“LA PERRA DEL VECINO Y OTROS CUENTOS” JUAN MAGAL CUENTOS
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A PAMELA, TATIANA Y MARILUZ. MIS HERMANAS
“EL MUNDO EN QUE HABITO ES UN SUEÑO CON PUERTAS A LA CALLE” El autor
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A PAMELA, TATIANA Y MARILUZ. MIS HERMANAS
“EL MUNDO EN QUE HABITO ES UN SUEÑO CON PUERTAS A LA CALLE” El autor
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RETIRADA
Ellos están allá. Se que están afuera. Los he visto pasar frente a la ventana de mi oficina, agazapados, como queriendo pasar inadvertidos. Pero no pueden engañarme. Son muchos los años que llevo tras este escritorio y ellos no saben que desde aquí lo veo todo. Absolutamente todo. Incluso creo aproximarme a sus pensamientos, descifrar sus gestos, miradas y hasta esos silencios que intentan envolverme como una cortina de humo. Los puedo sentir agrupados, rumiando resentimientos alimentados por la envidia. No quiero pensar qué sería de esta oficina si dejara mi cargo. De la noche a la mañana se sentirían dueños del lugar. Revolverían por todas partes. Se subirían a los muebles y treparían por las cortinas. Sería un caos. Habría un período de anarquía total, hasta que llegara mi reemplazante. ¿Y quién me asegura que se enviaría la persona adecuada para el puesto? En estos días puede pasar cualquier cosa. La autoridad de los superiores es avasallada por la acción de los subalternos. Existe demasiada confianza entre el personal. Pero aquí no ocurrirá, a mí no me sobrepasarán, de eso estoy seguro. En este momento estarán tomando café. Reunidos y dilatando aquel ritual en que el tema principal soy yo. De vez en cuando deben mirar el reloj de pared, que para ellos es como un implacable vigilante de pasos lentos. Piensan que a mis años ya debería estar retirado, jugando con mis nietos o en algún asilo de ancianos, mirando un árbol a través de una ventana y sentado en una mecedora. Desde aquí los puedo ver perfectamente, y aunque el vidrio tiene unas líneas, veo sus siluetas cruzar de un lado a otro. Sus repugnantes re pugnantes formas en actitud furtiva. Si pasaran más lento frente a mi ventana no me daría cuenta, pero no saben hacerlo. Como en todo, tendré que ir a enseñarles, porque son unos inútiles. Creen saberlo todo y no saben nada. A veces, finjo no escucharlos, pero sé que preparan mi retirada. Ya deben estar hablando acerca de una posible despedida. Especulando sobre el mes o el día en que reúna mis pertenencias, y un viejo taxi espere en la puerta como una carroza fúnebre en el más triste de los l os adioses. Pero no me entregaré tan fácilmente. Esto ha tenido sus rigores y nos hemos declarado la guerra, una guerra silenciosa, hecha de gestos y miradas. Desde mi puesto de combata los tengo a todos todos controlados: a Guzmán, el zalamero, que todas las mañanas con su sonrisa plástica me saluda cariñosamente; a Jiménez, que con su actitud de intachable funcionario, esconde los pensamientos más perversos. Siempre que me acerco en silencio y los sorprendo murmurando, interrumpen su conversación y hablan de otro tema, pero no pueden esconder sus maquinaciones diabólicas. Ahí están otra vez frente a mi ventana. Sus figuras cada vez me son más repugnantes y sospecho de todos sus actos. Creen que no estoy bien de la cabeza, que mi preocupación y dedicación al trabajo son síntomas de la vejez y la arteriosclerosis que ya empieza a realizar su labor, pero no podrán engañarme. Intentan enloquecerme, que pierda la paciencia para así tener un motivo que apresure mi retiro. Por eso se pasean 3
constantemente delante de la ventana de mi oficina, con sus espaldas encorvadas, mirando al suelo, sigilosos, como niños traviesos cometiendo una maldad. ¿Permitirán en la Dirección Central que jubile y deje todo en manos de desalmados, después de lo que me costó formar esta empresa? La conduje al éxito, haciéndola un santuario de disciplina y esfuerzo. Necesito unas breves vacaciones, pero debo vigilarlos, así como ellos me espían a través de la difusa ventana para verificar si aún estoy vivo. Se cruzan, mirando de soslayo y transportando interminables papeles que sólo utilizan como excusa. Si no logran expulsarme esperarán que me muera paulatinamente, con el anhelo de percibir el olor nauseabundo de mi descomposición, que se filtrará por debajo de la puerta. Al verme putrefacto, entrarán a mi oficina y lo revolverán todo. Subirán a los muebles, treparán por las cortinas y destruirán cuanto encuentren a su alcance. Entonces comenzarán a devorarme, engullendo mi carne y triturando mis huesos. ¡Así es la guerra burocrática! ¡Siempre hay un ganador recompensado con las osamentas! ¡Pero no me engañarán! Los tengo vigilados. Pese al ruido de las máquinas de escribir los escucho preparando mi expulsión. ¡Están allá afuera! Pasaron nuevamente frente a mi ventana. Pronto se esconderá el sol, apagarán las luces y entonces aparecerá esa maldita mujer de blanco que, cubriéndome con las frazadas, me dirá: “Don Ramón, ya es hora de dormirse. No debe preocuparse. Las ventanas están seguras. ¡Y de una vez por todas deje de conversar con las ratas!”
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EN NOMBRE DEL SILENCIO
-¡De aquí no se mueve nadie! Josefina López Ganda, apoyando sus manos en la empuñadura del bastón, en actitud desafiante, con voz entrecortada y enérgica, se posesionó de la casa. -¡Qué se han imaginado! ¿Creen que harán cualquier cosa con esta vieja? Irrumpen en mi hogar y desbaratan la tranquilidad de este lugar inmaculado. ¡No señores, de aquí no se mueve nadie!-, agregó, acomodándose la larga bata que cubría su figura menuda y encorvada. Los enviados de la funeraria se miraron sorprendidos. Ambos eran delgados y vestían de negro. El más pálido se acercó y dijo: -Señora, debemos sacar el cadáver. Una vecina nos avisó que su hermana lleva cinco días muerta. Los polvos y las pinturas que tapizaban el nonagenario rostro no lograban disimular las pronunciadas arrugas, como tampoco la rabia que la anciana intentaba contener. Con sus ojos a punto de salirse de las órbitas, gritó: -¡Esas desgraciadas no nos dejan vivir en paz! Siempre lo mismo. Durante años han sido unas intrusas. Nosotras jamás las molestamos. ¡Ni siquiera les pedimos un gramo de sal! ¡Lo que falta en esta casa es un hombre! Si mi hermano Francisco estuviera aquí, esto no pasaría. Un día volverá y pondrá orden. Los hombres de la funeraria no insistieron. Durante horas habían intentado convencerla, pero ella mantenía su decisión: no quería que sacaran el cadáver de su hermana. Doña josefina era la autoridad del lugar. Sus decisiones siempre debían ser ejecutadas al pie de la letra. Nadie contrariaba su imponente personalidad. Además de la hermana insepulta y octogenaria, habitaban allí otras dos personas: la cocinera, que se movilizaba como una locomotora destartalada, y el ama de llaves, cuya principal característica era la lealtad que sentía hacia su patrona. Las veteranas habían vivido con austeridad y pulcritud. Sólo el ama de llaves salía de casa para efectuar compras o realizar otros menesteres imprescindibles. Poseían ahorros y algunas propiedades en arriendo, que administraban sin intervención de terceros. Los antiguos vecinos, recordaban a un hermano de las ancianas, un sujeto bien parecido, que en la década de los treinta se había marchado a Buenos Aires en busca de éxito en la farándula. Se llamaba Francisco y era el menor. Siempre lo sobreprotegieron, vigilando sus amistades y espantando a las posibles pretendientes. Eran verdaderas cancerberas. Lo querían enclaustrado, rezando o tocando el piano. Una mañana desapareció. Ellas se volvieron más herméticas y beatas. Construyeron una capilla al fondo de la casa, donde oraban y rogaban todas las tardes por el hermano ausente. Josefina jamás aceptó la decisión de Francisco. Se aficionó a la crianza de gatos, que iban engordando y multiplicándose por la casa. Cuando morían, eran disecados por un taxidermista de gran prestigio. Los felinos, que parecían estar vivos, fueron ocupando todas las instalaciones del primer piso.
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Hacía varias horas que los funcionarios encargados de retirar a la difunta se habían marchado y Josefina continuaba sentada en un sillón, apoyada en su bastón. Vigilando el cadáver de su hermana. En la casa se respiraba olor a muerte. La descomposición parecía no ser advertida por las ancianas, que continuaban sus quehaceres habituales. Josefina, que tampoco se percataba de la putrefacción, tras breves intervalos repetía lánguidamente: -¡Si mi hermano Francisco estuviera en casa, esto no sucedería! Los vecinos, acechando desde la entrada, especulaban acerca del desenlace del inusitado hecho. Se cubrían la nariz para soportar la fetidez que emanaba del interior, movían la cabeza y se persignaban resignados. Era tanta la gente congregada que la policía debió abrir paso al juez local. Las leales ancianas al servicio de la despótica Josefina habían reforzada la entrada, obligando a las autoridades a derribar la puerta. Al ingresar, la hediondez les golpeó el rostro, haciéndolos cubrirse para poder alcanzar al fondo del salón. Los gatos disecados, como estatuas peludas, causaron estupor a los recién llegados que, con cautela, se acercaron a Josefina, quien permanecía quieta, sentada, la cabeza gacha y aferrada al bastón. Su mirada atravesaba el tiempo y se clavaba en el pasado. El ama de llaves, con dificultad se acercó al juez y dijo: -La señora quedó muy afectada con la muerte de su hermana. Si usted no hubiera llegado, esta casa habría continuado siendo una tumba. Por unos instantes el dramatismo de la situación impidió al juez continuar su labor. El asedio de cien pupilas vidriosas horadándolo desde todos los rincones, le provocó un estremecimiento. Incómodo se apresuró a subir la añosa escalera, y cada vez que pisaba un escalón el polvo emergía de entre las tablas como si un pulmón gigantesco respirara, al tiempo que el rechinar de la madera parecía un maullido prolongado nacido de la eternidad del tiempo. La revisión de las habitaciones fue rigurosa. Todo era polvo y abandono. Se tuvo que forzar la puerta de la última pieza del segundo piso. Crujió como un lamento, dando paso a una red de telarañas que, como velo de seda, ocultaba una cama amplia sobre la que yacía un hombre disecado. La perplejidad del juez y la policía fue rota por el arrastrar cansino de unas zapatillas y la voz de la cocinera, que parecía venir del infierno: -Muchas veces doña Josefina advirtió al señorito que no se fuera, pero él siempre fue porfiado.
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LAS HORMIGAS AL MEDIODÍA
¿Alguien más lo habrá visto? Miré hacia todos lados y el paisaje permanecía inmutable: a la entrada del banco un vendedor ambulante ofrecía máquinas de afeitar, mientras a su lado un muchacho liquidaba espejos de marco metálico. El sol parecía haberse concentrado entre esas cuatro esquinas, conformadas por: el banco, con su amplia entrada y sus balcones y gárgolas de piedra; el centro comercial, un hormiguero a esa hora; el hotel Central, con sus quince pisos, y el edificio de Gobierno Regional. Tenía una vista privilegiada. Me sentía cómodo en esa banca, pues un árbol protegía mis espaldas de los rayos solares, mientras las ramas caían frente a mí como una visera. La pasividad del entorno me hizo reflexionar que se trataba de alguien que limpiaba los vidrios. ¡No puede ser! Lleva nada más que una camisa y camina con demasiada inseguridad. ¿Cómo nadie lo ha notado? Todos andan apurados. Salen y entran de algunos locales sin mirar los escaparates. No reconocen a nadie y menos levantan la cabeza para ver a ese pobre hombre allá arriba, que avanza de espaldas, pegado al edificio y mirando hacia abajo –pensé. Es extraño, pero aunque lleva varios minutos en esa situación, nadie lo ha visto, sólo yo, en mi afán de observarlo todo, hasta los más insignificantes rincones. Miro a mi alrededor por si alguien más lo ha visto. Todo sigue igual. Nadie se ha percatado de esto. Siento que seré testigo de un suicidio al mediodía. Veré como se prepara el hombre. Sus últimos movimientos y la posición que adoptará el cuerpo al caer al vacío. Cierta expectación me mantiene aquí, sin moverme. Sería bueno que otra persona lo viera. Por lo menos al ser dos, mi conciencia estará más tranquila. El sol no permite que otros miren hacia arriba, menos al décimo quinto piso del hotel, lugar en donde está a poco tiempo de una muerte segura. ¿Qué debo hacer ahora? ¿Correr hacia cada transeúnte y decirle que hay un suicida en lo alto del edificio? ¿Lo ayudaré con eso? Quizás no, pero se desatará una expectación en masa. En pocos segundos, todos estarán mirando hacia arriba, como si observaran un aeroplano surcando el cielo, y los comentarios aumentarán, también las exclamaciones. Especularán acerca de la identidad del individuo, su procedencia o la causa que tiene para adoptar esa determinación. Llegarán los medios de comunicación, lo filmarán y esto se transformará en un gran espectáculo que será llevado en vivo hasta los hogares. ¿Servirá de algo intentar ayudarlo? Si está decidido lo hará de todas formas. Debe sentirse en la más miserable de las situaciones. En la más anónima de las decisiones pre-suicidas. ¡Qué terrible sería estar allá arriba, luchando con los últimos ligamentos que lo atan al mundo! Como un hilo que se corta, y luego nada. Palpar en el espacio cotidiano de la reflexión y encontrar todo vacío. ¿Qué pasará por su mente en este momento? ¿Fragmentos fugaces de su vida, rostros conocidos, ojos y sonrisas, rescatados de entre el montón, como quien da una manotada al aire, para quedar con los restos de la nieve que cabe dentro del puño? 7
El sol acosa más y más a los transeúntes. Desde arriba, se deber ver como hormigas, moviéndose rápidamente de un lado a otro, ingresando y saliendo de los edificios, deteniéndose en las esquinas para esperar el color verde de los semáforos y luego continuar sin levantar la cabeza ante los tañidos de la campana de la iglesia, que anuncian el mediodía (esto parece una gran campana y nosotros en su interior formamos el badajo, vamos de un lado a otro). Este hombre, al lanzarse al vacío, romperá el equilibrio, terminará la monotonía, aunque sea por unos cuantos minutos. Aún está allí, sin que se decida a tirarse. Cada minuto que pasa me pone más inquieto. ¿Seguirá avanzando o se mantendrá ahí? Justo entre las dos ventanas, porque es el lugar más indicado para que lo vean desde abajo. Las hormigas se mueven como locas, escapan del sol, van hacia la sombre, adonde pueden descargar lo que han recolectado. Sus figuras brillan lustrosas como armaduras. Sus antenas están conectadas hacia el interior de ellas mismas. ¡Estoy decidido!, no haré absolutamente nada. Esperaré a que salte y me llevaré su última expresión. Él pensará que nadie lo verá cuando se lance al vacío. Pero no será verdad, porque habrá caído dentro de mi y yo seré un apéndice de su muerte. Esta situación me es difícil. Su vida terminará en el pavimento y mi muerte comenzará cuando se tire en ese rasgar de aire. ¿Me habrá visto en algún momento? Ojalá note mi presencia y entienda que no me puede dejar como único testigo. Pero está muy lejos, a quince pisos del suelo y para él soy una hormiga más entre tantas. Han pasado algunos minutos y nadie más nota a ese pobre hombre allá. ¡Que terrible decepción para alguien que espera concitar el interés de mucha gente! Tendrá que tirarse. Ahora comienza a moverse y no puedo perderlo de vista. Sería absurdo haber llegado hasta ese punto y no verlo cuando caiga. Debo seguir mirándolo. El sol me da en la cara. Para no perderlo tengo que retroceder unos pasos. El sigue avanzando por la cornisa, viendo como las hormigas tratan de llegar a sus refugios. Lentamente se acerca a otra ventana. Ha determinado cambiar de posición para que puedan verlo. Debe estar totalmente desecho. Estos minutos son una tortura. Me muevo, alejándome de la banca y del árbol. Retrocedo sin perderlo de vista. El sigue avanzando. El ruido provocado por las hormigas comienza a meterse en mis oídos. Al retroceder no me doy cuenta que he llegado hasta la calle. Justo cuando un semáforo da luz verde, recibo un golpe fuerte en mi espalda. Todo gira y siento mis párpados pesados. Escucho bocinas y murmullos cada vez más intensos. El sol me da, pleno, en la cara; a pesar de ello y por el pequeño espacio que dejan las hormigas a mi alrededor, logro ver la diminuta figura de un hombre, que en lo alto va entrando por una ventana.
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LOS ESPEJOS HABLAN SOLOS
Llegó temprano aquella mañana de octubre. Los pájaros alborotaban el ambiente y el sol, sigiloso en lo alto, recién se perfilaba. Dos maletas grandes, un bolso deportivo y una pequeña máquina de escribir, constituían su equipaje. Se sentó en una de las maletas, observando detenidamente la casa. Era antigua, de madera, dos pisos y medio y con un pequeño balcón, bastante ruinoso, que le daba cierto aspecto señorial. Esperó un momento y se dirigió a la entrada. Golpeó la puerta y después de un par de minutos una anciana se asomó cautelosamente. -Buenos días, señora. Me llamo Vicente Palma, soy un nuevo pensionista. La anciana, retrocediendo, abrió totalmente la puerta. -Pase, joven. Pase. ¡Adelante! Lo estaba esperando. Recibí una carta de su hermano en la que me comunicaba su viaje. Para mí no es ningún problema tenerlo de pensionista; al contrario, me sirve de compañía. Esta casa es tan grande y vieja, y una ya tiene sus años. Además, la gente está tan mala en estos días… Vicente cargó sus maletas, mientras era conducido por el pasillo hacia el fondo de la casa. Al llegar a una habitación dejó sus cosas a la entrada, observando cada detalle de la enorme residencia. -Esta será su pieza. La misma que tenía su hermano. ¡Ojalá le guste! En la carta me cuenta que usted estuvo algo enfermo y necesita tranquilidad. No debe preocuparse. Este barrio es muy pacífico. A poco de marcharse la anciana, se sentó en la cama para meditar. Era la primera vez que estaba en esa ciudad. Le parecía tranquila y llena de colorido. No podía compararse a la gran capital con su ruido, su “smog” y esa proliferación del color gris que se iba apoderando de la personalidad de sus habitantes. Venía contratado por la redacción del diario local. De profesión periodista y gran aficionado a la lectura, había cultivado el oficio de escritor de medio tiempo. Trabajaba en el periódico durante la mañana y el resto del día lo dedicaba a escribir cuentos y una que otra obra dramática. Mantendría su régimen de trabajo, lo que le permitiría desarrollar en buena forma la actividad literaria. Sólo necesitaba algunos elementos fundamentales: cigarrillos, café cargado y sobre todo silencio. Mucho silencio. A sus treinta y seis años, aparentaba bastante edad. Era delgado, de estatura mediana, calvicie avanzada, unos pliegues en la frente a lo Ortega y Gasset y una nariz prominente y recta, que sujetaba sus anteojos redondos y gruesos. Lo primero que hizo al desempacar fue sacar una fotografía enmarcada, donde aparecía una mujer joven y una niña de aproximadamente diez años. Limpió el vidrio en una punta de la colcha y besó la fotografía. Después la dejó sobre el escritorio que estaba frente a una ventana. Durante el resto de la mañana ordenó sus cosas. El cuarto era amplio, con la altura de las casas antiguas y cierto olor a humedad que brotaba de las paredes. Instaló su lugar de trabajo junto a la ventana, mirando los árboles donde pululaban algunos pájaros animando su concierto de trinos. Frente a la ventana se levantaba un edificio blanco opaco, gigantesco. 9
Colocó la máquina de escribir sobre el escritorio, junto a la fotografía; se tendió sobre la cama y exhaló un prolongado suspiro, decidido a dormir mientras preparaban el almuerzo. Después de servirse un plato de porotos con fideos, decidió presentarse en el periódico, solicitando a la anciana informes sobre locomoción y ubicación de calles. Regresó a las cuatro de la tarde. Se sentía feliz. Conversó un rato con la dueña de casa y se dirigió a su pieza, decidido a iniciar la actividad creativa que lo cautivaba. Mecanografiando aparatosamente, inmerso en un mundo de ambientes y personajes fantásticos, sólo suspendía su actividad para dar una chupada al cigarro, mirar con ternura la fotografía y meditar. Observaba fijamente la ventana del edificio que enfrentaba la suya, cuando vio por primera vez al hombre de blanco. Esperaba las tardes con ansiedad. Acumulaba sobre el escritorio las carillas escritas, mientras gran cantidad de hojas arrugadas llenaban el papelero, como mudos testigos de sus intentos frustrados por lograr mejor calidad de obra. -¿Qué hay en ese edificio?-, preguntó una tarde a la anciana. -El manicomio-, respondió escuetamente la mujer. -¿Son peligrosos los locos? -No debe preocuparse por los enfermos. He vivido desde joven aquí y nunca he tenido problemas. Al parecer son pasivos y nunca molestan al vecindario. Vicente pensó consultarle por el individuo que todas las tardes lo observaba insistentemente desde la ventana. “Debe ser un enfermo”, pensó. Las cosas en su trabajo marchaban bien. Desempeñaba su actividad en buena forma, aun cuando sus compañeros notaban en él cierta maquinalidad al realizar las tareas, pues su meditación lo llevaba a estados de ausencia, dando la impresión que su mente vagaba por otros lugares. La única preocupación de Vicente era salir pronto del trabajo, llegar a la pensión y escribir como una máquina de fabricar palabras. Todas las tardes era lo mismo: el aire irrespirable de su habitación por el humo acumulado de los cigarros que consumía, y su infaltable café sobre la mesa. Cuando cesaba de escribir, levantaba la cabeza y se encontraba con el hombre de blanco, que lo miraba con unos ojos que parecían dos llamas penetrando sus pupilas. Vicente iba perdiendo notoriamente la paciencia. A medida que pasaban los días, se mostraba más intranquilo. No conversaba con la anciana y cruzaba el pasillo a grandes zancadas, como queriendo evitar los encuentros. Si no podía evitarlos saludaba lacónicamente y se escondía en su pieza, donde inmediatamente empezaba a escribir. Cuando la inspiración lo abandonaba aprovechaba para beber café y fumar. No se atrevía a mirar al frente. Sabía que el sujeto estaba allí, en la misma ventana, en la misma posición, taladrando su cerebro con una mirada insistente. Desviaba la vista hacia la fotografía, pero no lograba retener las imágenes. La mujer y la niña se alejaban, como evaporándose, para entrever sólo un marco lleno de distancias y lacerante silencio. La curiosidad lo obligaba a mirar el edificio, como esperando alguna variación, y quedaba nuevamente atrapado en la mirada enigmática. Así pasaban los días. Estaba nervioso y alterado. Cuando la señora le preguntaba algo, por simple que fuera, respondía de mala forma. Su único refugio era la literatura. Su aislamiento se hacía cada vez más evidente. ¡Se había transformado en un ermitaño irritable, que sólo se tranquilizaba cuando estaba en frente a su máquina de escribir! 10
Se atormentaba pensando en el hombre de la mirada fija. ¿Por qué se ubicaba siempre en la misma ventana y lo observaba de un modo tan familiar e íntimo? Sentía que estaba perdiendo su personalidad, que lo iban desnudando. Cada segundo frente a esos ojos resultaba una agonía mental. Cuando no soportaba el asedio, se levantaba y caminaba, tratando de ordenar sus ideas, de calmarse y olvidar que era blanco de una vigilancia obsesiva. Le parecía vivir un experimento, ser un conejillo de Indias corriendo dentro de la jaula e intentando explicarse la razón de su cautiverio. Había llegado a esa casa para disfrutar de tranquilidad y notaba que no podía concentrarse. Creía estar frente a un espejo, descubriendo en otro ser, vestido igual que él, un lado siniestro y oscuro de su existencia, una mitad que no lograba distinguir con claridad. Se colocaba en cuclillas en algún rincón de la pieza, imaginando al sujeto que aún lo buscaba con los ojos, sin siquiera parpadear. Haciendo gran esfuerzo se proyectaba mentalmente a su escritorio, para encarar al hombre y sostener una lucha a muerte con él, donde sus miradas fueses puñales, afilados como navajas. Tras el esfuerzo se relajaba, llegando a un estado de somnolencia, mirando hacia el cielorraso y analizando meticulosamente las manchas dibujadas en las tablas. Después regresaba a su escritorio, sin atreverse a levantar la cabeza por temor a encontrarse con l a mirada obsesiva. Y cuando lo hacía ¡ahí estaban!, esos ojos con la intensidad de siempre, robándole sus últimos restos de paciencia. Una tarde, mientras escribía, tuvo una reacción violenta. Al percatarse que lo observaban insistentemente, como todos los días, comenzó a gritar: -¿Qué quieres? ¡Por qué me miras! ¿Quién eres? ¿Hasta cuándo? El hombre del edificio blanco sólo respondió con su mirada fija, sin parpadear un instante. -¿Qué ocurre?-, preguntó alarmada la anciana dueña de casa, golpeando la puerta de su habitación. Cuando Vicente abrió, la mujer se llevó una gran sorpresa. Tenía los ojos desorbitados e inyectados en sangre. Retrocedió temerosa e intentó la huida, pero Vicente estaba fuera de sí. Lanzaba espantosos alaridos y buscaba cualquier objeto para agredir a la anciana, la que, aterrada, corría a la puerta de calle pidiendo socorro. Los vecinos lograron reducirlo, amarrándolo mientras llegaba la ambulancia y el radio-patrullas. Eran las diez de la mañana del primer día en que no asistió al trabajo. Estaba sentado en una silla, el único mueble de ese cuarto totalmente pintado de blanco. A su lado, un enfermero le observaba detenidamente. Vicente, inmovilizado con una camisa de fuerza, se había calmado. -¿Dónde estoy?-, preguntó. -Muy cerca de su casa-, respondió el paramédico. Comprendió entonces que estaba en el edificio blanco y se atrevió a decir: -Desde aquí siempre me observaba un loco. ¿Quién es y dónde está? -Usted se refiere a don Ricardo, un hombre sumamente interesante. Ayer en la tarde le dieron el alta, ahora vive cerca de este lugar y desde acá se puede ver. ¡Mire allá, en su ventana! 11
Vicente avanzó como pudo. Se acercó a los vidrios y se encontró con la misma persistente mirada, sólo que ahora los ojos le parecieron más lejanos.
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LA ABUELA SE TIRÓ POR LA VENTANA
Cuando la depositaron en un cómodo sillón del living sobrepasaron su voluntad y no pudo defenderse de esa gente. Para ella, eran extraños, malas personas que se aprovechaban de su paciencia. El aislamiento había contribuido a marcar las distancias entre doña Jovina y su familia. Con sus noventa y seis años a cuestas estaba defraudada, escéptica ante las promesas de no abandonarla. El traslado desde su pieza hasta el living de la casa, significó el paso abrupto de un siglo a otro. Únicamente iba a la cocina para almorzar o cenar; después, regresaba lentamente a su pieza del fondo de la casa. Casi no hablaba. Respondía con monosílabos si algo le preguntaban. El resto del tiempo mantenía el silencio, sólo alterado al tararear alguna melodía o recitar décimas. La trajeron desde Chiloé, tras morir sus parientes. Vivía en una antigua cabaña, a muchos kilómetros del centro poblado más cercano. En su infancia solamente conocía animales y alguna carreta tirada por bueyes que pasaba esporádicamente por el lugar. Los primeros días en la ciudad estuvo tranquila. Después empezó a inquietarse. Quería volver a Chiloé. Cuando le explicaron que no era tan sencillo se puso agresiva e intentó regresar a su tierra, pero a las pocas semanas estaba resignada. La pieza de doña Jovina tenía lo indispensable para vivir: agua, luz, una cocinilla de fierro a carbón y leña, una mesa, su cama y una silla, además de otras pertenencias menores. Era una anciana tranquila y ordenada que no incomodaba. Reparaba lo que consideraba en mal estado: cosía su ropa, pegaba algún parche, pintaba adornos descoloridos o quitaba el óxido de alguna herramienta que había sido de su finado marido y que ya nadie ocupaba. Se mantenía gran parte del día en actividades menores y descansaba exclusivamente para sorber su mate. La familia sabía que su independencia era algo sagrado y que mientras no interfirieran en su autonomía se mantendría tranquila y respetuosa. A pesar de su avanzada enfermedad era difícil establecer cuando estaba lúcida o divagaba en laberintos de la fantasía. Mientras comía, sorpresivamente, acaparaba la atención de todos los residentes con sus declamaciones espectaculares, que decía de corrido y sin equivocarse durante una o dos horas. Otras veces, sus interesantes relatos agrupaban a la familia, que comprendía lo sensato de sus historias. Sin embargo, en lo mejor del cuento comenzaban las barbaridades, provocando la sorpresa de quienes escuchaban, los cuales no podían entender cómo se producía ese cambio tan brusco, sintiéndose burlados por la anciana que los había tenido “de la pera” durante largo tiempo. Pese a lo extraño de sus historias y sus momentos de hermetismo, era sumamente pacífica. No se inmutaba cuando los bisnietos y tataranietos corrían a su alrededor con riesgo de botarla. Era como un ser difuso que no reconocía a su descendencia y confundía siempre a los mayores. Una mañana la abuela no se presentó a desayunar. La encontraron sentada en la cama, con la vista extraviada y sin poder moverse. En andas la llevaron a la cocina. Hablaba incoherencias. La dejaron sentada junto a la estufa y comenzó a espantar a los niños con su bastón, diciendo: 13
-Déjeme por acá, no más. De aquí les voy a tirar pancito a los pollos. No se quedaba tranquila. Insistía en espantar a los niños, que no dejaban de molestarla. A las dos horas la situación era incontrolable. Los niños corrían el riesgo de recibir un bastonazo en la cabeza, peligrando también cualquier cosa que estuviera a su alcance. Su traslado al living coincidió con la adquisición de un televisor blanco y negro. La novedad era mayúscula, creándose un ambiente de expectación mientras los técnicos instalaban el aparato. A partir de entonces los moradores, con excepción de la abuela, se instalaban frente al televisor esperando ver las reducidas figuras de la pantalla. Disimuladamente, los más osados se aventuraban a mirar detrás del artefacto, tratando de encontrar las personas enanas que trabajaban dentro del televisor. Cautivados por la nueva atracción y el potente volumen, nadie se percató que doña Jovina había acabado con medio living a bastonazos. Mientras se exhibía un comercial alguien escuchó los ruidos. No podían controlarla. Estar sentada no era impedimento para causar un desastre. Se intentó de todo. Amenazas de llevarla a un asilo de ancianos y promesas de devolverla a su tierra. Nada dio resultado. Entonces alguien tuvo la idea de sentarla frente al televisor. Algunos se opusieron por miedo a que lo rompiera a palos, pero al final lo aceptaron, como la última alternativa de apaciguamiento. Al principio se sorprendió. Aferró con sus dos manos el bastón y se inclinó mirando al frente. Sus expresiones variaban acordes con las imágenes. Iba de la expectación al asombro y de la melancolía a una alegría desbordante, que manifestaba con estruendosas carcajadas, a veces incongruentes con las escenas. Los familiares no entendían. Fulminaban c on sus miradas al “maravilloso” genio que colocó a la abuela frente al televisor. Al menos, había calma, desapareciendo el ansia destructora de doña Jovina. Con el tiempo comprendieron que para la anciana el televisor era una ventana, estaba ansiosa, esperando que le encendieran el aparato. Calculaba la hora y con impaciencia golpeaba el piso con su bastón. Al ver aparecer a su septuagenaria sobrina, decía: -¡Ya, pues, muchacha, ábreme la cortina, para que pueda mirar por la ventana! ¡Por fin existía calma! Debieron armarse de paciencia, pues la anciana se adueñó del aparato receptor. -¡Por último -decían-, qué importa, si la abuela está en sus últimos días! Cuando miraba televisión su concentración era total. Esquivaba las balas en las películas de vaqueros y se agachaba en la de bombardeos. A medida que transcurrían los días doña Jovina se mantenía expectante frente a la pantalla. Apenas parpadeaba y siempre afirmaba con ambas manos su bastón. Una tarde, su tataranieto Ricardito gateó hasta el living. La abuela solamente lo advirtió cuando el pequeño estuvo a sus pies. Miraba una película de guerra e infructuosamente trataba de apartar al pequeño con su bastón. El niño continuaba avanzando afanosamente entre la anciana y el televisor. Desesperada por evitar que se cruzara, trató de moverlo con los brazos, cayendo de bruces sobre el niño que, asustado, comenzó a llorar. Atraída por el llanto, la familia corrió al living. Calmaron a Ricardito, sentaron a doña Jovina en su sillón y llamaron a una ambulancia. Era tarde, la anciana estaba muerta. Hasta hoy, Ricardo, ejecutivo financiero, cuenta que su tatarabuela falleció tratando de salvarlo del bombardeo de un Stuka alemán. 14
PUERTAS ADENTRO
Cuando salió de la consulta del oculista la oscuridad del invierno bajaba a posarse sobre la ciudad como la escarcha sobre los autos estacionados. Faltaban pocos minutos para el cierra del comercio. Tenía tiempo para llegar hasta la óptica y encargar los cristales especificados en la receta. La muchacha lo atendió con una sonrisa amable, que entendió como una señal de secreta complicidad. Últimamente sus visitas a la óptica por cambio de lentes eran asiduas. A regañadientes había comenzado a usar anteojos a los veinte años. No pudo evitarlo, debiendo aceptar las burlas de sus compañeros, que al verlo con lentes gruesos y oscuros se mofaron tildándolo de pseudo intelectual. Después de diez años sus orejas y su nariz habían soportado innumerables anteojos, desde modelos toscos hasta los de finísima estructura y cristales fotocromáticos. Al principio, por la poca costumbre e incomodidad al usarlos, los dejaba en cualquier parte. Así perdió varios, amén de los que destruyó. En síntesis, diez años en que por lo menos una vez al mes aparecía por la óptica, transformándose en uno de los clientes más frecuentes, por lo que el personal le guardaba respeto y simpatía. Su irresponsabilidad con los lentes y sus habituales lecturas con poca luz deterioraron paulatinamente su visión. Su avidez de lector clandestino lo llevó muchas veces a usar una vela. Con el paso del tiempo los anteojos se convirtieron en parte inseparable de su fisonomía. No podía prescindir de ellos. Cuando se los sacaba, tropezaba. No lograba leer letreros o distinguir facciones. En más de una ocasión, no reconoció a un familiar que pasaba por su lado. Una mañana despertó creyendo haber visitado un lugar paradisíaco. Manoteó el cubrecama y halló una novela a punto de caer al piso. Se acordó haber leído hasta tarde y haberse quedado dormido sin sacarse los lentes. Sufría de pesadillas, generalmente sueños trágicos cargados de símbolos, y situaciones extrañas, absurdas, en que lo patético tenía un papel destacado. Aquella mañana, a pesar del invierno helado que como aguijón horadaba sus huesos, se sentía como en primavera: jovial, vigoroso y optimista. Creyó que todo se debía a su incursión onírica, recordando el ambiente exquisito que envolvió a su experiencia. Aquel día no fue un día más. Realizó su trabajo con dedicación y esmero. Sus compañeros lo miraban extrañados, gesticulando para indicar su inusual comportamiento. Al atardecer su ánimo decayó, como si la energía del sueño se hubiera evaporado. En vano trató de recordar algunos fragmentos del sueño; solo encontró vacíos. Debilitado, y sin ver donde pisaba, resbaló al subir la escalerilla del microbús. Sus lentes saltaron bajo un asiento y un niño se los alcanzó, mientras el conductor echaba a andar la máquina. Esa noche no leyó. Se acostó sin cenar. Dejó sus lentes sobre el velador y apagó la luz de la lámpara, durmiéndose de inmediato con la esperanza de revivir el maravilloso ambiente de la noche anterior. Al despertar nada recordó.
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Mientras caminaba a su trabajo pensó que podría existir una relación entre su estado de ánimo y sus sueños. Sus compañeros se sorprendieron al verlo. Observaban cómo había retornado a su parsimonia habitual, alejado del mundo. En su soledad se esforzaba por recordar algún detalle del último sueño. Y todo en vano. ¡Ni siquiera un fragmento mínimo; absolutamente nada! Miró el reloj de la fábrica, comprobando que la vista se le empañaba. Mientras limpiaba sus anteojos, le surgió una idea descabellada: ¿Y si fueran las gafas? La noche del gran sueño se había quedado dormido con los lentes puestos. Era absurdo, pero lo intentaría: ¡dormiría con los cristales puestos! Regresó cansado, pero ansioso por verificar su idea. Mientras cenaba, constató que su visión aumentaba. Eligió un libro, se acostó y a los pocos minutos estaba en brazos de Morfeo, con los anteojos puestos y la luz encendida. Al despertar tenía una expresión de felicidad. Flotaba en una nube. Se levantó totalmente relajado y al mirarse en el espejo se sorprendió por su estúpida sonrisa. Fueron inútiles los esfuerzos para cambiar de expresión. Debió cubrirse con una bufanda para evitar las burlas. En el microbús pensaba en el sueño. Un sitio desconocido, perfumado, indefinido, de colores gratos y equilibrados. Con los párpados cerrados recordaba todo. En el bus era una pluma mecida por el viento. Vivía un doble viaje. Al deslizársele la bufanda y dejar al descubierto su estúpida sonrisa, el conductor lo miró por el espejo retrovisor. Al observar a través de la ventana comprobó que nuevamente veía nublado. ¡Esa tarde pediría permiso en su trabajo para ir al oculista! Esperaba a que lo llamaran. Mientras contemplaba todo lo que estaba colgado de las paredes: afiches, calendarios, diplomas y un curioso reloj de pared, su principal atracción. Al ingresar a la oficina del doctor se acomodó en el mullido sillón, rodeado de instrumentos, recibiendo las bromas del facultativo por sus continuas visitas. Consideró rarísimo su caso, expresando que no emitiría juicios hasta reunir mayor cantidad de antecedentes. Al salir miró la hora. Aún tenía tiempo para llevar la receta a la óptica. La muchacha del negocio de lentes anotó en un papel y le dio un comprobante, diciéndole que en veinticuatro horas tendría los cristales. Perdía fuerzas. Con la ayuda del chofer pudo abordar el taxi en el paradero. Entraba la noche cuando llegó a su casa. De poco le servían sus anteojos. Cada vez veía más difuso el entorno y debió subir a su pieza afirmándose en la pared y calculando la distancia de la escalera. No cenó. Entró al dormitorio y en un par de minutos se acostó con los anteojos puestos. ¡Fue la noche más hermosa! Ingresó a un mundo increíble, transportado por manos invisibles. Era un punto sin definición, lento y pacífico. Ni una brisa entorpecía su deslizamiento. Al despertar recordó todo con una exactitud asombrosa. El sueño esta vez había llegado más lejos. ¡Otra vez al levantarse su ánimo era formidable! Con las horas fue perdiendo vitalidad. Concluyó su trabajo con esfuerzo, debiendo sus compañeros llevarlo al paradero más cercano. Al atardecer parecía un anciano de ochenta años. Sus compañeros se miraban sorprendidos. No lograban explicarse el cambio. El hombre alegre de la mañana, aquel de la agilidad adolescente, en la tarde se alejaba encorvado y marchito. 16
Mientras el taxi lo trasladaba a la óptica, pensó con temor en el futuro. Se había vuelto adicto a los sueños. Todo lo que le ocurría era anormal. La muchacha de la óptica le entregó los nuevos cristales. Vio algo mejor. Salió de inmediato, abordó un taxi y se dirigió a su casa. Comió rápidamente y se acostó. A partir de entonces se sucedieron los sueños. Lo atraía el conjunto de imágenes. En el trabajo las tareas que le encomendaban las hacía mal o las olvidaba. Los reclamos en su contra se sumaron y no demostraba interés por mejorar su desempeño. Cuando lo despidieron no se sorprendió y tampoco se preocupó. Desde entonces su vida se centró en periódicas visitas al oculista y largos paseos por la ciudad esperando que llegara la noche. Sólo deseaba dormirse con los anteojos puestos y sumergirse en el sueño. El oculista, movía la cabeza admirado, mientras extendía cada nueva receta. ¡Era el caso más extraño de su carrera! Al quedarse sin dinero cambió el trato en la óptica. El caso especial se transformó en un sujeto obsesionado. Una tarde llegó dificultosamente exigiendo lentes que le permitieran soñar cosas más hermosas. Lo miraron con una gran preocupación. Pensaron en una broma, pero la seguridad de la petición los convenció de que el hombre hablaba en serio. Tuvo que alterarse para que lo atendieran con un “mañana pase a buscas sus nuevos cristales”. No quería contactos con el mundo. Cuando llegaban visitas no abría la puerta y los vecinos hablaban del loco. No volvió al oculista y se sumió en total abandono. Se alimentaba de vez en cuando. Sólo esperaba que llegara la noche para ingresar en su verdadero mundo: los sueños. Nadie supo cuando desapareció. Sus amigos, conocedores del ostracismo que sufría, derribaron la puerta. Lo encontraron sentado en la cama, con los anteojos puestos. Sus ojos abiertos eran blancos. ¡El iris y la pupila se habían borrado! De la boca caía saliva. No se movía, pero estaba inmensamente lejos y feliz.
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LA PERRA DEL VECINO
(Esta noche me dormiré con los zapatos puestos. Pretendo sorprender a la muerte si por mi viniera) Gustavo Bringas. La perra aulló toda la noche. Sus gemidos lastimeros no me dejaron dormir. Miraba al abuelo, mientras apretaba mis soldaditos de plástico entre las manos. El viejo tampoco había podido dormir. Sus ojos estaban muy abiertos y miraba el techo. Tuve un poco de miedo, pensaba en si el viejo llegase a morir, estando a su lado. Tía Flora siempre nos iba a ver. Nos preparaba comida, ordenaba la casa, dejaba toda al alcance de la mano, le daba su medicina al viejo y a las ocho de la noche nos abandonaba hasta el otro día. No estuve de acuerdo el día en que trasladaron mi cama hasta su dormitorio. Me molestaba ese ronquido que salía de su garganta, parecía una maquinaria antigua o un fuelle destartalado. La perra se lamentaba como si alguien fuera a morirse. Comenzaba como a las diez de la noche y no paraba hasta el otro día, cuando el sol nos sorprendía con su brillante aparición en la ventana, que quedaba justo frente a nuestras camas. No estaba tranquilo, no dejaba de pensar en lo que sería de mí, si el abuelo se moría en una de esas noches. Quizás me llevaría con él, después de todo era su nieto regalón y el único al que le contaba historias de brujos y de aparecidos. Cada vez que la tía Flora llegaba quería decirle que tenía miedo. Pedirle que por favor se quedara con nosotros, pero me contenía, ella no podía enterarse que su pequeño sobrino tenía miedo de ver a la muerte, cuando viniera a buscar al viejo. La perra del vecino seguía lamentándose. Lo hacía todas las noches. Cada vez sus lamentos eran más prolongados y conmovedores. Trataba de concentrarme en lo que me decía el viejo. Me contaba historias sobre brujos que se convertían en perros y que éstos, una vez muertos, volvían a su estado normal, sorprendiendo a todos los habitantes del lugar. Según él, había presenciado varios casos, incluso me contó sobre una novia que tuvo y que fue sacrificada por sus vecinos. Todo lo que me narraba iba cobrando vida en mi mente. La imaginación de mis siete años era como una fuente que desbordaba hechos y personajes inimaginables. A veces el sueño quería vencerme, mis párpados se colocaban pesados y caían lentos, cerrando mis ojos, pero después se abrían desmesuradamente. Los aullidos lastimeros crecían en intensidad, parecían atravesarme de sien a sien y sentía que algo quería salírseme del pecho. -Por qué no callan a esa perra- balbuceó el viejo. Hacía tres noches que no dejaba de aullar. Fue después de una pelea que tuvieron los vecinos que empezó a lamentarse. Siempre peleaban. Yo escuchaba desde mi dormitorio cómo se insultaban y también cómo chocaban las cosas contra las paredes. La casa de ellos está casi pegada a la nuestra, tan sólo la separa un pequeño patio, que es donde a veces salgo a jugar. 18
No es que haya querido enterarme del problema de los vecinos, pero se escuchaba todo y a veces se producían silencios prolongados, momentos en los cuales imaginaba qué estaría haciendo. Veía al vecino, parado, vuelto hacia la pared, las manos en la cintura, a una buena distancia de la vecina, que estaría sentada, posiblemente en la cama y con las manos cubriéndose la cara. Llorando como una Magdalena. Después de un rato, nuevamente los ruidos y las palabras que iban subiendo de tono. Algo caía al piso y los insultos aumentaban en agresividad. La voz de la mujer, a veces, terminaba en un gemido agudo y luego cierto juramento sobre fidelidad. Entonces, el vecino subía el tono de voz y la hacía más grave, para fortalecer su consabida amenaza: -¡Te voy a matar! ¡Te voy a matar como a una perra! El viejo continuaba mirando el techo. Cuando no hablaba, yo lo observaba detenidamente, miraba todo a su alrededor. Dentro de mí, tenía la secreta intención de sorprender a la muerte cuando llegara por el viejo. Me la imaginaba, con un capuchón y una guadaña, como la había visto representada en alguna revista de historietas. Pensaba que llegaría silenciosa, quizás en puntillas. Tomaría al viejo de los pies y comenzaría a arrastrarlo. En ese momento tendría que estar quieto, haciéndome el dormido, porque al descubrirme, quizás también me llevaría. La perra del vecino fue disminuyendo sus lamentos. Parecían más lejanos, como si los hubiera ido cubriendo la tierra. Pude quedarme dormido recién a las seis de la mañana. Y habría pasado de largo, pero tía Flora llegó como a las diez. Entró muy alegre. Con unos paquetes y un diario bajo el brazo. Depositó su cargamento sobre la pequeña mesa del dormitorio y dejó el diario a los pies de mi cama. Nos dio un beso a cada uno y le preguntó al abuelo cómo se encontraba. El viejo se acomodó entre los almohadones y sentándose en la cama le respondió: -Esta mañana me siento mejor. Pera estas tres últimas noches, esa maldita perra del vecino no nos ha dejado dormir. Tía Flora lo miró extrañada. -¡Pero qué perra ni qué diablos, si los vecinos no tienen ningún animal! Me sentí defraudado. No porque los vecinos no tuvieran perra. Sino porque el viejo se sentía mejor y eso quería decir que la muerte no vendría a buscarlo. Y no la podría ver arrastrando a mi abuelo por la pieza. Me senté en la cama y como pude fui juntando las sílabas, para leer el titular del diario que estaba a mis pies. Con mucho esfuerzo logré descifrarlo. En letras grandes decía: “LA MATÓ POR CELOS” Y más abajo, en letras pequeñas: “Mujer estuvo agonizando tres días”. Identifiqué la pequeña foto de la mujer que aparecía, corrí a la ventana que da a la calle y vi que metían una caja negra por el acceso principal de la casa de los vecinos. Algo me avisó que nuevamente había sido defraudado. En eso, golpearon la puerta. Tía Flora fue a abrir y un tipo que se identificó como periodista, puso frente a su cara una radio grabadora y preguntó: -Señora ¿Su familia sintió algo, vio algo? Ella pasó del asombro a la indignación y con palabras bien claras le respondió: 19
-¡Nada, absolutamente, nada! Y cerró la puerta. CITA A CIEGAS
Llegó a las seis de la tarde. Me pareció que su mirada atravesó la puerta antes que su cuerpo atravesara el dintel. Venía de la mina y me preguntó por la gente de la casa. Luego miró por la ventana hacia el patio, comprobando si habían guardado las gallinas. Sintió frío y echó unos palos al fuego. La vieja estufa de fierro calentaba una gran olla con cáscaras de papas. -Siéntese –le dije-. Pronto llegará la gente. Habían ido al cementerio a despedir a un muerto (solían hacerlo de vez en cuando, para no perder la costumbre de sus antepasados). Eligió un banco para sentarse y entonces advertí sus manos gigantescas, que parecían emerger directamente de su voz potente y sólida, claro testimonio de la prolongación de un espíritu rebelde. El frío intentaba introducirse bajo la puerta. Era invierno; pleno mes de julio, que con su penumbra anunciaba las horas que caían, una tras otra, para cubrir nuestras distancias. Recuerdo al viejo, pálido, ligeramente encanecido y secándose en vida. Inquirió por mi madre y mis hermanas menores. Como en confidencia, acercó sus palabras a mi oído. -Podríamos tomarnos un vinito. Dijo, y yo asentí con la cabeza mientras sonreía. Se paró y revisó su bolso, extrayendo una botella antigua, que me hizo recordar el vidrio tallado de otra similar que vi en algún museo o casa de antigüedades. -¡Antes que llegue la gente!- recalcó con un dejo de malicia. Me levanté a buscar vasos, mientras él hablaba de su actividad minera, sus proyectos y la casa nueva. Percibí que su voz se suavizaba al hablar del futuro y su mirada era un camino trazado a intervalos en la semipenumbra de la casa. Sirvió los vasos y permaneció un instante sujetando la botella. -Es tarde –expresó- y la gente se demora más de la cuenta. -Los muertos necesitan paciencia en invierno, sobre todo cuando se prueban el olvido por primera vez- repliqué. Fue entonces cuando descubrí su sonrisa. Bebimos varios vasos de vino mientras avanzaba la tarde. Me pareció verlo por primera vez en esa oportunidad, mientras esperábamos que regresara la familia del cementerio. -¿Qué piensas hacer en el futuro? Aún escribes pequeñas historias en las últimas páginas de los libros?- consultó. Oculté mi respuesta, porque jamás imaginé que él estuviese enterado de esas cosas. Aunque lo veía ocasionalmente, me parecía demasiado distante, como un personaje etéreo, simbólico, sólo mencionado en idealizados comentarios. Me confesó que estaba cansado. Había trabajado desde que tenía memoria. No recordaba sus juguetes de niño, ni haber tenido sueños hermosos durante la infancia. Lo escuchaba en silencio. No quería interrumpir sus palabras rebosantes de sinceridad. Cuando calló aproveché para encender la luz. Las copas se sucedieron mientras el frío se colaba permanentemente bajo la puerta. 20
Echó más leña al fuego y revolvió las brasas de la estufa. Al mirarlo, iluminado por la claridad proveniente de las llamas, presentí que estaba preocupado. Antes de sentarse, caminó a mi rededor diciendo que la gente no entendía su sacrificio y el gran esfuerzo que realizaba todos los días. Me acostumbré a lo severo de su rostro. Lo veía llegar, de vez en cuando, para ordenar y limpiar las herramientas que guardaba en el galpón. Cuando se daba cuenta que lo observaba, me hablaba sin dejar de hacer su tarea: -Acuérdate, cuando muera nadie tendrá respeto por mis cosas. Se cubrirán de óxido o tierra. Las regalarán o quedarán abandonadas en cualquier lugar. Yo no sabía lo que era morirse. Pensaba que eso tendría relación con las flores, algunas velas encendidas y el murmullo de mujeres vestidas de negro en un rincón de la casa. Empezaba a impacientarse. Dejó el vaso y su mirada recorrió la pieza como si nunca antes la hubiera visto. Sus ojos tenían la avidez de días y siglos. Me recordó, una vez más, que la gente se demoraba demasiado, que no soportaba la casa vacía y lamentaba que siempre que bajaba de la mina anduvieran en un entierro. -Habrán pasado a otra parte; posiblemente a la casa de algún pariente- manifesté a manera de disculpa. No logré conformarlo. Movió la cabeza y exhaló un suspiro. -¿Conocías al muerto? –preguntó. -Bastante –respondí-, era un hombre joven, de más o menos treinta años. Después guardó silencio y el frío se hizo más intenso: el fuego se había apagado. No supe cuándo se marchó; quizás porque el vino afectó mi cabeza. Fue la última vez que hablé con mi abuelo. La noche ocupaba los rincones cuando mamá, mis hermanos y amigos llegaron del entierro, distribuyéndose sus negras figuras en las habitaciones de la casa. El olor a flores penetró en mis fosas nasales. ¡Y pensar que era invierno! ¡Julio de 1940! Yo aún no había nacido.
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VENGANZA
-¡Lo tengo, lo tengo! Me levanté alegre de la silla y giré alrededor del escritorio. Había logrado atrapar el cuento. Estaba escribiendo desde media noche. A las once y cuarto intenté acostarme y cuando me cubría apareció la rata en el centro de la pieza. Castaña, peluda, más o menos como un gato pequeño, con una cola impresionante, larga y gruesa, que arrastraba torpemente. La observé un momento. Me pareció repugnante, y contuve hasta el aliento para no espantarla. La rata también me observaba; o al menos así parecía. De vez en cuando, se movía un poco y ponía el hocico contra el piso, como olfateando algo. Se movía con lentitud. Parecía no inquietarse por la luz de la lámpara o los ruidos de los perros que dormían bajo la casa. Pensé: “Mañana limpiaré el sótano y se irán esos malditos perros… las ratas grandes atacan”. Semi acostado, me percaté que la rata se estacionó en el centro de la pieza. Esperé que comenzara a moverse para levantarme. Tomé más confianza, cuando la vi alejarse y perderse bajo la puerta. ¡Atrapado completamente! Tenía arrinconadas las ideas para el cuento que pensaba escribir. Sólo faltaba su desarrollo. Me reía solo. Durante varias semanas había pensado sin lograr retener lo fundamental para estructurar la historia. Algunas noches, después de intentar en vano rayar algunas hojas, optaba por abandonar mi cometido, sabiendo que al acostarme sólo contaría con dos o tres horas para poder dormir y que el día que me esperaba sería largo. Largo y pesado, como una noche cargada de estrellas. La primera vez que vi a la rata, tuve la impresión de que lograría terminar el cuento. No hay nada mejor que una preocupación al acecho, para descargar la imaginación como torrente incontenible. Siempre hacía lo mismo. Salía del mueble donde guardo los víveres, avanzando lentamente, hasta quedarse quieta en mitad de la pieza, con el hocico pegado al suelo y olfateando nerviosa el ambiente. Temía moverme, no puedo negar que sentía algo de temor y también curiosidad, por ver la relación de semejante bicho en mitad de la pieza de tres por tres. Nunca imaginé que podría meterse al mueble donde guardo la comida. Lo creía hermético, a salvo de todo asedio. Pero no era así. Un día corrí el mueble y busqué detrás algún orificio. Inspeccioné meticulosamente la parte trasera, centímetro a centímetro, hasta hallar en una esquina un agujero de unos cuatro centímetros de diámetro, por donde seguramente se deslizaba la rata. En el interior del mueble, algunos paquetes mostraban señales de haber sido mordidos. El arroz, desperdigado. La bolsa del pan, totalmente agujereada y conteniendo sólo migas. Decidí hacer una limpieza general y cambiar de lugar los pocos alimentos que pude salvar. Cada vez dormía menos. Cuando lograba cerrar los ojos la figura peluda y oscura comenzaba a posesionarse de mi mente. No buscaba la proyección de esta imagen repugnante; bastaba que cerrara los ojos y en unos cuantos segundos llegaba. Entonces
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me levantaba. Preparaba abundante café y encendía la radio, para localizar alguna emisora que amaneciera transmitiendo. Con la música de fondo, me sentaba dispuesto a vaciar las ideas en el papel. En otra hoja, más arrugada, llena de correcciones y manchas, guardaba lo fundamental de mi trabajo. Suelo hacerlo de esta forma. Durante semanas juego con las ideas, las mezclo, agrego, quito y trabajo situaciones paralelas. Cuando no tengo dudas, escribo lo que he denominado el corazón del cuento y sus órganos adyacentes. De esta forma, sólo me preocupo del desarrollo de la historia, actividad que, generalmente, realizo durante la medianoche al enfrentar a la hoja. Entonces, surgen oleadas de personajes y ambientes, que parecen nacer desde una lámpara de Aladino. Ahora esperaba ese momento, el instante preciso de la tibieza interior y la necesidad de entregarme a escribir sin detenerme, para que nada se escapara. Después vendría el ordenamiento, la corrección y pulimento de la obra, hasta dejar lo esencial, lo estrictamente necesario. Nada había llegado hasta ahora. Me sentía sobre una cuerda floja, equilibrándome para alcanzar el otro extremo. Estaba lejos del sueño y de terminar el cuento. La rata apareció por debajo de la puerta. A saltitos atravesó la pieza y antes de desaparecer se detuvo junto al mueble. No podía dejar de mirarla. Ni siquiera pestañeaba para no perderme ninguno de sus movimientos. Olfateó algunos segundos su entorno, sin notar mi presencia, y luego, de un salto, se ocultó detrás del mueble. Ya no me pude concentrar en mi escrito. Avanzaba, pero no me sentía satisfecho. Tendría que rehacer aquel párrafo a la madrugada. Mientras tanto, el café se había terminado, el sol se insinuaba en mi ventana y la ducha fría me esperaba para poder sostenerme durante el día laboral, que se me haría una eternidad, pues no estaba seguro de poder soportarlo. Al salir del trabajo, visité algunas ferreterías. Tenía la certeza que esa noche, sería la última de aquella pesadilla oscura que no dejaba rencontrarme con el sueño. Estaban próximos a cerrar cuando una enorme trampa de bronce, brillante y de gruesos dientes, llamó mi atención en una vitrina. Tal vez sería para animales mayores; al caer en ella mi visitante nocturno, se partiría en dos, sin dudas. Tuve bastantes problemas para armar la trampa. En el primer intento me rozó un dedo y casi me lo muerde. Otras veces, la dejaba demasiado sensible y la palanca soltaba con tal violencia que la trampa brincaba, produciendo un gran ruido metálico. Al fin quedó bien armada, con un gran pedazo de carne amarrado en su pequeña plataforma. La celada la preparé con algunos trozos de pan distribuidos desde la trampa hasta la parte inferior de la puerta, lugar en que había aparecido la última vez. Sólo debía esperar. Preparé bastante café y me senté a escribir. Estaba tranquilo. Si no caía en la trampa se llevaría un gran susto. A las dos y media me invadieron múltiples ideas. No podía desaprovechar esa oportunidad y las anoté tal como venían. Con gran asombro constaté que no necesitaban corrección. Eran tan claras y precisas, puras y nítidas, originales y pulcras, que me asombraban y alegraban. Sólo atinaba a escribir como poseído. Terminé extenuado. No tenía fuerzas y sólo pensaba en dormir, aunque fueran dos horas. Me acosté y coloqué la alarma a las seis y media. Estaba satisfecho. Había terminado mi cuento y no me importaba dormir poco. Ya tendría todo el tiempo del mundo para descansar, además, el invitado no podía faltar a la cita. Confiaba en la 23
efectividad de la trampa y esperaba con ansiedad el ruido metálico que indicaría mi segundo triunfo de la mañana. Mi anhelado cuento estaba terminado sobre el escritorio y el repugnante animal próximo a sus últimos estertores. Apagué la luz. Respiraba intensamente. La ansiedad luchaba contra el cansancio y uno de los dos cedería en la batalla. Mis párpados cayeron lentamente, haciendo más profunda y lapidaria la oscuridad del ambiente. Los segundos estremecieron el silencio, agitándose en el campanario del reloj. Un ruido distinto me alertó. ¡La rata otra vez! ¡Podía oír sus torpes y pesados desplazamientos! Se quedó quieta en algún sector de la pieza. Seguramente estaba comiendo. La escuchaba roer con gran nitidez, como si el tic-tac del reloj comenzase una pausa prolongada. El tiempo se hizo incalculable. Era terrible la incertidumbre. La espera era un túnel oscuro y sin fondo. Trataba de controlar mi respiración. No quería hacer el más mínimo ruido. Si me movía, lo echaría todo a perder. Se frustraría el proceso normal. Por fin, terminó de comer. Sentí su agitación. Mi cuerpo húmedo entre las sábanas esperaba el desenlace. El ruido seco y metálico no llegó y en su lugar escuché un golpe duro y fuerte sobre algo blando. El chillido penetrante y agudo horadó mis oídos, como un alfiler ensartado en la oscuridad de la pieza. Los chillidos desesperados activaron mi respiración agitada. Luego, la claridad de la lámpara enfocó la escena. Los sacudones del animal, atrapado entre los dientes metálicos, el desangramiento, los ojos fuera de las órbitas, mientras el sol se anunciaba como una paradoja trágica al otro lado de mi ventana. Me vestí rápidamente, acercándome cauto al rincón. Los sacudones eran cada vez menos frecuentes y los chillidos sólo débiles soplidos. Su hocico, cubierto de sangre, mostraba residuos de papel picado, por lo que, instantáneamente miré hacia el escritorio. Con las dos manos me tomé la cabeza al ver la huella descarnada de una batalla a muerte, donde mis papeles eran nada más que un conjunto de pequeños fragmentos esparcidos en la pieza e iluminados por una noche que se marchaba y que ya tenía pocas estrellas.
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LA VOZ QUE NO TIENE NOMBRE
Subió desde el sótano. Julio intentó impedirlo y se abalanzó sobre la puerta. Quedamos atónitos. Nadie supo qué decir. La abuela escudriñó el rincón con la gastada vista y sus labios apenas dibujaron una diminuta sonrisa, mientras el gato, que reposaba plácidamente en sus rodillas, saltó y corrió aterrado. La embestida fue tan violenta, que obligó a Manuel, siempre absorto frente al televisor, a levantarse precipitadamente para ayudar al hermano. Habíamos perdido la cuenta de las veces que en el último tiempo se había repetido la escena. Hasta la abuela se mostraba indiferente. Recuerdo que en las primeras embestidas se encogía en la mecedora, abandonada a su suerte y con el horror reflejado en el rostro. -¡Ya se veía venir! ¡Ya se veía! –expresó Julio, sacándome de mis cavilaciones. La embestida había cesado y la situación volvía a la normalidad. Julio y Manuel sacudieron el polvo de sus ropas y regresaron a sus actividades anteriores. Apenas éramos tres impetuosos rapaces, que tratábamos de poner en aprietos a la abuela, cuando tuvimos la descabellada idea de bajar al sótano. Hacía poco había muerto nuestro padre, personaje misterioso que veíamos desaparecer a menudo por la puerta que conducía al sótano, por lo que un día nos pusimos de acuerdo y decidimos romper el misterio. Julio, el más audaz; Manuel, que lo seguía siempre, y yo, el más tímido, nos impusimos la tarea de desentrañar el enigma. Lo revolvimos todo. Nos atraía la aventura y, el peligro que se cernía sobre nuestras vidas, nos excitaba. Bajo una montaña de tablas y sacos viejos, Manuel descubrió un añoso baúl cubierto de polvo. Nos pusimos en campaña inmediatamente y al poco rato estábamos tratando de abrirlo. Nos costó una barbaridad. Utilizábamos algunos fierros como palancas, cuando escuchamos el trajinar de la abuela y sus llamadas amenazadoras. Nuestro esfuerzo tuvo sus frutos y, al ceder la cerradura, aparecieron objetos extraños rectangulares, gruesos, delgados, que tenían en su interior curiosas láminas blancas cubiertas de signos que no entendíamos. Entonces escuchamos por primera vez aquella voz. Al principio fue un susurro, que creció en intensidad hasta hacerse insoportable: -¡Libre, libro, libre, libro, libre, libro…! Las palabras remecían nuestros cerebros, obligándonos a cubrirnos con los brazos. Corrimos desesperados escaleras arriba buscando la salida. Transpusimos la puerta y la cerramos, soportando con nuestras espaldas la presión que ejercía esa fuerza desconocida que trataba de abandonar el sótano. La abuela también ayudaba, y la voz de penetrante intensidad reiteraba: -¡Libre, libro, libre, libro, libre, libro…! Fue entonces cuando comenzaron las embestidas. El tiempo pasó y surgió la costumbre, no obstante, siempre estábamos en guardia. No dormíamos. Teníamos que acostarnos en la cocina, lo más cerca de esa puerta. A medida que crecíamos, las embestidas aumentaban. Hoy las cosas han cambiado. Decidimos terminar el martirio. No podemos soportar esta situación hasta el instante de nuestras muertes.
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Somos cautivos: Manuel, encorvado con los achaques de la edad e idiotizado frente a la pantalla del televisor; Julio, convertido en un sujeto pálido, ojeroso, irritable, deambulando de un lado a otro; la abuela, un adorno indiferente de la casa, y yo, un mar de dudas a donde converge un sinnúmero de ríos interrogativos. ¡No podemos sostener esta situación! ¡Abriré la maldita puerta, no me detendrán! ¡Así! ¡Totalmente abierta, para que nunca más el miedo se apodere de nosotros! ¡Miren, hermanos! ¡La he abierto! herma… ¿Pero qué es esto? No puedo creerlo. La mecedora se movió y de la abuela sólo quedaron cenizas; Julio perdió la razón y ávidamente engulló los últimos restos de nuestra querida anciana, mientras a Manuel se lo está tragando el televisor. ¿Sueño? Es una pesadilla y sé que despertaré, pero no quiero que eso ocurra. Antes quisiera darle un nombre, un hermoso nombre, a la pobre voz, que dio sentido a mi descolorida vida, iluminando hasta el último rincón de la casa, mientras un hongo comienza a nacer en el sótano.
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ROJITAS Y EL CUBISMO
A Juan Águila Pérez, que aún anda por ahí. Cosas de la edad. ¡Quién sabe? No sé por qué cuando llega septiembre la calle se convierte en una boca abierta, una oscura y gran fauce de fiera, con todo el espacio de la noche inmensa. Ocurrió hace mucho, antes de conocer la existencia de Cuba. Trabajaba en una modesta biblioteca. No ganaba mucho, pero estaba satisfecho; era una labor tranquila y bajo techo. Aquella mañana, cumpliendo mi obligación semanal, limpiaba las estanterías del depósito de libros. Me encontraba en el 843, literatura francesa, pues acostumbraba a identificar los libros por su ubicación en los estantes. Nunca supe mucho de libros y autores, pero mi trabajo lo hacía por instinto. En veinte años estaba tan familiarizado con las ubicaciones que aún, con los ojos vendados, podía ubicar el libro requerido sin gran demora. Estaba precisamente en el sector de Maupassant, junto a las tres copias de “El Horla” y las cinco de “Bola de Sebo”. Mientras quitaba el polvo de los libros, vi por la ventana que daba al patio un grupo de sujetos en actitud sospechosa. Avanzaban agazapados y cada cierto trecho se tiraban al suelo, mirando hacia todos lados. Portaban ametralladoras cortas y usaban gorros con visera. No quise intervenir, ni me asomé para ver con mayor claridad. Continué mi trabajo desde mi posición observaba permanentemente los movimientos. En ese momento estaba en el 823, literatura inglesa, entre Daniel Defoe y Arthur Conan Doyle. * Siento la vigilancia y que me apuntan con dedos luminosos. No puedo tranquilizarme. Los letreros luminosos me producen terror. Es como estar bajo un microscopio. Me siento un insecto; elemento repugnante que se arrastra por las calles y que se asoma a los lugares donde han dejado las sobras los desarticulados residuos del pasado.
* Me agaché a recoger un libro que cayó del 813; literatura estadounidense. Era la novela “El camino del tabaco”, de Erskine Kaldwel. Lo levantaba cuando apareció uno de los invasores. Era moreno, de bigotes gruesos, mediana estatura, un tanto obeso y vestía mezclilla. -Traemos una orden para registrarlo todo y requisar el material que consideremos de contenido subversivo-, expresó en forma prepotente. Me extendió un papel que no alcancé a leer, pues muy pronto me lo quitó de las manos, al tiempo que sentía por detrás el desplazamiento de cinco jóvenes portando armamento pesado. En aquel tiempo no me expresaba bien. No tenía el más mínimo grado de cultura y tampoco el interés por aprender. Era cobarde, no participaba en nada y a los cuarenta años sólo me preocupaba de cumplir con el trabajo y llegar temprano a casa para escuchar mi programa favorito de canciones mejicanas. Un sudor frío se deslizaba por mi espalda cuando el líder de bigotes comenzó el interrogatorio. 27
-¿Tenís armas escondidas? ¿Cuántos comunachos trabajan acá? ¿Cómo te llamai y qué hacís aquí? Retrocedí un poco, quizás hasta el 800, lugar donde comienza literatura. Mi desplazamiento fue detenido por el cañón de una ametralladora en la espalda. -Ro… Rojas, señor, Venancio Rojas, para servirle, pero todos aquí me conocen como “Rojitas”. Soy auxiliar de esta biblioteca-. Contesté aterrado. “Bigotes” hizo una leve mueca de desgano y sa có unos papeles del interior de su chaqueta, donde estaban incluidos los libros considerados “de contenido subversivo”. Con tres de sus acompañantes revisaron las estanterías del fondo, libro por libro. El más joven, encaramado en la frágil escalera, leía en voz alta los títulos y autores; “Bigotes”, verificaba las listas; otro, recibía los libros, y el más petiso mantenía abierta una gran bolsa de arpillera donde iban cayendo los volúmenes. Estaban por el 580, sector de Botánica. * El silencio en estas circunstancias es perverso. Sus signos vitales enlazan cada trozo de oscuridad y lo convierten en un escudo. En una coraza impenetrable y ciega, que actúa disciplinadamente en los rincones. De cualquiera recodo, aparecen niñas. Tienen trece, catorce o quince años. ¡Qué importa! Visten con provocación. Se ofrecen simplemente y desaparecen unas calles más allá, riendo a carcajadas, zigzagueando enlazadas, abarcando toda la vereda con sus ondulantes caderas de júbilo.
* Mi respiración entrecortada y ruidosa acompañaba el avance de los revisores de estanterías. Tres cargamentos de los libros considerados “de tipo subversivo” estaban siendo incinerados en un tambor al centro del patio. El olor a quemado y el humo entraban por las ventanas. Pasadas unas horas el grupo se relajó. Bromeaban hasta que uno percibió que yo sonreía. Entonces apareció la adustez en sus rostros. El que estaba más cerca pasó bala y el ruido que produjo el proyectil en la recámara me dejó frío. “Bigotes” ordenó que me arrodillara y pusiera mis manos en alto. Pese a mi incómoda posición, mirando el suelo, sin bajar los brazos ni moverme, imaginé estar en un bingo. Leían el título y “Bigotes”, con su lápiz tachaba su lista. La actividad se incrementó al llegar al 335. Hermosas ediciones de “El capital” y de “El Manifiesto Comunista” pasaron íntegras al saco que sostenía el ayudante. Biografías de Marx, Lenin, Stalin, Recabarren y otros, ubicados en el 920, fueron depositadas con violencia en el saco. Sus fulminantes miradas presagiaban que mi destino sería similar a aquellos desdichados libros que ardían en la hoguera. Pocos libros se salvaron en ese sector. Hasta cayó “Visión Crítica del Marxismo”, escrito por un reconocido autor reaccionario. El color rojo de la vistosa tapa contribuyó a que terminara en el saco de los condenados. * El miedo es un aliado o el más nefasto de los traidores, sobre todo cuando uno avanza por la vida y por las calles amparado en la costumbre, en la actividad diaria para ganarse el pan. De pronto, se encuentra con la muerte esperando detrás de alguna esquina, con su venda multicolor para no reconocer a tanto corazón bañado de sombras. Estoy seguro que a la altura del 450, entre Pelantaro y Caupolicán, donde se ubica el saló de juegos y se reúne lo más granado de la sociedad local, ahora está repleto de niños andrajosos, agrupados unos encima de otros para protegerse del frío. Inflan sus 28
bolsas de neoprén y miran el cielo, sabiendo, fehacientemente que su único Dios está dentro de las bolsas. ¡Su único protector! ¡Les mata el hambre! * Sólo quedaba soportar lo que viniera. Pensaba en mi familia, en mis padres aún vivos y mis hermanos trabajando en el campo. Había escrito pocas cartas desde mi venida de Chiloé, justificándome con un simple “cuando tenga tiempo”. Ahora, arrodillado, miraba en el piso una gran mancha oscura que no había podido sacar con la virutilla. ¿Qué sería de los viejos? Deseaba saber algo de ellos. Quizás pronto estaría con la muerte. Cuando empecé a trabajar pensé que sería una labor segura. Se lo dije a mi hermana, que llegó desde Castro un poco después. Era sólo una niña, muy trabajadora, madre soltera de un lindo chico de cuatro años. Los momentos que podía levantar la cabeza veía cómo crecían los vacíos en las estanterías, hasta hace poco abarrotadas de libros. El humo continuaba entrando por la ventana abierta. El principal combustible había salido del 320, Ciencias Políticas, y el 300, Ciencias Sociales. Cerraba los ojos con la ilusión de que todo terminara pronto. Quería irme a casa. Llegar como en un día normal y cargar a mi sobrino, pensando que se trataba de un mal sueño, una pesadilla, y al otro día volvería a mi trabajo para continuar limpiando las estanterías, comenzando en el 810, que es donde había quedado cuando llegaron los invasores. * ¿O será en el 480? Debo estar cerca. Siempre sucede lo mismo. Junto a la f erretería de Leandro Ferreira se amontonan las pandillas, ocupando la vereda. Patean los tachos de basura, exigen monedas o cigarros. Si alguien no tiene alguna de las dos cosas es posible que termine le noche en la asistencia pública o en la morgue. A mí me ocurrió por el 1300, en la intersección de Tucapel y Galvarino. Una noche me rodeó un grupo de muchachos. No fumo, pero siempre guardo una cajetilla completa para estos casos. Uno quiso exigirme más, obligándome a colocar la boca contra el piso.
* Me preguntaron por algunas armas. A esas alturas estaban casi terminando y el depósito de libros se encontraba irrespirable por el humo. “Bigotes” no parecía te ner apuro. Repetía los títulos, los autores y como un juez dictaba sentencia. Habían llegado hasta el 100, sector de Filosofía. Palpaba cada libro, verificaba las listas y luego los inspeccionaba, haciendo pasar las hojas como un abanico. Después el libro caía violentamente el saco. Sentí mucho alivio cuando me ordenaron levantarme. Caminé con las manos en alto. La trompetilla de una de las armas se incrustaba en mis costillas. Cuando estuve junto a “Bigotes” vi lo desolado de aquel sector de las estanter ías, pensando ingenuamente cuánto se me aliviaría el trabajo. Pero aún quedaba el sector de las Referencias. Revisaron rápidamente las enciclopedias y me llevaron hasta el escritorio ubicado en el centro de uno de los pasillos. Allí me interrogaron. * Al principio sus rostros manifestaban conformidad, por lo menos mientras duró la repartición de cigarros. Luego sentí la navaja en mi garganta y la exigencia de dinero. Andaba sin un centavo. Quise explicarles, pero todo fue en vano.Uno del grupo salió en mi defensa y me dejaron ir. Por el 2.500, entre Leucotón y Lautaro, doblé hacia la playa.
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