La ambición imperial de Estados Unidos By G. John Ikenberry De Foreign Affairs En Español , Otoño-invierno 2002 G. John Ikenberry es profesor de la cátedra Peter F. Krogh de Geopolítica y Justicia Global en la Georgetown Georgetown University y habitual reseñista de libros para Foreign Affairs. Su libro más reciente es After Victory: Institutions, Strategic Restraint, and the Rebuilding of Order After Major Wars. LOS ENCANTOS DE LA ANTICIPACIÓN A la sombra de la guerra que el gobierno de Bush libra contra el terrorismo, circulan ideas completamente nuevas sobre la estrategia a gran escala de Estados Unidos y la reestructuración reestructuración del mundo unipolar de hoy. Éstas estipulan que Estados Unidos use la fuerza unilateralmente unilateralmente de modo anticipado, anticipado, e incluso preventivo, con el auxilio, si es posible, de "coaliciones con aquellos que estén dispuestos a secundarlo", pero a fin de cuentas libre de las restricciones restricciones de los reglamentos y normas de la comunidad internacional. internacional. Llevados al extremo, estos criterios conforman una perspectiva neoimperial neoimperial por la cual Estados Unidos se arroga el papel global de fijar normas, determinar cuáles son las amenazas, usar la fuerza e impartir la justicia. Es una perspectiva en que la soberanía se vuelve más absoluta para Estados Unidos, aun si se vuelve más condicionada condicionada para los países que desafíen los criterios de conducta externa externa e interna establecidos establecidos por Washington. Es una perspectiva que se hace necesaria (al menos ante los ojos de sus promotores) por el carácter nuevo y apocalíptico de las amenazas terroristas contemporáneas contemporáneas y el predominio global sin precedentes precedentes de Estados Unidos. Estas ideas e impulsos estratégicos radicales podrían transformar al actual orden mundial de una manera en que el fin de la Guerra Fría, extrañamente, no fue capaz de hacerlo. Las exigencias de combatir el terrorismo en Afganistán y el debate sobre la intervención en Irak oscurecen la profundidad profundidad de este desafío geopolítico. No se han hecho planes detallados ni se han convocado cumbres cumbres al estilo de Yalta, pero están por instrumentarse medidas medidas que alterarán drásticamente el orden político que Estados Unidos ha venido construyendo con sus socios desde la década de 1940. Las nuevas realidades realidades gemelas de nuestra era (terrorismo (terrorismo catastrófico y poder estadounidense estadounidense unipolar) exigen una revaloración revaloración de los principios organizativos del orden internacional. Estados Unidos y las otras grandes potencias necesitan, ciertamente, crear un nuevo consenso sobre sobre las amenazas terroristas, las armas de destrucción masiva (WMD, por sus siglas en inglés), el uso de la fuerza y las reglas del juego global. Este imperativo exige una mejor apreciación apreciación de las ideas provenientes del gobierno estadounidense. estadounidense. Pero, a su vez, éste debería entender las virtudes del antiguo orden que quiere deponer. La incipiente gran estrategia neoimperial neoimperial amenaza con desgarrar el tejido de la comunidad internacional y las asociaciones asociaciones políticas precisamente precisamente en momentos en que se les necesita con urgencia. Es un enfoque preñado de peligros y probablemente destinado al fracaso. No sólo es insostenible en términos políticos, sino también perjudicial perjudicial en el campo diplomático. Y a juzgar por la historia, desencadenará desencadenará antagonismos antagonismos y resistencias resistencias que dejarán a Estados Unidos en un mundo más hostil y divido. HERENCIAS PROBADAS La corriente predominante de la política exterior estadounidense estadounidense se ha definido desde los años cuarenta por dos grandes líneas estratégicas que erigieron el orden internacional internacional moderno. moderno. Una es de orientación orientación realista, y se organiza en torno a la contención, la disuasión y el mantenimiento del equilibrio mundial de poder. Enfrentado a la Unión Soviética, peligrosa peligrosa y expansiva, desde 1945, Estados Unidos dio un paso adelante para ocupar el vacío que dejaban la declinación declinación del Imperio Británico y el derrumbe del orden europeo europeo para actuar como contrapeso de Stalin y su Ejército Rojo. La piedra de toque de esta estrategia fue la contención, mediante la cual se procuraba negar a la Unión Soviética la capacidad capacidad de expandir su esfera de influencia. El orden se mantenía controlando controlando el equilibrio bipolar entre los campos soviético y estadounidense. La estabilidad estabilidad se alcanzaba mediante mediante la disuasión nuclear. Por primera vez, las armas nucleares y la doctrina de la seguridad de la destrucción recíproca recíproca hacían
de la guerra entre las grandes potencias un acto irracional. Pero la contención y el equilibrio de poder global se acabaron con la caída de la Unión Soviética en 1991. La disuasión nuclear ya no es la lógica definitoria del orden existente, aunque todavía es una característica en receso que continúa imprimiendo estabilidad a las relaciones entre China, Rusia y Occidente. Esta estrategia significó para Estados Unidos un sinfín de instituciones y asociaciones. Las más importantes fueron la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la alianza con Japón: sociedades de seguridad encabezadas por Estados Unidos que sobrevivieron al fin de la Guerra Fría al constituir un bastión para la estabilidad mediante el compromiso y las garantías. Estados Unidos mantiene una presencia de avanzada en Europa y el Este de Asia; sus aliados obtienen protección de seguridad así como cierta regularidad en sus relaciones con la principal potencia militar del mundo. Pero el equilibrio de la Guerra Fría produjo algo más que una estructura utilitaria de alianzas: generó un orden político que tiene valor en sí mismo. Esta gran estrategia presupone un marco flexible de consultas y acuerdos para resolver las diferencias: las grandes potencias se otorgan mutuamente el respeto de iguales, y se hacen concesiones recíprocas hasta que entran en juego intereses vitales. Los asuntos internos de estos países continúan siendo justamente eso: internos. Las grandes potencias compiten entre sí, y aunque la guerra no es inconcebible, el manejo sobrio del Estado y el equilibrio de poder ofrecen la mejor esperanza de paz y estabilidad. Cuando George W. Bush luchó por la presidencia puso especial énfasis en algunos de estos temas, describiendo su visión de la política exterior como un "nuevo realismo": los esfuerzos estadounidenses dejarían de concentrarse en la inquietud por construir naciones, el trabajo social internacional y el uso promiscuo de la fuerza que caracterizaron la era de Clinton, para orientarse, en su lugar, a cultivar las relaciones entre las grandes potencias y a reconstruir las fuerzas armadas. Los intentos de Bush encaminados a integrar a Rusia en el orden de la seguridad occidental fueron la manifestación más importante de su estrategia realista a gran escala. La moderación de la retórica de confrontación de Washington hacia China también refleja este acento. Si los principales estados de Asia y Europa se atienen a las reglas, el orden de las grandes potencias se mantendrá estable. (En cierto modo, es precisamente porque Europa no es una gran potencia -o al menos parece evitar la lógica política de una gran potencia- que ahora está generando tanta discordia con Estados Unidos.) La otra gran estrategia, forjada durante la Segunda Guerra Mundial, cuando Estados Unidos planificó la reconstrucción de la economía mundial, es de orientación liberal. Procura la construcción del orden en torno a relaciones políticas institucionalizadas entre democracias de mercado integradas, apoyadas en la apertura económica. Sin embargo, esta agenda no fue simplemente el resultado de las inspiraciones de empresarios y economistas estadounidenses. Siempre ha habido también metas geopolíticas. Mientras la gran estrategia realista de Estados Unidos tenía como objetivo contrarrestar el poder soviético, su gran estrategia liberal tenía el propósito de evitar volver a la década de 1930, que fue una era de bloques regionales, conflictos comerciales y rivalidad estratégica. El comercio abierto, la democracia y las relaciones institucionales multilaterales iban de la mano. Implícito en esta estrategia estaba el criterio de que el orden internacional basado en reglas (especialmente un orden en el cual Estados Unidos usara su gravitación política para establecer reglas comunes) protegería de modo más completo los intereses estadounidenses, conservaría su poder y ampliaría su influencia. Esta gran línea estratégica se practicó mediante un conjunto de iniciativas de posguerra que se veían como una inocente "baja política"; las instituciones de Bretton Woods, la Organización Mundial del Comercio (OMC) y la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos son sólo algunos ejemplos. En conjunto, forman un complejo pastel de varias capas de iniciativas de integración que mantienen unido al mundo industrializado. Durante los años noventa, Estados Unidos continuó con esta gran estrategia liberal. Tanto el gobierno del primer Bush como el de Clinton trataron de articular una visión del orden mundial que no dependiera de una amenaza externa o de una política explícita de equilibrio de poder. El primer Bush hablaba de la importancia de la comunidad trasatlántica y expresaba sus ideas sobre una región de Asia y el Pacífico con mayor nivel de integración. En ambos casos, la estrategia ofrecía una visión positiva de las alianzas y la asociación erigida en torno a valores, tradiciones e intereses mutuos, y la preservación de la estabilidad. Igualmente, el gobierno de Clinton trató de describir el orden de la Posguerra Fría en términos de la expansión de la democracia y los mercados abiertos. Según esta perspectiva, la democracia proporcionaba el fundamento de la comunidad global y regional, y el comercio y los flujos de capital eran fuerzas de reforma política e integración. El actual gobierno de Bush no está interesado en blandir esta gran estrategia de aspecto clintoniano, pero de todos modos, en varios sentidos, invoca algunas de sus ideas. El apoyo al ingreso de China en la OMC se
basa en la previsión de la tradición liberal según la cual los mercados libres y la integración en el orden económico occidental van a crear presiones para que se realice la reforma política china y, al mismo tiempo, a desalentar una política exterior agresiva. El apoyo del gobierno estadounidense a la ronda multilateral de negociaciones comerciales de Doha, Qatar, el año pasado, también tuvo como premisas los beneficios económicos y políticos de un comercio más libre. Después del 11 de septiembre, el representante comercial de Estados Unidos, Robert Zoellick, llegó incluso a vincular la autoridad de la expansión comercial con la lucha contra el terrorismo: comercio, crecimiento, integración y estabilidad política entran en el mismo paquete. Richard Haass, director de Planeación de Políticas del Departamento de Estado, sostuvo hace poco que "el principal objetivo de la política exterior estadounidense es integrar a otros países y organizaciones en acuerdos que promuevan un mundo acorde con los intereses y valores estadounidenses". Aquí tenemos, de nuevo, un eco de la gran estrategia liberal. Las recientes medidas comerciales proteccionistas del gobierno en los campos del acero y la agricultura provocaron una protesta tan fuerte en todo el mundo precisamente porque a los gobiernos les preocupa la posibilidad de que Estados Unidos pueda estar retirándose de esta estrategia liberal de posguerra. LAS TRANSACCIONES HISTÓRICAS DE ESTADOS UNIDOS Estas dos grandes estrategias tienen sus raíces en tradiciones intelectuales divergentes (e incluso antagónicas). No obstante, durante los últimos 50 años funcionaron notablemente bien en conjunto. La gran estrategia realista creó una racionalidad política para el establecimiento de importantes compromisos de seguridad en todo el mundo. La estrategia liberal creó una agenda efectiva para el liderazgo estadounidense. Estados Unidos podía ejercer su poder y satisfacer sus intereses nacionales, pero lo hacía de un modo que contribuía a que se reforzara el tejido de la comunidad internacional. El poder estadounidense no desestabilizó el orden mundial; ayudó a crearlo. El establecimiento de acuerdos basados en reglas y asociaciones de seguridad política fue bueno tanto para Estados Unidos como para gran parte del mundo. A finales de los años noventa, el resultado era un orden político internacional de éxito y dimensiones sin precedentes: una coalición global de estados democráticos enlazados por los mercados, las instituciones y las asociaciones de seguridad. El orden internacional se construyó sobre dos transacciones históricas. Una fue el compromiso de Estados Unidos de proporcionar a sus socios europeos y asiáticos protección de seguridad y acceso al mercado, la tecnología y suministros estadounidenses, en el marco de una economía mundial abierta. Por su parte, estos países se comprometieron a ser socios confiables y proporcionar a Estados Unidos apoyo diplomático, económico y logístico en su papel de líder del orden occidental más amplio de la posguerra. La otra es la transacción liberal referida a las incertidumbres del poder estadounidense. Los países del Este de Asia y Europa acordaron aceptar el liderazgo estadounidense y operar en el marco de un sistema político-económico previamente acatado. Estados Unidos, en respuesta, se abrió a sus socios y se unió a ellos. En efecto, Estados Unidos construyó una coalición institucionalizada de socios y reforzó la estabilidad de estas relaciones mutuamente beneficiosas al volverse más accesible y amable (es decir, al aceptar las reglas y crear procesos políticos continuos que facilitaran la consulta y la toma conjunta de decisiones). Estados Unidos hizo que su poder fuera seguro para el mundo, y el mundo respondió con la aceptación de vivir dentro del sistema estadounidense. Estas transacciones datan de los años cuarenta, pero aún son puntales del orden posterior a la Guerra Fría. El resultado es el sistema internacional más estable y próspero de la historia mundial. Pero las nuevas ideas del gobierno de Bush, que cristalizaron con el 11 de septiembre y el predominio estadounidense, están perturbando este orden y las transacciones políticas que lo determinaron. UNA NUEVA GRAN ESTRATEGIA Por primera vez desde los albores de la Guerra Fría, una nueva línea estratégica está cobrando forma en Washington. Su impulso inicial y más directo es la reacción ante el terrorismo, pero también constituye una visión más amplia de cómo Estados Unidos debería ejercer el poder y organizar el orden mundial. De acuerdo con este nuevo paradigma, Estados Unidos estará menos atado a sus socios y a las reglas e instituciones globales, al tiempo que se propone desempeñar un papel más unilateral y previsor en enfrentar las amenazas terroristas y encarar a los estados villanos que aspiren a poseer WMD. Estados Unidos se servirá de su poderío militar sin igual para controlar el orden global. Esta nueva gran estrategia consta de siete elementos. Comienza con un compromiso fundamental de mantener un mundo unipolar donde Estados Unidos no tenga ningún competidor que esté a su nivel. No se permitirá alcanzar una posición hegemónica a ninguna coalición de grandes potencias que no incluya a Estados Unidos. Bush hizo de este punto el centro de la política de seguridad estadounidense en junio, en su alocución inaugural en West Point: "Estados Unidos cuenta con fuerzas militares superiores a cualquier
desafío y tiene intenciones de mantenerlas, y con ello volverá inútiles las carreras armamentistas desestabilizadoras de otras épocas, y limitará las rivalidades al ámbito del comercio y otros empeños de paz". Estados Unidos no procurará su seguridad mediante la estrategia realista, más modesta, de actuar en un sistema global de equilibrio de poder, ni llevará adelante una estrategia liberal en la que las instituciones, la democracia y los mercados integrados reduzcan con su acción conjunta la importancia de las políticas de poder. Estados Unidos será tanto más poderoso que otros estados importantes, que desaparecerán a las rivalidades estratégicas y la competencia de seguridad entre las grandes potencias, dejando a todos (y no sólo a Estados Unidos) en mejor posición. Este objetivo hizo su primera inquietante aparición a finales del gobierno del primer Bush, en un memorando filtrado del Pentágono, escrito por el subsecretario de Defensa, Paul Wolfowitz. Con el derrumbe de la Unión Soviética, escribió, Estados Unidos debe actuar para impedir el ascenso de competidores que estén a su nivel en Europa y Asia. Pero en los años noventa se puso en entredicho ese objetivo estratégico. Estados Unidos creció durante esa década más rápidamente que los otros países importantes, redujo el gasto militar con más lentitud y controló la inversión en el avance tecnológico de sus fuerzas. Hoy, sin embargo, la nueva meta es hacer que estas ventajas se vuelvan permanentes, un hecho consumado que hará que los otros estados ni siquiera intenten ponerse a la par. Algunos analistas describieron esta estrategia como una "ruptura" mediante la cual Estados Unidos avanza tan rápido en el desarrollo de los adelantos tecnológicos (robótica, láseres, satélites, proyectiles de precisión, etc.), que ningún estado o coalición podría desafiarlo como líder, protector o policía global. El segundo elemento es un reciente y alarmante análisis de las amenazas globales y de cómo deben ser atacadas. La penosa nueva realidad es que algunos pequeños grupos de terroristas (tal vez con la ayuda de estados villanos) podrían adquirir pronto armas nucleares, químicas o biológicas altamente nocivas capaces de producir una destrucción catastrófica. Estos grupos terroristas no pueden ser apaciguados ni disuadidos, a juicio del gobierno estadounidense, por lo que deben ser eliminados. El secretario de Defensa Donald Rumsfeld ha presentado esta aterradora visión con elegancia: "Hay cosas que sabemos que conocemos. Y hay incógnitas conocidas; es decir, cosas que sabemos que no conocemos. Pero también hay incógnitas que no conocemos; cosas que no sabemos que ignoramos. [...] cada año descubrimos más de esas incógnitas desconocidas". En otras palabras, podrían existir grupos de terroristas de los que nadie sabe nada. Podrían tener armas nucleares, químicas o biológicas que Estados Unidos no sabía que pueden adquirir, y podrían tener medios de atacar sin ningún aviso y estar dispuestos a hacerlo. En la era del terrorismo, hay menos espacio para el error. Pequeñas redes de gente descontenta podrían infligir un daño inimaginable al resto del mundo. No son estados-nación ni se ajustan a las reglas del juego que los demás aceptan. Según el tercer elemento de la nueva estrategia, el concepto de disuasión característico de la Guerra Fría perdió vigencia. Disuasión, soberanía y equilibrio de poder sólo funcionan juntos. Cuando la disuasión ya no resulta viable, todo el edificio del realismo empieza a resquebrajarse. La amenaza hoy no son otras grandes potencias que haya que controlar mediante la capacidad de respuesta nuclear, sino las redes terroristas transnacionales sin domicilio. No pueden ser disuadidas porque o bien sus miembros están dispuestos a morir por la causa o están en condiciones de escapar a las represalias. La antigua estrategia defensiva de construir misiles y otras armas que puedan sobrevivir a un primer ataque y usarse en un ataque de represalia para castigar al atacante ya no garantizará la seguridad. La única opción, pues, es tomar la ofensiva. El uso de la fuerza, según este sector de opinión, exigirá, por lo tanto, actuar por adelantado e incluso preventivamente, enfrentando las amenazas potenciales antes de que puedan convertirse en un problema mayor. Pero esta premisa entra en contradicción con las antiguas reglas internacionales de legítima defensa y con las normas de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) relacionadas con el uso adecuado de la fuerza. Rumsfeld expresó la justificación de la acción anticipada al afirmar que "la falta de elementos de prueba no es prueba de la falta de armas de destrucción masiva". Pero una perspectiva semejante hace que las normas internacionales de legítima defensa (consagradas en el Artículo 51 de la Carta de la ONU) casi pierdan su sentido. El gobierno estadounidense debería recordar que cuando los cazas israelíes bombardearon la central nuclear iraquí en Osirak en 1981, algo que Israel describió como un acto de legítima defensa, el mundo condenó la acción como una agresión. Incluso la primera ministra Margaret Thatcher y la embajadora estadounidense ante la ONU, Jeane Kirkpatrick, la criticaron, y Estados Unidos se sumó de pasada a una resolución de la ONU que la condenó. La doctrina de seguridad del gobierno de Bush coloca al país en la misma resbaladiza pendiente. Aun sin una amenaza clara, Estados Unidos ahora reclama para sí el derecho a usar la fuerza militar por anticipado o en forma preventiva. En West Point, Bush lo planteó de manera sucinta cuando afirmó que "las fuerzas armadas deben estar listas para atacar en el momento en que se les avise y en cualquier oscuro rincón de la Tierra.
Todas las naciones que opten por la agresión y el terror pagarán el precio". El gobierno defiende esta nueva doctrina como un ajuste necesario a un ambiente de amenazas más incierto y cambiante. Esta política de no admitir lamentos prefiere errar por exceso y no por omisión, pero también puede convertirse fácilmente en tema de seguridad nacional por presentimiento o inferencia, dejando al mundo sin normas claramente definidas para justificar el uso la fuerza. En consecuencia, el cuarto elemento de esta incipiente gran estrategia implica una redefinición de lo que es la soberanía. Como no se puede disuadir a estos grupos terroristas, Estados Unidos debe estar dispuesto a intervenir en cualquier parte y en cualquier momento para destruir la amenaza por anticipado. Los terroristas no respetan las fronteras, así es que Estados Unidos tampoco puede hacerlo. Además, los países que albergan a terroristas, ya sea porque lo consienten o porque no son capaces de hacer cumplir sus leyes en su territorio, efectivamente pierden sus derechos de soberanía. Hace poco, Haass hizo referencia a este criterio en The New York Times: Lo que estamos viendo en este gobierno es la aparición de un nuevo cuerpo o principio de ideas [...] sobre lo que podría llamarse los límites de la soberanía. La soberanía implica obligaciones. Una es no matar en masa al propio pueblo. Otra es no apoyar el terrorismo en ninguna forma. Si un gobierno no cumple con estas obligaciones, entonces pierde algunos de los beneficios habituales de la soberanía, incluido el de que no se metan con él dentro de los límites de su propio territorio. Otros gobiernos, entre ellos el de Estados Unidos, adquieren el derecho de intervenir. En el caso del terrorismo, esto puede incluso conducir a un derecho de legítima defensa preventiva. Básicamente, puede actuarse anticipadamente si hay motivos para creer que es una cuestión de cuándo va a haber un ataque, y no de si se realizará. Aquí se enredan la guerra contra el terrorismo y el problema de la proliferación de WMD. La preocupación es que unos pocos estados despóticos (Irak en particular, pero también Irán y Corea del Norte) desarrollen la capacidad de producir WMD y pongan esas armas en manos de terroristas. Se puede disuadir a estos regímenes de usar esas capacidades, pero podrían traspasar las armas a redes terroristas que no son objeto de la disuasión. He aquí, entonces, otro nuevo principio del gobierno de Bush: la posesión de WMD por parte de gobiernos que no rindan cuentas ante nadie, despóticos y hostiles, es en sí una amenaza que debe contrarrestarse. En el pasado, estos regímenes eran deplorados pero se les toleraba. Con el ascenso del terrorismo y las WMD, hoy resultan ser amenazas inaceptables. Así, estados que técnicamente no están violando ninguna de las leyes internacionales existentes podrían ser objetivos de las fuerzas estadounidenses, si Washington determina que tienen la capacidad potencial de hacer daño. La redefinición de la soberanía resulta paradójica. Por un lado, la nueva gran estrategia reafirma la importancia del Estado-nación territorial. Después de todo, si a todos los gobiernos pudiera pedírseles rendición de cuentas y fueran capaces de hacer valer el estado de derecho en sus territorios soberanos, a los terroristas les resultaría muy difícil actuar. La naciente doctrina de Bush consagra esta idea: se seguirá considerando que los gobiernos son responsables por lo que ocurre dentro de los límites del territorio que gobiernan. Por otro lado, la soberanía ha adquirido un nuevo condicionamiento: los gobiernos que no actúen como estados respetables y sujetos a la ley perderán su soberanía. En cierto sentido, esta soberanía condicionada no es nueva. Las grandes potencias han transgredido deliberadamente las normas de la soberanía del Estado desde que fueron establecidas, en particular en sus esferas tradicionales de influencia, siempre que el interés nacional así lo determinó. Estados Unidos mismo lo ha hecho en el hemisferio occidental desde el siglo XIX. Sin embargo, lo que hoy resulta nuevo y provocador en este criterio es la inclinación del gobierno de Bush a aplicarlo globalmente, arrogándose la autoridad de determinar cuándo se han perdido los derechos de la soberanía, y a hacerlo basándose en previsiones. El quinto elemento de esta nueva gran estrategia es una depreciación general de las reglas, los tratados y las asociaciones de seguridad internacionales. Este punto se relaciona con la naturaleza de las nuevas amenazas: si en la guerra contra el terrorismo lo que está en juego crece y los márgenes de error se reducen, las normas y acuerdos multilaterales que sancionan y limitan el uso de la fuerza no son más que molestos obstáculos. La tarea fundamental es eliminar la amenaza. Pero la incipiente estrategia unilateral también responde a una desconfianza más profunda hacia el sospechoso valor de los acuerdos internacionales mismos. Parte de esta visión surge de la muy sentida y muy estadounidense creencia de que su país no debe enredarse en el mundo corruptor y restrictivo de las reglas e instituciones multilaterales. Para algunos estadounidenses, la convicción de que la soberanía de su país es algo políticamente sagrado lleva a la preferencia por el aislacionismo. Pero la visión más influyente, sobre todo después del 11 de septiembre, es que Estados Unidos no debería apartarse del mundo, sino que debería operar en él con sus propias condiciones. El repudio del gobierno de Bush a un notable conjunto de tratados e instituciones (desde el Protocolo de Kyoto sobre el calentamiento global hasta la Corte Penal Internacional o la Convención sobre
Armas Biológicas) pone de manifiesto esta nueva inclinación. De manera similar, Estados Unidos firmó un acuerdo formal con Rusia sobre la reducción de ojivas nucleares desplegadas sólo después de la insistencia de Moscú; el gobierno de Bush no quería más que un "acuerdo entre caballeros". En otras palabras, Estados Unidos decidió que es lo suficientemente grande y poderoso, y que está a suficiente distancia de los demás como para marchar solo. Sexto, la nueva gran estrategia sostiene que Estados Unidos necesitará actuar de manera directa y sin limitaciones en respuesta a las amenazas. Esta convicción se basa parcialmente en el juicio según el cual ningún otro país o coalición (ni siquiera la Unión Europea) tiene las capacidades de proyección de fuerza para responder a los estados terroristas y villanos del mundo. Una década de gasto estadounidense en defensa y modernización dejó muy atrás a los aliados de Estados Unidos. En las operaciones de combate, los socios de la alianza encuentran cada vez más difícil acoplarse con las fuerzas estadounidenses. Esta idea se basa también en el juicio según el cual las operaciones conjuntas y el uso de la fuerza mediante coaliciones tienden a entorpecer las operaciones efectivas. Para algunos analistas, esta enseñanza fue clara en la campaña de bombardeo aliado sobre Kosovo. El mismo criterio se expresó durante las operaciones militares aliadas y estadounidenses en Afganistán. Rumsfeld explicó el asunto este año, cuando dijo: "La misión debe determinar la coalición, y no la coalición la misión, pues en tal caso la misión se reduciría a la búsqueda del mínimo común denominador aceptable para la mayoría de los participantes, cosa que no podemos aceptar". Nadie en el gobierno de Bush sostiene que la OTAN o la alianza Estados Unidos-Japón deben ser desmanteladas. Más bien lo que ocurre es que esas alianzas ahora se consideran menos útiles para Estados Unidos conforme enfrenta las amenazas actuales. Algunos funcionarios sostienen que no es que Estados Unidos elija despreciar las alianzas, sino que los europeos no están dispuestos a seguirle el paso. En el caso de que fuera cierto, la modernización de las fuerzas armadas estadounidenses, junto con sus enormes dimensiones en relación con las fuerzas del resto del mundo, hacen de Estados Unidos una clase aparte. En esas circunstancias, es cada vez más difícil mantener la ilusión de una verdadera asociación de aliados. Los aliados de Estados Unidos se vuelven meramente activos estratégicos que resultan útiles según de las circunstancias. Estados Unidos todavía encuentra atractivo el alcance logístico que le proporciona su sistema global de alianzas, pero los pactos con países de Asia y Europa se vuelven más una contingencia y menos el resultado de una comunidad de seguridad común. Por último, la nueva gran estrategia no otorga gran valor a la estabilidad internacional. Hay una idea nada sentimental en el campo unilateralista según la cual las tradiciones del pasado deben desecharse. Sea el retiro del Tratado Antimisiles Balísticos (ABM, por sus siglas en inglés) o la resistencia a firmar otros tratados formales de control de armas, los dirigentes están convencidos de que Estados Unidos tiene que superar la anticuada forma de pensar de la Guerra Fría. Los funcionarios del gobierno han notado con cierta satisfacción que la separación estadounidense del tratado ABM no condujo a una carrera armamentista global, sino que, en realidad, allanó el camino para un acuerdo histórico de reducción de armas entre Estados Unidos y Rusia. En ello se ha visto una ratificación de que ir más allá del viejo paradigma de las relaciones entre las grandes potencias no va a derrumbar la casa internacional. El mundo puede resistir enfoques de seguridad radicalmente nuevos y se ajustará igualmente al unilateralismo estadounidense. Pero la estabilidad no es un fin en sí. La nueva política estadounidense de línea dura hacia Corea del Norte, por ejemplo, podría desestabilizar la región, pero una inestabilidad semejante podría ser el precio de derrocar al régimen malvado y peligroso de Pyongyang. En este nuevo mundo feliz hay pensadores neoimperiales que aseguran que ni la vieja estrategia realista ni la liberal sirven. La seguridad estadounidense no se garantizaría, como supone la gran estrategia realista, preservando la disuasión y las relaciones estables entre las grandes potencias. En un mundo de amenazas asimétricas, el equilibrio de poder global ya no es el eje en torno al cual se organizan la guerra y la paz. De modo similar, las estrategias liberales que apuntan a construir un orden basado en el libre comercio y las instituciones democráticas podrían tener algún impacto a largo plazo sobre el terrorismo, pero no serían una solución ante la cercanía de las amenazas. La violencia apocalíptica está en el umbral, así es que los intentos destinados a fortalecer las reglas e instituciones de la comunidad internacional tienen poco valor práctico. Si se acepta el peor de los casos, aquel en el que "no sabemos qué ignoramos", todo lo demás es secundario: reglas internacionales, tradiciones de asociación o criterios de legitimidad. Es la guerra. Y según las famosas palabras de Clausewitz: "La guerra es un asunto tan peligroso que los errores que se originan en la benevolencia son los peores de todos". PELIGROS IMPERIALES Sin embargo, esta gran estrategia neoimperial tiene sus trampas. Un poder estadounidense no sujeto a rendir
cuentas, carente de legitimidad y desembarazado de las normas e instituciones nacidas en la posguerra y características del orden internacional, será el heraldo de un sistema internacional más hostil, que hará mucho más difícil satisfacer los intereses estadounidenses. El secreto de la larga y brillante carrera de Estados Unidos como estado líder del mundo fue su capacidad y disposición para ejercer el poder en un marco multinacional y de alianzas, lo que hizo su poder y su agenda más aceptables para los aliados y otros países clave en todo el mundo. Este logro ahora está en riesgo por la nueva forma de pensar de los dirigentes del gobierno. El problema más inmediato es que el programa neoimperialista es insostenible. Actuar por la libre bien puede servir para derrocar a Saddam Hussein, pero en cambio es mucho más incierto que una estrategia contra la proliferación, basada en la disposición estadounidense a usar la fuerza de manera unilateral para enfrentar dictadores peligrosos, funcione a largo plazo. Si Estados Unidos opta por emprender una política exterior en la que decida por sí solo qué países son amenazas y cuál es el mejor modo de impedir que obtengan WMD, sólo logrará degradar los mecanismos multinacionales, de los cuales el más importante es el régimen de no proliferación. El gobierno de Bush colocó la amenaza de WMD en el primer lugar de su agenda de seguridad sin invertir su poder ni su prestigio en fomentar, supervisar y hacer cumplir los compromisos de no proliferación. La tragedia del 11 de septiembre dio al gobierno de Bush la autoridad y la ocasión de enfrentar a los Irak del mundo. Pero eso no bastará cuando se presenten casos todavía más complicados, en los que lo necesario no sea el uso de la fuerza sino acciones multilaterales concertadas para proveer sanciones e inspecciones. Tampoco es cierto que la intervención militar anticipada o preventiva vaya a funcionar; podría desatar fuertes reacciones políticas internas hacia el intervencionismo armado dirigido por Estados Unidos. La bien intencionada estrategia imperial estadounidense podría socavar los acuerdos multilaterales elevados a principios, la infraestructura internacional y el espíritu cooperativo necesarios para el éxito perdurable de las metas de no proliferación. Específicamente, la doctrina de la acción anticipada plantea un problema afín: una vez que Estados Unidos considere que puede tomar ese camino, nada impedirá que otros países hagan lo mismo. ¿Quiere Estados Unidos que esta doctrina sea enarbolada por Pakistán, o incluso por China o Rusia? Después de todo, según esta doctrina, el país intervencionista no tendría que proporcionar pruebas antes de actuar. Estados Unidos sostiene que esperar hasta que se reúnan todas las pruebas, o hasta que los organismos internacionales con autoridad apoyen las acciones, es esperar demasiado. Sin embargo, esta perspectiva es la única en que Estados Unidos puede apoyarse si necesita solicitar a los otros que se contengan. Además, de un modo bastante paradójico, el avasallador poderío militar convencional estadounidense, combinado con una política de ataques anticipados, podría llevar a los países hostiles a acelerar sus programas para adquirir los únicos elementos de disuasión contra Estados Unidos que están a su alcance: las WMD. Ésta es otra versión del dilema de la seguridad, pero que una gran estrategia neoimperial sólo puede agravar. Y hay aún otro problema. El uso de la fuerza para eliminar las capacidades de WMD o derrocar a regímenes peligrosos nunca es algo simple, sea que se ejerza unilateralmente o como resultado de un concierto de países importantes. Una vez terminada la intervención militar, el país que la sufrió tiene que ser reconstruido. La conservación de la paz y la construcción de la nación serán indispensables, lo mismo que las estrategias de largo plazo que lleven a la ONU, el Banco Mundial y a las grandes potencias a orquestar conjuntamente la ayuda económica y otras formas de asistencia. Esto no es heroísmo, sino algo completamente necesario. Las fuerzas de paz pueden ser necesarias durante varios años, aun después de que se haya construido un nuevo régimen. Los conflictos regionales desatados por una intervención militar externa también tienen que ser controlados. Ésta es la "larga cola" de cargas y compromisos que acompañan a todas las grandes acciones militares. Cuando estos costos y obligaciones se agregan al papel imperial militar de Estados Unidos, se vuelve todavía más dudoso que la estrategia neoimperial pueda sostenerse en el propio país durante un largo trecho: es el clásico problema de la excesiva expansión imperial. Estados Unidos podría mantener su predominio militar durante décadas si se apoya en una economía creciente y de productividad cada vez mayor. Pero las cargas indirectas de limpiar y poner en orden el desastre político que queda en los estados debilitados inclinados al terrorismo imponen un costo oculto. La conservación de la paz y la construcción de estados requerirán coaliciones de países y organismos multilaterales que podrán participar en el proceso sólo si las decisiones iniciales sobre la intervención militar se elaboran en consulta con otros estados importantes. Así, de pronto, recuperan su pertinencia las antiguas estrategias liberal y realista. Un tercer problema en relación con una gran estrategia imperial es que no puede generar la cooperación necesaria para resolver problemas prácticos que se presenten en el núcleo de la agenda de política exterior
estadounidense. En la lucha contra el terrorismo, Estados Unidos necesita la cooperación de los países europeos y asiáticos en materia de inteligencia, cumplimiento de la ley y logística. Fuera de la esfera de la seguridad, la realización de los objetivos estadounidenses depende todavía más de una corriente continua de relaciones de trabajo amistosas con los principales países de la Tierra. Requiere socios para la liberalización del comercio, la estabilización financiera global, la protección ambiental, la disuasión del crimen organizado transnacional, el control del auge de China y una multitud de otros espinosos desafíos. Pero es imposible esperar que los socios potenciales concuerden con el protectorado de seguridad global que Estados Unidos se atribuyó y luego continúen como si nada en todos los otros ámbitos. La herramienta política clave para los países que enfrenten al Estados Unidos unipolar y unilateral es rehusar su cooperación en sus relaciones cotidianas con ese país. Un medio obvio es la política comercial: la reacción europea a la reciente decisión estadounidense de imponer aranceles a la importación de acero puede explicarse en estos términos. Esta lucha particular abarca temas específicos de comercio, pero también es una lucha en torno al modo en que Washington ejerce el poder. Puede que Estados Unidos sea una potencia militar unipolar, pero el poderío económico y político se distribuye en el globo de modo más parejo. Los países importantes tal vez no tengan mucha influencia para contener directamente la política militar estadounidense, pero pueden hacer que Estados Unidos pague el precio en otros terrenos. Por último, la gran estrategia neoimperial plantea un problema mayor para el mantenimiento del poderío unipolar estadounidense. Cae en la más antigua de las trampas de los estados imperiales poderosos: el autoencierro. Cuando la nación más poderosa del mundo hace sentir su peso en otros lados, sin los límites de las reglas o las normas de legitimidad internacionales, se arriesga a que haya reacciones violentas. Otros países se van a ofuscar en un orden internacional donde Estados Unidos no se atenga más que a sus propias reglas. Los impulsores de la nueva estrategia a gran escala supusieron que Estados Unidos puede desplegar de manera independiente su poderío militar en el extranjero y no sufrir consecuencias desafortunadas; y si bien las relaciones serán más ásperas con amigos y aliados, según creen, ésos son los costos del liderazgo. Pero la historia enseña que los estados poderosos tienden a propiciar el autoencierro al sobreestimar su propio poder. Carlos V, Luis XIV y los gobernantes de la Alemania posterior a Bismarck trataron de expandir sus dominios imperiales e imponer un orden coercitivo sobre otros. Sus respectivos órdenes imperiales cayeron cuando otros países decidieron que no estaban dispuestos a vivir en un mundo dominado por un estado arrogante y coercitivo. Las metas imperiales y el modus operandi de Estados Unidos son mucho más limitados y benignos de lo que fueron estos antiguos emperadores. Pero una gran estrategia imperial de línea dura plantea el riesgo de que la historia se repita. PRESENTAR LO ANTIGUO Las guerras cambian la política mundial, y así también ocurrirá con la guerra de Estados Unidos contra el terrorismo. Cómo combaten las guerras los grandes países, cómo definen lo que está en juego, cómo hacen la paz una vez que terminan: todo eso da forma duradera al sistema internacional que surge después de que los cañones callan. En la movilización de sus sociedades para el combate, los jefes de la guerra han tendido a describir el enfrentamiento militar como algo más que la simple derrota del enemigo. Woodrow Wilson envió tropas estadounidenses a Europa no sólo para detener al ejército del káiser, sino además para acabar con el militarismo y dar paso a una revolución democrática mundial. Franklin Roosevelt consideró que la guerra con Alemania y Japón era una lucha para garantizar las "cuatro grandes libertades". La Carta Atlántica fue una declaración de objetivos de guerra que apuntaban no sólo a la derrota del fascismo, sino también a una nueva dedicación al bienestar social y a los derechos humanos en un sistema mundial estable y abierto. Para llevar adelante estos conceptos, Wilson y Roosevelt propusieron nuevas reglas internacionales y mecanismos de cooperación. El mensaje era claro: si lleváis sobre vuestros hombros el peso de la guerra, nosotros, vuestros líderes, usaremos este espantoso conflicto para dar paso a un orden más pacífico y aceptable entre estados. Librar una guerra tenía que ver tanto con el establecimiento de relaciones globales como con la derrota del enemigo. Bush no ha articulado una visión completa del orden internacional de posguerra, aparte de definir la lucha como un enfrentamiento entre la libertad y el mal. El mundo ha visto que Washington toma ciertas medidas para combatir al terrorismo, pero no percibe todavía la agenda efectiva y más amplia de Bush para un orden internacional mejor y fortalecido. Esta insuficiencia explica por qué desaparecieron tan rápido la simpatía y la buena disposición que el mundo mostró hacia Estados Unidos después del 11 de septiembre. Los periódicos que una vez proclamaban "todos somos estadounidenses" ahora expresan desconfianza hacia Estados Unidos. La opinión preponderante es que Estados Unidos parece dispuesto a usar su poder para ir en pos de terroristas y regímenes malvados,
pero no para construir un orden mundial más estable y pacífico. Estados Unidos parece estar degradando las reglas e instituciones de la comunidad internacional en lugar de mejorarlas. Para el resto del mundo, la ideología neoimperial guarda más relación con el ejercicio del poder que con el ejercicio del liderazgo. En contraste, las orientaciones estratégicas estadounidenses más antiguas (el realismo del equilibrio de poder y el multilateralismo liberal) apuntan a una potencia mundial madura que busca la estabilidad y persigue sus intereses con conductas que no amenazan fundamentalmente la posición de otros estados. Son estrategias de alternativas comunes y seguridad. La nueva gran estrategia imperial presenta de modo muy diferente a Estados Unidos: un estado revisionista que busca transformar sus ventajas momentáneas de poder en un orden mundial en el que lleve la batuta. Al contrario de los estados hegemónicos de antaño, Estados Unidos no busca territorios ni dominio político directo en Europa o Asia; "Estados Unidos no tiene un imperio que ampliar ni una utopía que establecer", dijo Bush en su discurso de West Point. Pero las enormes ventajas que Estados Unidos posee en términos de poder y las doctrinas de anticipación y antiterrorismo que está articulando perturban a los gobiernos y pueblos de todo el mundo. Los costos podrían ser altos. Lo que menos quiere Estados Unidos es que los diplomáticos y gobiernos extranjeros se pregunten: "¿Cómo podemos controlar, socavar, contener el poder estadounidense y tomar represalias contra él?". Más que crear una nueva gran estrategia, Estados Unidos debería vigorizar las antiguas, que se basaban en la idea de que sus socios en materia de seguridad no son meras herramientas, sino elementos clave de un orden político mundial dirigido por Estados Unidos que debería preservarse. El poder estadounidense recibe al mismo tiempo más influencia y legitimidad y se vuelve más aceptable por obra y gracia de estas asociaciones. El fantasma del terrorismo catastrófico acosa a los ideólogos neoimperiales, que entonces buscan una reorganización radical del papel estadounidense en el mundo. La superioridad del poder unipolar estadounidense y el advenimiento de nuevas y temibles amenazas terroristas estimulan esta tentación imperial. Pero se trata de una visión de gran estrategia que, llevada al extremo, dará origen a un mundo más peligroso y dividido, y a un Estados Unidos menos seguro. Derechos de Autor ©2003 reservados para el Council on Foreign Relations.