Mich Mich el Tour Tour n ier
El c r e p u s c u l o d e l a s mascaras
Títu Títu lo origina origina l: Le crépus crépuscul cule e des masqu masques es Versión cas tellan tellan a de J acqu eline eline y Rafael Conte Diseño de la la cub ierta: Estudi Coma Fotografía Fotografía de la cu bierta: Anna Magnani, Magnani, San Felice, Italia, 1956 © Herbert List Asesor de la colecció colección: n: J ua n Naran jo Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, la reproducción (electrónica, química, mecánica, óptica, de grabación o de fotocopia), distribución, comunicación pública y transformación de cualquier parte de esta publicación -incluido el diseño de la cubierta- sin la previa autorización escrita de los titulares de la propiedad intelectual y de la Editorial. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contr a la propiedad intelectual (arts. 270 y siguientes del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (CEDRO) vela por el respeto de los citados derechos. La Editorial Editorial no se pron un cia, ni expresa ni implícitamente, implícitamente, respecto a la exactitud de la información información conten ida en este libro, razón razón por la cu al no puede a sum ir ningún tipo de responsabilidad en caso de error u omisión.
© Editions Editions Hoébeke, París, 199 2 y la versión versión castellana Editorial Gust avo Gil¡ Gil¡, SA, Barcelona, 2002 ISBN 84-252-1879-9 Printed in Spain
Fotocomposición: Ormograf, SA, Barcelona Depósito legal: B. 38.247-2002 Impresión: Hurope, SL, Barcelona
Índice
El extraño caso del doctor Tournier .........................................................................8 Un ta l Tou rn ac h on ........................... .......................................... ............................. ............................ ............................. ...........................14 ............14 Em ile Zola , fotógra fo ........................................ ...................................................... ............................ ............................. ...........................21 ............21 Un am erica n o en Par ís: Man Ra y ............................ ........................................... ............................. ............................ .................28 ...28 El oscuro lirismo de Bill Brandt .............................................................................34 J acqu es Lartigu e, el s ab io de las imá genes ........ ............. .......... .......... .......... ......... ......... .......... .......... ......... ......... ........40 ...40 Herbert List, fotógrafo del silencio .........................................................................48 Un nat u ra lista desen fadad o: J ean -Philippe Cha rbon nier ......... .............. .......... .......... ......... ......... ........55 ...55 Ed ou ar d Bou ba t o la paz de Dios ............................ ........................................... ............................. ............................ .................62 ...62 Denis Brihat, el imaginero del Luberon .................................................................73 Arraigo d e Lu cien Cler gu e ................................ .............................................. ............................ ............................. ...........................80 ............80 Mi gen ial am igo Arth Arth u r Tres s ............................ .......................................... ............................. ............................. ........................85 ..........85 J an Sa u dek o el vient re n egro d e Pr aga .......... .............. ......... .......... .......... .......... ......... ......... .......... .......... ......... ......... ........96 ...96 Muer tes y re su rreccion es de Dieter App elt ........ ............. .......... .......... .......... ......... ......... .......... .......... ......... ......... ......103 .103 Arno-Rafael Minkkinen o el cuerpo jeroglífico .....................................................110 Patricio Lagos o el paso de la línea ......................................................................116 ¿Existe una fotografía femenina? .........................................................................123 Philippe Bonan o "las de Villadiego" ....................................................................128 El crepúsculo de las máscaras .............................................................................131 Ep ígrafes de las fotografías ............................. ........................................... ............................ ............................. ......................13 .......13 7
Índice
El extraño caso del doctor Tournier .........................................................................8 Un ta l Tou rn ac h on ........................... .......................................... ............................. ............................ ............................. ...........................14 ............14 Em ile Zola , fotógra fo ........................................ ...................................................... ............................ ............................. ...........................21 ............21 Un am erica n o en Par ís: Man Ra y ............................ ........................................... ............................. ............................ .................28 ...28 El oscuro lirismo de Bill Brandt .............................................................................34 J acqu es Lartigu e, el s ab io de las imá genes ........ ............. .......... .......... .......... ......... ......... .......... .......... ......... ......... ........40 ...40 Herbert List, fotógrafo del silencio .........................................................................48 Un nat u ra lista desen fadad o: J ean -Philippe Cha rbon nier ......... .............. .......... .......... ......... ......... ........55 ...55 Ed ou ar d Bou ba t o la paz de Dios ............................ ........................................... ............................. ............................ .................62 ...62 Denis Brihat, el imaginero del Luberon .................................................................73 Arraigo d e Lu cien Cler gu e ................................ .............................................. ............................ ............................. ...........................80 ............80 Mi gen ial am igo Arth Arth u r Tres s ............................ .......................................... ............................. ............................. ........................85 ..........85 J an Sa u dek o el vient re n egro d e Pr aga .......... .............. ......... .......... .......... .......... ......... ......... .......... .......... ......... ......... ........96 ...96 Muer tes y re su rreccion es de Dieter App elt ........ ............. .......... .......... .......... ......... ......... .......... .......... ......... ......... ......103 .103 Arno-Rafael Minkkinen o el cuerpo jeroglífico .....................................................110 Patricio Lagos o el paso de la línea ......................................................................116 ¿Existe una fotografía femenina? .........................................................................123 Philippe Bonan o "las de Villadiego" ....................................................................128 El crepúsculo de las máscaras .............................................................................131 Ep ígrafes de las fotografías ............................. ........................................... ............................ ............................. ......................13 .......13 7
De siempr e he p ractica do la f otografí a y mi primer j uguete auténti co fue la Kodak de mis ocho años . Pero lo sirio sólo empezó a principios de los sesenta. En el mayor anonimato había presentado un tema para una emisión de televisión. Y mi proyecto fue aceptado. ¿ Se puede concebir algo semejante hoy en día? Bajo el título Cámara oscura, se trataba de dedicar cada mes un documental de treinta minutos a un fotógrafo importante. Hicimos unos cincuenta documentales. En cada ocasión, el rodaje me obligaba a pasarme cuatro o cinco días a solas con el protagonista de la emisión, quien me acogía con los brazos abiertos, dado el injusto segundo plano que sufren los grandes de la fotografía. Tengo que añadir que he tenido la inmensa suerte de codearme con Man Ray, Brassai; Lartigue, Kertesz, Bill Brandt y algunos otros, hoy por desgracia desaparecidos. El hecho de haberlos conocido me otorga el derecho de afirmar tranquilamente tranquilamente que poseo una cultura fotográfica absolutamente única en el mundo. La primera lección de esta educación fue que, por desgracia, como fotógrafo yo no valía nada, y eso deforma definitiva. Sea lo que fuere, he educado mi ojo para ver, para leer la fotografía, y al pasarme a la escritura, me he atrevido a alinear palabras que me parecían dictadas por la imagen. El presente libro ha nacido de ese dictado. M. T.
El extraño caso del doctor Tournier Fue en lo más caluroso del verano, en Arles y un lunes, la precisión tiene su importancia. En efecto, los lun es, la piscina mu nicipal de Arles cierra con el objeto de que el pers onal disfrute de un merecido descanso semanal. Al ignorar este d etalle, Arth ur Tress y yo habíam os recorrido un os kilómetros bajo el bochorno de las dos de la tarde para toparnos al final con las puertas de la piscina cerradas a cal y can to. No estábamos solos. Un chaval de unos diez años compartía nuestro chasco. Mi chasco, debería decir, pues a Arthur Tress le importaba un bledo la piscina, ya que sólo vivía para su Hasselblad acoplada con un objetivo gran angular, que era como una prolongación de sí mismo. Y preci-samente la había sacado de su estuche y hacía los gestos rituales previos al acto fotográfico, ante la enorme curiosidad del niño que no sospechaba lo que le estaba aguardando. Las dos, mediodía solar. La luz caía verticalmente. Arthur, de repente irresistible, como cada vez que prepara una fotografía (me consta que algún día mandará dar una voltereta al Papa o al Presidente de la República) me ruega que me quite la camisa, luego que empuje una inmu nda carretilla de hierro colado, gua rdada allí y que evidentemen te servía pa ra las basu ras; convence al chaval para qu e se acu rruqu e dentro, cierre los ojos y abra la boca. Sin du da, le habr ía pedido que pu siera cara d e infeliz de no ser que, por estar espontáneam ente indignad o y trastornado, el niño no se hubiese lamentado: "¡Vaya por Dios, y eso que ayer me lavó mi madre!". Aquí está la imagen su ma ment e "tres siana ", violenta, sofisticada , hábilmente distorsiona da, más dramática aún por su magnífico juego de sombras. Un día, Leon Bloy escribió a un desconocido al que daba cita en una estación: "Me reconocerá con toda facilidad, pues voy vestido como un carpintero y tengo cara de bestia". Yo también tengo cara de bestia en esa foto. Obviamente se ve al carnicero de Düsseldorf -máscara de Frankenstein y torso abollado de gorila- que se lleva a su última víctima para vampirizarla. Tengo cara de bestia. Pero no m e reconocerán tan fácilmente, pu es no siempre ten go esta ca ra. Sí señores, existe otro Tourn ier, y la mejor pru eba de ello es la segunda foto, tomada dura nte a quel mismo verano del 79, en la que derrocho un a exquisita afabilidad. Cierto es que se trata de un au torretrato como los que hago a veces para acabar un rollo que quiero revelar. Es verdad aquello de que si quieres ser bien servido, sírvete a ti mismo. Así como me veo yo, me verán aquí, tierno, irónico, compren sivo, algo engatus ador, p ero sin emba rgo púdico, como quien sab e man tener las distancias. En fin, como el doctor Jekyll y Mr. Hy d e.
Así que doy una primera interpretación: Tress a pesar de su amistad, o quizá por ella, demuestra en su foto una hostilidad fun damen tal. Su Hass elblad se convierte en u n arma de venganza. En cuanto a mí, con toda ingenuidad, me favorezco en grado su mo, engalanánd ome con todos los encantos y todas las virtud es que m e deseo. Pero no podemos dejar esto a sí. Cocteau solía d ecir: "Soy una men tira que s iempre dice la verdad". Por el contrario, la fotografía podría decir "soy una verdad que no deja de mentir". Verdad, sin duda alguna, pues la fotografía no es más que la copia exacta, mecánica e inocente de una realidad que nadie puede poner en tela de juicio. Pero también menti ra, pu es tan to como el retra to del retrata do, la fotografía es el retrato del fotógrafo. Ese gorila empujando la carretilla, más que Tournier, es el mismo Tress, y basta para convencerse con mirar una colección de otras fotos firmadas por él en las que no desempeño n ingún papel como modelo: el parentesco s alta a la vista. A fin de cuentas hay cierta mala fe fundamental en el fotógrafo, lo que explica en gran
parte la ingratitud de la profesión. Por una parte el fotógrafo reivindica la dignidad y las ventajas del artista creador. Pretende que sus obras sean suyas, firmadas, respetadas y remuneradas. Todos están de acuerdo con este principio, pero en la práctica todo sucede al revés, especialmente en la prensa y en el mundo de la edición. El fotógrafo, continuamente expoliado y humillado, no tiene derecho a la décima parte de la consideración que se concede con toda naturalidad al dibujante o al escritor. ¿Por qué? En parte por su culpa, o más exactamente en virtud de una fatalidad propia de la fotografa. Porque de la misma manera que se quiere creador, el fotógrafo afirma de modo implícito que las cosas eran tal como las sacó, y que por tanto él no es más que un testigo, de una objetividad tan absoluta que él mismo, el fotógrafo, llega, a fuerza de ser transparente, a dejar de existir. Eso es lo que nos dice cualquier fotografa, y los usuarios de la prensa y del mundo de la edición no desean sino tomarlo al pie de la letra. Se necesita una atención particular o un trato de mu chos a ños con el arte fotográfico par a perforar esta afirma ción p atent e sobre la fotografa no soy más que u n acta- y desenmas carar la persona lidad latente del fotógrafo como deus ex machina.
Segunda interpretación: en el retrato con la carretilla, la personalidad agresiva y sadomasoquista del fotógrafo Arthur Tress oculta, como una máscara, la ya irreconocible máscara del retratado Michel Tournier. Esto parece un fenómeno de posesión demoniaca. El demonio Tress se ha deslizado en el cuerpo de Michel Tournier y le dicta unas expresiones y un as conducta s propias sólo de A.T. Sigamos. Se puede -e incluso sin duda se debe- tener en cuenta el fenómeno literario, es decir el hecho de que el fotografiado es, en est e caso, u n es critor, es d ecir tal escritor particular que h a pu blicado tal y cua l obra ya conocida d el fotógrafo. Y esto tan to más cua nto qu e Arthu r Tress leyó mis obras antes de venir a verme; fue precisamente esta lectura la que le trajo hacia mí. Incluso se puede afirmar que ha pasado más horas a solas con mis libros que conversando conmigo. Dicho de otro modo, mis novelas se interponen como un cristal deformante entre él y yo, y cuando apunta su Hasselblad hacia mí, más que a mí, saca a El rey de los Alisos . Pero aunque un autorretrato está liberado de esta cortina, no es en absoluto más "auténtico", ya que es muy posible que una pantalla de tal calidad y tal cantidad añada algo tanto a la autenticidad como a la riqueza de la imagen. Arthur Tress fotografía por debajo de la obra, mientras que el autorretrato se sitúa por encima. Est o plan tea el problema d e la relación del hombr e con lo que h ace, con su obra -si la tiene, con el medio que ha generado a su alrededor para explayarse en ello. Es obvio que la cuestión rebasa el marco literario, pues los grandes actores de teatro o cine, por ejemplo, imponen al texto y al decorado su propio yo, e incluso dan la sensación de que emanan de sí mismos; es el caso del Oeste para John Wayne, de los lugares de mala fama para Frank Sinatra, o d e u n un iverso heroico-sórdido para J ean Gabin. Es h arto conocido el estupor del gran público arrancado de repente de su sueño, cuando, al azar de los medios de comun icación, descu bre a s u "héroe" en privado, bajo una luz totalmente a jena a aqu ella en la que su ele estar inm erso; a Wayne ingresado en u na clínica, a Si natr a como padre de fam ilia, o a Gabin como un sencillo granjero normando. Este tipo de "descu brimiento" no se h a verificado en Arth ur Tress. Es a l autor de El rey de los Alis os , depredador de niños, a quien ha retratado, a un Tournier-Erlkóning, a un Jekyll metamorfoseado en Hyde, y me ha dejado estupefacto y abrumado por esta metamorfosis que resulta ser injusta , e inclus o injustificada, porque soy de los que n un ca se ponen en escena en su s propias novelas. ¿Qué pensa r entonces de esa otra imagen, de ese otro au torretrato mara villosamen te idealizado? Situa do más a rriba de la obra, apa rece el
homb re sonr iente, aliviado, liberad o de su s pesa dillas. A men ud o los lectores qu e me ven por vez primera me suelen expresar su sorpresa: realmente y a la luz de mis historias, me imaginaban de otra forma, más sombrío, más zafio, más inquietante. De ahora en adelante sabré contestar a esa decepción mezclada de alivio: les enseñaré el retrato hecho por Arthur Tress. Les explicaré que esta carretilla inferna l con s u con tenido jadean te ha de interpretars e a la vez "fóricam en te" (como la "foría" con la qu e el rey de los Alisos se lleva y tra e a los n iños) y metafóricamente, como la obra misma pegada al hombre como por una operación de apareamiento contra natu ra. Pues aquí está el argumento decisivo del Dr. Jekyll contra Mr. Hyde. Creo en la total legitimidad de la separa ción de cuerp os y bienes en tre el autor y su obra . El autor ha de poder ir de compras sin exhibir a hombros, como un hombre-anuncio, el inmenso cartel cubierto con todos los signos que ha escrito. Ha de poder ligar, aunque no arrastrándola pegada al rabo, esa enorme y estruendosa cacerola. Ha de poder viajar libre y sin trastos, después de dejar en casa la plum a, el bicornio de académico y la máqu ina de escri bir. En una palabra, ha de respetar este principio sagrado: siempre anteponer el placer a la obra, lo que le permitirá sacar amplio provecho de tal postergamiento o "posterioridad". Es este principio, aquí respetado con una sonrisa o allá violado con remilgos, el que ilustran, respectivam ente, el au torretrato de Michel Tour nier y el retrato qu e le hizo Arthu r Tress.
Un tal Tournachon Corría el año 18 28 o 1829 , cerca de los Campos E líseos, donde a hora es tá Le Petit Palais, que en aquel entonces se llamaba Le Carré Marigny. Con motivo de la Féte du Roi, tenía lugar una "distribución gratuita de víveres" y algunos proveedores, encaramados en sus estrados y flanqueados por guardias a derecha y a izquierda, arrojaban panes y salchichones a voleo hacia el gentío. Un poco más allá, una barahúnda todavía más furiosa rodeaba a lo s distribuidores de bebidas . A las vociferaciones de la mu chedu mbre s up eraba el crepitar de las carracas, el zumbido de los pitos, las llamadas de los vendedores de macarrones, de los ballesteros y las campanillas de los vendedores de regaliz. De repente parece que un potente tropismo mueve a la multitud hacia los Campos Elíseos. Como movidos por una tormenta inminen te, la gente corre con la ca beza levan tad a h acia el cielo. Yen est o resu en a un ingente clamor. Pero dejemos la palabra a un testigo: "Una forma acababa de pasar por encima de
nosotros, rozando las copas de los árboles con tan vertiginosa rapidez que apenas si tuve tiempo de reconocer, una especie de globo que llevaba debajo, en una cesta de mimbre que llam an barqu illa y que apen as s i le llegaba a la rodilla, a un ser hu ma no, hombre o mu jer, que se aferraba al cordaje... La visión desapareció, con la misma rapidez con la que había aparecido, mientras, con un gran clamor, la m uchedu mbre corría precipitada detrás de esa mole, cruzando los Cam pos Elíseos... Se me es tremeció el corazón. `Ya es tará hech o migas el pobr e infeliz -dijo mi padr e, pá lido- ...Volvamos Teresa , ya te h abía dicho que no viniéramos' ". Este testigo, que tenía entonces nueve o diez años, era un tal GaspardFélix Tournachon, que se daría a conocer más adelante bajo el seudónimo de Nadar, hasta tal punto que julio Verne h aría de él el héroe de su Viaje a la luna bajo el nom bre de Ard a n (an agrama de Nadar). Porque la terrible an gustia que a cababa de sentir era el paradójico prelud io de un a irresistible vocación por lo que entonces se llamaba la aerostación. Tendría que esperar muchos años para que llegara la oportunidad tantas veces soñada. Un día consiguió que le admitieran gratis en la barquilla del globo de los hermanos Godard, que administraban esa especie de ritual de los t iempos modernos llam ado ba utizo del aire, en el Hipódromo, en la plaza de L'Étoile. "Y heme allí en el aire -escribe el futuro Nadargozando a pleno pulmón de esta sens ación de volup tuosidad infinita y única que p roduce la as censión". Sin emba rgo la vuelta al suelo solía ser menos emocionante. Félix, que terminó haciéndose adoptar por el equipo Godard, conoce los aterrizajes en noches oscuras, bajo fuertes tormentas y en pleno bosque; en tejados desfondados, en medio de motines de campesinos armados con horca s y remolques; en pra deras separada s por s etos espinosos. Pero también conoce el desembar co novelesco en el césped aristocrático de un castillo, la hospitalidad risu eña de los dueñ os, encan tados de esa visita por lo men os inespera da.
Por m uy emocionantes que fueran estos aterrizajes, planteaban un a pregunta que Nadar hizo a Godard a p artir d e su s p rimeras experiencias: "¿Cree u sted en la posibilidad de dirigir sus globos?" La respuesta había brotado definitiva y sin vacilación: "¡famásr'. De aquí en adelante, ya sabe Nadar -y no dejará de repetirlo en sus escritos- que el globo, al que debe las mejores horas de su vida, no tiene ningún porvenir Sólo una máqu ina voladora más pesada que el aire, será dueña del cielo. El gran objetivo de Nadar será la construcción de "un algo más pesado que el aire" que imagina como un especie de helicóptero movido por una má quina de vapor. Pero para constru ir este sue ño hace falta dinero, mucho dinero, y Nadar no conoce más qu e un medio para ha cer fortuna : organizar paseos en globo, en u n globo que pueda llevar cuantos más pasajeros sea posible. Así que, con la ayuda de los Godard, construirá un enorme globo, descomunal, un verdadero ómnibus aéreo, del que cuenta la historia en u n libro que reb osa de ingenio, Les mémoires du Géant. E l Gigante contenía 6.000 metros cúbicos de gas y podía llevar a treinta personas en una barquilla, auténtica casa de mimbre que pesaba 3.000 kilos. Desgraciadamente, el Gigante no conocería m ás que d os viajes. El primero -el domingo 4 de octubre de 1863- acabó modestamente en Meaux. Salto de pulga para tal mastodonte. Quince días má s ta rde, en presencia d e Napoleón 111 y del rey de Grecia, otro intento. ¡Esta vez es la aventura! Una fuerte brisa suroeste se lleva al Gigante y a sus pasajeros a toda velocidad hacia Bélgica. La noche está helada pero exaltante. Para saber si el globo sube, baja o se mantiene a la misma altitud, se observa la posición de las banderolas de papel blanco su jetas en el cordaje. A la ma ña na siguiente, ba te el récord de r ecorrido en globo, ya que sobrevuela Alemania entre Bremen y Hannover. Pero la cuerda que permite abrir la válvula de escape del globo se rompe. Imposible maniobrar para aterrizar normalmente. Demasiado desinflado para proseguir el camino, pero todavía demasiado inflado para tomar tierra, el globo empieza a dar brincos
fantasticos y asesinos, sembrando a sus desgraciados pasajeros por la landa "hannovriana". La loca carrera termina en un río en el que se hunde la barquilla, como una nasa para cangrejos, con sus últimos ocupa ntes, Nadar y su mu jer. El globo le daría a Nadar u na gloria m enos discu tible a lo largo de la guerra de 1870 . El 17 de septiembre, los parisinos se d an cuenta de que se les h a cortado cualquier contacto con el exterior. Ha sonado la hora de la aerostación. La hora de Nadar. Enseguida organiza una compañía de "aerosteros". El 23, en Montmartre, en la plaza St. Pierre, da la señal de "soltadlo
todo" al Neptun o, que toma vuelo con 125 kilos de correo para aterrizar un as h oras má s tarde en Craconville, cerca de Evreux. A lo largo de los cinco meses que duró el sitio, 64 globoscorreo aban donaron la capital, llevánd ose en total 64 a eronauta s, 91 pa sajeros, 365 palomas mensajeras y 9.000 kilos de documentos. Cinco globos cayeron en manos de los alemanes, otros dos se perdieron en el mar. Las palomas mensajeras tenían que volver a París cargadas con mensajes destinados a los sitiados. Pero cada paloma sólo podía llevar un mensaje de un gramo como máximo. El inagotable Nadar encontrará el medio para multiplicar casi al infinito tan endeble rendimiento. Se acu erda d e un a fotografía microscópica -un milímetro d e lado- en la que los visitantes de la Exposición de 1867 habían podido distinguir un grupo de 450 diputados. Encu entra al aut or de este procedimiento -René Dagron - y lo ma nda por globo a Tours con todos sus pertrechos de microfotografias. En adelante, cada paloma que emprende vuelo hacia París se lleva en un tubo de pluma 18 películas de colodión que tienen cada una 3 por 5 centímetros y reproducen lo equivalente a 16 folios de un texto impreso a tres columnas; 50.000 mensajes reducidos cada uno a medio gramo más o menos. En París, cada película era colocada en el soporte de imágenes de un microscopio fotoeléctrico, proyectada con una ampliación grande en una pantalla, y transcrita por un equipo de copistas. No era la primera vez que Nadar ten ía oportun idad de u nir su s dos pa siones, la fotografía y los viajes aéreos. En 1858 realizó la primera foto aérea de la historia, a 80 metros por encima de Pet it-Clam art, lo que no su ponía poco mérito, porque, da do el estad o de la técn ica de aquel entonces, había que fabricar in sito -por lo tan to en la bar quilla del globo, y por su pu esto resguardada de la luz- la placa de colodión que tenía que utilizarse húmeda y revelarse inmediatam ente despu és de la exposición. Si los viajes aéreos de Nadar ya no son más que pequ eña historia, sus retratos fotográficos permanecen como testimonios insustituibles de su época y son obras maestras indiscutibles. Sin duda le habría asombrado esa inversión de los valores. Como muchos de sus sucesores fam osos, -Man Ray, Brass ai, Cart ier-Bress on, Klein-, Nada r llegó a la fotografía a tra vés de la pintura, o más exactamente por lo que a él se refiere, por el dibujo. Periodista e ilustrador, había imaginado fotografiar a las personalidades de su época, para luego, sin abusar de su tiempo, poder esbozar a lápiz su caricatura con toda tranquilidad. En su origen, la fotografía no era para él más que la sirvienta del dibujo. Pero poco a poco el dibujo se volvió inútil. El panteón Nadar, concebido en principio como una colección de caricaturas, llegó a ser un álbum de fotos. Por su taller de la calle St. Lazare, y luego por el del Boulevard des Capucines, desfiló la Europa de los famosos, desde Liszt has ta Delacroix y desde George Sand has ta Baku nin. Para algunos, la operación encerraba algo maléfico y fascinante. Dominando terrores, fue como Balzac se hizo daguerreotipar entre los primeros de su época, por el añ o 1842. En seguida, la fértil imaginación del genial novelista le había proporcionado la explicación metafísica de tan misteriosa operación, y Nadar tuvo, por dos veces, la oportunidad de escuchar cómo Balzac desarrollaba su extraña teoría. Según el autor de La comedia humana, cada cuerpo en la natu raleza está compu esto de series de espectros en capas su perpuestas al infinito, foliáceas y en películas infinitesimales. Por lo tanto cada fotografía es la "monda" (la peladura) de una de esta s ca pas -la más sup erficial- y su a plicación de plano en u na placa fotográfica. Por lo tan to, para cada cuerpo fotografiado y en cada toma hay una pérdida evidente de uno de sus espectros, es decir, de un a pa rte de su esencia constitutiva, lo cua l es u na pru eba temible... Michel Bra ive -un o de los mejores conocedores de Nadar - ha su brayado, con razón, el escaso interés qu e éste parecía conceder a la fotografía de exteriores. Est e gran aventu rero -en el sentido má s n oble de la pa labra- no tenía na da de cazador de imágenes. Si realizó la primera foto aérea de la historia, fue con la esperanza de hacer fortuna, al aplicar el procedimiento a la cartografía y a los tra zados cata stra les. Pronto dejó a otros la explotación de es ta n ueva técnica. Por otra parte, fue el primero en utilizar la luz artificial en fotografía, pero su serie de clichés sobre los alcantarillados y las catacumbas de París no tuvo continuación. No se tiene más que
una foto de él en la barquilla de un globo. La realizó en su estudio con una barquilla diminuta, colgada de una viga. En 1886, hizo la primera entrevista fotográfica al efectuar una serie de tomas del físico Chevreul, la víspera de su 101 cumpleaños, mientras contestaba a sus preguntas sobre el arte de llegar a ser centenario. Pero en sus retratos, nunca intentó dar la ilusión de "reproducido del natural". La vida intensa que irradia de la mayoría de sus retratos ema na de la m irada, d e la expresión sosegada , de la person alidad ex clus iva del sujeto, jamás d el gesto y menos aún del decorado. A pesar de todas las tentaciones por lo pintoresco, Nadar parece haber elegido, de buenas a primeras, algo fundamental que otros muchos -y esto hasta hoy en día- harían tras él: sólo el rostro humano le parece digno de ser fijado sobre la película. Murió en 1910 después de tener la alegría de escribir a Louis Blériot para felicitarle por haber cruzado el canal de la Mancha en "algo más pesado que el aire".
Emile Zola, fotógrafo Agosto de 1888. Emile Zola está de vacaciones en Royan. Allí está su editor, Charpentier, el grabador Desmoulin, y, con unos primos, su mujer Alexandrine, que se ha traído a su costurera, Jean ne Rozerot, un a mu chacha de veintiún a ños que no para de cantar. El alcalde de Royan, Fredéric Garnier forma parte del grupo. Es él quien iniciará al escritor a una nueva moda, la fotografía. Zola tiene 48 años, el principio de la vejez en aquellos tiempos. Como es hombre meticuloso, no ignoramos nada de su corpulencia: cien kilos, ciento catorce centímetros de cintura. Es mucho para un hombre de un metro setenta. Su carrera literaria, que empezó veinte años atrás con Teresa Raquin, estuvo marcada por etapas triunfales, La curée, El vientre de París, La taberna, Nana, Pot-bouille, El paraíso de las damas, Germinal, La tierra. Es el primero, el nú mero un o de las letras francesas desde la mu erte de Victor Hugo acaecida tres años a ntes. Él lo sab e. Lo que no sa be es que la vida le reserva más sorpresa s. No pu ede sospecha r -él, que desconfía de la política como de la peste- que diez años más tarde, al publicar Yo acuso en L'Aurore se va a arrojar a lo más profundo del "asunto Dreyfus" y a atraerse los peores odios. Pero en aquel mes de agosto de su madurez, Jeanne Rozerot va a reservarle otro descubrimiento, el del amor. Se había casado diez años antes con una mujer mayor que él, Gabrielle-Alexandrine, que no podía tener hijos. Zola, que rendía el culto a la fecundidad, sufría en silencio. Sin embargo fue un buen marido, dedicado por completo a su obra, en la que volcó ardores eróticos intolerables pa ra u n pú blico de bien. Y de repente llega esta J eann e Rozerot -como una rosa y un junco, diría él- con su s can ciones, su risa y su figura a la Greuze (según diría él también). Pero, además, una dicha nunca llega sola. Al mismo tiempo que el amor, otros dos descubrimientos, que concuerdan a las mil maravillas con sus aventuras, convertirían aquel verano del año 1888 en algo memorable: la bicicleta y la fotografía. Ama r a jean ne. Montar en bicicleta con J eann e. Fotografiar a jean ne. Conclus ión: pierde veinticinco kilos. Esto es tanto como decir que vuelve a ser un muchacho. Jeanne, la bicicleta, los niños, los amigos, el hermoso libro publicado por Francois-Emile Zola y Massin' ilustran estos temas y algunos otros
más, París, la exposición de 1900, Inglaterra (donde tuvo que exiliarse desde julio de 1898 hasta junio de 1899). En total 480, de los 3.000 clichés más o menos que Zola dejó; casi tanto como las páginas que comprende su obra escrita. Como era de esperar, el mundo de la fotografía se arrojó sobre este libro con una única pregun ta en la men te: ¿Alcanza la gra ndeza del Zola novelista, el Zola fotógrafo? ¿Tiene u n lugar en la historia de este arte, entre Nadar, Eugéne Atget y Demachy? Para los que aprecian y conocen la fotografía, la respuesta sin lugar a dudas es no. Con el espíritu metódico y el empeño que le caracterizaban, Zola llegó a ser un excelente técnico de la fotografía. Tuvo una s diez máqu inas -de las cu ales cinco siguen en m an os de Fran cois-Emile Zola-. Instaló tres laboratorios de prueba y de revelado. Es verdad que la mayoría de sus placas son terriblemente negras, y por haber hecho yo pruebas originales de sus obras, puedo decir que para revelar estas placas h ace falta tener pa ciencia. Pero pienso que él no sobreexponía tant o. Es más bien la película la qu e ha en negrecido con los añ os. Ademá s, es indiscutible que el libro de Massin es apasionante y debe figurar en todas las bibliotecas. Primero, porque u na s imágenes qu e tienen casi un siglo son siempre interesan tes: cualquier documento que nos restituye los rostros y los paisajes de un mundo tan cercano, pero desaparecido para siempre, es muy valioso para nosotros. Pero, sobre todo, estas fotos nos revelan un aspecto nu evo e importa nte -au nqu e secun dar io- de la vida de un h ombre de un a importancia considerable. Lo cual no quiere decir que una obra artística -fotográfica o notenga que ser creadora. Un gran fotógrafo tiene una visión propia que constituye la firma de sus obras. Mire cien fotos de Weston, de Bras sai, de Cartier-Bresson o de Boubat. Supongamos qu e le traen otra má s, la centésimo primera, qu e us ted ve por primera vez. La colocará sin la men or duda en la obra del artista a la que pertenece. Habrá reconocido el mundo que el autor lleva en sí y que proyecta donde sea que vaya. He viajado con grandes fotógrafos. En todas partes -en Japón, en Ca na dá, en África, en Fra ncia- he visto cómo brotaban del pavimento, de las ciuda des o de la arena de los desiertos unos rostros, u nas escenas, un os paisajes que se les parecían, que eran su yos. Sólo les faltaba pu lsar el botón. ¿Fu e cuestión de su erte? Claro que no. Se tiene suerte una vez, dos veces, a lo sumo tres. Pero no todos los días, varias veces al día. Éste es
el misterio de la creación. Nada parecido ocurre en Zola. Su uso de la fotografía no es muestra de creación. A mi parecer, era muestra de una doble frustración que queda por definir.
Primero recordemos que nació en París en 1840, pero que cursó todos sus estudios en Aix-en-Provence. En el colegio de Aix, su mente algo lenta y su acento parisino son fuente de vejaciones por parte de sus compañeros. Un forzudo le toma bajo su protección, un duro de pelar, un añ o ma yor, yor, qu e sí es de p or allí. allí. Se llama llama Pau l Cézann Cézann e. Fue el prin cipio cipio de un a
profunda y larga amistad que conocería momentos tormentosos. Como ha escrito Armand Lanoux 2 , Paul sería El gran Meaulnes de es te en deble Alain Alain -Fourn -Fourn ier. ier. Pero la la vocación vocación de Cézanne era la poesía, la de Zola el dibujo. Más adelante intercambiarían sus ambiciones. Pero no está prohibido pensar que siempre hubo en Zola "un pintor frustrado". Se vería en 1886, con la publicación de su novela La obra que se inspira en la vida de Cézanne. Zola no creía en el éxito de su amigo. Escribe: "Paul podría tener el genio de un gran pintor, pero nu nca tendr á el genio genio de llegar llegar a ser lo" lo". Y má s ad elante: "Pau "Pau l Cézann Cézann e en el que u no pu ede descubrir los rasgos geniales de un gran pintor fracasador". Extraño y apasionante equívoco que s e insta la entr e estos dos grandes profetas del sigl sigloo xix xix,, y que llegaría llegaría has ta la ru ptu ra de su amistad. No cabe duda de que Zola tenía cuentas pendientes con la pintura, y que la fotografía se benefició de esta deuda. Porque las fotos de Zola son más una muestra de ese arte impresionista que no practicó, que de la novela social en la que llegó a ser un maestro. Zola Zola fotóg fotógrafo rafo habr ía podido ser la sombr a d el Zol Zolaa n oveli ovelista sta , y podríamos h aber encontra do entre sus clichés "el dossier" en imágenes de la zona minera (Germinal), del mercad o central central riles (La bestia humana). (El vientre de París), del mu ndo campesino (La tierra) o de los ferrocar riles Pero nad a de eso existe. Zola Zola fotógraf fotógrafoo no investiga investiga s ino que contempla, a ma . Le fascina fascina n los los ja r d in es , la s a gu a s , los r os t r os . Pa r a él, él , la fot ogr a fía r es po n d e a u n a fu n ción ció n d e ce leb r a ción ció n . Y aquí es donde interviene la segunda frustración a la que aludíamos. El novelista quiso apas iona iona dam ente a jeann jeann e Rozero Rozerott y a los dos hijos hijos qu e tuvo con ella, ella, Denise Denise y J acques. Pero esa t ern ur a n o podía ser feliz feliz porque s e trata ba de u na fam ilia ilia adu lterina lterina . "L "La división división de esta doble vida que me veo obligado a vivir acaba por desesperarme", escribió. Una foto desgarradora nos lo muestra en el balcón de su casa de Médan, enfocándoles con un prismático, prismático, en direcci dirección ón a Cheverchemont, Cheverchemont, donde ha bía instalado a su s tres a mores para el verano. Dedica su novela El doctor Pascal a jeanne "la que me ha dado el real festín de su ju ven tu d y m e h a de vu elt o m is tr ein ta a ñ os a l r ega la rm e a m i De n is e y a m i J a cqu cq u es ". Ha y un as escenas lamenta bles. bles. Av Avisada por u na carta a nónima, Ale Alexandrine xandrine irrum irrum pe en el piso de la calle St. Lazare donde su marido ha instalado a jeanne y rompe las cartas de él que encuentra. Y por supuesto, lucha con la torpeza más insigne para recuperar al infiel. Pero reconozcamos que no le faltó ni
valor ni generosidad generosidad ya que, u na vez vez mu ertos Emile y Jean ne, y sola con los niños, los adoptó para qu e pudieran llev llevar el nombre de su padre. En Lewis Lewis Carroll la la fotografía fotografía ha cía las veces de cont acto físico físico con las n iñas que eran su gran p asión. En Zola Zola ha ce las veces veces de vida en familia... familia... Retrata con emp eño -casi podríamos podríamos decir con glotoneríaglotonería- a u na J eann e Rozero Rozerott en la qu e vemos vemos cómo se va abr iendo iendo pa so con los los años una hermosura algo fofa, y a dos niños cuyos semblantes a veces apenados, reflejan las fastidiosas sesiones de tomas de vista, a menudo marcadas por los arrebatos de ira del fotógrafo. ¡Pues menudo asunto hace cien años, el de "sacar" una foto!; y sin embargo, el
academicismo de estos retratos es flagrante. Tal vez Zola demuestre cierta originalidad al adoptar a veces, para los retratos de J eann e, el ángulo "tres cua rtos espalda" que d espeja la oreja y realza la nu ca. Pero en general, se conforma con el gru po frontal m ás convencional. Es que p ara él la fotografía no es un terren o virgen don de explorar e inventa r al mism o tiempo como lo es el dominio literar io-, sino un instru men to dócil para a trap ar y recordar; en fin, u n ojo y una memoria. Si Zola escribe con su cerebro y con su imaginación, con su corazón es con lo que sa ca su s fotos.
1. Hoëbeke/D.A.A.V.P, 1990. 2. Armand Lanoux, Bonjour monsieur, Zola,Giraste, París, 1978.
Un americano en París: Man Ray
Cuan do Man Ray desemba rcó en París en medio del chin -chin-tata chín del 14 de julio de 1921, le precedía una fama que, después de cerrarle las galerías de pintura neoyorkinas, había de abrirle las del dadaísmo parisino. Le había influenciado un joven pintor francés que vivía en Nueva York, Marcel Duchamp, cuyo Desnudo bajando una escalera había estado de moda en la exposición Armory en 1913. Desde aquel entonces Duchamp fingía despreciar la pintura. Se dedicaba al ajedrez o construía extrañas máquinas hechas con paneles de colores montados
sobre un eje que ponía en movimiento un motor, auténticas esculturas móviles, las primeras de su género. Como ya sabía que todos los medios valen para expresarse, Man Ray había expuesto bajo el título Autorretrato un lienzo que llevaba la huella de su propia mano rematada por dos timbres eléctricos y un botón. También había inventado la pintura con aerógrafo. En lugar de intentar pintar contornos precisos, pegaba en su lienzo esténciles que protegían las superficies que no se pintaban. Por fin había superado la especie de horror sagrado que la fotografía inspiraba, entonces, a los pintores. Después de fotografiar sus propios lienzos para catálogos y prensa, se le ocurrió que era posible pintar con una máquina de fotos del mismo modo que algun os 'pintores de a nta ño, e incluso d e h oy, fotografían con pinceles. Se entiende qu e el joven a merican o fues e acogido en Montpar na sse como a u no de los suyos por Fran cas Picabia, Paul Eluard, Philippe Soupa ult, Tristan Tzara y por todos cua ntos h ervían con ellos en la gran olla dada de donde pronto sa ldría el su rrealismo. Man Ray llevaba consigo, en todos sus viajes, un pesado baúl lleno de cuadros, lo que le había ocasionado algún que otro contra tiempo en las adu an as. Breton, Aragon y Elua rd pa trocina ron la primera exposición de Ray Man en la galería de Sou pau lt cerca de Los Inválidos. En el último mom ento, Man Ray añadió un objeto típicamente dada que llamó Regalo: un a vieja p lancha cuya su perficie inferior estaba erizada de clavos de tapicero. El objeto desapareció el día de la inauguración, pero Soupault, sospechoso número uno, negó ser el autor del hurto. El éxito en sociedad fue brillante pero el fracaso comercial indiscutible. En todo caso, Man Ray se ganó a un nuevo amigo, un extraño hombr ecito de u nos cincuen ta a ños, locua z, de perilla blanca y quevedos, bombín y para guas n egro, que parecía un em pleado de pompas fún ebres o de banco. Era Erik Satie. Pero había que vivir, y ya que sus cuadros no se vendían, Man Ray se inclinó por la fotografía. Lanzado por Cocteau, recibido por Paul Poiret, adoptado por Picasso, Braque y Derain, apoyado por Anna de Noailles y el conde Etienne de Beaumont, llegaría a ser el fotógrafo de una sociedad y de una época incomparables, la única y auténtica "belle époque" de nu estr o -recién pasa do- siglo. Fotógrafo-pintor, Man Ray fue a la vez testigo y uno de los protagonistas de un movimiento especialmente rico y cuyas repercusiones han llegado hasta hoy. Como fotógrafo, supo mantener suficiente distancia como para describir y juzgar la corriente a la que estaba íntimam ente u nido como pintor. Su libro de m emorias' rebosa de an écdotas y de revelaciones de apa rente tr ivialidad. En ellas nos codeam os con Pau l Poiret en su lujoso palacete de la calle Saint-Honoré, rodeado de su brillante cohorte de modelos, como un dios oriental refinado y epicúreo; Picasso resuelto a dejar de pintar porque una sentencia de divorcio le obligaba a abonar a su ex mujer el producto de sus cuadros; Picabia que inauguraba su nuevo coche deportivo, largo, bajo, de color azul celeste, con un trozo de parabrisas delante del volante, intentando demostrar cómo su largo bloquemotor de aluminio de oc ho cilindros, aparen temente s encillo hasta lo ridículo, era má s h ermoso que cu alquier obra de arte. Y luego, sobre todo, está Kiki de Montparnasse, con quien viviría Man Ray durante años. Durante tres días, había posado para Utrillo. Entre las sesiones, él bebía vino tinto, se emborrachaba y le ofrecía u na copa, pero cuan do ella intentaba ver el cuadro, la apa rtaba . Sólo podría verlo un a vez termina do. Cuan do por fin p ud o mirar al otro lado del caballete, vio que h abía pintado u n paisaje. Varios días an tes, Kiki había ido a ver a Sou tine y, como sabía qu e apen as ten ía para comer, le había llevado pan y arenques. Al entrar le invadió un hedor espantoso: un trozo de buey y unas verduras que Soutine llevaba varios días pintando se estaban acabando de pudrir encima de la mesa. Por amor al lujo, Kiki se pasaba horas en la bañera, o también, arremangada, guisaba platos que le recordaban su Borgoña natal. Al final ella también se puso a pintar e hizo obras "naïf" pero cargadas de audacia, e incluso retratos, como el de Eisenstein que el director de cine le compró enseguida. Al morir Kiki en un hospital, todos los antiguos de Montpa rna sse fueron a depositar flores en su tum ba.
Pero Man Ray nos invita a ir más allá de la "pequeña historia". Encarna una experiencia capital que se renueva de generación en generación desde 1830 y de la que nos ofrece algo parecido a un a versión s urr ealista: el encuentro de la fotografía con la pintura. En un a obra brillante, André Vigneau recuerda la especie de pánico que se ap oderó de los pintores cu an do la fotografía empezó a calar hondo h acia 1840. En la cum bre de su fama , Ingres dio la medida de su desasosiego al exclamar: "¿Quién entre nosotros sería capaz de tal fidelidad, de tal firmeza en la interpr etación de las línea s, de tal delicadeza en el modelado? ¡Qué herm oso es esto de la fotografa!... ¡qué hermoso, pero no hay que decirlo...!". En cuanto a Horace Vernet, al volver de la academia donde se había anunciado el descubrimiento de la fotografía, declaró sin dudarlo: "Ha muerto la pintura". Y, en efecto, la fotografía mataría cierto tipo de pintur a. Primero es la pintu ra de ba talla, precisamen te la de Horace Vernet, género capital al que debemos más de una obra maestra, género tan tradicional que, en 1939, el ministerio de la Guerra seguía nombrando, en conformidad con el reglamento, a un "pintor oficial de bata lla" que ten ía que insta larse en el frent e de la dróle de guerre con su s pinceles, su paleta y su caballete. Por otra parte, también el retrato fue mortalmente golpeado por la aparición de la fotografía -y en primer lugar la miniatura-, que desapareció casi por completo. Se entiende por qué, a l confrontar algunos r etratos fotográficos de Nadar con el retrato de los mismos personajes hecho por u n pintor en la m isma época, la inu tilidad de la pintu ra irrum pe con una evidencia brutal. Una vez superado el primer momento de estupor, llegó un fuerte contraataque por parte de la pintura. Baudelaire -su más virulento portavoz- escribe: "En materia de pintura y de estatuaria, el credo actual de la gente de la buena sociedad, sobre todo en Francia, es éste: creo en la naturaleza. Creo que el arte es y no puede ser más que la reproducción de la naturaleza... y un dios vengador ha cumplido los deseos de esta multitud. Daguerre ha sido su mesías. Y entonces esta gente piensa: ya que la fotografía nos da todas estas garantías deseables de exactitud, el arte es la fotografía. Desde ese momento, la sociedad inmunda se abalanzó, como Narciso, para contemplar su tosca imagen en el metal". Sin emba rgo, conviene recordar que ta mbién Ba ud elaire se precipitó al taller de Nadar con el fin de conservar su imagen para las futu ras generaciones. Pero después d e la guerr a fría, par ece que se instau ra u n a especie de coexistencia pacífica. Da la impresión de que la pintura convive con su temible rival. Incluso sabe saca r provecho de la nueva situa ción y colmar las zanjas a biertas en su territorio ha sta la fecha inconcluso: la reproducción de lo real. Ya que en lo sucesivo, el realismo absoluto se ve anexiona do por la fotografía, el pintor s e enca rga de explorar las tierras vírgenes de la composición y de la descomposición de lo sensible. Liberado de la esclavitud realista, se dota de unos objetivos más sutiles, más exquisitos que le llevarán al impresionismo y al cubismo. Incluso la fotografía le proporcionará algunas de las claves de su nuevo reino. De repente brotarían los recursos del "enfoque", y de ello Toulouse-Lau trec sacaría u nos efectos sorprendentes, m ientras Seurat se inspiraría en el grano de los clichés subexpuestos para inventar el puntillismo. La reconciliación se consumaría cuando se les ocurriera a algunos pintores que una fotografía, sacada o no con este fin, puede servir de "modelo" perfectamente e incluso de soporte encima del cual se a plicarían directamente sus colores. Así la usaron Degas y Utrillo. En esta perspectiva es como ha y que en tender a Man Ray. Haciendo tabla ra sa de todas las clasificaciones y desde luego de todas las jerarquías, plantea como un principio que un pincel y un a m áquina son herra mientas intercambiables -y en sí mismas indistintas - de la creación artística. En esa lógica n o se deja impresiona r má s por su relativo fracas o como pintor qu e por
su deslumbrante éxito como fotógrafo. En él, el pintor ha hecho al fotógrafo unos favores semejantes a los que la fotografía había hecho a la pintura medio siglo antes. Desarticulando las máquinas, maltratando las leyes de la óptica, trastornando las reglas de la química fotográfica, utiliza sucesivamente la granulación, la sobreimpresión, el revelado negativo, el relieve, y, además, inventa la solarización. Pero seguramente, con sus "rayografias" (palabra saca da de su propio apellido) es como mejor ma nifiesta su recha zo a la ru tina. Al exponer a la luz una hoja de papel fotográfico, sobre la cual se han colocado diversos objetos -algunos translúcidos- se consigue una fotografía esquemática, abstracta, llena de efectos inesperados, que tiene para un surrealista el encanto paradójico de haber sido hecha sin máquina fotográfica. J am ás fue Man Ray tan feliz como cua ndo conseguía sem brar la confus ión en tre el dominio de la pintu ra y el de la fotografía, por ejemplo, realizan do en negro y sepia u n retrat o al óleo de Marcel Ducham p qu e todos toman por un a foto, o también en a lgun os aforismos fulgurantes, como cuan do definió la pintura abstr acta como "la amp liación d e u n d etalle de la n atu raleza". Como yo tenía u n d espach o en Editions Plon, fui vecino m uch o tiempo de Man Ray y de su esposa Juliette, que vivían en un apartamento en el 2 bis de la calle Férou, a la sombra de las torres de la iglesia SaintSulpice. Me acogía con amistad ese hombrecito encorvado, de ojos interrogadores detrás de sus gruesas gafas y que parecía salir como de un museo surrealista lleno de objetos insólitos y de lienzos obsesivos. Su curiosidad seguía al acecho, pero no se sabía qué dosis de ironía se mezclaba con el entusiasmo cortés con el que saludaba los inventos de su s jóve n es co leg a s . ¿Cóm o a s om b ra r a Ma n Ra y? La ú ltim a vez qu e le vi, le pregu n té qu e a qu é s e dedicaba últimamente. Me enseñó unas miniaturas de una delicadeza sorprendente que parecían pinturas sobre marfil y que no eran sino fotografías en color realizadas según un procedimiento de su invención. Murió el 18 de noviembre de 1976.
1. Man Ray, Aut oportra it, Robert Laffont, París, 1964. 2. André Vigneau , Une Irme histoire de l' ar t de Niépce á nos jours, Robert Laffont, París, s.d.
El oscuro lir ismo de Bill Brandt Acurrucados en lo alto de una escombrera, unos mineros en paro rebuscan trozos de carbón que van echando en bolsas. Una anciana se cepilla los dientes encima de un orinal. Dos criadas, con cara de odio, tocadas con cofias blancas de cintas plisadas, montan guardia ante una mesa sobrecargada de cristalería de Venecia. Un aburrimiento envarado domina este salón tapizado de felpa, donde se ven cuatro señores de esmoquin, una joven
sentada en un puf ante un juego de damas. Unos chiquillos corren al fondo de una calle resbaladiza dominada por una columnata de chimeneas de fábrica que van vomitando hollín. S o m b r a s de una isla: es el título que ha encontrado Michel Butor para el libro de fotografías de Bill Brandt pu blicado por Ed itions Prism a. Por su pu esto, la isla es Inglaterr a. Ens eguida se adivin an inten ciones polémicas, algo como un a rreglo de cuenta s entre u n hombre y su propio país. He visto a Bill Brandt varias veces. Era un muchacho risueño, algo así como "el eterno estudiante", frágil e irónico, al que su mujer prodigaba cuidados infinitos. "Pero no, en absoluto, quiero a Inglaterra, es mi país", me dijo mientras comía caramelos, "hay que mirar mejor mis fotografías". Miré mejor y, en mi opinión, he entendido mejor. Como pasa con algunas personas, las imágenes de Bill Brandt ganan con el trato. Conviene convivir con ellas. Dentro de d os, diez años, las comp render é aú n m ejor. ¿Existe ma yor elogio para un arte que p asa por fugitivo y su perficial? Lo propio de Bill Brandt es hacer caso omiso de las alternativas más evidentes, basándose en la fuerza de su intuición. Por ejemplo, la alterna tiva tristeza-alegría. Esta s sombras de una isla nos demuestran de manera indiscutible que al llevar el realismo hasta el límite de su negrura, se puede desembocar en un lirismo cercano a la alegría. Porque estas imágenes rebosan lirismo, es imposible dejarlo de lado. Estas escenas de la vida íntima de la gentry de antes de la guerra vienen como aureoladas de cierto trasfondo de nost algia. A estos ch avales, en el fondo d el callejón negro, la belleza trá gica d e este paisaje industrial les llevará enseguida al cielo. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Se puede invocar la eliminación de los m atices, de los grises? Bill Brandt, qu e revela él mismo su s pru ebas, u tiliza s iempre papeles d e extrema du reza, de modo que los blancos y los n egr os se entrechocan en u na sinfonía deslumbrante y al final tónica.
Pero este tipo de explicación técnica es m uy limitada. Es m ejor m irar otra vez y aban donars e a la impresión de grandeza que se desprende de estas imágenes. Esta grandeza alcanza una dimensión cósm ica en los paisajes de la isla de Skye, esculpida por la erosión de los glaciares, y en los páramos asolados de Yorkshire. En Skye volvemos atrás, a la noche de los tiempos, cuan do la tierra estaba "aú n mojada y tierna después del diluvio" y destr uida por las hu ellas de los pies de los gigantes. Ya no hay nada humano en aquellos terribles páramos donde la vida no se m anifiesta más que por algunos h uevos m oteados, colocados en el hueco de u na roca. En Yorkshire, la casa de Emily Bronté es azotada por las ráfagas de viento de las Cumbres borrascosas. La silueta de una vaca en el claro de luna, las manchas claras de un rebaño de ovejas entre las rocas megalíticas, una mariposa monstruosa empalada en las ramas de un árbol muerto nos recuerdan que el hombre ha pas ado por allí antes de desaparecer, sin du da, definitivamente. En 1945 la carrera de Bill Brandt dio un rumbo decisivo al comprar en una tienda de
segunda mano cerca de Covent Garden una Kodak de madera sin obturador, que utilizaba Scotlan d Yard en el siglo xix, para sacar fotos de las habitaciones d onde se h abía cometido algún crimen. Concebida para este fin, la máquina tiene una abertura angular y una profundidad de foco igualmente fantásticas que arrastran defo rmaciones ópticas impresionan tes. Du ran te quince años, Bill Brandt a prendería la fotografa con esta herra mienta prehistórica, esforzán dose por as imilar su lengua je, con el fin de u sar lo mejor para su s pr opios objetivos. Independientemen te de la má quina que utilizaría luego, le queda ron para siempre las lecciones de aquel mentor de un género nuevo. Aquellos a ños d e investigación desem bocaron en 1961 en u n libro de fotos que s alió bajo el título Perspectivas sobre el desnudo. Por su homogeneidad, por su riqueza y su rigor, este libro imposible de encontrar -y que fue además un fracaso comercial- es uno de los libros de fotografías más importantes publicados hasta hoy. Levantó polémicas en los medios de la cámara oscura. Por primera vez el artista sacaba un provecho sistemático de cierta infidelidad a lo real, la exploraba en todas su s implicaciones, la desa rrollaba como el tema de un a fuga de Bach. Se habló de foto abstracta, de formalismo, de juego gratuito. Pero todas estas acusa ciones caen por sí solas si un o acepta considerar qu e a pesar de la fragmentación que el autor impone a las formas, con total libertad, los valores materiales, sin los cuales no hay fotografa válida, n o sólo se respeta n sino qu e inclus o se afirm an con un a insisten cia obsesiva. Se pueden contar las ra nu ras del entarimado, se siente la seda ás pera de los sofás, la felpa de los sillones , la frialdad lisa d e los espejos y de los crist ales. E n los exterio-
res m arinos, los can tos rodados tienen peso, el aire hu ele a olor ma rino, e incluso se oye el fragor de las olas que se precipitan en el caracol de un enorme oído, abierto en primer plano. Pero sobre todo aquí esta la carne, con su s ar rugas , su vello, sus poros y el variado grano de la piel. Parece que por un sentido admirable del equilibrio de los valores, Bill Brandt se ha sumido tanto más profundamente en la materia como cuanta más libertad se tomaba con las formas. Devuelve centuplicado el realismo en profund idad, lo que le había negado al nivel de las líneas y de su juego. Parece que los grandes fotógrafos se clasifican por sí solos en dos familias cuya visión y cuya meta son totalmente distintas. Los primeros lo esperan todo de lo instantáneo "reproducido del natural" y cosechan aquí y allí unas imágenes que dan testimonio de la condición humana. Atget es su antepasado, Cartier-Bresson su más famoso representante contemporáneo y las fotos de Robert Capa una de las cumbres de su arte. Los otros an helan la eternidad a través del insta nte. El retrato, el desnu do y
el bodegón s on su territorio. Edward Weston es el maestro de esta casta cuya tra dición prosiguen, en Francia, Sudre, Brihat y Clergue. Es obvio que Bill Brandt pertenece a esta línea. Pero en este caso, como en otros, este demonio de hombre sabe ir más allá de esta alternativa. Porque, único representante de su especie, baja a la calle y hace reportajes a su manera sobre el paro en 1930, la dolce vita de la flor y nata londinen se o los bombardeos de 1940. A su manera, claro está, pues a estos mineros, a estos aristócratas, a estos londinenses amontonados en el pub, los trata como desnudos, como bodegones. Y seguramente es lo que da su fuerza y su firmeza fascinantes a estos documentos au ténticamente "sacados de lo real". Nadie discute que Bill Brandt sea considerado "el más grande fotógrafo inglés". Pero conforme vas recorriendo su obra, te asalta una duda: ¿realmente se ha dicho todo sobre Bill Brandt? Tal vez falte por decir la última palabra.
Jacques Lartigue, el sabio de las imágenes La tra dición literaria nos h a a costumbrad o a la imagen del niño en perpetua ru ptura con su medio familiar y social. A veces su felicidad se desarrolla en una salvaje libertad que le confiere su indigencia -Gavroche, Mowgli-, o al contr ario, le aplasta n las obligaciones d el
cuerpo social privilegiado al que pertenece (Les malheurs de Sophie, El pequeño lord Fauntleroy). Pero, en general, nos gusta admitir que el niño pobre es más feliz que el niño rico. Los recuerdos de niñez de Jacques Lartigue trastornan esta convención. Vemos, ¡oh sorpresa !, cómo un niño se las ar regla a las mil ma ravillas con u na vida de príncipe. Porque lo tiene todo este niño, jardines, criados, coches, aeroplanos. Es probable que sea un o de los primeros -estam os a p rincipios del siglo xx - en practicar el esquí, el deporte del automóvil, la fotografía o el cine de aficionado. A decir verdad, merecería la pena examinar d esde mu y cerca la vida d e J acques Lartigue, época por época, porque encierra, difuso y bajo mil formas, un secreto; el secreto por excelencia, el de la felicidad. Intentemos coger infraganti esta extrañ a y m ara villosa facultad. Primero se observará que tiene un sentido innato de las alegrías sencillas, inmediatas, modestas. Para un rico ¿existe algo más difícil que disfrutar de los placeres gratuitos? No cortar de raíz, por un desprecio estú pido o por un des cuido obtus o, los dones de cada día. Amar la vida es amar por la mañana el olor a café y a tostadas. Es maravillarse de una ma nch a de sol en la alfombra, del canto del gallo o del sua ve raspar del rastrillo del jardinero por la gravilla de los send eros. Quizá esto no se encu entre de m an era explícita en las páginas de las Memorias de J. Lartigue 1 , pero flota en su espíritu. Y ya que hablamos de espíritu, observemos que cuanto más sencilla es la alegría -el aire fresco de la mañana, el resplandor del atardecer, el olor a tierra m ojada después de la tormenta, la s onrisa efímera de u n niño desconocido, el leve roce de un gatito contr a la pierna-, más tran slúcida resulta en p resencia de Dios. Se habla de la "fe del carbonero". Al observar a Jacques Lartigue, preferiría hablar de la fe del florista , del pa stelero, del pajar ero. Me parece que na die como él sabe disfru tar s in segunda intención de lo que le regalan y sab e olvidar lo que le niegan . Lamenta r, envidiar, ven fiarse... imposible. No sólo sabe dar -rara cualidad- sino que también sabe recibir, facultad aún más escasa. "Durante nuestros años de vacas flacas, yo solía decirle a Florette que ya que no teníamos con qué pagar el yogur o la fruta de la cena, tanto peor, vayamos a cenar a Maxim's. Allí, en cuanto llegábamos, alguien nos invitaba". La admiración es un estremecimiento de vida y de calor que se añade a la simple observación. No nos olvidemos que la raíz de la p alabra significa: asomb rars e. Adm iración = amor + asombro. Es el amor con una frescura que brota y se embelesa. Y nada más fácil que suscitar la admiración de Jacques Lartigue. Enséñele algo auténtico, una mujer, una fruta, un paisaje. Enseguida ad mira. Pero, ¡cuidado!, su adm iración es comu nicativa, y no sólo para us ted sino qu e la irradian la mu jer, la frut a o el paisaje, y les da al mismo tiempo un destello inesperado, haciéndolos precisamente admirables. Y esto se encuentra en la fotografía o en la pintura que hará luego. En realidad, todo cuanto toca se vuelve flor. Este frescor que magnifica, esta disponibilidad para las alegrías sencillas nos llevan a hablar de primavera. Cada año, la naturaleza festeja a Jacques Lartigue. Esto se llama primavera. Él la espera con fervor, como algo merecido, y cuando empieza, se dispone a instalarse en primera fila y no perderse nada . Sus fotos má s herm osas irradian u na luz de mañana de abril; y fue uno de los primeros en utilizar la película en color. A este respecto, apuntaremos la peculiar función de sus `juguetes" preferidos: la foto, el automóvil, el esquí, la pintura. Siempre son instrumentos de apertura hacia el exterior, de conquista de las cosas, de la gente o de los paisajes. Sus pasiones son pasiones claras, enriquecedoras, mientras que las pasiones negras -el juego, el alcohol, la droga- provocan rupturas, desconexiones, dimisiones. Tres palabras que no existen en el vocabulario de Jacques Lartigue: evasión, vacaciones y retiro. En cambio, una nueva palabra se presenta con toda naturalidad a quienes le ven: ju ven tu d . Co n m ot ivo de s u pr im er a ex p os ición d e p in tu ra en Nu eva York , u n per iod is ta le pregun tó: "¿No será u sted el hijo del fam oso fotógrafo de mu jeres de 1900 ?". Claro está, n o
podía sospechar que el "famoso fotógrafo" tenía ocho años cuando hacía aquellas imágenes inolvidab les. En aquella época, dijo a su padre, qu e entonces tenía 35 años: "Intenta vivir otros diez años más, porque así podremos morir juntos". Precisemos que su padre viviría has ta los noventa y seis años. Desgraciadamen te el mu ndo es malo, y nadie está a s alvo de las peores pru ebas. A pesar de todo, las páginas del diario de Jacques Lartigue fechadas en 1914-1918 podrían llamarse "del buen uso de la guerra". Como muchos otros, también él quiso cubrirse de gloria. Jacques Lartigue, que ingenuamente seguía el impulso patriótico general, fue rechazado de la s
filas del dios Marte. La junta de clasificación -a la que se presentó en la misma hornada que Maurice Rostand- rechazó a este chaval de 1,80 m que pesaba 52 kilos. (Sesenta años más tarde aún no había tragado la humillación. Me dijo: "He engordado dos kilos desde aquel entonces. ¿Crees que les valdría ahora?".) Al final iría al frente, como Cocteau, con el un iforme de cam illero. Entre t an to cogió el saram pión, y su ma dre le leía en la cam a cu entos de Zola. Luego recuperó su fuer za física jugan do al ten is. Rodó una película "patriótica" con Jacques Feyder, con un uniforme de teniente inglés firmado por Burberry's. Pintó mujeres desnu das en el taller J ulian, calle del Dragón, sedu jo a jovencitas gracias a su B. B. Peugeot. Tocado con una media de seda, recibió el bautismo del aire en el caza inglés Sopwith, el aparato más rápido de aquella época. Le operaron de apendicitis. Pero el colmo de aquellos tiempos heroicos fue su primera gran aventura, digamos la palabra, la pérdida de su virginidad, más patriótica todavía que su película, ya que para ello eligió a Marthe Chenal, famosa cantante e intérprete "oficial" de la M arsellesa duran te la guerra. Pertenece a la raza misteriosa de los grandes de la fotografía que se define por el poder inexplicable de suscitar coincidencias, chiripas, encuentros increíbles, en los que el azar cobra tanto m enos parte cu anto qu e estos milagros no dejan de ocurrir a su favor, y sólo a su único favor. Un día, Lartigue estaba en mi jardín con su máquina de fotos en la mano. Yo asomo la cabeza por la lumbrera de la buhardilla. En ese instante, dos palomas blancas se posan en el canalón, una a la derecha, otra a la izquierda de mi cabe za. Francois Reinchenbach ha publicado un libro de recuerdos. En la portada figura un admirable retrato de un niño de seis años: el autor es Jacques Lartigue. Pregunta: ¿Por qué a Lartigue se le ocurrió en 1927 sacar una foto de este niño? La escena transcurre en Arles donde se inaugura, en el museo Réattu, una exposición de fotografias antiguas. En el grupo de invitados notables que van recorriendo las salas, se oye la risa de Lartigue. Se detienen ante un a foto de Eu géne Atget (1856-1927 ) en la qu e se ve a u n p úb lico de niños fascinad os por el guiñol del J ard ín del Luxemb ur go. De repente u na exclam ación: "¡Pero si somos m i herma no Maurice y yo!". Es J acques Lartigue. Se a soma hacia la imagen. Por pur o milagro, allí hay u na lupa. Así que uno de los mayores fotógrafos del siglo xix había sacado casualmente -¿pero era casual?-
a u no de los m ayores fotógrafos del siglo xx. Se forma un corro. Confronta n las fecha s. Todo parece concordar. Más adelante se comprobará de forma definitiva y casi policíaca: la oreja de Maurice -muy visible- es bastante característica. Se volverá a comprobar en otras fotos, sin lugar a du da. J acques ten ía entonces cinco años ya que la foto de Atget tiene la fecha de 1 899. La car ita que
se distingue en el documento amarillento de Atget recuerda otro rostro regordete, despabilado, lleno de gracia y de ingenio: el del Petit Gibus en la película La guerre des boutons y d e Bébert et l'omnibus. Nada extra ño. Est e joven a ctor se llam a Mart ín Lartigue, y es el nieto de Ja cques. Hoy en día es p intor y hombre de teatro. Un pu ra s angre no sa bría mentir... Durante el otoño de 1974, se vio de repente cómo la foto de Jacques Lartigue prosperaba en todos los periódicos, semanarios y pantallas de televisión. Es que lo había elegido el nuevo presidente de la República para hacer su retrato oficial, el que adornaría, entre otros lugares, los 32.000 ayun tam ientos de Fra ncia. Admiremos de pas o esta sab rosa paradoja: al hacer la foto del presidente Giscard d'Estaing, es su propia cara la que se ve por todas pa rtes. Pero no se conoce impu nem ente a es te ma estro de la felicidad. Desde esa foto histórica, tiene mesa franca en el palacio del Elíseo. Con o sin máquina de fotos. Despu és de Marth e Chena l, Valery Giscard d'Esta ing es quien cae ba jo el encan to del niño
mayor de ojos azules y de rizos blancos. No podía elegir mejor. Esperemos para bien de Francia que lo vea a menudo y que lo mire bien . 4
1. Jacques-Henri Lartigue, Mém oires s an s m ém oire, Robert Laffont, París, 1975. 2. Jacques Henri-Lartigue, Les Autoch rome s de J.-H. La rtigue 19 12 -1927 , Herscher, París, 1980. 3 . Francois Reinchenbach, Le monde a encore un visage, Editions
Stock, París, 1981. 4. Escrito en 1975.
Herbert List, fotógrafo del silencio
En p rimer lugar conviene recordar el lugar a parte que ocupa Hambu rgo, su ciuda d na tal, en
Aleman ia. Poderosa ciuda d ha ns eática, capital del norte, pu erto cosmopolita, volcado ha cia los países an glosajones, Ham bur go es la antítesis de Múnich. El hamb urgués m ira por encima d el hombro hacia las provincias del interior, con sus pesados dialectos campesinos, y más aún h acia este su r católico en cuyas cervecerías s e desar rollaron Hitler y el na zismo; no le va n ada el famoso Blut und Boden (sangre y tierra), doble obsesión de la ideología racista a la cual opone gustoso el espíritu y el mar. Despu és, conviene r ecordar la generación a la que List perten ecía. Nacido en 1 903, está en plena adolescencia cuando tiene lugar el desastre de 1918. La historia añade su p eso formidable a la emb riaguez iconoclasta y a la "liquidación de los valores pa ternos" propios de la crisis de los quince. Yo sé con qué júbilo dionisiaco, un chaval en plena rebelión adolescente, asiste al derrumbamiento de su país y ve cómo ponen patas arriba y del revés sus instituciones y su "moral": yo tenía quince años en 1940. La Alemania que se viene abajo en 1918 es la de Guillermo II, una civilización industrial y puritana que encuentra su equivalente y su modelo en la Inglaterra victoriana (a fin de cuen tas, Guillermo era nieto de la reina Victoria). Aquí vive la gran bu rguesía con su s b an cos y su s fábricas , en un os interiores a sfixiados p or cojines y colgadura s, h um illada por el trata do de Versa lles, as us tada por los su blevados d e Kiel, arru inada por las reivindicaciones s ociales. Su p ropia juventu d la escarn ece, ya qu e la cons idera respons able del caos reinante. Esta ju ven tu d s e en cie rr a s ob re s í m is m a en u n a es pec ie de s ec ta de vein tea ñ er os qu e s e lla m a n a sí mismos wandervógel (pájaros migratorios). Grupúsculos anarquizantes, con su prensa, su literatu ra, su s citas, qu e recorren a nda ndo, con u na guitarra como único equipaje, los bosques, los a renales y las montañ as. Estos pájaros migratorios tendrían s us descendientes: los hippies... Como había gana do la guerra , Inglaterra tenía u n retra so de un a revolución con relación a Alema nia. Conviene leer el testimon io de Stephen Spender, un joven inglés, a migo de Herbert List, que se plantó en su pequeña sociedad en 1929. ¡Qué deslumbramiento ante esta ju ven tu d s ola r, es ta beautiful people que cultivaba la belleza del cuerpo, el nudismo,
el arte r igur oso! Su principal fuerza er a u na especie de narcisismo ar istocrático. Herbert List era quien condu cía el juego, aun que contrasta ba con esta sociedad n órdica por su pelo negro, sus ojos oscuros, las ventanas de sus narices abiertas y sus gruesos labios. Decían que su aspecto era como el de un "azteca" y recordaban que tenía sangre brasileña. Por su cultura cosmopolita, su libertad de pensam iento, su a nchu ra de miras, List está a sus anch as en el Berlín de los años veinte donde conviven la Bauhaus, el expresionismo, el teatro de Max
Reinh ardt , la mú sica de Kurt Weill, el caba ret de Klaus y Erika Mann . El negocio fam iliar de importación de café le proporciona un desahogo económico y le permite hacer viajes adm irables por Latinoamérica y Estados Unidos. Algo muy típico, Herbert List evoluciona desde esta profusión extremada hacia un ascetismo progresivo mediante una sucesión de negaciones y rechazos. Primero, según parece, se aleja de la literatura e incluso de la palabra. Quita los libros de su cabecera y cultiva con sus amigos una especie de comunión en el silencio. Más adelante, renuncia al dibujo. Se define como un "hombre sin atributos" según el título de la novela de Robert Musil. En él hay algo de dandy, de eterno ocioso. Aprendió la fotografía con Lyonel Feininger que, a su vez, procedía de la arquitectura. Al final fue en el terreno de la fotografía donde Herbert List dio lo mejor de sí mismo. Pero se sitúa en el lado opuesto al "testimonio". No esperen de él imágenes "sacadas de lo real" o espontáneas. Es el anti-Cartier-Bresson, el anti-Capa, el anti Family of man, exposición de 50 3 fotos "humanistas" organizada por Edward Steichen después de la ü Guerra Mundial. Más bien se reconocería en las experiencias y provocaciones de Man Ray a las que suma, además, el culto a la belleza clásica. Una de sus obras mayores -cuya aparición se aplazó con la guerra- es un homenaje a Grecia, sus piedras, sus paisajes, sus cuerpos. En el fondo, List ha bría s ido, tal vez, el fotógrafo que h ub iera llegado a ser Cocteau de n o ha berse volcado en el cine. Fotógrafo del silencio y de la inmovilidad, List destaca en el retrato. Pero raras veces capta el resplandor de la sonrisa o la expresión fugitiva que atrapa al vuelo (excepto en el caso de Somerset Maugham). Es el fotógrafo de la meditación, del examen interior, de la angustiosa espera. Cada uno de sus retratos intenta huir del tiempo que destruye para alcanzar una eternidad que se escapa. La serenidad n o es su cometido. Obra como un virtuoso con estos accesorios a ngus tiosos qu e exaltan la car ne a la vez que la n iegan : la m ásca ra, la morda za, el espejo, el ma niquí. Como ya sabemos, Herbert List tenía quince años cuando el tratado de Versalles. Ahora hay que añadir que tenía treinta cuando Hitler se apoderó del poder. Su adolescencia había sido fecun dada y exacerbada por
el fin de u n m un do. La flor de su juventu d se vio tru ncad a por la llegada del in Reich. Claro está, List no estaba comprometido políticamente. Había sido uno de esos intelectuales alemanes que consideraban que Hitler era realmente demasiado ridículo como para que lo tomasen en serio. Además, ¿qué lugar podía tener una libertad tan feroz como la suya en un Esta do totalitario? Y por otra par te, el terror na zi se desenca denó an te todo contra es tos dos pilares de la civilización occidental: el judío y el homosexual. Dos razones más para que List fuese con siderado como el en emigo del nu evo régimen . Aleman ia, esta m áquina de ha cer genios, fue destrozada por el nazismo, su guerra y su derrota. Luego volvió la vida, primero tímida, por encima de los montones de ruinas. Herbert List, el fotógrafo del silencio, bebió en una nueva fuente de inspiración en esos monum entos derrumbados, esas calles desfondadas, esas estatuas fulminadas. Nada más conmovedor e instructivo que esta última adaptación de su genio particular a las nuevas condiciones que le ofrecían las miserias de la guerra: el esteta refinado, enamorado de la
arqueología y de la antigüedad, "adoptando" las nuevas ruinas, la arqueología en presente, las ciuda des de su patria destruida. Por supu esto se pued e pensa r que esta s fotografías de la Alema nia añ o cero son la part e más notable de toda su obra, porque la "ruina moderna" le ha aportado, de modo par ad ójico, lo que siemp re le hab ía faltad o: el conta cto directo con la rea lida d . Pero en mi opinión es to sería ha cer poco caso de la reivindicación del abs olut o ins epara ble de cualquier creación. Sin duda el contacto con la brutal realidad histórica, su elevación a la potencia artística constituyen una conquista fundamental de la búsqueda de Herbert List. Pero, sobre todo, veo en ello el éxito brillante de un difícil término medio. Más exaltantes me parecen las cumbres alcanzadas justo antes de la guerra por algunas de sus naturalezas muertas. El pez rojo de Santorin, las sillas de Sunion, y, tal vez todavía más, las gafas de sol del lago de los Quatre Cantons, nos llevan hacia unos abismos de silencio de donde no se vuelve jamás. E stas imágenes pertenecen a la m uy escasa categoría de las que tocan lo absoluto.
Un naturalista desenfadado: Jean-Philippe Charbonnier Un hom bre compra un billete de lotería y gana el gordo. Se hab lará de cas ua lidad. Si juega y gana otra vez dirán que ha tenido suerte. Si juega sin parar y sigue ganando, habrá que encontrar algo más. Hará trampas. Ante una foto de J ean -Philippe Charb onnier, al "lector" se le ocurre: si me h ub iera encontrado allí, con una máquina de fotos, habría hecho lo mismo. Después de ver veinte, treinta, cien fotos tan sorprendentes las unas como las otras, se ve obligado a buscar otra cosa. Porque todos lo hemos experimentado. Hoy en día todo el mundo viaja y saca fotos. Uno solo vuelve con u nas "Charb onnier" en s u caja de imágenes: precisam ente él. ¿Entonces? Comparación no es razón, y, sin embargo, quisiera abordar el misterio mediante una analogía. He visto cómo trabajaba Charbonnier. También he visto a un ebanista, a un criador de pollos, a un pescador de línea. La misma palabra se presenta bajo mi pluma para expresar las diversa s adm iraciones qu e estos hombr es me h an ins pirado: conn ivencia. Connivencia del hombre con la materia, aunque sea viva. Connivencia del pulgar del ebanista con la tijera, y de u no y otro con la m adera frut al de la que sa can un a. viru ta fina como el papel y de perfecta regularidad. Connivencia de la mano del criador que atrapa el ave con un aparente y brutal desenfado pero en el que el pollo se ent rega sin res istencia, y con u na confianza ciega, a este abrazo que siente como secretamente acolchado por una inmensa sabiduría. Connivencia del río con el pescador que se ha integrado en el paisaje. Ha encontrado su lugar, el previsto desde toda etern idad entre el sau ce y la orilla, y si pesca y mata es lo mismo que cu and o la libélula roza el agua y el sol declina en el horizonte. E incluso connivencia de Charbonnier con la ciudad, con la orilla, la casa de campo, con el transcurso de las cosas que le entregan su reflejo, como el río entrega su pez al pescador. Hay una manera carbonera de acercarse al "sujeto" que lleva a éste irresistiblemente, a entregarle la única imagen marcada -claro estácon u n sello invisible: JPC. Y tan poderosa es esta incitación que, en ú ltima ins tan cia, la ima gen que se ha presenta do dócilmente y que por un accidente fortuito no ha sido recogida, podrá volver a surgir más tarde y en otro lugar, como si estu viera conden ada a vagar, hu érfana, ha sta en contrar el lugar que le
corresponde en el "mundo" de Charbonnier. Por ejemplo esta mujer musulmana con velo, que lleva u na m áqu ina de coser sobre la cabeza (herm osura plástica de esta silueta insólita, humor, imagen surrealista, porque a lo mejor le creció en la cabeza esta máquina, de tanto soñar con ella). Pues esta mujer estaba en una primera cita en Marruecos. Cita fallada, ya que a quel día J ean -Philippe Charbonnier había s alido sin su cámara . Nueve años más tarde, se presentaría de nuevo, pero esta vez en Kuwait como si la mujer hubiera tardado todo ese tiempo para cruzar de oeste a este el continente africano. También habría que a p u n t a r c a s o s d e leitmotiv, como esta viejecita que Charbonnier encuentra idéntica a sí misma, de lustro en lustro, por todos los confines de Francia, a la cual, a lo mejor, no ve má s que en su s "contactos", porque su ele sacarla de m anera maqu inal, inconsciente... Otra compar ación para avanzar algo más. Un amigo mío es el donjuán más perfecto. Sus conquistas no se cuentan, lo cual es una manera de hablar, ya que lleva una cuenta escrupulosa como hacía don Juan por otra parte. Mucho tiempo lo he observado y acabé por decirle: "¿Cómo lo haces ? No eres ni gua po, ni brillan te conversador, n i rico y tu fama es detestab le. ¿Por qué no se te resiste ninguna mu jer?". -"Muy sencillo, me contestó. No soy deportista. No busco la dificultad. Al contrario, huyo de ella como de la p este. Todo mi arte consiste en localizar a la mu jer que n o se resistirá. Y sólo inten tar lo con ella. De allí mi consta nte felicidad". A la luz de este ejemplo, se me ocur re que Cha rbonn ier -perfecto seductor de espectácu lo- no se aventu ra con su m áquina m ás que cua ndo su instinto le avisa que hay imagen encerrada, es decir que hay algo "a lo Charbonnier" en el aire. Aquí nos topamos otra vez con el pescador que no lanza la caña de pescar sino en el remolino abundante en peces. Es evidente que las comparaciones pierden algo de su fuerza an te la extrema vari edad de los temas de jean -Philippe Char bonnier. Este trotamu ndos está por todas pa rtes: en su casa, por lo que se ve, en las carreras de Epsom, en un psiquiátrico, en una medina mar roquí, entre los bastidores del "Folies-Bergére", o en el humilde interior de las viviendas sociales. Entonces el juego consiste en buscar y definir el punto común de todas las imágenes que h a firma do, o sea, este sello JPC del que ha blábam os.
Primero apuntemos que, salvo contadas excepciones, se mantiene fiel al humilde rea lism o de los orígenes de la fotografía. Las investigaciones form ales n o son su cometido, sino para demostrarse a sí mismo, de vez en cuando, que domina al dedillo la técnica. Así que hay realismo, y un realismo duro que no se echa atrás ni ante lo cruel ni lo sórdido. Pero esta
fidelidad n o es una esclavitud . En cada imagen de J ean -Philippe Cha rbonnier, un o perman ece sensible a un a distancia insuperable que se cuela entre el fotógrafo y su sujeto. Un refrán alemán recomienda, en ca so de cenar con el diablo, que se us e una cu chara de man go muy largo. Jean -Philippe Cha rbonnier no se deja nu nca deslum brar por el su jeto.
Su primer reportaje fue justo después de la Liberación y trataba de la ejecución de un colabora cionista. ¡Dur a pr ueba para un principian te! J ean -Philippe Charb onnier confiesa que le ayudó la intromisión de su cámara entre la horrorosa escena y su propia cara , como un a m áscara, como un escudo. Parece que nu nca s e ha olvidado de esta primera lección. Naturalista, seguro, pero naturalista desenfadado. Jean -Philippe Charbonn ier creció en u na familia de pintores, en un medio de artistas. De buenas a primeras, la influencia de sus orígenes no es visible en él, y menos mal. Pero en profundidad, se ha quedado con un sen tido de la liberta d crea dora qu e le salva de un a fidelidad literal a lo real, y que h ace que un soplo de espíritu recorra toda su obra.
Edouard Boubat o la paz de Dios Su tarjeta d e presen tación lo definirá profesionalmente como "gran reportero interna ciona l", y es verdad que esta obra íntima y serena n ació en la India, en China, en Portugal, en Estados Unidos, en el África negra. Boubat es uno de nuestros fotógrafos contemporáneos que suman el mayor número de kilómetros recorridos en cuarenta años. Pero uno buscaría en vano en su obra imágenes de guerras, de hambrunas, de seísmos o de epidemias. Mientras que el reportero fotográfico tradicional nos conmueve fácilmente, al mostrarnos a hombres o a mujeres enajenados, fuera de sí por la desgracia, a niños hambrientos, casas derruidas, tierras inundadas o quemadas, Boubat tiene el don, según parece, de que a su alrededor reinen la paz y el equilibrio. Es el reportero por antonomasia de los lugares donde no ocurre nada. Nada para la mirada burda y brutal del viajero en busca de sensaciones, pero su ojo sabe escuchar, y oye, y nos permite oír cómo crece la hierba, cómo amanece, cómo crece el niño y cómo corre lento y ma jestuoso el gran río de la vida. Precisamente Bouba t nos recuerda que u na cara n o es más "interesan te" si es tumefacta o pu stu losa, qu e un cuerpo n o es más fotogénico porque lo haya destrozado el ha mbr e o la lepra
y que en total son más los hombr es en el mun do que viven u na vida san a y norma l que los que está n h u ndidos en u n infierno de su frimiento. Lo feo es herm oso según decía Zola. Vale, contestaba Hugo, pero lo bello aún es más bello. Sin embargo, en Boubat no se encontrará rastro de a man eramiento ni de sensiblería, e incluso an tes de la palabra ternu ra yo preferiría para definirlo la pa labra bond ad, m ás fuerte, m ás viril. Cada noche de la creación del mundo, nos dice el Génesis, Dios contempló lo que había hecho y vio que aquello estaba bien. En los paisajes de Boubat hay algo de aquella mirada divina posada como una bendición sobre el fin de un día creador. Ante sus imágenes, se nos ocurre la palabra gracia, con toda naturalidad, y no podemos decir si hay que entenderla en su sentido teológico o en el sentido coreográfico de lo inseparable, que es en su caso la belleza del gesto y la bondad del cielo. A la mira da del fotógra fo responde aquí -algo poco frecuen te- la m irada d el fotografiado. Boubat no puede hacer nada sin el consentimiento de los seres, de los hombres, de las mu jeres, de los n iños a los que
fotografía e incluso pa rece que s abe a traers e la secreta a mistad de los animales y de las cosas. Los fotografiados de Boubat son incomparables por la nitidez de sus ojos en los cuales siempre se lee una señal m uy discreta de entrega y de confianza. En efecto, Boubat no intenta hacerse olvidar, ser ese testigo invisible, sino que es el vidente con el que sueñan ingenuamente muchos reporteros. Al contrario, quiere estar allí, ser adm itido, acogido, despu és de pa ctar u n tr ato de am istad con aqu ellos de qu ienes des ea la imagen. En cualquier sitio por donde pase, desempeña el papel de una especie de maestro de ceremonias de unos festejos alegres y fraternales, y en ninguna parte su genio resplandece tanto como en las fotos de grupos. Frente a un equipo de trabajadores rumanos, una boda en un pueblo armenio, una caravana que camina por un paisaje escabroso del Alto Atlas, o una playa del océano donde unos pescadores están recogiendo un a red, él se parece a u n m aestro de baile que, con el gesto o con las man os huesu das de pianista o de p artero, favorece cuan ta a legría ba ilarina cabe en los seres, incluso en los má s desfavorecidos, o en las cosas, incluso en las m ás ingrata s. En la Cama rga, a orillas de u na pradera inu ndad a donde vagan ca ballos blancos, en u n cielo cerúleo donde pa stan pan zudas nu bes blanca s como la nieve, se yergue la silueta alta y delgada de Boubat. Una racha de viento mistral inclina su avemente las hierbas a cuá ticas. Él espera. ¿Qué? Su s m anos llevan el compás de un a orquesta invisible. La m irada azul recorre su orquesta con au toridad: los caballos, las nu bes, el viento suave, las cañ as, u na familia de gitanos que surge de repente por el camino. Se da la vuelta hacia mí, ya que adivinará que empiezo a hacerme preguntas y pronun cia esta frase profun da y enigmática: Estoy esperando que s e orga nice la foto. Pienso en las palabras de Cocteau: "Ya que estas maravillas nos superan, finjamos que las organizamos nosotros". Cocteau tendría que haberse dedicado a la fotografía. En cuanto a Boubat, él es el organizador de las m ara villas que s aca. E l mun do le obedece como obedecía a Orfeo. Alza la vista. Su larga na riz aspira el viento. Impon e sobre todo las m an os y poco a poco los animales van formando un friso, una gitana levanta un brazo y arranca a bailar, los niños se colocan a sus pies como angelotes de Giotto, las nubes se reconstruyen como en un a gran estación de luz... Bouba t acerca a s u cara u na Leica desgastada y patinada como un picaporte. Por fin, las manos hacen un gesto como para borrar lo que acaba de componerse. Para aproximarse al misterio de la creación fotográfica, es interesante reflexionar sobre el doble sentido de la palabra inventar Claro que inven -
tar es crear, sacar de la nada. Pero también -según un sentido arcaico sólo usado por los ju ris ta s - es des cu br ir a lgo qu e ya exis tía . El h om bre qu e s a ca u n te s or o en su ja rdín , ju ríd ica m en te es el inventor de ese tesoro. El fotógrafo es u n inventor s egún este doble sentido. Pues lo que fotografía ya existía delante de él, si no ¿cómo lo habría fotografiado? Pero al mismo tiempo, por una curiosa magia, impone su visión al mundo, incluso se podría decir que le obliga a entregarle imágenes que, sin él, no habrían existido. He soñado o -tal vez me hayan hablado de ello- con una tradición que existe desde hace siglos en J apón y que se bas a en la recogida de guija rros. Cuanto m ás genial o inventivo es el recogedor, más idénticos entre sí serán los guijarros elegidos dentro de su variedad -aparición de un estilo- imposibles de encontrar para otros que no sea él, y naturalmente bonitos. De modo que así hab ría -colocada s en jardines con a rte- una s colecciones características de fina les del siglo xiii y de principios del siglo xviii, que se pu eden reconocer a p rimera vista -de la misma manera que una capilla gótica o una porcelana de Sévres- y que se han vuelto insustituibles aunque n ada haya cam biado profun damen te en las colinas ár idas, las orillas desiertas o las llanu ras estériles dond e los recogieron. Sólo falta la mirada del recogedor, clave perdida para siempre de este peculiar invento. De modo que el ojo de un gran fotógrafo desempeña, a mi parecer, el papel de una especie de clave que permite descifrar un código cuando se pone a mirar una multitud o un paisaje.
Inven ta su s
imágenes en el doble sentido: las recoge y las crea. En el terreno de la imagen, cada fotógrafo encarna, en relación con la imagen, un tipo de hom bre ejemplar. Algun os son cazadores y cogen la imagen por tram pa o la detienen en pleno vuelo con u n "golpe de cám ara". Otros son un os enam orados algo sádicos, que no se inmu tan ante el rapto o la violación. Otros ta mbién se h acen los chulos y la tra tan como a un a chica sumisa y sencilla. Otros hacen como que la desprecian y la "atrapan" aparentando una indiferencia totalment e conyugal. Otros por fin s e ponen de acu erdo con ella, la compon en, la embellecen, le dan el último toque para ofrecérnosla como un ramillete arreglado con delicadeza. Me gusta imaginarme a Boubat como un pastor, el dulce pastor de las imágenes que pastan a su alrededor, alta figura lenta y angulosa cuya sola presencia tranquiliza y sosiega. En sus brazos largos y flacos, mece de modo imperceptible la más frágil, la recién nacida antes de depositarla a nuestros pies.
Comentarios a dos fotos de Edouard Boubat
1. Las ventanas
Pensam os en u n teatr o o en u n juego de sociedad: 3 x 3 = 9 ventanas de las cuales 4 están abiertas y 5 cerradas con postigos. De estas 4 ventan as a biertas, 2 las ocupan parejas, 2 las ocupan solteros. Los dos solteros parecen observar la ventana de la pareja de la derecha. Añadamos para decirlo todo, que aparentemente se trata de un edificio de la alta burguesía. La fachada está cuidada, las persianas están en buen estado. Unos frontones floridos rematan las ventanas. En fin, hace buen tiempo y calor, a juzgar por cómo va vestida la
gente. Los datos escuetos de esta imagen no van más allá. El lector es muy dueño de florear sobre este esquema. Se nos ocurren unos "bocadillos" que podrían salir de las bocas de estos 6 personajes. En cuanto a mí, lo que me llama la atención es la peculiar calidad de las relaciones de vecindad aquí presentes. En un ambiente más popular, los vecinos se conocen, son amigos o enemigos. Sobre todo por el hecho de que los niños pelean, juegan, comen ju n to s , o du er m en u n os en la s ca s a s de ot ros . En u n m ed io bu rgu és , com o vis ib lem en te es este caso, no ha y comu nicación en tre vecinos. Se codean , se observan pero se ignoran . Situación paradójica hasta el absurdo, que ilustra perfectamente esta imagen. 2. El triciclo de reparto
El sabe que este cochazo será su yo. Gracias a su labia, su arrojo, su cara bonita, pronto cambiará su carrito por un seis cilindros. Porque todavía no tiene la edad de la seguridad social, del INEM, de los "trabajillos" y de los "restaurantes del corazón"'. En aquel tiempo hace 40 o 50 años- el pueblo llano de la propina hacía entregas a domicilio, limpiaba las botas, llevaba el equipaje en las est aciones y acogía a los clientes de los grandes restau ran tes bajo esos grandes paraguas rojos. La propina -en francés literalmente "parabeber" (pourboire) no s e dice "par acomer " ni "paravestir"- era u n r egalo a cam bio de un favor gratu ito. Sup onía el conocimiento y el respeto m ut uo de u n código de cortesía. Esta blecía relaciones am bigua s entre r icos y pobres y derribaba las barreras entre unos y otros.
¿Adónde vas pequeñ o repartidor con tu sonr isa y tu tocado de m ozo de pas telero? Vas con tu sonrisa por u na sociedad qu e no es igua litaria, donde reina el desorden de los sen timientos y la libertad de conqu ista. Vas a su bir a un a casa señorial y llam ar a l timbre de u na puerta de roble oscuro. Yte preguntas quién te va a abrir ¿la doncella cómplice o la señora enjoyada?
1. Restaurantes solidarios montados por Coliche. (N . de los T)
D e n i s Br i h a t , e l i m a g i n e r o d e l L u b e r o n
"No soy poeta, soy versificador", decía Paul Valéry. En tal declaración no había sólo provocación y rabia contra la imagen ridícula del poeta romántico que garabateaba un poema sublime encima de la perilla del sillín, arrastrado por el viento de la inspiración. Como yo también ejerzo, con toda modestia, la profesión literaria, saboreo toda la verdad de esta visión puramente artesanal de un oficio manual -manuscrito = escrito a mano- que no debe nada a los favores divinos. La artesanía del arte posee otro mérito: en su humilde soledad mezcla estrecha men te la vida cotidiana con la labor profesional. Artesan o en casa, el escritor, el dibu jante, el graba dor pu eden -e incluso deben quizá- comer en la mesa de trabajo y dormir en su taller. Pues ambas vidas se nutren recíprocamente: el arte saca provecho del hum us de lo cotidiano, y los am ores de cada día se ilum inan con los dest ellos de la creación. Si tuviera qu e bu scar en tre mis a migos al héroe pu ro de tal fusión, creo que el nombre de Denis Brihat sería el primero en acudir a mi mente. Los campesinos del Luberon lo vieron llegar hace ya más de cuarenta años. Había estudiado para reportero fotográfico en París. Le mandaron a la India, de donde volvió con una cosecha de imágenes admirables en torno al tema de la aceptación y de la serenidad. Nada más alejado del ambiente de las salas de redacción parisinas, que buscan con ansiedad lo "sensacional" de la actualidad, como aquellas tierras lejanas donde no cuenta el tiempo y donde cada gesto de cualquier hombre es s emejante a u n a cto ritual. Denis Brihat comprendió que no h abía vuelta atrás. Y si volvió a Francia fue para parar enseguida, con el material fotográfico debajo del brazo, e n u n a borie, un a de esas casitas de piedra en las que los cam pesinos provenzales guardan las herramientas. Nada más erróneo que la imagen de una Provenza bendecida por una eterna primavera. Un mistral helador barre la planicie o bien un sol abrasador la quema. Por su puesto, la borie de Brihat no tenía ni agua caliente ni luz. Para lavar sus pruebas, sacaba centenares de cubos de agua de su pozo, o las dejaba en remojo en la fuente del pu eblo de Bonn ieux. Hacer fotos, desde lu ego, pero tam bién vivir. De modo qu e cua ndo iba a por s etas, se pa saba horas fotografiando su cosecha, qu e después le servía de cena. Hay que decir que d e su viaje a
la India volvió siendo vegetariano, un fotógrafo vegetariano, pues si bien Denis Brihat no se priva de comer carne, es al mundo vegetal al que le pide toda la inspiración. Durante ese período heroico, le oí varias veces quejarse de las múltiples tareas que le imponía su vida de Robinson Crusoe sin su Viernes al lado: "Tengo más a menudo el hacha en la mano, la sierra o la paleta que la cámara de fotos". Pero su soledad, algo monstruosa, es la que fue, sobre todo, su inspiradora. Ningún gato o ningún perro le daban compañía. Durante un otoño se hizo amigo de un lirón. Luego, con el refrescar de las noches, el lirón se durmió para el invierno y se acabó. Nunca habla de ello Denis Brihat, pero estoy seguro de que algunas ideas de suicidio habrán rondado a veces alrededor de su cobertizo de piedras superpuestas, como un túmulo... Como fotógrafo de la naturaleza, encontró en el monte quemado que le rodeaba una fuente de temas cuya riqueza le pareció inagotable. "Para que algo se haga interesante, escribió Flaubert, basta con mirarlo mucho tiempo". Mirar mucho tiempo: éste es el secreto de Brihat. Desde hace muchos años, este gigante algo miope sigue andando con la misma lentitud, maravillado en medio de la flora provenzal, y si de repente inclina su cuerpo de leñador, es hacia una umbela de euforbio, una corola de mejorana, el encaje de un liquen o una ballueca que un caracolillo ha venido a entorpecer. Lo ínfimo es su reino, y no hay en ello ninguna renuncia, ninguna dimisión ni repliegue sobre sí mismo por miedo a la realidad. Para decir la verdad, Denis Brihat no es en absoluto modesto. Otros dan la vuelta al mundo cada año, y preparan la maleta en cuanto se produce un terremoto o una revolución. Pero un retrato no es más que la imagen fugitiva de uno de los millares de rostros humanos que hierven por la tierra. Un paisaje no es más que una pequeñísima partícula de nuestro medio geográfico. Hay una humildad profunda en los pasos de un Brassai, de un Cartier-Bresson o de un William Klein que intentan descubrir escenas evanescentes, gestos fugitivos, expresiones efímeras de amor o de miedo; que ilustran con menor o mayor intensidad la desgarradora insignificancia de la existencia humana, surgida de la nada y condenada a volver a la nada.
Por el contrario, sospechamos que Brihat se dedica a echarse en brazos de orgías de orgullo metafísico en la soledad de su monte bajo. Porque cuando amplía una rodaja de limón hasta darle la dimensión de un rosetón de catedral, cuando aparta una semilla de acacia o una espiga de espliego sobre un fondo neutro -fondo de nada- alza estos diminutos testigos a la potencia cósmica, y sin duda alguna, es lo infinito lo
que pretende poseer, un infinito sustraído al desgaste del tiempo, un infinito eterno. Es así como una pequeña man zana s ilvestre, completam en te resquebrajada por la helada, gracias a su objetivo llega a s er el planeta Marte o Venu s o -¿por qué n o?- nuestra misma tierra colgada en el vacío sideral y que va rodando con su rostro tumefacto por los espacios sin límites. Hay algo de Leibniz en este fotógrafo que escudriña la estructura íntima de una cebolla o las carn es de u na trufa partida con el sentimiento triun fante de echar u na sonda en las hondu ras a bisales del ser. Su humildad la vuelve a encontrar luego, en el estadio artesanal al que aludía antes, cuando se trata de transformar lo que no es sino una foto en un cuadro o en un libro. A fuerza de tanteos, ha puesto a pu nto una técnica para en marcar y para en cuaderna r, con el fin de ofrecer a los escasos clientes que conocen el camino de su retiro cuadros o libros de tirada limitada de una asombrosa perfección en su ejecución. Con una paciencia de chino, seca, pega, estira, estarce, desbarba, pone títulos, barniza, numera. Y cuando ya está vendido el "cuadro", realiza delante del comprador una operación que escandaliza a sus colegas: destruye el negativo correspondiente, garantizando así el carácter único de la obra'. ¿Volverá a temas "humanos"? Antes hablaba de ello como de una eventualidad poco probable. Supongo que se acordará de una anécdota lejana. Una amiga le había mandado, en un sobre de celofán, unas cejas que acababa de depilarse. ¡Qué imprudente gesto de burla! Enseguida, Brihat las puso en la base de su ampliadora e hizo así una imagen gigantesca gracias a la cua l se complacía en ver el retrato abstracto, muy revelador, de su a miga. Esta composición, hecha de arcos de círculos negros sobre fondo blanco ¿acaso no reproducía todas las curvas -mejillas, senos, grupade un cuerpo moreno, acogedor y flexible? Cuando exhibía este "retrato" delan te de un visitante, no se olvidaba nu nca de mencionar ad emás que cada pelo, lejos de const ituir un ras go opaco, presen taba , bajo la violencia de la ilumina ción, cierto aspecto translúcido que daba una idea de su anatomía interna. A la entrad a d el pueblo de Bonnieux, Denis Brihat se ha constru ido un a h ermosa casa donde vive con su mu jer Solan ge y su s h ijos Ann e y Pierre. Esta felicidad constr uida lenta y pacientemente salió de su cáma ra de fotos y de las m inuciosas imágenes qu e pertenecen a su vida. Los amigos de siempre, y también algunos transeúntes o forasteros, conocen el camino empinado que sube hacia las inmediaciones de su huerto, de su vergel, de su pradera. Antaño se decía de un niño trabajador y listo que era "buen o como u n s anto`. Me ha intrigado mucho tiempo el paralelo hecho entre dos de las palabras más hermosas del idioma h um ano. Claro,
había la rima, pero ¿cuál es la razón? La razón que emparenta la cordura con el arte de las imágenes, tal vez, en esta casa rú stica del Luberon, es donde h allam os su mejor ilustración.
1. En ¡ni primera exposición en 1962 con J.P. Sudre, éste había preconizado la tirada única. Como la fotograba no es, a priori, un medio de multiplicación de las imágenes (eso es la imprenta) y que las nuestras estaban destinadas' a ser contempladas en una pared, queríamos conseguir la mayor calidad posible sin tender a la cantidad. Pero nunca he destruido negativos. ¿Para qué?... (Nota del fotógrafo Denis Brihat.) 2. En francés, "bueno copio una imagen", sage comme une image. (N . de los T)
A r r a i g o d e L u c i e n Cl e r g u e
En 1971, al visitar las exposiciones organizadas en Nuremberg para celebrar el v centenario de Albert Durero, me llamó la atención el comprobar cuan profundamente solidario era aquel artista (es decir, que habla una lengua comprensible para los hombres de todos los países y de todas las razas) con su vieja Franconia natal y con su mágica ciudad. Arraigado en su tierra y en su sociedad, inseparable de su época y de sus contemporáneos, Albert Durero nos asombra por la universalidad de su obra especialmente de su obra grabada-, y su ejemplo nos su giere retener en el análisis de un artista p equeño, median o o grande pr ecisam ente este grado de arra igo -o al contrar io, de desa rra igo- como un a de su s cara cterísticas pri ncipales. Lo contra rio, es fácil de encontra r -desde Vinci has ta Van Gogh -, artistas cu ya vida no fue sino un largo deam bu lar, un viaje al fin de la noche para unos, de la luz para otros, de cielo en cielo, de horizonte en horizonte, para dormir al final en una tierra ajena, a menudo inhóspita, a veces hostil. En el mundo de los fotógrafos -tan parecidos a los grabadores- se suele pensar en los reporteros, en los trotamundos, y entonces la categoría de los desarraigados parece imponerse por sí sola. Esto es olvidar la otra cara de la fotografía, la de los Edward Weston, o de los Bill Brandt, todos ellos hombres de tierra, sedentarios, que buscan más la hondura que la extensión. Es obvio que Lucien Clergue pertenece a esta familia de arraigados. Con él nos invade una parte del país de Arles, su ciudad con la plaza de toros, su Camarga, su s s alinas , las orillas de San ta María y del Grau . Pero podría entrarnos un a duda sobre el valor universal de una obra localizada con tanta precisión. El escollo de los desarraigados es la abstracción, un juego formal sin carne ni calor. Al revés, el peligro para los arraigados es encerrarse en el detalle, en lo anecdótico, en lo folclórico. Un país de provincias fuertemente compartimentadas como Alemania tiene la riqueza de sus petimetres -Spitzieg, Thethel, Thoma- deliciosos y encantadores, pero amanerados, anticuados, de poco alcance y que no van m ás allá del testimonio de un a época y de u na provincia. Por el contrario, en cada uno de los ámbitos que ha tocado, Lucien Clergue parece haber sabido sobrepasar los límites del provincianismo. Por supuesto que es de Arles, por nacimiento y por vocación, y pocas veces ha sacado fotografías más allá de los cincuenta kilómetr os de los
Alysca mp s. Pero los tema s qu e le inspira n, la fuerza con la que los trata , le otorgan cada vez más un amplio pasaje hacia lo universal. Por ejemplo, estos toros son algo más que los protagonistas de un juego de ruedo limitado a las lindes de España. No se trata sólo de imágenes d e corridas. El toro de Clergue es la virilidad , la soledad, la m uert e del monstr uogladiador agonizando en la arena la cual bebe su sangre y donde había quedado trazada la sombra de su combate. Ni falta que hace ser aficionado a la tauromaquia para sentirse aludido por el drama de sangre y espuma cuyas imágenes nos ponen cara a cara con la verdad. Cada un o de nosotros somos este héroe negro que cae bajo los golpes de un destino con traje de luces. Los desnu dos marinos -la parte m ás popular de su obraestán a ún más cercanos, si es posible, a los grandes mitos universales que habitan nuestro inconsciente. Cocteau lo escribió: Clergue h a sido testigo, con la cám ara de fotos en ristre, del nacimiento de Afrodita creada , y acar iciada por ú ltima vez, por el elemen to ma rino. Y ha y que recordar aquí que estas tres palabras fun damen tales -mar, m adre y materia- tienen una misma raíz etimológica. Por lo que a mí se refiere, mi preferencia va a la tercera parte de esta trilogía, la que canta el légamo, el lodo fecundo, las aguas tornasoladas, las arenas locuaces, las heridas infligidas a la corteza r eseca por las flechas solares, el est allido del sol en miles de ídolos trému los y deslumbr an tes. Veo en ello un a vuelta a la m ateria virgen y blan da de a ntes d el Paraíso, cuando el Verbo se esforzó por separar la tierra y las aguas para que pudiera nacer la vida. Hay como una inmersión en las profundidades del génesis: el eterno femenino y la virilidad taurina constituirán etapas ulteriores, seguramente más humanas, pero menos arcaicas, m enos m etafísicas, de este poema del ser escrito a gran des ras gos de sombra y de luz.
Mi genial amigo Arth ur Tress El domingo 17 de abril de 1977, teníamos cita Arthur Tress y yo, en el aeropuerto de Tánger. Él llegaba por a vión de Nueva York. Yo desem bar qué con mi coche, procedente de Séte. Entonces empezó para nosotros un descubrimiento de Marruecos que permanecerá en nuestra memoria como una de las experiencias más desconcertantes. Me daría cierto reparo pretender que "conozco" Marruecos -como cualquier otro país, por otra parte-, pero en fin, lo había visitado en ocasiones anteriores. También sabía que la presencia de un compañero de viaje basta para dar otro color a los encuentros, los rostros y los paisajes que lo van ma rcan do. Con un gran fotógrafo, ya no es un matiz que se añ ada a otros, es la reorganización a fondo de la realidad a la que uno asiste atónito. Había tenido la experiencia en Can adá y en Ja pón con Edou ard Boub at. Allá vi cómo nacían, ba jo nu estros pasos por Van couver y por Kioto, u nas escenas, un os personajes directamente sacados de la obra de Boubat que conocía muy bien. Él mismo me dio un día la contraprueba de este poder m ágico. Una ta rde, en Ottawa, m e dijo: "Salgamos otra vez si quieres, pero estoy un poco cansado. Ya verás, no ocurrirá nada". Y en efecto lo vi. Salimos otra vez a la descubierta, pero el mago ya no tenía fluido, las cosas y la gente ya no obedecían a su exhortación secreta para adoptar determinada postura, pa ra formar figuras, e interpretar escenas que fueran a lo "Boubat". La ciudad que recorríamos no tenía más estilo que si la hu biese recorr ido yo solo; yo, h ombr e sin genio fotográ fico. Así que con Tress en Marruecos, otro Marru ecos aparecería an te mis ojos, u n Marru ecos má s conforme con el estilo de este joven ju dío neoyorqu in o cuyas fotos me ha bían demostra do que ten ía la fuerza de doblegar a su s visiones m ás disolventes los ba jos fondos de la ciudad más dura del mundo. Nos veo otra vez en Marrakech, ciudad enfervorizada, almizclada , frenética, cínica, que toma al viajero por los h ombros y ya no lo suelta. La demasiado famosa plaza Djemaa-el-Fna hierve como un gran circo permanente con sus asadores, sus malabaristas, acróbatas, bailadores, profetas, cuentistas, sacamuelas, vendedores de kif o de amor. Veía cómo a Tress no le afectaba todo aquel pintoresquismo, aquel despliegue demasiado fácil de horrores sublimes y de bellezas gesticulantes, y yo sabía qu e algo iba a ocurrir, a la fuerza, para qu e cua jara el encanto. El milagro
surgió bajo la apariencia de un "colega" fotógrafo. Pero ¡qué fotógrafo! El escaparate de su tienda parecía un a jau la para fieras. Su especialidad: el retrato-su eño'. Cuando se presenta un cliente, empieza por someterlo a un psicoanálisis a su manera. Luego se pone al trabajo. Pinta un decorado con efecto, junta accesorios, proporciona al cliente u n tra je, lo emba dur na con ma quillaje. Y ya eres la imagen de tus su eños secretos, tal Al Capone tocado con un borsalino inclinado hacia el ojo, apuntando una ametralladora en una calle de un Chicago sacado de la paleta de un Douanier Rousseau. O también, ceñido de un tapa rrab os de falso leopardo, eres Tarzán hincha ndo los pectorales entre u n león disecado y una pantera de pan mascado, sobre fondo de bejucos y de helechos arborescentes. O un pachá de las mil y un a noches , que reina, ataviado con seda s y joyas, ent re un sin fin de mu jeres embriagadoras . Y todo esto es perfectam ente ser io, inclus o grave, pues aqu í no es la feria, no se bromea con los sueños, estos dreams que llena n la obra de Tress y cuya an alogía etimológica con dramas no ha de olvidarse nu nca. Aquel día, Tress, investido por todas par tes por s u propio universo onírico, no hizo ni una foto. No lo probó salvo una vez, en u na de las esca leras de la Mamou nia (era justo an tes de la modernización desmedida de ese pa lace de encanto kitsch) donde intentó desquitarse. Se trata ba de retrata rme, pero quería poner tanto de sí mismo que habría sido -en ese caso como en otros- má s bien u n a utorretrato. En un descans illo polvoriento, había topado con u n cactus pustuloso que estaba agonizando en esos parajes sin luz. Como sacara de sus inagotables bolsillos una de esas caretas negras para dormir de día y un par de esos au riculares que p ermiten escucha r mú sica en el avión, m e rogó que me pu siera la careta y los auriculares y que con una extremidad del cordón hiciera como que auscultaba al cactus enfermo. Pero era obvio, sea dicho de paso, que no sacaría foto alguna en Marrakech. Era
demas iado tarde. Dejamos la toma para el día siguiente. Luego nos olvidam os. Tampoco se hicieron fotos en Casablanca, que nos enseñaría su cara menos grata. "Casa la malquerida", la potentísima, la menos "típica" de todas las ciudades marroquíes, vivía además bajo una amenaza grotesca y apocalíptica. Un chiflado americano, que pretendía haber anunciado la terrible colisión ocurrida unas semanas antes entre dos Boeing 707, acababa de publicar a bocinazos que un maremoto cubriría la ciudad aquella misma noche. El gran hotel El Mansour no tenía más que dos clientes: Arthur y yo, y la charla que di aquella tarde no tuvo más que un oyente, Arthur. Fuera, hacía gris y frío. Cerca del faro de El Hank, una marea terrible aplastaba unas olas lívidas contra las rocas con un fragor de true-
no. Un viento em papa do ab ofeteaba con s alpicadura s de olas tres edificios, vivienda s s ociales, hechos de hormigón bruto, y sacudía en cada balcón guirnaldas de harapos negros y blancos. Un puñado de muchachos morenos se entretenían mandando un balón contra la fachada de un o de los edificios y los impact os sona ban como puñ etazos. Había en el aire una bru talidad, un a desolación, un a en ergía qu e herían y que oprimían el corazón. Todas estas circunstancias perfectamente "tressianas" estaban llenas de imágenes que sólo cobraron vida en las murallas de Rabat. Allá tuve que dejarle con una panda de adolescentes nada tranquilizadores. Con su pinta tímida de estudiante de teología, Arthur Tress se las apañ ó para am an sarlos y ponerlos en escena e inclus o enjaularlos como fierecillas; y todo para lograr el encuadre y la composición que quería. Abramos un paréntesis para plantear -y resolver- la eterna e ingenua pregunta: ¿es un arte la fotografía? Primero nos podemos pregunt ar por qué esta pr egunta vuelve con tan ta insistencia, cuan do a nadie se le ocurre plantearla cuando hablamos del grabado o del arte culinario. Es que sólo hay arte donde hay creación, y quien dice fotografía, primero dice copia mecánica de la realidad. Así que el fotógrafo no es má s crea dor -por lo tan to ar tista- que es poeta el alumn o que copia una poesía en su cuaderno. No más que el dueño de un magnetófono, al grabar un cuarteto de Schubert, es compositor de mú sica. Esto sigue siendo verdad pa ra la inmen sa m ayoría de los fotógrafos. ¿Qué ha cen todos estos turistas de París y de Venecia? Sacan copias de la torre Eiffel y del puente de los Suspiros. Nada de crea ción n i de arte en tal actividad. Pero hay excepciones. Hay magos que consiguen crear, gracias a esta máquina de copiar que es la cám ara de fotos. Y la creación es tan to más llam ativa, sobrecogedora, atr on adora cuanto menos disponible para la creación es a priori el instru men to. A esta as ombrosa pa radoja lleva el camina r u n tr echo con Arthu r Tress. Les he dad o algun os ejemplos marroqu íes. Dos años an tes, Tress h abía estad o unos días en mi ca sa del valle de Chevreuse. Vivo a diez minu tos an dan do del castillo de Breteuil. Como Arthur tenía la mañana libre, le indiqué el camino que lleva allí y yo me quedé en casa, retenido por una cita. No esperaba nada del encuentro Tress-Breteuil. Hacía mucho que conocía el estilo bru tal y desoxidan te de las fotos de..mi am igo. Admirab a el hieratism o helado con el que sabía agravar escenas y paisajes que reflejaban crueldad y locura. Por supuesto, había s alido con la Hasselblad gran angular con la qu e sacaba todas su s fotos. ¿Qu é iba a pens ar del castillo de Breteuil, encan tador, claro está, pero de un orden mu y formal en m edio de su jardín a la francesa, aquel que siente predilección los solares y las escombreras de los suburbios neoyorkinos? Volvió dos horas más tarde, encan tado y embarrado h asta las cejas. Según me dijo, acababa de hacer la mejor foto de todo su viaje por Europa. ¿Qué había ocurrido? Era muy
sencillo y a la vez perfectamente increíble. Acababan de vaciar el estanque mayor situado frente al castillo. Chicos y chicas chapoteaba n en u n limo secular, agarra ban a m anos llenas unas gordas carpas para ponerlas a salvo durante la limpieza; esta escena era observada por un as esta tua s m anieristas situada s a lo largo de los senderos. Desde hace diez y seis añ os que vivo en las inmediaciones del castillo, nunca había visto algo semejante. Al día siguiente, subí a Breteuil. Todo había vuelto a la normalidad. Las carpas retozaban en un agua limpia. Más ta rde r ecibí la foto: el am biente h elado e insólito, la s ilu eta d el gra n edificio vacío al fondo, y en el primer plano este personaje despavorido y asexuado... Todos los atributos de Tress se habían juntado en Breteuil de modo milagroso, en el tiempo que duró su paso por allí. Esta imagen tiene un sello tan propio que parece haber sido hecha en el mismo momento, en el mismo lugar y con el mismo personaje que he situado al lado (y que sin embargo está separado por todo lo ancho del océano, ya que la hizo en Nueva York). Pero ya basta de anécdotas y de circumdata. Ahora conviene intenta r a cercarse a l meollo en torno al cual giran todas las obras de Arthur Tress y que les da, dentro de su infinita riqueza, un aire de familia innegable. Señalemos algunos temas fundamentales e intentemos darles sus "cifras": - La poluc ión. Durante mucho tiempo el "higienismo" y el optimismo con vencionales h an puesto en entredicho los "lados feos" de la vida y de la civilización. El depósito de cadáveres, el matadero, el alcantarillado estaban condenados como algo indecoroso, que sólo atraía a seres perversos o degenerados. Sin embargo, Hugo había empezado con Los miserables a descu brir la herida, per o la u niversa lidad d e su genio le dejaba el campo libre. Sin emb argo, a Emile Zola le insultaron por haber tenido en cuenta esta ley fundamental en su obra: nada se crea en la naturaleza o en la sociedad sin un mínimo de basuras. Entre los fotógrafos contemp orán eos, le hizo falta cierto valor a Lucien Clergue h ace veinte a ños pa ra em pezar su carrera profesional con imágenes de carroña medio digeridas por los lodos del Ródano. Es cierto que cualquier obra de arte -que sea p oesía, pintu ra o fotografía- tamb ién es obligatoriamente celebración, porque cualquier creación implica amor. Ergo, la polución descrita por Zola o por Tress es una polución secretamente amada, y eso será sin duda, por ser levemente sospecha do, lo que má s profundam ente su bleva.
¡Pobre polución, calumniada de modo tan cruel! ¿Sabes que los hombres sienten por ti una atracción inconfesable? ¿Sabes que admiran los reflejos tornasolados del aceite encima del agua, las esculturas compuestas por el amontonamiento de las basuras domésticas -¡qué hermosas llegan a ser n uestra s ciudades cu and o hay una hu elga de basu reros!-, los hu mos pardizos que vomitan, en forma de coliflor, las chimeneas de las fábricas? ¿Quién no ha respirado con deleite -en la autopista francesa del Sur, especialmente en los alrededores de Feysin - las ema naciones sulfurosa s que an dan rondan do en torno a las refinerías de petróleo? Hace un siglo que los perfumistas mezclan aldehídos pútridos con sus perfumes porque éstos parecerían sosos e insu lsos a nu estras n arices descarriadas si no evocaran más que el olor a flor o a fru ta. En este sen tido, Arthu r Tress ilustra este doble aspecto del artista moderno: ha de decir inm un dicia, pero como su palabra es creadora, diga lo que diga, es a cto de amor. - El niño. Es el testigo privilegiado. Testigo: el que ve, que sabe, que recuerda. Pero adem ás: objeto que s irve de pru eba, qu e padece las a dversidades, qu e es el cuerpo del delito. De todos los cuerpos de delito, el cuerpo del niño es el más encantador. El niño es el objeto privilegiado del sadismo y de la necrofilia. Pero también es memoria y esperanza, pues mañ an a a lo mejor, una vez hecho un s er fuerte, se podría vengar. - La muerte. Asoma s u hocico lívido en m ás de u na de su s imágenes. En Arthur Tress h ay una vertiente necrófila. ¡Que la siga, pero, como decía Gide, río arriba! Es que todo cadáver posee una capacidad de pa sividad y por lo tanto de obscenidad de u na temible seducción. - La opresión. La angustia de ser prisionero de una mole, de una red de cordones o de cintas, de un embudo, de una máscara, de una bolsa de plástico, de estar encerrado en un tarro de pepinillos, en un cubo de basura, en un sumidero, un ascensor, una bajante de agua. La angus tia de que te aplaste un balón, u n caba llo mecánico, un carro de asalto, etc.
Son temas clásicos de pesadillas, pero el arte de Arthur Tress consiste en darles una terrorífica credibilidad, al colocarlos dentro de un contexto totalmente realista. Niega a la pesadilla la par te de ma gia qu e la suele hacer soportab le (especialmen te en nu estros cu entos de hadas infantiles). Sus imágenes nos obligan a creer lo que cuentan. Conviene añadir que le ayuda, en gran parte, el entorno que EE.UU. pon e a su alcance. Pero ha demostrado que lleva su universo consigo a dondequiera que vaya. -La pareja. Son las imágenes má s negras de esta obra. Son par ejas qu e se dan la espalda, parejas sádicas, parejas calladas cuyas miradas se cruzan sin tocarse, como esta anciana frente a su gallo de cerámica, o este joven prostituto con su chulo. Una psicología simplista concluirá que a Arthu r Tress le atormentan problemas insolubles en sus relaciones humanas. No es tan fácil y estoy dispuesto a testimoniar lo contrario. En realidad, raras veces la obra es la imagen directa o invertida- de la vida. Es el resu ltado de u na alquimia compleja, indes cifrab le, por lo menos en el estado actu al de nu estros conocimientos. - La puesta en escena. Los fotógrafos de pro suelen tener la religión de la autenticidad. Recogen los da tos inmediatos de lo real. Cogen al vuelo las cosas y a la gente tales como s e presentan en su ingenua espontaneidad. Hacer lo auténtico, lo realmente auténtico, lo de verdad. Dar "un empu jón" es u n pecado vergonzoso que conviene disimular lo mejor posible y negarlo todo, inclus o cuan do a u no le cogen in fraganti por pura casu alidad. Toda esta moral a Arthur Tress le importa un bledo. No repara en medios con una total tran quilidad de alma . Ya h e contado cómo en la Mamou nia de Marrakech h abía "concebido" un retrato de mí. Suele sacar de las tienda s, de los m us eos, de los bastidores de teatro -o simplemente de sus bolsillos, auténticas cuevas de Alí Baba- todos los accesorios que requiere su foto, desde la rata disecada hasta la pipa tirolesa pasando por la custodia, la alabarda o el cinturón herniario. Con cualquier otro, semejante descaro llevaría al hundimiento de la imagen. Nos mofaríamos, nos encogeríamos de hombros. Con él, fu nciona . Todo fun ciona . Su genio consiste en reu nir siempre las condiciones de u na complicidad generalizada. Complicidad de las personas retratadas, de los objetos, de los paisajes, y para colmo, la nuestra. - La liberación. A menudo, este universo agobiante se abre, se libera, respira una gran bocanada de aire vivificante. Encima de la cabeza del niño sumergido en el acuario, borbollea la superficie plateada por el sol. Tal vez se ahogue el hombre, pero detrás, la persp ectiva inm ensa de u n p uen te invita a la part ida. El joven s altador s e echa al vuelo lejos de la estru ctura metálica qu e le aprisionaba . Una gran escalera se abr e ha cia el cielo y allá arriba se alza la pequeña silueta de un ángel. El niño ha perforado la techumbre del cuchitril donde ha nacido, y por el mar, fluye un vapor hacia el horizonte. A menudo, la liberación no es asequ ible al oprimido, no la ve, le da la espalda a pesar de que está allí, con la llave en la pu erta, y nosotros somos los que n os aprovecham os. Ningun a ima gen de u no de los libros m ás importantes de Tress figura en este libro. Es que se trata de un libro rigurosamente coherente, de un solo bloque, que cuenta una historia con u n p rincipio, un desar rollo y un fin. El título: Shadow. Librito alado, mágico, de un a s encillez su blime. Cierto que en ello, Tress ha su perado la fase necrófila, pero no por ello ha vuelto al mu nd o de los vivos; todo lo contr ario. Ha cru zado la Es tigia, y de ahora en a delante viajará en tre las s ombras, o mejor dicho, nos invita a l viaje y a las aventura s de un a sombra, la suya... De sobra se conoce el gran tema romántico del hombre -o de la mujer- que ha perdido su sombra (o que la ha vendido al Diablo). Aquí se invierte el mito: nos cuenta la desdicha de una sombra que ha perdido a su dueño, que ha perdido a su Arthur Tress. ¿Qué puede una sombra humana "descarnada" de carne? Mucho más y mucho menos que la carne. Primero prisionera de u n m un do hostil y cerrado, cargada de cadena s que ella m isma se h a forjado, accede a la búsqueda geográfica, astronómica, filosófica que le entregue las llaves de su
calabozo. Y ya está galopando p or el mun do, a ra tos m ontada en u n caballo del Apocalipsis, o en un animal prehistórico, a ratos atravesando a pie desiertos de arena o de nieve, luego extraviada en la gran urbe, hecha añicos por el adoquinado, entrecortada por los soportales, alargada por el poniente. Se pierde por laberintos, arde y se ahoga; la n utre u na sombra de pájaro y por fin estalla en prodigiosas iluminaciones. Por una parte invulnerable, inexpugnable, ligera e inmortal, pero por otra impotente, inconsistente, exangüe. Pues para que mi mano pueda coger, acariciar o aplastar, ha de poder ser cogida, acariciada o aplasta da. ¡No nos apresu remos a en vidiar la impun idad y la eterna juventu d de los mu ertos! Cua ndo Tress m e ha bló de su p royecto de libro de sombra s, cua ndo vi cómo ametra llaba con su Hasselblad su sombra o la mía dondequiera que se dibujaran, distaba mucho de prever la s obrecogedora ma gia del librito que iba a sa lir. Es u n ca so bast an te poco frecuen te donde la imagen lleva la delante ra por su s propias fuerzas, a l contar u na historia profunda y hermosa sin la ayuda de ningún guión preescrito. Pocos títulos de capítulo marcan el "relato" (el prisionero, la búsqueda, el viaje de las maravillas, los antepasados, iniciación, la peregrinación, llamadas y recados, el vuelo mágico, la iluminación) sin programarlo realmente. Es exactamente lo contrario de una novela-foto cuyas imágenes no hacen sino ilustra r u n texto impu esto. No se pu ede hablar de Arthu r Tress sin seña lar esta obra -de la que es de esperar que se edite en Europa- porque por primera vez, en mi opinión, la fotografía habla por sí sola y encuentra una poesía e incluso una metafísica que sólo ella podía expresar.
1. Encuentro utilizado más tarde en mi novela La gota de oro.
Jan Saudek o el vientre negro de Praga 24 de marzo de 1989. Hoy, viernes santo, descubro la ciudad de Praga donde comitivas de chicos y chicas con coronas de flores celebran la llegada de la primavera. Ciudad espléndida, que la guerr a ha dejado inta cta, Pra ga escalona por las márgenes del Moldava u n impresionante conjunto de palacios, catedrales y monumentos. A pesar de la multitud alegre, siento el ambiente cargado de una angustia alimentada por los recuerdos de una historia que va desde el héroe J an Hus ha sta el actua l régimen estalinista', que pasa por la obra de Kafka y la a nexión nazi. En principio estoy aquí para recibir el primer ejemplar de mi novela El rey de los Alisos en versión checa , y bajo el signo de es te libro somb río y bru tal es como voy a perma necer en la ciuda d; pero en realidad estoy aquí, sobre todo, para descu brir ajan Sa udek. Lo uno n o va s in lo otro. Me explico. Unos meses antes, un tal Didier Kohn me mandó un libro de fotos con la siguiente carta adjunta: Muy se ñor mío , En mi estan cia e n Ale mania durant e las vacac iones de fe brero, no me había llev ado más que u n libr o: El rey de los Alisos. Fue uno de los grandes choques de mi vida. Aquí va adjunto un regalito. Espero que le gusten estas fotos dejan Saudek al que mandaré en cuanto pueda, una traducción al inglés de su libro. Muy atent amente le saluda, Di dier Kohn
Así fue como descubrí a Saudek. Pero, en cierto modo, era una cita de ultratumba, pues Didier Kohn murió poco después de escribirme esta carta. Me impresionaron profundamente tanto la potencia, la negrura corno la ternura de estas imágenes, más aún cuando están coloreada s a ma no según la an tigua t écnica -utilizada a ntes de la película en colory están adornadas con toda una pacotilla obsoleta de encajes, coronas de flores, sombrillas, espejos de cargados marcos dorados, biombos pintados, zapatillas de baile, sombreros de paja, etc. Estas bara tijas ajadas, llevada s por s eres cas i siempre jóvenes -niños, ad olescentes- evocan un género
muy en boga en el siglo xvi, sobre todo en Holanda, la "vanidad". Se trata de una naturaleza muerta que evoca, con algunos objetos simbólicos, cráneos, cirios apagados, relojes de arena, flores secas, la huida del tiempo y
la insignificancia de las cosas de este m un do. El tema de la flor que se a br e y luego deja caer sus pétalos es uno de los preferidos dejan Saudek, transportado a una segunda fase, de modo muy cruel, pero con una lógica ineluctable: el cuerpo de una mujer enseñado sin ningún miramiento, antes y transcurridos los años. El tema del tiempo destructor, recurrente en esta obra, sólo debe su fuerza y su
originalidad a los espa cios donde s e pone de m an ifiesto. jan Sa udek pertenece a la r aza de los fotógrafos sedentarios. Los viajes no son lo suyo, ni el exotismo, ni lo pintoresco de las tierras lejan as . Bajar a la calle -como Négre, Atget, Kertészh o Cart ier-Bresson - para retrata r la vida ban al y diaria, todavía es dema siado para él. Su cueva, allí está el lugar ideal. jan Sa ud ek es un arra igado consciente y consentido. He nacido en Praga, en Checoslovaquia, el 13 de marzo de 1935. Es mi patria. Me quedo aquí... Ya no me queda tiempo para aprender otro idioma y sus matices.
Se suele asociar fotografía y nomadismo. El americano Man Ray y el húngaro Brassai pasa ron la m ayor parte de s u t iempo en París. Nueva York, Londres, Madrid abren s us brazos ajan Saudek. Le ofrecen puentes de oro. Él se empecina en quedarse en los pocos metros cuadrados de su buhardilla, en los suburbios de Praga. Su "cueva" está en otra parte, y a veces vuelve allí a pasar la noche. Es el vientre negro el que ha dado a luz esta obra dorada, que m erecería ser clasificada de m onum ento histórico; esta cueva má gica, de mu ros leprosos, de suelo de tierra batida. Cuando sale de su buhardilla aérea, para recogerse en este foso, Saudek se llena de energía, como Anteo, el gigante que recobraba fuerzas al tocar la tierra. Lo más extra ño es qu e las imágenes que de todo ello han salido no son nad a confina das , aplastadas, ni asfixiadas. Saudek no tiene nada que ver con el ideal del enterramiento de ju lio Ver n e pa ra qu ien la felic id a d per fec ta n o pod ía h a lla rs e m á s qu e deb a jo de los m a res (Veinte mil leguas de viaje submarino), e n u n a m in a s u b t e rr á n e a (Las Indias negras) o en el centro de la tierra, porque la desgracia siempre se relacionaba en él con las agresiones de la intemperie. Saudek lleva el cielo nublado hasta dentro de su cueva; y se reconoce el mismo cielo en varias fotos por el fino hilillo blanco dejado por el paso de un avión, símbolo de libertad para todos los habitantes de la Europa del Este. En efecto, es un cielo de esperanza, de evasión, de liberación que a spira en s u infinito al niño o a la mu jer. Esta extraña venta na con cortinas d e grandes rayas verticales ya perten ece al mu seo imagina rio de los aficiona dos a la fotografía del mundo entero. Yclaro, están los cuerpos. Sí, digo los cuerpos porque el cuerpo le lleva una amplia ventaja a los rostros en el universo de Sau dek. Cuerpos de
mu jeres de cu lo y pechos desorbitados, monstr uosos, qu e recuerda n las obsesiones d e Fellini. Cuerpos de jovencitas, cuerpos de niños. En Saudek, no es la mujer la pareja del niño, sino que es el hombre. Pertenece a la raza de los hombres que lloran en secreto la maternidad que les es injusta men te negada . Nadie mejor que él, ha ilustr ado el tema del homb re "lleva-niños" (pedófilo). Nos da algunas pietás paternas, al modo de las de Rubens o de Santi di Tito, donde no es la Virgen María la qu e lleva a l cuerpo d el Crucificado, sino Dios Pa dre en ma jestad. Y esto nos devuelve otra vez a El rey de los Alisos, porque Philippe de Monés, que ha hecho el prólogo, ha visto en esta novela el libro de la vocación materna del hombre, un tema ciertamente esencial para mí y que me aproxima a Saudek. El autorretrato que va marcando con tanta brillantez la historia de la pintura es mucho
más raro en fotografía. Es probable que el fotógrafo dude en volver hacia su propio rostro el arma con la que ametralla a sus coetáneos. Rechaza para sí lo que tan gustoso hizo a los demá s. Por lo contra rio, el "au todesn ud o" es mu y poco frecuen te en pintu ra, y, sin investigar demasiado, yo no conozco más que tres dibujos de Durero que merezcan tal nombre. Lo extraño es que tres fotógrafos de la misma generación hayan hecho autodesnudos sin influenciarse unos a otros. Se trata del alemán Dieter Appelt, del finlandés Arno-Rafaél Minkkinen y de Jan Sau dek. El cuerpo desnu do de Jan Sau dek nos llama la atención por su sequedad musculosa. Es pequeño pero flexible y recio, y será sin duda un instrumento de vivir, gozar y su frir de una eficacia sin p ar. Es lo opues to exacto de la carn e blanda y rellena de su s m ujeres, de la inocente y frágil de sus niños. Este cu erpo del artista -poco frecuente al final pero presente - le da a esta obra s u firma, u n "logo" inimitable y terriblemente convincente. Es cierto que está la exuberancia kitsch y los colores dulzones aña didos a m ano. Están estas catacu mbas donde se entierra el artista para celebrar s us misas negras, como los primeros cristianos sus cultos. Por encima de todo, está Praga, ciud ad su ntu osa y gris, que evoca tan bien "la tristeza m ajestuosa d onde reside todo el placer de la tragedia", según las palabras de Jean Racine. Pero también está el cuerpo sa rm entos o y flexible del au tor que firma es tas obras con el peso de su propia ca rn e. Todo esto es J an Sau dek. Pero también es u n p orvenir que sólo le pertenece a él y que es -imprevisible y sorprendente- el de sus futuras creaciones.
1. Texto escrito durante el régimen anterior. (N. del A.)
Muertes y resurrecciones de Dieter Appelt Antes del reloj de arena y de la esfera, Antes de la cleps idra y d el reloj, Antes del almanaque y del calendario, Antes de que el signo se apodere del tiempo, existieron las nebulosas cuyos períodos se calculan en s iglos -luz, despu és las estrellas cu yas palpitaciones se cu entan en a ños-luz, y por fin la geología terrestre, cuyas capas miden milenios. Pero esta formidable aceleración del ritmo del tiempo seguía todavía siendo an tidiluviana . Porque el diluvio -quiero decir la invasión de lo húmedo- impuso la imagen del flujo temporal, y llenó de una vez todos los relojes de a gua. En lo más oscu ro de los a bismos telúricos, la u nión íntima del agua y de la piedra precipitó el doble crecimiento que aproxima el dedo erguido de la estalagmita al dedo gacho de la esta lactita, has ta su fusión en u n extraño pilar de tripa estrangulada. Yeso no era nada todavía. Porque el tiempo permanecía paralizado en una maduración mineral inmóvil. El tiempo no era translación, sino alteración, una alteración cuyos procesos de petrificación y de fosilización h acían pens ar que volvía a la etern idad en vez de a lejars e de ella. Entonces surgió la vida. Y con ella el movimiento, el andar, el gesto y la carrera. Y por tanto el cronómetro, es decir, el tiempo trono-sujeto al espacio-metro. ¿Qué es la velocidad? Es el cociente del camino recorrido por el tiempo requerido para recorrerlo. El animal es primero un cu erpo dotado de alas, de aletas y de patas, es decir, un móvil. El animal se define en la na tu raleza por u na posibilidad de tra ns lación por oposición al vegetal que n o conoce má s
que el crecimiento. Por su hocico, su pico o sus garras, el animal añade la depredación a la locomoción. A estos miembros de locomoción y de depreda ción, el homb re su perpone la ma no, órgano de prensión. La depredación no colma más que la necesidad alimenticia y, en segundo lugar, sexual. La pren sión está totalmente abierta, inclus o a operaciones d esinteresadas . Así pues , con la ma no la vía est á a bierta a u na inversión del impu lso primario y original, que proyecta al hombre hacia unos actos cuya virtud es la velocidad y su finalidad la depredación. Inversión y por lo tanto vuelta sobre sí misma con toda la lentitud requerida. Paul Valéry subr ayó la a na logía en tre el pulgar oponible que ca racteriza la m an o hu ma na y la
facultad propia de la mente hu man a de pensa rse a sí misma. En tre todas las operaciones, la más desinteresada y la única que se precia de hacerse con lentitud y mucho tiempo es sin du da alguna la reflexión, "aten ción d el alma -dice el dicciona rio- que s e fija en s us propias ideas para examinarlas y compararlas". Y el mismo diccionario nos enseña que también se habla de reflexión cuando un rayo luminoso vuelve hacia su fuente después de dar en una superficie reflectante. Dieter Appelt es el h ombr e de es ta r eflexión, en todos los sen tidos del término. Toda su obra no es sino un esfuerzo para invertir el movimiento espontáneo que nos arroja hacia delante, con el fin de reencontr ar la tem poralidad inmemorial de los elementos. Primero tendremos la tentación de juzgar como una paradoja increíble el hecho de que haya elegido la fotografía como instrumento de este retorno a la lentitud original. Desde hace ciento cincu enta añ os, toda la evolución de la técn ica y sobre todo de la qu ímica fotográfica está volcada hacia una aceleración de la toma de la imagen. Primero se había fotografiado durante un día entero, luego durante una hora. Pronto se llegó al segundo, luego a la fracción de segun do. Así se quería "reprodu cir del na tu ral", es decir, encerra r el insta nte m ás fugitivo, como se capturan moscas y mosquitos en una película pegajosa. Esta simple
metáfora permite sentir la futilidad cada vez más gratuita a la que se estaba condenando la fotografía. Dieter Appelt le da la vuelta a este extravío y plantea como principio que una fotografía posee ta nto m ás peso y mayor hon dur a cu an to que h a exigido mayor tiempo. Toda su técnica tiende a resolver el problema siguiente: ¿Cómo fotografiar despacio, a pesar de que todas las condiciones técnicas de la fotografía moderna están hechas para permi tir fotografiar a toda p risa? Siendo su fotografía una reflexión, resulta también normal que se dedicara con predilección al autorretrato e incluso al autodesnudo. El autorretrato es una de las grandes vías de la pintura y del dibujo. Durero, Rembrandt, Courbet, Van Gogh destacaron en este arte reflexivo. Por el contrario, se han aventurado poco en este camino los fotógrafos. ¿Por qué? Porque el arte de la fotografía -más cercano en este sentido a la depredación animal que a la prens ión h um an a (con pu lgar oponible)se orienta ha cia afuera y ansía la velocidad. Arte extrovertido por antonomasia, se lanza a la conquista del mundo. Lentitud y reflexión. Se deduce de estas primicias cierta relación con el espacio y con el tiempo. En cuanto al espacio, el desnudo es al retrato lo que el paisaje es a la naturaleza mu erta: relación de todo a pa rtir de todo. El único au torretrat o verdad ero de Dieter Appelt nos lo enseña s oplando un a man cha de
vaho en un espejo en el que se refleja su cara: aquí la reflexión domina e invade toda la fotografía. En cambio sus autodesnudos están profundamente arraigados en el paisaje. La arcilla cubre la piel de un caparazón, la cara de una máscara. Crece la hierba a su alrededor, debajo de él, empieza a cubrirle. El agua, la nieve, las hojas muertas cercan este cuerpo blanco de falso mu erto. Perinde ac cadáver La famosa divisa de la orden de los jesuitas, tan rara por otra parte (pues no se ve en qué un cadáver puede obedecer las órdenes que se le da), cobra, sólo aquí, todo su sentido. Porque está claro que si Dieter Appelt impone este
añadido cadavérico al paisaje circundante, es para poder, por una sumisión total al espacio, asegurarse una requisa del tiempo. Volviendo a recorrer este camino, él es el primero en llegar a la inmortalidad húmeda, tomando de nu evo en una zanja que ha cavado con su s ma nos la apariencia del hombre de Tollund. Una vez, un obrero de una turbera de las llanu ras bajas de Holanda se presentó en la gendarmería de su pueblo: al cavar, acababa de sacar a la luz un cuerpo degollado cuyo perfecto estado de conservación hacía suponer un crimen reciente. En realidad se trataba de un mártir cuya muerte remontaba al principio de la era cristiana. La acidez de las aguas turbosas conserva perfectamente los cuerpos que allí están sepultados. Dieter Appelt es este hombr e de la noche de los tiempos. Pero pronto el homb re su rge de las a guas cenagosas . En la isla del Monte Isola (Lombar día) edificó un torreón de troncos de madera , der Augenturm, la tor re-ojo'. Este mirador constr uido sobre pilotes le sirve de médium entre cielo y agua . Allí acurr uca do en los aires, como u n feto en su bolsa am niótica, flota en el seno de los limbos de la inexisten cia. Pero su ojo perman ece fijo en el espejo de las aguas. Lo hú medo no ha reinado siempre. La era antidiluviana se pierde en las aren as s ecas y ardientes del desierto. La momia envuelta en bandas atraviesa los milenios en virtud de esta misma aridez. Por una nueva inversión benigna, sin duda negación de la vida, llega a ser agente de conservación. Dieter Appelt, en mantillas como un eterno bebé, sigue siendo esta momia. Sin embargo, su dedo descarnado dispara la cámara de fotos montada sobre un trípode. La eta pa s iguient e salta toda vía m ás m ilenios y se agar ra a los megalitos. La landa bretona , anegada en las nieblas del océano, pero a la que encienden las retamas en flor, observa el corro de los crómlech en torno al peñón central. El primer paso del cuerpo de Dieter Appelt consiste en identificars e con es tas piedras: el crán eo se vuelve canto rodado, los bra zos aristas, la man o se inm iscuye en la grieta. Pero en estas piedras hay un a m ús ica secreta que atestigua la presen cia de un significado en rela-
ción con la carrera de las estrellas. ¿Cuál es el secreto de los megalitos? Son relojes, las m ás a ntigua s má quinas de m edir el tiempo. Luego está la ú ltima revelación. Una vez llegado a la na ve inm ensa de la cueva de Oppelette, Dieter Appelt siente qu e le van creciendo alas, y compren de que ha llegado al fin de s u viaje iniciático. Pero no se convierte en un pájaro pr ofan o que a caricia los vientos y las nubes. Se convierte en un ángel y su vocación es poblar los inmensos espacios negros del centro de la tierra. Extraña, angustiosa, exaltadora metamorfosis en un ser a la vez dragón y murciélago, en el que hemos de reconocer temblando al
Príncipe de las Tinieblas.
1. El Augerturmfue comprado por el Museo de Arte Moderno de Berlín.
Arno- Rafael Minkkinen o el cuerpo jeroglífico Pagar por sí mismo, tomarse como objeto, sacar de sí mismo la materia de su obra. Esta elección autófaga es algo corriente en literatura. "Soy la materia de este libro" escribe Montaigne al principio de sus Essais. Y después de él, Jean Jacques Rousseau, Chateaubriand, André Gide han encontrado lo mejor de su obra al observarse y contarse a sí mismos. En pintur a, el autorretrat o tiene gran éxito. Rembran dt, Courbet, Van Gogh no han dejado de tomarse por modelos. En su lecho de muerte, Géricault, con la mano derecha dibujaba la mano izquierda. Curiosamente, sin embargo, a los fotógrafos, tan
influenciados por la pintura, les ha repugnado durante mucho tiempo tal ejercicio. Es como si el apuntar contra su propia cabeza el objetivo normalmente dirigido hacia la de los demás tuviera de por sí algo suicida. Pero he aquí que, una vez tras otra, ya lo hemos dicho, tres fotógrafos de la misma generación y sin influenciarse unos a otros han roto el tabú, y de manera más radical todavía que los pintores. El alemán Dieter Appelt, el checoslovaco Jan Saudek y el finlan inlan dés Arno-Rafaél Arno-Rafaél Minkk Minkk inen h an dedicado la la m ayor parte de su obra n o sólo sólo al autorretrato sino al autodesnudo, una empresa prácticamente desconocida en la historia de la pintura con la excepció excepciónn d e los los tres dibujos dibujos de Du rero ya mencionados. Esta excepción es instructiva. A juzgar por sus autorretratos, es probable que Durero hubiera estado bastante orgulloso de su persona. Tiene trece años, veintidós años, veintisiete años y veintinueve años, cuando pinta los cuatro autorretratos que poseemos de él. Todos son sumamente halagüeños y el último evoca una figura de Cristo al límite de la blasfemia. "Me río de verme tan bello en este espejo", parece cantar como la Margarita del Fausto de Gounod. De otra otra n atu raleza son los los au todesnu dos. Ahí Ahí ya ya n o es el Dur ero rebosan do de juventu juventu d y de ingenua jactancia el que que a parece. Está viej viejo, o, enfermo, enfermo, mar chito. chito. Su cu erpo ya ya n o es fuen fuen te de orgullo orgullo ni instrum ento de placer, es es u n cam po de dolor. dolor. Uno de estos dibujos nos m ues tra a Durero con el índice derecho dirigido dirigido hacia su costado izquierdo, con esta leyenda encima: Aquí es donde efecto, parece ser que donde me duele. duele. En efecto, mu rió de una dolencia dolencia del bazo. bazo. Por el contrario, la obra de Arno Minkkinen nos invita a una fiesta. Y no porque celebre las bondades de su cuerpo. Al contrario. Vuelve a
un a s erie de variacio variaciones nes sobre el tema de u n físico ísico realmente excepcional. excepcional. Esqu elético elético,, inm inm enso -mide casi dos m etros-, etros-, rota la na riz y hendido hendido el labio, abio, anu da y desanu da su larga osamenta como lo lo haría con una cuer da. En oposici oposición ón a Appelt Appelt -siemp -siemp re de un serio basta nte pesa do Minkkinen deja pasar un ligero temblor de gracia por cada una de sus fotos. Sus posturas
desafian la imaginación. Exhibe su brazo, su pierna, su pie, su sexo, y cada vez la imagen, de un a perfecta sencillez, sencillez, tiene algo algo tan novedoso novedoso que deja al observador para do de asombro. Conviene hacer hincapié en esta asombrosa unión de sencillez y de novedad. Otros inventaron la solarización, el mordentado, la rayografia, el montaje y otros delirios ópticos como el objetivo fish-eye. tiliza za sin picardía picardía un a cám ara de las má s corrientes. corrientes. fish-eye. Minkkinen u tili Con esta cámara, más dos piernas, dos brazos, una cabeza, etc., ¿cómo hacer imágenes que no se han hecho nunca y que asombren a los que las descubren? Esta increíble apuesta, Arno Minkk Minkk inen la gana . Pues sí, tiene tiene el don de dejarnos s in resu ello ello con con las fotografi fotografias as de su pie o su tripa. ¿Cómo se las ingenia? ingenia? Un primer elemento de respuesta se halla en el paisaje. De cada país tenemos una idea a priori difusa, pero que no deja de ser absoluta. Y de esta idea se desprenden algunas imágenes. Doineau no se concibe más que en París y Edward Weston sólo en California; Augu st Sa nder no pu ede disociarse de Berlín, ni Fu lvio lvio Roi Roiter ter de Venecia. Ahora Ahora bien, nos parece que Arno Arno Minkkinen Minkkinen es necesariamen te un producto de Escandina via via y má s particularmente de Finlandia. Hay en la luz de sus imágenes una nitidez, una frialdad, una parsimonia, un rigor que no se encuentran más que encima de los 60° grados de latitud norte. Sobre todo, las aguas, los medios lacustres, los espejos líquidos son signos del lago hiperbóreo. Y todo este frescor da a la desnudez del cuerpo un significado muy distinto al que recibe en el su r. Nada de pereza, de languidez, de aban dono a la caricia vol volup up tuosa del sol. Además no hay ni sombra, ni sol en Minkkinen; tampoco alba ni crepúsculo en su imaginería. Todo se baña en una luz intemporal, sin hora, sin pasado, sin porvenir. Realmen Realmen te estam os en el país del veran veran o total cuan do el sol ni sale ni se pon e. Ademá s, se bu scar ía en vano un a alus ión ión a la meteorología. meteorología. No No hay intem intem perie en el país de Mink Mink kinen, n i nub es, ni lluvia, lluvia, ni arco iris. iris. ¿Qué pa ís es éste? La repues ta es s imple: es un a pá gina gina en blanco. Es la pá gina gina donde van a situarse los signos signos formad formad os por el cuerpo flexible y sinuoso de Minkkinen. El paisaje escandinavo forma el pergamino en el que Minkkinen Minkkinen dibuja los los jeroglí jeroglífficos icos que son s us man os, su s n algas algas o su s p antorrillas. antorrillas.
En cuanto a este cuerpo que baila en la página blanca del cielo o de la nieve finesa, él mismo es tan desencarnado como puede serlo una caligrafía árabe pintada con tinta china con la punta de un cálamo en un papel inmaculado. El cuerpo de Arno Minkkinen es todavía más que el de una bailarina o el de un derviche, un cuerpo comido hasta el tuétano por el sign sign o que en carn a. Hay ab negación, negación, s acrifici acrificio, o, algo algo de holocau holocau sto en este intento, qu e sería trágico sin la risa que no deja de acompañarlo. Uno piensa en Nietzsche cuando canta, al proclama r el evangelio evangelio del gay saber según Dioniso Dionisos: s: Escuchad, he hecho un descubrimiento maravilloso y que además es alegre. alegre. No hay verdad verdad alguna que no no sea leve y cantarina. No hay más verdad que la viva y ligera. La gravedad es demoniaca. No hay ningún dios que no sea risueño, bailando sobre la superficie de los grandes lagos helados.
Patricio Lagos o el paso de la línea
Yo ya conocía Bra sil. Chile, este an ti -Brasil, sigue s iendo pa ra m í una tierra mítica. Du ran te mis años en el Museo del Hombre, el azar me había asignado el estudio de los pueblos fueguinos, últimos habitantes de la Tierra del Fuego, hoy ya desaparecidos. Había soñado mu cho con este extraño pa ís estirado por la costa oeste del continente de América del Sur, y que acaba en el legendario estrecho de Magallanes. Luego escribí mi primera novela Viernes que situé -como me lo sugería Alejan dro Selkirk, el ná ufrago real que insp iró el Robinson de Daniel Defoe- en la mayor isla del archipiélago Juan Fernández. Así que el indígena Viernes venía a ser u n arau cano, del nombre a ntiguo de Chile: Arau cania. Porque los ch ilenos de hoy proceden de la mezcla de los invasores españoles y de los indios araucanos. Hasta que un día, un auténtico chileno irrumpió en mi casa y me dijo, "es usted el escritor de la marea baja. La marea baja es el gran asunto de mi vida". Y de hecho el "reflujo" desempeña un papel preponderante en mi novela Los meteoros. Las fotos que me enseñ ó luego Patricio Lagos me llamaron la atención por su belleza y su originalidad. Fotógrafo, Patricio Lagos sólo lo es, sin embargo, de manera secundaria, incluso terciaria, porque primero es bailarín y luego escultor. Nació el 23 de agosto de 1954 en la isla de Ch iloé, de un padr e oriundo de S an tiago y de una madre en parte india. Ella era la segunda esposa de su padre, que se casaría cinco veces en total. De su niñez en aquella isla, que fue uno de los últimos baluartes españoles antes de La independencia (1830), recuerda sobre todo las fábricas de telares donde trabajaban los indios. Una de las hermanas de su madre conoció un éxito clamoroso pero sin porvenir, gracias a sus creaciones textiles. Los indios de Chiloé son bajitos, fornidos, y tienen pómulos salientes. Se emborrach an con chicha -sidra fermenta da-, que les empuja hacia u na s peleas san grientas . Patricio Lagos recuerda ta mbién u nos juguetes que fabricaba él mismo. Ingresó en Bellas Artes en Viña del Mar y se inició en la danza, tal vez bajo la influencia de la tercera esposa de su padre, bailarina en Santiago. Su maestro era Hernan Baldrich; bailó en uno de sus ballets inspirado en la Fedra de Jean Racine, donde desempeñ aba el papel de Hipólito y que comprendía u na parte importan te de improvisación.
Paralelam ente, prosiguió estu dios de escenografía en la un iversidad de San tiago. En diciembre de 1977 d io el gran s alto. El norte le llama ba des de ha cía mu cho. ¿El n orte? Digamos el hemisferio boreal, pues no se trataba de nada menos. El paso de la línea se celebraba, en la marina de vela, con una ceremonia burlesca en el curso de la cual lo s "novatos" (los que franqueaban el ecuador por primera vez) sufrían algunas pruebas y hu millaciones bajo la au toridad de u n Neptun o de carna val. Patricio Lagos pas aría a s u vez la línea , pero como Alicia cu an do pas a a l otro lado del espejo. Habría m agia y poesía en s u viaje iniciático. Que la izquierda se convierta en derecha y el derecho en revés, nada más natural. Entre los au strales, su s compatr iotas, el frío está al su r y la estación caliente es en en ero. En tierra boreal, él tendría que acostumbrarse a hielos en el norte e inviernos en enero. Esto no sería excesivo si se respetara perfectamente la simetría. ¡Ni mucho menos! No vivimos en un un iverso ma temático en el que los cálculos siempre caen bien y donde los relojes n i retrasan ni se adelan tan nu nca. La tierra gira a lrededor del sol, no según un círculo - figur a perfecta- sino según un a elipse, círculo febril, círcu lo enfermo. De ello se dedu ce que está , cua ndo m ás cerca en enero (perihelio) y cuando más lejos, en julio (afelio). Aquí pues está nuestro pájaro migratorio, confronta do con u na n ueva par adoja: un a ilum inación y un ca lor que van creciendo conforme se va alejando el sol. ¡Ésta es la lógica boreal! Además están las ma reas, este fenómeno típicamente boreal e incluso europeo, que toma su mayor amplitud en las costas normandas, bretonas, inglesas e irlandesas... Así pues, una marea alta arrojó en mi playa privada a este pajarraco austral con sus sueños y sus obras. Encalló por tanto en las playas normandas, pasmado por esas extensas llanuras glaucas y
mojadas, por esos limos, esos arenales, esas rocas vestidas con algas que el reflujo crea cada día nada más que por un as h oras. Paisaje efímero, destinado a un a pronta desaparición, pero recreado enseguida con todos sus mariscos y sus crustáceos. La mar es eternamente joven; hoy es igua l a como era cua ndo sa lió de entre las ma nos de Dios, al principio del mund o. Por el contrario, la tierra escribe su propia historia milenaria en sus rocas, en sus concreciones, sus pliegues, que son como las arrugas de un rostro muy viejo. Este rostro, la marea lo lava, lo aclara, lo refresca incansa blemente, como para restituirnos nu estra tierra en su tierna infancia. La arena abandonada por la ola, es como el rostro de nuestra anciana ma dre reconvertido en el de una joven virgen, alegremente acogedora. Todo esto, Patricio Lagos lo descu bre en las playas n orman das y la iniciación toma un sentido sublime cu and o, además, la s ilueta maciza y ele-
gante del Mont Saint-Michel se perfila en el cielo lejano. A esta mezcla de eternidad y de ju ven tu d efím er a , él r es pon de a s u m a n er a . Es ba ila r ín , a rte eva n es ce n te s i lo h a y. Es escultor, arte que s e inscribe en el márm ol o el bronce eternos. Tamb ién conserva en lo más hondo de su memoria un recuerdo de su niñez que compartimos con él. Durante la marea baja, constr uíam os febrilmen te castillos de aren a, soberbios aun que frágiles a pesar de los paquetes de varee con los que reforzábamos sus murallas. Al volver la oleada que rodeaba y luego atacaba nuestro "fuerte", lo defendíamos con ardor, cavando zanjas de protección, reparan do las grietas, inclus o atacan do la ola a gresiva con nu estras palas, tal Alejandro que ma nda ba a zotar las olas rebeldes del Ponto Euxino. No son "fuertes" lo que modela en la arena Patricio Lagos, y no piensa en desafiar la ola. Más bien son "endebles", quiero decir cu erpos aba ndon ados, aman tes cansados, yacientes víctimas de su último su eño, y estas criatu ras p atéticas están entregadas inermes a la caricia asesina del agua. He soñado mucho con aquellas imágenes. Se han apoderado del relato que estaba escribiendo, esos Amantes taciturnos para quienes el silencio de la playa abandonada por el mar es símbolo de su amor difunto. Patricio Lagos aceptó que le hiciera intervenir con su nombre en m i relato, reflejo an tropófago de los novelistas . Al mismo tiemp o le he cogido su s a ma ntes d e arena , la bah ía aba ndon ada por el reflujo e incluso el Mont Saint-Michel, gigantesca linterna mágica asentada a lo lejos. Estas líneas son testimonio de este préstamo y de mi gratitud . Añad iré estos "últimos versos" de Rimba ud que m e parecen evocar tan a p r opósito el am biente tranqu ilo y trágico dé algun as de est as imá genes: °La he vuelto a encontrar. ¿Qué? La eternidad. "Y el piar ya se ha ido. Con el sol ".
¿Existe una fotografía femenina?
"¡Las mujeres y los niños primero!". Esta exhortación tradicional pregonada por el comandante de un buque que se hunde parece más válida todavía cuando se trata de fotografía. En efecto, las estadísticas demuestran que las tres cuartas partes de las fotos hechas cada año en el mun do tienen por tema m ujeres o niños. Ha y qu e aña dir que las han hecho h ombres. El homb re -predador empedern ido- inventó la fotografía p ara "atrap ar" lo que quiere o lo que desea "en efigie". Apunta hacia ellos su caja mágica, y se lleva su imagen como u n cazador se lleva u n perdigón en el morra l. Lewis Car roll es conocido como fotógrafo y como narrador. Pero estas dos actividades se desprendían de la misma pasión, la de las niña s y en especial de Alicia Liddel. Inventa ba historias p ara enca ndilarlas. Las fotografiaba como un "ogro-enamorado", por no atreverse probablemente a "tomarlas" de manera menos ofensiva. Esta agresividad funda ment al del acto fotográfico se colma en la mu jer, en el cuerpo desnudo de la mujer. Es u na violación en efigie. Pero tamb ién está el reportaje de choque en el que s e ve cómo un fotógrafo ametralla sin miramientos a poblaciones despavoridas y heridas en el drama de una guerra, de una hambruna o de un terremoto. Así pues, ¿es una fatalidad que la fotografía encierre esta dimensión de violencia? ¿Es que la miseria y el sufrimiento son incomparablemente "fotogénicos"? A esta pregunta son posibles varias respuestas. La más convincente trae a la mente a las mujeres fotógrafas. Cuando la mujer deja de ser objeto de la foto para apoderarse de la cámar a, todo cambia. La mirada deja de s er la de un ave de rapiña para convertirse en la de una amiga, sobre todo, si es otra mujer la fotografiada. Estudié, lo repito, durante años en el Museo del Hombre. Una de las lecciones que tengo grabada en la memoria es la ventaja de que goza la m ujer etnóloga en las ind agaciones in situ. La población est ud iada la acepta mejor que a un hombre. Se le abren las puertas. Se desatan las lenguas. Puede entrar por doquier y mirar. Se contesta a su s pregunta s. Mientras que u n h ombre etnólogo sus cita desde el primer momento un movimiento de defensa, no ocurre lo mismo con la mujer fotógrafa. Yo paseé con J oyce Tennes on por las playas nat uristas de la Camar ga. Ella se permitía sa car clichés qu e
hu bieran provocado, de sacarlos yo, reacciones de su ma violencia por pa rte de los interesados. No creo que h a y a "literatura femenina". Ni Colette, ni Marguerite Yourcenar, ni
Francoise MalletJoris me parecen representar cualquier rasgo común propio de l a feminidad. Por el contra rio las es critoras domes ticadas p or Giséle Freun d, la dulzura de los cuerpos entregados por Joyce Tenneson o la de las caras sorprendidas por Eva Rubenstein, o también el encanto sereno de las imágenes de Martine Franck, o la tranquila audacia desprovista totalmente de provocación de Bettina Rheims, en todas encuentro una calidad común. ¿Cómo definir tal calidad? E nseguida se m e ocurre la palabra ternu ra. Pero después escribo: complicidad. Sí, eso es. Hay en los hombres, pero sobre todo en las mujeres y en los niños fotografiados por ellas un a entr ega confiada qu e aña de algo a la calidad h um an a de sus imágenes. Los grandes acontecimientos del pasado no tuvieron su reportero-fotógrafo. Conozco a má s de u no que llora en secreto el no ha ber esta do allí para pr esenciar cómo a En rique IV le apuñalaba Ravaillac o cómo Napoleón recorría el campo de batalla de Austerlitz. Pero hay algo aú n mejor. Al sub ir al Calvario, Jes ucristo se encontró con Verónica. El nombre de esta mu jer piadosa de J erusalén quiere decir: Imagen verdadera . Verónica secó con su velo la cara chorrean do de sa ngre, de lágrimas y de su dor del Salvador. Y se produjo el milagro: la ca ra de Jesús imprimió su imagen en el velo de Verónica. Es ella, una mujer, y nadie más -ni Niepce, ni Daguerre- la que inventó la imagen verdadera, la imagen fotográfica.
P h i l i p p e B o n a n o " l a s d e V i l l a d i eg o "
De Philippe Bonan no conozco más que una fina libreta que comprende una primera parte compuesta de retratos de artistas y de escritores, seguida de algunos paisajes urbanos y rurales. En todas esas imágenes flota un ambiente de e xtrañeza y desorientación del que, sin embargo, emana una felicidad paradójica cuando, por lo contrario, uno tendría que sen tirse incómodo. Bus caré el denominad or comú n. Un hombre anda solo por Beaubourg. Una niña da la sensación de que va a caer dentro de un escaparate. Una vaca pace sola en un prado inmenso. Parece que estos seres vivos gozan a sus anchas de un espacio que les pertenece. De la misma manera estas dos gallinas son evidentemente dueñas de toda la granja. Philippe Bonan se reconoce por cierta calidad de vacío, un vacío benéfico, feliz, liberador. Y esto también es la clave de su s r etrat os. Los d emá s fotógrafos te "toman " en foto. Aquí, por lo contra rio, estos hombres y estas mujeres no están "tomados". Ninguna trampa les ha atrapado. Todo lo contr ar io.
Van a salir, ya se marchan. Se me ocurren unas expresiones carcelarias, o mejor an ticarce lar}as : libera ción, levan tam iento de arr esto, "tomar las d e Villadiego". Es el dispara dor de la cáma ra de Ph ilippe Bona n el que les ha d ado la salida.
El crepúsculo de las máscaras Dura nte m uch o tiempo me h e pregunta do si el bagaje de la feminidad era impuest o por los hombres a las mu jeres o más bien a doptado por las mu jeres porque tal era su volun tad y su instinto. Por "bagaje" entiendo los perfumes, el maquillaje, el peinado, la indumentaria y hasta los zapatos de tacones, paroxismo de fealdad y de incomodidad que resume por sí solo el estado de servidumbre secular de la mujer. Pregunta que resulta insoluble por la sim ple consideración de que no ha y nada m ejor par a imponer a lgo a alguien como inculcarle la afición. Por otra parte, es obvio que si las mujeres son tal vez más "prefabricada s" por la sociedad qu e los homb res, na die, de verdad, escap a a est a mister iosa presión del grupo que nos suministra en pret-á-porter nu estros sentimientos, nuestras ideas y hasta nuestro aspecto exterior. La mujer tiene su modelo, que es la estrella de cine o de la canción, la heroína nacional y hasta la militante política. Pero para el hombre, tampoco faltan los estereotipos, y basta con citar el hombre de negocios, el oficial de carrera, el seductor, el cura, el homosexual o el hippie como para imaginar enseguida una galería de retratos p erfectament e conocidos, fichad os y al límite de la cari catura . En mi novela Gaspar, Melchor y Baltasar, creí, en un primer momen to, que h abía inventa do un a n ueva perversión a la cual se podía da r el nombre de iconofilia. Se trat a de lo siguiente. Desde su juventu d, el rey Baltasa r es un aficionado a los objetos de a rte. De los zocos de su ciuda d trae a casa el retrato de un a doncella que cu elga encima de su cama . Un día llega su padre y le dice que, por ser el heredero, convendría que se casara. ¿Ha pensado ya en una muchacha? A Baltasar le coge desprevenido y señala el retrato. Pero cuando su padre le pregun ta qu ién es, se ve obligado a confesar su ignoran cia. Su padr e se encoge de homb ros y se dirige hasta la puerta. Luego se para, retrocede y le pide a su hijo que le confíe el retra to. Provisto d e ese ún ico documento, encar ga a la policía qu e bus que a la chica retrata da. Acaba n por identificarla. Es la h ija m enor de un lejan o hidalgo. Entablan tratos y unos meses más tarde los dos chicos están casados. La vida sigue su curso, pero desgraciadamente cuanto mayor se hace la esposa de Baltasar, más se aleja del retrato querido. Y Baltasar siente cómo va decayendo su amor por su esposa. Porque tal es su aberra ción que pr imero quiere a su imagen y luego al modelo, cuan do su ele ser lo
contra rio lo que ocu rre. Y esta aberración es la que yo hab ía llamado ico No tendré la crueldad de ocultar la continuación de esta hermosa y triste historia. Baltasar había perdido por completo el cariño por la reina cuando su propia hija, que tenía unos doce años, le preguntó quién era la muchacha retratada en el famoso cuadro. La pregunta demostraba desgraciadamente cuánto su madre -a la que no reconocía- se había alejado de aquella imagen arrebatadora. Baltasar miró a su hija, luego al retrato y un a evidencia le golpeó como el rayo: la niña se pa recía d e ma nera paten te al retra to. Y presintió la am enaza d e un am or incestuoso creciente. Entonces d escolgó el retrato, se lo dio a su hija y le dijo: "este retr ato, es el tuyo, mi am or, cua ndo t engas diez y seis a ños. Llévatelo, míralo todos los días, pero no me lo enseñ es nu nca m ás". Ahora bien, me di cu enta má s ta rde de qu e tal perversión "iconoflica" no era invento mío y nofilia.
que reinaba desde hacía mu chísimo tiempo sobre la h um anidad. Querer un a imagen, querer identificarse con ella o por lo menos parecerse a ella, o también, para quererla, buscar a una persona qu e se parezca a esta imagen ¿no es lo que los hombres h an hecho toda la vida y lo que van haciendo cada vez más por la gracia de la fotografa y del cine? La moda lanzada por las estrellas -trátese de peinado, de ropa o, de modo más difuso, de "estilo" en general- es m u e s t r a d e e s t a iconofilia, y no habría que creer que las m ujeres son las ún icas en obedecerla, porque no hace tanto nos podíamos cru zar continua mente, en el barrio latino, con falsos Che Guevara con boina vasca y melena. Vuelvo a leer estas páginas, y se me ocurre corregirlas, poniendo todos los verbos en pasa do. Me parece en efecto que lo que aca bo de escribir era verdad ha ce treinta añ os y aún lo era má s h ace cincu en ta, pero deja de serlo cada día má s. El uniforme ya no proporciona un éxito de taqu illa. Los cur as visten como todo el mu nd o y en el estilo star, no me parece que ni Marilyn Monroe ni Brigitte Bardot ten gan d escend encia. Incluso los sexos se diferencian cada vez menos. En los institutos a los que voy a ch arlar con los alumn os, me pregun to, a men udo, si estoy frente a un chico o una chica. Desde el corte de pelo hasta el vaquero, nada permite diferenciarlos. Después de provocar carcajadas por alguna metedura de pata mía, he aprendido a ser cuidadoso y no arriesgar un "señor" o una "señorita" que podrían resultar intempestivos. Así que, ¿es el fin de los estereotipos? ¿Se va a permitir que cada uno sea sí mismo sin máscara, panoplia u otro uniforme? En esto también hay que ser prudente, porque si es posible que estemos a sistiendo a u n ocaso de las má scaras , nada impide que figuras nu evas puedan crecer en la sombra para imponerse de repente al encarnarse en una personalidad deslumbradora. Por lo menos este eclipse de las máscaras habrá permitido enten der su cará cter ar tificial y provisional. La peor d e las ilus iones es, con toda claridad, el tomarlas por verda des etern as, qu eridas por la na tur aleza e inscritas en el cielo platónico. Basta con echar un a m irada atrás pa ra convencerse de que los supu estos "cánones" de la belleza son en realidad un a cu estión de moda. En 18 82, Nietzsche encuen tra por primera vez a Lou Andreas Salomé, joven de origen ruso que se convertiría más tarde en la musa de Rilke y de Freud. Aquel magnífico triplete hizo que un contemporáneo dijera: "cada vez que un escritor se enamora de ella, nueve meses más tarde escribe una obra ma estra". Tenemos de Lou retratos de cua ndo su encuentr o con Nietzsche; y nos fascina la pureza de este rostro jove n, du r o y ten s o, co m o es cu lp id o co n n a va ja , s a lien tes los p óm u los , a b om b a d a la en or m e frente y recogido el pelo atrás. Pero, ¿qué escribe Nietzsche a su hermana? Le pone al tanto de que ha conocido a una chica cuya cultura e inteligencia hacen olvidar un fisico ingrato. Nada extraño en este juicio si evocamos las bellezas famosas de aquella época, desde Hortensia Sch neider ha sta Blan ca de Antigny, cuyos enca ntos m ullidos y rollizos desp ertab an el deseo de los hombr es. Sí, habría que escribir una historia de la belleza femenina, y nos depararía muchas sorpresas. En Francia, por ejemplo, hemos visto cómo se sucedían cuatro estrellas a través de las cuales es fácil distinguir cierto "tipo" que se busca a sí mismo, se encuentra, alcanza su pleno auge y decae en una especie de apoteosis amargo: Simone Simon, Cécile Aubry, Brigitte Bardot y J eann e Moreau. Se parte del pequinés y de su carita bonita y ceñuda para encaminarse hacia la esfinge y terminar con la melancolía de una inteligencia de vuelta de todo, que se marca en la boca en torno a las comisuras caídas de J eann e Moreau. Un rasgo común a este tipo: su extrema dificultad para envejecer bien. Porque desde este ángulo, existen tres posibilidades: no envejecer nunca (Pauline Carton, Danielle Darrieux, Michéle Morgan), envejecer bien (Gabrielle Dorziat, Simone Signoret, Francoise Christophe) ... o envejecer mal. Está la belleza, está la gracia, está el encanto. Pero hablemos también de otro valor estético mu y interesa nte: la fuerza. Du ran te siglos, ta l vez milenios, fuerza y virilidad fueron
inseparables. Eso, hasta tal punto que en la imaginación popular, el peso y e l pelo constituían atributos obligados de la fuerza. El hombre fuerte tenía el tipo prehistórico y añadía la obesidad, el pecho erizado y la barba tupida. No podemos prescindir de la gran importancia, verdadera revolución en este campo de E. R. Burroughs con su personaje de Tarzán. Porque, indiscutiblemente, Tarzán encarna la fuerza. Pero una fuerza de un tipo completamente nuevo, lampiño y ágil. Es el héroe juvenil de barbilla y de panza lisa. En realidad, esta historia de la barba es una clave. Porque fíjense bien: no sólo Tarzán es impensable con una barba sino que tam poco puede afeitarse todas las mañ ana s. Pero no hemos ido bastan te lejos al ha blar d e h é r o e ju ve n il. In fa n til es lo que habría que decir. Tarzán no tiene barba y nunca la tendrá, porque definitivamente es impúber. Es un niño de diez años espigado y crecido en fuerza. Por eso tuvieron razón las asociaciones puritanas americanas al indignarse cuando a un cineasta tonto se le antojó asociarle una mujer y obligarle a esbozar gestos torpemente eróticos. Pero si la fuerza s obrehu ma na ya no implica la virilidad y puede enca rna rse en u n n iño de diez añ os ¿por qué n o habr ía de caber igua lmente en un a m ujer? La convención qu e asociaba virilidad y fuer za arra stra en su caída la que u nía feminidad y debilidad. Desp ués de todo, en los h ipódromos las yegua s son igua l de potentes que los sementa les y corren tan de prisa como ellos. La pregunta podía parecer teórica en los tiempos en los que los logros de los hombres y de las mujeres no estaban registrados. Asunto concluido desde hace unos cien años. Ahora se puede observar un fenómeno interesante al que deberían de prestar atención los sociólogos y los biólogos. Año tras año, la diferencia que separa los resultados deportivos de las mujeres de los de los hombres no deja de disminuir. Sí, es un hecho: las mujeres recup eran poco a poco el retra so con los homb res qu e les infligen s iglos de h um illación y de servidumbre. Ahora ya, en varias disciplinas, baten los récords que tenían los hombres hace menos de treinta años. Se anhelaba el día memorable en que una mujer se impusiera en una especialidad cu alquiera, de ma nera a bsoluta, es decir, sup erand o a los campeon es varones de la disciplina. Asunto concluido el 2 de agosto de 1990. Aquel día, a las 0 h. 19 GMT, la navegante Florence Arthaud pasó el cabo Lizart al timón de su trimarán Pierre P, después de atra vesar el Atlántico en 9 días 21 h oras y 42 minu tos, su peran do así en m ás de día y medio, el récord del Atlántico en solitario que tenía Bruno Peyron desde agosto de 1987. Ninguna duda de que a esta sensacional revolución le van a seguir otros récords "abso lutos" conseguidos por m ujeres en todos los terrenos. Ha llegado el advenimiento de una nueva Eva cuyos prototipos nos trajeron California y Alemania del Este. Nada de grasa, un monumento de músculos sueltos y pulposos que se mueven bajo una piel sedosa. Hasta los pechos que no son sino el forro suave de los músculos pectorales y que, seguro, molestan menos los movimientos de la máquina mu scular que las enojosas genitalia del hombr e. El éxito es clamoroso y, fíjense bien, no sale en absoluto del registro de la feminidad: ni huella de índole "hombruna" en esas mujeres resplandecientes, de u na belleza estrictamente femenina . Hay en ello un equilibrio tran quilo, para dójico, provocador, con u n rizo
de gracia además. Es que la nueva Eva hace añicos el estereotipo de la mujer delicada y cobarde, a la vez que el del varón protector y puntilloso en materia de honor viril. Es una parte de nuestra "civilización" la que se derrumba. ¿Destrucción? Sí, pero libertad nueva, creación, hu mor y belleza. ¡Saludemos a la n ueva Eva del año 20 00!
Ep í g r a f e s d e l a s f o t o g r a f í a s
Pá g 8. Michel Tournier, Autorretrato © M. Tournier. 12. Arthur Tress, Michel T ournier y muchacho, Arles, 19 80 © A. Tress. 14 F élix Nada r, Honoré d e Balz ac
© Arch. Phot. Centre des m onum ents n ationau x, París. 17 Retrato de Félix Nada r
© Arch. Phot. Centre des monu ment s nationau x, París. 22. Emile Zola, Jeanne vini endo al encu entro de Zol a en la carre tera de Verneuil © Madame Agora Emile-Zola. 24. Emile Zola, El encuentro © Mme A. Em ile-Zola. 26. Em ile Zola, Paulette Bruhat © Mme A. Em ile Zola. 28. Man Ray, Rayografía, 192 7 © Man Ray Trus t / VEGAP. 34 . Bill Bran dt, Rebuscand o trozos de car bón
© Noya Bran dt / Bill Brand t Arch ive. 36. Bill Brandt, Desnudo © N. Bran dt / Bill Bran dt Archive. 38. Bill Bran dt, Halifax © N. Bran dt / Bill Bran dt Archive. 40. Jacques-Henri Lartigue, Marthe Chenal en el Racing de Parí s con Taho y Bob y (mayo, 1916) © Association des Amis de J.-H. Lartigue. 43. Arriba: J acqu es-Henri Lartigue, Yo en Villacoublay. Fotografía tomada por Jea n Dafy c on mi c ámara (noviembre, 1916) © Association des Amis de J. -H. Lart igu e. Abajo: Jacques-Henri Lartigue, En el Bois de Boulogne, Lilian Mur al volante de mi B.B. Peugeot, 1915 © Association des Amis d e J .-H. Lartigue. 44. Jacques-Henri Lartigue, Michel Tournier en su casa de Choisel, 1974 © Ass ociation des Amis de J .-H. Lartigue. 46. Jacques-Henri Lartigue, Francois Reichenbach, 1926 © Association des Amis d e J .-H. Lartigue. 48. Herbert List, Anna Magnani, San Felice, Italia, 1956 © H. List / Magnum distribution. 50. Herbert List, El lago de los Cuatro Ca ntones, Suiza, 1936 © H. List / Magnum distribution. 51. Herbert List, Atenas, 1957 © H. List / Magnu m distribution. 53. Herbert List, Bañistas, Creta, Grecia, 1957 © H. List / Magnum distribution.
56. J ean -Philippe Charb onnier, La máquina de c oser, Kuwait, 1955 ©J. -P. Char bonn ier / Agenc e Top. 57. J ean -Philippe Charb onnier, La Pisci na, Arles, 197 5 ©J. -P.-Char bonn ier / Agenc e Top. 59. J ean -Philippe Charb onnier, Bastidores del «Folies-Bergér e», París, 1960 ©J .-P. Char bonnier / Agen ce Top . 61. Jean-Philippe Charbonnier, El Dormitorio, hospicio Le noir fousserand, Sa int-Mandé, 1959 ©J. -P. Cha rbonn ier / Agence Top. 62. Edoua rd Boubat, Plato del día, París (ha cia 1948) © E. Bouba t / Agence Top. 65. Edouard Boubat, Square des Epinettes, París, 1951 © E. Boubat / Agence Top. 67. Edouard Boubat, Lella, 1947 © E. Bouba t / Agence Top. 68. Edoua rd Boubat, Rue de Rivoli, París, 198 9 © E. Bouba t / Agence Top.