En un mundo dominado por la técnica y el capital, la mu» límite insuperable del hombre, es silenciada. No habirn los hombres remediar
la muerte, la miseria, la igrwu
decidido, para vivir felices, no pensar en ello. Estas p.ii Pascal son las que, tal vez, mejor enmarcan la situai i> vivimos. La medicina también calla ante su temible o m enemigo, y la pedagogía ha evitado, a menudo, el t u m llevaría a hablar de la muerte. Se trata de intentar decir la muerte, no para eliminar el d"i miedo, sino para superar la parálisis que nos domina cum asalta y nos invita a su juego; no para aprender a amarla, hii> ejercitarnos en acompañar y «acompañarnos» hacia su huí definitivo. Dentro del marco de una antropología contemporánea de Iri i este libro pretende provocar la saludable turbación que in pensarla, a creer que en torno a la muerte se puede coii'.l' recorrido educativo, con el único objetivo de hacernos senlii y ahora- menos hartos, menos desesperados, menos soln'
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Raffaele Mantegazza
LA MUERTE SIN MASCARA Experiencia del morir y educación para la despedida
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Raffaele Mantegazza (1966) enseña ori In Facoltà di Scienze d|fla Forni. i/ione de la Universidad de Milán Bicocca. Trabaja en un proyecto de investigación llamado Pedagogía de la resistencia, que intenta determinar las estrategias y metodologías de resistencia y oposición ante cualquier tipo de dominio en cárceles, hospitales y escuelas. Entre sus últimas publicaciones se destacan: Manuale di pedagogía interculturale
(Milán, 2006); Fine
dell'educazione (Traina, 2006); Se mio figlio gioca con Mohamed (Milán, 2005); Pedagogia della resistenza. Tracce utopiche per educare a resistere (Traina, 2003); L'odore del fumo. Auschwitz e la pedagogia dell'annientamento
(Traina, 2001).
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Raffaele Mantegazza
LA MUERTE SIN MÁSCARA Experiencia del morir y educación para la despedida
Traducción: Rosa Rius Gateli.
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Tto/Zo originai: Pedagogia della morte. L'esperienza del morire e l'educazione al congedo Traducción: Rosa Rius Gatell Diseño de la cubierta: Claudio Bado
©2004,
Città Aperta Edizioni S.R.L, Troina (En)
© 2006, Herder Editorial, S.L., Barcelona ISBN: 84-254-2436-4 La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del Copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.
Imprenta: REINBOOK Depósito legal: B - 28.634 - 2006 Printed in Spain - Impreso en España
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ÍNDICE
Prólogo. Como retirar un pelo de la leche
15
Nota a la edición española
19
Capítulo primero Iconos. Rostros del morir La muerte temida La muerte amada La muerte procurada La muerte desafiada La muerte elegida La muerte cantada La muerte burlada La muerte negada La muerte exhibida La muerte administrada
21 22 26 29 33 37 42 45 49 53 57
Capítulo segundo Morituri. Sujetos del morir La piedra, o la muerte como destino La planta, o la muerte como apelación El animal, o la muerte como piedad El niño, o la muerte como perfección El joven, o la muerte como escándalo
63 65 68 70 73 76 7
El viejo, o la muerte como realización El culpable, o la muerte como justicia El inocente, o la muerte como injusticia El héroe, o la muerte como pasión El enfermo, o la muerte como alivio El amante, o la muerte como fractura El amigo, o la muerte como individuación El padre, o la muerte como responsabilizadon La madre, o la muerte como abandono El hijo, o la muerte como enigma El zombi, o la muerte como inquietud El dios, o la muerte como soledad El Todo, o la muerte como fondo
78 80 83 86 89 91 94 97 100 102 105 108 112
Capítulo tercero Teatros. Experiencias del morir Morir en casa: la intimidad Morir en la batalla: el epos Morir en la fábrica: la denuncia Morir en el hospital: el cuidado Morir en el exilio: la despedida Morir en la calle: la publicidad Morir en el mar: la memoria Morir en la Red: el pudor Morir en cualquier parte: la ritualización Morir en otro lugar: la utopía
117 119 121 125 128 131 134 138 140 144 147
Capítulo cuarto Huellas. Pedagogía de la muerte Aceptar Experimentar 8
151 153 157
Preparar Acompañar Despedir Celebrar Narrar Callar
163 168 173 177 187 192
Epílogo. Océanos de silencio
197
Agradecimientos
201
Pequeña bibliografía tanatológica
203
9
A mi fraterno (y genoano) amigo Giuseppe «Josef» Botta, que ve al hombre más allá de la lata y, sobre todo, la lata en la que intentan meter al hombre
A Guido Baldoni, alumno fiel, hijo herido
La muerte más difícil de todas es la muerte por asfixia, y la más dulce, la del beso. La primera es como separar una espina de un ovillo de lana. Hay quien dice que es similar a una aceituna en la embocadura del esófago. La del beso es tan fácil como retirar un pelo de la leche. Talmud babilónico, tratado de las Bendiciones, capítulo I
Prólogo C o m o retirar un pelo de la leche
I ) c m u e r t e negra y seca, de muerte innatural, de muerte prematura, de muerte industrial, de m a n o policial, de l o c o general, de dioxina o colorante, de accidente vial, de balas errantes de cualquier tipo o ideal, de t o d o s ellos j u n t o s y de cualquier o t r o mal. L í b r a n o s , líbranos, Señor.
Francesco Guccini El Talmud babilónico alude a 903 clases dé muerte. Morir significa salir y la palabra «salidas» tiene en hebreo el valor numérico de 903. N o son infinitas, por lo tanto, las muertes que nos han tocado en suerte después de la Caída. Su número está implantado en el nombre que damos a nuestro último destino, como siempre en la Cábala. Son 903 y no pueden ser menos, ni -sobre todo- más. Nuestra época, en absoluto parca en males y dolores, ha añadido otras muchas formas a las planteadas (y silenciadas) por el gran código hebreo: la muerte nuclear, la de los campos de exterminio, la provocada por el sida, la muerte química, la muerte por envenenamiento industrial y la causada por enfermedades aún desconocidas. En el futuro tal vez podrían añadirse otras, algunas se sumarán con toda seguridad a la vertiginosa locura de una ordenación 15
La muerte sin máscara
social que pretende reunirlo todo, incluso los modos de morir. Nos hallamos ante un capitalismo del morir, una acumulación original de las maneras de irse que, en lugar de suavizar su aguijón, afila su carácter de injusticia. Estamos frente a un orden social y económico que ha pensado en todo sin pensar jamás en enseñar la muerte, en educar a sus cachorros en el respeto y la espera ante el límite último de todas las cosas. Una vez satisfechas las necesidades primarias, secundarias y terciarias del pequeño número de amos de la Tierra, e ignoradas y aplastadas inhumanamente las de las mayorías explotadas y los pueblos perdedores, el Capital no puede detenerse para dedicarse al último hálito del tiempo, carece de representaciones para intentar balbucear el horizonte final de todas las imágenes. Eternamente proyectada más allá de sí misma, y avergonzándose de su creaturalidad y de su propio límite, hasta el punto de negarlos incluso en el delirio cosmético de un cuerpo que se pretende eternamente bello, joven y, en particular, vivo, nuestra época occidental ha educado para todo menos para la muerte. Este libro quiere recorrer humildemente el tramo a menudo evitado por la pedagogía. Quiere ser un balbuceo en torno al límite último de todas las cosas, también, y sobre todo, de la educación. Se trata de intentar hablar de la muerte, no para eliminar el dolor ni el miedo que la caracterizan, sino para desplazar la parálisis que nos domina cuando nos acomete y nos invita a su juego. No para aprender a amarla, sino para ejercitarnos a acompañar y a acompañarnos a nosotros mismos hacia su horizonte definitivo. Quisiéramos que este libro fuese una especie de invitado inesperado e inoportuno en la grande soirée de las ciencias humanas, cómplices de los innumerables exterminios de los siglos XX y XXI. Desearíamos que, en los salones distinguidos de las discusiones cultas sobre cómo aumentar asintóticamente los bene16
Como retirar un pelo de la leche ficios sobre el cuerpo y el alma de los seres humanos, de las plantas y de los animales, surtiera el efecto de quien nombra la muerte en la mesa, turbando los ánimos y provocando risitas embarazosas y, en el peor de los casos, algún gesto obsceno. Quisiéramos, en particular, incitar en el más joven y menos corrupto de los comensales, en el ingenuo confiado aún a su vida como a una aventura y no como una ocasión para extraer plusvalía del más débil, el saludable desasosiego que impulsa a pensar la muerte, a pensarse vivo en el surco de las mil muertes cotidianas, a creer que, aun titubeando, se puede construir un recorrido educativo alrededor de la muerte. Y ello con el único objetivo -que en última instancia es el de las auténticas ciencias del hombre- de hacernos sentir, aquí y ahora, menos hartos, menos desesperados, menos solos.
17
Nota a la edición
española Si m u e r o , dejad el balcón abierto.
Icaerico García Lorca
España es ante todo, para mí, un ritmo. El ritmo de las poesías de Federico García Lorca, con las que aprendí mi rudimentario español, y el de las canciones de los Aguaviva, que musicaron poemas de Lorca y Neruda, de Juan Ramón Jiménez y Vallejo. Por ello, publicar este texto en España es una emoción, no sólo porque salir de los confines de la propia nación es siempre positivo, sino porque España ha sido el lugar de mi imaginario político en los años de adolescencia y juventud. Un texto sobre la muerte es algo que suele asustar y puede causar sorpresa, pero creo que el pueblo español y los pueblos mediterráneos en general han sabido cantar la muerte de forma delicada y, al mismo tiempo, decidida, y tienen mucho que enseñar al silencio que se extiende hoy sobre ella. Son iguales, en definitiva, las aguas que bañan Ravello («el lugar más bello del mundo», en palabras de Goethe) y las que bordean las costas de la península ibérica, que en Andalucía se convierten en aguas del recuerdo, de la nostalgia y la memoria, y en la Alhambra se muestran en todo su esplendor (lo cual hizo exclamar a Muhammad V: «Si esto es la tierra, ¿qué será el paraíso?»). Acaso sea 19
La muerte sin máscara
precisamente la presencia del mar, del agua, lo que hermana a estos dos pueblos, italiano y español, y hace que la muerte esté tan presente en ellos: aquel mar que los judíos temían por ser abismo de misterio y que, según Lorca, el día de la justicia «recordó ¡de pronto! / los nombres de todos sus ahogados». La traductora, Rosa Rius Gatell, ha amado este libro casi más que yo. Lo ha amado del único modo que se aman los libros: analizándolo fragmento a fragmento, seccionándolo y recomponiéndolo, requinéndome una reflexión diaria sobre «cómo decir» una frase, una palabra, un matiz, cómo verter el todo a otra lengua. Las leves diferencias entre la edición española y la italiana son fruto de un trabajo intenso que Rosa ha llevado a cabo con pasión y por el que nunca terminaré de darle las gracias; espero que puedan dárselas también los lectores de habla española. Gracias, asimismo, a Fernando Bárcena, que me acercó al mundo académico madrileño, y al editor que creyó en este pequeño texto. Y un saludo desde lejos, desde esta Italia espléndida y herida, a los ritmos de España, a los ritmos del recuerdo, de la política y la emoción. Raffaele Mantegazza primavera de 2006
20
Capítulo
primero
Iconos. Rostros del morir
Sabes q u e estamos t o d o s muertos y ni siquiera nos h e m o s d a d o cuenta, y s e g u i m o s diciendo: « A s í sea».
Claudio Lolli
Una pedagogía de la muerte y del morir que se pretenda seria, es decir, una pedagogía que enseñe a los vivos a pasar cuentas de forma radical con la dimensión de la muerte y a acompañar a quienes se están yendo, no puede desatender los iconos de la muerte que acompañan nuestro viaje por el Occidente contemporáneo. Iconos, no simples imágenes, porque es propio del discurso sobre la muerte aquel carácter de sacralidad, entendida laicamente como ruptura constitutiva del espacio/tiempo de la cotidianidad, que se refleja en el icono, fragmento que desvía la atención y la mirada de la monotonía del día a día. Sólo se puede educar para la muerte a partir de la constatación de esta ruptura, y tal vez sea posible educar para la muerte porque la educación y las imágenes de la muerte comparten esa extraterritorialidad respecto de lo cotidiano, esa desviación a la que el icono remite de manera continua. Más aún, la anulación del discurso sobre la muerte, el gran silencio sobre ella, empieza transformando el icono en imagen, reproducible e inser21
La muerte sin máscara
table en el circuito mediático, y sustrayéndole, por lo tanto, aquel plus, aquel carácter de posterioridad que el icono mantiene dialécticamente en sí. Comenzamos, pues, con un itinerario a través del dinamismo de los iconos de muerte, de su perduración bajo las cenizas de discursos aquietados o prohibidos, de su forma de atravesar como inquietudes nunca resueltas todas las dimensiones de una cotidianidad en absoluto aséptica. Será inevitable encontrar en este itinerario la imagen de la sociedad tardocapitalista que impregna los iconos de la muerte, en particular, los de su ausencia y su producción, así como los de su comercialización. Es propia del capitalismo la eterna repetición de sí mismo en todas sus producciones culturales y cultuales. Así, la monotonía que podría manifestar el análisis que sigue, debida a la perpetuación del mismo rostro en los distintos fragmentos del mosaico cultural de nuestra época, no procede de dicho análisis sino del objeto. Monótona es la sociedad capitalista, con su obsesiva repetición del sortilegio al que están sometidos sus subditos. Los escasos estudios críticos que la describen tienen el serio problema de encontrar palabras nuevas para referirse a lo idéntico de la explotación y la alienación.
La muerte temida «Quien teme la muerte no es digno de vivir.» Si alguien quisiera explicar el fascismo a los jóvenes, podría partir de aquí, de esta frase que no es sólo una de las múltiples estupideces con las que un régimen patéticamente criminal ensució las paredes de Italia, sino más bien la llave de acceso a la locura fascista y a •II pariente cercano, el delirio atroz del Reich milenario. I .1 lanatofilia, el amor por la muerte que caracterizó al nazismo \ il l.isi isino, en particular tras su hundimiento el 25 de
Iconos
julio; aquel amor por la muerte típico, por ejemplo, de la X MAS, los Totenkopf, los Einsatzgruppen y demás escuadrillas asesinas que infectaron Europa en aquellos trágicos años, no es ciertamente un accidente según el modo de pensar fascista y nazi. Amar la muerte, sobre todo la infligida a los otros, la procurada a los indefensos, aunque también la propia, derrochada y consumida como uno de tantos bienes de consumo, arrojada como pasto al destino con desprecio de la creaturalidad propia y ajena, es algo tan propio de esa mentalidad, que resulta verdaderamente difícil definir como fascista un proyecto político o un pensamiento que no alcance tal nivel de locura. Por ello, el neofascismo, en parte institucional, tiene que cargarse a los inmigrantes: quemándolos o hundiendo sus embarcaciones. La tanatofilia se encuentra siempre en la base de un proyecto homicida, porque amar la muerte significa despreciar la vida, elegir, entre los dos opuestos, la destrucción de la creaturalidad propia y ajena, más que su cuidado. Una pedagogía seria de la muerte, que respete la creaturalidad de los seres humanos, los animales y los vegetales no puede aceptar las posiciones tanatófilas. Estamos hablando aquí, naturalmente, del amor por la muerte como desprecio por la vida, distinto del respeto por la dimensión del morir, que tiene que ser no tanto amada, sino considerada como el límite ineludible de una vida que hay que hacer todo lo posible para convertir en digna de ser vivida. Se tiene que entender en este sentido, pues, el temor a la muerte como una de las dimensiones de un acercamiento auténtico a su extrema alteridad. Temer la muerte significa, en efecto, amar la vida, y sólo una vida digna puede ser amada hasta el punto de temer su límite. Vivir en un barrio de chabolas o en un campo de refugiados no lleva ciertamente a amar la vida, por lo menos esa vida. Y para quienes sólo han experimentado esa clase de vida y nunca han tenido alternativas por haber nacido en ella, es natural que la 23
La muerte sin máscara
vida sea algo que pueda desecharse con facilidad, tanto la propia como la de los demás. Muchachos de 18 años que únicamente han conocido la realidad del hambre y el exterminio, será difícil que tengan un concepto de vida que haya que salvaguardar. Los opulentos filósofos del Occidente católico integrista no lo saben o fingen no saberlo. Esto forma parte de lo no dicho a propósito de los atentados suicidas de los denominados extremistas islámicos: sólo una vida que haya sido vivida plenamente o, como mínimo, sin el fantasma del hambre, el frío y el exterminio puede no despreciarse a sí misma aniquilando la vida de otros. Por ello, el arma vencedora contra el llamado terrorismo es justamente la que no se quiere adoptar, esto es, segarle el terreno bajo los pies haciendo que ningún hombre, mujer o niño viva una vida indigna de ser vivida y dispuesta a malgastarse a sí misma. Temer la muerte quiere decir temer su aguijón venenoso, pero esto no es posible en una vida impregnada de veneno. Para aprender el auténtico temor ante la muerte es necesario poder vivir, y vivir bien. Por este motivo, los grandes pensamientos filosóficos, artísticos y religiosos sobre la muerte surgen en épocas o en clases sociales protegidas del exterminio, la inanición y la mordedura inmediata de la muerte, y precisamente en estos grandes pensamientos se manifiesta el verdadero temor a la muerte. Agustín de Hipona escribía cuando se desmoronaba el Imperio, pero la escribanía sobre la que redactaba sus textos estaba a salvo y al calor del convento. Con la proximidad de la muerte, bajo su nauseabundo aliento, no se escribe ni siquiera el testamento. Quien vive con la muerte a su lado todos los días, con la muerte como destino ineluctable de la propia cotidianidad, no la teme, ya que o bien está paralizado por ella o bien la subestima, llegando incluso a diseminarla. El memento mori tiene sentido y se convierte en arte, religión o filosofía, sólo cuando no son el tanque blindado o el único río del pueblo, 24
Iconos
envenenado, los que nos recuerdan que debemos morir. Sólo si, como decía Massimo Troisi, estamos lo bastante distantes de la muerte como para poder responder: «Ahora tomo nota». Pero una vez alejada, de la cotidianidad, la inmanencia de la muerte, y creadas las condiciones de vida que no sean de muerte en vida, entonces, el temor a la muerte se manifiesta como algo característico de las distintas especies animales. Todo ser vivo (incluso las plantas, si atendemos a recientes experimentos) teme la muerte como fin y disolución, como conclusión de un ciclo que, al menos por un momento, hay que considerar el único que nos corresponde vivir. El temor a la muerte nos remite a la radicalidad de la experiencia de la vida. Una vida buena no quiere terminar aunque se le prometa un horizonte futuro de leche y de miel, porque aquella leche y aquella miel no son comparables con la leche que baja ahora por mi garganta, ni con la miel que me endulza las mañanas. El temor a la muerte remite a la materialidad de la vida, a su carnalidad. Lo que se teme es no poder gozar de estas flores ni de estas músicas, ni repetir los rituales de la cotidianidad. En nuestra historia, tal como se ha desarrollado hasta el momento, el temor a la muerte es también miedo a la muerte injusta y a la muerte sufrida, a la muerte por la guerra; se trata de un temor elevado al cuadrado que tiene muy poco que ver con el verdadero temor a la muerte como límite, del que estamos hablando. La promesa del más allá, el paraíso pensado y mostrado con todo su resplandor ante la mirada humana, debe ajustar cuentas con la radicalidad de la experiencia vital que nutre el temor de morir. Incluso si hubiera algo más allá de la muerte, ese algo ya no sería vida, no al menos esta vida. Entonces, el temor a la muerte como constatación de una pérdida irreparable, ante la cual la especificidad humana consiste en nombrar lo que se pierde y lo que se gana, es el fundamento de una verdadera experiencia de la muerte y de una pedagogía propia. Sólo a partir de 25
La muerte sin máscara
aquí, y en este sentido, cualquier más allá pensado o soñado por los seres humanos no es una mistificación ni un engaño, sino el nombramiento de otro orden que transforma p o r metamorfosis lo que se percibía y sentía c o m o pérdida. E n este sentido, temer la muerte puede significar nombrarla y pensarla como algo distinto de la disolución, pero sólo a partir de considerar la radicalidad de este último término. Si la muerte me disuelve por completo, si lo sé y lo temo, entonces p u e d o n o m b r a r lo que temo y, mientras realizo esta acción integralmente humana, descubro que «con la mente imagino» otros espacios y tiempos «más allá de ella». El límite nombrado no pierde su fuerza ni su radicalidad, sino que permite al pensamiento, firme en la tempestad, al menos un «naufragar dulce».
La muerte
amada
Pero existe tal vez otro modo de amar la muerte, que no procede de una actitud de desprecio por la vida sino que, por el contrario, está estrechamente vinculado al amor p o r la vida y, en cierto sentido, es hijo del temor del que hemos hablado. Se trata del amor por la muerte entendido como amor por lo que muere, como respeto por la dimensión del fin y del límite. Lo que aquí se ama no es tanto la muerte como a aquel que muere, no tanto el hecho de terminar como lo que termina. Se trata de una forma de amor por la vida que se enciende precisamente cuando se constata su desaparición. La muerte lanza entonces su rayo específico sobre aquello que era en vida, ilumina sus aspectos inéditos y no vistos, lo hace bello, deslumbrante y deseable. La conciencia de poder perder algo para siempre lo dota de belleza, y el sentido de retraso e ineluctabilidad que habitualmente acompaña a esta conciencia queda mitigado p o r la p r o f u n d i dad de la experiencia espiritual que ésta procura. 26
Iconos
La radicalidad de la mirada a la muerte, el no apartar los ojos ile su rostro, nos permite entonces articular ante ella el sentimiento del amor. Los objetos mueren con nosotros y en cierto sentido mueren por nosotros: «Al igual que nuestro nacimiento nos trajo el nacimiento de todas las cosas, así nuestra muerte producirá la muerte de todas las cosas», y la palabra «todas» actúa como un latigazo en la frase de Montaigne. El problema no es que todo muere, sino que muere el todo y que, por lo tanto, cualquier sentido que se confiera a las cosas se descompondrá y desaparecerá. Pero considerar las cosas que nos rodean como objetos que llegan antes que las cosas últimas, como destellos <¡Lie brillan al borde de la nada que las aniquilará, significa verlas desde el punto de vista de su fin sin rendirse a la vanitas vanitatum ni evitar su ineludible pregunta. Las cosas no pueden ser «nada», precisamente porque van Ilacia la nada y esta nada podrá, o no, significar un nuevo senúdo. La mirada que ama la muerte con un amor que podríamos definir de tipo apocalíptico sabe y no sabe que la muerte es origen de otra vida, y ve en el objeto un patrimonio mínimo que hay que salvar de una destrucción, la cual, sin embargo, anuncia como no impostergable. Cabe esperar, entonces, que el fin de los tiempos repita en sentido inverso los acontecimientos del liempo originario, como apokastasis, como una reparación en la que está siempre presente - h e c h o decisivo para el mesianism o - el patbos perdurable de lo nuevo, de lo nunca oído. Para que esto sea así, para que se pueda amar lo que p r o cede de un amor nostálgico y atormentador, se necesita la intervención humana que enriquezca el objeto un instante antes de su destrucción, que para nosotros es definitiva, con un capital de sentido que tal vez no aniquilará la destrucción pero que quizá constituirá un punto de partida para lo jamás oído. Se encuenira aquí la fuerza mesiánica del objeto y de nuestra relación con el, la cual se capta en los momentos de mayor tristeza y deses27
La muerte sin máscara
peración. Retener un objeto al borde de la nada y del fin no lo salvará del final, pero salvará un horizonte de sentido que podría no haber existido y del cual podemos esperar que quiera partir la nueva historia. E n el marco del apocalipsis seguro, el enriquecimiento semántico constituido p o r la relación del h o m bre y de la mujer con el objeto se convierte en promesa de nuevas miradas sobre los objetos del futuro, promesa de la nueva historia, libre para siempre de místicos, profetas, sabios y apocalípticos, en la cual la transparencia de las cosas mostrará su rostro de rocío, su nueva aurora. En este sentido, es posible hablar de una muerte capaz de invertir las jerarquías terrenas y de relativizar las riquezas, aunque conviene prestar mucha atención a fin de no caer en la ceguera de la retórica. N o es cierto que la muerte sea lo único igual para todos, y nunca lo será, por lo menos mientras un resfriado cause la muerte de un niño en África y a un ejecutivo rnilanés le haga perder únicamente un día de trabajo. La muerte no puede ser justa en un m u n d o injusto, ya que comparte con el m u n d o su injusticia y la cristaliza para siempre con su toque gélido. La muerte invierte, si acaso, las jerarquías entre los objetos, porque a menudo los que se salvan al borde de la nada son los objetos inútiles, los desechos del m u n d o fenoménico, las cosas que la jerarquía del valor ha dejado aparte. Algún narcisista p o d r á erigir incluso sobre su t u m b a u n m o n u m e n t o de bronce, pero en cualquier caso, frente a la muerte, esto puede ser sólo una triste parodia. En realidad, salvar las cosas de la nada y descubrir que se las ama es posible, sobre t o d o si lo salvado nunca ha sido amado antes, o si nuestro amor p o r ello ha estado siempre recubierto por la pátina de la insatisfacción. Así entendido, el amor por la muerte no es necrofilia, morboso afecto p o r los cadáveres; se convierte, en t o d o caso, en amor p o r las ruinas, p o r la historia que ellas albergan, p o r la narración de dolor y sufrimiento que entreabren, y por la memo28
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ría que suscitan. Basta mirar alguna tela veneciana de Francesco Guardi para comprender c ó m o la contemplación amorosa de las ruinas se convierte en indagación de su pasado. A m o r y testimonio se rozan allí, colocando la muerte y la disolución en el centro del campo visual. Las ruinas requieren ser interpretadas, necesitan que se desbloquee aquel futuro que la muerte ha clausurado y detenido confinándolo en un presente congelado y doloroso, como se comprueba en cualquier lugar de guerra, ante cada escuela, hospital o mercado bombardeados p o r las nuevas hienas del capital, desencadenado contra los pueblos hambrientos. Precisamente aquí, el odio por quienes provocan la muerte debe conjugarse con el tierno amor hacia lo que está muerto y nos desafía a dar testimonio. Educar para la muerte significa también educar para atestiguar, para un acercamiento a las ruinas, delicado y fuerte a la vez, que permita hacernos portadores de la historia que ellas encierran. Tras la masacre de Sabra y Chatila, un anciano palestino preguntó a una periodista: «¿Has estado allí?» «Sí» «¿Lo has visto todo?» «Sí» «¿Escribirás sobre ello?» «Sí». Amada en sentido crítico, observada como modelo de posibilidades negadas y como maraña de futuros bloqueados, la muerte apunta más allá de sí misma hacia un futuro posible, o bien se gira para señalar a sus espaldas un pasado que exige ser narrado, denunciado y testimoniado.
La muerte
procurada
Según la tradición judeocristiana, el primer rostro con el que la muerte se presentó ante el género humano fue el homicidio. Adán y Eva abrieron la posibilidad de la muerte como condena y límite, pero fue Caín quien la i n t r o d u j o realmente en el horizonte existencial de los seres humanos tras la Caída. La primera sangre derramada fue la de la serpiente, desollada por el 29
La muerte sin máscara
p r o p i o Y H W H . Después llegó el t u r n o de la sangre de Abel, mejor dicho, de las «sangres», c o m o subraya textualmente la Biblia hebrea, la Miqrá: la sangre de Abel y la de todos sus descendientes, que nunca nacerían. La primera sangre fue, p o r lo tanto, testimonio de violencia, aunque debida a Y H W H , mientras que la segunda lo fue de muerte procurada. La especie humana parece no poder despertar ya de este sortilegio. Pero el cara a cara de Caín y Abel, el esfuerzo físico llevado a cabo p o r el p r i m e r o para superar al s e g u n d o y el carácter de cuerpo a cuerpo que la muerte infligida a otro ser h u m a n o parece tener en esta primera narración se pierden muy p r o n t o en los modos de matar, cada vez más refinados, que la humanidad ha inventado a lo largo de su historia. También la matanza del enemigo, difícil ya de aceptar y justificar p o r ella misma, se ha visto superada por la anulación de la idea de enemigo en los conflictos bélicos contemporáneos. El hecho de que el 90% de las víctimas de las guerras (después de la Segunda G u e r r a Mundial) sean civiles significa necesariamente un salto cualitativo, una metamorfosis en la idea de dar muerte al otro. Siempre se está de acuerdo sobre esto hasta que, en la primera cruzada emprendida contra cualquier estado árabe, aparece en pantalla un sabiondo uniformado para convencer de lo contrario. Lejos de nosotros la tentación de idealizar las guerras pasadas, siempre un despilfarro de vidas. Pero lo cierto es que hoy se mata sin mirar a la cara a quien se mata, sin necesidad de legitimación (a menos que alguien crea en las fábulas sobre las armas de d e s t r u c c i ó n masiva en p o d e r de los dictadores hijos de Occidente). Se mata y se extermina desde lo alto de un b o m bardero, reactivando la experiencia del piloto de Hiroshima, que esparció la muerte más allá de los límites temporales con sólo presionar un botón. Se mata cargándose de trilita y haciéndose explosionar en una pizzería; se mata, en fin, c o m o si se practicara una operación burocrática, c o m o tan útil y eficaz30
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mente enseñaron los nazis. Los actos de guerra se superponen a las acciones terroristas en un colapso lingüístico en el que resulta difícil orientarse. Si el 11 de septiembre fue una acción terrorista, ¿qué f u e entonces el b o m b a r d e o del mercado de Bagdad? Y si la guerra en Irak es una guerra, ¿por qué hablar de terrorismo cuando los iraquíes hacen saltar un cuartel por los aires? H a y algo cierto: guerra y terrorismo comparten hoy el terreno sobre el que actúan, un terreno en el que se mata al otro porque es posible hacerlo, porque se poseen las capacidades y los instrumentos, más allá de toda legitimación. Es difícil pensar que quien p r o d u c e y quien adquiere un arma atómica pueda privarse verdaderamente del sutil placer de utilizarla. Son armas demoníacas, diabólicas en el sentido etimológico del término, p o r q u e separan de forma radical (dia-ballein) al ejecutor del resultado de su acto, haciendo impracticable, para quien las usa, una ética de la responsabilidad. Los cuerpos de las víctimas ya no se ven, ni en las representaciones mediáticas de la guerra ni en las operaciones militares. Reducidas a simulacros virtuales, han perdido su fisicidad y su dramatismo. ¿ Q u é soldado podría plantearse hoy el problema de Caín, esto es, cómo sepultar al hermano a quien se ha matado, a propósito de los indefensos a los que acaba de masacrar con un arma sofisticada? Por otra parte, Italia ha conocido m u y bien el terrorismo fascista y tendría que haber aprendido a distinguir entre éste y la lucha armada. Esta última es delirante, pero cualitativamente distinta de la estrategia de la masacre «negra», en la cual la cantidad se convierte en calidad y el número de muertos deviene eficacia del mensaje político. En algún caso, incluso la elección del lugar y del m o m e n t o constituye un comunicado político (resulta claro, por ejemplo, en la Piazza della Loggia, en Brescia). Pero lo específico de la masacre fascista es golpear a cualquiera sin que importe dónde, interrumpir la cotidianidad y la banalidad de 31
La muerte sin máscara las vidas comunes. 1 C o n t e m p l a d a desde fuera, incluso p o r el propio terrorista, 2 la masacre restablece la estudiada causalidad del h o r r o r , o x í m o r o n que encierra u n o de los secretos de la muerte contemporánea. O t r o de los rostros de la muerte procurada, típico del siglo XX, arroja luz sobre la metamorfosis de la idea de guerra y, por lo tanto, sobre la idea misma de muerte: se trata del «ecocidio», el exterminio de la naturaleza que, por primera vez en la historia de la humanidad, es posible en su integridad. N o se entiende la novedad absoluta efe nuestra época si no se piensa en que nunca antes una especie animal había tenido a su disposición el potencial para destruir el planeta. Una pedagogía de la muerte debe tener muy en cuenta el hecho terrible de que cada muerte equivale a una extinción, no sólo del individuo, ni siquiera de la especie, sino de todo, literalmente t o d o c u a n t o constituye nuestro horizonte existencial. Mañana podríamos no existir ya, no por la intervención de un genio maligno ni porque Y H W H se haya cansado una vez más de nosotros, sino p o r algo producido y desencadenado por nosotros mismos. La idea de fin definitivo se transforma, de instrumento literario propio del género de ciencia ficción, en posibilidad concreta, y una huella de esa posibilidad relampaguea no sólo en todas las guerras, sino en cada homicidio c o m e t i d o con fría determinación, sin pathos, como si se tratara de un trabajo de desinfección. El ecocidio es, entonces, por una parte, el emblema del exterminio practicado sin verdadera pasión, sin odio, sin necesidad de legitimación: «sólo son árboles, cachorros de foca, 1. Algo bien comprendido por el director Massimo Martelli en su hermosa película Per non dimenticare, sobre la matanza de Bolonia. 2. C o m o en la bella poesía de Wislawa Szymborska «II terrorista luí guarda», en Vista con granello di sabbia, Milán, Adelphi, 1998 («Él mira, el terrorista», en Paisaje con grano de arena, Barcelona, Lumen, 1997, trads. [del polaco] ). Slawomirski y A. M. Moix).
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judíos, musulmanes». Por otra, es el ejemplo más evidente del desencadenamiento diabólico del poder del fuerte contra el débil, el más débil, el indefenso, que ni tan sólo puede lamentarse. Y si los cambios climáticos, las catástrofes naturales, constituyen el triste retorno de todo lo reprimido, que aparentemente vuelca sobre el hombre su misma violencia-aunque en realidad lo padecen los habitantes de las bidonvilles de Nairobi, no los accionistas de las multinacionales contaminantes-, ello significa que, en el siglo XXI, morir asesinado es algo que nunca antes se había dado, algo que tal vez sólo apareció con los montones de zapatos de los almacenes de Birkenau: la pérdida total de sí, de la memoria y la narración, preludio de la pérdida total de la humanidad. Por ello, como sea que el exterminio del débil -del más débil, del débil concreto- se lleva a cabo hoy en nombre de la misma razón que proyecta el aniquilamiento del m u n d o , la educación para la muerte pasa también por desenmascarar las últimas metamorfosis del gesto de Caín, cada vez menos espontáneo y comprensible, cada vez más técnico y automático. Por este motivo, la educación para la muerte puede comenzar por la liberación de un gatito de las garras de sus torturadores de Colgate o Novartis.
La muerte
desafiada
Entre los juegos preferidos por los jóvenes alemanes destaca u n o que goza de gran popularidad. N o s lo cuenta Stefano Pistolini en su hermosísimo libro sobre los adolescentes: 3 se trata de robar un coche provisto de airbag y conducirlo a gran velocidad contra un muro o una barrera; si el airbag se abre, se gana, en caso contrario, se pierde. Nada nuevo se puede decir si recor3. S. Pistolini, Gli sprecati, Milán, Feltrinelli, 2000.
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La muerte sin máscara
damos el desafío al tren de la película Stand By Me (Cuenta conmigo). ¿Típicas modalidades adolescentes de relacionarse con el sentido del límite? Más trágicamente, ¿juegos perdedores para generaciones perdidas? Sin duda, e s t o ^ aquello, pero también m u c h o más: también el sentido de un desafío a la muerte y al morir que la educación ya no prevé, así c o m o la desesperada búsqueda de una posible ritualización de aquel juego de suma cero, en el que se gana o se pierde todo, introducido de algún m o d o por todas las culturas en sus procesos educativos, y que nosotros parecemos haber olvidado. Si la educación, no sólo escolar, se somete por completo a los deseos del mercado; si se toma en serio el destino de todas las actividades educativas para constituir subjetividades integradas en la sociedad tardocapitalista, que nos quiere a todos vivos y sanos, y si se acepta la transformación de la educación en cosmética corporal y mental, gigantesca sucursal de Max Factor; si t o d o ello se lleva a cabo sin ruido y con resignación, ¿cómo podemos esperar que las prácticas educativas sean verdaderamente capaces de proponer hoy una ritualización del desafío a la muerte? Además, ¿cómo pretender que ese desafío, tal vez un componente esencial de nuestro ser hombres y mujeres, al menos por la forma en que se ha presentado hasta ahora, no acabe vegetando en los confines de las actividades educativas o, peor aún, no sea absorbido por completo por las zarpas del mercado? N o es casual que un rito iniciático de las tribus amazónicas se haya convertido en un negocio cuyos protagonistas son adolescentes ricos que cada domingo se lanzan desde un puente, con una cuerda elástica que les sujeta las piernas, sobre los umbrales de la nada (el arenal de un río o un barranco de montaña). El desafío a la nada de la muerte, que hacía del rito de iniciación algo profundamente vital por su estrecho parentesco con la posibilidad de morir, se convierte en desafío deportivo a una nada fingida, una nada domesticada, hasta que, para ahorrar en los 34
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mosquetones, alguno arriesga la piel. Pero la posibilidad de morir realmente -engranaje esencial y no eliminable del r i t o - es algo remoto, una desgracia ligada a la mala suerte o a la negligencia, y en la deportivización del desafío a la muerte todo se mantiene excepto la muerte misma, que los muchachos, agotado el penoso espectáculo del bungee jumping o de los juegos de guerra de simulación, buscarán en la ruleta rusa de algún juego suicida. N o existe educación si no hay desafío a la muerte; no se trata de una elección, sino de aceptar y establecer un vínculo. O se educa también a desafiar la muerte, o no se educa. La educación que no ritualice el desafío a la muerte con toda su fuerza, que no afronte su aguijón venenoso en todo su carácter trágico, es una imitación penosa de los grandes proyectos educativos del pasado y de las denominadas «otras» culturas. Pero, en nuestros días, u n a educación que imitara simplemente el desafío a la muerte p r o p o n i e n d o algún nuevo rito que ponga en riesgo la propia vida, no haría más que clonar el absurdo derroche de vidas convertido en espectáculo característico de la koiné mediática en la que quieren convencernos de que debemos vivir. Guiar a los muchachos a desafiar la muerte sin arriesgar la vida, éste y n o otro es el desafío al que debe enfrentarse la educación del siglo XXI. Desafiar la muerte significa comprometerse en un desafío perdedor, saber con anticipación que no se va a ganar y no por ello renunciar al juego. En esta época de educación de ganadores a toda costa, la fascinación de desafiar la muerte no radica ni p u e d e radicar en querer vencer: este desafío muestra la posibilidad de superar la división del m u n d o en vencedores y vencidos. El coronel hemingwayano de la novela Al otro lado del río y entre los árboles, que cierra con suavidad la portezuela del coche, comparte con el Adriano de Yourcenar - q u e quiere entregarse a la muerte con los ojos abiertos- el sentido de la victoria en la derrota, de la dignidad arrancada a la muerte en el 35
La muerte sin máscara
momento en que se reconoce su inevitable señoría. Comenzamos a jugar el verdadero y educativo desafío a la muerte cuando reconocemos que se trata de un desafío que no superaremos pero nos damos cuenta, también, de que no es necesario vencer a la muerte, no, al menos, en el sentido habitual del término. N o se puede derrotar a la muerte en el juego de la vida. Lo intenta el encarnizamiento terapéutico, como lo intenta la cosmética, que regenera los cuerpos como simulacros vacíos. Sus fracasos piadosos deberían convencernos de que todo antropocentrismo es un sinsentido frente al límite extremo. Tal vez sea necesario desafiar a la muerte con otro juego; con el suyo nunca ganaremos, con el nuestro quizá podamos, como mínimo, intentar jugar. Y si es imposible olvidar que en la partida final seremos vencidos, acaso pueda buscarse un juego que se insinúe en aquel instante de olvido del límite que nos permite vivir. Citarse con alguien para el juego siguiente, proyectar un f u t u r o con nuestra pareja o educar a un hijo significa olvidar la presencia amenazadora de la muerte. Son posibles éstos y otros desafíos porque en cierto sentido son extraterritoriales frente a la muerte. Jugamos con ella en un campo neutral, no completamente nuestro, pero tampoco del todo suyo y, al igual que el Antonius Bloc de El séptimo sello, tratamos de distraer, de desviar nuestra mirada y la suya, no ya para retrasar el momento decisivo sino, por el contrario, para intentar insertarlo en un contexto con sentido. Es el completo sinsentido lo que distingue al juego del airbag de los ritos iniciáticos. Lo que nosotros podemos jugar con la muerte es el juego del sentido. En esta época preñada de muertes insensatas, podemos a desafiar la muerte al devolver el sentido de nuestra vida, al exhibir su sentido, el sentido del morir. Para ello se requieren proyectos educativos m u y fuertes, suficientemente arriesgados y lo bastante trágicos c o m o para erigirse en auténticos desafíos a la muerte, que sólo pueden serlo si se cubren 36
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con la dimensión del sentido. La educación es un desafío a la muerte no sólo porque proyecta la transmisión intergeneracional más allá del ineluctable transcurrir de las generaciones, sino también, sobre todo, porque hace suya la dimensión del sentido de un modo tan fuerte que llega a acoger la muerte, y la pregunta acerca de ella, dentro de sus propias estructuras. Cabe, por lo tanto, preguntar a los muchachos y las muchachas el sentido de lo que hacen, despiadadamente y con energía, con la misma energía despiadada con la que ellos/ellas nos preguntan a nosotros, los adultos, el sentido efe la vida. Es necesario mostrar que el verdadero desafío al que hay que invitar a la muerte no es el juego de vivir y morir - q u e ha inventado ella y es, por lo tanto, su terreno— sino los innumerables juegos que la humanidad ha creado precisamente al borde del límite: el arte, la poesía y el amor. Desafiar a la muerte no puede significar, por ejemplo, intentar no morir o morir de modo arriesgado, según la moda rock o de forma enrollada. Puede significar, en cambio, colmar de sentido las migajas de vida que, por un instante, hemos sustraído a la muerte. Y para hacerlo hay que llenar de muerte la educación, hacer sentir su escalofrío en las escuelas y en los servicios educativos, para que éstos puedan convertirse en espacios de elaboración de un posible desafío. N o a la muerte, naturalmente, sino al morir solos o abandonados, al morir a los 15 años contra un poste eléctrico, maldiciendo o bendiciendo un airbag que no ha querido abrirse.
La muerte
elegida
La indignidad de la vida que vivimos en esta sociedad llena de injusticias resulta confirmada p o r el n ú m e r o de personas que cada día buscan voluntariamente la muerte. El suicidio es el estigma social de nuestra época, y lo es, en particular, allí 37
La muerte sin máscara
donde «no se logra comprender el motivo». N o todos aquellos que no viven una vida digna tratan de suicidarse, ciertamente, pero t o d o suicidio, intentado o conseguido, es un mensaje no leído, un acertijo que hay que descifrar. El tejido social en el que vivía un suicida debería sentirse p r o f u n d a m e n t e interrogado por ese gesto «insano», tendría que interpretar a su vez la insania que alberga entre sus pliegues. A menudo, todo se reduce a un sentido de culpa individual vivido por los parientes o amigos, y la estructura social se autoabsuelve de nuevo. Esto se advierte sobre todo en el que quizá sea el aspecto más trágico del suicidio, el que implica a los niños y los adolescentes. Más allá de las consideraciones deducidas por algún pseudopsicólogo de tertulia televisiva, o de la página de opinión que acusa a la escuela, son escasas las reflexiones que centran su atención en la condición del adolescente en nuestra sociedad y en lo que dicha condición tiene de insoportable. Tal vez el único que enriquece en estos casos los periódicos con reflexiones iluminadoras sea U m b e r t o Galimberti. Intento extremo de apropiarse al menos de una dimensión de la vida, aunque sea la última, el suicidio es testimonio de una claustrofobia social que ya no permite vivir una vida real. N a d a es nuestro, ni está vinculado a nuestras decisiones, pues que lo sean al menos la última decisión y la negación de toda posible decisión. Q u e el suicidio no resuelve nada y que el hecho de negarse la vida constituye precisamente la última y paradójica victoria de una vida indigna tal vez sea cierto en sentido objetivo, pero resulta muy difícil que esto pueda ser comprendido subjetivamente p o r quien vive en situaciones de muerte cotidiana. Es difícil mostrar vías de escape a quien piensa no tenerlas y puede tener razón para pensarlo. Por ello, quizá la imagen más desesperante del 11 de septiembre de 2001, recubierta p o r los ríos de indigno lodo retórico esparcidos sobre aquella masacre, sea la de las personas que se arrojaban desde las ventanas 38
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del World Trade Center reclamando, paradójicamente, la libertad de darse muerte, la propia muerte. El espantoso y cínico escarnio de la verdadera libertad, la libertad de elegir cómo morir, de procurarse la muerte individual, atestigua la injusticia social más que mil sermones. Arrojarse desde la última planta de la Torre en llamas no es un destino sino la máscara de una elección libre, un precio injusto para una situación estructuralmente injusta. Se vive, así, la misma falta de vías de salida que experimentan a diario millones de personas reducidas al hambre por las multinacionales que tenían su sede en el World Trade Center; en Nueva York también lo experimentaron asimismo personas inocentes, c o m o ocurre en la lógica de este mundo loco en que vivimos. Suicidarse significa, de este m o d o , apropiarse del último espacio personal dejado libre por la lógica de la administración total de la vicia. N o en balde la acción más castigada por los nazis en los campos de exterminio era el intento de suicidio de los deportados: donde la vida tiene la rigidez inconexa y cadavérica de la muerte, sólo la búsqueda de la muerte constituye un posi ble viaje a un territorio inexplorado. Morir significa entonces iraer algo de aventura y d i n a m i s m o a un m u n d o demasiado ordenado, y esto es lo que niega la administración del campo de exterminio. Más que erigirse en señores de la vicia y de la muerte, los nazis administran una especie de tierra de nadie entre la vida y la muerte en la cual reinan la enfermedad y la desesperación»; 4 es en este t e r r e n o d o n d e el suicida disputa al nazi el espacio para una autodeterminación. Q u e el gesto de liberarse de la propia vida sea el único gesto posible libre y liberador, dice mucho acerca de las condiciones de terror y de anonadación en que vivían y viven los sujetos. Algo de esta soberanía 4. W. Sofsky, L'ordine del terrore. II campo di concentramento, l.aterza, 1993, p. 39.
Roma,
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La muerte sin máscara
absoluta sobre la zona gris entre muerte y vida aletea en cada encarnizamiento terapéutico, algo retorna en cada suicidio en los hospitales, entre los enfermos graves o en las residencias para ancianos. M o r i r es feo, horrible, pero el m u n d o y el m o d o en que se vive a menudo aún lo son más. El debate sobre la eutanasia cobra dramatismo al constatar la objetividad del carácter insufrible de la experiencia del enfermo. Las posiciones serias en este debate, tanto las partidarias de la eutanasia 5 como las contrarias/' restituyen el carácter trágico de esta elección porque saben que así no se vive: ya sea preferible morir o dar sentido a la experiencia de d o l o r trágico que se está viviendo, lo que resulta verdaderamente inaceptable es relativizar el dolor del otro, hacer pasar una vida truncada por una vida vivible. Con frecuencia, la experiencia del suicida está ligada a la búsqueda de un modo personal de acallar el insoportable r u i d o de un m u n d o demasiado silencioso, de apagar el m u n d o antes de que el m u n d o nos apague y disuelva. Suicidarse significa entonces hacer callar al universo. C o n m i g o muere y termina todo, al igual que en realidad t o d o nació conmigo. El aspecto autorreferencial que acompaña de forma inevitable, desde nuestro nacimiento, cada uno de nuestros días y de nuestros gestos, retorna en el lúcido delirio del suicida, ya que éste no puede tolerar que el m u n d o le sobreviva: « N o quedará en la noche u n a estrella. / N o quedará la noche. / Moriré y conmigo la suma / del intolerable universo. / Borraré las pirámides, las medallas, / los continentes y las caras. / Borraré la acumulación del pasado. / H a r é polvo la his-
5. Cfr. G. Franzoni, La morte condivisa. Nuovi contesti per l'eutanasia, Roma, Edup, 2003. 6. Cfr. I. Lizzola, Aver cura della vita. L'educazione nella prova: la sofferenza, il congedo, il nuovo inizio, Troina (En), Città Aperta Ed., 2002.
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toria, polvo el polvo. / E s t o y m i r a n d o el último poniente. / Oigo el último pájaro. / Lego la nada a nadie». 7 Sólo con la muerte ejecuta el suicida su soberanía sobre el m u n d o , que en vida le ha sido negada. El m u n d o es mío y yo lo destruyo. Así, el delirio de algún sabio de película de ciencia ficción de serie B se convierte en algo demasiado real en el suicida, quien, desde el interior de la fortaleza de su p r o p i o aislamiento, no ve otra vía de escape que la liquidación del mundo que tiene dentro de sí porque nunca lo ha poseído fuera de sí. E n este sentido serían dignas de estudio las analogías entre suicidio y autismo." Quizá porque no hay nada en el mundo que haya sido alguna vez realmente «suyo», porque su vida jamás le ha pertenecido ni siquiera en parte, el suicida aniquila el m u n d o y lo considera suyo precisamente cuando lo extingue. E n muchos suicidios «enmascarados» por accidentes de tráfico, sobredosis de heroína o similares, se oculta probablemente la vergüenza por este delirio, no individual sino social, f r u t o de una privatización del m u n d o que se ha convertido en el verdadero imperativo social de nuestra época. Si no poseo el m u n d o , entonces p u e d o aniquilarlo para que de este m o d o sea mío. Y este delirio no es una invención del suicida, sino la normalidad patológica del capitalismo. Si el mundo fuera de todos y de cada uno, quizá nadie se vería reducido a las condiciones de tener que aniquilarlo, de tener que aniquilarse, para poderlo percibir - e n el espacio de la n a d a - en parte c o m o propio.
7. ). L. Borges, «II suicida», de La rosa profonda, en Tutte le opere, vol. II, Milán, Mondadori, 1985, p. 681 («El suicida», de La rosa profunda, en Obras completas 1964-1975, vol. III, Barcelona, Círculo de Lectores, 1992). 8. Cfr. B. Bettelhcim, La fortezza vuota. L'autismo infantile e la nascita del sé, Milán, Garzanti, 1983 {La fortaleza vacía: autismo infantil y el nacimiento delyo, Barcelona, Paidós, 2001, trad. [del inglés] A. Abad).
La muerte sin máscara
La muerte
cantada
¿ C ó m o es posible cantar la muerte? ¿ C ó m o pensar en convertir en objeto de poesía una experiencia que nunca se ha cumplido? Cantar la muerte quiere decir cantar el límite, pero esto significa cantar también el límite del canto, suspenderse en los confines mismos del arte. N u n c a como cuando canta la muerte descubre el arte su insuficiencia, su límite e incapacidad para decirlo todo. N u n c a como cuando su eje es la muerte descubre que únicamente puede balbucear. Pero este balbuceo es necesario, ya que sin él el arte no es posible. Por ello parece que en el pasado el arte no hubiese hecho más que cantar la muerte, y éste era arte auténtico. Por esto le cuesta hoy tanto cantarla y se reduce a reproducirla, a duplicarla o clonarla. El imbécil que expone en la Bienal un esqueleto de toro no está haciendo arte, sino sancionando la muerte del arte en su expresión menos digna. El arte que para hablar de muerte debe duplicarla ya no sabe ser arte, ni siquiera está cantando la muerte, simplemente la esparce por el m u n d o . El asesino en serie sería entonces el verdadero iniciador y la sangre derramada, el único y auténtico sustituto del color acrílico. En este sentido, el arte muere cuando pretende ser muerte, renunciando a cantarla. Para cantar la muerte hay que protegerse de ella y también de sus vecinos inmediatos, la enfermedad, el miedo, el hambre. C u a n d o se dice que en Occidente el arte ha sido hijo del privilegio de clase, cabría añadir que la experiencia artística ha sido, precisamente por ello, mimesis de un m u n d o mejor, no de un m u n d o donde todos pudieran ser artistas, sino de un lugar en el que el arte pudiera extinguirse serenamente: su espacio de posibilidad, libre del miedo y la necesidad, se habría convertido en normalidad de vida para todas y todos. Hasta entonces, el verdadero arte habita en el espacio de transición entre la 42
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ficción y la realidad, aquel interregno entre nosotros y la muerte que permite nombrarla y cantarla. Así, en todo intento logrado de cantar la muerte, n o es la m u e r t e lo que se canta sino nuestra relación con ella, el hecho mismo de que la cantemos. Porque la muerte es putrefacción, hedor, visión insoportable y ofensa a los sentidos y a la conciencia, y esto no puede ser de veras cantado, a menos que pretendamos que emanen malos olores de los lienzos. Lo que A d o r n o define eficazmente como arte negro'' es el arte que tiene el valor de cantar ese espacio, ese agujero blanco a través del cual vemos la muerte y que constituye el único modo real de hablar de ella. Quien escribe una poesía en torno a la muexte realiza una experiencia extraordinaria: comprende y permite comprender que es posible una metaexperiencia de la muerte, que se puede hablar de ella sólo enmarcándola de vida. Así, el ideal del negro es la tarea de las verdaderas obras de arte que quieren cantar la muerte, pero el negro de la obra es siempre un color terreno, distinto del negro de la putrefacción, que ni siquiera es negro, sino un no-color, no es un color. El negro de la obra permite hacer menos negro el color de la muerte, muestra su obscenidad sin caer en el remolino de su fascinación. La obra negra - t a n parecida al opus, al negro de los alquimistas-, al cantar el espacio intermedio entre nosotros y la muerte, es capaz de restituir «el negro alarido»10 del partisano muerto por los nazis, la «negra leche del alba» 11 bebida p o r las poblaciones civiles
9. Cfr. Th. W. Adorno, Teoría Estética, Einaudi, Turín, 1975 (Teoría estética, Tres Cantos [Madrid], Akal, 2004, trad. [del alemán] J. Navarro Pérez). 10. S. Quasimodo, «Alie fronde dei salici», en Tutte le poesie, Milán, Mondadori, 1960 («En las frondas de los sauces», en Poesías completas, Granada, Fundación Comares, 1991, trad. A. Colinas). 11. P. Celan, «Fuga di morte», en Poesía, Milán, Mondadori, 1997 («Fuga de muerte», en Amapola y memoria, Madrid, Hiperión, 1992, trad. J. Munárriz).
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La muerte sin máscara durante el delirio del Tercer Reich y las «estrellas negras» 12 vistas por Primo Levi desde la alambrada de Fossoli. El hecho de cantar la muerte ya significa procurar un espacio donde desmarcarse y que permita, si no exorcizarla, al menos elaborarla. Transformar en canto, aunque sea balbuciente, el opresivo silencio que nos domina ante la muerte, ésta es la labor de una verdadera educación estética. Y si el arte ya no es hoy capaz de cantar la muerte, no vemos qué otra cosa debe cantar, a no ser el himno a los vencedores de turno. Cantar la muerte puede y debe significar volver a la vida. Si es cierto que los lienzos de Edvard Munch son una de las mayores aproximaciones a la asíntota de la materialidad de la muerte, también lo es que los cuadros de Turner o de Constable, las sonatas de Vivaldi y las poesías de Emily Dickinson resuenan precisamente a muerte en el m o m e n t o en que cantan la vida sin caer en la falsa ingenuidad del vitalismo. Cantar las dulzuras de la vida divisando en ellas el signo de las ruinas es una forma de cantar la muerte que en cierto modo entrevé la muerte de perfil. En la vida administrada por el capital y la injusticia, la contemplación de la belleza puede ser una señal de complicidad con el dominio, pero contemplar lo bello bajo el signo de la muerte, vislumbrar las huellas del aniquilamiento en lo que se está cantando, tal vez sea un m o d o de salvar la belleza de la marca de la infamia. Pintar árboles puede ser brechtianamentc un delito, pero pintar un árbol en los umbrales de la nada, como metonimia del mal y de la resistencia, p u e d e ser todavía un signo de lucha y esperanza. Y pintar c ó m o podría ser el m u n d o si no f u e r a como es, sería un ejercicio de pensamiento utópico que supera la condena a la muerte, que domestica a la propia muerte en
12. P. Levi, «Le stelle ncre», en Ad ora incerta, Milán, Garzanti, 1983 («Las estrellas negras», en A una hora incierta, Barcelona, La Poesía, señor hidalgo, 2005, trad. [del italiano] J. L. Clariond).
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el sueño de una utopía posible. Por otra parte, es Brecht mismo quien va con el muchacho a cubrir el ciruelo para que no se Ilíele, interrumpiendo su denuncia contra el hitlerismo. Cantar l.i muerte puede significar entonces hacerse cargo, con el canil >, de la vida que lucha contra la injusticia del morir, y soñar iriiazmente mundos libres de tal injusticia. Así, educar para la muerte quiere decir también educar para ,1 canto y apropiarse del espacio de sombra que el arte proyeci.i sobre la realidad. El arte no es un reportaje periodístico por|iic no pretende decirlo todo, deja en la oscuridad espacios de i r.ilidad, fragmentos de verdad, sin transformarse en mixtifica• ion ni propaganda. Cantar la muerte significa, pues, cubrir la muerte con el gesto púdico del cubrimiento de los cadáveres que nuestra época ha olvidado. Todo canto es asimismo una lúcida mentira, esconde partes de la realidad, o al menos la translorma, en nombre de lo que podría ser. Cantar la muerte signilica adiestrarse en contar aquellas «mentiras blancas» que Gustav Mahler pronuncia, en los Kindertotenlieder, a propósito de la muerte de los niños. Adiestrarse en creer y en no creer que, acaso, no están realmente muertos, que «sólo han salido de casa».13
La muerte
burlada
«Reírse de la sangre es incluso más grave que derramarla.» < Ion esta frase, Renato Guttuso nos remite a la constatación de l.i complicidad estructural de la risotada con la barbarie, o al menos de la complicidad de algunas risas, las típicamente fascistas y vulgares, con la insensibilidad frente a la muerte. Reírse puede significar exorcizar el objeto burlado, pero demasiado a 13. «Oft denk' Ich. Sic sind nur ausgegangen», es el título de uno de los cinco Kindertotenlieder de Mahler.
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La muerte sin máscara
m e n u d o , ante la muerte, sobre t o d o ante el homicidio, quien despliega la risa es el asesino. Reírse de quien muere nos ayuda a distanciarnos de su drama y, en última instancia, a no comprenderlo. Es característica al respecto la risotada ante los judíos gaseados en Auschwitz o la de quien se ríe de las batallas antivivisección. Reír groseramente ante la muerte significa imitar en definitiva la risa sarcàstica de la misma muerte, al menos tal como Occidente se la ha representado durante centurias. En realidad, frente a la muerte desencadenada sobre todo en el siglo XX, no hay de que reírse. Se adecúa más a la muerte y al intento de exorcizarla la sonrisa leve de quien observa sus propias costumbres y las de sus semejantes, y se distancia de ellas. En este caso, no se ríe de la muerte sino de nuestras actitudes ante ésta, y esa sonrisa puede ayudarnos a pensar en otras nuevas. 14 Es útil sonreír - y enseñar a sonreír- ante la presunción de quien se cree a salvo de la mordedura de la muerte, postura que a menudo se reduce a un vitalismo ridículo que imita al de por sí ridículo danunzianismo. Pensar que la muerte sólo concierne a los demás y considerarse inmortal equivale al delirio más absoluto de omnipotencia. Verdaderamente, es digno de risa quien sigue acumulando bienes que le sobrevivirán a él y a sus hijos, o quien pierde su tiempo en propósitos de inmortalidad y malgasta sus jornadas en empresas de las que nunca verá el final. La inmortalidad del hombre está en sus obras, pero para concebir obras inmortales es necesario tomarse absolutamente en serio la propia creaturalidad y finitud. Al observar la vida cotidiana de los ejecutivos del nuevo capitalismo da la sensación de que la muerte no entra en sus cálculos, como si atañe14. Véase una interesante colección de viñetas humorísticas sobre la muerte en el libro de F. Cavazzuti y F. Campione, Morire ridendo. Ricerca sulla rappresentazione della morte nell'opera dei cartoonist, Bolonia, Istituto di tanatologia e medicina psicologica, 1995.
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i i \< >lo a otras esferas sociales. Frente a esa exclusión de la muer11 , resulta bienvenida toda forma de hilaridad y de sátira que pmnostique a tales sujetos un escalofrío que fingen ignorar y >|in\ por fortuna, también les concierne, como a todos. ('abe reírse, asimismo, de la estupidez de quien cree que su l 'i esunta grandeza - a menudo económica- puede sobrevivirle. 'ii las generaciones posteriores quienes deciden qué es lo que ive y qué lo que muere de la obra de un hombre, pero siempre 11.1 v quien proyecta su propia inmortalidad, esta vez no física, liándola a mausoleos o monumentos presuntuosos en bronu oro, cuya f u n c i ó n es seguir proclamando en el f u t u r o la uperioridad del muerto sobre el resto del mundo. La célebre poesía de Totó 'A livella ridiculiza justamente la pretensión • I«- conducir más allá del límite dictado por la muerte las difeu ncias sociales y de clase, que por desgracia caracterizan este inundo. La actitud del noble que no quiere al lado de su tumba l.i del barrendero recuerda la de quien convierte los funerales de un ser querido (o los propios, si atendemos a ciertas «últimas voluntades») en un espectáculo indigno que restriega por l.i cara su pobreza a los pobres. Basta visitar un cementerio para constatar la vanidad de esta pretensión, pero también su enraizamiento en la sensibilidad de la gente. Si justo es reconocer la presunción y el delirio de quien no conoce límites, es asimismo saludable reírse de la propia finilud, y tal vez sea precisamente la reflexión sobre la muerte lo que nos permite hacerlo. Aunque no creemos que sea del todo acertada la expresión popular según la cual «no hay que tomarse la vida demasiado en serio», pensamos, sin embargo, que es necesario incorporar en las estructuras de la vida la saludable desdramatización que la conciencia del límite comporta. Así, sonreír ante nuestra condición finita y mortal puede ser fuente de un mayor compromiso para mejorar cualitativamente nuestra permanencia en la Tierra, así como la de nuestros semejan47
La muerte sin máscara
tes. Si la vida tiene un fin seguro y se la toma demasiado en serio, la conciencia de la ineluctabilidad de la muerte puede conducir a devaluar cualquier compromiso para mejorar la vida. «Si de todos m o d o s vamos a morir» puede convertirse en un lema nihilista capaz de bloquear cualquier intento de dar sentido a la vida. Por lo tanto, desde una perspectiva como ésta, de una conciencia demasiado grave de la muerte, es totalmente indiferente emborracharse en soledad o conducir a un pueblo. Pero si se logra considerar cada pizca de vida como algo arrancado y sustraído, aunque sólo sea de un soplo, al círculo mágico de la muerte; si al reírnos de nosotros mismos y de nuestro propio destino conseguimos salir, por un instante, del sortilegio que la muerte omnipresente arroja sobre el hombre, entonces, quizá sea posible que la sonrisa entreabra nuevas posibilidades de compromiso existcncial. N o existe, pues, actividad más seria que reírse de u n o mismo y del propio ser «arrojado a la vida». N a turalmente, esto sólo puede hacerlo quien goza del privilegio de una vida digna, porque quien nace en una tierra en la que el 75% de los niños contrae sida tiene muy poco de lo que reírse. Pero nosotros, hijos opulentos de Occidente, p o d r í a m o s aprender a reírnos de nuestra finitud, intentando así mejorarla y alejando las constataciones fatalistas sobre el - p o r otra parte innegable- carácter ineluctable de la muerte. Tal vez esto pueda hacerse aprendiendo también a reírse del «después», sometiendo a una mirada semiseria los diferentes m o d o s de narrar la m u e r t e que el p e n s a m i e n t o h u m a n o ha generado a lo largo de milenios. Más allá de la vida, por lo que sabemos, existen el cadáver y su putrefacción; una mirada absolutamente realista y desencantada, c o m o la que sacerdotes y sacerdotisas de la ciencia y la técnica querrían que asumiésemos, sólo puede ver esto y nada más. El deseo de relatar las metamorfosis no percibidas del cuerpo y del alma supera esa mirada demasiado seria e inventa distintos destinos: infier48
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nos y paraísos nacieron para educar al pueblo en una conducta moral y para aterrorizarlo. Pero siempre hay cierta levedad, casi un humorismo, incluso en las páginas más oscuras de los Veda y del Mahabarata, así como en las suertes más trágicas del infierno dantesco; un tipo de levedad que jamás encontraremos en una mesa de autopsia. En los intentos humanos, quizá «demasiado humanos», de narrar el Más Allá existe el sentido de ligereza y de sonrisa que habita desde siempre en quien intenta encontrar alternativas a la vida demasiado seria-y por ello ridicula- que estamos viviendo. Inventar nuevos modos de decir el Más Allá, sin reducirlo a cadáver putrefacto, podría ser un imperativo para la filosofía o para las religiones del siglo XXI. Siempre que se consiga no tomárselo t o d o excesivamente en serio y se recupere aquel sentido de ligereza que permite sonreír ante los condenados atormentados de Luca Signorelli o la oscuridad del infierno de la Capilla de los Scrovegni; una sonrisa que tal vez sabe que las cosas no son realmente así, pero sería hermoso imaginar y, ¿por qué no?, creer que podrían ser de esta manera.
La muerte
negada
Pero nosotros no moriremos nunca. Si existe una certeza delirante en Occidente en el siglo XXI es justamente ésta: somos inmortales, la muerte atañe a otros, a otras franjas de edad, a otros orígenes sociales, a otras etnias. N o tiene nada que ver con nosotros. El 11 de septiembre no sirvió para que nuestra percepción de la existencia se volviese más precaria: las compañías aéreas se recuperaron m u y p r o n t o de la caída, miles de afganos e iraquíes inocentes han sido masacrados y el mundo exhibe de nuevo su rostro feliz y, sobre todo, inmortal. El elixir de la eterna juventud ha emigrado de las probetas y los alambiques de 49
La muerte sin máscara
los alquimistas hacia la industria del entretenimiento, altar de la nueva religión del consumo, que niega la idea misma de muerte. N o se hace justicia al h o m b r e y a la m u j e r del siglo XXI, ni a sus delirios de omnipotencia, si no se analiza la expulsión de la idea de muerte de toda su práctica cotidiana. Basta comparar la lógica del reciclaje, que aborda explícitamente la idea de muerte del objeto a través de sus metamorfosis en otra cosa, con la lógica vencedora del usar y tirar. El cepillo de dientes que al cambiar de color nos indica que ha llegado la hora de tirarlo está en la base de un estilo de vida en el que aquello que no funciona (que comienza a no funcionar) se desecha de inmediato. Ya no nos preguntamos por el destino de las cosas que aband o n a m o s , ni p o r su impacto en la habitabilidad ambiental. Algunos criminales ni siquiera se plantean qué será del perro o del gato que abandonan en la autopista. El m u n d o occidental está asediado por el plástico, verdadero ejemplo de material eterno e inmortal, contaminante desde la idea que lo vio nacer. Pero allí donde no se prevé un cuidado de los objetos, tarde o temprano éste se eliminará también de la relación con las personas. C o n el pretexto de los bajos precios se multiplican los centros comerciales, auténticas morgues de las cosas, amontonamiento de los cuerpos ya muertos de las mercancías, que llevan en sí mismos su fecha de caducidad y sólo esperan que el consumidor se desembarace de ellos un poco antes para sustituirlos por otros. La lógica de la sustituibilidad de las mercancías y de las personas niega la idea de la muerte precisamente cuando la convierte en una regla. Todo deberá morir y cambiar, salvo el consumidor. Y si incluso éste muriese, siempre habrá otro dispuesto a ocupar su lugar. Todo se tira y se destruye, desde pequeños desaprendemos el gesto que retiene el objeto al borde de la nada - y a sea el osito pelón o la muñeca ciega-. La eliminación de la idea de muerte tiene necesariamente consecuencias sobre la dimensión temporal. Hablar de muerte 50
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significa hablar de tiempo y viceversa, y un contexto en el que la muerte sea anulada precipita al sujeto a una situación temporal en la que prevalecen la circularidad y simultaneidad de las series temporales, es decir, el tiempo de los nuevos medios, de Internet y de la realidad virtual. El tiempo del siglo XXI y de sus invenciones es un tiempo recursivo y cíclico en el que se experimenta la posibilidad de repetir, de recomenzar, de reanudar siempre desde el inicio. L o que viene antes no explica lo que sigue y, por lo tanto, puede ser olvidado. Sólo cuenta lo que sucede aquí y ahora, simultáneamente en todo el mundo; algo que en el próximo instante se sustituirá por otra cosa, de la que nos desinteresaremos. Se trata de la mimesis del tiempo de las mercancías, nada se pierde, todo está siempre al alcance del clic sobre el mouse. Y si nada muere, nada renace. El pasado, c o m o retención en la memoria de lo que ya no es, es tan inútil como el futuro, concebido como proyección de lo nuevo. En este sentido, asistimos a la transformación de la dimensión temporal en la que vivimos en una suerte de eterno presente sin posibles referencias que puedan proyectarse al pasado o al f u t u r o . P o d e m o s indicar, en el miedo al tiempo vacío, al tiempo no administrado, el aspecto paranoide de la edad contemporánea: un tiempo en el que «no se hace nada» remitiría demasiado intensamente a la idea de muerte. H a y que llenar el tiempo de estupideces administradas de m o d o que nos sintamos siempre «sintonizados con el presente», como proclama la publicidad de una cadena televisiva. Cristalizados en el presente, en un tiempo que n o transcurre, y liberados de la idea de muerte, los ciudadanos de nuestra época pierden con ella el sentido del límite. La percepción de la importancia e incluso de la poesía ínsitas en t o d o intento de darse límites, dentro de los cuales jugar la propia cotidianidad, es h o y atacada y casi ridiculizada p o r la imperante y extendida filosofía del no limits. La publicidad de una conoiVÍ í'"' t.
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cida marca de feos relojes es bien representativa al respecto: es posible escalar montañas con las manos desnudas o arrojarse en caída libre desde un avión, y si el pobre protagonista del anuncio se estrella contra el suelo, no pasa nada, siempre habrá un idiota surfeando en medio de la tempestad. N e g a d o el límite extremo de la muerte con una cosmética colectiva que nos quiere a todos jóvenes y bellos, los límites se viven cada vez más como algo que hay que abatir y superar sin cesar, no para encontrar otro límite en el mismo camino, sino para eliminar toda limitación posible al p r o p i o sentido narcisista de superioridad. La articulación machista de esta filosofía entrará también en crisis, pero nos parece percibir todavía restos de este m o d o de pensar en ámbitos laborales, formativos y de ocio. La patética consecuencia de esta cosmovisión c o m p o r t a un a n t r o p o c e n t r i s m o cada vez más evidente y una división del m u n d o en «perdedores» y «vencedores». La formación se ha mostrado muy pronto dispuesta a acoger esta exigencia, como reza el eslogan de una escuela superior de Washington D.C.: «Queremos crear un m u n d o de vencedores». La paradoja de este ridículo eslogan es que se requiere que haya perdedores (¡si alguien gana ha de haber necesariamente alguien que pierda!). Cabe preguntarse, sobre todo, por qué no habría que intentar crear un m u n d o de personas felices, más allá del trillado énfasis sobre el vencer a toda costa, sobre la necesidad de derribar el sentido mismo del límite. Son naturalmente los perdedores quienes posteriormente son ofendidos y heridos por esta negación paranoide. ¿ C ó m o me es posible creer en el dolor de los demás si he negado por principio la idea de muerte? Y, ¿cómo se puede construir la idea de la muerte injusta? ¿ C ó m o pensar que existe una vida digna de ser vivida, por todos y por todas, cuando mi idea de vida, narcisistamente extendida más allá de todo límite, se ha construido sobre el dato de hecho del privilegio y contribuye a perpetuar ese pri52
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ilfj'jo, expulsando del horizonte de las posibilidades la idea de un iiuierte? La falta de solidaridad ante las personas que sufren mi listamente es la consecuencia lógica de una sociedad que ha I '"i i .ulo de sí la idea de muerte y que lo ha hecho para p o d e r • I ii mejor muerte a sus esclavos. Negar la muerte significa no ver la injusticia y, sobre todo, i i mil ir que este m u n d o tal como es se haga pasar por eterno inmortal. N o existe peor delirio de la negación de la propia muerte que el que «vende» la presente figura del m u n d o y de II i daciones sociales como inmortal, como destino eterno al • 111< los seres humanos están sometidos, como única estructui i Immana al amparo del liberador toque final.
/ .a muerte
exhibida
Y decir que estamos literalmente rodeados de imágenes de muerte... Si es cierto que un muchacho de 18 años ha asistido, l > o i lo menos, a cien mil muertes televisivas; si es cierto que in * pasa un día sin que las transmisiones más siniestras de la televisión nos traigan a casa las espantosas imágenes de cadáveres "
La muerte sin máscara ca de Bush padre y no ha dejado de refinarse.15 Las imágenes de la guerra transmitidas por la C N N han llevado a su apogeo la intuición de Walter Benjamin16 a propòsito de la Primera Guerra Mundial: la destrucción de la experiencia iniciada entonces con la percepción de la desproporción entre la máquina bélica y «el pequeño y frágil cuerpo del hombre» alcanza su punto máximo precisamente en la guerra televisiva. El que la televisión transmita el conflicto, embaucando al mundo sobre la transparencia de la comunicación en la sociedad global)/,ada y sobre su carácter de ser instrumento imparcial de democracia, ejecuta ante la mirada de los espectadores un paralelismo entre la destrucción total de la vida, inherente al acontecimiento bélico, y la negación total de la experiencia, propia de los nuevos medios de comunicación. Paradójicamente, esta ultima se lleva a cabo a través de lo que parecería su opuesto, en otras palabras: la socialización global del acontecimiento mediante su transmisión en directo. Forma parte de la estructura de la guerra contemporánea, así como de los nuevos media, el hecho de que la publificación de la experiencia de la muerte se corresponda con su desrealización y, en última instancia, con la forma más radical de su negación. Ante las imágenes de las balas trazadoras que iluminan la noche de Bagdad, asistimos a la reducción de la muerte a videojuego. Pero el dato extraordinario y nunca suficientemente repetido es que esta forma de representación de la muerte no es en absoluto una mixtificación para el espectador; la muerte como videojuego es la forma de representación de la muerte 15. Cfr. sobre este aspecto el ensayo de A. Scurati, Televisioni di guerra. Il conflitto del g o l f o come evento mediático e il paradosso dello spettatore totale, Verona, Ombre Corte, 2003. 16. Cfr. W. Benjamin, «Il narratore. Considerazioni sull'opera di Nicola Leskov», en Angelus Novus, Turin, Einaudi, 1962 («El narrador», incluido en Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV, Madrid, Taurus, 1991, trad. [del alemán] R. Blatt).
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Iconos que viven todos los actores del conflicto, excepto, naturalmente, los que, en la noche iraquí, sucumben y no tienen, ni tendrán jamás, acceso a la comunicación de su experiencia. El ojo de quien filma, el de quien suelta la bomba y el de quien mira la televisión están perfectamente superpuestos y realizan una koiné tendencialmente universal, dentro de la cual la muerte está desrealizada por completo y el acontecimiento, real y carnal, de la destrucción corpórea de millares de personas no tiene literalmente derecho de ciudadanía en el orden de las representaciones permitidas. Si los nuevos medios de comunicación son intrínsecamente totalitarios porque globalizan una, y sólo una, entre las posibilidades de acceso a la experiencia; si todo lo que se transmite es verdad y lo es únicamente por el hecho de ser transmitido, y si del ojo del mundo que es la telecámara montada en un bombardero o en la azotea del Hotel Sheraton se excluyen los lamentos y los dolores de los que mueren, entonces, aquellas personas no están muertas realmente. Se va, en este caso, mucho más allá de la censura y de la consigna del silencio sobre la muerte. No es que no se hable de ella, sino que se habla y se la representa únicamente en las condiciones puestas por los nuevos medios de comunicación, los cuales, más allá de su posible utilización en sentido democrático, están infectados, hasta en lo más íntimo de sus estructuras, por el pecado original de ser hijos de un proyecto de control totalitario y totalizador. Sólo dentro de este proyecto nace la nueva televisión, de la cual la CNN es ciertamente un emblema privilegiado. Esto no sólo vale para las guerras imperialistas en los países del denominado Tercer Mundo: tampoco las imágenes del World Trade Center que se derrumba escapan a esta espectacularización de la muerte, que es también su desrealización, hasta el punto de que el 11 de septiembre no se entendía bien si se estaba asistiendo a un acontecimiento real o a una pésima y reaccionaria película de serie B. 55 *
La muerte sin máscara No es del todo cierto que la muerte no encuentre acceso al mundo de la información planetaria. Sólo después de someterse al proceso de desrealización y descontextualización al que sucumbe toda experiencia en la red de los nuevos media, la muerte puede ser también exhibida en su fisicidad, que naturalmente resultará una fisicidad, por así decirlo, descorporeizada, desrealizada, aunque no por ello menos física. La nueva concepción de la fisicidad virtual que parece ser la episteme del siglo XXI implica asimismo a la muerte. Incluso puede decirse que la muerte es su objeto privilegiado, el verdadero banco de pruebas de su potencia. Si se consiguiera —como se consigue— desrealizar la muerte y socializar luego globalmente el producto de esta desrealización, ¿qué otro objeto podría escapar a este proceso? Desde este punto de vista, también la gran burla de la presunta masacre de Timisoara entra en dicho proceso.17 Ln aquel caso, el poder de la nueva información supera el de cualquier censura. La elaboración de la muerte ficticia de los habitantes de Timisoara hizo, así, que estuvieran realmente muertos, en virtud del círculo desrealización-socialización de lo desrealizado que nos parece, cada vez más, el secreto de los nuevos medios. De este modo, incluso la muerte puede entrar en el circuito de las mercancías y devenir, en el sistema de la información y la diversión, una mercancía como otra cualquiera. Creada para ser puesta en venta, la muerte desrealizada arriba mencionada se convierte en la única forma de muerte posible para los clientes de la industria cultural, la única modalidad de acceso a la experiencia de la muerte. Esta muerte catódica es vociferada en todo el mundo como producto específico de los medios de comunicación, siendo también esta dimensión de socialización 17. Para una reconstrucción eficaz, cfr. el texto -desafortunadamente difícil de encontrar- de C. Fracassi, Sotto la notizia niente. Saggio sull'informazione planetaria, Roma, Avvenimenti, 1994.
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Iconos forzada lo que causa la pérdida de la dimensión del pudor característica de la experiencia de la muerte en nuestra sociedad. Pese a que en todas las organizaciones sociales se haya intentado socializar la experiencia de la muerte, cabe reconocer que existe una modalidad de elaboración de la muerte que es íntima y personal y no puede ser socializada. La absoluta transparencia de una muerte de la que se elimina toda fisicidad - y por ello exorcizada por adelantado-, añade a la privatización de la muerte y de su gestión la dimensión, sólo aparentemente contradictoria, de la publicitación del cadáver y del dolor. Así, en un curioso y diabólico vuelco, se dejan en manos de cada uno las dimensiones de responsabilidad social y política del acontecimiento de la muerte que, de forma tradicional, corrían a cargo de la colectividad, mientras se exhiben -naturalmente anestesiados y domesticados- los aspectos más íntimos de tal experiencia: un dolor que llega a ser escénico porque ya no es verdadero dolor, sino que ha sacrificado al dominio de las imágenes catódicas y virtuales su penetrante y anárquica ob-scenidad, su constitutivo sustraerse a toda escena y su constante remitirse, más allá de sí mismo, hacia una posteridad que la nueva televisión cree agotar con la banalidad que le es propia.
La muerte
administrada
La sociedad que Theodor W. Adorno definió con la acertada fórmula de «sociedad totalmente administrada» ha logrado administrar incluso la muerte, en el sentido de convertirla en un elemento como otro de la programación económica, una voz como las demás dentro de un balance. La muerte, sobre todo en nuestros días, es un negocio. Lo es la de los niños y las niñas del denominado Tercer Mundo para el comercio del tráfico de órganos; lo es la de los ciudadanos de Occidente para la indus#
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La muerte sin máscara tria funeraria, auténtica comercialización global del luto y del duelo; lo es, asimismo, la de los detenidos en las cárceles de Estados Unidos, cuyas ejecuciones capitales son transmitidas en directo por las cadenas de pago y contribuyen a la fortuna de desquiciados candidatos a la presidencia, y lo es la de los desgraciados que mueren por accidentes domésticos, por robo o agresión, cuyas familias ven precipitarse en sus domicilios al canalla legalizado, disfrazado de periodista, con las cámaras fidedignas para preguntar «qué se siente» al perder a la madre, al hermano o al hijo. Si el proyecto del capitalismo se ha vinculado siempre a la expansión ilimitada, su principal éxito ha sido tal vez el haber conquistado la última frontera de la existencia, el habernos empujado más allá del límite de la muerte. Y si hoy se habla de capitalismo de los límites, de mercado limitado, de fin del sueño del desarrollo ilimitado, no parece que esto sea cierto referido a nuestro argumento: la carrera de los negocios se ralentizará ante la limitación de los mercados, pero será en cambio cada vez más desenfrenada ante el límite extremo de nuestras existencias. La administración total de la muerte comienza con su redefinición, una estrategia característica de las sociedades occidentales y, en particular, de las capitalistas e industriales. La redefinición de los objetos contribuye al nacimiento de una cultura y de una sociedad nuevas, que prevén a su vez palabras nuevas para cosas antiguas, ocultando de esta forma el carácter histórico de los objetos y los acontecimientos. Así, al igual que en el trabajo se desaprende a decir palabras como «huelga», «conflicto» y «sindicato», allí donde se muere ya no se pronuncian términos como «muerte» y «cadáver». Denominar la muerte con otro nombre significa domesticarla, pero en este caso la domus respecto de la cual el sujeto en cuestión debe casarse, no es otra que el contexto del provecho. No hablamos sólo de las locuciones necrológicas como «Arrebatado al afecto de sus seres queS8
Iconos i idos» o «Se ha apagado», detrás de las cuales se leen, a pesar del estereotipo, el pudor y el respeto ante el misterio de la muerle, así como la ternura hacia el extinto. El lenguaje de la indusi ria funeraria en relación con la muerte recuerda, cada vez más, .ti de los nazis respecto de los deportados. También en el primer caso, los muertos son piezas que hay que tratar, stuck, y responden a la misma lógica de mercado que las latas de refrescos de cola. Y naturalmente, al lenguaje corresponde la realidad: el muerto no difiere de un producto o, peor, de un matei íal de desecho, sólo que en este caso la actividad de eliminación de la escoria es lo que constituye el verdadero negocio. Así, en I exterior de los departamentos de geriatría o de los hospitales para el tratamiento de la leucemia, proliferan las agencias de pompas fúnebres con vitrinas que recuerdan a las agencias de viales. De este modo, el luto de una familia es perturbado y violentado por la irrupción de buitres macabros que presentan el ultimo modelo de ataúd revestido de zinc. Muchos sacerdotes tienen una tarifa para los funerales, al igual que para las bodas y los bautizos, y durante la ceremonia tienen la impúdica y anticristiana desfachatez de pasar el cepillo para los donativos. El cuidado del cadáver, el funeral y el entierro, que en una sociedad mínimamente cívica deberían correr a cargo de la colectividad, como también los demás acontecimientos relacionados con las dimensiones existenciales profundas de la persona, se convierten en escenario de choques feroces entre empresas privadas. Quien ha perdido a una persona querida conoce la humillante variedad de tumbas, floreros, candelabros y otras rarezas que son ofrecidas ante el desconcierto de quien sufre. Al privatizar la muerte, al tratarla como un objeto entre otros en el contexto inhumano del capitalismo, la sociedad occidental la ha convertido en el escenario de la exhibición más violenta y feroz de la diferencia de clase. Así, la retórica de los funerales de Estado -cuando no es interrumpida por las voces de la plaza, que recla#
La muerte sin máscara man justicia más allá de la vacuidad del rito, como en el caso de los funerales de Giovanni Falcone- se alinea con la miseria del entierro rápido de los pobres que no tienen a nadie que les llore, situación en la que hay que desembarazarse con urgencia del cadáver,18 que en este caso no puede producir riqueza ni valor. Administrar la muerte significa también anestesiarla. Y anestesiar el dolor -como por otra parte el placer- y ahogarlo en la rutina de una cotidianidad enferma es un rasgo característico del período histórico en que vivimos. Como cualquier otro momento importante de la vida de una persona, también la muerte deberá someterse a la temporalidad de la sociedad industrial avanzada. Desaparecen el luto y su elaboración, simplemente porque no hay tiempo para ello, es preciso volver a trabajar, hay que espabilarse, no porque esto sirva al sujeto, sino porque el sistema no permite la desaceleración. Al igual que, cuando nace un niño, las madres y los padres vuelven al trabajo precisamente cuando el bebé más los necesita, asimismo, cuando muere alguien, no nos dignamos ni siquiera a pensar que los tiempos de trabajo tendrían que flexibilizarse para permitir que cada uno pudiera encontrar los momentos para la propia elaboración del luto. El triste silencio que habita una casa el día después del funeral, cuando todos los parientes han regresado a sus casas y el duelo de la colectividad ya se ha desplazado a otro lugar, es el mejor testimonio de la inhumanidad del estado de cosas en que vivimos. La muerte administrada ya no es ni siquiera muerte, ni siquiera un acontecimiento existencial; tampoco es un engorro que deba ser eliminado, sino más bien una posibilidad que hay que explotar para ganar dinero. No debemos escandalizarnos demasiado, pues, de las tacitas de té con la imagen de la prin18. Cfr. M. Vovelle, La morte e /'Occidente. Roma-Bari, Laterza, 1987.
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Dal 1300 ai giorni
nostri,
Iconos cesa Diana y de Dodi, cuando vivimos en un contexto social que niega estructuralmente la posibilidad de un luto que sea asumido socialmente por la colectividad. Tras los funerales, cada vez más esquemáticos y desritualizados, más reducidos a un discursillo patético por parte de sacerdotes distraídos, se vuelve a la normalidad, y el luto deviene algo totalmente privado. No hay tiempo. El tiempo de la muerte es reabsorbido por el tiempo de la productividad, que es su mimesis. La muerte en vida de los trabajadores sometidos al capital no se deja alterar por la dilatación de la temporalidad requerida por la muerte y su metabolización por parte de un cuerpo social sano y solidario. La sociedad totalmente administrada ya no se deja perturbar por la elaboración colectiva del luto, por la socialización del duelo y la responsabilidad social del dolor. Tampoco por aquel profundo tiempo de sufrimiento y de reflexión que escenificábamos cuando, de niños, excavábamos en el huerto para enterrar, entre lágrimas, aquel gato que tanto habíamos amado.
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Capítulo segundo Moritun.
Sujetos del morir ¿Te a c u e r d a s , M i c h c l , del d í a en q u e m u r i ó l u m a d r e y tú l l o r a b a s d e t a l f u r n i a q u e i n c l u s o lu p e r r o , q u e te q u e r í a t a n t o , n o se a t r e v í a a a c e r c a r s e ?
Claudio
Lolli
I legados a este punto, creemos haber aclarado el sentido de la propuesta de una pedagogía de la muerte. Por una parte, es necesario sustraer la muerte a la consigna del silencio a la que la ha destinado nuestra época, un silencio del que el fragor de la muerle televisiva no es más que una confirmación patética. Por otra parte, hay que intentar pensar e inventar prácticas de una nueva socialización del morir, capaz de hacer que la muerte del sujeto, así como su nacimiento y todo acontecimiento fundamental de su experiencia de vida, se vuelvan para interrogar a la colectividad social, a fin de que, en el respeto de su carácter individual y privado, sean asuntos de todos. Pero, ¿por qué hacerlo precisamente en el ámbito educativo? ¿Por qué cargar a la educación, en este momento en que sufre una crisis epocal, con una nueva tarea, cuando las demás c iencias humanas parecen estremecerse ante la posibilidad de tratar este tema? Quizá porque pensamos que el silencio alrededor de la muerte es un silencio eminentemente pedagógico, 63
La muerte sin máscara intensamente educativo, al igual que educativas y pedagógicas deben ser las respuestas que se le contrapongan. Remitiéndonos a nuestra definición de educación como constitución, ensamblaje y supervisión de las condiciones estructurales, discursivas e históricas que posibilitan la emergencia del individuo humano como sujeto, creemos que la muerte callada es uno de los mecanismos más internos de un dispositivo de disolución y de expropiación del sujeto que hoy más que nunca conoce un triunfo peligroso. En la actualidad, la constitución del sujeto alienado depende más que en otras épocas de su integración sin residuos en un tejido social que pide una adhesión entusiasta a los delirios de aquella lilosofía del no limits de la que ya antes hemos hablado. Por lo tanto, callar la muerte signiiica engrasar perfectamente el mecanismo de la antropogénesis de un sujeto, dichosamente orientado a la maximización del beneficio (¡con frecuencia del beneficio de otros!). Ya está en acto, así, una (anti)pedagogía de la muerte. Educar a un niño o a un muchacho significa inculcarle la locura de su virtual inmortalidad y ocultarle de todas formas la realidad de la muerte injusta, cubrir con un gesto que se pretende púdico, si bien sólo es trufjaldino, la fenomenología del morir que se renueva de forma cotidiana. A esta pedagogía ideológica, que oculta y calla la muerte y hace de esta ocultación su engranaje quizá más potente, hay que contraponer una educación real para el luto, que requiere desenmascarar la ideología pedagógica dominante. La educación puede encontrar la fuerza para llevar a cabo este desenmascaramiento. Porque la educación no es sólo una práctica de poder o, mejor, precisamente porque es una práctica de poder encuentra la fuerza para acompañar al sujeto en el recorrido vital señalando sus momentos críticos, advirtiendo sus fracturas e interrupciones y evidenciando sus desviaciones y estridencias. En este sentido, desde siempre, la educación como 64
M orituri « onstitución del sujeto es también un poderoso contrapeso a la soledad del mismo sujeto. Nacida como proyecto de integra. ion social, muestra al sujeto que la colectividad está constantemente presente, no a sus espaldas, sino dentro de él mismo. Si nos esforzamos en integrarlo en una sociedad, incluso callando u muerte, el sujeto no está muerto. Para fundar una pedagogía • le la muerte será necesario, por lo tanto, una indagación en torno a la universalidad de las experiencias del morir, una fenomenología de la muerte que examine las subjetividades humanas y no humanas que ésta viene a disgregar. Si existe aún la muerte, si todavía es posible esta experiencia radical, pese a nuesii o esfuerzo por silenciarla, se debe a que existen aún sujetos inte los cuales la muerte puede probar la eficacia de su aguijón. I .1 primera categoría de una pedagogía de la muerte nacerá, pues, ile la indagación en torno a la pluralidad del morir, de la diversa proliferación de los sujetos que mueren y que, en su proteilorme identidad, pueden proporcionar-cada uno relatándonos su específica y solitaria muerte- una consolación para nuestro solitario morir.
La piedra,
o la muerte
como
destino
Emblema desde siempre de la ausencia de vida, las piedras, en rigor, no tendrían que morir. En realidad, ni siquiera deberían desplazarse si atendemos a expresiones proverbiales como «quicio como una piedra» o «inmóvil como una roca». Insensibles al transcurrir del tiempo, siempre quietas y fijas delimitando nuestro horizonte, las piedras y las montañas están, sin embargo, habitadas por un extraño y perturbador dinamismo. «También las montañas se mueven», reza un antiguo proverbio romaní. I ,as piedras no están quietas, se desplazan sin la intervención de manos humanas. Incluso las piedras más grandes, las estrellas y • 65
La muerte sin máscara los planetas tienen su ciclo de vida, están siempre en movimiento, nunca se paran. También el gigantesco «pedrusco» en el que apoyamos los pies, nuestro planeta de rocas y tierras, gira sin fin en el cosmos, a pesar de los intentos seculares de clavarlo en su sitio, en la inmovilidad pedregosa de una cosmología tranquilizadora. Nuestra tierra morirá, porque si también las piedras se mueven, entonces, también ellas mueren. Aunque no están sometidas a las metamorfosis propias de lo que está vivo, se resquebrajan, se desintegran y erosionan, desaparecen del horizonte, siguiendo ciclos muy distintos de los mensurables por el escaso tiempo del que los humanos disponemos. El suyo es un morir distinto, pero es siempre un morir. No habitan la dimensión de la eternidad sino la del tiempo, su distancia respecto de nosotros es sólo cuantitativa, si bien de una cantidad imposible de conmensurar. Todo lo anterior tiene algunas consecuencias sobre la idea de una educación para la muerte En primer lugar, aunque parezca un oxímoron, la muerte no concierne sólo a las cosas que tienen vida. Todo morirá, incluso lo que carece de vida orgánica. En espera de encontrar otra palabra para definir la muerte de aquello que no tiene vida (a nivel macro, quizás «entropía»), queda de todas formas el hecho de que existe una muerte que nunca podremos entender, distinta de la que ya nos cuesta representar y que atañe a seres humanos, animales y plantas. Las nuevas cosmologías y algunas antiguas cosmogonías se dan la mano, a este propósito, al demoler el mito consolador según el cual algo quedará después de nuestra muerte. Tal vez las tumbas se construyen de piedra para alentar la vana esperanza de que, con el transcurrir del tiempo, al menos las piedras permanecerán como telón de fondo imperecedero después de nuestra desaparición. En este sentido, quizá tenía razón Wordsworth al definirse como alguien «cuyo nombre estaba escrito sobre el agua». 66
M orituri l odo desaparecerá, todo morirá, como palabra escrita sobre el •igua; «pasarán los cielos, pasará la Tierra» y, sobre este lecho de I ragilidad y de temporalidad del todo, las piedras que se resquebrajan son el emblema de que nada se librará del destino final, l'.l ciclo hcracliteo de los opuestos que renacen cada vez y mueren asimismo cada vez, para expiar la culpa de su renacer, ya es por sí mismo perturbador, y aún lo es más pensar que tamIuén el ciclo puede terminar. Es difícil aceptar que las migajas >le vida que pueblan las montañas y los planetas deban morir necesariamente, y mucho más difícil resulta todavía concebir la muerte de los planetas y las montañas. Si también las piedras mueren, el primer paso de una pedagogía de la muerte consiste en la educación para la muerte como destino. Esto no comporta el fatalismo desde el momento en el que no se concibe la idea de destino como un fatum inevitable y cierto, sino como la posibilidad concreta de un hermanamiento de todo lo que es mortal -de todo, literalmente, pues- con la perspectiva de su desaparición. Despojado de sus peligrosas articulaciones fascistas, el heideggeriano «ser-para-la-muerte» constituye una perspectiva válida para educar para la muerte, si y sólo si se comprende que ello concierne a todo lo que nos rodea y lunda nuestra posibilidad de interpretar y de entender el mundo. Sólo se puede comprender el mundo desde el punto de vista de la muerte, porque el mundo morirá. Nada quedará de estos cielos ni de estas tierras -ni, por lo tanto, de todos los cielos y las tierras que, en vida, nos será dado experimentar-. Así, es posible sentirnos huéspedes en la tierra, entre estas piedras que se resquebrajarán y estos planetas que explotarán, perdidos en nuestra pequeñez, pero consolados por el destino que nos une a las piedras y, sobre todo, liberados de la venenosa envidia ante algo que pueda sustraerse al círculo mágico de una creaturalidad orientada a su propio fin.
67
La muerte sin máscara La planta,
o la muerte
corno
apelación
Si es cierto que todo debe morir, también lo es que no sabemos con anticipación cuándo y cómo. «No sabemos el día ni la hora.» Esto hace que no carezca de importancia, por una parte, el tipo y el momento de la muerte, el modo de morir, y, por otra, la posición del sujeto ante la muerte del otro, aunque sea de la piedra. Las montañas desaparecerán y todo morirá, pero no es indiferente si una montaña se resquebraja por la acción de los siglos o porque el negocio de los Campeonatos Mundiales de Esquí lia causado deforcstaciones irracionales. Ser cómplices de la muerte ajena, sus ejecutores o sus testigos, no es lo mismo, ni siquiera desde el punto de vista de la ineluctable desaparición del todo. Y si incluso lo fuese desde tal perspectiva, ésta resultaría inasequible para nosotros. Quizá sólo los inmortales puedan comprender realmente el destino de muerte que espera al todo y no le den importancia, como narran tantos relatos de ciencia ficción sobre la inmortalidad.' El destino de mortalidad ya viene dado desde la óptica de la muerte y no desde la nuestra, por lo menos desde una aproximación cualitativa. Nuestra posición ante tal destino debe ser la de los profetas judíos. A menudo, los profetas de la mitología griega eran ciegos, cerraban los ojos ante el mundo para abrir otros que predicaban pasivamente la desgracia y el fin del mundo. Veían el destino negándose a ver el mundo que se esperaba de él. Los profetas de la tradición judía, en cambio, eran clarividentes de forma más activa, «no predijeron tanto el destino como enseñaron más bien el modo de evitarlo».2 1. Cfr. R. Rossanda y F. Gentiloni, La vita breve. Morte, resurrezione, immortalità, Parma, Pratiche, 1996. 2. E. Bloch, Ateismo nel cristianesimo, Milán, Feltrinelli, 1970, p. i 37 {El ateísmo en el cristianismo: la religión del éxodo y del Reino, Madrid, Taurus, 1983, trad. [del alemán] J. A. Gimbernat Ordeig). A lo largo del presente libro, con el objetivo de mantener la coherencia terminológica y
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M orituri Para nuestro argumento, no se puede hablar de evitabilidad sino más bien de modalidad de presentación. La profecía en torno a la muerte no se limita a decir que moriremos: se convierte en factor activo de coproducción de la cualidad de la muerte. Una cosa es decir que se morirá y otra es convertir esa conciencia en la base para la lucha en favor de una buena muerte. En este sentido, el anterior ejemplo de la tala de bosques no se ha puesto por azar. Son precisamente las plantas, con su tácita llamada al cuidado por parte del ser humano, las que nos recuerdan que no es indiferente cómo se viaja hacia el último puerto. La viña de Renzo y el campo no cultivado de Jean Valjean saben mucho más sobre la muerte que la peste milanesa o la agonía de Gavroche, y quizá el mejor monumento que celebra la oposición del hombre a la muerte sea el jardín cultivado y cuidado por la mano humana, efímera remisión al hecho de que tal vez ante la muerte puede plantearse el cuidado. Sobre el presuntuoso e implacable granito de las tumbas vemos las flores, que con su caducidad nos recuerdan que existe una cualidad del cuidado que responde a la llamada de la muerte. Esas llores podrían no existir, al igual que la vida de aquel o aquella que ellas evocan: un gesto mínimo las ha arrancado al no-ser para servir de testimonio y recuerdo. Por otra parte, existe sabor de muerte incluso en las flores cultivadas para obsequiar a la mujer amada, ya que no podemos olvidar que su lugar será al final el contenedor de residuos orgánicos. Pero el gesto de amor que encierra el hecho de regalar flores radica probablemente en su sustracción momentánea y precaria a un destino inexorable. Cabe plantear la pregunta que la planta dirigía a Dante, «¿Por qué me estás rompiendo?», ante cada muerte procurada o incluexpositiva del ensayo, la traducción de los fragmentos de los diversos autores citados sigue la edición italiana original, si bien se indican, entre parénesis, las traducciones disponibles en castellano (N. de la T.).
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La muerte sin máscara so sólo atestiguada por el hombre y por la mujer. Por eso la planta es para nosotros el símbolo de la muerte como apelación: sabe que debe morir, pero precisamente por ello pide al hombre y a la mujer que introduzcan su muerte en un horizonte de sentido. A menudo son los seres humanos quienes matan las plantas, y lo hacen sin el sentido de pictas que, en cambio, sí se experimenta ante el animal. Podar las rosas del jardín es una experiencia de muerte provocada, pero también de ampliación de sentido, de aportación de una cualidad nueva al rosal que sólo puede lograrse a través de la muerte. Por eso, una viña cultivada adquiere una nueva identidad, y lo hace a través de las mil muertes cotidianas que provoca el esforzado viñador. El campesino amazónico que pregunta a la planta si quiere ser abatida experimenta la muerte no sólo como destino, sino también como apelación a la que debe responder, exactamente igual que el estudioso que intenta racionalizar la tala de bosques en el difícil equilibrio entre respuesta a las necesidades humanas y respeto al ecosistema, un equilibrio que sólo una respuesta a las llamadas de muerte, que el mundo vegetal nos dirige, puede garantizar y mantener. Si la planta es signo de resistencia a la muerte y al tiempo (en la secuoya, en la retama leopardiana y en el liquen, único signo de vida en Cabo Norte), es asimismo desesperada petición al hombre y a la mujer, una petición de sentido que se obtiene a través de la muerte, incluso sólo de una flor, de una mata o de una rama.
El animal, o la muerte
como
piedad
Cualquiera que ame a los animales y haya experimentado el inigualable trato relacional que se establece entre el ser humano y el animal del que se hace cargo, conoce el sentido de expropiación que se siente cuando un animal muere. Si John Donne 70
Morituri escribía: «La muerte de cualquier hombre me disminuye», para representar el sentimiento de una unidad fundamental de la humanidad ante la muerte, fue Federico García Lorca quien extendió la dimensión de creaturalidad al mundo animal, con los versos: «Hay un mundo de ríos quebrados / y distancias inasibles / en la patita de ese gato / quebrada por el automóvil». Ks fácil observar los documentales del National Geographic sobre leonas que despedazan cebras y consolarse con la mayor civilidad del ser humano respecto de la crueldad animal. Pero es cierto que a los animales, como Sigourney Weaver observa i propósito de los monstruos de Alien 2, «no los ves matarse por un porcentaje». La del animal, incluso la de la presa, es siempre una muerte inocente, al igual que asesino inocente es el depredador. Se trata de un matar y un morir que se sitúan más .icá del bien y del mal y para los cuales resulta patético disturbar a las categorías éticas. Es muy educativo, en cambio, reflexionar sobre la muerte del animal doméstico, el animal del que el hombre o la mujer son los amos (única acepción del término que no huele a poder: amo del perro no es quien lo ha comprado, sino quien se responsabiliza cié él y lo cuida). La muerte del perro o del gato ile casa es la muerte de quien confía en nosotros, de quien nos permite experimentar la confianza total, la dependencia esperanzada que entre seres humanos se da sólo, tal vez, con los lujos. Cuando el animal muere, desgarra la piedad del alma de aquel que lo ama por ese sentido de debilidad, fragilidad y exposición al mal que todo animal sugiere -incluso el pitbull adies11 ado para matar por algún idiota psicópata-. iíl amor por el animal, amor por la creaturalidad y la fragilidad del ser vivo, se pone a prueba en el momento de la mueric del animal mismo, instante éste en que conoce su momento mas alto. El niño que cava la tumba para su gato vive una expei inicia de pietas que va más allá de la muerte y que, si bien no 71
La muerte sin máscara está protegida de las garras del mundo del negocio (existen en Estados Unidos costosísimos cementerios para mascotas administrados por empresas privadas), educa en el cuidado y también a compartir un destino común de muerte. Así, quien llora por la muerte de un perro (hemos visto a niños llorar por la muerte del puerco matado en la era) está llorando, en realidad, por la suerte de todos los débiles y frágiles que pueblan el mundo, al contrario efe lo que afirma la fastidiosa cantinela «lloráis por los animales y os desinteresáis por los hombres», pronunciada por lo general por quien se desinteresa tanto de unos como de otros. En este sentido, el animal es «el más pequeño de estos hermanos», de cuya suerte seremos llamados a rendir cuentas. Se suele observar que los nazis amaban a los animales y llevaban a los judíos a los campos de exterminio. Pero el amor de algún jerarca nazi por el animal era en realidad amor por el símbolo de poder que el perro lobo adiestrado ferozmente representaba. El verdadero amor por el animal es, en cambio, una pie tas hacia la fragilidad, pero se trata de unapietas aguerrida, que debe transformarse en lucha diaria contra los crímenes de la vivisección, contra el abandono más o menos estival de perros y gatos, contra las infames leyes sobre la caza que han introducido los lobbies de la escopeta de cañón doble y, sobre todo, contra la indiferencia, común por desgracia entre muchos intelectuales, hacia la dimensión animal. Fue Adorno quien afirmó que la distancia entre las frases «Sólo es un perro» y «Sólo es un judío» no es, pues, tan amplia. Comprenderlo significa entender que la piedad que experimentamos ante la muerte del animal debe transformarse en lucha para que ello no vuelva a suceder. Naturalmente, este principio, esta piedad armada, puede extenderse a las demás muertes injustas de las que la muerte del animal se convierte en metonimia y metáfora. Escandalizarse ante la muerte del perro o del gato, ante la siniestra vulgaridad de la escena de la cabeza de caballo en El Padrino o ante los desagradables y demenciales video72
M orituri clips de Ozzy Osbourne comiendo murciélagos, significa ya educar y educarse en la lucha por una muerte más justa. El camino para la educación en la muerte, como educación en la lucha contra las injusticias del morir, pasa asimismo por el insulto dirigido al potencial asesino que, lanzado a 150 Km. por hora, grita sarcàsticamente: «Imagínate si freno por un perro».
El niño, o la muerte
como
perfección
Quizá más que la muerte del animal, la muerte del niño constituye el verdadero escándalo contra el que se estrellan teologías y teodiceas. De las películas de Comencini a la imagen del niño judío del gueto de Varsovia con las manos en alto, de Anna Frank a la niña de Hiroshima, de Debussy a Mahler, el topos del niño muerto ha sido utilizado por el arte y la literatura como metonimia de la muerte inexplicable e injusta. Pero la imagen del niño muerto conoce también otra fortuna: esencialmente de inspiración romántica, remite a la idea de la infancia como lugar de perfección. El niño muerto conserva en sí la perfección absoluta, la belleza encantada que el crecimiento corrompería. Es propio de la contemplación del pequeño cadáver el descubrimiento de la nobleza de la infancia cristalizada en la muerte. Desbloquear la rigidez de esa imagen significa perder su perfección para siempre, entregar la belleza a las arrugas y a las señales corrosivas del tiempo que pasa. Los niños y las niñas son demasiado hermosos, demasiado perfectos para corromperlos haciéndolos crecer; sólo la muerte conservará para siempre su increíble nobleza. El filósofo Tito Perlini' nos recuerda que la imagen del niño muerto pone en escena una idea de muerte como dato cristali3. T. Perlini, «Infanzia e felicita in Adorno», en Comunità, (1970).
• n'" 161/2
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La muerte sin máscara zado y, por lo tanto, de perfección. Si la niñez significa perfección, si todo proceso educativo constituye una traición de tal perfección, si crecer supone pervertir una situación de dicha, entonces es mejor morir de pequeños, ya que la muerte conserva al niño o la niña en esa situación de perfección, cristaliza esa dicha absoluta y la preserva para la eternidad. El topos romántico del niño muerto encuentra precisamente ahí su legitimación cultural. En la idea de la muerte precoz, la muerte en edad infantil, advertimos el horror de la injusticia, pero también el alivio de no tener que asistir a la perversión de la belleza total de la cual el niño y la niña son depositarios. Por otra parte, la fisicidad de la infancia petrificada por la muerte precoz nos remi te, en varios sentidos, a la perfección del teto en el seno materno; en ambos casos «no sucede nada» porque ya todo ha sucedido o porque todo deberá acontecer aún. A quien no quiere nacer le ocurre lo mismo que a quien muere niño: es decir, ya no sucede/no sucede nada todavía. Este es el mismo estado de suspensión, la misma ausencia de necesidades y el mismo sentido de flotación en una dimensión del todo distinta a la del esfuerzo cotidiano. La propia catástrofe del tiempo en el instante de la esperanza o de la nostalgia habita estas perturbadoras figuras del imaginario. Se espera permanecer para siempre así, fetos saciados o niños muy bellos, lo cual significa, sin embargo, quedar para siempre en una situación de inmadurez, de dependencia, de necesidad. El autor nórdico Stig Dagennan presenta su específica conjugación de este topos en su cuento más conocido y perturbador. Matar a un niño escenifica no sólo lo absurdo de la muerte precoz sino asimismo su nobleza y, en cierto sentido, su belleza.4 4. S. Dagerman, «Uccidere un bambino», en II viaggiatore, Milán, Iperborea, 1991, pp. 27-32 («Matar a un niño», en Antología de cuentistas suecos, Madrid, Escelier, 1967, trads. [del sueco] J. Peralta y J. Gallardo).
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M orituri Pero también el proceso de crecimiento es entonces una muerte, más trágica acaso que ésta aquí evocada, porque si la infancia es perfecta, crecer significa matar esa perfección y traicionarla. La muerte vinculada al crecimiento (y todo crecimiento es un acercamiento a la muerte corporal) es muerte de aquello puro y virgen que creemos ver en la infancia. Cada educador y educadora lleva probablemente consigo las huellas de este fantasma: están presentes a la vez el deseo de educar al futuro hombre y a la futura mujer, ocultos embrionariamente en el niño y la niña, y el deseo de bloquear al niño en su actual perfección, pidiéndole que se detenga como el sol de Josué o el instante de Goethe. No hay que matar, así, a los niños y las niñas, sino enseñarles a morir una buena muerte en la identidad adulta. La infancia no es el reino de la perfección, si bien es algo ciertamente distinto de la edad adulta. Un retorno acrítico a la infancia daña al niño y a la niña, porque los mata «metafóricamente», petrificándolos en su dependencia, al igual que al adulto, porque dispone su patética infantilización. En una educación para la muerte, la imagen del niño muerto pone en guardia, pues, ante el énfasis en la idea de perfección, porque tal vez sólo la muerte, en particular la muerte precoz, es realmente perfecta. De este modo, educarnos para la muerte significa asimismo tener el valor de convertirnos en adultos, porque esa educación es una cosa de adultos; significa abandonar los mitos relativos a la infancia e intentar ayudar a que los niños y las niñas crezcan, sin dejarlos en la dudosa perfección de la muerte y ayudándolos día tras día a vivir nuestra imperfección cotidiana.
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La muerte sin máscara El joven,
o la muerte
como
escándalo
Cuando en el Edén YHWH crea a Adán, concluyendo así el difícil recorrido de la creación, pone en el mundo a un hombre de 20 años. Todo lo creado ya está en su madurez, la creación es una obra otoñal que pone en escena los frutos en el momento de su maduración más perfecta. También el hombre y la mujer deben estar, por lo tanto, en la madurez ideal, que según el pensamiento judío corresponde a los 20 años. Ésta es una edad mágica porque, como dice Guccini, «a los 20 años aún está todo entero». Naturalmente, no es así desde el punto de vista objetivo, pero es cierto que la representación social de la juventud es la de una época de la vida en que se nos coloca en una particular articulación entre virginidad y experiencia. Estamos hablando, por supuesto, de la juventud privilegiada de Occidente (y ni siquiera de todo Occidente), una juventud que, precisamente dando tirones al privilegio que le da vida, encuentra el camino para generalizar el sentido de su rebelión. Así es para Cario Giuliani y para todos los chicos y chicas de los movimientos de protesta. El joven ya no es el niño, porque ha comenzado un trayecto de experiencia maduro, pero no es aún el adulto, porque la experiencia que ha cumplido sucede por primera vez. Los 20 años entrecruzan el tiempo de la primera vez y el tiempo del atesoramiento de la experiencia, el ya y el todavíano. La muerte del joven es un escándalo porque se inserta en esta articulación y constituye la asfixia del capullo en el momento de su florecimiento. El mundo que se pierde muriendo a los 20 años está todavía en su integridad auroral: ya no está envuelto en las mágicas brumas oscuras de la infancia, cuando la pregunta sobre el mundo está latente e inexpresada, y no está del todo alumbrado por la luz - a menudo demasiado luminosa- de la edad adulta; es un mundo sustraído en el momento en que, por primera 76
M orituri vez, se percibe y cultiva en su complejidad, aunque aún esté romo amarrado en una dimensión de sueño. La juventud establece expresamente y sin compromisos la pregunta por el seni ido del mundo, por eso los jóvenes son siempre bellos y revolucionarios, como decía Pasolini: «Lo único que puede decirse «-ii general de ellos es que son mucho mejores que los adultos. I Agraciadamente, al crecer suelen empeorar: aceptan o adopi.m el mundo de los mayores, sus compromisos, sus hipocresías y conformismos, su aridez y su superficialidad». 5 Cuando muere un joven, muere una virginidad aguerrida, la misma que empuja a los chicos y las chicas a plantear de modo inequívoco la cuestión sobre la felicidad, sobre la posibilidad de un mundo nuevo. La muerte de los jóvenes es escandalosa porque susn ae al mundo la posibilidad de una pregunta radical, latente lodavía en el niño y a menudo ya desvanecida por completo en rl adulto: «Los chicos y los jóvenes son, en general, seres adorables, llenos de aquella sustancia virgen del hombre que es la esperanza, la buena voluntad; mientras que los adultos suelen ser imbéciles, habiendo devenido viles e hipócritas (alienados) por las instituciones sociales en las que al crecer se van encastrando poco a poco».1. Por ello hemos hablado, en otro lugar, de juventud posicionalmente revolucionaria/ Creemos que se puede enmarcar mejor, de este modo, en un plano social y pedagógico, el despilfarro de vidas juveniles en las muertes de las noches del sábado, en los suicidios o en la droga. La muerte del joven es un medio extraordinario de control social, y las elites dominantes de los países occidentales lo han comprendido muy bien. Tanto si se trata de la muerte física, como de la desocupación como muerte social, o de las formas 5. P. P. Pasolini, / dialoghi, Roma, Ed. Riuniti, 1992, p. 78. 6. Ibid., p. 150. 7. Cfr. R. Mantcgazza, Con pura passione. L'eros peaagogico l'aolo Pasolini, Palermo, Ed. della Battaglia, 1998.
di Pier
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La muerte sin máscara de exclusión y de muerte mental que la industria del entretenimiento brinda a los chicos y chicas, las sociedades capitalistas necesitan devorar a sus propios jóvenes para borrar su potencial revolucionario. El escándalo de la muerte de los jóvenes se desplaza, así, de la dimensión puramente privada explorada por películas como La habitación del hijo, de Nanni Moretti, para convertirse en escándalo social. Educar para la muerte significa ayudar a los mismos chicos y chicas a captar lo falso y absurdo de un orden social que requiere el sacrifico humano de vidas juveniles. Los jóvenes tienen el deber de desenmascarar las estrategias mediante las cuales el dominio les expropia de sus vidas. El escándalo del joven que muere se resume en el hecho de que exista todavía hoy algún estúpido que crea realmente que «muere joven aquel a quien aman los dioses».
El viejo, o la muerte
como
realización
Hace años, una de las más conocidas cadenas de televisión italianas, controlada por Mediaset, produjo un spot de «utilidad social» en el que un anciano contaba a un niño la importancia de los mayores en las sociedades tradicionales y cómo en la actualidad se veían reducidos al papel de canguros, y se remitía a continuación a un proverbio africano según el cual: «Cuando un anciano muere toda una biblioteca desaparece». Resulta como mínimo curioso que precisamente las cadenas televisivas privadas, en particular las de Silvio Berlusconi, se permitan añadir al daño la burla de un spot hipócrita, cuando han invadido nuestro país con la cultura juvenilista del no limits, importada del otro lado del océano, y han convertido a la televisión en el principal medio de atontamiento de las jóvenes generaciones, contribuyendo con ello a la desaparición de la comunicación intergeneracional. 78
M orituri Sin embargo, lo que sí es cierto en la ideología y la demagogia del spot es la constatación sobre la condición de los ancianos en nuestra sociedad. El anciano comparte con el niño la exclusión de los procesos productivos, aunque en el niño es posible invertir para el futuro y, por lo tanto, su marginalidad económica se tolera con esfuerzo (en algunos pueblos lombardos el niño es llamado bagai: bagaglio, bagaje, equipaje), en virtud de la esperanza de una productividad futura. Para el anciano, en cambio, el lado productivo se dirige por completo al pasado (a no ser por la esperanza de una herencia). El anciano es un parásito, incluso cuando goza de su propia pensión, de un dinero, por lo tanto, propio. La jubilación constituye la expulsión de la persona del mercado y, por ello, en una sociedad que ha convertido al mercado en su único tótem, supone su exclusión a secas. El fenómeno de falta de solidaridad intergcneracional, muy bien agitado por las fuerzas reaccionarias, ha conducido a la crisis de una de las bases del estado de bienestar: la idea de que los jóvenes contribuyeran al mantenimiento y cuidado de los ancianos, un cuidado profesionalizado y medicalizado hoy en las denominadas residencias. Morir viejos y saciados de vida es, por lo tanto, casi imposible en nuestros días; acaso también en las narraciones bíblicas esta fórmula cubría realidades distintas y mucho menos poéticas. Pero morir en la vejez constituía, en algunas sociedades tradicionales, el momento de recapitulación de la propia vida, un momento de reflexión y balance final, y, al mismo tiempo, la demostración de la creaturalidad y la fragilidad esenciales del ser humano. El lecho de muerte del anciano o de la anciana debería constituir la última cátedra desde la cual impartieran su última lección. Es difícil pensar que realmente se puede morir con serenidad, pero quien tiene, como el protagonista de la película de Bergman Fresas salvajes, la posibilidad de llegar a la muerte sano de cuerpo y mente, puede convertir su propio final en 79
La muerte sin máscara una representación que enseñe verdaderamente algo. Se trata de una lección de sumisión en sentido bonhoefferiano, una invitación a ceder ante las pretensiones de la naturaleza, que requiere que el cumplimiento del recorrido existencial se resuma en un adiós a la misma vida. En la actualidad, esta muerte como cumplimiento de una vida serena, si no feliz, es un privilegio de clase, aunque en las clases privilegiadas no siempre suceda. El anciano muere hoy solo, en residencias en las que, como dice una anciana huésped, la vida está vacía: «En mi vida ya no sucede nada». Y una vida semejante no puede entender la muerte como cumplimiento, sino que simplemente la espera como liberación de un estado de abandono. La muerte del anciano nos recuerda que una educación para la muerte signilica, en primer lugar, educación para una vida digna de ser vivida: sólo una vida buena puede ser recapitulada en el momento de la muerte, una vez ya viejos y habiendo cumplido con los proyectos. Si la muerte llega al anciano en un estado de cuidado real y, sobre todo, en la socialización de su situación de debilidad y fragilidad, y en la exaltación de su experiencia existencial, el morir 110 es sólo entonces cumplimiento de una parábola vital individual sino también de un proyecto social de bienestar para todos. Pero si los viejos mueren abandonados, si el cuidado que se les procura es únicamente una profesión, entonces cumplirlo es sólo el proyecto de «desolidarización» y de expropiación de un orden social inhumano, que olvida a sus viejos en las residencias porque le aterra verlos morir ávidos aún de vida.
El culpable,
o la muerte
como
justicia
Pese a que YHWH señaló a Caín, el primer asesino, con la marca de la intangibilidad, sufrimos cada día la condena de oír a alguien que diserta sobre la necesidad de introducir la pena de 80
M orituri muerte (cuando la fantasía enferma no se desencadena añadiendo detalles demenciales, como la tortura o la castración química para los pedófilos). Dar muerte parece ser una actividad deseada por los seres humanos, y un malentendido sentido de justicia - o de venganza- provoca que muchas personas consideren aún la pena capital como la solución a los problemas de la criminalidad. Más allá de confirmar la inaceptabilidad de la pena de muerte en una sociedad democrática, es preciso tomarse muy en serio la conexión entre muerte y justicia. Adorno, al referirse a personas «muy malas», decía que «de ellas es incluso difícil imaginar que mueran». Es difícil pensar que la muerte de Adolf Hitler 110 fuera justa -mejor dicho, si acaso, llegada con retraso-; se puede lamentar, en nombre de millones de judíos muertos, que el atentado en la «Madriguera del lobo» desgraciadamente hubiera fracasado. La muerte del culpable no puede entrar en los códigos de un derecho democrático, pero también es cierto que la muerte del dominador, del dictador o del déspota nunca puede situarse en el mismo plano que la muerte de quien lo combate desde una posición objetivamente desventajosa. Sólo un imbécil puede sostener que los muertos de las Fosas Ardeatinas tienen el mismo peso que los de Via Rasella. Como manifestó Umberto Eco hace años, colgar a Mussolini en Piazzalc Loreto tal vez era justo, aunque no bueno. Esta escisión entre la dimensión de la bondad y de la justicia es lo que constituye el problema principal cuando se habla de la muerte del culpable: una justicia buena sólo es posible en una sociedad buena; paradójicamente, en una sociedad tan justa que ya no necesita de la justicia. Mientras la justicia esté obligada a ser un cuerpo separado en una sociedad injusta, la marca de la injusticia la amenazará y, sobre todo, no se la podrá pensar como buena. No hablamos de la necesaria fragilidad de la justicia como algo humano, estamos recordando, con Brecht, que 81
La muerte sin máscara «nosotros no pudimos ser amables». Aunque el peligro del abuso esté siempre presente en el corazón de una concepción de la justicia que no acepta la pena de muerte -pero no excluye que la muerte del tirano sea justa-, y aunque siempre sea necesario abstenerse del gesto extremo, es sabido que el tiranicidio concluye a menudo una larga serie de intentos fallidos de mediación. Cuando no se puede hacer nada más, la muerte del culpable es el último recurso que hay que poner sobre el tapete. Por otra parte, para el pueblo judío, la fiesta de Purim nace sobre las cenizas de un tiranicidio, aquel tiranicidio que llevado a cabo en 1943 habría dado origen a una fiesta todavía más dulce y fuerte. Podríamos salvar el alma diciendo que sólo es justa la muerte de quienes se manchan con culpas relativas a principios universales de humanidad. Faltaría aclarar quién establece tales principios, cuál es su validez y su universalidad: ¿es menos punible el exterminio masivo de animales que otros delitos contra la humanidad? ¿Acaso el ecocidio no equivale al exterminio? ¿Es justo desear la muerte para quien se mancha con esos crímenes? ¿Y facilitarla? La contradicción está en las cosas, es una contradicción de sistema, por eso no es fácil salir de ella. Si Hitler hubiera muerto tras escribir Mein Kampf no habría llevado a término las ideas de exterminio incluidas en su libro. Pero, naturalmente, nos estremeceríamos si nos dijeran que se ha matado a alguien sólo por las ideas -por criminales que éstas seancontenidas en un libro. La teología de la liberación" viene en nuestra ayuda con el concepto de pecado estructural, entendido como la serie de situaciones que hacen necesarios los comportamientos que favorecen, entre otras cosas, la avidez. Aunque sea personal, el mal 8. I. Ellacuría y J. Sobrino (eds.), Mysterium Liberationis. I concetti fondamentali della Teología della Liberazione, Asís, Borla/Cittadella, 1992 (Mysterium Liberationis. Conceptos fundamentales de la teología de la liberación, Madrid, Trotta, 1990).
82
M orituri nunca es sólo personal. Al pecar, el hombre crea estructuras de pecado, las cuales, a su vez, hacen pecar al hombre. Más allá del mal individual se produce la cristalización de los egoísmos particulares en estructuras permanentes. Si la muerte del tirano es justa, no es justo, en cambio, el orden social que permite tal justicia, ese modo de hacer justicia. Quizás es justo, pues, que muera el culpable -en el sentido antes señalado-, pero lo ciertamente justo es que muera la figura social que ha dado al culpable la legitimación, la fuerza y las estructuras para llevar a cabo su culpabilidad. Hay que decir a los jóvenes y a los niños que no es justo matar, ni lo es encontrarse en la situación de no tener otra elección que matar, con tal de liberarse y de liberar a otros/as. Pero esto sólo es posible si se busca y se aborda la muerte de la dimensión estructural que posibilita la contradicción, la muerte de esta sociedad que mata y que dice que matar es un error. El orden social en que vivimos crea a los pequeños culpables, ante quienes se desencadena la furia homicida de las masas que piden la silla eléctrica; crea también a los grandes culpables, para quienes es legítimo esperar la muerte. Pero la verdadera y más profunda esperanza, con Marx, es que muera el sistema: ¿el tardocapitalismo ha caído en el error miope de (auto)procurarse sus propios sepultureros?
El inocente,
o la muerte
como
injusticia
Gustavo Gutiérrez, fundador de la teología de la liberación, escribió un pequeño libro titulado Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente? en el que afrontaba con radicalidad el problema de la teodicea, de la justificación del mal ante Dios. Si el 9. G. Gutiérrez, Parlare di Dio a partiré dalla sofferenza dell'innocente, Brescia, Queriniana, 1992 ( H a b l a r de Dios desde el sufrimiento del inocente, Salamanca, Sigúeme, 1986).
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La muerte sin máscara inocente sufre injustamente, ¿cómo creer en un Dios providencial? Esta es la pregunta que no podemos dejar de plantearnos después de Auschwitz, la pregunta de Hans Joñas. 10 El creyente que no se planteara esta pregunta sería testigo de una fe regresiva que no estaría a la altura de los tiempos: «El ateísmo desde el sufrimiento del mal del mundo es más cristiano que la confesión de un Dios que es componible con ese mal o que puede afirmarse al margen de él»." La muerte del inocente constituye un escándalo para el creyente, porque ningún dios puede actuar de manera que ésta no acontezca y, ante el dolor que dicha muerte suscita, resulta difícil defender su inscripción en un plano providencial. La cuestión de la injusticia de la muerte del justo se extiende como una sombra sobre la promesa de liberación que la religión sostiene como crítica social: no envenena sólo el presente sino, sobre todo, el futuro. «¿Dónde estás, Dios? ¿Por qué te ocultas?» serían preguntas menos angustiantes si la respuesta pudiera ser pospuesta. Pero nada sirve para redimir la muerte injusta del inocente, precisamente porque no existe vuelta atrás e, incluso en una sociedad justa, el injusto final de millones de personas pesará sobre las conciencias. La idea de la muerte injusta es el auténtico fundamento de la pedagogía de la muerte que proponemos aquí: educar para revelar la injusticia de la muerte, de esta muerte concreta, de la muerte específica del niño africano envenenado por Nestlé o del enfermo a quien las multinacionales del fármaco lian negado los medicamentos, es el inicio de un planteamiento pedagógico correcto de la cuestión de la muerte. En otro lugar hemos 10. Cfr. H. Joñas, 11 concetto di Dio dopo Auschwitz, Genova, II melangolo, 1991 («El concepto de Dios después de Auschwitz. Una voz judía», en Pensar sobre Dios y otros ensayos, Barcelona, Herder, 1998, trad. [del alemán] A. Ackermann). 11. I. Ellacuría y j. Sobrino, Mysteriurn Liberationis, cit., p. 556.
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M orituri escrito sobre «el dolor adicional que les ha tocado en suerte a hombres y mujeres (a ciertos hombres y ciertas mujeres) a partir de la elevación a sistema de los privilegios de unos pocos: individuos, clases, castas, multinacionales». 1 ' Quizá sea necesario hablar de esa muerte suplementaria que es la muerte injusta, ante la cual hay que aprender a preguntarse cuiprodest? Si el tiempo no retorna sobre sí mismo redimiendo en los hechos ¡a muerte del inocente, cabe en todo caso actuar sobre el tiempo para buscar una posible redención. A través de una memoria aguerrida, una memoria precisa y armada, será factible actuar de manera que los muertos no hayan muerto en vano. Naturalmente, es necesario elegir: no es posible, ni siquiera justo, recordar la muerte de todos y todas. En nombre de una única muerte, tal vez la de menos importancia, se puede subvertir con la memoria el curso de la historia y hacer que ésta se escriba y recuerde de modo distinto. La muerte injusta, una particular muerte injusta, constituye un fragmento en el seno del sólido edificio de la historia universal. «Pero el fragmento puede remitir precisamente a un cumplimiento superior, ya no realizable por el hombre. Aunque la violencia de los acontecimientos externos haga añicos nuestra vida, como hacen las bombas con nuestras casas, debe quedar visible, en la mayor medida, cómo había sido proyectado y pensado todo. Y siempre se podrá reconocer como mínimo el material con que se había construido o se debía construir»." Hablamos de memoria aguerrida y armada porque tal subversión de la historia universal -que permite no ver la historia sólo como una hilera de cadáveres, sino vislumbrarla a partir de 12. Cfr. R. Mantegazza, Pedagogía della resistenza. Trocee utopiche per educare a resistere, Troina (En), Cittá Aperta Ed., 2003, p. 32. 13. D. Bonhoeffer, Resistenza e resa, Cinisello Balsamo, Paoline, 1988, p. 287 (Resistencia y sumisión: cartas y apuntes desde el cautiverio, Barcelona, Ariel, 1969, trad. [del alemán] M. Faber-Kaiser).
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La muerte sin máscara la historia de vida que encierra cada uno de ellos- puede servir para salvar a otro inocente. Por este motivo, la muerte del inocente está estrechamente vinculada a la muerte del culpable; la injusticia, a la justicia, y la memoria, a la acción. El círculo mágico de la historia como repetición de la injusticia nos ha hecho creer en la ineluctabilidad de ésta. El hecho de que el pasado no vuelve nos induce a pensar que también sucede lo mismo con el futuro, que siempre será todo igual. Se puede romper el círculo practicando una pedagogía de la muerte que parta de la narración y la rememoración de una muerte injusta, y que se concrete en un gesto de lucha para resistir a la injusticia y para considerar la vida del inocente como «lo único que podemos salvar como "botín" de la casa en llamas». N
El héroe,
o la muerte
como
pasión
Precisamente cuando estábamos escribiendo estas líneas nos llegó por televisión la noticia de la muerte de Marco Pantani. Durante días, los comentarios sobre esta tragedia supusieron un derroche de retórica, como suele suceder con noticias de este tipo que afectan a personajes del mundo deportivo. Al desafortunado ciclista de la Romaña se le otorgaba la categoría de «héroe». Igual que ocurrió con Coppi, Di Bartolomei, Re Cecconi, Mitri, Djordevic y otros deportistas, el presunto heroísmo de sus hazañas (simples hazañas agonísticas, aunque excelentes y seductoras) se exaltaba después por su muerte trágica, como si sólo con la muerte se reconociera el carácter heroico de gestas que ya habían caído en el olvido colectivo. Más allá queda la consideración de cuán mísero es el contexto social que necesita que un joven de 34 años muera en sole14. Ibid., p. 367.
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M orituri dad para proclamarlo héroe. No hay nada heroico en escalar una montaña en bicicleta (si acaso, algo estético), pero se advierte una necesidad que parece repetirse en las sociedades occidentales, a saber, la creación de figuras heroicas que hay que exaltar, sobre todo tras su muerte. Una vez agotados los héroes de guerra, el cine (recordemos ajames Dean y Marilyn Monroe) y más tarde el deporte (aunque es dudoso, por ejemplo, considerar heroico el lento declive de Mohamed Alí) o la música (de Luigi Tenco a Kurt Kobain) han proporcionado figuras de identificación colectiva que, en la elección de su propia muerte (por suicidio o vida desenfrenada), habrían subrayado posteriormente su heroicidad. En resumen, para ser héroe no basta el valor. El héroe debe tener una muerte trágica, una muerte tipo «rock», como dice Vasco Rossi a propósito de James Dean, que arroje nueva luz sobre la propia vida. De no haber sido asesinados, ¿se consideraría héroes a Giovanni Falcone y Paolo Borsellino? Es difícil, si pensamos en la poca consideración que merecen sus anónimos colegas que libran día a día su misma lucha contra la mafia. Pero la muerte trágica del héroe, la muerte que el héroe «escoge», no es ciertamente una muerte deseable. El héroe se encuentra en la línea de demarcación de dos épocas, él es un puente y ahí radica su tragedia. No puede salir de la primera sin inaugurar la segunda, no puede habitar ambas al mismo tiempo (puede hacerlo, acaso, la figura cómica, que une lo que el héroe sólo puede dejar dividido). La tragedia de Moisés reside en que es demasiado adelantado para su época y demasiado atrasado para la nueva, su muerte en el umbral del tiempo nuevo es el signo de su débil heroísmo. El héroe afronta la muerte como prenda por ese su estar entre dos mundos, de los que no puede hablar. Por una parte, no puede usar un lenguaje que ya no le pertenece y, por otra, carece de palabras para decir lo nuevo: «El calla. El héroe trágico sólo tiene un lenguaje que le sea perfectamen87
La muerte sin máscara
te adecuado: el silencio». 15 Así, sólo en la muerte se ve al héroe. La figura deformada del heroísmo, que más arriba hemos criticado, muestra entonces su momento de verdad: «El héroe tiene como tal que sucumbir únicamente porque su caída le hace posible la más alta condición de héroe. El héroe ansia la soledad de la caída porque no hay mayor soledad que ésta. Por eso mismo, en sentido propio el héroe no muere. La muerte sólo le cierra en cierto modo el acceso a los beneficios de la individualidad». 16 La muerte heroica corre el riesgo, así, de ser la peor de las muertes, la muerte de un puente más que de un sujeto. No es el héroe el que elige la muerte, sino más bien es ésta la que escoge al héroe como tránsito, como apertura de nuevas eras. Por lo tanto, el héroe es paradójicamente poco individuo, poco sujeto, poca alma: ¿Cómo podría llegar a ser alma? Alma significa salir fuera de este estar encerrado en sí mismo, pero ¿cómo podría salir el «sí mismo»? ¿Quién podría llamarlo? Es sordo ¿Qué podría atraerlo fuera? lis ciego ¿Qué podría hacer fuera? Es mudo. Vive totalmente hacia dentro."
Para el héroe, escoger la muerte no quiere decir convertir su propia vida en un texto que deba ser interpretado por las generaciones futuras, ni arrojarse envalentonado contra el obstáculo. Significa no tener más alternativa que elegir el propio destino en soledad. Es la muerte la que elige; los tiempos de oscuridad necesitan héroes, y no está dicho que la muerte trá15. E Rosenzweig, La Stella della Redenzione, Genova, Marictti, 1985, p. 80 {La estrella de la redención, Salamanca, Sigúeme, 1997, trad. [del alemán] M. García-Baró). 16. Ibid., p. 81. 17. Ibid., p. 86.
Morituri
gica del héroe inaugure de verdad épocas nuevas. Podría ser una muerte trágicamente inútil, cómicamente inútil. Por este motivo, sin ánimo de ofender a la pedagogía de las Fuerzas Armadas, el héroe no es ni puede ser una figura educativa positiva; la relación con su muerte no puede ser un paradigma útil para una educación para la muerte. El énfasis en la muerte trágica del héroe nos recuerda sólo que morir como héroes significa no morir realmente la propia muerte, nos recuerda que nuestra tarea no es crear nuevos héroes que afronten muertes no escocidas, sino preparar el terreno para la llegada de un tiempo que ya no necesitará héroes.
El enfermo,
o la muerte eomo
alivio
Hay que haber conocido el dolor físico más atroz y el abandono espiritual más profundo para llegar a pedir lúcidamente la eutanasia. Se trata de una petición formulada a menudo por personas por completo sanas de mente que no ven otra vía de salida a una situación de sufrimiento, tal vez porque no existe verdaderamente tal vía. La elección de morir para evitar el padecimiento no es una elección cobarde, sólo una penosa cultura de la falsa virilidad puede acusar de cobardía a quienes ya no soportan los sufrimientos. La muerte puede ser un alivio para los que viven una muerte cotidiana, y no nos referimos sólo a enfermedades físicas, sino a todas las situaciones en las que la vida parece replegarse sobre sí misma en un horizonte exclusivamente de dolor. Es cierto que la educación es una apertura de nuevas perspectivas y que, por lo tanto, desde el punto de vista pedagógico, sería oportuno intentar mostrar siempre, a quien sufre, el horizonte que no puede ver por estar cegado/a por el sufrimiento. A fin de cuentas, el dolor se caracteriza por obligar a la mira89
La muerte sin máscara
da a fijarse únicamente en el mismo dolor, pero a veces es posible recuperar un nuevo ángulo visual aplastado por el sufrimiento. Sin embargo, a menudo esta operación no sólo no es posible, sino que es, incluso, engañosa. Hay enfermedades que, en el estado actual de investigación, la medicina no sabe curar, y cuyo dolor, en ciertos puntos, tampoco sabe aliviar. A la espera de que nos decidamos a integrar productos y sustancias procedentes de otras culturas en las terapias, carece de sentido prometer un alivio del dolor que no se está en condiciones de suministrar o una curación que no se puede procurar. Entender la muerte también como alivio para los sufrimientos agudos o crónicos contribuiría a rcdefinir la cultura de la enfermedad y de la curación propia de la medicina occidental. Aunque es cierto que la medicina y el médico deben elegir la vida, a menudo nos preguntamos, ante el encarnizamiento terapéutico, qué vida se está escogiendo y, sobre todo, qué se entiende por vida. Si la elección de la vida no significa escoger la calidad de la vida, esto es, elegir una vida buena, una vida en su integridad - y también lo que de muerte hay en la vida-, la medicina se condena entonces a la impotencia del delirio de omnipotencia. Elegir la vida a pesar de la muerte o, incluso, en neta oposición a la muerte, como si ésta fuera sólo el horror que hay que evitar a toda costa, significa engañarse a uno mismo y a los propios pacientes. Siempre habrá un médico que constatará nuestra muerte, que extenderá nuestro certificado de defunción y que deberá declarar para sí y para su ciencia que ha sido derrotado por lo incontrovertible del morir. Si la medicina escoge como objetivo no tanto la vida (término, como mínimo, abstracto) sino la vida buena y, por lo tanto, la buena muerte, puede repensarse como ciencia del cuidado en su sentido más profundo. El médico es, entonces, aquel que está llamado a posibilitar una buena vida y a luchar contra la muerte cuando y donde sea posible, pero también a acompañar al enfermo hacia una 90
Morituri
muerte suficientemente buena. En caso contrario, la clamoro.1 y precipitada huida del médico de la habitación del enfermo llamado terminal, con la coartada de que « y a no hay nada <|ue hacer», seguirá pesando como una losa en la efectividad ocial y existencial de una ciencia médica que no comprende < Ine su «quehacer» comienza precisamente ahí, en el umbral del mlausto diagnóstico. Lo que los enfermos esperan de la medicina es un acoml>.iñamiento hacia la muerte, derecho éste que no se les puede negar. Ello no significa sólo una profundización en las ínvesti.iciones relativas a la terapia del dolor, sino un auténtico vuelM> de paradigma de la ciencia médica occidental. La represeni.ición, ciertamente útil, de la muerte como enemigo que debe •er combatido se tiene que acompañar de otra imagen de mueric, la del morir como alivio del dolor y como resistencia ante el encarnizamiento terapéutico, metamorfosis científica del delii io de inmortalidad. El alivio del morir representa la derrota de una idea omnipotente de curación, pero también la victoria de una curación más sustancial que encuentra, precisamente en la aparente contradicción del rendirse a la muerte sin dejar de resistirse a ella, su razón de ser y su definición más esencial.
El amante, o la muerte como
fractura
Si es cierto que el discurso amoroso es lo más exclusivo que existe y que la elección amorosa, por su naturaleza, es integrisla y no ve más que el objeto elegido, la muerte del amante sólo puede entenderse, entonces, como fractura radical y definitiva. No cabe la posibilidad de integrar el suceso en un horizonte de sentido que sea coherente con aquéllos construidos con anterioridad. La relación amorosa funda cualquier otro sentido y su conclusión obliga no ya a reestructurar sino, literalmente, a des91
La muerte sin máscara
truir el sentido que hasta el momento había sostenido nuestra vida. Destruir para crear, naturalmente, para volver a comprometerse en una nueva relación y en una nueva construcción de sentido. Pero subestima la potencia del amor quien no advierte el aspecto destructivo del trabajo de duelo tras la pérdida del objeto amado. El amante muerto debe volver a morir y, con él/ella, todo el mundo creado a su alrededor. Sólo así será posible salir del duelo y estar preparado, llegado el caso, para amar de nuevo. Si el amor es fuerte como la muerte, ello significa que tiene el mismo poder de destruir y crear mundos; en caso contrario, queda reducido a mensajito de chocolatinas. El amor es poderosamente creador y su pérdida es destructiva. Pero el amor destruye todo lo que existe con anterioridad a él, todo lo que se le opone o no puede reestructurar. «No me importa el mundo», dice el amante, y sería mejor que dijera que el mundo, su mundo, el que regía antes del encuentro amoroso, ya no existe ni puede existir porque ha sido aniquilado por la nueva luz bajo la cual se ven las cosas. El enamoramiento nos presenta el aspecto más delicado de este choque, pero sólo es el amor, la transformación en una historia de la fulminación inicial, lo que nos muestra de qué modo el hacer sitio dentro de sí a otra persona significa hacer pedazos el propio mundo precedente para reconstruirlo como un nuevo mosaico bajo la luz del otro. Por ello, cuando muere el amante muere el mundo y, por ello mismo, es posible amar a alguien más allá de la muerte, negándose a sepultar el mundo que, junto con el amante, ha desaparecido para siempre. Es cierto que una relación amorosa equilibrada no se puede basar en el absurdo: «No puedo vivir sin ti», sería una relación de auxilio, la búsqueda de una muleta para sobrevivir a la soledad. Pero es asimismo cierto que, si te amo, «sin ti no viviría así, de este modo, con este mundo»; viviría, ciertamente, pero de otra manera y en otro mundo. Esta 92
Morituri
búsqueda de otro mundo y de otro modo de vivir es lo que yo no quiero emprender, aunque sea posible e incluso atrayente, porque te amo. De esta forma, el amante ya ha matado simbólicamente al amado/a, ha entendido que podría vivir sin él/ella, que serían posibles otros mundos si él/ella desapareciera, y ha renunciado a esos mundos por amor al otro/a, por amor al mundo que sólo es posible con el otro/a. Porque tras la muerte del amante no es posible realmente recomenzar. Es necesario hacer añicos el mundo, desbaratar lo adquirido, colocarse en la condición extrema de duelo de quien ha perdido un universo. Al quedarse solo, el amante enloquece, pierde lo que era la salud y la normalidad en el mundo en que estaba presente el amado/a y, para recuperar una nueva normalidad y un nuevo equilibrio, necesita de otro mundo, de otro amor. Por eso, en una historia de amor, se sufre una transformación cuando el amante mucre. Se cambia porque debe cambiar el sistema existencial de referencia de nuestra vida, que, inevitablemente, se diga lo que se diga, estaba construido en torno a la historia de amor, mejor dicho, en torno al centro de gravedad constituido por el amado/a. Las mujeres se cambian de vestidos y peinados, los hombres recuperan a sus viejos amigos y sus antiguos hobbies, algunos cambian incluso de trabajo. La fractura debe tomarse completamente en serio, sólo así podrá lamentarse la muerte del amante, quizá con odio y rencor, pero en cualquier caso con equilibrio. Porque del mismo modo que cuando muere el amante muere el mundo, cuando nace un amor nace un mundo. Y la energía rompedora de generar significado le llega al amor de su fuerza, especular a ésta, para destruir y aniquilar. El aspecto arrollador del amor es también su aspecto asesino: su fuerza para crear fracturas, excavar abismos, su potencia telúrica que, después de la muerte y a pesar de ella, sigue perpetuando el abrazo erótico de Paolo y Francesca en el abrazo más grávido d e p i e t a s entre los jirones infernales. 93
La muerte sin máscara
El amigo, o la muerte como
individuación
Se produce también una fractura aparentemente incurable en nuestro mundo cuando desaparece un amigo: lo sabe Gilgamesh cuando pierde a Enkidu, y David cuando llora a Jonatán y Saúl. Sus lamentos, que se cuentan entre los más profundos de la historia de la cultura occidental, nos servirán para hablar de la muerte del amigo. Ésa es una muerte que no es posible lamentar a solas, requiere un coro, necesita que la naturaleza, el entorno en que se vive, se una al luto: «¡Oh montes de Gelboé! ¡No caiga más sobre vosotros rocío ni lluvia, ni seáis ya campos de primicias!» (2 Sam 1,21), sobre todo si la naturaleza ha sido el fondo de la amistad que la muerte ataca e intenta disolver: «El onagro y la gacela / que fueron tu padre y tu madre, / las criaturas de larga cola que te criaron, / te lloran, / el ganado de la estepa y de todos los pastos; / los senderos que amabas en el bosque de los cedros / noche y día se lamentan» (La epopeya de
Gilgamesh,
III).
La naturaleza recuerda al amigo en sus instantes felices o en momentos concretos de su vida. No es una naturaleza abstracta la que se une a nuestro luto, sino un contexto que responde a la especificidad individual del sujeto desaparecido. Aquélla y no otra es la persona recordada: «Lloren todos los senderos que juntos hemos recorrido / y las bestias que hemos cazado, oso y hiena, / tigre y pantera, leopardo y león, / ciervo y cabra montesa, toro y gamo. / El largo río por cuyas riberas caminábamos / te llora / el Ula de Elam y el querido Éufrates, / del que sacábamos agua para los odres. / El monte al que subimos cuando matamos al Guardián / te llora» (La epopeya
de Gilgamesh,
III).
También otras personas sienten la pérdida del amigo, pero las sentimos sufrir realmente con nosotros si recuerdan al amigo de modo preciso y, por así decir, correcto. La hipocresía de 94
Morituri
quien «no lo conocía de verdad» y pretende hablar de nuestro amigo muerto, chirría como un dolor suplementario, como recordaremos pasando de la alta literatura al lenguaje de la música ligera: «Cuando murió el amigo / entonces todos allí mirand o / y contando, ¿pero qué? / Cuando murió el amigo / murió de pena / y entonces todos queriendo beber, / ¿pero por qué? / Cada uno tiene su dolor / y cada uno queriendo consolar / y todos queriendo beber / sí, todos queriendo beber. / Pero era demasiado tarde / cuando murió el amigo / no bebáis por él / no quería despedirse de nadie».'* Mejor dejar que recuerden al amigo quienes lo han conocido verdaderamente: «Quienes te procuraron grano para comer / están ahora de luto por ti; / quienes frotaron con óleo tu espalda / están ahora de luto por ti; / quienes te dieron cerveza para beber / están ahora de luto por ti. / La prostituta que te aplicó ungüentos fragantes / eleva ahora lamentos por ti; / las mujeres del palacio que te llevaron una mujer, / anillo elegido de buen consejo, / elevan ahora lamentos por ti. / Y tus jóvenes hermanos / como si fueran mujeres, / llevan largos los cabellos en el luto» (La epopeya de
(lilgamesh,
III).
La muerte del amigo nos empuja hacia adelante en el proi eso de individuación, que permite comprender que un individuo nunca es un sujeto abstracto, sino aquel sujeto específico. No se puede recordar al amigo en abstracto, se recuerdan los distintos instantes de nuestra vida común. El amigo muerto es aquel que ha estado a nuestro lado un día determinado, y nuestro recuerdo está fijado a aquellos momentos concretos. El que muere es siempre aquel amigo, aquel hombre o aquella mujer particular que encontramos precisamente entonces, y son las cosas personales, los objetos privados, los que nos remiten i esas memorias: «El escudo de Saúl, no ungido con aceite / sino 18. E. Jannaci, L'amico, dedicado a Beppe Viola. 95
La muerte sin máscara
con la sangre de los muertos, con la grasa de los héroes. / El arco de Jonatán nunca volvió hacia atrás, / la espada de Saúl jamás volvía vacía» (2 Sam 1, 21-22). El amigo es como el hermano, nos une a él o a ella una relación específica y exclusiva, una ternura que no quisiéramos compartir con nadie. Y aunque hay otros amigos, con cada uno mostramos un rostro especial de la relación amistosa, del mismo modo que los muchos hermanos no pierden su especificidad en una idea abstracta de fraternidad. «Jonatán, por tu muerte siento dolor, / ¡qué angustia siento por ti, / hermano mío, Jonatán! / Me fuiste muy querido; / tu amistad fue para mí muy valiosa / más que el amor de las mujeres» (2 Sam I, 26). Aunque hasta ahora hemos presentado únicamente casos de amistad masculina, la amistad femenina no hace sino confirmar e, incluso, ampliar el sentido de identificación que se experimenta en la relación amistosa y en la pérdida de la amiga. Basta pensar en determinadas líricas de Safo o en ciertas poesías de Emily Dickinson. El enigma de la muerte del amigo, aquello que nos impulsa a recordarlo, es el mismo enigma que nos incita a reflexionar sobre nuestra subjetividad. Perder al amigo nos llena de rabia y nos plantea la pregunta radical: «Y ahora, ¿qué sueño te ha vencido? / Perdido estás en las tinieblas y oírme no puedes» (La epopeya de Gilgamesh, III). Una pregunta ésta que sólo puede plantearse a propósito de aquella persona específica. Para descubrir luego consternados que la misma ternura profunda, la misma exclusividad de afectos es posible también con el enemigo: Que en tus ejércitos militen el oro y la tempestad, Magnus Barfod. / Que mañana, en los campos de mi reino, sea feliz tu batalla. / Que tus manos de rey tejan terribles la tela de la espada. / [...] / Que de tus muchos días ninguno brille como el día de mañana. / Porque ese día será el último. Te lo juro, rey 96
Morituri
Magnus, / porque antes que se borre su luz, te venceré y te borraré, Magnus Barfod."
Para odiar al enemigo se requiere algo que también es indispensable para amar al amigo: ser un sujeto y pensar en el otro como un sujeto. La muerte de uno u otro nos enseña cómo actuar.
El padre, o la muerte como
responsabilización
El libro de Alexander Mitscherlich Auj dem Wcg y.ur va tar-
lo sen Gesellschaft
(Hacia una sociedad sin
padre),contribuyó
hace años al debate sobre la ausencia de la figura paterna en nuestra sociedad. La tesis del libro es bien conocida: la ausencia de padres creíbles, mejor dicho, el auténtico declive de la ligura del padre, dificulta la elaboración del proceso de crecimiento que permite que el sujeto se piense como autónomo. Como sea que, luego, la crisis del padre alcanza asimismo a todas las figuras masculinas que, en el campo educativo, basaban su legitimidad pedagógica en esta imagen, cabe concluir que uno de los aspectos de la crisis de la educación debe buscarse en esta dinámica social. La crisis económica de las clases medias, unida a la desorientación cada vez mayor del macho adulto en nuestra sociedad - n o sólo la desorientación positiva forzada por las posiciones feministas, sino también el desconcierto ligado a su precariedad económica-, hacen que sea cada vez más difícil para las figuras paternas legitimar su autoridad ante los hijos. Y si 19. J. L. Borges, «Il nemico generoso», en Tutte le opere, voi. I, Milán, Mondadori, 1985, p. 1261 («El enemigo generoso», de El hacedor, en Obras completas 1941-1960, voi. II, Barcelona, Círculo de Lectores, 1992). 20. A. Mitscherlich, Verso una società senza padre, Milán, Feltrinelli, 1968. 97
La muerte sin máscara
una de las tareas de los hijos es matar simbólicamente al padre para elaborar su propia autonomía, el problema grave en nuestros días es que los padres parecen estar ya muertos antes de morir realmente, y que la autoridad contra la que el joven debería lanzarse está minada en su interior, tanto si ésta intenta sobrevivir con patéticos retornos paternalistas, como si decae en un irreflexivo permisivismo. Compartimos por completo la tesis de Mitscherlicb, aunque en los últimos años constatamos un redescubrimiento de la paternidad que pone en escena una figura de lo paterno tal vez más ligera y ciertamente minoritaria en número. Hay ciertos espacios y ámbitos en los que jóvenes padres intentan recuperar, por ejemplo, en su relación con los hijos, dimensiones de masculinidad habitualmente sumergidas por la retórica machista: la ternura, el cuidado o la corporeidad suave y leve son redescubiertas por muchos jóvenes al ser padres, dimensiones éstas utilizadas no sólo como dispositivos pedagógicos con los hijos, sino como verdaderos instrumentos de autoformación y reflexión sobre sí mismos. Tanto si está en crisis como si está buscando reinventar lenta y esforzadamente su identidad, el padre se dirige de todas formas hacia el destino de la muerte. Para el hijo que queda, la elaboración de la muerte del padre debe ajustar cuentas aún, en una sociedad fundamentalmente machista, con el problema de la responsabilización. El problema es que tal responsabilización pasa hoy, sobre todo, a través de los aspectos económicos, procesales y burocráticos, como si hacerse mayor significara únicamente saber cumplimentar formularios y realizar ingresos y reintegros en el banco. No pretendemos subestimar el valor simbólico del dinero en nuestra sociedad, incluso como operador del crecimiento y, por lo tanto, productor de la autonomía. Pero, a menudo, tras la muerte del padre elaborar el duelo parece significar sólo ocuparse de la herencia. 98
Morituri
Cuando muere el padre, muere también el principio de realidad, y el hijo tiene que enfrentarse a la dureza de lo real en loda su desnudez. El padre sirve de pantalla ante la aspereza de la realidad, intercepta los aspectos negativos de lo real y los filira a través de su experiencia. Cuando el hijo es joven, el padre le propone la prueba de la realidad, pero en cierto modo velada y, en cualquier caso, en una situación protegida. El sentimien(o ante la desaparición del padre, incluso en personas adultas, es el de estar expuestos a la intemperie de lo real, sin la defensa de un filtro. Se ha crecido, se es responsable y la vida llama ibora a la puerta con toda su fuerza. La adquisición de la responsabilidad es, a la vez, una carga y una conquista. Se es adulto y, por lo tanto, más responsable; se tienen más dificultades y se dispone de menos seguridades pero, al mismo tiempo, se lia crecido realmente, se es autónomo. Es cierto que si el padre muere ya nadie podrá interceptar y filtrar los aspectos perturbadores de la realidad, si bien no es menos cierto que ya nadie podrá decirme qué debo hacer. La tremenda frase que Elie Wiesel apenas se atreve a pronunciar cuando constata la muerte de su padre en el campo de concentración: «¡Por fin libre!», es la <|ue pasa por la mente del hijo al morir el padre. Todavía hoy, la libertad se adquiere sólo mediante el parricidio. Un verdadero proceso de crecimiento, de adquisición de la autonomía y de responsabilizaron, pasa aún por el terrible y liberador gesto de inatar a los propios padres. Así, los pasos que hay que dar para reconstruir o inventar figuras paternas creíbles no podrán dejar ile enfrentarse a esta realidad, al dato de hecho de que quizás el padre sólo lo es por completo cuando muere y que un padre inmortal es en realidad una amenaza para los hijos, el mayor obstáculo para su individuación y responsabilización.
99
La muerte sin máscara
La madre, o la muerte como
abandono
Si la figura del padre está vinculada a la adquisición del sentido de la realidad, desde siempre - y también, a decir verdad, de modo algo retórico- la figura materna se asocia, en cambio, con las dimensiones de la Utopía. La madre suaviza el contacto necesario con el mundo, lo hace menos áspero sin negar su dureza, acompaña al padre en la guía hacia la autonomía con un toque más ligero, como cuando arregla el pelo del hijo antes de salir. Aun compartiendo en gran parte las preocupaciones del pensamiento de la diferencia sobre la retórica asociada a lo materno y valorando sus investigaciones sobre la construcción social de la idea de amor materno, creemos, de todas formas, que precisamente la función histórico-social de lo materno no pierde nada de su potencia. Si lo materno es una construcción social, pertenece a una época en que la confrontación con lo real no excluía la posible transformación de éste en sentido positivo. Y si nuestra época coloca al lado de la liquidación de lo paterno una suerte de incitación a lo materno que elimina de esta instancia las dimensiones utópicas de las que se alimentaba, esto significa tal vez que de lo materno, en sentido clásico, se puede salvar algo. Lo materno pone en escena un rostro distinto de la relación entre sujeto y mundo, constituye el prototipo de las denominadas instancias de mediación, que son funcionales al orden social dado, pero que también permiten salvaguardar al sujeto y al individuo. La tarea de dichas instancias de mediación es convertirse en portadoras de las desiderata del orden social, pero, dialécticamente, su función es asimismo crear espacios de noobligación y de posible resistencia que atenúen el impacto del individuo sobre el sistema y viceversa. Se reconoce, así, la necesidad de una suerte de cojinete entre las peticiones del mundo y las exigencias del individuo, y se escenifican relaciones socia100
Morituri
les suavizadas y apaciguadas junto con otras relaciones, esenciales al dominio, de explotación y expropiación. Lo materno es, entonces, una instancia de poder, de un poder que, sumado al poder paterno, permite la emancipación del sujeto; pero si, por el contrario, se desvincula del poder paterno, aprisiona al sujeto todavía más. La relación con la madre, sobre todo en los primeros meses de vida, pone de manifiesto una simbiosis tan poderosa y tan fundada en la satisfacción de las necesidades primarias que hace virtualmente imposible la emancipación. Por este motivo, la muerte de la madre se vive siempre como abandono. «Ahora que no hay quien nos perdone», lloran los hermanaos poetizados por Giovanni Pascolinni. Perder a la madre significa perder al ser humano con quien se ha experimentado la intimidad más inconcebible. Sentirse abandonado por la madre que muere, perder su cuerpo físico, verlo sustraído a uno mismo y a la intimidad añorada: todo ello supone asimismo concluir un itinerario iniciado en el momento del nacimiento, completar un proceso de separación que fundó el instante auroral de la propia vida. La madre comienza a morir cuando nos da a luz, ya en aquel instante nos abandona en un mundo hecho de cosas ásperas y rígidas. Abandonados/abandonando el cuerpo materno, nuestra primera y fundamental experiencia de la «cosalidad» y la materialidad es una dramática experiencia de choque. El brusco paso de la dimensión intrauterina a la materialidad del mundo extrauterino queda marcado necesariamente por la dimensión del choque con un mundo de cosas (y las manos de la comadrona son cosas marcadas por una profunda extrañeza con el mundo experimentado hasta entonces). El abrazo con que nos acoge para amamantarnos nunca recupera del todo el abrazo pleno con que nos ha tenido dentro de sí durante nueve meses. Cuando la madre muere, cuando nos abandona y nosotros la abandonamos, experimentamos que la libertad se encuentra 101
La muerte sin máscara
también en abandonar y ser abandonados. Esto es así para todo lo que concierne a nuestra infancia. La dimensión del abandono es necesaria para que nuestro mundo infantil no pese sobre nosotros como una losa, como un recuerdo no elaborado, una condición de impotencia y dependencia. Es verdaderamente adulto, entonces, quien se despide de su infancia, saludándola de lejos y al mismo tiempo dejándola atrás y viviendo con triste nostalgia su alejamiento. La auténtica fidelidad a la madre, símbolo de la tierra de infancia, consiste en aceptarlo. De pequeños nos abandonábamos en sus brazos (una experiencia tan intensa que se encuentra en la base de la idea de abandono en los brazos de Alá), ahora el abandono ya no nos ve como objetos pasivos, sino como sujetos tristes que pueden elaborar su propio dolor en la soledad de la libertad. La muerte de la madre nos sitúa ante el crudo hecho de que crecer significa, precisamente, abandonar y ser abandonados, permaneciendo fieles sin embargo en el recuerdo y la gratitud a aquella de quien nos despedimos. Pero, sobre todo, y de modo más radical, la madre que muere nos recuerda que nacer quiere decir también liberarse del poder de lo materno. Venir al mundo significa comenzar a dar muerte a la propia madre.
El hijo, o la muerte como
enigma
«Y una espada traspasará tu misma alma» (Le 2, 35). La terrible profecía de Lucas ha sido centro de numerosas discusiones exegéticas y teológicas; pero resulta difícil, para el lector ingenuo del texto evangélico, no pensar que esta desapacible metáfora atañe al Gólgota, la muerte del único hijo, aquello que todo padre teme más que a nada, hasta el punto de que no sobrevivir a sus hijos es el deseo secreto de todo padre y toda madre. Por otro lado, la extraordinaria fuerza poética de Jacopone da Todi se refie102
Morituri
re explícitamente a aquella profecía, negando, al mismo tiempo, a la «nueva maternidad» de María -respecto a Juan-, el carácter consolador propio de los «nuevos hijos» de Job: «Juan, nuevo hijo, / ha muerto tu hermano. / Ahora siento el cuchillo / que fue profetizado. / Que mueran el hijo y la madre / por una sola muerte aferrados; / que madre e hijo pendido / se encuentren abrazados». No hay consuelo para quien pierde a un hijo, para quien lo ve morir. La muerte de un hijo es, sencillamente, absurda. Sin embargo, cada vez que muere una persona, muere un hijo. Todo recorrido vital, que puede concluirse de formas muy distintas, se abre con la salida de un útero; toda persona que abandona para siempre este mundo tiene en alguna parte, al menos potencialmente, una madre que lo llora. No hay nada más natural que la muerte del hijo, si es cierto que el hijo alumbrado es el emblema de la fragilidad y la creaturalidad. Tal vez más triste que el inmortal es la madre que lo ha engendrado, dando vida ella, criatura, a una suerte de sinsentido anticreatural. Nunca como en la muerte del hijo la vida desvela toda su absurdidad e incomprensibilidad. Perder un hijo supone experimentar la peor de las injusticias y comprender que el mundo tiene, probablemente, un aspecto estructural de injusticia. El enigma de la muerte del hijo es una metonimia del enigma de la vida; tratar de entender hasta el fondo que este enigma es, tal vez, la peor hibrys. Aun sin la atrocidad de la comida de Ugolino, la muerte del hijo deja entrever partes de la realidad que acaso nunca podremos comprender, exiliados como estamos en nuestra creaturalidad. Quizá también por esto la muerte de jesús en la cruz resulta aún más desapacible por el lamento de María, que pide a gritos que se le explique qué está sucediendo aunque sabe muy bien que no hay explicación posible: Y oyendo estas palabras, la madre de Dios entristecida lanzó un profundo gemido: - ¡ A y de mí! Luego, dirigiéndose al arcán103
La muerte sin máscara
gel Gabriel, dijo: - ¡ O h , Gabriel!, ¿dónde estás, para que y o pueda hablarte? ¿Es esto lo que me presagiaste? ¿Por qué no me anunciaste entonces los martirios desmedidos de mi dulcísimo y amantísimo hijo y la injusta muerte de mi unigénito? ¿Por qué no me hablaste nunca de la inconsolable aflicción de mi alma por mi querido hijo?21
Si Gabriel no responde a María, significa que hay una sombra negra sobre la realidad que ni siquiera los ángeles pueden eliminar. El mundo es estructuralmente injusto porque los hijos mueren. Esto quiere decir que el mundo es estructuralmente injusto porque existe la muerte, lo cual no significa en absoluto que el mundo deba dejarse en manos de la injusticia. Como decíamos en otro lugar: «La justicia es de este mundo. Está inspirada por otro y para otro, se funda en la posibilidad de trascender el aquí y ahora, pero es y debe ser una condición totalmente mundana. No sabemos si habrá justicia divina, si será posible una conciliación entre las dimensiones humanas y cósmicas del equilibrio y la armonía; sólo podemos desearlo, con la Crítica del juicio. Sabemos, sin embargo, que es posible procurar, de inmediato, la justicia humana que, aunque imperfecta, es la condición necesaria para poder pensar la justicia divina»." Si los hijos mueren en las calles y las plazas a causa de la droga, la represión policial, atentados fascistas o accidentes de coche, todo ello forma parte de otra dimensión de la injusticia. Es cierto, también las muertes de este tipo nos impulsan a preguntas radicales sobre la justicia de lo creado: «Cómo podéis decir que aquel Padre eterno existe / si permite que un chico muera por una sobredosis / o tenga un tumor óseo. /Él no exis21. Del Evangelio apócrifo de Nicodemo, en I Vangeli Apocrifi, Turín, Einaudi, 1990, p. 339 (E. González Blanco, Evangelios Apócrifos, Buenos Aires, Hyspamérica, 1985). 22. R. Mantegazza, Pedagogía della resistenza, cit., p. 33. 104
Morituri
le»;23 pero tal vez estas muertes, estos hijos muertos, deban inciiaraos a reflexionar sobre la evitabilidad de la muerte y sobre la dimensión de injusticia suplementaria que les lleva a morir. La muerte del hijo hoy, desde el niño africano que muere deshidratado en los brazos de su madre al chico milanés que se pincha en la plaza Vetra, es un enigma social. Y social debe ser la respuesta: la eliminación de la injusticia humana que conduce a i antas muertes inútiles. Si la espada que atraviesa el alma de María tiene una dimensión política y social, con mayor razón la lendrán las infinitas espadas que han atravesado las almas de las Madres de Plaza de Mayo. Para ellas y para sus hijos el enigma social y político de la muerte tiene una posible respuesta y una posible solución, que sólo puede llamarse justicia.
El zombi, o la muerte como
inquietud
Existe un gran problema con los muertos, que nunca se quedan quietos en casa, como indica el título de una conocida película Sometimes they come back (A veces regresan). La figura del zombi nos recuerda que los muertos no descansan en paz; no pueden hacerlo y quizá no deben. Los «muertos vivientes» de Tiziano Sclavi, al igual que las indescriptibles criaturas de H. P. Lovecraft, nos recuerdan que no pueden descansar en paz mientras haya alguien que perturbe su sueño con rituales necrófilos, pero, sobre todo, mientras la sociedad no ritualice de verdad la muerte. No somos capaces de elaborar los duelos, no logramos nosotros, los vivos- sepultar a nuestros muertos, ni justificar por qué hay tantos a nuestro alrededor. Pero los zombis de la película de George A. Romero no dan miedo, los que inquietan son los muertos en vida, los que no han sabido crecer ni dar23. E. Jannacci, E allora
concerto. 105
La muerte sin máscara
se muerte a sí mismos, ni tampoco sepultar las partes de sí que deberían haber superado en el itinerario evolutivo. No es ajena a este razonamiento una reflexión en torno al fenómeno del denominado miembro fantasma, 24 típico trastorno de quien en caso de amputación cree «sentir» la presencia de la pierna o del brazo perdidos. La patética «despedida» de Picro Maroncelli a la pierna que se va es, ciertamente, un modo algo melodramático de aceptar la pérdida de las partes que nos abandonan. Los que no consiguen sepultar las partes infantiles perdidas de modo inevitable en el proceso de crecimiento serán al final los adultos no-adultos, niños putrefactos que no lian sabido completar su ciclo vital: están muertos pero viven, no han sabido renunciar a la imagen ya marchita tic su corporeidad y la presentan ahora como marcha nauseabunda, caracterizada por el hedor y la náusea. Los adultos joyeianos o bcckettianos son aquellos que lian aceptado una adultez que no ha problematizado la propia infancia con sus promesas y esperanzas, símbolos de una humanidad que ha renunciado a soñar pero que, al no lograr eliminar la fuerza propulsora del elemento onírico, la ha transformado en pesadilla espeluznante. Tenemos aquí a los hollow men, que siempre regresan a los lugares que habían visto, tocado o probado con estupor o esperanza cuando estaban vivos (cuando eran niños), pero allí no encuentran nada del tiempo pasado. Sólo van en busca de alguien de quien nutrirse para volverse como ellos. No saben ver otra imagen de adultez que la suya y castigan con feroz severidad —incidiendo la condena en el cuerpo del reo- a quien se atreve a vivir y morir como un hombre, sin repudiar nada de su pasado. Los muertos vivientes son los asesinos de la memoria, los que han renunciado a integrar la 24. Agradezco al amigo doctor Franco Molteni, del hospital Valduce de Valmadrera, sus significativas sugerencias sobre este tema. 106
Morituri
experiencia pasada con las exigencias del principio de realidad; no han querido crecer pero - a l no poder seguir siendo niños- han pervertido los sueños de la infancia en la realidad, una homologación plena. Únicamente pueden ser asesinos, «asesinan, para que lo que está vivo se parezca a ellos» (Adorno). Así, la ciudad en la que vivimos y en la que viven, sobre todo, los chicos que aún deben ajustar cuentas con la pérdida de partes de sí para llegar a ser adultos, es una ciudad infectada. Es una ciudad poblada por los fantasmas de la dependencia de la pareja progenitora, a la que, desesperadamente, se intenta matar sin éxito, porque el vínculo que une todavía al joven con su pasado es demasiado fuerte. Demasiado duro, tal vez, el mundo que luego se tendría que afrontar. Sin embargo, el proceso de crecimiento debería ser un intento de dar muerte a la propia infancia, lo cual significa nacer a la vida adulta, sepultar el yo infantil de modo que ya no regrese en forma de zombi, sino de memoria grata, de buen recuerdo. La verdadera muerte del adolescente, tristísima, acontece cuando la muerte simbólica del niño se bloquea de algún modo; en este caso, el adolescente no crece, queda anclado en imágenes pertenecientes a la esfera infantil, es decir, crece en el sentido habitual del término pero llega a una adultez acrítica y sufrida, más que vivida, en primera persona. Las angustias de muerte del adolescente hallan tristemente confirmación, aquí, en una muerte del yo que no preludia nacimiento social alguno. Pasolini advirtió de qué modo la dificultad para elaborar, en la memoria y en la gratitud, la muerte de la propia infancia, constituye una característica de la nueva burguesía: Yo por burguesía entiendo no tanto una clase social sino algo como una auténtica enfermedad. Una enfermedad muy contagiosa, tanto es así que ha contagiado a casi todos los que la combaten. El burgués es un vampiro que no está en paz hasta que 107
La muerte sin máscara
muerde el cuello de su víctima, por el puro y simple gusto de verla palidecer y tornarse triste, fea, desvitalizada, retorcida, corrompida, inquieta, llena de sentido de culpa, calculadora, agresiva y terrorista, como él.25
La proliferación de los muertos vivientes - n o en los cómics ni en las películas, que más bien buscan interpretarlos, sino en la vida real como adultos incompletos e irresueltos- también tiene una causa social. Los zombis que encontramos a cada paso son la marca de una sociedad que no sólo desconoce cómo afrontar la muerte, sino que la deja vivir dentro de las personas, corroyéndolas desde el interior, porque no quiere que se constituya el verdadero adulto, que es aquel que sabe que crecer quiere decir también morir, que la muerte del niño puede significar su renacimiento positivo en la novedad evolutiva del adulto, que los zombis no existen, aunque existe la muerte que les ha dado vida.
El dios, o la muerte como
soledad
«¿No habéis oído decir que Dios ha muerto?» El grito proferido por el loco nietszcheano en la plaza del mercado no ha dejado de sacudir las conciencias, pese a los intentos de domesticación llevados a cabo una y otra vez para salvar la religión mediante esta saludable sacudida. La religión que no ha ajustado cuentas con la muerte de Dios es una consolación vacía, una parodia de sí misma. Si Dios ha muerto, el hombre está solo, y quizás ha sido la constatación de esa profunda soledad lo que ha empujado a la conciencia humana a buscar huellas de trascendencia. El hombre cree en Dios acaso porque 25. P. P. Pasolini, I dialoghi, 108
cit., p. 460.
Morituri
se siente solo, desoladamente solo, en un universo insensato, y no quiere que esta soledad y esta insensatez se salgan con la '.iiya y aplasten las dimensiones de la esperanza. Pero si el mismo Dios muere, parece que no exista ya la posibilidad de desi .irtar la soledad, de escudarse ante sus ataques. El hombre, con interioridad a Dios, estaba solo, y está todavía más solo, inconsolablemente solo, tras la muerte de Dios, último baluarte • ontra la soledad. El cristianismo, el de los orígenes en particular, vivió este escándalo, esta soledad radical vinculada al dios que muere en l.i cruz. Los apóstoles no pueden creer en la derrota sustancial, en el hecho de que el Mesías, el liberador, haya aceptado la humillación de una muerte como esclavo. No pueden resignarse a que se incumpla la revolución política que habían creído entrever en Jesús, pero, sobre todo, no pueden creer en un Dios (]ue muere. Aceptar que Dios nazca en un establo está bien, lo mismo que aceptar su radical pobreza, pero admitir que pueda morir, que escoja morir, va más allá de la comprensibilidad de quien lo ha amado y ha creído en él. Tal vez este sentido radical de derrota y de soledad nos remite a una experiencia de lo divino y de Cristo mucho más profunda que la actual, que ha domesticado la experiencia de la muerte de Cristo convirtiendo el crucifijo en un adorno colgado en las aulas escolares, un objeto que debe defenderse con penosas posiciones de retaguardia. Nos gustaría saber cuántos islamófobos actuales son todavía capaces de ver en el crucifijo a un hombre muerto injustamente, a una víctima del poder. La radicalidad de la muerte de Cristo sólo se entiende si se interpreta como muerte de Dios. El patripasianismo, que afirmaba que el Padre agonizó también en la cruz junto al hijo, fue una herejía perseguida por la Iglesia oficial, pero no se ha dicho que no tratase elementos de profunda verdad: «En la cruz no está en agonía sólo Jesús, sino también aquel por quien él vivió 109
La muerte sin máscara
y predicó, esto es, su Padre». 26 El autor de estas palabras no es un ateo militante o un hereje, sino uno de los principales teólogos protestantes. La muerte de Cristo es también muerte de Dios, al menos en la dimensión del abandono. No sólo porque los seres humanos se sienten abandonados por la promesa mesiánica, sino también, sobre todo, porque el mismo Jesús, aunque sea por un instante, siente la posibilidad radical de su derrota, es asaltado por la duda de que todo haya sido vano. No sólo en Getsemaní, sino también en la cruz: «Eloí, Eloí, ¿lama sabactaní?». Es demasiado fácil decir que estas palabras, testimonio de una duda lacerante y radical, provengan del «lado humano» de Jesús, como si fuera posible viviseccionarlo y decir «esto es humano, esto es divino». Si Dios se ha hecho hombre ha sido de forma integral y no fragmentaria. Si Jesús muere con la duda de haber sido realmente abandonado, si muere no sólo como esclavo, sino como alguien derrotado, «concebir a Dios en el crucifijo, como Dios abandonado, supone una revolución en el concepto de Dios». 27 El Dios que viene después del Gólgota, y que en el Gólgota se manifiesta, es un Dios que acepta introducir la soledad y el abandono en su interior, como una dimensión que le es propia y por ello la vence. En la cruz, «el Padre actúa sobre sí mismo [...] a la manera del sufrir y del morir» 28 y, por lo tanto, introduce la soledad de la muerte dentro de la divinidad, como un pliegue suyo interior. En cierto sentido, el mal es reabsorbido por la divinidad; pero no en el gesto de la Creación, a propósito de la cual nos preguntamos por qué Dios ha creado el mal, sino en el gesto de la muerte, consecuencia inevitable de la encar26. J. Moltmann, II dio crocifisso, Brescia, Queriniana, 1990, p. 178 (El Dios crucificado, Salamanca, Sigúeme, 1977, trad. [del alemán] S. Talavero Tovar). 27. Ibid., p. 180. 28. Ibid., p. 223. 110
Morituri
nación, y de ia muerte injusta, resultado evitable de un orden social injusto. Después del Gólgota, ¿es posible morir? ¿Y después de la Pascua? Para quien cree, es posible un nuevo discurso sobre la muerte, que, sin embargo, debe ser verdaderamente muerte, muerte en el sentido radical, y no algo domesticado, como nos presentan tantos via crucis espectaculares y coreográficos. 29 En este sentido, la muerte de Jesús es muerte de Dios como introyección en la dinámica intertrinitaria de la soledad radical de la derrota en la cruz. Considerar la cruz sin la perspectiva de la resurrección significa sacralizar y legitimar el sufrimiento; considerar la resurrección sin la cruz quiere decir hablar de un futuro reconciliado, sin pasar por el presente de injusticia y opresión. La muerte de Cristo no es sólo muerte, y su resurrección no es sólo resurrección de la muerte. También Lázaro está muerto y es resucitado, pero quien resucita en Pascua es el dios que muere la muerte del último, el dios asesinado por el poder y abandonado por (casi) todos, el dios que duda incluso de sí mismo. Por eso, la Pascua no es únicamente victoria sobre la muerte, sino sobre aquella muerte y, por ello, sobre todas las muertes parecidas: La teología cristiana no puede enfrentarse al grito del propio tiempo y, contemporáneamente, aullar con los lobos que ejercen el poder. Debe sintonizarse con el grito que los pobres, desde lo más profundo del sufrimiento de nuestra época, elevan hacia Dios y la libertad. 30
29. Una representación radical de la Pasión de Cristo se encuentra en el primer volumen de la turbadora obra de J. j . Benítez Caballo de Troya (serie de siete novelas). El libro narra los hechos de un oficial del ejército de Estados Unidos que viaja en el tiempo hasta la época de Cristo. Cfr. J. J. Benítez, Caballo de Troya, vol. I , ] e r u s a l é n , Barcelona, Planeta, 1984. 30. J. Moltmann, II dio crocifisso, cit., p. 181. 111
La muerte sin máscara
El Dios que muere no nos arroja a la soledad desesperante, no sólo porque resucita sino porque su muerte injusta clama justicia, incluso si se prescinde de la resurrección. Si Jesús no hubiera resucitado no habría sido hijo de Dios y viceversa, pero el escándalo del Gólgota mantendría su lado humano y llamaría a la lucha. Surgido de la muerte, muerto de veras, por completo y luego resucitado, Jesús no realiza gestos clamorosos. Parece como si la muerte lo hubiera mitigado, aligerado. En Emaús es el amigo (y no sólo el Mesías) quien se da a conocer mediante un gesto, su gesto; re-funda un ritual de sociabilidad y vuelve a llamar a la vida a una colectividad. Reúne a quien ha creído en él y, sobre todo, a quien lo ha visto morir por una lucha sin cuartel contra la injusticia, en nombre de la necesidad histórica (que no hay que naturalizar) de la muerte de Jesús y de la crucifixión del pueblo," de los pueblos. En nombre del Dios crucificado, del Dios realmente muerto, se puede luchar contra las injusticias, contra la muerte injusta y contra la soledad; también y, sobre todo, al lado de quien venera a otros dioses o de quien no venera a ninguno.
El Todo, o la muerte como
fondo
«Dos mil años de silencio de Dios son el horror. Nadie, ni en las sinagogas ni en las iglesias, ha oído una palabra más del Señor para añadir al Libro.» 32 El problema de la muerte de Dios se plantea de forma todavía más radical hoy, a dos mil años de la cruz. La reducción de la esperanza a que nos ha conducido la misma Iglesia, entendida como institucionalización de la espe31. Cfr. I. Ellacuría y J. Sobrino, Mysterium Liberationis, cit., p. 688. 32. S. Quinzio, Un commento alia Bibbia, Milán, Adelphi, 1991, p. 35. 112
Morituri
i ,i, nos hace conscientes de que tal vez el grito de Jesús en la cruz era el auténtico contenido de verdad de su venida. Quizá no habrá redención y la nada tendrá la palabra definitiva, tal vez la muerte - l a muerte no redimida, la muerte sin después, sin futuro, sin resurrección- es el único fondo verdadero sobre el que .11 rastrar nuestras vidas. Esperar la redención, después de dos mil años, se parece trisi emente a esperar a Godot. Y, por otra parte, ya hemos creado ilgo que sustituye a la promesa de eternidad liberada que era propia de la resurrección. Si Dios muere para dejar espacio a los nuevos moloch del mercado, y si también desaparece la concepción griega de un fatum como dimensión que trasciende a los seres humanos e incluso a los dioses -destino impersonal y más allá del bien y del mal- para ceder su sitio a los mecanismos del capitalismo autorregulador, esto significa que la miseria humana ha llegado a su límite. Es realmente perturbador que quien ha aceptado sin pestañear la muerte de Dios titubee a la hora de admitir la posibilidad de la muerte de un orden social injusto y en apariencia eterno. Pero afortunadamente todo morirá, incluso el capitalismo y sus apologetas. La cuestión es que cada vez nos sentimos menos capaces de apostar por la posibilidad de que la muerte del Todo sea portadora de algún orden o de alguna justicia. Nuestro cosmos no es en absoluto ordenado, sino más bien caótico, y avanza cada vez más hacia el caos con el aumento de la entropía, siendo la misma categoría de orden la que está en crisis. Ni siquiera es suficiente la radical definición de order from noise heredada de la epistemología de la complejidad, para dar cuenta de lo que nos rodea y nos contiene. Quizás el destino del Universo es el noise from noise, y la historia del Universo o de los pluriversos nunca entrará, aunque nos esforcemos, en la dimensión humana de la historicidad. Tal vez sólo la historia humana está dotada de sentido, del sentido que hombres y muje113
La muerte sin máscara
res le atribuyen. La historia del mundo o del Universo en rigor ni siquiera es historia, y es dudoso que un ser humano encuentre alguna vez un sentido para los objetos que pueblan el cosmos; cosas que nacen y mueren en una millardésima de segundo, y objetos con más antigüedad que el mismo Universo: realmente «cosas para no creer», que plantean la duda de la posibilidad misma, para nosotros, de creer en un orden que comprenda tales objetos y los explique. También el problema de Dios ha sido redefinido por la nueva cosmología, según han puesto de manifiesto los teólogos más atentos y abiertos:" si es difícil encontrar espacio para un Dios providencial en un Universo que quizás ignora las categorías de límite y de fin, esto supone la necesidad de una redefinición radical de la cuestión teológica. Los objetos del Universo desafían cualquier justificación, cualquier explicación y, por lo tanto, cualquier demostración «racional» de la existencia de Dios. La mística hebrea, con categorías como la del Zimzum, que ve un Dios disminuido, retraído para dejar espacio a un Universo que a partir de entonces procederá según sus leyes, nos parece que puede reactualizarse en tal sentido. Pero podríamos estar también en presencia de universos caracterizados por la total ausencia de leyes, al menos según nosotros las entendemos. Y, sobre todo, universos para los que no sirve el principio del «antes», que funda y explica el «después»; del origen que puede, si se investiga, desvelar algo esencial para comprender la realidad. Las cosmogonías actuales parecen desafiar la idea de que conocer el principio de las cosas pueda explicar su evolución sucesiva y su actual fenomenología. La teoría del Big Bang, la idea del continuo sucederse de expansión y contracción que llevarán al colapso de nuestro Universo y quizás a su renacimiento, e incluso la idea de creación continua de mate33. Cfr. A. Ganoczy, Teología della natura, Brescia, Queriniana, 1997. 114
Morituri
ria entre las galaxias niegan todo plano providencial y cualquier finalidad. Estamos, entonces, ante universos/oluriversos gratuitos y del todo in-fundados, que se dirigen hacia su muerte sin tener conciencia de ello, sin finalidad ni objetivo. La muerte del Todo es insensata al igual que es insensato el Todo, y concebir la muerte como fondo nos permite comprender que no hay fondo humanamente comprensible para nuestro itinerario en este Universo. Existe una particularidad, un punto en que la teoría general de la relatividad entra en declive en el origen y el final del Universo: el Big Bang y el Big Brunch, principios explicativos del nacimiento y de la muerte del Todo que constituye nuestro entorno y nuestra vida, no sólo resultan inexplicables a partir de una teoría omnicomprensiva, sino que constituyen la extrema desviación y la puesta en crisis de la misma teoría que nos ha conducido a su descubrimiento. Al inicio y al final de nuestro Todo existe, pues, una crisis, la crisis de nuestra capacidad de comprender ese Todo. No vemos los confines sólo porque no podemos verlos, porque la saludable ceguera ante ellos es la condición de nuestra vida. Estar ciegos frente a la dimensión más radical de la muerte como fondo y como abrazo cósmico es la única forma de poder vivir, de poder rechazar la seductora idea de la inutilidad de la justicia terrena si se coloca en el fondo de un universo que desconoce la idea misma de justicia. Comprender el dolor de la criatura concreta y hacerse cargo de ello sólo es posible olvidando el Universo. Sólo se puede acompañar a alguien en la muerte si se está providencialmente ciego a la muerte del todo, a la muerte como fondo. Nuestra única posibilidad, dado que la muerte es el fondo, consiste en no ver el fondo del todo y vivir como si tal fondo no existiera. Quizá también lo entendía así Dietrich Bonhoeffer cuando nos invitaba a vivir «etsi deus non daretur», como si Dios no existiera. 115
La muerte sin máscara
En este sentido, el espacio del hombre debe pensarse todavía hoy como espacio de la ausencia de Dios, espacio del retraimiento del Todo. Para que el hombre exista, Dios debe retraerse; para que pueda haber un sentido humano y precario, incluso para la muerte, es necesario que el Todo abra un pliegue dentro de sí mismo y nos aloje allí, obrando de manera que nos olvidemos de él. Es imposible vivir sabiendo que la muerte es el fondo del Todo: el hecho de que todo muere puede constituir la consolación extrema, pero también la extrema parálisis. Hay que ejercitar el olvido ante la muerte del Todo y ejercitar asimismo la memoria con nuestras muertes cotidianas; una vida digna es posible únicamente en este espacio de la ausencia del Todo. Sólo podemos vivir como si el Todo no tuviera que morir, esperando tenazmente que la muerte del Todo no sea de verdad el último fondo, que el Todo se haya olvidado de nosotros de manera definitiva.
116
Capítulo
tercero
Teatros. Experiencias del morir Sin una última palabra, sin frase sabia que citar, inclinó la cabeza sobre el cojín para adormecerse. Sin gritos, sin un nombre, sin palabras, sin un sonido ni ruido de batalla, otro hombre había muerto. Francesco
Guccini
No es indiferente el lugar donde se muere. El teatro del morir, el espacio y el tiempo que acogen la última representación de nosotros mismos, convierten la experiencia del morir en algo peculiar. Para dicha experiencia es decisivo que no haya un lugar donde sólo se muera, y basta; quizá únicamente los campos de exterminio, «fábricas de la muerte», crearon un lugar tan demoníaco. Por otra parte, se muere donde se vive o, por lo menos, así debería ser. No sabemos si en la actualidad es más difícil morir, pero creemos que es cierto que «desde Auschwitz la muerte significa terror, temer algo más horrible que la muerte». 1 El temor a la muerte, específico del tiempo de Auschwitz e Hiroshima, impregna los lugares del morir y dificulta convertir la propia muerte en una representación sensata. 1. Th. W. Adorno, Diallettica Negativa, Turín, Einaudi, 1970, p. 335 {Dialéctica negativa, Madrid, Taurus, 1975, trad. [del alemán] J. M. Ripalda, rev. J. Aguirre). 117
/ ,i muerte sin máscara Con el asesinato burocrático de millones de personas, la muerte se ha convertido en algo que nunca había sido tan temible. Ya no queda posibilidad alguna de que entre en la experiencia vital de los individuos como algo concorde con su curso. 2
La muerte llega a ser del todo extraña a la vida; así como en los campos de concentración el intento de suicidio era ferozmente castigado, constituyendo un desesperado intento de reapropiación de sí, también hoy día «el individuo es despojado de lo último y más pobre que le había quedado».3 No puede captar la esencia del campo de concentración quien no comprende este «su ser» única y exclusivamente lugar de muerte, el primero así pensado en la historia de la humanidad. El poder nazi es un poder que «elimina la línea de demarcación que separa la vida de la muerte y crea una especie de tierra de nadie entre ambas, una tierra en la que reinan enfermedad y desesperación».4 En el campo de concentración ya no sirve c\principium individuationis, criterio último de la identidad individual; la muerte no representa el acontecimiento extraordinario para cuya superación la sociedad inventa los ritos de paso. En la estructura serial, la muerte del individuo no deja vacío alguno.5 La omnipresencia de la muerte, entendida como destino ineluctable, imposibilita la ritualización del duelo/' Nuestra época carece de lugares de muerte; la muerte sucede en cualquier sitio, sin que ello resulte decisivo para la reconsideración del sentido albergado por los espacios cotidianos. La disolución de la experiencia de la muerte nos muestra en nues2. Ibid., p. 327. 3. Ibid. 4. W. Sofsky, L'ordine del terrore. II campo di concentramento, Bari, Laterza, 1993, p. 39. 5. Ibid., p. 302. 6. Ibid., pp. 128 y ss.
118
Roma-
Teatros tros pueblos y ciudades una muerte extendida por los distintos lugares de la cotidianidad, pero a la par expulsada de éstos. La falta de una ritualización del morir y del duelo, unida a la falta de una socialidad que se constituya al menos a propósito de la muerte, convierte el morir en una experiencia como tantas. En este capítulo intentaremos que esas experiencias del morir salgan de los escenarios en que habitan, para captar en la muerte algún vestigio humano, alguna posibilidad para constituir una nueva colectividad, una nueva socialidad y, tal vez, nuevos rituales para asumir la separación y el duelo.
Morir en casa: la
intimidad
Cada vez se muere menos en casa. Quizás uno de los síntomas de la expropiación a la que están sujetos los seres humanos de nuestra época se encuentra en la depuración de la presencia de la muerte en los espacios domésticos. No se habla de la muerte en casa e, incluso, la casa está anestesiada ante la muerte. A veces se efectúa el gesto extremo de piedad, consistente en llevar a casa a un hombre o a una mujer que está muriendo en el hospital, pero la muerte alcanza cada vez más a hombres y mujeres fuera del ámbito doméstico. El significado mismo del habitar se ha visto afectado por la expulsión de la muerte de la casa. Nuestras casas parecen receptáculos de cuerpos agotados por el trabajo, y su función es, cada vez más, regenerar, gracias al sueño o la abulia del fin de semana, un cuerpo que debe estar de nuevo en marcha la mañana del lunes para el rito del trabajo. Por ello es evidente que las experiencias realmente intensas, fundadoras de nuestro estar en el mundo, no encuentran lugar en ellas. En la domus se tendría que poder hacer de todo, vivir cada aspecto de la cotidianidad: también el morir, pues, debería encontrar espacio en 119
/ ,i muerte sin máscara ella. Hoy, a lo sumo, lo que impregna de muerte la casa es la preparación de la capilla ardiente; no la experiencia del morir como proceso, sino la administración de la muerte en cuanto producto -una administración llevada a cabo deprisa y con distancia profesional por los empresarios de pompas fúnebres-. N o pretendemos sostener que la condición fuera mejor en quién sabe qué pasado mítico; sin embargo, es cierto que, para quien se lo podía permitir, sucedía lo que recordaba Walter Benjamín: «El lecho de muerte se transforma en un trono en torno al cual afluye el pueblo a través de las puertas abiertas de par en par de la casa del muerto».7 La experiencia de la muerte en el hogar estaba marcada por la sombra del privilegio, pues quien no tenía nada no poseía ni siquiera una casa en la que morir, y señalaba de modo decisivo tanto la percepción de la casa como la de la muerte. La muerte del patriarca, del cabeza de familia, constituía una lección esencial sobre «cosas de la vida», era la desaparición de una dimensión de poder (también los padres mueren, no existe nada eterno), pero asimismo el último espacio de creación de un estilo propio. Dado que todos debemos morir, se debe facilitar una buena muerte que reúna a todos los familiares en torno al lecho para la última función, la última representación de uno mismo. La muerte en casa estaba literalmente domesticada, era una «cosa de casa», algo con lo que se tenía una trágica cercanía: «En otros tiempos no había casa, o apenas habitación, en que no hubiese muerto alguien alguna vez»* y, sobre todo para los muchachos y niños, la vivencia de la muerte, ya experimentada con los animales domésticos, se convertía en algo presente. Bajo los ojos 7. W. Benjamin, «II narratorc. Considerazioni sull'opera di Nicola Lcskov», en Angelus Novus, Turín, Einaudi, 1962, p. 258 («El narrador», incluido en Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV, Madrid, Taurus, 1991, trad. [del alemán] R. Blatt). 8. Ibid.
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Teatros asustados del niño se constituía una pedagogía de la muerte, y su miedo era apaciguado en cierto modo por la red de rituales que se tejía en torno a la muerte y al morir. Sustraída al espacio de lo extra-ordinario, por encontrarse incluida en los ritmos de la domus, la muerte se mantenía también en su extraterritorialidad, gracias a la torsión a la que constreñía los espacios y los tiempos de la casa: el moribundo necesitaba silencio y se ralentizaban los ritos cotidianos; el tiempo se detenía, se coagulaba a su alrededor. Por supuesto, la muerte del moribundo era más importante que todo lo demás, más aún que la producción y el trabajo. Por eso, incluso hoy, la casa en la que hay un muerto es distinta, la muerte en casa redefine los espacios y los tiempos. Es distinta la casa donde alguien muere, donde alguien se despide de la vida, rodeado de sus cosas y en sus lugares, intentando reencontrar, al menos al morir, la dimensión de íntima serenidad y de confiado abandono que la casa debería comunicar siempre. Morir en casa significa percibir la profunda intimidad de la casa misma. Quien muere contemplando, como última porción del mundo, la pared de su habitación, lleva consigo el sentido de una extrema acogida en el mundo y deja a quien queda la responsabilidad de ocuparse de los espacios que lo han visto morir. La casa de quien muere será distinta, como puede verse en las puertas y las ventanas tapiadas de las casas de Asís que, según la leyenda, fueron atravesadas por un muerto que salió de ellas para el funeral y de las que ya nadie puede pensar en poder entrar o salir jamás.
Morir en la batalla: el epos Hay quien dice que es la muerte más hermosa, la más heroica y deseable: morir en la batalla, enfrentándose al enemigo, a 121
/ ,i muerte sin máscara cara descubierta, traspasado por una ráfaga de metralleta que no elimina el deseo de luchar. Estupideces patrioteras y sandeces retórico-militaristas han llenado la boca de muchos hombres con estas frases, dirigidas a encubrir la triste realidad de lo que es la guerra, a saber, una matanza de muchachos de 20 años. N o han bastado Auschwitz, Vietnam ni Sarajevo, siempre hay alguien que cree que la guerra es bella y que morir en la batalla es honroso. La penetración de estas ideas, en particular en el imaginario juvenil, es muy profunda, y habría que preguntarse por qué un top gun ejerce la poderosa fascinación que no ejerce un pacifista. Morir en la batalla ha perdido la aureola de fal so romanticismo que se le atribuía; el combate entre Aquiles y Héctor es un homicidio legitimado a duras penas por la situación de guerra, pero ciertamente no se repite en las batallas actuales: N o se tiene la impresión de asistir a combates, sino a trabajos de construcción de carreteras y trabajos de dinamitado, emprendidos con centuplicada violencia [...]. El enemigo es a la vez paciente y cadáver (...) y constituye el objeto de medidas técnico-administrativas. 9
La muerte en la batalla, un sinsentido ya de por sí, pierde la última posibilidad de cobrar algún sentido en el recuerdo. La guerra «ha violado la película protectora bajo la cual se forma la experiencia, que es la duración entre el saludable olvido y el saludable recuerdo».10 La muerte en la batalla ya no se puede experimentar ni narrar. Quizá porque ya no hay batallas, la 9. Th. W. Adorno, Mínima moralia. Meditazioni della vita offesa, Turín, Einaudi, 1979, p. 56 (Mínima moralia. Reflexiones desde la vida dañada, Tres Cantos [Madrid], Akal, 2004, trad. [del alemán] J. Chamorro Mielke). 10. Ibid., p. 54.
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Teatros guerra se convierte en un puro y simple exterminio, un continuo y desproporcionado acecho al «pequeño y frágil cuerpo del hombre». 11 Pero la honestidad política e intelectual impone establecer diferencias, y buscarlas. La Resistencia antifascista y antinazi nos recuerda que es posible morir y matar en nombre de un proyecto libertador de la humanidad, y que esto confiere sentido a una muerte que, de otro modo sería insensata. Los partisanos arriesgan su vida, pero no se sienten dichosos de ello; no escriben «¡Viva la muerte!» en sus estandartes, ya que combaten por su amor a la vida, la propia y la de otros y otras sometidos a las torturas del nazi-fascismo. En el imaginario partisano, la muerte como marca del fascismo tiene el doble signo de la muerte sufrida por los propios compañeros y de aquélla infligida al otro, al fascista, en concreto. Morir y matar, la dimensión política de la Resistencia remite de inmediato al partisano a contextualizar la'muerte, esa muerte específica a la que se asiste. No se trata de una muerte metafísica, sino de un homicidio premeditado, cuyas circunstancias y cuyos responsables directos pueden señalarse. La muerte parece ser el halo que penetra la cotidianidad de la vida partisana, sin demasiada retórica y, sobre todo, sin necrofilia. Podrá suceder que se muera, pero la muerte debe ser a su vez derrotada: «Si nos vence la muerte cruel / dura venganza llegará del partisano». La muerte es cruel porque se sabe lo que cuesta padecerla y también causarla a los demás. La muerte ha invadido el mundo y las montañas partisanas, y ha incidido en que todavía sean más precarias las provisionales relaciones entre las criaturas, siendo siempre identificable el culpable de esta redefinición de la cotidianidad bajo el signo del miedo. N o hay muerte que no contenga en sí la invi11. W. Benjamín, II narratore, cit., p. 248.
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/ ,i muerte sin máscara tación a la venganza; la muerte que el partisano debe dar al fascista es la última -¡para siempre!- de una serie de muertes, el homicidio que eliminará el homicidio. Los destinatarios de la venganza, «los alemanes, los fascistas y el señor patrón», están perfectamente identificados, como también lo están los ejecutores, aquellos que con el tiranicidio cumplirán «la lucha contra la muerte». Ciertamente maniquea (¿cómo era posible no serlo, preguntamos a los revisionistas de hoy?), esta visión del mundo y de la muerte en la batalla, este auténtico epos partisano tiene la gran ventaja educativa de retornar la muerte, desde una dimensión misteriosa y metafísica -que siempre tiene- a una concreción terrena y política. Educarse como partisano no significa ser señor de la muerte sino saber distinguir entre los distintos tipos de muerte y comprender la inaceptabilidad del genocidio, del exterminio de los inocentes y de la represalia. La educación partisana parece colocar a veces «todo el bien del mundo» de una parte y todo el mal de otra, pero es así porque, dadas las condiciones, era imposible otra educación sentimental para la muerte que aquélla. Así, tampoco el triunfo, la victoria o la venganza se abordan sin el peso de la muerte sufrida e inferida. La muerte no se redime del todo, como quisiera, en la dimensión de la fiesta, sino que se prolonga en su interior como un cáncer. Para poder ir más allá de la muerte será necesario reconstruir, sabiendo que el mundo no deberá estar marcado para siempre por el homicidio, sabiendo también que para derrotar a la muerte -en las nuevas formas bajo las que se presentará- se requerirá que toda la inconsciencia y la fuerza de los 20 años nos empuje, con valor, más allá del bien y del mal, más allá de la cotidianidad y de la muerte. Aquella dimensión del valor que en las últimas tres décadas de historia italiana han pagado Giorgiana Masi y Cario Giuliani, y que representan, como burla y escarnio, en la tristísima parodia dominical de las 124
Teatros antiguas batallas, todos los muchachos que han muerto por un estúpido equipo de fútbol.
Morir en la fábrica:
la denuncia
Italia se contará entre los gigantes del capitalismo mundial, pero también comparte el triste dato de los muertos en el trabajo; mejor dicho, en este campo puede alardear de superioridades muy lúgubres. Diariamente, en las obras y demás puestos de trabajo, hombres y mujeres pagan con su vida el inhumano tributo al primado del beneficio. Medidas de seguridad no respetadas, turnos extenuantes, estructuras precarias y mal proyectadas provocan un derroche de vidas, una auténtica guerra que la precarización de las relaciones laborales de los últimos años ha hecho todavía más trágica, desmantelando el estado de bienestar precisamente a partir de la prevención y la asistencia. Quizá lo más triste es la introyección por parte de los trabajadores de esta norma implícita según la cual sacrificar la vida al moloch del mercado es, en el fondo, algo normal. Hemos visto con nuestros propios ojos a trabajadores que pegaban trozos de cinta adhesiva a las fotocélulas de seguridad de aparatos para serrar leña, y a camioneros que trucaban el disco de horario de ruta para poder seguir el viaje pese al cansancio. Desgraciadamente, el primado del beneficio sobre la persona ha pasado, a menudo, por debajo del umbral de conciencia de los mismos trabajadores y trabajadoras. El mecanismo experimentado en los campos de concentración, mediante el cual el sujeto se convertía en agente de su propia liquidación, se encuentra aquí en acto, mutatis mutandis, de forma todavía más sutil. Las medidas de seguridad ralentizan el trabajo y, por lo tanto, disminuyen el beneficio; todos somos copartícipes del destino de la empresa, por consiguiente: eliminemos las medidas de seguridad. 125
/ ,i muerte sin máscara La muerte en la fábrica tiene también otro sentido respecto de la física, trágica e inaceptable. El sentido último del morir en la fábrica reside precisamente en esta introyección, por parte de los trabajadores, de la filosofía de la fábrica, la lógica del beneficio a toda costa y la idea de que el trabajo vale una vida. En la fábrica moderna quien muere es el trabajador como figura específica, como portador de alteridad y de conflictividad. Ya desde los tiempos de la automatización, en el proyecto según el cual las máquinas habrían de sustituir casi por completo la fuerza-trabajo del hombre y de la mujer, la muerte entró en la fábrica como desaparición de una subjetividad antagonista con el capital y sus símbolos. Junto con la mano de obra excedente se expulsaron de la fábrica de alta tecnología aquellos espacios y tiempos de la resistencia y de la posible rebelión que, sin embargo, la deshumanizante línea fordista aún mantenía. Y no sólo: la contraofensiva realizada ante la concienciación obrera preveía otras etapas muy significativas, a saber, el procedimiento de deslocalización y de agilización de la empresa separan la fábrica del tejido urbano y de la identificación con un territorio concreto, con la suma de oposiciones, conflictividad y complicidad que este arraigo comportaba. Una vez más, tendremos fábricas nuevas y nuevos objetos. Se trata de fábricas que nacen ex novo en territorios vírgenes, carentes de conflictividad, subjetividad y memoria. Ésta es la nueva estrategia de «meridionalización» de la Fiat, al instalar en Melfi el primer establecimiento totalmente green field, en el verde prado de la ausencia de memoria y de conflictos, una estrategia que «no permite la creación de comunidades obreras».12 La nueva fábrica, la fábrica integrada, ha distanciado de sí tanto la materialidad de la presencia en un territorio cargado de 12. D. Cersosimo, «Da Torino a Melfi. Ragioni e percorsi della meridionalizzazione della Fiat», en Meridiana, n° 21 (1994), p. 53.
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Teatros oposición potencial (el Turín obrero y comunista), como la inmaterialidad de la memoria de los jóvenes que constituyen la nueva clase obrera, una clase que ya no conserva en sus genes la memoria de las luchas precedentes. Y para estructurar dicha clase, la fábrica necesita de «virginidades inmateriales y ambientes desembarazados de memoria e identidades colectivas acumuladas en el curso de ochenta años de cultura y de prácticas industriales, laborales y sindicales fordistas»." Sólo a partir de la destrucción sistemática de cualquier forma de identidad opositora puede nacer una nueva subjetividad obrera: enclavada por completo en la empresa, totalmente integrada y absorbida sin residuos en la lógica empresarial de Calidad Total. Taylorismo, fordismo, fábrica de alta tecnología, fábrica integrada y toyotismo son etapas de una operación de desobjetivación operada ante la parte productiva en la fábrica (los obreros) y, al mismo tiempo, son las piedras miliares de un aligeramiento de la fábrica, que la hace desaparecer del horizonte perceptivo urbano. Ya no es un aglomerado de antagonismos, ni escenifica los conflictos; se ha hecho literalmente invisible, un «tubo de cristal» que refleja sus transparencias en el silencio obrero, un silencio expuesto a la visibilidad, a la total transparencia espacio-temporal, sin zonas opacas en las que ocultarse. En esta fábrica transparente y silenciosa, espacio depurado de la presencia de la oposición, el golpe mortal al cuerpo del obrero procede de las lógicas de precarización del trabajo. Si a los trabajadores (nunca a la empresa) se les requiere siempre y en todos los casos la flexibilidad; si hay que olvidar la posibilidad de un puesto de trabajo para toda la vida, y si a los muchachos se les educa en las escuelas para que consientan ante un mercado de trabajo que pide cada vez más y da cada vez menos, entonces, la muerte del obrero es total y definitiva. 13. Ibid., p. 65.
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/ ,i muerte sin máscara La verdadera muerte blanca en nuestro país ha sido la muerte del trabajador y la trabajadora en tanto que portadores/as de alteridad y de conflictividad; una muerte no lamentada, un luto no llevado, una desaparición que cede el sitio a un trabajador perfectamente integrado en el sistema del capital, dispuesto a dar su vida por la fábrica, la cual ya la ha tomado desde el momento en que ha vaciado por completo su función y su figura de la vitalidad de la oposición y la lucha, del soplo vital de la denuncia y la rebelión.
Morir en el hospital: el cuidado Ln una investigación financiada por la provincia de Milán, hemos pedido a 300 niñas y niños, ingresados en los departamentos de pediatría de algunos hospitales lombardos, que dibujaran el hospital. Los resultados han sido escalofriantes en cuanto a la percepción de la negatividad del lugar del cuidado, pero a nosotros, aquí, nos interesa analizar el dibujo de Raquel14 (cuatro años) ingresada por gastroenteritis. La niña ha dibujado por este orden: una gran flor rosa, sonriente y afable; otra flor pequeñísima al lado, la cual parece un insecto peludo; una flor negra también sonriente pero algo marchita; un «castillo» que recuerda un supositorio o un cohete; dos serpientes, una a cada lado del folio. La transición salud-enfermedad-empeoramientocuración-muerte es quizás esquemática como pista de interpretación del dibujo, pero resulta muy evidente la sensación de empeoramiento, de oscurecimiento gradual, de progresiva pérdida de lo que Ernesto de Martino denominaría el sentido de la presencia. Raquel sabe muy bien que en el hospital se puede empeorar, sabe también que se puede morir, lo sabe aunque nadie se lo 14. Hemos modificado el nombre de la niña.
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Teatros haya dicho, lo siente porque el ambiente está impregnado de esa posibilidad negativa, y su modo de afrontar este miedo es dibujar el story board de la flor rosa que se seca, que es curada pero demasiado tarde, y se convierte en serpiente doble, símbolo repelido de muerte, un símbolo del que no existe salvación, ni siquiera dando la vuelta a la hoja. Es la misma terrible conclusión a la que llega el pequeño Fiorenzo (cuatro años).15 Para él el hospital es un círculo con otros pequeños círculos coloreados en su interior (ha dibujado primero cuatro círculos negros y luego los otros anaranjados); en los círculos están «los señores que vigilan a los niños en sus sueños y trabajan en las burbujas». Arriba hay un camino «por el que pasan los sueños para salir por la boca». Los sueños son burbujas y los niños también son burbujas. Con la misma precariedad y fragilidad que las burbujas, los niños entran en el hospital, donde los señores vigilan los sueños para intentar curarlos. Niños-burbujas con sus sueños-burbujas que entran en una gran burbuja circular, no para ir al encuentro de un final agradable. «Los señores son amables, pero cuando una burbuja estalla tienen que buscar otro trabajo». Otros muchos dibujos de niños y niñas nos muestran lo que todos sabemos desde el momento en que hemos sido ingresados y nos hemos entregado, desnudos e inermes, a los ritmos y los ritos del hospital: que allí el cuerpo tiene sólo dos vías de salida, la curación y la innombrable pero siempre presente posibilidad de la muerte. La muerte es, pues, la compañera secreta de la vida también en el hospital, una institución impregnada de muerte, de su posibilidad y su inmanencia. Y la muerte debería ser también la compañera secreta de la medicina, que puede y debe aprender y enseñar a ser fiable ante los moribundos. 15. Este nombre también ha sido modificado.
129
/ ,i muerte sin máscara Con frecuencia, la muerte en el hospital sobreviene de forma inesperada; sin embargo, suele ser preparada por los largos dedos de la agonía y por el amigo que vela junto al lecho, solo y no acostumbrado ante un moribundo, y a quien no le queda más que inventarse una futura curación, sabedor de que ya no hay esperanza. En ocasiones, cuando el paciente está muriendo, se le envía a casa, en un gesto ciertamente misericordioso detrás del cual, sin embargo, no es difícil percibir el ansia de desembarazarse del moribundo. También es visible la prisa por deshacerse del cadáver cuando la muerte se produce en la sala o en el departamento. Quien haya visitado, aunque haya sido una sola vez, aquellos insultos a la humanidad que son las cámaras mortuorias de los hospitales -donde muchas veces amigos y parientes cumplen el piadoso rito del reconocimiento-, conoce la frialdad, no sólo climática, característica del tratamiento de la muerte en la clínica o el hospital. Demasiado a menudo falta en nuestros hospitales la capacidad, y quizá la voluntad, de velar el terrible momento del traspaso. Parece que cuando el/la paciente está muerto/a, el trabajo de los médicos ya ha terminado; no obstante, la labor del médico, de las enfermeras y demás profesionales que trabajan en el hospital debería comenzar justamente en el instante del infausto diagnóstico o de la constatación del deceso. Que la medicina tome partido por la vida no debe suponer que deba considerar la muerte sólo como su lado sombrío, como la peor de las derrotas. Una medicina para la vida significa que esta ciencia luche por la calidad de la vida, y esto quiere decir, también, por la calidad de la muerte. La alternativa es el insoportable delirio de una medicina que se pretende siempre vencedora, que únicamente quiere curar y sólo huye frente a la muerte; pero, tarde o temprano, de cualquier paciente se constatará el final. Todo paciente morirá; su paciencia consiste en la espera confiada de que hombres y mujeres de ciencia, del área de profesio130
Teatros nalización del cuidado, sepan hacerse cargo de él en el momento de la despedida. Pacientes y a menudo pasivos ante la curación, esos pacientes deben poder ser tranquilizados sobre el hecho de que su pasividad en el momento de la muerte no se caracterizará, al menos, por la amarga soledad del moribundo. En caso contrario, el hospital se limitará a repetir el pecado original de su nacimiento"' y se transformará, de institución destinada a la disección legal de los cadáveres, en vertedero de pobres cuerpos, pacientes olvidados impacientes por morir.
Morir en el exilio: la
despedida
«Sólo tendrás el canto de tu hijo / oh materna tierra mía. A nosotros el destino / nos impuso sepultura no llorada.» La muerte en el exilio es una muerte desarraigada del resto del mundo, una experiencia del morir que eleva extremadamente la dimensión de la pérdida del mundo. Si la muerte es siempre pérdida, la muerte en el exilio es pérdida elevada al cuadrado. Morir en el exilio supone haber perdido ya aquel mundo que la muerte nos sustrae de todas formas, significa no poder despedirse realmente del mundo. Una de las formas de esa muerte es la muerte en la celda. La prisión es el lugar de una redefinición radical del sujeto. Lo afirmó Michel Foucault17 y lo recuerdan los encarcelados y encarceladas con sus reincidencias (auténticos estigmas de la experiencia carcelaria, que parece producir más criminalidad de la 16. Cfr. M. Foucault, Nascita della clínica, Turín, Einaudi, 1974 {El nacimiento de la clínica: una arqueología de la mirada clínica, Madrid, Siglo X X I , 1966, trad. [del francés] F. Perujo). 17. M. Foucault, Sorvegliare e puniré. Nascita della prigione, Turín, Einaudi, 1979 {Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, Madrid, Siglo X X I , 1979, trad. [del francés] A. Garzón del Camino).
131
/ ,i muerte sin máscara que debería eliminar) y, en particular, con sus suicidios. Matarse en la celda significa completar el desarraigo que la cárcel, mediante el alejamiento del reo de la publicidad -mediante su desaparición de la misma- había iniciado. El exilio, cárcel al aire libre, convierte la erradicación en el verdadero engranaje fundamental del castigo. La lejanía del hogar comporta siempre el espectro del morir en lugares que no son los propios. El exiliado y el encarcelado experimentan, en un espacio que no es suyo ni puede llegar a serlo, no sólo «cómo sabe a sal el pan de otros» sino, sobre todo, cuán terrible es la perspectiva de morir sin poder despedirse de la propia tierra y de los seres queridos. Será útil recordar que una antología de la experiencia de los hijos de los deportados y las deportadas en los campos de exterminio nazis lleva por título Je ne lui ai pas dit au revoir. Des enfants de deportes parlent (No le dije adiós. Hablan los hijos de los deportados).'* También hoy el exilio en masa de mujeres y hombres que abandonan su tierra para llegar a Occidente, en el desesperado intento de lamer las migajas de la opulenta comida que estamos consumiendo con sus bienes, provoca en ellos la nostalgia de su tierra, la nostalgia de una tierra donde vivir, pero también de un lugar propio donde morir una buena muerte, no una muerte causada por el hambre o el exterminio. Estas personas -que quizá deberíamos aprender a definir como exiliados, en lugar de inmigrados o emigrantes- se adaptan a los versos brechtianos: «Siempre me ha parecido erróneo el nombre que nos han dado: emigrantes / [...] Nosotros / no somos expatriados voluntariamente / al escoger otro país / [...] / somos fugitivos».19 Los
18. C. Vegh, Non gli ho detto arrivederci. I figli dei deportad parlano, Florencia, Giuntina, 1983. 19. B. Brecht, «Della qualifica di emigrante», en Poesie di Svendborg, Turín, Einaudi, 1977.
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Teatros inmigrados huyen de una realidad donde la muerte es omnipresente, para venir a morir a las opulentas ciudadelas de nuestro bienestar. Doblemente expropiados del derecho a morir, sienten otra vez la experiencia del exilio. Morir en el exilio significa vivir la precariedad; quien está en tierra extranjera vive el terror de ser despertado de noche por la violencia babosa de asesinos neonazis o por algún imbécil embriagado de ideología nacionalista o localista. El exiliado teme la muerte como acontecimiento imprevisto e inesperado, si bien, y en cierto sentido, con ese temor ya la ha puesto en juego por adelantado, e imprime a su vida la máxima precariedad: «En el patio han clavado / palos, para el columpio de los chicos / [...] / la casa tiene cuatro puertas, para huir».'0 Estos versos podrían haber sido escritos por un senegalés de un barrio del cinturón urbano milanés o por un gitano acampado en una explanada de provincia. El exiliado aprende a pesar suyo a manejar con anticipación el adiós. Toda su vida es una experiencia anticipada de la muerte, en la señal de aquel adiós que él o ella no pudieron ofrecer a su tierra. Su vida se juega por completo en la dimensión de la despedida, no sólo porque sabe que debe morir, sino también porque espera poder regresar: «No claves clavos en el muro / deja la chaqueta sobre la silla / ¿Por qué llevársela por cuatro días? / mañana habrás regresado».21 La ligereza de la vida del exiliado, su no ligarse nunca a los lugares, ni tomar demasiado en serio las cosas del mundo en que vive, tiene que ver con la esperanza de su retorno o, cuando va bien, con lo que se define como proyecto migratorio. Quien trabaja con los inmigrados y aborda su integración debería ayudarlos a salvaguardar esta dimensión de no identificación total con la cultura de acogida. Si el 20. B. Brecht, «Luogo d'asilo», en Poesie di Svendborg, cit. 21. B. Brecht, «Pensieri sulla durata dell'esilio», en Poesie, cit.
133
/ ,i muerte sin máscara mayor deseo de un marroquí es morir en su tierra, extirparle ese deseo con la coartada de la integración puede llegar a ser un delito. El exiliado nos muestra la importancia de la despedida; para él obligada, para nosotros una posible elección pedagógica que respeta la unidireccionalidad del curso del tiempo. Se muera aquí o en otro lugar, es posible aprender a despedirse de la vida y del mundo. En la despedida se halla el verdadero respeto al pasado, tanto si éste no vuelve como si regresa inalterado en repeticiones infinitas. Despedirse del mundo comporta el abandono consciente de los mitos de perfección referidos al pasado mismo, así como la separación consciente, lo único capaz de ponernos en condiciones de pensar y proyectar el futuro. El adiós a la propia tierra es una tragedia para millones de personas. De esta tragedia, que hay que frenar con todas las fuerzas, modificando y revolucionando el modelo de desarrollo que provoca el exterminio de millones de seres humanos, también podemos aprender a despedir nuestra tierra, esta dimensión humana que nos ha acogido para toda una vida. El exiliado sabe decir adiós; quizá también nosotros podamos aprenderlo, si desmitificamos la tierra que nos alberga y la vemos no tanto como patria sino más bien como un fragmento de una tierra común y, al mismo tiempo, si trabajamos para que ya nadie sea extranjero en una tierra común de la cual podamos despedirnos juntos. «Gentes extranjeras, entregad mis huesos / al pecho de la madre triste.»
Morir en la calle: la
publicidad
La muerte en la calle se caracteriza a menudo por la casualidad. Se muere por un frenazo retardado, por la explosión de un neumático o por un guarda rail que no resiste. La culpa es 134
Teatros del destino, del azar, no de los fabricantes de automóviles que privilegian cada vez más la potencia (o la salvaguardia sólo del pasajero, con el airbag que legitima desintegrar a quien se nos echa encima); tampoco de las campañas publicitarias que enfatizan la velocidad de los bólidos, ni de los ministros que aumentan el límite de velocidad en la autopista. La muerte en la calle une la máxima publicidad (los curiosos que se paran para mirar, las hileras de coches que se forman en el carril opuesto porque reducen la velocidad para gozar de su ración de gran guiñol) con la máxima privacidad: «son cosas suyas, tenía que suceder, era el destino». En la calle, en la plaza o en los espacios abiertos de las estructuras urbanas no se muere sólo así: en la calle mueren los vagabundos, los sin techo, los indigentes y los desechos humanos de la sociedad opulenta. En la calle ha muerto quien luchaba, y ha sido destrozado por las bombas quien pedía una sociedad mejor o, simplemente, quien se encontraba en el lugar equivocado en el momento inoportuno. La calle ha sido la tumba de Fausto y de Iaio, de Giannino Zibecchi, Giorgiana Masi, Claudio Varalli, Cario Giuliani, y Sergio Ramelli, pobre muchacho engañado y sacrificado en aras de una ideología homicida.22 Se requiere, pues, una auténtica pedagogía de la muerte para la calle que recuerde que tampoco allí todos los muertos son iguales y que la mayoría de las veces, cuando alguien muere por la 22. No podemos, ni queremos, sacrificar la reconstrucción, lo más seria y objetiva posible, de la historia de Italia en la posguerra, en beneficio de una patética equidistancia bipartisana. El asesinato político es siempre criminal y repugnante, pero cabe distinguir el exterminio programado de una generación entera y de un sector político concreto (la extrema izquierda) por parte de los neofascistas, con la connivencia de sectores del Estado, de la muerte en enfrentamientos, ciertamente execrables, de algunos militantes de derecha; una muerte que por supuesto hay que lamentar (con toda la sinceridad de que somos capaces, sobre todo cuando afecta a adolescentes), pero que nunca se puede poner en el mismo plano (en un análisis cuantitativo y cualitativo) de las muertes por matanzas o por represión organizada que hemos citado.
135
/ ,i muerte sin máscara calle, el destino no tiene nada que ver. Se necesita una pedagogía que introduzca en las estructuras urbanísticas y arquitectónicas el peso y el dolor de la memoria, y convierta la calle y la plaza en escenarios de conflicto y de confrontación. No violento, ciertamente, pero no por ello menos profundo e intransigente: eliminar el conflicto de la calle y de la plaza, marcadas como están por la presencia de la muerte, significa anestesiar el recuerdo, convertirlo en un fin en sí mismo, extraerle el aguijón venenoso que permite atizar las conciencias; quiere decir desconocer las alteridades pisoteadas que, desafortunadamente, han caracterizado la historia de nuestro país, incluso tras el fin del delirio vicenal. Así, en relación con la Piazza della Loggia en Brescia se ha dicho: «Ya durante los luncrales, y luego con ocasión de los aniversarios, la plaza es un espacio de competencia, lugar de una representación colectiva que escenifica, visualizándolos, los distintos puntos de vista, una suerte cié teatro de la memoria donde los actores se disputan el control del pasado».23 A propósito de la estrategia de la masacre (stragismo), las plazas italianas deberían volver a ser recuerdo de un choque, de un conflicto resuelto desgraciadamente con la sangre pero que, en cambio, puede ser debatido con las armas de la democracia. Esto sólo es posible si se da un nombre a los muertos y no nos dejamos convencer por las exhortaciones a una falsa «reconciliación», que todo lo aplasta, ofusca y oscurece en las nieblas del olvido. Porque algo se aprende de la muerte en la calle, que los muertos -como decíamos- no son todos iguales: Incluso la identidad de las víctimas se ha oscurecido, se han vuelto anónimos los trabajadores de la escuela, los jubilados a quienes se les ha sustraído su identidad, una identidad de fe
23. G. Porta, «La memoria difficile», en Brescia 1974/1994. della strage, Brescia, Grafo, 1994, p. 42.
136
Memoria
Teatros ideal, laica y de izquierda. Aquellos muertos no eran muertos de todos, lo eran sólo de una parte política y social. 24
Hay que arrancar, entonces, a los ciudadanos y ciudadanas del torpor del olvido, y hacerlo nombrando con valentía la muerte en la calle, convirtiéndola en una «cosa pública», en una cosa de todos. La publicidad de la muerte en la calle consiste en pronunciar el nombre particular de cada hombre y cada mujer, cada niño o niña que hayan sido humillados y ofendidos. Se necesita una ciudad escrita, poblada de remisiones explícitas a la memoria; una ciudad que nombre claramente las fuerzas del mal, y sus víctimas. El shock que sufre el visitante al entrar en el sagrario de las Fosas Ardeatinas debe ser referido, más que a Buchenwald, a la ciudad. No sería difícil trazar en Italia un mapa -¡incluso didáctico!- del stragismo que, partiendo de Piazza Fontana o de Via Palestro en Milán, pasara por la Piazza Della Loggia en Brescia, plaza Medaglie d'Oro en Bolonia, Gallería Appenninica en S. Benedetto Val di Sambro, Fiumicino, el acceso a la autopista de Capaci y Via d'Amelio en Palermo. La red vial volvería a ser, así, sede de la política, pero esto únicamente será posible si cada calle aprende a convertirse en una exhortación a los ciudadanos para que no olviden el pasado. «La lápida fijada en el soportal ha seguido hablando a cada transeúnte que se detiene por un momento a recordar, a reflexionar. Ha hablado al ciudadano que en silencio, al leer la lista de los nombres, ha revivido con sencillez la pena de tantas familias. Cuanto más nos alejemos de este sentimiento, más fácil será olvidar».25 Sólo nombrando la muerte que lleva en sí, podrá la calle ser de nuevo lugar de la política y la democracia. 24. Ibid. 25. V. Cerami, «Le cerimonie del ricordo», en Brescia Memoria della strage, Brescia, Grafo, 1994.
1974/1994.
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/ ,i muerte sin máscara Morir en el mar: la
memoria
«Y que el mar recordó ¡de pronto! / los nombres de todos sus ahogados.» Este verso de García Lorca encierra todo el dramatismo de la muerte en el mar y el posterior sentido de pérdida, ínsito, para quien queda, en esa muerte. El romanticismo cié los marineros que querrían que el mar fuera su tumba no cambia el hecho de que morir en el mar, al igual que, a veces, morir en la alta montaña o en un lugar perdido e inexplorado, puede suponer no hallar el cadáver, con lo cual no existe un cuerpo que deba ser llorado, velado y confiado a su último destino. Distinto es quien pide de manera consciente que sus cenizas sean esparcidas en el mar; en el caso de los ahogados, en cambio, la pérdida es total, definitiva y tremenda. El mar custodia en su seno los cuerpos de aquellos que reclama; tal vez, como cuenta una leyenda, los ahogados se convierten en delfines, pero para los que quedamos la muerte en el mar tiene un sobreañadido de pérdida, una suerte de expropiación posterior. Es curioso que el siglo XX se abra con el naufragio del Titanic, abanderado del progreso y la civilización tecnológica, y se cierre con los naufragios de las embarcaciones con las que poblaciones desesperadas intentan aproximarse al rico Occidente. El mar parece haber engullido con la misma indiferencia a los turistas del viaje inaugural de la nueva civilización y a los prófugos de las tierras que dicha civilización ha expoliado y depauperado. Naturalmente, en el naufragio del Titanic murieron, sobre todo, los marineros y los obreros que iban a América en busca de fortun. Asimismo, naturalmente, no son los intermediarios ni las ricas mafias que recluían a los inmigrados los que mueren ahogados. La muerte en el mar es muerte de clase, al igual que las demás muertes en el llamado capitalismo avanzado. También el olvido de los muertos es señal de su pertenencia de clase. Achab es rememorado por su nombre, mientras que 138
Teatros el superviviente que cuenta la historia no está seguro del suyo: «Llamadme Ismael»; y no preguntéis los nombres de los marineros ahogados. Ulises, el «mayor cuerno», nos recuerda su nombre, pero no dedica ni una palabra a los nombres de los compañeros de su peligroso viaje. Morir en el mar, así como en otros lugares de la naturaleza, lejos de la civilización, es diferente según el sujeto de la experiencia de muerte. Distinto es también el destino de quien muere lejos de la ciudad. No será olvidado si ya en vida se había hecho un nombre, no importa cómo; sí lo será, en cambio, si formaba parte de la masa anónima que ni siquiera tiene derecho a un nombre. A pesar de toda la retórica marinera, morir en el mar no es distinto, pues, que morir en otros espacios; la selectividad de clase de la memoria actúa aquí como en cualquier otro lugar. En la muerte en el mar resulta tal vez más evidente que morir significa recaer en el círculo mágico de la naturaleza y, por lo tanto, supone situarse, desde cierta perspectiva, más allá del horizonte humano y cultural. La muerte, como el mar, presenta una facie infinitamente alejada de nuestra capacidad de comprensión. En este sentido, la muerte es también naturaleza y no sólo cultura, y en cuanto tal no suscita de forma inmediata la memoria. La naturaleza no recuerda y no tiene sentido pedirle que lo haga. Quien pidiera a la gacela que rememorase a su compañera despedazada por el león añadiría violencia a la violencia, la violencia del antropocentrismo que proyecta en el orden natural una categoría humana y quizá reprocha a la naturaleza la falta de memoria y la tilda de inferior. La naturaleza no recuerda, del mismo modo que la muerte mata y basta, y que el mar engulle y nada más. La memoria es humana y el recuerdo es la dimensión con la cual el hombre y la mujer enriquecen la naturaleza, como el ruiseñor lo hace con su canto y la pantera con su perturbadora elegancia. 139
/ ,i muerte sin máscara Es posible recordar a los muertos en el mar del mismo modo que a todos los muertos: nombrándolos y cantándoles. Morir olvidado es normal en el mundo natural y es nefasto en el mundo humano. Esto no significa que el segundo sea mejor que el primero, es diferente o, mejor dicho, tiene su especificidad en el interior del primero. Pero si recordar y dar sentido es nuestra forma de ser naturaleza, no podemos culpar al mar si se olvida de los nombres de los ahogados: únicamente podemos construir un mundo social que permita la utopía de un mar que recuerde en cuanto mar humano, ni mejor ni peor que el mar como tal. Recordar a los muertos es una labor enteramente humana, disolverlos es una tarea del todo natural. En medio se encuentra la lucha del hombre contra el olvido y de la naturaleza a favor de este. Una naturaleza que recuerde es un sinsentido; que un hombre olvide puede ser un delito. Sin la intervención íntegramente humana que salva la memoria y el sentido de la vida del ahogado, el mar que nos mata, sin ser malo, es una superficie de agua sin sentido: «Hasta que te toca el cuello / hasta que la bebes, hasta que sientes que busca / la entraña, la tráquea, el útero / sientes el agua / que sedienta te busca la boca, que todo está por llenar / que se hace engullir toda y todo lo engulle».2''
Morir en la Red: el pudor Morir en las ondas parece ser la última frontera de la nueva televisión. Hasta ahora no ha ido demasiado mal: algún político japonés o estadounidense que se suicida ante las cámaras, 26. H. M. Enzensbcrger, La fine del Titanic, Turín, Einaudi, 1980, p. 79 (El hundimiento del Titanic, Barcelona, Anagrama, 1986, trad. [del alemán] H. Padilla).
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Teatros Ayrton Senna que muere en la pista; en tiempos más lejanos, Kennedy moría en directo y -fortuna desvergonzada- Oswald hacía otro tanto. Sin embargo, la muerte en la pantalla nos reserva aún otras agradables sorpresas: el homicidio encargado por la cadena y transmitido en directo, como en Ciudadano Kane\ el delirio de alguno que utilice el medio televisivo como instrumento mortal, como en Halloween III. La escenificación de la muerte en las ondas la convierte de inmediato en ob-scena, desplaza literalmente la escena en el momento en que la elimina y finge una superposición entre ficción y realidad. Desde siempre, la muerte televisada desdibuja las barreras entre lo real y lo ficticio. «Aquéllos mueren de verdad, no es una película», y la muerte deviene un intercambio constante, una fusión continua entre realidad y ficción. Mueren de veras aunque yo no pueda tocarlos ni sentir el olor de la muerte, mueren en un allí que es inmediatamente aquí, pero no en serio, no hasta el extremo de sentirme amenazado. Los dos niños ingleses que asesinaron a un pequeño respondieron así a la policía que les interrogaba: «Pero en la televisión luego se vuelven a levantar».27 El reality show derriba la puerta que el cine había mantenido cerrada o, al menos, semicerrada, la puerta de la distinción, aunque mínima, de lo real. Incluso en las obras más problemáticas y discutibles, como, por ejemplo, Building (24 horas de telecámara instalada en la entrada del Empire State Building), la ficción permanecía aferrada a sí misma. Ir a ver Building no es lo mismo que derribar una pared de la sala del cine y mirar la calle. La distopía de la nueva televisión es convertirse en ventana de la realidad negando el propio hecho de ser ventana. La televisión es la única realidad y si no se está en ella no se vive. Esto significa que sólo se muere y se escenifica la muerte en televisión. 27. Cfr., sobre estos hechos, la reconstrucción de B. Morrison, Come se, Roma, Fandango, 2000.
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/ ,i muerte sin máscara Esta dimensión de ob-scenidad, de una puesta en escena que duplica la realidad de la muerte e imposibilita su ritualización («Qué hay que añadir, está muerto y basta» dijo un charlatán televisivo el día del funeral de su jefe, conocido mueblista lombardo), es ampliada por la muerte en la Red. Quien muere en la Red -quien muere on line- lo hace en tiempo real, anula las distancias, incluso la distancia que permitía el nacimiento y el desarrollo del pudor y la vergüenza. No conocemos un medio de comunicación más desvergonzado que la Red, y no ciertamente por las páginas porno, sino por la pretensión de aniquilar la espacialidad en favor de una temporalidad precipitada sobre el instante y, por lo tanto, aniquilada a su vez. En la Red se hunden las cuatro dimensiones de nuestra existencia, reduciéndose al puntiforme espectáculo ob-sccno (porque ninguna escena la contiene) de la falsa comunicación global. Los apologetas de la red olvidan, por una parte, el origen de ésta como instrumento de control planetario y, por otra, sobre todo, subestiman su efecto definitivo de desritualización y desocialización. Encontramos un ejemplo en el rito de escribir una carta, en su ocaso a favor del correo electrónico. Escribir una carta significa alojar dentro de ella al remitente, tomarse tiempo para depositar las propias emociones (el tiempo de la escritura manual es más lento que el del pensamiento), confiarse a la temporalidad y a la paciencia. Por su misma estructura, los correos electrónicos difunden la cultura de la disponibilidad y de la respuesta inmediata, la cultura de la urgencia, además de caracterizarse por el lenguaje sincopado (común en los SMS) y por el hecho de que el remitente es virtualmente ignorado en favor del asunto (que no es el de la conversación, sino el asunto literal del e-mail, escrito en la casilla). Escribir un mensaje electrónico es la muerte de la comunicación, porque es el final de la divagación. Se responde al asunto, brevemente y sin fiorituras. 142
Teatros Pero en la Red no mueren sólo la creatividad, la fantasía y la posibilidad de que circule la comunicación; la estructura misma de las nuevas tecnologías causa la muerte de la memoria y convierte esa muerte en un acontecimiento impúdicamente público. Por ejemplo, el énfasis en la hipertextualidad pierde los trazos memorables de las escrituras precedentes, la dimensión físicamente colectiva (sustituida por la experiencia virtual en los blogs y los chats) y la dimensión de la secuencialidad (que decae en favor de la simultaneidad). En la Red muere una determinada imagen del hombre y de la mujer, una determinada imagen de lo divino. Por eso dicha muerte es una cuestión estructural y depende menos del uso de las nuevas tecnologías que de su estructura. Por ejemplo, en la era de la postescritura, ¿dónde quedan las religiones del libro? ¿Qué perdura de la fruición de la palabra como ritual de su lectura pública, presentificación de una palabra ausente en el libro, que sólo se hace presente en la colectividad que lee-escucha, o la huella trazada por los dioses? Las Escrituras on Une mueren literalmente porque adquieren su falso carácter de vitalidad de su flexibilidad y de su continua mutabilidad, como en el libro de arena de un célebre cuento de Borges. Ante la petición continua de que la muerte se exhiba en las ondas y ante el asedio de la muerte en Red, hay que redescubrir el pudor. «El pudor nos recuerda que esconderse significa, sobre todo, ocultarse a los ojos del poderoso.»28 Los poderosos son hoy comunidad, se han constituido en colectividad y venden todo esto como altamente democrático. Creemos que ha llegado el momento de desenmascarar la ob-scenidad, tanto la de la muerte en pantalla (que provoca el derrumbe de la realidad en su duplicación, negando así el concepto mismo de representación), como la de la muerte en la Red (que destruye con un 28. R. Mantegazza, Pedagogía della resistenza, cit., p. 104.
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/ ,i muerte sin máscara golpe de mouse las huellas de memoria, convirtiendo la muerte en algo fruible y «reiniciable», como los demás aglomerados de bytes). La muerte debe aprender a ocultarse, púdicamente, ante el ojo demasiado desnudo de la telecámara y la mirada niveladora y destructiva de la pantalla del PC.
Morir en cualquier parte: la
ritualización
El problema es que hoy se muere en todas partes. No existe un lugar donde morir, pero sobre todo no existe un lugar en el que la muerte deje su señal, modificándolo y cambiándolo. La autopista de Punta Raisi a Palermo discurre plácida como siempre, en Piazza Fontana la gente entra y sale de la Banca Nazionale deH'Agricoltura como si nada, tal vez porque nada es. La omnipresencia de la muerte se convierte en su omniausencia, porque falta la dimensión ritual que permita su elaboración en lo cotidiano o, mejor, porque la experiencia ritual se ha transformado. Nuestra época está llena de ritos, incluso hay demasiados; la cuestión es su valor y su función social. El rito debería proceder, en primer lugar, a desbanalizar lo cotidiano. Del rito se vuelve enriquecido a la vida diaria porque en su seguimiento se asiste a la sobredeterminación de sentido ante fragmentos de lo cotidiano que, por lo general, no expresan lo que significan en la dimensión ritual. El rito enriquece, pues, la cotidianidad de la dimensión del sentido. Los ritos actuales se caracterizan, en cambio, por ser aplastados en lo cotidiano. Ya no remiten a otras cosas, se convierten en justificación y legitimación de lo existente, y no transforman la realidad en algo distinto de ella misma, sino que simplemente la reduplican. Así pues, el rito es encarnación de la idea, idea hecha cuerpo y hecha carne; trabaja en la dimensión carnal del ser humano y se graba dentro de su cuerpo. 144
Teatros En nuestros días, el secreto de los nuevos ritos parece ser la «desencarnación». El rito se vincula cada vez más profundamente a una realidad virtual, borra de sí toda idea de materialidad, también la trascendida e incluso la soñada. Tras la dimensión ritual se encuentra siempre la socialización, no en el sentido del «estar juntos», sino en aquel otro más penetrante de captar la dimensión colectiva y social del problema del individuo. Que un niño se esté convirtiendo en adolescente parece ser un asunto suyo: el rito socializa inmediatamente la cuestión, la convierte en problema de la colectividad, en problema político y social. Los ritos tienden hoy peligrosamente, en cambio, a la desocialización: el rito se transforma en función de la consolación del individuo, efectuando una regresión casi de tic o de espasmo solitario, o bien se mantiene como lubrificante de una socialización que es sólo un «estar juntos», como en las tristísimas excursiones escolares. En resumen, el rito se caracteriza por la dimensión de la inutilidad: el gesto que se cumple con el rito no puede ser útil ni consumible inmediatamente, debe suspender la referencia al mundo de lo útil y lo inútil para poder acceder al mundo del sentido. En cambio, al rito se le pide hoy utilidad y eficiencia: se pliega a la jerarquía de lo útil y lo inútil, y a los ritos inútiles se les permite sobrevivir como mera función ornamental. Morir en cualquier parte significa precisamente esto: no que la dimensión de la muerte se desritualice, sino que ésta haya sido re-ritualizada en función de su aplastamiento en lo cotidiano (la muerte se remite sólo a sí misma, no abre horizontes de sentido distintos o trascendentes), de su «desencarnación» (la muerte se convierte en algo virtual y parece que ya no sean los cuerpos los que deben morir), de su desocialización (la muerte es un acontecimiento privado y personal, sólo concierne a la colectividad como espectáculo ob-sceno), y de su utilidad (es necesario obtener un beneficio económico o de poder de los ritos construidos alrededor de la muerte). 145
/ ,i muerte sin máscara Los nuevos ritos tejidos en torno a la muerte no disponen ya de un lugar privilegiado, bien sea el lecho de muerte o el cementerio. La ritualización de la muerte se difunde por los ámbitos de lo cotidiano y, por ello, con esta ocultación, resulta aún más eficaz. Se redefinen, así, a propósito de la muerte, las seis funciones de los ritos: los ritos sirven para encauzar la experiencia de lo numinoso, posibilitando el acceso a la dimensión de lo religioso y atenuando en cierto sentido el poder del dios terrible y destructor (ritos de sacralización). Pero la ritualización de la muerte le hace perder hoy la dimensión de posterioridad y la convierte en un objeto como otro, extinguiendo en ella, por lo tanto, las indicaciones de sentido hacia dimensiones superiores y distintas. Si los ritos ayudan a socializar la experiencia del poder y permiten que el individuo viva tal experiencia en una dimensión protegida (ritos de sometimiento), la privatización de la muerte y del morir esconde el poder tras la máscara de la mera administración (funerales, certificados, pompas fúnebres) y oculta así su mirada al sujeto. Una de las funciones del rito es constituir un memorial (ritos de conmemoración); en cambio, el tratamiento actual de la muerte parece orientarse en sentido contrario, en la dirección de reforzar el olvido. El rito tiene la capacidad de consagrar lo cotidiano (ritos sapienciales), si bien, como hemos visto, la cotidianidad de la muerte sirve más bien hoy para desacralizarla y banalizarla. El rito puede administrar el intercambio social (ritos de socialidad), y también aquí hemos visto que la ritualidad tejida en torno a la muerte elimina las dimensiones colectivas, sociales y políticas. Pero lo más importante, como señala Ernesto de Martino, es que el rito sirve para afrontar y elaborar la crisis de la presencia en los momentos críticos de la existencia (ritos liminares y de paso), y ésta es precisamente la dimensión que se ataca en la re-ritualización de la muerte. El hecho de que se muera en cualquier parte supone que la sociedad, en su conjunto, ya no se 146
Teatros plantea el problema de la gestión de los momentos de tránsito en la vida humana. La sociedad funciona y la muerte es simplemente el cese de funcionamiento de uno de sus engranajes. No es la ausencia de ritos sino, «al contrario», una poderosa ritualización, lo que ha transformado nuestras sociedades en muchedumbres solas y silenciosas, en las que todos mueren al lado de todos sin que nadie parezca darse cuenta de ello.
Morir en otro lugar: la utopía Se desearía entonces morir en cualquier parte, en otro sitio, un no-tiempo y no-lugar donde no todo haya ya sido dicho y administrado por el poder. Se desearía pensar en la muerte como límite, entendiendo esta palabra, de la que tanto se ha abusado, en toda su radicalidad, como confín, término que contiene la experiencia del morir. Pensar radicalmente la muerte y hacer de ella el punto central de una idea pedagógica es hoy la verdadera utopía, porque se trata de convertir la educación en el lugar que falta, el no-lugar del discurso sobre el morir, sobre el luto y la despedida. Añadiremos, de inmediato, que pensamos en una educación para la muerte que sea enteramente humana y, sobre todo, íntegramente social. La dimensión utópica, a la que nos reclama la muerte, podría expresarse con las palabras de Max Horkheimer, como «expresión de una nostalgia, según la cual el asesino no pueda triunfar sobre la víctima inocente»;29 la muerte, considerada tanto en su «dimensión» de sentido (o de no sentido) para la vida, como en sus dimensiones más injustas e 29. M. Horkheimer, La nostalgia del Totalmente-Altro, Brescia, Queriniana, 1982, p. 75 («La añoranza de lo completamente otro», en AA. W . , A la búsqueda del sentido, Salamanca, Sigúeme, 1976, trad. [del alemán] A. López Fernández).
147
/ ,i muerte sin máscara inhumanas, podría indicar como finalidad de la educación la constitución de un sujeto cuyo fin sea «hacer causa común para que nadie más muera de hambre, para que cada uno tenga una casa decente, para que en los países indigentes no haya más epidemias».30 Cuando la educación pasa cuentas con la experiencia del morir se encuentra ante el misterio de la muerte, nunca del todo resoluble para el hombre. Se encuentra, asimismo, ante una tarea mucho más humana: la de pensar en una alianza de lo finito, en una solidaridad creatural, y esperar poder salvar al mundo en el momento de máximo peligro, en el momento en que corre el riesgo de ser engullido por el abismo. La realización de tal alianza pasa por la toma de conciencia de la propia creaturalidad y de la propia finitud, y también de la ineluctibilidad de la muerte, de la imposibilidad de invertir el sentido de las manecillas de la historia. La esperanza en la utopía no se deja convencer del todo de tal ineluctibilidad y, dialécticamente, deja la puerta abierta a la posibilidad de una explosión del concepto de tiempo y de su unidireccionalidad; pero la inclinación materialista de la reflexión pedagógica sobre la utopía lleva a concluir que la creaturalidad y la finitud del hombre no son superables por una síntesis positiva. Respecto de lo «completamente otro» no se da una posible definición positiva, sino únicamente una actitud de respeto y de no clausura ante la dimensión del misterio. Nos parece, así, que la educación tiene como labor hacer consciente al hombre de que es un ser finito, de que tiene que padecer y morir; pero también de que más allá del dolor y la muerte está la nostalgia de que esta existencia terrena no sea lo absoluto, lo definitivo. 31
30. Ibid., p. 114. 31. Ibid., p. 80.
148
Teatros Educar para morir en otro lugar significa educar para la creaturalidad y la precariedad, la finitud y la interinidad, no como límites que deban ser superados con imposibles proyectos de inmortalidad, sino como coordenadas esenciales del seren-el-mundo del hombre y la mujer, del animal y la planta, verdaderas bases para el diseño de una solidaridad creatural cósmica que tal vez puede ir más allá de los confines de la estratosfera, sin transformarse en sed de dominio o delirio de omnipotencia. Se trata de una creaturalidad laica, que no prevé definiciones positivas de lo que está más allá de esta experiencia terrena y terrestre, que reconoce su carácter no definitivo y se sitúa frente a las dimensiones de lo «completamente otro», despertando los sentimientos de la nostalgia y del misterio. Pero únicamente es posible el conocimiento de la creaturalidad y la precariedad sobre la base de una búsqueda de felicidad, como derecho de todos y todas. Sólo quien es feliz puede pensarse como frágil y precario, porque está sostenido por la intensidad de su felicidad. Y la felicidad debe ser de todos, o de ninguno. Vuelve aquí el momento político de la reflexión sobre la muerte: y si es difícil pensar en poder ser felices bajo la sombra del recuerdo imperecedero de aquellos que murieron en las cámaras de gas, es imposible poder serlo sabiendo o intuyendo que una sola de las criaturas terrestres padece injustamente: Si los hombres se considerasen de verdad a sí mismos como seres finitos, ligados por el miedo al dolor y la muerte, y unidos en la lucha por mejorar y prolongar la vida de todos, se crearía la verdadera solidaridad que comprende el momento de la religión y de la gran filosofía. 32 32. M. Horkheimer, Studi di filosofia della società, Turin, Einaudi, 1972, p. 147 (Sozialphilosophische Studien, incluido en Sociedad en transición: estudios de filosofía social, Barcelona, Península, 1976, trad. [del alemán] J. Godo Costa).
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/ ,i muerte sin máscara El círculo se cierra y retorna la idea de la muerte, no como realidad que debemos evitar y apartar, ni como dimensión que hay que buscar y procurar a uno mismo y a los demás, sino como fondo esencial para la finitud humana, animal, terrena. En la sociedad liberada, los hombres «no jugarían [...] sino que irían hacia la muerte más bien ofreciéndose con entrega, y sin reservas, a las demás criaturas»." En la utopía que piensa en la posibilidad de hacer de la Tierra, de esta Tierra, un lugar para vivir y para morir, los hombres y las mujeres tal vez no se darían muerte ni la procurarían a los demás, sino que la considerarían como garantía para su propia creaturahdad, como apuesta por una sociedad en la que nadie deba experimentar ya su terror ni su miedo.
33. M. Horkheimer, La nostalgia del Totalmente-Altro,
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cit., p. 66.
Capítulo
cuarto
Huellas. Pedagogía de la muerte Pero ahora que llega el anochecer y la oscuridad me quita el dolor de los ojos, y el sol se desliza más allá de las dunas para violentar otras noches. Yo, al ver a ese hombre que muere, madre, sicntro dolor. En la piedad que no cede al amor, madre, he aprendido el amor. Fabrizio de André
¿Qué significa educar para morir? ¿Qué es la pedagogía de la muerte? Tal vez algo que no existe, al menos estructuralmente. Pero, como suele suceder, puede encontrarse algún vestigio de ello en las prácticas educativas difundidas, como si la conciencia de la ineludibilidad de la educación para la muerte estuviera dispersa y fragmentada y no encontrara un lugar específico para su completa definición. La necesidad de una educación para la muerte es evidente cuando se observa cómo, en estos momentos, la educación experimenta la alternativa entre propuestas formativas constreñidas por completo por el plano técnico (en las que educar significa simplemente transmitir técnicas, pidiendo y practicando la indiferencia respecto de los escenarios de sentido en los que éstas se sitúan) y otras propuestas, dogmáticamente confrontadas a las primeras, en las que se aborda la historia personal del educando y se estimulan las 151
/ ,i muerte sin máscara dimensiones íntimas, rozando la psicoterapia pero sin abordar el cambio educativo real y, sobre todo, sin examinar el trasfondo social en el que se coloca. Con respecto a esta falsa alternativa entre una techné sin piernas (no apoyada en el horizonte de sentido) y una subjetividad sin brazos (sin la posibilidad de incidir en lo externo, en la socialidad) preferimos pensar en la educación como en una ayuda en la búsqueda de sentido que caracteriza a los sujetos, un sentido que esté en cierto modo «armado» para poder insinuarse en los pliegues de lo real y modificarlo. Así, la pedagogía de la muerte debería constituir una ampliación de sentido con respecto al tema del que se ocupa, una ampliación que se obtiene mediante la potenciación de las técnicas educativas relativas a la elaboración del duelo y la despedida, arrancando la reflexión sobre la muerte en educación de los peligros privatísticos y subjetivistas en los que está bloqueada, devolviéndola a una dimensión social. Pero también hablamos dc pedagogía de la muerte por otro motivo: el esfuerzo de la muerte es, de hecho, el esfuerzo de la despedida, y precisamente la educación experimenta y hace experimentar la despedida en el momento en que aborda su misma mortalidad. Paso difícil, especialmente hoy, cuando el difundido «superhombrismo» apoya proyectos educativos que nunca tienen fin, sin límites y sin posibilidad de verificación, distantes por completo de una posible idea de muerte y de luto. Para nosotros, educar significa sobre todo aprender y enseñar a concluir. Y son los educadores y las educadoras quienes deben comprender el carácter necesariamente precario y mortal de la relación educativa, la única relación humana que lleva escrita en la frente la fecha de su muerte. Si los educadores y las educadoras no creen que el vínculo formativo debe acabar, si lo sostienen subrepticiamente en pie incluso cuando ya no sería necesario, no sólo mantienen al sujeto en el estado de dependencia propio 152
Huellas de tal vínculo, sino que trabajan inconscientemente en la perpetuación de la consigna del silencio sobre la muerte de la que hemos hablado. También y en particular para quien desarrolla profesiones o desempeña funciones de carácter educativo, para poder hablar en serio de muerte hace falta aprender a morir.
Aceptar Educar para la muerte significa en primer lugar reconocer y ser conscientes de su presencia y aprender a aceptarla. La figura que entra aquí en el campo de la educación es la de la muerte negada: parece que no se pueda ni se deba educar a los niños y las niñas para las cosas feas, para lo negativo y otras dimensiones residuales propias de la vida: la muerte, el dolor, el mal. Parece que la educación deba remitir a los jóvenes la imagen resplandeciente de una sociedad positiva, sin que puedan ponerse en tela de juicio sus magníficas fortunas. La primera etapa de la educación para la muerte es la aceptación, una cuestión en absoluto pasiva, que precisa toda la fuerza y la actividad necesarias para introducir en las estructuras de la educación el cáncer de la muerte y del mal. Se trata de pasar la educación a «contrapelo», buscando las huellas de la muerte en los lados de sombra y removiendo en esos rincones oscuros, en esos escondites abandonados y nunca tratados. Ninguna institución educativa, ningún servicio ni proyecto están, de hecho, al amparo de las sombras, y esto sale a flote a menudo cuando alguien muere: «Nuestro proyecto cambia de modo radical tras la muerte de un usuario, de un educador, de un progenitor». Pero si la muerte parece educar por sí misma, si cada uno de nosotros cambia después de enfrentarse a una muerte, si nos damos cuenta perfectamente de que un proyecto educativo ya no podrá seguir siendo el mismo una vez atravesado por la muer153
/ ,i muerte sin máscara te, entonces, ¿por qué no jugar con antelación, incorporando la muerte, ante todo, como su aceptación y tematización en la educación tal como la proyectamos? Es necesario ser claros: nunca semejante incorporación de la muerte en la educación podrá exorcizar realmente la dimensión física y material del morir, nunca será realizable una completa anticipación de la muerte. Es más, la total transparencia y luminosidad de los proyectos educativos, el intento de iluminar total y definitivamente cada espacio oculto o cada representación oscura, se asemeja a una distopía delirante. Pero de todas formas habrá que sustraer, aunque sea un poco, tales espacios a la consigna del silencio a los que están sometidos. La educación, sobre todo de los jóvenes, debe pensar en procurar a las chicas y los chicos aquella experiencia del estremecimiento que ellos/ellas buscan de todas formas, para que comprendan su carácter consustancial a una vida digna de ser vivida, para que entiendan su carácter potentemente educativo. Se deberá pensar, por lo tanto, en una nueva ritualidad educativa que disemine de momentos de muerte el recorrido de la educación, pero que tenga sobre todo el valor de abordar tanto la precariedad y la mortalidad de los sujetos como de los proyectos, de los educandos y los educadores, así como también de la educación. En el campo educativo, la aceptación de la muerte debe protegerse de los riesgos del cinismo y del nihilismo: «Qué podemos hacer, total vamos a morir todos» es una frase atribuible, según las circunstancias, a una u otra de estas dos filosofías de la barriga llena. En una época de globalización guerrera, conviene recordar que quien está luchando por la vida o por la muerte, quien se despierta por la mañana con la preocupación de ganar el pan para sí mismo y para su familia no tiene tiempo de ser nihilista, ni tampoco de aceptar la muerte como destino. Pero si a quien vive inmerso en la muerte no se le puede pedir que la acepte, resultará difícil lograr que acepten la muerte per154
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Huellas sonas que, como nosotros, viven anestesiadas. Aceptar la muerte como destino -hay que ser claros- es el signo de un privilegio: las grandes religiones y las grandes filosofías han podido tratar la muerte porque se han situado en un espacio protegido de su frío hálito; como mínimo, en un espacio en el que ni el filósofo ni el líder religioso estaban muriendo. Jesús, en la cruz, sólo puede lanzar un «fuerte grito»: será tarea de los vivos interpretarlo y comprenderlo. También la educación, tanto si quiere aceptar la muerte como destino o combatir la injusticia que convierte tal destino en un destino de clase y de etnia, deberá colocarse en ámbitos protegidos, ficticios. La muerte que debe incorporarse en la educación es, a su vez, una muerte domesticada, pues ingresa en la domus de la educación y, en cierto sentido, está obligada a respetar sus reglas de comportamiento. Algo de la muerte se quedará, ciertamente, fuera del recinto de la educación; éste es el mejor modo de afirmar la mortalidad y la fragilidad de la propia educación. A estas alturas, debe resultar evidente que aceptar la muerte en la educación significa aceptar la muerte de la educación, lo que quiere decir: señalar el final de las relaciones educativas, prestar atención a la clausura de un proyecto, de un curso de estudios o de un servicio. Significa también aceptar que el trabajo educativo es un trabajo de «responsabilidad limitada», en el sentido de que, una vez acabado el proyecto o el recorrido, la relación educativa con aquel sujeto muere literalmente, e intentar mantenerla es un encarnizamiento terapéutico aún más delirante porque se efectúa sobre un cadáver. El maestro del último curso de primaria que deja a sus niños en el umbral de las escuelas de enseñanza media sólo puede recuperar energías y elaborar el duelo por la pérdida de los objetos de su amor si, durante los años de esa enseñanza elemental, ha sabido plantear una relación educativa marcada por el signo de la precarie155
/ ,i muerte sin máscara dad, por el signo de la muerte; es decir, si a medida que pasaban los días y los años, lograba que los niños probaran pizcas de muerte, cada vez más consistentes, de la relación educativa. El bocado de muerte que se ha de engullir al terminar una relación educativa es demasiado grande y, por lo tanto, es necesario mordisquearlo aquí y allí durante el recorrido. Ello significa, lejos de toda metáfora, que aceptar la muerte en la educación supondrá dejar espacios cada vez mayores de autonomía al educando y, sobre todo, programar de forma progresiva espacios más amplios de desdibujamiento y de ausencia del educador. En lugar de relajar la responsabilidad del educador, este proceso no hará sino fortalecerla. Si en mi ámbito la responsabilidad pedagógica es mía, no podré descargar sobre otros tal responsabilidad. Frases del tipo: «Los niños no aprenden porque las maestras de la escuela materna no les han enseñado a estar sentados» son patéticas y, por supuesto, antipedagógicas. La relación educativa a la que se hace referencia está muerta y nos ha entregado este cuerpo, el cuerpo de estos niños, ineludible punto de partida para nuestra relación educativa. Nosotros debemos pensar, por lo tanto, en una relación educativa significativa con los niños que tenemos delante, sin dejar de invertir en la continuidad con la escuela materna, pero sin tomar este dispositivo educativo ya muerto como coartada para nuestros posibles fallos. Asimismo, esto significa guiar a los chicos y las chicas a un homicidio perfecto. El fin de la relación educativa no es siempre una muerte serena, es una muerte violenta que recupera a nivel simbólico toda la violencia del eros pedagógico puesto en juego durante la relación misma. Aceptar y hacer que se acepte educativamente la muerte significa afrontar la precariedad: del mundo y de las personas, la nuestra y la de nuestros proyectos, imaginados muy a menudo como infinitos y eternos. Raras veces se pasa cuentas de verdad con la dimensión del final. Final que es y debe 156
Huellas ser también final de la educación, de la profesionalización de los ámbitos de cuidado, restitución al ámbito social de aquellas dimensiones que la aspereza de los tiempos nos ha obligado a convertir en objeto de intervención profesional. La educación es una invención humana, y lo son su institucionalización y profesionalización, posiblemente ineludibles e imprescindibles ahora, vistos los tiempos bárbaros que estamos atravesando, pero inútiles tal vez algún día, en la aurora del mundo en el que el crecimiento, la esperanza y el miedo de un individuo volverán a ser asunto de todos y todas. La utopía de «morir en otro lugar» retorna aquí como utopía del final de la educación, de su ocaso como algo innecesario o de su extinción como artificio creado por el hombre en tiempos oscuros; una utopía de la que ya no se siente necesidad en un mundo liberado, digno y humano.
Experimentar Tras la muerte de Abel, la primera muerte de la historia del mundo, YHWH interroga a Caín. Éste, después de negar ser el centinela (shomer: entendido no tanto como el guardián sino como el centinela que está en lo alto de las torres, como en Isaías) de su hermano, dice que no podía saber que al golpear a Abel éste moriría: Pero Caín siguió negando su culpa, sosteniendo que nunca había visto matar a un hombre: ¿cómo podía imaginar, por lo tanto, que las piedras lanzadas contra Abel acabarían con su vida?1
1. L. Ginzberg, «Le leggende degli ebrei», en Dalla creazione Diluvio, vol. I, Milán, Adelphi, 1999, p. 114.
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Caín no está equivocado. Si antes de Abel no había muerto nadie, ni siquiera la serpiente; si la muerte no había entrado aún en el campo de experiencia de los hombres, ¿cómo podría el hijo de Adán y H a w w a conocerla, tener experiencia de ella y temerla, para él y para su hermano? Es importante, para nuestra experiencia de la m u e r t e y del morir, que el primer r o s t r o que la muerte presenta en la narración judeocristiana sea lo que hemos definido como muerte procurada: el hombre experimenta desde los inicios su poder para dar muerte, adquiere experiencia de la muerte como poder antes que c o m o algo que debe ser temido y respetado. Aparte del relato bíblico, esto también es probablemente cierto también en el ámbito antropológico. Al comienzo de su historia, para el hombre era tal vez más decisiva la experiencia de matar, en la caza o en un enfrentamiento, que la de llorar a sus muertos. 2 Quizá la intimación « Q u e nadie toque a Caín» ( G n 4, 15) encierra asimismo el conocimiento de que el homicida es depositario de una experiencia tan terrible como decisiva y - p o r así decir- educativa. El f u t u r o f u n d a d o r de ciudades sintió en sus propias manos el poder de dar la muerte y acaso se dio cuenta de que este poder era decisivo para el nacimiento de una consciencia de la misma muerte. La muerte temida es, pues, una figura consecuencial respecto de la muerte procurada: teme la muerte quien, en primer lugar, la ha experimentado como poder de aniquilar o de aniquilarse; teme la muerte quien ha sentido la fuerza de la posibilidad de acabar con los otros o consigo mismo. Para temer y, por lo tanto, para comprender la muerte hay que experimentarla, al menos c o m o posibilidad. Para relacio2. Una interesante representación narrativa de este enlace entre conciencia de la muerte y violencia ligada a la lucha por sobrevivir en un clan de homínidos «prehistóricos» se encuentra en la novela de B. Kurten, La danza della tigre, Montereggio di Mulazzo (MS), Muzzio, 2002.
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narse con la muerte es necesario haber sentido su hálito, haberse sentido atrapado por la posibilidad de la nada. Es preciso que, al menos una vez en la vida, el hombre se aventure fuera. La preciosa vasija debe acercarse a él, por lo menos un día, en trémula meditación. Debe sentirse, por lo menos una vez, en toda su terrible pobreza, soledad y lacerante separación del resto del m u n d o , y debe permanecer, p o r lo m e n o s una noche, cara a cara con la nada. 1
Esto es significativo desde el punto de vista pedagógico y lo es, sobre todo, para quien trabaja con los/las adolescentes. Probablemente en ningún m o m e n t o de la vida de un hombre y de una mujer adquiere tanta importancia la cuestión de la muerte - e n las reflexiones y las elaboraciones, en el espacio de lo imaginario y hasta en el universo onírico- como en la adolescencia. Los chicos y las chicas hablan, sueñan, temen la muerte, juegan con ella en sus ritos cotidianos, la convierten en objeto de escarnio y de veneración, la persiguen y a menudo, p o r desgracia, la buscan o la procuran. Sobre este fértil terreno arraiga la pasión por el horror. La puesta en escena de la muerte fascina a los jóvenes, los cautiva. La representación, incluso violenta, de la experiencia del morir, desata en los más jóvenes pulsiones y energías insospechadas de la libido. La adolescencia es una tanatología en acto. Por otra parte, ello es absolutamente comprensible si tenemos presente que el proceso de crecimiento afrontado por el adolescente es una constelación de experiencias de muerte que turban la sensibilidad de la adolescencia y cuya resolución serena constitu-
3. F. Rosenzweig, La stella della redenzione, Genova, Marietti, 1985, p. 4 (La estrella de la redención, Salamanca, Sigúeme, 1997, trad. [del alemán] M. García-Baró).
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ye el f u n d a m e n t a l desafío evolutivo para el/la joven. Él/ella debe morir literalmente a su propia infancia para p o d e r pensarse c o m o adulto. Por este motivo, es necesario que los chicos y las chicas sean conducidos por los adultos para experimentar la muerte en un espacio protegido, caracterizado por la posibilidad de aquel «aventurarse fuera» al que se refiere Rosenzweig; espacio extático, por lo tanto, en el cual sentir el ek-stasis de una muerte ficticia y artificial, fractura c individuación al mismo tiempo, ruptura de la cotidianidad y salto hacia distintas y adultas organizaciones del yo. Experimentar la muerte significa pensarse y representarse antes y después del encuentro con ella, y comprender los cambios suscitados por el encuentro. 4 Pero la experiencia de la muerte y del morir tiene su especificidad, algo que la convierte en una experiencia límite y que obliga a tomar precauciones cuando se quiere sembrar de experiencias de muerte los recorridos educativos de los chicos y de las chicas. Quienes mueren, de hecho, son siempre los otros: nosotros nunca podemos adquirir experiencia de nuestra muerte y, por lo tanto -algo parecido a lo que sucede con la vivencia del embarazo y del parto, p o r lo que respecta a los varones-, esta experiencia permanece inexperimentada, sólo la podemos imaginar, temer o soñar. Todo empirismo digno de tal n o m b r e debería recordarlo: «Nihil est in intellectu quid ante non fuerit ín sensu», excepto la muerte. Entonces, posiblemente, no expe-
4. Personalmente, hemos experimentado con algunos educadores en un seminario de formación el sentido del cambio, incluso físico, que produce la experiencia de la muerte. Instados a dibujar el propio autorretrato antes y después de un encuentro con la muerte, los educadores mostraron con sus dibujos los cambios corpóreos significativos (empequeñecimiento, engrandecimiento, cambio de las proporciones de algunas partes del cuerpo) que simbolizaban el sentido de crecimiento o de regresión que la experiencia había suscitado en ellos.
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rimentamos nunca el morir - e l nuestro, pero en t o d o caso el m o r i r - de los otros y las otras. Y éste es un punto clave al pensar en la experiencia de la muerte, la cual se constituye siempre por analogía, o por absurdo, o incluso por ficción. Adán y H a w w a no sabían qué hacer con el cuerpo del hijo. «Un día los infelices padres vieron que un cuervo escarbaba en el suelo y enterraba en aquel punto un pájaro muerto de su propia especie. Adán siguió su ejemplo y sepultó el c u e r p o de Abel.» 5 Tal vez fue así como -según sugieren recientes investigaciones- los cuatro elementos tradicionales fueron «descubiertos» por las mujeres destinadas al cuidado de los cadáveres. En la base de la vida se encontrarían, pues, los mismos elementos que guían la disolución del cuerpo muerto: el agua que arrastra el cadáver, el aire que lo disuelve en la putrefacción, la tierra en la que se inhuma y el fuego que lo consume en las piras/' De este modo, la muerte, al no ser nunca experimentada, en cuanto siempre es muerte del otro, nos sugiere una nueva modalidad de experiencia: la de estar-fuera -extática precisamente-, la de observar al otro sin la posibilidad de relacionar su experiencia con algo que yo haya experimentado alguna vez. C o m o hemos observado por la experiencia del dolor, la experiencia de la muerte implica, con mayor razón, la fuga de u n o mismo: C o m p r e n d e r el dolor del otro h o m b r e o de la otra mujer, del animal o de la planta c o m o conjugación en segunda persona (o incluso en tercera) del d o l o r q u e y o he sentido, significa encerrar posteriormente el dolor del otro/a en el delirio de mi omnipotencia o, peor aún, de mi omni-impotencia. C r e o que 5. L. Ginzberg, Le leggende dcgli ebrei, cit., p. 116. 6. La hipótesis se debe a la antropóloga estadounidense B. Walter y se cita en G. Feuerstein, II linguaggio spirituale dei numeri, Milán, Armenia, 1995, p. 81.
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el o t r o / a sufre p o r q u e sé descifrar sus lenguajes callados, sé, con él y sólo con él, con ella y sólo con ella, reconstruir sus causas, esbozar las posibles vías de salida. 7
Por lo tanto, la experiencia de la muerte a la que nos referimos como segundo fundamento para una pedagogía de la muerte no es sólo experiencia del morir sino, también y sobre todo, de la infinita e indeterminable pluralidad de las maneras de afrontar la aventura de la vida, del crecimiento y de la muerte. La línea de demarcación constituida por la muerte, mejor dicho, por las infinitas muertes cotidianas que nos rodean, todas distintas y todas narrables a partir de coordenadas de imposible síntesis, nos permite afrontar el problema de las diversidades individuales a partir de lo que parece ser el principio supremo de nivelación y de homogeneización. Si a cada uno y a cada una puede serle restituida su muerte específica, es entonces posible que el principio del respeto y de la convivialidad de las diferencias lance sus rayos, desde el reino de la muerte, sobre el precario horizonte de la vida. La dimensión del recuerdo de las muertes de las que hemos sido testigos se convierte así en algo central: ninguna muerte debe quedar en el olvido porque cada una de ellas nos enriquece al dotarnos de una experiencia de sentido. Nadie -excepto en A u s c h w i t z - muere como muere otro, y cada muerte nos deja u n mensaje, la petición desesperada de concesión de sentido y de salvación de la vida en la dimensión del recuerdo. Enseñar a los jóvenes a recordar las muertes de las que son testigos es ya hacerles vivir la experiencia de la muerte y, sobre todo, hacer que sientan una forma de poder sobre la muerte que no sea necesariamente procurarla. La experiencia de la muerte se convierte, así, en la posibilidad de recopilación de la memoria y de las memorias de las 7. R. Mantegazza, Pedagogía della resistenza, cit., p. 29.
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muertes ajenas, memorial de las mil maneras de morir, y nos permite vivir la despedida en su dimensión plural, afrontando en la fase educativa los rasgos comunes de los múltiples e irreductibles modos de irse, de dejar el mundo, de morir.
Preparar La muerte que hemos definido como muerte escogida parecería ser la más preparada entre todas. Al fin y al cabo, quien decide acabar con su vida dispone la puesta en escena de su muerte de un m o d o meticuloso y preciso, pero ello no supone que sea de verdad la experiencia de la muerte lo que se prepara. Es más, probablemente quien se suicida nunca ha tenido la posibilidad de proyectar realmente su muerte, de anticiparla en la fantasía o de organizaría deteniéndose un instante antes del m o m e n t o decisivo. Existe un abismo entre pensar en suicidarse y transformar ese pensamiento en un proyecto que llegue a «buen fin». Lo que falta en el segundo caso es una especie de membrana, de cortina protectora que divida la fantasía de la realidad, que haga que la muerte sea preparada para nada y que en esto consista, precisamente, la fuerza educativa de ese acto de poner una mesa en la que no se consumirá alimento - p o r q u e está envenenado-. En este sentido, la verdadera preparación de la muerte es también su anticipación en la dimensión de la fantasía y la ficción. Jugar a morir o fingir estar muertos son actividades sin duda peligrosas, porque la membrana antes mencionada es realmente m u y sutil, sin embargo, p u e d e n ser m u y educativas si se juegan bajo el signo de la prueba del yo, del desafío al propio crecimiento. Preparar la muerte no significa restablecer los rituales del memento mori medieval; quiere decir, p o r ejemplo, explicitar, aunque sea en la dimensión de la ficción o del juego, aquel pro163
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yecto implícito de muerte que cada cual probablemente posee. ¿ C ó m o nos gustaría morir? ¿ C ó m o imaginamos nuestra muerte? ¿ Q u é muerte querríamos p o n e r en escena, si pudiéramos elegir? Q u e una persona desee morir durante el sueño para no sufrir, o combatiendo por la libertad, o tras un acto de amor, son todas ellas representaciones útiles para plantear aquel tratamiento anticipado de la separación necesaria en la educación para la muerte. Explicitar estas narraciones a partir de la dimensión del juego, trabajando, por ejemplo, con sujetos en edad evolutiva, puede representar una buena carta en la idea de una educación para la muerte. H e m o s experimentado con los adolescentes una actividad que hemos titulado De pro fundís. Los chicos y las chicas son invitados a dibujar en un folio su tumba o su monumento fúnebre. Es posible dibujar cualquier cosa: tumbas auténticas, sencillas cruces, astronaves, urnas, contenedores de cristal, etcétera. Las consideraciones sobre el trabajo de los chicos y las chicas son muy útiles a propósito del tema de la preparación a la muerte. A menudo surge el problema de la fecha de la muerte; algunas personas no consiguen determinarla ni siquiera en la fantasía. Se trata de una actividad que remueve representaciones, emociones y vivencias no siempre fáciles de mantener bajo control, p e r o permite r a z o n a r simbólicamente sobre la imagen de sí que uno cree que va a dejar en herencia, así como sobre la posibilidad de jugarse de antemano la elección de lo que quedará de nosotros. La verdadera muerte elegida es aquella que no transforma esta elección en un gesto definitivo. Aquella que se detiene un instante antes de caer en la trampa de la idea de muerte como perfección y está mucho más cerca de la idea de muerte como cumplimiento. Si tras la muerte nuestra vida quedará en manos de quienes nos aman o nos odian, prepararla significa también fingir que ya está aquí presente y convertir esta ficción en un pre164
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texto para modificar algún elemento de nuestra vida. Se trata, en definitiva, de hacer de nuestra muerte una obra de arte. N o m u r i e n d o de verdad, c o m o Mishima, H e m i n g w a y o Pavese, sino imaginando, soñando, experimentando nuestro fin en la ficción. Preparar al otro (y a u n o mismo) para la muerte es tal vez la máxima expresión del cuidado, una dimensión que demasiado a m e n u d o se asocia retóricamente a la vida, c o m o si en la muerte no hubiese ya nada que debiera ser cuidado. Cuidar al m o r i b u n d o significa poner a p u n t o los espacios y los tiempos, los dispositivos específicos de elaboración de su muerte; no es fácil ni factible en soledad, se necesita siempre una red social que se ocupe de ello. La gran contradicción es que estamos preparando a alguien para algo que no conocemos realmente, que nunca hemos experimentado. ¿ C ó m o llevar a cabo, pues, esta preparación? Creemos que preparar para la muerte implica ante t o d o c o m p a r t i r el desplazamiento y el miedo: encontrarse en la misma situación de creaturalidad, de exposición y desnudez respecto del acontecimiento de la muerte. En segundo lugar, la preparación para la muerte significa también la sustracción de la muerte a su cruda materialidad. El aspecto visible, físico, de la muerte es extremadamente violento y ofensivo; si no se lo puede acallar o apartar, tampoco puede ser exhibido en su cruda desnudez. Algunos médicos creen preparar a los pacientes para la muerte cuando les comunican un diagnóstico aciago, incluso de manera brutal. Suavizar las prácticas de narración de la muerte es una estrategia de preparación. El destino final del cadáver, su disolución, no puede constituir la base de una preparación para la muerte, aunque haya que tener en cuenta que este fantasma aletea en la habitación del moribundo y es difícil alejarlo de ella. Finalmente, preparar la muerte quiere decir asimismo percibir su presencia potencial en todas nuestras jornadas, no sólo 165
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frente a los enfermos terminales, sino también en la luminosidad del campo en mayo o en la adormecida ciudad agosteña. Sentir la presencia de la muerte no supone vivir en su pesadilla sino, al contrario, equiparse verdaderamente, bajo el signo de la precariedad común, para vivir cada día como si fuese el último y, sólo por este motivo, en las relaciones que consideremos significativas, no permitir que el sol decline sobre nuestro rencor. Anticipar la muerte, compartir el desplazamiento y suavizar las narraciones son las etapas que, según creemos, nos permiten vivir la dimensión de la muerte como pasión, sin que esto se transforme en simple aquiescencia o sumisión sino que deponga las actitudes arrogantes y ciegas frente a la realidad de morir. Esta preparación y anticipación del final, que vale para cada individuo, debe ser propia también de la educación. Todo proyecto formativo debería ser capaz de anticipar el duelo por el propio desenlace, así como de presentar a los sujetos el resultado previsto. Un curso de inglés prevé un resultado (el hablante competente en la nueva lengua), pero cada sujeto que nace supone la muerte simbólica del sujeto anterior. En definitiva, hay que tomar en serio las preguntas que cada persona se plantea cuando entra en contacto con una institución, un servicio o un proyecto educativo, preguntas que pueden resumirse en la siguiente cuestión: «¿qué morirá de mí en este proyecto?». Si entrar en una nueva institución significa verse reestructurado en el plano corpóreo, también quiere decir convertirse en un nuevo sujeto o prepararse para serlo y, por lo tanto, tener que elaborar el duelo por la pérdida de algunos aspectos de la subjetividad precedente. ¿Qué espacio y qué tiempo deja la institución para la reelaboración del pasado institucional del individuo? ¿Qué líneas de demarcación, qué umbrales y antecámaras, qué vestíbulos se prevén para el acceso a la nueva realidad, y cómo son guiadas las personas? En la mayoría de las culturas 166
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la dimensión iniciátiea permite elaborar los duelos: ¿qué características tiene la iniciación específica presente en la acogida en la nueva realidad, y cómo se cruza ésta con las dimensiones iniciáticas anteriormente atravesadas por quienes las han experimentado? ¿Existe una red de relaciones entre esta realidad institucional y las otras que son o han sido experimentadas contemporáneamente p o r los sujetos? ¿En caso de que ésta exista, es explícita o subterránea, y cuál es el grado de conciencia de los sujetos a este propósito? La cuestión de la continuidad/discontinuidad entre servicios educativos es también una cuestión de muerte: ¿ahora que estoy en la secundaria, qué debo enterrar de mi identidad de alumno de enseñanza elemental? Si una escuela no se hace cargo de esa necesidad de elaboración del duelo, se arriesga a no prender en los sujetos. ¿Pero, qué puede hacer la enseñanza secundaria por sí sola para darnos respuestas si no se ha realizado un trabajo de preparación para la muerte en los años de la elemental? Y la enseñanza secundaria, ¿puede no trabajar ella misma en la experiencia de muerte que será compendiada y ritualizada en el examen final? Una vez más, la sociedad adulta tiene la responsabilidad de sacar la muerte de lo no dicho; pero en el ámbito educativo ésta tiene asimismo la labor de procurar la muerte del muchacho, de anticipar aquel doble homicidio que se encuentra al final de los procesos educativos. Educar significa repetir de manera no violenta el gesto de Caín, escoger la propia muerte y, sobre todo, la ajena. Detrás de cada proyecto educativo se asoma la sombra ineludible del asesinato.
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Acompañar Si cada h o m b r e recibiese, a los 20 años, un mensaje sobrenatural que le comunicara, mediante anuncios impresos o sirviéndose de la radio, el día y la hora de su muerte, t o d o s los que supieran que debían morir el 7 de abril de 1960, a las 19.40, supongamos, se tenderían la m a n o desde cualquier parte del mundo. [...] Sí, creo que ni las distancias ni las fronteras impedirían, a quienes supieran que iban a morir en el mismo instante, sentirse consanguíneos. Es la muerte, no el nacimiento, lo que nos emparentad
Saber cuándo deberemos morir constituiría, sin duda, una desgracia: «La muerte, en sí, no es una cosa tan horrible, posiblemente. A todos nos llegará. El problema sería si supiéramos, aunque fuera dentro de un siglo, o dos, el m o m e n t o preciso en que vendrá». 9 Pero saber que moriremos, tal como lo sabemos, podría constituir un pretexto válido para unirnos y consolarnos recíprocamente. Es curioso c ó m o Marotta y Buzzati, en los escritos de los que p r o c e d e n las citas anteriores, extraen conclusiones completamente distintas al imaginar lo que pasaría si las personas supieran el día y la hora exacta de su muerte. Para el primero, esto da lugar a la solidaridad; para el segundo, a la más oscura desesperación. P e r o el p r o t a g o n i s t a del cuento de Buzzati es el único que posee este diabólico conocimiento. Para Marotta, en cambio, se trata desde el principio de un conocimiento compartido, de un secreto revelado a muchos que constituye, por lo tanto, la base de un hermanamiento real entre los seres humanos. 8. G. Marotta, A Milano nonfa freddo, Milán, Bompiani, 1949, p. 196. 9. D. Buzzati, «Equivalenza», en Le notti difficili, Milán, Mondadori, 1971, p. 25 («Equivalencia», en Las noches difíciles, Barcelona, Argos Vergara, 1983, trad. [del italiano] C. Artal).
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Incluso sin saber cuándo deberemos morir, podemos acompañar de todas formas a nuestros semejantes en la muerte y pedir el derecho de ser a c o m p a ñ a d o s en ella. La m u e r t e en la que somos acompañados o en la que acompañamos a otros resulta, en cierto modo, una figura de la muerte amada, en el sentido positivo mencionado más arriba. Se convierte en una muerte compartida, no vivida en soledad, una muerte que se afronta con el alivio de una presencia amiga. También muerte como alivio, pues, porque resulta menos ardua por el acompañamiento de otro ser humano. A c o m p a ñ a r a quien muere significa entrar en una nueva dimensión, en un espacio/tiempo diferente. Quien haya permanecido en la habitación de un moribundo, aunque sólo unos instantes, conoce la desaceleración de los ritmos relacionada con el desarrollo de lo cotidiano en aquel espacio. Para quien atiende a un moribundo, el cuerpo aprende un ritmo nuevo, hecho especialmente de «silenciamiento», de hablar en voz baja, de manejar con más cuidado los objetos y el propio cuerpo de la persona que está muriendo. Se aprende una nueva ritualidad, un movimiento más contenido, un compás más retraído. Quizá, para un ser humano, la peor expropiación consiste en no compartir los últimos instantes de vida de una persona querida: llegar con retraso al lecho de un m o r i b u n d o expropia de un ritmo y de un ritual que no se encuentran en ningún otro lugar.10 En estas situaciones, el que sufre sobre t o d o una crisis es el lenguaje: no se sabe qué decir, es difícil encontrar palabras, suspendidas entre una vaga e irreal consolación y un desesperado intento de conferir sentido a la experiencia: «Verás / nos emborracharemos juntos y cantaremos a coro nuestras cancio-
10. Permítaseme dedicar esta reflexión a mi padre, a cuyo lecho de muerte llegué con retraso, a pesar del altivo triunfo tecnológico de los aviones transoceánicos.
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nes / y luego / nos echarán y despertaremos llenos de alegría»." Pero es i m p o r t a n t e n o dejarse d o m i n a r p o r esta dificultad o imposibilidad de hablar o, mejor, asir el desplazamiento y convertirlo en la piedra angular de una nueva concepción del lenguaje, en la que quizá cuenta menos lo que se dice que la relación entre los hablantes. Es un gesto de extrema nobleza recoger el último mensaje de un moribundo, que a menudo no es, evidentemente, un mensaje articulado, una frase célebre ni una cita docta. Quien muere se encomienda frecuentemente a la dimensión del estertor o del lamento mudo, pero entre captarlo o abandonarlo hay una diferencia esencial. Captar el último estertor, escuchar el postrer aliento significa acompañar al moribundo pero, sobre todo, acompañarse a uno mismo en el descubrimiento de una nueva dimensión de la escucha. El último mensaje de un moribundo podría no significar nada «objetivamente», pero dejarlo desoído sería un signo de barbarie. Esto significa que cada palabra de un semejante podría constituir su último mensaje, que la inclinación de la muerte sobre la cotidianidad, como una espada de Damocles, nos hace responsables de la escucha y de la custodia de la palabra o del estertor del otro en cualquier momento, no sólo cuando la muerte muestra su proximidad, tangible y evidente. Acompañar a quien está muriendo - e s t o es, a cualquiera de este m u n d o - hasta la orilla de una buena muerte quiere decir, en primer lugar, escuchar. Arquetipo de esta concepción de la escucha es el resonar de la palabra divina en el oído de los primeros hombres pero también, y tal vez sobre todo, la escucha de la naturaleza en su lamento: Es una verdad metafísica q u e toda naturaleza c o m e n z a r í a a lamentarse si se le hubiera d a d o la palabra [...] ella misma 11o-
11. G. Gaber, «L'amico», del álbum I borghesi.
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raría sobre el lenguaje. La incapacidad de hablar es el gran dolor de la naturaleza (y para redimirla están la vida y el lenguaje del h o m b r e en la naturaleza). 12
Pero ser capaces de captar el sonido de la naturaleza y articularlo en lamento significa, ante todo, afinar el p r o p i o oído y ejercitarlo para escuchar el lamento; ya se exprese éste con el grito lacerante o con el imperceptible susurro, se trata siempre de articular en palabras comprensibles el estertor del agonizante o del sufriente, del moribundo. En tiempos de mensajes virtuales y de postescritura, y de una denominada «segunda oralidad», caracterizada por su carácter fluido y p o r su continua redefinición, la escucha del m o r i b u n d o apela a la responsabilidad de custodiar dentro de u n o mismo las palabras del otro/a. Éste es un m o d o de penetrar en la intimidad del moribundo sin transgredirla ni provocar aquella escucha obligante que teme hasta tal p u n t o el silencio del o t r o / a que lo constriñe a hablar, lo fuerza al relato, no sabe mantenerse a la escucha, quiere arrancar al otro/a cualquier sonido, aunque sea un gemido. Lo que podríamos escuchar de labios de un moribundo al que acompañamos a la muerte podría ser incluso un silencio, pero un silencio es distinto de la nada. Escuchar el silencio conmueve y, precisamente por ello, es una base para el acompañamiento del moribundo, porque, fuera de nuestro sitio y frente a su silencio, como él frente a la muerte, elegimos el acompañamiento en la turbación y la aleatoriedad. Compartir esa posición significa sujetar una mano, limpiar la frente y no pedir palabras, 12. W. Benjamín, «Sulla lingua in generale e sulla lingua dell'uomo», en Angelus Novus, Milán, Einaudi, 1962, p. 63 («Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los humanos», incluido en Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV, Madrid, Taurus, 1991, trad. [del alemán] R. Blatt).
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ni lamentos. Estar allí, no irse ni huir; el valor de permanecer es el auténtico y p r o f u n d o acompañamiento a la muerte. Pero después se debe salir, porque nosotros no morimos en aquel momento. Incluso es justo que, ante la muerte, ante el instante verdaderamente supremo del morir, se llegue en soledad. Nuestro acompañamiento a quien muere debe detenerse, retraerse; de lo contrario, ponemos en escena otra figura, la de nuestra omnipotencia. Dejar solo a quien muere no es un abandono si se trata de una retirada púdica ante la dimensión del final al que hemos acompañado al otro hasta donde hemos podido, hasta donde nos ha sido permitido. Es asombroso que, al adormecerse, casi todos se vuelvan hacia la pared, aunque de esta manera den la espalda a la habitación oscura, que deviene ignota [.--]. C o m o si, más allá de lo perturbador y lo extraño, también el sueño fuese una preparación para la muerte."
Quien muere se gira hacia la pared y se abandona así definitivamente, afronta solo el inmenso misterio que en aquel preciso instante nos expulsa como testimonios imposibles. Tenemos que retornar, el acompañamiento ha concluido. C o m o Virgilio y Moisés, debemos detenernos a este lado del umbral; en nuestro caso, salir de la muerte para regresar a la vida. Incluso en una capilla ardiente o frente al lecho de un moribundo, nuestro cuerpo no deja de comunicarnos sus exigencias, las más bajas y fisiológicas. N o s está diciendo a su manera que la muerte que en aquel momento se está verificando no es la nuestra; que debemos animarnos y volver a aquella orilla a la que el otro ya no podrá acompañarnos. 13. E. Bloch, Tracce, Milán, Coliseum, 1989, p. 134 (Huellas, Madrid, Tecnos-Anaya, 2005, trad. [del alemán] M. Salmerón).
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Despedir Algo m u y similar sucede también en el campo educativo. Al final de los recorridos educativos hay que separarse y acompañar al sujeto hacia la muerte de su identidad de educando, hacia su renacimiento con otras identidades mantenidas en suspenso cuando estaba dentro de nuestro dispositivo educativo. Pero acompañarlo sólo hasta aquel p u n t o y no más allá, aunque resulte difícil aceptar que nuestro educando sea autónomo en un m u n d o que es su m u n d o y sea difícil admitir la soledad que ello puede comportar: ésta es el alma secreta de todo proyecto verdaderamente educativo. Al final de la educación está el mundo, el m u n d o real, no alterado ni filtrado por los dispositivos pedagógicos, el mundo al que los jóvenes, los niños y los adultos de los que nos hemos o c u p a d o deben volver. Y este m u n d o nos está rigurosamente vetado. Lo que podemos hacer en ese umbral, asomados a la línea de demarcación entre la educación y el m u n d o de la vida, una línea que no podemos atravesar bajo la pena de poner en escena una educación totalitaria y totalizadora, 14 es despedirnos. Al igual que en el umbral de la muerte es posible despedir al agonizante dejándole - n o sabemos para qué u s o - una imagen nuestra y llevarnos con nosotros una suya. Cuesta mucho pensar en una conclusión más eficaz de los procesos formativos que la que supone la restitución de las imágenes mutuas. 15 La mejor despedida no es aquella que dice simplemente que ha valido la pena estar juntos, sino la que pone de manifiesto el cambio realizado durante el recorrido educativo. Y si hoy se presta tan poca 14. Para el desarrollo de estos conceptos, nos permitimos remitir a nuestros escritos Filosofía dell'educazione, Milán, Mondadori, 1998, y Unica rosa. Cinque saggi sul materialismo pedagógico, Milán, Ghibli, 2001. 15. Cfr. I. Orsenigo, Oltre la fine. Sul compimento della formazione, Milán, Unicopli, 1998.
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atención a las conclusiones de tales procesos (con las excepciones, por ejemplo, del rito scout de la partida y quizá de los exámenes que concluyen la enseñanza media y las carreras universitarias) tal vez sea p o r q u e cuesta asimilar el sabor de muerte que comportan tales eventos. Dicho sabor es, sin embargo, el ú n i c o viático para adquirir una a u t o n o m í a real; j u s t a m e n t e devolviéndole al sujeto sus imágenes, la «imagen de ingreso» y la de «salida», se le puede ayudar a cumplir el rito de la emancipación de aquel dispositivo. Tanto en lo que concierne a la muerte simbólica como a la muerte real, hay que aprender a despedirse: del moribundo y de nosotros mismos, de la relación que se tiene con él/ella y de las imágenes que nos llevamos dentro. Una de las tareas más arduas en la elaboración del duelo es saber pasar cuentas con la imagen del muerto, comprender qué imagen de él/ella queremos y podemos llevarnos con nosotros. Y conviene lograrlo en un tiempo breve, p o r q u e el golpe de escalpelo de la muerte lo hace t o d o más difícil y se corre el riesgo de cristalizar una relación que debería ser fluida, reduciendo, por ejemplo, una historia de años a los últimos días, que tal vez han sido de sufrimiento agudo. C u a n d o muere una persona m u y cercana a nosotros, advertimos en el desarrollo de los meses sucesivos algo que, por mucho que hubiéramos querido compartir con el desaparecido, nos parece que sólo ha p o d i d o madurar gracias a su ausencia. Y al final lo despedimos en una lengua que él ya no entiende."
La dificultad de despedir a quienes se van para siempre es también su propia dificultad para despedirse de la vida, p e r o
16. W. Benjamín, Strada a senso único, Turín, Einaudi, 1983, p. 14 (.Dirección única, Madrid, Alfaguara, 1987, trads. [del alemán] J. J. del Solar y M. Allendesalazar).
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para nosotros esta segunda dimensión no es alcanzable ni comprensible. N o s queda la posibilidad de trabajar sobre la primera, esperando poder elaborar la separación bajo el signo de una buena despedida antes de que la muerte interrumpa o modifique el sentido de nuestros intentos. Acaso la dimensión de la muerte desafiada sea un modo de elaborar tal problema. El desafío a la muerte es una forma de despedida, como lo es el suicidio. El suicida se despide del m u n d o con el mismo acto con que cumple su gesto, pero su despedida está condenada a la ineficacia. El problema de la despedida del suicida es que no permite la reciprocidad, esto es, la recíproca restitución de imágenes. N o es una casualidad que muchas personas se hayan abstenido de suicidarse justamente en n o m b r e de la imagen de sí mismas que dejarían a quienes permanecen, del mensaje demasiado desesperado que resultaría de tal gesto. N o es posible dejar que nuestra sociedad narre la muerte y se despida de la vida sólo a través del acto triste y desesperado de los suicidas. El suicidio será también un gesto eminentemente filosófico (aunque lo dudamos mucho), pero deberíamos tratar de construir un m u n d o en el que la filosofía no esté tan estrechamente emparentada con el aislamiento y la desesperación. La piedad hacia el moribundo, el rechazo del abandono y de la soledad que a menudo se asocian a las experiencias del morir nos inducen a abordar la idea del adiós c o m o modalidad específica de despedir a quien muere. Despedirse significa, sobre todo, tomarse en serio la acción disgregante y unidireccional del tiempo. Quizás habrá algo más allá de la muerte, pero hay por lo menos un aspecto p o r el cual nuestra despedida de quien muere no es un hasta luego sino un adiós. Sólo entendiendo en su radicalidad el sentido de pérdida vinculado al tiempo que pasa y no vuelve, y sólo aceptando que el pasado es algo irremediablemente perdido en su materialidad, se podrá pensar en formas 175
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de despedida ante la muerte que sean algo más que meras consolaciones. Esto significa también pensar en el tiempo que pasa como sucesión de momentos de muerte y supone, además, introducir la muerte en nuestra identidad adulta, identidad concebida como producto de la elaboración del duelo por la pérdida de la identidad infantil. Para poder despedir realmente a la muerte y al m o r i b u n d o es necesario ante t o d o despedirse de imágenes y partes de nosotros mismos que ya no existen, y esto significa, en concreto, aprender a despedirse de la propia infancia. Se trata de una despedida teñida a menudo de añoranza y melancolía, sentimientos totalmente legítimos y educativos - s i n o desembocan en el delirio que desearía que el tiempo no hubiese pasado—, los cuales pueden servir como instrumentos de elaboración positiva del crecimiento. Incluso el recuerdo, impregnado de nostalgia, del niño o la niña que fuimos, nos servirá de instrumento de elaboración del duelo por la pérdida de la identidad infantil. El «desgarro» entre infancia y edad adulta sería demasiado fuerte y traumático si no conservara el recuerdo de la infancia como tierra en la que refugiarse, en las necesarias y benéficas regresiones que todo ser h u m a n o necesita. La verdadera infancia liberada, que sólo comprendemos cuando la hemos perdido para siempre, la infancia que vive en el corazón de cada formador y educador como impulso para educar, es aquélla que se entrega dócilmente al recuerdo y, por lo tanto, a su propia muerte, sin pensar que recordar la propia infancia pueda, de verdad, recuperar de ella todas sus dimensiones de alteridad y utopía. Si la infancia se pierde en el crecimiento, ello supone que una parte de su reino ha desaparecido para siempre y ni siquiera el recuerdo puede recuperarlo. Ante la infancia perdida hay que asumir una actitud de respeto y de despedida que la considere también como reino del misterio y de lo incognoscible. 176
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Algo está condenado a escapársenos para siempre del niño o la niña que fuimos, como del amigo que muere. Pero aquella atmósfera peculiar de nuestra infancia, aquellos colores y sabores son la prenda de lo que nosotros, hombres y mujeres, podríamos ser y de lo que podría devenir el m u n d o que habitamos: «Al niño que regresa de las vacaciones, la casa en la que vive le resulta nueva, alegre, festiva, a pesar de que no haya cambiado nada en ella desde el día en que la dejó». 17 El niño en vacaciones ha «olvidado el deber» al que lo reclaman los objetos cotidianos, los ha liberado de la dictadura del trabajo alienado y del sufrimiento. Para nosotros los adultos, empeñados en pensar una pedagogía de la muerte, todo esto puede obtenerse sólo en la dimensión de la despedida y del recuerdo. Para despedir a los moribundos hay que hacerlo de la propia infancia. En este sentido, recordarla significa preparar un m u n d o en el que el hecho de ser niños no sea sinónimo de marginalidad, ni devenir adultos tenga el sentido de la traición: Será precisamente así como aparecerá el m u n d o , casi inalterado, en la luz perpetua de su festividad, cuando ya no esté sujeto a la ley del trabajo, y a quien regrese a casa el deber le resultará leve c o m o lo ha sido el juego en las vacaciones." 1
Celebrar Cuando, más arriba, hemos hablado de la muerte administrada, ya hemos indicado cómo los nuevos ritos de celebración de la muerte han sustituido o modificado los antiguos. Estos últimos no deben ser mitificados, sino analizados críticamente 17. Th. W. Adorno, Mínima moralia, cit., p. 127. 18. Ibid., p. 128.
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p o r algunas dimensiones que escenificaban y que se han perdido en la actualidad. Parecen disgregarse las categorías de una educación para la m u e r t e que estaba d i f u n d i d a socialmente, aunque quizá nunca había sido abordada de f o r m a explícita. Sin embargo, tenía su particular eficacia, sobre t o d o entre los jóvenes: La pedagogía ha cambiado. Los jóvenes franceses, preguntados en 1978, lamentaban que no se les hubiera hablado de estas cuestiones, que no se les hubiera «habituado a la muerte» [...]. La práctica de excluir a los niños se ha generalizado y es evidente el carácter semiclandestino de un paso que ya no tiene cabida en la trama de la vida moderna [...]. Se disuelve una red de gestos y encuentros, desde los funerales hasta las expresiones de un luto que ya no se lleva. Los silencios de las piedras y las lápidas sepulcrales, en las que el epitafio ha desaparecido casi totalmente, y los mismos datos biográficos son cada vez más lacónicos, dan el toque final a este desvanecimiento de la presencia de la muerte en nuestras sociedades.1'1
La celebración de la muerte constituye también un dispositivo pedagógico, 20 y a ello debe remitir: un dispositivo complejo que se presenta como una unidad estructural de prácticas 19. M. Vovelle, La morte e l'Occidente, p. 687. 20. Para una definición, si bien parcial, del concepto de dispositivo, cfr. M. Foucault, Nascita della clinica, cit., y del mismo autor La volontà di sapere, Milán, Feltrinelli, 1977 (Historia de la sexualidad. Tomo 1: La voluntad de saber, Madrid, Siglo XXI de España, 1980, trad. [del francés] U. Guiñazú). Para una definición de dispositivo pedagògico, cfr. la obra de R. Massa, en particular La clinica della formazione, Milán, Angeli, 1996; y para la tematización del dispositivo pedagògico en el Lager y en las sociedades denominadas postotalitarias, cfr. R. Mantegazza, L'odore del fumo. Auschwitz e la pedagogia dell'annientamento, Troina (En), Città Aperta Ed., 2001.
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que p r o y e c t a n y administran espacios, escanden y colonizan tiempos, producen y difunden discursos y sus lenguajes relativos, habitan y adiestran cuerpos, manipulan y distribuyen objetos; un dispositivo explícito y claro, que la colectividad humana debería estructurar y controlar. H a n sido las religiones las que han organizado y celebrado rituales a propósito de la muerte y las que han construido, por lo tanto, auténticos dispositivos. U n a pedagogía laica debería buscar, en tales dispositivos, rastros para una nueva celebración de la muerte, motivos para ritualizar la muerte en sentido pedagógico y educativo. H e m o s dicho que la muerte puede ser entendida como responsabilización y esto significa, a escala social, que la colectividad en su conjunto debe hacerse cargo de un dispositivo de elaboración de la muerte y del morir. La ritualización adquiriría así, de nuevo, su significado auténtico y originario, y el teatro de la muerte, que cabe preparar, permitiría representar la separación n o c o m o algo individual y solitario, sino como una distribución colectiva de roles, personajes y escenas que se subsiguen. Los espacios de la muerte deberán ser tomados en consideración, entonces, c o m o primer elemento del dispositivo que tenemos en mente. C o m e n z a n d o p o r la habitación del moribundo, de la que ya hemos hablado pero a propósito de la cual hay que añadir que, si es ciertamente un gesto de piedad llevar al moribundo a su casa para morir en ella, este gesto debe acom pañarse de aquella misma ciencia médica que hasta el día ante rior se hacía cargo del enfermo. Si ser llevado a casa para moi ii tiene el sentido de un abandono, el lecho del moribundo se tía ir. forma en una condena. Los espacios de p u d o r y de reserva que la muerte necesita deben garantizarse no sólo al moribundo MIH > también al muerto. Si pensamos en algunos depósitos de > .ul,i veres o cámaras mortuorias de los hospitales es inevitable <|n> nos traigan a la memoria el trato recibido por los cadavn m u I "i
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ciertos campos nazis: exhibidos y expuestos en su desnudez y en su crudeza, en ocasiones ni siquiera recosidos tras intervenciones quirúrgicas o accidentes. Mayor respeto merecen las capillas ardientes, ligadas a símbolos y ritos religiosos, a veces también sobreexpuestos, en todo caso, a una ritualidad que sitúa al muerto en el centro de la escena, respetándolo precisamente mientras lo exhibe. El adiós al muerto puede convertirse entonces en un hecho social, si bien considerando la intimidad de los seres queridos que lo lloran y, sobre todo, no convirtiendo al muerto en un objeto de exhibición sino en una parte de aquel cuerpo social global del que formaba parte en vida. El templo, la iglesia o incluso el espacio destinado al rito de la separación escenifican la socialidad del alejamiento y la despedida. También para un laico o un no creyente se requiere un espacio de adiós celebrado y colectivo, y quizá justamente en ese rito se percibe la verdadera debilidad de una cierta idea de laicidad - n o de la laicidad a secas- que, a fuerza de rechazar los ritos tradicionales y de no crear otros nuevos, se ha visto superada por las religiones, especialmente por las supersticiones difundidas por los medios de comunicación. Finalmente, el cementerio, espacio de reposo y de exorcización y alejamiento del muerto, espacio de reflexión y a menudo de exposición de las diferencias sociales. Una reflexión sobre las necrópolis, sobre las ciudades de los muertos, es p r o f u n d a mente pedagógica. Podemos imaginar el cementerio soñado por Joyce 21 o aquel otro creado por la fantasía de Edgar Lee Masters como puntos de encuentro donde reanudar, más allá de la muer21. «Más interesante si le dijeran a uno lo que eran. Fulano, carretero. Yo era viajante de linòleum. Yo pagaba cinco chelines por libra. O una mujer con su cacerola. Yo guisaba un buen estofado irlandés», J. Joyce, Ulisse, Milán, Mondadori, 1984, p. 157 (Ulises, Barcelona, Bruguera-Lumen, 1979, trad. [del inglés] J. M. Valverde).
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te, las redes de relaciones; no en el sentido de posibles comunicaciones entre las almas difuntas (sobre esto, naturalmente, suspendemos el juicio), sino en aquel más humano de no interrumpir los vínculos mantenidos por las personas desaparecidas - l o cual permite una supervivencia simbólica-. En el cementerio se aprende a afrontar el límite último de todas las cosas, a intentar pasar cuentas desde jóvenes o desde niños con la experiencia del morir, a aceptar el miedo a la muerte y revalorizar la propia vida aquí y ahora. Se aprende a ocuparse de uno mismo y de los seres queridos. Los espacios de la muerte están impregnados de sus tiempos. Hablar de muerte significa hablar de temporalidad y afrontar lo que es nuestra aparente condena y que representa el estigma de nuestra creaturalidad: la unidireccionalidad del tiempo, por lo menos de nuestro tiempo histórico y existencial." El miedo al tiempo muerto y vacío, que caracteriza muchas de nuestras relaciones y, sobre todo, tantos vínculos educativos; el ansia de llenar el tiempo con cosas que hacer y que decir, acaso tiene a sus espaldas el terror p o r el tiempo del morir. Se llena el tiempo hasta la extenuación, p o r q u e en los fragmentos que se dejan libres se puede insinuar la muerte. Y, efectivamente, el tiempo del morir es la catástrofe de la eternidad sobre el instante, la condensación en un instante de toda una vida, justamente en el m o m e n t o en que ésta se pierde. El instante de la muerte n o es c o m o los demás. C o l m a d o de significados, las creencias populares lo han ido llenando y han sugerido, por ejemplo, que en el m o m e n t o de la muerte se puede revisar la propia vida a cámara lenta. Se trata, entonces, de un instante denso, sólo vagamente anticipable, que se distingue de m o d o cualitativo del resto de nuestra vida p o r q u e 22. Cfr. F. Fenzio, Morte, tesis de licenciatura, Università degli Studi di Milano, Facoltà di Filosofia, 1998.
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constituye su límite: u n instante que se escapa de la contabilización total, del capitalismo temporal al que estamos sometidos. Podría hablarse de un m o m e n t o memorable que, si no se p u e d e alargar a v o l u n t a d - c o m o en el h e r m o s o c u e n t o de Borges, El milagro secreto, en el que al detenido se le regala, delante del pelotón de ejecución, u n año de tiempo subjetivo para completar su obra literaria-, puede ser prolongado, p o r quien queda, en el tiempo del duelo, un tiempo que debe ser r e s t i t u i d o a la colectividad y, a través de ésta, al individuo, y que no puede ser dictado por ley, ni siquiera por la sagrada ley de la productividad. La sociedad humana debe adueñarse del tiempo del duelo, fuera de las consideraciones productivas. Esta sería una verdadera revolución para el capitalismo temporal: comprender que la única norma a la que están sujetos los tiempos de la vida es la de la subjetividad del ser humano, y que éstos no pueden someterse a los ritmos y los dictados del trabajo. Si, c o m o ya hemos dicho más arriba, es difícil hablar de muerte, habrá que buscar nuevos lenguajes para poder abordar esta cuestión. N o es inconcebible que un día se nos persiga por el uso de palabras c o m o cadáver, tumba o putrefacción. Si un n ú m e r o suficiente de personas cree que tales palabras son obscenas, ciertamente lo serán. 21
A la obscenidad del discurso sobre la muerte, al carácter tabú de este argumento, se puede responder mediante una nueva metaforización: no como una actividad lingüística en la cual la metáfora cubra y enmascare la realidad de la muerte y del 23. J. McDonald, The Wordsworth Dictionary of Obscenities & Tabo, Ware, Wordsmorth, 1996, p. X, trad. del autor.
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morir sino, por el contrario, un discurso en el que la nueva metáfora desenmascare y descubra el discurso sobre la muerte 24 que sustrae. Se necesitan para la muerte, pues, metáforas de la maraña y la mezcolanza que procuren una degradación de la vida en la muerte y de la muerte en la vida, metáforas que no coloquen el carácter vitalista, salvaje y arriesgado ni de un lado ni del o t r o del supuesto dualismo, sino que se limiten a narrar lo difícil y, a la par, fascinante de vivir las mil muertes cotidianas, convivir con una vida habitada por la muerte y saber ajustar cuentas, siempre con miedo, si bien con un miedo controlable, con el misterioso quantum de vida que la muerte alberga en sí. La dimensión lingüística se desvela insuficiente para decir la muerte, incluso, y en particular, si imaginamos poder hacerlo con luminosa transparencia. Si «cadáver» es una palabra tabú, hay que inventar nuevas metáforas para explicar su presencia carnal, sin limitarse a reproducir su aspecto perturbador, como si bastase fotografiar la realidad de la putrefacción para comenzar un discurso sobre la muerte. La consigna del silencio sobre la muerte puede terminar no en la ventaja de u n decir demasiado transparente, sino en un consciente decir y no decir.
24. En nuestra experiencia como formadores hemos constatado la importancia que tiene para los niños, incluso para los muy pequeños, el nombrar la muerte, por ejemplo, mediante relatos o leyendas, sobre todo cuando los pequeños han perdido realmente a alguien. Un niño de cuatro años que había perdido a su padre de improviso y a quien nunca le habían nombrado la muerte (ni siquiera mediante un cuento, un mito, la participación en el funeral del padre, etcétera) preguntó a la educadora, unos días después de las exequias, en el comedor: «¿El conejo que estamos comiendo está muerto?». Reclamaba, en definitiva, el derecho a nombrar aquella cosa horrible que se le había llevado al padre y a la que tenía tanto miedo, un miedo reforzado por un mundo adulto que rechazaba hablar de ello y que lo obligaba a que él, una criatura de cuatro años, diera el primer y trágico paso.
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Porque hablar de cuerpos a propósito de la muerte significa asimismo hablar de cadáveres. Al cadáver se lo ha silenciado por su excesiva rigidez con relación a la fluidez de una vida que se quiere libre, salvaje y sin límites, y la putrefacción es callada, en cuanto desorden, pero sobre todo en cuanto disolución silenciosa (y p o r ello demasiado ordenada) de todo indicio de identidad dinámica y móvil. A la inmovilidad de la muerte, a la rigidez del cuerpo convertido en cadáver se contrapone el dinamismo de una vida que hay que mantener a toda costa, incluso cuando es sólo un yacer inerte e inmóvil, conectado a miles de agujas y a una máquina electrónica. Al elegir a cualquier precio alinearse al lado de la vida, desviándose p o r el camino de una implícita filosofía vitalista, la medicina occidental se niega a ver la muerte que hay en la vida y la vida que hay en la muerte. C o n la característica pasión occidental por los dualismos dialécticos, se contrapone muerte a vida y vida a muerte sin entrever sus interconexiones y los estrechos vínculos que hacen que una no sea tanto el espejo distorsionado de la otra sino, en cierto modo, su trama oculta. Ver el cadáver y solamente eso no es una solución, p o r que cristaliza un proceso en su producto, el proceso del morir, y da lugar a la pornografía de la m u e r t e de la que ya h e m o s hablado. Es necesario ver el cuerpo vivo que muere, el paso del cuerpo de un estado a otro, y esto es difícil en un m u n d o en el que, estadísticamente, un joven de 18 años ha visto morir a unas diez mil personas en televisión y a ninguna (o tal vez una) en la realidad. Si el c u e r p o que muere es un c o n j u n t o de píxeles que se deshace en la pantalla, la materialidad, la fisicidad de la muerte c o m o p r o c e s o que concierne al c u e r p o en su carnalidad, nunca podrá ser concebida. Jamás se comprenderá la muerte que invade los huesos, los músculos y los nervios. El cuerpo muerto es sólo el final de un proceso y el inicio de otros, nece184
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sita cuidado y despedida, adiós y recuerdo, y sólo a partir de su fisicidad, para n o s o t r o s perdida para siempre, es posible desbloquear esas dimensiones posteriores. Reducir el cuerpo a cadáver es tan grave como el hecho de ocultar los cadáveres: u n nuevo cuerpo vivo debe emerger de la constatación de la muerte de un cuerpo físico, el cuerpo vivo de quien aprende físicamente los nuevos ritmos del recuerdo, de la despedida, del adiós. Finalmente, en cuanto a los objetos, hay que decir, en primer lugar, que en la actualidad estamos rodeados, o incluso asediados, por cosas que evocan la muerte. Desde los objetos que, aun siendo «inanimados», se mueven, sobre t o d o si lo hacen «por sí mismos», c o m o los autómatas, ciertas marionetas y otros objetos semovientes que habitan en una dimensión de umbral inconcebible porque, en su calidad de cosas, deberían permanecer quietos, estar rígidos hasta que alguien los pusiera en marcha, y, en cambio, se mueven «solos», atravesando la barrera entre la rígida «cosalidad» y la vida en movimiento que nosotros cruzaremos un día en sentido opuesto; hasta los relojes, que al marcar el tiempo nos recuerdan nuestro progresivo acercamiento al final y que repiquetean la ineluctabilidad de una dirección obligada en la cual es difícil creer del todo, si bien constituye la esencia de nuestra vida; hasta las puertas, que han hecho la fortuna de tantas películas de terror y que han sido tantas veces tomadas en préstamo c o m o metáfora de la muerte; los espejos, amados y odiados por generaciones de autores, de Lewis Carroll a Jorge Luis Borges y Michael Ende, velados cuando salen los funerales de casa para que no puedan capturar a perpetuidad las imágenes de los muertos ni devolver el esqueleto que está detrás del rostro, como en algunos divertimentos góticos, o la nada, cuando quien se mira en el espejo es un vampiro; y hasta las máscaras, temidas quizá más por lo que revelan que por lo que esconden. Domesticadas con la prác185
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tica teatral o con los ritos del carnaval, las máscaras se vinculan siempre al cambio de identidad, a la posible pérdida de sí relativa al hecho de hacerse pasar por quien no se es, y a la turbadora sensación de que tras la máscara podría no haber nada; así, la identidad tal como la entendemos podría ser una mera ilusión que desembocaría en la máscara funeraria como su extrema distorsión. Defenderse del miedo a la muerte que los objetos nos provocan significaría, en primer lugar, intentar eliminar los auténticos objetos de muerte: las armas nucleares, las bombas «inteligentes» manipuladas por estúpidos, los instrumentos para la vivisección, los automóviles cada vez más potentes y t o d o el arsenal de muerte que la técnica nos presenta y del cual, según se nos dice, debemos estar orgullosos. Y luego significaría ver las cosas desde la perspectiva de la muerte, como se hace con la mejor prenda con que se viste al difunto o con los objetos que se colocan en el ataúd, salvados del olvido o del cubo de la basura precisamente porque son entregados a la muerte. Es necesario, entonces, ver los objetos en el m o m e n t o de su muerte, salvándolos en virtud de una mirada apocalíptica que recupere el sentido de las cosas precisamente a partir de su fin, que subraye el hecho de que si todo termina (mejor dicho: ya que t o d o terminará) los objetos no son, por ello, inútiles. Los objetos mueren con nosotros y, en cierto sentido, mueren p o r nosotros. Considerar las cosas que nos rodean c o m o objetos anteriores a las cosas finales significa verlas desde el punto de vista de su fin sin rendirse a la vanitas vanitatum ni esquivar la ineludible pregunta. Al igual que para los prisioneros en los campos de exterminio, el objeto más pequeño sustraído a la destrucción hoy tenía sentido porque mañana se colocaba sobre el terreno de la destrucción segura, así la salvación del objeto sobre el abismo de la historia, si se toma en serio y no se relativiza el abismo seguro, puede convertirse en símbolo de lo que 186
IIk, II, nace tras el final.25 De este modo, el mismo final - e n virtud ciclos objetos salvados un instante antes de que la nada los engulla (y no salvados de su ser engullidos, de todas formas, por la nada)- puede ser entendido como un nuevo inicio. El dispositivo de celebración de la muerte que debemos inventar tiene en el objeto que nos deja, al iniciar su viaje junto al muerto - c o m o en tantas civilizaciones antiguas-, su principal elemento de sentido y su más clara chance contra la alienación.
Narrar Narrar la muerte significa narrar las metamorfosis. La lección de Ovidio es clara y es necesario encontrar el valor para situarla de nuevo en el centro de nuestras reflexiones educativas y culturales en general. Narrar la muerte significa tomar en serio la idea de cambio, tomarla en su radicalidad hasta poner en práctica el gusto por la mezcla y por lo híbrido, expulsado hoy de nuestras reflexiones en nombre de insistentes invitaciones a la pureza, a saber: del discurso científico, de la raza padana o de la educación. Pero la pureza se niega a ver la muerte, que por su naturaleza navega en el terreno de lo impuro. N o se 25. Una actividad de juego que hemos propuesto a menudo a adolescentes y adultos permite una reflexión sobre el tema de la salvación del objeto en el umbral de la nada. Se trata del juego del aluvión. Se comunica a los participantes que, debido a un inesperado aluvión, deben huir en una balsa, llevándose sólo cuatro objetos de su casa. Luego se reúne a cuatro participantes, que deben compartir una balsa en la que hay lugar en total para cuatro objetos. Después se reúne a dos grupos de cuatro participantes cada vez, hasta que todo el grupo debe escoger sólo cuatro de los objetos que quedan para llevarlos en una única balsa. El sentido de muerte transmitido por las discusiones, en particular de los jóvenes, durante esta actividad, es realmente fuerte, como lo es la afectividad desencadenada por la salvación de los objetos queridos.
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p u e d e narrar la m u e r t e c o m o si fuera un o b j e t o cualquiera, c o m o algo quieto y que estuviera allá afuera, sometido pasivamente a nuestras indagaciones y exploraciones. C o n t a r la muerte significa situarse en un territorio que la gran metafísica y las grandes religiones han frecuentado desde siempre, y que la filosofía, reciucida a sirvienta muda de lo existente, y las religiones, cada vez más parecidas a lubricantes para el curso del m u n d o , han olvidado. El fin de las «Grandes Narraciones», si lo tomamos en serio y lo aprovechamos como algunos apologetas de la postmodernidad, nos conduce al final de la posibilidad de narrar la muerte y, acaso también, de la probabilidad de educar para la muerte. Si las grandes narraciones se han hecho añicos y sólo nos quedan los escombros, sin la posibilidad de reconstruir las bases de sentido sobre las cuales colocar los fragmentos del destrozo, entonces hay, ciertamente, muy poco que narrar. Sin fundamentos que trasciendan la fenomenología del presente herido y dañado, la contemplación del fragmento se convierte en necrofilia, y lo mestizo y la mezcla se reducen a meros objetos de feria para divertir al burgués, no para escandalizarlo. Contar la muerte supone, antes que nada, crear nuevos escenarios sobre los cuales poder basar nuestra narración. Escenarios, desde luego, precarios, que deben encontrar la fuerza para rechazar la tentación de la omnipotencia y del totalitarismo. Pero no la de la totalidad. La categoría de totalidad no puede ser borrada fácilmente del debate filosófico ni, sobre todo, del pensamiento y la acción pedagógicos. Sin un pensamiento que abrace la totalidad o que, por lo menos, tenga el valor de manifestar su imposibilidad de abrazarla, t o d o se reduce a pensamientos gastronómicos, buenos para cocinar la receta del día, encargada normalmente por el mercado. Si tuviéramos que señalar una debilidad de nuestra escuela, ésta sería, sin duda, la de negarse pensamientos elevados y nobles, 188
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y preferir la vulgar carnicería de recurrir a las modas: ayer la interdisciplinariedad, hoy internet. N a r r a r la muerte significa tener el valor de pensar la totalidad; evidentemente, no la totalidad, sino esta totalidad, aquí y ahora, mi/nuestra totalidad, que cambiará y es dinámica, que nos sobrevivirá y se modificará. Pero renunciar a un pensamiento de la totalidad sólo porque ésta es dinámica y se transforma, dice mucho de la falta de radicalidad del pensamiento. Las constelaciones mudan con los milenios, pero esto no ha impedido que los pensadores y los artistas las hayan fijado en figuras y nombres, y se hayan servido de ellas para orientar sus propios viajes y destinos. Sólo es posible narrar la muerte sobre la base de un pensamiento que libere potencialmente a todos y a todas y que se extienda a los confines del universo conocido, que comprenda a los animales y las plantas, a cualquiera que esté muriendo y padeciendo en cualquier rincón del mundo. De este modo, las metamorfosis, lo híbrido y el hundimiento de los límites, dimensiones propias de toda reflexión sobre la muerte, tienen un sentido específico: la muerte como metamorfosis se introduce en un pensamiento más amplio, dinámico y global, que abarca todas las metamorfosis en acto en el m u n d o y en el universo, incluso sin la pretensión de entenderlas. La muerte cantada, la nueva manera de cantar la muerte, tiene un sentido si se integra en un pensamiento que sitúe la muerte en un escenario cósmico. Este pensamiento fue puesto en práctica por el marido de la señora de Barí que, aquejado «por un mal incurable y que, en un cierto punto, ni siquiera era posible aliviar»,26 mandó instalar, en 1969, un televisor en la habitación del hospital p o r q u e «quería ver, minuto a minuto, el vuelo del Apolo a la luna». 27 26. Epoca, 20 de julio 1969, p. 3. 27. Ibid.
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La muerte es el p r o f u n d o misterio y el profund o dolor de aquí, la búsqueda n o consolatoria de una mirada otra que, si bien no la derrota, al menos la dignifica: ¿No podía este ejército combatir aquí, borrar uno solo de nuestros sufrimientos? N o sé qué responder. ¿Quiere saber la respuesta de mi marido? Su respuesta es «no» [...]. Se está muriendo, y lo sabe, pero espera como si fues.e una fiesta ver cómo el hombre toca el suelo lunar.28
C i e n t o s de miles de personas m u r i e r o n en la semana de viaje que llevó al A p o l o al Mar de la Tranquilidad. Desde allí arriba esas muertes no pueden ser ol vidadas, tal vez t a m p o co entendidas. Desde allí la Tierra parece todavía más frágil y precaria. Q u i z á la conciencia de la rposibilidad de aniquilarla para siempre llevó en la sonrisa de los astronautas el deseo de atribuirle sentido y valor en un u n i v e r s o «insensato». Sobre esta base n o p o d e m o s , sin e m b a r g o , olvidar que, aquí abajo, la muerte es apelación, escándalo nunca subsanado, balance entre justicia e injusticia. U n m u n d o justo no lanza cohetes a la luna dejando m o r i r a un h o m b r e de cáncer: cura el cáncer yendo a la luna o, contrariamente, no produce el cáncer con la misma ciencia que permite los viajes lunares. La poesía implícita en una mirada có
Huellas
ras heroicas a las que la dinámica social y económica ha sustraído las bases objetivas para su subsistencia, sino el de contar n o tanto «la» muerte c o m o una muerte específica. El niño judío que se rinde en Varsovia, la niña desnuda que corre p o r la carretera de Mi Lay, el p e r r o viviseccionado que encuentra la mirada de C u r z i o Malaparte o el caballo de G u e r n i c a cuentan, cada u n o en su singularidad y especificidad, historias de violencia, de abuso y, a m e n u d o , de muerte, que las cifras p o r sí solas no consiguen transmitir en t o d o su significado. D e b e repetirse siempre y en t o d o lugar - s o b r e t o d o en la cara infame de los revisionistas— q u e la Shoá p r o d u j o seis millones de muertos. Pero partir de esa cifra para un recorrido educativo de la Shoá es inútil y p o c o eficaz. ¿Cuántos son seis millones de m u e r t o s ? ¿ P o r c u á n t o d e b o multiplicar mi clase, mi barrio, mi ciudad o mi región? ¿Y la población de Milán, de Tokio o de Los Angeles? D e este m o d o , la narración sobre la muerte vuelve a contabilizarse; de nuevo se discute no sobre hombres, mujeres y niños, sino sobre cifras, en una trágica mimesis de la ordenada acción contable escenificada p o r los nazis. Llegar a los seis millones de muertos, a partir de una muerte individual, de la niña de una película como La lista de Schindler, significa producir narraciones comprensibles y accesibles para decir lo inaccesible y lo incomprensible, para enseñar lo que no se puede enseñar, para decir lo absurdo. Entonces, el epos se convierte inmediatamente en denuncia, con toda la claridad y precisión necesarias para denunciar, con n o m b r e y apellidos, a los responsables de las muertes y, sobre t o d o , nuestra complicidad en tales responsabilidades y nuestro espacio de poder p o r la posible renuncia a semejante responsabilidad. U n a denuncia q u e tiene el carácter de la publicidad, ya q u e narrar la m u e r t e n o puede ser la tarea de un bienintencionado particular, sino una labor generacional 191
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y social. O bien u n a generación de adultos o u n a clase social completa se plantean el problema de denunciar la mala m u e r te y p u b l i c i t a r las r e s p o n s a b i l i d a d e s , o la n a r r a c i ó n de la muerte se convierte en una heroica elección individual o, en el peor de los casos, en una narración privada y consolatoria. C o n t a r la m u e r t e sólo tiene entonces, en cierto sentido, la función de consolar a los vivos. Mientras la muerte esté instalada en u n m u n d o injusto, la consolación deberá contenerse para no caer en la aquiescencia o el fatalismo, o incluso en la complicidad. Denunciar es distinto de consolar, aunque la denuncia, con la ira que p o n e en movimiento, tiene también un aspecto consolador. Sobre un f o n d o cósmico, la narración de la muerte individual injusta no pierde su carácter de denuncia si rechaza la consolación fácil. En u n sistema político que diseminaba muerte, Brecht dijo: « N o s o t r o s no p u d i m o s ser amables». En u n sistema e c o n ó m i c o q u e p r o d u c e la muerte c o m o su mercancía principal, nosotros n o p o d e m o s (todavía) ser consolados.
Callar P e r o a veces se debe callar. D a r la r a z ó n al a f o r i s m o de Wittgenstein, p o r otra parte tan reaccionario y falso. A veces se tiene q u e callar p o r q u e éste es el ú n i c o m o d o de hablar. Frente a la imposibilidad de hablar, frente a los balbuceos del lenguaje y a la ausencia de palabras sensatas, se debe hacer el sacrificio s u p r e m o para nosotros, enamorados del logos y de sus virtudes. La muerte tiene también aspectos que nos desplazan de m o d o radical, q u e nos dejan d e s a r m a d o s e inermes y, sobre todo, silenciosos; aspectos que liquidan, por arrogante, cualquier intento de articular una palabra de más. Frente a la muerte injusta es obligado denunciar: p e r o en la muerte 192
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hay aquel plus, aquella d i m e n s i ó n misteriosa e insondable, que reclama silencio. La muerte concluye en el doble m u t i s m o de quien se va y ya no puede articular palabra, y de quien se queda y siente que el silencio lo acoge, lo acuna, lo hace suyo. P o r ello la m u e r te exhibida es obscena, p o r q u e es una manera cobarde de no exponer nuestra soledad ni nuestra impotencia, de no m o s trarnos desnudos, enfermos y frágiles frente a lo que no entendemos. La muerte es, así, enigma, f o n d o , inquietud. El enigma de u n a vida q u e , a u n q u e p o d a m o s a l u m b r a r l a c o n la irrenunciable luz de la razón, se nos escapará siempre, al menos por u n o de sus lados, p o r q u e sería demasiado delirante y ant r o p o c é n t r i c o pensar que el m u n d o se desvela únicamente a nuestra razón, un trozo de m u n d o que reflexiona sobre sí mismo. La muerte es el trasfondo que nos acoge y nos incluye dentro de sus bosquejos, con respecto a los cuales nuestros sentidos son «providencialmente miopes», c o m o dijo Primo Levi, un superviviente de lo incomprensible que nunca dejaría de creer en la razón, sin convertirla jamás en u n artículo de fe o en un dogma. La inquietud que nos embarga desde siempre, que nos deja sin palabras y nos seca la garganta, y que hace vibrar en vano las cuerdas vocales, desde que, siendo niños, contemplamos el p e q u e ñ o cadáver de nuestro gato y f o r m u lamos la más terrible de las preguntas: «¿Por qué?». Reconstruidas las secuencias que han conducido a la muerte, c o n d e n a d o s los culpables, consolados los vivos y hecha justicia, q u e d a la m u e r t e , q u e incluso en u n a sociedad más decente que ésta se mostrará con su fría mordedura. Falta por reclamar todavía, pues, una dimensión ante la muerte, el p u d o r del silencio. Callar significa correr el riesgo que hay detrás de cualquier final de la vida y de t o d o final de u n p r o y e c t o educativo. Esperamos que los educadores aprendan, del silencio frente a la muerte carnal, que tras la muerte de su proyec193
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La muerte sin máscara: una mirada sintetizadora ROSTROS
SUJETOS
EXPERIENCIAS
PRECAUCIONES
PEDAGOGÍAS
La muerte negada
La muerte como destino
La utopía
A f r o n t a r la precariedad
Aceptar
La muerte procurada La muerte temida
La muerte como fractura La muerte c o m o individuación
La memoria
Vivir la despedida
Experimentar
La muerte elegida
La muerte c o m o perfección La muerte c o m o realización La muerte c o m o pasión
El cuidado
Anticipar el final
Preparar
Acompañar
La muerte amada
La muerte como alivio
La intimidad
C o m p a r t i r el desplazamiento
La muerte desafiada
La muerte c o m o piedad La muerte c o m o a b a n d o n o La muerte c o m o soledad
La despedida
Restituir las imágenes
Despedir
Celebrar
La muerte administrada
La muerte c o m o responsabilización
La ritualización
Representar la separación
La muerte cantada La muerte burlada
La La La La
El epos
Socializar la memoria
Narrar
Callar
La muerte exhibida
La muerte c o m o enigma La muerte c o m o inquietud La muerte c o m o trasfondo
muerte c o m o apelación muerte c o m o escándalo muerte como justicia muerte c o m o injusticia
La denuncia La publicidad
El p u d o r
C o r r e r el riesgo
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Epílogo Océanos de silencio C u á n t a paz halla el alma d e n t r o . F l u y e lento el t i e m p o de otras leyes, de o t r a d i m e n s i ó n , y me precipito en u n o c é a n o d e silencio.
Franco Battiato
Neve Shalom/Wahat
al-Salaam, abril de 1993
Sabe a menta este anochecer ligero que se extiende sobre la aldea. Olores que constelan todo Israel, perfumes que descubriremos refractarios a la idea de confín, y también a la injusticia y a la razón. Sabores de canela y de hinojo engastados en el pan como una sorpresa para el paladar. H a n sido los perfumes los que nos han impulsado a la búsqueda del secreto de estos lugares y los que nos han permitido rozar los umbrales de una suerte de percepción global. Israel se ha abierto ante nosotros como u n conjunto de estímulos, ha hecho resurgir del exilio la nobleza de los sentidos proximales: el gusto del pan comprado a las puertas de Damasco, el aroma de las especias, el olor del tráfico y de los acalorados intercambios en los mercados árabes. I'»'
La muerte sin máscara
También N e v e Shalom/Wahat al-Salam tiene sus propios olores. L o s del té b e b i d o a s o r b o s al caer la tarde, delante de los niños que juegan en una Babel de, al menos, cuatro lenguas distintas; los del amanecer p o b l a d o p o r el ladrido de los p e r r o s , y los del c r e p ú s c u l o , p a s e a n d o p o r la calle oscura, temiendo, o quizás esperando, el encuentro con algún animal salvaje. H e visto en los niños de la aldea una confianza total «que nadie me ha d a d o / ni nadie me ha p e d i d o » : c o m o no r e c h a z a r u n a caricia o a d o r m e c e r s e e n t r e mis b r a z o s . C o m p r e n d e s que eres u n sujeto c u a n d o acaricias a un niño y éste n o h u y e ni esquiva el golpe temido. N i te examina desconfiado, c o m o si fueses un charlatán de feria o un vendedor de jabón. Y este bellísimo n i ñ o j u d í o , T o m , de 11 años, q u e vive h o m b r o con h o m b r o junto a los niños árabes y aprende que el árabe no es el enemigo, que aquí no hay enemigos. Este hermosísimo n i ñ o judío, que me enseña c ó m o sabe encestar en la pequeña canasta colgada de la puerta del comedor y me dice q u e le gusta K a r e e m A b d u l - J a b b a r . Y me mira a n o n a d a d o cuando su madre le traduce las palabras de Brunetto, que me presenta c o m o the last communist in the world. Este bellísim o niño judío, que esta noche me sonríe sentado en mis rodillas, y q u e m o r i r á asesinado p o r u n a b o m b a , a los 18 años, en su primer mes de servicio militar. Este bellísimo niño judío c o m o una astilla en la memoria, de su familia, de la aldea, de t o d o Israel y de t o d o el m u n d o . Y en la mía. Antes de caer en los océanos de silencio propios de la muerte tenemos, p o r lo menos, una posibilidad. Construir u n m u n do d o n d e los niños sigan metiendo el balón en sus pequeñas canastas, admirando a Jabbar y sorprendiéndose de los juegos de los a d u l t o s . Y a los 18 a ñ o s se p i e r d a n p o r las calles de Jerusalén, envueltos p o r los p e r f u m e s de la p r i m a v e r a y las sonrisas asombradas de una coetánea a quien amar. U n m u n 198
Océanos de silencio
do donde el silencio sea respeto por dos personas que se besan y no duelo por muertes infames. U n mundo por donde se vaya ligero. Sin equipaje. Liviano como la redecilla de la canasta que se hincha dócil y suave. C o m o un beso en la boca de un adolescente. C o m o retirar un pelo de la leche. Arcore, comienzos de primavera
de 2004
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Agradecimientos
A mis abuelos, los primeros en irse A Isabella, que me puso por primera vez ante los tormentos de la amistad y el áspero sabor de la muerte A Renato, que me enseñó algún tiro a la canasta y una gran dignidad frente al mal A Mauro, que quizá compone para los dioses A Fabio y a Mauro, que durante dos años me escucharon con una mirada irónica y burlona A Gloria, que nunca aceptaba alabanzas A Ulan y Marco, nacidos como yo el año del doble 6 A Domenico y Lino, vecinos y casi tíos Al Gancio, que entró en la muerte y dio un portazo a sus espaldas A Riccardo, único A mi padre, a Cindy y a Berti que ahora duermen sobre sus rodillas
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Pequeña bibliografía
tanatológica
Esta bibliografía se ha concebido como una selección de textos que permitan acceder a la temática de la muerte bajo ángulos distintos. Se han excluido, por razones de espacio, cuestiones más específicas como el suicidio, el homicidio, la pena de muerte o la eutanasia. N o se trata, por lo tanto, de un repertorio bibliográfico completo, sino de un instrumento de trabajo para quien desee profundizar algunos de los temas tratados en el libro. Para una consulta más ágil se indican los enfoques de referencia de cada texto Ps = enfoque psicológico A = enfoque antropológico H = enfoque histórico F = enfoque filosófico Pd = enfoque pedagógico T = enfoque teológico
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La muerte sin máscara
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Pequeña
K U B L E R ROSS,
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