la Suene Montañosa y Totoyama-Hime, se convirtió en el padre del pri mer emperador de Japón. En esta historia el primer y tercer hermanos juegan pape les importantes, pero apenas se menciona al segundo herma no, Ho-suseri. Como en las primeras dos tríadas el centro, en este caso Ho-suseri, nada hace. He llamado a esta estmetura, en la que el centro no hace nada, la Estructura de Centro Vacío de la Mitología japonesa. Pasaré a discutirlo en las siguientes secciones. VI. La repetición de movimientos de equilibrio A través de la mitología japonesa impresiona el hecho de que una historia sencilla se cuenta varias veces con pequeños cambios. Supongo que se trata de un intento de encontrar un equilibrio sutil entre los diversos pares de opuestos. Esto ocu rrió durante los períodos históricos descritos en el Kojiki. Se puede decir que sigue ocurriendo en Japón actualmente. Pero antes de examinar la situación contemporánea, me gustaría mostrar algunos ejemplos del Kojiki. El conflicto entre la Diosa-Sol y el Dios-Tormenta fue, de hecho, una especie de repetición del drama surgido entre sus padres. Su madre, Izanami, murió en el fuego que ella misma había engendrado. Su padre, Izanagi, bajó al inframundo pan1 recuperarla, pero cuando se encontró con su esposa ella le pi dió que no la mirara mientras negociaba con los dioses del inframundo. En lugar de mantener su promesa, él iluminó la oscuridad del inframundo. A continuación observó que su es 154
posa estaba en un horrible estado de desintegración; su cuerpo estaba infectado de larvas y ocho dioses del trueno hormiguea ban dentro de ella. Asustado ante esta imagen, huyó. Su espo sa, que era también su hermana, se enfadó por ser vista en semejante estado, y le persiguió con la ayuda de algunas brujas viejas de la Tierra Tenebrosa. El conflicto entre hermana y hermano, Izanami e Izanagi, continuó hasta la segunda generación de la Diosa-Sol y el Dios-Tormenta. En esta ocasión, sin embargo, fue el varón, el Dios-Tormenta, el violento. Podemos observar que los pape les de los sexos han sido invertidos. Mientras que el masculino dios Izanagi huyó al ver el terrible estado del cuerpo de su mujer, la divinidad femenina, la Diosa-Sol, se retiró a su cueva al ver los actos violentos de su hermano. Es altamente significativo que se use la misma palabra en el Kojiki para describir la reacción tanto de Izanagi como de la Diosa-Sol ante una imagen que les repele. La palabra es Kashikomi, pretérito de kashikomu, que significa «estar asus tado». Primero Izanagi se asusta ante la verdad que surge de las proíundidades del ser femenino. Su hija se encuentra con el mismo sentimiento de asombro al confrontarse con la gran violencia que yace en las profundidades del varón. De esta for ma, el par de opuestos masculino y femenino se equilibraban. Tras sus disputas, los pares respectivos alcanzan una espe cie de equilibrio. En la continuación de la primera historia, Izanami persiguió a su marido-hermano al pasadizo que lleva de este mundo a la Tieira Tenebrosa y le dijo que mataría a mil habitantes de su tierra cada día. A esto él contestó que construiría quinientas chozas para albergar niños, cada día. Vemos aquí cómo se consigue una forma de arreglo bastante primitiva e inocente. En el caso de la Diosa-Sol y el Dios-Tormenta, se requiere un tiempo mucho más largo para alcanzar un acuerdo, pero como veremos, el equilibrio se consigue a través de un verda dero compromiso. Recordáis que los incontables dioses casti garon al Dios-Tormenta y le expulsaron del Cielo después de que la Diosa-Sol saliera de la Cueva Pétrea. Es obvio que nin gún compromiso se hizo en ese momento. Pero luego el DiosTormenta descendió a Izumo, un distrito japonés y mató a la 155
serpiente de ocho colas. Después de matarla, encontró una es pada en la cuarta cola. El próximo paso es bastante insólito. Regaló la espada a su hermana, la Diosa-Sol del ciclo. La pre sentación del precioso objeto a la hermana que le expulsó constituye un compromiso por parte del Dios-Tormenta. Esta acción es especialmente notable si recordamos que la Gran Diosa ya estaba armada con un arco y flechas en el momento de enfrentarse a su hermano, pero no con una espada, que tiene la función de cortar. El Dios-Tormenta pudiera haber pensado que era necesario que su hermana hiciera un corte. Por el contrario, sin embargo, el acto de dar la espada sim boliza un compromiso aún más grande entre los dos, que ocu rrió cuando la Diosa-Sol quiso conseguir la tierra en la que reinaba su hermano. Ella intentó enviar a su nieto a la tierra gobernada por el hijo del Dios-Tormenta, Ohkuni-Nushi (Maestro de la Gran Tierra). Esto no resultó fácil y surgieron problemas por ambas par tes. Finalmente, sin embargo, llegaron al acuerdo de que el nieto del Cielo rigiera en la tierra bajo la condición de que se construyera un gran santuario para el Maestro de la Gran Tie rra. Además se decidió que los dioses celestiales controlaran los asuntos públicos mientras que los dioses terrestres gober naban los asuntos divinos. Todo esto constituyó un gran com promiso para todas las partes, masculina y femenina, Cielo y Tierra, arriba y abajo. Más o menos era una repetición de las acciones de la generación anterior, los padres, aunque a ma yor escala y de una forma más pacífica. Me gustaría señalar el hecho de que esta especie de movi mientos de equilibrio repetitivos ocurrieron muchas veces du rante la historia de Japón, según relata el Kojiki. Incluso aunque los emperadores, los descendientes de la Diosa-Sol, ocuparan un lugar central en Japón desde el punto de vista político, se precisaban reiteradamente los movimien tos de equilibrio, debido a las acciones por parte del Dios-Tor menta. Daré un ejemplo, quizás el más importante e interesan te. El príncipe del undécimo Emperador Suinin, llamado Homuchi-Wake, no dijo nada aunque su barba creciera tanto que le llegaba al pecho. Esto me recuerda el tiempo en que la bal 156
ba del Dios-Tormenta creció también hasta su pecho mientras lloraba anhelando a su madre. La madre del Príncipe Homuchi-Wake murió tras su nacimiento en medio de un conflicto entre la hermana y el hermano. Su padre, el Emperador, esta ba preocupado por el mutismo de su hijo. Una noche, un dios apareció en su sueño y le dijo que su hijo empezaría a hablar si se construía un santuario al dios, tan espléndido como el palacio del Emperador. Al despertar, el Emperador se dio cuenta de que el dios era Ohkuni-Nushi, el hijo del Dios-Tor menta. Así que envió a su lujo con un séquito a Izumo, donde estaba el santuario de Ohkuni-Nushi. Al Emperador le encantó descubrir que Homuchi-Wake es taba hablando cuando visitó el santuario de Izumo. Este suce so muestra la importancia del santuario de Izumo con respec to a la familia imperial. Los descendientes de la Diosa-Sol fue ron creados para recordar la existencia de los descendientes del Dios-Tormenta gracias a los poderes mágicos de éste. El siguiente episodio del Kojiki también nos interesa. De vuelta a casa desde Izumo, Homuchi-Wake conoció a la Princesa Hinaga y se casó con ella. Pero cuando miró en su habitación, vio que era, de hecho, una gran serpiente. Se que dó horrorizado y huyó inmediatamente. La princesa le persi guió por los altos mares. El príncipe estaba asustado y dijo a su séquito que subieran su barco a una montaña para escapar de la serpiente. Atsuhiko Yoshida, un erudito japonés en mito logía, ha señalado una importante característica de este he cho.3 Tras estar de acuerdo con mi teoría de que una estructu ra de centro vacío yace en la base de la mitología japonesa, afirmó que este episodio referido a Homuchi-Wake es exacta mente la otra cara del episodio de la conquista por parte del Dios-Tormenta de la serpiente de ocho colas. El profesor Yo shida opina que la relación de Homuchi-Wake con la Princesa Hinaga es especialmente interesante. El Príncipe solo se dio cuenta del aspecto serpentino de la fémina tras casarse con ella. Tan pronto como vio su aspecto escapó de ella sin pensar en ninguna confrontación. Justo lo contrario del Dios-Tormen3.
Atsuhiko Yoshida, «Susano-wo-Shimva to Homuchiwake-Yamatotake Denset-
su». Gendai Shiso, vol. 10, n." 12, Seidosha (1982).
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ta. Éste mató a la serpiente de ocho colas y luego se casó con la doncella, la cual en caso contrario hubiera sido víctima de la serpiente. Las acciones de Ilomuchi-Wakc tienen un doble signifiCa_ do. Primero mostró la necesidad de adorar al hijo del DiosTormenta, y segundo, intentó anular la acción heroica del Dios-Tormenta haciendo lo contrario que su predecesor. El poder de la Diosa-Sol equilibró el poder del Dios-Tor menta. La conquista de la serpiente por parte del Dios-Tormenta y su consiguiente matrimonio son a continuación borrados por Ilomuchi-Wake. Cuando estudiaba los cuentos de hadas japo neses me preguntaba por qué no tenemos la historia de la «lu cha con el dragón», tal como ocurre en occidente. Resulta muy peculiar si consideramos que tenemos la lucha del DiosTormenta con la serpiente. Me he interesado mucho por este asunto porque Erich Neumann ha considerado la «lucha con el dragón» como un patrón arquetípico que está en la base de la constitución de la moderna conciencia occidental. Al principio pensé que el Dios-Tormenta era una divinidad oculta ensombrecida por el esplendor del sol femenino que ocupa el lugar más elevado en la jerarquía de la mitología ja ponesa. De hecho, sin embargo, ambos existen en un equili brio prácticamente parejo. El Dios-Tormenta se reafirma ma tando a la serpiente de ocho colas. Luego es equilibrado por Homuchi-Wake, no por la Diosa-Sol. Esto nos lleva a la conclusión de que es el Dios-Luna quien permanece oculto, aunque no haga nada para afectar la rela ción de los otros dos. Ya he hablado suficiente sobre los movimientos de equili brio, así que ahora diré algo sobre la estructura de centro va cío en la mitología japonesa. VII. La estructura de centro vacío Como señalé antes, la mitología japonesa relatada en el Kojiki revela una estructura de centro vacío. A estas alturas me gustaría examinarla con más detalle. Según se observa en el
diagrama de «las tres Tríadas importantes de la mitología ja ponesa», las tres tríadas se organizan de maravilla y mantie nen un equilibrio armónico. Todas tienen un factor en común: el dios que no hace nada ocupa el centro. Las tríadas surgie ron en condiciones diferentes. La primera tríada apareció al comienzo del mundo y los dioses nacieron de sí mismos, sin progenitores. La segunda tríada nació a través del primer contacto entre el cielo y el inframundo, habiendo surgido de su padre des pués de que se hubiera purificado en el agua. La tercera tríada surgió como resultado del primer matrimonio entre una divi nidad celestial y una terrestre, y emergió de su madre en me dio de un brillante fuego. La diferencia entre las diversas con diciones de generación es obvia. Los pares de opuestos expre sados dentro de las tríadas también cambian. La primera con tiene los principios paterno y materno, la segunda, masculino y femenino, cielo y tierra, y la tercera, la montaña y el mar. En lo que se refiere a las tres tríadas, observamos que el centro del panteón japonés está ocupado por el dios del vacío, llamado respectivamente Maestro del Centro del Cielo, DiosLuna y Dios del Fuego Furioso, de acuerdo con los tipos de pares de opuestos en juego. Todos los dioses se mueven e in cluso luchan entre sí en torno al centro vacío. Lo más impor tante es lo bien que se equilibran, no la victoria ni la consecu ción del poder central. Esta es la cosmología del japonés anti guo y mantiene un gran contraste con la estructura de la mito logía cristiana. En la Cristiandad se da un solo Dios que es el más poderoso y siempre ocupa el centro y gobierna el univer so. La distinción entre el bien y el mal está claramente marca da en contraste con la naturaleza amorfa de la mitología japo nesa. En la mitología cristiana, todos los elementos que no sean compatibles con la existencia de una divinidad central son o bien expulsados a la periferia o completamente liquida dos. Por el contrario, en la estructura equilibrada en torno a un centro vacío, japonesa, incluso los elementos contradicto rios pueden coexistir mientras mantengan un equilibrio entre ellos. En la Cristiandad el centro tiene el poder de integrar todos los elementos, mientras que en la mitología japonesa no tiene poder. 159
Procedamos ahora recordando ambos, el Modelo Goberna do por el Poder Central y el Modelo Equilibrado en torno al centro vacío. Sería interesante compararlos al detalle pero no lo haré en este momento. Lo que me gustaría señalar es que este modelo equilibrado en torno al centro vacío todavía funciona en Japón. El mayor inconveniente de este modelo es el hecho de que el centro es tan débil que cualquier elemento puede invadirlo con facili dad. Cuando la estructura entera se mantiene en equilibrio, la fuerza del conjunto trabaja para proteger el centro, pero el menor deterioro del balance general puede derivar en la inva sión del centro por cualquier elemento fuerte, sin importar lo maligno que sea. Tomemos, por ejemplo, el caso de la DiosaSol y el Dios-Tormenta. Cuando la Diosa-Sol creyó que tenía razón y que su hermano estaba equivocado, se mantuvo firme directamente en el centro. La situación no duró mucho, sin embargo, ya que el Dios-Tormenta ocupó el lugar de la Diosa tras ganar la contienda. Tan pronto como el Dios-Tormenta se dio cuenta de que estaba en el centro, lodo el equilibrio uni versal se destruyó, obligando a la Diosa-Sol a retirarse a la cueva. Consecuentemente, se necesitó el esfuerzo de todos los dioses para restaurar el equilibrio del universo. El emperador japonés es considerado descendiente de la Diosa-Sol, pero de hecho posee la cualidad del Dios-Luna por su capacidad de ser centro de la gente. Podríamos decir que la luz de la Luna se incluyó en el Sol cuando el espejo sagrado fue levemente dañado. Este pudiera ser el significado del sol femenino. El papel del Emperador ha sido permanecer en el centro como símbolo del vacío. A través de su historia descu brimos que en Japón surgieron problemas cuando un empera dor intentaba ejercer su poder para controlar a otros. Com prenderéis el significado, no sólo del emperador sino de otros fenómenos en Japón, cuando los consideréis bajo el modelo equilibrado en torno al centro vacío. He dicho que este modelo puede acomodar incluso elemen tos contradictorios. Sin embargo, esto no significa que el pan teón japonés lo acepte todo. Hubo de hecho un dios que fue rechazado. Este es, de hecho, el auténtico dios oculto de la mitología japonesa, de quien hablaré a continuación. 160
Vni. El dios desechado, Hiruko Cuando os hablé del comienzo del mundo tal como lo rela ta el Nihonshoki, mencioné un extraño dios llamado Hiruko (el niño sanguijuela) que resultó el único no aceptado en el panteón japonés. El Kojiki nos habla de su nacimiento. Las Divinidades celestiales ordenaron a Izanagi e Izanami que hicieran consistente la tierra flotante. Los dos dioses se situaron juntos en el puente flotante del cielo y removieron el océano con una lanza celestial que las Divinidades Celestiales les habían dado. Cuando sacaron la lanza, cayeron unas gotas al océano y se convirtieron en la isla de Onogoro (la Isla autocoagulada). Descendieron a la isla y crearon la gran Columna del Cielo. Izanagi e Izanami se engarzaron luego en una especie de ceremonia marital. Siguiendo la sugerencia de Izanagi, Izanami, también conocida como la Hembra que invita, empezó a rodear la columna celestial desde el lado derecho. Su esposo, también conocido como el Varón que invita, hizo lo mismo por el izquierdo. Cuando se encontraron la divinidad femenina exclamó, «Oh, qué hombre tan encantador» y la divinidad masculina gritó «Oh, qué mujer tan adorable». Pero luego el Varón que invita dijo a su hermana-esposa: «No ha sido co rrecto que la mujer hablara primero». Consecuentemente en gendraron un niño poco afortunado que no podía estar ergui do. Le llamaron Hiruko (el Niño Sanguijuela) y fue dejado a la deriva en una caja hecha de juncos. Preocupados por su fracaso, ambos subieron al cielo a consultar a las Divinidades celestiales. Las deidades dijeron a la pareja que fue en verdad erróneo que la mujer hablara en primer lugar y que deberían repetir la ceremonia con el error subsanado. Cuando la pareja siguió estas instrucciones, engen draron ocho grandes islas que constituyen las principales par tes de Japón. Observamos que este relato del nacimiento de Hiruko es completamente diferente del Nihonshoki que relaté antes. Hay otra versión en el Nihonshoki, sin embargo, que es casi idénti ca a la que he dado. En esta versión alternativa, la misma ceremonia marital ocurre y se repite para corregir un error. 161
En esta versión, sin embargo, la deidad femenina inicialmente circunvala desde la izquierda y la masculina por la derecha. En la ceremonia correcta las direcciones son invertidas. Así que hay cierta confusión sobre la prioridad de la izquierda y ]a derecha. Pero tanto las versiones del Kojild como la del Ni honshoki están de acuerdo en que no es bueno que la hembra guíe al macho. Por favor, tengamos en cuenta este hecho que nos ayudará más tarde a resolver el destino del desafortunado niño tras ser abandonado en la caja de cañas. La historia de Hiruko nos recuerda a otras, como la de Moisés en su cuna de juncos, Sargon en el mito acadio, el niño lisiado de Egipto, Ilarpocrates (el niño Iíorus), y Agdistis el desafortunado hijo de un extraño matrimonio. Algunos de ellos, como sabemos, volvieron a este mundo con gran éxito. Nuestro Niño Sanguijuela, sin embargo, no volvió. No se le vuelve a mencionar ni en el Kojiki ni en el Nihonshoki. Es bastante notable que el panteón japonés, aparentemente abier to a cualquier divinidad, no pueda aceptar a este dios infante. Así que debemos afrontar el tema de la importancia de Hi ruko. Hay algunas pistas en las descripciones de su nacimiento en el Kojild y el Nihonshoki. Primero, este último nos dice que a Hiruko se le debe considerar perteneciente a Los Tres de Ma yor Nobleza, a saber, la Diosa-Sol, el Dios-Luna y el Dios-Tor menta. Segundo, puede expresar el aspecto masculino del sol. Su nombre Hiruko significa Niño Sanguijuela o Niño del Me diodía. Si lo tomamos en el segundo sentido, se le puede consi derar la réplica de Oh-Him-Me (La Gran Hembra del Medio día), la cual es realmente la forma original de la Diosa-Sol. Ahora tenemos el interesante cuarteto de la Diosa-Sol, el Dios-Luna, el Dios-Tormenta, e Hiruko, el sol masculino. Fue necesario en el panteón japonés el descarte de este último ele mento para mantener la estabilidad de su estructura equilibra da en torno a un centro vacío. La mitología japonesa permite el par de opuestos masculino-femenino, pero el aspecto mas culino siempre es suavizado, como lo expresa la imagen del sol o la Diosa-Sol en quien se refleja la luz de la luna. El dios masculino es demasiado fuerte y voluntarioso y rompería el equilibrio de la estructura de centro vacío. Recordaréis que Hiruko, una divinidad masculina, nació 162
cuando la deidad femenina habló primero. Más tarde, en la batalla entre la Diosa-Sol y el Dios-Tormenta, la descendencia femenina estaba mejor considerada que la masculina. Luego la descendencia masculina permaneció en el Cielo y uno de ellos acabó siendo el antepasado del emperador japonés. De esa for ma los aspectos masculino y femenino estaban en constante equilibrio. Se puede sugerir que dado que su madre habló en primer lugar en la ceremonia marital y manifestó así su aspec to femenino, Hiruko debiera haber sido salvado como contra punto masculino. Sin embargo, Hiruko rechazó este tipo de maniobra, dado que es la misma naturaleza del sol masculino estar en el centro como el más poderoso de todos, rechazando cualquier tipo de actividad de equilibrio. Tal dios nunca puede ser aceptado en el panteón japonés aunque sea receptivo a multitud de divinidades. Así que Hiru ko tuvo que ser expulsado al mar. Es interesante observar cómo los estudiosos japoneses han interpretado la imagen de Hiruko. Uno afirmó que debe ser un espíritu malvado, mientras que otro adoptó la opinión contraria de que es el gran dios que daría a lodo Japón una nueva orienta ción. Estas imágenes proyectadas son parcialmente aplicables en cuanto que ambas expresan aspectos de Hiruko. Parece malvado desde el punto de vista del Dios-Luna. Al mismo tiempo puede ser considerado como un elemento completamente nuevo que podría abril- un camino distinto en la mentalidad japonesa. Esta cuaternidad me recuerda lo que Jung decía sobre la Trinidad y el cuarto elemento en el cristianismo. En Occidente este cuarto elemento es femenino mientras que en Japón es masculino. Esta observación nos lleva a la conclusión de que la acepta ción del varón fuerte que los japoneses han rechazado hasta ahora es el reto del japonés moderno. En términos mitológicos el dilema es encontrar un sitio en el panteón japonés para el sol masculino, Hiruko. Esta es una empresa extremadamente difícil pero necesaria que supone un desafío para nosotros hoy en día. La solución de este proble ma es un asunto urgente en este mundo estrechamente conec tado, donde las relaciones entre muchas culturas diferentes se acentúan cada día. 163
EX. El retomo del infante rechazado
dido o escondido completamente este aspecto para adaptarse a Japón. Hay otra identificación interesante de Hiruko con el Dios Ebisu, una de las Siete Divinidades de la Buena Suerte, el cual tiene su origen en la cultura china. En su mano derecha Ebisu lleva una caña de pescar y bajo la otra mano, un rayo de mar considerado como símbolo de la buena suerte. Al principio era un patrón de los pescadores poro ahora es adorado por los comerciantes como el dios de la riqueza. La identificación de Hiruko con Ebisu se menciona ya en la literatura del siglo XXJU pero es difícil precisar cuando y cómo ocurrió. Existe otra divinidad llamada Ichi-gami (El Dios de los Co merciantes) también identificado con Hiruko. Es interesante que Hiruko se relacione con el comercio también aquí. Hay una creencia popular que da mayores moti vos para identificar a Hiruko con Ebisu. Se dice que Ebisu es el único dios que no acude a la reunión de todos los dioses en el Templo de Izumo en octubre. Al considerar la suerte de Hiruko, interesa mencionar que los comerciantes constituían la clase más baja de la época feu dal, siendo los guerreros la clase más alta, seguidos por los granjeros y los artesanos. En este sentido, Ebisu ha sido considerado como un dios de clase baja. Es sencillo imaginar que el dios descartado re gresó a las costas de Japón y permaneció allí en secreto como un dios de clase baja. Sin embargo, recientemente en Japón la popularidad de Ebisu ha aumentado considerablemente refle jando el hecho de que la actitud de la gente hacia los negocios ha cambiado completamente. La estructura de dioses del Ja pón contemporáneo tal como se refleja en las ideas de su gen te, constituye una inversión total de la estructura feudal. Hoy en día los negocios son lo más importante, seguidos por la manufactura, agricultura y el ejército, en el fondo. Mi temor es que Hiruko se haya movido al centro del pan teón japonés como el dios de los negocios. Algunos japoneses de hoy en día van al extranjero expresando el aspecto solar masculino en lo que se refiere a los negocios pero no mucho en otros terrenos. Necesitamos a Hiruko de nuevo, pero no tiene sentido limitar su función al campo de los negocios. Para
Aunque no se puede encontrar nada más en la mitología oficial, permanece la posibilidad de alusiones encubiertas al retomo de Hiruko en leyendas y cuentos de hadas. Esto ha sido durante mucho tiempo una fuente de estimu lación para la imaginación de los japoneses. Atsutane Hirata, un famoso estudioso del período Tokugawa, le identificó con Sukuna-hiko (Príncipe Poco Renombra do), un dios enano que llegó a Izumo desde el océano en una barquichuela. Al margen de la validez de esta interpretación, resulta bastante interesante a nivel psicológico. La irrupción de este príncipe, tal como la relata el Kojiki, es bastante dra mática. En cierta ocasión, cuando el Maestro de la Tierra Grande, el hijo del Dios-Tormenta, se erguía sobre las costas de su tierra de Izumo, un pequeño dios que parecía un enano, llegó a la tierra vestido con la cutícula de una polilla y monta do sobre una barquita hecha con la corteza del Kagami, cierto tipo de planta. Nadie sabía quien era. Un sapo sugirió que preguntaran al Dios de los Espanta pájaros, quien contestó que el dios enano era uno de los hijos del Dios Productor de lo Divino. En respuesta a las dudas de los dioses de Izumo, el Dios Productor de lo Divino dijo: «Este es en verdad mi hijo. De lodos mis hijos él es el único que descendió sobre la gente de mi tierra». Más tarde el Prín cipe Poco Renombrado y el Maestro de la Gran Tierra se hi cieron pronto amigos y trabajaron juntos para cultivar la Tie rra de Izumo. Hay muchos cuentos sobre sus hechos en las leyendas lo cales en los que no voy a entrar aquí. Pero os diré que era un gran curandero y una persona muy alegre, y demostró ser de gran ayuda para el Gran Dios, Ohkuni-Nushi, que era un tipo bastante serio. La interpretación de Hirata sobre Hiruko nos muestra la imagen de un niño tullido que va a la deriva hacia el mar, simplemente para volver como un dios enano que contribuye al establecimiento de la tierra perteneciente al Dios-Tormen ta. Sin embargo, estoy bastante decepcionado por no poder descubrir la cualidad solar masculina en él. Puede haber per 164
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prevenir esta invasión de Ebisu al centro del panteón japonés los japoneses deben usar su imaginación y encontrar un dios adecuado para el sol masculino. X. El destino de Hiruko En esta última sección me gustaría contaros un cuento ja ponés que puede arrojar un poco de luz sobre la suerte de Hiruko. Es una variación de «La Risa de Oni» de la que he hablado en otra parte.4 Digamos que «La Risa de Oni» es el equivalente al mito del retiro de la Diosa-Sol a la caverna. La historia que me gustaría examinar aquí se titula «Katako», que significa Niño a medias, y en resumen es como sigue. Erase una vez cierta pareja, y un día el marido conoció a un oni (una especie de demonio). El demonio le preguntó si le gustaban los pasteles de arroz. Le respondió en broma que le gustaban tanto que no le importaría cambiar a su mujer por alguno. El demonio le dio muchos pasteles que el hombre se comió encantado. Cuando fue a casa, sin embargo, se dio cuenta de que el demonio se lo había tomado en serio, pues su mujer había desaparecido. El hombre se dispuso a encontrar a su esposa y viajó du rante diez años sin resultado alguno. Cuando llegó en su barca se encontró con un chico de diez años, mitad ser humano y mitad demonio. El chico explicó que su nombre era Katako (Niño a medias) porque su padre era el jefe de los demonios y su madre era japonesa. (Es interesante observar que Katako dijo que su madre era japonesa en vez de un ser humano.) El chico dijo que su madre anhelaba volver a Japón e iba a mirar el mar todos los días. Katako llevó al hombre a su casa donde conoció a la ma dre de Katako. Resultó ser su esposa. La pareja quería volver a Japón pei'o el oni no les dejaba. El oni propuso una contienda, que si ganaba el hombre, permitiría a la pareja regresar a casa. Katako ayudó al hombre a superar cualquier problema en 4. Ilayao Kawai, «La Risa tle Oni», primavera, 1985, Dallas IX.
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la lucha. Con su gran ayuda la pareja pudo regresar a Japón y se llevaron a Katako con ellos. La historia no acaba ahí y continúa relatándonos cosas in creíbles. Katako permaneció en Japón con la pareja, pero todo el mundo le llamaba «Oniko» (Hijo de oni) y no le aceptaban en absoluto. Katako comprendió que su situación era muy di fícil y le dijo a su madre: «Si muero, corta mi parte de oni en trozos, escúpelos y déjalos en frente de la puerta. Así, ningún oni podrá entrar en casa. Si algún oni se atreve, arroja piedras a sus ojos». Dicho esto subió a un gran árbol y se lanzó, mu riendo. La madre lloró, pero hizo lo que Katako le había pedi do. Un día el oni vino a la casa de la pareja. No podía entrar, así que gritó: «Las mujeres japonesas son horribles. Escupen la carne de sus propios hijos». El oni intentó entrar pero la pareja se lo impidió arrojando piedras a sus ojos. Me gustaría concentrarme en el suicidio de Katako aunque hay muchos temas interesantes. Katako, que ayudó tanto a devolver a su madre a Japón, tuvo que suicidarse porque tenía dificultades para relacionarse con los japoneses. Como la historia es tan trágica, intenté encontrar otras va riaciones que nos pudieran dar algunas pistas sobre cómo res catar a Katako de su problema. No encontré ninguna; sin embargo, una versión nos cuenta que Katako volvió a la tierra paterna por la dificultad de estar en Japón. Ésta nos cuenta lo siguiente. Cuando Katako creció, no podía evitar comer seres huma nos. Así que pidió a su abuelo que le matara; de otra forma continuaría comiendo hombres. El abuelo contestó que no po día matar a su propio nieto aunque fuese el hijo de un oni. Luego Katako dijo: «No hay remedio. Me suicidaré». Fue a las montañas y construyó una choza en el bosque. Entró y encen dió un fuego. Tras morir en el fuego, las cenizas se convirtie ron en mosquitos y sanguijuelas, los cuales, como sabéis, suc cionan la sangre humana. Este es un final realmente horrible. La transformación de las cenizas de Katako en sanguijuelas nos hace comprender, sin embargo, la relación secreta entre Katako e Hiruko. Se me ocurrió que el oni de esta historia pudiera ser descendiente del 167
Niño Sanguijuela, el portador de gran masculinidad. He imagi nado que el niño sanguijuela acabó en una isla tras ser expul sado de Japón. Conoció a una mujer allí que pudo aceptar su masculinidad. Los descendientes de este niño sanguijuela se convirtieron en onis, pues no sólo heredaron su gran masculi nidad sino también su resentimiento hacia los japoneses, que no aceptaban a Hiruko. Katako, afectado por ambos factores al ser medio oni, no pudo vivir en Japón mucho tiempo. Nadie le pidió que volviera a su tierra paterna. Nadie le hizo daño. Sin embargo, no se podía relacionar con los japoneses. Esta presión sutil le obligó a suicidarse. La afirmación del oni: «Las mujeres japonesas son horribles (porque) escupen la carne de sus propios hijos», es bastante reveladora. Muestra que la fe minidad de los japoneses tiene un aspecto muy cruel; rechaza su propia carne y sangre para protegerse de ser invadida por una fuerte masculinidad. También interesa reflexionar sobre el hecho de que Katako pidiera a su abuelo que le matara. Esto recuerda uno de los cuentos de Grimm, «El Pájaro Dorado». En este último, el hé roe es ayudado de varias formas por un zorro. Al final del cuento cuando todo parece terminar bien, el zorro le pide al héroe que lo mate. El héroe, naturalmente, no quiere hacerlo, pero finalmente acepta porque el zorro se lo suplica encareci damente. Cuando el zorro muere y es descoyuntado, renace como un espléndido príncipe. ¿Qué hubiera ocurrido si el abuelo japonés hubiera matado a Katako de acuerdo con sus deseos? No creo que una transformación repentina hubiera ocurri do como en el caso del zorro del cuento de Grimm, porque Katako era medio japonés. Su única opción era el suicidio. Su renacimiento como una sanguijuela sugiere que sólo podía lo grar que los japoneses le recordaran chupándoles la sangre. Cuando veo la historia de Katako bajo esta perspectiva ob servo que hay muchos Katakos entre los japoneses de la ac tualidad. No quiero que se suiciden o vuelvan a su tierra pa terna. Ni pienso que se consiga un gran cambio matándoles. El único camino es dejarles vivir en Japón por difícil que re sulte. Nuestros constantes esfuerzos en ese camino pueden causar algunos cambios en la gente japonesa. No sé cuales 168
pueden ser estos cambios, pero estoy seguro de que debemos conservar con vida a estos Katakos aunque sea una tarea muy difícil. Espero que estéis de acuerdo conmigo, porque siento que la Conferencia Eranos, donde ocurre un auténtico inter cambio cultural, está de hecho ayudando a que estos Katakos sobrevivan.
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CANTAR Y HABLAR* Víctor Zuckerkandl
I El gran diálogo sobre la inmortalidad del alma —referido en el Fcdón platónico— que mantiene Sócrates en la última noche de su vida con sus amigos y alumnos y que termina con su muerte, tras beber la copa de veneno, comienza con una curiosa confesión. Los amigos le preguntan qué sentido tiene el rumor de que Sócrates, el dialéctico de hierro, el no-músico par excellence, ha empezado a dedicarse en los últimos días a la música. «Sí —contesta Sócrates—, así es.» Y como explica ción cuenta una historia sobre la voz que en sueños le ha ha blado en repetidas ocasiones a lo largo de su vida, siempre con las mismas palabras: «¡Sócrates, dedícate a la música!». Hasta hace poco no había tomado el requerimiento en serio, le había parecido como los gritos de la muchedumbre que en las com peticiones deportivas exhorta al atleta que coire ya con todo su vigor, exigiendo aún más «¡Coire, corre!». Y además, ¿qué ha hecho a lo largo de su vida sino música?, e incluso la músi ca más grande —megiste musike, dice él—, es decir, filosofía. Pero de pronto le ha asaltado la sospecha de haber tomado la * Traducción: Paíxi Lanceros y Julka Mozolová.
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indicación poco en serio, y ha decidido aprovechar el ocio de los últimos días antes de la ejecución para rimar algunas fábu las de Esopo y para versificar y componer un himno a Apolo. Hasta aquí la confesión. Ironía socrática, ciertamente, y por ello no exenta de un significado más profundo. La historia brinda el exacto contrapunto de la última frase —el moribun do, que ya tiene la cabeza cubierta, echa el sudario de nuevo hacia atrás para decir: «¡Debemos un gallo a Esculapio!». Al Dios de la salud. Aquí, tanto como allí, se trata de la satisfac ción de una deuda: el sabio pretende dejar su cuenta a cero antes de abandonar este escenario. Ciertamente no es una ca pitulación, como la del ateo al que asalta la fe a la vista de la muerte, ni una manifestación de arrepentimiento el hecho de que el maestro de la dialéctica llegue a componer himnos en su última hora para llevar la palabra hablada a buen término sumando el espacio y tiempo del canto. Se percibe por el con trario al poseedor de un gran poder y una soberana sensibili dad como para otorgar el respeto que merece por su rango a aquello de lo cual no había tenido ocasión de ocuparse debida mente. Ha sido Nietzsche quien nos ha hecho conscientes de la ironía que subyace a la imagen del Sócrates músico. «¿Existe un reino de la verdad —escribe en El nacimiento de la Trage dia— del que está desterrado el lógico?» Pero con ello ha cap tado la cuestión sólo parcialmente y no toda la problemática. Sócrates no es solamente lógico, es también mitólogo: es el gran narrador e inventor de mitos, su palabra es logos y mythos, ambas cosas. El lógico Sócrates prefiere conceder la última palabra al mito, cerrar el diálogo como mitólogo. Y aun así requiere la voz del sueño. Esto quiere decir: que aun como logos y mythos es la palabra incapaz de satisfacer la gran de manda; el hablante, incluso lógico y mítico, permanece en deuda. Necesita la música, necesita el canto para saldar com pletamente su cuenta. Como tras un gran rodeo, más de dos milenios después, se reproduce la misma situación: un gran pensador se enfrenta al mismo requerimiento, a la misma pregunta. Una creciente iro nía quiere que este pensador sea el mismo Nietzsche, el que había percibido tan claramente lo irónico en la imagen del 172
filósofo dedicado a la música. «Habría tenido que cantar, no que hablar, esta nueva alma» escribe, mirando retrospectiva mente a su propio comienzo en el tardío prólogo autobiográfi co a El nacimiento de la Tragedia; pero no pretende referirse solamente al comienzo, sino a la totalidad de su obra, y así lo ha entendido Stefan George al colocar al final del Siebenter Ring las palabras: ... habría tenido que cantar, no hablar esta nueva alma! La voz del sueño de Sócrates nuevamente, pero ¡cómo ha cambiado su expresión! Tristeza hay ahora en su tono, arre pentimiento por un paso en falso, presagio de un fracaso: la ironía se ha vuelto trágica. Demasiado tarde adviene la certeza de que no sólo las pala bras lógicas de Sócrates, sino también el discurso mítico de Zaratustra, está cercado por un límite (Grenze) que sólo el can to puede rebasar. Pero nada se logra ya con un gesto cortés, conciliador, medianamente irónico. Los caminos del hombre que canta y del hombre que habla discurren ahora excesiva mente separados uno del otro. Ahora bien, ¿qué significado tiene la palabra canto en Sócrates y en Nietzsche? ¡Qué enor me cambio semántico ha experimentado la palabra música!, no se trata solamente de un desplazamiento que hubiera pues to ante nuestros ojos otra parte de una idealidad común a nos otros y a los griegos. No, la palabra música convoca ante nosotros realidades que para los griegos eran menos que nada, que simplemente no eran. Música para Sócrates es ante todo lenguaje: una especial forma de vida del lenguaje, aquella que atesora sensibilidad artística: lenguaje que está sometido a la ley de la estructura rítmica, aquel en el que las palabras se ordenan en base a tonos, aquel que acoge en sí al cuerpo en su movimiento. Música es Píndaro, es Homero —y parece que las epopeyas de Homero no se habían cantado solamente, sino también bailado (asumo aquí los estudios del profesor Georgiades, que ha probado que el compás propio de la danza popular griega hoy más divulgado, un compás ternario cuya primera parte es la mitad más larga que las otras dos, es de 173
cir, j .j j , es exactamente igual que el compás del hexámetro homérico, tal como lo refieran los autores antiguos). Sonido es para Sócrates algo así como el aura artística de la palabra, surge de la palabra, está originariamente unido a ella. Pero para Nietzschc, y para nosotros, el sonido es aquello con lo que da comienzo el preludio de Tristán o un motete de Palestrina, lo que alumbra la gran obertura de Leonor, o en sentido literal los inauditos sonidos del comienzo de aquel cuarteto de Mozart, sobre el que Haydn habría dicho que no lo entendía, pero si lo había escrito Mozart así, estaba bien, sin duda. Música es una fuga de Bach, una sonata de Beethoven, una sinfonía de Bruckner todas ellas figuras inimagina bles para los Griegos; y si alguien se las hubiera mencionado habría sido para ellos como evocar un mundo increíble de for mas meramente sonoras. ¿Dónde ha quedado la palabra?; el aura ha volado y se ha hecho independiente, pero no se ha esparcido en el aire, como lo hubiera esperado un buen griego; se ha desplegado en una esfera vital propia, se ha separado totalmente del lenguaje y del mundo en que tenemos confianza como hablantes, no so lamente del mundo de los objetos visibles-palpables, sino tam bién de todas las cosas designables con palabras. El Sócrates músico permanece todavía en el mundo de la palabra, no es infiel a la palabra, el paso del hablar al cantar le lleva simple mente de una comarca del mundo verbal a otra diferente. Para Nietzsche sin embargo, se trata de una salida del mundo de la palabra, del mundo de lo expresable en palabras, un paso —si es verdad lo que dice el poeta, que «no hay cosa en la que se rompa la palabra»— hacia la nada de las cosas. La unidad originaria del cantar y del hablar se ha roto; en la fractura se ha manifestado qué posibilidades, qué realidades futuras esta ban recluidas en el canto originario. Cantar no es solamente otro modo de hablar, es algo distinto al hablar; y el hombre, en cuanto canta, no es un tipo especial de hablante, es hom bre de otra forma. Solamente ahora descubre la voz del sueño socrático su total trascendencia: sin el canto, el hombre per manece en deuda consigo mismo y con el mundo. Cantar y hablar: el giro nos trae a la memoria un escrito que le otorgó un impresionante valor, y también a su autor, al 174
hombre que todavía hace pocos años ocupaba este lugar en el que hoy me encuentro, y que, por derecho, debería seguir ocu pándolo para hablarles sobre el hombre que canta y que ha bla, me refiero a Walter F. Otto y a su texto Die Musen, oder der góttliche Urspmng des Singens und Sagens (Las musas, o el origen divino del cantar y el decir), cuya última parte está ex presamente encabezada por el título: Das Wunder des Singens und Sagens (El milagro del cantar y del decir). Creo que no puedo hacer otra cosa más adecuada para mi tema y apropia da para con este lugar que tomar el pensamiento de Olio como punto de partida para seguir pensando y preguntando. Déjenme entonces hablarles con las palabras de Otto, porque él mismo no puede ya hacerlo. Para reconocer su auténtico valor hemos de escuchar esas palabras teniendo en cuenta el trasfondo desde el que fueron enunciadas y contra el que se rebelan: el cerrado frente de conceptos asumidos en tomo a los que gira el pensamiento corriente al respecto de estos temas. Ya el mismo título, el origen divino, el milagro del cantar y del hablar, supone un desafío frente a un entorno intelectual desde cuya perspectiva ese origen no tiene nada de divino o de milagroso en sí, sino que se puede explicar y entender mucho mejor de forma natu ral. El cantar y el hablar son funciones orgánicas que se desa rrollan, como otras funciones, en el proceso de adaptación progresiva de los organismos al entorno: como la marcha erec ta, el agarrar de las manos, el vuelo de los pájaros, la natación en los peces. Ciertas formas de conducta activa se desarrollan a partir de disposiciones rudimentarias porque están, por de cirlo así, favorecidas por las circuslancias: aumentan las posi bilidades de éxito en la confrontación entre el organismo y su entorno. Hablar es una forma concreta de acción que resulta especialmente eficaz en la mayoría de las situaciones. Formas rudimentarias de habla encontramos en casi todos los anima les superiores; sirven para comunicar observaciones y para la comprensión mutua entre los miembros de un grupo, a menu do en asuntos de interés vital. Cuando se encuentran en sus respectivos desarrollos la facultad de hablar y la de pensar, como en el hombre, se produce un despliegue extraordinario de ambas. Es la lengua, por- así decirlo, la que conduce al pen 175
samiento hacia los pensamientos correctos, y a la vez es un instrumento imprescindible para la realización de las necesi dades e intenciones específicas de un ser pensante. Pero el hombre no es solamente un ser pensante, sino también un ser que siente; sus sentimientos exigen expresión, y también para eso sirve el lenguaje, concretamente a través de sonidos, como en el canto. La mayoría de los investigadores opina que origi nariamente todo hablar fue un cierto modo de cantar. «El hombre había cantado sus sentimientos mucho antes de ser capaz de expresar sus pensamientos.» La unidad originaria de la palabra y el sonido en este cantar-hablar o hablar-cantar apunta hacia un primitivo estadio en el que la racionalidad está todavía férreamente vinculada a la emocionalidad: «El ha bla del hombre primitivo y no civilizado era más apasionada que la nuestra, más parecida a la música, al canto». (El músi co no asumirá sin réplica la evidente vinculación entre música y carencia de civilización, entre canto y condición primitiva.) En la medida en que se separa, en el proceso de evolución, la racionalidad de la emocionalidad se emancipa también la pa labra como vehículo del pensamiento, del sonido como porta dor del sentimiento. Aparece así un puro lenguaje verbal frente a un puro lenguaje tonal que es el lenguaje del sentimiento. Se puede entender que el hombre primitivo perciba como bendi ción lo que se le ofrece en el lenguaje, que entienda este como regalo de los dioses y crea en su origen divino. A nivel científi co esta forma de expresión sólo es admisible como compara ción poética, y siempre un tanto sospechosa. Escuchen ahora a Otto —y enseguida percibirán otro aire intelectual—: «La Musa sólo ha visitado a los Griegos. En ella se manifiesta un significado del hablar y del cantar que no han conocido ni aun los pueblos emparentados lingüística mente: no es solamente un arte divino o donado al hombre por los Dioses, sino que pertenece al orden eterno del Ser del mundo y sólo en él se completa... Cuando Zeus ordenó el mundo (así narra Otto el mito pindárico sobre el nacimiento de las musas) contemplaron los dioses con mudo asombro la excelencia que se ofrecía ante sus ojos. Finalmente les pregun tó el Padre de los dioses si encontraban todavía alguna caren cia. Respondieron diciendo que faltaba todavía algo: una voz 176
que glorificase las grandes obras y sus creaciones con palabras y sonidos... Y para eso aparecieron las musas... El canto es la musa misma. Allí donde se canta el cantante humano es, antes de elevar su voz, un oyente, es la musa misma la que canta en su voz. El mito de la musa porta entonces una maravillosa sabiduría sobre la esencia del mundo, y a la vez sobre el ori gen del cantar y del hablar, es decir, del lenguaje: el hablar humano procede de algo que tiene que ser acogido y escucha do antes de que el hombre pueda hacerlo perceptible para el oído. Y aún más que esta resonancia misteriosa, la voz proce dente del hablar humano pertenece al Ser de las cosas, como manifestación divina que permite su aparición en toda su esencia y esplendor. En esto consiste la objetividad propia del lenguaje: en que en él se manifiestan las cosas en su ser. Don de no hay lenguaje tampoco hay cosas ni pensamiento sobre ellas. Las cosas se realizan y animan en el lenguaje. [...] El cantar y el hablar tienen que tener su fundamento en el acuer do más elevado: un acuerdo, no con los otros hombres, sino con el mismo Ser de las cosas que pretende revelarse en el cantar y el hablar humanos. Puesto que este revelarse en soni dos acontece, tiene que pertenecer lo musical al ser de las co sas, una voz suprasensible, perceptible solamente por el oído interior, que estimula irresistiblemente a todo lo sensible a de jarse verbalizar como canto. Automanifestación v apertura al mundo son aquí uno y lo mismo. Todo hablar originario es la automanifestación del hombre en medio de su mundo y el re velarse de este mismo mundo a la vez.» Quiero referirme a estas frases, y encontrar en ellas la pre gunta que permita proseguir. En realidad se impone ella mis ma: ¿Por qué la doble voz de alabanza «en palabras y soni dos»?, ¿por qué la doble capacidad lingüística de la musa?1 —ya que los sonidos no son nunca un mero complemento, sonido de las palabras, no pertenecen solamente a las pala bras. Los sonidos —si se trata de canto, de música— se perte necen también mutuamente, se relacionan entre sí, forman un conjunto propio, hablan su propia lengua. 1. Olto apunta que en el mito bíblico son las propias obras las que glorifican al creador. Pero también aquí la alabanza se realiza en palabras y sonidos.
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Pongamos frente a las opiniones de Otto otras que no son ni menos importantes, ni menos autorizadas. «Ser hombre —escribe Ileidegger en Introducción a la Metafísica— es ser hablante. El hombre es quien dice sí y no, porque en el funda mento de su esencia es un hablante, el hablante» (el hablante no el cantante y hablante). «Si no estuviera nuestra esencia en el poder del lenguaje, entonces permanecería todo ente cerra do para nosotros, el ente que somos nosotros mismos no me nos que el ente que nosotros mismos no somos» (en el poder del lenguaje, no del lenguaje y de la música). «Los límites de nuestro lenguaje —dice un enunciado fundamental de Ludwig Wittgenstein— son los límites de nuestro mundo» —y aquí se piensa sólo en el lenguaje de las palabras y no en el de los sonidos. ¿No es la más antigua sabiduría la que cobra a través de Heidegger y Wittgenstein únicamente expresión nueva: que el lenguaje es, ante todo, lo que hace al hombre hombre? ¿No es esto suficiente para mi lenguaje, para el lenguaje? ¿No son las palabras capaces de decir todo lo que puede ser dicho? Y ¿qué sería eso que debería ser cantado porque no puede ser dicho? (No hace falta ocuparse seriamente de trivialidades como la tesis arriba mencionada sobre la música como lenguaje del sentimiento.) ¿Se extiende el mundo realmente más allá de la palabra? Cantar y hablar: ¿cuál es el sentido del doble regalo? Otto dejó la pregunta abierta. Realmente no se la planteó porque miraba desde la perspectiva griega, porque pensó el canto y la música como los pensaron los griegos y no tuvo necesidad de distingir entre el significado griego de la palabra «música» y el nuestro. Para él la expresión «cantar y hablar» denomina una sola cosa con dos palabras. Dice explícitamen te: «El oi'igen del cantar y del hablar, es decir del lenguaje». Indica una sóla diferencia en el significado de los dos elemen tos, palabra y sonido, dentro de la lengua, cuando apunta que en las palabras se manifiestan las cosas que son y en los soni dos el ser de las cosas. Con ello hace alusión a la diferencia, sutil pero fundamental, entre ente y ser hacia la que ha atraí do nuevamente nuestra atención la filosofía de Heidegger. Se entiende sin dificultad de qué modo se refieren las palabras a las cosas, pero queda oscuro cómo y por qué los sonidos se 178
refieren al ser. Mientras el canto sea lo que fue para los griegos, mientras estén los sonidos a la sombra de las palabras, perma neceremos en esta oscuridad. Pero cuando salen los sonidos a la luz, cuando el canto deviene algo que ha desprendido de sí incluso el último polvillo del mundo de las palabras, cuando el canto deviene:
(B cethoven, Ki*vieriou*te op. 111)
porque también esto, y justamente esto es el canto, a pesar de que, y quizás porque, no es un hablar en sentido del lenguaje, aquí canta un hombre que no es hablante y si lo es, entonces no se halla bajo el poder del lenguaje, sino por el contrario, está liberado del poder del lenguaje. Si vale también al respecto de este canto el que sea un acuer do del máximo nivel, automanifestación y revelación del mundo en una sola cosa, entonces la pregunta ha de ir todavía más lejos: ¿quién se comunica aquí con qué, quién se manifiesta, qué se revela de esta forma? Cuando Otto insiste, con mucha razón, en que lo musical pertenece al ser de las cosas, se trata de algo relativamente inocuo mientras lo musical no sea nada más que un aspecto del hablar originario. Pero si se despliega como ámbi to propio totalmente separado del lenguaje, devendrá suelo nutri cio de una infinita plenitud de formas pregnantes que ya no per tenecen al —ni provienen del— mundo de las cosas nombrables, sino de la nada de las cosas —y esto será música:
(B id ) , O rgcl-P ráiudium in c-Moli)
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Y entonces se revela monstruosa la afirmación de que ja música pertenece al ser de las cosas. ¿Suena así el ser? ¿Escu chamos esto en las cosas? ¿Canta el hombre una ley de ]a naturaleza? Es absolutamente imposible aproximarse suficientemente a estas preguntas en el marco limitado de una conferencia. Sola mente se puede buscar un camino, indicar una dirección, dar unos pocos pasos. Algo parece claro: aquí no nos ayuda la especulación, tampoco la libre fantasía, aquí tampoco nos ayu dan los juicios y conceptos elaborados en otros ámbitos: aquí nos sirve solamente la fiel observación y descripción del sim ple fenómeno.
II La diosa Musa se apareció sólamente a los Griegos: pero su don fue repartido a todos los hombres. No hay y nunca ha habido hombres sin música, un pueblo que no cante. Puede ignorarse el canto: se trata entonces de una enfermedad, una deficiencia. Aun los ciegos de nacimiento nacen con ojos. Pre guntamos ahora simplemente: ¿por qué cantan los hombres? En un peral está sentado un joven campesino, recoge la fruta en una cesta y entona una canción. Paisaje montañoso del sur, madrugada radiante. ¡Cómo se podría interpretar el canto sino como expresión de alegría por la belleza del mun do, por el sabor de la fruta, por la juventud! Puede ser eso, pero también algo más. En el caso contrario, una mañana tur bia y un joven triste, si hubiese cantado algo, habría cantado la misma canción. Pero si recogiera uvas en lugar de peras, cantaría otra canción. Porque él no canta la canción que ar moniza con su estado de ánimo, canta la canción que convie ne con las peras, porque fue cantada desde siempre al recoger las peras. El canto está aquí estrechamente relacionado con una actividad. Tal es el caso de muchos cantos primitivos. El ritual, la celebración, la fiesta no pueden prescindir de la mú sica (o solamente como defecto). El baile es inimaginable sin música, las canciones laborales son tan viejas como el trabajo mismo, los soldados cantan al desfilar y de niño se canta in 180
cluso en el sueño. Los sonidos, así parece, ayudan en las más diferentes situaciones y, por lo visto, en todas igualmente bien. ¿Qué es lo común a estas situaciones para que el mismo soni do se adecúe igualmente bien a cada una? Los que ruegan a Dios y los que desfilan, los que bailan y los que miran, los que trabajan y los que celebran, muestran en su comportamiento pocas semejanzas; lo que se percibe en ellos son contradiccio nes, oposiciones: aquí la acción, allí la contemplación, movi miento y reposo, atención y su contrario. A pesar de todo, hay aquí algo común: una exigencia que se reclama en todas las situaciones de la misma manera, la exigencia de una entrega; entrega del que hace a su hacer, del contemplador a la con templación, del que descansa al descanso —y esta entrega es justamente lo que activa el canto. Al hablar de entrega no mentamos nada embriagador, nin guna obsesión, ningún éxtasis; se trataría de un caso excepcio nal, de una gradación extrema. El simple caso normal no su pone olvido de sí mismo, sino lo contrario: absoluta concen tración de la persona en el hecho o comportamiento. La con ciencia se dirige a la actividad, se está muy atento sin estar fuera de sí, tal y como se entregan los niños a su ocupación. Parece como si necesitaran los adultos la ayuda de los sonidos para reencontrar esta actitud. La réplica no se hace esperar: a la entrega del hombre a la cosa responde la cosa con la entre ga al hombre. ¿No es cierto, en general, que sin entrega a la cosa no es realmente fecundo ningún hecho, ninguna actividad? Aun así la ayuda del sonido no es necesaria en todos los casos, y en muchos no es francamente deseable. Seguramente nadie ma nifiesta más entrega a su actividad que el investigador o el pensador. El investigador y el pensador no cantan. El Fausto de Gounod, cantando en su estudio, resulta ridículo. Tampoco los jugadores de ajedrez son amigos del canto, y un coro de espectadores sería el colmo de la parodia. Los cazadores no cantan sino en la ópera, y aun aquí solamente mucho antes o poco después del final (sentado que el compositor conozca su trabajo). A propósito: los cazadores tampoco cantarían si la pieza no tuviera oídos. En la cocina se oye un canto desde la esquina en la que se pelan las patatas y no se oye nada desde 181
el hogar, donde se prepara una deliciosa salsa. Surge la pre gunta de si la palabra entrega señala verdaderamente la actitud que se caracteriza por la mayor concentración posible de ]a persona en sí misma y en la cosa, y si no sería mejor hablar de atención. Más bien se separan aquí la persona y la cosa en una distancia que permite la observación: ciertamente, uno no se tiene a sí mismo ante la vista, pero se es completamente vista orientada hacia la cosa que se tiene en-frente. Esta postura no tolera ningún sonido. Por el contrario, allí dónde los sonidos son deseables no hay un enfrente tan riguroso. Se entra en sí mismo para abrirse desde dentro: uno se inclina hacia las co sas y las cosas van al encuentro de esa inclinación. El joven en el peral no observa atentamente las frutas; no las atrapa con fuerza, no lo necesita. Simplemente tiende las manos y las fin tas caen en ellas como por sí mismas. Tampoco el encuentro de Orfeo con los animales es el del cazador. Existe una forma de canto originario que no está unida a ninguna actividad, que se practica por propia voluntad. Donde la música popular se conserva viva, allí se reúnen los hombres para cantar canciones. Pensándolo bien, se trata de una extraña actividad. ¿Cuál es su sentido? ¿Qué es una canción popular? Ante todo y sobre todo es un poema, una creación verbal. Es esencial en la canción popular apreciar la letra: la narra ción de una historia, la proclamación de una situación, la ex presión de un sentimiento. El poema, no la melodía, da a la canción el nombre por el que se la reconoce. Siempre se can tan distintas canciones con la misma melodía. En las coleccio nes antiguas la parte fundamental del texto contiene única mente los poemas; las melodías, mucho menos numerosas, si guen en el anexo. Cada poema lleva un número que señala la melodía con la que debe cantarse. Parece como si los sonidos fueran aquí una cosa secundaria, un elemento subordinado. ¿Se puede prescindir de ellos, son evitables? ¿Se podría imagi nar que la canción popular fuera hablada? Donde se cantan canciones por voluntad de cantar, canta el grupo. Los hombres se reúnen para cantar canciones juntos. ¿A quién se le podría ocurrir reunirse para hablar canciones? Ya en la mera representación de este ejercicio se percibe algo antinatural —y seguramente no es sólo por la necesidad del 182
compás que mantiene la unidad del grupo. Se canta bastante música sin compás (en grupo), y, en fin, se podría hablar tam bién acompasadamente, como se pueden oír en ocasiones co ros hablados. Este ejercicio sería antinatural, no por motivos técnicos, sino porque la situación en la que la canción popular ha de ser cantada se resiste a la palabra hablada. Los hombres hablan unos con otros: la palabra hablada supone un hablante (emisor) y un contenido que tiene que ser comunicado. «Todo habla —dice el bello libro de Bruno Snell Vom Aufbau der Sprache— se funda en que un sonido alcanza un oído, a un segundo ser. Hablar significa siempre un hablar de alguien con alguien sobre algo.» Pero las palabras de la canción popular no están en absoluto dirigidas de alguien a alguien o de muchos a otros: la voz que aquí habla es la voz del grupo, que implica a todos los presentes; no queda absolu tamente ningún «segundo ser» al que se pudiera dirigir la pa labra —o, mejor dicho, los hablantes son los mismos a quienes se dirige la palabra, el grupo se habla a sí mismo como grupo: quiere oírse. Y no se trata aquí de comunicar algo. ¿De qué tipo de comunicación se podría tratar si cada uno sabe cierta mente qué se dirá y tiene que saberlo para poder cantar jun tos? Y cuando ocasionalmente tiene la palabra la voz de un individuo, entonces no habla a los otros, sino para ellos y des de ellos, no dice nada nuevo que no supiera ya cada uno y no pudiera decirlo de la misma manera, y se reintegra en seguida a la voz común del grupo. Hablar las canciones populares se ría un ejercicio absurdo porque esta situación no cumple las condiciones en las que sería oportuna incluso la sola palabra hablada. Si el cantar canciones es un ejercicio tan natural como an tinatural es hablarlas, entonces el encuentro de los sonidos con las palabras tiene que determinar la diferencia. La palabra cantada es manifiestamente adecuada a la situación que re chaza la palabra hablada. El canto ha de ser la forma natural de expresión del grupo. El cambio alude a las diferentes relaciones que generan en tre hombre y hombre la palabra y el sonido, el cantar y el hablar. La palabra hablada sale hacia el otro, hacia el recep tor, y permanece fuera con ese mismo receptor que reacciona 183
a ella con otra palabra o con un comportamiento. De est modo, la palabra hablada genera un en-frentamiento: nos nian teniene a mí y al otro, al emisor y al receptor, uno frente al otro, separados. Por el contrario, el que canta —al menos ori ginariamente— no precisa de alguien a quien dirigirse. (n q debemos ahora pensar en nuestros conciertos, que son la for ma musical más alejada del origen.) El sonido no se dirige a nadie, sencillamente se exterioriza —pero no como simple ex presión, porque no permanece en el exterior, debe retomar. El oído que ha de percibirlo es el oído de la persona que lo ha cantado. El joven en el peral no susurra la canción sin sonido; canta en alto, quiere oírse. En los tonos retom a él mismo des de fuera hacia sí. Si cantan otros con él, entonces se funde su sonido con los otros; allí, fuera, hay solamente un sonido que resuena, un sonido de muchas voces. Y lo que llega desde fue ra hacia él es su propia voz, fundida con otras en un conjunto inseparable, una sola voz de un solo grupo. Los que hablan miran en dirección contraria, es decir, uno hacia el otro. Los que cantan miran en la misma dirección, tras el sonido y a su encuentro. El en-frentamiento de los hablantes se tom a en con junción de los que cantan. El sentido del canto no está determinado de ningún modo —como se suele oír y leer— por el hecho de que en él encuen tre el individuo la posibilidad de sentirse miembro de una so ciedad, de abrirse al grupo. Si fuera esto verdad, entonces no sería precisa la palabra en el canto: se reunirían los hombres para cantar juntos canciones sin letra. Pero esto es tan extraño como hablar canciones. Todo canto consiste siempre en cantar palabras: el que canta, canta siempre de o sobre algo. Cierta mente, los sonidos libres de la letra, siguen su propio trazo un breve trecho, pero siempre en conexión con las palabras. Ala bado sea Dios, aleluya:
.*!.------------------------------Aquello que enlaza los sonidos a las palabras todavía no se quiebra aquí. También nuestras canciones tirolesas son Alelu yas secularizados, también ellas cantan algo. 184
No sólo la relación hombre-hombre es diferente en el caso del que canta y en el del hablante; también lo es la relación entre el hombre y la cosa, entre la persona y el obje to. Anteriormente hemos hablado de la inclinación, que vin cula al hombre y a la cosa cuando los sonidos acompañan a la actividad. El que los hombres canten canciones cuyas le tras dicen algo, supone un cierto anhelo: ellos quieren llegar a ser con las cosas de las que habla la letra —y eso de una forma que, como hablantes, resulta inviable. En un doble sentido se exterioriza la palabra hablada: no sólo hacia la persona a la que se dirige sino también hacia la cosa que nombra. La palabra llama a la cosa ante mí, la coloca delan te de mí, frente a mí, la transforma en objeto (Objekt), en algo contra-puesto (Gegen-Stand) y me tranform a a mí en sujeto a su través. Con la palabra la cosa surge propiamente para mí, las cosas devienen vivas y reales sólo en el lenguaje, y él nos mantiene a mí y a la cosa perpetuamente separados, en un inquebrantable en-frentamiento. El sonido, por el con trario, no conoce cosas y no se ata a ninguna. Más bien sale hacia fuera, allí donde también se hallan las cosas, pero no permanece con ellas; en el camino que le lleva hacia fuera y de nuevo hacia mí, pasa, por así decirlo, a través de las co sas. Con los sonidos, con los que acompaña a las palabras, sale el cantor fuera de sí mismo, hacia las cosas que las pala bras nombran, con los sonidos recoge las cosas ante sí y en sí mismo. Lo que la palabra mantiene separado, lo reúne el sonido. La palabra cantada instituye y disuelve el en-frenta miento —a la vez, como sucede con la inspiración y la expi ración. No se trata en absoluto de un estado de éxtasis, de un estar realmente fuera-de-sí, de la pérdida de sí, del olvido de sí; el que canta es completamente consciente de que están las cosas con él y él con las cosas. Toscamente enunciado, sucede que yo, en cuanto cantor, no me limito al interior de mi piel para ser yo mismo. Al otro lado de mi piel no hay un «radicalmente otro» que no soy yo: también eso soy yo, y también eso es yo. Los hombres cantan porque no quieren que el mundo se les solidifique y devenga mero objeto; y tampoco ellos quieren llegar a ser mera función, sujetos de percepción y conocimiento. 185
Déjenme intentar dar a esta explicación, genéricamente ex puesta, un contenido concreto. Los que participaron en ]as conferencias del año pasado, recuerdan quizá la canción de la que se habló en el seminario sobre la forma del sonido: ]a vieja canción de La Muerte Segador.2 Se trataba aquella vez de la melodía de la canción y, sobre todo, del estribillo de la me lodía, que se canta con las palabras Hiit dich (escóndete) y Fren dich, schóns Blilmelein (alégrate bella florecilla). Ahora nos interesan las estrofas, lo que dice la letra, y el canto de lo que dice. Éstas son las estrofas: Es segador, se llama muerte El gran Dios le dio fuerza Hoy afila la guadaña, Ya corta mucho mejor. Pronto sera la siega, Nos loca sufrir.
Escóndete, bella florecilla. Lo que aún hoy es verde y fresco Mañana será atrancado. Los nobles narcisos, Los adornos de la pradera, Los bellos jacintos, Los ramilletes turcos: Escóndete, bella florecilla. La verónica de colores celestes, Los tulipanes blancos, Las campanillas plateadas, Los copos dorados, Todos caen por tierra. ¿Qué sucederá? Escóndete, bella florecilla. Obstinada muerte, ven, no te temo. Obstinada muerte, llega con un paso. Si caigo herido Seré trasplantado
2. Vease el artículo del autor «Dio Tongestalt», Eranos Jahrbuch, XXIX (1960), pp. 265-307. (Al de los T.)
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Al jardín divino. Todos lo esperamos: Alégrate, bella florecilla. ¿Qué le sucede al que canta cuando comienza así?:
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¿Se forma en su imaginación una figura, la figura de un hombre viejo con guadaña? Hcur wctxt er
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¿empieza el hombre a afilar la guadaña en imagen? ¿Ayudan los sonidos a dar vivos colores a las imágenes? «Los nobles narcisos... los bellos jacintos... La verónica de colores celestes», ¿se suceden ante el ojo interior las imágenes de las llores con su propio color y su forma, tal y como la letra las describe? No se trata en absoluto de nada de esto; en el canto no se opeia la viva realización de todas las cosas que nombran las palabras. ¿Son por ello las palabras «meras palabras», que tan sólo apuntan a las cosas desde la distancia, que han de enten derse como meras señales, que no convocan ninguna realidad concreta, palabras como las que usamos en una conversación cotidiana para entendernos? La palabra cantada es todo me nos «mera palabra».
El que esto canta no recurre a señalar las cosas desde la distancia. Él mismo está totalmente presente en la situación de la que hablan las palabras: esta es para él realidad concreta y plena. Pero no la ve, no se la imagina, no es un objeto para él —y no se trata de un defecto de la vista—; no la ve porque 187
tampoco se puede ver a sí mismo: no la ve porque él mismo cs la situación.
T ru ts Tod, komm ber,
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el que canta no siente aquí la obstinación y el valor de los que habla la letra, como afectos propios: siente los afectos tan es casamente como ve las cosas. Vive más la palabra «Trotz» (obstinación) que el sentimiento; es la palabra, no el senti miento de falta de temor. No solamente entiende las palabras, sino que las vive. Es algo extraño, difícilmente describible, ni subjetivo ni objetivo, sino a medio camino entre ambos, pero que no resta intensidad a uno y precisión al otro. Aquí viene a ayudamos una expresión que aparece en el curioso diálogo entre Martin Heidegger y el profesor japonés Tezuka. El diálo go se halla publicado en De camino hacia el lenguaje: las pala bras, se dice allí, son los avisos (Winke) —no signos, sino ges tos (Gebarde)— que tienden un puente entre el que dice y lo dicho. En las palabras el hablante avisa a las cosas y las cosas a él. Las palabras en cuanto avisos no alcanzan las cosas, no se pueden, por lo tanto, atar a ellas y permanecer atadas; pero el gesto es algo concreto y vivo incluso sin la representación viva de aquello a lo que se dirige. Las palabras en cuanto avi sos están emparentadas con los sonidos: tampoco ellos perma necen con las cosas, sino que flotan entre el que canta y las cosas, de un lado a otro. Los sonidos ayudan a las palabras a ser avisos. Y si —como ocurre en el mencionado diálogo— la esencia originaria de la palabra se caracteriza como aviso, en tonces se entiende que el lenguaje originario pudiera ser canto. «Los avisos son desde antiguo el lenguaje de los dioses» dice un verso de Hólderlin. Tengo que pedirles indulgencia si la conferencia se oscurece aquí. Lo que decimos es oscuro. Espe ro que esta oscuridad se disipe un poco antes de que termine la conferencia. Y ahora, para reiterar lo que hasta aquí hemos explicado: entendemos que hay una diferencia fundamental en las rela ciones que el hombre, en cuanto hablante, mantiene con los 188
hombres, las cosas y el mundo y las que mantiene en cuan to hombre que canta. El hablante se halla siempre frente al mundo y en-frentado a él; en cuanto canta, se encuentra el hombre con-cemido por el mundo e implicado en él. En-frentado e implicado: se trata de dos posturas espaciales diferentes. Intentamos resumir la diferencia en un símbolo espacial: dos paralelas, que discurren permanentemente una frente a la otra y dos líneas convergentes que se acercan mutuamente. Si se hubiera quedado la música en su estado inicial, si no se hubie ran distanciado nunca el hombre en cuanto hablante y cantor, así como la palabra hablada y cantada, entonces tendría el símbolo validez. Pero al separarse la música de su estado pri mitivo, al desarrollarse como puro arte sonoro, la distancia entre el hombre en cuanto hablante y el hombre cantor se hace más tensa, la misma distancia que separa las palabrassin-sonoridad de los sonidos-sin-palabra, y entonces el símbolo ya no es válido. La palabra sonora y la palabra a-sonora tenían su suelo común en las cosas de las que las palabras hablan. Pero entre la palabra-sin-sonoridad y el sonido-sin-palabra no hay un tercer elemento mediador. El paso de una hacia el otro significa mucho más que un cambio de postura en el espacio. Significa —para decirlo rápidamente— un cambio del espacio mismo. Es un paso de un espacio a otro —no del espado al tiempo, como proclama gozosa nuestra estética, que enfrenta la música como puro arte temporal a las artes espaciales. El que canta no deja la espacialidad del mundo tras de sí, pero vive y respira en un espacio ajeno al del hablante. Ha entrado en otro espacio. Ahora hemos de hablar sobre la música como fuente de experiencia espacial, y hemos de hacerlo con la mayor concre ción posible.
III Quisiera empezar con la siguiente cuestión: supongamos que exista un ser pensante y con capacidad perceptiva que sólo tuviera un camino abierto en su contacto con el mundo, el oído, y que no encontrara en este camino otra cosa que 189
sonidos —es decir, un ser que experimentara el mundo bajo una única forma: la música. ¿Que podría saber este ser sobre el espacio?, ¿podría saber algo del espacio? En primer lugar hay que decir que es completamente usual hablar del espacio en relación con la música. Dividimos |0s tonos en altos y bajos, y usamos al hacerlo palabras que seña lan diferencias espaciales: y sin darnos cuenta denominamos al ámbito total del sonido espacio volumétrico (tonal). Nuestra escritura musical refleja la diferencia de sonidos con un orden de signos en un sistema de líneas (no se nos ha ocurrido hacer lo mismo para los sonidos del lenguaje). Se comprende que no ha de tomarse muy en serio esta forma de hablar y de pensar Es notorio que se pueden sustituir aquí sencillamente las pala bras alto y bajo —en inglés se habla de sonidos agudos y lla nos, en griego de sonidos agudos y graves y, si desde la infan cia nos hubiésemos acostumbrado a hablar de tonos claros y oscuros en vez de altos y bajos, nada habría que oponer a aquellas denominaciones (sin embargo al cuarto peldaño de una escalera no se le podría designar tranquilamente como más oscuro o más pesado que el quinto). Se percibe que en esta espacialización de la música nos las habernos con meros tropos que facilitan la comprensión y la orientación en y para un área que no es espacial de por sí. En realidad los sonidos son tan poco altos o bajos como las temperaturas, con respec to a las cuales solo son altas y bajas las marcas en la escala de un termómetro horizontal. Si queremos hablar con precisión, estaremos sin duda de acuerdo con Schopenhauer cuando dice que «la música se percibe sólo en y por el tiempo, con una total omisión del espacio». Mas yo quisiera apuntar que esta frase de Schopenhauer es completamente errónea. La ex periencia musical es tanto una experiencia espacial como tem poral, aunque es experiencia espacial de una clase absoluta mente específica. Quisiera pedirles su indulgencia por aventurarme ahora, un poco superficialmente, en el ámbito de la psicología, con cretamente la psicología de la percepción, el tema me obliga a hacerlo. Mientras las viejas doctrinas psicológicas creían que cada percepción espacial era el resultado de una combinación de funciones sensoriales e intelectuales, hoy es válido, en gene 190
ral, decir que a la sensación como tal, más exactamente, a lo experimentado a través de los sentidos, corresponde una ex tensión y esta sensación, ser extenso, aparece como la expe riencia espacial originaria. En las sensaciones auditivas se per cibe en especial medida esa extensión y voluminosidad. «El sonido —escribe William James en su gran estudio sobre la percepción espacial— parece llenar todo el espacio entre noso tros y su origen»; y el psicológo musical Géza Révész, al que debemos el trabajo fundamental sobre el espacio acústico, ase gura que «con la resonancia del sonido el sujeto se pone per ceptivamente en contacto con el entorno espacial, el sonido musical se localiza siempre en el espacio exterior». Con ello se dice que aunque no pudiéramos ver nada ni movemos, aun que no tuviéramos ni ojos ni manos, ni ningún sentido más que el del oído y el oído oyera solamente sonidos, existiría espacio para nosotros. Imagínense una circustancia en que los sentidos estuvieran completamente clausurados, que se rompe con un sonido como primera percepción; con el sonido se abren a la vez una profundidad y una extensión, y esa profun didad y extensión son espacio. El que oye sabe del espacio. Intentemos ahora describir más exactamente esta primera experiencia espacial del oído, la más simple —pero no indigen te, no primitiva. William James remite a una experiencia vi sual a modo de comparación. Sucede —dice— como cuando acostado de espaldas, contemplo un cielo azul, vacío. A simple total vastness, lo llama, una extensión simple o uniforme, en la que no hay partes, ni límites entre parte y parte. La compara ción vale en una primera aproximación, pero no más allá. Lla ma la atención que al cielo azul y uniforme se le denomine vacío, cuando no se le ha ocurrido a nadie llamar vacío a un espacio en el que resuena un sólo sonido. Un sonido es sufi ciente para llenar el espacio hasta el último rincón, un sólo color lo deja vacío. A la pregunta ¿qué es lo que yo acostado de espaldas, veo en el cielo azul?, yo respondería, probable mente, que nada. Pero, ¿quién podría decir que no oye nada cuando escucha un sólo sonido? Basta que aparezca solamen te una pequeña nube en el cielo azul, y ya no diré que no veo nada, el espacio ya no está vacío. Ver algo en el espacio signi fica realmente ver un segundo color, más exactamente: otro 191
color sobre el primer color ilimitado; el espacio que veo aban dona el estado de vacío, de indeterminación, si se señala en él un límite, si se determina un lugar, si se distingue un aquí de un allí. Por el contrario, para poder oír algo en el espacio, no se nececita tal limitación: en el espacio donde resuena un soni do, nunca encontrará el oído un límite. Aquí no ha}' nada más que la total extensión, pero está llena, no vacía. El sonido está sencillamente aquí, pero no está en un lugar, sino en todas partes. Si apareciera otro sonido más, sería válido para él lo dicho: también está simplemente aquí, pero no en cierto lugar, y, en ningún caso, como el segundo color, en un lugar diferen te. Ambos sonidos están en el mismo «lugar»: fuera, en todas partes. El hombre que mira y el que escucha se entenderán cuando hablen del espacio como «afuera», como alrededor, allí donde se encuentran tanto el sonido, como el color. El que escucha puede entender incluso «aquí» y «lugar». Pero cuando empieza el que mira a diferenciar el aquí y el allí, a hablar sobre lugares y diferencias de lugar, se acaba el acuerdo. El plural «lugares» no tiene sentido para el que escucha sonidos. El espacio que se abre en los sonidos, es un espacio utópico {orllos). Este comienzo ha supuesto un acercamiento puramente negativo, y podría ser interpretado, por ello, como expresión de un defecto. Se puede pensar —y muchos piensan así— que el contacto con el espacio es, en los sonidos, demasiado débil e indiferenciado, que se necesita un sentido apropiado al espa cio —el ojo, el sentido del tacto— para determinar mejor la experiencia espacial. Pero nos hace falta tan sólo atender a los fenómenos para comprobar que el espacio audible en los soni dos no puede ser en ningún caso un estadio primitivo del es pacio visual y táctil. Comparemos mentalmente las sensacio nes del ojo y del oído, la sensaciones del color y del sonido. El contacto con el sonido tiene, por decirlo así, otro estilo dife rente al contacto con el color. El color está preso en la cosa, mientras el sonido es una sensación liberada de la cosa, el co lor es estación de transito de la sensación en el camino hacia la cosa, el sonido es el destino de la sensación. Cito el libro Vom Sinn der Sinne de Erwin Straus: «Hay que decir, sobre el color, que aparece siempre enfrente, allí, fijado a un lugar, li 192
mitando y partiendo el espacio en parles; por el contrario, el sonido sale a nuestro encuentro, nos alcanza y agarra, sobre vuela, colma el espacio y brilla a su través». El color está afue ra, en el espacio; el sonido viene de fuera, desde el espacio. Pero esto no debe entenderse como si existiera un «afuera» único e idéntico, un espacio único e idéntico en el que se ha llan los colores y del que advienen los sonidos. Más bien «afuera», «espacio» tienen en ambos casos un sentido total mente distinto. «Afuera» para el ojo —y naturalmente también para la mano— significa estar fuera, para el oído que escucha sonidos significa advenir-desde-fuera. Como hombre que ve y coge, conozco el espacio como lo que está fuera y fuera per manece, a mi alrededor y frente a mí, donde las cosas ocupan lugares y se mueven de un lugar a otro. Para mí, en cuanto hombre que oye, espacio significa lo que llega desde «fuera» hacia mí, lo que afluye hacia mí desde todas partes. Un obser vador tan eminentemente riguroso como el anteriormente cita do Géza Révész escribe: «Si estando con los ojos cenados y en estado de quietud llega a nosotros un sonido o complejo de sonidos, nos parece como si a nuestro alrededor se llenara el espacio de vida. Es como si el espacio en el que estamos aban donase su indeterminación, su potencialidad, como si recibie ra de repente una determinación direccional y una cierta ex tensión. Es evidente que el espacio que se ha animado a través del sonido, se encuentra fuera de nosotros...». El espacio se anima a través el sonido —no el sonido en el espacio. ¡No es el sonido el que acontece en el espacio, sino que el espacio llega a ser acontecimiento en el sonido! Tan diferente es el espacio que experimento en los colores y en los sonidos, como las for mas de ser-espacial, que se manifiestan al ojo y al oído. El espacio que veo y en el que me muevo es por sí mismo inmó vil, el espacio que oigo está en movimiento hacia mí; es, to mando prestada una fórmula del curioso texto de Michael Palagyi, publicado en torno al cambio de siglo, Neue Theorie des Raumes und der Zeit, un espacio fluyente. Un espacio fluyente, atópico; pero, ¿un flujo sin lugar ni límites, no es, cuando se trata del espacio, una nueva determi nación negativa? Espacio es orden, ¿cómo es posible que exis ta orden en el fluir ilimitado? Sucede aquí algo extraño: nos 193
hemos sometido a la dirección del ojo y de la mano, en todo ]0 que tiene que ver con el espacio, de forma inconsciente (y cier tamente por razones bien prácticas), y nos ha resultado tan productivo el construir a partir de las experiencias espaciales del sentido de la vista y del tacto una ciencia ideal, la geome tría, que ya creemos saber perfectamente qué es el espacioaquello de lo cual la geometría es ciencia. Orden geométrico v orden espacial se nos aparecen como uno y el mismo: un es pacio no geométrico nos resulta impensable. Así llegamos a laparadoja de que el investigador que ha hallado palabras con vincentes, fecundas para la experiencia espacial en la música, se ve obligado a tomar tal experiencia como ilusión, a negar la existencia del espacio acústico, sin más razón que la siguiente: que «el espacio así descrito no está emparentado, ni en su estructura, ni en su formación fenoménica con los dos espa cios sensoriales que nos rodean», porque «no conoce ninguna proporción geométrica». La constatación que debía demostrar la independecia de la experiencia espacial de la música se con vierte en fundamento de su negación. ¡Cómo si el ojo y la mano hubieran decidido qué es lo que el oído oye y lo que no oye! ¡Cómo si tuviéramos que buscar en la geometría y no en la música la decisión al respecto de la pregunta sobre la posi bilidad del espacio fluyente y atópico del orden acústico! Una discusión radical sobre el orden que se manifiesta en sonidos, sobre el orden espacial puramente auditivo, sobrepa saría el marco de esta conferencia, de toda conferencia. Me voy a limitar a cincelar una característica decisiva. En un escenario se hallan cuatro personas, una al lado de otra. Las veo claramente, a cada una y a todas a la vez: mi vista las distingue y las une en un grupo. No hay ninguna dificultad para que se ofrezcan, todas a la vez y en el mismo momento, a mi mirada. Aquí está el espacio con su multiplici dad de lugares en los que las cosas están y pueden verse al mismo tiempo. Aquí está lodo en orden. Ahora empiezan las cuatro personas a hablar viva y conti nuamente, todas a la vez; y acaba el orden. El caos se extien de, yo no percibo sino un absurdo. Mi ojo registra, ahora tanto como antes, las cuatro formas separadas; para hacer lo propio con su voz, mi oído es insuficiente. El orden del espacio que 194
acoge los cuerpos visibles y los mantiene uno al lado del otro, no tiene ninguna fuerza sobre las palabras que emiten. Es cierto que las palabras vienen hacia mí a través del espacio, pero no tienen en sí nada espacial: así es como las ondas acús ticas no se humedecen en el agua. Son inmunes al espacio. No hay nada aquí que pueda mantener separado lo hablado y oído al mismo tiempo, todo fluye en confusión indiferenciada. Y ahora dejemos a las cuatro personas cantar en lugar de hablar, cantar a la vez. algo diferente cada una: de un sólo golpe cambia todo el cuadro. Los hilos enredados se. separan, el caos cede y deja sitio a un cuadro ordenado en grado sumo —como en el cuarteto de Don Giovanni de Mozart. En lugar del sinsentido percibo ahora un sentido superior, un sentido íque brota de los cuatro decursos sensibles específicos. ¿Cómo es esto posible? Existe una sola explicación. Los sonidos reganan para el conjunto lo que habían excluido las palabras: un medio en el que el oído es capaz de mantener separado y ordenado lo que escucha simultáneamente, así como el ojo lo que ve: espacio, por lo tanto, porque en el espacio, y sólo en él, pueden reunir se en orden los elementos diferentes que afectan simultánea mente a un sentido. Si en el espacio acústico «estructura y forma fueran conceptos desconocidos» (como afirma Révész), entonces la música polifónica sería imposible. En toda obra polifónica se pone de manifiesto el orden del espacio acústico. ¿De qué orden se trata, si no puede ser del orden del espacio visible o geométrico? Comparemos las sensaciones de sonido y color. Los colores que aparecen al mismo tiempo se perciben como tales sólo en el caso de que aparezcan en diferente lugar, uno al lado de otro, sólo en caso de que la diferencia local los mantenga se parados. Colores diferentes al mismo tiempo y en el mismo lugar —como luces de vatios colores proyectadas sobre la mis ma superficie— discurren conjuntamente en un sólo colormixto. Los sonidos, como ya sabemos, resuenan lodos en el mismo lugar, es decir en todo lugar, por doquier. Si los soni dos fuesen como los colores, se confundirían, al sonar simultá neamente, en un sonido mixto. Pero tal no sucede en ningún caso. Si suena ÉÜÜ y Ü1 al mismo tiempo, no oímos un con195
glomerado sonoro de ambos, algo como P ü . no oímos absoluto solamente un tono, sino un acorde l « | , una curio^ figura en la que se reúnen los sonidos en una unidad perfecto* sin abandonar su particularidad. Los sonidos no están, en u ' acoi'de, uno al lado de otro, sólo las señales sobre el pan !! se hallan a la vista una al lado de la otra. El oído no con ce ningún «al lado de». Si el sonido = se encuentra con otro, = -= = , el segundo sonido no expulsa al primero de su lugar para hacerse sitio, como el blanco de la nube despazaba al azul, no lo necesita. El primer sonido se muestra transpa rente para el segundo en toda su extensión; oímos el segun do, por así decirlo, a través del primero, y viceversa: no oímos los sonidos alineados, sino entremezclados. Aquí, desgraciada mente, el lenguaje evidencia su alianza con el ojo y su orden al dar a la palabra que indica otro orden al margen del espacialvisible, la palabra «entremezclado», el sentido de desorden3 Por ello no es recomendable denominar al orden del espacio acústico «mezcla de sonidos». Nos referiremos preferiblemente a una interpenetración enfrentando así a la contigüidad de los lugares, como principio de orden del espacio geométrico y vi sual, la interpenetración del espacio acústico. ¿Interpenetración de qué? ¿Qué corresponde, en el espacio acústico, a los lugares del espacio visual? En la conferencia sobre la forma sonora del año pasado hablamos de una cualidad específica que posibilita que apa rezcan los sonidos en el ámbito musical y sólo en él, se trata de la cualidad propiamente musical, la calidad dinámica. Los sonidos, en cuanto miembros de un conjunto musical se cu bren acústicamente los unos a los otros, tienden a unirse y separai'se recíprocamente, mantienen tensiones mutuas, mues tran y son mostrados conservando cada cual su propio rasgo característico. Conducen al que escucha a través de estados variables, de equilibrio perdido y recuperado, de situaciones tensas y relajadas de diferente cai'ácter. Dejemos que suenen por separado los dos sonidos del acorde anteriormente ejecu tado, así: 4~-~= . , escuchamos claramente la diferen3. Se trata de la palabra alemana durcheimnder, qtie, efectivamente tiene tam bién el sentido peyorativo de lío, desorden, caos. (/V. de los T.)
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cia de calidad dinámica: el tono más alto está en tensión con el bajo, el tono bajo diluye tal tensión. Añadamos un tercer sonido, , oímos también a éste en su particular tensión en relación al bajo. El acorde completo es como un pequeño sistema solar con un astro central y dos planetas: es un constructo de orden dinámico. Oímos el orden dinámico. Lo que he mostrado aquí es, como ya saben ustedes, el tríto no —acorde que no solamente ha sido el fundamento de toda la música polifónica desde el siglo XI hasta el XX, sino que pue de cumplir para el conocimiento del orden en el espacio acústi co la misma función que cumple el triángulo para el visual. Nos lleva inmediatamente a percibir cómo es posible el orden en el espacio fluyente y utópico de los sonidos. Son calidades dinámi cas las que hacen que los sonidos simultáneamente emitidos se mantengan tanto separados como agrupados. Se nos manifiesta un ámbito de orden espacial característico, del que ni el ojo ni la mano pueden formar representación alguna —ni el pensa miento geométrico ningún concepto. Así como el que observa y el pensador geométrico se encuentran con el espacio a través de lugares y diferencias de lugar, así, el que escucha accede al espacio a través del estado dinámico y diferencias de estado. El «uno-al-lado-del-otro» de los lugares en el espacio visual corres ponde a la interpenetración de estados dinámicos del espacio acústico. A la singular pregunta de Em st Mach, que fue men cionada en la conferencia anterior —por qué tres sonidos no conforman un triángulo, sino un acorde— respondemos así: porque los tres sonidos no determinan tres lugares del espacio, sino tres estados en el espacio (¿o debemos decir del espacio?). Hemos de reconocer la igualdad de derechos de dos dominios de orden plenamente estructurados: el espacio de las cosas visi bles y palpables, y el espacio de los sonidos. El ojo, la mano y el pensamiento métrico por sí mismos no pueden decirnos todo lo que cabe decir sobre el espacio. También hay espacio allí donde ya no coge la mano, donde ya no ve el ojo, donde el pensamiento ya no mide: el espacio de los sonidos, el espacio de la música. Las formas sonoras no son sólo formas tempora les, sino también espaciales, estructuras espaciales altamente ordenadas, manifestaciones de un modo de ser del espacio dife rente del geométrico. 197
Otro modo-de-ser del espacio, ésta es la expresión correcta no otro espacio. El espacio que veo y el espacio que oigo nó son dos territorios rigurosamente separados y enfrentados en tre los que se reparte el mundo, uno de los cuales abarca una zona mientras el segundo empieza donde el primero acaba. El espacio acústico no está más allá del espacio visual. Rige aquí —como ya hemos anticipado— una relación musical, no una relación geométrica, interpenetración no contigüidad. Si esto no fuese así y existiera un mundo en el que mi- ojo y mi mano acceden a lo visible y a lo palpable, a las cosas, y Otro en el que mi oído accede a los sonidos, entonces habitaría el músico un mundo propio, se trataría de un escape del mundo de las cosas al de los sonidos, de una fuga, como quisiera un falso romanticismo pervirtiendo el sentido de la música. Habría que estar completamente ciego para no ver los múltiples hilos que se tienden entre ambos modos-de-ser del espacio. Nuestras ar tes visuales aportan testimonios irrefutables al respecto de la capacidad del ojo para percibir el espacio como algo diferente de una mera suma de lugares. Cualquier alumno sabe cómo la moderna física ha —por decirlo así— musicalizado los concep tos de espacio y cosa. Quiero recordar una idea, tal vez poco conocida, de un viejo físico que, a mi juicio, tiende un sólido puente entre el modo-de-ser espacial de las cosas y el de los sonidos. En un trabajo del psicólogo de la Gestalt Wolfgang Kohler, Die physischen Gestalten in Ruhe und in stationarem Zustand, se halla, con motivo de una reflexión sobre el concep to de campo, una referencia al pensamiento de Faradays, se gún el cual, el campo de fuerza que emana del cuerpo pertene ce al mismo cuerpo al igual que su masa o su forma. El cam po de fuerza de un imán es tan imán como el fragmento de metal que se encuentra en su centro. Un cuerpo no es, por lo tanto, sólo lo que veo y puedo tocar, directamente o con ayuda de instrumentos, un cuerpo es la totalidad del ámbito en el que actúa- y esto quiere decir que el campo de fuerza es teórica mente ilimitado-, un cueipo está por doquier, es ilimitado en el espacio. Así pues, todo cueipo es ilimitado en el espacio, todo cuerpo está allí donde hay otro cueipo: hay cueipos simultá neamente en los mismos lugares —como los sonidos. Quisiera también mencionar aquí a Alexis Carrel para quien los límites 198
de un órgano no se corresponden con su forma anatómica, con los límites que se pueden ver y tocar, sino con su función: el órgano es el ámbito en el que actúa —y puesto que la ac ción de un sólo órgano se extiende a todo el organismo (no otra cosa es la totalidad orgánica), esto quiere decir de nuevo que todos los órganos están simultáneamente en el mismo lu gar, como los sonidos. Para terminar este debate sobre el espacio, quiero señalar todavía brevemente su relación con las ideas básicas de Henri Bergson, de las que se desprende que el problema del tiempo accede al primer plano en cuanto interés filosófico haciendo perder protagonismo al problema del espacio. El tiempo es para Bergson —para decirlo brevemente— por una parte ho ras/minutos/segundos, la continua sucesión de unidades igua les, la hora oficial, según la cual regulamos nuestra vida prác tica, el tiempo de la astronomía, de la física y la química, que aparece como dimensión métrica y medible en su ecuación. Por otra parte el tiempo es durée puré, pura duración, la co rriente ininterrumpida del pasado, a través del presente, hacia el futuro, en la que nada se mide ni divide, que sólo puede ser vivida, de la que se nutre toda evolución creadora. La hora, el tiempo como dimensión métrica, es para Bergson tiempo inauténtico, tiempo espacializado; el espacio es para él la suma de todas las medidas y particiones, de todo corte y limi tación rigurosa que se impone violentamente al flujo ininte rrumpido, pero de la que no podemos prescindir en cuanto seres pensantes y actuantes. Así llegamos a la nada inocua oposición de espacio - acción práctica - pensamiento racional, por una parte, y por otra, tiempo - vitalidad originaria - evolu ción creadora: el espacio aparece como escoria, sedimento inerte del proceso vital creador. El significado de la música como fuente de conocimientos es, para Bergson, bien conoci do. Cuando trata de dar una imagen concreta del tiempo como pura duración, se detiene preferentemente en el ejemplo de la melodía. Pero prescinde de la música como fuente de la experiencia espacial. Esta le hubiese mostrado que no sólo el tiempo, sino también el espacio, tiene dos modos de ser, el de cantidad métrica y medible y el de corriente indivisible y viva. Y es que la línea de separación no pasa entre el tiempo y espa 199
ció, sino a través del tiempo así como también a través del espacio mismos. Hay —para permanecer en el estilo expresivo de Bergson— un tiempo espacializado y, de la misma forma un espacio temporalizado, el espacio de la música. Ocasional mente Bergson lanza cabos en esta dirección; así cuando escri be (en Matiére el mémoire): «On pourrait done, dans une certaine mesure, se dégager de l’espace sans sortir de letendue» j —traducido al idioma de esta conferencia: «Uno se puede, en cierta medida, despegar del espacio geométrico sin abandonar absolutamente el espacio» y sigue inmediatamente: «y eso sig nificaría el retorno a lo inmediato». En el mismo contexto dice: «L’étendue précede l'espace»: el espacio como fuerza an tecede al espacio como lugar. Pero se queda en meros conatos que no tendrán continuidad, que no llegarán a ponerse en re lación con el sentido del oído, con la música; se queda en la concepción del espacio como polo opuesto a la vida auténtica. IV Recogemos de nuevo el hilo principal de esta conferencia. Seamos conscientes de lo que ha motivado este largo excurso al respecto del espacio: ha sido la afirmación de que la diversi dad de relaciones que provocan el hablar y el cantar entre el hombre y su mundo se podría expresar en el lenguaje del es pacio. Hemos dicho que el que canta vive y respira en otro espacio diferente al del hablante, más ajustadamente —como ya sabemos ahora— en un espacio que existe de otra forma, que es espacio de otra forma. Se ha demostrado que no es un sinsentido hablar de dos formas diferentes de ser-del-espacio: y tampoco hay duda al respecto de la inserción de ambas en los mundos del hombre que canta y del que habla. El espacio visual pertenece al mundo del hombre que habla. Ya hemos constatado que el ojo está relacionado con el lenguaje: las co sas atraídas al ser a través de las palabras están en el mundo como las cosas visibles en el espacio: afuera, donde yo no es toy, fijadas en su en-fremamiento. Por el contrario, el hombre que canta sin palabras habita el espacio fluyente y utópico del escuchar, que no trata con objetos, sino con estados', en él lle 200
ga al mundo que se halla tras las cosas, en la nada de las cosas. Un espacio que fluye por doquier permite tender un puente que transforma bruscamente el en-frentamianto de hombre y cosa en el hablar en reunión de hombre y cosa en el cantar. Sería radicalmente falso entender la relación entre ha blar y cantar de forma que el hablante apareciese como vuelto hacia el mundo y el cantante de espaldas a él. Tanto el hablar como el cantar sitúan al hombre en el mundo, pero de forma distinta —tal como el ver y el oír en el espacio. Para quien habla, el mundo es lo contra-puesto (Gegen-Stand) para el que canta es con-puesto (Zu-Stand), lo que le co-responde (Zustelien);' Objeto y condición: este par de palabras trae a colación un concepto de la nueva física que puede ser fecundo y pleno de sentido también fuera de ella, el concepto de complementariedad. Lo que ha indicado Niels Bohr al formular este con cepto ha sido, evidentemente, el comportamiento de las partí culas elementales de la materia que se resisten a la observa ción simultánea de posición e impulso, y que se dan a conocer como partículas u objetos en un lugar concreto cuando se tra ta de la posición, y como onda o condición dinámica que se extiende por todas partes cuando se trata del impulso. Esto no hay que entenderlo como si una cosa, en sí estática, participa se de dos características antagónicas: la misma cosa es ambas, es partícula y onda, en un lugar y en todos los lugares, objeto y condición, dependiendo del «órgano» con el que la percibi mos: el que busca la posición o el que pretende el impulso. Déjenme decirlo con las palabras que hace qitince años y en este mismo lugar fueron utilizadas por el gran Schródinger: «No se trata de que las partículas de la materia generen cam pos de fuerza y de ondas o estén rodeadas por ellos, sino que podemos observarlas como campos de ondas porque ellas mis mas lo son». No hemos de entenderlo tampoco como si se 4. El autor utiliza las palabras alemanas Zustand y Gegeiistand en su uso nor mal. traducible a castellano por condición (estado) y objeto respectivamente. En otras ocasiones —como en el presente caso— deja a la vista, a través del guión, la composición de la palabra. Aunque es imposible mantener la totalidad del sentido al traducir estas expresiones a castellano, intentamos remediarlo, sin violentar excesiva mente nuestro idioma, traduciendo —stand (lo que está) como— puesto y transpor tando el sentido de los prefijos (gegen, zi() como opuestos contra/con. (N. de los T.) 201
tratase de un péndulo, de un pulso entre dos modos antagóni cos de ser, como si la cosa fuese alternativamente onda o par tícula, objeto o condición. Porque, puedo preguntarme, ¿no existe ningún lugar y ningún tiempo, en los que no se me apa rezca como partícula u onda? Es totalmente, siempre y en to das partes partícula y totalmente, siempre y en todas partes onda, ambas cosas. Esto y no otra cosa significa ser para las partículas elementales, solamente así y de ninguna otra forma se puede describir, pensar y entender aquí adecuadamente el ser. Lo que se contradice lógicamente, lo que recíprocamente se excluye, está unido en el ser, unido sin disputa. El o lo uno o lo otro del pensamiento, se convierte en el no sólo - sino también del ser. Objetividad y condicionalidad, espacio del ver y espacio del oír, espacio geométrico y musical, mundo del hombre que ha bla y mundo del hombre que canta, mundo de las cosas y mundo de la nada de las cosas: el hombre mismo como ha blante y como el cantor: en todo podemos reconocer la complementariedad en el sentido del concepto de Bohr. Pero esto quiere decir que el hombre puede ser adecuadamente descrito, pensado y comprendido sólo en su doble relación con el mun do como hablante y cantor, creador de la palabra y del sonido. La contradicción de su pensamiento, en-frentamiento y corres pondencia del yo y el mundo deviene fundamento de su ser. Nada tiene esto que ver con las dos almas que habitan ¡ay! en mi pecho.5 No hay motivo para ningún ¡ay! Tensión entre dos órdenes, ciertamente, pero nada de lucha. Solo hay conflicto entre contradicciones, por así decirlo, triviales: claro/oscuro, frío/caliente, noble/vulgar, las contradicciones complementa rias, me parece, están en armonía. Si se interpreta la tensión como oposición, si se introduce el conflicto, se hace siempre en detrimento de la esencia, que sólo es lo que es en la duplici dad de los dos aspectos, y sólo en la tensión entre ellos vive adecuadamente. Es tiempo de reconocer una simplificación un tanto artifi cial —creo que no les molestará— de la que me he hecho cul pable hasta aquí. He presentado las cosas como si la unidad 5. Conocido verso del Faust de Goethe. 202
originaria de canto y habla se hubiera simplemente partido en mero cantar y mero hablar, en música, tal y como entendemos hoy esta palabra, imperio del sonido, y lenguaje, reino de la palabra. Queda sin mencionar el hecho de que la ruptura no se ha detenido aquí, que se ha repetido en el ámbito del len guaje. La palabra no ha perdido su fuerza musical con la sepa ración del sonido, el lenguaje ha estudiado con la música y ha aprendido de ella a hablar musicalmente aun sin tonalidades. Por ello se separó la palabra poética de la palabra meramente designativa e informativa, y esto alude a tres y no sólo a dos formas elementales de la expresión humana. No solamente la palabra y el sonido están en tensión recíproca, sino que tam bién dentro del mundo mismo de la palabra, la palabra con sensibilidad artística y la meramente informativa, y dentro de la palabra con sensibilidad artística, lo poético y lo musical, la forma verbal y la forma sonora. La tríada de aspectos en lugar de la dualidad abre la esperanza de que el tercer elemento su pere la dualidad de los otros dos, sobrepase la complementariedad como algo meramente provisional, avanzando hacia una más alta y última unidad. La consecución de tal meta estaría reservada a la palabra poética, que parece reunir en sí, en cuanto sensibilidad artística no musical las fuerzas de la palabra y del sonido. Tal vez para mostrar de una vez para siempre lo engañoso de tal esperanza, tuvo que concebir un gran espíritu la idea de una poesía que contuviera todo en sí, que reuniese la intensi dad de la palabra y del sonido. Stéphane Mallarmé, puso al poeta —es decir a sí mismo— ante la tarea de reprende de la musique son bien», tomar de la música lo que legítimamente corresponde a la poesía para satisfacer el más alto destino de todo arte: consumar la divina metamorfosis de lo fáctico en ideal, limpiar la realidad de materialidad, roer lo objetivo —ronger l’objet— de tal manera que deviniera visible la autén tica realidad espiritual: la red, el tejido de relaciones que im plica a todo. (Me apoyo aquí y en lo que sigue en el magnífico estudio Mallarmé et la musique de Susane Bernard.) Mallarmé vio que la música, tejido no objetivo de relaciones, se acercaba a este destino más que la poesía misma, la cual permanece excesivamente atada a la descripción, a lo objetivo. Pero la 203
música tampoco puede cumplir perfectamente la tarea, por que, a través del elemento del sonido, está irrevocablemente vinculada al ámbito sensorial-material. Para superar ese resto terrenal sería suficiente componer con palabras en lugar de sonidos, crear una poesía que fuera música de palabras —/« musique des mots— en la que no se pretende la sonoridad de las palabras, que supone una vuelta a lo sensorial, pues músi ca no es para Mallarmé el sonido, que es solamente el vestido material, sino espíritu, pura construcción: lo contrapuntístico en Bacli, lo sinfónico en Beethoven, la polifonía orquestal wagneriana. Pero mientras estos músicos están obligados a construir sus obras con metal, madera y cuerdas —les cuivres, les bois, les cardes— el poeta tendría lo más espiritual como su materia propia: la palabra, la pura representación de la idea. Si ól consiguiera hacer música con las palabras, es decir orde narlas en una relación tal que su significado objetivo retroce diese con respecto a su significado como elementos de una construcción, de tal forma que «de su disposición surgiera de forma mágica un más allá de lo objetivo», entonces habría alcanzado la poesía su auténtico destino «hacer que aparezca la musicalidad del universo, dar una explicación órfica de la tierra». (En palabras de Paul Valéiy, el objetivo de Mallarmé era «reproducir en una página impresa el equivalente del cielo estrellado».) Mallarmé se fue acercando lenta y paulatinamen te a su tarea y finalmente la acometió en un desmesurado pro yecto que se titula sencillamente Le livre. El libro, de cuya re dacción habla él mismo como de una partitura y que debía ser representado en lectura pública, como una sinfonía, cuatro ve ces al año a lo largo de cinco años para los veinte tomos de que constaba el plan de la obra. Le livre se quedó en proyecto, así debía ser. Mallarmé quería lo imposible, lo imposible más noble —«sangrando por su pensamiento» lo veía Stefan Gcorge. Pues la palabra no puede saltar por encima de su propia sombra. El lenguaje no puede, sin sacrificarse a sí mismo, ha cer desaparecer aquello que él mismo trae al ser: el mundo objetivo. El equivalente del cielo estrellado —ya se sabía desde Pitágoras hasta Kepler— sólo puede producirlo el hombre creativo a través de palabras y los sonidos. Por eso habló en el principio la musa con doble voz. La complementariedad de 204
ambos aspectos del hombre —hablar y cantar— no puede ser superada por ninguna otra unidad más alta. No podemos salú de esa bi-unidad de palabra y sonido: ni avanzar ni retroceder. De esta manera se desvanece por fin la contradicción —me jor dicho, se muestra como aparente— de la que arrancaron las presentes reflexiones, la contradicción entre la opinión de Otto, al respecto de que el hombre se representa el mundo, y el mundo se le manifiesta, en el doble lenguaje de las palabras y los sonidos, y las de Ileidegger y Wittgenstein: que la totali dad del ser del hombre se sitúa en el lenguaje —en el lenguaje verbal— y que ios límites de su lenguaje —de su lenguaje ver bal— son los límites de su mundo. Complementariedad no sig nifica distribución de parcelas: hasta aquí y no más allá impe ra el poder del lenguaje, aquí empieza el otro, el imperio de los sonidos. No se trata de eso: no se es mitad una cosa y mitad la otra. Un ser es un todo considerando cada uno de sus aspectos complementarios. Hasta donde lleguen el hombre y su mundo, hasta allí llega también su lenguaje. Lo que es, tie ne que poder decirse: lo inefable no es. Pero ningún ser es solamente decible. Ser es todavía algo más que ser-decible. «No hay ningúna cosa allí donde falta la palabra» —cierta mente: ninguna cosa. Pero el ser no se agota en el ser-cosa y el ser humano tampoco termina en el encuentro del hablante con las cosas. La nada de las cosas —la música lo prueba— no es la nada. «La casa del ser» llama Ileidegger al lenguaje: una expresión bella y profunda. Pero el ser no está solamente en casa. Hay también ser sin casa. En casas viven los hombres, las casas cierran a los hombres juntos, pero también separa dos de otros hombres. Y lo que Hóldcrlin llama «el gran reen cuentro de los espíritus» no puede, ciertamente, tener lugar en casas, «porque una vez —dice en Hyperion— estuvimos, creo, todos reunidos». Nos resta un último paso. El hombre no olvida su origen. El saber —su determinación esencial— vuelve siempre, tras un largo camino de retomo, al origen en mitos, filosofías y poe sías. Y, cómo podría olvidar el músico lo que continuamente le recuerda el fenómeno de la octava, que no hay ningún ca mino, que, más tarde o más temprano, no retorne a su origen. El músico es el que menos puede olvidar la unidad originaria 205
entre cantar y hablar, la tiene siempre ante sí y es su anhelo permanente realizarla de nuevo en el estadio más elevado. Cuando Beethoven se decidió, tras larga lucha, como sabe mos por el testimonio de sus apuntes, a hacer cantar en el último movimiento de la Novena Sinfonía la Oda a la Alegría, de Schiller abriendo la puerta de la sinfonía a la palabra, entre rayos y truenos, a golpe de timbal y de trompeta, el significado de tal hecho no permaneció oculto. Tanto el entusiasmo como la sublevación de sus contemporáneos lo prueban. No se trata ba de la unión de palabra y sonido en la cúspide del ámbito musical, tal unidad nunca se había rolo. El mismo Beethoven, el compositor instrumental más puro, escribió una ópera y al mismo tiempo que en la Novena Sinfonía trabajaba en su gran misa. Lo que conmovió los espíritus fue que la voz humana fuera admitida en la orquesta sinfónica, que la palabra fuera asumida como parte integrante de un conjunto sinfónico. ¿Se trataba de renunciar a la emancipación del sonido con respecto a la palabra, sudorosamente conseguida, se trataba de procla mar el regreso a una etapa ya superada considerándolo como victoria? ¿Qué otra cosa es, sino un vergonzoso compromiso, una profanación del arte musical puro, el hecho de que la pala bra suene en su Santa Sanctorum, la sinfonía? No, no se trata ba de nada parecido; los que estaban entusiasmados tenían la verdad de su lado. Puesto que si aquí los sonidos, liberados de su vínculo con la palabra, deciden libremente y como desde un nivel superior atrapar la palabra de nuevo, esto supone un mo mento triunfal, en la cima de la evolución y para la eternidad, de la reganada unidad originaria del cantar y del hablar, pero ahora en un orden estrictamente inverso: los sonidos se anexio nan la palabra. El sentido del doble regalo artístico aparece renovado en el horizonte: el gran círculo se cieña. Mientras Beethoven luchó todavía contra sus propias reso luciones, el paso ya se había consumado junto a él y en el mayor silencio —podríamos decir: con la mayor ingenuidad— en el estudio en el que Schubert, a sus dieciocho años, escribió sus primeros Goethe Lieder: «Gretchen am Spinnrad», «Erlkónig». Entre los milagros que manifiestan el genio musical, no hay ninguno mayor. Se puede decir que la forma poética de Schiller no fue asumida de la mejor manera posible en la No 206
vena sinfonía: el tumulto sonoro la atrapa, tira de ella, la des gana, esparce sus fragmentos. Se perciben las palabras pero no la forma poética. Schubert es otra cosa. Aquí se guarda absoluta fidelidad a la integridad de la fonna poética, una de las más específicas. El compositor la asume como tal y le aña de, desde la plenitud de su espíritu, una fonna sonora suma mente específica y que no obedece sino a su propia ley, pero que, aun así, se asimila tan íntimamente a la forma poética que ésta sólo puede devenir canto —un nuevo canto, diferente de lo que fue inicialmente. Los sonidos ya no están a la som bra de las palabras, sino ambos a plena luz, figura doble de sonidos y palabras: otra señal más de que la dualidad de órde nes no ha degenerado en discordia. Una de estas obras mila grosas de la segunda inocencia —si se me permite hablar así— es la que quisiera celebrar aquí (ya que no interpretar, pues para ello se necesitaría una cantante). Creo que en una confe rencia sobre la palabra y el sonido deben por fin hablar los sonidos, tras tanto discurso. Ustedes conocen el poema, uno de los Mignon-Lieder de Goethe, éste: Déjame parecer hasta que sea. ¡No me despojes de este blanco traje! De la hermosa tierra me voy y a esa firme morada desciendo. Allí descansaré breve rato, se abrirán luego mis renovados ojos, y dejaré esta pura envoltura, el cinturón y la diadema. Y esas figuras celestiales no preguntan si sois hombre o mujer, y ningún traje, ningún pliegue envuelven el glorioso cueipo. Verdad que vivo sin inquietud ni esfuerzo; pero he sentido muy profundos dolores. De tanto padecer, antes de tiempo envejecí. ¡Haced que vuelva a ser por siempre joven! Y esta es la música de Schubert, dejo que el matrimonio de ambas, en una perfecta bi-unidad, se consume en su fantasía. 207
(Se interpreta la música de Schubert.) Permítanme terminar. Ustedes conocen la frase de Novalis lo exterior es una interioridad elevada a un misterioso estado Una frase profundamente musical: solamente el que llega a ser clarividente a través del oír, puede percibir que en la faz, si multáneamente, algo se manifiesta y se oculta: la manifesta ción misma es el misterio. En cierta medida, el trato cercano con la música nos lia abierto los ojos a todos para percibir la manifestación de lo íntimo en lo externo, el misterio revelado, como lo llama Goethe. Sólo tenemos que mirar por la ventana hacia el lago, el monte y el cielo, hacia el mundo risible con su resplandor, para ver con toda claridad —para ver— que algo permanece invisible. El ver verdadero es ver y no ver a la vez. Lo mismo es válido para el saber. El saber verdadero sabe y no sabe a la vez. No como lo entendió aquel trivial ignoramus, como si aquí se tratase de una adivinanza que nuestra inteli gencia no puede solucionar. El misterio no es una adivinanza que desaparece tras solventarla el conocimiento. Por el contra rio, a mayor conocimiento, mayor misterio: también aquí se ve una relación complementaria. Y creo que también para este saber nos ha preparado la música. Primeramente adviene líomero, después los filósofos. Así pues, puedo acabar la confe rencia more musiccdico, con un retomo al principio; con la pregunta de si Sócrates no estuvo en lo cierto con aquella su primera interpretación de la voz del sueño: que la filosofía, el saber del no-saber, es la música más elevada. Nadie habría in terpretado música en un sentido más elevado que el propio Sócrates a lo largo de su vida, y nadie como él habría obedeci do a la invitación de la voz del sueño, no por las escasas com posiciones y poesías de sus últimos días, sino por su muerte: la muerte modélica del sabio con la reposada certidumbre de que ninguna palabra, tampoco la palabra muerte, tiene la últi ma palabra.
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COLABORADORES Carl-Gustav
Jung
(1874-1961):
psicólogo
y
mitólogo
suizo,
fundador
de la Psicología analítica o compleja e inspirador del Círculo Eranos. Entre sus obras destacan: Mysterium coniunctionis y Símbolos de transformación. Entre sus hallazgos figura la noción de arquetipo, la hipótesis del inconsciente colectivo y el simbolismo individuador del Sí-Mismo (Selbst, Self Ipse). Ericii
Neumann
(1905-1960):
fenomenólogo
y
psicólogo
judeoalemán,
discípulo prominente de C.G. Jung y miembro de Eranos. Entre sus obras destacamos: Die Grosse Mutter, Ursprungsgeschichte des Bewusstseins, Hermenéutica del alma (en: Diccionario interdisciplinar de her menéutica, Deusto-Bilbao, 1997). MlRCEA Eliade (1907-1986): fenomenólogo e historiador de las religio nes de origen rumano, profesor en la Universidad de Chicago. Entre sus obras destacan: Historia de las creencias e ideas religiosas, Dicciona
rio de las religiones (con I. Couliano). Ha dirigido la monumental The Encyclopedia of Religión. Gilbert Durand (1921): antropólogo y simbólogo francés, profesor en la Universidad de Grenoble. Entre sus obras destacan: Las estructuras antropológicas de lo imaginario, Im. imaginación simbólica, De la mitocrítica al mitoanálisis. Fundador de la Escuela de mitocrítica y mitonalisis, Director de Cahiers de l'Imaginaire. Hayao Kawai (1928): mitólogo y simbólogo japonés de Kyoto, Premio nacional nipón de ensayo. Entre sus obras destacamos: Beauty in japa-
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riese faiiy-tales (Eranos-Jahrbuch 53, 1984), The japanese Psyche, Biuldhism and the arte of psychotherapy.
ÍNDICE
Víctor Zuckerkandl (1896-1965): hermeneuta y musicólogo austríaco. Entre sus obras destacan: Die Tonngeslalt (Eranos-Jahrbuch 29, 1960), The sense of music, Sound and sytnbol, Vom musikalischen Denken. Andrés Ortiz-Osés (1943): hermeneuta, catedrático en la Universidad
de Deusto-Bilbao. Entre sus obras figuran: Metafísica del sentido, La diosa madre y Las claves simbólicasde nuestra cultura. Ha dirigido el Diccionario interdisciplinar de hermenéutica; colaborador del Círculo Eranos. Patxi Lanceros
Presentación. Eranos y el «encaje» de la realidad, por Andrés Ortiz-Osés......................................................... Proemio. Introducción a Eranos, por Cari G. Jung...................
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El hombre creador y la transformación, por Erich Neumann . . 19 El creador y su «sombra», por Mircea Eliade............................. 67 La noción de límite en la morfología religiosa, por Gilbert Durand.............................................................. 95 Los dioses ocultos en la mitología japonesa, por Hayao Kaway. 141 Cantar y hablar, por Víctor Zuckerkandl................................... 171 Ilustraciones........................................................................... Colaboradores.........................................................................
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