Agradecimientos A la maravillos maravillos a plantilla de BSB, BSB, so is lo más grande: Len Len Barot, Shelley Shelley Thrasher Thrasher,, Cindy Cresap, LD Anderso Anderso n, Connie Ward, Stacia Seaman, Sheri, Paula Tighe, Ruth Sternglantz (no sé si trabajaste en este libro, Ruth, pero eres muy guay) y a todas las demás. Gracias también a mi sufrida familia (lo sé, lo sé, las psicópatas obsesas del trabajo tendrían que estar fichadas), a los amigos a los que dedico demasiado poco tiempo y aun así están a mi lado cuando rozo la apoplejía histérica por los plazos de entrega que se me comen y —en general— por el estrés de la vida. Sobre todo a Rachel, Nell y Trin, Georgia, Heather, la otra Heather, Terri Clark, Deb Jones Parker, las Chicas Malas (sabéis quiénes sois) y el fabuloso y siempre rosa Horatio. A mis guías yogui, Tara, Jennifer, Dakini, Ruthann, Maya, Nancy y Sasha, por eso s res piros que tanto tanto necesito para seguir cuerda. Y mi m ayor mues tra tra de gratitud gratitud po sible para… bueno , para para el café. Lo s iento, iento, chica chicas. s. Las Las cos as como so n.
Para LaRita
Para LaRita
Capít Capítulo ulo uno Emie Jaramillo se secó el sudor de las manos en la pernera de los pantalones y se preguntó durante un instante si el traje marrón que sus amigas le habían aconsejado había sido la elección correcta para su primera —y probablemente última— aparición en televisión. Aquella mañana habían estado revolviéndole toda la ropa en la habitación del hotel, mientras ella repasaba repasaba sus no tas y se reía internament internamente e de lo o bses ionadas que estaban co co n la mo da. Suponía que el traje de seda que habían escogido proyectaba una imagen lo bastante conservadora para compensar lo controvertido del tema que iba a tratar tratar:: la clonación humana. Lo único que le faltaba faltaba para que la vida le so nriera nriera del todo era poder clonars e en la brillante brillante o radora Maya Angelou para su charla televisiva. Ya era bastante estresante hablar ante la comunidad científica, pero ¿tratar de explicar en qué consistía realmente la clonación al ciudadano de a pie, aclarar malentendidos y disipar los falsos miedos de la opinión pública? A veces no s abía en qué estaba pensando cuando aceptó s alir en el programa. Esbo Esbo zó una so nrisa torcida al echar un vistazo vistazo circular circular por el abarrotado camerino entre entre bastidores del plató de El Show de Barry Stillman Stillman.. Cuatro paredes de color beis adornadas con fotografías de los invitados anteriores rodeaban la butaca de salón de belleza que ocupaba. En una es quina había un archivador archivador y, encima, un puerto puerto para cargar cargar el iPod. A su espalda había un colgado r co co n ruedas lleno de prendas de ropa variopintas, seguramente para para los invitados invitados con urgencias de mo da de último último minuto. Junto Junto a la ro pa de emergencia había había uno s cuantos peinado res con m anchas de maquillaje y delante delante tenía tenía un to to cador largo con m ás po tes, frasco frasco s y tubos de co sm éticos éticos de los que había visto nunca. Encima del tocado tocado r había un espejo eno rme en donde quedaba enmarcado enmarcado s u rostro despro visto, co co mo era habitual habitual,, de maquillaje alguno. Las bo mbillas del m arco del espejo se le reflejaban reflejaban en las lentes lentes de las gafas de mo ntura ntura de alambre y amenaz aban con fundir el maquillaje apilado cerca. Si las bombillas de la sala de maquillaje daban tanto calor, no quería ni pensar cómo se sentiría bajo los focos del plató, delante de Toda Aquella Gente. Se estremeció, pero reprimió un nuevo tsunami de de nervios. Por lo menos, tanto sus padres como sus mejores amigas, Iris y Paloma, estarían allí para darle apoyo mo ral. Se recordó recordó que tenía que buscar sus ro stros s onrientes entre entre el público público en cuanto saliera a escena. Y hablando de ros tro tro s, Emie se subió las gafas a mo do de diadema y se echó hacia delante delante para mirarse mirarse el careto careto co n los ojos entrecerrados. Puaj. Anodino y aburrido, en su opinión. Eran pensamientos superficiales que no la habían preocupado desde hacía décadas, pero, al hacer la prueba de iluminación, el operador de cámara había informado al productor ejecutivo ejecutivo que s e la veía «pálida com o una muerta». Genial. Justo Justo lo que necesitaba oír para tranquilizarse. tranquilizarse. Emie era la primera primera en admitir que, que, cuando cuando habí an repartid repartido o la belleza, ella se había quedado con lo justo para s er del montón, pero ¿y qué? No tenía ningún problema con su aspecto. Aunque su pelo… Volvió la cabeza a lado y lado y se ordenó los cortos mechones con los dedos como buenamente pudo. El estilo de pelo corto que llevaba le quedaba fantástico a Halle Berry, pero a ella no acababa de sentarle igual de bien. Se echó hacia atrás contra el respaldo de la butaca hasta que su reflejo se tornó un manchurrón borroso por culpa de la miopía. Tanto analizar con lupa su apariencia apariencia la po nía… nervios a. No es taba acos acos tumbrada, po rque nadie esperaba que las científic científicas as es tuvieran tuvieran caño caño nas y, por mucho que el estereotipo la fastidiara fastidiara po r principios principios , lo cierto cierto es que a Emie la traía traía s in cuidado. Aquello no quería decir que no agradeciera agradeciera que un pro fesional fuera fuera a maquillarla para el programa, ni que fuese para evitar salir «pálida como una muerta» y para serenarse un poco. Se pondría en sus manos, solo por aquel día. Una mujer tenía derecho a mo strarse strarse co queta queta una vez en la vida, vida, ¿o no ? Echó un vistazo al reloj y se preguntó dónde estaría el maquillador milagroso. La productora había asomado la cabeza hacía un rato para anunciar que Emie salía a escena en quince minutos. Aquello no les dejaba demasiado margen para insuflar insuflar algo de vida a su as pecto. pecto. Com o s i le hubiera hubiera leído la m ente, ente, en ese mo mento s e abrió la puerta. puerta. Emie se recolo có las gafas s o bre la nariz y se volvió. Por un instante se quedó sin aire —¿qué diablos? ¡Ella nunca s nunca s e quedaba s in aire!— aire!— al contemplar a la recién llegada. Dios , aquella aquella mujer era la sensualidad perso nificada, nificada, ni siquiera Emie podí a negarlo. De hombro s ancho s y piel bronceada, llevaba unos Levi’s ajustados y descoloridos, botas negras de tacón bajo y una camiseta ajustada de color negro, con el nombre del programa El show de Barry Stillman Stillman en en rojo. Si la madre de Emie supiera las imágenes que le habían venido a la cabeza solo de verle la coleta azabache a la mujer, se pondría a rezar avemarías por su alma en cuestión cuestión de segundos . —¿Doctora Jaramillo Jaramillo ? —¿Sí? —repuso esta, llevándos llevándos e la mano a la garganta garganta en un gesto invo luntario luntario que lamentó de inmediato. —Soy Gia Mendez, su maquilladora —anunció, con una voz ronca tan aterciopelada como la crema de menta—. ¿Usted es la brillante científica de la que tanto he oído hablar, verdad? —Esbozó una sonrisa de estrella de cine y le tendió tendió la mano de largos dedo s para estrechár estrechársela. sela. Emie asintió despacio e ignoró el rubor que le subía cuello arriba por el cumplido de Gia. Desconcertada, le miró la mano y luego la m iró a la cara antes antes de aceptar aceptar el apretó apretó n. —Dios —Dios mío … —musitó para sí cuando la palma cálida cálida de la maquilladora maquilladora rozó la suya. Si en Chicago Chicago había muchas mujeres co mo Gia Mendez, clonaría la ciudad entera entera y se convertiría convertiría en la hero ína de la població n lesbiana. Larga vida vida a la muerta que hacía hacía milagro s. La idea la hizo so nreír internament internamente. e. Gia le so ltó la mano y preguntó: —¿Nerviosa? Se dio la vuelta para para encender el iPod y las s ensuales melo días de Mary J. Blige inundaro inundaro n la sala m ientras ientras o rdenaba los pinceles, los lápices y lo s es tuches tuches de m aquillaje. Se la veía muy concentrada concentrada en sus herramientas de trabajo. trabajo. —Un —Un po- poco —confesó —confesó Emie. Se conformaba con o bservar a Gia irir de un lado para otro en el pequeño camerino. Se mo vía con gracia y confianza. Aunque tenía cierto aspecto andrógino, la elegancia de sus movimientos añadía una capa de misterio a su persona. Seguramente Seguramente iba a ser la única opo rtunidad rtunidad de Emie de que una mujer como Gia Mendez le pusiera las m anos encima, y mentiría co co mo una cos aca si dijera que la perspectiv perspectiva a no le hacía ilusió n. —Vale, —Vale, mucho . —Siempre —Siempre parece que a la gente gente le entra entra el canguelo cuando vengo a m aquillarla —com —com entó Gia, con un guiño . A Emie le dio un vuelco el co razó n en el pecho y casi se le s ubió a la garganta. garganta. Aquel guiño debería estar clasificado clasificado como arma mortal. mortal. —Estoy —Estoy co n usted —continuaba Gia, que al parecer parecer no se había dado cuenta cuenta de que Emie la admiraba bo quiabierta—. quiabierta—.
Emie se o bligó a s alir del irritante estupor lujurios o en el que s e había sumido y carraspeó. —Yo también so y más de estar detrás de las cámaras, aunque yo, eh…, nunca había es tado en televisión. «Tonta, eso seguro que ya lo s abe», se riñó Emie. Tanta atención femenina estaba dando al traste co n su co mpo stura, porque no estaba acostumbrada a que le hicieran caso . —Es muy halagado r, porque no es habitual que una científica tenga una o po rtunidad com o esta. —Se subió las gafas un poco con el nudillo del dedo índice—. Mis padres y mis amigas están entre el público. Bajó la cabeza un segundo, porque no quería parecer arrogante. Gia le echó un vistazo fugaz y su rostro se ensombreció un segundo, antes de volverse. Emie se preguntó si habría dicho algo malo, pero, como solo fue un mo mento, no le dio m ás impo rtancia. —Cuéntame de qué va tu inves tigación, Emie. ¿Puedo tratarte de tú? —Por supuesto. Gia se puso de frente a ella, cruzó los torneados brazos sobre el pecho y se apoyó en el tocador. La posición acentuaba la escultural musculatura de su torso y las luces del espejo le marcaban los póm ulos y arrancaban destellos del pequeño brillante que llevaba en la oreja. Emie hizo un esfuerzo por dejar de babear co mo una idiota y responder a la pregunta. —¿Mi investigación? La investigación, sí, clonación humana, eso es lo que investigo. —Soltó una risilla y meneó la cabeza—. Y, bueno, es un tema de licado . —¿Cómo es eso ? —Bueno, ya sabes, hay muchas implicaciones morales y religiosas. Mi abuela reza por mi alma cada día. Cree que mis colegas y yo estamos jugando a ser Dios. Si algún día llegase a clonar a un ser humano de verdad, seguramente me excom ulgarían de la Iglesia. No es que vaya a hacerlo, pero… bueno , supongo que para eso estoy aquí. Para aclarar los falso s m itos —explicó Emie, pasándos e los dedo s po r el pelo y encogiéndose de un hom bro. Gia so ltó una carcajada suave. Estaba acercándole a la mejilla varios pintalabios de colo res diferentes. —Tu abuela s e parece mucho a la m ía. Deja que adivine: ¿cató lica? —Po r supuesto —contestó Emie en tono irónico—. Así que yo sigo investigando , pero m e siento culpable. Gia echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír. De paso Emie tuvo una vista privilegiada de su largo cuello de bailarina y de sus perfecto s dientes blancos . «Di algo, Emie. No te pierdas.» —Es que lo que intentamo s no es necesariamente crear perso nas —so ltó, apartando la mirada del seducto r hoyuelo de la garganta de Gia—. Y perdona si digo cosas que ya sabes, pero hay muchas razones médicas plausibles para clonar células humanas . Para mucha gente, todavía suena a ciencia ficción y po r eso les cuesta aceptarlo. Se preguntaba cuándo llegaría la hora de que Gia le tocara la cara con aquellos dedos tan largos. Estaba más que preparada para almacenar aquel recuerdo s enso rial y evocarlo tantas veces com o quisiera. Puede que no fuera de las que salía mucho , pero no estaba muerta, pese al com entario s o bre su palidez cadavérica. —Bueno, estoy s egura de que hay razones médicas, pero sí que da un poco de miedo pensar en que haya duplicados tuyo s co rreteando por ahí —o pinó G ia, en tono de disculpa. Ladeó la cabeza—. Po r favor, perdona mi ignorancia si es una idea equivocada. No s é mucho so bre clonació n. —No te preocupes. No cabe duda de que tanto Hollywood como los grupos de presión que se oponen a la investigación han extendido una visió n desviada de la realidad. A la s opo rífera com unidad científica le va a cos tar mucho superarlo. Gia emitió un gruñido de acuerdo. —Quítate las gafas, Emie. «¿Y nada más?», quiso preguntarle esta. Se le pusieron las mejillas coloradas. Jesús, normalmente no tenía pensamientos cachondos en medio de una conversación normal y corriente. O, de acuerdo, nunca. Pero también era verdad que nunca había conversado con Gia Mendez has ta ento nces. La obs ervó, embelesada, mientras co gía una larga brocha de maquillaje y la metía en uno de lo s es tuches. El polvillo que levantó danzó en diminutas partículas que reflejaban la luz. Gia se quedó quieta y arqueó una de sus perfectas cejas, recordándole a Emie lo que le había pedido. «¿Qué me había pedido? » «Gafas.» «Ah, sí.» —Perdona —farfulló. Se quitó las gafas, se las puso en el regazo y cerró los ojos mientras Gia le hacía cosquillas con la brocha. La fragancia suave del maquillaje mineral le reco rdaba a cuando jugaba a ponerse vestidos de pequeña, cuando todavía le impo rtaba ser guapa y tenía esperanza de s erlo cuando creciera. Antes de darse cuenta de que lo m ás hermo so en una mujer era su cerebro, vamos. Estuvo a punto de sonreír, pero no lo hizo por miedo a mancharse los dientes con aquel potingue. Cuando Gia acabó , Emie s e volvió a poner las gafas y agitó la mano para despejar la nubecilla de polvo que quedaba en el aire. —So lo es pero que el público s ea de mente abierta y no se m uestre hostil conmigo . Hablando de un tema como este, créeme, puede pasar. Gia se quedó quieta un segundo . —Yo … eh… s í. La pausa cargada que vino a co ntinuación le puso a Emie un nudo de inquietud en el estómago . ¿Había algo que se estaba perdiendo ? —Bueno, s eguro que lo s dejarás de piedra, ya verás. «Deja de bus carle tres pies al gato, Em.» —Espero que tengas razó n. Gia tapó el frasco de maquillaje de cristales minerales cuidado sam ente y alineó las polveras antes de volver a mirarla a la cara. —¿Puedo preguntarte una cos a? —Claro.
—Ah, tenías que preguntármelo. —Emie com puso una mueca avergonz ada—. Siento decir que no lo he visto nunca. Siempre estoy muy o cupada con el trabajo y no tengo tiempo de ver la televisió n. Gia frunció sus carnos os labios y asintió. —¿Por qué? —quiso s aber Emie. —No… po r nada. Por curio sidad. Ciertamente sonaba a que lo había preguntado por algo, no «por nada», pero Emie no quiso insistir. A lo mejor Gia tenía un mal día y punto. Había discutido con su novia, sin duda fantástica de la muerte, durante el desayuno, por ejemplo . Emie notó una punz ada desagradable al pensar en ello y le miró las m anos a Gia. No llevaba ningún anillo, ni tampoco marcas de haberlos llevado. Dejó escapar un suspiro de alivio. Ni que aquello demostrara nada; no todas las parejas lesbianas llevaban anillos . Oh, ¡y por supuesto no es que ella es tuviera buscando pareja! «Preocúpate de tu vida, Em.» —Igualmente, he de decir que esto y impresio nada —le dijo a Gia. Cruzó las piernas y balanceó un pie para quemar el exceso de nervios ism o—. No sabí a que las tertulias televisivas trataban temas serio s ho y en día. Gia no hiz o ningún com entario, así que Emie continuó. —Los pro gramas, si no van de gente que se da de to rtas o de falso s travestis en un triángulo amo ros o, no lo s em iten en televisión. Al menos eso creía hasta que me pidieron que viniera, pero veo que me equivocaba. —Emie echó una mirada a su reflejo y vo lvió a centrarse en la cuestión que las o cupaba. Se llevó los dedos a las mejillas y tiró de ellas un poco —. ¿No vas a hacerme nada en la cara? El operador de cámara dijo que parecía un cadáver. Gia se colocó entre Emie y el espejo y abrió las piernas hasta agacharse a la altura de sus ojos. Emie entrelazó las manos so bre el regazo, con el corazón desbocado s olo de tenerla así de cerca. ¿No s e supo nía que lo de respirar era algo automático? Le sonaba ligeramente de la clase de naturales en el instituto. Gia alargó la mano hacia ella lentamente y le pasó los cálidos dedo s po r las mejillas y las s ienes, antes de alisarle la barbilla con la yema del pulgar. —No, doctora Jaramillo, no pareces un cadáver. Ni mucho menos —musitó en un tono inesperadamente cariñoso, com o s i su vo z fuera una caricia—. Estás precio sa tal como eres. A Emie se le puso el pulso a cien por hora. —Bueno… gracias. Normalm ente no es algo que m e impo rte, pero… —Tú recuérdalo —le dijo Gia, y le tocó la punta de la nariz en un gesto infinitamente íntimo —. ¿De acuerdo ? Emie frunció el ceño, confundida por las palabras de Gia e irritada consigo misma porque el roce de su piel la hechizara de aquella manera. —Eh… claro. Pero no lo entiendo. ¿Eso significa que no m e vas a maquillar? Gia la miró , con cara de disculpa. —No, no te vo y a maquillar. Pero no pasa nada. Tienes belleza natural, así que no necesitas pinturas de guerra. —Eso díselo a los cámaras. Pues vaya con su mo mento coqueto. Por un mo mento Emie se sintió desilus ionada, pero ens eguida decidió o lvidarlo porque debía de ser la manera de Gia de decirle delicadamente que, maquillada o no, no había mucha diferencia. Seguramente, si la llenaba de colo rete, lo único que co nseguiría sería atraer aún más la atención s obre lo so sa que era su cara. Co mo una muerta dentro del ataúd. Ah, bueno, daba igual. No iba a ponerse a llorar por aquello. Al fin y al cabo, aquel era su aspecto normalmente. Al menos Gia la había tocado. Emie aspiró la embriagadora mezcla aromática de maquillaje y piel femenina caliente y decidió que lo mejo r era cambiar de tema. —¿Cuánto tiempo llevas haciendo este trabajo? Le pareció que el hermo so ros tro de la o tra mujer se teñía de alivio, ¿pero po r qué? —Llevo en el programa tres años largos —contestó Gia, que volvió a apoyarse en el tocador, con las manos en los bordes y los tobillos cruzados . —Lo dices com o s i fuera una condena. Gia ladeó la cabeza en un ges to de indiferencia. —Me paga las facturas, pero mi verdadero amor… —La duda asomó a sus agraciados rasgos—. ¿Seguro que quieres o írlo? —Claro que sí. Si no , no habría preguntado —le aseguró Emie—. ¿Tu verdadero amo r? —Es la pintura —pros iguió Gia. Emie se maravilló cuando Gia sonrió y se le iluminó la cara. Su mirada se tornó soñadora, distante. Emie no había creído po sible que Gia pudiera ser aún más atractiva. Vaya, la había infravalo rado. —¿Com o las pinturas de guerra? —bromeó , mirando de nuevo al espejo. Gia se rio. —No, no de maquillaje. Al óleo . Arte. —Una artista. Mmm , no me s orprende. Gia tenía manos de artista que hacían que Emie deseara ser un lienzo en blanco, preparado para recibir sus atenciones . Casi no taba los go lpes de pincel… Tragó saliva. —Eso es maravillos o, Gia. ¿Qué pintas? —Luego —musitó Gia. Le tembló un músculo de la barbilla y sus oscuros ojos se ensombrecieron. Echó un vistazo fugaz a la puerta y después se acuclilló delante de Emie y le cogió la mano. Emie estaba helada, pero las manos de Gia eran cálidas al estrecharle la suya. —Emie, es cúchame. Este programa… Antes de que pudiera terminar, la estricta producto ra llamó a la puerta con brusquedad, abrió y s e as o mó al interior. Se le habían escapado alguno s mecho nes del mo ño que s e había hecho a un lado de la cabeza y todo parecía indicar que se había o lvidado po r completo de los dos lápices que había metido dentro. —Doctora Jaramillo , es hora de s alir. Gia se levantó y salió de en medio, con las m anos en los bo lsillos traseros. Emie lo lamentó en lo más ho ndo de su ser y miró a G ia de hito en hito . ¿Qué habría estado a punto de decirle? Por absurdo que fuera, Emie no quería salir de la habitación ni alejarse de aquella mujer. Se había sentido muy cómoda hablando con Gia, que era muy guapa. Las mujeres co mo Gia no so lían orbitar alrededor del sol de Emie.
—Dese prisa, doctora Jaramillo, por favor —la instó la pro ductora. —Ve, Emie —le dijo Gia, regalándole o tro guiño m atador. —¿Qué ibas a decirme? —No im po rta. Mucha mierda —le dijo, co n vo z ronca—. Eso significa mucha suerte. —Levantó lo s pulgares—. Te veo dentro de unos minutos . Emie miró a G ia con curios idad mientras s e levantaba de la butaca y se alisaba el traje. ¿Unos m inuto s? Se llenó de esperanza. —¿Ah sí? —Quiero decir… que te veré en los m o nitores. —Oh. —Se produjo una pausa extraña—. Bueno, gracias. Se ahuecó el pelo con dedos tembloros os y reprimió la decepción. ¿Qué había esperado? ¿Una declaración de amo r eterno ? Era algo que nunca había entrado en s us planes , así que ¿po r qué iba a suceder ahora? Le dedicó una so nrisa de despedida a Gia, respiró ho ndo para reunir valor y salió de la s ala en pos de la producto ra. *** —¡Joder! —exclamó Gia en cuanto la delgada profeso ra de vo z s uave salió del camerino. Se dejó caer en la butaca y hundió el ros tro entre las mano s, con el es tómago encogido po r la culpa. Cuando la puerta chirrió de nuevo, levantó la mirada; Arlo n, el regidor, había entrado y la o bservaba con la ceja levantada. —¿Qué pasa? —Esa po bre mujer no tiene ni idea de a qué ha venido —mus itó Gia—. Va a s er una pesadilla. De verdad se cree que va a hablar de la clonació n humana. —Ah, eres una blandengue —se rio Arlon, apoyado en el marco de la puerta con la carpeta entre los recios brazos. Los cascos que llevaba so bre la calva parecían haber crecido allí, como si fueran parte de él—. Cualquiera que venga a El show de Barry Stillman se merece lo que recibe. Hay que vivir en una cueva para creer que este programa tiene algún tipo de seriedad. —No lo ha visto nunca, Arlon. Ni siquiera ha oído de qué va. Gia se puso de pie de golpe, cruzó la habitación y paró el iPod. Luego apoyó las manos en la pared y agachó la cabeza. Emie Jaramillo se había infiltrado en sus dominios ¿cuánto rato?: ¿diez minutos? Y la canción de Mary J «La cosa más dulce» ya le recordaba a ella. Gia aún notaba su fragancia a lavanda en el aire. Mierda, se sentía como una capulla integral. Aquella mujer dulce e inteligente con rostro en forma de corazón y mirada confiada no se merecía una trampa como aquella. Gia había esperado que la famosa científica fuera arrogante y se diera aires de superioridad. Al menos, que fuera algo altanera. En lugar de eso, Emie había resultado ser la mujer más accesible y llana que había conocido en mucho tiempo. Desde sus inquisitivos ojos castaños, ocultos tras aquellas gafas tan encantadoras, hasta su gran so nrisa y su sentido del humo r, Emie era única. —Seguro que lo ha visto —intervino Arlon en tono escéptico, sacando a Gia de sus cavilaciones —. Todo el mundo ha visto El show de Barry Stillman. —No to do el m undo se pasa el día delante de la caja tonta, Arlo n. Es científica. Tiene una vida. Una carrera a tiempo completo. Él dejó es capar un silbido. —Te ha dejado bien tocada, Mendez, debe de s er un pibón. No , espera. —Arlo n miró el sujetapapeles que s os tenía—. No puede s er guapa si está en este programa concretamente. En qué es taría pens ando… —Era guapísima. Precios a —replicó Gia, vo lviéndose hacia su co mpañero co n brusquedad. Le cos taba co ntro larse, así que se frotó la cara para obligarse a calmarse. —Lo siento, no quiero pagarlo co ntigo. —No pas a nada. —Arlon se apartó de la puerta y se le acercó —. ¿Qué es lo que te ocurre realmente? Gia reso pló. —¿A ti nunca te afecta, Arlon? ¿Lo de mentirle a toda es a gente para que vengan al programa? Arlo n reflexionó uno s segundo s antes de contestar. —So lo es un trabajo , G. Televisión. Entretenimiento idiota, con especial énfasis en la palabra idiota. Además, tú no eres más que la maquillado ra. No puede echarte la culpa. —Pero lo hará, a eso voy. Creerá que todos le hemos mentido y será verdad . Para ella —Gia hizo un gesto en la dirección general del plató—, esto será una hum illación pública. Apretó lo s dientes, luchando co ntra los familiares s entimientos de pesar de su pasado . Si había alguien en el mundo que no se m erecía que abusaran de ella era la doctora Emie Jaramillo . —Estamos enviando a un cordero inocente al matadero. ¿Cóm o podemo s vivir con nos otros m ismo s? —Entiendo lo que quieres decir, Gia, pero en serio, no seas tan melodramática. La señora pasará un poco de vergüenza en televisió n. Ya ves. Ya se le pas ará. Gia lo fulminó co n la m irada. Era tan apático; tan displicente… —Además , ya no hay nada que po damo s hacer al respecto —añadió Arlo n, ajustándos e lo s auriculares—. Parece que la buena de la profeso ra acaba de salir. *** Los jaleos y aplausos del público sorprendieron a Emie, que salió al escenario y se sentó en una de las dos butacas que había en medio de una plataforma enmo quetada. Para ser un pro grama so bre los aspectos m édicos y científicos de la clonación, se había esperado a un grupo más recatado, pero al menos le habían dado un buen recibimiento. A su espalda, el plató estaba construido para dar un efecto de sala de estar acogedora. Los focos montados en los andamios la cegaban, pero era capaz de distinguir vagamente las caras del público en las gradas, dispuestas en semicírculo. En cuanto tomó asiento, buscó a su familia y sus amigas entre lo s presentes. Ahí estaban, delante y en el centro: su madre, su padre, Iris y Paloma, todos seguidos. Les sonrió, pero ellos tenían una expresión rara. Paloma tenía los brazos cruzados sobre el generoso pecho y tenía los ojos muy abiertos y serios. ¿E Iris? Emie habría jurado que estaba furios a. Y ahora que lo pensaba, su padre también parecía algo enfadado. ¿Su m adre lloraba? Perpleja, Emie entornó los o jos para verlos mejo r. Sí, definitivamente su madre estaba llorando. ¿Habría pasado algo
pero lo s niveles de adrenalina se le dispararon. Antes Antes de que tuviera tuviera tiempo tiempo de darle más vueltas, vueltas, los so noro s aplaus o s se apaciguaron y Barry Barry Stillman Stillman le so nrió des de el pasillo en el que estaba de pie. —Doctora Jaramillo, bienvenida al programa. —Gracias —Gracias —murmuró ella, y se subió las gafas con el nudillo. Las risas del público la desconcertaro desconcertaro n. —Háblenos un po co de su investigació investigació n, do cto cto ra. Cruzó una pierna sobre la o tra tra y se echó hacia delante. Siempre se sentía mucho más segura cuando po día hablar de sus estudios , así que le regaló una so nrisa entusias entusias mada a su anfitrión. anfitrión. —Bueno, soy profesora de ingeniería genética en una universidad privada de Colorado. Lideramos la investigación sobre clonación en el país, particularmente sobre clonación humana, aunque la cuestión es bastante polémica en los Estados Estados Unidos . —Parece —Parece un trabajo trabajo m uy abso rbente rbente para una mujer hermo sa. Emie notó un es calofrío de aprensión es palda abajo y miró de reojo la butaca butaca vacía vacía al lado de la suya, preguntándos preguntándos e para quién sería. No le habían dicho que habría algún otro contertulio. ¿Y por qué Barry hacia un comentario tan estúpido? estúpido? Se humedeci humedeció ó los labios labios secos y deseó tener tener a mano un po co de agua. —Sí, es un trabajo extenuante. —Seguramente —Seguramente no le deja mucho tiempo para acicalarse, acicalarse, ¿no es así, do ctora ctora Jaramillo? El público volvió a estallar en carcajadas. Emie se puso a la defensiva de golpe, se echó hacia atrás en la butaca y cruzó lo s brazo s adem ás de las piernas. Le ardía ardía la piel y no no taba el sudo r resbalarle resbalarle por la tensa tensa es palda. —Disculpe mi confusió n, pero creía que íbamo s a hablar so bre la la clonación humana. En aquella ocasión, el público permaneció en silencio, pero la pausa que se produjo parecía un polvorín a punto de explotar. —Bueno, —Bueno, do ctora ctora Jaramillo, no vamo s a hablar de clonació n humana. En realidad realidad tenemo tenemo s una s orpresa para usted. Emie parpadeó varias veces para tratar de comprender lo que estaba pasando. Miró hacia un lado y vio a Gia observándola con dolor y nerviosismo en sus oscuros ojos. Por un instante sus miradas se encontraron, pero Gia agachó la cabeza y s e dio la vuelta. ¿Qué diablos estaba estaba pasando? —¿Una so rpresa? rpresa? —logró farfull farfullar ar Emie al fin—. fin—. No lo entiendo. entiendo. —A lo mejor puedo ayudarla a que lo entienda. Escuche atentamente esta grabación, doctora, y puede que encuentre alguna pista so bre quién la ha traído traído ho y al programa. Todo el mundo se quedó en silencio y de pronto una voz profunda, condescendiente y con acento resonó como un trueno trueno en el es tudio. —Emie, sé que me deseas. Pero he venido a decirte que para que tengamos una oportunidad tienes que que dejar de parecer parecer un rató rató n de biblio teca. teca. Lo hago por tu bien. Emie cayó en la cuenta poco a poco, como si la certeza estuviera hecha de ácido y le quemara la carne. La sensual voz grabada pertenec pertenecía ía nada m ás y nada m enos que a Vito Vito ria Elizalde, Elizalde, la tigresa tigresa brasileña con la que trabajaba trabajaba y que no aceptaba aceptaba un no po r repuesta. repuesta. Se Se tapó la bo ca con la mano a medida que s u mente ataba ataba cabos . «¡Me «¡Me han engañado!» Emie había salido a tomar un café con Vitoria un par de veces el mes anterior, meramente como gesto de respeto profesional. Vitoria era una investigadora visitante de un país extranjero y, aunque personalmente la encontraba insoportable, arrogante y creída, incluso rapaz, había hecho todo lo posible por que se sintiera bien recibida en el equipo. Por s upuesto, una cretina cretina com o Victo Victo ria supo ndría que un par de cafés cafés de mierda significaban que Emie quería algo m ás. Qué típico. Aquello Aquello era exactamente exactamente por lo que Emie había o ptado ptado po r no s alir co co n nadie. Nunca. Nunca. Mientras Mientras el público rugía, encanta encantado do con el espectáculo, el presentador le preguntó: preguntó: —¿Reconoce —¿Reconoce es a voz , doctora? doctora? Emie no era capaz de asentir y mucho menos de pronunciar palabra. Primero la habían comparado con una muerta, ¿y aho ra le decían que tenía tenía pinta de rató rató n de biblioteca? Se le cayó el alm a a lo s pies y se quedó clavada en el asiento de pura vergüenza. vergüenza. Le escocían lo s o jos , llenos llenos de lágrimas lágrimas , y cuando empez ó a temblarle la barbilla barbilla el el público se pus o a aplaudir y corear «¡Ba-rry! «¡Ba-rry! ¡Ba-rry! ¡Ba-rry! ¡Ba-rry! ¡Ba-rry!». ». Emie miró a s us aco mpañantes, que parecían parecían tan ho rrorizado s po r lo que estaba estaba pasando co mo ella. ella. Iri Iriss mo vió lo s labios , formando formando las palabras: palabras: «Lo s iento». iento». La detestable detestable voz de Stillman Stillman se im puso a la algarabía. —¿Qué opina el público público ? Al punto, más de un centenar de pancartas negras se alzaron entre los asistentes. En la mayoría se leía «Ratón de biblioteca» en letras amarillas fosforitas. Tras unos segundos, su padre levantó la suya con manos temblorosas y coloradas, pero por el lado amarillo, en donde había escrito con letras negras «Belleza». Emie se sentía muy avergo avergo nzada de haber hecho pas ar a sus padres po r aquella humillación. humillación. Tendría Tendría que haber sabido que era una trampa. trampa. —¿Y qué tiene que decirle decirle el público a la do ctora ctora Jaramillo ? Un centenar centenar de vo vo ces le gritó gritó al unís ono . —¡Tr —¡Tranquila, anquila, empo llona! ¡Te dejaremos nueva! Emie vio las estrellas y se aferró aferró a lo s brazo s de la butaca para para no des mayarse. Aquello era una pesadilla. Claro que Gia no la había maquillado. No era hermosa como le había dicho. Al contrario, todos —incluida Gia— habían querido que estuviera estuviera horrible para salir al escenario. Reprimió Reprimió un so lloz o . Por Por algún mo tivo, tivo, el engaño de G ia le había partido partido el corazó n. La guapa maquilladora había so nado s incera incera y hasta había parecido parecido que co nectaban. nectaban. «Te ha engañado, Emie.» —¡Démo —¡Démo sle la bienvenida al programa a la profeso ra Vitoria Vitoria Elizalde! —anunció —anunció Barry Barry estentóreamente. Vitoria apareció por el lado contrario, contoneándose como una pantera y con la melena negra perfectamente arreglada. arreglada. Saludó al público levantando lo s brazo s co mo si fuera una reina reina y to to dos la jalearon y la aplaudiero aplaudiero n. Incluso Incluso les hiz o una reverencia. reverencia. ¿Có mo po día hacerle hacerle aquello? ¿ Cóm o había s ido capaz de llevar a Emie a la televisión televisión nacio nal, delante delante de Dio Dio s, de sus padres y de sus amigos? De todos, de sus empleados, de sus colegas… ¿Qué coño le pasaba a aquella zorra psicó pata? A Emie se le s altaron altaron las lágrimas tras las gafas y empezó a ver borroso , sin poder evitarlo. evitarlo. Cuando Vitoria se sentó en la butaca libre, Emie se puso de pie y retrocedió tambaleándose, secándose las lágrimas de la cara sin
encogido. —¿Cóm o has podido , Vito Vito ria? Eres una bruja bruja estúpida y arro arro gante gante —espetó —espetó en tono áspero antes de girar so bre sus cóm odo s z apatos de tacó tacó n bajo y salir del plató plató a la carrera, carrera, acom pañada por los abucheos del público. Tras Tras las cám aras, la productora con lápices en el pelo cogió a Emie de los brazo s y la retuvo. retuvo. —Ven, Emie. Van a maqui llarte, no estará tan mal. Las lágrimas s e habían co co nvertido nvertido en so lloz os y Emie Emie había empez ado a hipar. hipar. ¿De qué planeta planeta había salido aquella gente? —Déjame —hipido —hipido — en paz. No voy a vo lver a —hipido— —hipido— s alir ahí. Ni ahora ni nunca. Intentó Intentó zafarse de la mujer, pero en ese m om ento llegó o tro tro ho mbre y la pro pro ducto ducto ra le pidió pidió ayuda con la mirada. —¿Arlon? —No… —No… eh… no llore, señora —musitó —musitó él. El modo en que se le entrecortaba la voz dejaba bien claro que no se sentía cómodo teniendo que consolarla. Le dio una palmadita en el brazo brazo y carraspeó carraspeó . —No está tan mal —le dijo—. Le traere traeremo mo s un po co de hielo para que no s e le hinchen hinchen los ojo s y… —Dejadla —Dejadla en paz —siseó Gia desde detrás detrás de Emie—. Ahora mism o . Tanto la productora como el tal Arlon desviaron su atención hacia Gia y Emie aprovechó para soltarse de ellos y atravesar atravesar corriendo la m araña de cables y andamio s de la parte parte trasera trasera del plató has ta alcanzar alcanzar el pas illo de salida. A su espalda o yó que la productora decía: —No te metas, Mendez. Emie rompió a llorar desconsoladamente. No había pasado tanta vergüenza en la vida. Había trabajado muy duro para que sus padres estuvieran estuvieran orgullos o s de ella. La habían traído traído a lo s Estados Unidos desde México México cuando apenas gateaba, gateaba, porque querían darle darle una vida mejor llena de o portunidades. Habían dejado atrás atrás todo lo que cono cían, familia, familia, amigos, el idioma que los dos hablaban con elocuencia, el país que amaban… Todo por ella. Así que había dedicado su vida a demostrarles su gratitud, demostrarles que había aprovechado su sacrificio para triunfar en la vida y que podían sentirse sentirse o rgulloso rgulloso s de s u hija. hija. Y ahora es to. Por supuesto, era una mujer inteligente, una eminencia en su campo, pero no podía evitar pensar que ese día sus padres la habían visto desde otra perspectiva: como a una treintañera que casi no salía de casa y no era capaz de conquistar a un bellezón pretencioso y arrogante que nunca le había interesado lo más mínimo. Ella no le daba impo rtancia rtancia al aspecto aspecto exterior exterior,, pero pero aquel estúpido pro grama había pues to en evidencia sus supues tas carencias carencias para escarnio público. Empujó la barra de la puerta puerta metálica metálica y salió al pasillo . No s abía cóm o iba a superar aquello y cómo iba a compens ar a sus padres, con lo m ucho que valoraban su dignidad. —¡Emie, espera! «Gia.» Emie siguió corriendo, porque no quería vo lver a mirar a la cara cara a aquella mentiros mentiros a, pero pero Gia la atrapó atrapó y la co gió del antebrazo. —Suélta —Suéltame me —forcejeó Emie, con la mirada pegada al suelo . Parte Parte de ella deseaba que Gia le diera un abrazo y le dijera que todo todo iba a s alir bien. «La parte parte de mí m ás tonta, que ni siquiera siquiera existía hasta hoy. Hasta que he pasado pasado po r esa maldita sala de maquillaje.» —Emie, —Emie, po r favor, favor, lo siento mucho . Espera, deja que te expli… —¿Que lo sientes? —hipó Emie, con una mezcla de ira y vergüenza. Gia había fingido ser amable con ella, cuando había sabido que era un engaño desde el principio—. ¿Crees que una disculpa vacía va a arreglarlo? Gia, déjame en paz, ¿vale? Emie levantó la barbilla, se subió las gafas y le lanzó una mirada furibunda, para disimular lo dolida que estaba. Se so ltó de Gia con un tiró tiró n indignado y se fro fro tó el brazo co n la otra mano. El pecho pecho le iba a toda velocidad mientras mientras m iraba fijamente a la mujer en la que había confiado, a la que había deseado por un breve instante. Aquella mujer había desem peñado un papel muy impo rtante rtante en en la humillación más grande de su vida. vida. —Quiero —Quiero explicárt explicártelo. elo. —¿Sí? Pues yo no quiero o írte. írte. Quiero que me dejes en paz. Joder, Joder, después de lo que ha pasado, ¿no es —hipido— lo mínimo que puedes puedes hacer? hacer? Dicho lo cual, se volvió y recorrió con paso vacilante el largo e inhóspito pasillo. Las piernas le pesaban como si fueran de plomo y le hubieran chupado toda la energía. Lo único que quería era irse a casa, ponerse un chándal y acurrucarse acurrucarse con un vaso de… —Lo que te dije iba en s erio, Emie —le gritó gritó Gia—. Eres Eres precios a. A Emie Emie se le encogió el corazó n. «Otra mentira. m entira.» » Y siguió andando s in mirar atrás. atrás.
Capít Capítulo ulo dos A Gia no le costó anunciar al personal de Barry Stillman que ya podían meterse el trabajo donde les cupiera. Sin embargo, empaquetar todas sus cosas y cruzar el país en coche en busca de una mujer que solo había visto una vez, que la atormentaba en sueños y que probablemente la odiaba a muerte fue fue el mayo r riesgo riesgo que había corrido nunca. Daba igual, se sentía bien. Había pasado más de doce horas en la carretera para cuando la silueta de Denver se perfiló perfiló en el cielo de última última ho ra de la tarde. tarde. Gia consultó las indicaciones que habían de llevarla hasta Emie. La do ctora ctora se m erecía una disculpa y, y, puede que por primera vez en la vida, Gia iba a hacer todo lo que estuviera estuviera en s u mano para arreglar las cosas con alguien a quien había herido sin merecérselo. Se incorporó con su camioneta negra a Speer Boulevard Sur y se puso en el carril central. Entonces bajó la ventanilla y aspiró el aire veraniego, fresco y seco, tan diferent diferente e de la s o focante focante humedad que había en el Chicago do nde había crecido. También También era cierto cierto que todo le había parecido asfixiante mientras crecía. Le costaba tanto pensar en sí misma como la abusona que había sido de adolescente, siempre enfadada con todo el mundo, como recordarse que ya no era así. Se había transformado y el cambio se lo debía a su profesor de arte del instituto, el Sr. Fuentes. Fuentes era un fideo y abiertamente afeminado, pero estaba orgulloso de ser como era y no había permitido que nadie lo intimidara. intimidara. Ni siquiera había torcido el ges to al enfrentarse enfrentarse cara a cara co co n una furio furio sa G ia y, al mism o tiempo, nunca había hecho que ella s e sintiera insignificante. insignificante. Al contrario, contrario, Fuentes Fuentes la había hecho creer en su pintura pintura y en su talento. La había enseñado a canalizar toda aquella ira reprimida reprimida en s u arte arte y la había ayudado a entender que la felicidad verdadera verdadera provenía del interior interior de una perso na, no del exterior. exterior. Aunque Gia nunca había podido vivir del todo de su pintura, había hecho un par de exposiciones, había vendido algunos cuadros y, a sus treinta y cuatro años, aún creía creía en sí misma. Fuentes Fuentes s e había ganado s u respeto y más adelante adelante también su admiración. A lo largo de los año s le había dado las gracias en más de una ocasión, pero nunca había vuelto para disculparse abiertamente con la gente a la que había hecho daño y acosado en el instituto. Puede que haber cambiado de vida ya fuera bastante penitencia, pero la culpabilidad culpabilidad infinita infinita que la atormentaba desde la ado lescencia le pesaba en el co razó n. Seguramente Seguramente una disculpa no bastaría para pasar página, pero era un paso en la dirección correcta. Además, cualquier paso que la acercara a la doctora Jaramillo m erecía la pena darse. darse. Si era era sincera consigo mis ma, la opo rtunidad rtunidad de arreglar arreglar las co sas no era la única razó razó n que la había llevado llevado a bus car a la delicada pro pro fesora, cuyo cuyo pelo s edos o y corto sería la perdición de cualquier mujer. mujer. Había también también algo instintivo instintivo en sus actos: una sola noche en vela, recordando el suave aroma a lavanda de Emie, sus brillantes ojos oscuros tras las gafas y su risa cristalina le había bastado para saber que tenía que volver a verla, verla, porque si no lo hacía su recuerdo la perseguiría para siempre como si fuera una herida herida de guerra. guerra. No po dría evitar evitar pensar en ella con una punzada de do lor y preguntarse preguntarse qué podría haber pasado s i las cos as hubieran sido diferent diferentes. es. Echó un nuevo vistazo al mapa arrugado que tenía sobre el asiento del acompañante y apartó de encima los envoltorios de Snickers que estaban hechos una bola. Si no iba desencaminada, en menos que canta un gallo estaría llamando a la puerta de Emie. Y si la fortuna estaba de su lado , la doctora accedería a escucharla. *** Habían pasado tres días infernales desde su aciaga aparición en El Show de Barry Stillman. Stillman . Enfundada en un enorme pantaló pantaló n de chándal y sintiéndos e com o una mierda empapelada, Emie se s entó en el suelo de la sala de estar con las piernas cruzadas, frent frente e a s us m ejor am igas, Iris Iris Lujan y Palom a Vargas. Vargas. Entr Entre e ellas, so bre la alfom alfom bra marrón o scuro, había varios platos llenos de comida casera: enchilada, puré de patatas, pollo con mole y una tarta de queso medio helada de Sara Lee. Eso sin mencionar la jarra de cóctel margarita. Sin soltar el tenedor, las tres se tomaron un descanso colectivo del consuelo gastronómico. Emie apoyó la espalda en el sofá forrado y posó sus manos en la barriga llena con un gemido. Se preguntaba con acritud si Gia Mendez también le diría que era preciosa si la viera en aquellos momentos. Todavía tenía los ojo s hinchados de tanto tanto llorar y le le había salido un s arpullido en el cuello cuello po r los nervios . Llevaba Llevaba el pelo aplastado aplastado por un lado y de punta por el otro, porque porque se había pasado lo s do s últimos días tumbada en el sofá haciendo z apping por pro gramas que no había visto nunca (qué ironía) para matar el tiempo tiempo entre entre berrinche berrinche y berrinche. berrinche. Ahora estaba hinchada y le importaba un carajo. Todo el universo telespectador la conocía más por su aparición en pantalla que por el innovador trabajo que había hecho en su campo científico. No valía la pena intentar «ponerse guapa». Extrañament Extrañamente, e, era era un recuerdo recuerdo mucho más lejano que s u humillación televisiva televisiva lo que le venía a la m ente una y otra otra vez y le ponía el corazón en un puño. Era de cuando era niña y le gustaba ponerse vestidos y ver Miss Universo en televisión. elevisión. Cerrab Cerraba a los ojo s en lo s anuncios y s e imaginaba imaginaba acept aceptando la corona po r los Estados Estados Unidos en inglés y luego dándoles las gracias a sus padres en español. En aquella época todavía lo creía posible. En aquella época todavía quería que quería que sucediese. Sin embargo, una tarde de verano, su tía Luz y su madre estaban tomando té con hielo en el porche mientras Emie jugaba juga ba co n sus s us muñecas mu ñecas en la habitació habi tació n. Tení Tenía a la ventana ve ntana abierta a bierta para pa ra que entrara el aire, y le llega l legaro ron n las voces vo ces de s u madre y de tía Luz: —Mira, —Mira, Luz. Fotografías Fotografías de lo s niño s en el picnic de la iglesia la sem ana pasada. Emie oyó a tía Luz Luz pasar las fotograf fotografías ías y aguzó el oído al oír que la nom braban. braban. —Aquí —Aquí es tá Emita. Emita. —Su —Su tía hizo una pausa—. Qué niña m ás lista. —Gracias —Gracias —mus itó su m adre, y Emie adivinó adivinó que s o nreía. —Gracias —Gracias a Dio s que es inteligent inteligente, e, porque lo que es guapa no ha salido . Con esas piernecillas piernecillas delgaduchas y esas gafas de culo de botella, no enco ntrará ntrará marido nunca, pero s iempre tendrá tendrá un buen trabajo trabajo . Emie se quedó helada y sintió un calambre en el estómago, como cuando había comido demasiada masa de galleta la semana anterior. Dejó las muñecas y se tumbó en el suelo de lado, a ver si le dejaba de doler la barriga. Le habían entrado entrado ganas de llo rar. Intentó Intentó dejar de escucharlas, pero pero no lo pudo evitar. evitar. Su madre madre hizo un so nido de desaprobación desaprobación con la lengua. —No s eas cruel, Luz. No todo el mundo puede ser agraciado agraciado ni todo el mundo necesita un marido. Ya Ya crecerá. crecerá. —Esperemo —Esperemo s que s ea una flo flo r tardía tardía —añadió —añadió tía Luz. Pero Pero nunca había florecido, por mucho que Gia dijera. Si Si lo hubiera hecho hecho no habría acabado de invitada en el horrible
su tía Luz, había dejado de importarle la noción de belleza de la sociedad y había dejado de ver Miss Universo. Se centró en el colegio y desterró de su mente la idea de enco ntrar a alguien a quien querer en la vida. No vivía en el Arca de Noé, no todo tenía que ir por parejas. Y había sido feliz, estaba satisfecha con la vida que se habí a cons truido… hasta que el gilipollas de Barry Stillman había irrumpido en ella. Y ahora el recuerdo de aquel día tan lejano le dolía igual que la primera vez. Lo apartó de su mente, se rascó los puntos rojos que le habían salido debajo de la o reja e hipó. —¿Sigues con hipo? —se interesó Palom a. —Me entra cuando estoy —hipido— estresada. —Se subió las gafas y se rascó el otro lado del cuello—. Va y viene desde el —hipido— fiasco. Seguramente es que —hipido— trago la com ida demasiado deprisa. Paloma s e levantó, pasó po r encima del bufé mexicano y se dejó caer en el sofá, detrás de Emie. —Vo y a tirarte de las orejas mientras te bebes tu margarita. A lo mejo r no te quita el hipo , pero después de todo ese tequila te dará igual. Emie so ltó una carcajada amarga y obedeció. Funcionó . Le so nrió a Palom a, que había empezado a juguetear co n su alborotado pelo, y se llevó la mano al cuello s in pensar. —Cariño, no te rasques más . Será peor —le recomendó Iris afectuos amente—. ¿Te has puesto la crema que te di? Emie asintió y puso las mano s s obre el regazo. Si alguien sabía lo que era que te juzgaran so lo po r la apariencia, esa era Iris, aunque Emie y ella entendían el concepto desde perspectivas diferentes. Iris era una belleza natural, de melena negra ondulada hasta la cintura y enormes ojos verdes. Había seguido su carrera de modelo después de ganar el premio a la chica más guapa en el instituto. A sus treinta años, era una de las latinas más famos as de Es tados Unido s y había aparecido en Cosmo, Vanity Fair , Latina, Vanidades y Vogue, entre otras. Era lo opuesto a Emie físicamente y siem pre lo había sido , pero en su corazó n, junto con Palom a, eran trillizas del alma. «Si hubiera tenido el as pecto de Iris en el plató…» A lo mejor Gia habría sentido algo más que lástima por ella. A Iris nunca le faltaba la atención de otras mujeres preciosas. No . No . Emie no era así ni quería serlo. Maldita sea, el puto Show de Barry Stillman no iba a arrebatarle toda la autoestima. Cerró los ojos cuando la invadió una nueva oleada de vergüenza al revivir el que ya se había convertido en el fiasco televisivo de Chicago . En el avión de regreso había tenido la im presión de que todo el mundo la miraba, en plan «Mirad, ¡ahí está el ratón de biblioteca!». El so lo hecho de pensar que estaba empezando a interiorizar aquella mierda superficial le resultaba desmo ralizador. Se había autom edicado co n varias bo tellitas de vino barato durante el vuelo, hasta convencerse no so lo de que es taba siendo paranoica, sino de que le daba igual. Aun así, había tenido que hacer de tripas corazón para atravesar el Aeropuerto Internacional de Denver con la cabeza alta, incluso flanqueada por Iris y Paloma para ofrecerle el apoyo moral que tanto necesitaba. Claro que la gente la habría visto: El Show de Barry Stillman tenía treinta millones de espectadores, según Goo gle. Lo que no sabía seguro era quién la había visto , y aquello era lo que m ás m iedo le daba. Por fin había llegado a s u cóm odo hogar de Washington Park y había cerrado la puerta con llave. Tras media ho ra de tranquilidad, había empezado a sentirse mejor, al pensar que quizá nadie había visto el programa, pero entonces el teléfono empezó a sonar. Al parecer todo bicho viviente que había conocido en su vida había visto el puto programa. Tuvo el contestador saturado durante dos días con mensajes incómodos de apoyo y compasión: justo lo que necesitaba. Hasta un saló n de belleza del barrio le envió un vale regalo, para su desm ayo. El teléfo no s o nó o tra vez y Emie le echó una m irada torva. —Os juro que estoy a es to de tirarlo po r la ventana —les sus urró a sus amigas, dando un buen trago de margarita. Se limpió la sal de los labios y prosiguió—. ¿Ahora quién será? ¿El presidente? Creo que es el único que no me ha hecho llegar sus co ndolencias por la muerte temprana de mi dignidad. Iris chasqueó la lengua y miró a Emie con expresión implorante, mientras Paloma alargaba el brazo y silenciaba el teléfono. —Cuando nos dimos cuenta de lo que iban a hacer, intentamos ir a avisarte, Emie, te lo juro —le repitió Iris por enésima vez. —No nos dejaron —añadió Paloma, hincando el tenedor en la tarta de queso—. Malditas sabandijas. Tu madre se puso a cantarles las cuarenta en español. Nunca había oído tanto taco junto; se me pusieron los pelos de punta. Creo que no sabían qué hacer con ella —explicó, antes de llevarse la tarta a la bo ca y mas ticar, sin apartar la mirada de Emie con expresión apesadumbrada. —No es culpa vuestra, chicas. Lo único que digo es que ojalá alguien de mi círculo hubiera sabido de qué iba el programa para avisarme. Fue culpa mía caer de cabeza en su trampa. Se desordenó el pelo con los dedos y apoyó la cabeza en el sofá. Y menuda trampa, con un gancho tan seductor como Gia Mendez para atraer a las mujeres. O a los hombres, ya puestos. No se imaginaba una sola alma que no encontrara sexy a aquella mujer. «Dios , qué estúpida so y.» —Lo que le hacen a la gente no tiene no mbre, Emie. Deberías presentar una queja —le dijo Iris, al tiempo que servía o tra ración de enchiladas. Apartó las im ágenes de Gia de su mente y le dedicó una s onris a a su amiga. —Bueno, no serviría de nada. Además, lo que quiero es o lvidar que ocurrió. «Olvidar que por un segundo llegué a pensar que una diosa del sexo como Gia Mendez miraría más de dos veces a una rata de laboratorio co mo yo.» —¿Cuánto tiempo falta para que empiece el próximo sem estre? —se interesó Palom a. —Poco más de un mes. Poco más de cuatro semanas antes de que tuviera que volver a verse las caras con Vitoria la Vil. Solo pensar en la Elizalde hacía que le entraran ganas de darle un puñetazo. —Dios, esa puta arrogante —dijo —. ¿Quién s e cree que es? —Tienes razón —opinó Palom a, que abrazó a Emie desde atrás rodeándole los hom bros co n los brazo s—. Tú, a esa, ni los buenos días.
—Tengo que pensar en algo para devolvérsela. —Oh, venganza —asintió Iris—. Esa s iempre es la manera más saludable de s uperar un trauma. Emie puso lo s ojo s en blanco al detectar el sarcasmo . —De todas maneras, espero que para cuando vuelva al trabajo todo esto ya sea agua pasada y me dé menos vergüenza. No quiero que nadie me recuerde esta debacle. «Especialmente, a cierta artista de ojos castaños con unos dedos que harían a cualquier mujer matar por pintura corpo ral co mes tible.» En ese mo mento llamaro n al timbre. Dos veces. Emie miró a s us am igas, con el ceño fruncido. —¿Quién puede ser? ¿ La QMD? —Muy graciosa. Seguramente será tu madre —le dijo Iris—. Ya abro yo . —No, espera. —Emie s e puso de pie con un gruñido—. Voy yo . Seguramente será todo el ejercicio que vaya a hacer esta semana. Emie atravesó el salón descalza, zigzagueando un poco por culpa del tequila, y llegó al pasillo oscuro que daba a la puerta. Necesitaba que le diera un poco el aire más que nada en el mundo. En Colorado, en julio subían mucho las temperaturas durante el día, pero caían de nuevo al po nerse el s o l, cuando la luna traía brisas más frescas. A lo mejo r se sentaba un rato en el porche con su madre en lugar de meterse en casa. La oscuridad disimularía un poco lo hinchados que tenía los ojos y de paso, si se quedaban fuera, su madre no vería los restos de su pequeña fiesta de autocompasión sobre la alfombra del salón. Se horrorizaría si supiera que habían estado comiendo con platos en el suelo , po rque para ella los mo dales eran primordiales. Emie se detuvo un s egundo en el pasillo, se apoyó en la pared e inspiró ho ndo. Con s olo pensar en ver a su m adre, volvía a sentirse avergonzada. La verdad era que sus padres lo habían llevado mucho mejor que ella, pero eso daba igual, po rque aun así s e sentía culpable. En el fo ndo sabía que les había dado vergüenza que s u hija fuera humillada de aquella manera en público. Costara lo que costase, iba a zanjar el tema en cuanto se le pasara un poco el enfado con Vitoria Elizalde. Antes de descorrer el cerrojo, Emie encendió las luces del porche. Tiró de la pesada puerta de madera tallada y empezó a hablar sobre el chirrido de lo s go znes. —Es tarde, mamá. No deberías salir… Se le cortó la voz cuando cayó en la cuenta de que la esbelta y escultural mujer que aguardaba en el porche como si el mundo le perteneciera no s e parecía en nada a su madre. No estaba segura de si se le había parado el co razó n o de s i le latía tan deprisa que ni siquiera lo notaba. Fuera como fuese, estaba horrorosa y tenía la sudadera manchada de guacamo le y estaba cara a cara con… —Gia —hipido—, ¿qué… qué haces aquí? Para acabar de ver la vida pasar por delante de sus ojos, la pregunta le salió sorprendentemente calma. Emie esperaba no desplomarse, porque no se sentía los pies. Y al margen de la imposibilidad fisiológica, acababa de demo strar que una perso na podí a existir sin latido ni capacidad para que le llegara el aire a los pulmo nes. «¿Gia Mendez? ¿AQUÍ?» —Emie, perdó name po r… presentarme así. Gia abrió lo s brazo s y lo s dejó caer a los costados, como si buscara qué más decir. Su larga y sedos a melena le caía libre, en lugar de llevarla en una co leta com o Emie recordaba, y bajo la luz am arillenta del po rche brillaba como si fuera oro negro. Estaba igual de guapa con los tejanos oscuros y la sudadera de la Universidad de Chicago que con el unifo rme de Stillman que llevaba el día que se habían co no cido. Al mirarla, Emie tuvo que reprimir el impulso absurdo de sentarse en el suelo y, en lugar de eso, se mantuvo inmóvil y se retorció la pechera de la sudadera manchada de aguacate con el puño , mientras se s ubía las gafas s o bre el puente de la nariz con la o tra mano . —Creía que te había dejado claro que —hipido— me dejaras en paz . Para su des mayo , Gia le dedicó una so nrisa dulce y devastadora que le marcó un ho yuelo en la mejilla iz quierda. No se había fijado en eso has ta entonces. —No me digas que tienes hipo desde que te marchaste de Chicago . Emie meneó la cabeza y se le escapó otro hipido. —Emie, tenemos que hablar. Gia dio un paso adelante y Emie entrecerró la puerta y ocultó la mitad de su cuerpo tras ella. Gia se detuvo, o bservándola fijamente, y reparó en s u cuello cuando tragó s aliva. —No —dijo Emie—. No tenemos que hablar. Quiero… —contuvo la respiración un instante y logró no hipar—… olvidar lo que pasó . Dios, quería estar enfadada con Gia Mendez. No quería que el corazón le saltara en el pecho de emoción solo con verla ni preocuparse de que se hubiera dado cuenta de que llevaba el pelo hecho un desastre. No quería oler las feromonas de aquella mujer mezcladas con la brisa nocturna ni desear que la rodeara con sus fuertes brazos y la consolara. —La negación es mi vicio favorito. Pienso fingir que no ha o currido. —No debería haber ocurrido, Emie. —Gia apoyó la palma de la mano en el marco de la puerta y se inclinó un poco hacia ella—. Me siento… —No. —Emie levantó una mano. Por mucho que la atrajera, Gia había sido cómplice en el engaño y eso no iba a o lvidarlo—. No te disculpes aho ra que está hecho. De verdad de verdad que pensé que eras una m ujer muy agradable, Gia. Si te disculpas m e darán ganas de darte un mampo rro , y entre el tequila y la mala leche que llevo encima a lo mejo r no puedo contenerme. Gia se quedó quieta un instante y se mo rdisqueó el labio , carnos o y s exy. —Es un riesgo que estoy dispues ta a correr. La intensidad de su mirada, cargada de un afecto que no lograba explicarse, le encendió las mejillas a Emie, que suspiró y agachó la cabeza. ¿Cuánto podía llegar a resistir una mujer? Hacía mucho tiempo que su tía Luz había señalado sus defectos y, aunque ya no tenía las ro dillas tan huesudas ni llevaba unas gafas tan gruesas, no po día dejar que una mujer como Gia, que estaba claramente fuera de su alcance, afectara el modo en que se veía a sí misma y llevaba su vida. Aquello so lo le haría más daño . Al cabo de uno s s egundos levantó la cabeza.
Gia abrió la boca para decir algo, pero Emie la hizo callar con un gesto de la mano. Tenía que recordar que estaba enfadada, porque Gia la había engañado y la había humillado. Había dejado su cara de muerta sin maquillar, a sabiendas de que Emie iba a caer en una trampa. —No pasa nada, Gia. Por favor, solo… déjame seguir con mi vida y vuelve a la tuya. Seguro que hay muchos más invitados en El show de Barry Stillman a los que engañar. —¿Emie? —la llamó Iris desde el saló n—, ¿estás bien? —Sí —le contestó ella, con algo de brusquedad, sin apartar la mirada de Gia. —Dame una torta si quieres, pero lo siento. Más de lo que te imaginas. Seguramente no te lo creerás. —¿Has venido para convencerme a mí o a ti misma? Porque ya me has mentido una vez. Si quieres volver a engañarme lo tienes crudo. —Emie —sus piró Gia, con mirada suplicante. No intentó tocarla y Emie no trató de apartarse. El tiempo entre ambas se congeló mientras se sostenían la mirada. Gia agachó la barbilla; Emie levantó la suya. En la oscuridad más allá del porche cantaban los grillos, y un soplo de viento agitó las ho jas del viejo roble y le estampó un mechón de pelo a Gia contra su cara. —¿Por qué has venido? —susurró Emie—. Vives en Chicago. —Vivía en Chicago. —Gia se recolo có el mechó n detrás de la o reja—. Ya no trabajo en El show de Stillman. —¿Ah no? —Eres una mujer atractiva, Emie —aseguró co n voz ronca—. Eres hermo sa, lo digo en serio. Emie ignoró sus palabras. Si Gia creía que era eso lo que le preocupaba, estaba muy equivocada. Además, Emie tenía preguntas m ás urgentes que hacerle. —¿Te han despedido ? —Lo he dejado. Se so rprendió tanto al o írla que so ltó la puerta. —¿Por qué? —quiso saber, dando un pas o adelante para apoyarse en el marco. —Porque no quiero volver a ver a nadie más con la cara de dolor que tenías cuando te marchaste del estudio. No puedo impedir que el estudio traiga a gente con mentiras, pero lo que sí puedo hacer es asegurarme de no tener nada que ver co n esa m ierda. Emie suspiró y desvió la mirada, centrándose en las botas negras de tacón bajo que llevaba la otra mujer. ¿Por qué tenía que ser tan amable, tan sincera? ¿ Por qué no podí a dejarla comerse la cabez a en paz en lugar de irrumpir en su puerta, alta y cálida, con una piel que o lía que alim entaba y una vo z tan grave que parecía de s eda? —No puedo sentirme respons able de que pierdas tu trabajo, Gia. —No te culpo. Volvió a mirarla a los o jos. —¿Qué vas a hacer? Gia se encogió de hombros. —Me las arreglaré. Ya es ho ra que pruebe suerte con la pintura y… ¿quié n sabe? Emie cabeceó lentamente y se llevó la mano al cuello para rascarse. Gia había dejado su trabajo. Había dejado su trabajo, recogido sus bártulos y se había plantado ante la puerta de Emie, a cientos de kilómetros de distancia, para intentar convencerla de que no era fea. ¿Por qué? Al notar que le vo lvía el hipo , Emie farfulló . —Tengo que irme. —¿Puedo pasar? —No —negó Emie, y empezó a cerrar la puerta. Gia la aguantó abierta. —Emie, espera. Quiero vo lver a verte. —¿Para tranquilizar tu co nciencia? Me parece que no . —No es por eso. Eso decía ella, pero ¿có mo iba Emie a estar segura? Gia alargó la m ano y le pasó el dorso de sus ado rables dedos por la mejilla con delicadeza. —Tienes un s arpullido. —Para com pletar el lo te, ¿no ? —No hagas eso, querida —musitó Gia en español, deslizándole la mano hasta el hom bro. Emie cerró los ojo s y trató de contener el llanto. Aquella mujer le partiría el corazó n si s e lo permitía. —Gia, déjame en paz, po r favo r. —No puedo. —¿Emie? Iris y Paloma se habían asomado al pasillo y miraban a su amiga y a Gia con los ojos como platos. Ninguna se mo vió, pero Emie las miró po r encima del hombro. —Aho ra voy. La seño ra Mendez ya s e va. —No, no m e voy. —Aho ra sí. —No hemos terminado. —Ni siquiera llegamos a empezar. Gia frunció aquello s labio s infinitamente mo rdisqueables y bajó la barbilla. Som bría, le so stuvo la mirada con tristeza a Emie unos segundos do loros ísimo s antes de que le aso mara una so nrisa en la com isura de los labios y volviera a insinuársele el hoyuelo de la mejilla. Le guiñó un ojo . —¿Y mañana? ¿Quedamo s mañana? —No. —So lo para tom ar un café. Sin presio nes. —No. Gia cambió el peso de pierna y se cruzó de brazos
—También he dicho que quería pegarte —replicó Emie, en el tono más altanero del que fue capaz. —Pero no lo has hecho. Emie vaciló y se mo rdió el labio, porque había empezado a temblarle. —No me hagas esto, por favo r. —Vo y a seguir intentándolo hasta que me des una o portunidad. Emie hizo acopio de valor, se rodeó el estómago con los brazo s y so rbió las lágrimas. —No busco nuevos amigo s y no hay s itio para una mujer en mi vida. Perderías el tiempo. Gia le rozó el tembloros o labio inferior con el nudillo y dio un paso atrás. —Bueno, verás, prefiero perder el tiempo en alguien com o tú a usarlo s abiamente con cualquier otra perso na. Les dedicó un gesto de cabeza de buenas noches a Iris y a Paloma, que seguían detrás de Emie, salió del porche y desapareció en la no che. No o bstante, no era más que una retirada tempo ral, de eso a Emie no le cabía ninguna duda. Y aunque no pens aba admitirlo, se m oría de ganas de s aber qué vendría a continuación.
Capítulo tres Emie no durmió demasiado bien las dos noches s iguientes y s e pasó las ho ras de vigilia contestando las interminables preguntas de Iris y Palo ma s o bre Gia. Era una pura to rtura, po rque no quería enfrentarse a las respuestas. «¿Quién es ? ¿Cuándo o s co no cisteis? ¿ Qué hace aquí? ¿Te ha pedido salir? » Y la pregunta maldita: «¿Qué sientes po r ella?». ¿Qué s entía por ella? Durante un par de días había es tado furios a con ella y con todo el personal de El show de Barry Stillman, pero ya no era capaz de sentirse igual de enfadada con Gia. Después de to do, le había pedido perdón y Emie no era rencoro sa po r naturaleza. Claro que se sentía atraída por Gia, vaya milagro. También la atraía Jada Pinkett Smith, pero aquello no quería decir que tuviera la meno r opo rtunidad con la actriz ni que fuera a hacer algo al res pecto si po r una alineació n de planetas le surgía la ocasió n. Lo que s entía por Gia era tan confuso y la desequilibraba tanto co mo lo que sentía por sí m ism a y no tenía pinta de ir a mejo r. Tampo co era de m ucha ayuda que, desde la noche del po rche, no hubiera vuelto a ver ni s aber nada de Gia, así que no podía dejar de preguntarse si ya se le habrían pasado los remordimientos y había seguido con su vida. En su interior, la idea la desilusionaba. Aunque no quería alimentar sus esperanzas ni pasarse el día suspirando por Gia como una colegiala obsesa, no podía evitarlo. Gia Mendez había dado con una de las pocas grietas de su cascarón y había invadido s u alma. Lo peo r era que Emie ni s iquiera saldría con ella aunque se arrodillara para suplicárselo , porque no podía hacerlo después del fiasco del programa a sabiendas de que para Gia nunca sería más que una cita de com pensación. Si se hubieran cono cido de o tra manera… puede que las cos as hubieran sido diferentes. Pero no había s ido as í. Y las co sas eran com o eran. Punto final. En algún momento del segundo día, Emie decidió que trabajar duro era el remedio perfecto para sus males, así que les pidió a Iris y a Paloma que la ayudaran con un proyecto que aplazaba desde hacía tiempo: pintar la casa. Y allí estaban, con el sol de la mañana entrando por las ventanas laterales, el pelo metido en sendas gorras y mezclando la pintura. Emie es peraba que una capa de pintura le daría un po co de alegría a la casa y también a su estado de ánimo . Y, por s upuesto, el tema de conversació n era Gia, la mujer que estaba siempre presente sin estarlo, al parecer. —Claro que está interesada en ti, Emie, no seas cabezona —le decía Iris, armada con la pistola de pintura como si fuera una am etralladora. Agarraba el cañón m o rtal del arma co n uñas de manicura. Al contemplarla en posició n, Emie s e planteó que quizá había elegido la tarea equivocada para pasar el rato. —Lo que tú llamas cabezo na, yo lo llam o realista, pero no tiene sentido pelearnos por la s emántica. Además, ¿quién ha dicho que yo quiera a una mujer en mi vida, para empezar? Y baja ya la pistola de pintura, que me es tás dando m iedo. Ninguna de las tres había pintado la fachada de una casa en la vida, pero el viejo edificio clamaba por una mano de pintura desde hacía dos veranos. Si tenía pensado conseguir un alquiler decente por el apartamento de encima del garaje, más le valía adecentarlo un po co. —En serio, Em, ¿por qué si no iba a dejar su trabajo, por amor de Dios, y cruzarse el país en coche? —preguntó Paloma. —La culpa es una motivación poderosa —les recordó Emie, dándole la vuelta a la gorra para llevar la visera hacia atrás—. Es muy duro vivir con ella. —Estás es curriendo el bulto. —Bueno, bulto o no bulto , el caso es que no ha vuelto —apuntó Emie—. Una mujer como Gia Mendez no bas aría sus decisio nes vitales en una mujer como yo. Y de todas m aneras, me trae sin cuidado, así que dejadlo ya. Iris, que por suerte había bajado el arma de pintura, dejó de abro charse el enorme jersey del equipo de béis bol de lo s Rockies que s e había puesto encima de los pantalones cortos y le lanzó una mirada sarcástica a Emie. —Una mujer como tú. Mmm, vamos a ver. —Puso los brazos en jarras y ladeó la cabeza, pensativa—. Eres una investigadora genetista de prestigio a la temprana edad de treinta año s, estás a la cabez a de lo s es tudio s de la nación so bre los descubrimientos científicos más innovadores desde… desde… —¿Desde el relleno para pavo? —aventuró Paloma, mientras miraba de reojo a sus dos hijos, Pep y Teddy, que jugaban tranquilam ente co n sus ado rado s co checito s de Matchbo x en la acera. Tanto a los niños co mo a su o tra madre les encantaban los coches y sabían mucho s obre marcas y mo delos. —Iba a decir el velcro, o el maquillaje co n aerógrafo, pero vale, el relleno para pavo . Iris abrió lo s brazo s y se inclinó hacia delante, mirando a Emie co n las cejas levantadas. —Tienes razó n, chica. Eres lo peo r de lo peo r. Emie dejó es capar un significativo s uspiro . —Ya sabes a lo que me refiero . No digo que no tenga éxito en mi carrera ni que no esté abso lutamente satisfecha por ello. Pero la gente es superficial. Si les hacen elegir entre una científica en bata y alguien… —hizo un ges to co n la m ano — sexy, ¿qué crees que escogería una mujer como Gia? —Te subes timas, Emie, siempre lo has hecho —le dijo Palo ma. Indicó sus abundantes curvas—. Mírate. Comparada conmigo eres esbelta… —Huesuda. —Y alta… —Uno o chenta com o Iris es ser alta, Paloma. Odio tener que decírtelo, pero m i uno s esenta no es ser alta. —Para una regordeta de metro cincuenta sí lo es. —No eres regordeta, eres voluptuos a. —Emie sus piró y se s ubió las gafas—. Vo so tras no lo entendéis. Iris… Bueno, eres Iris Lujan, ¿hace falta decir nada más ? Y Palom a, to do el mundo te adora desde el instituto . Mujeres y hombres. Eres Miss Popularidad. No te recuerdo s in novia jamás . —Qué gran cos a. So lo he tenido una y me casé con ella. —Al menos pudiste elegir. —Emie juntó las palmas de las manos y les suplicó a sus amigas—. No, olvidad lo que acabo de decir. Estoy harta de tanto «pobre de m í», eso no es lo que siento. Me encanta mi vida. Por favor, no pens éis que tenéis que ado rnarme las cos as. No quiero decir que te envidie por tu belleza, Iris, ni a ti por tu popularidad, Palom a, pero necesito que s eáis s inceras. No niego que sea lis ta y que haya triunfado en m i profesió n, pero , superficial o no , eso no les ha bastado a lo s del sho w de Stillman. Sabéis que nunca me ha impo rtado es pecialmente no s er guapa. No es lo que más me preocupa: cada una es como es y lo suyo es sacarle el máximo provecho posible. Aun así, acaban de retratarme como a un espantajo sin remedio en la televisión nacional. —Emie soltó una carcajada amarga y meneó la
suficiente como para hacer que Vitoria se co ma su pro pio co razó n. O… no sé, que muera dolo ros amente. A Iris se le escapó una risilla; Palom a se limitó a s uspirar. —Te subes timas, vuelvo a decirlo. A Gia Mendez le mo las, chica. A Emie la recorrió un escalofrío, pero lo ignoró. A lo mejor no lograba que admitieran que en cuestión de belleza estaba por los suelos , pero lo que tenían que as umir era que Gia estaba fuera de s u alcance. —Vo lved a la Tierra. ¿La habéis visto, no? —Joder, si la hemo s visto … —contestó Palom a—. Y si yo no estuviera casada… —O si yo no estuviera en una especie de relación medio com prom etida… —apuntó Iris. —Te habríamos dado una patada en el alto y esbelto trasero aquí mismo para quedárnosla —completó Paloma con una so nrisa de oreja a oreja. Emie les devo lvió la s onrisa y se agachó para remo ver la pintura Primavera Semimate para exteriores , cuyo co lor era idéntico al de la masa de tarta de manzana. Dos cos as s abía seguras. La primera, que to do el mundo , incluidas sus do s mejo res amigas , debían de creer que era o m uy crédula o directamente ciega. Y la segunda, que, pese a sus amenaz as vacías, ni Iris ni Palom a se plantearían ir a po r Gia sabiendo lo que sentía por ella. Parpadeó varias veces, dejando quieta la pintura. ¿En qué estaba pensando? Ya estaba otra vez con lo de los sentimientos. No sentía nada po r Gia, aún tenía su o rgullo, por amo r de Dios . No aceptaría nunca una cita por pena, que era lo único que po dría obtener de Gia Mendez. La mujer la compadecía, no había m ás vuelta de hoja. Pensar en ello la hizo estremecerse. Recordaba la noche anterio r al baile de fin de curso, cuando fue a casa de s us am igas para ver sus ves tidos. Le había entusiasmado de corazón lo bonitos que eran los trajes de Iris y Paloma, pero al volver a casa no había podido evitar sentirse un po quitín m arginada. A ella no la habían invitado al baile. Ni un so lo chico. Su madre, Dios la bendiga, había intentado ayudarla con la mejor intención, había acorralado a su primo segundo Juanito en la cocina y le había pedido que la acompañara al baile, porque no «podí a encontrar una cita». Hablando de premio s de co nso lación. Emie nunca se había sentido tan humillada, especialmente cuando las emo ciones desfilaron por el ros tro de Juanito: de la sorpresa al horror a la resignación… hasta llegar a la omnipresente pena. Había fingido tener retortijones de estómago para escaquearse de la cita por compasión con su primo. Nunca más. Estar sola no era ni de lejos tan malo como que sintieran pena por ella. Es m ás, le iba fantásticamente bien so la. Además, ¿qué más daba? De aquello hacía mucho tiempo y tenía una casa por pintar. —Dejadlo ya —les dijo, tanto a sus am igas com o a s í mis ma—. No bus co una relación y no m e interesa Gia. Vamo s a empez ar antes de que haga demas iado calor. Tres horas después, apenas habían pintado una pequeña parte de la fachada principal, pero ya habían terminado arrellanadas en s endas tumbo nas para descans ar y beber té con hielo . —No sabía que iba a ser tan coñazo —gimió Emie. Pintar había resultado un trabajo agotador, tedioso e irritante. Le dolían los brazos, tenía los gemelos agarrotados y no parecía que hubieran avanzando nada. Eso era lo peo r. —Necesitamo s ayuda —añadió Palom a. —A la mierda la ayuda. Hay que pagar a alguien que no s lo haga —dijo Iris, la primera en decir en alto lo que pensaban todas—. Esto es un infierno, po r eso la gente cuerda contrata a profesionales . —Ah, callaos —dijo Emie. Pep y Teddy levantaron la mirada cuando una camioneta negra se detuvo en la acera. Enseguida, Pep, de seis años , se vo lvió para anunciar: —¡Ha llegado una Ford F350 del 2004, tita Emie! Emie volvió la cabeza a tiempo de vislum brar las largas y torneadas piernas de Gia enfundadas en uno s tejanos , po r debajo de la puerta del co nductor. Cuando cerró la puerta, su voluptuos a figura de bus to generos o y cinturilla de avispa quedó a la vista. Llevaba una camis eta de tirantes ajustada. Emie se irguió de repente, y se derramó el té con hielo por encima de la so brecamisa manchada de pintura. Teddy, de cuatro años , se puso de pie de un salto, cruzó el jardín a to do correr y se detuvo junto a las bo tas de Gia. Echando la cabecita pelada al rape m uy hacia atrás para m irar arriba, le dijo a una risueña Gia. —Noso tros no vivimo s aquí, pero m i tita sí. ¿Puedo subir a tu camioneta? ¿Es tuya? ¿Quién eres? —¡Teodo ro! —lo llamó Palom a—, no s eas maleducado. Gia se echó a reír y le dio una palmadita en la cabeza. —So y una amiga de tu tita. Me llamo Gia. Teddy echó a correr hacia el po rche, gritando a voz de cuello. —¡Tita Emie, tu amiga Gia ha venido en su Ford negra Extra Cab cuatro po r cuatro! A continuación, una oruga le llamó la atención en la acera. Emie les lanzó una mirada incendiaria a sus sonrientes amigas, tan manchadas que parecían pintadas a topos, y trató de decidir si levantarse e ir a recibir a Gia o esperarla donde es taba. Com o no taba las piernas flojas y tembloro sas , se quedó s entada y se centró en autoconvencerse de que no la entusiasmaba ver a Gia. Para nada. Ni un po quito . No. Gia cruzó el jardín contoneándo se, con sus o jos del colo r de la arena ocultos tras unas gafas de sol. Echó un vistazo a la casa y esboz ó una so nrisa torcida. —Buenos días, señoras. —¿Qué haces aquí? —exigió saber Emie, aunque enseguida se riñó po r ser tan desco rtés—. Quiero decir… —No pas a nada. Pasaba por el barrio. ¿Qué hay? —Están pintando la cas a —la informó Pep, sin levantar la cabeza. El niño estaba sentado so bre una pierna y tenía la o tra flexionada delante, de manera que le iba perfecto para apoyar la barbilla mientras ponía s us co ches en fila. Gia se vo lvió hacia él. —¿Y tú las es tás ayudando? —Claro que no —repuso él, levantando la m irada—. Solo so y un niño. —Para ser un niño, menudo m o rado llevas en el ojo . Gia se acuclilló para estudiar el cardenal que tenía el pequeño en el o jo iz quierdo. Pep se encogió de hom bros . —Ya no me duele.
—Me encantaría ayudaro s a pintar. —No, gracias —dijo Emie. Al mismo tiempo, Paloma e Iris exclamaron «Sería genial» al unísono. Las tres se fulminaron con la mirada. Paloma fue la primera en so nreírle de nuevo a G ia. —La casa es de Emie, así que supongo que la decisió n es suya. Gia miró a Emie, arqueando una ceja. —Estamo s bien —dijo esta—. Nos las arreglaremo s. —Como quieras. Pero so y pintora, ¿s abes? —No quiero un fresco en medio de la puta fachada —bufó Emie—. Solo quiero una buena capa de Primavera Semimate y so mo s perfectamente capaces de darla. —Habla por ti, Superwom an —farfulló Paloma, para que sus hijos no la o yeran—. Esto es una mierda. Gia se quitó las gafas de sol y les so nrió a Paloma y a Iris. —So y Gia Mendez —se presentó, y avanzó para estrecharles la m ano, de mo do que Em ie tuvo una visión privilegiada de su camis eta de tirantes (o más bien de lo que había debajo ) que no debería haber tenido. —Paloma Vargas. —La mujer indicó el jardín—. Y ese par de monigotes son mis hijos, Pep y Teodoro. Saludad, m’hijitos. —Hola —saludaron ello s, con total desinterés. —Y esta es Iris Lujan —finalizó Palom a. Gia se la quedó m irando con la bo ca abierta. —Guau, espera, un segundo . ¿Iris Lujan Iris Lujan? Iris se enco gió de ho mbros , tan natural co mo siem pre. —La mis ma que vis te y calza. Aunque s ea cubierta de pintura. —Es un placer conoceros —saludó Gia, cruzándose de brazos. Le sonrió educadamente a Iris—. Mi sobrina de dieciocho años tiene la habitación forrada de fotos tuyas. Espero que no te dé mal rollo. Cuando le diga que te he conocido en perso na le dará algo. A Emie la so rprendieron mucho las palabras de Gia. Aunque estaba emo cionada po r co nocer a alguien famos o , no s e había com ido a Iris con los ojo s com o la mayoría hacían, tanto hombres como mujeres. Iris s e rio y dijo : —No, no me da mal rollo. Solo asegúrate de que no hay muebles ni esquinas cerca cuando se lo digas. No querría ser responsable de que se partiera el cráneo. —Ladeó la cabeza y miró las tumbonas plegadas—. Aquella de allí es nuestra maleducada amiga Emie. Pero supo ngo que ya os co no céis. Emie se o bligó a s o nreír levemente. ¿Qué haría en una situación co mo aquella si la persona que le estaba haciendo so mbra a los pies de la tumbona no fuera Gia y no le hubieran entrado todo s lo s calores ? Oh, sí, hos pitalidad. —¿Puedo… ofrecerte un té con hielo , Gia? —No, gracias, estoy bien. Joder, si estaba bien. Emie no lo dudaba ni po r un milisegundo. —En realidad he venido por el apartamento que tienes en alquiler —dijo G ia, y señaló el cartel del jardín. —Ya está alquilado —so ltó Emie, al mism o tiempo que Iris y Paloma afirmaban «Está libre» a coro. Volvieron a lanzarse significativas miradas y Gia esbo zó una so nrisa burlo na. —Ya lo pillo. La casa es de Emie, así que ella decide. La aludida tragó saliva, porque tenía la garganta igual de seca que si se hubiera dado una mano de Primavera Semimate para exteriores. —Lo que quiero decir es que… to davía, eh… no está lista para alquilarse. —¿Y ento nces po r qué tienes el cartel puesto? —preguntó Gia, indicando el anuncio co n la cabeza. Su to no no había sido acusado r, sino más bien curios o . Paloma s e levantó de la silla e Iris la imitó al punto. —Niños, vamo s. Mamá y tita Iris o s harán la com ida. —Esperamo s aquí —musitó Teddy en tono m o noco rde, embelesado por la oruga que le escalaba la camis eta. —Ah, no, de es o nada. Venga, Teddy. Y deja la o ruga fuera. ¿Pep? Recoge lo s coches. O déjalos dónde están, lo que quieras. Emie se s entó derecha, con el co razó n a cien ante la perspectiva de quedarse a s olas con Gia. —Palom a, espera… Palom a ignoró s us protestas. —Aho ra, jovencitos . —¡Ay, mam á! —gimo teó Pep—. Jolín, no es ho ra de com er… —No digas «jolín». —No es hora de co mer —repitió el niño—. Acabamo s de des ayunar. Vo mitaré. —Haz caso a tu madre —canturreó Iris. Emie notó que le ardía el cuello y, por el rabillo del ojo, vio que Gia sonreía. Estaba claro que sabía lo que estaba pasando. Qué hartura, ya les valía a Iris y Paloma. Emie suponía que era más o menos así cómo se sentía alguien a quien o bligaban a asis tir a una cita a ciegas. Pep siguió protestando, pero, entre gemidos y gruñidos, tanto Pep como él se pusieron de pie y siguieron a regañadientes a aquellas dos brujas traidoras salidas del averno. Después de que se marcharan, Emie permaneció rígida y callada en la tumbona, concentrada en el trino de los pájaros del arce japonés. O, al menos, fingiendo escucharlos. «Qué violento…» Al poco, Gia se es tiró en la tumbo na de al lado y dejó escapar un suspiro de satisfacción, como si no hubiera ningún o tro s itio donde quisiera estar. —Me encanta el clima en Colo rado —com entó. Emie contempló un enorme nubarrón blanco atravesar el cielo azul y se dedicó a echarle miraditas de reojo a las largas piernas de Gia y sus acostumbradas botas negras. ¿Qué podía llegar a decirle a aquella mujer que no sonara tonto o m anido? «¿Te deseo ? ¿No te deseo ? ¿Quédate? ¿Márchate?» Ninguna mujer la había atraído ni confundido tanto antes y aún dudaba de los mo tivo s de Gia, pero no po dían seguir
—Y bien. —Y bien. Se produjo un silencio cargado. —Has vuelto . —¿Lo dudabas? —replicó Gia, con una s onrisa en la vo z. Emie se tragó la respuesta. Por supuesto que lo dudaba. Tanto como esperaba equivocarse. Sin embargo, sería ridículo poners e ñoña. Diablos , en su reperto rio la ñoñería ni siquiera existía. —Oye, a mí no me van los jueguecitos , así que vamos al grano. ¿Qué quieres de mí , Gia? Percibió la mirada penetrante de Gia en su ro stro durante largos segundo s. Le quemaba com o si la es tuviera tocando con s us tentadores dedo s. En lugar de contestar a su pregunta, Gia dijo: —Se te está yendo el s arpullido. Emie se llevó una m ano al cuello y le dedicó a Gia una mirada fugaz. —Creía que te habrías marchado. De vuelta a Chicago o donde fuera. Varios pájaros aletearon y levantaron el vuelo desde el arce al asustarse. Emie se sentía precisamente como si tuviera el estómago lleno de pájaro s aleteando. La respuesta de Gia se hacía esperar y Emie tuvo que hacer un esfuerzo por co ncentrarse en la situación que tenía entre mano s y no dejar que la feminidad y frescura de la recién duchada Gia la distrajeran. Cuando ya no pudo soportar el suspense por más tiempo, se dio la vuelta y se encontró cara a cara con la mirada líquida de la o tra mujer. —¿Por qué no me alquilas tu apartamento , Emie? La voz sedo sa de Gia la refrescó y acaloró al m ism o tiempo . En aquella mujer la distraía y la atraía todo ; cada palabra que brotaba de sus labio s le pro vocaba ganas de tocarla. Y más . Pero aquel no era su estilo. Si no lo graba mantener la com pos tura con Gia, se vería abocada a un dolo r indescriptible. —Po rque no sé po r qué lo quieres. Gia so ltó una risita y se pasó las mano s po r la larga y suave melena. —Bueno, para empezar los hoteles so n caros . —Hay mucho s apartamento s en Denver. El mercado inmo biliario es m uy grande. —Y para continuar, eres la única perso na que co noz co en Denver. —No me cono ces. —Me gustaría so lucionar eso . Es la tercera razó n. Emie cabeceó lentamente, incapaz de co ntener una carcajada amarga. —Vale, vale. Jesús. Te perdono por lo del programa. ¿Es lo que quieres o ír? ¿Te quedas con la conciencia tranquila? Te perdono —repitió con claridad—. Ya puedes irte. Durante varios segundo s, no s ucedió nada, hasta que Gia apuntó: —Emie, ¿en algún mom ento se te ha ocurrido pens ar que me gusta tu com pañía? A Emie se le encogió el estóm ago. —Oh, no. No s oy tan ingenua. No he olvidado cómo se cruzaron nuestros caminos y seguro que tú tampoco . —Ah, no. Lo recuerdo —suspiró Gia—. Deja que te pregunte una cosa. En el camerino, antes de… —Emie notó lo incóm oda que se s entía Gia y, por un mo mento, se sintió mal po r ella—. ¿Lo pas aste bien hablando conm igo? —Claro. Pero eso fue antes de darme cuenta de que me estabas vendiendo la m o to. —Emie, no digas es o —la riñó Gia con s uavidad. Alargó la m ano y s e la colo có en la pierna con delicadeza. Era un gesto cariñoso e inocente. Emie se quedó mirando aquellos dedos tan exquisitos con fijeza, a sabiendas de que tenía que pedirle que los retirara por mucho que quisiera que los dejara donde estaban. No o bstante, no dijo nada. Seguramente no llegó ni a res pirar. Y entonces Gia em pezó a acariciarle la pierna en circulitos cargados de promes a y el mundo de Emie zo zo bró. —Las do s s abemos que nos caímo s bien en aquella sala, querida. A pesar de todo . Eras hermo sa ento nces y lo eres ahora, con maquillaje o sin él. Emie Jaramillo , haces que la cabeza m e dé vueltas y que el co razó n se m e acelere. Pero eso no es lo que importa. Emie pestañeó y se subió las gafas. —Aunque eres hermo sa, me dio igual tu aspecto exterior, porque eres una de es as m ujeres bella por dentro y se no ta. —Gia torció lo s labios y su voz so nó algo más ro nca—. ¿Por qué no me crees? ¿Podía osar Emie creerse las embriagadoras palabras de aquella mujer? Quería hacerlo, pero no podría soportar sufrir más. Le cosquilleaba la piel de la cabeza a los pies y, cuando sacó la lengua para humedecerse los labios agrietados, a Gia se le fueron los ojos y su mirada se hizo más penetrante. Notó que el deseo le inundaba el bajo vientre en una pulsació n húmeda que no era capaz de detener. Dios, no quería detenerla. —Antes de nada, me importa una mierda no encajar con los estándares de belleza de la sociedad, así que vamos a dejarlo claro de una vez por todas. —De acuerdo. —Y por el o tro lado … no pienso ser tu pro yecto s o lidario, Gia. Ni ahora ni nunca. —Nunca lo serás . —No busco una relación. Mi carrera es mi vida. No soy ninguna… solterona desesperada —soltó, aunque las palabras le dolieron tanto co mo si le atravesaran el co razó n con un cuchillo. —No he venido para enrollarme contigo, Emie. Es decir, no necesariamente. Podemos ser solo amigas, si es lo que quieres. —Gia le quitó la mano de la pierna—. A mí no me im porta. —Pasó un segundo —. ¿Es lo que quieres? —Su… supo ngo. «No. No lo sé.» Emie suspiró y giró la cabeza para darse un segundo que le permitiera pensar en las razones de Gia con algo de claridad mental. ¿Qué m al po dría haber en ser amigas? Mientras las fronteras estuvieran claras y las do s las respetaran, las cosas no se les irían de las manos. Necesitaba un inquilino. Gia necesitaba un sitio donde vivir. Emie era perfectamente capaz de resis tir la indiscutible atracción sexual de Gia, que era so lo una mujer, por amo r del cielo. «Una pedazo de mujer de carnes sinuo sas , firmes y bronceadas que piden a grito s un baño de beso s.» Emie se bajó las gafas, cerró lo s o jos y se pellizcó el puente de la nariz. ¿Qué le pasaba, se había encoñado ? ¿ Tenía dieciséis año s y es taba tonta o qué? Fuera como fuera y por muchas lindez as que dijera, Emie s ería capaz de mantener
«Un segundo.» Abrió lo s o jos de golpe. Con una sacudida de emoción, se dio cuenta de que Gia poseía talentos de los que ella, obviamente, carecía. Sus habilidades y cono cimientos po dían ayudarla a recuperar su o rgullo. Gia no s e atrevería a negarse, aunque no es tuviera de acuerdo co n el plan. Emie usaría el s entimiento de culpabilidad de Gia a s u favo r si s e veía o bligada a ello. Y, las cosas como so n, la lluvia de ideas las ayudaría a ambas. —En el apartamento hay buena luz —murmuró, y carraspeó—. Para tus cuadros, quiero decir. Puedo dejarte el alquiler gratis do s m eses para que puedas empezar si… —Espera. —A Gia se le iluminaron lo s o jo s y esbo zó una media so nrisa llena de esperanza—. ¿Eso significa…? —Sí —dijo Emie—. Es tuyo, pero co n un par de condicio nes. Gia se cruzó de brazos, marcando bíceps. Emie hizo un gesto de cabeza hacia la chapuza de la pared y puso los ojo s en blanco. —Una, que acabes de pintar esta puñetera casa. Gia se echó a reír. —Sabía que s acarías el tema. Ningún problema. —Dos, que las dos tengamo s claro que so mo s am igas. —Le dedicó a su futura inquilina su mirada más s eria—. Solo amigas. No busco… rollo s. «Rollo s po r pena, no , gracias.» Gia se encogió de un hombro. —Admito que es a regla es una lata, pero s i así es com o tiene que ser, muy bien. Trato hecho. —No tan deprisa. Otra co sa. A Emie se le había revuelto el café del desayuno en el estóm ago. Se puso la mano en la barriga y presionó un poco para apaciguar el ardor. Gia la animó a continuar con un ges to de cabeza. —Quiero que… —titubeó, temeros a de decirlo y de que fuera una idea estúpida. Tenía tanto miedo que se mo rdió el labio has ta hacerse sangre. —Dilo de una vez. —Quiero que me ayudes a cambiar de imagen. Maquillaje, pelo , to do. Eres una profesio nal y es lo que necesito. Gia se quedó a cuadros . —¿Pero por qué? Estás fantástica. No, Emie no volvería a tragarse aquello. —Tengo m is razo nes. Además, ya no quiero tener este aspecto. No quiero que s e me recuerde por ese pro grama. —Si es lo que quieres, muy bien. —Gia frunció el ceño y se le hizo una arruga entre las cejas—. ¿Pero qué es peras cons eguir exactamente con este… cambio de imagen? Emie se vo lvió hacia ella, levantó la barbilla como si la des afiara a burlarse de ella, inspiró ho ndo para reunir valor y dijo: —Quiero parecer sexy, explo siva. Quiero que me hagas irresis tible para Vito ria Elizalde.
Capítulo cuatro Gia entendía la necesidad de Emie de retomar el co ntro l y de hacer algunos cambio s en s u imagen para recuperarse del golpe de El Show de Barry Stillman. Había mucha gente que cambiaba en algo su apariencia después de una situación estresante. Lo que no acababa de entender era por qué Emie quería resultarle irresistible a una depredadora po mpo sa y mez quina, cuando Gia, que ya la enco ntraba más que irresis tible, estaba a su lado dispues ta a to do. Mujeres, ¿alguien las entendía? Observó a Emie con atención. Aunque su postura relajada hacía pensar lo contrario, justo bajo la superficie estaba tensa com o una cuerda. Estirada en la tumbona contigua, delgada y asustadiza co mo una gacela, pasaría po r tranquila para cualquiera que la viera al pasar, pero Gia sabía la verdad. Emie esperaba su respuesta. Los mechones que le salían por delante de la gorra vuelta le brillaban al sol y se le había secado una gota de pintura justo en la punta de la recta y adorable nariz. Incluso vestida co n una camisa de ho mbre ancha llena de pintura y unos pantalo nes co rtos , Emie parecía una científica tan brillante co mo Gia s abía que era. Entonces cayó en la cuenta. A lo mejo r Emie quería a aquella zo rra de ojo s afilados , la tal Elizalde, porque tenían el m ism o nivel intelectual. Po día ser que los cuestionables encantos de Gia no tuvieran efecto s o bre Emie, porque en el mundo de Emie no se m edía el atractivo por aquel tipo de parámetros. Al fin y al cabo, Gia no era más que una artista muerta de hambre, con necesidades sencillas. No tenía ninguna posibilidad de estimular el exquisito cerebro de Emie y seguramente aquella arpía sí podí a. Solo de pensarlo, Gia rechinó los dientes. La Elizalde no s e merecía a Emie. «A lo m ejor tampo co la m ereces tú, G. Le hiciste daño.» Una punzada de tristeza la sacudió com o s i le hubieran dado un puñetazo en el estóm ago. ¿A quién quería engañar? Los hechos estaban claros: Emie no la quería por lo que había pasado en el programa de Stillman. Lo primero que había hecho nada más cono cerla era traicio narla, y había cos as que no podí an deshacerse. Haría todo lo que es tuviera en su mano para compensarla, incluso dejar a un lado lo mucho que deseaba inapropiadamente a Emie por el mo mento: hasta ayudarla con un cambio de imagen que no necesitaba. No tenía sentido intentar convencer a la doctora con dulces palabras, porque con Emie no iba a colar. Todavía creía que Gia es taba en Denver porque sentía pena po r ella. —¿Y bien? —pestañeó Em ie tras las gafas—. ¿Aceptas to das las condiciones ? «Oh, sí. Mi madre no m e ha criado tonta.» Aceptaría lo que hiciera falta para pasar tiempo con Em ie, hasta la absurda idea del cambio de imagen. Y si Gia tenía sus propias intenciones con res pecto al terrible plan, era algo que Em ie no necesitaba saber. Así Gia tendría tiempo de redimirse y después le enseñaría a la adorable doctora Jaramillo que no solo podía excitar sus sentidos, sino también su m ente, po r muy diferente que fuera su nivel educativo. Por el m o mento no le entraría demas iado fuerte, porque s acar la artillería pesada no haría más que ahuyentarla. Gia dejaría que Emie tom ara la iniciativa y, con s uerte, acabaría po r convencerla. —Claro que s í. Será un placer serte de ayuda. ¿Emie quería s er explosiva? Gia po ndría toda la carne en el asado r. Tanta carne que al final Emie s e daría cuenta de que estaba equivocada y acabaría con todo aquello. Funcio naría. Tenía que funcionar. —Pues trato hecho. Gracias —repuso Emie, en tono más suave—. Significa mucho para mí. Le puso la mano en el brazo a Gia y le dio un delicado apretón. A Gia le dio vueltas la cabeza durante un segundo; aquella clase de gratitud era algo a lo que po dría llegar a acostumbrarse. Ya encontraría m ás razo nes para que Emie la tocara con aquellas mano s aterciopeladas, pero por el mo mento las gracias le bastaban. —¿Significa mucho para ti ? —rio Gia—. Eres tú la que me s alva de un viaje sin destino final. Emie arrugó la frente, preocupada, y se llevó los dedos al labio inferior. —No m e había parado a pensar en tu situación. Yo supus e… ¿ puedes quedarte en Denver? El señor Fuentes solía decirle que, si no tenía ningún sitio dónde ir, lo mejor era que le gustara donde estaba. Gia abrió los brazo s y sonrió. —Soy toda tuya. Dos meses de alquiler gratis puede ser el espaldarazo que necesita mi carrera artística para despegar. «Y a mí me dará el tiempo necesario para demo strarte que so y la mujer que necesitas.» Se arrellanó en la tumbo na, más relajada de lo que había es tado en mucho tiempo . —¿Qué me harás primero? —quiso s aber Emie. Una puñalada de deseo atravesó a Gia, que fue incapaz de respirar durante largos segundo s. La mirada de Emie era limpia y s u pregunta estaba despro vista de cualquier insinuación, pero Gia s e eno rgullecía de s er una lesbiana latina de sangre caliente. Tuvo que echar mano a todo su autoco ntro l para no abalanzarse s o bre el doble sentido que veía en las palabras de Emie. «Joder.» ¿Era la única que notaba la corriente de electricidad entre ellas? En contra de sus instintos naturales, adoptó una actitud co mpletamente pro fesional. —Antes de nada necesitaré instalarme. Luego acabaré de pintar la casa. Entonces —juntó las palmas de las m anos y se las frotó poco a poco , evaluando a Emie con la mirada—, ¿de cuánto tiempo disponemo s? —El semestre de otoño empieza el s eis de agosto, así que más o menos … —Emie desvió la mirada a la izquierda mientras calculaba—… cuatro s emanas . —La duda enso mbreció s u expresió n—. ¿Podremo s hacerlo? —Es tiempo m ás que suficiente. Empezaremo s po r el pelo. Emie agachó la barbilla com o un cachorrito aco stumbrado a los az otes. —Vale. Gia entrecerró lo s o jos . Seguramente tendría que andarse con pies de plo mo con lo s s entimientos de Emie. To davía no era capaz de leer sus em ocio nes, pero no había nada de malo en pecar de precavida. —No es que tu pelo tenga nada de malo . Pero po r algún lado hay que empezar. —No te preocupes —le dijo Emie, y alzó la mano para juguetear con el poco pelo que se escapaba de debajo de la gorra—. La verdad es que me vendrá bien la ayuda. Yo quería parecerme a Halle Berry y de alguna manera he acabado
—Yo no diría tanto —rio Gia. No pudo contenerse y comprobó los límites de su relación al bajar el tono de voz hasta convertirla en una caricia aterciopelada. —Supongo que empezaré por tu cabeza y luego iré bajando muy despacio por tu cuerpo hasta que no me quede un so lo centímetro po r to car. ¿Suena bien? Empezó a esbozar una sonrisa ladina, pero se reprimió. Emie contenía el aliento y Gia supuso que estaba aguantándos e aquel hipo tan encantado r. Cuando po r fin Emie recuperó el habla, so nó ronca y femenina. —Eh… sí … sí , suena bien. *** A Gia le sentaban de muerte aquellos pantalones cortos tan mono s y atrevidos . Definitivamente, sí. O quiz á sería mejo r si no llevara nada, se dijo Emie. O puede que no debiera estar mirándole el culo libidinos amente, pero m ierda, no po día evitarlo. Con la bo ca seca, no po día apartar la mirada del desgarrón en lo s tejanos que dejaba entrever algo de piel jus to debajo de la perfecta curva de sus nalgas mientras Gia bajaba la escalera para aceptar el agua con hielo que le había traído Em ie. Cuando Gia llegó al primer peldaño, Emie logró des pegar los o jos de su torneado cuerpo reluciente bajo el so l y examinó la m ano de Primavera Semimate de la fachada. Eso sí, su m ente siguió fija en el culo de Gia. —Dios, es perfecto. Gia se volvió hacia ella con una so nrisa curios a en los labio s y la estudió po r encima del vaso m ientras daba un largo trago y se secaba la boca con el do rso de la mano . —Tanto entusiasm o y admiración hacen que una pintora desee co nvertirse ella m ism a en pintura. —Ja, ja —replicó Emie, en tono juguetó n. «Si ella supiera…» Emie miró al s uelo, pero no sin antes repasarle los brazo s firmes y brillantes de pintura y sudo r con la mirada. Se dio cuenta de que Gia llevaba el primer bo tón de lo s tejanos desabro chado y su interés aumentó expo nencialmente. —Te agradezco mucho que abroches el trabajo. Quiero decir, que lo termines. —No es nada. Bueno, es un currazo , pero me relaja —contestó Gia—. Me da tiempo para pensar en el proyecto que tengo entre manos . Cons ternada, Emie se dio cuenta de que había estado tan preocupada po r sus pro pios problemas últimam ente que ni se habí a tomado la mo lestia de preguntarle a Gia so bre su vida. Sobre su arte. Ya le valía. —¿Qué tal te va? ¿Ya estás ins talada del todo ? Gia asintió. —Cuando acabe mi último cuadro, creo que mo veré unos cuantos por las galerías de la ciudad, a ver qué me dicen. —Es una idea maravillosa. Me encantaría ver tus cuadros —insinuó Emie, con la esperanza de que Gia accediera a tomarse un des canso y enseñárselos en aquel preciso instante. Era de supo ner que aprendería mucho de ella viendo su trabajo. —Algún día, po r qué no —respo ndió Gia, aunque no s onaba demas iado co nvencida. «Glups.» Emie notaba cómo la conversación mo ría y se devanó lo s ses o s para enco ntrar algo con qué revivirla. —¿De qué es tu cuadro nuevo ? ¿Puedo echarle un vistazo a ese? Gia levantó un hombro, con mirada distante, como si en lugar de ver a Emie estuviera ensimismada en sus propios pensamientos. —Nunca enseño m is cuadros has ta que están terminados . Gia sacó un cubito de hielo del vaso y se lo pasó por la nuca y por el cuello con un gruñido de satisfacción que le encogió el pecho a Emie. —Lo necesitaba —com entó—. Hoy hace mucho calor. «Habla, Em, di algo.» Había impartido clases técnicas y hablado ante decenas de consejos de administración de becas con gracia y elocuencia, pero, al enfrentarse con unos encantos femeninos tan descarados, no se le ocurrió nada inteligente que decir. Lo que estaba claro es que quedaba descartado un cambio de profesió n a presentadora de club de s triptease. Si trabajara en un lugar así es taría s in habla todo el tiempo . —Agos to —masculló. —¿Perdona? —parpadeó G ia. —Ago sto s uele ser el mes m ás caluros o en Co lorado —aclaró Emie, cruzándos e de brazo s—. Y todavía no has visto lo peor de la ola de calor. «El tiempo . Sí. Un tema inofensivo y so cialmente aceptable. Hablemo s del tiempo.» No quería darle muchas vueltas a la imagen de Gia pasándo le el cubito de hielo so bre su piel desnuda. «Oh, sí que quiero .» Emie había sido la que había insistido en mantener su relación como algo platónico. Entonces, ¿por qué quería cortarse las venas por haber puesto aquella regla cada vez que veía a Gia? En los tres días que llevaba Gia en el apartamento, habían establecido una amis tad co rtés y có mo da entre ellas. Cada mañana se tomaban un café juntas en el patio trasero y se repartían las secciones del Denver Post . Gia había respetado su parte del trato y se estaba com portando co mo una perfecta dama. Casi co mo —ay, ¿se atrevía a decirlo? — si fueran hermanas. Y allí estaba Emie, loca po r sus hueso s co mo si fuera una gata en celo, deseo sa de que sus s entimiento s fueran correspondido s. Mira que llegaba a s er incons tante… Seguramente había llegado a bus car hasta cincuenta excusas m alas para salir a ver a Gia pintar con s us tejanos rotos y una camiseta de tirantes que apenas tapaba nada. Po r Dios , Emie tenía que recuperar el control de s í m ism a. —Pero es un calor seco , ¿verdad? —so nrió Gia. —¿Qué? Ah, sí. Emie se o bligó a so nreír con algo de normalidad y obs ervó com o G ia mo vía la garganta al apurar el agua. Un reguero de hielo fundido se deslizaba poco a poco sobre su pecho hasta desaparecer en su sagrado y fragante canalillo. Los pezo nes se le habían endurecido bajo el fino top blanco. Dios mío. Que alguien llamara a los bomberos . —¿Tienes planes para esta noche? —se interesó Gia, tendiéndole el vaso vacío.
también se le habían puesto duros los pezones y no precisamente por el hielo. —No… no tengo . Iba a repasar unos es tudio s clínicos , pero no es urgente. ¿Po r? Gia obs ervó la casa con lo s o jos entornados y se agachó a po r más útiles de pintura de la pila que había en la acera. —Había pensado que po díamos discutir algunas o pciones so bre tu cambio de im agen… mientras cenamo s. Donde tú quieras —propus o con naturalidad—. Luego po dríamo s ir a es cuchar jazz en directo al Chapultepec. Se incorpo ró, con los brazo s en jarras, y Emie entreabrió lo s labio s. ¿Gia la estaba invitando a s alir? Ento nces, co mo si le hubiera leído la mente, Gia levantó las palmas de las mano s. —Antes de que protestes, te aseguro que cenaremo s y escucharemo s mús ica co mo amigas, nada más. —Lo… lo sé —musitó Emie, cuya desilusió n so lo po día tacharse de irracional. —Invito yo. —Ah, bueno, so y perfectamente capaz de pagar lo mío . —Com o quieras. Nada parecía perturbar a aquella mujer. Se quitó la goma de la cola de caballo y se pasó los dedos salpicados de pintura por la exuberante melena. Tenía el nacimiento del pelo y la nuca perlados de sudo r. —He oído hablar mucho del Chapultepec y sus sesiones de jazz internacional. Nos lo pasaremos mejor yendo juntas . ¿Qué no sería mejo r junto a Gia?, se preguntaba Emie. No habí a oí do hablar del Chapultepec en la vida (hasta eso s extremo s llegaba s u patética vida nocturna), pero aun así s e le había acelerado el pulso al pensar en salir una noche co n Gia. No era una cita, pero lo parecía. Le entraron unas ganas ridículas de dar una pirueta. Estaba tonta. —Yo nunca he ido, pero estará bien —balbuceó—. No solo bien, será divertido, la verdad. Así que vale. ¿Cuándo vamos? El sol bajo de la tarde bañaba el rostro de Gia de luz dorada, le marcaba los altos pómulos y destacaba su indescriptible belleza. So nrió; se la veía verdaderamente co mplacida. —¿De verdad? Genial. Tengo que acabar esto un po co y darme una ducha. Digamo s, ¿dentro de una ho ra? ¿ Te dará tiempo? Emie asintió con firmeza y profesio nalidad. —Hasta luego , pues. Traeré libreta y boli. —Libreta y… ¿po r qué? —preguntó Gia, confusa. —Para que podamo s tom ar apuntes s o bre tu plan —co ntestó Em ie, ajustándos e las gafas. Se había puesto co mo un tomate de go lpe. ¿Pero qué le daba tanta vergüenza?—. Para el cambio de imagen. Decías que lo hablaríamo s durante la cena. Para eso vamo s, ¿no? «Por favor di que no .» —Ah, claro. Por s upuesto. —A Gia le temblaron las com isuras de los labios —. Vale, trae todo eso . Así no tendré que llevarlo yo . El pendiente de brillantes que llevaba en la o reja centelleó bajo el so l. Emie dio media vuelta y regresó al po rche con paso vacilante. No entendía por qué Gia había puesto cara de diversión, como si Emie hubiera cometido algún error garrafal a nivel social pero no tuviera ni idea de cuál ni tiempo para comerse la cabeza. Solo tenía una hora para arreglarse. Aish, qué m iedo. Ella no tenía citas (por elección propia), así que no tenía ni puñetera idea de cómo iría la cos a. Aminoró el paso y al final se volvió de nuevo, con las mejillas encendidas. —¿Gia? Lo siento. ¿Qué se supo ne que tengo que po nerme para ir a… un sitio as í? Se mo rdió la co mis ura del labio, muerta de vergüenza po r tener que demo strar lo deplorablemente inepta que era en aquel tipo de aco ntecimientos so ciales. No o bstante, Gia se le acercó en un abrir y cerrar de ojo s y le tocó la nariz con un dedo m anchado de pintura. —Lo que elijas estará perfecto, querida. No es un sitio pijo, para nada. Lleva lo que quieras, con lo que estés más cómoda. Emie dejó escapar un suspiro contenido y sonrió. Le cosquilleaba la piel donde Gia le había rozado. Por desgracia, ser tocada por o tra mujer era una sensació n nueva, y Emie —menudo m ilagro— disfrutaba de sus atenciones. —Gracias —le dijo, con el corazó n en la mano. Gia Mendez era una mujer agradable y hacía que Emie se sintiera un poco menos como una científica friki y más com o la burbujeante y vital mujer que había arrinconado hacía décadas en lo m ás ho ndo de s u personalidad. Después de la catástro fe de Barry Stillman, nunca había pens ado que llegaría a adm itirlo, pero se alegraba de que Gia hubiera venido a Denver. *** El famo so club de jazz no era más que un agujero minús culo en la es quina de la Veinte con Blake, en la parte baja del centro. Emie atravesó el um bral tras ser recibida por una portera que le so nrió pero no com probó su identificació n. Para ser una víspera de día laborable, estaba bastante lleno de gente moviendo la cabeza al ritmo de la música mientras bebían de sus copas. Los pantalones de lana finos de color negro y la blusa de seda color cereza que había escogido Emie eran algo conservadores, pero no le dio nada de vergüenza. Gia le había dicho que estaba fabulosa y aquello bastaba para infundirle confianza. La sala trasera era una cantina con luces de co lores chillo nes que s ervía com ida contundente, pero co mo ellas venían de cenar en el restaurante de al lado, se dirigieron a la zo na del bar que estaba más cerca de los mús icos . Cuando una pareja dejó libre un reservado de madera y vinilo entre la puerta y el pequeño escenario, fueron directas hacia él. Emie tomó asiento y la s orprendió que Gia s e sentara a su lado en lugar de enfrente, así que la miró co n una ceja levantada. —¿Te importa? Soy una persona muy visual y me gusta ver a los músicos —dijo Gia, apoyando los tacones de las botas en el asiento de enfrente. —No impo rta. ¿Es que Gia se había vuelto loca? Era un lujo estar sentada a su lado . Emie paseó la mirada por el local sumido en la penumbra: las paredes es taban cubiertas de foto grafías de mús icos que habían tocado allí, las luces ros as s e reflejaban en las baldosas blancas y negras del suelo y arrancaban destellos a los bordes cromados de las mesas de formica. En la parte delantera había cuatro músicos apiñados en un diminuto escenario maltrecho y su música llenaba el local con una calidad de sonido sorprendentemente buena. Al lado del escenario había un gran cartel en donde ponía «consumición obligatoria».
dedicó apenas un vistazo antes de que s u mirada se tornara depredadora y le regalara a Gia una so nrisa Profidén. —¿Cómo están? —saludó con una voz enronquecida como el buen whisky, con un toque de confianza sensual para acom pañar—. ¿Qué puedo s ervirles? Gia se volvió hacia Emie. —¿Emie? —Lo que pidas tú —le dijo es ta, notando de reo jo la po se de «mí rame» que había adoptado la camarera. Gia pidió café con Frangelico para las dos, y Emie se dejó distraer por las graves melodías e ignoró los descarados intentos de la camarera de ligar con Gia. Por ella como si se le sentaba en el regazo para apuntar la orden. Era de lo más violento. ¿Emie era invisible o qué? Es cierto que no tenía nada con Gia, pero ¿cómo iba a saberlo la camarera? ¿Tan evidente era que una mujer com o Emie nunca podría tener a alguien tan extraordinario co mo Gia? Se le encogió el estómago. «No piens es en ello . Tienes m ás inteligencia en el meñique que esa z o rra en el cerebro.» Cuando llegaron s us cafés, Emie levantó la cabeza y se so bresaltó al darse cuenta de lo cerca que estaban sentadas. El calor corporal de Gia la atraía com o un campo magnético. Si vo lvía la cabeza seguramente po dría contar las pequitas casi imperceptibles que le salpicaban las mejillas bronceadas. Gia tenía el brazo apoyado en el respaldo del asiento con naturalidad y tambo rileaba con lo s dedo s al ritmo de la mús ica junto al oí do de Emie. La cercanía le hacía bailar los sentidos y, por irracional que fuera, anhelaba acercarse todavía m ás y acurrucarse en s u cálido y dulce aro ma. Cerró los ojos y se permitió fantasear sobre cómo sería que Gia Mendez se sintiera atraída por ella y cómo se sentiría Emie permitiéndole atravesar la impenetrable barrera emocional que había construido hacía tanto tiempo. Una canción terminó y empezó la siguiente. —Solo es una opinión —le susurró Gia al oído. Su voz caliente y cremosa le provocó cosquillas en la piel hasta que Emie casi no pudo so portarlo—, pero encuentro algo tremendamente erótico en la m úsica de saxo fón, ¿no crees? Emie tragó saliva con dificultad y abrió lo s o jos . Era una pregunta s encilla. De la m úsica no sabía, pero definitivamente había algo erótico en notar el aliento de una mujer letalmente sensual en el cuello, en un club de jazz con el ambiente cargado y el alma invadida de ritmo s de saxo fón. Por so rprendente que fuera, a eso no le impo rtaría acos tumbrarse. Se rozó el cuello con la mano. —Sí… s í, es muy bo nito —logró decir al fin. La suave risa de Gia atrajo la mirada de Emie, que trató de po ner cara de indignación, aunque el café y la com pañía la hubieran puesto de buen humo r. —¿Te ríes de m í? —Me río contigo, Emie —contestó Gia, dándole un apretón en el ho mbro. Emie se cruzó de brazos y enarcó una ceja. —Bueno, dado que yo no me es toy riendo, ¿qué te hace tanta gracia? Gia se volvió para mirarla cara a cara, en lugar de tener que hablarle al oído para que Emie la oyera por encima del bajo seductor que vibraba entre la multitud, las conversacio nes y lo s cuerpos . Media cara le quedó iluminada po r la luz rosa y la otra media quedó sumida en las s om bras. —No lo s é… me haces feliz. —¿Y eso ? —Aquí me tienes, hablando de que el saxo me parece erótico y sensual y tú dices que es bo nito. —Gia se enco gió de hom bros —. Eres diferente a las dem ás m ujeres que he cono cido. Eres tan… real. Emie notó una cálida sensació n en su interior, pero levantó la ceja de nuevo. —¿Creías que era de mentira? Gia le acarició el hombro con la yema de los dedos y escrutó su rostro con más intensidad de la que Emie se creía capaz de sopo rtar. —A veces m e entra la duda. Al no obtener respuesta, Emie volvió a prestarle atención al grupo. Se sentía ligera y viva y le hormigueaba todo el cuerpo . Vibraba. Se sentía sexy. Gia siempre le decía cos as precios as y una po dría llegar a pensar que encontraba su torpeza atractiva. En aquel mo mento no le impo rtaba que Gia es tuviera jugando s us cartas para caerle en gracia a Emie y compensarla por lo que había pasado, porque los halagos la serenaban como si fueran un bálsamo y lo único que deseaba era disfrutar un rato de su compañía. Gia era ingeniosa y atenta y, Dios, preciosa. Emie se sentía querida y especial a s u lado en el reservado, aunque no fuera una «verdadera» cita. Se puso a darle vueltas a la conversación que habían tenido sobre su cambio de imagen. Iban a optar por un look exótico po r sugerencia de Gia. Mientras cenaban hamburguesas West Texas y patatas fritas caseras, le había explicado que Vitoria era de Brasil y a muchas brasileñas les iba aquel estilo. Personalmente, cuando Emie pensaba en algo «exótico» le venían a la cabeza s om brero s de frutas y bo as de plumas colo r fucsia, pero es taba bastante segura de que Gia se refería a otra cos a. O al menos eso esperaba. Se inclinó hacia su es tilista. —Hazme un favor. Si ves a alguna mujer con un look exótico como lo que vamo s a intentar, me la señalas. —Faltaría m ás —repuso Gia, que se pus o a buscar de inmediato entre la concurrencia. Emie trató de s eguir su mirada, pero acabó ens imis mada en la curva de su barbilla, firme pero femenina. Se mo ría de ganas por tocarla. Incluso enmascarada por los apetitosos aromas del chile y las tortillas recién hechas que llegaban desde la cocina, Gia olía a limpio y a deliciosa y audaz feminidad. Le parecía que no llevaba ninguna colonia, pero precisam ente por eso , porque no necesitaba ayuda para o ler maravillos amente bien. —Allí hay una mujer con as pecto exótico —le dijo Gia, indicando una mes a cerca del escenario co n la cabeza. Emie siguió su m irada hasta localizar a la mujer en cuestión y s e le cayó el alm a a los pies, aunque, visto así , no tan abajo como el escote que llevaba aquella. Puede que se hubiera equivocado de persona… Emie estudió los otros reservados, pero, aparte de Miss Escote, no había más que hombres. La mujer llevaba el pelo crepado, maquillaje chillón y ropa ajustada. No se parecía en nada a la idea de exótica que se había hecho Emie. Más bien parecía una puta… Una puta hetero. —¿No te referirás a ella, no? —se escandalizó Emie, co nteniendo la risa—. ¿La del minivestido púrpura? Gia so nrió con mirada de aprobación lasciva. —Esa misma. Esta fantástica, ¿eh?
vida. ¿A Gia la poní a cachonda aquella clase de m ujer? No tó la mo rdedura de los celos , com o un reso rte en su interio r. Nunca iba a tener aquella pinta y no tenía el menor deseo de tenerla. Dio un buen trago de café y se recordó que su intención no era gustarle a Gia. De verdad que no . Su intención era vengarse de Vitoria. Nada más. —Bueno, s upongo que po dría decirse que es… exótica. —Emie jugueteó, nerviosa, con la taza de café—. Pero es un poco excesiva, ¿no te parece? —¿Estás de coña? En todo caso, es un poco s os a. —¿Sosa? —Emie s e horrorizó —. No puede s er. Parece… —¿Qué? Emie arrugó la nariz y mo vió la cabeza a lado y lado, en busca de una m anera de decirlo que no resultara o fensiva. Al final se dio por vencida y dijo lo primero que le había venido a la cabeza. —Parece que… lo haga por dinero. Gia s e echó a reír, con la cabez a hacia atrás. —No te dejaré exactamente igual que a ella, no te preocupes. Cuando hablo de «exótico» m e refiero al es tilo . —¿Pero ese estilo? —Estamos hablando de una científica brasileña rica que ha visto mucho mundo —le recordó Gia—. La Elizalde esa podría tener a la mujer que quisiera, así que tenemo s que bus car una imagen que destaque por encima del resto. A Emie se le puso un nudo en la garganta solo de pensar en destacar de aquella manera. Parecería un anuncio de loba barata y desesperada. Ahora bien, ¿qué sabía ella? Gia le tenía mejor cogido el pulso a la moda, así que Emie tendría que co nfiar en su criterio so bre lo que atraía a las mujeres. —No, si des tacar… destaca. Volvió a mirarle el esco te co n desco nfianza. Ella nunca iba a po der llenar un vestido de aquella manera. En las cuatro semanas que tenían, como no recurrieran a la cirugía estética, sus pechos respingones no iban a dar para un buen esco te de ninguna de las maneras. El Wo nderbra tampoco hacía milagros . —Es lo que querías, ¿no, querida? —le dijo Gia, bajando la voz cuando los músicos acabaron una canción y el público prorrumpió en aplausos—. ¿Cambiar de aspecto? ¿Atraer a la Elizalde? Creo que me dijiste que querías ser «explosiva». Emie asintió, incluso mientras su m ente gritaba una ro tunda negativa. Apartó el café un po co, po rque no es taba segura de tener estómago para acabárselo. —Sí que es lo que quiero, pero… a lo mejor la del minivestido púrpura es un mal ejemplo. Busca a alguien más que encaje en el universo de lo exó tico. Gia miró a s u alrededo r y señaló a una rubia platino co n un corpiño de cuero azul m arino y una minifalda a juego. —Ella también es de ese es tilo . Emie la m iró de hito en hito, asqueada. Ni siquiera era capaz de fingir que le parecía bien el im púdico m odelito. A su madre le daría un infarto si la veía co n aquello puesto. A decir verdad, ella misma sufriría un infarto. —Eh, vale. ¿Alguien más ? —La de rosa —señaló Gia—. Allá. «Strike tres, eliminada», se dijo Emie al ver a la pelirroja de pote que indicaba Gia. Si aquellos eran ejemplos de su futuro estilo, estaba condenada a ir hecha unos zorros. No era que desaprobara que aquellas mujeres vistieran como les viniera en gana, sino que aquel estilo no era su estilo. ¿Esa era la idea que tenía Gia para su m etamorfos is? Había com etido un error terrible con s u estúpida idea de vengarse. La desilusión se asentó en su estómago como hojas mojadas y contempló la calle a través de la cristalera. Había sido ella la instigadora del plan, así que ahora no podía echarse atrás. Al fin y al cabo, por lo que ella sabía a lo mejor daba resultado. Puede que la clave en su pro blema de belleza fuera que le daba miedo co rrer riesgos . ¿Quién sabe? ¿Y si llevar cuero azul ajustado la estimulaba y le daba confianza? Lo dudaba mucho, pero s i Gia creía que funcionaría… —Ya te lo he dicho —le dijo Gia, com o si le leyera la m ente—. No necesitas cambiar nada. Si quieres s eguir adelante con esto, de acuerdo; si no, tampoco pasa nada. No es que mi opinión cuente para mucho después de… todo lo que pasó . Pero eres perfecta tal y co mo eres. —¿Y por es o acabé en El Show de Barry Stillman? Gia mantuvo la expresió n contenida, pero Emie la vio apretar los puño s. —Acabaste en el programa po rque la Elizalde es una zo rra trampo sa… —No te preocupes, ya me ocuparé yo de la buena de la pro fesora —la interrumpió Emie, acallándola co mo si apartara a un bicho molesto—. Y con respecto al cambio de imagen, no tienes que protegerme, Gia. Soy mayorcita y sé que llevará mucho trabajo. —Tendremos que asumir que no vamos a ponernos de acuerdo en eso —le cogió la mano a Emie un segundo, pero se la so ltó enseguida—. Ya te lo he dicho , te ayudaré. Tus deseo s s o n órdenes para mí, así que dime lo que quieres. Emie dejó es capar un sus piro triste. —Sé que es algo superficial e irrelevante, por no decir triste e impropio de mí. Pero quiero s entirme… hermo sa. Solo por esta vez. No s abía si era el licor o el mo do en que se le o scurecían los ojo s a Gia al po nerlos en ella, pero no taba una especie de calor líquido recorriéndole las entrañas y s e sentía flotar. Cuando Gia la miraba, la miraba de verdad , co mo si fuera lo más impo rtante del mundo . Nunca había experimentado nada parecido. —No te preocupes, querida —le dijo G ia, acariciándola co n sus palabras—. Tengo mil y una m aneras de hacerte sentir la mujer más hermo sa de la Tierra. Y Emie quería creerla. De verdad que s í.
Capítulo cinco —¿Púrpura? —¡Sí! —¿Que Gia dijo que iba a teñirte el pelo de color púrpura y tú sencillamente le hiciste ojitos y dijiste que sí? ¿ Estás loca? —exclamó Iris, incrédula, al otro lado del teléfono . Emie se vo lvió y miró el apartamento po r la ventana, con el ceño fruncido. —No, no es toy loca y no le hice ojitos . Yo no le hago o jito s a la gente, ya lo s abes. Sencillamente no s upe qué decir. Al parecer me cuesta articular frases inteligentes cuando estoy cerca de ella. Iris gimió. —Chica, me estás vo lviendo lo ca a mí . Respira hondo y empieza desde el principio. ¿Qué te dijo exactamente? Emie se encajó el teléfono entre la mejilla y el hombro y se puso a vaciar el lavavajillas para mantener las manos ocupadas. Hacía una semana que Gia le había señalado a las tres mosqueteras exóticas en el Chapultepec. Tanto había afectado a su determinación, que Emie le había dado largas durante varios días, pero el día anterior Gia había dinamitado sus defensas. Le había sonreído hasta que se le marcó el hoyuelo, la había llamado querida y le había preguntado cuándo quería poners e mano s a la obra. —¿Qué tal mañana por la mañana? —había so ltado Emie sin más, porque estaba ansios a por pasar tiempo con ella. Estúpida, estúpida. «Mañana» se había co nvertido en «ho y» y ya no había vuelta atrás. —No dijo exactamente púrpura. Dijo colo r berenjena, que es aún peo r. Po r Dios , berenjena. No sé s i puedo hacer algo tan drástico, Iris —confesó, mientras guardaba un cuchillo de sierra en el cajó n—. Pareceré una ado lescente emo , lo sé. —Oh. —Iris sus piró y habló en tono más suave—. Así la co sa cam bia. Es un colo r bastante po pular, Em, y no queda púrpura para nada, sobre todo si tienes el pelo oscuro como nosotras. Queda bien. Berenjena no es más que el nom bre, ¿sabes ? ¿Ya ha llegado? Emie echó un vistazo por la ventana para ver si detectaba mo vimiento en el apartamento. —¿Estaríamo s teniendo esta conversación si hubiera llegado? —Cierto. Emie se apo yó en el bo rde del fregadero y agachó la cabeza. Aún no las tenía to das co nsigo so bre teñirse el pelo del colo r de un fruto bulbos o que, siendo sincera, le gustaba a muy poca gente com o no fuera frito y bañado en sals a. —¿Seguro que quedará bien? —Dile que te lo haga como baño de color en lugar de tinte permanente si te preocupa mucho. Yo creo que quedará bien —Iris titubeó—. Oye, Em, quería hablar contigo s obre to do esto. —¿Qué pasa? Iris s uspiró. —Si quieres cambiar para quitarte lo de Barry Stillman de la cabeza y lo haces po r ti es una cos a, pero si es to es parte de tu absurdo plan de venganza… —Ay, perdona que te interrumpa, guapa, pero ha llegado Gia —mintió Em ie, que no estaba de hum or para charlas. Al parecer sus amigas creían que debería lanzarse en brazos de Gia y olvidarse de Vitoria. Como si eso fuera a ayudarla a recuperar su dignidad. Como si fuera una opció n siquiera, por favor. —Te llamo luego . —Pero, Em… Emie colgó el teléfono con delicadeza y volvió a mirar hacia el apartamento. ¿Dónde estaba? La expectación hervía en su interior co mo la lava de un volcán. A pesar de s us reparos po r el inminente tinte, Emie estaba impaciente po r pasar tiempo co n Gia. Aunque seguían desayunando juntas en el porche como siem pre, Gia pasaba la m ayor parte del día en su casa, trabajando afanosamente en su nuevo proyecto secreto. Emie la había vislumbrado en varias ocasiones a través del ventanal de la fachada norte y se s entía algo voyeur , pero al fin y al cabo no era culpa suya que su fregadero diera a casa de Gia. Cuando la so mbra de Gia apareció en la puerta trasera, acababa de po ner la cafetera al fuego y de sacar un po co de tarta. —¡Hola ho la! ¡No so y de Avon! —saludó desde detrás de la mo squitera, con una so nrisa jugueto na en los labio s. —Entonces s erás la de L’Oreal, porque claramente yo lo valgo. —Muy graciosa —replicó Gia—. ¿Me abres la puerta? Emie se frotó las manos en las perneras de los tejanos bajos, con el corazón partido entre el entusiasmo y la ansiedad. Cruzó la estancia, abrió la chirriante mo squitera y recibió a Gia con una s onris a nervio sa. —E-entra. Gia llevaba unos tejanos descoloridos parecidos a los suyos, ceñidos a los firmes muslos, y una camiseta negra ajustada que le m arcaba el tors o escultural. Suave y sinuo sa; afilada y poderos a: era la dicotom ía s exual definitiva. Gia llevaba el pelo húmedo suelto y su aroma a recién duchada habitual asaltó los sentidos de Emie y llenó la habitación. Aquella fragancia tan familiar, viva y vibrante hacía que la cabez a le diera vueltas. —Suenas co rta de aliento —com entó Gia, mientras entraba con un peinador de plástico y lo que parecía una caja de aparejos de pesca. —Eh, estoy bien. —Emie ojeó las herramientas con preocupación mal disimulada, se rodeó con los brazos y se estremeció—. Vale, es mentira. Estoy hecha un mano jo de nervios. —¿Por qué? —Gia dejó s us co sas en la mes ita de madera y se volvió hacia ella, con lo s brazo s en jarras. Entornó lo s ojos y esbozó una sonrisa juguetona que le marcó el hoyuelo en la tersa mejilla— ¿Todavía estás preocupada por que te deje el pelo de colo r fo sforito? Emie soltó una risilla nerviosa, fue al armario y sacó dos tazas del estante de arriba. El aroma a café recién hecho llenó la cocina. —Sabes que s i haces eso estás m uerta, así que eres tú la que deberías estar temblando dentro de es as bo tas. Com e tarta —le indicó . —No haré nada que se salga de madre, lo prometo. —Cogió una porción de tarta y le dio un bocado—. Mmm, está caliente. —Normalmente es como salen las cos as del horno —bromeó Emie—. Acabo de hacerla.
cocina. Eres un partidazo , profe, no es coña. —Ajá, claro. Emie no s e creía ni una palabra, pero aun así le gus taba oí rlo. Cogió un troz o de pas tel, lo m o rdisqueó y dejó el resto en un platito. —¿Sabes? Empez aba a creer que habías cambiado de o pinión s o bre el cambio de imagen —dijo Gia. Se metió el resto del pas tel en la boca y se limpió los dedos manchados de canela mientras masticaba y tragaba. —Para nada, tengo muchas ganas. Es que he es tado liada preparando el s emes tre —mustió Emie, que se dio la vuelta y se entretuvo s irviendo los cafés, para disimular la mentira. En realidad no tenía mucho que preparar para el sem estre de otoño , porque como era habitual en ella lo había dejado todo listo en las dos primeras sem anas de vacaciones . Tener una personalidad de tipo A era práctico en determinadas ocasiones. Sin previo aviso , Gia se colocó detrás de ella y le hundió los cálidos dedos en el pelo, deslizándoselo s po co a po co desde la nuca a las sienes. Al notar el calor del cuerpo de Gia a su espalda, Emie se quedó sin aire, el corazón se le disparó y se le pus o toda la piel de gallina. Aunque la caricia de Gia le ardía en la piel, Emie s e había quedado helada y so lo fue capaz de vo lver a respirar cuando se le derramó el café de la taza por el mármo l. —¡Uuups! Yo … ay, mierda. Dejó la cafetera en el mármo l con un golpe brus co y s e volvió hacia Gia. Estaba tan cerca que pudo distinguir las vetas doradas en sus ojos castaños que hasta el momento le habían pasado inadvertidas. Para su desgracia, se fijó en que Gia se había humedecido los suaves labios carnos os con la lengua. —¿Qué haces? La artista parpadeó con cara de inocencia, aunque sus ojo s relucían con tanta lujuria com o los de Emie. —Solo veía cómo tenías de largo el pelo, para decidir si te lo cortaba antes de ponerte el color. No pretendía sobresaltarte. Apoyó las mano s en el bo rde del mármo l a lado y lado de Emie, atrapándola, y su expresió n se tornó taimada cuando enarcó las cejas. —¿Qué creías que iba a hacer? —quiso s aber, con vo z ro nca—. ¿Besarte? —Bueno… yo… no… —Humillada, Emie se recolocó las gafas y trató de controlar los temblores. Con la barbilla levantada, usó su tono de voz m ás firme—. Claro que no. —Perfecto, porque tenemos un trato, como recordarás. Solo amigas —ronroneó Gia, comiéndose a Emie con los o jos . Le miró lo s labio s durante tanto rato que Emie se s intió incó mo da—. Recuerdas las reglas, ¿verdad, querida? Emie tuvo que hacer de tripas corazón para no morderse el labio. O mordérselo a Gia. Pero tenía que preservar su dignidad. —Po r supues to que las recuerdo. Yo puse las —«estúpidas, idio tas, irritantes»— reglas. Gia ladeó la cabeza y esboz ó una media sonrisa compungida. —Eso sin duda. Dejó caer la mirada a la garganta de Emie y se le dilataro n las aletas de la nariz al as pirar ho ndo. Junto a ellas, el café se es curría hasta el suelo de linó leo en un hilillo. Emie se dio cuenta de que estaba todo salpicado y farfulló un vago : —Perdona un segundo —señaló el fregadero—. Necesito la bayeta. A la mierda la bayeta, lo que necesitaba era alejarse para que cada vez que respirara no s e le llenaran los pulmo nes del dulce y pro metedor arom a de Gia. «Una promes a vacía.» Gia se apartó como si no hubiera pasado nada erótico en absoluto y retrocedió hasta dar de espaldas con la mesa. Entonces se metió las manos en los bolsillos traseros y se limitó a observar en silencio cómo Emie, con toda la naturalidad de la que fue capaz, se hacía con la bayeta y limpiaba el desastre del mármol antes de agacharse para limpiar el suelo . El aire casi echaba chispas, cargado com o estaba de una tensión implícita. A Emie le pulsaba el clítoris de la mejo r manera posible; el placer era casi inso po rtable, nacía de un anhelo que había ignorado demas iado tiempo . ¿Era la única que no taba la corriente eléctrica entre las dos ? Empezó a balbucear tonterías para rom per el silencio m ientras volvía a s ervir café y, hasta que no se vio sentada en el taburete envuelta en el peinador de plástico de Gia, los calores no remitieron lo bastante como para mantener una conversación normal. —He pedido ho ra para hacerme lentillas el lunes —le explicó a G ia, mientras la peinaba. Cuando s e quitó las gafas y se las puso en el regazo, el mundo a su alrededor cobró un tinte de niebla miope—. A lo mejor luego podemos ir a com prar maquillaje. —Vale —repuso Gia, que dejó el peine a un lado y se puso delante de ella—. No hay prisa. Primero habitúate a las lentillas. Tienes la piel sensible, así que no me extrañaría que los o jos también. —Está bien. Emie entornó los ojos para ver cómo Gia mezclaba un mejunje apestoso en un bol de plástico. Señaló el bol con aprensión. —Eso no s e queda, ¿verdad? Gia negó co n la cabeza. —Es semipermanente. Se irá con los lavados en unas cuatro semanas. O antes, si no te gusta nada. Deja de preocuparte. —Lo intentaré. —Arrugó el ceño al mirarlo m ás de cerca y s e envaró en el asiento, ho rrorizada—. ¿Me va a quedar el pelo de ese color? —No, Em —contestó Gia, con extrema paciencia—. No vo y a teñirte el pelo de gris macilento. Confía un po co en m í, anda. —Lo siento. —Emie estiró las mano s y respiró ho ndo—. Vale, estoy bien. —Insis to, no es que mi opinió n cuente mucho, pero creo que estás s upersexy con las gafas —comentó Gia, como sin darle impo rtancia. Mientras hablaba, dejó el bol en la mesa, sacó unos trozos cuadrados de papel de aluminio de su caja de aparejos, los dejó junto al bol y se puso detrás de Emie. Le separó el pelo limpiamente con un peine amarillo y le cogió todo un lado co n una especie de pinza de tender enorme.
admitirlo, así que en lugar de eso replicó: —Bueno, ya sabes lo que dicen. Las tías no ligan con mujeres co n gafas. —Creo que era «los tíos», pero vale. Y puede que la malcriada de la Elizalde no lo haga, pero ella se lo pierde. Le levantó unos mecho nes de pelo a Emie y le metió la parte fina del peine entre estos . Luego le puso el tinte y se lo aplicó desde la raíz hasta las puntas. Ento nces le envo lvió el pelo en uno de lo s papelitos y lo cerró por lo s extremo s. —¿Y las mujeres como tú, Gia? —aventuró Emie, con el pulso a cien en la garganta—. No te imagino buscando al típico ratón de biblioteca que pasa de todo cuando las m ujeres más cañonas s e te tiran encima. —¿Las mujeres como yo? —rio—. ¿Qué quieres decir? ¿Qué podía decir Emie? ¿Mujeres que tiraban de espaldas? ¿Mujeres que deberían ir siempre medio desnudas por ley? ¿Tigresas con aspecto de diosas griegas que estaban lo bastante buenas como para salir en un anuncio de refrescos con la cam iseta mo jada? ¿Mujeres que hacían a una es tremecerse y suplicar lo que hiciera falta? —Bueno, ya s abes. —Emie arrugó la nariz, porque el o lor del tinte hacía que le picara—. No eres exactamente… del montón. Gia siguió s eparándole, tiñéndo le y envolviéndole el pelo a Emie con dedo s experto s, seguros y delicados . —Si es tu manera de hacerme un cumplido , gracias, profe. Y da la casualidad de que so lo porque una m ujer lleve gafas no quiere decir que sea un ratón de biblio teca que pasa de todo . Emie no quería seguir discutiendo s obre las virtudes o defectos de sus anteojo s. —Háblame de tu familia —pidió. Aunque no le veía la cara, notó que Gia consideraba la petición antes de contestar, tomándose su tiempo con otra sección de su cabello. —No hay mucho que contar. ¿Qué quieres s aber? —Bueno, lo de s iempre. Dónde naciste, dó nde están sus padres, si tienes hermanos … —Nunca conocí a mi padre —empezó Gia, untando el pincel en el bol—. Mi hermano Philippe y yo crecimos con mi madre, en Chicago. —¿Tu m adre todavía vive allí? —Murió hace cuatro años . Silencio. Tinte. Papel de plata. —Lo siento mucho —susurró Emie, deseosa de que se la tragara la tierra—. Ha sido muy descortés por mi parte cotillear so bre tu vida. —No te preocupes, no co tilleabas. Estamos conociéndonos , es lo que hace la gente. De todo s mo dos , yo también lo siento. Tuvo una vida muy dura, así que no la culpo po r dejarla antes de tiempo . —Gia se quedó quieta un mo mento, con las mano s en la cabeza de Emie—. Pero la añoro muchísimo. —Seguro que ella también o s añora a Philippe y a ti. Gia so ltó un bufido y siguió trabajando en su pelo . —Mi hermano y yo no le pusimos las cosas fáciles, eso seguro. Hasta que nos hicimos mayores, claro. Philippe siem pre fue un buen hijo, pero yo … —se mo rdió la cara interior de la mejilla y dejó escapar un so nido de pes ar. —¿Eras una niña mala, Gia? —bromeó Emie. Se produjo una pausa tensa entre las dos . —Lo cierto es… que sí. No m e siento o rgullosa de recordarlo. El tono so mbrío de Gia hizo que Emie se pusiera rígida y optara por cambiar de tema. —¿Y Philippe? ¿Dó nde está? —Es m isio nero de la Iglesia. Vive en Venezuela. —¿Es un lucerio? —Sí, como lo oyes . —Gia dejó escapar una carcajada—. ¿Tanto te so rprende? —Es que tú no me pareces demas iado… sacerdotal. O mo njil, si es que existe la palabra. «Menudo desperdicio s ería», pensó , casi es perando que la fulminara un rayo. —Emie, el misionero es Philippe, no yo . Emie echó la cabeza hacia atrás. —Sí, bueno. Supongo que tienes razó n. ¿Es co mo una versió n masculina de ti? —Un poco —contestó Gia, untando la bro cha de nuevo —. Con el pelo más corto, como es o bvio. ¿Por qué? Emie miró al frente y se encogió de un hom bro. —No lo sé. Me parece muy injusto para las venezolanas. Un misionero que se parezca mínimamente a ti las hará tener ganas de pecar, no de bus car el perdón. Gia se echó a reír de nuevo y Emie se pus o ro ja. ¿De dónde salía tanto co mentario atrevido? Casi s e diría que estaba coqueteando co n ella. Al final le pudo la curios idad. —Cuéntame lo de tu pasado os curo. Me tienes intrigada. —Claro, escandalosa, desentierra mis fantasm as. Emie chasqueó la lengua. —No es que s ea una cotilla. Es po r conversar. Es lo que hacen las am igas. —Ajá. Gia acabó de aplicarle el color y de envolverle el pelo en papel de aluminio y cogió un cronómetro. El tictac y el zum bido de la nevera llenaro n el aire. —Si te hablo de mi pas ado, tienes que contestarme una pregunta. ¿De acuerdo? Solo una. —¿Cualquier pregunta? Eso no es justo. —Lo tom as o lo dejas —insistió Gia, en tono travieso , y se cruzó de brazo s co n la cadera apoyada en el mármol. Emie despegó los labios , pero , antes de tener tiempo de contestar, las interrumpió una llamada a la puerta trasera. —¿Em? Era Palom a y so naba lloros a. Las do s s e volvieron. —Palom a —dijo Emie, alargando el brazo por debajo del peinador para recuperar las gafas—. ¿Qué pasa? Entra. Se levantó y fue hacia la puerta. Paloma tenía las mejillas rojas y los ojos hinchados, como si hubiera estado
en gesto protecto r. —Siento mo lestaros. Ho la, Gia —añadió, distraída. —Hola. —No molestas, cariño, lo sabes —dijo Emie. Entonces le prestó atención al niño, se acuclilló y suavizó el tono—. Hola, Pep. ¿No vas a decirle hola a la tita Emie? El pequeño levantó la cabeza poco a poco y se quedó mirando a Emie, con el pelo envuelto en plata y la capa de plástico negra. Su puchero se co nvirtió en una so nrisa insegura. —Guay. Pareces una as tro nauta loca. —Viniendo de ti, m’hijo, es un gran cumplido. Emie se fijó en que Pep tenía el ojo mo rado, cortes en la frente y el labio hinchado. Miró a Gia de reo jo. Ella también o bservaba al pequeño con preocupación. —Y tú pareces un boxeado r de los peso s pesado s, pequeño. ¿Qué ha pasado ? —No quiero hablar de eso —mus itó Pep, frunciendo el ceño todavía más . —No pas a nada, mi niño —le dijo Palo ma, con vo z trémula de aguantar el llanto—. Ve al s alón a ver la tele mientras yo hablo co n tita Emie y con Gia. Luego vamo s al McDonald’s , ¿vale? Pep se encogió de ho mbros y salió de la s ala con desgana, arrastrando lo s pies. —¿Dónde está Teddy? —Lo he dejado en casa de mi madre —contestó Paloma, que observaba con anhelo la puerta por la que había desaparecido s u hijo m ayor—. Me ha parecido que Pep querría estar so lo un rato . —¿Te apetece un café, Paloma? —ofreció Gia. La recién llegada asintió, se derrumbó en una silla al final de la mesa y rom pió a llo rar co n el rostro entre las m anos . Los hombros se le sacudían con lo s s ollo zo s. Emie acercó una silla, se sentó frente a Palom a y le puso las manos en la rodilla. —¿Qué ha pasado, cariño? ¿Otra vez los mism os chicos ? Ella asintió . —No es m ás que un niño, po r amor de Dios . ¿Por qué tiene que pasarle esto? Gia le dejó una taza de café a Paloma y le puso la mano en el hom bro a Emie, para darle a entender que estaría en la o tra habitación. A Gia siem pre se le poní a un nudo en el es tómago cuando veía llorar a una mujer, y se dijo que las do s amigas necesitaban hablar a solas. Emie levantó la mirada hacia ella, compungida. Antes de darle ocasión de marcharse, Emie le cogió la mano y le dijo: —Pep está teniendo pro blemas co n unos matones del barrio. Lleva todo el verano vo lviendo a casa as í. Es la cuarta vez… —Quinta —corrigió Palo ma. —La quinta vez que le ponen un o jo m orado desde que acabó el co legio. —Y tiene seis años. ¡Seis! Justo le están saliendo los dientes nuevos y me da miedo que se los rompan —lloró Palom a, que se s orbió las lágrimas y s e frotó lo s o jos —. Es un niño m uy tranquilo y tímido. ¿Qué les pasa a los críos , Gia? ¿Tú lo entiendes? ¿Por qué siempre se ceban con lo s débiles? Fue como si le dieran una patada con puntera de hierro. Gia se sentó en una de las sillas y se frotó la cara con la mano . Si supieran que estaban hablando co n una versió n adulta de los torturadores de Pep… La invadió una o leada de culpabilidad al sentirse una farsante. —No lo sé, Paloma. ¿Tu esposa o tú lo habéis hablado ya con Pep? «Bien hecho , G. Escaquéate.» Palom a echó chispas por los ojo s. —Esa es o tra. —Miró a Emie con intensidad y ges ticuló co n las m anos para enfatizar sus palabras—. Tiene tiempo de resolver todo s lo s problemas del mundo, pero no de quedarse en casa un rato y hablar con su hijo. Emie miró a Gia de nuevo, con una mueca. —Deanne es policía de Denver. Fuimos todas juntas al instituto —explicó, aunque decía más con la mirada que con sus palabras—. Su… trabajo no le deja demasiado tiempo para pasar en casa. El eco de las alegres vo ces y los efectos chiflados de los dibujos animado s s e filtraron desde el s alón, extrañamente disparejos con la gravedad de la co nversación. Si Paloma y Deanne habían discutido aquella mañana, Gia estaba más que segura que, com o extraña, estaba en el lado equivocado de las líneas enemigas . Emie y Paloma no le quitaron o jo de encima mientras se armaba de valor para atravesar un campo de minas verbal en aquella guerra de pareja. Desarmada com o iba, Gia tragó s aliva y dio un pas o ins eguro, preparándose m entalmente para la explosió n. —A lo mejor tiene mucho trabajo. Muchas comisarías están faltas de personal últimamente. Seguro que si pudiera estaría en casa —aventuró Gia, sin tenerlas to das co nsigo . Ni siquiera cono cía a Deanne; por lo que sabía, podí a ser una imbécil integral, así que lo único que po día o frecerle a Paloma era una cortina de humo , hecha de palabras tranquilizado ras vacías y trilladas. Sin embargo, gracias a Dios , no estalló ninguna bo mba. A Paloma s e le escapó un gruñido , a medio camino entre la risa y el bufido. —Sí, perfecto que los niños tengan a una poli dura como madre y que luego no pueda ni ayudarles a librarse de los abuso nes del barrio —replicó, al tiempo que cogía un troz o de pastel y lo m o rdisqueaba sin demasiadas ganas . Gia pasó de puntillas sobre una mina y se enfrentó a la siguiente. No tenía el menor derecho a darle consejos matrimoniales ni maternales a nadie, pero Emie seguía mirándola con los ojos muy abiertos, seria pese al grumo de tinte gris berenjena que se le deslizaba po r la sien desde la co ronilla forrada de plata, co mo si es perara que lo arreglara todo . Maldición, no quería defraudarla. Se levantó e hizo un gesto vago en dirección a la puerta. —¿Por qué no habláis un rato tranquilamente las dos? Yo voy a ver qué hace Pep. —Gia indicó el cronómetro de cocina con la cabeza—. Cuando suene m e avisáis, que te aclararé el pelo. —Lo haré —contestó Emie, sin prestarle mucha atención. —No te olvides , o s e te achicharrará el pelo. —No m e o lvidaré, pro metido. Ve a hablar con Pep. Le so nrió co mo si Gia fuera un caballero a lo mo s de un caballo blanco , al rescate del pequeño príncipe. La ternura la
suyo s, pero lo que hiz o fue limpiarle el tinte reseco de la sien. —Es m uy dulce —oyó murmurar a Paloma al s alir. A Gia le iba el co razó n a cien al atravesar la casa hacia la parte delantera. Se detuvo en el pasillo . ¿Qué coño debía decir? Se quedó quieta un largo instante. «¿Qué habrías querido oí r cuando eras una niña de seis año s confusa, G?» Por desgracia, le daba la impresió n de que en su mo mento no habría querido o ír nada de un adulto. Cuando era niña, lo que más quería era ser escuchada. Solo había querido poder hablar con alguien. Con esa idea en mente, avanzó. ¿Tanto m iedo podía dar un mocos o de seis años ? Gia se paró en el marco de la entrada del saló n, se apo yó co n el hom bro en la pared y se cruzó de brazos . Pep estaba arrellanado en el so fá, vestido con ro pa ancha. Los dibujos de la televisión no provo caban ninguna emoció n en su carita inocente y castigada. En sus cans ados ojo s s e reflejaban los brillantes co lores de la pantalla, tenía los labio s fruncidos en un puchero y tenía los hombros hundidos. Se lo veía deprimido. Con seis años, aquello era inaceptable, joder. Pep miró a Gia de reojo , tratando de fingir que no s abía que estaba allí. —Órale, chavalito —le dijo Gia, apartándos e de la pared y yendo junto a él. Pep pestañeó co n so lemnidad. —¿Te han echado ? —Algo así. Pep frunció lo s labios. —Están de chismes. No dejan quedarse a nadie que no sea la tita Emie o la tita Iris —explicó el niño, con la resignación del que sabe de lo que habla. «Momento cotilleo.» Gia sonrió ante la valoración de Pep de las conversaciones de su madre con sus amigas y se sentó en el sofá a su lado, imitando su postura. Al pequeño no le llegaban los pies al suelo y aquel detalle le parecía enternecedor. Se le veía demasiado chiquito para que lo persiguieran los abusones. Cerró los puños sin querer y se esforzó por relajarse. Durante varios minutos, vieron la tele juntos sin más. Gia le dio tiempo al niño para preguntarse qué carajo estaba haciendo aquella adulta tan rara a su lado . —¿Qué están dando? —se interesó por fin. Pep balanceó lo s pies tres veces y luego lo s dejó quietos , sin despegar los ojo s de la pantalla. —Algo. No lo sé. Gia cogió el mando a distancia. —Si es tan aburrido, a lo mejo r deberíamo s po ner un culebrón. —¡No, no , por favo r! —pro testó Pep, alargando las manitas hacia el mando . A juzgar por la desesperación de su m irada, era un niño que había s ufrido dem asiado s culebrones en s u vida. —Ah, venga. Alguno de chicas llo rando y de beso s todo el rato —brom eó Gia, dando beso s ruidos o al aire. Pep so nrió a regañadientes, tirando del feo co rte que tenía en el labio. —Ni hablar, no m e gustan esas s eries. Vamo s a ver esto. Gia se encogió de hombros y le dio el mando. —Tú eliges, ho mbretón. Estiró los brazo s y enlazó los dedos tras la cabeza. Pep estrechó el mando co ntra su huesudo pecho, pero al poco lo dejó a un lado y también estiró lo s brazos y se puso las manos detrás de la cabeza como Gia. —¿Tú no eres la de la camio neta Fo rd negra? —le preguntó, echándole una mirada curios a. —La mism a. —No me acuerdo de si tenía tres o cinco puertas. —Tres. Pep reflexionó s obre ello uno s instantes. —¿Sabes que el de cinco puertas tiene asientos traseros de verdad, envede asientos plegables? —afirmó con total seguridad—. Si tienes hijos , tendrías que com prarte el de cinco puertas. ¿Tienes hijos ? —No. —Miró al niño de refilón—. ¿Y tú? Pep so ltó una risita por el chiste. —¿Cómo te llamabas? —Gia. —Gia —repitió Pep, com o si pro bara el so nido en la lengua—. ¿Puedo llamarte así? Gia bajó lo s brazo s y cruzó las piernas, con un tobillo apoyado en la rodilla opuesta. —Claro. —¿Tienes la camioneta aquí, Gia? —Ajá. Interesado, Pep estiró el cuello para mirar por la ventana y se vo lvió hacia Gia. —No la veo aparcada fuera. —Está en la parte de atrás —le dijo Gia—. Vivo aquí. El niño abrió mucho lo s o jos y la miró con la boca abierta. —¿Vives co n la tita Emie? ¿Eres su m ujer? Gia so ltó una carcajada. —Frena, coleguita. Todavía no la he bes ado siquiera. —Puaj —miró a G ia con ino cencia y repugnancia poco disim uladas—, qué asco. ¿Qué tiene que ver besar con tener mujer? Gia entornó lo s o jos y lo fulminó co n la mirada. —¿Quieres que ponga el culebrón, amiguito ? —propus o , en broma. Cuando Pep s onrió , el diente que le faltaba le dio un aspecto de tirada de bo los de 7-10. —Nah. —Entonces deja de decir to nterías y mira lo s dibujo s. Pep se rio de nuevo y vio lo s dibujo s un rato, antes de perder de nuevo la habilidad de estar sentado s in hablar. —¿Eres la tita de la tita Emie? —quiso saber. —No. —Gia frunció el ceño—. Dios , ¿tan vieja parezco?
con cuidado y se m iró lo s dedo s para ver si había s angre—. ¿Eres su prima? —No. El niño ladeó la cabeza. —¿Su hermana? Gia lo miró , divertida y exasperada. —Vamo s a hacer un trato, Pep, ¿qué te parece? Yo te contesto s i tú me contestas —o freció, extendiendo la mano . —Trato hecho. —Le estrechó la manita al pequeño —. ¿Lo eres? —¿Soy qué? Pep puso lo s o jos en blanco. —La hermana de la tita Emie. Gia suspiró y le desordenó el pelo. —A veces me siento co mo si lo fuera, chavalito, pero no. No s oy s u hermana. *** Emie le ofreció a Paloma un hombro donde llorar hasta que se sintió un poco mejor, infinitamente más fuerte. Con un hondo sus piro, su menuda amiga alzó la vista hacia sus mecho nes envuelto s de papel de plata. —Bueno, guau. Ciencia ficción. ¿Có mo quedará, Em? La aludida se levantó y llevó lo s platos al fregadero . —A saber. Pero el co lor o ficial es berenjena —Ay. —Paloma hizo una mueca—. ¿Qué ha dicho Iris? Daba por sentado que lo había consultado con su amiga supermodelo, porque tendían a creer que lo sabía todo so bre cualquier cos a que tuviera que ver con belleza. Y normalm ente era cierto. —Me dijo que quedaría bien, que es un color muy de moda o alguna chorrada así —el reloj de cocina marcó diez minutos—. De todas maneras, cualquier cambio valdrá la pena si es para darle una buena patada en el culo a Vitoria después de lo que me hizo. Palom a ladeó la cabeza. —Oh, cariño, no digas eso. ¿Cuándo vas a abrir los ojos? Olvídate de la Elizalde. Es más que evidente que a Gia le mo las. La mejo r venganza es llevar a un pibón com o ella del brazo. Emie cerró los ojo s y contó mentalmente. —Palom a, no quiero tener la mism a discusió n contigo y con Iris la mis ma mañana, ¿de acuerdo? Tengo que hacer lo que tengo que hacer. Punto. —¿To davía piensas que Gia está aquí por remo rdimiento s? —Sí. —Emie hizo una pausa—. No —suspiró—. Joder, yo qué sé. —Se dejó caer en la silla—. Es maja conmigo. Somos amigas. —Y entonces, ¿por qué no …? —Amigas, Paloma, eso es todo —afirmó Emie—. No es mi novia. No quiero una novia y tengo que desquitarme con Vitoria como me parezca opo rtuno. —Desquitarte… —reso pló Palo ma, pero alzó las m anos en gesto de rendición y apartó la mirada—. Vale, no he dicho nada. Te quiero , Emie. —Lo s é. Yo también te quiero. —Eres un genio , eres divertida, eres buena perso na —fue enumerando las virtudes de Em ie con lo s dedo s—. Tienes una carrera es tupenda, una casa precio sa… —Eso no tiene nada que… —Y yo —pro siguió Paloma— sé lo fantástica que eres. Emie esboz ó una so nrisa tocada de tristeza. —Bueno, si fuera capaz de verme a través de tus ojos, a lo mejor no estaría forrada como si fuera un pavo futurista, pero no puedo, así que aquí estoy. Fin de la conversación. —Su voz se tornó un sus urro—. Por favo r, apóyam e. —Sabes que lo hago —aseguró Palom a, haciéndos e con otro trozo de pastel—. Pero m e preocupo po r ti. —Bueno, no lo hagas. —Emie volvió a comprobar el reloj. Faltaban cinco minutos—. Voy a buscar a Gia. No quiero arriesgarme a que s e me caiga el pelo. Ahora vuelvo. Emie oyó el rumor de la conversació n del saló n al acercarse y aminoró el paso para no interrumpir. Se quedó junto a la entrada y echó un vistazo al interior: Pep y Gia estaban sentados el uno al lado del otro, en la misma posición exactamente, con un tobillo apoyado en la rodilla opuesta. Pep se veía tan chiquitito al lado de la escultural Gia que resultaba adorable y escuchaba embelesado a s u nueva amiga. —Entonces, si no eres la hermana de tita Emie, ni s u tita ni s u mujer, ¿qué eres? —Su amiga —contestó Gia s in pensárselo do s veces. El niño arrugó la nariz y echó la cabeza hacia atrás. —¿Eh? ¡Vives co n ella! Emie retrocedió un pas o y se tapó la bo ca para ahogar una carcajada. —¿Y? Se puede vivir con am igos , Pep. —¿Pero quién iba a querer hacer eso? Primero tienes que hacerte amigo de ellos, luego comprarles cosas. Luego tendrás que besarlos . Gia se echó a reír. —Cuando seas mayo r te darás cuenta de que to do es o no pasa ni de lejos tanto co mo te gustaría, colega. —Qué asco. Yo no quiero que pase nunca. —¿No? Ya me contarás dentro de diez años —murmuró Gia co n ironía. Cambió de tono al añadir—. Bueno, me toca preguntarte —pasó un s egundo—. ¿Qué pasa con tanto m orado , tío? ¿Quién te está mo lestando? —No quiero hablar de eso —refunfuñó Pep. La voz de Gia so nó s egura y firme en la habitación. —Teníamos un trato, Pep, ¿te acuerdas? Yo he contestado a tu pregunta, así que tú ahora tienes que contestar a la mía. Pep chasqueó la lengua, con aire abatido. Incluso a la temprana edad de seis años era incapaz de ro mper un trato. —Yo no les he hecho nada a esos niños, Gia —afirmó con voz quejumbrosa—. No les gusto y ya está. No les gusta
—¿Los cono ces del colegio? —No, so n mucho m ás m ayores. Tienen nueve año s —dijo en tono reverente—. Empez aron a llamarme niño de mamá y mariquita y ahora dicen que so y un sopló n, porque mi mami es policía. Me llaman cos as feas que no m e dejan decir. Y también dicen cosas de mamá y de mami. Emie notaba el enfado de Gia crecer desde donde estaba, sin necesidad de verle la cara, aunque su habilidad para disimularlo delante de Pep era impresio nante. —¿Y tú no les haces caso ? —Lo intento —dijo Pep—. Yo me alejo , pero me co gen. Emie volvió a as o marse po r la puerta. Gia se había vuelto hacia Pep, con un brazo apoyado en el respaldo del s o fá, y o bservaba al pequeño co n atención. —¿Se lo has contado a tu mamá? ¿O a tu mami? —Un poco, cuando está en casa. Mami dice que les plante cara… pero me da miedo —dijo él, en un susurro avergonzado. Desde s u esco ndrijo, Emie vio que le temblaba el labio hinchado a Pep y de repente sintió mucha rabia hacia Deanne. ¿Có mo podí a decirle a un niño pequeño e inocente como Pep que «les plantara cara»? Nunca habría creído que fuera capaz de decir aquello de o tra mujer, pero… será vacaburra. Gia le hizo levantar la barbilla con el dedo , hasta que el niño la miró a lo s o jos . —No pasa nada po r estar asus tado, chavalito. Tú agarra bien ese miedo . —Pero mam i no tiene miedo de nada. Es policía. Gia negó co n la cabeza. —To do el mundo tiene miedo de algo , Pep. No eres meno s ho mbre por admitirlo. —Bueno, pues m e da miedo plantarles cara —mus itó—. No sé pelear. —Lo que quiere decir tu mami no es que pelees con los puños, sino con esto. —Gia se señaló la s ien. —¿A cabezazos ? —Con el cerebro. Co n la inteligencia. Pep se removió , inquieto . —¿Qué quieres decir? —Muchos abusones so n malos porque no s on muy listos . Tienen la cabeza hueca. Horrorizado, Pep abrió unos ojo s com o platos . —¿No tienen nada? ¿No tienen seso s? Gia so ltó una risilla. —No, me refiero a que no tienen nada en el corazó n. No tienen amor ni sentimientos , ¿lo entiendes? Pep asintió . —Intentan sentirse mejor mango neando a lo s m ás débiles, porque ellos so n mejo res. —Gia bajó la barbilla y el to no de voz —. Pero tú eres un chico lis to, ¿verdad? A Pep se le iluminó la cara. —Sí. —No dejes que te hagan dudar de lo que hay aquí —le dijo, dándole una palm adita en el pecho—. Tienes m ucho am o r y muchos sentimientos en el corazón, Pep: tu familia te quiere. No dejes que esos niños te pasen su ira. De momento puede que tengas que s eguir evitándolos , pero al final te dejarán en paz. Cuando lo hagan, olvídate de ellos . Si se m eten contigo es problema de ellos , no tuyo. —¿De verdad? —miró a Gia de reojo —. ¿Seguro que mi mami no se enfadará si no peleo con ello s? —Creo que tu mami y tu mamá estarán orgullosas si eres lo bastante listo como para usar el ingenio en lugar de los puños —le sonrió ella—. Yo lo estaría. —¿Qué es «ingenio»? Gia se señaló la sien otra vez. Pep esbo zó una so nrisa radiante. —¿Igual que inteligencia? —Exacto —contestó Gia, poniéndo le la mano en la cabeza. Emie se había quedado de piedra; tenía el corazón encogido. ¿Había algo que aquella dulce, cariñosa e inteligente mujer no supiera hacer? Emie tenía ganas de darle un abrazo y cubrirle el bello rostro de besos. Quería subirse a su regazo y… ¡Ding! La alarma del cro nóm etro llamó la atenció n de Gia hacia la puerta. «¡Mierda! Pillada.» Emie atravesó el arco del umbral y les dedicó una sonrisa leve, reprimiendo las oleadas de deseo y asombro que le despertaba Gia antes de que es ta se diera cuenta. Carraspeó . —La… eh… berenjena ya está lista.
Capítulo seis Lo primero en lo que se había fijado Gia de Emie era su inteligencia, su autenticidad y su ingenio. Respetaba a Emie más que a ninguna otra mujer que hubiera co nocido y su perso nalidad la atraía, no había vuelta de ho ja. Sin embargo, cuanto más tiempo pasaba cerca de Emie, más atracción física sentía y empezaba a notarse obsesionada con tocarla. Emie no tenía ni idea de lo sexy que era. Gia no pensaba disculparse por desearla, pero la regla que mantenía su relación a nivel platónico obs taculizaba ligeramente sus anhelos . Pep y Palom a ya se habían marchado y Gia estaba haciendo todo lo que es taba en su mano para no mirarle el culo a Emie mientras es ta se aclaraba el pelo en el lavabo. Los tejano s bajo s le quedaban mejo r que a ninguna o tra mujer: no eran demasiado ajustados —sencillamente marcaban lo bastante como para insinuar el misterio sobre el que reflexionaría por la no che, mientras s e quedaba dormida— y eran lo s uficientemente ancho s co mo para no rom per con el aire recatado que la caracterizaba y que a Gia em pezaba a vo lverla lo ca de deseo . Deseaba a Emie. Dios, cómo la deseaba. El peinador de plás tico negro s e le había abierto y dejaba al descubierto la fina cintura de Emie. En la parte baja de la espalda tenía algo de vello finísimo y casi invisible y Gia se descubrió con ganas de acariciarlo, de pasarle las manos alrededor del s uave vientre plano y estrechar a la atractiva profeso ra entre s us brazo s. De frotarse contra Emie has ta que entendiera lo mucho que la deseaba y lo cachonda que la ponía. —¿Bueno, lo ves bien? Gia apartó la m irada lujuriosa de go lpe. —¿Qué? Emie levantó la cabeza, envuelta en una toalla co mo si fuera un turbante. Tenía las mejillas ligeramente so nrojadas. —El berenjena —explicó, como si fuera algo o bvio—. ¿Esto y ridícula? Dime la verdad. Gia tragó saliva, aunque notaba la garganta seca y agarrotada. Lo que deseaba beber no le pertenecía. Por lo que había visto, el baño de colo r le había quedado brillante e intenso , a Emie le iba a encantar, pero Gia tenía la cabeza en o tra parte y en ese mo mento la traía sin cuidado. —Antes de nada tenemo s que peinarte, pero te prometo que no es tás ridícula. ¿Por qué no vas a po r el secador? — sugirió, mientras se volvía para organizar sus sum inistros. Se tomó su tiempo, con la esperanza de que la mirada de deseo que llevaba escrita en la cara se desvaneciera y pudiera pensar con claridad. Gia no estaba segura de cuánto tiempo más podría sobrellevar lo de ser solo amigas. Joder, la deseaba. ¿Tan malo era? ¿Es que el destino iba a negarle la posibilidad de tener una relación más profunda con aquella mujer so rprendente so lo po rque habían empezado con m al pie? Gia quería cortejarla y seducirla, mirarla a los brillantes y amables ojos mientras le hacía el amor y conectaban de la manera más intensa posible, creando un vínculo que nadie podría reemplazar. La putada era que Emie ni s iquiera pretendía atraerla, pero su candidez no hacía más que intensificar lo s s entimientos de Gia. Le gustaba todo de Emie: desde su s eriedad a su ingenio, lo limpia que tenía la casa, lo impo rtante que eran sus amigas para ella y la só lida educación que le habían dado . No se parecía a nadie que hubiera cono cido antes. Claro que quería ser su amiga, pero también quería más. Mucho m ás. Había ido a Co lorado siguiendo un impulso , en busca de una mujer que la intrigaba, pero lo que había encontrado era una mujer a la que sabía que co n el tiempo po día llegar a amar con toda s u alma. Joder, daba mucho m iedo. No s abía si s ería capaz de ser el tipo de m ujer que Emie se merecía. «Vale, respira ho ndo.» Estaba adelantándos e a lo s aco ntecimientos. Distancia, eso era lo que neces itaba. Necesitaba espacio para… Emie le rodeó la cintura con el brazo y todo pensamiento racional se hizo añicos dentro de Gia. El cuerpo cálido, suave y perfumado de lavanda de Emie se amoldaba perfectamente a su espalda y, cuando le apoyó la mejilla en el omoplato, fue vagamente consciente de que la toalla húmeda le estaba mojando la camiseta. Por supuesto, no le impo rtó, sino que se dejó abrazar y cerró lo s o jos . ¿Era real o una cruel manifestación de los deseo s de su mente? —No tienes ni idea de lo mucho que te agradezco lo que has hecho por Pep —le susurró Emie. Su aliento le hizo cos quillas a Gia en la espalda. Esta no dijo nada, no se m ovió. No quería romper el hechizo de aquel momento precios o. —No pretendía escuchar a hurtadillas, Gia, pero m e alegro m ucho de haberlo hecho. Yo … yo nunca había cono cido a nadie tan amable y tan genero sa com o lo has sido tú con es e pobre pequeño. «No s oy mejo r que los críos que le pegan.» El insidio so pensam iento aguijoneó a Gia, pero lo apartó de su mente. —No he hecho nada especial, querida. No me des más mérito del que tengo —dijo , echando el brazo hacia atrás para apretar a Emie contra su cuerpo co n más fuerza e inclinando la cabeza. —¿Cómo puedes decir eso? —murmuró Emie—. No habría hablado con Paloma ni con Deanne. Tampoco hablaba conmigo. Pero en el salón lo tenías comiendo de tu mano. —Ha sido la camio neta —carraspeó Gia—. Le gusta mi camio neta, así que hemo s co nectado. Emie suspiró. —Fuera lo que fuera, estoy im presio nada. Y agradecida. No… no tengo palabras. Gracias… Muchas gracias. Un día serás una m adre excelente, Gia. Solo de pensar en Emie embarazada de un bebé de las dos hizo que a Gia le temblaran las rodillas y fue incapaz de responder. —Y a pesar de cómo nos conocimo s, me alegro mucho de que seamo s amigas —añadió Emie con firmeza, al tiempo que la liberaba del inesperado abrazo . «Amigas.» La palabra quedó co lgada en el aire, com o un m uro de ladrillos. El mom ento se había roto y, antes incluso de que Gia dejara de lamentar la pérdida, Emie salió de la habitación. La pintora giró s obre s í mis ma, preguntándose s i se lo había imaginado todo. No podía ser un sueño, ya que el aire le refrescó el hombro allá donde la toalla de Emie le había mo jado la tela de la camiseta y ella se tocó la tela húmeda en gesto dis traído . Emie la había abrazado . Había sentido su aliento en la piel. Habían conectado… Y se había ido
puños manchados de tinte y apretó los dientes. Qué boba que era. Había leído más de lo que debía en un momento espontáneo y ahora se sentía como si la hubieran atado a la vía y la hubiera atropellado el tren de una montaña rusa emo cional yendo a toda velo cidad. Varias veces. —Joder —farfulló entre dientes. Emie quería que fueran amigas. Y Gia quería com placerla. Estaban en un punto muerto. Muy bien, pues daría un paso atrás y sería s u puñetera amiga. De acuerdo. Pero para lograrlo, iba a necesitar algo de distancia física y emo cional. En definitiva: no podría permanecer cerca de Emie por m ás tiempo sin querer más que una sim ple amistad, po rque ya hacía mucho que había cruzado aquella línea. Le hacía falta una ducha. Fría. Eso sin mencionar un vibrador. Turbo. *** Media hora más tarde, Emie se miraba en el espejo del baño, con el pelo ya seco y peinado. —Me encanta. De verdad. —Volvió la cabeza a los lados para admirar el sutil reflejo color mora de su cabello—. Berenjena, ¿quién iba a pens arlo? —Me alegro de que lo apruebes. —¿Sabes por qué me gusta? —continuó, tratando de no preocuparse po r el hecho de que Gia s e mo straba distante y ansio sa po r alejarse de ella. ¿Y si se había enfadado porque la hubiera puesto en la tesitura de hablar con Pep? A lo mejor no le gustaban los niños o no quería que Emie la metiera tanto en s u vida perso nal. —Me… m e gusta po rque es mi estilo, pero… m ejor —concluyó, en un intento de lanzarle una indirecta so bre el tipo de cambio de im agen que quería. Ojalá Gia decidiera rebajar un poco el tono de exotismo que tenía previsto. —Es verdad —dijo Gia, sin mirarla directamente—. Que es tu estilo, quiero decir. Pero no temas, que para la fiesta del sem estre haremos algo un po co más atrevido. Con el pelo de punta, quizá. Emie se quedó helada mientras s e atusaba el pelo . —¿De punta? Gia asintió y le tembló un músculo de la mandíbula mientras le daba a Emie un repaso objetivo y profesio nal. —Puede que un poco de purpurina también. Queremos que destaques para que a la Elizalde no se le escape tu presencia. Pues vaya co n rebajar el tono . Estaba claro que a Gia lo s cambio s de imagen s utiles le parecían demasiado aburridos en com paración co n las m ujeres explos ivas del Chapultepec que tanto le gustaban. Ahogó un sus piro. Por ridículo que fuera, le tocaba la m o ral pensar en que a Gia la pusieran cachonda aquellas s educto ras despam panantes. A lo mejo r a ella le parecían exóticas, pero Emie las veía postizas y desesperadas. Ella nunca podría tener un aspecto tan… chabacano. Y sería lo último que querría. ¿Cómo había pasado de ser una mujer segura y centrada en su carrera a alguien tan o bsesio nada con su puto aspecto? Era absurdo. No debería de importarle nada de todo aquello. Ya le había dicho a Gia que no la deseaba y, a juzgar por la actitud distante que mo straba Gia en aquellos mo mentos , claramente se había dado cuenta de que Emie tampo co era su tipo. ¿Y qué o tra cos a cabía esperar? «Basta ya, Em.» Tenía una venganza que cobrarse, y lo que sintiera Gia por ella era irrelevante para el esquem a de las cos as. Además , si aceptaba los consejos de Gia sobre su cambio de imagen, fueran cuales fueran los resultados, puede que esta empez ara a verla de o tra manera, al margen de remo rdimientos o lás tima o lo que quiera que hubiese sido lo que había impulsado a dejar su trabajo e ir en coche hasta Colorado así, de buenas a primeras. Con suerte, ya no parecería que quisiera estar en cualquier sitio antes que allí. Emie se dio la vuelta y apoyó el trasero ligeramente en el lavabo. —¿Sabes qué? Tienes razó n. Lo del pelo de punta estaría genial. Gia enarcó las cejas. Casi se diría que se había so bresaltado . —¿Sí? —Cuanto más atrevido, mejo r. Gia to rció el gesto co n sus picacia. —¿Desde cuándo? —Oh, no lo sé. —Emie se encogió de hombros—. Desde ahora. ¿Qué tengo que perder? ¿Quieres de punta? Pues de punta —sonrió —. Saca el cuero. Se hizo el silencio, roto únicamente po r el goteo del grifo del pequeño lavabo que llevaba tiempo queriendo arreglar. Había esperado una reacción más efusiva, pero Gia se limitaba a mirarla fijamente, con el rostro impenetrable. Emie abrió los brazos . —¿Qué? Creía que te alegrarías de que estuviera de acuerdo co ntigo . ¿No s e trataba de eso? ¿No quieres que tenga un look exótico ? Al cabo de un mo mento, Gia carraspeó y le puso la mano en el brazo . —No, sí. Quiero que estés co ntenta y que te veas… exactamente com o quieres verte. Es que m e has s o rprendido, eso es todo . —Gia esbo zó una so nrisa torva—. Parece que es algo que se te da bien. *** El so l de la tarde caía a plom o s obre Emie mientras se dirigía al apartamento co n una misió n y un objetivo : averiguar por qué Gia había estado evitándola y lograr que dejara de hacerlo. Maldita sea, echaba de menos su compañía. En los último s días , no la había visto m ás que un par de minutos y to davía no le había dicho nada de sus lentillas nuevas. ¿Por qué? ¿Qué había hecho? Desde que había m etido a Gia en lo s pro blemas de Pep, estaba claro que la pintora evitaba a Emie a toda co sta. En lugar de pasar tiempo con ella, Gia se pas aba el día en casa o haciéndole chapuzas a Emie. Y esta se lo agradecía, pero si dependía de ella prefería s aber qué le pas aba a Gia por la cabeza antes de que le arreglara la puerta que chirriaba, los grifo s que go teaban y las tablas sueltas del po rche. Toc, toc, toc.
Dentro s e o ía música zydeco y también a Gia moviéndose. El so nido de sus pasos se aproximó a la puerta, sonó el cerro jo al des correrse y a continuación… Se produjo una pausa incóm oda. —Hola —la saludó G ia, pestañeando com o abs orta. Obviamente, Emie la había s orprendido al presentarse s in previo aviso . Dentro o lía muchís imo a pintura y trementina y a Emie le esco ciero n los o jos , así que dio un paso atrás para respirar aire fresco. —¿Estás bien? —Gia miró a su es palda y a continuación se des lizó fuera y entornó la puerta—. Perdo na por el o lor. Yo estoy aco stumbrada, pero sé que puede ser terrible. Gia iba descalz a y llevaba los tejano s Levi’s rotos que tanto le gustaban y una camiseta de tirantes igual de gastada com o único atuendo, a no ser que las manchas de pintura co ntaran como accesorio s. —No pasa nada, estoy bien. Es que… últimamente no te he visto mucho. —«Patético», pensó Emie, arrugando los hombros —. Somo s vecinas, así que he pensado en pasar a saludar. Vale, aquella situación era ho rriblemente incómo da. ¿Gia pensaba invitarla a entrar? No lo parecía, así que Em ie se cruzó de brazo s. —Así que… hola. La mirada de Gia se dulcificó y esbo zó una so nrisa lenta. —Hola. —¿Estás muy liada? —quiso saber Emie, indicando la puerta cerrada tras Gia, para luego vo lver a mirarla a la cara. —Yo … eh… —Gia se fro tó la barbilla co n el dors o de la mano y señaló al interior con el pulgar—. Estoy trabajando. —Ya lo he supues to. ¿Qué tal va la cos a? —Genial —contestó ella. Los o jos le chispearon—. Hay un par de galeristas interesado s en echarle un ojo a algunos de mis trabajo s. Puede que co nsiga alguna exposició n o incluso venda algo . —¡Es maravilloso ! —exclamó Emie, juntando las palm as de las mano s. De repente, ya no s e s entía tan igno rada. Si Gia s e hacía un hueco en la co munidad artística, puede que tuviera algún incentivo para quedarse cuando terminara su acuerdo so bre el cambio de imagen. Joder, estaba dispuesta a retenerla a su lado com o pudiera. —¿Cuándo te dirán algo? —No esto y segura. He estado trabajando co mo una loca para que esté todo lis to. —Miró al s uelo—. Supongo que por eso no he estado muy… so ciable. —No pasa nada —aseguró Emie, aunque no acababa de creerse la excusa—. No tienes que darme explicaciones. Además, ¿qué mejor razó n? —Quiso añadir «lo único es que te echo m uchísimo de m enos», pero no lo hizo—. Estoy o rgullosa de ti. Gia escrutó su sem blante y le acarició la m ejilla con la yema de lo s dedo s. Fue una caricia tan inesperada co mo breve. También irresistible y sexy. —¿To davía sigue en pie ir de com pras mañana? A Emie le cosquilleaba la cara y se le había quedado la bo ca seca. —Claro. Vamo s, si tienes tiempo . —No me lo perdería por nada del mundo . ¿Ah, sí? Muy bien, Emie estaba oficialmente confusa. Gia no parecía enfadada con ella. De hecho, casi se la veía contenta por que Emie hubiera ido a verla. Entonces, ¿por qué había dejado de desayunar con ella en la terraza de la parte trasera? No po día ser so lo po r la pintura, po rque to do el mundo se tom aba un descanso de vez en cuando. —Vale, perfecto. Titubeó, porque quería decir algo más, pero no estaba segura. Especialmente, porque no sabía si había hecho algo que hubiera ofendido a Gia. —¿Te pasa algo ? —No. —Emie s e quedó callada un mo mento—. Bueno, en realidad sí. —Soltó una risilla—. Es que me preguntaba si querías cenar ho y en mi casa. Por un instante Gia pareció aco ngojada, pero enseguida s e le pasó . —Bueno, es que tengo m ucho trabajo… —Venga, Gia. Vienen Palom a y lo s niño s. Iris iba a venir, pero al final no po drá. Analizó la reacción de Gia y no le pareció que la echara para atrás cenar en grupo. Es más, casi diría que sus armónicas facciones se tocaron de algo sospechosamente parecido al alivio. —Seguro que Pep se llevará un disgusto s i no es tás. Eres como su s uperheroí na, ¿sabes ? Gia reso pló. —Créeme, no s o y ninguna heroína. Emie levantó la barbilla, preparada para llevarse una decepción, pero s in contener sus siguientes palabras. —Luego podríamos alquilar una película. No será como salir de fiesta por la ciudad, que es a lo que estarás más acos tumbrada, pero… Gia le puso los dedos so bre los labios para hacerla callar. —Deja de intentar convencerm e. Me encantaría ir. —¿Sí? ¿ De verdad? —De verdad. —Genial. —Emie luchó po r contener el entusias mo . No tenía ningún s entido que hiciera ver que estaba aco stumbrada al rechazo —. Pues, perfecto . —Fue a marcharse, pero s e dio la vuelta otra vez—. ¿A las s iete? Gia estiró el brazo y s e apoyó en el marco de la puerta. Su mirada líquida penetró a Emie com o una lanz a. —¿Qué tal las seis ? —¿A las s eis? Ah, bueno. No tendré la cena lista, po rque los demás llegarán a las siete. —Hizo gesto de recolo carse las gafas, pero como no las llevaba, entrelazó las mano s a la espalda y esbozó una so nrisa leve—. No me acostumbro a no llevar gafas. —Normal. Pero me va m ejor a las seis . Te ayudaré a cocinar. —¿A co cinar? —se mo stró reacia Emie—. ¿Seguro? —Em… —dijo Gia, casi en un sus piro.
alejarse y coger un po co de aire a su vez. Aquella mujer la desco ncertaba. —Vale, tú ganas. A las seis . —Genial. ¿Llevo algo ? —Con que vengas, basta, G. Solo eso . «Eso es todo lo que necesito.» Emie emprendió el camino a su casa, contenta como unas castañuelas. Se sentía como si le hubiera to cado el go rdo, y le costaba Dios y ayuda no regodearse. El cuerpo le zumbaba y tenía ganas de echarse a correr, pero apretó los puños con fuerza y se co ncentró en caminar con tranquilidad. —Querida —la voz aterciopelada de Gia detuvo a Emie en s eco. El co razó n se le disparó —, siem pre me han gustado tus gafas, ya lo sabes . Pero también te quedan muy bien las lentillas. Emie se dio la vuelta lentamente y las do s s e so stuvieron la m irada. Si no supiera de so bra que no era el caso , habría pensado que Gia deseaba cubrir la distancia que las separaba y darle un beso. No obstante, aquello era imposible, porque llevaba días evitándola com o si tuviera una enfermedad contagiosa. A Emie le entró el pánico y prefirió huir antes de lanzarse al cuello de Gia, porque el piropo le había llegado al coraz ó n. —Gracias —dijo por fin, y se recolocó un mechó n de pelo detrás de la o reja innecesariamente—. Me gustan. *** Gia se frotó las palmas de las m ano s y echó un vistazo circular por la cocina. —Muy bien, sous-chef Mendez a tu servicio y lista para cocinar. ¿Qué puedo hacer? La cocina estaba iluminada por el resplandor dorado de las últimas horas de la tarde y la melo sa vo z de No rah Jo nes flotaba en el aire. Emie llevaba una vaporo sa falda larga de co lor vino estampada con florecillas az ules y una camiseta azul a juego. También llevaba un delantal de tela de s aco que le cubría casi toda la ro pa, y se la veía tan ho gareña que a Gia le alegró el co razó n. Las s andalias de Emie dejaban al descubierto s us brillantes uñas es maltadas y to da la cocina o lía a lavanda, com o ella. La situación y la com pañía eran tan propicias para el ro mance que Gia dio gracias a Dios por que Paloma y lo s niño s es tuvieran a punto de llegar para actuar como filtro. —Mmm , bueno, puedes s ervir una copa de vino para cada una, y luego tú eliges. —Señaló con el cuchillo de cocina—. Sazo nar las chuletas, cortar las zanaho rias, remover la ensalada o preparar las patatas. El pos tre ya está listo. —Hago una zanaho ria glaseada para chuparse lo s dedo s —afirmó G ia, mientras abría los armarios has ta dar co n las copas de vino. Cogió do s co n la misma mano y las colocó en el mármol—. ¿Qué te parece si hago eso y las chuletas y tú te encargas de la ensalada y las patatas? —Trato hecho. Trabajaron sumidas en un silencio cordial durante varios minutos, hasta que terminaron la mayoría de los preparativos . Entonces Emie co gió s u copa de vino , se sentó en una s illa encantada de poder descans ar un poco y giró los tobillos . —Ya no hay nada que hacer hasta que lleguen —dijo—. No quiero que la carne quede demasiado hecha. Gia s e sentó en la s illa de enfrente. —Sienta bien relajarse un poco , ¿eh? —comentó, mirando en derredor. Levantó lo s ho mbros y los dejó caer de nuevo con un sus piro—. Me gusta tu casa. —Eres muy amable —so nrió Emie—. A mí también me gusta, so bre todo desde que me has arreglado las cos illas que me daban m ás la lata. Sabes que no tenías po r qué. Gia se encogió de ho mbro s, sin darle importancia. —De nada. Emie miró el reloj y esperó que Palom a hubiera montado a los niños en el coche sin demasiados problemas. —Te aviso , los hijo s de Palom a so n muy tiquism iquis con la co mida. Y estoy s iendo am able —to rció el ges to—. De un día para otro, nunca sé lo que va a gus tarles y lo que no. —Bueno, so n niños . Yo también lo fui. —Gia dio un so rbo de vino y o bservó a Emie po r encima de la copa—. ¿Cóm o está Pep, por cierto? —Bueno, ya sé que no te gusta que te alabe, pero Palo ma dice que hacía tiempo que no lo veía tan animado. —Hizo una pausa—. Desde que hablaste con él. —Me alegro —contestó Gia, aunque su rostro se ensombreció momentáneamente y se apresuró a cambiar de tema —. Háblame de la mujer de Palo ma. ¿Deanne, verdad? —Sí. —Emie agitó la mano y apoyó la cabeza en la pared—. La verdad es que no hay mucho que decir. Deanne y Paloma están juntas desde los quince años, si no recuerdo mal. Eran la única pareja lesbiana del instituto que había salido del armario y «les traía sin cuidado lo que dijera la gente» —dijo, haciendo un gesto de entrecom illar sus palabras —. Eran la pareja perfecta, ya sabes, y al final casi todo el mundo acabó po r aceptarlas. Siempre supim o s que estarían juntas para s iem pre —explicó, cruz ándo se de piernas y alisándo se la falda. —¿Pero…? —la animó Gia. Emie so rbió algo m ás de vino. Se preguntaba cóm o había no tado Gia que tenía algo más que añadir. —Solo es mi opinión y nunca le diría nada a Paloma, pero Deanne ya no le presta la misma atención que antes. Sé que tiene un trabajo m uy duro y abso rbente… —¿Patrulla las calles? Emie asintió, sin des pegar la mirada de la co pa. La vo lteó entre los dedos , pensativa. —Seguramente lo hará siempre, porque supo ngo que le gus ta la adrenalina. De todas m aneras, si me preguntas a m í, diría que Dee da a Palom a y a los niños po r sentados. —Es una pena. —Ya se arreglarán. —Emie dejó la co pa a un lado y miró a Gia directamente a los o jos —. Siempre lo hacen. Gia alargó el brazo y le cogió la mano. —¿Y qué hay de ti, querida? ¿ Por qué no has sentado la cabeza co n la mujer perfecta? Emie se puso roja como un tom ate. ¿A qué había venido eso ? —Supongo que no he encontrado a la m ujer perfecta. La so nrisa de Gia sacó su ho yuelo a relucir. —La respuesta clásica. —Vale, ¿quieres la verdad?
so litaria. Soltera por elección. Si Gia era su amiga de verdad, no le im portaría. Hizo una mueca. —Nunca he tenido una relación s eria. —¿Nunca? Emie negó con la cabeza. —En el instituto… nadie me pidió salir. Luego vino la universidad y el doctorado. Estaba… demasiado ocupada. Bueno, o esa es la versión que pienso mantener. —Dejó escapar una risita amarga y ya no fue capaz de sostenerle la mirada a G ia—. Patético, ¿eh? Gia se acercó co n la silla y le levantó la barbilla delicadamente con el dedo. —Si tú eres patética, yo también lo so y, Em. Emie pestañeó varias veces. —¿Qué quieres decir? —Lo que quiero decir es que he salido co n mucha gente, pero tampo co m e he enamo rado nunca. —No me lo creo —dijo Em, anonadada. Gia se encogió de hombros. —No tengo por qué mentirte so bre eso. —Pero… pero, ¿por qué? ¿Por qué no te has enamorado nunca? —balbuceó—. No hay razón por la que una mujer como tú… —Ya estamo s co n lo de «una mujer com o tú». —Gia meneó la cabeza, medio en serio medio en broma—. ¿Sabes lo que me gustaría, Emie? Que dejaras de ponerme en esa especie de categoría mental y sencillamente me vieras. Por cómo so y, no po r cómo crees que debería ser. Emie sintió que le subía el rubor al cuello y estuvo a punto de hipar. Dios, Gia tenía razón. Emie era una imbécil cargada de prejuicios . —Tienes toda la… Lo siento. No lo digo com o un insulto. —Lo sé, no pasa nada. Lo que intento decirte es que todas tenemos nuestras razones para evitar la intimidad. Tú tienes las tuyas y yo tengo las mías —dijo Gia, cogiéndole a Emie las dos manos y apretándolas entre las suyas para acariciarle los nudillos—. Deja de pensar que eres tan diferente, profe. Casi nadie encuentra a su amor verdadero en el instituto com o Palo ma. Yo no lo hice y tú tampo co y, ¿sabes qué? Para mí no tenemo s nada de raro. Antes de que Emie tuviera tiempo de profundizar en la revelación de Gia, la puerta delantera s e abrió e interrumpió el momento. Emie y Gia se separaron al tiempo que dos pares de pasos diminutos corrían en dirección a la cocina y se so nrieron cuando o yeron a Paloma gritarles a los niños que no co rrieran dentro de la casa. A los poco s s egundos , Pep y Teddy las habían envuelto en sus efusivos abrazo s. Se sucedieron los saludos, las risas y exclamaciones de hambre lobuna y, para cuando Paloma tuvo a los chicos sentados a la mesa, toda la casa olía deliciosamente a chuletas asadas y demás. Emie se sirvió una segunda copa de vino para ella y para Gia y le ofreció una a Paloma. Los niños bebían leche. Gia dio el toque final a las chuletas y las llevó a la mesa. Paloma bendijo la mesa, que era algo que intentaba inculcar a sus hijos, y empezaron a repartirse los platos. —Yo no quiero eso —anunció Teddy, observando asqueado el bol de zanahorias glaseadas que tenía ante él. Cuando s e inclinó hacia delante y arrugó la nariz s e le levantó un recalcitrante mechó n que siem pre se le po nía tieso en la coro nilla—. La «vedura» me da as co. —Puaj. Yo tampoco quiero —añadió Pep, estirando el cuello des de su as iento de hono r, al lado de G ia, para ver el bol. Los cardenales ya se le habían ido cas i del todo y el único recuerdo de sus problemas era una marca amarillenta. —Teodo ro, no s eas m aleducado —le riñó Palom a, con las mejillas arreboladas po r vergüenza m aterna. Miró a Emie con expresió n de disculpa—. Te com erás lo que ha cocinado la tita, jovencito , o te quedarás co n hambre. —Fulminó co n la mirada a su primogénito y señaló la fuente de loza—. Pep, espero que le des buen ejemplo a tu hermano. Coge zanahorias. A Pep le tembló la barbilla ante el ho rro r de cargar con la respo nsabilidad de dar ejemplo . —Mamá, por favor, no me o bligues. Son naranjas. —En realidad no las he hecho yo —intervino Emie, con la esperanza de echarle un cable a Palom a. Les so nrió a lo s niños y se puso la servilleta sobre el regazo—. Las ha hecho Gia. Están glaseadas, lo que quiere decir que tienen mantequilla y azúcar mo reno. —¿De verdad las has hecho tú, Gia? —preguntó Pep con gravedad. Claramente no daba crédito a que la m ujer a la que idolatraba se hubiera rebajado tanto co mo para hacer semejante porquería para cenar. —Claro que s í. —Pero sigue siendo «vedura», da igual quién la ha hecho —murmuró Teddy, echándose hacia atrás y subiendo los pies a la silla. —Los pies abajo , jovencito. Teddy o bedeció. Palom a estaba que echaba humo . —Debería daros vergüenza es tar portándoo s as í de mal. Pedidles perdón a Gia y a la tita Emie ahora mis mo . —Perdóo o n —farfullaron ello s, con clara falta de s entimiento. —No pasa nada. ¿Me lo pasas? —Gia señaló el bol y Emie se lo quitó de delante a Teddy y se lo dio a Gia, que le dedicó un guiño de complicidad—. Gracias. —Se volvió hacia la madre de los niños—. Las zanahorias son lo que comen los superhéroes, Paloma. No creo que estos niños sean lo bastante mayores para comerlas, así que mejor: más para mí. Mmm , ñam ñam —añadió, sirviéndos e un buen plato. —¿Los superhéroes? ¿Qué…? Ah, ya —asintió Paloma, que tardó solo un segundo en comprender—. Casi se me había o lvidado. —Buscó a Gia con la m irada, sin s aber por dó nde saldría la mujer, pero dispues ta a seguirle la corriente. Emie miró a los niños de reojo . Estaban mirando a Gia con una mez cla adorable de veneración y horror. —Pero cuando eras pequeña no te las co mías , ¿no, Gia? —preguntó Pep, en tono ansio so . No podí a ser que tuviera que bajarla de su pedes tal. Gia enarcó las cejas, acabó de mas ticar y tragó. —¿Estás de broma? Comí a zanahorias a todas horas. Claro que yo tenía un permiso especial para com er comida de superhéroes , porque quería crecer y tener superpoderes.
lanzó una significativa mirada a Emie, que frunció el ceño. Pep se habí a quedado con la boca abierta y miraba el bol de zanahorias con renovado interés. —¿A qué saben? —Lo sabrás cuando seas lo bas tante mayor para probarlas —contestó Gia, llevándose do s trozo s m ás a la boca y mas ticando co n deleite. Pep reflexionó so bre su respuesta. —¿Y eso cuándo s erá? —Al meno s tienes que tener diez año s, ¿verdad, tita? Emie se m o rdió el labio para no s onreír y asintió. Definitivamente, Gia Mendez era un genio. —Casi tengo diez —dijo Pep, observando las zanahorias con anhelo—. Tengo s eis años y casi so n diez. —Mamá, ¿de vedad tienes que tener diez para comerlas? —susurró Teddy, en tono quejumbros o —. No es jus to. Pep no tiene diez. —No es suficiente, chavalito —le contestó Gia a Pep, fingiendo que no había o ído a Teddy—. Lo s iento. Pep chasqueó la lengua y se enfurruñó. Gia se recolocó en la silla. —Pero s upongo que si de verdad las quieres puedo pasarte un par de extranjis. Al niño se le iluminó la cara. —¿De verdad? Gia fingió que se lo pensaba. Se mordió la cara interna de la mejilla y negó co n la cabeza. —Pensándolo mejor, no quiero romper las reglas de lo s superhéroes. —Oh, venga, Gia —botó Pep en la silla—. Nadie lo sabrá. Mamá y la tita no lo dirán, ¿verdad? Las do s aludidas negaron con la cabeza. —Po r favoo or… —intervino Teddy con vo z las timera. —¿Tú también quieres, pequeñín? —Sí —dijo Teddy, con lo s o jos muy abiertos, sentado s obre las mano s. Gia puso cara de asombro y m iró a Emie y a Paloma. —¿Qué pensáis vos otras? ¿Deberíamo s ro mper las reglas? Paloma casi no podía ni hablar y tuvo que taparse la boca con el puño para aguantarse la risa. Emie se aclaró la garganta. —Bueno, Teddy tiene cuatro año s y Pep, seis . Si lo s umam os llegan a diez —co mentó, encogiéndos e de hom bros . —No lo había pensado así. Supongo que por eso eres la científica, Em. Gia frunció lo s labios y rumió la idea mientras los niños esperaban su conclusión, quietos co mo estatuas. Cuando la tensión alcanzó el punto deseado , cedió. —Vale, so lo por esta vez, podéis com er zanahorias. —¡Yupi! —exclamaron Pep y Teddy a coro. Mientras Paloma les servía las zanaho rias, le lanzó a Gia una mirada sarcástica. —Mujer, no s é dónde has estado todo este tiempo , pero eres una D- I-O-S-A. Me rindo a tus pies. Gia se echó a reír y señaló a los pequeños con la barbilla. Ya no prestaban atención a la conversación de los mayores. —Nah, es que yo también marraneaba mucho la com ida cuando era pequeña y sé lo que hay que hacer. —Bueno, cielo, puedes venirte a comer a casa cuando quieras. Gia partió s u chuleta y puso sus ojo s en Emie, que volvía a mirarla co mo si fuera su paladina y acabara de rescatarla de los dragones. *** La cena fue un éxito absoluto. Después de que Gia se ganara a Paloma con el brillante truco de psicología inversa de las zanahorias, conquistó a Pep y a Teddy al llevarlos afuera y dejarlos subir a su codiciada camioneta. Incluso le revolucionó el mo tor para ellos . Era la invitada perfecta y una amiga m aravillos a y a Emie le gus taba más que nunca. Paloma s e llevó a lo s niño s a casa temprano y Emie y Gia decidieron tom arse un café en el porche de atrás antes de irse a dormir. La luna llena arrojaba su resplandor plateado sobre el jardín y soplaba una brisa suave. Emie cerró los ojo s, so stuvo la taza caliente con las dos manos y se deleitó con aquel mom ento casi perfecto. —Ha sido divertido . Al final to do ha s alido bien. —Pues sí. Estoy llena —afirmó Gia, dándose una palmadita en el estómago. La silla de jardín crujió cuando se recolo có—. No debería haber repetido de pastel de choco late. Emie volvió la cabeza hacia Gia, más relajada en su compañí a de lo que s e sentía normalm ente. Le gustaba estar así con ella, sin todo el tema del cambio de im agen, la Elizalde y el recuerdo del fiasco de Barry Stillman de po r medio. —¿Qué hay de malo en darse un capricho de vez en cuando? —Cierto, pero no voy a poder pegar ojo después de haber comido tanto —hizo una mueca—. No me digas que eres una de esas perso nas irritantes que se controlan todo el tiempo y siempre se dejan algo en el plato. Emie se echó a reír y decidió no respo nder a la traviesa pregunta. —Po dríamo s ir a dar un pas eo, s i quieres. El ejercicio me iría de fábula. —¿Sí? Me encantaría. Gia se pus o de pie y se ajustó el pantalón co mo si le apretara en la cinturilla de avispa. —Vamo s, antes de que explote. Cerraron la casa y pasearon por la calle atravesada de sombras. Al llegar a una esquina especialmente oscura, Gia echó un vistazo en derredor. —¿Este barrio es seguro ? —Relativamente —contestó ella—. Yo no saldría sola por la noche. —Hizo una pausa—. Pero contigo me siento bastante segura. Gia so nrió, le pasó el brazo por los hombros y la atrajo para sí. —Siempre tienes la respuesta adecuada, querida. A Emie no le m oles tó en abso luto que Gia dejara el brazo do nde estaba. —¿Que yo siem pre tengo la respues ta adecuada? ¿Y qué me dices del numerito de las z anahorias para superhéroes que te has mo ntado ? Ha sido brillante. ¿Has visto có mo Pep y Teddy engullían la verdura?
Emie so ltó una carcajada. —Ha sido un buen truco, aunque está mal que lo diga yo —afirmó Gia en tono arrogante, se sopló las uñas y fingió que se sacaba brillo co n la camisa de Emie. —Ya te lo digo yo —rio Emie, que fue a ajustarse las gafas, pero s e detuvo a medio gesto y dejó caer la mano —. No me acos tumbro a no llevar gafas. —Siempre puedes po nértelas o tra vez. Emie prefirió pasar por alto el comentario antes que embarcarse de nuevo en la conversación de lo bien que le quedaban los anteojos . —Ya sé que no te gusta que te eche flores, Gia, pero no puedo evitarlo. Gracias por esta noche, por enseñarles la camioneta a los niños. Por… todo. —De nada. Me gustan. Los niños s on animalitos muy curioso s. —Lo s é, por eso so n tan divertidos . —Emie miró a Gia de perfil—. ¿Có mo es que s e te dan tan bien? Ella se encogió de hom bros. —No sabía que se me daban bien. Como te decía, no he tratado con muchos. Supongo que sencillamente… —Hizo una pausa y s e pasó la mano por la cara—. Me acuerdo de cuando era pequeña y lo duro que era crecer. Empatizo con ellos. Emie fue caminando por la acera, esquivando los baches y las grietas del pavimento, perpleja por las enigmáticas palabras de aquella encantadora m ujer. No la com prendía, ya que ella había tenido una infancia maravillos a junto a uno s padres que la querían y la apoyaban. Tampoco era tan ingenua como para creer que todo el mundo había tenido la mis ma infancia idílica y quiso que Gia le co ntara a qué s e refería, pero no quería parecer entrom etida. Cruzaron la calle y llegaron al patio de la escuela primaria, que estaba desierto. —¿Es este el colegio de Pep? —No, Deanne y Palom a no viven en el barrio . Emie o bservó el patio tras las cadenas que hacían las veces de cerca. La cadena del juego de tetherball tintineaba al chocar contra el poste, y el sonido tenía algo de desolador y siniestro. Los columpios se balanceaban lentamente y había pequeñas huellas de niño s en la arena del final del tobo gán. «Nadie debería tener una infancia difícil.» La idea de que para Gia ese hubiera sido el caso entristeció enormemente a Emie, pero, antes de que pudiera decir nada, Gia la co gió de la m ano y tiró de ella hacia el patio. —Venga. Hace un montón que no bajo po r un to bogán. —¿Hablas en serio? Gia so nrió ampliamente. —Relájate, Em. ¡Tonta la última! —No es jus to, yo llevo sandalias y tú llevas bo tas. —¡Gallina! Emie se quedó con la bo ca abierta uno s s egundos , hasta que despertó la niña que llevaba dentro. —El que lo dice lo es, ¡el mundo al revés! Empujó a G ia con todas sus fuerzas y aprovechó el tropez ó n para lanzarse a la carrera. Gia echó a correr tras ella y al final la adelantó. Se detuviero n junto al tobo gán y las dos se do blaron con las mano s en las ro dillas, para coger aire. —Has hecho trampa —la acusó Gia, entre risas. Emie se señaló las s andalias. —So lo he equilibrado la balanza. —Y aun así, he ganado —se pavoneó Gia, con o jos chispeantes. Emie reso pló. —Anda ya. Te he dejado ganar. No quería herir tu ego de s uperhéro e. Gia echó la cabeza hacia atrás y soltó una risotada. Cuando recuperaron el aliento, fueron pasando de aparato en aparato, riendo libremente. Gia se colgó de las barras y Emie se s ubió al tobo gán. Se mareó un poco cuando Gia le dio vueltas en el tiovivo, así que descansaron un rato en los columpios. Emie dejó el pie colgando y dibujó formas en la gravilla con la punta de la s andalia. Co mo seguía intrigada por la infancia de Gia, sacó el tema. —Seguro que de pequeña lo pasabas en grande. La luz de la luna iluminaba a Gia de perfil y cuando apretó la mandíbula le tembló un músculo de la sien. Al final se volvió hacia Emie y empezó a girar lentamente, con las cadenas de los columpios en el hueco de los codos y los brazo s cruzado s, de manera que se so stenía de cada cadena con la mano o puesta. —Emie… hay algo que deberías saber de mí. Emie se pus o tensa de golpe, en guardia ante el tono grave de Gia. ¿Sería una exco nvicta? ¿Estaría casada? ¿Sería hetero? Vale, aquello era un po co co gido po r los pelo s. Se obligó a dejar de pensar en to nterías y dejar hablar a Gia. —Va-vale, dime. Gia espiró y fijo la mirada en las so litarias barras un segundo . Empez ó a hablar sin mirar a Emie. —Cuando era niña no … no era una perso na agradable. Después de todo lo que se había estado imaginando, algo tan ínfimo estuvo a punto de provocarle la risa a Emie, pero s e contuvo, ya que la expresión cauta de Gia era indicativa de que para ella era una confesión impo rtante. —¿Qué quieres decir? Gia batalló con las palabras adecuadas para expresarse. —Todo s adoptamo s un papel cuando so mo s pequeños, igual que Pep y Teddy. Ese papel nos mo ldea. Emie asintió, en mues tra de acuerdo. —¿Y qué papel tenías tú? Gia la miró directamente a los o jos , con tanta vergüenza que a Emie se le cayó el alma a lo s pies . —Yo era la abusona —admitió Gia con voz estrangulada—. Era una chica dura, creída y déspota, sin conciencia ni remo rdimientos . Estaba llena de ira o lo que fuera… se me iba la olla. No era… no era mejo r que lo s niño s que le pegan a Pep. La confesión sorprendió a Emie, que no supo qué decir, porque lo cierto era que nunca había conocido a nadie tan amable com o Gia Mendez. Tragó saliva y midió sus palabras.
—No era tan pequeña. —Gia le dio una patada a la grava y levantó un arco de tierra—. Era cruel y desagradable y estaba resentida con todo el mundo hasta que cumplí los dieciocho. Era… una perso na horrible. —No digas eso . Emie alargó el brazo y le apo yó la m ano en la pierna, al percibir que Gia necesitaba el contacto. —La Gia que yo conoz co es amable y… —No, por favor. No me des un mérito que no me corresponde, querida —replicó Gia, poniéndose rígida—. Si no hubiera sido po r un hombre, mi profesor de arte, seguramente continuaría siendo así ho y en día. —Pero… pero eso es absurdo. Gia alzó el ros tro de golpe. —Le otorgas a es e ho mbre más impo rtancia de la que tiene en haberte convertido en el tipo de persona que eres . — Emie levantó una mano—. Y no pretendo infravalorar su contribución a tu crecimiento personal. Todos tenemos mentores y guías a lo largo de nuestro camino , pero ¿acaso te controlaba él? ¿Eras su m arioneta? —No, pero … Emie se inclinó para cogerle la mano a Gia. —Cariño, la gente cambia. Evoluciona. —Guardó silencio un ins tante y tragó s aliva al darse cuenta de que acababa de llamarla «cariño». Vale que a sus m ejores amigas siem pre las llamaba así, pero aquella vez había s ido diferente. Siguió hablando antes de que Gia pudiera contradecirla—. Cualquiera que te conozca sabe que eres una persona buena y generos a. Por otro lado —Emie hizo una pequeña pausa—, sí, supo ngo que po dría decirse que aún eres una abusona. —¿Que qué? Emie asintió. —Es la verdad, so lo que aho ra te maltratas a ti mism a. Y no te lo m ereces, G. Para nada. El momento quedó prendido entre ellas con tanta intensidad que hasta las cadenas del patio se aquietaron. Gia le sostuvo la mirada a Emie, con el bello y anguloso rostro contraído por una miríada de emociones: asombro, incredulidad, gratitud, alivio. Emie nunca s e había s entido tan cerca de ninguna o tra perso na. Alzó la mano y le acarició la mejilla a Gia. —No puedes bas ar la imagen que tienes de ti mism a com o adulta en la niña o en la ado lescente que fuiste. Con ira o sin ella. A Gia se le pus o un nudo en la garganta. —Yo podría decirte lo mis mo a ti. Emie se echó hacia atrás y parpadeó, confusa. —¿A qué te refieres? Se produjo un largo silencio . —Em, ¿quién te co nvenció de que no m erecías ser amada? Emie bufó, arqueó las cejas y miró hacia la luna. —¿Quieres decir aparte de Vito ria Elizalde, Barry Stillman y dos ciento s espectadores en directo con pancartas? Gia negó con la cabeza, sin arredrarse. —Eso son cosas superficiales, que no te merecías. Pero ya tenías que creértelo de antes para que te hiciera tanto daño. Emie escrutó el ros tro de Gia uno s s egundos antes de apo yar la mejilla en la cadena del columpio con un sus piro. —Nadie me ha dicho eso exactamente, pero oí algo por casualidad. Y sí, supongo que ha influido en mis elecciones vitales. Nunca he buscado una relación. En lugar de eso , me he centrado en m i carrera. —¿Qué oís te? ¿ Quién lo dijo? —Mi tía Luz . Para su eterna humillación, notó que los ojos se le llenaban de lágrimas y una se le escapaba mejilla abajo. Así de fácil: Gia Mendez había abierto una grieta en s u co raza protectora. —¿Qué pasó? Cuéntame. Le contó la triste historia, sin darse cuenta de que la primera lágrima vino seguida de muchas más, que pronto le salpicaron el regazo . Cuando terminó de hablar, Gia le co gió la barbilla con la mano ; Emie s o rbió las lágrimas , pero no miró a s u amiga a los o jos. —Emie, mí rame, por favor. Ella lo hizo , a regañadientes. —Nena, si pudieras verte a través de mis ojos, sabrías lo preciosa y maravillosa que eres —susurró Gia. Su voz era como una caricia—. ¿Cuándo vas a escuchar a tus mejores amigas, que te tienen en un pedestal? Em, no solo has crecido a nivel de apariencia, sino que has crecido en todo s lo s as pecto s. Emie se s orbió las lágrimas de nuevo . Junto a Gia se sentía segura y no le daba miedo decir lo que s entía. —Eso no lo s é, pero tú… tú me haces s entir bien conmigo misma. —¿Sí? —Gia esbo zó una so nrisa triste y le secó una lágrima de la m ejilla a Emie—. Entonces mi vida es tá com pleta. Emie sintió que el corazó n se le salía del pecho y apretó la mejilla contra la mano de Gia. —Aho ra dime, Gia Mendez —pidió con vo z trémula—. ¿Una abusona habría dicho algo así? Se hizo el silencio has ta que, de repente, Gia cogió las cadenas del co lumpio de Emie, la atrajo para s í y la atrapó co n las piernas al tiempo que la rodeaba con fuerza con los brazos en un abrazo extraño y suspendido. Los anclajes del columpio chirriaron so bre sus cabezas y el resto del mundo des apareció. —No digas nada, querida —le dijo Gia cuando Emie despegó los labios—. Estoy guardándome este instante en el corazón.
Capítulo siete Gia se apartó del caballete y estudió el lienz o húmedo con o jo crítico. Por fin había captado la emo ción perfecta, po rque los cambio s que había aplicado eran exactamente lo s que le faltaban al cuadro. Sintió una o leada interna de placer. Un vistazo a su relo j de pulsera le confirmó que ya casi era hora de ver a Emie, así que metió lo s trapos en la cara lata de café m anchada de pintura que había heredado del seño r Fuentes y la tapó. El o lor familiar a aceite de linaza y pintura viscosa le hizo cosquillas en la nariz. Los pinceles de pelo de mustela y las espátulas estaban desperdigados sobre la mesa de trabajo como si fuera el juego de las pajitas. Ceñuda, se pus o a reco gerlo s. No rmalmente no era tan des ordenada, pero se había emocio nado tanto al averiguar lo que le faltaba a la pintura que había co rrido a plasm arlo en el lienz o lo antes po sible, antes de que se le fuera de la cabeza. Había hecho casi to do el trabajo y lo s to ques finales po dían esperar a que volviera del centro comercial. Con cuidado de que no go teara mucha pintura, Gia atravesó la habitación, co n el suelo cubierto de trapos , y dejó lo s útiles de pintura en las jarras de aguarrás que tenía alineadas en el mármol de la cocina. El penetrante aroma casi especiado del com puesto llenó la habitación. Había sabido adónde quería llegar con aquella pintura desde el primer esbozo a carboncillo, pero había algo que no acababa de cuadrarle y no había s ido capaz de ins uflarle vida. Hasta ahora. Gia se limpió las mano s en el desgastado delantal que llevaba y se vo lvió hacia el retrato de Emie co n una s onrisa. Sí. Los o jos eran lo que le había fallado has ta aquel mo mento, pero no s e había dado cuenta hasta la noche anterior, en los columpios. Habían compartido tanto de sí mismas bajo la luna llena de otoño que Gia tenía la impresión de haber visto a Emie de verdad po r primera vez. Había visto s u interior. Y cuando Emie la había mirado de aquella manera había sido … arrebatado r. Le había añadido luminosidad a los ojos en el retrato y más profundidad a su expresión, hasta que al mirarla tuvo la sensación de estar en casa. Seguro que captaba la atención de los galeristas, aunque el retrato no les pusiera a cien. Esperaba que también le gustara a Emie. Más que cualquier otra cosa, lo que Gia deseaba era que Emie se viera a sí mis ma des de una nueva perspectiva: la de Gia. A lo mejo r ento nces Emie recono cería el poder de s u feminidad. Puede que entonces sanase la herida emocional que le habían causado las descuidadas palabras de la tía Luz, la arrogancia despreo cupada de Vito ria Elizalde y la crueldad de El Show de Barry Stillman. Gia limpió la paleta de mármo l y metió lo s arrugados tubos de pintura que había usado en un táper. Se fijó que no le quedaba mucho Blanco Titanio ni Verde Veridiano. Mientras metía el táper en la nevera, se hizo la nota mental de preguntarle a Emie si le importaba aprovechar que salían para hacer una parada en la tienda de arte y comprar suministros. Compraría unos cuantos lienzos nuevos, marcos extra, más yeso y una cubierta de recambio, ya que estaba. Tenía que almacenar material, porque sentía multitud de ideas nuevas arremolinándose en la cabeza. Era increíble lo ins pirada que estaba desde que se había mudado allí. Emie encendía su llama creativa a to dos los niveles. Volvió a mirar la hora. Se estaba quedando sin tiempo. Se quitó el delantal de un tirón y se sacó la camiseta para limpiarse la pintura de las manos y los brazos en el fregadero con jabón Lava. Luego se metió en la ducha. Tenía que llamar para confirmar la cita con el galerista, pero tendría que esperar. Si la noche anterior con Emie era prueba de algo, era de que seguían una dirección llena de sorpresas y no quería perderse ni un solo momento con la adorable profesora. *** —¿Miau? Emie releyó, incrédula, la palabra en el extremo del pintalabios de veinticinco dólares. Para empezar, ya le costaba creer que clavaran veinticinco pavos po r algo tan pequeño y frívolo en el esquem a global de la vida, pero lo que todavía era más im portante… —¿Qué coño de color es «Miau»? Gia rodeó el mostrador, cogió el pintalabios y lo destapó para mirar. Luego lo tapó y se lo devolvió, con mirada traviesa. —Es, eh… rojo . Emie bufó y apoyó el puño en la cadera. —¿Y por qué no lo llaman rojo ? ¿ A qué gilipollas pretencio so se le o currió lo de «Miau» para llamar al colo r ro jo? En una parte distante de su cerebro, Emie admiraba a Gia, porque, aunque era una mujer que no parecía us ar ninguno de aquellos productos, no hería su am o r propio el ir a com prar cos méticos. Aun así, no daba crédito a que algún idiota cromañó n retro hubiera llamado un producto femenino co n un nom bre tan ofensivo com o «Miau». Increíble. —Mi alma feminista declara que debería s entirse ultrajada po r las im plicaciones . Gia so ltó una risilla y le dio una palmadita condescendiente en el hom bro. —Bueno, igualmente no vamo s a bus carte un rojo pas ión, así que no saques las uñas, Gatita. Emie dejó escapar un gruñido gutural de sorpresa y miró fijamente a Gia. Le tembló una comisura de los labios y luego la o tra, hasta que no pudo sino so nreír en contra de su vo luntad. —Gia Mendez, dime que no acabas de decir lo que creo que has dicho. —Vale, no lo he dicho. —Gia puso las manos en forma de garras y soltó un bufido de ira gatuna semejante a «¡¡Riooorg!!». —Ah, ah, ah, estás entrando en un terreno peligroso , mujer. Emie dejó el tubo negro brillante en el mostrador con disgusto juguetón y le dio un palmetazo a Gia en los firmes abdominales. Se lo estaban pasando bien de compras y sentía que su amistad había subido de nivel. Gia se veía más cómo da a su lado y Emie también lo estaba. Solo de pasar tiempo co n ella se po nía de buen humor. —Gatita —escupió —. Capulla, tendría que… —Es bro ma, mujer —rio Gia, que le rodeó el cuello co n el brazo y la atrajo para sí traviesamente mientras recorrían el pasillo hacia el mostrador de maquillaje siguiente—. Empezaremos buscando un tono menos amenazador de borgoña o rojo vino, querida. Me gustaría probar esa paleta con tu nuevo color de pelo. ¿Crees que tu alma feminista podrá resistirlo? —le preguntó , haciéndole cos quillas en la sien con s u aliento antes de s o ltarla. A Emie le ho rmigueó el estóm ago cuando Gia la s o ltó, pero en el buen sentido. A decir verdad, nunca había estado de
com partían una amis tad especial que nadie podría ro mper. Se habían confiado s us traumas m ás pro fundo s. Emie tenía la sensación de que Gia nunca se había abierto tanto con nadie, pero había confiado lo bastante en Emie como para contárselo, lo cual quería decir que eran amigas de verdad en el mejor s entido de la palabra. Si no po día tenerla del todo —cuerpo, mente y alma—, al menos se quedaría con aquello . Pese a las cálidas sensaciones que le despertaba en la boca del estómago, Emie se aseguró de mirar a Gia con expresió n ceñuda. —No cambies de tema. Me las pagarás por llamarme «gatita». Ni que estuviéramos en los cincuenta… Tú ve con cuidado, que llegará cuando meno s te lo esperes. —Mira cóm o tiemblo —replicó Gia, poniendo los ojo s en blanco. A Emie le llamó la atención un vestido de có ctel de s eda colo r ciruela en la tienda de al lado y s e acercó para acariciar el sensual tejido con la yema de los dedos. El corte al bies hacía que el vestido envolviera al maniquí de un modo sutilmente sexy y fuera lo suficientemente corto para destacar, sin resultar exhibicionista. Era exquisito. Poderosamente femenino. Era exactamente el tipo de vestido que Emie s iempre habría deseado atreverse a llevar. —Eh, que estamo s co mprando m aquillaje, ¿te acuerdas? —le dijo Gia, plantándose a s u lado y echándole una o jeada al vestido. —Lo s iento, es que… —Vo lvió a levantar un segundo el dobladillo del vestido y luego lo dejó caer y se dio la vuelta—. Lo siento, ¿dó nde me necesitas? Gia señaló un taburete de vinilo blanco y cromado que había junto a un prístino mostrador de cosméticos. En el letrero retroilum inado po nía «suave con las pieles delicadas». —Siéntate allí, vamos a dejar de dar vueltas. Le preguntaré a alguna vendedora si puedo probar algunos productos contigo. Emie se remo vió en el taburete y apoyó lo s tacones bajo s en la barra metálica del asiento. En el hilo mus ical sonaba una versión ridícula de la canción «Gettin’ Jiggy Wit it», de Will Smith, y a su alrededor decenas de compradores se afanaban en intercambiar el dinero que habían ganado duramente por el privilegio de llevarse a casa promesas de belleza y de mejor sexo dis frazadas de pintalabios y correcto res carísim o s. Al obs ervar a las diversas vendedo ras de la sección de co sm éticos , Emie llegó a la inquietante co nclusió n de que no querría estar maquillada como ninguna de aquellas supuestas expertas. Podía comprender que era su negocio, pero parecía que la m ayoría de ellas se hubieran puesto el colo rete con una es pátula y a o scuras. Se trataba de un caso claro de exceso de celo en las ventas. Le resultó divertido que varios clientes se desviaran para evitar a una vendedora de perfume co n un frasco de pruebas y demas iada diligencia. Finalmente dejó la cartera en el mo strador con un ruido so rdo y buscó a Gia con la mirada. Había ido al mostrador contiguo y levantaba la mano para captar la atención de una esteticista de mirada seductora y tendencia a caminar con la pelvis por delante. O eso o, por el modo en que se contoneaba al acudir junto a Gia, solo lo parecía; Emie no po día estar segura. La mujer de las caderas contoneantes se detuvo junto a Gia y le dedicó una sonrisa que redefinía por completo el concepto de atención al cliente. Mientras Gia gesticulaba y le explicaba lo que quería, ella pestañeaba y asentía. Se le acercó más de lo necesario cuando Gia sacó un documento de la cartera para enseñárselo. La esteticista lo estudió y luego sacó una cadera y miró a Emie co n una frialdad y envidia nada disimuladas que cargó el aire de tensió n eléctrica. En un gesto impropio de ella, Emie se irguió y le regaló una sonrisa radiante de «ya te gustaría a ti estar aquí» a la sacrificada dependienta. No s abía de dó nde le venía aquel pronto de valentía mal entendida, y la sens ación la anim ó y la so rprendió a partes iguales. Vaya, ¿cuándo s e había vuelto tan malicios a? A lo m ejor Gia tenía algo de razó n en lo de llamarla gatita. Groar. Se echó a reír ante la idea. Gia regresó con la s eñorita Mo vimiento Pélvico. —¿Qué te hace tanta gracia, Em? —quiso saber Gia. —Ah, nada. Solo estaba aquí entretenida. Emie le so nrió a la o tra mujer, esta vez co n sinceridad, y se dio una palmadita en la cara. —¿Qué? ¿ Le ve alguna esperanza? La señorita Movimiento Pélvico, cuyo verdadero nombre según la etiqueta plateada que llevaba en la chaqueta era Inga, le devolvió la s onrisa. —Por supuesto. Le rodeó a Gia el bíceps con una mano —co n las uñas pintadas de colo r Miau— y le dio un ligero apretón. —Vo y a preparar una bandeja con nues tro s pro ducto s y le daré a Gia vía libre, ya que es una profesio nal del gremio. Pestañeo, pestañeo. —Fabulos o —co ntestó Emie, so rprendentemente divertida por toda la s ituación. Aunque estaba com pletamente fuera de s u ambiente, no s e s entía nada intimidada. Miró a Gia y le dedicó un par de pestañeos estratégicos a su vez. Esta frunció el ceño, confusa, pero le regaló una sonrisita cómplice. Mientras tanto, Inga entró tras el mo strador y empezó a dispo ner los productos de bellez a sin dejar de hacer aspavientos y ruidito s de placer. Aunque Gia le dio conversación educadamente, no sucumbió al coqueteo y eso hizo que ganara muchos números para Emie. Inga se quedó con ellas más tiempo del necesario, pero finalmente se marchó a regañadientes y Gia se puso manos a la obra. Emie resistió el impulso de hacer algún chiste sobre el flagrante intento de ligar de Inga, porque prefirió cerrar los ojos y perderse en la sensación de los dedos cálidos y suaves de Gia aplicándole crema hidratante a la cara. Se imaginó aquellos mismos dedos acariciando otras partes de su cuerpo, pellizcándole los pezones. Penetrándola. Emie gimió. —¿Qué pasa? «Ups.» —Eh, nada, perdona. Dejó vagar la mente, pensó en el rato que habían pasado en el patio de la escuela y sus labios se curvaron en una sonrisa. —Muy bien, suéltalo. ¿En qué piensas? —quiso s aber Gia. —En nada. —Emie hizo una pausa—. Bueno, en realidad pensaba en ayer po r la noche. Me lo pas é muy bien. Gracias. —No me des las gracias; yo también lo pasé bien.
Gia dejó las m anos quietas y volvió los dedos para acariciarle a Emie la mejilla con los nudillos . —Yo también. Com partieron una mirada que hizo que a Emie s e le encogiera el co razó n. Co n voz trémula, añadió: —No quiero interrumpirte. Es m uy agradable. Que me toques, quiero decir. Cerró lo s o jos , incapaz de afrontar lo atrevido de sus propias palabras. —Sí, ¿verdad? —Gia —la riñó Emie, jugueto na. Su amiga dejó escapar una suave carcajada y siguió trabajando. —No te voy a maquillar entera —le dijo—. So lo quiero probar unos cuantos colo res y asegurarme de que la piel no te hace reacción. Entonces no s llevaremos los productos a casa. —Ladro na —bromeó Emie. Gia bufó y co gió un triángulo blanco de espo nja de la bandeja para fro tarle la cara. —Ah, créeme, no vamo s a infringir la ley. Pasarás la Visa Platino antes de salir. Le levantó la barbilla a Emie y le hizo cos quillas en los labio s con la espo nja. Emie entreabrió un o jo. —Hablando de es o, ¿hay alguna pos ibilidad de que elijas un pintalabios de menos de veinticinco pavos ? —Lo intentaré —co ntestó Gia co n ironía, s in dejar de tocarle la cara—. Pero tengo tendencia a buscar productos de calidad, así que ándate co n ojo . Emie alzó la mano y agarró a Gia de la muñeca, fulminándola con lo que esperaba que fuese una mirada amenazadora. —Puede que te guste el champán, bonita, pero m i presupuesto so lo da para cerveza, así que la clave es la frugalidad. —Sí, sí —so nrió Gia—. Cierra los ojo s, antes de que se te irriten co n las lentillas. Emie obedeció y pasaron unos segundos en silencio, acompañadas de la música ambiental de la tienda, hasta que Gia murmuró: —Tienes unos huesos bonitos. —Le dijo la funeraria al cadáver —replicó Emie. Gia gimió. —Ya sabes a lo que me refiero. A tu estructura ó sea. Unos póm ulos altos muy lindos, buena frente. Emie abrió los ojos y se agarró a los bordes del asiento de vinilo, al notar una desacostumbrada sensación de orgullo en el pecho. —¿De verdad? —De verdad. Estudió el ros tro de Gia. —Nadie me había dicho nunca algo as í. —¿Ento nces gano puntos po r originalidad? —Dios, G. Te aseguro que tienes puntos de so bra, créeme. —¿Ah, sí? —so nrió Gia, enarcando las cejas. Le fue acercando espo njitas co n diferentes tono s de base a la m ejilla y a la cara y fue haciéndole vo lver la cabeza a un lado y al otro. Escogió una, se la aplicó con lo s dedos y la esponja y buscó unos polvos que combinaran. Entonces cogió una enorme bro cha que parecía un conejillo de indias ens artado en un palo y dijo: —Cierra bien los ojo s m ientras te pongo los polvos . Emie obedeció, pero a medio proceso empezó a inquietarse. —No queda mucho tiempo antes de la reunión de la facultad. No tengo la sensación de que hayamos progresado mucho con mi cambio de imagen. Puaj, pff —hizo una mueca y escupió los polvos que se le habían metido en la boca, antes de pasarse el do rso de la mano para limpiarse lo s labios y los dientes—, qué asco. Gia so ltó una carcajada. —Regla de los maquilladores número 1. No abras la bo ca cuando te ponen los polvos . —Perdona. Te olvidas de que s oy nueva en to do es to del maquillaje; nunca le he dedicado demas iado es fuerzo . Emie vio que Gia acercaba la mano a un precioso colorete pálido, antes de decidirse por uno más oscuro que le recordaba a los cardenales de Pep. «Genial», pensó Emie, con una punz ada de ansiedad. —Entonces perdóname a mí —dijo Gia, sacando otra brocha de un soporte de metacrilato transparente—. Te iré informando m ejor de lo que hago. Emie cruzó las piernas y se acomo dó co ntra el respaldo de la silla. —Empieza por explicarme cómo vas a transformarme de sosa a «chúpate esta, Vitoria» en los pocos días que nos quedan. —No te preocupes, querida, tenemos mucho tiempo. Metió la brocha en el colo rete, sacudió el so brante y se lo probó a Emie en la cara. Después de estudiar el resultado tanto de frente como de perfil, Gia asintió y se lo limpió con un pañuelo de papel. Para desgracia de Emie, el colorete colo r cardenal fue a la pila de «para co mprar». —No es m ás que maquillaje, ¿eh? Ya sabes , co sm ético s. No es cirugía estética. —Ajá —musitó Emie, ojeando la pila de productos que estaba condenada a comprar. Hizo un cálculo aproximado contando con que cada uno valiera veinticinco dólares y le salió que por el momento ya llevaban unos doscientos, sin contar impuestos —. ¿Qué más tenemos que hacer? —Hoy compraremos estos y cosas para el pelo y mañana buscaremos ropa. —Gia guardó silencio un instante mientras rebuscaba entre los lápices de o jos que había en un bo te—. Po r cierto, ¿te importa que pasemo s po r la tienda de arte de vuelta a casa? Tengo que com prar algunas co sas . Cuando sacó un tubo de rímel negro y un lápiz de o jos color uva, Emie tragó saliva, solo de imaginarse el so nido de la caja registradora. —Claro que no . Lo que quieras. A la pila se sumaron un lápiz de cejas, un paquete de brochas de maquillaje y un lápiz de labios que le recordaba al plastidecor rosa del estuche de 96 de Teddy. Gia lo co ronó con una bo lsa de espo njitas triangulares. —Esto… siento estropear tu momento ahorrador, pero no me sale el dinero por las orejas, ¿sabes? —señaló—. Trabajo en una universidad. Estudiamo s uno s… diez años para co nseguir cobrar un sueldo m iserable.
—¿Esto es «lo im prescindible» según tú? ¿Có mo pueden permitirse las mujeres arreglarse siempre? Emie no podía evitar pensar que Gia estaba disfrutando demasiado de su turbación financiera. Su amiga eludió el tema monetario. —Estaba pensando en hacer una prueba de peinado y maquillaje esta tarde, para asegurarnos de que lo tenemos todo antes del gran aco ntecimiento. —Le dedicó a Emie una m irada de refilón—. Podemo s aprovechar para cenar. ¿Te apetece que pidamos com ida china? —Vale. A Emie la traía sin cuidado, puesto que lo que más le preocupaba en aquellos momentos era la montaña de productos. —¿Ya está todo ? Por favor, dime que sí . —No. To davía falta lo más impo rtante. —¿Y qué es? ¿Una cuenta en el extranjero para pagarlo ? Gia le lanzó una mirada de esforzada paciencia. —El pintalabios, querida. No hay nada más s exy para una mujer que unos labios brillantes y carnoso s que den ganas de besar. —¿Cómo puedo haberme olvidado? —replicó Emie, que le cogió el brazo a Gia tratando de no distraerse por la firmez a de sus mús culos que cubría la piel aterciopelada de la artista—. Por favor, no co jas nada que s e llame «Miau» o algo igual de repulsivo . —¿Emie? —¿Sí? Gia le levantó el mentón co n el nudillo y meneó lentamente la cabeza. —¿Siempre eres igual de m andona? Emie aspiró. —Solo sé lo que no me gusta. Y no me gustan los cosm éticos co n nom bres que tratan a las mujeres como objetos. —Entendido . —Gia cogió un tubo do rado de pintalabios , lo des tapó y so nrió—. Aquí está, perfecto. Y se llam a… —le dio la vuelta y leyó la pequeña etiqueta—… Burdeos Medianoche. ¿Puedes s o portarlo ? Emie cogió el reluciente tubo y miró dentro. Se quedó co n la bo ca abierta. —¿Burdeos ? ¡Pero si es negro! —Vino o scuro —rebatió Gia. Emie lo miró de nuevo. —No, es negro. Negro azabache. Jesús, Burdel Medianoche sería mejor nombre para un color tan horroroso. —Las punzadas de ans iedad empezaro n a multiplicarse y amenazaron co n desangrarla—. No pens arás que esto m e quedará bien. —Claro que sí. Soy una experta, ¿recuerdas? Recuperó el pintalabios y lo puso en la pila. —Espera —musitó Emie, a la que empezaba a entrarle el pánico—. ¿No puedo hacer nada para que te repienses lo del pintalabios ? —No. Es espectacular. Transmite m ucho. —Sí, que so y un terrier con lo s labio s negro s —rezo ngó Emie, mientras sacaba la tarjeta de la cartera—. Eso es lo que transm ite, aunque no es m i idea de la moda. —Emie, ¿quieres confiar un poco en m í? —se rio Gia—. Soy buena, pero no puedo hacer un chiste so bre gatos y otro so bre perros en la misma s alida. Emie se cruzó de brazos y obs ervó el horrible pintalabios enfurruñada. —No m e haces ninguna gracia. —Bueno, está bien saber que lo de po ner morrito s lo tienes po r la mano. Gia hizo malabares para que no se le cayera nada, hasta lograr equilibrar todo s lo s artículos contra su pecho. So nrió. —Vamos, profe. Lo s uperarás. —Alargó la m ano para que Emie le diera la tarjeta—. Vamo s a quemar el saldo , nena. *** —¿Eso para qué es? —se interesó Emie, señalando el yeso que so stenía Gia. Estaban esperando a que la dependienta sacara los lienzo s. La tienda de arte es taba a rebosar de clientes y, aunque los vendedores parecían bas tante diligentes, eran po cos para tanta gente. —¿Esto? —Le dio un golpecito al mostrador con él—. Se frota contra el lienzo en blanco para prepararlo para la pintura —explicó, cuando vio que Emie fruncía el ceño , sin entender. —Ah, no s abía que había que hacer eso —co nfesó, apesadumbrada—. Creía que cogías y… pintabas a saco cuando te venía la inspiración. Me temo que no s é mucho de tu pro fesión, pero m e encantaría aprender más. —Algunos artistas forran el lienzo de cola de conejo antes del yeso —le co ntó—, pero ya hay muchos co nservadores que lo desaprueban. Los bichos raros creen que la co la de conejo es una exquisitez. —Eh… s í, qué asco —declaró Emie, arrugando la nariz. Esperó a que la dependienta le diera los lienzo s y lo s tubos de pintura a Gia y, mientras iban a la caja, Emie volvió a tomar la palabra. —Cuéntame más so bre la pintura al óleo . —Bueno, ya s abes, viene a ser echar pintura en el lienzo cuando es tás inspirada. Me aburre hablar de mí. Cuéntame algo de tu trabajo . Sorprendida, Emie alzó la cabeza. —¿En serio? Normalm ente nadie quiere hablar de lo que hago . —¿Por qué? La clo nación es mucho más interesante que la pintura. Emie se rio m ientras lo dejaban todo en el mo strador, junto a la caja. —Bueno, ¿qué quieres s aber? Gia abrió lo s brazos con impotencia. —Ni siquiera sé lo bastante como para hacerte una pregunta como Dios manda. Lo único que me viene a la cabeza so n dobles m alignos de la gente arrasando el planeta y sembrando el caos . Emie puso lo s o jos en blanco.
Una dependienta que mascaba chicle empezó a pasar sus productos por el lector con desgana. Tenía la mirada perdida de la típica trabajadora m al pagada desilus ionada de la vida. —Trabajamos en los avances médicos que pueden derivarse de la clo nación humana, más que del as pecto de ciencia ficción. —¿Com o cuáles? —preguntó Gia, mientras s acaba la tarjeta y se la daba a la chica cuando es ta anunció el total con tono aburrido, dirigiéndos e a nadie en particular. —Bueno, hay muchos —reflexionó Emie, e hizo un gesto con la mano—. Por ejemplo, la posibilidad de clonar las células cardíacas sanas de un paciente enfermo del corazón e implantarlas en las zonas dañadas. También investigamo s mucho con células m adre embrionarias. —¿Y eso qué significa? En cristiano, por favor. O para tonto s —so nrió Gia. Emie se cruzó de brazo s y s e apoyó en el mo strador con la cadera. —Investigamos si podemos cultivar células madre para crear órganos o tejidos y reparar o sustituir partes dañadas. Células epiteliales para las víctimas de quemaduras, células de la médula espinal para los afectados de tetraplejia. Cos as as í. Si lo s tejidos se clo nan del paciente en lugar de venir de un donante, el índice de rechazo caería en picado. Gia cogió las bo lsas , pensativa. El tema la tenía muy interesada. —¿Y clonar es eso ? No lo sabía. ¿Cómo cultiváis las células? Emie frunció lo s labio s y, de vuelta a la camio neta, pensó en cóm o respo nder y trató de explicarle el procedimiento de la manera más llana pos ible, ya que sabía que lo que so lía echar a la gente para atrás era la jerga científica. Gia cerró el maletero con un go lpe y se frotó las mano s para limpiarse el polvo de la carretera. —Así que, si la tecnología no acaba prohibida por culpa de que la gente crea que es un plan de ciencia ficción para conquis tar el mundo , muchas enfermedades po drían mejorar gracias a la clonación. Emie asintió. Hablar de lo que más le hacía bullir la sangre desde el instituto siempre le suponía una inyección de energía. —Po tencialmente sí. Aún hay que investigar mucho, pero es emo cionante. —Se encogió de ho mbros —. El problema es que necesitamos becas de investigación y apoyo del gobierno, y eso es difícil de asegurar cuando todos los grupos de presió n del mundo se o ponen a la inves tigación. No entienden el potencial que tiene. —Tienes un trabajo m aravillos o y muy estimulante. Emie suspiró. —Ado ro m i carrera, pero tiene su lado negativo. ¿Sabes? , so y la única mujer en el equipo de investigación, sin co ntar a la zorra de Vitoria, y también soy la única de menos de cuarenta años. Si a eso le añades que soy parte de una «mino ría», resulta que soy bas tante bicho raro. —Deberías es tar o rgullosa. —Lo estoy, no me malinterpretes. Sencillamente, a veces la responsabilidad de abrir camino es una carga muy pesada. Mucha gente piensa que, com o so y latina, me deben de haber puesto ahí para cumplir con la cuo ta de minorías raciales, no po r mi cerebro —reso pló—. He trabajado muy duro para llegar adonde esto y desde que aprendí lo que era la clonació n en clase de genética del ins tituto. —Seguro que sí . Ni se me había o currido pens ar lo contrario. Emie le regaló una so nrisa de pura gratitud. —Eso sin mencionar que el campo está sembrado de ho mbres y mujeres arrogantes que s e creen los reyes y reinas del mambo y se hinchan como pavos solo de pensar que una treintañera pueda estar trabajando al mismo nivel inconm ensurable que ellos . Com o la Elizalde, pensó Gia. Que Emie mo strara un mínimo de interés en aquella mujer era algo que s e le escapaba y la irritaba sobremanera, así que prefería no pensar en ello . —Si hubiera más científicos agradables e inteligentes en es ta área, seguramente s ería mucho más feliz. Gente com o tú —añadió Em ie, en voz baja. Gia no tó que el halago despertaba una cálida sensació n en su interior y bajó la m irada. Y ella que había pensado que Emie se aburriría con una simple pintora… Puede que se equivocase. Dios, qué ganas tenía de abrazarla bien fuerte. Emie la hacía sentir increíblemente especial y… cariñosa. Ella nunca se había considerado una persona cariñosa. Sus sentimientos amenazaban con escapar a su control, así que hizo un esfuerzo por reconducir sus pensamientos lo antes posible. —¿Y qué pasa con las articulaciones lesionadas o los miembros amputados? —se interesó, mientras le aguantaba a Emie la puerta de la camio neta para que subiera—. ¿La clonación po dría regenerar ese tipo de cos as en una perso na? A Emie se le iluminó la cara. —¡Exacto! Guau, es fantástico hablar con alguien que me entiende. Ese —dijo, apoyándole el dedo en el pecho a Gia —. Ese es el tipo de clonació n humana so bre el que investigamos . No pretendemos crear duplicados de s eres humano s sin emo ciones. Gia levantó lo s brazo s co mo una levantadora de peso s que acabara de ganar el campeonato m undial. —Y Mendez se anota o tro tanto por captar la idea. El público se vuelve lo co. Se llevó las m anos a la boca e im itó lo s vítores de la imaginaria multitud. Era un intento po bre de quitarle hierro a un mo mento que s e había vuelto dem asiado íntimo, antes de que cediera al impulso de estrechar a Emie contra su pecho y cubrirle de besos el rostro, el cuello. Y más abajo. Emie meneó la cabeza y dejó es capar una risilla, mientras es tudiaba a Gia con atención. —¿Nunca has pensado en hacer ciencias, G? Claramente se te dan bien. Gia compuso una mueca escéptica, pero el piropo la complació en lo más hondo. —Ni hablar. Ese trabajo tan complicado os lo dejo a los expertos. Yo estoy más que contenta con m i pintura. —La cual es una contribución brillante para el m undo. El tiempo se detuvo. La atracción entre ambas restalló en el aire. —Ay, dulce Emie. —Gia le acarició el brazo lentamente, desde el ho mbro a la m uñeca—. Sabes cóm o hacer que una mujer se s ienta bien a tu lado. ***
que le había prometido. No se había visto todavía, pero, por lo que había podido sentir, ciertamente llevaba el pelo de punta. Lo notaba duro, lo bastante afilado como para sacarle un ojo a alguien. A saber cómo quedaría el espray de purpurina en to do el co njunto . Que Dios la cogiera confesada. —Deja de chafarte las puntas. —Lo siento, es que es tá muy raro —obedeció, y se agarró las mano s en el regazo . Entonces s e le ocurrió una idea—. ¿Tienes hambre? Podemo s tomarnos un descanso y pedir algo para cenar. En realidad, lo único que quería era un pretexto para volverse y ver cómo estaba quedando el m aquillaje. —No, no puedes mirar, pero buen intento —repuso Gia, con una mirada retadora—. Casi hemos terminado. Y en respuesta a tu pregunta, puedo esperar para co mer a no ser que tú te estés muriendo de hambre. —Yo también puedo esperar —refunfuñó Emie, mo lesta po r que Gia s e hubiera dado cuenta de s u treta infantil. Gia no había dejado de hacerle preguntas sobre su trabajo desde que habían entrado por la puerta y Emie estaba encantada. La mayoría de las mujeres que conocía se aburrían del tema o se sentían intimidadas por sus cono cimientos. En cambio, a Gia se la veía sinceramente interesada. Como si le leyera la mente, Gia volvió a co nducir la conversación al tema co n habilidad. —¿Y la zo rra de la Elizalde es a qué hace en el equipo ? Curiosamente, Emie ya no se cabreaba tanto al pensar en Vitoria como después de El show de Stillman. Ahora la encontraba más bien… patética. Aun así , to davía quería hacerle pagar lo que había hecho . —Está de intercambio por dos años, la envía la Universidad Federal de São Paulo —explicó Emie—. En realidad es médica y forma parte del pro yecto de células embrio narias. En su país es una eminencia. En todo el campo , la verdad. —Ajá —musitó Gia, poco convencida—. Mírame al cuello y no parpadees. Gia le puso la máscara de pestañas en silencio y, cuando acabó , cerró el frasco y miró a Emie de reo jo. —¿Puedo hacerte una pregunta que no es as unto mío ? —Sí que em piezas bien, muy tranquilizador. —Emie s o nrió co n curiosidad—. Pero s í, claro , adelante. —¿Qué le ves a esa m ujer? Emie frunció el ceño . —¿A Vitoria? Gia le dio la espalda uno segundo s m ientras rebuscaba en el nuevo y caro repertorio de co sm ético s de Emie. —Sí —dijo entre dientes. Emie se encogió de hom bros, desconcertada. —Bueno… no sé a qué te refieres. Respeto s u trabajo y s u contribución al campo de la investigación genética. Es una suerte tenerla en el proyecto. —Pero ¿es o bas ta para…? El timbre del teléfono interrumpió a Gia. —Debería cogerlo —dijo Emie. ¡Por fin! Era su o po rtunidad de echar un vistazo al maquillaje. —Vale, pero no mires. —De acuerdo —mintió Emie, bajando del lavabo. Tenía que verse, para po der contro lar su reacción s i no le gustaba nada. Y no es que fuera pesim ista. —Vo y abajo s in mirar y ya de paso pido co mida. Tardarán mínim o cuarenta y cinco minutos en traerla. Gia levantó un dedo . —Hablo en serio, Em. No mires. Emie igno ró la advertencia y bajó las escaleras de tres en tres. Desco lgó al cuarto ring. —¿Sí? —Hola nena. —¡Iris! Hacía siglo s que no hablábamo s. Lentamente, con el corazón en vilo y música de película de terror en la cabeza, Emie se fue dando la vuelta poco a poco para mirarse en el espejo del pasillo , mientras s e daba ánimos mentalmente. A lo mejo r no estaría tan mal. A lo mejo r Gia había optado po r la sutileza. A lo mejor… El primer vistazo fue como un puñetazo en el estómago. Atónita, tomó aire con dificultad: lo único que podía empeo rarlo era añadirle pintalabios negro, que era lo que venía a continuación. —Oh, joder. ¡Dios ! —¿Qué pasa, Em? Y por cierto , eso no lo digas delante de tu madre. —Esto no es po sible, tienes que verlo —dijo Emie con vo z ro nca. Se agarró la camiseta, retorció la tela con el puño y miró a s u espalda para asegurarse de que Gia no la o ía. —¿Por qué susurras? ¿Ver el qué? A Emie le entró el pánico y se devanó lo s s eso s en bus ca de una ruta de escape factible para la pesadilla en la que se había convertido s u plan de cambio de imagen. Una cos a era un toque barriobajero , pero no se había imaginado con un aspecto tan sórdido . Entonces se le o currió una idea. —¿Estás ocupada? —No, por eso llamaba. —Iris s o naba perpleja—. Había pensado en pasarme a charlar un rato si es tás libre. Emie se humedeció los labios y asintió frenéticamente, como un chihuahua de juguete de los que se ponían de adorno en los coches. —Bien, sí, excelente. Joder, joder, joder . Ven pro nto. Ven ya. —Emie Jaramillo , estás farfullando. ¿Qué pasa? Inspiró hondo y lo s oltó todo en una sola exhalación. —Gia me ha peinado y maquillado, co mo si fuera un ensayo —hipido— pa-para la fiesta del viernes. ¿Te acuerdas de la canción de Cher «Gitanos , golfas y ladro nes»? —Sí. —Pues aho ra mism o parezco una mez cla ridícula de lo s tres —hipido— caricaturizada. Con un toque extraterrestre de purpurina para rizar el rizo
irrecono cible vampira putón de s erie B, se le encogió el estóm ago y reprimió un gemido . —Oh, oh. Tienes hipo. No puede s er bueno. —¡No lo es! —jadeó en tono lloroso . —Vale, espera —aventuró Iris, siempre tan racional—. ¿En algún mom ento le has dado la impresió n a Gia de que la fiesta era de disfraces? —No, claro que no. —Emie estaba cada vez más nerviosa y botaba en el sitio, meneando la cabeza con urgencia—. Deja de hacerme preguntas estúpidas y —hipido— ven. Tienes que co nvencer a Gia de que estoy ridícula. A lo mejo r si se lo dices tú, que eres… —Vale, vale —la tranquilizó Iris, en tono aprensivo—. ¿Pero si te equivocas y me gusta? —Créeme —replicó Emie, con un nudo en la garganta—. Lo vas a odiar . Iris s uspiró. —Vo y para allá. Emie colgó y pidió la cena, con una ración de pollo Kung Pao, que era el favorito de Iris, por si no había comido. Aceptó la amable sugerencia del encargado del restaurante de pedir la ternera con sésamo extrapicante, porque se suponía que el chile curaba el hipo. Tras lograr componer una expresión parecida a la inocencia despreocupada, se llevó una mano al pecho y s ubió las es caleras hacia su destino de labios negros . Gia le tapó el espejo cuando volvió a entrar en el baño y le puso la mano en la cara como si fuera un caballo con anteojeras hasta que se sentó de nuevo en el lavabo. —No has mirado, ¿verdad? ¿Có mo po día mentir sin que fuera demasiado evidente? —Yo, eh… me he visto de reojo un segundo en el espejo del pasillo, pero —hipido— no he mirado de cerca. — Cambió de tema antes de que Gia ins istiera—. Iris viene a cenar, ¿te impo rta? —Claro que no. Casi hemos terminado. —Gia entornó los ojos veteados de oro con suspicacia—. ¿Por qué tienes hipo? —Médicamente diría que pasa cuando tragas aire. —Eso es un eructo . —Lo que sea. —Emie se humedeció los labios—. Acabemos antes de que llegue. ¿Qué nos queda? ¿Solo los labios de terrier? Gia frunció lo s labio s en una fina línea y riñó a Emie con la m irada. —Solo el brillo de labios, sí. Sacó un pincelito y empezó a ennegrecerlo con la desagradable pasta de labios, bajo la mirada de tensión creciente de Emie. ¿De verdad le gustaba aquel look a Gia? —Bueno, dame una pista —pidió elegantemente—. ¿Cómo … cóm o —hipido — estoy? Gia dio un paso atrás, la cogió de la barbilla y le giró la cabeza a lado y lado para o bservarla. —Definitivamente, exótica. Emie so ltó una carcajada nerviosa; le sudaban las palmas de las mano s. —Bueno, vale. Es lo que queríamo s. Jugueteó con el prospecto de la caja del brillo de labios mientras Gia le aplicaba el color fúnebre, reteniéndola del mentón. Cuando terminó , Gia sonrió de o reja a o reja y se pus o a recoger lo s co sm ético s. Emie se concentró en leer el prospecto, en donde estaban las instrucciones y la información comercial en inglés, alemán, francés, español y un idiom a asiático que no recono cía. ¿Quién necesitaba instrucciones para usar un pintalabios ? —¿Puedo m irar ya? —preguntó . —Todavía no . Primero déjame a m í —dijo Gia, que entró en su es pacio perso nal y escrutó su s emblante de muy cerca —. Estás fantástica, Em. ¿Es que estaba colo cada? Emie empezó a leer más deprisa. —Ah, gracias. Gia le apoyó los nudillos a lado y lado de los muslos, atrapándola donde estaba. Su aroma almizcleño de mujer, com o una m ezcla caliente de vainilla y sexo , envo lvió a Emie, y entre ellas algo vibró con tanta fuerza co mo las placas tectónicas al mo verse. «Ay, Dios.» —Perso nalmente, creo que s iempre es tás fantástica. «Ajá, claro.» —Pero aho ra también es tás bien —murmuró Gia. —¿Estás segura? Emie se tensó, apretándole las caderas a Gia con los muslos, sin querer. Su sensual mirada se tornó ardiente y se acercó has ta que sus ro stros es tuvieron tan so lo a uno s centímetros . La cola de caballo le caía so bre el hom bro. Híjole, Gia iba a besarla. Emie lo supo, lo presintió como si fuera una especie de déjà vu. Como si ya le hubiera sucedido y ahora lo estuviera reviviendo en tecnico lor y con Do lby Surround. Por fin habían lo grado s er amigas; Gia no podía besarla… «Dios , por favor, bésame.» Era como si la lengua le hormigueara de deseo, ansiosa por saborear a la otra mujer. Incapaz de contenerse, se mo rdió los labios recién pintados de negro. Gia pos ó la mirada en su bo ca, como si fuera de fuego. —Eh, cuidado —murmuró—. Te vas a com er to do el pintalabios , querida. Emie levantó el prospecto doblado co mo un acordeón. —Eh, no es tóxico, según —contuvo la respiración para no hipar— esto. Aunque seguro que no han hecho un es tudio científico para demo strarlo. Guau, siempre habría creído que lo de tener el coraz ón en la garganta era una metáfora, pero el cas o era que apenas era capaz de tragar saliva. —¿Sabes qué más pone, Em? Que es a prueba de besos . Se le escapó una risilla aho gada a través del nudo que le atoraba la garganta y le impedía las funciones respirato rias normales. —Definitivamente, apuesto a que no hay estudios científico s que demues tren eso
hacía cosquillas en la piel. —Seguramente no —musitó Gia, acercándosele más, todavía más—. Pero, nena, hay mucho que decir sobre las pruebas empíricas.
Capítulo ocho Emie alzó la mano con intención de detener a Gia e impedir el beso , pero su cerebro tenía otros planes . Antes de po der contenerse había agarrado a Gia de la camisa y la atraía con fuerza contra su cuerpo. Sus labio s s e fundieron co n una pasión innata e inexorable. A Emie se le escapó un gemido ronco; o puede que fuera a Gia, porque Emie no pudo distinguirlo. Sonaba espo ntáneo, gutural. Sorprendido y al mism o tiempo … no . Era una pro mes a. La dulce lengua caliente de Gia exploró su bo ca con fruición. Joder, qué bien besaba. Le rodeó la nuca con las mano s y le soltó la goma de la cola de caballo. Llevaba un buen rato deseando hacerlo. Entonces le hundió los dedos en la lustrosa m elena y le apretó el pelo para disfrutar de su suave tacto . La postura acercó sus seno s a lo s de Gia y Emie s e apretó contra ella, buscando a ciegas el roce de pecho contra pecho, pezón contra pezón. Le latía todo el cuerpo, húmeda, acalorada y abierta. La libido la había puesto en piloto automático y el subidón sensual era sencillamente salvaje. Gia separó lo s labio s un instante, pero sin irse muy lejos . —Po r amor de Dios , querida, te deseo … —Lo sé —repuso Emie con voz tembloros a por el asombro. Gia atrajo a Emie por las caderas, hasta que la rodeó con los muslos y lo único que se interpuso entre ellas y su deseo fueron los tejanos: unas pocas capas de tela y fuego húmedo y familiar. Gia la besó de nuevo, le recorrió los labios con la lengua caliente, se la metió hasta la garganta y la sacó de nuevo, sin dejar de acariciarle los brazos, la espalda y los muslos con ansia y destreza. Emie le metió la lengua un poco, con timidez, y Gia se la chupó delicadamente, arrancándole un respingo . Se miraro n a los o jos y se so stuviero n la mirada. El tiempo se detuvo y contuvieron la respiración. Entonces las envolvió una nueva oleada de pasió n. Emie nunca había imaginado que un simple beso pudiera ser tan bueno. Tan perfecto. Gia era suave y cálida, descaradamente femenina. Emie anhelaba más y más y le tiró de la camiseta con impaciencia, para sacársela del pantalón. Deslizó las manos bajo la tela para acariciarle la piel desnuda e increíblemente suave que admiraba desde lejos desde hacía demasiado tiempo. Cuando le pasó las mano s s obre el firme estóm ago de marcados abdominales y le rozó los pezo nes endurecidos co n la yema de los dedos , Gia gimió y se derritió co ntra el cuerpo de Emie. Esta siguió descubriéndola poco a poco y le hundió los dedos en la curva de sus anchas espaldas. Gia la hizo sentarse más atrás, hasta que Emie dio con la cabeza en el espejo , con algo más de fuerza de lo previsto. Esta se llevó la mano a la cabeza y se rio. —Lo siento —rio G ia a su vez. Sin embargo, Emie se abalanzó so bre ella de inmediato y devoró su risa con labio s hambrientos . Gia no tuvo ninguna queja. Dominada por la necesidad de balancear las caderas, Emie se arrimó más a Gia con poca gracia, tirando un cepillo del pelo en el proceso. Aún no había dejado de repiquetear contra el suelo cuando lo siguieron la pastilla de jabó n y el vas o del cepillo de dientes . A Emie le dio igual y a Gia tampoco pareció impo rtarle dem as iado . Emie frotó su centro palpitante contra el vientre de Gia hasta que es tuvo a punto de explo tar. Esta enros có s us largo s dedo s de artista en los pechos de Emie, los estrujó y le desabrochó el sujetador por delante con habilidad, para apartarlo. Emie se arqueó, apretó los pechos contra las manos de Gia y echó la cabeza hacia atrás para que le comiera el cuello con sus labios ardientes. En ese mo mento llamaro n a la puerta. «Da igual, a la mierda. Estoy o cupada. No hay nadie en casa.» Y llamaron otra vez. Emie abrió lo s o jos de golpe. Oh, no, Iris. Iris, que tenía instrucciones de convencer a Gia de que el aspecto de Dama de la Noche de Emie era inaceptable. Sin embargo, era evidente que a Gia le gustaba y Emie no podía estar más de acuerdo… «Mierda, mierda, ¡mierda!» Cambio de planes: tenía que hablar con Iris antes de que esta hablara con Gia. —Para. ¡G, para! ¡Espera! —Emie la cogió de los hom bros , la apartó y se las arregló para tirar unos cuantos artículos de tocador más . Gia la miró confusa y desco ncertada. —Pero yo … —Tengo que… —Espera, Em. Yo… —susurró Gia, con vo z ro nca. Volvió a inclinarse sobre ella, pero Emie la retuvo por los hombros. La aterrorizaba pensar que Iris usara su llave y estropeara las cos as s in querer, justo cuando empez aban a ponerse interesantes. —No… no puedo. Déjame bajar… Bajó del lavabo —a decir verdad, prácticamente se cayó —, se alisó la ropa y trató de recuperar el sujetador y el sentido de la realidad al mism o tiempo. Estaba borracha de deseo y loca por Gia. Se pasó el dorso de la mano por los labios , sin palabras. —Es Iris. Bajó la mirada, temerosa de que Gia adivinara la verdad en sus o jos . «Qué patética que so y. Me pondría este maquillaje tan horroros o so lo po r gustarte.» —Tengo que ir… Y Emie salió del baño com o una exhalación. *** Y así, sin m ás, se m archó. La quietud absorbió a Gia com o si fuera una aspiradora. El corazó n le iba a cien por hora y le daba vueltas la cabeza de puro y doloro so deseo. Empezó a recoger todo lo que s e había caído al s uelo con m anos temblorosas, en un intento de recuperar el control de su cuerpo rebelde. Colocó el vaso del cepillo de dientes en el mármol y alineó cuidadosamente el cepillo del pelo a su lado. Por mucho que quisiera ignorarlo, la recorría la horrible sens ación de que se avecinaba un desas tre. Eran remordimientos . Cerró lo s o jos y apoyó la frente en el mármol. Dios , no debería haberla besado. Maldita sea, prácticamente le había arrancado la ropa y la había devorado, con la poca experiencia que sabía que tenía Emie y lo po co que quería adquirir dicha experiencia. ¿Qué había pasado con lo de ser cariñosa? ¿Con tom arse su tiempo? Claramente había ido demas iado lejos y demasiado deprisa. La mirada de pánico
«La has cagado , G. Solo quería ser tu amiga y te has apro vechado de ella.» Gia se incorporó y apoyó las manos en el lavabo, con la cabeza gacha. El cabello le caía como una pantalla por delante de la cara. —Joder. Había querido que Emie supiera que deseaba estar con ella como fuera. Com o vecina, com o am iga o com o am ante. Amante. Solo de pensarlo sintió una renovada chispa de deseo. Pero no, aquello no iba a pasar. —Joder —masculló Gia de nuevo, y se apartó el pelo bruscamente de la cara. Erguida, contempló su reflejo con as co. Seguía so metiendo a la gente para cons eguir lo que quería, aun después de todo s aquello s año s de repetirse que había cambiado . Que había crecido. ¿A quién coño pretendía engañar? Iba a arreglarlo con Emie, aunque tuviera que disculparse, arrastrarse y suplicar. La convencería de que no debería haber pasado y le aseguraría que no vo lvería a pasar. Se lo com pensaría, costara lo que co stase. Lo haría. Sin lugar a dudas. «Cueste lo que cueste.» *** Emie forcejeó con el cerrojo y abrió la puerta con brusquedad. —Pasa —ladró—. Deprisa. —Qué recibimiento más agradable —replicó Iris. Su expresión pasó de divertida a avergonzada tras echar un ojo al maquillaje que llevaba—. Dios santo, tía. Pareces una extra de la Noche de los muertos vivientes —dijo, santiguándos e. —Es ho rrible, lo s é, pero no me impo rta. —¿Eh? —Shh, tú entra. Emie la cogió del brazo y la arrastró al interior de la casa y más allá de la s alita, hasta el baño de invitados del pas illo. Metió a Iris dentro y se encerró con ella, con la espalda contra la puerta. —Jesús —suspiró, con lo s o jos cerrados . Cerró los puños—. No me puedo creer lo que acaba de pasar. —Deja de ponerte histérica y déjame echarte un vistazo —dijo Iris, que obviamente creía que hablaba de o tra cos a. Cogió a Emie y la colo có delante del espejo , para mirarla desde detrás, por encima del brillante pelo de punta que le había dejado Gia. Iris s e mo rdió el interior de la mejilla y arrugó la perfecta frente con preocupación. —Vale, para empezar, el pintalabios va en los labios , no por toda la cara. —Me impo rta una mierda el maquillaje —croó Emie, mirando a su co nfusa amiga con expresió n culpable mientras se limpiaba el color negro de la cara con un pañuelo de papel. Se miró en el espejo. Diablos, parecía que hubiera estado limpiando la chimenea co n la boca. Vaya co n el «a prueba de beso s». —Sabía que no lo habían com probado científicamente —farfulló. —¿Científicamente el qué? —preguntó Iris. —Nada, no impo rta. —Emie se vo lvió, apoyándo se en el m ármo l para guardar el equilibro —. Escúchame, cambio de planes. Tienes que decirle a Gia que te encanta. Que queda genial. No quiero que s epa que no me gus ta nada. Iris se quedó con la bo ca abierta y la miró con los ojo s deso rbitados. —Tía, ¿has perdido la chaveta? No puedes ir a la fiesta del trabajo así. Es cues tión de dignidad. —Lo sé, pero… —No, obviamente no lo sabes. —Iris la cogió de la barbilla y la hizo mirarse en el espejo—. Mírate, por Dios. Me habías dicho que Gia era una profesio nal. ¿Qué coño ha pasado ? —Sí que es una profesio nal. Emie le apartó la m ano a Iris y fue a mo rderse el labio , pero cam bió de o pinión, porque no quería mancharse de negro los dientes también. Se desplom ó s obre el inodo ro cerrado y encogió lo s pies y las rodillas. Con los codos apoyados en las piernas y la cara entre las mano s dijo : —No sé qué ha pasado . No puedo explicarlo. —Inténtalo. Emie tom ó aire. —Todo lo que puedo decirte es que… Gia y yo no s hemo s hecho amigas. —Sí, Palo ma ya me ha co ntado esa parte. ¿Qué tiene eso que ver co n…? —Tú escucha. To do iba bien entre noso tras. Y entonces me pus o de es ta guisa —se enmarcó el ros tro con las mano s — y… la Virgen. —¿La Virgen? —La Virgen santa, vamos . Iris chasqueó la lengua y o bservó a s u amiga con el ceño fruncido. —Que tu madre no te oiga decir eso tampoco . Emie la ignoró. —Iris, escucha. Gia me ha besado. Me ha besado de verdad . Como… joder… como no me han besado en la… — Emie se quedó sin palabras y meneó la cabeza, incapaz de terminar. Iris echó la cabeza hacia atrás, muy s orprendida. —¿Y eso es malo ? —La Virgen, ¿te acuerdas? —Emie tragó saliva. Aún la recorrían escalofríos de excitación al recordar lo bueno que había sido. Iris esbo zó una so nrisa radiante. —¿Pero te ha besado ella? —Ay, Dio s, ya te digo . Una oleada de pasión salvaje la recorrió de la cabeza a los pies y fue como recibir una bofetada. Tardó unos segundo s en s erenarse lo bastante para continuar hablando. Cuando recuperó el habla, se agarró el cuello de la camis a. —Me ha besado —repitió—. Justo antes de que llegaras. Po r eso parezco un payaso con el pintalabios corrido. —Em, eso es fantástico. No entiendo por qué es tás tan abatida. —Es co mplicado, no lo sé. —¿Es porque os he interrumpido? ¿Podría haber ido a más?
Iris la cogió de las muñecas y se las s acudió con una s onrisa. —Ya te dije que le gus tabas. —No lo entiendes. Le gusta esta yo. Y esta no so y yo de verdad —explicó Emie. Se daba cuenta de lo desanim ada que so naba, pero era como se s entía—. A Gia le gusta una puñetera vampiresa, no Em ie Jaramillo . ¿Qué voy a hacer? Iris se des lizó apoyada en la pared y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. —Em —dejó es capar un gruñido incrédulo—, no seas idiota. No es po sible que a Gia le gustes así. —Te o lvidas de que m e ha maquillado ella. Me ha dicho que estaba fantástica. Ni siquiera sabe que ya he visto có mo me quedaba. Además… —Emie abrió los brazos y habló en tono sarcástico—, ¿verdad que no me ha besado cuando estaba normal? No. Me ha tratado co mo a una hermana hasta ho y. —¿Le habías dado pie a besarte antes de ho y? No —replicó Iris, imitando la s ocarronería de s u amiga—. Al contrario. Le dijiste a esa dio sa griega con patas que querías que fuerais amigas. —Porque vino aquí movida por la culpabilidad, nada más. ¿No lo entiendes? —insistió Emie con voz ronca, acercándos e al borde de la tapa del inodo ro. Frunció lo s labio s y trató de bajar la voz —. ¿Qué se s upone que tengo que hacer, Iris? ¿Agradecerle la caridad? Sabes que no es as í com o vivo mi vida. —Eso no es… —Iris gruñó, frustrada—. Emie, despierta. Dios, qué nerviosa me pones a veces. Dile a Gia que no te gusta el maquillaje. Dile que quieres un look más natural. Dile que te mueres por sus huesos. Y entonces os quitáis la ropa. Fin de la historia. Y vivieron felices y co mieron perdices. A Emie se le llenaron lo s o jos de lágrimas, le tembló la barbilla y se le escapó un s ollo zo . —Para ti es muy fácil decir eso, Iris. No lo entiendes. Yo no soy tú. Tú eres preciosa. Eres preciosa sin ningún esfuerzo. Es algo que a mí nunca me ha importado. He dedicado mi vida a la ciencia, a mi carrera, y me encanta, de verdad. Pero s eamo s francas: ni los puñeteros profeso res de filos ofía me m iran. Nadie lo hace. Nunca lo han hecho y a mí nunca me ha im portado. Hasta ahora. Me siento m uy confusa. —Tú también te has dedicado a emitir vibraciones para que no se te acercase nadie, Em. Has elegido ese camino y puedes cambiarlo en cuanto quieras. Emie so rbió las lágrimas y sacó un pañuelo de papel de la caja que había encima de la cisterna. —¿Y sinceramente crees que una mujer como Gia Mendez podría interesarse po r mí? Disculpa si no tengo la mism a confianza que tú. Iris dulcificó su expresió n. —Oh, cariño. ¿Y por qué no se lo preguntas? —No. No puedo . Ni hablar. —Vale, vale, tranquilíz ate. —Seguramente Gia tiene el síndrome de Frankestein —croó Emie—. Una atracción retorcida por su monstruosa creación. Iris des cruzó las piernas, se acercó a Emie de rodillas y le dio un abrazo . —No pretendía so nar frívola, Em. Pero no te valoras lo bas tante en lo que tienes co n esa m ujer. —No sé cómo hacerlo. —Le temblaba todo el cuerpo. Temía perder algo que ni siquiera le pertenecía—. Nunca me había sentido as í. Lo único que s é es que, si le gusto as í, ¿por qué iba a querer tener el aspecto de antes? ¿Vo lver a ser la que hizo el ridículo en la televisión nacional? Pero al mismo tiempo, no quiero convertirme en el tipo de mujer que so lo s e preocupa por su apariencia. —Si a G ia le im portaras de verdad, no querría cambiarte —le dijo Iris, acariciándole la es palda. —Bueno, pues m e ha cambiado, así que muchas gracias —replicó Emie con iro nía. —No, lo que quiero decir… —Da igual, ya sé lo que quieres decir. Pero algunas de nosotras no tenemos a decenas de mujeres rendidas a nuestros pies. Ni siquiera he querido nunca tener a una mujer a los pies. —Pero po drías tenerla. Es tu elección. —Ya —farfulló Emie, en to no ácido . Se apartó del abrazo de Iris, echó la cabeza hacia atrás y se apretó el pañuelo de papel bajo las pestañas con los dedos , porque no quería estropear del todo el maquillaje antes de enfrentarse a Gia. Se sorbió las lágrimas y se s o nó la nariz. Iris le puso la mano en la mejilla y le so nrió. —Cariño, tú dime qué quieres que haga. Estoy de tu parte, sea com o sea. —Vamo s a hacerlo a mi m anera —le suplicó Emie—. Dile que me ves bien y sé co nvincente, ¿vale? Iris sus piró y rumió uno s instantes. —Em, si es lo que quieres de verdad, le diré que eres la bo mba —aseguró, aunque no s onaba del todo convencida—. Pero esta no eres tú. —Lo sé, créeme. Pero pienso que estoy enamo rándome de ella. —No me digas. —Bueno, no m e había enamorado nunca y no s é cóm o hacerlo mejor —susurró Emie, ignorando el comentario de Iris—. Prom éteme que me s eguirás la corriente. Y no pienses mal de m í. Iris le dio un palmetazo en el brazo . —¿Con quién crees que estás hablando? Soy tu mejor amiga. Ahora deja de llorar o vas a parecer una extra de la Noche «lluviosa» de los muertos vivientes. Emie soltó una carcajada llorosa, se levantó y se puso ante el espejo. Logró limpiarse la mayor parte del pintalabios que se le había corrido y se dio unas palmadas en las mejillas para intentar disimular que había estado llo rando. —Ahhh —entonó Emie, liberando la tensión—. Gracias, Iris. He pedido pollo Kung Pao para ti —le dijo, con voz trémula. —Oh… guay. Gracias. Me muero de hambre —dijo Iris, sin m uestras de entusiasmo . Se la veía muy preocupada. Emie resopló, estiró el cuello a lado y lado, sacudió las manos como una boxeadora antes de entrar al ring y preguntó: —¿Estás lista? —¿Yo? ¿Lo es tás tú? Emie se mo rdió el negro labio inferior, mientras retorcía el pañuelo húmedo entre los dedo s. —No, pero no voy a estarlo más que ahora. Vamos.
—Mierda, espera, que cojo el bo lso —anunció Iris, dándos e media vuelta. Emie la miró de reojo un segundo , pero s iguió andando hacia la sala de estar. Al pensar en Gia se le hacía un nudo en el estómago . Aquel beso , Dios, menudo beso. Era cierto que básicamente había sido cosa de labios, pero había sido muuucho más que un beso . Lo había s entido vibrar en el fo ndo de s u alma. Claramente no era un achuchón cualquiera. Gia se le había m etido dentro , se había convertido en parte de su ser hasta el punto de que Emie no s abía distinguir si eran sus nervios o lo s de Gia los que zumbaban como locos . Ay, Dio s. Se estaba enamorando de Gia. Ya estaba enamorada. Y la des eaba. Aquel beso… Quería mucho más . Emie se enco ntró cara a cara con Gia al llegar al saló n. La artista estaba sentada en el brazo del s o fá y se la veía algo incómoda. —Oh —exclamó Emie, llevándose la mano al pecho. Le habían entrado los calores nada más verla—. Me has asustado. —Lo s iento. Yo … —Gia s e puso de pie y se acercó a Emie lentamente, con aire nervios o y circunspecto . Se detuvo a meno s de un m etro de ella y fue a alzar la mano para tocarla, pero se detuvo en el último mo mento y la retiró —. Emie, escucha. Tenemo s que hablar de… —Hola, Gia —la interrumpió Iris, desde el um bral. —Ah, hola. Gia retrocedió y se pasó las manos temblorosas por la melena, que todavía llevaba suelta, observando alternativamente a las dos amigas con expresión tensa. Cuando dio con los talones contra el respaldo del sofá, se sentó. —No me aco rdaba de que venías. —Aquí esto y —anunció Iris, fingiendo alegría. Indicó el pasillo con el pulgar—. No po díamo s es perar y hemo s visto el maquillaje en el baño de abajo, lo s iento. Se produjo un silencio cargado, durante el cual nadie movió un solo músculo. Emie contuvo el aire en los pulmones hasta que creyó que iba a explotar y salir volando po r la habitación co mo si es tuviera llena de co nfeti. —¿Y? —preguntó Gia, tragando saliva con dificultad—. ¿Qué te parece? —Me encanta —so ltó Emie de go lpe, dejando escapar to do el aire. —Le… encanta —repitió innecesariamente Iris co n una ris illa nerviosa. Emie miró fugazmente a Iris antes de posar los ojos en Gia y forzar una sonrisa tensa. Se rodeó el torso con los brazo s y no dijo nada m ás, por miedo a hipar. O llorar. O morirse. Gia se quedó boquiabierta y parpadeó varias veces. Ladeó la cabez a hacia Emie. —¿Te… encanta? ¿De verdad? Emie as intió con vehemencia entrecortada. —Pero… ¿el m aquillaje? ¿El pelo? ¿Todo? —Sí —contestó Emie—. Es jus to lo que quería. Muchas gracias. —Bueno… genial. —Gia le so nrió co n los labios apretados , aunque parecía algo indispues ta—. Es genial. Le encanta —añadió, y miró a Iris enco giéndos e de ho mbro s—. ¿Qué te parece, Iris? Iris s e apoyó en el marco de la puerta y suspiró . —¿Quién nos lo iba a decir? *** ¿Cómo era posible que le gustara? Gia no daba crédito. Nunca se había sentido tan sola. Había hecho que Emie pareciera un fantasm a a pro pós ito, para que se diera cuenta de lo ridículo que era pens ar que el maquillaje, o la falta de maquillaje, definiera a la mujer que lo llevaba, pero el tiro le había s alido por la culata. Ahora iba a tener que enviar a la dulce Emie a un importante acto de la facultad con pinta de mo no de feria. O eso o confesar su taimado plan. Después del desastre de El show de Stillman, Emie no le perdonaría una segunda ración de humillación pública, independientemente de lo buenas que hubieran sido s us equivo cadas intenciones . El maquillaje era horrendo. «Mierda.» Y le encantaba. —Me encanta. Gia pes tañeó un par de veces y devo lvió s u atenció n a la piz pireta mujer que tenía en cas a, Mimi Westmo reland. Tras la debacle del maquillaje, Gia había pensado en cancelar la cita de la mañana siguiente con la importante galerista y ojalá lo hubiera hecho. Apenas era capaz de concentrarse y mostrar entusiasmo por la presencia de unas de las tratantes de arte más impo rtantes de Denver, cos a que pro fesionalm ente era un grave error. —¿Perdone? El perfecto cabello rubio de Mimi no se movió ni un ápice cuando esta se volvió hacia Gia con una sonrisa de decoro sa debutante. Señaló el cuadro de Emie con una mano tan cargada de anillos eno rmes que Gia no podí a meno s que preguntarse có mo era capaz de levantar la muñeca. —Digo que m e gus ta mucho, seño ra Mendez. El retrato. Es exquisito. A mi marido también le encantará, estoy s egura. —Bueno, la mo delo es exquisita —le dijo Gia. Contempló a la Emie que amaba. Pura, amable, auténtica. Pero suya no. No debía olvidar que Emie seguía deseando a la Elizalde, por increíble que pudiera parecer. Tendría que haberlo recordado la noche anterior, antes del beso. Una nueva bala de remo rdimiento y pesar le atravesó el co razó n. A bocajarro, sin supervivientes. Descanse en paz . —Me parece que nunca había visto un retrato do nde la mo delo llevara gafas. Al menos no uno tan bello. —Gracias. Gia inspiró discretamente; esperaba haber fumigado bien el apartamento, po rque, aunque ella ya ni s iquiera notaba el penetrante olor de la pintura y los aceites, sabía que a las visitas solía molestarles. Por otro lado, aquella visita en particular trabajaba en el s ector. La señora Westmoreland meneó la cabeza, alternando el peso de un zapato de piel de serpiente a otro, sobre unos tacones de vértigo. Se cogió un codo con la o tra mano y gesticuló con do s dedo s es tirados . —La compo sición es excelente, pero ¿s abe?, no es so lo es o —com entó. Se cogió la barbilla y dio un paso atrás,
cómo lo ha logrado. Pese al des ánimo que tenía encima, a Gia empezó a latirle con fuerza el co razó n. A Mimi parecía gustarle de verdad. Si firmaba con la Galería Westmoreland podría empezar su carrera con buen pie y no tendría que dejar Denver. Ni a Emie. Podría vo lver a empezar y com pensar a la mujer de la que había acabado por enamo rarse. La seño ra Westmo reland la miró co mo si acabara de desentrañar el misterio de la década. —Ya lo tengo: es s u mirada. Gia tragó saliva y se volvió hacia el retrato . —¿Su mirada? —En efecto, señora Mendez. Es imbatible. —La galerista miró el cuadro a su vez—. Esa adorable mujer tiene la innegable mirada del amor. *** Emie se dirigió a la cocina con pasos desganados y metió la jarra de café debajo del grifo. Le dolían los músculos y le escocían demasiado lo s o jos como para ponerse las lentillas. De todas maneras, se sentía cómo da con las gafas y la cara limpia de maquillaje. Se sentía ella mis ma, con cuatro o jos y todo . La noche anterior había llo rado has ta quedarse do rmida después de que Gia s e la hubiera llevado a un lado y le dijera que el beso habí a sido un erro r. Dios , un error . Incluso se había disculpado. Le había dicho que s e sentía fatal y que no debería haber pasado. Ya que estaba, también po dría haberle pegado una puñalada en el co razó n. Emie no tenía ganas de ir a ninguna parte, y de ver a Gia todavía m enos , no mientras se sintiera tan vulnerable, pero habían quedado para ir a comprar la ropa para la celebración de la universidad de la no che siguiente. Así que tendría que hacer de tripas co razó n y salir de compras, por mucho que se s intiera aún peor que tras El show de Stillman. ¿Qué tenía que perder? Gia no la quería, pero allí es taba ella, dispuesta a renunciar al orgullo y llevar un maquillaje horroro so para mantenerla interesada. Qué tonta. Se estaba compo rtando com o una boba débil y des esperada y aquello era algo muy impropio de ella. Había fracasado estrepito sam ente. Toda su vida era un fracaso. ¿Có mo había sucedido? Dios , amaba a Gia. Se le escapó un gem ido des de el fondo del alma. Casi en contra de su voluntad, se acercó a la ventana de la cocina para espiar el apartamento al otro lado del jardín. El so l se reflejaba en el tejado, el arce japonés cerca de la parte trasera se balanceaba con la brisa suave. El gran ventanal de la casa daba al norte. Sería un estudio fantástico para Gia. Si viviera con Emie, po día quitar los muebles de la sala de es tar y tener un espacio am plio para crear y o brar su magia. Si Gia la co rrespo ndiera, podría funcionar. Si fuera así. Si así fuera. Era la historia de su vida. ¿Cómo no se había dado cuenta hasta aquel mo mento? Se abrió la puerta de Gia y Emie se agachó de golpe, con un grito ahogado. Mierda, ¿la había visto? El pulso se le aceleró de pura vergüenza, se incorporó poco a poco y se hizo a un lado de la ventana para mirar a través de la cortina con cautela. Gia salió al jardín y entonces … Emie se quedó helada. Gia salió seguida de una rubia de revista, vestida con un traje ajustado con la solapa y los puños de piel. Apestaba a dinero. Se sonrieron y compartieron unas risas. Gia estaba preciosa, sin preocupación alguna. Llevaba una camisa de co lor gris perla con cuello Mao, por fuera de lo s pantalones de vestir gris m arengo que marcaban sus deliciosas curvas. El pelo, lo llevaba suelto y le brillaba bajo el sol al balancearse con la brisa; aquel mismo pelo que Emie había agarrado co n deseo y pasión desatada. La otra mujer se inclinó s obre Gia para decirle algo y le tocó el brazo . A Gia no pareció impo rtarle nada. Emie no tó que los celos la desgarraban po r dentro co n sus garras afiladas y se aferró al fregadero con tanta fuerza que lo s nudillo s s e le quedaron blancos. Deseó odiarlas a las dos por ser perfectas, seguras de sí mismas y estar totalmente fuera de su alcance, pero no pudo, po rque amaba a Gia Mendez con cada fibra clonable de s u ser. Bufó . Y ella que siem pre había estado tan o rgullosa de s u inteligencia… Ja. Gia alargó la mano y la rubia se la estrechó, pero luego atrajo a Gia para sí y le dio un fuerte abrazo. Cuando Gia le rodeó la espalda con los brazos, Emie se imaginó su embriagador perfume envolviéndola a ella también. Por supuesto que Gia iba a desear a una mujer así. Era lo ló gico, ¿por qué no? Se le llenaron los ojo s de lágrimas de angustia, hasta emborronar la imagen que ojalá no hubiera visto nunca. Si no hubiera estado mirando el apartamento soñando despierta con algo que no iba a pasar, no la habría visto. Com o s i el día no fuera lo bas tante malo ya, encima aquello. Lo único que sabía era que en aquellos mo mentos no se s entía capaz de ver a Gia.
Capítulo nueve Tras cambiarse de ropa y ponerse unos tejanos y un polo, Gia atravesó el jardín trasero hacia casa de Emie. El sol le calentaba el cabello y le besaba la piel. Caminaba como en una nube y no podía dejar de sonreír. El día había empez ado de m anera desastrosa, pero s e había dado la vuelta de la mejor manera. Se sentía llena de esperanza y se mo ría de ganas de co ntarle a Emie las buenas no ticias y enseñarle el cuadro en el que llevaba tanto tiempo trabajando. A lo mejor la convencería de que Vitoria Elizalde no era más que una zorra mezquina que le iba a romper el corazón. Aún se hacía cruces de que Em ie quisiera algo de aquella buena piez a. Así que le co nfesaría a Emie sus sentimientos y esperaría que le diera una opo rtunidad. Podí an volver a empez ar. Mimi Westmoreland no so lo había elegido Mirada de Amor , sino cinco obras más de la colección de Gia, y pretendía dedicarle una sala entera de su galería en una exhibición. La rica propietaria de la galería se había mostrado incluso más entusias mada que Gia de trabajar juntas. ¡Hasta la había abrazado ! Sí, Mimi y su marido pertenecían a la s uperficial y pretencios a flor y nata de la so ciedad, pero Gia toleraría su es paldarazo. En el mundo del arte, los Westmo reland eran figuras im po rtantes, que era lo principal. Gia dio un s alto s acudiendo el puño. ¡Sí! Se sentía llena de energía, viva. Y todo gracias a Emie. Había inspirado a Gia de un modo difícil de expresar con palabras, la había ayudado a aceptar a la mujer en la que se había co nvertido y perdo nar a la abusona furios a que había sido de joven. Gia ya no sentía la necesidad de suplicar el perdón de todas las personas a las que había hecho daño. Sencillamente, debía tener clemencia de sí mis ma. Ahora lo sabía. Gracias a Emie. Cuando es taba con Emie, Gia se sentía buena perso na, cos a que no le había pasado nunca con nadie. Dios , amaba a Emie Jaramillo, más de lo que se había creído capaz de querer a nadie. Lo único que había necesitado era quererse antes a sí m isma. Se le puso un nudo en la garganta y le cosquilleó el estómago. Ojalá su madre estuviera viva y hubiera podido conocer a Emie. Su madre estaría encantada y Gia habría hecho algo para hacerla sentir orgullosa. Y Philippe, su hermano, tenía que cono cer a Emie. Y también el seño r Fuentes. No s e iban a creer que Gia hubiera encontrado a una mujer tan maravillos a. Se rio y alzó la cara hacia el sol. Sin darse cuenta siquiera del poder que tenía, Emie había cogido los colores disparejos del lienzo des nudo que era la vida de Gia y la había convertido en una pièce de résistance. Gia tenía que conseguir su amor. Como fuera. Incluso si tenía que controlar sus propios sentimientos para darle tiempo. Incluso si tenía que vestir a Emie para impresio nar a otra mujer. Algo m ás s erena, Gia amino ró el pas o . Tenía que admitir que las cos as entre ellas no eran perfectas. Podrían haber dado un paso adelante en lugar de retroceder dos si Gia no la hubiera cagado tanto la noche anterior al forzar la situación. Se descubrió apretando la mandíbula, pero hiz o un intento cons ciente de liberar la tensió n. «No es mo mento de dudar. Sé pos itiva.» Esperaba que, después de sus profusas disculpas, Emie hubiera tenido tiempo de perdonarla por el beso. De acuerdo, había malinterpretado las señales de Emie. Pero es que le había parecido que respondía y estaba tan sexy, pese al ho rrendo m aquillaje, que en aquel mom ento Gia había estado s egura de que Emie la deseaba tanto co mo ella. Hasta que había salido huyendo. Con suerte lo superarían. Irían de compras, bromearían como siempre. La vida sería hermosa. Sin embargo, una persistente sensación de aprensión ensombrecía sus pensamientos. Todavía estaba el pequeño detalle de preparar a Emie para la reunión de la facultad y explicarle por qué la había engañado en la prueba de maquillaje y peluquería y la había disfrazado de monstruo. Eso ya lo pensaría sobre la marcha. Emie no le guardaría rencor para siempre, ¿verdad? Era una mujer inteligente y razo nable y escucharía los mo tivo s de Gia antes de apartarla de su lado. «Por favor, que me escuche.» Gia subió los tres es calones del po rche a la vez y levantó la mano para llamar con lo s nudillo s, pero antes de hacerlo vio algo po r el rabillo del ojo y se quedó paralizada, con el puño en alto. Era un sobre. Blanco , cerrado, pegado al cristal en un ángulo extraño. Y justo en el centro estaba escrito su no mbre, Gia, en la pulcra caligrafía de Emie. El corazón no le dio ningún vuelco ni se le aceleró. Más bien fue como si se le parase de golpe y se quedara helada por dentro. Emie le había dejado una no ta en la puerta y aquello so lo podí a significar que no quería verla. Nada bueno . ¿Sería una orden de desalojo ? ¿ Una carta de ruptura? ¿Un mens aje de amenazas ? Gia abrió el puño, sacó el sobre del cristal y lo abrió con manos temblorosas. El inconfundible aroma a lavanda del sobre fue como un puñetazo en el estómago. Olía igual que Emie. En el fondo del sobre había algo duro y Gia lo sacó con el ceño fruncido: ¿la tarjeta de crédito de Emie? Perpleja, sacó la carta y la leyó . Querida Gia: Hoy no me encuentro demasiado bien, ha debido de ser cosa de la ternera con sésamo extrapicante. No estoy de humor para visita s y todavía menos para ir de compras. Ve sin mí, por favor. He apuntado mi talla debajo y te dejo m i tarjeta para que no gastes nada de tu bolsillo. Lo siento. Compra lo que te parezca mejor, no me importa. Confío en ti. Nos vemos ma ñana. Espero que todavía quieras ayudarme con el maq uillaje y demás. Emie
Gia arrugó la carta y levantó la vista hacia la ventana del dormitorio de Emie, que tenía las co rtinas echadas . ¿Le había sentado m al la ternera con sés amo ? Sí, claro. Emie no po día ni mirarla a la cara. La asqueaba. «Joder, me doy asco a m í mism a.» Le escocían lo s o jos y un dolo r sordo y penetrante le enco gió la garganta y se extendió po r todo su cuerpo. Agachó la cabeza, derrotada. Desesperada. Suplicaría, cambiaría, moriría… por aquella mujer. ¿Es que Emie no lo sabía? Gia nunca había querido hacerle daño y, aun así, lo había hecho. Y no una vez, sino dos. A lo mejor era el destino que le deparaba el karma. «Le has hecho daño a mucha gente en el pasado , G. Es tu turno de sufrir.» —Emie —susurró, des garrada. No quería aceptar la explicación del o jo po r ojo Que Dios la ayudase, día so portar la idea de perderla.
*** —¿Gia? Al oír su nombre, apartó la mirada del escaparate de Recuerdos Preciosos, una tienda de artículos para bodas, que llevaba varios minutos mirando o, más bien, en donde había fijado la mirada perdida. No sabía cuánto rato llevaba allí parada. Parpadeó al volverse hacia la alta y esbelta mujer que se acercaba entre la multitud. Definitivamente era arrebatadora. —Me había parecido que eras tú —la saludó Iris, bajándos e las gafas de so l para mirar a la artista. —Ah, hola, Iris. Hasta vestida con ropa informal, gafas de sol y gorra de béisbol, Iris tenía aspecto de supermodelo. Su intento por pasar desapercibida le habría parecido gracioso si no fuera porque se sentía como si le hubieran arrancado el corazón del pecho con un garfio . —¿Qué haces? —De compras —ladeó la cabeza—. ¿Tú? Gia abrió la bo ca, pero no le salió nada. ¿La verdad? Llevaba tres horas deambulando por el centro co mercial co mo una vagabunda sin rumbo , maldiciendo mentalmente al que hubiera inventado la mierda de que «es mejo r haber amado y haber perdido, bla bla bla». Había buscado ropa para Emie, pero no había tenido ánimo para comprarle nada todavía. Supo que es taba perdida cuando s e descubrió leyendo tarjetas de amo r en la tienda de Hallmark. Hasta hubo una que le había llenado lo s ojo s de lágrimas. ¿Qué estaba haciendo? Estaba perdiendo la cabeza, nada más y nada meno s. Levantó las mano s co n desánimo y las dejó caer. —La he jodido con Emie, Iris. Aquellas palabras no alcanzaban a describir la magnitud del desas tre, y Gia se sintió frustrada de no poder expresarse mejo r. Aun así, notó que una pequeña parte del peso que sentía so bre los ho mbros se des vanecía al haber verbalizado la verdad. Hubo un mo mento de silencio mientras las do s mujeres permanecían donde estaban y los grupos de adolescentes y madres con carritos típicas de los centros comerciales pasaban junto a ellas charlando y cargadas con bolsas. Iris torció los labios , estudiando a Gia con atención. —Mira, Gia —dijo al fin—. Eres una mujer muy agradable, pero Emie es mi mejor amiga. Como mi hermana. De ninguna manera voy a permitir que nadie le haga daño. —Ni yo —le aseguró Gia. La actitud de Iris no cambió . Estaba en mo do pro tector, recelo sa, con las uñas s acadas. —¿Qué quieres de ella? —¿Qué quiero de…? —Gia se le acercó—. Estoy enamorada de ella —croó, cerrando los puños—. Locamente enamorada. —Como Iris no dijo nada, Gia bufó y añadió—: ¿Qué quiero de ella? Todo. Lo quiero todo de ella. Para siem pre. Quiero hacerla feliz. Iris se cruzó de brazo s y exhaló un hondo suspiro. —Eso es lo que pensaba. Pero, Jesús, mujer, ya me hacías dudar. —Le rodeó los hombros a Gia con el brazo y la guio hacia la zona con mesas para comer—. Te propongo un trato. Invítame a un capuchino con pastas y te dejo contarme tus pro blemas . Ento nces te explicaré lo idio tas que estáis siendo tanto Em co mo tú. Al cabo de quince minutos, dos cafés, cuatro pastas y una confusa explicación incompleta, Iris enarcó una de sus perfectas cejas y apoyó los codos en la mesa. —No tienes ni idea de lo mucho que me alegro de que no te gustase realmente aquel maquillaje de zombi esquizofrénico. Gia hizo una mueca. —Era horrible, ¿verdad? —Espantoso. —Es lo que intentaba. Al menos eso me s alió bien. —Suspiró Gia, que se pasó una mano por el pelo y s e masajeó la nuca. Miró a la mejo r amiga de la mujer que amaba—. Pero no se s uponí a que tuviera que gustarle, Iris. Se supo nía que entonces s e daría cuenta de… algo . No s é, ya ni recuerdo el qué. Además, ¿ya qué más da? Se acabó. Le encantó . No me puedo creer lo m ucho que la he cagado . Jo der —mus itó, co n la cabeza gacha. —Gia —ordenó Iris en tono divertido—. Mírame. Gia obedeció. —Te voy a explicar la parte que no has entendido. —Le tocó la sien con un nudillo—. A Emie no le gustó el maquillaje, tonta. Gia pestañeó do s veces. —Pero ella dijo … —Tía, piensa con la cabeza —rebatió Iris, abriendo lo s brazo s—. Lo o diaba. Lo detestaba. ¿Cómo iba a gustarle? Ni siquiera voy a repetirte cómo me lo describió. La so rpresa recorrió a Gia co mo una corriente eléctrica. Sus pens amientos entrechocaban entre ellos com o bo las en una máquina de pinball y entonces su mente se sum ió en el caos . Emie había dicho… Gia pensaba… Habían hecho un trato para… Pero entonces … Iris aprovechó el momento de silencio atónito de Gia para dar un sorbo de capuchino y observarla por encima de la taza. —Entonces… ¿po r qué dijo que le gustaba? —balbuceó Gia al fin—. Dijo que le encantaba. —Señaló a Iris co n el dedo y ento rnó lo s o jos —. Recuerdo perfectamente que dijo que le encantaba. Iris se limpió los labios con elegancia y la miró com o si fuera una pobre idiota sin remedio. —Porque, adivina qué, tonta. La que le gusta eres tú. A Gia le dio un vuelco el corazón. ¿Sería cierto? Aun así, no tenía ningún sentido decir que le gustaba el horrible maquillaje. —Eso no explica por qué…
—A Em se le ha metido en la cabez a que so lo te atrae cuando se transforma en Elvira pepona. —Gesticuló en el aire por la ridiculez de la idea—. Por no sé qué de un bes o . Gia apretó lo s dientes. —Sabía que no debería haberla besado . —Ah, no. Si que debías bes arla. Vamo s, deberías haberle arrancado la ropa y hacerla invocar a Dio s. Sencillamente, no tendrías que haberlo hecho con la careta de mo nstruo. Ese, amiga mía, fue el erro r crucial. Gia se centró s olo en parte de lo que le había dicho. —¿Estuvo bien besarla? —Claro que s í. O lo habría estado hace un par de semanas . —Pero ella dijo que quería que fuéramos solo amigas —alegó Gia, en un tímido intento de justificar no haberla besado antes—. Me dijo que no quería líos o algo así. —Esto… perdona que sea así de franca, pero: boba. —Iris posó sus ojos verdes en los de Gia—. Te dijo eso para preservar su dignidad. —¿Eh? —Lo juro por Dios , sois las do s perso nas m ás tontas que he conocido nunca. Es co mo hacer un trabajo de naturales —suspiró Iris—. El tema es el siguiente. Emie no se cree que una mujer como tú se pueda sentir atraída por su verdadero yo . Y, por supues to, tú le has dado la razó n sin querer al besarla con las pinturas de guerra anoche. Gia optó por pasar po r alto el co mentario de «una mujer co mo tú», aunque sí que le llegó al alma. —Eso es una estupidez. No he dejado de decirle a Emie que es m aravillos a desde que puse el pie en Colo rado. Iris dulcificó el tono y le dedicó a Gia una so nrisita afectuos a. —Sí, pero de la manera com o os conocisteis, no la culpo por poner en duda tus m otivos. Touché. Gia apretó los labios. La verdad dolía y lo que decía Iris tenía sentido, pero aún había un par de piezas del puzle que no le cuadraban. —Hay algo que s igo s in entender en todo este desas tre. —¿Y qué es ? —Si se s upone que m e quiere, ¿po r qué quiere impresio nar a la bruja de la Elizalde? Iris pus o cara de so rpresa, echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír a carcajadas. Cuando vo lvió a m irar a Gia, tenía lágrimas en lo s o jos de tanto reír. —¡Dios , Gia! Tienes tan poca vista que casi pareces un tío. Emie y tú hacéis una pareja perfecta: las do s estáis co mo una cabra. Gia quiso ofenderse, pero lo único que fue capaz de replicar fue un confuso y abatido: —¿Qué quieres decir? Iris le cogió la mano a Gia por encima de la mes a y le habló con vo z clara y calma, como si fuera una niña pequeña y no demasiado espabilada. —Emie no quiere nada co n la Elizalde, coraz ó n. Quiere que esa bruja s e sienta atraída po r ella para po der rechazarla y humillarla igual que esa idiota le hizo a ella. ¿Lo pillas? —Hizo una pausa para que la información penetrara en su cerebro—. El objetivo de todo este plan absurdo de cambio de imagen es vengarse. Creía que lo sabí as. —¿Qué? No . —Sí. Y da la casualidad de que a m í nunca me ha parecido bien. Joder, tenía lógica. Gia empezó a sonreír desde la comisura de los labios hasta hacerlo de oreja a oreja. Emie la quería. «Me quiere.» Solo hacía falta que encontraran la manera de abrirse camino entre la jungla construida con la estupidez combinada de las dos y todo saldría bien, ¿verdad? Salvo porque Gia todavía tenía que maquillar a Emie para la «celebración». ¿Cómo iba a arreglárselas? Se le fue la sonrisa. Emie todavía quería seguir adelante con su venganza y, aunque Gia estaba vehementemente en co ntra de la idea, lo último que quería en aquellos mo mentos era contrariar a Emie. Frunció el ceño . —¿Cómo salgo de esto, Iris? Ella meneó la cabeza. —Yo solo te he dado la información que te faltaba, Gia, pero tendrás que salir de este lío tú sola. Si la quieres de verdad, céntrate en ella. Entonces sabrás qué hacer. —Pero ¿crees que m e… —Gia tragó s aliva con dificultad—… perdonará? ¿ Por el maquillaje? ¿Por todo ? —preguntó , con los brazo s so bre la mesa y los dedos entrelazados con nerviosis mo . Iris s e inclinó hacia delante y le dio unas palmaditas en lo s puño s cerrados. —Un último cons ejo, listilla. Olvídate del pintalabios negro. —Se puso de pie y se colgó el bols o del ho mbro. Se puso las gafas de so l de «no-s o y-quien-crees-que- so y» y so nrió—. Gracias por el café. Buena suerte. *** Aquel viernes, al caer la tarde, Emie se resignó a enfrentarse co n Gia de nuevo . ¿Qué diablos ? Tampo co es que hubiera esperado que hubiera fuegos artificiales. Solo tenía que aguantar una ho ra… y luego la temida celebración de la facultad. Después ya podría esconderse en su vida segura y predecible de siempre y olvidar aquel verano por completo. En lo que respectaba a Gia, Emie es taba bastante segura de que pronto enco ntraría a alguien más alta y más rubia co n quien entretenerse. Que as í fuera. El hervidor de agua silbó y ella lo retiró del fuego y vertió el agua hirviendo para hacerse un té de menta. Hundió distraídamente la bo lsita de té en la taza so steniéndola del hilo . Se le fuero n los ojo s a la ventana de la cocina que daba al apartamento, deseo sa de que llegara Gia para poder acabar de una vez con to do aquello. A la mierda. «Suspiro.» Ni rastro de Gia. Menuda sorpresa. Hacía tiempo que había aprendido que no por mucho desear una cosa se hacía realidad. Pro fundamente deprimida, Emie se llevó el té a la s ala de es tar, aunque so lo fuera para alejarse de la tentación de mirar por la ventana de la cocina. Se acurrucó en una es quina del so fá, cogió el último número de Newsweek y lo ojeó desinteresadamente. La esfera rojo sangre en la que se había convertido el sol poniente se hundió tras un grupo de álamos temblones, arrojando largas sombras oscuras a la sala a través de la ventana. No se molestó en encender
un champiñó n. Cualquier cos a que viviera en la o scuridad. Cualquier cosa diferente a quien le había to cado s er en esta realidad. Toc toc toc. «Gia.» Emie dejó la revista a un lado y echó un vistazo hacia la cocina. Pese a las ó rdenes directas de s u cerebro en sentido contrario, no tó que se le aceleraba el pulso de expectación. Lo m ás triste era que tenía muchísimas ganas de ver a Gia. Pese a todo . Se levantó del so fá, se ajus tó más el cuello del albo rnoz y se dirigió a la puerta trasera. La abrió, miró un segundo a Gia directamente a los precioso s o jos del color de la miel y luego bajó la vista. —Hola. —Hola. —Se produjo una pausa incóm oda—. ¿Cóm o te sientes, querida? «¿Sentir?», se preguntó Emie, levantando la mirada. La luz rojiz a del atardecer le hacía relucir la piel broncínea a Gia y le arrancaba destellos de fuego a s u larga melena. También el pendiente de brillantes le brillaba como si fuera un rubí. «¿Sentir?», pensó de nuevo. ¿Por qué le preguntaba eso ? Ah, sí. La ternera con sés amo . —Mejor —mintió, carraspeando—. Gracias por preguntar. Se echó a un lado e invitó a Gia a pasar. Esta cruzó el umbral; ambas iban con mucho cuidado de no tocarse, ni roz arse, ni tener el menor co ntacto. Gia llevaba un traje enfundado y una vo lumino sa bo lsa de la co mpra. A Emie le pudo la curios idad. —¿Qué has co mprado? —Un vestido. —Gia levantó la funda y la bols a alternativamente—. Y zapatos a juego , medias, po r si querías, un bo lso , complementos y… algo de maquillaje. Lo dejó todo s obre la mesa. —¿Maquillaje? —Emie frunció el ceño y se s ubió las gafas—. ¿No com pramo s bas tante el otro día? —No te preocupes, este lo pago yo —le dijo Gia, esbozando una leve y cálida sonrisa—. Tú me has hecho un gran favo r perdonándom e el alquiler. Solo quería darte las gracias. Emie no tuvo valor de discutir. —Gracias. —Además, he pensado que podríamos intentar un look algo diferente para esta noche y… necesitaba unas pocas cosas más. —Ah, está bien. Eso sí, si Gia le había comprado un traje ajustado con las solapas y los puños de piel, se moriría. O haría trizas el puto vestido . —¿Te apetece un po co de té? —¿Tienes cerveza? Emie sonrió pese a sí misma, de camino al frigorífico. —Si estuvieras en la guardería te suspenderían por «responde inadecuadamente a las preguntas» —bromeó, al tiempo que s acaba una cerveza y se la daba. —Bueno, nunca fui muy buena es tudiante. —Gia abrió la botella y tiró la chapa a la bas ura—. Y esta no che no estoy de humo r para té. Emie no pudo evitar preguntarse de qué humor estaba y por qué. El delicioso perfume de Gia, dulce, fresco y femenino, le llenó lo s s entidos en contra de su voluntad y se le encogió el co razón. El mismo corazón que Gia le había robado al bajar la guardia. Se le llenaron lo s o jo s de lágrimas ardientes, pero pes tañeó para co ntenerlas y se mo rdió el labio. En un movimiento fluido, Gia dejó la botella en la mesa y le dio un abrazo tan cariñoso que le partió el corazón. Le puso una mano en la espalda y la otra en la cabeza, para estrecharla co ntra su pecho. Emie alzó la mano y se quitó las gafas. Permanecieron abrazadas un buen rato, sin decir nada, balanceándose lentamente. Emie mantenía los brazos rígidos y pegados al cuerpo, envuelta en el abrazo de Gia, que le apoyó la mejilla y luego lo s labio s en la cabeza. —Dulce Emie —susurró Gia—. Sé que estás nerviosa por esta noche y yo no te lo he puesto demasiado fácil. Te mereces mucho más . —Yo … es toy bien —mintió . Le rodeó la fina cintura a Gia con los brazos y dio rienda suelta a las lágrimas, empapándole la camisa. ¿Por qué tenía que ser tan amable? Idiota. Lo único que quería Emie era que Gia la abrazara para siempre. ¿Acaso era demasiado pedir? —Te prometo que esta noche será perfecta. —Le rozó el pelo con los labios de nuevo—. Creo que hoy te gustará mucho más cómo voy a dejarte. —La última vez es tuvo bien —farfulló , apática. —A mí no me lo pareció. —¿Ah…, no ? —«¿Entonces el beso ? » Emie parpadeó co ntra el pecho de Gia—. Me pareció que te gustaba. —No estaba mal, pero… —Gia se encogió de hom bros —. No eras tú. Este look sí s erás tú, te lo pro meto. —Pero no demas iado. Acuérdate que tengo que gus tarle a Vitoria. —Cóm o o lvidarlo. Emie inspiró hondo, se apartó y se s ecó las m ejillas. —Perdona. Siempre me pongo blandita cuando… —«me rompen el corazón»—… cuando no me encuentro bien. Ya me he lavado el pelo —añadió, y se dio media vuelta, co gió s u taza y se dirigió a la parte delantera de la casa. —Vale, ¿por qué no te lo mojas y te lo envuelves en una toalla? —le dijo Gia, cogiendo las bolsas y la cerveza para seguirla—. ¿Llevarás las gafas es ta noche? Emie bufó una carcajada. —No. —Po rque si se te irritan los o jos … —Los tengo bien —replicó Emie. Luego s uavizó el to no—. No lo s tengo irritados , Gia. Voy a ponerme las lentillas. —¿Puedo co lgar el vestido en tu habitación? —Sí, adelante. La segunda puerta a la derecha. ¿Es de piel? —Es una so rpresa.
—Vale, te veo en el baño —le dijo Gia—. Y empez amo s, ¿vale? Emie se levantó el bo rde del alborno z y empezó a subir pesadamente las es caleras. «Yupi, me m uero de ganas.» *** El arom a íntimo del do rmitorio de Emie, si bien sutil, cons umió a Gia nada más po ner un pie dentro . Co lgó el traje en el colgador del armario y dejó las m edias, los zapatos , el bolso y los co mplementos alineados a lo s pies de la cama con baldaquín. Aunque no debería hus mear entre las co sas de Emie, no pudo resistirse a echar un vistazo . Era una habitación amplia, con el techo abuhardillado en un lado. La cama tenía un grueso edredón rojo y varios almo hadones de colo res contra el cabezal. En la pared opuesta había una enorme chimenea y a su lado había una pila de colchas y mantas de lana. Gia fue al tocador y obs ervó las foto grafías enm arcadas de lo s padres de Emie y de quien supo nía que eran o tro s parientes. ¿Sería alguna de aquellas mujeres la tía de Emie que, sin querer, le había arrebatado su es peranza en el amo r con sus descuidadas palabras? Gia pasó a o tro grupo de fotografías en do nde salían Iris, Emie y Paloma a lo largo de los años. Tres amigas. Ojalá hubiera tenido una amistad así con alguien en su vida. Sin embargo, no tenía sentido pensar en ello ahora. Sonrió levemente y acarició una fotografía de Emie. Tan mona… Tan dulce… Volvió junto a la cama de Emie y o bservó la m esita de noche. No pretendía cotillear, sino abso rber a la mujer que se esco ndía entre las cos as de s u rincó n más privado. La mesita de noche no tenía ni una mo ta de polvo y so bre ella había un reloj des pertador, velas de formas diferentes en una bandejita de plata y una pila de libro s para leer antes de do rmir. Gia ladeó la cabeza para leer los títulos . Todo lo que necesitas saber sobre la pintura al óleo. El libro gordo de la pintura al óleo. El artista y su estudio. Pintores impresionistas americanos. Gia se quedó s in habla. ¿Qué era todo aquello? Conmo vida, se sentó al borde de la cama y hojeó uno de lo s libros. Notaba una ardiente o presión en el pecho, casi habría dicho que estaba a punto de darle un ataque, pero no : era amo r. Sencillamente amo r. Calmo . Seguro. Devorador. Cerró el libro y acarició la tapa. Importarle tanto a Emie como para que quisiera aprender sobre su pasión era tan… propio de ella. Pensaba en los demás antes que en ella misma. Entonces pensó en la galería Westmoreland y se ilusio nó . Tenía muchas ganas de contarle a Emie las buenas noticias so bre la expo sició n, pero antes quería arreglar las cosas entre ellas. Aquella noche la protagonista era Emie, así que esperaría al momento adecuado, que era algo que estaba aprendiendo a hacer po co a po co des de que formaba parte de la vida de Emie. Sonriente, echó un último vistazo a la habitación. En aquel cuarto había po dido ver a la mujer que era Emie de verdad y se s intió en paz co n lo que había planeado. No la iba a presio nar, fo rzar ni tratar de convencer, sino que des nudaría su alma, le entregaría su co razó n sin res ervas y sería Emie la que decidiera. Gia fue al armario y sacó una co sa m ás de la bols a: una ros a perfecta, sin espinas, de colo r ros a. Hasta ese momento no las había tenido todas consigo sobre el gesto de la rosa, ya que posiblemente tanta tarjeta Hallmark le había nublado el entendimiento y la había co nvertido en una cursi. No o bstante, quería que Emie la tuviera. Con el capullo en la palma de la mano, volvió a la cama y dejó la flor sobre las almohadas, para que la encontrara. Luego se besó las yemas de los dedos y también las apoyó un segundo en la almohada. Solo para asegurarse. *** Déjà vu. Antes de darse cuenta de lo que estaba pasando , Emie estaba de nuevo sentada en el lavabo frente a Gia, to talmente concentrada en s u ros tro. Apenas po día entrar en el baño sin recordar, sentir y revivir el beso , pero, estando en aquella pos tura, en una situación idéntica, con la fuerte y esbelta Gia y su arom a inundándole lo s sentidos , a Emie le resultaba impos ible no evocarlo. Podía equivo carse una vez, incluso do s, pero al tercer strike, nena, quedaba eliminada. Se obligó a dejar de pensar en el sabo r de Gia y se recordó lo que había visto desde la ventana de la cocina. Levantó la m ano para tocarse el pelo y s e so rprendió de no tarlo suave. —Mejor as í que de punta, ¿no ? —preguntó Gia, co n una nota de timidez. A Emie s e le subió un poco el ánimo , pero no quería esperanzarse, así que bajó la barbilla y se limitó a m usitar: —Tú eres la experta. —Te gustará, querida. —Gia so nrió y su hoyuelo salió a relucir. Le dio un go lpecito a Emie con el nudillo —. Ya estás precio sa y ni siquiera hemo s terminado. —No te emo ciones… —No lo haré, Em. —Lo que tú digas —dijo Emie, poco convencida. Pese a todo, sus palabras tranquilizadoras la arrullaron como el abrazo que necesitaba desesperadamente. Nunca le había preocupado su apariencia, pero aquella no che, por una vez , quería es tar impresio nante. Era el mejo r mensaje de «jódete» que podía enviarle a Vitoria y la venganza que se merecía. Aun así, Emie trató de ignorar la intimidad que había entre ellas. Después de todo, Gia también había sido cariñosa con ella antes de hacerle parecer algo que no era y Emie no iba a volver a caer en la misma trampa. Echó un vistazo al nuevo repertorio de carísimos cosméticos y vio que Gia había comprado el bonito colorete pálido que había estado mirando en los grandes almacenes. Siguió mirando y se dio cuenta de que la mayoría de los colores eran más suaves y sutiles. Se llenó de esperanza pes e al muro emo cional recién levantado en su m ente. ¿Por fin había captado lo que quería en realidad? ¿El look exótico se había ido a criar polvo como las cintas VHS? Eso esperaba, porque quería ir elegante, no exótica. Sencillamente no había sabido cóm o expresarlo antes. —Quiero decirte algo, Em, pero tienes que dejarme acabar antes de interrumpirme —dijo Gia, mientras sacaba un pincel de máscara de pestañas y lo s o stenía en alto —. ¿De acuerdo? Emie levantó la mirada hacia el ros tro pensativo de Gia. —Vale.
—Mira aquí y no parpadees. —Esperó a que Emie la o bedeciera y empezó a aplicarle la más cara con suavidad—. Lo que te hizo Vitoria Elizalde fue despreciable, pero el papel que desem peñé yo en todo el fiasco… y en lo que ha venido después no ha sido mucho mejo r. Emie despegó los labios para balbucear su desacuerdo, pero Gia levantó la mano, con el tubo de máscara entre los dedos , y esperó a que Emie cerrara la boca de nuevo. —Te prometí que sería tu amiga y te fallé. No fue a propósito, pero me cegó… —tragó saliva—… lo mucho que te deseo . Lo m ucho que me haces sentir. Emie levantó los ojo s de go lpe y Gia hizo una mueca y alargó la m ano hacia los algodo nes. —Ups, rímel co rrido . —Lo… lo siento —tartamudeó Emie. Gia agitó la mano , sin darle importancia. —Ahora —volvió a indicarle que le mirase la garganta. Emie obedeció y Gia se puso con el otro ojo—. He tenido muchas cuentas que rendir a lo largo de mi vida y no quiero negarte… esta noche. Mientras seas consciente de que Vitoria Elizalde no te merece. Nunca lo ha hecho. Y las do s s abemo s que no la quieres. A Emie s e le escapó una carcajada seca y so rprendida y se llevó la mano al pecho. —¿Pero qué te ha hecho pensar que quería a Vitoria Elizalde, de entre todas las arpías ? Gia inclinó la cabeza. —Emie, por favor… —Lo siento, te escucho. —Hizo ges to de ponerse una cremallera en los labio s—. Sigue. Gia acabó con el rímel y lo volvió a meter en la bolsa. Contuvo la respiración unos segundos, como si no encontrara las palabras para expresarse. Finalmente cogió el lápiz de labio s, colo r carne, gracias a Dio s, y se pus o a trabajar en su boca. —En definitiva, que vi algo que deseaba des esperadamente y fui a po r ello. Te presio né demas iado, Emie, ahora lo sé. Se me metió en la cabeza que sabía lo que era mejor para ti y que lo único que tenía que hacer era convencerte de la manera que fuera. Costara lo que cos tara. —Pasó un instante de silencio. Gia sus piró—. Estaba equivocada y lo siento. Emie se mo rdió el labio para no decir nada. —Pero todo esto es culpa tuya, la verdad. —¿Cómo? Gia esboz ó una so nrisa, pero enseguida se puso seria y miró a Emie con gravedad. —Es culpa tuya, po rque cada mo mento que pas o contigo, querida, haces que te quiera más . Emie bajó la m irada, acalorada, pero Gia le hiz o levantar la barbilla con delicadeza. Las do s s e so stuviero n la mirada. —Pero lo que es más importante: cada momento que paso contigo haces que me quiera más a mí misma. —La expresión de Gia se tornó implorante—. Y eso es algo que nadie ha sido capaz de hacer en treinta y cuatro largos y solitarios años. Gia le rozó el labio inferior a Emie con el pulgar, arrancándole escalo frío s eléctricos po r toda la es palda, y esbo zó una leve sonrisa dulce. A Emie se le llenaron los o jos de lágrimas . —Emie, si te pones a llorar y estro peas el m aquillaje, tú y yo vamo s a tener unas palabras. —Lo s iento —balbuceó Emie, a medio camino entre la risa y el llanto, y miró al techo has ta que fue capaz de co ntener las lágrimas. —Aho ra que he desnudado mi alma y ya no llevo un peso en el corazó n, te diré lo que no voy a hacer. —Gia se tomó un mo mento para untar un pincel de labios en brillo de colo r ciruela suave y a continuación s e los pintó con des treza—. No te voy a decir que renuncies a lo de esta no che. Ni siquiera voy a pedirte que no lo hagas. Apoyo tu decisió n, sea cual sea. Dejó el pintalabios a un lado y le puso las manos en los ho mbros a Emie. —So lo quiero decirte que no tienes nada que demo strarle a la Elizalde. Ni a nadie. Y que no pienso darme po r vencida ni marcharme a ninguna parte. Estaré aquí para ti, siempre que me neces ites y del mo do en que me aceptes. Antes de que Emie diera con una respuesta acertada, Gia la hizo levantar del lavabo cogiéndo la de las m uñecas y la volvió delicadamente hacia el espejo . —Mira. Emie se quedó sin respiración. No sabía si era por lo hermosa que estaba o por el espectacular reflejo de Gia com partiendo espejo con ella en una estampa… perfecta. Fuera como fuera, la imagen la dejó sin habla. Era justo como se había imaginado el cambio de imagen. Justo lo que quería. Sutil, pues apenas se notaba que llevaba maquillaje, pulcro y elegante. —¿Lo ves? —le dijo Gia con vo z ronca—. Eres tú mism a. —Pero mejo r —añadió Emie en un susurro. Gia meneó la cabeza. —No, mi corazón, eres tú. Punto. Inmejorable. —Gia. —La emoció n le puso un nudo en la garganta a Emie y miró a Gia a los o jos en el espejo —. Me encanta. —A mí me encantas tú —le dijo Gia sin más, tocándole la punta de la nariz—. Ahora ve a vestirte. Te espero en el porche de atrás. Dicho lo cual, Gia se dio media vuelta y se marchó. A Emie le iba a cien el co razó n, lleno de cariño y deseo , pero el muro seguía en s u sitio. Gia decía que la quería. «Pero, Gia —deseaba preguntarle cuando la sensación cálida en su interior empezó a desaparecer—, ¿y la rubia qué?»
Capítulo diez Emie se metió en su dormitorio, recitando mentalmente todas las canciones que se sabía sobre estar locamente enamo rada. O no estar tan loca, mejor dicho. Sí, Gia Mendez era encantadora, dulce, generosa, divertida, preciosa, sexy, convincente… Vale, aquello no estaba ayudando. Se había enamo rado de aquella m ujer, pero la realidad era la que era: aunque Gia tenía mucha labia y la había dejado preciosa, ya le había hecho daño a Emie dos veces en el poco tiempo que se conocían. En aquellos momentos no podía permitirse pensar con el corazón si no quería unirse a las huestes de descerebrados que enriquecían a los cantantes de baladas . «¿Pero acaso ha sido Gia la que te ha hecho sufrir? » —Ah, basta ya —refunfuñó, dirigiéndos e a su o bstinada conciencia. Irguió los hombros, fue al armario y cogió el vestido enfundado. Entonces se detuvo en seco. Estaba acalorada y no pensaba co n claridad. Ya que había decidido pas ar de las estrechas m edias, más le valía ponerse crema en las piernas. Empezó a po nerse nerviosa al pensar en la velada que tenía por delante y su patético plan. A decir verdad, no lo había planeado dem asiado . Esperaba recuperar la dignidad que le había ro bado Vitoria, pero más allá de aquello no le había dado demas iadas vueltas. Tenía la cabeza… en o tra parte. ¿Qué diablos iba a hacer? Se mo rdió el labio . La tensió n y los nervios hacían que le empezaran a sudar las palmas de las manos. En la fiesta todo el mundo sabría lo que había pasado en El show de Stillman. Seguro que es tarían pendientes de la actitud de Vitoria y ella to do el tiempo, co nteniendo el aliento. Emie o diaba ser el centro de una atenció n tan negativa. Maldita Vito ria. Gia le había dicho que no tenía por qué ir. Que no tenía nada que demos trar. Ni a la Elizalde ni a nadie. Titubeante, Emie se rodeó el torso con los brazos y se miró a los ojos en el espejo del tocador, con expresión preocupada. Sí, sí que tenía que ir. Si no por otra cosa, al menos para demostrarles a sus colegas que era una profesional. Era una jornada de la facultad, por amor de Dios. No se trataba de ella. Puede que no tuviera nada que demo strarle a la Elizalde, pero sí tenía que demos trárselo a s í mis ma. Emie Jaramillo no era la más bella, pero no se retiraba de una batalla con el rabo entre las piernas ni agachaba la cabeza ante la humillación. No pensaba bas ar su auto estima en la opinió n de una zo rra arrogante. ¿Pero no era eso precisam ente lo que estaba haciendo? La recorrió una so mbra de duda, pero la desterró de su m ente. —Esa no es la cuestión —le dijo a su reflejo—. Vitoria Elizalde s e merece… ¿Qué? No es taba segura y no quería pensar en ello. «Vale ya.» Tenía que vestirse. Al volverse hacia la cama sonrió pese a sí misma al ver con cuánto cuidado lo había dispuesto todo Gia. Se sorprendió un poco al darse cuenta de que no había optado por las botas hasta los muslos de prostituta que se había temido. Aliviada, examinó lo que había elegido Gia co n atención. Los zapatos de saló n de ante colo r gris perla no eran ni demasiado altos ni demas iado co rrientes, sino fino s z apatos de tacó n de aguja mo dernos que le harían las piernas muy bonitas. Había unos pendientes de perlas grises y un collar junto a un bolso de mano de ante a juego. Perfecto. Elegante. Exactamente lo que quería. Tenía que adm itir que Gia era una mujer sens ible y perspicaz . «Eso sin mencio nar encantadora, dulce, genero sa, divertida, precios a, sexy, convincente…» —¡Vale ya! —murmuró para sí. Estaba comportándose como una adolescente ridícula e inexperta que se reía como una boba y suspiraba sin cesar en cuanto la chica más guapa del ins tituto le hacía el m enor caso . Aparte, ¿cóm o podí a Gia decir que la quería haciendo tan poco que se conocían? Aunque, por otro lado, hacía el mismo tiempo que Emie la conocía a ella y estaba com pletamente segura de que la quería. «Pero ¿la rubia quién era?» Si no la hubiera visto… Si supiera la verdad… Tendría que preguntárselo a Gia y punto … «Maldició n. Basta ya de darle vueltas.» Ni siquiera tenían veinte año s, s ino treinta y tanto s. «Esto no tendría que s er tan difícil.» Pero si la rubia no era nadie, ¿no le habría hablado Gia de ella? ¿No se merecía al menos eso de una mujer que decía amarla? A lo mejo r la rubia era… a lo mejo r era… la mujer de la limpieza. Emie soltó una carcajada. Sí, claro. Aquella mujer tenía pinta de no saber siquiera que las cosas no se limpiaban solas. No era una criada ni de broma. Tenía que olvidarlo. Al fin y al cabo, Gia no le debía ninguna explicación. Había dicho que quería a Emie, así que ¿po r qué tenía que dudarlo? ¿Por qué? Porque… po rque… Mierda. Sencillamente lo dudaba. ¿Por qué iba a quererla Gia? Esa era la cuestión. No quería que le hicieran daño. Nadie, pero Gia menos que nadie. ¿Tan inconcebible era que quisiera proteger su co razó n? Empez aba a sentirse frustrada co nsigo mis ma. «Se acabó.» La rueda de la fortuna estaba en marcha. Iba a ir a la fiesta. Punto. —Venga, espabila —murmuró . Se le estaba haciendo tarde, a juzgar por los números verdes del reloj despertador… Y entonces fue cuando vio la ros a. Gia le había dejado una ros a en la almo hada. Era un detalle tan increíblemente dulce que le dolió por dentro. El dolor la recorrió a oleadas, inundándola, ahogándo la. Se dirigió lentamente a la cabecera de la cama, se sentó , cogió la flor y la olió . Gia sabía que es taba de los nervio s co n la fiesta y, en lugar de rogarle que no fuera o reírse de s us m o tivos , había o ptado po r demos trarle su apoyo y su cariño. Con una ros a. Sin espinas. Si la vida fuera igual de amable… —Ni se te ocurra —se riñó, al notar que se le llenaban los o jos de lágrimas o tra vez.
que llevaba varios minutos enfrascada en una conversación consigo misma. ¿A la gente no les daban favorecedoras chaquetas blancas y bonitas habitaciones acolchadas por comportamientos similares? Risueña, llevó la rosa al lavabo y la puso en una taza con agua. Tras o bservarla unos ins tantes, decidió llevársela a la habitación y la pus o en la mes ita de noche para po der olerla después , mientras s e dormía. Al mirar el reloj de nuevo, se puso las pilas. Tenía que ponerse en marcha de una vez, antes de que volviera a convertirse en una boba que no veía m ás allá de sus narices. «Strike tres y elim inada», se recordó. Volvió a repasarse las piernas para asegurarse de que no necesitaba las m edias, to rciendo lo s tobillo s a lado y lado hasta quedarse s atisfecha. Luego fue a abrir la funda del vestido y se le es capó un respingo reverente. Dentro estaba el vestido de có ctel de seda co lor ciruela que había estado admirando el día que fueron a com prar maquillaje. Dios, Gia le prestaba mucha atención. Aquel gesto, como el resto de lo s detalles que Gia había tenido con ella a lo largo del día, le subió m uchísimo el ánimo , por mucho que quisiera controlar sus em ociones. Sacó el vestido de la percha con mucho cuidado y se lo puso. Le iba como un guante y le encantaba. La tela le ajustaba en los m uslo s, hasta justo por encima de las rodillas . Y por cierto , tampoco las tenía tan huesudas. Algo mareada, lloros a y peligro sam ente cerca de tragarse el orgullo y lanzarse en brazo s de Gia, se apartó del espejo y se puso las joyas y los zapatos con manos temblorosas. Metió lo imprescindible en el pequeño bolso de mano y salió del dorm ito rio a toda prisa. En el umbral, titubeó, pues el es pejo la llam aba una última vez. «Espejito, espejito mágico . ¿Quién es la más bella de todas? » La respuesta a aquella pregunta nunca había sido Emie Jaramillo. Y a ella siem pre le había dado igual, porque estaba concentrada en otras cos as. Sin embargo, apareció Vitoria y puso s u mundo patas arriba. Los pilares en los que había basado su vida se habían des mo ronado . Al mirarse aho ra en el espejo , vestida con aquel vestido de cóctel tan elegante, con su suave maquillaje y los ojos relucientes de amor, Emie se sentía hermosa, brillante y poderosa por primera vez. Gracias a Gia. No o bstante, quedaba el pequeño detalle de su dignidad. Necesitaba empezar el sem estre con paso firme. Sabía que Gia estaría esperando que se despidiera de ella, pero si la veía estaría vendida. Antes de que los sentimientos la hicieran cambiar de opinió n, apagó la lámpara, bajó las es caleras y s e escabulló por la puerta delantera sin hablar con Gia. Iba a ir a la fiesta. Tenía que hacerlo y no esperaba que Gia lo com prendiera. *** Emie llevaba una hora en la fiesta y aún no s e había cruzado co n Vito ria Elizalde. El distinguido s alón de baile del ho tel, iluminado por candelabros de cristal, acogía a los profesores y demás miembros del personal universitario que deambulaban entre risas y conversaciones y disfrutaban de la barra libre y el surtido bufé. El aire estaba cargado de lo s deliciosos aromas del orégano italiano, la salsa marinera, los espárragos asados y el suculento rosbif. El ambiente era animado y festivo y Emie ya no s e sentía tan angustiada com o antes de llegar. Apuró su copa de vino y la dejó en la bandeja vacía que llevaba un camarero al pasar. Había charlado con varios colegas y, aunque muchos habían com entado lo bonito que era el vestido o le habían preguntado des de cuándo llevaba lentillas, Emie no tuvo la impresión de que estuvieran pensando secretamente en el programa sobre los ratones de biblioteca mientras le hacían cumplido s. Claro que no , cuanto más pensaba en ello más ridícula le parecía la idea. Era una respetada miembro de la com unidad universitaria y una científica de prestigio a lo s treinta año s, po r amo r del cielo. La mayoría de la gente de su círculo eran profesionales educados que la respetaban por su inteligencia y sus aportaciones a la universidad. Solo porque la Elizalde la hubiera engañado para ir a un programa no quería decir que el resto de sus cono cidos le dieran impo rtancia a algo tan superficial como las apariencias. Lo sabía. De verdad que sí. Fue com o recibir un puñetazo en el plexo s olar. ¿Cuándo se había desviado tanto su perspectiva de las cosas? Emie cabeceó, agarró el bolso y fue a buscar el tocador de señoras para empolvarse la nariz. Sin embargo, Vernon Schell, uno de los compañeros que estaba por encima de ella en el equipo de investigación, la detuvo co giéndola del brazo al pasar entre las m esas . —¡Emie! —atronó, al tiempo que le daba uno de sus famosos abrazos de oso—. No sabía si vendrías. Me alegro de verte. —Y yo a ti, Vernon —le so nrió. Se fijó en las manchitas que as om aban bajo el fino cabello blanco que apenas le cubría la bronceada calva. Las arrugas de la risa en torno a sus ojo s eran m uestra de una vida vivida con alegría—. ¿Qué tal el verano? —¡Genial! He estado pes cando agujo nes en la cos ta de Florida y po niéndom e al día con mis lecturas —rio él. Intercambiaron unas cuantas banalidades m ás antes de que Vernon co mpus iera una expresió n grave en su rubicundo ros tro y bajara el to no. —Llevaba un rato queriendo hablar contigo en privado, Emie —le dijo en tono contrito, con los labios apretados—. Tendría que haberte llamado . Oh, oh. Emie notó que se le helaba la sangre. Hasta el momento había logrado esquivar toda mención a El show de Stillman, pero estaba al caer. Se armó de valor para so po rtar la compas ió n de Vernon, levantó la barbilla y se o bligó a esboz ar una sonrisa. —Dime. —El estudio que publicaste en JAMA la primavera pasada, sobre el papel de la clonación en los tratamientos de fertilidad, ha sido nom inado para un premio. Estamos muy contentos . El aso mbro debió de no társele en la cara, po rque el doctor Schell se echó a reír de buena gana y le dio una palmada en el hom bro. —No te sorprendas tanto, doctora. Era una investigación impecable y el artículo estaba perfectamente escrito. La lógica era tan aplastante que has ta nuestro s detracto res m ás recalcitrantes tendrán que pensárselo dos veces antes de atacarlo —explicó, radiante. Se llevó un dedo lleno de pecas a lo s labio s m ientras la o bservaba—. Igualmente, eso so n las buenas noticias. Las malas so n que la rectora querrá que viajes a Washington al po co de em pezar el sem estre, para presentar los datos a una co mis ión gubernamental. —To rció los labios —. Eso te va a descuadrar to das las clases, que es po r lo que tendría que haberte avisado co n tiempo . Mis más sinceras disculpas. Emie recuperó su destartalada compostura y le dio un apretón en la mano. Eso le pasaba por creer que el estúpido
—¿Estás de broma, Vernon? —Se llevó una m ano al pecho—. No te disculpes. Estoy encantada. El orondo Vernon s e sacudió co n o tra so nora carcajada. —Es muy propio de ti adaptarte a las cos as tal com o vienen. Deja que te diga una cos a, doctora Jaramillo. —Se inclinó hacia ella y arrugó la frente al mirarla por encima de las gafas de media luna que Emie siempre había creído que le daban un aire de Papá Noel—. Vas a tener que aprender a comportarte como una esnob caprichosa si quieres dejar huella en los anales del profeso rado pagado de sí m ismo —le dijo, con o jos chispeantes. Emie meneó la cabeza, entre risas. Lo que más le gustaba de Vernon era que no se to maba a sí m ism o ni a s u puesto demasiado en serio. Si alguien tenía «derecho» a sentirse importante era el estimado profesor Vernon Schell. No o bstante, no lo hacía. Po día aprender un par de cosas de él. —Trabajaré en ello —dijo, en tono de brom a. —Oh, no, doctora, por favor —le suplicó, con un s uspiro m elancólico—. Ojalá hubiera más co mo tú. Se inclinó hacia delante y le dio una palmadita en la mejilla, antes de dejarla y desaparecer entre la multitud. Emie todavía estaba animada y conmovida por los sinceros halagos de Vernon cuando llegó al tocador de señoras. Al atravesar la antesala, amueblada con refinadas butacas, hacia el área de los lavabos , vio a una cautivadora jo ven por el rabillo del ojo . Sonrió exactamente en el mism o m om ento que ella y ento nces se quedó helada. «Dios mío.» Era su propio reflejo. Dio un paso inseguro hacia el cristal. El espejo que había a su espalda reflejó la imagen que tenía delante y lo multiplicó hasta el infinito. Aquel tipo de efectos ópticos siempre le habían parecido raros y un poco mágicos, pero aquella vez era diferente. Mejor. Mareada como una niña en la montaña rusa, Emie contempló su reflejo. No daba crédito a que la mujer que había vislumbrado, incluso admirado, fuera ella misma. Había sido curioso cómo un simple cambio de perspectiva, verse desde fuera durante una fracción de segundo, le había dejado las cosas más claras que todo el tiempo que había pasado gimoteando sobre su desafortunada aparición en el estúpido Show de Barry Stillman. Qué to nta que había sido . Estaba com o s iempre. Estaba bien. ¿Y no era eso lo que Gia le había dicho des de el primer mo mento? Emie ni pestañeó ni respiró ni se movió mientras el momento de clarividencia zarandeaba todo su mundo. Gia se había sentido atraída por ella todo aquel tiempo. Desde el principio. Había sido Emie la que había frenado cualquier avance, la que había salido corriendo del baño después del increíble beso sin dar ninguna explicació n. Obviamente, Gia había malinterpretado su arranque de pánico al salir corriendo a buscar a Iris como… otra cosa. ¿Asco? ¿Arrepentimiento? En absoluto. ¿Pero cómo iba a saberlo Gia? Claro que se había dis culpado; era una dama y no quería romper la regla de Emie s o bre ser solo amigas. Aquello era lo que Emie había exigido de ella. La profeso ra bufó . ¿Había perdido la cabeza? ¿Y exactamente qué había querido dem o strar enfrentándos e a Vitoria Elizalde? ¿Por qué iba a recuperar su teórica dignidad manipulando las reacciones de una mujer a la que no le importaba, en lugar de escuchar a la mujer que amaba? ¿La mujer que la amaba? Emie se rio y negó co n la cabeza. Con lo lista que era, a veces podí a ser muy tonta. Deslumbrada, Emie se m iró en el es pejo que tenía detrás y luego en el de delante. Los reflejos repetidos parecían un corredor que se extendía hacia ninguna parte. O quizá un camino hacia un futuro rico y maravillos o. To do dependía de la ó ptica con la que se mirase. ¿Por qué había dudado de Gia? ¿Por qué la había dejado? De repente, Emie supo lo que tenía que hacer, como si no hubiera experimentado un momento de confusión en la vida. Gia la quería, de eso no le cabía la menor duda. Seguro que había alguna explicación sobre la rubia, porque, si Emie había aprendido algo so bre Gia Mendez, era que tenía un sentido del ho nor inquebrantable y nunca le haría daño a propósito fingiendo quererla mientras se veía con otra mujer. Gia nunca le haría daño a propósito, sencillamente. Le había dado a Emie la libertad de hacer lo que quisiera aquella no che y Emie iba a devolverle el favo r. Le daría a Gia la o portunidad de explicarse. Gia la quería y eso era lo único que impo rtaba. Tenía que volver con ella. Emie salió a toda prisa del baño y —Ley de Murphy— se dio de narices nada más y nada menos que contra Vitoria Elizalde, que iba a entrar. Las dos trastabillaron y dieron un paso atrás. La expresión de Vitoria se tocó de sorpresa, incluso de… ¿miedo? Solo de pensarlo, Emie se echó a reír. La malvada y poderosa doctora Vitoria Elizalde le tenía miedo . ¿Qué creía aquella bruja que iba a hacerle? ¿Clavarle una estaca en el corazó n? Nada hay nada más peligro so que una mujer despechada. Emie irguió lo s ho mbros y esboz ó una s onris a sincera. De hecho, tendría que haberle dado un beso a aquella arpía y darle las gracias, porque, si no hubiera sido por la treta infantil de Vito ria en El show de Stillman, nunca habría cono cido a Gia. Ojalá aquella egocéntrica supiera que no había s ido m ás que un peón en m anos de la fo rtuna. —Hola, Vito ria —la saludó, dis frutando de s u incom o didad—. Me alegro de verte. Vito ria se alisó el ya extraliso cabello negro. —¿Te alegras de…? Por supuesto, doctora Jaramillo. Yo también de verte a ti —farfulló, echando una mirada fugaz hacia la salida. Seguramente estaba calculando s us po sibilidades de escapar de la punta afilada de la estaca. Se imaginó com o Buffy, ejecutando una perfecta patada giratoria antes de clavársela. Y puf: pulverizada. La imagen le hacía tanta gracia que no pudo resis tirse a alargar la conversación un poquito m ás. —Ya habrás o ído que nuestro es tudio so bre la infertilidad ha tenido bastante éxito . Vito ria tragó saliva lentamente, com o si estuviera evaluando la táctica de Emie. Seguro que la brasileña s e preguntaba por qué no estaba mo liéndola a palo s. Aun así, su respuesta fue: —Sí, son unas noticias maravillosas. Creo que la publicidad será buena para obtener financiación. Deberías estar… muy orgullos a. —Lo estoy, gracias —sonrió Emie. Se sentía poderosa, llena de esperanza. Decidió acabar con aquello, porque era com o un gato eno rme jugando co n un rato ncillo patético antes de devo rarlo, con la única diferencia de que ya no tenía sed de sangre—. Bueno, tengo que dejarte. Nos vemo s la s emana que viene o así
—Emie. Emie se volvió y alzó una ceja, interrogativa. —Estás… es tás muy guapa. —Ah, lo sé —repuso ella, y se ahuecó el pelo . Era la primera vez que lo creía de veras des de el maldito pro grama de televisió n—. Estoy enamo rada. ¿Verdad que las mujeres enamo radas es tán radiantes? Sin darle ocas ión a res ponder, Emie se s oltó de Vitoria y se dirigió a la salida. Se iba a casa. Se iba con Gia. *** La brillante luz de la luna se colaba po r los ventanales y arro jaba su resplando r de plata so bre el suelo del apartamento. Gia había acercado una silla a la ventana, porque no tenía ánimo s de nada m ás. Ni siquiera había encendido las luces. El cielo no cturno estaba salpicado de es trellas y habría sido una vista inspiradora si no se s intiera tan desmo ralizada. ¿Por qué se había marchado Emie sin hablar con ella? Gia estaba convencida de que el maquillaje nuevo y la sorpresa de comprarle el vestido que le gustaba habría fundido algo del hielo de su corazón. Creía que podía reconciliarse con ella, pero a lo mejor había cometido demasiadas equivocaciones y ya no tenía arreglo. Le dolía físicamente pensar que había perdido su o portunidad de estar co n la mujer más s o rprendente del mundo . En ese mo mento vio a Emie rodeando la casa, con lo s z apatos de tacón en la mano, y la recorrió una o leada de alivio aso mbrado. Alivio cauto. Al meno s había vuelto; la Elizalde no s e había aprovechado de s u vulnerabilidad y se la había llevado a alguna parte. Era algo que la había preocupado desde el m om ento en que se dio cuenta de que Emie se había marchado sin despedirse. Con una expresió n adorable de decisió n en el fino ros tro, Emie cruzó el patio a toda prisa… hacia el apartamento. Gia respingó. ¿Sería buena señal? Ojalá. En pie con la mejilla contra el cristal, observó a Emie mientras se acercaba y, cuando es taba a punto de llegar a la puerta, atravesó la casa a o scuras a grandes zancadas. Se recordó que tenía que contenerse, no presio narla, dejar que Emie tomara la iniciativa. Co n un brazo apoyado en el marco de la puerta, agachó la cabeza, cerró lo s o jos y esperó a que llamara. Toc toc. Suave. Igual que Em ie. Gia no perdió el tiempo con jueguecitos, sino que abrió la puerta para recibir a la mujer que rezaba por que llegara a amarla pese a todas sus imperfecciones. Sin embargo, al verla descalza ante la puerta con la brisa des ordenándo le los cortos mecho nes, a Gia se le enco gió el co razó n y fue incapaz de pronunciar palabra. Era evidente que aquel vestido de seda se había diseñado específicamente para ajustarse a las sensuales curvas de Emie, y la visión a punto estuvo de tumbarla de espaldas. La nota tímida en la mirada de la científica no era de mucha ayuda, pero pese a todo Gia logró mantenerse en pie. A duras penas. No acababa de leer la expresión de Emie; no parecía enfadada, ni apática como mientras la maquillaba. Le brillaban los o jos con esperanza y con… ¿ era aquello aprensió n? Por amo r de Dio s, las do s necesitaban dejar de andarse con chiquitas y hablar de una vez po r todas. Gia se pasó los dedos por el pelo, nerviosa. —Has vuelto —soltó s in más. —Sí. Emie escrutó el ros tro de Gia uno s instantes, con lo s z apato s grises balanceándo se en la mano , y luego miró hacia el o scuro interior de la casa. —¿Ocupada? —Para ti, nunca. Emie le regaló una s o nrisa leve. —¿Puedo pasar? —Po r supuesto. Espera un segundo. Gia la dejó en la puerta y atravesó las s om bras para dar la luz. Encendió la lámpara con un chasquido y su luz do rada inundó la habitación, escurriéndose hasta los rincones en penumbra. Cuando se volvió, Emie lo estaba mirando todo con lo s o jos muy abierto s, llena de curiosidad po r el lugar en donde vivía y trabajaba Gia. Eso sí, se había quedado en el umbral, algo tensa, como si fuera a echar a co rrer en cualquier mo mento. —Pasa, po r favor —la invitó Gia, que es peró a que hubiera entrado para preguntar—. ¿Cóm o ha ido ? Era co mo si dieran vueltas la una alrededo r de la otra, lentamente, inseguras de las razo nes de cada una y de có mo iban a reaccionar. —Ha sido… esclarecedor —co ntestó crípticamente Emie, aderezando el com entario con una s o nrisa—. Gracias por el vestido. —Te queda perfecto —le dijo Gia, casi en un s usurro. La brisa nocturna era como un bálsamo, pero tenía la carne de gallina. ¿Por qué tenía la impresión de que aquel mo mento era la culminación de cada segundo de su vida hasta aquel instante? —Estás… Dio s, Em, estás preciosa co n él. Emie se rubo rizó y bajó la m irada un instante antes de m irar a Gia de nuevo. —No s abía que te habías fijado en él en el centro co mercial. Gia tragó s aliva y habló lentamente, temerosa de volver a cagarla. Cuando estaba cerca de Emie, le co staba mantener la cabeza fría. —Me impo rta todo lo que te importa a ti, querida. Claro que me fijé. —Se produjo una pausa tensa, así que Gia cambió de tema—. Has vuelto temprano . Emie asintió. —Quería… quería volver pronto. Gia fue a tocarla, pero cambió de opinió n y dejó caer la mano a un costado . —¿Qué ha pasado en la fiesta? Emie pasó un dedo po r la mesa de la cocina que había cerca de la puerta y dejó los zapatos en la silla. —Bueno, me he enterado de que he ganado un premio —co mentó co n naturalidad. —¿Un premio? —Como Emie se veía de un humor casi juguetón, Gia decidió seguirle la corriente—. ¿A la mejor vestida? —No.
Emie dejó escapar una carcajada, la miró a los ojo s y contestó con la voz cargada de emoció n. —No, ese tampoco. Uno m ejor. El ardor de su m irada hizo que el suelo se m oviera bajo lo s pies de Gia. Sin embargo, había algo más en s us o jos . Incapaz de contenerse, Gia se le acercó tanto que vio que tenía una pestaña en la mejilla; se la quitó con suavidad, le pasó la mano po r el pelo y le acarició la mejilla en un único mo vimiento. —Cuéntamelo. Antes de que estar así de cerca, de que quererte tanto, me haga imposible entender una sola palabra que digas. Para so rpresa de Gia, la preocupació n enso mbreció fugazmente la mirada de Emie, que se mo rdió el labio. —¿Qué pasa? —Vamos a sentarnos —pidió Emie, que sacó una silla y se acomodó con un suspiro—. No estoy acostumbrada a llevar taco nes; me duelen los pies. Gia notó la mo rdedura del miedo co mo una corriente eléctrica en lo más ho ndo de su s er. Había algo más , algo m alo. Lo presentía, como si se avecinara una tormenta. ¿Había venido a despedirse? ¿Adiós muy buenas? Se sentaron, sin hablar. Gia inspiró ho ndo y, cuando ya no pudo so po rtar más el sus pense, murmuró: —¿Qué pasó? Emie tomó aire y tardó un s egundo en es pirar. —He ganado un premio po r un artículo que es cribí so bre un estudio que hizo mi equipo . Está publicado en una revista científica. —Alargó la mano , entrelazó los dedos con lo s de Gia encima de la m esa y se lo s apretó—. La universidad me envía a Washington dentro de unas s emanas para hablar ante una especie de com isió n gubernamental. Gia dejó es capar la respiración co ntenida y el coraz ó n le saltó de júbilo en el pecho. Meneó la cabeza. —Eres genial, nena. Me alegro mucho po r ti. —Gracias. La verdad es que es un hono r. Sin embargo, aquello no respo ndía a su pregunta. Gia quería saber po r qué se contenía Emie. Po r qué sus am ables o jos parecían preocupados y asustados . Gia todavía lo no taba: había algo que Emie no le estaba co ntando . Maldición, ¿y si la Elizalde había vuelto a hacerle daño? —¿Por qué te has ido de la fiesta tan pronto, querida? —Po rque quería verte —co ntestó Emie, con los ojo s lleno s de lágrimas. Su alarma interna se volvió lo ca. —¿Qué pasa? Cuéntamelo. —Gia se levantó de la silla y se acuclilló delante de Emie, acariciándole las piernas con dulzura, desde la rodilla a las caderas—. Emie, po r favor. ¿Te ha dicho algo la Elizalde? —No. —Emie se enjugó una lágrima e inspiró po r la nariz—. No es es o . Gia apretó la mandíbula. —La mataré si… —Cariño —musitó Emie con sencillez—. No vale la pena. Paso de Vitoria y de lo que me hizo. Ella no es nadie. Además, en cierta manera es toy en deuda con ella. Gia entornó los ojos . —¿Perdona? —Si no me hubiera engañado para ir al pro grama, nunca te habría co nocido . Gia sintió una renovada ola de esperanza. ¿Qué quería decir Emie? No quería dar nada por sentado, pero si se alegraba de que el destino las hubiera unido, entonces significaba… —¿Qué te preocupa? Emie se m o rdió el labio inferior co n tanta fuerza que a G ia casi le do lió al verla. —Tengo que preguntarte una co sa, Gia. Y… no va a s o nar bien. Parece una estupidez, pero lo necesito. Espero que lo entiendas. —Pregunta, querida. —Gia abrió los brazos y sonrió. El amor que sentía por aquella mujer vulnerable y al mismo tiempo tan fuerte era indescriptible—. Mi vida es un libro abierto para ti. Emie ladeó la cabeza y miró hacia los lienzo s y pinturas que había apoyados en las paredes. —Ayer, estaba haciendo café. Tragó saliva varias veces y se enjugó más lágrimas. Gia esperó . Se daba cuenta de que Emie parecía avergonzada. Casi como si le pidiera perdón. —Y… y no rmalmente no… no so y una perso na que piense mal, pero es que me-m e han hecho mucho daño. No es excusa, lo s é. Dios , no tengo dieciséis años , tengo un do cto rado. —Movió la m ano levemente—. Bueno, el caso es que te vi. —Arrugó el ros tro y el llanto se intensificó—. Salías de cas a con… con una mujer y yo… Al caer en la cuenta, Gia es tuvo a punto de echarse a reír por el alivio. ¿Emie creía que es taba co n o tra mujer? Com o si G ia fuera capaz de m irar a alguien que no fuera la brillante, dulce y generos a Emie Jaramillo. Eso sí, lo mejo r de todo el malentendido era que a Emie le importaba. Po r fin se daba cuenta de lo mucho que le impo rtaba. —Ah, no, no. ¿Quieres decir po r el abrazo ? Emie asintió, lloros a y avergonz ada. Gia se inclinó y le acunó el ros tro entre las mano s. —No es lo que crees. ¿Por qué no me lo habías dicho? Emie la miró a los o jos y se encogió de hombros . —¿Quién era? Gia tenía planeado es perar al mo mento adecuado para enseñarle el cuadro , pero no se le o curría una o casió n mejo r. En lugar de contestarle, se puso de pie y extendió una m ano. —Ven, te lo ens eñaré. Emie le sostuvo la mirada y se puso en pie, tambaleante. Gia la cogió del brazo y la atrajo para sí. Juntas, se acercaron al lienz o cubierto que había s o bre un caballete y Gia acercó la cabeza a la de Emie. —¿Te acuerdas de que te dije que había algunas galerías interesadas en ver mi trabajo, verdad? Emie asintió. —La mujer que viste era Mimi Westmoreland. Su marido y ella tienen una de las galerías m ás pres tigios as de Denver. —Sí, la cono zco. —Emie inspiró de golpe y miró a Gia con lo s o jos como platos —. ¿Y? Gia so nrió de oreja a oreja, demasiado emo cionada y orgullos a como para controlarse. —Y les gus to mucho . O sea, mi trabajo. Expo ndrán varias de mis o bras en una exhibición privada.
Entre risas, Gia la dejó en el suelo, pero no la soltó. Estaban pegadas la una a la otra, desde los senos a las espinillas, y la delicios a suavidad de Emie se am oldaba tan perfectamente a su propio cuerpo que Gia empez ó a perder los papeles. Le pasó la mano por la espalda a Emie, hasta la curva de su sexy trasero. Bebiéndose su rostro con ojos enamorados, Gia susurró: —Es la práctica común de lo s galeristas visitar al artista en su estudio para ver su trabajo. Cuando m e viste, la señora Westmo reland y yo habíam o s llegado a un favorable acuerdo de nego cios . —Gia aprovechó para darle un beso a Emie en la punta de la nariz—. Eso es todo . Emie gimió. —Dios, ¡qué idiota soy! Soy una idiota insegura. Siento mucho habértelo preguntado. ¿Por qué no me lo habías contado? —Fui a decírtelo —dijo Gia, agachando la barbilla—. Pero me enco ntré con un so bre en la puerta. Emie se puso com o un tomate. —Me s iento estúpida. Tendría que haberlo sabido . Tendría que haber confiado en ti —farfulló, hundiendo el ros tro en la seguridad acolchada del pecho de Gia. —Nunca te he dado demas iadas razo nes para que lo hicieras —musitó Gia, dándole un beso en el pelo. —Tampo co me has dado razo nes para que no lo hiciera. —Ahora ya está —susurró Gia—. No te preocupes. Si te hubiera visto abrazando a otra mujer, me habría cabreado tanto que la habría descuartizado . Emie levantó la mirada, asom brada. —¿De verdad? —No, tampo co s oy es e tipo de m ujer —le guiñó un o jo—. ¿Recuerdas? —Sí —rio Emie con suavidad. —Pero me habría preocupado . Emie exhaló. —Gracias po r decirlo. —Espera, hay más . —¿Más? Gia alzó la mano , retiró la tela del lienzo y dio un paso atrás para que Emie viera bien la pintura. Fue mirando su perfil y el lienzo alternativamente, con el co razó n a cien. Quería que a Emie le gustara tanto com o a ella. —Dios mío —respingó Emie, embelesada. Cerró los puños y se los llevó al pecho. Tras observar la pintura boquiabierta durante varios segundo s, se humedeció lo s labio s—. So y yo . —Sí. Le brillaban los o jos de pura emoción. —Estoy… —Preciosa —sus urró G ia, dando un pas o hacia ella—. Es com o te he visto s iempre. Com o te verá el mundo entero en la galería Westmo reland, mi corazón. —Oh, Gia, no… no tengo palabras. ¿Esto es en lo que has es tado trabajando tanto ? —Sí, es el cuadro que hizo que Mimi Westmo reland me abrazase. Gia le recorrió el pó mulo a Emie con la yema del dedo. Tenía la piel sedos a, com o los polvos de talco o los pétalos de rosa. Dolo ros amente suave y tersa. —Ya ves, una vez m ás, todo esto es culpa tuya —murmuró . Emie se echó a reír y bajó la mirada a sus pies desnudos. Cuando volvió a alzar la vista, los ojos le ardían. Alargó la mano y le to có lo s labio s a Gia, que cerró los o jos al notar una corriente de deseo en su interior. Le cogió la muñeca a Emie y le cubrió la palma de suaves bes os . —Eres muy cariños a conmigo , G. —Haces que m e sienta cariño sa, querida. —Bueno, tú haces que m e sienta perfecta tal co mo so y. Así que es tamos empatadas —sus piró Emie. Gia abrió los brazos; Emie se fundió de buena gana en su abrazo y la estrechó con fuerza a su vez, besándole el pecho a través de la camis eta. —Emie, me gusta mucho abrazarte. —Entonces no m e sueltes —susurró ella. —Te abrazaré todo el tiempo que quieras, nena. Es lo único que quiero. Emie apoyó la m ejilla so bre el corazó n de Gia y escuchó su latido. —Hemos cometido algunos errores, Gia. —No pasa nada. —Gia le acarició el pelo co n la palma de la mano—. Tenemo s tiempo para corregirlos. Todo s. Emie levantó la cabeza y es tudió a Gia con atención. Se la veía m ás segura, más atrevida. Infinitamente sexy. —¿Te acuerdas del bes o ? Gia so ltó una carcajada suave. ¿Que si s e acordaba? La co nsum ía en cada segundo de vigilia y en la mayoría de sus sueños. —Eh… sí . —Recordarás que no s interrumpieron… —dijo Emie, dejando la frase co lgada. A Gia la atravesó una flecha encendida de deseo que le prendió fuego des de el corazó n hasta el clíto ris, en donde el calor se acumuló pesadam ente. —Así fue. —Bueno… —Emie se arrimó aún más a ella. Confiada. Enamorada. Le deslizó un dedo por el hueco de la garganta, entre lo s pecho s y el estóm ago, has ta enganchárselo en la cinturilla del pantalón—. Eso fue un erro r, ¿no te parece? —Un error desafortunado. —Un error desafortunado que creo que deberíamo s co rregir —sus urró Emie—. Ahora mis mo . Con un mo vimiento no demas iado s util contra Gia, Emie dejó bien claro lo que quería. —¿Estás segura? —quiso as egurarse Gia, co n la vo z enronquecida. —Nunca había estado más segura de nada en la vida. Iris siempre dice que la mejor prueba de lo bueno que es un vestido de cóctel de seda es lo bien que cae al suelo.
sobre la colcha y se le puso encima con delicadeza, con la intención de hacerle el amor toda la noche si Emie se lo permitía. Diablos, toda la semana. Le lamió el dulce y cálido valle entre los pechos, uno de tantos valles en aquel hermos o pais aje que Gia pretendía explorar con la lengua, las mano s y todas las demás partes de su cuerpo. El beso cauto que se dieron se turnó urgente al mo mento, y a los pocos segundos Emie le tiraba de los botones de la camisa y de la cremallera del pantalón. Gia le cogió la mano . —No tan deprisa, amor. —¿Estás de co ña? Co n la de tiempo que hace que te deseo , ir más despacio no es una opció n. Gia hizo una pausa y dejó escapar una carcajada seca. —Somos idiotas, lo sabes, ¿verdad? —Sí, ¿no es genial? Se rieron mientras iban quitándose la ropa, prenda a prenda, y dejándola caer al suelo junto a la cama. Pronto apretaron sus cuerpos desnudos, piel caliente contra piel caliente, y solo entonces fueron más despacio. Sus miradas se enlazaron íntimamente y Gia deseó sumergirse en el momento, sin apresurar las cosas, por mucho que su cuerpo clamara lo co ntrario. —¿A qué esperas? —preguntó Emie. —No… no lo s é. Intento as egurarme de que todo esto es real. Emie le enredó lo s dedo s en el pelo y se incorporó un po co para darle un beso apasionado. Cuando se s epararon, jadeantes , Emie le dijo: —Es real. Estoy desnuda en tu cama, por Dios . Mujer, no m e hagas es perar mucho más o te tumbaré de espaldas y tom aré el mando. Solo de pensarlo , Gia se es tremeció de placer. Le pulsaba todo el cuerpo al frotarse con Emie y, al meterle una pierna entre los firmes y atercio pelados mus los , la encontró ardiendo y empapada. —¿Qué es lo que quieres? —A ti. To da tú. Que me toques , que me saborees. Tenerte dentro. Y luego te devolveré el favor. Con creces. Gia gimió y le besó todo el cuello y el pecho antes de, por fin, cubrirle un pezón con la boca para chuparlo y mo rdisquearlo. Mientras tanto, co n la o tra mano le cogió el pecho libre, suave, firme y perfecto . El gemido de placer de Emie reso nó a través de su bo ca y la animó a co ntinuar. Emie arqueó las caderas y s e fro tó contra el muslo de Gia, que, loca de deseo, le rodeó la espalda con el brazo y la arrimó a su pierna con más fuerza. Dominada por el ansia más primaria, le soltó un pecho para dedicarse al otro. Con la respiración cada vez más acelerada, los movimientos de ambas se tornaron frenéticos . A Emie empez aron a temblarle las piernas y Gia fue cubriéndola de bes o s en s u camino descendente hasta capturar el húmedo calor de Emie con los labios . Emie respingó, se abrió de piernas y se apretó contra la lengua de Gia, para que no parase. Gia encontró el punto m ás dulce de Emie y se lo chupó, mientras le metía dos dedos y luego tres en el húmedo y apretado centro. —Sí —susurró Emie—. Más fuerte. Gia obedeció de buena gana, atrajo a Emie hacia sí y le hizo el amor como llevaba tanto tiempo soñando. Cuando Emie se contrajo en torno a sus dedos, Gia arrugó los labios para hacerle cosquillas en el punto G y, a los pocos segundos, Emie se arqueó hacia atrás y Gia saboreó su deliciosa humedad en la lengua. Dios, Emie sabía como los ángeles. Era como si estuvieran destinadas la una a la otra. Gia no quería parar, así que siguió penetrando su dulce cuerpo más y más, hasta que Emie le agarró la muñeca, riéndos e. —Para, no puedo más . Gia dejó de mover los dedos, pero no los sacó, porque le gustaba sentir cómo Emie se estremecía tras alcanzar el clímax. Se limpió la humedad de las mejillas en el interior de lo s m uslos de su amante y luego as cendió beso a beso so bre su cuerpo has ta alcanzar sus labio s. Se besaron largamente, hasta que Gia no pudo distinguir el dulce sabo r de la boca de Emie y el sabo r eró tico de s u cuerpo . Finalmente, su respiración se normalizó y le sacó los dedos con cuidado. El gemido de decepción de Emie la hizo sonreír. —Hay más de do nde ha salido ese, Em. Esto es so lo el principio. Se miraron a los ojo s y s us almas s e enredaron, conectadas. A Emie se le humedecieron lo s o jos y suspiró. —¿G? —¿Sí, pequeña? —No hemos terminado. —Gracias a Dio s —dijo Gia, que anhelaba mo strarse vulnerable con una mujer po r primera vez en mucho tiempo . Emie hizo rodar a Gia con delicadeza y la puso de espaldas. Mientras la acariciaba, habló con voz trémula, apasio nada y llena de una pro mes a que Gia había esperado es cuchar toda la vida. —Te quiero, Gia. Te quiero muchís imo . ¿Lo sabes ? —Lo sé, querida —susurró Gia, y alzó los labios hacia Emie para volver a besarla mientras se abría a ella. Era la mujer que había estado buscando desde siempre—. Lo veo en tus o jos .
Título original: Little White Lie © Lea Santos, 2010 © Editorial EGALES, S.L. 2012 Cervantes, 2. 08002 Barcelon a. Tel.: 93 412 52 61 Ho rtaleza, 62. 28004 Madrid. Tel.: 91 522 55 99 www.editorialegales .com ISBN: 978-84-15574-86- 6 © Traducció n: Laura C. Santiago Barriendos © Fotografía de portada: Arcangel Images Diseño gráfico de cubierta de Nieves Guerra Realización de ePub: Safekat www.safekat.com
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