Guy Le Gauf G aufey ey
Anatomía de la
Tercera Persona
Portada: MAGRITTH. La obra maestra, 1955, colección particular.
Guy Le Gaufey
Anatomía de la
Tercera Persona Traducción de Silvia Pasternac
école lacanienne lacanienne de psy psychanalyse chanalyse
(^PÍle Consejo Editorial Josafat Cuevas Patricia Garrido Gloria Leff Marcelo Pasternac (director) Lucía Rangel école école lacartienne lacartienne de psych analyse ana lyse
An atom om ie de la l a troisiémepersonne de Guy Le Versión en español de la obra titulada Anat Gaufey. La edición en francés fue publicada por EPEL (Éditions et publications de la la école lacan ienne), 29 rué Madam e, 7500 6 París París.. 1998.
Este libro, publicado publicado en el mar marco del program programa a de participaci participación ón en las publicaciones, publicaciones, ha reci recibi bido do el apoyo del Ministére Ministére des des Affai Affaire res s Etrangéres trangéres de Francia y de la embaj embajada ada de Francia rancia en Méxi México co Edición al cuidado de Marcelo Pasternac Co pyrigh t po r
Editorial Psicoan alítica de la Letra, A.C. Bahía de Chachalacas 28 Col. Verónica Anzures C.P. 11300 M éxico, D.E
M iemb ro d e la Cámara Na ciona l de la Indust Industria ria Editorial Editorial ISBN 968-6982-08-6 968-6982-08-6 Primera edición en español: 2000 Impreso en M éxico éxico Print Pr inted ed in M éxico éxi co
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Indice I n t r o d u c c i ó n ................................................................ Capítulo I
9
L a d u p li c id a d d el a n a l i s t a ... ...... ...... ....... ...... .... .... .... .... .... .... .... ........ ...... .... ....
19
1. L a fa lsa so rp re sa fr e u d ia n a .... ...... .... .... .... .... .... .... .... .... .... .... .... .... ..... ..... ..
21
1.1. “M e i ne ............................................. n e P e r s o n " .............................................
25
1.2. “ M i C a p itá it á n ” ........ ............ ......... ......... ........ ........ ........ ......... ......... ........ ........ ....
26
1.3. 1.3. L a m artinga la infalible de la asociación l i b r e ......... .............. ......... ......... ......... ........ ......... ......... ......... .......... ......... ........ ........ ........ ...... ..
28
1.4. Una regla m etod oló gica ..............................
32
2. El El desarrollo desarrollo de la tran sfe ren cia ..........................
34
2.1. 2.1. La con tratransferen cia .................................
2.2. 2.2. Maurice Bouvet y su cu ra -tip o .................. 2.3. S ob re alg un as v a r ia n te s .... .......... ................................................ 2.4. L a “am bigüedad irreductible” de la la tr a n s f e r e n c ia ...... ......... ...... ...... ...... ...... .......... .......... .......... ...... ...... ...... ...... ........... 3. Los dos dos tiempos tiempos del del sujet sujetoo supues supuesto to sa b er . . . . 3.1. Descartes v í . H e g e l ............................................ 3.2. Ú ltimo s destellos de la intersu bjetividad . 3.3. A nalis ta y sujeto supuesto saber: ¿el mism o o n o ? ......... ............. ......... .......... ......... ........ ......... .......... ......... ........ ......... .......... ......... ....... ... 3.4. Lectur a del “alg oritm o” de la transferencia. transferencia. 4. ¿Dónde ¿Dónde está está el pro blem a? ........................ .................................... .............. 4.1. 4.1. La n eutralidad ........................ .................................. ...................... .............. .. 4.2. 4.2. Últimas Últimas precisiones precisiones freu dia na s .................. Capítulo II L a d u p l ic ic id i d a d d el e l s o b e r a n o ..................................... 1. U na ficción juríd ica curiosa: curiosa: los dos cuerpos dell r e y ......... de ............. ......... .......... ......... ........ ......... .......... ......... ......... .......... ......... ........ ......... .......... ..... d isti tinn c tio ti o , a liu li u d s e p a r a d o ......... 1.1. A l i u d e s t dis
37 39 43 49 54 57 64 66 69 73 73 75 79
81 87
1.2. La caída del segundo c u e rp o ..................... 1.3. La imposible sep ara ció n .............................
91 96
2. La noción de “persona ficticia” en Ho bbes . . . . 2.1. Pequeña historia léxica de la “representación” ............................................ 2.2. Elementos de filosofía p rim ar ia ................ 2.3. “Es una persona...” ....................................... 2.4. El c o n tra to ....................................................... 3. De la triplicidad de la tercera pe rs o n a ................
101
3.1. La s ap orta s de la “a uto riz ac ió n” ................
126
3.2. L a escisión íntim a cuy o efecto es el “auto r” .
130
Capítulo III L a p e rte n e n c ia a sí m i s m o ......................................
135
1. Un acon tecim iento discursivo: el m ag ne tism o..
135
101
105 110 116 122
1.1. Las am algam as del im á n .............................
136
1.2. Magnetismo y gravitación: ¿el mismo c o m b a t e ? ..........................................................
140
2. M esm er el in c ie rto ..................................................
145
2.1 . La tesis y su p la g io ........................................
146
2.2. La invención del magnetismo a n im al. . . .
150
3. La ole ada m e sm e ri s ta .............................................
155
3.1. L a ci en cia y sus lo c u ra s ...............................
155
3.2. Re ve ses y éxito s p a ri si e n s e s .......................
158
3.3. Nico lás Bergasse: M esm erismo y agitación revolucionaria.................................................
167
4. La de sig ua l d iv is ió n ................................................
172
4.1. B ajo el pa vim en to: el H u id o .......................
173
4.2.E1 nuevo Jano: indiv iduo /ciud ad an o .........
174 179 185
4.3. El Terror com o solución al c liv a je ......... Capítulo IV R e to rn o a la tr a n s f e r e n c ia ...................................... 1. Los tortuosos caminos de la hip n o sis ................ 1.1. Las metam orfosis del flu id o ....................... 1.2. El hipnotizador fa go cita d o .........................
2. U na pareja m o triz .................................................... 2.1. Freud y el “ Eigenmachtigkeit ” .................. 2.2. En los lím ites de la h ip n o sis .......................
185 189
192 195 195 198
2.3. ¿Quién transfiere qué? ................................. 3. La exclusión freudiana del tercero ..................... 3.1. El ca so R e ik .................................................... 3.2. ¿C harlatán ? ..................................................... 4. El suspenso de la fin al id ad ................................... 4.1. La representación meta com o ter c er o .... 4.2. Lo “ilim itado” de la tran sfe ren cia ............. 4.3. Rigores de la equ ivo cac ión ........................
202 205 207 209 213 215 217
5. El su jeto rep re se n ta d o ............................................
223
5.1. ¿Pero entonces quién es “alguien”? .........
226
5.2. “ ...aquél por quien el significan te vira al sign o” ................................................................ C o n c l u s i ó n ....................................................................
231
In d ic e a lf a b é tic o .........................................................
247
220
237
Introducción Pero, ¿q ué hay en él que me es tan rebelde, tan lejano? ¿P or qué, en el momento de hablarme, la sombra de esta tercera persona (que él dejaría tras de sí al hacerlo) vendrá a desacreditar lo que él podría de cir al respecto ? ¡Y es que él es un m isterio pa ra m í! P or más que yo tienda las tram pas m ás ingeniosas para llevarlo a revelar finalm en te lo que, llegad o el caso, lo vuelve tercero, ape nas abre la boca, inex o rablem ente se evapora lo esencial de lo que, quizás, él me iba a revelar sobre él, sob re esa pro xim idad con re specto a ello, qu e yo no conozco. N o bien. N o com o él. ¡ Y quie ra el c ie lo que y o sólo m e ente re a través de las historias! Cuando me dan ganas de darle voz libre en m í a esa tercera per sona - la cual me toca más seguido de lo que quisiera, como a cua lquiera -, una ligera mordedu ra en el labio inferior me lo recuer da: esta vez tampoco será. Cuando se trata de él, se excava una reser va. N i tú ni yo la vencerem os. ¿ Y entonces, si ni siquiera nosotros, quien más? ¿Ellos? M ás vale no contar con eso. Como cualquiera de nosotros, cada uno de ellos sólo tendrá una preoc upación : de cir "yo ”, arrojarse sobre esa primera persona p or m edio de la cual la palabra se abre un camino, y d ejar en un eterno stand by a la que, p o r de fini ción, sólo será invitada a los ág apes de la pa labra p o r preterición. El... ¡nunc a será uno de los nuestros! Si se emp eña en serlo, si viene con nosotros a Sevilla... ¡pierde su silla! Regre sa de allí -h a lla un mastín.
En este siglo que se acaba, ese perro se llamó muchas veces “incons ciente” . Al m enos, con ese nombre, Freud despejó las tierras vírgenes dond e su lch era presiona do p ara advenir: “W oes war, solí Ich werden". En el corazón del sujeto hablante, se abría una nueva zona, al mismo tiempo n eutra (en el sentido gram atical del término: ningun a primera persona la habita), y sin em bargo sie m pre en condic io nes de in vadir y obstacu lizar las avenidas subjetivas que Descartes ha bía trazado pa ra su ego, bien prendido a la existencia, ciertamente, pero al precio de encon trarse abando nado sobre su propio pensam iento. U na vez que despegó de tan m inuciosa y constante coincidencia con ese pensam ien
to, el Ic h freudiano podía soportar que se cavara de otro modo el espa cio de la terce ra persona. Con él, el neutro y el no neutro, con los que los gramáticos se las habían arreglado hasta entonces para calibrar a esa persona, ag uantab an que un tercer térm ino se introdujera en su m i tad: a esas representaciones reprimidas que no puedo con siderar como mías en tales o cuales ocasiones, ya no m e estará permitido considerar las solam ente ajenas. Lo que en m í paga tributo a lo que él recue rda entonces vagamente haber sido, genera un trastorno específico. Toda una zona interme dia de la personación se enco ntró abierta de este modo, con suficiente vivacidad com o para adoptar a veces aspecto de sismo. Sin embargo, si inscribíamo s este acontecimiento dentro de un contex to epistémico mu cho más am plio, se podía adivinar una relación insos pechada: que al pro poner de ese m odo su hip óte sis del in conscie nte , el p sic o a n á lisis se in sc rib ió en la le n ta y so rd a ev o lu c ió n de u na personació n del sujeto que se enco ntraba en las rupturas y me andros de la con stitución de los Estado s mo dernos. Si la intimidad ap arentem ente más tabicada, la de la transferencia que está enju eg o en la cura, revela ba en el m ejo r de los casos la com ple jizació n del juego concernie nte a la tercera persona, se volvía turbador seguir paralelam ente cóm o - p ri m ero con Ho bbes, su L eviatá n , y su muy poderoso con cepto de “p erso na ficticia”- la introducción de la representación en política había ve ni do a echar abajo la estructura de esa m isma tercera persona. C on otras prem is as y otras conclu sio nes, cie rtam ente , pero in stala ndo allí ta m bié n entre “ persona” y “no p ersona” esas “ cosas personif ic adas” (c om o las llam ó des de el com ienzo Hobbes), que tenían la siguiente especifi cidad: eran sujetos del derecho, pero en ningún caso pod ían decir “yo ” , si no era por interposición d e algún otro, debidam ente designado pa ra tal efecto. En tre el “él” de “él me am a...” y el “él” [tácito en españ ol] de “llueve” , toda una pob lación de “actores” se alzaba así en busca de ese nuevo conc epto de representación, al llamado de un “él m e autoriza...”. ¡Nada de eso es muy nuevo!, se dirá quizás. ¿N o era esa la condición del curador, que el derecho rom ano ya destinaba a los men ores juríd i cos? ¿N o era eso también lo propio de esa invención m edieval: la t e o r í a d e l o s d os c u er p o s d el r e y ? D o s c u e r p o s h e t e ro g é n e o s indisociablemente mezclados se requerían para sostener una concep ción jurídica de la realeza que no se confundiera con una propiedad individual. El rey no era un señor prop ietario de los bienes de la C oro na, como lo era de sus propios bienes señoriales: ¿entonces qu é relacio nes jurídicas m antenía en calida d de rey con la Corona, un a e indivisi ble ? G ra cia s a E. K anto ro w ic z, podem os saber que las respuesta s no se contentaban con ser de orden religioso, sino que ya daban testimon io de un tráfico sutil con la tercera persona: detrás del rey vivo, que pu ede
enfermarse, volverse loco, que morirá un día, otro cuerpo con propie dades miríficas se perfilaba. Así, el rey fue concebido co m o doble: a su cuerpo vivo y m ortal se le adjuntaba, se le adosaba un cu erpo ind efini dam ente perenne, que todavía no se confundía con lo que hoy se llama Estado. Nos acercaremos a esa invención jurídica, que deb ía derrum barse a com ie nzos del siglo X VII. Cuando, m ás tard e, otro tipo de rey se eclipsó, y más aún cuando lo hizo bajo la cuchilla de la guillotina, una inversión iniciada hacía mucho tiemp o se com pletó: m ientras que el cuerpo d e ese rey resultaba estar finalm ente, en su vivisección m is ma, redu cido solamente a la unidad fúnebre del cadáver, aquél qu e fue duran te tanto tiempo su sujeto de una sola piez a se mostraba, curiosa m ente, duplicado a su vez. El signo de esta duplicidad nueva, a la vez discreto y atronador, se lee ya en el título de la declaración de los D erechos del hom bre Y d el ciu dadano. Incluso si hoy, por costum bre, y tam bién por algunas otras razones más profundas, nos remitimos al apelativo de los “Derechos del hombre”, conviene no olvidar que en el momento de asentar su novísim a legitim idad, en ese fin de agosto de 1789, después de su tabla rasa de la noche del 4 de agosto, los Constituyentes no pud ieron evitar ese doblete: los Derechos sólo del hombre hubieran sido una aberra ción política, los Derechos sólo del ciudadano habrían anticipado la con stitución q ue se trataba de realizar. La citada declaración no pod ía entonces hac erse más que en esa mitad com pletame nte nuev a que dis tinguía y cone ctaba al “hom bre” con el “ciudad ano ” . Es im posible con fundirlos, es im posible separarlos: el ciudada no pertenecía, de en trada, plenam ente a su nuevo soberano -e l pu eblo, o la nación-, era una parc ela in alienable de su “ volu ntad general” , m ie ntras q ue el “hom bre” parecía no esta r ahí más que con el fin de evita r una su jeció n aún más implacable que la que había vinculado al antiguo súbdito a su rey de derecho divino. Ese “hom bre” se volvía entonces un nom bre para de signar lo que no pasa por la representación p olítica capaz de a rticular a p artir de ese m om ento al ciu dadano co n su repre senta nte , que debía poner en práctica la volu ntad general. Y así, en ese escenario com plejo -que iremos visitando en algunos de sus arcanos-, se alzó una cuestión de siempre, pero tomada a partir de entonces dentro de coordenadas com pletamente nuevas: la de la pertenencia a s í mismo. Se acabaron las cazas de brujas, la predo mina ncia de lo religioso y de lo demoniaco, y se vieron muy reducidos los auxilios inmemoriales de la sapiencia; se alzaba, en cambio, la vocecita del mag netismo, a partir del m om ento en que se trataba de saber a quién, a qué le corres pon día lo que, en el ho m bre revolu cio nario “regenera do” , p resa de su nueva so bera nía, no era reduc tible únicam ente al ciudadano.
El evocador nom bre de M esm er todavía engaña, del mismo m odo que M esm er engañó m aravillosam ente a su m undo en el París anterior a la Rev olución. Previam ente, durante los siglos XVII y XV III, el poder de los imanes ya se había apropiado, efectivamente, de las mentes para conve ncer de que un fluido magnético universal regen teaba a la mate ria, a imag en de la invisible gravitación new toniana. A ese fluido gene ral ya sólidamente instalado, M esm er le agregó en 1776 una invención de su cosecha, ese “Mag netismo animal ”, que debía alca nzar su clímax en París de 1778 a 1788, hasta que al menos el anuncio de la cercana convo catoria de los Estados Gene rales lo relegara a la sombra. Hijo de las Luces, impregn ado por com pleto de cientificidad, ese m agnetismo animal permitía fácilmente adivinar una panoplia de fuerzas oscuras que en su totalidad, individuales y sociales por igual, se oponían a la perfecta y natural igualdad del fluido. Fue rzas inquietantes, más bien laicas, pero de entrada muy políticas, cosa que olvidam os con dem asia da frecuencia, pero que trató de hacer com prender el portavoz y porta plu m as paris ie nse de M esm er, N ic olá s Berg asse. Tan seguid or de Rou sseau com o de Mesmer, él presentaba el fluido ma gnético com o la bas e, fís ic a de una teoría correcta del cuerpo político: Si por casualidad el magnetismo animal existiera... -escribía ya en 1786 en uno de sus lib elos - qué revolución, yo le pregunto, señor, no nos cabría esperar1?
Elegido en la Asam blea Constituyente, se desempeñó en ella muy acti vam ente, com o luego lo hizo Brissot, futuro jefe d e los Giro ndinos, en la Asa m blea Legislativa. Los dos se conocieron prim ero alrededor de una cub eta, como o tros partidarios del fluido de M esm er (La Fayette, d ’Eprém esnil, Carra) que se encuentran aqu í y allá en el seno del perso nal revolucionario, mezcladas todas las tendencias. En los tiempos en que el ciudadano hacía de este modo su entrada triunfal en la política bajo la égida de una nueva sob eranía -y resultaba con ello irreductiblemente d oble, clivado po r la representación instala da en el centro del sistem a que lo hacía nacer-, el m esm erismo se ec lip saba casi tan discretam ente com o el propio Mesm er, que no murió has ta 1815, y se contentó con una existen cia de rentista itinerante a partir de 1786, sin pen sar más en practicar su arte. Pero el germe n ya estab a sem brado: de Pu ységu r a J. P. F. Deleuze, del aba te Faria (que ya nega 1. Citado en el libro de Robert Darnton, La fin des Lumiéres. Le Mesmérism e et la Révolution [El fin de las Luces. El mesmerismo y la R evolución], París, O. Jacob, 1995, pág. 132.
ba las prem isas m agnéticas de M esm er con su “su eño lú cid o”) a la desaparición de la palabra “m agnetism o” por la de “hipnosis” aportada por el inglé s Braid (1 843), de “la atenció n” de Lie beault a la “libido” freudiana, pasando por Charcot y sus experimentos, toda una serie de prácticas, ín tim am ente vin cula das entre ellas p or la noció n de “fluid o”, serpen teaba a lo largo del siglo XIX. Lejos de las turbulencias del jueg o político, unas veces en nom bre de la cie ncia, otras veces en nom bre de la medicin a, se revela ba con ellas lo que, en el hom bre , te nía el poder de determ in arlo sin que él supie ra nada al respecto . Parecía necesario entonces sondear lo que, en ese homb re considerado com o siem pre en su falsa eternidad, escap aba de la represen tación q ue él se daba de sí mismo (confundida m uy a m enudo con su “conciencia”), sin que se pensara mucho en el hecho de que esta duplicidad subjetiva pudiera ser ta m bié n una consecuencia de su nueva natu ra le za polític a. El inconsciente freudiano -m iem bro de esa estirpe a pesar de todos los “cortes epistemológicos” con los que a veces se lo quisiera protegerllevaba a su culminación la intimidad d e ese clivaje: ¿q uién se hab ría internado en la búsqued a de huellas de un “ciuda dan o” en el ser víctima de las represiones y de las fantasías vinculadas con su vida sexual? Por ese lado, el camino estaba cerrado y, en c onjunto, a sí se quedó. Inversamente, y de manera muy extraña, un síntoma raro no cesó de esm altar la vida de los grupos a nalíticos a lo largo de todo el siglo XX: cuan do tuvieron a bien no reduc ir sus am biciones a la tarea terapéutica, los analistas permanecieron la mayoría de las veces apartados de un reco nocim iento estatal directo. Al contrario de casi todas las demás profe sio nes, le s basta ron para reagruparse unas le yes asocia tivas sin ning un a especificidad. Ya en 1926, cuand o Freud se ve obligado a intervenir, a causa del asunto Reik, para esc ribir su artículo “¿Pu eden los legos ejercer el análisis?”, la relación del analista con el poder de Estado es la de una estricta exterioridad. El Estado no es juz ga do apto para reconocer - y gara ntizar, com o lo hace en el caso de to dos los títulos qu e pr od uc e- al analista calificado. Sólo sus pares son co nside rados en posición de h acerlo, según Freud, al m enos, quien lo espe ra de los prim eros “institutos” que existen entonces. No faltarían los inten tos, sobre todo a través de la Universidad en estos últimos veinte o treinta años, de paliar ese peligroso hiato que, d ejando en la lejanía a la garantía estatal, man tenía viva la am enaza de charlatanería. A hora bien, la resistencia de los analistas sobre este punto es tanto más notable cuanto que proviene de grupos a los que separan muchas cosas por lo dem ás. ¿Por qué están de acuerdo sin tener que consultarse siquiera en cuan to se trata de su relación con el poder de Estado? A quí se presen ta la tesis central de esta obra.
A causa de la tr ansfe rencia . Freud fue el primero en marcarla con una amb igüedad imposible de eliminar: en unas ocasiones la describe como la sorpresa de las sorpresas, lo que no nos esperábamos, q ue lo com pli ca todo, y en otras, como la cosa más trivial del m undo, qu e se enc uen tra por todos lados en la m ayoría de las relaciones hum anas, el coa dyu vante sin el cual - y esto es una precisión cru cia l- el análisis mism o no sería posible . ¿De qué se trata con este ser bífido? A paren tem ente, si seguimos más o m enos de cerca la falsa sorpresa de Freud, se trata de un movim iento afectivo m ás bien positivo del paciente (de la paciente) hacia el analista. Todo es de lo más trivial si nos reducim os a esto, en efecto. M eno s trivial es la respu esta en acto del analista: ni respo nde a ella, ni deja de responder, y tamp oco se contenta con gu ardar silencio al respecto. La cosa se complica. ¿Entonces qué hace? Al me nos acepta volverse el soporte de ese ser de ficción que la palabra y los com po rta m ientos del paciente tejen con regularidad. No actúa de tal modo por simple benevo lencia, sino porque espera de ello m aterial para su inter vención interpretativa. Así, podríamos creer que su actitud está jus tifi cada sobre u na base técnica: la transferencia es soportada en tanto que condición del acto. Sin embargo, esto equivaldría a silenciar dem asia do rápidam ente lo que, una vez más en este caso, ocurre con respe cto a la tercera persona.
Así que hay dos... ¿pero dos qué? Los designaremo s por el mo m ento a partir de la capacid ad que los especific a en su encuentro: dos sere s hablantes, que se las ingenian al princip io para no ser más que dos. “La situación analítica no soporta terceros”, escribe Freud con todas las letras, en la introducción de su obra “¿Pueden los legos ejercer el aná lisis?” , para explicarle a su “interlocutor im parcial” (com o lo llama, y alto funcionario del Estado, por lo demás), por qué no lo puede p oner en la postura de espectador de una cura. N ada de grabadora, ni de espejo sin azogue, ninguno de esos trucos experimentales con los cua les se convoca a un tercero para disponer de un entendimiento de la experiencia que aseguraría su posible reproducción. En el instante en que es lanzada la regla fundamental, provoca, por el contrario, una clausura casi monacal, que los analistas, interesados por la laicidad, prefie re n en general llamar el “m arc o” analítico. A hora bie n, en es e marco, el lugar del tercero es dejado en blanco para qu edar resérvado solam ente al libre jue go de la transferencia. Intentaremos seguir el nivel de consistencia que Freud, Lacan y unos cuantos más han entramado alrededor de lo que no me atrevo a llamar aquí “tercero” , en la medida en que e quivaldría a forzar dem asiado, u na vez más, su individuación, a distinguirlo dem asiado de c ada uno de los dos seres hablantes que se lo intercambian, siendo q ue no se confunde
estrictamente con ninguno, e incluso su abatimiento sobre el analista que se vuelve su soporte cum ple la regla. M aurice Bouvet, por su par te, hubiera querido hacer de él un ser distinto, impo sible de confun dir con el analista. M uy por el contrario, gracias a su nom inación de “su jeto supuesto saber” , Lacan habrá lo grado to m ar nota de una especie de dehiscencia del analista, de un inicio de partición que no cesa de no realizarse, allí donde Freud se había contentado con los acentos de la falsa sorpresa para sostene r una doble verdad: no, no soy yo, es la neu rosis, aunque... sí, con todo, también soy yo. En esta exfoliación deliberadamente asumida por parte de uno de los dos participantes -que despeja así una formación nueva sin conferirle nun ca esa independencia, esa circunscripción que la con stituiría como un ser propio-, propongo leer un rudimen to del clivaje íntim o que divi de al sujeto político a partir de su determinación en la lógica de la represen tación (en teoría desde Hobb es, en los hechos desde el periodo revolucionario). Ya se ha insistido mucho , y con razón, sob re el hech o de que el psicoanálisis no habría podido ver la luz más que por un cierto apoyo tom ado sobre el discurso de la ciencia galileana; pero este aspecto de las cosas, capaz de justificar y de sostener en su interior numerosas hipótesis, sigue siendo masivamente inoperante en cuanto a una com prensión cualq uie ra de la transfere ncia. A dem ás, m edir a esta últim a prio ritaria m ente por el rasero del am or/odio y de las pasiones en general, com o se acostumbra, implica prepararse para no entender nada sobre su valor “gram atical”, sobre esa m anera que tiene de preparar el escenario de la tercera persona. Inversam ente, ubicar ese esbo zo de tercera perso na producida por la transferencia en la misma dirección de la fractura abierta por la “persona ficticia” de Hobbes, perm ite ver cómo esa trans ferenc ia utiliza la cuestión del terc ero y, a cam bio, la aclara. A riesgo de adoptar aires de aprendiz de brujo, los analistas no titubean dem asiado, en general, en permitir que se desarrolle esa form ación “no de artificio, sino de veta ” ,2 como lo precisaba bellamente Lacan, sin saber de antem ano adonde eso los llevará , a ellos y a sus pacientes. A hora bien, para m antener al respecto la estatura de un signo de inte rrogación, para conservar en ello la dimen sión de un a ignorancia acti va, es casi increíble el arreglo en el que a veces es necesario lanzarse. A bsolutame nte todo se apresura para venir a amueblar ese vacuum crea do con tanta dificultad; to davía hoy las inquietudes po r la ética se en 2. J. Lacan, Pm positio n du 9 octubre 1967 su r le psy ch analy ste de l ’école, Annuaire de l’EFP, 1977, pág. 10. [Hay edición en español: Propo sición del 9 de octubre de 1967 so bre el psicoanalista de la escuela y otros textos, Buenos Aires, Manantial, 1991, pág. 13.]
cuentran allí en primera fila, acompañadas por diversas preocupacio nes que apu ntan a la terapéu tica, al cuidado, al conocim iento, incluso al deseo, o aún a la liberación del sujeto. Sea cual fuere el objetivo que en cada caso se fijen, en el m om ento de esgrimirlo, los estorba mucho, salvo si se abaten, ahora y siempre, so bre la únic a dim ensió n te rapéutica de su acto .3 Pues en el mo me nto de fijar ese objetivo de una vez y para siem pre, y de hacer de él, así, un ser aparte, una tercera persona en forma, bien individualizada, sentimos claram ente al leerlos qu e predican a favor de su parroquia, en b usca de una identidad profesional cuy a nebulosidad soportan tanto peor cuanto que el perso naje del analista se encuentra ya en los cuatro rincone s de la cultura. ¿Y no es capaz de explicar claram ente lo que hace du rante las sesiones? ¡Qué escándalo! Presen to aq uí la hipótesis de que la ausencia de una m isión social esta ble cid a del analista vie ne directa m ente de la natu ra le za de la tr ansfe rencia, y que en el mism o mo men to en que el analista volviera públicas sus metas y su función, les mostraría a todos y a cada uno que se en cuentra en un impasse sobre... la transferencia. Basta con olvidarlo, olvidar esa curiosa exfoliación de una tercera persona a partir de una situación de interlocución, para hallarse en un mundo más o menos ordenado, donde cada uno -yo, tú, él- responde, desde su lugar, a sus nombres y a sus cualidades. Un gato, a partir de ese mom ento, ya no es más qu e un gato, y la “realidad” (clínica, traum ática, pulsional, po líti ca, etc.) v uelve a tom ar la delantera sobre ese lenguaje que la transf e re n ci a- el la y sólo ella- permitía apreciare n su justo valor... subjetivante. Esta extraña situación con vierte al analista en u na especie de com peti dor directo del Estado. Reco nozco la indecencia que hay en considerar en un mismo plano competitivo a dos formaciones tan heterogéneas; pero m e perm ito sin em barg o hac er lo , en razón de su tr ato com ún con la tercera persona. Tanto uno como el otro fa b rica n deliberadam ente tercer a perso na; uno, has ta perd erse de vista; el otro, a hurtadillas. Uno , en su glo ria y su poder, den tro de la magn ificencia del Derech o; el otro, a pesar suyo, en la penu m bra cerrada de su consultorio. C on un a cosa 3. Quien quiera convencerse ae ello podrá remitirse a la reciente obra de J. Sandler y A. U. Dreher, Que veulent les psychan alystes? (Le probléme des buts de la thérapie psycha nalytique) [¿ Q ué quieren los psicoanalistas'!' (El pro blem a de las metas de la terapia psicoa nalítica)], París, PUF, 1998. El título habría podido parecer excelente. Desgraciadamente, el subtítulo da a entender que la pregunta sólo es planteada por los psicoanalistas, quienes se ocupan de res ponderla. Esta positivida d meritoria atraería las flechas disparadas por Kierkegaard sobre lo que él llamó en su momento “la falsa seriedad”.
que articula sus diferencias: ni el uno ni el otro puede dirigirse a un tercero para hacerle legalizar lo que am bos hacen cuando p ermiten a sí que escape una tercera persona. Ese es el verdadero escándalo, y la fuente de su profunda ignorancia recíproca. Laca n hizo de ello una máx ima digna de adornar una fachada: “El analista no se autoriza más que por él m ismo .” ¡Cuántas tonterías no habrem os escu chad o al respec to a m anera de comen tarios! En prim er lugar, por parte de los que no habrá n visto en ella más que una autosuficie ncia fuera de lugar desde todos los puntos de vista (¡y en efecto, la frase tenía muy distintas ambiciones!). Ellos mism os, con frecuencia, no encontraron palabras lo bastante duras para señalar el costado de tal m áxim a que alentaba a la charlatanería: “ ¡Entonces cualquiera puede volverse psicoanalista!” Los alum nos más preocupados por la respeta bilidad se apropiaro n, por su parte, de cie rtas palabras que L acan había, una vez, pegado a la máxima, agregando entonces que el analista no se autorizab a m ás que por él mism o “y por algunos otros” . ¡Ah, esos “algu nos otros ” ! C uán bienv enidos fueron por todos aquéllos y aqu é llas a quienes la form ula espa ntaba po r su aparente solipsismo . ¿Esos “otros” no eran acaso psicoanalistas? ¿Acaso Lacan no sobreentendía de ese m odo que un analista debía ser autorizado -ciertam en te no por el E sta d o- sino por sus colega s y otros cam arada s? Enton ces, ¡uf!, regresamos al punto de partida, el que Freud había planteado con sus Institutos. Pues bien, no. “El analista no se autoriza más que por él mismo” excluye solamente que un tercero en debida form a -bien individ uad o- se intercale entre el analista y el analizante: ni el Estado, ni las sociedades de análisis, es cuelas y otros institutos, ni tam poco esas formas sutiles del tercero que son los objetivos compartidos, puestos en común. Es cierto que el “él m ism o” de esta fórmu la no es nada fácil de captar, pues no es el reflejo de un “yo mismo ” ;4 no implica la mismidad, ni quién sabe qué reflexivid ad a propiativa, sino, por el contrario, una pura exclusividad. Es “él”, y nin gún otro, con que el analista “se autoriza”, lo cual está reforzado, por lo demás, por el “no... más que” de la fórmula, que es una restricción, y no una negación. Lejo s de subraya r algu na inflación de identidad, ese “él m ism o” , ese pron om bre duplicado (que sigue por su parte a un verbo reflexivo) p resenta así, en la trivialidad de su aná fo 4. El diccionario Petit Ro bert, si nos remitimos sólo a él, distingue de entrada entre un empleo no reflexivo de la expresión “él mismo” (“él mismo no sabe nada”), y un empleo reflexivo (“La buena opinión que tiene de él mismo”). A pesar de las apariencias gramaticales, el “él mismo” de la fórmula no es re flexivo.
ra y la indefinida neutralidad de su referencia, la más valiosa de las indicaciones en cuanto a la localización del problema: la divergencia aqu í prese ntificada entre “analista” y “él m ism o” : eso es la transferen cia, en aquello a lo que apunta, al menos. A tacar frontalm ente a ese Jano hubiera sido una apuesta. M ás valía apostar que una buena parte del m isterio de esta divergencia reposaba sobre la noción de “ autorización” que un e aqu í a los dos término s y los distingue: alrededo r de ella, una vez aplanada la “irreductible am bigüe dad ” de la transferencia, recorrerem os algunos de los accidentes, metafísicos y políticos a la vez, que m anufacturaron la noción de “perso na” ordenada por esta autorización, las dos íntimam ente vinculadas al con cepto de representación. Co n un acento muy especial sobre ese asunto sinuoso que, desde M esm er hasta Freud y Lacan, pasando por muchos otros, habrá corrido, lejos de los avatares de la ciudadanía, bajo la cu bie rta de una extraña “relación” , y a que ése fue el té rm in o in variable que, desde Mesmer, les sirvió a todos y a cada uno para designar el vínculo entre el magnetizador y el magnetizado, el hipnotizador y el hipnotizado. M anteniendo de este m odo desunidos, y sin embargo entretejidos aquí y allá esos hilos disímbolos, admitiremos progresivamente que la “no relación” del a nalista y del pode r de E stado no tiene nad a de un olvido reparable en este último, o de una actitud de filibustero de altura en el prim ero . Q ue su ig norancia recíp ro ca se debe a dos polític as dia m e tralmen te opu estas sobre un mismo eje: allí don de el Estado co nfunde, no sin razón y pertinencia, a la tercera persona con una finalidad in cuestion able en la cual se resuelve com o en su punto de fug a perspectivo (el bien común), el análisis, con sólo abrir el escenario transferencial, remite a sus actores a las condiciones de producción de esta tercera persona. Lejo s de to m arla de entra da por lo que pretende ser: un dato separado, rev ela llegado el caso su naturaleza artificiosa, su indefinido despliegue. Y así, en ese pun to estratégico de la finalidad por la cual esta tercera persona po siblemente se individua, el analista y el pod er de E stado se dan la espalda. M ejor es saber cómo y por qué.
Capítulo I
La duplicidad del analista Las concepciones de la transferencia elaboradas en el campo del psi coan álisis imp lican una dualidad, incluso una dup licidad de la persona que ocu pa ese lugar, llamado por m omentos “del analista”, y por m o mentos “del méd ico”. Se trata de u na duplicidad constitutiva en la m e dida en qu e el que resulta ser el blanco de este conjunto co m plejo de sentimientos, de representaciones y de afectos diversos y variados recubiertos p or la palabra “transferencia”, se presenta a él m ismo como no confund iéndose con ese blanco; a lo mucho, hace lo necesario para autorizar, par a facilitar su surgimien to, pero sería un com pleto error de entrada si él se identificara con esa formación que proviene exclusiva men te, a prim era vista, del paciente. Antes de servir para describir lo importante de la relación analista pacie nte , la palabra Übertragung (transferencia) sólo es utilizada por Freud p ara designar de qué m anera una representación tom a otra a su cargo, en la mayoría de los casos de manera indebida por lo que se refiere a la racionalid ad ap arente del vínculo forjado de ese m odo, en la med ida en que el funcionam iento inconsciente domina y regula la op e ración. En el año de 1895, la palab ra Übertragung se encuentra así muy cercana, y casi se confunde con la expresión fa lsch e Verknüpfung, un “falso anudam iento ” .1 El ejemplo que Freud extrae en ese mo men to de su lectura de la prensa francesa para ilustrar la cosa no necesita com en tario: unos campesinos franceses asisten por primera vez a una reunión de la cám ara de Diputados el día en que una máq uina infernal, colocada por los an arq uis ta s, explota ruid osam ente , ju sto al final de un discurso. Com o la bom ba no provo có daños detectables, nuestros hombres con cluyeron sin am bages del hecho qu e así se anuncia protocolariam ente el final de cada discurso en este hemiciclo, tan prestigioso para ellos.
1. Ver la aparición del término al final de los Es tudios sobr e la hister ia , Obr as Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed„ 1987, tomo II, pág. 306.
Al hacer esto, efectúan (según Freud) un “falso enlace” 2 característico, por pura contigüid ad. Del mismo modo (¡o casi!), el sueño según la Traumdeutung realiza unas transferencias, Übertragungen (se observará de inmediato el plu ral). Cuando la censura, por la razón que sea, impide el paso a una representación reprimida, ésta -q u e p or sí mism a presiona irreversible mente hacia su “devenir conciente”- se consigue un representante, en este caso otra representación, co nscien te esta vez, que, por algún rasgo, valdrá po r la que no pue de tener acc eso a la conc iencia. Es el destino de los restos diurno s, de esas representaciones cualesquiera encontradas prin cip alm ente en la activid ad psíq uica de la víspera , que serv irán para expresa r todo lo que no puede h acerlo directamente, a causa del funcio nam iento encriptado del sueño. En esos primeros tiem pos de las elabo racion es freudianas, la noción de Übertragung sigue siendo, por lo tan to, bastante cercana a la de Entstellung (deformación) y a la de Verschiebung (desplazamiento). La transferencia es la figura por la cual una representación es al mismo tiem po desplazada y deformada, pero éstos no son más q ue ta nteos conceptu ale s, pues muy pronto ya no se tratará de una mism a representación que m igra y se transforma, sino del establecimiento de un vínculo entre dos representaciones, vínculo que vu elve a la representación prec onsciente o consciente la represen tante, en el sentido político del término, de la que perm anece prohibi da, inhibida, reprimida: inconsciente. De man era que cuando Freud se ve obligado a tom ar nota de los víncu los afectivos impetuosos que encuentra en sus pacientes (de ambos sexos), como está decidido a no a tribuirle sus éxitos únicame nte a su persona, tiene al alcance de la mano, preparado, el aparato mínimo para describ ir lo que ocurre : el “m édic o”, el “a nalista ”, debe entender se en esa situación como, digamos, un “gran” resto diurno (o más bien un potencial de restos diurnos). Ofrece por él mismo, por sus rasgos, sus man eras, su postura, su voz y las mil particu laridade s de su pre sen cia con respecto a su paciente, lo que va a permitir que las represe nta ciones reprimida s de este último se expresen, y cada una se enganc hará transferencialm ente a tal o cual rasgo del m édico. L a transferencia (tal com o se entiende hoy, en tanto que elemen to clave de la relación ana lista/ analizante) nació de este cruce entre, por un lado, un sistema de repre 2. También podremos leer sobre ese tema en la larguísima nota de las páginas 88 90 de los Estudios sobre la histeria, op. cit., donde Freud detalla ampliamente un caso de “falsa asociación” en Emmy von N..., así como las definiciones que da de la “ mésallian ce” [“alianza inconveniente”] (en francés en su texto), pág. 307 de la misma obra.
sentacion es dond e un a le delega a otra el pod er de represen tarla y, por el otro, un movimiento afectivo que primero se declaró bajo la forma del amor. Para percibir correctamente la pertinencia de esta correla ción, antes que nada nos preguntaremos por qué Fréud escogió con tanta frecu enc ia presen tarla bajo la tonalidad d e la sorpresa.
I. 1. La fa lsa sorpresa freudiana Aunque de modo más o menos marcado dependiendo de la dirección de sus diferentes escritos sob re el tema, esta dime nsión de surgimiento inopina do de la transferencia se desa rrolla en gen eral bajo la plu m a de Freud del m odo siguiente: durante su explicación de los síntom as, don de se descubre sucesivam ente la representación patógena, la represión y las resistencias, y todas las num erosas elaboracione s que acom pañan el em pleo de esos términos, de repente surge aquél que no nos espe rá bam os. Todo iba, de verd ad, basta nte bien, y paf: una nueva dific ultad aparece, to dav ía más abrupta que las anteriores, incluso si pron to nos enteram os de que va a revelarse com o un valioso auxiliar, indispe nsa ble, a decir verd ad. Es, de m odo ejemp lar, el caso en uno de los principales textos de Freud sobre el tem a, su vige simo séptim a conferen cia, titulada: La tr ansfe ren cia. El núm ero de la con ferencia ya dice bastante: dado qu e sólo (!) son veintiocho, es por lo tanto la penúltima, y la transferencia ad quiere en ella, de entrada, un aire de lech uza de Minerva. D urante los dos prim e ros tercios de la conferen cia, nueva m ente, no dice ni una palab ra sobre el tem a anunciado. El term ino mism o está escondido, y no será objeto de ning una aclaración en las veintiséis conferenc ias anteriores. Prim e ro se ofrece al descub rimiento el func ionam iento de la “terapia analíti ca ”, cóm o se trata en ella de “ volver con ciente lo inco nscien te”, si esa terapia m erece ser llam ada “causal” o no, el problem a llamado clásica m ente “de la dob le inscripción” , las dificultades debidas a las resisten cias que se oponen de diversas m aneras a los objetivos terapéu ticos, el problem a de la sugestió n, cuando de repente Fre ud excla m a, en una frase nominal hecha a propósito para abrir el apetito: “Y ahora, los hechos” [Und nun die Tatsache]. ¿Q ué “hechos” ? M isterio. Nuevam ente, Freud, que no escatim a sus efectos, prev iene qu e a pesar de innega bles éxitos, su terapia sufre fra casos im previsibles con ciertas categorías de pacientes: Esos pacientes, paranoicos, melancólicos, aquejados de demencia pre-
coz, permanecen en conjunto impasibles e inmunes contra la terapia psicoanalítica. ¿Porqué será así? Nos encontramos aquí ante un esta do de hecho [7iii.rai.7ii] que no comprendemos 3 [...].
Sólo en ese momento aparece un “segundo hecho para el cual no estábamos de n inguna manera preparados”. 4 A saber que, después de cierto tiempo , conviene ob servar que los enferm os, aquéllos a quie nes Freud ac aba precisam ente de llam ar “nuestros histéricos y nuestros obsesivos”, se comportan “hacia nosotros [gegen uns] -e s c r i b e - d e una m anera muy particular.” Tendrem os que esperar todavía alrededor de cuatro páginas p ara poder leer la palabra m isma: Llamamos transferencia a este nuevo hecho que tan a regañadientes ad mitimos. Creemos que se trata de una transferencia de sentimientos sobre la persona del médico, pues no nos parece que la situación de la cura avale el nacimiento de estos últimos .5
El ejemplo genérico que Freud tom a entonces para darse a entende r es típico de un repliegue realizado desde el com ienzo, y del que será difí cil deshacerse luego: “Si se trata de una muchacha o de un hombre basta nte jov en ento nces sí -p ro s ig u e - se podría consid erar “nor mal” el enamo ramiento qu e parece tener lugar de ella h acia él. P e ro escribe unos renglones más abajo- si: [...] esos vínculos tiernos reaparecen siempre, incluso en las condiciones más desfavorables, con desproporciones francamente grotescas, igualmente en la mujer ya anciana y hacia el hombre con barba encanecida, aun allí donde a nuestro juicio no puede tener lugar ninguna atracción, entonces tenemos que abandonar la idea de un azar perturbador y reconocer que se trata de un fenóm eno relacionado con la naturaleza misma del estar enfer mo en lo más íntimo que tiene [dem Wesen des Krank seins selb st im Innersten ].6
3. S. Freud, “Le transfert”, 27" conferencia, in La Transa, n° 8/9, París, marzo de 1986, pág. 50. [Otra traducción al español: S. Freud, “La transferencia”, 27“ conferencia, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1987, tomo XVI, pág. 398. Hemos optado por traducir directamente del francés cuando algún argumento se juega con el texto tal como había sido traducido a ese idioma, y tomamos la traducción existente en Amorrortu ed. en los demás casos. N. de T.] 4. S. Freud, “La transferencia”, 27“ conferencia, op. cit., pág. 399, “eine zweite Tatsache [...] aufdie w ir in keiner Weise vo rb ereitet waren", el subrayado es mío. 5. Ibid., pág. 402. 6 . S. Freud, “Le transfert”, 27 ’ conferencia, in La Transa, op. cit., pág. 58. [En español: “La transferencia”, 27“ conferencia, op. cit., pág. 401-402]
Por más inverosímiles que se vuelvan esos vínculos tiernos, y a pesar del privilegio otorgado a las relaciones heterosexuales gracias a las cuales conviene de entrada el vocabulario del am or ,7 Freud, con todo, no evita el asunto por mu cho tiempo : ¿Qué ocurre con los pacientes masculinos? Tendríamos derecho a esperar que en este caso nos sustraeríamos de los enfadosos efectos de la diferen cia de sexos y la atracción sexual. Pero no; nuestra respuesta es que no ocurre nada muy diverso que en el caso de las mujeres. El mismo vínculo con el médico, la misma sobreestimación de sus cualidades, el mismo abandono al interés de él y los mismos celos hacia todo cuanto lo rodea en la vida.
A penas se ha em plazado esta om nipresencia del amor en el “hecho ” de la transferencia, nos enteramos, en el mismo párrafo, de la existencia de un a form a de transferencia “hostil, o negativa”. Pero cualquier lec tor paciente de Freud sabe que la am bivalencia de los sentimientos es una especie de piedra de toque de su d octrina, y la existencia -tam bién “fáctica”, supo ng ám oslo- de esa negatividad de sentimientos no pue de, bajo su plum a, m ás que reforzar ese cuadro en el cual transferencia y a m o r se confunden. D e ahí su decepc ión de científico cuando se im pone sem eja nte realidad, sem eja nte “hecho” , en una cura con aparie n cias hasta ese m om ento casi quirúrgicas: [...] semejante confesión nos toma por sorpresa; se dilía que echa por tierra nuestros cálculos. ¿Puede ser que hayamos omitido en nuestro plan teo los pasos más importantes? Y de hecho, a medida que nos adentramos en la experiencia, menos pode mos negarnos a esta enmienda vergon zosa para nuestro rigor científico .8 7.
Más caricaturesca aún se presenta la introducción al fam oso texto “Observations sur l’amour de transfert” [“Puntualizaciones sobre el amor de transferencia”]: “Entre todas las situaciones que se presentan, sólo citaré una, particularmente bien circunscrita, tanto a causa de su frecuencia y de su im portancia real com o por el interés teórico que ofrece. Me refiero al caso en que una paciente (weibliche Patientin), ya sea por medio de transparentes alusio nes, ya sea abiertamente, da a entender que, al igual que cualquier simple mujer mortal (sterbliches Weib), se ha enamorado de su médico-analista (i an alysierenden Artz)”, en La technique psy ch ana lytiq ue , París, PUF, 1970, pág. 116, Trad. al francés de A. Berman revisada. [Otra traducción en español: “Puntualizaciones sobre el amor de transferencia”, en Trabajos sobre técnica psicoanalítica, Obr as Com pletas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1987, tomo Xll, pág. 163.] 8 . “Aber ein solches Gestándnis Uberrascht uns: es wirft unsere Berechnungen über den Haufen. Konnte es sein, dab w ird en w ichtigsten Posten aus unserem An sa tz wegg elassen haben? Vnd wirklich, je w eiter wir in der Eifahrung
El tono em pleado aquí no deja de evocar una amarga decepción que puede verse en cierta form a de galanteo: alguien, que andab a como especialista impasible de las cuestiones del amor, se encuentra muy a su pesar enredado ju stam ente en es os sentim ientos q ue tenía planea do ahorrarse. Sería fácil multiplicar aquí las citas en las cuales Freud ubica en la categoría de la sorpresa la aparición de la transferencia. “Fenómeno inesperado” (en esa 27a conferencia), “untoward event" escribe en in glés cuando com enta la transferencia de Anna O. sobre Breuer ,9 “una com plicación inesperada surge ” ,10 confiesa en el mom ento de presen tar el desarrollo de u na cura a un “ interlocutor im parcial”: con la trans ferencia, podríamos creer que surge el perfecto arruina-curas, aquél que no nos esperábamos. Y sin em bargo, para nu estra sorpresa esta vez, estaría igualm ente per mitido reunir otras citas que m uestren exactam ente lo contrario: sem e ja n te tr ansferencia no podía no so brevenir. [...] un análisis sin transferencia -escribe Freud en la Selbstdarstellunges una imposibilidad. No se crea que la engendra el análisis y únicamente se presenta en él, pues éste sólo la revela y aísla. La transferencia es un fenómeno humano universal, decide sobre el éxito de cada intervención médica y aun gobierna en general los vínculos de una persona con su ambiente humano ...11
¿Ah, sí? ¿A sí de trivial es la cosa? Igualm ente, en la introducc ión de su artículo “So bre la dinám ica de la transferenc ia”, escrito y publicado en 1912, Freu d no titube a al escribir: Deseo agregar aquí algunas observaciones que permitirán que se com prenda que la transferencia se produce inevitablemente [ notwendií ;] en una cura psicoanalítica [...]12 kommen, desto wenig er kiinnen wir die ser f ü r unsere Wissenchaftlichkeit beschdmenden Korrektur widerstreben.”, S. Freud, “La transferencia”, 27° conferencia, op. cit., pág. 401. 9. S. Freud, Contribuciones a la historia del movimiento psicoanalítico, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1986, tomo XIV, pág. 11. 10. S. Freud, La questión de l'ana lyse profane [L a cuestión del an álisis pro fa no ], París, Gallimard. 1985, pág. 97 . [Otra traducción al español: ¿Pueden los legos ejercer el análisis?, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1988, tomo XX.] U .S . Freud, Presentación auto bio grá fica , Obra s Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1988, tomo XX, pág. 40. 12. S. Freud, La technique psychanalytiqu e, op cit., pág. 50. [Otra traducción al español: Sobre la dinámica de la transferencia, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1987, tomo XII, pág. 97.]
Pero entonces, si se reconoce que dicho factor forma parte hasta ese punto del orden de las cosas, ¿por qué dia blo s conservar las to nalida des de la sorpresa, por qué mezclarlas con tanta constancia (ése es el caso h asta el final de la obra) con las de la im placable lógica? ¿No s estaremo s enfrentando, con esta curiosa postura enu nciativa de Freud, a la pareja Cán dido-Pa ngloss, do nde uno grita com o un descosido frente a la miseria y la injusticia del mu ndo para q ue el otro le despliegue cada vez con mayor fuerza las perfectas disposiciones de la Armonía preesta ble cid a y sus im perio sas necesid ades?
1 1.1 .
“Meine Person ”
Cu ando , por ejemp lo, al final de la primera parte del fam oso capítulo VII de La inte rpreta ció n de los sueños, Freud se ocupa en justifica r Iet' regla fundam ental llama da de asoc iación libre, obse rva que eq uivale al levantamiento de lo que él llama una representación-meta, una Zie lv orste llung. El discurso conciente habitual, en efecto, tiende co m únm ente hacia una representación, anim ada por cierto “querer-dec ir” que, en el mejor de los casos, ordena la secuencia de las frases. Eso es exactamente lo que Freud les pide a sus pacientes que no hagan, para priv ilegia r, por el contrario, la Einfall, la idea lateral e im prevista que busca atravesars e en el discurso orienta do por una m eta. A nota , sin embargo, dos excepciones regulares: Cuando le pido a un paciente que no reflexione y me diga todo lo que se le pase por la cabeza [alies Nachdenken fahrenzulassen], planteo en prin cipio [ j o halle ich die Voraussetzung fe st] que no puede dejar que se vayan [nicht fa hrenlassen kahn ] las representaciones-meta del tratamien to, y considero que debo encontrar una relación entre las cosas en aparien cia más inocentes y más fortuitas que podrá decirme sobre su estado. Hay otra representación-meta que el paciente no sospecha; ist die meiner P erson.13
La antigua traducción francesa de Meyerson es, respecto a esto, fría m ente (y falsamen te) objetiva, contentán dose con: “es la perso na de su m édico” . Strachey, tamb ién m uy incómodo, pero más audaz a pesar de
13. S. Freud, L’inteprétation des reves, París, P.U.F., pág. 452, traducción revisa da. Texto alemán: Die Traumdeutung, Stud ienausga be, vol. 11, Frankfurt, Fischer Verlag, 1972, págs. 508-509. [Otra traducción al español: La interpre tación de los su eñ os (seg un da parte ), Obras Completa s, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1988, tomo V, pág. 525.]
todo, escoge perm anecer familiar: one relating to myself . 14 Pronto ve remos que no hay prácticame nte razón para confun dir “la persona del médico”, “die m einer P erso n” y “myself’. Esta doble discreción de Freud con respecto al funcionamiento de la regla fundam ental, que po r otro lado se supone q ue no tiene falla, dice mucho sobre su concepción de la transferencia, al menos en esa época (pero a lo largo de mú ltiples reedicione s, él no juz gó necesario rea lizar el menor retoque al respecto). Por un lado, se reserva el derecho de recordarle al paciente -y con seguridad aún m ás a la p ac ien te- que está allí para un tratamiento, que no con viene que pierda de vista esa repre sentación-meta (cuando todas las demás deben por el contrario ser m antenida s a raya); y, po r otro lado, sabe (pero enton ces, una vez más, ¿por qué los tonos de sorpresa?), sabe, digo, que ese mjsmo paciente, esa mism a paciente no dejan de mantener, aunque más no sea sin sa ber lo, pensamientos hacia su persona. Veamos esto con más detalle, si guiendo la dirección del método freudiano, que pasa po r el caso .15
1.1.2. “Mi capitán” Por suerte, se han editado las notas cotidianas tom adas po r Freud en su análisis de quien m ás tarde habría de llamarse “El h om bre de las ratas” . A sí qu e llega el juev es 3 de octubre de 1907, día de la segu nd a sesión. Con ocasión de la primera, el día anterior, Freud le comunicó a su pa ciente las “dos cond iciones princip ales” del tratamiento: la con sign a de asociación libre, y el hecho de no tom ar ninguna decisión imp ortante mientras duren las sesiones, lo que Freud llama en ese mo m ento (¡en nuestros días lo tenemo s un poco olvidado!) la regla “de abstinenc ia”. Ese juev es, acostado en el diván, el que no se llama tod avía el hom bre de las ratas se lanza al relato de su encuentro fortuito, con ocasión de recientes m aniobras m ilitares, con un capitán checo de quien p recisa de inmediato que “evidentemente am aba lo cruel ” .16 M ientras comían ju n tos, ese capitán se había lanzado a su vez en el relato “de un castigo
14. S. Freud, The interpretation ofD ream s, trad. James Strachey, Penguin Books, 1982, pág. 679. 15. Sobre este punto, cfr. Jean Allouch, “De la méthode freudienne”, in Freud, et puia Lacan, París, EPEL, 1993, muy especialmente las páginas 46-56. [En español: Freud, y después Lacan, Buenos Aires, EDELP, 1994, págs. 45-58] 16. S. Freud, -4 pro pósito de un ca so de neurosis obsesiva (el “Hombre de las R ata s’’), Obr as Com pletas , Buenos Aires, Amorrortu ed., 1988, tomo XIV, pág. 133.
particula rm ente terrible, em pleado en O riente ” . Ahora sigam os a Fre ud al pie de la letra: Aquí se interrumpe, se pone de pie y me ruega dispensarlo de la pintura de los detalles. Le aseguro que yo mismo no tengo inclinación alguna por la crueldad, por cierto que no me gusta martirizarlo, pero que naturalmente no puedo regalarle nada sobre lo cual yo no posea poder de disposición.
¿So bre qué dice Freud no tener poder? So bre el hecho de que lo que se presentó en la m ente de su p acie nte efectivam ente se le p resentó . A hora bien, se acord ó justo el día anterio r que cualquie r cosa que llegara se diría ipsofacto. F reud m arca entonces aqu í su retiro de la cortesía y de la ben evolencia qu e buscarían qu e se le ahorre al otro cualquier displacer, juzgándolo conjunta m ente “in útil” , y se atiene firm em ente a su regla. Pero, ¿de qué nos enteram os cinco páginas más adelante, siemp re en el relato de esta mism a sesión del 3 de octubre? A Freud la cos a le parece lo bastante impo rtante como para subrayarla él mismo: En un momento dado, cuando le hago no tar que yo mismo no soy cruel, reacciona llamándome “mi Capitán”. 11
En su redacción definitiva del caso, Freud es todavía más explícito: [...] al final de esta segunda sesión, [el paciente] se comportó como ato londrado y confundido. Me dio repetidas veces el trato de “[mi] Capitán”, probablemente porque al comienzo de la sesión le había señalado que yo no era cruel com o el capitán N., ni tenía el propósito de martirizarlo inne cesariamente [u n n ó tig e r w e is e ],18
Esto no dice nada sobre tormentos eventualmente “útiles” cuya exis tencia Freud protegería, o pone m uy poca atención, por el contrario, a la “utilidad ” de la crueldad del capitán N ..., la m ism a que oca siona en el hom bre de las ratas esas violentas sensaciones que Freud describe com o “el horror de un goce ignorado p o r él mism o”. Como sea, lo esencial de lo que busco ubicar aquí sobre la transferencia está dado en este sainete: por una parte, Freud no se tom a de ningún mo do por el capitán cruel (y no duda en decírselo a su paciente), quien le contesta de inm e
17. S. Freud, L ’homme aux rats. Journal d ’une an alyse [E l hombre de las ratas. Dia rio de un anális is], París, PUF, 1974, pág. 41. [Las ediciones en español (Amorrortu ed., Tomo X, y Ed. Nueva Visión, Los ca sos de Sigmund Freud, tomo 3) no tienen sesiones anteriores al día 10 de octubre.] 18 .I d., A propó sito de un ca so de neurosis obse siva , op. cit., pág. 135, versión revisada.
diato, y no sin pertinen cia, que prec isam ente él sí lo toma por ese cap i tán. Y si Freud inscribe de entrada en sus notas esa reacción de su pacie nte y la su braya, para luego, en su exposició n pública, darle tan poco misterio , es en efecto porque percib e que esta réplica repetitiva del hombre de las ratas es su última palabra. Esta serie de intercambios introduce mucho mejor a la cuestión de la transferencia que la historia de la primera p aciente que se echó un d ía al cuello de Freud declarándole su ardor. La primera respuesta de Freud, ante la deman da de su paciente de pasar discretamente por alto todas sus bajezas, se apega a la regla que se había pro m ulgado el día anterior: Superar sus resistencias -prosigue dirigiéndose siempre a su paciente jus to después de haberle dicho que no podía dispensarlo- es una orden [Gebot] de la cura a la que no podemos sustraernos.|l>
¿Qué diablo impulsa a Freud a emp lear aquí la palabra “ Gebot ” , que ciertamente no pertenece solamente al lenguaje militar, pero con todo se encuentra en él? Pues si bien queda excluido también perentoriam ente sustraerse a tal Gebot, bastará con imaginarla com o fuente de displacer para h abla r de... ¡suplicio! L a respuesta , tranquilam ente inexora ble , de Fre ud (“L o que se le ocurrió es lo que se le ocurrió, yo no puedo hace r nada al respecto”) ubica la llegada de los pensam ientos a la m ente en el nivel de la llegada de las ratas al ano. Pensemos solamente aquí en el suplicio de las ratas con este pequeño agregado: las ratas podrían eleg ir entre precip itarse dentro el ano del supliciad o o huir (o qued arse en el tarro). De ser sádica, la historia se vuelve escatológica, vagamente in decente; le otorga la mayor importancia a la psicología ratil y deja a nuestro hom bre de las ratas exilado de este “goce ignorado por él” . No. La h istoria no funciona, no me rece su calificativ o de sádica (y no tiene interés para el paciente de Freud) m ás que si las ratas no tienen opción. N in gún cuestionam ie nto deberá realizarse al respecto , so pena de des bandada in m ediata. Pero el m éto do de asocia ció n libre debe tam bién ser imposible de frenar, o si no, no es nada.
1.1.3. La martingala infalible de la asociación libre No deseo recorrer enteram ente ese tó pic o de la histo ria del psicoanáli sis: ¿cómo llegó Freud a em plazar este método llamado d e la “asocia
ción libre”, que le permitió abandonar la hipnosis. Sin em bargo, deb e mos regresar a ello para, al iluminarlo de cierta manera, mostrar su punto de enganche con el desencadenam ie nto de la transfere ncia . Esta sólo se im pone en efecto al térm ino de una serie de fracaso s suc e sivos, relacionados todos con la concepción traumática que Freud se construye en tonces con respecto de la etiología de la neurosis. La cosa comienza con el descubrimiento penoso de los límites bastante estre chos de la hipnosis, pero en un movimiento característico del propio Freud: en un primer momento, se contenta con pensar que no es un buen hipnotizador, y que otros opera n m ejo r q ue él. Com o siem pre , un caso vendrá a probarle lo fundamentado de las prevenciones qu e m an tiene respecto a eso: u na de sus pacientes recae regularm ente al cabo de algún tiempo tras cada uno de sus tratamientos hipnóticos, y Freud se dice que no logra hacerle alcanzar el grado m áxim o de hipnosis que su caso requiere, el de sonam bulismo con am nesia. Pero Be rnheim, p or su parte , gra n m aestro de la hip nosis, ¡B ern heim segura m ente lo lo gra ría! Y du rante el verano de 1889, Freud y su paciente con un nom bre tan prom ete dor ,20 lo bastante acom odada com o para hace r el viaje, se van cam ino a Nancy. ¡Qué va! El gran Bernheim tropieza también: Pues bien; Bernheim intentó con ella varias veces [lograr que alcanzara el nivel de sonambulismo con amnesia], pero no obtuvo más. Me confesó llanamente que él alcanzaba los grandes éxitos terapéuticos mediante la sugestión sólo en su práctica hospitalaria, no con sus pacientes priva dos .21
A sí que el problema no está com pletamente del lado de los talentos del hipnotizador. Por entonces, pasa po r el consultorio de Freud cierto n ú mero de pacientes histéricas a quienes aplica con m ayor o m enos suerte algunas sesiones de hipnosis, cuando llega fra u lein Elisabeth: En el caso de la señorita Elisabeth -escribe-, desde el comienzo me pare ció verosímil que fuera conciente de las razones de su padecer; que, por lo tanto, tuviera sólo un secreto, y no un cuerpo extraño en la conciencia. [...] Al comienzo podía, pues, renunciar a la hipnosis, con la salvedad de
20. Su verdadero nombre era Anna von Lieben. ¡No es un invento! Inmediata mente después del fracaso de Bernheim, Freud la envió también a París a ver a Charcot. No sabemos si el gran hombre tuvo más éxito que los otros dos... Cfr. Jacqueline Carroy, Hypnose, suggestion et psychologie [Hipnosis, su gestión y psico logía], París, PUF, 1991, pág. 187. 21. S. Freud, Presentación autobiog ráfica, op. cit., pág. 17.
servirme de ella más tarde si en el curso de la confesión hubieran de surgir unas tramas para cuya aclaración no alcanzara su recuerdo .22
Vemos aquí, entonces, a la hipnosis reducida (com o la coca en su m o mento 23 ) al papel de coadyuvante. Ahora bien, con Elisabeth, que es tan seria, la cosa se resiste firmemente: “Vea usted -le dice ella [cada vez que él se ve llevado a recurrir a la hipnosis]- no estoy dormida, no me pueden hipnotizar ”,.24
Freud recu rre entonces a un procedimiento especial, muy contro verti do entre los hipnotizadores: toca a su paciente. En la postura delicada en que ella lo coloca con sus rechazos reiterados, saca su último as y pone las m anos en su fre nte, sig uie ndo la té cnic a que había utilizado con Miss Lucy: Así, cuando llegaba al punto en que a la pregunta: “¿Desde cuándo tiene usted este síntoma?” o “¿A qué se debe eso?”, recibía por respuesta: “Real mente no lo sé”, procedía de la siguiente manera: Ponía la mano sobre la frente del enfermo, o tomaba su cabeza entre mis manos, y le decía: “Aho ra, bajo la presión de mi mano se le ocurrirá. En el instante en que cese la presión, usted verá ante sí algo, o algo se le pasará por la mente como súbita ocurrencia, y debe capturarlo. Es lo que buscamos. -Pues bien; ¿qué ha visto o qué se le ha ocurrido?” 25
Pero Elisabeth persevera en su indocilidad, ella que al inicio parecía poder p rescin dir de toda hip nosis . Y Fre ud, q uie n continúa no consid e rándose un terapeuta irresistible, se dice que decididamente hay días buenos y día s m alo s .26 Sin embargo, observ ó que los fracasos ocurrían sobre todo cuando Elisabeth estaba de buen humor, mientras que la imposición de las manos funcionaba siempre cuando estaba de mal humor. Y además, su buen hum or vira al malhu m or cuando se mue stra 22. Id., Estudios sobre la histeria, op. cit., pág. 154. 23. Sobre este largo y apasionante episodio de Freud y de la coca, referirse al capítulo de Jean Allouch: “Freud coquera”, Letra por letra, B.uenos Aires, Edelp, 1993, págs. 25-40. 24. S. Freud, Estudios sobre la histeria, op. cit., pág. 160. 25. Ib id ., pág. 127. Un pequeño detalle al pasar: cuando la presión cesa es cuando se espera que se presente la idea. La sucesión se impone de entrada a la contemporaneidad. Sobre esta práctica del “toque en la frente”, presente en Liebeault, Bernheim y Noizet (su inventor), ver R. Roussillon, Du baquet de Mesmer au “baquet" de Freud [de la cubeta de Mesmer a la "cubeta" de Freud], París, PUF, 1992, pág. 103. 26. “Las primeras ocasiones en que apareció esta contumacia acepté interrumpir el trabajo so pretexto de que el día no era propicio; otra vez sería.”, Ib id., pág. 167.
refractaria. Freud se encuentra entonces ante una especie de ecuación: buen hum or + rechazo = malhumor. C onclu ye de ello lo sig uiente , que tiene un gran peso en nuestra balanza: Me resolví entonces a suponer que el método nunca fracasaba, y que bajo la presión de mi mano Elisabeth tenía siempre una ocurrencia en la mente o una imagen ante los ojos, pero 110 todas las veces estaba dispuesta a comunicármela, sino que intentaba volver a sofocar lo conjurado [...] Pro cedí entonces como si estuviera enteramente convencido de la confiabilidad de mi técnica. Ya no lo dejé pasar cuando ella aseveraba 110 ocurrírsele nada. Le aseguraba que por fuerza algo se le había ocurrido; acaso ella 110 le había prestado suficiente atención .27
Se efectúa un salto esencial, y de inmediato Freud lo extiende m ucho más allá de la particularidad del caso: [...] o bien ella había creído que su ocurrencia no era la pertinente. Y le decía que esto último no era cosa de su competencia; estaba obligada a mantener total objetividad y a decir lo que se le pasara por la cabeza, viniera o no al caso. Por último, que yo sabía con certeza que algo se le había ocurrido; ella me lo mantenía en secreto, pero nunca se libraría de sus dolores mientras mantuviera algo en secreto. Mediante ese esforzar conseguí que realmente ninguna presión resultase ya infructuosa. Me vi pre cisado a supo ner que había disce rn ido de manera corr ec ta el. es tado de la cuestión, y a ra íz de es te an álisis co bré de hecho una confianza ab so luta en mi técnica,2H
E sto es muy apropiado para escandalizar a quienqu iera que se conten tara con ver en ello una inducción errónea, aco m pañad a por una intimi dació n feroz (“ [...] nu nca se libraría de sus dolore s mientras m antu viera algo en secreto”), ese “pasaje en el límite” es, sin embargo, una pieza decisiva del método freudiano .29 ¿Por qué un juicio tan arriesgado, e incluso tan abiertamente falso, si sólo se trataba de entenderlo factualmente? Es la única salida qu e Freud encuen tra para poner término a la pulseada que lo vincula con su paciente, al menos en la medida en que él sabe que este último, fatalmente, se opondrá en algún m om ento a su terapeu 2 7 .Ibid ., pág. 168. 28. S. Freud, Estudios sobre la histeria, op. cit., pág. 168. Los subrayados son míos. 29. Que volvemos a encontrar sin demasiadas dificultades en la otra afirmación teórica del mismo periodo: todo sueño es una realización de de se o. Tomado factualmente, este enunciado parece difícilmente aceptable. Si no olvidamos su íncipit metodológico, en cambio, suena de un modo un poco distinto; si queremos interpretarlo, entonces sí, todo sueño es una realización de deseo.
ta por razones tocantes al objeto mismo del procedimiento: la repre sión. La resistencia del paciente no puede no ser planteada, correlato inevitable de la definición de la representación inconsciente com o re presentació n reprim id a que, al mism o tiem po, aspira por sí m is m a a volverse conciente (es su indispensable costado “ rata”), pero ve nuev a m ente rechazado ese destino por la instancia mism a que la relegó fuera de lo conciente, y continúa sin quitarle los ojos de encima.
I. 1 .4 Una regla metodológica El hallazgo de Freud equivale entonces a aban donar al paciente en tanto que interlocutor, manteniéndolo al mismo tiempo como hablan te. C om o Freud le dice claram ente a Elisabeth: en lo referente a saber si lo que e lla va a decir tiene o no interés, “esto no era cos a de su com pe tencia” . Esa brutal descalificación del juic io en aquél o aqué lla de quien se espera la “con fesión” es ante todo m etodológica en la m edida en que imparte a cada uno el papel que deberá desem peña r en la distribución de la palabra. Pero, a fin de cuentas, ¿qué es una “regla metod ológica” ? Cu ando un estudiante se lanza en la resolución de un prob lem a de física relativo a un sistema determinado, se encuentra en la obligación de em pezar su demo stración con estas palabras: “C onsidero al sistema x (luego viene una descripción somera del sistema y de sus componen tes) como aislado físicam ente.” Sin embargo, todo el mundo sabe, em pezando por el alu m no y su profesor, que ningún sis te m a está nunca verdad eram ente aislado “físicame nte”, aunque m ás no sea en razón de la om nipresente gravedad y por el hecho de que necesita “reposar” , de alguna m anera, sobre otra cosa. Y sin em bargo, cada vez que se quieren estudiar las fuerzas en juego dentro de un sistema dado (una construc ción m etálica, un sistema biela-manivela, etc.), conviene circu nscribir lo “aislándolo” así, no físicamente, sino metodológicamente. Y no se trata aquí de una pura fla tu s vocis pues, a lo largo de la solución del pro ble m a, será necesario, consecuente m ente , im pedirse traspasar la circunscripción prim era que constituirá entonces ley por el simp le he cho de haber sido enunciada como ta l. La “regla fundam ental” del psi coa nálisis viene en este lugar. M ientras Freud se tom a el pulso (y por lo tanto se busca coadyuv antes) para saber si va a ganar en la lucha contra las fu erzas de la represió n o no, se encuentra en la postura en que estaba durante su experimenta ción sobre la cocaína, cuando medía con el dinamómetro su “forma” del día, primero sin coca, luego con coca. Esto lo llevó a darse cuenta
de que la coca le perm itía volver a alcanzar su forma m áxim a prec isa m ente cuando no se encon traba en el máxim o, pero que, por el contra rio, la misma dosis sólo tenía poco efecto cuando ocurría que estaba naturalm ente “en su mejor form a” . El asunto se reduce ahora a un com bate entre él (y su s div ersos m edio s té cnic os) y su pacie nte , quie n no puede ser pla nte ado aparte de su pato lo gía , com o es el caso con basta n te frecuencia en m edicina. Ahora bien, si el inconsciente es efectiva men te lo que Freud im agina entonces al respecto, queda excluido ap os tarlo todo a la cooperación del paciente. E stá claro qu e es im portante, que sin ella no se hará nada, pero contentarse con ella sería fatal. Por eso conv iene p la n te a r m eto doló gic am ente el enunciado d e acuerdo con el cual la palabra del pa ciente ya no le pertenece. Esto no puede ser del orden del m ás o del me nos; unas veces le perten ecería, otras veces no le pertenecería. N o. A pa rtir de esto, en el m arco de cad a una de las sesiones por venir, el paciente dejará de sopesar en la báscula de lo verosímil y de la con ven iencia lo que se presenta por sí mismo. Esa es la regla. Que se siga con mayor o menor aplicación no cambiará en nada su naturaleza de regla. En el lugar m ismo de esa exclusión, al mismo tiemp o m etodológ ica y soberan a (soberana por ser metodo lógica), la transferencia va a surgir en su doble polaridad, que Freud no deja de atestiguar: p rimero so rpre sa, puesto que si la regla hacía caso omiso del paciente como inter locutor, ya no tendría que intervenir en el campo operatorio delim itado de este m odo m ás de lo que debería hacerlo el paciente bajo el escalp e lo del cirujano. P ero también la ausencia de sorpresa, pues este relegamiento del p aciente en el papel de p roferir una palabra sin juicio reitera a su ma nera la represión, e im plica una po derosa reacción. Vista desde ese ángulo, la regla se presenta en efecto en la misma dirección de la hipnosis, pues establece (y no demanda, ni exige, ni obliga) que la ac tividad de juicio crítico del paciente perderá toda posición “meta”, y será redu cida de entrada al nivel de pensam ientos tan cualesq uiera como cualqu ier otro. Los hipno tizadores no tenían otro objetivo, aunqu e con una diferencia, sin embargo; ellos querían hacer callar a esa instancia crítica, reducirla al silencio en el tiempo mism o de la hipno sis ,30 mien tras que Freud le da la palabra, contentándose con establecer reglamentariamente que ya no tiene poder sobre el curso mismo de la pala bra, pues está destinada a hundir se en ese flujo .
30. E incluso más allá, como lo piensan todavía hoy los que se espantan de los poderes de la hipnosis sólo para alojar mejor allí las dulces angustias vincula das a la más extrema pasividad...
En general, no se pone la atención suficiente a la naturaleza del pacto que se establece con el enun ciado de esta regla, vivida con frecue ncia en nuestros días como una obligación vacía de sentido (¿quién podría decir verdaderamente sin reservas lo que le viene a la mente?). Sin com entar más ese punto por el m omento, m e contentaré con anotar la existencia de ese momento curioso, aparentemente paradójico, en que se le exige expresamente al juicio del paciente que acepte, con toda conc iencia, po r lo tanto, una regla que destituye a ese mismo juic io de sus funciones más propias. ¿Se trata acaso de una nu eva forma de ser vidumb re voluntaria? M e apartaré aq uí del estricto com entario freud iano en la medida en que Freud, obstinadamente, sostuvo que la transferencia era ante todo una producció n de la neuro sis. Tal fu e el caso , por eje m plo , en su texto decisivo Recordar, repetir y reela borar (1914), don de dab a una nueva definición, técnicam ente precisa, de la transferencia: lo que el pac iente no consigu e recorda r a través del método de la asociación libre -y que, sin em bargo, fiel al imp ulso del “deven ir con sciente” , no cesa de asp i rar a la exp resió n- se pone en acto en el marco de la relación de trans fe ren cia entre analista y paciente. El Agie ren, que el inglés acting out traduce lo bastante bien com o para que el español y el francés lo hayan adop tado, apo rtaba su piedra a la idea freudiana dom inante de acuerdo con la cual la causa de la transferencia debe bu scarse en prime r lugar del lado del paciente: lo que él no puede decir (o dar a entender), lo muestra ,31 nos gustaría decir a la W ittgenstein. H asta el punto q ue la causa prim era de la transferencia parecía debe r referirse, una vez m ás, a la “naturaleza misma del ser-enfermo en lo más íntimo que tiene”. A hora bien, sobre este punto, las opiniones de los freudianos p osterio res camb iaron suficientem ente como pa ra que al m enos se tome nota de ellas.
I. 2. El desarrollo de la transferencia D urante la v ida de Freud, nada muy estridente se escribiría a propó sito de la transferencia; o m ás exactamen te, de la causalidad de la transfe rencia, pero las experiencias de unos y otros habrían de m odificar, poc o
3 1. A cualquier precio que pudiera costarle, a veces. Este valor de la transferencia fue retomado en Más allá del p rincipio de place r, como uno de los tres enig mas que conducirían al concepto freudiano de “repetición” en su vínculo con el instinto de muerte.
después de su desaparición, un lienzo que, durante mucho tiempo, prác ticamen te no conoció m ás que su pincel. En primer lugar, en razón de un hecho muy simple; pero tontamente insistente: con lo que muy p ronto fue llamado la “segun da regla fund a m ental” -l a obligación para todo analista de haber emprendido y lleva do a buen pu erto un análisis en tanto que pa cien te-, los analistas de la “segunda g eneración” tuvieron que escoger los candidatos que ad m i tían a estos “análisis didácticos”. En los diferentes institutos que se crearon enton ces en el seno de la I.P.A., siemp re siguiendo más o m e nos el m odelo del primer instituto de Berlín, estos didac tas se preoc u paron por aparta r de entrada a las personalidades dem asiado patoló gi cas, tanto del lado de la neurosis com o -y aún m ás - del de la psicosis. A hora bien, al tom ar en análisis a unos individuos que no presentaban en su com portamiento nada que pudiera considerarse como “neurosis clínicas”, se toparon con la sorpresa (¡ellos también!) de ver que se establecían transferencias que no tenían nada que envidiarle, tanto en su intensidad com o en su “capricho” [“fa n ta is ie ”], a las de los pacien tes más trastornados. El argumento de Freud según el cual había que referir en prim er lugar la irrupción d e la transferencia a la “naturaleza m isma del estar enfermo en lo más íntimo q ue tiene”, no se sostenía ya. La prim era en atreverse a decirlo en voz alta fue Ida M acalpine, en un artículo bastante esbozado, pero que h abría de hacer época, pu blicado en 1950 bajo el título: “The D evelop m ent of Tran sference ” .32 Su argum entación es simple: la transferencia es desencaden ada por la situación d e la cura. El (ya) famoso “marco analítico” se impo ne como una versión más mod erna de la F reu d’s che P sychoanalytische M ethode , de acuerdo con el título mismo del artículo de Freud de 1904, y Macalpine construye su artículo sobre el esquema, trivial después de esto entre los par tidarios del “m arco” , de acue rdo con el cual la frus tra ción im puesta por el analista prod uce la regresión, que a su vez des en cad ena la transferencia, que vuelve por su parte posible el tratamiento. Prim ero, ella se tom a el cuidado de establecer claram ente la am bigüe dad de Freud en cuanto a la causalidad de la transferencia ;33 por un 32. Ida Macalpine, “The Development o f Transference”, Psychoanalytic Quarterly, 1950, n° 19, págs. 501-539. Este texto sólo fue traducido al francés muy tardíamente, y publicado en la Revue frangaise de psyc han alyse, XXXVI, 1972, 3, págs. 443-474. Por otro lado, desde 1939, Michael Balint había atraído la atención de la comunidad freudiana sobre esos problemas a través de sus artículos “On Transference and Counter-Transference” (1939) y “On the Psychoanalytic Training System” (1947). 33. No es lo menos curioso en este largo texto de Macalpine el hecho de verla
lado, pone en fila sin esfuerzo las citas donde él da a saber, por ejem plo , que “e se carácter partic ula r de Ja tr ansferencia no debe, en conse cuencia, atribuírsele al tratamiento, sino que debe im putársele a la neu rosis m ism a del paciente ” ,34 pero apunta que él sugiere también, llega do el caso, que “el analista debe rec onoce r que el paciente que se ena m ora es llevado a ello por la situación analítica Ida M acalpine, por su parte , se erig e cla ram ente en la abogada de la segunda posibili dad, sobre la cual dice que “ Freud no la desarrolló ni la precisó ” . N os darem os de entr ada una id ea del to no general del artículo si entra mos en conocim iento de los quince puntos que M acalpine termina por ordena r unos tras otros para dar cuenta de las causas de la transferen cia, contentándo se con num erarlas para dar una vaga im presión de or den: I) la supresión del mundo objetal; 2) la constancia del entorno; 3) la rutina inamovible de la ceremonia analítica; 4) la no respuesta del analista en tanto que repetición de situaciones infantiles; 5) la intemporalidad del inconsciente; 6) las interpretaciones en un nivel infantil, que favorecen un comportamiento infantil; 7) el papel del yo reducido a un estado inter medio entre el dormir y el sueño (por la regla fundamental); 8) la disminu ción de la responsabilidad social (una vez más a causa de la regla); 9) el elemento m ágico de la relación médico-enfermo; 10) la asociación libre, al liberar las fantasías inconscientes del control conciente; 1 1) la autori dad del analista; 12) la entera simpatía de otro, seguida por la desilusión y por lo tanto, una vez más, de regresiones; 13) la ilusión de una completa libertad; 14) una frustración de toda sa tisfacció n que provoca, también en este caso, la regresión infantil; 15) el analizado se separa cada vez más del principio de realidad y cae bajo el dominio del principio de placer.
Sus conclusiones, com o se sospecha, son más bien francas: Ya no se puede sostener, por ello , que las reacciones del analizado durante el análisis sobrevengan espontáneamente. Su comportamiento es una res puesta a la situación infantil estricta a la que está sometido .35
seguir fielmente, sin pestañear, la “sorpresa” de Freud ante la transferencia: “Freud, quien tuvo que abrirse un camino paso a paso para crear una técnica nueva, fue tomado completamente en descampado cuando se encontró por primera vez con la transferencia, en su nueva técnica.” O también: “Cuando, para su estupefacción, Freud se encontró con la transferencia en su nueva técnica [...]” Ida Macalpine, “Le dévéloppement du transfert”, op. cit., págs. 460 y 470. 34. Cita también a Ferenczi y a Rado, que van uniformemente en la misma direc ción. 35. Ida Macalpine, op. cit., pág. 464.
De ahí su definición de la transferencia: “Un a capacidad d e adaptarse til hacer una reg resió n ” .36 ¿Ad aptarse a qué? A la situación de la cura, al ahora famoso “marco”. Lo más notable, en esta reversión realizada por M acalp in e, le corresponde al lugar que ella le oto rga ahora a la “contratransferencia”.
1.2.1. La contratransferencia La palabra no era nueva. El propio Freud la había empleado bastante pronto 37 para designar las reacciones del analista. Sin embargo , no le puso m ucha atenció n, y nada perm ite im agin ar en él una especie de dialéctica entre la transferencia del paciente y la contratransferencia del analista. Ahora bien, es precisamente esta veta la que habría de tom ar unos visos de desencaden am iento en los años cincuenta. Esto no significa que el artículo de M acalpine hay a servido ah í de disparador; más bien fue testigo en un lento movim iento de vuelco. T heod or Reik, entre otros, ya se daba a conocer desd e hacía algún tiempo a través de sus múltiples publicaciones com o alguien que no titubeaba en pon er en ju ego sus propia s reaccio nes in consciente s durante la se sió n, reaccio nes que él convertía en el trampolín de sus interpretaciones .38 Dentro de un a veta claram ente idéntica, num erosos analistas conocidos en los años cincuen ta (Donald W innicott, M argaret Little, A nnie Reich, etc.) buscaron poner de relieve la noció n de contra tr ansferencia , y la hicie ron pasar de un casi oprobio a un recono cimien to pleno y completo. El oprob io prov enía por supuesto de lo dicho por Freud: si la transfe renc ia es, en lo esencial, una producción del analizado, conviene no dar más con sistencia a un movim iento ya de suyo bastante incóm odo, res pondiéndole con la m is m a fuerza y en el m is m o tono. En esta concep ción, se le suplica al analista que ponga un freno a cualquier contratransfe rencia eventual, y se espe ra que su análisis “didá ctico” lo habrá capacitado para ello. A esto, los partidarios de la contratrans ferencia responden, con la sensación de tener a su favor una mayor preocupación por la frescura y la veracid ad: oig an, es evidente que el 36 .Ibid ., pág. 469. 37. Especialmente en su famosa carta a Ferenczi del 6 de octubre de 1910: “[...] Además, no soy ese superhombre Ya que hemos construido, ni he superado tampoco la contratransferencia [...]”, S. Freud-S. Ferenczi, Correspondance, (1910-1914), París, Calmann-Lévy, 1992, pág. 231. 38. Su obra más famosa desde ese punto de vista sigue siendo: “Listening with the Third Ear", pero la mayoría de sus demás publicaciones va en el mismo sen tido.
analista está agitado po r sentimientos diversos y variados du rante toda la cura, e incluso es deseable que así sea, en vista del material con el que se enfrenta y al que se expone. Así que dejemos de practicar la política del avestr uz y oto rguém osles a esto s se ntim ie nto s, a estas e m o ciones, toda la atención que merecen, al igual que a esas manifestacio nes del inconsciente (sueños, lapsus, actos fallidos) que no dejan de apa rece r del lado del analista en su relación con su paciente. Para d ar una imagen un poco exacta de esta reacción que agitó al m un dillo p sicoanalítico en los años cincuen ta y sesenta, sería conv eniente entrar en mil m atices, pues cada autor sostenía una concepción singu lar, cuando no acababa variando a su vez con el paso del tiempo. La valorización de la contratransferencia fue realizada sin embargo por aque llas y aquellos que se sentían o se ponían por su cuen ta a sí mismo s un poco al margen de la ortodoxia de la I.P.A., alineada de manera b a s ta n te q u is q u illo s a so b re el F re u d o fic ia l q u e re p u d ia b a la contratransferencia. Con algu nas importantes sorpresas: M elanie Klein, por eje m plo , ig noró ca si to ta lm ente ese concepto en el conju nto de su obra. Ca si no se lo ve surgir, salvo en sus último s trabajos sob re Envi dia y gratitud, m ientras que num erosos kleinianos se contaron en tre los más ansiosos en otorgarle importancia: Bion, por supuesto, pero tam bién M oney-K yrle , y aún más el argentino Racker, quie n describ ía a la contratransferen cia com o “la C enicienta de la investigación an alítica” , y llegó hasta él pun to de inven tar la “neurosis de co ntratransferenc ia 39 ” . Para los que apoyaban la “relación de objeto” -Balint, Fairbairn, W innicott, luego G unthrip y otros m ás-, la contratransferencia cae por su prop io peso, es uno de los constituyen tes básicos de la relación an a lítica, y no puede no entrar en las interpretaciones llamadas más gene ralm ente “de transferencia” , claves de la neurosis del m ismo nom bre, y por lo ta nto del análisis. No prete ndo critic ar aquí ni ensalz ar esta concepció n de una tr ansfe rencia en espejo, sino simp lemen te indicar en qué fue, entre otras co sas, una réplica a la indecisión en la que Freud h abía sabido m antene r se con respecto a la causa de la transferencia. En todo caso, nu nca se espera que el analista sea activamente, p or sí mismo, seductor o sádico; en pocas p alabras, directa y persona lmen te activo en la eclosión de la transferencia. El mo vimiento que había llevado a considerar a la trans 39. Sobre esta valoración de la contratransferencia entre los kleinianos, cfr. Gerard Bléandonu, L’école de Melanie Klein [L a escuela de Melanie Klein], París, Paidos/Le Centurión^ 1985, págs. 64-7 0. Sobre las concepciones bastante extremistas de Racker: “The Meanings and Uses of Countertransference”, Psychoa na lytic Quarterly, n° 26, 1957. págs. 303-357.
ferencia como un aato de la naturaleza hum ana en su conjunto adem ás de u na producción únicamen te de la gran histeria, ese m ovimiento de bía, fin alm ente , resultar ser decis iv o al in clu ir al analista en el grupo de aquéllas y aquéllos llamados a transferir. La noción de contratransferencia implica entonces que el analista no puede no esta r tocado p or la tra nsferencia de su pacie nte , p or una parte, y que reacciona a ella según las m ismas vías también inconscientes, po r otra parte. Eso constituye dos puntos muy diferentes. Si aproximada m ente todos conc uerdan sobre el primero (c/r. el extracto d e la carta de Freud a Ferenczi citada supra), difieren sobre el segundo, por un lado, con los partidarios de la neutralidad analítica, quienes no ven cómo sacar partido de la contratransferencia, y los partidarios de la imp lica ción. Las curas de pacientes psicóticos habrían de dar, por otro lado, nacim iento a verdaderas “nuevas técnicas” psicoanalíticas que dedica ban la m ayor parte d e su esfu erzo a esa implicación contratransferencial. L a toma en cuenta de la contratransferencia como eleme nto dinámico en la cura reposa sobre la idea de que el an alista no ganará na da colo cando po r un lado la manera en que su persona se encuen tra puesta en escena en la transferencia del paciente, y por el otro... ¿a él mismo? ¿Cómo nombrar este elemento que habla, que sueña, que es afectado, que se em bolsa el dinero y goz a de él; en pocas palabras, que conserv a aparen temen te cierta autono m ía con relación al juego en el cual el pa ciente tiende a encerrarlo? ¡Es mu y difícil encontrar un nom bre apro pia do para eso! El “analista ” no es convenie nte , pues es ta m bié n el nombre de aquél a quien el paciente pone en escena. ¿“El médico”, com o frecuentem ente se arriesga a llamarlo Freud ? Eso prácticamen te no mejorará la situación, y generará muy rápidamente incómodas am big üedades. ¿El “ser hum ano” oculto tras el analista? ¡Cuánta m eta fí sica! M ás vale, para apreciar lo que está en juego , darse vu elta hacia una polémica susceptible de entregar, a través de los textos que con fronta, la po stura enunc iativa a la que apunta este tipo de cuestión.
1.2.2. Maurice Bouvety su cura-tipo Maurice Bouvet no formó parte de esos perturbadores institucionales que, en un a veta abierta en su mo m ento por el ardiente Ferenczi, agita ban la bandera de la contratransferencia en la I.P.A. de la postguerra. Médico de los hospitales psiquiátricos, jefe de clínica, se lanza en el psic oanális is durante una época en que to davía era alg o e xcepcio nal en Francia, y helo aq uí miembro titular de la Soc iété Psycha nalytique de
París en 1948. M iembro de la com isión de enseña nza desde 1949, lue go de la dirección de esta m isma institución; se encu entra forzosamente en el cen tro de las trifulcas que, en 1953, habrían d e ver la separación entre la SPP (a la que perteneció ha sta su m uerte en 1960, cuando sólo tenía cuarenta y nueve años) y la Société Frangaise de Psychanalyse , donde se encontraba Jacques La can .40 En 1954, pu blica en la pre stigio sa Enciclopédie médico-chirurgicale [Enciclopedia médico-quirúrgi ca ] un artículo [40] titulado “La cu ra-tipo ” ,41 d onde se aboca con toda su fuerza al siguiente problema: ¿qué hac er de esa divergencia entre el analista tal com o está presentificado en el decir del paciente y esa otra cosa que por el instante se llama aq uí el analista como “él mism o” ? La suerte en este caso es que a Jacques Lacan también se le encargó escri bir, un año m ás tard e, durante las Pascuas de 1955, un artículo que hab ría de resultar crítico con resp ecto al de Bo uve t, titulado “V ariantes de la cura-tipo”, tamb ién publicado en la mism a Enciclopédie médicochirurgicale.42 Esta polém ica viene com o anillo al dedo para desc ifrar unas apu estas que la abunda ncia de la literatura analítica sobre ese tema de la transferenc ia es más tendiente a ahogar 43 El artículo de Bouv et es muy largo (cerca de una centena de páginas), y que da excluido recordar aq uí en detalle los m uy num erosos a priori a través de los cuales delinea una con cepc ión del análisis que le otorg a la m ayor imp ortancia al yo (lo que justificará, en la crítica de L acan, la am algam a con cierto psicoanálisis estadoun idense de la mism a época). Sólo retom aré unos cuantos párrafos, referentes a la transferencia, bas tante numerosos, por lo demás. Primero, unas palabras sobre el tono general, que alimentó sin duda el malhumor de Lacan en su artículo, dond e no cita ni una sola vez el nom bre de Bouvet. L a simp licidad del tono, el recordatorio de una parte de la literatura analítica, el recorte 40. Para más detalles, ver el capítulo que Elisabeth Roudinesco le consagró a Maurice Bouvet: “Maurice Bouvet ou le néo-freudisme á la frangaise” [“Maurice Bouvet o el neofreudismo a la francesa”], Histoire de la psychanalyse en France 2 [H istoria del psicoanálisis en Francia 2], París, Le Seuil, 1986, págs. 280-287. 41.Maurice Bouvet, “La cure-type”, E n cic lo pédie m éd ic o -ch ir u rgicale, “Psychiatrie”, 1954, 378 12 A10 -A 40. Retomado en: Dr. Maurice Bouvet, Oeuvres psychanalytiques 2 [Obras psicoanalíticas 2], “Résistances, Transferí” [“Resistencias, Transferencia”], París, Payot, 1976, págs. 9-96. 42. Jacques Lacan, “Variantes de la cure-type”, Enciclo pédie médico -chirurgical “Psychiatrie”, tomo III, 2-1955, fascículo 3781 2 CIO. Retomado en: “Varian tes de la cura-tipo”, Escritos 1, México, Siglo XXI, 1984, págs. 311-348. 43. A partir de su tercera página, Bouvet cita a Sacha Nacht, quien habría dicho: “¿La literatura de la transferencia? ¡Pero si es toda la literatura analítica!” M. Bouvet, “La cure-type”, op. cit., pág. 11.
pedagógic o, to do particip a para darle al tr abajo de B ouvet el estilo de un manual para uso de los estudiantes. El capítulo II, por ejemplo, se titula “Desarrollo de un análisis”, y presenta los subtítulos sucesivos siguientes: “Fase inicial del tratamiento. Las primeras en trevistas” , “D ar un diagnó stico fírme” , “C alcular las posibilidades de éxito de una cura analítica”, “El aná lisis en curso ”, “L a evolución del yo dura nte el an á lisis”, “La transferencia” , “La interpretación” , “Terminación del aná li sis” , y finalm ente, last bu t no t least, “El destete” . Es ésta, por lo meno s, una transmisión en regla de un saber doctamente establecido, de un saber que habría ganado desde hacía mucho tiempo sus galones univer sitarios, y que por ello es apto para alinearse sin dificultades con el estilo general de las publicaciones de la E n c i c l o p é d i e m é d i c o chirurgicale, tan méd ica como su nom bre lo indicaba sin ambages. D esde el comienzo, se resalta cierta concepción del análisis: El analista es un espejo, ciertamente ,44 y toma todas las precauciones necesarias para no reflejarle al sujeto más que la imagen que éste proyecta sobre él, es decir, las imago parentales en el sentido amplio del término, que lleva dentro de él mismo y cuyo conjunto constituye el superyo, que durante el análisis y en la transferencia tenderá a exteriorizar sobre el operador, encargándole de ese modo que sea una personificación de las fuerzas represoras.45
Introdu cida por un verbo con aspecto muy sim ple (“éste proyecta ”) el concepto de proyecció n ocup a de inm ediato el banqu illo de los acusa dos, con su curiosa prom oción de cierto “ope rador” (otro no m bre para designar lo que por el momento se presenta solamente como un “él m ism o”). Sin embargo, es necesario remitirse a más de treinta págin as más adelante para ver de cerca el significado que Bouvet le da a ese concepto: Algunas de estas defensas [del Yo], y las más primitivas, tales como la proyección, acarrean ipsofacto una deformación de la manera en que es posible que el sujeto aprehenda la realidad exterior, pues quien dice pro yección dice sustitució n de la re alid ad a seca s por la realidad subjetiva, e imputación de aquélla 46 [...]
44. Ese “ciertamente” es por sí solo un buen indicio de la posición enunciativa adoptada por Bouvet, quien presentará como evidencias simples unas cons trucciones que se desprenden de cierta vulgata francesa, ya parcialmente freudolacaníana. Ese “analista-espejo” no es otra cosa, incluso si puede justificarse con algunas (pocas) citas de Freud. 45. M. Bouvet, Oeuvres psychana lytiques 2, op. cit., pág. 15. 46. Ibid., pág. 43. Los subrayados son míos. Pero Bouvet está muy lejos de
¡Curiosa, muy curios a “realidad a secas” ! El realista más imp enitente du daría en con voc arla de este mod o, y sólo los partidario s del “sentido común” la invocan así sin vergüenza. ¿Será ese el caso de Bouvet? Re spues ta inmediata: Así, el Yo parece definitivamente incapaz de salir de ese círculo vicioso: débil por estar privado de suficientes aportes de energía instintual, 110 puede tener del mundo más que una imagen que mantiene el arcaísmo de su estructura, por el hecho mismo de las distorsiones que le hace sufrir a la realidad, en función de los procedimientos de defensa que le son acce sibles, pero aquí precisamente está la salvación; es que en la vida actual, presente, se encuentran en acción todos los elementos del conflicto que es responsable de la detención del proceso normal de la evolución. Como sobrevive disimulado pero activo, partiendo de aquí y ahora, y apoyándo nos sobre la realidad actual, nos será posible, sin que intervenga ningún artificialismo, captar en esta forma viva el conflicto inicial, de tal modo que pueda ser superado de una manera muy distinta que en la convención de un conocimiento intelectual .47
¡Así que la realidad “a secas” era la realidad “actua l” ! La dicotom ía introducida con esta acepción del concepto de “proyección” im presio na entonces por su simplicidad: por una parte, fuerzas arcaicas que vienen d e otro lugar; por la otra, una realidad “actual” hacia la cual con vendrá llevar progresivamente a aquél o aqu élla a quien cegaban hasta ese momento sus fuerzas instintuales inconscientes. La definición que sigue de la transferencia mism a se qued a claramente dentro d e esta línea: [...] La transferencia, es decir la transformación del significado de una si tuación objetivamente caracterizada, en función de la realidad psíquica 48 [...]
N uevam ente “realidad psíq uica” y “realidad actu al” (o en este cas o “objetivamente caracterizada”), resultan encon trarse en exclusión recí proca, o al m enos lo suficientemente re cíp ro ca com o p ara que el an alista tenga un acceso directo a cada una, sea testigo de la divergencia entre lo que el pac iente dice de él y lo que él es, hace, dice en el m arco de la “situación analítica”, tamb ién confu ndida con la situación “actual ” .40 permitir suponer que utiliza una versión personal suya del concepto de pro yección. En la página 54, podem os leer: “[Las formas clásicas de resistencia] son diez; sólo doy la lista como recordatorio, pues su estudio detallado no agregaría nada a lo esencial de mi demostración y su definición debe haber sido dada en otro sitio [ ...].” En la lista de las diez, encontramos, por supuesto, a la proyección. 47. M. Bouvet, Oeuvrespsychanalytiques 2, op. cit., pág. 44. A%.Ibid., pág. 53. 49. “[...] la situación actual, o, dicho de otro modo, la situación analítica [...]” Ibid., pág. 54.
Dese mb ocam os aquí, un poco caricaturescamente, en un desdoblamiento que aísla una de otra a las dos entidades que la transferencia parece tener que plantear irresistiblemente, y tal como se ubicaron ejemplar mente con el sainete del hombre de las ratas, en el que Freud hacía saber que él no era el capitán cruel (es conve niente no prec ipitarse a ver en eso una denegación), por m edio de lo cual el pac iente lo consideraba precisam ente com o tal, y se lo hacía saber.
I. 2. 3. Sobre algunas variantes ¿Cóm o organiza Lacan su réplica, frente a este discurso filosóficam en te ingenuo, pero que tiende también a hacer de esa ingenuidad el indi cio de una buen a ley fundamen tal en el analista? ¿Có m o se las arregla para recusar esta dic otom ía que ubic a al analis ta en la postu ra de orde nar, por un lado, lo que ocurre con la realidad de su persona, y por el otro lo que pertenece a las proyecciones pato lógicas de su paciente, sin por ello hacer caso om iso de la bifid ez propia de la transfere ncia , sino inscribiéndose simplemente p o r encim a de e sta división? A nte los “dilemas en los que se enreda el mé dico” , el eje de Lac an no es otro que el de la intersubjetividad: “Esa plataforma [de las “Variantes de la cura-tipo”] es estrecha -escribe-: consiste toda ella en que una práctica que se funda sobre la in te rsubje tiv id ad no puede escapar a sus leyes cuando, queriendo ser reconocida, invoca sus efectos ” .50 Así puntú a el fin de cada uno de sus capítulo s con una pregunta que volv erá a centrar cada vez m ás el asunto de la transferen cia sobre la persona del analista. En una frase que ha sido retom ada con mu cha frecuencia por sus comentadores, Lacan lanza primero como conclusión de su intro ducción la definición siguiente: [...] un psicoanálisis, tipo o no, es la cura que se espera de un psicoanalis ta .51
Un palmo de narices “irónico” (según lo que dice su propio autor) a toda la paciencia pedagógica de un Bouvet: he aquí la primera inver sión imp ortante; lejos de que el psicoanalista se defina com o cierto tipo de “ope rador” en el marco general de lo que debe ser un “psicoan álisis”, es él -p ero , ¿qué de él ? - el que va a servir com o piedra de toque en el posic ionam iento de la sin gularid ad que constitu ye una cura analítica: 50. J. Lacan, Escritos 1, op. cit., pág. 317. 51. Ibid.
[...] será por las solicitaciones ejercidas sobre el hombre real por la ambi güedad de esta vía como intentaremos medir, con el efecto que él experi menta, la noción que toma de ella. [...] si sigue siendo permanente en esa práctica particular la cuestión del límite que ha de asignarse a sus varian tes, es que no se ve el término donde cesa la ambigüedad .52
En esta misma veta, unas páginas más adelante, Lacan no titubea en criticar del modo más áspero 53 a uno de los personajes más visibles dentro de la I.P.A. de esa época: Anna Freud, y su libro El Yo y los mecanismos de defensa. ¿Por qué un ataque tan frontal por parte de Lac an? Porqu e el Yo es conceb ido po r A nna Freud com o siendo el sujeto prop iam ente dicho , el que resiste en la transfe rencia y en la cura, y a quien es im portante hacer com prender que él resiste. En esas co nd i ciones, la cura ya sólo puede conceb irse com o un enfrentam iento entre dos Yo, de los cuales uno se supone qu e está más o me nos gravem ente alterado en su percepción y en su com prensión de la realidad, mientras que el otro mantendría con ella relaciones más distendidas y mejor adaptadas. Si el Yo m erece form ar de este m odo el centro del cuadro, Lacan c oncluye su capítulo con una pregunta provocad ora: “P ara asu m ir ser la m edida de la verdad de todos y cada uno de los sujetos que se confían a su asistencia, ¿qué debe pues ser el Yo del analista ?” 54 Y entonce s se dirige hacia Ferenczi y la lista de las “con signas” qu e se le dan al analista en su artículo titulado “La elasticidad psicoanalítica”: [...] - reducción de la ecuación personal - lugar segundo del saber - im perio que sepa no insistir - bondad sin complacencia - desconfianza de los altares de beneficencia - única resistencia que atacar: la de !a indife rencia ( Unglauben ) o del demasiado poco para mí ( Ableh nung ) - aliento a las expresion es malevolentes - modestia verdadera sobre el propio saber - en todas estas consignas -concluy e Laca n-, ¿no es e l Yo el que se bor ra para dar luga r al punto-sujeto de la interpretación 55?
É sta es una oportunidad para él de recordar sus estudios anteriores so bre “L a agresiv id ad en psic oanálisis” y “E l esta dio del espejo ” , y de resaltar la distinción pro m ovida po r él entre el Yo (instancia im agina ria, producto del espejo y de la especularidad, principio de d escon oci miento narcisista), y el sujeto (determinado solamente por'la cadena significante, y las forma ciones del inconsciente que se despren den de
52 .Ibid., pág. 317-318. 53. En 1949, con ocasión de la redacción y la publicación del Estadio del es pejo , tomaba todavía muchas precauciones respecto a ella. 54 J. Lacan, Escritos 1, op. cit., pág. 326. 5 5 .Ibid., pág. 328. Los subrayados son míos.
ella). “Así, el Yo -e sc ri b e - no es una vez más sino la mitad del sujeto; y aún así es la que él pierde al encontrarla.” De ahí la punta de su crítica, que parec e con centrarse en el párrafo siguiente: Con sólo acomodar, en efecto, su punto de mira sobre el objeto cuya ima gen es el Yo del sujeto, digamos sobre los rasgos de su carácter, [el analista] se situará, no menos ingenuamente que lo hace el sujeto mismo, bajo el efecto de los prestigios de su propio Yo. Y el efecto aquí no se mide tanto en los espejismos que producen como en la distancia que determinan de su relación con el objeto. Pues basta con que sea fija para que el sujeto sepa encontrarlo en ella. Consecuentemente, entrará en el juego de una connivencia más radical en la que el modelado del sujeto por el Yo del analista no será sino la coartada de su narcisismo.56
Bouvet y Lacan concuerdan en un punto nodal en cuanto a la transfe rencia, detectado desde nuestro primer abordaje del texto freudiano: entre el ana lista y la persona del an alista tal como la revela la trans fe rencia a través de los decires y los com portam ientos del paciente, sub siste un hiato tanto m ás irreductible cuanto que no se refiere a la mayor o menor semejanza de esos dos elementos, sino a una diferencia de naturaleza. La peq ueña escen a de la segunda sesión del hom bre de las ratas resulta ahora paradigm ática porque puede ayudar a situar los di versos elemen tos que están en jue go en el posicionamiento de una trans ferencia: en ese momento, entonces, está el capitán checo (es un ele me nto discursivo que se supone que posee un referente, y por lo tanto una realidad considerada -co n o sin raz ón - como histórica), está Freud (que, a pesar de mi comentario sobre la regla fundamental, no es ese capitán cruel), y finalmente -es la cosa transferencial propiamente di ch a- , está, por el sólo hecho de la réplica del hom bre de las ratas, lo que llamarem os a partir de ahora “el Capitán Freu d” , ese ser mitad pescado y mitad carne; mitad capitán y mitad Freud. La argum entación de Bouvet, por su parte, le da enteram ente la razón a Freud cuan do éste último se interna en el escenario de la cura que acaba justam ente de construir p ara decirle a su pacie nte que no. Bouvet, muy razona blem ente a prim era vista, pretend e devolverle al pescado lo que es del pescado, y a la carne lo que es de la carne. No, Freud no es un capitán cruel; es lo propio de la neurosis del hom bre de las ratas ver en Sigm und Freud un a reedición del capitán checo. Aunq ue Bo uvet sug ie re algo que no se encuentra en el texto de Freud: impulsado por la preocupación de dem ostrar a su pacie nte que proyecta sobre una reali
dad dada (la de la cura) unos elementos q ue vienen de otro lugar, desa rrolla una concepción tal de la transferencia que su operación equivaldrá, de una u otra manera, a convencer al paciente que de este modo tom aba el cam ino equivocado , que con fundía una realidad (psíquica) con otra realidad (objetiva, racional, actual, “a secas”, etc.)- Para hacer esto, habrá sido necesario que el analista tenga en su posesión una perc ep ción inmediata y directa de esta “realidad a secas” que sería la de la cura “fuera de la transferencia”, habría que decir. El “Capitán Freud” ya no es más que un ser mixto que es p o r prin cip io siempre posible disociar, una mezcla de realidad pasada con realidad presente: el capi tán (checo) p or un lado, Freud (Sigmund ) por el otr o .57 El vínculo os curo q ue se entram aba en tre el suplicio de las ratas y el suplicio d e los pensam ie nto s dándo le cuerpo al “Cap itán Freud ” se desco no ce aquí, y ese “capitán F reud” está conden ado a dar muestras de tanta m enos co n sistencia, a estar tanto m ás apoyado sobre un puro fenóm eno de repeti ción, cuan to que enton ces hay que darle un lugar a esa voz del analista que, en el centro m ismo d e la relación transferen cial, vend rá a efectua r la división entre el capitán y Freud, en tre la “pers on a del analista en la transferencia” y el analista como... ¿“él mismo”? Al resaltar el término de intersubjetividad, Lacan prosigue sus avan ces, que le hacen distinguir entonces sin descanso “sujeto” y “Yo”. Al hace r esto, ubica a los dos pa rticipantes de la relación an alítica sob re el único y mismo eje de la palabra, y recusa cualquier invocación a una supuesta “realidad” que habría de dominar la relación de palabra instaurada por la cura y su regla fundamental. No es que se trate de contradecir a Bou vet punto por punto: la aparición del amo r de transfe rencia “que nada, salvo su produ cción a rtificial -escribe Lacan -, dis tingue del am or-pasión ” ,j8 descubre tod a una porción de repetición en la cual el com plejo de Ed ipo, po r sólo hab lar de él, tiene el papel prin cipal. La m aniobra interpretativa de Bou vet no es absurda desde todos
57. “[...] el sujeto, bajo la influen cia de la interpretación de sus relaciones arcaicas e irracionales, evoluciona insensiblemente hacia relaciones cada vez- más ra cionales con aquél que lo ha curado: racionales, lo cual no quiere decir faltas de afecto, sino simplemente de verdad objetivas, es decir, admitiendo una posición afectiva construida a la vez con una aceptación de ciertos vín culos de gratitud lejana, al mismo tiempo que un desinterés básico; en el fondo, la relación transferencial se ha transformado progresivamente en esos vínculos afectivos de buena convivencia, quizás un poco más, que no comprometen ni atan, pero que dan testimonio de cierta simpatía; “este hombre me hizo un bien, pero le pagué”, ésta podría ser la manera de formular la terminación ideal de esa aventura.”, M. Bouvet, Résistances, Transferí , op. cit., pág. 191. 58. J. Lacan, Escritos 1, op. cit., pág. 333. Los subrayados son míos.
los puntos de vista a los ojos de Lacan; muy por el contrario; pero del m ismo mo do que la única diferencia entre un cilindro y un cono, desd e el pun to de vista estrictamen te topológico, reside en la existen cia o no de un único punto cúspide, también la posición teórica de Lacan se opone violentamente a la de Bouvet en la exacta m edida en que n iega al analista cualquier posibilidad de realizar una división cap az de zanjar, en el centro mism o de la cosa transferencial, entre lo que pe rtenece a la pura repetición de un pasado patoló gic am ente activo, y lo que corres ponde a la pura actu alidad de un presente obje tivo y racio nal. En ese punto de A rquím edes que Bouvet se daba a sí m is m o del m odo más natural del mu ndo, Lacan sólo lee la ausencia calculable por todos la dos De tal modo que subsiste, a sus ojos, un punto perfectamen te enig mático con respecto al “Capitán Freud” en la medida en que no le es dado al ana lista com parar el “Ca pitán transferencial” en que se ha con vertido y un “él mismo” cualquiera. Ese “él mismo”, entendido aquí como pura reflexividad especular ,59 ya sólo es considerado como un prin cip io de desconocim ie nto , no puede ser convocado com o aliado seguro en la operación de la transferencia. E ntonces, por m ás lejos que se pu eda llevar la interpretación de la transferencia en el sen tido de una repetición patógena de acontecimientos infantiles, esta interpretación nunca podrá pretender haber disociado a la transferencia en sus ele me ntos constituyentes, que hacen de ella ese ser bífido, pasado/p resen te, incon sciente/consciente, activo/pasivo, agente de la resistencia/m o tor de la cura, etc. En su preocupación central por darle nuevamente espacio al sujeto, Lacan vuelve a colocar como tema de actualidad a nuestro “Capitán F reud” , él, que concluyó todo su volum inoso y deci sivo sem inario sobre la transferencia dirigiéndose a los psicoana listas que lo escuchaban con esta frase: A propósito de quienquiera, pueden hacer la experiencia de saber hasta dónde se atreverán ustedes a llegar interrogando a un ser, a riesgo de desaparecer ustedes mismos allí .60
N ada de consistencia particular del psic oanalista por “él m ismo” a quien, en tanto que yo, se le suplica más bien que se haga el muerto, com o lo
59. Otros comentarios podrían empujar ese “él mismo” hacia sentidos muy dife rentes, como, por ejemplo, podemos entenderlo en la frase, mucho más tardía en la enseñanza de Lacan: “El analista no se autoriza más que por él mismo”. Pero en la época de la disputa con Bouvet, reina todavía para Lacan 1a dimen sión de la intersubjetividad. 60. J. Lacan, Le tran sferí...[La transferencia...], sesión del 21 de junio de 1961.
indicaba ya la metáfora de Lacan a propósito de la partida de Bridge psic oanalítica .61 Es fácil enc on trar el eje de esta réplica a Bouvet, d e 1955, a lo largo de ese seminario de 1960-1961, Le transfe rt dans sa dis parité subjective, sa prétendu e situation, ses ex cursions techniques [La transferencia en su d isparidad subjetiva, su pretendida situación, sus excu rsiones téc nicas]. Sin entrar más en detalle dentro del largo estudio textual que Lacan hace en ese momento del B anquete de Platón, iré directam ente al blanc o m ostrando lo esencial de su aná lisis del perso naje de Só crates. Alcibíades, embriagado com o es debido en un banquete como ése, donde es conve niente honrar a Baco , pues por él la verdad se abre un cam ino; A lcibíades, decíamos, no solam ente confiesa su amor por Sócrates, sino que aspira a que él mismo, Sócrates, produzca una confesión pública del am or que él le profesa. Y S ócrates no niega - s e m oría por el bello y fogoso A lcibíade s-, pero elude repetidamente cualquier declaración de ese orden. A lcibíades vuelve entonces a la carga: bajo sus aparien cias de sátiro, Sócrates oculta la maravilla de las maravillas, unos agalmata que no tienen igual. Esta sola palabra, agalma, lanza a Lacan a todo un asunto, central en nuestra apreciación de la transferencia. Q uizás es el tesoro, lajo ya , que se encerrará en una caja para sustraerla a miradas dem asiado envidio sas, pero también es cierto brillo del objeto susceptible, en el mundo griego, de atraer y de apaciguar la mirada de los dioses. A los ojos de A lcibíades, S ócrates es el sitio secreto de los agalmata que explican la intrepidez de su deseo por ese hom bre viejo con aspecto ingrato. Y la réplica de Sócrates, él, que desde el comienzo se presentó como no sabiendo nada fuera de las cosas del amor, vuelve a señalarle a Alcibíades, en la perso na del jove n A gatón, a quien encierra los agalmata que en verdad Alcibíades desea tan ardientemente. Ese es el sentido muy evidente del elogio de Agatón en el cual se lanza a manera de respuesta a Alcibíades. Pero en ese movimiento de designación del objeto del deseo, Lacan reconoce entonces el acto interpretativo del analista mismo, tomando en cuenta la transferencia: el deseado no es tanto Sócrates y sus supuestos agalmata, sino A gatón, el im bécil feliz, el encantador jove n al que A lcibíades perseg uía sin saberlo. S ócrates, m aestro de las cosas del amor, avan za com o aquél que sabe eso y se lo dice al interesado. ¿Entonces podría ser que Alcibíades, por más de seoso que esté del bello A gatón, aprecie todavía más ese saber que lo
61. Metáfora desarrollada en la sesión del seminario de La transferencia...
8 de
marzo de 1961 de ese mismo
señala com o aquello tras lo cual él corría “sin saberlo” ? ¿El saber sobre el deseo sería acaso todavía más valioso que el objeto al que apunta ese mism o deseo? Platón po ne todo en escena para no ocultar nada, pero tiene la prudencia, la eficacia, de no decirlo.
1. 2, 4. La “ambigüedad irreductible ” de la transferencia Lacan, por su parte, mantiene su com entario dentro de cierta am bigü e dad, machacando con que Sócrates está en este asunto en posición de analista, lo cual im plica una concepc ión del am or de transferencia d on de el objeto, u na vez m ás, no correspond e con lo que dice el erastés, el deseante. E ste objeto está efectivam ente en otro lugar, y la ma niobra de lu transferencia equiv aldría para el an alista a volver obvia esta localiza ción enm ascarada durante mucho tiempo, desplazando de ese modo la mira del movimiento afectivo, cualquiera fuera su tonalidad. De tal mod o que le ocurre a Lacan que lance frases como: “La presen cia del pasado, tal es la realidad de la tr ansferencia” 62, con la que se podría creer que lo vem os abundar en el sentido de un Bouvet. Pero la co rrec ción no tard a en llegar. En la mism a sesión, poco s m inutos m ás tarde , al comentar una parte de la enorme literatura analítica sobre el tema, lo escucham os decir: La cuestión permaneció dentro del orden del día, la cuestión de la ambi güedad que permanece, que en el estado actual no puede ser reducida por nada. Esto quiere decir que la transferencia, por más interpretada que esté, conserva en ella misma una esp ecie de límite irreductible; esto q uie re decir que en las condiciones centrales, normales del análisis, en las neurosis, será interpretada sobre la base y con el instrumento de la trans ferencia misma, que sólo podrá hacerse con un acento [de diferencia]: es desde la posición que le da la transferencia desde donde el analista anali za, interpreta e interviene sobre la transferencia misma.63
Atento a la circulación de la palabra y a las obligaciones q ue ésta des peja, Lacan no consid era en nin gún mom ento desdeñable , sin em bargo este pecadillo, apeg ado entre todos a este orden que tod avía sigue lla mando “la intersubjetividad”: el que habla se encuentra situado en su discurso por lo que dice, y por los numerosos detalles de su enuncia ción, pero tamb ién por el lugar que le otorga el que lo escucha. C uando 62. J. Lacan, Le tran sferí..., sesión del Io de marzo de 1961. 63. Ibid., la misma sesión del Io de marzo de 1961.
me dirijo a alguien, no puedo decidir solo el lugar a partir del cual quiero ser escuchado: ¡cuántas escenas de pareja se enven enan por no poder to m ar en cuenta este dato tr ágic am ente sim ple! En uno de los extrem os de este desc onoc imien to, reina la psicosis pasional por exce lencia, la erotomanía, que casi se define por ignorar este dato: el (la) erotóm ano(a) preten de efectivamen te decidir solo(a) el lugar enunciativo a partir del cual su m ensaje debe ser percibido. Pero im aginem os, apa rentem ente a la inversa, a un ana lista ocupado en intentar conve ncer a su paciente, con un tono todo lo calm ado y me surado que se quiera, de que su impulso transferencial no tiene nada que ver con la situación pre se nte, vie ne directa m ente de la in fancia lejana y/o de los bajo s fo n dos de la neurosis, y nos encontrarem os ante un caso ejem plar no muy alejado de la erotomanía, q ue también sabe, llegado el caso, hablar con un hilito de v©z... Una e specie de erotom anía neg ativa, com o se habla a veces de alucinación del mismo nombre. En este desbordamiento, a primera vista muy inocente, por el cual el interlocutor se coloca obstinadamente por encima del proceso de interlocución , un a violencia potencialm ente terrible asom a la nariz. El movimiento tiene cierta sutileza, pues prácticamente tampoco puedo con tentarm e en todos los puntos con la postura enu nciativa que el otro me otorga, y sostener por consigu iente la verdad de unas palabras com o enteram ente relativa a la enunciación que las ha producido. D urante el mismo intercambio, si es algo más quejuguetón, querré subvertir, más o men os, tal o cual elem ento de las conv encio nes imp lícitas de partida de n uestra discusión, querré, con total legitim idad discursiva, lleva r al otro a enfoc ar las cosas desde un áng ulo cercano al mío. Pero si, apo yándo m e sobre esta realidad que hasta el m om ento yo solamente invo caba, tiendo cada vez más a extraerme de la situación de palabra para conm inar a la citada realidad a mantenerse sólo de mi lado; entonces, genero esa v iolencia que no había pasado desapercibida para la sagaci dad de Jean Paulhan. El ofrecía un esbozo de ello en el pequ eño d iálo go siguiente, atrozm ente cotidiano: A - D esconfía de tal. Es men tiroso. B - ¿Ah? ¿Te imag inas que miente? A - N o me lo im agino. A s í es. B - Buen o, lo supo nes. A - N o lo supongo para nada. Es un hecho. B - Sí, es una idea que tienes tú, es lo que yo quería decir. A - ¡Que no! ¡No es una idea! Es mentiroso. El tercero presente en este intercambio no es aquí “aquél de quien se habla”, sino efectivamente la realidad del rasgo m entiroso de ese otro,
realidad que, transformada unívocamente en realidad discursiva, esta ría entonces enc argada de con stituir la ley entre los dos interlocutores, dánd ole la victoria sin discusión a quien en el jue go de las réplicas la habrá sostenido de manera decisiva. Aquí ya es necesario diferenciar dos tipos de intercambios d e lenguaje. En uno de ellos (al que calificarem os com o “científico” para apresurar el asunto), dos interlocutores inauguran una serie de réplicas so bre la base tácita d e que se com parte una m is m a axio m ática. Tanto uno com o el otro suscriben, sin siquiera tener que declararlo demasiado, a una misma batería de enunciados fundamentales, ni verdaderos ni falsos, en función de los cuales será posible dem ostrar la verdad subse cuen te de tal o cual enunciado derivado , considerad o a partir de eso com o un teorema. Esta situación es más clara en matemáticas que en cualquier otro lado: si me suscribo a los axiom as geom étricos de Euclides, puedo considerar convencer de la veracidad de cierto núm ero de enunc iados a cualquier interlocutor que adopte esas mism as bases. No podrá juga r conm igo, ni yo con él, el jue g uito qu e m ostraba Jean Paulhan. En algún mom ento, una realidad designada por un elem ento de discurso vendrá a indicar sin discusión d ond e está lo verdadero. En cam bio, si discuto con alguien que sólo se suscribe a los axiomas de la geometría de Riemann, cuando yo me sigo ateniendo a la de Euclides, ni siquiera estaremos de acuerdo sobre el valor de la suma de los ángulos de un triángulo, y si cada uno con sidera que sus propios enu nciados son más verdaderos q ue los del otro, será necesario pronto de senv ainar los cu chillos o dars e la espalda. Esta situación no es la del régim en habitual de la palabra, para no ha bla r en lo in m edia to del de la cu ra. Si hablo una lengua natural con alguien que la comparte, más o menos, conmigo, no puedo partir en ningún mom ento de la idea de que comparte también conm igo los enun ciados en función de los cuales otros enunc iados derivado s de los pri m eros podrán ser considerados como verdaderos. P or el contrario, para desem bocar en semejantes enunciados con respecto a los cuales com partiríam os la convic ció n de que son verdaderos, será necesario , a cos ta de un largo trabajo poblado de conce siones diversas, de exc lusio nes explícitas, etc., remontarnos parcialmente hacia unos “paquetes” de enunciados considerados co njuntamente com o aceptables. Si quiere ser racional, nuestro acuerdo estará a partir de eso siem pre som etido al riesgo de toparno s con un enunciado que, desde antes de todos los qu e y a se han producido, vendría como m anzana de la discordia. La prime ra consecu encia de este estado de las cosas, de esta incertidumb re esen cial sob re el acuerdo, se refiere al estatuto de la “realidad” : nada puede venir a asegu rarm e que tal o cual fragm ento (perceptivo) de esta “rea
lidad” pu ede entrar a título de argum ento discursivo simple e inm edia to, pues será interpretado siemp re por el que lo utiliza de una m anera de la que no puedo, en el momento mismo en que la acepto, comprobar que la comparto. Este prob lem a se encue ntra de manera muy simple en las diversas teo rías de la información: un canal informativo cualquiera (una báscula, un voltímetro) no puede dar una información sobre cierto “estado de las cos as” (un peso, u na intensidad), y al mismo tiempo ofre cer la info r mación complementaria a partir de la cual la información dada es confiab le. Si quiero v erificar la fiabilidad de mi báscu la o de mi v oltí metro, m e tomaré el tiempo de contrastarlos con la medida patrón, de ponerlo s en conta cto con un pes o, co n una in te nsid ad que ya conozco de manera m uy precisa , y podré entonces verificar que esos instrumen tos dan una resp uesta confiable. D espués realizaré mediciones, n unca las dos co sas al mism o tiem po. Lo s mú sicos, por su parte, no afinan sus instrumentos en el mom ento preciso en que lo tocan. En el jueg o de la palabra, por el contrario, en ningún m om ento puedo con trastar con la medida, correctamente, a mi interlocutor ,64 darle mi “la”, y no existe ningún “la” en la lengua com o tal sobre el cual afinarse. 64. Esto sólo es pertinente con respecto a lo que podríamos llamar, con Lacan, el “saber referencial” (un saber que pretende decir algo sobre el orden local de cierta realidad exterior a él), opuesto a un “saber textual” que, por su parte, no se refiere más que a la disposición de las letras en la organización simb ólica de los mensajes (cfr. la Proposición del 9 de octubre, donde esta oposición es axial). El rébus de transferencia no es, así, el lugar de ninguna flotación, de ninguna tolerancia en el nivel de la significación. No “mide” nada, de tal modo que con él, como con el síntoma o con el lapsus, ya no se trata de información, sino de cifrado. Lacan extrajo de esto una concepción de la ver dad -l a verdad “habla yo"- que ya no tiene nada que ver con la antigua proble mática de la ad ecua do . Por ella, la verdad se hace presente, sin que tengamos que preocuparnos demasiado de lo que ella dice entonces (más bien “tonte rías”, hace notar Lacan). Mantener la existencia de ese otro campo de la ver dad puede resultar crucial para una práctica como el psicoanálisis -pero no solamente para ella: los teoremas de incompletud de Gódel sólo se alcanzaron una vez que se despejó (lo hizo David Hilbert, alrededor de 1925) el nivel estrictamente Mteral de ciertas escrituras matemáticas, allí donde ya ninguna verdad referencial estaba en juego, sólo el rigor de una disposición de letras ( Cfr. G. Le Gaufey, L’incomplétu de du symbolique [L a incompletud del sim bólico ], París, EPEL, 1991, págs. 79-119). El problema consiste en que saber referencial y saber textual no convergen para formar ningún tipo de “saber general”. Entonces, la verdad sufre un trastorno de identidad, justificado por su reputación de ser huidiza. Esta distinción se vuelve a encontrar en la opo sición interna al concepto de representación: la representación mimética es referencial y cede su lugar a una aproximación, la representación política, que es, por su parte, textual, y por más irónico que uno se ponga sobre esto, en
Me aproximaré, con más o menos fineza, tacto y sensibilidad a lo que valen los m ensajes que él me envía; le tende ré incluso algun as tramp as para calibrar m ejo r su ré gim en en uncia tivo, pero de todos m odos me será necesario aceptar una limitación interna de mi decodificación : nunca podré asegurarm e de que él sa be exactam ente lo que yo sé .65 Ahora bien, la in te rpre ta ció n de un m ensaje depende siempre del depó sito de inform ación pre sen te en la recepción. U n ejem plo trivial: se dice de un objeto que se encuentra en uno de los cuatro cajones presentes. Un individuo X y a ha abierto los cajones 1 y 2, y sabe que están vacíos. Otro ndividuo Y todav ía no ha abierto ningún cajón. Estand o los dos presentes, ahora el cajón 3 es abierto: no hay nada. A nte un m ism o hecho, los individuos X y Y no pueden con cluir idénticamen te. La d ife rencia de sa ber presente antes de la experiencia decide el valor que se ded uc e de ella.66 Este dato es esencial para cualqu ier entendimiento de la transferen cia. Las observaciones de Lacan, tanto en su texto de respuesta a Bouvet com o en las citas que acabamos de v er de su sem inario sobre La trans ferencia..., y muchas otras consideraciones s uya s ,67 todo confluye para designarlo como perfectamente advertido de ese giro típico de la rela ción del lengu aje que incluye lo que él mism o llama sin am bages una “amb igüedad irreductible” . Y en vista de que su concepción de la trans ferencia equivale a ordenar a esta última en el único eje de la palabra, deberíam os co ncluir de ello que estaba más qu e enterado de la existen cia de un “C apitán Freud” . A hora bien, en el m ovim iento mism o que lo habría de llevar a desplazar, volviendo a nombrarla, la problemática freudiana de la transferencia, en ese viraje de su enseñanza del co m ien zo de los años sesenta, tropezará de m anera ejemplar, nuevam ente, como los demás, sobre esa espina, esa bifidez de la transferencia.
tanto que ciudadano, uno no está “más o menos” representado por su diputa do. Uno lo está, punto y se acabó. 65. Suponiendo que efectivamente lo logre en un momento t, todavía tendría que verificar que sabe que yo lo sé , a falta de lo cual una diferencia decisiva se gui ría estando enjuego, hipotecándolo todo. 66 . De una manera mucho más compleja, por integrar una dinámica ausente en mi ejemplo, Lacan trató ese problema en su texto “El tiempo lógico y el aserto de certidumbre anticipada. Un nuevo sofisma”, Escritos 1, op. cit., págs. 187203 A partir de eso seremos sensibles al hecho de que la diferencia entre las conclusiones de X y Y en nuestro ejemplo proviene en gran parte de la aplica ción del principio lógico llamado del “tercero excluido”, evidente en todo conjunto finito (es el caso de nuestros cuatro cajones), mucho menos en el caso de los conjuntos infinitos.
I. 3. Los dos tiempos del sujeto supuesto saber Los hech os son relativam ente simples. El térm ino de “sujeto supuesto saber” surge por prim era vez en boca de Lacan el 22 de noviembre de 1961, con ocasión de la segunda sesión del seminario La id entifica ción, y es de entrada el objeto de una proscripción sin apelación. [...] hay para nosotros una entidad insostenible. Quiero decir que no po demos contentamos de ninguna manera con recurrir a ella, pues es tan solo una de las formas de lo que yo les denunciaba al final de mi discurso de la última vez con el nombre de sujeto supuesto saber [...]. Debemos aprender a prescindir de ese sujeto supuesto saber en todo momento. No podemos recurrir a él en ningún momento, eso queda excluido [...]
Esta proscripción es muy eficaz para Lacan, en primer lugar porque no volveremos a encontrar ni una sola vez ese término en el resto de ese sem inario, solam ente una vez en el semina rio posterior, La angustia, ya nun ca en la sesión sin continua ción de los Nom bres del Padre , y final mente tendremos que esperar a las sesiones finales del seminario si guiente, L os fu nd a m en to s del psic oanálisis para verlo reaparecer, pero triunfalmente esta vez, pues servirá, de manera casi inmediatamente omnipresente, para designar la apuesta misma de la transferencia, y esto continuará hasta el fin de esa enseñanza en 1980. ¿Por qué esta aparen te salida en falso? No es fácil responder a esa pregunta si que re mos despejar lo que se juega textual y doctrinalmente en ese movi miento en dos tiempos bien diferenciados. Lo cual supone un retorno lento y minucioso hacia las condiciones enunciativas que estaban en ju eg o cada vez. El seminario anterior a estas primerísimas sesiones de La id entifica ción no es otro que La transferencia ... durante el cual Lacan identifica al analista con Sócrates, en el mo m ento en que este último le “interpre ta” a Alcibíade s lo que ocu rre con el objeto de su deseo: no él, Sócrates, y sus invisibles agalmata, sino Agatón, el bello jove n. N i el analista ni Sóc rates son am ados “po r ellos mism os” . Y, sin em bargo , son amad os, eso es innegable. Problema.68 67. Por ejemplo esto, que él lanzaba a su auditorio con ocasión de la sesión del 13 de noviembre de 1957, durante su seminario sobre La relación de objeto: “Si se trata en efecto, a propósito de las funciones creativas que ejerce el significante sobre el significado, de hablar de una manera válida, a saber, no simplemente hablar de la palabra, sino hablar en el hilo de la palabra, si se puede decir [...]” 68 .
Pascal, discretamente en segundo plano: “[...] Así que uno nunca ama a nadie, sino solamente a unas cualidades. ¡Ya no hay que burlarse entonces de aqué-
¿En tonces para qué un sem inario sobre la identificación? D esde su introducción, Laca n m uestra su insatisfacción po r haber dejad o la cues tión de la transfere ncia en una especie d e impasse: No sin intención evoco esta referencia [al Protée [P rote o] de Claudel] a propósito de esta manera como, el año pasado, mi discurso sobre la trans ferencia se terminaba en esa imagen de la identificación. Por más que me esforcé [ j' ai eu beau fa ir e ], sólo podía hacer algo bello [¡'aire du beau] para marcar la bañera en donde la transferencia encuentra su límite y su pivote .69
Tal como lo anun cia ese día, va a dejar las avenidas de lo “bello” po r las del saber, armad o -e s en ese mom ento difícil saber bien por qu é - con esa ubicac ión clásicam ente central del sujeto que es el cogito cartesia no. Aquí es donde hay que frenar y seguir de muy cerca los giros y requiebros de su argumentación. D e entrada, el “Yo pienso ” cartesiano es puesto en relación co n el “Yo m iento” de la paradoja de Ep imén ides el cretense cuand o enunciaba: “Todos los cretenses son m entirosos” , y eso es suficiente para salir del comentario clásico de las M editacio nes, en el cual Lacan anunció que no se internaría. ¿Entonces cuál es la “verdad ” del Yo pien so com para da, dice, con el “torniquete” del Yo miento? Tres po sibilida de s se le presentan: 1. O bien esto querrá decir: yo pienso que pien so , lo cual equivale 3 no hablar absolutamente de otra cosa que del yo p iens o de opinión o de ima ginación, el yo pienso como se dice cuando se dice: “yo pienso que ella me ama” [...] 2. O bien quiere decir: Yo soy un ser pensante, lo cual equivale, por su puesto, a trastornar de antemano todo el proceso de lo que apunta justa mente a extraer del Yo pienso un estatuto sin prejuicios ni tampoco infa tuación a mi existencia.™
H asta ahora, no podemos más que sorprendernos por estas objeciones, que en su mom ento estuvieron dirigidas a D escartes (a dem anda suya), y po r las cuales escribió sus R espuesta s a las obje cio nes, que un lector un po co serio de las M editacio nes no puede no haber leído. A sí que no se trata de entablar un diálogo con D escartes, y vale la pen a ano tar eso, líos que se hacen honrar por cargos y ofic io s! Pues no se ama a nadie más que por sus cualidades prestadas.” Pe nsées, Lafuma 688 : “Qu’est-ce que le moi?” [“¿Qué es el yo?]. [Hay edición en español: Pascal, Pensamientos, Madrid, Cátedra.] 69. J. Lacan, L'identification, primera sesión, 15 de noviembre de 1961. 70. Ibidem.
pues no se trata rá, ta nto en esta sesión de sem in ario com o en la s si guientes, más que de volver a realizar subjetivamente la experiencia del cogito -como el propio Descartes invita a hacerlo en su prefaciomu cho más qu e de debatir con la tradición escrita que se desprend ió de él, empezando por los comentarios y precisiones del autor. Es cuando Lacan enuncia una tercera posibilidad de entend er el “Yo pienso” , que va a llevar directamente al sujeto supuesto saber: Una vez que se señaló esto, resulta que nos encontramos con algo impor tante, resulta que nos encontramos con ese nivel, ese tercer término que hemos destacado a propósito del yo miento, a saber, que se pueda decir: “yo sé que pienso”, y eso merece por completo atrapar su atención. En efecto, se trata aquí del soporte de todo lo que cierta fenomenología ha desarrollado en lo concerniente al sujeto. Y traigo aquí una fórmula que es aquélla que habremos de retomar las próximas veces; es la siguiente: aquello con lo que nos enfrentamos, y cómo nos es dado, puesto que somos psicoanalistas, es decir si se subvierte radicalmente, si se vuelve imposible ese prejuicio, el más radical... que es el verdadero soporte de todo ese desarrollo de la filosofía, del que puede decirse que es el límite más allá del cual nuestra experiencia ha pasado, el límite más allá del cual comienza la posibilidad del inconsciente... es que nunca ha habido, den tro del linaje filosófico que se desarrolló a partir de las investigaciones cartesianas llamadas del cogito, que nunca ha habido más que un solo sujeto que yo designaré, para terminar, de la siguiente forma: el sujeto supuesto saber.71
Prim era mención de ese sujeto supuesto saber, un sujeto que enuncia ría entonces, bajo su “yo pienso”, un “yo sé que pienso”. ¿Es acaso Descartes, por su parte, tan directamen te afirm ativo? Nos es permitido dudarlo cuando sabemos que no identificó en ningún lugar pensam ien to y conciencia,72 aunque sea necesario tomar también en cuenta el hecho de que, para él, no puede haber pensamiento sin conocimiento inmediato de que hay pensam iento.73 Laca n tiene e ntonces una ju sti ficación para deslizar aquí bajo los pies de Descartes esta presencia
IX. l bi d.
72. Descartes prácticamente no utiliza el término de “conciencia” en francés. So bre ese punto de historia de la filosofía, podemos remitimos ahora a la intro ducción de Étienne Balibar al texto de Locke, Identité et difference [Identi dad y diferencia], París, Le Seuil, col. “Point Essais”, 1998. Allí vuelve a trazar con precisión los primeros pasos de las palabras “conciencia” y “sí mismo” , que fueron primero inventos de Pierre Coste, traductor en 1700 del Essai sur l'entendement humain [Ensayo sobre el entendimiento hu mano], para verter la “ consciousn ess” y el “self ’ de Locke. El “Glosario” al final del volumen vale la pena, por no hablar del texto de Locke, por fin publicado en edición bilingüe... 73. “No puede haber ningún pensamiento sobre el cual, en el mismo momento en
suya del pensamiento, incluso si sería un exceso identificarla pura y simplemente con la conciencia tal como han podido entenderla los cartesianos después de M alebranche y Locke.
I. 3. 1. Descartes vs. Hegel Otra turbación pued e también atrapar al lector de estas líneas del sem i nario del 15 de noviembre de 1961: ¿a qué le llama Lacan "fenom eno logía” ? Aparen temente, ni se le ocurre remitirse más que a la Fenom enología del espíritu, o dicho de otro m odo, a Hegel: Tienen ustedes que atender aquí a esa fórmula de la repercusión especial que, de algún modo, trae con ella su ironía, su cuestionamiento, y noten que si la remiten a la fenomenología, y especialmente a la fenomenología hegeliana, la función de ese sujeto supuesto saber adquiere su valor por ser apreciado en cuanto a la función sincrónica que se despliega en estas palabras: su presencia siempre ahí, desde el comienzo de la interrogación fenomenológica, en cierto punto, cierto nudo de la estructura, nos permi tirá desprendemos del despliegue diacrónico que se supone que habría de llevarnos al saber absoluto .74
¿Debemos escuchar en esta condena algo que iría dirigido también a Hu sserl, Sartre o M erleau-Po nty? ¿O es mejor no leer en ella más que un ataque d irigido a ese tema heg eliano central en la Fenomenología: el del saber a bsoluto ? Inm ediatam ente después de estas líneas que acabam os d e leer, Lacan prosigue: Ese mismo saber absoluto, como veremos, a la luz de esta cuestión, ad quiere un valor singularmente refutable, pero solamente en lo siguiente, hoy: detengámonos en plantear esta moción de censura de atribuir ese supuesto saber, com o saber supuesto, a quienquiera, pero sobre todo cui démonos de suponerle, su bjicer e, sujeto alguno al saber. El saber es intersubjetivo, lo cual no quiere decir que es el saber de todos, sino que es el saber del Otro, con mayúscula. Y ya hemos planteado que es esencial mantener al Otro como tal: el Otro no es un sujeto, es un lugar donde nos esforzamos, desde Aristóteles, por transferir los poderes del sujeto.
que está en nosotros, no tengamos un conocimiento actual”, “Réponses aux quatriémes objections (de M. Amauld)”, R. Descartes, Oeuvres Philosophique;:, op. cit., vol. 2., pág. 691 74. J. Lacan, L ’identification, primera sesión, 15 de noviembre de 1961. Cito largamente para que se sienta el tono en el que Lacan dice las cosas y también por la tenaz ausencia de cualquier edición pública de este seminario decisivo.
La sesión del 15 de no viem bre se cierra con esto, esto, con esta “m oción de cen sura” hacia lo lo que Lacan habrá presentado desde el com ienzo como una conjunción del saber y del pensamiento, o lo que es lo mismo: el inverso perfecto del inconsciente freudiano que se define por ser una red de pensam ientos sin sin pensador, sin sin n inguna concienc ia reflexiva. reflexiva. A pa p a r t ir d e e s to , el p la n te a m ie n to p a r e c e b a s tan ta n te u n ívo ív o c o , si n o e s q u e simple: puesto que, en su su aproxim ación de la identificación, identificación, Lacan pre tende ave nturarse hacia hacia nada m enos que una nueva definición definición del suje to en su relación relación con el sign ificante (para llevar la cosa inmed iatam ente después hasta su relación con el saber), le interesa de paso disipar el equívoco que reduciría al nuevo sujeto al rango del sujeto hegeliano, que tam bién es establecido en su relación relación con el saber, agente histórico histórico del propio de spliegue de su esencia hasta alcanzar ese saber absoluto po p o r m e d io d el c u a l se c o m p le t a r ía su tra tr a y e c tor to r ia. ia . H a y q u e p r o s c r ib ir a ese sujeto supuesto saber, subraya Lacan, para dejarle un sitio claro, despejarle el espacio necesario al nuevo sujeto que pronto encontrará po p o r p r im e r a v e z su d e f in ic ió n , al fin fi n a l d e la se sió si ó n d e l 6 d e d ic iem ie m b re , apoyándose de m anera muy singular singular sobre sobre un cogito desheg elianizado. elianizado. Toda una serie de oposiciones se em plaza entonces: el Otro sigue sien do conceb ido com o el “tesoro “tesoro de los significantes”, significantes”, pero qued a exclui do que sea sujeto (el (el sujeto, por el contrario, determ inado com o lo está está a pa rtir de esto por el significante situado situado en el lugar lugar del O tro, el sujeto está en otra parte). Esos dos no se mezclan y, si le creemos a Lacan, toda la experiencia analítica analítica está ahí para pe rsuadir de que al mismo tiempo se implican (no hay sujeto sin Otro y recíprocamente), y se exc luye n (el Otro no es sujeto; el sujeto no es Otro); en poc as palab ras: que lo más importante es diferenciarlos diferenciarlos bien, bien, justam ente p orque están están estrecham ente vinculados. La puesta fuera de la juga da del sujeto sujeto su pu p u e s to sa b e r se in s c rib ri b e en la n e c e s id a d d e e v i ta r la c o n fu s ió n al r e s pe p e c to : po p o r q u e e s tá d e te r m in a d o a n te to d o p o r el s ig n ific if ic a n te , el nuevo sujeto no se inscribe como tal en el lugar del significante: A. Si, al contrario, existiera un sujeto en el el luga r del Otro, entonce s sería ne ce sario llam llam arlo “sujeto supue sto saber” . Co m o no es ése el caso, la retó rica que actúa en el decir de Lacan es la del “un sujeto expu lsa al al otro” : aquél que fue el “prejuicio [...] más radical [...] verdadero soporte de todo ese des arrollo de la filosofía, filosofía, del que puede dec irse que es el límite más allá del cual nue stra expe riencia ha pasad o, el límite límite más allá del del cual comienza la posibilidad del inconsciente”, aquél debe ser deste rrado con estruen do para dejarle su luga luga r al al nuevo, a ese muy po co ser que tendrá que contentarse con ser representado por un significante pa p a r a o tro. tr o. Exit el sujeto supuesto saber, remitido sin remilgos a sus cuarteles filosóficos, filosóficos, para que haga m uy pronto su entrada ese sujeto
“representado por un significante para otro significante”, invención pr p r o p i a d e L a c a n q u e él e s tá in te r e s a d o e n e n g a n c h a r al t ie m p o m á s frágil del cogito, un poco antes del fin de la segund a M editación, cua n do ego es garantizado de su existencia, pero nada más, pues la duda hiperbó lica ha barrido con todo el resto. resto. Sea aho ra el el otro borde de la fractura que se ha producido de este m odo, más d e dos años y med io después, apenas un poco antes del mo me nto en que ese sujeto supuesto saber iba a efectuar efectuar su imp resionante come back (3 (3 de jun io d e 196 1964). 4). El conjunto del seminario de ese año debe tratar cuatro conceptos juzgados fundamentales para el psicoanálisis, respe ctivam ente: la repetición, el objeto a, a, la transfe renc ia y la pulsión. Estos dos últimos tem as se m ezclan de modo bastante vigoroso en toda la segund a parte del sem inario, inario, pero las las cosas se precisan en lo relativo relativo a nuestra cuestión desde la sesión del 27 de mayo de 1964. Desde el comienzo, no se trata más que de distinguir al máximo al L a sujeto y al Otro,75 como con ocasión de las primeras sesiones de La identificación, con una precisión com pletam ente nueva ese día: día: “Lle go ah ora a las dos operaciones que p retendo articular hoy en la relación relación del sujeto con el Otro.” Enton ces surge lo que se se ha conven ido en llamar el “punzón” [poingon: punzón, cuño, troquel], que Lacan, de hecho, introd ujo en realidad desde la construcción de su grafo, grafo, en sus L a s f o r m a c i o n e s d e l in c o n s c ie n te y E l d e s e o dos seminarios anteriores La y su interpretación, grafo retomado a su vez en múltiples ocasiones, nasta el texto de los Escritos : “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano” , y más allá. allá. El pun zón, p or lo tanto, tanto, no es una novedad de ese día, pero, por un movimiento enunciativo muy presente a lo largo de sus veintiocho años de seminarios, Lacan retoma aquí un elem elem ento que ya ha lanzado para volver volver más com plejo plejo su alcance operacional, tejiendo su red conceptual de un a m anera a la vez más estrecha y más a bierta al equívoco. Primero recuerda que ese punzón es efectivamente el que creó en su esc ritura de la fantasía (S 0 a) y en su escritura de la pulsión (siem pre en el grafo: S 0 D ). Dibu ja en el pizar rón cierto reco rte del citado pu nzón, y prosigu e: Separación Alienación 75. “Primero “Primero [i.e. durante durante la sesión anterio anterior] r] acentué la repartició reparticiónn que yo con sti tuyo oponiendo, con relación a la entrada del inconsciente, a los dos campos del sujeto y del Otro [...] La relación del sujeto con el Otro se engendra por entero en un proceso de hiancia [...]”, Sesión del 27 de mayo de 1964.
Atengámonos a ese pequeño rombo. Es un borde, un borde que funciona. Basta con suministrarle suministrarle una una dirección vectorial, aquí en el sen tido inverso a las agujas del reloj [...] La pequeña V de la mitad inferior del rombo, ve l constituido de la primera operación en la que digamos aquí que es el vel pretendo suspenderlos durante un instante [...] Se trata del ve l de la pri mera operación operación esen cial en que se funda el sujeto. [...] no se trata trata de nada menos que de esta operación que podemos llamar la alienación.
Entonces L acan se m ostrará ostrará muy elocuente en lo concerniente a esta est a alienación, distinguiend o en tre el el ve l exhaustivo - “ voy aquí o aquí, aquí, si voy aquí, no voy acá, hay que escoger”- , el v e l de indiferencia indiferencia - “voy p a r a u n la d o o p a r a el e l o tro tr o , n o s d a igu ig u a l, e s e q u i v a l e n t e ”- y f in a l m e n te el que retend rá toda su atención: el v e l no exclusivo, allí donde la “elec ción no consiste más que en saber si queremos quedarnos con una de las partes, y la otra desaparece ría en todos los caso s7, con el ejem plo p r in c e p s muy conocido: “la bolsa o la vida”. Siguiendo ese modelo, Lacan busca resaltar la disyunción entre el s e r y y el sentido , donde el sujeto se en con traría del lado del ser, ser, y el sentido del lado del Otro. Si escojo el ser (y el sujeto), ambos desaparecen, no tengo nada. Si, en cambio, escojo el sentido: El sentido sólo subsiste mermado de esa parte de no-sentido que es, ha blando con propiedad, lo que constituye, en la realización del sujeto, el inconsciente. En otros términos, se encuentra dentro de la naturaleza de ese sentido, tal como viene a emerger en el campo del Otro, estar eclipsa do en una gran parte de su campo por la desaparición del ser, inducida por la función misma del significante.
N o d e s e o c o m e n ta r a q u í es e s ta s lín lí n e a s ; s o la m e n te q u ie ro p r e c i s a r q u e el hec ho d e ubic ar así en un m ism o lado al sujeto y al al ser, y en otro lado al Otro y al sentido, en vista de qu e el el propio L acan só lo utiliza en escasas ocasion es pa ra sí mism o esas categorías hiper filosóficas filosóficas del ser y del del sentido, es su ficiente para señalar a Descartes y su cogito, en una sesión don de su nom bre no es pronunciado ni un a vez. Pero ocu rre que en el mo m ento de hab lar más sobre la otra vertiente vertiente del punzón, se le viene la la hora encim a y, y, aparte aparte de la introducción introducción del concepto d e separación que hace pareja con el de alienación constituyendo la otra mitad del “punzón”-, Lacan se contenta con lanzar unas cuantas indicaciones, rem itiendo a la sesión sesión siguiente una explicitación en regla de “esta ope ración segun da, que es tan tan esencial definir como la primera, primera, p ues a llí es donde veremos veremos asomar el el camp o de la transferenci transferencia” a” . La dificultad está en el el Otro, en la m edida en que ha qued ado fuera de cuestión considerarlo como sujeto. Cualquier cosa menos eso. Ahora bie b ie n , e s te O tro tr o a - s u b je tiv ti v o d e e n t ra d a a d q u iri ir i rá el v a lo r d el 0 ( o ) t r o
pa p a r tic ti c ip a n te , en u n e q u í v o c o tan ta n f u n d a m e n ta l c o m o f u n d a d o r e n la e n señanza de L acan: acan: Una falta es, por el sujeto, encontrada en el Otro, en la intimación misma que el Otro le hace por su su discurso. En los intervalos del discurso del Otro surge, surge, en la experien cia del niño, aquello que es radicalmente localizable en él: él me dice eso, ¿pero qué quiere de mí?
A través de una sutileza clínica que fue observada con toda justicia, Lacan de entrada responde responde a esta pregunta abismal con un rasgo que llama la atención a la vez por su justeza psicológica y por su fuerza estructural, tom tom ando en c uenta el el em pleo que él le le da al al sacarlo a cola ción en ese mom ento: El primer objeto que [el niño] le propone a ese deseo parental cuyo objeto es desconocido, es su propia pérdida: -¿Pu ede él perderme? La fantasía de su muerte, de su desaparición,'es el primer objeto que el sujeto tiene para para poner poner en jueg o en esta dialéctica, y lo pone en efecto, lo sabemos sabemo s por mil hechos, aunque más no fuera por la anorexia mental. Sabemos tam bién que la fantasía de su muerte es esgrimida comúnmente por el niño en sus relaciones de amor con sus padres. Una falta recubre a la otra [...] Una falta engendrada en un tiempo precedente es lo que sirve sirv e para responder a la falta suscitada por el tiempo siguiente.
De ahí la impo rtancia, en todo este contexto, del térm térm ino de aphanisis, que Lacan retom a de Erne st Jones, para darle un uso diferente, diferente, e inclu so opuesto, pues se trata aquí de desaparición, d cfading, no del deseo, sino sino del sujeto. Sin embargo, sería erróneo dejar de lado aq uí una pre gunta que se le dirigió dirigió a Lacan al final final de esa sesión. En prim er lugar, lugar, po p o r q u e c u a l q u ie ra q u e t e n g a la e x p e r i e n c i a d e u n s e m in a r io p u e d e sa be b e r q u e e s e tip ti p o d e p r e g u n t a e s tá e n p a r te p e r f e c ta m e n te al c o s ta d o d e la bacinica, pero en parte (es difícil comprender bien por qué y cómo cada vez) da de lleno en el blanco. Recordaremos ante todo que a lo largo de esta sesión Lacan no ha pronu nciado ni un a sola vez el el nom bre de H egel, cuand o Jacques-A llain M iller le pregunta: Con todo, ¿no quiere usted acaso mostrar que la alienación de un sujeto que ha recibido la definición por haber nacido adentro, constituido por y ordenado en un campo que es exterior a él, se distingue d istingue radicalmente radicalm ente de la alienación de una conciencia con ciencia de sí? En resumen, resumen, ¿no hay que compren der: Lacan cont co ntra ra Hegel?
Lac an se prec ipita a darle la razón, contra And ré Green, quien le hab ría dicho just o antes: “[...]Usted “[...]Usted es el hijo de H egel.” N unc a lo lo sabremos realmente, pero pienso que hay que ver, en esta advertencia de una
cercanía excesiva a Hegel, el movimiento que m ostrará su su régimen p le no en la sesión sesión siguiente, aun que m ás no fuera por un peque ño indicio: Lacan vuelve a recordar la pregunta en estos términos: términos: Para responder a la pregunta que se me planteó la última vez sobre mi adhe ad hesió siónn ala dialécticahegeliana [...] me comprometo, si me provocan, a mostrar que la experiencia efectiva que se inauguró con miras a un saber absoluto no nos lleva nunca a nada que pudiera, de ningún modo, ilustrar la visión hegeliana de síntesis sucesivas, a nada que permita incluso que aparezca la promesa del momento que Hegel vincula oscuramente con ese estadio, y que alguien ilustró con gracia con el título del Do m ingo in go de la an do ya ninguna abertu abertura ra quedaría abiert abiertaa en el corazón del suje vida -cu ando to. Es necesario que yo indique de dónde proviene el engaño hegeliano.
Y vuelve a empezar un estudio sobre... el cogito cartesiano, esta vez pa p a r a e n c o n tr a r en él a q u e llo ll o d e lo q u e h a b ría rí a q u e s a b e r p r e s c in d ir r e sueltamente, sueltamente, ese ya citado “engaño h egeliano” . Tras haber vuelto a poner en la escena y en la m ontura a un Descartes clásico, clásico, presionado para establecer una certidum bre capaz de servir de piedra ang ular a todo el edificio científico que él ambiciona con su mathesis universalis, Des cartes, prosigue Lacan, se vio conducido a “realizar una separación muy particular”; cierto Descartes va entonces a echarle una mano a Lacan, quien h abía prometido la vez anterior echar luz sobre el el con cep to nuevo de separación. D e hecho, prácticam prácticam ente todos los los protagonis tas están ahora presentes: Descartes, Hegel, el saber, el sujeto, el Otro, y esta separación que sigue esperando enco ntrar su su régimen. En poca s líneas, líneas, dos puntos de viraje serán serán suce sivam ente y casi apre suradam ente franqueados: franqueados: prim ero Lacan identifica identifica a la certidum certidum bre a la que apunta y que obtiene Descartes con “la instauración de algo separado” . ¿Qué es lo que apela aquí a este calificativo? calificativo? “Sep arado” no es una palabra de Descartes. Lacan presen ta entonces entonces u na especie de “error” del propio Descartes, vinculado con ese “yo sé que pienso” pe p e r c ib id o a m e d ia s c o n o c a s ió n d e la p r im e ra m e n c ió n d el s u je to s u pu p u e s to sab sa b er: er : Cuando Descartes inaugura el concepto de una certidumbre que cabría por entero en el Yo pienso de la cogitación [...], podríamos decir que su error consiste en creer que se trata aquí de un saber. Decir que sabe algo sobre esa certidumbr certidumbre. e. No hacer del del Yo pienso un simple punto de desva necimiento.
¿Verdaderamente com etió Descartes ese “error”? “error”? Sí y no, com o hem os po p o d id o v e rlo rl o a n teri te rioo rm e n te. te . E n e fec fe c to, to , h ay u n a n e c e s a ria ri a pr p r e s e n c ia an te sí del pensamiento (“no podemos querer una cosa que no percibimos
por el m is m o m edio por el cual la querem os” ), pero eso no se constitu ye verdaderamente como un “saber” sobre algo, y especialmente no sobre la certidumb re prod ucida por el cogito. Ésta toca en efecto con ju ntam ente al pens am iento y al ser, y por lo tanto perm ane ce a jena a ese saber reflexivo que el pensamiento -y sólo él- trae aparejado, y sólo para sí. Se ve ento nces que Lacan contin úa aquí leyendo alg o com o el corazón de la tesis heg eliana en el culmen activo del cogito cartesiano, por m edio de lo cual va a buscar lim piar a este ego carte siano de su sobrecarga hegeliana, separando lo más radicalm ente que le es posible el “Yo soy” (del lado del sujeto, del lado de la certidumbre) y el “yo pienso” (del la do del saber, del la do del O tr o76). Y aquí o cupa su lu gar un segundo viraje, tan decisivo en el com entario del término de separa ción com o en la reintroducción, el sorprende nte retorno, del sujeto su puesto saber: Pero ocurre que él [Descartes] hizo otra cosa [distinta de hacer del yo pienso un simple punto de desvanecimiento], que concierne al campo, que él no nombra, donde están errando todos estos saberes, de los que dijo que convenía ponerlos en una suspensión radical. Pone el campo de estos saberes en el nivel de ese más vasto sujeto, el sujeto supuesto saber, Dios. Ustedes saben que Descartes no pudo hacer otra cosa más que volver a introducir su presencia. ¡Pero de qué manera tan singular!
El Dios creador de las verdades eternas, que cabe en unas cuantas lí neas dise m inad as en tres cartas a M erse nne fech adas el 15 de abril, el 6 y el 27 de m ayo de 1630, es presen tado aqu í com o lo más separado del sujeto que puede hacerse, sin dejar de estar, por supue sto, en la relación más fundamental con él y el saber que puede fabricar. A Lacan, quien busca desde la últim a vez dar cuerpo a la noció n de separa ció n, este extraño Dios cartesiano le viene como anillo al dedo para responder a su apelación ya antigua de sujeto supu esto saber. Ese Dios habría creado las verdades eternas -entendamos ante todo: las matem áticas- como creó el mun do. “A su imag en” , sí, pero m ante niendo también una diferencia esencial entre El y ese mundo. Contra riam ente a cierto deslizam iento onto lógico,77 que ha bría prete ndid o que 76. Lacan le dará continuidad a esta oposición, hasta convertirla en la trama del cuadrángulo que muestra con ocasión del seminario La lógica de la fantasía, que ordena repetición, actin g-ou t, pasa je al a cto y transferen cia a partir de la oposición negativada: “O no pienso o no soy”. 77. Notablemente apuntado y comentado por Jean-Luc Manon en su libro Sur la théorie blan che de Desca rtes [S ob re la teoría blanca de Des ca rtes ], París, PUF, 1988, en su “Livre I: L’analogie perdue, de Suarez á Galilée” [“Libro I: La analogía perdida, de Suárez a Galileo”].
el saber riguroso y definitivo de las matem áticas fuer a com partido con Dios mismo. Descartes reafirma una infranqueable trascendencia del Dios, ya no desde el único punto de vista de la Gracia, sino también desde el punto de vista del saber: del hecho de que un triángulo tiene tres lados no nos está permitido concluir que lo mismo ocurre para Dios. Dios creó los triángulos así, como creó los hombres, sin que sea posib le deducir de ello cualq uie r cosa en cuanto a su saber. P or más lejos que se lleve la elaboración del saber de ego, por más ga rantizado que esté, no aum entará un ápice el conocim iento que podem os tener de Dios. Éste tiene su sa b er -su en tend im iento -y ego tiene el suyo, y entre los dos, Descartes no puede concebir más “relación” que la que hay a sus ojos entre lo finito y lo infinito. Lo cual e qu iva le a decir: nin gun a.78 He a quí efectivam ente la más estricta separación q ue pueda co ncebirse en el orden del saber. La co nstrucción de D escartes perm ite así que planee la idea de un saber absoluto, no en el sentido hegeliano, sino en el sentido de un sab er que sería el de un sujeto absolutamente fuera del alcance para ego. El reencuentro con Descartes y la súbita promoción del sujeto supuesto saber se inscriben así para Lacan dentro de uno de sus virajes esencia les: el aba ndo no puro y simp le del tema, dec isivo durante m ucho tiem po en él, de la intersubjetividad.
1.3.2. Últimos destellos de la intersubjetividad Hem os visto anteriormente el apoyo que este tema le ofrecía a Lacan, por eje m plo en su dia trib a contra Bouvet. Con ocasió n de la sesió n del 13 de ma yo de 1959, du ran te su sem inario El deseo y su interpretación , todavía se pod ía escuchar qu e dijera: No hay -es un principio que tenemos que mantener como principio de siempre- sujeto más que para un sujeto.
Y en la sesión siguiente, el 20 de mayo:
78. Descartes se suscribe plenamente a la regla clásica: Finiti ad infinitum nulla esl proportio. Ver también su crítica más que severa contra Galileo en otra carta a Mersenne, del 11 de octubre de 1638: “Falla en todo lo que él [Galileo] dice sobre el infinito, por el hecho de que, a pesar de que admite que el espíritu humano, siendo finito, no es capaz de comprenderlo, no deja de discurrir sobre él como si lo comprendiera.”
No puede haber otro sujeto más que un sujeto para un sujeto, y, por otro lado, el sujeto primero no puede instituirse como tal más que como sujeto que habla, más que como sujeto de la palabra; así que es en tanto el otro mismo está marcado por las necesidades del lenguaje, en tanto el otro le instaura no como otro real, sino como otro, como lugar de la articulación de la palabra, que se hace la primera posición posible de un sujeto como tal, de un sujeto que puede captarse como sujeto, que se capta como suje to en el otro, en tanto que el otro piensa en él como sujeto.
M ientras el orden de la palabra - “plena ” o “vacía” , de acuerdo con las palabra s que Lacan to m aba ento nces presta das de H eid eg ger- d om in a ba la escena analític a a los ojo s de Lacan, existía la necesid ad, en efec to, de que un sujeto fuera el único apto para re spo nde r a otro sujeto. En tanto lugar de la palabra, el Otro era sujeto. A p artir del m om ento en que la estructura del lenguaje tomaba la delantera a los caminos heidegg erianos de la palabra, el O tro “com o tal” debía vaciarse de toda cualidad de sujeto, hasta el punto qu e desde el prim er uso proscriptivo del sujeto supuesto saber, éste último sirve casi como definición para esta naturaleza subjetiva ambigua del Otro: sujeto, no deja de serlo, pues gra cia s a él “yo” habla ; pero, al m is m o tiem po, no lo es, salvo si nos hundimos en el "engaño h egelian o”. La suposición viene a decir sobre él exactam ente lo que es. Ante ese “ser” que se im pone com o la dim ensión m ism a del sujeto, este Otro, a partir de esto, ni es, ni no es: todo su “ser” se reduce a la suposición que lo funda, y nada más. La intersubjetividad no tiene entonces ya po r qué ser tan fund am ental, a oartir del momento en que ya no hay que ordenar dos sujetos reales (como el proceso normal de la palabra incitaría a hacerlo), sino un sujeto real y un sujeto supuesto. Y si ya no es fundam ental, en tonce s ya no es nada. Una vez claramente ventilado este “engaño hegeliano”, Lacan , al parecer, ya no enco ntrará palabras lo bastante duras para co n denar ese térm ino de intersubjetividad. Si tuviéramos que detenernos aquí, podríamos pensar que Lacan no hace m ás que desp legar más amp liamente lo que había adelantado casi tres años antes. Sabemos que le hizo muy poco caso siempre a la res puesta de D escarte s a la segunda79 pregunta de ego, garantizado de su existenc ia por el cogito, pero incomo dado igualmente por esta m isma existencia: “Pero yo, ¿quién soy? [...] Entonces no soy, precisamente hablante, m ás que una cos a que piensa [...]” Y hace surgir entonces la oposición res cogitans/res extensa, de la que podemos leer la crítica 79. La primera era más ansiógena todavía que la segunda: “Yo soy, yo existo: eso es seguro, ¿pero por cuánto tiempo?” Meditations, París, Garnier-Flammarion, 1%7 vol. 2, pág 418.
basta nte feroz hecha por Lacan en su s repercusio nes psiq uiá tr ic as, del lado de H enri Ey, por eje m plo.80 A Laca n sólo le imp orta ese m om ento de desvanecimiento, de aphanisis de ego, que él lee a pesa r de las m on tañas de comentarios filosóficos casi mandados a hacer para enm asca rarlo. Un a vez extirpado el “engaño hegeliano ” gracias a la apelación de sujeto supuesto saber, la certidum bre ca rtesiana sobre la existencia de ego viene a apoyar la idea de esta separación que Lacan busca en tonces instaurar entre un sujeto presa de una certidum bre sin saber por un lado, y un Otro, lugar indefinido del saber despojado de toda certi dum bre subjetiva, por otro lado. Au nque esta oposición, por má s clara que sea, parece con todo excesiva. De ma siado didáctica para ser hon rada, de algún modo.
I. 3. 3. Analista y sujeto supuesto saber: ¿ el mismo o no ? La sorpresa -l a de los asistentes del sem inario ese día, quizás; la nuestra, en todo c as o - no es causada por esa lectura original de las M ed itaciones, que retom a y despliega más delicadam ente los datos de la proscripción de 1961, sino po r la frase cita que sigue, lanz ada en la m isma dirección de las citas anteriores sobre el Dios creador de las verdades eternas: Puede parecerles que los llevo lejos del campo de nuestra experiencia, y sin embargo - lo hago recordar aquí a la vez para disculparme y para man tener su atención en el nivel de nuestra experiencia- el sujeto supuesto saber, en el análisis, es el analista .*1
Si tenem os a bien recuperar con respecto a esto cierta ingenuidad (m al tratada por años pasados tragándonos ciegam ente esa equivalencia), la frase parece bastante asombrosa. Lacan se apresura, por otro lado, a agregar, como p ara am ansar a su auditorio: Tendremos que discutir la próxima vez, a propósito de la función de la transferencia, cómo es que no tenemos, nosotros, ninguna necesidad de la idea de un ser perfecto e infinito -¿a quién se le ocurriría atribuirle esas dimensiones a su analista?- para que se introduzca la función del sujeto supuesto saber. 80. Al releer “La causalidad psíquica”, por supuesto, pero también si nos detene mos en las páginas 514-515 de los Es critos , en las cuales Lacan denunciaba las concepciones de alucinación derivadas de esa concepción cartesiana de las cosas del “espíritu”. 81. Siempre en la sesión del 3 de junio de 1964.
A partir de la sesión siguiente, tras algunas precisiones ráp idas y estric tame nte introductorias al tem a de la transferencia (la contratransfe rencia no es más que una manera de “eludir aquello de lo que se trata”, la transferencia “fue descubierta antes de Freud”, “perfectamente articulada” por Platón -v e r el caso Sóc rates/Alcibíades-, etc), Lacan suelta la aserción siguiente, bastante grave a su manera, también: A partir de que hay en algún lado el sujeto supuesto saber -qu e les abrevié hoy en lo alto del pizarrón como S .s.S - hay transferencia.
N uevam ente , la eventu alidad de un saber absolu to debe hacerse a un lado: “Es muy seguro, del conocimiento de todos, que ningún psicoa nalista pued e pretender representar, ni siquiera de la ma nera más estre cha, un saber abso luto.” ¡Uf! En tonc es, ¿qu é relación existe, par a terminar, entre ese Dios cartesiano cread or de las v erdades eternas ex purgado de to do “engaño hegeliano” , y el analista ? ¿Q ué es lo que ahora autoriza este acercamiento, esta relación que podríam os con side rar casi de implicación?82 N ada d el orden del saber, pero una nada que p rovie ne del deseo. Lo que ese Dios sabe, Descartes plantea que él (ego) no lo sabrá nunca; en cambio, el sentido de lo que ese ego sabrá (que un triángulo tiene tres lados, que dos más dos son cuatro) sólo será tal porque Dios lo habrá querido así. Es a voluntad divina es planteada por ego al mismo tiempo que se desinteresa de ello para ob rar a partir de entonces sólo den tro de las aven idas de un saber egóico que habrá sabido ubicar antes que nada su verdad última fuera de su propio alcance, en ese Dios abso lutam ente separado. Eso es lo que Lacan recupera poniéndolo en la cuenta del deseo, de ese deseo desconocido (¿incon sciente?) que habrá presidido ese m on taje de sab er que es el síntom a, por el cual el analizante viene al análisis. P or razones qu e atañen m ucho m ás a la neurosis que a la cultura circun dante (¡aunque también!), quien produce un comp ortamien to dado con sidera que significa algo, sin entender nada de él, salvo que hay allí algo que entender. “¿Pero qué quiere decir que yo haga sin cesar lo m ism o?” El “¿Qu é quiere decir?” inscribe dos cosas al mism o tiempo: por un lado, puesto que eso “quie re decir” , es que hay sig nific ació n en ju ego, que c orresponde pote ncia lm ente a ú n a mathesis, a u n saber; pero por el otro, al m is m o tiem po, es supuesto que ese saber viene de un
82. “La transferencia es impensable si no tomamos su punto de partida en el suje to supuesto saber.” Sesión del 17 de junio de 1964.
sujeto tan separado como puede serlo el Dios cartesiano, que no se confun de con el saber de sus criaturas. El “ voluntarism o divino” postu lado por D escartes (y muy controvertido entre los cartesianos) parece efectiv am en te habe r sido uno de los asideros (en el sentido alpinista del término) por los cuales Lacan pudo operar ese sorprendente acerca miento del Dios creador de las verdades eternas y del analista en la cura; su invención del sujeto supuesto saber constituiría la bisagra en tre los dos. Po dem os con venc ernos d e esto leyendo, en la sesión del 24 de junio de 1964, una apología vibrante sobre el deseo del analista, “deseo de o btener la diferencia absoluta f...]” . El bene ficio del nuevo ape lativo de sujeto supue sto saber es inmediato: en el lugar de la “transferencia”, fenóm eno, hecho de expe riencia que se imponía fenomenológicamente (bajo la forma p rin ceps del amor), viene una función (el S. s. S.), algo mu cho más abstracto a partir de lo cual se vuelve posible generar los hechos observables, aumentando notablem ente de esta man era su inteligibilidad. A sí ocurre con el amor de transferencia, que pued e dejar de ocupa r el prime r plano de la esce na con tanta naturalidad, puesto que adquiere de entrada el rango de efecto.83 Al mismo tiempo, también, vendrán con mucha mayor clari dad algunas prec isiones (importantes con relación a lo que puede verse en el debate con Bouvet): [...] la transferencia no es, por su naturaleza, la sombra de algo que hubie ra sido vivido antes. [...] No es repetición de lo que pasó más que por ser de la misma forma. No es ectopía. No es sombra de los antiguos engaños del amor. Es aislamiento en lo actual de su funcionamiento puro de engaño.
Más tarde, Lacan juga rá con cierta fortuna vinculada con la apelación, y declinará a este sujeto tanto del lado del saber -hay un saber (por ejem plo en el síntoma), y a ese saber le es supuesto un sujeto que detenta su significación-, como del lado del sujeto -hay un sujeto (el analista) del que es supuesto que oculta un saber (en relación con la significa ción desco noc ida)-. E sap ala bra de tres términos: sujeto/supuesto/sa ber se lee com o bustrófe don. A pesar del enorme número de citas que sería posible reunir con res pecto a la e volució n de ese concepto a lo la rg o d e e sos die cis éis años d e 83. “[...] el sujeto es supuesto saber de solamente ser sujeto de deseo. ¿Pero qué pasa? Pasa lo que se llama en su aparición el más común efecto de transferen cia. Ese efecto es el amor.” Siempre el 17 de junio de 1964. “Sólo ahí puede surgir la significación de un amor sin límite, porque está fuera de los límites de la ley dice el 24 de junio de 1964, com o conclusión última del sem i nario de ese año.
vida activa que conoció en la enseñanza de Jacques Lacan, estudiaré ahora una sola etapa, aque lla en la que Lacan produjo, con la ayud a de algunos de los términos de su “álgebra”, una escritura del sujeto su puesto saber, que luego acostum brado a llamar el “alg oritm o de la trans feren cia”. Esta escritura apa rece en un texto de 1967 con ocido con el título de: “Prop osición del 9 de octub re de 1967 sobre el psico ana lista de la escuela” .
I. 3. 4. Lectura del “algoritmo ” de la transferencia Encontramos allí el cifrado siguiente, que Lacan prácticamente no retomó luego, paro que insertó en su decisiva Proposición sobre el psic oanalista de la escuela'. S — -------------------------- -> S‘i í
( S ',S 2, ...,S")
L a letra “S” , mayúscula, designa com o frecuentem ente en Lacan a un significante, la pequeña “q” colocada com o expone nte sobre la segun da S debe leerse com o “cua lquiera” . “Sq” : “un significante cualq uiera ” , “j ” , a su vez, debe leerse en su equívoco, habitual tam bién en Lacan, para desig nar a veces al sig nificado, y a veces al sujeto (cierto estado, al menos, del sujeto). D e tal modo q ue si se desdeñan por un m om ento los paré ntesis visibles en el denom inador, podríam os creer que estam os leyendo la definición del sujeto tal com o apar eció la prim era vez el 6 de diciem bre de 1961: el sign ifican te (en este caso: S) representa a l sujeto (aquí: s) para otro significante (Sq, el significante llamado aquí, por razones sobre las que regresaremos, “cualquiera”). He aquí ahora la descripción que Lacan da de lo que se muestra a la lectura b ajo la barra: Bajo la barra, pero reducida al palmo suponedor del primer significante: la ,r representa al sujeto que resulta al implicar en el paréntesis al saber, supuesto presente, de los significantes en el inconsciente, significación que ocupa el lugar del referente todavía latente en esa relación tercera que lo adjunta a la pareja significante-significado.*4
La poco usual palabra “palmo”85 viene a cuestionar a la “S”, llamada tamb ién “significante de la transferencia” . N ada en el texto que antece de viene a fijar la significación d e sem ejante expresión , y por el instan te es necesario contentarse con cierta indeterminación de algunos tér minos. P or otro lado, el solo hecho de plan tear esa “S” abre la po sibili dad de la barra y de su den om inad or con, al mism o tiempo, un su jeto y un saber que le es “adyacente”. Como la buena filosofía, la lectura es ante todo hija de la penuria: en lo concerniente a las relaciones, tan valiosas, entre el sujeto y el saber en la escritura del sujeto supuesto saber, no está permitido echarse al buche, por el momento, más que esta pobre palabra, “ad yacente” , “situado en la inmediación o proxim i dad de otra cos a”, ésos son los sinónim os qu e apor ta el D ic cio nario de la R eal Academia. El sujeto se encuentra entonces flanqueado por un saber que, po r su parte, está estrictam ente com puesto p or significantes, en un número indefinido, y encerrados entre paréntesis. Com o ocurre con frecuencia con Lacan (del m ismo m odo que, curiosa men te, cuando nos enfren tam os a un texto escrito en un idioma extran je ro), la cuestión de la c om pre nsió n es prim ero gram atical, en razón de los vínculos que se deslizan sobre este terreno: ¿la palabra “significa ción” debe entend erse aquí como en apo sición con la palabra “saber” que la antecede? ¿No sería más bien la palabra “ significantes” la que se trata de retomar? ¿O quizás es la “s” la que conviene, m ejor ubicada desd e el punto de vista musical, puesto que viene justo después de los dos pu ntos, y abre la serie de las apos iciones? Es notable, al m enos en lo referente al estilo de Jacques Lacan, p artidario de cierto rigo r sim bó lico, que sea necesario con m ucha frecuencia p asar por el sentido para des pejar los equ ívoco s de la gram ática. En general, es más bien al con trario: la gramática sirve para despejar los equívocos del sentido. De hecho, solamente la lectura de una primera escritura de este texto anterior por unos cuantos meses- permite despejar más o menos el equívoco. En el tiemp o en que Lacan co m enzaba a acercarse a la escri tura misma de su algoritmo, y apartaba una vez más de su camino la posib ilid ad de una in te rsubje tivid ad cualq uie ra , escribía: Dos sujetos no están impuestos por la suposición üe un sujeto, sino sola mente un significante que representa para otro cualquiera la suposición de un saber como adyacente a un significad o, o sea un saber tomado en su significación .86 85. “Distan cia que va desde el extremo del pulgar hasta el del meñique, estando la mano extendida y abierta”, D icciona rio de la Real Acad em ia, pág. 1509. 86 . J. Lacan, Propo sitión..., Primera versión, Analytica, vol. 8 , abril de 1978. [En
De este m odo, es necesario leer en la fórmu la del texto d efinitivo, tan parc a que se vuelve opaca, que ese saber de lo s “significantes en el incon sciente” adqu iere un valor de significación en tanto (en la med ida en que) un significado-sujeto le es “adyac ente” . Por lo que se inscribe en efecto lo esencial de lo que quiere significar la expresión sujeto supuesto saber: que a la pregunta dirigida sobre un comportamiento cualquiera - “¿y que quiere decir eso?”- se le suponga que hay uno que dete nta la significación de ese saber. En ese puro m ovim iento de supo sición, dicha significación se constituye “en reserva”, adquiriendo el rango de “re ferente aún latente” . Y ese texto prime ro, mu cho m ás claro sobre num erosos puntos, prosigue: El analista no tiene otro recurso más que colocarse en el nivel de la s de la pura significación del saber [...]
Ese “saber tomado en su significación”, que habrá sido necesario ir a pescar en una versió n an te rior, revela lo esencia l: si un sa ber, sie m pre conceb ido com o concatenación de significantes, perman ece inserto en un sujeto (“s”, vuelto posible a su vez por la puesta en m ovim iento de una cad ena significa nte m anifiesta S —» Sq), habrá tran sferencia. Y la estrategia del an alista equivaldrá a “ colocarse” en ese nivel... P or medio de lo cual regresa la pregu nta del inicio, con la qu e y a nos topam os con la traducc ión del “die m einer Pers orí ’: ¿qu é relación c abe co nceb ir entre el analista que conti nuaremos calificando aquí como “ él mismo ” y el analista tal com o es fabricado por la transferencia, en este caso la “ 5 ” minúscula que produc e un “saber tom ado en su significación” ? Las líneas inme dia tame nte conse cutivas a la cita atacan ese prob lema d e frente: Vemos que si el psicoanálisis consiste en el mantenimiento de una situa ción convenida entre dos pa rticip antes, que se plantean en ella como el psicoanalizante y el psicoanalista, tal situación no podría desarrollarse más que al precio del constituyente ternario que es el significante intro ducido en el discurso que se instaura allí, el que se llama el sujeto supues to saber, formación, a su vez, no de artificio sino de veta, como de spren dida del psicoanalizante. Tenemos que ver lo que califica al psicoanalista para responder a esta situación de la que vemos que no envuelve a su persona. No solamente el sujeto supuesto saber 110 es real en efecto, sino que además no es necesa rio en absoluto que el sujeto activo en la coyuntura, el psicoanalizante (único que habla primero) se lo im ponga [...]
español: “Proposición...”, Ornicar?, N° 1. págs. 11-40, Barcelona, Ed. Petrel, 1981.]
Lo que nos importa aquí es el psicoanalista, en su relación con el sa ber del sujeto supuesto, no segunda sino directa . Está claro que del saber supuesto él no sabe nada. El S 4 del primer renglón no tiene nada que hacer con las S en cadena del segundo, y no puede toparse con ellas más que por encuentro 87.
Contrariamente a las afirmaciones por las cuales Lacan inicialmente hab ía introduc ido sus palabras en 1964 (“ [...] el sujeto supuesto saber, en el análisis, es el analista”), se ve em pujado ahora a distingu ir entre ese sujeto supuesto s ab er -q u e preside la eclosión de una transferencia a partir de e sta “ ady ace ncia ” de un sab er (las S 1, S2, Sn) y de un sujeto (la “s” m inúscu la en itálicas), ambos igualm ente supuestos, lo que está señalado sin ambigüedades por su posición en el denominador en la escritura del alg oritm o- y lo que, en estas líneas, se llama “el analista” . La s imp le identificación del verbo ser ya no convien e para entablar el vínculo entre esos dos. El sujeto supuesto saber es aquí claramente señalado como “constituyente ternario”, hasta el punto en q ue puede pla nte arse cla ram ente , para term inar, la cuestió n de la “rela ció n” que ese “psico ana lista” m antiene con el saber de ese sujeto supue sto, rela ción “no segunda, sino directa”. Ultima precisión que debem os recordar: mientras que la palabra “per sona” no es en Lacan de un empleo frecuente, muy por el contrario, y no llega nun ca al concepto (excep to en su tesis de 1932, que se desp lie ga en otro contexto), la vemos desempeñar aquí un papel de primera importancia: la situación transferencial del analista “no envuelve a su persona” . En su ma, éste últim o lleva una vid a in dependie nte de la del sujeto supuesto saber. Por otra parte, tenemos la prueba de ello: en general al analizante le toma cierto tiempo antes de “imponérselo”, antes de imponerle ese encargo. Ya no queda posibilidad de duda: no solamente hay en efecto tres protagonistas, sino que ahora cada uno porta un nom bre que le perte nece: el an alizante , el analista y el sujeto supu esto saber. Claro está que, los dos últimos presen tan un alto grado de intrincamiento. Distinguir hasta ese punto -nom ina lm en te- a la per sona del analista del personaje encarnado por él en el análisis: ¿acaso eso no equivaldría, una vez más, a darle cuerpo peligrosamente a unas concepcion es a la Bou vet? ¿Hem os avanzado verdaderamen te en el posic io nam ie nto de la cuestión desde el firm e titu beo de Freud?
87. Todas las itálicas son mías.
1.4. ¿Dónde está el problema? No hay necesid ad alguna de haber p asado años sobre un div án o con la nariz pegada a obras eruditas para comprender la situación descrita aquí: un individuo , el “psicoa nalista” , se presta a un jue go particular, que ex iste en todas partes y que se encuen tra en el cimiento de la m ayo ría de las relaciones humanas. ¿Quién no ha tenido que enfrentar en efecto el sentimiento de ser tomado, en tal o cual situación, por un personaje al que uno se sie nte ajeno? Cuando alg uien se ve confronta do a una parte de su reputación, aunque reconociera en ella alguna verdad, podem os ap ostar que el sentimiento predom inante será el de la extrañeza. Se excava un a divergencia entre el personaje público prod u cido en tal o cual situación y la percepción que cada uno tiene de sí mismo. Así que no es privativo del psicoanalista en funciones en una transfe rencia el hecho de conoce r semejante jalone o (solam ente eventual, pues hay que sab er tamb ién no desdeñar, por lo mismo, un acu erdo de entra da igualm ente sospechoso entre esta imagen transferencial y ese m aldi to “él m ism o” que no logramos ahorrarnos). La singularidad de su po sición se deb e por com pleto al hecho de que, lejos de soportar el fenó meno c om o todo el m undo, el analista tiene que estar advertido de su producció n hasta el punto de que, le jo s de oponerse a la “im posición” que de este modo le inflige su paciente, o de aceptarla plenam ente, se esfuerza en ma ntenerse al respecto en una neutralidad tan grande como pueda hacerlo.
1.4.1. La neutralidad Esa palabra, “neutralidad”, hizo fluir mucha tinta freudiana. Todavía recientemente, el director actual del Psychoana lytic Q uarterly publi ca ba en esa rev ista un artículo titulado “T he perils o f N eutra lity” ,88 en el cual se bate con tra ese concepto: El concepto de neutralidad analítica se ha convertido en un fardo porque nos alienta a perpetuar ciertas ilusiones estrechas sobre el papel del analista en el proceso analítico .81-1
88 . Owen Renik, “The
págs. 495-517. 89. Ibid., pág. 496.
perils of Neutrality”, Psychoa na lytic Quarterly, LXV, 1996,
A través de algunas frases llenas de sentido común, Renik muestra sin dificultad qu e apenas ha hecho o dicho algo, el analista se ha separado de su “neu tralidad” . Concluye: “ ¡Dicho de otro m odo, la única manera en que el analista pod ría ser neutro sería no hacer nada!” ¿Cóm o en tiende esa palabra co m pleja para llegar a un juicio tan categórico sobre ella, cuand o tantos freudianos no pud ieron ver claro? No lo remite, a lo largo de todo su artículo, más que a un sola cosa, muy específica del psic oanálisis esta dounid ense de hoy: los conflicto s del pacie nte . A pe nas interviene el analista en el seno de estos conflictos para plantear pregunta s, su brayar callejo nes sin salida, in te rro gar convic cio nes, etc., no puede no tom ar partido, aunqu e sea poco (y podem os saber que ese “poco ” es lo que se escuch a quizás mejo r en la situación de la cura). En ese sentido, Renik tiene razón, sin discusión. Por otra parte, no lo ve mo s ni una sola vez darle consistenc ia al per son aje que él enc arna en su relato del caso. Por más juiciosas q ue puedan p arecer algunas de sus intervenciones -esp ecialm en te cuando se opone directamente a ciertas convicciones qu e la paciente sostenía respecto a sus pad re s- nun ca lo sorprendemos atento a lo que en Lacan se llama esa “imposición”90 transferencial. En un m om ento de la cura, por ejemplo, Re nik conside ra que la relación de su paciente con su novio merece ser interrogada claramente, en vista del poco caso que ese novio parece hacerle. La interrogué en ese sentido -e sc ribe- Diane [es el nombre de su pacien te] se sintió criticada y traicionada por mí. ¿Por qué tomaba yo partido por su novio? ¿Era yo sexista? ¿Estaba sobreidentificado con él? Le dije que no creía, aunque no dejaba de ser posible, evidentemente, que de una manera o de otra, no esté yo co nsciente de ello; pero lo que me llamaba la atención como algo importante, le dije, era que ella se sintiera tan ataca da, cuando mi intención era claramente -aun siendo de modo tan torpe {misguided)- la de ayudarla a ver si podía solucionar ese problema y encontrar placer sexual en una relación que, por otro lado, ella tenía en mucho aprecio .91
Los acentos finales de esta intervención de Renik no son m uy d iferen tes de los que se perciben en Freud cuan do él tamb ién le hacía sab er al hom bre de las ratas que no era cruel. El analista está aquí en p ostura de defend er con fuerza su buen a fe ante la imposición transferencial de la pacie nte que, está claro, no lo ve de esa maner a. C oncebim os que, en tales condiciones, un analista como ese se preocupe de m anera predo
90. J. Lacan ,P ro positionsurlep sy clianalyste..., op. cit., pág. 11. [“Proposición...”, op. cit., pág. 17.] 91. Owen Renik, “The perils of Neutrality”, op. cit., pág. 504.
minante por los conflictos, pues él es una de las fuentes patentes de ellos: ¿quién tendrá razón, si las cosas se ponen espesas, la paciente que se siente traiciona da o el que le dice de inm ediato que, p oniendo a un lado la reacción inconsciente, nunca tuvo esa intención ? U na vez que, admitámoslo, ella se hubiera convencido de ello y que, admitá moslo también, h ubiera extraído un beneficio de ese cam bio de pers pectiv a (¿por qué no?), ¿cóm o no tendería ella asin tó ticam ente hacia ese yo apacible, atento, bien intencionado, adaptado a las realidades, en suma: provisto de la mayoría de las virtudes que son precisamente las que le faltan oficialmente a la paciente desde el comienzo de la cur a?92 La ide ntificación con el yo del analista, que se pre gon ó durante mucho tiem po com o conclusión lógica del análisis, está aquí gestándose, sobre esta simple intervención que podría, con todo derecho, adjudicársele a un tal Sigmun d Freud...
I. 4. 2. Últimas precisiones freudianas A hora bien, éste también había sabido realza r otro aspecto de las cosas, susceptible de man tener una amb igüedad que aqu í falta. Al final de su texto “Puntualizaciones sobre el amor de transferencia” , com ienza enu m erando las razones en nombre de las cuales es conve niente opo nerse a la autenticidad de ese amor. Se resumen más o menos en esta frase muy directa: Como segundo argumento contra la autenticidad de este amor viene la afirmación de que éste no aporta ni un sólo rasgo novedoso proveniente de la situación presente, que generalmente está compuesto no solamente por repeticiones e imitaciones de cosas más antiguas, sino también por reacciones infantiles.93
92. Breve presentación del caso: “Diane, cardióloga de unos treinta años, entró en análisis para encontrar ayuda con respecto a su depresión crónica. Aunque acabó su internado y su especialización, estaba conciente de una falta de con fianza en ella que la frenaba. Se negaba las oportunidades para avanzar por que tenía miedo de no estar a la altura. En particular, evitaba las situaciones en las cuales habría tenido que colaborar estrechamente. Era muy pesimista en lo referente a llevarse bien con sus colegas. A veces se salía de sus casillas; o, con mayor frecuencia, se retiraba de mala gana cuando estaba enojada. Diane consideraba que en general no era una persona amable, y se preocupaba de que nadie deseara hacer amistad con ella.” Ibid . , págs 500-501. 93. S. Freud, “Bemerkungen über die Übertragunsliebe”, Studienausgabe, vol. XI, Frankfurt, Fisher Verlag, 1975, pág. 227.
¿Representan acaso estos argumentos efectivamente la verdad?, pre gunta en el párrafo siguiente. ¿Con ellos hemos “dicho la verdad a la pacie nte ” , o “recurr im os a ello s para nuestras necesid ades [in uns erer N o t la g e ] p a r a d i s i m u l a r [ z u V e r h e h l u n g e n ] y d e f o r m a r [und Entstellungeri] ?” Es difícil ser más claro. La som bra del relato freudiano de una supuesta huida de Breue r ante la confesión de em barazo de Anna O. recorre todavía esas páginas, para desembocar directamente en la siguiente pregunta: Dicho de otro modo: el enamoramiento que se vuelve manifiesto en la cura analítica, ¿debe ser considerado efectivamente como no real ?94 Mit anderen Worten: h t die in der analytischen Kur manijes! werdende Verliebtheit wirklich keine reale z.u nennen?
La respuesta, por más co ntradictoria que sea con los “argum entos” an teriormente desplegados, no se hace esperar. La siguiente frase: Pienso que hemos dicho la verdad a la paciente, pero no toda [...] Ich meine, wir haben der Patientin die Wahrheit gesagt, aber doch nicht die ganz.e [...]
¿Q ué queda ba por decirle? Simp lemente que ese amo r de tranferencia, producid o por la s ituació n de la c ura y lle no d e rem in is cencias de todos los tipos... no era fundam entalmen te diferente de cualqu ier otro amor. Todos son más o menos com o ése. “Resum am os” , conclu ye Freud tras haber mencion ado estos novísimos argumentos: No tenemos el derecho de negarle al amor puesto a la luz en el tratamiento analítico el carácter de un amor “auténtico ” .95 Man hat kein Anrecht, der in der analy tisc hen Beh an dlung z.utage tretenden Verliebtheit den Charakter eine r “echten" Liebe abz.ustreit.en.
94. Notaremos al pasar el contrasentido de la traducción PUF (La technique psyc han alytique, PUF, 1970, pág. 126), que muestra aquí: “Autrement dit, l’amour qui devient manifeste dans le transferí ne mérite-t-il pas d ’étre considéré comme un amour véritable?” [“Dicho de otro modo, el amor que se vuelve manifiesto en la transferencia acaso no merece ser considerado com o un amor verdadero?”]. Una botella vacía a medias bien vale, ciertamente, una botella medio llena en lo que concierne al referente, pero no para la enunciación. 95. Todas estas citas, muy cercanas, provienen de las páginas 227 -22 8, al final del artículo “Bemerkungen über die Übertragunsliebe”, op. cit.
En el fondo , frente a cuestion es tan abruptas, pero ante las que sabe no negarse, Freud term ina po r conceder lo contrario de lo que con stituye su argu m entación habitual a propósito de la transferencia, según la cual la singularidad de ese am or depende de que “es provo cado po r la situa ción analítica”.96 D etendré aqu í el juego de las citas que, en Freud al menos, da testim o nio am pliamen te de una bipolaridad irreductible. Y cuando esta tensión se derrumba en la existencia de dos términos demasiado bien individualizados -claram ente en Bouvet, en la práctica en R en ik- ten e mos la sensación de un estrechamiento tal de la cosa analítica a una terapia adaptativa, qu e lo esencial del método qu e todavía lleva el no m bre de psic oanálisis parece haberse perdid o, aunque perm anecen cer canos los conceptos y la técnica utilizados. L a am bigüedad del am or de transferencia depende por com pleto en Freud de la “persona” del analista: ¿es él quien es am ado, hic etnun c , o no es más que el actor de una ob ra esc rita po r otros, en otro sitio y en otro tiempo ? Tam bién encontram os nuevamente con Lacan, en otro escenario conceptual, una dualidad irreductible: una vez que, gracias a Sócrates, el amor soportaba ser referido a un saber (elemento decisivo a partir de que se trata de un saber inconsciente ), el sujeto supuesto saber podía venir a expresar la función enj ue go en lo que continuamos llamando “transferencia”. Ah ora bien, sobre las rela cio nes del señor- analista y de ese apasio nante su jeto supuesto saber, Lacan no ofrecía para m editar más que un verbo harto magro: “El an alista no tiene otro recurso más que el de colocarse en el nivel de la s de la pur a significación d el saber [...]” Es este el punto de partida de la investigación que ahora se va abrir: puesto que esta m anera de no to m ar al otro por lo que no es (¡eso se ría fácil!), sino de tomarlo por alguien de quien no se puede saber si es efectivamente la persona a la que se apunta cuando uno se dedica a ponerlo en ese lugar, puesto que esta m anera es, según la confe sión general de los autores, tan trivial, tan poco específica del análisis, el cual sólo la llevaría a su exageración; entonces ampliemos el cuadro. Abandonemos el terreno singular de la cura instaurado por Freud, y busquem os otros sitios, otros tiempos durante los cuale s una dualidad irreductible se emplazó en el lugar de un individuo atrapado en una carga particular. Y esto, sin temer rem ontarnos a tiemp os lejanos pues, si bien es cierto que hay a qu í un dato con stante de las relaciones entre huma nos, podem os apostar a largo plazo por esta historia, que exp eri menta rupturas y trastornos (dos de importancia van a venir a lo largo
del estudio), pero que da testimonio también de poderosas inercias, que ju stifican la m etá fora de Fre ud a propósito del apara to psíq uico que se asemejaría en ciertos aspectos a la ciudad de R oma, que am ontona en una actualidad he teróclita y v iva unos m onum entos de épocas muy d is pare s...
Capítulo II
La duplicidad del soberano El primer elem ento im portante que se presenta no es otro que la obra de Ernst K antorow icz titulada Los dos cuerpos del rey. Cu ando se pub li có, en 1989, la prim era traducción fra nce sa,’ el libro editado en inglés en 1957 ya se había vuelto un v erdadero monum ento, ya hab ía abierto vías de investigaciones nuevas e innovadoras en el campo histórico, inspirando a su alrededor un estilo en la investigación que quiero su brayar ante s que nada. El recorrido de su autor había sido largo y complejo: judío alemán nacido en Poznan en 1895, combatiente activo en la Primera Guerra M undial, de la que regresa claramen te nacionalista, con pocas inclina ciones, debido a su medio, hacia los estudios universitarios, Kantorowicz se introduce, en los años de la postgu erra, en el círculo m uy cerra do del poeta Stefan Georg e, en Heid elb erg , y sigue al mis m o tiem po estu dio s bastante eclé cticos, específic am ente de econom ía polític a.2 Hacia m e diado s de los años veinte, se lanza, sin que hoy se sep a a cienc ia cierta por qué, a una obra de gra n am plitud: un rela to históric o detallado so bre una de las m ayore s fig ura s m íticas del Im perio C ristiano, Federic o II (1194-1250). Un objetivo semejante -un retrato pasablemente nietzcheano de un casi superhombre- no tiene nada de anodino en un país com o la A lem ania de esa época, vin iendo de un antiguo soldado que no oculta sus simpatías por un Reich poderoso y nacionalista. Cu ando el libro se pu blica en 1927, tiene un éxito inm ediato: diez mil ejem pla res se venderán en unos cuantos años, lo cual es considerable si tom a
1. Ernst Kantorowicz, Les deux co rp s du roi, París, Gallimard, Jean Philippe Genet y N icole Genet. [En español: Los do s cu erpos d el Rey, Madrid, Alianza Ed„ 1985.] 2. La mayoría de estos datos biográficos fueron extraídos de la excelente obra de Alain Boureau, Histoires d ’un historien. Kan toro wicz [H istorias de un h isto riador. Kantoro wicz], París, Gallimard, col. “L’un et l’autre”, 1990.
mos en cuenta el hecho de que su autor era com pletamen te descon oci do y no ocu pab a en ese mom ento ningún cargo universitario prestigio so. Esperó dos años la reacción del establishment universitario alemán, que había de resultar feroz y colaborar, sin buscarlo, para afinar su estilo. Un historiador de la universidad de Berlín, famo so en esa época, A lbert Brackm an, produjo, con ocasión de una conferencia pública con un título muy elocuente (“El emperador Federico II a través de una m irada m ítica”3), una crítica violenta en la cual denu nciaba la co nstruc ción de un F ederico II más cercano a un mito apropiado para g alvanizar a las mu ltitudes que a una realidad h istórica cualquiera. Sigu iendo un estilo de deb ate que prácticam ente no se ha abandonado hoy, Brackman pretendía s er el p ala dín y el defensor de la eru dició n histó rica, m in ucio sa, honesta, ajena a cualquier acento lírico, el Kleinarbeit, como lo llama ba él, y se esforzaba consecuen temen te en ubicar la construcción de Kan torow icz como una especie de propagand a indigna del paciente trabajo del historiador. La réplica de K antorowicz no fue menos apa sionada, y la tituló, muy juiciosam ente: Mythen sch.au, “M irada sobre el m ito” . Su argum entación allí es a la vez simp le y decisiva: claro, existe el trabajo erudito y, para no estar en desventaja en ese terreno, Kantorowicz publicó dos años más tarde un volumen completo de no tas y de anexos que probaban, puesto que era necesario, que no tenía porqué recib ir le ccio nes de nad ie en ese te rre no.4 Todavía hoy prácti cam ente no es p osible decir o leer una palabra sobre K antorow icz sin evoc ar su “enorme y po derosa erudición” .5 Tendrem os oportunida d de darnos cu enta de esto en lo que vendrá a continuación. Más allá de esta com petenc ia muy universitaria, la respuesta de Kan torow icz es impo r tante para mí sobre todo por su segundo rasgo. Por supuesto, le conce de de entrada a Brackman, existen hecho s tales que los docum entos y las fuentes permiten volverlas a componer, frágiles y parcelarias, pero es necesario co locar también en la catego ría de los hechos históricos, de los hech os d igno s de atraer la atención y el trabajo del historiad or, a los mitos mismos. Es innegable que F ederico II fue uno de ellos, inclu
3. Esta conferen cia, inmediatamente publicada en Historische Zeitschrift, tuvo una importante resonancia. 4. A. Boureau anota: “A partir de esa época, Kantorowicz se juró nunca publicar nada sin notas infrapaginales. En Estados Unid os, protestó violentamen te cuan do la Academia de los Medievalistas Estadounidenses decidió, por razones de economía, publicar la gran revista Speculum con notas ubicadas al final de los artículos”, op. cit., pág. 119. 5. Ibid., pág. 44.
so en v ida (no ha habido, a fin de cuentas, tanto s “A nticristo s” , y él fue uno de prime ra magn itud para sus contem poráneo s al final de su vida), y lo fue m ás aún en los siglos que siguieron. A linea r los hechos, red ucir sistemáticam ente lo que fue su gesta sorprendénte sólo a las interpreta ciones permitidas por los documentos, equivaldría a dejar escapar la realidad histórica m isma que nos propon em os describir. A pesar de las conviccione s nacionalistas de su obra, K antorow icz fue destituido de las funciones un iversitarias que su trabajo sobre Fed erico II, a des pec ho d e todas estas c ríticas, le habían valido: en fun ción d e la ley del 7 de abril de 1933, imp ues ta po r Hitler poco tiem po de spué s de su acceso al poder, los judío s fueron exc luidos de las funciones pú bli cas, y K antorow icz perdió el cargo de profeso r honorario en la U niver sidad Go ethe de Francfort. Su rechazo de cualqu ier dimisión le valió un boic ot escandalo so de estu dia nte s nazis; tom ó una licencia. D e regreso, en 1934, se le pidió, como a cualquier universitario del Reich, que presta ra juram ento “al jefe del Im perio y del pueblo ale m án, A dolfo Hitler”. Se negó, pero encontró un subterfugio haciéndose nombrar “profesor emérito”, cosa que lo dispensaba del juram ento. A sí pudo perm anecer cuatro años m ás en una A le m ania que era cualquier cosa menos hospitalaria. No fue sino hasta noviembre de 1938, en un mo men to en que la persecuc ión de los judío s a doptaba un giro dramático, cuando se decidió a emigrar hacia Estados Unidos. Después de una cátedra en la Universidad de Berkeley -de la que se alejó en los co mienzos de los años cincuen ta por no habe r firm ado, una vez más, un juram ento, esta vez re la tivo a la ola del m acarthism o- p rosig uió y te r minó su carrera de gran scholar en la Universidad, prestigiosa entre todas, de Princeton. A llí fue donde escribió Los dos cuerpos del rey.
II. 1. Una ficció n juríd ica curiosa: los dos cuerpos del rey Q ueda más o m enos excluido resum ir el copioso libro de K antorowicz, porque toca dim ensio nes div ersas con la ayuda de una erudic ió n efec tivam ente im presionante. Sin embargo, la fuerza de su obra se debe en gran parte a que, a través de la m ultitud de hechos, de textos y de inter preta cio nes que atra viesa, consigue desarrolla r u na argum enta ció n que parece posib le presenta r casi linealm ente . Intentaré entonces esbozar una especie de esquem a, de sinopsis del argumento com plejo que, des de el siglo XIV en que adquirió consistencia hasta el comienzo del siglo X V II en que se derrum bó repentinam ente, sostiene la convicción siguiente: el rey posee dos cuerpos al mismo tiempo: uno, que puede
enfermarse, enloquecer, y que necesariamente morirá; otro que, por el con trario, no podrá caer enfermo ni volve rse loco, y al cual tampo co la muerte podrá afectar. El famoso grito: “El rey ha muerto, viva el rey”, que conservamos en la memoria de esos tiempos pasados, enmascara dem asiado el armazón jurídico. A penas pu ede ayu dar a plantear el pro blema: ¿cóm o se lleg ó a p ensar y a so stan er, to do lo ra cio nalm ente que era posible entonces, la coexistencia y el vínculo de esos dos cuerpos que, a primera vista, derivan de un absurdo inmediato? El problema nació en el universo feudal, donde las relaciones de vasa llaje tejían vínculos muy p ersonales entre señores de rangos harto dife rentes. Cad a seño r era pro pietario de sus tierras y de los bienes qu e se enco ntraban en ellas, y su transm isión juríd ica no presentab a dificu lta des particu lares a los juristas, salvo las que se encuen tran muy triv ial men te en ese tipo de asuntos delicados. Ocu rría algo muy diferen te con respecto a ese señor singular que, además de ser señor de sus tierras com o los dem ás señores, era también el soberano. Los dem ás señores, a pesar de ser a veces m ás ricos y más pod erosos q ue él, le debían cierto núm ero de obligaciones, previstas de m anera general en los vínculos de vasallaje (apoyarlo en sus empresas guerreras, realizadas a título de soberano , ayu darlo a darle dote a su hija, pagar su rescate en caso de ser atrapado por el enemigo, y algunas otras más), pero lo que quedaba poco cla ro , al menos en los prim ero s tiem pos de los Caro lingio s, por ejemp lo, era la naturaleza juríd ica del vínculo que, evidentem ente, existía entre el rey y el reino (o la Corona). Ese rey, por supuesto, no podía ser considerado como el propietario de los feudos y demás bienes de los otros señores. E l, el soberano, no era prop ietario más que de los bienes que deten taba en tanto que Señor; en tanto que soberano, en cam bio, no era nada evidente que fuera propie ta rio de la Corona. A pesar de una tendencia, muy natural al menos entre los primeros Carolingios, de cons iderar el conjunto del reino com o una propiedad familiar, quedaba bastante claro , al m enos p ara lo s ju rista s, y tam bié n para los dem ás señores, qu e los derechos del rey sob re el conjunto de la Coro na pedían ser definidos fu era de aquéllos, jurídicam ente muy bien establecidos a partir del derecho ro m an o, to cante s a la pro piedad. Den tro de ese marco general muy am biguo, los juristas ingleses se en frentaron, desde los siglos XII y XIII, con juicios repetitivos donde se encontraban c om pletamente desarmados. En efecto, llegaba a ocurrir que un señor le cediera a su soberano, por voluntad propia o por pre sión política y guerrera, algún bien del que era propietario. E l soberano mo ría, un día u otro, y sob re la marcha, el nuevo soberano hac ía saber que tenía intenciones de conservar en el seno de la Coron a que hered a ba el bien cedid o en otro tiem po por el cita do señor al sobera no ante
rior. Pero un día, el señor en cuestión (o con m uch a frecue ncia su he re dero) ya no lo veía de ese mod o, y llevaba ante los jue ce s la cuestión de sabe r si ese bien, dado a La per so na del soberano an terior, en el m arco una vez más muy personalizado de las relaciones de vasallaje, formaba o no parte de lo que había heredado el nuevo soberano. M uchas veces ese señor argumentaba que ese bien debía ahora serle devuelto, pues aquél a quien se lo había confiado con anterioridad hab ía muerto. A sí se vio cóm o se multiplicaban unos juicios que no conseguían hallar una ratio jurídica, incomo dando a los juristas ingleses, quienes se m etieron entre ceja y ceja pon erle remedio a esta carencia. P ara hacer esto, de bían responder a dos in terro gantes: ¿c uál era la natu ra le za jurídica de la Corona (o del reino), y qué vínculo jurídico existía entre el rey y esa Corona? Los juristas ingleses se dirigieron en parte, más allá de los recursos propio s de su arte y de su ric a tradició n te xtu al, hacia el dis curs o dom i nante de la época, la teolo gía (por lo cual, dicho sea de paso, el sub títu lo del libro de Kantorowicz no es otro que “Ensayo sobre la teología polític a en la Edad M edia ”). El proble m a era en efe cto sensib le m ente idéntico en lo con cerniente a los obispados; cada obispo era plenam en te respon sable de su obispado, al que estaba encargad o de proteg er y de conservar al menos en el estado en que le había sido confiado, pero cuando moría y un nuevo obispo era nombrado por Roma, el recién llegado no era más “propietario” de lo que lo había sido el anterior. Y esto se hacía siguiendo el modelo general de la Iglesia, que tampoco estaba d estinada a desapa recer antes del día del juicio final. R esultaba entonces en principio inalienable, y había visto pasar ella tam bién d es de Pedro una incesante sucesión de papas, entre los cuales ninguno podía consid erarse como propie ta rio , sin im porta r cuál pudie ra ser, por otro lado, la sed de poder de algunos. Q ue “la Iglesia no m uera nu nca” era en este punto un argumento irrefutable, que se desplazaba hacia la Co rona.6 Au nque no se concibió muy claramente la naturaleza jurídica de esa C orona, qued aba claro que era inalienable com o la Iglesia. 6.
Todo un palmo de saberes se abre aquí, que nosotros no naremos más que entreabrir: la inalienabilidad de los b ienes de la Iglesia y de los bienes fiscales, que iban a la par para los juristas medievales. “La Iglesia y el fisco se encuen tran en un pie de igualdad [escribían ellos] pues no puede haber prescripción ni contra el Imperio ni contra la Iglesia.” Kantorowicz prosigue: “En todo caso, a partir del siglo XIII, generalmente se aceptaba que el fisco representa ba en el interior del reino o del imperio una especie de esfera de continuidad y de eternidad suprapersonal que dependía tan poco de la vida de un soberano individual como la propiedad de la Iglesia dependía de la vida de un obispo o de un papa individual.” Así, se hablaba sin que se viera malicia alguna en ello del “santísimo fisco”, o el jurista Balde podía escribir, sin temor a los rigores
Sin titubear entonces al desplazar el marco de su investigación, K antorow icz hace notar que durante el siglo XIII se había introducido una nueva dimen sión del tiemp o, que v olvía m enos insensata esta idea según la cual pueden existir cosas y seres “que no mueren”, y que no por ello son ete rnos, pues ese atrib uto só lo le perte nece a Dios. Hasta ese mom ento, la única concepción del tiempo aceptada en O cci dente era la que había d esarrollado San Agu stín; junto a la eternidad, que sólo es de Dios, no existía más qu e el tempus, un tiemp o que poseía un com ienzo (la caída) y un fin (el juicio final). Junto a una dim ensión puntu al - la eternid ad -, un segm ento de recta cla ram ente orie nta do: el tempus. Pero la introduc ción de los textos de Aristóteles en el O ccide n te cristiano, p or la vía árabe, deb ía cam biar la juga da en la m edida en que, en el orden de las razones, no es posible concebir ni un comienzo ni un fin abso lutos. La conde na parisina que h abría de g olpea r en 1277 a las tesis aristotélicas se refería, entre otras cosas, a esas consecuen cias enojosas, que daban un revés nada menos que al Génesis. Alguien com o Santo Tomás supo, sin em bargo, no hacer caso de ello y trivializar una dime nsión del tiempo, el aevum , tal que, si bien poseía un comien zo, no presen taba ningún final. Los debates para sa ber si faltaba prin ci palm ente el com ie nzo o el final se am onto naron, pero este aevum se presenta ba con la form a d e una d uració n in definid a, que p odría im agi narse bajo la form a de una sem i-recta orientada. L a fuerza de esta di mensión consistió en encontrarse de inmediato muy poblada: santo Tomás hizo notar, en efecto, que los ángeles no podían ser considera dos com o eternos, puesto que Dios los había creado, pero qu e tampo co podía n se r consid erados com o ubic ados en el tempus, pues igualmente el juicio final no pondría fin a su existencia. Habitaban entonces el aevum , que se encontró de entrada por ello consistente, pero también había otros seres que, habiend o sido creados, no debían fenecer cuan do los individuos qu e los com pon ían m urieran: la Iglesia, la C oro na y... las corporaciones. Los ángeles tuvieron, así, rápidamente mucha compa ñía, al menos en el seno del aevum. A partir de los emperadores romanos Dioclesiano y Maximiliano, la R espublica depen día, además, del régimen jurídico de los me nores, o dicho de otro modo, podía implorar “la reintegración de su posición de la Inquisición: “El fisco es omnipresente, y en eso, por consiguiente, el fisco se asemeja a Dios.”, op. cit., pág. 136, así como las págs. 128-144. Para m is detalles sobre ese vínculo, extraño hoy, entre “fiscu s" y “C hristus”, pode mos también remitimos al artículo de E. Kantorowicz, “Christus-fiscus”, in Mou rir po ur la p atrie [M or ir p or la patria ], París, PUF, 1984, trad. de Antón Schütz, págs. 59-74.
ju rídica ante rio r (restitutio ad integ rum 1 )” . Por lo tanto, era previsible que, en sus dificultades, los juristas ingleses realizaran el m ismo raz o namiento sobre la Corona, puesto que los glosadores explicaban co múnmente que, desde ese punto de vista, la comunidad política y la Iglesia se encon traban en el m ismo plano. Ya el jurista rom ano L abeo hacía notar que también pertenecían al mismo régimen de menor “los locos, los niños y las ciud ade s” . El tertium compa ra tio nis de este cocktail extraño a primera vista -pro si gue Kantorowicz-, es que los tres eran incapaces de administrar sus asun tos, si no era por intermediación de un curador que debía ser una persona natural, adulta y sana de espíritu."
No hay m enor sin tutor. En nuestros día s, la cosa es to davía basta nte clara como para que sea innecesario insistir. Solamente notaremos al pasar que los m enores pueden serlo a títu lo s difere nte s: el niñ o y el loco, en la falta de razón que los define entonces, no puede n ser co nsi derados verdaderos sujetos de derecho, puesto que ese sujeto por d efi nición debe ser capaz de efectuar actos que com prom etan su responsa bilid ad. En ese m ism o costal se hallan ta m bié n conju nto s sin cabeza, aglom eracione s de individuos y de bienes diversos, com o, entre otros, el caso de las ciudades que, durante toda la Edad Media, encontraron por este m edio la m anera de adquirir su in dependencia con re la ció n al señor local, y pasaron así a la condición de “ciudades francas”. Como la Corona real, la pluralidad movediza que las constituía, cambiante con el tiempo, no cuestionaba nuevamente su identidad, pero jurídica mente su condición de menor sólo tenía razón de ser por el hecho de que un individuo , coloc ado en la posición de tutor, estuviera en. con di ciones de ac tuar y de atestiguar por ellas ante la justicia. A sí que estaba disponible un mo delo jurídico relativamen te simple: una p luralidad de bie nes y de in div iduos (la C orona era ante to do eso) podía ser c onsid e rada com o menor, a condición ex presa de que se le adjun tara un tutor. Reducido, por las necesidades de nuestra exposición, a un esquema (que nun ca existió com o tal en esos tiempo s), el problem a se prese nta a partir de ese m om ento del sig uie nte modo: la C orona 1) no m uere ja más; 2) tiene la naturaleza de una corporación; 3) es por lo tanto un
7. E. Kantorowicz, Les deux co rps..., op. cit., pág. 269. Ver nota 203. Es turba dor ver aparecer aquí la expresión utilizada por el cuerpo m édico para descri bir una curación sin secuelas en el nivel del tejido: restitutio ad integrum . El médico, ¿curador de la salud de su paciente? 8 . Ibid., pág. 270.
m enor; 4) de la cual el rey es tutor (de ahí una preocu pación ob ligatoria por m ante ner a la C orona al m enos en el esta do en que la recib ía , con obligación de restitutio ad integrum). En estas condiciones, ya sólo queda regular una dificultad lateral, pero extremadamente insistente: m ientras que la Coro na perd ura indefinidamen te en el aevum, los reyes mueren en el tempus. ¿Có m o pasar de un tutor a otro, si en el m om ento del pasaje, cuand o un rey mo ría y su sucesor, fuera quien fuese, toda vía no había ocupado su lugar, no existía entonces estrictamente ningún poder que se m antu vie ra y que tu vie se la capacid ad de garantizar, o simp leme nte de plantear, ese vínculo jurídico ? Los juristas sólo ejer cían enton ces su arte en nom bre del rey; no se enco ntraba n en na da por encima de él, puesto que no promulgaban sus juicios más que en su nombre, en el nombre de una justicia que seguía siendo una de sus prerro gativas esencia le s.9 En este lugar se sitúa la invención, y fue inglesa. Como lo señaló sin am bages el jurista inglés Blackstone, “de acuerdo con el genio propio de la nación inglesa”, un nuevo tipo de corporación se creó, de la que los romanos no tuvieron ni la más mínima idea: la corporación unitaria. Una corporación unitaria (solé Corporation ) es una corporación que nunca tiene más que un m iembro a la vez. M ientras que las corporacio nes, po r definición, reagrupa n siempre a una pluralidad bajo el tipo de la unidad (jurídica), la corporación unitaria, por su parte, muy bien puede ver p asar, a lo larg o de un tiem po tan in definid o com o el de sus hermanas plurales, a tantos individuos como se quiera, nunca tendrá más que uno en cada m om ento.10
9. La espada para proteger, la balanza para juzgar -remitá mo nos simplemente a la imaginería de San Luis, a quien se le atribuye, por otra parte, la invención del “lecho de Justicia”, expresión que pronto volveremos a encontrar en un puesto eminente. 10. Tenemos tanta dificultad para comprender esta corporación unitaria como ante la clase o el conjunto del mismo nombre; mientras que la noción de un “con junto” que agrupa a una pluralidad bajo el tipo de la unidad nos es natural y forma parte de nuestro depósito de experiencias comunes, esta misma facili dad se da vuelta para dejamos boquiabiertos cuando se trata de admitir la existencia de una clase que sólo tendría un elemento. Nos dan ganas de pre guntar: ¿para qué? ¿Qué diferencia hay entre un elemento y la clase compue s ta por ese solo elem ento? Y sin embargo, ya desde sus primeras páginas, los libros de lógica introducen sin más explicación esta diferencia esencial poara la prosecución de sus proposiciones: existe una diferencia irreductible entre “pertenecer” (el elemento “pertenece” a su clase) e “incluir” (esta clase y sólo ella puede estar “incluida” en otras clases). La clase unitaria es la que encierra consigo el misterio de la “pertenencia”.
Así, cad a rey, tutor de una Coron a ya considerada, a su vez, com o una corporación, pertenec erá tamb ién a una corporación que, a diferencia de la de la Corona, nunca tendrá más que un miembro, y estas dos corporaciones, finalmente homogéneas jurídicamente, se desplegarán en el seno del mism o aevum: ningu na de las dos tend rá un fin previsible y que pue da darse por descontado. ¿Como vendrá cada rey de una misma Corona a formar parte de la corporación unitaria? Es ésta una pregunta po lítica que no interesa d i rectam ente al jurista: sucesió n n orm al en línea directa, uso de la fuerza, man iobras de palacio, jurídicam ente es poco imp ortante. Lo único que cuenta a partir de este momento es que, una vez en el trono, el que se encuentre sobre él será miembro de esa corporación en donde habrán estado asentados antes que él todos los tutores sucesivos de ese mismo menor: la Corona. Así es que... el rey tiene, a partir de entonces, dos cuerpos: el cuerpo que él pasea com o todo el mundo, y que es muy difícil desconocer que puede enferm arse, volv erse loco y m orir (sobre to do para un jurista, puesto que c ada uno de esos estados trae c onsecuencia s en la condició n de sujeto del derech o de aquél a quien a fecta), y el cuerpo d e esta “cor poració n unitaria ” , d e la que es el único m ie m bro en el m om ento pre sente y que, como el cuerpo de cua lquier corporación, u nitaria o no, no puede enferm ars e, ni volv erse loco, ni morir, puesto que no es el de una persona “natu ra l” , sino el de una persona “corporativa” (hoy la llam a ríamos “moral”). A dm itamos ahora el hecho de que el rey haya tenido dos cuerpos. Tene mos pruebas de que eso era, para todos aquéllos que vivieron en el Occidente cristiano de los siglos XIV, XV y XVI, una evidencia co mún, qu izás oscura, pero incuestionable con toda seguridad, en la omnipresencia de ese tema en la mayoría de las grandes tragedias de Shakespeare. La pregunta que sigue pendiente, sin embargo, es, por supuesto: ¿qué relaciones mantenían esos dos cuerpos? Sospecham os ya que, sobre ese capítulo, no será de m ucha utilidad ir a investigar sus confidencias.
II. 1.1. Aliud est distinctio, aliud separatio Kantorowicz nos da al respecto un verdadero “caso” clínico. Ciertos Ba rones ingleses produjeron en 1308 una “De clarac ión” en la cual bus caban justificar jurídicam ente el acto po lítico que les interesaba en ese m om ento: ap artar del rey Edu ardo II a sus favoritos, cuy a presenc ia iba
directamente en con tra de sus propios intereses y, según pensaban, com o casi siemp re se piensa en esos casos, contra los de la Corona. A sí que procla m aron: El homenaje y el juramento de fidelidad se le deben más a la Corona que a la persona del rey, y vinculan más con la Corona que con la persona. Y esto es claro por el hecho de que, antes de que el Estado de la Corona fuera transmitido hereditariamente, ninguna fidelidad le es debida a la persona. Por consiguiente, si ocurre que el rey no esté guiado por la razón con respecto al Estado de la Corona, sus adictos, por su juramento prestado a la Corona, están obligados justamente a traer de regreso al rey a la razón y reconstituir el estado de la Corona. Si no, violarían su juramento . 11
Razo nam iento sutil, aunqu e profund am ente erróneo: los Barones argu mentan aquí una especie de relación directa entre ellos y la Corona, relación de la que la perso na del rey no sería más que el agente m om en táneo. Para ello, no titubean en plantear a la Corona -un a m en or- como existente independientemente de su tutor -el rey-, y hasta aquí casi sentimos la tentación de seguirlos, pero luego consideran que, por ha ber presta do juram ento , han esta blecid o un vín culo directo en tre ellos y la Corona, prov ocan do un c ortocircuito de este mod o con el tutor con el que n ecesariamen te trataron, pues no vem os cóm o se le po dría ju rí dicam ente p restar juram ento de fidelidad a un m eno r.12 Com o lo hace notar quirúrgicam ente Kantorowicz: Por así decirlo, habían separado a la Corona infante de su tutor adulto, cuando de hecho tenían la intención de desunir a un individuo de su fun ción de tutor.13
Ciertam ente, se pued e conceb ir a la Coro na sin el rey, pero resulta en tonces incomp leta y jurídicame nte incapaz. Retom ando m ucho m ás tarde este asunto de los Barones, Francis Bacon (1561-1626) produjo res pecto a ellos un ju icio que p uede resonar m ucho más a llá d e su contexto inmediato: Pues una cosa es distinguir entre dos cosas, y otra cosa es volverlas sepa rables.14
11. E. Kantorowicz, Les deux co rps..., op. cit., pág. 263. 12. La fidelidad es una relación recíproca: quien la recibe está obligado también a cierto número de deberes. Ahora bien, ningún menor puede comprometerse por sí mismo. Así que sólo un tutor puede recibir un juramento de fidelidad. 13 .Ibid., pág. 274. 14 .Ibid., pág. 263.
En la elegancia y la concisión latinas: A liu d est distinctio, aliud separatio. ¿Enton ces, dónd e se situaba el error de los Barones, pues to que tenían razón al distinguir entre la C oron a y el rey? C iertamen te no eran revo lucionarios hasta el punto d e querer prescindir po r com pleto del rey .15 Por el contrario, querían clarame nte hacer que ese rey regresara, a ese indi viduo político, a otra relación con la Corona. A sí que se equivocaban de articulación: poniendo como pretexto una (imposible) relación di recta entre ellos y esa C orona, disociaban el cuerpo de la corporación unitaria real (el rey en su Dignidad ), del cuerpo de esa o tra corporación que era la Corona. Cuando en realidad buscaban apuntar hacia otro lugar: a ese vínculo existen te entonces entre un individuo (un tal Edu ar do, pers on a natural, sujeto del derecho, adulto, vivo y sano de espíritu, muy inclinado en favor de sus favoritos) y la corporación u nitaria en carnada por ese mismo Eduardo con el nombre de “Eduardo II”. Pero los Barones estaban tan desarmados como cualquiera para separar lo que les estaba permitido distinguir, también com o a cualquiera: el indi viduo y la D ig nitas, el h om bre y el cargo, el cuerpo hu m ano y el cuerpo corporativo unitario. La invención jurídic a que había condu cido a plan tear los dos cuerpos del rey perm anecía en efecto m ás que m uda sobre la relación qu e se supo nía que debían mantener. Y por otro lado, ¿qué hubiera podido decir? No era ése su registro. Sin embargo, realmente los propios juristas necesitaban decir algo al respecto, y recu rrieron para hacerlo a la teolog ía y al derech o canónico para in te rpreta r el hecho de que un rey tu vie ra dos cuerpos m ientras que no era, por supuesto, más que una sola “persona”. La metáfora usual según la cual el rey era la cabeza del cuerpo form ado por la Co rona, fuertemente sustituida por la expresión de corpus m ysticu m ,16 había de com plicar bastante las cosas en la med ida en que el problem a central seguía siendo la relación entre cada uno de los dos cuerpos del rey, y no la relación -jurídicam ente reg ula da -en tre la corporación uni taria del rey y el cuerpo corporativo de la Corona. Con ocasión de un juicio a propósito del DUC AD O D E LAN CA STE R, 15. Pues volveremos a encontrar este tipo de argumentación durante la Revolu ción Francesa, cuando se tratará de dejar de lado a Luis XVI, cuando este último ya no será visto por la nueva legitimidad revolucionaria más que como un obstáculo superfluo entre la “Nación” y sus “representantes”. Con los Ba rones ingleses, nos quedamos por el contrario en una época que lo ignoraba todo sobre la noción política de “representación”. 16. La expresión de “corpus mysticum" sirvió durante mucho tiempo para desig nar el cuerpo de Cristo en la hostia. Pero tras unos movimientos semánticos complejos, acabó cargándose de valor y designando al cuerpo eclesiástico. Kantorowicz consagra todo su quinto capítulo a esta cuestión.
los juris tas prese ntes sostu vieron que el cuerpo natural del rey no esta ba “ni div id id o en sí m ismo, ni se dis tinguía de su oficio o de la D ig ni dad real”, sino que era un Cuerpo natural y un Cuerpo político juntos indivisibles; y [que] esos dos cueipos están encarnados en una sola Persona, y forman un solo Cuer po y no varios, es decir, el cuerpo corporativo en el cuerpo natural, et e contra el Cuerpo natural en el Cuerpo corporativo .17
Francis Baco n también iría en el mismo sentido, m uchos años m ás tar de: En el rey no hay solamente un Cuerpo natural, o solamente un Cuerpo político, sino un cuerpo natural y un cuerpo político juntos: Corpus corporatum in corpore naturali, et corpus naturale in torp ore co rp ora to .18
K antoro w icz no titub ea en calificar a esta tesis, en su lengu aje sin em bargo muy m esura do a lo larg o de to da su obra, de “u ltra-f anta sio so” . La teolo gía no ayuda, en efecto, a con cebir lo que sea sobre esta extra ña “incorporación” del rey con él mismo, de estos dos cuerpo que es importante sin cesar distinguir sin que se los pued a separar jamás. Así desemboc amo s en una dualidad igualmente irreductible que aqué lla, aparentemente diferente por completo, entrevista con Freud y la transferencia: el rey tiene dos cuerpos, pero esos do s cuerpo s no entran en ningun a unidad superior que, subsum iéndolos, englobándo los, per mitiría pens ar a cada uno como una mitad de un todo que los sup eraría. Están un o en el otro y el otro en uno; dicho de otro mo do, su unión es un com pleto misterio, puesto q ue no existe ningun a tercera instancia qu e autorice esta unión, la acepte como válida, o por el contrario pued a decretarla como inaceptable. Ningún poder, en efecto, se encontraba emplazado para legitim ar el vínculo entre esos dos cuerpos en la med i da en que, como lo veremos pronto, ese1vínculo mezclaba indisolu ble m ente un aspecto político y un a specto juríd ic o. A la Igle sia, a través de ciertos papas, al m enos, le hubiera encantado desem peñar ese papel en los diferentes reinos nacidos del dislocamiento del Imperio, pero, por razones p olíticas evidente s, a pesar del peso q ue p odía n en carn arla Co nsagración y la Unción en esos reinos de obediencia cristiana, sem e jan te prete nsió n era in aceptable .
17. Palabras del jurista inglés Plowden, citado por Kantorowicz, Les de uxc or ps..., op. cit., pág. 316. 18. Ibid.
La cuadratura del círculo se cerraba efectivamente así: la Corona es una menor inalienable, que nunca muere, y el rey, por el cuerpo que obtiene de la corporación u nitaria creada de nuevo, es efectivam ente su tutor, un tutor inalterable, diremos, puesto que ni la enfermedad, ni la locura, ni la m uerte podrán afectar su ca rácter de sujeto del d ere ch o.19 N inguna instancia se encontraba en posic ió n, e nto nces, de controlar los vínculos del individuo con el cuerpo unitario poblado por ese único individuo y así, todavía más grave que este dato jurídico esencial, era la racionalidad del conjunto mismo de la construcción lo que se volvía vulnerable a unos golpes decisivos que habrían de llegar, echándola por tie rra en m ucho m enos tiem po que el que había sido necesario para erigirla.
11.1.2. La caída del segundo cuerpo El momento de la caída de esta teoría es fácil de apuntar, al menos en suelo francés. Las realidades políticas del siglo XVII inglés no dan de la detención de esta convicción un esbozo tan claro como en Francia, dond e se expresaba, por otro lado, m ucho m ás en función de la etiqueta y del protocolo q ue según cán ones jurídicos. Vale la pena ano tar un rasgo que se enco ntraba igualmente en In glate rra, pero qu e daba muestras en F rancia de un brillo particular: las efigies. C uan do m oría un rey,20 cuand o la sucesión no plan teaba n ingún pro ble ma d inástico im portante, no era concebible que el nuevo rey entrara en func iones en la hora siguiente al anunc io oficial del deceso de su pre de cesor. Y en esos tiempo, com o hoy, no se podían conc ebir unos siempre muy peligrosos vacíos de poder.
19. Una de las consecuencias más detectables de la introducción de este segundo cuerpo del rey fue la aparición y el mantenimiento a lo largo de toda la dura ción de la pertinencia histórica de esta teoría, de la metáfora del Rey Fénix. Llegaba muy naturalmente para describir ese renacimiento sin engendramien to de la Dignidad real a través de la sucesión de los reyes mortales, puesto que, reavivando por sí mismo el fuego que debía llevárselo como individuo, el Fénix resurgía también de sus propias cenizas, de tal modo que en él se con fundían de manera muy exacta el individuo y la especie, propiedad de la que no olvidaremos que también fue, durante un tiempo bastante próximo del aevum, la de Adán. 20. Sobre esta cuestión de las exequias reales, referirse al libro apasionante del historiador estadounidense Ralph E. Giesey, Le m i ne meurt jam ais [E l rey nunca muere], París, Flammarion, 1987. Alumno de Kantorowicz, Giesey publicó su trabajo en 1957, casi al mismo tiempo que Los do s cuerpo s del'rey.
A p artir del siglo XIV, y en razón d irecta con la teoría de los dos cuer pos del rey, se procedió ento nces del sig uie nte modo: en el m om ento de la muerte del soberano, se ejecutaba lo más rápidamente posible una efigie de tamañ o natural, en general de una gran calidad plástica y artís tica, a la que se vestía “com o m ajestad” , a quien se le rendían los ho no res reservados al rey en vida, a quien se le llevaba ceremoniosamente comida. En resumen: po r más muerto que estuviera físicamen te en su cuerp o n atural, el rey, en su cuerpo co rporativo, no había interrump ido en lo más m ínimo su existencia. En cierto momento, cuan do los delica dos preparativos de la ceremo nia del entierro estaban bastante avanza dos, podía comenzar finalmente el duelo, el encuentro, hasta ese mo mento impensable, entre la efigie y el cadáver tenía lugar durante el cortejo fúne bre en el seno del cual primero se enco ntraba la efigie, que esgrim ía todas las galas ves timen tarias de la realeza, luego, más lejos, el ataúd con el cadáver. Lle gad a a Saint Denis, la efigie todav ía estaba en primer plano, y el ataúd sólo aparecía en segundo plano. C erem o niosamente, se despojaba entonces a la efigie de todos sus atributos reales, que eran recibidos po r caballeros con las manos enguantadas. Un a vez que el ataúd había descendido en el mausoleo, todos los heral dos de los diferentes grupos de armas venían a depositar sus estandar tes sobre la balaustrada. Luego un personaje importante venía a depo sitar la espada de Francia con la punta hacia abajo sobre el ataúd. To dos los mayordo m os de la casa particular del rey echaban enton ces sus basto nes d e m ando en el m ausole o,21 y casi la tota lidad de los sím bolo s que habían adornado la efigie desde semanas antes era conducida al ataúd. Sólo en ese momento, el heraldo de la ceremonia era llamado a lanzar el grito (tres veces): “El rey ha m uerto” , para pro ferir inm ediata mente después “Viva el rey”, seguido del nom bre de aquél qu e iba a reinar, pero que no tendría verdaderamente las riendas del poder más que al térm ino de una ceremon ia que todavía quedab a por realizarse, la de su consagración. A sí es que los franceses habían d esarrollado, en el nivel de la etiqueta un gran núm ero de consecuencias extraídas de la teoría de los dos cuer pos del rey. Q uizás por e sa ra zón ta m bié n la caíd a de esa m is m a te oría
21. Salvo uno: el “Mayordomo de la Casa del Rey”, que todavía tenía que dirigir la importante comida del funeral. Una vez terminada esa comida, iba a ofrecer su “bastón” al futuro rey (conocido por todos), de tal modo que ya ningún oficial detentaba entonces la insignia de un poder que sólo había obtenido del rey difunto. Correspondía al nuevo rey renovar los cargos adjudicando nuev a mente los bastones con ocasión de su consagración por venir, si tal era su elección.
tuvo lugar en ese país en una fecha que es posible fijar de m anera muy precisa, in cluso si los conte m poráneos no estu vie ro n igualm ente adver tidos de que una teoría secular acababa casi de desvan ecerse en un solo día. El 14 de m ayo de 1610, en la calle dé la F eronnerie, Frangois Ravaillac asesina a Enrique IV. La em oción es considerable (recordem os el ase sinato de John K enned y). Al día siguiente, el 15 de ma yo, la mu jer del rey, M aría de M edicis, lleva al ma yor de los cuatro hijos que “el buen rey” le había concebido -un varón, el joven Luis, que sólo tiene ocho añ o s- ante el parlam ento de París, en una sesión extraordinaria llamada “sesión del lecho de Ju sticia”. Por prim era vez en la historia de Francia, ese Parlam ento “recon oce” al jove n L uis como su rey, y le otorga por eso la Regencia a María de Medicis, en razón de la edad del citado Luis. Para com prender el carácter inaudito -y retorc ido - de la opera ción, es necesario detenerse un poco en lo que debía ser un “Lecho de Justicia”. El Parlam ento en esa época no era nada de lo que se presen ta hoy con ese n omb re: reu nía a los m ás altos oficiales de la jus tici a real, todos nom brados por el rey, que tenían en tre otras tareas registrar los edictos reales. D esde hacia ya much o tiempo , ese parlam ento hab ía adquirido un “derecho de amo nestación” . Podía así, muy hum ildemen te, señalar le al rey que determ inad o edicto Suyo no con cord aba con tal otro de sus predecesores, o suyo propio , o era contra rio a los in te reses del reino. En estas condiciones, el rey podía modificar su escrito si él y sus con sejeros lo juzga ban opo rtuno u ordenar la realización de un “Lec ho de Justicia” . En e se caso, debía presidir en su calidad en la sala prevista para tal efecto en el P arla m ento y, en pre sencia de to dos los m ie m bros de ese parlam ento, enu nciaba con voz alta e inteligible el m antenim ien to (o la modificación) de la decisión que había merecido “amonesta ción”. Así se podía creer que se evitaban conflictos sin fin entre la autoridad real, que deten taba de la firmeza pro pia del ejecutivo, y un Parlam ento preocu pado, po r su parte, por una consistencia legislativa. El “L echo de Justicia” sólo tenía efecto por el hecho de que reunía, en cuerpo, el conjunto del Parlamento y el rey por el cual ese Parlamento obtenía su poder. Po dem os calibrar mejor el forzam iento intentado, y logrado, po r M aría de Medicis al día siguiente del asesinato de su esposo:22 una decisión 22. Al igual que el de Kennedy, este regicidio no pudo ser bien elucidado. Ravaillac siempre afirmó que había actuado solo, y aunque lo torturaron y lo descuartizaron, no dijo más. Cosa que no impidió que se pensara que la reina,
del “L echo de Jus' >cia” no hab ría tenido la fuerz a de u na ley m ás q ue en la reunió n del parlam ento y del rey en ejercicio. Pe ro el jov en Lu is (que toda vía no era XIII) pued e ser todo lo hijo m ayo r del “buen rey ” , no es por e llo el rey. H ere dero presunto , to do lo más. P or lo tanto , su presen cia, el 15 de m ayo de 1610, en ese salón del parlam ento no transfo rm a a esa sesión extraordinaria en una sesión del “Lecho de Justicia”; y en ese caso, el parlamento, solo, no detenta ningun a legitimidad para, en tre otras cosas, “reconocer” a rey alguno. Era más bien él quien, en función de la teoría de los dos cuerpos del rey que seguía en vigor oficialmente ese día, habría necesitado ser “reconocido”, puesto que aquél de quien le venían sus poderes ya no estaba. Sin em bargo, la urgencia política predom inó sobre la sutileza jurídica. A pesar de la falta de lógica innegable, todos los Borbones por venir segu irán ese m ismo ca m ino: Luis XIV, Luis XV, Luis XV I irán todos a hacerse “reco noce r” de ese modo po r un parlame nto que se coloc a así, a partir de ese instante, en posición tercera entre dos reyes, incluso si por el m om ento no se tr ata de consid erar que es té, de alg una m anera , “por encima” de ellos.23 Una de las raíces del Estado moderno está emplazada aquí, en este acto político violento de María de Medicis: una instancia perdura, c ontra cualquier legitim idad, para a pa rtir de ese m om ento, “recon ocer” la legitimidad de aquél que es, apenas ocu pa su lugar, la fuen te de toda legitim idad. La pru eba de una ruptura sin discusión con relación a la teoría de los dos cuerpo s del rey, además de ese pase de p restidigitación impe nsable en los siglos anteriores, entra por entero en la deten ción no m eno s bru tal de la prá ctica de las efigies. Se fabricó, com o de co stum bre, es decir, con tod a urgencia, una efigie de Enrique IV (la única, al parecer, que se o al menos el entorno de la reina, quizás le había dirigido el brazo... Com o sea, en ese mes de mayo de 1610, justo antes del asesinato, se realizaban los pre parativos para la coronación de la reina, lo cual marcaba la confianza que Enrique IV le podía tener. La situación política era, por lo tanto, límpida, cosa que facilitó mucho todas esas libertades tomadas con respecto a la etiqueta, tan decisiva en la Francia de aquella época. 23. Para una visión más exacta de la realidad de los “Lechos de Justicia”, y más aún de lo que pasó en 1610, se puede leer la obra de Sarah Hanley, Le lit de Justice des Rois de Franee [E l Lecho de Justicia de los reyes de Francia], París, Aubier, 1991. Ella muestra cómo se efectuó el paso de una concepción ju rídica de la realeza (de los dos cuerpos) a una concepción dinástica (la sangre de los Borbones), gracias a las complacencias de un Parlamento que pensaba ante todo en sus propios intereses: la transmisión hereditaria de los cargos. Como cabía esperar, Luis XIII luchó toda su vida contra el Parlamento que así lo había reconocido. El solo realizó más Lechos de Justicia que todos sus antecesores y sucesores juntos...
conservó); y los rituales fueron por últim a vez los mism os, pues qu ed a ba claro que, si el nuevo rey ya esta ba en su sitio ple nam ente con esa ceremonia del “Lecho de Justicia”, entonces para nada se necesitaba toda esa etiqueta com pleja y refinada cuya principal función era asegu rar un pasaje entre dos puntos de legitim idad, o, dicho de otro m odo, en ausencia de una legitimidad. D esde ese mom ento en adelante, el parla mento desem peñará ese papel de una instancia que con serva suficiente poder para dar testim onio de la nueva fuente del poder. A sí es que ni siquiera se pensó en realizar esas efigies cuando murió Luis XIII, ni tampo co cuando mu rieron L uis XIV o Luis XV. La desaparición d e esa preocupació n durante to do el siglo X V II habla basta nte claram ente de que la teoría de los dos cuerpos del rey se había acabado. Un párrafo preciso de la traducción al francés del libro de K antorow icz va a pon erno s ahora so bre la pista del discreto defecto que habría de ser fatal p ara esta teoría tan extrañ a com o ingeniosa, pues no hay que creer que un solo acon tecimiento p olítico bastó para echarla por tierra. En el momento de llevar a su lector a la cuestión de las relaciones entre el cuer po natural y el cuerpo corpo rativo del rey, el texto de la traducción francesa da: II avait été assez difficile d’établir une distinction entre l’homme et sa Dignité, et de séparer I’un de l’autre. II ne fut pas moins difficile de les réunir de nouveau, et d’introduire des théories qui rendaient plausible le fait “qu’une personne en représente deux, l’une, personne réelle, l’autre personne fictive 3‘;7” ou qu’un roi ait “deux corps” bien qu ’il n’ait qu ’une seule “personne”. [Había sido bastante difícil establecer una distinción entre el hombre y su Dignidad, y separar a uno de la otra. No fue menos difícil reunirlos de nuevo e introducir teorías que volvieran plausible el hecho de “que una persona representara á do s, una, persona real, la otra, persona fic ticia 3
La historia léxica de la palabra “representación” y del verbo “represen tar” contradice el empleo d e sem ejante noción en este lugar. Po r suerte, una vez más, la erudición de Kantorowicz revela ser valiosa, pues, al citar, no o lvid a dar sus fuentes: ¡la nota 397 reve la entonce s q ue sería el jurista B alde quien habría em ple ado ese verbo! A auí la sorpresa le cede su lugar a la duda: ¿un jurista del siglo XV manipularía de ese modo una noción a la cual, según veremos pronto, sólo el siglo XVII supo darle ese sentido muy p articular del “represen tante” político? Eso no es posible, y por otro lado, el texto latino de Balde, en la mism a nota 397, lo dice con suficiente claridad:
No ta hit 1 quod una persona sustinet vicem duarum, imam, vera, alteram .fíete, el quandoque utrum que per so nan! ve re p ro p le r concu rs um
offlcíorum.24
K antorow icz'señala también que existen otros párrafos similares, pero en su texto (inglés), se toma el cuidado, por otro lado, de no crearle proble m as suple m enta rio s al le cto r sobre las rela cio nes en tre los dos cuerpos, y al traducir ese peque ño texto de Balde (K antorowicz traduce casi siempre sus citas), escribe mucho más literalmente: |...] one perst/n sustains in the pla ce of twn. one ti real, and tlte otlie r a Jíc.titious perso n 25 (...]
Es cierto que el francés no ofrece n ada tan cercano, y “so uten ir” [soste ner] habría hecho m uy mal papel en este escenario. ¡Pero de ahí a im po ner ese verbo - “représente!” [rep resen tar]- tan trivial que ya ni siquie ra lo notam os, siendo que efectú a cada vez un trabajo tan cons iderable! Digámoslo sin ambages: si la teoría de los dos cuerpos del rey había contado con los medios para sostener que el cuerpo natural del rey “representab a” a su cuerpo corporativo, de seguro hubiera perm anec i do en pie al m enos un a gran parte del siglo XV II. En cam bio, el hecho de no disponer de ningún modo de esa noción fue la razón de que se enredara hasta ese punto en la temible cuestión de las relaciones entre esos dos cuerpos. Para “que una persona represente a dos”, hubiera sido neces ario que otros aco ntecimientos, o tras teorías se crearan.
II. 1.3. La im posible separación Antes de aband onar este escenario intalado por Kantorowicz, debem os insistir sob re ese repliegue característico de esta teoría que do ta al rey de dos cuerpos enteramente diferentes, que imperativamen te debemos distinguir, y qu e sin embargo resultan ser inseparables. L a cosa es más clara que en cualqu ier otro lado en el punto culminante del Rica rdo II de Sh akespeare (que Kantorow icz comen ta, pero en un sentido diferen te de lo que sigue), y que remitiré a ese momento de vuelco en el cual estalla la inseparabilidad de los dos cuerpos.
24. E. Kantorowicz, Le s deu x co rps du roí, op. cit., nota 397, pág. 544. 25. E. Kantorowicz, The Kings Two Bodies, Princeton University Press, 1957, págs. 437-438.
Ricardo II, rey legítim o (aunqu e no deja de cargar con cierta hue lla de basta rd ía ), m anejó su rein o de tal m odo que perdió to dos su s apoyos: clero, nobleza, pueblo, bienes diversos, ejércitos, todo se le resbala entre los dedos al regreso de una guerra desastrosa en Irlanda. Por el otro lado, su primo Bolingbroke regresa del exilio al que Ricardo lo había cond enad o previam ente, y éste tiene todas las fuerzas de su lado. Políticame nte, la situación es límpida. Lleg a la esce na de la confro nta ción, pues Bolingbroke ambiciona algo más que fomentar un vulgar golpe de Estado. Quiere la corona siguiendo la manera correcta. Así que se plan ta frente a su regio primo y le plan tea una preg un ta que, en vista de que tiene en sus man os todos los pode res reales, resuen a com o el preludio del acto crucial: Are yo u conten ted to resign the crow n?
¿Está usted decidido a abdicar?
A nte lo cual Ricardo le da de inm ediato una conte stación a la altura de los talentos idiomáticos que Shakespeare le confiere,26 solamente re cordemos, para leerla, que “sí” se decía muy comúnmente “Ay” en el inglés de aqu ella época: Ay no, no ay, fo r 1 must nothing be, Therefore no no, for I resign to Thee
Sí, no: no tengo “sí”, yo que debo no ser nada. Sin “no” tampoco puesto que abdico entre tus manos 27...
El “sí” (Ay) que B olingbrok e busca, y el “Yo” (í) q ue p odría proferirlo, se vuelven equivalen tes repentinam ente a cau sa de la hom ofon ía y en la evid enc ia según la cual ambo s deben “no ser nada” . Pu es si “Yo” es el rey, ¿en nom bre de qué desfachatez Bo lingbroke se atreve a plantear una preg un ta tan im pía? Y si, po r el con trario “Yo” no es, ya, el rey, ¿qu é es lo que ese mism o Boling brok e viene a dem andar, y a quién ?28 La segunda parte de la respuesta viene a subrayar que no se trata para R icard o de perm ane cer en la indecisión respecto a esto. En lo referente a saber qué hacer, él lo sabe. Eso no le permite, sin em bargo, respo nde r
26. Ricardo hace casi tantos juegos de palabras como Hamlet... 27. W. Shakespeare, Complete Works, New York, Gramercy Books, 1975, pág. 415. 28. Recordamos aquí el adagio de De Gaulle: “El poder no se toma, se re coge” .
lisa y llanamente a la pregunta de Bolingbroke con un “sí” simple y directo. El “sí” es inarticulable por aquél mismo que es el único en poderlo pro fe rir, y ju stam ente porque la pregunta decis iva le es pla n teada, también, por quien debe hacerlo. Supongamos en efecto que la misma pregunta (“Are you conte nte d to resign th e crown?") hubiera sido lanzada por un confidente o un confesor cualquiera: entonces sí, Ricardo habría podido, en su sim ple cuerpo natural, expresar sus “esta dos del alma” hasta saciarse en esta peligrosa situación. Por el hecho mism o de que la pregu nta viene de Bo lingb roke y apunta en él al vínc u lo entre los dos cuerpos, un “sí” claro y limpio sellaría el acto de la dimisión, tendría valor de transmisión. Pero Ricardo no se niega a se me jante acto, lo vemos bien con ese “There fore no 'no ’ ” , pero e fectúa la mostración de su imposibilidad enunciativa. Porque Ricardo tiene dos cuerpos, que la pregunta de Bolingbrok e hace algo más que distin guir, pues apunta directamente a separarlos, lo cual Ricardo no puede hacer por su prop ia autoridad. No lee s d ada la posibilidad de de spojar se, por un acto de su voluntad p ropia y “natu ral”, de ese segun do cu er po que no tiene nada de un oro pel del que uno se desharía llegado el mo me nto. Si lo abandonara, en la medida en que está indisolu blem ente vinculado a él, en ese instante ya no sería nada. En todo caso , no sería el individuo x que habría ocupado, du rante un tiempo y , un cargo real, y se dedicaría a partir de ese m omento a sus ocupaciones de jubilado. El espacio de después de la función real es para Ricardo un inm ediato no m a n ’s latid, y la obra vuelve patente esto al no hacer coincidir la imp osible abdicación y la muerte. Ricardo no es un César que aban do naría con u na sola puñalada el cargo suprem o y la vida; está obligado a un episodio de sobrevivencia (teatral) que ya no tiene gran cosa de humana, pues es cierto que la sola pregunta de Bolingbroke (al igual que el poder real de este último) lo ha privad o del único “Yo” que hay a conocido y practicado, el “Yo” real, el “yo” que operaba en la exacta unión de los dos cuerpos. A partir de ese trastabilleo fatal, de ese “sí” que no puede articularse pues no se consig ue im agin ar quién, qué “yo” re pentino separado de qué otro “yo” , lo proferiría, su degradac ión será extrem adam ente rápi da. Cuando se lo interpela com o “My lord”, p ara que finalmente acabe leyendo la larga lista de sus malas acciones, a través de la cual adm itiría ser al m enos ind igno de su cargo, responde: No soy tu sefior [Mi lord ofthine], hombre insolente y altanero [insultin g man], ni el señor de nadie; yo no tengo nombre ni título, no. ni aun aquel que me dieron en las fuentes bautisma les, sino que ha sido usurpado. ¡Ay,
día de aflicción! Que hayan transcurrido tantos inviernos y 110 saber aho ra con qué nombre llamarme 30 !
A sí que d espués del “Yo” que debía “no ser nada” , es ¿1 nom bre mism o el que se escabulle. Y el cuerpo a su vez viene inmediatamente al ban quillo de los acusados: ¡Oh!, ¡Que no fuera un irrisorio rey de nieve, expuesto como estoy al sol de Bolingbroke, para fundirme en gotas de agua!
Es cuando pide... un espejo, com o único capaz de ofrecerle la verdade ra lista de sus m alas acciones. A llí también la atención de Shak espeare m uestra no tener fallas: aun antes de exigir ese espejo a Bolingbroke, Ricardo com ienza diciendo: “¡fm y word be sterling yet in Eng land...” (“Si mi palab ra todavía vale en Ingla terra ...”). Y en efecto, ése es exa c tamente el problema: a quien considera que ya no cuenta con el goce apacible y perm anente de ese “Yo” que todos usan desverg onzadam ente, le está perm itido pregun tarse si “su palabra todavía vale” . Finalm ente, Bolingbroke manda a traer el espejo, y Ricardo puede entonces preci pitar él m is m o su naufragio : ¿No son más profundas mis arrugas? [...] ¡Oh, espejo adulador! Me enga ñas, semejante a mis favoritos en la prosperidad [...] Este fue aquel rostro que arrostró tantas locuras, y que al final ha sido arrostrado [out-facedj por Bolingbroke? Una gloria frágil brilla sobre este rostro, tan frágil como la gloria del espejo (rompiendo el espejo contra el suelo), ¡Helo ahí, roto en cien pedazos.30
Esta vez, es la imagen especular la que estalla: No más “Yo”, no más nom bre, no más rostro; solamen te un cuerpo de más, que no cesa de no fundirse bajo el “sol” de Bolingbroke, eso es todo lo que le queda a Ricardo por haber sabido reconocer su imposibilidad de decir sim ple m ente “sí” a la pregunta de Bolin gbro ke, que apuntaba a separar su cuerpo natural de su cuerpo corporativo unitario. Ya sólo le resta una última demanda que hacerle a Bolingbroke, y se refiere en efecto al cuerpo natural, ese cuerpo que a partir de ese m o m ento está de más: “Then, give m e leave to go ” (“Entonc es, perm itidme que me vaya”). Tras lo cual Shakespeare lo hace lanzar casi su último jueg o de palabras tras hacer que B olingbroke le conteste: “Go, som e o f 29. W. Shakespeare, Obras Completas, traducción de Luis Astrana Marín, Ma drid, Ed. Agilar, tomo 1, pág. 433. 30. !bid„ pág. 434.
you , convey him to the Tower." Intraducibie “convey”, pues significa al mismo tiempo transportar, conducir, escoltar (“Transfiéranlo a la To rre”), pero también, en el lenguaje jurídico, ce der un bien, transm itirlo32. Tras lo cual Ricardo aprovecha la ocasión: Olí, good! Convey? Conveyera ore you a II Tlmt ríse thus nimbly by a true kin g’ s fa ll '2
¡Ah, bien dicho! ¿Transferir? Tránsfugas sois todos vosotros Que os alzais tan prestamente por la caída de un rey.
Ricardo puede abandonar el escenario. Regresará a él justamente el tiempo necesario para desempotrar el otro vínculo sagrado, el del ma trimon io que lo une con su mujer. Luego, tras un últim o mo nólogo , será matado en una especie de riña por uno de los fieles de Bolingbroke, Exton, quien concluye: “Voy a llevar el rey muerto al rey vivo”.33 Esta du plicidad inextricable de los dos cuerpos que sólo la m uerte po día romper, esta dualidad irreductible no ofrecía por sí misma ningún espacio para elaborar las relaciones entre uno y otro. La larga duración de la teoría de los dos cuerpos del rey podía adm itir que el rey no fuera una persona como las otras, que su cuerpo tuviera, de todas formas, propie dades diferente s de las de los dem ás cuerp os.34 En cam bio , en la constitución cada vez más regular del Estado moderno que se operó a través del lento y progresivo dislocam iento del orden feuda l, seme jante dualidad no podía permanecer por mucho tiempo hasta ese punto sin resolverse, y un a iniciativa política brutal com o la de M aría de M edicis tam poco tenía la capacidad de vencer de una sola vez a una con struc ción tan sabia y ramificada. P ara que se pud iera pensar lo que articu la ba a e sto s “dos cuerpos” (y que no será otr a c osa que el concepto m is mo de representación), era necesario que esta teoría se hundiera por com pleto, que nuev as hipótesis pudieran toma r el relevo sobre la natu raleza de esa person a real, del Soberano, y para eso ning una refacción, ninguna com postura de unos cuantos pedazos deficientes eran capaces
3 1. Un Conveyancer es un notario especializado en la redacción de transmisiones de propiedad, de donde viene, por un irresistible deslizamiento del sentido, la significación de: ladrón hábil, falsificador. 32. W. Shakespeare, op, cit., pág. 417. 33. Ibid., pág. 444. 34. Referirse aquí al gran clásico que se ha vuelto el libro de Marc Bloch, Les rois thaum atu rges [L os reye s taum aturgos], París, Gallimard, 1983.
de salvar a ú n a teoría que, en ese mom ento, había consum ido su tiem po de vida. Todo debía retomarse, de principio a fin, y fue el trabajo de pio nero de Thom as Hobbes, con su m aje stu oso “L evia tá n” ; él iba a abrir el camp o de lo que después d e él se hab ría de lláma r la “ciencia polític a” .
II. 2. La noción de “persona ficticia ” en Hobbes An tes de lanzarnos a ú n a lectura atenta de algunos de los sesenta y dos capítulos que componen esta obra tan voluminosa, daremos lugar a algunas consideracione s sobre la introducción del concepto de “repre sentación ” en el escenario cultural de los siglos XV y XV I, con la ay u da del trabajo de Hanna Fenichel Pitkin, The conc ept o f Representation35 especialmente de un apéndice que ella consagra, al final del volumen, al uso m ismo de la palabra.
II. 2. 1. Pequeña historia léxica de la “representación ” Incluso si el concepto de representación parece a primera vista estar presente cada vez que hay siste m a de signos - y por lo ta nto práctica mente en todos los lugares donde está lo humano- es necesario partir en primer lugar de una comprobación lexicológica: en el latín36 clási co, la noción de representación (que se articulaba tanto alrededor del sustantivo “ repraesentatio ” como del verbo “ repraesento ”) no cubría, en modo alguno, el campo semántico que se volvió el suyo en francés. Efe ctivam ente se trataba de reproducir, de “ volver presen te”, de “co lo car ante los ojos”, ya fuera por la palab ra o por la imagen, con la idea como consecuencia inm edia ta- de “volver efectivo”, manifestar “en el m om ento” , idea que po r sí m isma cond ucía al sentido muy particular de “ payer com pta nt ” [“pagar al contado”]. Una “ repraesentatio ” era ante todo pagar “cash”, como dicen los ingleses, o “en efectivo”, como se dic e en español: p rod ucir en la esce na actual aqu ello de lo que se trata
35. Hanna Fenichel Pitkin, The c once pt o f Representation, U nive rsityof California Press, 1967. 36. El término griego más cercano, “metamorfosis”, es, a pesar de su riqueza, todavía más diferente de la noción moderna de “representación".
ba.-17 Se concebía de la m is m a m anera que el nim bo, es e c írculo dib uja do por enc ima de la cabeza de los emp eradores en sus retratos oficiales, “representaba” la totalidad cerrada del imperio, pasando de la cosa significada al rasgo que ofrecía, en la actualidad de su trazo, el signo que permitía referirse a ello. Así, podía haber representación de algo concreto o abstracto, sin que ese término hu biera adquirido sin em bar go, en las teorías lingü ísticas o filosóficas, la influencia que se le co no ce hoy en día. La cuestión toca un aspecto mu cho m ás estrecho del cam po sem ántico actual del término “representación” : ¿Cuánd o y cómo adquirió cuerpo la idea según la cual una person a po dría representar a otra y, com o tal, actuar en su lugar y en su nombre ? Si le creem os a H. F. Pitkin, la situación es c lara en sus líneas generales, y más incierta,en sus detalles. Pod emo s considerar que una idea como ésta no se instaló en el pensa miento occidental hasta el siglo XVII. Lo cual no quiere decir que no haya habido bu en nú me ro de precurso res de ella: así, Littré señala que al final del siglo XIII se podía decir que un bailío “representaba” a la persona d e su señor. D el m ism o modo, en el le nguaje juríd ico med ieval alrededor de las corporaciones se puede a veces (pocas veces) enco n trar el verbo “rep resen tar” pa ra desig nar el papel del individ uo (en ge neral un jurista) que efectúa actos en nombre de la corporación. Esas menciones son rarezas, sin que se sepa claramente si hay que ver en ellas una despreocup ación lex icográfica de la época o un mal estado de las fuentes. Según el Oxford English Dictionary, la primera verdadera aparición del verbo “representar” para designar claramen te el hecho de que a l guien actuara en nombre de otro, data de 1595. Sin embargo, la pala bra, en esa época, ya había experim enta do desde hacía algún tiempo, más allá de la esfera jurídica p ropiamen te dicha, una extensión sem án tica tan nueva com o considerable. El arte de la persp ectiva, bien es tablecido d esde el siglo XV, utilizaba tranquilame nte el término de “ representación” incluyen do en él esa “se m ejanz a” nueva y sorprend ente entre la visión natural y el cuadro, que valía por sí sola mucho m ás que pesados tratados de teoría del conoc i m iento para ofrecer al pensam iento una especie de vínculo directo en tre la percepción y el signo que se refiere a ella. Sin que se trate de ir 37. Es el sentido que se conservó en la expresión jurídica “representación de in fante”, que define los derechos de cada uno de los padres de gozar de la pre sencia de sus hijos en caso de separación de la pareja parental. Así, podemos hablar a veces de “delito de no representación de infante”
aquí má s allá de la sim ple alusión, la divergencia sutil y secular entre “imagen natural” e “imagen artificial” se nabía reducido hasta no ser casi nada, con esa nueva palabra de “representación” que los pintores utilizaban para hablar de su arte de la perspectiva, en el viraje del Quattrocento. Durante todo el tiempo que duró la discusión bizantina sobre el icono, por ejemp lo, nunc a se utilizó un verbo com o “repre sen tar” ; se hablaba exclusiva m ente del derecho de “hacer ima gen ” (o no), y por más cercanas que puedan parecer estas expresiones hoy en día, sus telones de fondo teológico y epistemológ ico diferían en tonces g ran demente. La “representación” perspectiva incluía por sí misma y de entrada una “naturalidad” de su trazo que la imagen no exigía con la misma fuerza, mucho menos estando inmersa en preocupaciones de veracidad m imé tica inmediata. Para decirlo de m ane ra trivial (pero es ésta una trivialización que aquí tiene importancia), una “representa ción” de be... representar, dicho de otro modo , presen tar cierto tipo de adecuación con lo que se ha convertido en su referente. La “imagen”, por su parte, no se to pa de entra da con sem eja nte exigencia ; puede ple garse a ella o no. Un poco más tardíamente, en la corriente del siglo XVI, esa misma palabra de “re presenta ció n” com ie nza a te ner valo r com únm ente para el teatro, que sale de cierta noche medieval en que la Iglesia lo había confinado h asta ese mo mento. Con esta nueva dimensión semántica, la representación adquiere un aspecto dinámico que no poseía forzosa m ente con anterioridad. Y todo esto, perm anec iendo en lo natural de la lengua, la cotidianeidad d e los empleos de una palabra que term ina por alcanzar, a través de su m isma trivialización, una espe cie de evidenc ia que y a no vale la pen a cuestionar. Igualm ente, en los deba tes religiosos del siglo XV I, el término “rep re sentac ión” y el verbo “representar” desem peñarán a veces un papel en la cuestión, ardiente si las hay, de la transubstanciación: ¿el pan y el vino so n el cuerp o y la sangre de Cristo, o se contentan co n represe ntar los? En las discusiones sem ióticas de todo tipo que agitan al Ren aci miento, en la lenta deriva que hará que se pase de la “firma de las co sas” al signo, tal como P ort-Roy al hab ría de establece r su lógica, el verbo “representar” efectúa un verdadero trabajo de soldado de infan tería, hasta el punto de resultar indispen sable antes incluso de q ue nos ocupáram os d e definirlo propiamente. Sin embargo , fueron los filósofos quienes, a partir de la primera m itad del siglo XV II, lo conv irtieron en la palabra clave del nuevo saber que se instaló con ellos. Tuve oportunidad de mostrar, alineando simple m ente algunas citas, hasta qué punto ya está presente en el joven D es
cartes de las Reglas para la direcció n del Espír itu , al mismo tiempo como un concepto filosófico importante y como un verbo de empleo simple y regular.38 De h echo - y por ello mism o esca pa de una inv esti gación mi nu cio sa - ese concep to se enc uen tra en el centro del trastorno que, en unas cuantas décad as, hun dirá al saber medieval en u na noche que du rará hasta el fin de nuestro siglo, para abrir el camino al mu ndo llamad o “clásico ” de Descartes, pero también de Voltaire, M alebranche y Rousseau. En este escenario complejo en que las valencias de esa palabra se m ultip lican, la id ea de q ue u na persona p odría , b ajo determ i nadas condiciones, “representar” a otra, avanzará primero bastante tí midamente en el plano político. H. F. Pitkin señala que alreded or de los años v einte (1620), esta disper sión del em pleo de la palabra en el arte pictórico, la religión, el teatro y la com prensión general del signo, había am pliado su sentido hasta “re ferir a cualquier presencia sustituida” ( to refer to any substituted presence), incluyendo a veces a personas que representaban a otras personas. A parti r de ahí, las aparicio nes le xic ográ ficas com ie nzan a ser más frecuen tes: en 1628, en un a obra de Sir Thom as S m ith.39 en contramo s la expresión “the State representative”. En 1641, los miem bros de la Cám ara de los Com unes se d escrib en a sí m is m os com o “ the Representa tive Body o fth e Whole K in gdom ”. El paso delicado consis te en franq uear la distancia que separa “ standingfor ” (reemplazar, es tar en lugar de, representar) de “acting f o r ” (actuar en nombre de, en tanto que representante de). De ma nera instructiva, cuand o esta última noción tiende a abrirse paso, asistimos a cierta dan za de nom bres muy cercanos semánticamente unos de otros: mientras que el parlamento inglés en su totalidad continúa siendo llamado “ representative ”, cada uno de sus miem bros com ienza a ser llamado ya sea “representer”, o “representar”, o incluso “representant” , y finalmente, a veces, “ r e p r e s e n t e e Sólo a mediados de ese siglo el empleo terminará por regularse en “ r e p r e s e n t a t i v e tam bién, en 1651, se pu blic a el Lev ia tá n, en el cual Hobbes construye y despliega una lógica que aclara las in venciones terminológ icas de esa época, que sin embargo la habían an tecedido.
38. Confrontar la serie de citas de las páginas 177-180 en G. le Gaufey, Le lasso spéculaire, París, EPEL, 1997. [Hay edición en español: El lazo especular, Buenos Aires, EDELP, 1998.] 39. Sir Thomas Smith, De República A nglorum , citado por H. F. Pitkin, op. cit., pág. 248. Este autor parece haber utilizado corrientemente, desde el comienzo del siglo XVII, la noción de “representación” y las palabras derivadas.
II. 2. 2. Elementos de filosofía prim aria Para com prender cuáles fueron las audacias que hizo suyas en esta obra, es conven iente detenernos primero en algunos principios de su filoso fía prim era, opu esta al aristotelismo, pero diferente también de la vulgata cartesiana. De entrada, su noción de representación no difiere (la buscamos en vano en el universo escolástico), sino que se im pone de m anera extre m adam ente original para dar cuenta de lo que debem os llamar efectiva m ente el “fenóm eno ”, es decir, la cosa percibida. Po rque H obbes no se con tenta con el esquem a clásico según el cual la cosa percibida im pri me su m arca en nuestra sensibilidad, por m edio de lo cual esa percep ción sensible sería el lugar de una verdadera revelación de la cosa a través de su “impronta”. Eso no constituye para él más que el primer tiempo de un proceso m ás complejo, puesto que, una vez dada la “im presión” de la cosa, el espíritu responderá a lo que es ante to do una presió n, y en este esfuerzo contrario a la citada presión va a surgir la representación del objeto, que lleva aqu í el nom bre especial de “fanta sía” [“phantasme”]: La causa de la sensación es el cuerpo externo u objeto, que actúa sobre el órgano propio de cada sensación, ya sea de modo inmediato, como en el gusto o en el tacto, o mediatamente, como en la vista, el oído y el olfato: dicha acción, por medio de los nervios y otras fibras y membranas del cuer po, se adentra por éste hasta el cerebro y el corazón, y causa allí una resis tencia, reacción o esfuerzo del corazón, para libertarse: esfuerzo que, dirigi do hacia el exterior , parece ser algo externo. Esta apariencia o fanta sía es lo que los hombres llaman sensación [...] Y aunque a cierta distancia lo real, el objeto visto parece revestido por la fantasía que en nosotros produce, lo cierto es que una cosa es el objeto y otra la imagen o fantasía.40
Co m o lo com enta Yves-Charles Zarka en su valioso libro La décision m étaphysique de Hobb es [La decisión metafísica de Hobbes], “la no ción de representación instituye entonces una heterogeneidad radical entre la sen sibilidad y la cosa. Lejos de reve lar a la cos a tal com o es en sí mism a, la representación es una fantasía puram ente sub jetiva a la que no le corresponde nada fuera del espíritu. [...] La representación no es el lugar de un encuentro, sino el de una separación donde la cosa se retira ” .41 Por las representaciones no se conoce entonces al mundo, sino solamente lo que fueron nuestras reacciones primarias ante ese 40. T. Hobbes, Levia tán, México, Fondo de Cultura Económica, págs. 6-7. 41. Yves-Charles Zarka, La décision métaphysique de Hob bes, París, Vrin, 1987, pág. 33.
mund o. D iferencia radical con Descartes, y concebim os que, por más que fueran contemporáneos, tuvieran grandes dificultades para com prenders e y apre ciars e. Pues desde un punto de partida tan cla ro y fun damental, las consecuencias son innumerables. Hobbes no tiene nada que hacer con una duda hiperbólica que cortaría la relación entre la representación y la cosa que ésta representa: ese vínculo es tá cortado para él desde el in icio . L a cosa se h a retira do, y no ha deja do su im pron ta, sino la reacción d urad era de nues tra sensibilidad a una im pron ta que ya no es actual. Y con la suma de estas “reacciones”, de estas “fanta sías”, en el lento proce so del conoc imien to y de la ciencia, pued e inferirse lo que es ese mun do q ue ha provocado tales o cuales reacciones en los espíritus y en los cuerpos. Pa ra establec er este dato elem ental, H obbes c onstruy e i,ina hipótesis no m enos h iperbó lica que la du da cartesiana, aunqu e diferente tanto en su prin cip io com o en sus efecto s. N o se trata en absolu to aquí de dudar, sino por el contrario de afirmar que m is representaciones seguirían siendo mis representaciones, aunque el mundo desapareciera completamente de golpe. Es la hipótesis de la A nnih ilatio M undi, que le permite a Hobbes explicitar la separación de la representación y del objeto que no habrá sido m ás que una de las fuentes de esta representación , pues la otra sería la reacción de mi sensibilidad que mantiene, incluso en la ausencia com pleta del mundo ( annihilatio mundi), la form a de la fanta sía constituida con ocasión de una percepción q ue se supone primaria. Qu e el m undo exista o no, no cam biará entonces nada ya de la represen tación que tengo de él. He aq uí el sorprende nte credo que da cuerpo al concepto m uy particular de representación en Hobbes. E ste punto de partida desarrolla consecuencias casi inmediatas con re lación al sujeto. Por supuesto, para sentir, percibir y reaccionar a las “presiones” qu e los objetos imprimen en nuestra sensibilidad, Hob bes nece sita un sujeto, pero este último no neces ita para nada, por su parte, garantizar su existen cia/«e ra de toda representación. No hay en Hobbes una reflexividad primera de un “ego” que fundaría, en un tiempo se gundo, la representación de lo que sea que viniera entonces a “presen tarse” . Co m o lo escrib e claram ente Y.-C. Zarka: “Po r lo tanto, hay una subjetividad de la representación sin sujeto subjetivo fundador ” .42 Eso 42. Yves-Charles Zarka, La decisión métaphysique de Hobbes, op. cit., pág. 44. Ver también, sobre este punto, las “Objeciones” de Hobbes (en la serie, son las terceras), y la respuesta de Descartes. Allí, Hobbes sostiene, y eso escandaliza mucho a Descartes, que el sujeto puede muy bien ser algo corporal. “Puede” serlo, es decir que nada sabemos al respecto. La piedra angular de la construc ción de Hobbes es la representación, no el sujeto.
tendrá un gran peso cuando se trate de poner en pie el concepto central de “persona” . Sin emb argo, no solam ente se encuentra el sujeto desce ntrado de este modo con relación a nuestras costumbres cartesianas. El lenguaje lo está igualmente. Pieza secund aria en Descartes, ocupa un sitio em inen te para Hobbes, pues a la lengua, y al discurso que ésta permite, les corresponde fu n da r la inferencia que permitirá pa sar de la representa ción a la cosa. N o es que la lengua u na a esa fantasía con ese objeto, s e p a r a d o s p o r l a r e p r e s e n t a c i ó n , s i n o q u e p e r m i t e a p u n t a r hipotéticam ente al segundo a partir del primero, con el riesgo perm a nente del error, y pasando por consensos. De ahí el nominalismo de Hobbes, que se impon e a partir de lo que Y ves-Charles Zark a llama sin titubear “una m etafísica de la separación” . Nada hay universal en el mundo -escribe Hobbes- más que los nombres, porque cada una de las cosas denominadas es individual y singular.43
En vista de que el saber por construir (por medio del lengu aje) ya no partirá del ser, sino de u na representa ció n consid erablem ente em pobre cida en el plano ontológico (denominada “fantasía”), es conveniente precisar si el dis curs o perm itirá recorr er nuevam ente al m enos una p ar te de ese terreno ontológico c onsiderado com o perdido en el inicio. A falta de ofrecerse en la representación, ¿será el ser suscep tible de decir se siguiend o las vías discu rsivas? Es ésta una preg un ta decisiva, puesto que los individuos, considerados com o am urallados, cad a uno, en sus representaciones respectivas, están tan aislados unos de o tros como del mundo y, una vez más, sólo el lenguaje, la comunidad lingüística, les perm itirá, al precio de un esfu erz o seguro, confronta r sus representa ciones, sus fantasías, y llegar (quizás) a ciertos acuerdos. Lo político está presente de entrada como estricta necesidad: el lenguaje, lejos de reducirse a la materialización del pensamiento, con stituye el espacio de intersubjetividad necesario para la elaboración de la ciencia. Esta es una persp ectiva muy diferente de la de un ego qu e reinaría solitario en la cim a de la m athesis universalis... D el m ism o m odo que Hobbes había recurrido a la ficción de la A nnih il atio M undi para afirmar la separación de la representación y de la cosa , construy ó una hipótesis heurística, la ficción de una suspe nsión de todo Estado, de toda com unidad política para otorgarse los medios de fundar a esta última en y por un trabajo discursivo:
Así, en la búsqueda del derecho de la ciudad y de los deberes de los ciuda danos, aunque no haya que disolver a la ciudad, sin embargo hay que considerarla como disuelta, es decir, comprender correctamente lo que es la naturaleza humana, lo que la vuelve apta o inapta para construir una ciudad, y cómo los hombres que quieren unirse deben juntarse .44
Y con esto, Hobbes se lanza entonces en la definición de un “estado natu ral” que v ale la pen a ir a visitar po r ser el dem asiado famoso : “El hombre es un lobo para el hombre”, al que se reduce con tanta rapidez su trabajo, relegándo lo a un pesimism o a ultranza opuesto a lo que m ás tarde fueron las hipótesis contrarias de Jean-Jac ques R oussea u so bre el mism o tem a; ese dicho latino no es más que el árbol hecho a la m edida para oculta r al bosq ue. La coherencia general de las palabras de Hobbes se ofrece a la lectura desde el prim er trazo que él presenta de esta naturaleza, en la misma dirección de las primeras disposiciones establecidas por el conce pto de representación: El objeto, cualquiera que sea, del apetito o del deseo de un hombre, es lo que por su parte éste llama bueno; y llama malo al objeto de su odio o de su aversión; sin va lor o des preciable , al objeto de su desdén. En efecto, estas palabras, bueno, malo y digno de desdén se escuchan siempre con relación a la persona que las emplea; porque no existe tal cosa, simple y absolutamente; ni hay ninguna regla común de lo bueno y de lo malo que pudiera ser tomada de la naturaleza de los objetos mismos .45
Ya no es, entonces, com o en A ristóteles, el v alor intrínseco de la cos a lo que su scita el deseo, sino, por el contrario, la dinám ica intern a del de seo la que proyecta sobre los objetos unos valores subjetivos y relati vos a las represen taciones d e cada uno. La na turaleza ya no es en nada el fundam ento de una regla moral universal. Porque los individuos es tán tan separados unos de otros como cada uno lo está del mundo, la fundación de lo político se vuelve pensable, y por lo tanto necesaria. La única regla que Hobbes reconoce como válida para todos y cada uno, en el inicio, es qu e todo ser “tiende a persev erar en su ser” . Esto es inquebrantable. La primera consecuencia de esto es que todo ser se encuentra obligado a darse futuro, o dicho de otro modo, a hacer uso de su poder. Ho bbes lo define así:
44.T. Hobbes, De cive, citado por Yves-Charles Zarka, op. cit., pág. 68 . 45.T Hobbes, Leviathan, op. cit., pág. 48. [En español: Leviatán, op. cit., pág. 42]
El poder de un hombre consiste en sus medios presentes para obtener algún bien aparente futuro. Puede ser original o instrumental.46
De donde se desprende, irresistible, el conflicto: Y por el hecho de que el poder de un hombre resiste y traba los efectos del poder de otro, el poder simplem ente no es otra cosa que el ex ceso de poder de uno sobre el del otro. Porque poderes iguales que se oponen se destru yen recíprocamente, y esta oposición se llama conflicto.47
Así es que hay, según Hobbes, una perfecta y constante desigualdad entre los hombres, ya sea original (dada en el inicio a cada uno) o instrumental (según lo que ca da uno habrá sabido h acer suyo a lo largo de su existencia). Lo importante, lo decisivo, a decir verdad, que olvi damos si nos remitimos solamente a “El hombre es un lobo para el hom bre” , es la inversión dialéctica prod ucida aqu í po r Hobbes, capaz de cambiar la faz del problema. Sin este nuevo juego, en efecto, la sociedad política nunca sería más que cierto estado de los poderes de cada uno (lo que ella es, en parte, en P ascal, por ejem plo), equilibrán dose m ás o menos en un conflicto permane nte y generalizado, de acuer do con la sabia graduación de un a jerarqu ía social don de se escalonaría la única realidad eficiente: los poderes variados de unos y de otros. Hobb es introduce en ese escenario el pequeño grano de arena siguiente: El [hombre] más débil tiene bastante fuerza para matar al más fuerte, ya sea mediante secretas maquinaciones o confederándose con otros que se hallen en el mismo peligro que él se encuentra.4*
Con esto, la topología del conjunto experim enta un cierre diferente. Ya no nos encontramos a lo largo de una escala que iría linealmente del má s débil al más fuerte, sino que estamos atrap ados en una circularidad fundam ental: aquél que se encu entra en lo más bajo de la escala de los poderes puede vencer a quien está en lo más alto. Los hom bre s son, por lo tanto, al mism o tiempo, fundam entalmente desiguales en poder, y no menos fundamentalmente iguales en la frag ilidad de su po der. Las constantes desigualdades de poderes no ponen trabas a la universalidad en que cualquier hombre se debate frente a la muerte, al cese de su poder y de la perduració n de su ser.
4 6 .Ib id., cap. X, pág. 31. [En español: Ibid., pág. 69.] 47. T. Hobbes, Element q fL aw , citado por Y.-C Zarca, op. cit., pág. 298. 48.T. Hobbes, Leviatán, op. cit., pág. 100],
II. 2. 3. “Es una persona... ” Podem os ah ora llegar a la definición de la persona po r la cual se inicia el fam oso capítulo XV I del Levia th an, “D e las person as, de los autores, y de los seres person ificado s” , que ofrecem os aqu í al mism o tiemp o en españo l y en inglés: Es una persona aquella cuyas pala bra s y acciones son co nside radas ya sea como pertenecientes a él, o bien como representando a tas pala bra s o acciones de otro, o de alguna otra realidad a la cual se los atribuyen por una atribución verd ad era o ficticia.*'* A person, is he, wliose words or actions are considered, either as his own, or as representeting the w ord s or actions ufa n otlier man, or ofany othe r thing to whom tliey are attributed , wethe r Truly or by Fiction.sn
Primer punto: la persona no es de ningún modo d escrita de una m anera “esencialista”. Ninguna intimidad, ninguna interioridad se encuentra actuando aquí .51 Muy por el contrario, tan solo el verbo pasivo “ser considerado” basta para hacer de ello un fenómeno. Una persona es ante todo aquella cuyas palabras y acciones son “consideradas”, o di49. T. Hobbes, Leviathan , trad. Tricaud, op. cit., pág. 161. [En español: Leviatán, op. cit., pág. 132.] Las itálicas son del propio Hobbes. El único problema aparente de la traducción francesa [que aquí respetamos] se refiere al relativo “a la cual” que, en razón de su femenino, parece referirse solamente al antece dente inmediato, esa “alguna otra realidad”, mientras que en inglés “to whom” no es tan exclusivo y se refiere tanto a “alguna otra realidad” como al “otro” (hombre). A ambos, de manera indiferente, podemos atribuirles “palabras o acciones” de aquél que adquiere aquí el rango de “PERSONA”. ¿Por qué Tricaud no se inclinó por el simple “a quien se los atribuye [...]”, que hubiera conservad o la doble referencia del inglés? [En español se traduce “o de alguna otra cosa”. El problema al que alude se conserva de todos modos en español. N. de T.] 50. T. Hobbes, Leviathan , Cambridge University Press, 1996, pág. 111. Los eru ditos continúan discutiendo para saber cuál, entre la versión latina y la versión inglesa, fue escrita primero por Hobbes. Aunque la versión latina haya sido publicada diecisiete años más tarde que la inglesa (editada en 1651), m uchos argumentos van en el sentido de una escritura primera en latín. Tal es la opi nión de Franfois Tricaud, el traductor francés. 51. Locke tomará aquí la posición exactamente opuesta a la de Hobbes al hacer de la “persona” un ser completamente interior, definido por la identidad con sigo misma aportada por la conciencia: “[...] un ser pensante e inteligente, dotado de razón y de reflexión, y que puede considerarse a sí mismo como sí mism o.” J. Locke, Id entité e t différence, op. cit., págs. 148-149. Esta otra opción debía tener mucha influencia sobre la concepción común de la persona, y aun en nuestros días, cuando existe una tendencia a englobarlo en un cartesianismo sincrético y blandengue.
cho de otro modo no sólo son expresadas, manifestadas, sino también vistas, escu chad as, recibidas... por algún otro. Nece sariam ente. A lguien (que no es la perso na de la que ha bla la definición), alguien está prese n te, y no solamente a manera de público, pues de él depende la opera ción fundadora de esta persona, a saber, que él (ese alguien), deberá optar por “considerar”, en efecto, que estas palabras o estas acciones deben ser remitidas, ya sea directamente y sin rodeos a aquél que las haya pro ferido y sostenido, o a otro (o a alguna otra realidad). D e esta elección dependerá el calificativo del que será dotada de inmediato la pers ona en cuestión: en el prim er caso , si las pala bra s o las acciones de aquél que viene a expresarse son “las suyas” (inglés) o “ le pe rtene cen ” (español, francés), uno (aquel que las considera ) hablará de p ersona natural. Si no, si esas m ism as palabras o accion es están ah í en tanto que “representan” las de otro (o las de alguna otra realidad), entonces ha bla rem os in difere nte m ente de persona fic tic ia (o artificia l) (fe igned or artificiall person), ya sea que la atribución haya sido hecha “truly” (verdaderam ente: de un autor hacia un actor), o “ byfiction” (de m ane ra ficticia), de acuerdo con un recorrido qu e detallarem os más adelante y al térm ino del cual el gobierno civil autoriza a una persona natural a se r el actor de “algun a otra realidad ” que, por sí misma, no podía auto rizar a nadie. El prime r come ntario del prop io H obbes, una vez dada esta definición neta, se refiere al topos relativo a la palabra latina de persona, la más cara por la cual los actores (palabra que adquirirá muy pronto gran imp ortancia) hacían “ sonar” sus voc es .52 “ Persona es entonces equ iva lente a actor”, escribe Ho bbes. M ucho más perturbado ra es la frase que sigue: Personificar, es desempe ñar el papel , o gara ntiza r la representación de sí mismo o de otro. To Persónate, is to Act, or Represent him selfe, or an other:53
52. Una de las etimologías de la palabra toma de aquí su fuente: p er sonare, para hac er so nar la voz. Pero no podemos olvidar que también es el nombre de Ulises para engañar al cíclope, sentido que se conservó en el francés, cuando éste lo tomó como uno de sus forclusivos, en su sistema complicado de la negación: “II n’y a.personne” [“No hay nad ie’’], “Je n’y voit goutte" [“No veo nada"], “Je ne mange mié" [“No como ni miga’’], etc. 5 3 . Leviathan, francés, pág. 162 [español, 132], inglés, pág. 112. Conservé el ju ego de las itálicas presente en los dos textos, invertido en inglés. El verbo “To Persónate" es, por supuesto, una cruz para el traductor francés, quien busca justificarse en su nota 1 de la página 161: en efecto, él no puede encon trar en la lengua francesa un verbo único que conjunte tan fuertemente la idea
Es difícil no tener la sensación de un fo rzamiento ante esta preceden cia otorg ada a la representación, que va tan en sentido contrario de nuestro sentimiento prim ero, según el cual una persona es ante todo una esp e cie de autoadecuación a sí mismo. Aquí, un vago perfume de cogito¡ tanto m ás insidioso habitualm ente cuanto que es discreto, falta repenti nam ente en razón de este exceso de significación que Hob bes obliga a porta r al verbo to Persónate. Como lo nota Tricaud, quien no puede hacer menos: A pesar de lo que Hobbes parece decir, la idea de “representarse a sí mismo”, de “actuar su propio personaje” no pertenece manifiestamente al sentido primero de to P ersó nate , del mismo modo que la idea de “desem peñar el papel de otro ” .54
Esta inversión de perspectiva, aunque la lengua inglesa la objete al pasar, su braya el acento que Hobbes prete nde im prim irle a su noción de p erso n a : es efectivam ente la persona fi cticia la que sirve para com prender a la p ersona natu ral , y no al contrario. Explicitando entonces el sentido sólido y seguro de “to Persónate ”, a saber, el de “desempe ñar un papel”, Hobbes prosigue: De quien desempeña el papel de otro, se dice que asume su personalidad, o que actúa en su nombre. An d he that acteth, i.s sa id to beare liis Person , or act in his ñame.
Cabe lamentar aquí que el traductor haya creído oportuno, aunque lo señale en un a nota, sacrificar una literalidad que prácticamen te no hu bie ra esto rbado con respecto a un te xto tan fu ndam enta l, para tr ansfor mar ese “to beare the Person o f' (que pronto encontraremos en cada recodo del texto concerniente al soberano) en un “ a s s u m e r l a personnalité de” [“asum ir la personalidad d e”], de una resonancia muy incóm oda en francés. La persona inventada por Hobbes no tiene nada que hacer con la noción de “ personnalité ” [“personalidad”], palabra cuyo sentido jurídico es harto débil en francés, com parado con un sen tido psicológico totalm ente opuesto al de Hobbes.
de persona y la de representación. Se resigna a “ person ifier ” [personificar], que prolifera, sin embargo en direcciones muy ajenas a las de Hobbes. No tenemos nada mejor para proponer. Un neologismo no tendría lugar aquí, pues no se trata de inventar una jerga en este asunto. 54. T. Hobbes, Leviathan, op. cit., francés pág. 162, nota 5.
Lo que al inicio podía parecer un forzamiento lingüístico, encontrará inmediatamente su velocidad de crucero con los nuevos apelativos de autor y de actor. Hobb es encadena: Las palabras y acciones de ciertas personas artificiales son reconocidas por suyas por aquél a quienes ellas representan. La persona es entonces el acto r ; quien reconoce como suyas las palabras y las acciones es el autor, y en este caso el actor actúa en virtud de la autoridad que ha recibido. Porque aquél que, en materia de bienes de todo tipo, es llamado propieta rio, es llamado, en materia de acciones, el autor. O f Pers ons Artifician, sume have their words and actions Owned by tliose whom they represent. And then the Person is the Actor: and he that owneth his wor d and actions, is the author,' in wliich case the Actor acteth by Authority. For that which in speaking o f goods andpossessio ns is ca lled an Owner, speaking «/'actions is called an Author .55
La persona natu ral, la que era “considerada” com o pro pietaria de sus palabras y de sus accio nes, que cuando hablaba o actu aba se ofrecía a ser considerada com o “representándose a ella mism a”, “desem peñan do su prop io pap el” , etc., ya ha sido dejada de lado. A qu í ya no se trata más qu e de “ciertas personas artificia le s”, otro indicio de que lo esen cial de la noción de persona se articula a los ojos de Ho bbes alrededo r del artificio y no de la naturaleza. Es la primera frase la que constituye una dificultad: hay que entender de en trada que “aquél a quien ellas [las palabras y las acciones pro feri das y sostenidas, susceptibles de ser “consideradas”] representan” no es aquél que las habría proferido y sostenido. El p rimero es el autor , el que es considerad o por el derecho com o “propietario ” , de algún modo, de las citadas p alabras y acciones, m ientras que el segund o, que no es más qu e el agente activo, tiene derech o a su nom bre de actor. El víncu lo que conecta a estos dos se apoya entonces sobre esa palabra de “au toridad” ( A uthority) que o bliga al traduc tor a una larga nota, muy bien venida. En efecto, corremos el riesgo de imaginar bajo esa palabra un cierto pod er que el antes llamado a utor detentaría, por él mism o y para él mism o, sobre sus actos o sus acciones. Pero eso sólo es cierto porque un acto r distinto de l autor mismo entra en la batalla. En el momento en que el que se volverá el autor se separa de su po de r sobre sus actos y sus accio nes con fiándoselas a otro, es cuando de tenta esa autoridad. El repliegue, que ya se ha encontrado con ocasión del em plazamiento
55.T. Hobbes, Leviathan, op. cit., francés, pág. 163 [español, págs. 132-133] e inglés pág. 112 .
de la “fantas ía” , es decisivo: al igua l que la representación, la auto ri da d no es el objeto mismo, sino lo que sólo aparece porq ue nos desh a cemos de él. La Autlwrity -escribe Tricaud- nunca es un atributo del “autor”, sino un poder delegado al representante. Ese sentido es bastante frecuente en in glés. Se sitúa en algún lugar entre “autoridad” y “autorización”, entendi das según el uso francés. Se trata propiamente de una “autoridad salida de un poder”, como se lee en las traducciones del Evangelio: “¿Por qué auto ridad haces estas cosas ?".56
Una vez establecido este vínculo, el sujeto del derecho es desplazado de manera significativa: Se infiere de esto que cuando el actor concluye un convenio en viitud de la autoridad recibida, vincula así al autor del mismo modo que si éste lo hubiera concluido él mismo, y lo somete, igualmente, a todas las conse cuencias de él.
Esta delegación de un autor hacia un actor parece lo suficientemente clara com o para que ya no sea necesario insistir sobre ello. A hora viene el momento de considerar, siguiendo el título mismo de ese capítulo, que ya ha presen tado a las “Perso nas” y a los “A utores” , lo que Hobb es llama los “seres personificados” ( things Person ated57 ), y sin quien es ¿sin los que?- yo no hubiera iniciado este recorrido textual. Hay pocas cosas que no puedan ser representadas de una manera ficticia. Cosas inanimadas, como una iglesia, un hospital, un puente, pueden ser personificadas por un Rector, un director, un controlador. Pero las cosas inanimadas no pueden ser autores, y por consiguiente, no pueden dar autoridad a sus actores; los actores pueden, sin embargo, recibir autoridad para garantizar su mantenimiento de quienes son sus propietarios o go bernadores. Estas cosas no pueden entonces ser personificadas antes de que exista alguna forma de gobierno civil. Igualmente, los niños, los débi les de espíritu y los locos, que no tienen el uso de la razón, pueden ser personificados por tutores o curadores, pero no pueden ser, durante ese tiempo, los autores de ninguna de las acciones realizadas por éstos, ni, después de haber recuperado el uso de la razón, más allá de lo que habrán, en esas acciones, juzgado razonable. Pero durante el periodo de irrespon sabilidad, el que tiene derecho de dirigirlos puede dar autoridad al tutor. Sin embargo, esto no puede tener lugar más que en un Estado civil, pues 56 Jbid ., pág. 163, nota 12. 57. Una vez más aquí, ¿por qué diablos “seres” en lugar de “cosas”? Si Hobbes hubiera querido decir “seres”, habría, con toda verosimilitud escrito “beings”, como se lo permitía el inglés de la época sin problemas. El latín, por su parte, se contenta con: De Personibus & Authoribus.
antes del advenimiento de dicha situación, no existe imperio sobre las personas.58
Esas cosas inanimadas -sobre las que se presiente de entrada, aunque confusam ente, que tienen que ver con el cuerpo de la corporación uni taria en la teoría med ieval de la reale za -, estas cosas, a causa de su falta de razón o de la pluralidad que las compone, no pueden desliga rse de sus palabras o de sus acciones, y por lo tanto no pueden transferir nin guna autoridad a “actor” alguno. A hora bien, necesitan im perativame nte ser representadas para que sus derechos jurídicos puedan ser salva guardados. E n esos dos casos estalla, podríamos decir, la necesidad de un “gobierno civil”, una de cuyas funciones al menos está clara: susti tuir a esas “cosas” para hacer lo que ellas no pueden hacer: delegar su autoridad, otorgarse un actor, un representante autorizado que podrá actuar en su nom bre. El capítulo sigu iente (XV II), que tratará “De cau sas, de la gen eración y de la definición d e la R epú blica ” , pue de ade lan tarse; le corresponderá responder a este aparente callejón sin salida. Ese cap ítulo XVI, de una riqueza sorprendente, todavía no está term i nado. An ticipándose en parte sobre lo que sigue, Ho bbes se aferra fir me m ente al problema lancinante entre todos del pasaje de una m ultitud al uno, y pretende solucionarlo de inmediato con su noción nueva de persona: Una multitud de hombres se convierte en una persona [are mude One Person] cuando está representada por un hombre o una persona, de tal modo que ésta pueda actuar con el consentimiento de cada uno de los que integran esta multitud en particular.
El capítulo que sigue dirá cómo puede efectuarse ese consentimiento, cuando surge una frase que es necesario hacer destacar: Pues es la unidad de aquél que representa, no la unidad del representado, lo que vuelve a la persona una. For- it is the Unity o f thé Representen not the Unity ofth e Represented, that maketh the Person One.
No es el autor el que constituye la unidad, es el actor Si un mismo autor con fía su autoridad a cierto nú mero de actores diferentes (dándo le a cada uno un poder singular, como le está permitido hacerlo), eso dará lugar a otras tantas personas ficticia s. En cam bio, si tantos autores
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como se quiera autorizan au n solo y mismo actor , eso únicam ente dará lugar a una sola persona ficticia . La lógica de la construcción es importante. Hobbes está perfectamente advertido de la circularidad d e los razonam ientos que alojan subre pti ciamente la unidad en tal o cual lugar, para ir luego a descubrirla a gritos. Así, las nociones de “pueblo”, de “nación” (cuando al menos son ad elantadas com o primarias, fundam entales, etc.) se otorgan la li cen cia de presupo ner una unidad (histórica, geográfica, lingüistica, cul tural) para luego reduplicarla, de algún modo, sobre la persona del so bera no que ya no sería más que su reflejo. Hobbes no quiere que uno sea el reflejo de él mism o 59 -co no ce dem asiado bien los conflictos que eso arrastra en la vida civil, cuan do c ualq uier facción se jac ta de ser el verdadero reflejo del verdadero uno. L e hace falta que el uno surja de lo múltiple que, a su vez, con seguridad, está dado, de tal manera que una vez que surgió, ese uno pued a recaer sobre la m ultitud calificándo la como un conjunto homogéneo, una R E P Ú B LIC A .60
77.2.4. El contrato Así, Hobbes llega a “la única manera de erigir semejante poder co mún”. Eso -prosigue- va más lejos que el consenso, o la concordia: se trata de una unidad real de todos en una sola y misma persona, unidad realizada por una convención de cada uno con cada uno, acordada de tal modo que es como si cada uno le dijera a cada uno: Yo autorizo a ese hombre o a esa asam blea, y le entrego mi derecho de gobernarme a m í mismo, con la condició n de que tú le entregues tu derecho y que au torice s toda s sus accione s de la m isma manera. Hecho esto, la multitud unida de este modo en una sola persona es llamada una república, en latín, civ itas.
59. Como cierto Jacques Lacan, cuyo estadio del espejo plantea, desde sus prime ros esbozos, que es efectivamente el representante (la imagen) el que hace la unidad, y no el representado (el cuerpo ante el espejo). A falta de poder cons truir la más mínima filiación al respecto, nos permitiremos pensar que el nú mero de las respuestas a la cuestión del uno no es indefinido, y que existen así muy curiosas “familias” de pensamiento... 60. Que debe entenderse aquí jurídicamente: la co sa p ública , y no constitucional mente, En este punto de su demostración, Hobbes no hace distinción entre las tres formas de gobierno que conoce: real, aristocrática o democrática. Que el SOBERAN O sea una sola persona natural o una asamblea no le importa, en la medida en que ya enunció las condiciones para que, en el caso de una asam blea, ésta pueda, en todas las circunstancias, producir una voluntad una.
This is more (han Consent, or Concorcl; it is a reall Unitie ofthem, all, in one an d the same Per son, made by Covenant o f ever y man with ever y man, in such a manner, as if ev er y man sh ou ld sa y to ever y man, I authorise and give up my right ofO overning my selfe, to this Man, orto this Assembly of men, on this condition, that you give up thy Right to him, and authorise all his actions in like manner. This done, the Multitude so united in one Pe rson is called a common-wealth, in latin civitas .61
Vemos de entrada hasta qué punto ese contrato se encuentra en la de pendencia directa de la noció n de persona establecida en el capítulo anterior. La diferencia reside en que ese contrato ya no pasa de un autor a un actor, sino de un autor a otro, para designar cada vez al mismo actor. El proceso es estrictamente distributivo, y en eso consiste una gran parte de su orig in alidad. Los autores nunca se reúnen para designar “juntos” a un mismo representante, o soberano. Eso equivaldría otra vez a darse la unidad para luego volver a encontrarla. Con tratan, po r el contrario, dos por dos, cada hom bre con cada hom bre -s in que nu nca cada uno tenga que hacerlo con todos, un vecino basta para esto - , 62 y cada vez se ha emplazado sólo una persona ficticia, cuya unicidad se m antiene al final del proceso. Esta unicidad del soberano está efectiva mente construida así alrededor de la noción de persona ficticia, y lo esencial estaría jugado , si algunas consecuencias decisivas -a l m enos con relación a n uestro discurso sobre la duplicidad g eneral de la noción de pe rso na - no quedaran todavía por extraerse. Com o cada autor abandonó, por voluntad propia, su derecho de gober narse a sí m ismo (en provec ho del soberano), se desp rende de esto que en ningún momento posterior podrá cambiar su decisión. Si no, sería necesario considerar que nunca delegó más que una parte - e incluso no la más decisiva, puesto que la que hab ría qued ado en él po dría dec idir de ese m odo el destino de la que previam ente dio. Esto está impedido por el hecho mism o de la auto rizació n: en tanto que no es más que un acto, no se divide. Los falsos sentidos son nu m erosos respecto a esto.
61.T. Hobbes, Leviathan, op. cit., francés, pág. 177 [español, pág. 141] e inglés pág. 12 0 . 62. La topología del contrato es instructiva: la propagación tiene lugar en red simple, por lo que basta que cada punto (denominado “Autor" a partir de que está ligado) esté conectado al menos una vez con otro en el tiempo en que estos dos se conectan a un mismo tercero “autorizándolo”-, y quien hubiera rechazado todas las conexiones que se le propusieron, o quien no hubiera sido alcanzado por ninguna, no pertenece a la República, al Common-Wealth. LQQD.
La autorización en el sentido de Ho bbes es efectivam ente una transfe rencia de derecho, pero que debe ser entendida más com o una transfe rencia de información qu e com o una transferencia de objeto. Si yo cedo ju rídicam en te mis dere chos sobre un obje to , pie rdo ipsofacto la pro pie dad y el goce de él. Si transm ito una in fo rm ació n que hasta ese m o mento m e pertenecía, sigo poseyénd ola, solamen te perdí la “exclusivi dad” sobre ella, lo cual es muy distinto. Cuando el autor “entrega su derecho de gobernarse a él mismo” conjuntamente con su vecino, lo cons erva (salvo que ya no puede utilizarlo para objetar lo más mínimo con respe cto al actor que lo representa a partir de ese mom ento; dicho de otro mo do, en el caso del pacto, el soberano). Pued e contin uar utili zándo lo para cualquier otra cosa, salvo eso. Queda, para concluir esta presenta ció n del sobera no tal com o es pro ducid o en el Leviatá n, acer carnos a lo que con tanta frecuencia se le ha reprochado a Hobb es bajo el término de “absolutismo”. Esta cuestión es im portante aquí porq ue apun ta a una especie de “reci procidad” de la rela ció n de “autori zació n” . É sta ib a del autor hacia el actor, del sujeto h acia el soberano ; “absolutismo” designa entonces la relación inversa de ese soberano h acia su(s) sujeto(s) o súbditos. Com o la autorización resu lta ser imparticionable, su recíproc a deb ía serlo igua l mente. El poder del soberano con respecto a su súbdito no se dividirá entonces, no conocerá más límites que los que la autorización podría haber p lanteado en cuanto a ella. En efecto, no podía conc ebirse bajo la forma moderna del mandato parcial en la medida en que, en caso de falta (previsible) au n man dato como ése, ninguna instancia podía deci dir en fav or o en con tra de cualquiera de los qu ejoso s .63 De a hí el carác ter necesariamente ilimitado de la autorización fundadora del repre sentante soberano. ¿Cóm o, entonces, garantizar lo recíproco, y conce bir un p oder sin lím ites del sobera no, que sin em barg o no sea in finito (porque H obbes, repitámoslo, n unca se convierte en el chantre del ca pricho de esos m is m os sobera nos)? Nos apoyare m os, al pasa r, en esta pequeña consid eració n to poló gica ele m enta l, a la que nadie podía re currir en el saber matem ático de la época del L eviatá n : una esfera es
63.“[...] si uno o varios de ellos [los diferentes “ au tores" del contrato social] alegan una infracción a la convención aceptada por el soberano con ocasión de su institución, y uno o varios otros, entre los súbditos, o el soberano solo, alegan que semejante infracción no ha tenido lugar, no existe en este caso ningún juez que pu ed a decidir en la disputa [...]”, T. Hobbes, Levia than, op. cit., pág. 181. Esta ausencia radical de instancia tercera debe relacionarse, guardando todas las diferencias, con la teoría de los dos cuerpos del rey que, también y a su manera, intentaba paliar esa misma carencia.
una superficie sobre la cual no se encuentran límites. Sin importar el sentido en el que se la recorra, en ningún m om ento encontrarem os un borde, cosa que sería el caso sobre una fig ura pla na, o una esfera agu jereada, o un cubo. Y sin em barg o, sem ejante superfic ie sin lím ites no es por eso infinita: pued e pose er un diám etro dado, y por lo tanto una superficie determ inada y calculable, pero no por ello tend rá límites. Para entender claramente las relaciones complejas del soberano hacia sus súbditos, es necesario regresar sin cesar a la noción de persona ficticia , pues todo el m isterio del “absolutism o” de H obbes se enc uen tra incluido allí. Puesto que el soberano sólo es tal en tanto que es el acto r de quien ca da uno de sus súbditos es el autor, se des pren de de esto que cada una de sus “palabras o acciones” es efectivam ente la p ro p ie d ad de cada uno d e sus súbditos, que no puede en ningún caso elevarse contra su propia voluntad. El poderío del soberano es entonces, en el prin cipio m ism o, igual al de cada uno so bre sí m is m o, aunque llevado a la po tencia de ese “todo s” que resulta del pacto (sin preexistir nunca a él). Pero, se objetará, ¿acaso ese soberano no puede abusar de la situación , com o la historia no cesa de mo strarlo, en todas las latitudes y en todas las épocas? ¿Hob bes fingiría jug ar a los ingenuo s con la única finalidad de hacer que su sistema se sostenga? ¿Acaso los súbditos no tienen ningú n derec ho a la rebe lión? ¿No hay, más allá del soberano, algo -Dios, la Justicia, la Naturaleza Humana, ciertos “Derechos del H om bre”- a lo que cada sujeto/súbdito podría referirse en caso de ex ceso y de iniquidades del soberano, y en nombre de lo cual se volvería ju sto destitu irlo ? Que eso sea posible no arrastra a Hobbes a prese ntar lo com o ju sto : Y aunque algunos hayan alegado para cubrir su desobediencia al sobera no una nueva convención, no concertada con los hombres, sino con Dios, es igualmente injusto ( unjust): no hay, en efecto, convención alguna acor dada con Dios, si no es por la mediación de alguien que representa a la persona de Dios; y nadie se encuentra en ese caso, de no ser el lugarte niente de Dios, que ejerce bajo él la soberanía. Pero este alegato de una convención acordada con Dios es una mentira tan manifiesta, incluso ante la conciencia de aquéllos que recurren a ella, que es el resultado de una disposición no solamente injusta, sino también despreciable y degra dante .64
N ada se encuentra entonces “p or encim a” d e la autorizació n que habría anudado a cada autor con un actor. No se trata de invocar a alguna instancia tercera -y esto es suficiente para indicar que nos hallamos
aquí en una argum entación donde el Estado m oderno no está con side rado como un dato que regularía las relaciones entre gobernantes y gobernad os po r el sesgo de una “ Con stitución” cualquiera. N ada viene, entonces, en ese tiempo ficticio y fundador, a limitar el poderío del soberano en la m edida en que su poder no es más que el reverso de una autorización que, en vista de que es entonces el único tercero entre actor y autor, no se puede d ar vue lta hacia cua lquie r otro tercero, y ya no puede por ello ser conce bida más que com o sin restricción de nin gún tipo, necesariam ente indivisible e im particionable .65 El sujeto salido del contrato planteado por Hobbes va, por su parte, a salir de él gravemente escindido, mucho más que su soberano, quien, encargado de g arantizar la unidad de la persona ficticia, y a no está en absoluto clivado com o lo habían estado sus antecesores en los tiemp os de la teoría de los dos cue rpo s :66 lo que, en él, es prop iam ente el autor (que pronto llamaremos también “ciudadano”) está sometido sin nin gún límite al pod er del representante que él se ofreció en la perso na del soberano . Esto es así, literalm ente, sin discusión, pero solo to ca al a u tor. Si supusiéram os que ese autor no es exactam ente congruente con la persona natu ra l, que en ella hubie ra un secto r que escapara al auto r del pacto representa tivo, ¿qué e sta tu to le te ndríam os que dar a “eso” ? Esta pregunta ofrece a H obbes la posib ilid ad de despeja r lo que él llam a “la verdadera libertad de los súbditos”. Esta depe nde d e una fractura que, hasta entonces, no estaba tan viva: por un lado, en la esfe ra que llam are m os “p ública” , el ciu dadano (el “sú bdito” , el “au tor”) está som etido sin límite al pod er del soberano, pero en la esfe ra que llam are m os “natu ra l” se m antiene una parte del derecho juz gad o por Hobbes inalienado e inalienable: Es manifiesto que cada súbdito goza de la libertad con respecto a todas las cosas tales que el derecho que tenemos sobre ellas no puede ser transferi do por una convención. He mostrado al respecto, en el capítulo XIV, que las convenciones por las cuales nos comprometemos a no defender nues tro propio cuerpo son nulas .67
65. Éstas eran las propiedades esenciales que Lacan supo ubicar con el ideal del yo y la noción de “asentimiento” que lo funda. Cfr. G. Le Gaufey, Le lassn spéculaire, París, E.P.E.L., 1997, cap. 1.4.3, págs. 92-106. [Hay edición en español: El lazo especular , Buenos Aires, EDELP, 1998.] 66 . Razón por la cual se abandonó progresivamente la metáfora del Rey Fénix por la del Rey Sol, muy diferente. 67. T. Hobbes, Leviathan , op. cit., pág. 230.
Así, a los ojos de Hobbes, el hombre natural continua existiendo más allá y m ás acá del contrato, y conserva un po der propio p ara todo lo que con cierne a la preserva ción de su pro pia naturaleza, su capa cidad pa ra “perdu rar en él m ismo ” (en razón de la cual él acordó, ad em ás, la con vención que establecía al soberano). La dificultad nueva, que nueva mente se desprende de la noción de persona ficticia, se refiere a la imposibilidad de pensar un terreno en el que se encontrarían, se con frontarían ese “súb dito” surgido del contrato y el “hom bre na tural” que habría permitido ese mismo contrato. Los dos coexisten en el mismo ser humano (no nos atrevemos aquí a decir “la misma persona”), sin que ninguna dialéctica se pueda establecer entre ellos. Por m ás cho can te qu e eso p arezca hoy, su necesaria coex istencia los deja ajenos desde todos los pu ntos el uno del otro, y esta separación sin apelación deter mina, a cambio, la esfera de acción del soberano. El pod er de este últi mo perm anec e sin límite sobre su súbdito, ciertam ente, pero no la reco noce m ás que a él en la med ida en que, en tanto que actor, nu nca tendrá que vérselas más que con el autor que lo autorizó. Es difícil evitar aquí el falso sen tido y el anacronismo , a costum brados com o estamos a pensar esa posibilidad post-revolucionaria de una ob jeción al poder sobera no (estata l) realizada a p artir de los derechos del hombre, cuando no es, hoy, en nombre de una ética supuestamente pla neta ria, y por lo tanto com ún .68 Evitaremos al m enos el anacronismo pla nteando com o un hecho la exte rio rid ad del Esta do y del hom bre natural, como lo indica muy explícitamente Lucien Jaume en su obra sobre H obbes: El hombre natural no es una en tida d que el Estado se encuentre ante él, y que constituiría su límite y su obstáculo; está más bien “en otro lado”, es como su inverso silencioso 69 [...]
N o será fácil calibrar ese “en otro la do” , que se despre nde de la crea ción de la personaficticia. L a idea según la cual la institución del poder 68 .
Ver al respecto la obra de Alain Badiou, L ’éthique [L a ética], que muestra los estragos que resultan de querer establecer un “mal absoluto” a partir del cual se podría instalar una serie de grados hacia un "bien”, a partir de esto tan indudable como el mal del que proviene. Este nuevo conformismo ético, de un temible maniqueísmo, viene acompañado con una promoción sin precedentes del papel de los jueces en las sociedades modernas, y ya no entiende nada de Hobbes, sin hacer de él un turiferario de la tiranía. 69. Lucien Jaume, Hobbes et l ’État re prése ntatif m oderne [H obbes y el Estado representativo moderno], París, PUF, 1986, pág. 144. Efectúo un corte en esta cita dejando aquí de lado el calitativo de “antitético” (“[...] su inverso silencioso y ciertamente antitético") que, buscando forzar el rasgo, roza el contrasentido.
soberano, del Estado, constituye al hom bre natural com o desecho de la operación, com o aquello sobre lo cual ese pod er no solamente no ten drá dom inio, sino que especialmente no estará en posición de conocer ni de reconocer -h e aquí un verdadero eje de investigación que reg re sará más tarde durante este estudio. Queda por apreciar la parte más visible de la construcción de Hobbes, que cabe com pleta en este pequ e ño agregado incluido en la definición inicial d él a per so na: “ [...] de otro hombre, o de alguna otra realidad a la cual se los atribu ye [...]” Es ta invención jurídica, esta inclusión en la definición m isma de la persona entrevista con la teoría de los dos cuerpos del rey bajo el apelativo de “corporación” , merece que detallemo s lo que se jue ga ahí.
II.3. De la triplicidad de la tercera persona Desde el punto de vista gramatical, la tercera person a es clásicam ente considerada como doble, al menos en la mayoría de las “lenguas de cultura” -con vie ne ser prudente, ante los m iles de lenguas diferentes en este planeta. En efecto, distinguim os la tercera person a que pose e una entera “personación ” ,70 la que podrá, llegado el momento, decir “yo’fl como en la expresión: “El me dijo que él vendría”, y aquélla que se llam a “neutra” [tácita]: “llovió m ucho en estos último s tiem pos” , grado cero de la mism a “personac ión” . En un artículo, que se ha vu elto céle bre con to da justicia , “L a natu re des pronom s” [“L a natu rale za de los pronom bres”], E. B envenis te ubic aba de un la do la pareja Yo/tú, cuya personació n no pudo en nin gún m om ento ser puesta en duda, y la terce ra persona a propósito de la cual escribe: La “tercera persona” representa de hecho al miembro no marcado de la correlación de persona. 70. Pasando de la ciencia política de la mitad del siglo XVII a la lingüística con temporánea, ciertos problemas terminológicos permanecen idénticos: cómo llamar en francés al movimiento que hace pasar de la “no persona” a la “per sona”. Personnifier " [“personificar”]? ¿” Pe rsonnaliser” [“personalizar”]? Nada conviene realmente para traducir el inglés “to Persónate”. Nos inclinare mos aquí por el neologismo nominal “personnaison” [“personación”], debido a Damourette y Pichón, que instauran en su párrafo 859 ( Des mots á la pensée [D e las p alabr as al pensamiento], París, Ed. d’Artrey, tomo III, pág. 153) el concepto de pe rson ación locutorio para designar la capacidad de una persona cualquiera de decir “yo” o “tú”, signos indudables de su capacidad de “perso na” lingüística. El “delocutorio”, inversamente al “locutorio”, designa en e llos “el plano donde los acontecimientos son relatados racionalmente [...] La per sona esencial del delocutorio es entonces la que no es esencialmente una per sona, sino una cosa.” (Ibid.)
Esta tercera person a no es entonces la “no persona” , com o se escribe a veces un poco demasiado rápidamente, sino efectivam ente el “m iem bro no m arc ado de la correla ció n de persona” , e xpresió n que apunta a decir que, cuando nos enfrentam os a un segmento de enu nciado d onde esa pe rson a se encu entra, no podem os sabe r de antem ano si se trata de una persona que podrá decir “yo” o no. En cada caso, será necesario asegurarse si existe o no un procedim iento retórico que perm itiría pasar a la prim era persona 71 (o a la segunda, que son equivalentes en lo que se refiere a la personación). Ese vínculo incierto entre tercera y primera persona tiene de entrada acentos que d ejan al lector en la m isma dirección que el Leviatán. C uando leemos, en el artículo de B enven iste, líneas com o ésta: “Si cada locutor, para expresar el sentim ie nto que tiene de su subje tivid ad irre ductib le , dispusiera de un “indicativo” distinto (en el sentido en que cada esta ción radioem isora posee su “indicativo” propio), hab ría prácticam ente tantas lenguas com o individuos y la com unicación se tornaría estricta mente imposible ” ,72 es difícil desh acerse de la idea de acu erdo con la cual “yo ” sería una especie de actor com ún que, u na vez “auto rizado ”, una vez puesto en m ovimiento por un ser hablante ,73 fundaría a cambio la com unidad lingüística en el seno de la cual se efectúan los intercam bios. Y aunque ésa no sea prácticam ente la preocupació n de H obbes, parece im porta nte despeja r las consecuencia s casi gram aticale s que su invención de la persona ficticia provo ca en el terreno de la personación. Desde el capítulo XVI, en el cual se presentaba esta noción nueva, la necesidad de un go bierno civil se ubicaba, en razón d e esta “otra reali dad ” que ne cesita de un actor, y sin em bargo no tiene los m edios para con segu irse uno, para “autorizar” a uno porque, al ser infante, meno r, o loca, no pued e em itir palabras que tendrían valor jurídic o de actos (no puede com pro m ete r su responsabilid ad). E sta carencia se encontrará palia da si y só lo si un gobie rn o civ il ha sido fundado previa m ente (por lo tanto, tendría que haber tenido lugar un pacto a la Hobbes), y ese gobierno se preocu pa por emplazar, p o r su p ropia autoridad , a un tutor que a partir de entonces desem peñará para esa “o tra realidad” el papel de actor, formando así con ella una sola persona ficticia. Una vez que 7 1 . Com o por ejemplo la prosopopeya, que permite decir: “Yo, la verdad, yo hablo
[...]”
72. E. Benveniste, “La naturaleza de los pronombres”, in Problemas de Lingüís tica general , traducción de Juan Almela, México, Siglo XXI, 1971, pág. 175 73. Ese “yo” es en el niño una adquisición relativamente tardía, y sólo llega mu cho tiempo después de “mí” [“moi"], que no tiene el mismo estatus en la personación.
ha sido autorizado el soberano, él mism o se encuentra entonces en po sición de autorizar a tal actor particular para represen tar a esta “ otra realidad” que no pudo producir por sí misma un vínculo de autoriza ción, el cual se estable ce ahora, ya no “truly”, sino “by Fiction". Así, he aquí introducidos en la categoría de personas a unos seres, o más bien a unas “cosas” (lo hemos visto: un puente, un hospital, una corpora ción, etc.) que nunca podrán d ecir “Yo” por sí m ismas, y sin em bargo no deben ser remitidas al neutro [tácito] de “llueve”. La invención juríd ica vie ne a cavar a la gram ática, a la que sa bem os basta nte decis i va para la ontología. N o es fácil consid erar que cie rta s “personas” só lo exis te n porque un soberano tuvo a bien hac er de tal m odo que así fuera. Eso lastim a de lleno a un cierto “ hum anocentrismo” que rech aza la idea de “perso nas” que no podrían ser personas p or ellas mism as, sólo con los med ios con que cuentan, com o cada uno piensa tan precipitadam ente respecto a sí mismo. H obbes, por su construcción, introduce en todo un m ovimiento que nos importa seguir en detalle, por lo que propondré aquí bajo la forma de relato cómo se puede d esem bocar en esta noción de persona que interc ala entre el “él” de “él me dijo” y el “él” (tácito) de “ nieva ”, ese “él” que sólo es tal porque un gobierno civil lo ha dotado de un “yo”, de un actor autorizado a hablar y actuar en su nombre. En el com ienzo está el pacto, que se teje entre personas natu rale s. El “a rtificialismo ” de Ho bbes, com o se lo suele llama r, no pue de no partir de ese punto, bien ambiguo sin embargo en la medida en que, en el estado de naturaleza supuesto anterior a todo establecimiento de un gobierno civil, no hay sem ejantes personas “natura les” . Hay... llamémose le a eso “ind ividuo s” , “seres” , pero por más cercan os que uno los haga a cierta “n aturalez a” , cada un o está todavía lejos de me recer el apelati-t vo de “pe rso na” . Q uiere perd urar en su ser y satisfacer y, por lo tanto, engrandecer su poderío. Entre estos individuos, entre los que cada uno constituye una am enaza con stante para cad a otro, el pacto se establece por tr ia ngula ció n m ono-centr ada: una vez conectados to dos los punto s susceptibles de serlo, la persona ficticia formada, como siempre, por dos personas que, sólo po r ese hech o , se vuelven personas náturales (el soberano y cada súbdito), esta persona ficticia se ha desplegado, y siguiendo el axioma inicial que dicta que la unidad de la persona de penda del representante , y no del representado, esta pers ona ficticia es tal por que no po ne en ju eg o m ás que a un solo represe ntante. Sobreviefc ne entonces, en un tiempo segundo, una autorización de un tipo espe cial puesto que, lejos de ir de un autor hacia un actor según una atribu-i ción verdadera (truly), va a partir al contrario, de quien es el actor en je fe , el sobera no, quie n atribuye “p or fic ció n” (by Fiction) un actor a
una “realidad” que, por ella mism a, de ningún m odo po día pretender al rango d e autor, y por ello no ten ía ningún derech o de autorizar a quien quiera. Al término de este proceso, las personas naturales que habían adquirido su propiedad de “personas” autorizando conjuntamente al soberano (formando con él una sola persona ficticia, la del Estado, del Levia tá n), se ven flanqueadas po r un nuevo tipo de personas ficticias que son tan “personas” com o ellas, aunque no pueden m ostrar la mism a acta de nacimiento civil. Pues no hay en Hobbes ningún privilegio que otorgar a las personas naturales; son, al igual que las persona s ficticias, un a consecuencia del proceso de representa ció n que funda la noció n de persona, ya sea ésta natural o ficticia. M ás aún: esta noción de representación se apoya de m anera más segura en el caso de la persona ficticia (cuando el autor y el actor son dos individuos diferentes), que cuando Hobbes llega, bruta lizando a la le ngua ingle sa , a consid erar a la p ersona natura l com o un au tor “que se represe nta” a él mismo,' qu e es pa ra él m ism o su propio actor. La representación de lo mismo por lo mismo verdaderamente tiene algo oscuro, de donde se desprende qu e la perso na ficticia aclara a la perso na natura l mucho m ás que a la inversa. En el ma rco general de las personas ficticias, es necesario ah ora hacer, adem ás, la sep ara ción entre las personas ficticias po r atribución “verda dera” , y las pers o nas ficticias por atribución “ficcional” . A hora bien, en razón de la mis ma lógica, una vez más son éstas últimas las que aportan el máxim o de luz: el papel del soberano, evidente en la atribución ficticia, ya estaba claram ente presente en la perso na ficticia por atribución “verdad era” , e incluso en el surgimiento de la persona natural con ocasión de la efectuación del contrato de inicio. Quien “considera” las palabras y las acciones de unos y otros no es en efecto m enos indispensab le para la persona natural que para la persona ficticia obten ida por atribución ficcional, única que entrega, para ter minar, los resortes del asunto. En todos los diferentes casos de perso nas, el Estado soberano, el Levia tá n, ya está ahí, único capaz de dar testimonio de las cualidades respectivas que los distinguen. Una vez que se ha aco rdado el pacto, una vez que se ha establecido la persona f icticia de la que el soberano constituye uno de los polos, la unidad de ese representante recae sobre cada uno de los autores para conv ertirlo en person a natural, alguien que, cuando sus palabras y sus acciones sean consideradas -¡p o r el sob erano !- como “pertenecientes o él” , tend rá derech o a ese calificativo de persona. El pacto social hace de un tipo cualquiera una persona natural en la m edida en que se devela con esto ese “alguien” que hem os visto tras bamb alinas de la definición
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inicial de la persona . “A qué l” qu e conside ra las palab ras y las acciones para saber si convie ne referirla s a quie n las pronuncia o a alg ún otro podía perfecta m ente ser cualq uie ra, pero un «cualq uie ra» en el cual ahora es necesario escuchar al soberano, pues en este Levia tá n, a partir de ahora, cualquier persona natural se reconoce, representada como está por ese representante general, el soberano prod ucido p or el pacto.
11.3.1. Las aportas de la “autorización” La dificultad central, para un a clara com prensión de la construcción de Ho bbes, estriba en la po lisemia de ese concepto de persona, observado por to dos lo s com enta dores. Por defin ic ió n, una persona reúne, en Hobbes, tres términos: dos individuos (aunque sean dos réplicas del “m ismo ” en el caso -q u e es muy ex trañ o- de la person a natural) y una relación: la autorización. Al mism o tiem po, por un des lizamiento muy habitual en la lengua en el que el propio H obbes no deja de caer aqu í y allá, será llamada “persona” (natural o ficticia) por momentos el actor solo, por momentos el autor solo, y a veces también la realidad “auto rizada” . Vemos q ue una vez más se ha visto aplicada aquí la fórmula que m ucho más tarde Goethe le entregaba a Eckerm ann: lo que era un proble m a la ncin ante (d os cuerpos juríd ic am ente conecta dos sin que se sepa bien cómo) fue transformado en postulado. Un postulado en el cual el concepto de representación interviene de m anera decisiva para modificar, volver más compleja la condición de una tercera persona que ha sta ahora estaba mejor regulada en el plano teológico o gram ati cal que en el plano po lítico. La persona ficticia obtenida por “ficción” ensamblando una cosa (a thing) qu e aspira a la condición de sujeto del derecho, con un ser capaz de decir “yo ” ,74 y por ello m ismo capaz de sostener contratos durade ros, por un lado, y de un representante, po r el otro, esa perso na ficticia instala en el nivel gramatical de la personación, menos una entidad nueva que una m etonimia sin precedentes. Imaginemos: si el soberano tiene por definición poder de reducir al orden a la persona de las “cosas” ( T h i n g s) así “personificadas” (personnifled) dotándolas de un tutor, de hacer lo necesario para que ana persona natural (adulta, sana de cuerpo y de mente, etc.) pueda actuar en nom bre de la cosa en cuestión, entonces se tiende un nuevo
7 4 .0 a quien se le puede decir “tú”, a quien uno puede vincularse por un pacto.
puente entre prim era y te rc era persona. La retó ric a ya no será la únic a en ha cer hablar a las mo ntañas, a los conc eptos o a los apa recidos (sin embargo, se continuará recordando que fracasaba en h acer decir “yo” al “él” de “llue ve” ). Aho ra, a par tir de esto, será ne cesa rio ad m itir en la categ oría de la persona a unos seres de un nuevo géne ro, a prop ósito de los cuales nos cegaríam os si pensáramo s que no son m ás que “ficciones jurídicas” . Pu es con estas “personas” extrañas se vuelv e aceptable que, en el funcionamiento del sujeto, en el vals regular entre yo, tú y él que otorga a todo ser hablante la capacidad de ocupa r indistintamen te cual quiera de estos tres sitios, ocurra un gran enco ntronazo: algunos seres requieren una acción particular del Estado para alcanzar el rango de p e rs o n a s . P e ro a p e n a s h a sid o p la n te a d o e se p u n to , a c tú a retroactivamente de inmediato sobre todas las personas: las personas ficticias por atribución verdadera, al igual que las personas naturales, sólo son tales porque se ha fundado un Estado. Sorprendente conclu sión, que sin em bargo va en la m isma dirección de los presupue stos de Hobbes, que permite retomar un instante todo el asunto desde el solo punto de vista de las personas g ram aticale s, sin oto rgarle ya d em asiado crédito a la creencia (que comparten tranquilamente Damourette y Pichón) de acuerdo con la cual primero hubo un “yo” y un “tú” (el plano lo cuto rio , el grito puro y su re spuesta ), lu ego la le nta aparició n de un “él”, de una escena de la representación donde vendría tanto el interlocutor ausente com o el vasto mund o, hasta los confines de la gra mática con su “llueve”. Sean entonces las personas g ram aticales tales com o H obbes m ismo las presenta: Yo autorizo a ese hombre o u esa asamblea, y le entrego mi derecho ele gob ernarm e a m í mismo, con la condición de que tú le entregues tu dere cho y que au torice s todas sus acciones de la mism a manera.
El pacto es acordado aquí entre un “yo”, una primera persona, y un “tú” , una segund a persona, en ben eficio de una mism a tercera persona, “ese hombre o esa asamblea”. Ese yo que autoriza au n él, y ese tú que hace lo mismo, concurren ambos en la misma persona ficticia del Leviatán. Puesto que él es, por definición, una persona natural (adulta, sana de cuerpo y de espíritu), un actor en el sentido de H obbes, le será propio a causa de eso decir “yo” en to dos la dos, entendié ndose que entonces ese “yo ” ya no rem itirá a su sola individualidad idiosincrásica, sino que v endrá en lugar de cad a uno de los yo que, en el m om ento de la autorización, h abían hecho un contrato jun tos sobre la base del yo/tú que acabamos de ver. Cuando ese soberano tome una decisión o pro
mulgue una ley, será rigurosamente como si cada uno dijera con un mismo movimiento de labios: “Yo...” Cuando ese yo y o soberano venga, una vez fundado, a atribuir de manera ficticia a “otra realidad” (que hasta aho ra se mostraba inc apaz de ello) ello) la capacidad de estar vinculada con un yo y o (un actor), será necesario entonces no perder de vista que ese yo y o soberano no trabaja, según Hob bes, po r su su cuenta, sino por cuenta del yo que, en tanto que au tor de la relación prim itiva de autorización, con tinúa habland o a través de los los actos y las las palabras de ese yo yo soberano. C ada yo contrato y o presen te en el contrato tal como ac abam os de releerlo es es efectivame nte, por lo lo tanto, tanto, por inter medio del soberano común a todos los autores, él mismo autor de una nueva población de p ersonas -la s personas fictici ficticias as po p o r fi f i c c i ó n - equi valentes a partir de ahora jurídic am en te a un autor autor,, salvo que no habrán po p o d id o a lc a n z a r e se r a n g o m á s q u e p o r el h e c h o d e la p r e e x is te n c ia de la perso na ficticia del soberano. Así, el yo y o autor aparentemente “de partida”, el que, si creemos a la ficción del contrato a la Hobbes, fue al encuentro de su vecino para sellar con él el acuerdo inicial, aquél a quien quisiéramos creer más cercano a un “yo” pleno y entero de dónde provendría todo lo que siguió, ese “yo” es, él, una perfecta ficción ficción . Apenas entrevisto, ya ha desaparecido. Porque no estuvo allí más que el tiempo de iniciar un pa p a c to q u e , a c o rd a d o u n a lín lí n e a m á s le l e jos, jo s, lo tra tr a n sf o rm ó sub su b re p tic ti c ia m e n ^ te en algo que no está está muy alejado de la “cosa au torizada” . U na vez que el representante común ha sido emplazado, aquél que es necesario se guir llamando el yo autor está marcado con una alteridad interna, un el repliegue que y a no lo abandonará, ese repliegue que lo vincu la con el ficticia. Q ue esta atribución yo y o soberan o con el cual form a u n a person a ficticia. sea aquí “verdadera” no le da, como hemos visto, ningún beneficio, salvo uno lógico (era necesario que esa persona ficticia estuviera em pla p la z a d a p a r a a u to riz ri z a r la “ o tra tr a r e a lid li d a d ” ). E s e yo y o su je to tie ti e n e e n to n c e s, a partir de esto, la cons istencia de esta “otra rea lidad” : para co nvertirse en una persona, tragó doblemen te el concepto de representación. representación. P ri ri mero, aceptand o que ese conc epto viniera a dividirlo, entre el autor que que es a pa rtir de eso, y el actor que es igu alm ente cu and o sus palab ras y sus acciones “ le perten ece n” , y entonce s él “garantiza la representación de él mism o” . Ad em ás, en tanto que autor, autor, se ve ahora colocado en pie de de igualdad con esa “otra realidad” que al inicio suponíamos incapaz de articular lo lo qu e sea, y que es a partir de esto, tam bién, un autor entero. entero. Ese doble splitting , qu e le da su lugar y su función al nuevo con cep to de de represen tación en tanto que toca al actuar, va a introducir una inversión inversión casi total con relación al tiempo de los dos cuerpos del rey.
En esos tiempos, un fulano tutor de una Corona era pensado natural men te com o teniendo dos cuerpos, sin im portar cuál fuera el m isterio isterio de sus relaciones recíprocas. Sus súbditos, por su parte, no sufrían se mejante desgarramiento. En el largo monólogo de Enrique V antes de ,75 el la batalla de A zinco urt ,75 el esclav o tiene la ventaja sob re el rey rey “salvo el ceremonial”, por el hecho de que ese esclavo no tiene más que un cue rpo , y po r ese hecho , tiene tiene ac ceso al sueño tranqu ilo y reparador, el que Enrique - a cargo del del desastre militar militar que aparentemente se anuncia con su cortejo cortejo de viudas, heridos heridos y hu érfa no s- no con sigue encontrar. encontrar. N in g u n a c a m a r a d e r ía p u e d e v e n i r a a y u d a r lo e n su n o c h e en v ela: el a: e s tá encerrad o en su clase unitari unitaria, a, único m iembro activo de un cuerpo so bre b re el c u a l tod to d o s s e a p o y a n u n ifo if o r m e m e n te , y e n el cu a l no le e s d a d o encontrar el reposo nocturno al que, como simple mortal, aspira tam bié b iénn . E l c u e r p o rea re a l se m u e s tra tr a a h í co c o m o p r isió is ió n ínti ín tim m a , c a r g a ir r e m is i ble, bl e, a l te r id a d in te r n a - a u n q u e to d a e l l a se a p u r o b o a t o - q u e s ó lo la muerte sabrá disolver. Inversamente, no imaginamos a Luis XIV torturándose de ese modo. N in g ú n d r a m a tu r g o h a b r á e m o c io n a d o a su p ú b lic li c o p o n ie n d o en e s c e na sus desgarram ientos interiores, en el el supue sto caso de que los haya tenido. Ya no es el rey el que está clivado, la metáfora del rey Sol lo dice con bastante claridad, por lo demás. demás. E n cam bio, su súbdito, aquel que, una vez degollad a la cabez a de Luis X VI, se llamará “ciuda dan o” , se ha vuelto, a su su vez, irreductiblem ente doble. Lo trágico ha cam biado de lado. lado. Sin querer cargar cargar demasiado a Hobbes al respecto, respecto, -e se movim iento iento de vuelco es, como se puede im aginar, aginar, infinitam infinitam ente m ás comp lejo, y toca toca
75. “¡Que eso recaiga sobre el rey! Nuestras existencias, nuestras almas, nuestras deudas, nuestras desconsoladas viudas, nuestros hijos, nuestros pecados, ¡que el rey sea responsable de todo eso! Es preciso que No s respondamos de todo. ¡Oh, dura dura condición, condición , hermana gemela geme la de la grandeza! grandeza! [...] sue ño soberbio, sober bio, que jueg ju egas as tan sutilm sut ilmen ente te con c on el repo re poso so de los lo s rey r eyes es,, so s o y un rey que q ue te con c on oce oc e bien y sé que ni el crisma de la unción, ni el cetro, ni el globo, ni la espada, ni la maza, ni la corona coron a imperial, el traje traje de tisú, de oro y de perlas, ni la cortesanía atiborrada de títulos que preceden al rey, ni el trono sobre que se sienta; ni las corrientes de esplendor que bañan las altas orillas de este mundo; yo sé, digo, tres veces pomposo ceremonial, que nada de todo eso, depositado en el lecho de un rey, rey, puede hacerle dormir dormir com o el miserable escla vo que, con el cuerpo lleno y el alma vacía, va a tomar su reposo, satisfecho del pan ganado por su miseria, [...] y así sigue todo el curso del año, con trabajo provechoso hasta la tumba. tumba. Salvo Sa lvo el e l ceremon cer emonial, ial, ese tal tal mísero, m ísero, que consagra sus jornadas jornadas al traba traba jo y pasa pas a sus su s n oche oc hess dorm do rmido, ido, tiene tie ne de cierto ciert o la venta v entaja ja y la superior supe rioridad idad sobre un rey [...]”; W. Shakespeare, La vid vi d a d e l rey Enriq En rique ue V, traducción de Luis Astrana Marín, Madrid, Aguilar, 1989, págs. 608-609.
aqu í y allá allá dim ensiones muy otras 76 - su definición definición de la unidad de la pe p e r s o n a fic fi c tic ti c ia tie ti e n e c o n to d o m u c h o p e s o en la b a la n z a : el represen la unidad (ax iom a fundam ental en el tante es el que hace a partir de eso la sistema de la representación emplazado por Hobbes). Así que ya no conviene lanzar preguntas dem asiado agudas sobre la duplicidad. duplicidad. U no es, uno sigue siendo. L a solidez del edificio del poder dep end e de ello. ello. Ciertam ente, este uno no está solo -s in lo cual presentaría las las aporías aporías habitu ales so bre la unicidad del uno. Es te U N O está, al al contrario y por definición, definición, con ectado con una multitud, la de los autores qu e lo autori autores se enc uen tra por za z a r o n conjuntam ente, y cada uno de estos autores ello, revestido a su vez con una unicidad inédita antes del pacto: se ha convertido en una persona natural (por medio de lo cual la “multitud” de partida se ha vu elto elto susceptible susceptible de ser contada), contada), pero al precio de un desg arramiento interno, interno, inédito inédito hasta ese mom ento.
11.3.2. La escisión íntima cuyo efecto es el “autor” N in g u n a p e r s o n a h o b b ia n a e s s im p le , p o r lo q u e m á s v a le in c lin li n a rs e sobre los térm inos de autor y de actor actor.. Dich o bajo esta forma, cad a uno pa p a r e c e tan ta n s im p le y tan ta n u n o c o m o el o tro tr o ; sin si n e m b a rg o , no e s as í. El autor, lejos lejos de hered ar el privilegio que ese térm térm ino en general implica (autonomía, libre arbitrio, poder de decisión, etc.), el autor práctica m ente no vale más, a fin fin de cuentas, que la “otra realidad” realidad” , rastreada rastreada aq uí des de el inicio. inicio. Porque es esa parte del individuo que ha aceptad o hacers e representar, el autor es es el resultado de una escisión íntim a en la que quedará para siempre excluido asignarle su parte. En efecto, no hay ninguna entidad aceptable a título del “individuo”, por ejemplo, que permitiera sostener una especie de ecuación en la que diríamos: individuo - autor = X, o aun; aun; autor + X = individuo. individuo. Sólo el hecho de ser representado por un actor ha dado acceso al individuo al rango de autor, autor, form form ando así con con él una persona ficticia, ficticia, de donde se desprende que este autor forma con él mism o una persona natura natural. l. Ahora bien, eso es lo que va a ocurrir también con la “otra realidad”: estará igualm ente dotada de un actor y, y, por ello, ello, tendrá también el ran 76. Religiosas, entre otras. El lentísimo movimiento que, siguiendo las diferentes etapas de la constitución de los Estados modernos, ha desunido los vínculos tan estrechos en otros tiempos entre poder civil y autoridad religiosa, tiene dé senn chan ch ante tem m ent en t du toda su importancia. Releer sobre esto a M. Gauchet, Le dése mond mo ndee [E l dese de senn can ca n to de l mu ndo], nd o], París, Gallimard.
go de autor en el seno de una persona ficticia. ficticia. Los privilegios privilegios qu e hu bié b ié ra m o s p o d id o c r e e r p r o v e n ir d el “ y o ” q u e autoriza, resultan ser nu los. los. A cau sa del conjunto del m ontaje, “yo ” no es más qu e la parte que ha entrado en la máquina representativa para sostener la convergencia sobre el el “yo” soberano. El El propio Hobbes, como hemos visto, visto, con side raba la posibilidad posibilidad d e que esa p arte 110 se agregara al “autor” para for m ar con él no se sabe qué “todo ” del individuo, y po r lo tanto ese resto, escapan do decisivam ente de ese “yo” tal como fue lanzado en y por el contrato, ya no tend rá voz en el capítulo capítulo de la representación, ni para objetarla ni para participar en ella. Su mutismo representativo, su in adecuación fundamental con relación al conjunto del sistema de la re pr p r e s e n ta c ió n , e s tá n p la n te a d o s d e s d e el inic in icio io del de l ju e g o . Si s e m e ja n te s restos e xisten (y es necesario plantearlos si se qu iere evitar confu nd ir el el absolutismo y el puro capricho del poder), entonces queda excluido que tengan acceso al mundo, que sin embargo no tiene límites, de la .77 representación .77 La fuerz a del del po der civil civil que aho ra va, a través de m iles de peripecias, a des plega r su su nueva textura textura en en el em plazam iento de los los diferentes diferentes E s tados nacionales, nacionales, no se desprenderá siem pre y directam directam ente sólo de la lógica del Le embargo, en esta nueva concepción de la per L e v i a tá n . Sin embargo, sona del soberano que apunta en la obra central de Hobbes, un vuelco se ha op erado que se irá irá acentu and o todo el el tiempo: una vez que ha sido expulsado el personaje del rey, po p o r p r in c ip io , de la escena del poder, con la Revolución Francesa, éste podrá regresar, llegado el caso, pero nunca más será doble. El cuerpo del soberano, siempre impresionante, ya no es m isterioso. Incluso los tiranos que nuestro siglo habrá cono ci .78 do dependen de una lógica ajena ajena a la de los reyes reyes shak espeariano s .78 Contrariamente, la dualidad nativa del ciudadano, dividido entre esa pa p a r t e d e él q u e h a e n tra tr a d o en el s is te m a r e p r e s e n ta tiv ti v o y e s a “o t r a ” pa p a r t e q u e n a d a v ie n e y a a c a lib li b ra r, e s t a d u a lid li d a d s e v a a v o lv e r un p e r sonaje completo de la vida política y social, incluso un paradigma del drama íntimo susceptible de dividir a cada uno a través de la cuestión de siempre, pero planteada ahora de manera muy nueva, de la p e r t e nencia a sí mismo. 77. ¿Se encontraba Lacan en esa vía cuando inventó su “objeto a”? 78. El embalsamamiento de Lenin, por ejemplo, da testimonio de una lógica de la reliquia opuesta, si se reflexiona, a las efigies que acompañaban a los dos cuerpos del Rey. El tirano, por su parte, ya no es concebido como un gozador (sádico, perverso, paranoico, etc.); la psicopatología ha tomado la delantera sobre la “teología política”, ahora que el absolutismo del poder civil se ha deslizado en el aspecto incuestionable del Estado-Providencia.
¿Entonces cuál es el destino de ese pedazo del individuo que no le pe p e r te n e c e al s o b e ra n o , n o h a e n tr a d o en la m á q u in a r e p r e s e n ta t iv a y no tendrá acceso po p o r é l m ism is m o al “yo” ? ¿Qu é cosa es ésta que el Estado, siguiendo la fórmu la de Lucien Jaum e, “ no encuentra ante él”, en pocas pa p a la b r a s , q u e e s c a p a p o r d e f in ic ió n d el c o n c e p to a m p lia li a d o d e r e p r e sentación, y que éste último necesita sin embargo, oscuramente, sin p o d e r n u n c a r e c o n o c e r lo ? E s te no e n c u e n tr o s is te m á tic ti c o , e s ta in c a p a cidad del Estado representativo de dar cuerpo a lo que no entra en la representación, se m anifiesta a veces directamen directamen te, cuando, por ejem plo p lo , el p o d e r civ c iv il s e e n c u e n tr a d e s b o r d a d o p o r m a n if e s ta c io n e s im p r e vistas vistas que, de un golpe, parecen pon erlo en peligro. peligro. La retórica es es siem pre p re la m ism is m a : u n o s “ag “ ag e n te s del d el e x tra tr a n jero je ro ” se s e han h an infi in filt ltra ra d o , un u n o s “ir “ irre res s po p o n s a b le s ” s e h an la n z a d o a u n o s a c to s in c a lif li f ica ic a b le s . ]Hasta ]Hast a es e s e p u n to es impen sable que unos autores que, en en su m om ento, “autorizaron ” ese ese po p o d e r c iv il, il , p u e d a n , p o r p o c o q u e sea se a , r e tir ti r a r su a u to r iz a c ió n . P o r eso es o , es necesario que esto sea obra de individuos que no son autores. La elección es bastan te limitada: “el “el extr an jero ” , en efecto, y... y... lo que, en el individuo, p erm anec e ajeno, irreductible al al autor y a la la person a natu ral ral ad herida a él. él. Eso no constituye ni siquiera un band ido; so lamente algo más turbio. “Irresponsable” es la palabra correcta, puesto que la “responsabilidad” se mide con el rasero de la autorización que va del auto r hac ia el actor actor.. Es este resto, este desech o, este casi detritus del L del L e v ia tá n el el que vam os a segu ir a partir de ahora, a través de la cuestión, tod avía casi inaudible a lo largo de todo el muy religioso siglo siglo X VII, pero que va a surgir, surgir, a extende rse, a hincharse en el fogoso fogoso siglo XVIII, de la perten encia a sí realeza, el el Estado q ue se afirm afirm a se ve mismo. Siem pre cubierto por su realeza, conducido a ocuparse de “cuestiones de policía” muy ajenas a las inquisicion es m edieva les o a las grand es cazas de brujas y otros posesos de los siglos XVI y XVII. En el “súbdito”, que pronto se volverá un “ciudad ano ” , fuerzas extrañas se m anifiestan, im im posibles de rem itir sólo sólo a Satanás, ni a ese fondo de violencia fratricida fratricida que la hum anidad arras tra con ella desde sus sup uestos inicios. inicios. L a gran gran explosión revo luciona ria, y más aún la con trarrevolución, alim entarán h asta la la saciedad esta ima ginería del sujeto sujeto po el demonio, sino sino por un a fu p o s e íd o , ya no por el f u r i a que ahora debe regularse al mismo tiempo con cierta modalidad de discurso “científico”, y no m enos sobre lo que anima al individuo individuo cu an do se arrog a el el derecho d e legislar legislar,, com o un dem iurgo, por enc im a de la cabe za del soberan o, sobre su colectividad colectividad política. política. En ese con texto torm entoso, dond e los éxitos éxitos de la física newtoniana, extrañam ente unidos con un un cartesianism cartesianism o am biente, biente, forjaban un a nue va com prensión de las las fuerzas fuerzas que pueblan y m ueven a este mu ndo, la
epop eya del magnetismo sigue siendo todavía dem asiado descon ocida, sigue estando dem asiado reducida a unos cuantos clichés que instalan a este mov imiento en la postura única del antepasado, del valeroso pre curso r del m esm erismo y, po r lo tanto, del hipnotism o y, po r lo tanto, de Freud. Privilegiando o bstinadam ente una perspectiva genealógica, nos remontamos hacia el magn etismo animal com o se hojean, a veces, al gunas fotos familiares con tonos marchitos, sin escrutar ya, bajo el se pia d e esos rostros ten dido s hacia nosotros, más que un reflejo desdibujado de los nuestros. La mirada posada sobre ellos se vuelve extrañam ente selectiva, poco a tenta de repente a lo que pod ría no haber tenido secuelas, poco preocupados por esta aprehensión de los maña nas que, sin descanso, le dan su sabor a incertidum bre a las cosas hum a nas. Queremos no tener ya trato más que con lo que tuvo porvenir, y con bastante frecuencia es poca cosa. Propongo entonces que, por el contrario, acometamos a M esmer p o r a trás (hablando históricamen te), ya no como el inventor de la cubeta, a quien Freud recurrió sin decirlo dem asiado, y a través de nume rosos intermediarios, sino en calidad de lo que fue primero: la cola del cometa, la parte más visible, la más brillante, y también casi el final del reino del m agnetism o.
Capítulo III
III. La pertenencia a sí mismo III. 1. Un acontecim iento discursivo: el magnetism o Para resu m ir la situación concerniente al ma r de fondo que constituyó el m agne tismo duran te los siglos XV II y XV III, podríam os decir pri me ro que nada ocurrió. O casi nada. Ningu na invención im presionante, ningún descu brimiento decisivo, muy pocas innovaciones técnicas: in útil se ría buscar localizar un acontecim iento a partir del cual se orde na ría toda una serie de hechos susceptibles de ser ubicados y fechados fácilme nte. Si hubo algún acontecimiento, fue esencialmente discursivo, m ezclando textos, interpretaciones, una proximidad sin verdad era arti culación con la muy jove n racionalidad “cien tífica”, unos cuantos co merciantes hábiles, palabras dudosas de autoridades indiscutibles, un conjunto tan vasto com o nebuloso, sobre el fondo de un cuestionamiento relativo al vínculo nuevo y oscuro entre sujeto y pode r político. Po r suerte para este trabajo, un libro recientemen te publicado por Patricia F a r a 1 aporta, con la seriedad y la erudición de las publicaciones anglosajonas contemporáneas en la materia, los elementos para com prender ese m ovim ie nto sinuoso, im perio so y so rd o al m is m o tiem po, del magnetismo. L as propiedades m agnéticas de ciertos fragm entos de m etales eran conoc idas ya desd e la lejana Antigüedad . Tales de Mileto, Platón o Plinio sabían ya que la piedra llam ada “m agnetita” era capaz de comunicar sus sorprendentes propiedades a un pedazo de hierro colocado en su proxim idad durante cierto tiempo . D em ócrito produjo
1. Patricia Fara, Simpathetic Attractions: Magnetic Practices, Beliefs, and Symbolism in Eighteenth-Century England, Princeton, Princeton University Press, 1996.
incluso un tratado sobre el imán, “cuyo s átomos penetran en el medio de aquéllos m enos sensibles del hierro para agitarlos ” .2 De la brújula, testigo esencial del geomag netismo, no se conoce al in ventor. Este instrum ento -m u y rudim entario en sus inicios: se dejaba libre una pequeñ a aguja imantada fijándola a una brizna de paja colo cado perpendicularmente sobre una placa de madera flotante en una caja llena de agua- podía resultar ser un auxiliar valioso, aunque im preciso, p ara atravesar los m ares y los desiertos. Cuando Cristó bal Colón se lanza hacia las “Indias” , por supue sto que está armado con brújulas, que se llama n tam bién “co m pase s” . E ntre el 13 y el 17 de septiem bre de 1492, no taba por prim era vez la variación de la declinación 3 magnéti ca. Productos exclusivamente naturales, los imanes fueron reconocidos durante siglos de acuerdo con su procedencia geográfica. Los m ejores, los más apreciados, venían en esa época de Etiopía. Los ricos poseían imanes m ás o meno s grandes y poderosos; así que eran tam bién regalos estimados p or los Príncipes. O bjetos curiosos, escasos y caros, se fue ron volviendo po co a poco objetos de primera necesidad para todo s los propie tario s de brúju la s, m arinos y otros, que debía n volv er a im anta r regularm ente la aguja de sus aparatos. Po r supuesto, tamb ién formaban parte de la farm acopea, con propie dades curativas div ers as y variadas. Eficaces para los dolores de cabeza, se decía, podían resultar, llegado el caso, m uy p eligrosos, y el corte de una hoja im antada pasab a por ser m ortal con tod a seguridad. Sin embargo, estaban lejos de ser lo princ i pal en el m ale tín de un médico.
III. 1 .1 . Las amalgamas del imán El primer acontecimiento que con todo está permitido ubicar es, de m anera sintom ática, la aparición de un libro: en 1600, W illiam Gilbert, prim er m édic o de la rein a Isabel de Ingla te rra , publicó, tres años an tes de su muerte, una obra que desplegaba un a teoría de conju nto del m ag netism o terrestre, con un título sin equívoco s: D e M agnete . Reuniendo el saber de su tiempo, mostraba en ese libro que poseía la noción de línea de fuerza, observab a que el hierro al rojo pierde toda iman tación,
2. Enciclop aedia Universalis , Tomo 6 , pág. 11. 3. Se llama “declinación magnética” al ángulo existente, en un lugar (y un tiem po) dado(s) entre la dirección del norte magnético y la del norte geográfico.
y llegaba incluso a dar tres ma neras de prod ucir im anes artificiales. Su éxito fue inmediato: Numerosos grupos de marinos, de filósofos y de religiosos mostraron un intenso interés por este trabajo. Los magos curanderos [Natural Magitians] se apropiaron de la autoridad de Gilbert para avalar su práctica, los Jesuí tas dispusieron de su filosofía para desplegar sus argumentos cosm ológicos, y los físicos [natural philosophers] buscaron una mejor comprensión de los modelos de magnetismo terrestre, tan importantes para la navegación comercial .4
Este prim er cocktail ya d a una idea clara de las amalgam as en juego: la magia, que nunca estará totalme nte ausente, a pesar de lo que dicen los filósofos, que la expu lsan de sus debates oficiales, pero recolectan “ ávi damente ” 5 chismes sobre ella a escondidas; la religión que, sobre todo del lado de los Jesuítas, mo strará una preocupación con stante por adap tar sus credos al discurso científico (a pesar de lo que pensem os saca n do a relucir demasiado ap resuradam ente el caso Galileo); los “Natural Philosophers”, finalmente, que buscan al mismo tiempo co m prend er el mu ndo físico, facilitar el com ercio y ganar dinero. L a tierra es entonces un vasto imán. Kepler, lector atento de G ilbert des de su publicació n, lo sostendrá también al suponer qu e el sol dirige la trayectoria de los p la netas en virtud de su propio pod er mag nético .6 El éxito de la obra de Gilbert, que ningún descubrimiento particular había venido a relevar, debía sin embargo difuminarse poco a poco hacia mediados del siglo XV II. La pasión disminuy ó lentamente, no sin dejar tras ella un dulce olo r a evidencia: los imanes eran, ciertam ente, muy curiosos objetos con p ropiedades inexplicables, pero la tierra tam bién debía s uponers e a nim ada por esas m ism as fu erz as m is teriosa s, y la prueba de ello era esa brú ju la, que pre senta ba, se gún notaban los m ari nos, intrigantes irregularidades de funcionamiento. El dom inio m arítimo d e los ingleses, después de los Tratados de Utrecht (1713-1715) que les otorgaban el derecho de visita sobre cualquier 4. P. Fara, Sympathetic Attractions..., op. cit., pág. 14, Lo que aquí se llama “filósofos” no se parece casi en nada a lo que entendemos hoy con ese voca blo. Del mismo modo que en el siglo XVIII, se trata igualmente de lo que llamaríamos ahora “investigador”, “sabio”, etc. 5. Ibid ., pág. 60: “La Sociedad Real se negaba oficialmente a entrar en debates sobre semejantes temas, aunque tras bambalinas los miembros recolectaban ávidamente los informes de segunda mano y las conversacione s con los muer tos.” 6 . Cfr. Gerard Simón, Kepler, astronome, astrologue [Kepler, astrónomo, astró logo], París, Gallimard, 1979, págs. 338-339.
navio en el conjun to de los ma res y océa nos de este globo, no de jaba de pla nte arles ta m bié n alg unos proble m as de se guridad en la navegación. En 1714, el m uy británico Board ofL ongitu de ofrecía la nutrida recom pensa de 20 000 £ a quien descub riera un procedimiento de determ ina ción de la longitud de un navio con una precisión de 30 millas náuticas. Los N atural Philosophers podían poner manos a la obra; lo hicieron tomando en cuenta las fluctuaciones, en el tiempo y en el espacio, a la vez de la dirección d e la agu ja y de su inclinac ión.7 El éxito, que sup o nía unas medidas muy finas, no fue inmediato. Com o lo hac e notar Patricia Fara, “durante la primera m itad del siglo XVIII, los compases utilizados en las naves en alta mar diferían poco de las que se encontraban un siglo antes ” .8 A pesar de la mezcla de ideas y de la impreg nación d e las conviccion es tocantes al ma gnetismo , la técnica no experim entó ningún progreso fulgurante. La única inno vación im portante fue mucho más com ercial que técnica: com o aum en tó notablemente la demanda de imanes (a causa de la marina, cierta mente, pero tam bién por las prácticas magnéticas que pronto estudiare mos m ás de cerca), el com ercio de los ima nes naturales exp erim entó un alza excesiva de los precios, mientras que la calidad de jaba mu cho que desear. Conociendo desde la Antigüedad la propiedad del hierro de imantarse en la proximidad de ima nes naturales, a muchos se les ocu rrió fabricar imanes artificiales. El único que lo consiguió de manera duradera, hasta el punto de vincular su nombre y su fortuna con esa industria muy reciente, fue el inglés Gowin K night (1713-1772), califi cado de “Entrepreneurial Philosopher ” , lo cual lo dice casi todo. Co n más aplicación q ue algunos de sus predecesores en la materia, se pro veyó (por intermedio de acreedores muy interesados en el éxito de su em presa) de un buen núm ero de imanes naturales de excelente calidad por una parte , de barras de un m uy buen acero por la otra, y, colo cando a las segundas entre dos pilas de los primeros, estuvo en con diciones de fabricar muy rá pidam ente cantidades importantes de imanes artificiales. D octor de profesión, se establece en un m agnífico departam ento, en el corazón d e uno de los barrios más elegantes d e Lond res (Li nc oln’s Inn Fields, y luego, a partir de 1750, en la calle mism a de la Royal Soc iety), 7. La aguja de una brújula experimenta variaciones en función, por supuesto, del norte magnético, pero también de su grado de inclinación con relación a la horizontal. Inclina más o menos la punta hacia el Norte y hacia abajo. El fenóm eno de inclinación fue descubierto en 1544, y luego confirmado en 1576. No se poseyeron los mapas de variaciones terrestres de la inclinación antes de la segunda mitad del siglo XVIII. 8. P. Fara, Sympathetic Attractions..., op. cit., pág. 67.
y a través de cierto número de recepciones bastante fastuosas, consi guió, al parecer, echarse un tanto a la bolsa a Martin Folkes, en ese entonces p residente de la Royal Society, m ostrándole y resaltándole los méritos de sus imanes artificiales. Tres años después de su instalación londinense, no solam ente nos lo encontramo s m iemb ro de la prestigio sa Sociedad, sino también adm itido en el muy selecto club de la “Cena del m artes por la noche” , que reunía seman almen te a la crem a y nata de la Sociedad. Colocado en el puesto de gran especialista en imanes, K night tuvo la idea de perfeccionar los compases m arítimos, y h acerlos registrar por la Royal Society, para luego extenderlos m ejor por el mundo gracias a todo un sistema de ventas por correspondencia. Amos del mar, los ingleses se volvían con él amos d e los ima nes artificiales y de los compases marítimos. Esta mezcla de cientificidad prestigiosa (la R oyal S ociety) con com ercio hábil (el éxito social de K night) y trasfondo po lítico (el im perialism o m arítimo inglés) le da aquí tam bién el to que característico al éxito del magnetismo, que en este caso es sola mente “mineral”. A pes ar de este comercio, la comprensión de las fuerzas en jueg o en el magnetismo prácticamente no había progresado. Y sin embargo, ese mismo magnetismo se había acercado mucho, mientras tanto, a una evid enc ia, por el trabajo de titán de Edm ond H alley. La arm ada inglesa, en efecto, no cesaba de impulsar, por su parte, un m ejor conocimiento del complejo conjunto del magnetismo terrestre, para garantizar los caminos ya practicados (que seguían siendo peligrosos), y abrir nue vos. D e ma nera idéntica a los aviadores, quienes, al com ienzo de nu es tro siglo, se dirigieron siempre h acia la m eteorología, de la que de pen dían tanto - y a la cual eran los primeros en ap ortar datos confiables con el fin de que las elaborase produciend o una teoría en parte ded uc tivalos marinos ingleses desempeñaron al mismo tiempo el papel de informadores y de consumidores para el establecimiento serio de ma pas del m agnetism o terrestre. Em pujado por estas exigencias al mism o tiempo po líticas, comerciales y “filosóficas”, Halley efectuó en los dos últimos años del siglo XVII dos viajes de una enorme am plitud, pues barrió aproxim adam ente todo el océano Atlántico, desde las costas británicas hasta el Labrador, y desde Tierra del Fuego ha sta el A frica Austral, sin olvidar La Ma ncha, el mar del Norte y el Mediterráneo. De estos viajes trajo en 1701 un ma pa m arítim o de las variaciones mag néticas, al que se agregaría ape nas un año más tarde el del océano Indico. Sólo el inmenso y lejano Pa cífico perman ecía prácticamen te en blanco (esencialmente en razón de la dom inación p ortuguesa y francesa en esas aguas). Los datos reco gidos bastaban, sin embargo, para concebir una teoría de conjunto de
ese magnetismo terrestre, y el hecho de que las curvas dibujadas por Halley fueran regulares (“derivables”, diríamos hoy) era en sí mismo un indicio de perspectivas teóricas generales. ¿Cuáles? Tod avía era muy pron to para decirlo, pero ya era tiempo de afirmarlo: No he encontrado razones para dudar de la conformidad exacta de las variaciones de la brújula con una teoría general .9
Al postu lar cuatro polos m agnéticos (dos en el interior de la masa líqui da -co m o ya se supone correctam ente que es el centro de la Tierra-, y otros dos en la superficie), H alley con segu ía dar cuenta, grosso modo, de las grandes líneas de variaciones de la aguja, y por lo tanto con se guía hacer predicciones (aproximad as) sobre las zonas inex plorad as .10 Sea cual sea el apasionante detalle de la fabricación d e estos “map as m agn éticos” durante todo el siglo X VIII, se habían vuelto, a pes ar de sus incertidum bres y de sus zonas de som bras, una ayuda indispensable para la navegació n de altura. A sí que era n la p rueba indudable del m ag netismo terrestre. ¿La T ierra sería de este mod o la única en estar tejida con una red de fuerzas tan invisibles como decisivas? ¿Las fuerzas m agnéticas debían ser consideradas sólo como fuerzas locales ?
III. 1. 2. Magnetismo y gravitación: ¿el mismo combate? M ás o m enos en ese sitio se ubica una articulación bastante laxa, y por ello mismo extremadamente resistente, entre un discurso en plena lu cha ascencionista en esa época -e l new tonismo y su teoría de la gravi tación universal- y ese mag netismo, tan invisible, inasible como esa gravedad so bre la que los cartesianos hab ían hecho notar desde el co mienzo h asta qué punto se acercaba enojosamente al campo de las “fuer zas ocultas”. ¿Newton fue o no un aliado seguro de la gran ola del magnetismo que, como vimos, tras una primera cresta debida al libro de Gilbert, hab ía recaído un tanto a partir de m ediados del siglo XV II?
9. Citado por P. Fara, Sympathetic Attractions..., op. cit., pág. 110. 10. lbíd .: “Yo mismo nunca fui a esos sitios, y es a partir de los datos traídos por otros, y de la analogía del todo, que en tales casos fui conducido a suministrar lo que faltaba.” Además, Halley propuso numerosas veces a los franceses y a los españoles que cooperaran, pero no logró crear una verdadera ayuda mutua internacional, aun si cierta forma de continuación de la “República de las letras” del siglo XVII permitió algunos intercambios individuales fructíferos.
La respu esta es compleja. El m ismo H alley dio m uestras de un titubeo sintomá tico: en 1685, con la auto ridad que le valía en ese entonce s no solam ente el descubrimiento del com eta que lleva su nom bre (realizada en 1681-168 2), sino el uso que hizo de él para prob ar la estab ilidad del sistema solar establecida según las concepcione s de New ton (con tra la teoría de los torbellinos cartesianos), no titubeó en hacer saber a sus colegas que la atracción gravitacional y la atracción m agn ética no eran tan diferen tes un a de otra. El año siguiente, h acía notar, de m ane ra más bien acerba: Algunos creen ilustrar la caída de los cuerpos grávidos comparándola con la propiedad del imán; pero dicha comparación sólo permite explicar lo desconocido por lo que es igualmente desconocido [ignotum per aeque ignotum].
Tocamos aquí, como si nada, la verdadera clave de la operación discursiva central en la trivializació n sulfurosa del m agnetismo; porque esas dos fuerzas -m agn etism o y grav ed ad - son igualmente misteriosas, la prim era va a hered ar los éxitos constantes y la afirmación d e la se gunda. ¿Y Newton, por su parte, da muestras de una ambigüedad semejante? Sí y no. Po r un lado, está claro que entre sus m últiples intereses cientí ficos, las propiedad es de los imanes debían ub icarse en primer plano. U n detalle: él m ismo llevaba en el dedo un imán, e ngarzado co m o un diamante, cuyo poder era muy conocido, pues era capaz de levantar 250 veces su propia masa. Además, buscó continuamente establecer un a ley de la atracción m agnética que tuviera la m isma claridad y sim plicid ad que la gra vitación. “Cuando le convenía para sus arg umento s, escribe P. Fara, Newton juntab a [bracketed] las atracciones m agnética y gravitacional, pero en otros sitios insistía en el hecho de que eran diferentes ” .11 Po r ejem plo en la edición de 1713 de sus Principia, escribía: El poder de la gravedad es de una naturaleza diferente del poder del mag netismo: puesto que la atracción magnética no es como la de la materia. Algunos cuerpos son atraídos por el imán; otros menos, y la mayoría no lo es en absoluto. El poder del magnetismo en un solo y m ismo cuerpo puede ser aumentado o disminuido; y a veces es mucho más fuerte, en función de la cantidad de materia, que el de la gravedad; y ese poder decrece al alejarse del imán, no de acuerdo con el cuadrado [de la distancia], sino casi según el cubo, por lo que he podido juzgar de acuerdo con algunas observaciones rudimentarias.
Prudencia, e incluso distinción cuantitativa 12 entre las dos “fue rzas” , por parte del m aestro. En su edició n de la O ptica de 1706, y más espe cialmente en su trigésima primera pregunta, Newton sostenía la exis tencia de un éter con sorprendentes pro piedades m ecánicas (al mismo tiempo elástico y perfectamente rígido), lo cual lo llevaba a plantear preguntas que los partidario s del m agnetism o no habrían de olv idar: ¿Acaso las pequeñas partículas de los cuerpos no tienen ciertos poderes, virtudes o fuerzas por las cuales actúan a distancia [...] produciendo una gran parte de los fenómenos de la Naturaleza? Pues es bien sabido que los cuerpos actúan uno sobre otro por las atracciones de la gravedad, del magnetismo y de la electricidad . 13
En la edición del mismo texto, aunque considerablemente revisada y aum entada, de 1717, escribe de ma nera todavía más tentado ra para los am antes de la amalgama: Del mismo modo que la atracción es más fuerte en los imanes pequeños que en los grandes en proporción con su volumen, y que la gravedad es más grande en las superficies de los pequeños planetas que en la de los grandes, [...] del mismo modo la extremada pequenez de esas partículas [de éter] puede contribuir a la magnitud de la fuerza por la cual esas partículas pueden alejarse una de otra.
De tal modo que cuando Gowin Knight publicó, en 1748, un tratado titulado A ttraction and Repulsión, no dudó en prese ntar casi la misma hipótesis que Newton, a saber, que la materia estaba compuesta por pequeñas partícula s ya sea atractivas, ya sea repulsivas, lo cual le per mitía explicar entonces muy sim plem ente el “fluido” m agnético, obser vable en los efectos producidos por los imanes. Sus explicaciones no tenían n ada que envidiarle a las “hipótesis” de New ton (¡pues él tam bién las form uló !) sobre las c ausas “posib les” , “probable s” de su enig má tica y fundam ental gravedad. La naturalización del éte r 14 en la co munidad científica de los siglos XVIII y XIX había así de aportar un 12 .De hecho, New ton estaba equivocado: cuando, en 1785, Charles de Coulomb estableció la ley (que lleva su nombre) de la atracción magnética, mostró que varía en razón inversa del cuadrado de la distancia. También ella. 13.Citado por P. Fara, Sympathetic Attractions..., op. cit., pág. 179-180. 14. Intenté presentar brevemente la increíble epopeya del éter en física, hasta caída einsteiniana, en G. Le Gaufey, L'éviction de ¡'o rigine, París, EPEL, 1994, pp. 38-63, [Hay edición en español: La evicción del origen, Buenos Aires, Edelp, 1995, págs. 40-6 8.] Un enfo que más desarrollado de este larguísimo movimiento debe pasar al menos por los primeros capítulos de la obra monumental y apasionante de Sir Edmund Whitakker, A History o f the theories of'Aiter an d Electricity, New York, Dover Publications, 1989 (reprint).
apoyo constante a la ola del m agnetismo, y más aún cuando esta última adoptó, con Mesm er, el viraje del magn etismo “anim al”. Sin embargo, antes de abandonar este mag netism o “m ineral ” , 15 es im porta nte probar un poco de su retó ric a, los tr opos a través de los cuales consiguió instalarse com o una evidenc ia que irradiaba por todas partes, sin que se pudie ra , por ello, con decisió n y auto ridad, im poner límites a su camp o de acción. El pode r metafórico del m agnetismo p ro viene ciertam ente de la oposición atracción/repulsión. O lvidamos con dem asiada rapidez, sin embargo, hasta qué punto la bisagra local/glo bal es dec isiva en el éxito de una m etáfora: los efectos indu dab les del m agn etismo terrestre son atestiguado s efectivam ente en tal sitio, en tal m om ento, en un espacio la mayo ría de las veces muy r educ ido (en vista de la debilidad de la dispersión ráp ida de las fuerzas m agnéticas); pero para c om prender q ue una aguja im anta da es d esvia da d e m odo d if eren te en cualqu ier lugar sobre este planeta, es com pletam ente nece sario al mism o tiemp o suponer que existe al menos u na red de fuerzas invisi bles q ue opera n constantemente y en todas partes. A hora bien, Newton, cuando había tenido que resolver el mismo problema local/global a propósito de la g ra vitació n o de la transm isió n de la luz, no había duda do, por su parte, en postular la existencia de un “éter”, consecuencia previs ib le de su id ea d e “espacio absolu to ” , tan decisiv a, por otro lado, en su concepción del movimiento “verdadero”. La idea de un “éter m agnético” era entonces de lo más normal pa ra quien sostenía ya la de un éter gravitacional o luminoso. Y así el movim iento de com prensión del magn etismo im plicaba casi forzosam ente “unlversalizar” el sustrato de un fenóm eno que no podía contentarse con una realidad local. M u cho antes de que la noción de “cam po” fuera inventada, el m agnetismo tenía que ser universal o no ser nada. Pero algo era: la prueb a de ello era el mag netism o terrestre. Por lo tanto era universal. Por otro lado, al apoyarse -contraria m ente a las metáforas de la grave d a d - sobre una doble polarización (atracción/repulsión), la may oría de las m etáforas inspiradas por el m agnetismo resultaban casi inme diata m ente susceptibles de ser traspuestas en las m aneras de hab lar del am or (ya fuera divino o humano), com o recíprocam ente el riquísimo leng ua je de las atr accio nes/repuls io nes am oro sas y deseante s se enrosc aban sin dificultad en la descripción del comportamiento de los imanes .16 Sin que se sepa bien, por ejemplo, si su uso estaba com únm ente exten 15. Este adjetivo sólo se impone a partir de la invención mesmeriana del magne tismo animal. 16. La etimología reserva sorpresas aquí. “ aimant” [“imán”] no tiene aparente mente nada que ver, en cuanto a sus orígenes lingüísticos, con el participio
dido, o si sólo se trataba aquí de sarcasmo y burla, la aguja imantada ten ía fama de... dete ctar el adulterio (¡de la mujer, claro está!): Now to ye, married Fair-ones Our Counsel is due: Of the Magnet be careful, Twill keep your spouse true 17
Así entraron en resonancia, bajo la cobertura del magnetismo, cierta mo lienda de las ideas más avan zadas de la ciencia de esos tiempos, la física new toniana, y un segundo p lano tan vago com o insistente en la lengua, el de las “a traccion es” y dem ás “corresp ond enc ias” , qu e habían tenido tanto éxito con oca sión del Renacim iento, e incluso durante todo el siglo XV I. La seriedad más pro bad a se unía fácilme nte con la ligere za más plácida , y, bajo la chacota, las costum bres de leng ua y de pen sa miento se contraían de m anera tan segura com o al abrigo de las socie dades eruditas. Quienes se burlaban del magnetismo se volvían sus mejores agentes; los que lo combatían crudamente le garantizaban la publicid ad; sus defensore s hacía n lo demás. Lle vada por el ascenso, pronto sin rivalidad verd adera , del nom bre mismo de N ew ton , 18 el magn etismo se ubicaba, de una ma nera que olvidamos con dem asiada prisa hoy, del la do de la Ilu stració n. Defenderlo equiv alía a com batir el oscurantism o, ac tuar del lado de esa razón a la que ya no espantaban los misterios de la naturaleza, y que, al explicar los fenómeno s “profun da mente” , prodigaba sus beneficios a la human idad, como pretend ió siem pre hacerlo Fra nz Antó n M esm er.
presente del verbo “aimer'’[“ amar”], sino que vendría del latín adam as, -antis, que significa “hierro muy duro, acero y diamante”, “El empleo de adamas en el sentido de piedra de imán, escriben Bloch y Warburg en su Dictionnaire étymologique de la langue fra nfa ise [Diccionario etim ológico de la lengua fr ancesa], es propio del galorromano: proviene de los lapidarios donde las dos piedras, la “pierre d'aimant" [“piedra de imán”] y el diamante [ diam an t] eran señalados por su dureza.” 17. Citado por P. Fara, Sympathetic Attractions..., op. cit., pág. 186. “A ustedes ahora, bellos recién casados,/Nuestro consejo ritual:/No pierdan de vista el imán/que conserva fiel a la esposa.” Me limito a este sabroso ejemplo , pero la extensión de las metáforas magnéticas era inmensa. Significativamente, P. Fara escribe: “Al examinar el impacto de los magnetizadores ingleses, se ob tiene un caso de estudio interesante en la exploración de las interacciones lingüísticas entre unas prácticas marginales y los discursos de las élites” (op. cit., pág. 195). La penetración del vocabulario psicoanalítico en la época con temporánea ha seguido los mismos caminos. 18. Uno de los primeros y más ardientes defensores de Newton en Francia fue Voltaire, quien asistió a las exequias del gran hombre en Westminster.
III. 2. Mesmer el incierto Todavía hoy nos acercamos a M esm er con cierto malestar. En la suma basta nte consid era ble de trabajo s sobre su vida, su obra, su pers ona, se encuentra sin esfuerzo una mano de copista, ansiosa por reproducir historias que se am ontonan, sin que la verdad histórica parezca avan zar demasiado. En 1988, aparecía así en París, en las ediciones Robert Laffont, un libro que relata bajo la forma de una novela en la línea de Paul Féval o de Alejandro Dum as, una “vida” de Mesmer. A través de los diálogos imaginarios que huelen a una psicología de cocina, nos enteramos, por ejemplo, de cómo Mesmer, durante la noche de Navi dad de 1765 (¿fecha exacta? ¿puro afán de m aravilla?), “tuvo la revela ción de un fenóm eno que tod a su vida intentó explicar” . Con oc asión de una sangría en la que oficiaba en tanto que adjunto, ocurrió lo siguiente: Cuando Mesmer se alejaba del venerable Jaeger [es el nombre del enfer mo que había que sangrar, inventado para las necesidades del relator], el chorro sanguíneo se debilitó y luego se detuvo, y Citrus Janus [es el m édi co] pensó en terminar la sangría. Pero cuando Mesmer regresó con la segunda paleta, la sangre volvió a fluir. Así se verificó varias veces que la proximidad mayor o menor del cuerpo de Mesmer influía sobre la fuerza del chorro de sangre . 19
Bueno. ¿P or qué no? Pero cuando leemos el libro mucho m ás erudito de Robert Am adou ,20 uno de los pocos que reúne, adem ás de los textos de Mesmer, una multitud de indicaciones valiosas sobre el hombre y sus relaciones con sus contem poráneos, ya sólo nos encontram os con el breve re la to siguie nte : Notó entonces por primera vez un hecho del que extrajo más tarde un argumento en favor de su teoría del magnetismo animal. Cuando se acer caba a un enfermo que un cirujano estaba sangrando, el flujo de la sangre se volvía más lento mientras que se volvía más rápido cuando se alejaba.
Ciertam ente no es más que un detalle ínfimo, nada realmente decisivo, pero , con todo, nos gusta ría saber: el flu jo de la sangre se volv ía más lento cuando se acercaba o cuando se alejaba del en ferm o ?21 19. J. Thuillier, Franz. An tón Mesmer, <>u l'Extas e mag nétiqu e [F ra nz An tón Mesmer o el Éxtasis magnético], París, Robert Laffont, 1988, pág. 31. 20. F. A. Mesmer, Le magnétisme animal [E l magnetismo an im al], Obras publi cadas por Robert Amadou, París, Payot, 1971, obra de referencia por múlti ples razones. 21. En H. F. Ellenberger, Histoire de la dé couverte de Vinconscient [H istoria del descubrim iento del inconscien te], París, Fayard, 1994, esto se reduce a un
Otro indicio, esta vez más masivo. L a Encyclopaedia Universalis no le consagra ningún artículo particular al personaje mismo. Hay que ir a recoger alguna información a las entradas dedicadas a la “Hipnosis” (no hay gran cosa), “H isteria” (Idem), y “Parapsicolo gía” (no es mucho mejor). En su “Thés auru s”, en el nom bre “M esm er” , se otorg a la licen cia de una columna completa en letra pequeña. Allí nos enteramos a partir de las p rimera s lín eas de q ue el hom bre estu dió en la U niv ersid ad de Viena, “don de se hizo doc tor en m edicina en 1776 ” . N acido en 1734, por lo menos en es o to do el mundo está de acuerdo ,22 ¿habría presenta do su tesis apenas a los 42 años? Afortunadam ente, prosiguiendo nues tras lecturas m ás allá de esta Enciclopedia, se descu bre que no presentó su tesis “en I7 76” ,2-’ sino el 27 de m ayo de 1766, a los 32 año s, por ende, lo cual ya es m enos sorprend ente. “Su libro, concluy e el artículo de la Enciclopedia, El magnetismo animal, fue reeditado en 1972.” Falso, o por lo menos impreciso, pues se le debe a Robert Amadou el hab er recog ido los escasos textos de M esmer, en efecto bajo ese título, pero sin que nunca M esm er escrib ie ra un texto que se titu lara exacta mente “El magnetismo anim al”.
III. 2. 1. La tesis y su plagio En estos pantanos sólo permanecen com o algo más o menos seguro los textos del propio Mesmer, presentes en la valiosa edición de Robert Amadou. Hay que agregar a esto cuestiones de idioma: a causa de un francés muy aproximado ,24 la mayoría de los escritos que M esmer pu blicó en ese id io m a fueron por lo men os reto cados p or otros, al com ie n zo, sobre todo, por Nicolás Bergasse. Aquéllos que vamos a leer par cialmente tuvieron, sin embargo, de una u otra manera, su aval.
juicio prudente, pero poco claro, según el cual: “Informaba también que cuan do se acercaba a un hombre que estaba siendo sometido a una sangría, la sangre empezaba a fluir en otra dirección” ??? (pág. 93). 22. ¡Bueno, casi! En su diccionario, en el artículo “Mesmérism e”, Littré lo hace nacer en 1733 en Wiel, “cerca de la ribera del Rin”, cuando en realidad nació el 23 de mayo de 173 4 en Suabia, en el pueblo de Iznang, cerca de Radolfszell. Etc. 23. La sandez de la Encyclopaedia Universalis proviene de copiar nuevamente a ciegas la Grande En ciclopédie Larousse, que aparentemente fue la primera en postdatar la tesis de Mesmer, en un breve artículo de una gran ligereza. Nues tros lexicógrafos de fines del siglo XIX no querían mucho a Mesmer... 24. En su apasionante obra La fin des lumiéres, le Mesm érism e el la Révolution [E l fin de las Luces, el mesmerismo y la Revolución], traducido y publicado nuevamente en 1995 (París, Odile Jacob, col. “Opus”), Robert Darnton ofrece
El texto de la tesis (en latín, com o lo exigían las cos tum bres d e la ép o ca) me rece que nos detengam os sobre él. Se trata apenas de unas quin ce páginas, lo cual no debe sorprender para nada con relación a una tesis de med icina ,25 titulada “Disertación físico-m édica sobre la influen cia de los planetas”, y cuya prim era mitad consiste en una exposición del sistem a solar visto po r New ton, sin olvidar las tres leyes de Kepler, debid am ente expuestas también. Y esto viene tras una breve introduc ción cuyo eje es claro: repudiar a la astrología. [...] Subrayo que no quiero defender la teoría relativa a la influencia de los astros defendida antaño por los astrólogos que se jactaban de poder prede cir los acontecimientos por venir y de conocer los destinos de los hom bres, y al mismo tiempo Ies birlaban el contenido de sus bolsas gracias a un consumado arte de la mentira. Mi propósito es únicamente demostrar que los cuerpos celestes actúan sobre nuestra tierra, y que todas las cosas que se encuentran en ella actúan sobre esos cuerpos; que éstos mueven, agitan y cambian todas estas cosas y que nuestros cuerpos humanos están igualmente sometidos a la misma acción dinámica. Si pruebo que los astros actúan sobre nosotros, no se podrá negar que este hecho no sola mente es correcto, sino que también se impone a la atención y al interés de los médicos .26
Viene entonces a continuación una descripción, sin grandes sorpresas dentro de ese tipo de saber en la mitad del siglo XVIII, del sistema de los planetas que, po r la ley de la gravitación, no solam ente giran alrede dor del sol, sino que “se perturban sen siblemen te en su cam ino” unos a otros:
una información que se ha descuidado con demasiada frecuencia sobre el misterio Mesmer: “Su verdadera voz permanece enterrada en la historia; ni siquiera sus contemporáneos la comprenden, pues les llega con un acento alemán impenetrable junto al cual la jeringoza de Cagliostro es la claridad misma. Por otro lado, es prácticamente imposible acercarse lo suficiente al hombre como para descifrar si fue o no un charlatán [quien conozca la erudi ción histórica de Darnton tomará muy en serio este tipo de frase]. Si tal es el caso, aplasta ciertamente a todos sus colegas” (pág. 53). 25. Es gracioso saber que ninguno de los autores que escribieron sobre Mesmer antes de 1928 la había leído. Se decía que era imposible de encontrar, hasta que los primeros biógrafos un poco preocupados por el método, Tischner (1928) y Schürer-Waldheim (1930) la descubrieran... ¡en la Biblioteca de la Univer sidad, en Viena, donde los esperaba desde 1766! 26. F. A. Mesmer, Le magnétisme animal, op. cit., pág. 32. Presentimos aquí el contrasentido de toda una tradición que pretende ver en Mesmer al hijo espi ritual de Paracelso. Las frases citadas contradicen esto directamente, salvo si las tomamos como simples denegaciones, cosa que no está permitido hacer sólo a título de la sospecha.
Por la acción de Júpiter sobre Saturno, su movimiento de acercam iento al sol aumenta en 1/222. Por la acción de Saturno sobre Júpiter, su gravita ción hacia el sol disminuye en 1/2703. La gravitación de Marte hacia el sol disminuye en 1/12512 por la acción de Júpiter cuando este astro se ha acercado a Malte al máximo .27
A s í- y las precisiones cifradas valen aquí su peso en retó rica- las in fluencias son de cada una sobre cada una. Todo está interconectado ún icam ente por la graved ad en el con junto del sistema solar, incluido lo concerniente a los cometas. Mesmer se acerca entonces al caso más parti cular de la pareja tierra/luna, dando m últip le s precis io nes cifra das sobre sus relaciones de v olumen, de alejamiento, de ciclos, de excentri cidades de órbitas, etc. Casi concluye: Es una observación establecida que la atmósfera es mov ilizada al máximo en los equinoccios de primavera y de otoño. Sabemos también que el aire, mientras que está calmado a cualquier otra hora, con frecuencia está más o menos agitado por la fuerza de los vientos al mediodía o a la mediano che. Es evidente que el mism o efecto se produce cuando la marea sube al máximo; eso ocurre cuando la luna está situada en el cénit o en el lugar opuesto. Todo el mundo observa que la luna nueva y la luna llena produ cen tormentas y que entonces, los vientos aparecen repentinamente ,28
Rob ert Am adou nos ofrece una clave de lectura de esta tesis, al colocar en paralelo, en su nota 13, el texto que acabamos de leer y algunas líneas (también en latín) extraídas del libro que un m édico inglés, Richard Mead (1673-1754), publicó en Londres, primero en 1701, luego en 1746, bajo el título: D e im perio solis ac lu nae in corpora hum ana et morbis inde oriundis. El plagio es íntegro. Discípulo de Newton, la originalidad de M ead consistió en adaptar a la atmó sfera lo que N ewton había establecido con respecto a los mares y los océanos para explicar el m ovim iento de las mareas por la atracción, com binad a u opu esta, de la luna y del sol. Para Mead, de acuerdo con las mismas razones, la elasticidad, la presión y el peso del aire -cuyo impacto sobre el ser humano no podríamos ign ora r- experimentaban variaciones directa men te relacionadas con los movim ientos de los astros. Se trataba en tonces de un partidario de una m edicina fís ic a (y no de una medicina química, o de una m edicina de los humo res), la cual pretendía ser de lo más racional.
27. F. A. Mesmer, Le magnétisme an imal , op. cit., pág. 35. 28. Ib id ., pág. 39.
N adie descubrió el pla gio ante s de... 1954, es dec ir, alre dedor de unos treinta años después de que la tesis de Mesmer hubiera sido puesta nuevam ente en circulación, pues él m ismo no volvió a pub licarla nu nca durante su vida. Quizás el propio Mesmer se habría recriminado a sí mismo duramente ante la acusación, puesto que su introducción co m enzaba así: Habrá personas que fruncirán el ceño, y de las que recibiré reproches, cuando lean el título de esta pequeña tesis y vean así que un hombre como yo, aunque sin importancia, emprende, después de tantos esfuerzos del célebre Mead, el acto de insistir sobre la influencia de los astros2‘J
Arrancando de este modo sobre bases exclusivamente fisicalistas, M esm er llegó progresiva m ente a técnicas de curas basadas en los ima nes. Prim ero lo hizo en Viena, donde practicó la m edicina, casado d es pués de su tesis co n la ric a viuda del C onseje ro Im perial von B osch .30 Las oposiciones que Mesmer encontró muy pronto con respecto a sus prá cticas, evidente m ente vin culadas a re lato s in controla ble s de cura s efectuadas a veces sobre desconocidos(as) perfectos(as), otras veces sobre personajes políticos importantes (una constante en la clientela me sme riana), lo llevaron, se dice, a abandonar Viena por Mun ich p ri m ero, luego muy rápida m ente por París, don de llega en febrero de 1778. A partir de ma rzo de 1778, el Journal encic lo pédiq ue pub lica una carta provenie nte de Viena re cord ando que M esm er había sido condenado por la Facultad de esa c iu dad y había debid o huir de su p aís. P ara luchar con tra dichas calum nias (posición en unciativa básica en su prop ia retó rica), M esm er resum e entonces sus principios, para desem boc ar en die cinuev e proposiciones q ue dirige a los pocos méd icos parisienses que habían asistido a sus primeros tratamientos. Esta M ém oir e su r la découverte du m agnétisme animal [M emoria sobre el descubrimiento del magnetismo animal] no se presenta entonces como una mina de hechos históricos confiables, sino como “dichos” mesmerianos. Ade más, com o ese texto fue juzg ado “ininteligible por los eruditos” , según pala bras del propio M esm er, éste com enzó, dos años más tarde, en 1781, a escribir un texto claramente más largo, donde enumera una can tidad de hech os de su vida y de sus combates, bajo el título de “Précis historiqu e des faits relatifs au magnétism e animal jusq u’en avril de 1781” [“Compendio histórico sobre los hechos relativos al magnetismo ani
29. F. A. Mesmer, Le mag nétisme animal, op. cit., pág. 32. 30. Para cono cer al menos las grandes líneas de esta vida, referirse a H. F. Ellenberger, Histoire de la découverte..., op. cit., págs. 87-101.
mal hasta abril de 1781”]. Con la ayuda de estos dos textos, quisiera poner de relieve alg unos punto s m uy particula re s en la m asa de los hechos presentados po r Mesmer.
III. 2. 2. La invención del magnetismo animal De las primeras lecturas, llama la atención un pasaje de lo local a lo global, una de las claves del éxito del magn etismo. Así, M esm er expli ca muy claram ente la cosa, tras una introducción donde le hace decir a su tesis de 1766 m ucho más de lo que ella decía: Una aguja no imantada, puesta en movimiento , sólo recobrará por casua lidad una dirección determinada; mientras que, por el contrario, la que está imantada, si ha recibido el mismo impulso, después de diferentes oscilaciones proporcionales al impulso y al magnetismo que haya recibi do, recuperará su primera posición y en ella se fijará. Así, la armonía de los cuerpos organizados, una vez turbada, debe experimentar las incertidumbres de mi primera suposición [i. e. no estar regulada más que por la casualidad], si no es llamada nuevamente y determinada por el AGENTE GENERAL cuya existencia yo reconozco: sólo él puede restablecer la armonía en el estado natural. [...] Estas consideraciones no me han permi tido dudar de que existe en la Naturaleza un principio universalmente actuante y que, independientemente de nosotros, opera lo que le atribui mos vagamente al Arte y a la Naturaleza .31
El primer caso tratado sobre estas bases parece haber sido, durante los años 1773-1774, el de una señorita de 29 años llamad a (Esterline. Pre sentaba “los más crueles dolores de dientes y de oídos, seguidos de delirio, furor, vómitos y síncope”. Mesmer le aplicó el imán. ¿Cómo presenta él la cosa? Yo tenía sobre el imán conocimientos ordinarios: su acción sobre el hie rro, la aptitud de nuestros humores de recibir ese mineral y los diferentes ensayos realizados tanto en Francia como en Inglaterra, para los dolores de estómago y los dolores de muelas me eran conocidos. Estos motivos,
31. F. A. Mesmer, Le magnétism e animal, op. cit., pág. 62. Las mayúsculas en “agente general” son del propio Mesmer. Reconoceremos al pasar que este francés impecable estaba forzosamente muy por encima de la mano de alguien que, según el testimonio general, nunca hizo más que farfullarlo. Con esto se comprueba la opinión de R. Darnton. El misterio se volverá un poco más denso si le agregamos que no se trata de traducciones, o que al menos nadie ha visto nunca “originales” alemanes de esos textos de Mesmer.
unidos a la analogía de las propiedades de este material con el sistema general, hicieron que yo lo considerara como el más apropiado para este tipo de prueba.
De este modo , “po r analog ía con el sistem a gene ral” (con lo cual hay que en tend er ya el hecho de que el imán es la man ifestación local de un agente gene ral global), se le van a aplicar iman es a la enfe rma , pero no cua lquier imán, pues se va a tratar de piezas de m etal estudiadas para adaptarse a tal o cual parte de la anatomía, luego magnetizadas como agujas de brújula. El resultado de estas aplicaciones d ebía resultar tan súbito como espectacular: Ella experimentaba interiormente corrientes dolorosas de una materia sutil que, tras diferentes esfuerzos para tomar su dirección, se determinaron hacia la parte inferior e hicieron cesar durante seis horas todos los sínto mas del acceso.
El “tras diferentes esfuerzos para toma r su dirección” es aquí discrimi nante, y da prueba s del carácter m agnético de las corrientes reveladas, puesto que, al igual que la aguja de la brú ju la , no se acomodan de entrada en una sola dirección, sino que buscan y encu entran su camino a través de cierto núm ero de oscilaciones. He aq uí alguien qu e sabe de ma nera bastante precisa lo que espera de su m ontaje experim ental, que es en gran parte el hijo natural de una teoría que lo antecede. S obre ese p u rto ta m bié n, M esm er es claro: Mi observación sobre esos efectos, combinada con mis idea s sobre el sistema general, me iluminó con una nueva luz: al confirmar mis anteriores ideas sobre la influencia del Agente General, me enseñó que otro principio hacía actuar al imán, incapaz po r sí mismo de esta acción sobre los nervios y me hizo ver que yo sólo tenía que dar unos cuantos pasos para llegar a la TEORÍA IMITATIVA que era el objeto de mis investigaciones .32
A qu í se sitúa el paso decisivo que diferencia a M esm er de un H ell,33 jesuíta y profesor de astronom ía en Viena, a quie n recurrió M esm er para la confección de los im anes destinados a la señorita (E sterline, y que profe saba a su vez una teoría de un magnetismo mineral curativo.
32. Aquí, las itálicas son mías. Toda esta serie de citas viene de las páginas 63 y passim de F. A. Mesmer, Le magnétism e animal, op. cit. 33. Maximilien Hell (1720-1792), director del Observatorio de Viena. Para Hell, ' sólo el imán curaba, directamente. Parece que “su única contribución fue la idea de que el imán debía adaptarse a la forma del cuerpo al que era aplicado.” Dixit R. Amadou, op. cit., pág. 80.
En esas pocas líneas, M esm er señala que el imán ya no era en su opi nión más que un coadyuvante en un tratamiento que reposaba sobre otros com ponentes. ¿Cóm o co m prender ese salto? Los dos p asajes puestos en itálicas en la cita anterior forman el tramp o lín para ello. Mesmer afirma ahí ante todo una prioridad de lo global sobre lo local: las corrientes dolorosas que recorren a la señorita (Esterline no debe n referirse sólo a ese cuerpo, sino que dan testimonio de una inmersión particular de ese cuerpo en el espacio etéreo del AG EN TE G ENER AL. P articipan entonces de una econom ía global de los fluidos ma gnéticos, localmente perturbados, com o lo mu estran unos síntomas estridentes, pero que deben, p ara ser modificados en un senti do o en otro (curación o agravación), recibir un influjo del mismo orden que ellos. Todas las enfermedade s susceptibles de provenir de trastor nos, nudos y otros “atascam ientos” del magnetism o serán susceptibles a partir de ese m om ento de un solo y único remedio: la m anipulación de ese fluido. Otra comprobación de Mesmer: el imán es planteado como “incapaz por sí m is m o de esta acció n sobre los nervio s” . ¿D e dónde podía sa ber M esm er semejante cosa? Para tener alguna idea al respecto, es necesa rio rem itirnos a un breve texto suyo titulado “C arta del S eñor Mesmer, doctor en m edicina en Viena, al señor Unzer, doctor en m edicina, sobre el uso m edicinal del imán ” ,34 fechado en 1775. En él encontramo s nue vam ente la historia del tratamiento de la señorita (Esterline, con dim en tado con algunas precisiones anu nciadas por un “tuve oportunidad, en el tratam iento de esa enferma, de realizar varias experiencias muy cu riosas”. Observé -prosigue Mesmer- que ia materia magnética es casi lo mismo que el fluido eléctrico, y que se propaga del mismo modo que éste por los cuerpos intermediarios. El acero no es la única sustancia que sea propia de ella; he vuelto magnético papel, pan, lana, seda, cuero, piedras, vidrio, agua, diferentes metales, madera, hombres, perros, en una palabra todo lo que yo tocaba, hasta el punto que esas sustancias producían sobre la en ferma los mismos efectos que el imán [...] También noté que los hombres no son todos igualmente apropiados para ser magnetizados: de diez per sonas que estaban reunidas, hubo una que no pudo ser ma gnetizada y que interrumpió la comunicación del magnetismo [...] Excité en la enferm% sin ninguna comunicación directa y a una distancia de ocho a diez pasos, escondido detrás de un hombre o de una pared, sacudidas en la parte determinada que quise y un dolor tan vivo como si la hubieran golpeadíj con una barra de hierro.
L a convicción de que el imán no era la fuente de los fluidos fue adq ui rida entonces de una m anera que pretendía ser de lo má s experimental. P or supuesto, existía la “hipótesis” inco ntrolable (aunque aureo lada de new tonismo ) del “agen te general”, pero a partir del m om ento en que, quizás g racias a unos dones de médium, M esm er pudo considerar que m agne tizaba cualquier cosa que tocaba, la conclusión se impuso: No creo que el imán tenga una virtud específica, por la cual actúa sobre los nervios; supongo, solamente, conforme a los principios de mi teoría, que la materia magnética actúa, por su extrema sutileza y por su analogía con el fluido nervioso, cuyo movimiento había sido trastornado, de tal modo que hace que todo regrese al orden natural, que yo llamo la armonía de los nervios.
¿Po r qué etapas detectables pasa M esm er aquí? 1) la m ateria m agné ti ca es “casi lo mismo” que el fluido eléctrico. Es ésta una asociación bie nvenid a, por p la ntear al m enos la cuestión del conductor, del medio (para no decir del médium) a través del cual esta “m ateria” podría pa sar. Así es cómo subrepticiamente el acero, o dicho de otro modo, el imán ya no es una fuente: es solamente un “buen conductor” de esa materia, suscep tible de entrar en com petencia con otros; 2 ) aquí surge Mesmer (he vuelto magnético...), primer competidor del imán, que, com o él, resulta ser capaz de transm itir la “materia m agnética” a otros materiales. La pregunta inmediata: ¿cuáles?; 3) Respuesta no menos inmediata: “todo lo que yo tocaba” . M esm er es mu cho m ás fuerte que el imán, cuya virtud para transm itir el influjo resultaba ser altam ente selectiva, como ya lo observaban Newton y todo el mundo con él. 4) E sta po tencia no es una om nipotencia: hay obstáculos que no solam en te no transm iten, sino que cortan la comu nicación. No se los conocerá como tales de antemano (un hombre de cada diez, es cualquier hom bre). Sólo la experie ncia los revelará. 5) Fin alm ente , y eso es p or sí solo un argumen to decisivo que casi resume a todos los demás: M esm er no nece sita tocar. A qu í está de una sola vez la pru eb a del fluido y del éter, la prueba de que la “materia magnética” que atraviesa a Franz Antón M esmer agita a la enferma de la misma m anera que la luna lo hace con la superficie de las aguas. Aq uí se afirm a la existenc ia de esta “m ateria” de la cual el imán, M esmer, los puntos dolorosos del cuerpo de la enfer ma, no son más que “nu dos” cone ctados los unos con los otros para no ser más q ue concentraciones particulares de una m isma realidad “gene ral” . Ese despeg am iento del imán co nstituye el acta de nacimiento del mag netismo animal, que M esm er presentó siempre con razón com o su descubrimiento .35 S obre esto, tras unos cuan tos éxitos terapéuticos que lo vuelven fam oso en V iena y un asunto escandaloso vinculado con el
M
tratamiento d e una protegida de la em peratriz -e l caso de la señorita de P ara dis- , M esm er es condenado p or la Facultad y escoge París, centro indiscutible de la Europa de las Luces, para dar a conocer su descu bri m iento. É ste ya no se m odificará; incluso si la céleb re “cub eta” fue una novedad crea da para hacer frente a una afluencia demasiado co nsidera ble de dem andas que M esm er no podía tratar indiv id ualm ente, en ella m ism a no cam bia ni le agrega nad a a la teoría del m agne tismo anim al. En cambio, que lo haya sabido hasta el punto de decidir con ello su llegada a Francia, o lo haya ignorado y descubierto al llegar, vale la
35.Gracias al trabajo de Marcel Gauchet en Le vrai Charcot [E l ve rd adero Charcot], París, Calmann-Lévy, 1997, podemos seguir paso a paso el trayecto de J. M. Charcot, que habría de hacerlo pasar, alrededor de los años 18771878, de la metaloterapia de Burq a la electricidad y luego a la hipnosis, siguiendo unas etapas paralelas a las descritas en este razonamiento de Mesmer. Por otro lado, Charcot fue a leer directamente ese pasaje de Mesmer que co mento aquí, y él mismo apuntó como decisivo el abandono del imán: “Pero súbitamente lo [i. e. a Mesmer] vemos tomar otro camino y proclamar que la acción del imán es simplemente análoga a la de un principio general que llena al mundo vivo y al cual le da, una vez más por analogía, el nombre de magne tismo animal” (Conferencia del 6 de julio de 1878 , citada por M. Gauchet, op. cit., pág. 119). En el procedimiento resueltamente científico del jefe del servi cio de la Salpétriére, asistimos al reconocimiento de los efectos de la aplica ción de ciertos metales en casos de contracturas histéricas, efectos que resul tan ser los mismos con la aplicación de ligeras corrientes eléctricas, y una vez más los mismos con la aplicación de imanes (o de solenoides). Pero -¡sorpre sa!- ¡La hipnosis produce también los mismos efectos! Una joven religiosa llamada Pauline viene, a un siglo de distancia, a ocupar el sitio de la señorita CEsterline: sobre el miembro eontracturado, se aplican sucesivamente, entre el 3 y el 11 de junio de 1878, “un electroimán de gran dimensión y muy podero so, el solenoide, el acero imantado, la corriente continua, la corriente induci da, la electricidad estática” ( ibid ., pág. 121). Nada hace efecto verdaderamen te. Pero observaciones anteriores y muy meticulosas habían establecido aproxi madamente un fenómeno de transferencia (todavía muy alejado de la transfe rencia freudiana): con ocasión de la aplicación de metales, en el momento en que la sensibilidad regresaba en unas zonas anestesiadas, la anestesia parecía desplazarse, simétricamente, hacia la parte sana del cuerpo. ¿Se despertaba una mano derecha? Resultaba que a veces la mano izquierda se dormía. Bizarra y extraña, pero con Pauline germinó la idea de contraer la parte sana simétrica para ver si, por casualidad, la contractura presente en el síntoma no cedería así. Ahora bien, en la lista de los medios puestos en operación para provocar la contractura en la parte sana figura, novena experiencia de una serie que incluía once: la hipnosis. Entonces, es en un procedimiento altamente experimental diríamos gustosamente hoy: un protocolo- que la hipnosis hace su aparición en ese templo de la cientificidad que pretendía ser en esa época el servicio de Charcot. La equivalencia de sus efectos comparados con los de los procedimien tos más pesadamente técnicos la coloca en un pie de igualdad con ellos.
pena darse una id ea del clim a paris ie nse en el cual M esm er vin o a dar parte de su descubrim ie nto .
III. 3. La oleada mesm erista Le debem os a Robe rt Darnton un panoram a del amb iente intelectual y social en el cual el mesmerismo tuvo su esplendor. Llegó a su apogeo durante los años ochenta, antes de atenuarse con la destitución de Calonne (8 de abril de 1787), y de apagarse casi brutalmente con el anuncio de una próxima convocatoria de los Estados Generales (8 de agosto de 1788). A partir de ahí, todas las gacetas y discusiones parisie nses estu vie ro n ocupadas por los asunto s polític os que se esta ban desarrolla ndo, y la pasió n que había visto flore cer al m esm erism o pasó entonces a un muy le jano segundo pla no. M ie ntr as tanto , durante la decena de años que antecedió a la Revolución, la estrella del mo me n to, la que acapa raba sin med ida la atención de los habitantes de la capi tal, fue sin discusión la que tam bién iba a ofrecer su oportun idad h istó rica al m esm erismo: la ciencia.
III. 3. 1. La ciencia y sus locuras Tan sólo unos cuantos apuntes históricos pueden perm itir que nos ha gam os un a idea del entusiasmo suscitado entonces po r la mod ificación pro fu nda de la re la ción con la natura le za que la cie ncia y sus prodig io s aportaban. Que un Benjam ín Franklin pud iera pasar por haber domes ticado al rayo, esa fuerza viva, central en el im aginario cam pesino , nos p arece difícil de com prender hoy, pero basta para adivin ar el vín cu lo , eviden te para esa época, entre esta “ciencia” reservada a una élite muy reducid a, y los m isterios de siemp re de la m adre naturaleza. Los hallaz gos y descubrim ientos brotan por todos lados: “N unca habían apareci do tantos sistemas, tantas teorías sobre el universo como durante los últimos años”, se lee en el Journal de Physiq ue [D ia rio de Fís ic a] de diciembre de 1781. Darnton, más claramente todavía: Un vistazo a los periódicos científicos de la época revela la profusión de las cosmologías populares. Un hombre pretende explicar el secreto de la vida por una “fuerza vegetativa” vitalista, otro anuncia un nuevo tipo de astronomía inmóvil; declara que ha descubierto “la clave de todas las ciencias que los espíritus más sutiles de todas las naciones buscan en vano desde hace tanto tiempo”. Un tercero llena el vacío de Newton con
un “agente universal” que mantiene al cosmos; un cuarto echa por tierra al “ídolo” del peso explicando que Newton lo entendió al revés (en reali dad es el sol el que rechaza a los planetas); según un quinto, una versión “animal" electrificada del éter de Newton circula a través de nuestro cuer po, determinando el color de nuestra piel.
Concebimos que, en semejante escenario, la teoría del magnetismo animal haya atraído la atención, en vista del person aje que la profesab a, la m ultitud de enferm os que se apresuró m uy pronto para beneficiarse con sus curas, y al mismo tiem po que ha ya entrado tan bien en co nc or dancia con el ambiente de la época. Incluso el costado “maravilloso” de ciertas curas iba a la par con lo que llamó quizás con más fuerza la atención de los espíritus, y cuyo equ ivalente contem porán eo tendrem os probable m ente con los prim ero s pasos so bre la lu na en 1969: el hom bre conquis ta el cie lo con lo s p rim eros via je s en globo. E l 4 de ju n io de 1783, los herm anos M ontgolfier, en A nnonay, el 15 de octubre, P ilátre de Ro zier en M etz; pronto, desconoc idos aquí y allá se elevan en sus globos, y reina el entusiasmo. P or ejemplo, esto es lo que dice el Journal de Bruxelles el 31 de enero de 1784: Es imposible tr-nsmitir este movimiento; las mu jeres lloran; todo el pue blo alza las manos al cielo y guarda un profundo silencio; los viajeros, con el cuerpo fuera de la canastilla, saludan y dan gritos de gozo. Los segui mos con los ojos, los llamamos como si pudieran escuchar, y el sentimien to de espanto es sucedido por el de la admiración; no se decía más que “¡Dios, qué bello!” 3f’
Un día de ese mismo año, un globo llevado por el viento aterrizó en unos cam pos; los campesinos que llegaron interrogaron, am enazantes: “¿Son ustedes homb res o dioses?” Las elegantes ya no portan m ás que “som breros globo” , los niños comen “caramelos de balón ”, los poetas locales ya sólo componen “odas al globo”, y unos ingenieros más o m enos ingeniosos escriben “una m ultitud de tratados sobre la construc ción y la dirección de los globos, con la espe ranza d e obtene r uno de los prem io s oto rgados por la A cadem ia de C ie ncia s” . Un te stim onio de la violencia de las emociones en jue go : en Nantes, alrededor de cien mil personas asiste n a la partida del globo Le Suffre in\ algunas m ujeres se desm ayan, otras m ás se echan a llorar, “todo el m undo se en contraba en una agitación inexpresab le” . En B urdeos, tras la anulación de un vuelo, la multitud furibunda m ata a dos hom bres y destruye el globo y la taqui lla. U na vez franqu eada la barrera de siempre que unía al hom bre a la superficie de la Tierra, las perspec tivas de progreso pa recen ilimitadas.
N uevam ente el Journal de Bruxelles (del 29 de mayo de 1784, esta vez): Los descubrimientos increíbles que se multiplican desde hace diez años [...] los fenómenos de la electricidad profundizados, las transformaciones de los elementos, los aires descompuestos y conocido s, los rayos del sol condensados, el aire que la audacia humana osa recorrer, mil fenómenos más, en fin, han extendido prodigiosamente la esfera de nuestros conoci mientos. ¿Quién sabe hasta dónde podemos ir? ¿Qué mortal se atrevería a predecir los límites del espíritu humano ?37
En un am biente como éste, no falta la hum orada. El 8 de diciem bre de 1783, el Journal de París anuncia la invención de los “zapatos elásti cos” que, basá ndo se en el arte de hacer rebotar piedras so bre la super ficie de un lago, perm itía cam inar sobre el agua. Su inventor, un reloje ro, se com prom ete a atravesar el Sena el Io de enero de 1784, equipado con e se par de zapatos, si una suscripción de 200 luises lo espera bajo uno de los arcos del Pue nte Nuevo . En una sem ana el periód ico reúne 3 243 libras (casi el m onto dem and ado , 1 luis = 24 libras). L a Fa ye tte se enc uen tra entre los suscriptores; el engaño no es descub ierto hasta fines de diciembre, y las sumas son donada s a obras de caridad. Y a com ien zos de febrero, el mism o diario prom ete revelar una técnica nuev a que p erm ite ver p or la noche, unie ndo en una m is m a cofradía a “lo s nictálopes, los hidrófobos, los sonámb ulos y los zahoríes” . Las buen as m entalidades se quejan d e esta situación;38 ya prác ticame nte no se los escucha. Este es entonces el clima en el cual surge y evoluciona la cubeta mesm eriana. En la posición del benefactor de la human idad -ve rem os pronto hasta qué punto no podem os re ducirla a una sim ple “postura” para aprovecharse- M esm er cura a ricos y pobres por igual. H om bre del Antiguo R égime n, sabe respetar las órdenes: su portero alemán, que es también su hom bre de confianza (¡una vez más los idiomas!) anuncia las llegadas a la residencia de Coigny, en la calle del Co q-Héron , em i tiendo tres silbidos diferentes dependiendo de la posición social del cliente. Y cuando las cuatro cubetas (tres más bien selectas, bastante caras, una más popular y menos costosa39) ya no sean suficientes, 37. Ibid., pág. 33. 38. “Ya no se tiene por la literatura más que una fría estima que roza la indiferen cia, mientras que las ciencias excitan un entusiasmo universal. La física, la química, la historia natural se han vuelto pasiones.” Extracto de un artículo publicado en Année Littéraire, en 1785. 39. Pero las cuatro le dan a Mesmer alrededor de 300 luises por mes, lo cual es una suma más que atractiva.
M esmer, con ciente de su capacidad para dirigir sobre lo que él q uiera la m ateria magn ética, irá a m agnetizar un árbol de los Bulevares, al que vendrán a pegarse los menos afortunados, con la esperanza de una cura, a pesar de e xpo nerse así a las burlas de los pasantes...
III. 3. 2. Reveses y éxitos parisienses Dos hechos retienen la atención en cuanto al periodo parisiense de Mesm er. El primero, el mejo r conocido , se refiere a sus relacione s con las diferentes sociedades eruditas y médicas de París. En una palabra: todas lo despreciaron - la A cadem ia de las Ciencias, La Sociedad Real de M ed icina , la Fa culta d de M ed icin a de París—, e incluso si, ind ivi dualmente, algunos de sus miembros se hicieron curar por él, ningún inicio, ni siquiera tímido, de reconocimiento oficial llegó. El segundo es much o m enos estudiado, y equivale a anotar una especie de perma nente desdoblam iento del personaje. Del mismo m odo que ninguno de sus escritos provino plenamente de su mano, la condena que azotó al m agne tism o animal cayó primero sobre otro: el doctor Desion, m édico personal del conde d e Artois. Adepto de las tesis de M esm er casi desde la llegada de este último a París, él mismo mon tó un co nsultorio en el cual m agn etizaba a toda m áquina, y fue a él, m iemb ro de la Facultad, a quien esa m isma Facultad persiguió primero; lo am enazó varias veces (el prim er voto de cen sura de la Facultad llegó el 18 de septiem bre de 1780), y luego lo excluyó de m anera al parecer bastante ignom iniosa, de tal mo do que D esion y los mesm erianos no tuvieron n inguna dificul tad para m ostrar luego que eran objeto de “golpes bajos” po r parte de personas encum bradas que se negaban cobardem ente a dis cutir con ellos. La práctica de Desion fue el prisma a través del cual la de M esm er fue estudiad a por las dos com isiones qu e pronto verem os en acción, así com o la plum a de Nicolás Bergasse (y de algunos m ás) le dio vo z a lo que, del m ismo M esmer, llegab a hasta el público, un público encantado de ser colocado como juez en el enfrentamiento con las autoridades eruditas. La Corte se conmo cionó con estas disputas, sobre todo cuand o Me smer declaró que, cansado de esas luchas agotadoras y estériles, pensaba retirarse en Bélgica, en Spa. Sus más ilustres clientes recurrieron a la reina Ma ría An tonieta, quien le rogó al ministro y Co nde de M aurepas que n ego ciara con el inventor de la cubeta a fin de q ue ac eptara residir en París, para continuar prodigándole sus cuidados. Maurepas era en tonces un hombre muy anciano; nacido en 1701, había de morir ese año. En Marzo y abril de 1781, recibe a Mesmer, a quien le propone
una pensió n vitalicia de 20 00 0 libras, y otra de 10 000 libras por año si abre un a clínica y acepta la vigilancia de tres “pup ilos” del gobierno. D escontento con lo que se le propone, M esm er pide tierras, un castillo. El conjunto parece extravagante, y el arreglo no se concluye. M esm er le escribe entonces directamente a la reina su negativa, y parte hacia Spa, como había anunciado, pero solamente para descansar un poco. De allí regresó muy rápidam ente cuando se enteró de la segunda co nd e na que afectaba en ese momento a Desion (con la tercera, ese mismo Desion deb ía ser borrado de la lista de los doctores regentes de la facul tad). Mesmer recuperó entonces su clientela, que no soltaba presa, y luego se fue nuevamente por unas semanas de vacaciones a Spa, en ju lio de 1782, c on dos d e su s enferm os, y no de los m enos im porta ntes: el abogado N icolás Bergasse y el banquero Guillaum e Kornm ann. A los tres se les ocurrió entonces la idea de crear una “S ociedad” sobre la cual vale la pena d irigir una m irada atenta. La “Sociedad de la armonía universal” hizo fluir mucha tinta, entre otras cosas, porque, bajo la presión de M esm er (y contra la opinión de Berg asse), también fue llamad a “Lo gia”, lo cual arrastró a mu chas pe r sonas a confund irla con la francmason ería. Es seguro que M esm er era francmasón, ya desde Viena. En cambio, nu nca formó parte del Gran Oriente de Francia, y algunos estudios de la francm ason ería parisiense de los años 1780 muestran que, si bien ciertos masones fueron recepti vos a las ideas m esm erianas, otros perm anecieron dub itativos.40 La si tuación e ra más c onfu sa en provincia, dond e las élites, menos nu m ero sas, se mezclaban más fácilmente. ¿Q ué era esta sociedad? An te todo, una réplica al hecho de que el Estado francés, en la persona del Conde de Maurepas, no supo hacer que M esm er y su descubrimiento perm anecieran en Francia. A llí dond e el gob ierno falló, una reunión d e particulares va a intervenir para rete ner a Mesmer, entregando cada uno 100 luises. La afluencia, pronto considerable, de miem bros, tanto en París com o en provincia, dota ri camente a esta sociedad, que le vierte lo esencial de sus recursos di rectam ente a Mesm er. De acuerdo con inform ación dad a por R. Darnton , qu e las lee en lo escrito por el tesorero de la Sociedad d e la arm onía, en ju nio de 1785, M esm er se pasea en una elegante ca rro za y p osee 343,764 libras. Tenem os otras cifras más para 1789; la Sociedad parisien se cuenta
40. Sobre esta cuestión delicada y controvertida, podemos referirnos al capítulo muy documentado que ofrece R. Amadou, “Harmonie universelle et Francmafonerie” [“Armonía universal y Francmasonería”], in F. A. Mesmer, Le magnétisme..., op. cit., págs. 360-399.
con cuatrocientos treinta miembros, y otras numerosas sociedades, idén ticas y estatutariamen te indepen dientes, existen tam bién en E strasburgo, Lyon, Burdeo s, M ontpellier, N antes, Bayona, Greno ble, D ijon, Marse lla, Castres, etc. Se trata tam bién de proteger la pu reza doctrinal del mesm erismo. Po r que la creación de la Sociedad se inscribe tanto en el corazón de las disputas entre Mesm er y Desion, com o frente a las am enazas co nstitui das por las dos comisiones reales. Tras una primera ruptura entre los dos hombres, iniciada por Desion (quien le reprochaba a Mesmer que no le com unicara todos sus secretos), frente a sus enem igos com unes de la Facultad, hicieron las paces en 1783, para separarse nuevamente al final de ese año, por las mismas razones. Bergasse decidió entonces prote ger a M esm er y su descubrim ie nto de eventu ale s “cis m átic os” fu turos, y una de las funcio nes centrale s de la Socieda d fue claram en te la de garantizarle a Mesmer un control completo sobre lo que circulaba bajo el nom bre de “ m agnetism o anim al” . N o sé fechar con precisió n las d ifere nte s etapas de la constitu ció n de la Socied ad. Si bien la idea de crea rla surgió claram ente en S pa en julio de 1782, alreded or del trío M esm er-Berga sse-Ko rnm ann, los “Reg lam en tos de las sociedades de la armonía universal” no fueron votados en asamblea general hasta el 1 2 d em ay o d e 178 5,en un m om ento en que las dos com isiones no mb radas por el rey ya habían prese ntado su op i nión negativa. ¿Po r qué dos com isione s? Sin que el trabajo de cada una haya sido fundamentalmente diferente, está permitido conjeturar que la que fue creada en el seno de la Sociedad Real de Medicina respondía en gran parte a las p reocupacio nes pro fesio nales de los médicos, que veían desde el inicio con m uy m alos ojos el éxito público siempre creciente de Mesmer, éxito que se apoyaba sobre unos principios capaces de tirar por tierra to do el edificio de la m edic in a eru dita, m ie ntras que la com i sión creada directamente por el rey, compuesta por los nombres más prestigio sos, re mitía, por su parte, a preocupacio nes más policia le s, desen caden adas po r el impa cto del mesm erismo sobre la pob lación de París. En la prim av era de 1784, el Journal de B ruxelles (¡una vez m á s!) se pregunta “si el mesmerismo será pronto la única medicina univer sal”; la policía de París, por su lado, redactó un reporte secreto que indicaba que alguno s m esmeristas “barnizan sus discursos pseudo-científicos con ideas políticas radicales”; y finalmente, el autor de los M ém oires secrets [Info rm es secreto s], escribe, el 24 de abril de 1784: Jamás la tumba de Saint Médard atrajo a tanta gente ni obró cosas tan
extraordinarias como el mesmerismo. Merece finalmente la atención del gobierno .41
Las dos co m isiones realizan p erfectam ente su trabajo,42 y entregan sus con clusion es ya en el mes de agosto de 1784. Son sim ples y se resumen en lo siguiente: el magnetismo animal no existe. La comisión de la Soc iedad R eal, que sólo tuvo trato con Desion y su clientela, m ultiplica los experimentos que hoy se llamarían “a doble ciegas”: la mayoría muestra que los pacientes no consiguen diferenciar los instrumentos “m agne tizados” de los otros. He a quí sus conclusiones: Por consiguiente, pensamos: 1 ) que la teoría del magnetismo an imal es un sistema completamente desprovisto de pruebas. 2) Que ese supuesto medio para curar, reducido a la irritación de las regiones sensibles a la imitación y a los efectos de la imaginación, es al menos inútil para aquéllos en los cuales no se producen a continuación evacuaciones ni convulsiones [...] 3) Que es dañino para aquellos en quienes provoca los efectos que se han llamado impropiamente crisis [...] 4) Que los tratamientos realizados en público por los procedimientos del magnetismo anim al agregan a todos los inconvenientes indicados más arriba el de exponer a un gran número de personas bien constituidas por otra parte a contraer un hábito espasm ódico y convulsivo, que puede vol verse la fuente de los mayores males. 5) Que estas conclusion es deben extenderse a todo lo que se presenta en este momento al público bajo la denominación de magnetismo animal... París, dieciséis de agosto de mil setecientos ochenta y cuatro: Poissonier, Caille, Mauduyt, Audry 43
La co m isión nom brada directamen te por el rey, ya no por instigación de los médicos, sino de la policía, reúne por su parte los nombres más prestigio sos, em pezando por Benja m ín Fra nklin, quie n en esa época estaba en París, aureo lado por su g loria de erudito, así como Lavoisier, m od elo de probida d científica, quien ya hab ía hecho a un lado el flogisto,
41.R. Damton, Le mesmérism e..., op. cit., pág. 64. 42 . Para un informe detallado de los métodos puestos en práctica por las dos comisiones, podremos leer el primer capítulo del libro de Léon Chertok e Isabelle Stengers, Le coeur et la raison, L ’hypnose en question, de Lav oisier á Lacan [E l corazón y la razón, La hipnosis cuestionada, de Lavo isier a Lacan ], París, Payot, 19 89, págs. 15-37. Debido creíblemente a la pluma de I. Stengers, este texto pone a la vista los problemas epistém ológicos vinculados, todavía hoy, con una justa apreciación racional de los hechos imputados al magnetismo animal. 43. F. A. Mesmer, Le magnétisme..., op. cit., pág. 277.
expu esto su teoría de los ácidos, y mo strado, el año anterior, la com po sición del agua: hidrógen o y oxígeno. A o tros científicos com o Le Roi, Bailly y deB ory , se agregaban mé dicos de la Facultad: d ’Arcet, Sallin, M ajault, e incluso aquél a quien los años revolucionarios volverían más célebre, antes de qu e pereciera a su vez bajo el filo del instrum ento que le de bía su nom bre: el Dr. G uillotin.44 El 11 de agosto, un os días antes que la otra com isión, dan sus conclusiones, inm ediatam ente publicadas (¡ 12 00 0 ejem plare s!) po r la im pren ta real. Todo el mu ndo se los arre bata en París, donde la polé m ic a arrasa, pues los m esm erista s replican inmediatamente por medio de libelos en los que denuncian esa brutal coalición d e las autoridades científicas y del poder político, a parente mente ansiosas de amordazar, en nombre de la ciencia y de la salud pública, un saber con re specto al cual dan pruebas de u na sordera a toda prueba. ¿C óm o creer q ue ta ntas curas (a lo larg o de los años, el número de “curados” dispuestos a dar testimonio se volvía impresionante) ha yan podido ser sólo producto de la “imaginación” ? En el conflicto, de repente crispado, las fuerzas presentes se vuelven claras: por el lado de quienes condenan sin discusión se encuen tran al mismo tiempo los representantes m ás eminen tes de la ciencia del mo mento, y la cima absoluta de la pirámide social: el rey y sus poderes regios (la Bastilla todavía anda por allí, y las lettres de cachet* siguen siendo práctica común). D el lado del magn etismo animal se apiña, por el contrario, toda una multitud abigarrada: nobles de alto rango (La Fayette se encuentra entre ellos), gran burguesía liberal y comercial (algunos parlamentarios son clientes regulares de Mesm er), hom bres de letras reconocido s y eruditos en ciernes, gente común de P arís, po bres y pordio seros en espera de cura , to dos m antienen hacia el m agne tismo animal esa fe fortalecida por la adversidad. ¿Los poderosos re chazan con altivez lo que todos estos, en su diversidad, acog en con los brazos abierto s? ¡Pues no im porta! La dim ensió n polític a, hasta ese m om ento apenas aud ible en la ola del m agnetismo animal, se hincha y se exc ava un sitio casi de un solo golpe, y contra el G oliat real y cien tífico, el m esm erism o ado pta el aspecto de un D avid revoltoso .45 44. De hecho, fue un mecánico alemán, un tal Schmitd, quien “inventó” la guillo tina. Pero el Dr. Guillotin había sido el primero en reclamar, siguiendo la dirección de la abolición de los privilegios, que se aplicara una misma pena de muerte, con absoluta igualdad republicana, a aquéllas y aquéllos que la mere cieran: la decapitación. Y por eso se le dio su nombre al objeto. * Lettre de. C achet: Carta con sello del rey que contenía una orden de prisión o exilio sin juicio previo. [N. de T.] 45 . “Visto a través de la literatura po lém ica que lo v ue lve protagonista, [el mesmerismo] aparece como un desafío a la autoridad -no solamente a los
Ad emá s, la comisión nom brada po r el rey produ jo dos informes: uno, muy oficial, publicado de inmediato; el otro, secreto, redactado por uno de los miembros, Bailly, y vuelto público solamente en... ¡ 1824! ¿Qué es lo que sólo su majestad Luis XVI debía saber? Sería necesario citarlo todo aquí, porque la “pruden cia” de los comisionados los obliga a tomar caminos diagonales para denunciar el costado sexual de las prácticas m esm erianas. Esta organización -escriben- hace entender por qué las mujeres tienen crisis más frecuentes, más largas, más violentas que los hombres, y el mayor número de sus crisis es debido a su sensibilidad de nervios. Hay algunas que pertenecen a una causa oculta, pero natural, a una causa cier ta de las emociones a las que todas las mujeres son más o menos suscep tibles y que, por una influencia lejana, al acumular esas emociones, lle vándolas al más alto grado, puede contribuir a producir un estado convul sivo, que se confunde con las otras crisis; esta causa es el dominio que la Naturaleza le ha dado a un sex o sobre el otro para atraerlo y emocionarlo. Son siempre los hombres los que magnetizan a las mujeres46 [...]
Los comisionados insisten largamente sobre las particularidades del tratamiento para apoyar su convicción respecto de la naturaleza orgásmica de las crisis: [...] el rostro se enciende gradualmente, los ojos se vuelven ardientes, y es la señal con la cual la Naturaleza anuncia el deseo. Se ve que la mujer ba ja la cabeza, se lleva la mano a la frente y a los ojos para cubrirlos; el pudor habitual vela sin saberlo y le inspira el cuidado de ocultarse. Mientras tanto, la crisis continúa y los ojos se enturbian: es un signo inequívoco del desorden total de los sentidos. Ese desorden puede no ser percibido en absoluto por aquélla que lo experimenta, pero no ha escapado a la mirada observadora de los médicos. Cuando ese signo se ha manifestado, los párpados se vuelven húmedos, la respiración es rápida, entrecortada; el pecho sube y baja rápidamente; se establecen las convulsiones, así como los movimientos precipitados y bruscos de los miembros o del cuerpo completo. En las mujeres vivaces y sensibles en el grado mayor, el térmi no de la más suave de las emociones es con frecuencia una convulsión. A este estado se suceden la languidez, el abatimiento, una especie de ador mecimiento de los sentidos, que constituye un reposo necesario tras una fuerte agitación .47
superiores eclesiásticos de Hervier, sino también a los cuerpos científicos es tablecidos e incluso al gobierno.” R. Darnton, Le mesmé rism e..., op. cit., pág. 63. Hervier, cura y partidario de Mesmer en Burdeos, había sido llamado al orden por sus superiores. 46. R. Darnton, Le mesmérisme..., op. cit., pág. 279. 47 .Ibicl.
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La conclusión de los com isionados es entonces de una perfecta clari dad: “el tratamiento m agnético no pu ede m ás que ser peligroso para las co stum bres .” El Dr. Desion , interrogad o directam ente sobre el punto de sab er si “cuan do u na mu jer es ma gne tizada y está en crisis, no sería fácil ab usar de ella” , responde afirmativamente, pero p retexta que las crisis, la mayoría de las veces, tienen lugar ante los ojos del público. Los com isionado s opinan, pero hacen prevalecerel sentido común: “Las oportunidades renacen todos los días, en todo momento [...] ¿Quién puede garantizar que será sie m pre d ueño de no querer?” Y entonces se sospecha en alto grado del magnetismo animal no sólo de ir contra la probid ad cie ntífic a, no sólo de constitu ir una am enaza para la salud pública, sin o de e ncontr ar su prin cip io activo en el corazón m is m o de la sexualidad. Y no se trata aquí de pullas picaras, como el ingenio paris iense había sabid o forja r desde los primero s d ías del m esm erism o, sino de un informe secreto destinado al rey, y proveniente de las más altas autoridades científicas de la época. A partir del verano de 1784, el rechazo oficial es entonces pleno y com pleto. H asta ese m om ento, a pesar de los médicos, casi en su tota lidad violentam ente opuestos al magn etismo (salvo si ellos m ismos eran magnetizadores, como Desion), la autoridad prácticamente no había reaccionado, y M esmer podía por lo tanto resguardarse detrás de algu nos de sus ilustres clientes, para gozar de una protección al mismo tiempo vaga y suficiente. El asunto venía acompañado, por otra parte, con u na dime nsión po lítica clásica en el París y la Fran cia de esa época, en v ista de que los Parlam entos consideraban su deber (¡y su malicioso pla cer!) oponerse a las in icia tivas profe sio nale s de las Socie dades m é dicas, preocupados por encarnar el polo “liberal” frente al personal real. E ste equilibrio nebuloso, que le conve nía perfectamente a M esmer, se encontró seriamente dañado cuando el poder del rey, casi indiscuti ble en esas m ateria s, se pronunció negativam ente. C ontin uar apoyando al magn etismo ciertamente no implicaba que se partiera al m onte o que se corriera el riesgo de acabar en la Bastilla, pero sí al m enos qu e uno se separara, de u na u otra manera, de ese consenso c om unitario con sti tuido por las opiniones del rey. Y ahora es tiempo de regresar a las Sociedades de la armonía que, durante esos mismos meses, estaban formándose, y que parecían las únicas aptas para hacer contrapeso a semejante presión del poder. Los reglam entos (votados menos de un año después de las dos conde nas, el 12 de may o de 1785) son extrem adam ente minu ciosos. En ellos se siente más que en cualqu ier otro lado la mano del abogado Nicolás Bergasse, que hace decir en preám bulo a Mesm er:
Señores: Al hacer a una sociedad de hombres recomendables depositaria de mi descubrimiento, no solamente escogí el asilo más seguro para la verdad, sino que, al asociarlos a mis trabajos, me atrevía a creer también, Seño res, que, persuadidos por vuestra propia experiencia tanto de la utilidad como de la verdad de la doctrina del magnetismo, vosotros os ocupa ríais un día de conservarla y de transmitirla en toda su pureza, de perfec cionar su instrucción, de darle el desarrollo filosófico del que es suscep tible, y de propagar sus prácticas útiles para los hombres; tales han sido siempre mis deseos; tales son los que leo en vuestros espíritus y en vues tros corazones.
Al térm ino de 71 artículos repartidos en cuatro cap ítulos, M esm er tiene garantizada una “presidencia perpetua” que no podrá ser cuestionada con nad a (incluso está previsto en el artículo XI que ese título de p resi dente perpetuo “nunca será otorgado después de él a ninguno de los m iembros de las Sociedade s de la armon ía”). A parte de eso, el fun cio nam iento es mu y igualitario, y casi demo crático; todas las publicac io nes impresas con el sufragio de la Sociedad llevarán la divisa: “A la hum anid ad” al lado del nom bre del autor, com o prueba del asentim ien to de la citada sociedad. Se adivina en ella también una inspiración netamente anticentralista: “La Sociedad de Francia [debe escucharse: la Sociedad de París] no tend rá ninguna autoridad sobre las Socieda des establecidas en las Provincias.” Es esto algo bastante extraño política mente en la Francia de esa época, que sólo se comprende bien con relación a la teoría del fluido general. Term inaré con las Socieda des dando in exten so la fórmula del com pro miso prelim inar que deb ía leer en voz alta el solicitante antes de firmar su inscripción: Creo que existe un principio increado, Dios. Que ese Ser supremo creó la materia indiferente de sí al movimiento y al reposo,4* por un acto único de su pensamiento, que por el mismo acto le imprimió el movimiento que forma, desarrolla y conserva a todos los cuerpos. Que, a través de un medio que sólo puede ser un fluido muy sutil, existe entre todos los cuer pos que se mueven en el espacio una acción recíproca, la más profunda y las más general de todas las acciones de la naturaleza; que esta acción constituye la influencia o el magnetismo universal de todos los seres entre ellos. Que el Ser supremo, al crear al hombre, lo dotó-con un alma espiri tual e inmortal, le dio el poder de modificar el fluido que penetra a todos
48. Declaración resueltamente favorable a una física moderna, tanto contra el aristotelismo como contra las “fuerzas ocultas”. Tan sólo con ese detalle, el solicitante se ubicaba del lado del Iluminismo.
los cuerpos, por un acto de su voluntad, porque el alma unida al cuerpo no puede recibir o dar percepciones a otra alma más que por la acción sobre la materia, vehículo de todas nuestras sensaciones. Convencido de estas verdades y del poder, dado por Dios al hombre, de actuar sobre su seme jante, de acuerdo con la ley universal que todo lo rige, para su utilidad, prometo y me comprometo, con mi palabra de honor, a nunca hacer uso del poder y de los medios que me serán confiados para ejercer el magne tismo animal más que con la única mira de ser útil a los hombres, de aliviar a la humanidad sufriente; y rechazando lejos de mí cualquier vi sión de amor propio y de vana curiosidad, prometo 110 actuar nunca más que con miras a hacer un bien al individuo que me otorgue su confianza, y estar para siempre unido de corazón y de voluntad a la sociedad bienhe chora que me recibe en su seno. (Después del juramento, el Director y el solicitante se ponen en contacto, de pie, con cierta afectación, y el Director besa tres veces seguidas al Solicitante en las mejillas y la boca, le estrecha las manos con afecto y le dice: VAYA, TOQUÉ Y CURE.)
Los acentos hipocráticos son insistentes, y el teísmo general llega in cluso hasta el “/íe” final de la misa en latín. Es importante medir co rrectamente el compromiso que adquirieron así varios centenares de individuos, quienes, tanto por sus pagos (¡ 100 Iuises por la inscrip ción!) como a causa de su interés por el magnetismo, formaban una élite intelectual que la Revolución en contrará con frecue ncia m ás que disponible. Sobre todo en las Provincias. Por un movimiento típica mente francés, tras el florecimiento parisiense, la provincia se encien de. Según R. Darnton, un corresponsal de la sociedad real de medicina de Castres (do nde se creó una Sociedad de la arm onía) escribe en 1785 que “incluso las cabezas más frías de la ciudad no hablan más que de m esm erismo ” . Lo m ismo ocurrió en Besan$on, y en la m ayoría de las grandes ciudades. Al comienzo d e 1786, Mesm er se lanza adem ás en una gira triunfal a través de sus d iferentes So ciedad es.49
49. El momento en que Mesmer cesa definitivamente de practicar la medicina en Francia no es conocido con mucha certidumbre. Ellenberger lo hace partir “probablemente a comienzos de 1785”, lo cual parece falso, en vista de la asamblea general del 12 de mayo y de la exclusión del grupo Bergasse inme diatamente después. Esta “gira triunfal” que Darnton -uno de los mejor docu mentados en la materia- ubica “en la primavera de 1786, en las provincias del sur”, ¿fue acaso el canto del cisne? Lo cierto es que a partir de 1787, Mesmer ya no está en París. Se fue de allí con su fortuna y sus papeles, dejándole su importante clientela al Señor de Lamotte, médico del Duque de Orleans. An tes de establecerse en el pequeño pueblo de Meersbourg, al borde del lago de Constance, lleva a través de Europa una existencia de ocioso modesto, sin tener ya casa propia en ningún lugar. Se tienen huellas de un paso suyo por
Esta multiplicación de los “alumnos” transformará en poco tiempo el rostro del mesmerismo, y lo alejará mucho de lo que había querido hacer de él su fundador. En el crisol de cada sociedad, el sincretismo tiene el camp o m ucho más libre que en la estricta proxim idad de Mesmer, y se establecen alianzas casi de inmediato con movimientos espiritualistas diversos: los mesmeristas de Estrasburgo con la socie dad s w edenbo rgiana de Estocolmo , los rosacruces aquí, los cabalistas y los teósofos acá, los mason es por todas partes. Lo uis C laud e de SaintMartin, miembro de la Sociedad de la armonía de París desde el 4 de febrero de 1784, se opo ne cada vez más claramen te al “ma terialismo ” de Mesm er, y lleva al conjun to del movim iento hacia un espiritualismo muy o puesto al espíritu del fundador, pero en profunda co ncordancia con toda una clientela... Esta vasta deriva espiritualista -que dio, pa sando p or todo el siglo XIX, una imagen tenden ciosa del mesm erismo inic ial- engañó m ucho, pues existe otra dimensión, política, sordam en te presente también en el m esme rismo desde su inicio parisiense, que vale la pena interrogar. Proviene de los dos hombres que fueron los prim ero s pilares de la Socie dad de la arm onía : Berg asse y K orn m ann. De acuerdo con un libreto harto clásico, apenas hubieron ayudado a M esm er a fundar con toda legalidad la citada Sociedad, se encontraron expu lsados d efinitivam ente de ella.
III. 3. 3. Nicolás Bergasse: Mesmerismo y agitación revolucionaria N o to do era rosa entre B erg asse y M esm er ya desde hacía alg ún tiem po. C om o era hijo de un ric o com ercia nte de Lyon, N ic olás Berg asse gozab a de una renta considerable que le permitía consag rarse a las le tras y a la política. En París, era la “voz” de Mesmer, y su “orador” oficial en todas las reuniones de la Sociedad de París. Pero Bergasse daba m uestras de am biciones (y de una cultura) políticas múy ajenas a Mesmer; pretendía entonces “ampliar” la doctrina del maestro sobre bases com ple ja s, esencia lm ente in spiradas en Rousseau, lo cu al condu
París en 1802, donde, como indemnización de un dinero supuestamente per dido durante la Revolución, obtuvo una renta anual de 3 000 florines. Se le propone que abra entonces un nuevo establecimiento de cura. Se niega y se vuelve a ir. Cuando muere, el 5 de marzo de 1815 en Meersbourg, el mesmerismo ha sido olvidado desde hace ya mucho tiempo. Sus vecinos igno ran a quién están enterrando.
jo a los dos hom bres al borde de una prim era ruptu ra a com ie nzos del verano de 1784. Las condenas de agosto reconstruyeron la unidad, pero apenas se hu bieron v otado los estatutos, el conflicto se reinició con m ás fuerza, y sin que se sepa bien ni cuándo ni cómo, la fracción Bergasse fue pura y sim plem ente expulsada de la Sociedad de la armonía. Debe hacer sido rápido -co m o m ucho en los días mismos qu e siguieron al 12 de mayo-, porque en junio de 1785, solamente un mes después de la votación de los estatutos, los excluido s intentaron conv ocar a una asam ble a rival, y tuviero n q ue adm itir ento nces q ue “ la m ayoría de los m ie m bro s [h ab ían] perm anecid o fiele s a M esm er y que su propia organiz a ción había sido un fiasco”.50 Por supuesto, no dejaron de acusar á M esm er de haber traicionado la meta original del mov imiento, o sea: “la lucha co ntra el despotism o de las academ ias”, que B ergasse y sus amigos extendían sin vergüen za a la lucha contra el desp otismo p olíti co.51 Adoptaron entonces la costumbre de reunirse en la residencia particula r de G uilla um e K orn m ann, donde, sin más preocupació n por una ortodo xia mesm eriana, desarrollaron lo que ellos consideraban los aspectos sociales y políticos del magnetismo animal.52 N om bre s que la Revolu ció n volv erá famosos deben ubic arse en la lista de los asiduos: La Fayette, como siempre, pero tamb ién Jacques-Pierre Brissot, futuro jef e de los girondin os (o brissotins), el ya célebre JeanPaul Marat, Jean-Louis Carra, erudito y hombre de letras fracasado, enem igo jurad o de todas las academias, d ’Ép rémesnil, consejero en el Parlam ento de París, u na de las figuras de la opo sición no biliaria al rey antes de 1789, que será ejecutad o por el Tribunal R evo luciona rio. Todo ese mun dillo discute, escribe, pub lica libelo tras libelo (a exp ensa s del
50. R. Darnton, Le mesmérisme..., op. cit., pág. 74. 51. A lo cual Mesmer les contestó de un modo de lo más claro: “¿Tendrán acaso ustedes la orgullosa pretensión de crear una nueva lógica, una nueva moral, una nueva jurisprudencia?” ( Lettre de l ’auteurd e la déco uverte du magnétisme anim al [ Carta del autor del descubrimien to del magnetismo animal], pág. 2 , citado por R. Darnton, Le mesmérism e..., op. cit., pág. 80.) 52. Esto es lo que dice al respecto Jacques-Pierre Br issot en su ma nifiesto mesmerista Un mol á l’oreille des académiciens de París [Unas palabras al oído de los ac ad ém icos de París]: “Bergasse no me ocultó que al erigirle un altar al magnetismo, sólo apuntaba a erigirle uno a la libertad. Llegó el mo mento -m e decía- en que Francia necesita una revolución. Pero querer reali zarla abiertamente equivale a querer fracasar: es necesario, para triunfar, en volverse de misterio; es necesario reunir a los hombres con el pretexto de experimentos físicos, pero, verdaderamente, para echar abajo el despotismo. Fue con estas miras que formó, en la casa de Kornmann, donde vivía, una sociedad compuesta por hombres que anunciaban su gusto por las innovacio nes políticas [...]”. R. Darnton, Le mesmérism e..., op. cit., pág. 81.
banquero K orn m ann), y com pone lo que R. D arnto n llam a “ la te nden cia radical del mesm erismo ”. D urante los años 1787-1789, constituyen uno de los núcleos más activos de la vida parisiense, antes de que la ond a expansiva, iniciada por la convo catoria de los Estados G enerales se desencadenara y los hiciera dispersarse, pasado el 14 de julio de 1789. “La im portante alianza de 1787-1788 -e scrib e R. D arn ton - entre consejeros extremistas como Duport y d’Eprémesnil, y panfletarios radicales como Brissot y Carra comenzó a desarrollarse alrededor de las cubetas de M esm er”,53 para pr oseguir m uy activam ente con ocasión de las reuniones en la residencia particular de K ornmann, donde Bergasse residía perm anentem ente. ¿De qué se hizo entonces esa amalgama que trenzaba al magnetismo animal con un acercamiento difuso a Ro usseau? De esto da testimon io con gran fuerza lo que queda de la obra escrita de Nicolás Bergasse, quien profesó muy pronto un sistema donde las causalidades física y mo ral se intercambiaban sin cesar, de acuerdo con un verdadero estri billo del tiem po.54 D e m anera general, las leyes físicas eran consid era das com o leyes norm ativas, con la naturaleza prescribiendo a la mate ria lo que debía o no hacer. Ahora bien, según M esm er - y muy necesa riamen te, en vista de su concepción del fluido m ag né tico- la enferm e dad no es más que la ruptura de una armon ía natural. A quí tenem os ya con qué asociar cierto enfoque cercano a Rousseau, tanto menos exi gente cuan to que los escritos políticos de Jean-Jac ques todavía no eran, en esos años de 1780, objeto de lecturas atentas, com o lo serán a partir de los prim eros años revolucionarios. Y Be rgasse no oculta que descu brió en el m esm erism o “una moral em anada de la físic a general del m undo ” ; lo vemos así hablar de “mag netismo m oral”, e incluso de “elec tricidad moral”. Quien dice fluido, en efecto, dice armonía natural, y por lo tanto conju nció n de las fuerzas físic as y de las fuerzas m orale s, tanto en la sociedad y en la política com o en los individuos o los plan e tas. En la épo ca en que todavía oficiaba en el seno de la Sociedad de la armonía, Berga sse no titubeaba al decir por ejemplo que “el mesm erismo sum inistra reglas sim ples para juz ga r a las instituciones a las que nos
53. R. Darnton, Le mesmérisme..., op. cit., pág. 92. 54. La figura de Jean-Louis Carra debería ser interrogada desde este ángulo: ver dadero marginal, le negaron la entrada a todas las academias, probó la cárcel, recorrió Europa. Muy pronto abrazó la causa mesmerista en tanto que causa revolucionaria, y desarrolló por su propia cuenta una teoría nebulosa donde las leyes físicas (especialmente aquéllas empleadas por Jussieu) le servían para explicar los fenóm enos morales y políticos, todo sazonado con violentas diatribas dirigidas a los poderes establecidos. De este modo mezclaba en sus diferentes escritos extremismo científico y extremismo político.
enco ntram os sujetos, principios seguros para constituir la legislación que le conviene al hombre en todas las circunstancias dadas”.55 Y ya algunos oyentes, m ás sensibles a esta retórica que a las oscuridades del p ro p io M e sm e r, no o c u lta b a n q u e “ p r e f e r ir ía n b e r g a s s e a r a me sme rizar ”.56 Esta amalgama físico-política sólo se apoya sobre la idea, la intuición central de M esm er: existe un fluido, un agente gen eral , un éter m agn é tico que, por sí mismo, no es más que orden y armonía. En ese m aniqueísm o fundam ental, el mal está identificado estrictamen te con el desorden, y el terapeuta mesm eriano no apunta más que a u na cosa: desp ejar el cam ino de un a armo nía perdida, y no crearla en su totalidad. De ahí a trasponer esto sobre la sociedad no hay m ás que un paso, que Bergasse y sus amigos dan con la mayor... naturalidad. No dudaban en pensar que dete nta ban, con el flu id o m esm eriano, la causa f ísic a capaz de dar sus fundamentos a las teorías sociales y políticas de Rousseau. Así, Bergasse podía escribirle a su prometida, Perpétue du PetitThouars:57 No es usted la primera en encontrarme algunas semejanzas con su buen amigo Jean-Jacques. Sólo que existen algunos principios que él no cono ció, y que lo hubieran vuelto menos desdichado .511
La sociedad, por su sistema complicado de impedimentos, de inhibi ciones y de prohibiciones, se opone constantemente, desde esa pers pectiva, a una especie de libre circulació n del fluid o. B erg asse, quien
55. R. Darnton, Le mesmérism e..., op. cit., pág, 121. Nos extrañará menos que, mucho más tarde, algunos psicoanalistas anduvieran por ahí profesando la existencia de un “nuevo vínculo social”, salido de su práctica del inconscien te. Allí donde Lacan apuntaba el surgimiento de un vínculo inédito entre analizante y analista, ¿cuántos se abismaron en esta brecha para ver en ello el comienzo de una reestructuración del vínculo social mismo, como dignos émulos de Bergasse? 56 ,/ bid ., pág. 79. 57. Es oportuno darse cuenta, de cuando en cuando, de lo que perdimos también con la Revolución Francesa: como esos nombres de Antiguo Régimen, que uno siempre se topa con emoción... 58, R, Darnton, Le mesm érism e..., op. cit., pág. 125. Cuando fue eleg ido en la Asamblea Constituyente, Bergasse participó en los trabajos preparatorios de una Constitución, y allí intentó hacer valer sus ideas, y su co lega de entonces, Bailly, el mismo que había escrito el informe secreto para el Rey condenando tan severamente al mesmerismo, escribió al respecto en sus M em orias : “Bergasse, para hablar de la constitución y de los derechos del hombre nos hacía remontamos a los tiempos de la naturaleza en estado silvestre.”
sigue siendo partidario del rey, sueña con una constitución capaz de unir directam ente al pueb lo con su rey, sin casi n ada más de esos cue r pos in te rm edia rios cuyas caric atu ras son la aristo cracia y las div ersas academias, verdaderos enquistamientos que se oponen a la armonía general, apresurados como están por satisfacer ante todo sus propias exigencias. Q uizás su concep ción del mundo no es más clara en ningún lugar como en esta pequeña frase, que R. Darnton extrae de su obra, Considérations sur le magnétisme animal [Consideraciones sobre el magnetismo animal]: El hombre del pueblo, el hombre que vive en los campos, cuando enfer ma, se cura más rápido y mejor que el hombre que vive en el mundo
Pero en su Lettre d ’un m édecin [C arta de un m édic o], es lo suficie nte m ente exp lícito com o para qu e yo pued a cerrar, con esta cita, la lista de sus palabras: Si por casualidad el magnetismo animal existiera... ¿qué revolución, yo le pregunto, señor, no nos cabría esperar? Cuando a nuestra generación, agotada por males de todo tipo y por los remedios inventados para liberarla de esos males, le suceda una generación intrépida, vigorosa ,59 que no conocería otras leyes para conservarse que las de la naturaleza, ¿en qué se convertirían nuestros hábitos, nuestras artes, nuestras costumbres...? Una organización más robusta nos llevaría de regreso hacia la independencia; y cuando, con otra constitución, necesitáramos otras costumbres, ¿cómo podríamos soportar entonces el yugo de las instituciones que nos rigen hoy?
El tono sabía ser fuerte. Al comunicar de este modo una elemental postu ra partidaria de Rousseau a un público más o m enos culto, que con tinuaba viend o en el mesm erismo un saber positivo presa de la arro ganc ia y de las exclusiones de los poderes e stablecidos, Bergasse, es cribe R. Darnton, “ [representó] quizás la barrera de propag and a radical más efica z del periodo pre rrevolucion ario” . De 1785 a 1788, la política fue adq uiriendo día con día más lugar en las discusiones y las pu blica
59. Este tipo de argumentación ocupará un sitio central en la retórica revoluciona ria, agitada incesantemente por el tema de la “regeneración”, del hombre fi nalmente “regenerado” en una sociedad civil que habría regresado lo más cerca que se pueda de una bienhechora “naturaleza”. Cfr. la obra de Antoine de Baecque, Le corp s de l'histoire [E l cuerpo de la historia], París, CalmannLévy, ) 993, y muy especialmente las páginas 165-195: “La régénération, corps merveilleux ou corps dressé du nouvel homme révolutionnaire” [“La regene ración, cuerpo maravilloso o cuerpo erguido del hombre nuevo revoluciona rio”].
ciones del grupo Bergasse -Ko rnm ann. Cu ando, el 8 de agosto de 1788, el mism o día que se conoc ía la convo catoria de los Estados G enerales, Bergasse publicó un breve libelo exigiendo la destitución del ministro Brien ne, tuvo antes la precau ción d e irse al extranjero. U na vez qu e el m inistro había caído, regresó com o un héroe y participó activam ente en los Estados G enerales en los que supo h acerse elegir. A pa rtir de ese mom ento, la política reinaba como ama [maítresse] absoluta en la resi den cia Ko rnmann, com o en otras partes.
III. 4. La desigual división ¿Po r qué se interesó de ese m odo el Estado francés en el mesm erismo? Las primeras respuestas parecen bastante superficiales: si el poder, er la person a del conde de M aurepas, intentó comprar y alojar a M esmer y su descu brimiento, primero se trató de un m ovim iento cortesano, sin un peso p olítico particular. La reina, a la que se supon e frívola com o la m ayo ría de las reinas cuand o no tienen el poder, fue la clave de esto, lo cual ha ce que uno se incline a tratar el asunto con ligereza y diversión. P or otro lado, en vista de que la policía mism a acaba por a dvertir al rey del barullo parisiense ocasionado por el mesmerismo, podemos com prender que el rey se asegura ra, a tra vés de sus m ás auto rizados conse jeros cie ntíficos y médicos, de la calidad del pro ducto del que depen dían la salud y el biene star de sus súbditos. La ev olución d e conjun to de la medicina francesa en el siglo XV III (sus intereses po r la epidemiología y la higie ne pública, en tre otras cosas) iba en ese sentido, y el entusia s mo popular alrededor del mesmerismo podría haber hecho lo demás. Q uisiera, sin emb argo, agreg ar a estas explicaciones un argum ento más específico: el mesm erismo no solamente fue un objeto de interés para el pode r porque m ovilizara a las m ultitudes, porque represen tara un peli gro al men os potencial para la moral y para las costum bres, sino a causa de su postulado central que todo el mundo po día escuchar sin ser miem bro de las Sociedades de la arm onía o partidario ap licado de Mesm er: existe un fluid o universal a través del cual se determ ina tanto el destino de los individuos com o el de las sociedades, tanto el com portamiento de los hombres como el de los planetas, por no hablar de las realezas en peligro. Se trata ba de una hipótesis tan fu erte que no podía se r ap artad^ más que por los científicos, pero no tan fácil de rechaza r sólo en nombró de la razón, puesto que parecía “salvar” num erosos fenómeno s.
III. 4. 1. Bajo el pavim ento: el fluido Con ella, y com o se vuelve aparente con claridad en la prosa de B ergasse, podía m os creer que teníam os el vínculo físic o que unía al individuo con su grupo social, y, además, conocíamos su principio fundamental: la “arm onía” . Co n o sin el trasfondo de los planteam ientos de Ro usseau, ésta constituía, en efecto, la base del edificio mesmerista, puesto que una de las implicaciones más inmediatas del magnetismo animal se rem itía a sostener que en su estado “natural” el fluid o siempre se equi libra po r s í mismo. ¿Acaso la experiencia común de ese fluido por exce lencia que es el agua no se encuentra allí para conv encer de ello sin más trám ite? Si suprim imo s los obstáculos que podrían presentarse, el agua se ubica por sí m isma en su nivel más bajo, qu ieta y calma da, lisa y serena. D e ahí, la m edicina “expectante” de Mesm er, muy apreciada por su s enferm os, quienes, en buena parte de los casos, salían de las m anos a veces much o m ás brutales y arrogantes de la me dicina erudita. Un p oco de m agnesia calcinada en caso de secreción gástrica dem asia do á cida, lim on ada tártrica en el caso contrario, y apa rte de eso, pases, pases y más pases (algunos podían te ner la aparie ncia de verdaderos masajes, y Mesmer, que hacía desaparecer de ese modo migrañas y neuralgias, adoptó a veces con ellos la apariencia de un p recurso r de la osteopatía moderna). El fluido está en todos lados. Decide sob re todo. M ás aún: le está per m itido al hom bre adve rtido influir sobre sus flujos, m odificar sus tra yectorias y de ese mo do aflojar los nudos y otros atascam ientos que la enfermedad (¿la sociedad?) urde aquí y allá. Este poder demiúrgico, con todo, no es absoluto: el más poderoso de los magnetizadores, el propio M esm er en su época, confie sa q ue un hom bre d e cada die z esca pa de su acció n, e in clu so a veces la arruin a con su sola presencia . Esto no tiene nada que en vidiarle a la más exqu isita de las mod estias cien tí ficas, y parece prev enir cualquier sospecha de un delirio cosm ológico. En este nu evo orden físico-político-m oral que se perfila con la posible existen cia del fluido m esm eriano, la religión se encu entra relegada, y D ios se ve re ducido, com o ya lo vimos, al pasar, con la declaración de cad a candidato de las Sociedades de la armon ía, al “gran relojero” con que s e contentab a la racionalidad de las Luces. El vínculo social, que constituirá una buena parte del vértigo revolucionario, se encuentra, por el c ontrario, c om ple ta m ente inm erso en ese fluido. “ Si el m agnetis mo animal existiera...”, como escribía Bergasse de manera bastante amenazante a fin de cuentas, entonces sí, la física del nuevo vínculo social podía pasar por ser tangible, y quien tuviera las claves de esos
flujos se impondría con un solo movimiento, como un médico para los cuerpos, un d irector para las almas y un reform ador para la sociedad. P or todas estas razones, Berga sse no rechaza ba de m anera abso luta que se lo considera ra un “Licurgo ”, el legislador mítico de Esparta qu e habría fun dado de un a sola vez la constitución d e la ciudad, haciendo jurar a sus com patriotas que nunca la cambiarían en nada. E incluso si ni M esm er ni Bergasse se preocuparon jamá s realm ente de los diferentes gob iernos de Luis XV I, perm anecía en todos, incluyend o el rey, una seria duda: ¿y si el magnetismo animal existiera...? Esta pregunta abrió un hueco al que nada, con la ayuda de las circunstancias, vino a cerrar nuevam ente. ¿A qué llam o aquí las “circunstanc ias” ? N ada menos que a la Re volu ción Francesa, y más precisam ente a la pasión que desplegó en la cues tión de la representación en política. Si los diez años que sacudieron a Francia desde el 14 de julio de 1789 hasta el 2 de diciembre de 1799 pasan con justic ia por ser uno de los la borato rio s políticos m ás activos que la humanidad haya conocido, en efecto es alrededor de las nocio nes de represe ntación y de soberanía que la impresión de exp erim enta ción es más fuerte. Si seguimos las opciones ado ptadas por los diferen tes regím enes, tenemos la impresión de que la m ayoría de las fórmulas posible s se e nsayaron, desde la m ás extrem a, donde la afirm ació n de la soberan ía directa del pueblo reduc ía a sus representantes a no ser más que agentes bajo estricta vigilancia (fue el Terror), hasta la más com ple ja que, al afirm ar por el contrario la sobera nía de la nación, dotaba a cada representante de una enorm e libertad de m aniobra, pues no tenía que rendir cue nta alguna a quienes lo habían elegido, sino so lame nte a la nación en su totalidad.60
III. 4. 2. El nuevo Jano: individuo/ciudadano El punto de partida, que se impon e desde las prim eras reflexiones de la Asamblea Constituyente, es un postulado madurado lentamente a lo
60. Así, el artícdo 52 de la Constitución del año III, forjada por la Convención de Termidor, enunciaba de un modo que no podía ser más claro: “Los miembros del cuerpo legislativo no son representantes del departamento que los nombró, sino de la nación en su totalidad.” Citado por Michel Troper en su artículo “La Constitution de l’an III ou la continuité: la souveraineté populaire sous la Convention” [“La Constitución del año III o la continuidad: la soberanía po pular bajo la Convención”], en 1795, pour une République saris révolution [179 5, para una Re pú blica sin revolución], Rennes, Presses Universitaires de Rennes, 1996, pág. 188.
largo de las décadas anteriores, que estalla repen tinam ente para afirm ar un verdadero atomismo del cuerpo social. Incluso antes de la pree m i nenc ia del “ciudada no” , el “individuo” hace una entrada po lítica obser vada desde los inicios de la Rev olución. Es él quien con stituye la obje ción crítica contra ese cimiento de la sociedad de Antiguo Régimen que eran los innumerables “cuerpos” particulares, vividos de repente como otras tantas concentraciones nocivas de intereses que iban en contra de la “voluntad general”. Como lo escribe, entre otros, Lucien Jaume: “El individuo es entonces lo que, por su súbita aparición, di suelve a la sociedad de cuerpos del Antiguo Régim en.”61 D urante una doc ena de días del mes de agosto de 1789, m ientras que las cuestiones políticas m ás urgente s sig uen pendie nte s, la A sam ble a, que, durante la noche del 4 de agosto, no solamente abolió “los privilegios”, como cualquier francés supuestamente debe saber, sino la totalidad de los cuerpos intermediarios,62 se lanza en una discusión larga y tortuosa, para desem bocar alg unos día s más ta rd e en los 17 artículo s de la pro clamación de los “Derechos del hombre y del ciudadano”. Bajo unas inquietudes filosófico-políticas, se trataba ante todo, pa ra los C ons titu yentes, de asentar su nueva legitimidad: elegidos con poderes limita dos, por los mismos mandatos que ellos acababan de hacer desapare cer, y frente a un poder real que seguía rodeado por la aureola de su gloria secular, los Constituyentes sólo podían actuar verdaderamente después de haber enunciado los principios que justificaban su “tabla rasa” . Y al no reco noc er más que tres entidades -e l individuo, la ley, la na ció n- encontraban un aliado en ese individuo que el Antiguo Ré gi men, p olíticam ente, ignoraba. Sieyés, ya en su céleb re y decisivo Q u ’est-ce que le Tiers Etat? [¿Q ué es el Tercer estad o? ], se lanzaba a una crítica sin piedad de todo lo que podía aparecer com o “cuerpo in te rm edia rio ” entr e el in div id uo y el soberano. Aquél que, hasta el golpe de estado del 2 de diciembre de 1799, pasó con justicia p or ser la “cabeza con stitucion al” de la revolu ción, m achac aba en todos sus escritos la convicc ión de acuerdo con la cual la nueva constitución sólo deb ía articular entre ellos a los indivi duos y al poder al que éstos aceptaban someterse pare reglamentar la vida social. Y aunque p rácticame nte no se pueda sospech ar que tuviera
61. Lucien Jaume, Le discours jaco bin et la dém ocracie [E l discurso jaco bin o y la democracia], París, Fayard, 1989, pág. 160. 62. Sería demasiado largo citar aquí ese texto fundamental. Se puede leer sin dificultad en la nota 2 de la página 21 del libro de Marcel Gauchet, La Révolution des Droits de l ’homme [La Revolución de los D erecho s del Hom bre], París, Gallimard, 1989.
simpatías mesmerianas, las metáforas médicas venían bajo su pluma para describ ir el costado nefasto de los cuerpos in term ediarios: Es imposible decir qué sitio dos cuerpos privilegiados deben ocupar en el orden social: equivale a preguntar qué lugar se le quiere asignar en el cuerpo de un enfermo al humor maligno que lo mina y lo atormenta. Hay que neutralizarlo.'^
A sí es que el program a era simple: había que hacer desaparecer, “ neu tralizar” a todos los cuerpos intermediarios vividos com o otros tantos tumores, y organizar constitucionalmente vínculos nuevos entre cada uno de los individuos que habitaban ese cuerpo social, y la soberanía que ya no le pertenecía al rey (reducido, a partir de la constitución de 1791, al papel de “jefe del ejecutivo” ), sino a la nación . ^¡1 individuo se encon traba entonces planteado com o una evidencia que apartaba cual quier necesidad de definirlo previamente. E staba ahí, en su anonim ato de “individu o” , entre el “hom bre” y el “ciudadano” , verdadero átomo que se trataba de hacer caber en el espacio político y social de una nueva constitución. R educ ida brutalmen te a un polvo de individuos, la nación se veía obli gada a reunirlos más sólidam ente que nunca, sobre nuevas bases, en el seno de su jovencísim a soberanía. El recorte en 83 de partam ento s-qu e sigue legible dos siglos más tarde en la vida política y administrativa fra nc es a- volvía posible una reunión ejem plar de lo que acab aba de ser pulv eriz ado por esta súbita p rom oció n del individuo: fue la fie sta d e la Federación del 14 de julio de 1790, que sigue fundando el imaginario colectivo francés. Proven iente de todos los nuevos dep artamen tos, re unida en el C am po de Ma rte, una multitud de “ind ividuos” encarna ese día, del m odo m ás cercano posible, una especie de cerem onia efectiva del contrato social, en la cual cada actor entra en una relación directa con el gran todo de la nación soberana. La Fayette, ante quien desfilan los delegados equipotentes de esta Francia Hom ogene izada, es el héroe del día. Mirabeau se lo reprochará a Luis XVI, quien debería haber ocupado ese lugar, y no dejárselo a quien, a partir de eso, sólo podía con vertirse en un rival. Ese mism o M irabeau hará notar que, para que se enc arna ra es e día de m anera d ecisiva la nación en su nu eva comple-* jid ad, la A sam ble a C onstitu yente no debería haber desfilado detrás de los delegados de los departamentos, como lo hizo, sino, por el contra rio, asistir a su reunión , jun to al rey, amb os (la asam blea y el rey) encar-
63.Sieyés, Qu’est-ce que le Tiers État?, París, PUF, col. “Quadrige”, 1981, pág. 93.
nando, inm óviles, los pod eres legislativo y ejec utivo a quien es se unía, desfilando y reuniéndo se ese día, día, esta colección de individuos de stina da a llamarse llamarse “el pueblo” . Punto ideal del esfuerzo de los C onstituyen tes, estos individuos rev elaban ser a la vez distintos distintos y conjun tos, en una unión de cuerpo y de alma con sus representantes, y con esta cerem onia inaudita y grandiosa para los contemp oráneos, el “individuo” com ple taba su entrada en el escenario de la historia de Francia. Entonces co m ienza el paso de danza entre este individuo individuo y su inev ita ble b le a c ó lito li to , el ciudadano. El debate alrededor del “absolutismo”, que se quedab a en Hobbes confinado al cielo cielo puro de la especulación filo sófica, inunda ahora la escena política. Gira alrededor de la cuestión crucial entre todas: la de la soberanía. Puesto que ésta no es ya un atributo del rey, ¿a quién le corresponde? El concepto mismo de soberanía se remonta, en la tradición política francesa, de la que es una de las grandes especialidades, aJ ea n Bodin, quien, a finales del siglo siglo XV I, enfocó el asunto de tal tal m anera qu e luego ya no se pudo ha cer otra cosa que retom ar sus términos. términos. B odin era un pa p a r tid ti d a r io n e to d e la m o n a rq u ía a b s o lu ta. ta . L a s o b e ra n ía s e le p r e s e n ta claramente como “una, indivisible e incomunicable”, es “la potencia absoluta y perpetua de una República”, y el príncipe que la gobierna está “absuelto de la potencia de las leyes” (en eso yace su “abso lutis mo”), y sólo obtiene sus poderes de Dios y de la naturaleza. El salto efectuado a partir partir del inicio inicio de la R evolución equiva le a deshac er al rey rey de esta sobe ranía, sin sin cue stionar siquiera por un instante una definición que databa de los mejores días del absolutismo monárquico. ¿Enton ces, quién va a heredar aho ra esta soberanía? Po rque se va a mantener, más gloriosa y necesaria que nu nca en el peligro peligro revolucionario. S ólo hay dos candidatos -l a nación o el pu eb lo-, pero varios varios casos posibles, posibles, si nos remitimos a los dos primeros artículos de la Constitución de 1791,, vem os cóm o el problema se ubica con una tem ible clarida 1791 A r títícc u lo p rim ri m er o - La Soberanía es una, indivisible, inalienable e imprescriptible. Pertenece a la Nación; ninguna sección del pueblo, nin gún individuo puede atribuirse su ejercicio. Artíc Ar tícul uloo seg s egun undo do La Nación, Nac ión, única de laqu la qu e emanan emanan todos los poderes, sólo puede ejercerlos por delegación.
Téc nicam ente, el debate que precedió a la redacción de estos artículos se debía a la la cuestión cuestión del “m andato im perativo”, que el Antiguo R égi men había utilizado utilizado en la representación representación d e sus cuerpos intermed iarios, iarios,
y del que los con stituyentes habían tenido que desp rende rse para reali zar una tarea que sus encom endado res ciertam ciertam ente no les les habían preci sado. Aunque más no fuera por razones tocantes al número y a la dis tancia, tancia, la dem ocracia directa tenía que ser descartada. descartada. Era c onveniente enton ces d efinir la latitud latitud otorg ada a los los representantes. ¿S e actuaría de tal mod o que cada repres entan te estuviera som etido a un control de los los representados que lo lo habían elegido (mandato imperativo)? En ese caso, ex istía un gran gran riesgo, eno rm e incluso para un espíritu espíritu francés, de fabricar una cohorte de opiniones y de intereses divergentes que ya nada permitiría hacer converger a continuación hacia una “voluntad gene ral” cualquiera. cualquiera. A llí donde los estadounidenses habían con sidera do, en su su constitución de 17 1783 83,, que del mism o conflicto d él o s intereses po p o d ía s u r g ir u n a fo rm a d e te m p e ra n c ia d e m o c r á ti c a d e in te ré s g e n e ra l, los los franceses se mostraban incapaces de ima ginar otra cósa que el caos del An tiguo Régimen. M ás que las dificult dificultades ades técnicas de ejercer una vigilancia eficaz y rápida de los representantes por los representados, los Con stituyen tes no pudieron a filiarse a la idea idea de una posible gestión legislativa de los conflictos de intereses particulares. Por el contrario, era nec esario concebir que la “v oluntad oluntad g eneral” estuviera presente, y fuera discernible, discernible, en ca da representante. Que en él no predom inara de entrada el sólo interés de sus encomendadores, y aún menos el suyo pr p r o p io , s in o el e l d e la n a c ión ió n e n te ra . P o r lo l o tant ta ntoo , e ra n e c e s a rio ri o e s ta b le c e r la indep ende ncia tanto del cuerpo leg islativo como del ejecutivo, ejecutivo, y nunca hacerlos rendir cuentas más que a la nación. En ese caso, otro riesgo resultaba no menos evidente, y los miembros de la corriente democrática presente desde 1789 en algunos distritos pa p a r i s i e n s e s s u p i e r o n v e r lo c l a r a m e n t e , c o m o b u e n o s l e c t o r e s d e Rousseau que se habían habían vuelto: vuelto: si si el poder le es confiado au n represen tante sin que este último sea pues to en situación de da r cue nta de ello a quien le confía esa tarea, tarea, sólo se habrá cam biado de déspota. C reyendo liberarse del tirano real, se habrá instaurad o al tirano legislativo, y las relaciones, muy a menudo tensas, entre las “secciones parisienses” y los los m iembros de la Asam blea Constituyente, y luego luego los de la la Legisla tiva, no dejaban de ilustrar ese peligro: que los “representantes” del pu p u e b lo , c o n s id e ra n d o e n to n c e s no te n e r q u e d a r c u e n ta s m á s q u e a u n a “Nac ión” , que no estaba nunca en acto para sancionarlos, se confiaran confiaran más de lo debido. Con ocasión de las discusiones apasionadas sobre ese tema en el Club de los Jacobinos, Robespierre enunció el 18 de m ayo de 1791 la cos a con la claridad qu e él sabía ha cer suya:
Allí donde el pueblo no ejerza su autoridad, y no manifieste la voluntad por sí mismo, sino por representantes, si el cueipo representativo no es puro y no está casi identificado con el pueblo, la libertad es aniquilada.
Con lo que vemos asom arse una exigencia nueva, que desem boc ará en en el Terror: el representante no puede fabricar leyes y ponerlas en vigor más que si es la emanación directa y permanente del único en quien reside la totalidad de la soberanía (ya vimos que no se compartía): e l pu p u e b lo . El Com ité ité de S alvación alvación P ública debía, por su parte, poner en acción directamente esta concepción límite de la soberanía popular a través través de la práctica práctica -verdade ram ente nu eva - de la delación delación cívi cívica ca..
III. III. 4. 3. El Terr Te rror or com co m o s o lu lucc ió iónn a l c liv li v a je En vista de que efectivamente la virtud del representante es la única condición imperativa para que no abuse del m andato (necesariamente no im perativo) que se le le ha confiado , hay que erigir esa virtud virtud com o la única garantía de que el el p rincipio rincipio representativo, representativo, imposible de elim i nar, no desembocará en un nuevo despotismo. Aquí es donde la cuadratura del círculo constitucional francés se cerrará como las hojas de una trampa m onstruosa: ¿cóm o asegurarse de la la virtud? virtud? Po r la de nuncia. Ya al defender sin restricción la libertad del derecho de prensa, R obesp ierre había propuesto que se les negara toda protección espec í fica a los funcionarios: puesto que están al servicio del pueblo, quien quiera que considere que no realizan bien su trabajo tiene al menos el derecho (más tarde será un deber) de denunciarlos, sin sin arriesgarse si qu iera a ser perseguido p or ello ello en caso de error por su parte. En su gran discurso sobre la desconfianza, Robespierre justifica plenamente esta disposición: Legisladores patriotas, no calumnien a la desconfianza; permitan que esa doctrina pérfida sea propagada por esos cobardes intrigantes que hasta ahora han salvaguardado con ella sus traiciones [...] la desconfianza, di gan lo que digan ustedes, es la guardiana de los derechos derech os del pueblo; es al sentimiento profundo de su libertad lo que los celos'son al amor.64
Cu ando las las urgencias de la guerra contra el enemigo externo (la coali ción de los emigrados llevada por La Fayette primero) y el enemigo
interno (las diversas formas de la contrarrevolución) imponen en el seno de la Convención la creación del Comité de Salvación Pública, este estado de ánimo se actualiza plena y trágicamente. En 1793, el ja j a c o b in o É tie ti e n n e Ba B a rry rr y e s c rib ri b e y p ro n u n c ia un u n Essai sur la dénonc iation iation po p o liti li tiqq u e [ E n s a y o so b r e la d e n u n c ia p o líti lí ticc a ] . Legitima la denuncia anónima convirtiéndola en un signo de civismo:65 el ciudadano que pe p e r c ib e e n c u a lq u ie r in d iv id u o te n d e n c ia s o a c c io n e s q u e no v a y a n en el sentido de la “voluntad g ene ral” y de la felicidad felicidad del pueb lo, tiene el deber de denun ciarlo a las autoridades, sin sin estar obligado siquiera a dar su identidad, pues no efectúa ese acto más que en nombre del interés general. El maniqueísmo se encuentra aquí en su clímax, pues se ve claramente postulado que el aquí llamado “ciudadano” es planteado, po p o r d e f in ic ió n , c o m o sie si e m p r e en p e r f e c ta a d e c u a c ió n c o n la v o lun lu n tad ta d general, o dicho de otro modo, con la “libertad” del pueblo, mientras que al “individuo” se le atribuyen tendencias que, por sí mismas, sólo pu p u e d e n a m e n a z a r e s a “ lib li b e r ta d ” . Ese vértigo de la identidad absoluta entre el ciudadano como “átomo cívico” y el pueblo como colección de ciudadanos detentadora de la soberanía, reposab a sobre una espacie de identidad identidad inm ediata del ele mento y del conjunto: el ciudadano virtuoso es el pueblo. Punto. He aquí un ejemplo sorprendente de esta identidad dada dentro de una inmediatez sin delegación: el 27 de julio de 1792, en la sesión de los Jacobino s, el ciudadan ciudadan o Simón se queja de que el lenguaje mism o sea un obstáculo para la acción. Se cree convincente: Ya no se necesitan discursos, no más correspondencia, necesitamos sesio nes mudas donde cada uno se adivine en los ojos lo que tiene que hacer [sic], y donde uno ya sólo tenga que remitirse a sí mismo .66 .66
Esta aspiración se quedará en el estado de deseo ingenuo; pero señala con ba stante claridad esa locura de la identidad reflexiva po r la cual el ciudadan o que ha bría aniquilado aniquilado en él cualquier porción porción de individua lidad estaría identificado ha sta tal tal punto con el pueblo qu e este último último hab laría lisa lisa y llanam ente por su voz. En la noche del 9 Termidor, en el m om ento en que los los partidarios partidarios de Robespierre, al borde del abismo, luchan contra el el decreto inm inente de la la Convenc ión qu e los colocará fuera de la ley ley y los los propulsará hac ia la guillotina, guillotina, Couthon sugiere que
65. S e trataba trataba de una radicalización radicalización de la posición de Marat, Marat, sumo sacerdote de la denuncia, quien exigía, por el contrario, que cada una fuera claramente identificable. “Esta práctica -escribía- no soporta el anonimato.” di scou ours rs ja co b in ..., .. ., op. cit., cit ., pág. 177. 6 6 .Citado en L. Jaume, Le disc
se le escriba a los ejércitos. Robespierre, que no perdió para nada su cab eza política, política, le le replica: replica: “ Sí, Sí, ¿en nom bre de qu ién?” Co uthon, extra ñado, le responde: “Pues, en nom bre de la Co nven ción [todavía son sus je j e f e s leg le g ítim ít im o s , a fa f a l t a d e s e r s u s am o s]; s] ; ¿no está ella siem siem pre donde estamo s noso tros?” R obesp ierre perm anec e en silencio, silencio, reflexiona, m urm ura algo al oído oído de su herman o, y dice en en voz alta: alta: “Yo opino que escribamos en nombre del pueblo francés.” Eso no los los salvará, p ero respe ta la lógic a del Terror, esta lógica so bre la que R obe spierre sospechó m uy pronto hasta dónd e los arrastrarí arrastraría, a, a él él y a los los suyos. En el impo sible ajuste de la sobe ranía y de la repre sen ta ción, encarnó uno de los extremos, extremos, aquél d onde el representante no está autorizado pa ra su función y para la libertad libertad que ésta exige m ás que por su profunda identidad con el representado, representado, una identidad que tiene nom bre b re:: v irtu ir tudd . G ra c ia s a e lla ll a , la v o lu n ta d g e n e ra l e n s a rta rt a co n un s o lo m o vimiento a la serie de los ciudadanos, donde cada uno se define por estar así atravesado por la citada voluntad (¿a menos que surja por sí m ism a en él?), y a partir de eso hac e caso om iso de sus necesidade s y deseos de ind ividuo si si entran entran mínim am ente en conflicto conflicto con la Volun tad de todos. todos. Porque, según la opinión de Jean-Jacq ues, que se volvió un estribillo en esos años, “la vo luntad no se representa” : po r lo tanto, tanto, es necesario, para no naufragar en el el caos de las voluntades ind ividua les, les, que la voluntad sea de entrada la m isma en todos y cad a uno, y cada uno merecería entonces llamarse “ciudadano”, y la colección de estos ciudad anos se volvería volvería entonces “el pueblo” . La denu ncia, al igual igual que todos los procedim ientos de “depuración ”, apuntan a asegurarse de esta identidad, crucial en ese estilo de pasaje sim ple y directo del “todo s” al al “todo ” , del plural inabarcable de la m ultitud ultitud a la unidad del “pu eblo” y de la “nación” “nación” . A la inversa, las constituciones de 1791 y del año III garantizan una indepen den cia real real del cuerpo legislat legislativo ivo exigiendo que rinda cuentas sólo a la nación, entidad harto abstracta, incluso si es muy poderosa ima ginariame nte. Si bien bien la virtud virtud del representante representante sigue siendo bien venida, ya no es requerida como una condición indispensable para el funcion am iento correcto de la la constitución. El ciudada no ya no es en tonces esa parte del individuo qu e participa en en el establecim iento del soberano, individuo que conse rva para sí un margen qü e escap a de su su pr p r o p ia r e p r e s e n ta c ió n p o líti lí ticc a , y so b re la c u a l, a c a m b io , el p o d e r r e pr p r e s e n ta t iv o n o tie ti e n e a c c e so . V ale al e la p e n a q u e n o s d e te n g a m o s en e s ta repartición repartición nuev a para situar situar lo que va a correr, correr, a partir de ese m om en to, lejos de cualqu ier reconocim iento oficial, oficial, con los diversos nom bres que se le prestaron a continuación a los diferentes descendientes del mag netismo netismo animal, muy rezagado con respecto a las las nuevas normas
subjetivas cre adas por la instancia (que a partir de esto será basal) de la representación política. Porqu e esa parte del individuo que lo conec ta ba con el flu jo cósm ic o del agente gene ral no tiene cabid a en el sistema representativo em plazado por la Rev olución a través de los tanteos que acabamos de atisbar. Una vez que la oleada mesmerista ha pasado, es en la sombra, y m uy apartadas de la esfera política nuevam ente, com o estas fuerzas extrañas que, bajo el ciudadano, agitan al individuo, con tinuarán abriéndo se un camino. Pe rderíam os de entrada lo esencial de esta división si nos contentára mos con oponer a un ciudadano (sometido a las leyes) las demasiado famosas “libertades individuales”. El ciudadano no es menos profun dam ente libre en su respeto de las leyes que un “individuo” que silen ciosamente se tomara confianzas con esas mismas leyes, y debemos recordar aquí la opinión de Lucien Jaume que encontramos con oca sión del estudio del texto de Hobbes: El hombre natural no es una entidad que el Estado se encuentre ante él, y que constituiría su límite y su obstáculo; está más bien “en otro lado”, es como su inverso silencioso 67 [...]
El verd adero parteaguas en tre el ciudadano y el individuo no es enton ces el de la libertad, sino el de la representación -y tal era la razón de ese desvío po r algunos puntos de la historia de la Revolución Francesa, por lo m enos en ta nto que esta “desigual div is ió n” cuyos com ponente s busco se trazó allí de m anera inaugura l. Al poner en acció n a la repre sentación, la nueva soberanía, la del “pueblo” (o de la “nación”) se clivaba también, de entrada, como lo indican suficientemente los dos prim eros artículo s de la Constitu ció n de 1791 : la sobe ran ía es una, cie r tamente, a silo afirm a el incipitdel prim er artículo; pertenece so lame n te a todos, pero sus poderes no pueden ser ejercidos más que p or dele gación. El clivaje inherente a la perso na ficticia seguido desde Hobbes recupera a quí sus derechos, para dejar su lugar a esta división que, al afirm ar la perte nencia sin lím ites del ciudada no a la per son a ficticia del Le viatán e statal, le da a partir de eso todo su filo a la otra cuestión, la de la perte nencia a s í m ism o del individuo. Porque lo que no entra en la máqu ina representativa no se deja “enm ar car” tan fácilmente, además: ni la religión, ni la magia, ni quién sabe qué “co nciencia” individual consiguen aprop iarse como si fue ra su bien de ese residuo d ejado libre, en el sentido quím ico del término. C ierta
me nte, todas lo intentan y lo ambicionan. Todas buscan instalar su cam pam ento en esta estrecha expla nada que el Esta do, en su le nta e irresis tible gestación, resulta incapaz de tomar en cuenta. Tampoco está de ningún modo en postura de otorgarle a alguien el privilegio de hacer uso de ella en su lugar. En los innumerables sectores que sabe hacer suyos, que su origen representativo le otorga, el Estado pued e perfecta mente, al delegar su poder, conv ocar a quien quiera para co nfiarle esa gestión; pero d e lo que, en el individuo, se le escapa, no detenta ni las llaves ni los derechos. Por ello, no puede intervenir como tercero al respecto para arrendar esta parte restante a un grupo c ualquiera, como sabe hacerlo en los demás sectores que le es dado conocer. La existenc ia de un resto de este orden, residuo de la lógica represen ta tiva impo sible de explotar, no puede, por otra parte, volverse conv in cente m ás que po r el absurdo. En efecto, si querem os qu e nada de eso exista, entonces de una u otra m anera, el esquem a representativo co n duc irá a la po lítica del Terror: virtud republican a (R obesp ierre) o m ís tica racial (Hitler), ideología revolucionaria (M ao) o patriotismo gu e rrero (Stalin), el soberano será afirmado y aceptado como idéntico a cada ciud ada no,68 el cual enco ntrará en esta identidad pla ntead a como tal la fuente de la suya. Cada uno es, entonces, uno, y el conjunto de esos un os (la Nación , el Partido) es a su vez uno. En cam bio, a partir de que nos apartamos aunque sea muy poco de esos extremos, esta excesi va unidad del elem ento de base y del todo que le es correlativo se des morona, y vemos cóm o se emplaza un “jueg o” entre ciudadano y sobe rano; entonces, no se arregla tan fácilmente, por simple identidad, la cuestión del vínculo de “autorización” (Hobbes) que le da nacimiento a esa pareja; por consiguiente, nos vemos o bligados a tolerar que en ese mismo nivel del ciudadano algo perdure, que no ha pasado ni al sobe rano ni a la representac ión. ¿Pe ro qué? En verdad no lo sabemos, o más exactamente: nada muy válido puede decirse al respecto en el nivel sólo de la lógica de la representación. Lo que escapó, en tanto que eso escapó, no tiene nombre; “no es nada”, como decimo s tan apresurada m ente cuando queremos deshacernos de una emoción inoportuna nota da de improviso por nuestro interlocutor. Esta parte de un todo que no existe (o al menos que nad a permite con cebir como tal, este individuo supuesto natural), esta parte errante no delimitada qu e veremos cam biar de nombre durante todo el siglo veni
68 .
Esta identidad simbólica se acompaña muy bien con una sorprendente dispa ridad imaginaria, por no hablar de las relaciones de fuerza reales entre uno y otro.
dero, el triunfo repentino de la representación política la hace pasar de una v ez de las candilejas a la oscuridad sú bita de quienes ya no tienen la palabra. H ela aquí encaminada a partir de ahora por caminos de bre cha, bastante lejos de las historias oficiales qu e ya no verán de ella más que la continuación obstinada de una aberración. Después de haberse enco ntrado eclipsado casi de la noche a la mañan a por la pasión p olíti ca revolucionaria, el entusiasmo por el magnetismo animal fue como echad o a las orillas de la “verdadera” historia. Sin embargo, nos cuida remos de olvidar que una parte no desdeñable del vasto personal jac o bin o, acto r si lo s hubo de la Revolu ció n, con frecuencia era de in spira ción m esmerista: la Sociedad de la armo nía de Bergerac, por ejemplo, se volvió pura y simplemente el club jacobino local, conservando la totalidad de sus m iem bros en ese cu rioso viraje.69 D e esto no extraigo ninguna conclusión perentoria (¡el jacobinismo se alimenta en tantas otras fuentes!), pero en ese recubrimiento casi íntegro del misterio del vínculo social -q u e alguien com o Bergasse creía todavía leer como un libro ab ierto - por las sombrías claridades de un sistema representativo que bu sca su difícil equilibrio, se da vuelta una página sin que sepam os bien qué estaba e scrito en ella. El R ousseau fam oso de Julia o la nueva Eloísa cede su lug ar al muy serio autor del Contrato social, y Mesmer se eclipsa discretamente, llevándose su dinero y sus secretos: reina un nuevo orden, que relegará sin descanso cada vez más lejos de sí esta form a de poder oscura, secreta, dem oníaca quizás, vincu lada con este fluido siem pre tan impalpab le. Él, el nuevo poder, prete nde la claridad: imperios, restauración, repúblicas se sucederán a partir de ese m om en to sin que, conservando las diferencias, puedan ser cuestionadas de m anera durad era las nuevas co ordenadas ad quiridas a lo largo de todo el period o rev olucionario en cuanto a ese pod er y la soberanía de la que pro viene.
Capítulo VI
IV. Retorno a la transferencia IV. 1. Los tortuosos caminos de la hipnosis N o hay nada que dé m ejo r te stim onio de la filia ció n entre la le ja na epopeya m esmeriana y la hipnosis hoy que la am bigüedad con la cual ésta es recibida aún ahora. Si seguimos la presentación qu e de ella da uno de sus especialistas franceses, hoy desaparecido, Léon Chertok,1 con frecuencia sentimos como si hubiéramos regresado a 1784, en el m om ento en que las dos com isiones reales presentaban sus veredictos. Por un lado, la hipnosis es reconocida como un hecho evidente, y una renom brada epistemóloga, Isabelle Stengers, no titubea en publicar una obra titulada Im porta nce de l ’hypnose [Im porta ncia de la hip nosis].2 Por otro lado, vemos a esta hipnosis puesta en duda en su existencia m ism a con la seguridad más tranquila; en los muy serios A nnale s m édico-psychologiques [Anales médico-psicológicos 7,3 por ejemplo, y en su informe del libro de Ch ertok (inform e “muy cortés”, según el decir del propio autor incriminado), X. Abély no duda en afirm ar que la hip nosis no es m ás que un a “superchería” , y que es necesa rio volver a abrir ese archivo para acabar con ella de una vez por todas Una impresión de estancamiento se desprende además con el primer vistazo histórico: cuan do la British M edical A ssocia tion compromete,
1. Léon Chertok, L ’hypnose [L a hipn osis], París, Payot, 1989. 2. Importance de l ’hypnose, bajo la dirección de Isabelle Stengers, Les empécheurs de penser en rond, París, Synthélabo, 1993. El artículo de Didier M. Michaux, “Hypnose: le conflit phénoméne/représentation sociale et ses enjeux” [“Hip nosis: el conflicto fenómeno/representación social y sus apuestas”] (págs. 57108), ofrece una buena descripción de la situación actual de la hipnosis en Francia en el sector de la investigación. 3. Annales méd ico-psycho logiqu es, 1961, 1, pág. 190
en 1955, a una de sus comisiones para producir un informe sobre la hipnosis, é sta se apresura a encontrar que los términos de un a com isión idéntica realizada en 1831 por un tal Hudson “son de una previsión notable y, en su mayor parte, son todavía aplicables hoy”. Y entonces Chertok comenta: Lo cual equivale a subrayar que en ciento treinta años, los progresos rea lizados en el terreno de la hipnosis han sido notablemente lentos, compa rados, por ejemplo, con los de la física, para no hablar de la astronáuti ca ...4
A la inversa, en Estados U nidos, entre otros lugares, parecen llev arse a cabo activas investigaciones, sin que el público no especializado sea verdad eram ente informado sobre ellas. Francia, por el contrario, según el propio Chertok, y a pesar de su trabajo obstinado en ese sentido, sigue siendo el país don de m enos se pu blica sobre el tema , cuand o fue su tierra de elección a finales del siglo anterior. En cuanto a la sensa ción turbia que acompañaba la concepción de Mesmer, se vuelve a encontrar sin dificultad si se siguen más o menos de cerca numerosas cons ideracio nes ac tuales sobre la hipnosis. En su (muy brev e) prefacio, Che rtok escribía, por ejemplo: Notemos que ochenta años han pasado desde las previsiones formuladas por Charcot, y que seguimos ignorando la naturaleza exacta de la hipno sis. Todas las teorías que se propusieron al respecto no ofrecen más que explicaciones parciales. Nos faltan incluso criterios objetivos que permi tan afirmar que un sujeto es hipnotizado. La hipnosis es un fenómeno lábil, huidizo, inasible y sin embargo efectivamente existente .5
Ese “y sin embargo...” tiene algo típicamente mesmeriano; el propio Léon C hertok, lejos de asestar a la hipnosis como una evidenc ia igno rada, no cesó de interrogar sobre ella, en este mom ento (¿hábilmen te?) en que los esfuerzos pa ra remitir ese fenómeno sólo al plano racional perm anecen to davía le ja nos.6 A nte esta desconcerta nte situació n, don de los partidarios y los adversarios de la hipnosis parecen librar su
4. L. Chertok, L ’hyp nose, op. cit., pág. 28. 5. Ibid., pág. 11. 6 . “Ninguna de las definiciones [de la hipnosis] propuestas es en efecto satis factoria. Cada una está en función de la idea que su autor tiene de la naturaleza del fenómeno...” (pág. 32), “Además, no podemos determinar si un sujeto está hipnotizado o no. Algunos sujetos creen haber sido hipnotizados cuando no lo estaban; otros creen no haber sido hipnotizados cuando lo estaban” (pág. 34).
combate, no queda más que deshilar una pequeña parte de la madeja que, sin jam ás renegar de sí misma ni cortarse a sí m isma de sus fuen tes, sin embargo experimentó vuelcos internos lo suficientemente im portante s com o para que te ngam os in fo rm ació n de ellos. El c am in o que va de Mesmer a Freud es cualquier cosa menos recto, y en lugar de apegarse precipitadamente a la opinión de acuerdo con la cual es lo mismo, o que no tiene nada que ver, más vale recorrer algunas de las etapas de esta ex traña historia. Ya en 1784, el marqués de Puységur, miembro de la Sociedad de la A rmonía y partidario m uy activo de M esm er (a quien él frecuen taba en esa époc a), había notado que num erosos pacientes (tanto m ujeres como hombres), antes de la aparición de la “gran crisis” que constituía el a c m é de la terapéutica mesmeriana, presentaban signos claros de un sueño de vigilia sorpren dente.7 El propio M esm er adm itía la existenc ia de la cosa, sin que aparen tem ente haya cap tado su interés. Es cierto que los dos ho mb res veían las cosas aproxim adam ente al revés: para Mesmer, la crisis sobrevenía al término de la acción del magnetizador, y era resolutoria, o había que admitir que el tratamiento no había funciona do. Para Puységur. por el contrario, el sueño adopta el aspecto de una crisis inicial, atemperada tanto en su principio como en su presenta ción, que n ecesitaba la presencia del terapeuta, quien, du rante el trans curso m ismo de ese sueño, y con la ayuda de éste último, interviene con el paciente. D e ser exp losiva en M esmer, la cura se vuelve encua drada y dirigida en Pu ységu r; pero sigue tratándo se de dev olve r su fluidez a los atascam ientos y bloqueo s de un flujo prim ero. Co mo lo com enta R. Roussillon, allí don de M esmer p arecía buscar una especie d e explosión liberadora, la súbita ruptura de un dique desbordado por un flujo dem a siado potente, el m agnetizador Puységu r buscará apropiarse inadverti damente de la motricidad de su paciente para dirigir esta energía así confiscada hacia nuevas vías de descarga. Haciendo esto, llevará a su pacie nte a sentir, a “ ver” en su propia org aniz ació n pato ló gic a, los p un tos de fijación, poniendo en acción de ese m odo un a “con ciencia lúci da” que se volverá el alfa y el omega de las prácticas por venir que prete nderán te ner rela ció n con el m agnetism o anim al. Todavía más que el marqués de Puységur, J. P. F. Deleuze se presenta, en un prime r momento, com o el digno con tinuador de Mesmer. Al m enos el título de sus obras da testimonio de ello: H isto ire critiq u e du m agnétisme anim al [Historia crítica del ma gnetismo anim al] (1813), 7. Para seguir más de cerca la práctica de Puységur, referirse al libro de René Roussillon, Du baquetd e Mesmer au "Baquet" de Freud, op. cit., pág. 50-56.
así com o Instr uctions pratiques s ur le m agnétism e a nim al [Instr uccio nes prácticas sobre el magnetismo anim al] (1825). D entro de ese lina je que v a d e M esm er a F re ud, é l es el hom bre d el m arc o, el que in ventó un dispositivo del cual una parte muy importante había de m antenerse duran te todo el siglo. L a cita de J. P. F. Deleu ze que da R. R oussillon es basta nte explíc ita sobre este punto: Es necesario ordenar lo más posible el tratamiento de la manera más uni forme y regular: por ello, reinicio periódico de las sesiones, alejamiento de cualquier influencia ajena, exclusión absoluta de cualquier curioso y de cualquier otro testigo aparte de los que se han escogido de antemano, grado semejante de fuerza magnética y continuación del modo de proce der que se adoptó primero .8
La “gran crisis” se alejó entonces mucho. Sin embargo, Deleuze es claramente un partidario del “fluido” mesmeriano en su aspecto más directam ente corporal: el m agn etizador sigue siendo, en su opinión com o lo era en la opinión de M esmer, el que devuelve la capacidad de flujo a un fluido que, cambio brutal, ya no es considerado como bañando a todo el universo. Por sus pases, en efecto, el magnetizador crea un sistema de intercam bios energéticos entre su cuerpo y el de su paciente, de tal m odo que ambos form an, m ientras dura la sesión, una especie de unidad fluídica relativamente aislada del mundo que los rodea. Tras haber establecido un “contacto” (frecuenteme nte corporal) y haber en trado “en sim patía” con el cuerpo anudado del enferm o loc alizando el (o los) punto(s) corporal(es) de fijación del fluido, el mag netizador - y sólo él, los decires de su paciente no son esen ciale s-ex prim e y encam i na esos “m alos hum ores”, con la ayuda de sus “pases” , hacia la perife ria, don de se deb ilitan .9 El m ode lo científico del éter g ravitacion al, que había servido tanto en la época del mesm erismo, ha quedad o lejos ya. Con D eleuze , el fluido universal se ha encogido un tanto, reduc ido a la pareja te ra péutica. Sin im porta r de qué esté hecho, ese m agnetism o animal es concebido cad a vez más com o una cuestión local, que ya no pone e n ju e g o un éte r cualq uie ra , o algo global.
8.
Citado por R. Roussillon, Du baqu et de Mesmer..., op. cit., pág. 62. 9. También con Deleuze vem os cómo se confirma un dato que ya ha sido lanzado por Mesmer, pero consagrado lue go a un porvenir cada vez mejor regulado: el magnetizador será tanto más competente en su capacidad de detectar Jos pun tos de fijación cuanto que él mismo habrá sido un sonámbulo magnetizado. El lejano “análisis didáctico” freudiano ya está encarrilado, desde los com ien zos del magnetismo animal.
IV. 1. 1. Las metamorfosis del flu id o La gran conm oción, en esta dimensión del “fluido” m agnético, le co rrespon dió sin embargo al abate Faria (1756-181 9). Fue el prim ero en saber reanudar, en su obra clave D e la cause du som m eil lu cid e [Sobre la causa del sueño lúcido] (1819), la gran ambición mesmeriana y m antene r al magnetismo en su dob le articulación: terapé utica y con oci miento. Puy ségur y De leuze pretendían ser, por su parte, muy exclusi vamente terapeutas. Faria, en razón de sus orígenes10 quizás, supo re cuperar un a parte del m isterio que la terapéutica sola descuidaba, por no tener ojos más que para sus curas y su “clínica” (como diríamos hoy). Realizó también otro cam bio importante: d io por existente cierto fluido magnético qu e actuaría desde el exterior en el estado de son am bu lismo. Se deslindó de él de una manera bastante brutal, como lo da a entend er claram ente la cita que, una vez m ás, Roussillon extrae: No puedo concebir cómo la especie humana fue tan extraña como para ir a buscar las causas de ese fenómeno en una cubeta, en una voluntad exter na, en un fluido magnético, en un calor animal y en mil extravagancias más de ese tipo, mientras que esta especie de sueño es común a toda naturaleza humana por los sueños 11 [...]
Pa ra Faria* ya sólo se trata de d esenc aden ar un sue ño particular, llam a do “lúcido ” , que no es más que un a de las prop iedade s naturales del ser vivo que, al dormir, se encuentra desde siempre con las imágenes de sus sueños. Evidentemente, qu eda por exp licar el pod er terapéutico de semejante sueño, y ahí, nuevamente son las metáforas de fluidos las que vienen a dar cuenta de las curaciones y de los fracasos, pero con una novedad importante: el fluido del que se trata, al que conviene dev olverle tod a su movilidad, es...¡la sangre! U na especie de verismo corporal viene a instalarse en el lugar del oscuro agente general mesmeriano, apo yán dose sob re el principal fluido cono cido en el cuerpo. Adivinamos aquí cómo, una vez más, un esquema formal -esencial mente vinculado con las poderosas metáforas del fluido- puede con frecue ncia prevalec er sobre las sustancias a las que ap arentem ente or
10. Nacido en Goa, creció primero inmerso en la lengua portuguesa y en una cultura de extremo oriente; se ordena para cura en Roma, luego viene a París mucho antes de la Revolución (en la que participó activamente), para adquirir al fin, bajo el Imperio, una sólida reputación de magnetizador. Su notoriedad proviene, sin embargo, de algo más anecdótico: Alejandro Dumas lo hizo ve cino de celda de Edmundo Dantés, alia s el Conde de Montecristo. 11. R. Roussillon, Du ba qu et de Mesmer..., op. cit., pág. 77.
dena: ¿qué queda, en Faria, del m agnetism o m esm eriano? Casi nada, podríam os decir. L os im anes, que adornaban to davía a la s cubetas, han desaparecido totalmente;12 de haber sido impalpable y misterioso, el fluido ya no es m ás que sangu íneo (y un poco nervioso); finalmen te, el magnetizador, lejos de ser concebido como el “nudo” de una red de fuerzas tan poderosas com o inasibles, se contenta con ser el indu ctor de un sueño “ natural” , además de un gu ía atento. Y sin embargo, el m iste rio no es menos d enso en esta econom ía fluídica en la que Faria, que no aprecia ni lo marav illoso ni lo sobrenatural, com o la casi totalidad de sus colegas du rante todo el siglo XIX, se ve obligado a desp legar una teoría que toca de cerca nuestro asunto de representación. El sueño lúcido abre en efecto el acc eso a los sue ños, es decir, según F aria, a las imágenes internas que circulan en el fluido sanguíneo y nervioso. Ese es su punto de partida. De ahí, distingue entre la “intuición p ura” , que sólo está en el alma, y la “intuición mixta” que, por su parte, tiene acceso a estas “imágenes internas”, que son a su vez una mixtura de datos espirituales (provenientes del alma) y de datos físicos (prove nientes del cuerpo). Una vez planteado que el sueño lúcido permite alcanza r esta “intuición m ixta” , el terapeuta pued e llegar a ser inform a do de esas “im ágenes internas” por el durm iente-soñante, y utilizarlas a parti r d e eso com o un m ensaje cifra do puesto que, al volv erse corpora les, al con vertirse en esas imág enes qu e la intuición m ixta pu ede captar, las verdades vinculadas con la “intuición pura” del alma se han em bro llado. El arte del m agn etizador se reduc irá entonces a enco ntrar nueva m ente todo o pa rte de los mensajes de la intuición pur a a pa rtir de los m ensajes más confusos y oscuros de la intuición mixta, “ende rezando” de algún m odo las deforma ciones que su pasaje al cuerpo y a la figura ción les ha impuesto. C om o lo com enta claram ente R. Rou ssillon: [...] las deformaciones son calculables, derivan de la desviación que exis te entre el espíritu como espíritu y el imperativo de su figuración. Así, como la intuición pura es intemporal, la intuición mixta cometerá a me
12. No debemos descuidar demasiado aquí un dato de la historia de las ciencias, incluso si es difícil medir correctamente su impacto sobre los contemporá neos: en 1785, Charles-Augustin Coulomb (1736-1806) establecía la ley fun damental de la atracción magnética. Este descubrimiento no parece haber te nido incidencia directa sobre los debates apasionados que, en el mismo mo mento, causaban furor alrededor del magnetismo animal, pero, al introducir el magnetismo mineral en el universo cifrado de la ciencia, con toda certeza afectó a continuación el empleo metafórico desbocado que tanto éxito le había dado a Mesmer. Coulomb, por otro lado, no cultivó nunca la más mínima ambigüedad en cuanto a posibles vínculos con el magnetismo animal.
nudo errores concernientes al “buen” tiempo; se situarán en el futuro acon tecimientos del pasado o a la inversa .13
A pesar de la constancia de las metáforas de fluidos, adm itiremo s que con Faria se em plaza otra comp rensión del proceso, mism a que un lec tor del texto freudiano no deja de sorprenderse al leer: ¡Cómo! ¡El pasaje de lo latente a lo m anifie sto, decisivo en toda la estra te gia interpretativa de La in te rpreta ció n de los sueños, ya había sido plan teada en su trama formal con tanta anticipación, y sin que Freud lo haya sabido necesariamente! Esto le agrega un serio bemo l a todo lo que un enfoque d emasiado h istórico puede tener a veces de excesivamen te li neal, y reduce también el valor de los argumentos dirigidos a celebrar el “genio”. ¿Qu é pensar entonces de ese esquema tan simple, en un prim er acerca miento, de acuerdo con el cual el espíritu se oscurece, y por lo mism o engaña, al pasar a la materia a la que toda figuración lo cond ena? P o dríamo s invo car igualm ente el “me ntalismo” de san Agustín, quien su ponía una le ngua de a nte s de las pala bra s, d em asia do terrestres y d em a siado carnales, incitada po r la problem ática neotestam entaria de la En carnación . En el escenario en el seno del cual actúa Faria, unido a estas proble m átic as m ás que secula re s, presento la hip óte sis de que el sis te m a de la representación po lítica vino a m eter su vocecita. Porqu e él ¡eso está cla ro !- pretende no tener nada de m aravilloso ni de sob rena tural, y eso con stituirá cada vez m ás su fuerza: se con tenta con afirmar la existencia de un vínculo entre el actor visible, el representante, y el autor (no neces ariame nte tan visible), que lo habrá autorizado. El jueg o consiste a partir de esto en remontarse del actor al autor, en volver a enco ntrar las particularidades de la relación de autorización que articu la a esos dos. El esquema hermenéutico presente en el procedimiento de Faria se inserta admirablemente en este nuevo juego político: la imagen interna “representa”, ciertamente, lo que vino de la intuición pura , en el sentido fig ura tivo habitu al, pero las deform acio nes qu e su frirá, al hacer esto, adoptan también un sentido político. Esta figura actúa en nombre de lo qu e ella figura, es su represen tante autorizado, y sus supu estas “deformaciones ” serán a pa rtir de ese mom ento prueba de ello, pu es, fue ra del Terror, el representan te político debe, en cierta
13.R. Roussillon, Du ba qu et de Mesmer..., np. cit., pág. 83. Es sorprendente encontrarse en estos parajes con preocupaciones perfectamente especulares de inversión en espejo: tratándose de “fuentes del mal”, será común, según Faria, “encontrar a la izquierda lo que está a la derecha, y viceversa”.
m edida , diferir de aquél a quien rep rese nta .14 Los d os sen tidos, figu ra tivo y po lítico, conc uerdan ahora uno con el otro, y quienes crean, sin siquiera distinguirlos demasiado, que los separan para arrojar uno y con servar el otro, se ocupan en una tarea que deberían tom ar en consi deración más cuidadosamente. Con F aria y ese “sueño” que todavía no se llama “hipnosis” (pero esca pa en gran, m edid a al apela tivo de “m agnetism o” ), n o sola m ente el sue ño vuelve a ser fuente de interés, sino que el esquema explicativo de cierta pato logía se aparta de un mo delo causalista estricto (en el sentido ya “científico” del término) p ara aven turarse hacia los poderes propios de la representación po r sí misma. Y eso también se com prende mejor desde la óptica de la representación po lítica, cuya poten cia activa ahora conocemos, que en la de la representación estrictamente “mental”: los dos sistemas metafóricos han entrado desde entonces en resonancia, y será muy difícil discernirlos. Cuando creamos hablar de la representa ción “m ental” (a pesar de los intentos iniciales de alguien com o H erbart para trata rla co mo una e ntidad in depen diente, susceptible de ser cifra da y catastrada 15), no podrem os d ejar de regresar al simple h echo, tan testa rudo como obstinado, de acuerdo con el cual esta representación sólo merece su nombre si es el actor autorizado (o no, la investigación está abierta) de eso que ella representa. Y cua ndo sólo qu eramo s referirnos a la represen tación “política”, apartándo nos con o sin desdén de la tradi ción filosófica y metafísica, no lograremos ya evitar perman entem ente la cuestión mimética, cuyo impacto hom icida ya hemos visto en los tiem pos del Terror: ¿hasta donde puede un ac to r ser disím il de su au tor? La palab ra “hipno sis”, po r su parte, vino del ingles Jam es Braid (17951860) quien, con su hypnotism, dejaba cesante en 1843 al “m agn etismo animal” propiam ente dicho, relegando la expresión m isma al papel de precursor d e la hip nosis. L a c uestión del flu id o, que B raid , p or su parte , excluía enérgicam ente, seg uía sin resolverse.
IV. 1.2. El hipnotizador fagocitado L iebea ult,16 por su parte, ob liga a una detención m ás pron unciada. En efecto, encarna un momento importante en esta problemática del flui 14. Sólo el conjunto de estos representantes, que concurren entonces en la “repre sentación nacional”, es planteado en estricta adecuación con la nación misma. 15 .Cfr. L ’unebévue, n° 8/9, París, EPEL, primavera/verano de 1997, “Johan Friedrich Herbart”, informe preparado por Xavier Lecon te, págs. 187-231. 16. Nacido en 1823, muere en 1904. Sobre todos estos protagonistas de ¡a epope-
do, puesto que él inventa uno nuevo, la atención psíquica, verdadero flujo gracias al cual el terapeuta, a través de la hipnosis, domina a su pacie nte . ¿D e qué está hecho este flu id o? Evid ente m ente , no lo dirá d e m anera clara, y se con tenta con hacer notar: La atención, al acumularse a la manera de un fluido, puede exagerar paso a paso la acción propia de cada órgano . 17
Ese “ a la m anera de...” bastaría casi para indicar el peso m etafórico que está en juego . La sangre de Faria pasó entonces de m oda, com o el agen te general me sme riano antes que él, y tenem os a partir de este mo me nto en escena un fluido mucho más resistente, que Freud empleará abun dantem ente en su Esbozo antes de po ner en circulación otro de su crea ción, no menos misterioso: la libido. El interés inmediato de un ele men to como la atención proviene sin embargo de su doble com ponen te: nad ie discutirá su parte psíquica, pero, ¿quién po dría dud ar de que el cuerpo (tono m uscular, agud eza de las percepc iones, pues ta en esta do de alerta preferencial de una sensibilidad, etc.) forme parte tamb ién del asunto? Un a vez observad o que existe, al lado de una atención conciente que todos conocen, una atención inconsciente, como en la digestión u otras funciones corporales no deliberadas, sem ejante fluido tiene la capacidad de apoyar la descripción de fenómenos múltiples, des de la hipnosis hasta el sueño, pasa nd o por la alu cina ció n.18 Sirve perfecta m ente para sus fin es, aunque pre senta ta m bié n de entrada un gran inconv eniente: parece estar circunscrito únicam ente al cuerpo en el cual desp liega sus efectos. No so lamen te no tiene nada de un iversal, sino que se queda un poco dem asiado individual. ¿C óm o hacer para no recaer de entrada sobre un solipsismo improd uctivo? Pues bien, la relación hipn ótica al estilo Liebeau lt será precisam ente cierta puesta en relación de dos cuerpos: [El hipnotizado] conserva en su espíritu la idea de quien lo duerme y coloca su atención acumulada y sus sentidos al servicio de esa id ea 19 [...]
ya hipnótica, y sobre muchos más cuyos nombres ni siquiera menciono, se sacará mucho provecho si se lee o se vuelve a leer a H. F. Ellenberger, Histoire de la découverte..., op. cit., especialmente los capítulos II y III. 17. R. Roussillon, Du baqu et de Mesmer..., op. cit., pág. 100. 18. Apoyándose, entre otras, sobre las teorías contemporáneas de Moreau de Tours, quien colocaba en un mismo plano al sueño, la locura y la alucinación. Cfr. Ian Dowbiggin, La folie héré ditaire , París, EPEL, 1993, págs. 77-104. 19 Abid., pág. 10 2 .'
Así, el hipnotizad or -m ás exactam ente, la enigm ática idea que el hip notizado se forma de él- está introducido en el ruedo con, como en Faria, una cap acidad m uy propia de él de intervención sobre la reparti ción general de los flujos (y aquí ya no solamente está en juego la “idea” que de ellos se hace el hipnotizado). Su intervención debe rá en algunas ocasiones aum entar una atención localme nte deficiente, y re ducirla en otras allí donde se enc uentra en exceso. P ues al localizarse de ese m odo sólo en el interior del cuerpo, el fluido se ha “desd obla do” , según la palabra justa d e R. Rou ssillon. Antes, en los tiempo s del ma gnetismo animal, este fluido sabía adonde ir por sí mismo, sin que hiciera falta presio narlo en algu na dirección en particular. Le bas taba al magnetizador desbrozar, incluso forzar, los pasajes obstruidos, y la naturaleza encontraba nuevam ente su camino, ni más ni menos que la aguja de la brújula. A pa rtir de ahora, con un fluido tan “internaliza do” com o la atención, la noción de equilibrio general ya no podía prevale cer.20 Se necesitaba entonces que ese fluido viniera acompañado con un principio de activación que p erm itiera una acción selectiva, lo cual seguía siendo conc ebible solamen te a partir del mom ento en que quien había inducido ese sueño “lúcido”, el hipnotizador, se viera atrapado, de algún m odo, en las redes com plejas del fluido incriminado. Si tom am os en cuen ta este nuevo tipo de anudam iento entre el paciente y su terapeuta, m edimos m ejor la divergencia formal entre magnetismo anim al e hipnosis. En el prim ero, el fluido del agente general es exterior tanto a uno com o al otro, y los atraviesa a ambos por igual; posee ade más su propia finalidad, a partir de la cual la “naturaleza” hace que se escuche su voz. En el segundo, por el contrario, com o la zona de ex pan sión del fluido está limitada al cuerpo del paciente, el vínculo con el terapeu ta com o agente externo eficaz implica una “internalización” de ese agente, una “insc ripción” -cu alq uie ra sea el valor exacto que se le preste a ese té rm in o - de su persona en la econom ía genera l del fluido interno, qu e por sí mismo ya no sabe hacia dónde ir. De tal m odo que con la concepción del fluido según Liebeault, los encantos de la “me di cina expe ctante” según M esm er se disipan: el hipnotizado r ya no es un facilitador de un equilibrio natural puesto en peligro por unas aglutinaciones patológicas. Por el contrario, debe de cidir perm anen te mente sobre lo demasiado o lo no suficiente, y actuar en función de dichas decisiones. H aciéndose objeto interno, “internalizado” , el ope rador se expone, a partir de esto, a temibles problemas técnicos y éti20. La atención, entre otras cosas, nunca es concebida como teniendo que ser distribuida de manera homogénea sobre el conjunto del cuerpo y/o de las representaciones.
eos: ¿cuál deb e ser la guía de su acción, si nada tan eviden te está ya ah í para in dic ar su cam in o al flu id o?
IV. 2. Una pareja motriz Es posible aquí regresar directamente a Freud en la medida en que el enfrentamiento de la hipnosis y de la racionalidad científica -punto álgido si los hubo para Charcot y su escuela- no es para él el único punto de in te rrogació n, com o lo testim onia uno de los te xto s que escri bió para defender a la terapia hip nótica: “Tra ta m iento psíq uic o (Trata m iento del alma)” .21 Incluso en la term inología, podem os se guir la m a nera cómo Freud “conecta” al hipnotizador y al hipnotizado, de un modo que anuncia con bastante claridad lo que encontraremos treinta años más tarde, en Psicología de las masas y análisis del yo, en el capítulo “E nam oram iento e hipnosis”, cuando hable de hipnosis como una “masa ded os” .
IV. 2. 1 Freud y el “Eigenmachtigkeit” Tras num erosas consideraciones que explican cóm o el m édico se aproxi ma al chamán cuando toma seriamente en cuenta la incidencia de lo “psíquic o” (o “del alma”) sobre el cuerpo, Freud describe los diversos procedim ie nto s utilizados para in ducir el estado hip nótico. No tienen gran cosa en com ún, anu ncia de entrada: un objeto brillante frente a los ojos, el tic-tac de un reloj en el oído, roces del rostro; en el fondo, cualquier estímulo suave, insistente y regular sirve. Agrega: Pero puede conseguirse el mismo resultado anunciando con una tranquila seguridad a la persona a la que deseamos hipnotizar la llegada del estado
21.S. Freud, "Psychische Behandlung (Seelenbehandlung)”', “Tratamiento psí quico (Tratamiento del alma)”, Obras Completas, Buenos Aires, Amorrortu ed., 1987, tomo II, pág. 111-132. Fechado durante mucho tiempo (por error y de manera absurda, en vista de su tenor), a partir de la tercera edición del libro colectiv o en que apareció, Die Gesundheit: Ihre Erhaltung, ihre Storung, ihre Wiederherstellung (es decir, 1905), este texto -una defensa vibrante de la hipnosis que todo médico, según lo dicho por Freud, tenía que practicar- fue escrito y publicado inicialmente en 1890. En lo concerniente a la relación con la racionalidad científica en general, conservaremos la siguiente frase: “Mu chos fenómenos de la hipnosis, por ejemplo las alteraciones en la actividad muscular, tienen sólo interés científico.” (pág. 126)
hipnótico con sus particularidades, o dicho de otro modo, insinuándole la hipnosis por la palabra, [wenn man (...) ih rd ie H ypnnse also "einredet ”] 22
Como lo hace notar el traductor al francés, Freud hace sonar aquí el verbo einreden de una manera muy difícil de verter al francés. Ese verbo significa sin ambages “persuadir”, “hacer creer”, pero en un em pleo m ás familiar, vale tam bién com o “hacer que alguien se trague algo”, “meterle algo en la cabeza”, e incluso en su empleo negativo: “das lasse ich mir nicht e in r e d e n “no m e harán creer eso”. Las com i llas qu e Freud depo sita alrededo r de esa palabra, y a las que de ningún m odo lo o bligaba el alemán, subrayan a su man era el “ eirí', el hecho de que se trata de “h ablar” (reden), pero en el interior ( ein ), de instalarse en el sitio por la palabra. Un a de las particularidades sorprend entes e inexplicadas de la hipnosis confirma en su opinión esta visión de las cosas: Mientras que aquel [el hipnotizado] se comporta hacia el mundo exterior como lo haría un durmiente, vale decir, extrañando de él todos sus senti dos, permanece despierto respecto de la persona que lo puso en estado hipnótico, sólo a ella la oye y la ve, la comprende y le responde. Este fenómeno, llamado “rapport”, tiene su correspondiente en la manera en que muchos seres humanos suelen dormir, por ejemplo, la madre que amamanta a su hijo .23
Este último rasgo es un topos de la literatura del sueño lúcido desde Puységur, del mismo modo que la palabra “ r a p p o r t ’ (en francés en el texto de Freud) rem ite, en esta utilización, directam ente a M esm er, quien design aba con ese término, en francés, al vínculo fluídico entre el m ag netizador y el magnetizado. Esta permanencia de algunos clichés retóricos y otros apelativos clave sigue siendo el me jor indicio de que la continuidad en jue go en esta historia se refiere m enos a las teorías que a un a postura enu nciativa bastante fácil de detectar; la im pos ibili dad de con struir plenam ente el objeto en el sentido c ientífico (es decir, aquí: kantiano) obliga a un respeto exp lícito de la tradición en q ue este objeto está dado empíricamente.
22. S. Freud, “Traitement psycnique...”, Résultats, Idées, prob lémes /, París, PUF, 1984, pág. 15. [En español: “Pero puede obtenerse lo mismo anunciando a la persona que se quiere hipnotizar, con calm a seguridad, su ingreso en el estado hipnótico; o sea, “apalabrándole” la hipnosis”. S. Freud. Tratamiento psíqu i co..., op. cit, pág. 125.] 23. S. Freud. Tratamiento psíquico..., op. cit, pág. 126.
Otra pareja de palabras designa en este texto lo que la hipnosis debe remediar, en qué puede ser una formidable aliada terapéutica p ara el médico, para quien sab e cóm o deben rep artirse los fluidos en el cuerpo: p erm ite luch ar efic azm ente con tra la Selbstherrlichkeit , o aun la Eigenmachtigkeit, que el traductor al francés propo ne pas ar en los dos casos por el “autocratismo”, el poder de sí mismo sobre sí mismo, el poder de gobern ars e a sí mism o. La hipnosis le confiere al médico una autoridad tal que seguramente nin gún cura ni taumaturgo la ha tenido nunca, porque concentra todo e l inte rés psíquico del hipnotizado sobre la persona del médico; suprime en el enfermo el autocratismo [ Eigenm üchtif’keit ] de la vida psíquica en el que hemos reconocido el obstáculo caprichoso que se opone a la manifesta ción de influencias psíquicas sobre el cuerpo; provoca por sí misma un crecimiento de la dominación del alma sobre el cuerpo, que sólo puede ser observada bajo el efecto de los afectos más violentos 24 [...]
Po r supuesto, Freud no deja de incluir algunos bem oles, en conclusión de su artículo, sobre el empleo de semejante panacea.25 No todos los sujetos son igualmente hipnotizables (la comprobación mesmeriana sigue siendo válida), pero sobre todo: Si los sacrificios son pequeños, el hipnotizado los cumple; si son mayores se rehúsa, como haría en la vigilia.
A sí que no hay que esperar, a pesar del hecho de qu e fácilm ente se le puede “hacer m ord er la papa dicié ndole que es una p era”, q ue abando ne de la mism a manera lo esencial de su patología a la que con frecuen cia está tan pode rosam ente ligado. El conjunto de la situación tiene entonces algo desconcertante, que pa rece o bliga r a un doble discurso: po r un lado, está claro que el pac iente ha abdicado su pod er de gobernarse a sí mismo, y sin embargo no cesa de conservar cierta vigilancia, al mismo tiempo indispensable para el buen curs o del pro ceso (el pacie nte es activo, debe obedecer activa
24. S. Freud, “Traitement psychique...”, op. cit., pág. 18. [En español: S. Freud. Tratamiento psíquico..., op. cit, pág. 128-129.] Observaremos, al pasar, el empleo de una expresión con un porvenir prometedor en los textos posteriores de Freud, especialmente aquéllos referentes a la transferencia: esta “persona del médico”, sobre la que se concentra “todo el interés psíquico del hipnotiza do”. 25. “Ahora es tiempo de disipar la impresión de que con la ayuda de la hipnosis se abriría para el m édico una era de prodigios fáciles” (pág. 20). [En español: op. cit., pág. 130]
mente), pero muy molesta por otro lado. Pacientes inmersos en una hipno sis profun da recibieron, por ejemp lo la orden de realizar un acto peligroso para ellos m ism os o su ento rn o: agarrar una serp ie nte vene nosa, echar un frasco de ácido a la cara del hipnotizador. Lo hicieron dando todos m ás o m enos la misma respuesta: “sabían qu e se trataba de un experimento y que nadie podía correr un peligro real”.26 Mientras sea un jueg o, todo parece posible: si se sale de ese marco, la h ipnosis, tan pod erosa un instante antes, parece ya no ser nada. ¿Cu ales son en tonces los “ límites” de la hipnosis?
IV. 2. 2. En los límites de la hipnosis Esta pregunta no podrá recibir una respuesta directa y prosaica, por razone s form alm ente idénticas a las que ya se encontraron en el estudio de H obb es y de su contrato social: quien en trega el derecho de gob er narse a sí m ismo no lo puede entregar parcialmente, y con servar enton ces p ara sí cierta reserva crítica, si no, esta instancia coloca da así como tercero entre el gobernante y el gobernado encarnará la quintaesencia de lo que se auto-pertenece, refugio perfecto de esta Eigenmachtigkeit, y será ella, esta instancia, la qu e hab rá que rodea r a pa rtir de ahora. Y otra razón m ás después de ella si, por casualidad, ésta sucu m biera tam bié n a la sugestió n: apenas se ha im agin ado sem ejante repliegue sobre sí m ism o del centro activo de la voluntad, se abre una regresión indefi nida, que arruina el acto de cesión por el cual esta voluntad buscaba entregarse. Imaginar, inversam ente, que este abandono sea total e inm ediato no nos sacará tam poco d e la dificultad presente. No por razones “ética s” (abu so de poder de todo tipo), sino efectivamente por razones técnicas: el hipno tizado r no busca de ningu na m anera ser el único q ue gob ierne al alm a de su paciente, pues enton ces su poder de investigación y de tera péutic a se vería reducid o a la nada.27 La “ate nció n” que el hip notizado no cesa de otorgarle al hipnotizado r debe seguir siendo, propiam ente, la del hipnotizado; por ello no es posible concebir al paciente desde el
26. L. Chertok e I. Stengers, Le co eu r et la raison , op. cit., pág. 236. 27. Si sólo nos detenemos en las similitudes formales, el torturador sádico en cuentra en la muerte del torturado su perfecto fracaso. Se requieren la vida y un mínimo de conciencia de la situación para que haya tortura. Se trata un poco de las mismas aporías que rodean al “sujeto del derecho”: su consenti miento de la ley permanece inexpugnable, pero aparte de eso, apenas está ahí ese sujeto, ya no sabemos que hacer con él.
mo delo del en fermo bajo el efecto de la an estesia general, librado a las man os del cirujano, pero y a sin ningu na “relación” (m esmeriana) con él. E ra previsible que esta cuestión de los límites de la hipnosis se encon trara en este siglo con las múltiples baterías expe rime ntales a través de las cuales los psicólogos a veces hacen avanzar el saber de su discip li na. En su artículo “Hypnose: le conflit phéno m éne/representation sociale et ses enjeux” ,28 Didier M ichaux expone con bastante brevedad algu nos de estos experimentos modernos. Así, M. T. Orne, a finales de los años cincuenta, mezcló a una población compuesta por sujetos para hipnotizar, y otra comp uesta por sujetos invitados a com portarse com o simuladores de la hipnosis (se tuvo cuidado de escogerlos entre “los sujetos m enos hipnotizables” ) Se colocaron estas dos poblacione s, bien mezcladas, frente a un hipnotizador que no estaba al corriente de la situación experimen tal, y los sim uladores tamb ién estaban advertidos ¿para hacerlos concentrarse en la tarea?- de que el experimentador (que no sabía nada, una vez m ás) detendría el experimento si se daba cuen ta de que algún sujeto simulaba. Provista con todo ese protocolo, extremadam ente científico, la sesión de hipnosis po día comenzar; ¿para toparse con qué conclusiones? En co njunto, los simuladores estuvieron m ejor y fueron m ás aplicados: cuand o se les pidió que levantaran el brazo, lo alzaron m ás rápidam en te que los hipnotizados. Cuando , haciendo cree r que había un corte de luz (!!!) el hipnotizador salió momentáneamente de la sala, los simulado res abrieron los ojos y los vo lvieron a cerrar cuando lo escu charon regresar, mientras que los demás fueron claram ente más lentos en abrirlos, y los conservaron abiertos cuando regresó. También, en lo concern iente a la sugestión po st-hipnótica (pasarse la mano por el ca bello al escuchar la pala bra “experie ncia ”), lo s sim uladores y los no simu ladores lo hicieron cad a vez que el hipnotizador pron unció la pa labra, pero los desdichados simu ladores olvidaron hacerlo cuand o fue la secretaria quien lo dijo. Finalm ente, a pesar de su aparente m uy bue na voluntad, los sim uladores resultaron ser menos capaces de seguir las sugestiones que afectaban la consistencia lógica: los hipnotizados lle gaban a ver al hipnotizador en dos lugares diferentes al mismo tiempo, m ientras que los sim uladores se mostraban más refractarios ante sem e jante posib ilid ad... El resultado general, como vemos, no era de una claridad sin mezcla, y a pes ar de la astucia aparente de los protocolos, no nos h allamos lejos
de los m étodos puestos en acción por las Comisiones de 1784. ¡Mien tras que las dos habían concluido q ue sólo la “im aginación” era el ori gen de los efectos del fluido, casi dos siglos más tarde, se sigue sin conseg uir separar bien a los “simuladores” de los “verdaderos hipnoti zados” ! En los dos casos, con el pretexto de una cientificidad bastante impe rturbable, se quiere abso lutamente “aislar” el fenóm eno hipnótico romp iendo la pareja que lo constituye. D e este mism o m odo podem os pro ducir u na escala, llamada de D avis y H usband,29 que enlista n o m enos de 30 grados diferentes de “profun didad” del estado hipnótico -d es de el “refractario” (grado 0), pasando por la simple relajación (2) y el “sonambulismo completo” (25), para detenerse en las “alucinaciones visuales negativas” (30) -cua nd o, en el mismo mom ento o casi se reco noce que hac er la diferencia entre un sujeto hipnotizado y un o que no lo está presenta las m ayores dificultades. Con resp ecto a la hipnosis, es difícil deshacerse del se ntimiento de que no se logrará aclarar mucho la situación po r ese camino, particularm en te porque todos esos experimentos reducen la existencia de la hipnosis a la de un “estado” en el sujeto hipnotizado, cuando es a m ism a indivi dualización constituye un problema. Ciertamente, un número im ponen te de manifestaciones psíquicas parece no tener efectivamente lugar más qu e del lado del hipnotizado, po r no hablar de las m anifestaciones somá ticas todavía más sorprendentes: la vesicación, o la negativación de la reacción a la tuberculina.30 Todos estos fenómenos nos llevan a querer ir a ver más de cerca lo que podría fundar semejante estado neurológico, m ental y somático, y es normal y alentad or que la investi gación continúe en esos sectores donde no hay razón para que la igno rancia actual sea definitiva. En c ambio, la pareja hipnotizador/hipnoti zado coloca rápidam ente en estado de desconcierto a este tipo de enfo que m uy “c ientífico” , y es lo que le da su poten cia heurística y su valor
29. L. Chertok, L ’hypnose, op. cit., pág 161. 30. Al no haber tenido los medios para verificar por mí mismo el fundamento de estas afirmaciones, las tomo prestadas, con toda confianza, de L. Chertok, Le coeur e t la raison, op. cit ., pág. 202. Este último hace notar al respecto que el argumento de Freud de acuerdo con el cual las histéricas presentan trastornos del cuerpo “hablado”, más que del cuerpo tal com o lo con oce la medicina, está aquí atrapado en falta: “Podem os saber lo que es una pierna cuando no somos fisió logos, pero no lo que es una reacción negativa a la tuberculina.” Para poner semejante opinión en discusión, bastaría anotar que el mismo Charcot utilizaba como argumento el hecho de que una simple paciente histérica no podía conocer científicamente el desarrollo completo de una gran crisis de histeria, y por lo tanto no podía simularla. Ahora bien, ése fue uno de sus mayores errores...
epistemológico. Propongo que ahora intentemos establecer la lógica inaugural de la irreductible e inclasificable dua lidad de es a pareja. Todos los autores concu erdan en dec ir que el hipnotizador debe a van zar con la m ay or seguridad: ni la du da ni la tim idez vienen al caso. Su objetivo inm ediato tam poco es misterioso: obte ner la obed iencia a la orden dada. “¡D uerm a!” no tiene, en ese sentido, m ás que una ventaja: el “ sueño”31 que provoca perm ite saber si la obediencia efectivam ente ocurrió. La orden se puede h acer con la ma yor suavidad (es la vía adop tada preferentem ente por quienes apuntan a la relajación), o en un ver dadero en frentam iento de las m iradas, en el métod o llama do “po r fas cinac ión” , sobre el cual Chertok escribe de entrada que es “muy p oco empleado actualmente”, solamente en ciertos casos “de alcoholismo, de toxico m anía y para ciertos deseq uilibrados” .32 Cu alquiera que sea la técnica emp leada, vend rá a verificar el im pacto de la orden proferida. Igualmente, la profun dización pos terior del trance con sistirá en dar una nuev a orden, y en verificar otra vez que es obedecida. Lo m ás habitual, todav ía hoy, pare ce ser la pesadez del brazo , suge rida de diversas m a neras al hipnotizado coloca do en situación de con flicto con tradictorio: cuanto m ás quiera levantar su brazo, m ás pesado le parecerá, hasta el punto en que no pueda m overlo. El hip notizador juega aquí un doble ju ego. P or un lado, va a sugerir el m ovim ie nto (“ va usted a querer m o ver el brazo” ), para instalar por otra parte una inhibición de ese m ismo m ovimiento (“pero estará tan pesado que no podrá m overlo”). S uscita entonces la resistencia a la hipnosis (una motricidad supuestamente voluntaria), para derribarla mejor (imp osibilidad del m ovim iento). Ha avanzado así un paso al apropiarse de la autonomía motriz, de la que sabem os que es m uy generalm ente suspend ida po r el sueño fisiológico. De tal modo que la inmovilidad del brazo nuevamente dará pruebas, como p uede hacerlo también la rigidez de ese mism o brazo, o la cata-
31. Las comillas indican en este caso que ese sueño no debe entenderse aquí como un sueño fisiológico. Liebeault, por ejemplo, comentaba así la cosa: “Es el sueño por sugestión, es la imagen del sueño que insinúo en el cerebro.” Cita do en L. Chertok, L’hypnose , op. cit., pág. 160. ¡Notable precisión! ¿Pero qué es la “imagen del sueño”? 32. Por el ascendiente demasiado brutal que requiere, concebímos que este méto do no sea ya muy apreciado. Presenta también algunos riesgos para el hipno tizador: “Ese método exige que el operador se sujete a un entrenamiento para habituarse a fijar los ojos sin pestañear [...] Debería también asegurarse de que sus ojos no lagrimeen. Otro riesgo es que durante la operación el hipnotizador se vuelva él mismo hipnotizado”, ibid., pág. 166. Aquí, demasiada especularidad daña.
lepsia de los párpados. E sta aparente diversidad no es otra cosa que la repetición de un solo y mismo procedimiento, a su vez repetición del procedim ie nto de in ducció n, y ta m bié n verific ació n de que una ord en recibida es efectivamente ejecutada en realidad. La monotonía propia del procedim iento ga na bastante inexorablem ente a su descripción, y le darem os a Freud el crédito de haber reducido la presentación a su trama elemental: conseguir “hablar dentro” -pues toda orden es prototípica de ese tipo de enu nciac ión-, y hecho esto, reducir a prácticam ente nada el Eigenm üchtigkeit del hipnotizado , de tal m odo qu e se manteng a ese estado de sujetam iento que es al m ismo tiem po la entrada a la hipnosis, y el estado hipnó tico mism o (si es que existe tal estado). Sin importar cuáles sean los grados en el trance, las diferencias no serán más que cuan titativas, pues la calidad seguirá siendo, po r su parte, perfectam en te monótona : el sujetamiento.
IV. 2. 3. ¿Quién transfiere qué? Lo que se hará con ese vínculo instaurado nuevam ente -exp erim enta ción científica, instrumento terapéutico o espectáculo de feria- no es imp ortante por el mom ento: lo único que cuen ta es la estructura interna que lo co nstituye sobre el mo delo de la persona ficticia tal com o se ha elaborado en H obbes. Con una diferencia, a la vez enorm e y discreta: en H obbes, esta persona requería impe rativamente la etapa -siguien te en ap ariencia, si le creem os al desarrollo sucesivo de los cap ítulo s- del Levia tá n mismo, del pacto social por el cual cada uno entregaba su derecho de gobernarse a sí mismo en beneficio de otro si y sólo si el vecino hac ía lo mismo en favor del m ismo otro, y así sucesivamente... En la sesión d e hipnosis, por el contrario, la perspec tiva de un Estado está ausente, e incluso no es pertinente. La posibilidad de un movi miento epidémico, de un entrenamiento colectivo, que tuvo su impor tancia en los tiem pos de la cube ta m esm eriana y que encon tramos tod a vía a veces en la hipnosis, no debe indu cir en un error: y a no hay n ingu na necesidad de reunir una pluralidad de individuos para centrarlos sobre un mismo hipnotizador o magnetizador, puesto que este último puede ta m bié n operar p le nam ente so bre un so lo in div id uo,33 mie ntras que está excluido ver que exista una persona fic tic ia a la Hobbes en 33. De todos modos valdría la pena interrogar lo que fueron -y son todavía, lle ga do el caso- los diversos públicos de la hipnosis. Si la presencia de un tercero, simple o múltiple, nunca fue una necesidad para la inducción hipnótica, eso no impide que con mucha frecuencia (entre otras cosas por razones de mora-
estado aislado. S eme jante entidad no tiene derecho de ex istencia más que en la perspectiva y la presen cia de un Leviatán, el que “con sidera rá” los actos y las palabras de cualquiera como pertenecién dole o com o perte necié ndole a otro, o a alg una otr a realidad... N o busco ento nces asim ilar ta n apresura dam ente a la pareja hip notiza dor/hipnotizado con la persona ficticia y con los dos cuerpos que a rti cula. En cam bio, quiero m ostrar que el resorte tensado p or Hob bes con su noción de autorización hace de la hipnosis la enclenque y casi acha cosa herm ana m enor del prestigioso vínculo social con qu e se forjan las repúblicas. La capac idad de “ gobernarse a sí m ismo” está en el centro de la cues tión. En Ho bbes, en vista de su concepción del hom bre, no puede co n ducir por sí mism a más que a la guerra civil, a la invasión p erma nente de cada uno sobre el otro, sin que se tenga siquiera la seguridad que podría provenir del am onto nam ie nto jerarquiz ado de las pote ncia s. En Freu d, lo hem os visto al pasar, esta cap acidad se ha vuelto “el ob stácu lo caprichoso q ue se opone a la ma nifestación de influencias psíquicas sobre el cuerpo” : el pod er de cada uno sobre sí mismo es aprehendido entonces ante todo com o una b arrera protectora que rápidam ente reve la ser nociva al encerrar uno sobre otro “uno” psíquico y “un o” somá tico cuyo emparejamiento resulta irregular a los ojos del médico. En los dos casos, lejos de mostrarse con los atavíos de la libertad, de la responsab ilidad y d el coraje, esta capacidad de apariencia positiva con duce a lo peor echándole peligrosamente el cerrojo a una especie de solipsismo. También en los dos casos, esta capacidad no es verdaderamente gran cosa fuera del m om ento en que es ce dida a otro. Hobb es, entretanto, le introduce a este su jeto una distinción valiosa: Cuando un hombre transfiere algún derecho a otro sin ninguna esperanza o consideración de un beneficio recíproco, presente o futuro, se llama una donación líbre. [...] Cuando uno transfiere su derecho en espera de un beneficio recíproco, no se llama una donación libre, sino un contrató .M
lidad, para vigilar el poder total del hipnotizador), asistan “observadores” a la escena, directamente, de visu, allí donde el análisis freudiano llegó, por el contrario, a instalar una de sus prohibiciones más sólidas. Cfr. infra, cap. IV.3. 34.T. Hobbes, Le corps politique reprint de la edición de 1652, Saint Etienne, Publications de l’Université de Saint Étienne, 1977, págs. 10-11. Podemos escuchar aquí como un lejano eco jurídico de la problemática constitucional encontrada en la práctica por los revolucionarios franceses: entre el mandato
Q uedaba una tercera posibilidad de sujetamiento: la fuerza. A lguien que, po r la victoria militar, conservab a la vida de los ven cidos los colo caba por ese hecho -y ellos m ismos se colocaban recíprocam ente- en un estado de sujetam iento involuntario, siervos y esclavos so m etidos a la volun tad de quien les ha bía dejado la vida. Estas tres posibilidad es se encu entran sin dificultad en la inducc ión hipnótica. Incluso en el extremo del último caso, Hobbes insiste con justa razón sobre el hecho de que sólo hay transfere ncia si se produ cen claram ente “signos suficien tes” de la voluntad de quien transmite. El esclavo pue de no querer la vida mermada que le ofrece el vencedor y, a falta de vivir, puede no estar sujetado. En la donación libre, como en el contra to, y como por fuerza, “abandonar su derecho”, escribe Hobbes, “es por sig nos sufic iente s declarar que es nuestra volu nta d ya no hacer la acción que podíamos hacer anteriormente por derecho. Transferir su derecho a otro, es por signos suficientes declararle a ese otro que lo acepta que es n uestra voluntad ya no resistimo s a él, de acuerdo con el derecho qu e teníamos antes de que fuera transferido” . Se requiere la voluntad para poder ser abandonada. Y una vez más, de nada servirá buscar dem asiado distinguir entre “la voluntad que aban don a” y “la que es aband onad a” . No difieren ni por esencia, ni por el tiempo de su efectuación, puesto que los signos suficientes deben imperativam ente ser producidos por el sujeto que abando na su resis tencia en la hipnosis, por el titular del derecho que se desh ace d e él en el contrato social. Un instante m ás tarde será dem asiado tarde: el signo suficiente ya no habra sido dado librem ente, ya no po drá ser con sidera do com o com prom etiendo al sujeto que lo ha emitido, puesto que en tonces no será más que un subproducto del sujetamiento que uno se proponía esta blecer. Com o H usserl en su trabajo sobre la conciencia intim a del tiempo, es n ecesario aqu í im aginar cierto lapso tempo ral de la conc iencia abandonad ora que franquea la separación, planta un pie en cada ribera -posesión, abandono- antes de refugiarse en el nuevo papel y terreno q ue será el suyo a partir d e ese m om ento en el m arco del contrato. Por poco que sea, es necesario poder imaginar esas dos vo luntades co m o no forman do m ás que una, a falta de lo cual, si la volun tad transmitida difiriera de la que transmite, esta última quedaría en condiciones de atraer nuevam ente a sí la primera, con servando as í la
imperativo que hubiera sido del orden de un contrato muy preciso, y los re presentantes libremente unidos en la representación nacional, que no hubie ran estado vinculados con sus electores más que por una espe cie de donación libre.
vara alta sobre la sucesión de los acontecimientos, y reveland o no ha ber tra nsm itido n ada “para siem pre ” ; solam ente h abría “ sim ulado” trans m itir hasta que, cuando las cosas se pongan espesas, el pseudó pod o de voluntad otorgado parsimoniosamente al otro sea repatriado sobre la marcha. A quí nos topamo s una vez más con un a dificultad form al encontrada, por su parte, m uchas veces en conte xto s m uy diferente s: de un re y al otro en los tiempos en q ue cada uno tenía dos cuerpos, de un hum ano al otro cuando los dos deben fundar el pacto social según Hobbe s, de un hipnotizado a su hipnotizador en el emplazamiento de su “ r a p p o r f , cada vez el tercero requerido para garantizar la relación constituye un proble m a: no debe esta r dem asia do bien in div iduado,35 sin lo cual el proble m a d e su propio vín culo con cada u no de los d os térm in os in ic ia les se volvería tan abru pto com o el que se trata de estable cer entre ellos dos. De tal modo qu e ocurre com únm ente lo siguiente: uno de los dos toma a su cargo más que el otro lo que los liga, sea lo que sea en ese caso. Q ueda por m ostrar que, en ese camino, Freud radicalizó conside rablemente la situación por uno de sus aspectos, aparentemente muy técnico, de su m étodc
IV. 3. La exclusión freudiana del tercero Cóm o llegó Freud a rompe r con la técnica usual de la hipnosis, se lo habrá visto ya bastante de cerca alrededor de sus textos que datan de los Estudios sobre la histeria.36 Y no es eso lo que se trata de retoma r o de hurgar más profund am ente aquí. En cam bio, quisiera subrayar en qué su nueva técnica llam ada “de asociación libre” implica muy imp eriosa m ente algo que, a prim era vista, prácticam ente no tiene relación con la asociación libre de que se trata: m ientras que la sesión de hipnosis tole raba sin dificultad la presencia de uno o varios espectadores, u observa dores (bajo ciertas condiciones de contención y de buena voluntad), la situación an alítica tal com o Freud la emp laza entonces excluye con la má s firme d eterminación toda presencia que no sea la de los dos parti cipantes requeridos. Al pensar que esto se debe a no se sabe qué “ secre 35. Incluso en el caso del Leviatán, que puede pasar por el tercero por excelencia; en el momento del pacto que se establece entre cada uno y su vecino cuando pacta un contrato con él, la PERSONA FICTICIA que cada uno de los dos forma entonces con el SOBERANO sigue siendo una dualidad en la cual la relación de autorización constituye un tercero bastante lábil. 36. Cfr. supra, cap. I, págs. 28-34.
to” relativo a lo que se podría decir, no se sabe qué intimidad que se trataría de proteger, nos perdemos, hasta el punto de ya no medir las apuestas epistém icas de esta exclusión sin apelación. Esta ex clusión e ra al principio tan eviden te que no necesitó al inicio ser objeto de ninguna aserción claramente localizable. ¿De qué hubiera servido un tercero, sin importar quién fuera, en este intercambio del lengu aje ordenad o por la regla fundam ental? ¡No hab ía necesidad al gun a de hacer de su ausencia una ley, puesto que, supo niéndolo p resen te, ha bría resultado ser superfluo de entrada! A sí pasaron los aftos, amu eblados por muchas otras preocupac iones -terapéu ticas, doctrinales, relaciónales, políticas, e tc .- sin que F reud u otros an alistas fieles a él tuvieran que interven ir sobre ese punto. Com o en much as otras cosas, para ello fue necesaria una ocasió n, fue necesario un caso . Sólo enton ces, pero muy claramente, el punto se vio despejado d e la oscuridad en la que cierta evidenc ia lo había mantenido hasta ese m omen to. En la prima vera de 1926, Theod or Reik es objeto de u na dem anda, en Viena, por ejercicio ilegal de la medicina. No se sabe mucho de las circunstanc ias que le valieron a Reik esa dem anda. Freud , por su parte, podía sentirse m uy concernid o por este c aso ju dicia l donde la to m aban contra uno de sus alumnos cercanos, pues cuando el muy joven Reik hab ía venido a consultarlo, más de dieciséis años antes, para hablarle de su pasión po r el psicoan álisis y pregun tarle si era conven iente lan zarse a estudiar medicina, le había contestado que no, que era com ple tam ente inútil, y le aconsejó que más bien em prend iera un análisis en Berlín, con A braham , cosa que Reik se había a presurado a hacer.37 A com ienzos de los años veinte, Reik se lanzó a la práctica psicoanalítica, du rante un tiem po dividido e ntre Berlín y Viena, cuando esta acusación
37. “Siguiendo el consejo de Freud, me fui a Berlín a fin de completar mi forma ción como psicoanalista [...] Él me había disuadido de hacer mis estudios de medicina, considerando que en mi caso era un desvío inútil, y convencido de que yo podía dar un mejor servicio a la causa del psicoanálisis consagrándome a la investigación. Él fue quien le confió los cuidados de mi análisis personal al doctor Karl Abraham, el mejor, después de él, de los analistas de entonces. No solamente ese análisis no me costó un centavo, sino que durante los años 1913 y 1914 Freud llegó incluso a darme de su bolsillo una mensualidad que nos permitió a Ella [su amante del momento, y futura primera esposa] y a mí llegar a fin de mes. [...] Todavía me parece ver a Freud subiendo nuestros cuatro pisos para anunciarme en persona que la Asociación Psicoanalítica Internacional me había adjudicado su primer premio por el mejor estudio de psicoanálisis aplicado: Los ritos de p uber ta d [...]” T. Reik, Fragm ents d'une grande confession [F ragmen tos de una gran confesión], París, Denoél, 1973, págs. 258-259.
le cayó encima a comienzos de 1926. El juicio no podía tener lugar antes del final del largo verano jurídico vienés, por lo que Freud se puso a redacta r un opúsculo en favor de R eik en los prim ero s días de junio . El im presor recib ió el m anuscrito en ju li o - a s í que Fre ud no perdió el tie m p o - y su publicació n, unid a aparente m ente a la escasa seriedad de los decires de un “enferm o” no muy digno de fe, bastó para que el procurad or pusiera fin a la acción judicial y a desde la conclusión de la investigación p revia. No hubo juicio.
IV. 3. 1. El caso Reik Este episodio jurídico-ana lítico produjo uno de los textos m ás com en tados de la obra freudiana, ese D ie F rage der Laie nanaly se. L a traduc ción de su título fue un problem a durante muc ho tiempo en F rancia, por haber sido reducida a un “Psycha nalyse et méd ecine” [“Psicoanálisis y m edicina ”] que provocaba que se escapara lo esencial. Ese texto hizo, en efecto, mu cho m ás ruido en el mund illo analítico qu e en la Corte de Justicia, en vista de su valor de cachetada pública dirigida, en el seno de la Inte rnational P sychoanaly tic Associa tion, a la rama estadouni dense, que ten día cada vez más ab iertam ente a prohibir la práctica del análisis a los no-médicos, en perjuicio de un Freud que veía eso con muy m alos ojos. Los consejos de F reud al jove n Re ik se habían vuelto, con la evolución del psicoanálisis en general y el estadounidense en particula r, una cuestión más bien cald eada entre analista s. En ese año de 1926, Freud pretendía matar varios pájaros de una pedra da: liberar a R eik del mal asunto en que se enc ontraba atrapado, pero también liberar al psicoanálisis del dominio de ciertos psicoanalistas que, a los ojos de Freud, estaban ahog ando su invención, tan inex ora ble m ente com o sus enem ig os de ayer y de ante s de ayer, reducié ndola a una especialidad m édica. Uno de los intereses directos de este texto se refiere entonces al hecho de que Freud se da un interlocutor ficticio. Ciertam ente no es la primera vez que em plea ese m odo retórico, es en él casi habitual; pero aqu í, este interlocutor resulta ser necesariamente un representante del Estado, por el hecho m ismo d e la ley austríaca que prohibía, en esa época, pura y simplem ente que un “enferm o” fuera tratado por quien no posey era un título oficial de m édico. El carácte r explícito y con streñid or de la ley le obligab a a Freud a dirigir su alegato a alguien susc eptible de enc arnar ple nam ente la ló gic a y la le gitim id ad estata l, para convencerlo de que el psicoanálisis no entraba en el marco de esa ley, y por lo tanto no se
ajustaba tan rápidamente ni tan bien con una “medicina” cualquiera. Como lo dice muy claramente al final de su introducción: Acaso se llegue a averiguar que en este caso los enfermos no son como otros enfermos, los legos no son genuinamente tales, ni los médicos son exactamente lo que hay derecho a esperar de unos médicos y en lo cual pueden fundar sus pretensiones. Si se consig ue probarlo, se estará justifi cado en reclamar que la ley no se aplique sin modificación al presente caso [/.£.: el psicoanálisis].38
Este “jue z im parcial”, como Freud lo llama, parece haber tenido como m odelo al fisiólogo During, miem bro del Consejo Superior de M edici na, “person aje muy oficial -l e escribía Freud a Abraham el 11 de no viembre de 192 4- [quien] m e preguntó lo que siento sobre el análisis profano [Laienanalyse]”. Si Freud pudo dar muestras de semejante ra pid ez en la re dacció n de su texto , ta m bié n es porque ya lo preparaba desd e hacía algún tiempo, y retom ó al pasar un géne ro que él apreciaba, además: una presentación general del psicoanálisis ,39 escrita sin térm i nos técnicos y como a mano alzada. El objetivo retórico es claro con ven cer al “jue z imp arcial” de que la cura analítica no pued e ser confundida en todos los puntos con un tra tamiento médico, y por lo tanto explicarle paso a paso cómo opera, puesto que queda exclu id o proponerle que em prenda un análisis para que vea por sí mismo de qué se trata. Aquí, Freud sólo se permite el atajo argum entativo y racional, y esta pers pectiv a le sienta bien: nuev a mente se encuentra allí en una posición de aspirante, claramente conciente de que el resultado que persigue “dep enderá de persona s que no están obligadas a conocer las particularidades de un tratamiento psic oanalíti co” . Nuestra tarea es ilustrar acerca de ellas a esos jueces im parciales, a quie nes supondremos ignorantes por ahora en la materia. Lamentamos no poder hacerlos asistir a un tratamiento de esa índole. La “situación analítica” no es compatible con la presencia de terceros [Die "analytische Situatio n” vertragt keinert Dritten],
38. S. Freud, ¿Pueden los legos ejercer el análisis? Diálo gos con un jue z impar cial,, Obras Com pletas , Buenos Aires, Amorrortu ed., 1987, tomo XX, pág. 172. 39. Dentro de ese género, encontraremos lo mismo los Vorlesungen, que la Con tribució n a la historia del movim iento psico ana lítico, la Selbstdarstellung, este ¿Pueden los legos ejercer el análisis?, el Esquema del psicoanálisis , así como ciertos pequeños relatos incluidos en otros textos.
¿Po r qué? No tendría interés asistir a una o varias sesiones, responde de entrada Freud, aparentemente muy preocupado por la comodidad de su interlocutor. Nuestro observador acabaría por aburrirse [er würde sich langw eilen 40 ], dice, de tal man era que prefiere ocu parse en reali zar am ablem ente algunos retratos rápidos de los “enferm os” que recu rren al análisis. ¿Qué es lo que cada enfermo es entonces invitado a hacer con el analista? Entre ellos no ocurre otra cosa sino que conversan. [...] El analista hace venir al paciente a determinada hora del día, lo hace hablar, lo escucha, luego habla él y se hace escuchar.
IV. 3. 2. ¿Charlatán? E videntem ente, no todo es tan simp le como parece en el prime r acerca miento, y al igual que en otros relatos construidos siguiendo el mismo tipo, Freud nos conduce del paso de la hipnosis a la regla fundam ental, que sólo puede ser su stentada al precio de la hipótesis del inconsciente, detallada bastante largamente. Tam bién, el interlocutor se enterará su cesivam ente del peso de la represión, la irrupción súbita de la transfe rencia, y muchas cosas m ás. Es un buen tipo, y conc luye esa larga ex po sición de Freud con un “Buen o, no puede hacerm e daño haberlo escu chado a usted”. Queda una pregunta, que ya se encontraba allí al co mienzo: ¿en qué se diferencia esto de una m edicina, puesto que Freud no habrá cesado (o casi) de hablar como terapeuta? ¿A qué responde una nueva precaución oratoria por parte de Freud (es un arma que em pleará con fre cuencia en el debate"): da su propia defin ició n del charla tán, del “ Kurpfuscher”ix Para la ley, es charlatán el que cura a los enfermos sin poder probar que posee un diploma médico de Estado. Yo preferiría otra definición: es char latán el que emprende un tratamiento sin poseer los conocimientos y las capacidades requeridas. Apoyándome sobre esta definición, me arriesgo a afirmar que -no solamente en los países de Europa- los médicos sumi nistran al análisis su más nutrido contingente de charlatanes.42
4 0 . “Langweilen": verbo muy directo. “Aburrirse”, ciertamente, pero también, y sobre todo en la forma reflexiva, como aquí: aburrirse a muerte, perecer de aburrimiento... 41 ."Pfusche"'. chapucero, descuidado, que trabaja mal, que estropea el trabajo. “Kurpfuscher"'. charlatán, estropeador de cura. 42. S. Freud, La question de l ’analy se pro fa ne. P ropos échangés avec un interlocuteur impartial, París, Gallimard, 1985, pág. 106. [En español S. Freud,
El razonam iento utilizado -m uy grato para los analistas, quienes desde siempre lo han adoptado sin dificultad, y más aún desde que se entu siasman por la “ética” de que hacen a lar de - merece que lo desm enuce mos, pues bajo una forma más bien aguda, se enfrentan en ella dos concepciones de la legitimidad. ¿Có m o no darle la razón a Freud ? El charlatán, el peligroso chapucero es efectivam ente, en toda ocasión, quien no pose e las capacidad es y los con ocim ientos requeridos para el acto en el que se com prom ete y por el cual se hac e retribuir. E sta definición es v álida para el plome ro, el abo gado, el ens alm ado r o... ¡la mu jer de la vida alegre! Vemos menos claramente, en cambio, lo que un diploma de Estado viene a hacer en este paisaje. C iertamente, g arantiza que tal ciudadano ha adquirido co nocimientos y capacidades en un sector determinado: un médico, un abogado, serán tales por haber pasado exitosamente exámenes o con cursos q ue determin an el camp o de actividades que se les abre por ese hecho. El abogado no puede ejercer la medicina, ni el m édico litigaren la corte, pero cada uno está legitimado para ejercer en su sector. En esos casos, el Estado y sus agentes están tamb ién ah í pa ra ga rantizar no la calidad de la práctica, ni el éxito del acto, sino efectivamente esa posesió n de un m ínim o de “conocim ie nto s y capacid ades” . En el caso de la inapelable definición de Freud, no vem os en absoluto quién pro nunciará un estatuto sobre el hecho de que tal o cual “emprende un tratamiento sin poseer los conocimientos y las capacidades requeri das” . A hora bien, en ausencia de sem ejante instancia claramente afir m ada desde el inicio del juego, ¿quién podrá pon er en funcionam iento una definición tan perfec ta? ¿Quien h ará la división entre quienes tie nen las capacidades y quienes no las tienen? Porque hay dos po sibilidades en este cruce de caminos: o bien Freud opta por la fabricación de un diploma de E stado de psicoanalista, dife rente del de m édico, y entonce s la instancia prop ia en nuestras soc ieda des para garantizar un mínimo de conocimientos y de capacidades, a saber el Estado , será una vez más (p or interm edio de agentes resp onsa bles) claram ente id entific able en el as unto, y “analista ” será un títu lo como los dem ás, que en cada caso se desprende de un saber específico. O bien ese mism o Freud se otorga a sí mismo los m edios públicos para sab er quién es charlatán y quién no lo es. A hora bien, está claro, ley en do esas páginas, que Freud no considera ni por un instante la primera solución, mientras que remacha el clavo de la segunda al escribir:
¿Pueden los legos ejercer el análisis? Diálogos con un jue z imparcial, op. c i t pág. 216.}
[...] Pero coloco el acento en la exigencia según la cual nadie debe prac tica r el an álisis sin ha ber adquirido el derecho para ello mediante una determinad a fo rm ación.43
Sobre lo cual el juez imparcial le responde, muy oportunamente: “Entonces, ¿qué propuestas concretas tiene usted para hacer?”
Freud finge entonces eludir la pregunta, pero ya ha respondido varias págin as antes, cuando su in te rlo cuto r le pregunta ba muy sim plem en te: “¿Dónde se aprende lo que hace falta para practicar el análisis?” Por ahora existen dos institutos donde se imparte instrucción en el psicoa nálisis. El primero se encuentra en Berlín, creado por Max Eitingon, de la asociación local. El segundo es costeado con sus propios recursos, y me diante considerables sacrificios, por la Sociedad Psicoanalítica de Viena. La participación de las autoridades públicas se limita por ahora a las múltiples dificultades que oponen a esas jóv enes empresas. Un tercer ins tituto didáctico debe inaugurarse por estos días en Londres44 [...]
Respu esta, entonces: el psicoanálisis m ismo se ocup a de su prop ia trans misión, sin importar el precio que esto le cueste. Él solo, por interme dio de sus “institutos”, está en cond iciones de seleccionar entre charla tanes y no charlatanes. En es e déd alo serio entre todos, está decidida a no dirigirse hacia el Estado p ara que tom e a su cargo esa enseñ anz a y su espec ificidad, y garantice acto seguido, com o lo hace con la med icina, la arquitectura u otras disciplinas, que un “mínimo de conocimientos” efectivamente se ha acumulado. A pesar de todos los numerosos des víos que Freud tomó a lo largo de todo ese texto, su posición se des prende con basta nte claridad : que el estado, por in te rm edio del ju ez imparcial, adm ita que la ley que vale para la m edicina no es v álida para el psico análisis, pero qu e no crea po r ello que tiene el derech o de leg is lar sobre el análisis m ismo.
43. S. Freud, La question de l ’an alyse profane , Op. cit., págs. 112-113. [En espa ñol S. Freud, ¿Pueden los legos ejercer el análisis? Diálo gos con un jue z imparcial, op. cit., pág. 219.] Las itálicas son suyas. 44. S. Freud, ¿Pueden las legos ejercer el análisis? Diálo gos con un ju ez im par cial, op. cit., pág. 102-10 3. Unas líneas más adelante: “Pero una vez que se ha pasado por esa instrucción, que uno mismo ha sido analizado, ha averiguado de la psicología de lo inconsciente lo que hoy puede saberse, conoce la ciencia de la vida sexual y ha aprendido la difícil técnica del psicoanálisis, el arte de la interpretación, el combate de las resistencias y el manejo de la transferen cia, ya no es un lego en el ca mpo del psico análisis. Está habilitado para emprender el tratamiento de perturbaciones neuróticas [...]” (itálicas de Freud)
¡El psicoa nálisis respondiend o solo por el psicoanálisis! ¿Qu ién se atrevería a ir contra eso, cuando es el m ismo F reud quien lo dice? Quiero, sin em bargo, m ostrar que esta exclusión del Estado no repo sa sobre no sé qué sensibilidad po lítica de Freud, sino que surge como una conclu sión directa de un punto preciso de la técnica puesta en acción por el propio Fre ud, y q ue los f re udia nos de to das las c orrie ntes se transm iten a partir de entonces m ás o m enos ciegamente, continuando de ese modo la actitud de F reud .45 La regla fundam ental se presenta de m anera bastante benigna, a prime ra vista, un “truco” técnico, com o los que son utilizado s por los hipno tizadores, en efecto. No existe ningún enunc iado canón ico de él. “D iga lo que se le ocurra”, “Hable a calzón quitado”, “No deje de lado las ideas que po drían v enir a intercalarse en lo que u sted dice” , así podría m os variar, si no hasta el infinito, al m enos am pliamen te. Es efec tiva m ente u na orden, no obstante, sin imp ortar la eleganc ia con la que se la module llegado el caso. Uno de los pilares teóricos de esta regla consiste en afirmar que toda representación reprimida tiende po r ella misma a volverse conciente. U na aserción de este orden supera con mu cho la investigación em píri ca, aunque más no sea por la generalidad con la que se enuncia muy necesariamen te (no hay m anera de decir que solam ente “algunas” son em pujada s a ello). Vimos de cerca el salto que tuvo qu e dar Freud, con Fraülein Elizabeth, para conseguir elaborar claramente esta regla, y cóm o el hom bre de las ratas -un o d e los prime ros, al parecer, a quien le presentó la regla com o ta l- consig uió darle , desde su segunda se sión, un juic ioso equivalente, con el suplicio de las ratas. En contram os otros enu nciad os de ello, com o por ejemp lo al final de Tótem y tabú, cuando Freud exp resa que el borram iento de un acto cometido por una gene ra
45. Con la ironía mordaz de su texto “Situación del psicoanálisis y formación del psicoanalista en 1956, Lacan supo colocar bajo una cruda luz esta posición de Freud que, retomada tal cual por la burocracia de la I.P.A., se volvía franca mente extraña: “Indudablemente, un estado ordenado encontrará a la larga con qué objetar al hecho de que algunas prebendas [...] se dejen a discreción de un poder espiritual cuya extraterritorialidad singular hemos señalado. Pero la solución sería fácil de obtener: un pequeño territorio a la medida de los Estados filatélicos (Ellis ísland para dejar las cosas claras) podría ser cedido por un voto del Congreso de los Estados Unidos, los más interesados en este asunto, para que la I.P.A. instale en él sus servicios con sus Congregaciones del índice, de las Misiones y de la Propaganda, y los decretos que emitiese para el mundo entero, por estar fechados y promulgados en ese territorio, harían la situación más definida diplomáticamente [...]”, Escrito s, op. cit., México, 1984, págs. 466-467.
ción no puede efectuarse sin dejar huellas detectables. Del m ismo mo do que no hay crimen perfecto, no sería conc ebible una “represión ente ra m ente ex itosa” , una represión qu e no dejar ía huellas y que se ría tal qu,e lo reprim ido jam ás q uisiera “retornar” . Un a vez planteada semejante aserción, -q u e tamb ién es más metod ológica que fac tua l-, entonces sí, perm itió que se consid erara que las “id eas adyacente s” , las Einfallen que a partir de entonces infaltab lem enteAb vendrán, en un momento u otro, bajo una form a u otra, a la mente del paciente, harán el trabajo q ue anteriormen te le corresp ond ía a la hipnosis: llevar nuev am ente al dis curso la huella de los acontecim ientos que se suponen traumáticos. Eso sólo será verdad erame nte posible si la regla es aplicada, al menos p o r el m is m o que la p ropone. La regla, dicho de otro modo, d esarrolla tantas consecuen cias para quien la enu ncia como p ara quien, más bien inocen temen te al com ienzo, la obedece: éste es el punto que que da por establecer. Sólo lo conseguiremos retomando uno de los enunciados técnicos por los cuales Freud pudo invocarlo, enunciado q ue ya encon tramos en la prim era parte de este trabajo cuand o apareció es a “ meine Persorí' que se encuentra, a su manera, casi en el origen de todo este trabajo. Recordarem os sim plem ente aquí que había sido citada a título de representación m eta residual, que h abía sido dejada dentro del juego por la aplicació n de la regla fundam enta l.
IV. 4. El suspenso de la fin alidad En esas p áginas casi finales de La in te rpreta ció n de lo s sueños, Freud utiliza entonces esta noción de “representación m eta ” 47 [ Zie lv orste llung ] para d escrib ir el “hablar a calz ón quitado” que activa su nueva té cn ic a. Con ese término, entiende el hecho de que una parte a veces muy im p o rta n te d e un d isc u rs o d ic h o en una situ a c ió n c u a lq u ie ra de interlocución puede estar más o meno s riguros am ente ordenad a por la perspectiva de una m eta dad a: convencer al in te rlo cuto r, esta ble cer la perti nencia de un enuncia do prim ero, probar la in ocencia de uno, bus car las causas de su enfermedad... Debemos renunciar rápidamente a
46. En el sentido en el que es el destino que les prescribe la teoría, nada más y nada menos. 47 . La noción venía de Meynert. Ver J. Allouch, “Une étrange et éphémére entité ‘clinique’: la psychose hallucinatoire de désir (PHD)”, in Erotique du deuil au temps de la mort séche, París, EPEL, 1995, págs. 72-82 [Hay edición castella na: Erótica del duelo en los tiempos de la muerte seca, México, EPEELE y Buenos Aires, EDELP].
hacer la lista de tales finalidades enun ciativas, que son un a legión. Por el contrario, para que todas y ca da una de estas representaciones m eta pie rdan ofic ia lm ente su antiguo ra ngo organiz acio nal, quie n haya pro mulgado esta regla se obliga por ello mismo a no tom ar a ninguna de las representacion es de este orden com o representaciones m eta, y tiene el deber incluso de no ma ntener ninguna de ellas por su parte, a hurtadi llas, por así decirlo. Una rep resentación m eta, eminente o cualquiera, no será para sus ojos y para sus oídos m ás que una representación com o las demás. Ni las urgencias ansiosas a veces vinculadas con síntomas dem asiado a ctuales, ni la pasión de saber propia del investigador, nada de eso -que por supuesto hace presión- debe tomar la ventaja, y la “igualdad ” de su atención, esta atención llam ada “libremente flotante” , se impone entonces como la contraparte, del lado del analista, de la regla fundam ental: pac iente y analista se abstienen conjuntam ente de regular sus palabras (y sus actos) sobre una finalidad ord enad a de ante mano, una meta compartida. Si se precisan de ese m odo las palabra s, la “trivial” regla fundamental resulta pronto exorbitante, no tanto por su dificultad, o incluso la imposibilidad h um ana de respetarla como po r la violencia con que m antiene a raya a ese tercero más usual de los inter cam bios humanos: una finalidad perseguida en común. En efecto, ¿qué oscuro presentimiento impide al analista, tan princi pia nte o vete rano com o lo queram os im aginar, suscribirse en voz alta a las metas explícitas que su paciente todavía potencial adelanta en su dem anda inicial? Ac abar con un incómodo síntoma, enc ontrar un poco de paz (o un poco de fogosidad) en su vida amorosa, pasar el relevo de la pate rnidad (d e la m aternidad ), volverse analista, todo esto y m uchas otras cosas y razones pueden hoy llevar a consultar a un analista, sin nomb rar un supuesto “ malestar” difuso y confuso, del que sería urgente salir. El ana lista escucha, pregunta, acepta, propo ne even tualme nte un análisis, indica el método que se ha de seguir, y no promete nada. No por prudencia o m odestia con respecto a un acto todavía por ven ir, y por lo ta nto in cie rto, sino por e sta r advertido -¿ có m o ? ¿por q u é ? - de lo inconveniente que sería instalar entre él y su paciente a un tercero tan molesto, un tercero cuya presencia se volvería de una sola vez excesiva si los dos participantes reunidos de ese modo hicieran de él, de común acuerdo, su punto de alianza. U na vez que h a sido enunc iada la regla, el más anodino frag m ento de palabra vald rá eventu alm ente ta nto com o la difícil confesió n de no sé qué traum a mantenido oculto durante m ucho tiempo. Esta dichosa re gla vino a efectuar silenciosame nte un tipo de cierre formal enco ntrado cuando, en el am ontonam iento sucesivo de los poderes individuales en Hobbes - q u e podría haberlo conducido a una simple apología del or
den social existente-, él hacía notar que el más poderoso puede morir bajo los golp es del más débil. A sí, esta escala de los poderes se m ordía la cola, se transform aba en un círculo do nde las nocion es de “alto” y de “bajo” perdían su sentido. Al hacer equivaler de manera brutal cual quier fragmento de enunciado, la regla desarrolla el mism o género de efecto “global”: en lo que se dirá bajo su registro, nada será a priori m ás im portante que otra cosa. Veremos. El espacio m ismo de la inter pretació n depende m ucho de esta asepsia en cuanto a to da fin alidad, entre otras, la que no dejaría de desprender un sistema cualquiera de valores preestablecidos que cons tituiría autoridad para los dos, donde cada uno sabría debidam ente qu e el otro está sujeto a los m ismo s valores.
IV.4.1. La representación meta como tercero ¿Po r qué los psicoa nalistas se em peñan con tanta constancia, y sin que expre sam ente se los obligue a hacerlo, a no dejarle ningu na consisten cia propia, o al menos ning una individualidad fácilm ente detectable en el espacio de la cura que ellos dirigen, a ese “tercero” con que se ceba cierta literatura analítica que celebra en él al elemento apaciguador y regulador po r excelencia (el demasiado fam oso “tercero edípico”). ¿Por qué dan ese paso al costado con relación al compromiso mínimo y normal al que se suscribe cualquier terapeuta digno de ese nombre? Por m ás pruden tes que sean el méd ico, el cirujano, el psicoterapeu ta, el educador, en la evaluación casual del éxito de su empresa, eso no v uel ve a po ner en cuestión la finalidad de su acto .48 La representación m eta que ordena a la pareja terapéutica en la cual van a actuar puede muy bien ser explíc itam ente com partida, y en la m ayoría de las situacio nes no solamente lo es, sino que es importante que lo sea. Aquí, masiva me nte, y a la inversa, el a nalista se abstiene de p rodu cir ese consenso, e inaugura muy frecuentemente con ello mismo un silencio que no es nada más que el espacio de su efectiva neutralidad: ni de acuerdo ni en desacuerdo con las representaciones meta que el paciente, resistiendo como es debido a esta regla tan imp uesta como consentida, quiere ha cer prevalecer, el analista se em peña en no tratarlas más que com o re presentacio nes cualesquiera .
48. No olvido, aquí, la cohorte de problemas que puede sobrevenir alrededor de este punto de la finalidad, que es colocado demasiado apresuradamente bajo la etiqueta “ética”.
Sin embargo, hemos visto que Freud mantenía dos excepciones a esta suspensión general de las representacione s meta: por una parte, perm a necen prese ntes en la mente del pacien te las representacione s m eta del tratamien to, y, además, otra representación m eta (m ism a que el desvío por la hip nosis perm ite ahora aprecia r mejor) no deja de vale r com o tal, esta enigm ática “meine Person”. Estas dos excepciones no se encuen tran ubicadas bajo el mismo régimen enunciativo. La primera, m etodológica, es una hipótesis, una suposición, que Freu d plantea “fir memente” [halte Ich die Voraussetzung fe st\ , y de acuerdo con la cual el paciente no cesará, pase lo que pase, de considerar al tratamiento como un tratamiento. La segunda, en cambio, la que establece crudam ente el hecho de la transferencia - “Und nun, die Tatsache”, como el propio Freud lo anunciaba con ardor en su XXVIIa conferencia al mom ento de tratar sobre la transfe rencia- esta representación m eta está planteada com o un hecho en bru to , un hecho “sobre el cual el pacie nte no tiene idea” , que ni siquiera sospech a [von der dem Pa tienten nichts ahnt]. Estas dos representaciones meta constituyen sin embargo un par, se articulan una con la otra para especificar la acepción analítica de la “tran sfere ncia ” en el sentido freud iano a partir de ahora: u na represen tación meta omnipresente, que se impone com o un hecho [meine Perso n ], articulada a esa otra representación meta que Freud mantiene por su propia autoridad y de acuerdo con la cual to do esto -incluyendo, por lo tanto, a la p rim er a- form a parte de un “tratam iento” . Sin esta hipótesis que F reud “plantea firm em ente” con respecto de la primera representa ción meta, ya no vemos claramente cómo la segunda podría no virar sólo hacia la hipnosis, o al amor, o a cualqu iera de esas pasiones m ás o m enos patológicas que alimentan, en efecto, muy sólidas “represen ta ciones meta ” .49 Es necesario que queden dos, y relativamente co ntra dictorias, pa ra qu e nun ca una sola constituya la ley. P or lo tanto, no se trata, con esta preocupación m antenida del “tratamien to”, de una sim ple táctica de defensa por parte del analista, que se defendería de la transferencia que él provoca invocando un tratamiento que se supone que él dirige, sino de lo que perm ite no cederle todo el terreno a la otra representación m eta, la que “se imp one como un hech o” . Es ta repre sentación m eta del tratamiento no está tanto ahí, ella, para se r invo cada con fines de moderación de la transferencia como para especificar lo propio de la transfere ncia en el sentido de Freud: una irre ductib le dua lidad.
49. La proximidad esencial de la paranoia se deja sentir aquí de manera aguda.
Este hec ho transferen cial es lo que surge entre el analizante y el ana lista conse cuentem ente a la regla fundam ental: porque ésta suspend e todas las representaciones meta, permite que estas dos estén aisladas como en ningún otro sitio. ¿Por qué? Porque en otros sitios -d o nd e se puede, llegado el caso, encontrar nuevam ente la om nipresenc ia de uno de los interlocutores para el otro, y la preocu pación en ese o tro por m antener el intercambio dentro de un marco fijado de antemano - , 50 una o mu chas otras representaciones meta vendrán, muy oficialmente, muy ex plícitam ente , a recubrir este pais aje y a nim barlo con una lu z común y compartida. U no y otro, refiriéndose conjuntam ente a ellas, cada uno por su cuenta , ahogarán en ellas el m ovim ie nto tr ansferencia l (q ue po siblemente los anima) en las aguas de un acuerdo explícito sobre la finalidad oficial del intercam bio. Lo cual con duce a tom ar la cosa más bie n a la in versa y a in te nta r m ostrar cóm o, en el análisis, nada soporta m ejor las resistencias que el hecho de com partirlas a través de los acue r dos ad hoc po r los cuales tal analizante acaba a veces por m aniatar al analista, indicándo le con esto m ismo la vía.
IVA.2. Lo “ilim itado” de la transferencia Así, tiene el mayor interés, con frecuencia, estar atentos a tal o cual demanda de cambio de horario, o de algún otro punto del dispositivo adoptado. N o es que sea necesario a toda costa rechazar y rigidizarse en un “ma rco” de cemento, pero mucho de lo que viene como acuerdo lateral repetitivo -de preferencia dictado por unas circunstancias tan externas a la voluntad del paciente como imperiosas en su realidadcorre el riesgo de acarrear una cuestión que, cuando se aloja allí, lo hace obstinadamente: ¿sí o no va el analista a convenir que se encu entra también en jue go algo más que el análisis? ¿Va a reconocer por fin que existe verd aderam ente una realidad distinta de la de la cura? Y si no, ¡cuánta arroganc ia la suya, que pretende reduc ir todo sólo a su ac tivi dad! Este analista se ve atrapado así, muy com únm ente, en las redes de una acusación de absolutismo, ni más ni m enos que lo fue el soberano de H obbes, y la teoría de Hobbes, de paso. En los dos casos, una idéntica confusión entre “ilimitado” e “infinito” da argum entos a la acusación, en la m edida en que nada viene a hacer que tropiece este m uy desacostumbrado suspenso de representaciones
50. Pensemos solamente en ciertas relaciones profesor-alumno, entre otras.
meta, dispensadoras de sentido ,51 salvo la transferencia. Ahora bien, ésta es precisam ente la hija natural de esa falta metodológica de reten ción y de dirección en la dim ensión de la finalidad y del sentido. A qu í nace una espiral que pronto se vuelve vertiginosa, que desag rada bas tante a los bueno s espíritus interesad os en la calm a y la mesura, pu es en ella ya no se puede diferenciar el mal de su remedio, el efecto de su causa. El em plazam iento de la regla hizo que se entrara en un laberinto donde las reglas usuales para ubicarse en el discurso carecen insidiosamente de pertinencia, un jueg o que, una vez com enzado, una vez instalado en la repetición qu e lo entrama, sesión tras sesión, ya no ofrece ningún indicio seguro de lo que podría cons tituir su conclusión, su detención “interna”, por no decir su punto de desembocadura. El punto tercero que sellaría el acuerdo y perm itiría que cad a uno sepa un poco “dónde está parado” con relación a una finalidad prefijada, que permite al mismo tiempo que la cuestión de la conclusión, de la salida del “jueg o” transferencial no se presente como un puro rom peca bezas, ese punto te rc ero es delibera dam ente m ante nido en su sp enso . Lo más sorprendente consiste quizás en el hecho de que sea tan poco necesario hacer mención de él para desembocar en ese resultado: no solamente ninguna “persona” es introducida en esa posición de refe rente común a los dos participan tes ,52 sino que ese cuidado va m ucho más allá, hasta desalojar pacientem ente tal o cual representación meta que el paciente somete a la aprobación del analista. ¡Pongámonos de acuerdo sobre una cosa al menos, una pequeña cosa! Y aquí, la más ínfima será, co m o cabe esperar, la m ás enorme. He aq uí por qué la frase violenta, pero que en pocas oca siones aparece con tanta claridad en el conju nto de la obra de Freud, de acuerdo con la cual “la situación an alítica no soporta a un tercero” pa rec e tener que ser
51. Debe entenderse esa palabra aquí en su dimensión vectorial, al menos tanto como en su dimensión significacional. 52. El caso del control no constituye una excepción. Si uno de los dos (el analista) visita a otro analista en posición de controlador para hablar del paciente a quien él atiende, no solamente estas entrevistas no son conocidas por el pa ciente, sino más aún: es de la mayor importancia que el supervisor no conozca al paciente más que a través de los decires del analista que lo consulta y que al menos, en el caso contrario, no se apoye sobre su conocimiento referencial y directo del paciente para “guiar” al analista. Si ocurre que lo haga, ya no se tratará prácticamente de psicoanálisis, incluso en el sentido más amplio del término. Además, cuando -otra posibilidad- un instituto cualquiera de “for mación” de los analistas se insinúa en este lugar tercero dentro de una cura con el pretexto de que sería "didáctica”, podemos hoy, tras casi un siglo de ese tipo de práctica, conocer la extensión previsible de los daños...
destacada. N o se contenta con enunciar la constatación eleme ntal que especifica el número de participantes admitidos en el terreno. Rige la escen a transferencial hasta en sus más som bríos rincones, extrayendo una conclusión directa del suspenso m etodológico de toda represe nta ción m eta: ningún tercero, ni siquiera bajo la form a de una m eta pe rse guida en com ún. Y todas aquéllas y aquéllos que piensan encon trar en la “Ley” a ese tercero cuyos derechos le correspon dería al an alista ha cer valer, o cuy a figura incluso le correspon dería encarnar, pueden des alojar la sala. Las ropas del educ ador ap aciguador que ellos imaginan que son las del analista no pued en en efecto más q ue hacer caso om iso del equívoco fundamental y fundador de la transferencia, y reducir el corazón del descubrimiento freudiano a la sola dim ensión de una tera péutica, allí donde la espera d es de siem pre la ló gic a del Esta do con sus “jueces imp arciales”, com o Freud los llamó bellamente. Ba staría en efecto que toda la com plicación de esta vasta cuestión que recubrimos con el nombre de “psicoanálisis” adquiera la apariencia determ inada de la curación, para que todo se ordene, com o con el pase de una varita mágica. Sobre esta cuestión tan simple, tan trivial, de la finalidad del acto -¿cu ració n o n o ?- el representante del Estado co nti núa irritánd ose por las respue stas am biguas que los analistas le dan. Y a pesar de todo, sin temerle ya a su ira, prolongando la paciencia de Freud, será necesario una vez más explicarle que es al m ismo tiempo chicha y lim onada, carne y pescado. Que hay, ciertamente, curación, a veces, si no esta prác tica estaría enterrada com o tal desde hac e mucho tiem po, pero qu e esa curación no es, no puede ser un objetivo. E ven tualmen te pued e ser un resultado, pero nunca un objetivo .53 Ahora bien, ¿qué es un objetivo, si no es un resultado que uno espera ? Así que todo el asunto se ve reducido a este pecadillo, esta frágil disposi ción enunciativa que, de una u otra manera, con fuerza o sin ella, el pacie nte hace su ya. Si no esperara nada, ningún resultado (y por esto m ism o no trajera consigo ningún objetivo), no se metería de seguro en este asunto. En cuanto al analista, ¿cóm o pod ría no esperar nada? Cie r tamente, un poco de cinismo -enfermedad infantil del psicoanálisis, como cierto izquierdismo lo fue del marxismo- nunca está completa mente ausente de los “medios” psicoanalíticos: ocurre que se quiera ju gar a las m entes geniales, cuando ya no se tienen arg um ento s. Eso no imp lica para nada que el analista no tenga, por su parte, en cad a caso, 53. Quien todavía tenga dudas es invitado a releer, digamos, los Estudios sobre la histeria, como para convencerse una vez más de que la perspectiva de la cura ción tiene muy a menudo una naturaleza tal que puede incendiar a la citada histeria.
ningún objetivo, y la astucia de la razón viene adem ás a susurrarle que la ausencia obstinada de objetivo pod ría muy bien pasar por un o bjeti vo com o cu alquier otro...
IV. 4. 3. Rigores de la equivocación Lo único más o m enos claro es entonces la falta de acuerdo explícito entre los dos participantes. Cad a uno espera algo, pero ningu no de los dos, ni nadie más sabrá si es o no es la misma cosa, lo que Lacan marcaba por su parte con la palabra muy exacta de “equivocación ” 54 [iméprise ]: el único asidero [prise] -¡ y lo e s! - que ofrece el análisis no es nada más qu e esta equivocación [méprise], que v incula en una rela ción ilimitada (no hem os dicho “ sin fin”) a dos seres que no consiguen concordar y hacen de esa discordancia sin demasiado desacuerdo el nervio de su extraña guerra. Pero estaríam os tentados a decir, con un discreto suspiro, ¿aca so no es éste el régimen com ún de la mayo ría de las parejas? ¿Pero qué es en tonces eso tan específico del psicoanálisis en este emplazam iento? En este punto, la cosa se revela ahora, no solamente en su evidencia de siem pre en cuanto al núm ero de los participantes, sino hasta en la suti leza del discurso transferencial: nada vendrá a ocupa r de m anera clara y d istin ta este lugar de tercero, nada vendrá que permita contar hipócritamente hasta tres. Al menos así es como puedo yo comprender que unos analistas tan diferentes, tan o puestos, tan atrapados a veces por im placables rivali dades, se encuentren d esde hace tanto tiempo alineados sobre una m is m a postura: no le piden a ningún Estado que recon ozca ni patrocine su actividad. Se mantienen obstinadamente alejados de un título oficial que vendría a decir quién es charlatán y quién no lo es. No olvido, al pasa r, situacio nes com o la de lo s analistas ale m anes conte m poráneos, recono cidos por el Estado, cuyas sesiones son reem bolsadas po r el se guro social. Ni el hecho de que hoy, igual que ayer, un importante nú mero de médicos y psiquiatras practican el análisis sin diferenciarlo forzosamente de otras maneras de hacer, en relación directa con su título oficial. A p esar de la indefinida diversidad de las prácticas, sobre la cuestión aquí y ahora en jueg o d e la relación con el Estado, no hay que confundir a un psic ote rapeuta (o a un psiquiatra) -q u e cualquier
54. Con la que él traducía también el “Vergreiferí’ freudiano.
Estado no tiene ningún p roblem a en formar, diplomar, em plear y pagar, puesto que la fin alidad de su acto está claram ente inscrita en su nom b re - y un psic oanalista, a p ropósito del cual ese m is m o E sta do no con sigue saber ni lo que hace, ni lo que quiere. Es notable qu e los psico a nalistas, en su conjunto y a pesar de su diversidad, se em peñ aron en no confu ndir su actividad con la del psicoterapeuta, au nque llegaran a tra baja r en esos dos registros. En Fra ncia , al m enos, a pesar d e la m ultip li cidad de las escuelas, los grupos, las asociaciones y las tendencias, no hay d iplom a de Estado de psicoanalista, y la sesión de análisis sigu e sin estar cotizada en los baremos del Seg uro Social. Todav ía más revelador de esta tendencia: el psicoanálisis es, a veces, enseña do com o tal en la universidad. Se sustentan hoy tesis de psic oa nálisis, y por qué no habría de ocu rrir eso, en vista del saber acum ulado bajo ese registro , que prete nde a la racionalidad, y puede ento nces cons tituir el objeto de un recuento, de un cuestionam iento digno de estudios superiores bien llevados. Salvo que en esos mismo s sitios no se oculta que el título otorgado no po dría valer com o autorización para ejercer. Entonc es, ah í está el hecho: los m édicos, los abogados, los arquitectos están autorizados para ejercer su profesión a partir del m om ento en que están en posesión del diplom a ad hoc; en cuanto a los psicoanalistas, de todas las escuelas por igual, se niegan a contentarse con este camino común . Y el Estado, también hay q ue ad mitirlo, los deja en una paz casi regia sobre ese punto. P ropongo que intentemos entender un p oco por qué. Planteo aquí la hipótesis de que lo que muy pron to se llam ó la “segund a regla fundamental” sigue desempeñando un papel decisivo para los freudianos de todas las corrientes, pues todos la sacan a colación co n tinuam ente: para ocu par el lugar de analista, es necesario prime ro ha ber llevado a b uen p uerto un análisis en la posic ió n de p aciente. H em os podid o ver al pasar q ue esta “regla ” d ataba de los p rim eros tiem pos del magnetismo animal, bien sustituida durante todo el siglo XIX por los diversos defensores de la hipnosis. ¿Por qué diablos una honrada for m ación universitaria no habría de incluir ese análisis “didáctico” ? Sim ple m ente al p la nte ar la pre gunta , vem os cóm o se esboza u na cierta son risa en los rostros: ninguno de los grupos de an alistas que p ractican el reglam entario “análisis didáctico” , ha sabido hasta el día de hoy p rodu cir criterios tales que pud ieran valer m ás allá de su seno, para el conjun to de la com unidad, hasta el punto de que está permitido du dar de que haya se m ejante “conjun to”. En el interior mismo de cada un a de estas m ini-com unidad es, en efecto, tienen lugar combates, regularmente, al rededor de estas cuestiones, sin que se instalen acuerdos muy dura de ros. A hora bien, una universidad no puede iniciar un a prueba sin mo s
trar las condiciones en nom bre de las cuales esa prueba se considerará pasada con éxito o no, al m enos sin desig nar los ju rados que serán investidos de ese po der (investidos por la Universidad, o d icho de otro m odo, po r el Estado, ún ica fuente de legitimidad). Y aquí estam os de vuelta en la famo sa “casilla de salida” : si en una cura, llam ada en esta circunstancia “didáctica”, se pudiera saber el punto que debería alcanzarse, y si un tercero estuviera en po sición de juz ga r al respecto, como es el caso en todos los procedimientos de “evaluación”, bueno, pues ya no quedarían m ás que pequeñas dific ultades té cnic as que solu cionar pa ra instalar, junto al control de los cono cimientos, el control de la habilidad m ínim a que calificaría al futuro analista, lanzado al m erca do a partir de ese momento. Al mismo tiempo que el código, pasaría m os la conducción, y la licencia para ana lizar sería debid am ente entre gada. Ahora bien, tras casi un siglo donde nada de ese tipo se pudo poner en m arc ha, debem os adm itirlo: tal no es el caso. El Estado, tercero por encima de todos los terceros, com o hem os pod i do entre ve ren ciertos mo m entos de este estudio, el Estado nunca metió verdaderam ente la nariz en los asuntos analíticos. Esto no q uiere decir que sus agentes no deban tener conocim iento, por diversas razones, de los defensores de esta práctica, culturalmente importante, aunque sea socialmente marginal: el fisco inspeccionó el terreno desde hace ya m ucho tiem po, y sabe gravar como es debido unos ingresos que le im porta basta nte poco saber co n qué etiq ueta se pasean. Los in te resados saben que en Francia, de acuerdo con una ley aprobada en 1978, las profesio nes m édic as y param édic as están exentas del IVA. A sí, los m édicos y otros psicólogos que practican el análisis en Fra ncia no pa gan ese impu esto, mientras que otros analistas, que no pueden p resen tar esos diplom as de Estado, s í se encuentran su jetos a él. Esa distin ción no hace más que sub rayar la ausen cia de relación entre el psic oa nálisis y el Estado, donde este último sólo toma en cuenta, como es debido d e acuerdo con su lógica, los títulos que él m ismo ha otorgado. ¿A nalista? pod ría decir, si po r casualidad hablara, ¿qué es eso? Ps icó logo, médico, kinesiterapeuta, sociólogo, profesor, psiquiatra, antropólogo, periodista, todo eso, sí, me suena, pero “psicoanalista”, no, no lo ubico. D esde hace casi treinta años, voces tan ame nazantes com o espantadas esparcen regularm ente la noticia: los tecnócratas del M ercad o Com ún, concentrados en su pasión por armonizar las legislaciones europeas, pronto se in clinarán sobre esa habitual rechazada que es el psic oanáli sis, y ya andan elaborand o el brebaje mortal que lo ma tará si los psicoa nalistas no saben federarse a tiempo, unidos todos ante el peligro p olí tico y legislativo com ún. No estoy espec ialmente iniorm ado d e lo que
se hace o no se hace del lado de las legislaciones europeas, pero por más d iferencias que pueda haber entre Eu ropa y cada uno de sus Esta dos, nada viene a dar testimonio del hecho de que su lógica difiera. A hora bien, esa lógica jurídica sólo puede tomar en cuen ta una activi dad que exhiba su propia finalidad, sin importar cuál sea ésta (dañina, llegado el caso, y entonces esa actividad será prohibida). En su resis tencia a ser enteramen te reducida a la curación, lo médico, lo unive rsi tario o la “ investigación en ciencias hu m anas ”, el psicoanálisis freudiano continúa quedá ndose en los linderos, en las espesuras, en los mon tes de las tierras jurídicamente susceptibles de entrar en el catastro. Su relación con la racionalidad científica, que da vida a tantos colo quios y publicaciones diversos desde hace mucho tiempo, oculta casi dicha relación con esa otra racionalidad, jurídica en este caso, que entram a cada vez más nuestros vínculos sociales, esos vínculos pod e rosam ente rem odelado s desde el periodo revolucionario por la noción de “representación”, y las múltiples aporías aferentes. Si el extraño suspenso de la finalidad del acto freudiano deja al análisis del mismo nombre al m argen de cua lquier toma en cuenta po r la lógica estatista, ¿cóm o entender ahora el peso que Lacan le dio al valor -p o líti c o - del concepto de representación?
IV. 5. El sujeto representado Al mism o tiempo que desplegaba, a lo largo de una enseñanza de m ás de v einticinco años, toda una estrategia para desplazar el concep to de “representación» en el sentido en que Freud había podido en tende rla ,55 separando cuanto podía lo que, en ella, le pertenecía a la imagen y lo que le pertenecía al símbolo, Lacan c olocaba el otro valor de ese co n cepto - “político”- en el corazón m ismo de su definición central que, lanza da a finales de 1961, habría de perm ane cer intacta hasta el fin: Un significante rep resenta al sujeto para otro significante. Esta definición conjunta del sujeto y del significante (tal como el psi coanálisis los aprehende) gira efectivame nte alrededor de una acepción del verbo “representar” que parece no tener ningún valor figurativo (¿quién iba a pensar que un significante tenía la misma cara que un sujeto, y recíprocam ente?). A lgunos hablantes franceses, es cierto, se
55. Intenté describir esta problemática freudiana de la “representación incons ciente” en el capítulo III.3. de Le lasso spéculaire, págs. 192-231.
consideran capaces de no contundir el verbo “representar” y el verbo “representar para”. Esta ilusión, con la que muchos se contentan, se disipa rápidamente cuando nos acercamos a la dualidad del concepto mismo. Dentro de la óptica cartesiana, no hay representación que no sea representación de algo para alguien. Ego es, en todas las circuns tancias, ese “alguien”, lo que Lacan retomaba a su modo en su defini ción del signo (discretamente tomada de Peirce): IJn sig no es lo que representa algo para alguien ,56 A Freud, en el linaje de alguien como Herbart, hoy retomado por algunos defensores del cognotivismo, le habría gustado ciertamen te que con su “representación inconscien te”, se estuviera autorizado a concebir una representación que, aunq ue re presenta ría debidam ente algo, no lo hic ie ra para nadie. Lacan, por su parte, luchó en es e frente , pero al mis m o tiem po que rechazaba lo esen cial del sentido figurativo presente en Freud, jugó a fondo sobre el sentido “p olítico” de la noción de representación, ese sentido de a cuer do con el cual, indepen dientemen te del grado eventual de semejanza, algo (¿alguien?) puede ocupar el lugar de otra cosa (¿de otro alguien? ), y actua r en su nombre. Contrariamente a la representación freudiana, el significante lacaniano no tiene de ningún modo la ambición de ofrecerse como una imagen, en cua lquier grado que fuera, de lo que sin embargo “repre sen ta” . Su hete rogeneidad de principio con el significado que toma a su cargo -m ás o menos apoyado sobre bases saussurianas- lo libera de entrada de esa carg a imagina ria, entregada, a su vez, sin reservas, al sign ificad o .57 De ahí el hecho de que la palabra “para” en la definición dada p or Lacan adquiera un peso considerable, pues el significante ya no aparece allí más que com o ocupa ndo el lugar de un sujeto enviado de ese m odo al lugar del autor en el sentido de Hobbes: quien se hace representar, o quien es representado. De este modo podem os com prender un poco el perm anente doble valor que el sujeto lacaniano no cesa de desplegar, por más esfuerzos que hagamos para arrinconarlo de un solo lado: por una parte, es nada, menos que nada, y cualquier intento por sustantivarlo, por darle un mínimo de ser y de esencia deberá considerarse vano, pues queda ex
56. C. S. Peirce, Écrits sur le signe [E scritos sobre el sign o]. París, Le Seuil, 1978, pág 121: “Un signo, o representa/lien, es algo que ocupa el lugar, para alguien, de algo bajo alguna relación o a título de algo”. 57. El precio que hay que pagar por relegar de ese modo al significado sólo en el imaginario es más pesado de lo que se piensa, aunque difícil de poner en cifras.
cluido q ue dé un paso al frente él mismo en ningún escen ario. Le falta cua lquier reflexividad, que le hubiera perm itido anclarse aun que fuera un poco en el ser, pero, po r otra parte, lo vemo s conv ertido, a ese hurón, en el alfa y el om ega, en lo a que los psicoana listas lacaniano s les gusta bla ndir com o la perla única, lo que hay que salv ar de los m últip le s pelig ros dispuesto s a ahogarla . Pues sin él, ningún sig nificante repre sentaría nu nca nada, incluso si una vez que se ha puesto en m ovim iento la pareja significante/sujeto, nunca ese “sujeto” vendrá a quitarle el prota gonism o a un sig nificante, a so la s en el escenario a parti r de ese momento. Tam bién en H obbes, el autor no tenía otro estatuto que el de ser repre sentado ,58 en sus palabras y/o sus actos por otro distinto de aquél a quien, por la relación llam ada de autorización, le había sido delega da la capacidad de ser un representante. La consistencia de este autor no dejaba de variar según las situaciones en el texto mismo del Leviatán. En el contrato juríd ico trivial, el autor perm anecía activam ente p resen te, ante todo en el sen tido en qu e todo actor que dijera que ac tuab a en nombre de un autor debía poder en todo momento dar la prueba de su autorización. Incluso en ese marco mínimo, el autor no tenía en cual qu ier mom ento el derecho de despo jar a su actor del ma ndato confiado a él. La cosa se agrav aba aún m ás en el caso del contrato social, pues una vez designado conjuntamente el soberano, ninguno de los contra tantes que lo habían colocado en esa función podía, sólo por su deci sión, interrumpir esa relación de autorización, a la vez en razón de la distributividad fundamental del acto, de la unidad de la persona ficti cia, y tamb ién por algunas razo nes estudiadas más arriba, inherentes al abandon o de un “poder de gobernarse a sí mism o” . Estos recordatorios están aquí para que sintamos el paralelo -y nada m á s- qu e busco establecer entre el sujeto lacaniano y el autor según Hobbes. El interés de esta puesta en relación radica sobre todo en la consistencia de esas entidades relativas. Co m o lo hemo s visto, el autor en Hobbes no debe ser concebido según el modelo de una autoridad repleg ada sobre sí mism a, de un ser viviente cuya individualidad p lena m ente afirm ada se permitiría aqu í y allá, y porque no puede actuar en 58. Sobre el h echo de que quien está de este modo representado sobre el escenario político no aparezca en él como tal más que el sujeto lacaniano sobre el esce nario del significante, encontraremos un apasionante comentario en todo el libro de Pierre Rosanvallon, con un título totalmente explícito: Le peuple introuvable. Histoire de la représentation politique en Frunce [El pueblo inhallable. Historia de la representación política en Franc ia], París, Gallimard, 1998.
todas partes al m ismo tiem po, ser “repres entad a” po r aquél (aquéllos) a quienes él otorga una confianza m omentánea, incluso parcial. M uy por el contrario: este autor no es tal más que en tanto que resultado de la relación de autorización , que él no anticipa para nada. Es inconce bible un autor sin su actor, con respe cto al cual no goza de ningu na anteriori dad ni temp oral ni lógica. Surgen con juntam ente, ni más ni me nos que el significan te y el sujeto en la pe rspe ctiva abierta por Lacan. Al igual que con el autor de H obbes cuando nos precipitamos a imagi narlo -d e m anera errónea - como la fuente de la relación de autoriza ción, estarem os inv enciblemen te tentados a hacer del sujeto lacaniano el corazón vibrante de todo lo que se efectúa del lado del significante. En los dos caso s es muy difícil desha cerse de una retórica de la irradia ción que, postulando como una evidencia un centro subjetivo de una absoluta densidad, irradiaría sus rayos tan lejos como le es posible, encend iendo y calentando a toda una cohorte de agentes intermedios. El sujeto, en sí mism o, no sería nada, pero esa nada sería el cen tro de todo, aquello alrededor de lo cual todo gravitaría. H ay que rechazar esas su gerencias solares, lumin íferas y m onoc entradas con resp ecto al sujeto, para abrirse nuevam ente a la ló gic a triv ale nte de la re presenta ció n.
IV. 5. 1. ¿Pero entonces quién es “alguie n”? Un significante representa al sujeto para otro significante. ¿En qué tono hay que decir y escuchar esto? Las páginas más claras de Lacan sobre ese tema no lo son sin embargo hasta el punto de que baste con rem itir al lector a ellas, por tratarse de “R adiofo nía” , quizá s uno de los textos más retorcidos en cuanto a la sintaxis. Cuando habla, bastante largamente, sobre C opérnico, que segu ía haciendo que todo g irara en círculos , aunq ue enton ces fuera alrede dor del Sol y ya no de la Tierra, Lacan le con trapon e a Kepler, el que supo rom per los círculos y demás epiciclos para aventurarse hacia la elipse y su doble foco, rompiendo de ese m odo definitivamente la unicidad del centro. Po rque lo que si gue siendo esencial es afirmar la división del sujeto en juego en el análisis, nunca ofrecerle ninguno de esos albergues conceptuales o metafóricos en los cuales podría reunirse, volverse más denso, y con cen trar un ser que lo llamaría, que lo haría uno. Su definición tiene que desplegarlo de entrada como central y descentrado al mismo tiempo. En esto viene a punto la operación de K epler para ayudar a un Lacan que b usca ejem plos a fin de darse a entender, allí donde múltiples tradi ciones filosófica, religiosa, m ística se encarnizan en conce bir al sujeto com o reducido a la insecabilidad del punto geom étrico.
U na vez dev uelta una unidad (globalizante) al yo especu lar, y sólo a él, el sujeto lacaniano ya no está a cargo de esa función “ uniana” que era efectivam ente, en tre otras, la del Ich freudiano, y ese sujeto puede en tonces ser descrito com o irreductiblem ente clivado, pasible a partir de eso de la escritura: S. Resta que por ese hecho es dualizado en su repre sentación, y no en su ser, pues no podríamos afirmar ni negar nada sobre ese ser. Como el ser y el uno son comunmente recíprocos, si que rem os qu e ese sujeto no sea uno, es con ven iente no otorgar le el ser. N o e s que el no-ser le sie nte m ejor; así que debem os más bien resolv er nos a desertar la cuestión de su “ser ” ,59 para concebir su lugar y su función en la econ om ía libidinal donde se lo supo ne en acción. En una página de una densidad particular, Lacan produce la articula ción del significa nte con el signo, un signo que él sigu e enten dien do de acuerdo con la definición de C. S. Peirce: “algo que representa algo para alguie n .60 Insistiendo sobre este último término -que aparecerá com o central en su op erac ión- escribe: El signo supone el alguien a quién le da un signo de algo. Es el alguien cuya sombra ocultaba la entrada en la lingüística. Llamen a ese alguien como ustedes quieran, seguirá siendo una tontería.61
¿Q ué tontería? Lacan evo ca discretam ente, al respecto, varias: la “sig natura de las cosas”, en el umbral de la época moderna, la telepatía donde Freud se atrevió a internarse, y más generalmente en la época contem poránea, la comunicación, la idea de que hablamos solamente
59. Cuando Lacan, por alguna cartesiana razón, llega a jugar con el término, es una vez más para encerrarlo en un díptico negativador: “O yo no soy, o yo no pienso.” Cfr. el seminario D ’uri Autre á l ’autre [D e Otro al otr o] donde esa alternativa es emplazada. 60. Otra versión, del propio Peirce: “Defino un signo como algo que está determi nado por alguna otra cosa, llamada su objeto, y que, por consiguiente, deter mina un efecto sobre una persona, efecto al que llamo su Interpretante, y este último está por lo mismo de manera mediata determinado por el primero. Agregué ‘sobre una persona’ como para echarle un dulce a Cerbero, porque no tengo esperanzas de dar a entender mi propia concepción, que es más amplia”; C. S. Peirce, Écrits su r le signe, op. cit., París, Le Seuil, 1978, pág 51. En su nota explicativa asociada a esta “concepción más amplia”, G. Deleda lle, quien reunió, tradujo y comentó estos textos de Peirce al francés, agrega: “El interpretante no es el que interpreta, hablando propiamente. El interpretante es un signo y no una persona.” 61 . J. Lacan, “Radiophonie”, Scilicet 2/3, París, Le Seuil, 1970, pág. 56. [En español: “Radiofonía”, in Psicoanálisis, radiofonía & televisión, Barcelona, Anagrama, 1977, pág. 11. Nuestra traducción es diferente, aquí y más adelan te, de esta versión.]
para “com unic ar” . En todas estas concepcio nes, el “alguie n” es por fuerza un sujeto en el sentido egoico del término, que siempre pone en línea un “sign o” y un “algo ” (ese algo sería a su vez un signo). La lógica de la representación p redom ina entonces en un sentido eminen temen te “clásico” (Port-Roy al es aquí tan decisivo com o D escartes en sus M e ditaciones), un sentido que permanece totalmente ambiguo, jugando igualm ente con el valor ima ginario (la representación “ se asem eja” a la cosa), como con el valor llamado “po lítico” (la representación sólo está asociada a la cosa por convención, y la “representa”, actúa en su lugar y en su nombre, en el proceso retórico y demostrativo). Descartes aco moda así codo con codo estas dos posibilidades ,62 que Lacan no cesa de diferenciar. Porque apenas el vínculo del signo con la cosa es esbo zado por él de la manera más clásica, por intermedio de ese “alguien”, él se ocupa de explicitar en qué el significante “cae” al signo: Si el significante representa a un sujeto, según Lacan (no un significa do), y para otro significante (lo cual quiere decir: no para otro sujeto), enton ces, ¿cómo puede ese significante caer al signo que, de memoria de lógi co, representa algo para alguien? [...] Psicoanalista, es del signo que estoy advertido. Si me señala el algo que tengo que tratar, sé, por haber encon trado la manera de romper el engaño del signo con la lógica del significante, que ese algo es la división del sujeto: dicha división se apoya en el hecho de que el otro sea lo que hace el significante, por lo cual no podrá repre sentar a un sujeto más que por ser uno solamente para el otro/’3
Líneas decisivas, y más bien escasas en la enseñanza de Lacan, en la m edida en que lo que se dice allí constituye una espec ie de bajo conti nuo, que escuch am os todo el tiempo sin nunca conseg uir aislarlo bien corno tal. La sub versión prim aria de la definición c lásica del signo no se refiere en un inicio al fam oso “a lguie n” , sino al “alg o” que pa sa por ser representado. Sensible a la duda hiperbólica cartesiana qu e le va en ese momento como anillo al dedo, Lacan suspende cualquier idea de objeto que estaría de ese modo “representado” en el signo, y por ello ese signo, reducido a su m aterialidad sonora o gráfica ya no está más que a la espera de otro signo, de un vecino, que tampoco valdrá más que p or su vecindad futura, y así todos y cada uno revelan una faceta de su funcionam iento que la definición clásica del signo ocultaba: lejos de ser en su fundamento un átomo de significación, cada signo es ante
62. Ver la problemática general de la “figura” en Descartes, entre otros lugares a todo lo largo de la regla XII de las “Reglas para la dirección del espíritu” (Oeuvres philosophiques, Ed. Alquié, París, Garnier, 1963, págs. 134-158). 63. J. Lacan, “Radiophonie”, op. cit., pág. 65. [En español: “Radiofonía”, op. cit., pág 24-25.]
todo, en su efectua ción significante, elem ento de un a cadena sin la cual no es nada. Ahora bien, esa cadena no se sostiene, sus elementos no están con caten ado s más que si se sup one un sujeto de un tipo nuevo, un sujeto que y a no infiere nada del signo a la cosa, ya no con stituye “re pre senta cio nes” que figura rían a las co sas, situadas fu era de ellas, sino que resu lta constantem ente dividido, clivado, tachado p or la dualidad significan te con la que se enfrenta pues form a su bisagra. A sí se obtiene también el “uno” del significante según Lacan, unidad que ya no le debe nada a algún enarcam iento imaginario donde significante y signi ficado encontrarían su correspondencia en la unidad globalizante del signo, sino por el contrario, elem ento estrictam ente sim bólico que asienta su un idad sing ular en la repetición. Ese sign ificante es “uno so lame nte para el otr o” : en la exacta m edid a en que está vin cula do con su otro, cada uno será uno. La fundam ental dualidad del uno se encuentra así en parte re gula da en la nueva definic ió n del suje to que se despre nde de esta situación, la cual lo con sag ra a no estar nu nca más que rep resen ta do. Hay aq uí algo que continúa hiriendo la sensibilidad contem poránea: se supone, no sin razón, que el psicoanálisis es lo más íntimo y lo más agud o que hay en la singularidad subjetiva, y resulta que el psicoa náli sis proclama la ausencia por principio del sujeto agente, responsable, fuente de decisión y de libre albedrío. A la inversa, ese sujeto que el psic oanálisis prom ueve co n Lacan no apare cerá nunca en sí mismo, sino solam ente en la representación s ignificante que lo cliva inexo ra ble mente . Lo d ecis iv o en el asunto le c orresponde al vín culo , q ue L acan efectúa inm ediatamente en esa pág ina de “R adiofon ía”, con o tro cli vaje, otra inadecuación fundamen tal: Esta división repercute los avatarcs del asalto que, tal cual, la enfrentó al saber de lo sexual, traumáticamente por el hecho de que este asalto esté condenado de antemano al fracaso por la razón que ya dije, que el significante no es propio para dar cuerpo a una fórmula que sea de la relación sexual. De ahí mi enunciación: no hay relación sexual, sobreen tendido: formulable en la estructura.64
¡Curiosa “repercu sión” ! Pero Lacan no ofrecerá otra imagen para echar se al buche a fin de hacer vínculo de lo sexual con el lenguaje: este último viene a repetir, en la división subjetiva que im plica, ese desga rramiento que hace del primero un rom pecabezas sin fin. De estas dos
64. J. Lacan, “Radiophonie”, op. cit., pág. 65. [En español: “Radiofonía”, op. cit., pág 25.] El subrayado del verbo “repercutir” es mío.
determ inaciones, sexualidad /lenguaje, que dominan la escena analítica desde Freud, Lacan dibu ja aquí su hom otecia formal: del m ismo m odo que un sujeto no m antiene con un objeto una relación cuy o valor sería la “representación” de este objeto, tampoco la determinación sexual hom bre/m ujer constituye una pareja que, a través del acto sexual, esta ble cería una relación de un sujeto sexuado con el otro. “No hay rela ción sexual” es entonces un enunciado que forma parte eminentemen te de la lógica significante en el sentido en que subraya que no está perm i tido inferir unívocamente de un signo (sexual) su referente (un sexo dado), porque se ocupa de la determ in ació n subje tiva, y de n ada más. Si es cierto qu e el sujeto es representado po r un significante para otro significan te, entonce s... no hay relación sexual. En cam bio, si el sujeto es concebido como un agente responsable, como es el caso, po r ejem plo , en la concepció n cristiana, ya prácticam ente no hay proble m a para concebir sem ejante relación sexual. Tiene incluso un valor cons tante me nte susceptible de ser dicho: la relación de un hom bre y de una mu je r equivale ya sea a un niño, o a un deber. Y si no, es pecado. Nuestros conte m poráneos se com pla cen en contradecir esto s valo re s en decadencia y prefieren en su lugar, como constitutivo de esa rela ción, al goce. Tampoc o él viene infaltab lem ente a ordena r la relació n, y la regulación de cada uno sobre la fantasía es de un tipo distinto de un vínculo directo con un supuesto “objeto” entendido en el sentido del Gegenstand, en el sentido de lo que se tiene frente a sí, en el mundo sensible. De tal modo que, una vez divulgado que el funcionamiento significante implica por sí solo un sujeto, ese sujeto no se mantiene com o tal cuando el significante, pa ra retom ar aquí la enigm ática expre sión de Lacan, “cae al signo ” que, por su parte, posiblem ente ha ce rela ción. Enton ces es necesario acercarnos todavía un poco m ás a las poca s líneas de Lacan , al final de esa págin a 65 y al com ienzo d e la siguiente, en el número 2/3 de Scilicet [En español: “R adiofonía” , op. cit., pág 25.]. Ese algo donde el psicoanalista, al interpretar, realiza intrusión de significante, ciertamente yo me extenúo desde hace veinte años para que él no lo tome como una cosa, pues es falla, y de estructura. Pero que él quiera convertirlo en alguien es la misma cosa: eso va a la personalidad en persona, total, como llegado el caso se vomita. El menor recuerdo del inconsciente exige sin embargo mantener en ese lugar al algún dos, con ese suplemento de Freud de que no podría satisfacer ninguna reunión más que la reunión lógica, que se inscribe: o uno o el otro.
El primer párrafo muy bien puede pasar como una lejana alusión a M aurice B ouve t y a su convicción de acuerdo con la cual el ana lista no ofrecía, en cad a una al igual que en la totalidad d e sus intervenciones,
nada más q ue su “falo”. Lacan d ice que “se extenúa desde hace veinte años” (lo que remite efectivam efectivam ente a los los años cincuenta) yendo en co n tra, pero desde Bouvet el enemigo ha cambiado, y sin contar con el apoyo de pruebas particulares, está permitido pensar que este ataque contra la “persona “persona lidad lidad total” total” rem ite tanto a Nach t y a su preocupación po p o r la “ p r e s e n c ia ” del de l a n a lis li s ta, ta , c o m o , q u izá iz á s , a la c r ític ít ic a d e L a c a n con co n respecto de la noción de “respuesta total del analista” que Margaret Little 65 había destacado a partir de 1957.
IV. IV. 5. 2. “...a .. .aqq u é l po p o r qu quie ienn e l sig si g n ific if icaa n te v ira ir a al a l sig si g n o ” ¿Q ué vem os entonces surgir para contrarrestar a este “alguien” al que reduciríamos demasiado apresuradamente, en opinión de Lacan, a la pe p e r s o n a lid li d a d y su s u p u e s ta f u n d a m e n tal ta l u n id a d ? N a d a m á s q u e u n a curiosa inven ción term term inológica, ese “algún dos” que debe ser entendi do, a su vez, “en ese lugar”, es decir, “allí donde el psicoanalista, al interpretar, hace irrupción de significante”. Es ese lugar el que Lacan quiere lim lim piar una vez más de las presencias que obstruyen y hacen que se pierda de vista, al mismo tiempo, la arista de la transferencia y el sujeto vinculado al significante. Ningún tipo de unidad vendrá por sí mismo a reducir ese “algún dos” de la irrupción significante, y por lo tanto, para que el alguien entre en escena, ah ora será necesario... intro ducirlo, pues el significante no basta para garantizar ese trabajo, ni tamp oco el fam oso “dispositivo “dispositivo analítico”. analítico”. Esta Esta m anera de plantear a la la transfe rencia por su faz significante significante 66 y no po r la del signo , deja libre la la otro m odo aun alguien valencia a la que Lacan p odrá enganch ar de otro alguien que no será ni exa ctam ente el uno ni exa ctam ente el otro otro de los dos par tici pa p a n t e s , p e r o p o r el c u a l, d e s e g u ro , el sig si g n ific if ic a n te v a a “ c a e r ” , v a a “virar” al signo: Siendo así del punto de partida de donde el significante vira al signo,
65. Margaret Little, “La réponse totale de l’analyste aux besoins du patient” [“La respuesta total del analista a las necesidades del paciente”], Inter In terna natio tiona nal l Jour Jo urna nall o f Psyc Ps ycho ho a na lysis ly sis,, 1II-IV, vol. 38, 1957. Artículo largamente comen tado por Lacan Lacan en la sesión del 3 0 de enero de 1963, en ocasión de su semina rio L ’a ng oiss oi ssee [La [L a angu an gusti stia] a],, hacer eco, dicho sea s ea de paso, p aso, con el primer primer sentido del término término 66 . Que no deja de hacer en Freud, cuando hablaba de ella en plural a propósito de los restos diurnos.
¿dónde encontrar ahora el alguien, que es necesario procurarle urgente mente? Es el hic hic que nunca se hace nunc más que al ser psicoanalista, pero tam bién lacaniano.
La op eración debe ser leí leída, da, com o ocurre con frecuencia, en el desplie gue de esta escritu ra de Lacan: el ana lista no es ese alguien , au toriz a su su aparición p or el el hecho de que se hac el cual e se alguien h ac e61 e61 ese nunc por el se encuentra localizado, domiciliado. Que ese analista deba ser “lacaniano” parece tener que ser leído aq uí como: apto para recono cer el ju e g o del de l su jeto je to sup su p u esto es to saber. sab er. E s to se co n firm fi rm a alg a lgun unas as lín eas ea s m ás ad e lante, al término de su comentario alusivo al “no hay humo sin fuego”: no úm eno, en o, [...] Lo que peca si se ve el mundo como fenómeno, es que el noúm no us, o sea: al por no poder a partir de eso hacer signo más que para el nous, supremo alguien, signo de inteligencia siempre, demuestra de cuánta po breza proviene la vuestra si se supone que todo hace signo: es el alguien de ninguna parte el que debe urdirlo todo.6K
A ese “alguien “alguien de n inguna parte” -D ios con toda seguridad, que tuvo derecho también al apelativo de sujeto supuesto saber (en ciertas con diciones cartesianas cartesianas espec íficamen te)-, Lacan lo hace entonces alguien alguien p o r qu ie n el significante cae al signo, sin qu e ese significan te encu entre po p o r él é l m ism is m o ninguna súbita transparencia transparencia que lo haría haría simple m ensaje ro sim bólico de un objeto pr esen te en en no sé cuál cuál “realid ad” . El viraje de estos estos significantes significantes al al signo -q u e la transferencia efectúa colocando en el escenario a u n sujeto sujeto supuesto saber en esa postura de) de) “alguien” que todo signo requiere- no inicia su “punto de partida” en calidad de “significantes”, y deja por el contrario contrario perceptible esa disposición fue ra de sentido , al m enos pa ra el el an alista al al que se sup on e aquí “lacan iano” po p o r q u e no se p r e c ip ita it a r á d e m a s ia d o a to t o m a rs e lis li s a y lla ll a n a m e n te p o r ese e se “alguien”. Vemos hasta dónd e intenta Lacan h undir el el cuchillo entre la representa ción/m im esis y la la represen tación/lugartene ncia. Al igual que otros, sin sin embargo, no puede separar lo que supo distinguir tan bien, y sería un error imaginar que con él se habría acabado con la representación representación “clá sica”. Si el sujeto supuesto saber es efectivamente ese “alguien” por
67. Ver la serie de los “hacerse” con los cuales Lacan describe a veces el carácter activo de la pulsión: hacerse tragar, hacerse cagar, hacerse ver, hacerse oír. op . c itit.,., pág. 67. [En español: “Radiofonía”, op. cit., cit ., 68 . J. Lacan, “Radiophonie”, op. pág 27.]
quien el significante vira al signo, entonces la transferencia tal como Lacan la presenta supera con mucho el marco del amor donde Freud había buscado reconocerlo. Se vuelve ahora ahora aparente de qué m odo ese m ovimiento po r el el cual el el signo -y por lo tanto tanto el sentido- se emplaza p o s tu la c ió n de que efectivam ente hay ese a través de la suposición, la po alguien “cuy a som bra ocultaba la entrada en la lingüística” . El amor, amor, siempre potencialm ente presente, presente, viene en ese mismo m ovim iento para constituir una dirección, del mismo modo que la flecha constituye su bla b la n c o e n la p re c ip ita it a c ió n q u e la a p r e s u ra h a c ia e lla ll a . ¡Q u e to d a e s ta m area desen cadena da por la regla fundam fundam ental y el el dispositivo dispositivo rep eti tivo que la la apoy a no se pierd a en un vagido sin sin sentido! ¡Que po r lo menos el suspenso metódico de toda representación meta deje una a salvo, al al me nos una! Y ahí está la la transferencia: ese dato general v incu lado a la fabricación del sentido, con la elaboración de ese saber que alguien como Sócrates manipulaba con gran destreza. Surge como ré pli p licc a a la re g la fu n d a m e n tal, ta l, e s a e s p e c ie d e P ito it o n isa is a c h a rla rl a ta n a y to n ta de la que u no espera, paciente, el destello de una verdad. “Tu palabra ya no te perte nec e” , pod ría perfec tam ente de cir el el ana lista al analizante, si todavía supiera dar muestras de la osadía de Freud con Fraulein Elisabeth. La réplica del del paciente sólo sería sería todavía m ás mordaz: “Com o yo suscribo lo que tú estás diciendo, entonces tu imagen tampoco te pe p e r te n e c e .” A sí, sí , el a n á lis li s is e s ta ría rí a e n el o r ig e n d e u n a n u e v a ley le y d e l Talión, vinculada al funcionamiento de la palabra: el “alguien” por el cual el sentido sentido fluye a mares y a no debe ser confundido estrictame nte con el interlocutor (en este caso, para ninguno de los dos que hablan). Lo cual, por su puesto, colo ca al análisis en el diapa són de cierto viraje de la cultura en este siglo, que pregunta “¿Qué es un autor?” o, más radicalmente, “¿Quién habla?” Lacan, por su parte, desplaza esta cuestión, cesa de centrarla en un sujeto gramatical tan tan rápidam ente seguro de su su personación, para seña lar más c laramen te con el dedo el hecho de que la sola suposición de un bla b la n c o b a s ta p a r a g a r a n tiz ti z a r la e x is te n c ia d e u n s e n tid ti d o , a s í c o m o la consistencia de su agente local: el signo. El sujeto supuesto saber, esa formación “no artifici artificial, al, sino de veta” , com o lo presentaba en la “P ro po p o s ic ió n d el 9 d e o c tu b re d e 196 19677 so b re el p s ic o a n a lis li s ta d e la e s c u e la ” , tiene algo de un filón cuya explotación permitiría extraer el mineral inag otable del sentido, y del signo signo que lo com pone. Salvo que su grado de ex istencia presenta, presenta, en su su m ismo títul título, o, una titulación titulación precisa: una suposición, y nada más. Qu isiera, po r última vez, m ostrar cóm o esto -q u e puede p asar por una extrema extrema sofis sofisti ticaci cación ón muy digna de dell estilo estilo deliberadam deliberadam ente oscuro oscuro de L ac an - es una preocupación preocupación respetada por
la mayoría de los analistas, incluyendo algunos que no pueden ver a Lacan ni en pintura. ¿Por qué, en efecto, se obstinan los analistas, sin que consigna ni con sejo alguno se les les dé al respecto, en m antener fuera de la escena ana lí tica toda individuación dem asiado aparente aparente o decisiva de ese “alguien”? Su hoy secular prudencia con respecto de toda ingerencia del Estado pu p u e d e r e f e rir ri r s e a a lg o d is tin ti n to d e un in d iv id u a lis li s m o p u n til ti l l o s o o d e no se sabe qué anarquismo corporativista: si es cierto que el movimiento m ism o por el cual se establece lo que constituía ya, según el decir de un un Jung que se encontraba con con Freud por prim prim era vez :69 “el alfa y el omega” de la práctica analítica, a saber, la transferencia, implica la puesta en servicio de semejante suposición, cualquier efectuación dem asiado po p o s it iv a la m a ta rá en c u a n to tal. ta l. C a d a a n a lis li s ta p u e d e e s ta r a d v e r tid ti d o d e ello, ello, no leyendo pesados tratados, tratados, sino com prom etiéndose impru dente men te en en esa posición del tercer tercero, o, dándole súb itamente dem asiada con sistencia. Ni él ni nadie está autorizado para investir plenamente ese lugar, mientras que lo sostiene activamente con su reserva. Sin embar go, le es muy fácil jugar al rinoceronte en la cristalería; por ejemplo, po p o n ie n d o d e m a s i a d a a te n c ió n a los l os in te re s e s d e su p a c ie n te ; o h a b la n d o indebidamente de lo que proviene del diván en algún otro escenario (profesional, familiar); o más sutilmente aún, argumentando con una supue sta ley ley (como el pago de las las sesiones faltadas) para exigir cual quier cosa de otro modo que no sea en en su nombre. D e m anera general, general, cuanto más b usque un apoyo del lado de la “realidad” -jug an do al juez de instrucción, al sabio o al clínico advertido-, tanto más ese alguien po p o r el cua cu a l el s ig n ific if ic a n t e v ir a al s ig n o a d q u iri ir i rá u n a c o n s is te n c ia in d e bid b id a , y ta n to m á s el a n a liz li z a n te y el a n a lis li s ta in te r c a m b ia r á n s ig n o s , en connivencia, por supuesto. De cierta manera, esto es fatal, por lo cual Lacan quiso sub rayar el el hecho de que la resistencia resistencia en el análisis análisis debe entenderse ante todo del lado del analista. Pues le corresponde a este último, y sólo a él, él, v elar para que ese ine vitable alguien no la regres é a cada m om ento al recinto recinto analítico. analítico. Cuanto m ás presente esté, esté, tanto más el viraje del significante al signo, al al esforzarse por man tene r dóc ilm en te alejada una especie de p ersecución vinculada al impacto d e la letra letra sobre el sujeto, dará m uestras de u na tonalidad Daranoica Daranoica cen trada en el capricho de ese “alguien”. Hace r que el paciente adivine la manera en que su “a lguien” entra en escena, se introduce en la división subjetiva, de qué modo ciertos 69. En respuesta a una pregunta de Freud: “¿Qué piensa usted de )a transferen cia?” Y es e mism o Freud Freud le contestó a su vez: vez: “Ha comprendido comprend ido usted lo esencial.”
significantes “viran” asi al signo, forma parte con toda segundad del registro registro del analista; pero ocup ar deliberadam ente ese lugar de alguien, alguien, o (dejar) hacer que sea ocupado por otro, cualquiera (o lo que sea), equivaldrá, m ás o men os, de man era mediata o inm inm ediata, a hacer caso om iso de la transferencia, a volver a hace r el impasse com ún sobre ese ese viraje del sign ificante al signo, y por lo tanto tanto vo lver a ju ga r con el tipo tipo de verdad vinculada al signo. Por esto, también, aunque a algunos no les les agrade, el analista analista en la transferencia no puede p retende r ser un gran clínico. clínico. Lo es, según la m edida de sus talentos talentos en este terreno, po r el hecho, efectivamente, de que se instala en el nivel de los signos, que sopesa finamente sus diferentes valores de verdad, con esa sagacidad mitad ing enua y m itad expe rimen tada del clínico clínico que sabe leer los los sig nos y no se deja engañar; pero, al hacer esto, habrá desertado de su función de ag ente de la transferencia, que equivale a vaciar incan sable m ente al alguien de las presencias superfluas siempre listas a atiborrar atiborrar ese lugar, lugar, a darle dem asiada consistencia, consistencia, logrand o al mism o tiempo, sin sin em bargo, no vaciar nunca a ese alguien mismo, no echarlo jun to con el agu a de la bañera. La dificultad de la operación se encuentra allí, allí, o prácticam ente. El su je j e t o s u p u e s to s a b e r e s e s e b e b é q u e a n te to d o e s p r e c iso is o s e p a r a r d el agua de la bañera, si se quiere que pueda ser un día tirado a la basura. ,70 será en Sem piterno piterno M oisés, oisés, que espera pacientemen te a su Poussin ,70 todo ca so el agente por el cual el significante vira activam ente al signo. signo. Aqu él por el cual cual el signo signo deve lará -¡q uiz ás é sa es es la apu es ta!- lo que que debe, no sólo a las realidades que toma a su cargo y ordena, sino a su fábrica significante, significante, aq uélla donde la historia historia del del sujeto se ha entram a do entre sexo y lenguaje, miedos y gozos m ezclados, placeres y pala bra b ra s e n t re c h o c a d a s . B o q u ia b ie rta rt a s .
70. Ver la verdadera celebración que da Yves Bonnefoy de la serie de “Moisés salvado de las aguas” pintada por Poussin durante su estadía en Roma, in L'ar L' arri riér ér e-p e- p ays, ay s, Ginebra, 1972, págs. 154-155.
Conclusión Por el equívoco y la interrogación que m antiene sobre la persona a la que apunta, la transferencia planteada por Freud echa u na luz intensa sobre esa tercera persona con la cual las gram áticas se quedan, en con ju nto , un poco cortas con su “neutro” . En una obra que conserva su carácter pionero, Les m ysté res de la Trinité [Los m iste rios de la Trini da d 7, Dan y-R ob ert D ufour ya ha bía abierto pacientem ente el abanico al cu estiona r a esta tercera person a, ciertam ente a partir de sus coorde nadas lingüísticas, pero mucho más allá también: “Él”, he aquí otra palabra mágica más. El "yo” hacía surgir una verdad anterior a toda prueba, que desembocaba en el mundo antes de todo con trol; el “él” es un fabuloso operador kinestésico, y cada hablante lo usa del modo más trivial del mundo [...]. “El”, esa simple palabra realiza enton ces un inmenso prodigio: hace ve r lo que no está presente. “Él” re-presen ta lo que está ausente. En otros términos, “él” vu elve posible el escenario de la representación.1
En tanto hab ría un “m undo” en efecto, entonces cualquier cosa puede ser convocada ahí sin dificultad en esas dos pobres letras. Salvo que, con el psicoaná lisis, un tercer com parsa vino a instalarse en este lugar de m ane ra estable, justo entre el “él” de “él m e dijo” y el “él” tácito de “hay... ” , Lla m arlo “el inc on scien te” , o el “Ello ” , o “el O tro” no es, ciertamente, equivalente pero permanece como hipótesis de escuela. En cam bio, el “hecho ” de la transferencia, com o Freud se desvive en nomb rarlo, viene bastante claram ente a remach ar su cuña en pleno co razón de esta tercera persona, y esto desarrolla consecuencias de im porta ncia para los m ism os psic oanalista s, no só lo en sus preocupa ciones d e clínicos en el hilo de las curas, sino tam bién en sus as ociacio nes diversa s, y los lazos que a través de ellas tejen -o n o - entre ellos y con el Estado.
1.
D.-R. Dufour, Les mystéres de la Trinité, París, Gallimard, 1990, pág. 95.
Para conv encerse de que esos lazos correspond en primero a cierta prác tica de la transferencia, era necesario adentrarse en este largo rodeo historizante por el que se develó en parte lo que el Estado moderno mism o debe a esta conqu ista y extensión de la tercera person a a partir de la noción de persona ficticia. Sin ella, sin la nueva dimensión de representación que hace montar sobre el escenario de la historia, la lenta construcción d e esos Estados no hubiese sido posible, o hubiese sido otra. Si uno no pone a tención a este eje principal de la racionalidad política conte m poránea, la ausencia fundam enta l de re la cio nes entr e esos mismos Estados y los psicoanalistas no podrá ser encarada sino desde un ángulo muy anecdótico, pues la disparidad aparente de los términos deja demasiado cam po para los condicionam ientos im agina rios. Más vale entonces afirmar que el no encuentro del analista y del Estado tiene lugar primero sobre este terreno de la tercera persona que entre ga así, bajo los fuegos cruz ados de la transfe rencia y del po der de Estado, un poco más de su anatomía. La oposición parece primero plena y entera: el Estado se construyó como el tercero por excelencia, el que preside el reconocimiento de todos los otros, que de termin a a todos los otros com o otras tantas “p er sonas” que hablan y actúan en su nombre o en el nombre del prójimo. Llegado el caso, lleva a la existencia en tanto persona igualmente a todas esas “otras cos as” que, sin él, no habrían po dido ser con siderad as como sujeto de derecho. Por otra parte, se habrá podido ver que, en Freud y Lacan al m enos y teniendo en cuen ta todas las diferencias, el tercero que la transferencia pon e enju eg o es m antenido en un suspenso técnico muy singular: una representación pa ra uno, una suposición para el otro. Al tercero muy sólido del Estado, ese tercero del que nadie puede dudar puesto que de él provie ne to da le gitim id ad concebible, le replicaría esta sombra de ob jetivo, o esta hipótesis testaruda, tan imp al pable en su ser com o devasta dora a veces en su s efecto s, y a la que Lacan fue el primero en darle un nom bre casi propio: sujeto supuesto saber. N ingún com entario de esta apelación bastará para con ferirle su real pod er heu rístico si se la confin a solamen te al cam po del saber psicoanalítico donde toma sin embargo su raíz, o si nos contentamos con soñar con su ruina como una forma moderna de la “liquidación de la transferencia”. Pues transferencia freudiana y poder de Estado se conciben, sob re este terreno de la tercera persona, como dos consecuencias opuestas del acabamiento de la noción de representación, cuando ésta consiguió adjuntarse un sentido político ausente hasta ese mom ento. A partir del mo mento en que “representar” pudo significar también “actuar en n om bre de alg ún otr o”, ento nces, no sólo se pudo concebir ese la zo político
que la teoría de los dos cuerpos del Rey había fracasad o en tejer de un cuerp o con el otro, de un hum ano con su cargo, de una mu ltitud dispe r sa con su unidad soberana, sino que en la intimidad de una relación dual, se tramó un nuevo eq uilibrio de la personación en el “sujeto” . Si el cogito cartesiano fue en efecto contemporáneo del gran encierro de los locos, lo fue también de esta am pliación y de esta trivialización del concepto de “representación” , debido a la introducción -e n el campo filosófico prim ero - de la noción de representación jurídica, luego po lí tica. Por ella en efecto, la representación mental podía, por su parte, desprenderse cada vez más del objeto que ella “representaba” en la medida en que no tenía ya que respetar las mismas constricciones m iméticas: también se le volvía permitido “representar” sin dem asiada preocupació n p or la sem eja nza. Con to da cla rid ad, en el m is m o D es cartes, se ve al verbo “rep resen tar” liberarse de esas obligaciones m imé ticas (tramadas po r el Renac imien to y su arte de la perspe ctiva) y encontrar, dado el caso, tanta legitimidad en lo arbitrario y la conv en ción com o en la sem ejanza depu rada a partir de los rasgo s del objeto. Yo puedo (ego puede) decidir representar cualquier realidad por cu al quier signo de m i elección, a condición d e que se lo adv ierta al lector, y perm ane zca fiel a esa elección en la continuación del discurso. A mi guisa, podré siem pre elegir tal o cual representación, sea o no sem ejan te. A la vía pasiva -la representación com o “imp ronta”- se le adjunta en adelante claram ente la vía activa: ego forja tal o cual “figura” cu an do tiene necesidad de ello. Recíprocam ente, incluso cuando la representación política no im plica ba, con los C onstitu yente s, nin guna sem eja nza de principio entre el representante y el representado ,2 su puesta en práctica en los proced i m ientos de elección ulteriores no habrá cesado de plantear el problema de cierta semejanza entre aqu ellos dos. Se lo hab rá visto con el rég i m en del Terror, que llevó esta sem ejanza hasta la identidad. En su últi ma obra, Pierre Rosanvallon 3 m uestra muy bien por otra parte que a fines del siglo X IX, en reacción al anonim ato num érico del voto dem o crático en el cual el elector veía disolverse los rasgos d istintivos de su identidad social, se encaró como cada vez más positiva una cierta se mejanza allí donde los Constituyentes se habían esforzado, por su parte , en hacerla desaparecer apela ndo al “espíritu de cuerpo” . A sí se 2. E incluso, se puede decir, la proscribía, puesto que el Representante no debía entonces, sobre todo, actuar en nombre de aquellos que lo habían designado, sino solamente en nombre de la “Voluntad general” que debía ser su único punto de referencia, su única preocupación. 3. Pierre Rosanvallon. Le peu ple intro uvab le, op. cit.
vio impulsar la idea de que los obreros no podían ser verdaderamente representados sino por obreros. De manera todavía más caricatural, Émile de Girardin, en un artículo célebre escrito antes de la elección del presidente de la segunda R epública, hizo votos por la candida tura y la design ación en ese puesto de un perfecto descon ocido , de un hombre cualquiera, por ello mismo hombre del pueblo, y por lo tanto... muy apropiado para representar al citado pueblo. Fuera de este raz onamiento vertiginoso propio de la representación dem ocrática, la tensión hacia cierta semejanza debía conducir, sin embargo, poco a poco vía la in vención de los partidos políticos modernos, a la idea de “representa ción proporcional” que, desde los años veinte rige con mayor o menor fortuna nuestra vida política: cada diputado presenta, grosso modo , el color político de la mayoría que lo eligió. Si la representación mental conoció m uy rápidam ente, por lo tanto, un relajamiento de sus exigencias miméticas gracias a la representación política, esta últim a, en el largo y tu m ultuoso curs o de su puesta en acción, debió integrar poco más o menos esas exigencias miméticas que ella mism a había servido para atemperar, desem bocand o as í en una noción irreductiblemente compleja de la. representación. En lugar de prete nder m ante ner con firm eza a dis ta ncia uno del otro esto s dos as pecto s, más vale, ento nces, estu dia r sus tensio nes internas: pues cuánto más la represen tación se instaló como la norm a en política, tanto más la antigu a cuestión de la perten encia a sí m ismo se reguló en relación con la cosa del Estado. L a perdida de la dime nsión religiosa, h asta entonces inherente a los reagrupamientos humanos, posee con seguridad coor dena das com plejas, pero no se podría insistir dem asiado, en esta irrup ción progresiva de la laicidad en el corazón de los Estados modernos, sobre el pes o del concep to de representación que ligaba así a cada uno con la nueva soberanía. Se volvió difícil captar con suficien te rapidez un movimiento alternativo, que no corresponde sino a una remisión incesante de un o de los valores de ese concep to al otro: po r un lado, la representación (mim ética) se ofrece como un mundo cerrado, en donde nada falta sino tem poralm ente, cua ndo por el otro, al m ismo tiempo, la represen tación (política) no cesa de sug erir un pun to de perdida total e irreductible que resulta rápidamente un punto de respiración indispen sable. El mensaje es contradictorio, y quien quiera ahorrarse esta con tradicción se hace muy pronto, así fuera de mala gana, el apóstol ino cente de la represen tación, en el mo men to mism o en que creería hac er se su vigoroso crítico. Del lado del cierre: no se ve verdaderame nte, a prime ra vista, qué es lo que podría, en efecto, escapar a un sistema representativo. Hobbes: “Hay pocas cosas que no puedan ser representadas de manera ficti
cia ” .4 Descartes: “[...] con seguridad, la diversidad infinita de las figu ras basta para expresa r todas las diferencias de las cosas sensibles ” .5 N o vale la pena, según parece, ir a buscar no sé qué región del ser que esca paría sin ap elación a la ley de b ronce de la represen tación; si es que no es Dios Padre, pero se ha visto que, por lo menos c artesianam ente, Su poderío soportaba muy bien ejercerse fuera de esta racionalidad nueva qu e am biciona ba en adelante, por su parte, rege ntear lo sensible. La idea de “mundo” en tanto totalidad cerrada de los entes, idea muy curio sa si uno se detiene en ella, resulta rápidame nte no ser aquí sino uno de los num erosos subprod uctos del concepto de representación , en tanto sug eriría silenciosam ente una clausu ra de lo visible sobre sí m is mo, una y otra vez capaz de manifestar lo sensible. No solamente lo sensible, sino todo lo sensible. La representación jue ga enton ces com o un lecho de Procu sto para el objeto o el acon tecim iento del que sería la recuperación mental, o también la persona del autor que ella produce como uno de sus polos: si se supone por sólo un instante que habría dejado algo de lado, ella se asombra ¿Qué? ¿He olvidado algo, acaso? Valiente niña, ella está dispue sta a todos los arreglos, a todas las revi siones y rectificaciones que se quiera, está incluso allí para eso. Pues apenas se le habrá señalado, en alguna ocasión, el olvido del que se trata, y ya ella lo habrá integrado. Su campo, así como el poder del sobe rano en Hob bes, no es infinito, sino que es posiblem ente 6 ilimitado.
4. T. Hobbes, Léviatún, op. cit. , pág. 164. 5. R. Descartes, “Regles pour la direction de Pesprit”, Oeuvres philosophiques, ed, Alquié, París, Garnier, 1963, Tomo I, pág. 138. Ver también el excelente estudio de Vincent Julien, Descartes, la gé om etrie de 1637, París, PUF, 1996. 6 . Esta cuestión sigue siendo el objeto de apuestas epistem ológ icas contradicto rias, y de una gran amplitud: la disputa científica surgida de los primeros adelantos de la física cuántica y del principio de incertidumbre de Heisenberg condujo en efecto a algunos a sostener la tesis de una limitación interna propia para todo sistema representativo. N iels Bohr y su principio de “complementariedad” se opusieron así a las convicciones íntimas de Einstein según las cuales las incapacidades entonces presentes de la teoría cuántica para represen tar la totalidad de la realidad en juego en su campo eran, por esencia, remediables. Aliada, con mayor o menor fortuna a veces, a las tesis godelianas sobre la incompletud de los sistemas lógicos superiores al primer orden, esta brecha en la clausura y la completud natural de los sistemas repre sentativos habrá constituido una de las grandes corrientes de este siglo , inclu so en lo que recubre el vasto término de “post-modemism o”. El presente estudio, por su aspecto parcialmente histórico se sitúa mucho más acá de esas apuestas “modernistas", pero se puede leer con gran provecho el texto sor prendente de Wemer Heisenberg recientemente publicado, Le man uscrit de 1942 [El manuscrito de 1942], París, Le Seuil, 1998, traducción e introduc ción de Catherine Chevalley.
No se puede esgrim ir nada sin que ella lo capture, nada obje ta rle que ella no integre. Y si no es así... ella lo ignora. A sí de simple. Del lado de la incom pletud: para poder aseg urar la distancia indispen sable entre representante y representado (allí dond e debe de slizarse la muy preciosa “autorización”) hay que convenir, de uno u otro modo, que la relación no está totalmente equilibrada en lo que se refiere a la legibilidad de cada uno de esos términos. Que si el representante se ofrece sin m isterios a la ma nifestación en la que se despliega, no ocurre lo mismo del lado del representado. Sensibles al procedimiento de Ho bbes, no iremos a buscar en los insondables repliegues de su intimi dad la fuente de esta relación de autorización po r la cual se dotó de un represen tante: p uesto que esta autorizac ión debe proceder, en el autor, de un asentimiento -y en ningún caso resultar de una im po sició n- hay que m antener a su nivel (y en el del representado en gene ral) un mínimo de extrañeza, de no-pertenencia a sí mism o, un algo que no pase p or el m olinillo representativo. S e llamará a eso... el hom bre, la naturaleza, el sujeto , la huella, el deseo, la volu ntad gen eral, la represión originaria, el real... poc o im porta en el fondo, incluso, en la m edid a en que cada una de esas palabra s vale más po r su capac idad de rem isión al discurso que la sostiene que por la imp osible aspiración de alcanzar un objeto que le sería propio, puesto que no se trata sino de designar lo que no responderá al llam ado de la representación, aquello que ven drá a ha cerse representar en el representante. Freud p or su parte, instala un decorado general m uy de acuerdo con ese doble requisito del orden representativo. A firma prim ero la existencia de “representaciones inconscientes”, una casi-contradicción en los tér minos, al menos un forzamiento no muy d iferente del de Hobbes cu an do define a la persona natural como aquella que “se representa ella mism a”. Luego se apresura a no reconocerle más que una pasión , un destino: el Bewufits ein werden, el “deven ir conciente” . Ellas se impu l san por sí mismas hacia ese lugar, y cuando el camino directo les es impedido, el emplazam iento del dispositivo analítico (y de la regla fun damental que lo gobierna) les abre ese camino desviado, esta astucia que se llam a “transferencia” : la posibilidad de que esas represe ntacio nes sean ellas m ismas representadas com o lo sería un ciudadan o a tra vés de su diputado. En esta m ezcla de representación men tal (la repre sentación reprimida, que se supone representar mas o menos miméticamente algo) y de representación política (la represen tación manifiesta, que se supone representar a alguien, en esta ocasión a la otra represe ntación ’, la reprimida) ¿cu ál es la contribuc ión q ue la trans ferencia pon e de modo directo? Para tener en una sola ma no esas dos dimensiones heterogéneas Freud no habrá vacilado en forjar una de
esas palabras alem anas com puestas sobre las que se desviv e el tradu c to r :7 Vorstellungsreprasentanz. L a Vorstellung está masivamente del lado de la representación bautizada aquí “mimética”, mientras que el R eprasenta nt (incluso la R eprasenta nz ) está no me nos claram ente del lado político o jurídico de la mism a noción de rep resentación. Lacan tam bién respondió a esta doble exigencia que form a cuerpo con el sistema representativo. Por un lado, él le deja, sin muchas reservas, el trabajo mim ético al signo, siemp re supuesto “representar” algo para alguien; pero sólo es para foca lizar m ejor sobre el significante la otra cara del trabajo d e la representación: el significante representa al su je to pa ra otro significante, esta vez prim ero en el sentido jurídico /po líti co del término. D esde a llí él cae a pies juntillas sobre la cuestión de la “autorización” de u na m anera casi impen sable para Freud, en la medi da en que el lazo del significante con el signo, sin apoyarse ya sobre ningún arbitrario saussuriano, po ne en jueg o esta distanc ia (en q ue la transferencia toma su apoyo) entre el analista y el sujeto supuesto sa ber, ese “alguie n” p or q uie n se efectú a el “ viraje” . Dista ncia ínfim a, tal vez del espesor de un significado, pero que permite localizar de otro modo la autorización indispensable para el conjunto del proceso de representación, separándola de toda búsqueda ansiosa del tercero de don de ella podría venir. Pues la transferencia, po r si sola, ya ha plantea do el esbozo, en esta dehisce ncia íntima que Lacan nom bró duran te un tiempo “deseo del an alista” po r donde se abre la brech a del tercero en el otro. De esto el Estado no pue de tener ni la meno r idea, por más trabajos que se dé a través de sus más afanosos agentes. No es, ciertamente, por estupidez de su parte. A sí com o el fruto desarrollado co ntiene en él la tranqu ila igno rancia del viento qu e ha traído al polen hasta la flor, en la con sistencia mism a del Estado se enrosca el olvido profundo, co nstitu cionalmente sellado, de toda gestación de ese tercero que él es, sin cesar. Este Estado está allí -n o desde la eternidad, eso sería decir dem a sia d o - solam ente “desde siemp re” . El tiene una historia, pero es re ciente .8 Simp lemente, se da imp ortancia, tanto m ás silencioso sobre él
7. Ver G. Le Gaufey, Le las.so spéculaire, op. cit. capítulo III. 3. 1 ,“ El asunto de la Vorstellungsreprasentanz’’, pág. 199-227. Se discute allí la traducción lacaniana “representante de la representación” . [Hay traducción castellana: El laz.o especular, Buenos Aires, EDELP, 1998 ] 8 . Los historiadores, en su conjunto, no se han ocupado de esto hasta la actúa dad. Sólo recientemente, la Escuela histórica francesa se ha inclinado sobre esta cuestión. Ver el artículo de A. Guéry, “L’historien, la crise et l’État” [El historiador, la crisis y el Estado], en el número de marzo-abril de 1997 de la
m ismo 9 en esta postura cuanto que el altar y sus justificacion es de an taño le faltan. El derecho solo lo sostiene en adelante, al punto de ha berle dado su nom bre de apela ció n controlada: el Esta do de derecho, como se diría “el señor Perogrullo” o “Juan de la Luna de Valencia”. Pero ese brote del tercero en el otro, a favor del cual el ana lista se presta el “él mism o” que tiene a mano , ese mismo E stado de derecho lo igno ra, contentándose con ser El Separado. A sí perman ece, p ara terminar, extraño (lá palabra es débil) a ese tormento, tan afín con la neurosis, sobre este lím ite move dizo, esta distancia, este posible no man's latid en que la indisp ensa ble alteridad se altera toda vía un poco, tod avía una vez, hasta... ¿hasta desap arece r?
En ese umbral que la imaginación amuebla tan rápidamehte con una indecible presencia (pero donde reina tal vez también el silencio de esos desiertos tan secos que nada viviente se hace oír allí si no es el aliento del viajero bruscam ente angustiado 3’ con prisa p or largarse), la tercera persona toma su raíz. Uno se imagina mu y ma l el am or que la protege y el deseo que la amenaza, uno y otro muy tend idos hacia ella. Pues a fa lta de alcanza rlo com o tal, a ese tercero, no queda má s que esp erarlo o persegu irlo, sup onerlo o temerlo, e incluso cor rer tras de lo que, en él, se sustrae, imp idiendo su completo ad venim iento so bre el escenario de ¡a representación. ¿C óm o sa ber si eso perm ane ce sordo a nuestros llam ados o, m ás prosaicamente, no oye, no oye nada ? ¿No tiene ninguna posibilidad de o ír nunca algo, cu alquier cosa? ¿Será necesario retorn ara él indefinidamente par a hacerse una idea de eso que valga? Nadie sabe. Su mutismo transforma rápidamente en obje tos de obsesión su persona ción, su sexo, y ha sta su existencia. Algun os le echan a hurtadillas una m irada perdida po r anticipado, p o r poco que una tumba se abra por donde un cercano se va. Siempre, se lo habrá creído delante, allá, más allá, perdido en las lejanías... ¡oh, barcas in m óviles, oh brazos dem asiado cortos! Ahora bien, im puls an do a su término una circularidad esbozada desde los comienzos de la época moderna, la lenta y sorda evo lución vuelta a traza r al hilo de estas pág inas h abrá conducido esta tercera persona jus to detrás de lo
revista Armales, “La construction de l’État, XlV-XVIUe siécles” [“La cons trucción del Estado, siglos XIV-XVIU”], no. 52, París, Armand Colin, págs. 233-256. 9. ¡La glosa jurídica con la que este Estado se acoraza no es ciertamente mútica! Su estudio minucioso, que Pierre Legendre emprendió desde hace mucho tiem po, se revela a veces apasionante.
que permanece del sujeto. Hela aquí ahora, pegada a los flecos de quienq uiera esté en condiciones de decir “yo " sigu iéndolo en su ca rrera, d eteniéndo se en sus parada s, volviendo a po ne r sus paso s en la huella de los suyos; una Eurídice, arrinco nada en el áng ulo m uer to de un Peter Pan que ella se divierte en ha cer una persona “ a part entiére”, como dicen en francés . 10
10. Transcribimos literalmente la expresión en francés. En efecto, como locución “á part entiére” perdería el efecto buscado por el autor con la extraña conjun ción “parte/entera” si tradujésemos “de pleno derecho”, como sugiere el dic cionario. Esta locución se usa, por ejemplo, en la Comedie Franfaise donde sus miembros ( sociétaires ) en su ascenso en el escalafón son pagados al prin cipio con “una parte” de 3/12 de los recursos y luego, progresivamente, au mentan su participación según el éxito hasta que llegan al punto en que reci ben 12/12 o sea... “una parte entera”. [Nota de editor]
Indice alfabético Los nombres de Sigmund Freud, Jacques Lacan, Ernst Kantorowicz, Franz-Anton Mesmer y Thomas Hobbes, que aparecen en capítulos enteros, no se los en co ntrará en este índice. Re ferirse al índice gen eral.
A ABÉLYX., 185 AB RA HA M K arl, 206 absolutismo, 118-119, 217 actor, 112-116, 124, 130, 191 aevum, 84, 86-87 agalma, 48, 54
AG ATÓ N, 48, 54 ALCIBÍADES, 48, 54 alguien, 110, 226-228, 232-235 alienación, 59-60 A LL OU CH Jean, 29, 30, 213 AMADOU Robert, 145, 148 am or de transferencia, 75-76 A nna O., 76 A nnihil atio M undi, 106
asentimiento, 242 asociación libre, 26
autor, 112-116, 12 0 , 130, 226 Auth ority, 113
autorización, 18. 117, 120, 124, 132, 183, 191,226,242,243
B BACON Francis, 88 , 90 BAECQUE Antoine de, 171 BAILLY Jean Silvain, 162 BALDE, 95 BA LIBA R Étienne, 56 BA LIN T Michael, 38 BA RRY Étienne, 180 BENVENISTE Émile, 122 B ER G A SSE Nicolá s, 12, 147, 158-159, 165, 167-170, 173-174, 184 BERNHEIM Hippolyte, 29-30 BIONW. R.,38 BLACKSTONE, 86 BLÉA ND ON U Gérard, 39 BLOCH & WARTBURG, 144 BLOCH Marc, 100 BOD IN Jean, 177 BOLINGBROKE, 97-98 BONNEFOY Yves, 235 BO URE AU Alain, 80 BOUVET Maurice, 15, 39, 45, 72, 77, 231 BRACKM AN, 80 BRAID James, 13, 192
BR EUE R Joseph, 76 BRISSOT Jacques-Pierre, 12, 169
C Capitán Freud, 45-47, 53 CARRA Jean-Louis, 12, 168 CA RR OY Jacqueline, 29 CHARCOT J. M„ 13,29, 154, 195 CH ER TO K Lé on, 161, 185-186, 198, 201 ciudadano, 10, 132, 174, 177, 180. 181-183 CLA UD EL Paul, 55 COLÓN Cristóbal, 136 contratransferen cia, 36-39, 67 CO PÉR NICO Nicolás, 226 corpo ración unitaria, 86-87 CO STE Pierre, 56 COULOMB Charles-Augustin, 190 COUTHON, 180 cura-tipo, 40
D DA M OU RE TT E & PICHON , 122, 127 DARNTON Robert, 147 DELEUZE J. P. F„ 12, 187-188 DEMÓCRITO, 135 DESCARTES René, 9, 55, 62, 65, 67, 104, 239, 241 DESLONDr., 158-159, 164
DOWBIGGIN Ian, 193 DUFOUR Dany-Robert, 237 DUMAS Alejandro, 145
E Eigenmachtigkeit, 195, 197-198, 202
él mismo, 73 ELLENBERGER H. F„ 146, 166, 193 Emmy von N..., 20 ENRIQUE IV, 93 ENRIQUE V, 129 Epiménides el Cretense, 55 ÉPR ÉM ESN IL Jean-Jacques Duval d \ 12, 169 equivocación [méprise], 220 éter magnético, 143, 170 EUCLIDES, 51 EXTON, 100 EY Henri, 66
F FA IRBA IRN W. R. D„ 38 FARA Patricia, 135, 138 FARIA abate, 189, 192 FED ER ICO II, 79 FER EN CZI Sándor, 36 FÉVAL Paul, 145 fiesta de la Fed eración, 176
FOLKES Martin, 139 KRANKLIN Benjamín, 162 Fraulein Elisabeth, 29, 212 FREU D A nna, 44
G G A LIL EI Galileo, 64 GAUCHET Marcel, 130, 154, 175 GEORGE Stefan, 79 GIESEY Ralph E.,91 GILBERT William, 136, 137 GIR A RD IN Ém ile de, 240 G Ó DE L Kurt, 52 GR EE N A ndré, 61 GUILLOTIN Dr., 162 GU NT HR IP H. S. J„ 38
H H A LL EY Edm ond, 139, 141 HA NL EY Sarah, 94 HEGEL G. W. F„ 57 HE IDEG GE R M artin, 65 H EL L Ma ximilien, 151 HE RB AR T Johan Friedrich, 192, 224 HILBER T D avid, 52 hipnosis, 29, 154, 185, 192-195, 198, 200, 202, 216 HITLER, 183
hombre de las ratas, 26, 45, 212 HU SSER L Edmund, 57, 204
I
ilimitado, 220 , 241 individuo, 130, 176, 181-182 intersubjetividad, 43, 46, 49, 64-65
J JA U M E L uc ien , 121, 132, 175, 182 JUNG Cari, 234
K KE NN ED Y John, 93 KEPLER Johannes, 137, 147. 226 KL EIN M elanie, 38 KNIGHT Gowin, 138, 142 KO RN M AN N Guillaume, 159
L LAFAYETTE, 12, 157, 162, 176 LABEO, 85 LAVOISIER, 161 lecho de justicia, 93 LECONTE Xavier, 192 LEG EN DR E Pierre, 244
LIEBEAULT, 13, 30, 192-194, 201 LITTLE Margaret, 37, 231 local/global, 143, 151 LO CK E John, 57, 110 LUIS XIV, 129 LUIS XVI, 89, 129
M M AC ALP INE Ida, 35 magnetismo, 133, 135 magnetismo animal, 149, 153,155, 160-162, 174,181, 184, 188, 194,221 magnetismo moral, 169 M AL EB RA NC HE Nicolás, 57, 104 mandato imperativo, 177 MAO, 132 MARAT Jean-Paul, 169 MARÍA ANTONIETA, 158 MA RIO N Jean-Luc, 63 MAUREPAS Conde de, 158, 172 MEAD Richard, 148 M ÉD ICIS M aría de, 93 meine P erson, 25, 213, 216
ME RLE AU -PONTY Maurice, 57 M ERSEN NE, 63 ME YE RS ON Ém ile, 25 MEYNERT, 213 MICHAUX Didier, 185, 199
M ILLE R Jacques-Alain, 61 MIRABEAU, 176 M iss Lucy, 30 MO NEY-KYRLE R„ 38 MONTGOLFIER, 156 M OR EA U de TOURS Jacques, 193
N N A CH T Sacha, 40 neutralidad , 73 N EW TO N , 140-141 NOIZ ET, 30
O (ESTERLINE Srita., 150-152 Otro, 57, 59-60, 65, 237
P PARADIS Srita., 154 PASCAL Blaise, 159 PAULHAN Jean, 50 PEIRCE C. S„ 224-227 PETIT-THOUARS Perpétue du, 170 persona ficticia , 111-112, 116, 119, 120-121, 123-127, 130, 237 persona natu ra l, 111-113, 124, 127, 130 PITK IN H anna Fenichel, 101-102 PLOWDEN, 90
PO U SSIN Nicolás, 235 proyecció n, 41-42 PU YS ÉG UR M arqués de, 187
R RACKER, 38 rapport, 196, 230
RAV AILLAC F ran§ois, 93 regla fundam ental, 212, 233, 242 RE ICH Annie, 37 REIK Theodor, 13, 37, 206 RENIK Owen, 73, 77 representación, 95, 100-101, 103-105, 108, 128, 131, 174, 181, 223, 228-229, 234, 240-241 representación-meta, 25, 213-216, 219, 233 represen tación inconsciente, 224 RICA RD O II, 97 RIEM AN N Bernhard, 51 ROBESPIERRE, 178-180 ROSANVALLON Pierre, 225, 239 RO UD INES CO Elisabeth, 40 ROUSSEAU Jean-Jacques, 104, 184 RO US SILLO N René, 30, 190 ROZIER Pilatre de, 156
S
SA INT -MA RT IN Louis Claude de, 167 SALLIN, 162
SART RE Jean-Paul, 57 saber referencial, 52 saber textual, 52 Selbstherrlichkeit, 197 separación, 59-63, 66 , 96, 121 SHA KE SPEAR E William, 96 SIEYÉS abate, 175 SIMON (ciudadano), 180 SIMON Gérard, 137 SM ITH Sir Thom as, 104 soberano, 101, 117, 118, 121, 123-126, 131, 182 soberanía, 176, 181 Sociedad de la Armonía, 159, 173 SÓCRATES, 48, 54 STALIN, 183 STENGERS Isabelle, 161, 185, 198 STRA CHE Y James, 25 sujeto supuesto saber, 15, 54, 56, 57-58, 65-67, 71, 77, 232-233, 238, 243
T tercera persona, 17, 12 2-12 3,236 -237 tercero, 13-15, 206, 215, 218, 220, 234, 237, 243 TOMÁS santo, 84 THUILLIER J., 145 transferencia, 14, 16, 1 9 ,21 -2 2 ,3 3 -3 4 ,4 5 ,4 7 -4 8 ,64 , 185 ,217, 231, 233-234, 237-238, 242-243 TRICAUD Frangois, 110, 114
u,v,w,z Übertragung, 19
VOLTAIRE, 104, 144 WINNICOTT D. W„ 37-38 W ITTENG STEIN L udwig, 34 ZARKA Yves-Charles, 105
Esta obra se imprimió en el mes de marzo del 2000 en Ediciones y Gráficos Eón, S.A. de C.V. Av. México Coyoacán 421, 03330 Tel. 604 12 04, 604 77 61 y 688 91 12 con un tiro de 700 ejemplares, México D.F.