La filosofía de la mecánica cuántica y de la Relatividad Ensayo para el “XV premio de reflexión y expresión humanísticas”, AULA
Mariona Badenas Agustí Grupo Xina E (2010/11) 8 de diciembre del 2010 1
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Prefacio
En la actualidad, el mundo cuántico plantea cuestiones en las que la filosofía es fundamental para entender el razonamiento científico. Poco a poco, se hace necesario establecer qué es el tiempo, en qué se basa la realidad y cómo se define la propia naturaleza. En este ensayo, abordaremos estas preguntas, intentaremos comprender el conjunto “pasado-presente-futuro” y nos plantearemos si la naturaleza es determinista o probabilista. Siempre partiendo de la mecánica cuántica, exploraremos también posibles líneas interpretativas, y veremos cómo estas cuestiones nos derivaran al intento de comprender, en última instancia, cuál es el objetivo de la vida y de la condición humana.
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Primera parte: Una nueva concepción de la ciencia.
A principios del siglo XX, la física desarrolló una nueva rama que se distanciaba de las teorías relativistas de Albert Einstein: la mecánica cuántica. Grandes científicos, como Schrödinger, Bohr o Heinsenberg, colaboraron en su desarrollo e hicieron que los paradigmas dominantes en la comunidad científica del momento fueran cambiando progresivamente. Esta vez, los pilares escogidos para las bases de la mecánica cuántica fueron la probabilidad, la indeterminación y la más estricta incertidumbre, lo que dio lugar a una nueva visión del mundo microscópico. Paralelamente, la filosofía empezó a enfrentarse a nuevos retos que hoy en día continuarían vigentes. La mecánica cuántica planteaba la idea de que todo lo que no estaba prohibido era obligatorio, es decir, cualquier cosa era posible incluso siendo muy improbable. Esta mentalidad era significativamente diferente con la que iba asociada con la física clásica -entendiendo “clásica” como adscrita a los postulados de la mecánica relativista de Einstein-, puesto que en ésta cada elemento seguía trayectorias definidas a lo largo del espacio-tiempo. En otras palabras, las leyes de la teoría cuántica llegaban a descartar el concepto de trayectoria al fundamentarse, entre otros, en el “Principio de incertidumbre de Heisenberg”. El ser humano nunca podría saber con exactitud dos variables relacionadas entre sí, como la posición y la velocidad, pues, por ejemplo, reducir la incertidumbre de la velocidad implicaba inevitablemente el aumento de la incerteza en la medida de la posición. Por tanto, las trayectorias de las partículas son totalmente inciertas. Esto hace que la mecánica cuántica pueda mostrar la probabilidad de que ocurra una cosa u otra, pero que sea incapaz de predecir exactamente lo que va a suceder. De esta forma, mientras que la física relativista permite establecer relaciones entre un cuerpo y las
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condiciones que lo rodean, siendo posible definir las propiedades dinámicas del sistema, la mecánica cuántica no dispone de un tejido de base que permita determinar con precisión y de forma simultánea todas las variables dinámicas que rodean al cuerpo. Esto es debido al Principio de incertidumbre de Heisenberg y al hecho de que todo es potencialmente posible. La
incertidumbre
también
la
encontramos
asociada
al
concepto
de
“indeterminación”. Cuando nos referimos a él, pensamos en algo que no está completamente definido. Esta cualidad es, en cuántica, aplicable a cualquier objeto, aunque no aparece hasta que un sujeto lo empieza a observar. Así pues, la indeterminación no es intrínseca al sistema, sino que aparece en el momento en el que se produce una observación. Esta incertidumbre propia de la teoría cuántica nos anula. Nos elimina nuestra capacidad de predicción y, en consecuencia, hace que lo que vaya a suceder en un futuro deje de ser imprescindible. Lo que importa es la observación, la búsqueda, y no, como decía Montaigne, el “hallazgo”. Por tanto, lo fundamental no radica en el resultado, pues los sucesos futuros no pueden ser determinados con seguridad y rigor empírico. Siguiendo esta idea, podemos imaginar que la mecánica cuántica es una herramienta perfecta para asumir los límites de nuestra comprensión. El no-saber lo que ocurrirá en el futuro ya constituye de por sí una muestra de sabiduría porque reivindicamos conscientemente nuestra ignorancia, fruto de las limitaciones de la condición humana. Este argumento también puede ser aplicado a distintos niveles, sea un ejemplo el objetivo de este escrito, donde se intenta tantear más que acertar. Quizás nos adentramos demasiado en la reflexión y, aún así, considero que es interesante relacionar esta incertidumbre con el mismo sentido de la existencia. Desde tiempos remotos, el
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hombre se ha ido preguntado la razón por la que ama, siente, razona y vive. Pero, ¿qué es la vida? Hoy en día sabemos que, a nivel biológico, la vida es un mero conjunto de reacciones químicas. Con la ciencia, se ha afirmado que la vida no tiene ningún sentido. Los seres vivos viven para sobrevivir y lo que es realmente importante es la supervivencia de la especie mediante la reproducción. Por otro lado, los seres vivos están vivos porque las condiciones internas de sus organismos son completamente diferentes a las que se generan en el exterior. Bajo esta perspectiva, la vida es un intento por mantener este desequilibrio. ¡Una definición tan pragmática para un concepto tan complejo! Ahora bien, podemos escoger otra visión sobre la vida, acorde con la interpretación de Erwin Schrödinger. Él estudió las Leyes de la Termodinámica, una serie de principios que describen cambios de temperatura y transformaciones de energía. Entre estas leyes, la segunda nos indica que cualquier sistema abierto tiende al desorden, generando así entropía, caos. En este sentido, Schrödinger vio que los seres vivos no cumplían este principio aplicable a toda estructura física. Por una parte, los seres vivos son sistemas abiertos porque mantienen intercambios de energía con el exterior. No obstante, incumplen el segundo principio de la Termodinámica pues disponen del metabolismo, este conjunto de reacciones químicas que acabamos de mencionar y que hace que los organismos no tiendan al desorden. Consecuentemente, la vida es altamente improbable, así como también lo es la existencia de cada individuo ya que son estructuras muy ordenadas. A pesar de esto, es posible apreciar cómo los seres vivos se van desordenando progresivamente a medida que viven. Es un misterio fascinante: cada vez tienen más dificultad para producir energía, lo que les lleva al máximo desorden y a su muerte, generando a su vez muchísima entropía.
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Hasta ahora, hemos visto que la vida no parece tener ningún sentido a nivel biológico. Sin embargo, el ser humano está en el derecho de afirmar su sentido. Tenemos una mente distinta a la de otros organismos porque no podemos asumir que nuestra existencia carezca de alguna motivación, reto u objetivo. Sí, es difícil concebir que los seres vivos existen simplemente porque sí. Por esta razón, el hombre ha dado un nuevo sentido a la vida y se ha querido desmarcar de su posible inutilidad. Si reflexionamos sobre esto, podemos darnos cuenta de que este hecho es posible, sobre todo, gracias a que somos una especie cultural: razonamos, pensamos y transmitimos información concreta. Estas muestras representan la humanización en su dimensión más desarrollada. Además, el ser humano se distingue de los demás seres vivos porque es consciente de su propia finitud, de su muerte. La idea de la muerte no le acaba de convencer y esto podría ser, precisamente, otra de las razones por las que el individuo intentar dar otro sentido a su vida. Los recursos que puede seguir pueden derivar en el sentimiento religioso o en la fe en otros elementos. En relación con la religión, el hombre intenta trascender su realidad sensible: quiere ir más allá. Sin embargo, el ser humano puede reivindicar su existencia de otra forma haciendo uso de la cultura y de sus múltiples representaciones, como el arte. El hombre también puede desarrollar ciertos aspectos de su existencia, en contraposición con otros organismos vivos. Uno de los más importantes consiste en intensificar el sentimiento colectivo de pertenecer a la especie humana. Para hacerlo, puede preservar la herencia cultural y transmitir información por medios no biológicos. Además, puede ayudar a los demás y conservar el entorno. Su responsabilidad es, pues, más elevada que la que tienen otros seres vivos. El hombre ha descubierto el mundo con medios culturales y uno de sus objetivos principales debe residir en hacer todo lo posible para mejorarlo durante su vida. Sólo así
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podrá recordar serenamente sus acciones pasadas y estar orgulloso de él mismo, pues la vida sólo tiene valor si uno vive para los demás y contribuye a que el mundo sea más bello y noble. Vivimos en sociedad, somos compasivos y intentamos ser bondadosos, siempre intentando evitar caer en el egoísmo y la ira. Tal y como decía Séneca “el supremo bien está en el hábito de la mejor intención: esta, tan pronto como ha colmado su círculo de expansión, ciñéndose a sus propios fines, termina su misión y consigue el bien supremo sin aspirar a nada más.” Poco a poco, contribuimos a diseñar un mundo mejor y nos acercamos a lo que más ansiamos: la felicidad. Muchos libros pretenden explicar lo que significa esta idea, esta sensación de bienestar que nos envuelve y que nos obliga a desarrollar nuestra generosidad y nuestro sentido del altruismo. Lo que podemos afirmar es que el individuo busca la paz mental y espiritual para poder alcanzar este sentimiento de felicidad. Sin embargo, ¿a qué nos referimos con el término “espiritual”? En primer lugar, no necesariamente debemos asociarlo con la religión. Tal y como nos dice la propia palabra, el bienestar espiritual está relacionado con nuestro espíritu, cuya motivación no es otra que la de proporcionar felicidad a nuestro yo más íntimo y a los demás. Mientras que la religión se asocia a la fe, la espiritualidad nos ayuda a fomentar el interés por el Otro. Su práctica nos transforma sin que tengamos la necesidad de escoger un camino religioso. Esta es la fuerza de la espiritualidad, fundamental para el individuo. Hace unos años, su Santidad el Dalai Lama acudió a Barcelona para dar una conferencia sobre el arte de la compasión. Uno de las ideas que utilizó fue el “shen-pen kyi-sem”, una palabra tibetana que nos habla del increíble beneficio que supone ayudar a los demás. En este sentido, estas palabras nos proponen olvidarnos de nuestras problemas más habituales y nos invitan a ser útiles en relación con el Otro, con el que
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podremos intentar hacer del mundo un mejor lugar para vivir en él. Junto con la ayuda de los demás, todas nuestras preocupaciones podrán resolverse porque son, en el fondo, problemas humanos.
Segunda parte: La concepción de la existencia.
Retomando la mecánica cuántica, Edwin Schrödinger presentó, en el año 1937, la “Paradoja del gato de Schrödinger”, un experimento mental en el que se imaginó a un gato dentro de una caja, donde también había un dispositivo formado por una botella de gas tóxico que se rompería causando la muerte del animal en el caso de que un mecanismo conectado a ella detectase la desintegración radioactiva de un átomo de radio. Podemos ver que, en una hora, hay un 50% de posibilidades de que el dispositivo detecte esta partícula y explote. Cuando haya pasado esta hora, el gato podrá estar vivo o muerto. No obstante, la caja está cerrada, y sólo abriéndola comprobaremos lo que realmente ha sucedido. Esta paradoja refleja la “superposición cuántica”, aludiendo al hecho de que el conjunto gato-dispositivo tiene características de un gato vivo y muerto a la vez. Edwin Schrödinger también nos muestra que es imposible disponer de información del objeto, y que sólo mediante estudios de probabilidad se podrá determinar la vida del gato. El estado final del animal sólo puede deducirse al abrir la caja, así que es necesario que haya una observación. Si ésta no se produce, el gato no está muerto ni vivo, lo que nos conduce a una paradoja absurda en la que la (no)existencia del animal nos hace considerar la importancia de la percepción. Utilizando de nuevo esta idea de la mecánica cuántica, podemos permitirnos el hecho de extrapolarla para plantearnos nuestra propia existencia. Así, ¿qué pasaría si la humanidad se hallase en una caja cerrada?
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San Agustín fue un filósofo de la Edad Media que creía ciegamente en la existencia del hombre y no admitía la duda en relación con ella. En La Ciudad de Dios, San Agustín escribe: ”¿Qué? ¿Y si te engañas? Pues, si me engaño, existo. El que no existe no puede engañarse, y por eso, si me engaño, existo”. Estas palabras nos indican, por encima de todo, cómo el individuo no se equivocará al afirmar su propia existencia, incluso si hace uso de criterios (in)correctos para ratificarlo. Más tarde, Descartes hablaría del “pienso, luego existo”. Esta expresión da muestras de que la existencia del hombre es un conocimiento intuitivo y verdadero, aunque el individuo se conceda el beneficio de la duda respecto a ello. Para llegar a la afirmación del “cogito ergo sum”, Descartes vio la necesidad de proponer un método con el que la filosofía pudiese basarse en principios o verdades, como sucede con las matemáticas. Como consecuencia, estableció la duda metódica o radical y empezó a rechazar cualquier cosa que pareciese convincente. Primero, rechazó todo lo que provenía de los sentidos. Posteriormente, quiso rechazar cualquier razonamiento que pareciese convincente y, finalmente, quiso obviar toda idea que tuviese en mente. Con estos postulados, comprendió que su existencia era lo único sobre lo que no podía dudar mientras dudaba de todo lo demás; así, pudo introducir su famoso “pienso, luego existo”. En un estadio posterior de su reflexión, Descartes se interrogó sobre la naturaleza del yo y aceptó que el sujeto era, simplemente, una cosa pensante, un “res cogitans” que amaba, sentía, odiaba o se enfadaba. Con la afirmación del yo, pudo reflexionar sobre Dios y la perfección. En efecto, observó cómo la idea de la perfección estaba íntimamente ligada a una causa perfecta, lo que le llevó a afirmar la existencia de Dios. Si seguimos las bases de la mecánica cuántica, nada puede demostrar que algo existe. Para demostrarlo, deberíamos situarnos fuera de la caja que nos tiene encerrados. Esta incertidumbre sobre la existencia de la condición humana se agrava con el
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Principio de incertidumbre de Heisenberg ya que éste nos impide diferenciar con claridad la realidad de la ilusión. Así pues, llegar a una buena definición de nuestra realidad comportaría reducir substancialmente nuestros conocimientos sobre la imaginación. No obstante, este debate puede resolverse de forma sencilla. El hombre no sólo ha podido “olvidarse” de que podría encontrarse encerrado en un recipiente, sino que ha podido abstraerse y comprender que el sentido de la vida no es más que el deber de vivir feliz. Pero, ¿qué es la realidad? Y, ¿en qué consiste si el hombre se encuentra encerrado en una caja? En relación con la primera pregunta, es importante mencionar la gran complejidad de la realidad. Aunque pueda parecer insubstancial, es un aspecto interesante que debe tenerse en cuenta porque nuestra percepción sobre las cosas suele ser equivocada. La realidad adopta un matiz de colores mediante el cual busca cierto equilibrio, dentro de su gran complejidad. De este modo, las contraposiciones tienen sentido: vida y muerte, felicidad y tristeza, ilusión y decepción. Todos estos conceptos estarían vacíos si no encontrásemos su contrario en esta vasta tonalidad de colores que conforman nuestra existencia. Respecto a la segunda pregunta, negar la existencia de cualquier objeto o acontecimiento nos podría llevar a la conclusión de que todo lo demás no existe. La realidad como producto de la mente del individuo nos hace evitar, por otro lado, cualquier acercamiento nihilista a esta idea. Teniendo en cuenta las discrepancias presentes entre lo que denominamos realidad y percepción, no debemos situarnos en una posición radical y afirmar con certeza que nada existe. Esto supondría un rechazo implícito de la propia realidad del yo, de nuestra conciencia y de nuestra experiencia. Si nos fijamos en lo que la mecánica cuántica y la Teoría General de la Relatividad suscitan, podemos comentar diversos aspectos. En primer lugar, Einstein
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veía la realidad como dependiente del observador. Es decir, dos observadores pueden tener, paradójicamente, visiones muy diferentes sobre los mismos sucesos. En este momento, podemos comentar que la visión de Einstein sobre la ciencia está íntimamente relacionada con el hecho de que sólo “puede afirmar lo que es, pero no lo que debería ser, y fuera de su campo siguen siendo necesarios juicios de valor de todo tipo”, aludiendo a la religión. Aquellos científicos que, como Bohr, apostaban por la mecánica cuántica, seguían una postura positivista. Con ella, asumían que las vivencias observacionales eran las únicas que permitían desarrollar los conocimientos del hombre, y que la realidad era independiente del observador. A pesar de que todas estas interpretaciones sean diferentes, ninguna de ellas borra el poder de la intuición del individuo cuando este intenta descifrar el sentido último de la realidad y de los sujetos que la conforman. Esta intuición, la cual resulta ser un instinto básico del ser humano juntamente con la curiosidad, ha sido siempre la semilla del descubrimiento y la entrada hacia el imperio de la ciencia. Si prestamos atención, es posible apreciar cómo la mayoría de hipótesis que nacen de ella suelen partir de la interpretación más sencilla posible, siguiendo así la Navaja de Ockham. Este principio filosófico fue introducido en el siglo XIV y hace referencia a la sencillez de un modelo teórico. En primer lugar, nos guía hacia una comprensión más simple de la ciencia cuando se trata de escoger entre diferentes explicaciones. La “navaja de Ockham” es, pues, una regla general basada en la idea de que lo más simple y adecuado es la opción más probable (aunque esto no significa que sea la verdadera). En segundo lugar, este principio nos advierte de que la simplicidad puede ir asociada a una explicación errónea, y de que no por ello debe tener preferencia a un modelo teórico complejo pero correcto. Respecto a la intuición, el hombre conjeturará el estado final de
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un cuerpo a partir de la idea más simple posible, siempre que se adecue a las condiciones iniciales del sistema y sea suficiente. La conexión con la mecánica cuántica es notoria: esta teoría nos dice la probabilidad de que suceda una cosa, pero no nos dice lo que realmente ocurrirá. Del mismo modo, la intuición humana no trata de determinar lo que va a suceder realmente, sino de aportar posibles predicciones a algo que es abstracto. El conocimiento verdadero también puede ser abstracto, pero en mecánica cuántica este “conocimiento” es simplemente parcial y reside en el cálculo estadístico. La única diferencia significativa entre este conocimiento -resultado de la estadística-, y la intuición, es la imposibilidad de expresar la última en forma de porcentaje. El estudio probabilístico sobre lo que pueda suceder se basa en el uso de las matemáticas, un lenguaje universal y lógico capaz de analizar la más pura abstracción. En ciencia, el verdadero conocimiento matemático se obtiene siguiendo un proceso empírico compuesto por estrictas deducciones, lo que nos indica una aparente contradicción, pues incluso la probabilidad encuentra sus raíces en ecuaciones deterministas.
Tercera parte: Intuición y probabilidad.
Según Newton, la luz estaba compuesta por fotones sin masa y sin carga, y concluyó que su naturaleza era “corpuscular”. Sin embargo, los científicos Hooke y Huygens consideraron que su naturaleza era ondulatoria porque creían que la energía de la luz se emitía en forma de ondas. En el siglo XIX, Thomas Young formuló el “experimento de la doble rendija”, donde intentó averiguar si la luz era de naturaleza corpuscular o si, por el contrario, era ondulatoria. Su experimento consistía en colocar dos rejillas sucesivas, donde la luz se difractaría y mostraría su comportamiento. Young
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obtuvo un resultado sorprendente: la luz podía comportarse como partícula o como onda. Retomando la idea de la intuición, ésta puede ser errónea si se fundamenta en un axioma incorrecto. De forma similar, podemos pensar que estamos haciendo uso de nuestra intuición cuando, en realidad, la probabilidad de que algo pase es máxima, es decir, del 100%. Este hecho es comparable al “Experimento de Young”. Si cerramos una de las dos rendijas, vemos que la probabilidad de que los electrones hayan podido superar la primera apertura es del 0%, pues está cerrada. Paralelamente, la probabilidad de que éstos hayan atravesado la segunda rendija cuando ya han cruzado la primera es del 100%. Tenemos, pues, que existe una dualidad onda-partícula, asociada con la mecánica cuántica al estar relacionada con el concepto de la superposición de estados: puede ser onda y partícula al mismo tiempo. Es una paradoja similar a la del gato de Schrödinger, cuya naturaleza es de animal vivo y muerto a la vez. Esta superposición de estados nos muestra cómo un objeto puede estar simultáneamente en estados diferentes, o “variables conjugadas”. Si tenemos en cuenta el Principio de incertidumbre de Heisenberg, definir una de las conjugadas supondría aumentar la incertidumbre con respecto a las demás. Por tanto, determinar un estado hace que el resto de los que eran posibles se vuelvan progresivamente más inciertos. El conocimiento que aprehendemos es, pues, parcial: no es absoluto. Esta incerteza aumenta progresivamente y, por consiguiente, el individuo naufraga en el mar de la máxima incomprensión. Ahora bien, ¿qué es el conocimiento? ¿podemos considerar el conocimiento parcial como “conocimiento” en sí? El filósofo presocrático Parménides creía que el verdadero conocimiento, inmutable, se obtenía mediante la razón. Él hizo una clara distinción entre el camino de la opinión, -relacionado con el mundo sensible, el de la
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falsedad y el del “no ser”-, y el de la verdad, cuyo origen era el de lo racional. Más tarde, Platón consideró que el conocimiento absoluto no podía estar sujeto a error puesto que provenía del mundo de las Ideas. Por otro lado, Aristóteles creía que el conocimiento se basaba en el entendimiento del sujeto, al que se llegaba con el uso de silogismos demostrativos, donde los axiomas establecían verdades esenciales sobre él. Tal y como hemos mencionado anteriormente, René Descartes fue el encargado de introducir la duda sistemática, un escepticismo metódico que rechazaba todo lo que ya estaba establecido. Esta idea influenció a interpretaciones posteriores, como el empirismo de Locke y Hume o el criticismo de Kant. Mientras que el empirismo nos dice que el conocimiento procede de la experiencia, Kant diferenció el “juicio analítico”, cuya verdad es a priori e independiente de la experiencia, del “juicio sintético” (esta vez, basado en la experiencia). Para muchos filósofos y científicos, el conocimiento científico es necesario para saber la “verdad” absoluta. A pesar de que algunos hombres consideraron que la verdad no era una característica intrínseca en él, nosotros creeremos que el conocimiento se sostiene en ella. Así, aunque la mecánica cuántica no nos proporcione un conocimiento completo de lo que va a ocurrir, siempre obtendremos un resultado, un porcentaje que ya será en sí un “conocimiento”, aunque incompleto y parcial.
Cuarta parte: El tiempo. ¿El tiempo?
Finalmente, es interesante analizar el concepto de “tiempo” desde la perspectiva científica y filosófica. En la Edad Media, la gente culta creía que el tiempo era una ilusión. Thomas Mann, en La montaña mágica, nos indica que, para ellos, “su transcurso, en tanto relación de causa y efecto, sólo era resultado de la propia naturaleza
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de los sentidos, y que la verdadera esencia de las cosas era un presente inmutable”. Esta concepción fue cambiando a lo largo de la Historia, y aún en la actualidad continúa siendo un gran misterio. Muchos son los autores que han tratado de analizar su naturaleza, pero nadie ha conseguido hallar una definición completa y acertada sobre la idea de “tiempo”. El propio Thomas Mann afirma, en La montaña mágica, que el tiempo es una “condición del mundo de los fenómenos, un movimiento mezclado y unido a la existencia de los cuerpos en el espacio y a su movimiento.” También nos comenta que “el tiempo es activo, posee una naturaleza verbal, es “productivo”. (…) Produce el cambio. El “ahora” no es el “entonces”, el “aquí” no es el “allí”, pues entre ambas cosas existe siempre el movimiento. Pero como el movimiento por el cual se mide el tiempo es circular y se cierra sobre sí mismo, ese movimiento y ese cambio se podrían calificar perfectamente de reposo e inmovilidad. El “entonces” se repite sin cesar en el “ahora”, y el “allá” se repite en el “aquí”. Y como, por otra parte, a pesar de los más desesperados esfuerzos, no se ha podido representar un tiempo finito ni un espacio limitado, se ha decidido “imaginar” que el tiempo y el espacio son eternos e infinitos, pensando –al parecer- que, dentro de la imposibilidad de hacerse una idea, esto es un poco más fácil. Sin embargo, al establecer el postulado de lo eterno y lo infinito, ¿no se destruye lógica y matemáticamente todo lo limitado y finito?”. Esta reflexión llevada a cabo por este escritor nos propone elementos realmente muy interesantes a analizar. Por ejemplo, nos habla de un tiempo circular. Según muchas culturas antiguas, el tiempo es cíclico porque hay secuencias de acontecimientos que se repiten una y otra vez en la historia. Por otro lado, la teología judeo-cristiana nos propone un tiempo de naturaleza linear con el que podemos imaginarnos una vida más allá de los límites impuestos por la muerte.
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Comúnmente, suponemos que el tiempo es una entidad independiente. En nuestro vida cotidiana, el tiempo en sí no es más que un reflejo aparentemente tangible: hablamos con naturalidad del pasado, del presente y del futuro. Si hacemos alusión al “ahora”, observamos que es tan sólo un concepto convencional designado como frontera entre lo que ya ha sucedido y lo que está por venir. Sin embargo, el presente no puede ser definido de forma completa porque todo fluye con rapidez hacia el pasado. En otras palabras, cuando nos preguntamos qué hora es y respondemos “12:05:02”, vemos que, en realidad, nos hemos equivocado pues son las “12:05:03”. Y así sucesivamente. Por otro lado, es imposible hablar del pasado o del futuro si no disponemos de alguna palabra que nos marque la frontera entre estos dos pues dependen, en cierto modo, del presente. Negar el presente no es una buena opción porque negaríamos nuestra propia existencia y experiencia: lo que importa es el presente porque todo desaparece hacia el mundo difuminado del pasado y nada se encuentra, por el momento, en el futuro. Todas estas reflexiones no nos permiten establecer una clara definición sobre lo que supone el tiempo. Sin embargo, nos indican que debemos aceptar la existencia del presente para poder comprender la entidad constituida por el tiempo. La idea de que el tiempo produce cambios es fundamental. En este sentido, puede ser considerado como algo objetivo. Las cosas se alteran con el paso del tiempo, y la apariencia de este mundo pasa: Praeterit figura hujus mundi. El ser humano es una muestra de ello. Este nace y, al final, muere. Es un proceso que se repite siempre, de modo que en el fondo, el tiempo puede relacionarse con algo ordenado, inalterable y estructurado. La mecánica cuántica apuesta por esta concepción absoluta del tiempo donde la subjetividad desaparece por completo. En cambio, el tiempo puede ser subjetivo en Relatividad en la medida en que cada individuo lo percibe de una forma diferente.
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Hoy en día, la incapacidad de establecer una definición científica y estándar para el concepto de tiempo es bastante clara, y este hecho dificulta el intento de unificar la mecánica cuántica con la relatividad general en la llamada “Teoría General Unificada (TGU)”. Se han formulado diversas teorías, como la “Teoría de supercuerdas” o la “geometría no conmutativa”, pero la unificación todavía parece difícil. Por un lado, los científicos que dan apoyo a la mecánica cuántica creen, tal y como hemos dicho, en un tiempo único, en un reloj universal. A diferencia de ellos, los que creen en la física relativista consideran que el tiempo es indudablemente dinámico porque está sujeto al observador. Dos individuos pueden percibir de forma diferente la duración de un acontecimiento. Como ejemplo, podemos comentar el caso de los agujeros negros, cuerpos celestes en el espacio-tiempo cuyo campo gravitatorio es tan grande que ninguna partícula -ni siquiera la luz-, puede escapar de su interior. Si nos situásemos en las proximidades de un agujero negro, el tiempo se ralentizaría, mientras que un observador situado a una distancia considerable del cuerpo no vería ningún cambio aparente e inmediato en el tiempo. Por tanto, la relatividad nos muestra que no hay un “tiempo” absoluto, sino que cada individuo percibe el transcurso del tiempo de forma completamente subjetiva. El concepto de tiempo carece de sentido, así que los científicos convencidos con esta teoría pueden estar más dispuestos a aceptar que el tiempo, simplemente, no exista. Cuando hablábamos de la paradoja del gato de Schrödinger y analizábamos la posibilidad de que la condición humana se encontrase dentro de una caja, vimos que, en estas circunstancias, era difícil encontrar diferencias entre la realidad y la ilusión. Pues bien, esto también ocurre si el tiempo no existe. Llegados a este punto, dejamos de poder distinguir entre pasado, presente y futuro, entre “el todavía del otra vez. Son
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conceptos que al mezclarse y emborronarse traen consigo la eliminación del tiempo, el imperio atemporal del siempre y para siempre”. (Thomas Mann)
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