Kath Weston (1998) “The bubble, the burn, and the simmer” en Long Slow Burn. Sexuality and Social Science. New York, Londres. Routledge.
A fuego lento Introducción: ubicando la sexualidad en las Ciencias Sociales Un poco antes que The Lesbian and Gay Studies Readers apareciera en los estantes de las librerías en 1993, la revista Glamour hizo una producción de fotos sobre dos chicas que iban a ir juntas y en pareja a su fiesta de egresados. Redbook publicó de improviso una historia sobre la paternidad lésbica titulado “Mis dos mamás”. En el trascurso de la década, las series de televisión empezaron a dar espacio a personajes gay. Un anuncio laboral en el boletín de la American Anthropological Association sobre “cuestiones de gay/lesbianas” apareció escondido en una larga lista de especializaciones potencialmente requeridas. Algo llamado “teoría queer” encontró su camino en los departamentos de la academia inglesa y en las páginas del New York Times. Los publicistas firmaban tratos con un valor de cinco y de hasta seis dígitos en dinero para publicar libros con investigadores en el campo emergente de los estudios de gays/lesbianas. Tanto los críticos como los que apoyaban al movimiento de lesbianas/gay/bisexual/transgénero (LGBT) afirmaban que éste había impulsado el estudio de la sexualidad en general y de la homosexualidad en particular. Los académicos comenzaron a lamentar que las Ciencias Sociales se hayan quedado atrás de las Humanidades en tomar ventaja de estas nuevas oportunidades (Stein y Plumber 1994). La sexualidad se había convertido rápidamente en un tema de investigación “requerido” así como respetable. ¿Rápidamente? En esta versión truncada y popular de las historia de la academia respecto de la sexualidad, un clima social cada vez más “abierto” permite a la Teoría queer “liberar” a la sexualidad para estudiarla, con las Humanidades liderando el camino (cf. Seldman 1994). Una narrativa del progreso, si es que hubiera alguna. Pero con el objetivo de retratar la investigación sobre la sexualidad como un desarrollo de la última generación, los que cuentan esta historia tienen que pasar fugazmente por los estudios tan publicitados del comportamiento sexual desde mitades de siglo por investigadores como Alfred Kinsey, William Masters y Virginia Johnson. Con el objetivo de retratar a las Ciencias Sociales como las últimas que llegaron a la fiesta, ellos también tienen que minimizar la contribución de un grupo de investigadores que se igualaban a Kinsey en su compromiso tanto como en su admiración. Durante su vida, la psicóloga Evelyn Hooker (1965, 1967) quizás recibió algo de reconocimiento por llevar el estudio de la homosexualidad afuera del rótulo de desviación. En Sociología, William Gagnon y John Simon (1973) estaban desarrollando el concepto de “guiones sexuales” [sexual scripts] mientras que los que hoy son teóricos queer estaban debatiendo sobre los méritos de la ropa versus los pañales descartables. Cuando W. H. Rivers se embarcó en la expedición multidisciplinaria hacia el Estrecho de Torres a fin de siglo pasado, no
estaba solamente interesado en mitología o técnicas de jardinería. Él también se preguntó por el matrimonio, los sueños eróticos y la concepción (ver Kuklick 1991).
Algunos de los primeros investigadores, tales como el antropólogo Branislaw Malinowski, son recordados como los pioneros del trabajo de campo, pero raramente porque hayan estudiado la sexualidad. La mayoría es poco recordada de todas maneras. No obstante, el impacto de sus hallazgos se ha extendido más allá de de sus respectivas disciplinas para moldear debates acerca de la sexualidad e intimidad que aún se mantiene en la imaginación popular. De ahí viene la caracterización del fuego lento o al menos, del mechero. Este legado olvidado de la sexualidad al interior de las Ciencias Sociales sugiere que el resurgimiento actual del interés sobre el tema representa algo más que una iluminación abrupta o una nueva “apertura” hacia temas controversiales. Tampoco puede ser explicado el actual interés de la academia sobre la sexualidad alegando que las políticas multiculturales han conspirado con la “agenda gay” para fomentar la revolución sexual en las oficinas de la torre de marfil y los vestuarios de los colegios secundarios (ver “The Virtual Anthropology” en este volumen). Al interior de las Ciencias Sociales, hay mucha investigación que precede a los movimientos de la última parte del siglo XX referentes a la justicia social para legitimar tal afirmación. Incluso, investigaciones llevadas a cabo conjuntamente con esos movimientos han encontrado una oposición formidable. Mientras que los activistas han trabajado duro, contra viento y marea, despejando el terreno para el estudio, el último round de los artículos de los estudiantes de grado sobre identidad y transgénero, organizaciones internacionales gay y abstinencia, son sólo un capítulo de una historia mucho más larga. Los estudios queer, como un desprendimiento del movimiento LGBT, pudieron haber insistido en revolver la cuestión. Pero los estudios queer no han sido los primeros en ensamblar los elementos que prendieron el fuego. Long Slow Burn reconstruye este legado al reposicionar la sexualidad en el corazón de las Ciencias Sociales. Si la sexualidad ya está profundamente inmersa en los temas y debates que constituyen los pilares de las Ciencias Sociales, entonces una mayor atención explícita a aquellos aspectos de la vida social que se marginaron como “sólo sexo” tienen el potencial de reconfigurar el análisis convencional sobre líneas más productivas. Cada capítulo intenta dilucidar, de alguna manera, el problema de cómo resistir despegar el erotismo tanto de la historia intelectual de la Ciencia Social como de los temas ostensiblemente “más amplios” de sus preguntas. Lo cual es otra manera de decir que este libro se opone a quienes rebajan el tratamiento académico de la sexualidad a una moda pasajera. ¿Qué significa el surgimiento más reciente de la investigación en sexualidad para la cotidianidad de las Ciencias Sociales? ¿Qué tiene para decir la
academia queer respecto a las formas habituales de entender los cuerpos, las relaciones y las vidas? ¿Qué tipo de académico puede realmente lidiar con las inequidades de nuestro tiempo? ¿Cuánto costará llevar la investigación sobre la sexualidad desde de las universidades hacia los medios? ¿Hay contigüidades entre la nueva investigación y la vieja? Las respuestas a estos interrogantes dependen de hacer una distinción entre investigar la sexualidad per se e investigar las maneras en que la sexualidad está inmersa en cada tema constituido en (como) objeto de investigación. Una cosa es estudiar la sexualidad como una entidad en sí misma y otra muy distinta es estudiar la incorporación de la sexualidad en la búsqueda misma de conocimiento. Los ensayos de este volumen se rehúsan a trazar una línea artificial alrededor de la sexualidad para hacerla un objeto de estudio discreto, esperando a que los investigadores lleguen. Una persona no puede “sólo” estudiar la sexualidad, porque nunca está separada de la historia, de la “clase”, la “raza” o de un montón de otras relaciones sociales. De esta manera, este libro explora la sexualidad a través de los lentes de un conjunto de temas estándar de las ciencias sociales: trabajo, familia, inequidad, migración e incluso metodología. Sus capítulos discuten colectivamente que un investigador no puede hacerle justicia a ninguno de estos temas sin tener en cuenta a la sexualidad. Una vez que se empieza a prestar atención a la sexualidad, las cuestiones sociales nunca vuelven a aparecer bajo la misma luz. Si la sexualidad ya es un tema integrado a muchos de los que examinan los cientistas sociales, también está igualmente integrada a la historia de las disciplinas de las Ciencias Sociales. No me refiero con esto en el sentido obvio en que los investigadores han dedicado largas horas en analizar el tiempo de los orgasmos, la construcción social de la impotencia, las metáforas sexuales en las descripciones del comercio en guerras o maniobras militares que quieren “penetrar” o en las formas diferenciales en que las sociedades lidian con el “adulterio”. Me refiero, especialmente, a los debates clásicos que moldearon a las ciencias sociales como un conjunto diferencial de disciplinas que se montan en ejemplos ilustrativos tomados del “campo” de la sexualidad. Vuelva a los estudios fundacionales de la cognición y encontrará “clases de matrimonios” utilizados para explicar “clasificación primitiva”. Rasgue la superficie del concepto de organización social, y podrá ver debates puramente especulativos en los que algunos académicos hipotetizaron sobre celos sexuales y otros imaginaron un estadio de promiscuidad evolutivo. Fíjese unos pasos más atrás de las figuras que se suelen vincular con el sexo, y encontrará a Durkheim, Mauss y a Weber entusiasmados con los intereses de Darwin o de Freud. Tampoco esto está confinado al pasado. Por ejemplo, considere al debate eminentemente contemporáneo y altamente problemático sobre la reflexividad en Ciencias Sociales. Mientras los investigadores reflexionan sobre usar o no “yo” en su trabajo, están, en
realidad, intentando resolver aspectos de las categorías culturales (narcisismo, confesión, auto-indulgencia, alardeo) que se han encajado, restringido y publicitado bajo el rótulo de sexo. Visto de esta manera, el estudio de la sexualidad empieza a parecerse al pan con manteca de las Ciencias Sociales en vez de tener la prescripción de un suicidio académico como me fue descripto durante mis días de estudiante. Sin embargo, es importante entender precisamente cómo la sexualidad ha sido conformada como un subtema aislado y compacto, una cuestión de estudios especializados para unos cuantos académicos renegados y lo suficientemente tontos como para darle atención. Sólo una vez que la sexualidad deviene en un área específica en la imaginación profesional por fuera de los análisis de la religión, la diáspora, el comportamiento electoral, las dinámicas interpersonales, la organización comunitaria y otro millón de hechos de la vida social, es que el estudio de la sexualidad se convierte en un salto profesional. Sólo entonces puede decirse que mover a la sexualidad a la posición central dentro de las Ciencias Sociales no es describirlas de una manera usual o, al menos, como la mayoría de las personas han sido entrenadas para entenderlas. Dada toda la atención obtenida recientemente por la teoría queer, las instituciones de enseñanza superior continúan cercando al estudio de la sexualidad. Lo mejor es empacarla lejos, aislarla en una punta de la disciplina, darle un estatus limitado de sub-campo, quizás organizando un departamento de estudios sobre lesbianas/gay, pero preferentemente revisando los programas para ofrecer solamente uno o dos cursos sobre el tema. Mejor no dejar que la sexualidad ande demasiado por ahí y menos que entre en contacto con sujetos cercanos a los académicos canonizados por las corrientes principales, por no mencionar el público mayor. No siempre fue así. ¿Qué procesos han oscurecido los lazos entre el afloramiento del trabajo asociado con los estudios queer y los primeros investigadores? ¿Cuál es el precio de ese olvido? ¿Qué les permite a los investigadores sonar creíbles cuando insisten en que la sexualidad tiene poca incidencia en el resto de los análisis de las Ciencias Sociales? ¿Cómo es que la sexualidad ha sido formulada como un tema tan marginal que puede quitarle la licencia (heteronormativa) a cualquier profesional que se presuma heterosexual? Un lugar para buscar pistas se sitúa en el oscuro terreno en donde el empirismo se encuentra con la etnografía.
¿Qué es lo que hacen? Cazando al (homo) sexual en la etnografía temprana En algunos lugares de Australia occidental, escribió R.H. Mathews en 1900, un hombre circuncidado solía ser designado con un hermano no circuncidado de la mujer con la que luego se casaría. “El chico es utilizado con propósitos de masturbación y sodomía, y acompaña constantemente al hombre” (125). Mathews describió este arreglo como un hecho dado y, luego de este comentario, habló de los usos de la arena caliente para
mantener el calor durante los meses de invierno en el desierto. Treinta años después, en “Women and their Life in Central Australia”, G. Róheim comentó desde una lista de comestibles recolectados por las mujeres (tubérculos, fruta, lagartijas, huevos de aves, ratones) hasta una descripción de una danza en la que los hombres tocaban un instrumento musical llamado ulpura: “la mujer que lo oía seguía [al músico] cuando se iba de caza y, finalmente, se fugaba con él”. En la misma ocasión, “el primer amante de una mujer irá a buscar a su esposo y le pedirá estar con ella una noche, y se espera que el marido acepte” (1933: 208-209). Tal como las crónicas de los viajes de exploración en los cuales fueron modelados, muchas de las etnografías tempranas adoptaron un enfoque naturalista [flora-and-fauna approach] para los estudios de sexualidad (cf. Kuklick 1997). Detalles de la vida social que los observadores europeos y norteamericanos consideraron “sexuales” fueron parte nada más ni nada menos que de “información adicional”. En muchas maneras, eso tomó la forma de un reporte de campo y los “actos sexuales” no parecían requerir un análisis especializado y mucho menos un subcampo disciplinar. Meramente constituían fenómenos para ser documentados e integrados en las monografías que compilaban información sobre todo: desde plantas comestibles a mitos, desde pintura corporal a prácticas funerarias. Las “bebidas Kava”, “la circuncisión”, “una forma especial de nambas o envoltura del pene” y “las jefaturas hereditarias y una organización notable de la homosexualidad de los hombres”, compartieron un mismo párrafo en la monografía de A. Bernard Deacon en 1934, Malekula (14). La masturbación mutua y la quita de uno o dos de los dientes superiores (por cuestiones de estética), compartieron una página en el trabajo de Melville Herskovits, Dahomey (1938: 289). En Papúa Guinea, se decía que los hombres jóvenes comían limas para prevenir embarazos en las interacciones hombre-hombre durante las ceremonias de iniciación. (E.E. Williams 1936: 200-201). Y en las tierras bajas del norte de Colombia, según Julian Stewart y Louis Faron, tanto los hombres ricos como los jefes practicaban la poliginia. Después que los autores registraron (sin gracia) la presencia de prostitutas mujeres y “una clase especial de hombres trasvestidos [male inverts] que iban de pueblo en pueblo vendiendo sus servicios sexuales” entre los Calamari, continuaron con la misma deliberación para analizar los patrones de guerra, el canibalismo y algo llamado “el complejo del sacerdote-templo-ídolo” (1959: 223). Algunos observadores han ofrecido descripciones más densas. En vez de catalogar de “travestis” y actos, explicaron cómo los adultos negociaban el derecho sobre los niños en caso de “adulterio” o cómo los niños ignoraban a los adultos cuando estos apuntaban a “juegos sexuales” (e.g. EvansPritchard 1951: 91; Berndt and Berndt 1951: 86-87). John Shortt (1873: 402) dedicó un artículo entero a los “verdadero Kojahs o eunucos” que cuidaban las casas de las mujeres de los “nobles musulmanes” en el Este de la India. Su ensayo contribuyó menos a establecer la sexualidad como un subcampo que al proyecto etnográfico que convocó a las Ciencias Sociales a verificar
la existencia de “gente” diversa para ubicarlas firmemente en los anales del descubrimiento. En su estudio sobre las comunidades Nyakyusa en África, Monica Wilson se tomó su tiempo para señalar que la palabra para el sexo entre las niñas, ubugalagala, también se utilizaba para denominar la “inteligencia malvada” de las brujas (1963: 94). ¿Cuál fue la razón para incluir esta información en este contexto? La resonancia lingüística tenía significancia para otros temas que le interesaban a Wilson, incluyendo brujería e “interdependencia mística”. Raymond Kelly siguió una lógica similar en su estudio de brujería aludiendo a la creencia Etoro de que los “juegos sexuales heterosexuales en el jardín causarán que los frutos empalidezcan y se mueran” (1976: 45). Cuando June Nash escribió su investigación sobre los mineros de estaño en Bolivia, incluyó una descripción del carnaval que toma en cuenta no sólo la música, la vestimenta y la cosmología sino también la mención de “una combinación de danza perversa dónde los blancos jugaban a ser negros, los hombres jugaban a ser mujeres y todas las contradicciones de la vida de esta gente se transformaban en sus opuestos y trascendían” (1979: 318). Ya sea que uno piense en lo atractivo de la trascendencia o en las características del trasvestismo, esta visión está puesta de tal manera que es simultáneamente registrada y traída a colación para plantear una discusión más extensa de categorías raciales y de opresión. De más está decir que estos investigadores se preocupaban por documentar (de manera integral como los informes sobre las bebidas Kava y el cultivo del taro) fenómenos que ellos percibían como sexuales. Las categorías que enmarcaban sus descripciones –perversión, inversión, adulterio, norma, matrimonio, homosexualidad, travestismo- venían directamente de Euro-América. Los cientistas sociales importaban esquemas clasificatorios que marcaban algunas cosas como eróticas (y otras no), junto con sus valijas, máquinas de escribir y sus baúles de viaje. No es sorprendente que las etnografías no solían tener ningún sentido para las personas que se suponía describían. Y era un tipo complejo de sinsentido dado que la situación colonial prevaleció en la mayoría de los lugares bajo estudio. Los movimientos nacionalistas enfatizaban frecuentemente la “normalidad” de las prácticas locales en respuesta a las caracterizaciones europeas de los sujetos coloniales como sexualmente incontrolables y perversos. En el contexto de dominación, la gente no podía deshacer la lógica sexualizadora de los poderes coloniales. Los movimientos anticoloniales terminaron construyendo ciertos argumentos para el gobierno local por detrás de las categorías europeas y, algunos dicen, de las mujeres locales. Vístete modestamente. Vístete para nadar. Nada de danzas “obscenas”. Sin tambores. Sin blusas atrevidas. Mantén las manos fuera de la ecuación colonial de desnudez e inmoralidad y lujuria. Analiza cada gesto de tu esposa e hijas por las posibles consecuencias que puedan tener viendo la posibilidad de que seas elegido
para un puesto de gobierno. Este fue una estrategia retórica que adoptó el lenguaje de la sexualidad para hablar de la propiedad y el decoro del poder. Sus consecuencias y sus ironías todavía están en proceso de ser reveladas. De esta manera, no es correcto decir que los tomadores de notas y los que iban a ser registrados suscribieron en formas independientes (y mucho menos mutuamente incomprensibles) las formas de “pensar el sexo” y de pensar las relaciones sexuales. En cambio, participaron en intercambios de grupos interdependientes cercados en la lucha, en la cual la sexualización ofrecía tanto una retórica como un arma. Hay mucho sobre lo que los samoanos del tiempo de Margaret Mead pudieron decir (y dijeron) sobre el índice del libro en el que “Fa’atama” (niña poco femenina) logró “fugarse con su amante”; “lavalava” (taparrabos) se encontró en el medio de un “amorío” y el “incesto”; mientras que la aparición de la palabra Sexo se subdividía en “sexo (zonas erógenas)”, “sexo (experimentación)”, “sexo (amistad)”, “sexo (técnicas)”, “sexo (aventura)”, “sexo (chica americana)”. Pero no sin costos políticos. En los tempranos días de los etnógrafos, los cientistas sociales tendían a concebir a la sexualidad como auto-evidente, quizás intrigante, quizás desagradable, posiblemente trivial, pero, sin embargo, un objeto unificado para el análisis. Esto no era una categoría con un significado moldeado por la lucha de clases o la lucha colonial, sino por una fuerza más primaria y dada. Esa Cosa Llamada Sexo puede estar moldeada para siempre por las fuerzas sociales, llevando una tremenda variedad en las formas en que la gente alrededor del mundo “lo hace”. Pero ahí está, esperando ser informado u observado, firmemente sustentado en un substrato biológico de hormonas e instinto. Fue después de publicaciones como Stigma de Erving Goffman cuando vino la nueva academia y los investigadores empezaron a ver las necesidades, identidades, deseos y repulsiones como socialmente construidos; con un poder de explicación en referencia a algo más grande que el individuo o la biología. Luego de eso, la mente se convierte en un aspirante a las zonas más erógenas (Ross y Rapp 1983). Mientras tanto, el relativismo cultural había ganado espacio. Sin la presencia de ningún análisis serio de la historia del colonialismo, la tremenda variedad de las prácticas eróticas parecía ser el resultado de las preferencias y las “tradiciones” locales. Si la etiqueta Ojiwa demandaba las bromas entre primos cruzados que podían llegar al límite del coqueteo (Landes 1937), y jóvenes durante su iniciación en Nueva Guinea tenían que “practicar sodomía para llegar a ser altos y fuertes” (Landtman 1937: 237), bueno, eso parecía representar ni más ni menos que un rango que iba desde cuestiones de religión hasta la dieta. Aún cuando muchas de las etnografías manifestaban no juzgar lo que describían, era inevitable cierto tipo de evaluación que se transmitía en la descripción. “Adulterio” difícilmente es una palabra que no contenga opinión e “invertido” suena a algo que tu hijo no preferiría que lo llamen en la cancha de fútbol. “Homosexual” implica una identificación para toda la
vida, y aún así los investigadores aplican la palabra a rituales que sólo duran unos meses, años o días. Pero incluso aquellos como Malinowski que enfocaron el tema de la sexualidad con cierto desagrado, discutieron fuertemente por su lugar dentro de las Ciencias Sociales: “El hombre es un animal y, como tal, aunque a veces no quede claro, un antropólogo honesto debe enfrentar este hecho” (1927: 6). Por supuesto que no todos los investigadores enfocaron los fenómenos que consideraban “sexuales” con igual aplomo. En algunos casos, el sexo aparece como una “presencia ausente” en la etnografía. Un investigador registra una característica “sexual” de algo observado y, luego, afirma su no voluntad para tratarlo o simplemente continúa sin ningún comentario. En su clásico ensayo “La Religión como un Sistema Cultural”, Clifford Geertz describió a la performance Rangda-Barong en Bali en la cual la “bruja” Rangda (algunos dicen que es la encarnación de la diosa hindú Durga) “evoca el miedo (tanto como el odio, el disgusto, la crueldad y, aunque no pude poner a prueba los aspectos sexuales de esta performance, la lujuria)” (1973: 118). Quizás en otra ocasión, ¿no? A lo largo de los años, artículos enteros de sexualidad, y ocasionalmente libros, han surgido de la literatura etnográfica. “Sexo y Represión en la Sociedad Salvaje” de Malinowski está entre los más conocidos, pero también hubo artículos de Edward Westermark sobre “Amor homosexual” (1906), Ruth Benedict sobre “El Sexo en la Sociedad Primitiva” (1939), Ruth Landes sobre “El Culto del Matriarcado y la Homosexualidad Masculina” (1940), Ian Hobgin sobre “La Vida Sexual entre los Nativos de Wogeo, Nueva Guinea” (1946), Ronald Berndt y Catherine Berndt sobre “Comportamiento Sexual en el Oeste de Arnhem” (1951), Robert Suggs sobre “El Comportamiento Sexual Marquesano (Islas Marquesas)” (1966), Alice Kehoe sobre “La Función del Juego Sexual Ceremonial entre los Indios de las Planicies del Norte” (1970) y Evans-Pritchard sobre “La Inversión Sexual entre los Azende” (1970) sólo para mencionar algunos. Se ha constituido la categoría Two-Spirits [dos espíritus] que se aplicaba al grupo de indios americanos para describir a la gente que se consideraba, en tanto sagrada, de géneros cruzados o de múltiples géneros y, consecuentemente, inadecuadamente descripta por términos como “homosexual” o “bisexual” (ver Lang 1996: 92). Esta colección deliberadamente ecléctica de fuentes sugiere que, cuando se trata de establecer un linaje para estudiar la sexualidad, los cientistas sociales no están lidiando con una excepción. Hay muchas más etnografías de donde provienen, sin extender la búsqueda a las disciplinas hermanas de la Antropología como la Psicología o la Sociología. Aun así, las referencias a la sexualidad en las etnografías tempranas son importantes por mucho más que por la habilidad de disputar los cargos con la teoría queer. La “aventura” colonial que conformó estas etnografías ha tenido un impacto duradero en la manera en que los investigadores (y el público) enfocan el estudio de la sexualidad (Stoler 1995). También lo ha tenido la maleable
alianza entre las Ciencias Sociales y las Ciencias “duras”. En la imaginación popular, las Ciencias Sociales han sido asociadas con una suerte de empirismo reduccionista que la investigación contemporánea no se ha podido quitar de encima. Actualmente esto es más evidente que en la pregunta que se hacía en la última encuesta sobre sexo allá por las primeras etnografías: ¿qué es lo que ellos hacen? ¿Qué es lo que ellos hacen? Hay tanto que puede ser deducido de la información que los niños marquesanos otorgan cuando aseguran que vivían con miedo por las represalias de la masturbación, pero que “el error parece estar en ser tan inepto como para ser sorprendido en ese tipo de actividades… en vez de en la actividad en sí misma” (Suggs 1966: 46). Primero que nada, esta observación aislada no ofrece ningún contexto. ¿Estamos hablando de una situación previa o posterior a las misiones? ¿Quién pregunta y quién responde, bajo qué tipo de condiciones? ¿De quién es la categoría “masturbación”? ¿Cómo está la presentación de esta observación fuera de contexto y conectada con un proyecto intelectual/político? Sí, es información, pero nunca es simplemente información. La información es seleccionada y recolectada, usada y abusada por los investigadores quienes son, en algunos sentidos, un producto de su tiempo. Tal letanía puede aproximarse a una obviedad metodológica en este punto pero, como el buen sexo, merece ser repetida. El punto no es solamente que las Ciencias Sociales tiene más que contribuir al estudio de la sexualidad que una incursión por la vida social que trae información de a pedacitos relativamente no digeridos. El punto también es que la larga historia de las narrativas sobre la sexualidad –una historia que coexistió con la etnografía misma-, ha fomentado una mala impresión de la investigación de la Ciencia Social en sexualidad como un proyecto por demás empirista. Debe ser empirista, pero no sin aristas concernientes a lo moral, lo teórico, lo político y lo analítico. En la medida en que la temprana etnografía ha ayudado a sostener el enfoque -“sólo le presento los hechos, señora”- referente a las Ciencias Sociales y a la sexualidad, la relevancia etnográfica excedió a la antropológica. La caricatura de la Ciencia Social como una ciencia que tiraba datos sólo se vio reforzada cuando se cambió la atención de “ellos” hacia “nosotros”, desde los exóticos que están lejos a los inadaptados en casa, desde los análisis que enfocaban la diferencia a los análisis que anunciaban desviaciones. Desde el momento en que la “desviación” emergió como un tema de investigación y un contraste para “la norma”, el tema se sexualizó. Cursos universitarios sobre desviaciones tenían más posibilidades de tratar el travestismo que la rebelión política. En el ínterin, Kinsey había llegado a la escena para tabular las entrevistas sobre sexualidad con porcentajes: 37% (no 35 ni 38) cuando se refería a los hombres americanos que habían experimentado sexo homosexual para tener un orgasmo. Masters y Johnson aparecieron con la moda eléctrica en
la que conectaban voluntarios con máquinas para monitorear, medir, y finalmente condensar un conjunto de funciones corporales (frecuencia de latidos, sudor) en un “ciclo de respuesta sexual humana” (J. Jones 1997; Robinson 1989). La aspiración de la sexología de mitad de siglo respecto de la precisión se combinó muy bien con el enfoque de las expediciones de final del siglo que habían tomado al mundo como su laboratorio. Pero un énfasis renovado sobre los datos implicaba un reconocimiento disminuido de la importancia de los marcos teóricos que le dan forma a esos datos. El relativismo cultural, sólo para tomar un enfoque, ha tenido un tremendo impacto en cómo la gente piensa la “naturaleza”, la “sexualidad” y la “potencialidad” humana. Por toda su utilidad y atracción, entonces, estos enfoques contribuyeron a la fantasía de que los cientistas sociales son documentalistas, proveedores de datos destilados y listos para ser tomados dentro de teorías y análisis de otras personas. ¿Qué es lo que pasa cuando se le presta tanta atención a la ciencia social como fuente de “hechos” y tan poca respecto a los usos, derivación o producción de esos datos? ¿Por qué, cuando se refieren a las contribuciones teóricas de las Ciencias Sociales sobre sexualidad, muchos sienten que deben apartar la vista? Antes de analizar esta pregunta con mayor profundidad, quisiera considerar otra manera en la que los cientistas sociales han estado escribiendo sobre sexualidad en este tiempo. El conjunto de prácticas eróticas incluida en las narrativas mencionadas es lo menos que se ha perdido cuando la investigación contemporánea sobre sexualidad procede sin un entendimiento de su herencia. En los primeros años de la Ciencia Social, los investigadores apostaron por un territorio de disciplinas incipientes basadas en casos de estudio, ilustraciones, y debates que marcaron prominentemente las características de los temas de sexualidad. Por lo tanto, no es solamente que existe un componente teórico para investigar la sexualidad en las Ciencias Sociales. También hay un componente sexual en la teoría social más básica. Sin él, no habría Ciencia Social. O, más precisamente, no habría esta ciencia social.
Cómo los cientistas sociales obtuvieron su lugar Piense en algunos de los conceptos y debates fundamentales en la Ciencia Social, del tipo que los investigadores pasan horas dedicados a memorizarlos en las carreras de grado. Organización social. Familia y parentesco. Normas y roles. El tabú del incesto. Naturaleza versus cultura. Difusión versus invención independiente. Interpretaciones de mitos. Reciprocidad y dones. Trabajo. Ritual. Solidaridad. Competencia cognitiva. Herencia y transferencia de recursos. Promiscuidad primitiva. Evolución. La división del trabajo. Diferencias de género. Estratificación social. Relaciones internacionales. La ética protestante. Características que distinguen al homo sapiens del resto de los animales. Sociedad. Instinto. Cultura. Cambio.
Algunos de estos (el tabú del incesto y la promiscuidad primitiva) parecen más explícitamente sexuales que los otros (el intercambio de dones). Pero cada uno de estos conceptos pivotes en la historia de las Ciencias Sociales arrastró a la sexualidad a estar al servicio de un debate “más grande”. El movimiento tendió a ser en una de las dos direcciones. Por poner un ejemplo, un aspecto de lo erótico ocupó un lugar central no como un punto aislado sino como una avanzada evidencia para conformar un argumento. Para tomar un caso, en aquel importante documento de la ciencia social, “La Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo”, Max Weber agrupa “la tentación de la carne” con “holgazanería” en una discusión sobre condiciones puritanas para conseguir riquezas (1958: 157). Aquí, el material relacionado con la sexualidad es puesto casi como algo que está por fuera, un pequeño detalle pero que apoya el argumento del autor. Algo similar ocurre cuando E.E. Evans-Pritchard incluye “medicina de la virilidad” en un catálogo más extenso de las medicinas de los Azande, o explica cómo se puede recurrir a la “magia buena” para determinar quién estaba durmiendo con su mujer. Los lectores se informan que la magia buena puede usarse para descubrir quién “ha cometido adulterio”, pero también quién ha “tomado sus lanzas o ha matado a hombres de su familia” (1976: 183, 189). Evans-Pritchard no necesita del adulterio para explicar la magia buena, pero el adulterio le servirá muy bien a sus propósitos. La actividad marcada como sexual aparece al lado de las actividades no sexuales, pero Evans-Pritchard la muestra como algo más que una descripción o un detalle, dado que él utiliza la descripción del adulterio para apoyar un análisis particular de brujería. Algunas veces, el erotismo habita en el análisis por su implicación. Una manera en la que Franz Boas explicó el concepto de difusión fue a través de una discusión sobre la distribución de personas y de mitos a lo largo de grandes áreas geográficas. Como grupos esparcidos, ellos producían inevitablemente lo que Boas llamó una “mezcla racial”. Bueno, todos sabemos lo que la gente tiene que hacer para conseguir esa mezcla. Entonces, cuando Boas cuenta la historia de los indígenas de Dog-Rib del Great Slave Lake –en el cual una mujer se casa con un perro, tiene seis cachorritos, pierde la afiliación a su tribu, se las ingenia para sacarles la piel de cachorros a los hijos y los convierte en niños- lo está haciendo con un propósito y termina comunicando una narrativa de múltiples capas sobre la desigualdad y la sexualidad (1940:438). La gente viaja, los mitos viajan y ambos trabajan para renegociar los lazos sociales, a veces de maneras en las que son mediados por el sexo. Evidencia reunida, argumento armado. El segundo tipo de enlace entre el sexo y los análisis en las Ciencias Sociales es, por mucho, el más espectacular y el que tiene consecuencias más duraderas. En este caso, los autores trataron a las relaciones sexuales como un ejemplo paradigmático que ofrecía la mejor ilustración de un concepto o los mejores medios para adjudicar un argumento. Ritos de “Pubertad” (iniciación), con su implícita referencia a la maduración sexual,
casi que vienen a definir la categoría general de ritual tanto en la imaginación popular como en la académica. Los investigadores interesados en la cognición no le preguntaban a la gente que narre lo que veía en las tarjetas con manchas, explique su razonamiento y ponga formas extrañas en cajas. También gravitaban hacia una forma altamente sexualizada de la pregunta: ¿será posible que estos salvajes entendieran los mecanismos de la concepción humana? (Muestre que puede dar un recuento biológico de la paternidad y entonces también tendrá un reconocimiento de agudeza mental, acompañado de un posicionamiento del medio para seguir adelante en la escalera evolutiva). De la misma manera, cuando los cientistas sociales comenzaron a desarrollar el concepto de norma, tuvieron una fuerte deuda con el contraste provisto por las prácticas de los “otros” pensados por fuera de los parámetros de las normas. Estos Otros, descriptos como desviados, exóticos o ambos, eran supuestamente reconocibles en parte por su exceso sexual (cf. Bleys 1995). En cada caso, el giro analítico sobre la sexualidad buscó material que probara ejemplos en vez de un interés en sí mismo. Cuando Marcel Mauss desarrolló su análisis sobre el don como un mecanismo que creaba solidaridad social, tomó del trabajo de Malinowski sobre las islas Trobiandesas la noción de que la relación entre un marido y su mujer constituía un don “puro”. “uno de los actos más importantes notados por este autor”, declaró Mauss, “y uno que echa una poderos luz sobre las relaciones sexuales, es el mapula, la secuencia de pagos de un marido a su mujer como un salario por sus favores sexuales” (1967: 71). Cuando Mauss se puso a trabajar con Emile Durkheim (1963) para estudiar las famosas clasificaciones primitivas, las “clases de matrimonio” (moietis) proveyeron un elemento clave en su análisis. Ellos discutían que la división de la sociedad en dos campos (el elegible y el que queda por fuera de los límites) ha provisto a los investigadores una manera de entender las diferentes modos de lógicas y modalidades básicas del pensamiento humano. En la mayoría de las sociedades que ellos examinaron, aquello que refirieron como “Matrimonio” tenía sus dimensiones eróticas, aunque el sexo no era necesariamente el centro de lo que suele asumirse como una sociedad que afirma su “vida de buen sexo” como un derecho de nacimiento. Ocultando estas discusiones están los tratados de filosofía sobre la naturaleza humana y las fantasías sobre seres en un estado primaveral. Cuando se hace la pregunta por aquello que los humanos compartimos universalmente, el eje del debate suele estar relacionado con la sexualidad. Un concepto aun muy discutido, el tabú del incesto, ha devenido en un escalón para teorizar sobre las relaciones sociales. ¿Todo el mundo (al menos, oficialmente) encuentra repugnante dormir con sus hijos y con sus padres? ¿Y con los hermanos/as? ¿Medio-hermanos/as? ¿Y qué pasa con los grupos en los cuales coexiste la prohibición del casamiento entre primos y los grupos en los cuales se permite (ver Wolf 1995)? Según afirman muchos autores, no fue un entendimiento del erotismo per se. Más al punto iban preguntas sobre el grado en el que la biología dicta el orden de las
relaciones humanas. El movimiento para empujar hacia atrás las afirmaciones biológicas creó, a su vez, un lugar para nuevos conceptos analíticos como “sociedad” y “cultura”. El concepto de cultura ha acumulado un rango de significados a lo largo de los años, incluyendo arte “sofisticado”, costumbre, invención colectiva, la interpretación de prácticamente todo y la posibilidad de múltiples culturas. En una economía global donde poco parece no estar conectado, la noción de cultura ha atravesado por sostenidas críticas pero, al mismo tiempo, primero circuló ampliamente a través de las Ciencias Sociales y los académicos explicaron a la cultura -en parte- como opuesta al “instinto”. Entonces, inevitablemente, el camino hacia el instinto se dirigió a través del sexo. El instinto igualaba a las aves, a las abejas, a los humanos con otros humanos, pero sólo los humanos fueron un paso más allá para tener reglas, regulaciones y para hacer enojar a los parientes al decir cómo terminaron juntos. O al menos así lo decían los sabios de ese momento. El trabajo de Sigmund Freud, quien escribió extensamente sobre el tema del instinto, también fue muy influyente para que la sexualidad se corriera a un lugar preponderante en las Ciencias Sociales. Antes de que los críticos literarios finalizaran el coqueteo que habían tenido en los últimos tiempos con el psicoanálisis, los psicólogos y antropólogos entraron en escena. Pero Freud no se consideraba a sí mismo como la única fuente de información. Él también tenía el hábito de citar etnografías para dar fuerza a sus argumentos, no solamente en su célebre Totem y Tabú (1918) sino también en ensayos como “Las Aberraciones Sexuales” (1975). Y habiendo escrito bastante antes que Freud, había autores que elaboraban sus argumentos en el terreno de la sexualidad sin haber sido conocidos como académicos del sexo. Algunos de ellos fueron Lewis Henry Morgan, Frederick Engels, Henry Maine, John McLennan, Emile Durkheim y Charls Darwin. Pero allá por los días pre-freudianos del siglo XIX, los académicos debatían eternamente sobre la teoría de que las sociedades progresan según un número de estadios, empezando por la “promiscuidad sexual”. En su estudio de 1865, Primitive Marriage, McLennan especulaba con que los hombres en las primeras sociedades, originalmente, se habían unido con las mujeres de su grupo indiscriminadamente. Bajo esas condiciones, nadie podría rastrear la paternidad biológica con alguna esperanza de certidumbre. Darwin estuvo en opuesto desacuerdo, postulando que “los celos sexuales eran emociones fundamentales, y que debieron haber contribuido para el establecimiento temprano de los arreglos de parejas entre los hombres” (Kuper 1988: 40). Engels tomó la posta donde la había dejado McLennan, argumentando que la promiscuidad primitiva era obviamente poco acorde con un sistema de propiedad privada. ¿Cómo iban a saber los hombres a quién heredaban? Algo le tuvo que haber sucedido a la “horda” una vez que la agricultura a gran escala hizo posible la acumulación de excedentes. Engels, quien hizo un gran uso de las investigaciones de Lewis Henry Morgan sobre los Iroqueses, propuso que
este “algo” fue “la familia”. La familia, como la veía Engels, restringió el acceso a las mujeres de manera que permitió la institucionalización de la propiedad privada y el control sobre lo que ahora era una transmisión regularizada. ¿Estaba siendo cuestionada la promiscuidad sexual primitiva? No tanto se discutían las “prácticas de apareamiento” de una era del pasado, sino que el interés estaba puesto en quién posee, quién hereda y quién controla. El mismo debate proveyó una oportunidad para elaborar teorías de desarrollo y evolución social. Pocos, si es que alguno, de los autores que participaron en el debate sobre la promiscuidad sexual se pusieron a escribir sobre sexualidad. Por supuesto que volvían al tema de la sexualidad desde otro ángulo, empezando ostensiblemente con temas asexuales de investigación. ¿Cómo se explica la lógica de la transferencia de propiedad? ¿La división del trabajo? ¿La organización social? ¿Los cambios en el modo de producción? ¿El surgimiento del Estado? Terminaron escribiendo página tras página sobre las alianzas matrimoniales, los celos sexuales, la promiscuidad y cosas por el estilo. En las narrativas especulativas, la manera en que un grupo lidiaba con el erotismo se convierte en un marcador de (des)organización social y avance evolutivo. Joseph Marie Degérando, escribiendo durante el Iluminismo, reflexionó sobre el estado en la sociedad “salvaje” preguntándose, entre otras cosas, si los “salvajes” enfocaban su amor en una persona solamente y si existía un “nivel de brutalización” tal que “las mujeres… pasaban [desnudas] en frente de los hombres sin ruborizarse” (Stocking 1968: 25) ¿Cuán distintas eran sus preocupaciones de las que tenían Darwin, Engels, Maine y McLennan más de medio siglo después? Dado que muchos de los escritores de la evolución, a fines de siglo pasado, habitualmente atribuían la piel oscura a los “salvajes” y a los “bárbaros” (Stocking 1968: 132), la hipersexualización -que era parte de la invención de lo primitivo- aparecería en uno de los más claramente ofensivos estereotipos asociados al concepto emergente de “raza”. Una y otra vez el racismo caracterizó a las investigaciones en busca del “eslabón perdido” durante décadas. Y ¿a dónde fueron los investigadores a buscar este puente entre los humanos y los simios? A las relaciones sexuales en general y a África en particular. En muchas explicaciones espurias acerca de las mujeres africanas quienes se apareaban con orangutanes o chimpancés, las relaciones sexuales heterosexuales simbolizaban la continuación entre los animales y los humanos, en agudo contraste con la utilización de herramientas y la adquisición del lenguaje, que figuraron como temas para reasegurar la división entre el “hombre” y la bestia. Cuando los europeos encerraron y exhibieron a una mujer Khoi como la “Hottentot Venus”, su lujuria fue asumida mientras el tamaño de sus genitales se transformó en un tema de pública censura y cometarios. (Comaroff y Comaroff 1991: 104, 123; Gilman 1985).
La erotización de la búsqueda del eslabón perdido no puede ser entendida en forma separada de la búsqueda concomitante de una dominación racional. Como muchos lo han señalado, las Ciencias Sociales se prestan a sí mismas, admirablemente, para los usos de la intervención. Temas como la “promiscuidad primitiva” pudieron haber sido especulativos, pero tuvieron un efecto a nivel mundial. La Ancient Society de Maine, que siguió a la posición de Darwin sobre los “celos sexuales” en los debates de la promiscuidad sexual, puede también ser leída como una polémica pseudohistórica contra la independencia India (cf. Kuper 1988: 18-20). Dado que los sujetos coloniales vivían vidas de inmoralidad sexual y eran producto de un estadio rudimentario (“patriarcal”) de la evolución social, ¿quiénes eran ellos para comenzar una agitación en nombre de las Gobernaciones Locales [Home Rule]? Luego de que el Capitán Cook regresó del primero de sus viajes, los románticos europeos amarraban sueños de amor libre a las islas del Mar del Sur (Stocking 1992: 307). Sus pares menos románticos miraron el mismo espejo y se alejaron aterrados de la imagen de la sexualidad tan “fuera de control” que parecía pedir por la “civilización” europea para que los ponga por el camino correcto. Por su puesto, la mera piel que indicaba la lujuria a los ojos coloniales podía significar cosas diferentes para la gente que pensaba a los colonizadores como unos tontos que se desvanecían sobre sus traseros con los calores del monzón. Estas fantasías fervientes de la imaginación colonial recayeron fuertemente sobre la gente que estaba bajo el control europeo o americano. Vestimenta, música, arte, y cualquier cosa juzgada como “obscena” por los estándares importados frecuentemente se convertían en híbridos, fuera de lugar o en cosas forzadas de manera clandestina. La proliferación de la erotización también tuvo un efecto boomerang, tanto sobre las Ciencias Sociales como sobre las sociedades que propusieron esa norma. Las relaciones internacionales emergieron como un subcampo de un cambio en los papeles que atribuyeron a los países, cuando no a climas enteros, que eran impotentes, afeminados y enervantes. Los estudios sociológicos de comunidades inmigrantes en los Estados Unidos ayudaron a establecer los estándares gubernamentales sobre las viviendas. Cuando el Estado comenzó a asumir la custodia de los niños en los casos de abandono, los criterios sobre los “amontonamientos” [overcrowding] (¿basados en los estándares o la manera de vivir de quién?) reflejaban los miedos referentes a que los niños vieran a los adultos “haciéndolo” y no sólo temas de tenencia precaria. La Ciencia Social también ayudó a aliviar a algunos lectores cuando se enteraron que ni una proclividad a los pezones ni un pene de 8.5 cm queda por fuera de la “norma” (producida por la ciencia social) (ver Master y Johnson 1966: 191). Un poco de mala Psicología tanto como pésimos programas de encarcelamiento han sido desarrollados para la búsqueda de “curas” para las desviaciones de la norma. Y den por seguro que aquellos
adolescentes que molestan a sus amigos sobre un repertorio sexual limitado a la “posición del misionero” posiblemente no sepan los siglos de violencia y represión política y religiosa comprendida en esa frase. Tampoco saben lo que le deben a las aventuras coloniales la aspiración por manejar un conjunto elaborado de técnicas sexuales. Incluso algunos debates metodológicos pueden transformarse en cuestiones de sexualidad. En Antropología, la controversia Mead/Freeman fue (en parte) sobre el tema de la violación forzada [forcible rape]. Freeman atacó la reputación de Mead con la afirmación que la violación forzada había tenido lugar en Samoa durante los años en que Mead anunció su ausencia virtual (Stocking 1992: 332) ¿Ocurrió este tipo de violación en Samoa o no? ¿Era frecuente? (Y, por consiguiente, ¿era Mead una investigadora digna de su sueldo, o fue seducida para apartarse de la rigurosidad académica por la fama y la oportunidad de popularizar su trabajo?). En este caso, el sexo ofrecía un lugar para testear la confiabilidad de un método y los límites de la credibilidad profesional. Los investigadores que presumen que los “actos sexuales” son pasibles de ser abstraídos y, de esta manera, aparentemente disponibles para la inspección académica se encuentran con problemas cuando tratan de emplear los principios metodológicos del arsenal de las Ciencias Sociales. Si utilizan encuestas, encuentran que, nuevamente, la sexualidad es un caso paradigmático, esta vez en referencia a una cuestión metodológica denominada self-report. ¿Cómo pueden los científicos sociales evaluar la veracidad de un testimonio en retrospectiva sobre algo como el sexo sin sujetarlo a la investigación de primera mano (Lewonin 1995)? Eso deja afuera a las técnicas de observación y, sí, de participación. ¿Qué medios eran (y son) los justificados para obtener conocimiento acerca de la sexualidad? ¿Qué ética debería prevalecer? El giro para analizar la sexualidad como un objeto discreto de investigación amenazó con dejar al descubierto el voyeurismo (por no mencionar el romanticismo) inmerso más generalmente en el proyecto documental. He arriesgado la súper simplificación que conllevan las precarias síntesis de los que, en su tiempo, intrincadamente discutían y matizaban debates con el fin de llegar a casa para señalar que, desde el comienzo, los supuestos sobre la sexualidad contribuían a esclarecer conceptos de las Ciencias Sociales como normalidad, evolución, progreso, organización, desarrollo y cambio. De la misma manera, los juicios sobre la sexualidad permanecieron profundamente inmersos en la historia de las explicaciones académicas de quién adquiere el poder, quién lo merece y quién lo conserva. Lo mismo puede decirse de una multiplicidad de teorías sobre cognición, reciprocidad, género, raza y tantos otros conceptos almacenados en las Ciencias Sociales. Éstas no son solamente abstracciones: son abstracciones con un pasado. A lo largo de años de aplicación, han probado sus efectos concretos así como se han hecho convenientes para las manos de los que buscan justificar la dominación. Eso es algo en lo que tendremos que pensar la próxima vez
que leamos un ensayo sobre estadios de desarrollo, trayectorias normativas para la construcción de las familias o iniciativas de políticas públicas que enmarquen a la población como un problema junto con la “sexualidad” y alguna cuestión acerca del “control”. Hay muchas maneras de contar un cuento, y las Ciencias Sociales no son el único animal en el bosque. He elegido por el momento hacer de las Ciencias Sociales algo central para el pensamiento intelectual que resalta la sexualidad. En este cuento, los investigadores embarcados en el estudio de todo, desde el ritual al cambio social, han mostrado los dientes con documentos que ubican al erotismo en el corazón de la oscuridad en la que se transforma una disciplina. Muchos profesionales han salvado su pellejo profesional escribiendo un manuscrito dotado de argumentos que apelaban a la “sexualidad” para dar fuerza al caso. Y así, queridos colegas, es cómo las Ciencias Sociales entraron en escena.
Información sobre el caparazón [half-shell] Los investigadores de las Ciencias Sociales que tropiezan con esta herencia se encuentran ante un dilema. Por un lado, saben que aportan cuestionamientos y convicciones a sus proyectos, lo cual implica, nada menos, que su información siempre es producida, usualmente analizada y frecuentemente teorizada. Incluso, los conceptos que usan para enmarcar preguntas pueden llevar una carga erótica. Por el otro lado, van a trabajar en un mundo que trata a los cientistas sociales como los proveedores de información. Bajo este punto de vista, la información se presenta como contenido puro, esperando ser recogida como las latas en la calle. Olvide la teoría y el análisis. Siendo los investigadores vistos como los que tienen la información, la contribución de las Ciencias Sociales al entendimiento de la sexualidad se reduce al ojo que documenta los “actos” y también las “creencias”. Malinowski, un exponente principal cuando se trata de hacer “bien” las cosas respecto de la fauna, puede ser pensado como un recolector de información o puede ser recordado como alguien que transformó a la sexualidad en el terreno de una temprana incursión a la interdisciplinariedad. En “Sexo y Represión en la Sociedad Salvaje”, Malinowski sostuvo modelos freudianos de inspección transcultural, deteniéndose a lo largo del recorrido para reflexionar sobre las implicancias de sus análisis en las relaciones de clase en Europa. (¿Cómo cabría el tío materno, tan importante en las Islas Trobiand, en el triángulo edípico? La respuesta: no cabe, porque la teoría psicoanalítica no contempla a la relación con el hijo de su hermana. ¿La conclusión? Es hora que el psicoanálisis modere algunas de sus pretensiones universalistas). El libro de Malinowski logra mucho más que un informe sobre lo que encontró. El punto es leer a Malinowski tanto por cómo él estudia lo que estudia así como por lo que el estudia. Pero ese tipo de lectura sería incompatible con la
marginalización del estudio de la sexualidad que se da hoy en día en las Ciencias Sociales, una marginalización que define a “los estudios de sexualidad” como un subcampo y un proyecto “estrictamente empírico”, con poco contenido teórico o de otros aspectos de la vida social. Bajo estas condiciones, cuando algo es marcado como sexual, pareciera tornarse inabarcable. Tan inabarcable, de hecho, que puede sobrepasar todos los otros puntos del autor. Margaret Mead estaba “asombrada que los alumnos de un college en Tennessee hubieran pensado que su Adolescencia en Samoa [Coming of Age in Samoa] fuera principalmente un libro sobre ‘educación sexual y libertad sexual’ cuando de las 297 páginas, sólo 68 están dedicadas al sexo” (Stocking 1992: 318). Incluso, en los pasajes que se referían a la sexualidad directamente, Mead analizó y teorizó sólo sus descripciones. Habiendo notado que las mujeres tchambuli comenzaban el juego sexual con las máscaras femeninas que usaban los bailarines hombres, ella remarcaba la “doble sentido de la situación, el espectáculo de las mujeres cortejando a los hombres disfrazados de mujeres” (Mead 1963: 256). En este ejemplo, los comentarios de Mead tienen una proximidad contemporánea, casi de los estudios culturales. El pasaje, la inversión y la mimesis son obvios componentes de la historia, pero casi no pueden ser discernidos entre esa neblina erótica que cubre su trabajo. Decir que Adolescencia en Samoa es un libro de sexualidad es lo mismo que decir que Los Nuer de Evans-Pritchard es un libro sobre ganado. Ambas afirmaciones tienen una cierta lógica, pero la evaluación no puede detenerse allí. Los Nuer puede ser un libro sobre ganado, pero establece la alimentación, la decoración y el intercambio de ganado como un mecanismo para entender los linajes y las alianzas. Lo mismo ocurre con Mead. Sus observaciones sobre la sexualidad proveen un punto de entrada a otros temas en los cuales ella estaba sumamente interesada, como ser el desarrollo de la infancia y los límites de la maleabilidad humana. Imaginarse otra cosa es emplear una combinación familiar de visiones y negarse a reconocer lo obvio, como los padres que saben que su hijo tiene un novio pero de alguna manera se rehúsan a preguntárselo en forma directa. Un somero repaso de la manera en que las críticas literarias, los historiadores y los académicos de los estudios culturales han tomado a la investigación en Ciencias Sociales para su propio provecho revela el último principio en acción. Las ceremonias de ritos de pasajes así como los actos sexuales tienden a ser citados sin ninguna crítica, presentados como hechos privados de política o de teoría, de manera que la teoría literaria se pone en contra. Tampoco están los científicos sociales al margen de las ironías y la seducción del “descubrimiento”. “¡No me vas a creer cómo lo hacen en Nueva Guinea!”. “No me vas a creer lo que esta encuesta nos dice sobre la diferencia entre lo que los americanos dicen que hacen y lo que realmente hacen cuando se acercan a la puerta de la habitación!”. Obtengo lo hechos, señora. Sólo los hechos.
Los enfoques naturalistas siguen siendo útiles formas de investigación, pero limitados y peligrosos. Cuando la Ciencia Social se hunde en los usos de la documentación, nunca tiene que dar cuenta del deseo de dominio vinculado a la palabra escrita. Nunca tiene que llamar la atención sobre la selección o la interpretación de lo que “encuentra”. Puede pasar por alto las múltiples maneras en las que los “traedores de datos” llevan con ellos las historias de las disciplinas. Puede inculcar en la conveniencia del olvido que la noción de la información (pura) trabaja por detrás de escena para hacer más agradable tanto la percepción de alguien como la teoría mimada. La fantasía utópica de ordenar la información en crudo depende de la ilusión de que el mundo es tu caparazón. En el punto en que la Ciencia Social va por detrás de las Humanidades en la investigación contemporánea de la sexualidad, debe estar involucrado algo más que meros pruritos o disgustos que inexplicablemente afligen a los científicos sociales más frecuentemente que a sus colegas de la literatura o la historia. Dentro de la división del trabajo académico, la noción del científico social como un coleccionador de datos de otra gente ha degradado a la Ciencia Social a una especie de labor torpe en el campo de los estudios de la sexualidad. (¿Honestamente, Paulo, cuánta habilidad se requiere para ir y observar?). Sin embargo, la historia de las disciplinas de las Ciencias Sociales testifica no sólo que la sexualidad es buena para ser recolectada, sino también que es un buen tema para pensar. Durante siglos, los académicos han utilizado lo que pasa por “erótico” para salirse con sus argumentos intelectuales y arremeter nuevamente en un debate vigoroso. Aquí, para resaltar lo empírico a expensas de lo analítico, se ubica a los científicos sociales en una posición insostenible, dado que en la investigación los dos ya son solamente uno. En la comida para el pensamiento servida por cualquier académico, la información ya está cocinada y en las manos de alguien que la va a convertir en un plato muy picante. ¿Cómo ocurrió que, a finales del siglo XX, la sexualidad que se había asociado al estilo naturalista de análisis fue luego aislada y desapropiada como un tema marginal? ¿Qué le otorga un poder estable a la creencia errónea que la investigación en Ciencia Social sobre sexualidad habla por sí misma sin ofrecer teoría o interpretación? Las cuestiones aquí son complejas. Ciertamente, no ha ayudado el borrón de la historia intelectual descrito en estas páginas, junto con la asimilación de esa historia a temas de estudio ostensiblemente “asexuados”. La responsabilidad puede recaer en la idea de una concepción empobrecida de la ciencia en las disciplinas sociales, en la cual el conocimiento puede aparecer como una certeza, como un hecho. El tipo de ciencia muy a menudo (mal)atribuida a la investigación sobre redes de amistad gay o fidelidad en el matrimonio es una en la que el mundo deja de girar para el observador-explorador. Ésta, muy difícilmente sea la ciencia de los agujeros negros, los universos y los genes mutantes. Pero incluso estas explicaciones ruegan por la pregunta
sobre por qué una concepción perimida de ciencia social debe regular las discusiones sobre sexualidad más que otras áreas de investigación. Puede haber otro culpable: una alianza non sancta entre el deterioro en las habilidades de los científicos sociales frente a la imaginación popular y el envase del erotismo ubicado en una esfera separada y distinta. Siguiendo a Foucault, Steven Seidman (1991) ha sostenido que la segregación imaginaria de la sexualidad de otros aspectos de la vida social es un desarrollo histórico relativamente reciente que precedió la emergencia del movimiento LGBT. Pero la esfera erótica, una vez establecida, vino a significar un domino del placer, frivolidad e insignificancia [fluff], un dominio ostensiblemente periférico a la vida social y, por consiguiente, un tema casi absurdo para una investigación seria. ¡No es un camino fácil de transitar! Los desarrollos históricos son fundamentales para entender cómo la sexualidad, una vez puesta en el centro de la interdisciplina, devino marginada con respecto a las controversias en ebullición y a los temas candentes actuales. Bajo tales condiciones, los “estudios de sexualidad” y “los estudios de lesbianas/gay” – así como los programas de estudios étnicos que estos campos por venir tomaron como sus modelos-, tendieron a tomar una forma limitada en la academia. Coincidentemente (o no), la emergencia de los estudios de lesbianas/gay como un campo de estudio autónomo se correspondió con su alejamiento de los subcampos académicos independientes y canónicos tales como la sociología política o la antropología económica. Una vez limitado, al estudio de la sexualidad lo vinculaban con un remanso intelectual en una sociedad cada vez más interesada en temas de desplazamiento, cruce de fronteras y cambio. Mientras muchos científicos sociales -hoy en día- están muy ocupados hablando de diáspora, raza, territorialidad, sociedad civil, secularismo, transnacionalismo, capitalismo restructurante y relaciones globales, cuando se trata de sexualidad la gente quiere saber lo que “la X” realmente significa en la privacidad del rancho, la choza o el tocador. Este es el lenguaje de la etnonostalgia, un leguaje de la certeza falsa y de la conexión mística. Es una parte del mecanismo a través del cual los estudios con perspectivas naturalistas pretenden ser todo lo que la ciencia social puede contribuir a entender la sexualidad, así como el mecanismo por el cual la sexualidad -inmersa en los conceptos cotidianos de la ciencia social- es minimizada o borrada. Así es fácil poner en un gueto al estudio de la sexualidad, haciéndolo propicio para queers o para, directamente, no ser estudiado. En realidad, ¿cuán distinta es esta práctica de marketing académica del hecho de contar en un video tal como Sacared Sex, que promete instruir al comprador retribuyendo su contribución a la televisión pública, en “Técnicas tántricas” que “prolongarán el placer de hacer el amor”. Ambos son exotizadores, orientalizadores, movibles, importables, eminentemente coleccionables y, ah, tan convenientes de reproducir nuevamente.
En las páginas que siguen, trabajo para ampliar el espacio de la discusión sobre sexualidad en la Ciencia Social preguntando, implícita o explícitamente, cómo pueden operar los investigadores desde una posición tan paradójica. La mayoría de los capítulos en el libro fueron escritos en el curso de una década en la cual se desarrollaron los estudios de lesbianas/gay. Aún así, son muy desactualizados en un aspecto vital: cada uno se inspira en la larga historia de las ciencias sociales que usan material sobre sexualidad para explorar preguntas teóricas y comenzar debates. Aunque estos ensayos se basen en un estudio etnográfico de lesbianas y hombres gay en los Estados Unidos para armar un caso, son de hecho reflexiones sobre migraciones, trabajo, parentesco, nacionalismo, reflexividad, teoría y un puñado de lo que los científicos sociales les gusta llamar temas “amplios”. “Get Three to a Big City” examina narrativas sobre la Gran Migración Gay a San Francisco durante los años 70’s con el fin de explorar algunas de las tensiones asociadas con el nacionalismo, la creación de una patria imaginaria y políticas de identidad. “Forever Is a Long Time” y “Made to Order” se preguntan qué es lo que el análisis de la temporalidad y las ideologías en la elección de los consumidores, respectivamente, pueden decir sobre la teoría del parentesco. “Productions as Means, Production as Metaphor” y “Sexuality, Class and Conflict in a Lesbian Workplace” presentan estudios de caso sobre conflictos laborales y la antropología del trabajo. Pero también se las rebuscan para teorizar la parte donde entra la ideología al estructurar las decisiones de contratación, la división del trabajo y las relaciones en un determinado negocio. “Theory, Theory, Who’s Got the Theory?” trata sobre la proletarización de las ciencias sociales en los estudios queer y aboga por un entendimiento más creativo y menos sesgado por la categoría de clase sobre qué es lo que cuenta para una teoría. “Lesbian/Gay Studies in the House of Anthropology” está en sintonía con esta introducción para establecer un linaje intelectual al interior de las Ciencias Sociales en relación con el análisis de las prácticas y creencias “sexuales”. “Requiem for a Street Fighter” trae a colación preguntas metodológicas sobre el trabajo de campo, reflexividad y escritura, a partir de la historia del suicidio de un amigo del autor y una dedicatoria de un libro. “The Virtual Anthropologist” usa el concepto de virtualidad para re-teorizar (y re-corporalizar) la hibridación. En el proceso, explora las oportunidades y el daño asociado al estudio de la “sexualidad” en un tiempo y lugar denominado Ciencia Social. Finalmente, los diferentes capítulos resisten la noción de sexualidad como un subcampo disciplinario, devolviendo la “sexualidad” a la vida social. Mi objetivo es hacer dialogar a la investigación sobre sexualidad con la producción sobre trabajo, raza, colonialismo y cosas por el estilo, como una manera de confrontar las fuerzas sociales que han confinado al erotismo a su propia esfera; mía para estudiar o suya para llevarla a cabo. Cada capítulo conecta supuestos sobre erotismo con condiciones, cuando menos,
políticas, económicas e históricas. Ninguno adopta una postura antiempírica. En la mayoría, la teoría se une con la empírea, lo que es, después de todo, el punto. No es fácil reconocer las maneras en que la sexualidad mantiene la falta revelada y la continua obsesión de la Ciencia Social. No es fácil resistir la fantasía utópica de que el trabajo del investigador sea coleccionar datos “puros”, aunque reciclables por un poco más que el actual precio de las latas de aluminio. Pero hay un costo cuando los académicos se rehúsan a reconocer sus deudas intelectuales o a señalar la ayuda en la producción de lo que encuentran. Para el investigador preocupado porque las Ciencias Sociales ofrecen un clima inhóspito para el estudio de la sexualidad, este libro afirma lo siguiente: reclame su herencia, no caiga en la seducción del mercado académico del exotismo suscribiéndose a la separación entre teoría y datos. Para los guerreros ridículos que aún intentan retrasar la nueva ola de estudios de sexualidad, este libro afirma lo siguiente: es demasiado tarde para armar una defensa. No necesita saber nada sobre los estudios queer para darse cuenta que la sexualidad está inscripta en su historia, sus conceptos y sus deseos más disciplinarios. Algunos se reconciliarán con este legado. Otros, intentarán marcharse por la puerta. Tanto si miran para atrás como si no, no pueden escapar al contenido de dicho legado. Como el amor no correspondido, la más romántica de las atracciones, la historia de la sexualidad en las Ciencias Sociales ha demostrado que es imposible la convivencia, tanto como es imposible vivir sin ella. Traducción: Mora Castro Para uso exclusivo de la cátedra.