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O Antonio Muñoz Molina Depósito Legal: Se-1000-1 993 Impreso en España
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1993. Editorial Rcnacimienro
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Printed in Spain
as cuatro divagaciones sobre la realidad de la fic-
ción cnre se reúnen en este libro las leí en el salón d. n.,o, de la Funclación Juan March, en Maclrid, los días 22, 24, 29 y 31 de enero de 7991. José Luis Yuste, Antonio Gallego y Andrés Berlanga fueron no sÓlo anfitfiones impecables, sino también responsables directos de que llegaran a existir estas Cuatfo tentativas c1e explicafme a mi mismo el trabajo de la literatura y el lugar de la ficciÓn en la vida. Nunca me cansaré de celebrar las virtudes clel encafgo, sobfe todo para los escritores perezosos poco clisciplinaclos: gracias a la solicitud cle estos amiÉlos' y a la hospitalidad generosa y exigente de la FundaciÓn, me vi obligaclo a dar un cierto orden y algo de cohesión o de l(rgica a una serie de afirmaciones e intuiciones que de ()tro modo no habrian sido plenamente expresadas' El resgo casual cle talento, la improvisación ingeniosa, la nralevolencia instantánea son muy apreciadas en los literat
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espectadores, con los que mantenía largos coloquios después de cada lectura y que al final ya formaban conmigo
una sólida sociedad secreta. sin el lector, la literatura no existe: durante aquellos cuatro días yo tuve la fortuna de ver las caras de mis lectores y de famiharizarme con ellas mientras les leía efi voz alta mis palabras. contra lo que suele pensarse, y decirse, la ritentura es uno de los oficios menos solitarios del mundo. Levantar los ojos del papel aquellos días en el salón de actos de ra Fundación Juan March y ver catas atentas y reconoceflas era una manera de regresa.a La médula más antigua d.e Ia ficción: alguien cuenta algo y alguien lo escucha. A. M. M., febrero de 1993
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Er encUMENTO Y LA HISTORIA
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no mucho tiempo, las reflexiones o las divagaciones que a 1o largo de cuatro dias voy a formular ante ustedes no se me habian pasado por la imaginación. Durante las tres cuartas partes de mi vida, Teer, contar, escuchar y escribir han sido en mí pasiones tan poderosas que casi nunca me detuve a pensar en ellas . Cuando me preguntan en qué momento empecé a escribir o decidí ser escritor no sé encontrar una fecha ni recuerdo siquiera las trazas de una voluntad consciente. No creo, por lo demás, que nadie resuelva hacerse escritor, del mismo modo que según Truffaut ningún niño quiere ser de mayor crítico de cine. Cuando interviene la voluntad es porque ya existia una disposición interior que nos ha empujado hacia ella. Si no hubiéramos oído hablar del amor, dice Rochefoucauld, seguramente no nos enamoraríamos. Si no supiéramos que existen los libros y que hay hombres extravagantes que se dedican a escribirlos puede que no se nos ocuriera ser escritores, pero es seguro que esa ignorancia no sería un obstáculo para que cultiváramos el gusto por la ficción. La mayor parte de las personas no leen ni escriben, pero salvo unos pocos imbéciles definitiasta hace
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vos casi nadie carece dei instinto clc slrlrcr y cie las ganas de contar. Y no es casualid¿rcl clrrc l:r ('1'roc:r cle nuestra vida en que esas dos aficiones alient¿ut nurs poclerosamente en nosotros sea la primera inf'ancilL, crr:rnclo los libros aún no han teniclo tiempo de tocarnc)s, pL-ro cuando tenemos una necestdad más apremiante dc explicarnos o de que nos expliquen el mundo. Hace unas semanas, mientras le daba vueltas al orden de estas divagaciones, estaba contándole un cllento a mi hijo mayor y de pronto me quedé mirando la expresión de sus ojos, y me asombró la atención con qlie esperaba mis palabrzLs, la ausencia, en sus pupilas, de todo 1o que no fuera el mundo invisible del que yo estaba hablándole. Comprendí, con emoción y un poco de alarma, que en esa mtrada estaba la clave no sólo de 1o quc yo quiero conta¡les a ustedes, sino de una pafie de mt vida y de mi propio destino, así como de esa legión oculta de lectores, de inventores y de oyentes de historias qLre justifican el trabajo de escritor y le dan esa dimensión enigmática a la qr-re el tiempo, afbrtunadamente) aún no me he acostumbrado: como ese niño, como cualquier lectc¡r pasional, yo me eduqué oyendo contar historias a mis mayores, y amé y amo tanto ese oficio y me bastaba de tal moclo que nunca tuve tiempo ni ganas de reflexionar sobre é1: quería tan sólo que me contaran buenas historias, quería contarlas yo mismo. Como el novelista apócrifo Jacinto Solana, ycr me decía que no me importa que una historia sea verdad o mentira, sino que uno sepa contarla. Pero hubo un momento, no muy antiguo en mi vida, cn que me dí cuenta de que en esa pasión podia encontrarse I2
un veneno y empecé a recelar parcialmente de ella. Había amado y exaltado siempre la imaginación, pero de pronto no estuve seÉll-lro de que mi incondicionalidad fuera del todo legítima. Como un enamoracio que empreza a intuir el desengaño, advertia algo de tóxico en mi obsesión. Había leído y escrito los libros, escuchado y contado e imaginado las historias, como si ellos bastaran, como si su sola existencia fuera beneficiosa, pero ernpecé a advertir sus efectos secundários, y a sospechar que no siempre me habían hecho bien. Algo parecido me ocurría con las canciones. Si estaba triste, fire encerraba en r-rna habitación con Fr:rnk Sinatra, con Schubert o con Billie Hiliclay igual que qui('n se encierra con una botelia y obtenia borracher:as trcllr('ndas de trtsteza. Hubo una tarde en que quité de tsillic Holiday como un bronquítico abandona el tabaco, sintic'rr do que me hacía mal, que esa beiieza y esa amargllra erzrn en cierto moclo c1añinas. Y después de haber amado tanto a los iibros y de haberlos preferido en secreto a la vtd'¿ empecé a preguntarme por qué algunos pueden ahondar en la tristez y por qr:é otros nos sientan como un reconstituyente, por qué algunas veces la imaginación pr-recle ser tan peligrosa como una droga. Y fue a partir cle cntorlcc¡s cuando hice o intenté hacer, cle manera clesorclcnuclu y más bien instintiva, Llna especie de examen de concic'nrirr, r-rn análisis de la vinculación no sólo entre mi vida y la litc ratura, sino entre la realidad y la ficción: en qué medida y por qué lo real puede importarnos menos que lo imaginrdo, por qué caminos Lina rigurosa invención se vuelve verclzrdera, que hay en el interior cle una experiencia vulgar
que la convierte de pronto en cl punto cle partída pata una narración melnorable. Ya no me confbrrnaba con leer o escribir, escuchar o contar: quería saber por qué razón alguien se queda mirando fijamente Llna pantalla o una página o los labios de un narrador y cancela durante horas o minutos el espacio y el tiempo exteriores y ve con más clariclad a un personaje inexistente qLle a un hombre real. Más breve aún: qué parte de ficción hay en la realidad, qué parte de reaiidad hay en la ficción. No 'se trata de una sofisticada preocupaciÓn literaria, sino de un estllpor tan compartido que se trasluce en el habla común. Cuando ocurre algo inesperado o sorprendente decimos ql-le nos parece mentira. Oímos habiar de un amor de novela, de una casa cle película, de personajes de la literatura o del cine que parecen reales. Algunas veces alguien nos dice: "Si yo contata mi vida sería una novcilr". Y hai quc subl'ayar qlte quien lc¡ clir'e casi siempre es alguien que jamás ha leído una novela. Llevacla hasta el extremo, esa confusión de la vida y cle ia literatura, termina en la locura: a don Quijote todas ias cosas ie parecen prodigios de una novela cle caballería. Pero gente tan razonable como don Hernando Cortés o Bernal Díaz del Castillo tienen a veces la necesidad de apelar a la flcción para explicarse la realidad que están viendo sr:s ojos, y cu¿rndo ven ias inconcebibles maravillas del México azteca continuamente piensan en los países delirantes de "Amadís de Gaulct". Y es que, contra 1o qr-re suele pensarse, no hace falta leer libros parr tencr una irnaginación literaria: las lectoras de fotonovel¿rs y de revistas del corazón, los clevotos
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de José Luis Perales o de Julio Iglesias, los espectadores de esos folletines que tanto éxito tienen ahora en la televisión jamás leerán novelones del siglo XIX, pero sin saberlo se
están contaminando cle la misma basura sentimental que segúrn Flaubert entonteció a Madame Rovary y según Galclós a la Isidora Rufete de La desberedada. Si uno se para a pensario, una parte muy considerabie de las novelas trata de la influencia de las novelas en la vida de sus lectofes.
Algunos de ellos, cuando se encuentran ante un escritor, 1o primero que hacen es preÉluntarle qué parte de verdad hay en sus libros, en qué se parece el novelista a los héroes de sus novelas, de dónde procede cierta historia que se relata en alguna de ellas. En esa preÉlunta hay una parte cle fascinación y otra de recelo: si 1o que se ha contado en la novela tiene algo de verdad, quien lo ha escrito adquiere, paradójrcamente, una dimensión imaginaria; si el libro y el autof no tienen nada que ver, el libro tal vez sea una pura mentira 1' quien 1o ha escrito un impostor. Hace años, un tío mío, hombre práctico y triunfante en los negocios, me pedía que le recomendara libros para sus hijos, pero me hacía siempre la misma advertencia: que no sean novelas, porque yo quiero que aprendan cosas de verclad. Curiosamente, estas personas que desconfian tanto de las historias imaginarias son las más proclives a embobarse con las formas más degradadas de la ficción, y por no haberse creído las aventuras de don Qr-rijote y dei Capitán Nemo acal':an tragándose no sólo los disparates de Rambo, sino los de los locutores de la televisión. Tal vez el motivo
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--_T-cie esta exu'L-1n1r vulnerabilidacl scu c¡Lrc l:L mejor literatura, a dif'er-encia del folletín y del pastiche, no sólo nos enseña a mirar con ojos más atentos hacia la realidad, sino también hacia la propia ficcíón. Cuando uno escribía versos en su adolescencia y se negaba a leer pat^ no ser influido, 1o que ocurría fatalmente era que sólo recibía influencias perniciosas: la buena literatura está en Llnos pocos libros, y el mejor cine en algunas docenas de películas, pero la literatura mala, la tergiversadora, la adormecedora de la conciencia, de la mirada y de la reflexión, está en todas partes, en nuestra manera cotidiana de habiar, en los periódicos, en e1 aire que respiramos, incluso en el modo con que percibimos nuestros propios sentimientos, Pero algo rnás adelante habrá una mejor ocasión de continuar nuestra búsqueda por ese camino. Ahora quisiera detenerme en la posible verdad de las historias que la literatura nos cuenta y en el modo en que nos hace sentir que merecen ser conocidas. La pr:egllnta del lector fascinado y receloso que desea saber en qué medida el novelist:¿ ha vivido los hechos que cuenta y en qué se parece a los protagonistas de sus libros tiene mucho que ver con la posición del novelista principiante: ambos creen en el foncJo que la legitimidad de la literatura reside en su parecido con lo real, yl como el poeta adolescente, creen que el escritor ha de ser sobre todo sincero. Desconfían, pues, de los artificios, de las influencias, de la tradición. A los quince o a los dieciséis años, uno escribía poemas f'eruorosos en los qLle contaba con sinceridad :rbsoluta una c'xpcricncia íntima y clesesperadamente singular: luego resultaba que lo
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que había escrito era una parodia inepta de Gustavo Adolfo Bécquer, o peor aún, al menos en mis tiempos: de Man Trini. El afán de realidad producía un invariable efecto cle inverosimilitud. A una eclad un poco más tardía, el joven escritot, poeta dimitido, tantea la novela, y de nr:evo decide, con su sinceridad incorregible, qr-te ha de contar algunos hechos excepcionaies de su vida, pero maquillándolos, porqlle para algo eS novelista, con variaciones menores que no falsificarán la realidad de su narración. Cambia los nombres de las personas reales que le sirvieron c1e modeio, varia fechas, sitúa la acción en Llna vaga ciudad que sin embargo es la suya: y otra vez se repite la desalentadora paradoja: Ia narcaciín renquea, 1o verdadero se ha vuelto inverosímil, ios personajes, tan reales, son lánguidamente literarios. Y así resulta que a esa novela t:ln apasionada y tr:rbajosamente escrita, t^n fatalmente condenada a permanecer en el cajón o a rlar tumbos sin esperanza por las secretarías cle 1os concursos, le ha ocurriclo io que decía Borges de una película: que stt falta de realidad es tan desesperante como su falta c1e irrealidad. Puede que el aprendtzaje más severo y difícil del novelista sea ése: e1 modo de manipular la experiencia pata convertirla en ficción, o dicho en términos aristoté1icos, de hacer forma la materia. Se trata de un arte tan ilimitado que nadie que se consagre a é1 con honestidad delatá nlrnca de ser un aprendiz. Y tiene tanto que ver con la propia vida y con la posición y la actitud de uno mistno en el mundo que es mucho más que un aprendrzaie técmco Porque un escritor no es algr-rien que ande por ahí buscan1f
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do br-lcn¿rs hi.st'rilrs c()l1ro si lrrrsc¿rrl s..tí-rs, o que
vicción de que las cosas y los seres merecen existir: un sentimiento de respeto y a Ia vez de gratitud, una curiosidad que es sobre todo una celebración de la pluralidad de las vidas y del valor irreductible de cada una de ellas. El escritor no anda a la busca de historias: escribe porque las ha encontrado y está seguro de que vale la pena contarlas. Una gran parte de ios relatos y de los artículos qr:e yo he escrito, y entre ellos algunos de los que pueden parecer más fantásticos o más extravagantes, proceden de noticias del periódico, hecho que no deja de sorprender cr:ando 1o explico, recibiendo en ocesiones una mirada de incredulidad. Les contaré un ejemplo que puede resultar transpllrente, y que va a llevarnos al núcleo de mi divagaciírn clc esta tarde. Hace dos o tres años publiqué un relato lzLrg
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menos mis libros imaginará ensegr-ricla qLle esa es la clase de historia qlle yo suelo inventar: r.tn enigma policiaco, un personaje solitario y cr-rlpable, Llna sorpresa final, una simetría entre los hechos del presente y clel pasado lejano. SÓ1o que yo no he inventado ninguna de las peripecias esenr:iales del relato: la historia ocurrió cle verdacl en el sur de Inglaterra, y aquel hombre siguió sosteniendo que él habia matado a su mujer, y todo esto se publicó en los periodicos españoles en diciembre de 1983. Pero parece que sÓlo yo la leí: vuelvo cle nuevo al espejo de Proust, qLle es sobre toclo una pupila particularmente atenta, y 1ne acuercio de algunos ilustres héroes de la literatura que son maestros en el oficio de miral. Justo Navarro dice, y tiene tocla la razón, que el novelista se parece al detective privado: ve más que otros porque mira con más atención. Y el mayor éxito del cletective Auguste Dupin no es el descubrimiento de que el autor de los crímenes cle la caile Morgue era un imprevisible y desaforaclo gorila, sino ei hallazgo de la carta rc¡bada, que para que nadie ia encontrar¿r había sido plresta delante cie los ojos de todos, introducida en el lnarco cle un cuacho, no en un sótano ni en un cofie en e1 fcrndo del mar, sino en un salón comeclor. El relato qr-re les he ct¡ntado es consecuencia de la atención, pero se trataba de una atención, me doy cuenta, ya en parte literaria: la lectura clel periírdico. Ahora avanz'aré un grado más, o daré, para nombrar a otro insigne maestro, una ntieva vuelta de tuerca: mi próximo ejemplo trata de una historia bas"clzr en la obsen'ación de ia realidad v el estr-lpor de descnbrir cltte no basta la mirada, porque las 2()
cosas casi nunca son como p¿rreclen y, según dice un amigo mío, las evi
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a la heroína, y qLle el hombre no era sLl amante, sino su camello. Los inclicios que fueron dándose desde el principio cambian de sentido en las últimas líneas, y hasta el título significa ahora otra cosa. El proceso de invención ftre el siguiente: yo, que siempre voy mirando a la gente por la calle y preguntándome cómo serán sus vidas, vi una vez a una chica de unos catorce años, muy pálicla, pero muy atractiva, que andaba con Ltn hombre mucho mayor, no exactamente a su lado, sino apartándose Lln poco, mirándolo de soslayo, pero con una intensidad peculiar. Vivo en una ciudacl pequeña, donde las caras de los desconocidos se repiten: volví a ver de vez en cuando a esa pareja, y los supuse amantes clandestinos, hecho que me desagradaba en extremo, porque el tipo tenía un aspecto más bien amenazador. Una tarde, mientras tomaba café en un bar con un amigo que está cr¿r Lur aclicta
menos intoxicado que yo de literatura, vi entrar a la muchacha, que se quedó en Ia barra, y unos minutos después entró el hombre. Con algo de vanidad, con suficiencia, le dije a mi amigo que se filara en ellos y le conté la historia clandestina de amor que habia conjeturado: mi amigo, con razón, me miró como a un icliota y me dijo:"Pues claro que la conozco. Pero no está enalnorada. Es yonqui, y ese tipo es su camello". Así que la historia que yo había creído no existía, y me había sido sugerida por esa literatura inconsciente que hay dentro de nosotros y que tantas veces nos impide ver las cosas como son. La historia era otta, pero de una atrocidad tan repetida y vulg:., que difíciimente serviría para escribir 22
un relato. La escribí cuando esa materia cobrÓ forma: cuando tuve un arélumento, es decir, cuando a los datos de la realidad le agregue una mirada -el punto de vista- que pertenecía a un personaje inventado: el funcionario tímido que obserua con tarpeza las cosas, que desea en secreto y no sabe mirar porque tampoco sabe o no se atreve a vivir. Y el punto de vista me permitía también graduat la información de modo que la clave del relato sÓlo se conociera al final. Les confieso que cuando 1o hice así fue instintivamente, por ese gusto de escuchar y contar historias del que hable al principio, porque me gustaba los relatos con sorpresa final. Pero después he entendido que esa astucirt narrativa, tan usada y sin embargo tan eficaz cuando se usa bien, era algo más que una trampa o una deslealtad hrLc'irt el lector, que habría estado en su pleno derecho si me diicra: "¿Qué falta hacia guardarse una c tta en la manga y ocultar una información que podía haberse dado desde el principio?". Es cierto que muchas veces los escritores, sobre todo los policiacos, act(tan como tahúres, pero en este caso mi propósito inconsciente no efa gan2f tramposamente una jugada, sino conducir al lector a la misma sorpresa y ai mismo tipo de advertencia que habia recibido yo: no basta ver, porque con frecuencia sólo vemos 1o que nos dicta la imaginación: hay que saber mirar. Y el relato se mantiene hasta el final en un malentendido porque eso es lo que nos ocurre casi siempre, especialmente a los que padecemos la dolencia no de la literatura, que es un síntoma, sino de la imaginación. Un relato o una novela mantienen con la experiencia de 23
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lrt c¡rrt' lllur nlrcirl<) Ln'):r .semejanza a veces tan extraña como la clc los su('n()s c'on la reaiidad diurna. Y el proceso por el
que nacct'l c.s grlrn parte tan involuntario como el que da lugar a los sueños. Antes les hablé del primer paso, la atención, pero ésta no se mantiene siempre igual y discrimina y selecciona de manera continua y según motivos tan desconocidos murchas veces para el que escribe como para el que sueña, obedeciendo a una jerarquia que suele desconcertar a la conciencia : el punto de partida de un sueño, como el de un relato, puede ser infinitamente trivial. De ahí que no se escriba sobre 1o que se quiere, sino sobre lo que se puede, y que seamos tan incapaces con frecuencia de escribir sobre 1o que más nos conmueve y nos apasionemos en cambio por una historia tan marginal a nuestra vida como las dos que les he referido, y que al contarla aparezcafi en ella datos o personajes imprevistos que han surgido de otros ámbitos de la realidad muy lejanos a ella: si escribir es primero el arte de mirar y luego de seleccionar, en su tercer paso) el definitivo, es un arte combinatorio, lo cual nos conduce de nuevo a la semeianza con los sueños, donde lo que más nos choca son las imágenes que vemos, sino el modo inexplicable en que lo posible y 1o imposible, 1o cómico y 7o atroz,los vivos y los muertos, se relacionan entre sí con toda naturalidad En los sueños, la selección y la combinación, que nos parecen anárqurcas, están regidas por un propósito oculto que según los adivinos y los psicoanalistas puede ser dilucidado hasta convertirlr\ en Lrn:t explicación. En las mejores narraciones los propósitos volrrntarios de quien las ha .
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escrito suelen ser menos sugerentes que los efectos y las resonancias que el lector encuentra en ellas, y a veces son definitivamente erróneas, pero eso carece de importancia, porque el talento es más poderoso que el cálculo, y porque la técnica nunca es tan eficaz como cuando obedece a ciegas. La experiencia me dice que las mejores historias que he inventado han venido a mí y han ido construyéndose como si fuera otro el que me las dictara, como si fueran tramándose por sí mismas, atrayéndose como imanes ciistantes, convinándose no gracias a la interuención de un proyecto voluntario -el de inventar un argumento- sino en virtud cle correspondencias en gran parte misteriosas qr-rc unen lo que parecia diverso y dan brillo perentodo de vcrclad, a una fábula cuyo origen exacto me es desconocickr. Durante demasiado tiempo me sedujeron los arÉ4umentos ingeniosos, los relatos llenos cle sorpresas y trampas, las argucias que br-rscan seducir al lector con la promesa de una solución que acaba siendo un fraude. No basta con saber contar una historia: es preciso construirla y contarla no sólo para mantener viva la atención de unos ojos, sino también para que esa atención no convierta al oyente o al trector -y también al escritor- en un sonámbulo. La ficción narrativa, que procede del mito y de los cuentos infantiles, tiene como elios, la tarea de explicar el orden del mundo y cle ayudarnos a encontrar en é1 nuestra propia posición: y la cr-rmple mediante el juego y el sueño, Lrn juego en el que nos jugamos Ia vida, un sueño que nos provee de una lucidez que necesitaremos al despertar. Si no es un juego de manos, si uno tiene la suerte y la paciencia necesarias 25
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para invent^r una narcaciÓin en la qve vaya cristalizando lo mejor y lo más secreto de sí misma, empezará a descubrir recuerdos que no sabia que tuviera y se convertirá en el lector privilegiado de ese libro que está escribiendo de\an!e de sus ojos: enredado en el sueño, en el cuerito, en el juego, en el mito, el escritor oirá en silencio una voz que no es del todo la suya y recibtrá 1a visita de hombres y mujeres que poco a poco adquieren nombres, fasgos, pasiones, costumbres, y destinos. Pero la reahdad de estos fantasmas es tan complicada que habrá que reservarle entera la dívagación de maiana.
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n uno de sus poemas en prosa'
Borges habla clc una pantera que ha sido capturada en África, qttc ha viajado angustiosamente en un barco y da vueltas en el interior de una jaula, en un pais frío donde ntt hay árboles, rugiendo hacia los rostros que la miran desclc el otro lado de las rejas. La pantera, dice Borges, no sallc' que la justificación de su vida es que uno de los hombrcs que la ha visto, un joven, Dante Alighieri, la recordará más tarde y la mencionará en un verso de la Comedia. A dif'erencia de Borges) yo no creo que servir de motivo para un verso o incluso pafa un libro entero justifique la existencia de nadie, ni de una panteral pero si les llamo la atenciírn sobre este poema es porque explica muy bien el mocls de la narración. En el acto de escribir, como en la conciencia diaria de cualquiera, inventar y recordar son tareas qllc se parecen mucho y de vez en cuando se confunden entre si. La memoria está inventando de manera incesante nLles-
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tro pasado, segúrn los principios de selección y combinación que examinamos anteayer: por eso siempre es desconcertante el encuentro con esos amigos de la infancia que nos cuentan cletalles de nuestra propia vida que nosotros hemos olvidado por completo. La memoria comútn ínventa, selecciona y combina, y el resultado es una ficción más o menos desleal a los hechos que nos sirve para interpretar las peripecias casuales o inútiles del pasado y darle la coherencia de un destino: dentro de todos nosotros hay un novelista oculto que escribe y reescribe a diario una biografía torpe o lujosamente novelada. Pero el ejercicio de la ficción no se limita al ámbito del pasado, aunque es cierto que prefiere usar como materiales los que proceden de la memoria más antigua, entre otras cosas porque es la más fragmentaria y la más fácilmente manejable. Hay quien trama sin descanso la novela de su primera infancia, y quien se dedica a la novela de su aclolescencia o cle su primer amor. Que estos recuerdos tienen mucho más que ver con la literatr:ra que con la realiclacl puecle comprobarse si uno encuentra, por ejemplo, el inevitable c'liario que escritría a los quince años, a sLl vcz lastimosamente contaminado cle mala literatura: el adctlescente heroico que la nostalgia nos dictaba, el personaje que construimos con Llna distraída técnica de narradores, se revela entonces como un penoso ignorante que ticne mucho menos que ver con las iluminaciones de Rimbaud que con las tonterías ciel ciiario cle Daniel. También ese personaje quería hacer de sí mismo otro personajc, clotarse casi desesperadamente de t:ra iclentidad misteriosa y rebel-
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de, hecha de fragmentos mal cosidos de héroes de novela y de película. Incluso es frecuente que se dotara de un nombre. Cuando teniámos quince años, mis amigos y yo nos dedicábamos a buscar un pseudónimo para cada uno de nosotros, y es curioso que algr-rnos años más tarde debimos desvelarnos con el mismo propósito, eunqlle por un motivo ligeramente distinto: el nombre falso que nos serwía para firmar poemas fue sustituiclo por los nombres de guerra de la clandestinidad, y en ambos casos 1o que hacíamos era prolonÉ{ar una tentativa de ficción mucho más antigua, que estaba en nosotros desde la infancia, cuando nos inventábamos, como hacen casi todos 1os niños, un amigo invisible para compartir nuestros juegos solitarios. En la edad adulta, ese hábito de inventar a otros, o de inventarnos a nosotros mismos, pierde su descaro y se esconde, pero no por eso deja cle actuar: distraíclamente, o por interés, o por pasión, continuamente inventamos a quienes viven cerca de nosotros. Espiar la verdadera identidad no ya de los desconocidos, sino de las personas que tenemos más cerca, es siernpre un misterio insoluble. lJsando datos de la percepción -que pr-reclen estar distorsionados- construimos para los demás una vida como el novelista construye Lln personaie, y cuando más íntim¿lmente creemos conocer es justo cuando más acal>ado es el frabalo de nuestra imaginación. A mí siempre me sorprende, en las noticias de sucesos, en las biografías de los criminales, que sus vecinos y hasta parientes declaren que nunca sospecharon nada en sLl comportamiento. Inventa la indiferencia, inventa el miedo, inventa el amor. El subordi3i
-n1t(l() l)u,\ilrurrirlc irlvcnllr lrl jefé y agranda su estatura y su crLrclrlr¡il, igu:rl <¡ut't'l nir-to, al ¡brazarse a las piernas.de su pztclre, lt¡ r't't'r'rrn uigrrnLc () una torre. El paranoico inventa
a st-rs pclscgLriclol'cs, cl arnigo a sus amigos, el enamorado a su amante. La lrayor parte de nuestra vida la dedicamos a cumplir diversos grados de simulación: la mayor parte de las palabras ql-le se dicen no quieren decir 1o que literalmente significan. Conocer es un tabalo, pues, de detective y de novelista, y requiere una atención y una astucia que no siempre poseemos. La diferencia entre ios seres inventados que no nos importar\ y los que nos importan tanto que nllestra vida acaba dependiendo de ellos puede resl-lmirse en términos de técnica narrativa: de un vecino anotamos tres o cuatro rasgos que nos bastan para construir un personaje secundario) pues su único papel en la historia es aparecet de vez en cuando en el ascensor o decirnos buenos días en un descansillo. De la persona amada, en cambio, atesoramos tantos pormenores, tantos gestos y miradas y palabras dotados de sentido, que acabamos dibujando un personaje tnabarcable, tan plural, tan cambtante, que cuando intentamos fecordar su cara nos parece imposible, cosa que no sucede, por dolorosa paradoja, con la cara del vecino o la del tendero. De modo que lo que tomamos por fotografías objetivas son en realidad retratos arbitrarios, y que no sólo las personrs que viven a nuestro alrededor, sino también nosotros rnismos, somos Llna mezcla inquietante de re¿rliclacl y clr' f icciírn, de verdad y mentira, un precipitado de .signos crryrr f isonomía y carácter dependen no de su propi;r iclc'ntitlrrtl, s''ro clel moclo en que los elabora 32
nuestra mftada y nuestra imeginación. Exactamente los mismos principios rigen la invención de un personaje narrafivo. I-os lrttenos personajes, como las buenas historias, no se buscani se encuentran, o mejor dicho, se aparecen, se le presentan al escritor como me contaban de niño que se pfesentan los f'antastnas, sin explicación, sin saber de dónde vienen ni por qué han llegado. En sus "Aspectos de la novela", E"M. Forster clasifica a estas criaturas en dos especies, personajes planos y redondos, según ei grado de complejidad o ambigiiedad clel que su autol sepa dotarlos, pero en mi divagaciÓn de hoy me interesa más clasificarlos por su oriS¡en, por el modo en que aparecieron y por la dosis de realidad y cle ficción que puede averiguarse en ellos. De nuevo he de apelar, colrlo si esta divagación fuera un relato, a un personaje que esbocé ante \ret, ese lector interesado, impn-ldente y un poco chismos
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mío que escrrbe novelas una rnujer de la había estado enamorado muchos años atrirs estllvo a punto de ponerle una denuncia por difamación, porque se sintió gravemente vejada por un personaje femenino de un libro suyo recién publicado, que consideró Lln retrato infamante. Lo que sorprendió a mi amigo no fue la amenaza de denuncia, provocada más por la vanidad que por la indignación, sino la falta de perspicacia de su antigua amante: era verdad que en esa novela habia un personaje que se parecía vaÉaamente a ella, pero no era el mismo por el que esta mujer se había sentido aludida... Y es que también la distracción y los mrlentendidos invenlan. Pero no seré yo quien se declare ofendido porque el lector sospeche el carácter autobiográfic<> de los libros. Tiene razón, mucha más de la que suelen concederle por 1o común los escritores, que son tímidos y también embusteros, pero no toda la razón, y para explicarlo hay que recordar de nuevo la tan repetida confesión de Flaubert: A4adame Bovary era é1, y el gran Gastby es Scott Fitzgerald, y Philip Marlowe es Raymoncl Chandler, y don euijote es Miguel de Ceruantes. Pero el escritor verdadero también es cada uno de los demás personajes, con la misma intensi(dad y con la misma mentira, y si es escritor no es porque \sepa tazar un retrato fiel de sí mismo, sino porque se ]retrata al inventar y clibujar a otros y porque tiene a veces ila extraña cualiclacl cie ser él mismo y ser cualquiera. yo es otro, dice Rimlt¿rucl. l.a única manera de ser g¡rande, dice Stendhai, es sct trnr¡ rllislu(): pero eso no tiene nada que ver con la llorosrr y crnlrLlste -¿r sinceridad de la que hablá34
bamos el otro día. Julien Sorel, el héroe de "El rojo y el negro", es Stendhal, o se le parece mucho en ciertas cosas: es apasionado, ama la libertad, adora a Napoleón, cletesta al clero, a los borbones y a los burgueses, le fascinan ias mujeres y no tiene éxito con ellas, es pobre y ama la buena vicla, es feo y tímido y quiere ser un seductor' Pero carece cle otros ras€los funclamentales del cericter de Sorel: la cruelclacl, ei oportunismo, la ambición. Las diferencias se r,.uelven más evidentes y más reveladoras si pensamos en el otro [4ran personaje cle Stenclhal, Frabrtzio del Dongo' el
protagonista de "La Cartuja de Parma"' Nuestro lector inquisitivo, lluestra lectora partidana de los juicios por clifamación, absolverán enseguida al novelista: Fabttzio y su alrtor no tienen nac'la en común. Fabrizto es rico, joven, temerado, guapo, inocente, vive aventuras fulminantes con la ligereza c1e los héroes de una ópera de N4ozart' Pero Fabrizio, por eso mi'smo, íntimatnente es Stendhal' en la medicla en que no se parece nada a é1, en que ha sido invenfaclo n() ('omo et¡torretralo. sino Como SUeno y también como desquite. Stencihal es Fabrizio del mismo modo que Alonso Quijaclo es don Quijote de la Mancha y que Fernanclo Pessoa es cada uno de sus heterónimos' Me acuercio ahora cle un escritor portugués que me gllsta mucho, Miguel Torga. aLltor de una larga novela que tiene toclo el aire de una autobiografía '. "La creación del munclo". Es una historia contacla en primera persona' y trata clelavicla clel propio Ttrrg:r. Pero él nos avisa : "Yo no cuento mi vida : h.lgcl cle cll¿r r-rna parábola"' Y lo mismcr sucede Con otfo narr'.tclot' c'ol-lsiclct-'¿clo el extremo de la lite-
rafLrra autobiográfica : Proust.
Proust cuenta su vida, la ter¡¡iversa, analiz4 selecciona, combina, inventa, miente, para construir una narración que imita la literatura confesional, desde San Agustin a Rousseau, para convertirse en una parábc-ia, para usar los propios sentimientos, deseos y experiencias como materia prima de una forma superior, de un relato moral sobre el modo en que la propia vida se convierte en devenir y destino. Y es aleccionador comprobar, si se compara 'Jean Santeuil" con "En busca del tiempo perdido", que a medida que el yo protagonista se va liberando de los rasgos indiscriminados de la autobiografía para seleccionarlos y combinarlos en un orden cada vez más autónomo, es decir, a \medida que la realidad se transmuta en ficción, el personaj1e se nos vuelve mucho más verdadero. Un mal personaje sólo se parece a su aLltor o a sr-r modelo: un personaje logrado se parece a ctda uno de sus desconocidos lectores. Fues hay que tener presente siempre que el único modo que tiene el novelista de decir la verclad es inventando: inventando las cosas tal como son, segúrn nos dice el poeta mexicano Cintio Vitier. Y la máxima fuente de verdad y mentira que posee el escritor es él mismo: inventando a sus personajes celebra r-rn solitario examen de conciencia, se conoce y se desconoce, descubre recuerdos que ignoraba y facetas de su carírcter qLte por ningúin otrct camino se le habrían revelado. Se streña escribiendo, pero no siempre es agradable 1o que ve) y algunas veces inventa personajes que van creciendo :.1 c()stll cle rasgos sl-ryos que jamás aceptaúa como propi, "s: Igulrl tlLre el espía, inventa v6
para salvarse bajo la impuniclad del nombre falso. En nuestra clasificación, que como ustedes sin duda temerían va a resultar caÓtica, el primer personaje ha sido esg "yo narrador" -que en San Agustín es también un yo pecaclor- que tiene algo, con perdón, de misterio teolÓgico, pues es uno y trino y abarca las tres personas del verbo y transita de una a otra según su conveniencia, aunqlle donde más a gusto suele encontrarse es en la tercera persona, tan clesconocicla y sospechosa como el tercer hombre de Graham Greene. Recuerden que según Nietzsche algunos libros se escriben pata ocultarse.¿Y hay escondite más seguro que ese descle donde nos habla la voz narcadora de la mayor parte de los libros? Pero por ahora la dejaremos tranquila en su refugio' Ya nos llegará, si ustedes tienen paciencia y yo ánimo' la hora de asaltarlo, o al menos de llamar con impertinencia a su puerta cerrada. Nos aproximaremos por lo pronto a otros personajes en apariencia más accesibles: los que han nacido cle un modelo real más o menos próxirno a la vida del autor. Por lo común no es él quien los elige: son como visitantes asiduos que un buen día se instalan en el libro sin peclir permiso a nadie, a veces con timidez y ocupando un pasillo o un desván, v otras con un descaro que los lleva a tomar posesión de las mejores habitaciones de la casa. Los hay de dos tipos: los que aparecen cuando el edificio ni siquiera está construido y se instalan confortable-
mente en el solar vacío y los que llegan a mitad de las obras y dan órdenes a los albañiles y hasta nos obligan a moclificar los planos para ofrecerles un alojamiento ade37
cuado. Es decir : Los que construyen el núrcleo de una historia y los que aparecen en ella en el curso de la escritura. Habitualmente los primeros son protagonistas y los otros son personajes secundarios o episódicos, pero no siempre - nuevo he de referirme a ejemplos de mi ocurre así. De propio trabajo para explicar con detalle el juego de la ficción. Quien haya leído mi novela "El invierno en Lisboa" recordará sin duda a un personaje llamado Floro Bloom, que ocupa una posición Iateral, aunque privilegiada, en el desarrollo de la historia. La novela fue escrita entte marzo o abril de 1986 y febrero de 7987, pero entre mis papeles he encontrado bocetos de narraciones escritas seis o siete años antes en los que ya se habla de este Floro Bloom, que es un personaje mucho más poderoso y definido que los conatos de ficción en los que se le incluye. Tiene nombre, y a mi parecer un nombre estupendo, tiene una cara perfectamente reconocible y un trabajo que seguirá manteniéndose muchos años después, cuando aparezca en una novela, pero todavía carece de una historia a la que pertenecer. Su punto de partida es un amigo mío muy querido, con el que me traté mucho a finales de los años setenta, y la razón de que estuviera predestinado a convertirse en un personaje era tal vez Ia rotundidad de su presencia y la panicular ternura de su carácter: porque inventamos sin necesidad de escribir, y porque algunas veces inventamos la cosas como son, yo veía instintivamente a este amigo mío con los rasgos de esos amigos que salen siempre en las mejores películas antiguas, camaradas lacónicos del protagr>nista que solían ser interpretados por
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secundarios magníficos. El personaie pasó años viviendo como realquilado en mi imaginación, ocupando transitoriamente tentativas de relatos que no llegaban a cuaiar, y por fin, cuando hice una novela, ocupó en ella el lugar de privilegio que le estaba destinado, y que en parte é1 mismo originó. En el mismo libro hay otro personaje que pertenece a la segunda categoúa. Se trata del trompetista Billy Swann, que apareció cuando la historia ya estaba ttamada y los otros protagonistas definidos, y que la modificó y sin duda la mejoró con su influencia. Pero en ambos casos me he referido a personajes que tienen modelos muy poderosos en la realidad: mi amigo en Floro Bloom, el trompetista Chet Baker en Billy Swann. Y en este segundo caso debo recordarles la influencia del azar al que aludí al principio, con el ejemplo de la parfiera de Dante. El novelista debe sentir siempre más gratitud que orgullo, porque las circunstancias que dieron lugar a un personaje pudieron no haber ocurrido. Dante pudo no haber visto esa panteta' Si no se hubiera dado la casualidad de un concierto en Gtanada, yo no habría visto a Chet Baker ni inventado a Billy Swann' $eleccionamos ciertos rasgos de una persona real para convefiirla en una figura de novela, añadiéndole datos y circunstancias inventadas que no se superponen a su biografia verdadera para esconderla, sino que la convierten en ota vida de una cualidad y de un orden diferente. Vulneremos la materta para darle una forma. Pero también puede ocurrirnos lo contrario: que un personaje inventado de la nada, o de la casi nada, se vaya apropian-
l-do sin que nos demos cuenta de rasgos de una persona real y acaba adquiriendo una consistencia que no preveíamos cuando empezábamos a escribir. A veces son personajes que el escritor introduce en la historia por una simple necesidad técnica, y de pronto le creceny hablan mientras escribe y cobran la voz o la mirada de alguien con quien ni nosotros ni nuestro relato tienen la más mínima vinculación. En mi novela "Beatus Ille" yo tenía la necesidad de un personale cuya única razón de existir seria la de suministrar al protagonista una cierta información sobre la muerte de su padre. Como pueden deducir, no me salía una parte de ese solitario que es en ocasiones la escritura de una novela y me era imprescindible hacer una módica l.rama. El protagonista del libro vMa en un coftijo de la orilla izquierda del Guadalquivir, al pie de Sierra Mágina. Aislado allí, como yo lo tenia, ¿quién iba a informarle de lo que yo necesitaba que supiera? ¿Uno de esos mensajeros tan oportunos como locuaces que cuentan en las tragedias griegas 1o que acaba de ocurrir fuera de la escena?. Durante un viaje casual por esa seffania, viendo los riscos desnudos y las torrenteras me acordé de las aventuras de don Quijote en la Sierra Morena y del modo súbito en que ve sobre las rocas al loco Cardenio. En un instante yo también vi al personaje que me hacia falta: un loco perdido en Sierra Mágina, alguien que fue testigo de los hechos que mi protagonista clebía descubrir y que se oculta cerca de donde él vive. Y pc>r lealtad a Cewantes, le puse el loco Cardeña, y cuanclo contó sLl encuentro con mi protagonista los detalles clc sr¡ (:lrrit s;c iban ocurriendo a medida que 40
escribía : muy pálido, con los ojos entre incoloros y azules, con una barba escasa, tiesa, como de chivo, 9ue se araia constantemente al hablar, con la vista fiia en el suelo. Días después, en un bar, comprobé con sorpresa que habia trazado, creyendo inventar, el retrato de alguien, un conocido
mío, ajeno por completo a mi vida y a I^ historia que yo contaba en mi novela, pero cuyo aspecto físico se habia transmitido literalmente al loco Cardeña. Mezclando rasgos de personas distintas en esa especie de caldo alquímico que es la ficción se perfila una ctiafira singular cuyo único reino posible es el relato i para algunos aprovechamos a un solo modelo real, pero 1o más frecuente es que en las mejores aleaciones interuengan trazas de muchos modelos, cuyo origen dispar se equilibta en la veracidad del personaje. Pero en este precipitado falta aún añadft una sustancia sin la cual todo el experimento fracasaria: el nombre. Siempre digo que el nombre importa tanto porque es Ia cara que ve el lector del personaje' El nombre ha de contenerlo y definirlo, de tal modo que lo primero que nos molesta en las malas novelas son los nombres de sus protagonistas, y en tal medida que al escribir, mientras no tengamos el nombre, no podemos decir que tenemos al personaje. El nombre, al menos el del protagonista, ha de sonarnos como quetia don Quijote que sonata el de Dulcinea : músico y peregrino y significativo. Y no es casual que la primera tarea que don Quijote, es enfermo de Ia literatura, cuando decidió convertirse en héroe de libro fuera dotarse de un nombre, igual, por cierto, que esos adolescentes de los qr,re hablábamos al princi-
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-r..'-= pio, igual que los espías. Nombrar es un acto mágico, como creian los antiguos y siguen creyendo los primitivos. Mediante el nombre se transmite al recién nacido el alma de un antepasado: el nombre es el núcleo y la cifra de la
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identidad, y el novelista sabe que si da un nombre equivocado a un personaje Ie otorgará una identidad falsa que le impedirá existir plenamente. Con algunos nombres pasa como con algunos personajes: que uno los tiene antes de tener la historia, y los guarda y no sabe todavia pan qué van a servirle, como esos virtuosos del bricolage que tienen llenos los bolsillos de tuercas o de trozos de alambre porque imaginan que alguna vez les serán útiles. Hay nombres que uno inventa sin saber nunca de dónde los ha sacado: el apellido Biralbo, por ejemplo, que yo no creo que exista pero que yo guardé durante mucho tiempo antes de dárselo al protagonista de una novela mía. Otras veces el personaje y el nombre nacen al mismo tiempo, porque sólo al inventar el segundo cobra el primero fiatutaleza de ficción: Floro Bloom. Hay veces en que el personaje tiene nombre y apellido, y otras en que por alguna razón que suele desconocerse le falta uno de los dos. Un personaje de mi "Beatus Ille", Minaya, tuvo varios nombres de pila, pero al final comprendí que sólo podía darle apeIlido, porque cualquier nombre que le diera me pareceria falso. También me ocurfe lo contrario: las protagonistas de dos de mis novelas tienen nombre y apellido, pero Lucrecia carece del segundo, y no porque yo lo buscara sin encontratlo, sino porque nunca me paré a pensat que debiera tenerlo. Y mi Billy Swann sólo asistió 42
cuando encontré de repente ese nombre. Pero lo mismo pasa con las novelas y con los relatos , y hasta con los artículos: que uno no tiene nada hasta que no tiene título. De ahí que una de las máximas perfecciones de la litetatuta suceda cuando el título de un libro es un nombre admitable. Nombfar es contarlo todo con una sola palabra. Y sólo el oído y el instinto nos enseña Ia ciencia de los nombres. Repaso los de mis personaies, y me doy cuenta de que Ia mayor pafte de ellos, sobre todo los masculinos, sÓlo tienen apellido; Minaya, IJtrera, Medina, Marafra, Darmarr, Andrade, Bernal, Gúzman. Algunos incluso, carecen por completo de nombre: esta ausencia resulta más ostensible en el nanador de "El invierno en Lisboa" , qve habla en primera pefsona, pefo de quien no sabe casi nada el lector. si el nombre es la cata, no tenerlo, o tener sÓlo apellido, tal vez sea una manera de mantenerse a medias oculto, un fecurso instintivo del escritor para sugerir que de los personajes de la literatura, como de las pefsonas de la tealidad, es muy poco lo que puede saberse, y que al escribir importa tanto lo que se dice como lo que se calla: los espacios en blanco son los que deja siempre en nosotros el desconocimiento y los que ocupa la imaginaciÓn' cuando emprende sus primeras tentativas literarias, el novelista está convencido de que debe contarlo todo, describir las habitaclones, los muebles, los paisajes, todos los fasgos de los personajes y todos sus sentimientos. En eso se parece a los malos pintores, que lo llenan todo de pinceladas y detalles, Y a los malos músicos que lo llenan todo de notas. su atención universal no ha aprendido aún
a volverse selectiva, a elegir, entre todos los datos posibles,
que según descubre con desaliento son ilimitados, aquellos, muy pocos, que le servirán no pxa describir 1o que él ha visto, sino lo que verá el lector. Cervantes, sabiamente, pedía que se Ie alabara no por 1o que escribía, sino por lo que dejaba de escribir, y esa verdad nunca es más cierta que en la caracterización ftsica y moral del personaje. El espacio en blanco es tan importante en las novelas como el vacío del lienzo en la pintura y el silencio en la música. Porque sabemos muy poco de los otros y la mirada no sirve si no es un ejercicio de adivinación. y porque si hay algo que uno aprenda con el tiempo es que cuando escribe sólo está haciendo la mitad de un trabajo que ha de culminar y de cobrar vida en la imaginación del lector. Como los autores de folletines, como los narradores orales que se callan de pronto y nos dejan esperando la prolongación de su historia, y me detengo aqui esta noche y termino con una sola palabra que me gustaría que fuera sobre todo úna invitación : Continuará.
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III,
LTvoZ Y EL ESTILO
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recordamos nuestros primeros encuentros con la ficción, lo que aparece ante nosotros no es la pági_ na silenciosa de un libro, sino el sonido de una voz, Las primeras historias que el niño empteza a descifrar son las nanas que le canta su madre y luego las narraciones y las conversaciones de los mayores? a las que é1, que sólo domina parcialmente las parabras e ignora todo sentido que no sea literal, otofga siempre un carácter entre fantástico y ambiguo. Faulkner hablaba con gratitud de las criadas negras de su casa, que fueron para él las primeras portado_ ras de historias. García Lorca atribuía siempre el origen de su vocación poética a las coplas y cuentos populares que oía de labios de las mujeres d.e la Vega de Granada. rnraginamos a Proust escuchando en Ia cama las voces de su madre o de su abuela que le leen a la luz de una bujía un relato de George Sand. y una de las imágenes más vividas de mi niñez no procede de un recuerdo visual, sino de la voz profunda de mi abuero materno contándome ra historia de una mujer a la qte enterraron viva en el cementerio de mi ciudad, y que cuando abrieron el ataúd tenía los ojos en blanco y los dedos rotos de anflar el terciopelo y 47
la madera de la tapa. Durante una parte de nuestra vida, justo aquella en la que la imaginación es más poderosa y más ávido el deseo de saber, nos alimentamos exclusivamente de narraciones orales, igual que les ha ocurrido hasta no hace mucho tiempo a casi todos los hombres. A finales del siglo XV la invención de la imprenta permitió que se multiplicaran más que nunca hasta entonces los ejemplares de los libros, pero el número de lectores posibles no se incrementó sino mucho tiempo después, y aun ahora sabemos melancólicamente que la alfabetización universal no trae consigo el hábito de la lectura. En un corredor del Metro de París yo vi una vez a un recitador árabe que contaba una historia rodeado de hombres fascinados y taÁ ajenos al estrépito de los trenes y a los pasos de la gente como si se encontÍaran en una tienda del desierto. El Mío Cid, igual que la Ilíada y los romances viejos, se transmitían de memoria en memoria y eran declamados en Ias plazas. Cuando yo era niño, aún quedaban ciegos que cantabanjunto ala puerta del mercado romances de crímenes y de milagros, y las niñas saltaban a la comba cantando la historia desdichada del rey Alfonso XII y de doña Ma(ta de las Mercedes. De noche, en las esquinas iluminadas nos reuníamos en corros para escuchar y contar historias de aparecidos y de tísicos, igual que los niños de la Barcelona de posguerra se contaban aquellas aventis que constituyen la méduIa inagotable de las novelas de Juan Marsé.
Del mismo modo se han transmitido los cuentos populares, incluso después de que los recogieran en compiiacio48
nes eruditas, ctJya misma existencia ya es un aviso del peligro de su desaparición. Si en los días anteriores hemos resáltado la evidencia de que la ficción es mucho más amplia y más antigta que la lltetatuta, también nos conviene recordar que la cosfumbre solitaria de leer y de atesorar los libros es extremadamente minotltaria, y que esos dones que tanto amamos unos pocos - el papel impreso, las pala-
bras escritas, las páginas que recorre nuestra mirada y pasan con delicadeza nuestros dedos- no constituyen la pafie esencial de la experiencia natrativa, sino una modalidad muy tardia de su transmisión' La literatura no ha existido siempre, dice el profesor Juan Carlos Rodríguez. A nosotros el acto de escribir nos patece sagrado, y por eso veneramos a nuestros escritores preferidos y buscamos con avaricia sus palabras exactas. Pero una gtan parte de las mejores historias que se han inventado y contado en el mundo no tienen un autor conocido, y muchos de ios más grandes narradores eludieron o desdeñaron el acto de escribir. I\i Homero ni Sócrates 1o hicieron nunca. Platón desconfiaba de la escritura, porque imaginaba que induciría a los hombres a descuidar el ejercicio de Ia memoria. A Shakespeare lo sabemos tan negligente por la perduración de su trabajo que no parece que se ocr)pata de hacer copiar o imprimir con fidelidad sus propias obras: de hecho, la púmen edición de su teatro es posterior a su muerte. De Cristo, nos recuerda Borges, sólo se sabe que escribiera úna vez. fue sobre la arena, y nadie lleg6 a leer lo que escribió porque é1 mismo se apresuró a b
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literattra buscaremos en vano el nombre de una de las mayores narradoras que ha existido: Ia admirable Sherezade, eue recibia invariablemente cada amanecer el más valioso de los premios literarios a que podrá aspitar nunca un escritor: no morir decapitada para que a la noche siguiente continuara contando. Y en cada uno de sus cuentos siempre lnay un personaje que emprende vna narÍación, y dentro de ésta hay otro que refiere una tercera, de modo que el prodigio más repetido de las Mil y Una noches es el acto de contar. El "Amadís de GatJla", una novela difundida ya en tiempos de la imprenta, conserva din embargo los hábitos de las narraciones orales, y su autor sabe que Ia mayor parte del público que llegue a conocerlo Io hará por mediación de una voz que lee en alto, y por eso no se dirige a un lector, sino a un oyente: "Ahora oiféis", dice de vez en cuando, o "como oído habéis". En la primera parte del Quijote, donde se venzafi taÍrtas historias diversas, sólo dos de ellas surgen de la lectura dtrecta, y nada más que :una, Ia que dice descubrir Cervantes en el manuscrito de Cide Hamete Benengeli, es leída en solitario. Pero es que Cervantes, o ese personaje innominado que nos habla, ya es un adicto precoz a la palabra impresa, y Ia ama tanto y conoce tan profundamente su peligro que dedica un libro entero a contarnos el infortunio y la grandeza de un hombre enaienado por los libros, una de las primeras víctimas conocidas de la imprenta. Junto al fuego cle Ia venta, o en medio de un bosque, en la quictr-rcl clc la noche de verano, los persona-
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jes se vuelven narradores o testigos atentos: así conocemos, como si también nosotros nos hubiéramos sentado en el círculo de los oyentes, la historia de CrisÓstomo y de la pastora Marcela, el gran embuste de la princesa Micomicona,las desgracias del loco Cardenio y dela fugitiva Dorotea, las aventuras del Cautivot cada personaje es primero un enigma y luego vrra voz que refiere una historia. La del Celoso Impertinente, que lee el cura en voz alta, está escrita, pero no impresa. Y sabemos que, en la vefita donde todas estas narraciones se enredan con la misma fertilidad que en las Mil y una noches, se guardan también varios libros de caballerías por los que el ventero muestra una devoción que no habriamos sospechado en un hombre tan rudo. Escuchemos su voz: "y tengo aquí dos o tres dellos, con otros papeles, que verdaderamente me han dado Ia vida, no sólo a mí, sino a otros muchos. Porque cuando es tiempo de Ia siega, se recogen aquí, las fiestas, muchos segadores, y siempre hay alguno que sabe leer, el cual coge uno destos libros en las manos, y rodeámoslo más de treinta, y estámosle escuchando con tanto gusto, que nos quita mil canas; a lo menos, de mí sé decir que cuando oyo decir aquellos furibundos y terribles golpes qtre los caballeros pegafi, que me toma gana de hacer otro tanto, y que querría estar oyéndoles noches y días" ' El ventero no sabe lo que es la literatura: lo que si sabe es que quiere escuchar una voz que le cuente una historia, igual que nosotros cuando éramos niños, o que algunos de nosotros cuando ya somos adultos y no hemos perdido, aunque tendemos a ocultarlo por pudor, el instinto de 51
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voy en el prestar atención a las voces que cuentan' Cuando o en la cola autobús, cuando estoy en la barta de un bar los descodel supermercado, yo siempre miro las caras de vicio tan inenocidos y atiendo a sus voces' Se ttata de un al alcafi' vitable como el de leer todos los papeles que hay
y ce de mi mano y todos los letreros de las tiendas'
a
y sin una direcci1n exacta' de estar atravees decir, casi siempre, tengo la sensación
veces? cuando camino sin prisa
de histosando no una ciudad sino un bosque de mitadas, la misteriosa rias y de voces, algunas de las cuales tienen Hace cualidad de atraparme en 1o que están contado' junto a un poco, en G.ranada, vrra maiana de sol' pasé de banco donde estaban sentados un viejo con aspecto que se dedican a contable jubilado y uno de esos africanos pasala venta ambulante de bantlias electrónicas' Mientras que he ba oi que el viejo le decia al otro: "La verdad es muy tenido suerte en la vida' Me casé con una muier y oigo a mi arcliente..."' Si voy en el autobús o en el tren volverme pata no espalda ufiavoz que cuenta' procufo no únicaver Ia caru del naradot, pata averiguar su catáctet palabras que mente por el metal y el tono de su voz y Ias se sumausa. Cuando era niño' a las voces de mis mayores de las ban las que oía en la tadio, las de los locutores las de los cuanovelas, que solían ser solemnes y oscuras' folletines con dros de actores, que se repetían en todos los actuaban papeles distintos, aunque equivalentes' y que igualada más sobre la imaginaciÓn con una intensidad no Aún hoy' cuantarde por los esplendores visuales del cine' do estoy acostado en Ia oscuridad y tardo en dormirme'
me gusta poner la radio para oit sus voces a la vez íntimas y remotas, y fle parece que son iguales a las voces de los libros que más me importan, porque también ellas proceden de ninguna parte y hablan como si se dirigieran exclusivamente a mí, como si hubietan adlinado en la disfancia mi soledad y mi insomnio y se ofrecierafl a acompafratme hasta que yo me duerma o decida elegir el silencio, desconectando la radio con un gesto semejante aI de quien ciena el libro y lo deja sobre la mesa de noche y tal vez sueña con la historia que ha estado leyendo. Dice Forster que en el interior de cada novela hay un reloj. Pero es un reloj que tiene algo de metrónomo y que mide no sólo el tiempo de las peripecias de los personajes, sino sobre todo el ritmo con que hablan sus voces' y en especial la voz que cuenta. Dice Nietzsche, que es un crítico tan agudo de literatura como de música, QU€ una parte de la tarca del escritor consiste en encontrar equivalencias para los medios de expresiÓn que sÓlo están al alcance de quien habla, es decir, para los gestos, el acento, el tono, la mirada. Hace muchos años que nos alejamos de la infancia y el mundo en el que las voces eran las depositarias s<¡beranas de Ia ficción se ha extinguido, pero a pesar cle tocl<;, nosotros, lectores cultos que nos decimos en silencirl las palabras escritas, lo que buscamos es escuchaf una vQz o
una sucesión de voces que se entrelacen en ntle$tr¿t itutginación como los sonidos de la música. Simétricnrnente, lll tarea de! escritor es encontrar Ia suya y aprencler a tts¡rl¿t' y también oír las voces de los otros y hacer qtle stlenen en las palabras de sus personajes. La atenci(ln clc"l tllclcr 1.1
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importa tanto como Ia atefición de la mitada, pero éste no es sólo un eiercicio de perspicacia, sino también, y uso a propósito una palabra poco frecuente hoy, de humildad' o' como escribe Onetti refiriéndose a Faulknef, "fespeto por la vida, por los seres que la pueblan y la hacen"' Atención apasionada, humildad y respeto encontramos siempre en los artistas más grandes; en las fotografias mágicas de Henri Cafiier Bresson, en la pintura de Yelázqtez, de Vermeer de Delft o de Antonio L6pez García' Y puedo decirle que no he encontrado a ningún escritor vanidoso que no fuera mediocre. Me acuerdo ahota de un exhabrupto admirable de Flaubert: "Orgullo, sí' Vanidad, nunca' El orgullo es una fiera solitaria que vive en el desierto. La uunldud es un loro que patlotea de tama en tama, a la vista de todos". A Flaubert, por ciefio, que tanto sufría escribiendo' nada
lomartirizadamásquelainvencióndelosdiálogos'
Porque el habla de los personajes' como sus rostros o sus caracteres, nunca consiste en una transcripción del natuta| que por lo demás es imposible' Se repite aqui wa ley que ya hemos enunciado: la natutalidad o la vetdad de lo escrito sólo se logra con el máximo artificio, que es la suma de la atención -la del oído en este caso-, la selecciÓn y la combinación de los rasgos más significativos, a la manera de esos dibujantes que resuelven un rostro en dos o tres líneas de lápiz. Pero el artificio, o la técnica, de nuevo es una consecuencia de algo anterior que importa mucho más y que 1o justifica: la capacidad del escritor de convertirse en otro, de abdicar de su punto de vista privilegiado y cen-
enmarcarse en sus personajes como el califa Harun al-Rashid cuando salía de noche de su palacio de Bagdad para bt;,scat aventúnas e historias por los zocos. Para saber cómo hablaba Madame Bovary era preciso que Flaubert se encarnara en ella mientras escribía. Nadie como Baudelaire ha explicado este misterio de la multiplicación de la con-
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ciencia y de dilatactón del yo odioso del que hablaba Rimbaud en una pluralidad de identidades simultáneas: "Soy la herida y el cuchillo, soy la bofetada y Ia mejilla, soy los miembros y la rueda, y la víctima y eI verdugo". El novelista, como casi todo el mundo, es un callfa que se aburre en el palacio gramatical del yo, y una voz que se disuelve en muchas voces y que se detiene a escucharlas todas para distinguir la única que es la suya. Porque tampoco es fácil distinguir y usar la propia voz, sobre todo cuando aparece por medio el fantasma prestigioso y distorsionador del estilo. De nuevo hemos de recurrir a un personaje que a estas alturas ya nos es familiar, el artista adolescente o aprendlz de escritor que quiere deslumbrar al mundo con los resplandores de su estilo y que para no contaminarse de influencias no quiere escuchar otra voz que la de su sinceridad, contaminándose entonces de los lugares comunes más enfáticos y desgastados de toda Ia llteratura. Tardará años en darse cuenta de que la imitación entusiasta es el único camino posible hacia la originalidad. El joven escritor, decia Stevenson, ha de ser sobre todo un simio diligente. Se aprende a escribir como se aprende a hablar o caminar: fijándose y copiando con determinación y con paciencia, igual que copiaban estatuas 55
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cIásica los antiguos aprendices de pintores. El joven escritor está muy mal dotado pan copiar del natural, pero toda-
mas alto que el de oírse a sí mismo mientras aletea de rama en tama como el loro de Flaubert a la vista del públi-
vía conserva de la infancia el hábito de la emulación y si aprovecha su ímpetu puede copiar beneficiosamente a sus maestros. Yo releo los lamentables poemas que escribía hace veinte años y puedo decir sin vacilación a quién habia estado leyendo hasta unas horas antes de ponerme a escribirlos. En mi casa habia un curioso volumen titulado "Los veinticinco mil mejores versos de la poesia castellana", cuyo antólogo tenía el mérito de haber escogido infaliblemente los peores veinte mil. Gracias a ese libro ahora estoy en condiciones de recitar fragmentos de "El tren expreso" de Campoamor o el furioso y apócrifo poema a Ia desbsperación, de Espronceda, pero en é1 me familiaricé también con Garcilaso, Manrique, Fray Luis, Garcia Lorca, Neruda, Vallejo o José Asunción Silva, y a cada uno de ellos les rendí copiosos homenajes en verso que a veces tenían la gracia del pastiche y casi siempre la torpeza chapucera de la falsificación. Mí voz, en cada caso, se convertía en la del poeta que aquel día me hubiera entusiasmado. Como el apacible Zelig de \7oody Allen yo adoptaba institntivamente la apariencia de quien tuviera más cerca. Tal vez por eso, cuando años después leí en Cortázar su estupendo elogio del camaleón no pude menos que reconocerme en la maleabilidad de esa criatura, contrapuesta a Ia rigidez del escarabajo y el crustáceo, del escritor vanidoso, del hombre tan satisfecho de sí mismo que desconoce la tentación de perderse en otra identidad y de adoptar otras voces, tan enamorado de la suya que no conoce placer
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Igual que con la poesía me ocurrió después con la prosa; he copiado con aplicación y fervor a todos mis maestros, y si ahora alguien reconoce como mía la voz con la que escribo siento sobre todo gratitud y lealtad hacia los escritores y los narradores orales de quienes sigo aprendiendo. Pues no basta con ser un simio diligente: también hay que ser un simio agradecido, y darse cuenta de que el estilo no es un sistema de guiños, de adornos y de costumbres verbales, sino un ejercicio desvelado y continuo de naturalidad, de valentia y de vigilancia. Desvelo y naturalidad para saber qué es lo que tiene uno que decir y decirlo con las únicas palabras posibles, para no impostar ni engolar la propia voz. YaIentía para saber perderse en las incitaciones que parecen contener en sí mismas las palabras y que nos son dictadas por 1o mejor y más hondo que hay en nosotros, para atreverse a no fingir, a fio mirar de soslayo hacia el público o hacia los críticos, para no rendirnos a Ia rutina de los caminos ya pisados muchas v€ces. Vigilancia para que las palabras muertas no contaminen nuestra voz, para que esa literatura residual que circula por el aire como los gases tóxicos no se inftoduzca en el fluido de nuestra escritura. Un escritor muy olvidado ahora, pero que a mí me gusta mucho, y del que he aprendido a escribir artículos, Julio Camba, observó: "siempre que un hombre de pocas letras, aunque lo sea de mucha ciencias, inicia un relato diciendo que lo va a escribir sin galanuras 57
retóricas, puede de antemano descontarse el resultado. A la segunda línea nos hablará de "las riendas del gobierno", de "Ia hidra revolucionaria", de "la caricia del sol" o del "murmullo de las fuentes, y es que no sabiendo combinar las palabras a su modo, el buen hombre tendrá que tomarlas ya combinadas, y no siendo un literato , no podrá prescindir de la literatúra". Los libros nos importan cuando escuchamos en ellos :ufia voz singular que no hemos oído antes nunca' o cuando al cabo de una o dos relectutas ya la reconocemos tan inmediatamente como Ia voz querida de un amigo. Cuando se dice que el estilo es el hombre yo creo que suele entenderse al revés el sentido de esa afirmacíÓn: pues no se trata de que el estilo sea el don más valioso que un hombre, un afiista, pueda poseer, sino que es una emanaciÓn y una expresiÓn veruz de un caráctet, de una vida y de una actitud que se manifiestan en él igual que en su manera de mirar o en el metal y en el tono de su voz. Nadie puede ser sino aquello que es: de modo que la originalidad, y no esas extravagancias que se confunden con ella, no es nunca un propósito, sino un resultado: se nos olvida con frecuencia que originalidad viene de origen, igual que radicalismo no viene de exceso o de extremo, sino de taiz, como nos recordó, por cierto, Karl Marx' No hay ni un solo gran artista que no haya venerado y ttaicionado al mismo tiempo su propia tradiciÓn' Vuelvo de nuevo a Camba: "para prescindir dela\itetatura hecha sólo existe un procedimiento, que es el de hacer otra, y si en un sentido despectivo se denomina llterarios a aquellos temperamentos 5il
que utilizan como vehículo de sus emociones las fotmas literarias ya creadas, en buena ley no se les debiera aplicat esta denominación más que a los que crean unas formas nuevasr'.
Hay libros magníficos en los que escuchamos una sola voz. Algunas veces no sabemos de dónde procede, como cuando movemos aI azar el dial de una rudio y Ia voz surge de improviso viniendo de una emisora y de una ciudad desconocida. Oíganla conmigo: "IJna mafiana, aI despertarse, Grigori Samsa se encontró convertido en un enorme insecto". Escuchen también ésta, que es más misteriosa porque alude a alguien que no tiene nombre: "Nadie lo vio desembarcaÍ en la unánime noche". Ni en el relato de Kafka ni en el de Borges sabemos quién habla, pero eso no impide que la voz nos himnotice desde la primera linea, y que ya no deseemos parar de oirla hasta el final. Es Ia tercera persona? el tercer hombre, el narrador oculto que nos habla en la oscuridad. A 1o largo de toda la historia no oímos ninguna otta voz, y su efecto sobre nosotros es muy parecido al de Ias narraciones que nos contaban de niños. Esa voz es nuestra y al mismo tiempo no es de este mundo, carece de todo asidero con las evidencias y las trampas de la realidad. Ante ese narrador nos rendimos inermes: puede contarnos lo que quiera a condición de que no varie eI tono, puede, a su gusto, callar o explicar, porque es él quien 1o sabe todo y nosotros quienes miramos fascinados sus labios. Puede fingir la indiferencia de un informe oficial, pero nosotros sentimos que lo que está contando pertenece al reino sagrado de la ficción: Oigamos 59
ahora a otto maestro: "El 15 de septiembre de 1840, hacia las seis de la mañana. el Ciudad de Montereau, presto a zarpa4 exhalaba grandes torbellinos de humo en el muelle de Saint Bernard". Estas precisiones de Flaubert son como los pormenores exactos de Ia pintura de Vermeer, como la detallada pernuria de esas habitaciones que pinta Antonio López Garcia: enuncian la realidad y a1 mismo tiempo la vuelven fantástica, adoptan el tono neutro de una voz crfya apariencia de vulgaridadla hace más poderosa. Escuchemos ahora otras voces, que también les serán familiares enseguida: "He estado mucho tiempo acostándome tempraflo", nos dice un narrador que si no declara su nornbre se nos identifica enseguida, nos señala el lugar que él mismo ocupa en la ficción, tan abiertamente como Montaigne al principio de sus ensayos declan: "yo mismo soy la mateña de mi libro", o como Durero, por primera vez en la Historia del Arte, se retrata a sí mismo de frente y en primer plano. El narrador de Proust calla su nombre y tatda múcho en explicar su condición: la primera de todas las voces de la novela afirma su identidad con un impudor que tiene algo de declaración notarial:" Pues sepa vuestfa merced, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes". Tres siglos más tarde, en la primera página de Moby Dick, ese aire de informe se convierte en una severa imposición : "LIamadme Ismael". Pero la voz soberana, la que instaura y cuenta la ficct6n, desaparece en ocasiones o se difumina en otras voces, de tal modo que es posible qLle nos pase desapercibida, que no lleguemos a notarla. La voz del nanador de Proust es 60
tan omnipresente como un bajo continuo, pero de vpz en cuando, con una especie de cortesía irónica, con un talento de parodista que no suele celebrársele, deja paso a otras voces, Ia de la señora Verdurin, a quien podríamos llamar con propiedad el loro de Proust, la del cretino profesor Cottard, la del vacuo y solemne señor de Norpois, la popular, charlatafia y arcaica de Ia criada Frangoise, la del audaz idiota Bloch, que cuando alguien le pregunta si está lloviendo declara: "Vivo tafi apartado de las contingencias físicas que mis sentidos ya no se molestan en comunicármelas". Proust es uno de esos raros escritores que tienen al mismo tiempo urt^ voz inconfundible y un oído magnífico. De otro excelente novelista, Henry James, se ha dicho que sólo tenía vozT porque todos sus personajes hablan como é1. Lo mismo suele ocurrirnos con Cortázari en sus novelas oímos hablar a mucha gente, pero nunca se nos olvida que a quien oímos sobre todo es a Julio Cortázar. De Galdós y Barola podria decirse, con una cierta injusticia, que tienen sobre todo oído. A Galdós, como a Dickens, nos lo imaginamos recorriendo las calles y los mercados oyendo con felicidad y avaicia las voces de todos los hombres y de todas las mujeres, atesorándolas, transmutándolas luego, adoptando tan intimamente la posición de esas gentes que hablan que son capaces de hacetnos percibir en sus libros un vasto y cálido rlrmor cle voces simultáneas. Otro escritor dotado de un oído procligioso es Adolfo Bioy Casares: por eso sus relatos, allnque n<> cstcn etscritos en primera persona, nos transmiten tan vívicl:uncntc la sensación de estar asistiendo a una expcric'trc'i:r sirrgular', no de estar admftan61
voces de do el estilo de un escritor, sino escuchando las novelista nos señala sefes tan vivos como nosotros que el de ternura y con un gesto y una sonrisa al mismo tiempo un escride complicidad' Creo que nunca es tan admirable de las tentaciotor como cuando abdicade su propia vozy por la voz nes del estilo y es poseído como un medium me conmueve caudalosa de uno de sus héroes: lo que más y si tuviera que de Joyce es el monólogo de Molly Bloom' \William Faulkner me entre la selva de las páginas de "t"git el idiota de "El quJduriu con la voz silenciosa de Benji' ruido y la furia".
que un sonido: es Pero la voz, etla ficción, es algo más tercera perambién el espacio que la mirada delimita' Esa de la hora ' el sona q.r" ,ro, informaba con tanto detalle es üta y el año en que zatpÓ el "Ciudad de Mantereatr" que Dios' de modo omniscente, invisible y ubicua, igual le parezca que puede informarnos de todo aquello que una sola objecoportuno sin que nos atrevamos a elevar ni tales ción. A Lázaro de Tormes ya no le concederemos nos cuente lo que libertades, y sÓlo le consentiremos que ltaya Ie haya sucedido a é1 mismo o 1o que legítimamente que llegado a saber. Del narcador de Proust sospechamos frede iez en cuando nos hace trampa' Con demasiada sin ser visto' cuencia se encuentra en situación de observar bosquecillos o en cuartos oscuros
oculto en oportunos teria dotados de un conveniente espejo falso' Shetezade fuentes de su menos escrúpulos' pues naclie le exigía las gran rey"' y ni información: se limita a clecir "he sabido' oh sabido ni el rey ni nosotros le preguntamos cÓmo lo ha
quién se 1o ha dicho. lJasta ahora, en las tres novelas que yo he publicado, y en la mayor parte de mis relatos, he sido rncapaz de contar la historia si no era a través de 1a rnirada y la voz de un personaje. La he comenzado siempre en tercera persona, y siempre, metódicamente, han fracasado aI cabo de unos pocos capítulos, y he tenido que volver al principio para encarnarlas en una voz que pafiicipara de los hechos y limitan, en el ámbito desordenado de la ficción, un espacio invariable. Les dije el otro día que no existe el personaje hasta que no tiene nombre o hasta que se descubre que carece de é1. Tan radicalmente puede decirse que la historia sólo se convierte en argumento y novela cuando el escritor encuentra la voz o las voces que tienen que contarIa, el ángulo donde ha de situarse \a mkada. Yo me temo que aún no he aprendido a establecer en mi literatura una polifonía de voces: estuve imaginando y escribiendo borradores de "Beatus Ille" durante siete años, y todo ese trabajo habría sido en vano si al cabo de tanto tiempo no hubiera encontrado la voz ítnica y necesaria que habla y se embosca y al final se revela en el libro." Empecé a escribir "El-invierno de Lisboa" usando esa tercera persona que tan decididamente se niega a obedecerme. Intenté luego que quien le hablara al Iector fuera Biralbo. Só1o cuando encontré, por casuahdad, desde luego, como les dije el otro dia, la voz de ese narrador del que casi nada sabemos ni ustedes ni yo, la novela parccil que empezaba a escribirse sola, que yo Iaveía y la escucknba escribirse, ajena a mí, íntima y secreta. En "Beltenebros me ocurrió igual, 63
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pero tengo la sensación que es voz que encontré no era la adecuada, y me duele pensar que por su culp4, o por mi falta de sabiduría, o de paciencia, borró a oftas voces que importaban más y que ni el lector ni yo podremos ya oít. Puede que esa voz se parcialmente falsa porque está contaminada de estilo, porque no es Ia voz de un hombre, sino la de una máscara. Pero si rne equivogué , y algunas personas que me importan mucho juzgan que 1o hice, no fui del todo yo como escritor quien se interné en un camino falso y acab6 tanteando en la oscuridad un caltejón sin sahda: fui yo, desde luego, pero no sólo el yo que escribe ni el que les habla ahoru mismo, sino un tercero, y como tercero el más oculto y ei más enigmático, ese lector que mira desde fuera aunque lo haga a través de 1os ojos de uno mismo, el lector que exige el libro que desea leer y que nos impulsa a escribirlo, el doble, e1 semejante, el hermano y la sombra de alguien que me importa tanto que le he reservado la última divagacrón
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ry Le souBRA DEL LECTOR
ntre los personajes y las voces que hemos ido conociendo estos días -el joven escritor sincero, la lectora despechada, el interrogador impertinente-, éste último ha despertado en mí algo muy parecido al afecto. Pregunta siempre lo que uno no tiene ganas de responder, y suele preguntarlo en público, pero no carece de un cierto sentido de la oportunidad y está tan interesado enla llteratura como en los enigmas no siempre alentadores de su relacíón con la vida, y con la vida del autor, para más impertinencia, o pan más impúdica exactitud, que todo hay que decirlo. A mí no me ha quedado más remedio que poner en práctica los principios enunciados aquí, que al fin y al cabo son las mejores y casi las únicas armas de las que dispongo, y de todos los curiosos impertinentes y pertinentes que me he encontrado y me encuentro hago un pbrsonaje ficticio, pero verdadero, al que agrego una voz y 1o incluyo atra vez en el cuarto capítulo de esta historia en la que ustedes tan amablemente han querido incluirse, dotándola de miradas y de voces en una elaboración compartida de la literatura, La de nuestro interrogador seguramente ya les será familiar. Me ha pre¡¡untado si bebo tanto como mis 67
'il' I
protagonistas, si en mi vida ha habido alguna mujer que se parezca a Lucrecia, si llevando en provincias una decorosa vida de padre de familia estoy autorizado a escribir sobre gente aventurera que usa revólveres y busca mujeres misteriosas por los bares nocturnos. Ahora sonríe tranquilizadoramente, como si me ofreciera una tregua, y formula una
pregunta que la costumbre me ha enseñado a esperar: ¿Piensa en el lector cuando escribe? y a veces va un poco más lejos en su audacia y afrna más la puntería: ¿En quién piensa mientras está escribiendo?
Nuestro artista adolescente se adelantará con ímpetu para decir que sí y pronunciar un nombre. Escribe sus ver_ sos para la chica de la que está enamorado, y algunas veces se atreve a entregárselos, si bien ella los recibe con una indiferencia ecuánime, pues le interesan más otros tipos granados que lo ignoran todo sobre la literatura y son expertos reputados en campeonatos de futbol, en motoci_ cletas y en baloncesto americano. füuestra lectora despechada, de la que venirnos sospechando que era algo vanidosa, al oír la pregunta alzará la mano entre el público y señaIará acusadoramente con el ciedo: ,,No cabe duda que esta pensando en mí". Entonces el escritor, acobardado o solemne, iluminado por esa luz que nos da en la cara como la de los focos de la poltcía a los fugitivos de las películas, pondrá su mejor expresión de novelista absorto y de fabulador fuera de toda sospecha y dirá,,Cuando escri_ bo no pienso en nadie más que en mí mismo',. Todos mienten, pero ya sabemos que el reino de la ficción no es el de las infaiibles respuestas binarias, cle rnoclo que al 68
mismo tiempo todos están diciendo la verdad. El interrogador, como un policía al que el despacho se le ha llenado de sospechosos habladores, exige silencio y amenaza con medidas terminantes. Habrá que explicarle de nuevo que la legitimidad de la ficción no procede literalmente de los hechos reales, que la realidad es un punto de partid4 pero que también lo son las mentiras, los sueños y las rmagrnaciones, que cuando el escritor escribe para alguien con nombre y apellidos escribe sin saberlo para si mismo o para nadie, que cuando cree estar más solo y separado del mundo y escribe como esos náufragos que confiaban sus mensajes a las botellas o como esos solitarios que se dirigen cartas a su propia dirección está escribiéndole a un desconocido que agradecer sus palabras como si estuvieran pensadas únicamente para é1. En nuestros tiempos, el éxito social es una obsesión y una obligación, y todo el mundo quiere ser famoso, al menos durante cinco minutos. Por eso no hay que cansarse de repetir que en la literatura, como en la vida, nadie, a no ser que sea un impostor o un sinvergüenza, posee más armas que el trabajo, el entusiasmo, la paciencia y la tenacidad. Hasta hace no muchos años yo siempre tuve la sensación de que escribía para casi nadte. Mis primeros aitículos, que después se convirtieron en mi primer libro, "El Robinson Urbano", los pulrlicaba en un periódico de Granada que apenas tenia lcctores en \a propia ciudad. Trabajaba en una oficina, cscribía por las tardes, Ilevaba cada miércoles mi artículo :r la redacción del periódico y luego me deslizaba hacia l:r t'ulle con una persistente sen-
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de inexistencia. rJna vez, en la oficina, alguien me habló de un arrículo que le había gustado, escrito por un clesconocido: mi nombre y mis apellidos son tan comunes qLre a ese lector ni siquiera se le había pasado por la ima_ ginación la posibilidad de que fuera yo er autor del artículo. Y la verdad es que me gustó que alguien me hablara de mí como si fuera otro: era como poseer la impunidad, de uno de esos espías que tanto se parecen a los escritores, y también me confirmaba la evidencia de que quien escribe no es exactamente uno mismo. Publicar aquellos artículos tenía adem ás otra virtud: me permitía convertirme en lector de mi litentura. ustedes pensarán que para que eso ocurra no es necesario publi_ car, pero yo estoy seguro de que sólo al ver impresas nuestras invenciones somos capaces de alejarnos y liberarnos de ellas y de quedarnos limpios para emprender una nueva tarea. creo que fue Machado quien habló del maleficio de lo inédito: los libros guardados en el cajón pesan como fardos sobre nosotros, se nos abtazan como paúen_ tes pelmazos, como si se sintieran débiles y tuvieran teffor de que ios abandonáramos. Leer algo que hemos escrito y que nadie ha leído aún es como mirarnos por la mañana en el espejo, sabiendo la cara que vamos a encontrar, y que no es la verdadera. Nuestra verdadera cara) la que nos es tan imposible de conocer como el sonido de nuestra voz, sólo la vemos por sorpresa, en las fotos que no recor_ damos que nos hicieron, en los espejos de los escapatates, y siempre nos parece extraña; para saber cómo es tiene que verse en los ojos de otros. y de esos otros que nos ri¿rción
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son tan afines que parecen vernos simultáneamente desde fuera y desde nuestro mismo interior. Por eso le dice Pedro Salinas a su amada '. "Sacas de mí mi mejor yo"' Cuando yo abria por las mañanas el periódico y encontraba eI artículo que habia entregado unos días antes me pasaba lo mismo: me desdoblaba en un lector, en un testigo de mis propias palabraq y como ya fio me pertenecian me resultaba fáci| delarlas atrás y ponerme a cuerpo limpio delante de la máquina y de una hoja en blanco. El escritor no quiere leer de lo que ya ha escrito: quiere leer 1o que aún le falta por escribir. Se parece a aquel saxofonista de Julio Cortázar, Johnny Catter, cuando decia: "esta música la estoy tocando mairafl ". El escritor vanidoso se instala confortablemente en lo que ya ha hecho, en una casa donde habitanjunto a él los iectores de sus libros. Asegura no sé quién que la vanidadjustificada es legítima, pero yo prefiero como lector a esos escritores que van siempre un poco más lejos que sus lectores más lúcidos, que avanzan solo en una dirección desconocida sin que los atemorice la posibilidad de perderse. Después de terminar "GueÍra y
Paz", Tolstoi le escribió tranquilamente a un amigo: "Sin vanidad, creo que he escrito la Iliada". Y tenía toda la razón. Pero Virgilio y Franz Kafka quisieron que sus obras maestras fueran entregadas al fuego, y muchos escritores muy grandes han sentido siempre el remordimiento de no haber logrado la obra que desean leer, y han mirado como ruinas o como proyectos fracasados libros qúe para nosotros, sus lectores, son las señales más altas de Ia inteligencia humana. Casi tan dafrina como la vanidad es la tenta71,
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ción de ensañarse en lo que uno es, en lo que uno ha escrito. De modo que el escritor no sólo ha de desear no ensañarse a sí mismo, sino también poseer cerca a alguien qlre sepa salvar algunos de sus trabajos del fuego o del desprecio. Cada escritor guarda dentro de sí mismo
a un lector pasional y despiadado, y ay de él si lo descuida, si lo soborna, si lo corrompe, si permite que lo obliguen al silencio las voces del entusiasmo o de la adulación o la gangrenra del desánimo. Vivimos tan solos como soñamos,
dice Joseph Conrad, y también es así como escribimos o leemos, pero también tenemos el privilegio o la suerte de que la soledad se vuelva sonora: nuestras palabrus pueden alcanzat a otros, nuestra solitaria lectura puede hacer que viva un libro. Al escritor y al lector le ocurre como a la protagonista de "Un tranvía llamado deseo": que dependen de la simpatía o de la gentileza -tbe kindness- de los desconocidos. Y el lugar secreto y sin límites donde los dos se encuentran es el espacio de la ficción: frente al libro, dentro de é1, habitándolo, el lector ocupa exactamente la misma posición que el espectador en "Las Meninas" : no presencia desde fueta un cuadro, pisa su penumbra, como Alicia el interior del espejo. Los ojos de Yelázqttez lo reconocen y lo llaman : lo único extraño es que sean las catas de los reyes y no la suya las que el espejo del fondo reproduce.
Me acuerdo de unas palabras de Baudelaire que cito y úaduzco de memoria, por lo que tal vez no son del toda exactas: "Quien no sabe estar solo entre la multitud tampo72
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sabrá encontrar compañia en la soledad"' Esas palabras
nos aluden a todos, pero creo que contienen una explicación muy sabia del sentido y de la utilidad de los libros. Permítanme que me acuerde ahora de Quevedo: "Retirado enla paz de estos desiertos / con pocos, pero doctos libros juntos/ vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos". El escritor y el lector habitan dos soledades simétricas: la paz de esos desiertos a donde se retiró Quevedo, la de su torre de Juan Abad, se parece mucho a la que eligió Montaigne pata leer y escribir, y también esa habitación clausurada en la que vemos leer tan reflexiva y apaciblemente al Humanista de Holbein y en la que tampoco nos cuesta nada tmaginar a Pascal, a Spinoza, a Descartes, escritores y lectores simultáneos, dueños soberanos de un espacio mínimo en el que sin embargo se contiene el mundo. Para escribir, como para leer, hace falta una habitación propia, que esté situada al mismo tiempo fuera del universo y en su mismo centro, pero la ficciÓn también va con nosotros cuando estamos solos enmedio de una multitud y observamos las cosas, dice de nuevo Baudelaire, como un príncipe que disfrutara siempre de su incógnito. A vbces el libro, la ficción, es nuestra habitaciÓn invisible y nuestra máquina del tiempo: miro en la calle los oios de la gente y descubro en algunas miradas que tras ellas está sucediendo una historia que nada tiene que ver con el mundo exterior' Hay quien sonríe en medio de la calle con la misma expresión que si estuviera durmiendo y tuviera un sueño feliz. En el metro, zarandeada por los frenazos del convoy) 73
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encogida entre otros cuerpos, sujetándose a Ia barra metálica con una mano, una mujer sostiene en la otra un libro abierto y lee como si estuviera sola y tranquila en su dormitorio o en la torres de Montaigne. Conozco un bar de Madrid donde hay siempre un hombre leyendo, acodado en la barra, sonriente y ajeno, con la felicidad extraña de los ciegos. De vez en cuando Ievanta los ojos del libro y es como si despertara. Yo iba a ese bar nada más que para verlo \eet, pata obserwar su presencia serena y admirarle, y no tuve más remedio que convertirlo en protagonista y personaje único de un relato en el que sólo sucedía su actitud de lector. Desde luego que pensaba en él mientras escribía ese relato, y en inevitable que calculara la posibilidad de que lo leyera. Lo escribí a costa suya, aunque no para éI, pero si 1o hubiera hecho así tampoco habúa sido deshonroso. En literatura nunca cuentan las intenciones, sino los resultados. Cuando nuestro escritor maduro y resabiado nos dice que sólo escribe para sí mismo estoy tentado de retirarle el saludo o de llamarle embustero, pues muchas veces para quien está escribiendo es para un crítico con nombres y apellidos y con una posición prominente en el suplemento literario de un periódico. Al menos nuestro artista adolescente se sacrificaba por una causa noble, aunque errónea, como la mayor parte de las causas a las que sacrificamos lo mejor de nosotros. El delito no está en escribir pensando en la novia de uno, o en sus amigos, o en el casero que rccletma el alquiler. El único delito es el de escribir mal. I)¿tr:t c¡ue le concedieran Ia cruz de /4
Santiago, Yelázquez tuvo que demostrar que la pintura nunca habia sido el oficio con el que se ganaba Ia vida, porque en su tiempo la pintura todavia era arte mecánica y
no liberal. Ahora parece que los escritores tienen ese escrúpulo de noblezal y se enfadan si alguien considera que la literatura es un oficio como cualquier otro. Pero Dovloiesvsky probablemente no habria escrito "El jugador" si no 1o hubiera asfixiado las deudas del juego, y Balzac escribía a destajo como Corín Tellado o como Marcial Lafuente Estefanía, y por la misma razón i pata ganarce la vida. De modo que no es indecoroso escribir pensando en un solo lector. La poesía española de este siglo está llena de libros de versos que parecen escritos para darle la razón a esa maligna sentencia de Borges según la cual los españoles tienen una concepción acústica del estilo, pero dos cr tres de los mejores, que para mi gusto pertenecen a Luis Cernuda, a Federico Garcia Lorca y a Pedro Salinas, están escritos para un sola persona y provocados por ella. Sabemos los nombres de los destinatarios de "Un rio, un amor" y de los sonetos "del amor oscuro", pero podemos permitirnos el lujo de que eso no nos importe porque esos poemas parecen estar escritos para nosotros, y nos explican mejor que todas las palabtas que nosotros mismos podemos inventar la natr:raleza de nuestros sentimientos. De 1os tres poetas qlle hc nombrado, eI que a mí más me conmueve es don Peclro Salinas, hasta el punto de que en mi primera novel¿r cl pr
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Cuando sus versos me alcanzaron por primera vez -en aquella antología de la que les hablé el martes- yo no sabia nada de su vida, y Ia verdad es que tampoco me interesaba conocerla. Pero en aquellos poemas no estaban los sentimientos de otro, sino los míos, y cuando años más tarde supe para quien los había escrito creció mi simpatía hacia é1, pero el conocimiento de una historia real no disminuyó la certidumbre de que esas palabras explicaban 1o mismo que yo he sentido muchas veces. Por eso dice Ortega que los grandes escritores nos plagian, y por eso nuestros autores preferidos son no los que nos cuentan cosas sorprendentes o desconocidas, sino los que explican con palabtas aquello que nosotros nos habíamos limitado a sentir. Un libro es tantos libros como lectores tiene, pero el lector también se multiplica, y tan cierto como que no podemos bañarnos dos veces en el mismo río es que nunca leemos dos veces el mismo libro. Las palabras de Salinas se mantienen idénticas sobre el papel, pero no significan ahora lo mismo para mí que cuando Ias Ieia a los 16 años. El libro, inalterable, ha crecido y se ha modificado conmigo, se ha poblado de ecos de mis primeras lecturas, es otro y es idéntico, del mismo modo que yo, Ilamándome igual y teniendo ufla car^ parecida, he llegado a ser otro. Mis experiencias le han hecho adquirir una significación que seguramente siempre estuvo en é1, pero que yo no percibia las primeras veces. Pero también el, al formar parte de mi memoria y de mi imaginación, ha influido en mi vida. Las generaciones de lectores gastan y ennoblecen los libros igual que el tiempo las estatuas : y hay, en corresponden76
cia, algunos libros que modifican las miradas de los hombres y los hacen más lúcidos y más libres. Este es un mundo donde 1o más frecuente es el horror y donde las más hermosas utopías se pervierten en dictaduras obtusas y campos de exterminio. Pero enmedio del desaliento me gusta pensar que hay muy pocos regímenes o medidas sociales o políticas que hayan deparado tantas horas de felicidad a tantos hombres y que hayan hecho tanto por mejorur sus vidas como las ficciones de algunos escritores. Los libros, la lectura, están en la ruíz de nuestra idea de la libertad. El libre examen vindicado por la reforma protestante es sencillamente el derecho a leer a solas la Biblia, en el propio idioma, sin mediación de ninguna autoridad exterior. Cuando nos encerramos a leer a solas, el gusto de la lectura es un gesto tranquilo e inconsciente de rebeldía. Las obligaciones exteriores quedan temporalmente canceladas y se atenúa el agobio de la rcaIidad. El libro se nos ofrece con una docilidad absoluta: no sólo tenemos la potestad de emprender la lectura donde nos dé Ia gana y de concluirla cuando nos aburramos o cuando nos llegue el sueño, sino que los personajes están esperando a que les-demos Ltfla cara y les concedamos la existencia. El escritor muchas veces no sabe que hay un lector oculto dentro de é1. El lector tampoco se da cuenta de en qué medida está el mismo escribiendo el líbro, igual que el espectador no advierte que donde existe el cuadro es en su pupila. Por lo general, yo no suelo describir con demasiados detalles el aspecto físico de mis personajes, pero observo que algunos lectores no lo notan, y que creen per-
cibir un efecto contrario: creen que yo he puesto en el libro algo que les pertenece a ellos. En "El invierno en Lisboa", por ejemplo, yo no digo jamás el color de la piel del trompetista Billy Swann, pero muchos lectores están convencidos de que es negro. Tampoco digo si Lucrecia es rubia o morena, ni detallo el color de sus ojos, pero he encontrado lectores que aseguran haber leído en el libro que es rubia y con los ojos azules, o que los tiene negros, o verdes. Ellos le han dado el color que preferían o taI vez que les recordaba a alg:uien, pero no saben que lo han hecho. En el relato del que les hablé el primer dia, "La poseída", las palabras que más importan no se dicen nunca, porque donde tienen que aparecer no es en la página impresa, sino en la conciencia del lector, según un efecto parecido a ese engaño óptico que nos hace ver la cara de una infanta rubia donde no hay nada más que una confusión de líneas y manchas sobre un lienzo. Como en la pintura, el juego de 1o que se dice y de lo que se calla da a las palabras escritas una tercera dimensión espacial. Como los planos sonoros en la música, las palabras que clice el autor y las que permanecen ocultas en los espacios en blanco crean líneas simultáneas de significación que adquieren su única resonancia posible en la conciencia del lector. La elipsis es el gfafi aprendizaje de un novelista. Cuando yo escribía mi primera novela, mis mayores sufrimientos no me los daba nunca la narración de los hechos fundamentales, sino la de ciertos detalles engorrosos que era incapaz de resolver. Hacer que un personaje saliera de una habitación, por ejemplo, me costaba más sudores que 7B
si tuviera que sacarlo yo en brazos. Dedicaba páginas insufribles a subir las escaleras, a tomar café o a encender cigarrillos. Voy aprendiendo poco a poco que tan valioso como añadir es tachar: y me gustaria que alguna vez me sucediera lo que dice Lampedusa de Stendhal, que logró resumir una noche de amor en un punto y coma. Al principio de los "Nueve cuentos" de J.D. Salinger, que es una obra maestra del despojo y de la elipsis, hay un proverbio Zen : "sabemos cómo es la palmada de dos manos, pero no sabemos cómo suena la palmada de una sola mano". A mí esta frase me deslumbró, pero no la entendí hasta que al redactar estas notas no la asocié al sentido de mi propio trabajo. Sí sabemos cómo suena la palmada de una sola mano, 1o hemos sabido al menos algunas veces en nuestra vida cuando encontramos a alguien a quien no hemos visto nunca y es como si lo conociéramos de siempre, cuando oímos por primera vez una canción y estremece no sólo nuestra vida presente sino las galerías más lejanas de nuestra memoria, cuando leemos un libro que parecia haber estado esperándonos desde hace sesenta años o seis siglos para explicarnos lo qqe nos ha ocurrido hace cinco minutos. ! también, y créanme si les digo que esa es la satisfacción mayor que puede desear un escritor, cuando 1o que hemos escrito resuena en la imaginaciln de alguien y cobra vida y ya es parte de Ia suya. Escribió Jean Cocteau : "No importa el fracaso ni el éxito, sino haber traspasado de parte a parte un sólo corazórr". Escribir es un acto solitario, un ejercicio
en el que uno pone en juego lo más escondido de
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mismo, lo mejor y lo peor que tiene, lo más heroico y también a veces, dolorosamente, 1o más vergonzoso. Pero ese acto solitario, ese placer o ese dolor que tiene lugar en una habitación cerrada en la que nadie puede acompañarnos se convierte luego, misteriosamente, en el vínculo más estrecho que nos alia a los desconocidos. Escribiendo uno encuentra a sus semejantes, que pueden vivir al mismo tiempo que él y también no haber nacido, que pueden estar en su misma ciudad y también en un pais a donde uno no irá nunca. Escribir, 1o digo parafraseando a Eliot, es hablar en público con palabras privadas. A Jorge Guillén le gustaba contar el modo en que Luis Aragón empezó una conferencia en una sala donde estaba su amante, Elsa Triolet. Dijo Aragón : "Señoras, señores, amor mío... ". De modo que da igual para quien cree uno estar escribiendo si 1o que escribe tiene la virtud de alcanzarnos. Da igual que nos impulse a escribir el amor, la soledad, el rniedo, el dolor, la felicidad o la nbia. El libro encontrará por su cuenta a sus destinatarios, a esos bappy few a los clue dedicaba Stendhal La Cartuja de Parma. Da igral para quien se escriba, porque mientras la pluma se desliza sobre el papel o los dedos sobre el teclado uno estará solo. Da igual escribir con orgullo para uno mismo porque si nuestro trabalo vale algo procederá de lo que tenemos íntimamente en común con los desconocidos. La literatura es una gran sociedad secreta de hombres y mujeres que saben estar solos enmedio de Ia multitud y acompaiados en la soledad, una incruenta conjura no en favor de los sueños y en contra de la vida, sino de un 80
modo de vivir en el que la realidad y el deseo se afirman mutuamente y en el que el derecho y el privilegio de la huida se corresponde con el don siempre misterioso del reconocimiento y la aproximación. Después de haber cruzado e invocado aqui tantas voces, y de haber abusado inevitablemente de la mía, quiero terminar trayéndoles la voz que más me imporfa de todas las que viven ahora en la literatura en español. La de Juan Carlos Onetti: Tal uez nos conuirta.mos en siruientes de la cibermética. Pero semtiremos que siempre sobreuiuira en algun lugar de la Tierra, um hombre distraído que declíque más boras al ensueño que al sweñr¡ o al trabajo J) que no tenga otro remedio parct no perecer conlo ser humamo que el cle ímuentar y contntr bistorias. También estamos seguros de que ese bípotético y futuro amtisocial encontrara wn pitblico afectado por el mismo L)eneno, que se retima para rodearlo Jl escucbarlo memtir. Y sera imprescindible -lo rtaticímamos com la seguridad cle que numca oiremos hablar con la mayor clariclad que le sea posible de la absurda auentura que signtfíca el paso de la ge'nte sobre la Tierca y que euitará, también clgmtro de lo posible, mc,trtificar a sus oyentes con literatosis. (1 966; "Reflexiones literarias ")
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