Índice
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Prefacio, 11 Agradecimientos, 23 l.
La jaula de monos y el coche rojo, 25
2.
Exiliados del parentesco, 51 ¿Lo «hetero» es a lo «gay» lo que la familia a la ausencia de familia?, 52 o Adornen los salones, 61 o El parentesco y la procreación, 66 o De lo biológico a la elección, 71
3.
Salir del armario ante los familiares «de sangre», 77 La revelación de la identidad sexual, 78 o Abstracciones conceptuales (o, todo es relativo), 88 o ¿La familia? ¿Qué familia?, 93 o Amor condicional, 98 o Locaciones discursivas, 103 o Asumir la propia identidad, decir el parentesco, 106 o Elección y rechazo, 112
4.
5.
Parentesco y coherencia: diez historias, 107 Las familias que elegirnos, 145 La creación de las familias gays, 150 o ¿Un sustituto de la familia biológica?, 159 o Amigos y amantes, 162 o De la amistad a la comunidad, 167 o El debate de la diferencia, 176
l.
Los amantes a través del espejo, 185
El otro reflejado en el espejo, 187 o «Diferencias» de poder, «roles» en la relación, 194 o La urgencia de la fusión, 200 o Narcisismo, paren-
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Las familias que elegimos
tesco y convicciones de clase, 204 • Parejas versus comunidad, 211 • Reflexiones sobre la metáfora, 214
7.
Prefacio
Tener hijos en la era del sida, 217 La madre lesbiana como icono, 220 • El par hombre-mujer revisado: la inseminación y el sida, 229 • Sobre la muerte y el nacimiento, 234 • Los familiares de sangre responden, 240 • Padres y personas, 243
8.
La política de las familias gays, 249 ¿Asimilación o transformación?, 251 • Una base común, 257 • Visión de conjunto, 260 • Reelaboración de lo biogenético, 266
Apéndice, 271 Bibliografía, 279
Era una de esas noches tranquilas en el Medio Oeste, en que el cielo de agosto está tan tranquilo o contenido que sientes el impulso de apagar la televisión, o hundir las manos en la tierra humeante, o quizá levantar la cabeza y echar a correr. Conversábamos en familia, y yo me quedaría toda la noche. «¿Dónde está el problema? Yo no lo veo por ninguna parte -dijo mi padrastro, volviéndose burlonamente hacia mí-. Si eres gay, eres gay. ¿Y qué? No hay que armar un escándalo por eso.» La sinceridad de su afirmación me atrajo. Me incliné hacia atrás, buscando apoyo en la pared. Luego me senté, tan silenciosa como la noche que nos rodeaba, y recordé lo que había dicho alguien a quien entrevisté para Las familias que elegimos: «No creo que los heterosexuales tengan idea de lo doloroso que puede ser el tema de la familia para las lesbianas y los gays». 1 Mi padrastro había opuesto una especie de contrapeso liberal al viejo mito de que quienes se sienten atraídos por personas de su mismo sexo deben aprender a vivir sin familia. Cuando comencé el trabajo de campo para este libro, a mediados de los ochentas, el criterio general era que, al salir del armario, las lesbianas, los gays y los bisexuales ponían en riesgo los lazos de familia. Muchos temían que al l. No resulta fácil redefinir en un nuevo prólogo un libro cuyo influencia en el mundo ha sido mayor de lo que su autor se atrevió a es,perar. Agradezco a Helen Elaine Lee y Geeta Patel su ayuda durante esta ronda de reflexión. No son en absoluto responsables de las posiciones que tomo aquí, ni estañan de acuerdo con algunas de ellas. Pero el que pusieran a prueba su ecuanimidad visitando fórums de discusión me ha resultado providencial. Eso es para mí la familia.
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Las familias que elegimos
comunicar a sus familiares su identidad sexual se alienarían de las personas que los habían visto crecer. O bien que los padres, hermanos y primos que simpatizasen con ellos temerían, a su vez, verlos condenados a una serie de relaciones fugaces y sin futuro. Como dijo desaprobadoramente la madre de una mujer: «Nadie debería morir solo; ni siquiera un perro». Al final, la propia vida suele disipar esos temores. Puede que las historias sobre la revelación de la homosexualidad ante los familiares hayan puesto en primer plano el temor al rechazo, pero el repudio real ha sido más la excepción que la norma. Muchas familias encontraron el modo de lidiar con el shock o la incomprensión o la rabia iniciales a medida que pasaban los años. Algunas incluso parecieron tomarse la noticia con calma. La idea de que las parejas homosexuales no duran se disipa generalmente una vez que los miembros de la familia conocen a parejas homosexuales que tienen una relación antigua. Pero las preocupaciones con respecto a la traición familiar y la ruptura de los lazos familiares no deben tomarse a la ligera. Para poder lidiar con tales demonios, las personas han de recurrir a la amistad, el coraje y cualquier otra habilidad para la negociación que posean. Por supuesto, quedan aún familiares que advierten que el «trágico estilo de vida» de su primo sólo traerá quebraderos de cabeza (sin importar que el matrimonio heterosexual de la hermana, sobre el que nadie predijo nada, haya concluido de un modo lamentable después de diez años). En la actualidad, el mito de que la homosexualidad anuncia el fin de los lazos de familia vive en difícil coexistencia con el mantra de tolerancia de mi padrastro para el siglo XXI: «¿Dónde está el problema?». Sus palabras sugieren un cuento contemporáneo de expectativas contrariadas. Para los que creen que el mundo se ha vuelto seguro para los homosexuales, el shock sobreviene no cuando los familiares se muestran receptivos, sino cuando el acto de traer a un amante a casa se convierte en un verdadero problema. Un modo de responder a la pregunta de mi padrastro es señalar las restricciones sociales y legales que continúan alimentando el mito de la disolución de la familia. O para decirlo de un modo simple: vivir una vida homosexual sigue constituyendo un «gran problema», porque pocos en la sociedad están dispuestos a reconocer los lazos familiares que la homosexualidad propone. No hay duda de que la acción conjunta del movimiento gay, el movimiento por los derechos civiles
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y el movimiento feminista ha influido en el modo en que las instituciones manejan el tema de la homosexualidad. Existen algunas empresas que ofrecen ventajas a los empleados solteros, y los actores célebres interpretan papeles de homosexuales en las comedias con una regularidad que hubiera sido impensable hace diez años. Pero eso no nos habla de un progreso continuo. La lesbiana que se divorcie en estos eomienzos del siglo XXI tendrá toda la razón del mundo para temer que un juez la declare incompetente para educar a su hijo basándose simplemente en que es homosexual. Perder a un hijo por haber amado sigue constituyendq una posibilidad muy real. Muchas compañías de seguros se niegan a extender una póliza conjunta a parejas homosexuales. Y las adopciones conjuntas siguen siendo raras. Las personas se ven obligadas a librar una lucha individual para visitar a un amante en la cárcel o en el hospital. Los nuevos amigos de un hombre homosexual suelen asumir aún que éste no deber tener ninguna responsabilidad financiera con respecto a su hijo, y mucho menos con respecto a su hermano o los padres de su amante. Cuando los nuevos conocidos de una mujer bisexual se enteran de que no tiene pareja, se compadecen de su aislamiento, sin pensar en que tiene amigos a quienes considera su familia. La misma visibilidad que buscan los líderes blancos de clase media del movimiento de gays y lesbianas, que piden que todo el mundo salga del armario, puede ser un arma de doble filo. Obsérvese la rapidez con que la llamada Acta para la Defensa del Matrimonio recibió la aprobación del Congreso de Estados Unidos en 1996. He aquí el extraño caso de una ley que se presenta para adelantarse a un estado de cosas que aún no existe. 2 Previendo que el Estado de Hawai podría legalizar los matrimonios homosexuales, los legisladores federales se pusieron en marcha para garantizar que tales matrimonios no pudieran ser reconocidos dentro de los estados. A la hora de buscar, la visibilidad es un blanco perfecto.
2. Véase K. Anthony Appiah, <
> (The New York Review of Books, 20 de junio de 1996, pp. 49-50): <>.
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Hay otro modo de responder a la pregunta de mi padrastro. El tema de por qué los homosexuales siguen dándole «tanta importancia» a la identidad sexual resulta inseparable de la frecuente interrogación sobre por qué no pueden «mantener el asunto dentro del dormitorio, que es a donde pertep.ece». 3 ¿Y por qué no es así? Porque la sexualidad está incorporada al parentesco de un modo de sobras conocido pero del que muchos vacilan en hablar. ¿De dónde, si no, vendrían los niños y los suegros? ¿Cómo conseguirían los editores un mercado para los anaqueles llenos de libros que aconsejan a las parejas devolver el masala* a sus matrimonios? De modo que la conminación a las lesbianas, bisexuales y gays para que «mantengan el asunto dentro del dormitorio» nos pone en una tremenda desventaja. Es más fácil ahorrar a los compañeros de trabajo los detalles de un flirteo o de una cita de fin de semana, que ponerse a inventar historias diciendo que tenemos que salir unos minutos antes para recoger a un amigo de la familia, o para dejar a nuestra pareja en la estación de autobús, o para ir a buscar al niño al entrenamiento de fútbol. Cuesta trabajo -un trabajo enorme, espiritualmente agotador- acordarse de no mencionar nunca sus nombres. En Estados Unidos, una persona puede, si quiere, confinar sus relaciones sexuales al dormitorio; pero no puede hacer lo mismo con su familia (o puede hacerlo sólo a un precio inimaginable). Y, sin embargo, de algún modo ambas cosas «tienen que ver» con la sexualidad. Cuando emprendí la investigación para Las familias que elegimos no me propuse examinar la sexualidad. Ni siquiera la familia y el parentesco en sí mismos. Mi interés se centró en la identidad, la ideología y la justicia social. Como muchos otros estudiosos jóvenes, no lograba entender qué encontraba la gente en la arcana terminología del parentesco y en las genealogías reunidas minuciosamente por los investigadores de la generación anterior. Cuando llegué a la universidad, los estudios sobre el parentesco tenían el paradójico estatus de ser a la vez un tema canónico («el parentesco, eso sí es antropología») y un área de estudio intelectualmente nula («visto, comprendido»). Tras comenzar mi trabajo de campo en San Francisco a mediados de los ochenta, sucedió algo que primero hizo descarrilar y luego vol-
vió a encarrilar mi plan de estudio. A mi alrededor la gente había empezado a hablar de algo llamado «familia gay» y «las familia que elegimos». Meses después concluí que había dado con un discurso completamente nuevo en formación. Y aquí surge mi interés en la ideología: no cesaba de preguntarme por la inesperada popularidad de un término como «familia gay», antes de circulación tan escasa. ¿Por qué querían las lesf>ianas y los gays reciclar a sus amigos íntimos como parientes? ¿Por qué todo el mundo hablaba de pronto de tener hijos o adoptarlos? ¿La gente había estado siempre contando anécdotas sobre cómo una madre aprendió a respetar al amante de su hijo cuando ambos se vieron obligados a unirse para superar la muerte de éste? ¿Podía explorar esas cuestiones de un modo que expresase hasta qué punto la mayoría de los homosexuales comparten con sus vecinos heterosexuales algunas de las preocupaciones más «estadounidenses» con respecto a la lealtad familiar y el amor? ¿Podría dar cuenta de las diferencias raciales y de clase al tiempo que recordaba a los lectores lo revolucionario que resultaba el reclamo de una familia en gente por tanto tiempo condenada a la tierra de nadie del parentesco perdido? Durante la pasada década los temas familiares pasaron a ocupar el centro de la vida de las lesbianas, gays y bisexuales de un modo que nadie hubiera podido predecir cuando Las familias que elegimos se publicó. Se ha vuelto habitual -incluso por parte de heterosexuales- preguntar a las parejas lesbianas: «¿Han pensado en tener hijos?». Las organizaciones de defensa de los derechos se han volcado en los tribunales, en un esfuerzo por lograr que «nuestras familias» sean reconocidas legalmente. Las ceremonias de bodas se han convertido en parte integral de los eventos por los derechos de las lesbianas, bisexuales y gays, como en la Marcha a Washington de 1993 y en una ceremonia colectiva celebrada en 1996 en el City Hall de San Francisco y presidida por el alcalde Willie Brown. Se han creado capítulos de la PFLG (Parents and Friends of Lesbians and Gays) en muchas localidades del país, y las personas de color han organizado grupos similares para explorar las diferencias culturales en las relaciones de familia. 4 El estudio de las familias de lesbianas y gays ha
* Masa/a: salsa india de especias. (N. del T.) 3. Del mismo modo, siempre me ha chocado la sorpresa mostrada por muchos lectores heterosexuales de Las familias que elegimos al descubrir la escasa información sobre sexo que contienen sus aproximadamente 200 páginas.
4. Véase Gali Kronenberg, <
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ayudado incluso a rehabilitar el parentesco como un tema válido en la investigación antropológica. 5 Estos cambios tienen una historia; hay un hilo de cambio social y de organización que corre a través de las páginas de Las familias que elegimos. A medida que el movimiento gay ganaba fuerza en los años setenta, apelaba a los homosexuales «de toda la vida» para que revelaran su identidad a la sociedad entera, o al menos a sus padres y otros parientes cercanos. «Salir o no salir del armario» se volvió el lema del día. Encarar esa pregunta significaba contemplar la posibilidad de que el vínculo biológico no fuera suficiente para determinar el parentesco o para hacer que éste perdurase. Aunque llegado el momento las personas difícilmente perderían a sus tías o abuelos, sabían muy bien que los lazos familiares podían verse dañados por la revelación. Todo el mundo conoce la anécdota del padre que reaccionó diciendo: «Un hijo mío no será así. ¡Fuera de mi vista! ¡Nunca serás mi hijo!». El parentesco comenzaba a parecer más un problema de esfuerzo y de elección, que un vínculo permanente e inamovible o un derecho inalienable. La muda sustancia de los genes, la sangre y los
cación ha liderado el cambio de enfoque en los litigios, seguida de cerca por organizaciones como el Centro Nacional para los Derechos de las Lesbianas (NCLR), con sede en la Costa Oeste. En 1995 (diez años después del trabajo de campo inicial para La familias que elegimos), el Informe Anual de la NCLR dio a conocer una estadística en que los pleitos familiares tenían un gran peso: las causas de custodia ocupaban el24,1 por 100 del total; Jos de adopción, el22,2 por 100; los de pareja, el 13,3; los de derecho de reproducción, el 9,2 por 100; y los de violencia doméstica, el 0,5 por 100. Lambda, una organización que tiene como clientes tanto a gays como a lesbianas, ha seguido causas de segundos padres y adopción conjunta, de derechos de padres no biológicos a la custodia o visita, de oposición a la deportación de inmigrantes que han sido parejas de ciudadanos estadounidenses durante mucho tiempo, de derechos de parejas a la seguridad social y al permiso por fallecimiento y del derecho de un miembro sobreviviente a permanecer en un apartamento alquilado después de la muerte de su amante, así como del prominente caso de matrimonio homosexual Baehr contra Miike (anteriormente Baehr contra Lewin) en el estado de Hawai. Por supuesto, las listas de esas organizaciones no se limitan solamente a Jos casos familiares sino que se extienden, por ejemplo, a la elaboración de un informe suplementario (amicus brief) en apoyo a la suspensión de la ejecución en el caso Burdine contra Scott, en que el fiscal urgió al jurado a sentenciar a Calvin Burdine a muerte afirmando que <> (The Lambda Update, 13 [3], p. 19). 5. Véanse los comentarios de David Schneider sobre las complejidades del estudio del parentesco, en: Richard Handler, ed., Schneider on Schneider: The Conversion of the Jews and Other Anrhropological Stories, Durham, Duke Universty Press, 1995.
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huesos debía transformarse en algo más. Y si este esfuerzo de transformación resultaba un fracaso -si la sangre resultaba ser más ligera que el agua-, ¿por qué rechazar sin más el potencial de parentesco de otros vínculos sociales: el tejido conectivo de la amistad, digamos, o un parentesco no biológico, o una relación gay seria? No cometamos el error, sin embargo, de pensar que por el hecho de que las lesbianas y los gays quieran tener ahora sus familias se trata una elección libre. La elección está sujeta a limitaciones. El color de la piel, la solvencia monetaria y las conexiones sociales limitan más a unos que a otros. Tanto propios como extraños someten constantemente a juicio las elecciones que las personas hacen e ignoran con frecuencia las condiciones de la elección. Piénsese en las conversaciones que se producen cuando alguien, sea cual fuere su identidad social, elige pareja. ¿Es el señor Fulano de Tal bueno o malo, es socialmente aceptable o irresponsable, respetará a los padres de ella o le importará un bledo como la educaron? «Me gusta como trata a tu madre.» «¿Has visto sus orejas?» «Olvídate de las orejas. ¡Tiene un Mercedes!» «Hiciste bien.» «¿Es de otra raza?» La raza y el racismo, la clase y las pretensiones clasistas entran en la mezcla a la hora de hacer una evaluación. Esta elección no-tan-libre que configura la familia incorpora también las circunstancias materiales, la cultura, la historia, los hábitos y la imaginación. Hay razones que explican por qué algunos hermanos darían inmediatamente a criar un niño a su hermano homosexual. Hay razones que explican también por qué las líneas telefónicas de la calle Castro no están saturadas de llamadas de padres que quieren apoyar el matrimonio homosexual de sus hijos organizando la boda. Concertar un matrimonio o dar a criar un hijo a un hermano son prácticas comunes en algunas sociedades. Y ambas introducen un elemento de elección en el parentesco. Pero no son ésas las prácticas familiares comunes que han estado llevando a cabo los gays y las lesbianas en Estados Unidos. Hay otras prácticas del parentesco que caen dentro de la elección y la posibilidad, y cuya ausencia, sin embargo, es notoria. Los años ochenta podían haber sido testigos de un montón de causas legales en que unos vecinos reclamaran el privilegio de visitar a un niño en razón de los servicios informales prestados en el cuidado de éste. Pero no sucedió. ¿Y por qué no apareció en la prensa gay algu-
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Las familias que elegimos
na anécdota acerca de la adopción del amante del primogénito por parte de un padre que quería mantener el nombre de la familia y el negocio familiar? ¿Cómo es que ni siquiera Oprah Winfrey ha producido un show de televisión en el que aparezcan mujeres lesbianas que tengan la costumbre de entregar el cheque del sueldo a sus parejas? ¿Por qué el debate nacional sobre los matrimonios homosexuales no se centra en el «servicio de la esposa» o en la dote? 6 ¿La nueva tendencia en la vida de familia de los gays y las lesbianas será la popularización de las familias multigeneracionales en las cuales los hijos traigan a su parejas a casa para vivir todos juntos con sus hermanos y Mamá y Papá? Lo dudo. Debido a que las diásporas traen gente de todo el mundo a Estados Unidos algunas de esas prácticas de parentesco han pasado de una familia a otra, de una comunidad a otra, de un lugar a otro, pero ninguna se ha convertido en el centro de las batallas públicas que reflejarían las preocupaciones familiares de los gays. Si las elecciones que dan forma a las familias gays fueran tan libres o de un espectro tan amplio como a la gente le gusta pensar, hubiéramos visto mayor variedad en ellas. No sólo entran en juego la cultura y la economía, sino también las instituciones. Pensemos en la multitud de «opciones» que nos salen al encuentro cada vez que tomamos el carrito de la compra para recorrer los pasillos dedicados al cereal en un supermercado norteamericano. Las compañías de cereales limitan la imaginación en el momento mismo en que parecen ampliarla mediante un seductor despliegue de cajas de colores. Sin duda, hay otras posibilidades que las que nos ofrecen para la primera comida del día. Lo mismo sucede con el limitado reconocimiento otorgado hasta la fecha a las familias gays. Resulta más fácil para las corporaciones otorgar reconocimiento a las parejas homosexuales llamándolas «parejas domésticas», y tratándolas como esposos honorarios, que a sus directores corporativos cambiar las políticas para que se adapten a algunos de los escenarios culturalmente diversos descritos más arriba. Es más fácil (aunque no resulta fácil) ir al tribunal a defender a algunos matrimonios homosexuales, que luchar porque se otorgue reconocimiento legal a una familia de amigos, dado que no existen precedentes legales. 6. <> es un juego con la expresión etnológica «servicio de la novia>>, referida a un arreglo matrimonial en el cual el esposo debe trabajar para los padres de la novia u otros familiares, o bien servirles.
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O bien, piénsese en la «elección» de la ilustración de portada para esta nueva edición de Las familias que elegimos. Examiné una serie de opciones para la portada, preguntándome todo el tiempo a mí misma con qué serían asociadas las imágenes en las diferentes mentes. La fotografía* elegida, que se titula «Revlon Boys» fue tomada por el fotógrafo Chantal Regnault, y retrata a tres jóvenes negros procedenres de una de las casas de moda de Nueva York. Los miembros de la casa Revlon hacían espectáculos de travestis que invitaban a reflexionar acerca de lo que hay de engaño y de parodia, de teatro y de verdad, de libre y de obligatorio en el encuentro entre los géneros/razas/clases/sexualidades. Las casas de moda se convirtieron en hogares cuyos miembros se sentían vinculados por lazos de parentesco. Pero incluso el modo en que se describe a una familia gay resulta inevitablemente polémico y objeto de polémica. Soy muy consciente de que la elección de esta fotografía específica, tomada en un lugar específico, puede ser tachada de no representativa. Después de todo, la mayoría de las personas que aparecen en las páginas de Las familias que elegimos no son afronorteamericanos. Aunque hay afronorteamericanos en el libro, la elección de esta imagen podría perpetuar la noción de lo racial como un asunto puramente de «blancos y negros»; una noción que los latinos, asiáticos, norteamericanos nativos y miembros de otros grupos han luchado mucho por cambiar. Dado que el libro abarca un segmento muy diverso de San Francisco, ninguna imagen extraída de una sola raza o clase podría aspirar a una preponderancia dentro de las personas estudiadas.7 ¿Cómo podría una sola imagen dar cuenta de la compleja y cambiante población homosexual? Al elegir la fotografía me vi también obligada a sopesar el tema de la apropiación. ¿Se trataba de otra joven investigadora blanca que
* La fotografía a que se hace referencia corresponde a la_ publicada en la cubierta de la edición de Columbia University Press (1991), en rústica. Aunque en la presente edición no incluimos dicha fotografía, al no disponer de los derechos, hemos decidido mantener el siguiente texto porque en él, la autora analiza y critica los estereotipos con los que se construyen los diferentes modelos de familia homoparentales. (N. del E.) 7. Teniendo en cuenta la historia de la política de identidad en Estados Unidos, la imagen de una mujer blanca judía de clase media no puede usarse para representar de un modo simplista a un hombre WASP de clase media. Del mismo modo, tampoco puede usarse la imagen de los miembros de una casa de moda para sustituir a la de los miembros de una «familia antigua» de la clase media negra. Lo mejor es no caer en ese tipo de representaciones.
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usaba la imagen de los afronorteamericanos para vender libros? Una pregunta legítima, que no se podía despachar con la sensata idea de que los lectores blancos (o asiáticos o chicanos o ... ) que cruzan la calle cuando ven venir a un hombre negro probablemente no se sentirían cómodos llevando a casa un libro con ese tipo de imagen para «explicarles» las cosas a Mamá o Papá. ¿Subirían o bajarían las ventas? Sólo el tiempo podría decirlo. ¿Cuáles eran las alternativas? Elegir una imagen con homosexuales de otra raza y encarar más o menos los mismos retos. Elegir la imagen de un blanco y alimentar la noción popular de una homosexualidad anglosajona protegida por una excesiva riqueza. (Tómese cualquier libro que prometa contar una historia, una película o una relación gay, y diecinueve veces de veinte aparecerá en la portada una imagen blanca en representación de la vida de lesbianas, bisexuales y gays.) O bien elegir una fotografía variopinta que retratase a personas de distintas razas, e incitar al tipo de peligrosa fantasía utópica acerca de la armonía que Las familias que elegimos intenta socavar. La armonía no es algo que se alcance fácilmente, y las personas no siempre aprenden sobre otras viviendo juntas. Las familias, como las «comunidades», son a la vez sitios de conflicto y de ayuda, de violencia y de amor. Los mejores encuentros familiares que recuerdo de mi trabajo de campo se expresaban en actos de una exquisita cotidianidad: el gesto de quitar unos macarrones de la boca de un niño, las puntas de unos dedos rozando tímidamente un hombro, una pistola tirada con despreocupación sobre una mesa, voces susurrando, voces gritando, el cartón de leche dejado para mí en la entrada. Al final, me decidí por la fotografía que ven en la portada. No son hombres a quienes entrevisté para el libro, sino hombres reunidos en una familia propia. Me gusta la imagen porque, al contrario de muchas otras fotografías que celebran explícitamente <> tiene lugar con demasiado frecuencia.
La fotografía de Regnault es una bofetada visual a la generalizada estrategia de litigio que dice que las lesbianas y los gays deben tener derechos porque, excepto por ese pequeñito detalle llamado sexualidad, todos prácticamente somos blancos heterosexuales de clase media. 9 Pero ¿lo somos? Las batallas por la custodia de los hijos que invocan los estándares de parentesco entre blancos de clase media hacen p> han desplazado la lucha por !ajusticia social hacia la clase media blanca, ignorando las necesidades de los homosexuales pobres, negros, gender bending o <> (<>, Law and Sexuality, 4, 1994, pp. 83-122). Antes de que el litigio comenzase, antes de que llegasen las organizaciones de defensa de los derechos, una amplia variedad de asociaciones familiares había empezado a surgir en la base. (El establecimiento de casas de moda podría ser una de ellas.) Tales familias no siempre son legitimables bajo las leyes actuales.
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La investigación de campo que está en la base de este libro fue generosamente sufragada con becas de la Asociación Norteamericana de Mujeres Universitarias y la Fundación Nacional de Ciencia. Muchas personas me sostuvieron con su aliento en el largo proceso de convertir mis observaciones y deducciones en algo tangible. Quiero dar las gracias especialmente a Steve Berlyn, Ed Cohen, Irene Heidenway, Nico Jones, Lisa Márquez, Kim Marshall, Celeste Morin, Kathy Phillips, Carla Schik, Cheri Thomas y Darlene Weingand, por recordarme, cuando me sentía agotada y tentada de olvidarlo, por qué había emprendido un proyecto de esta magnitud. Los comentarios de Ellen Lewin, Mary Pratt, Renato Rosaldo, Walter Williams y Sylvia Yanagisako me ayudaron a clarificar mis pensamientos, y sus sugerencias fortalecieron significativamente el manuscrito. Las mujeres de los Archivos Lesbianos Herstory de Nueva York, así como de Lester Olmstead-Rose, de la Comunidad Unida contra la Violencia, de San Francisco, me dieron a conocer un trasfondo histórico que de no ser por ellas me hubiera pasado inadvertido. Cuando se hizo inminente la fecha de entrega, Loris Jervis cambió su agenda para reunir bibliografía y revisar los borradores. La versión final del texto, de la que soy la única responsable, debe mucho al ojo crítico y el sentido del equilibrio de Celeste Morin, así como a su voluntad de discutir cada punto. Un agradecimiento especial para los residentes del Área de la Bahía, que me ofrecieron sus historias, sus preguntas, su tiempo, su sabiduría, su humor, su paciencia, sus convicciones, su amistad y su resistencia. Ellos saben a quiénes me refiero.
l. La jaula de monos y el coche rojo
La huida y estampida en busca de refugio contra la naturaleza creó el viento TONY CADE BAMBARA,
Los comedores de sal
David Scondras, un homosexual declarado que ha sido elegido para formar parte del consistorio de la ciudad de Boston, considera la lucha por el reconocimiento de «un concepto ampliado de la familia» como una de las prioridades de su mandato. La legislación sobre las parejas domésticas, que permitiría a un heterosexual soltero o una pareja homosexual gozar de los mismos beneficios laborales que un cónyuge casado, fue presentada, vetada y finalmente convertida en ley en San Francisco, pero fue revocada luego en las elecciones municipales. En Minnesota, Karen Thompson comienza una prolongada batalla legal por el derecho a visitar a Sharon Kowalski, su amante desde hace cuatro años, que ha sido puesta bajo la custodia legal de su padre después de resultar gravemente herida en un accidente automovilístico.' Entretanto, Jesse Jackson inaugura su campaña electoral llamando a que se apoye la concesión plena de derechos a las parejas de lesbianas y gays. El New York Native y el New York Village, por su parte, conmemoran la semana del orgullo gay con artículos sobre «la familia homosexual». Geraldo Rivera inicia su programa televisivo de entrevistas diurno de audiencia nacional con una cara de espanto y la siguiente humorada: «¿Estamos asistiendo a un baby boom lesbiano?». Por todo el país aparecen seminarios dedicados a la inseminación alternativa (artificial) y la crianza gay. Asistir a estos cambios a comienzos de los ochenta significaba
l. Para más información sobre el caso de Thompson y Kovalski, véase Thompson y Andrzejewski (1988). Sobre las acciones y políticas del estado que intervienen en la sexualidad, véase G. Rubin (1984).
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Las familias que elegimos
asistir al surgimiento de un discurso de la familia homosexual. De una reconfiguración del territorio del parentesco que sigue generando controversia tanto entre los heterosexuales como entre los homosexuales.2 Las familias homosexuales no emergieron de pronto debido a ciertas condiciones presentes en la sociedad en su conjunto, sino como parte de un proceso más amplio que Rayna Rapp ( 1987, p. 130) ha descrito como la manifiesta politización del parentesco en Estados Unidos. Durante esa década.se debatieron también las nuevas técnicas reproductivas, la maternidad sustitutiva, la adopción, el derecho al aborto, el creciente número de madres solteras, de madres trabajadoras y de padres solos (en su mayoría mujeres y pobres), el ascenso en el número de divorcios y las «familias mixtas», formadas por personas que se casaban de nuevo y que tenían hijos de matrimonios anteriores. En las áreas urbanas, los altos precios de los alquileres hacían aumentar el número de inquilinos «no vinculados» que compartían apartamento, en tanto que las personas retiradas e incapacitadas experimentaban diferentes formas de convivencia colectiva. 3 Este estudio comienza por encarar un número de cuestiones aparentemente simples: ¿qué significa todo ese hablar acerca de las familias homosexuales? ¿De dónde surgen esas familias y por qué aparecen ahora? Preguntas que traen aparejados temas de interés más amplio: ¿cuál es la relación del nuevo discurso emergente con los movimientos y cambios sociales? ¿Las familias homosexuales son por naturaleza integracionistas o representan una ruptura radical con el modo tradicional de entender el parentesco? ¿Influirán en las relaciones sociales y de parentesco en Estados Unidos en su conjunto?
2. Empleo el término <
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*** El letrero en la ventana de la tienda tJ.ice: «Cerrado para que los empleados puedan estar con sus familias». Permanezco afuera bajo la llovizna leve, preguntándome si la estación de las lluvias se adelantará este año y sopesando la suposición subyacente en la nota manuscrita:"tle seguro cada empleado tendrá una familia. Viene a mi mente la trillada imagen del «homosexual viejo», separado de sus familiares y viviendo sus últimos años en alguna buhardilla. La estereotipada «tragedia de la vida gay» gira en torno a este presunto aislamiento; a la ausencia de parentesco y de relaciones estables. Paradojas vivientes en un mundo de promesas de matrimonio y lazos consanguíneos, las lesbianas y los gays son vistos popularmente como los seres más sexuales y menos sociales. ¿Adónde cree el propietario de la tienda que irán sus empleados gays a celebrar el Día de Acción de Gracias?
*** Muchos de los antropólogos culturales que trabajan en el extranjero se han dedicado a clasificar como «familia» una serie de relaciones sociales que quizá podrían definirse mejor desde otra óptica, al tiempo que han ignorado en sus propios países ciertos vínculos que los «nativos» consideran de parentesco. A lo ancho de Estados Unidos se pueden encontrar lesbianas y gays que responden a la afirmación de Sylvia Yanagisako y Jane Collier (1987) de que la familia no debe confundirse con una serie de relaciones genealógicamente definidas. Las familias homosexuales (o elegidas) desafían el viejo dicho que afirma que «uno puede escoger a sus amigos, pero no a su familia». Tales familias no sólo pueden estar formadas por amigos, sino que pueden incluir amantes, coprogenitores, hijos adoptados, hijos de matrimonios heterosexuales anteriores e hijos engendrados por inseminación artificial. Aunque el discurso sobre la familia gay exhiba símbolos familiares como la sangre, la elección y el amor, reconduce esos símbolos hacia la tarea de demarcar una categoría diferente de familia. Cuanto más avanzaba en la investigación, más me convencía de que las familias homosexuales no podían entenderse si no se tenía en . cuenta las familias en las que las lesbianas y los gays habían crecido. Tras observar el conjunto de relaciones que ellos consideraban de pa-
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rentesco, se hizo evidente que el discurso de la familia homosexual define a ésta por oposición a otro tipo de familia: la conocida como «hetero», «biológica» o «de sangre» (términos que muchos homosexuales aplicaban a sus familias de origen). Los estudios anteriores sobre las lesbianas y los gays habían tendido a analizar estos elementos por separado. Muchos investigadores habían examinado las relaciones de «sangre» y el parentesco adoptivo en el contexto de la literatura de la revelación de la identidad sexual o del género literario de las historias sobre la salida del armario. En contraste con ello, la discusión sobre las relaciones de las lesbianas y los gays se producía a menudo en el contexto de la búsqueda de formas alternativas de familia. Nuestro estudio mezcla ambas áreas de investigación, en un esfuerzo por desarrollar un modo más productivo de entender lo que la «familia» significa y ha significado para las lesbianas y los gays en Estados Unidos. En ninguna de sus páginas encontrarán los lectores un análisis sobre la «familia homosexual». Porque ese estándar no existe, del mismo modo que no existe una forma uniforme de parentesco llamado «la familia norteamericana». La broma popular acerca de crecer y casarse para formar una familia con 2,4 hijos muestra lo absurdo de esa pretensión. Aquí nos interesa la familia no tanto como institución, sino como un concepto cuestionado dentro de las relaciones de poder que permean las sociedades. Los vínculos familiares entre personas del mismo sexo que puedan ser eróticos pero que no tengan una base biológica o de procreación quedan excluidos de la clasificación del parentesco como relaciones de sangre y de matrimonio. El estudio clásico sobre el «parentesco norteamericano», realizado por David Schneider (1968), define una simbólica basada precisamente en esa división: el contraste entre lo que llama el orden natural, que invoca la «sustancia compartida» de la sangre, y el orden legal, basado en un «código de conducta» aceptado. Las relaciones homosexuales parecen atravesar esas categorías de la ley y la naturaleza. Aproximadamente la mitad de los estados califican como ilegales las relaciones entre dos mujeres o entre dos hombres. Durante casi un siglo algunos las consideraron una perversión de la naturaleza que pertenecía a los «actos antinaturales». Existe poco o ningún respaldo legal para las relaciones que se crean entre los homosexuales y que éstos consideran de parentesco (relaciones que incluyen pero que no están limitadas a las parejas).
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Este posicionamiento cultural de los homosexuales fuera tanto de la ley como de la naturaleza ha generado como respuesta la reapropiación de esos términos, en protesta por la exclusión del reino del parentesco. Varias organizaciones homosexuales han luchado por la abolición de las leyes contra la sodomía y por que se otorgue algún tipo de reconocimiento legal a las parejas de lesbianas y gays, así como-a los coprogenitores no biológicos. A nivel individual, las personas toman a veces como referencia alguna relación legalizada para evaluar sus propias relaciones. Al Collins caracterizaba de este modo la relación con su pareja: Intercambiamos anillos después de seis meses de estar juntos y nos hicimos votos el uno al otro, y fue como si ... para nosotros fue como un compromiso, un vínculo y un matrimonio formales, aunque no estuviese sacramentado por la iglesia. Pero para nosotros es la ley.
Otros, como Frank Maldonado, apelan a la naturalidad de la relación gay: Tengo un recuerdo de cuando tenía aproximadamente seis años y mi padre tenía aquel DeS oto rojo en que solíamos ir de paseo. Era convertible. Y pasamos junto a la iglesia donde se celebraba una boda y mi madre dijo: «Oh, es una boda doble». Y yo dije: «Ah: ¿se están casando dos hombres y dos mujeres?». Quiero decir que simplemente me parecía natural.
La romántica descripción que da Frank de la inocencia infantil hace que la visión peyorativa de la homosexualidad aparezca como algo antinatural, una mera ficción social. Charlyne Harris describía en términos similares su primera visita a un bar de lesbianas: «Fue una visita como ... las cosas sucedieron de un modo completamente natural: aproximarme a otras mujeres, bailar con ellas. No me sentí rara ni nada parecido. Era algo natural. Era lo que se suponía que haría». Charlyne ponía en duda lo que Schneider hubiera llamado código de conducta, no vínculos de sangre («lo que se suponía que haría»). Su uso de lo «natural» trastocaba los términos de Schneider, vinculando lo natural a lo biológico y lo aceptado, por oposición a los deseos «naturales», vinculados a la «artificialidad» de las expectativas sociales. En un contexto como ése, donde los individuos apelan a la naturaleza para
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parentesco en caso de litigios relacionados con la muerte y la herencia, muy a menudo complicados por relaciones tirantes con la familia adoptiva o de sangre? No hay que ser parcial ni muy activo políticamente para preocuparse por la forma que adoptarán esos conflictos en la esfera más íntima de la vida.
cuestionar las representaciones culturales dominantes, la naturaleza parece realmente «una forma de desafío antes que el componente de una contradicción binaria estable» (Bloch y Bloch, 1980, p. 31 ).
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.Sé que si algo le sucediese [a mi pareja], su familia se la llevaría de vuelta a casa, y no me permitirían ir a su funeral. Me moriría. Te lo digo ... E incluso ahora que hemos conseguido ... no un montón de riquezas, pero ¡es nuestro pequeño capital! ¿Qué les sucedería a nuestras pertenencias?
En uno de esos raros días sin entrevistas, cansada de vagar por los salones, las oficinas de los diputados y los bares, me desplazo por la Península hasta la librería de la Universidad de Stanford. En la sección «HQ», que agrupa los trabajos sobre homosexualidad, los volúmenes más antiguos llevan aún la etiqueta de «estantes reservados».
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Dado que el significado es inseparable del uso, no debe sorprender el nivel de resistencia existente en Estados Unidos para otorgar legitimidad a las familias homosexuales. Lo que está en juego es algo más que la nostalgia cultural por un modo más convencional de instituir simbólicamente las relaciones. La solicitud de una póliza de seguro, el pago de impuestos y la lucha por la custodia de un niño son sólo tres de las instancias que interpolan las oposiciones simbólicas presentes en la experiencia diaria de las relaciones homosexuales. Las consecuencias materiales y emocionales que se derivan de la prevalencia de una u otra interpretación del parentesco tienen gran alcance. ¿Quién queda autorizado a tomar decisiones in extremis en caso de que uno de los componentes de una pareja homosgxual u otro miembro de la familia esté hospitalizado o incapacitado?'¿Seguirán los tribunales forzando a los padres a elegir entre vivir con sus hijos o vivir con su pareja lesbiana o gay? ¿Deberá un bisabuelo biológico que . nunca ha hablado con su nieto porque desaprueba el lesbianismo de/ su hija tener más derecho legal sobre el niño que el coprogenitor no biológico que lo ha criado durante diez años? ¿Deberá la frase «vinculados por la sangre o el matrimonio» seguir sirviendo como justificación para negar alojamiento público a las parejas; para negarles el derecho a visitar hogares de ancianos, prisiones y hospitales; para negar a las familias homosexuales el derecho a descuentos familiares o para retenerles el derecho a traspasar un apartamento alquilado en caso de muerte? ¿Qué papel jugarán los conceptos contrapuestos de
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Aunque las personas en Estados Unidos suelen pensar en el parentesco como un dominio discreto e íntimo, hay muchas áreas ostensiblemente no familiares que están imbuidas de presunciones heterosexuales y reguladas por el parentesco. 4 Según las leyes actuales, las lesbianas y los gays no pueden actuar como terceros en caso de muerte injusta de sus parejas, ni tienen derecho a la exención que muchos estados ofrecen cuando las propiedades han sido legadas al cónyuge. Las leyes de inmigración expulsan del país a los gays y las lesbianas que no son ciudadanos norteamericanos, mientras que el Servicio de Inmigración y Naturalización se niega a considerar el sufrimiento de la separación como una razón para otorgar la residencia o la ciudadanía (como lo harían en el caso de parejas heterosexuales y parientes de sangre), aun en el caso de que los homosexuales puedan documentar años de residencia conjunta y de copropiedad, y la celebración de ceremonias públicas de confirmación de su compromiso. En el ejército, en lugar de colocar a las parejas homosexuales en el mismo lugar, se les amenaza con la baja deshonrosa. Cuando una normativa del Consejo de la Vivienda de Chicago prohibió a los huéspedes «no vinculados» pernoctar en las viviendas públicas, «ocho hombres que habían
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4. En mis referencias al heterosexismo, aquí y en el resto del libro, sigo a Nungesser (1987) en su rechazo del término <> como inadecuado para describir la represión contra los homosexuales, las prácticas antigay y el sentimiento antihomosexual. Al aludir a las categorías de diagnóstico psiquiátrico, el término no sólo implica una condición patológica y excepcional, sino que achaca toda la responsabilidad a los individuos. El término heterosexismo, por el contrario, reconoce que la represión contra los homosexuales está estructurada socialmente y se determina por múltiples causas.
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vivido con sus novias en un proyecto de hogar se casaron en una ceremonia pública» («Shotgun Wedding», 1989). Dado que las lesbianas y los gays han sido apartados de las cuestiones relativas a los derechos civiles que son legítimas para cualquier persona en esa situación, no pueden acogerse a ese recurso. Las leyes propias de muchas comunidades restringen también el número de personas «no vinculadas» que pueden ocupar una vivienda clasificada como «lugar de residencia de una sola familia». Aunque una contradictoria mezcla de circunstancias haya recompensado a las lesbianas y los gays en su lucha por que se reconozca la importancia de las relaciones homosexuales de familia, la batalla apenas ha comenzado. Dadas las desigualdades existentes, ¿tiene algún sentido argumentar que las familias homosexuales representan una forma alternativa de familia, una variedad propia dentro de un «parentesco norteamericano» más amplio? Dado que toda alternativa debe ser una alternativa a algo, tal formulación presupone un paradigma central de la familia compartido por la mayoría de las personas en la sociedad. En Estados Unidos, la familia nuclear es claramente un constructo privilegiado, en lugar de una entre otras formas de familia con un estatus equivalente. Aunque las representaciones de la familia nuclear no ilustran con precisión los diferentes hogares en que las personas residen, sí proporcionan un marco cultural que permite hacerse una idea del tipo de parentesco en que se basan las personas para interpretar el mundo que les rodea. Una tarde a mediados del verano, en el zoo de Portland, me uní a un grupo de visitantes que rodeaba una jaula donde había un bebé mono y cuatro monos adultos. Los transeúntes -preocupados sólo por extraer una tríada parental estandarizada de entre el grupo de cinco animales- identificaron rápidamente a «la madre», «el padre» y «el bebé». Cuando una de las hembras adultas desapareció dentro del edificio del zoológico, la mujer que estaba a mi lado tomó la mano del niño que estaba junto a ella y dijo: «Vámonos. Mamá mono se ha ido a buscar el almuerzo». Pero el mismo modo en que toda representación es discutible, las familias nucleares no constituyen un modelo intemporal de lo que significa el parentesco en nuestra sociedad, y con relación al cual todas las otras formas de familia deberían aparecer como entidades derivadas o alternativas marginales. Para un enfoque más útil del análisis de las familias homosexuales hay que ir más allá del estudio de las
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variaciones estáticas y la celebración de la diversidad, y examinar las transformaciones históricas que han tenido lugar en el parentesco, la ideología y las relaciones sociales; transformaciones que no se habrían dado sin conflictos, contradicciones, diferencias y luchas.
*** Es el día del desfile anual del orgullo gay y se espera que cientos de miles de personas marchen por la Market Street de San Francisco y bloqueen los cruces más importantes. Mientras observo, un joven que está junto a mí dedica comentarios «afectados» a sus amigos. Pasa Hig-Tech Gays, un grupo de Silicon Valley («¡Muéstranos tu hardware!»), seguido por una drag queen* solitaria con plumas de pavo real («¿Qué representa, maricones que llaman la atención?») y un grupo que lanza condones a la multitud («Uno para ti, Carter; otro para ti, Jack; y, definitivamente, uno para ti, Richard»). «Dykes with Bikes» ha crecido hasta alcanzar proporciones gigantescas: ahora es un contingente de mujeres, motocicletas, cláxones rugientes y espectadores animosos que abarca ocho manzanas. Este año los enfermos de sida y las organizaciones de lucha contra el sida lideran la marcha.
*** El trabajo de campo que sirvió de base a este análisis fue realizado en el Área de la Bahía de San Francisco entre 1985 y 1986, más una visita de seguimiento en 1987. San Francisco es una ciudad portuaria con una población grande y extremadamente diversa de lesbianas y gays, y con una historia de inmigración homosexual que data al menos de la Segunda Guerra Mundial (D'Emilio, 1989b). Durante los setenta, arribó al Área una ola inmigratoria de lesbianas y gays, cuando jóvenes de todas las orientaciones sexuales fueron atraídos por las oportunidades de empleo del sector de servicios de la zona, en rápida expansión (Fitzgerald, 1986). Unos vinieron por el trabajo, otros por el clima y otros más porque querían formar parte de la «Meca gay». Y otros, desde luego, habían nacido en California.
* Homosexual que se traviste de mujer, imitando a un personaje femenino ya existente o creándolo. (N. del T.)
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Muchos barrios de San Francisco -Folson, Polk Street, Castro, Bernal Heights, partes de Tenderloin y de un modo creciente Mission- eran reconocidos por los propios residentes heterosexuales como áreas con una gran concentración de gays y lesbianas.
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Es el tercer autobús de turismo que rueda por la calle Castro en tres horas. Observo desde detrás de la ventana de cristal de la tienda de donuts, tratando de ver a la vecindad, tan representativa de la «Norteamérica homosexual», con los ojos de un turista. Todos los reporteros de televisión que informan sobreO el sida parecen haber anclado en algún lugar de este barrio. La Castro era un lugar a donde los gays solían venir a ligar y a divertirse; objetos (ya que no siempre sujetos) de sí mismos. Ahora, me dice el hombre sentado junto a mí, al ver venir todos esos autobuses uno tiene la impresión de que está en un museo o un zoo o algo parecido.
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Con su peculiar historia y su reputación de ciudad gay, San Francisco difícilmente represente una población «típica» de lesbianas y gays para su estudio. 5 Pero el Área de la Bahía demostró ser un lugar valioso para el trabajo de campo, porque reunía a gays y lesbianas de diferentes razas, clases, identidades e historia. Un informe de 1980 estimaba que en San Francisco la población combinada de lesbianas, gayas y bisexuales declarados constituía el 17 por 100. De ellos, el 30 por 100 eran mujeres y el 70 por 100 hombres (DeLeon y Brown, 1980). 6 Las lesbianas eran muy visibles a ambos lados de la bahía. En contraste con muchas ciudades pequeñas, la región fi-
nanciaba gran cantidad de organizaciones dirigidas a sectores específicos de la población homosexual, desde grupos para personas por encima o por debajo de cierta edad, hasta asociaciones de individuos que tocaban música o amantes del excursionismo. Con su población multicultural, el Área de la Bahía ha sido también la sede de una serie de organizaciones sociales y grupos políticos, y de reuniones jnformales de homosexuales y gente de color. Las lesbianas y los gays de todo el país ven San Francisco como un lugar en el que las personas pueden mostrarse relativamente abiertas en lo tocante a la identidad sexual. Carol Warren (1977), por su parte, ha enfatizado que al trabajar con homosexuales se debe proteger especialmente la identidad de los entrevistados, debido a la estigmatización social que ha sufrido la homosexualidad. Aunque he seguido la tradición antropológica de usar pseudónimos en la investigación, debo hacer notar que la gran mayoría de los participantes expresó el deseo de que sus verdaderos nombres aparecieran impresos. El temor a perder el empleo y el deseo de proteger la identidad de sus hijos fueron las razones esgrimidas por los pocos que pidieron que se les garantizase el anonimato. A diferencia de muchos estudios sobre gays y lesbianas, en éste se asigna un apellido a los entrevistados. En un contexto occidental, al presentar a unos desconocidos sólo por sus nombres de pila se transmite un sentimiento de intimidad al mismo tiempo que, de forma sutil, se les niega la individualidad, el respeto que merecen y su estatus pleno de adultos en cuanto participantes en la investigación. Dado que esas mismas cualidades son negadas sistemáticamente a las lesbianas y los gays en la sociedad en general, el uso único de los nombres de pila hubiera podido tener el efecto involuntario de perpetuar los supuestos heterosexistas.
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5. Para un informe impresionista de la vida de los homosexuales en las ciudades pequeñas y medianas de Estados Unidos, véase Miller (1989). 6. Véase el análisis que sigue sobre los problemas metodológicos que impiden la obtención de una muestra representativa de esa población. DeLeon y Brown agrupan también sus datos por edad, y señalan que el 13 por 100 de las mujeres y el 21 por lOO de los hombres en el grupo de 18 a 29 años se sitúan a sí mismos en esas categorías, en comparación con el 9 por 100 de las mujeres y el 37 por 100 de los hombres que lo hacen en el grupo de 30 a 49 años, y del 7 por lOO de las mujeres y el 11 por 100 de los hombres en el grupo de 50 años o más.
Mientras miramos a las mujeres jugar al billar sentadas en la barra, Sharon Vitrano me cuenta su experiencia al volver caminando a casa por Tenderloin después del desfile anual del orgullo gay. Cuando ella y su amiga se aproximaban a un grupo de hombres que estaba enfrente de una tienda «Mom and Pop», se soltaron las manos. La causa, según ella, radicaba en el aumento de las tensiones por el rápido aburguesamiento de San Francisco y la escalada de violencia callejera
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vinculada a la percepción de los homosexuales como ricos especuladores en bienes raíces. Para su alegría y sorpresa, uno de los hombres gritó: «¡Sigan cogidas de las manos! ¡Es su día!».
*** Aparte de las largas horas de observación-participación que son tan importantes en el trabajo de campo de la antropología, para mi estudio realicé unas 80 entrevistas exhaustivas en el campo. Los participantes en las entrevistas fueron divididos equitativamente en hombres y mujeres, y sólo dos se autodefinieron como lesbiana o gay. 7 El muestreo al azar resulta claramente imposible en una población que no sólo está parcialmente oculta o «dentro del armario», sino que carece de consenso en cuanto al criterio de pertenencia (Morin, 1977; NOGLSTP, 1986). En general, dejé que la autoidentificación me guiase en lo tocante a la inclusión. 8 Decidida a eludir la motivación racial, de clase u organizativa que ha caracterizado tantos estudios sobre gays y lesbianas, establecí los primeros contactos a través de las relaciones personales desarrolladas durante los seis años anteriores al proyecto que viví en San Francisco. 9 El otro método -lograr el acceso mediante entidades, clases en la universidad y anuncios- tiende a cargar el muestreo de «VOluntarios», de entrevistados profesionales, de personas extremadamente cultas o con opiniones políticas bien definidas, y de individuos que se consideran centrales (y no marginales) en la población en cuestión. Al pedirles a las personas entrevistadas nombres de potenciales participantes, utilicé las técnicas de la cadena de amigos y el muestreo en forma de bola de nieve, y logré una muestra variada en cuanto a la raza·, el origen étnico, la clase y sus antecedentes. Aunque el Área de la Bahía está quizá más politizada que otras regiones de la nación, las mayoría de los entrevistados no se veían a sí mismos como activistas políticos. El 36 por 100 aproximadamente eran per-
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7. Hubo una mujer y un hombre que se presentaron inicialmente como lesbiana y gay, respectivamente, pero que en el transcurso de la entrevista dijeron ser bisexuales. 8. Para una muestra de trabajos sobre la homosexualidad en sociedades en las cuales el homoerotismo no necesariamente se basa en la noción de identidad sexual, véanse Blackwood (1986), Caplan (1987), Greenberg (1988), Herdt (1984, 1987), Newton (1988) y W. Williams (1986) 9. Sobre el sesgo demográfico de la mayoría de los estudios sobre gays y lesbianas, véanse Berger (1982b) y Krieger (1985).
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sonas de color. Del 64 por 100 de los blancos, el 11 por 100 (y el 14 por 100 del total) eran judíos. Un poco más del 50 por 100 venía de familia obrera, y un 58 por 100 superpuesto a éste estaba empleado como obrero en el momento en que realicé la entrevista. Al principio tenía la intención de realizar segundas entrevistas con una parte de los entrevistados, pero en lugar de ello decidí realizar el st!guimiento en un contexto informal que me permitiese interactuar con los participantes como parte de un grupo. La mayoría de las preguntas directas que aparecen en el estudio proceden de las entrevistas, pero algunas surgieron en conversaciones en la mesa, en fiestas de cumpleaños, de noche en un bar o durante un partido de béisbol. Traté de no seleccionar a los participantes a partir del tipo de experiencia que decían haber tenido. La caracterización que hacían de sus historias personales recorría toda la gama entre lo «aburrido» y lo «increíble», pero sus valoraciones me parecieron poco fidedignas como índice de interés antropológico. De las 82 personas contactadas, sólo dos se negaron a realizar la entrevista. Algunos individuos trataron de establecer contacto conmigo después oír hablar del estudio, pero la mayoría estuvo lejos de autoproponerse, lo que exigió de mi parte mucha persistencia y flexibilidad en el programa (que tuve que rehacer en varias ocasiones), para convencerlos de que participaran. Creo que esa persistencia es una de las razones por las cuales el estudio incluye voces que generalmente no oímos cuando las lesbianas y los gays aparecen en las páginas de los libros y de los periódicos: personas que han construido vidas extremadamente privadas y a quienes difícilmente una entrevista pueda hacer que abandonen su incredulidad; personas convencidas de que sus experiencias son poco interesantes e indignas de ser notadas; personas que temen que el investigador haga una descripción que no respete su identidad ni sus puntos de vista. Para compensar la tendencia de estudios anteriores a centrarse en los sectores blancos y adinerados de la población homosexual, utilicé un muestreo teórico. Entre el creciente grupo de contactos, seleccioné deliberadamente a personas de color, de ascendencia obrera y a individuos que trabajaban como obreros.
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Qué día tan cansino para ser viernes, me digo, hundiéndome en un sillón después de tres entrevistas consecutivas. En el primer apartamento había pilas de papel en la encimera, la mesa, el buró o cualquier otra cosa que pareciese plana. Al final de la entrevista, Bernie Margolis, un judío sexagenario, insistió en mostrarme su galería de retratos. En uno de ellos, un Bernie mucho más joven aparecía junto a Martín Luther King, Jr. Otros eran fotos de hijos de matrimonios anteriores y premios al servicio distinguido en una serie de organizaciones comunitarias. Antes de irme, me pidió que corrigiera las pruebas de un folleto. De su piso en el distrito de Mission, viajé al distrito de Fillmore para entrevistar a Rose Ellis, una afronorteamericana en la treintena. Había sido despedida de su trabajo en la construcción, y estaba cocinando frijoles negros y viendo una telenovela cuando llegué. Después de la entrevista, Rose me pidió que volviera a poner una parte de la cinta en su equipo estéreo para saber cómo sonaba su voz. Poco después corría a casa para entrevistar a Annie Sorenson, una joven mujer blanca que se definía a sí misma como una «lesbiana virgen» con pocos amigos gays. Al reflexionar sobre lo ocurrido en el día desde el estratégico mirador de mi poltrona, mi primera reacción es preguntarme qué hacen esas tres personas en el mismo libro. ¿Tendrían algo que decirse si se encontrasen en el capítulo 4?
*** En una muestra tan diversa, con tantas identidades diferentes, el muestreo teórico no puede aspirar a ser «representativo». Tomar cada individuo como representativo de su raza, por ejemplo, sería un formalismo que disimularía las diferencias de género, clase, edad, origen nacional, lengua, religión y talento que atraviesan la raza y el origen étnico. Por otra parte, no estoy interesada en esas categorías en tanto variables demográficas o como casilleros reificados para las personas, sino más bien en cuanto identidades llenas de significado para los participantes mismos. En el libro me centro en el vínculo interpretativo que los participantes establecen (o no) entre la identidad sexual y otros aspectos de lo que ellos mismos consideran que son, teniendo siempre en cuenta que los mismos símbolos pueden tener significados distintos según el contexto. Las tablas del apéndice contie-
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nen información demográfica de la muestra entrevistada, pero -dado que no se trata de un estudio estadístico- sirve sólo para ilustrar su diversidad y proporcionar información de los participantes. A pesar de mis esfuerzos por incluir las diferencias, la muestra es débil en algunas áreas, especialmente en el rango de edad (que está concentrado en los veinte y los treinta años), en el hecho de que se incluyan relativamente pocos padres gays y que se observe un cierto prejuicio hacia las personas cultas. 10 Dada la estructura de división por edad, género y raza que prima en las instituciones y la organización social de los homosexuales, estos resultados pueden verse como una derivación de mi propia situación e identidad. En el momento en que hice el estudio estaba al final de la veintena, no tenía hijos y no encajaba en las casillas de las plantillas o encuestas dedicadas al nivel educativo. Pero las deficiencias de la muestra indican también mi énfasis en el trabajo de campo, dado que en su composición no se reflejan otros aspectos de mi identidad como mujer blanca de ascendencia obrera. Hice el mayor esfuerzo posible por alcanzar la extensión requerida en los aspectos de la clase actual, el origen de clase y la raza/origen étnico. Retrospectivamente, me hubiera gustado añadir la edad a la lista de prioridades. A juzgar por los gays y las lesbianas que entrevisté entre los grupos de edad madura, las personas que salieron del armario antes de los movimientos sociales que tuvieron lugar de los cincuenta a los setenta piensan de un modo diferente acerca del hecho de revelar su identidad sexual a otros, incluyendo los miembros de su propia familia (cfr. Hall, 1978). Aunque esos movimientos afectaron a personas de todas las edades que vivieron en ese período, los entrevistados de más edad describían a menudo sus experiencias señalando la diferencia entre lo que significaban las relaciones eróticas homosexuales «en aquel momento» y «ahora». La experiencia vital ha dado a muchos de
1O. Sobre las lesbianas y gays de más edad, véanse Adelman ( 1986), Berger ( 1982a, 1982b), Dunker (1987), Gay (1978), Harry (1984), Kehoe (1989), Laner 1979), Lyon y Martín (1979), Macdonald (1983), Minnigerode y Adelman (1978) y Vacha (1985). Sobre los jóvenes gays, véanse Fricke ( 1981 ), Herdt Hefner ( 1989), Autin ( 1978) y Heron (1983). Con respecto al nivel de escolaridad alcanzado, recuérdese que los incluidos en los grupos de veinte y treinta años en el momento del estudio habían alcanzado la adolescencia en una época en que la ayuda financiera estaba ampliamente disponible, la educación superior se hallaba en expansión y un número sin precedente de niños procedentes de la clase pobre y trabajadora había entrado en las universidades y junior colleges en Estados Unidos.
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ellos una aguda conciencia de las negativas consecuencias sociales y económicas que pueden derivarse de la revelación de la identidad homosexual. Al estudiar a las lesbianas de los sesenta, Monika Kehoe (1989) halló que las mujeres que se habían casado antes de revelar su identidad homosexual eran proclives a mantener vínculos estrechos con sus parientes consanguíneos (especialmente femeninos) después de la revelación. Sin embargo, algunas de esas mismas mujeres sufrirían ostracismo de parte de sus hijos heterosexuales adultos. Los datos concernientes a la relación entre la identidad homosexual y la edad siguen siendo hasta el momento contradictorios. Tanto los gays de edad madura estudiados por Raymond Berger (1982b) como las entrevistadas por Kehoe dijeron sentirse solos y aislados. Pero sus respuestas pueden haber reflejado la soledad que experimentan muchas personas en Estados Unidos después de retirarse o perder a su pareja. Sería preciso que se realizasen nuevos estudios sobre el desarrollo de las redes de amigos entre los homosexuales a lo largo del tiempo, teniendo en cuenta sobre todo el alto valor que han dado históricamente a la amistad tanto los gays como las lesbianas. ¿Esas redes se expanden, se contraen o mantienen el tamaño a medida que sus componentes envejecen? ¿Los homosexuales recurren más a la amistad que a otro tipo de relaciones sociales cuando necesitan asistencia y apoyo? ¿Están tan interesados los homosexuales de edad madura en el discurso de la familia gay como lo están los más jóvenes? Dado que lamayoría de los estudios existentes compara a las lesbianas con las mujeres heterosexuales y a los gays con los hombres heterosexuales dentro de sus respectivos grupos de edad, sería necesario también comparar las experiencias de los gays y las lesbianas de mayor edad.
Aún en 1982 Raymond Berger experimentó dificultades para localizar a lesbianas de cualesquier clase, raza o credo para un estudio sobre los homosexuales de edad madura. Concluyó que las lesbianas estaban lejos de constituir una comunidad pública y visible, y abandonó ese grupo y se concentró en los hombres. Pero, si bien las instituciones de los homosexuales masculinos pueden parecer más visibles, las lesbianas también tienen sus propias organizaciones y centros (perfectamente accesibles); la mayoría de ellos están bien documentados en los periódicos locales. Lo que quiero decir es que las lesbianas eran invisibles para Berger. Para mí, como mujer, lo difícil era encontrar homosexuales hombres. Trabajos recientes sobre antropología cultural han subrayado la importancia de reconocer al investigador como un sujeto que tiene una posición (Minz, 1979; Rosaldo, 1989). En mi caso, ser mujer ha influido también en la manera en que distribuyo el tiempo cuando realizo trabajo de campo. Paso más tiempo en los clubes de lesbianas y los grupos femeninos que en los bares de gays y los gimnasios. Una vez que comencé a captar participantes, mi identidad como lesbiana me ayudó sin duda, y pude reivindicar esos sinónimos que los antropólogos gustan de aplicar a las relaciones que se establecen en la investigación de campo cuando la información llega: «confianza» y «comunicación». Muchos de los entrevistados me dijeron que no hubieran hablado conmigo si hubiera sido heterosexual, y uno o dos aludieron a «malas experiencias» en que los investigadores heterosexuales habían tergiversado sus p·alabras. En sus entrevistas conmigo, las personas dedicaron relativamente poco tiempo a los estereotipos antihomosexuales, y hablaron abiertamente de temas como la polaridad butchlfemme, * el matrimonio homosexual, el sadomasoquismo (s/m) y las drag queens (temas controvertidos para los propios homosexuales). De vez en cuando, por supuesto, la perspectiva más amplia de la eventual publicación entraba en juego y los participantes matizaban sus comentarios.
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«¿Eres lesbiana? ¿Eres gay? » Estas dos preguntas se alternan cada día para saludar mis intentos de concertar una entrevista por teléfono. En mitad de mi trabajo de campo me doy cuenta de la importancia de la identidad del investigador en una de las clases que imparto sobre los métodos de campo antropológicos. «¿Cree usted que hubiera podido realizar el estudio si no hubiera sido lesbiana?», me pregunta un estudiante desde las últimas filas del aula. «Sin duda», le respondo. «Pero lo repito: no hubiera sido el mismo estudio».
* He preferido conservar el término porque forma parte ya tanto del lenguaje que usan los propios homosexuales como del que usan los teóricos. Señala la acentuación de los roles sexuales en la relación lesbiana (butch designa la mujer acentuadamente masculina, en tanto quefemme designa a la mujer acentuadamente femenina). (N. del T.)
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La presunción de un marco común de referencia y de una identidad compartida puede también complicar la tarea del antropólogo, ya que al darse por implícitas ciertas nociones culturales éste debe trabajar para que las personas expresen, expliquen y sitúen lo obvio. El estudio de la propia cultura implica el proceso de hacer extraño lo familiar, algo más propio de un poeta o un fenomenólogo que de un investigador de campo que viaja al extranjero para desentrañar lo que parecen aspectos desconcertantes de otras sociedades. Al principio de la investigación, mi trabajo diario se estructuraba a partir de la decisión sobre lo que debía anotar. Todo lo que me rodeaba parecía digno de ser anotado: un día vivía una realidad social, y al día siguiente me parecía que debía anotarla. Al contrario que los antropólogos que han vuelto del campo y escrito etnografías en que relatan la llegada a «SU» isla o pueblo, no veía el modo de pergeñar una escena que representase la inauguración de mi trabajo de campo, como no fuera reseñar la originalidad del primer amigo que me preguntó (mirándome de reojo): «¿Estás tomando notas sobre esto?». 11 Mi tarea no podía siquiera calificarse como una exploración de la «extrañeza dentro de lo familiar», que fue la frase usada por Frances Fitzgerald (1986) para describir su investigación en el distrito gay de Castro. Para mí, el trabajo de campo entre los gays y las lesbianas de San Francisco no significaba descubrir un aspecto «exótico» de mi cultura nativa, sino más bien descubrir la vida de todos los días. 12
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Al tercer timbrazo dejo a un lado la entrevista que he estado transcribiendo y tomo con desgana el teléfono. Es mi amiga Mara, que llama por primera vez en meses. Con algo de embarazo me cuenta la relación que ha tenido con un hombre. Ahora todo ha terminado, me
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asegura, subrayando que no tendrá ningún efecto importante sobre su identidad como lesbiana. «La razón por la que te llamo -me dice, medio en broma- es porque necesito una antropóloga. ¿Te gustaría escribir con mi nombre un libro sobre mi experiencias? Lo llamaré Mi año entre los salvajes».
** * Durante las entrevistas usé las anécdotas sobre la salida del armario como punto de partida para investigar temas relacionados con la identidad y la relaciones con los familiares adoptivos o consanguíneos. Esas anécdotas suelen referirse más bien entre los propios gays y lesbianas, y no para consumo de los heterosexuales. Las historias sobre la salida del armario tienen la ventaja de representar una categoría perfectamente reconocible para los participantes; tan autóctona, que una mujer me preguntó: «¿Qué versión prefiere, la de 33 o la de 45 rpm?». 13 El conocimiento de nuevas personas era la ocasión justa para traer a colación una de esas historias, y a veces me parecía que mi papel de investigadora comenzaba a mezclarse con el de «la amiga lesbiana de una amiga».
*** Mientras estoy en Nueva York para investigar en los Archivos Lesbianas Herstory, reparo en que los programas locales de noticias están ocupados por la cobertura del proyecto de restauración de la estatua de la Libertad. Los locutores la llaman la «Señorita Libertad» y la «Dama Libertad». Para los que viven en Estados Unidos «Señora Libertad» soñaría a broma.
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ll. Cf. Perin (1988), quien viajo a propósito al extranjero antes de realizar el trabajo de campo en su propia cultura, en un intento por desfamiliarizarse de su entorno acostumbrado. Para una comparación de las escenas de arribo convencionales en los relatos etnográficos y de viajes, véase M. L. Pratt (1986). 12. Aunque, sin duda, toda situación posee su propio exotismo, en la medida en que lo exótico se define en relación con una serie de presupuestos mantenidos por el espectador. Los relatos etnográficos escritos por norteamericanos y europeos contienen expresiones de sorpresa e incluso de shock que sólo pueden explicarse en relación con percepciones o experiencias que contradicen las expectativas del investigador.
13. Al contrario de lo que sucede con otros tipos de folclore, donde la diferencia de identidad es uno de los requisitos de la actuación (Bauman, 1972). Los relatos tienden a ser relativamente más autosuficientes y, en consecuencia, menos sometidos al control de la audiencia que otros actos de discurso (Fowler, 1981; M. L. Pratt, 1977). Sabiendo que el relato oral generalmente atenúa el control consciente del discurso, tenía también la esperanza de que los entrevistados se sintiesen cómodos y de minimizar el efecto del observador en la situación artificial de la entrevista (cfr. Labou, 1972).
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Conviene ahora decir algo sobre la terminología empleada. Con frecuencia me refiero a las «lesbianas» y los «gays» para recordar al lector las diferencias de género y para desestimular la suposición tan común de que lo que es aplicable a los gays lo es también a las lesbianas. A veces, sin embargo, empleo «gay» y «personas gays» como términos genéricos que abarcan a ambos grupos. En el Área de la Bahía, las propias mujeres mantienen diferentes opiniones sobre estos términos. Las que han revelado su identidad al amparo del movimiento feminista se inclinan a llamarse a sí mismas lesbianas, mientras reservan el término de «gays» para los hombres. Las mujeres más jóvenes, que han mantenido lazos sociales con los gays, así como las que tienen menos contacto con el feminismo lesbiana, se inclinaban más a calificarse a sí mismas como gays. En ciertos contextos, un amplio espectro de personas empleaba la palabra «gay» para oponerla a categorías como «hetera» o «heterosexual». El lector notará también la manifiesta ausencia del término «americano» en el libro. Un latinoamericano entrevistado me sugirió alegremente que emplease el término «estadounidense» como un sustituto que mostraría respeto por los residentes en Centroamérica y Sudamérica -así como en Canadá, México y el Caribe-, que también pertenecen a las Américas. Decidí pues eludir los términos sumarios, no sólo en atención a los reclamos lingüísticos de otros pueblos, sino también porque la etiqueta «América» están tan vinculada al nacionalismo («el estilo americano») que no podría verse como una simple referencia descriptiva. He alternado «afronorteamericano» con «negro», «nativo norteamericano» con «indio norteamericano» y «mexicano-norteamericano» con «chicana» o «chicana». Las preferencias por estos términos varían según la región, la orientación política y los gustos personales. En muchos contextos las personas prefieren remitirse a una identidad étnica o racial más específica (cubano-americano en lugar de hispano, chino-norteamericano en lugar de asiático-norteamericano). Ocasionalmente, sin embargo, apelan a una identidad racial colectiva que se define por oposición a categorías como «blanco» o «anglo». Resulta evidentemente insatisfactorio llamar «minorías» a estas colectividades, dado que las personas blancas constituyen una minoría numérica en muchas partes del Área de la Bahía, por no hablar del mundo en su conjunto. Empleo el término «personas de color» a fal-
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ta de uno mejor, aunque la frase resulta problemática. La identidad racial y el color de la piel no siempre se corresponden con el simbolismo cromático usado en Estados Unidos para describir la raza. El término «personas de color» también puede reforzar la percepción racista de lo blanco como algo no marcado y, por ello, una categoría más representativa de lo humano. Definir la clase es siempre un asunto polémico, especialmente en Estados Unidos, donde la conciencia de clase a menudo está ausente o ha sido reemplazada por otras identidades (Jackman y Jackman, 1983). Rayna Rapp (1982) ha observado astutamente que la clase es un proceso, no una posición o un lugar. En este sentido, no podría ser determinada nunca por los ingresos, tampoco podría trazarse su posición a lo largo de un continuo que iría de lo «alto» a lo «bajo». No obstante, para mostrar el espectro de la muestra entrevistada, hice una clasificación básica de los participantes según la ocupación (o la ocupación de los padres, en caso de existir antecedentes de clase), siguiendo la interpretación marxista de las clases que las vincula al proceso de producción. Cuando se emplea en el texto el término «clase media», es siempre entre comillas, para indicar su estatus como término autóctono empleado por las personas que encontré en el trabajo de campo, y no como una categoría analítica elegida por mí.
*** Hojeando la edición más actual del periódico de una comunidad gay, doy con una carta escrita por un hombre que está molesto por las nuevas regulaciones gubernamentales en Massachusetts, que hacen extremadamente difícil para los homosexuales convertirse en padres adoptivos. Para reafirmar su derecho a ser padre, ha decidido adoptar a un niño en el extranjero a través del Plan de Padres Adoptivos.
*** En el siguiente capítulo describiré el cambio ideológico por medio del cual muchas lesbianas y gays comenzaron a verse a sí mismos no sólo como personas que luchaban por mantener vínculos con familiares consanguíneos o adoptivos, sino también por crear sus propias familias. Esta visión se oponía a otra más tradicional de la familia, que
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colocaba a los homosexuales al otro lado de las puertas del parentesco. Dado que el discurso de la familia gay critica muchos de los presupuestos sobre la procreación que subyacen en las nociones hegemónicas del parentesco en Estados Unidos, puede arrojar luz sobre cómo se redefine la esfera cultural del parentesco a medida que sus límites se trazan, se cuestionan y se vuelven a trazar. 14 Al contrario de muchos estudios sobre la ideología y la representación, éste tiene la intención de dar cuenta del contenido específico del discurso respondiendo a la pregunta: ¿por qué a las familias gays se les llama «las familias que elegimos»? A diferencia de los análisis simbólicos, sitúa las narraciones y representaciones en contextos históricos específicos y coloca la experiencia viva como base del cambio ideológico. En lugar del análisis balístico de un sistema único de símbolos, lo que ofrece el capítulo 2 es una ojeada a un discurso emergente al que los individuos acceden de maneras distintas y a veces contradictorias. Aunque ese capítulo está dedicado a la ideología, la mayor parte del análisis al que pertenece se niega a considerar otros signos que no sean «las formas concretas del intercambio social» (Volosinov, 1973, p. 21).
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Mi tía abuela acaba de regresar de una comida con mi hermana, sus amigos Ray y Joel (una pareja) y los padres de Ray. «Fue terrible -me dice- ¿Puedes creer que cuando el amante de Ray sirvió la ensalada que había hecho, el padre de éste se negó a comerla?»
*** El discurso de la familia gay ha surgido asociado a una serie de condiciones materiales y sociohistóricas específicas. Los capítulos 3 y 4, que se ocupan de las relaciones con lo que muchas lesbianas y gays llaman la «familia hetera», comienzan a dar cuenta de ese contexto más amplio. Allí se destaca el efecto a largo plazo de un movimiento homosexual que alentó a los gays y lesbianas a revelar su identidad sexual, y su influencia en la percepción de muchos homosexuales so-
bre las relaciones de parentesco. El énfasis que se da a lo narrativo en esos capítulos estuvo determinado por el objeto de estudio. Declararse lesbiana o gay ante los padres «biológicos» o adoptivos se considera una experiencia muy personal (por no decir que es algo que destroza los nervios). Una experiencia que un antropólogo casi nunca podrá presenciar. Mi objetivo en este capítulo no es el de reducir la experiencia de la revelación a un proceso de desarrollo estático o describir una trayectoria (cfr. Coleman, 1982; Ponse, 1978); lo que me interesa es comprender cómo las personas en vías de adquirir una nueva identidad -ostensiblemente sexual- se descubren hablando en términos tanto sexuales como de parentesco.
*** En el piso de mi sala están tumbados algunos gays y lesbianas. Se han reunido para ver una nueva película en la televisión que retrata la vida de los homosexuales. A medida que avanza la película, sus diálogos van siendo puntuados por risas que los realizadores seguramente no se propusieron provocar. Durante las películas, mis huéspedes expresan el ultraje que representa que esos filmes describan siempre a los gays relacionándose con sus parientes consanguíneos, ignorando a los amantes, amigos y familiares gays que la mayoría de los protagonistas «reales» tienen.
*** El capítulo 5 examina el polo correspondiente a «las familias que elegimos» en la oposición simbólica entre las familias hetera y las gays. Los cambios de concepto con respecto a la relación entre amigos y amantes, así como el cuestionamiento de una comunidad gay única, aparecen en él como antecedentes históricos que contribuyeron a dar forma al discurso contemporáneo de las familias gays. Esta parte del análisis no es el estudio de una comunidad tal como se entiende tradicionalmente, sino que trata la comunidad como una categoría cultural implicada en la reestructuración de las relaciones de parentesco.
*** 14.
Sobre el concepto de hegemonía, véase Gramsci (1971).
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Poco después de comenzar oficialmente el trabajo de campo, asisto a la celebración ritual de una unión entre dos lesbianas. Han creado su propia ceremonia y han dejado claro que buscan apoyo y reconocimiento para su relación, no la sanción de la iglesia o el estado. Dando vueltas más tarde entre la multitud, noto que muchos de los heterosexuales están ocupados haciendo comparaciones con sus propias bodas, en tanto que el principal tema de conversación entre las lesbianas y los gays parece ser la suerte que tienen los anfitriones de que sus padres y otros familiares «biológicos» hayan estado presentes en la boda.
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En el capítulo 6 hago una pausa para observar más de cerca a las lesbianas y los gays que mantienen relaciones serias. Los estudios recientes sobre las parejas homosexuales se apoyan en gran medida en teorías psicológicas que caracterizan las relaciones homosexuales básicamente como vínculos en los que el ser se refleja a sí mismo. Al criticar el presupuesto de que las parejas del mismo sexo establecen una relación de mismidad, explico que el uso de la imagen del espejo para describir a las parejas homosexuales refuerza el estereotipo de los homosexuales como seres narcisistas, absortos en sí mismos, irresponsables y adinerados. La utilidad analítica de la metáfora del espejo está limitada por su incapacidad para captar muchas de las sutilezas de las relaciones de las lesbianas y los gays, y por su presuposición de que los homosexuales carecen de verdaderas relaciones sociales (por no hablar de lazos de parentesco).
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* * * Durante los primeros meses del trabajo de campo le pido a un participante de poco más de treinta años que me ayude a establecer contactos y conocer a otras personas. Peter Ouillete parece quedarse paralizado unos instantes. Luego explica: «Realmente quiero ayudarte ... pero la verdad es que odio mirar en mi agenda. Han muerto tantos amigos míos».
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Becky Vogel y yo nos sentamos en un café. Hablamos, capuchino de por medio, sobre sus planes de tener un hijo mediante inseminación artificial. «Estoy buscando chicos -dice riendo, consciente de la ironía de lo que ha dicho-. ¿Conoces a algún chico judío que quiera hacer de coprogenitor)?»
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En el capítulo 7 se investiga el creciente interés de las lesbianas y los gays en la copaternidad, en un momento en que el sida afecta con crudeza a los homosexuales masculinos en Estados Unidos. Dentro del contexto más amplio del discurso del parentesco, el baby boom lesbiano representa una reincorporación parcial de lo biológico a las familias que elegimos. Al mismo tiempo, al cooperar en la inseminación alternativa y en la copaternidad, las lesbianas y los gays han cuestionado la centralidad de la unión heterosexual y del modelo de copaternidad entre «dos personas de sexo opuesto» en las relaciones de parentesco.
* * * Tough Lave está haciendo su última actuación en el show de striptease de fin de semana en un bar de lesbianas de San Francisco. Mientras sus amigas y admiradoras lanzan a la escena rosas de tallos largos, besos y billetes de dólares, la bailarina permanece erguida bajo los focos, con las lágrimas corriéndole por las mejillas. El público la ovaciona de pie, al tiempo que las luces y la música se desvanecen. Mi compañero, que ha pasado el verano entrenándose para ser camarero en un bar de strip-tease con una clientela de heterosexuales masculinos, se vuelve asombrado hacia mí: «Es muy diferente de lo que me imaginaba. ¡Cómo la respetan!». A la mañana siguiente una conocida me llama y me pregunta cómo soporto escuchar algo tan «masculino».
* * * En el capítulo final analizo las implicaciones políticas del discurso del parentesco homosexual, incluyendo el actual debate sobre si las
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familias gays representan una integración al modelo heterosexual (o burgués, según algunos). Después de exponer lo inadecuado de la retórica del modelo y el paradigma, de la igualdad y la diferencia, de la postura profamilia o antifamilia a la hora de evaluar a las familias que elegimos, propongo nuevas vías para analizar si el discurso centrado en la familia posee la capacidad de cambiar los prejuicios que se tienen acerca de los homosexuales, al tiempo que transforma la práctica del parentesco.
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Sin duda, lo que prueba la relación entre las mentes no es tanto que lleguen a conclusiones idénticas como las contradicciones que les son comunes.
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¡: ill!llll La San Francisco lesbiana y gay de los años ochentas ofrecía una fascinante oportunidad para aprender cómo surgen y cambian las ideologías a medida que las personas entran en conflicto, trabajan por la reconciliación, reorganizan las relaciones, establecen o rompen lazos y coinciden o dejan de estar de acuerdo. En un apartamento de Valencia Street, una joven lesbiana aseguraba a su amiga que la reacción negativa inicial de sus padres cambiaría. En Polk Street, un adolescente de dieciséis años buscaba un lugar donde pasar la noche porque les había dicho a sus padres que era homosexual y ahora no tenía donde ir. Mientras una pareja de amantes se atareaba organizando una fiesta de aniversario que reuniría a sus parientes consanguíneos con sus familiares gays, en el otro extremo de la ciudad una mujer no lo comunicó en el trabajo como de costumbre temiendo que perdería el trabajo si su jefe descubría que había estado llorando la muerte de su pareja, fallecida la noche anterior. A cada lesbiana que pensaba en tener un hijo le salían al paso varios amigos preocupados por el cambio que introduciría el niño en su relación de pareja. Por cada ocho o nueve personas que hablaban con entusiasmo de crear una familia de amigos, una o dos rechazaba a las familias gays como una opresiva acomodación a la sociedad heterosexual. Aunque no siempre nítido o estructurado, el discurso de la familia gay que emergió durante los ochenta desafió muchas representaciones culturales y prácticas comunes que negaban de hecho el acceso al parentesco a las lesbianas y los gays. En las décadas anteriores, los homosexuales habían emprendido también batallas legales por la cus-
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todia, habían presentado sus parejas a sus padres, habían entablado demandas contra las pólizas de seguros discriminadoras y habían luchado por mantener los vínculos con sus familiares consanguíneos o adoptivos. Pero lo que dio a este discurso un lugar único fue su énfasis en el carácter de parentesco de los vínculos que los homosexuales habían forjado con sus amigos íntimos y sus parejas. Su demanda de que esos vínculos fueran reconocidos social y legalmente, y el hecho de que desvinculase la crianza de los hijos y la creación de la familia de las relaciones heterosexuales. Por primera vez, los gays y lesbianas reclamaban de un modo sistemático su derecho a tener una familia propia. En los capítulos siguientes, se exploran las circunstancias sociohistóricas y las condiciones materiales que han dado forma a este discurso. Aquí examinaré la transformación ideológica que hizo que las palabras «gay» y «familia» pasaran de ser categorías mutuamente excluyentes a términos cuya combinación describía un forma específica de parentesco.
¿Lo «hetero» es a lo «gay» lo que la familia a la ausencia de familia?
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Durante años, y en una asombrosa variedad de contextos, el declararse lesbiana o gay ha sido considerado como un rechazo a «la familia» y un abandono del parentesco. Simon Watney (1987, p. 103) observa que las descripciones que hacen del sida los medios «nos invitan a imaginar una especie de línea de demarcación absoluta entre la "vida gay" y la "familia", como si los homosexuales crecieran, fueran educados, trabajaran y vivieran sus vidas totalmente aislados del resto de la sociedad». Dos presupuestos que desacreditan esa imagen: la creencia de que los gays y las lesbianas no tienen hijos ni establecen relaciones duraderas y estables, y la creencia de que invariablemente se separan de sus parientes adoptivos o consanguíneos cuando se revela su identidad sexual. Al presentar a la «familia» como un objeto único, esas descripciones suponen también que todas las personas participan de las mismas relaciones de parentesco y se suscriben a una sola definición de la familia, universalmente aceptada.
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Las representaciones que excluyen a las lesbianas y los gays de la «familia» parten de lo que Blance Wiesen Cook (1977, p. 48) ha llamado «la presuposición de que los homosexuales no aman ni trabajan»: la reducción de los gays y lesbianas a su identidad sexual, y la identidad sexual exclusivamente al sexo. En Estados Unidos, el sexo fuera del matrimonio heterosexual introduce un factor de imp~nderabilidad en las relaciones sociales que remite al deseo desenfrenado y los límites del individualismo. Si la relación heterosexual lleva a las personas a una relación duradera a través de la creación de lazos de parentesco, en esas descripciones la condición homosexual aísla a los individuos en lugar de introducirlos en el tejido social. Afirmar que las personas heterosexuales acceden de un modo «natural» a la familia en tanto que los homosexuales están condenadas a un futuro de soledad y aislamiento es no solamente vincular estrechamente el parentesco con la procreación, sino también ver a los gays y las lesbianas como miembros de una especie incapaz de procrear, separada del resto de la humanidad (cfr. Foucault, 1978). Se está a solo un paso de colocarlos en algún lugar más allá de «la familia» -libres de las relaciones de parentesco, responsabilidad y afecto-; de definirlos como una amenaza para la familia y la sociedad. Una persona o grupo debe estar primero fuera y ser distinto para que pueda invadir, amenazar o poner algo en peligro. Mis propias impresiones del trabajo de campo corroboran la observación de Frances Fitzgerald (1986) de que muchos heterosexuales creen no sólo que los homosexuales han adquirido un considerable poder político, sino también que el número de lesbianas y gays se ha incrementado en los últimos años. La retórica inflamada que explota los temores a una «expansión» de la homosexualidad y el sida guarda una perturbadora similitud con las imágenes usadas por las fascistas para describir la sífilis a mediados del siglo xx, cuando los «sanos» se enfrentaron a los «degenerados» y pusieron en la balanza el destino de la humanidad (Hocquenghem, 1978). En Estados Unidos existe una larga tradición de estudiar la «familia» como una institución sitiada o en diferentes estados de disolución, que avala el criterio de que debe ser protegida de la «amenaza homosexual». La propuesta número 6 (la iniciativa Briggs), sometida a votación en California en 1978, sólo fue derrotada después de que
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se organizara una campaña masiva en que tomaron parte una cifra record de gays y lesbianas. El texto de la iniciativa, que hubiera prohibido a los homosexuales dar clases en las escuelas públicas (así como a los profesores heterosexuales que hablaran a favor de la homosexualidad), fue presentado como una defensa de la «familia» (en Hollibaugh, 1979, p. 55): Uno de los intereses más fundamentales del Estado es el establecimiento y la preservación de la unidad familiar. En consonancia con ese interés, el Estado tiene el deber de proteger a su impresionable juventud de las influencias contrarias a sus intereses vitales.
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Otras campañas legislativas antigays adoptaron en sus mítines eslóganes como «Salve a la familia» y «Salve a los niños». En 1983, el Informe de la Mayoría Moral se refería oblicuamente al sida con el titular «Las enfermedades homosexuales amenazan a la familias americanas» (Godwin, 1983). Cuando el Boston Herald se opuso a un proyecto de ley a favor de los derechos de los homosexuales propuesto en la asamblea legislativa de Massachusetts, lo hizo a partir de «la preservación de los valores de la familia» (Allen, 1987). El discurso que opone la homosexualidad a la pertenencia a la familia no está confinado a la arena política. A un médico homosexual se le aconsejó durante su residencia que no alentase a los homosexuales a ser pacientes suyos, no fuera a ser que le llenasen la sala de espera. «Espantan a las familias», le advirtió su supervisor (Lazere, 1986). Las discusiones acerca de las familias con dos carreras y las implicaciones de un sistema de sueldo familiar a menudo vuelven invisibles las obligaciones financieras de los homosexuales que sostienen a otras personas, o que crean un fondo común con su parejas y otros a quienes consideran sus parientes. Del mismo modo en que las mujeres han sido acusadas de quitar empleos a los «hombres con una familia que mantener», algunas lesbianas y gays del Área de la Bahía recuerdan a compañeros de trabajo que los han criticado por competir con las «personas con familia» en la lucha por los escasos empleos. O piénsese en las palabras empleadas por un guardia de la institución norteamericana por excelencia, Disneylandia, al comentar la reclamación legal presentada por dos gays a quienes se les prohibió bailar juntos en una pista de baile al aire libre: «Esto es un parque fa-
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miliar. Aquí no hay lugar para estilos de vida alternativos» (Menden-
hall, 1985). El tratamiento académico rara vez está exento de esta tendencia a colocar a los gays y lesbianas más allá de los límites del parentesco. Incluso cuando los investigadores simpatizan con las inquietudes de los homosexuales, hacen corresponder el parentesco con las relaciones ent;ndidas de un modo genealógico. El estudio de Manuel Castells y Careo Murphy (1982) sobre la «organización espacial de la comunidad gay de San Francisco», por ejemplo, construye su análisis sobre la base de considerar al «territorio gay» y el «terreno de la familia» como.categorías mutuamente excluyentes. Desde las polémicas sobre los nuevos derechos hasta la retórica de los pasillos de las universidades, «reclutamiento» va siempre acompañado de «reproducción» cuando se trata de los homosexuales. Alegando que los gays y las lesbianas seducen a los jóvenes para perpetuar (o expandir) la población homosexual, ya que no pueden tener hijos, los críticos heterosexistas evocan imágenes del fin de la sociedad, inevitable en el momento en que ésta ya no pueda «reproducirse». 1 Desde luego, la contradictoria suposición de que la identidad sexual es algo que se «adquiere» y no que se declara, y de que los padres transfieren la identidad sexual a los hijos, no se sostiene. El poder de este tipo de asociación reside en un juego de palabras que emborrona los múltiples sentidos del término «reproducción». El estatus de la reproducción como una metáfora mixta puede restarle utilidad analítica, pero su propia ambigüedad la hace ideal para la discusión y la indirecta. 2 Al cambiar sin aviso entre el significado de la reproducción como procreación física y su sentido de perpetuación de la sociedad en su conjunto, la caracterización de los homosexuales como seres no reproductivos vincula su supuesto ataque a la «familia» con un ataque a toda la sociedad. Una mujer judía explicaba, refiriéndose a la negativa de sus padres a aceptar su identidad sexual: «Pensaban que yo estaba terminando lo que había empezado Hitler». La plausibilidad de la afirmación de que los homosexuales l. Véanse Godwin (1983) y Hollibaugh (1979). 2. Para un análisis que distingue cuidadosamente entre los diferentes significados de la reproducción y su uso erróneo en la teoría feminista y antropológica, véase Yanagisako y Collier (1987).
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plantean una amenaza a la «familia» (y, junto con ella, a la especie) depende de un concepto de la familia basado en las relaciones heterosexuales, junto a la convicción de que los gays y las lesbianas son incapaces de procrear, criar a sus hijos y establecer lazos de parentesco. Algunos homosexuales del Área de la Bahía han aceptado esta generalizada identificación de su condición sexual con la renuncia al parentesco, especialmente al declarar su homosexualidad por primera vez. «Pensaba en la vida homosexual como una vida muy solitaria y extraña; sin familia -recuerda Rafael Ortiz-. Asumí que ya no tenía familia. Sí: así era.» Después de declararse homosexual, Bob Korkowski comenzó a escribir una serie de poemas en los que el personaje central era un huérfano. Bob dijo que los poemas expresaban su miedo «a tener que abandonar la familia por ser gay». Cuando hablé con Rona Bren, que se había quedado en casa con la gripe, me dijo que cada vez que enfermaba revivía los antiguos miedos. Ese día se había acordado de la sombría predicción de su madre: «Siendo lesbiana, vivirás sola el resto de tu vida. Y ni siquiera un perro debe vivir solo».
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adulto antes de la actual discusión acerca de las familias gays, centrada en la redefinición del parentesco y en la creación de nuevas formas de paternidad. No quería renunciar a la posibilidad de ser parte de una familia. De tener mis propios hijos para que sostuviesen lo que había construido ... Mi madre decía siempre que esperaba el momento de llevar a sus hijos ante el altar del matrimonio. Nunca le pasó por la cabeza que yo no me casaría. Y probablemente a mí tampoco.
Los conceptos mismos de «buen miembro de la familia» y «buen padre de familia» le parecían a Bernie intrínsecamente opuestos a la homosexualidad. Stephen Richter -en la cincuentena cuando lo entrevisté- atribuía el no haber sido padre a que «nunca había tenido relaciones con una mujer». Dado que siempre había visto la paternidad y la procreación en el marco de las relaciones heterosexuales, y a ambas estrechamente vinculadas entre sí, nunca había pensado en los hijos como una opción. Pero la vidas de los gays y lesbianas de más edad no fueron las únicas vidas adultas moldeadas por ideologías que desterraban a los homosexuales de los dominios del parentesco. Al explicar por qué se sentía incómodo en las «reuniones de familia», un joven que no tenía interés en tener hijos comentó: «Cuando las familias se reúnen, ¿de qué hablan? De quién se va a casar o a tener un hijo y de quién no. ¿No es así? Pues bien: yo soy el que no». Algunas de las lesbianas y de los gays que conocí pensaban que la declaración de la homosexualidad suponía automáticamente la renuncia al parentesco. En algunos casos, describían esta identificación como un punto de vista anticuado que contrastaba agudamente con los nuevos conceptos de lo que significa una familia. Los defensores bienintencionados de la homosexualidad a veces consideran que las lesbianas y los gays no son intrínsecamente «antifamilia», pero continúan considerando a la condición heterosexual como el único acceso al parentesco. Charles Silverstein ( 1977), por ejemplo, sostiene que las lesbianas y los gays dan más importancia que los heterosexuales al mantenimiento de los lazos de familia porque no se casan ni tienen hijos. Con lo cual la afirmación de que los homosexuales son capaces de mantener lazos de parentesco duraderos
Mirando tanto hacia delante como hacia atrás en el ciclo vital, las personas que identifican su adopción de la identidad homosexual con la renuncia a la familia lo hacen por una razón doble: el temor a ser rechazados por la familia en que han crecido y la falta de esperanza de casarse y tener hijos. Aunque pocos en número, están también los que consideran la posibilidad de «volverse heterosexuales» o casarse sólo con objeto de «tener una familia». A Vic Kochifos lepareció comprender por qué: Es muchísimo más fácil vivir como hetera que como gay ... Tienes parientes que ya existen: esposa, esposo, niños, una familia extensa. Todo funciona mucho mejor. Y cuando piensas en algo que requiere la presencia de niños, o quieres teneda certeza de que habrá alguien cerca de ti que te quiera cuando tengas ochenta y cinco años, hay muchas cosas que te pasan por la cabeza, sin duda alguna. Tiene que haberlas. Hay un modo gay de vivir todo eso, pero es mucho más difícil, y menos seguro.
Bernie Margollis ha tenido relaciones con hombres desde la adolescencia, pero ha estado casado durante años con una mujer y ha tenido varios hijos. A los sesenta y siete años se lamenta de haberse hecho
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sirve para reforzar la suposición de que no pueden crear «familias propias», presumiblemente porque el autor ve el parentesco como algo indefectiblemente ligado a la unión y procreación heterosexual. En contraste con ello, el discurso de la familia gay va más allá de la oposición políticamente motivada entre «profamilia» o «antifamilia», que coloca a los homosexuales en una posición intrínsecamente antagónica al parentesco únicamente sobre la base de que la suya es una sexualidad no procreativa. «No es la homosexualidad lo que está destruyendo a la familia negra, sino la homofobia», declaró Barbara Smith (1987), una escritora, activista y portavoz homosexual negra, durante la Marcha Gay y Lesbiana sobre Washington en 1987. «Mis hermanos gays negros y mis hermanas lesbianas negras pertenecen a familias negras. Son, a la vez, las familias en que nacimos y las que creamos.» En el apogeo de la liberación gay, los activistas intentaron desarrollar alternativas a la «familia», mientras que en los ochenta muchas lesbianas y gays luchaban por legitimar las familias gays como una forma de parentesco. Cuando Armistead Maupin habló en una reunión en Castro Street* para dar la bienvenida a dos gays que habían sido tomados como rehenes en el Medio Este, y que habían permanecido abrazados hasta su liberación, los felicitó no sólo por haber vuelto sanos y salvos, sino por representar un nuevo tipo de familia. Las familias gays o de elección pueden incorporar amigos, amantes e hijos, en cualesquiera combinaciones. Organizadas a partir de una ideología del amor, la elección y la creatividad, se han definido por oposición a lo que muchos gays y lesbianas del Área de la Bahía llaman familia «hetero», «biológica» o «de sangre». Si las familias elegidas eran las que las lesbianas y homosexuales habían creado por sí mismos, las familias hetero eran aquellas en que habían crecido y se habían convertido en adultos. ¿Qué significa la afirmación de que estos dos tipos de familia se hayan definido por contraste? Lo que ciertamente no significa es que los heterosexuales formen parte de una sola y coherente forma de familia (aunque algunos de los homosexuales que la definen creen que sí). No postulo aquí la existencia de un sistema central y
* Castro Street y Castro District: la calle Castro y el Distrito de Castro. Zonas gays emblemáticas de la ciudad de San Francisco. (N. del T.)
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unificado de parentesco frente al cual los homosexuales definirían su propia práctica y concepto de la familia. En Estados Unidos la raza, la clase, el sexo, el origen étnico o regional y el contexto entran en la composición de las diferencias dentro de la organización familiar, así como en el concepto de familia y en lo que significa llamar pariente a alguien. 3 E'n toda definición relacional, la yuxtaposición de dos términos confiere significado a ambos. 4 Así como la luz no tiene significado sin cierta noción de oscuridad, las familias gays o elegidas no pueden comprenderse sin las familias que los homosexuales llaman «biológica», «de sangre» o «hetero». Como el resto de la sociedad, los homosexuales del Área de la Bahía consideran lo biológico como un «hecho de la naturaleza». Pero cuando aplican los términos «de sangre» y «biológico» al parentesco suelen describir una familia organizada de un modo más sistemático en torno a la procreación, más rígidamente enraizada en la genealogía y más uniforme en el concepto que aquella que conocen los antropólogos. Para muchos gays y lesbianas, la familia consanguínea no representa una entidad natural que proporciona la base de todas las formas de parentesco, sino más bien un principio de procreación que organiza un solo tipo posible de parentesco. En sus descripciones, sitúan a las familias gays en el extremo opuesto al de la determinación, no sujetas a otra limitación que la lógica de «libre» elección que regula su pertenencia. Dado que los gays y las lesbianas asignan lo «biológico» y lo «electivo» a entidades ya opuestas (lo hetero y lo gay, respectivamente), polarizan ambos tipos de familia a lo largo de un eje de identidad sexual. 5 3. Sobre la distinción entre la familia y el hogar, véanse Rapp (1982) y Yanagisako (1979). 4. Sobre la definición relacional y la arbitrariedad del signo, véase Saussure ( 1959). 5. Para Lévi-Strauss ( 1963b, p. 88), las oposiciones más simbólicas se estructuran a partir de un tercer término que hace de mediador. Los elementos aparentemente conflictivos incorporan un eje oculto que hace posible su relación. Aquí la identidad sexual es el término oculto que liga lo <> y lo <>, en tanto que las oposiciones en la parte inferior de la tabla están mediadas por el parentesco. Esta especie de relación triádica otorga dinamismo a la relación y facilita las transformaciones ideológicas al tiempo que asegura una relación regulada o estructurada entre lo viejo y lo nuevo. Mi análisis en conjunto parte del estructuralismo de Lévy-Strauss, situa estas relaciones históricamente, descarta toda presuposición de que constituyan un sistema y evita el aislamiento arbitrario de las categoóas por el que se criticó justamente el estructuralismo en el pasado (véanse Culler, 1975; Fowler, 1981; Jenkins, 1979). Las oposiciones simbólicas estudiadas en este capítulo incorporan categoóas autóctonas
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Las familias que elegimos
De arriba hacia abajo, la tabla representa el período histórico que dio comienzo al discurso gay sobre el parentesco. Lo «hetero» pasa de ser una categoría que designa un solo tipo de parentesco, a estar vinculado a una forma específica de familia simbolizada por lo biológico o la sangre. Las lesbianas y los gays, relegados en el origen al estatus de personas sin familia, reivindicaron luego una forma particular'de familia que definieron como elegida o creada. En tanto las representaciones culturales dominantes habían postulado que hetero era a gay lo que la familia era a la ausencia de familia (líneas 1 y 2), en un momento dado de la historia los homosexuales comenzaron a sostener que lo hetero era a lo gay lo que las familias consanguíneas eran a las familias que elegimos (líneas 1 y 3). ¿Qué proporcionó el impulso para este cambio ideológico? Los cambios en la relación de las lesbianas y los gays con el parentesco son inseparables de los cambios sociohistóricos: las transformaciones en el contexto en el que se produce la revelación de la identidad homosexual, las tentativas de constituir una «comunidad» gay urbana, los supuestos culturales en torno a las relaciones de parejas del «mismo sexo», así como el boom de la natalidad lesbiana asociado a la inseminación artificial (o alternativa). En capítulos posteriores exploraremos el significado de cada uno de estos cambios en el surgimiento del discurso de la familia gay. Si la afirmación de Pierre Bourdieu ( 1977) es correcta, y el parentesco es algo que las personas usan tanto para actuar como para pensar, entonces los cambios producidos en él deben haber tenido lugar no sólo en la «gran pantalla» de la historia, sino también en la escena más modesta de la vida diaria, donde los individuos han abrazado activamente concepciones ideológicas nuevas y cuestionado las representaciones que los excluían del parentesco.
La siguiente tabla describe la transformación ideológica que se produjo cuando los homosexuales comenzaron a inscribirse en el dominio del parentesco.
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(= familias gays)
Lo que tabla representa no es una serie de sustituciones estáticas, sino un cambio acaecido por razones históricas. 6 Moverse hacia abajo o diagonalmente en ella es moverse en el tiempo. Si se va de izquierda a derecha el tiempo aparece como proceso, dividido a partir de la experiencia de la revelación de la identidad sexual. En el primer par de opuestos, la revelación define la transición de la identidad hetero a la homosexual. Para quienes tienen un concepto exclusivamente biogenético del parentesco, el declararse homosexuales puede significar la renuncia al parentesco, pasar de tener una «familia», a estar «sin familia», tal como se muestra en el segundo par de opuestos. En la tercera línea, los individuos que aceptaron la posibilidad de crear una familia gay tras revelar su homosexualidad pudieron experimentar el proceso de ir de la familia biológica o de sangre, en la que habían crecido, a la elección de sus propias familias.
en toda su especificidad (por ejemplo hetero versus gay). Aparece expuesta aquí la crónica de una transformación ideológica fiel a la historia, al proceso y a las opiniones de los gays y lesbianas que identificaron por sí mismos las oposiciones incluidas en la tabla. En cuanto al despliegue de esas categorías en la vida diaria, continúese leyendo. 6. Obsérvese cómo los contrastes en la tabla trazan una relación de diferencia (hetero/gay) primero como negación lógica (familia/ no familia, o A/NA) y luego como otra relación de diferencia (familia biológica [de sangre]/ familia de elección [creada]), o A:B). Sobre el poder generativo de las dicotomías que se constituyen como A/B en lugar de A/NA, véase N. Jay (1981, p. 44 ).
Adornen los salones Los días festivos, las reuniones familiares y otras celebraciones culturales definidas como ocasiones familiares son el caldo de cultivo en que las personas del Área de la Bahía elaboran cada día su discurso sobre el parentesco. Asistir a ellas significa echar un vistazo al pro~.
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ceso histórico que da vida las contradicciones ideológicas. En la época en que el Hanukkah, las Navidades, el Año Nuevo y el solsticio de invierno coinciden, abundan las oportunidades de observar oposiciones de doble sentido como las que se producen entre las familias heterosexuales y las gays. Los significados y las transformaciones se convierten en algo mucho menos abstracto cuando las personas los aplican y reinterpretan en el curso de sus discusiones y actividades concretas. Su poder emocional se vuelve de pronto obvio e insoslayable, revelándose claramente central en relaciones ideológicas que fueron vistas en el pasado de un modo demasiado conceptual. En San Francisco, las organizaciones de la comunidad gay han habilitado líneas telefónicas directas especiales durante los días festivos para ayudar a los gays y lesbianas a lidiar con la soledad y la depresión. En esa época del año, tales sentimientos son comunes en la población en general, debido a la agotadora y trabajosa preparación de los días festivos y a la presión de las normativas culturales, que exigen reunirse con los familiares en un ambiente tranquilo de felicidad y armonía. Pero muchos homosexuales consideran que la «depresión de los días festivos» es un problema mucho más agudo para ellos que para los heterosexuales, porque la revelación de su identidad a menudo deteriora las relaciones con sus familiares hetera. La mayoría de los gays inmigrantes del Área de la Bahía se asegura de que la decisión sobre el lugar donde pasar los días festivos constituye una declaración espacial con respecto a los lazos familiares y la lealtad familiar. Como lo expresó Terri Burnett, que creció en la Costa Este:
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La mayoría se muda aquí para que no puedan encontrarlos. Y luego salen y están por todas partes, pero nunca regresan a casa. Ésa es una de las razones por las cuales se ve a tanta gente deprimida en el Día de Acción de Gracias y en las Navidades. Porque no pueden ser ellos mismos. Tienen que volver a casa y fingir que son como los demás. Es una existencia esquizofrénica. Y hay mucha gente aquí en San Francisco que vive en una mentira total. Y se supone que esto es el cielo de la liberación. 1
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Para aquellos cuya identidad sexual era conocida por sus familiares biológicos o adoptivos, el conflicto por el reconocimiento y la legitimación de sus relaciones de pareja nunca era tan evidente como en
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los días festivos. Cuando Chris Davidson pensó en volver al hogar de su infancia en el Área de la Bahía a pasar las vacaciones, le preocupaba volver a verse atrapada en el «viejo tira y afloja» entre pasar el tiempo con sus padres o pasarlo con sus amigas íntimas lesbianas. Ese año escribió con antelación una carta a sus padres pidiéndoles que afrontaran su «posesividad» y reconocieran la importancia de esas otras r6laciones en su vida. Otra mujer consideró la decisión de sus padres de permitirle traer a su amante a casa para celebrar el Año Nuevo junto con la «familia» como signo de una creciente aceptación. Algunas personas deciden celebrar los días festivos con sus familias de elección, invitando ocasionalmente a familiares de sangre o adoptivos a que se unan a la celebración. Un hombre se mostró orgulloso de haber «creado nuestro entorno, nuestro entorno íntimo. Tengo una extensa familia [gay]. Tengo un montón de amigos con quienes comparto las Navidades, el Día de Acción de Gracias, los cumpleaños. Exactamente como lo haría cualquier otra familia grande». Durante el trabajo de campo, celebré la Nochebuena con mi pareja y otras seis lesbianas. Las dos mujeres que nos invitaron nos conocían a todas, pero ni yo ni mi pareja conocíamos a las demás. A principios de año, mi pareja y yo habíamos comenzado a desarrollar una relación familiar multilineal con nuestras huéspedes, Marta Rosales y Toni Williams. Esa noche nos habíamos reunido las ocho para combinar la celebración con el apoyo en un momento particularmente difícil del año, objetivo que cada mujer veía de un modo diferente en razón de su situación con respecto al parentesco. Todas éramos conscientes de cómo se suponía que debía transcurrir el día festivo: la «gran familia» se reuniría en algún lugar y pondría momentáneamente a un lado las preocupaciones de cada día en favor de la comida, los recuerdos, el disfrute, el intercambio de regalos y la cháchara familiar. También nos dábamos perfectamente cuenta de que esas reuniones contribuían a definir la pertenencia a la familia, del mismo modo que la exclusión voluntaria en los días festivos podía destruir los lazos familiares. Que tuviéramos procedencias y orientaciones políticas diferentes no impidió que nos planteásemos cuestiones similares con respecto a los días festivos. Si tus padres y hermanos te rechazan porque eres homosexual, ¿celebrar los días festivos con una familia gay ofre-
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Un sentimiento de experiencia común se extendió entonces por la habitación con el breve silencio, acercando al grupo de relativas desconocidas. Después de poner la comida en el horno, Toni y Marta se nos unieron y añadieron sus propias anécdotas sobre la frustración en anteriores Navidades, cuando iban de un lado a otro para visitar a sus familiares del sur del estado. La mayoría de los familiares de Marta sabían que eran pareja y a menudo las invitaban a visitarlos, pero los familiares de Toni le habían prohibido entrar en la casa años antes, cuando se enteraron del carácter homosexual de su relación. Marta se sentía orgullosa de su pareja por haberse «enfrentado» a sus padres de una vez por todas: -Dijo: «No voy a casa, porque Marta y yo queremos pasar las Navidades juntas. El día que podáis recibirla en casa para las Navidades, iré». -¿No siguen extrañando estar con ellos? -preguntó Toni dirigiéndose al grupo-. ¿Con sus padres y todos los demás? -Sin duda -dijo una mujer que salía con su familia biológica y a la que pasar el tiempo con ellos le resultaba relativamente cómodo. -Como loca -replicó enseguida otra que estaba sentada en una esquina, cerca de la chimenea. -Olvídenlo y comamos -dijo otra-. ¡Y luego abramos los re-
ce una alternativa similar, de segundo orden o mejor? ¿Qué extrañas cuando celebras las fiestas con una familia gay? ¿Hay algo que extrañar? ¿Es buena idea llevar a nuestra pareja a casa de los familiares biológicos o adoptivos los días de fiesta? Si tienes una pareja y tienen la suerte de que los padres heteros de ambos los acepten, ¿con qué familia pasarías el día festivo? ¿Qué grado de aceptación deben mostrar para que los invites a pasar el día festivo en tu casa? Era la primera Navidad que Marta y Toni pasaban «solas juntas», frase que repetían sin cesar, como si no acabaran de creérselo. Otros años habían viajado al sur de California, donde ambas tenían parientes consanguíneos. Planeaban pasar una tranquila mañana de Navidad en su apartamento, pero querían compartir el sentimiento mezcla de entusiasmo y pérdida de la noche anterior con un grupo de amigas íntimas. Como contrapunto a los sentimientos de Toni y Marta, una de sus invitadas se fue a~tes de la comida para tomar el avión a Nueva York, donde vivían sus padres. Aunque sólo podría estar una noche, ya que tenía compromisos laborales, quería pasar el día festivo con su familia. Su partida desencadenó un apasionado debate acerca de por qué lo había hecho. -Su madre está loca, absolutamente loca -dijo una de las mujeres, que la conocía-. No lo va a pasar bien allí. No entiendo por qué se ha ido. Otra se quejó de que los padres esperaban que sus hijos gays hicieran el viaje. Seguían tratándolos como solteros, tuvieran una pareja o no. -Si fueran comprensivos les pedirían que trajesen a su pareja -comentó alguien. -Sí, pero de todos modos hay que ir allí. Es difícil lograr que sean ellos los que vengan. Una tras otra, las mujeres hablaron de cómo habían «ido a casa» con grandes esperanzas (de amor, de comprensión, de tener una «buena relación» con sus familiares), y cómo se les habían hecho pedazos en las primeras horas. Alguien preguntó retóricamente por qué seguíamos intentándolo, por qué seguíamos regresando. Otra mujer intervino y trajo a colación la tendencia a seguir llamando «hogar» al lugar donde uno ha crecido. -En lo que a mí respecta -dijo-, mi hogar es éste.
galos! Mientras el grupo se dirigía a la habitación situada en el fondo del apartamento, donde había sido preparada una mesa grande, la conversación giró hacia el olor a cinamomo y a pavo que venía de la cocina. Momentos después, estábamos sentadas, y teníamos los vasos alzados para brindar. -Por nosotras, que estamos aquí juntas. Y el estribillo: -Juntas. Cuando en las celebraciones se reúne a los familiares elegidos con los biológicos o adoptivos, en ocasiones devienen un puente hacia una mayor integración de las familias heteros y gays. No obstante, aquellos que se sienten rechazados por su condición sexual pueden ver los días festivos como acontecimientos que les obligan a aliarse con una u otra de estas categorías opuestas. Existía el criterio generalizado de que, como dijo Diane Kuning, «las personas [gays] tenían
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que afrontar decisiones realmente terribles, que otras personas no tenían que afrontar». Debido a que los días festivos traían a primer plano el nivel más inclusivo de la oposición entre los dos tipos de familia, rara vez suscitaban el sentido positivo de elección y creatividad asociado con las familias gays. En lugar de ello, las personas seguían afrontando el desagradable dilema de una elección excluyente, cuando hubiesen preferido unir ambas opciones.
ciedades angloeuropeas ha subordinado la comprensiów,del modo en que una cultura específica crea los lazos sociales al proyecÍQ,:d~Ja comparación intercultural. Pero supongamos por un instante qtiá•l4 8-angr'e no es más espesa que el agua. Para desbiologizar el modelo, genealógico es necesario dejar de postular la procreación como la base, el terreno o el eje del parentesco. Los antropólogos no son los únicos dentro de las sociedades occidentales que han sometido el modelo genealógico -implícita o explícitamente- a un nuevo escrutinio. Al reelaborar los materiales simbólicos familiares en el contexto de las relaciones no procreativas, las lesbianas y gays en Estados Unidos han formulado una crítica del parentesco que cuestiona los supuestos sobre de la incidencia de la biología, la genética y la unión heterosexual en el significado de la familia. Y lo han hecho dentro de su propia cultura. A diferencia de Schneider, no se han propuesto deconstruir el parentesco como un dominio privilegiado, o discrepar de las representaciones culturales que presentan lo biológico como un «hecho» material independiente del significado social. Lo que la ideología del parentesco gay desafía no es el concepto de procreación que informa el parentesco en Estados Unidos, sino la creencia de que únicamente la procreación instituye el parentesco, y que los lazos «no biológicos» deben ser legitimados según un modelo biológico (como el de la adopción), o bien debe abandonarse toda aspiración al estatus de parentesco. La noción de lo biológico como un sustrato indeleble está tan arraigada en Estados Unidos, que a las personas les resulta difícil dar un paso antropológico hacia atrás para examinar lo biológico como símbolo y no como sustancia. Para muchos, en la sociedad norteamericana, lo biológico es el rasgo determinante del parentesco: creen que los vínculos de sangre convierten a las personas en parientes, desplieguen o no el amor y la duradera solidaridad que se supone que caracterizan a las relaciones familiares. Y la procreación física, a su vez, produce vínculos biológicos. Colectivamente, los atributos biogenéticos están destinados a delimitar el parentesco en cuanto dominio cultural, ofreciendo un patrón para determinar quién es o no es un pariente «verdadero». Al igual que sus contrapartidas heterosexuales, los gays y las lesbianas también naturalizan lo biológico de este manera. Pero no todas las culturas dan a lo biológico esta importancia en la descripción y evaluación de las relaciones. Leer lo biológico como
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Desde la época de Lewis Henry Morgan, la mayoría de los estudios académicos sobre las relaciones familiares han entronizado la procreación humana como el referente último del parentesco. De acuerdo con el saber antropológico tradicional, las relaciones de sangre (consanguinidad) y de matrimonio (afinidad) de cualquier cultura pueden trazarse según un modelo genealógico universal. Generaciones enteras de investigadores de campo se dieron a la tarea de desarrollar tablas de parentesco para multitudes de «egos», conectando a los sujetos a una red social externa compuesta por una serie de otros, en representación del agente (el genitor o la genitora) y el producto (el hijo) de la procreación física. En general, los estudiosos se dedicaron a investigar los diferentes modos en que las culturas componían y subdividían el esquema, y consideraron el vínculo consanguíneo como la base material subyacente al conjunto de variaciones multiculturales en la organización del parentesco. Más recientemente, sin embargo, los antropólogos han comenzado a reevaluar el estatus del parentesco como concepto analítico y como tema de investigación. ¿Qué pasaría si los investigadores cesasen de privilegiar la genealogía como un constructo sacrosanto u objetivo y considerasen, por el contrario, los lazos biogenéticos como el modo occidental de ordenar y dar significado a las relaciones sociales? Tras practicar durante mucho tiempo este tipo de catalogación, David Schneider (1972, 1984) concluyó que existían serias dudas acerca de si las culturas no occidentales reconocían el parentesco como un constructo o dominio único. El uso excesivo y no meditado del simbolismo biogenético para jerarquizar las relaciones en las so-
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símbolo es instituirlo como un constructo cultural y como una categoría lingüística más que como un «hecho de la naturaleza», evidente en sí mismo. Lo que está en juego aquí es el valor cultural otorgado a los lazos originados en la procreación, y el significado que el vínculo biológico confiere a las relaciones en un contexto dado. En este sentido, el vínculo biológico es tan simbólico como el que se elige o se crea. No es en sí mismo, desde el punto de vista cultural, más «real» o válido que el otro. En Estados Unidos, arguye Schneider (1968), el «intercambio sexual» es el símbolo que une en las relaciones de matrimonio y de sangre, proporcionando los rasgos distintivos mediante los cuales se definen y diferencian las relaciones de parentesco. Lo que une la madre a la hija, el hermano a la hermana, etc., categorizándolos como genitor o genitora, hijo o hija, o miembro de un grupo de hermanos, es una relación mediada por la procreación. Para una lesbiana o un gay se hace enseguida evidente que de lo que se trata aquí en realidad es de la unión heterosexual de dos personas de sexo diferente. Y aunque no todas las relaciones sexuales entre heterosexuales concluyen con el nacimiento de un hijo, el aislar y convertir el intercambio heterosexual en un símbolo central orienta los estudios sobre el parentesco hacia una lectura dominante de la sexualidad desde el punto de vista procreativo. En una sociedad como Estados Unidos, el reclamo de Sylvia Yanagisako y Jane Collier (1987) de analizar el género y el parentesco como constructos que se presuponen mutuamente debe extenderse al análisis de la identidad sexual. La noción misma de una familia gay dice que las personas que asumen una identidad sexual no procreativa y buscan relaciones no procreativas pueden establecer sus propios lazos familiares sin recurrir al matrimonio, la maternidad o la crianza de los hijos. 7 Al definir
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7. Véase Foucault (1978) sobre la práctica de agrupar la homosexualidad junto con otros actos sexuales no procreativos, cambio histórico que suplantó la antigua clasificación de la homosexualidad junto al adulterio y las ofensas contra el matrimonio. Según Foucault, hasta fines del siglo xvndos actos <> y no como algo de un tipo diferente. Más adelante se colocó a lo <> aparte, en el dominio emergente de la sexualidad, diferenciándose del adulterio o la violación. Véase también Friedman (1982, p. 210): <>.
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estas familias elegidas por oposición a los lazos biológicos encargados de la constitución de la familia hetero, las lesbianas y los gays comenzaron a reformular el significado y la práctica del parentesco en el interior de las mismas sociedades que habían creado el concepto. La suya no fue una propuesta para clasificar las familias gays dentro de las variaciones del «parentesco norteamericano», sino un ataque más globáÍ al privilegio otorgado al modo biogenético de determinar qué relaciones eran de parentesco. Es importante hacer notar que algunos gays y lesbianas del Area de la Bahía consideraban los vínculos de sangre como la única forma auténtica y legítima de parentesco. Con frecuencia quienes discutían la validez de las familias que elegimos poseían una noción del parentesco limitada a su propio origen racial o étnico. «Tenemos una sola familia, la familia biológica», insistía Paul Jaramillo, un mexicanonorteamericano que no creía que su pareja o sus amigos fueran familiares suyos. Son muy buenos amigos y los quiero, pero no los llamaría mi familia. La familia para mí es la sangre ... Pienso que la cultura caucásica occidental está mucho más fraccionada, y que ellos pueden ver a sus amigos y sus vecinos como su familia. Pero, al menos de donde yo procedo, no es así.
Dado que muchos de los que se expresaban de este modo percibían claramente la yuxtaposición entre la familia de sangre y la familia elegida, solían cuestionar directamente la ideología de la familia gay. Como explicaba Lourdes Alcántara: Conozco muchas lesbianas que piensan que eligen a su familia. Yo no lo creo. Porque, como mujer latina, tengo vínculos con mi familia que son irreemplazables. No puedo sustituirlos. Así que mi familia es mi familia y mis amigos son mis amigos. Puede que mis amigos sean más importantes que mi familia, pero eso no significa que sean mi familia ... Porque, sea como fuere, son sólo mis amigos (no llevan mi sangre). No tienen la misma relación conmigo. No han pasado por lo que yo he pasado. Por ejemplo, yo he pasado hambre junto con mi familia un montón de veces. Saben lo es. Si hablo con mis amigos, me entenderán, pero nunca podrán sentir lo mismo.
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historial de atribuciones racistas de «debilitamiento» de los lazos familiares a ciertos grupos (por ejemplo, los negros) o a cualquier cosa que pareciera amenazar la herencia de «fuertes» lazos de parentesco atribuidos a veces a otra categoría de personas (por ejemplo, los latinos o los judíos). La descripción de la homosexualidad como una amenaza a la identidad racial o étnica se basaba siempre en la ubicación culfural de los homosexuales fuera de las relaciones familiares. El grado en que los individuos construyen su identidad racial a través de su noción de la familia sigue siendo un aspecto relativamente inexplorado de por qué algunos heterosexuales de color rechazan la identidad homosexual como un signo de asimilación; como algo «blanco». No todos los homosexuales de color o blancos con una identidad étnica desarrollada se oponen al concepto de familia elegida. Muchos afronorteamericanos, por ejemplo, creen que las comunidades negras nunca se han basado en una interpretación exclusivamente biogenética del parentesco. «Los negros nunca les han dicho a sus hijos: "A menos que tengas una madre, un padre, una hermana, un hermano, no tendrás familia"». (Height, 1989, p. 137).9 El discurso y la ideología no han sido en absoluto determinados de modo uniforme por las identidades, las experiencias y los cambios históricos. Los distintos puntos de vista acerca de la relación entre los lazos familiares y la raza o el origen étnico indican una situación de flujo ideológico, en la cual las interpretaciones procreativa y no procreativa compiten entre sí por el privilegio de definir el parentesco. Cuando Estados Unidos entraba en el década final del siglo xx, homosexuales pertenecientes a un amplio espectro de identidades étnicas y raciales aceptaban la legitimidad de las familias gays.
Lo que Lourdes describía tan emotivamente era el sentimiento duradero de solidaridad surgido de la experiencia compartida y simbolizado por el vínculo consanguíneo. Pero quienes sostenían que una historia compartida era prueba fehaciente de una solidaridad duradera y que podía proporcionar la base para crear vínculos familiares elegidos o no biológicos seguían la misma línea de razonamiento (aunque sin el significante biológico). En un ensayo acerca de la revelación de la identidad homosexual ante los familiares, Betty Berzon (1979, p. 89) afirmaba que «desde la antigüedad se ha asociado la homosexualidad con el rechazo a la familia». Muchas personas del Área de la Bahía veían la familia como el principal mediador de la raza o el origen étnico, apoyándose en teorías populares de la transmisión cultural según las cuales los padres pasaban las «tradiciones» y la identidad (del mismo modo que los genes) a sus hijos. 8 Si tener una familia era parte de lo que significaba ser chicano o cherokee, o japonés-norteamericano, entonces la revelación de la identidad homosexual podía fácilmente interpretarse como la pérdida o traición de esa herencia cultural si el sujeto concebía el parentesco en términos genéticos (cfr. Clunis y Green, 1988, p. 105; Tremble et al., 1989). Kenny Nash temió al principio que la revelación de su identidad homosexual lo aislara del resto de los afronorteamericanos: Porque tengo mucha relación con la comunidad negra, incluso en la política ... pero, por desgracia, la política sexual no está muy bien en algunas zonas del movimiento negro, del mismo modo que existe una continua polémica acerca q~l feminismo y las mujeres negras en el movimiento feminista. Pienso que es un vestigio de [conceptos] sobre los homosexuales, tanto gays como lesbianas. Porque hay algunas personas que piensan que [ser gay] es la antítesis de construir instituciones familiares fuertes, y que es eso lo que necesitamos: modelos de roles para las personas, criar niños y todas esas cosas.
De lo biológico a la elección Al reconocer las categorías que forman la ideología del parentesco gay, los heterosexuales mencionan a veces la adopción como una es-
Las condenas a la homosexualidad describen la raza o el origen étnico y la identidad homosexual como antagónico's, en respuesta a un
9. Véanse también Joseph y Lewis (1981, p. 76), Kennedy (1980), McAdoo (1988) y Stack (1974). Para una refutación y contextualización histórica de las acusaciones de que los afronorteamericanos han desarrollados familias <> o que no poseen familias, véase Gresham (1989).
8. Véase Di Leonardo (1984 ), quien critica el modelo de la transmisión por su falta de atención al contexto socioeconómico más amplio que conforma el modo en que las personas interpretan la relación del parentesco con el origen étnico.
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pecie de caso límite que ocupa un territorio fronterizo entre la biología y la elección. En Estados Unidos, la adopción de un niño es hasta cierto punto algo electivo, aunque los hijos biológicos también pueden planificarse y elegirse, dado que hay una amplia disponibilidad de medios para el control de la natalidad. Pero en nuestra sociedad la adopción «sólo es comprensible como un medio para crear la ficción social de un auténtico vínculo de parentesco. Sin el parentesco biológico como modelo, la adopción carecería de sentido» (Schneider, 1984, p. 55). La adopción no vuelve la atribución biológica de la descendencia culturalmente irrelevante (obsérvese como muchos niños adoptados deciden, después, buscar a sus padres «verdaderos»), y las relaciones adoptivas -al contrario que las familias gays- no suponen un desafío fundamental, ni para la interpretación procreativa, ni para la imagen estandarizada de la familia constituida a partir de un núcleo formado por los padres y el hijo. Describir la familia biológica y la de elección en términos de sexualidades contrarias (hetera y gay, respectivamente) coloca a ambos tipos de familias en una relación de oposición, pero dentro de esa relación existe ya un determinismo que diferencia implícitamente lo biológico de lo electivo y la sangre de la creación. Cargada con las nociones antagónicas de la libre elección y de la fijeza atribuida a menudo a lo biológico en nuestra cultura, la oposición entre la familia hetera y la gay repite viejas dicotomías, como naturaleza versus aprendizaje y realidad versus ideal. En la frase «las familias que elegimos», la apropiación representada por el «elegimos» subraya el papel de cada persona en la creación de las familias gay, del mismo modo que la ausencia de apropiación en el término «familia biológica» refuerza el sentido de la consanguinidad como un factor inmutable sobre el que la individualidad ejerce poco control. Asimismo, el sujeto colectivo de las familias que elegimos invoca una identidad colectiva (¿quién es ese «nosotros» sino los gays y las lesbianas?). Para poder identificar el «nosotros» asociado al «yo» del hablante, el que escucha deber reconocer primero la correspondencia de la oposición sangre/elección con la relación entre lo hetera y lo gay. ·Resulta significativo que las familias elegidas no se hayan constituido directamente sobre la creencia de que la identidad gay o lesbiana está sujeta por elección. Entre los homosexuales mismos, las opiniones sobre si los individuos eligen o heredan su identidad sexual
difieren. En el período posterior al movimiento gay, la tendencia ha sido alejarse de la obsesión de las primeras décadas por la cuestión etiológica de cuál era la «causa» de la homosexualidad. Al darse cuenta de que nadie somete a la heterosexualidad al mismo escrutinio, muchos dejaron de hacerse la pregunta. Algunas feministas lesbianas presentaron si lesbianismo como una decisión política que hablaba de compartir lo mejor de sí mismas con otras mujeres y negarse a participar en las relaciones patriarcales. Sin embargo, en las conversaciones cotidianas la mayoría de los hombres y las mujeres describían su sexualidad como algo innato o como una predisposición que se desarrolla en edades muy tempranas. Actuar o no según un impulso ya presente se volvía entonces un asunto estrictamente personal. «La disyuntiva no radicaba para mí en estar con un hombre o ser lesbiana -explicaba Richi Kaplan-, sino en estar con una mujer o ser asexual.» En contraste con ello, los padres que desaprobaban la homosexualidad expresaban su actitud crítica tratando la identidad sexual como algo electivo, sobre todo porque en Estados Unidos se acostumbra a responsabilizar a las personas de las consecuencias negativas que se deriven de su «libre elección». Un hombre describía consternado la reacción de su padre cuando le confesó su condición sexual. «Le dije: "Soy gay", y me contestó: "Ah, bueno. Supongo que has tomado una decisión"». Según otro: «Mi padre me dijo: "Bueno, tendrás que vivir de acuerdo con la decisión que has tomado. Es una responsabilidad tuya". ¿De qué tenía que ser responsable? Eso era lo que soy». Cuando Andy Wentworth le reveló a su hermana que era gay: Ella me preguntó cómo había decidido serlo ignorando los riesgos para la salud ... implicando con ello que era algo consciente, una elección del tipo: «Üh, tengo ganas de ir al cine hoy». Y yo le dije: «Nadie en su sano juicio pasaría por el infierno de ser gay sólo para satisfacer un capricho». Y le expliqué que había sido como ir madurando; como ir conociendo esa parte de ti mismo de la que no puedes hablar a nadie y que, si la conociera alguien de tu familia, se disgustaría y mortificaría.
Otro hombre insistía en que no podría olvidar nunca el período subsiguiente a su salida del armario, cuando comprendió que se sentía bien
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por sí solo por qué debe considerarse la elección como el principio organizador de las familias gays. Únicamente la historia, las condiciones materiales y el contexto pueden dar cuenta del contenido específico del concepto de parentesco gay, de su surgimiento en una determinada época y lugar, y de los diversos modos en que las personas lo han pu~sto en práctica en su vida diaria. En sí mismas, las familias gays constituyen sólo un segmento en la secuencia de transformación histórica que traza el contraste entre la familia hetera y la gay, centrada primero en la polaridad «familia 1 no familia» y luego en la oposición «familia biológica 1 familia de elección». Han pasado los días en que ser lesbiana o gay parecía requerir la renuncia al parentesco. El trabajo simbólico preparatorio de la familia gay, realizado en una época en que la revelación de la identidad sexual ante los familiares experimentó una suerte de institucionalización, hizo posible reivindicar una identidad sexual no vinculada a la procreación, encarar la posibilidad de un rechazo por parte de los familiares de sangre o adoptivos y pensar en el establecimiento de una familia propia.
consigo mismo y que no iba camino de convertirse en «el tipo de persona que se dice que los homosexuales son». -¿Qué clase de persona es ésa? -pregunté. -Bueno, ya sabes. Gente perversa y maligna que ha decidido ser malvada y maligna. En lugar de reclamar una identidad gay electiva como su antecedente, el concepto de «familias que elegimos» aporta la importante diferencia de ser el producto de la elección y de lo biológico entendidos como términos definitorios de las relaciones. Si bien muchos gays y lesbianas interpretaban los lazos consanguíneos como una forma de interconexión social organizada a través de la procreación, solían asociar la elección y la creatividad con una ausencia total de directrices en el ordenamiento de las relaciones en las familias gays. Aunque los heterosexuales del Área de la Bahía tenían también la sensación de estar creando algo cuando establecían sus propias familias, esa creatividad estaba a menudo firmemente ligada a la maternidad y la crianza de los hijos; al «pro» de la pro-creación. En ausencia del referente de la procreación, el criterio personal regulaba quién debía ser considerado pariente. Para aquellos que las habían creado, las familias evocaban visiones utópicas de autodeterminación en medio de una ausencia de restricciones sociales. Desde luego, la contextualización de la elección y la creatividad dentro de la relación simbólica que las opone a la sangre y lo biológico confiere por sí misma un alto grado de estructuración al concepto de la familia gay. La elaboración del concepto de parentesco gay por oposición al simbolismo biogenético de la familia hetera ilustra el tipo de relación estructurada que Roman Jacobson (1962) ha llamado «lo inesperado surgiendo de lo esperado, impensables el uno sin la otra». Sin duda, las lesbianas y los gays, con su variado espectro de procedencias y experiencias, no siempre se refieren a lo mismo o proponen la misma crítica cultural cuando hablan de las familias consanguíneas y las electivas. Los contrastes ideológicos utilizados y reconocidos por todos no necesariamente poseen para todos el mismo significado. 10 Ni puede tampoco el análisis de la ideología explicar
la ideología refleja mecánicamente la esfera, más fundamental, de las condiciones materiales, véanse Jameson (1981), Lichtman (1975) y R. Williams (1977). Para tener diferentes enfoques en el examen de la influencia del contexto, la forma concreta y las relaciones de poder en la formulación e interpretación de las categorías culturales, véanse Rosaldo (1989), Volosinov (1973) y Yanagisako (1978, 1985).
10. Abercrombie et al. (1980) expusieron muchas de las objeciones que se puede hacer al concepto de «cultura>> como un cuerpo común de valores y conocimiento determinado por la relaciones sociales. Para una formulación teórica del supuesto de que
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Lanzaba sus anatemas de un modo tranquilo y seguro. No se dejaba arrastrar por la emoción ni
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trataba de arrastrar a su público: a los norteamericanos no les gusta oír despliegues de pasión que no comparten.
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JosÉ MARTí, describiendo a Wendell Phillips
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El joven explicaba con nerviosismo que estaba a punto de salir para visitar a su familia y que había decidido decirles que era gay. «Necesito vuestras plegarias y vuestro apoyo», dijo, mirando en círculo a los reunidos antes de volver a su asiento. El contexto de sus palabras era un servicio en la Iglesia Comunitaria Metropolitana del distrito de Castro de San Francisco. En los ochenta, el Área de la Bahía acogió a una serie de organizaciones religiosas dirigidas principalmente por lesbianas y gays, incluyendo el Instituto de Ministerios Cristianos (ICM) la sinagoga Sha'ar Zahav y la representación local del grupo católico Dignidad, así como reuniones de gays budistas y paganos y reuniones espirituales de la New Age. Cuando el primer orador terminó de hablar, un hombre agradeció el amor y la comprensión mostrados por sus padres al revelarles dos años antes su condición homosexual. «Quiero compartir con ustedes la alegría de que ellos estén aquí hoy con nosotros», añadió, volviéndose hacia la mujer y el hombre de mediana edad sentados a su lado. Un «Amén» a coro llenó la sala. Excepto el del sida, ninguno de los temas de que traté en mi trabajo de campo generó una respuesta emocional comparable a la revelación de la homosexualidad ante los familiares de sangre o adoptivos. Cuando la discusión derivaba hacia el tema de la familia hetero no era raro que la entrevista quedase interrumpida por las lágrimas, la rabia o un largo silencio. «¿Se lo has dicho a tus padres?» y «¿Se lo
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has dicho a tu familia?» eran preguntas que surgían inevitablemente al conocer a una nueva lesbiana o un nuevo gay. Declararse homosexual en presencia de los padres o hermanos suponía con frecuencia un forcejeo ansioso por hacer encajar el discurso de la identidad sexual (si no del sexo) en el dominio cultural de la «familia». Declararse homosexual ante un familiar biológico ponía a prueba el amor incondicional y la solidaridad duradera comúnmente atribuidos en Estados Unidos a los vínculos familiares. En las historias sobre la salida del armario ante un familiar, la «aceptación» se correspondía con una confirmación explícita del amor y el parentesco. El «rechazo», en cambio, podía conllevar la ruptura de lazos de familia hasta entonces considerados inalienables. En este sentido, la revelación ante un familiar biológico produce un discurso destinado a revelar la «verdad» no solamente acerca de la persona, sino acerca de sus relaciones de parentesco. Al final de lo que muchas lesbianas y gays imaginan como un largo viaje hacia el autodescubrimiento, al decirte «quién soy (en realidad)», descubro quién eres (en realidad) para mí.
La revelación de la identidad sexual Cuando la policía asaltó el Stonewall Inn de Nueva York en 1969, el bar se convirtió en el lugar de nacimiento simbólico del movimiento gay, después de haberse «defendido» sus dueños por medio de la 1 fuerza física. Sólo tras el despertar del movimiento gay la revelación deliberada de la propia identidad sexual ante los familiares biológicos o adoptivos se concibió como posibilidad y como decisión para las lesbianas y los gays norteamericanos que habían asumido su identidad. De acuerdo con la evolución histórica que separa a los «antiguos
l. Hay muchas versiones de lo que sucedió en Stonewall. Los entrevistados a quienes se les pidió que contasen lo que conocían del acontecimiento añadían a veces detalles relativos a su propia identidad. Por ejemplo, sólo las personas de color mencionaron que había habido gays de color entre los que resistieron, y las mujeres habían oído hablar menos de Stonewall que los hombres. Nadie dijo que hubiera habido mujeres entre los que resistieron, aunque los periódicos de la época informaron del arresto de una patrona lesbiana (véase Stein, 1979).
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gays» de los «nuevos», los homosexuales de la época del Stonewall no revelaban su identidad ante otros por miedo a la persecución legal, la prisión y la pérdida del empleo. El significado de la salida del armario ha ido cambiando gradualmente a través de los años, hasta llegar al doble sentido actual de reconocimiento de la identidad sexual ante uno mismo y ante los otros. 2 Óriginalmente los otros no eran los familiares hetero, sino los amigos homosexuales. Como explicó un hombre de sesenta años, lo que se consideraba «salir del armario» en los años cincuenta sería calificado hoy como «armario total». En esa época destaparse significaba que uno entraba en el «mundo gay», lo cual incluía con frecuencia ir a un bar gay o revelar la homosexualidad a unos pocos amigos íntimos que también estaban «en esa vida». 3 En Nueva Orleans, por ejemplo, en los años cincuenta, el padre de la pareja de Doris Lunden las llevó una vez a ambas a un lugar llamado The Starlet Lounge, «un bar gay donde más tarde yo me destaparía» (Bulkin, 1980, p. 26). Todavía en 1976, Barbara Ponse (1976, p. 3.31) observaba: «Las familias se enteran de la identidad de una lesbiana observando ciertos signos, más que por la declaración abierta de ésta». La mayoría de las personas piensan que tienen poco que ganar y mucho que perder con la revelación de su condición homosexual en un contexto heterosexual. Terri Burnet, que fue testigo de la purga de lesbianas en las fuerzas armadas durante la era McCarthy, recordaba: 4 En los cincuenta, la gente no andaba saltando de alegría alrededor nuestro. Fuimos perseguidos. Nos metieron en la cárcel. Nos ponían en el expediente: «Homosexual declarado» ... O sea: había un montón de razones por las cuales a la gente no le hacía ilusión salir del armario. Si se imaginaban que eras lesbiana o gay podían despedirte del trabajo, y es2. La <> designaba (y designa) ocasionalmente el hecho de tener relaciones sexuales con otro hombre o mujer por primera vez. 3. Para un enfoque analítico de la salida del armario en el sentido de autorrevelación, véanse Altman (1979), Coleman (1982), Cronin (1975), Dank (1971), R. Marks (1988), McDonald (1982), Ponse (1978), Rofes (1983), T. S. Weinberg (1978) y Wooden et al. (1983). Para una muestra de versiones narrativas, véanse Adair y Adair (1978), Adelman (1986), Bulkin (1980), Fricke (1981), Grahn (1984), Hamilton (1973), Hefner y Autin (1978), Heron (1983), Kantrowitz (1977), Larki (1976), Moraga y Anzaldúa (1981), Vojir (1982) y Wolfe y Stanley (1980). 4. Para otros análisis de las diferentes actitudes hacia las lesbianas en el ejército en ese período, véanse Bérubé y D'Emilio (1985) y D'Emilio (1989a).
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taba claro que no ibas a encontrar otro. A no ser, desde luego, que quisieras ser cocinero en un puesto de patatas fritas o algo por el estilo. Una razón más inmediata para ocultar la identidad sexual a los miembros de la familia en particular era la amenaza de la institucionalización. Según Harold Sanders, que andaba por los sesenta en el momento de entrevistarlo: Si crees que los cincuenta fueron duros ... en los veinte no se podía hablar en absoluto de ser homosexual, a este lado del Atlántico. En París, podías. Pero si lo hacías aquí acababas en un asilo para enfermos mentales. Tu familia te ingresaba allí por tu propio bien. Podían hacerlo. Ahora eso no es posible. Entonces no podías hacer nada para evitarlo ... La gente sí conseguía librarse. Pero repito, había mucha traición. La gente se decidía y lo decía todo ... Pero no sabía: puede que tu mejor amigo decidiera que necesitabas ayuda por tu propio bien ... Al destaparte te estabas declarando apto para el asilo de enfermos mentales. El antecedente más remoto de esto es Hitler. Sabemos muy bien lo que Hitler estaba haciendo. Porque fue él quien comenzó, ya sabes, en nombre de la salud, a purgar Alemania de enfermos. Comenzó con los discapacitados y siguió hasta llegar a los gays. Recuerdo que me puse enfermo cuando supe que se los llevaban a las SS ... Era aterrador. Y no había nadie con quien comentarlo, por miedo a la traición. Aunque algunos gays de edad saludaron el aumento de visibilidad y la llamada a destaparse (en el sentido de «hacer público») asociados al movimiento gay, a otros los cambios les parecieron estresantes o incluso amenazadores, después de años de encierro para evitar las manifestaciones más obvias de represión (Dunker, 1987; Hall, 1978; Kehoe, 1989). 5 En cierto sentido, también, el contraste entre los «antiguos gays» y los «nuevos» minimizaba la preeminencia que aún tenía la represión. Las leyes que criminalizaban los actos homosexuales seguían estando en vigor en aproximadamente la mitad de los estados. Y pese a que eran aplicadas de forma selectiva, la decisión del Tribunal Supremo de Estados Unidos en el caso Bowers contra Hardwick, de 1986, subrayó su vigor. La decisión respaldó el veredicto 5. Pero véase a los gays de más edad entrevistados por Berger (1982, p. 15), que informaban estar menos preocupados que antes por que otros conociesen su identidad sexual.
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emitido por un jurado de Georgia que condenó a un hombre por realizar actos homosexuales con consentimiento en la privacidad de su dormitorio. El Tribunal Supremo sostuvo que en ese caso la ley estatal que condenaba la sodomía estaba por encima del derecho del acusado a la privacidad. Entretanto, algunos gays y lesbianas vinculaban el aumento de la vioÍencia antigay en los ochenta a la introducción de leyes sobre las parejas de hecho y la popular asociación entre sida y homosexualidad. En 1989, los ataques verbales y físicos contra las lesbianas y los gays documentados por la Comunidad Unida Contra la Violencia (CUCV), una organización con sede en San Francisco, se incrementaron aproximadamente en 100 casos con relación al año anterior (Olmstead-Rose, 1990). El año 1987 había experimentado un incremento similar en el grado violencia asociado a tales incidentes. Entre 1984 y 1985, los casos de asalto denunciados ascendieron en un 89 por 100, y en 1985 el número de clientes atendidos por la CUCV se incrementó en un 62 por 100 con relación al año precedente. Aunque el número real de casos es difícil de determinar, ya que muchos no se denuncian, fue reconocido como un problema creciente a nivel nacional: en 1986, el Subcomité para la Justicia Criminal del Comité de Asuntos Judiciales de la Cámara de Representantes celebró sus primeras audiencias sobre la violencia antigay. En 1990 se produjo la discusión de la Ley de Estadísticas de Delitos de Prejuicio (Hate Crimes Statistics Act), que preveía la recopilación de datos sobre delitos cometidos contra individuos a causa de su orientación sexual (Bull, 1988; MacKnight, 1986; Roe, 1985; White, 1986). Muchos gays adolescentes temen aún que los encierren en reformatorios para menores u hospitales psiquiátricos. Un miedo no carente de fundamento si deciden salir del armario antes de alcanzar la mayoría de edad. Para complicar más el tema, algunas personas decidieron revelar su identidad mucho antes del advenimiento del movimiento gay. Tomados en conjunto, estos datos hablan de progreso no lineal, liberación y apertura gradual implícitos en la antítesis antiguos/nuevos gays. 6 6. A principios de los ochenta, los activistas homosexuales consagraron la <> del movimiento gay como un tercer término en esta secuencia histórica. Y si bien el concepto de reacción en contra disminuye el carácter progresivo y evolucionista de la secuencia al señalar el presente como una época menos <>, no
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Entre los entrevistados en una encuesta de Los Angeles Times en 1985, al menos el 73 por 100 declaró que el sexo homosexual leparecía «incorrecto» (un porcentaje algo menor que el 76 por 100 de 1973). Como señaló Kenneth Burke (1941), el juicio moral «Es incorrecto» es en realidad una variante de la orden «¡No lo hagas!». Casi el 90 por 100 declaró que se «disgustaría» si sus hijos se convirtiesen en lesbianas o gays (Balzar, 1985). 7 En vista de esa persistente desaprobación, ¿qué ha sucedido para que la revelación de la identidad homosexual ante los familiares de sangre o adoptivos pasara de ser algo en gran parte soslayado a constituir la cuestión central para las lesbianas y los gays actuales?8 A principios de los setenta, los activistas promovieron la salida del armario ante los heterosexuales como una estrategia diseñada para obtener poder político. La llamada a veces la «filosofía de Harvey Milk», por haber sido él la primera persona abiertamente homosexual que fue elegida para ocupar un cargo público, el de supervisor de la ciudad de San Francisco, proporcionaba una táctica importante aunque limitada para contrarrestar el heterosexismo y hacer crecer el movimiento gay. 9 (Obviamente, la visibilidad no hacía que la opresión racial y sexual disminuyese en Estados Unidos. Al contrario, proporcionaba el andamiaje simbólico a una serie de prácticas que perpetuaban el racismo y el sexismo.) Aunque pocos de los que salieron del armario consideraron una cuestión política el hablar de ello a sus familiares biológicos o adoptivos, comentarios como: «Realmente tenía que decírselo», y: «Si no salía del armario, ¿cómo iban a cambiar las cosas?», demuestran que ese imperativo ético
puede explicar la continuidad de la intervención estatal a lo largo del tiempo, o la persistencia de la preocupación relativamente reciente por salida del armario ante los familiares de sangre o adoptivos. 7. Sobre las fobias y opiniones negativas con respecto a los homosexuales, véase Nungesser (1983). 8. Una tendencia marcada por la proliferación de manuales explicativos sobre la mejor manera de salir del armario. Entre los representantes de este género se encuentran G. G. Beck (1985), Berzon (1978, 1979), Borhek (1983), Clark (1977), Córdova (1975), Muchmore y Hanson (1982), Silverstein (1977), G. Weinberg (1972) y Zitter (1987). 9. En 1978, el antiguo supervisor de la ciudad Dan White disparó sobre Milk y el entonces alcalde George Moscone, y los mató. Para más mayor información sobre la salida del armario como estrategia política, véanse Adam ( 1987), D'Emilio ( 1983b) y Lee (1977).
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ejercía su influencia. En el camino que condujo a la situación actual, tuvo un peso similar el eclipsamiento de la cárcel y el asilo como lugares principales de la intervención institucional sobre los homosexuales. Otro factor que contribuyó a ello fue la sensación -alimentada por el debate público y la difusión de los movimientos culturales y contraculturales de los sesenta y sesenta en los medios de comunicación- de que los estándares morales que regían el comportamiento sexual estaban cambiando. 10 Esta sensación generalizada de cambio se concretó en medidas como la discusión de declaraciones de derechos para los homosexuales y la eliminación de la homosexualidad de la lista de enfermedades mentales por parte de la Asociación Psiquiátrica Norteamericana, que podían considerarse signos de la disolución del consenso en la estigmatización de la homosexualidad (Bayer, 1981). Cabía esperar entonces que las reacciones a la revelación de la homosexualidad variasen de una persona a otra, y de un familiar a otro. Y cuando los gays o lesbianas podían comprobar leyendo el Los Angeles Times, en 1985, que el discurso de la homosexualidad había accedido a nuevas áreas y que ese discurso se formulaba en términos que enfatizaban el disenso, empezaron a considerar la salida del armario como un riesgo que valía la pena correr. Muchos gays y lesbianas del Área de la Bahía estaba dispuestos a encarar una apuesta de 4 sobre 1 en favor de la aceptación. Dado que un discurso más público había creado nuevos fórums para cuestionar el heterosexismo, muchos creían también que al presentar nuevas versiones de lo que significaba ser gay podrían convencer a sus familiares para que cambiasen el rechazo por la aceptación. Durante ese período, la salida del armario comenzó a definirse contextualmente y a verse como algo gradual, como un proceso continuo de revelación de la identidad sexual. En lugar de ocupar una posición absoluta «dentro» o «fuera» del armario, una persona podía darse a conocer a unos y no a otros, o destaparse en la escuela y permanecer oculto en el trabajo (K. Jay, 1978; Newton, 1979). En ese contexto, en los ochenta, las lesbianas y los gays se animaban unos a otros y discutían por qué habían o no habían salido del armario ante los familiares de sangre o adoptivos . JO.
Véanse, sin embargo, Ehrenreich (1983), que cuestiona que haya tenido lugar
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En esa época, destaparse ante los otros requería el reconocimiento explícito de la homosexualidad; frases del tipo: «Tía Tochelle, soy lesbiana», o bien: «Sí, papá: me gustan las mujeres». Se admitían los eufemismos, pero las insinuaciones no verbales destinadas a expresar lo mismo -como traer a los amigos gays a casa de los padres, o esperar a que el hermano se diera cuenta de la cama doble que él compartía con un amante en su estudio- no valían. Annie Sorenson, una mujer blanca de treinta años, dijo que no se había destapado ante sus padres:
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Soy amiga de Walter y de su amante Paul. Mi madre los conoce, y un día me preguntó, ya sabes, me dijo: «No debes andar por ahí con gente como ellos, o van a pensar que tú también eres gaY>>. Y yo le dije: «Bueno ... ». Y entonces ella dijo: «¿Porque no lo eres, no es cierto?». Y yo le repliqué: «Bueno, ¿tú qué crees?» (risas). Nunca me respondió.
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Con frecuencia los que habían salido del armario afirmaban haberse apoyado en una confirmación verbal para evitar que sus familiares trataran de «no dar importancia» a su homosexualidad o de «negarla» rechazando admitir lo ya sabido. De lo contrario, podrían encontrarse en la situación de Bob Korkowski en su adolescencia: Lo guardaba todo [las fotografías de desnudos masculinos y las historias eróticas] en una pequeña caja que había escondido bien. Un día volví a casa de la escuela y mi madre me llamó al cuarto, y allí estaba aquella caja. Así que, en cierto modo, me sentí realmente aliviado. Recuerdo que lloré ... [Años más tarde] cuando finalmente se lo dije, creo que tenía dieciocho años. Reaccionó como si nunca lo hubiera sabido.
Para que el reconocimiento de la identidad sexual sea considerado una salida del armario, el homosexual debe declararlo por sí mismo. Los descubrimientos no cuentan, aunque algunas personas desean a veces que sus familiares lo averigüen para evitar la ansiedad que conlleva la revelación. Una situación frecuente era la de la persona que se destapaba ante alguien y esperaba temerosa su reacción, y descubría que el oyente «ya lo sabía todo». No obstante, si un hombre creía que su madre «lo sabía», no decía que había salido del armario, a menos que se hubiera reconocido abiertamente homosexual en su presencia. La importancia dada a la iniciativa en la revelación se hacía
eV¡idente también en la existencia de un principio ético que impedía a un homosexual revelar la homosexualidad de otro a menos que éste le hubiera dado permiso.'' La salida del armario se concebía en términos de una oposición conceptual entre el ocultamiento (la mentira) y la honestidad. Una oposición elaborada mediante una imaginería espacial que situaba el yo dentróde un paisaje social. En la mayoría de las historias de salidas del armario que escuché, se establecía una división implícita entre el auténtico ser interior y la imagen superficial dirigida al mundo exterior. Los otros, incluyendo los familiares a quienes la persona les hubiera revelado su homosexualidad, reproducían esta división entre el cuerpo y la mente: «[Mis padres] no podían haber sido más comprensivos. Al menos exteriormente. No sé lo que sentirían en su interior». Fingir ser heterosexual constituye el ejemplo paradigmático de este cisma entre el conocimiento interior y la imagen superficial percibida por los otros, lo que Barbara MacDonal (1983, p. 4) ha descrito como «la experiencia de que tu existencia -tu alegría o tu dolorno sea confirmada por la realidad que te rodea». La salida del armario salva este cisma arrancando la máscara (en el sentido de iluminación) para revelar la verdad oculta. 12 El carácter visceral e impredecible de esta experiencia puede verse en la descripción que hace una mujer de la revelación de su homosexualidad a su esposo y su hijo después de años de matrimonio, al decir que fue como «sacarme las entrañas»: «Traté de decir: "Ésta soy yo realmente. Ésta soy yo toda entera. ¿Me vais a querer así?"». Si bien reconocida como fuente de conocimiento y cristalizada en un ser esencial situado en algún lugar en lo profundo del cuerpo, esta imagen de un yo interno puede escindirse en partes que entran en
11. Una excepción podría ser la práctica extremadamente controvertida del outing (hacer visible), en la cual un homosexual <> a alguien -por lo general, una celebridad o figura pública- como homosexual, sin el consentimiento de ésta. 12. Esto podría explicar en parte por qué tantos estudios sobre la homosexualidad en Estados Unidos han encontrado la interacción simbólica coherente con el enfoque analítico (por ejemplo Plummer, 1975). Las metáforas teatrales adoptadas por Goffman (1959, 1963) son similares a las descripciones que comparan los intentos de ocultar la identidad sexual con «interpretar un papel>>. Al contrario de Goffman, sin embargo, la mayoría de los gays y lesbianas del Área de la Bahía no ven la actuación como un resultado inevitable de las relaciones sociales, sino como una pose que puede, e idealmente, debe abandonarse.
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conflicto o que colaboran entre sí (Foucault, 1973; M. Z. Rosaldo, 13 1983). En las nociones de autoestima y autoaceptación está implícita una reflexividad que convierte el yo simultáneamente en el sujeto y el objeto del acto o el proceso de pensamiento (M. Rosenberg, 1979). Si una persona se reconocía lesbiana, se decía que se había destapado ante sí misma, tal como podía haberlo hecho ante sus familiares, sus amigos o su jefe. Se presuponía que la adopción subjetiva de su homosexualidad había tenido lugar a través de un diálogo interno en el que ella se había «reconciliado» o «hecho las paces» consigo misma. La autoaceptación facilitaba la unificación del ser interno, pero sin la revelación ante los demás este ser seguía atrapado en el espacio interior y privado conocido como armario. La tensión de controlar cada palabra y cada acto supone tener presente siempre una serie de supuestos tácitos acerca del sexo y de las relaciones heterosexuales, a fin de poder pasar por heterosexual 14 (Newton, 1979). Kevin Jones, un joven negro que trabajaba como impresor cuando lo entrevisté, enfatizó: «Puedo verme bajo esta presión a los cincuenta y cinco años. Simplemente, te come vivo. No basta para obligarte a hacerlo [salir del armario], pero pende siempre sobre ti. Siempre». Otro hombre recordaba sus años en el ejército como una época en que «me sentía como una persona dividida, tratando de complacer a dos grupos distintos» (los que lo sabían y los que no lo sabían). Mediante la salida del armario, la persona trata de crearse un sentido de totalidad, estableciendo una congruencia entre su experiencia interior y su imagen externa; yendo desde dentro hacia fuera, trayendo lo oculto a la luz y transformando una realidad privada en 13. Cfr. la oposición freudiana entre lo consciente y lo inconsciente, con su imagen de lo inconsciente como un depósito de verdades ocultas que puede ser excavado mediante el psicoanálisis. La idea de un ser compartimentado y en conflicto data al menos de san Agustín ( 1961, p. 170). «Mi ser interior era una casa dividida contra sí misma. En lo más ardiente del fiero conflicto que libraba contra mi alma en nuestra común morada, mi corazón, me volví hacia Alipio ... >> 14. Para mayor información sobre las tensiones y los modos de encarar el ocultamiento, véanse Brooks (1981), Derlega y Chaikin (1975) y Moses (1978). Para los interesados en la continuidad y la diferencia con relación al fingimiento en el contexto de la identidad racial, véanse las observaciones de Cliff ( 1980) y el tratamiento ficticio que hace Larsen (1969) del hecho de pasar por blanco. Goodwin (1989) analiza el humor y otras estrategias de comunicación que señalan la identidad homosexual de alguien al resto de los <>.
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otra social. El armario simboliza el aislamiento, el individuo sin la sociedad: un desconocido incluso para sí mismo. Su imagen corresponde a una concepción atomista de la sociedad, en la que los actores individuales deben luchar para comunicarse y ver legitimadas sus verdades privadas. Al salir del armario, la persona espera dejar atrás la excesiv~autoconciencia a que se refería el hombre qué bromeaba diciendo que se había destapado antes sus padres porque se había cansado de suprimir las fotografías de su pareja en sus proyecciones de diapositivas. La mayoría de las personas entrevistadas creía que la mentira tiene un efecto negativo en las relaciones sociales, ya que socava la verdad, considerada como un requisito previo en las relaciones «cercanas». Habían vivido las verdades no dichas como cosas que separaban a las personas, como barreras que introducían «distancia» en las relaciones. Lo ideal en éstas era «hablar con franqueza» y sacar los secretos «a la luz». Si, no obstante, el receptor del mensaje daba signos de rechazar la revelación, el gay o la lesbiana se abstenían de destaparse ante ese familiar en particular. Algunos tenían temor a las consecuencias materiales, como el internamiento, la violencia, el secuestro, las demandas por la custodia de los hijos o la pérdida de sostén económico. «Mi padre es el tipo de individuo que saltaría al primer avión y se presentaría aquí con un rifle», afirmó un hombre que tenía que lidiar con lo que se califica como «paranoia legítima» cada vez que pensaba en decírselo a su padre. Conocí a algunas personas que habían sufrido represalias físicas al declarar su homosexualidad ante sus padres viviendo aún en casa de éstos. Un hombre informó que habían golpeado a su hermano en las manos por ser «una vergüenza para la familia». Otros querían proteger a sus familiares, temiendo que alguno con mala salud pudiese sufrir un infarto o una «crisis nerviosa» al enterarse. El objetivo del ocultamiento era con frecuencia proteger al propio yo o al familiar del dolor y la violencia, considerando que la relación necesitaba de dos personas intactas, por limitada que fuese. La ambivalencia e incertidumbre que se asocian con frecuencia a la decisión de salir del armario surgen por que ésta entraña muchas más cosas que la convicción cultural de que es posible explicar o liberar el yo mediante la confesión (cfr. Foucault, 1978). De las conversaciones con cientos de lesbianas y gays se desprende que esperan
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que la salida del armario les permita ver claramente la solidez de la relación. ¿Son genuinos los lazos familiares? ¿Es duradero el amor familiar? ¿Qué dinámica de poder se desvelará en el proceso? Pero no todo el mundo estaba dispuesto a poner los lazos familiares a prueba. Como explicó una mujer, su decisión de no revelar a sus padres su identidad sexual estaba motivada por «no querer saber la verdad, algo así como: tal vez si no se lo digo, no me decepcionarán». Otros, sin embargo, se lamentaban de no habérselo dicho a sus padres cuando estaban vivos. En retrospectiva, creen que la revelación hubiera «fortalecido» los lazos con los fallecidos, o al menos hubiera permitido tener una idea exacta de cómo cada parte veía a la otra. Los que han asumido el riesgo de perder una relación y han salido del armario alegan razones igualmente legítimas, afirmando que hay poco que perder si un familiar se niega a aceptar el ser «real» de uno. Philip Korte considera su escepticismo con respecto a los lazos de sangre como un rechazo personal a los postulados culturales dominantes, pero hay muchos gays y lesbianas de San Francisco que piensan como él:
resultado de la revelación, sus juicios reflejaban generalmente sus convicciones culturales acerca de la identidad sexual, el poder y las categorías específicas de las relaciones de parentesco. Aunque la «cercanía» era quizá el criterio más invocado como razón para decidirse, servía tanto para argumentar a favor como en contra de la salida del armario. Una relación estrecha podía considerarse o bieñcomo un anticipo de la aceptación, o como un factor que magnificaba las consecuencias nefastas al poner «tan en juego» la relación. Algunos se revelaban primero ante los familiares que consideraban más cercanos (algunos seguían siéndolo, otros no), pero fuera cual fuese la decisión, los familiares cercanos resultaban figuras claves en el proceso de toma de decisión. La «cercanía» y la «distancia» eran términos que comportaban factores geográficos, socioemocionales y genealógicos (Schneider, 1968). Una relación íntima con alguien a quien se considerase familiar «próximo», un hermano con el que no se tuviera nada en común y un primo «distante» que fuera como un amigo ilustrarían las tres posibilidades de este sentido de la distancia. Cuando una persona pensaba en revelarse ante un familiar, generalmente tomaba en cuenta tanto lo emocional como lo genealógico, haciendo una especie de cálculo cultural para determinar su· línea de acción. Dado que la mayoría de las personas consideraba la salida del armario como un requisito previo para la intimidad y un modo de suprimir la distancia emocional, la revelación se constituía en el medio a través del cual podían crear o destruir la cercanía, y ello pese a que ésta era invocada para explicar el curso de los acontecimientos. Bob Tremble y sus colaboradores (1989, p. 257) han argüido que «cuando el amor por los hijos y el valor de los lazos familiares es firme, nada, ni siquiera la homosexualidad, dividirá a la familia de modo permanente». Pero no existe método alguno para medir la «firmeza» de los vínculos sociales. De hecho es algo que se deduce retrospectivamente, una vez que los familiares reafirman o niegan el parentesco tras la revelación. Los padres suelen ser el epicentro de la salida del armario. 15 En respuesta a la pregunta común: «¿Se lo has dicho a tu familia?», las
Si no puedes ser honesto con alguien, ¿entonces qué clase de relación quieres salvar? ¿A qué renuncias si reaccionan mal y se van? ¿Qué pierdes realmente? Sé que ahora las familias son diferentes, para algunas personas, no para mí.
Abstracciones conceptuales (o, todo es relativo) Antes de tomar la decisión de destaparse ante un familiar concreto, las personas solían aislar los signos que esperaban les diesen algún indicio sobre la reacción de éste. Además de aportar razones en apoyo de la decisión, tales evaluaciones mitigaban la ansiedad de preguntarse si encontrarían un rechazo que daría al traste con una relación valiosa. Un terapeuta que atendía a una clientela formada en su mayor parte por lesbianas y gays describía esta interrelación entre la incertidumbre y la predicción: «La mayoría de las personas no saben qué les sucederá si lo hacen [salir del armario]. De modo que sólo pueden imaginárselo». Cuando las personas trataban de predecir el
15. Para ver las opiniones de los padres sobre cómo conocer la identidad homosexual de un niño, véanse Griffin et al. (1986), Muller (1987), Myers (1982) y Rafkin (1987).
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personas analizan primero lo que ocurrió con sus padres. En los comentarios no solicitados emplean también la palabra «familia» como equivalente de la madre o el padre. La calidad diádica de este foco emocional es patente en el nombre del grupo de apoyo nacional PALG, cuyas siglas significan «Padres y Amigos de Lesbianas y Gays», y no «padres y familiares» o «familiares y amigos». Cuando una persona criada por una abuela o por algún otro miembro de una familia hetera decide salir del armario, la persona que lo ha criado se convierte en el foco de atención, lo cual sugiere que es la relación social del familiar con el niño y no la relación genealógica lo que adquiere valor en ese contexto. Tanto los gays como las lesbianas suelen describir a las madres en general (aunque no necesariamente a las suyas) como más «comprensivas» que los padres. El género entra en juego aquí en forma de un supuesto cultural que asigna el sentimiento a la mujer y la razón al hombre, y que le da a aquélla la responsabilidad de mantener la «vida familiar». Las expectativas acerca de la comprensión materna y la desaprobación paterna se revelaron también en la sorpresa con· que algunos describieron a un padre «comprensivo» y a una madre disgustada por la homosexualidad de su hijo. Al tratar de explicar por qué había ignorado la sabiduría popular y se lo había dicho primero a su padre, Philip Korte se refirió al género sexual y la cercanía. La estrategia que adoptó no se apoyaba en las cualidades atribuidas a los padres en un sentido esencialista, sino más bien en la visión de sí mismo como un sujeto situado en una determinada posición y que, en cuanto ente masculino, podía iniciar una conversación «de hombre a hombre». «Siempre he estado más cerca de mi madre. Por lógica ella debía haber sido la primera en saberlo. Pero por alguna razón me parecía un asunto de hombres (risas). Es que era demasiado serio. Y mi padre era la persona indicada cuando se trataba de algo serio.» Con independencia de si determinados familiares respondían o no a las expectativas, de si el padre y lamadre biológicos estaban vivos y se enteraban, la interpretación que hacían los hijos adultos de sus reacciones perpetuaba las distinciones entre los géneros. Se consideraba en general que los hermanos eran más comprensivos que el padre o la madre. Si no habían alcanzado aún la adolescencia, se posponía la revelación. Pero con frecuencia quienes no ha-
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bían querido destaparse ante sus padres cuando vivían con ellos sí lo habían hecho ante un hermano o hermana con quienes compartían la casa. Sin embargo, que algunos hermanos se sientan obligados a mostrarse más comprensivos que los padres no significa que sean menos heterosexistas. Una mujer declaró que lo comprendió del modo más severo cuando su hermana se pasó meses mirándola y llorando tras saber que 'éra lesbiana. Otro hombre se acordaba todavía con dolor de haberse sincerado con un hermano, quien le dijo que todo estaba «bien» pero le pidió que no visitara a sus hijos. Al hablar sobre la salida del armario, las personas suelen oponer a los padres y los hermanos como representantes de generaciones diferentes. Al parecer, suponen que los familiares más jóvenes serán más «progresistas», y que los adultos de más edad serán menos cultos o sofisticados. 16 Además de adscribirse a un evolucionismo social en que el paso del tiempo deviene sinónimo de progreso y avance histórico, esa caracterización se remite a la impresión de que la actitud hacia la sexualidad está cambiando, porque el discurso sobre la homosexualidad permea ahora toda una serie de fórums públicos. «Ni mi familia ni yo nacimos en un mundo así», recalcaba una lesbiana de cuarenta años. Los gays más jóvenes que se destapan ante sus padres dudan a veces de hacerlo ante sus abuelos, a pesar del sentimiento de afecto y cercanía que suele caracterizar estas relaciones. Aunque achacada a veces a la edad, esta renuencia tiene menos que ver con los años vividos que con el hecho de que una generación simbolice determinado período, puesto que los abuelos de algunos pertenecían a la misma generación que los padres de otros. Como ha señalado Werner Sollors (1986), el concepto de generación es básicamente metafórico y no explicativo. Las diferencias culturales afectan también a esta valoración relativa de las generaciones. Un norteamericano nativo dijo que los ancianos serían probablemente más comprensivos, dado que a veces conocían las instituciones berdaches* «tradicio-
* Berdache (del persa bardaj), chamán (hombre o mujer) que asumía los atributos del sexo contrario por un tiempo o durante toda la vida. Poseían un estatus especial dentro de la tribu. (N. del T.) 16. Cfr. los japoneses-norteamericanos entrevistados en Wooden et al. (1983, p. 240), quienes calificaron a lssei y Nisei (de la primera y segunda generación, respectivamente) como <
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Como sucede con otras categorías del parentesco, las expectativas acerca de la reacción de los abuelos a la revelación no determinan el curso de la acción. Lourdes Alcántara, una inmigrante latinoamericana, decidió decírselo a su abuela ya senil porque, aunque la abuelita** se lo dijera a otros miembros de la familia, no la creerían. Un hombre tenía un abuelo que, como cristiano evangelista, no parecía el candidato más indicado para aceptarlo. Aun así, se lo dijo, no porque esperaba que lo comprendiese, sino porque pensó que sin honestidad su relación no tendría sentido. «La alternativa es sentarse y esperar a que la gente muera para ser uno mismo.» En otro caso, la abuela de un hombre contradijo las expectativas y se mostró más comprensiva que los padres de aquél. Entre sonoras risas, el hombre describió una escena en que la abuela trataba de calmar a su madre, gritando: «Felicia, ¡tranquilízate!». Los que tienen hijos de ordinario planean decírselo «algún día», pero hay diferentes filosofías sobre el momento óptimo para la revelación. Algunos creen que lo mejor es esperar hasta que sean «lo bastante adultos para comprender». Otros recomiendan decírselo a una edad temprana, para refrendar la «naturalidad» y cotidianidad de la vida gay. Otros aconsejan decírselo una vez pasada la pubertad, para no influir en sus preferencias sexuales. No parecen existir expectativas estándar sobre la aceptación o el rechazo por parte de los hijos, aunque los padres gays dicen tener mucho miedo a ser repudiados por éstos; una ansiedad no muy distinta de la que sentían cuando pensaban en destaparse antes sus padres. Los que ya han dicho la verdad a sus hijos
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Transgenerismo traduce gender-blending, gender-bending y gender-crossing, términos empleados en diferentes momentos por la autora y que poseen un significado similar. (N. del T.) ** En español en el original. (N. del T.) 17. Para informes que vinculan la identidad gay contemporánea con el berdache, véanse Kenny (1988), Roscoe (1987, 1988a, 1988b) y W. Williams (1980). Para argumentos contrarios a vincularlos directamente, véanse Gutiérrez (1989), Midnight Sun (1988) y Whitehead (1981). Compárese también los comentarios de Lee Staples, miembro de la organización gay de los indios norteamericanos en Minnesota, sobre el berdache: <>.
describen distintas reacciones, que van desde el niño de nueve años que agradeció a su madre el haber sido honesta, hasta la estudiante de bachillerato que se negó a discutir el asunto. Una mujer describió la reacción de su hijo adolescente, quien bromeó diciendo que ahora podrían ir juntos a los bulevares y «mirar» a las mujeres. Un médico que atiende a una numerosa clientela de lesbianas y gays da razones para el optimisHlo al afirmar que no conoce un caso en que un hijo haya roto completamente las relaciones con su padre o su madre gay. Monika Kehoe ( 1989), sin embargo, informa de casos de madres cuyos hijos adultos las habían rechazado al conocer su homosexualidad. Otras signos indicadores de la aceptación o el rechazo incluían la educación, los viajes, la religión y la ocupación. Familiares en el negocio del espectáculo, un padre que trabajase en la decoración de interiores, una tía que hubiese ido a la universidad, un padre que, siendo músico, estuviera siempre «en la carretera», se mencionaban como ejemplos de miembros de la familia proclives a la comprensión. Los familiares de estas características que no respondieran a las expectativas eran considerados anómalos: «A pesar de ser culto», o «A pesar de haber viajado», etc., etc., «reaccionó mal». Los indicadores comprobaban su validez en el proceso, y se consideraba que las excepciones confirmaban la regla en coherencia con los supuestos culturales relativos a las relaciones entre los sexos y los lazos familiares.
¿La familia? ¿Qué familia? Antes de analizar cómo los cambios históricos que convirtieron la revelación ante los familiares en la principal preocupación moldearon también la ideología gay, quisiera analizar con más detenimiento lo que los gays y lesbianas del Área de la Bahía tenían en mente al hablar de sus familias hetero. La «familia norteamericana» estándar es una criatura mitológica, pero también -como sus subsidiarias reificadas (la familia «negra», la familia «gay» )-una poderosa categoría ideológica. Las estudiosas feministas han elaborado la crítica del despliegue de la «familia» en tanto constructo normativo, mostrando las variaciones que se dan en los hogares en cuanto a composición,
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organización y representación. 18 En la práctica, el concepto de la familia pone la identidad sexual en relación con otras identidades, incluidas la raza y la clase. No debe sorprender que las personas de color, las personas blancas con una fuerte identidad étnica y los que se autodenominan obreros establezcan a menudo un vínculo entre la identidad sexual, la raza, el origen étnico y el parentesco. Sus teorías sobre el modo en que estas identidades influyen en la revelación de la homosexualidad se expresan de tres formas: (1) el énfasis se pone en la familia entendida como un núcleo solidario y no un grupo de miembros, (2) el contraste entre el tipo de familia «cerrada», atribuido a las personas de color y los obreros, y las familias blancas y de la clase dirigente, descritas como «fragmentarias», y (3) la diferencia entre el amor incondicional que se cree caracteriza las familias del entorno del hablante y el amor relativo que rige en las familias de las categorías sociales dominantes. En la mayoría de los casos, las personas que expresaban estas teorías se atribuían a sí mismas una procedencia opuesta a las definidas por los rasgos y costumbres que etiquetaban de «blancos», «anglos», «norteamericanos» o «clase media». Personas cuya identidad étnica iba desde la germano-norteamericana hasta la cubano-norteamericana vinculaban automáticamente esta identidad con los esfuerzos de sus familiares por mantener la noticia sobre un pariente gay «dentro de la familia» (cfr. Hidalgo y Christensen, 1976-1977). La teoría de una familia con límites bien definidos que la separan del «mundo exterior» -una familia proclive a aceptar a sus miembros homosexuales siempre y cuando el conocimiento sobre su identidad permanezca dentro de esos límites- salió a relucir cuando entrevisté a Marvin Morrisey, un afronorteamericano que trabajaba como técnico: He oído a muchos latinos decir que a sus padres no les importa quién se acueste con quién, pero que tienen un miedo de muerte a que los vecinos se enteren. ¿Comprende? Chicos puertorriqueños que aparcan sus coches lejos y atraviesan la ciudad andando para ir a un bar gay, 18. Sobre las representaciones culturales, las condiciones materiales y la relaciones de poder que no sólo conforman la composición dentro del hogar, sino que dan forma también el discurso de la <> en Estados Unidos, véanse Rapp (1983, 1987) y Thome y Yalom (1982).
para que sus tíos o tías no vean su coches y sepan que están dentro. Eso tiene más que ver con la experiencia de los negros que el hecho de que no les preocupe con quién se acuesta alguien y qué hacen en la cama.
Las personas formulaban a veces esta dinámica en un contexto de clase, en el cual las inquietudes se traducían en presiones para que uno «hiciera lrlgo por sí mismo». En consecuencia, los familiares creían que la revelación de la homosexualidad a personas de «fuera» de la familia podía malograr sus esperanzas de ascender. Resultaba claro que ninguna «tradición» común podía abarcar las teorías expuestas por personas de tan diferentes procedencias culturales; más bien se articulaban mediante una oposición simbólica entre las familias latinas (u obreras, o chino-norteamericanas), entendidas como núcleos solidarios que supuestamente transmitían la clase y el origen étnico, y las familias blancas (o de «clase media», o «norteamericanas»), entendidas como conjuntos no permanentes de funciones y relaciones. Los blancos procedentes de la clase empresarial 1 ejecutiva también informaron del embarazo de sus familiares con respecto a ellos, pero a menos que tuviesen una fuerte identificación étnica, solían achacar esas reacciones a las características de cada individuo, y no a la raza o la clase. Algunos obreros y personas de color afirmaron provenir de familias «más unidas», «más cálidas» o «más grandes»; «diferencia» que, paradójicamente, tanto les servía para explicar que la salida del armario fuera más fácil o más difícil en ese contexto. Tal como expresó Simon Suh, un coreano-norteamericano: Sé que estoy generalizando, pero todo el mundo dice que las familias asiáticas están muy unidas ... Se sabe lo que hace todo el mundo ... Así que, desde luego, todo el mundo vigila lo que hace. No sé si creérmelo, pero sí pienso en cierto modo que a los asiáticos les resulta más difícil salir del armario, tanto ante sí mismos como ante los otros.
A veces se achaca el origen de este tipo de solidaridad a las circunstancias históricas, como cuando los judíos afirman que la diáspora y el holocausto han hecho que las familias judías tengan mayor determinación de permanecer unidas. Un hombre que dijo provenir de una familia numerosa suspiró:
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«¡Tengo que decírselo a mucha gente!». Por otro lado, existía también la opinión de que la salida del armario era más simple en una «familia» numerosa, porque en un grupo más grande hay más personas para elegir, lo que aumenta la posibilidad de encontrar lo que alguien llamó una «tiíta Mame» comprensiva. Lo que está en juego aquí, por supuesto, no es la amplitud de las relaciones genealógicas, sino cómo los individuos trazan los límites de la familia y a quiénes consideran familiares cercanos o miembros de ella. La tercera de esas teorías generalizadas afirma que las familias de color se caracterizan por un amor incondicional, al contrario que las familias blancas, donde el amor está supeditado al comportamiento. 19 Frank Maldonado, un chicano de procedencia obrera que trabajaba como funcionario, formuló esa creencia en términos de experiencia personal: «He visto que hay más gays blancos que dejan sus familias o son expulsados de ellas que latinos. Creo que la reacción de mi madre es realmente típica: "No quiero verlo ni quiero hablar de ello. Tú eres mi hijo (o mi hija), y te quiero"». Un argumento funcional, paralelo a la descripción del parentesco en las comunidades negras realizada por Carol Stacks (1974), acompañaba con frecuencia las variaciones de esa teoría presentada por los gays afro-norteamericanos: Algunos negros lo han pasado mal con sus abuelas o sus tías religiosas o quienquiera que fuese. O si vivían en pequeños pueblos. Pero en última instancia todos están en el mismo bote y tienen que bajarse de él en un entorno hostil. Nunca he visto entre mis amigos negros gays el nivel de brutalidad que se da entre los blancos cuando salen del armario. ¡Nunca! ... Que te expulsen de la casa a los trece años ... O te despachen a un asilo de locos. En fin, recuerdo a un hombre negro que decía: «Si alguien me hace eso serán las autoridades».
Tyrone Douglas, un afronorteamericano de veinte años, de procedencia obrera, explicaba:
19. Los informantes generalmente aplicaban esta teoría a la raza o el origen étnico, no a la clase o los antecedentes de clase. Los blancos, a su vez, estereotipaban a veces a las personas de color como más antihomosexuales que la población blanca. La mayoría de los gays y lesbianas de color coincide en que hay heterosexismo entre las personas de color, pero que prevalece igualmente entre los blancos.
Creo que en la comunidad negra hay cosas peores que ser gay. No creo que se vea como lo más horrible, en general... Siempre hay cosas más importantes por las que preocuparse, como tener un trabajo o las drogas ... La gente dice: «Siempre que hagas algo con tu vida o te dediques a algo, no hay problema. Lo que hagas es asunto tuyo. Está bien. Nadie se mete en eso. Lo malo es convertirse en otro vago de la calle. -Así se pie!!sa-. O ser un ladrón, un vendedor de drogas o algo por el es tilo». Eso sí que está mal, aunque seas hetera. Es mejor ser gay y tener las cosas más o menos claras.
Pero otros gays y lesbianas de color refutan esta teoría y dan ejemplos de personas que han sido «puestas de patitas en la calle» por sus familiares, o que han tenido la impresión de que la salida del armario podía ser seguida por la expulsión. Yoli Torres, una puertorriqueña, contó cómo buscó refugio en su abuela cuando a los quince años su madre le dijo que no volviese hasta que «entrase en razón». Terri Burnett, una mujer negra que estaba casada y tenía un hijo cuando salió del armario, creía que el miedo a consecuencias similares había determinado el rumbo anterior de su vida. Contó su experiencia a los veinticinco años: Oh, yo sabía que era lesbiana. De hecho, todo el mundo -aparentemente, según supe al hablar con mi madre y mi hermana- sabía que era lesbiana. Sólo que no habían olvidado decírmelo. Y lo que habían olvidado decirme es que me rechazarían por esta causa. En lugar de tener que pasar por siete años de psiquiatras, electrochoques y olvido de mí misma, podía haber sido más feliz. Todo podía haber sido muy diferente ... Si hubiera sabido que mi madre seguiría queriéndome y que mi hermana y mi hermano y los demás no me rechazarían, mi vida hubiera sido diferente.
El temor a ser expulsado y perder el amor familiar era también común entre los gays blancos pobres o pertenecientes a la clase obrera. La ausencia de un vínculo necesario entre la clase o el origen étnico y el amor incondicional se evidenciaba también en comentarios como el de Arturo Pelayo, un nicaragüense-norteamericano que veía la comprensión de su madre como un rasgo propio de su carácter, aunque podía haber explicado su reacción como consecuencia de la raza, la necesidad económica o la «tradición»:
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Mi madre era excepcional. Fue una madre soltera que vino a un país cuya lengua no conocía y que educó sola a sus hijos y todo lo demás. Lo único que quería era que nos convirtiésemos en yuppies -ya sabes, el ascenso social-, pero nunca dijo nada sobre lo de ser gay. Se ocupaba de que rezáramos el rosario, o de que hiciéramos esto o lo otro.
¿Tienen las personas de procedencia obrera, de color o blancas con una fuerte identificación étnica mayor o menor razón para temer ser repudiadas o rechazadas al destaparse ante sus familiares? La incidencia relativa de la aceptación y el rechazo en diversos grupos -teniendo en cuenta las diferencias en la percepción de lo que es la aceptación o el rechazo- se analizará más adelante. Tales diferencias pueden existir realmente, pero el análisis funcionalista resulta inadecuado para dar cuenta de ellas. Lo que me interesa aquí es el papel del parentesco en la estructuración coherente del ser de los gays y las lesbianas. Lo que ofrecían muchos de ellos en el Área de la Bahía eran interpretaciones que atribuían rasgos como el amor incondicional a la raza, la clase o el origen étnico (por medio de las familias). Y si bien resultaba significativo que relacionasen la salida del armario con otros aspectos de su identidad, lo hacían al mismo tiempo de un modo contradictorio, como, por ejemplo, la creencia de que las familias «unidas», atribuidas a cierta clase de personas a partir de su identidad racial, tan pronto facilitaban como obstaculizaban la revelación. El surgimiento de la salida del armario ante los otros como práctica histórica y como posibilidad hizo que las lesbianas y los gays conscientes de sí mismos de todas las razas y clases compartiesen un espacio cultural común, en la medida en que la revelación que conllevaba la salida del armario cuestionaba la permanencia de la solidaridad tradicionalmente asociada a las relaciones consanguíneas.
Amor condicional «¡Tengo una historia para ti!» Fue una frase que me acostumbré a oír durante las entrevistas. Y de vez en cuando alguien que se enteraba de que estaba haciendo una investigación venía y me decía: «Tengo un
amigo que tiene una gran historia». Como descubrí en meses sucesivos, «grande» tenía poco que ver con un final feliz. Las «buenas» historias sobre la salida del armario podía ser muy positivas al describir el «autodescubrimiento» que llevaba a la adopción de la identidad lesbiana o gay, pero cuando esas mismas «buenas» historias pasaban a referir la revelación a un familiar, solían derivar en incidentes traumáticos. ~1 protagonista masculino o femenino era internado, lo trataban con electrochoque, lo expulsaban de la casa, lo reducían a vivir en la calle, le negaban la herencia, lo eliminaban del testamento, lo maltrataban, lo maldecían por pecador, le prohibían el contacto con los miembros más jóvenes de la familia, era evitado o insultado de tal modo que se sentía impulsado a marcharse. Los relatos tomaban forma según ideas tradicionales acerca de los componentes de una buena historia (el drama, la coherencia, el clímax), unidas a presunciones sobre el carácter arquetípico de una historia de ese tipo. Resultaba muy común que las personas comparasen su propia experiencia de salida del armario con las historias que habían oído, en las que el rechazo era presentado como algo corriente, en absoluto excepcional. Había toda una gama de reacciones de rechazo, desde la desaprobación de la homosexualidad hasta la renuncia a la identidad homosexual. Para quien el amor fuera constitutivo del parentesco, la pérdida de lo uno significaba la pérdida de lo otro. El repudio también implicaba la retirada del amor, pero en él la ruptura del.parentesco se hacía más explícita. Los gestos gráficos, como negar a una persona la entrada a la casa de sus padres, guardar el shiva (un rito matinal en honor de una persona muerta) o volver el retrato de un familiar homosexual hacia la pared informaban al protagonista de que ya no sería considerado parte de la familia. En esas historias los familiares a veces acompañaban sus acciones de declaraciones verbales en las que renegaban del parentesco (por ejemplo, «Tú no eres mi hijo»). El contexto, por otra parte, condicionaba inevitablemente las respuestas a mis preguntas sobre el parentesco. Si preguntaba: «¿Cómo es tu relación con tu padre?», las personas identificaban la categoría «padre» y comenzaban por lo general a hablar de la persona a quien creían su progenitor, padrastro o padre adoptivo. Pero en las narraciones, donde las personas establecían sus propias categorías, algunas decían que «no tenían padre» o «no tenían madre» o «no tenían familia». La posibilidad de ser re-
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chazado estaba tan en primer plano para quienes pensaban en salir del armario, que la aceptación a menudo se volvía una categoría residual que abarcaba desde la tolerancia renuente hasta la confirmación del amor y un orgullo positivo de ser gay. Entre los entrevistados, el peso simbólico otorgado al rechazo no guardaba relación con el número de los que efectivamente informaban de haber sido repudiados o rechazados al salir del armario. De 80 entrevistados, 27 (más o menos un tercio) contaron historias centradas en incidentes que calificaron de rechazo. 20 Pero la gran mayoría dijo haber tenido miedo a ser repudiado y perder la familia, aunque el rechazo no se hubiera producido. «No sé por qué pensé que me rechazarían -me dijo un hombre-, pero tenía un miedo de muerte.» Aquellos que veían a su familia hetero como una familia comprensiva me preguntaban a menudo por qué quería entrevistarles, dado que sus historias eran «aburridas» o no había «ninguna historia» que contar. Esas mismas personas solían ver su experiencia de salir del armario como algo excepcional. Entre los comentarios al margen estaban: «Tuve suerte. Mi hermano me apoyó mucho», y: «Bueno, no me repudiaron». Muchos de los que se reconocieron como homosexuales en la adolescencia tuvieron cuidado de hacerse independientes económicamente y de disponer de una residencia aparte antes de decírselo a sus padres, «por si acaso» (cfr. Fricke, 1981). Brian Rogers, un fotógrafo, decidió decírselo a sus padres cuando llevaba ya dos años viviendo fuera de Nueva Inglaterra, «porque si reaccionaban negativamente, no los necesitaba. Podía valerme por mí mismo. Supongo que tenía miedo de que me repudiasen o algo así. Por eso no iba a decírselo hasta que estuviese seguro de que podía mantenerme por mí mismo». Un hombre de unos cuarenta años recordaba cómo le había explicado a su madre que no se lo hubiera dicho antes: 20. Al seleccionar a los participantes traté conscientemente de que los avances de las historias sobre la salida del armario no tuviesen influencia sobre mi elección. Algunos de los entrevistados, desde luego, no se habían destapado ante ningún familiar de sangre o adoptivo. Cfr. Mendola (1980, p. 107): entre las parejas gays y lesbianas que entrevistó, el 40 por lOO informó que sus familiares los invitaban a sus reuniones; el36 por lOO no se había destapado ante sus padres; el21 por lOO dijo que sus padres «veían sus relaciones simplemente como la de dos amigos que vivían juntos sin ningún compromiso>>, y el 3 por 100 tenía padres que rechazaron unilateralmente ver a su hijo o hija y a su pareja.
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Ella me preguntó: «¿Cuándo lo supiste?». Y yo le contesté: «Üh, al final de la primaria. En el bachillerato ya lo era, sin duda». Y ella continuó: «¿Por qué no me le dijiste?». Y yo le respondí: «Bueno, es que estábamos en los sesenta; y aún hoy repudian a las personas, las expulsan de la casa, las internan, les dan electrochoques». Ella dijo: «Bueno, nunca hubiera reaccionado así». Y yo le repliqué: «Quién se lo dice a un a,&lolescente de quince años. La gente no suele decírselo a sus padres a esa edad ... Me dije: "No correré el riesgo de perderlo todo"».
Algunos de los que se destaparon ante sus padres en la adolescencia fueron sometidos a malos tratos verbales y físicos, además de los castigos casi estandarizados mencionados por el narrador. En opinión de la mayoría, el peligro de «perder el amor» igualaba e incluso sobrepasaba las posibles y devastadoras consecuencias materiales:
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En realidad, no salí del armario ni se lo dije a mis padres porque .. aún en su casa y los necesitaba ... Mientras nuestros padres no conozcifl ~ esa parte de mí, no me rechazarán ... Trabajaba desde los quince ai('!}' 4. ,. ' · en el delicatessen de mis padrinos, así que mi dependencia no era ecO;;. v~ 1 nómica. Era más bien una necesidad mental de quedarme y ser amado.·)"> .( \' . Jt, 0 /19
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Si estos relatos hacen a menudo corresponder «familia» y «amor», también hacen corresponder «repudio» y «odio» como sus contrarios: «Al dejar la casa, era por fin libre ... Así que pensé, bueno, mejor se lo digo antes de que alguien se lo cuente. No los necesito como medio de protección. Así que me imaginé el peor de mis miedos hecho realidad, que me repudiaban o me odiaban ... ». Aunque el repudio pertenece por definición a la relación entre padres e hijos y puede ser efectuada únicamente por los primeros, el rechazo tiene doble sentido. Algunos gays y lesbianas han rechazado a su padres al sufrir malos tratos, o cuando se han cansado de que les pidieran que cambiasen su preferencia sexual, o cuando han sentido que ya no los amaban por lo que «realmente» eran. «Supongo que si se lo decía [a mi madre], realmente la perdería», me dijo Jeanne Riley. Ella no quería que se lo dijese ... Para ella era una vergüenza social; y no quería lidiar con eso. No quería saber nada del asunto, de modo que
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si me quedaba tranquila y fingía no ser lo que era, estaba dispuesta a aceptarme ... Llevo tres años sin hablarle.
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En otra historia, los padres de una adolescente descubrieron una carta de la amante de ésta y le dejaron una nota escrita a máquina en la puerta de su habitación en la que decía que era una «perturbada mental». La mujer preparó sus cosas y se fue. La mayoría de las personas dan más tiempo a sus familiares para que se adapten. Pero si el rechazo se prolonga, y los familiares continúan «ignorando» su identidad o negándoles su amor, los gays a veces «no insisten más» y renuncian a sus familias hetero. Dado que en nuestra cultura el fingirse heterosexual va acompañado de una escisión del yo, las personas en proceso de salir del armario no sólo se preguntan: «¿Seguirán amándome?», sino también cuál es el yo al que dicen amar. ¿Seguirán los padres, hermanos, tíos, primos y abuelos amando a la persona después de conocer su realidad «verdadera», interior y esencial? El mandato de que el amor debe caracterizar las relaciones de parentesco puede convertir la salida del armario en un motivo suficiente para socavar las presunciones básicas sobre el carácter del parentesco y la permanencia de las relaciones consanguíneas. Mark Arnold, por ejemplo, llamó a su madre una noche para decirle que planeaba volver a «casa» de visita: Al día siguiente me llamó mi padre y me dijo: «Eres homosexual; estás enfermo y no quiero que vuelvas a casa ... ». Y colgó. Me dolió mucho. Me dejó como entumecido. Y me quedé entumecido por mucho tiempo. No éramos una familia muy unida, pero aun así, era una relación que me afectaba. Me sorprendió saber cuánto.
En la época en que casi todos los gays, y lesbianas estaban pensando en salir del armario, el amor incondicional en cuanto símbolo y sustancia del parentesco fue sometido a un intenso escrutinio por todos los que se consideraban homosexuales. La dinámica funcionaba hasta cierto punto incluso en aquellos que no pensaban que los repudiarían: «Mi familia no me induce a creer que me repudiarán. No son personas de ese tipo. No puedo imaginármelo. Aunque existe el riesgo de que lo hagan» [la cursiva es mía]. En las historias sobre la salida del armario, la terminología del parentesco servía muchas veces
para subrayar la continuidad del amor: «Te quiero. Soy tu madre», o bien: «Sigues siendo mi hermana». Sin embargo, aunque confirmasen el parentesco, tales declaraciones, implícitamente, dejaban de dar por sentado el viejo adagio de que la familia es eterna.
Locaciones discursivas Foucault (1978) ha descrito la producción histórica del discurso sobre la sexualidad dentro de los dominios especializados de la medicina, la psiquiatría, los tribunales y la confesión religiosa. Si bien la salida del armario ante los familiares mantiene la forma de la revelación, representa también la re-localización de ese discurso, al introducir la cuestión de la sexualidad en el dominio de la familia. Las historias de quienes se destaparon después de los sesenta muestran a menudo ese cambio. En esos relatos los familiares envían al protagonista al psiquiatra o a un preceptor religioso. Tras comprobar la satisfacción de la persona con su identidad sexual, el profesional la envía de vuelta a casa y llama a los padres o hermanos para aconsejarlos. Este divertido giro humorístico hace que el contexto apropiado para el discurso sobre la identidad sexual pase del confesionario o la consulta del terapeuta a la familia, donde se había intentado exorcizar originalmente el discurso de la sexualidad. En este rodeo hay una condena implícita de la represión institucionalizada de los homosexuales mediada por la medicina, la religión y el parentesco. 21 Los relatos de las conversaciones sobre sexo en el dominio de la familia hetero se centran en charlas entre risillas y susurros compartidas con primos o hermanos, junto con la proverbial conferencia sobre «las abejas y los pájaros», un eufemismo que elude el tema del sexo no procreativo (ya sea heterosexual u homosexual). La mayoría de los entrevistados afirmaron que sus padres rara vez hablaban de sexo, y muchos veían en ese silencio uno de los factores por los que dudaron en salir del armario. 21. Que esta reubicación no representa un proceso unidireccional de <> de la autoridad médica resulta obvio a la luz de la reformulación médica de la homosexualidad como reacción a la epidemia del sida (Altman, 1986; Epstein, 1988; Kyle, 1989; Watney, 1987).
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Resulta significativo que el discurso de la sexualidad que la revelación suscita dentro de las familias tenga mucho más que ver con el parentesco que con el sexo en sí. Hablar de sexualidad sin hablar de sexo es posible en parte porque en ese momento decisivo la homosexualidad se organiza en términos de identidad y no de actos (Foucault, 1978; Mclntosh, 1981; Weeks, 1977). En el centro de la revelación, está la reivindicación de una etiqueta destinada a reflejarse en toda la persona. Puede que en el curso de la revelación quien escucha pregunte: «¿Y qué es lo que haces exactamente?». Pero la persona en trance de salir del armario generalmente no se propone hablar de sus actividades sexuales. 22 Recuerdo que cuando me destapé ante mis padres, hace menos de dos años, estaba realmente preocupado porque creía [que iban a pensar] que salir del armario tenía que ver. .. sobre todo con el sexo, y que se sentirían incómodos. Y yo quería realmente destaparme, pero al mismo tiempo quería decirles que no teníamos que hablar de mi forma específica de hacer el amor, porque eso no forma parte de la salida del armario.
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La identidad lesbiana o gay se realiza tanto en el discurso como en el sentimiento y en los actos. «Mientras permanecía dentro de mí no era algo real», explicaba una mujer. En palabras de Tyrone Douglas: «Decirlo y destaparme ante mi familia fue en cierto modo como decírmelo a mí mismo». La revelación no es ya un mero asunto de producir verdades acerca del yo por medio de la confesión en el sentido foucaultiano, sino de establecer la identidad lesbiana o gay del ser como un «hecho» social. Lo dicho pertenece al área social, y exige atención, análisis y respuesta. El control está implícito en la caracterización misma de la revelación como una decisión, como si el sujeto tuviera poder para determinar qué saben los otros y las condiciones de este conocimiento. Para comentar esta suposición de que los individuos ejercen con-
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trol sobre su entorno, Jorge Quintana contó una historia sobre su anterior pareja: El padre de Guillermo murió, pero él no podía aceptar que hubiera muerto sin decírselo. Entonces su madre le dijo: «Mira. Has vivido con Jorge durante catorce años. Sabíamos que erais gays>>. Fue otro golpe para-él. Ya ve, y pensaba que debía mantenerlo en secreto.
La moraleja de esta historia es que el ocultamiento ofrece sólo un control ilusorio y probablemente inadecuado para evitar que los otros filtren la identidad sexual de la persona a través de su noción de la homosexualidad como una desviación. 23 Los gays y las lesbianas están más que acostumbrados a los estereotipos sobre la homosexualidad, y han tenido que enfrentarse con muchos de ellos en el proceso de declarar su identidad. La salida del armario, tal como la caracterizó una mujer, es «como decirle a alguien a la cara que eres la escoria de la sociedad». Pero al intentar moldear y dirigir este discurso las personas desafiaban el retrato de la homosexualidad como un pecado, una enfermedad o una «fase». El objetivo era alcanzar cierto grado de autoderminación a través de la autodefinición. En los años ochenta, la satisfacción con la identidad lesbiana o gay y la falta de todo deseo de cambio devinieron requisitos previos de la revelación ante los otros. «Tengo que aceptarme yo mismo antes de hablarles -explicaba un hombre- para que no tengan otra opción que aceptarme.» Las personas aplicaban el criterio de la autoaceptación para distinguir entre el modo religioso y otros modos de «decir la verdad». Harold Sanders ofrecía un ejemplo de cómo no decírselo a sus propios hijos: Una vez, al salir de Nueva York, tuve lo que se llama una «conversión moral>>. Les conté lo perverso que había sido. Ésa no es realmente una conversación de destape. Pienso que nunca tuve con ellos la conversa-
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22. Esta regla parecía ser válida tanto si los individuos consideraban la sexualidad como la diferencia simple y casi trivial que separaba a los gays de los heterosexuales (cfr. Bell y Weinberg 1978), como si creían que determinados actos sexuales eran algunas de las pocas cosas que compartían los dos «mundos» estructuralmente diferentes de lo he tero y lo gay.
23. Cfr. Elisabeth Craigin (1975, p. 50), que escribía en los años treinta y tenía un concepto esencialmente positivo de su relación sexual con otra mujer: <>.
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ción que merecían: decirles quién soy en un momento en que me sintiera bien conmigo mismo. La mayoría de las personas preferían revelar su identidad cara a cara, pues sentían que ese modo manifestaban honestidad, coraje y franqueza. 24 Al impedir a sus familiares que se olvidaran de los tópicos, abrían también un importante fórum para reformular las interpretaciones sobre la identidad gay, en contraste con lo que sucedía cuando la revelación tenía lugar de una persona a otra: el chismorreo, los rumores y las insinuaciones consustanciales al secreto hacían mucho más difícil confrontar los supuestos heterosexistas. En lugar de verse como víctimas seguras del rechazo, la mayoría de las personas trataban de llevar a sus familiares por el camino de la aceptación, rebatiendo las nociones negativas sobre lo que significa ser lesbiana o gay. La idea de acercarse a alguien y decirle directamente: «Hola, soy gay», sin mayor planificación, provoca risas en la audiencia homosexual. «El problema no era decírselo [a mi madre] -me dijo Simon Suh- sino cómo decírselo de un modo apropiado. No se trataba de soltarlo sin más.» En vista de la amplia condena de la homosexualidad en Estados Unidos, salir del armario de un modo «correcto» significaba convencer a los familiares de que la homosexualidad no era «culpa» de uno, refutar la noción de que se tendría una vida solitaria o trágica y situar la identidad gay en el contexto de la amistad, de la «comunidad», de las familias que elegimos.
Asumir la propia identidad, decir el parentesco He visto a algunas personas con gran facilidad de palabra quedarse mudas al topar con lo que consideran típicas objeciones heterosexuales a la salida del armario: «¿Por qué tienes que hablar de eso? Es algo íntimo. ¿Por qué alardear de ello?». La mediación simbólica de la sexualidad a través del parentesco en Estados Unidos es uno de los 24. Véase, sin embargo, Umans (1988) para citas de cartas que refieren la salida del armario, algunas dirigidas a los padres.
factores que explican por qué las lesbianas y los gays no pueden confinar su identidad sexual al dormitorio, y por qué rechazan la acusación de que la salida del armario sea un exhibicionismo sexual que viole los límites establecidos entre el dominio público y el privado. Porque si bien el sexo no es un tema de discusión diario en los trabajos, las es.cuelas, las iglesias y las sinagogas, las referencias al parentesco sí son omnipresentes. «¿Qué tal tu esposo?» «¿Qué hiciste el fin de semana (con quién lo pasaste)?» «¿Estás casado?» «¿Dónde pasas las vacaciones?» Son preguntas comunes que surgen en las charlas entre personas que quizá apenas se conocen. Cada vez que a una lesbiana o un gay le hacen una pregunta así debe decidir hasta qué punto quiere dar a conocer su identidad sexual. Implícitamente, esas preguntas exigen a los homosexuales que revelen sus relaciones con sus parejas, amigos, hijos y todos aquellos a quienes consideran parientes, lo que a su vez supone cuestionar las nociones legalistas y biogenéticas del significado del parentesco. Dado que la sexualidad pone a las personas en relación, sus implicaciones no permanecen nunca dentro de los límites de la identidad o de alguna esfera ideal privada. El vínculo con la pareja y otras formas del parentesco gay incrementan la dificultad y la tensión que supone permanecer oculto. «¿Sabes qué es lo más horrible?», me comentó una amiga a la que conocí durante el trabajo de campo, y continuó: El Día de San Valentín. No hay nada peor que eso. Porque es algo así como: «Bien, ¿qué tengo para San Valentín? Fulano me ha enviado una postal». Y aquí Toni quizá me compre flores; ya me compró un regalo ... Me dijeron: «Siempre estás de buen humor, Martha». Tenía ganas de decirles: «Es porque estoy enamorada». Pero nunca podré decírselo [a mis compañeros de trabajo]. Nunca. Aun cuando sepan que una persona es homosexual, puede que sus familiares y conocidos urdan un pesado silencio y eviten hacer las preguntas «personales» que normalmente le harían a otra persona. Si bien algunos en el Área de la Bahía creían que destaparse ante los conocidos no merecía el riesgo o los problemas que traería consigo, casi todos pensaban.que era conveniente hacerlo ante los familiares. Incluso aquellos que con los años habían reducido los con-
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tactos con sus familiares tenían este deseo de decírselo, al menos a sus padres y hermanos. Pero el requisito de la honestidad es aplicable a cualquier relación valiosa, sea o no de parentesco. ¿Por qué deberían verse las relaciones de sangre como una excepción? Dado que representa el pasado, la familia hetera -como un grupo de amigos de antes de la salida del armario- constituye la mejor audiencia y la más crítica. Una lesbiana que se ha reconocido como tal y que se dispone a revelarlo a otros, restablece su identidad con respecto al nuevo conjunto de relaciones, por lo general reestructurando el «yo» autobiográfico como la historia de un yo lesbiana esencial y eterno (Frye, 1980; T. S. Weinberg, 1978). Los familiares que la conocieron «antes» tienen el poder de confirmar o cuestionar esa reconstrucción autobiográfica que muestra su identidad homosexual como algo que siempre estuvo allí, pero que no había sido descubierto hasta más adelante. Y lo que es quizá más importante: salir del armario ante los familiares de sangre ofrece la oportunidad única de clarificar las relaciones de parentesco. Si la pérdida del amor -y con él del parentesco- representaba el mayor temor para la mayoría de los que pensaban destaparse, sus mayores esperanzas se centraban en lograr el reconocimiento para las familias que habían elegido. El momento de la revelación aparecía retrospectivamente como un primer paso para la integración de las familias hetera con las gays, que son las que uno mismo elige. En este sentido, la salida del armario tiene que ver tanto con madurar y crear lazos de familia como con lo que las personas «hacen en la cama». En aquellos que no se habían casado, la salida del armario funcionaba a veces como una declaración de independencia y madurez. 25 En la medida en que la revelación equivalía para las personas a «ser ellos' mismos», la salida del armariFrcompartía con la maduración el sentido de ser un enfrentamiento pefsonal con la sociedad, en el que un individuo va desarrollando una personalidad única a medida que aprende a «hacerse cargo» de su vida. «¿Qué quieres decir cuando
25. Cfr. Herdt (1989), quien arguye que con el descenso en las áreas urbanas de la edad en que con más frecuencia se declara la homosexualidad, los jóvenes gays y lesbianas tienen más probabilidades de experimentar a la vez los problemas de la adolescencia y los de la salida del armario.
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afirmas que destaparte te permite ser tú misma?», le pregunté a una lesbiana en un club nocturno. Me respondió: «Si tengo ganas de hacer una cosa, la hago». El vínculo entre la vindicación de una identidad sexual definida e independiente y la búsqueda de reconocimiento como adulto quedaba simbolizado quizá por la historia de la mujer que se destapó ante su madre en un bar después de haber tomado unos tragos para celebrar su veintiún cumpleaños. El reconocimiento de la homosexualidad en un niño puede ir acompañado por la conciencia de que lo que está en juego es la transición a un estado de completa madurez. En mi familia -explica Sean O'Brien-, hay de hecho toda una historia que suelo contar a la gente. Mi hermana Sharon, la mayor, se casó a los dieciocho años con un hombre negro. Y las irlandesas católicas del Bronx no se casan con hombres negros. Y cuando le dije a mi madre que era gay, ella inmediatamente lo relacionó con el hecho de que mi hermana se hubiera casado con William. Dijo: «Cuando Sharon se casó con William, comprendí que no podría controlarlos. Que cada uno encontraría el amor donde pudiese y que no tendría poder sobre ello. Y lo acepto. Y os sigo queriendo.
Dado que la personas en Estados Unidos se consideran a sí mismas entidades autónomas, la redefinición del yo se vuelve algo que debe realizarse en un aislamiento relativo, antes de ser comunicado a otros. Las historias contadas por los que salieron del armario al final de la adolescencia o al principio de los veinte refieren a menudo el abandono del hogar de los padres más o menos por la misma época en que adoptaron la identidad gay o lesbiana. La procedencia de clase influía también sobre el nuevo destino: unos se iban al ejército, otros a residencias de estudiantes y otros vivían en la calle. Pero tanto si se trasladaban tres manzanas más allá, como si cambiaban de condado o atravesaban el continente, solían describirlo como un intento de ganar independencia distanciándose de los familiares de sangre. Barry Isaacs, por ejemplo, creía que el traslado le facilitó «llegar a un acuerdo» con su identidad: «No estaba en mi ciudad natal. Podía hacer o ser lo que se me antojase». Otros, sin embargo, experimentaron el abandono del hogar más como un obstáculo que como una ayuda para salir del armario. Según la visión que una mujer tenía de la «cultura
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latina», abandonar el hogar podía significar dejar atrás la familia, lo que en su opinión podía escindir la conciencia de una latina. En ciertos casos, tanto los padres como sus hijos adultos parecían ver la salida del armario como un intento de reestructurar el poder en la relación con su familia. Richie Kaplan comentaba: «Por un lado, mi madre diría: "¿Quién te ha inducido a ser lesbiana", y, por otro, yo tengo una voluntad de hierro que no cede. Lo que significa: no voy a escucharla, ya que no quiere que sea homosexual». Culpar a otros familiares por «provocar» que alguien asuma la homosexualidad -achacándolo por lo general a un fallo en su educación- es otra forma de negar a la persona el estatus de adulta, dando por sentado que el control sobre su autodefinición es siempre externo. Un padre sostiene que su hijo «se ha vuelto» gay porque su esposa trabaja; una hermana recuerda que su hermano nunca se llevó bien con su padre; una madre se culpa a sí misma porque su segundo esposo pegaba a sus hijos; un hermano cree que su hermana nunca hubiera sido lesbiana si sus padres no se hubieran divorciado. Todos estos argumentos revelan la influencia de teorías ya desacreditadas que postulaban etiologías universales -aunque contradictorias- de la homosexualidad. Pero los familiares se adhieren a ellas porque el poder de hacer supone el poder de deshacer. Charlyne Harris, una mujer negra de veintitantos años, dijo que su madre consideraba la homosexualidad un pecado: Hablé c"on ella hace una semana. Me dijo: «¿Todavía andas metida en eso?» (risas). Y yo le pregunté: «¿En qué?». Y ella respondió: «Ya sabes: ¿andas aún tonteando por ahí con mujeres?». Y yo le dije: «Pues claro». Y ella apostilló: «Oh, sólo quería saberlo» ... Lo pregunta para ver si un día le digo: «No». Porque también es duro para ella.
La afirmación de que alguien no es «realmente» gay niega implícitamente madurez a la persona, en una sociedad en la que se supone que los hijos «no saben lo que quieren». La relación entre la salida del armario y la validación de la madurez parece tener menos que ver con la edad cronológica que con los supuestos culturales que la definen en relación con el matrimonio. Dick Maynes, un hombre blanco de sesenta y tres años que nunca se había casado, perdió un empleo prestigioso y bien remunerado des-
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pués de comunicarle a su jefe que era homosexual. Se lo había dicho a su madre en una carta un año antes de ser entrevistado: No era para machacarle en la cabeza con lo de ser gay, sino más bien para reafirmar mi identidad como adulto. Y recibí una carta suya realmente asquerosa. Cuando pienso en ello ahora, pienso que me respondió algo así como: «¿Cómo te atreves a madurar, a escapar de mi control?». Así que le contesté diciéndole en esencia: «Me he convertido en un hombre fuerte, he pasado por mi propio infierno. Y si no vas a tratarme en consonancia, entonces mejor que no tengamos nada que ver el uno con el otro».
Stephen Richter, un hombre blanco de cincuenta años, dijo a sus padres que era homosexual después de llevar viviendo solo diez años. Según describe Stephen, el padre lo llamó «consentido» y trajo a colación el asunto del sustento económico para subrayar la posición de Stephen como hijo: Su carta era la de un padre que le recuerda a su hijo que lo ha mimado demasiado y le ha dado todo. Nunca tuve que preocuparme por tener un techo sobre mi cabeza ni el estómago lleno, etc., etc., etc. Nunca se metió con mi estilo de vida ni vigiló a mis amigos. Bueno, por supuesto que nunca conoció a ninguno de ellos, pero esas fueron las frases que empleó. Así que le escribí diciéndole: «Sí, soy homosexual, de eso no hay duda. Pero nunca te he dado motivo de queja. Me mantengo desde que tengo dieciocho años. Soy una buena persona, o creo serlo». En esa época era todavía un poco patriótico, así que añadí: «Y un buen ciudadano».
Dado que los familiares hetero suelen suponer que las lesbianas y los gays no declarados son solteros, puede que permanezcan ajenos a muchas de las relaciones serias que mantienen sus familiares homosexuales. «No lo comprendí hasta que me destapé ante mis padres -me dijo Louise Romero-. De pronto ya no soporté tener que ocultarlo. Me dije: Dios mío, no quiero tener que ocultar siempre mi relación con esta mujer.» Esto explica por qué muchas personas esperaban para hacer la revelación que tuviesen una pareja o hubieran decidido emprender una copaternidad, o se topasen con una crisis en el seno de una familia de amigos.
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En un intento similar por esclarecer las relaciones de parentesco, algunas personas declaraban su homosexualidad ante sus padres cuando aún eran solteras, para dejar sentado que no pensaban formar una familia al modo tradicional. Kevin Jones lo analizaba así: «Al menos si les digo exactamente quién soy no tendrán ninguna expectativa ni aspiración con respecto a que me case y tenga hijos, etc.». Otros gays y lesbianas solteros describieron cómo habían llevado a amigos y otras personas a quienes consideraban su familia de elección a conocer a sus familiares hetero o adoptivos. Pero otros, cuando se les preguntaba si se habían destapado ante sus padres u otros familiares hetero, respondían: «No. Bueno, dése cuenta, yo nunca he tenido una relación seria ... ». Otra persona explicaba así su decisión de posponer la salida del armario: «No he vivido con nadie, y no ha habido nadie permanente en mi vida; ninguna relación. Siendo así, tengo que pensarlo». Andy Wentworth sentía que la relación con su madre se estaba deteriorando irremisiblemente. Ella sabía de su trabajo como carpintero, que consideraba como un retroceso en el mundo social, pero nada sobre su feliz relación de cinco años con otro hombre. «Ella cree que mi vida no va a ninguna parte -exclamó Andy-, ¡pero en el aspecto emocional ha sido un éxito!» Si Andy le dijese a su madre que es homosexual, le estaría notificando que su familia hetero ya no es el eje principal de su lealtad y su amor. Y su esperanza es no sólo fortalecer la relación con ella, sino lograr que reconozca el vínculo que lo une con su pareja y con sus otros amigos íntimos.
Elección y rechazo La práctica históricamente reciente de asumir la homosexualidad ante los familiares consanguíneos introdujo un nuevo discurso de la sexualidad en el ámbito de la familia, que puso de relieve las nociones sobre el parentesco que impregnan los criterios contemporáneos sobre de la identidad sexual. En una época en que casi todas las lesbianas y los gays estaban pensando en comunicar su homosexualidad a sus familiares biológicos, muchos en el Área de la Bahía llegaron a la conclusión tácita de que eran más bien los elementos de elegibilidad,
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y no los de inevitabilidad, los que aseguraban la permanencia de los lazos de sangre. El temor a perder a los familiares tenía tanto poder como la experiencia real del repudio para erosionar su fe en la permanencia y amor incondicional atribuidos generalmente a esos vínculos. La salida del armario devino un proceso destinado a desvelar la «verdad» de las relaciones de parentesco. Dtt:do que las reacciones positivas ante la revelación confirmaban el parentesco amenazado (al menos momentáneamente), introducían de un modo silencioso la elección en el concepto de la familia consanguínea. Una vez sujetos a elección, los lazos de sangre se igualaban a los vínculos eróticos y de amistad como cosas «por las que hay que trabajar» y «por las que hay luchar», en lugar de cosas que se dan por sentado. Los familiares comprensivos descritos en las historias de salidas del armario arguyen que «la sangre es la sangre», ofrecen confirmaciones de su amor y se dirigen a sus familiares gays usando la terminología del parentesco. Si en el relato se produce una ruptura con algún un familiar biológico, lo más probable es que ambas partes hablen de una relación «perdida»; metáfora que deja la puerta abierta para la reanudación en algún momento futuro. Aun cuando los padres repudian a un hijo, puede que accedan a reanudar el parentesco en caso de que el hijo adopte la heterosexualidad. La retórica de lo perdido y reencontrado expresa la elección hecha: mantener el vínculo, romperlo y tal vez reanudarlo. Como en el caso de las relaciones eróticas, los vínculos simbolizados por la sangre son perecederos precisamente porque se perpetúan por elección y no como algo «naturalmente» dado. Hay siempre un grado de elección en la decisión de considerar (o no) a alguien pariente. Lo sepan o no, las personas crean sus «árboles genealógicos» distribuyendo a los familiares a lo largo de un eje definido según su cercanía o lejanía (Schneider, 1968). Después de asumirse como homosexuales, por ejemplo, algunas personas dicen haber sometido la familia de sangre a un nuevo escrutinio en busca de relaciones gays. Las tías-abuelas, los primos expulsados en algún momento y los familiares de sangre considerados genética o emocionalmente ajenos según un concepto del parentesco centrado en el ego de repente adquieren prominencia como posibles antepasados gays. En gran medida, estas generalizaciones sobre la elección son iguales entre los gays y los heterosexuales del Área de la Bahía. Las
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interpretación homosexual del parentesco no cuestiona la creencia de que existe una pauta biogenética indeleble en alguna parte, que una persona corriente quizá no podría seguir, pero un antropólogo sí. Sus ideas sobre la familia biológica o hetero se basan en las nociones tradicionales sobre la sangre y el amor como fundamentos simbólicos del parentesco, e incorporan las imágenes de las raíces y los genes, metáforas clave del parentesco en Estados Unidos. Mientras que el significado de una categoría como el amor cambiaba contextualmente a medida que los individuos la ponían en relación con otros aspectos de su identidad (por ejemplo, su origen étnico), la posibilidad de una traición nacida del rechazo mutuo o unilateral tras la revelación no podía sino suscitar el espectro de los lazos de parentesco rotos. Desde luego, los heterosexuales también podían ser repudiados. Pero cuando las personas hetero eran rechazadas por sus familiares· ese rechazo tenía una razón específica. Por lo general, era una respuesta a un acto, y no a un componente fundamental de su ser. Las lesbianas y los gays, por el contrario, veían el rechazo como una posibilidad siempre latente, debido a que habían asumido una identidad sexual estigmatizada. Para los homosexuales, lo biológico y lo electivo devinieron ideológicamente relevantes como categorías estructuradoras del parentesco a través la experiencia viva de decidir si declaraban su homosexualidad o permanecían ocultos. O, dicho de otro modo: la experiencia de sopesar la revelación y encarar las consecuencias potencialmente devastadoras del rechazo añadió, para los homosexuales, nuevos matices al significado de estos constituyentes simbólicos del parentesco. Aunque las personas del Área de la Bahía no veían la sangre, la elección o la creación de símbolos como lo haría un antropólogo, la revelación tendía a poner la «elección» en el centro de atención y a hacerla resaltar en cuanto faceta importante de las relaciones de parentesco existentes en la naturaleza y en lo biológico. No resulta por tanto una casualidad que lo electivo se convirtiese en el principio organizador de las familias gays, o que éstas, al emerger, fueran también llamadas «las familias que elegimos». 26 La mayoría de las lesbianas y los gays sufrían inicialmente un 26. Algo reforzado, sin duda, por la larga historia norteamericana de polarización entre la <> y el determinismo.
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choque al darse cuenta de que la herencia genética, el amor y el parentesco no eran «aliados» naturales. Aunque la alienación permanente con respecto a los familiares biológicos o adoptivos es más la excepción que la regla, cualquier recopilación de historias sobre la salida del armario podrá atestiguar las heridas infligidas por frases como: <
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¿Hay realmente una realidad en tu interior? Si la hay dentro de mí, debe de haberla dentro de ti. En lugar de separarnos, juntémonos para traerla a la luz. 1
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DOROTHY BOLDEN
En Nobody Speaksfor Me!, de Nancy Seifer
La historias sobre la salida del armario constituyen un momento autobiográfico específico dentro de lo que Alfred Kazin ( 1979) ha llamado «la épica de una lucha personal; más bien una situación que una trama». Tanto en los relatos orales como en los escritos predomina un esquema: después de una larga odisea que lleva al reconocimiento de la identidad homosexual (que con frecuencia tiene lugar en un gran aislamiento), el protagonista se propone lograr cierto grado de comprensión ante la sociedad hetero representada por sus familiares de sangre o adoptivos. 1 Las partes de los relatos que describen los cambios en la identidad sexual y aquellas que narran la revelación ante los otros plantean dos problemas de organización bien distintos: «¿Quién soy?», se pregunta el protagonista en el primer caso, mientras que en el segundo tal vez entone esta jeremiada: «¿Hasta cuándo, dios mío? ¿Hasta cuándo?». Por muy bien que la lesbiana o el gay haya planeado el momento de la revelación, deberá enfrentar la posibilidad de un rechazo al tiempo que mantiene la esperanza de librarse del heterosexismo y encontrar un nicho de aceptación en tierra enemiga. En lugar de ser la crónica de un simple intercambio de información, las historias sobre la salida del armario ante los otros dan cuenl. Cfr. el análisis que hace Zimmerman (1983) de las similitudes entre la novela lesbiana del desarrollo y el Bildungsroman. Ambas refieren el ingreso del protagonista en el estado de adulto y la consiguiente confrontación con un mundo hostil: el paso de lo individual a lo social.
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ta del suspense que se crea cuando el protagonista pone prueba el vínculo social establecido al revelar su identidad sexual. La mayor parte de las veces ese vínculo incluye las relaciones de parentesco. Los relatos suelen condensar una serie de eventos en un único momento de verdad en que los familiares de sangre o bien renuevan los lazos familiares, o bien los rompen. Con independencia del resultado, ambas partes aceptan su vínculo biogenético como algo dado y continúan viéndolo como un «hecho natural». Al mismo tiempo, sin embargo, el temor a ser repudiado, que tan a menudo acompaña la revelación, tiene poder para separar el vínculo social del parentesco de la relación genética. En el contexto específico de la salida del armario, los lazos consanguíneos pueden reducirse conceptualmente a una mera sustancia material de escasa influencia sobre el parentesco futuro, cuya durabilidad debe establecerse en la práctica mediante afirmaciones verbales y signos de amor. El drama y la expectativa emocional penden del enigma irresuelto de si la solidaridad perdurará una vez cuestionado el carácter familiar del vínculo. Las historias sobre la salida del armario se parecen más a crónicas de viaje sobre lo que significa revelar la identidad homosexual que a muestras de comportamiento ejemplar o guías para quienes están pensando en salir del armario. No hay tampoco un grupo específico de personas que se dedique a contar esas historias. Si bien a veces en el curso de un relato las personas vinculan la identidad sexual al sexo, la raza, la edad, la clase, la religión o el origen étnico, la salida del armario es una de las pocas experiencias que atraviesan todas las identidades. Aunque las personas contaban sus relatos en diferentes contextos, generalmente los compartían sólo con otros gays y lesbianas. En las conversaciones informales, el relato de la salida del armario surgía al conocer a un nuevo amigo o amante, o bien como una manera de vindicar la pertenencia a la «comunidad» (cfr. Frye, 1980). De acuerdo con el concepto esencialista y autorreferencial de la identidad en Estados Unidos, se esperaba que cada persona tuviera su propia historia. El narrador representaba a todas las lesbianas y gays sólo en el sentido de que todo homosexual debe encarar la decisión de revelar una identidad sexual estigmatizada ante unos otros potencialmente antagónicos. Aunque muchos, tras la revelación, habían sido aceptados por
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sus familiares hetera, las experiencias positivas solían resumirse con frases breves: «Mis padres reaccionaron bien». En contraste con ello, los relatos más elaborados referían experiencias de hostilidad, incomprensión y rechazo. La tensión dramática contenida en esas historias estaba en consonancia con el nerviosismo y la aprehensión experimentada por quienes se disponían a destaparse ante un fami... liar en particular. Parados antes las puertas gemelas de la aceptación y el rechazo, dudaban, preguntándose quién aparecería, si la Dama o el Tigre. En la mayoría de los casos, los relatos sobre la salida del armario superan la épica de levantarse y luchar contra la adversidad que impera en la sociedad heterosexista. El protagonista aparece como un figura heroica con una misión definida: demostrar la continuidad del ser para garantizar la continuidad del parentesco. Siendo la posible ruptura de ésta última el principal problema que se afrontaba al salir del armario, el establecimiento de un ser coherente -minimizando al mismo tiempo la novedad de la identidad gay- resultaba la estrategia más apropiada para mantener la relación biológica en cuanto vínculo de parentesco. En una sociedad en que se presupone la heterosexualidad, y en que la procreación es el marco más asequible para configurar las relaciones familiares, la homosexualidad aparecía como un cambio de identidad; como una desviación de la norma. La primera reacción de un familiar consistía, con frecuencia, en cuestionar este «cambio». ¿No se trataría de un autoengaño? ¿De una «fase»? La persona solía responder presentando la homosexualidad como una identidad esencial, como algo que siempre había estado allí pero que sólo desde hacía poco había sido reconocido, y que daba sentido a experiencias anteriores, haciendo que encajasen como las piezas de un puzzle. Dado que actualmente se ve la homosexualidad en Estados Unidos casi unánimemente como una identidad que ocupa todo el ser (y no como una actividad en que cualquiera puede participar), resulta fácil para una persona argumentar la coherencia aduciendo que siempre había sido homosexual. Lo cual no impide que algunas personas considerasen su homosexualidad más como una decisión que como un descubrimiento. Otros muchos describían la salida del armario como un proceso q~e había modificado o transformado la percepción que tenían de sí.
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Pero en el caso de la salida del armario ante los familiares, la argumentación de la continuidad del ser servía para contrarrestar la suposición de que ser homosexual convertía a la persona en algo extraño, anormal o monstruoso. Como contó Kevin Jones: «Más tarde les dije [a mis padres]: "Sigo siendo la misma persona. Sigo midiendo 1,60". Sigo siendo negro y pesando 80 kilos. No he cambiado en absoluto. Así que no tienen por qué actuar de un modo diferente, porque yo no he cambiado"». Afirmar la coherencia es negar la diferencia de especie; es reclamar un lugar en el parentesco como hijo de unos padres. Hay indicios de que la continuidad biográfica puede resultar igualmente importante en el caso de un familiar consanguíneo que trata de aceptar la identidad sexual de otro. Carolyn Griffin ( 1986, p. 16) halló que los padres «comprensivos» «informaban a menudo de haberse dado cuenta en un momento dado de que ese hijo suyo etiquetado como "marginado social" era el mismo que habían tenido en sus brazos cuando niño». La frase: «Sigues siendo tú», en respuesta a una lesbiana o un gay que revelaban su identidad sexual, se convirtió en una prueba de aceptación. Comenta Margie Jamison: Nunca he podido entender cómo puede decir la gente: «Éste es mi hijo. Tú ya no eres mi hijo», o: «Ésta es mi hija. Tú ya no eres mi hija. ¡Sabes muy bien lo que ha pasado!». ¡No ha pasado nada! ¡No ha cambiado nada! Eso es lo que nunca he podido entender. Sigo siendo yo. No me he convertido en un monstruo. No me he vuelto ninguna otra cosa. Y ahí está el quid del asunto: que no me convertido en otra cosa, sino que he sido siempre la misma.
La insistencia en ser siempre la «misma persona» que expresan esas sinceras pero estandarizadas declaraciones proviene de la convicción cultural profunda de que la personalidad tiene que ver con el ser y no con el actuar. Con la continuidad, y no con la transformación. 2 En una situación en que la substancia compartida simbolizada por la sangre ya no resultaba suficiente para garantizar el parentesco, la revelación ante los familiares tenía a menudo el objetivo de generar signos que confirmasen los lazos de familia. Pero para minimizar toda posible 2. Sobre la creación de la coherencia en la presentación de la personalidad, con autobiografía incluida, véase Martin, 1988.
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causa de cambio en nuestra relación tengo que demostrar primero que el «yo» que tú amas sigue siendo el mismo. Gina Pellegrini nació en 1959 en el seno de una familia ítalonorteamericana de la Costa Este. Su padre trabajaba como músico, y su madre realizó diversos trabajos dentro de la industria de los servicios. A los quince o dieciséis años, Gina tenía una pareja estable de su misma ;dad. Y aunque les reveló a los padres de ésta que era homosexual tras unos meses, nunca se decidió a hablar a sus propios padres de su homosexualidad o la de su pareja: Tuve una pelea con mi padrastro y me echó. Me mandó de vuelta a casa de mi padre, de plano.* Así fue. Y entonces tuve una pelea con mi padre porque ... no le gustaba la gente con que yo andaba ... Entonces, después de eso, mi madre me tomó bajo su custodia de nuevo, y descubrió que era gay. Y comenzó a enviarme a distintos sitios. Primero estuve con una familia de acogida. Pero me echaron porque descubrieron que era gay. Y luego fui a ... oh, después me pusieron en un hogar para señoritas. Y también me echaron, no recuerdo por qué. Bueno, es que era un hogar para señoritas, y había unas quince chicas jóvenes. Y pensaron que sería... «perjudicial», fue la palabra que emplearon. La verdad es que no sabían cómo lidiar con eso.
Demasiado a menudo, al analizar el cambio de identidad y las nociones tradicionales del ser, se ignora el aspecto material de las relaciones de parentesco. La historia de Gina pone de relieve la precaria posición económica y legal de las personas que salen del armario siendo menores de edad. A pesar de haberlo hecho lo mejor que supo, esta joven no pudo impedir que sus padres la echaran y que la dejaran arrastrarse de una institución a otra. Aunque Gina se describió a sí misma como una persona activa, comprometida y dispuesta a luchar, debido a su edad eran sus padres quienes controlaban la situación. Finalmente, los llevó a juicio y logró que la declarasen «menor emancipada», un estatus legal que le permite vivir de forma independiente y determinar su lugar de residencia. Los padres de Gina «descubrieron» su homosexualidad, en lugar de permitirle tomar la iniciativa y revelárselo. Como en muchas otras
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<> traduce la frase inglesa loe k, stock and barre/, lingüísticamente más rica. (N. del T)
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historias sobre la salida del armario, fueron sus familiares (tanto de sangre como adoptivos) los causantes de la ruptura del parentesco: su padrastro acabó la discusión echándola de la casa y su madre recurrió a las autoridades estatales. La paradoja de que la enviasen a una institución exclusivamente femenina no pasó inadvertida para Gina, pero estaba oscurecida por el dolor y la ira. Gina describió su homosexualidad como algo perenne y esencial. Dijo: «Yo era gay», y no: «Decidí serlo», o: «Reconocí que lo era». En su caso, no se trataba de establecer una historia personal coherente, en parte porque nunca cuestionó la idea que tenían sus padres de lo que significaba ser gay, ni les pidió que reconsiderasen la ruptura de la relación. El estilo periodístico de su relato («Hice esto, luego hice esto otro, luego sucedió tal cosa ... ») describía los acontecimientos en una forma abreviada que no era usual. Antes de la entrevista, Gina había dicho que esas experiencias le resultaban muy difíciles de analizar. En su caso, la falta de elaboración demostraba el profundo impacto emocional que le había causado la expulsión. En las reuniones sociales en que se contaban historias de salidas del armario, este tipo de relato representaba el cuento moralizante sobre el rechazo y advertía a los oyentes sobre la ruptura que la revelación podía producir en las relaciones de sangre o adoptivas. La intensidad de la ruptura de Gina con sus padres se hacía patente en el giro: «de plano». No quedaba claro en su relato -ni estaba claro en la mente de Gina, tampoco- si continuaba viendo a sus padres como su familia después de la ruptura o si consideraba que ésta significó el final de su relación con ellos. La homosexualidad de Scott MacFarland también se hizo evidente para su madre cuando estaba en el bachillerato. Aunque llevaba viviendo más de diez años en el Área de la Bahía, Scott nació y se crió en un pequeño pueblo de los Apalaches. Su padre había muerto cuando era niño. Scott, un hombre de raza blanca de treinta años, se identificaba más con su origen sureño que con cualquier otra denominación racial o étnica. Nos sentamos varias horas en mi cocina intercambiando anécdotas sobre nuestra experiencia al salir del armario. Si el magnetófono no hubiera estado grabando, probablemente no hubiéramos tomado nuestro encuentro por una entrevista:
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Un día falté a la escuela y me fui al hospital de enfermos mentales de la localidad. Tenía que hablar con alguien para que me ayudara. El verdadero problema radicaba en aquella deprimente situación familiar. Pero yo no lo sabía. Sólo pensé ... todo se había vuelto confuso y pensé, bueno, lo mejor que puedo hacer para sentirme bien conmigo mismo es enfrentarme con esto de ser gay. Para lo cual no tenía palabras todavía. Por eso me fui al hospital. En ese momento, estaba en el bachillerato. Traté de hablar con ellos y me dejaron allí esperando durante cuatro horas. Entonces la recepcionista -nunca pasé de la recepción- salió y me dijo: «Tienes que traer a tu madre para poder hablar contigo». Fue algo terrible. Y después de aquello ya no podía volver a la escuela. Tuve la impresión de que era la más rusa de mis tardes. En las novelas rusas los rusos caminan por los puentes, por todos esos puentes que hay en Moscú. Recuerdo que me pasé todo el día yendo de un puente a otro, río arriba y luego al revés ... Cuando volví a casa esa noche, por supuesto, ya habían llamado a mi madre para decirle que no había ido a la escuela, así que estaba histérica ... Me arrastró por toda la casa, dándome bofetadas, etc., y cuando finalmente le dije para qué había ido [al hospital] me dijo que mejor que estuviera muerto. Me lo explicó con todo detalle. Estaba desesperado. Ya en ese momento estaba desesperado. Pensé: bien, no puedo encontrar ayuda en el hospital, ni tampoco puedo soportar esta situación. Así que pensé: bueno, voy a hacer un intento de suicidio, y ya veremos qué sale de eso. Y recuerdo que pensé que si me tomaba un puñado de pastillas alguien tendría que ayudarme, alguien tendría que liberarme de esa situación horrible. Así que eso fue lo que hice. Me tomé un puñado de pastillas. No tengo ni idea de lo que eran. Y me tomé algunos frascos de yodo que encontré ... Y le dije a mi madre lo que había hecho. Y entonces ella me dijo: «Bueno, espero que me hayas dejado alguno». Ésa fue su única respuesta. Y yo le dije: «Pues, no» (risas). Y pensé: «Bueno, se acabó. Pensé .que encontraría ayuda y el resultado será que me voy a morir. Subí y me acosté en la cama». Desperté tres días más tarde ... Me sentía débil y tenía la mente . confusa. Pero la cosa era que mi madre se había levantado al día siguiente y dado órdenes de que nadie me molestase. Y luego se llevó a todo el mundo y pasaron un fin de semana largo de vacaciones. Y cuando regresaron, mi hermana mayor me lavó y nunca más volvió a hablarse del asunto. Nunca más hablamos del asunto. El tema nunca volvió a surgir. Todavía me resulta muy duro hablar de estas cosas, pero puedo hacerlo, y estoy orgulloso de ello.
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El relato de Scott describía una situación intermedia entre salir del armario y ser descubierto, dado que su madre hizo que lo declarase bajo coacción. Como en el caso de Gina Pellegrini, Scott fue víctima de la vulnerabilidad extrema que padecen quienes se reconocen a sí mismos la homosexualidad siendo dependientes aún de los adultos desde el punto de vista económico y para su protección. El único aliado de Scott había sido su hermana mayor, en consonancia con el criterio general de que los hermanos son más comprensivos que los padres. La vasta población de personas sin hogar en San Francisco incluía cierto número de gays y lesbianas jóvenes fugitivos que habían topado con una situación similar en la vida que había dejado detrás. Bajo la influencia del modelo clínico («los homosexuales están enfermos»), Scott pensó inicialmente que la muerte sería mejor opción que vivir siendo gay. En Estados Unidos, la muerte puede disolver el vínculo de parentesco: en consecuencia, los padres que repudian a sus hijos emplean a menudo la retórica y el ritual de la muerte (cfr. Schneider, 1968). Los familiares de algunos gays y lesbianas judíos han efectuado la shiva por ellos. 3 No era infrecuente que en las historias de salidas del armario los familiares dijesen cosas como: «Es como si nunca hubiera nacido», o: «En lo que a mi concierne, mi hija ha muerto». Al desear la muerte del hijo que había alimentado y al que había traído a la vida, la madre de Scott hacía retroceder simbólicamente el tiempo y negaba no sólo su relación con él, sino su existencia misma. Por la época de la entrevista, Scott se enorgullecía de poder expresar en palabras las experiencias que contradecían el concepto de lo que supuestamente debía ser la «vida de familia». Orgullo que se extendía a la decisión de articular su homosexualidad (otro tabú) frente a su madre y su intento de silenciar ese discurso, primero mediante la muerte y luego negándose a discutir los acontecimientos que rodearon su revelación. Dado este telón de fondo, con la violencia y la 3. Compárese con lo que relata una mujer judía que se sometió en su adolescencia a un programa de desintoxicación: <<[Los consejeros] querían que tomara una caja y la pintara de un color que me simbolizase a mí misma. Y que tomase otra caja y comprase una muñeca y la pusiese dentro y me pusiese una cinta. Porque en la religión judía cuando uno está de luto se pone una cinta negra. Y querían que dijese ... una plegaria que en la religión judía sólo dicen los hombres, una plegaria que sólo se dice cuando muere algún familiar inmediato. Y querían que enterrase la parte lesbiana de mi ser. Querían que estuviese muerta, enterrada, fuera de mí>>.
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muerte como alternativas, el hecho de que viniera a mi apartamento a contármelo era ya en sí mismo una hazaña. El acto autobiográfico de contar su propia historia había jugado para Scott un importante papel en la reconstrucción de su identidad en cuanto experiencia de salida del armario (cfr. S tone, 1982). Como en el caso del ave fénix, Scott creía haber renacido con una nueva identffiad tras el enfrentamiento con su madre. La imágenes de la muerte y el renacimiento simbolizaban los estados en la transfiguración del ser, al cabo de los cuales surgía un Scott independiente. A medida que avanzaba en su futuro, Scott abandonaba ese vínculo consanguíneo específico y renunciaba a ganar la aceptación de su madre demostrando la continuidad de su ser. De la prueba de fuego había emergido una nueva personalidad. Rafael Ortiz, que tenía más de treinta cuando lo entrevisté, también había intentado suicidarse en la adolescencia. Había crecido cerca de su residencia actual, en el distrito de Mission, de San Francisco, predominantemente latino, e insistió en decirme que rara vez visitaba las zonas gays de la ciudad. Aunque sus padres se habían separado cuando él era niño, creció en contacto con los tíos, tías y primos que vivían en el barrio. Rafael atribuyó su intento de suicidio a su miedo juvenil a la vida gay como una vida de «reclusión» y «sin familia»: Fui a casa de mi padre y le dije que había intentado suicidarme -sin decirle por qué. Él me había dicho ... , dos semanas antes me había sentado y me había dicho que si cambiaba de bando -eso me había dicho mi padre, un ex boxeador- «No hay problema, hijo». Y yo me había decidido por eso. Así que fui a su casa y le dije: «¿Se lo dirás a mi madre?». Etcétera ... Bueno, no lo hizo. De modo que llamé a una tía mía, que es la oveja negra de la familia, para hablªrle del asunto. Sabía que podía hacerlo, porque ella se había casado con un hombre negro y tenía tres hijos de él y desde entonces estaba sucia. Quiero decir: ése es el tipo de familia de donde vengo. Así que llamé a mi tía Lupe y le dije: «Lupe, soy esto y lo otro. Ahora tengo un novio». Y ella fue y se lo dijo a mi madre, que se puso histérica. Y luego mi madre se lo dijo a mis hermanos y hermanas. Y fue así como mis primos se enteraron ... Y luego, cuando los volví a ver, recuerdo que iba caminando hacia la casa y todos me miraban como si acabara de regresar de la tumba o algo por el estilo. Pero no hablamos de ello.
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Aunque Rafael había mencionado ligeramente su intento de suicidio, su historia se centraba en la decisión de revelar su identidad sexual. La metáfora de la tumba en la escena final unía una vez más la salida del armario a la imaginería de la muerte, con Rafael emergiendo del sepulcro a que lo habría conducido su autodestrucción. Pero su padre, al contrario que la madre de Scott, demostró que lo aceptaba, ofreciéndole un lugar donde quedarse y reafirmando el lazo de parentesco entre ambos. Al asegurarle que no habría problema si «cambiaba de bando», insistió en llamarlo «hijo». Rafael insistía también en que su padre había sido boxeador -un símbolo de masculinidad-, sabiendo que la mayoría de los oyentes gays tomarían esta profesión como signo de proclividad a la homofobia. La nota al margen colocaba su historia entre los relatos de expectativas contrariadas, haciendo que la incondicionalidad de la aceptación paterna resaltase aún más. El matrimonio interracial es, como la muerte, un tema recurrente en las narraciones de la salida del armario. 4 Dado que la tía de Rafael había sido rechazada y marginada por sus familiares, éste pensó que ambos ocupaban posiciones estructuralmente similares dentro de la «familia», y decidió revelárselo a ella primero. Curiosamente, el silencio de los otros miembros de la familia en la historia no se aplicaba al tema de la homosexualidad. Después de enterarse de la homosexualidad de su hijo, la madre de Rafael maniobró no para sofocar el discurso, sino para controlarlo comunicando ella misma la noticia al resto de los familiares. Siguiendo la analogía entre Rafael y su tía, los familiares empezaron a verlo como otra oveja negra: desdeñada, pero aún en el redil familiar. Para Amy Feldman, que creció en la ciudad de Nueva York, las relaciones con sus padres eran también distantes cuando decidió salir del armario. No obstante, a diferencia de Scott MacFarland y Rafael Ortiz, no estaba preparada para disimular con el silencio la actitud de sus padres. La sala donde la entrevisté estaba amueblada con lo básico: una cama desvencijada, una butaca y un cartón grueso que había sostenido un televisor y que ahora servía de mesa de centro. Sus relatos eran detallados e intensos, y a menudo interrumpidos por elllan4. Para un análisis de las reacciones de los padres al matrimonio interétnico en Estados Unidos, véase Sollors (1986, pp. 224-225): <>.
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to o la risa. En el momento en que decidió hablar a sus padres de su homosexualidad hacía tiempo que no los veía, desde que su padre la golpeó con un bate de béisbol: Sí que se lo dije a mis padres. Fue una historia un tanto cómica. Sucedió así: no los veía desde hacía dos años y medio. Fue una decisión 'llluy consciente por mi parte. Mi hermano seguía llamándome, y nos veíamos. Él sabía que yo era lesbiana, porque un día llegó a la casa y al entrar me vio haciendo el amor con mi pareja en la sala. Y de este modo lo supo. Y yo le dije: «Con que ya lo sabes>>. Y él contestó: «Sí, ya lo sé>>. Y yo le pregunté: «¿Y qué piensas al respecto?>>, y él respondió: «Sigues siendo mi hermana>>. Y yo dije: «¡Bien dicho! Me gusta que pienses así, ¿sabes? ¡Me dolería perderte!>> Y él respondió: «No se lo digas a mamá ni a papá>>. Mi hermano siguió llamándome y pidiéndome que fuera a ver a mi padre. Pero yo no podía ir. Todavía amenazaban con divorciarse. Todavía estaban con esa mierda. Y entonces, finalmente, mi primo, el hijo de la hermana de mi madre, le llegó el momento del bar mitzvah, y lo iban a celebrar en New Jersey. Y me invitaron. Hacía dos años que yo estaba con mi pareja Sandy, y llevábamos un año viviendo juntas. Teníamos una casa, un coche, un perro, y todo lo demás. Así que decidí ir al bar mitzvah. Me recogieron y me dijeron que se estaban divorciando. Que realmente se estaban divorciando. Que no querían que la familia lo supiese. Que se lo dirían después del bar mitzvah. Que -siendo buenos judíos como eran- no querían arruinar un buen momento en compañía de la familia. De modo que vamos a New Jersey. Y siguen hablando de que se están divorciando y cómo no deben decírselo a la familia, etc. Bien. Nos vamos al bar mitzvah y lo pasamos muy bien; bailamos, bebemos, y todo lo demás. Me emborraché un poco y fumé algunos porros. ¡Créeme que me fumé unos cuantos ese día, puesto que tenía la jodida tarea de lidiar con mis padres por primera vez en dos años y medio! Se lo dije a mis primos, que se quedaron un poco sorprendidos al saber que era lesbiana, pero yo no sabía cómo enfrentarme con aquello, no sabía cómo lidiar con ello, así que lo soltaba sin más. Así que volvemos a casa -yo trabajaba en el Palladium Theater de Nueva York, y ellos iban a dejarme allí en el camino de vuelta- estamos volviendo a casa y acercándonos a Manhattan. Y mi padre comienza a preguntarme: «Bueno, Amy, ¿qué has estado haciendo en los últimos dos años y medio?>>. Ya sabes. «Üh, estuve trabajando y asistí a clases un tiempo. Salgo, voy a bailar, tengo amigos. He hecho un
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poco de teatro.» «¿De veras? ¿Pero qué has estado haciendo? ¿Adónde vas a bailar?» «He ido al Club 57 y al Ice Palace, al Duchess, al Peaches.» Él está conduciendo y vamos por la calle catorce en Manhattan. Y la catorce es una vía de doble sentido con dos carriles en cada lado. Y nosotros vamos por el carril de la izquierda en dirección este por la calle catorce. Y él me dice: «Así que, este ... Amy ... ¿esos no son clubes gay?». Y mi hermano, que está sentado detrás, dice: «¡No se lo digas, Amy! ¡No se lo digas!». Y yo: «Sí. Son clubes gays, ya lo creo que sí, ja, ja». «Este ... Amy... ¿eres gay o qué?» ¿Entiendes? Y mi hermano dice: «¡No se lo digas, Amyb>. Y yo le digo: «Que sí. Soy lesbiana. Soy gay». Bueno, empezamos a cruzar los carriles de la calle catorce. Dos carriles hacia arriba, dos carriles hacia abajo. Dos carriles hacia arriba, dos carriles hacia abajo. «¿Qué eres qué? ¿Que eres una jodida gay? ¿Qué eres una invertida de mierda?» Y siguió y siguió. Y mi madre se da la vuelta y empieza: «¿Qué estás tratando de hacer, escupirme o algo?». Y yo le digo: «Mamá, nunca pienso en ti cuando estoy haciendo el amor con otra mujer». Y ella: «¿Cómo? ¡Me siento tan decepcionada!». Y siguió diciendo un montón de cosas. Gracias a dios que me quedaba en la siguiente esquina. Me bajé y le dije: «Pues apañáoslas con ello. Y aceptadlo. Porque así es cómo son las cosas». Di un portazo y seguí mi camino. Entré en el Palladium temblando. Temblaba como una maldita hoja.
En el relato de Amy emergía claramente la idea de una identidad lesbiana continua e intemporal. En él, la relación «estable» con una pareja enfatizaba el compromiso con la identidad lesbiana. Compromiso magnificado por la posesión de la parafernalia atribuida a la familia «típicamente norteamericana»: «la casa, el auto, el perro y todo lo demás». Lo ocurrido entre la invitación a Amy para asistir al bar mitzvah de su primo y la aceptación, señala el vínculo con la pareja como la razón inmediata para la salida del armario. Por otra parte, la decisión de Amy de informar a sus padres de su homosexualidad en una celebración familiar hace del parentesco -y no la mera sexualidad- el ámbito en que debía tener lugar la revelación. En el relato, el descubrimiento hecho por el hermano marcaba una oposición entre los padres de Amy, que ignoraban su sexualidad, y el hermano, que estaba «en el ajo». Aunque éste confirmaba el parentesco con el comentario: «Sigues siendo mi hermana», la respues-
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ta de Amy reconocía la posibilidad de «perderlo» como hermano. Al añadir: «Bien pensado», agradecía irónicamente su voluntad de hallar una congruencia entre la construcción cultural de la homosexualidad y el parentesco que les permitiera continuar la relación. Por otra parte, al desvelar los padres de Amy su propio secreto -el divorcio-, no sólo se prefiguraba la revelación de Amy, sino que se abundaba también -en el tema de la ruptura de los lazos de parentesco. En su descripción de la ida al bar mitzvah, Amy vinculaba la identidad sexual a la familia y el origen étnico, señalando sarcásticamente que, «buenos judíos como eran», no querían «arruinar un buen momento en compañía de la familia». Y si bien esperó a que acabase la celebración para comunicar una noticia potencialmente perturbadora, se colocó tácitamente en la categoría de «mala judía» al hacerlo en el coche. A medida que se desarrollaban los acontecimientos, el intercambio entre Amy y su padre daba al traste con la intención inicial de ésta de tomar la iniciativa. Y aunque el relato seguía ajustándose al modelo de la salida del armario, acababa tomando un rumbo diferente del anunciado en un principio. Contrario a lo que esperaba el oyente, el padre de Amy tenía que extraerle a ésta la información poco a poco, un pedazo tras otro. La repetición por parte del hermano de la frase: «¡No lo digas!», ante cada fragmento de revelación, creaba tensión dramática y una sensación de lucha. Tras deducir el padre que su hija había estado frecuentando bares gay, la propia Amy precipitaba el desenlace, confirmando que se trataba en efecto de tales bares y reconociendo explícitamente su homosexualidad. 5 La madre de Amy, por su parte, insistía en seguir viendo la identidad de ésta únicamente en relación consigo misma, como algo que había adoptado «para escupirme». En un inusual aunque deliberado intento por desconcertarla, Amy trasladaba bruscamente el foco de atención de la identidad al sexo. La carga de su réplica provenía de la indirecta alusión al incesto contenida en ella, y marcaba un cambio en el tono -del humor a la ira- que se mantendría hasta el final del relato. La conducción errática del padre, por otra parte, simbolizaba la violencia y el peligro con que puede ser recibida la reve-
5. Éste es uno de los varios puntos del relato en que se produce un cambio del presente histórico conversacional (<>) al pasado («Y él dijo ... >>). Cambio que subraya la secuencia pregunta-respuesta (Wolfson, 1978).
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lación. Asimismo, las palabrotas y los temblores de Amy al final expresaban la carga emocional de lo sucedido. Rechazaba a sus padres sin darles oportunidad de rechazarla a su vez a ella o injuriada. Tras salir del coche y dar un portazo, Amy se dirigía a un trabajo asalariado, subrayando su independencia y autonomía. Con ese gesto de despedida, completaba la separación simbólica de su familia de sangre, dando expresión espacial a la distancia emocional que seguiría separándolos.
y sus padres revelándoles su homosexualidad. La reunión alrededor de la mesa de la cocina en la noche situaba el encuentro en un entorno familiar, que subrayaba un origen de clase común. Cuando Jerry «soltó de un golpe» su revelación, la «verdad» acerca de su identidad hizo un recorrido semiótico. Al declarar explícitamente: «Soy gay», salió de sí mismo, atravesó su apariencia externa e ingresó en el mund6. Los padres de Jerry reaccionaron como si la homosexualidad fuera el peor desastre que pudiera ocurrirle a su hijo. En su lista de horrores figuraban el matrimonio interracial y el interreligioso, pero lo que él les reveló era discordante con su modelo procreativo y heterosexual. Las referencias estandarizadas al llanto de la madre y el padre agarrándose el corazón tienen una gran resonancia cultural en Estados Unidos, donde el corazón representa la sede corporal del amor y la emoción. En ese contexto, el espectro del ataque al corazón sugiere una posible ruptura en la relación padre-hijo. Jerry no percibe que su padre le ha negado el parentesco, puesto que lo sigue llamando hijo. Pero la alusión a la muerte del padre por un ataque al corazón se corresponde con la frase final en que éste compara a Jerry con un asesino, convirtiéndolo simbólicamente en la causa de cualquier ruptura de la relación. Como Jerry comentaría más tarde, eso fue lo único en todo lo dicho por sus padres que realmente le «conmovió». La analogía con el matrimonio interracial, mencionada tanto por Jerry Freitag como por Rafael Ortiz, condena al individuo por relacionarse con una categoría social diferente, pero la comparación con un asesino convertía al propio Jerry en miembro de una categoría estigmatizada. Aunque el padre nunca cuestionó la coherencia de la identidad de Jerry, su confirmación del parentesco coexistiría con una sensación de disgusto. Louise Romero, por su parte, se había criado en las afueras de San Francisco, no lejos del lugar donde Jerry Freitag erigió su nuevo hogar. Dado que su familia vivía en lo que era el oeste de Estados Unidos mucho antes de que México alcanzara su independencia, se consideraba «morena» o «hispana», y no mexicana-norteamericana. Louise mantenía relaciones activas con muchos de sus familiares biológicos, algunos de los cuales vivían cerca. Su sala estaba adornada con retratos de su primas y primos.
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Sabía que me iba a California y que era gay. Y sabía que si no se lo decía antes de irme, no se lo diría nunca. Cuando hubiera cinco mil kilómetros de por medio hablar de ello sería demasiado difícil para mí. Así que fui allí una noche y estuve dudando y dudando durante cerca de una hora. Estábamos sentados a la mesa de la cocina. Y finalmente lo solté todo de golpe. Dije: «Soy gap> u «homosexual» o algo por el estilo. Mi padre se agarró el corazón y mi madre se puso a llorar. Mi padre pensó que iba a decirles que me había enamorado de una chica negra y que iba a casarme con ella. En el momento en que se lo dije, estaba viviendo con una mujer, y la había llevado a la casa un par de veces. Era judía. Y mi madre dijo: «Finalmente, nos habíamos hecho a la idea de que quizá te casarías con una chica judía. ¡Y ahora esto!».
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Cuando Jerry Freitag, un hombre blanco educado en la fe luterana, decidió decirles a sus padres que era homosexual, sintió la misma ansiedad que Amy. Aunque su padre era un obrero y su madre trabajaba como secretaria, Jerry había ascendido en la escala social y ocupaba el puesto de analista de mercado. El apartamento que compartía Kurt con su pareja estaba equipado con muebles nuevos, aunque no excesivamente caros. Al hablar, Jerry jugaba inconscientemente con un gato pequeño que insistía en participar en la entrevista:
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Mis padres eran protestantes. Cuando me hice amigo de Kurt se molestaron porque era católico: «No debemos asociarnos con católicos». Quiero decir, dijeron un montón de cosas. Mi padre dijo que deseaba que hubiera sido un asesino. Que hubiera podido lidiar mejor con eso que con un hijo homosexual. La distancia geográfica que se introduciría en la relación fue el motivo para que Jerry tratase de reducir la distancia emocional entre él
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Salir del armario es algo muy doloroso. Cuando lo hice, decidí decírselo a mi madre y a mis hermanas, porque cada vez que iba a visitarlas sus novios estaban allí. Mi hermana me invitaba a comer y estaba ese tipo que trataba de ligar conmigo. Era realmente duro. Así que finalmente se lo dije a mi madre y resultó ser superhomofóbica. Alucinó. Incluso llamó a mi hermana en medio de un partido de fútbol -un partido de fútbol del instituto- y le dijo que viniera a casa, porque tenía que decirle algo. Lo supe después ... Mi hermana y yo nunca fuimos íntimas. Pensé en decírselo pero me dije: olvídalo, seóa dar un paso equivocado. Así que decidí decírselo a mi madre. Y mi madre alucinó. «Pero si tú no naciste con un pene», me dijo, y se puso a limpiar la casa como una loca (risas). Fue algo muy raro. Y yo le dije: «Ya lo sé, mamá». A mi hermano le pareció un sacrilegio. Todos pensaron que debía ir más a la iglesia. Trajeron el cura a casa. Fue un desastre.
Según lo narrado por Louise, lo que la llevó a destaparse fue el deseo de aclarar el estatus del parentesco. Mientras su madre y sus hermanas la vieran como una heterosexual, elegible para el matrimonio, seguirían colocándola en situaciones sociales incómodas con su labor de casamenteras. Su relato subrayaba los supuestos prevalecientes sobre lo que debía ser una «buena» historia de salida del armario, al centrarse fundamentalmente en acontecimientos que amenazaban con romper las relaciones familiares. La calificación de «desastre» dada a la revelación al final del relato nos remite a lo «doloroso» que expresa en la primera línea y da la impresión de que la salida del armario ha significado para Louise un rechazo absoluto (cfr. H. Sacks, 1974). 6 Sólo después de varios minutos de preguntas complementarias reveló Louise que su padre se habría mostrado totalmente comprensivo cuando se lo dijo. «No me trató de un modo diferente [cuando lo supo]», me dijo. Tratarla de un modo diferente habría implicado ver un cambio en Louise que afectaría a la relación de ambos. Al tratarla como siempre, reconocía su continuidad como persona. Si la ausencia del padre de Louise resultaba notoria, ello se debía a que el relato 6. El comentario de Jane Tompkins (1981, p. 89) sobre La cabaña del tío Tom puede aplicarse igualmente al relato de Louise Romero: <>.
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resaltaba la percepción de la discontinuidad del ser que había amenazado la relación con su madre y su hermana. La alarma de la hermana ante la revelación contradecía el supuesto de que los hermanos eran más comprensivos que los padres. La afirmación de Louise de que su hermana y ella nunca habían sido «Íntimas» era otra manera de decir que nada había cambiado en su ,.. relación. En este caso era la sistematicidad de la interacción negativa lo que demostraba la continuidad del ser. La madre de Louise había reaccionado ante la revelación con una definición anatómica y transgenérica de la homosexualidad: la lesbiana como un pseudomacho. Al ponerse a «limpiar la casa como una loca», se refugiaba en una actividad «adecuadamente» femenina, con el objetivo quizá de reprender a Louise. Situar la homosexualidad en el terreno de la identidad genérica y no sexual (siendo los genitales el símbolo clave del sexo en Estados Unidos) le permitía considerar el lesbianismo de su hija como un caso de identificación «errónea». Dado que Louise no tenía pene, debía darse cuenta de que su identidad no era ésa. Louise, sin embargo, insistió en que era lesbiana y en que seguía siendo la misma, dejando en suspenso el conflicto con su madre y el estatus de su relación. Misha Ben Nun se crió cerca de San Francisco en una familia que daba más valor a los aspectos culturales del judaísmo que a los religiosos. En el momento de la entrevista, sus padres la habían repudiado oficialmente, acontecimiento que enmarcaba su relato y hacía que se centrase en la relación entre los padres y los hijos adultos. Le habían prometido que si un día se buscaba un novio y se casaba volverían a admitirla dentro de la «familia». En el momento de producirse los acontecimientos descritos, Misha estaba pasando unos días en casa de sus padres, recobrándose de una operación de cirugía menor. El relato empezaba describiendo a su madre -que se ganaba la vida como profesional de la salud mental- en funciones de terapeuta: Entonces ella de pronto va y me dice lo repugnante que es mi vida, y cuánto dolor y sufrimiento le causo. Hay algo en el dolor y el sufrimiento que me afecta, aunque también es algo propio de las familias judías. Y sigue dándome esa conferencia sobre cómo debo cambiar mi vida, y que no pueden soportarlo más, y que su paciencia se acaba. Que
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seré un fracaso. Que estoy destruyendo mi vida. Y que no puedo verlo porque estoy demasiado metida en ello; ellos están convencidos de que la cultura gay de San francisco es una secta, y que una vez que estás dentro, no puedes salir, porque las únicas personas que tienes, tus únicos amigos, son los de la comunidad gay... Por eso pensé que iban a secuestrarme. Porque me dije: bueno, si piensan que es una secta, probablemente pensarán que van a secuestrarme. Y entonces llega mi padre, y mi madre le dice: «Oh, estamos celebrando una sesión de terapia familiar. ¿Por qué no te unes a nosotras?» Y mi padre: «Creo que voy a irme otra vez». «¡No! -dice mi madre-. Es en serio, David. ¿Por qué no te unes a nosotras? Siéntate y dile lo que piensas de su vida». Y él va y me dice lo repugnante que soy, y que estoy llevando una vida miserable, y que cómo puedo ser tan ingenua para actuar así, y todas esas cosas horribles. Y ahí estaba yo, varada, sin poder siquiera caminar [debido a la operación]. Tampoco tenía coche. Así que llamé a los que compartían el piso conmigo y les dije: «Voy a coger el tren. Recogedme». El tren salía en una hora, e hice que mi padre me llevase a la estación. Durante todo el camino estuvo diciendo: «¿Lo has reconsiderado? ¿Has besado o tocado a un hombre en los últimos cinco años? ¿Piensas en hombres?» Todas esas cosas increíblemente burdas. ¡Puaj! Me ponía enferma. «Bueno, no sé si seré capaz de amarte en caso de que tú ... » Básicamente, el mensaje era: «No podremos amarte a menos que folles con un tío». ¡Es algo tan extraño para mí! Me resulta tan ajeno. Es tan extraño que sea ése el criterio último para el amor.... Lo verdaderamente doloroso es que ... bueno, que no tengo más familia en este país que mi familia inmediata. Los otros murieron en la guerra o en los campos de concentración. O viven en Israel. Así que al crecer teníamos la convicción de que nosotros éramos la familia. Y de que la continuaríamos en este país. Pero sobre todo que éramos la familia, y de que confiábamos los unos en los otros. Porque nadie más estaría allí para ayudarnos, y la gente se volvería contra nosotros, y de todos modos no podíamos confiar en nadie del país. Nos llenamos de todo eso. Así que ser repudiado ... quiero decir: me parece algo horrendo para cualquiera, pero especialmente para mí porque sabía que no tenía una familia grande a la que recurrir. Mis hermanos no me apoyaban. De pronto, comprendí que era porque [mis padres] [me] habían sugerido que siempre estarían allí. Siempre habían hablado del amor incondicional y de lo que significaba. Tenían ese sentido real de ser una familia -una unidad-, y de que podían superarlo todo. De que eran supervivientes; de que todos éramos supervivientes. No sólo mi
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padre, sino todos nosotros, y que podríamos sobrevivir a cualquier cosa mientras nos mantuviésemos juntos. ¿Así que qué significaba aquello de que me repudiaban?
Uno de los modos de negar la continuidad del ser para justificar la ruptura del parentesco consiste en dividirlo en partes y seleccionar una deéllas como más «verdadera» o «real» que las otras. Los padres de Misha no argüían que ella se hubiera «vuelto» lesbiana, lo que hubiera supuesto una discontinuidad temporal, sino que no sabía lo que quería, porque estaba bajo la influencia de sus amigos gays. Dado que sus padres habían comparado a la comunidad gay con una secta religiosa, el miedo de Misha a ser secuestrada no era exagerado. En San Francisco se conocían historias de miembros de sectas que habían sido secuestrados por sus familiares y obligados a «desprogramarse» o a seguir terapias de modificación del comportamiento. A principios de siglo, se habían esgrimido razones sorprendentemente similares para justificar el internamiento institucional como respuesta a la revelación de la homosexualidad. «Sé de gente que fue retirada de la circulación», dijo Harol Sanders, hablando de los años cuarenta. «Y siempre se decía: "Es que ya no era él mismo".» Al decidir salir del armario, cada gay o lesbiana debía enfrentar la posibilidad de «perder el amor» de sus familiares biológicos o adoptivos. Pero Misha interpretaba esa amenaza en el contexto de su identidad como judía y de la historia de su familia. Debido a que muchos de sus familiares habían muerto o habían sido asesinados durante la Segunda Guerra Mundial, creció con la idea de que tenía un número limitado de familiares de sangre. Su experiencia al salir del armario le impediría afirmar (como habían hecho otros gays y lesbianas judíos) que la diáspora y el holocausto hacían prácticamente imposible que un hijo judío fuese repudiado. Por el contrario: su fe en la inamovible solidaridad atribuida a la «cultura judía» hizo más intenso el sentimiento de traición, al verse rechazada por sus familiares biológicos. Al referirse a la comunidad que había hallado en San Francisco, Misha había tratado de llevar la discusión al terreno de la amistad y el parentesco, pero el padre insistió en reducir la identidad sexual a un mero asunto de sexo. Al preguntarle a Misha si había hecho el amor con un hombre, elevando así la actividad (hetero)sexual a significan-
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te de la identidad sexual, confundió el erotismo con la expresión no erótica del amor, lo que a Misha le pareció una ecuación «extraña»: el amor de un padre por su hija no debería tener nada que ver con el sexo, y menos aún depender de él. Pero el comentario del padre resulta revelador, porque muestra el núcleo procreativo al que muchos gays y lesbianas se refieren al hablar de la familia hetero o biológica. Aunque la prohibición del incesto es básica en ella, dado que separa las relaciones de sangre de las de matrimonio, ambos vínculos se remiten al simbolismo de la procreación biológica por medio de la unión heterosexual. Al contrario de otros hombres y mujeres presentados en este capítulo, Misha no tenía confianza en que sus padres evolucionasen hacia la aceptación. En su relato se describe a sí misma más como observadora que como actor, lo que intensifica la atmósfera de situación desesperada. Su dependencia física tras la operación parecía propiciar el que sus padres la viesen en el aniñado papel de alguien que no sabe lo que es mejor para sí mismo. La única señal de independencia en el relato se produce cuando abandona a sus familiares de sangre y llama a sus amigos de San Francisco. Después de años de lucha, Misha sintió que debía buscar su familia en otra parte. Las consecuencias extremadamente opresivas que Misha Ben Nun describía como reacción a su homosexualidad caracterizaban hasta tal punto ese tipo de historias, que las que tenían un final feliz se basaban en un giro sorpresivo de los acontecimientos que explotaba el miedo a una ruptura desastrosa con padres o los hermanos. Al Colins era un hombre blanco que había crecido en Carolina del Sur, donde su padre poseía un pequeño negocio, en tanto que su madre era ama de casa. En un buen año, el oficio de vendedor de coches podía reportarle una entrada neta sustancial. Cuando lo entrevisté, Al mantenía una relación gay seria, que consideraba como un matrimonio. [Mi salida del armario] fue algo muy violento. Porque había decidido que se lo diría [a mi familia] cuando saliera de la fuerza aérea, pero cuando regresé a casa no sabía exactamente cómo iba a hacerlo. Y entonces, un día, de un modo totalmente incidental, mientras estábamos todos reunidos viendo la televisión, dieron la noticia de que en la universidad local de mi zona había seis estudiantes homosexuales que querían organizar un consejo gay. Aquello tenía a toda la ciudad albo-
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rotada. Y mi padre se paró y dijo: «Üh, dios. Dadme mi jodida escopeta y verán como voy y reviento a esos maricones». Aquello me golpeó. Me paré y le dije a mi padre: «Ya lo creo. Pero apunta bien, no vaya a ser que le des a quien no quieres». Y él se dio cuenta de lo que quería decir y me dijo: «¿Qué es lo que estás diciendo, muchacho?». Y yo le respondí: «Papá, soy gay», y él: «i'l:Qué?!», y comenzó gritar y a chillar, y a mi madre parecía que le había dado una punzada (risas); y mis hermanas se empezaron a reír, porque tenía fama de bromista en casa y pensaron que era una broma. Y a partir de ese momento comenzó la tarea de aceptarnos todos. Mi madre fue realmente la primera en comprender que todo estaba bien como era. Y mi padre me metió un día en la furgoneta y salimos y nos fuimos a tomar unos whiskies. Yo no soy buen bebedor, pero ésa era su manera de enfrentarse a las cosas. Así que salimos y nos emborrachamos los dos. Y, paradójicamente, resultó que mi padre estaba más sintonizado con la vida gay de lo que hubiera imaginado. Resultó que había tenido un amigo íntimo en la marina y que, tras años de conocerse, había descubierto que ese amigo suyo tan íntimo era gay. Y aquello por una parte lo inquietó, pero por otra lo comprendía. Y ahora no hay ningún problema. Pienso que fue un paso importante tanto para ellos como para mí, porque han aprendido que no hay nada malo en ser gay. Le ha dado la vuelta completamente al concepto que tenían de lo que es ser gay. Hasta ese momento a mi padre le habían dicho siempre que un homosexual era una persona mala, sucia y casi seguro afeminada, ¡una criatura de la noche que sólo salía cuando no había nadie mirando! Pero supercepción ha cambiado por completo.
Al, igual que Amy Feldman, describe su salida del armario como una decisión deliberada. Su historia «funcionaba» porque contenía un cambio que explotaba la violencia, la muerte y el miedo a ser repudiado característicos de la revelación ante los familiares. La frase inicial propiciaba ese cambio al invitar a los oyentes a situar el relato entre las salidas del armario «violentas», que describen la ruptura de los lazos familiares. Al mismo tiempo, el boletín de noticias que informaba en la televisión sobre los estudiantes gays organizándose situaba el relato en una era de amplia cobertura mediática y de disolución del consenso sobre la homosexualidad. En la continuación, Al dejaba establecido el contexto sureño mediante el empleo de la palabra «muchacho» y otros símbolos trillados de la
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vida rural de los blancos del Sur («escopeta», «furgoneta», «whiskies» ). Al otorgaba a su madre el crédito de haber sido la primera en aceptar su homosexualidad, pero su historia estaba enfocada en la relación padre-hijo. Como en el relato de Louise Romero, el centro de la escena lo ocupaba una relación amenazada por la revelación. Aunque el padre sabía lo que Al quería decir al ponerlo en evidencia, éste lo obligó a confirmar su homosexualidad verbalmente, algo considerado fundamental en la salida del armario. Salir para beber juntos, por otra parte, los situaba como iguales en una relación «de hombre a hombre». La referencia al whisky, una bebida «fuerte», servía para subrayar la solidaridad genérica, y el contexto de la ingestión alcohólica servía para invocar la madurez, en una nación en que la venta de bebidas está limitada por la edad. Con la escena de la bebida al final de la historia quedaba implícitamente refutado el estereotipo paterno del gay afeminado. En lugar de dejar que sus padres se lamentasen por alguna incomprensible metamorfosis en las actividades y la identidad de su hijo, Al los impulsó a revisar íntegramente su concepción del «homosexual». Un rasgo como el de la masculinidad, atribuido durante mucho tiempo a su hijo, no estaba en contradicción con su nueva identidad, ni implicaba ningún cambio en él como persona. Al final, la similitud entre el reconocimiento de la homosexualidad por parte del hijo durante su estancia en la fuerza aérea y el recuerdo por parte del padre de su amistad íntima con un gay en la marina se convertían en un puente hacia la comprensión y la aceptación. Danny Carlson, un norteamericano nativo, había seguido una senda similar y había tratado de hacer que sus padres se reconciliasen con su homosexualidad mediante el esfuerzo sostenido y la educación. Siendo un adolescente, su «familia inmediata» se había mudado de una pequeña ciudad rural de California a la reserva de Paiute. Su historia se combinaba con la descripción de la vida en la reserva: Así somos los indios. Somos tan pocos, que todos nos conocemos. Así que me digo: «Oye, tengo que decírselo a mis padres». Como dije, en el instituto, ya lo sabía. Era muy, muy activo sexualmente, y tenía un novio, dos novios en la misma ciudad. Y entonces encontré a mi amor.
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Duró siete años. Así que pensé que debía ser honesto, al menos con ellos. Y no sorprenderlos. Bueno, no era ésa mi intención. Regresé a nuestra casa en la reserva, y les dije que era gay. Desde luego, no sabían lo que quería decir. Pensaron que estaba pasando por una fase. 0: «Ya verás como te casas». Alucinaron. Me expulsaron del rancho. Expulsaron a mi novio del rancho. Lloraron todo el camino de'"\luelta a la ciudad. Y no se les pasó hasta seis meses después. Mi hermana, en ese mpmento, vivía en la ciudad. Fue a casa, y se les echó encima. Les dijo: «Es su sangre. Cómo han podido ... él es mi hermano; si van a repudiarlo a él, también tienen que repudiarme a mí». Ella siempre me ha defendido. Así que, seis meses después, mi madre vino [a la ciudad] antes que mi padre. Y lloró, y dijo: «¿En qué nos equivocamos?». Se sentía mal. Se sentía culpable. Y yo le dije: «¡Nada! Nada. No se equivocaron en nada». Pero mi padre, hasta ahora, no lo ha aceptado aún.
El relato de Danny permitía echar otro vistazo a la reformulación del significado de la identidad gay que suele acompañar a la salida del armario. Al principio, sus padres trataron de negar su identificación sexual calificándola como una fase, para poder así seguir viendo en él un futuro de matrimonio y procreación. Al expulsarlo del rancho, el mensaje implícito era claro: «Vete y no vuelvas hasta que estés en la próxima "fase"». Es decir: hasta que vuelvas a ser la persona que conocemos. Danny atribuía su decisión de salir del armario a tres factores: las condiciones materiales de la vida en la reserva (que incluían un vínculo interpretativo con la raza, la cultura y la historia), el deseo de adelantarse al descubrimiento de sus padres, y la circunstancia más inmediata de tener una pareja. Lo que diferenciaba esa relación de las anteriores era que al sexo se le había añadido el amor. Esa combinación transformaba tanto la relación como el ámbito que le pertenecía, trasladándola a la esfera del parentesco e impulsando a Danny a dar a conocer su homosexualidad. Dado que su novio estaba presente en el momento elegido por él para hablar con sus padres, da la impresión de que esperaba que aceptasen tanto su identidad sexual como la relación con su pareja. Para abogar por la continuidad del vínculo que une a Danny con sus padres, la hermana de éste invoca el simbolismo de la sangre compartida. En un mismo renglón, llama a Danny hermano, subra-
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yando el parentesco, y opone el eje horizontal del vínculo entre hermanos al eje generacional representado por la relación entre padres e hijos. Al colocarse aliado de su Danny como miembro de un conjunto de hermanos, refuerza su opinión de que repudiarlo significaría invalidar el vínculo entre la sangre compartida y el parentesco, lo que haría también invalidable el propio vínculo de ella con sus padres. No es de sorprender que Danny subrayase retrospectivamente la intimidad y permanencia de su relación con su hermana. El movimiento entre la reserva y la ciudad, entre el contexto de los nativos norteamericanos y el de los blancos, abría y cerraba el relato. La ola narrativa traía el pasado -representado tanto por la reserva y las «costumbres» indias como por la familia de sangre- al presente de Danny. Al unir esas dos partes de su vida, la progresión narrativa validaba también la autodefinición de Danny como «intermediario» que ayudaba a su gente a enfrentarse al mundo blanco. Tras la entrevista, Danny mencionó con orgullo que ahora, cuando regresa a la reserva, los primos y primas que antes se burlaban de él por afeminado lo llaman «tÍo», lo que considera un signo de aceptación y respeto. Hijo de un librero y viajante de comercio, Vince Mancino nació de padres ítalo-norteamericanos en los suburbios de una gran ciudad del Medio Oeste. Se trasladó a San Francisco en el apogeo de la ola inmigratoria homosexual de los setenta. Aunque educado en la fe católica, después de asumirse como homosexual se incorporó a la Iglesia Comunitaria Metropolitana. El amigo que me dio el nombre de Vince lo describió como una persona silenciosa, pero en la entrevista demostró que tenía un mundo que contar: Llevaba un año viviendo en San Francisco cuando mi madre me llamó y me dijo que pasarían allí en una semana. Exclamó: «¡Sorpresa», y yo le dije: «Bueno, yo también tengo una para vosotros». Y el día que llegaron fui a su hotel y les dije que era gay. Había ensayado mucho mi disertación. Pensando en ello ahora, creo que fue algo estúpido. Mi madre dijo: «Cuéntanos algo que no sepamos». Y mi padre añadió: «Ya lo creo. Supongo que siempre lo supe, aunque no quería admitirlo». Así que el primer día todo fue maravilloso y «cómo pudiste imaginar siquiera que te querríamos menos». El segundo día parece que cayeron en la cuenta y cambiaron a «está bien que los hijos de otros sean gays, pero tú en realidad no lo
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eres». Así que, como no estaba bien que su hijo fuera gay, pues entonces yo no lo era ... Lo que estaban diciendo era que veían que yo tenía algunos buenos amigos aquí y que, debido a que también eran gays, o a que eran gays, yo pensaba que también era gay, porque me identificaba con ellos. Y yo le dije: «Papá, las cosas no funcionan de ese modo». Mi padre respondió que lo que necesitaba era pasar siete días y siete noches con una buena hembra. Se me hizo difícil no echarme a reír. Y le dije: «Papá, podría ser incluso una experiencia agradable, pero no va cambiar lo que siento en mi corazón». Y él respondió: «Si una mujer te tocase, sabrías la verdad>>. Y yo repliqué: «Y si tú probaras la ternura de un hombre, sabrías la verdad». Él dijo: «Es asqueroSO>>. Y yo: «Si no puedes aceptar nada más, por tu propia tranquilidad mental deberías aceptar que no voy a cambiar>>. Y él apostilló: «Me ha costado veintidós años llegar a ser tan receptivo>>. Me dijo que no esperara que comprendiese de un día para otro, pero que estuviera convencida de que lo intentaría. Así que la Navidad siguiente, cuando volví a Oakdale de visita, me dijo: «Conozco a la hembra estupenda de que te hablé>>. Y yo le respondí: «Y yo conozco a ese hombre estupendo de que te hablé>>. Y después de eso estuvo sin hablarme un par de días. A la Navidad siguiente se repitió la misma escena. Y luego un día, en mi apartamento, unos cinco años después -yo estaba justamente aquí, caminando por la cocina- me detuve y comprendí que no necesitaba la aceptación de mis padres. Y dije en voz alta: «Mamá, papá, ya no necesito que me acepteis. Hubiera sido estupendo, pero no lo necesito>>. Y cuando me fui a casa ese año a celebrar la Navidad, fue como si todo hubiese cambiado. Creo que era como si sintiesen por primera vez que me sentía bien conmigo mismo. Y lo que era bueno para mí, también lo era para ellos. Y dijeron: «Bueno, ésa es tu manera de ser. Lo único que queremos es que seas feliz>>. En un momento dado mi tía se dejó caer por allí y preguntó: «¿Cuándo piensas casarte?1>. Y mi madre le dijo: «Este ... bueno ... esto ... mi hijo ... no sale con muchachas>>. ¡Y eso fue todo! Y a la mañana siguiente al abrir los regalos había una manta eléctrica con dos controles. Y yo le dije: «Es maravillosa, mamá, pero ¿qué voy a hacer con dos controles?>> Y ella me dijo: «Bueno: nunca se sabe>>. Y yo meneé la cabeza, incrédulo. Estaba muy sorprendido.
El relato de Vince subvertía las convenciones del género, ya que m6Straba a unos padres que iban de la aceptación inicial a la negación y
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. el rechazo. Afirmando que siempre lo habían sabido, otorgaron al principio a la autodefinición de Vince una continuidad en la que él mismo no había insistido. La consternación subsiguiente los llevó a buscar otro modo de superar la discontinuidad que apreciaban en su identidad. Tras sostener que su hijo jamás podría ser gay, redujeron lo erróneo de su comportamiento a una «equivocada» identificación con sus amigos (gays) en detrimento de su familia (hetero). Al igual que la madre de Louise Romero, los padres de Vince estaban dispuestos a continuar la relación, pero después de que hubiese renunciado a su nueva identidad. Desde su punto de vista, Vince había elegido el camino equivocado para independizarse de su familia de origen y alcanzar la madurez. Una y otra vez, Vince se dirigía a su padre como «papá», haciendo hincapié en el parentesco con el objetivo de que éste finalmente le concediera su aceptación. Pero su padre, como el de Misha Ben Nun, insistía en ver la homosexualidad como un asunto puramente sexual, dejando de lado los aspectos de la identidad y el parentesco. La imagen de los «siete días y las siete noches» aludía a la creación por parte de Dios del mundo «natural» en el Génesis y a la historia ejemplar del emparejamiento de Adán y Eva. En respuesta, Vince postulaba una interpretación independiente de la identidad gay: «Las cosas no funcionan de ese modo», queriendo significar que la unión heterosexual sin identidad no hacía heterosexual a una persona. Al contrario de Jerry Freitag, quien dijo a sus padres que era homosexual antes de mudarse, Vince me dijo que necesitaba distancia para establecer su independencia, «por si [mis padres] reaccionaban mal». En su relato, las dobles sorpresas eran metáforas del intercambio al que él recurría para poner la relación con sus padres en pie de igualdad. Al principio, los padres trataban de reafirmar su autoridad definiendo la identidad de Vince por él. Pero luego, tanto en la relación como en el relato se producía un giro, al comprender Vince que no necesitaba ya de su aprobación. Resulta significativo que ese momento de iluminación tuviera lugar en su propio territorio, en la residencia que había establecido lejos de sus padres. Al aceptarse como adulto y como homosexual, Vince propiciaba la aceptación de sus padres y reflejaba la idea de que ambos procesos se correspondían y de que la verdad debía proceder del ser interior de la persona que salía del armario.
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Con frases como «ésa es tu manera de ser», los padres de Vince finalmente reconocían que la homosexualidad de éste era parte integral de su personalidad. Por su parte, al responder a la tía, la madre de Vince hacía uso del término «hijo», reafirmando así la permanenc,i.l:!,Y-,>:J'.r el carácter parental del vínculo de sangre como no habría podido 'ilacerlo si hubiera usado el nombre propio o el pronombre personal. La medidade su aceptación quedaba significada, por supuesto, en el regalo de la manta eléctrica, un accesorio para el hogar de Vince y específicamente para su cama, lugar simbólico de la actividad sexual en Estados Unidos. Aunque en el momento de transcurrir los hechos relatados Vince estaba soltero, sin la presencia de los dos controles el regalo no hubiera transmitido el mismo mensaje de aceptación. La respuesta de la madre ante su sorpresa al abrir el paquete («Bueno: nunca se sabe»), explotaba la figura mítica de la madre que alienta siempre al hijo a que se case. Al contrario que Danny Carlson y Amy Feldman, cuyo impulso para salir del armario había sido obtener reconocimiento para una relación ya existente, a Vince lo asombró que su madre abandonara su forma de pensar y aceptara la posibilidad de tal vínculo. Su comentario situaba el regalo en el contexto de un parentesco posible: el hallazgo de una pareja gay y la creación de una relación que combinara el sexo con el amor. Aunque no todo el mundo tiene ese tipo de relación, Vince difícilmente podría haber explicado mejor cómo la sexualidad homosexual llega a formar parte de las familias de elección.
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La amistad es una categoría advenediza, por eso es una impertinencia tratar de sustituir con ella el parentesco o querer que entre a formar parte de él. ~' ~f
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¡, Cada jueves por la noche, en el paisaje urbano que enmarcaba mi trabajo de campo, mi pareja y yo cenábamos con Liz Andrews. Para mantener esa reunión semanal hacíamos malabares con los horarios de trabajo, el baloncesto y las entrevistas abiertas. Ocasionalmente las cenas se celebraban a la luz de las velas, pero la mayor parte de las veces comíamos frente a la televisión. Las primeras semanas de comidas refinadas dieron paso a platos más sencillos con un toque especial, como la inclusión de aguacate en la ensalada o la adición de salsa italiana a los espaguetis. La responsabilidad de planear, preparar y subvencionar la comida corría a cargo del lugar, que alternaba entre la casa de Liz y el apartamento que compartía con mi pareja. Sólo una vez la distribución igualitaria se vio sometida a un análisis consciente: fue cuando Liz propuso pagar la mayor parte de una comida cara, argumentando que era la que ganaba más. En la discusión subsiguiente, el rechazo a introducir una «dinámica de poder» en el grupo inclinó la balanza a favor de mantener las contribuciones igualitarias. Después de la cena jugábamos a las cartas, intercambiábamos anécdotas sobre amigos mutuos, describíamos nuestros encuentros recientes con el heterosexismo, analizábamos la política mundial o la apertura de un nuevo show de strip-tease lesbiana, intercambiábamos recetas, discutíamos cómo reorganizar la alineación ofensiva del Forty-Niner* o bien proponíamos estrategias para enfrentar el ere-
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El equipo de fútbol americano San Francisco Forty-Niners. (N. del T.)
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ciente coste de la vida en San Francisco. O puede que siguiéramos viendo la televisión, aprovechando las pausas de publicidad para volver al perenne enigma: «¿Qué veían después de todo las mujeres heterosexuales en Tom Selleck?». Al tiempo que la discusión se volvía más fluida e íbamos conociendo nuestros distintos orígenes de clase, edades y experiencias, crecía la compenetración entre nosotras en cuanto mujeres blancas que habían asumido su homosexualidad. Tras unos meses de celebrar esas cenas, comenzamos a aplicarnos los términos de «familia» y «familia ampliada». Nuestros calificativos tuvieron una curiosa contrapartida en el análisis de los cambios en el comportamiento de la gata de Liz. El felino, antes una criatura esquiva que se escondía gruñendo en el cuarto al invadir los extraños su territorio, observaba ahora silenciosa bajo la mesita del teléfono, e incluso se aventuraba a saludar a los visitantes. No lo hacía con cualquiera, nos recordó Liz. Sin duda habíamos pasado a formar parte de su círculo íntimo. Viéndolo ahora en retrospectiva, la solidaridad y confianza incipientes contenidas en esta descripción del mundo a través de los ojos de una gata aparece como uno de los elementos que se conjugaban para convertir las citas de los jueves en reuniones de familia. La centralidad de la comida -el compartir sistemáticamente los alimentos en un entorno doméstico- contribuía sin duda a nuestro creciente sentimiento de familiaridad. En Estados Unidos, donde el hogar es la sede normativa del consumo diario, muchas relaciones familiares son también relaciones entre comensales. Si bien residíamos en casas distintas, vivir independientes nos parecía un rasgo que distinguía a las familias gays de las hetero y que señalaba «nuestras» familias como una innovación creadora. A decir verdad, quizá exagerásemos un tanto la diferencia. Residir en el mismo barrio había propiciado que se regularizasen las citas gastronómicas semanales, y a mí me gustaba ir andando hasta el apartamento de Liz cuando le tocaba cocinar a ella. Esos paseos nocturnos subrayaban la cercanía espacial de nuestras casas, y al mismo tiempo me permitían evitar la búsqueda aparentemente interminable de aparcamiento en San Francisco. El esfuerzo por crear una atmósfera sencilla daba a nuestra relación el tono de una experiencia cotidiana más que el de una relación entre anfitriones y huéspedes. No resultaba raro que una de nosotras se fuera inmediatamente después de comer, si estaba cansada o tenía
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otras ocupaciones. Y aunque la conversación era con frecuencia animada, rara vez parecía obligatoria. Otro aspecto que facilitaba el sentido de una familia en desarrollo era la densidad temporal que surgía de una intimidad de varios meses, reforzada por los diez años de amistad entre Liz y yo. A ,Yeces se nos unían otras personas para realizar distintas actividades, e incluso en las reuniones de los jueves por la noche. Una vez Liz invitó a comer a dos gays, y otra vez -con un poco más d~ anticipación y formalidad- el grupo le extendió una invitación a los padres de Liz. Cuando éstos llegaron, prevaleció una relación anfitrión-huéspedes, pero el anfitrión colectivo éramos Liz, mi pareja y yo, que preparamos y servimos la comida y procuramos que sus padres estuviesen bien atendidos. Se podían imaginar otras alineaciones: por ejemplo, Liz y sus padres ocupándose de la cocina mientras mi pareja y yo esperábamos a ser servidos. La distribución de las actividades y el espacio representaba una yuxtaposición gráfica entre la familia que Liz estaba creando y aquella en que se había criado. Al situar a mi pareja y a sus padres en el entorno de la comida de los jueves intentaba tender un puente entre ambos ámbitos. Por la misma época en que comenzamos a considerarnos una familia, comenzamos también a darnos una asistencia material que iba más allá de cocinar y fregar los platos. Si alguna de nosotras se iba de vacaciones, las otras se ocupaban de recogerle el correo. Cuando Liz se lastimó un pie y decidió irse a casa de sus padres, yo di de comer a la gata. Cuando se limpiaba la calle, Liz y mi pareja se ayudaban mutuamente a aparcar en otro lugar sus respectivos vehículos. Liz me ofreció su apartamento para las entrevistas y para estudiar mientras ella estaba en el trabajo. Este tipo de ayuda iba acompañada por el «apoyo emocional» que ejemplifican las llamadas telefónicas a mitad de semana para discutir problemas que no habían podido discutirse el jueves. Nuestras actividades conjuntas comenzaron a expandirse más allá de la cocina y la sala, e incluyeron la playa, los bares, los acontecimientos políticos, los restaurantes, un viaje al trabajo de Liz y los juegos de los Giants* en el Candlestick Park. Abocada a la tarea de analizar esa autodenominada relación de familia entre las lesbianas y los gays, decidí durante el trabajo de
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El equipo de béisbol de San Francisco. (N. del T.)
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campo considerarla un ejemplo de lo que los antropólogos llamaban antiguamente «parentesco ficticio». El concepto de parentesco ficticio perdió crédito con el advenimiento de la antropología simbólica y la comprensión de que todo parentesco es en cierto sentido ficticio (es decir: una construcción de sentido antes que algo que está «ya allí» en el sentido positivista). Desde ese punto de vista, los genes y la sangre son símbolos que forman parte de un modo cultural específico de demarcar y calcular las relaciones. Bajo la influencia de la filosofía y la crítica literaria europeas, y de una incipiente crítica de la forma narrativa en los escritos etnológicos, las monografías antropológicas -como las estructuras del parentesco que delineaban- fueron analizados como relatos y construcciones; como interpretaciones inevitablemente cargadas con unos valores (Clifford, 1988; Clifford y Marcus, 1986; Geertz, 1973; Marcus y Fischer, 1986; Rabinow, 1977). Aunque el concepto «parentesco ficticio» había caído en descrédito en el campo de las ciencias sociales, tenía aún validez intuitiva para muchas personas en Estados Unidos cuando se trataba de las familias de elección. Desde la prensa popular hasta los juicios de custodia legal y las iniciativas parlamentarias, términos como «pretendidas relaciones de familia» o «autodenominada familia» eran usados corrientemente para referirse a los padres, las parejas y las familias de amigos homosexuales. El concepto mismo de una familia sustituta o vicaria adolecía de un funcionalismo que daba por sentado que las personas necesitaban intrínsecamente de una familia (ya fuera para apoyarles psicológicamente o para sostenerles desde el punto de vista económico). Los analistas que discutían la legitimidad de la familia gay hablaban de una relación jerárquica en la cual los lazos biogenéticos constituían el ámbito básico sobre el que se erigía metafóricamente el «parentesco ficticio». Dentro de este ámbito secundario, las relaciones eran consideradas «como» de familia, es decir: semejantes a, y probablemente a imitación de, las relaciones que realmente se suponía que constituían el parentesco. Cuando los antropólogos, por ejemplo, han analizado la institucionalización de la práctica de «hacerse hermanas» (o hermanos, o primos) entre los negros de los centros urbanos de Estados Unidos, han subrayado que tales relaciones pueden ser «tan reales» para las personas implicadas como los vínculos consanguíneos (Kennedy, 1980; Liebow, 1967; Schneider y Smith, 1978;
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Stack, 1974). Aunque tejida a partir de una pretendida defensa de la perspectiva de los entrevistados, tal argumento toma implícitamente las relaciones de sangre como punto de partida. Dado que el análisis se circunscribe a la pregunta tácita sobre cuán auténticas son las relaciones «ficticias», importa poco si esa autenticidad se remite a un sistema simbólico privilegiado y aparentemente uniforme o a un univer.so empíricamente observable. Mi enfoque teórico es muy diferente, y en él la ideología del parentesco gay es considerada una transformación histórica y no un derivado de otra forma del parentesco. Se podría argüir que esa ideología incipiente representa una variación del modelo mucho más amplio del «parentesco norteamericano», ya que usa símbolos familiares como la sangre o el amor, pero esta terminología no resulta aplicable. 1 Como ha explicado convincentemente Rayna Rapp: Al asumir que la familia nuclear de liderato masculino es la unidad básica del parentesco, y que los modelos alternativos son sólo extensiones o excepciones de ésta, lo que hacemos es aceptar un aspecto de la hegemonía cultural en lugar de analizarlo. Y de este modo perdemos de vista el territorio contestado en discusión en el que surge la innovación simbólica. Incluso la continuidad puede ser el resultado de la innovación (1987, p. 129).
Las familias gays no ocupan una esfera subsidiaria que refleja o imita los rasgos principales de un coherente «sistema norteamericano de parentesco». La construcción histórica de una oposición ideológica entre la familia de elección (gay) y la familia consanguínea (hetera) ha transformado el concepto biologicista y procreativo del parentesco. Pero si bien la salida del armario dotó a las familias gays de un contenido específico (la elección como principio organizativo), falta mostrar de qué modo éste se combinó con el parentesco y la identidad homosexual para producir el discurso de las familias que elegimos.
l. Schneider (1968) representa el texto antropológico clásico sobre el <>. Para una crítica del análisis de Schneider por demasiado coherente y sistematizado (así como insensible a los cambios contextuales del significado), véase Yanagisako (1978, 1985). Para un análisis de los modelos en la teoría de la cultura, véase la distinción que hace Geertz (1973, pp. 93-94) entre «modelo de>> y «modelo para>>.
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En el lema de la marcha a Washington por los derechos de las lesbianas y los gays se leía: «Es el amor lo que crea la familia: ni más ni menos». En la tribuna, los oradores que abogaban por que se concediese a los gays el estatus de pareja de hecho y el derecho a la paternidad invocaban repetidamente el amor como el criterio necesario y suficiente para la definición del parentesco. Al basar el parentesco en el amor, se minimizaba la distinción entre relaciones eróticas y no eróticas, al tiempo que se englobaba en un solo concepto a amigos, amantes e hijos. El amor, como tal, resultaba un símbolo apropiado para expresar los rasgos de identidad y unidad tan importantes en el parentesco en Estados Unidos, y servía a la vez para sortear el supuesto procreativo implícito en símbolos como la unión heterosexual y los lazos de sangre. Es casi ya una perogrullada que la «familia» adquiere significados muy diferentes al combinarse (como siempre sucede) con la clase, la raza, el origen étnico y el sexo (Flax, 1982; Thorne y Yalom, 1982). En sus estudios del parentesco entre los japoneses-norteamericanos, Sylvia Yanagisako (1978, 1985) ha demostrado cómo puede cambiar la unidad con que se mide el parentesco («familias» o «personas»), y cómo se añaden significados adicionales a símbolos como el amor, basándose en los diferentes significados según el contexto y la identidad racial o cultural (p. 107). La determinación de quién es o no un pariente en un contexto definido como <
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otra identidad y se presentan las categorías correspondientes como algo eterno y fundamental. Por otro, el propio discurso dificulta la comprensión del parentesco en Estados Unidos, al igualar categorías antes consideradas opuestas («gay» y «familia»). Las familias que vi crear a los gays y las lesbianas en al Área de la BahíJ solían tener fronteras muy variables, similares a las del parentesco entre los afronorteamericanos, los indios norteamericanos y los blancos de la clase obrera. David Schneider y Raymond Smith (1978, p. 42) han definido este tipo de organización como aquella que «puede crear vínculos de parentesco a partir de relaciones originalmente de amistad». Escuchemos un momento lo que dice Toni Williams acerca de quiénes considera familiares: En nuestra familia todos los hijos somos padrinos de los hijos de los otros,¿ vale? Así que nos emparentamos de ese modo. Pero cuando tenga a mi hijo mis hermanas no serán sus madrinas. Me rodearé de gente gay y de gente hetero. No tengo muchos amigos heteros, pero voy a integrarlos en mi vida. Me ayudarán. Cuidarán a mi hijo o ... es como mi gato; no llamo a mi familia y le digo: «Eh, mamá, ¿me cuidas el gato?». No, llamo a mi familia íntima -mi comunidad o lo que seapara que me ayuden en mi vida. Así que hay realmente una familia. Y tú la vas construyendo. Y crece y crece. Cuando quieres darte cuenta tienes a cientos de personas en la familia. Yo personalmente no pienso tener a cien personas, porque soy más bien solitaria. No tengo muchos amigos, ni quiero tenerlos tampoco. Pero creo que [mi pareja] tendrá a muchos familiares participando en lo que pasa.
Lo que Toni describía era un cálculo egocéntrico del parentesco, en que los miembros de la familia se agrupaban alrededor de un individuo, en lugar de formar parejas o grupos por afiliación. Lo cual significaba que incluso la más nuclear de las parejas podría teóricamente dar lugar a dos familias distintas, aunque se crearía por lo general una zona en que coincidirían los miembros de ambas. Al mismo tiempo, las familias de elección no estaban restringidas a los vínculos entre persona y persona. Los individuos podían ocasionalmente traer grupos enteros con múltiples conexiones anteriores entre sus miembros. Un caso así era el de una mujer que dijo haber incorporado un «círculo» de la familia gay de su nueva pareja a su propia esfera de parentesco.
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En el Área de la Bahía, las familias de elección semejaban redes en la medida en que traspasaban las fronteras de los hogares y se basaban en vínculos que irradiaban a partir de los individuos como los rayos en una rueda. Pero diferían de éstas porque incorporaban conscientemente demostraciones simbólicas de amor, de historia compartida, de ayuda material y emocional, y otros signos de solidaridad duradera. Aunque muchas familias gays incluían amigos, no todos los amigos formaban parte de ella. 2 Unas fronteras fluidas y la diversidad de los miembros que las componen no significan que no haya unidades que puedan reproducirse con nitidez, ni ciclos de expansión y contracción, ni pautas de dispersión. Lo que podría haber representado una pesadilla para un antropólogo en busca de estructuras familiares reconocibles era visto positivamente por la mayoría de los entrevistados como el producto de una creatividad sin obstáculos. El lema subjetivo implícito en el parentesco gay se transparentaba en las etiquetas mismas que lo describían: «las familias que elegimos», «las familias que creamos». A la hora de dar estatus a otros, la significación corría a cargo del que significaba. Los entrevistados solían describir la elección de la familia como un asunto absolutamente personal, en la medida en que la elección era responsabilidad de cada individuo. Paradójicamente, la noción misma de elección idiosincrásica -concebida originalmente como oposición a lo genéticamente dado-- otorgaba coherencia estructural a lo que las personas presentaban como expresiones únicas de la familia. La variedad en la composición de las familias de elección era evidente. En el servicio de la Iglesia Comunitaria Metropolitana descrito en el capítulo 2, cuando llegó el momento de la comunión, el pastor invitó a los congregados a que se acercaran con los miembros de su familias. En grupos y en parejas, con las cabezas inclinadas y los brazos entrelazados, los que avanzaban hacia el frente de la iglesia iban mostrando a sus parientes y amigos para que todos los vieran. En otra ocasión, me uní a un grupo de personas que preparaban una fiesta de cumpleaños en casa de alguien. Cuando pregunté qué era lo
2. Cfr. Riley (1988), quien en un pequeño estudio realizado con once lesbianas de Nueva York halló que los amigos calificados de familia eran los <<Íntimos» y no los «sociales>>.
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que diferenciaba (si había alguna diferencia) a los que habían ido temprano para ayudar en la decoración de aquellos que habían llegado tras el comienzo oficial de la celebración, el anfitrión me explicó que los primeros eran parte de la familia y que eran más íntimos que el resto de los invitados. Los obituarios constituyen una relativamente ignorada (aunque sombríá) fuente de información acerca del concepto del parentesco. Las esquelas mortuorias del Bay Area Reporter (un semanario que se distribuye en bares y otros establecimientos gay) eran a veces redactadas por los amantes, los familiares de sangre o adoptivos (designados usualmente como la «madre», el «padre», etc.), los «miembros de la comunidad» presentes en el momento de la muerte o durante la enfermedad y, ocasionalmente, por los compañeros de trabajo. Mientras realizaba el trabajo de campo, el San Francisco Chronicle, un diario de gran circulación, adoptó la política de no mencionar a las parejas de los gays fallecidos, en atención a las quejas de familiares que alegaban vínculos adoptivos o de sangre con éstos. Aunque la decisión del Chronicle negaba reconocimiento a las familias gays, constituía también una prueba del creciente impacto de un discurso que rechazaba ceder el parentesco a las relaciones basadas en la procreación. Al abrir la puerta a la creación de familias de diferente tipo y composición, la elección situaba el parentesco en la esfera del libre albedrío y de la libertad de inclinación. En la tradición del Walden de Thoreau, cada gay y lesbiana se volvía responsable del acto ejemplar de crear un entorno modelo (cfr. Couser, 1979). A menudo las personas presentaban a las familias gays como incursiones en territorio desconocido, en que la falta de referentes culturales para el camino creaba miedo y excitación. 3 De hecho, había algo utópico en el modo en que muchos gays y lesbianas hablaban de las familias que estaban creando. Jennifer Bauman adujo que al ser gay «estás ya en el límite, así que tienes más campo para ser lo que quieras ser. Y para crear. Hay más espacio en el límite». ¿Y qué haces con todo ese espacio? «Creo mis propias tradiciones», respondió. La «elección» es una noción individualista y, si se quiere, burguesa, que basa la formulación de las relaciones con las personas y 3. Para un análisis del tema de la vida inexplorada en la autobiografía lesbiana, véase Cruikshank (1982).
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las cosas en la potestad subjetiva de un «yo». Pero, como señalara Carlos Marx (1963, p. 15) en un pasaje delJ8 Brumario citado a menudo: «Los hombres hacen su propia historia, pero no a su libre arbitrio. No bajo las circunstancias que han elegido, sino bajo aquellas circunstancias que han encontrado directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado». Sólo después de que la salida del armario deviniese una posibilidad histórica pudo el elemento de elección de la experiencia homosexual ser extraído y elevado a rasgo constitutivo de las familias gays. A pesar de la caracterización ideológica de las familias gays como familias libremente elegidas, en la práctica estaban lejos de ser seleccionadas al azar, y eran aún menos representativas demográficamente hablando. Cuando pedí a los que decían tener una familia gay que hicieran una lista de los que incluían en ella resultaron estar compuestas sobre todo -aunque no exclusivamente- por otros gays y lesbianas. Como es lógico, la mayoría de los integrantes de la lista solía ser del mismo sexo, clase, raza y rango de edad que el entrevistado. Tanto los hombres como la mujeres incluían a sus parejas en la familia, a menudo colocándolas a la cabeza de la lista. Unos pocos creían que una pareja, o un compañero y niños, resultaban esenciales para formar una familia gay, pero la gran mayoría pensaba que todas las lesbianas y los gays, incluyendo los solteros, podían crear sus propias familias. La pareja de alguien considerado familiar podía ser o no ser incluida en el parentesco. «Vale, son parte de la familia, pero son parientes políticos -dijo un hombre riéndose-. Ya sabes: los quieres, pero no son tan íntimos.» Las ex parejas constituían un caso interesante. Su inclusión en las familias de elección estaba lejos de ser automática, pero la mayoría de ellos querían estar relacionados con sus sex amantes como amigos y como familia (cfr. Becker, 1988; Clunis y Green, 1988). 4 Cuando un ex amante se mantenía alejado, la sorpresa mostrada por los amigos ponía de relieve ese ideal: «¡Ya hace diez años que rompisteis! -le dijo un hombre a otro-. ¿No ha venido nunca a visitarte?»
4. En la práctica esta generalización podría aplicarse más a las lesbianas que a los gays, aunque muchos gays comparten el ideal de transformar el vínculo anteriormente erótico con un ex amante en un relación no erótica duradera.
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Desde luego, cuando en una ruptura había habido mucha carga emocional o una disputa por los bienes la continuidad no siempre era posible. Muchos ex amantes, tras un período inicial de separación, restablecían el contacto, mientras que otros continuaban luchando por la reintegración. Como ha explicado Diane Kunin: «Cuando rompes con alguien, muchos actúan como si fueran tus padres y hermanos, y se relacioñan con tu nuevo amante como si fueran sus parientes políticos». Supe también de muchos hombres que habían reanudado los vínculos con parejas anteriores que habían contraído el sida o el CRS (complejo relacionado con el sida). Este énfasis en hacer la transición de amante a amigo sin salirse de los límites de la familia gay contrastaba con el caso de las parejas heterosexuales en la Área de la Bahía, para las cuales la separación o el divorcio significaba a menudo la ruptura permanente del vínculo de parentesco. Jo-Ann y Claudia Bepko (1980, p. 285) han criticado el esfuerzo de las lesbianas por mantener sus relaciones con sus ex amantes como una forma de «triangulación» (algo considerado tabú en los círculos terapéuticos). Arguyen que tales relaciones «tienden a ser intrusivas y conllevaban reclamaciones inapropiadas». Pero las nociones sobre lo que es apropiado se constituyen y se cuestionan culturalmente. Lo que una persona espera de un «ex» puede no ser igual a lo que espera de un amigo que es también un familiar. En el contexto del parentesco gay, un ex amante puede ser ambas cosas. Los padres biológicos o adoptivos de una pareja pueden ser considerados familiares o pueden no serlo, dependiendo de su actitud «receptiva» o «excluyente». Gina Pellegrini, por ejemplo, halló refugio en la casa de su pareja después de que sus padres la expulsaran de la suya cuando era adolescente. Le comunicó su homosexualidad a la madre de ésta antes que a sus padres, y aún considera a esa mujer como su familia. Jorge Quintana afirmaba que su madre adoraba a su ex amante y viceversa, aunque había roto con ese hombre hacía muchos años. Tras años de oír a su padre atacar a los homosexuales, recordaba Ro berta Osabe: «Mi novia Debi y él se pusieron a jugar al billar... ¡Y ella le atizó de lo lindo ... ! Creo que fue su manera de desagraviarla». Jerry Freitag y su pareja Kurt han insistido en presentarse mutuamente a sus padres respectivos. «Mi madre y la suya hablan por teléfono de vez en cuando y se escriben cartas y todo eso. Como cuando murió mi abuela. La madre de Kurt fue una de las pri-
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meras personas en llamarla.» A Charlyne Harris, sin embargo, no le parecía viable llamar a la «familia» de la madre de su ex pareja. «Su madre no me quería. Primero: no quería que ella tuviera una relación lesbiana. Segundo: sabía que yo era negra. Así que no había muchas cosas buenas que decir de ella ... Pam me dijo: "¡No puede siquiera mencionar tu nombre!".» Además de las amistadas y de las relaciones con amantes o ex amantes, las familias de elección pueden incluir también a los hijos y a las personas que comparten una residencia. 5 El Gay Community News publicó una serie de cartas de prisioneros gays que se habían unido para formar la «Familia Del-Ray» (y fueron separados a continuación por los guardias de la cárcel). Al volver a San Francisco, Rose Ellis me contó del apartamento que había compartido con algunos amigos. Había una mujer en particular, me dijo, «que era como una hermana mayor para mí. Cuando ella murió de cáncer, la casa se escindió, y eso destruyó la atmósfera familiar». En otras casos, sin embargo, son las dificultades las que unen a las personas más allá de sus respectivas familias. Los grupos organizados para asistir a personas con enfermedades crónicas o terminales a menudo estaban marcados por el amor y perduraban en el tiempo, lo que algunos entrevistados consideraban como una señal de parentesco. A veces, una persona vislumbraba la necesidad de una posible relación familiar. Cuando conocí a Harold Sanders, estaba planeando vivir con alguien, previendo la posibilidad de que necesitaría asistencia al entrar en los setenta. Me explicó que prefería elegir a la persona con tiempo a tener que «convivir con cualquiera» en un caso extremo. La relativa ausencia de institucionalidad o de rituales asociados a las incipientes familias gays planteaba a veces problemas de definición y reciprocidad: ¿debo contarte entre lo miembros de mi familia y tú a mí entre los de la tuya? En este contexto las ofertas de ayuda, el compromiso de «resolver» los conflictos y una historia en común, que se podía contar por meses o años, devenían signos de reafirmación del parentesco. Al ser pruebas simbólicas de la presencia de lazos intangibles como la solidaridad o el amor; tales demostraciones servían para persuadir y concretar, y para instaurar la reciprocidad en la relación al tiempo que se buscaba el reconocimiento del vínculo parental. 5.
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El capítulo 7 explora las relaciones con los hijos dentro de las familias.
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Como en el caso de sus contrapartidas heterosexuales, la mayoría de los gays y lesbianas insistían en que los miembros de la familia son aquellos que «dan la cara por ti»; aquellos con quienes puedes contar material y emocionalmente. «Ellos me cuidan --decía un hombre- y yo cuido de ellos.» Según Rayna Rapp (1982), la «clase media» norteamericana suele compartir el apoyo afectivo dentro de la amistad, pero no la asistencia material. En el Área de la Bahía, sin embargo, las lesbianas y los gays de todas las clases y procedencias compartían ambos tipos de asistencia. Y muchos consideraban que esto marcaba una importante diferencia entre la amistad y la familia. Diane Kunin, una escritora, definía la familia como las personas que te cuidan cuando estás enfermo o que te sacan de la cárcel, que te ayudan a cambiar un neumático o que te llevan al aeropuerto. Edith Motzko, que trabajaba como carpintera, dijo de una mujer que había sido su amiga durante diez años: «No había nada en el mundo que me pidiese que yo no hiciese por ella». Louise Romero decía bromeando de un amigo gay: «Sólo me llama cuando quiere algo: por ejemplo, para que le preste el camión porque se muda. Bueno, supongo que eso es la familia». Pero, sobre todo, la interrelación entre el patrimonio y las relaciones de parentesco entre las lesbianas y los gays que se consideran mutuamente como familia parece corresponderse con relaciones similares en el resto de la sociedad, con la diferencia de que se espera un poco más de independencia financiera y de autonomía por parte de cada miembro de la pareja. Cada persona administraba sus ganancias y recursos, y si se creaba una reserva se hacía por lo general de común acuerdo con la otra persona o como parte de un fondo común limitado entre los que compartían un piso. En algunas casas se pagaban las cuentas a partes iguales, mientras que en otras se hacía en proporción al sueldo. Podía ser que una persona mantuviese a su pareja durante un período de tiempo, pero no era la regla ni entre los hombres ni entre las mujeres. Facilitar que la otra persona asistiese a cursos o que emplease el tiempo de trabajo en la educación de los niños era el tipo de arreglo más comúnmente asociado a un apoyo financiero sustancial. Más allá de las fronteras de los hogares, era poco probable que la ayuda material tomase la forma de una contribución monetaria directa, a menos que hubiese un hijo que dependiera de ella. Los servicios prestados entre miembros de diferentes familias que se consideraban parientes incluían de todo, desde sacar a pasear al perro hasta
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preparar la comida, hacer recados y arreglar el coche. En algunas relaciones, prestarse las herramientas, las cintas de vídeo, la ropa, los libros y casi cualquier otra cosa imaginable era algo normal. Algunos hacían préstamos de dinero a un familiar gay o heterosexual durante cierto tiempo. Algunos daban dinero a familiares que debían pagar el alto coste de los tratamientos médicos en Estados Unidos, y un grupo reducido ayudaba a la manutención de familiares biológicos o adoptivos (fueran los suyos o los de su pareja). Otro criterio frecuentemente citado para separar a los «simples» amigos de los que eran también familiares era un pasado en común. En este caso, los años que había durado una relación constituían una prueba de intimidad y reflejaban la presuposición de que la experiencia en común conducía a un entendimiento mutuo. Jenny Chin lo explicaba de este modo: No tengo una familia de sangre, sino otro tipo de familia. Y pienso que cuesta realmente mucho llegar a ese punto. Años. Cinco años, diez años o lo que cueste. Creo que tenemos que hacerlo para sobrevivir. Es simplemente un hecho de la vida. Debido a todo lo que significa ser gay, te excluyen de tu propia familia. En un cierto nivel, un nivel puramente básico. A menos que tengas suerte. Hay algunas excepciones. De modo que para sobrevivir tienes que tener una red que te apoye y ese tipo de cosas. Y si eres una persona asentada pienso que te integrarás ... que esas personas se convertirán en tu familia. Si se adaptan los unos a los otros. Y si sus trabajos, sus vidas, su casa y sus hijos se interrelacionan bien.
Aunque a veces las personas definían la libre creación de lazos de parentesco como la búsqueda de relaciones que pudiesen ayudar a sobrellevar la carga de la familia. Hay muchas maneras de trasladar un mueble, solicitar consejo, evocar el pasado, compartir el afecto o hallar una canguro para nuestros hijos, y para todas ellas se puede recurrir a relaciones no familiares o pagando a alguien si se tiene el dinero para ello. Pero en el relato, junto al énfasis que ponía Jenny en la supervivencia, emergía también la idea de una historia de cooperación, en la medida en que para ella la tarea de establecer una solidaridad duradera era un proceso de años y no algo que simplemente se daba por sentado. Las relaciones que habían sobrevivido a los conflictos, como las
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sostenidas a distancia pero sobre todo las que habían resistido el paso del tiempo, constituían también testimonios de afecto. Las alusiones a los desacuerdos, las peleas y las molestias iban acompañadas a menudo por la risa. Charlyne Harris habló de cinco lesbianas a quines consideraba familiares suyas «porque si no me ven durante cierto tiempo [empiezan a vigilarme] ¡y andan todo el tiempo husmeando en mis cosas! A veces también se vuelven locas. Son como hermanas. Pero sé que me quieren muchísimo». Otra mujer dijo riéndose: «Nunca veo a esos familiares, ¡así que se puede decir que son mi familia!». Otros mencionaron también el hecho de saber de alguien sólo cuando necesitaba algo como un signo de parentesco. Por medio de la inversión y de la reversión se hacía presente un humor irónico que subrayaba el significado de intimidad y solidaridad asociado a la noción de familia en Estados Unidos (cfr. Pratt, 1977). En las descripciones de las familias gays, el sentimiento y la emoción corrían a menudo parejos con la ayuda material, la solución de los conflictos y la encapsulación narrativa de un pasado compartido. «¿Por qué consideras a ciertas personas tu familia?», le pregunté a Frank Maldonado. Me respondió: Bueno, a algunos de mis amigos los conozco desde hace quince años. Y eso une. El vivir en el mismo sitio durante largo tiempo, pasar juntos las estaciones y los años. Es como si fueran parte de ti y tú parte de ellos. Tienen peleas, las superan ... Es amor incondicional dirigido a personas con las que no te has criado.
Aunque aquí está visto como el rasgo único y definitorio del parentesco, el amor representa tanto el producto como el fundamento simbólico de las familias gays. A la experiencia del amor se asociaban estrechamente las prácticas a través de las cuales las personas establecían y confirmaban una solidaridad mutua y duradera.
¿Un sustituto de la familia biológica? Lejos de ver a las familias que elegimos como imitaciones o derivados de los vínculos familiares creados en otras esferas de la sociedad,
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muchos gays y lesbianas hablaban de la dificultad y la emoción de crear el parentesco en ausencia de lo que llamaban «modelos». Otros, sin embargo, se hacían eco de la opinión -generalizada socialmente- de que las familias de elección son sustitutos de los vínculos de sangre perdidos a causa del rechazo categórico o de la distancia introducida en las relaciones por la permanencia dentro del armario. 6 «Habrá siempre un vacío en el lugar en que debería estar la familia -me dijo un hombre-. Pero Tim y yo llenamos mutuamente parte del vacío dejado por nuestras familias de sangre.» Dice Louise Romero: Pienso que muchas lesbianas ... buscan algo; quizá lo mismo que estoy buscando yo. Antes de salir del armario, tenía mucha intimidad con mis familiares. Podía compartir mis cosas con mis hermanas. Solía contarles mis secretos más oscuros. Ya no puedes hacerlo, porque piensan que eres rara. Lo que en mi caso fue literal: lo pensaron ... Creo que muchas mujeres buscan eso, es algo que se necesita.
Esa teoría posee cierto atractivo, no sólo porque expresa el profundo impacto de la salida del armario en las lesbianas y la noción que tienen los gays del parentesco, sino porque resulta coherente con la creación de las familias gays como un concepto opuesto al de la familia biológica. A nivel práctico, muchos de los servicios que los familiares de elección se prestaban entre sí eran los mismos que se prestaban los familiares cuyos lazos se fundamentaban por la sangre, la adopción o el matrimonio. Pero aunque las familias gays son familias creadas por adultos, esta teoría las ve como el reemplazo, y no como las sucesoras cronológicas de las familias en que crecieron. No obstante, si las familias de elección fuesen simplemente una forma de compensación al rechazo por parte de los familiares heterosexuales, deberían, por lógica, centrarse en el establecimiento de relaciones intergeneracionales. (Recuérdese que era perder a los padres y no a otros familiares lo que constituía la principal preocupación a la hora de revelar la homose6. La noción de familia sustituta puede criticarse también como un concepto funcionalista porque asume que todas las personas necesitan una familia. Los sociólogos han aplicado el concepto de familia sustituta a muchos grupos marginales en Estados Unidos. Véase, por ejemplo, Vigil (1988), sobre las bandas de barrio en el sur de California.
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xualidad a una familia hetero.) Pero cuando las lesbianas y los gays del Área de la Bahía aplicaban la terminología del parentesco a sus familias de elección, se colocaban por lo general en relación de hermanas y hermanos, con independencia de la edad que tuviesen. Y cuando las familias incluían hijos, los adultos que eran familiares de elección pero no coprogenitores de éstos se llamaban a sí mismos tíos y tías. '"' Como toda generalización, sin embargo, ésta también admite excepciones. Margie Jamison, quien estaba al cargo de un ministerio cristiano para lesbianas y gays, describía con lágrimas en los ojos su trabajo con los enfermos de sida. «Cuando los tengo en mis brazos, muriéndose, son como mis hijos. Como mis hijos.» En este caso la terminología intergeneracional de Margie evocaba tanto su labor pastoral como su propia experiencia al criar dos hijos en un matrimonio heterosexual anterior. No obstante, el hecho de que la mayoría de los vínculos parentales de elección se definan como relaciones entre iguales asemeja más las familias de elección al llamado «parentesco ficticio», hallado en otras partes de Estados Unidos, que a una reproducción medianamente fiel de las familias en que los gays y las lesbianas habían crecido. Resulta igualmente significativo que no hubiese sido sólo la minoría de homosexuales repudiados quienes participasen en la elaboración del parentesco gay. Muchos de los que calificaban las relaciones con sus familiares biológicos o adoptivos de cordiales o excelentes, suscribían la oposición entre la familia gay y la biológica. Por otra parte, para aquellos cuyas relaciones con sus familias hetero habían mejorado gradualmente con los años, los vínculos con sus familiares de elección no habían perdido importancia. Si considerarse parte de una familia gay no depende en modo alguno de la ruptura con la familia de origen, la teoría de la familia de elección como sustituta del parentesco perdido se disuelve. Para explicar satisfactoriamente el surgimiento histórico de las familias gays se requiere comprender el cambio de la amistad a la identidad sexual entre las grandes masas de homosexuales que emigraron a las áreas urbanas después de la Segunda Guerra Mundial.
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«Así es como se crea una vida satisfactoria: con un grupo de amigos.» A los sesenta y cuatro años, Harold Sanders no dudaba en desplegar su pasión por los aforismos, por el giro verbal que se remonta en el tiempo para resumir la experiencia de toda una vida. Su frase reflejaba una convicción ampliamente extendida entre las lesbianas y los gays de todas las edades. Personas de diversas procedencias se veían como beneficiarios de una amistad superior a la de los heterosexuales, o bien insistían en el gran significado y respeto que en su opinión los homosexuales concedían a la amistad. 7 Es probable que tales comentarios fuesen una mezcla de observación y autocongratulación, pero también señalaban la conexión que establecían muchos gays y lesbianas entre la amistad y la identidad sexual (y también la raza o el origen étnico). Los mismos individuos solían describir a los homosexuales como personas que consideraban la familia y los amigos como esferas excluyentes e incluso antagónicas. Como niña educada en una familia chino-norteamericana, Jenny Chin explicaba: Me habían inculcado que los amigos son sólo amigos. Sólo amigos. La amistad se minimizaba y se le concedía poco valor, porque se suponía que la familia era lo más importante. El principal objetivo era mantener la unidad familiar. No importaba que se estuviesen matando unos a otros o que se guardasen rencores de veinte años y no se hablasen.
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En contraste con ello, en los debates sobre las familias gay se consideraba el parentesco como una extensión de la amistad, en lugar de ver a ambos como competidores o de subordinar la amistad a los vínculos biogenéticos, considerados, en cierto modo, más fundamentales. No resultaba raro que una lesbiana o un gay hablaran de otro como de un familiar y al momento siguiente lo calificasen de amigo. Pero la solidaridad implícita en tales declaraciones no siempre ha sido considerada un rasgo inherente a la vida homosexual. Según John D'Emilio (1983b ), la conciencia de que entre los homosexuales podían establecerse vínculos no eróticos fue un acontecimiento histórico fundamen-
7. Cfr. Hooker ( 1965), sobre la importancia dada a la amistad por los gays en una época anterior.
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tal que preparó el camino para el surgimiento de la «comunidad» lesbiana y gay (y, podría añadirse, para la posterior apari.ción del antagonismo ideológico entre la familia biológica y la de elección). Cuando Harold Sanders salió del armario, en los años treinta, las relaciones entre personas del mismo sexo experimentaban, especialmente en los círculos blancos y relativamente acomodados en que él se movía~ una desvalorización histórica que coincidía con una nueva afirmación de las relaciones entre hombres y mujeres bajo el ideal del matrimonio sin progenie (companionate marriage).* Las relaciones intensas con personas del mismo sexo se convirtieron en cosas que debían dejarse atrás, con la infancia (Pleck y Pleck, 1980). En 1982, Lillian Rubín realizó un muestreo y halló que de doscientos hombres solteros estudiados, dos tercios no tenían un amigo íntimo. Y si bien el menosprecio de los vínculos entre personas del mismo sexo había tenido mayor impacto entre los hombres que entre las mujeres, todas las relaciones de ese tipo habían sido objeto de sospecha. En la actualidad, muchos heterosexuales en Estados Unidos califican inmediatamente ciertas amistades como «demasiado intensas», tomando la intensidad como un signo de homosexualidad. 8 Según Lourdes Alcántara, nacida en Perú en los años cincuenta, ese tipo de asociación no está limitada a Norteamérica: Leí un artículo en el periódico en el que se hablaba de dos mujeres abrazándose en la calle como amigas. Como amigas latinas, ¿vale? Y yo estaba enamorada de aquella mujer. Éramos amantes. Y estaba en su casa. Así que traje el periódico del domingo a casa y le arranqué la página, para que su madre no pudiese verla. Y luego nos preocupamos mucho leyendo aquello. ¡Qué distorsión! Nos describían como enfermos. ¡Ser lesbiana lo ponían como algo horrible! Hasta mi novia se afectó. Me dijo: «Mejor que seamos amigas, sólo amigas, y que nos casemos». ¡Y fuimos amigas durante nueve o diez años! ¡Dios mío! Qué** terrible. ¿Puedes creerlo?
* Matrimonio en el cual los cónyuges acuerdan no tener hijos, que puede disolverse por consentimiento mutuo y en el que ninguna de las partes es responsable económicamente de la otra. (N. del T.) ** En español en el original. (N. del T.) 8. Foucault (en Gallagher y Wilson, 1987, pp. 33-34) ha especulado que la devaluación de la amistad masculina en el siglo xvm en Europa estuvo ligada a la problematización del sexo entre las mujeres.
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Durante el siglo xx, la hermandad y la amistad eran dos de las pocas categorías culturales disponibles en Estados Unidos para dar cuenta de los sentimientos intensos experimentados hacia personas del mismo sexo. En el instituto, Peter Ouillete tuvo lo que calificaría más tarde como una «chifladura» por otro chico. «No pensaba en absoluto en términos sexuales -me dijo-. Era amistad. Pero una amistad muy íntima (eso es lo que pensaba). Éramos casi hermanos». Philip Korte recuerda haber pensado «si no sería magnífico tener un hermano mayor. Si no sería magnífico tener un amigo íntimo con quien ser afectuoso y con quien pasar mucho tiempo, el compañerismo, todo ese tipo de cosas. Ahora reconozco que era un sentimiento gay. Pero en ese momento aquello no encajaba en lo que sabía de los gays». Lo que no encajaba era sus fantasías de amor y cariño por otro hombre, puesto que entonces veía la homosexualidad como algo puramente sexual. Dada esta alianza entre el lenguaje del parentesco y el de la amistad, que según J onathan Katz ( 197 6) data del siglo XIX, cabría esperar un vínculo directo entre la temprana intercambiabilidad de esos términos y el discurso contemporáneo. Pero los datos históricos y las observaciones diarias sugieren otra cosa. Salir del armario a mediados de siglo suponía aprender a diferenciar entre el sentimiento erótico y el sentimiento no erótico, estableciendo una división clara entre la atracción sexual y la amistad. Una persona podía entonces teóricamente dividir sus amistades en dos grupos: «sólo amigos» (sin vínculo sexual) y «más que amigos» (amantes). Un día, por ejemplo, mientras estaba sentada en un café, escuché por casualidad en el reservado próximo a una mujer que le decía a otra sentada frente a ella que «sólo» le interesaba la amistad, porque ya tenía pareja. Los relatos acerca de la salida del armario evocan esta distinción al establecer un doble marco temporal, el «antes» y «después» de la revelación y aluden a la reinterpretación de las relaciones descritas anteriormente con la terminología de los vínculos de sangre como relaciones que siempre habían sido «eróticas». Los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial -un período crucial para muchos grupos en Estados Unidos- asistieron a un desarrollo sin precedentes de la solidaridad no erótica entre los homosexuales (Bérubé, 1989; D'Emilio, 1983a, 1983b ). Durante los cincuenta y los sesenta, los gays masculinos empleaban la terminolo-
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gía del parentesco para distinguir las relaciones sexuales de las no sexuales.9 En esa época, la denominación de hermano, hermana o amigo se aplicaban principalmente a las relaciones no eróticas. En la versión fílmica de The Boys in the Band, un personaje bromea: «Si no son amantes, son hermanas». Este uso amanerado de la palabra «hermana» entre los homosexuales masculinos coexistía con la institucionalizacron de la relación con el mentor, en la cual un hombre de más edad introducía a uno más joven en «la vida». Por norma, las relaciones con los mentores eran intergeneracionales y enfáticamente no sexuales. Bob Korkowsky, que transgredió la norma manteniendo relaciones sexuales con su mentor, describió la experiencia como «extraña, porque un mentor es como un padre. [Fue] como si durmiera con mi padre». Esta aplicación de la terminología del parentesco a las relaciones no sexuales era muy distinta de la que tendría lugar posteriormente en la creación de las familias gay, que podían incluir tanto amantes como amigos. La distinción marcada entre lo sexual y lo no sexual se diluyó años más tarde, cuando quedó firmemente establecida la posibilidad de vínculos no eróticos entre los homosexuales. Al llegar los setenta, tanto los gays como las lesbianas habían comenzado a describir a los amigos y los amantes como los dos extremos de un continuo, y no como categorías opuestas. «Las mujeres hemos esperado toda la vida a que nuestras hermanas fueran nuestras amantes», decía la letra de la canción «Gay and Proud» (Lemke, 1977). La contribución del feminismo lesbiano a la codificación de esta noción de un continuo resulta evidente en el trabajo de Adrienne Rich (1980) sobre la «heterosexualidad obligatoria». El artículo clásico Carroll Smith-Rosenberg (1975) acerca de las relaciones entre las mujeres en el siglo XIX en Estados Unidos fue también ampliamente leído en las clases de estudios de la mujer y citado en apoyo del criterio de que las relaciones sexuales y fraternales podían separarse semánticamente pero que en la práctica tendían a confundirse (prestando poca atención a los esfuerzos hechos en las décadas intermedias por distinguir esas relaciones de un modo preciso). La reorganización que vinculó las relaciones eróticas con las no 9. Por lo que sé. está menos documentado el uso de la terminología del parentesco por parte de las lesbianas durante ese período.
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eróticas mediante el establecimiento de un continuum no se redujo sólo al activismo político. Al entrar San Francisco en los años ochenta, el término «amigo» parecía haber superado en popularidad al de «compañero de habitación» como eufemismo para designar a un amante cuando no se deseaba revelar la identidad sexual. El estudio realizado por Victoria Vetere en 1982 acerca de la interpretación dada por las lesbianas a los términos «amante» y «amiga», aunque basado en una muestra reducida, indicaba que la mayoría de ellas se sentían incómodas cuando se insinuaba cualquier dicotomía entre ambos conceptos. Una continuidad similar aparecía implícita en las historias de salida del armario narradas por mujeres que se había declarado homosexuales durante los setenta. Una de ellas afirmó que el símbolo de la salida del armario era para ella la conciencia de que «oh, es magnífico, así que puedo seguir con todas mis novias». Elaine Scavone explicaba riendo: «De golpe sentía que podía ser yo misma. Podía comportarme con las mujeres como quería: podía tocarlas, hacer amistades, tener novias e irme a casa con ellas y besarlas». Aunque se decía a veces que en el caso de las mujeres lo que las impulsaba a salir del armario era el enamorarse de una amiga, mientras que en el caso de los hombres se trataba una pasión básicamente sexual, tanto unas como otros decían en sus relatos haber experimentado pasiones tempranas por amigas o amigos. La categoría del mentor, que simbolizaba un tipo de relación no sexual entre los gays, parecía haber perdido vigencia durante ese período, en lugar de ganarla. En las pocas ocasiones en que surgió casualmente el término en las conversaciones durante mi trabajo de campo, su significado parecía distinto. Un hombre de poco más de treinta años se describió como mentor de su amante, debido a que había salido del armario mucho antes y conocía mejor el «mundo gay». Tal declaración hubiera sido un non se quitar no mucho tiempo atrás. Dado que todo continuum depende de sus polos, los cambios no consiguieron que las categorías «amante» y «amigo» se fundieran completamente la una en la otra. Las frases «sólo amigos» y «más que amigos» siguieron siendo de uso común para indicar si en la relación entre dos personas estaba incluido el sexo. Pero la voluntad de fusionar la amistad y el sexo conllevaba también una cierta unidireccionalidad. En tanto que un amante podía idealmente convertirse en un amigo, muchos pensaban que el sexo podía destruir una amistad ya existente. Los que estaban solteros parecían tan dispuestos como
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siempre a entonar el viejo adagio gay de que los amigos duran, mientras que los amantes simplemente «pasan». En un estudio realizado en 1957 (y reeditado en 1967), Maurice Leznoff y William Westley hallaron que la mayoría de los gays buscaban amigos y no amantes para asegurar su vejez. Pero la máxima de que eran los amigos y no los amantes los que duraban fue reinterpretada por fa generación posterior, que pensaba que los amantes no sólo debían ser también amigos, sino que debían continuar actuando como amigos y como familiares tras una ruptura. Un nuevo contexto puede generar una nueva interpretación de la sabiduría recibida. Viéndolo en retrospectiva, el paso de la oposición al continuum preparó el terreno para el surgimiento de un discurso centrado en la familia que vinculó lo erótico con lo no erótico, uniendo a amigos y amantes en un mismo constructo. Pero el desarrollo histórico de lazos de amistad entre personas para las cuales la identidad «sexual» común se definía al principio únicamente a través de la sexualidad sería sólo la introducción al relato, más extenso, de la formación de una comunidad.
De la amistad a la comunidad Entre los gays y lesbianas el término «comunidad» (como el de salir del armario) ha llegado a ser tan polisémico como ubicuo. Contextualmente, puede referirse a la aparición histórica de las instituciones gays, a la totalidad de los gays y lesbianas declarados, o a la unidad y armonía basadas en una identidad sexual común. Los gays de más edad consideraban anacrónico aplicar el término al período anterior a 1966, dado que la palabra «comunidad» devino de uso general únicamente con el advenimiento del movimiento gay. 10 Opuesta a menudo a «aislamiento», la comunidad subsumía uno de los primeros significados del destape: hacer una aparición pública en un bar gay. El área de coincidencia entre ambos términos incluía la
1O. Para un análisis exhaustivo del desarrollo de las comunidades gays urbanas en los años de posguerra, véase D'Emilio (1983b). Sobre el surgimiento de un movimiento social basado en la identidad gay, véase, también, Adam (1987).
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localización de otros gays, algo que, paradójicamente, podía resultar difícil en una época en que la homosexualidad había saltado a los titulares. Toni Williams, que creció en una gran zona metropolitana, y que había empezado a asumirse como lesbiana sólo algunos años antes de que la entrevistase, recalcó: «Nunca pensé que no hubiera nadie que fuera como yo. Pero no sabía dónde buscarlos. No creía que hubiese una comunidad». Hallar una comunidad, como afirmó elocuentemente un hombre, significaba descubrir «que tu historia no era única en el mundo». Ese descubrimiento no pasaba necesariamente por conocer a otros homosexuales, sino más bien por convencerse de su existencia. Sean O'Brien, oriundo de Nueva York, solía escuchar un programa gay de radio, «una voz que salía de una caja una vez a la semana», que lo ayudó «a verme como parte de una comunidad, aun cuando no estuviera conectado con ella». Durante los años setenta, el concepto de comunidad abarcaba la sabiduría práctica que surgía de los bares, las redes de amigos y el aluvión de nuevas organizaciones gays: la conciencia de que las lesbianas y los gays podían unirse sobre la base de la identidad sexual y crear vínculos sociales duraderos. En el camino la sexualidad dejó de ser un dominio exclusivamente personal y se convirtió en una esfera de experiencia común. Desde su creación misma, los activistas habían puesto el concepto de comunidad al servicio de una política de la identidad que condenaba a los gays a ser parte de una minoría étnica y una subcultura.11 Las lesbianas y los gays, afirmaban, constituyen invariablemente el diez por 100 de la población. Una auténtica masa con derecho a reclamar su propia historia, cultura e instituciones. Desde luego, los cimientos de esa argumentación habían sido colocados antes, con el reconocimiento de que los homosexuales podían unirse mediante vínculos tanto de amistad como sexuales y la elaboración de analogías con los movimientos de defensa de la identidad basados en reivindicaciones raciales. 12 Muchos sociólogos de la época se ads-
11. Epstein ( 1987) explora con mayor profundidad las analogías entre el origen étnico y la identidad gay. 12. Sobre la formación de «nuevos tipos de subjetividad colectiva>> asociada a los movimientos de la posguerra que hacían referencia a la identidad racial, véase Omi y Winant (1983, p. 37).
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cribieron a ese paradigma en sus estudios del «mundo gay». 13 Ya fuera que los describiesen como un conglomerado de personas en constante interacción (Evelyn Hooker) o como una «colectividad continua» de individuos con intereses y actividades comunes (William Simon y John Gagnon), tendían a tratar a los homosexuales como un grupo completamente homogéneo con unos límites concretos (si es que no perfectamente definibles). Más recientemente, Stephen Murry ( 1979) ha recurrido a criterios sociológicos para defender la validez del concepto de comunidad aplicado a los homosexuales masculinos de las áreas urbanas de Estados Unidos y Canadá, apodándolos «comunidad cuasiétnica». 14 El estudio etnográfico de las lesbianas del Área de la Bahía realizado por Deborah Wolf (1979) cae en las mismas trampas de otros investigadores, al considerar a las lesbianas y los gays como integrantes de una subcultura. Muchos de los estudios que se han propuesto explorar el «mundo gay» o el «estilo de vida gay» no solamente colocan a sus sujetos en un limbo histórico, sino que suponen un vínculo asombrosamente simple entre la reivindicación de la identidad sexual y el sentido de ser parte de algo o de pertenecer a una comunidad. Tales enfoques, con su presunción de una solidaridad armoniosa y su reducción de lo que es una experiencia variada a una única visión del mundo, están lejos de ser satisfactorios. Pero los errores cometidos en investigaciones previas no deben inducirnos a rechazar el concepto mismo de comunidad, como hace Kenneth Read (1980) en su estudio de los clientes de un bar gay de la Costa Oeste. Es importante comprender cómo han llegado los gays y las lesbianas a un concepto que ha servido para todo a lo largo del tiempo, desde reclamo de unidad política hasta indicador demográfico o símbolo de un pequeño sector de personas blancas acomodadas separadas de la mayoría de los que se autodenominan lesbianas y gays. Visto en un contexto histórico y cultural, el modelo de la llamada minoría forma parte de una serie de luchas históricas por defi-
13. Véanse, por ejemplo, Hoffman (1968), Hooker (1967), Simon y Gagnon (1967b) y Warren (1974). 14. Escrito con anterioridad a la emergencia del discurso sobre las familias gays, la obra de Murray defendía que la ausencia del parentesco constituía la mayor diferencia entre las comunidades gays urbanas y las comunidades étnicas.
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nir y defender los límites de las comunidades basadas en la identidad sexual; luchas que a su vez prepararon el camino para el discurso de las familias gays. La comunidad gay podría verse mejor no como una subcultura única, sino como una categoría implícita en el modo en que los homosexuales han desarrollado su identidad colectiva, organizado el espacio urbano y conceptualizado las relaciones que eran importantes para ellos. Mi interpretación de la comunidad parte en ciertos aspectos de la larga tradición de estudios de comunidades existente en Estados Unidos (véase Hillery, 1955). Conrad Arensberg (1954), por ejemplo, ve la comunidad principalmente como un campo para el estudio sociológico, mientras que las comunidades gays sólo son descritas grosso modo, en términos espaciales y basándose en conceptos variables de la identidad. En manos de W. Lloyd Warner (1963), la comunidad se convierte en un microcosmos que refleja el conjunto de la sociedad, aun cuando las lesbianas y los gays han cuestionado y transformado las ideas hegemónicas acerca del parentesco y la sexualidad. Mi enfoque se acerca más, quizá, al de Robert Lynd y Helen Lynd (1973), quienes describen la comunidad como un punto de mira estratégico desde el cual observar los acontecimientos históricos (en su caso, se trataba de la Gran Depresión). Pero repito: no me interesa la comunidad como una entidad con límites definidos o como un escenario. Para tratar de comprender la trascendencia histórica que ha tenido para las lesbianas y los gays el discurso centrado en la familia, mi análisis se basa en los movimientos sociales y en el sentido de la unión y la identidad que han convertido el concepto de comunidad en una categoría cultural definida por oposición a otras nociones igualmente culturales acerca del individualismo o la personalidad (Varenne, 1977). Aunque las comunidades de gays y lesbianas no pueden circunscribirse a un territorio específico, es un hecho que San Francisco se ha convetido en un símbolo geográfico de la homosexualidad, y es conocido tanto aquí como en el extranjero como la «capital gay» de Estados Unidos. Con el movimiento gay se produjo la consolidación de los «guetos gays», barrios donde había una cierta cantidad de negocios cuyos propietarios eran gays y concentraciones de residentes gays (Castells, 1983). «En ciertos momentos llegué a pensar: "Oh, mi vida es demasiado gay". Trabajo en un entorno gay, vivo en un barrio
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gay, la mayoría de mis amigos son gays -comentaba Stephen Richter, que vivía en un piso alquilado en el distrito Castro-. Pero no sé, si sales del armario en un mundo hetero no puedes aspirar a un hogar.» Ronnie Walker estaba de acuerdo: «Con todo lo que critican al distrito de Castro, dondequiera que voy por Estados Unidos me siento siempre contento de poder arrodillarme y besar la tierra de la calle Castro>>'. Otros que vivían en la periferia viajaban a los barrios gays con el propósito explícito de «sentir la comunidad». El barrio se ha convertido en otro indicador de la diferencia entre lo gay y lo hetero, significa la pertenencia, el «hogar» y las cosas en común. Las zonas gays de San Francisco no escaparon, durante los ochenta, a la reestructuración del paisaje urbano que tuvo lugar en distintas ciudades de Estados Unidos. 15 En las calles Castro y Polk muchos de los pequeños negocios gays dieron paso a bancos, cadenas de tiendas y franquicias. Los residentes lucharon contra la extensión del distrito financiero del centro a la región del South of Market. Sin embargo, aun bajo las presiones económicas, los barrios mantuvieron suficientemente su carácter para contribuir materialmente a la formación de la identidad gay y proveer un lugar para que los homosexuales pudieran encontrarse y establecer relaciones. Dado que los barrios de San Francisco se habían formado y habían sido poblados principalmente por hombres, muchas lesbianas vieron en el Área de la Bahía un lugar de acogida para tales relaciones. John D'Emilio (1989b) ha señalado el vínculo entre el control masculino del espacio público y la mayor visibilidad, en Estados Unidos, de las organizaciones de homosexuales masculinos (en contraste con las de las lesbianas). También han influido en ello factores económicos, porque los alquileres y los precios de los pisos pueden ser muy altos, y las mujeres en general ganan menos que los hombres. Para mediados de los ochenta, sin embargo, las organizaciones de lesbianas y la concentraciones residenciales de éstas habían empezado a hacer aparición en barrios menos caros, como el de Mission y Bernal Heights. En lo relativo a conocer a otras personas -explicaba Sharon Vitrano-, me siento un poco limitada [por ser lesbiana], ya que me gustaría al
15. Sobre la relación entre el aburguesamiento, la política estatal y las tendencias económicas en la era de Reagan, véase Harrison y Bluestone (1988).
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menos tener la opción de vivir en una pequeña ciudad. Una de las razones por las que salí del armario aquí era que pensaba que podía conocer a otras lesbianas de un modo «normal». Que podía ocuparme de mis cosas y al mismo tiempo conocer a otras personas. No me gustaría tener que andar por ahí con un grupo de gente sólo porque es gay.
La yuxtaposición hecha por Sharon entre las pequeñas ciudades y la vida en la metrópolis se hacía eco de la idea generalizada de que a los homosexuales les resultaba mejor trasladarse a las grandes ciudades, donde podían encontrar a otros «como» ellos. De un modo casi paradójico, muchos de ellos, para describir la comunidad urbana que esperaban descubrir, empleaban términos basados en la noción mítica de la «América» rural de otros tiempos. Las expectativas acerca de una comunidad homogénea basada en la común identificación sexual daba alas a los sueños de poder político, en tanto que las descripciones de la comunidad lesbiana y gay como un club o una sociedad secreta compuesta por «gente que se conoce» hacía referencia a las relaciones cara a cara que se supone caracterizan la vida en una pequeña ciudad. El sentido no territorial de la comunidad, basado en la pertenencia al grupo de los que «son como uno», tiene numerosos antecedentes en Estados Unidos. Entre los ejemplos más relevantes para el contexto gay se incluyen asociaciones improbables como la iglesia y la taberna. Mucho antes de que los primeros activistas describiesen a las lesbianas y los gays como hermanas y hermanos, los puritanos habían postulado una noción de la hermandad basada en el efecto igualador del pecado original (Bercovitch, 1978; Burke, 1941). El concepto de «hermandad»* marcó el comienzo de la lucha por los derechos civiles y fue así fundamental en el surgimiento de posteriores movimientos sociales (Evans, 1979). En el aspecto secular, la comunidad en Estados Unidos había estado vinculada simbólicamente a los bares, lastabernas y los barrios desde las migraciones urbanas masivas de finales del siglo XIX (Kingsdale, 1980). Durante ese período, la taberna se convirtió en ellocus para la formación de una solidaridad entre personas del mismo sexo (en ese caso hombres), así como el sustituto del paraíso perdido de la pequeña ciudad. Aunque las lesbianas y los gays
* Beloved community, «hermandad>> (o «comunidad de hermanos>>), término empleado por Martín Luther King, Jr.
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pueden ahora encontrar «su comunidad» tanto en un equipo de softball como en un grupo de apoyo a los que salen del armario, y tanto en el desfile del orgullo gay como en un bar, los bares siguen siendo un símbolo eminente de identidad, y casi todos ellos tienen una anécdota sobre su primera visita a un bar gay (véase Achilles, 1967). Ya fuera entre los activistas políticos o los asistentes a los bares, a nada séparecía tanto la noción de comunidad que tomó forma en los años setenta como a una versión jeffersoniana de la communitas de Victor Turner (1969): una experiencia alternativa, no jerárquica e igualitaria de armonía y reciprocidad. 16 Fundado sobre la premisa de una identidad sexual común, el de la comunidad gay era -como el de la amistad- un concepto igualitario y no erótico. Al llevar la homosexualidad más allá de lo sexual, la noción de una comunidad basada en la identidad abrió nuevas posibilidades en el uso de la terminología del parentesco, de modo que las lesbianas y los gays pudieran imaginarse como miembros de una totalidad unitaria. 17 La identidad proveía el vínculo conceptual para sustentar la analogía entre las relaciones gays y las consanguíneas. ¿No era esto mismo lo que constituía la familia en Estados Unidos: la identidad y la semejanza mediadas por el simbolismo de los lazos de sangre? Pero la aplicación de la terminología del parentesco a la comunidad gay diferiría del posterior discurso de las familias gays en que se describía a todos los gays y lesbianas como familiares: no era la «elección» lo que determinaba las relaciones familiares. Declararse lesbiana o gay resultaba suficiente para considerarse hermano de cualquier otro homosexual. Algunos esperaban que la comunidad reemplazase los lazos biológicos perdidos (Altman, 1979), apelando no a una familia de elección sino a una colectividad: «Si me aceptan en la comunidad de lesbianas volveré a tener, espero, la familia cariñosa que perdí» (Larkin, 1976, p. 84). 18 Era la época en que en los bares
16. Para una aplicación del concepto de communitas de Turner a las organizaciones feministas y feministas lesbianas antes de que la política de la diferencia cuestionase el concepto de hermandad femenina, véase Cassell (1977). 17. Cfr. Anderson (1983), quien ha concebido la noción de comunidad imaginaria en relación con la de estado-nación. 18. Cfr. Lockard (1986, p. 85) escribió sobre las lesbianas de Portland: <>.
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gays de todo el país se bailaba en forma circular al son del éxito «We Are Family» (Rodgers y Edwards, 1979). Aunque la aplicación de la terminología del parentesco para indicar la pertenencia a una comunidad ha caído en desuso, debido a que la política de la identidad ha dado paso a la de la diferencia, se sigue empleando de vez en cuando como un modo de insinuar la identidad sexual. «No te preocupes, es uno de los hermanos», me explicó un hombre con quien me cité para almorzar cuando su compañero de piso entró en la habitación. En otra ocasión, una mujer me dijo que creía que le iría bien en la entrevista de trabajo, porque la haría una «hermana». Marta Rosales, que trabajaba en un hospital, me contó que una de las enfermeras había preguntado si la nueva miembro del personal era de la «familia», y otra mujer recordaba haber visto en la puerta de atrás de un bar del East Bay el cariñoso letrero «Entrada de la familia». En 1985, una campaña de donaciones de sangre a favor de los enfermos de sida aprovechaba de un modo extraordinario tanto la noción biogenética del parentesco como la simbolización de la identidad mediante la sustancia compartida. Los folletos, titulados «Nuestros hijos necesitan sangre», llamaban a las lesbianas «hermanas de sangre», y las instaban a ayudar a «nuestros hermanos» en una época de necesidad. Fue un éxito en toda línea, y pronto se convirtió en el modelo para otros eventos similares a lo largo del país. Los relatos sobre cómo se ha «hallado un hogar» dentro de la comunidad se estructuran de modo muy similar a las escenas de las novelas victorianas que narran el descubrimiento de un parentesco oculto. La metáfora del «hogar» engloba tanto la salida del armario como el hecho de vivir en un lugar con una gran población de gays y lesbianas (cfr. Dank, 1971): [Salir del armario] fue como llegar a casa. No podía explicarlo. Me sentía tan bien. Fue como, ya sabes, abrir los ojos y mirar un suelo lleno de zapatos y poner el pie dentro de uno de ellos y saber que es exactamente tu número. No tienes que mirar: lo sabes.
La adecuación y la permanencia devinieron elementos básicos de las historias sobre la salida del armario; referentes que definían la semejanza o la diferencia de la experiencia de un individuo.
Supe de otras que habían estado en diferentes partes del país y luego habían venido aquí y nada más entrar en un bar de mujeres se habían sentido, oh, pues magníficamente. Finalmente habían encontrado un hogar, o algo parecido. Es lo que me hubiera gustado que me sucediera, pero no ha sido así... No siento que haya llegado a casa ni nada, siento que no soy de aquí.
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La identidad y la comunidad, usadas tan a menudo para definir los límites de la experiencia de las lesbianas y los gays, se han polarizado de un modo acorde con la prevalencia de los valores culturales propios del individualismo. En Estados Unidos, la tensión entre lo individual y lo colectivo se remonta a las advertencias de Tocqueville acerca de la dictadura de la mayoría. El paradigma que define a los homosexuales como una minoría (o subcultura) interpone la comunidad entre la «sociedad» y el «individuo». En ese contexto, resulta relativamente fácil el paso de la comunidad como un hogar confortable o un grupo de intereses unitario a la comunidad como un mini-estado, mediador de toda la inconformidad y opresión atribuidas a la Sociedad con mayúsculas. A finales de los años setenta comenzaron a aparecer signos de desencanto con relación al concepto de comunidad: una crítica generalizada de las imitaciones al estilo de los «clones de la Castro»;* un resurgimiento de la polaridad butch/femme entre las lesbianas (haciendo caso omiso a la prohibición de la androginia por parte de las feministas), y un acalorado debate acerca del sadomasoquismo (s/m), la pedofilia y otras formas marginalizadas de la sexualidad. Aunque algunos disidentes insistían en su derecho a ser incluidos en la comunidad más amplia de las lesbianas y los gays, otros no se veían como miembros de una comunidad y aún muchos menos como agentes de la formación de una comunidad. «Yo era simplemente yo, en un mundo gay», explicaba Kevin Jones. Durante el mismo período, los gays y lesbianas de color criticaron la presuposición simplista de que compartir una misma identidad engendraría un entendimiento mutuo. Junto a los homosexuales judíos, llamaron la atención sobre el racismo y el antisemitismo que permeaba las comunidades gays, y mostraron el carácter ilusorio de la búsqueda de una comunidad única, en contraste con la lealtad pura propug-
* Así se llamaba a los homosexuales residentes en la calle Castro que solían vestirse de un modo parecido e intentaban parecer masculinos al máximo.
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nada por la política de la identidad. Previsiblemente, este reconocimiento de la diferencia, aunque importante y esperado, tendía a infravalorar la armonía e igualdad que suponía la «comunidad». Junto a la exploración positiva de lo que significaba ser negro y gay, o lesbiana y latina, existía una decepción generalizada por el fracaso en alcanzar la unidad implícita en el ideal de la communitas.
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La alternativa más empleada fue la de despojarlo de sus connotaciones igualitarias y usarlo como un sustituto de «población». La difusión de los datos de Alfred Kinsey (1948, 1953) sobre la incidencia de la homosexualidad en Estados Unidos abrió el camino para cifrar en un esencial 1O por 100 el universo imaginado por los gays y lesbianas (la «comunidad»). Para indicar la confusión reinante en torno a estt\ modelo, baste señalar que en la época en que hacía el trabajo de campo la mayoría de las personas añadían al definirlo una frase como «sea lo que fuere lo que significa». La puesta en práctica de las políticas de identidad en Estados Unidos se ha basado en la configuración cultural de la raza, el origen étnico, la clase, el sexo y la identidad sexual como categorías que organizan la experiencia subjetiva (Epstein, 1987; Omi y Winant, 1983). ¿Qué motivó que se pasara de «decir la igualdad» a una división de la comunidad en parcelas de identidad cada vez más delimitadas ?20 En primer lugar, percibir la fragmentación de algo implica poseer una visión de conjunto. Los que nunca se sintieron parte de una comunidad no percibían el intento de integrar la sexualidad con otros aspectos de la identidad como un «segmento» de una totalidad. Paradójicamente, no obstante, fue el proceso mismo de erigir una comunidad gay lo que propició el surgimiento de ese discurso de la diferencia. John D'Emilio (1989b) ha sostenido que la táctica política de destaparse ante los otros como modo de establecer la unidad de los gays tuvo el contradictorio efecto de hacer más evidentes las diferencias entre éstos. Hay una diferencia considerable entre el Chicago de finales de los sesenta, donde Esther Newton (1979) hallaba poca diferencia entre los homosexuales masculinos y los heterosexuales masculinos en términos económicos, y el San Francisco de los ochenta, donde las instituciones gays se habían multiplicado y los residentes eran herederos del movimiento por el orgullo y los derechos de los gays. En el Área de la Bahía, el tamaño mismo de la relativamente «abierta» población de gays y lesbianas hacía que se reprodujeran en ella las diferencias que se hallaban en la sociedad a gran escala. En los ochenta, las categorías de la identidad siguieron siendo esenciales en el proceso de anudación y ruptura de lazos sociales en-
El debate de la diferencia Al entrar en los ochenta, la retórica de los hermanos y hermanas parecía trillada y pasada de moda. Tratando de lidiar con la «decepción» y las «demandas poco realistas» que imperaban entre las feministas lesbianas, Sherry MacCoy y Maureen Hicks (1979, p. 66) escribieron: «El concepto de "hermandad femenina" parece evaporarse ante nuestros ojos». 19 Esta recién descubierta renuencia a aplicar la terminología del parentesco al resto de las lesbianas y los gays se extendía mucho más allá de los círculos de activistas. Muchos homosexuales comenzaron a dudar de la existencia de «la» comunidad o de un único «estilo de vida» gay. Algunos abandonaron por completo la noción de una comunidad basada en la identidad, y trataron de escapar a la categorización social mediante la adopción de formas extremas de individualismo. «Soy quien soy», explicaban. Otros asociaban la comunidad exclusivamente con personas acomodadas de raza blanca, que ni eran representativas de la totalidad de los homosexuales, ni resultaban idénticas a ella. Junto al reconocimiento de los privilegios relativos de este sector, aparecía el rechazo a considerarlo representativo del todo. Al ser aparentemente incapaz de abarcar las desigualdades que estructuran la diferencia basada en la identidad en Estados Unidos (los privilegios de los blancos sobre los norteamericanos nativos, de los hombres sobre las mujeres, etc.), el concepto de comunidad cayó en descrédito. 19. Sobre las limitaciones de la hermandad femenina como concepto totalizador que debía unir a las mujeres más allá de la raza, la edad, el origen étnico, la identidad sexual y la clase, véanse E. T. Beck (1982), Chrystos (1988), Dill (1983), Fox-Genovese (1979-1980), Gibbs y Bennett (1980), Hooks (1981), Hull et al. (1982), Joseph y Lewis (1981), Macdonald (1983), Morga y Anzaldúa (1981) y Smith (1983).
20. La frase <> pertenece al análisis que hace Bonnie Zimmerman ( 1985) de la política de la identidad entre las lesbianas al principio de los ochenta.
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tre las lesbianas y los gays. La mayoría de los bares y organizaciones sociales y políticas de San Francisco estaban separadas por sexos. Algunas de las instituciones comunitarias que las lesbianas asociaban a los gays tenían una presencia nominal de lesbianas. Si un teatro gay, por ejemplo, incluía libretos con personajes de lesbianas en su repertorio anual, cuando se representaban esas obras el número de mujeres pasaba de dos o tres a un tercio del aforo. Pero las instituciones gays más visibles, que eran los negocios y los rituales públicos (como la celebración del Halloween en la calle Castro), pertenecían a los hombres y eran organizadas por ellos. Las excepciones sólo parecían confirmar la regla. Tras la celebración de una feria de artesanía en la zona gay de South of Market, apareció en el Bay Area Reporter una foto que mostraba a dos mujeres besándose y este subtítulo: «La feria de Folsom Street no era sólo masculina». Cuando los grupos gays del sur de California sugirieron que se añadiese una lambda a la bandera con el arcoiris que se supone representa a todos los homosexuales, las lesbianas protestaron porque se trataba de un signo masculino y no representativo. En un acto benéfico celebrado a favor de los Juegos Gays y patrocinado por las Sisters of Perpetua[ Indulgence (un grupo de gays que se travisten de monjas), las lesbianas animaron el juego de softball femenino y las demostraciones de artes marciales realizadas por las mujeres, pero algunas se mostraron impacientes con «los chicos que rondaban con sus equipos». Solían producirse disputas periódicas acerca de la proporción de hombres y mujeres que aparecían en los periódicos dedicados a la «comunidad» en su conjunto. No resultaba raro que surgiesen estereotipos mutuos basándose en las nociones sobre la identidad y la diferencia vigentes en un contexto cultural más amplio. Para diferenciarse y situarse fuera de la «comunidad gay», Jenny Chin, una china-norteamericana, combinaba en su descripción el género, la identidad sexual y la identidad racial junto a la imagen del clon de la calle Castro:
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taban apoyo, pero me resulta muy difícil identificarme con esos hombres blancos altos con bigotes que se quejan de cómo los han juzgado por no saber arreglárselas o algo por el estilo.
Joan Nestle (en Gottlieb, 1986) ha condenado el esencialismo implícito en las generalizaciones del tipo: «Las lesbianas actúan de este modo, .y los gays de este otro». Cuando se trata del intercambio sexual en público, apunta Nestle, unos consienten en ello y otros no. Pero, como sucede con otros aspectos, las diferencias entre los gays y las lesbianas no son absolutas, sino que han sido construidas de un modo histórico, social e interpretativo. Cuando a una banda musical femenina se le pidió que actuase durante un certamen de ropa de baño para gays, las reacciones de sus miembros fueron desde: «Debemos ayudar a nuestros hermanos gays», hasta «El porno es porno» y «¡Qué importa, con tal que nos paguen!». Muchas lesbianas citaban su trabajo en las organizaciones de ayuda a los enfermos de sida como una experiencia que habían contribuido a «que se sintieran relacionadas» con los gays. En los contextos heterosexuales también se esperaba una solidaridad basada en la identidad sexual. En uno de nuestros jueves de comidas familiares, Liz refirió, consternada, la pelea que había tenido con un colega masculino en una fiesta celebrada por el jefe durante el día feriado. «Allí estábamos -explicó-los dos únicos gays del lugar y cantándonos las cuarenta.» Las diferencias de clase marcaban divisiones tanto dentro como entre las «comunidades» de hombres y mujeres. Muchas mujeres atribuían la visibilidad de las instituciones gays al hecho de que los hombres tenían generalmente más acceso al dinero que ellas. Los centros de vacaciones en el cercano Russian River eran demasiado caros para muchas lesbianas (y también para muchos gays de la cla~e obrera y desempleados), que cuando visitaban la zona preferían hacJr camping. Popularmente, se solía oponer los «motoristas» a los «profesionales», y los «bares gays» (presumiblemente de clase obrera) a los «políticos» (tipificados como de «clase media»). Muchos informaban de que habían tenido que hacer una elección dolorosa, debido a la imposibilidad de mostrarse como eran en un determinado trabajo. David Lowry, por ejemplo, abandonó su empleo en un programa de la MBA y se hizo camarero después de que la dirección de la empresa lo presionase para que fuera más «discreto» respecto a su condición sexual.
Leí que decía en el Bay Guardian: «Charlas de gays». Y tomé esos autobuses que atraviesan la ciudad, y me fui a sitios donde nunca había estado de noche, y cambié de autobús, y esperé en las paradas, y luego entré en una gran sala donde había como trescientos gays ... Sé que todos ellos hablaban con el corazón en la mano y que realmente necesi~·~·' ~l.'
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Aquellos que han buscado expresamente trabajo en negocios gays dijeron haberse sorprendido de encontrar en ellos una relación patrónempleado tan marcada por el conflicto y la diferencia como cualquier otra (cfr. Weston y Rofel, 1985). En una disputa entre una lesbiana propietaria de un edificio de apartamentos y una de sus inquilinas, lesbianas ambas, parecían perplejas ante el hecho de que su identidad sexual común no les facilitase la resolución el conflicto. La hegemonía de la clase directiva y empresarial dentro de la «comunidad» se hacía también evidente en la ausencia relativa de gays que poseyeran y llevaran tiendas de saldo. Si bien los comerciantes animaban a las personas a «comprar gay» y señalaban con orgullo la proliferación de tiendas que hacían posible en teoría vivir sin abandonar la calle Castro, sólo un pequeño número de lesbianas y gays podía permitírselo, aun cuando quisiesen. Al visitar los hogares de los gays y las lesbianas en la Área de la Bahía se tenía la impresión de que había una gran variedad generacional. Sin embargo, las organizaciones y los establecimientos gay solían atender a un número relativamente pequeño de pesonas de mediana edad. Los bolos, por ejemplo, son un juego por el que muchas personas en Estados Unidos se interesan al envejecer. Pero las competiciones gays nocturnas en las pistas de bolos de la ciudad estaban llenas de equipos predominantemente masculinos de veinte y treinta años. Los gays y lesbianas jóvenes iban a San Francisco con la esperanza de encontrar aceptación y la «Meca gay», pero en lugar de ello tenían dificultades para acceder a los bares y a menudo acababan sintiéndose tangenciales con respecto a «la comunidad» (cfr. Hefner y Austin, 1978; Heron, 1983). Gina Pellegrini, que había logrado introducirse en un bar con un documento de identidad falso, tuvo que afrontar la hostilidad de una de las «habituales»:
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El tratamiento diferenciado en las organizaciones gays según la raza, los estándares blancos de belleza, las divisiones étnicas en la clientela de los diferentes bares y las políticas racistas de admisión eran otras de las razones invocadas a menudo para cuestionar el concepto de comunidad. Kevin Jones, un afronorteamericano, dijo, refiriéndose a la primera vez que fue a San Francisco: ..-
Pensaba que de ser blanco las cosas habrían sido diferentes. Me resultaba difícil establecer comunicación con la gente en los bares. Pero veía que a otros no les resultaba difícil. Era casi como si se conocieran. Y aunque no se conocieran, se levantaban, hablaban y entraban en confianza. Pero ya podía ir yo a un bar y sentarme a mirar el billar, que nadie venía a hablarme. No podía entender eso. Y pensaba: «Apuesto a que si fuera blanco intimaría con muchos de ellos».
Pensaba que todos debíamos ser iguales, pasara lo que pasara (con edad o sin ella). Y ella estaba discriminado a su supuesta «igual». Me resultó muy extraño. No comprendía por qué tener quince años tenía que ser una mierda tan jodida cuando uno quería relajarse y hablar con los amigos y tomar algún trago.
Pero no se trata sólo de la identidad racial como base para la diferencia y la discriminación, ni del origen étnico como un obstáculo a la interacción implícita en la noción de una comunidad. La mayoría de las personas de color se consideran parte de una comunidad definida por la identidad racial, y esta pertenencia precede a la revelación de su identidad homosexual. Simon Sub, por ejemplo, creía que su propio destape se había visto complicado por la idea de que los gays eran «algo muy ajeno a mi propia comunidad» (los coreano-norteamericanos). Metáforas como la del «hogar» servían tanto para simbolizar la raza como el origen étnico o la identidad sexual. Como su mejor amigo era también latino, explicaba Rafael Ortiz, «me sentía como en casa». No pretendo negar las diferencias de clase, lengua, edad, origen nacional o sexo que atraviesan las comunidades organizadas según la raza o el origen étnico, sino simplemente hacer notar que para muchos (si no para todos) de los gays y lesbianas de co~r la salida del armario no entraña una correspondencia exacta entre identidad y comunidad. 21 Las personas blancas sin una fuerte identificación étnica a menudo describían la salida del armario como un paso de la ausencia de
Por su parte, las personas de más edad afirmaban que los porteros de los bares las discriminaban por ello, y se quejaban de sentirse «ajenas» cuando se veían rodeadas de caras jóvenes en los acontecimientos de la comunidad.
21. Cfr. M. B. Pratt (1984), quien refuta con mucha elocuencia el concepto del hogar como un espacio de seguridad y confort. Para un comentario agudo de los temas planteados por la descripción que hace esta autora del hogar como un locus de exclusión y represión, véase Martin y Mohanty (1988).
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comunidad a la comunidad, mientras que las de color tendían más a centrarse en el conflicto entre las diferentes identidades que a expresar una sensación de alivio y de logro. En las historias de salida del armario de muchas personas blancas había la creencia implícita de que los blancos carecen de comunidad, de cultura y de un sentido desarrollado de la identidad racial. Como Scott McFarland, un hombre blanco, comentó cuando debatíamos acerca del día del orgulro gay: «No había ningún otro desfile en que pudiera participar». · La escisión del tropo matriz de la comunidad en múltiples comunidades ha obligado a los individuos a una difícil elección entre dos alternativas mutuamente excluyentes, como vivir en un barrio asiático-norteamericano o en uno gay, o trabajar para un diario afronorteamericano o para uno gay. Algunos activistas políticos han intentado construir una solidaridad que hiciera más abarcadora a «la comunidad» sin negar las diferencias entre sus miembros. Pero la tendencia general ha sido la de formar coaliciones en forma de grupos autónomos que representan una combinación más especializada de identidades (cfr. Reagon, 1983). Para evitar priorizar alguna de las identidades, una persona podía integrarlas -buscando, por ejemplo, a otros gay indios, uniéndose a un grupo de lesbianas de más de cuarenta años o yendo a bares con personas de color-, pero esa solución estaba limitada por el número de identidades y contextos susceptibles de combinarse. O podía ir de una comunidad a otra como una lesbiana o gay «declarado» y renunciar a la esperanza de que todas las identidades fueran aceptadas en todos los contextos. O bien ella o él podía hacerse pasar por heterosexual en las situaciones en que rigiesen la raza o el origen étnico, como Kenny Nash, quien había decididQ permanecer oculto ante los demás afronorteamericanos. «No quería que pensaran que había abandonado la comunidad [negra] --explicó-, porque entonces ya no tendría derecho a hablar de ciertos temas importantes para mí.» O bien la persona podía volverse hacia un individualismo radical, opuesto al conformismo y centrado en el estilo, ya fuera como «lesbiana lipstick», * o como gay contrario la ropa vaquera, las llaves y músculos de gimnasio.
* Lesbiana con un comportamiento muy femenino y que busca relaciones con otras lesbianas iguales, oponiéndose al comportamiento butch (muy masculino). He preferido dejar el término en inglés por estar incorporado tanto al lenguaje teórico como al de los homosexuales de habla hispana. (N. del T.)
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Para algunos, la identidad sexual se había vuelto un rasgo mínimo: lo que tenemos en común. Scott MacFarland contó. que al llegar a la ciudad por primera vez en los años setenta se había equivocado de autobús y había ido a parar a la calle Castro: Fue algo devastador. [Pensé], ¡así que es esto! Éste era el sueño que esperaba a los que como yo se iban a un lugar [gay] ... Todos estaban vestidos con aquellas increíbles ropas de macho ... Con aquellos zapatos que pesaban una tonelada. Y vaqueros. En mis primeros cinco años en San Francisco me negué a ponerme vaqueros azules ... ¡Me llevó años recobrarme del descubrimiento de que los gays no eran en absoluto como yo!
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«Sabía que encajaba tanto en la calle Castro como en mi propia familia», subrayó otro hombre. Fuese que ese sentido de la diferencia estuviera basado en una abstracción (mediada por la raza, la edad, la clase o el sexo) o en la tensión entre lo individual y lo social, el resultado era el rechazo generalizado a la unidad y sobre todo a la uniformidad implícita en el concepto de una comunidad gay. En contraste con ello, el discurso centrado en la familia que surgió durante ese período no asumió la identidad (en el sentido de unicidad) como algo basado exclusivamente en la sexualidad. Las lesbianas y los gays que pertenecían a múltiples comunidades pero que no se sentían a gusto en ninguna de ellas se unieron a los que se habían situado estratégicamente fuera de la comunidad al transferir el lenguaje del parentesco de la colectividad a las relaciones ínterpersonales. Mientras que las ideologías de la familia alcanzaban una preeminencia nueva en Estados Unidos en los ochenta, entre las lesbianas y los gays el legado histórico de la creación de una comunidad y de las luchas subsiguientes por abarcar las diferencias hizo que el foco de atención cambiase de la amistad al parentesco. Al mismo tiempo, la posibilidad de ser rechazado por los familiares de sangre debido a la homosexualidad daba forma al contenido específico que iba a tener la «familia» en el contexto gay, socavando la permanencia atribuida tradicionalmente a los lazos de sangre y poniendo de relieve conceptos como la elección y el amor. Definidas por oposición a la familia biológica, las familias de elección resultaban atractivas en parte porque reintroducían en la or-
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ganización social de las lesbianas y los gays la apropiación y el sentido subjetivo de crear una cultura. La comunidad gay institucionalizada de los setenta, con sus tiendas, sus bares y sus asociaciones podía verse en los ochenta como algo prefabricado, una entidad independiente de los individuos a quienes debía representar. La mayoría veía a las familias gay como algo que podía modificarse, como una creación individual que no soslayaba el conflicto ni la diferencia. La familia ofrecía además el tipo de relación cara a cara y el conocimiento concreto de las personas prometida por la imagen romántica de la comunidad en una pequeña ciudad (Mannheim, 1952). Como sucesoras de los lazos no eróticos elaborados en términos de amistad o de comunidad, las familias que elegimos introdujeron algo novedoso en las relaciones de parentesco en Estados Unidos, al agrupar a los amigos, los amantes y los niños dentro de un mismo ámbito cultural.
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Pero ¿y el cuadro? ¿Qué diría de eso? Guardaba el secreto de su vida y contaba su historia. Le había enseñado a amar su belleza: ¿le enseñaría a detestar su alma?
OseAR WILDE, El retrato de Dorian Gray
¿Qué hacer con las relaciones que las lesbianas y los gays consideran de pareja y reivindican como parentesco, cuyos vínculos eróticos no se basan directamente en la sexualidad procreativa ni en la diferencia de sexo?' En Estados Unidos, donde la procreación en el imaginario cultural es el resultado de la diferencia entre hombres y mujeres, los estudios sobre el sexo y el parentesco «comienzan dando por sentada la "diferencia" y considerándola un hecho presocial» (Yanagisako y Collier, 1987, p. 29). Cuando David Schneider, por ejemplo (1977, p. 66) analiza la diferencia entre el amor erótico y el no erótico en Estados Unidos, describe el amor erótico como «la unión de los opuestos, en tanto que el otro es la unidad proveniente de lo idéntico». Vistos sobre el fondo de los análisis que basan las relaciones eróticas en el simbolismo de los genitales y la diferencia de sexo, los amantes homosexuales aparecen como «lo mismo» y, en consecuencia, como algo incompleto. La imaginería del espejo sitúa a las parejas gays en el plano de una relación unidimensional de identidad que se define por oposición a las diferencias anatómicas y genéricas consideradas la base del matrimonio heterosexual, la sexualidad y la pro-
l. Muchos de los gays y lesbianas que conocí se sentían insatisfechos con las expresiones vigentes para describir a las parejas. En general, pensaban que el término «amante>> soslayaba el compromiso con la relación y <> sonaba demasiado a trato de negocios, en tanto que <> o <> minimizaba la formalidad, la madurez y el carácter de parentesco de una relación seria. He decidido usar <> y <> alternativamente.
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creación. En la medida en que los heterosexuales ven a la pareja gay o lesbiana como dos mitades iguales, incapaces de reconciliarse para formar un todo, las relaciones homosexuales parecen dar lugar a una unidad cultural carente de significado (ya que toda unidad, como todo buen estructuralista sabe, sólo puede surgir de la diferencia). Las representaciones basadas en la imaginería del espejo reducen la aparente similitud entre los amantes homosexuales a una mera duplicación, a una relación narcisista que no crea una totalidad mayor y que no aporta casi nada al mundo. ¿Cómo podrían las relaciones entre los gays y las lesbianas ser reconocidas como lazos de parentesco, formulados dentro del discurso de las familias de elección, si se les niega el reconocimiento básico en cuanto vínculos sociales auténticos? En la devaluación de las relaciones homosexuales ha influido algo más que la parcialidad a favor de la sexualidad procreativa. En una sociedad que vincula simbólicamente la procreación a la unión heterosexual y la diferencia de sexos, describir a las parejas gays como una unión en que ambos miembros poseen la misma identidad sexual hace que tales relaciones de «lo mismo con lo mismo» aparezcan como problemáticas, no viables, carentes de sentido, «antinaturales incluso». No sólo es la descripción de la pareja homosexual: la propia construcción cultural de la heterosexualidad convierte implícitamente al yo homosexual en un reflejo. Tanto en los análisis académicos de las relaciones homosexuales, como en la percepción de la mayoría de los gays y lesbianas, el énfasis en la continuidad del género ha reemplazado a la interpretación prevalente a principios de siglo sobre la homosexualidad como una identificación transgenérica. En lugar de perpetuar el estereotipo de los gays como universalmente afeminados y las lesbianas como mujeres que «en realidad» quisieran ser hombres, el pensamiento contemporáneo sostiene que las lesbianas se parecen más a las mujeres heterosexuales que a los gays. Del mismo modo, se considera que los gays tienen más cosas en común con los hombres heterosexuales que con las lesbianas (Bell y Weinberg, 1978; Simon y Gagnon, 1967a, 1967b). Un ejemplo de este tipo de razonamiento es la afirmación de Dense Cronin (1975, p. 277) de que «las lesbianas son en primer lugar mujeres y en segundo lugar homosexuales». Ya sea en los relatos personales, los estudios sociológicos, los informes psico-
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analíticos o las narraciones literarias, los miembros de la pareja homosexual son presentados una y otra vez como imágenes reflejas uno del otro, basándose en la supuesta existencia de una identidad genérica abrumadora en la relación. Tras estudiar el vecindario del Distrito de Castro en San Francisco, Frances Fitzgerald (1986, p. 57) concluyó: «Las gays liberadas ... resultaron ser mujeres arquetípicas, y lós gays del Distrito de Castro resultaron ser hombres arquetípicos, como si de algún modo ambos sexos se hubieran vuelto más representativos al aislarse uno del otro». Asociada a este cambio en la representación académica estaba la separación efectiva entre la mayoría de las instituciones de los gays y las lesbianas en los años setenta.
El otro reflejado en el espejo
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En Estados Unidos, la imaginería del espejo no está confinada al contexto de las relaciones homosexuales. Al menos desde la época en que los puritanos se veían reflejados en el «salvajismo» de la nueva tierra y comparaban el paisaje que los rodeaba con el jardín del edén bíblico tratando de ver en él el «espejo de la profecía», los espejos han sido fuente de autoconocimiento, identidad y revelación (Bercovitch, 1978). El acto metafórico de alzar un espejo frente a algo su-• pone un realismo un tanto ingenuo. La postulación referencial de un mundo «objetivo», coherente y fácil de representar. En los relatos sobre la salida del armario, la búsqueda de la propia imagen refleja simboliza a menudo el esfuerzo por afirmar un ser coherente en una situación que promete (o amenaza con) una transformación de la identidad. He aquí lo que le sucedió a Al Collins después de pasar su primera noche en un bar gay: «Al día siguiente, en el trabajo, me fui al cuarto de descanso, me miré en el espejo (e~a tan cómico) y me dije: "Está bien, eres gay, ¡pero no raro!"». En otra anécdota, un hombre habló del espejo que dominaba la puerta de entrada de un bar gay, que impedía a los paseantes echar un vistazo al interior, pero que le permitió a él pasar y hallar al otro lado revelaciones acerca de la «vida gay». Al evocar la noción popular del paso hacia otro reino, el espejo servía no sólo para establecer la coherencia
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de la identidad, sino que significaba también un escape al aislamiento en el largo viaje hacia la homosexualidad. La salida del armario es una situación en la cual la paradoja de vernos a nosotros mismos en el acto de ver a otro resulta una grata alternativa al clásico terror de verse atrapado en la conciencia de ser «el único». El concepto sociológico de un ser espejo que se vuelve condente de sí al ser evaluado por los otros sufre una especie de inversión a la hora de describir las relaciones homosexuales, puesto que se pasa a suponer que el conocimiento del otro está mediado por el conocimiento del propio ser. En el muy leído manual de consejos Loving Someone Gay, Don Clark (1977, p. 51) sostiene: «A menudo, al comenzar su búsqueda amorosa, el homosexual se siente atraído por personas que le son opuestas o que lo desdoblan, como si quisiera integrarse o completarse. Este fenómeno podría estar relacionado con la educación antigay que nos enseña a devaluamos». Su consejo es valorar la semejanza, tomándose uno mismo como punto de referencia y comparación. Escribiendo para la prensa gay, Ken Popert (1982, p. 73) se servía de la imagen del espejo al describir su «conciencia de que, al apartarse de los gays desconocidos, me estaba apartando de mí mismo». Ese concepto de las relaciones homosexuales como relaciones de identidad implícitamente deja la diferencia y la oposición para las parejas heterosexuales. Mi pareja, del mismo sexo que yo, se vuelve un reflejo de mí misma, según una supuesta igualdad que a su vez se basa en las diferencia entre los sexos definida por la cultura en general. «Ambas éramos mujeres -insistía Rose Ellis, hablando de una amante- de modo que nos entendíamos la una a la otra, por así decirlo.» El contraste entre la semejanza y la diferencia se une entonces a la distinción entre las familias biológicas y las familias que elegimos en el patrullaje de la frontera entre la familia gay y la hetera. Dada la extendida influencia de una imaginería que enfatiza la continuidad de los géneros en las parejas gays, no resulta sorprendente que los homosexuales del Área de la Bahía describan sus respectivas relaciones desde puntos de vista diferentes: las mujeres desde el punto de vista del amor y los hombres desde el punto de vista del sexo. Cuando hablaban en términos generales, la mayoría coincidía en los términos de la ecuación: amor + sexo = relación. Llamar «Seria» a una relación significaba, tanto para los hombres como para
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las mujeres, no sólo la intención de hacerla durar, sino a menudo también la vindicación de un parentesco. Esta combinación ideal de lo emocional y lo físico hace que las parejas gays «tengan que ver» tanto con el amor y la amistad como con el sexo, de un modo que está en consonancia con el concepto del siglo xx del matrimonio sin progenie (companionate marriage). Al relatar la salida del armario, los hombreS' subrayaban con frecuencia el shock sufrido al comprender que dos hombres podían amarse, bailar, besarse eróticamente, sentir celos y mantener relaciones duraderas, en lugar de una serie de encuentros sexuales. En contraste con ello, las mujeres eran más proclives a decir que les había resultado más fácil en principio imaginar el amor entre mujeres, sin pensar de inmediato en la posibilidad de lo erótico (cfr. Peplau et al., 1978, p. 8). Cuando pregunté a los entrevistados si estaban comprometidos en ese momento, las mujeres preguntaron si debían considerar como relación un vínculo emocional importante, aunque no estuviera implicado el sexo, mientras que los hombres preguntaron si debían considerar como relación un intercambio sexual sistemático, aunque no existiese un compromiso emocional profundo. La identificación de los gays con el sexo y de las lesbianas con el amor refuerza la apariencia de una continuidad y similitud abrumadoras entre personas que comparten una misma identidad genérica. Pero, significativamente, aparecieron también en las entrevistas y los encuentros diarios muchas excepciones a esas generalizaciones tipológicas: hombres cuya primera relación homosexual había tenido lugar con su mejor amigo, mujeres sexualmente activas y con muchas parejas desde la infancia. Recurriendo de forma humorística a los conceptos convencionales sobre la diferencia entre los sexos, Louise Romero describía el modo en que otra lesbiana la había instruido sobre la forma correcta de citarse con una amante: Los cafés van bien. De ordinario la primera cita es en un café, y luego se va a la cama, pero si no, olvídalo ... Mi otra amiga, Stacey (yo vivía con ella), me decía: «Louise, tienes que dejar de irte a la cama con la persona la misma noche. No puedes hacer eso. Primero sales con ella durante unos meses, y luego os vais a la cama». Y yo le dije: «¿Salir?». Y ella: «Es la única manera de que tengas una novia estable. No puedes lanzarte a ello sin más>>. Así que traté de hacerlo por una vez con
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aquella mujer. Vino a cenar a casa. Lo arreglé todo la mar de bien, con la chimenea funcionando y todo eso. Y luego hablo con ella al día siguiente, y va y me dice: «Bueno, pensé que no estabas interesada». Era como si me lo reprochara a mí. ¡Quería irse a la cama aquella misma noche! Al surgir el sida, el ingeiüo gay no dejó de señalar la combinación paradójica entre un «nuevo 'romanticismo» y una mayor precaución con respecto al sexo entre los hombres, y el «redescubrimiento» del sexo por p~;te de las lesbianas. Durante los ochenta, las mismas publicaciones gays que ofrecían artículos didácticos sobre cómo hacer contactos entre hombres, presentaban también a lesbianas dando consejos irónicos sobre cómo buscar a una compañera sexual. Durante esa época, los shows de strip-tease, las revistas eróticas, las discusiones más francas sobre la sexualidad y los debates sobre prácticas controvertidas como el sadomasoquismo captaron la atención de muchas lesbianas en el Área de la Bahía. Según una encuesta realizada por la San Francisco AIDS Foundation, durante ese nüsmo período los hombres declaraban tener menos relaciones sexuales, ya fueran seguras o de riesgo (Helquist, 1985). Viendo los resultados de la encuesta, algunos llegaron a la conclusión de que el sexo había perdido importancia para los hombres; pero lo que yo observé fue el surgimiento de nuevas formas de camaradería frente a la epidemia, acompañado por una redefinición del sexo. Harold Sanders afirmaba: Años antes el encuentro sexual entre dos hombres era algo muy encubierto. Y entonces, de pronto, se oía algo así como [voz bronca]: «¿Quieres chupármela?». Y sabías que la otra persona deseaba la misma ternura y afecto que tú, pero probablemente no podías eximirte de esa definición de ser un hombre. A principio de los ochenta, los gays masculinos incorporaron ositos de peluche al código de pañuelos de colores usados para indicar diferentes tipos de prácticas sexuales. Los pañuelos de colores que se colocaban en los bolsillos (el derecho o el izquierdo) convivían con ese nuevo signo que simbolizaba el deseo de abrazar o de ser abrazado, de «compartir la emoción». Un movimiento similar hacia la integración del amor y el cariño con la masculinidad y la dureza apareció en las organizaciones de lucha contra el sida. Los panfletos distribuidos 1
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por la principales organizaciones de San Francisco llevaban como título «Una llamada a las armas», junto al dibujo de un osito de peluche, mezclando la metáfora militarista (la batalla contra el sida) con el afecto. En el desfile del orgullo gay de 1986, un hombre colocó un osito de peluche esposado en el asiento trasero de su motocicleta, donde habría ido su pareja, mientras que otro, vestido de cuero de arriba alJajo, llevaba una fotografía de su amante con la fecha de su muerte y un pequeño osito pegado a ella. 2 La identificación del sexo y la emoción con los hombres y las mujeres, respectivamente, parece haberse diluido hasta cierto punto en los ochenta. Pero junto a la aparente integración entre ambas esferas, existía la sensación de que se estaba explorando un territorio desconocido que el «sexo opuesto» conocía mejor. Si un gay quería informarse sobre el romance y el noviazgo, la persona adecuada para ello era una mujer. Si una lesbiana quería intentar un ligue en un bar, ¿por qué no pedirle consejo a un amigo gay? Pero las nociones sobre la diferencia entre los géneros y su continuidad seguían persistiendo en la creencia generalizada de que los gays tenían dificultades para mantener sus relaciones, en tanto que las parejas lesbianas sufrían de un exceso de intimidad. Entre los entrevistados, las relaciones más prolongadas de las lesbianas eran como promedio más largas que las de los gays. No obstante, en esta muestra limitada, la diferencia disminuía según aumentaban los años de convivencia de la pareja. El número de hombres y mujeres que tenían pareja en el momento de la entrevista era casi el mismo, con una proporción similar de hombres y mujeres solteros que afirmaban desear una relación seria (véase latabla 18 del apéndice). 3 Con independencia de los porcentajes, algunos gays consideraban sus relaciones más susceptibles de romperse, porque creían que los hombres no saben «cuidarse». Muchas lesbianas coincidían en que las mujeres eran más empáticas y estaban mejor preparadas para mantener el fuego de los hogares ardiendo, pero afirmaban tener un dilema «opuesto» al de los hombres: cómo poner límites a la dependencia dentro de las relaciones. Júntese a dos hom-
2. Nungesser (1986), para historias de los gays enfermos de sida que refieren haber aprendido sobre la intimidad y el afecto al tener que luchar con la enfermedad. 3. Cfr. Harry y Lovely (1979, p. 179), en cuya muestra sólo el 14 por 100 de los gays dijo no desear una relación prolongada.
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bres o a dos mujeres, argüían, y lo más seguro es que se amplifiquen los rasgos atribuidos a cada sexo. Por cada gay o lesbiana que seguía la lógica tradicional del espejo, había otro retrato que lo contradecía o que invertía los términos. Al compararse con los hombres heterosexuales, los gays se describían como más sensibles o cariñosos. En ciertos contextos, las lesbianas presentaban la autonomía, la fuerza y la independencia como rasgos lésbicos. En el contexto específico del discurso sobre la pareja, sin embargo, el concepto de las relaciones homosexuales como relaciones en que los miembros de la pareja proyectaban uno en el otro su identidad común regía la forma en que tanto los gays como las lesbianas entendían el erotismo y el compromiso. Otro correlato de la metáfora del espejo, que enfatiza la identidad y la intensificación de lo genérico dentro de las relaciones gays, consiste en aplicar a la pareja expectativas reglamentarias, desacreditadas hace tiempo en el caso de la comunidad. Roberta Osabe, como muchas de sus compañeras, dijo haber pensado en principio que habría una armonía perfecta con su pareja, debido a la identidad sexual común: Cuando comprendí que el simple hecho de ser lesbiana no haría que mis relaciones con las mujeres fueran perfectas -que no encontraría la felicidad- me deprimí mucho. Porque me imaginaba que todo iba a ser !á lá lá, ya sabes, flores (risas). ¡La felicidad! Había encontrado el camino de ladrillos amarillos que llevaba a la Ciudad de las Esmeraldas. Y [entonces] te das cuenta de que sigues teniendo un trabajo de mierda. Que sigues teniendo los mismos problemas. Que las personas te dejan igualmente. Y que básicamente sigues estando sola. Fue una gran decepción.
Buscar al hombre o la mujer del espejo, al amante al final del camino hacia el amor hacia uno mismo y hacia la autoaceptación es caer víctima del hechizo de las nociones hipersimplificadas de la identidad y la diferencia implícitas en la metáfora del espejo. Paulette Ducharme ha observado: «Estoy profundamente convencida de preferir los cuerpos de las mujeres a los de los hombres. Pero también [de preferir] a los seres. Hay seres dentro de esos cuerpos, y no todas las mujeres son iguales, sin duda». Aparte de las diferencias individua-
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les -como, por ejemplo, el lado específico por el que cada cual exprime el tubo de dentífrico-, las diferencias de clase, edad, raza y origen étnico, así como las otras identidades varias que trascienden los sexos, constituyen un argumento suficiente para derogar el concepto de una mujer única o un hombre único. La suposición de que la identidad genérica es la principal identidad subjetiva de cada gay y cada les6iana tanto en general como en un contexto dado es solamente eso: una suposición. Piénsese en el caso de las parejas interraciales. Lejos de suponer una situación intrínsecamente no problemática de igualdad e identificación entre sus componentes, el aspecto interracial de la relación puede precisamente convertirse en algo que anule toda noción de igualdad. Para Leroy Campbell, la diferencia relevante a la hora de hacer contactos en los bares es otra, basada en una interpretación racista del significado del color de la piel y que lleva a un doloroso vuelco de las expectativas: Mira, no sé sí puedes imaginarte lo que significa ver a alguien caminando hacia ti, o estar en un bar y mirar a alguien, y sentirte atraído por él, y saber al mismo tiempo que si te levantas y le hablas puede que la persona te diga: «No me gustan los negros». Tienes la sensación de sentirte atraído por alguien que tal vez te odie.
Cada vez que surgía el tema de la raza y el racismo en su relación de tres años con una mujer blanca, explicaba Eriko Yoshikawa, una japonesa, «nos hacía darnos cuenta de lo diferentes que éramos, y eso creaba una cierta distancia entre nosotras». En una ocasión, la pareja de Irlo le advirtió: «Debemos evitar atribuir todas las diferencias entre nosotras a las diferencias más obvias». Algunos gays y lesbianas han aplicado la imaginería del espejo a la raza y el origen étnico, argumentando que en la relación con alguien de otra raza «uno no se enfrena realmente a sí mismo», o bajo el supuesto de que una relación con alguien de la misma identidad étnica sería intrínsecamente fácil de llevar. Pero la igualdad no emerge automáticamente de la identidad racial, como no emerge automáticamente de la identidad genérica. Lo importante es comprender cómo, por qué y en qué contexto los individuos abstraen el género sexual de entre una serie de identidades potenciales y lo convierten en el eje de la identidad.
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Algunas de las personas que hacían hincapié en la continuidad genérica al hablar de sus relaciones actuales, subrayaban también las diferencias de raza, clase o edad al explicar rupturas recientes o describir relaciones anteriores. Dado que las personas en Estados Unidos atribuyen tradicionalmente la separación y el divorcio a «diferencias irreconciliables», es el contexto lo que determina si el lenguaje del espejo entra o no en juego. Que las personas gozan de una gran libertad de interpretación en este sentido resulta evidente por los comentarios de Kenny Nash, quien habla desde el punto de vista de un homosexual negro: «Si el hombre con quien estaba era blanco, se trataba más del hecho de ser gay [que del hecho de ser negro]. .. Algo así como: «Si reaccionas mal al verme con ese hombre, no es porque sea blanco, sino porque es hombre». La refracción de las relaciones a través del imaginario del espejo lleva la discusión a términos muy generales, como la identidad y la diferencia, omitiendo a menudo cuestiones cruciales: ¿en qué sentido idéntico?, ¿diferente en qué aspecto? (Scott, 1988). Dentro del concepto de compañero de pareja como un reflejo del yo propio, subyacen instancias particulares de igualdad y contraste que varían en el tiempo, así como de un pareja a otra y entre los gays y las lesbianas. La diversidad de las relaciones de género asociadas con la androginia, los «clones de la Castro», las relaciones butch/femme entre las lesbianas, la sustitución del amaneramiento de las reinas de los cincuenta por una «nueva masculinidad» compartida en las parejas gays, la erotización del contraste simbólico entre los gays masculinos elaborado mediante la imaginería de la clase, todo ello invalida cualquier intento de confinar a las parejas lesbianas y gays a una simetría abstracta entre los sexos.
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«Diferencias» de poder, «roles» en la relación
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El predominio desde los años cuarenta y a lo largo de los sesenta de la relación butch/femme entre las lesbianas (particularmente en las emergentes «comunidades» de los bares), coexistió con una orientación genérica muy diferente en las relaciones eróticas entre los gays. Mucho antes del advenimiento del movimiento gay, Evelyn Hooker
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(1965) concluía que «las parejas con una diferenciación muy marcada» eran minoría entre los gays, y que resultaba imposible distinguir con exactitud en la mayoría de las parejas un miembro pasivo y otro activo o un miembro masculino y otro femenino. En los años setenta, el feminismo lesbiano y la liberación gay trajeron aparejados la prescripción de la androginia, un estado vagamente definido que o bien suponía.Ja eliminación del género mismo, o consideraba que los seres humanos estaban compuestos por dos mitades genéricas. Puesto que la sociedad acentuaba la mitad correspondiente al sexo con que se identificaba a la persona, el objetivo consistía en desarrollar el lado femenino o masculino que no había sido reconocido, de este modo se equilibraba el ser y podía desarrollase «todo su potencial». No todo el mundo se adhirió a esas ideas, y hacia finales de los setenta o principios de los ochenta la androginia había caído en desuso. En la Costa Oeste, muchos gays abandonaron los estilos imitativos de los militantes de la liberación gays y de los clones de la calle Castro, en tanto que las lesbianas cambiaron los pulóveres de franela y los uniformes caqui por una mayor variedad en la forma de vestir. La complementariedad genérica que acompañó al resurgimiento de la relación butch/femme entre una minoría de lesbianas no tuvo equivalente entre los gays, aunque algunos de ellos forjaron otros símbolos de contraste en sus supuestas relaciones «de lo mismo con lo mismo». En esta sección, no me propongo analizar los significados cambiantes y muy debatidos de conceptos como la androginia o de polaridades como la butchlfemme, sino más bien la posibilidad de otras diferenciaciones genéricas dentro de las parejas homosexuales. El interludio andrógino de los setenta tuvo consecuencias distintas para los gays y las lesbianas. En esa época, las feministas lesbianas más jóvenes opusieron la androginia a los «roles» (que era como preferían llamar a la relación butch/femme), yuxtaponiendo la obligatoriedad de un cierto tipo de semejanza a la herencia lésbica de diferenciación complementaria. Muchos gays, por el contrario, continuaron idealizando la similitud genérica en la pareja, aunque el tipo de similitud deseable fue cambiando a lo largo de los años. Aunque la mayoría de los gays que conocí recurrían inmediatamente a los términos «reina» y «machote» para situar a otros gays en el continuo genérico, la mayoría afirmaba que dentro de la relación erótica se inclinaban más por la congruencia que por la complementariedad,
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prefiriendo el extremo butch del espectro. Así lo explica Harold Sanders, que ha observado las relaciones gays durante varias décadas: La mayoría de los hombres que conozco son muy similares entre sí. Mencioné a una pareja [de gays] [en que funcionan los «roles»], y lo hice porque es inusual. En la mayoría de los que conozco, se trata de dos que están en armonía. Son distintos sólo aparentemente. En la superficie ... Pero, de hecho, ésa es una de las señales por las que reconozco a los gays. Son muy similares entre sí. Se unen por afinidad.
A los pocos hombres que conocí a quienes les gustaba vestirse de mujer les parecía inútil hacerlo para buscar sexo o una pareja. 4 En palabras de David Lowry: «Si me vistiera así me resultaría prácticamente imposible ligar. Así que no tiene que ver con eso. Pero sí con ser gay». Unos pocos hombres dijeron haber hecho un esfuerzo consciente por parecer menos «reinas» y más masculinos, con vistas a encontrar una pareja. La correspondencia genérica buscada no tiene que ser necesariamente de macho con macho y músculo con músculo. Los amantes idealizados pueden encarnar también el deseo de una mayor «suavidad» o «sensibilidad» del cuerpo y el temperamento, en referencia nuevamente a la semejanza genérica tanto en la conciencia que se tiene sí mismo como en la forma de presentarse. Dié_ho esto, existen entre algunos gays otros modos de designar los roles dentro de una relación de complementariedad. Puede que al escoger la ropa para salir un sábado por la noche se busque dar a propósito una imagen de clase: que un hombre se ponga una chaqueta de tweed para parecer un yuppie y atraer así a los que visten vaqueros y botas. La identificación de una minoría de gays masculinos con el rol de «hombre de la cima» o «del fondo» dentro de la relación prueba también la incapacidad del lenguaje del espejo para abarcar la complejidad de los fenómenos vinculados a la afinidad o a la diferenciación genérica. Entre las lesbianas y los gays que practican el sadomasoquismo, la categorías de lo alto y lo bajo se actualizan mediante actividades que <
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Que los espejos pueden reflejar no sólo la semejanza sino la inversión lo sabe todo el que ha intentando ponerse una corbata ante el espejo. Carolyn Fisher, una india norteamericana que se describe a sí misma como «no muy dada a la política», me dijo que prefería como amantes a las mujeres «de tez oscura, las latinas. Que se tomaran las cosas con calma. Ni muy femeninas, ni muy masculinas. Un poco como yá>>. Pero a otros gays y lesbianas lo que los atraía era su «opuesto». Brook Luzio, que decía no ser ni femenina (femme) ni macho (butch), mezclaba los conceptos de continuidad y de complementariedad genérica sin ver en ello ninguna contradicción. Sostenía que las relaciones entre mujeres inducían más a la confianza y la intimidad «porque nos parecemos más físicamente; hay una mayor afinidad». Sin embargo, se sentía atraída por las mujeres de tez oscura y cabello oscuro, muy diferentes en apariencia de su piel clara y su pelo rubio. Desde luego, el que una persona nos atraiga no significa que sea el tipo de persona que elegiríamos como amante, pero el simbolismo de la oposición que a veces emerge en los debates sobre los «tipos» y el erotismo es de por sí significativo y revela tanto los contrastes como las continuidades empleadas por las personas para dar sentido a sus relaciones. El contraste entre lo claro y lo oscuro tiene una larga historia en las descripciones de las parejas lesbianas, y su epítome son las figu¡ras de la rubia (femenina ofemme) y la morena (camionera o butch) 'que aparecen en las cubiertas de las novelas baratas sobre lesbianas desde los años cincuenta. Aunque la mayoría de las lesbianas del Área de la Bahía no se identificaban con el par butch/femme, reconocían su existencia, al menos implícitamente. Incluso las lesbianas que clamaban no tener nada que ver con esos «roles» empobrecedores los conocían, y la mayoría los empleaba ocasionalmente para describir aspectos de sí mismas o para calificar a otras lesbianas. En el San Francisco de los ochenta la interpretación del par butch/femme iba desde la condena por considerarlo una imitación discriminatoria de la diferenciación sexual vigente en las parejas heterosexuales, hasta su glorificación como una creación original de la «cultura lésbica», que debía ser más valorada. Al mismo tiempo, muchas lesbianas rechazaron la androginia, al percibir que en la práctica las mujeres que se autodenominaban andróginas cultivaban los aspectos masculinos en detrimento de los femeninos. La retórica de la «fluidez» en la presentación genérica
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de la persona representaba para algunos una alternativa atractiva, en tanto que otros optaron por una forma individualista de humanismo: amar a una persona por lo que es, con independencia de sus atributos genéricos. El debate sobre lo que se consideró un resurgimiento de la polaridad butchlfemme giraba en torno a la independencia y la autonomía, y la pregunta sobre si la diferencia estructural conducía necesariamente a la creación de una diferencia de poder entre los miembros de la pareja. Las lesbianas a ambos lados del debate y los gays de todas las orientaciones políticas tendían a preferir la paridad en las relaciones, pero que estuvieran de acuerdo en lo que constituía una relación igualitaria era ya otro asunto. En el capítulo 5 se exploraba el modo en que los gays y las lesbianas, al igual que otras personas en Estados Unidos, han recurrido al concepto de la asistencia material y emocional a la hora de definir a la familia. La familia, me repetían una y otra vez, consiste en tener a alguien con quien se pueda contar. Pero para muchos la confianza en su habilidad para obtener apoyo implicaba la autosuficiencia en la vida cotidiana, lo que se hacía evidente al definir los casos en que la ayuda resultaría aceptable. Se supónía que la familia proveía a la persona de alguien a quien recurrir en caso de emergencia o necesidad (es decir, en condiciones extremas). Pero no todos preferían sobrellevar la carga de la vida diaria por sí solos, e incluso entre los que valoraban al máximo la independencia, unos la percibían como algo individual y otros como parte de una vida familiar u hogareña. Algunos veían su participación en el trueque y el intercambio como un «asunto de supervivencia», o como algo vinculado al hecho de ser pobres o miembros de la clase obrera. En otros casos, sin embargo, en que las parejas funcionaban como una unidad interdependiente cuyos miembros aportaban dinero y otros recursos, se daba más valor a la capacidad de cada componente para sobrevivir en ausencia del otro. Paulette Ducharme relataba, orgullosa, una anécdota sobre un encuentro con el padre de su pareja en que éste trató de mostrar que aceptaba su relación preguntándole si estaba «cuidando bien de su hija». La respuesta de Paulette (y que daba remate a la historia) fue asegurarle que ella «sabía cuidar muy bien de sí misma». Muchos citan la falta de un reparto de tareas entre los miembros de la pareja como una señal de igualitarismo. Y pocos creen que una
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división equitativa de las tareas requiera que ambos miembros posean las mismas capacidades, como la imagen del espejo hará suponer. Al describir sus relaciones, algunos abogaban por una distribución de las tareas «al 50 por 100», lo cual significaba, o bien que los miembros de la pareja realizaran las mismas tareas entre los miembros de lapareja por rotación, o que cada uno se especializase en determinadas tareas según sus capacidades o preferencias. 5 Tanto entre los hombres como entre las mujeres, se esperaba que ambos miembros tuviesen empleos remunerados. Sólo cuatro de los entrevistados mantenían a sus parejas o eran mantenidos por ellas, y todos veían esa situación como algo provisional. Una inmigrante, por ejemplo, dependía de su pareja económicamente hasta que obtuviese la tarjeta verde que le permitiese trabajar y cobrar un sueldo. La identificación con el par butch/femme, por otra parte, rara vez correspondía a una división del trabajo en la cual sólo uno de los miembros de la pareja trabajaba fuera. Ninguna de las que mantenían a su pareja o eran mantenidos por ella vinculaban esa situación al par butchlfemme, y las mujeres de la muestra que se identificaban como butch o femme se mantenían a sí mismas. La descripción de la pareja más como una unión entre iguales que como una relación de sojuzgamiento tiene un claro vínculo con el concepto romántico del matrimonio heterosexual. Pero algunos homosexuales -particularmente las feministas- veían la igualdad como un rasgo distintivo de las parejas de gays y lesbianas. Siguiendo la lógica del espejo, pensaban que las relaciones heterosexuales no poseían el fundamento estructural para sustituir la dominación masculina por la igualdad, dado que se basaban en la diferenciación genérica. A menudo, las lesbianas que rechazaban (o toleraban) el par butch/femme lo consideraban intrínsecamente desigual, porque consideraban que los «roles» seguían el modelo de la unión entre opuestos simbólicos (hombre y mujer) característico de las alianzas heterosexuales. Sin embargo, resulta evidente, por la falta de relación entre el par butch/femme y cualquier división del trabajo entre las parejas lesbianas, que el ideal del igualitarismo tiene poder para absorber
5. La descripción y la ejecución son, por supuesto, cosas diferentes. Lo que estas caracterizaciones mostraban era la amplia aplicación del ideal igualitario en las relaciones.
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La exhaustiva elaboración de la imaginería del espejo en la teoría psicoanalítica, y la compleja historia de las relaciones entre los homosexuales y los profesionales de la salud mental, ha coincidido en los últimos años con la popularización de las teorías sobre la «fusión» de las parejas. 6 Una pareja lesbiana que había iniciado una terapia de pa-
reja para «enfrentarse al problema de la fusión», explicaba ésta co~w,.? 11 'ti «la pérdida de uno en el otro». No se trata sólo de los terapeutas: mu- .'n..,~'l . chos gays y lesbianas del Área de la Bahía en su conjunto culpaban a la fusión de una serie de males, entre ellos la baja frecuencia del coito, la «hiperintimidad» y las amenazas a la privacidad. A fines de los ochenta, la lucha contra la fusión se vendía como una panacea para curar cti'alquier mal que afectaba a las parejas con un compromiso serio. Dado que la fusión de la pareja contradice la máxima cultural de que los individuos deben «volverse uno» durante el coito pero distinguirse con claridad en otros dominios, se consideraba que aquélla llevaba a la dependencia y la pérdida de identidad. La fórmula para reconocer la fusión hacía que sus síntomas pudiesen detectarse rápidamente: cuando una persona hacía lo mismo que otra era que ambos estaban aquejados de fusión (de incapacidad para llevar vidas separadas, mantener amigos distintos y participar en actividades diferentes).7 Las relaciones «saludables», por el contrario, debían permitir a las personas desarrollarse como individuos que valorasen en grado sumo la autonomía y independencia. Las teorías psicológicas que premiaban el desarrollo de un «ego de contornos bien definidos» idealizaban ese yo aislado en medio de una sociedad atomizada. En una pequeña fiesta a la que asistí una noche habían llegado todas las invitadas excepto Sophia Ghiselli. Cuando finalmente apareció en la puerta, acompañada con toda naturalidad por su pareja, las invitadas (todas lesbianas) mostraron sorpresa y desaprobación. Sólo la fusión, susurraron, podía explicar tan «extraño» comportamiento. ¿Qué más podía haberla hecho ir con una persona que no había sido invitada y sin que se le ocurriese preguntar a la anfitriona si era bienvenida? Con las condenas al «parejismo» emergieron también acusaciones de «confusión» de identidades. Sharon Vitrano me dijo, molesta, que en la ciudad de tamaño medio de donde ella venía «nunca se sabía con certeza en qué trabajaba la gente, pero todos llevaban nombres como "Jean y Jane". ¡Qué nombrecitos!».
* Referencia al poema «To a Mouse>>, del poeta escocés Robert Burns: «los planes mejor trazados de ratones y hombres 1 a menudo se tuercen ... >>. (N. del T.) 6. Para una muestra de escritos que aplican las teorías psicológicas de la fusión a las relaciones lesbianas, véanse Clunis y Green (1988), Hall (1978), Krestan y Bekpo (1980) y Lindenbaum (1985).
7. Cfr. Blumstein y Schwartz (1983), cuyo estudio de las parejas en Estados Unidos concluye que el hecho de pasar muchas vacaciones separados y de realizar muchas actividades por separado puede influir en que las parejas no duren, sea cual fuere su identidad sexual.
conceptos que compiten con él, como la androginia, la afinidad, el contraste y la complementariedad. El significado real de una distribución de las tareas «al 50 por 100» es algo sujeto a interpretación. No existe un vínculo directo entre la estructuración genérica de la personalidad y las diferencias de poder entre los miembros de la pareja. Las lesbianas que se identificaban como femme o como butch a menudo descartaban los «roles» como un concepto que no se adaptaba a su propia experiencia (cfr. Nestle, 1987). Pero incluso si el par butch/femme hubiese surgido como una pura imitación, los planes mejor trazados de ratones y mujeres* no hubieran podido conseguir probablemente esa perfecta «reproducción» de las relaciones heterosexuales que pintan sus detractores. Para complicar aún más las cosas, los modos en que los individuos estructuran el poder y la diferencia son muy variados -incluyendo un despliegue flexible de identidades en caso de oscilaciones entre lo butch y lo femme-, y la imaginería del espejo no alcanza a dar cuenta de ellos. Para la lógica del espejo, toda diferenciación genérica en una relación gay o lesbiana puede reducirse a la oposición hombre/mujer, con su correspondiente (y supuesta) desigualdad. O bien una persona puede pretender lo inconcebible para un sistema bigenérico y considerar el par butchlfemme como una transformación de la polaridad hombre/mujer, relacionada con ella, sin duda, pero merecedora de que se la estudie por sí misma.
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Muchos consideraban que la tendencia a la fusión era algo inherente a la igualdad que atribuían a las parejas gays y lesbianas. Un hombre declaró:
saben lo que quieren, será difícil que se resistan al deseo de buscar una experiencia tope en cada momento ... Con el hombre se establece un mecanismo de equilibrio y control. No siempre, pero casi siempre.
[Estoy preocupado] por el problema de la fusión y de mantener identidades independientes en una relación gay, de un modo contrario a cómo se estructuran las identidades en una pareja hetero. Pienso que a primera vista resulta obviamente más fácil mantener una identidad en una relación en que las personas son tan diferentes que en una en que no lo son.
Algunos gays y lesbianas aplicaban la metáfora de la fusión a sí mismos y a ~us parejas, basándose no tanto en las teorías psicosociales del desarrollo de los sexos como en una concepción abstracta de la relación homosexual en cuanto relación de «lo mismo con lo mismo». Sin embargo, quienes se adhieren a la teoría de la fusión parecen coincidir en que las lesbianas tienen más tendencia a ella que los gays, debido a su perfil social como mujeres . Los defensores de la teoría de la fusión han tendido a glorificarla como fenómeno positivo, sin analizar su validez como concepto. Jean Wyatt (1986, p. 115) ve la fusión como un rasgo digno de elogio, y destaca que en las novelas del siglo xx escritas por mujeres los personajes femeninos no rechazan «lo que en ellos es embrionario y amorfo, sino que dan la bienvenida al caos de una personalidad difusa por su promesa de cambio, y celebran las posibilidades de renovación presentes en la experiencia de la fusión». De un modo similar, Jennifer Bauman enfatizaba el potencial de innovación presente en las relaciones sin límites claramente definidos:
Las teorías psicosociales que fundamentan el problema de la fusión remiten el desarrollo de los sexos a las experiencias tempranas de la infancia, incluyendo la influencia ejercida por la crianza femenina en niños de ambos sexos. Dado que las mujeres son criadas por otras mujeres, les resulta difícil diferenciarse entre sí, en tanto que a los hombres lo que les resulta difícil es intimar (Chodorow, 1978; Gilligan, 1982). Según esta lógica, las parejas lesbianas serían extensiones de la relación madre-hija, cronológicamente anterior. 8 La relación heterosexual, basada en la unión de «sexos opuestos», posee un mecanismo de control interno, ya que la diferencia entre hombres y mujeres (que se da por sentada) «engendra» supuestamente la distancia emocional fomentada por unos contornos bien definidos del ego. 9 Jennifer Bauman, lesbiana y terapeuta sexual, hacía referencia a estos conceptos al analizar las diferencias entre sus pacientes heterosexuales y lesbianas: Es siempre la mujer la que vislumbra durante treinta segundos la maravillosa cercanía de la intimidad, antes de que el hombre salte y quiera un café, o esto o lo otro ... Pero si se pone a dos mujeres juntas, que
8. Ryan (1975, p. 59), en su descripción de las mujeres durante el período colonial <>, hace una crítica histórica correcta a este argumento psicoanalítico: <>. 9. Pero véase Krestan y Bepko (1980), que consideran a la fusión un resultado tanto de la represión como de la socialización. Arguyen que los miembros de la pareja pueden <> y <> sus fronteras al enfrentarse a un entorno hostil.
¿Y qué pasa cuando hay dos mujeres que no tienen puestos los frenos? Quiero decir: es algo muy emocionante, sólo que no existen muchos modelos que nos enseñen a hacerlo. Y si resulta aterrador es porque no tenemos la menor idea de adónde vamos, porque nadie puede detenernos. Así que podemos crear todo cuanto se nos ocurra.
Para Jennifer, la fusión representaba una oportunidad para que las parejas lesbianas participasen de la libre elección y la libre creatividad que constituía el principio organizativo de las familias gays. Lourdes Alcántara estaba entre el puñado de lesbianas que cuestionaba la exaltación del individuo delimitado implícitamente en la teoría de la fusión. «He anhelado siempre vivir en lo alto de una montaña -explicaba-. Mi pareja y yo solamente. Sin nadie alrededor. Por eso me resulta tan extraña la palabra ... "fusión". Para mí, no existe.» Quizá no resulte una coincidencia que fuera precisamente Lourdes, una mujer nacida en Latinoamérica, quien hiciese esa crítica.
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cualquier otra cosa que su pareja pueda ofrecerle (cfr. Kleinberg, 1980). La imagen de la lesbiana o el gay que se contempla fijamente en un espejo en la pared -o en el espejo del rostro, o en el cuerpo de su amante- refuerza la imagen tradicional de los homosexuales como seres sin vínculos sociales ni familia, una especie aparte. Por ejemplo .. en City ofthe Night, de John Rechy, el protagonista no vive en pareja ni asume una identidad gay, sino que es un prostituto orgulloso de su autonomía: «Padecía aún de esa obsesión narcisista por mí mismo -esos convulsivos interludios en el espejo- el desesperado extraño que ansiaba ser un mundo dentro de mí mismo. Y sentía que entonces, de algún modo, sólo el espejo podía juzgarme, fuera lo que fuere aquello por lo que se me juzgase» (1963, p. 120). Este tipo de imágenes contiene las mismas ambigüedades que convierten el narcisismo, como la reproducción, en una fácil etiqueta al alcance de los defensores del heterosexismo y los propugnadores de las viejas ortodoxias psiquiátricas. Narciso atisba desde el espejo con una mirada abarcadora en que se mezclan el egoísmo, el aislamiento, la decadencia, la irresponsabilidad y la clase social. En Estados Unidos, los profesionales de la salud mental consideraron durante mucho tiempo que los homosexuales eran víctimas de una «atrofia del desarrollo», y que estaban condenados a una adolescencia eterna a causa de su orientación sexual (Hoffman, 1968; Schafer, 1976). La aplicación sistemática a la homosexualidad, antes de los años setenta, del concepto freudiano de la elección narcisista de objeto, hizo que la imagen del espejo se aplicase no sólo al individuo, sino también a los amantes y los compañeros sexuales. Muchos de los gays y lesbianas que entrevisté consideraban que la versión popular de esa teoría psicoanalítica había constituido un obstáculo para su salida del armario. Antes de asumirse como lesbiana a los veintitantos años, Paulette Ducharme creía que ser lesbiana significaba:
Como metáfora, la fusión toma su sentido de la noción específica que cada cultura tiene de un yo esencial que puede tanto perderse y alienarse como ser descubierto y amado. En Estados Unidos, muchas personas creen que sin diferencia entre los miembros de la pareja resultaría difícil trazar los límites que demarcan la personalidad y dan orden al mundo social. Llegan a esta conclusión tradicional no sólo porque piensan que los lazos sociales son frágiles y susceptibles de disolverse, sino porque creen que los conjuntos sociales a gran escala deben construirse a partir de esos componentes básicos que son los egos individuales, y que se definen a su vez a través de la diferencia (cfr. Varenne, 1977). De lo contrario, en ambos niveles sobrevendría el caos. Pero Michelle Rosualdo ha encontrado una noción muy diferente de la personalidad entre los ílongot de Filipinas, quienes, asumiendo que las personas desean ser equivalentes o «las mismas», creen que el individualismo subyacente en el ataque terapéutico occidental a la fusión habla de una «individualidad nacida del conflicto». El propósito de localizar los excesos que conlleva la confluencia de los géneros en las relaciones de pareja se apoya en una noción extremadamente atomizada de la individualidad. La fusión, por su parte, privilegia el género por encima de cualquier otra característica al dar por sentada la semejanza entre los miembros de la pareja. Pero si la aplicación de la imagen del espejo a las parejas lesbianas y gays puede otorgar plausibilidad a la teoría de la fusión, debe recordarse que los espejos sirven también para expresar el distanciamiento con relación al propio ser -lo que James Fernandez ( 1986) llamaba la sensación de «estar yo aquí y mi cuerpo allí»-, y no sólo para borrar los límites que supuestamente aíslan a la persona del mundo.
Narcisismo, parentesco y convicciones de clase Que eres una niña pequeña; que no quieres crecer; que quieres ser mimada y alimentada para siempre; que no quieres dejar de mamar del seno de tu madre; que eres una pervertida; que eres una especie de enferma; que eres capaz de cualquier cosa, lo más terrible, desde el momento en que eres capaz de ser lesbiana.
Aunque la fusión de la personalidad es una amenaza siempre latente, para muchos en Estados Unidos un mal equivalente (si bien antitético) es la autoabsorción del ser. La figura de Narciso es el estereotipo precursor del «homosexual» como un ser concentrado en sí mismo, preocupado más por su propio placer y su propia apariencia que por
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Tener una pareja femenina en esa época habría significado para Paulette la incapacidad de romper con su propio sexo en la pubertad buscándose una pareja del «sexo opuesto». En su entorno, formado por personas blancas de la clase obrera, la incapacidad para efectuar esa ruptura contravenía la prescripción de alcanzar la autonomía que debía sobrevenir con la madurez. Por el contrario, la separación de los padres y la creación de una familia propia, organizada simbólicamente en torno a la procreación, habría significado que poseía la madurez para ser considerada un miembro adulto de la sociedad. Aunque el concepto del narcisismo homosexual y el modelo médico de la homosexualidad como una enfermedad han sido abandonados, el espejo sigue funcionando como una metáfora organizadora en muchas de las teorías sobre el desarrollo psicológico. 10 Para J acques Lacan (1977, p. 2), es durante la etapa del espejo que el niño recibe las primeras lecciones de identificación: «... la transformación tiene lugar cuando el sujeto asume una imagen». El espejo representa una etapa en la separación gradual del yo del no-yo, ya que «el precursor del espejo es el rostro de la madre» (Winnicott, 1971, p. 111 ). Idealmente, esta etapa es una estación en el camino que lleva al individuo a separarse de su entorno y de los otros. La consonancia entre la imagen del espejo empleada para describir a las parejas gays y la que informa las teorías psicoanalíticas sugiere que los homosexuales mantienen una relación confusa con su entorno, puesto que han «fallado» en el progreso de la identificación a la diferenciación. Emily Martín (1987), en su análisis sobre las consecuencias que tiene para la mujer que la menstruación se considere como una reproducción «fallida», ha explorado el poder de la metáfora para dar forma a las expectativas e informar la identidad. Vista a través del espejo, una relación lesbiana o gay puede aparecer como un signo de inadaptabilidad o inmadurez; como un reflejo pasivo de los atributos del padre o de su misma persona. Si bien el psicoanálisis difícilmente aprobaría actitudes como la descrita, la popularización de la teoría del narcisismo homosexual ha reforzado la percepción ya, existente de que los homosexuales carecen
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10. Sobre la decisión de la Asociación Norteamericana de Psiquiatría de eliminar la homosexualidad de su lista de desórdenes psíquicos, véase Bayer ( 1981 ). Sobre la clasificación de desviación que ha afectado a las relaciones entre los gays y los proveedores de servicios sociales, véase también Pearson (1975).
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de vínculos interpersonales y de parentesco realmente significativos, ya sea por haberlos perdido al ser rechazados por sus familiares, o porque han renunciado a ellos al haber «fallado» en la procreación. Dado que el amante aparece como un sucedáneo de la imagen del espejo, amado no por sí mismo sino por ser el reflejo de la identidad sexual del amante, el vínculo entre ambos no se considera un vínculo " social genuino. Curiosamente, esta impresión no surge a partir de la observación de las parejas gays, sino que es un artefacto producido por la imaginería del espejo empleada para analizarlas y describirlas. Al narcisismo se le agrega la decadencia a la hora de caracterizar a las lesbianas y los gays como promotores de un «estilo de vida homosexual», diametralmente opuesto a la «vida simple» glorificada sistemáticamente en Estados Unidos. Ya durante la guerra revolucionaria Benjamín Rush vinculaba el afeminamiento con la lujuria, en tanto que John Adams responsabilizaba de la caída del imperio romano a los «refinamientos afeminados» (Shi, 1985). Más recientemente, Christopher Lasch (1978) ha resucitado el mito de Narciso en tonos apocalípticos, anunciando la crisis de la vieja burguesía por una cultura del narcisismo, cuyo egocentrismo y sensibilidad patológica amenazan la estructura social de una «cultura agonizante». Desde la caza de brujas de Joseph McCarthy hasta las iniciativas legislativas del nuevo derecho, los conservadores han acusado a los homosexuales de ser la punta de lanza de esta invasión desde dentro: dado que rechazan egoístamente la procreación, amenazan la civilización, porque promueven una sociedad que no se reproduce. Hasta los propios militantes del movimiento de liberación homosexual -tal como hicieron sus «predecesores asimilacionistas» en las organizaciones homófilas de los años cincuenta- describían los bares gays como decadentes, frívolos y cínicos (D'Emilio, 1983b). Dado que la identidad homosexual se organiza principalmente en torno al género y la sexualidad, y no en torno a la producción y el trabajo, las organizaciones gays más visibles se ocuparon de la esfera «personal» (léase egocéntrica) del tiempo libre y el consumo. Pero la misma heterogeneidad de la muestra de entrevistas realizadas para este estudio desmiente la idea de los que los homosexuales son predominantemente blancos, masculinos, ricos, egoístas, orientados al hedonismo y sobre todo solteros (cfr. Goodman et al., 1983). Las propias diferencias entre los homosexuales, que llevaron al abandono a
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gran escala del concepto de una «comunidad gay» única, testimonian también la ausencia de un «estilo de vida gay» único. Asumirse como lesbiana o gay no significa necesariamente suscribir un modo específico de organizar el tiempo y los intereses propios. Las acusaciones de que los gays masculinos «difundieron» a propósito el sida, ejemplo máximo de culpabilización de la víctima (o del superviviente, como muchas personas enfermas de sida prefieren que las llamen), sólo podían resultar creíbles en un contexto en que se hubiera generalizado la noción del narcisismo y la irresponsabilidad homosexual. 11 Paradójicamente, los gays han asumido las más grandes responsabilidades en la atención a los enfermos de sida, desarrollando y publicando guías sobre el sexo seguro y educando al público en general en relación con la enfermedad. La estabilización del porcentaje de enfermos de sida en San Francisco se debe a los esfuerzos de los propios gays, junto con las lesbianas y los colaboradores heterosexuales que trabajan en los proyectos de lucha contra el sida. Destacan por su iniquidad las prácticas de las compañías de seguros, acusadas de marcar en rojo los barrios con altas concentraciones de hombres «solos», negando de este modo a los gays la necesaria cobertura médica y perpetuando el estereotipo del homosexual invariablemente soltero y, en consecuencia, sin relaciones. En Estados Unidos se suele ver el egoísmo como un brote de ensimismamiento narcisista, pero en el caso de los homosexuales la acusación de egoísmo está relacionada además con la idea que se tiene del lugar que ocupan entre las clases sociales. Este tipo de generalización sin base resulta típica del estereotipo de clase en que se encasilla a los gays, como la aparecida en un editorial del Boston Herald contra la aprobación de la ley de derechos homosexuales: «A un gay suele irle mejor financieramente que a un norteamericano medio» (Allen, 1987). Resulta un tanto incongruente, no obstante, acusar a los gays de ser irresponsablemente «promiscuos» e incapaces de mantener relaciones estables (no digamos ya una familia) y atacarlos al mismo tiempo por poseer una solvencia proveniente de la acción combinada de dos sueldos. Tales descripciones de filiación de clase
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11. Véanse también Epstein ( 1988a) y Patton ( 1985), quienes vinculan la descripción del sida como un «merecido>> fruto de la decadencia e irresponsabilidad de los gays masculinos a representaciones similares de otras enfermedades históricamente asociadas a grupos situados en el fondo de la escala racial o de clase.
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se complican además con la idea (a menudo errónea) de que los homosexuales masculinos son responsables del aburguesamiento de las áreas urbanas. En opinión de Terri Burnett, el aburguesamiento del Área de la Bahía «ha creado la airada sensación de que la pérdida de la comunidad (tanto del barrio como étnica) se debe a la comunidad gay». Las alegaciones de riqueza que adscriben privilegios de clase a todos Íos homosexuales están vinculadas no sólo a la reducción de la identidad sexual al sexo, sino también a la presuposición de que los gays y las lesbianas carecen de lazos familiares. «Sin duda, para muchas personas -observaba Quentin Crisp en su Inglaterra nativa ( 1968, p. 130)-, un homosexual afeminado era simplemente alguien a quien le gustaba el sexo, pero que no quería afrontar las cargas, responsabilidades y decisiones que pesarían sobre él si se casara con una mujer». En Estados Unidos, la noción misma de responsabilidad está estrechamente ligada a la familia y la madurez. Entre las personas acaudaladas del siglo XIX, «gay» hacía referencia a la existencia relativamente libre de preocupaciones que llevaban algunas mujeres (Cott, 1977). En el contexto de la familia, la responsabilidad lleva implícita un sentido social: se es responsable de alguien o ante alguien. Algunos gays y lesbianas del Área de la Bahía suscribían ese concepto de la familia como una carga y una responsabilidad que restringía la «libertad personal». Cuando Nils Norgaard hablaba de la familia, usaba la palabra en un sentido provocativo: Si uno se casa, sacrifica el resto de su vida a la creación de una familia, o de muchas, si se tienen hijos. Es una gran responsabilidad. Y una familia es algo más que una esposa y un hijo. De ordinario, se tienen un par de perros y una vida de familia. No estoy seguro de querer eso; porque si no me caso, tendré todo el tiempo para mí. Podré ir adonde quiera. Podré viajar y ver mundo. No podría hacerlo si tuviera familia.
No obstante, eran más comunes las quejas acerca de los compañeros de trabajo y los conocidos que presuponían que un gay o una lesbiana no tenían «familia inmediata» ni personas a quienes mantener. Si se sabía que tenía un amante, a menudo sus conocidos trivializaban la relación o la descartaban como un derivado ilegítimo de su personalidad. Aun después de toda la publicidad dada a nivel nacional a los casos de cus-
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Pareja versus comunidad
todia y el baby boom de las lesbianas, muchos heterosexuales se niegan a reconocer la capacidad de las lesbianas y los gays para asumir la educación de los niños y la copaternidad, y mucho menos los consideran capaces de tener hijos biológicos. En una época y cultura que vincula la actividad sexual a la identidad, el sexo sin procreación entre hombres o mujeres condena a éstos a la categoría de seres no procreativos. Dado que la mayoría de las personas de Estados Unidos ve el ingreso discrecional* como un indicador de los privilegios de clase y un requisito previo para la ascensión social, la presuposición de que los homosexuales no contribuyen a la supervivencia económica de otros, incluyendo sus familiares, hace dudosa la representación sistemática de los gays y las lesbianas como miembros de la clase dominante. No resulta sorprendente, entonces, que muchos de los homosexuales que conocí fueran adictos a refutar acusaciones de egoísmo e irresponsabilidad. Los portavoces de las organizaciones gays que se ocupaban de los estudiantes de instituto, los grupos eclesiásticos y otras audiencias predominantemente heterosexuales, llamaban la atención sobre el número de homosexuales que eran padres y resaltaban la participación activa de los gays en profesiones pertenecientes a los servicios sociales, como la enseñanza o el trabajo social. Otros incluían la raza o el origen étnico en su refutación. Danny Carlson, un nativo norteamericano, me dijo que identificaba a otros gays y lesbianas por su falta de egoísmo. «Los indios gays -me dijo- son muy creativos. Muy progresistas. Y cuando hacen algo, piensan en los demás, no en sí mismos.» Danny pensaba que colocar las necesidades de los otros por delante de las propias era parte del «estilo indio». Hay abundantes pruebas de que las lesbianas y los gays, al igual que otras personas en la sociedad, asumen responsabilidades con respecto a los demás y las cumplen. Pero la descripción de las relaciones homosexuales como relaciones de semejanza refuerza la noción generalizada de que los gays disfrutan de privilegios de clase, ya que no tienen que mantener a nadie ni poseen lazos de parentesco. La clave está en el narcisismo inserto en la imagen del espejo, que fusiona a los componentes de las parejas homosexuales y hace que las relaciones simbólicamente constituidas sobre el amor pasen a serlo en torno al yo.
En su estudio de las lesbianas en una ciudad del Medio Oeste, Susan Krieger ( 1983) extendía la metáfora del espejo más allá de la persona y el amante para describir a toda una comunidad presa del concepto de la semejan~. Krieger observó la existencia de una relativa homogeneidad demográfica en la época en que las feministas prescribían la androginia. Yendo más allá de las nociones del «individuo» y la «comunidad», reconstruyó el debate que había tenido lugar en la sociología en los años cincuenta y sesenta acerca de los antagonismos individualidad versus conformidad e igualdad versus excelencia. Para las mujeres que veían una semejanza fundamental en los lazos sociales entre las lesbianas, la comunidad representaba una amenaza a la individualidad, del mismo modo que la fusión amenazaba al individuo dentro de la pareja. 12 En The Mirror Dance, Kriger ofrece una magnífica descripción de los conflictos e insatisfacciones que surgen en las relaciones de las lesbianas a partir de la noción de semejanza. Desde el punto de vista analítico, sin embargo, la reconstrucción de ese antiguo debate dentro del contexto de la homosexualidad no ha resultado particularmente fructífera. Limitar el análisis a los conceptos y sentimientos de las mujeres entrevistadas tiende a perpetuar la premisa misma contenida en la imagen del espejo: que el género es la base única y primordial de las relaciones homosexuales. En medio de ese mar de semejanza, se pierden sutilezas como la antigua tensión entre las parejas homosexuales y la comunidad homosexual. Aproximadamente la mitad de los participantes en la muestra dijeron tener una sola relación, promedio que era el mismo en los hombres que en las mujeres. Muchos, aunque no todos, afirmaron que preferían vivir en pareja, no solos. La salida del armario, en particular, hacía que los individuos se lanzaran a buscar pareja, lo que sugería que había un aspecto relacional en la adopción de la identidad gay. La aparición del sida, además, hizo que entre los gays se renovara el interés por las relaciones. Al comienzo de la epidemia del sida, cuando no se había introducido aún el concepto de sexo seguro, muchos co-
12. Véase, sin embargo, Varenne (1977), quien arguye que la cooperación y la reciprocidad igualitaria pueden facilitar el individualismo en lugar de destruirlo, lo que hace posible que se sea a la vez individualista y conformista.
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Dinero que resta tras pagar la vivienda, el alimento y otras necesidades básicas. (N. del T.)
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mentaristas heteros y gays culpaban de aquélla a la «promiscuidad», y alentaban a los gays a «asentarse» con parejas monógamas. Basándose en el concepto tradicional de la madurez, celebraban la «nueva madurez» de las relaciones gays y felicitaban a la «comunidad» por haber superado la adolescencia. En los bares -entendiendo «bar» como una metáfora para engaño, para el sexo sin amor ni compromiso-los hombres bromeaban: «¡Ya lo creo que sí: he venido aquí esta noche buscando una relación seria!». Menos afectada por el sida, estaba la noción de que todo amante que no fuera el de uno -es decir: todo amante en sentido genérico- actuaba como mediador entre el individuo y la comunidad. En los años setenta, las feministas lesbianas aconsejaban evitar la monogamia como un modo de combatir el exclusivismo que se creía inherente a las relaciones de pareja. 13 Los partidarios de la liberación gay, elogiaban el efecto igualador de considerar a los homosexuales como un «ejército de amantes» (Praunheim, 1979). Esta noción del amante como alguien que compite con los amigos por el tiempo y la atención de la persona persistió hasta los años ochenta (cfr. Barnhart, 1979). Algunos de los mismos hombres y mujeres que se quejaban de haber perdido de vista a sus amigos en el momento en que encontraron pareja, predecían paradójicamente que las parejas que participaran en las actividades de la «comunidad» no durarían mucho tiempo. Había quejas similares acerca de que si bien era fácil encontrar estímulo para separarse, escaseaba el estímulo para mantener una relación. Cuando vivía en San Francisco, mi pareja y yo nos hicimos familia de una pareja de lesbianas que sólo tenían solteros en su familia gay y querían añadir una pareja para apoyar su relación. Por la misma época, algunas personas me pidieron que hiciera de mediadora para negociar la devolución de posesiones materiales entre ex amantes, y en unos cuantos casos las discusiones sobre la ruptura duraron horas. Las rupturas pertenecen a la categoría de las situaciones extremas; a esos momentos en que hace falta que los familiares y amigos «estén allí» con uno más que nunca. En el contexto de una representación que enfrenta a la pareja tanto a los amigos como a la comunidad, pue-
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13. Cfr. la condena de las «amistadas particulares>> entre las monjas católicas romanas como adversas a la tarea de construir una comunidad religiosa (véase Curb y Manan, 1985).
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de que las personas asuman la ruptura de una relación erótica como una reintegración en un todo social más amplio. Las familias de elección que surgieron en los años ochenta poseían el potencial de mitigar esta tensión. Las familias gays unían a los amigos y a los amantes, y daban cauce al ideal de un parentesco continuo con las ex parejas después de la ruptura. En el Área de la Bahía l;s relaciones de pareja tendían a estar marcadas simbólicamente por la residencia conjunta y los rituales más que por otros vínculos situados dentro de los límites difusos de las familias de elección. Pero cuando hablaban de las familias que elegimos, muchos gays y lesbianas apuntaban con orgullo a algo que no se reducía a la pareja. La aplicación indiscriminada de la metáfora del espejo a todas las parejas gays y lesbianas no sólo es incapaz de abarcar el historial de tensión entre las parejas y la comunidad, sino que deja por completo de lado este giro idealista de la competencia a la continuidad en las relaciones entre los amantes y los amigos. La controversia acerca de los matrimonios gays y otras formas de celebración del vínculo con un amante se han centrado en la cuestión de si, al apelar a un «modelo hetera», tales ceremonias no ponían en peligro la solidaridad de la comunidad y promovían la asimilación (cfr. Ettelbrick, 1989; Stoddard, 1989). En una curiosa aplicación de la teoría del narcisismo homosexual, algunos estudiosos homosexuales han condenado esas ceremonias por egocéntricas. La paradoja de aplicar esa etiqueta a una relación y no a un individuo sólo se explica como correlato de la imagen del espejo que hace de la absorción en un otro «semejante» el equivalente social de la obsesión con uno mismo. Los defensores de esos rituales respondían a las acusaciones de asimilación enfatizando la originalidad de sus ceremonias y la falta de «modelos» para las relaciones homosexuales. Utilizando la retórica de un parentesco gay original -un parentesco de la elección y de creación-, solían poner gran énfasis en planificar e inventar sus propias ceremonias. Un año antes de que la entrevistara, Lourdes Alcántara y su pareja de cinco años habían organizado una ceremonia para celebrar su compromiso, con la participación de una pastora lesbiana. En el ritual, que reunió a los amigos y los parientes biológicos, había velas, flores y retratos de los ausentes. Lourdes ofreció una detallada explicación del uso de estos elementos en el ritual:
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Había una vela orientada al sur, otra hacia el norte, otra hacia el este y otra hacia el oeste. El este porque Janet era del este; el sur porque yo soy del sur; el norte, porque representa la decisión de las lesbianas de avanzar hacia el futuro ... y el oeste porque vinimos al oeste para construir nuestro hogar. No se trataba de un matrimonio tradicional: lo creamos nosotras.
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Si bien se ha vuelto común en Estados Unidos que las parejas heterosexuales escriban sus propias ceremonias matrimoniales, los esfuerzos similares realizados por las parejas homosexuales adquieren un significado diferente en el contexto del parentesco gay. El hecho creativo de componer retóricamente la ceremonia sitúa de lleno a la pareja dentro de las familias de elección. El discurso de la familias gay superaba la descripción de las parejas como unidades solidarias contrapuestas a la comunidad de gays y lesbianas, y colocaba a los amantes en una nueva relación con los amigos: no enteramente «iguales», pero tampoco opuestos.
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Reflexiones sobre la metáfora La imagen del espejo -junto a la igualdad y la diferencia, sus categorías concomitantes- ordena las relaciones de las parejas gays y lesbianas a lo largo del eje del género, y da por sentada la continuidad entre los componentes de la pareja. Pero colocar a éstos automáticamente en una relación de semejanza equivale a ignorar matices como la tensión ideológica entre las parejas y la comunidad; o el modo en que, para dar credibilidad a las acusaciones de narcisismo homosexual, se mezclan las nociones sobre el parentesco y la clase. El espejo no permite distinguir la polaridad butchlfemme de la diferenciación de las parejas según la raza, la edad, la formación, el origen étnico o la clase. Atrapada en la eterna imagen refleja del espejo, la semejanza contenida en ciertas interpretaciones de la androginia se funde con la imaginería genérica de los clones de la calle Castro de los setenta y la «nueva feminidad» de las lesbianas lipstick. Enfatizar la continuidad entre los componentes de la pareja es presuponer que el género debe invariablemente ser la identidad con
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mayor significado subjetivo para ambos, cuando es evidente que no siempre es vivido así. Del mismo modo, hacer equivaler la diferencia a la dependencia o la desigualdad de poder entre los componentes de la pareja significa presuponer que el género es el atributo principal que ordena la experiencia. Las variaciones en los contextos y en la construcción cultural de la identidad garantizan que la semejanza y la difererÍcia no sean idénticas para todos. No ir más allá del espejo es contribuir a que se empobrezca el lenguaje empleado en la descripción de las relaciones. Puesto que el espejo evoca por sí mismo aspectos como la fusión y el narcisismo, su uso mismo los hace aparecer como «problemas». Otro efecto, de mayor alcance, es dar a entender que las relaciones de parejas gays parezcan innecesarias, al reducir a sus miembros a meras copias y la relación a una parodia de la relación heterosexual. En el camino, tanto el significado social del vínculo como su carácter familiar se vuelven invisibles. Como metáfora supuestamente destinada a facilitar la comunicación, el espejo resulta demasiado estático y carece de la perspectiva histórica, así como del potencial analítico, para abarcar los distintos matices de significado. 14 En lugar de ello, pinta a las parejas gays y lesbianas con la brocha gorda de la identidad, presuponiendo una semejanza basada en la preponderancia absoluta del género y una unidad entre el sexo masculino y el femenino carente de fundamento. En el análisis que hace Michel Foucault del panóptico ( 1977) hay una lección sobre los límites de la metáfora. Foucault recurre a la prisión diseñada por Bentham para ilustrar el desarrollo histórico de aquellas instituciones de castigo (tanto académicas como sociales) que se complacen en sojuzgar por medio de una mirada totalitaria. El diseño de Bentham situaba a los guardias en un observatorio central, alrededor del cual se distribuían radialmente las celdas. Foucault, sin embargo, no menciona en su análisis el hecho histórico de que los arquitectos abandonaron el proyecto al darse cuenta los captores de que sus prisioneros podían devolverles la mirada. Si bien los guardias del panóptico podían vigilar cada aspecto del comportamiento de los pri-
14. Cfr. Kitzinger (1987), quien aboga también por una mayor atención a las convenciones retóricas que dan forma a los informes de investigación sobre las lesbianas, incluyendo la metáfora visual de sacar a la luz lo hasta entonces oculto.
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sioneros, éstos podían igualmente seguir cada movimiento de los guardias. El mismo diseño arquitectónico que facilitaba el sometimiento por medio de la vigilancia facilitaba también los intentos de fuga (Johnston, 1973). De modo similar, la imagen pasiva de las parejas homosexuales atrapadas en el espejo no sólo niega las diferencias entre los amantes, sino también la apropiación y la interacción. El origen de la mirada resulta fundamental. ¿De dónde parte? ¿De un miembro de la pareja o de un observador? ¿Y cómo influye la identidad sexual del observador en la descripción de la pareja? Recuérdese también que cada miembro de la pareja observa a un otro que mantiene una serie de relaciones consigo mismo; debe extraer e interpretar esos significados, y adoptar una postura activa ante él. En ciertas situaciones, la mirada puede desplazarse del miembro de la pareja a una categoría llamada «heterosexuales», con lo cual se enfatizará o bien el antagonismo, o bien la continuidad. Pero la imagen del espejo no supone inevitablemente una semejanza: el reflejo puede mostrar también el reverso de una representación, en lugar de un simple desdoblamiento (Fernandez, 1986). No obstante, históricamente el espejo ha sido usado para convalidar el carácter de «lo mismo con lo mismo» atribuido a las parejas lesbianas y gays, y para oponer estas relaciones a los vínculos heterosexuales, basados en la procreación y la diferencia de los géneros. La pregunta, entonces, es: ¿quién ha creado del argumento de la semejanza, y con qué fin? Con intención o sin ella, la amplificación del género por medio del prisma de la semejanza ha reforzado la exclusión de los homosexuales del parentesco, al describirlos como seres sociales incompletos. Pero el uso irreflexivo que se ha hecho de la metáfora del espejo no debe impedirnos identificar sus presupuestos culturales y la política implicada en su aplicación contextua!. La alternativa, más bien ajena a la antropología, sería hacerse eco de una abstracta simetría de la semejanza y de una afirmación desprovista de contexto que no pueden hacer justicia a una relación tan multifacética como la de los amantes.
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Con una lucidez terrible vio su propio cadáver y deslizó sus manos sobre su cuerpo para llegar al fondo de esa idea tan simple, que hasta ese momento no se le había ocurrido -que llevaba consigo su propio esqueleto, que éste no era el resultado de la muerte, una metamorfosis, una culminación, sino algo que se lleva, un espectro inseparable de la forma humana- y que en el andamiaje de la vida está ya el símbolo de la muerte. PIERRE LOUYS,
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En los años ochenta, Louise Rice (1988), una madre lesbiana con hijos adolescentes, habló en un acto de recaudación de fondos para la película Choosing Children, que trataba de las madres lesbianas y sus familias. «En el curso de la charla -escribió después- pregunté cuántas de las asistentes estaban pensando en tener hijos. Recuerdo mi incredulidad al ver prácticamente todas las manos levantadas.» A partir de mediados de los años setenta en la Costa Oeste, las fantasías e intenciones de mujeres como éstas dieron origen a lo que se conocería como el baby boom lesbiana. En el Área de la Bahía, el nuevo tema encontró eco en toda la población lesbiana. Puede que la mayoría no estuviera directamente implicada en la crianza de un niño, pero todas parecían conocer a alguien que sí lo estaba. Abundaban las conferencias y los talleres sobre si se debía tener hijos, cómo tenerlos y qué hacer con ellos después. En las librerías aparecieron recopilaciones de escritos sobre la educación de niños por parte de gays y lesbianas.1 Los periódicos gays introdujeron columnas que contaban las aventuras de los nuevos padres y ofrecían consejos sobre la educal. Entre las colecciones representativas se incluyen Alpert (1988), Bozett (1987), Hanscombe y Forster (1982) y Pollack y Vaughn (1987).
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ción. Hasta el progresista y politizado Gay Community News publicó una página con fotos de lesbianas dando a luz, procedentes de un grupo de apoyo a «lesbianas que tienen hijos». La edad predominante en las que daban a luz, adoptaban hijos, compartían la paternidad o de algún modo incorporaban niños a sus vidas parecía ser de treinta a cuarenta y cinco años. La mayoría de ellos eran miembros de una generación relativamente «visible» que maduró en el apogeo de los movimientos feminista y gay. Sin embargo, aproximadamente dos tercios de los entrevistados en la muestra realizada por mí, y cuyo rango de edad, incluyendo a hombres y mujeres, oscilaba entre los diecinueve y los sesenta y tres años, afirmaban que les gustaría tener hijos si las condiciones fuesen adecuadas y pudiesen superar con éxito los obstáculos económicos y legales. Algunos estaban criando a niños en el momento de la entrevista, unos pocos tenían hijos mayores, uno había librado una amarga batalla por la custodia y otro había sido presionado para que entregase a su hijo cuando salió del armario, años antes. Muchos estaban informándose activamente sobre alternativas como la adopción o la inseminación artificial. Al relatar su salida del armario, los entrevistados hablaban a veces de las expectativas que habían tenido sobre su vida como adultos. Los narradores se dividían claramente en dos grupos: los que habían soñado con casarse o tener hijos, y los que afirmaban ilo haber tenido nunca tales pensamientos. Si bien resulta imposible imaginar qué forma hubieran dado a sus historias de no haber existido la preocupación por las familias gays, en los casos en que manifestaban tener expectativas sobre el matrimonio y la procreación sus relatos retrospectivos tendían a resaltar los vínculos con los niños y a minimizar cualquier relación con una pareja heterosexual. De pequeño solía pensar que me casaría, pero lo más importante no era el matrimonio, sino tener hijos. Siempre pensaba que tendría montones de niños. Ya había elegido los nombres de todos. Tenía cerca de quince nombres.
Un hombre de unos treinta años se reía cuando me contaba que siempre había pensado en tener hijos, «pero no en casarme, eso no. ¡No sé cómo me imaginaba que aparecerían!». Entre los que nunca se habían casado ni habían tenido hijos antes de destaparse, a la mayoría les re-
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sultaba más fácil imaginarse como padres que como esposos o esposas en una relación hetero. Muy a menudo las personas pensaban que las relaciones entre clases, la raza y el origen étnico habían influido -a veces de vn modo contradictorio- en su intención de tener hijos. Algunos citaban la falta de dinero y un trabajo sin porvenir como la razón que los habían hecho posponer el tener niños, en tanto que otros, con bajos ingresos y sin posibilidad de ascenso social, respondían: «Si no lo hago ahora, ¿entonces cuándo?». Al narrar la pobreza, la esterilización forzosa, la guerra y el holocausto, los individuos vinculaban sus argumentos a situaciones de opresión. Algunos, de ascendencia nativa norteamericana, afronorteamericana, judía y latina saludaban el boom de natalidad lesbiano como una refutación concreta a las acusaciones de que las relaciones gays contribuían al genocidio racial y cultural. Otros pensaban que eran suficientes ya «una o dos desventajas» (la raza y la opresión de clase), para obligar también a los niños a soportar el estigma de un padre gay o una madre lesbiana. En la mayoría de los casos, la combinación de la paternidad con la identidad gay o lesbiana no supone un dilema moral. Convencido de que pueden ser tan buenos -o mejores- padres que los heterosexuales, contraponen el estereotipo de los homosexuales como pedófilos al hecho de que son los heterosexuales quienes cometen la gran mayoría de los abusos sexuales contra niños en Estados Unidos (cfr. Hollibaugh, 1979). Para quienes tenían la intención seria de serpadres, los principales problemas que les planteaba el tener hijos parecían requerir más una solución técnica y estratégica que un amplio debate ético. En la actualidad, desde luego, la paternidad de los homosexuales no es nada nuevo. Un gran número de gays y lesbianas tienen hijos de matrimonios anteriores, o fueron padres solteros antes de salir del armario. Los grupos de apoyo a los padres gays y las madres lesbianas han existido desde los años setenta. Ya no rige, sin embargo, la convicción, expresada a menudo por los gays y lesbianas de más edad, de que una persona debe casarse o al menos renunciar a la homosexualidad si se propone tener hijos. En sus escritos de los años treinta, Mary Casal (1975, p. 137) anticipó la voluntad contemporánea de ejercer la paternidad independientemente del matrimonio o de una relación heterosexual: «Si hubiera sabido lo que sé ahora, y las
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opiniones hubieran sido diferentes, estoy convencida de que hubiera tenido un hijo en algún momento con un padre elegido para la ocasión». Hay cada vez más padres homosexuales que, en lugar de mantener una fachada heterosexual o sacrificar las relaciones gays para tener hijos, integran a éstos en sus familias (las familias que creamos). Los que no tienen hijos en el momento de salir del armario se encuentran con un abanico de opciones, que incluyen la acogida familiar, la paternidad sustitutiva, la adopción, la copaternidad, la inseminación artificial y el sexo al «viejo estilo» (procreativo y heterosexual). La generalización de la inseminación artificial entre las lesbianas fue la chispa histórica que encendió el fuego de este interés sin precedentes de los homosexuales en la paternidad. Aunque el deseo de tener hijos es común tanto a las lesbianas como a los gays, estos últimos afrontan obstáculos adicionales, dado que no pueden físicamente dar a luz (MacKinney, 1987). Me centraré aquí en las madres lesbianas como el segmento de más rápido crecimiento entre los padres gays, y en la inseminación artificial como la técnica más estrechamente vinculada al boom de la natalidad entre las lesbianas. La participación de los gays y las lesbianas en la crianza de los niños debe contemplarse sobre el fondo formado por el número creciente de padres solteros de todas las orientaciones sociales, junto con la ola de pronatalismo que barrió Estados Unidos durante los años setenta y ochenta. Pero el boom de la natalidad lesbiana es algo más que el aporte homosexual a esa tendencia general, en la medida en que se ha desarrollado y ha hallado su significado pleno en el contexto del discurso de las familias gays. Una de sus consecuencias ha sido la reincorporación sutil de la biología y la procreación a las familias homosexuales como el producto de una elección y una creatividad no restringidas.
algo chocante y desconcertante, un verdadero non sequitur (Lewin, 1981; Lewin y Lyons, 1982). En una clase de educación para adultos a la que asistí una tarde de primavera cuando hacía el trabajo de campo, una de las estudiantes -una madre soltera heterosexual- no pudo ocultar su sorpresa al ver que la pareja de la instructora había traído a su hijo a la clase. «No se ajusta al tipo», dijo mi compañera de clase;- que había estado especulando previamente sobre la sexualic dad de la profesora. Muchas madres lesbianas veían la maternidad como un estatus que hacía invisible su identidad sexual. Según su experiencia, cuando los heterosexuales veían a una lesbiana acompañada por un niño pensaban que era hetero y quizá casada. Antes del boom de la natalidad entre las lesbianas, los activistas gays combatían a menudo esa suposición señalando el número de homosexuales con hijos de matrimonios heterosexuales anteriores. 2 La información solía sorprender a las audiencias heterosexuales, pero éstas lograban conciliada con una noción esencialista de la homosexualidad, considerando a esos hijos como el resultado de una temprana y «errónea» interpretación de una identidad intrínsecamente no procreativa. Si la maternidad vuelve invisible la identidad lesbiana, ésta a su vez puede oscurecer la maternidad. Como madre biológica de tres adolescentes, Edith Motzko podía refutar con relativa facilidad la idea generalizada de que el término «madre lesbiana» constituye un oxímoron porque vincula una identidad procreativa (la de la madre) a una identidad sexual (la de la lesbiana), presentada con frecuencia como la antítesis de la sexualidad procreativa. Lo que Edith no esperaba era que tendría que exponer un razonamiento abstracto ante su padre: Cuando le dije a mi padre que era gay... su respuesta fue que no era la sociedad sino la naturaleza la que me exigía que como mujer multiplicase la especie. Y yo le dije: «Lo hice, y por tres veces. Y luego renuncié: ¡eso fue todo!» (risas). Me dio un gran abrazo y me dijo: «Sé feliz».
La madre lesbiana como icono La caracterización de las lesbianas como seres no procreativos, y de las amantes lesbianas como componentes de una relación de «lo mismo con lo mismo», hace que la imagen de la madre lesbiana parezca
2. Cfr. Gantz (1983), que confina su análisis a los hijos de padres separados o divorciados. A pesar de los descargos, sus descripciones están permeadas de un tono negativo, en parte porque se esfuerza poco por distinguir entre lo que piensan los niños de la identidad sexual de sus padres y cómo ven su separación.
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Numéricamente hablando, la mayor parte de los homosexuales se convertían en padres a través de la adopción conjunta y por los hijos engendrados en matrimonios heterosexuales. Sin embargo, durante los años ochenta, los hijos engendrados por inseminación artificial comenzaron a hacer sombra a estos otros hijos y asumieron para los gays y lesbianas una significación simbólica desproporcionada a su número. Muchos veían la inseminación artificial como la innovación que había motivado el baby boom lesbiana, ya que permitía acceder a la maternidad biológica sin tener que pasar por el matrimonio, un subterfugio o el coito heterosexual. Me he centrado en este método para «tener hijos» no sólo por su centralidad en las discusiones sobre la maternidad lesbiana que tuvieron lugar en los años ochenta, sino también por sus implicaciones en el contexto más amplio del discurso de las familias gays. A medida que la práctica de la inseminación artificial se extendía entre las lesbianas, las relaciones basadas en los vínculos de sangre resurgieron donde menos se las esperaba: dentro de las propias familias gays, que se habían definido por oposición a las relaciones biológicas que los gays y lesbianas adscribían a la familia hetera. Es la posibilidad de la procreación física -el niño que emerge del cuerpo de una madre que reivindica una identidad homosexuallo que convierte a la «madre lesbiana» a la vez en un icono y un enigma. Los niños concebidos después de que una mujer haya salido del armario reclaman una conciliación entre la identidad lesbiana no procreativa y la práctica procreativa. Y esa conciliación se ve complicada por la noción del género y de la personalidad que informa cada concepto específico del parentesco. La inseminación artificial, en particular, como técnica para tener hijos, desafía el concepto tradicional del hijo como un producto de la diferenciación sexual, basada simbólicamente en la anatomía. En Estados Unidos, las nuevas tecnologías reproductivas han chocado con la noción del hijo como un producto «natural» de la unión del hombre y la mujer a través de una unión sexual que expresa el antagonismo entre sus identidades sexuales. El hijo biológico engendrado mediante inseminación artificial, en cambio, no resulta «concebido» como el producto de dos personas en ese sentido. 3 3. Sobre la inseparabilidad del análisis del sexo y del parentesco, véase Yanagisako y Collier (1987). Para un análisis de la <> como constructo cultural, véanse Carritbers et. al. ( 1985) y Schneider ( 1968).
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La mayoría de las lesbianas del Área de la Bahía usaban el término neutro de «donante» para denominar al hombre que proveía del semen para la inseminación. Dado que teóricamente todas las partes involucradas en ella consideraban la contribución masculina como una donación libremente elegida, no se pensaba que el donante participara en el futuro del niño. Que se le considerara padre o participara en la crianza del niño era una decisión individual. Algunas de las lesbianas que conocí y que planeaban tener hijos buscaban específicamente hombres listos para la copaternidad. Por otra parte, no todos los donantes estaban dispuestos a asumir la responsabilidad de cambiar pañales o mantener económicamente a un niño. Ray Glaser, un homosexual que pensaba dar su semen a una amiga lesbiana, no tenía intención de convertirse en el padre. Aunque estaba de acuerdo en que el niño supiera quién era, optaba por ser lo que llamaba un tío o un padrino, una relación más distante pactada con las progenitoras lesbianas del niño. Algunas madres lesbianas, con un ojo puesto en las posibles complicaciones legales, o por el deseo de legitimar el derecho de las madres no biológicas al estatus de progenitoras, preferían no saber la identidad del donante. Algunas llegaron incluso a usar esperma de varios donantes para obstaculizar la búsqueda del padre. Había siempre el peligro de que el donante cambiase de opinión y desplazase el significado de su contribución, de donación de esperma a sustancia biológica compartida, lo que le proporcionaría la base para un litigio de custodia. Aunque se practicaba ampliamente, la inseminación mediante donación anónima era un tema muy polémico en el Área de la Bahía. Las lesbianas que habían adoptado niños, así como las que habían dado a luz y habían entregado sus hijos en adopción, fueron las primeras en formular la crítica de que la inseminación anónima iba en detrimento del bienestar de los niños, en una sociedad que privilegiaba la herencia biológica (Liljesfraund, 1988). Dado que la inseminación prescinde del contacto entre los cuerpos, los que participaban en ella podían reducir la contribución masculina a la procreación con relativa facilidad. En lugar de mencionar al donante, algunas lesbianas se referían únicamente al «semen», creando (en caso de hacerlo) el par procreativo mujer más esperma; persona sexuada más significante del género. Lo que está en juego aquí es algo más que una separación estratégica del genitor del padre
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(social). Ante las madres lesbianas que han elegido un donante anónimo, el hijo aparece como el producto físico de una sola persona: la madre biológica. En ese contexto, una preguntan tan convencional como: «¿Se parece a su padre?», formulada por un desconocido y dirigida al niño en el cochecito, hace surgir inmediatamente el tema de la salida del armario. Esta separación de la personalidad y la paternidad en la contribución masculina a la procreación no es en absoluto inherente a la inseminación como técnica. En su estudio de las parejas heterosexuales casadas que participaban en un programa de fecundación in vitro, Judith Modell ( 1989) halló que las mujeres del programa preferían la adopción a la inseminación, en caso de fallo de la fecundación in vitro. Asociaban la inseminación al adulterio y el sexo extramatrimonial, y creían que el método introducía a un tercero no deseado en la relación con su esposo. Para la mayoría de las lesbianas del Área de la Bahía, en cambio, el semen no sustituía una contribución que debía haber sido hecha por sus compañeros sexuales: veían el vínculo con el donante como no sexual y a la inseminación como una aproximación a la procreación que sorteaba la necesidad del coito heterosexual o de una alianza heterosexual. La inseminación artificial estaba vinculada originalmente a los avances en la biotecnología, aunque el método de la jeringuilla favorecido por las lesbianas representaba una aplicación económicr, de «baja tecnología». A medida que la popularidad de la inseminación aumentó entre ellas se produjo un cambio lingüístico correspondiente en el adjetivo, de «artificial» a «alternativa», para evitar, presumiblemente, que se invocase la categoría contraria de «natural». La denominación de «artificial» para la nueva técnica reproductiva rimaba desagradablemente con la estigmatización de la sexualidad gay como en cierto sentido antinatural. Si el sexo procreativo se redujese sólo a la introducción del esperma en el óvulo, el cambio en la retórica hubiera resultado eficaz para evitar tales asociaciones. Pero la unión de dos personas de sexo contrario con el fin de sustanciarse en la persona que habrá de nacer se ha convertido en una parte tan natural de la procreación en Estados Unidos (algo que se da por sentado) como la cópula heterosexual que la simboliza. Vista a través del prisma de la diferencia sexual basada en la unión simbólica del hombre y la mujer en las relaciones heterosexua-
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les, la imagen de la madre lesbiana es tanto un icono como una paradoja. El estereotipo butch de la lesbiana parece diametralmente opuesto a la ternura y el cuidado que se asocian tan estrechamente a la maternidad en Estados Unidos (Hanscombe y Foster, 1982). Si la crianza de un niño es el signo de la realización del género sexual-la señal de haber llegado a la madurez y haberse convertido en una «verdadera mujer»-, ¿cómo podría conciliarse con la imagen de la lesbiana butch, popularmente vista como una mujer que desea ser un hombre? La percepción de esta contradicción se basa en un concepto discutible de la feminidad y en una imagen unidimensional e inexacta de lo que significa ser butch. Aunque en general las lesbianas de los ochenta no se identificaban como butch nifemme, la mayoría había forcejeado con los estereotipos sobre qué significaba ser gay y había desarrollado, en el proceso de salir del armario, una aguda conciencia sobre temas como la identidad sexual. Las madres lesbianas del Área de la Bahía eran muy conscientes de la preocupación de los heterosexuales por la influencia que podrían ejercer los padres «del mismo sexo» sobre la identidad sexual de sus hijos. Los debates sobre la importancia de incorporar «modelos de rol» en la vida de los niños solían ir acompañados de bromas acerca de la polaridad butchlfemme. Una mujer le tomaba el pelo a otra por la forma inexperta del peinado de su hija adolescente ( «¡Nunca me he puesto un pasador y no puedo imaginarme dónde van!», se defendía el blanco de esa burla amistosa). En otra ocasión, una mujer que se declaraba femme se divertía intercambiando consejos sobre cómo maquillarse con la hija adolescente de otra mujer que se había incorporado recientemente a su familia. Diane Kunin, a sus treinta y muchos años, llamaba a su recientes e inéditos deseos de tener un hijo la «crisis de la butch de mediana edad». Bromas aparte, en el caso de las parejas lesbianas identificadas con el par butch/femme, no parecía haber una correspondencia automática entre la maternidad biológica y la identificación sexual. La mujer femme podía ser o no la que diera a luz el niño (o los niños), contrariamente a lo que haría suponer un trazado simplista de la polaridad butch/femme dentro de la construcción cultural del par masculino/femenino. Desde los programas de entrevistas de la radio y la televisión hasta. las conversaciones privadas, una de las objeciones más frecuentes a la crianza de los niños por parte de los gays y lesbianas tie-
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ne que ver con la terminología del parentesco: ¿cómo deberá llamar el niño a la pareja de la madre (biológica)? La pregunta hace referencia, desde luego, a una forma de educación de los niños idealizada en el par padre/madre, y en la cual las personas que educan al niño coinciden claramente con el progenitor y la progenitora. Pero en la actualidad existe en Estados Unidos un gran número de niños que han sido criados por padres solteros o adoptivos, por abuelos, tías y tíos, por hermanos mayores y por toda una variedad de coprogenitores. Cuando los padres heterosexuales se divorcian y se vuelven a casar, los niños a menudo adquieren más padres. Y aunque identifican a esas relaciones como parientes postizos, no usan los términos «padrastro» o «madrastra» para dirigirse a ellos. Algunos niños resuelven el asunto llamándolos por su primer nombre solamente. Otros aplican el mismo término de parentesco a individuos distintos y otros aún usan diferentes variantes del mismo término para distinguirlos (por ejemplo, «padre» y «papá»). Del mismo modo, aunque los niños en Estados Unidos tienen dos grupos de abuelos, se las arreglan para distinguirlos. Los términos varían de una región a otra, pero el método más común para distinguir entre los abuelos maternos y paternos consiste en combinar un término de parentesco con el primero o el último nombre. Esa misma estrategia la empleaban las madres lesbianas, cuyos hijos las conocían como «mamá X» y «mamá Y». Otras veces, marcaban un vínculo consanguíneo como principal, enseñando al niño a dirigirse a su madre biológica simplemente como «mamá», y a los familiares no biológicos como «mamá (o papá, o mami, o papi) Fulano de Tal». Claire Riley (1988) describió a parejas lesbianas de Nueva York que empleaban «mami» para una de las madres y la palabra «madre» en otra lengua para su pareja. Desde luego, en todo el debate sobre la terminología del parentesco no hay referencia a las madres lesbianas solteras, ni a las lesbianas que comparten la educación de sus hijos con hombres a quienes identifican o no como padres. La extendida preocupación heterosexual con la nomenclatura, junto con su incapacidad para imaginar soluciones al «problema» terminológico, resulta muy interesante (interesante, a menos que se crea que las relaciones de los gays y lesbianas deban organizarse según el modelo de «roles» de las relaciones heterosexuales). Veamos estos comentarios perfectamente típicos de Mark Grover, columnista del
Boston Legder: «Puede que sea ignorancia, pero no puedo dejar de preguntarme cómo se las arreglará un niño con dos padres masculinos. ¿Deberá llamar "papá" a ambos, o deberá aprender a referirse a uno de ellos como "mamá"?» (Westheimer, 1987). Incómodo con la crianza gay, Grover teme lo que le parece un resultado inevitable en un sistema de categorías sexuales mutuamente excluyentes: uno de los hombres deberá ser «el padre», en tanto que al otro no le quedará otro remedio que ser «la madre». Para que los heterosexuales no carguen solos con la culpa de perpetuar esta línea de pensamiento tradicional, escuchemos por un momento a Paul Jaramillo, un entrevistado cuyas opiniones, aunque excepcionales entre los gays, no resultan desconocidas: Parece que es la última moda ahora, ser madre lesbiana. Y eso es algo tan extraño para mí, dos personas del mismo sexo criando a un niño ... Sé que va a sonar muy mal, pero me parece que falta equilibrio. Quizá sí lo haya; no lo sé. Hablo sobre todo desde un punto de vista biológico. Estoy tan acostumbrado a ver a un hombre y una mujer. Algo masculino y algo femenino. Que se combinan y educan al niño juntos. Pero en el caso de las lesbianas, no tengo ni idea, lo admito. Creo que son buenas madres, pero me gustaría saber cómo serán esos niños cuando crezcan. ¿Será un desafío para ellos, un incordio o bien algo maravilloso?
En lugar de preguntarse quién asumiría determinado «rol» (uno presumiblemente ya fijado y dado), a Paulle preocupaba que el niño se sintiera confuso teniendo dos madres. Su descripción hace referencia a nociones tradicionales que vinculan la crianza de los niños y la procreación con la diferenciación sexual; pero no con cualquier diferenciación sexual, sino con la establecida por la relación heterosexual. La versión ofrecida por Paul de la objeción terminológica reflectaba la relación de la pareja a través de la imagen del espejo anteriormente criticada al analizar las parejas gays. Allí argumenté que las relaciones homosexuales no asumían la forma de una semejanza abstracta que expresaría el vínculo de «lo mismo con lo mismo» (mujer-mujer, hombre-hombre), sino que esa semejanza era interpretada y adquiría un significado específico según el contexto. Por lo que sé, la mayoría de las madres lesbianas que compartían la responsabilidad de educar un niño no hacían ningún esfuerzo especial para minimizar
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El par hombre-mujer revisado: la inseminación y el sida
sus diferencias, pero en lo relativo a la crianza a menudo formulaban esas diferencias en términos de una nueva polaridad, sexualmente neutra. Para las madres lesbianas que habían recurrido a la inseminación artificial, la categoría más importante se había desplazado de «la madre» (un «rol» que sólo puede adscribirse a un individuo) a «la que había tenido al niño». Esta reclasificación definía aún las identidades parentales por medio de la diferencia, pero era ya una diferencia organizada en términos de paternidad biológica versus no biológica y no de la madre versus el padre. Uno de los efectos de este cambio fue confirmar la congruencia entre la capacidad de procrear y la identidad lesbiana, colocando a la madre lesbiana como mediadora entre dos categorías ostensiblemente contradictorias. Al mismo tiempo, abría la posibilidad de la copaternidad compartida entre más de dos personas, algo congruente con la fluidez de las fronteras de las familias gays. En este contexto, más que la construcción de cualquier tipo de polaridad sexual entre los padres, lo importante era la noción -que compartían en Estados Unidos los heterosexuales y algunos gays y lesbianas- de que los niños completaban o legitimaban la familia. «¿Qué convertiría tu relación con Gloria en una familia?», le pregunté a una mujer. «Si fuéramos al menos tres personas, incluyendo un niño», contestó. «Siempre pensé que Nancy y yo éramos ya una familia -me dijo otra mujer con un hijo joven-. Pero ella sentía profundamente que no, que una familia significaba tener hijos. Y [después de tenerlos] creo que entiendo lo que quería decir.» Explotando el viejo dicho de «Y el niño hace tres», y para dar un impulso a la proliferación de las familias «alternativas», una compañía teatral gay de San Francisco produjo recientemente una comedia titulada «Y los niños hacen siete» (Vogel, sid.), en la que aparecen una madre lesbiana, su pareja, su compañero de piso gay y futuro coprogenitor, y una serie de niños imaginarios. El hecho de que el número de padres homosexuales y su sexo no estuviera prescrito, junto con la posibilidad (aunque no la necesidad) de que se estableciese una conexión biológica entre ellos, en cuanto proveedores del esperma o el óvulo, abrió la vía para algunas alianzas nuevas entre las madres lesbianas y los gays, que se veían como hermanos antes del boom de la natalidad.
En términos generales, los hombres se han sentido tan emocionados como las mujeres con el boom de la natalidad y con la perspectiva de ser padres. Aunque no hayan donado personalmente semen o asumido respons¿tbilidades en la crianza de los niños, muchos gays del Área de la Bahía conocen a otros que sí lo han hecho. Dick Maynes, por ejemplo, tiene un amigo de quien dice que está «chocho» con lo de la copaternidad: «No tienes más que nombrar al niño y se vuelve loco. ¡Saca las fotos y todo lo demás!». Craig Galloway se había comprometido de forma limitada a cuidar al hijo de una amiga lesbiana una semana al mes desde que nació, cinco años antes. Art Desautels hizo de «abejorro» (el mensajero que lleva el semen del donante a una lesbiana que intenta quedar embarazada, en caso de que ambos deseen mantener el anonimato), en tanto que Arturo Pelayo buscaba una lesbiana de color que quisiera un donante gay interesado en la educación del niño: Me sentí muy, pero que muy envidioso de las lesbianas por poder... por las posibilidades que tenían. Hace apenas dos semanas fui a ver [la película] Choosing Children, ¡y volví a sentir envidia! Pero hablé con alguien que me dijo que también había estado pensando en ello. Es una mujer negra, y me dijo que en algunos momentos de su vida le había dado vueltas al asunto. Le gustaba pensar que tendría un hijo con otro gay del tercer mundo. ¡Por supuesto, me emocioné mucho! Ya sabe: ¡Huau!
El entusiasmo de Arturo refleja la posibilidad de entrever de pronto algo que nunca le había parecido posible: una paternidad que había sido negada categóricamente en el pasado a los gays y las lesbianas. Su sueño de tener un día hijos contenía la paradoja y el éxtasis de que dos personas consideradas seres no procreativos se unieran con el exclusiv~ propósito de procrear. En un momento dado, la cooperación entre las lesbianas y los gays en la fecundación artificial y la adopción pareció ofrecer la promesa de una cura para alguna de la fisuras de la «comunidad gay», profundamente escindida por los géneros, las razas y las clases. Como demostrarían las vicisitudes de la historia, fue el sida, y no la fecundación artificial, lo que llevó a las lesbianas y gays a unirse
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chos, el factor económico era otra razón para buscar un donante, ya que los tratos informales resultaban mucho más baratos que los precios en los bancos de semen. Pero en vista de las devastadoras bajas que causaba el sida entre los gays en el Área de la Bahía y del riesgo que corrían la futura madre y el niño de contraerlo, a mediados de los ochenta la mayoría de las lesbianas y gays se volvió renuente a emplear esa estrategia (Pies y Hornstein, 1988). Al no existir un tratamiento efectivo contra el sida, muchos hombres se negaban a hacerse el test para detectar los anticuerpos, dudando de que sus resultados fueran mantenidos en secreto. «No creo que vaya a convertirme en el padre biológico de nadie -me dijo Craig Galloway, con el lúgubre ingenio surgido a raíz de la epidemia-, simplemente porque desconozco si mi esperma es radiactivo.» Louise Romero en un principio había pensado pedirle a un gay amigo íntimo que le donara su esperma. «Quería tener un hijo suyo, pero ahora no lo voy a hacer, porque tengo miedo del sida -me dijo-. Esto ha echado por tierra mis planes.» No todo el mundo ha renunciado definitivamente a la combinación de un progenitor gay y una progenitora lesbiana, pero casi todos la ven como una opción peligrosa y terriblemente incierta. Misha Ben Nun describía los cambios en su idea de cómo convertirse en madre biológica:
tras los años setenta. 4 Frente a éste, las lesbianas adoptaron posturas variadas, al igual que frente a cualquier otro tema. Estaban las que perpetuaban el estereotipo de los gays y los condenaban por su «promiscuidad», menospreciando los descubrimientos que vinculaban la enfermedad a las prácticas sexuales de riesgo y no al número de compañeros sexuales. Otras, sin embargo, respondieron a la crisis trabajando con los gays en los programas de los hospitales, en los grupos de acción política y en las organizaciones de lucha contra el sida que ofrecían servicios de apoyo a los enfermos. «Es algo transformador -me dijo Charlyne Harris-, estar ahora en un nivel de empatía con los gays y saber por lo que están pasando. [Hay] una cercanía ... [Antes] había una barrera: los gays tienen su propia vida; yo soy lesbiana y tengo la mía. Ahora ya no es así. Ellos pasan por las mismas cosas que nosotras.» Al ver la falta de apoyo del gobierno a la investigación sobre el sida, los programas y las pruebas de medicamentos, muchos gays recién politizados comprendieron de primera mano lo que significaba el lema de las lesbianas «Lo personal es político». Comenzaron a construir puentes, aún imperfectos, hacia el sector feminista de la población lesbiana. Aunque algunas lesbianas criticaron el racismo y el machismo reinantes en algunas organizaciones comunitarias de lucha contra el sida, prevaleció la renovada preocupación por la situación de los homosexuales masculinos. Incluso las lesbianas que no estaban directamente implicadas en el trabajo de lucha contra el sida mencionaron haber hecho amistades entre los gays, cuando antes habían te-
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Yo había estado tomando en consideración a diferentes gays que me ofrecían posibilidades, y me sentía segura de que podría encontrar uno en la comunidad a quien le interesara. Y entonces renuncié a ello por completo. Y ahora, muy recientemente, la semana pasada, oí decir a mi compañera de piso que una podía estar a salvo si él se hacía el test [de los anticuerpos del VIH] el día de la inseminación, o cada vez que se hiciera la inseminación. Y pedirle eso a alguien es algo muy serio. Pero también estoy interesada en que el donante sea el futuro padre. Así que si alguien acepta ese compromiso, espero que sea capaz de hacerse el test en cada oportunidad.
nido pocas o ninguna. El surgimiento del sida tuvo un efecto dramático en la reserva de donantes disponibles para la fecundación artificial de las lesbianas. Antes de que apareciera el sida, el método preferido por éstas para acceder a la maternidad era pedir a un gay que donase su semen. El sentimiento general entre las lesbianas era -y es- que los gays son un tipo de hombres capaces de ver en la pareja de la madre biológica a un padre con plenos derechos, y de aceptar los acuerdos sobre la crianza 5 y la custodia a que se llegue antes del nacimiento del niño. Para mu-
Nótese el uso del término «padre» en el sentido exclusivamente social del hombre que asume una responsabilidad activa en la crianza, alguien completamente distinto del progenitor o donante. Influida quizá por su fuerte deseo de encontrar un donante gay, Misha dio una descripción algo inexacta de los riesgos implicados en la inseminación. Porque si bien el VIH (virus de inmunodeficiencia humana)
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4. AID Alternative [artificial] Insemination by Donor. inseminación artificial o alternativa por donante, se abrevia también <>, en este pasaje. (N. del T.) 5. Presuponiendo, desde luego, que la madre biológica tiene una pareja y que ésta quiere asumir responsabilidades paternas. i'
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produce efectivamente el sida, hay un período de incubación en el cual no resulta detectable, debido a que el cuerpo no ha producido aún los anticuerpos para combatirlo. Lo cual se complica por la poca fiabilidad de los tests, junto a las consecuencias éticas y emocionales que se derivan de someterse a un diagnóstico que puede introducir el estrés y la discriminación en la vida de una persona en caso de dar positivo, o si se divulgan los resultados. El impacto devastador del sida entre los gays de San Francisco llevó a muchas lesbianas a buscar donantes de semen en otra parte. Toni Williams y su pareja, Marta Rosales, estaban pensando seriamente en la fecundación artificial, cuando de pronto se vieron buscando otras posibilidades: Queríamos que el padre fuera gay. Pero con el sida y otras cosas similares alrededor, tenía miedo ... Pregunta: ¿Por qué pensaste en principio en un padre gay? Porque era muy difícil que un heterosexual quisiera intervenir en una relación gay, en una relación lesbiana. Tendría que ser una persona muy especial para que entendiera y aceptara mi unión con Marta. Se trataría de una persona extra. Que formaría parte de nosotros, pero ... con más tensión de la necesaria. Y luego, hay tantos gays que quieren tener hijos. Y no pueden, porque sus parejas no pueden tenerlos. Así que supusimos que sería magnífico para un gay que de verdad quisiera tenerlo ... Y luego, el solo hecho de que sean gays y se acepten a sí mismos lo hace más fácil todo. En la relación que tendríamos los tres o los cuatro ... ¡Dios mío, no tenía ni idea de cómo nos las arreglaríamos! (risas). Pero ahora hemos decidido que trataremos de conseguir el semen de uno de los hermanos de Marta. Dios, no tengo idea de cómo será legalmente.
Las parejas de lesbianas y gays no tienen reconocimiento legal en Estados Unidos, de modo que los padres homosexuales dependen de la buena voluntad de las autoridades que supervisan los acuerdos para la crianza entre personas sin vínculo biológico, como la acogida de un niño, la adopción o la donación de esperma con derecho a la paternidad. Hay pocos antecedentes judiciales de concesión de custodia o derechos de visita a padres no biológicos, ya sean homosexuales o heterosexuales, a menos que hayan legalizado su relación con el niño mediante la adopción. En 1990, la mayoría de los tribunales no permitía aún que otra persona del mismo sexo que el progenitor biológico ' 1
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adoptara al niño, a menos que el progenitor renunciara a todos los derechos legales sobre él. Sólo en contados casos permitieron los tribunales que las parejas homosexuales adoptaran niños en común («Rare Joint Adoptions Won in Calif.», 1989). Aunque los abogados exhortaban a los gays y lesbianas a redactar contratos en que se especificaran los derechos y obligaciones en la relación entre los donantes y los coprogenifores, tales documentos no siempre servían en los tribunales. Esta precaria situación legal acentuaba en gran medida la importancia de hallar donantes de esperma que no cuestionasen el estatus de padre de los homosexuales. Durante los años ochenta, la estigmatización de la homosexualidad y la voluntad de proteger a los niños continuó presidiendo la evaluación por parte de los tribunales de quién era o no un padre «adecuado». Los jueces emitían fallos contradictorios en los casos de custodia, aunque parecía que las madres lesbianas recibían más fallos favorables que en años precedentes. En un caso, el derecho de custodia que poseía un hombre enfermo de sida sobre su hijo adolescente fue traspasado a su pareja después de su muerte (Bull, 1987; Hunter y Polikoff, 1976). Esas decisiones tenían lugar en medio de un amplio espectro de desafíos legales -desde los pleitos por pensión alimentaria hasta los derechos de visita para las madres sustitutas-, mediante los que se buscaba reconocimiento para relaciones que parecían vivir en los intersticios de las leyes, constituidas según el modelo genealógico y con el matrimonio legalmente sancionado en la mente. Cuando la inseminación artificial se popularizó, la mayoría de las lesbianas recurrieron a parejas gays para su incursión en la procreación, ya fuera para reducir la importancia de la identidad del donante o para invitarlos a participar en la crianza. En los años ochenta, las lesbianas pensaban aún en los gays como posibles padres. Pero la actitud de la comunidades gays y lesbianas asediadas por el sida fue canalizar la paternidad gay hacia la contribución social y no física. Si bien la epidemia hizo que disminuyeran las posibilidades para aquellos gays que deseaban ser padres, no apagó su entusiasmo por criar niños. El sida tampoco cambió el hecho de que en las alianzas entre los gays y lesbianas como progenitores en uno u otro sentido se produzca una simetría hombre-mujer entre seres supuestamente no procreativos. Los gays y lesbianas evocan, para inmediatamente romperla, la unión entre sexos opuestos encarnada simbólicamente en el
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coito heterosexual, que representa el medio culturalmente estandarizado de reproducción.
o el sistema inmunológico que puede transmitirse de distintas maneras) construyó una imagen específica del enfermo de sida y dividió a las llamadas «víctimas» de la enfermedad en culpables e inocentes, moralmente responsables e irresponsables (Gilman, 1988; Watney, 1987). Cuando yo vivía en San Francisco, «Aquí viene un sida con dos piernas» era el epíteto preferido que lanzaban los heterosexuales jóvene~al paso de cualquier hombre que les parecía gay. Las organizaciones gays llevaron el peso fundamental de la educación, lo que tuvo el efecto involuntario de reforzar esta asociación (Epstein, 1988a). Las lesbianas ocupaban la paradójica posición de ser discriminadas por quienes vinculaban el sida con la identidad sexual, de modo que las que habían contraído la enfermedad o eran seropositivas resultaban invisibles para los que proveían la asistencia. Aunque las lesbianas en su conjunto formaban parte de los grupos con bajo riesgo en lo que respecta a la incidencia de la enfermedad y no había casos documentados que vinculasen el sexo entre mujeres a la transmisión del sida, ha habido lesbianas infectadas con el VIH por la inyección de drogas (al compartir la agujas), las transfusiones de sangre o por haber tenido relaciones sexuales con hombres. 7 El aumento de la violencia antigay en el Área de la Bahía, junto con una renovada discriminación en lo tocante a los seguros, los trabajos y el alquiler de apartamentos, eran señas de la extendida tendencia a ver en cada gay (y a veces en cada lesbiana) un potencial enfermo de sida. Resultaba profundamente ofensiva también la humillación más sutil de ser tratado como un paria en la vida de cada día. «La gente es menos proclive a dar un abrazo de lo que lo era años atrás», me dijo un hombre, con palpable tristeza en la voz. Ronnie Walker, que se ganaba la vida limpiando casas, había perdido clientes en los últimos años. «Las personas hetero temen que si un gay va y tose en el papel de su lavabo se morirán -explicaba-. Hay mucha fobia al sida alre-
Sobre la muerte y el nacimiento En las conversaciones sobre los cambios ocurridos en su medio, los gays y lesbianas del Área de la Bahía vinculaban a veces el baby boom lesbiano con el sida, yuxtaponiéndolos como momentos de un ciclo continuo de muerte y regeneración. Las nuevas vidas reemplazaban las vidas perdidas, reafirmando implícitamente a la «comunidad» como una unidad que, como la enfermedad misma, pasaba por encima de las diferencias de sexo, raza, edad y clase. Los niños (fueran biológicos, de acogida o adoptados) dieron profundidad generacional a la comunidad, y una promesa de futuro para la que algunos veían como una época de genocidio. Para comprender la intensidad con que resonaba ese sentimiento de oscilación entre el nacimiento y la muerte en cada individuo es necesario entender la amplitud de los efectos del sida en el Área de la Bahía. 6 San Francisco difiere de otras localidades urbanas en Estados Unidos en que la gran mayoría de los enfermos de sida son gays o bisexuales. Dado que los médicos detectaron los primeros casos de sida en homosexuales masculinos del Oeste, la enfermedad fue inicialmente clasificada como Inmuno Deficiencia Relacionada con los Gays (GRID, en sus siglas en inglés). Aunque el sjda ha afectado de forma abrumadora a las personas situadas en la parte baja de las jerarquías de clase y de raza en Estados Unidos, desde el punto de vista fisiológico la enfermedad no respeta las clasificaciones sociales. A pesar de los esfuerzos por cambiar los estereotipos difundidos entre la opinión pública, las personas asocian todavía el sida con la identidad sexual y no con las prácticas sexuales de riesgo en las diferentes orientaciones sexuales. La propia clasificación del sida como una enfermedad de transmisión sexual (y no como una afección de la sangre
7. Sobre las mujeres y el sida, véanse Richardson (1987) y Rieder y Ruppelt (1989). Sobre algunas de las consecuencias de la clasificación inicial del sida como enfermedad gay, véase Altman (1986). Nuevos análisis de las estadísticas de casos de sida realizados por los Centros de Control de las Enfermedades (CDC) han detectado parcialidad en los procedimientos clasificatorios de este organismo. Las estadísticas de los CDC agrupaban en el mismo grupo de riesgo a las personas que se inyectaban drogas y a la vez tenían relaciones homosexuales y a <> (Bisticas-Cocoves, 1986). Esas mismas clasificaciones definían los grupos de riesgo a partir de la identidad y no a la actividad.
6. A pesar de sus errores, Shilts (1987) expone una crónica del progreso de la epidemia y una crítica de la reacción estatal. Para enfoques que analizan la inacción del gobierno mediante la combinación de la teoría con el activismo, véanse Crimp (1987), Epstein (1988b) y Watney (1987). L 1111!
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dedor.» En su opinión, la fobia ha resultado más contagiosa que la enfermedad. Al igual que el baby boom entre las lesbianas, el sida ha tenido un impacto y un significado que van más allá del número de personas que ha contraído la enfermedad. Añádanse los de «alto riesgo» a los seropositivos y a los que han contraído el sida o el CRS (complejo relacionado con el sida) y se tendrá un grupo virtualmente idéntico a la población de homosexuales declarados de San Francisco. Casi todos los gays que conocía (así como muchas lesbianas) tenían amigos o conocidos que habían muerto de sida. Algunos estaban enfermos. Uno de los pocos hombres que conocí que me dijo que no pensaba en el sida, se encontró cara a cara con él seis meses más tarde, cuando a su mejor amigo le fue diagnosticado el CRS. El número de obituarios y de artículos sobre el sida en los periódicos gays, la ronda constante de entierros y servicios funerarios, y el gran tamaño del contingente del sida en el desfile anual del orgullo gay son también indicadores de la poderosa presencia de la epidemia entre los gays y lesbianas. Cuando llegaban celebraciones como el Halloween o la feria de la calle Castro, e incluso los sábados por la noche, en los barrios gays reinaba un ánimo apagado. Las máquinas de burbujas no lanzaban sus ofertas al cielo nocturno, y había pocos hombres en los balcones bromeando y flirteando. 8 Si bien algunos practicaban el «sexo seguro» mucho antes de que el término se hiciera necesario, otros lo veían como una readaptación drástica. Había confusión en torno a si la monogamia evitaría realmente que se contrajese el VIH (no lo evita), así como una viva polémica con respecto a la política de «asentarse» con una sola pareja. 9 Inicialmente, algunos hombres temieron que muchos «se volvieran hetero» por miedo al sida, o que desaparecerían lascomunidades gays; pero tales cosas no sucedieron (R. Marks, 1988). No obstante, instituciones gays clave, como los baños, cerraron sus puertas a causa de' la pérdida de patronazgo y asistencia estatal. Aunque Simon Watney ( 1987, pp. 85-86) ha criticado con justeza la cobertura mediática del sida por su vinculación a los gays y a la muerte, la epidemia ha hecho que los gays tomen conciencia de la 8. Véase Miller (1989), quien, sin embargo, especula que esa atmósfera más calmada podía haber surgido también en los años ochenta sin la existencia del sida. 9. Para una reflexión sobre los efectos del sida en la sexualidad y la identidad sexual de los gays masculinos, véanse Epstein (1988a), Ky le (1989) y Patton ( 1985).
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muerte como una posibilidad permanente. Antes del sida, ¿hubiera equiparado alguien la muerte con la proclamación de una determinada identidad sexual, o descrito el encuentro con la mortalidad como una segunda salida del armario? Algunos hombres trataron de olvidarse del sida bajo el pensamiento de que, aparte de practicar un sexo seguro, poco podrían hacer para evitar desarrollar los síntomas. Marty Rollings, qll'e vio morir a varios amigos íntimos de enfermedades relacionadas con el sida, adoptó la filosofía de «tratar de mantener la cabeza sobre los hombros y vivir la vida día a día». Otros, como Brian Rogers, se descubrieron pensando en el sida «cada día, a cada hora y casi a cada minuto ... Pensando en la mortalidad: ¿estoy listo para morir? ¿He hecho todo lo que quería hacer?». Sacando dinero de su reducido sueldo, Brian encontró el modo de traer a cada uno de sus hermanos a pasar un tiempo con él en San Francisco. Hablaba de sus planes para el futuro con la urgencia y la deliberación del hombre que pone orden en sus asuntos por última vez. Desde el punto de vista de la experiencia, el sida ha sometido a los hombres del Área de la Bahía a una suerte de terror aleatorio. Para ellos, lo perverso no era la homosexualidad, sino la muerte: un oponente formidable y elusivo que perseguía y abatía a sus presas sin aviso previo (cfr. Aries, 1981). A riesgo de sucumbir a lo que Dennis Altman (1986) ha llamado una peculiar tendencia «americana» a buscar el lado positivo de las cosas adversas, debo subrayar que la epidemia no ha dejado un paisaje absolutamente inhóspito a su paso. Mediante la realización de actividades educativas y de autoayuda, de recogidas de fondos y la provisión de servicios fundamentales a los enfermos de sida, los voluntarios han desarrollado capacidades de organización y vínculos sociales. Introdujeron el acrónimo PLWA (Persons Living With AIDS) para enfatizar que no se trataba de víctimas condenadas automáticamente a morir, sino de personas que debían lidiar con el impacto producido por una grave enfermedad. 10 Si bien Allan Bérubé (1988) ha advertido con razón contra la tendencia a hallar un significado positivo y un propósito .a una epidemia desprovista de razón y sentido, debe darse reconocimiento a todos aquellos que han luchado por crear algo valioso a partir del desastre. 10. Cfr. los gays masculinos enfermos de sida entrevistados por Nungesser (1986), muchos de los cuales veían la enfermedad como una oportunidad de luchar por la vida.
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Situado históricamente en la misma época que el discurso de los gays y lesbianas sobre el parentesco, el sida ha dado impulso al establecimiento y expansión de las familias gays. En algunos casos, los parientes consanguíneos se unían a los amigos y familiares gays para asistir a los enfermos crónicos y los moribundos. A veces una familia de amigos se transformaba en un grupo de asistentes vinculados entre sí y con el enfermo. Las organizaciones comunitarias comenzaron a ofrecer asesoramiento a los enfermos de sida «y sus seres queridos», en tanto que los hospitales y hospicios progresistas modificaron sus normativas de residencia y visitas para que abarcara «a la familia tal como la entiende el cliente». En una frase como «los seres queridos» hay implícita una noción abierta del parentesco, que respeta la elección y la autodeterminación como principios para definirlo, y en la que el amor sirve de puente entre los dominios ideológicos antagónicos de la familia biológica y las familias que elegimos. Cuando los gays y las lesbianas saludaron el baby boom, lo hicieron pues en un contexto vivo en el que el antagonismo entre la vida y la muerte significaba mucho más que una mera oposición cognoscitiva entre categorías trascendentes. En la práctica, la crianza de los niños por parte de los homosexuales rebatía una vieja asociación del sexo con la muerte en las culturas occidentales, incluido el vínculo decimonónico entre la homosexualidad y lo morboso que parece haber hallado una contrapartida en el siglo xx en el procedimiento de culpar a los enfermos de sida por su propia enfermedad. Según las ideas sobre la higiene que florecen periódicamente en Estados Unidos desde 1800, la enfermedad no forma parte el orden «natural», sino que es un mal que sobreviene al violar el individuo las leyes fisiológicas al vivir en contra de su propia «naturaleza» (Aries, 1981; Whorton, 1982). 11 Basándose en la caracterización de la sexualidad homosexual como «actos antinaturales», los comentaristas heterosexistas han descrito el sida como el inevitable resultado de un mitológico «estilo de vida gay». La crianza de niños por parte de los gays y lesbianas refuta la representación de la homosexualidad como estéril y narcisista por cortejar a la vida y establecer nuevos vínculos familiares allí donde los expertos sólo preveían tragedia, aislamiento y muerte. JI. Véase Sontag (1989), quien plantea que el sida, al contrario que el cáncer, ha dado continuidad a anteriores metáforas de la enfermedad que describían las plagas como el castigo merecido por una trasgresión comunitaria y no estrictamente personal.
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La crianza construye un tipo particular de parentesco, una relación entre edades diferentes que ha dado profundidad generacional a la «comunidad» gay. Antes del baby boom, las lesbianas y los gays acostumbraban a hablar de las generaciones en un sentido estrictamente no procreativo que excluía los referentes biológicos. En ese contexto, los rangos de edades representaban a las generaciones, y éstas se definían mediante acontecimientos simbólicos que inauguraban nuevos períodos históricos: la generación del Stonewall, la generación de las lesbianas feministas, la generación del sida. La generación y la descendencia se hacían también presentes en la transmisión de los modelos que postulaban una «cultura lesbiana» o una «tradición gay». Cuando, por ejemplo, Judy Grahn (1984, p. 3) se dispuso a escribir «la historia oral que ha llegado hasta nosotros por boca del primer amante del primer amante de nuestro primer amante», empleó el lenguaje de la herencia para describir las relaciones de los homosexuales a través del tiempo. La noción de las generaciones gays presidía también las luchas políticas destinadas a mejorar las condiciones «para los chicos que se están destapando ahora». Los activistas más viejos se veían trabajando en pro de una sociedad en la que los gays y lesbianas más jóvenes «no tengan que pasar por lo que pasamos nosotros». Una retórica que resulta familiar de las discusiones sobre el ascenso social: la esperanza de los padres de que sus hijos tengan una vida mejor. En muchas sociedades occidentales, al menos antes de la desilusión de la era posmodema, la sucesión de las generaciones representaba la visión de un progreso lineal pleno (Mannheim, 1952). El movimiento hacia un mundo sin heterosexismo, que engloba el idealismo de los gays y las lesbianas de beneficiar a las generaciones que saldrán del armario en el futuro, mira hacia los niños educados en las familias gays con la esperanza de encontrar en ellos aceptación y com~rensión. En lugar de ver a los niños biológicos o ado~tados como familiares consanguíneos, los progenitores homosexuales del Área de la Bahía los consideran parte de sus familias gays. Pero que un niño pertenezca a una familia no significa que tenga que declararse homosexual, como tampoco es necesario que un adulto hetero cambie su identidad sexual para integrarse en una familia de elección. Lo que determina la inclusión de un niño es haber sido elegido por una lesbiana o gay que se reconocen como tales. Contrariamente al temor de algunos heterosexuales de que los homosexuales criarían hijos ho-
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mosexuales, los progenitores gays suelen verse a sí mismos sustituyendo la libertad de elegir la identidad sexual por la presión generalizada a favor de la heterosexualidad. Craig Galloway, coprogenitor de un jovencito, enfatizaba que se cuidó mucho de «recordarle que la puerta de la calle siempre está abierta. En lugar de decirle: "Sí, más vale que seas gay cuando crezcas", como me decían a mí cuando era niño: "Más vale que seas hetero cuando crezcas"». La ubicación espacial de los niños criados en las comunidades lesbianas y gays puede dar una idea del peso simbólico otorgado a los niños tras la salida del armario de los padres; niños que se sitúan de lleno dentro de la familia gay, sin las complicaciones derivadas de los vínculos con antiguas esposas o familiares heterosexuales. 12 La ubicación de los niños heterosexuales que se educan en una familia gay puede compararse con la de los niños sordos criados por adultos que oyen: Las únicas personas no sordas a quienes se considera miembros plenos de la comunidad de los sordos son los hijos no sordos nacidos de padres sordos y para quienes el lenguaje de los signos es una lengua natal. Ése es el caso del doctor Henry Klopping, el muy querido superintendente de la Escuela de Sordos de California. Cuando hablaba conmigo en Gallaudet, uno de sus antiguos alumnos señaló: «Aunque oiga, es sordo» (Sacks, 1988). De un modo similar, los niños criados por padres homosexuales llevan a sus familias gays hacia lo que muchos ven como un futuro heterosexual, con lo que cruza el espacio ideológico de las familias de elección a las familias biológicas, y no al revés, pero conociendo de primera mano al menos algunos de los muchos aspectos de la experiencia de los gays.
Los familiares de sangre responden Al igual que los días de celebración y la salida del armario, la paternidad y el sida han abierto posibilidades para reformular las relaciones 12. La desproporcionada atención que se presta a los niños recién nacidos o adoptados no pasó inadvertida para los padres homosexuales que habían tenido ya hijos en matrimonios heterosexuales anteriores. quienes sugirieron irónicamente que parte del romanticismo que caracterizaba las discusiones sobre la «elección de tener hijos>> se desvanecería en cuanto éstos alcanzasen la adolescencia.
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con los familiares de sangre. En estos temas, sin embargo, las familias hetero y gay solían encontrarse en el terreno del cuerpo y de la biología (la adopción que, una vez más, mantenía el referente biológico). Cuando la madre de David Lowry, una católica acérrima, le escribió una Navidad prometiéndole que cuidaría de él si enfermaba de sida fue la primera vez que vi a este amigo llorar. En muchos casos, la epidemia planteaba la disyuntiva de destaparse ante los familiares biológicos o adoptivos, lo que a su vez implicaba la posibilidad de ser desheredado en un momento de necesidad extrema. «Vivir con la mentira es una cosa -escribió Joseph Beam (1986, p. 241)-, pero otra completamente distinta es morir en el interior de sus confines.» Para Ronald Sandler, cuyo hermano había muerto ya de una enfermedad relacionada con el sida, lo que reforzó su amistad con su madre «casi de la noche a la mañana» fue confesarle que él también había contraído el sida. Aunque no todas las historias terminaban tan felizmente: el número de enfermos de sida sin hogar, familia ni recursos ha ido creciendo de año en año. Cuando las personas informaban a sus familiares y amigos que tenían el sida, ese acto hacía que los lazos de parentesco se constituyesen, se reevaluasen o se alienasen, dependiendo de quién (si había alguien) daba el paso al frente para ofrecer amor, cuidados y asistencia económica en la costosa y prolongada batalla con las infecciones oportunistas que acompañan a la enfermedad. Kevin Jones se tomó la amenaza del sida muy en serio después de ver morir a un amigo íntimo. Aunque ya se había destapado ante sus padres, cuando analizaba la posibilidad de contraer la enfermedad se sentía oscilar entre los dos tipos de familia: No quiero que mis padres me vean morir de sida. Creo que estoy más preocupado porque ellos tengan que enterrarme a causa del sida que por contraerlo ... He estado pensando en el asunto. ¿Se lo diría a mis padres? ¿Le diría a mi madre y a mi padre que tengo el sida, o esperaré la muerte aquí mismo? Eso me aterra. Los distintos conceptos de la familia pueden entrar directamente en conflicto cuando se trata de un tratamiento médico o de los derechos de visita. Algunas personas han firmado un poder notarial autorizando a otras -a quienes consideran parte de la familia gay- a hacerse cargo de sus asuntos en caso de incapacidad o muerte, pero esos do-
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cumentos a veces no tiene validez frente a las reclamaciones de los familiares de sangre. Cuando un gay o una lesbiana mueren, la disputa sobre si la familia de elección constituye un parentesco «real» o legítimo afecta al testamento, a la distribución de los bienes (incluidas las propiedades compartidas con amantes, amigos o compañeros de piso), a la lista de los supervivientes en los obituarios y a la disposición del cuerpo. Las tensiones que rodean la legitimidad y el carácter parental de los vínculos sociales creados por las familias que elegimos se manífiestan también en forma de luchas por definir las relaciones que han de mantener los niños criados en las familias gays con los familiares de sangre del progenitor o progenitora gay. Antes de que el baby boom lesbiano apareciera en los medios informativos, la reacción más común de los padres cuando un hijo les decía que era homosexual era asumir que debían renunciar a ser abuelos. El padre de Paulette Ducharme le dio a una hermana de ésta que tenía cinco hijos un mueble que originalmente le había prometido a ella, considerando que una lesbiana no tendría hijos «a quienes pasárselo». Meses después de salir del armario, Amy Feldman creyó necesario desafiar la suposición de su padre de que engendrar hijos y criarlos le estaba negado a una lesbiana: Lo que me dijo mi padre fue que estaba triste porque no sería madre y no tendría hijos. Y yo le dije que estaba equivocado. Que aunque hubiera sido hetero no habría tenido hijos en ese momento. Ése no era el asunto ... Y que él sí tendría la oportunidad de ser abuelo. Se lo dije. Y se alegró mucho. Otros dijeron que sus padres los habían urgido a «volverse heteros» o pactar un matrimonio de conveniencia para tener hijos. Los que tenían una fuerte identificación racial o étnica a veces vinculaban la presión para que tuvieran hijos con el origen étniCo, y sostenían que no tener hijos era considerado anatema en contextos que iban d'esde la «familia tradicional italiana» hasta la «cultura cubana». En el caso de Rona Bren, ella y su hermano eran los únicos hijos de sus padres y ambos se habían declarado homosexuales. Sentía pena por ellos, ya que vivían en una comunidad judía sumamente consciente del parentesco:
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No podían ir a ninguna parte sin que las personas sacasen las fotos de sus hijos y nietos, o las fotos de su boda. Dondequiera que fuesen en la comunidad había niños y niños y más niños. Y todos los miraban con tristeza. Todos sentían pena por ellos; no era que todos supieran que sus hijos eran gays, sino el hecho de que no estuviéramos casados y que no les hubiéramos dado nietos.
... Paradójicamente, Rona era la orgullosa madre no biológica de un niño que sus padres se negaban a reconocer como nieto: No querían tener nada que ver con nosotros. Y les había estado hablando durante años acerca de tener un niño. Mi madre dice que tiene ya bastantes problemas y no necesita encima un bastardo en la familia ... Cuando les dije que Sarah estaba embarazada, me dijeron: «Bueno, no le está haciendo ningún favor a ese niño», y dejaron de llamar desde que la niña nació, porque no querían escucharla llorar, porque las molestaba. Estaban desesperados porque querían tener nietos y para ellos el niño era simplemente un recordatorio de que no los tenían. Las reacciones de los padres son sin duda tan complejas como las de sus hijos homosexuales. Cuando sus hijos adultos les plantearan la maternidad o paternidad como una posibilidad, algunos padres los alentaron y les ofrecieron apoyo para sobrellevar las tensiones de la adopción o de la fecundación artificial. Estas reacciones contradictorias por parte de los padres indican que la maternidad y la crianza de los niños, al igual que la salida del armario y la muerte, han devenido terrenos de discusión en los cuales el discurso del parentesco gay se va formulando en la misma medida en que se reformulan las ideas sobre el parentesco.
Padres y personas ¿Qué ha hecho que la fecundación artificial se vuelva el tema dominante en las discusiones de los homosexuales sobre la crianza surgidas en el contexto más amplio del discurso de las familias gays? La experiencia de destaparse ante los padres convenció a muchos de que había elementos de elección incluso en la sustancia ostensiblemente
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fija de los vínculos biológicos. La capacidad de elegir se ponía de manifiesto en el poder para definir la proximidad de una relación y para romper los lazos de parentesco como reacción a la revelación de la identidad homosexual. No resulta sorprendente, entonces, que en las familias de elección puedan integrarse relaciones biológicas. Dado que la inseminación pone de manifiesto la procreación fisiológica, las nociones biológicas son subsumidas por las metáforas organizadoras de la elección y la creación que han definido el parentesco gay por oposición a la familia de sangre. Tales incorporaciones no suponen una contradicción, sino más bien la interacción que se establece entre cualesquiera términos que definan una polaridad ideológica a través de la diferencia. Cuando los gays y las lesbianas que conocí hablaban de los vínculos de sangre, lo hacían de un modo que generalmente no cuestionaba la noción tradicional de lo biológico como algo estático, como un «hecho» material. Sin embargo, consideraban a la madre, el padre o coprogenitor no biológico como la madre o el padre, aunque no tuviera conexión legal o fisiológica con el niño. Entre los que respondían con un simple «SÍ» cuando se les preguntaba si pensaban tener hijos algún día, muchos veían a la pareja o a una amiga íntima como la madre. La mayoría no creía que el donante del esperma fuera automáticamente el padre, ni mucho menos la pareja, en una relación con un niño producto de la fecundación artificial. A menos que compartiera responsabilidades en la crianza, su semen se consideraba simplemente un catalizador que hacía posible la concepción. La relación biológica aparecía como una opción subsidiaria junto a la adopción, la copaternidad, etc., dentro del esquema dominante de la elección que constituía a las familias gays. Al mismo tiempo, la distinción que muchos homosexuales establecían entre padres biológicos y no biológicos perpetuaba la importancia de lo biológico como un (aunque no el) referente categórico en las relaciones de parentesco. Había los que pensaban que el origen étnico resultaba irrelevante y los que soñaban con adoptar «Un niño de cada raza», si el dinero no fuera un obstáculo. Pero si hubiera existido algún método para fusionar un óvulo con otro, muchas parejas le~bianas que estaban planeando criar a un niño hubieran preferido que ambos miembros contribuyesen biológicamente a su formación. El tema de la partenogénesis -la procreación por medio de gametos del mismo sexo-- aparecía de vez en cuan-
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do en las conversaciones. En ausencia de tal método, muchas deseaban que el niño nacido de la fecundación artificial guardase algún parecido físico con el miembro de la pareja que no lo había tenido físicamente. A la hora de buscar un donante, los futuros padres especificaban con frecuencia la raza o el origen étnico: «[Mi pareja] dijo: "Quiero que sea un hispano el que done el esperma, para que el bebé se parezca a ti"»:' Algunos, especialmente después de que el sida complicase la tarea de encontrar un donante masculino gay, perdieron los papeles e intentaron «crear» un vínculo «biológico» más directo pidiendo a los hermanos o primos del padre no biológico que donase el esperma. En un taller para lesbianas aspirantes a la copaternidad, una de las participantes recordó haber pensado en pedir a su hijo adulto el esperma cuando su pareja quiso quedar embarazada. Eso hubiera creado un vínculo de sangre legalmente reconocido con el niño que hubiera servido para reclamar la custodia en caso de que su pareja muriese. Pero, al darse cuenta de que de esa forma se convertiría en la abuela del niño, decidió rechazar el plan por «demasiado intenso». Tuvo miedo de que las diferencias generacionales complicasen la relación con su pareja y con el niño. La apariencia solía estar tan cargada de simbolismo como el vínculo genético. La semejanza entre el padre y el niño simbolizaba la intención de crear una continuidad étnica o cultural (entendida popularmente como transmisión de las «tradiciones»), así como la unión entre los padres del niño. También las parejas heterosexuales a menudo buscaban su unión y su reflejo en el hijo con comentarios acerca de a quién «se parecía» en sus rasgos, gustos o comportamiento. Pero la situación de las madres lesbianas que elegían un donante para la fecundación artificial difería en que éstas podían elegir deliberadamente ciertas características físicas, a veces en un intento inconsciente por reforzar el vínculo, legalmente vulnerable, con su pareja. Basándose en el significado social adscrito al concepto de lo biológico, una pareja lesbiana podía hacer legalmente una declaración sobre quiénes son los «verdaderos» padres del niño. En el tribunal, este giro sutil supone que la madre biológica renuncie a todos sus derechos legales sobre el niño, para que su pareja pueda convertirse en madre adoptiva, o que se prohíba a todo hijo concebido mediante inseminación artificial usar el apellido del amante de su madre biológica. En el caso más reciente, el Tribunal Supremo del Estado de Nueva York arguyó
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que la adopción del apellido de la pareja de la madre no sería lo mejor para los intereses del niño. Por su parte, «la madre del niño consideró que el uso por parte de éste del último apellido de su pareja resultaba importante como "símbolo de la familia"» (Gillis, 1985). El énfasis ideológico en planificar y elegir la paternidad permea los títulos de las organizaciones, congresos y películas de padres homosexuales. Por supuesto, también los heterosexuales pueden planificar sus hijos, pero las lesbianas y los gays arguyen convincentemente que la suya es siempre una elección voluntaria que elimina de hecho la disyuntiva entre hijo «deseado» y «no deseado». En este contexto, los vínculos biológicos no aparecen ya como algo dado, sino como algo que se crea conscientemente, y donde la elección representa la condición estructural previa necesaria de la crianza para una persona que de otro modo se hubiera visto confinada al sexo no procreativo.13 Al situar las relación entre el padre y el niño dentro de la metáfora de la elección que define a las familias gays, queda subrayado el antagonismo implícito entre las crianzas gay y hetero: Creo que pensamos más que los heterosexuales. Veo a gente que piensa mucho [entre las lesbianas y los gays]. No veo que mis hermanas piensen mucho en si van a tener un hijo. Simplemente lo hacen. Pero las lesbianas y los gays piensan en cómo quieren educar al niño. En si pueden permitírselo. No van simplemente [y lo hacen].
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Los futuros padres eligen todo el contexto de la decisión de tener el hijo, incluida la distribución de responsabilidades en su cuidado. Con frecuencia, se producían entre las personas largas discusiones y entrevistas previas a la elección de los coprogenitores y los donantes de esperma. Los recursos económicos propios y el empleo eran temas clave de análisis, especialmente cuando procedían de agencias estatales. Muchos se vieron necesitados de «creatividad» para solventar los detalles en los arreglos de copaternidad. La frase «paternidad voluntaria» abarcaba también una variedad de métodos disponibles para traer un niño a la vida. Algunos gays y lesbianas no concebían la educación de un niño salvo con una pareja; 13. La identificación gayo lesbiana, desde luego, no garantiza que una mujer tenga relaciones sexuales sólo con mujeres o un hombre sólo con hombres (véase Clausen, 1990). Me refiero a las afirmaciones categóricas.
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otros, habían decidido ser padres solteros. Y luego estaban aquellos que aceptaban obligaciones más restringidas, como Mara Hanson, que enseñaba kárate al niño que estaba al cuidado de su pareja una vez a la semana. L. J. Ewing, por su parte, no era, según dijo, «Una coprogenitora oficial», pero ayudaba en el cuidado de una adolescente de catorce años desde que ésta tenía cuatro. «Es mi pequeña compinche», se ufanaba, éonfiada en que su experiencia le había dado una idea de lo que sería criar a su «propio» hijo. Una noche, mientras comíamos, Brook Luzio me sorprendió al expresar el deseo, inédito, de «ayudar a alguien que ya tiene hijos». Cuando la volví a ver, meses más tarde, la foto de un niño de siete años adornaba la puerta de su refrigerador. Tras dar por concluida una larga relación con la madre biológica de su hija, Leslie Aronson siguió ocupándose de ella sistemáticamente. En el otro extremo de la ciudad, Dave Vorlicek ayudaba a dos amigas lesbianas a resolver lo que llamó una «emergencia familiar», cuidando de su hijo la mayor parte del año. Los gays y lesbianas de más edad tenían incluso la opción de convertirse en abuelos, como puede verse en este anuncio aparecido en el Gay Community News: «Combine el amor con los viajes.- ¿Necesita una abuela? Pareja lesbiana de mediana edad necesita nieto a quien adorar». La variedad misma de los acuerdos reforzaba la creencia de que no existían modelos o códigos de conducta aplicables a las familias gays (aparte del amor), y de que los homosexuales gozaban de mayor libertad que los heterosexuales para experimentar con métodos alternativos de crianza y nuevos acuerdos. La larga historia de intervencionismo del estado en las relaciones entre los homosexuales y sus hijos ha dado razones más que suficientes para que se encare la crianza con una saludable atención a las consideraciones tácticas. Los litigios por la custodia son la principal preocupación. En los casos contra la custodia ejercida por lesbianas y gays, los padres, esposas y abuelos anteriores suelen ser los reclamantes. En tales juicios, se suele citar el «estilo de vida» del padre o la madre homosexual como perjudicial para el niño, o bien cuestionar el parentesco de la pareja homosexual del padre o la madre biológicos con el niño, cuando el otro progenitor biológico muere. En algunos casos de custodia, los jueces han ordenado la prueba del VIH; en una ocasión obligaron a hacérsela a los abuelos heterosexuales que cuidaban a un niño enfermo de sida (Kenshaft, 1987). Junto con el baby boom, han
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surgido también disputas aisladas entre coprogenitoras lesbianas, exa.cerbadas por el estatus legal incierto que coloca a las relaciones gays a un lado de la frontera entre la «naturaleza» y la «ley». Durante los años ochenta, el Grupo de Trabajo para la Adopción (Presidential Task Force on Adoption) recomendó evitar que los gays y lesbianas se convirtiesen en padres adoptivos, al tiempo que las normativas sobre la acogida se hicieron más estrictas en algunos estados, otorgando el estatus de padres adoptivos a los homosexuales sólo en última instancia (Bull, 1987b). En el Área de la Bahía, parece haber consenso en cuanto a que la planificación y el debate aumentan las posibilidades de que el niño no sea arrancado de las manos de sus padres más tarde. Muchos coprogenitores homosexuales veían a sus hijos no sólo como el resultado de una cuidadosa reflexión, sino como seres que habían introducido el compromiso y la planificación en su vida diaria. Rona Bren, madre no biológica de una niña de dos años, empleaba mucho de su tiempo y dinero en ella, e iba a cuidarla tres veces por semana en un apartamento alfombrado de juguetes: Ha pasado a formar parte completamente de mi vida, completamente, en todos los sentidos. Sabe, me considero su padre ... No tomo ninguna decisión sin pensar en ella. Quiero decir: no pienso, «Bueno, está con su madre», y voy y hago lo que me da la gana en la vida. Ella forma parte de cada decisión, de cada pensamiento, de todo lo que hago en la vida. De cada plan que tengo.
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Puesto que en las sociedades occidentales el parentesco se ha basado en una relación biológica enraizada en el coito heterosexual, convertirse en progenitor o progenitora ha supuesto durante mucho tiempo la creación de otro ser humano y la responsabilidad sobre él (Schneider, 1984). Sin embargo, en el caso de los gays y lesbianas del Área de la Bahía que han incorporado niños a sus vidas, los padres rara vez se corresponden con el progenitor o la progenitora. Porque, si bien las familias gays han sido capaces de asumir el parto junto a la adopción, los vínculos eróticos y la amistad, no dependen directamente de un referente biológico. A partir del momento en que el baby boom lesbiano entró en el discurso de las familias gays, el parentesco en Estados Unidos no pudo seguir reduciéndose a la procreación, o la procreación a la imagen de dos personas de distinto sexo unidas en un abrazo heterosexual.
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Hacemos dueño de la situación a aquel a quien queremos persuadir. KARLMARX
«Desde que eran muy pequeños -comentó Jeanne Riley- mis hijos han jugado a juegos relacionales.» Estábamos sentadas en el sofá, viendo cómo su hija de dos años disponía juguetes en filas de tres, riendo de placer al extraer uno de cada fila para efectuar nuevas combinaciones. Instantes después, una mirada de preocupación sustituyó el nostálgico orgullo en el rostro de Jeanne. «El asunto es que cuando crezcan y entren en el mundo sabrán que provienen de una familia diferente. Sustancialmente diferente. ¿Cómo lo llevarán? ¿Y cómo podremos ayudarlos en ese sentido?» Los padres homosexuales forman parte de las familias que elegimos, pero desde el punto de vista de los hijos, como señaló Jeanne, «el entorno quedará definido por el hecho de tener padres diferentes. Y ella no eligió eso. Es algo que le vino dado.» ¿Cómo se puede cargar conscientemente a un niño con el estigma de unos padres homosexuales?, inquieren los estudiosos heterosexuales, apelando al concepto tradicional de la inocencia infantil. Tal argumento les niega el derecho a tener hijos a los pobres, los oprimidos por su raza y los miembros de los grupos que no forman parte de la mitológica corriente dominante de la sociedad, responden los defensores de las familias gays. Antes en esa misma tarde, Jeanne me había contado su batalla por incluir a sus hijos en su seguro médico. Hacienda los consideraba dependientes de ella, pero la compañía de seguros no quería que constasen beneficiarios de su póliza porque sólo estaban «relacionados por la sangre» con su pareja y no con ella. Jeanne luchó por esta causa con una tenacidad nacida de su inquebrantable lealtad hacia sus
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hijos. Y aunque al final consiguió que los incluyeran en su póliza, quedó profundamente impresionada por las diferencias y la falta de legitimidad de las familias gays. El surgimiento de las familias gays representa un gran cambio histórico, especialmente si se lo contempla desde el punto de vista prevaleciente de que asumir una identidad homosexual significa abandonar a los familiares de sangre y renunciar a toda idea de formar una familia propia, a menos de consentir en ocultarse mediante un matrimonio de conveniencia. Teniendo en cuenta que la homosexualidad no se vinculó firmemente con la identidad hasta finales del siglo xrx, y que el período más largo de crecimiento de la población homosexual urbana y de su consolidación institucional no tuvo lugar hasta la Segunda Guerra Mundial, puede decirse que ese gran cambio se desarrolló en un período de tiempo relativamente breve. Tal como se constituyeron en los años ochenta, las familias gays presentaban algunas claras ventajas tanto sobre las familias nucleares como sobre el inalcanzable ideal de una comunidad gay única y armoniosa. Las relaciones cara a cara dieron a las familias de elección la oportunidad de incluir el conflicto y la disensión sin suprimir las diferencias que las identidades mayores (la raza, la clase, etc.) conllevan, o las divisiones que pueden surgir entre las personas. Resulta significativo que muchos gays y lesbianas del Área de la Bahía considerasen la capacidad de una relación para sobrellevar los conflictos como un signo de parentesco. El tener fronteras flexibles liberaba a las familias gays de la lógica genealógica de lo escaso y lo único, es decir, de lo que, por ejemplo, limita a un hijo a tener una madre y un padre. Al contrario que las familias nucleares, las familias gays no estaban intrínsecamente estratificadas por edad y género. Su capacidad para seguir incluyendo a las ex miembros de las parejas era otra ventaja. Véase el modo nuevo en que las familias de elección han encarado la supuesta inestabilidad o inconstancia* de las parejas gays. Tanto entre los homosexuales como entre los heterosexuales, hay opiniones encontradas sobre si las parejas gays duran tanto como las heterosexuales. No obstante, si se reformula la cuestión y se incluye en ella el discurso contemporáneo de las familias gays -que permite a una antigua pareja hacer la transición de * En español en el original. (N.
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amante (erótico) a amigo (no erótico), sin destruir el vínculo de parentesco- puede argüirse que las relaciones gays duran más como promedio que los lazos establecidos mediante el matrimonio heterosexual. Porque si dos personas dejan de ser amantes después de seis años pero continúan siendo amigos durante cuarenta más, no hay duda de que han logrado una relación duradera. Pero por cada rasgo que parece distinguir a las familias de elección del concepto hegemónico del parentesco hay otro en que parecen ambos tipos de familia haber sido cortados por el mismo molde. Aunque, sin duda, el discurso sobre las familias gays reformula los significados y símbolos vigentes en Estados Unidos, dondequiera que las personas piensan, discuten y crean el parentesco. Incluso en la relación que opone la familia hetero a la gay, en cada instancia de la polaridad entre estas dos «diferentes» categorías de parentesco, aparecen los «mismos» elementos de la sangre y la elección. En las familias de elección, está la contribución fisiológica a la procreación de los gays que donan el esperma y las lesbianas que paren los hijos, mientras que en las familias biológicas está el elemento de elección implícito en la inclusión de alguien como familiar cercano o en la ruptura de los lazos de parentesco. En última instancia, las familias gays y los otros tipos de familia pueden ser consideradas a la vez como semejantes y como diferentes. Porque el lenguaje del espejo sobre la semejanza y la diferencia no sólo oscurece la complejidad de la relación entre los amantes, sino que ofrece también una visión reduccionista de las familias gays y una interpretación más convencional del parentesco.
¿Asimilación o transformación? Cuando no prestan la debida atención a la historia o al entorno, las personas sienten la tentación de ver los fenómenos nuevos como un reflejo, una extensión o una imitación de lo que ya conocen. Imaginémonos que vemos a dos mujeres vestidas como una pareja de recién casados que dejan caer arroz sobre una multitud de espectadores. ¿Pensaríamos que son esencialmente iguales a una pareja de recién casados heterosexuales? ¿O que son diferentes porque son mujeres?
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Y ya dentro de la relación misma, ¿la veríamos como una relación de «iguales» basándonos en que poseen la misma identidad sexual? ¿Se diferencian una de otra y con relación al resto de las lesbianas en su forma de implementar la polaridad butch!femme? ¿Qué significado atribuiríamos al acto de lanzar arroz sobre los espectadores, cuando lo acostumbrado en las bodas en Estados Unidos es que sean los espectadores quienes lancen arroz sobre los recién casados? Quizá nuestras primeras conclusiones cambiaran si supiéramos que esas mujeres vestidas como recién casados no habían salido de una capilla, sino que habían ido en motocicleta por la Market Street en el desfile anual del orgullo gay en San Francisco. Después de informarnos mejor sobre el contexto, la escena reclama inmediatamente una reinterpretación. Puede que nos descubramos tratando de hallar una intención paródica, mientras notas las risas de aprobacion de los transeúntes al paso de la pareja. Pensemos, por último, en el análisis que se ha hecho en los debates sobre las familias gays sobre el significado político de reivindicar el parentesco, que ha sido considerado alternativamente asimilacionista o intrínsecamente progresista. Aunque con menos acaloramiento que en el pasado, continúa debatiéndose si la lucha por situar a los gays y lesbianas dentro de la esfera del parentesco voluntario puede a la larga llevar a los homosexuales hacia el conservadurismo. Algunos comentaristas gays han argüido que las familias gays representan una apuesta perdida por la respetabilidad: un intento equívoco de ser como los heterosexuales felizmente casados que viven al otro lado de la calle. ¿Era esta la meta de la liberación?, se preguntan. ¿Descalificar las acusaciones de desviacionismo convirtiéndose en los orgullosos poseedores de la institución sin la cual no podría nadie ser un ciudadano cabal? En el lado contrario, los defensores de las familias de elección alaban a éstas por conducir a una ruptura decisiva con las relaciones genealógicamente definidas. Aquellos que temen la asimilación dentro de la sociedad predominantemente heterosexual, tienden a identificar «la familia» únicamente con la procreación y la heterosexualidad, mientras que quienes creen que el parentesco gay ofrece una alternativa auténtica aceptan sin más la descripción de las familias que elegimos como independientes de toda obligación social. Desde el movimiento gay de los setenta, algunos activistas han sostenido que no tener familia constituye un motivo de orgullo para
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los homosexuales, o al menos un rasgo distintivo de la identidad homosexual. Como ha explicado Dennis Altman (1979, p. 47), una defensora de la tesis de que «lo hetero es a lo gay lo que la familia es a la ausencia de familia»: «El homosexual representa el más claro y definido rechazo que existe a la familia nuclear; de ahí que se le persiga, pues es necesario mantener la hegemonía de ese concepto». En 1978,'Michael Lynch (1982) informó de que algunos homosexuales menospreciaban a los padres gays por no haber sabido escapar de «la familia». E. M. Ettore (1980, p. 20) ha sostenido que «la identidad homosexual, en sí misma y por sí misma, niega la primacía de la familia». En lugar de lazos de familia, Guy Hocquenghem (1978) alentaba a los gays a crear redes de amigos, a las que consideraba una forma más democrática de parentesco y una buena alternativa al postulado freudiano de las relaciones significativas como derivadas de la filiación. Aquí el parentesco mismo se convierte en símbolo de la asimilación, y marca la frontera entre la identidad heterosexual y la gay. 1 ¿Por qué hablar de los amantes, los amigos o incluso los hijos como familiares? «Nosotros» (los gays y lesbianas) debemos desarrollar «nuestra» propia terminología para describir <
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contenido de ese discurso estaban relacionados también con un legado de creación de lazos no eróticos entre los homosexuales, y dieron lugar a la creación de una comunidad y el subsiguiente análisis de las diferencias, que hizo caer en descrédito el concepto de una comunidad gay única. La complejidad misma de esta historia demuestra que la aparición de las familias de elección en los años ochenta fue algo más que una reacción refleja a la política «pro familia» del nuevo derecho, que se desarrolló por esa misma época. Hacer la crítica de la familia gay en abstracto es ignorar las circunstancias mismas que llevaron a las lesbianas y los gays a reivindicar y construir lazos de parentesco. Más fructíferos que los ataques retóricos a un monolito llamado «la familia» son los análisis históricos y etnográficos que explican qué significa la familia para aquellos que la poseen o anhelan. Una conclusión básica que se desprende de los análisis feministas del parentesco es que el significado de la «familia» puede diferir y difiere según las circunstancias individuales, la identidad y la intención de persuadir (Thorne y Yalom, 1982). En palabras de Kenneth Burke (1945, p. 105): «Cuando se posee un concepto del tipo "Roma", al cual conducen todos los caminos, habrá tantas variantes del mismo como caminos haya». Puesto que la familia no es una institución estática, sino una categoría cultural que puede representar la asimilación o el cuestionamiento (de nuevo, según el contexto), no puede haber una respuesta definitiva al debate sobre el asimilacionismo. En lugar de representar una variación cristalizada de alguna mítica forma dominante del parentesco, las familias gays constituyen un elemento dentro de un discurso más amplio de la familia, cuyos significados se elaboran continuamente a través de situaciones diarias de conflicto y riesgo, desde las celebraciones familiares hasta los litigios por la custodia y la salida del armario de los gays y lesbianas. En este sentido, resulta significativo que los homosexuales no hayan abandonado la diferenciación entre la identidad gay y la heterosexual en su rechazo a continuar exiliados del parentesco. El hecho de que volvieran a situar la frontera hetero/gay dentro de la esfera mediadora del parentesco hizo posible que la creación de la familia gay fuese no una asimilación, sino (como la salida del armario) un «punto de salida» de la heterosexualidad (K. Jay, 1978, p. 28). No obstante, es perfectamente legítimo que algunas personas vean a las
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familias gays como una nueva categoría que les permitirá encajar mejor en una sociedad predominantemente heterosexual. Otros, interesados en desarrollar nuevas formas de familia, verán sus familias de elección exclusivamente como un experimento social. Puede que una lesbiana decida tener un niño para ganar la aceptación de la «sociedad» y de sus familiares heteras, o puede que lo haga por un sentido de audácia e innovación radical, sabiendo que existe la tendencia en Estados Unidos a «proteger» a los niños de los gays y lesbianas. Para quien asocia estrechamente el parentesco con la identidad racial o cultural puede que el peligro de la asimilación esté no en adoptar el concepto de la familia gay, sino en sumarse a una «comunidad» gay o lesbiana donde los blancos mantienen la hegemonía. La política no es inherente a la «familia» en sí, pero sí a su manifestación en un determinado contexto. Todo lo dicho no significa que la familias gays no posean un potencial de cambio. La noción de elección, por ejemplo, que es algo sumamente individual, ha sido elevada en las familias gays a la categoría de principio organizativo de un cierto tipo de familia. En Estados Unidos se suele imaginar la organización social como el producto final de una serie de decisiones individuales: los individuos crean grupos (como las familias) y éstos a su vez crean la sociedad (Varenne, 1977). Pero las familias gays incorporan experiencias vivas que mitigan el utopismo que conlleva siempre la adopción de conceptos tan cercanos al individualismo. Muchas madres lesbianas, por ejemplo, veían a sus compañeras sin hijos como personas falsamente ilusionadas con los conceptos de libertad y creatividad que estructuraban las familias gays. Jeanney Riley comparó su propia experiencia de madre con dos hijos jóvenes con el idealismo de aquellas amigas que habían oído hablar de «elegir tener hijos», pero que no habían tenido la experiencia personal de ser madres: Anoche, [mi mejor amiga] me llamó y me dijo: «Hablemos». Y yo le dije: «No puedo. Están mis dos niños y tienen a un amiguito aquí de visita. Así que ahora son tres. De verdad que no puedo. Tengo que hacerles la comida». Y ella me dijo: «Bueno, es que me siento sola aquí en casa». Y yo le dije: «Bueno, yo estoy aquí, ¿por qué no vienes?». Y ella: «¿Con tres niños?». Está claro que por mucho que te quieran tus amigos, si no quieren tener niños alrededor, dejan de ser tus amigos.
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Les irrita tener que incorporar la familia a su entorno. No hay espontaneidad. «Vayamos a ver a las ballenas» (risas). ¿Bromeas?
Resulta paradójico que sea en la crianza de los hijos, uno de los fenómenos considerados más «tradicionales» dentro de las familias gays, donde las personas se dan cuenta de los límites que las condiciones sociales imponen a una decisión ostensiblemente no restringida. Hay también un gran potencial de cambio en la forma en que los gays abordan la «reproducción» al crear sus propias familias. Si la «sociedad» quiere definirnos como seres no reproductivos desde el punto de vista físico, preguntan algunos, ¿por qué deberíamos «reproducir» los compromisos sociales que perpetúan el statu quo? Este uso intencionado de la reproducción lleva por sí mismo a una crítica social que va más allá de los intereses atribuidos generalmente a los homosexuales. Stephen Richter dijo que siempre había pensado que se casaría, pero tuvo que replanteárselo cuando salió del armario y comprendió que su vida no sería «como» la de sus padres. Las personas cuyos padres tenían carreras directivas o profesionales a veces formulaban una crítica clasista, invocando imágenes de un hogar suburbano con una valla, símbolo de la vida de burgués autocomplaciente que atribuían a las familias hetero. Si no hubiera salido del armario, insistía AndyWentworth: Hubiera seguido exactamente el camino que se esperaba que siguiera, lo que hacían los demás, lo que la sociedad estipula que se haga. Es tremendamente fácil seguir las mismas tradiciones una y otra vez; tener la misma valla blanca que tenían tus abuelos y que tus hijos a su vez tendrán. Pero en el momento en que comprendí que era gay me dije: «Un momento, mi situación es completamente distinta. Las expectativas de mis padres no tienen sentido para mí. Debo construir mi propia vida». Y eso me dio mayor fuerza interior y constancia, y la capacidad de ser creativo y de hacerme cargo de mi entorno.
Las personas que provenían de la clase obrera vivían la salida del armario de un modo algo diferente al de Stephen y Andy. Si habían decidido vivir abiertamente como lesbianas o gays, lo veían no tanto como una renuncia a copiar a sus padres, sino como una renuncia al sueño de éstos de ascender en la escala social. Convencidos de que el
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heterosexismo y la discriminación contra los homosexuales volvería ese sueño inalcanzable, creían que fracasarían, no en reproducir la situación de sus padres, sino en alcanzar sus ambiciones. Y a veces, por el camino, comenzaban a cuestionar la validez de esas ambiciones. Vista a través de la especie de cronología intemporal que representa la reproducción, la familia puede describirse como una cadena infinita en la que cada individuo reproduce, excede o no alcanza «lo que tus abuelos tienen y tus hijos, después de ti, tendrán». Las familias gays, en cambio, no incorporan la sucesión cronológica implícita en la noción angloeuropea de descendencia genealógica. Y aunque el simbolismo biológico pueda incorporarse a ellas a través del embarazo y la adopción, no se espera que los niños criados así se vuelvan gays o creen a su vez sus propias familias. Siguiendo el principio de la elección, el tipo de familia que formen dependerá de su propia identidad sexual, y la decisión misma de formarla o no se deja a su voluntad. Al sustituir la lógica de la reproducción y la sucesión por la imagen de la creación y la elección, el discurso sobre las familias gays puede (y hace) recordar a las personas el poder que tienen para cambiar las circunstancias en las que nacieron.
Una base común Las familias gays no sólo cuestionan las interpretaciones unilaterales del parentesco, sino que introducen una nueva base sobre la cual la identidad heterosexual y la homosexual se vuelven proporcionales. O, para decirlo de un modo simple: las dos identidades se tornan susceptibles de ser comparadas. En el contexto de la oposición simbólica entre las familias hetero y las gays, el parentesco es lo que tiende un puente entre ambas, al proveer un tercer término que las relaciona. Pero la proporcionalidad, que reduce los aspectos antagónicos de ambas identidades en el proceso de crear una base común, no debe confundirse con la simetría que conforma determinada política con respecto a la identidad. En el caso de las familias gays, la oposición entre las familias biológicas y las de elección se perpetúa en la división entre lo hetero y lo gay, más allá de que el vocabulario del parentesco vincule categorías de personas hasta en-
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tonces separadas por la diferencia de especie atribuida a veces a la homosexualidad. Ver la identidad homosexual como una especie diferente es ver al homosexual como un ser separado, de una clase tan diferente, que muchos heterosexuales creen no conocer (ni haber conocido nunca) ninguno (cfr. Hollibaugh, 1979). Afirmar tal cosa con convicción implica creer que la identidad homosexual es tan disímil que puede ser detectada de inmediato. El estereotipo que reduce a los gays y las lesbianas a seres sexuales refuerza esta percepción de completa otredad, pero «en la vida real -y por lo general en los buenos filmes y novelas- las personas no se definen sólo por su sexualidad. Cada una tiene una historia, y su erotismo se encuadra en una determinada situación» (Beauvoir, 1972, p. 26). Ser lesbiana «es algo más que dormir con alguien -afirmaba protestando Charlyne Harris-. Quiero decir, es como preguntarle a una mujer hetero si un hombre es algo fundamental en su vida». Al contrarrestar la tendencia a ver a los homosexuales como un «acto sexual que camina» (como lo denominó una lesbiana), el discurso de la familia gay -que abarca tanto los lazos eróticos como los no eróticos- invita a los heterosexuales a abandonar el punto de vista del voyeur y buscar zonas de experiencia comunes que vinculen al yo hetero con el otro homosexual. A pesar de su abierta lealtad a los valores de la autonomía y el individualismo, en Estados Unidos las personas tienden a ver lo comunitario a través de la noción de humanidad y la pertenencia a la especie a través del parentesco y no de otros vínculos sociales. Los antiguos soldados entrevistados por Studs Terkel (1984) describieron cómo, durante la Segunda Guerra Mundial, les resultaba fácil disparar contra un enemigo sin nombre y sin rostro. En sus relatos no es el nombre del soldado capturado o el que aparece en sus papeles de identidad, ni si siquiera una mirada a los ojos, la boca o el rostro del enemigo caído, lo que hace que el combatiente reconozca lo humano. El reconocimiento y el pesar llegan al descubrir una carta en el bolsillo de un soldado muerto, escrita por su hermana o su novia, o al tropezar con una foto en la que se ve a los familiares rodear a un soldado en uniforme en la zona de guerra. La imagen que perdura y que organiza estos relatos de guerra contados casi medio siglo después es la transformación del «enemigo» en una persona -en alguien «como yo»al saberse que tiene familiares a los que quiere y que le quieren.
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El profundo arraigo de la noción de la humanidad como una especie única se hace patente en la parcialidad creadora de una cultura que disocia a los gays y lesbianas de la familia al definirlos como seres no procreativos. De este modo, la diferenciación de especie que separa lo gay de lo hetero se corresponde con la colocación estratégica de los homosexuales fuera del dominio del parentesco. Visto sobre el fondo ae la diferenciación específica, algo tan aparentemente corriente como entrar en una casa considerada por dos gays como su hogar puede provocar un sobresalto parecido a la emoción sentida por los veteranos de Turkel cuando sus enemigos tomaban forma humana en el contexto de una situación familiar. Al relatar su salida del armario, Stephen Richter describió uno de sus primeros encuentros con otro gay: La primera vez que estuve en una casa donde vivían dos hombres ... Había ido a los baños y allí conocí a un hombre que me presentó a su pareja y me invitó a comer con él y su amigo. Y era una casa de apariencia muy normal. Miré alrededor y había un sofá, unas mesas y unas lámparas. Y pensé: «¿No es asombroso que dos hombres puedan tener una casa que es como la casa de cualquier otra persona?». Aquello me fascinó.
Situados en relación con símbolos como el hogar, que conllevan parentesco (así como género, clase y origen étnico), los gays y lesbianas aparecen de pronto como criaturas sociales y no como caricaturas de lo que debe ser una persona, absortas en sí mismas y obsesionadas por el sexo. Esa mirada de «¡los gays tienen muebles!» dice mucho sobre cuán increíblemente esencializada puede volverse una noción de identidad y cuánto puede costar hacer que se ponga en relación con otra. Al propugnar el derecho al parentesco, el discurso de la familia gay posee el potencial para romper lo que Michael Foucault (1978, p. 48) llamó «el rostro helado de la perversiones», sin desembarazarse, en el camino, de la identidad homosexual. Hace tiempo, Alfred Kinsey (19848) describió la homosexualidad y la heterosexualidad como aspectos de un mismo continuum de la sexualidad humana. Por otra parte, el descubrimiento efectuado por Evelyn Hooker (1967) de que resultaba imposible para los psiquiatras separar a los homose-
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xuales de los heterosexuales por medio de tests psicológicos fue considerado en su tiempo revolucionario. Y Alan Weinberg (1978) documentó minuciosamente la gran diversidad existente entre los gays y lesbianas, con el fin de demostrar que había poco que separase a los homosexuales de los heterosexuales. Pero esos estudios han tenido una influencia nula sobre aquellos que rechazan continuamente a los gays y lesbianas y que escriben «Muerte a los maricones» en las paredes, o que otorgan poco valor a la vida de los homosexuales negándose a aprobar la financiación adecuada para los programas de lucha contra el sida. No estoy diciendo con ello que los homosexuales sean «exactamente iguales» que los heterosexuales, ni que debido a que Alfred Kinsey los colocó a ambos en el mismo continuum sexual, esa continuidad sea el mejor modo de imaginar su interrelación. Como categoría cultural ahora vinculada a la identidad homosexual, el parentesco abre nuevas posibilidades de relacionar lo gay y lo hetera y apartar del debate la gastada retórica de la igualdad y la diferencia. En el discurso de la familia gay, lo hetera sigue oponiéndose a lo gay. Ambas identidades mantienen su definición, pero adquieren proporcionalidad a través del vocabulario del parentesco, que para la mayoría de las personas en Estados Unidos es expresión de la humanidad común. Sin embargo, este discurso no necesariamente da como resultado un humanismo que, al igual que sucede con la metáfora, disuelva la particularidad en un conjunto más amplio. Al emerger los homosexuales como personas plenamente sociales, capaces de reivindicar una familia, su especificidad sexual no puede ya ser recortada nítidamente y ser considerada una especie en sí misma.
Visión de conjunto Tras exponer los modos a menudo represivos en que las familias construyen la edad y el sexo y organizan divisiones desiguales del trabajo, las feministas han pasado a menudo a criticar con dureza a la «familia». En sus trabajos sobre el parentesco han advertido dos peligros gemelos: el de dejar de lado las relaciones de poder dentro de las familias y el de examinar las relaciones familiares separadas de las re-
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laciones de poder vigentes en la sociedad en su conjunto. La anécdota de la jaula de monos que aparece en el capítulo 1 es un ejemplo de cómo las familias estructuran la jerarquía y la división sexual del trabajo. No es sin duda una coincidencia que, de las cinco criaturas presentes en la jaula, el animal etiquetado como «mamá mona» resulte ser el que «se ha ido a buscar el almuerzo>>. Sabiendo que esas representacione~ tan comunes están indisolublemente ligadas a una práctica,· Michele Barret y Mary Mclntosh han llamado a la «total erradicación de la ideología familiar», mientras que Susan Harding (1981, p. 73) ha pedido a las feministas que emprendan la tarea de «crear parentesco sin familias». 2 No hay duda de que se han perpetrado muchas tropelías en nombre de la familia, incluyendo los intentos de excluir a los homosexuales de los hogares y trabajos en Estados Unidos. Pero como las familias gays no se forman por medio de categorías de relaciones ordenadas jerárquicamente, no producen de forma sistemática divisiones sexuales del trabajo ni relaciones estratificadas según la edad y el sexo. Tales estratificaciones, sin embargo, no son incompatibles con las familias de elección, y en determinados casos pueden surgir dentro de ellas, sobre todo cuando hay niños por medio. Pero lo jerárquico no resulta esencial en su constitución, porque se estructuran fundamentalmente a través de relaciones entre iguales. En lugar de organizarse a partir del matrimonio y la crianza de los hijos, la mayoría de las familias gays se caracterizan por poseer fronteras flexibles, una composición ecléctica y una relativamente escasa diferenciación simbólica entre los lazos eróticos y no eróticos. La terminología del parentesco surgida alrededor de las familias gays no ha estado particularmente marcada por el género («amante» y «padre o madre biológico [o no biológico]» son dos ejemplos de ello). Las familias de elección interponen las relaciones cara a cara a lo que Bonnie Zimmerman (1985) ha llamado la «estructura aislante» de la identidad, así como una visión más holística, aunque exclusiva, 2. Sobre las críticas feministas a la familia, véanse Coward (1983), Dalley (1988), Flax (19829, Nicholson (1986), Rapp (1987), G. Rubin (1975), Thorne y Yalom (1982) y Vanee (1983). Incluso las feministas apologistas de la familia, cuyo espectro político va de Jean Elshtain (1982) a Betty Friedan, limitan en gran medida sus análisis de las relaciones familiares al territorio familiar ordenado por las relaciones heterosexuales y procreativas.
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de una comunidad única. ¿Unirse a las familias gays significa entonces renunciar a toda esperanza de resucitar la noción de una comunidad gayo lesbiana? Los activistas homosexuales han recorrido un largo camino desde la época en que la comunidad era vista por algunos como «el lugar en que nos sentimos en casa; un parentesco radicalmente nuevo en gestación» (Zita, 1981, p. 175). Hacia fines de los ochenta, hasta los activistas blancos que vivían en circunstancias privilegiadas habían comprendido que no todos los gays y lesbianas compartían ese «nosotros», y que no todo el mundo se sentía en casa en lo que una vez pasó por ser una comunidad totalizadora. Para algunos activistas que habían pasado horas tratando de abrirse camino a través de las políticas de la identidad y de la diferencia, la cuestión a resolver era cómo crear «Un nuevo sentido de comunidad política que releve el ansia por el tipo de hogar en que la supresión de las diferen, cias positivas garantiza la identidad familiar» (Martin y Mohanty, 1988, pp. 204-205). He sugerido que el discurso de la familia gay ofrece una respuesta a las diferencias y divisiones encontradas en la búsqueda del santo grial de la comunidad, aunque probablemente no la buscada por las feministas que han dedicado una energía considerable a analizar los defectos del familismo. En el Área de la Bahía, las familias de elección no eran creadas sólo por las personas dispuestas a pagar cualquier precio por crearse una zona de confort o que querían descansar tras años de activismo político. Se describía a las familias como algo que ofrecía tanto sustento como seguridad. Las familias gays han creado un espacio cultural en el que las personas pueden amar y también pelearse sin temer que el familiar elegido abandone la familia o se vaya y organice una facción. No se oponen al colectivismo ni son inherentemente acaparadoras. Por el contrario, han demostrado ser capaces de integrar relaciones que van más allá de las fronteras de los hogares, el intercambio de ayuda material y emocional, los pactos de copaternidad y la asistencia a los enfermos de sida. Y si bien no ofrecen un sustituto a la política organizada, no constituyen tampoco una amenaza a las iniciativas políticas o colectivas. Ésta, desde luego, es una descripción idealizada. La filiaciones políticas plantean problemas que quizá las familias de elección no puedan resolver nunca. Hay muchas personas que al poner en práctica la lógica individualista de la elección tienden a crear lazos principal-
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mente con las personas que ven como «similares» a ellas, usando este o aquel criterio para definir el grado de similitud; en este caso la diferencia vuelve a desaparecer bajo el horizonte de lo político o personal. Al mismo tiempo, sin embargo, las familias que elegimos nos ofrecen nuevas posibilidades para curar algunas de las grietas y heridas abiertas tras una dolorosa década dedicada a aprender a lidiar con la diferencia. Ué'gados a este punto, resulta evidente que la familia puede tener significados muy diferentes dependiendo de la persona y de la situación. Durante los años ochenta, algunas mujeres de color etiquetaron la crítica feminista de la familia como una crítica de las mujeres blancas que tomaba como punto de partida la familia nuclear ideal de la «clase media» blanca (véase Joseph y Lewis, 1981). Barbara Smith (1983) explicaba el caso de las feministas negras: «Al contrario que algunas feministas blancas, que han cuestionado (y a veces rechazado con razón) la familia patriarcal blanca, queríamos a toda costa conservar nuestras relaciones consanguíneas sin tener que ajustarnos a los rígidos y degradantes roles sexuales». En el mismo año, Cherríe Moraga (1983, p. 54) escribía: «Ser chicana y tener una familia son sinónimos para mí». Para algunas personas de color que se sentían marginadas de la «comunidad gay» -en parte debido al racismo experimentado en ambientes gays, pero también porque asociaban la reivindicación de una identidad lesbiana o gay al exilio del parentesco-, el discurso de la familia gay significaba una oportunidad de situar el origen étnico y la identidad gay en una relación de integración y no de tensión constante. Sin embargo, esta reconciliación de identidades no está en absoluto predeterminada: pensemos en los gays y lesbianas de color descritos en el capítulo 2, a quienes les resulta difícil aceptar la legitimidad de las familias gays y que vinculan su rechazo del concepto de parentesco de elección con una identificación étnica o racial específica. Hasta el momento no resulta claro cómo va a desarrollarse el discurso de la familia gay, o qué dirección seguirán los homosexuales ante las implicaciones políticas de las familias organizadas mediante la elección. Rayna Rapp (1987) ha apuntado que en una época de fuerte politización del parentesco, las lesbianas y los gays han tenido menos éxito que otros en la reivindicación de las llamadas «formas alternativas de familia». En el histórico Bowers contra Hardwick ( 1986, 2.844), que respaldó la ley de sodomía de Georgia y condenó a un hombre por consentir en actos homosexuales en la privacidad de su
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dormitorio, Justice White, hablando en nombre del tribunal, dijo haber hallado que la mayor parte de la legislación sobre la familia no resultaba aplicable al caso, y lo justificó diciendo: «No se ha demostrado ningún vínculo entre la familia, el matrimonio y la procreación, por una parte, y la actividad homosexual, por la otra». Para conocer la medida del desafío planteado al statu quo por las familias gays, bastaría con preguntarse si se requerirían cambios fundamentales para garantizar su legitimidad y reconocimiento legal, o si, para darles cabida, sería suficiente con extender ciertos «derechos» a los homosexuales y tratarlos como miembros de otro grupo minoritario. A las principales instituciones norteamericanas (desde las compañías de seguros hasta los tribunales) les resultaría más fácil validar las parejas de hecho o conceder el derecho de custodia y de adopción conjunta a los padres homosexuales, que reconocer a las familias gays --que se extienden a varios hogares- o a las familias de amigos. Dado que la relación entre los amantes, al igual que el matrimonio, representa la unión de dos individuos bajo el simbolismo del sexo y el amor, muchos en Estados Unidos han establecido analogías entre este vínculo y otras alianzas afines más tradicionales. Tanto los familiares como los jueces ven la alternativa de tratar a las parejas homosexuales como parejas heterosexuales sin hijos del mismo modo: como una excepción dentro un mundo procreativo. Al mismo tiempo, tienen la opción de tratar a los coprogenitores homosexuales como si sólo hubiera cambiado el sexo de los padres, considerando que en todo lo demás, es decir, en lo relativo a las condiciones sociales en las que tiene lugar la educación de los hijos, no ha habido cambios. Debido a esta clase de razonamientos, basados en la analogía con las relaciones heterosexuales, de la salida del armario resulta una validación más sólida del parentesco si la persona tiene una pareja o es la progenitora no biológica de un niño. Muchos homosexuales han informado de que al carecer de uno de estos vínculos les ha resultado difícil defender la importancia de la amistad como forma de parentesco, o convencer a los heterosexuales de que la identidad homosexual es algo más que sexo. Ahora mismo se están ejerciendo presiones para que se tome el camino que ofrece menor resistencia. En los próximos años, los gays y lesbianas deberían preocuparse menos por ganar reconocimiento para su familias que por ganar todo el reconocimiento que les sea posible
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en todos los ámbitos. Por otra parte, a las organizaciones gays y lesbianas que hacen suyos los temas planteados por el discurso de las familias gays, el futuro les planteará el difícil problema de saber dónde ubicar sus limitados recursos. ¿Deberán trabajar por la legalización de las parejas del mismo sexo, siguiendo el ejemplo de Suecia (véase Ettelbrick, 1989; Stoddard, 1989)? Y, ¿posee el matrimonio implicaciones pólíticas que los familias en sí no tienen? Si los homosexuales se concentran en el matrimonio, las adopciones conjuntas y los derechos de custodia, dejando a un lado el reconocimiento del estatus de parentesco para ciertas categorías de amigos, las familias gays se desarrollarán de un modo en gran parte congruente con las relaciones socioeconómicas y de poder que rigen en la sociedad en su conjunto. El impulso para este asimilacionismo está ya presente en los requerimientos para compartir la residencia o cohabitar durante un período específico insertados en la mayoría de las legislaciones sobre la pareja de hecho (Green, 1987). Según la lógica de las familias de elección, el individuo tiene el derecho de elegir a cualquier persona como su pareja _:_de convivencia o de cualquier otro tipo-, y a designar a esa persona como receptora de un seguro u otros beneficios laborales, aunque ello implique cruzar la línea de demarcación de los hogares. Si se obtiene reconocimiento legal para algunos aspectos de las familias gays a expensas de otros, puede que también se privilegien ciertos tipos de familia en detrimento de otros. Lo más probable es que la definición de las familias gays quede limitada a las parejas y los padres con sus hijos, y se deje de buscar reconocimiento para las familias de amigos. Pero el reconocimiento legal de los amigos, o al menos las medidas que supriman el predominio automático de los lazos de sangre sobre los de amistad, debe tener un lugar en el programa político de los gays y las lesbianas. La definición del parentesco según el vínculo de sangre no debería invalidar un testamento debidamente cumplimentado que traspase posesiones a un familiar definido como tal por elección -sea ese familiar de elección un amigo o un amante-, sólo porque el pariente consanguíneo puede alegar una relación genealógica con el fallecido. 3 Sacar ventaja del potencial 3. Sobre las implicaciones que tiene el fallo en clarificar qué es la amistad y qué el parentesco, véase Fineman (n. d.). En un estudio que comparaba el tratamiento dado por los padres a las parejas de sus hijos homosexuales con el dado a las parejas de sus hijos heterosexuales. Fineman descubrió que algunos padres se sentían relativamente
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transformador del discurso de la familia gay -porque es sólo eso, un potencial- en el terreno más amplio de la política y la economía requerirá que se presten mucho cuidado y atención al entorno cultural a la hora de elaborar la legislación y que se sienten las bases para crear jurisprudencia las causas judiciales, empezando por determinadas prácticas relacionadas con el parentesco para denunciarlas por excluyentes.
Reelaboración de lo biogenético El cambio y la continuidad están más íntimamente ligados de lo que muchos piensan. No hay investigación tan fútil como la que trata de hallar formas revolucionarias de relación social «no contaminadas» por las condiciones sociales existentes. No deberá sorprender entonces que el discurso de la familia gay transforme las interpretaciones exclusivamente procreativas del parentesco -con las que discrepade tal modo que, sin dejar de pertenecer a ellas, no pueda ya ser enteramente contenida en ellas. Al identificar implícitamente la familia con la procreación, la ecuación «lo hetera es a lo gay lo que la familia es a la ausencia de familia» cede la dimensión entera del parentesco a la heterosexualidad. Para poder identificar el parentesco organizado en torno a la procreación como «familia biológica», y clasificarlo como un subconjunto dentro del universo más amplio del parentesco, es necesario desplazarlo hacia uno de los lados de la relación que opone la familia hetera a la gay. Aunque esta transformación no cuestiona la interpretación de lo biológico como un «hecho de la naturaleza», representa
cómodos al incorporar a las parejas gays a algunas actividades familiares concretas en calidad de amigos, pero que ese mismo estatus les permitía tratar las relaciones gays como no eróticas y excluir a las parejas gays de ciertas <> como el Día de la Madre. Fineman constató también otros tipos de tratamiento diferenciado relacionados con la negación del estatus de parentesco a las parejas de los hijos gays adultos, como firmar las tarjetas de felicitación dirigidas a la pareja gay usando el primer nombre y las dirigidas a las esposas de los hijos heterosexuales formadas por <>. En todos los casos, los padres conocían el carácter homosexual de la relación de su hijo o hija.
un cambio significativo con respecto a otras construcciones convencionales del parentesco, porque desplaza lo biológico hacia un tipo específico de familia relacionada con la heterosexualidad. Algunos gays y lesbianas del Área de la Bahía decidieron crear familias y otros no; algunos se convirtieron en padres y otros no; pero casi todos vinculaban su identidad sexual con la liberación de todo imperativo procreattvo. En este sentido, el potencial transformador del discurso de la familia gay no se limita al cuestionamiento de la diferenciación de la homosexualidad como una especie, de la «reproducción» de las relaciones de clase o aun del individualismo implícito en el concepto de elección. Si la noción de lo genealógico no existiese, arguye David Schneider (1984, p. 112), el parentesco dejaría de tener significado como ámbito cultural: «Privado de su base biológica, el parentesco no es nada». Sin embargo, después de examinar el discurso de las familias gays, sería más exacto decir: privado de su relación con lo biológico, el parentesco no es nada. Las familias de elección se definen por oposición a la familia biológica o consanguínea, al convertir lo biológico en una característica clave de la polaridad que condiciona el significado del parentesco gay. O para decirlo de otro modo: la familia biológica y la familia de elección son categorías que se constituyen mutuamente y que se relacionan a través del principio de determinismo que opone la libre voluntad a lo biogenéticamente dado. Es a través de esta relación que lo biogenético interviene en el concepto de las familias que elegimos. Por una parte, el discurso de la familia gay rechaza la pretensión de la procreación de ser el fundamento privilegiado y precultural de todas las formas concebibles de parentesco. Por otra, al retener lo biológico en uno de los lados de la oposición simbólica entre las familias hetera y gay, desplaza la procreación del centro del escenario, sin que el parentesco se disuelva en el conjunto de las relaciones sociales. Las lesbianas y los gays han definido a sus familias no tanto por analogía como por contraste, aunque a veces se ha exagerado la oposición entre las familias gay y hetera al subrayar las personas la particularidad de «SUS» respectivas familias. Definidas a través de la diferencia, la familia consanguínea y la de elección van asumiendo un estatus equivalente en la medida en que se alejan del dualismo de lo real versus lo ideal y de lo auténtico versus lo derivado, implícito en
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el concepto de parentesco ficticio. A través del temor y a veces la vivencia de ser desheredados o rechazados al destaparse ante sus familiares de sangre, muchos gays y lesbianas llegaron a cuestionar no tanto la «naturalidad» del lazo biológico como la presuposición de que compartir la sustancia biológica confiere de por sí el parentesco. Esta conciencia aguda de la selección implícita en el modo genealógico de definir el parentesco ha dado lugar a la constitución de las familias gays como familias de elección, y ha permitido a los homosexuales afirmar que sus familias representan algo más que una mala imitación de los lazos de sangre. Sin embargo, ¿no existe el peligro de que al subordinar el parentesco a la elección el concepto de familia pierda su significado? Algo similar ha ocurrido con el concepto de comunidad: se habla ahora alegremente de la «la comunidad de los artistas», «la comunidad de los deportistas» e incluso «la comunidad hetera». Esta tendencia también existe en lo tocante a la familia. Al fin y al cabo, en toda casa en que cohabite un grupo de personas -desde los centros de inserción social para drogadictos hasta los asilos que acogen a cientos de personas- pueden desarrollarse relaciones de familia. En lo que se diferencia el discurso de las familias gays es en que surgen de una historia específica de exclusión categórica de las relaciones de parentesco (exclusión que ha estado asociada a la revelación de la identidad homosexual). Otra característica que diferencia a este discurso es la aplicación del término «familia» a las relaciones cara a cara, con un fuerte contenido de apego y compromiso, a falta del correspondiente reconocimiento en toda la sociedad. Desde el punto de vista descriptivo, las categorías del parentesco gay podrían definirse mejor como las familias por las que hay que luchar, para crearlas, elegirlas, legitimarlas y -en el caso de la familia de sangre o adoptiva- no perderlas. Existe entre los gays y lesbianas la omnipresente sensación de que, como lo expresó Diane Kunin, «los homosexuales tienen que trabajar para construir una familia». No obstante, en cierto sentido, todas las identidades sexuales «trabajan» en la construcción del parentesco. La imagen victoriana de la familia como un retiro doméstico del mundo del trabajo disfrazaba otras labores varias, desde el trabajo doméstico y la crianza de los niños hasta el menos tangible trabajo emocional necesario para mantener las relaciones (Thorne y Yalom, 1982). Pero los gays y les-
La política de las familias gays
269
bianas encuentran dimensiones adicionales que complican la práctica de construir lazos de parentesco: la educación de los hijos en una sociedad heterosexista, el mantenimiento de relaciones eróticas sin filtrarlas a través de la lente unidimensional de la semejanza sexual, la puesta en juego de los lazos de parentesco al destaparse antes los familiares hetera, la combinación de relaciones entre iguales en múltiplos de tr.es, de cuatro o de siete, el tener que demostrar coherentemente la importancia de unas relaciones que carecen de estatus social e incluso de vocabulario para describirlas. Y como telón de fondo, siempre, la interpretación exclusivamente procreativa del parentesco, en relación con la cual toma forma la oposición entre la familia biológica y la de elección. Mientras que delante se encuentran los opositores (bienintencionados o no), que reducen la familia gay a una expresión metafórica de formas de parentesco más convencionales y la consideran fundamentada en unas relaciones familiares falsas que nunca podrán igualar el estándar heterosexual. Al adquirir una forma narrativa, el paso de la identificación con la homosexualidad y la renuncia al parentesco (no a la familia) a la correspondencia entre la identidad homosexual y un tipo específico de familia (la familiá de elección) se presenta como una especie de historia de salida colectiva del armario: un cuento que narra el desplazamiento de los homosexuales del aislamiento al parentesco. En los años ochenta, cuando los gays y lesbianas salieron del armario ante sus familiares de sangre o adopción, con frecuencia esperaban no sólo mantener o reforzar esos lazos biológicamente definidos, sino también obtener reconocimiento para los lazos con sus parejas o con otros familiares de elección que no podían ubicarse dentro del esquema biogenético. Y si bien la salida del armario los condujo al dolor y el rechazo, fueron también capaces de recordarse a sí mismos que los lazos de sangre no eran la única alternativa a su alcance dentro del dominio del parentesco. Sin embargo, como la mayoría de los cuentos, éste también adopta un punto de vista específico. De no prestar una cuidadosa atención al entorno en el que ha surgido el parentesco gay, un observador podría fácilmente soslayar la rica historia de forja de amistades, lazos eróticos, construcción de una comunidad y otras modalidades de solidaridad homosexual que precedieron al discurso contemporáneo de las familias gays. En cierto sentido, los homosexuales han completado un círculo.
270
Las familias que elegimos
Según John D'Emilio (1983a), una de las condiciones clave para el surgimiento histórico de la identidad homosexual fue el hecho de poder establecer una vida fuera de la «familia», cuando la expansión de la producción de mercancías en el capitalismo hizo posible que los individuos obtuvieran un salario a cambio de su trabajo formalmente «libre». 4 Hacia finales del siglo xx, muchos gays y lesbianas habían establecido sus propias familias. Todo intento de evaluar las implicaciones políticas de un discurso específico debería tener en cuenta la advertencia hecha por Michel Foucault (1978) de que el poder se alimenta de resistencia y el conocimiento de su negación aparente. 5 La oposición a una dominación determinada, como la oposición de la liberación gay a la represión -o la de los críticos de la familia a sus defensores-, permanecen atrapadas en una polaridad que moldea el acto de resistencia como una protesta contra una representación o paradigma dados. Significativamente, las familias de elección no se oponen directamente a los modos genealógicos de reconocimiento del parentesco. En lugar de ello, socavan el estatus de la procreación en cuanto término dominante concebido como modelo para todas las relaciones de parentesco posibles. Al desplazar y no inhabilitar el simbolismo biogenético, el discurso de las familias gays se mueve hacia el futuro de un modo oblicuo, respondiendo a las formas hegemónicas de parentesco no con un movimiento defensivo de oposición, sino dando con habilidad un paso lateral para eludir el embate del paradigma.
Apéndice
TABLA l. Identidad racial/cultural Hombres
Total
3 1 2
2
5
Asiáticos (americanos) Chino-norteamericanos Japoneses Coreano-norteamericanos
o
Afronorteamericanos/negros
4
5
9
Latinos Cubano-norteamericanos Mexicano-norteamericanos/chicanos Nicaragüense-norteamericanos Peruanos Puertorriqueños
5 1 2
6
11
Nativos norteamericanos/indios norteamericanos Cherokee Paiute
o
o
4
1 1
o o
1 1
o
o
1
2
2
o
1
o
1
o
Blancos Judíos (askenazíes)
25 7
26
51
4
9
TOTAL
40
40
80
De identidad múltiple Afronorteamericanos/nativos norteamericanos Japoneses-norteamericanos/ nativos norteamericanos
4. Cfr. Murray (1984, p. 27), quien argumenta que «la sustitución por parte del estado de bienestar del seguro contra siniestros (la función de "red de salvamento" de la familia)>> contribuyó al surgimiento de organizaciones homofílicas y, finalmente, del movimiento gay. 5. Cfr. De Laurentis (1988), quien aduce que adoptar una posición como respuesta a algo implica la existencia de un sujeto unificado cuya coherencia no se da en la práctica. La opinión de De Laurentis se aplica también a la mítica colectividad solidaria conocida como «las lesbianas y los gays».
Mujeres
2
NOTA: Los dos participantes que reclamaron más de una identidad racial están situados en las siguientes tablas de acuerdo con su identidad principal (japonesa-norteamericana y afronorteamericana, respectivamente). En algunos casos las personas eran técnicamente ciudadanos de otro país, pero habían estado viviendo en el Área de la Bahía durante cierto período de tiempo. Se consideraban a sí mismos (y eran considerados por otros) parte de la población gay y lesbiana local.
11
11
272
Las familias que elegimos
273
Apéndice
1
1
TABLA 5. Clase actual por raza y sexo
TABLA 2. Clase de procedencia por sexos
111
1
Mujeres
Hombres
Total
Trabajadora Directiva/profesional
23 17
18 22
41 39
TOTAL
40
40
80
11
1
1
11
l
TABLA 3. Clase de procedencia por raza y sexo Directiva/ profesional
Trabajadora
Trabajadora
Directiva/ profesional
Personas de color Asiático( -norteamericanos) .... Afronorteamericanos Latinos Nativos norteamericanos
20 5 8 6 1
(12/8) (3/2) (4/4) (4/2) (110)
9 1 2 5 1
Blancos Judíos
26 5
(14/12) (3/2)
25 6
TOTAL
46
(3/6) (1/0) (111) (114) (110) (11114) (4/2)
34
NOTA: Las cifras entre paréntesis indican la proporción de mujeres y hombres.
1'
[1
Personas de color Asiáticos( -norteamericanos) Afronorteamericanos Latinos Nativos norteamericanos
16 (8/8) 1 (1/0) 7 (3/4) 7 (4/3) 1 (0/1)
Blancos Judíos
25 5
TOTAL
41
11
11111
11¡
.1
1~1 1
13 5 3 4 1
(7/6) (3/2) (2/1) (1/3) (1/0)
39
NoTA: Las cifras entre paréntesis denotan la proporción de mujeres y hombres.
1
TABLA 4. Clase actual por sexo
1
Trabajadora a trabajadora
26 (10/16) 6 (3/3)
(15/10) (4/1)
1111
1
TABLA 6. Movilidad de clase por raza y sexo Directiva a directiva
Trabajadora Directiva a directiva a trabajadora
Personas de color Asiático(-norteamericanos) Afronorteamericanos Latinos Nativos norteamericanos
13 (8/5)
6 (3/3)
3 (0/3)
7 (4/3) 4 (2/2)
Blancos Judíos
16 (10/6)
29
1 (1/0)
1 (1/0)
o
6 (3/3)
1 (1/0)
1 (0/1)
2 (1/1)
6 (4/2)
4 (1/3)
1 (0/1)
o
o
o
1 (0/1)
1 (1/0)
9 (5/4)
10 (4/6)
1 (1/0)
1 (0/1)
11 1
Mujeres
¡1111
1¡111
Hombres
Total
4 (3/1)
16 (6/10) 5 (3/2)
Trabajadora Directiva/profesional
26 14
20 20
46 34
TOTAL
TOTAL
40
40
80
NOTA: Las cifras entre paréntesis indican la proporción de mujeres y hombres.
22
12
1
11 11
ll
J
1111
17
274
Las familias que elegimos
Apéndice
275
TABLA 7. Movilidad de clase por sexo
TABLA lO. Edad
Mujeres
Hombres
Total
Trabajadora a trabajadora Directiva a directiva Trabajadora a directiva Directiva a trabajadora
18 9 5 8
11 13 7 9
29 22 12 17
TOTAL
40
40
80
-
TABLA 8. Ingresos anuales por raza (en millares de dólares)
0-6
6-1 o 10-15
Mujeres
Hombres
Total
Menores de 20 20-29 30-3.9 40-49 50-59 60+
1 13 18 8
o
o o
13 20 3 1 3
1 26 38 11 1 3
TOTAL
40
40
80
..
15-20 20-25 25-30 30+ TABLA 11. Nivel de escolaridad
7 2 3 2
7 2 3 2
4
2
o
o
2 2
1
o
o
o
o
o o o o o
6 2
6 1
13 3
4 1
13 2
4 1
5 1
13
13
20
8
15
4
7
Personas de color Asiático( -norteamericanos) Afronorteamericanos Latinos Nativos norteamericanos
o
Blancos Judíos TOTAL
7 2 3 2
1
2
o
Mujeres
Hombres
Total
Bachillerato Equivalente a formación universitaria Universitario Pos grado
12
4
16
5 12 11
13 17 6
18 29 17
TOTAL
40
40
80
1 1
o
1
TABLA 9. Ingresos anuales por sexo Dólares
1
TABLA 12. Región de origen
Mujeres
Hombres
Total
0-5.999 6.000-9.999 10.000-14.999 15.000-19.999 20.000-24.999 25.000-29.999 30.000+
8 4 10 5 8 2 3
5 9 10 3 7 2 4
13 13 20 15 4 7
Este Medio Oeste Sur Oeste (California) Nacidos en el extranjero
TOTAL
40
40
80
TOTAL
8
Mujeres
Hombres
Total
18 3 2 14 (14) 3
14 6 7 9 (4) 4
32 9 9 23 (18) 7
40
40
80
276
Las familias que elegimos
Apéndice
TABLA 13. Origen rural/urbano
TABLA 16. Matrimonio heterosexual anterior
Mujeres
Hombres
Total
Rural Urbano
6 34
6 34
12 68
TOTAL
40
40
80
Mujeres
Hombres
Total
Sí No
6 34
2 38
72
"' TOTAL
40
40
80
TABLA 14. Religión actual Mujeres Budista Judía Protestante Católica romana Espiritual/Nueva Era Ninguna/ateísmo Indecisos Declinaron responder
2 1 5 2 12 14 3 1
TOTAL
40
Hombres 2 1 9 1
Total
14 2 1
4 2 14 3 22 28 5 2
40
80
10
Hombres
Total
Ning~ma/ateísmo
1 4 12 19 4
1 3 17 17 2
2 7 29 36 6
TOTAL
40
40
80
Budista Judía Protestante Católica romana
8
TABLA 17. Paternidad («biológica» o «social»)
TABLA 15. Educación religiosa Mujeres
277
Mujeres
Hombres
Total
Sí No
6 34
3 37
9 71
TOTAL
40
40
80
TABLA 18. Relación más larga con una pareja del mismo sexo
Menos de 1 año 1-2 años 3-5 años 6-9 años 10 años o más TOTAL
Mujeres
Hombres
Total
5 8 15 2
12 10 8 7 3
17 18 23 17 5
40
40
80
10