Las costumbres del ejército: una novela corta de Outlander
Introducción
Uno de los placeres de escribir ficción histórica es que las mejores partes no son inventadas. Esta historia en particular, surgió como resultado de haber leído la excelente biografía de Wendy Moore, sobre el Dr. John Hunter, The Knife Man1, y haber leído al mismo tiempo un breve facsímil editado por el National Park Service, detallando los reglamentos del ejército británico durante la Revolución Americana. No estaba buscando nada en particular en ninguno de estos libros; solo leía para tener antecedentes, información general sobre el periodo y la, siempre seductora oportunidad, de tropezar con algo fascinante, como una anguila eléctrica en las fiestas de Londres (además del propio Dr. Hunter, que aparece brevemente en esta historia), son elementos de la crónica histórica. En cuanto al reglamento del ejército británico, algo de este material está relacionado; como novelista, no puedo resistir la tentación de contarle a la gente cosas solo porque las sé. Sin embargo este libro también tiene sus pequeñas perlas, como la información de que la palabra “bomba” era común en el siglo diez y ocho y que (además de significar meramente “dispositivo que explota”), se refería también a un paquete de metralla envuelto y embetunado disparado desde un cañón (aunque debemos ser cuidadosos de no usar la palabra “shrapnel2” como si derivara del teniente Henry Shrapnel, de la Real Artillería, que tomó el concepto original de “bomba” y desarrolló la “shrapnel shell3”, una bomba llena de pólvora y esquirlas diseñada para explotar en el aire, después de ser lanzada desde un cañón; desafortunadamente, lo hizo en 1784, lo que es un inconveniente, ya que “shrapnel” es una buena palabra para usar cuando se habla sobre la guerra. Sin embargo, entre otros pedazos de interesantes banalidades, me impresionó una breve descripción de los procedimientos del consejo de guerra: “La costumbre del ejército es que un consejo de guerra esté presidido por un oficial superior que debe actuar como consejero y un número de otros oficiales que generalmente será de cuatro, aunque pueden ser más, pero, normalmente, no 1
El hombre del cuchillo Metralla. 3 Tipo de bomba de fragmentación. 2
menos de tres… La persona acusada tendrá derecho a presentar testigos en su apoyo, y el consejo les preguntará, igual que a otras personas que ellos deseen y que estén determinados por las circunstancias y, si resulta condenado, para imponer la condena. Y así era. Nada de procedimientos elaborados para introducir las pruebas, ninguna norma para las condenas, ninguna directriz para las sentencias, ningún requisito para quién podía o debía servir como consejero en una corte marcial, tan solo “las costumbres del ejército”. La frase (es bastante obvio) se quedó atascada en mi cabeza.
Las costumbres del ejército Teniendo todo en cuenta, probablemente fue culpa de la anguila eléctrica. John Grey podía culpar también (y, por un tiempo, lo hizo) a la honorable Caroline Woodford. Y el cirujano. Y, ciertamente, a ese maldito poeta. Aun así… no, fue culpa de la anguila. La fiesta había sido en casa de Lucinda Joffrey. Sir Richard estaba ausente; un diplomático de su importancia podía no haber consentido algo tan frívolo. Las fiestas con anguilas eléctricas eran una obsesión en Londres en ese momento, pero dada la escasez de las criaturas, una fiesta privada era una rara ocasión. La mayoría de las fiestas se celebraban en teatros públicos, con unos pocos afortunados seleccionados para el encuentro con la anguila, citados sobre el escenario, para ser impactados y tirados tambaleándose como bolos, para entretenimiento de la audiencia. “¡El record está en cuarenta y dos a un tiempo!” Le había dicho Caroline, con los ojos muy abiertos y brillando, como si levantara la vista de la criatura en su tanque. “¿De verdad?” Era una de las cosas más peculiares que había visto, aunque no muy sorprendente. Con casi tres pies4 de largo, tenía un pesado cuerpo cuadrado con una cabeza roma que parecía haber sido moldeada de forma inexperta por un escultor de barro, y pequeños ojos como opacas cuentas de cristal. Tenían poco que ver con los latigazos, las ágiles anguilas del mercado de pescado… y, ciertamente, no parecían capaces de derribar cuarenta y dos personas de una vez. La cosa no tenía elegancia en absoluto, salvo por el pequeño y delgado pliegue de una aleta que recorría a lo largo la parte baja de su cuerpo, ondulándose como lo hace una cortina de gasa con el viento. Lord John expresó su observación a la honorable Caroline y fue acusado, en consecuencia, de ser poético. -¿Poético? – dijo una divertida voz tras él –. ¿No hay fin para los talentos de nuestro gallardo comandante? Lord John se giró con una mueca en el interior y una sonrisa en el exterior e hizo una reverencia a Edwin Nicholls. -No debería pensar en meterme en su terreno, Mr. Nicholls – dijo educadamente.
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0.914 metros.
Nicholls había escrito unos execrables versos, en su mayoría sobre el tema del amor, y era muy admirado por las jóvenes de una cierta disposición mental. La honorable Caroline no era una de ellas; ella había escrito una inteligente parodia de su estilo, aunque Grey pensaba que Nicholls no había oído de ella. Esperaba que no. -¡Oh!, ¿de verdad? – Nicholls levantó una ceja de color miel hacia él y miró, breve, pero significativamente a Miss Woodford. Su tono era jocoso, pero su mirada no, y Grey se preguntó cuánto habría tenido que beber Mr. Nicholls. Nicholls tenía las mejillas rojas y le brillaban los ojos, pero podía ser solo el calor de la habitación, que era considerable, y la excitación de la fiesta. -¿Qué piensa de componerle una oda a nuestra amiga? – preguntó Grey ignorando la alusión de Nicholls y gesticulando hacia el gran tanque que contenía a la anguila. Nicholls rio, muy fuerte (sí, con mucho, lo peor de beber) y movió una mano de forma displicente. -No, no, comandante. ¿Cómo podría pensar en gastar mis energías con tan grosera e insignificante criatura, cuando hay ángeles con un encanto como este para inspirarme? – miró lascivamente (Grey no deseaba cuestionar al tipo, pero, indudablemente, miró con lascivia) a Miss Woodford, que sonrió, con los labios apretados y le golpeó con el abanico como reprimenda. ¿Dónde estaba el tío de Caroline? Se preguntó Grey. Simon Woodford compartía el interés de su sobrina por la historia natural y, ciertamente, la habría acompañado… ¡Oh, allí! Simon Woodford tenía una profunda discusión con el Dr. Hunter, el famoso cirujano (¿qué había poseído a Lucinda para invitarlo?). Luego divisó a Lucinda, mirando al Dr. Hunter por encima de su abanico con ojos entrecerrados y se dio cuenta de que ella no lo había invitado. John Hunter era un famoso cirujano (y un infame anatomista. Se rumoreaba que nada le detenía para recoger un cuerpo particularmente deseable) humano o no. Se movía en sociedad, pero no en los círculos de los Joffrey. Lucinda Joffrey tenía los más expresivos ojos. Su única reclamación a la belleza, eran almendrados, de color gris claro y capaces de enviar notables mensajes amenazadores a través de una habitación atestada. “¡Ven aquí!”, decían. Grey sonrió y levantó su copa saludándola, pero no se movió para obedecer. Sus ojos se estrecharon más, brillando peligrosamente, luego, cruzó súbitamente hacia el cirujano, que avanzaba lentamente hacia el tanque, con la cara encendida por la curiosidad y la codicia.
Los ojos volvieron a fulminar a Grey. “¡Deshazte de él!”, decían. Grey miró a Miss Woodford, Mr. Nicholls le había agarrado la mano con las suyas y parecía estar declamando algo; ella le miró como si quisiera que le devolviera la mano. Grey volvió a mirar a Lucinda y se encogió de hombros con un pequeño gesto hacia la espalda de terciopelo ocre de Mr. Nicholls, lamentando que esa responsabilidad social, le impidiera llevar a cabo su orden. -No solo la cara de un ángel – estaba diciendo Nicholls, estrujando los dedos de Caroline tan fuerte que ella chilló –, además la piel, también – él golpeó su mano, intensificando su mirada lasciva –. ¿A qué huelen los ángeles por la mañana, me pregunto? Grey calculó pensativamente. Un comentario más de ese tipo y se vería obligado a invitar a Mr. Nicholls a salir. Nicholls tenía una complexión alta y fuerte, sobrepasaba a Grey en peso por un par de piedras5 y tenía reputación de belicoso. Mejor tratar de romperle la nariz primero, pensó Grey, desplazando su peso, luego tirarlo de cabeza a un seto. No podrá volver atrás si le hago un lío. -¿Qué está mirando? – preguntó Nicholls de manera poco agradable, captando la mirada de Grey sobre él. Grey se salvó de responder por un fuerte batir de palmas (el propietario de la anguila llamando al orden en la fiesta). Miss Woodford tomó ventaja de la distracción para retirar su mano, con las mejillas ardiéndole por la mortificación. Grey se movió en seguida hacia su lado y puso una mano bajo su codo, fijando en Nicholls una mirada helada. -Venga conmigo, Miss Woodford – dijo –. Busquemos un buen sitio desde donde mirar el acto. -¿Mirar? – dijo una voz junto a él –. ¿Por qué, seguramente no quiere decir “mirar”, verdad, señor? ¿No tiene curiosidad de probar el fenómeno usted mismo? Era el propio Hunter, con el espeso pelo anudado descuidadamente atrás, aunque decentemente vestido con un traje rojo ciruela y que sonreía ampliamente a Grey; el cirujano era de hombros anchos y musculosos, pero bastante bajo (escasamente cinco pies dos pulgadas6, frente a los cinco con seis7 de Grey). Evidentemente había notado el intercambio sin palabras con Lucinda.
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Medida de peso equivalente a 6´4 kilos. Aprox. 1,57 metros. 7 Aprox. 1,67 metros. 6
-Bueno, creo… - empezó Grey, pero Hunter tenía su brazo y lo estaba empujando hacia la multitud reunida alrededor del tanque. Caroline, con una mirada alarmada al reluciente Nicholls, le siguió apresurada. -Estaré de lo más interesado en oír su informe sobre la sensación – estaba diciendo Hunter locuazmente –.Algunos hablan de una notable euforia, una momentánea desorientación… falta de respiración o mareo, algunas veces, dolor en el pecho. ¿Usted no tiene un corazón débil, espero, comandante? ¿O usted, Miss Woodford? -¿Yo? – Caroline se mostró sorprendida. Hunter le hizo una reverencia. -Estaría particularmente interesado en ver su propia respuesta, señora – dijo respetuosamente –. Pocas mujeres tienen el coraje de emprender una aventura así. -Ella no lo desea – dijo Grey rápidamente. -Bueno, quizás, si quiera – dijo ella, y frunció algo el ceño, antes de mirar el tanque y la forma larga y gris que había dentro. Tembló brevemente, pero Grey lo reconoció, ya que conocía a la dama hacía tiempo, como un temblor de expectación más que de repugnancia. El Dr. Hunter también lo reconoció. Su sonrisa se ensanchó aún más y se inclinó de nuevo, extendiendo su brazo hacia Miss Woodford. -Permítame asegurarle un sitio, señora. Grey y Nicholls se movieron resueltamente para impedírselo, chocaron, y se quedaron mirándose ceñudos el uno al otro, mientras el Dr. Hunter escoltaba a Caroline al tanque y le presentaba al dueño de la anguila, una pequeña criatura de aspecto oscuro, llamada Horace Suddfield. Grey empujó a Nicholls a un lado y se sumergió en la multitud abriéndose paso a codazos hacia el frente despiadadamente. Hunter le localizó y sonrió. -¿Tiene algún resto de metal en su pecho, comandante? -¿Qué si tengo qué? -Metal – repitió Hunter –. Arthur Longstreet me describió la operación en la que extrajo treinta y siete piezas de metal de su pecho; de lo más impresionante. Si quedara algún trozo, debo avisarle de que no lo intente con la anguila. El metal conduce la electricidad, ya ve, y la posibilidad de arder…
Nicholls había seguido su camino a través del gentío y lanzó una risa desagradable al oír esto. -Una buena excusa, comandante – dijo con evidente burla en su voz. Ciertamente, estaba muy borracho, pensó Grey. Aun así… -No, no tengo – dijo bruscamente. -Excelente – dijo educadamente Suddfield – Un soldado, ¿entiendo que lo es, señor? Un valiente caballero, por lo que percibo, ¿quién mejor para tomar el primer lugar? Y antes de que pudiera protestar, se encontró junto al tanque con la mano de Caroline Woodford apretando la suya, y la otra sujeta por Nicholls, que le miraba malévolamente. -¿Están todos ustedes preparados, damas y caballeros? ¿Cuántos, Dobbs?
– gritó Suddfield –.
-¡Cuarenta y cinco! – dijo en voz alta su asistente desde la otra habitación, a través de la fila de participantes unidos por sus manos y que se retorcían por la excitación, el resto de la fiesta de pie bien atrás, ansiosos. -¿Todos tocándose, todos tocándose? – gritó Suddfield –. ¡Agarren firmemente a sus amigos, por favor, muy firmemente! – se giró hacia Grey con su pequeña cara iluminada –. ¡Adelante, señor! ¡Agárrela fuerte, por favor, justo por allí, después, la cola! Ignorando su mejor juicio y las consecuencias para su puño de encaje, Grey apretó la mandíbula y sumergió la mano en el agua. En la fracción de segundo en que agarró la cosa babosa, esperó algo como el chasquido que se produce el tocar una botella de Leyden, que la hace echar chispas. Entonces fue lanzado hacia atrás violentamente, cada músculo de su cuerpo retorcido, y se encontró a sí mismo en el suelo, tirado como un pescado en tierra, boqueando en vano, mientras intentaba recordar como respirar. El cirujano, Mr. Hunter, se acuclilló junto a él observándole con los ojos brillantes de interés. -¿Cómo se siente? – preguntó –. ¿Algo mareado? Grey sacudió la cabeza, abriendo y cerrando la boca como un pez dorado, y con algún esfuerzo, se golpeó el pecho. Invitado de este modo, Mr. Hunter se inclinó hacia abajo enseguida, desabotonó el chaleco de Grey y presionó su oído contra
la pechera de su camisa. Fuera lo que fuera que oyó (o que no oyó) pareció alarmarle, se alzó de golpe, apretó ambos puños juntos y los dejó caer en el pecho de Grey, con un ruido sordo que retumbó en su columna. Este golpe tuvo el saludable efecto de sacar el aire de sus pulmones; se llenaron de nuevo por reflejo, y, de repente, recordó cómo respirar. Su corazón parecía haber recordado también el sentido de su función, y comenzó a latir de nuevo. Se sentó, esquivando otro golpe de Mr. Hunter y parpadeó ante la carnicería que le rodeaba. El suelo estaba lleno de cuerpos. Algunos todavía retorciéndose, algunos tumbados, los miembros tirados con abandono; algunos ya recobrados mientras eran ayudados a ponerse en pie por amigos. Excitadas exclamaciones llenaban el aire y Suddfield de pie junto a su anguila, brillante de orgullo y aceptando felicitaciones. La anguila misma, parecía molesta; nadaba en círculos retorciendo con rabia su pesado cuerpo. Grey vio que Edwin Nicholls estaba sobre sus manos y sus rodillas, poniéndose de pie lentamente. Se agachó para coger a Caroline Woodford por los brazos y ayudarla a levantarse. Eso hizo ella, pero tan torpemente que perdió el equilibrio y cayó de cara sobre Mr. Nicholls. A su vez, él perdió su propio equilibrio y se sentó de golpe, con la honorable Caroline sobre él. Ya fuera por la conmoción, la excitación, la bebida o por simple grosería, atrapó el momento (y a Caroline) y le plantó un sustancioso beso sobre sus pasmados labios. A partir de ahí, las cosas se volvieron algo confusas. Tuvo la vaga impresión de haber roto la nariz de Nicholls, y había una colección de nudillos hinchados que ardían en su mano derecha, para darle peso a esta suposición. Había mucho ruido, así que, tuvo la desconcertante sensación de no estar totalmente dentro de su propio cuerpo. Partes de él parecían estar continuamente a la deriva, huyendo de los contornos de su carne. Lo que permanecía dentro estaba, claramente, tintineando. Su capacidad de oír (aún algo perjudicada por la explosión de un cañón algunos meses antes), había desaparecido por completo, bajo la tensión del choque eléctrico. Es decir, podía oír, pero lo que oía no tenía sentido. Palabras sueltas le llegaban a través de una niebla de zumbidos y repiqueteos, pero no podía conectarlos sensatamente con las bocas que se movían a su alrededor. En todo caso, tampoco estaba en absoluto seguro de que su propia voz estuviera diciendo lo que él quería decir. Estaba rodeado de voces, caras; un mar de sonidos y movimientos febriles. La gente le tocaba, tiraba de él, le empujaba. Sacó un brazo, tratando, tanto de descubrir dónde lo tenía, como de golpear a alguien, pero sintió el impacto de
carne. Más ruido. Aquí y allá reconoció una cara: Lucinda, conmocionada y furiosa; Caroline, consternada, con su pelo rojo desaliñado y viniéndose abajo, con todos los polvos perdidos. El resultado claro de todo aquello, era que no había sido positivo, aún si había llamado a Nicholls fuera, o al revés. ¿Con seguridad Nicholls le habría desafiado? Tenía un vívido recuerdo de Nicholls empapado en sangre, sosteniendo el pañuelo contra su nariz y una luz homicida en sus ojos entornados. Pero entonces se encontró fuera, en mangas de camisa, de pie en el pequeño parque en frente de la casa de los Joffrey, con una pistola en su mano. No podía haber elegido disparar con una pistola extraña, ¿verdad? ¿Quizá Nicholls le había insultado, y había llamado a Nicholls afuera sin darse cuenta? Había llovido antes, estaba helando ahora; el viento le revolvía la camisa alrededor del cuerpo. Su sentido del olfato era notablemente agudo; parecía ser la única cosa que funcionaba apropiadamente. Olió el humo de las chimeneas, la verde humedad de las plantas, y su propio sudor, extrañamente metálico. Y algo levemente nauseabundo, algo que olía a barro y fango. Por reflejo se frotó la mano con la que había tocado a la anguila contra los pantalones. Alguien le estaba diciendo algo. Con dificultad, fijó su atención en Mr. Hunter, de pie a su lado, todavía con esa mirada de penetrante interés. Bueno, por supuesto. Necesitaría un cirujano, pensó vagamente. Tiene que haber un cirujano en un duelo. -Sí – dijo, viendo que las cejas de Hunter se elevaron preguntando algo. Entonces, atrapado por un miedo tardío a que le hubiera prometido su cuerpo al cirujano si resultaba muerto, agarró el abrigo de Hunter con su mano libre. -Usted… no… me toque – dijo –. Nada… de cuchillos. Macabro – añadió como buena medida, localizando finalmente la palabra. Hunter asintió, sin parecer ofendido. El cielo estaba nublado, la única luz se perdía en las distantes antorchas a la entrada de la casa. Nicholls era un borrón blanquecino acercándose. Alguien agarró a Grey, le giró violentamente sobre sí mismo y se encontró espalda contra espalda con Nicholls, con el calor del hombre más grande, alarmantemente cerca. ¡Mierda! – pensó de repente –. ¿Es él un buen tirador?
Alguien habló y él empezó a caminar (creyó que estaba andando), hasta que un brazo que sobresalía, le paró y se volvió en respuesta a alguien que señalaba con urgencia detrás de él. ¡Oh, demonios! – pensó con cansancio, mientras veía bajar el brazo de Nicholls – . No me importa. Parpadeó ante el disparo a bocajarro (la advertencia se perdió en el jadeo conmocionado de la multitud) y permaneció en pie por un momento, preguntándose si le había dado. Sin embargo, no perecía que nada fuera mal, y alguien a su lado le urgía a disparar. Maldito poeta – pensó –. Tiraré al aire y habré acabado. Quiero irme a casa. Levantó su arma, apuntando directamente al aire, pero su brazo perdió contacto con su cerebro por un instante, y su muñeca cayó. Dio un tirón para corregirlo y su mano se tensó en el gatillo. A penas tuvo tiempo de tirar del cañón hacia un lado, disparando incontroladamente. Para su sorpresa, Nicholls se tambaleó un poco y luego se hundió en el césped. Se sostuvo sobre una mano, la otra teatralmente apretada contra su hombro, la cabeza caída hacia atrás. Había empezado a llover, bastante fuerte. Grey parpadeó quitándose el agua de sus pestañas y sacudió su cabeza. El aire tenía un gusto acre, como metal cortado, y, por un instante, tuvo la impresión de que olía… púrpura. -Esto no puede estar bien – dijo en voz alta, y encontró que su habilidad para hablar parecía haber vuelto. Se giró para hablarle a Hunter, pero el cirujano, por supuesto, había ido a toda velocidad hacia Nicholls, estaba observando debajo del cuello de la camisa del poeta. Había sangre en él, Grey lo vio, pero Nicholls se resistía a tenderse, gesticulando vigorosamente con su mano libre. La sangre le corría por la cara desde la nariz; quizá era eso. -Váyase, señor – dijo una tranquila voz a su lado –. Si no, esto será malo para Lady Joffrey. -¿Qué? – parecía sorprendido de encontrar a Richard Tarleton que había sido de su insignia en Alemania, ahora con uniforme de teniente de Lanceros –. ¡Oh! Sí, lo será. Los duelos eran ilegales en Londres; que la policía arrestara a los invitados de Lucinda en el parque delante de su casa, sería un escándalo, algo que no gustaría a su esposo, Sir Richard en absoluto.
La multitud ya se había disuelto, como si la lluvia los hubiera vuelto solubles. Las antorchas junto a la puerta se habían apagado. Nicholls estaba siendo ayudado por Hunter y alguien más, tambaleándose a través de la creciente lluvia. Grey tembló. Dios sabía dónde estaban su casaca o su capa. -Vamos, entonces – dijo.
***
Grey abrió los ojos. -¿Has dicho algo, Tom? Tom Byrd, su ayuda de cámara, había emitido una tos como el ruido de barrer una chimenea, a una distancia aproximada de un pie8 de la oreja de Grey. Viendo que había conseguido la atención de su patrón, le presentó el orinal en presenten armas. -Su Gracia está abajo, me lord. Con su señoría. Grey parpadeó hacia la ventana detrás de Tom, donde las cortinas abiertas dejaban ver un sombrío cuadrado de luz lluviosa. -¿Su señoría? ¿Qué, la duquesa? ¿Qué podía haber sucedido? No podían ser más de las nueve. Su cuñada nunca atendía llamadas antes de la tarde, y nunca había sabido que ella fuera a ningún sitio con su hermano durante el día. -No, me lord. La pequeña. -La peque… ¡oh! ¿Mi ahijada? – se sentó, sintiéndose bastante extraño y tomando el utensilio de Tom. -Sí, me lord. Su Gracia dijo que quería hablar con usted sobre “los eventos de la pasada noche”. Tom había cruzado hacia la ventana y estaba mirando críticamente los restos de la camisa y los pantalones de Grey, manchados de verde, barro, sangre y manchas de polvos y los puso cuidadosamente sobre el respaldo de la silla.
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0´30 metros.
Volvió un ojo de reproche a Grey, que cerró el suyo propio, tratando de recordar, exactamente, cuáles habían sido los eventos de la pasada noche. Se sentía algo extraño. No borracho, no había estado bebiendo; no le dolía la cabeza, no tenía malestar digestivo… -La pasada noche – repitió inseguro. La pasada noche había sido confusa, pero la recordaba. La fiesta de la anguila. Lucinda Joffrey, Caroline… ¿Por qué demonios debería Hal interesarse en eso?… ¿Qué, el duelo? ¿Por qué iba a importarle a su hermano un asunto tan tonto, y si lo hacía, por qué iba a aparecer ante la puerta de Grey al despuntar el alba con su hija de seis meses? Era más la hora del día que la presencia de la niña, lo que era inusual; su hermano, a menudo, sacaba fuera a su hija, con la débil excusa de que la niña necesitaba aire. Su esposa lo acusaba de querer presumir del bebé (era bonita), pero Grey pensaba que la causa era algo más directo. Su feroz, despótico y dictatorial hermano (coronel de su propio regimiento, terror tanto de sus propias tropas, como del enemigo) estaba enamorado de su hija. El regimiento partiría a su nuevo puesto en un mes. Hal, simplemente, no soportaba perderla de vista. Así que encontró al duque de Pardloe sentado en la habitación de la mañana con lady Dorothea Jacqueline Benedicta Grey acunada en sus brazos, mordisqueando una galleta que su padre le había dado. El gorrito de seda, los adornos de piel de conejo de la niña y dos cartas, una abierta, otra todavía sellada, estaban sobre la mesa, junto al codo del duque. Hal levantó la vista hacia él. -He ordenado tu desayuno. Dile hola a tío John, Dottie. Giró al bebé con suavidad. Ella no apartó su atención de la galleta, pero hizo un pequeño gorjeo. -Hola, cariño – John se agachó y la besó en la coronilla, que estaba cubierta por una suave pelusa rubia y un poco de humedad –. ¿Dando un bonito paseo con papá bajo la lluvia? -Te hemos traído algo. Hal cogió la carta abierta y, levantando una ceja hacia su hermano, se la dio. Grey le contestó levantando otra ceja y empezó a leer. -¡¿Qué?! – levantó la vista de la hoja con la boca abierta.
-Sí, eso es lo que he dicho yo – Hal estuvo cordialmente de acuerdo –, cuando la dejaron en mi puerta, justo antes del amanecer – alcanzó la carta sellada, balanceando al bebé con cuidado –. Aquí está la tuya. Llegó justo antes del amanecer. Grey tiró la primera carta como si estuviera ardiendo y agarró la segunda, rasgándola al abrirla. ¡Oh, John! – leyó sin preámbulos – perdóname, no pude pararlo, realmente, no pude, lo siento mucho. Se lo dije, pero no escuchó. Habría huido, pero no sé dónde ir. ¡Por favor, por favor haz algo! – no estaba firmada, pero no era necesario. Había reconocido la letra de la honorable Caroline Woodford, aún garabateada y frenética como estaba. El papel estaba manchado y arrugado, ¿con manchas de lágrimas? Sacudió la cabeza violentamente, para aclararla y luego cogió la primera carta de nuevo. Era lo mismo que había leído la primera vez, una demanda formal de Alfred, Lord Enderby, a su Gracia el duque de Pardloe , para una satisfacción en relación al daño al honor de su hermana, la Honorable Caroline Woodford, por la acción del hermano de Su Gracia, Lord John Grey. Grey miró a un documento y al otro, varias veces, luego miró a su hermano. -¿Qué demonios? -Deduzco que has tenido una noche memorable – dijo Hal, gruñendo levemente, mientras se agachaba a recoger la galleta que Dottie había tirado en la alfombra – . No, querida, ya no quieres más de esto. Dottie mostró su desacuerdo violentamente con esta afirmación y solo se distrajo cuando el tío John la cogió y sopló en su oído. -Memorable – repitió –. Sí, lo fue, bastante. Pero no le hice nada a Caroline Woodford, excepto sujetar su mano mientras era sacudido por una anguila eléctrica, lo juro. Gleeglglgleeglgleegl-pppppssssshhhhh – añadió para Dottie, que gritó y gorjeó como respuesta. Levantó la vista para encontrarse a Hal mirándole atentamente. -La fiesta de Lucinda Joffrey - amplió –. Seguramente tú y Minnie estabais invitados. Hal gruñó. - ¡Oh, sí, lo estábamos, pero tenía un compromiso anterior! Minnie no mencionó la anguila. ¿Qué es eso que he oído sobre ti batiéndote en un duelo por la chica?
-¿Qué? No fue… - paró, tratando de pensar –. Bueno, quizás lo fue, pensándolo. Nicholls (ya sabes, ¿aquel cerdo que escribió la oda a los pies de Minnie?), besó a Miss Woodford y ella no quería, así que le di un puñetazo. ¿Quién te ha contado lo del duelo? -Richard Tarleton. Vino a la sala de cartas del White tarde anoche, y dijo que acababa de dejarte en tu casa. -Bueno, entonces, sabrás tanto sobre ello como yo. ¡Oh! ¿Quieres volver con papá, verdad? Entregó a Dottie a su hermano y se limpió una mancha de saliva en el hombro de su casaca. -Supongo que es lo que Enderby quiere decir – Hal asintió hacia la carta del conde –. Lo que le hiciste a la pobre chica pública y evidentemente, comprometiendo su virtud por mantener un escandaloso duelo por ella. Supongo que ha llegado a esa conclusión. Dottie estaba ahora mordiendo los nudillos de su padre, dando pequeños gruñidos. Hal rebuscó en su bolsillo y sacó un mordedor de plata, que le ofreció en lugar de su dedo, mientras miraba de soslayo a Grey. -¿No quieres casarte con Caroline Woodford, verdad? Ese es el precio que pone Enderby. -¡Dios, no! Caroline es una buena amiga (brillante, bonita y dada a las aventuras locas), pero ¿matrimonio? Hal asintió. -Encantadora chica, pero terminarías en Newgate9 o Bedlam10 antes de un mes. -O muerto- dijo Grey amargamente, tirando del vendaje que Tom había insistido en ponerle alrededor de los nudillos –. ¿Cómo está Nicholls esta mañana, lo sabes? -¡Ah! – Hal se balanceó un poco hacia atrás, respirando profundamente –. Bueno, muerto… realmente. He recibido una carta bastante desagradable de su padre, acusándote de asesinato. Llegó con el desayuno; no pensé en traerla. ¿Querías matarlo?
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Cárcel de Londres. Manicomio de Londres.
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Grey se sentó de manera bastante repentina, toda la sangre había abandonado su cabeza. -No – susurró. Sus labios estaban rígidos y las manos se le habían entumecido –. ¡Oh, Jesús, no! Hal se sacó su tabaquera rápidamente del bolsillo, con una mano, sacó la ampolla de sales que llevaba en ella y se la dio a su hermano. Grey estaba agradecido; no estaba tan débil, pero el asalto de los vapores de amoniaco, le dio una excusa para los ojos llorosos y la respiración congestionada. -¡Jesús! – repitió, y estornudó explosivamente varias veces en cadena –. No apunté para matarlo, lo juro, Hal. Disparé al aire. O lo intenté – añadió honestamente. La carta de lord Enderby tenía ahora más sentido, así como la presencia de Hal. Lo que había sido un estúpido asunto que habría debido de desaparecer con la llegada de la mañana, se había convertido (o lo haría, directamente el cotilleo tenía tiempo para esparcirse), no solamente en un escándalo, si no, posiblemente, en algo peor. No era impensable que fuera arrestado por asesinato. Sin aviso, la alfombra estampada se abrió a sus pies, un abismo en el que su vida podía desvanecerse. Hal asintió y le dio su propio pañuelo. -Lo sé – dijo tranquilamente –. Las cosas… a veces ocurren. Que tú no lo pretendías; que darías tu vida por volver atrás. Grey se limpió la cara, mirando a su hermano de refilón, cubierto por el gesto. De repente Hal pareció más viejo de lo que era, con su cara demacrada por más que preocupación por Grey. -¿Te refieres a Nathaniel Twelvetrees? Normalmente, no habría mencionado este asunto, pero ambos hombres estaban con la guardia baja. Hal le echó una mirada afilada, luego miró a otro sitio. -No, no a Twelvetrees. No tuve elección sobre eso. Y quería matarlo. Quería… tener ese duelo – hizo una mueca –. Matrimonio en la prisa, arrepentimiento en la tranquilidad – miró a la nota en la mesa y sacudió la cabeza. Su mano pasó suavemente sobre la cabeza de Dottie –. No quiero que repitas mis errores, John – dijo tranquilamente.
Grey asintió, sin palabras. La primera mujer de Hal había sido seducida por Nathaniel Twelvetrees. A pesar de los errores de Hal, Grey nunca tuvo intención de casarse con nadie, ni la tenía ahora. Hal frunció el ceño, tamborileando, pensativamente, con la carta doblada sobre la mesa. Lanzó una mirada a John y suspiró, bajó la carta, cogió su abrigo y sacó dos documentos más, uno claramente oficial, por el sello. -Tu nuevo cargo – dijo, dándoselo –. Por Crefeld – dijo, levantando una ceja ante la mirada de vacía incomprensión de su hermano –. Has sido ascendido a teniente-coronel. ¿No lo recuerdas? -Yo… bueno… no exactamente. Tenía la vaga impresión de que alguien (probablemente, Hal) se lo había dicho, poco después de Crefeld, pero entonces estaba malherido y sin estado de ánimo para pensar en el ejército y mucho menos para preocuparse de las promociones. Más tarde… -¿No hay ninguna confusión sobre esto? – Grey tomó la orden y la abrió, frunciendo el ceño –. Pensé que habían cambiado de opinión. -¡Oh, entonces lo recuerdas! – dijo Hal, con una ceja aún levantada –. El general Wiedman te lo dio tras la batalla. Aunque la confirmación se demoró por la investigación sobre la explosión del cañón, luego por el… er… escándalo de Adams. -¡Oh! – Grey estaba aún agitado por la noticia de la muerte de Nicholls, pero la mención de Adams puso su cerebro otra vez en funcionamiento –. Adams. ¡Oh! ¿Quieres decir que Twelvetrees demoró el ascenso? El coronel Reginald Twelvetrees, de la Real Artillería: hermano de Nathaniel y primo de Bernard Adams, el traidor a la espera de juicio en la Torre, como resultado de los esfuerzos de Grey el otoño anterior. -Sí. Bastardo – añadió Hal desapasionadamente –. Un día de estos, me lo voy a desayunar. -No a cuenta mía, espero – dijo Grey secamente. -¡Oh, no! –le aseguró Hal, meciendo suavemente a su hija para que no se desazonara –. Será, puramente, un placer personal. Grey sonrió ante esto, a pesar de su inquietud, y dejó la orden.
-De acuerdo – dijo, mirando al cuarto documento, que permanecía doblado sobre la mesa. Era una carta de aspecto oficial y había sido abierta; el sello estaba roto –. Una propuesta de matrimonio, una denuncia por asesinato y un nuevo puesto, ¿qué diablos es esto? ¿Una factura de mi sastre? -¡Ah, eso! No pretendía enseñártelo – dijo, inclinándose cuidadosamente para cogerlo sin tirar a Dottie –, pero dadas las circunstancias… Hal esperó, evasivo, mientras Grey abría la carta y la leía. Era un requerimiento (o una orden, dependiendo de cómo se mirase) a la atención del comandante lord John Grey para el consejo de guerra del capitán Charles Carruthers, para servir como testigo del carácter del mismo. En… -¿En Canadá? – las exclamaciones de John asombraron a Dottie, que arrugó la cara y amenazó con llorar. -Shhh, cariño – Hal la meció más rápido, palmeándole la espalda –. Está bien; es solo el tío John haciendo el idiota. Grey ignoró esto, agitando la carta ante su hermano. -¿Por qué diablos juzga un consejo de guerra a Charlie Carruthers? ¿Y por qué diablos soy convocado como testigo de su carácter? -Fracasó en reprimir un motín – dijo Hal –. En cuanto a por qué tú, él preguntó por ti. Aparentemente. A un oficial bajo cargos se le permite llamar a su propio testigo, para cualquier propósito. ¿No lo sabías? Grey supuso que lo sabía, de una forma académica. Pero nunca había ido a un consejo de guerra; no era un procedimiento común, y no tenía una idea real de la forma del proceso. Miró de reojo a Hal. -¿Dices que no pretendías enseñármela? Hal se encogió de hombros y sopló suavemente sobre la cabeza de su hija, haciendo que el corto y rubio pelo de su hija, se arrugara y se levantara como trigo en el viento. -No importa. Pensaba responder diciendo que como tu oficial al mando, te necesito aquí; ¿por qué te iban a arrastrar al salvaje Canadá? Pero dado tu talento para las situaciones complicadas… ¿Cómo se siente? – preguntó con curiosidad. -¿Qué?... ¡Oh, la anguila! – Grey estaba acostumbrado a los repentinos cambios de conversación de su hermano e hizo el ajuste fácilmente –. Bueno, fue toda una sacudida.
Se rio (aunque temblorosamente) ante la mirada fulminante de Hal, y Dottie se revolvió en los brazos de su padre, lanzando sus regordetes pequeños brazos para atraer a su tío. -Coqueta – le dijo, cogiéndola de los brazos de Hal –. No, es realmente notable. ¿Sabes lo que se siente cuándo te rompes un brazo? ¿Ese tipo de sacudida que te atraviesa antes de sentir el dolor, y te quedas ciego por un momento y sientes como si alguien te pasara una uña a través de la tripa? Es como eso, solo que mucho más fuerte, y dura más. Me paró la respiración – admitió –. Literalmente, y el corazón, también, creo. El Dr. Hunter (¿sabes, el anatomista?) estaba allí y me golpeó en el pecho para que latiera de nuevo. Hal estaba escuchando con mucha atención e hizo varias preguntas, a las que Grey contestó automáticamente, con la mente ocupada por este último sorprendente comunicado. Charlie Carruthers. Habían sido jóvenes oficiales juntos, de diferentes regimientos. Lucharon juntos en Escocia, recorrieron juntos Londres por un tiempo en su siguiente permiso. Habían tenido (bueno, no podía llamarse una aventura. Tres o cuatro breves encuentros) sudorosos, apasionados cuartos de hora en oscuras esquinas, que podían ser convenientemente olvidados a la luz del día o desdeñados como resultado de una borrachera, no mencionados por ninguna de las partes. Había sido en los malos tiempos, como los llamaba: esos años tras la muerte de Hector, cuando había buscado el olvido dondequiera que pudiera encontrarlo (y, a menudo, lo encontró), antes de recuperarse a sí mismo, lentamente. Probablemente no hubiera recordado a Carruthers en absoluto, salvo por una cosa. Carruthers había nacido con una interesante deformidad, tenía una mano doble. Mientras que la mano derecha de Carruthers era normal en apariencia y funcionaba como era usual, había otra, mano enana que brotaba de su muñeca y se acurrucaba cuidadosamente contra su compañera más grande. El Dr. Hunter probablemente pagaría cientos por esa mano, pensó Grey, con una leve sacudida en el estómago. La mano enana solo tenía dos cortos dedos y un corto y grueso pulgar, pero Carruthers podía abrirla y cerrarla, aunque no sin abrir y cerrar también la grande. La conmoción cuando Carruthers había cerrado ambas simultáneamente en la polla de John había sido casi tan extraordinaria como sentir a la anguila eléctrica.
-¿Nicholls aún no ha sido enterrado, verdad? – preguntó repentinamente, la idea de la fiesta de la anguila y el Dr. Hunter, fue la causa de que interrumpiera algún comentario de Hal. Hal miró sorprendido. -Seguramente no. ¿Por qué? – entrecerró los ojos –. ¿No pensarás ir al funeral, verdad? -No, no – dijo Grey rápidamente –. Solo estaba pensando en el Dr. Hunter. Él, um, tiene cierta reputación, y Nicholls se marchó con él. Después del duelo. -¿Una reputación como qué, por el amor de Dios? – preguntó Hal con impaciencia. -Como ladrón de cuerpos – espetó Grey. Hubo un repentino silencio, con el conocimiento despuntando en la cara de Hal. Se puso pálido. -Tú no piensas… ¡no! ¿Cómo podría? -Un… um… quintal de piedras o así sustituyendo al cuerpo justo antes de que el ataúd sea cerrado, es el método habitual; o eso he oído- dijo Grey, de la mejor manera que pudo con el puño de Dottie apoyado en su nariz. Hal tragó. Grey podía ver el pelo erizándose en su muñeca. -Preguntaré a Harry – dijo Hal, después de un corto silencio –. El funeral no puede haber sido arreglado aún, y si… Ambos hermanos se encogieron de hombros reflexivamente, imaginando la escena de un inquieto miembro de la familia insistiendo en levantar la tapa del ataúd, para encontrar… -Quizá se mejor que no – dijo Grey, tragando. Dottie había dejado de tratar de quitarle la nariz y estaba palmeando su manita sobre sus labios mientras hablaba. La sensación en su piel… La apartó suavemente y se la devolvió a Hal. -No sé qué lleva a Charles Carruthers a pensar que podía estar con él, pero, de acuerdo, iré – miró la nota de lord Enderby y la misiva arrugada de Caroline –. Después de todo, supongo que hay peores cosas que los indios rojos te arranquen la cabellera.
Hal asintió, serio. -He arreglado tu embarque. Sales mañana – permaneció de pie y levantó a Dottie –. Así, cariño. Dale un beso a tu tío para despedirle.
***
Un mes después, Grey se encontró a sí mismo, con Tom Byrd a su lado dejando el Harwood y dentro de uno de los pequeños botes que les llevarían a ellos y al batallón de granaderos de Louisbourg, con los que habían viajado, a una gran isla cerca de la desembocadura del río san Lorenzo. Nunca había visto nada igual. El río era más grande que cualquiera que hubiera visto, cerca de media milla11 de lado a lado, corría ancho y profundo, negro azulado bajo el sol. Grandes riscos y onduladas colinas se levantaban a ambos lados del río, tan densamente arbolados, que la piedra debajo era casi invisible. Hacía calor, y el arco del cielo resplandeciente arriba, era más brillante y más ancho que cualquier cielo que hubiera visto antes. Un ruidoso zumbido hacía eco desde la frondosa vegetación, insectos, supuso, pájaros y la corriente de agua, aunque parecía como si la naturaleza estuviera cantándose a sí misma, en una voz que solo oía en su sangre. Junto a él, Tom estaba vibrando bastante con la emoción, con sus ojos fuera de las órbitas para no perderse nada. -¿Coronel, es ese un indio rojo? – susurró, inclinándose cerca de Grey en el bote. -Supongo que no puede ser otra cosa – replicó Grey, mientras el caballero que merodeaba junto al atraque estaba desnudo, salvo por un taparrabos, una manta de rayas que le colgaba de un hombro y una capa de lo que (por el brillo de sus miembros), parecía ser grasa de algún tipo. -Pensé que serían más rojos – dijo Tom, haciéndose eco de los pensamientos del propio Grey. La piel de los indios era considerablemente más oscura que la de Grey, a decir verdad, pero un color marrón suave bastante agradable, algo como las hojas secas de roble. El indio parecía encontrarlos tan interesantes como ellos a él; estaba observando a Grey en particular con intensa atención.
11
804 metros.
-Es por su pelo, me lord – siseó Tom en el oído de Grey –. Le dije que debería usar peluca. -Tonterías, Tom. Al mismo tiempo, Grey experimentó un extraño escalofrío subiéndole por la nuca que le apretaba el cuero cabelludo. Orgulloso de su pelo, que era rubio y espeso, no solía llevar peluca, eligiendo e su lugar atar y empolvar su propio cabello para las ocasiones formales. La situación presente no era formal en absoluto. Con la llegada de agua fresca a bordo, Tom había insistido en lavar el pelo a Grey esa mañana, por lo que todavía lo llevaba suelto sobre los hombros, aunque hacía tiempo que se había secado. El bote crujió en la playa de guijarros, y el indio tiró su manta a un lado y fue a ayudar a los hombres a llevarla hasta la playa. Grey se encontró pegado al hombre, suficientemente cerca para olerlo. Olía bastante diferente de nadie que Grey se hubiera encontrado jamás: un olor a caza, ciertamente (se preguntó, con un escalofrío, si la grasa que llevaba el hombre, sería de oso) pero con un fuerte aroma a hierbas y sudor como cobre recién cortado. Poniéndose derecho desde la borda, el indio captó la mirada de Grey y sonrió. -Ten cuidado, inglés – dijo con una voz con un notable acento francés y extendiendo un brazo, pasó sus dedos, como por casualidad, por el pelo suelto de Grey –. Tu cabellera estaría bien en el cinturón de un hurón. Esto hizo reír a todos los soldados del bote, y el indio, todavía sonriendo, se volvió hacia ellos. -No son muy exigentes los abenaki que trabajan para los franceses. Una cabellera es una cabellera, y los franceses pagan bien por una, no importa el color – hizo una reverencia afablemente hacia los granaderos que habían parado de reír –. Vengan conmigo.
***
Había un pequeño campamento en la isla, un destacamento de infantería al mando del capitán Woodford, cuyo nombre produjo cierta cautela en Grey, pero que resultó no tener relación, gracias a Dios, con la familia de lord Enderby.
-Estamos bastante seguros en este lado de la isla – le dijo a Grey, ofreciéndole una petaca de brandy fuera de su tienda después de la cena –. Pero los indios asaltan el otro lado regularmente; he perdido cuatro hombres la semana pasada, tres asesinados y uno secuestrado. -¿Entonces, tiene sus propios exploradores? – preguntó Grey, palmeando a los mosquitos que habían empezado a hacer un enjambre con el anochecer. No había visto al indio que los había llevado al campamento otra vez, pero había otros en el campamento. La mayoría agrupados en torno a su propio fuego, uno o dos en cuclillas, con los ojos brillantes y atentos a los granaderos de Louisbourg que habían desembarcado con Grey del Harwood. -Sí, y confiables, en gran parte – dijo Woodford, contestando a la pregunta que Grey no había formulado. Él rio, aunque sin humor –. Al menos, eso esperamos. Woodford le dio de cenar y jugaron una mano a las cartas, con Grey intercambiando noticias de casa por cotilleos de la actual campaña. El general Wolfe había pasado no poco tiempo en Montmorency, bajo la ciudad de Quebec, pero no había conseguido nada, salvo decepción, con sus intentos allí, y por lo tanto había abandonado aquella posición, reuniendo el cuerpo principal de sus tropas algunas millas corriente arriba de la ciudadela de Quebec. La, hasta ahora, inexpugnable fortaleza, posada en auténticos acantilados sobre el río, dominando ambos, el río y las planicies hacia el oeste con sus cañones, obligando a los barcos de guerra ingleses a entrar sigilosamente al abrigo de la noche, y no siempre con éxito. -Wolfe no verá el momento, ahora que sus granaderos han llegado – predijo Woodfrod –. Tiene muchas esperanzas en esos muchachos; luchó con ellos en Louisbourg. Allí, coronel, se te comían vivo. Póngase un poco de esto en las manos y en la cara – rebuscó en su baúl de campaña y volvió con un bote de grasa de fuerte olor que empujó a través de la mesa. -Grasa de oso y menta – explicó –. Los indios la usan, esto, o se cubren de barro. Grey se untó generosamente; el olor no era exactamente el mismo que había olido antes en el explorador, pero era muy parecido, y sintió una sensación de extraña turbación al aplicársela. Aunque desalentaba a los insectos que le mordían. No había mantenido en secreto la razón para su presencia y ahora estaba preguntando abiertamente sobre Carruthers. -¿Dónde está detenido, lo sabe?
Woodford frunció el ceño y sirvió más brandy. -No está detenido. Está en libertad bajo palabra; tiene un alojamiento en la ciudad, en Gareon, donde está el cuartel general de Wolfe. -¿Ah? – Grey estaba ligeramente sorprendido; pero bueno, Carruthers no estaba acusado de rebelión, si no de fracasar sofocando una, una acusación rara –. ¿Conoce los datos del caso? Woodford abrió la boca, como si fuera a hablar, pero entonces respiró profundamente, sacudió la cabeza y bebió brandy. De lo que Grey dedujo que probablemente todo el mundo sabía los datos, pero que había algo que olía a podrido en el asunto. Bueno, tiempo al tiempo. Conocería el asunto directamente por Carruthers. La conversación se volvió general y, después de un rato, Grey dio las buenas noches. Los granaderos habían estado ocupados; una pequeña nueva ciudad de tiendas de lona, había brotado al borde del campamento existente, y los apetitosos aromas de carne recién asada y té se elevaban en el aire. Sin duda, Tom se las habría arreglado para levantar su propia tienda, en algún lugar entre la masa. Grey no tenía prisa por encontrarlo; estaba disfrutando las novedosas sensaciones de la soledad y de andar sobre tierra firme, después de semanas de vida en un barco abarrotado. Esquivó las ordenadas cuerdas de las nuevas tiendas, caminando más allá del resplandor de las fogatas, sintiéndose agradablemente invisible, aunque suficientemente cerca para estar seguro, o, al menos, eso esperaba. El bosque se levantaba a solo unas pocas yardas, con el contorno de árboles y arbustos aún visibles, la oscuridad no era completa. Una chispa de verde sin rumbo, atrajo su vista y sintió un placer brotando en él. Había otro… otro… diez, una docena, y el aire se llenó de repente de luciérnagas, suaves chispas verdes que parpadeaban encendiéndose y apagándose, resplandeciendo como pequeñas velas distantes entre el oscuro follaje. Había visto luciérnagas una o dos veces antes, en Alemania, paro nunca en tal abundancia. Eran, simplemente, mágicas, puras como la luz de la luna. No podría decir cuánto tiempo las estuvo mirando, deambulando despacio a lo largo del borde del campamento, pero al fin, suspiró y volvió hacia el centro, saciado, agradablemente cansado, y sin ninguna responsabilidad inmediata de hacer nada. No tenía tropas bajo su mando, ningún informe que escribir…realmente nada que hacer hasta que llegara a Gareon y a Charlie Carruthers. Con un suspiro de paz, cerró la solapa de su tienda y se quitó la ropa exterior.
Chillidos y gritos le sacaron bruscamente del borde del sueño y se puso en pie de golpe. Tom, que estaba durmiendo en su saco de dormir a los pies de Grey, saltó como una rana sobre sus manos y sus rodillas, escarbando locamente en el baúl buscando una pistola y cartuchos. Sin esperar, Grey cogió la daga que había colgado en la estaca de la tienda antes de acostarse y, levantando la solapa, miró fuera. Los hombres corrían de aquí para allá, chocando con las tiendas, gritando órdenes, chillando por ayuda. Había un resplandor en el cielo, una llamarada de las nubes bajas. -¡Brulotes12! – gritó alguien. Grey metió los pies en los zapatos y se unió al gentío de hombres que, ahora, corrían hacia el agua. Fuera, en el centro del ancho y oscuro río estaba anclada la mole del Harwood. Y acercándose lentamente a ella había uno, dos y tres embarcaciones en llamas. Una balsa, en la que se apilaban desperdicios inflamables, empapada con aceite y en llamas. Un pequeño bote, con su mástil y su vela ardiendo brillantemente contra la noche. Algo más, ¿una canoa india con un montón de hierba y hojas ardiendo? Demasiado lejos para verlo, pero se estaba acercando. Miró al barco y vio movimiento en la cubierta (demasiado lejos para percibir hombres individualmente, pero estaban pasando cosas. El barco no podía levar anclas y zarpar, no a tiempo) pero estaban arriando los botes, con marineros que salían a tratar de desviar los brulotes, manteniéndolos lejos del Harwood. Absorbido por el espectáculo, no se había dado cuenta de los alaridos y gritos que todavía llegaban desde el otro lado del campamento. Pero ahora, que los hombres en la orilla estaban en silencio, contemplando los brulotes, empezaron a despertar, dándose cuenta con retraso de que algo más estaba en marcha. -Indios – dijo de repente el hombre junto a Grey, de forma particularmente alta, aullando un grito que partió el aire –. ¡Indios! El grito se hizo general y todos empezaron a correr en la otra dirección. -¡Parad! ¡Alto! – Grey estiró un brazo cogiendo a un hombre por la garganta y derribándolo. Levantó la voz con la vana esperanza de parar la estampida –. ¡Tú! ¡Tú y tú (agarrando a su vecino) venid conmigo! El hombre que había derribado saltó poniéndose en pie de nuevo, con los ojos blancos a la luz de las estrellas. -¡Puede ser una trampa! – gritó Grey - ¡Quedaos aquí! ¡Estaos sobre las armas! 12
Un barco de vela al que se ha prendido fuego y se deja a la deriva en una flota contraria
-¡Parad! ¡Parad! – un pequeño caballero en su ropa de dormir comenzó a gritar con un bramido irrebatible, aumentando este efecto al coger una rama muerta del suelo y dar golpes a diestro y siniestro, haciendo que volvieran los que trataban de sobrepasarle hacia el campamento. Otra chispa creció corriente arriba, y otra más allá de ella: más brulotes. Los botes estaban ahora en el agua, meros puntos en la oscuridad. Si podían esquivar los brulotes, el Harwood podía salvarse de la destrucción inmediata; el miedo de Grey era que fuera lo que fuera que estaba ocurriendo en la parte de atrás del campamento, era una treta diseñada para mantener a los hombres lejos de la orilla, dejando al barco protegido solamente por sus marineros. Los franceses podían hacer bajar una barcaza cargada de explosivos, o una nave de abordaje, esperando evitar ser descubiertos, mientras todo el mundo estaba deslumbrado u ocupado por el resplandor de los brulotes y el asalto. El primero de los brulotes había ido a la deriva inofensivamente hacia la orilla opuesta y se estaba quemando en la arena, brillante y bello contra la noche. El pequeño caballero con voz notable (claramente, era un sargento, pensó Grey), había tenido éxito reuniendo un pequeño grupo de soldados, a los cuales presentó ahora a Grey con un enérgico saludo. -¿Deben ir a coger sus mosquetes, todo en orden, señor? -Deben ir – dijo Grey –. Y deprisa. Vaya con ellos, sargento… ¿es el sargento? -Sargento Aloysious Cutter, señor – replicó el pequeño hombre con una inclinación de cabeza –, y encantado de conocer a un oficial que tiene un cerebro en su cabeza. Los problemas así momentáneamente atendidos, volvió su atención una vez más hacia el río, donde dos de los pequeños botes del Harwood estaba apartando uno de los brulotes del transporte, rodeándolo y tirándole agua con sus remos; captó las salpicaduras de sus esfuerzos y los gritos de los marineros. -¿Me lord? La voz en su codo casi le hizo tragarse la lengua. Giró con un intento de calma, preparado para reprocharle a Tom que se aventurase afuera, en el caos, pero después de que pudo reunir las palabras, su joven ayuda de cámara paró a sus pies, sujetando algo. -Le he traído sus pantalones, me lord – dijo Tom con la voz temblorosa –. Creo que podría necesitarlos si va a haber un combate.
-Muy considerado de tu parte, Tom – le aseguró a su ayuda de cámara, luchando con la urgencia de reír. Se metió dentro de los pantalones y tiró de ellos hacia arriba, metiendo por dentro la camisa –. ¿Qué está pasando en el campamento, lo sabes? Pudo oír a Tom tragar con fuerza. -Indios, me lord – dijo Tom –. Llegaron gritando entre las tiendas, incendiando una o dos. Asesinaron a un hombre que yo viera y… y le arrancaron la cabellera – su voz era espesa, como si estuviera a punto de vomitar –. Fue asqueroso. -Lo imagino – la noche era cálida, pero Grey sintió que se le ponía carne de gallina en los brazos y el cuello. Los espeluznantes gritos habían parado, y aunque todavía podía oír un considerable alboroto en el campamento, ahora era de un tono diferente: nada de gritos al azar, solo las llamadas de los oficiales, sargento y cabos ordenando a los hombres, comenzando el proceso de reunión, contar cabezas y reconocer daños. Tom, bendito fuera, le había llevado una pistola a Grey, una bolsa de cartuchos y pólvora, así como su casaca y unas medias. Consciente de la oscuridad del bosque y la larga y estrecha senda entre la orilla y el campamento, Grey no mandó a Tom de regreso, simplemente le dijo que no dejara irse a nadie, hasta que el sargento Cutter (que, con buen instinto militar, había tenido también tiempo de ponerse los pantalones), volviera con refuerzos armados. -Todos presentes, señor – dijo Cutter, saludando –. ¿A quién tengo el honor de dirigirme, señor? -Soy el teniente coronel Grey. Ponga a sus hombres a vigilar el barco, por favor, sargento, con particular atención a la nave oscura que viene corriente abajo, luego vuelva para informar lo que sepa de los problemas en el campamento. Cutter saludó y desapareció rápidamente con un grito de “¡Vamos, montón de mierda! ¡Paso ligero! ¡Paso ligero!” Tom dio un breve grito estrangulado y Grey se retorció, desenvainando su daga por reflejo, para encontrar una forma oscura justo detrás de él. -No me mates, inglés – dijo el indio que le había llevado antes al campamento. Sonó ligeramente divertido –. Le capitaine me envía a buscarte. -¿Por qué? – preguntó Grey. Su corazón estaba aún saltando por la conmoción. No le gustaba ser tomado en desventaja, y aún le gustaba menos el pensamiento de que el hombre podía haberle matado fácilmente antes de que Grey supiera que estaba allí.
-Los abenaki han incendiado tu tienda; supuso que te podían haber arrastrado a ti y a tu sirviente dentro del bosque. Tom pronunció una palabrota sumamente grosera e hizo como si se zambullera directamente entre los árboles, pero Grey le paró con una mano en su brazo. -Quieto, Tom. No hay problema. -¡Maldita sea! – replicó Tom acaloradamente, con la agitación privándole de sus modales habituales –. Supongo que puedo encontrarle más ropa interior, no digo que vaya a ser fácil, pero, ¿qué pasa con la pintura de su prima con el pequeño que envió para el capitán Stubbs? ¿Qué hay de su sombrero bueno con el lazo dorado? Grey tuvo un breve momento de alarma, su joven prima Olivia había enviado una miniatura de sí misma y su hijo recién nacido, encargándole a Grey entregársela su marido, el capitán Malcom Stubbs, en la actualidad con las tropas de Wolfe. Golpeó con una mano en su costado, y sintió, con alivio, la forma ovalada de la miniatura en su envoltura, segura en su bolsillo. -Todo bien, Tom; la tengo. En cuanto al sombrero… nos preocuparemos de eso más tarde, creo. Aquí… ¿cuál es su nombre, señor? – preguntó al indio, reticente a dirigirse a él, simplemente como “tú”. -Manoke – dijo el indio, pareciendo aún divertido. -Exacto. ¿Puede llevar a mi sirviente de vuelta al campamento? – vio aparecer la pequeña y determinada figura del sargento Cutter. En la boca del sendero e ignorando firmemente las protestas de Tom, lo echó dejándolo al cuidado del indio.
***
El resultado fue que los cinco brulotes se fueron a la deriva o fueron apartados del Harwood. Algo que podía (o no) haber sido una nave de abordaje apareció corriente arriba, pero fue ahuyentado por las improvisadas tropas de Grey en la orilla, disparando descargas, aunque el alcance fuese tristemente corto; no había posibilidad de alcanzar nada. Calma, el Harwood estaba seguro, y el campamento se había instalado en un estado de inquieta vigilancia. Grey había visto brevemente a Woodford desde su
retorno, cerca del amanecer, y supo que el ataque se había resuelto con la muerte de dos hombres y la captura de tres más, arrastrados dentro del bosque. Tres de los indios asaltantes habían muerto, otro había sido herido; Woodford planeaba interrogar a este hombre antes de que muriese, pero dudaba de obtener alguna información provechosa. -Ellos nunca hablan – dijo, frotándose los ojos rojos por el humo. Su cara estaba ojerosa y gris por la fatiga –. Solo cierran los ojos y comienzan a cantar sus malditas canciones de muerte. No importa lo que les hagas, solamente siguen cantando. Grey lo había oído, o pensó que lo había hecho, mientras reptaba agotado dentro de su refugio prestado hasta el alba. Un débil canto agudo se elevó y se sintió como el viento agitándose en las copas de los árboles. Se mantuvo un momento, luego paró abruptamente, solo para empezar de nuevo, leve e interrumpido como si titubeara al borde del sueño. ¿Qué estaría diciendo el hombre?, se preguntó. ¿Importaba que ninguno de los hombres que estaban escuchando supiera lo que decía? Quizá el explorador (Manoke, ese era su nombre), estuviera allí; quizá él pudiera entender. Tom había encontrado para Grey una pequeña tienda al final de una fila. Probablemente había echado a algún subalterno, pero Grey no se sentía inclinado a objetar. Era apenas suficientemente grande para el saco de dormir de lona que estaba en el suelo y una caja que servía como mesa, sobre la que estaba un candelabro vacío, pero era un cobijo. Había empezado a llover suavemente mientras iban por el sendero hacia el campamento y, ahora, la lluvia golpeaba duramente en la lona sobre sus cabezas, levantando un dulce y húmedo olor. Si la canción de muerte continuaba, no podía oírse sobre el sonido de la lluvia. Grey se dio la vuelta, el relleno de hierba de su saco de dormir crujió levemente debajo de él y, al fin, cayó dormido.
***
Se despertó repentinamente, cara a cara con un indio. Su ráfaga de movimientos reflejos se encontró con una risa entre dientes y una suave retirada, sin embargo, mejor que un cuchillo en la garganta y salió de la bruma del sueño a tiempo de evitar hacerle un daño serio al explorador Manoke.
-¿Qué?- murmuró y se frotó los ojos con las manos –. ¿Qué pasa? ¿Y por qué demonios estás tú acostado en mi cama? Como respuesta, el indio le puso una mano tras la cabeza, lo acercó y lo besó. La lengua del hombre se encontró levemente con su labio inferior, rápida como un lagarto dentro de su boca y después, se fue. ¿De verdad era el indio? Se dio la vuelta sobre su espalda, parpadeando. Un sueño. Todavía llovía, ahora más fuerte. Respiró profundamente; pudo oler la grasa de oso, por supuesto, en su propia piel, y menta; ¿había algún rastro de metal? La luz era más fuerte, debía de ser de día; oyó al tamborilero recorriendo los pasillos de tiendas para levantar a los hombres, con el repiqueteo de sus baquetas mezclándose con el de la lluvia, los gritos de los cabos y los sargentos; pero todavía era débil y gris. No debía de haber dormido más de media hora, pensó. -¡Cristo! – murmuró y dándose la vuelta con rigidez, tiró de su casaca sobre su cabeza y buscó dormir de nuevo.
***
El Harwood navegaba lentamente corriente arriba, con ojos de lince en los merodeadores franceses. Hubo algunas alarmas, incluido otro ataque de indios hostiles mientras acampaban en la orilla. Esta acabó felizmente, con cuatro merodeadores muertos y solo un cocinero herido, no seriamente. Se vieron obligados a holgazanear un tiempo, esperando una noche nublada, para dirigirse sigilosamente a la fortaleza de Quebec, amenazante desde sus riscos. Estaban marcados, en efecto, y uno o dos cañones dispararon en su dirección, pero sin ningún efecto. Y finalmente llegaron a puerto en Gareon, el lugar del cuartel general del general Wolfe. La ciudad en sí misma había sido casi engullida por el creciente campamento militar que la rodeaba, acres de tiendas extendiéndose desde el asentamiento por la ribera del río, todo presidido por una pequeña Misión católica francesa, cuya pequeña cruz era visible desde lo alto de la colina que estaba tras la ciudad. Los habitantes franceses, con la indiferencia política de los comerciantes en todas partes, habían hecho un gálico gesto de asentimiento y habían comenzado a cobrar de más a las fuerzas ocupantes.
El general estaba en otro sitio, informaron a Grey, luchando en el interior, pero no había duda de que volvería ese mes. Un teniente coronel sin informes ni regimiento era simplemente una molestia; se le proporcionó un alojamiento adecuado y se le echó educadamente. Sin deberes inmediatos que cumplir, se hizo a sí mismo un gesto de asentimiento y salió a descubrir el paradero del capitán Carruthers. No fue difícil encontrarlo. El patrón de la primera taberna que visitó Grey, le dirigió en seguida al alojamiento de le capitaine, una habitación en la casa de una viuda llamada Lambert, cerca de la iglesia de la misión. Grey se preguntó si hubiera recibido la información tan fácilmente de cualquier otro tabernero en el pueblo. A Charlie le gustaba beber cuando Grey lo conoció y, evidentemente, aún le gustaba, a juzgar por la agradable actitud del patrón cuando le mencionó el nombre de Carruthers. Grey no podía culparlo, bajo esas circunstancias. La joven viuda, de pelo castaño y bastante atractiva, vio al oficial inglés en su puerta, con profunda sospecha, pero cuando siguió la solicitud del capitán Carruthers de mencionar que era un viejo amigo del capitán, su cara se relajó. -Bon – dijo, abriendo la puerta repentinamente –. Necesita amigos. Subió dos pisos de estrechas escaleras hasta el ático de Carruthers, sintiendo como se calentaba el aire a su alrededor. Era agradable en ese momento del día, pero debía de hacerse sofocante a media tarde. Llamó y sintió un pequeño golpe de alegre reconocimiento al escuchar la voz de Carruthers invitándole a pasar. Carruthers estaba sentado a una desvencijada mesa en camisa y pantalones, escribiendo, con un tintero hecho de una calabaza junto a un codo, un frasco de cerveza junto al otro. Miró a Grey de modo inexpresivo por un momento, luego la alegría surgió a través de sus rasgos y se levantó, casi haciéndolos caer a ambos. -¡John! Antes de que Grey pudiera ofrecer su mano, se encontró abrazado y devolvió el abrazo sinceramente, con un torrente de recuerdos inundándolo cuando olió el pelo de Carruthers y sintió el roce de su mejilla sin afeitar contra la suya propia. Aunque incluso en medio de esta sensación, sintió la levedad del cuerpo de Carruthers, con los huesos que presionaban a través de su ropa. -Nunca pensé que vendrías – repitió Carruthers, quizá, por cuarta vez. Le soltó y dio un paso atrás, mientras él se pasaba el dorso de la mano por sus ojos, que estaban descaradamente húmedos.
-Bueno, tienes que darle las gracias por mi presencia a una anguila eléctrica – le dijo Grey sonriéndole. -¿Una qué? – Carruthers le miró perplejo. -Una larga historia, te la contaré después. Por el momento, ¿Qué demonios has estado haciendo, Charlie? La alegría se desvaneció un poco de la delgada cara de Carruthers, pero no desapareció del todo. -¡Ah, bueno! Esa es también una larga historia. Deja que mande a Martine a por más cerveza. Le señaló a Grey el único taburete en la habitación y salió antes de que pudiera protestar. Se sentó con cuidado por temor de que el taburete se rompiera, pero soportó su peso. Además de la banqueta y la mesa, el ático estaba muy sencillamente amueblado: un estrecho catre, un orinal y un antiguo lavamanos con una palangana de loza y un aguamanil que completaba el conjunto. Estaba muy limpio, pero había un leve aroma de algo en el aire, algo dulce y empalagoso cuyo rastro le llevó finalmente a una botella corchada que estaba en la parte trasera del lavamanos. No es que hubiera necesitado el olor del láudano; una mirada a la demacrada cara de Carruthers le había dicho bastante. Echó un vistazo a los papeles en los que Carruthers había estado trabajando. Parecían ser notas preparándose para el consejo de guerra; la de más arriba era un informe sobre la expedición emprendida por las tropas bajo el mando de Carruthers por órdenes del comandante Gerald Siverly.
Nuestras órdenes nos indicaban marchar a un pueblo llamado Beaulieu, allí saquear e incendiar las casas, ahuyentando a los animales que encontrásemos. Eso hicimos. Algunos hombres del pueblo ofrecieron resistencia, armados con guadañas y otras herramientas. Se disparó a dos de ellos, los otros huyeron. Volvimos con dos carros llenos con harina, quesos y pequeños utensilios caseros, tres vacas y dos buenas mulas.
Grey no fue más lejos antes de que la puerta se abriera. Carruthers entró y se sentó en la cama, haciendo un gesto de alusión hacia los papeles.
-Pensé que sería mejor anotarlo todo. Por si acaso no vivo lo suficiente para el consejo de guerra – habló estrictamente y viendo la mirada en la cara de Grey, sonrió levemente –. No te preocupes, John. Siempre he sabido que no llegaría a viejo. Esto – giró su mano derecha hacia arriba, dejando caer hacia atrás el puño de su camisa –, no es todo – golpeó su pecho suavemente con su mano izquierda –. Más de un doctor me ha dicho que tengo un grave defecto en el corazón. No sé, muy bien, si también tengo dos de estos – sonrió, con la repentina y encantadora sonrisa que Grey recordaba muy bien –, o solo la mitad de uno, o qué. Solía ser leve, solo una u otra vez, pero está empeorando. Algunas veces siento que para de latir y solo se agita en mi pecho, y todo comienza a ponerse negro y no respiro. Hasta ahora, siempre ha vuelto a latir, pero uno de estos días no lo hará. Los ojos de Grey estaban fijos en la mano de Charlie, la pequeña mano enana curvada contra su compañera mayor, pereciendo como si Charlie sostuviera una extraña flor arropada en su palma. Mientras Grey miraba, ambas manos se abrieron lentamente con los dedos moviéndose en una extraña y bella sincronía. -De acuerdo – dijo tranquilamente –. Cuéntame. Fallar en sofocar un motín era un raro cargo, difícil de probar y, por consiguiente, improbable que fuera presentado sin que otros factores estuvieran involucrados. Lo que, en las actuales circunstancias, era lo que, indudablemente, estaba pasando. -¿Conoces a Siverly, verdad? – preguntó Carruthers poniendo los papeles en su rodilla. -No, en absoluto. Deduzco que es un bastardo – Grey hizo un gesto hacia los papeles –. ¿Entonces, qué clase de bastardo? -Un corrupto – Carruthers tamborileó en las esquinas de las páginas, alisando cuidadosamente los bordes, con los ojos fijos en ellos –. Esto (lo que has leído), no fue Siverly. Fue una orden del general Wolfe. No estoy seguro de si el objetivo es privar a la fortaleza de provisiones, con la esperanza de que el hambre, finalmente, los saque fuera, o presionar a Montcalm para que mande fuera tropas para defender el campo, donde Wolfe pudiera alcanzarlos, posiblemente, ambas cosas. Pero él quiere, deliberadamente, aterrorizar a los asentamientos a ambas márgenes del río. No, hicimos esto bajo órdenes del general – su cara se retorció un poco y miró repentinamente a Grey –. ¿Recuerdas las Highlands, John? -Sabes que sí.
Nadie involucrado en la limpieza de Cumberland en las Highlands podría olvidarlo jamás. Había visto muchos pueblos escoceses como Beaulieu. Carruthers respiró hondo. -Sí. Bueno. El problema fue que Siverly le cogió cariño a apropiarse del botín que cogíamos del campo, con el pretexto de venderlo para hacer una distribución equitativa entre la tropa. -¿Qué? – eso iba en contra de las habituales costumbres del ejército, según las cuales todo soldado tenía derecho al botín que consiguiera –. ¿Quién piensa que es, un almirante? La armada dividía porciones del precio en metálico entre la tripulación, de acuerdo a un método, pero la armada era la armada; las tripulaciones actuaban mucho más como entidades simples que lo que lo hacían las compañías del ejército, y había cortes de almirantazgo fundadas para tratar la venta de los barcos capturados. Carruthers se rio con la pregunta. -Su hermano es comodoro13. Quizá de ahí sacó la idea. En cualquier caso – añadió poniéndose serio –, él nunca repartió los fondos. Peor aún, comenzó a retener la paga de los soldados. Pagando más y más tarde, dejando de pagar por transgresiones insignificantes, diciendo que el cofre con las pagas no había sido entregado, cuando varios hombres habían visto como lo descargaban del carruaje con sus propios ojos. Suficientemente malo, pero los soldados todavía eran alimentados y vestidos adecuadamente. Entonces, fue demasiado lejos. Silverly comenzó a robar del economato, llevándose cantidad de suministros y vendiéndolos privadamente. -Tenía mis sospechas – explicó Carruthers –, pero no pruebas. Comencé a vigilarle, aunque como sabía que le estaba vigilando, se anduvo con cuidado un tiempo. Pero no pudo resistirse a los rifles. Un envío de una docena de nuevos rifles, infinitamente superiores a los mosquetes Brown Bess, y muy raros en el ejército. -Creo que nos los mandaron por un error de oficina. No tenemos ningún fusilero, y no había una necesidad real de ellos. Eso es probablemente lo que le hizo pensar a Siverly que podía salirse con la suya.
13
Capitán de navío.
Pero no fue así. Dos soldados habían descargado la caja y, extrañados por el peso, la habían abierto. Se difundió la noticia con entusiasmo, y el entusiasmo se convirtió en contrariada sorpresa cuando, en lugar de los nuevos rifles, se distribuyeron mosquetes que mostraban un considerable uso. Los comentarios (ya enojados) se habían intensificado. Alentados por un tonel de ron que habíamos confiscado en una taberna en Levi – dijo Carruthers con un suspiro –, bebieron toda la noche (era Enero; las noches son condenadamente largas en Enero aquí) y se les ocurrió ir y encontrar los rifles; eso hicieron, bajo el suelo de alojamiento de Siverly. -¿Y dónde estaba Siverly? -En su alojamiento. Estaba bastante agotado, me temo – un músculo de la boca de Carruthers se torció –. Escapó por una ventana, y caminó a través de la nieve hasta la siguiente guarnición. Había veinte millas14. Perdió un par de uñas por congelación, pero sobrevivió. -Bastante malo. -Sí, lo fue – el músculo se torció de nuevo. -¿Qué pasó con los amotinados? Carruthers infló las mejillas, sacudiendo la cabeza. -La mayoría desertó. Cogieron a dos y los colgaron rápidamente; más tarde, reunieron a tres más, están aquí, en prisión. -Y tú… -Y yo – Carruthers asintió –. Yo era el asistente de Siverly. No sabía nada del motín; uno de los alféreces corrió a buscarme cuando los hombres comenzaron a ir hacia el alojamiento de Siverly, pero llegué antes de que hubieran acabado. -No podías hacer mucho, bajo esas circunstancias, ¿verdad? -No lo intenté – dijo Carruthers francamente. -Ya veo – dijo Grey. -¿Lo harías tú? – Carruthers le mostró media sonrisa. -Ciertamente. Por lo que veo ¿Siverly aún está en el ejército y todavía ostenta un mando? Sí, por supuesto. Debe de haber estado suficientemente furioso para 14
32 kilómetros.
querer el cargo original contra ti, pero tú sabes tan bien como yo que, bajo circunstancias normales, el asunto probablemente se habría caído tan pronto como se conocieran los hechos generales. Tú insististe en un consejo de guerra, ¿verdad? Para poder hacer público lo que sabes. Dado el estado de salud de Carruthers, saber que se arriesgaba a un largo periodo de prisión si era condenado, aparentemente no le preocupaba. La sonrisa se estiró y se volvió sincera. -Sabía que escogía al hombre adecuado – dijo Carruthers. -Me estás halagando demasiado – dijo Grey secamente –. ¿Por qué yo? Carruthers había dejado los papeles a un lado y ahora se mecía un poco hacia atrás en el catre con las manos entrelazadas alrededor de su rodilla. -¿Por qué tú, John? – la sonrisa se había desvanecido y los ojos grises de Carruthers estaban emparejados con los suyos –. Tú sabes qué hacemos. Nuestro negocio es el caos, la muerte, la destrucción. Pero también sabes por qué lo hacemos. -¡Oh! quizá tendrías la amabilidad de decírmelo. Siempre me lo he preguntado. El humor aclaró los ojos de Charlie, pero habló seriamente. -Alguien tiene que mantener el orden, John. Los soldados luchan por todo tipo de razones, la mayoría innobles. Aunque tú y tu hermano… – paró, sacudiendo la cabeza. Grey vio que su pelo tenía mechones grises, aunque sabía que Carruthers no era más viejo que él. -El mundo es caos, muerte y destrucción, pero la gente como tú (no lo tolerarás si hay algo de orden en el mundo, algo de paz), es por ti, John, y los pocos como tú. Grey sintió que debería decir algo, pero no sabía qué debía decir. Carruthers se levantó y fue hacia Grey, poniendo una mano (la izquierda) en su hombro, la otra suavemente en su cara. -¿Qué es lo que dice la Biblia? – dijo tranquilamente Carruthers –. ¿Benditos los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán satisfechos? Estoy hambriento, John – susurró –. Y tú sediento. No me fallarás – los dedos de Charlie se movieron en su piel, como una súplica, una caricia.
***
La costumbre del ejército es que un consejo de guerra esté presidido por un oficial superior que debe actuar como consejero y un número de otros oficiales que generalmente será de cuatro, aunque pueden ser más, pero, normalmente, no menos de tres… La persona acusada tendrá derecho a presentar testigos en su apoyo, y el consejo les preguntará, igual que a otras personas que ellos deseen y que estén determinados por las circunstancias y, si resulta condenado, para imponer la condena.
Esta vaga declaración era, evidentemente, todo lo que existía en términos de una definición escrita y una directriz en relación a las operaciones de los consejos de guerra; o era todo lo que Hal había encontrado para él, en el breve periodo anterior a su partida. No había leyes formales que regularan estos consejos ni las leyes del país se aplicaban a ellos. Resumiendo, el ejército tenía (como siempre pensó Grey) una ley para sí mismo. Siendo así, debería tener un considerable margen para conseguir lo que Charlie Carruthers quería; o no, dependiendo de las personalidades y las alianzas profesionales de los oficiales que compusieran el consejo. Le correspondería a él descubrir a esos hombres tan rápido como fuera posible. Mientras tanto, tenía otra pequeña tarea que cumplir. -Tom – llamó, rebuscando en su baúl –. ¿Has descubierto dónde está el alojamiento del capitán Stubbs? -Sí, me lord. Y si para de estropear sus camisas, se lo diré – con una mirada crítica hacia su señor, Tom le echó hábilmente a un lado, con un empujoncito –. ¿En todo caso, qué está buscando ahí dentro? -La miniatura de mi prima y su niño – Grey dio un paso atrás, permitiendo a Tom inclinarse sobre el baúl abierto; palmeó tiernamente las camisas maltratadas, volviéndolas a doblar pulcramente. El baúl estaba bastante chamuscado, pero los soldados habían conseguido rescatarlo, y el guardarropa de Grey, para alivio de Tom. -Aquí, me lord – Tom sacó el paquete y se lo dio amablemente a Grey –. Dele recuerdos al capitán Stubbs. Estará encantado de recibir esto. El pequeño se le parece mucho, ¿verdad? Le llevó un tiempo, incluso con las instrucciones de Tom, descubrir el alojamiento de Malcom Stubbs. El domicilio (si se podía llamar así) caía en la zona más pobre de la ciudad, algún sitio en una calle llena de barro que
terminaba abruptamente en el río. A Grey le sorprendió; Stubbs era de lo más sociable y un oficial meticuloso. ¿Por qué no se alojaba en una posada o en una buena casa privada cerca de sus tropas? Para cuando Grey encontró la calle, tenía una molesta sensación, que aumentó notablemente cuando siguió su camino a través de los destartalados cobertizos, los nudos de suciedad y los niños políglotas que dejaban sus juegos, iluminándose ante la novedosa visión. Le siguieron, siseando especulaciones ininteligibles de uno a otro, pero mirándole pasmados, con las bocas abiertas, cuando preguntó por el capitán Stubbs, señalando su propio uniforme a modo de ilustración con un inquisitivo movimiento de mano a su alrededor. Había andado hasta el final calle abajo, y sus botas estaban cubiertas de barro, estiércol, y las hojas que habían caído perezosamente de los árboles gigantes, antes de descubrir a alguien que quisiera responderle. Fue un anciano indio que estaba pacíficamente sentado en una roca a la orilla del río, envuelto en una manta de rayas de las que cambiaban los ingleses, pescando. El hombre hablaba una mezcla de tres o cuatro lenguas, de las que Grey sólo entendía dos, pero sus bases de entendimiento fueron válidas. -Un, deux, trois, atrás – le dijo el anciano, apuntando un pulgar calle arriba, luego tirando de su apéndice hacia un lado. Siguió algo en una lengua aborigen en la que Grey creyó detectar la referencia a una mujer, sin duda la propietaria de la casa donde Stubbs estaba alojado. Una mención final a le bon capitaine pareció reafirmar esta impresión, y, agradeciendo al hombre en francés e inglés, Grey retrocedió sobre sus pasos hasta la tercera casa calle arriba, arrastrando todavía una fila de pilluelos curiosos como la harapienta cola de una cometa. Nadie respondió a su llamada, pero fue alrededor de la casa (seguido por los niños) y descubrió una pequeña cabaña detrás de ella, con el humo saliendo de su gris chimenea de piedra. El día era bonito, con un cielo color zafiro y el aire estaba cubierto con la aspereza del final del verano. La puerta de la cabaña estaba entreabierta para que entrara aire fresco, pero él no la empujó para abrirla. En su lugar desenfundó su daga del cinturón y golpeó con la empuñadura, con admirados suspiros de su audiencia, cuando apareció el cuchillo. Reprimió la necesidad de girarse y hacerles una reverencia. No oyó pasos en el interior, pero la puerta se abrió de repente, dejando ver a una joven mujer india, cuya cara resplandeció de alegría al verlo.
Él parpadeó, sorprendido, y en ese parpadeo de un ojo, la alegría desapareció y la joven se agarró a la jamba de la puerta para sostenerse, con su otra mano hecha un puño en su pecho. -¿¡Batinse15!? – suspiró, claramente aterrorizada - ¿Qu´est ce qui s´passe?16 -Rien17 - replicó, igualmente sorprendido –. Ne vous inquietess pas, madame. ¿Est-ce que Capitaine Stubbs habite ici? No os preocupéis, señora. ¿Vive aquí el capitán Stubbs? Sus ojos, ya grandes, giraron hacia atrás y él la agarró por el brazo, por temor a que se desmayara a sus pies. El mayor de los mocosos que le seguía se adelantó y abrió la puerta y puso un brazo alrededor de la cintura de la mujer, medio arrastrándola, medio cargándola, dentro de la casa. Tomando esto como una invitación el resto de los niños se amontonaron tras él, murmurando en lo que parecía ser solidaridad, mientras él arrastraba a la joven a la cama y, acto seguido, la depositaba allí. Una pequeña niña, vestida a penas con un par de calzoncillos ceñidos a su frágil cintura con un poco de cuerda, se vino encima de él y le dijo algo a la joven. Al no recibir respuesta, la niña se comportó como si la hubiera recibido, volviéndose y corriendo hacia afuera a través de la puerta. Grey dudó, no estaba seguro de qué hacer. La mujer respiraba, aunque estaba pálida y sus cejas se agitaban. -Voulez-vous un petit eau?18 – preguntó, volviéndose en busca de agua. Divisó un cubo de agua junto al hogar, pero distrajo su atención un objeto apoyado en él; una cuna india con un infante fajado atado a ella, parpadeando con ojos curiosos en su dirección. Ya lo sabía, por supuesto, pero se arrodilló delante del niño y agitó un vacilante índice hacia él. Los ojos del bebé eran grandes y oscuros, como los de su madre y la piel una pálida sombra de la de ella. El pelo, sin embargo, no era liso, grueso y negro. Era de color canela y estallaba desde el cráneo del niño, como un halo de los mismos rizos que Malcom Stubbs mantenía rigurosamente cortados en su cabellera y ocultos tras su peluca.
15
Expresión de contrariedad típica del francés de Quebec. ¡Baptême! (¡Bautismo!) en francés de Francia. 16 ¿Qué pasa? 17 Nada. 18 ¿Queréis un poco de agua?
ñ-¿Qué ha pasado con le capitaine? – preguntó una voz autoritaria detrás de él. Se giró sobre sus talones y, encontrando una mujer bastante grande acechando sobre él, se puso de pie e hizo una reverencia. -Nada en absoluto, madame – le aseguró. Nada, todavía –. Simplemente buscaba al capitán Stubbs para darle un mensaje. -¡Oh! – la mujer (francesa, pero claramente la madre o la tía de la joven) dejó de mirarle y pareció desinflarse, volviendo a una forma menos atemorizante –. Bueno, entonces. ¿D´un urgence ese mensaje? Ella lo miró; estaba claro que los otros oficiales británicos no tenían costumbre de visitar a Stubbs en su casa. Seguramente porque Stubbs tenía un alojamiento oficial en algún sitio, donde atendía sus asuntos del regimiento. No le extrañaba que hubieran pensado que había venido a decir que Stubbs estaba muerto o herido. Aún no, añadió gravemente para sí mismo. -No – dijo, sintiendo el peso de la miniatura en su bolsillo –. Importante, pero no urgente. Entonces se marchó. Ninguno de los niños le siguió.
***
Normalmente no era difícil descubrir el paradero de un soldado en particular, pero Malcom Stubbs parecía haber desaparecido en el aire. En el curso de la siguiente semana, Grey peinó el cuartel general, el campamento militar y el pueblo, pero no había trazas de que su deshonroso primo político pudiera ser encontrado. Aún más extraño, nadie parecía haber echado en falta al capitán. Los hombres más cercanos de la compañía de Stubbs, simplemente se encogieron de hombros confundidos, y su oficial superior, aparentemente se había ido río arriba a inspeccionar el estado de varios puestos. Frustrado, Grey se fue a la orilla a pensar. Se presentaban dos posibilidades lógicas, no, tres. Una, Stubbs había oído de la llegada de Grey, suponiendo que descubriría, exactamente, lo que había descubierto, y como consecuencia había entrado en pánico y había desertado. Dos, se había enfrentado con alguien en una taberna o en un callejón, le habían matado y actualmente se estaba descomponiendo tranquilamente bajo un manto de hojas en el bosque. O, tres, le habían mandado a algún lugar a hacer algo, tranquilamente.
Grey dudó sumamente de la primera; Stubbs no era propenso al pánico y si hubiera sabido de la llegada de Grey, su primer acto hubiera sido ir a buscarle y así prevenir que husmeara en el pueblo y se encontrara lo que había encontrado. Por lo tanto, descartó esta posibilidad. Descartó la segunda aún más rápido. Si Stubbs hubiera sido asesinado, tanto deliberadamente, como por accidente, habría cundido la alarma. Por lo general el ejército sabía dónde estaban sus soldados y, si no estaban donde se suponía, se tomaban medidas. Lo mismo valía para la deserción. Correcto, entonces. Si Stubbs se había ido y nadie lo estaba buscando, se seguía naturalmente que el ejército lo había mandado a donde quiera que hubiera ido. Ya que nadie parecía saber dónde era eso, su misión era, presumiblemente, secreta. Y dada la actual posición de Wolfe y su presente obsesión, casi con certeza significaba que Malcom Stubbs había ido río abajo, buscando alguna manera de atacar Quebec. Grey suspiró, satisfecho con sus deducciones. Lo que venía a significar que (excepto que hubiera sido capturado por los franceses, le hubieran cortado la cabellera, lo hubieran secuestrado indios hostiles o se lo hubiera comido un oso) Stubbs, finalmente, volvería. No se podía hacer nada, salvo esperar. Se inclinó hacia un árbol, mirando a un par de canoas de pesca que iban lentamente corriente abajo, ciñéndose a la orilla. El cielo estaba cubierto y el aire ligero en su piel, era un cambio agradable después del calor del día. Los cielos nublados eran buenos para pescar; el guardabosques de su padre se lo había dicho. Se preguntó por qué; ¿se deslumbraban los peces con el sol y entonces buscaban escondites oscuros en las profundidades, pero subían hacia la superficie con la luz tenue? De repente, pensó en la anguila eléctrica, Suddfield le había dicho que vivían en las aguas cenagosas del Amazonas. La cosa tenía unos ojos notablemente pequeños, y su propietario opinaba que podía usar sus habilidades eléctricas de alguna manera, tanto para distinguir a sus presas como para electrocutarlas. No podría decir qué le hizo levantar la cabeza en aquel preciso momento, pero miró y vio una de las canoas flotando en las aguas poco profundas a pocos pies de él. El indio que remaba en la canoa le dedicó una brillante sonrisa. -¡Inglés! – llamó –. ¿Quieres pescar conmigo? Le recorrió una pequeña sacudida eléctrica y se levantó. Los ojos de Manoke estaban fijos en los suyos, y sintió el recuerdo del roce de los labios y la lengua y el olor de cobre recién cortado. Su corazón estaba desbocado; ¿irse en compañía
de un indio que apenas conocía? Fácilmente podía ser una trampa. Podía terminar con la cabellera rapada o algo peor. Pero las anguilas eléctricas no eran las únicas que discernían las cosas por medio de un sexto sentido, pensó. -¡Sí! – dijo –. Te encontraré en el embarcadero.
***
Dos semanas después, bajó de la canoa de Manoke al embarcadero, delgado, tostado por el sol, alegre y aún en posesión de su pelo. Tom Byrd debería estar junto a él, reflexionó; había dejado una nota diciendo qué iba a hacer, naturalmente, no había podido dar una estimación de cuándo volvería. Sin duda, el pobre Tom estaría pensando que había sido capturado y arrastrado a la esclavitud o que le habrían arrancado la cabellera y habrían vendido su pelo a los franceses. De hecho, había ido a la deriva lentamente río abajo, parando a pescar donde le apeteció, acampando en bancos de arena y pequeñas islas, asando lo que capturaba y tomando su cena en una paz con olor a humo, bajo las hojas de robles y alisos. Había visto otras naves de vez en cuando, no solo canoas, también paquebotes y veleros franceses, así como dos buques de guerra ingleses, navegando lentamente río arriba, con las velas hinchadas y los distantes gritos de los marineros tan extraños para él entonces como las lenguas de los iroqueses. Y en el crepúsculo de finales de verano del primer día, Manoke se había limpiados los dedos después de comer, se levantó, desató su taparrabos con indiferencia y lo dejó caer. Luego esperó, sonriendo, mientras Grey luchaba por quitarse la camisa y los pantalones. Habían nadado en el río para refrescarse antes de comer; el indio estaba limpio, su piel ya no estaba grasienta. Y aun así, parecía tener sabor a caza salvaje, el intenso, incómodo sabor fuerte del venado. Grey se había preguntado si sería la raza del hombre la responsable o solo su dieta. -¿A qué sé? – preguntó, sin curiosidad. Manoke, absorto en sus asuntos, había dicho algo que podría haber sido “polla”, pero podría, igualmente, haber sido cualquier expresión de leve repulsa, así que Grey pensó mejor lo de seguir esta línea de investigación. Además, si sabía a ternera y galletas o a pudding de Yorkshire, ¿lo reconocería el indio? Para el caso
¿quería realmente saber si lo haría? No quería, decidió, y disfrutó del resto de la noche sin los beneficios de la conversación. Se rascó la parte baja de la espalda donde le rozaban los pantalones, incómodo con las mordeduras de mosquito y la piel pelada por las ya debilitadas quemaduras del sol. Lo había intentado con el estilo nativo de vestir, viendo su conveniencia, pero se había quemado el trasero por estar demasiado tiempo tumbado al sol una tarde y, a partir de ahí, recurrió a los pantalones, sin querer oír más comentarios jocosos sobre la blancura de su culo. Pensando en estos agradables, pero inconexos pensamientos, anduvo la mitad del camino hacia la ciudad, notando que allí había más soldados, visiblemente, que cuando se había ido. Los tambores estaban sonando arriba y abajo de las empinadas calles con barro, llamando a los hombres desde sus alojamientos, el ritmo del día militar, haciéndose sentir. Sus propios pasos cayeron naturalmente en el ritmo del tambor; se puso derecho y sintió, repentinamente, el alcance del ejército, atrapándolo, sacudiéndolo fuera de su dicha bronceada. Miró involuntariamente colina arriba y vio las banderas sobre la gran posada que servía como cuartel general. Wolfe había vuelto.
*** Grey encontró su propio alojamiento, le aseguró a Tom que estaba bien, entregándose a que su pelo fuera contundentemente desenmarañado, peinado, perfumado, y atado fuertemente en una formal coleta y, con su uniforme limpio raspándole la piel quemada, fue a presentarse al general, como mandaba la cortesía. Conocía a James Wolfe de vista (Wolfe era más o menos de su edad, había luchado en Culloden, siendo oficial subalterno de Cumberland durante la campaña de las Highlands), pero no lo conocía personalmente, aunque había oído mucho sobre él. -¿Grey, verdad? ¿Es usted el hermano de Pardloe? Wolfe levantó su larga nariz en dirección a Grey, como olisqueándole, de la forma en que un perro inspecciona la parte de atrás de otro. Grey confió en no estar obligado a corresponder y, en su lugar, hizo una cortés reverencia. -Saludos de parte de mi hermano, señor. Realmente lo que su hermano hubiera dicho, distaba de lo halagador.
“Culo melodramático” es lo que Hal había dicho, informándole apresuradamente, antes de su partida. “Ostentoso, con mal juicio, un terrible estratega. Aunque tiene la suerte del diablo. No le sigas en ninguna estupidez”. Wolfe asintió con bastante amabilidad. -Y ha venido como testigo de ¿quién… el capitán Carruthers? -Sí, señor. ¿Se ha fijado una fecha para el consejo de guerra? -Dunno, ¿se ha fijado? – le preguntó Wolfe a su ayudante, una alta y larguirucha criatura de ojos malvados. -No, señor. Ahora que su señoría está aquí, podemos proceder. Se lo diré al brigadier Lethbridge-Stewart; él va a presidir el proceso. Wolfe agitó una mano. -No, espere un momento. El brigadier tiene otras cosas en mente. Hasta después… El ayudante asintió y tomó nota. -Sí, señor. Wolfe estaba mirando a Grey de la misma forma que un niño ardiendo por compartir algún secreto. -¿Entiende a los Highlanders, coronel? -Todo lo que eso es posible, señor – replicó educadamente y Wolfe rebuznó con la risa. -Buen hombre – el general giró la cabeza hacia un lado y evaluó a Grey –. Tengo un ciento o así de esas criaturas; estoy pensando que uso debería darles. Creo que he encontrado uno; una pequeña aventura. El ayudante sonrió, luego borró la sonrisa rápidamente. -¿De verdad, señor? – dijo Grey cautelosamente. -Algo peligroso – siguió Wolfe con cuidado –. Pero, son los Highlanders, no sería un gran problema si cayeran. ¿Le importaría unirse a nosotros? “No le sigas en ninguna estupidez”. De acuerdo, Hal, pensó. ¿Alguna sugerencia sobre cómo declinar una oferta como esa de un comandante titular?
-Estaría encantado, señor – dijo, sintiendo una breve ola de incomodidad bajando por su columna –. ¿Cuándo? -En dos semanas, con la luna nueva – Wolfe agitaba su coleta de entusiasmo. -¿Se me permite saber la naturaleza de la… er… expedición? Wolfe intercambió una mirada de anticipación con su ayudante, luego giró los ojos brillantes de excitación hacia Grey. -Vamos a tomar Quebec, coronel.
***
Así que Wolfe pensaba que había encontrado su point d´appui19 . O, más bien, su explorador de confianza, Malcom Stubbs, lo había encontrado para él. Grey volvió brevemente a su alojamiento, puso la miniatura de Olivia y el pequeño Cromwell en su bolsillo y se fue a buscar a Stubbs. No se molestó en pensar qué decirle a Malcom. Había estado bien, pensó, que no hubiera encontrado a Stubbs inmediatamente después de su descubrimiento de la amante india y su hijo; simplemente habría derribado a Stubbs sin la molestia de una explicación. Pero el tiempo había transcurrido, ahora su sangre se había enfriado. Tenía perspectiva. O eso pensó, hasta que entró en una próspera taberna (Malcom había elevado sus gustos en vino) y encontró a su primo político en una mesa, relajado y jovial entre sus amigos. Stubbs20 era un nombre acertado, midiendo, aproximadamente, cinco pies y cuatro pulgadas21 en ambas dimensiones, un tipo rubio, con inclinación a que la cara se le pusiera roja cuando estaba profundamente divertido o borracho. En ese momento, parecía estar experimentando ambas condiciones, riendo con algo que sus compañeros habían dicho y agitando su vaso vacío en dirección al tabernero. Se giró, vio a Grey venir y se iluminó como un faro. Había estado buena parte de tiempo al aire libre, observó Grey; estaba casi tan quemado por el sol como él mismo.
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Punto de apoyo. Stubby: pequeño y regordete. 21 1´62 ms. aproximadamente. 20
-¡Grey! – gritó –. ¡Dichosos los ojos que te ven! ¿Qué demonios te trae a tierra salvaje? – Entonces se dio cuenta de la expresión de Grey, y su jovialidad desapareció levemente, con el ceño perplejo creciendo entre sus dos espesas cejas. No había tiempo que perder. Grey se lanzó a través de la mesa, dispersando los vasos, y agarró a Stubbs por la pechera de la camisa. -Ven conmigo, cerdo asqueroso – susurró, con la cara junto a la del joven – o te mataré aquí mismo, te lo juro. Entonces le soltó y permaneció en pie con la sangre martilleándole en las sienes. Stubbs se frotó el pecho, ofendido, pasmado y asustado. Grey pudo verlo en sus grandes ojos azules. Despacio, Stubbs se levantó, moviéndose hacia sus compañeros para decir: -No os preocupéis, muchachos – dijo, haciendo un buen intento de naturalidad –. Mi primo, emergencia familiar, ¿qué? Grey vio a dos de los hombres intercambiar miradas cómplices, luego miraron a Grey, con cautela. Lo sabían, de acuerdo. Con rigidez, le hizo gestos a Stubbs para que fuera delante de él y atravesaron la puerta fingiendo dignidad. Aunque, una vez fuera, agarró a Stubbs por el brazo y lo arrastró a la vuelta de la esquina a un pequeño callejón. Empujó fuerte a Stubbs, tanto que perdió el equilibrio y cayó contra la pared; Grey le echó las piernas por debajo y luego se arrodilló en su muslo, clavándole la rodilla con saña en el grueso músculo. Stubbs soltó un ruido estrangulado que no llegó a ser un grito. Grey buscó en su bolsillo, con la mano temblando por la furia, y cogió la miniatura que le enseñó brevemente a Stubbs antes de pulverizarla en la mejilla del hombre. Stubbs aulló, cogiéndola, y Grey le dejó tenerla, levantando inestablemente al hombre. -¿Cómo te atreves? – dijo en voz baja y feroz –. ¿Cómo te atreves a deshonrar a tu esposa, a tu hijo? Malcom estaba respirando fuerte, con una mano apretada en su maltratado muslo, pero estaba recuperando la compostura. -No tiene que ver – dijo –. No tiene nada que ver con Olivia en absoluto – tragó, se pasó una mano por la boca y echó una cautelosa mirada a la miniatura –. ¿Es el pequeño, verdad? Guapo… guapo muchacho. Se parece a mí, ¿verdad?
Grey le golpeó brutalmente en el estómago. -Sí, y también se parece tu otro hijo – siseó –. ¿Cómo has podido hacer algo así? La boca de Malcom se abrió, pero no dijo nada. Luchaba por respirar como un pez en tierra. Grey le miró sin pena. Hubiera cortado y asado sobre el carbón al hombre antes de que muriese. Se agachó y cogió la miniatura de la mano sin resistencia de Stubbs, devolviéndola a su bolsillo. Después de un largo rato, Stubbs dio un quejumbroso jadeo, y el color de su cara, que se había vuelto morado, volvió a su color normal de ladrillo. La saliva se había amontonado en las comisuras de su boca; se lamió los labios , escupió, se sentó, respirando pesadamente y miró a Grey. -¿Vas a pegarme otra vez? -No por ahora. -Bien – estiró una mano y Grey la cogió, gruñendo mientras ayudaba a Stubbs a ponerse en pie. Malcom se apoyó en la pared, todavía jadeando y mirándole. -¿Así que, quién te ha hecho Dios, Grey? ¿Quién eres tú para juzgarme, eh? Grey casi le pegó de nuevo, pero desistió. -¿Quién soy yo? – dijo haciéndose eco –. ¡El jodido primo de Olivia, eso soy! ¡El familiar masculino más cercano que tiene en este continente! Y tú, por si necesitas que te lo recuerde (y evidentemente lo necesitas), eres su jodido marido. ¿Juicio? ¿Qué diablos quieres decir con eso, asqueroso libertino? Malcom tosió y escupió de nuevo. -Sí. Bueno. Como dije, no tiene nada que ver con Olivia, y tampoco tiene nada que ver contigo – habló con aparente calma, pero Grey pudo ver el pulso latiendo en su garganta, el movimiento nervioso de sus ojos –. No es nada fuera de lo normal, es la maldita costumbre, por Dios santo. Todo el mundo… Le pegó un rodillazo a Stubbs en las pelotas. -Inténtalo de nuevo – advirtió a Stubbs que se había caído y estaba enroscado en posición fetal, gimiendo –. Tómate tu tiempo, no estoy ocupado. Notando unos ojos sobre él, Grey se volvió para ver a varios soldados reunidos a la entrada del callejón, dudando. Todavía llevaba su uniforme, así que, (algo incómodo de llevar, pero mostrando claramente su rango) cuando les echó una mirada diabólica, rápidamente, se dispersaron.
-Me gustaría matarte aquí mismo, ¿sabes? – le dijo a Stubbs pasados unos momentos. La rabia que le había impulsado se estaba disipando, aunque, cuando vio al hombre dando arcadas y vomitando a sus pies, habló con cansancio –. Es mejor para Olivia tener un marido muerto y cualquier pertenencia que le dejes, que un canalla vivo que la traicionará con sus amigas, o quizá con su propia sirvienta. Stubbs murmuró algo ininteligible y Grey se agachó, agarrándole por el pelo y tirando de su cabeza hacia atrás. -¿Qué, fue eso? -No fue… eso – gimiendo y agarrándose a sí mismo, Malcom maniobró lentamente a la posición de sentado, con las rodillas levantadas. Resolló un poco, con la cabeza entre las rodillas, antes de ser capaz de continuar. -¿No lo entiendes, verdad? – habló en voz baja, sin levantar la cabeza –. Tú no has visto las cosas que yo he visto. No… hecho lo que yo he tenido que hacer. -¿Qué quieres decir? -El… el asesinato. No… batalla. No una cosa honorable. Granjeros. Mujeres… Grey vio como se movía la pesada garganta de Stubbs, tragando –. Yo… nosotros… durante meses. Saqueando el campo, quemando granjas, pueblos – suspiró, dejando caer los anchos hombros –. Los hombres, ellos no importan. La mitad de ellos son unos salvajes, para empezar – respiró –. No tiene… importancia disparar a un hombre en su umbral y tomar a su mujer junto a su cuerpo – tragó –. Montcalm no es el único que paga por las cabelleras – dijo en voz baja. Grey no pudo evitar oír la crudeza en su voz. Un dolor que no era físico. -Todos los soldados ven ese tipo de cosas, Malcom – dijo tras un corto silencio, casi agradablemente –. Eres un oficial. Es tu trabajo mantenerlos bajo control. Y sabes jodidamente bien que no siempre es posible, pensó. -Lo sé – dijo Malcom, y empezó a llorar – No pude. Grey esperó mientras él sollozaba, sintiéndose cada vez más idiota y más incómodo. Finalmente, los anchos hombros subieron y bajaron. Después de un momento, Malcom dijo con una voz que tembló solo un poco – Todo el mundo encuentra un camino, ¿verdad? Y no hay muchas maneras. Bebida, cartas o mujeres – levantó la cabeza y se desplazó un poco, haciendo una mueca cuando encontró una posición más confortable –. Pero a ti no te importan mucho las mujeres, ¿verdad? – añadió mirando hacia arriba.
Grey sintió caer el fondo de su estómago, pero se dio cuenta a tiempo de que Malcom había hablado de un hecho, sin tono de acusación. -No – dijo, y respiró hondo –. Más la bebida. Malcom asintió, limpiándose la nariz con la manga. -La bebida no me ayuda – dijo –. Me duermo, pero no olvido. Únicamente sueño sobre… cosas. Y las putas… yo… bueno, no quiero coger la sífilis y quizá… bueno, Olivia – se calló, mirando hacia abajo –. No soy bueno con las cartas – dijo, aclarándose la garganta –. Pero dormir en los brazos de una mujer… entonces puedo dormir. Grey se apoyó en la pared, sintiéndose casi tan maltrecho como Malcom Stubbs. Hojas de álamo verde pálido iban a la deriva a través del aire, girando a su alrededor y posándose en el barro. -De acuerdo – dijo finalmente –. ¿Qué piensas hacer? -Dunno – dijo Stubbs con tono de resignación –. Pensará en algo. Supongo. Grey cogió la mano que le ofrecía; Stubbs se puso en pie con cuidado, asintiendo hacia Grey, arrastrando los pies hacia la entrada del callejón doblado y sujetándose a sí mismo, mientras sus entrañas volvían a su sitio. A medio camino paró y miró hacia atrás por encima de su hombro. Había una mirada inquieta en su cara, medio avergonzada. -¿Puedo… la miniatura? Aún son míos, Olivia y el… mi hijo. Grey dio un suspiro que llegó hasta el tuétano de sus huesos; se sintió como si tuviera mil años. -Sí, lo son – dijo, y, sacando la miniatura de su bolsillo, la metió cuidadosamente en el abrigo de Stubbs –. Recuérdalo, ¿quieres?
***
Dos días después, llegó un convoy de barcos con tropas, bajo el mando del almirante Holmes. La ciudad estaba otra vez inundada por hombres hambrientos de carne sin salar, pan reciente, licor y mujeres. Y un mensajero llegó al alojamiento de Grey, llevándole un paquete de su hermano, con los saludos del almirante Holmes.
Era pequeño, pero cuidadosamente empaquetado, envuelto en un paño aceitado, atado con bramante y el nudo sellado con el blasón de su hermano. Esto era impropio de Hal, cuyos comunicados habituales consistían en notas garabateadas apresuradamente, generalmente empleando poco menos que el mínimo de palabras necesarias para transmitir su mensaje. Raramente estaban firmadas, no digamos selladas. Tom Byrd parecía pensar también, que el paquete era, un poco, de mal agüero; lo había dejado a parte del resto del correo, y lo había sujetado con una botella de brandy, aparentemente para evitar que escapara. Esto, o que sospechara que Grey fuera a necesitar el brandy para soportar el arduo esfuerzo de leer una carta de más de una página. -Muy amable de tu parte, Tom – murmuró, sonriendo para sí mismo y cogiendo su cortaplumas. En efecto, la carta ocupaba menos de una página, no se había molestado ni en saludos ni en firma, y era completamente del estilo de Hal. Minnie desea saber si estás muriéndote de hambre, aunque no sé qué se propone hacer al respecto, la respuesta debería ser, sí. Los chicos quieren saber si has arrancado alguna cabellera; confían en que ningún indio rojo haya tenido éxito en arrancar la tuya; comparto esta opinión. Harías bien en traer tres tommyhawks cuando vuelvas a casa. Aquí está tu pisapapeles; el joyero está muy impresionado por la calidad de la piedra. La otra cosa es una copia de la confesión de Adams. Se colgó ayer.
El otro contenido del paquete consistía en un pequeño morral de gamuza y documento con aspecto oficial de varias hojas de buen pergamino, dobladas y selladas, esta vez con la insignia de Jorge II. Grey lo dejó sobre la mesa, cogió una de las tazas de peltre de su baúl de campaña y la llenó hasta el borde con brandy, sorprendiéndose de nuevo de la perspicacia de su ayuda de cámara. Así fortalecido, se sentó y cogió el pequeño morral, del que cayó en su mano, un pequeño pisapapeles de oro macizo, hecho con la forma de una media luna entre las olas del océano. Le habían colocado un zafiro (muy grande) facetado, que brillaba como la estrella vespertina en su ocaso. ¿Dónde habría conseguido James Fraser una cosa así?
Lo volteó en su mano, admirando el trabajo, pero luego lo dejó a un lado. Sorbió su brandy por un momento, mirando al documento oficial como si pudiera explotar. Estaba razonablemente seguro de que lo haría. Sopesó el documento en su mano y sintió que la brisa que entraba por la ventana, movía las páginas un poco, como la tela de una vela justo antes de que se llene y se hinche con un chasquido. Esperar no ayudaría. Y, en cualquier caso, Hal, claramente, sabía lo que decía; le diría a Grey, finalmente, si quería saberlo o no. Suspirando, dejó su brandy y rompió el sello.
Yo, Bernard Donald Adams, hago esta confesión libremente, por mi propia voluntad…
¿Era así?, se preguntó. No conocía la letra de Adams, no podía decir si el documento había sido escrito o dictado… no, un momento. Pasó las hojas y examinó la firma. La misma mano. De acuerdo, la había escrito él mismo. Echó un vistazo a la letra. Parecía firme. Probablemente no había sido sacada con tortura, entonces. Quizá fuese la verdad. -Idiota – dijo entre dientes –. ¡Lee la maldita cosa y termina con esto! Bebió el resto del brandy de un trago, alisó las páginas bajo la piedra del pretil y leyó, al fin, la historia de la muerte de su padre.
***
El duque había sospechado la existencia de un círculo jacobita por un tiempo y había identificado a tres de los hombres involucrados en él. Aun así, no hizo ningún movimiento para descubrirlos hasta que se emitió una orden para su propio arresto, bajo el cargo de traición. Sabiendo esto, había enviado de inmediato aviso a Adams, citándole en la casa de campo del duque en Earlingden. Adams no sabía hasta donde sabía el duque de su propia implicación, pero no se atrevió a mantenerse alejado, no fuera que el duque, bajo arresto, lo denunciara.
Así que se armó con una pistola y cabalgó de noche hacia Earlingden, llegando justo antes del amanecer. Fue hasta las puertas del invernadero y el duque le dejó pasar. Con lo cual, “cierta conversación”, tuvo lugar.
Supe ese día de la expedición de una orden de arresto bajo el cargo de traición, para ser notificada a la persona del duque de Pardloe. Estaba inquieto con esto, ya que el duque había cuestionado anteriormente tanto a mí mismo como a algunos colegas, de forma que me sugería que sospechaba la existencia de un movimiento secreto para restaurar el trono Estuardo. Discutí en contra del arresto del duque, ya que no sabía el alcance de su conocimiento o su sospecha, y lo temía, si le ponía en peligro inmediato, él podía apuntar un dedo hacia mí o mis principales compañeros, siendo estos Victor Arbuthnot, lord Creemore y sir Edwin Bellman. Sir Edwin fue insistente sobre el asunto, aunque dijo que no causaría daño; cualquiera de las acusaciones hechas por Pardloe podría ser descartada como un simple intento de salvarse a sí mismo, sin conocimiento de los hechos, mientras que el hecho de su arresto causaría, naturalmente, una extendida suposición de culpa y distraería cualquier atención que pudiera estar dirigida a nosotros. El duque, enterándose de la orden de arresto, mandó aviso a mi alojamiento, convocándome a ir a su casa de campo inmediatamente. No me atreví a desdeñar su convocatoria sin saber qué evidencias poseería y, por lo tanto, cabalgué por la noche hacia su finca, llegando justo antes del amanecer.
Adams se había encontrado con el duque allí, en el invernadero. Cualquiera que fuera la conversación, fue drástica.
Había llevado una pistola conmigo, la cual había cargado afuera de la casa. Hice esto únicamente como protección, ya que no sabía cuál iba a ser el comportamiento del duque.
Evidentemente, peligroso. Gerard Grey, duque de Pardloe también había ido armado a la cita. De acuerdo a lo dicho por Adams, el duque había sacado su pistola de los recovecos de su chaqueta (si para atacar o meramente para asustar,
no estaba claro), con lo cual, Adams había sacado su propia pistola aterrorizado. Ambos hombres dispararon; Adams pensó que la pistola del duque había fallado, ya que él no podía haber errado a esa distancia. El tiro de Adams no falló, ni tampoco erró en el blanco, y vio la sangre sobre el pecho del duque; Adams entró en pánico y corrió. Mirando atrás, había visto al duque mortalmente herido, pero aún en pie, agarrando la rama del melocotonero junto a él para sujetarse, con lo cual, el duque había usado sus últimas fuerzas para arrojar su propia arma inútil a Adams, antes de caer. John Grey aún estaba sentado, frotando despacio las hojas de pergamino con sus dedos. No veía los pulcros trazos en los que Adams había escrito su anodino informe. Vio la sangre. Rojo oscuro, bella como una joya donde el sol golpeara súbitamente a través del cristal del tejado. El pelo de su padre, enmarañado, como estaría después de ir de caza. Y el melocotonero, caído en esas mismas baldosas, con su perfección echada a perder y arruinada. Dejo los papeles sobre la mesa; el viento los levantó y, por reflejo, cogió su nuevo pisapapeles para sujetarlos. ¿Cómo le había llamado Carruthers? Alguien que mantiene el orden. “Tú y tu hermano”, había dicho. “No tolerarás esto. Si hay algún orden en el mundo, algo de paz, es por ti, John, y otros pocos como tú”. Quizá. Se preguntaba si Carruthers sabía el coste de la paz y el orden, pero entonces recordó la cara ojerosa de Charlie, su belleza juvenil marchita, no quedaba nada de eso ahora, salvo los huesos y la tenaz determinación que le mantenía respirando. Sí, lo sabía.
***
Cerca de dos semanas después, justo tras la luna nueva, abordaron los barcos. El convoy incluía la insignia del almirante Holmes, el Lowestoff; tres barcos de guerra: el Squirrel, el Sea Horse y el Hunter; cierto número de balandros armados; otros cargados con artillería, pólvora y munición; y un número de transportes para las tropas, un total de 1.800 hombres. Habían dejado el Sutherland abajo a la izquierda, anclado justo fuera de la línea de tiro de la fortaleza, para mantener vigilados los movimientos del enemigo; el río estaba atestado de baterías flotantes y pequeñas embarcaciones francesas de patrulla.
Grey viajó con Wolfe y los Highlanders a bordo del Sea Horse, y pasó el viaje en cubierta, demasiado nervioso para soportar estar abajo. El aviso de su hermano se mantenía recurrentemente en su mente (“No le sigas en ninguna estupidez”), pero era demasiado tarde para pensar en eso, y, para aislarse de ellos, retó a uno de los otros oficiales a un concurso de silbidos. Cada parte tenía que silbar la totalidad de “The Roast Beef of Old England”, perdería el hombre que se riera primero. Perdió, pero no volvió a pensar en su hermano. Justo después de la medianoche, los grandes barcos arriaron sus velas tranquilamente, echaron el ancla y se quedaron como gaviotas dormidas en el oscuro río. Anse au Foulon, el lugar de desembarco que Malcom Stubbs y sus exploradores habían recomendado al general Wolfe, estaba siete millas22 río abajo, a los pies de los acantilados de pura pizarra desmoronada, que llevaban arriba hacia las Planicies de Abraham. “¿Crees que se llama así por el Abraham bíblico?”, había preguntado Grey con curiosidad al oír el nombre, pero había sido informado de que, de hecho, la cima del acantilado comprendía una granja perteneciente a un expiloto llamado Abraham Martin. En su conjunto, pensó que este prosaico origen estaba bien. Parecía haber suficiente drama representado en esa tierra, sin tener que pensar en antiguos profetas, conversaciones con Dios, ni ningún cálculo de cuantos hombres podrían caber en la fortaleza de Quebec. Con el mínimo alboroto, los Highlanders y sus oficiales y Wolfe y sus tropas escogidas (Grey entre ellos), desembarcaron en las pequeñas bateaux23 que les llevarían silenciosamente hacia abajo, al punto de desembarco. Los sonidos de remos fueron en su mayoría ahogados por la corriente del río y hubo poca conversación en las balsas. Wolfe se sentó en la proa del bote que iba en cabeza, encarando a las tropas, mirando una y otra vez sobre su hombro hacia la orilla. Casi sin alarma, empezó a hablar. No levantó la voz, pero la noche estaba tan en calma que los que iban en la balsa, tuvieron pocos problemas para oírle. Para asombro de Grey, estaba recitando “Elegía escrita en un cementerio de aldea”24 Culo melodramático, pensó Grey, y no podía negar que la recitación era extrañamente emotiva. Wolfe no hizo de ello un espectáculo. Era como si 22
Aproximadamente 11 km. Botes, barcas. 24 Elegy Written in a Country Chuchyard, Thomas Gray, 1751. Poema que contiene reflexiones sobre la muerte. 23
simplemente, hablara consigo mismo, y un temblor recorrió a Grey cuando Wolfe entonó: La gloria de la heráldica, la pompa del poder, y todo lo que aporta la riqueza y la belleza, aguardan por igual la inevitable hora. “Los senderos de gloria conducen a la tumba”, terminó Wolfe, tan en voz baja que solo los tres o cuatro hombres más cercanos le oyeron. Grey estaba lo bastante cerca para oírle aclararse la garganta con un pequeño “hem” y vio sus hombros levantarse. -Caballeros – dijo Wolfe, levantando también la voz –. Sería mejor haber escrito esas líneas que tomar Quebec. Hubo un pequeño revuelo y un aliento de risa entren los hombres. También lo quisiera yo, pensó Grey. El poeta que los escribió está probablemente sentado junto a su fuego acogedor en Cambridge, comiendo bollos con mantequilla, y no preparándose para caer desde una gran altura o para que te disparen en el culo. No sabía si esto era, simplemente, algo más del drama característico de Wolfe. Posiblemente, posiblemente no, pensó. Se había encontrado con el coronel Walsing aquella mañana junto a las letrinas y había mencionado que Wolfe le había dado un colgante la noche anterior, con instrucciones de entregárselo a la señorita Landringham con la que Wolfe estaba prometido. Pero, no era nada fuera de lo ordinario para los hombres poner sus objetos de valor personales al cuidado de un amigo antes de una gran batalla. Si resultabas muerto o gravemente herido, tu cuerpo podría ser saqueado antes de que tus camaradas se las arreglaran para recuperarte, y no cualquiera tenía un sirviente de confianza con el que dejas esos objetos. El mismo Grey había cargado con tabaqueras, relojes de bolsillo o anillos de amigos en batalla; tenía reputación de tener suerte, antes de Crefeld. Nadie le había pedido que guardara nada esa noche. Desplazó su peso por instinto, sintiendo el cambio y a Simon Fraser, junto a él, meciéndose en dirección opuesta, golpeándole. “Pardon”, murmuró Fraser. Wolfe les había hecho a todos ellos recitar poesía en francés en torno a la cena la noche antes y se llegó al acuerdo de que Fraser tenía el acento más auténtico; había luchado con los franceses en Holanda algunos
años antes. Si un centinela les diera el alto, su trabajo sería responder. Sin duda, pensó Grey, Fraser estaba ahora pensando frenéticamente en francés, intentando suturar su mente con el lenguaje, para que no se le escapara ni un pequeño retazo de inglés en medio del pánico. “De rien”25 murmuró Grey como respuesta, y Fraser rio entre dientes, sonando profundamente en su garganta. Estaba nublado, el cielo estaba manchado con las tiras que quedaban de las nubes de lluvia que se habían retirado. Eso era bueno; la superficie del río estaba rota, parcheada con una tenue luz, fracturada por piedras y una acumulación de ramas de árbol. Aun así, un centinela competente, difícilmente fallaría en divisar un tren de botes. El frío le había entumecido la cara, pero sus palmas estaban sudando. Tocó la daga en su cinturón de nuevo; se daba cuenta de que la tocaba cada pocos minutos, como si necesitara verificar su presencia, pero no podía evitarlo y no le preocupaba. Estaba esforzando la vista en busca de cualquier cosa, el resplandor de un fuego descuidado, el movimiento de una roca que no fuera una roca… nada. ¿Qué distancia?, se preguntó. ¿Dos millas, tres?26Todavía no veía los acantilados, no sabía con seguridad a qué distancia estaban de Gareon. La corriente de agua y el tranquilo movimiento del bote empezaron a darle sueño, a pesar de la tensión, y sacudió la cabeza bostezando exageradamente para quitárselo de encima. Quel est ce bateau? “¿Qué es ese bote?”, el grito desde la orilla pareció decepcionante cuando llegó, a penas más notable que la llamada de un pájaro en la noche, pero al instante siguiente, la mano de Simon Fraser apretó la suya, machacándole todos los dedos, mientras Fraser tragaba aire y gritaba: Celui de la Reine!27 Grey apretó los dientes, para no dejar escapar ninguna blasfemia. Si el centinela pedía una contraseña, probablemente quedaría incapacitado de por vida, pensó. Un instante después, el centinela gritó “Passez!” y el agarrón mortal de Fraser se relajó. Simon respiraba como si mugiera, pero le empujó y susurró de nuevo: “Pardon!”
25
No es nada. 3 o 4 km, aprox. 27 El de la reina. 26
“De jodido rien”, murmuró, frotando su mano y flexionando los dedos con cuidado. Estaban acercándose. Los hombres se movían de un lado a otro con expectación, aún más que Grey (comprobando sus armas, estirando las casacas, escupiendo sobre la borda, preparándose. Todavía quedaba un cuarto de hora más de nervios destrozados, antes de que empezaran a nadar hacia la orilla), y otro centinela llamó desde la oscuridad. El corazón de Grey se encogió como un puño y casi jadeó con la punzada de dolor de sus viejas heridas. “Qui etes-vous? Qué sont ces bateaux?, preguntó desconfiadamente una voz en francés. ¿Quiénes sois? ¿Qué son esos botes? Esta vez estaba preparado y agarró él la mano de Fraser. Simon aguantó, inclinándose fuera hacia la orilla, dijo con voz ronca: Des bateaux de provisions! Tasiez-vous, les anglais sont proches! ¡No hagáis ruido, los ingleses están cerca! Grey sintió una urgencia loca de reír, pero no lo hizo. De hecho, el Sutherland estaba cerca, acechando fuera de tiro corriente abajo, y, sin duda, las ranas lo sabían. En cualquier caso, el guardia dijo, más tranquilo: Passez! y el tren de botes pasó deslizándose suavemente y rodeó el último recodo. El fondo del bote chirrió en la arena, y la mitad de los hombres salieron enseguida para remolcarlo más lejos. Wolfe, medio saltó, medio cayó por la borda con ímpetu, sin rastro de pesimismo. Llegaron a tierra en un pequeño banco de arena justo fuera de la orilla; los otros botes estaban llegando en ese momento, un enjambre de figuras negras, reunidas como hormigas. Se suponía que veinticuatro de los Highlanders subirían primero, encontrando (y, en la medida de lo posible, despejando, ya que el risco no solo estaba defendido por lo escarpado que era, también por barricadas, nidos de troncos afilados) un camino para el resto. La corpulenta figura de Simon se difuminó en la oscuridad, su acento francés cambió enseguida al sibilante gaélico cuando siseó a los hombres para que fueran hacia sus posiciones. Grey casi extrañó su presencia. No estaba seguro de si Wolfe había elegido a los Highlanders por su habilidad para escalar o porque prefirió arriesgarlos mejor que a sus otras tropas. Lo último, pensó. Wolfe miraba a los Highlanders con desconfianza y cierto desprecio, como la mayoría de los oficiales ingleses. Oficiales que, en definitiva, nunca habían luchado con ellos, ni contra ellos. Por su posición a los pies del acantilado, Grey no los podía ver, pero los podía oír. El ruido de pies aquí y allá, un salvaje sonido de escarbar y el repiqueteo de
pequeñas piedras que caían, fuertes gruñidos de esfuerzo y lo que reconoció como invocaciones en gaélico de Dios, su madre, y un surtido de santos. Un hombre cerca de él sacó una sarta de cuentas del cuello de su camisa, besó la pequeña cruz unida a ella y volvió a guardarla; luego agarrando un pequeño retoño que crecía sobre la roca, trepó hacia arriba, con el kilt ondeando, y la espada balanceándose en su cinturón en una breve silueta, antes de que la oscuridad lo atrapara. Grey tocó la empuñadura de su daga de nuevo, su propio talismán contra el mal. Fue una larga espera en la oscuridad; de algún modo, envidiaba a los Highlanders, que, fuera lo que fuese lo que encontraran (y los ruidos al escarbar, los gritos medio estrangulados cuando un pie se escurría y un camarada agarraba una mano o un brazo, sugerían que la escalada era tan imposible como parecía), no estaban lidiando con el aburrimiento. Un choque y un retumbar repentinos llegó desde arriba y el grupo de la orilla se desperdigó en medio del pánico cuando varios troncos afilados cayeron desde la oscuridad, desplazados de una barricada. Uno de ellos se había clavado con la punta hacia abajo a no más de seis28 pies de Grey y se quedó vibrando en la arena. Sin discusión, el grupo de la orilla se retiró al banco de arena. El ruido al escarbar y los gruñidos se fueron debilitando y cesaron abruptamente. Wolfe, que había estado sentado en un peñasco, se levantó, dirigiendo sus ojos hacia arriba. -Lo han conseguido – susurró, y sus puños se cerraron con una excitación que Grey compartió –. ¡Dios, lo han conseguido! Suficientemente bueno, y los hombres al pie del acantilado contuvieron el aliento; había un puesto de guardia en lo alto del risco. Silencio, salvo el perpetuo sonido de los árboles y el río. Y entonces, un disparo. Solo uno. Los hombres de abajo se movieron, tocando sus armas, preparados, sin saber para qué. ¿Había ruido arriba? Grey no podía decirlo y, fuera del total nerviosismo, se giró para orinar contra el costado del acantilado. Se estaba atando los cordones cuando oyó la voz de Simon Fraser arriba. -¡Cogedlos, por Dios! – dijo –. ¡Venga, muchachos, la noche no es suficientemente larga!
28
2 mt. aprox.
Las siguientes pocas horas, pasaron en una confusión del más arduo esfuerzo que Grey había visto desde que cruzó las Highlands escocesas con el regimiento de su hermano, llevando un cañón al general Cope. No, realmente, pensó, mientras estaba de pie en la oscuridad con una pierna entre un árbol y la cara de la roca, con treinta pies29 de espacio invisible bajo él y una cuerda ardiendo en las palmas de sus manos con unas doscientas libras30de un invisible peso muerto al final, esto era peor. Los Highlanders habían sorprendido a la guardia, disparando a su capitán, que huía, en los talones y haciendo a todos ellos prisioneros. Esa fue la parte fácil. Lo siguiente para el resto del grupo que había llegado a tierra era ascender a lo alto del acantilado, ahora que el camino (si había algo así) había sido despejado. Allí deberían prepararse, no solo para subir al resto de las tropas que ahora bajaban por el río a bordo de transportes, sino también diecisiete cañones ariete, doce obuses, tres morteros y toda la carga necesaria en términos de carcasas, pólvora, plataformas y armones necesarios para hacer efectiva esta artillería. Al final, reflexionó Grey, para cuando lo hubieran hecho, el camino vertical hacia arriba del acantilado parecería haber sido pisoteado como un simple sendero de vacas. A medida que el cielo se iluminaba, Grey miró hacia arriba por un momento desde donde estaba a lo alto del risco, donde estaba supervisando los restos de la artillería mientras era lanzada sobre la borda y vio los bateaux viniendo hacia abajo de nuevo, como una bandada de golondrinas que había cruzado el río con una tropa adicional de 1.200 hombres que Wolfe había ordenado marchar hacia Levi, en la orilla opuesta, para permanecer allí escondidos en el bosque hasta que el recurso de los Highlanders hubiera resultado. Una cabeza, maldiciendo libremente, surgió sobre el borde del acantilado. El cuerpo que la acompañaba apareció ante la vista, tropezando y cayendo despatarrado a los pies de Grey. -¡Sargento Cutter! – dijo Grey, sonriendo mientras se agachaba para tirar del pequeño sargento hacia sus pies –. ¿Viene a unirse a la fiesta, verdad? -¡Jesús, joder! – respondió el sargento, sacudiendo beligerantemente la suciedad de su casaca –. Será mejor que ganemos, es todo lo que puedo decir – y sin esperar por una respuesta, giró en redondo para gritar acantilado abajo –. ¡Vamos, malditos canallas! ¿Habéis comido plomo para desayunar? ¡Cagadlo y paso ligero! ¡TREPAD, Dios maldiga vuestros ojos! 29 30
9 mt. aprox. 90 kg. aprox.
El resultado final de este monstruoso esfuerzo, fue que, cuando el alba extendió su brillo dorado a lo largo de las Planicies de Abraham, los centinelas franceses en la muralla de la ciudadela de Quebec se quedaron boquiabiertos con incredulidad ante la visión de más de cuatrocientos hombres británicos dispuestos en formación de batalla ante ellos. A través de su catalejo, Grey pudo ver a los centinelas. La distancia era demasiado grande para adivinar sus expresiones faciales, pero su actitud de alarma y consternación eran fáciles de leer, y sonrió, viendo a un oficial francés agarrarse la cabeza brevemente y, luego, agitar los brazos como si estuviera dispersando un grupo de gallinas, mientras mandaba a sus subordinados corriendo en todas direcciones. Wolfe estaba de pie sobre una pequeña loma, con la larga nariz levantada como para oler el aire de la mañana. Grey pensó que probablemente consideraba su pose noble e imponente; a él le recordaba a un dachshund olisqueando a un tejón; el aire de alerta entusiasmada era el mismo. Wolfe no era el único. A pesar de la pasión de la noche, las manos despellejadas, las espinillas magulladas, las rodillas y tobillos torcidos y la falta de comida y sueño, una jubilosa excitación corría entre la tropa como el vino. Grey pensaba que estaban todos mareados por la fatiga. El sonido de tambores le llegó débilmente en el aire: los franceses yendo apresuradamente a los cuarteles. En unos minutos, vio hombres a caballo saliendo disparados de la fortaleza y sonrió forzadamente. Iban a reunir cualquier tropa que Montcalm tuviera dentro de una distancia en que se pudieran convocar, y Grey sintió que se le tensaba el vientre al verlo. La cuestión no se había puesto en duda; era Septiembre, y el invierno se estaba acercando. La ciudad y la fortaleza no habían sido capaces de aprovisionarse para un sitio prolongado, debido a la política de tierra quemada de Wolfe. Los franceses estaban allí, los ingleses delante de ellos, y el simple hecho, evidente para ambos lados, era que los franceses morirían de hambre mucho antes de que lo hicieran los ingleses. Montcalm lucharía, no tenía elección. Muchos de los hombres habían llevado cantimploras de agua y algo de comida. Se les permitía relajarse lo suficiente para comer, para aliviar sus músculos, aunque ninguno de ellos prestó atención a la reunión de los franceses delante de la fortaleza. Usando su catalejo para ver más lejos, Grey pudo ver que, mientras la masa de hombres que deambulaban crecía, no eran, de ninguna manera, tropas entrenadas; Montcalm había llamado a sus milicias del campo (granjeros,
pescadores, y coureurs de bois31 , por el aspecto de los hombres) y a sus indios. Grey miró las caras pintadas y las crestas aceitadas cautelosamente, pero su familiaridad con Manoke había privado a los indios de mucho de su terrorífico aspecto, y no serían muy efectivos en campo abierto, contra un cañón, como lo eran moviéndose furtivamente a través del bosque. Sorprendentemente le llevó poco tiempo a Montcalm reunir a sus tropas, de la manera improvisada en que tuvo que hacerlo. El sol no estaba más que a mitad de su camino en el cielo, cuando las líneas francesas comenzaron su avance. -¡AGUANTAD los jodidos disparos, villanos! ¡Disparad antes de que se os ordene y entregaré vuestras jodidas cabezas a la artillería para que las use como balas de cañón! –. Escuchó la inconfundible voz del sargento Aloysius Cutter, a cierta distancia hacia atrás, pero claramente audible. La misma orden fue repetida, aunque de manera menos pintoresca, a través de las líneas británicas, y si cada oficial en el campo tenía un ojo firmemente puesto en los franceses, el otro estaba fijo en el general Wolfe, de pie sobre su loma, ardiendo con la expectación. Grey sintió que su sangre se sacudía, y se movió incansablemente de un pie a otro, tratando de aliviar un tirón en una pierna. La línea de avance francesa paró, se arrodilló y disparó una ráfaga. Otra desde la línea de pie tras ellos. Demasiado lejos, muy lejos para tener algún efecto. Un profundo retumbar salió de las tropas británicas, algo visceral y hambriento. La mano de Grey había estado en su daga tan largo rato que la empuñadura envuelta en alambre le había dejado su marca en los dedos. Su otra mano estaba cerrada sobre un sable. Aquí no tenía mando, pero la urgencia de levantar su espada, mirar a los ojos de sus hombres, sostenerlos, enfocarlos, era abrumadora. Sacudió los hombros para aflojarlos y echó un vistazo a Wolfe. Otra ráfaga, lo bastante cerca esta vez para que algunos soldados británicos en las líneas de enfrente cayeran, derribados por el fuego de mosquete. -¡Quietos, quietos! – la orden repiqueteó en las líneas como disparos. El olor a azufre de las mechas cortas era denso, picante sobre el olor del humo de la pólvora; los artilleros contenían sus disparos también. El cañón francés disparó, y las balas rebotaron de manera asesina a través del campo, pero parecían débiles, ineficaces, a pesar del daño que hicieron. ¿Cuántos franceses?, se preguntó. Quizá el doble, como mucho, pero eso no importaba. No importaría. 31
Aventureros del bosque: comerciantes de pieles.
El sudor le caía por la cara y se frotó con una manga para limpiarse los ojos. -¡Quietos! Más cerca, más cerca. Algunos de los indios iban a caballo; podía verlos en un grupo a la izquierda, agitándose. No aguantarían mirando… -¡Quietos! El brazo de Wolfe se levantó lentamente, con la espada en la mano y el ejército respiró hondo. Sus amados granaderos estaban cerca de él, sólidos en sus compañías, envueltos en el humo sulfuroso de las cajas de mechas en sus cinturones. -Venid, cabrones – murmuraba el hombre junto a Grey –. ¡Venid, venid! El humo se desplazaba sin rumbo sobre el campo, en bajas nubes blancas. Cuarenta pasos. Alcance eficaz. -No disparéis, no disparéis, no disparéis… – alguien cantaba para sí mismo, luchando contra el pánico. A través de las líneas británicas, el sol centelleó en las espadas levantadas, los oficiales hacían eco de la orden de Wolfe. -Quietos… quietos… Las espadas cayeron como una. ¡FUEGO! – y el suelo se sacudió. Un grito subió por la garganta de Grey, parte del rugido del ejército, estaba cargando con los hombres que estaban junto a él, agitando su sable con toda su fuerza, encontrando carne. La ráfaga había sido devastadora; los cuerpos llenaban el suelo. Saltó sobre un francés caído, hundió su sable en otro, pillado a medio camino en el acto de cargar, le dio en la hendidura entre el cuello y el hombro, tiró del sable para liberarlo del hombre que caía, y siguió. La artillería británica estaba disparando tan rápido como podían hacerse funcionar las armas. Cada explosión sacudía su carne. Apretó los dientes, se retorció a un lado de la punta de una bayoneta que había visto a medias, y se encontró resollando, con los ojos llorosos por el humo, de pie solo. Con el pecho agitado, giró en círculo, desorientado. Había tanto humo a su alrededor, que, por un momento, no pudo decir dónde estaba. No importaba.
Un enorme borrón de algo le pasó, gritando; lo esquivó por instinto y cayó al suelo cuando los cascos del caballo se agitaron junto a él. Grey oyó como un eco del gruñido del indio, el sonido del vuelo del tomahawk que había perdido su dirección. -¡Mierda! – murmuró y salió en desbandada. Los granaderos estaban trabajando duro cerca de allí; oyó los gritos de los oficiales, los “bang” y los “pop” de sus explosiones, mientras se abrían camino impasiblemente a través de los franceses como las pequeñas baterías móviles que eran. Una granada golpeó el suelo unos pocos pies más allá y notó un dolor punzante en su muslo; un fragmento de metal le había cortado los pantalones sacándole sangre. -¡Cristo! – dijo, dándose cuenta con retraso de que estar en las proximidades de una compañía de granaderos no era una buena idea. Agitó la cabeza para aclararla y se alejó de ellos. Oyó un sonido familiar que le hizo retroceder por un instante por la fuerza del recuerdo (salvajes gritos de las Highlands, cargados de rabia y enloquecido júbilo. Los Highlanders trabajaban duro con sus sables), vio a dos de ellos aparecer de entre el humo, con las piernas desnudas agitándose bajo sus kilts, persiguiendo un grupo de franceses que huían, y sintió una risotada subir por su agitado pecho. No vio al hombre en el humo. Sus pies golpearon algo pesado y cayó desgarbado sobre el cuerpo. El hombre gritó y Grey gateó apartándose de él rápidamente. -Lo siento. ¿Estás…? ¡Cristo, Malcom! Estaba de rodillas, agachado para evitar el humo. Stubbs estaba resollando, mientras agarraba desesperadamente la casaca de Grey. -¡Jesús! – la pierna derecha de Malcom había desaparecido bajo la rodilla, con la carne hecha tiras y el blanco hueso astillado, manchado como un carnicero con la sangre que chorreaba. O… no. No había desaparecido. Se extendía (al menos, el pie) un poco por debajo, todavía calzado con el zapato y con una media hecha jirones. Grey giró la cabeza y vomitó. La bilis punzante en la parte de atrás de su nariz, se atragantó y escupió, giró y luchó con su cinturón, desatándolo.
-No… - resolló Stubbs, quitando una mano cuando Grey empezó a envolver el cinturón alrededor de su muslo. Su cara estaba más blanca que el hueso de su pierna –. No. Mejor… mejor si muero. -¡Al diablo contigo! – replicó Grey brevemente. Sus manos estaban temblando, resbalaban con la sangre. Le llevó tres intentos meter el final del cinturón en la hebilla, pero, al final, lo hizo, tiró apretándolo, sacando un aullido a Stubbs. -Aquí – dijo una voz desconocida en su oído –. Dejémosle irse. Yo… ¡mierda! Miró hacia arriba, perplejo, para ver a un alto oficial británico embistiendo hacia arriba, bloqueando la culata del mosquete que habría golpeado a Grey en la cabeza. Sin pensar, sacó su daga y apuñaló al francés en la pierna. El hombre gritó, con su pierna desplomándose y el extraño oficial le empujó, le golpeó la cara y dio un manotazo en su garganta, machacándola. -Ayudaré – dijo el hombre con calma, agachándose para sujetar el brazo de Malcom, levantándolo –. Coja por el otro lado; le llevaremos a la retaguardia –. Levantaron a Malcom, con sus brazos alrededor de los hombros de ellos, y lo arrastraron sin prestar atención al francés que estaba en el suelo machacado y borboteando tras ellos. Malcom vivió, suficiente tiempo para llevarlo a la parte trasera de las líneas, donde los cirujanos del ejército ya estaban trabajando. Para cuando Grey y el otro oficial lo habían dejado con los cirujanos, la batalla había terminado. Grey giró para ver a los franceses dispersos y desmoralizados, huyendo hacia la fortaleza. Las tropas británicas inundaban el campo pisoteado, entusiastas, invadiendo el cañón francés abandonado. Toda la batalla había durado menos de un cuarto de hora. Se encontró sentado en el suelo, con la mente en blanco, sin noción de cuánto tiempo llevaba allí, aunque suponía que no podía haber sido mucho tiempo. Notó a un oficial de pie cerca de él, y pensó, vagamente, que el hombre le resultaba familiar. Quién... ¡oh, sí! El ayudante de Wolfe. Nunca aprendió el nombre del hombre. Se levantó lentamente, rígido como un pudding de nueve días. El ayudante, simplemente, estaba allí de pie. Sus ojos estaban vueltos en dirección a la fortaleza y los franceses que huían, pero Grey podría decir que no
estaba viendo realmente nada. Grey miró sobre su hombro, hacia la loma en la que antes había estado Wolfe de pie, pero al general no se le veía por ninguna parte. -¿El general Wolfe? – dijo. -El general… – dijo el ayudante, y tragó con dificultad –. Le han dado. Por supuesto que le habían dado, tonto del culo, pensó Grey poco caritativamente. De pie ahí arriba como un maldito blanco, ¿qué podía esperar? Pero entonces vio las lágrimas agolpadas en los ojos del ayudante y comprendió. -¿Entonces, ha muerto? – preguntó, estúpidamente, y el ayudante (¿por qué nunca había pensado en preguntar el nombre del hombre?) asintió, frotando una manga manchada de humo contra un semblante manchado de humo. -Él… primero en la muñeca. Después en el cuerpo. Cayó y gateó, entonces cayó de nuevo. Le giré hacia arriba… le dije que habíamos ganado la batalla, que los franceses estaban dispersos. -¿Lo entendió? El ayudante asintió y respiró tan hondo que repiqueteó en su garganta. –Él dijo…– paró y tosió, luego siguió más firmemente –. Dijo que sabiendo lo que había conquistado, estaba contento de morir. -¿Lo estaba? – dijo Grey de modo inexpresivo. Había visto hombres morir, a menudo, y se imaginaba más que si James Wolfe había conseguido algo más allá de un gemido inarticulado, sus últimas palabras habrían sido “mierda” o “oh, Dios”, dependiendo de las tendencias religiosas del general, de las que Grey no tenía noción. -Sí, bueno – dijo sin sentido, y giró hacia la fortaleza. Hombres rezagados corrían hacia ella, y en medio de uno de esos grupos, vio la bandera de Montcalm, ondeando al viento. Bajo la bandera, pequeño en la distancia, un hombre con uniforme de general montaba su caballo, sin sombrero, encorvado y balanceándose en la silla, con sus oficiales arracimados cerca, a cada lado, nerviosos por temor de que se cayera. Las líneas británicas se estaban reorganizando, aunque estaba claro que no sería necesario luchar más. No hoy. Cerca vio al alto oficial que le había salvado la vida y le había ayudado a arrastrar a Malcom Stubbs a un sitio seguro, cojeando, de vuelta con sus tropas.
-Ese comandante de allí – dijo, dando un empujoncito al ayudante y señalando con la cabeza –. ¿Conoce su nombre? El ayudante parpadeó, luego afirmó sus hombros. -Sí, por supuesto. Es el comandante Siverly. -Oh, bueno, debe serlo, ¿verdad?
***
El almirante Holmes, tercero en el mando después de Wolfe, aceptó la rendición de Quebec cinco días más tarde, Wolfe y su segundo, el brigadier Monckton, habían perecido en la batalla. Montcalm también estaba muerto; había muerto la mañana siguiente a la batalla. No había salida para los franceses excepto rendirse; el invierno se acercaba y la fortaleza y su ciudad morirían de hambre mucho antes que sus asediadores. Dos semanas después de la batalla, John Grey volvió a Gareon y encontró que la viruela había barrido el pueblo como un viento de otoño. La madre del hijo de Malcom Stubbs había muerto; su madre le ofreció venderle al niño. Le pidió educadamente que esperara. Charlie Carruthers había perecido también, la viruela no esperó a que la debilidad de su cuerpo lo derrotara. Grey hizo quemar el cuerpo, porque no quería que la mano de Carruthers fuera robada, por los indios o por los habitantes locales que contemplaban esas cosas con superstición. Cogió una canoa por sí mismo y, en una isla desierta en el san Lorenzo, esparció las cenizas de su amigo en el viento. Volvió de su expedición para descubrir una carta, remitida por Hal, del Dr. John Hunter, cirujano y anatomista. Comprobó el nivel de brandy en el decantador y lo abrió con un suspiro. Mi querido lord John, Recientemente he oído una conversación considerando la infortunada muerte de Mr. Nicholls, que incluía comentarios indicando una percepción pública de que usted es responsable de su muerte. En caso de que comparta esta percepción, pensé que podía aliviar su conciencia saber que, de hecho, no lo es. Grey se hundió en una banqueta con los ojos pegados a la hoja.
Es cierto que su bala acertó a Mr. Nicholls, pero este accidente contribuyó poco o nada a su fallecimiento. Le vi disparar hacia arriba, en el aire; aunque hablé de este obsequio en su momento, la mayoría no pareció prestar atención. La bala aparentemente subió en un leve ángulo y después cayó sobre Mr. Nicholls desde arriba. En este punto, la potencia se había debilitado bastante y, el proyectil en sí mismo, siendo insignificante en tamaño y peso, escasamente penetró la piel sobre la clavícula, donde se atascó contra el hueso, no causando posterior daño. La verdadera causa de que se desplomara y muriera, fue un aneurisma de aorta, una debilidad en la pared de una de las grandes venas que salen del corazón; esta debilidad es, a menudo, congénita. El esfuerzo de la sacudida eléctrica y la emoción del duelo que siguió, aparentemente causaron este aneurisma hasta la ruptura. Algo así no puede tratarse e, invariablemente, es fatal, me temo. No hay nada que pudiéramos hacer para salvarle.
A su servicio, John Hunter, cirujano.
Grey fue consciente de la más extraordinaria variedad de sensaciones. Alivio, sí, tenía una profunda sensación de alivio, como despertar de una pesadilla. Tenía también sensación de injusticia, coloreada por los comienzos de la indignación; ¡por Dios, había estado cerca de casarse! Por supuesto, también podían haberlo mutilado o matado como consecuencia del embrollo, pero esto parecía relativamente inconsecuente; después de todo, era un soldado, esas cosas sucedían. La mano le tembló ligeramente cuando dejó la carta. Debajo del alivio, la gratitud y la indignación, había una creciente sensación de horror. Pensé que podía aliviar su conciencia… Podía ver la cara de Hunter diciendo esto; compasiva, inteligente y alegre. Era un comentario directo, y uno totalmente consciente de su propia ironía. Sí, estaba complacido de saber que no había causado la muerte de Edwin Nicholls, pero el significado de ese conocimiento… se le puso la carne de gallina en los brazos y tembló involuntariamente, imaginando… -¡Oh, Dios! – dijo. Había estado una vez en casa de Hunter, en una lectura poética, organizada bajo el auspicio de Mrs. Hunter, cuyo salón era famoso. El Dr. Hunter no asistía a estas cosas, pero alguna vez bajaba de su parte de la casa
para saludar a los invitados. En esta ocasión, lo había hecho, entrando en conversación con Grey y una pareja de caballeros de mente científica, los había invitado arriba para ver algunas de las piezas más interesantes de su famosa colección: el gallo con un diente humano trasplantado creciendo en su cresta, el niño con dos cabezas, el feto con un pie saliendo de su estómago. Hunter no hizo mención de las paredes llenas de frascos que estaban llenos con ojos, dedos, partes de hígados… o de los dos o tres esqueletos humanos completos que colgaban del techo, completamente articulados y sujetos por un tornillo en lo alto de sus calaveras. No se le había ocurrido a Grey en ese momento, preguntar dónde (o cómo) Hunter había adquirido esta cosas. Nicholls había perdido un colmillo, el diente frontal entre el espacio vacío estaba gravemente astillado. ¿Si alguna vez volvía a visitar la casa de Hunter, se encontraría cara a cara con una calavera sin un diente? Cogió el decantador de brandy, lo descorchó y bebió directamente de él, tragando despacio y repetidamente, hasta que la visión desapareció. Su pequeña mesa estaba llena de papeles. Entre ellos, bajo su pisapapeles de zafiro, estaba el pulcro paquete que le había dado la viuda Lambert, con la cara enrojecida por el llanto. Puso una mano sobre él, sintiendo el doble toque de Charlie, amable en su cara, suave alrededor de su corazón. No me fallarás. -No – dijo suavemente –. No, Charlie, no lo haré.
***
Con ayuda de Manoke como intérprete, Grey compró al niño, después de una prolongada negociación, por dos guineas de oro, una manta de colores brillantes, una libra de azúcar y un pequeño barrilito de ron. La cara de la abuela estaba hundida, no con la pena, pensó, sino con el descontento y la fatiga. Con su hija muerta de viruela, su vida sería más dura. Los ingleses, le transmitió a Grey a través de Manoke, eran unos bastardos mezquinos; los franceses eran mucho más generosos. Resistió el impulso de darle otra guinea. Era pleno otoño ahora, y las hojas habían caído. Las ramas desnudas de los árboles se extendían como un negro trabajo de forja, desinfladas contra el cielo azul pálido como si siguieran camino arriba a través de la ciudad, hacia la misión
francesa. Había varios edificios pequeños alrededor de la pequeña iglesia, con niños jugando fuera; algunos de ellos pararon para mirarle, pero la mayoría lo ignoró; los soldados británicos no eran nada nuevo. El padre LeCarré cogió el bulto suavemente de sus brazos, apartando la manta para ver la cara del niño. El chico estaba despierto; pateó al aire y el cura le acercó un dedo para que lo agarrara. -¡Ah! – dijo, viendo las claras señales de la sangre mezclada, y Grey supo que el cura pensó que el niño era suyo. Empezó a explicarse, pero, después de todo, ¿qué importaba? -Lo bautizaremos como católico, por supuesto – dijo el padre LeCarré, mirando a Grey. El cura era un hombre joven, bastante rollizo, de pelo oscuro y bien afeitado, pero con una cara amable –. ¿No le importará? -No – Grey sacó un bolso –. Para su manutención. Mandaré cinco libras adicionales cada año, si me informa una vez al año de su continuo bienestar. Aquí está la dirección a la que puede escribir – una repentina inspiración le golpeó; no era que no confiara en el buen padre , se aseguró a sí mismo, solo… – . Mándeme un mechón de su pelo – dijo –. Cada año. Estaba girando para irse cuando el cura le llamó, sonriendo. -¿Tiene el infante nombre, señor? -A… – paró de golpe. La madre del niño seguramente le había llamado de algún modo, pero Malcom Stubbs no había pensado en decírselo a Grey antes de ser embarcado de vuelta a Inglaterra. ¿Cómo debería llamar al niño? ¿Malcom, por el padre que lo había abandonado? Difícilmente. Charles, quizá, en memoria de Carruthers… “…pero uno de estos días, no lo hará”. -Su nombre es John – dijo abruptamente y se aclaró la garganta –. John Cinnamon. -Mais oui – dijo el cura, asintiendo –. Bon voyage, monsieur, et voyez avec le Bon Dieu. -Gracias – dijo educadamente, y se fue, sin mirar atrás, orilla abajo donde Manoke esperaba para ofrecerle una despedida.
Notas de la autora
La batalla de Quebec es justamente famosa como uno de los grandes triunfos militares del ejército inglés del siglo XVIII. Si se va hoy día al campo de batalla en las Planicies de Abraham (a pesar de su nombre poético, fue nombrado así por el granjero que poseía la tierra, un tal Abraham Martin; supongo que “las Planicies de Martin”, no sonaba tan bien), puede verse una placa al pie del acantilado, conmemorando la heroica hazaña de las tropas Highlanders que escalaron el acantilado desde el río, despejando el camino para el resto del ejército (y sus cañones, morteros, obuses y el equipo que los acompañaba) llevando a cabo un desgarrador ascenso toda la noche y enfrentando al general Montcalm con un espectáculo que le dejó boquiabierto a la luz del amanecer. Si se va hasta el mismo campo de batalla, se puede ver otra placa, esta puesta por los franceses, explicando (en francés) que sucio y antideportivo engaño habían usado esos taimados ingleses contra las nobles tropas defensoras de la Ciudadela. ¡Ah, perspectiva!
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El general James Wolfe, junto con Montcalm, fue, por supuesto, un personaje histórico real, así como el brigadier Simon Fraser (al que ya hemos conocido, o conoceremos, en Ecos del pasado). Mi propia regla de oro cuando estoy lidiando con un personaje histórico en un contexto de ficción, es intentar de no retratarlos haciendo algo peor de lo que sé que hicieron, de acuerdo a los archivos históricos. En el caso del general Wolfe, la opinión de Hal sobre su carácter y habilidades es comúnmente sostenida y documentada por un número de comentaristas militares contemporáneos suyos. Hay pruebas documentales de su actitud hacia los Highlanders, a los que usó para su empeño de la forma en que se cita en la historia: “… no es una gran pérdida si caen”. (Permítaseme recomendar una maravillosa novela de Alistair MacLeod, titulada No Great Mischief32 . No es sobre Wolfe; es una historia novelada de una familia escocesa asentada en Nueva Escocia a comienzos del siglo XVIII y que se desarrolla a través de décadas, pero es de la carta de Wolfe de donde el libro toma el título y se le menciona). 32
No es una gran pérdida.
La política de Wolfe con relación a los habitantes de los pueblos alrededor de la Ciudadela (saqueos, incendios, en general, aterrorizar a la población), está documentada. No fue (y no es) una forma inusual de la invasión de un ejército. Las palabras a la muerte del general Wolfe, están también documentadas, pero como lord John, dudo que esto fuera realmente lo que dijo. Distintas fuentes declararon que había recitado el poema de Gray Elegy written in a Country Churyard en el bote de camino a la batalla, y creo que es una cosa lo bastante extraña como para que los informes sean probablemente ciertos.
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En cuanto a Simon Fraser, está ampliamente documentado que fue el oficial británico que engañó a los centinelas franceses, hablándoles en francés mientras los botes atravesaban la oscuridad (e, indudablemente, hablaba un excelente francés, ya que había luchado en Francia años antes). En cuanto a los detalles de lo que dijo exactamente, los informes varían, y no es realmente un detalle importante, así que lo desarrollé yo misma.
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Ahora, hablando de francés… el brigadier Fraser hablaba un excelente francés. Yo no. Puedo leer esta lengua, pero no puedo hablarla o escribirla, no sé absolutamente nada de gramática y tengo una tolerancia realmente baja para los signos diacríticos. Así que para los propósitos de esta historia hice lo que siempre hago en estos casos; solicité la opinión de varios hablantes nativos de francés para esos trozos de diálogo que sucedían en este idioma. Lo que se ve en esta historia es gracias a la ayuda de estos amables y serviciales hablantes. Espero (porque sucede siempre que incluyo el francés en una historia) recibir emails indignados de variados hablantes de francés criticando los diálogos en francés. Si el francés me ha sido ofrecido por un parisino, alguien de Montreal me dirá que eso no es correcto; si la fuente original es quebecoise33, surgen gritos de indignación de la madre patria. Y si viene de un libro de texto o (quelle horreour34!) una fuente académica… bueno, bon chance35 con eso. Hay que tener 33 34
Dialecto de la provincia de Quebec, Canadá. ¡qué horror!
también en cuenta que es muy difícil localizar errores tipográficos en una lengua que no hablas. Pero lo hacemos lo mejor que podemos. Mis disculpas por cualquier cosa ofensiva.
*** Ya se habrán dado cuenta de que John Hunter es nombrado en varios sitios como “Mr. Hunter” o como “Dr. Hunter”. Por una larga tradición, los cirujanos británicos son (y eran) nombrados como “Mr.” más que como “Dr.” (presumiblemente un gesto de alusión a sus orígenes como barberos con un sanguinario negocio adicional. Sin embargo, John Hunter, con su hermano William, era también un médico oficialmente formado, así como un eminente científico y anatomista, de ahí, darle también el título honorífico de “Dr.”).
35
Buena suerte.